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Marx y Engels

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II

Colección Clásicos del Pensamiento Social

III
IV
DIMITRI RIAZANOV

MARX Y
ENGELS

V
© 39418.
EMPRESA EDITORA NACIONAL QUIMANTU LIMITADA,
Av. Santa María 076, Casilla 10155. Santiago de Chile.
Primera edición: 5.000 ejemplares, diciembre de 1971.
Segunda edición: 5.000 ejemplares, mayo de 1972.
Tercera edición: 5.000 ejemplares, noviembre de 1972.
Director División Editorial: Joaquín Gutiérrez M.
Jefe Departamento Ediciones Especiales: Alejandro Chelén R.
Proyectó la edición y diseñó portada: María Angélica Pizarro

VI
NOTA PRELIMINAR

En una de esas fórmulas lapidarias con las cuales a


veces complacíase su genio, ha dicho Lenin que “no
hay acción revolucionaria sin teoría revolucionaria”.
El más ilustre de los constructores sociales saludaba
así la supremacía de la inteligencia aun en el momento
de la rebelión y del gesto ejecutivo. Las revoluciones
se hacen en efecto con doctrinas de pensadores, y está
condenada de antemano la insurrección que confíe a
la inspiración del momento la suerte de su aventura.
Sin la Enciclopedia que estaba a sus espaldas,
Robespierre sería incomprensible y en igual forma
también casi no hay detalle de la vida de Lenin que
no encuentre en Marx su comentario anticipado, su
explicación luminosa.

El triunfo de la revolución, sin embargo, fija a veces a


sus jefes una actitud que no siempre es la verdadera.
Para el esquema simplista de la leyenda, la rica
complejidad de la persona se subordina al rasgo
saliente o a la postura expresiva. Lenin aparece así
como un estratega incomparable que aguarda largos
años la hora del destino; pero se deja de buenas
ganas en las sombras al oyente asiduo de las clases de
Durkheim en la Sorbona o al estudioso infatigable
que escribe sobre la filosofía de Mach un panfleto
vigoroso.

La revolución que traerá la destrucción del régimen


de clases será, pues, algo más que el resultado de
un arrebato generoso. Gestada en la meditación y
en el estudio, no podrá adquirir sino en la teoría su
significado trascendente. Para destruir puede bastar
el impulso; para edificar es necesario el método.
La más absurda de todas las ilusiones redentoras
fue la confianza en el vagabundo y el bandido: el
lumpenproletariat de Bakunin. La revolución no
se impone en la imprecisión o en la incertidumbre

VII
aunque pueda comenzar en el desasosiego o la
inquietud. Pero para triunfar y convertirse en hechos
es necesario que cristalice en las formas definidas de la
idea directriz.

Para dar a los jóvenes de Rusia la clara conciencia de


esa idea directriz, la Academia comunista de Moscú
ha organizado desde hace años algunos rápidos cursos
de marxismo. El marxismo es, en efecto, la teoría de
la revolución y ha llegado a identificarse con ella de
tal modo que aunque pudiera reducirse su alcance
como sistema sociológico, no quedaría comprometida
en lo más mínimo su fecunda virtud animadora. El
presente libro que dos jóvenes argentinos entregan
hoy a los lectores de lengua castellana, es el resumen
del curso de Riazanov sobre la vida y la acción de
Marx y Engels. Nadie en el momento actual con
más autoridad que la suya. Conocedor profundo de
Marx y del marxismo, ha sabido resumir en nueve
conferencias una riqueza de hechos y de documentos
verdaderamente excepcional. Refiriéndose a Riazanov,
Mehring le ha reprochado alguna vez su excesiva
admiración por Marx. El lector verá en seguida si
esa admiración que Riazanov no niega ha llegado a
empañar en algún momento su juicio siempre sereno
y su crítica siempre vivaz. A través de dos vidas
ejemplares, Riazanov nos introduce hasta el corazón
mismo del marxismo. Con no ser la exposición de
la doctrina, su libro indica las fuentes vivas que la
alimentaron, las fuerzas ciegas que la combatieron, la
contagiosa esperanza que la anima. Surge así de cada
página una saludable lección de firmeza en la lucha,
de seguridad en el triunfo, de serena confianza en el
futuro. Que ojalá esa lección llegue hasta los jóvenes
de América y sea para ellos como las palabras con las
cuales el conde de Saint-Simon quería ser despertado
cada día: “Arriba, señor conde, que os esperan grandes
cosas por hacer”.

ANÍBAL PONCE

VIII
PRIMERA CONFERENCIA

INTRODUCCIÓN. - LA REVOLUCION INDUSTRIAL EN INGLATERRA. -


LA GRAN REVOLUCION FRANCESA Y SU INFLUENCIA EN ALEMANIA.

Voy a tratar un tema puramente histórico, pero al mismo tiempo me


asigno una tarea teórica: ya que de Marx y Engels, los maestros cuya
historia referiré, interesan como autores de la concepción materialista
de la Historia y creadores del socialismo científico, quisiera hacerlo
empleando su propio método, aplicando esa misma concepción.
Por más que nuestro programa destaca la importancia de la colectividad,
de las masas, se la atribuimos a veces excesiva al papel de los individuos
en la Historia, y, en los últimos tiempos particularmente, subordinamos un
poco el de las masas, relegando a veces al último término las condiciones
económicas e históricas generales que determinan la acción individual.

La personalidad de Engels se desvanece algo ante la de Marx. Es casi


imposible encontrar en la historia del siglo XIX un hombre que por su
actividad y su obra científica haya orientado de tal modo el pensamiento y
la acción de varias generaciones en distintos países.
Han transcurrido cuarenta años1 desde la muerte de Marx y, sin embargo,
su pensamiento no ha dejado de influir, de encauzar el desarrollo intelectual
hasta en los países más lejanos, en los que jamás se oyó hablar de él mientras
vivía.
El nombre de Marx es muy conocido en Rusia. Hace ya más de medio
siglo que apareció la traducción rusa de El Capital, pero la influencia del
marxismo, lejos de cesar, aumenta cada año. Ningún historiador del porvenir
podrá estudiar la historia rusa a partir de 1880 sin estudiar previamente las
obras de Marx y Engels: tan profundo han penetrado esos dos hombres
en la historia del pensamiento social y socialista y del movimiento obrero
revolucionario ruso.
Henos, pues, ante dos figuras eminentes que determinaron la dirección del
pensamiento humano. Veamos en qué condiciones y en qué ambiente se
desarrollaron.
El hombre es producto de un medio histórico determinado. Un genio que
aporte una novedad lo hará sobre la base de lo existente. No puede surgir

1 En 1923.

1
de la nada. En consecuencia, si se quiere precisar el genio, el grado de
originalidad de un hombre, ha de tenerse por lo menos una idea aproximada
de lo que ya existía, del desarrollo alcanzado por el pensamiento humano
y la sociedad en el momento en que aquél comenzó a formarse, es decir,
a sufrir la influencia del medio ambiente. Así, para comprender a Marx
—y aplicaremos aquí prácticamente su propio método— será necesario
considerar la influencia del medio histórico sobre él y Engels.
Marx nació en Tréveris el 5 de mayo de 1818; Engels, el 28 de noviembre
de 1820, en Barmen, ciudades ambas de Alemania, situadas en la misma
provincia —Renania—, bañada por el Rin, que marca la frontera entre
Francia y Alemania. Nacieron, pues, con dos años de intervalo, en una
misma provincia alemana, en la primera mitad del siglo XIX.
Como sabemos, en los primeros años de su existencia el niño se encuentra
sometido sobre todo a la influencia del medio familiar. A partir de los diez
o doce años sufre la influencia, más compleja, de la escuela. Comienza a
entrar en contacto con una cantidad de fenómenos y de hechos desconocidos
en el círculo estrecho de la familia.
Tenemos ya situados a Marx y Engels en un medio geográfico determinado:
Alemania. Veremos luego a qué clase pertenecen por su origen. Antes nos
referiremos a la situación histórica general por el año 1830, cuando, niños
conscientes, Marx y Engels empiezan a padecer la influencia del medio
histórico social.
1830 y 1831 son para Europa años revolucionarios. En el primero, estalla en
Francia la revolución de julio, que se extiende por toda Europa, de occidente
a oriente, alcanzando a Rusia, donde provoca la insurrección de 1831 en el
reinado de Polonia. Desde que Marx y Engels han entrado en la vida más
o menos consciente se encuentran, pues, en el torbellino de la revolución y
reciben las impresiones de ese período convulsivo. Pero la revolución de
julio de 1830 venía a ser la conclusión de otra revolución más considerable,
cuyas consecuencias e influencias es necesario conocer para valorar el
medio histórico en que crecieron Marx y Engels.
La historia del siglo XIX hasta 1830 está determinada por dos factores
esenciales: la revolución industrial en Inglaterra y la gran Revolución
Francesa. Comienza la primera hacia 1760 y dura un largo período; llega a
su apogeo en las postrimerías del siglo XVIII, pero se termina más o menos
en 1830.
¿Qué es la revolución industrial, así denominada por Engels?
En la segunda mitad del siglo XVIII Inglaterra era ya un país capitalista.
Tenía una clase de obreros, de proletarios, es decir, una clase de hombres
privados de toda propiedad, sin instrumentos de producción, por consiguiente

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obligados, para vivir, a vender como una mercancía su mano de obra, y una
clase capitalista que explotaba a esa clase obrera. Existía asimismo una de
grandes terratenientes.
No obstante, a mediados del siglo XVIII el capitalismo en Inglaterra
todavía se apoyaba técnicamente sobre la antigua producción manual. No
era la producción artesana, en que cada taller contaba sólo con un patrón,
dos o tres compañeros y algunos aprendices; ya había cedido aquélla su
lugar al modo de producción capitalista, y hacia la segunda mitad del
siglo XVIII se desarrollaron justamente en Inglaterra tales formas de ese
estadio de la producción capitalista que se llama manufacturera. En el
estadio manufacturero del desarrollo de la producción, los capitalistas
siguen explotando al obrero, pero en una escala más vasta, en un taller
considerablemente ampliado, que no es el del artesano.
En lo que respecta a la organización del trabajo, la producción manufacturera
se distingue de la artesana en que reúne a centenares de obreros en un gran
local. Cualquiera sea el oficio de que se ocupen, se establece entre esos
centenares de hombres una perfeccionada división del trabajo, con todas
sus consecuencias. Es la empresa capitalista sin máquinas, sin mecanismos
automáticos, pero en la que la división del trabajo y la del modo mismo de
producir en diferentes operaciones parciales han llegado a un alto grado. Y
precisamente a mediados del mismo siglo este período manufacturero se
generaliza en Inglaterra.
Más o menos en 1760 comienzan a modificarse las propias bases técnicas
de la producción. Las antiguas herramientas de los artesanos se reemplazan
por máquinas. Esta innovación se efectúa ante todo en la principal rama
de la industria inglesa, la textil. La aplicación sucesiva de una serie de
inventos transforma la técnica del tejido y la hilandería. No enumeraré
todas esas invenciones; bastará con saber que hacia 1780 los telares para
tejer e hilar figuraban entre ellas. En 1785, Watt inventa su máquina de
vapor perfeccionada, que permite instalar las fábricas en las ciudades, hasta
entonces establecidas exclusivamente a orilla de las corrientes de agua que
proveían la energía necesaria. De ahí las condiciones favorables para la
concentración de la producción. A partir de 1785 comienzan las tentativas
para aplicar el vapor como fuerza motriz en diversas ramas de la industria.
Pero el progreso de la técnica no fue tan rápido como se pretende, a veces
en los textos corrientes; el período de esta gran revolución industrial abarca
desde 1760 hasta 1830. La máquina de hilar automática, hoy muy difundida
en nuestras fábricas, no estuvo bastante perfeccionada hasta 1825; la de
tejer adquirió su forma actual en 1813, si bien los primeros telares habían
sido inventados antes de 1760 (la de Cartwright en 1785), es decir, muy
anteriormente a esa fecha.

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Estamos considerando, pues, un país en el que desde setenta años atrás las
invenciones se suceden sin interrupción, la producción se concentra cada vez
más y los pequeños talleres de tejido e hilado desaparecen progresivamente.
Los artesanos son sustituidos por proletarios cada día en mayor número. En
lugar de la antigua clase de obreros que había comenzado a desarrollarse en
los siglos XVI y XVII y que en la segunda mitad del XVIII representaba
todavía una pequeña parte de la población, al finalizar este siglo, y
particularmente a mediados del XIX, se encuentra en Inglaterra una clase
considerable que impone sus características en todas las relaciones sociales.
Simultáneamente con esta revolución industrial se produce cierta
concentración en el seno de la propia clase obrera y también una modificación
en todos los órdenes económicos. Los tejedores y los hiladores quedan
desplazados de sus habituales condiciones de existencia. Al principio el
obrero manufacturero apenas se distinguía del artesano o del campesino,
tenía confianza en el mañana, sabía que estaba en las mismas condiciones de
su padre o de su abuelo; pero ahora había cambiado todo y desaparecido las
seculares relaciones familiares entre patrones y obreros: aquéllos arrojaban
a la calle sin piedad a decenas y centenas de trabajadores. Reaccionan éstos,
a su vez, contra la modificación tan radical, contra este trastorno en sus
condiciones de vida. Se indignan, y su indignación, su odio, se dirigen en
seguida, naturalmente, contra el signo exterior de esta nueva revolución
que daña sus intereses, contra las máquinas, que representan para ellos todo
el mal. Y se producen, al comienzo del siglo XIX, sublevaciones de los
trabajadores contra el empleo de las máquinas y los perfeccionamientos
técnicos de la producción, que adquieren grandes proporciones en Inglaterra
precisamente hacia 1815, poco después de la adopción de la máquina de
tejer perfeccionada. Por esta época el movimiento afecta a todos los centros
industriales, deja de ser espontáneo, se organiza, responde a jefes y consignas.
Se lo conoce en la historia como el movimiento de los “luddistas”, según
unos por el nombre de un obrero y según otros por el del fabuloso general
Ludda, cuyas proclamas suscribían los obreros. Para repelerlo, las clases
dirigentes, la oligarquía dominante, recurren a las medidas más rigurosas.
Cualquier tentativa de destrucción de máquinas es castigada con la pena de
muerte. Numerosos obreros fueron, por eso, ahorcados.
Era necesaria una propaganda apropiada para hacerles comprender que la
causa de su situación no estaba en las máquinas sino en las condiciones en que
éstas eran empleadas. El movimiento revolucionario que se propone hacer
de los obreros una masa consciente capaz de luchar contra determinadas
condiciones políticas y sociales comienza a desarrollarse vigorosamente
en Inglaterra a partir de 1815. No entraré a examinarlo en detalles, pero
quisiera señalar que, a pesar de haber empezado en ese tiempo, había tenido

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precursores a fines del siglo XVIII. Para comprender el papel que tuvieron
hace falta estudiar la situación de Francia, porque es difícil apreciar bien los
primeros pasos del movimiento inglés sin conocer las consecuencias de la
Revolución Francesa. Estalló ésta en 1789 y llegó a su fase culminante en
1793. Desde 1794 empieza a declinar y acaba algunos años más tarde con la
instauración de la dictadura militar de Napoleón. En 1799 Napoleón realiza
su golpe de Estado y luego de ser cónsul durante cinco años se proclama
emperador y reina hasta 1815.
Hasta fines del siglo XVIII Francia estuvo gobernada por una monarquía
absoluta. En realidad, el poder pertenecía a la nobleza y al clero, que
cedían por ventajas materiales una parte de su influencia a la burguesía
financiera comercial que principiaba a constituirse. La efervescencia de
las masas populares, de los pequeños productores, de los campesinos, de
los pequeños y medianos industriales que no poseían privilegio alguno
suscita un fuerte movimiento revolucionario que obliga al poder real a hacer
concesiones. Luis XVI convoca a los Estados Generales. Mientras luchan
los dos grupos sociales representados por la clase pobre de las ciudades y
las órdenes privilegiadas, el poder cae en manos de la pequeña burguesía
revolucionaria y los obreros parisienses el 10 de agosto de 1792. Dominan
entonces los jacobinos con Robespierre y Marat. Añadamos el nombre de
Danton. Durante dos años es dueño de Francia el pueblo sublevado, cuya
vanguardia está en el París revolucionario. Los jacobinos representaban a
la burguesía, pero llevaron sus reivindicaciones hasta su límite lógico. No
eran ni comunistas ni socialistas. Robespierre, Marat, Danton, demócratas
pequeñoburgueses, asumían el papel y la tarea que había de cumplir toda la
burguesía: despojar a Francia de las supervivencias del régimen feudal; crear
condiciones políticas que permitiesen a todos los poseedores desarrollar
libremente sus actividades y a los pequeños propietarios procurarse una
renta mediana con un oficio honrado o con una honesta explotación del
trabajo ajeno. Pero en su lucha por la creación de esas condiciones políticas
y contra el feudalismo, contra la aristocracia, y principalmente contra toda
Europa, que se arrojaba sobre Francia, los jacobinos Robespierre y Marat
procedieron como jefes revolucionarios, poniendo en práctica métodos de
propaganda también revolucionarios. Para oponer la fuerza de las masas
populares a la de los señores y reyes, lanzaron la consigna: “¡Guerra a
los palacios; paz en las chozas!” e inscribieron en su bandera la divisa:
Libertad, Igualdad, Fraternidad.
Las primeras conquistas de la Revolución Francesa tuvieron repercusión
inmediata en Renania, donde se organizaron sociedades de jacobinos. Muchos
alemanes fueron incorporados corno voluntarios en el ejército francés, y
algunos en París participaron en todas las sociedades revolucionarias.

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Grande y duradera fue esa influencia en Renania, también en el Palatinado; al
comenzar el siglo XIX las tradiciones heroicas de la revolución conservaban
aún todo su prestigio sobre la joven generación. El propio Napoleón, el
usurpador, en su lucha contra la Europa monárquica y feudal debió apoyarse
en las conquistas fundamentales de la Revolución Francesa. Había iniciado
su carrera militar en el ejército revolucionario. Los soldados franceses,
descalzos, desarrapados, casi sin armas, pelearon contra las tropas regulares
prusianas y vencieron por su entusiasmo, su superioridad numérica y su
arte de desmoralizar y disgregar al ejército enemigo bombardeándolo con
proclamas antes de dirigirle las balas. También Napoleón en sus guerras
recurrió a esa propaganda revolucionaria. Sabía perfectamente que los
cañones son un poderoso medio de acción, pero jamás desdeñó aquel otro
instrumento de propaganda que desorganiza tan bien a las tropas adversarias.
La influencia de la Revolución Francesa se extendió igualmente hacia el
este y llegó hasta San Petersburgo, donde, según cuentan nuestros viejos
libros, la gente se abrazaba y felicitaba en las calles al conocer la noticia de
la toma de la Bastilla. Ya había en Rusia un pequeño grupo de hombres, el
principal de los cuales era Radischev, que comprendía bien el sentido de la
Revolución Francesa.
En Inglaterra, país que encabezaba entonces las coaliciones dirigidas
contra Francia, la misma influencia se hizo sentir no sólo en los elementos
pequeñoburgueses, sino también en la numerosa población obrera formada
por la revolución industrial. La primera organización obrera revolucionaria
surgió en Inglaterra precisamente entre los años 1791 y 1792. Se la
denominó Sociedad de Correspondencia para eludir la ley inglesa que
prohibía a sociedades de distintas localidades ligarse orgánicamente. Al
finalizar el siglo XVIII, Inglaterra, que había pasado ya por dos revoluciones,
una a mitad y la otra a fines del siglo XVII, se regía constitucionalmente.
Considerábasele como el país más libre; permitíase allí el funcionamiento de
clubes y sociedades, pero sin derecho a que se vincularan entre sí. Burlando
esta prohibición, los obreros organizaron donde pudieron aquellas sociedades
de correspondencia, que se relacionaban epistolarmente. La de Londres
estaba dirigida por Tomás Hardy, un zapatero escocés de origen galo. Atrajo
y organizó a un gran número de obreros, los cuales pagaban una reducida
cuota de ingreso. La sociedad organizaba mitines y asambleas. La mayoría
eran artesanos, zapateros y sastres, lo que se explica por el efecto disgregador
que sobre la antigua producción manufacturera había comenzado a ejercer la
revolución industrial a que antes hice referencia.
Voy a dar otro nombre ligado a la historia ulterior del movimiento trade-
unionista inglés: Francisco Place, sastre de oficio. Citaré también, de entre
los otros artesanos miembros de esas Sociedades de Correspondencia,

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al zapatero Holcruft, poeta, publicista y orador talentoso, que tuvo una
destacada actuación en las postrimerías del siglo XVIII.
Dos o tres semanas después de la proclamación de la República en Francia
(10 de agosto de 1792), la sociedad de Hardy, por intermedio del embajador
francés en Londres, envió secretamente a la Convención un mensaje de
simpatía. Este saludo, una de las primeras manifestaciones de solidaridad
internacional, produjo gran impresión por proceder del pueblo inglés, cuyas
clases dominantes mostraban a Francia, por aquella época, la más viva
hostilidad, y la Convención lo retribuyó por resolución especial.
Tomando como pretexto las relaciones que sostenían con los jacobinos
franceses, la oligarquía inglesa emprendió persecuciones contra las referidas
sociedades. A Hardy y muchos de sus compañeros les fue iniciada una
serie de procesos. Leyendo los discursos de los procuradores que en ellos
intervinieron, se ve cómo los grupos capitalistas ingleses aprovecharon la
revolución para quitarle a la Francia revolucionaria sus colonias en Asia y
América.
El temor de ver destruida su dominación hizo que la oligarquía inglesa
adoptara medidas contra el naciente movimiento obrero. Las sociedades,
las uniones que los elementos burgueses, las gentes acomodadas habían
hasta entonces autorizado a fundar, y por lo cual era imposible negar la
autorización a los artesanos, fueron prohibidas hacia 1800.
En 1799 una ley especial prohibió toda asociación de obreros en Inglaterra y
desde entonces hasta 1824 la clase obrera del país estuvo privada del derecho
de reunión y de coalición.
Volvamos ahora a 1815. El movimiento de los “luddistas”, cuyo fin exclusivo
era el de destruir las máquinas, fue transformándose en una lucha más
consciente. Nuevas organizaciones revolucionarias se propusieron obtener
la modificación de las condiciones políticas de la clase obrera, exigiendo en
primer término el derecho de reunión y asociación y la libertad de prensa.
El año 1817 comenzó con una lucha encarnizada que en 1819 provocó en
Manchester, centro de la industria algodonera, el célebre combate de Peterlow.
Fuertes escuadrones de caballería arrollaron a los obreros y a consecuencia
de la lucha murieron varias decenas de hombres. El rey de Inglaterra felicitó
a los valientes cosacos que habían vencido a los trabajadores desarmados,
como en otro tiempo Nicolás III aclamó a los bravos fanagoritsy que habían
hecho fuego sobre los obreros de Iaroslav.
Se tomaron luego nuevas medidas rigurosas contra la clase obrera, conocidas
con el nombre de “Seis Puntos”. Empero estas persecuciones no hicieron
más que robustecer la lucha revolucionaria, hasta que en 1824, gracias
principalmente a Place, que no por ser ya un rico industrial había dejado
de relacionarse con los radicales de la Cámara de los Comunes, los obreros
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ingleses consiguieron la famosa Ley de Coalición. Desde entonces tuvo
una base legal el movimiento para la creación de organizaciones gremiales
destinadas a la defensa contra la opresión de los industriales, a la conquista de
mejores condiciones de trabajo y salarios más elevados. El trade-unionismo
comienza a desarrollarse y en su seno se forman sociedades políticas con el
fin de lograr el sufragio universal.
En Francia, mientras tanto, con la caída de Napoleón en 1815 y el
restablecimiento de la antigua monarquía borbónica con Luis XVIII,
sobreviene la época de la Restauración, que dura quince años. Recuperado
el trono con la ayuda extranjera, de Alejandro I en particular, Luis XVIII
hizo una serie de concesiones a los grandes terratenientes que habían sufrido
las consecuencias de la revolución. Era imposible restituirles sus tierras,
puesto que habría sido necesario quitárselas a los campesinos, pero se les
pagó una fabulosa suma de francos.
El poder real se esforzaba por contener el desarrollo del nuevo régimen
social y político y dejar sin efecto en todo lo posible las concesiones que
se había visto obligado a hacer. La lucha entre liberales y conservadores
prosigue sin interrupción y conduce finalmente a una nueva revolución, que
estalla en julio de 1830.
Inglaterra, que al fin del siglo XVIII había visto fortalecerse el movimiento
obrero a raíz de la Revolución Francesa, bajo la influencia de esta otra
vuelve a contemplar un nuevo empuje revolucionario, que comienza con
una campaña en favor de la extensión del sufragio, al cual solamente tenía
derecho una parte ínfima de la población. Los señores terratenientes ejercían
el dominio en las elecciones y, por consiguiente, en la Cámara de los
Comunes. Los partidos dirigentes, los whigs y los tories, que representaban
en suma las diferentes fracciones de la aristocracia terrateniente, se vieron
forzados a hacer ciertas concesiones. El más liberal de ambos, el de los
whigs, que consideraba necesaria la reforma electoral, ganó terreno. Pero
la burguesía industrial consiguió para sí sola el derecho al voto. Ante la
traición de esa burguesía liberal, a la que se había aliado el antiguo miembro
de la Sociedad de Correspondencia Place, los trabajadores, después de
varias tentativas infructuosas, organizaron en 1836 su sociedad en Londres,
dirigida por talentosos obreros, entre los cuales Guillermo Lowett y Enrique
Haserington. En 1837, Lowett y sus camaradas formulan por vez primera
las reivindicaciones políticas fundamentales de la clase obrera. Se proponen
organizar a los trabajadores en un partido especial con su programa político,
no en un partido de clase, adversario de todos los otros partidos burgueses,
sino en un partido que, junto a los otros, aspira a tener su influencia y a
participar en la lucha política como partido político de la clase obrera bajo el
régimen burgués. Partidos obreros de esta naturaleza existen actualmente en

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Australia y Nueva Zelandia. No tienen por objeto la transformación radical
de las condiciones sociales, con frecuencia hasta se unen estrechamente
con la burguesía para asegurar a los obreros determinada influencia en la
máquina gubernamental.
El documento en el que Lowett y sus compañeros declararon las pretensiones
de los obreros recibió el nombre de “Carta” y su movimiento el de “cartista”.
Con estas seis reivindicaciones se inició el cartismo: sufragio universal,
parlamento anual, voto secreto, inmunidad parlamentaria, división del país
en circunscripciones electorales iguales, supresión de la tasa electoral para
los diputados.
Comenzó, como hemos visto, en 1837. Marx tenía diecinueve años y Engels
diecisiete. Fue la más alta expresión alcanzada por el movimiento obrero en
el momento en que Marx y Engels tornábanse conscientes.
La revolución de julio de 1830 no había instaurado en Francia la República
sino una monarquía constitucional a cuya cabeza figuraba el jefe de la
rama de los Orleáns, que, durante la gran Revolución Francesa y más tarde
cuando la Restauración, había combatido a los Borbones. Luis Felipe fue
el representante típico de la burguesía: su preocupación por la economía
provocaba la admiración de los pequeños comerciantes de París.
La monarquía de julio otorga la libertad a la burguesía industrial, comercial y
financiera para permitirle enriquecerse más rápidamente, y dirige sus golpes,
en cambio, contra la clase obrera, en la que se manifiesta ya, aunque débilmente,
una tendencia a la organización. En los primeros años subsiguientes a la
revolución, las sociedades revolucionarias están principalmente compuestas
por estudiantes e intelectuales: los obreros son una excepción en ellas.
Pero respondiendo a la traición de la burguesía, una insurrección obrera
estalla en 1831 en las sederías de Lyon. Durante varios días los obreros
tienen la ciudad en su poder. No propician reivindicación política alguna.
Enarbolan solamente la divisa: “Vivir trabajando o morir combatiendo”.
Finalmente son vencidos y sometidos a terribles represalias. En 1834, otra
vez en Lyon, surgió la revuelta. Su importancia fue más considerable que la
de la revolución de julio. Mientras ésta se basaba principalmente sobre los
elementos pequeño burgueses democráticos, la doble insurrección lionesa
reveló por primera vez la importancia revolucionaria del elemento obrero
que, aun en una sola ciudad, es cierto, levantaba el estandarte de la rebelión
contra toda la burguesía, planteando claramente los problemas de su clase.
Todavía no atacaba el proletariado de Lyon las bases reales del régimen
burgués, pero sus reivindicaciones estaban dirigidas contra los capitalistas
y la explotación.
Aparecido en escena como nueva clase revolucionaria, el proletariado
intenta por esta época organizarse en Inglaterra, y en Francia, después de

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los sucesos de Lyon, empiezan las primeras tentativas de su organización
revolucionaria.
La figura sobresaliente de ese movimiento es Augusto Blanqui, uno de los
más grandes revolucionarios franceses. Había tomado parte en la revolución
de julio. Bajo la influencia de las insurrecciones lionesas, que mostraron que
el elemento más revolucionario estaba representado por los obreros, Blanqui
comienza con sus compañeros a constituir sociedades revolucionarias entre
los obreros de París, en las cuales participan, como en los tiempos de la gran
Revolución Francesa, hombres de otras nacionalidades: alemanes, belgas y
suizos.
Decididos a tomar el poder político con un golpe de mano y disponer en
seguida una serie de medidas en favor de la clase obrera, realizan en mayo
de 1839, en París, una audaz tentativa de insurrección que, desde luego,
aborta, pero cuesta a Blanqui una condena a muerte, conmutada por prisión
perpetua, y un serio disgusto a sus compañeros alemanes. Entre éstos
mencionaré a Schapper, nombre que volveremos a encontrar más tarde.
Obligado a salir de Francia con algunos camaradas, llega en febrero de 1840
a Londres, donde organiza una sociedad obrera de educación.
En esta época, cuando el movimiento obrero revolucionario llegaba a su
apogeo, Marx y Engels tenían veintidós y veinte años, respectivamente.

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SEGUNDA CONFERENCIA

EL MOVIMIENTO REVOLUCIONARIO EN ALEMANIA HACIA 1830.


- RENANIA. - LA ADOLESCENCIA DE MARX Y DE ENGELS. - LOS
TRABAJOS LITERARIOS DE ENGELS. - MARX, REDACTOR DE LA
GACETA RENANA.

Veamos la situación de Alemania después de 1815, terminadas las guerras


napoleónicas, guerras en la que tomaron parte, además de Inglaterra, alma de
la coalición, Rusia, aliada con los alemanes, y los austríacos. En el Congreso
de Viena, que decdió la suerte de Europa, Alejandro I desempeñó el papel
principal. La paz de Viena no fue mejor para Europa de lo que lo ha sido
la de Versalles, final de la última guerra imperialista. Por ella se despojó a
Francia de todas sus conquistas territoriales del período revolucionario. Las
colonias francesas fueron entregadas a Inglaterra. Alemania, que esperaba
su unidad de esta guerra de liberación, se escindió definitivamente en dos
partes: Alemania del norte y Austria.
Inmediatamente después de 1815 surgió entre los intelectuales y estudiantes
de Alemania un movimiento tendiente esencialmente a restaurar la unidad del
país. El enemigo principal era entonces Rusia, que, en seguida del Congreso
de Viena, concertó con Alemania y Austria la Santa Alianza, destinada sobre
todo a sofocar las aspiraciones revolucionarias. Alejandro I y el emperador
de Austria fueron los fundadores oficiales de esa institución; en realidad
su creador fue Metternich, director de la política austríaca. Mas, como se
consideraba que Rusia era el principal foco de la reacción, el movimiento
ilegal de los intelectuales y estudiantes alemanes, cuyo propósito era
propagar la cultura y la instrucción entre el pueblo para prepararlo en el
sentido de la unificación del país, tuvo desde el principio una orientación
netamente anti-rusa. Fueron fundadas numerosas sociedades de tal carácter,
entre las cuales se distinguieron especialmente los círculos universitarios de
Jena, de Hesse, etc.
En 1819 un estudiante, Carlos Sand, mató al escritor alemán Kotzebue,
considerado, no sin razón, un espía ruso. Este acto terrorista, que produjo
grande impresión en Rusia, donde Carlos Sand se hizo el ideal de la mayor
parte de los futuros decembristas, suministró a Metternich y a los gobiernos
alemanes el pretexto para las represiones contra los intelectuales, pero las
sociedades de estudiantes, lejos de desaparecer, se fortalecieron y, poco a
poco, constituyeron organizaciones revolucionarias.

11
Nuestro movimiento decembrista, que llevó a cabo una tentativa infructuosa
de insurrección armada el 14 de diciembre de 1825, no es un movimiento
aislado de intelectuales rusos, sino que se desarrolla bajo la influencia del
movimiento revolucionario de los intelectuales de Polonia, Austria, Francia
y España. Corresponde a una corriente literaria especial, cuyo representante
más importante y más típico fue, de 1818 a 1830, el publicista alemán Luis
Boerne, judío de origen, que tuvo igualmente una grande influencia sobre
el desenvolvimiento del pensamiento político alemán. Verdadero demócrata
político, se interesó poco por la cuestión propiamente social, convencido
de que se puede reparar todo y mejorarlo todo concediendo al pueblo la
completa libertad política.
La revolución de julio de 1830 tuvo una repercusión considerable en toda
Europa, y particularmente en ciertas regiones de Alemania fue el origen de
convulsiones e insurrecciones, pero como el movimiento carecía de raíces
profundas entre las masas, bastaron algunas concesiones para el triunfo del
gobierno.
La derrota de la insurrección polaca de 1831, consecuencia directa de la
revolución de julio, obligó a muchos revolucionarios polacos a buscar
refugio en Alemania, a fin de escapar de las persecuciones del gobierno
zarista. Este hecho aumentó el odio de los intelectuales alemanes hacia
Rusia, de igual modo que las simpatías por la Polonia esclavizada.
La revolución de julio y la insurrección polaca provocaron una serie de
movimientos revolucionarios, en los cuales conviene que nos detengamos.
Recordaremos los hechos que de una u otra manera pudieron influir
sobre Marx y Engels. En 1832 el movimiento revolucionario de la parte
sur de Alemania está concentrado en el Palatinado, región que, al igual
que Renania, estuvo largo tiempo en manos de Francia, siendo restituida
a Alemania sólo en 1815. Renania pasó entonces a poder de Prusia y el
Palatinado fue incorporado a Baviera, donde la reacción no era menos
violenta que en Prusia. Habituados a una libertad relativa bajo el régimen
francés, los habitantes de Renania y del Palatinado debían naturalmente
oponer resistencia al régimen al que ahora se hallaban sujetos. Cada
empuje del movimiento revolucionario francés fortificaba sus tentativas
de lucha de oposición. En 1831 este movimiento se difunde grandemente,
en el Palatinado, entre los intelectuales liberales. Los abogados Wirth y
Siebenpfeifer organizan en Hambach, en 1832, una gran fiesta, en la que
una serie de varios oradores, y entre ellos Boerne, hablan para proclamar
la necesidad de una Alemania libre y unificada. Entre ellos se encuentra un
joven obrero, Juan Becker, de veintitrés años, cuyo nombre encontraremos a
menudo en la historia del movimiento revolucionario europeo. Becker, que
estuvo en relaciones estrechas con varias generaciones de revolucionarios

12
rusos, desde Bakunin hasta Plejanov, demostraba a los intelectuales que no
hay que limitarse a la agitación, sino que es preciso preparar la insurrección
armada. Revolucionario típico de grandes condiciones, llega a hacerse
escritor, mas nunca teórico eminente, representó ante todo el tipo de
revolucionario pragmático. Después de la reunión de Hambach permaneció
algunos años en Alemania ocupado en trabajos de agitación y propaganda
y organizando la evasión de algunos prisioneros revolucionarios. En 1833,
estando él mismo en prisión, su grupo efectuó un ataque armado contra
la guarnición de Francfort, ciudad en que se reunía entonces la Dieta de
la Confederación Germánica. Los estudiantes y los obreros afiliados a
ese grupo estaban persuadidos de que una insurrección victoriosa en esa
ciudad causaría fuerte impresión en Alemania, pero fracasaron. Carlos
Schapper, que trabajaba entonces en Alemania, participó enérgicamente en
la insurrección; después de la derrota logró refugiarse en Francia. Todo el
movimiento revolucionario se concentró precisamente en las regiones que
durante largo tiempo se habían hallado bajo la dominación francesa.
Un movimiento revolucionario se produjo también en el principado de
Hesse, encabezado por el pastor Weidig, partidario convencido de la libertad
política y de la unificación de Alemania. Weidig organizó una imprenta
clandestina, donde imprimía sus proclamas, y esforzábase por agrupar a los
intelectuales a su alrededor. Entre estos últimos, uno de los que participaron
más activamente en el movimiento fue Jorge Büchner, autor del drama La
muerte de Danton. Persuadido de la necesidad de conquistar las simpatías
de la masa rural, fundó para los campesinos de Hesse un periódico especial
de propaganda, que fue el primer ensayo de este género. El periódico, que se
imprimía en la imprenta clandestina de Weidig tuvo una existencia efímera:
dejó de aparecer en 1835. Sus organizadores fueron arrestados, y Büchner,
que pudo huir de las persecuciones, se refugió en Suiza, donde murió
poco tiempo después. En cuanto a Weidig (pariente cercano de Guillermo
Liebknecht, quien, aun cuando niño, debió ser profundamente impresionado
por estos acontecimientos), fue encarcelado y sometido a castigos corporales.
Una parte de los revolucionarios que Becker logró se evadieran, entre ellos
Schapper, que se fugó antes de la insurrección de Francfort, luego Schuster,
se establecieron en París, donde fundaron una sociedad secreta: la Federación
de los Desterrados. Bajo la influencia de Schuster y de numerosos obreros
alemanes que estaban en París, la corriente socialista se reforzó notablemente
dentro de la sociedad y finalmente se produjo una escisión.
Una parte de sus miembros, dirigidos por Schuster, funda la Federación
de los Justos, que subsistió tres años, cuyos adherentes participaron en
la insurrección de Blanqui y, como los blanquistas, fueron arrestados
y encarcelados. Al recobrar la libertad, Schapper y sus camaradas se

13
dirigieron a Londres, donde crearon una sociedad de educación obrera que
se transformó muy pronto en sociedad comu­nista.
En esa época los intelectuales alemanes sufrían, además de la de Boerne,
la influencia de diversos escritores, entre los cuales el más eminente era
Enrique Heine, poeta y publicista. Sus correspondencias de París, lo mismo
que las de Boerne, in­ fluyeron en la formación de la juventud alemana.
Nativos Heine y Boerne, el uno del Palatinado y el otro de Renania, ambos
eran judíos. Marx también era originario de Renania y judío. ¿En qué medida
el origen judío influye en su desenvolvimiento?
En la historia del socialismo alemán cuatro judíos, Marx, Lassalle, Heine
y Boerne, desempeñan un papel muy importante. Hubiera podido citar
otros, pero tomo los más importantes. Es incontestable que el origen judío
de Marx y de Heine tiene cierta influencia en la dirección de su desarrollo
político. Los estudiantes se levantaban entonces contra la opresión política
y social que reinaba en Alemania, pero los intelectuales judíos sentían más
fuertemente su yugo. Basta leer los artículos en que Boerne describe las
vejaciones de la censura y fustiga a los filisteos de la Alemania de aquel
tiempo para comprender que cualquiera, por poco esclarecido que fuera, debía
protestar forzosamente contra tales condiciones de vida, particularmente
insoportables para los judíos. Boerne pasó toda su juventud en el barrio
judío de Francfort y el régimen medieval que allí se vivía le impresionó,
como a Heine, profundamente.
Marx no se hallaba en iguales condiciones; de ahí que algunos de sus
biógrafos hayan negado casi enteramente la influencia del medio judío
sobre él.
Su padre, Enrique Marx, de profesión abogado, hombre culto y libre de
prejuicios religiosos, era gran admirador de la literatura filosófica del siglo
XVIII e indujo a su hijo a leer las obras de escritores como Locke, Voltaire
y Diderot. Locke, uno de los ideólogos de la segunda revolución inglesa, era
en filosofía adversario de lo innato; sostenía que el hombre no posee ideas
innatas; que toda idea, todo pensamiento, es el producto de la experiencia y de
la educación. Los materialistas franceses seguían su camino y demostraban
que nada existe en la inteligencia del hombre que no sea ante todo sensación,
que no pase por sus sentidos. De igual modo, no reconocían la existencia de
ninguna idea innata.
A pesar de que el padre de Marx no practicaba su religión, sólo en 1824
adopta el cristianismo. En su biografía de Marx, Mehring procura demostrar
que ese acto de Enrique Marx fue la forma de tentar su entrada en la elevada
sociedad cristiana. Hay en ello una parte de verdad, pero Enrique Marx
realizó su conversión, sobre todo, para escapar a las nuevas vejaciones a que
los judíos estaban expuestos desde la incorporación de Renania a Prusia.
14
Marx mismo, aunque no estuviera espiritualmente ligado a tal medio, se
interesó mucho en su juventud por la cuestión judía y mantuvo relaciones con
la comunidad judía de Tréveris. En tal tiempo los judíos elevaban frecuentes
peticiones para solicitar la abrogación de distintas medidas vejatorias. A
pedido de sus parientes próximos y de la comunidad de Tréveris, Marx,
entonces de veinticuatro años, escribió una de esas peticiones.
Así, pues, de ningún modo desdeñaba Marx a sus antiguos correligionarios;
le interesaba la cuestión judía y participaba en la lucha por su emancipación.
Esto no le impedía hacer una clara distinción entre los judíos pobres y los
adinerados, aunque, a decir verdad, había pocos judíos ricos en la región
donde vivía Marx: la aristocracia judía estaba entonces reconcentrada en
Hamburgo y en Francfort.
Tréveris, lugar de nacimiento de Marx y donde muchos de sus antepasados
fueron rabinos, se encuentra en Renania, provincia de una intensa vida
industrial y política. Hoy todavía es una de las regiones más industriales
de Alemania. En ella están comprendidas las ciudades de Solingen y de
Remscheid, conocidas por sus artículos de acero, así como las de Barmen
y de Elberfeld, centro de la industria textil. Tréveris, donde Marx vivía,
era una ciudad medieval que había, en el siglo X, desempeñado un papel
considerable y sido, con Roma, uno de los centros del cristianismo. Era
igualmente industrial y durante la Revolución Francesa se suscitó en ella
un fuerte movimiento revolucionario. Poseía curtidurías y fábricas de
tejidos, pero la industria manufacturera estaba escasamente desarrollada en
comparación con las partes septentrionales de la Renania, donde se hallaban
los centros metalúrgicos y de la industria algodonera. Situada en una región
vinícola, con supervivencias de la antigua comunidad rural, y siendo sus
campesinos pequeños propietarios, viñeros amantes de la alegría y del buen
vino, Tréveris conservó hasta cierto punto las costumbres de una ciudad
medieval. Interesado entonces Marx por la situación de los campesinos,
realizaba excursiones a las ciudades de los alrededores y se documentaba
prolijamente sobre su vida. Los artículos que publicó algunos años más
tarde muestran un conocimiento perfecto de los detalles de la vida rural, del
régimen de la propiedad de la tierra y de los procedimientos de cultivo de
los campesinos de Mosela.
En el colegio, como lo prueba particularmente una atestación de sus maestros
en una de sus composiciones, Marx era uno de los más brillantes alumnos.
Por encargo de su profesor escribió una composición sobre la elección de
profesión por los jóvenes, en la que demuestra que no pueden escogerla
libremente, porque las condiciones de nacimiento del hombre predeterminan
su profesión, así como, en sentido general, su concepción del mundo. Aquí
puede verse el embrión de la concepción materialista de la Historia. Pero

15
hay que considerarlo únicamente como la prueba de que Marx, ya en su
juventud y bajo la influencia de su padre, estaba imbuido de las ideas
fundamentales del materialismo francés, sólo que estas ideas las exponía en
una forma especial.
A la edad de dieciséis años, Marx salió del colegio y en 1836 entró en la
universidad, es decir, en una época en que las revueltas revolucionarias
habían cesado y reinaba relativa calma en la vida universitaria.
Para ser mejor comprendido, me referiré al movimiento revolucionario
ruso. El empuje revolucionario de la octava década persiste hasta 1883-84,
en cuyo momento se ve con toda claridad que la antigua Narodnaia Volia
ha sido aplastada. Los años de 1886-89, especialmente después del atentado
del 1° de marzo contra Alejandro III, son, en las universidades, años de
intensa reacción, en los cuales el movimiento revolucionario cesa por
completo. Las personas de mi edad —las que no han perdido, se entiende,
el sentimiento revolucionario— se ocupan temporariamente en una labor
científica, dedicadas a estudiar las causas en cuya virtud el movimiento
político revolucionario fue derrotado.
Un período semejante transcurría en Alemania cuando Marx entra en la
universidad. En ella se dedica a estudios concienzudos. Poseemos sobre esa
época de su vida un documento interesante: una carta en la que habla a su
padre como a un amigo íntimo y al que expone sin rodeos sus ideas. Enrique
Marx apreció y comprendió muy bien a su hijo, siendo suficiente leer su
respuesta para juzgar de su elevada cultura.
En el espíritu de su tiempo Marx buscaba las concepciones y las doctrinas
que le permitiesen fundamentar teóricamente el odio que ya tenía hacia
el régimen político y social dominante. Más tarde estudiaré esta cuestión
en detalle; diré entretanto que, en su búsqueda, Marx adopta la filosofía
hegeliana bajo la forma que le dieron los “jóvenes hegelianos”, que habían
roto radicalmente con todos los prejuicios y sacado de esta filosofía las
deducciones más radicales en el aspecto político y en el de las relaciones
civiles y religiosas. En 1841, Marx termina sus estudios universitarios y
obtiene el diploma de doctor, época precisamente en que Engels cae bajo la
influencia de los “jóvenes hegelianos”.
Engels nació en Barmen, ciudad situada en el norte de Renania, centro de la
industria algodonera y de lanas, cerca de Essen, que más tarde llega a ser el
centro de la industria metalúrgica. Engels era de origen alemán y pertenecía
a una familia acomodada. Si examinamos los antecedentes de la familia
Engels, vemos que ocupa lugar honorable entre las familias de comerciantes
y de industriales de Renania. Hasta tiene su escudo. Y como para señalar el
desenvolvimiento pacífico de la vida de Engels, sus tendencias pacíficas,
ese escudo está ornado por un ángel con un ramo de olivo, blasón con el

16
que Engels entra en la vida. Probablemente sus antepasados escogieron ese
blasón porque Engels significa en alemán “ángel”. La familia de Engels
se remonta al siglo XVI, lo cual quiere decir que es una familia arraigada.
En lo que concierne a la de Marx, nadie se ha ocupado en establecer sus
antecedentes y hasta es difícil saber de su abuelo con exactitud. Se sabe
solamente que Marx provenía de una familia de rabinos. Sobre el origen de
la de Engels existen dos versiones. Según ciertos datos, Engels sería lejano
descendiente del francés Ange, hugonote refugiado en Alemania. Pero
sus parientes actuales niegan tal antecedente y procuran probar su origen
puramente alemán. En cualquier caso, en el siglo XVII la familia de Engels
era ya una antigua familia de fabricantes de paño, cuyos descendientes se
hicieron fabricantes de telas de algodón, gente muy adinerada, y con fuertes
tendencias internacionales. Con su amigo Ermen, el padre de Engels fundó
una fábrica de tejidos en su patria y otra en Manchester, con lo que resulta
un fabricante anglo-alemán. Profesaba la religión protestante y pertenecía a
la confesión evangélica. Recuerda patentemente a los antiguos calvinistas,
que unían a una fe profunda la convicción no menos profunda de que la
vocación del hombre consiste en ganar dinero y en acumular capital para
la producción y el comercio. En su vida privada era un hombre religioso,
fanático, que empleaba todas las horas que le dejaban libres sus negocios
en reflexiones piadosas. De tal modo, se establecen entre Engels y su padre
relaciones diametralmente opuestas a las de Marx con el suyo. Muy pronto
las ideas de Engels provocan un conflicto con su padre. Con la intención
de hacer de su hijo un comerciante, lo educó en tal sentido; a los diecisiete
años lo envió a Bremen, una de las ciudades de más comercio de Alemania,
donde el joven Engels está durante tres años empleado en un escritorio de
comercio. Las cartas a sus amigos del colegio muestran cómo se esfuerza
para sustraerse a la influencia de tal medio. Religioso al llegar a Bremen,
se halla bien pronto bajo la influencia de Boerne y de Heine. Comienza a
escribir a los diecinueve años, y con sus primeros trabajos se coloca entre los
demócratas librepensadores de Alemania. Sus primeros artículos, firmados
con el seudónimo de Oswald, con los cuales atrae la atención pública,
flagelan el medio ambiente en que había pasado su infancia. Sus cartas de
Wupperthal (del nombre del valle de Wupper, en el que están situadas las
ciudades de Barmen y de Elberfeld) causan fuerte impresión. Se notaba que
el autor había sido educado en esa región y que conocía a todos sus hombres
notables. En Bremen se libró Engels de todos los prejuicios religiosos y
llegó a ser una especie de viejo jacobino francés.
Hacia 1841, cuando tenía alrededor de veinte años, Engels, en calidad de
hijo de rico fabricante, entra como voluntario en artillería de la guardia de
Berlín. Allí es donde se vincula con el círculo de “jóvenes hegelianos”, que

17
Marx también frecuentaba. Con ellos participa en la lucha contra los viejos
prejuicios y, de igual modo que Marx, se adhiere a la tendencia más radical
de la filosofía hegeliana. Pero cuando Marx se halla todavía, por así decir, en
su gabinete de trabajo y se prepara para la carrera universitaria, Engels, que
comenzó a escribir en 1839, en 1842 ocupa ya, bajo su seudónimo, un lugar
destacado en el periodismo y participa activamente en la lucha ideológica
que se desarrolla entre los adeptos de los viejos y de los nuevos sistemas
filosóficos.
Quiero llamar particularmente la atención sobre los años 1841-42, que son
los años en que varios rusos moscovitas viven en Alemania. Están allí, entre
otros, Bakunin, Ogarev, Frolov, que viven poco más o menos en parecidas
condiciones de entusiasmo que Marx y Engels por la misma filosofía. Ello
puede juzgarse por el episodio siguiente: en 1842 Engels escribió una crítica
violenta de la filosofía del adversario de Hegel, Schelling, que había sido
invitado por el gobierno de Prusia a trasladarse a Berlín para oponer a la del
primero su filosofía, en la cual se esforzaba por conciliar el Evangelio con
la ciencia. Las opiniones que Engels tenía entonces se asemejaban hasta tal
punto a las expuestas por Bielinsky y Bakunin en sus artículos de esa época,
que hasta los últimos tiempos su folleto en el que critica la Filosofía de la
revelación de Schelling ha sido atribuido a Bakunin. Ahora sabemos que no
fue escrito por Bakunin, pero la argumentación, las expresiones, las pruebas
empleadas para demostrar la superioridad de la teoría hegeliana, se parecen
de tal modo a las de Bakunin que no es sorprendente que numerosos rusos
la hayan considerado obra suya.
En 1842 Engels tenía veintidós años, de suerte que tempranamente es un
escritor democrático, radical, completamente formado. Como él mismo lo
dice, describiéndose en un poema festivo, era un ardiente jacobino, y bajo
este aspecto recuerda fuertemente a algunos alemanes que se adhirieron a
la Revolución Francesa. Según sus propias palabras, La Marsellesa está
constantemente en sus labios y reclama, por último, la guillotina. Tal era
Engels en 1842. Marx había llegado más o menos al mismo grado de
desarrollo intelectual. En esa misma fecha se descubren trabajando con un
propósito común.
Terminados sus estudios universitarios y doctorado en abril de 1842, Marx
se propuso desde el primer instante ocuparse de filosofía y de ciencia, pero
renunció a este propósito cuando su maestro y amigo, Bruno Bauer, que era
uno de los jefes de los “jóvenes hegelianos” y criticaba rudamente la teología
oficial, fue privado del derecho de enseñar en la universidad. Justamente
en tal momento Marx fue invitado a colaborar en una nueva publicación.
Los representantes de la burguesía comercial e industrial más radical de
Renania, Kamphausen y otros, habían resuelto fundar su órgano político. El

18
periódico de más influencia en Renania era la Koelnische Zeitung, y Colonia
era entonces el mayor centro industrial de la región, publicación que adulaba
al gobierno. La burguesía radical quería oponer a ella su órgano propio,
a fin de defender sus intereses económicos frente al feudalismo. Además
de Kamphausen, el constructor de ferrocarriles Mevisson desempeñaba
un papel considerable en la región. Ambos disponían del dinero, pero les
faltaban colaboradores. Acontecía lo que se produjo más tarde en Rusia:
buen número de periódicos fundados por capitalistas cayeron en manos de
un grupo determinado de literatos. Así ocurrió antes y después de 1905 e
igualmente durante la guerra; industriales independientes suministraban
fondos a un grupo de literatos. Así, en Renania, algunos jóvenes filósofos
y literatos tomaron la dirección del periódico fundado por los fabricantes.
De estos literatos fue Moisés Hess, de mayor edad que Marx y Engels,
el que desempeñó el papel principal. Era, como Marx, judío, pero desde
temprano se había distanciado de su padre, hombre bastante rico. Adherido
al movimiento liberador en seguida de 1830, comenzó a demostrar la
necesidad de la unión de las naciones más adelantadas, a fin de asegurar la
conquista de la libertad política y cultural. Ya en 1842, antes que Marx y
Engels, Moisés Hess, bajo la influencia del movimiento comunista francés,
se hizo comunista. Con algunos de sus camaradas es luego el redactor más
eminente de la Gaceta Renana.
Marx vivía entonces en Bonn, y durante largo tiempo no fue sino un
colaborador que enviaba periódicamente sus artículos. Sólo poco a poco
conquista el primer puesto en el periódico, dirigido por Hess, con sus dos
camaradas Oppenheim y Rutenberg (este último era amigo de Marx y lo
había recomendado a la redacción). Así, pues, aunque la Gaceta Renana
fuera editada a costa de la burguesía industrial de la región, era al mismo
tiempo el órgano del grupo más radical de escritores de Berlín, al que
pertenecían Marx y Engels.
En el otoño de 1842 Marx fija su residencia en Colonia e inmediatamente
da al periódico una nueva orientación. Contrariamente a sus amigos de
Berlín y a Engels, insistía Marx en llevar la lucha más radical, pero no bajo
una forma demasiado ruidosa, contra las condiciones políticas y sociales
existentes. Así se manifiesta la influencia de las condiciones distintas en que
se formaron Marx y Engels, y en particular el hecho de que Marx no hubiera
conocido la opresión religiosa, yugo intelectual al que en su juventud estuvo
sometido Engels. Por eso Marx se apasionaba menos por una lucha religiosa
y no consideraba necesario dedicar todas sus fuerzas a una crítica violenta
antirreligiosa. Prefería una polémica a fondo a una demasiado exterior, lo
que consideraba necesario para conservar el periódico y disponer así de un
órgano. Engels —y eso es una característica de toda su producción juvenil—

19
estaba más cerca del grupo que quería una lucha exterior más vigorosa contra
la religión. Esta diferencia entre Marx y Engels, sea dicho de paso, recuerda
a la que existió a fines de 1917 y comienzos de 1918 en nuestro medio,
cuando algunos camaradas reclamaban la lucha inmediata y a fondo con
la Iglesia. Otros, por el contrario, estimaban que no era eso lo más urgente
y teníamos tareas de mayor importancia. Parecidas divergencias existían
entre Marx y Engels y los otros jóvenes publicistas, compañeros suyos. Esta
polémica tiene su expresión en las cartas que Marx escribió como redactor
a sus viejos camaradas de Berlín.
Los biógrafos de Marx consignan que su encuentro con Engels en la
redacción de la Gaceta Renana fue bastante frío. Engels, que había sido
uno de sus corresponsales en Berlín, estuvo en Colonia antes de su partida
para Inglaterra. Es posible que entonces tuviera una explicación con Marx,
que defendía su táctica y había abordado claramente la cuestión de los
trabajadores. Criticaba duramente las leyes que prohibían el aprovechamiento
comunal de la leña y abrogaban el derecho de procurársela en los bosques,
demostrando que tales leyes eran obra de los propietarios del suelo que
ponían todo su poder en la explotación de los pequeños campesinos y en
elaborar decretos que los transformaran en criminales. Insertó entonces en
la Gaceta Renana varios artículos sobre la situación, por él bien conocida,
de los campesinos de Mosela, los que suscitaron una violenta polémica entre
él y el prefecto de Renania.
Las autoridades locales presionan entonces por intermedio de Berlín y el
periódico es sometido a una doble censura. Como Marx es el alma de la
redacción, se pide que sea depuesto. El nuevo censor admira grandemente a
este brillante e inteligente publicista que elude con habilidad la censura, pero
sigue denunciándole, y ahora no a la redacción sino al grupo de accionistas
que subvencionan el periódico. Comienzan estos últimos a inquietarse y
piden a Marx que sea más prudente, a fin de evitar cuestiones desagradables.
Marx se niega. Prueba que toda tentativa de moderación no conducirá a nada,
que el gobierno no reducirá su intemperancia. Al fin entrega su dimisión de
redactor y abandona el periódico, pero su retiro no lo salva, pues muy pronto
fue prohibido en forma definitiva.
Marx salió del periódico completamente cambiado. Cuando ingresó era
un demócrata liberal, aunque un demócrata que se interesaba por todos
los asuntos económicos fundamentales ligados con la situación social y
económica de los campesinos. En consecuencia, Marx, que hasta entonces
estuvo casi exclusivamente dedicado a la filosofía y a la jurisprudencia, debe
ocuparse cada vez en grado mayor de problemas económicos y de diversas
cuestiones concretas.
Marx sostuvo en ese tiempo una polémica con un periódico conservador a

20
propósito de un artículo de Hess, que fue quien en 1842 convirtió a Engels
al comunismo. Respondió, en resumen, a ese periódico: Ustedes no tienen
derecho de atacar al comunismo. No conozco el comunismo, pero siendo
que el comunismo ha asumido la defensa de los oprimidos, no puede
ser combatido con tanta ligereza. Antes de condenarlo es preciso tener
conocimiento completo y exacto de esa corriente.
Cuando abandonó la Gaceta Renana, Marx no era aún comunista, pero sí
hombre a quien interesaba el comunismo como tendencia, como filosofía
concreta. Con su amigo A. Ruge llegan a convenir en que es absolutamente
imposible realizar en Alemania la propaganda política y social que les interesa
y resuelven trasladarse a París para editar los Anales francoalemanes. Con
este nombre, de oposición a los nacionalistas franceses y alemanes, quieren
significar que una de las condiciones de éxito de la lucha contra la reacción
está en la estrecha alianza política de Alemania y Francia. En los Anales
francoalemanes Marx formula por primera vez los puntos fundamentales
de su futura filosofía, en los cuales de demócrata liberal se transforma en
comunista.

21
TERCERA CONFERENCIA

LA VINCULACION DEL SOCIALISMO CIENTIFICO Y LA FILOSOFIA. -


EL MATERIALISMO. - KANT. - FICHTE. - HEGEL. - FEUERBACH. - EL
MATERIALISMO DIALECTICO DE MARX. - LA MISION HISTORICA DEL
PROLETARIADO.

Nos hemos detenido en el momento en que Marx abandonó su carrera de


publicista en Alemania para dirigirse al extranjero. Resumiremos ahora lo
dicho últimamente. Se recordará que nos propusimos la tarea de estudiar la
vida de Marx y Engels valiéndonos del método de investigación que ellos
mismos crearon.
Hemos visto que, a pesar de todo su genio, Marx y Engels han sido
hombres de una sola época determinada. Ha de recordarse cómo llegaron
a la vida consciente, es decir, cómo salieron del período infantil, durante
el cual las impresiones principales provienen de la familia; cómo cayeron
bajo la influencia de una época histórica, cuyo carácter fue determinado
principalmente por la revolución de julio enAlemania, por el desenvolvimiento
de la ciencia y de la filosofía, por el desarrollo del movimiento obrero y por
el avance del proceso revolucionario. Hemos indicado igualmente que Marx
y Engels no son sólo el producto de esa época histórica sino que por su
origen fueron hombres de un lugar determinado, Renania, que era entonces
la provincia más industrial y más internacional de Alemania y la que más
fuertemente había recibido la influencia de la Revolución Francesa. Hemos
mostrado que en los primeros años de su vida, Marx estuvo sujeto a otras
influencias que las que rodearon a Engels y que fue grande en su familia el
influjo de la filosofía francesa. Contrariamente, Engels estuvo sometido a la
influencia de la religión en una familia casi santurrona. Así, las cuestiones
relacionadas con la religión fueron siempre más angustiosas para Engels
que para Marx. Finalmente, Marx y Engels, por diferentes caminos, con más
facilidad el uno, con mayores dificultades el otro, llegaron a conclusiones
idénticas.
Los hemos dejado en el momento en que han llegado a ser los representantes
más radicales del pensamiento político y de la filosofía de su tiempo; en
el momento en que Marx se traslada a París para formular su nuevo punto
de vista. Para saber lo que Marx expone a los veinticinco años de edad de
verdaderamente nuevo, nos detendremos a señalar en forma breve lo que
encontró en el dominio de la filosofía.

22
Deborin ha expuesto 2 la cuestión de la conciencia, de la inteligencia, de
la materia, del ser, etc., y ha citado probablemente el nombre de algunos
filósofos. Por referirnos a ellas citaré las palabras de Engels que están en el
prefacio de su folleto El desarrollo del socialismo científico. “Nosotros, los
socialistas alemanes —escribe Engels-, nos enorgullecemos de descender
no sólo de Saint-Simon, Fourier y Owen, sino también de Kant, Fichte
y Hegel.” Engels no menciona aun cuarto filósofo alemán, Feuerbach,
al que dedica más tarde una obra especial. Expondremos ahora el origen
filosófico del socialismo científico. No somos, como Deborin, especialistas
en filosofía; solamente nos hemos ocupado en adquirir una idea de las
cuestiones filosóficas fundamentales, como lo han hecho todos aquellos que
se interesan por el motivo de la evolución humana.
La cuestión fundamental, tal como la plantea Engels, es la de saber si ha
existido un principio creador que ha precedido al mundo; dicho de otra
manera, si hay, como lo hemos aprendido en nuestra infancia, un dios.
Este creador, este todopoderoso, puede revestir diferentes formas según
las religiones. Puede manifestarse en la forma de un monarca celestial de
poder infinito, con innumerables legiones de ángeles a sus órdenes. Puede
transmitir sus poderes a un Papa, a obispos, a sacerdotes; puede, en fin,
monarca bueno y esclarecido, establecer de una vez y para siempre una
Constitución, leyes fundamentales que gobiernen a la humanidad entera y,
en su infinita sabiduría, satisfacerse con el amor y el respeto a sus hijos
sin inmiscuirse jamás en la administración de sus asuntos. Puede, en una
palabra, manifestarse en las formas más variadas, pero en el momento que
se ha reconocido la existencia de este dios, se admite que hay un ser que ha
existido en todos los tiempos y que un buen día ha dicho: ¡Que el mundo
sea!, y cuya palabra se ha transformado inmediatamente en realidad.
Así, pues, el pensamiento, el deseo, la intención de crear este mundo, existía
en alguna parte, fuera del mundo mismo; dónde, no se sabe exactamente.
Este suceso no ha sido descubierto todavía por ningún filósofo, ni aun por
nuestros nuevos filósofos de Petrogrado.
Este ser eterno crea todo lo existente. Así, la conciencia, el pensamiento,
determinan todo lo que existe. La idea crea a la materia, la conciencia
determina al ser. En el fondo, a pesar de todos los ropajes filosóficos, esta
nueva forma de manifestarse el “primer principio” no es otra cosa que la
vieja concepción teológica del mundo.
Se trata, en definitiva, de saber si, en el universo donde nos movemos, en
lo existente, puede acaecer algo sin la intervención de un ser desconocido,
situado más allá de los límites del universo, de un ser fuera de nuestra
percepción, que se llama Jehová, el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, y aun
2 Se refiere a sus conferencias sobre el materialismo dialéctico. (N. de los T.)

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la Razón. Se le puede también designar, como en el Evangelio de San Juan,
el Verbo: “En el principio era el Verbo”. Este Verbo ha creado la existencia;
ha creado el mundo.
Esta idea del Verbo principio de todas las cosas fue ya combatida en el siglo
XVIII por los materialistas, por los representantes de la nueva filosofía y de
la nueva clase, la burguesía revolucionaria, en la medida en que atacaron
al antiguo orden social, el feudalismo. La antigua concepción del mundo
resultaba insuficiente para explicar el origen de los nuevos acontecimientos,
de lo que distinguía su época de las precedentes.
La conciencia, la idea, la razón, consideradas como unas e inmutables, tenían,
a sus ojos, un defecto capital. Efectivamente, la observación les indicaba
que todo lo terrenal cambia, que el ser reviste las formas más variadas: La
experiencia les enseñaba (sin hablar de los viajes y de los descubrimientos
que suministraban cada día nuevos materiales) que existen gentes diferentes,
diferentes Estados y diferentes ideas.
Se trataba de conocer la proveniencia de toda esa diversidad, de saber cómo
surgen las diferencias que existen entre los hombres y las cosas.
Cuanto más penetraban los filósofos en el estudio del pasado, mayor era el
número de pueblos diferentes que encontraban, algunos desaparecidos, otros
vivientes. Los ingleses habían atravesado distintas épocas, y lo mismo los
franceses. ¿De dónde provenía esta diferencia en el tiempo y en el espacio si
la causa de todo residía en un principio único, en un dios, por ejemplo? Sólo
hace falta suponer que ese dios, sin que uno pueda comprender por qué,
decidía hoy que hubiera una Inglaterra, mañana una Alemania, una Francia
pasado mañana. Que tuviera el capricho de hacer reinar un día en Inglaterra
a los Estuardos, al siguiente cortar la cabeza a Carlos I y entregar el poder
a Cromwell.
A partir del siglo XVIII, y aun del XVII, a medida que la existencia, la
humanidad y las relaciones entre los hombres se modifican notablemente
bajo la influencia de los hombres mismos, la existencia de la Divinidad,
origen de todo, suscita mayores dudas. En efecto, lo que explica todo en su
diversidad, en el tiempo y en el espacio, no explica nada desde el momento
que la diferencia de los acontecimientos, y no lo que tienen de común, se
explica por el hecho de que han surgido en condiciones diferentes, bajo
la influencia de causas distintas. Cada una de esas diferencias debe ser
explicada por las causas particulares, por las influencias especiales que la
han producido.
Los filósofos ingleses, que vivían bajo un capitalismo en rápida transformación
y que poseían la experiencia de dos revoluciones, se habían preguntado si
existía de veras una fuerza que independientemente de la voluntad de los
hombres proveía todo y lo hacía todo. Suscitaba en ellos no menos dudas el
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problema de saber si todas esas diferentes ideas, que se habían manifestado
y combatido entre sí en la época de la revolución inglesa, eran ideas innatas.
A pesar de todos los esfuerzos para conciliarlas con las enseñanzas de la
Biblia, era evidente que esas ideas llevaban el sello de la novedad.
Los materialistas franceses, de los cuales ya hemos hablado, planteaban la
cuestión con más claridad. Para ellos esa supuesta fuerza que se encuentra
fuera de nuestro mundo, esa fuerza divina que se ocupa sin cesar de la nueva
Europa, que piensa en todo y contribuye a todo, no existe. Todo fenómeno,
todo hecho histórico es el resultado de la acción de los hombres mismos.
Los materialistas franceses no conocían lo que determina los actos de los
hombres, mas sabían que no es Dios, que no es ninguna fuerza exterior lo
que hace la Historia, sino que son los hombres mismos los que dirigen los
acontecimientos. Pero caían en una contradicción. Sabían que los hombres
proceden diferentemente porque tienen opiniones e intereses diferentes,
pero no conocían lo que suscita esas divergencias de intereses, como
tampoco conocían la influencia que sobre el hombre ejercen las condiciones
materiales en que se forma. Al contrario, creían que la formación misma de
los hombres está determinada por tal o cual legislador que, a la manera de
un dios, dispone de ellos y fija sus actos.
Algunos materialistas franceses habían planteado claramente otra cuestión.
Cierto —replicábanles sus adversarios—, Dios no es un ser idéntico al
terrible Jehová de los judíos, ni al Padre, Hijo y Espíritu Santo de la religión
cristiana, pero existe un principio espiritual que ha introducido en la materia
la posibilidad del pensamiento, que precede a la naturaleza. Respondían los
materialistas que para eso no hay necesidad alguna de una fuerza exterior
cualquiera, porque el estímulo procede de la materia misma.
A pesar de que en la época que los materialistas franceses elaboraban su
filosofía, la ciencia en general y las ciencias naturales en particular habían
alcanzado escaso desarrollo, ellos establecieron esa idea fundamental.
Todos los que se titulan materialistas niegan que la conciencia, el pensamiento,
en el sentido que nosotros damos a estas palabras, hayan precedido a la
materia, a la naturaleza. Durante millones de años no existió en la Tierra
ningún ser viviente, organizado; en consecuencia, no existía lo que se llama
pensamiento, ni lo que se denomina conciencia. El ser, la naturaleza, la
materia, han precedido a la conciencia, al pensamiento, al espíritu.
No hay que imaginar que la materia sea necesariamente algo grosero, pesado,
sucio, y la idea, delicada, ligera, pura. Materialistas vulgares, a veces jóvenes
materialistas, en el ardor de la discusión o para mofarse de los fariseos del
idealismo que no cesan de hablar de lo grande y de lo bello al tiempo que se
acomodan perfectamente con la villanía e infamia de la sociedad burguesa,
subrayan, a veces intencionalmente, que la materia es una cosa pesada y
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grosera. Por el contrario, cuando se sigue el desarrollo de las ciencias físicas
se comprueba que durante los últimos ciento cincuenta años la materia se
ha transformado en algo increíblemente etéreo y extremadamente móvil.
Desde que la revolución industrial cambió las bases de la vieja economía
natural, todo se puso en movimiento. Cuanto dormía despertóse y todo lo
que estaba inmóvil se puso en movimiento. En la materia compacta, fija al
parecer, se han descubierto fuerzas nuevas y nuevas formas de movimiento.
El hecho siguiente nos mostrará cuán insuficientes eran los conocimientos
de los materialistas franceses. Cuando Holbach, uno de los más lógicos,
escribió su libro sobre El sistema de la naturaleza, ignoraba lo que ahora
sabe todo buen escolar de doce años. Para él el aire era indivisible y uno
de los elementos principales que constituyen la naturaleza; por otra parte,
no sabía sobre el aire más de lo que sabían los griegos dos mil años atrás.
Algunos años después de la publicación del libro de Holbach, la química,
desarrollada sobre todo por Lavoisier, mostró que el aire se compone de ázoe
y oxígeno, a los cuales están mezclados en cantidad ínfima cierto número de
elementos. Y cien años más tarde, a fines del siglo XIX, la química misma
descubre, en el ázoe y en el oxígeno, gases como el argón y el helio, que son
materia, pero extremadamente sutil.
Otro ejemplo aún. En la Rusia soviética es muy usada la radiotelegrafía, pues
nos ha prestado servicios inmensos durante el bloqueo y la guerra civil. Sin
ella hubiéramos vagado, por así decir, en las tinieblas. La radiotelegrafía sólo
existe desde hace treinta años, pues es en 1897 ó 1898 cuando se descubren,
en la materia grosera e inanimada, sustancias tan inmateriales que, para
designarlas, es preciso buscar denominaciones en la antigua teología de la
India. La radiotelegrafía transmite los sonidos. Se puede aquí, en Moscú,
oír un concierto ejecutado a varios cientos de kilómetros de distancia. Y no
sólo esto; últimamente hemos sabido que se puede enviar un telegrama que
a más de la caligrafía del remitente reproduce su retrato, para lo que basta
la adaptación de un aparato inventado por el técnico francés Belin. Y todo
eso se efectúa no con la ayuda del “espíritu”, sino con la de una materia
extremadamente sutil y delicada, medida y dirigida por nosotros.
Si he citado lo precedente, ha sido para mostrar cuán atrasadas son las
concepciones habituales sobre la materialidad y la inmaterialidad; lo eran
aún más en el siglo XVIII. Si los materialistas de esa época hubieran
dispuesto de todos los nuevos hechos, habrían sido menos “groseros” y las
gentes “delicadas” no se habrían separado de ellos.
Los filósofos alemanes contemporáneos de Kant adoptaron el punto de
vista ortodoxo. Rechazaron la doctrina materialista como impía e inmoral;
mas Kant no se satisfizo con una conclusión tan simple. Comprendió
perfectamente toda la inconsistencia de las viejas ideas religiosas, pero no

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poseía ni la audacia mental ni la lógica necesarias para romper de manera
categórica con esas ideas.
En 1781 Kant publicó su obra principal, Crítica de la razón pura, en la
que sostiene que no hay prueba alguna de la existencia de Dios, de la
inmortalidad del alma, de las ideas eternas, y que nuestra ciencia se basa en
la experiencia. Según él, no podemos conocer las cosas mismas, su esencia,
sino solamente las formas bajo las cuales se manifiestan e impresionan
nuestros sentidos. La esencia de las cosas, disimulada en el fenómeno,
nunca nos será accesible. Así, Kant establece una especie de puente entre
el materialismo y el idealismo, entre la ciencia y la religión. No niega los
progresos de la ciencia ni que ella ayude a comprender las cosas, pero al
propio tiempo deja una puerta abierta a la teología, permitiendo bautizar con
el nombre de Dios la esencia de las cosas.
En su contabilidad por partida doble, en su deseo de quedar bien con la
ciencia y con la fe, Kant va todavía más lejos. Escribe otra obra, la Crítica de
la razón práctica, en la cual demuestra que si en la teoría puede prescindirse
de Dios, de la inmortalidad del alma, etc., en la práctica hay que reconocer
todos esos principios, ya que sin ellos la actividad misma carecería de base
moral.
El ya citado poeta alemán Heine, que fue un gran amigo de Marx, y sobre
el cual éste tuvo algún tiempo una influencia considerable, ha narrado de
una manera muy interesante los motivos de esa actitud de Kant. Kant tenía
un viejo criado, Lampe, que estaba con él desde hacía cuarenta años y que
lo rodeaba de la más afectuosa solicitud. Para Kant, Lampe personificaba
el hombre común que no puede vivir sin fe. Y Heine, después de exponer
brillantemente el alcance revolucionario de la Crí­tica de la razón pura en
la lucha contra la teología, y aun contra la fe como principio puramente divi­
no, explica por qué Kant tuvo necesidad de la Crítica de la razón práctica,
en la cual reconstruye todo lo que acababa de destruir. He aquí lo que dice
Heine:
A la tragedia sucede la farsa. Manuel Kant ha hecho hasta aquí el papel de
filósofo intransigente. Se lanzó al asalto del cielo, venció a la guarnición y
abatió sus armas; quedó rendido y bañado en sangre el amo del mundo; no
hay misericordia, no hay providencia paternal, no hay recompensa en el otro
mundo para las virtudes de éste; la inmortalidad agoniza; aquí estertores, allá
gemidos. Mas el viejo Lampe está allá, el paraguas bajo el brazo, espectador
afligido, cubierto el rostro de un frío sudor y bañado en lágrimas. La piedad
penetra entonces en el corazón de Kant y demuestra que no es sólo un gran
filósofo, sino también un hombre bueno. Después de reflexionar un instante,
dice, entre benévolo e irónico: “El viejo Lampe tiene necesidad de un dios, si
no no será feliz”. Ahora bien, el hombre debe ser feliz en la Tierra. Así habla

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la razón práctica. Y bien, ¡que sea así!; la razón práctica es responsable de
la existencia de Dios.
Kant ha desempeñado igualmente un gran papel en la historia de la ciencia.
Ha demostrado, a igual que el astrónomo francés Laplace, que la Tierra no
ha sido creada por Dios en un día, como se nos cuenta en la Santa Escritura,
sino que es el resultado de una larga evolución y que, con todos los astros
celestes, se ha formado por la condensación de una materia informe,
extremadamente rarificada.
En el fondo, Kant fue un conciliador de la antigua y de la nueva filosofía,
y así procedió en todos los aspectos de la vida práctica. Mas, aunque no
supo romper resueltamente con el pasado, avanzó, no obstante, de un
modo considerable, y sus discípulos más consecuentes, como Heine,
comprendieron la verdadera razón de su contabilidad por partida doble,
rechazaron la Crítica de la razón práctica y extrajeron de la Crítica de la
razón pura las extremas deducciones que ella comporta.
No me detendré mayormente en Fichte, que Engels menciona. Fichte tuvo
una influencia mucho mayor sobre Lassalle que sobre Marx. Su filosofía
encierra un elemento que no fue del todo desenvuelto en el sistema de Kant
y que influyó considerablemente sobre los intelectuales revolucionarios de
Alemania. Si Kant fue un filósofo apacible que durante decenas de años
no salió de su amado Koenigsberg, Fichte no sólo fue un filósofo, sino un
hombre de acción, elemento activo que introduce en su filosofía. Al antiguo
concepto de una fuerza especial que dispone de los hombres, opone uno
nuevo que hace de la personalidad humana y de su actividad la fuente
principal de toda la teoría y de toda la práctica.
La filosofía que más influencia tuvo sobre Marx y Engels fue la de Hegel,
cuyo sistema total se basa en principios divergentes de los de Kant y Fichte.
Entusiasmado en su juventud por la Revolución Francesa, en 1831, fecha de
su muerte, Hegel era un profesor y un funcionario prusiano cuya filosofía
contaba con la aprobación del Estado.
¿Cómo la filosofía de Hegel llegó a ser la fuente en la que Marx, Engels y
Lassalle apagaron su sed de conocimientos? ¿Qué había en su filosofía que
atrajera irresistiblemente a lo más escogido del pensamiento revolucionario
y social?
La filosofía de Kant, en sus lineamientos fundamentales, fue elaborada
antes de la gran Revolución Francesa. Al estallar ésta, Kant tenía setenta
y cinco años. Y aunque es verdad que sintió su influencia, no sacó de ella
conclusiones radicales. Por tanto, en lo concerniente a la naturaleza, a la
historia de nuestro planeta, se asimila la idea de evolución, pero todo su
sistema se reduce a la explicación del mundo tal cual es.

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Lo contrario sucedía con respecto a Hegel. Había atravesado la época de
los trastornos económicos de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX y
se empeñó en explicar el mundo tal cual deviene. Nada permanece inmóvil.
Su idea absoluta, su razón, sólo vive, se manifiesta en un proceso continuo.
Todo fluye, todo cambia, todo desaparece. El continuo movimiento, el
desarrollo continuo de la idea absoluta, determina la evolución de nuestro
mundo en todos sus dominios. Para comprender los fenómenos que nos
rodean no basta estudiarlos tales cuales existen, sino comprender cómo se
han producido o desarrollado, pues todo lo que nos rodea es el resultado
de un proceso anterior. Además, si bien de inmediato tal o cual cosa se nos
aparece inmóvil, examinándola atentamente se comprueba que se produce
en ella una lucha, que existen en ella influencias, fuerzas que la mantienen en
el estado que la conocemos, y otras fuerzas, y otras influencias que tienden a
modificarla. En cada fenómeno, en cada causa, se produce una lucha de esos
dos principios, la tesis y la antítesis. De esos dos principios, el uno conserva,
el otro destruye. La lucha de ambos, que existe en cada fenómeno, conduce
a algo sintético, a su unión.
Para Hegel, la razón, el pensamiento, la idea, no permanecen inmóviles,
inmutablemente fijos, no se estabilizan en una tesis. Al contrario, esta tesis,
este pensamiento, oponiéndose a sí mismo, se divide en dos contrarios: la
afirmación y la negación, el sí y el no. La lucha de esos dos elementos
opuestos, encerrados en la antítesis, constituye el movimiento que Hegel
llama dialéctico para hacer resaltar el elemento de lucha que existe en él. En
esta lucha, en esta dialéctica, ambos contrarios se equilibran mutuamente y
se fusionan. La fusión de los dos contrarios produce un nuevo pensamiento:
su síntesis; nuevo pensamiento, nueva idea, que se divide a su vez en dos
opuestos: la tesis se transforma en antítesis y ambas se concilian en una
nueva síntesis.
Hegel considera todo fenómeno, toda cosa, como un proceso, como algo en
estado de transformación constante, de constante desenvolvimiento. Todo
fenómeno no sólo es el resultado de una modificación anterior, sino que
lleva en sí el germen de una nueva modificación. Jamás se detiene en un
punto determinado. Por el contrario, apenas ha llegado a un grado superior
comienza la lucha de nuevas contradicciones. Como muy bien lo dice Hegel,
la lucha de las contradicciones es el origen de todo desarrollo.
He aquí precisamente el aspecto revolucionario de la filosofía de Hegel.
Aunque Hegel fuera idealista, aun cuando para él el principio fuera el
espíritu y no la naturaleza, la idea en vez de la materia, ejerció una inmensa
influencia en las ciencias históricas y sociales y aun en las naturales. Incitó
al estudio de la realidad, a buscar todas las formas de desarrollo de la idea
absoluta, manifestaciones de esta idea que, cuanto más variadas son, más lo

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es el fenómeno, el proceso donde es preciso estudiar el desenvolvimiento.
Para comprender mejor todavía lo que atraía a Marx, Engels y Lassalle,
así como a los revolucionarios rusos Bielinsky, Herzen, Bakunin y
Chernichevsky hacia esta filosofía exteriormente tan árida, con su nebuloso
lenguaje, léase lo que de ella dice Chernichevsky:
Mudanza eterna de la forma, destrucción eterna de la forma engendrada
por un cierto contenido o aspiración, a consecuencia del refuerzo de
esta misma aspiración, del desenvolvimiento último del contenido; quien
ha comprendido esta gran ley eterna y universal, quien ha aprendido a
aplicarla a cada fenómeno, permanece tranquilo ante las contingencias que
a los demás abaten. Repitiendo con el poeta: “He apostado cuanto tengo
sobre nada, y el mundo entero me pertenece”, no deplora nada de lo que
ha cumplido su tiempo y dice: “Suceda lo que suceda, al fin de cuentas el
triunfo será nuestro”.
No me detendré a explicar otros aspectos de la filosofía hegeliana, que
muestran por qué ella ha impulsado fuertemente el estudio de la realidad.
Cuanto más los discípulos de Hegel han estudiado la realidad a la luz y
bajo la dirección del método dialéctico creado por su maestro, más se ha
revelado el defecto fundamental de esta filosofía: es una filosofía idealista,
pues para ella el principal motor, el creador, es la idea absoluta, la conciencia
determinando el ser.
El punto débil de la filosofía de Hegel incitaba a la crítica. Su idea absoluta
no era, en suma, podemos decirlo, más que una reedición del antiguo Dios
cristiano, o de un dios purificado, incorpóreo, o que habían creado para el
pueblo filósofos como Voltaire.
Desde tal punto de vista aborda la filosofía de Hegel uno de sus discípulos
más talentosos, Luis Feuerbach. Había comprendido y asimilado muy bien
el lado revolucionario de esta filosofía, pero, inquiría, ¿puede realmente esta
idea absoluta, en su desenvolvimiento, determinar el ser? A esta pegunta
Feuerbach responde negativamente. Invierte la tesis fundamental de Hegel
y muestra, por el contrario, que el ser es quien determina la conciencia; que
hubo un tiempo en que el ser existía sin conciencia; que el pensamiento,
la idea, son el producto de este mismo ser. Según él, la filosofía hegeliana
es sólo el último de los sistemas teológicos, pues reemplaza a Dios por un
ser —la idea absoluta— del cual deriva todo. Feuerbach prueba que todas
nuestras ideas sobre Dios y los diferentes sistemas religiosos, comprendido
en ellos el cristianismo, son el producto del hombre mismo, que no es Dios
el creador del hombre, sino el hombre quien crea a Dios a su imagen. Basta
disipar todo este mundo de fantasmas, de ángeles, de hechicerías y de otras
manifestaciones de la misma esencia divina, para obtener el mundo humano.
De suerte que el hombre es el principio fundamental de toda la filosofía de

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Feuerbach. La ley suprema para el mundo humano no es la ley de Dios, sino
la del hombre mismo. Por otra parte, Feuerbach oponía al antiguo principio
teológico divino un nuevo principio, el principio antropológico.
Al leer a nuestros viejos críticos y publicistas Dobroliubov y Chernichevsky
se advierte que su concepción del mundo se asienta sobre el principio
antropológico, o sea, que el punto de partida es el hombre con sus
necesidades. Para instaurar la verdadera comunidad humana no basta
ocuparse del espíritu, sino también del cuerpo; es necesario satisfacer todas
las necesidades del hombre, crear condiciones de vida en las cuales el hombre
pueda desenvolver todas sus facultades. A estas conclusiones llegaron con
el auxilio de Feuerbach, lo mismo Marx y Engels y todos los intelectuales
avanzados de su época. Esto constituye un hecho del más alto interés. Basta
comparar las obras de Marx y Engels anteriores a 1845 con las de Herzen,
Bielinsky, Dobroliubov, Chernichevsky, para comprobar la analogía de ideas
y puntos de vista de la exposición, analogía mayor cuando más los escritores
rusos se alejaban de Hegel para aproximarse a Feuerbach. Pero sabemos que
ni Chernichevsky, ni Dobroliubov, ni, por razones más poderosas, Herzen,
fueron marxistas o comunistas, aunque fuesen socialistas. Todos se detenían
en un punto determinado, aun Chernichevsky, que iba más lejos que los
demás por el camino en que lo había colocado el estudio de Feuerbach.
Sólo Marx introduce algo semejante nuevo en la filosofía de Feuerbach y
extrae nuevas deducciones; pero para comprender lo que Marx ha innovado
en la filosofía alemana nos será preciso retroceder un poco.
Al hablar de la juventud de Marx he señalado un pequeño hecho característico.
En una de sus composiciones de colegial, Marx demostró que existe, aun
antes del nacimiento del hombre, una serie de condiciones que determinan
fatalmente su modalidad futura. Así, ya en el colegio Marx conocía la idea
que se deduce lógicamente de la filosofía materialista del siglo XVIII. El
hombre es el producto del medio, de las circunstancias, lo que le impide ser
completamente libre para seguir sus convicciones; no puede ser el artífice
de su dicha. En esta tesis, como he manifestado ya, no hay nada de nuevo,
nada que pertenezca propiamente a Marx, sólo que formuló, es verdad, lo
que había leído muchas veces en las obras de los filósofos favoritos de su
padre de un modo bastante original. Al entrar en la universidad y hallarse en
un medio intelectual nuevo, en el que dominaba la filosofía clásica alemana,
Marx le opone de inmediato al idealismo una concepción acentuadamente
materialista. Por eso extrajo con rapidez de la filosofía hegeliana todas las
conclusiones radicales que comporta y aclamó la Esencia del cristianismo,
de Feuerbach. En su crítica del cristianismo este último llega a las mismas
conclusiones que los materialistas radicales del siglo XVIII, con la diferencia
de que donde éstos sólo vieron engaño y superstición, Feuerbach, discípulo

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de Hegel, ve una fase necesaria de la civilización humana; mas también
para él el hombre es una figura tan abstracta como para los materialistas
franceses del siglo XVIII.
Bastaba ahondar en el análisis del hombre y del medio para observar que el
hombre mismo constituye una diversidad extrema, que existe bajo diversas
apariencias y se recubre de los ropajes más distintos. El rey de Prusia y el
superintendente de Renania son hombres a igual título que los campesinos
de Mosela y que los obreros de las fábricas con quienes Marx mantenía
relaciones. Todos poseen los mismos órganos, la misma cabeza, las mismas
piernas y los mismos brazos. Fisiológica y anatómicamente no existen
diferencias esenciales entre el campesino de Mosela y el junker prusiano y,
sin embargo, existe entre ambos una diferencia inmensa desde el punto de
vista de su situación social.
Pero los hombres se distinguen los unos de los otros no sólo en el espacio sino
también en el tiempo; los hombres del siglo XVII se distinguen de los del
XII. ¿De dónde provienen tales diferencias si el hombre mismo no cambia
y es sólo producto de la naturaleza? En tal dirección trabaja el espíritu de
Marx. No basta decir que el hombre es el producto del medio; que el medio
forma al hombre. Para formar hombres tan diferentes, el medio mismo debe
ser diferente y contener elementos contrarios. En efecto, el medio no es
simplemente una aglomeración de seres, sino un medio social en el que
las gentes están vinculadas por determinadas relaciones y pertenecen a
diferentes grupos sociales.
Por eso Marx no se satisface con la crítica de la religión de Feuerbach. Este
explicaba la esencia de la religión por la esencia del hombre; pero la esencia
del hombre no es algo abstracto, exclusivo del hombre como individuo.
El hombre mismo representa una suma, un conjunto de relaciones sociales
determinadas. No existe el hombre aislado. Pero las relaciones naturales
existentes entre los hombres son de menor importancia que las sociales
establecidas entre ellos en el curso del desenvolvimiento histórico. Por eso
el sentimiento religioso no es una cosa natural, es un producto social.
De igual manera, no basta decir que el hombre es el punto de arranque de
una nueva filosofía. Es preciso agregar que este hombre social, producto
de una evolución histórica determinada, se forma y se desarrolla sobre
el terreno de una determinada sociedad, que se diferencia de un modo
determinado. Ahondando se comprueba que esta diferenciación del medio
en clases diversas no es primordial, natural, sino el resultado de un largo
desenvolvimiento histórico. Si se estudia la forma en que se efectúa tal
desenvolvimiento, llégase a ver que es siempre el resultado de la lucha
de contradicciones, de oposiciones que surgen en un estado dado del
desarrollo social.

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Marx no se limita a la crítica del aspecto religioso, sino que la emprende
con otras tesis filosóficas de Feuerbach. En la filosofía puramente
teórica, contemplativa, introduce un nuevo elemento: la acción práctica
revolucionaria fundada sobre la crítica de la realidad.
Como los materialistas franceses, Feuerbach enseña que los hombres son
producto de las circunstancias y de la educación, de la reacción del ser sobre
la conciencia. Parecía así que, tal cual es, con cabeza, brazos, piernas, el
hombre, distinto del resto del mundo animal, es sólo un mecanismo sensible
de una especie particular que ha recibido la influencia de la naturaleza
ambiente. Todos sus pensamientos, todas sus ideas, son el reflejo de
esta naturaleza. De manera, pues, según Feuerbach, que el hombre es un
elemento pasivo que registra dócilmente todas las impulsiones que recibe
de la naturaleza. A esta aserción Marx opone otra: todo lo que se realiza
en el hombre, todas las modificaciones del hombre mismo, no son sólo el
resultado de la acción de la naturaleza sobre él, sino también, en un sentido
más extenso, de su acción sobre la naturaleza. Todo el desenvolvimiento
de la humanidad consiste en que el antropomorfo primitivo no se limita,
en su lucha continua por la existencia, a sufrir pasivamente la influencia
de la naturaleza; obra él mismo sobre la naturaleza y, transformándola,
transforma las condiciones de su existencia y al propio tiempo se transforma
él mismo.
Así, pues, Marx introduce en la filosofía pasiva de Feuerbach el elemento
revolucionario, el elemento de acción. La obra de la filosofía —dice,
contrariamente a Feuerbach— no consiste sólo en explicar el mundo, sino
también en modificarlo. La teoría se completa con la práctica; la crítica
de la realidad, del mundo que nos rodea, su negación, complétase por el
trabajo positivo, por la acción práctica. De esta suerte Marx introduce en
la filosofía materialista el principio revolucionario, de tal modo transforma
la filosofía contemplativa de Feuerbach en una filosofía de la acción. Por
la práctica, por toda su acción, el hombre debe probar la justeza de su
pensamiento, de su programa. Cuanto más se aplica a la acción práctica,
más rápidamente encarna la realidad y prueba mejor que esta misma
realidad contiene ya todos los elementos necesarios para cumplir la tarea
que él se ha asignado, para la realización del programa por él mismo
elaborado. Muy pronto formula Marx en líneas generales esta crítica de
Feuerbach. Si se sigue con atención el curso de su pensamiento, es fácil
comprender de qué modo llega a su idea fundamental, cuya elaboración lo
lleva al socialismo científico.
Marx, por su origen, pertenecía al medio intelectual alemán, y es con
los intelectuales con quienes entra en discusión para convencerlos de la
inconsistencia de sus viejos principios. Desde luego, estamos de acuerdo,

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decía, en reconocer que la Alemania actual, que Prusia, donde la vida es tan
difícil, sin libertad de prensa ni de enseñanza, que todo este mundo es bien
poco atrayente. No cabe duda de que debe ser cambiado si no queremos
que el pueblo alemán se hunda completamente en este horrible pantano.
¿Pero de qué manera puede ser cambiado?, pregunta Marx. Sólo puede
serlo si en la sociedad alemana hay un grupo, una categoría de hombres
interesados por todas las condiciones de su existencia en cambiarlo.
Marx examina sucesivamente los diferentes grupos existentes en la sociedad
alemana: la nobleza, los funcionarios, la burguesía. Llega a la conclusión
de que esta última, contrariamente a la burguesía francesa, que desempeñó
un papel revolucionario considerable, no se halla en estado de asumir la
función de clase emancipadora capaz de mudar todo el régimen social. Pero,
entonces, ¿qué otra clase puede asumir esa función?; y Marx, que en esa
época estudiaba atentamente la historia y la situación de Inglaterra y de
Francia, concluye que esta clase no puede ser otra que el proletariado.
De modo que ya en 1844 Marx formula esta tesis fundamental: la clase que
puede y debe asumir la misión de emancipar al pueblo alemán y efectuar
la transformación del régimen social sólo puede ser el proletariado.
¿Por qué? Porque es la clase en cuyas condiciones de existencia se
encarna todo el mal de la sociedad burguesa contemporánea, no hay
otra clase que esté situada más bajo en la escala social y sobre la que
pese mayormente todo el resto de la sociedad. Mientras la existencia de
las demás clases se basa sobre la propiedad individual, el proletariado
está privado de esa propiedad y no tiene interés alguno en mantener la
sociedad existente. Sólo le falta la conciencia de su misión, la ciencia, la
filosofía y constituirá el eje de todo el movimiento emancipador sí llega
a penetrarse de esta conciencia, de esta filosofía, si comprende el gran
papel que le corresponde.
He ahí el punto de vista propio y fundamental de Marx.
Los grandes utopistas, Saint-Simon, Fourier, Owen, en particular este
último, habían fijado su atención sobre “la clase más numerosa y más
desheredada”, sobre los proletarios; mas todos ellos compartían el parecer
de que el proletariado es la clase más miserable, la que más sufre, y que, por
consecuencia, es preciso ocuparse de ella, tarea que corresponde a las clases
superiores, cultas. En la condición miserable del proletariado sólo veían la
miseria, y no señalaban el factor revolucionario que se oculta en la miseria,
producto de la descomposición de la sociedad burguesa.
Marx es el primero en revelar que el proletariado no es sólo una clase
doliente, sino también un elemento activo de lucha contra la sociedad
burguesa; la clase que, por sus condiciones de existencia, llegará a ser
fatalmente la única revolucionaria de la sociedad burguesa. Esta idea,

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que había expuesto a comienzos de 1844, la desenvuelve en una obra que
escribió en colaboración con Engels. Esta obra, titulada La sagrada familia,
está dedicada a sus antiguos compañeros de armas, a los hermanos Bauer.
Hoy ha envejecido, apareció en 1845, pero no más que algunas obras de
Plejanov y aun de Lenin. Tómese un libro cualquiera de Plejanov aparecido
en 1883, o de Lenin de 1903, y el lector joven no comprende casi nada sin
un buen comentario. Los de mi edad recuerdan perfectamente el período
de 1890, conocen al dedillo a los representantes de las corrientes literarias
y revolucionarias, aun de las más ínfimas, de aquel tiempo. Pero quienes
ignoran casi todos esos nombres y desconocen completamente la lucha que
desarrollaron los primeros marxistas, leen con indiferencia, con fastidio a
veces, las páginas que en nosotros despiertan el más vivo interés.
En este sentido La sagrada familia, escrita principalmente por Marx, ha
envejecido, pero es de un interés palpitante para todos aquellos que tienen
una idea clara de la Alemania de 1840 a 1850, con las luchas enconadas de
las distintas corrientes intelectuales y sociales. Marx ridiculiza en ella todas
las tentativas de los intelectuales alemanes por apartarse del proletariado
o contentarse con las sociedades de beneficencia destinadas a lograr la
felicidad de esta misma clase; explica a los intelectuales la importancia
revolucionaria del proletariado, que algunos meses antes, representado por
los tejedores de Silesia, demostró que para defender su interés debe llegar
hasta la insurrección.
En esta obra Marx da los primeros pasos del desarrollo ulterior de su nueva
filosofía. El proletariado es una clase aparte, porque la sociedad en que
vive es una sociedad de clases. Al proletariado se opone la burguesía; el
capitalismo explota al obrero. Y entonces surge una nueva cuestión. ¿De
dónde provienen los capitalistas? ¿Cuáles son las causas que engendran
la explotación del trabajo por el capital? Hay que estudiar la sociedad,
las leyes fundamentales de su existencia y desarrollo. Igualmente en este
aspecto Marx aventaja a Feuerbach, interesado poco en el desarrollo de las
relaciones sociales, y en tal dominio por debajo de su maestro Hegel, el
cual estudió cuidadosamente desde el punto de vista idealista las leyes del
desenvolvimiento de la sociedad burguesa.
En La sagrada familia Marx advierte que es imposible comprender nada
de la historia de su tiempo si no se conocen el estado de la industria, las
condiciones directas de la producción, las condiciones materiales de la
vida del hombre y las relaciones que se establecen entre los hombres en
el proceso de satisfacción de sus necesidades materiales. Marx empieza
entonces a trabajar con toda energía en este problema. Más adelante veremos
las conclusiones a que llega en el transcurso de los dos años siguientes, antes
de la revolución de 1848.

35
Se engolfa en el estudio de la economía política para comprender mejor el
mecanismo de las relaciones económicas de la sociedad contemporánea.
Pero Marx no era solamente un filósofo ansioso de explicar al mundo: era
también un revolucionario que quería cambiarlo. En él el trabajo teórico se
aparejaba al trabajo práctico.
En la próxima conferencia veremos cómo, en menos de tres años y en
medio de la más implacable lucha de fracción, Marx crea, con Engels, la
organización de la Liga de los Comunistas, para la cual se le encarga escribir
el Manifiesto Comunista.

36
CUARTA CONFERENCIA

CRÍTICA DE LOS PUNTOS DE VISTA HABITUALES SOBRE LA HISTORIA


DE LA LIGA DE LOS COMUNISTAS. - MARX ORGANIZADOR. - LA
LUCHA CONTRA WEITLING. - FUNDACION DE LA LIGA DE LOS
COMUNISTAS. - EL MANIFIESTO COMUNISTA. - LA POLEMICA CON
PROUDHON.

Marx, que había sacado provecho de toda la ciencia y la filosofía de su


tiempo, formuló, según hemos visto, un punto de vista enteramente nuevo
en la historia del pensamiento social y político del siglo XIX.
Casi no he hablado todavía de la influencia que sobre él ejerció el pensamiento
socialista, porque esa influencia comenzó a manifestarse más tarde. Hoy
expondré, en cambio, la participación de Marx en la creación de la Liga de
los Comunistas, tema que os había prometido desarrollar.
Y bien: después de haber examinado todos los antecedentes contenidos en
las obras de Marx y Engels sobre la historia de aquella Liga, debo confesar
que no resisten una crítica seria. Marx no aludió más que una vez en su
vida a esa historia, en una obra muy poco leída, El señor Vogt, aparecida
en 1860. Marx cometió en ella una serie de errores. Pero para informarse
sobre la Liga de los Comunistas se recurre casi siempre a un relato escrito
por Engels en 1885. He aquí, poco más o menos, cómo siguiendo a Engels
se representan los hechos.
Hubo una vez dos filósofos y políticos alemanes —Marx y el propio
Engels— que hubieron de abandonar Alemania por la fuerza. Vivieron
en Francia, estuvieron en Bélgica y escribieron sabias obras que después
de atraer la atención de los intelectuales se difundieron entre los obreros.
Un buen día, éstos se presentaron ante los filósofos, que tranquilamente
sentados en su gabinete, conservándose lejos de la acción vulgar, y como
conviene formalmente a depositarios de la ciencia, esperaban orgullosos que
los obreros fuesen a buscarlos. La deseada hora llegó cuando los obreros se
dirigieron a Marx y Engels invitándolos a unírseles. Ambos declararon que
no lo harían sino cuando se aceptara su programa. Los obreros consintieron,
organizaron la Liga de los Comunistas e inmediatamente encargaron a Marx
y Engels el Manifiesto del Partido Comunista.
Esos obreros pertenecían a la Federación de los Justos, de la cual hablé en
mi primera conferencia sobre la historia del movimiento obrero en Francia
e Inglaterra. Como he dicho, esta organización estaba constituida en París y
37
había sido sometida a duras pruebas después de la infructuosa tentativa de
insurrección de los blanquistas el 12 de mayo de 1839. Luego de esta derrota,
sus miembros se radicaron en Londres. Encontrábase entre ellos Shap-per,
quien organizó en febrero de 1840 la Sociedad de Educación Obrera.
Para daros mejor idea acerca de la manera en que habitualmente se relata
esta historia, voy a leer un fragmento del opúsculo de Steklov sobre Marx:
Residiendo en París, Marx mantenía relaciones personales con los dirigentes
de la Federación de los Justos, formada por desterrados políticos y artesanos,
pero no se afiliaba a ella porque el programa de la Federación, saturado de
un espíritu idealista y temerario, no podía satisfacerlo.
Pero, poco a poco, se produjo en la Federación una evolución que la aproximó
a Marx y Engels, quienes por conversaciones, por correspondencia y también
por la prensa, influían sobre las opiniones políticas de sus miembros. En
algunos casos excepcionales, los dos amigos hicieron conocer sus puntos de
vista mediante circulares impresas. Después de la ruptura con el revoltoso
Weitling y la “crítica severa de los teóricos inconsistentes”, quedó preparado
el ambiente para la entrada de Marx y Engels en la Liga. Al primer congreso,
que aprobó el nombre de Liga de los Comunistas, asistieron Engels y
Guillermo Wolf; en el segundo, convocado en noviembre de 1847, participó
el propio Marx.
Después de haber escuchado el discurso en que Marx expuso su nueva
filosofía socialista, el congreso le encargó que elaborara con Engels el
programa de la Liga. Así apareció el célebre Manifiesto Comunista.
Steklov se limita a repetir lo que escribió Mehring, quien, a su vez, repite lo
que nos cuenta Engels. ¿Y cómo no creer a este último? En efecto: ¿quién
mejor que el que ha participado en la organización de una empresa puede
contar su historia? No obstante, debemos someter a un examen crítico las
palabras de Engels, como las de cualquier historiador, con mayor razón
sabiendo que compuso esas páginas casi cuarenta años después de ocurridos
los episodios que describe. En semejante lapso es fácil olvidar algo, sobre
todo si se escribe en condiciones y estado espiritual completamente distintos.
Existen otras circunstancias que en nada concuerdan con aquella narración.
Marx y Engels no eran teóricos puros como los presenta Steklov. Todo
lo contrario. Apenas comprendió Marx que quienes juzguen necesario
transformar radicalmente el actual régimen social no pueden apoyarse
sino en el proletariado como clase que por sus condiciones de existencia
encuentra todos los estimulantes para la lucha contra dicho régimen, acudió
a los medios obreros, esforzándose por penetrar con su amigo en todos los
sitios y organizaciones en que los trabajadores estaban sometidos a otras
influencias. Siendo así, infiérese que existían entonces esas organizaciones.
Examinémoslas.
38
Al historiar el movimiento obrero me detuve en las proximidades del año
1840. Después de la derrota de mayo de 1839, la Federación de los Justos
dejó de funcionar como organización central y, en todo caso, a partir de 1840
no se encuentra más indicio de su existencia o actividad como tal. Quedaron
solamente círculos aislados —de uno de los cuales, el de Londres, ya
hablamos—, organizados por algunos antiguos miembros de la Federación.
Otros miembros, entre los cuales Guillermo Weitling ejercía gran influencia,
se refugiaron en Suiza.
Sastre de profesión, Weitling, uno de los primeros artesanos alemanes
revolucionarios, como muchos otros de aquella época, andaba de ciudad
en ciudad hasta que en 1837 se estableció en París, donde ya había estado
en 1835. Se afilió a la Federación de los Justos y estudió allí las teorías
de Lamennais, representante del socialismo cristiano, de Saint-Simon y de
Fourier. En París se vinculó también con Blanqui y sus adeptos. A fines de
1838 escribió, a pedido de sus camaradas, el folleto Cómo es y cómo debiera
ser la humanidad, en el que defendía ya las ideas comunistas.
Después de una infructuosa tentativa para extender la propaganda en
la Suiza francesa y luego en la Suiza alemana, comenzó con algunos
compañeros a organizar círculos entre los obreros, los emigrados alemanes.
En 1842 publicó su principal obra, Las garantías de la armonía y de la
libertad, en la que desarrolló las ideas expuestas en 1838, que no es el caso
de considerar ahora.
Weitling se distinguía de los demás utopistas de su tiempo en que —
influenciado en parte por Blanqui— no creía en la posibilidad de llegar al
comunismo por la persuasión. La nueva sociedad, cuyo plan había elaborado
en todos sus detalles, sería realizada únicamente por la violencia. Cuanto más
rápidamente se destruya la sociedad existente, más rápidamente se liberará
el pueblo, y mejor medio para llegar a esa situación era en su concepto el de
extremar el desorden social existente.
El elemento más seguro, el más revolucionario, capaz de derribar la sociedad,
era, según Weitling, el proletariado vagabundo, el lumpenproletariat, y hasta
los bandidos.
En Suiza, Bakunin, que abrigaba ya algunas de estas ideas, encontró a Weitling
y conoció sus teorías. Cuando en la primavera de 1843 Weitling fue arrestado
en Zurich y procesado con sus adeptos, Bakunin apareció comprometido en la
causa y se vio obligado a emigrar.
Cumplida la condena, Weitling fue repatriado en mayo de 1844. Después de
un sinnúmero de vicisitudes, logró, saliendo de Hamburgo, llegar a Londres,
donde se le acogió con gran pompa. En su honor fue organizada una gran
asamblea, a la que asistieron, además de los socialistas y los cartistas
ingleses, los emigrados franceses y alemanes. Era la primera gran asamblea
39
internacional celebrada en aquella ciudad y brindó a Schapper la ocasión
para organizar en octubre de 1844 una sociedad internacional que adoptó
el nombre de Sociedad de los Amigos Democráticos de Todos los Pueblos.
Dirigida por Schapper y sus amigos allegados, se proponía relacionar a los
revolucionarios de todos los países, estrechar vínculos fraternales entre los
distintos pueblos y conquistar los derechos políticos y sociales.
Weitling permaneció en Londres casi un año y medio. Al principio gozaba de
mucho ascendiente en la sociedad obrera londinense, donde se discutían con
apasionamiento todos los problemas de la época, pero no tardó en encontrar
una fuerte oposición.
Sus viejos compañeros, como Schapper, Bauer, Moll, durante la separación
se habían familiarizado con el movimiento obrero inglés y penetrado en las
doctrinas de Owen.
Para Weitling, como hemos dicho, el proletariado no constituía una clase
especial, con intereses propios: era sólo una parte de la población pobre,
oprimida, y entre estos elementos pobres el más revolucionario era el
lumpenproletariat. Sostenía que el bandidaje era uno de los elementos
más seguros en la lucha contra la sociedad existente. No atribuía ninguna
importancia a la propaganda. Imaginaba la futura sociedad como una
sociedad comunista, dirigida por un pequeño grupo de hombres sagaces.
Para atraer las masas juzgaba necesario recurrir al sentimiento religioso;
hacía de Cristo un precursor del comunismo, que representaba como un
cristiano expurgado de todo lo heterogéneo que se le añadió en el curso de
los siglos. Para comprender mejor las disensiones que surgieron bien pronto
entre él y Marx y Engels, conviene recordar que Weitling era un obrero muy
capacitado, autodidacto, dueño de considerable talento literario, pero que
adolecía de todos los defectos de los autodidactos. En Rusia son muchos los
que se educan como Weitling.
El autodidacto, en general, se empeña en extraer de su cerebro algo
ultranovedoso, algún invento ingenioso en sumo grado, mas la experiencia
le prueba luego que ha malgastado tiempo y fuerzas considerables para
no hacer otra cosa que descubrir la América. Llega a buscar un perpetum
mobile cualquiera o el medio susceptible de volver feliz y sabio al hombre
en un abrir y cerrar de ojos.
Weitling pertenecía a esta categoría de autodidactos. Quería encontrar la
manera de que los hombres asimilasen casi instantáneamente no importa
cuál ciencia. Quería crear una lengua internacional. Característica notable:
otro autodidacto, un obrero, Proudhon, también había emprendido esta
tarea. Es difícil, a veces, saber qué prefería, qué adoraba más Weitling, si
su comunismo o su idioma universal. Sintiéndose verdadero profeta, no
soportaba crítica alguna y guardaba particular recelo para con los hombres

40
instruidos que acogían con escepticismo su manía.
En 1844, Weitling era uno de los hombres más populares y conocidos no
sólo entre los obreros sino también entre los intelectuales alemanes. Heine,
el célebre poeta, ha dejado una página singular sobre su encuentro con el
famoso sastre:
Lo que más hirió mi altivez fue la incivilidad del mozo para conmigo durante
la conversación. No se quitó el sombrero y mientras yo permanecía de pie,
él estaba sentado en un banco, sosteniendo la rodilla derecha a la altura del
mentón, en tanto que con la mano libre no cesaba de frotarla.
Supuse esa posición irrespetuosa un hábito contraído en la práctica de su
oficio, pero pronto me desengañó. Como le preguntara por qué no dejaba de
frotar la rodilla, me respondió en un tono indiferente, cual si se tratase de la
cosa más habitual, que en las distintas prisiones alemanas donde había sido
encerrado se le tenía con cadenas, y como el anillo de hierro que le rodeaba
la rodilla solía ser demasiado estrecho, habíale producido una comezón que
le obligaba a aquel ejercicio...
Lo confieso: retrocedí unos pasos cuando ese sastre, con su familiaridad
repulsiva, me contó tal historia sobre las cadenas de las cárceles...
¡Extrañas contradicciones del corazón humano! Yo, que un día había
besado respetuosamente, en Munster, las reliquias del sastre Juan de Leyde,
los grillos que había llevado, las tenazas con que lo torturaron, yo, que me
había entusiasmado por un sastre muerto, sentía invencible repugnancia
por ese sastre vivo, por ese hombre que era, sin embargo, un apóstol y un
mártir de la misma causa por la cual padeció el glorioso Juan de Leyde.
Aunque esta descripción no hace honor a Heine, muestra la profunda
impresión que Weitling produjo en el poeta, adulado por innumerables
aduladores.
Heine aparece, en la circunstancia, como gran señor del arte y el pensamiento,
que considera con curiosidad, y no sin repugnancia, ese tipo de luchador
extraño todavía para él. Con esa misma ociosa curiosidad nuestros poetas de
otra época examinaban a un bolchevique. Por el contrario, un intelectual como
Marx adoptaba otra actitud hacia Weitling, a quien juzgaba talentoso portavoz
de las aspiraciones de ese proletariado cuya misión histórica él mismo acababa
de formular. Ved cómo escribía sobre Weitling antes de conocerlo:
¿Qué obra sobre el problema de su emancipación política podría poner
la burguesía (alemana), comprendidos sus filósofos y literatos, frente a la
de Weitling: Las garantías de la armonía y de la libertad? Compárese la
mediocridad escuálida y fanfarrona de la literatura política alemana con
esa brillante iniciación de los obreros alemanes, compárense esas botas
de siete leguas del proletariado en infancia con los estrechos zapatos

41
de la burguesía y se verá en el proletariado sometido al atleta futuro de
gigantesca estatura.
Naturalmente, Marx y Engels debían procurar relacionarse con Weitling. En
el verano de 1845 ambos amigos, durante su corta estada en Inglaterra, se
habían relacionado con los cartistas y los emigrados alemanes, pero no se
sabe con certeza si encontraron a Weitling, que entonces vivía en Londres.
De cualquier modo, hasta 1846, cuando fue a Bruselas, donde Marx se había
establecido el año anterior al ser expulsado de Francia, no se vincularon
estrechamente.
Marx ya se había dedicado al trabajo de organización, para el cual Bruselas
ofrecía grandes facilidades debido a la situación de estación intermediaria
de Bélgica entre Francia y Alemania. Desde Bruselas, donde los obreros
e intelectuales alemanes que se dirigían a París paraban algunos días, se
difundía por contrabando la literatura ilegal en toda Alemania. Entre los
obreros temporariamente establecidos en Bruselas, varios eran hombres
muy inteligentes.
No tardó Marx en concebir la idea de convocar un congreso de todos los
comunistas para crear la primera organización comunista general. Este
congreso debía realizarse en Verviers, ciudad situada cerca de la frontera
alemana, de suerte que a los alemanes resultara fácil el acceso. No he podido
establecer exactamente si en realidad se llevó a cabo el congreso, pero
todos los preparativos habían sido hechos por Marx mucho tiempo antes
de que los delegados de la Federación de los Justos llegaran a Londres para
invitarlo a ingresar en ella. En verdad, Marx y Engels atribuían también la
mayor importancia a la conquista de los círculos influenciados por Weitling
y no ahorraron esfuerzos para convenir con ellos una plataforma común.
Sus tentativas concluyeron, sin embargo, en una ruptura, cuya historia nos
ha sido contada por un compatriota nuestro que, en viaje a Francia, pasó
entonces por Bruselas. Me refiero al crítico ruso P. Annenkov, que si en un
tiempo fue admirador de Marx no tardó en dejar de ser revolucionario.
Nos ha legado Annenkov un curioso relato de su estada en Bruselas en la
primavera de 1846, relato que contiene bastantes mentiras, pero también
cierta parte de verdad. De allí el extracto de una sesión en la que discutieron
violentamente Marx y Weitling.
Gritábale Marx, golpeando la mesa con el puño: “¡La ignorancia jamás
ayudó a nadie ni ha sido útil para algo!” Estas palabras son muy verosímiles.
En efecto, como Bakunin, Weitling se oponía al trabajo preparatorio de
propaganda, so pretexto de que los pobres siempre estaban dispuestos a
la revolución y, por consiguiente, podría ésta ser declarada en cualquier
momento, siempre que hubiese jefes resueltos. Según una carta del propio
Weitling, en esa asamblea Marx sostuvo que era necesario depurar las filas

42
de los comunistas y hacer la crítica de todos los teóricos inconsistentes,
declarando que debía renunciarse a todo socialismo apoyado únicamente en
la buena voluntad; que la realización del comunismo estaría precedida por
una época durante la cual la burguesía detentaría el poder.
Vese así cómo las divergencias teóricas entre Marx y Engels y Weitling
eran casi las mismas que se manifestaron entre los revolucionarios rusos
cuarenta años después.
En mayo de 1846 la ruptura fue definitiva. Weitling partió en seguida para
Londres, de donde se trasladó a América, para quedar allí hasta la revolución
de 1848.
Con el concurso de otros compañeros, quienes se les habían aproximado por
esa época, Marx y Engels prosiguieron su trabajo de organización. Crearon
en Bruselas la Sociedad de Educación Obrera, en la que Marx dictó a los
obreros conferencias sobre economía política. Aparte de cierto número de
intelectuales, entre los que se distinguían G. Wolf (a quien Marx dedicó más
tarde el primer tomo de El Capital) y Weidemeyer, permanecían en Bruselas
obreros como Esteban Born, Vallan, Seiler y otros.
Sobre la base de esta organización y con la ayuda de los camaradas idos
de Bruselas, Marx y Engels se esforzaron para concertar relaciones con
los círculos de Alemania, Londres, París y Suiza. Es el trabajo que hacía el
propio Marx en París. Poco a poco los adeptos de Marx y Engels aumentaron.
Marx concibió entonces el plan de agrupar a todos los elementos comunistas,
pensando en transformar aquella organización nacional puramente alemana en
una organización internacional. Había de comenzarse por crear en Bruselas,
Londres y París núcleos de comunistas que estuviesen de común acuerdo,
los cuales designarían comités encargados de sostener las relaciones con
las otras organizaciones comunistas. De este modo, se crearían relaciones
más estrechas con los otros países y se prepararía el terreno para la unión
internacional de los comités, denominados “de correspondencia comunista”
a proposición de Marx.
Como los que han escrito la historia del socialismo alemán y del movimiento
obrero han sido literatos y periodistas miembros de agencias informativas o
dedicados frecuentemente a las correspondencias, han creído que aquellos
comités no eran otra cosa que simples oficinas de corresponsales.
En resumen, según ellos, Marx y Engels resolvieron fundar en Bruselas una
oficina de corresponsales desde donde se despachaban circulares. O bien,
como escribe Mehring en su último trabajo sobre Marx:
Careciendo de un órgano propio, Marx y sus amigos se empeñaron en
llenar esa laguna, dentro de lo posible, con circulares impresas. Al mismo
tiempo procuraban asegurarse la cooperación de corresponsales regulares

43
en los grandes centros donde vivían comunistas. Semejantes oficinas de
correspondencia existían en Bruselas y en Londres y había el propósito
de establecer una en París. Marx escribió a Proudhon pidiéndole su
colaboración.
Basta leer atentamente la respuesta de Proudhon para ver que se trataba de
una organización muy distante de ser oficina de correspondencia. Y si se
recuerda que este intercambio epistolar ocurría en el verano de 1846, resulta
que mucho antes de que fueran a proponerle el ingreso a la Federación de los
Justos existían en Londres, Bruselas y París organizaciones cuya iniciativa
emanaba incontestablemente de Marx.
Recordemos lo que dije sobre la Sociedad de Correspondencia londinense
organizada en 1792 por Tomás Hardy. Los comités de correspondencia
organizados por el club de los jacobinos cuando se le prohibió crear sus
secciones en las provincias, representaban una institución análoga a la de
Marx. Estudiando y comparando estos hechos llegué a la conclusión, hace
ya largo tiempo, de que Marx al fundar esas sociedades tenía precisamente
la intención de hacer de ellas comités de correspondencia. Y en el segundo
semestre de 1846 existe efectivamente en Bruselas un comité muy bien
organizado que actúa como organismo central, al que se envían informes.
Reúne un gran número de miembros y entre ellos muchos obreros. En París
funciona otro, organizado por Engels, que realiza intensa propaganda entre
los artesanos alemanes; y el de Londres lo dirigen Schapper, Bauer y Moll
(el mismo que según decires fue a Bruselas seis meses después para invitar
a Marx a incorporarse a la Federación de los Justos). Y como lo prueba una
carta del 20 de enero de 1847, que transmití a Mehring, Moll fue a Bruselas
no como delegado de la Federación de los Justos sino como del comité
de corresponsales comunistas de Londres para llevarle un informe sobre la
situación de la sociedad londinense.
Es así cómo he llegado a convencerme de que el relato de la fundación de
la Liga de los Comunistas tal como ha sido hecho con arreglo a Engels y
reproducido sucesivamente en diversas obras, no pasa de ser una leyenda
que no soporta la crítica.
Al gran trabajo preparatorio efectuado principalmente por Marx se parece
mucho el que cumplieron los primeros socialdemócratas rusos medio
siglo después, al esforzarse por unir las organizaciones existentes, con la
particularidad de que en este caso la organización de la Iskra reemplazaba
a los comités de corresponsales, y las distintas sociedades obreras, en las
cuales trabajaban los agentes comunistas, estaban sustituidas por las uniones
y comités en los cuales los elementos del Comité Central procuraban entrar
para ganarlos a su causa.
A los historiadores ha pasado inadvertido ese trabajo de organización de

44
Marx, a quien presentan como un pensador de gabinete, y no conociendo
el papel de Marx como organizador no han conocido uno de los aspectos
más interesantes de su personalidad. Si no se conoce el papel que Marx
(hago notar: Marx y no Engels) tuvo por los años 1846-47 como dirigente e
inspirador de todo ese trabajo de organización, es imposible comprender la
importancia que tuvo luego como organizador de 1848-49 y en la época de
la I Internacional.
Después del viaje de Moll a Bruselas, cuando Marx tuvo la certeza de que
la mayoría de los londinenses se había librado de la influencia de Weitling,
se resolvió, probablemente a iniciativa del comité de Bruselas, convocar el
congreso en Londres, la ciudad más indicada en esas circunstancias. Fue
entonces cuando comenzaron a discutir y luchar las diversas tendencias. En
París, sobre todo, donde trabajaba Engels, la disputa era muy viva. Al leer
sus cartas, uno se cree transportado al ambiente ruso de estos últimos años.
La lucha de fracciones que describe recuerda de un modo sorprendente
nuestras discusiones sobre los diferentes programas.
Una corriente está representada por Grün, que defiende el comunismo
alemán o comunismo “verdadero”, del cual se encuentra una crítica mordaz
en el Manifiesto Comunista. Engels sostiene otro programa. Naturalmente,
cada uno de los adversarios se esfuerza para conquistar el mayor apoyo,
pero Engels cree haber alcanzado la victoria no sólo por haber logrado
convencer a los vacilantes, como lo hace saber al comité de Bruselas, sino
porque ha sido también más astuto que sus adversarios y los ha colocado
entre la espada y la pared.
Se reunió el congreso de Londres en el verano de 1847. Marx no asistió.
G. Wolf representó a Bruselas, y Engels, a los comunistas parisienses. Los
delegados eran pocos, pero ninguno permaneció callado. Tampoco en 1898,
cuando se fundó el P.S.D.O. ruso, el congreso de Minsk reunía más de ocho
o nueve personas que representaban a tres o cuatro organizaciones.
Se resolvió agruparse a la Liga de los Comunistas. De ningún modo se trata
de la Federación de los Justos reorganizada, como lo asegura Engels: olvida
que era representante del comité de correspondencia de París fundado por él
mismo. Se adoptó un estatuto cuyo primer párrafo declaraba paladinamente
la idea esencial del comunismo revolucionario:
La Liga persigue el derrocamiento de la burguesía y el dominio del
proletariado, la supresión de la vieja sociedad burguesa, basada en el
antagonismo de las clases, y la instauración de una nueva sociedad sin
clases ni propiedad privada.
El estatuto de organización fue adoptado a condición de que se lo sometiese
al examen de los distintos comités para aprobarlo definitivamente en el
siguiente congreso con las modificaciones que se juzgara necesario introducir.
45
El principio del “centralismo democrático” estaba en la base de la
organización. Todos los miembros debían profesar el comunismo y ajustar
su vida a los propósitos de la Liga. Un grupo determinado formaba el núcleo
principal del organismo, designándolo con el nombre de “comunidad”.
Había comités regionales. Las diferentes regiones de un país se unían bajo
la dirección de un centro cuyos poderes se extendían sobre todo el país y
que, a su turno, debía informar al comité central.
Esta organización llegó a ser un modelo para todos los partidos comunistas
de la clase obrera al comienzo de su desarrollo, pero tenía una particularidad
que desapareció luego, aunque todavía antes de 1870 se la encuentra entre los
alemanes. El Comité Central de la Liga de los Comunistas no era elegido en
los congresos. Sus facultades de centro dirigente eran transmitidas al comité
regional de la ciudad elegida por el congreso como lugar de residencia del
Comité Central. Así, si el congreso escogía Londres, la organización de esta
región elegía un comité central de cinco miembros por lo menos, de modo
que estaba asegurada su estrecha vinculación con la gran organización
nacional. Este sistema reaparece más tarde entre los alemanes de Suiza y en
la propia Alemania. Su comité central estaba siempre ligado a determinada
ciudad designada por el congreso, distinguida como ciudad de vanguardia.
En el mismo congreso se resolvió también elaborar el proyecto de una
“profesión de fe’’ comunista, que sería el programa de la Liga; las distintas
regiones debían presentar los suyos en el congreso siguiente.
Se decidió, además, editar una revista popular. Fue ése el primer órgano obrero
de que tengamos conocimiento y, como lo veis,3 ostentaba abiertamente el
título de “comunista”.
En la primera página de esta publicación, aparecida un año antes que el
Manifiesto Comunista, figura la palabra de orden: “¡Proletarios de todos
los países, uníos!” Es una rarísima curiosidad bibliográfica. No conozco de
esta revista sino tres ejemplares: éste que encontré en 1912 y describí en un
artículo en 1914; otro encontrado más tarde por Mayer en los archivos de
la policía berlinesa y descrito por él en 1919, y el tercero, que últimamente
halló el profesor Grunberg y publicó en una edición especial.
Esta revista apareció una sola vez. Los artículos del primero y único número
fueron escritos principalmente por los representantes de la Liga comunista
establecida en Londres, quienes hicieron también la composición tipográfica.
El editorial está redactado en forma muy popular. El lenguaje fácil expone
las particularidades que distinguen la nueva organización comunista de
las francesas y de las de Weitling. No se dice en él una sola palabra de la
Federación de los Justos. Un artículo está dedicado al comunista francés
Cabet, autor de la famosa utopía Viaje a Icaria. En 1847, éste había hecho
3 Mostró el conferencista un ejemplar que pertenece al Instituto Marx y Engels.

46
intensa propaganda para establecer en América gente dispuesta a crear en
tierra virgen una colonia comunista conforme al modelo descrito en su libro.
Se había trasladado especialmente a Londres para atraer a los comunistas de
aquella capital. El artículo somete el plan de Cabet a una crítica minuciosa
y recomienda a los obreros no abandonar el continente europeo, porque sólo
en Europa será instaurado el comunismo. Hay además un gran artículo que,
a mi juicio, ha debido ser escrito por Engels. La revista se cierra con un
resumen político y social, del cual indudablemente fue autor el delegado del
comité de Bruselas al congreso, Guillermo Wolf.
El segundo congreso se celebró en Londres a fines de noviembre de 1847 y
esta vez Marx asistió. Antes de que se reuniera, Engels, desde París, le había
escrito que tenía esbozado un proyecto de catecismo o profesión de fe, pero
que juzgaba más conveniente intitularlo Manifiesto Comunista. Marx llevó
probablemente al congreso las tesis por él elaboradas. Allí, lejos de ir todo
tan bien como lo describe Steklov, hubo acaloradas discusiones. Los debates
duraron varios días y mucho le costó a Marx convencer a la mayoría de la
justeza del nuevo programa, que finalmente fue aceptado en sus aspectos
fundamentales. El congreso le encargó, además, la redacción para la Liga de
los Comunistas, no de una profesión de fe sino un manifiesto, como lo había
propuesto Engels. Designado por el congreso, Marx, en la composición del
documento, aprovechó, es verdad, el proyecto preparado por Engels, pero
él solo cargó con la responsabilidad política del Manifiesto ante la Liga. Y
si éste da semejante impresión de unidad es porque, precisamente, ha sido
escrito sólo por Marx. Contiene ciertamente ideas concebidas en común por
Marx y Engels, pero su pensamiento fundamental, como lo ha destacado el
propio Engels, pertenece exclusivamente a Marx:
La idea fundamental del Manifiesto, a saber: que la producción económica
y la estructura social determinada fatalmente por ella, constituyen el
fundamento de la historia política e intelectual de una época histórica
dada; que, por consiguiente, toda la historia, desde la disgregación de la
comunidad rural primitiva, ha sido la historia de la lucha de clases, es
decir, de la lucha entre los explotados y los explotadores, entre las clases
sometidas y las dominantes en las distintas etapas de la evolución social;
que esta lucha ha llegado ahora a un grado en que la clase explotada y
oprimida (el proletariado) no puede liberarse de la férula de la clase que lo
oprime y explota (la burguesía) sin liberar al mismo tiempo y para siempre
a toda la sociedad de la explotación, de la opresión y de la lucha de clases;
esta idea fundamental, digo, pertenece única y exclusivamente a Marx.
Me he detenido en este punto para que se sepa, como lo sabían la Liga de
los Comunistas y Engels, que la elaboración del nuevo programa fue en gran
parte obra de Marx y que a él se confió la redacción del Manifiesto.

47
Poseemos una carta interesante que, además de probar mejor que nada lo que
decimos, aclara las relaciones entre Marx y la organización esencialmente
obrera, que tenía tendencia a considerar al “intelectual” únicamente como
un hombre capaz de dar forma literaria a lo que piensa y quiere el obrero.
Para que se comprenda mejor esa carta, añadiré que de acuerdo con el estatuto
el congreso había señalado a Londres como lugar de residencia del comité
central, elegido, a su vez, por la organización de esa ciudad. La carta fue
enviada el 26 de enero por el comité central al comité regional de Bruselas, a
fin de que se la transmitiera a Marx. Contiene la resolución adoptada el 24 de
enero por el comité central:
El Comité Central, por la presente, encarga al comité regional de Bruselas
comunique al ciudadano Marx que si el manifiesto del partido comunista de
cuya redacción se encargó en el último congreso no ha llegado a Londres
antes del martes 1° de febrero del año en curso, se tomarán contra él las
medidas consiguientes. En caso de que el ciudadano Marx no cumpliera su
trabajo, el Comité Central pedirá la devolución inmediata de los documentos
puestos a disposición de Marx.
En nombre y por mandato del Comité Central: Schapper, Bauer, Moll.
Por esta carta imperativa se ve que Marx, a fines de enero, no había cumplido
aún la tarea que se le confiara al principio de diciembre. Es una característica
de Marx: a pesar de todo su talento literario, no tenía facilidad para el
trabajo. Elaboraba siempre largamente sus obras, sobre todo si se trataba de
un documento importante. En este caso lo quería perfectamente redactado,
de modo que pudiera resistir la acción del tiempo. Tenemos una página de
uno de sus originales que prueba cuánto cuidado ponía en cada frase.
El Comité Central no tuvo que adoptar sanciones. Marx logró terminar
su trabajo a principios de febrero. Es una fecha digna de ser recordada.
El Manifiesto apareció en la segunda quincena del mismo mes, es decir,
algunos días antes de la revolución de febrero, de manera que no pudo
tener influencia alguna en la preparación de ese acontecimiento, y como los
primeros ejemplares no llegaron a Alemania sino en mayo-junio de 1848,
se comprende que tampoco pudo tener gran influencia sobre la revolución
alemana. En esa época sólo un reducido grupo de comunistas de Bruselas y
Londres lo conocía y lo comprendía.
Permítaseme ahora que diga algunas palabras sobre el contenido del
Manifiesto. Es el programa de la Liga Internacional de los Comunistas, de
cuya composición tenemos algunas referencias. Comprendía a belgas y
cartistas ingleses inclinados hacia el comunismo, pero sobre todo alemanes.
El Manifiesto debía considerar no un país cualquiera aisladamente, sino el
mundo burgués en su conjunto, ante el cual por primera vez los comunistas

48
declararían abiertamente sus propósitos.
El primer capítulo es una exposición brillante y precisa de la sociedad
burguesa capitalista, de la lucha de clases que la ha creado y que continúa
desarrollándose sobre la base de esa sociedad.
Se ve allí cómo la burguesía se formó fatalmente en el seno del antiguo
régimen feudal, cómo se transformaron gradualmente sus condiciones de
existencia a consecuencia del cambio en las relaciones económicas, qué
papel revolucionario tuvo en su lucha contra el feudalismo, a qué grado
sorprendente llegó a desarrollar las fuerzas productivas de la sociedad y cómo
creó, por primera vez en la historia, la posibilidad de la emancipación material
de la humanidad. Sigue luego una síntesis histórica del desenvolvimiento
del proletariado. Se ve en ella que el proletariado se desarrolla según leyes
fatales, de igual modo que la burguesía, cuyo desenvolvimiento sigue, paso
a paso, como la sombra al cuerpo.
De un modo progresivo se constituye en clase especial, y explica el
Manifiesto cómo y en qué forma se desarrolla su lucha contra la burguesía
hasta el momento en que crea su propia organización de clase.
A continuación expone y refuta el Manifiesto todas las objeciones formuladas
por los ideólogos burgueses contra el comunismo. No me detendré en esto,
porque estoy persuadido de que todos han leído el Manifiesto.
Apoyándose en Engels, aunque en menor medida de lo que se creía, Marx
expone en seguida la táctica de los comunistas con respecto a todos los otros
partidos obreros. Y conviene destacar aquí una interesante particularidad. El
Manifiesto dice que los comunistas no son un partido especial opuesto a los
otros partidos obreros, sino que se distingue únicamente en que representan
la vanguardia obrera, que tiene sobre el resto del proletariado la ventaja de
comprender las condiciones, la marcha y las consecuencias generales del
movimiento obrero.
Ahora que conocéis la verdadera historia de la Liga de los Comunistas, será
más fácil comprender que la razón de esa manera de formular la tarea de
los comunistas obedecía a la situación del movimiento obrero de la época,
particularmente en Inglaterra, pues los varios cartistas que había en la
Liga consintieron en ingresar a condición de conservar sus vínculos con el
partido y sin otro compromiso que el de organizar una especie de núcleo
comunista en el cartismo para propagar allí el programa y los objetivos de
los comunistas.
El Manifiesto analiza las innumerables corrientes que entonces luchaban por
la supremacía entre los socialistas y los comunistas. Las critica con violencia
y las rechaza categóricamente, exceptuando a los grandes utopistas, Saint-
Simon, Fourier, Owen, cuyas doctrinas, sobre todo las de los dos últimos,

49
habían sido hasta cierto punto aceptadas y refundidas por Marx y Engels.
Pero aun adoptando sus críticas del régimen burgués, el Manifiesto opone
al socialismo pacífico, al utópico y al que desdeñaba la lucha política, el
programa revolucionario del nuevo comunismo crítico proletario.
En su conclusión el Manifiesto examina la táctica de los comunistas durante
la revolución, en particular respecto de los partidos burgueses. Para cada
país, las reglas de esa táctica varían según las condiciones históricas. Donde
la burguesía es la clase dominante, el ataque del proletariado se dirige
completamente contra ella, mientras que donde todavía aspira al poder
político, verbigracia Alemania, el Partido Comunista la apoya en su lucha
revolucionaria contra la monarquía y la nobleza, sin que jamás cese de
inculcar a los obreros la conciencia nítida de la oposición de los intereses de
clase de la burguesía y los del proletariado.
Como cuestión fundamental de todo el movimiento, los comunistas colocan
siempre en el primer plano la de la propiedad privada.
En la próxima conferencia veremos cómo fueron aplicadas prácticamente
estas reglas de táctica elaboradas por Marx y Engels en vísperas de la
revolución de febrero-marzo de 1848 y qué modificaciones les fueron
introducidas por la experiencia de esa revolución.
El Manifiesto contiene todos los resultados del trabajo científico a que Marx
y Engels —especialmente el primero— se habían dedicado de 1845 a 1847.
Durante ese tiempo Engels había estudiado los materiales reunidos por él
sobre la Situación de la clase obrera en Inglaterra; en tanto, Marx trabajaba
sobre la historia de las doctrinas políticas económicas. La concepción
materialista de la historia, que les dio la posibilidad de analizar con tanta
justeza las relaciones materiales, las condiciones de la producción y de
la distribución, por las cuales se determinan todas las relaciones sociales,
había sido madurada por ellos en esos dos años mientras luchaban contra las
distintas doctrinas idealistas.
Antes del Manifiesto, Marx había expuesto la nueva doctrina en la forma más
completa y brillante, polemizando contra Proudhon. Con todo, en su obra La
sagrada familia mostraba todavía una gran estima por Proudhon. ¿Qué fue
lo que provocó 1a .ruptura entre los aliados de otrora? Proudhon, de origen
obrero y autodidacto como Weitling, pero más talentoso aún, fue uno de los
publicistas franceses más eminentes. Tuvo en literatura una iniciación muy
revolucionaria. En su obra ¿Qué es la propiedad?, aparecida en 1841, critica
violentamente la propiedad burguesa y afirma con audacia que en definitiva
es un robo. Pero luego se probará que condenando la propiedad Proudhon
tenía en vista sólo una de sus formas, la propiedad capitalista privada,
basada en la explotación del pequeño productor por el gran capitalista.
A la vez que reclamaba la supresión de la propiedad capitalista privada,

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Proudhon era adversario del comunismo, puesto que sólo en la conservación
y consolidación de la propiedad privada del campesino o del artesano veía el
medio de que éstos prosperaran, y la situación del obrero, según él, no podía
mejorar por la lucha económica y las huelgas, sino por la transformación del
obrero en propietario.
Proudhon adoptó definitivamente ese punto de vista en 1845-46, época en
que imaginó el plan mediante el cual decía se preservaría a los artesanos de
la ruina y se haría de los obreros productores independientes.
Ya he dicho qué hacía Engels en París en esos momentos. Su adversario
principal en la discusión planteada alrededor de los distintos programas
era Carlos Grün, representante del “verdadero socialismo”. Grün estaba
ligado a Proudhon, cuyas teorías divulgó entre los obreros alemanes
residentes en París.
Antes de publicar Proudhon su nueva obra destinada a descubrir todos los
“antagonismos económicos” de la sociedad contemporánea, explicar el
origen de la miseria y dar la filosofía de ésta, había comunicado su ideas a
Grün, quien se apresuró a utilizarlas en su polémica contra los comunistas.
Engels comunicó entonces el plan, a través de las palabras de Grün, al
comité de Bruselas:
¿Y qué vemos en él? —escribe—. Ni más ni menos que los almacenes de
trabajo conocidos desde hace mucho en Inglaterra, las asociaciones de
artesanos de distintas profesiones, que ya muchas veces han fracasado,
un gran depósito; todos los productos proveídos a los miembros de las
asociaciones son valuados según el costo de la materia prima y la suma
de trabajo gastado en su confección y se pagan con otros productos
justipreciados según el mismo método. Los productos que sobran en la
sociedad se venden en la plaza y el ingreso que rinden va en provecho de
los productores. Así cree el astuto Proudhon poder suprimir la ganancia
realizada por el intermediario comercial.
En otra carta, Engels da nuevos detalles sobre el plan de Proudhon y se
indigna porque fantasías como la de la transformación de los obreros en
propietarios por la adquisición de talleres mediante el ahorro, atraen todavía
a los trabajadores alemanes.
De ahí que, aparecido el libro de Proudhon, Marx se puso a trabajar y
contestó la Filosofía de la miseria, con una obra intitulada Miseria de la
filosofía, en la que refuta una a una todas las ideas de Proudhon y opone a
sus puntos de vista sus bases del comunismo crítico.
Por el brillo y la precisión del pensamiento, esta obra es una digna introducción
al Manifiesto Comunista y nada pierde en la comparación con el último
artículo de Marx contra Proudhon, escrito unos treinta años más tarde,

51
en 1874, para los obreros italianos. Este artículo, titulado La indiferencia
política (lo publiqué en ruso en 1913 en la revista Proviestyhenie), en nada
difiere de Miseria de la filosofía, lo que demuestra que en l847 el punto de
vista de Marx estaba definitivamente elaborado.
Marx, insisto, ya lo había formulado en 1845, pero en forma menos clara.
Necesitó dos años más de tenaz trabajo para escribir Miseria de la filosofía.
Investigando las condiciones de la formación y el desarrollo del proletariado
en la sociedad burguesa, se dedicó cada vez más al estudio de las leyes del
régimen capitalista, que rigen la producción y la distribución. Examina las
doctrinas de los economistas burgueses a la luz del método dialéctico y
prueba que todas las categorías fundamentales, que todos los fenómenos de
la sociedad burguesa: mercancía, valor, dinero, capital, son cosas pasajeras.
En Miseria de la filosofía intenta por primera vez establecer las principales
fases del proceso de la producción capitalista.
Sin ser más que un esbozo, muestra ya a Marx en la verdadera senda, dueño
del método más seguro que lo orienta, a manera de brújula, en el laberinto
de la economía burguesa. Pero a la vez esa obra demuestra que no basta
tener un método justo y que, lejos de limitarse a deducciones generales,
es necesario estudiar minuciosamente el capitalismo para conocer todos
los rodajes de un mecanismo tan complicado. Tenía aún Marx por delante
un inmenso trabajo para transformar en monumental sistema ese bosquejo
genial que es en sustancia Miseria de la filosofía en lo que concierne al
estudio de los principales problemas económicos.
Antes de que lograra tal posibilidad, que implicaba para él la imposibilidad
de ocuparse del trabajo práctico, le tocó asistir a la revolución de 1848,
predicha e impacientemente esperada por él y por Engels, para la cual se
preparaban y habían elaborado las tesis fundamentales expuestas en el
Manifiesto Comunista.

52
QUINTA CONFERENCIA

LA REVOLUCION ALEMANA DE 1848. - MARX Y ENGELS EN


RENANIA. - FUNDACION DE LA NUEVA GACETA RENANA. -
GOTTSCHALK Y WILLICH. - LA UNION OBRERA DE COLONIA. -
POLITICA Y TACTICA DE LA NUEVA GACETA RENANA. - ESTEBAN
BORN. - CAMBIO EN LA TACTICA DE MARX. - DERROTA DE LA
REVOLUCION Y PUNTOS DE VISTA DIVERGENTES EN LA LIGA DE LOS
COMUNISTAS. - LA ESCISION.

Estamos en la revolución de febrero. Ya hemos establecido que el Manifiesto


Comunista fue impreso algunos días antes de esa revolución. La organización
de la Liga de los Comunistas sólo fue concluida en noviembre de 1847.
Esta organización englobaba los círculos extranjeros de París, Bruselas y
Londres y estaba relacionada con algunos pequeños grupos alemanes. De
manera que las fuerzas organizadas con las cuales podía contar la sección
alemana de la Liga de los Comunistas eran pocas. La revolución estalla en
París el 24 de febrero de 1848 y se extiende rápidamente a Alemania. El 3
de marzo se produce en Colonia, ciudad principal de Renania, una tentativa
de levantamiento popular. Se obliga a los ediles a dirigir una petición al rey
de Prusia para pedirle que tome en cuenta la efervescencia popular y haga
algunas concesiones. Esta efervescencia o, si se quiere, levantamiento del
3 de marzo en Colonia, está dirigido por dos hombres: Gottschalk, médico
muy popular entre los obreros y la población pobre de Colonia, y Willich, un
ex oficial. Sólo diez días después de la revolución estalla en Viena, capital
de Austria; el 18 de marzo se extiende a Berlín, capital de Prusia.
En ese momento Marx se halla en Bruselas. El gobierno belga, para evitar
la suerte de la monarquía francesa, procede contra los emigrados residentes
en Bruselas, detiene a Marx y lo expulsa de Bélgica. Marx se va a París, de
donde acababan de invitarlo. Uno de los miembros del gobierno provisorio,
Flocon, redactor de un periódico en el que colaboraba Engels, envió
inmediatamente una carta a Marx, en la cual le declaraba que en la libre
tierra francesa todos los decretos del viejo gobierno eran abrogados.
El comité regional de Bruselas, al cual el de Londres había transmitido
plenos poderes desde que la revolución estalló en el continente, los envió,
a su vez, a Marx. Entre los obreros alemanes, reunidos entonces en gran
número en París, surgen disentimientos y se organizan distintos grupos. A
uno de esos grupos se adhiere nuestro compatriota Bakunin, que, con el

53
poeta alemán Herweg, proyecta constituir una organización armada para
irrumpir en Alemania. Marx se esfuerza en hacerlos desistir de su plan y
les propone trasladarse aisladamente a Alemania y participar en los sucesos
revolucionarios. Bakunin y Herweg mantienen su proyecto. Este organiza
una legión revolucionaria, se pone a su cabeza y se dirige a la frontera,
donde es derrotado. Marx y otros camaradas logran pasar a Alemania y se
radican en diferentes sitios. Marx y Engels se establecen en Renania.
El hecho de que la sección alemana de la Liga de los Comunistas no poseía
ninguna organización debía ser tenido en cuenta por Marx y Engels. Existían
sólo simpatizantes aislados. ¿Qué debían hacer Marx, Engels y los camaradas
más inmediatos? Unos cuarenta años más tarde Engels se esfuerza por
explicar la táctica que Marx y él siguieron en Alemania en 1848, y da una
respuesta clara a una pregunta que le hicieron algunos jóvenes camaradas.
Preguntaban por qué, en lugar de ir a Berlín, Marx y él se quedaron en
Colonia, ciudad de Renania. Escogimos Renania, decía Engels, porque era
la provincia de mayor desarrollo industrial; porque el Código de Napoleón,
herencia de la Revolución Francesa, estaba allí aún en vigencia, lo que nos
permitía disponer de mayor libertad de acción y de agitación. Además, en
Renania había un proletariado numeroso. Verdad es que Colonia no era la
ciudad más desarrollada desde el punto de vista industrial, pero era la sede
del poder administrativo y el centro de Renania. Por su población, Colonia
se contaba entre las ciudades más importantes de Renania, aunque sólo
tuviera entonces 80.000 habitantes. Contenía una población obrera bastante
numerosa, si bien la proporción de obreros empleados en la gran industria
era ínfima. Las refinerías eran las principales fábricas. En ese tiempo
Colonia era muy conocida por el agua de Colonia, pero no existían grandes
industrias mecánicas. El desenvolvimiento de la industria textil era menos
grande que en Elberfeld y Barmen. En todo caso, Marx y Engels tenían
plausibles razones para escoger Colonia como lugar de residencia. Querían
realizar una agitación en toda Alemania, fundar un gran número que fuera
una tribuna de sus ideas en todos los países, y para ello Colonia era, a su
juicio, el lugar más propicio. En efecto, en Renania se había editado en 1842
el primer gran órgano político de la burguesía alemana. En el momento
de su llegada se preparaba la aparición de un periódico, del que lograron
apoderarse.
Pero ese periódico era el órgano de la democracia. He aquí cómo Engels se
esfuerza en explicar por qué escogieron el nombre “órgano de la democracia”.
Declara que no existía entonces ninguna organización proletaria y que
sólo eran posibles dos acciones: o bien emprender desde el primer día
la organización de un partido comunista, o utilizar las organizaciones
democráticas existentes, agruparlas en un organismo único, realizar en éste

54
la propaganda necesaria y atraer hacia él a las diferentes sociedades obreras.
Marx y Engels escogieron el segundo camino: renunciaron a constituir
en Renania organizaciones proletarias especiales y entraron en la unión
democrática de Colonia. Por eso desde el comienzo se encontraron en una
posición un tanto falsa con respecto a la unión obrera de Colonia, fundada
inmediatamente después del 3 de marzo por Gottschalk y Willich.
Como ya hemos visto, Gottschalk era un médico muy popular entre las
clases menesterosas de Colonia. Por sus teorías no era comunista. Antes de
la fundación de la Liga de los Comunistas se acercaba más bien a Weitling y
a sus partidarios. Era un buen revolucionario, pero dejábase influenciar con
facilidad por corrientes contrarias. Personalmente irreprochable, carecía de
un programa firme, aunque comprendía bastante bien qué era la democracia,
pues en su primera intervención en el consejo declara: “No es en nombre del
pueblo que tomo la palabra, pues los demás concejales pertenecen también
al pueblo, no; me dirijo a ustedes solamente en nombre de la clase obrera”.
De modo que distinguía a la clase obrera, a los trabajadores, de la nación
en general. Abogaba por las acciones revolucionarias, pero, republicano,
al mismo tiempo reclamaba una federación de repúblicas alemanas. Ese
fue, como veremos, uno de los puntos esenciales de su divergencia con
Marx. La sociedad por él fundada, Unión Obrera de Colonia, había reunido
rápidamente a casi todos los elementos proletarios de la ciudad. Contaba
con 1.000 miembros, lo que es mucho en una ciudad de 80.000 habitantes.
La Unión Obrera de Colonia entró en seguida en conflicto con la organización
a que pertenecían Marx y Engels. En el seno de la Unión Obrera había
elementos que no compartían el criterio de Gottschalk. Moll, que había
sido enviado por el comité comunista de Londres ante el de Bruselas para
preparar la organización del congreso, era uno de los principales miembros
de la Unión Obrera y, es claro, estrechamente unido a Marx y Engels. A la
misma unión pertenecía también Schapper, que participaba en el movimiento
obrero desde 1830. De tal suerte, no tardaron en organizarse dos fracciones
en la Unión Obrera, frente a la cual funcionaba la sociedad democrática, a la
que pertenecían Marx y Engels.
Ello fue el resultado del plan que Engels exponía más tarde en un artículo de
la Nueva Gaceta Renana. Marx y Engels esperaban hacer de su periódico,
que comenzó a publicarse en Colonia el 1° de junio de 1848, el centro
que agrupara, en el curso de la lucha revolucionaria, a todas las futuras
organizaciones comunistas. Sería erróneo creer que Marx y Engels entraron
en el órgano de la democracia en calidad de demócratas. Entraron en calidad
de comunistas; considerándose la extrema izquierda de la democracia. Nunca
cesaron de criticar de la manera más violenta, no sólo los errores del Partido
Liberal alemán, sino los de la democracia, tanto que desde los primeros

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meses perdieron todos los accionistas. En el primer artículo publicado en la
Nueva Gaceta Renana, Marx critica duramente a la democracia. Cuando se
supo que el proletariado parisiense había sido aplastado durante las jornadas
de julio; que Cavaignac, con el apoyo de todos los partidos burgueses, había
provocado la masacre en la que perecieron millares de proletarios, la Nueva
Gaceta Renana, órgano de la democracia, publicó un artículo apasionado, en
el cual se injuria a los verdugos burgueses y a los satélites de la democracia.
He aquí un corto pasaje de dicho artículo:
Los obreros parisienses han sido aplastados por un enemigo superior en
fuerza, pero no aniquilados. Han sido derrotados, pero sus enemigos están
vencidos. El triunfo efímero de la fuerza brutal ha desvanecido todas las
ilusiones de la revolución de febrero; ha demostrado la desagregación
del antiguo Partido Republicano, la división de la nación francesa en dos
partes: la de los poseedores y la de los proletarios. En adelante la república
tricolor tendrá sólo un color, el color de los vencidos, el color de la sangre.
Se ha transformado en la república roja.
La revolución de febrero ha sido una revolución magnífica, la revolución
que contó con la simpatía general, porque las contradicciones que surgieron
más tarde en ella estaban sólo en estado latente, y la lucha social, que era
la base, era únicamente verbal. La revolución de junio, por el contrario,
ha sido una revolución repugnante, porque la acción ha reemplazado a la
frase, porque la república misma ha descubierto la cabeza del monstruo
arrancándole la corona que lo enmascaraba.
El profundo abismo que se abre ante nuestros ojos, ¿ha de desalentarnos
a nosotros, demócratas, y hacernos creer que las luchas por las formas de
gobierno son ilusorias y no conducen a nada?
Solamente los espíritus débiles, apoltronados, pueden responderse así.
Hay que luchar para vencer los conflictos que nacen de las condiciones
mismas de la sociedad burguesa y que no pueden vencerse con quiméricos
sueños. La mejor forma de Estado es aquella en la cual los antagonismos
sociales no son apagados ni suprimidos por la fuerza, es decir, artificial y
superficialmente. La mejor forma de gobierno es aquella en la cual tales
antagonismos chocan libremente en la lucha y por la misma encuentran su
solución.
Pero, se nos dirá, ¿no tendremos una lágrima, un suspiro, una palabra,
para las víctimas del furor popular, para la guardia nacional, la guardia
móvil, la guardia republicana, las tropas de línea?
El Estado se ocupará de las viudas y de los huérfanos, los decretos los
elevarán a las nubes, tendrán solemnes funerales, inmortales los proclamará
la prensa oficial, desde oriente a occidente la reacción europea glorificará
sus nombres.
56
Pero los plebeyos torturados por el hambre, escarnecidos por la prensa,
abandonados por los médicos; tratados de ladrones, de incendiarios y
de presidiarios por los ciudadanos “honrados”; sus mujeres y sus hijos
reducidos a la más negra miseria; sus representantes escapados de la
masacre, desterrados más allá de los mares..., es el privilegio y el derecho
de la prensa democrática de tejer alrededor de su frente sombría una corona
de laurel.
Este artículo fue escrito el 28 de junio de 1848. No puede pertenecer a la
pluma de un demócrata: solamente un comunista puede ser su autor y, por
su táctica, Marx y Engels no podían engañar a nadie. El periódico dejó de
recibir inmediatamente subsidio alguno de la burguesía democrática, y se
transformó en el verdadero órgano de los obreros de Colonia, en órgano de
los obreros alemanes.
Durante ese tiempo otros miembros de la Liga de los Comunistas
esparcidos por toda Alemania proseguían su obra. Creemos necesario
mencionar especialmente a uno: Esteban Born, tipógrafo. Engels lo juzga
desfavorablemente en el prefacio a un libro de Marx.
Born siguió una táctica distinta. Desde su llegada a Alemania se radicó en
Berlín, centro obrero de importancia, y se entregó a la tarea de crear una gran
organización obrera. Con la ayuda de algunos camaradas fundó un pequeño
órgano, Fraternidad Obrera, y realizó una metódica agitación entre las
distintas categorías de trabajadores. No se limitó, como habían hecho antes
en Colonia Gottschalk y Willich, a la organización de una sociedad obrera
puramente política. Emprendió la organización de diferentes sociedades
destinadas a defender los intereses de los obreros, y se entregó con tanta energía
a la obra, que bien pronto su organización se extendió hasta algunas ciudades
vecinas y a otras regiones de Alemania. Pero esta organización adolecía de
una laguna. Era puramente obrera y, como más tarde el “economismo” ruso,
insistía demasiado sobre las tareas exclusivamente económicas de la clase
trabajadora. Así, mientras algunos miembros de la Liga de los Comunistas,
como Born, hombre de talento, creaban esas organizaciones puramente
obreras, otros, en el Sur de Alemania, con Marx, empleaban toda su fuerza
en la transformación del Partido Democrático a objeto de que en él la clase
obrera fuera el núcleo fundamental, y hacerlo el más democrático posible.
En tal dirección proseguía Marx su trabajo. La Nueva Gaceta Renana trataba
todas las cuestiones de importancia de suerte que todavía puede considerarse
un modelo de periódico revolucionario. Ningún otro periódico ruso ni
europeo llegó a la altura de la Nueva Gaceta Renana. Aunque escrita hará
pronto setenta y cinco años, los artículos no han perdido nada de su frescura,
de su ardor revolucionario, de su agudeza de análisis de los acontecimientos.
Al leerlos, sobre todo los de Marx, se cree asistir a la historia de la revolución

57
alemana, de la Revolución Francesa, contada por ellas mismas, tan vivo es el
estilo como profundo el sentido.
¿Cuál era el punto central de la política interior y exterior de la Nueva
Gaceta Renana? Antes de pasar a esta cuestión debemos señalar que
Marx y Engels no tenían otra experiencia revolucionaria que la de la gran
Revolución Francesa. Marx había estudiado atentamente su historia y
procurado extraer de ella principios tácticos para emplearlos en la época
de la futura revolución, que él, contrariamente a Proudhon, predecía con
justeza. Luego, ¿qué nos enseña la Revolución Francesa? Esta revolución,
estallada en 1789, representa un largo proceso que dura diez años, de 1789
a 1799, es decir, hasta el año en que Bonaparte da el golpe de Estado. La
experiencia de la revolución inglesa del siglo XVII enseñaba igualmente que
la revolución futura sería probablemente de larga duración. La revolución
había comenzado en medio de la alegría y del entusiasmo generales; la
burguesía se puso a la cabeza del pueblo oprimido, derribó al absolutismo, y
sólo después de su triunfo se desarrolla la lucha, y en el curso de esta lucha,
de esta revolución más radical, el poder pasa cada vez más a los partidos
extremos. Se desarrolla esta lucha durante tres años para terminar con la
toma del poder por los jacobinos. Parecíale a Marx, que había estudiado
atentamente la organización del partido político de los jacobinos, que en
el curso del prolongado desarrollo de la revolución se puede organizar una
fuerza que constituya progresivamente el fuerte mismo de la acción. Esta
premisa teórica explica su error. Conservó algún tiempo esa opinión, hasta
que una serie de acontecimientos hiciéronle desecharla. El fracaso de junio
del proletariado parisiense fue el primer golpe asestado a la revolución
en Occidente y permitió inmediatamente a la reacción levantar cabeza en
Prusia y en Austria. Además, detrás de Prusia y de Austria estaba Rusia con
Nicolás I, que desde el comienzo había ofrecido su ayuda al rey de Prusia.
Desde el primer instante se declinó la oferta en lo concerniente a la fuerza
armada, pero se aceptó el dinero. Nicolás I poseía entonces las reservas
de oro más importantes de Europa. El dinero se utilizó en provecho del
gobierno prusiano. Nicolás I ofreció igualmente batallones rusos al gobierno
austríaco, contra el cual se había sublevado Hungría, y la proposición fue
aceptada.
Apoyándose nuevamente en la experiencia de la Revolución Francesa, la
Nueva Gaceta Renana sentó la táctica siguiente. La guerra contra Rusia es el
único medio favorable para la revolución de Europa Occidental, amordazada
a causa de la derrota del proletariado parisiense. La historia de la Revolución
Francesa enseña que la ofensiva de la coalición contra Francia dio un
nuevo impulso al movimiento revolucionario. Los partidos moderados han
sido arrojados por la borda. La dirección del movimiento la han tomado

58
los partidos que más enérgicamente han rechazado la agresión exterior. El
ataque de la coalición contra Francia condujo, el 10 de agosto de 1792, a la
proclamación de la República. Marx y Engels descontaban que la guerra de
la reacción contra la nueva revolución tendría las mismas consecuencias. Por
esto la Nueva Gaceta Renana criticaba violentamente a Rusia. Se presentaba
a ésta como una fuerza siempre pronta a sostener la reacción austríaca y
alemana.
En cada artículo se demostraba que la guerra contra Rusia era el único
medio de salvar la revolución, y se esforzaba en preparar a la democracia
para esta guerra contra Rusia, como la única solución racional. Marx
y Engels, repetimos, se dedicaban a probar que la guerra contra Rusia
daría un nuevo impulso a la revolución y reforzaría las aspiraciones
revolucionarias del pueblo alemán. Por esto defendían en su periódico
todos los movimientos de oposición contra el régimen existente; fueron
los defensores más ardientes de la revolución húngara y sostuvieron a los
polacos, que poco antes habían realizado una tentativa de insurrección.
Reclamaban la restauración de Polonia independiente, que Alemania y
Austria le reintegraran las provincias que le habían tomado, y que igual
cosa hiciera Rusia. Partidarios de la unión de Alemania en una república
única, reclamaban de Dinamarca la restitución de algunas regiones
alemanas, a excepción de las partes o regiones dominadas por el elemento
danés. En una palabra, eran en todo fieles a la tesis fundamental del
Manifiesto Comunista y sostenían todo el movimiento revolucionario
dirigido contra el orden existente. Sin embargo, no se puede ocultar
(y esto se advertirá cuando se tenga la posibilidad de leer los artículos
publicados por Marx y Engels en la Nueva Gaceta Renana, que en estos
brillantes artículos prepondera el aspecto político; siempre se critican
en ellos los actos políticos de la burguesía y de la burocracia. La Nueva
Gaceta dedica relativamente un lugar pequeño a la cuestión obrera. Bajo
este aspecto es interesante comparar el periódico de Marx con el de Born.
El de éste parecía un periódico especial de las cooperativas; acordaba a la
cuestión obrera la mayor atención. No hacía lo mismo la Nueva Gaceta
Renana, que casi no tocaba esta cuestión. Criticaba violentamente la
declaración de los derechos fundamentales del pueblo alemán y arremetía
contra la legislación impregnada del espíritu de liberalismo nacional.
Tomaba vigorosamente la defensa de los campesinos, demostrando a la
burguesía la necesidad de su emancipación. Pero hasta fines de 1848
son escasos los artículos dedicados a las reivindicaciones de la clase
obrera. Tales reivindicaciones no figuran en ninguna parte en la Nueva
Gaceta Renana, casi enteramente absorbida por las tareas políticas
fundamentales, consistentes en encender las pasiones políticas y en

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preconizar la creación de fuerzas revolucionarias democráticas capaces
de barrer de Alemania de un solo golpe todas las supervivencias del
régimen feudal.
Hacia fines de 1848 la situación cambia. La reacción, que comenzó a
reforzarse después de la derrota del proletariado parisiense, asciende más
aún en octubre de 1848. El aplastamiento del proletariado húngaro con
la ayuda de los rusos contribuye al fracaso del movimiento de Berlín. El
gobierno prusiano cobra coraje y en diciembre de 1848 disuelve la Asamblea
Nacional e impone al país una Constitución elaborada por él mismo. En ese
momento la burguesía prusiana, en lugar de oponer una resistencia vigorosa
al poder real, procura concertar un acuerdo entre él y el pueblo.
Marx, por el contrario, demuestra que el poder real ha sufrido un fracaso
en marzo de 1848 y que no es cuestión de proponerse un acuerdo con él. El
pueblo mismo debe elaborar una Constitución sin preocuparse del poder real
y proclamar en Alemania la república, una e indivisible. Pero la Asamblea
Nacional, donde predominaba la burguesía liberal demócrata, temía una
ruptura definitiva con la monarquía. De modo que continuó su política de
conciliación hasta el momento en que fue disuelta.
Entonces aparece bien claro para Marx la imposibilidad de contar aún con
la parte más radical de la burguesía alemana. La parte democrática de la
burguesía, de la cual podía esperarse que obtendría libertades políticas que
permitieran el desarrollo de la clase obrera, se mostró incapaz de cumplir
esa tarea. He aquí la característica que hace Marx de esta burguesía en
diciembre de 1848, después de la triste experiencia de las dos asambleas de
Berlín y Francfort:

Mientras que las revoluciones de 1648 y de 1789 pueden enorgullecerse


de haber realizado una obra de creación, las de Berlín de 1848 han puesto
su honor en ser un anacronismo. Su luz se parece a la de las estrellas, que
llega a los habitantes de la Tierra diez mil años después de extinguirse el
astro que la emite. La revolución prusiana de marzo es para Europa un
pequeño astro de ese género. Su luz es la de un cadáver social desde hace
largo tiempo descompuesto.
La burguesía alemana se ha desenvuelto tan muellemente, tan
perezosamente y tan lentamente, que en el momento en que se alzaba
contra el feudalismo y el absolutismo, se hizo hostil al proletariado y
a todas las capas de la población urbana cuyos intereses e ideas se le
asemejan. Vio que tenía un enemigo no sólo en una clase de detrás de
ella, sino en toda la Europa de delante de ella. Contrariamente a la
burguesía francesa de 1789, la burguesía alemana no ha sido la clase que
defiende a toda la sociedad contemporánea contra los representantes de
60
la vieja sociedad, de la monarquía y de la nobleza. Descendió al nivel de
una categoría social opuesta a la monarquía y al pueblo, indecisa ante
cada uno de sus adversarios, pues los tuvo siempre, tanto delante como
detrás de ella. Desde el comienzo se inclinó a traicionar al pueblo y a
concertar un compromiso con los “coronados” de la vieja sociedad, a
la que ella misma pertenecía; no representaba los intereses de la nueva
sociedad contra lo viejo, pero tenía intereses renovados en el seno de una
sociedad envejecida; no ejerció la dirección de la revolución porque el
pueblo estuviera detrás de ella, sino porque el pueblo la puso delante de
él; no estuvo a la cabeza porque representara la iniciación de una nueva
época social; fue una capa del viejo Estado, capa social que no se había
trazado su propia ruta, pero que por la fuerza del cataclismo fue puesta
a la cabeza del nuevo Estado. Sin confianza en ella misma, sin fe en el
pueblo, refunfuñando contra los grandes, temblando ante los pequeños,
egoísta respecto de unos y otros y teniendo conciencia de su egoísmo,
revolucionaria tocante a los conservadores y conservadora respecto a
los revolucionarios; sin confianza en sus propias palabras de orden, con
frases en vez de ideas, asustada por la tempestad mundial y explotando
esta tormenta; sin ninguna energía y recurriendo al plagio en todos los
aspectos, original solamente en su bajeza; transigente con sus propios
deseos, sin iniciativa, sin confianza en ella misma, sin fe en el pueblo,
sin vocación histórica mundial; vieja decrépita, maldecida por todos y
viéndose condenada en su caducidad a dirigir las aspiraciones juveniles
de un pueblo fuerte y a desviarlas; vieja ciega, sorda y desdentada: tal
era la burguesía prusiana cuando, después de la revolución de marzo, se
encontró en la dirección del Estado.

Esto caracteriza de una manera extraordinariamente justa a la burguesía de


1848. Como se ve, se puede aplicar íntegramente a la burguesía rusa.
Marx había visto a la burguesía en la acción. Las esperanzas que concibió,
aunque con muchas reservas, en el Manifiesto Comunista, sobre la burguesía
progresista, no se realizaron. Por eso desde el otoño de 1848 Marx y Engels
modificaron la táctica usada en Colonia y en la Nueva Gaceta Renana. Sin
rehusarse a sostener a la democracia burguesa, sin romper orgánicamente
con el Partido Demócrata, Marx traslada el centro de gravedad de su trabajo
a los medios proletarios. Con Moll y Schapper refuerza la propaganda en el
seno de la Sociedad Obrera de Colonia, que tenía también su representante
en el Comité regional de las sociedades democráticas. Después del arresto
de Gottschalk, Moll fue elegido presidente de la Sociedad Obrera, lo que
evidencia el aumento de la fuerza comunista. La corriente federalista, a
cuya cabeza estaba Gottschalk, se convierte gradualmente en minoría. Al

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tener Moll que huir por algún tiempo de Colonia, se elige a Marx, a pesar
de sus reiteradas negativas, para ocupar su lugar. En febrero, fecha de
las elecciones del nuevo parlamento, las divergencias estallaron. Marx
y su grupo insistían en que allí donde no se pudieran elegir candidatos
propios, los obreros votasen por los demócratas, contra lo cual protestaba
la minoría.
Pero en marzo y en abril las divergencias entre los obreros y los demócratas
reunidos en el Comité regional de las sociedades democráticas revistieron tal
agudeza, que la escisión se hizo inevitable. Marx y sus camaradas salieron del
Comité. La Sociedad Obrera retiró su representante y procuró relacionarse
con las Sociedades Obreras organizadas por Born en la Alemania Oriental.
La Sociedad Obrera fue reorganizada y transformada en club central con
nueve secciones o clubes obreros. Marx y Schapper publicaron a fines de
abril un llamamiento, en el cual invitaban a todas las sociedades obreras
de Renania y de Westfalia a un congreso regional, a fin de organizarse y de
elegir los delegados al congreso obrero general que debía efectuarse en el
mes de junio en Leipzig.
Pero en el momento en que Marx y sus camaradas se dedicaban a la
organización del partido de la clase obrera, se asestó un nuevo golpe a la
revolución. El gobierno de Prusia, que acababa de disolver la Asamblea
Nacional prusiana, resolvió hacer lo mismo con la Asamblea Nacional
alemana. Entonces comenzó en el sur de Alemania lo que se llama la lucha
por la constitución del imperio.
En razón de su situación, Marx debía obrar en Colonia con la mayor
prudencia. Cierto es que no estaba reducido a la acción clandestina, pero
podía ser expulsado de Colonia mediante una simple orden del gobierno.
En efecto, expuesto a las continuas persecuciones del gobierno prusiano,
expulsado de París a instancias de este último y temiendo serlo de Bélgica,
Marx decidió abandonar su nacionalidad prusiana, pero sin adoptar
ninguna otra. De manera que cuando volvió a Colonia las autoridades lo
reconocieron como ciudadano de Renania, pero exigieron la sanción de
las autoridades prusianas de Berlín, las que decidieron que Marx había
perdido los derechos inherentes a su condición de ciudadano de Prusia. Por
eso Marx, que realizaba reiteradas gestiones para la reintegración de sus
derechos de ciudadano prusiano, fue obligado, durante el segundo semestre
de 1848, a renunciar a toda acción pública. Cuando la ola revolucionaria se
elevaba y la situación se tornaba mejor, intervenía públicamente en la lucha,
pero desde que la reacción ganó terreno y la represión se hizo en Colonia
más rigurosa, redujo su acción al periodismo, es decir, a la dirección de la
Nueva Gaceta Renana. Por esto aceptó contra sus deseos la presidencia de
la Sociedad Obrera de Colonia.

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La modificación de la táctica introduce cambios en la Nueva Gaceta
Renana. Sólo después de tal modificación aparecen los primeros artículos
sobre El trabajo asalariado y el capital. Marx precedió estos artículos
de una larga introducción, en la cual explica por qué la Nueva Gaceta
Renana no había aún tocado la cuestión del antagonismo entre el capital y
el trabajo. Esta introducción tiene una grande importancia porque señala
un cambio de táctica, pero este cambio se produjo demasiado tarde. Fue
en febrero, y en mayo la revolución alemana ya estaba completamente
aplastada. El Gobierno prusiano envió sus tropas al sureste de Alemania.
La Nueva Gaceta Renana fue la primera, el 19 de mayo, en ser clausurada.
Hemos tenido en nuestras manos el último número de este periódico, el
301, el célebre número rojo, que comienza con una poesía de Freiligrath,
seguida de un nuevo llamamiento de Marx para poner en guardia a los
obreros y para advertirles que no deben dejarse arrastrar a provocaciones.
Marx salió en seguida de Renania. Como extranjero, fue obligado a
abandonar Alemania; en cuanto a los otros redactores, se dispersaron para
establecerse en diferentes lugares. Engels, Moll y Willich se fueron con
los sublevados del sur.
Después de algunas semanas de resistencia heroica pero mal organizada, las
tropas prusianas obligaron a los rebeldes a refugiarse en Suiza. Los viejos
miembros de la redacción de la Nueva Gaceta Renana y de la Sociedad
Obrera de Colonia se instalaron en París, pero después de la abortada
manifestación del 13 de junio de 1849 fueron perseguidos y obligados a
salir de Francia. A principios de 1850 casi toda la vieja guardia de la Liga de
los Comunistas se encontraba de nuevo reunida en Londres. Moll pereció en
la Alemania del sur en el curso de la insurrección. Se hallaban en Londres,
Marx, Engels, Schapper, Willich y Wolf.
Al comienzo, como puede verse por sus artículos, Marx y Engels no habían
perdido las esperanzas; creían que a una detención temporaria del movimiento
seguiría un nuevo empuje revolucionario. Para no ser cogidos de improviso
trataron de reforzar su organización y de ponerla en estrecho contacto con
Alemania. La vieja Liga de los Comunistas se reorganizó, agrupó a los
miembros que ya habían pertenecido a ella y a nuevos elementos reclutados
en Silesia, en Breslau y en Renania.
Sin embargo, después de algunos meses surgieron divergencias en la Liga
entre los comunistas de izquierda y los de derecha. He aquí el motivo y la
discusión.

A principios de 1850, Marx y Engels creían que no se haría esperar


mucho tiempo un nuevo empuje de la revolución. En esta época la Liga de
los Comunistas lanza sus dos famosas circulares, escritas principalmente

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por Marx. Lenin las sabía, por así decirlo, de memoria y las cita con
frecuencia.
Para orientarse bien, es preciso recordar los errores cometidos por Marx
y Engels durante la revolución de 1848. Las circulares muestran que es
necesario criticar implacablemente no sólo al liberalismo burgués sino
también a la democracia; que hay que concentrar todos los esfuerzos para
oponer a la organización democrática una organización obrera; que ante
todo hay que crear un partido obrero. La lucha contra los demócratas no
debe cesar; a cada una de sus reivindicaciones hay que responder con
una más radical. Si los demócratas reclaman la jornada obrera de nueve
horas, nosotros reclamamos la de ocho; si la expropiación de las grandes
propiedades de tierra con indemnización, nosotros la confiscación pura
y simple. Es necesario recurrir a todos los medios para hacer avanzar
la revolución, para hacerla permanente, para ponerla constantemente a
la orden del día. No hay que dormirse sobre los laureles, satisfechos con
algún éxito conseguido. Cada conquista debe ser un escalafón para llegar
a la conquista siguiente. Declarar la revolución terminada es traicionarla.
Hay que obrar de tal modo que el régimen social y político, minado por
todas partes, se desmorone gradualmente hasta que lo hayamos librado
de todas las supervivencias del antiguo antagonismo de clases.

Sobre la apreciación de la “situación actual” comenzaron las divergencias.


Contrariamente a sus adversarios, dirigidos por Schapper y Willich, Marx,
fiel a su método, partía del hecho de que toda la revolución política es la
consecuencia de ciertas condiciones económicas, de una cierta revolución
económica. La revolución de 1848 fue precedida de la crisis de 1844, que
alcanzó casi a toda Europa, salvo las regiones extremas del oriente. Luego,
analizando desde Londres la nueva situación económica, el estado del
mercado mundial, Marx se persuade de que la situación no es favorable
para una explosión revolucionaria, y que la ausencia de esa pujanza
revolucionaria que esperaba con sus camaradas no se explica únicamente
por la falta de iniciativa y de energía de parte de los revolucionarios. A
fines de 1850, el análisis detallado de la situación del momento lo lleva a la
conclusión de que, dado el estado de prosperidad económica, toda tentativa
para provocar la revolución, para organizar una insurrección armada,
terminaría por un fracaso tan inevitable como inútil. El capital europeo se
encontraba en ese momento en condiciones de desarrollo extremadamente
favorables. Acababan de descubrirse minas de oro de una riqueza inmensa
en California y en Australia, adonde afluían en masa los obreros. La ola de
la emigración europea, comenzada en el segundo semestre de 1848, se elevó
notablemente en 1850.

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De modo que el análisis de las condiciones hizo comprender a Marx que
la revolución perdía terreno, que era preciso esperar una nueva crisis
económica que creara condiciones favorables para una renovación del
movimiento revolucionario. Pero este punto de vista no era compartido
por todos los miembros de la Liga de los Comunistas. Era particularmente
contradicho por los elementos que no poseían la formación científica, la
ciencia económica de Marx, y que atribuían una importancia exagerada
a la iniciativa de algunas personalidades resueltas. Willich, que con
Gottschalk incitó a la revolución el 3 de marzo en Colonia y desempeñó
un gran papel en la insurrección del sur de Alemania, lo mismo que
Schapper y varios otros miembros de la Liga de los Comunistas afiliados
a la Unión Obrera de Colonia y viejos partidarios de Weitling, se unieron
y preconizaron la organización de una insurrección. Según ellos, bastaba
conseguir la cantidad de dinero necesario y reunir a algunos hombres
resueltos para provocar una insurrección en Alemania. En busca de
dinero, tentaron concertar un empréstito en América, a fin de levantar la
revolución en Alemania. Marx, Engels y algunos de sus camaradas más
allegados se negaron a participar en la campaña. A la postre se produjo
una escisión; la Liga de los Comunistas se dividió en dos fracciones: la
de Marx y Engels y la de Willich y Schapper.
En este momento la sección alemana de la Liga de los Comunistas sufre un
descalabro. Ya en 1850 Marx y Engels, al mismo tiempo que se efectuaba
la reorganización de la Liga de los Comunistas de Londres, habían tentado
reorganizar y consolidar esta misma Liga en Alemania. Se enviaron a
ese país muchos agentes para que se entrevistaran con los comunistas
alemanes. Uno de ellos fue arrestado y sobre él se encontraron documentos
que permitieron a la policía prusiana de seguridad, dirigida por el famoso
Stieber, descubrir a sus camaradas. Se encarceló a numerosos comunistas.
Para mostrar a la burguesía prusiana que no debía deplorar algunas de las
libertades que le fueron arrebatadas en 1850, el gobierno prusiano resolvió
organizar en Colonia un gran proceso contra los comunistas. Numerosos
comunistas, entre ellos Lessner y Becker, fueron condenados a largos años
de presidio. El proceso demostró la participación de un cierto número de
agentes provocadores en el movimiento y permitió comprobar que Stieber,
por medio de sus agentes, había recurrido a la falsificación de procesos
verbales y a toda suerte de falsos testimonios.
Por resolución del grupo de comunistas que quedaron con él, Marx escribió
un folleto a propósito del proceso a la Liga de los Comunistas, en el cual
revela todas las maquinaciones de la policía prusiana. Pero los condenados
no sacaron gran provecho de ello. Terminado el proceso, Marx y Engels
y sus camaradas llegaron a la conclusión de que, visto que había cesado

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toda relación con Alemania, la Liga de los Comunistas no podía hacer
nada, que era preciso esperar un momento más favorable, y a fines de
1852 decretaron su disolución. Otra parte de la Liga de los Comunistas, la
fracción de Willich y Schapper, vegetó alrededor de un año más. Partieron
para América algunos de sus miembros; Schapper se quedó en Londres.
Algunos años después Schapper comprendió que había cometido un error
en 1852 y se reconcilió con Marx y Engels. En seguida veremos lo que
hicieron Marx y Engels durante el tiempo que carecen de la posibilidad de
realizar una acción revolucionaria directa.

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SEXTA CONFERENCIA

LA REACCION DE 1852 A 1862. — LA TRIBUNA DE NUEVA YORK. —


LA GUERRA DE CRIMEA. — LAS OPINIONES DE MARX Y ENGELS.
— LA CUESTION ITALIANA. — DISCUSION DE MARX Y ENGELS CON
LASSALLE. — POLEMICA CON VOGT. — LA ACTITUD DE MARX PARA
CON LASSALLE.

Después de haber visto cómo la liquidación de la Liga de los Comunistas


hizo que Marx y Engels cesaran durante largos años toda actividad política
directa, estudiaremos el período que va de 1852 hasta la fundación de la
I Internacional y procuraré explicar por qué en todo ese tiempo Marx y
Engels permanecieron inactivos.
La reacción comenzada en 1849 continúa intensificándose hasta culminar
en 1854. Son suprimidas todas las libertades políticas, prohibidas todas
las uniones obreras. La prensa libre había desaparecido ya en el segundo
semestre de 1849. Prusia había conservado una Cámara de Diputados, pero
terriblemente reaccionaria.
Marx y Engels tuvieron que resolver por entonces tan ardua cuestión para
la existencia material como es la del pan cotidiano, ya que un genio, como
cualquier hombre, necesita comer.
Es difícil imaginar hasta qué extremo era penosa su situación en esos
momentos, sobre todo debido a que Engels había tenido violentas discusiones
con su padre, un rico industrial dueño de fábricas en Alemania e Inglaterra,
y no quería humillarse ante él.
Ambos buscaron con empeño alguna tarea intelectual, pero Alemania les era
hostil. En América tenían la probabilidad de trabajar en periódicos obreros,
pero esa colaboración nada aportaba.
Marx escribió entonces para una revista americana su obra histórica más
genial: El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Es la historia de la revolución
de febrero y en ella Marx demuestra cómo la lucha de clases determinó su
suerte, cómo los distintos partidos de la burguesía, hasta la fracción más
democrática, voluntaria y jubilosamente, o sin quererlo y vertiendo lágrimas,
traicionaron al proletariado entregándolo a generales y verdugos, y cómo,
en fin, fueron preparadas progresivamente las condiciones que permitieron
a una nulidad como Napoleón III adueñarse del poder.
La situación material de Marx empeoraba. Durante los primeros años de su

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estada en Londres perdió a dos de sus hijos, un varón y una niña. Al morir
ésta no tenía dinero siquiera para el entierro.
Engels decide entonces, de mala gana, volver a su “oficio de perro”, como
llamaba al comercio, ocupando un empleo en la sucursal inglesa de la fábrica
de su padre. Se va a Manchester. Al principio no es más que un simple
empleado y debe, por consiguiente, ganarse la confianza del padre y de la
dirección de la sucursal, mostrándose capaz de ser un buen comerciante.
Marx permanece en Londres. De la Liga de los Comunistas sólo quedaba
un pequeño número de obreros, sastres y tipógrafos, reunidos en torno de la
Sociedad de Educación Comunista. Inesperadamente, hacia fines de 1851,
Marx tuvo la posibilidad de trabajar en un diario americano de los más
influyentes: Tribuna de Nueva York. Uno de sus redactores, Carlos Danna,
que había conocido a Marx en Alemania durante la revolución de 1848, y
apreciándolo como publicista, le pidió que escribiera una serie de artículos
sobre aquel país, juzgando conveniente ampliar las páginas dedicadas a
los asuntos de Europa Occidental, en vista del aumento de la inmigración
alemana en América, a raíz de la revolución.
El ofrecimiento puso a Marx en un aprieto, pues entonces era incapaz
de escribir en inglés. Se dirigió a Engels y establecióse así entre ellos
una colaboración de las más curiosas. El Manifiesto Comunista había sido
escrito casi únicamente por Marx; sin embargo, está firmado por ambos,
aunque Engels casi no había participado en él más de lo que en La sagrada
familia. Esta vez, al contrario, a Engels le correspondía un gran trabajo.
Sus artículos, reunidos en seguida en volumen con el título La revolución
y la contrarrevolución en Alemania, fueron atribuidos a Marx. Por la
correspondencia de Marx a Engels, hoy sabemos que son obra de este
último. No conviene, sin embargo, exagerar. En el fondo es la obra común
de Marx y Engels y éste la escribió utilizando numerosas indicaciones
de Marx, así como los artículos que ambos habían publicado en la Nueva
Gaceta Renana. De esta manera comienza la colaboración de Marx en
la Tribuna de Nueva York. Al cabo de un año, Marx conoce tan bien el
inglés que empieza a escribir directamente sus artículos en ese idioma.
Así, en 1853 Marx dispone de una tribuna para expresar sus opiniones.
Por desgracia, esta tribuna no estaba en Europa sino en América. Los
lectores del diario buscaban en él una respuesta a sus problemas. Los
acontecimientos occidentales interesaban mucho, pero solamente en la
medida de su repercusión en la vida americana. Para los Estados Unidos la
cuestión capital era entonces la de la supresión de la esclavitud, es decir, la
liberación de los negros, aparte de un litigio sobre la libertad de comercio
planteado entre los Estados del norte y los del sur.
En la primera cuestión la Tribuna de Nueva York estaba en la extrema

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izquierda: quería la supresión de la esclavitud. En la de la libertad de
comercio, opinaba como los proteccionistas. Marx, evidentemente, estaba
de acuerdo con el primer punto de vista, pero no con el segundo. Por
ventura, Europa facilitaba bastante material para otros temas.
En la primavera de 1853 los sucesos europeos se precipitan, aunque,
conviene hacer notar, no se trata de una presión de las capas populares. Varios
grandes Estados, como Rusia, Francia e Inglaterra, interesados por igual en
la conservación del orden, comenzaban repentinamente a disputar. Es ésta
una característica de las clases y naciones dominantes: en cuanto se sienten
libres del movimiento revolucionario, surgen entre ellas las desavenencias.
La rivalidad que existía entre Inglaterra, Francia y Rusia antes de 1848,
circunstancialmente convertida en alianza para combatir la revolución,
volvía a manifestarse. Rusia considera llegado el momento de quitar a
Turquía una parte de su dominio, con lo que pretende una recompensa por
su ayuda en la restauración del “orden” en Europa Occidental. El partido de
la guerra se refuerza en la corte de Nicolás I. Espera que Francia no estará
en condiciones de oponer resistencia e Inglaterra, con su gobierno tory, no
romperá el amistoso acuerdo existente con Rusia.
De pronto se suscita una cuestión a propósito de las llaves del Santo Sepulcro;
en realidad, por la posesión de los Dardanelos.
Transcurridos algunos meses, la situación se agrava de tal modo que Francia
e Inglaterra, a su pesar, pues presumían que la guerra a nada conduciría,
entraron en conflagración con Rusia.
La guerra de Crimea vino a plantear el problema de Oriente en toda su
amplitud. Marx y Engels tuvieron entonces la posibilidad de trabajar en
América, ya que no en Europa, con el tema interesante que proveían los
acontecimientos del día. Ambos se felicitaban de esta guerra, puesto que eran
las tres principales potencias de la contrarrevolución las que se destruían
mutuamente. Y cuando los ladrones se querellan entre sí, los honrados salen
ganando. Desde este punto de vista consideraban la guerra Marx y Engels,
pero debían determinar la posición a adoptar respecto de cada uno de los
países beligerantes.
Juzgo necesario detenerme un poco en este punto, porque al decidir la
táctica frente a las partes en conflicto, que tanta importancia ha tenido
en nuestras dos revoluciones y sobre todo en la última, nos hemos
referido constantemente a la que siguieron Marx y Engels en 1853. Entre
nosotros se consideró por lo general que ante la guerra de Crimea, Marx y
Engels tomaron partido de inmediato, en favor de Turquía, contra Rusia.
En efecto, atribuían enorme importancia al zarismo ruso, sostén de la
reacción europea, y, por consiguiente, se la atribuían a la guerra contra
Rusia, considerándola como un factor susceptible de desarrollar la energía
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revolucionaria en la propia Alemania. Debían, pues, aclamar la guerra
contra Rusia. En los artículos que escribían en común, dividiéndose el
trabajo —Engels redactaba especialmente los temas militares y Marx los
diplomáticos y económicos—, Rusia era criticada sin piedad. ¿Se infiere de
ahí que Marx y Engels tomaron el partido de la civilización y del progreso
contra Rusia, que se levantaron contra ésta para ponerse del lado de los
ingleses y franceses cultos y civilizados? Creerlo sería un error craso. En
sus artículos, los dos amigos criticaban tanto a Francia e Inglaterra como
a Rusia, y descubrían todas las tentativas de Napoleón y Palmerston para
presentar esa guerra como la de la civilización y el progreso contra la
barbarie asiática. Otro error, en el que incurre la mayor parte de la gente,
es creer que en lo que concierne a Turquía, pretexto de la guerra, Marx era
su partidario. No olvidaban Marx y Engels que Turquía era un país más
asiático y bárbaro que Rusia. Sus críticas, pues, no perdonaban a ninguno
de los beligerantes. Inspirado en un solo criterio, examinaban cada suceso
según la influencia que tuviera en el aceleramiento de la revolución. Desde
este punto de vista criticaban la conducta de Inglaterra y Francia, que,
como dije, emprendieron la guerra contra su propia voluntad, forradas
por la enérgica resistencia de Nicolás I a cualquier acuerdo. El temor de
las clases dirigentes estaba justificado: la guerra se prolongó más de lo
que se pensaba, pues, comenzada en 1853, no terminó hasta 1856, con la
Paz de París. En Inglaterra y en Francia provocó viva efervescencia entre
los obreros y campesinos, y Napoleón y los dirigentes ingleses se vieron
obligados a hacer una serie de concesiones y promesas. La guerra terminó
con la victoria de Francia, Inglaterra y Turquía. En Rusia la guerra había
probado la inferioridad de un país en el que existía la servidumbre feudal,
para la lucha contra países capitalistas, y como consecuencia tuvo impulso
la realización de las grandes reformas y se hizo necesario considerar la
cuestión de la libertad de los campesinos.
Pero faltaba todavía otro choque para que la Europa adormecida después
de la explosión revolucionaria de 1848-49 saliera definitivamente de su
embotamiento. Al separarse Marx y Engels del grupo Willich y Schapper,
declararon que una nueva revolución no podría ser sino la consecuencia
de otro trastorno económico violento y que así como la revolución de
1848 había sido el resultado de la crisis de 1847, la nueva tendría que
serlo de otra.
La expansión económica iniciada en 1849 había progresado con tal fuerza
durante los años siguientes que ni la guerra de Crimea pudo restringirla.
Parecía destinada a proseguir indefinidamente. En 1851, Marx y Engels
estaban persuadidos de que la crisis se produciría, a más tardar, en 1853,
pues sus anteriores investigaciones (en particular las de Engels) los habían

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convencido de que las crisis periódicas que interrumpen el desarrollo de la
producción capitalista se repiten cada cinco a siete años.
Se equivocaron. El período de desarrollo ininterrumpido de la producción
capitalista, con alternativas insignificantes, duró hasta 1857, año en que se
produjo la crisis con un alcance extraordinario, tanto en su intensidad como
en su extensión.
A Marx lo entusiasmó, no obstante las consecuencias desagradables que
tuvo para él. La entrada que le procuraba su colaboración en la Tribuna
de Nueva York no era muy crecida: al principio recibía por cada artículo el
equivalente de diez rublos oro, y luego la remuneración se elevó a quince.
Con todo, en comparación con los primeros años de su vida de emigrado en
Londres, este estipendio, gracias a Engels, que realizaba la mayor parte del
trabajo para dos diarios americanos, le permitía bien o mal satisfacer sus
necesidades.
Además trabajaba con asiduidad en su gran obra económica y encontraba
todavía tiempo para escribir gratuitamente en el órgano cartista central, el
Diario Popular.
Después de la crisis de 1857, la situación empeoró de nuevo. En Estados
Unidos había perjudicado enormemente y la Tribuna de Nueva York se vio
en la necesidad de reducir sus gastos, en detrimento de los corresponsales
extranjeros.
Obligado a buscar toda suerte de trabajos ocasionales, volvió Marx a
endeudarse considerablemente, hasta que en 1859 reanudó sus colaboraciones
en la Tribuna de Nueva York, para no abandonarlas hasta 1862.
Pero si en su vida personal Marx tenía demasiados disgustos, después de
1857 se sentía feliz como revolucionario. Según lo había previsto, la nueva
crisis fue la causa principal de una serie de movimientos revolucionarios
en un gran número de países. En América la abolición de la esclavitud
se planteaba como un problema imperioso; en Rusia la supresión de la
servidumbre estaba en la orden del día. Inglaterra debía hacer grandes
esfuerzos para sofocar una insurrección inmensa en la India oriental, y el
Occidente europeo estaba en efervescencia. La revolución de 1848 dejó sin
resolver una cantidad de problemas. Italia quedaba dividida, con la mayor
parte de las provincias del norte en poder de Austria, que había conseguido,
con la ayuda de las tropas rusas, dominar a Hungría. Alemania seguía siendo
un conglomerado de principados y Estados muy desiguales, entre los que
Prusia y Austria aspiraban por separado a establecer su hegemonía sobre la
Confederación Germánica.
En 1858 se manifiesta, en los Estados de Europa Occidental, un movimiento
de oposición revolucionaria que coloca sobre el tapete todas las cuestiones

71
pendientes. En Alemania se robustece la opinión en favor de la unificación,
avivándose la lucha entre el Partido Pangermánico, que aspiraba a la unión
completa de Alemania, comprendida Austria, con el Partido Moderado, que
sostenía a Prusia en primer término, pretendiendo que todos los Estados se
unieran a su alrededor, con exclusión de Austria.
En Italia se asiste igualmente al despertar de las aspiraciones nacionales. En
Francia, donde la crisis de 1857 había arrastrado a la quiebra a numerosos
establecimientos y tenido la más desastrosa repercusión en la industria
textil, la oposición pequeño-burguesa se desarrolla y las organizaciones
revolucionarias clandestinas, sobre todo los grupos blanquistas, entran
nuevamente en actividad. El movimiento obrero, decaído por completo
después de la derrota de junio, se reanimó, particularmente en las ramas
de la construcción y del mueble. En Moscú, muchas casas de comercio se
declaran en bancarrota y el gobierno se encamina poco a poco hacia las
reformas liberales. Para sustraerse a las dificultades internas, los gobiernos
europeos, el francés en primer término, se esforzaban por desviar la
atención popular hacia la política exterior. Napoleón, a quien el atentado
revolucionario del italiano Orsini, en enero de 1858, hizo recordar que
la policía no es todopoderosa, tuvo que preocuparse por la agitación
creciente, y con aquel propósito lanzó la consigna de la liberación de
Italia del yugo austríaco. Ese mismo año —1858— celebró un acuerdo
secreto con Cavour, ministro del rey de Cerdeña. Así como en Alemania
dividida, Prusia era el Estado más fuerte, en Italia era Cerdeña el reinado
más poderoso y se convirtió en el centro en torno del cual se unificó el
país. La prensa oficial clamaba ruidosamente por la unidad de Italia, pero
el acuerdo que comprometía la ayuda de Napoleón a Cerdeña tenía en
realidad otro alcance: no se trataba de unificar Italia, sino de extender las
posesiones de Cerdeña con la prometida anexión de Lombardía y Venecia.
En compensación, Napoleón recibía, además, la promesa de no tocar las
posesiones del Papa y el condado de Niza y la Saboya. Debatiéndose como
estaba entre la oposición de la izquierda y el partido clerical, no quería
malquistarse con el Papa y por eso estaba contra la verdadera unificación
de Italia. Esperaba, por otra parte, satisfacer a los patriotas franceses con
la incorporación de esas dos nuevas provincias. De esta suerte, vino a
suscitarse una nueva cuestión política que agitó mucho a Europa y sobre
todo a los revolucionarios de distintos países.
¿Qué posición debían adoptar los revolucionarios socialistas? ¿Apoyar a
Napoleón, que desempeñaba casi un papel revolucionario, sosteniendo el
derecho de Italia a disponer de sí misma, o colocarse del lado de Austria, que
representaba el despotismo oprimiendo a Italia y Hungría? El problema era
muy importante y exigía una táctica determinada que nos recuerda ahora la

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situación de 1914. Veremos qué posición asumieron Marx y Engels y cuál
adoptó Lassalle.
Hasta ahora no hablé de Lassalle, no obstante que fue uno de los primeros
discípulos de Marx y tuvo participación en los acontecimientos de 1848. No
me detendré en su biografía para no alejarme del tema.
Después de un corto encarcelamiento Lassalle permaneció en Alemania,
donde se ocupaba en trabajos científicos y mantenía relaciones con Marx y
Engels. La cuestión italiana provocó en él y los dos amigos una polémica de
muchísimo interés, sobre todo porque creaba, puede decirse, dos fracciones
dentro de un mismo partido. Vamos a ver en qué divergían. Napoleón III
y sus aliados sabían preparar demasiado bien la opinión pública. Como
durante la guerra de Crimea, la Francia de 1858-59 estaba inundada de
publicaciones y panfletos que loaban el liberalismo de Napoleón y la causa
justiciera de Italia. Propagandistas sobornados y propagandistas de buena
fe contribuyeron en esa campaña. Entre los últimos se contaban, sobre
todo, emigrados húngaros y polacos, que así como años antes consideraban
la guerra de Crimea como una empresa de civilización y progreso contra
el despotismo asiático y alistaban legiones de voluntarios en las filas de
Napoleón y Palmerston, creían ahora que Napoleón reanudaba la lucha por
el progreso y el derecho de las naciones a disponer de sí mismas y que era
necesario ayudarlo.
Estos emigrados, algunos de los cuales no desdeñaban el dinero de Napoleón,
prestaron servicio en el ejército ítalo-francés.
Pero tampoco Austria permanecía inactiva. Subvencionaba, por su parte, a
otros propagandistas para que demostraran que en esa guerra ella defendía
los intereses de toda Alemania, mientras que si Napoleón vencía a los
austríacos se apoderaría también del Rin; que no estaba en juego Italia, sino
Alemania; que, por consiguiente, manteniendo Austria bajo su dominio a la
Italia septentrional, defendía en realidad a Alemania. Para proteger el Rin,
decían, hay que tener el Po. He aquí cuáles eran las dos principales corrientes
de la prensa europea de entonces.
En Alemania la cuestión se complicaba más por el desacuerdo que dividía a
los partidos pangermánico y alemán moderado; el primero quería la unidad
de toda Alemania, comprendida Austria, y estaba, en consecuencia, de
parte de ésta, mientras los moderados, inclinados hacia Prusia, declaraban
que Austria debía desenvolverse por sí sola. Entre una y otra tendencia
había diversos matices de opinión, pero no modificaban sensiblemente el
cuadro general. ¿Qué posición adoptaron en esta cuestión Marx y Engels,
de una parte, y Lassalle de otra? Marx, Engels y Lassalle sostenían la
plataforma del Manifiesto Comunista. Los tres habían batallado durante
la revolución de 1848 por la formación de una república alemana que

73
comprendiera las regiones alemanas de Austria. No podía sospecharse,
pues, que existieran entre ellos divergencias de juicio. Y, sin embargo, lo
cierto es que las había y no menos profundas que las que vinieron a dividir a
los socialdemócratas unidos por el mismo programa marxista, al comenzar
la guerra del imperialismo. En sus artículos y folletos, Marx y Engels
demostraban que Alemania no necesitaba de la Italia septentrional para
defender el Rin y que podía consentir sin riesgo que Austria restituyera a
Italia unificada todas las provincias italianas. Sostenían que tomar partido
por Austria en interés de Alemania no era otra cosa que un compromiso
con el despotismo austríaco.
Pero, por otra parte —y es éste uno de los rasgos característicos de su
posición—, Marx y Engels criticaban con igual violencia a Napoleón que
a la reacción austríaca y prusiana. El peligro de una victoria completa de
Napoleón les parecía menor que el de una victoria austríaca.
Engels demostraba que después de vencer a Austria, Napoleón atacaría a
Alemania, y planteaba por eso esta tesis: Italia y Alemania deben unificarse
por sus propias fuerzas; en la cuestión italiana los revolucionarios no deben
favorecer ni a Napoleón ni a Austria y sí sólo tener en vista el interés de la
revolución proletaria.
No hay que olvidar que existía en la ocasión un factor de considerable
importancia. Señalaba Engels con justeza que Napoleón no habría osado
declarar la guerra a Austria si no hubiera contado con el apoyo tácito de
Rusia y la seguridad de que no intervendría en auxilio de aquélla. Presumía
como muy probable la existencia de un tratado al respecto entre Francia
y Rusia.
En el momento de la guerra de Crimea, Austria, como lo gritaban nuestros
patriotas, había pagado con la ingratitud la ayuda generosa y desinteresada
que Rusia le prestó para sofocar la revolución húngara. Y, aparentemente,
Rusia no podía dejar de ver con buenos ojos el castigo de Austria por
Napoleón. Si ese supuesto acuerdo existía y Rusia acudía en ayuda de
Francia, toda Alemania debía entonces aliarse a Austria, pero esa Alemania
sería revolucionaria. Asistiríase, así, a la situación con que contaban Marx
y Engels al estallar la revolución de 1848; asistiríase a la guerra de la
revolución contra la reacción, en el curso de la cual los partidos burgueses
que no supieron captarse a las clases inferiores cederían su lugar a partidos
cada vez más radicales y prepararían de ese modo el terreno para el triunfo
del partido más extremista y revolucionario, el del proletariado.
Tal era el punto de vista de Marx y Engels. Otro era el de Lassalle, lo
que se explica en parte por las diferentes condiciones objetivas en que se
encontraban. Vivía Lassalle en Prusia, muy ligado a su medio. Marx y Engels
residían en Inglaterra, libres de la influencia directa del ambiente alemán;

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juzgaban los sucesos europeos considerando los intereses de la revolución
internacional y no la conveniencia de Alemania o de Prusia.
Para Lassalle, el enemigo más peligroso de Alemania no era la Francia
liberal o la Rusia encaminada hacia las reformas, sino su enemigo interno:
Austria, pues, la consideraba causa principal de la dura reacción que pesaba
sobre Alemania.
Aunque usurpador del poder, Napoleón representaba el liberalismo, el
progreso y la civilización, lo cual imponía a la democracia prusiana el deber
de abandonar Austria a su propia suerte, deseándole la derrota en la guerra.
Cuando se leen los trabajos de Lassalle en que cumplimenta a Napoleón y a
Rusia y trata con benevolencia al gobierno prusiano, es necesario recordar,
para comprender su actitud, que se esforzaba por hablar como un demócrata
prusiano a efectos de demostrar a las clases dominantes —los junkers— que
no convenía acudir en ayuda de Austria.
Pero al sostener esa posición Lassalle emitía ideas fundamentalmente
opuestas a las de Marx y Engels. Las disensiones que se manifestaron
entonces tomaron luego una forma más aguda. Llevado por el deseo de
obtener de inmediato un éxito positivo, no como doctrinario sino como
“político realista”, Lassalle sostiene argumentos que lo comprometen ante
el partido gobernante y juzga favorablemente a aquellos a quienes intenta
persuadir para que no ayuden a Austria. Las injurias contra este Estado, la
actitud conciliatoria hacia los gobiernos prusiano y ruso podrían atribuírsele,
así y todo, al publicista, sin compromiso para el partido. Pero la táctica
preconizada para que éste interviniera prácticamente en la lucha, como se
vio después por la acción de Lassalle, ofrecía múltiples peligros.
La guerra entre Francia y Austria terminó de un modo inesperado por ambas
partes. Al principio Austria, sin otro enemigo que los italianos, tuvo victorias,
pero luego fue derrotada por las tropas francesas e italianas coaligadas. Mas,
en cuanto la guerra comenzó a hacerse popular y Napoleón comprendió que
toda Italia realizaría la unidad revolucionaria, y que con ella se reunirían los
Estados Pontificios, dio máquina atrás y aprovechó la mediación de Rusia
para terminar la lucha.
Cerdeña debió contentarse con la Lombardía; Venecia quedó en manos de
Austria. Para compensar sus pérdidas de hombres y dinero, Napoleón se
adueñó de toda Saboya, patria de los reyes de Cerdeña, y sin duda para
mostrar a Garibaldi que en adelante debía desconfiar de promesas de los
monarcas, se anexó también la ciudad natal del célebre revolucionario
italiano, Niza, con el territorio de sus contornos. Es así como defendió
Napoleón el derecho de Italia, respondiendo a las alabanzas de liberales
imbéciles y revolucionarios burlados, y el propio Lassalle debió
convencerse de que en nada lo aventajaban los austríacos. Italia quedaba
75
tan dividida como antes; sólo Cerdeña salió gananciosa. Prodúcese
entonces un fenómeno “singular e incomprensible” —según las palabras
de Dobroliubov—, incomprensible para quienes creen que la suerte
del pueblo se decide en la mesa de los diplomáticos. La decepción y la
indignación provocadas por la política de Napoleón en Italia suscitaron
un fuerte movimiento revolucionario, dirigido por Garibaldi, insurrecto
generoso pero mal político, y en 1861 toda Italia, a excepción de Venecia,
estaba ya reunida bajo el cetro del rey de Cerdeña.
La realización definitiva de la unidad italiana fue asumida luego por
aventureros burgueses y renegados del garibaldismo.
La guerra franco-austríaca obligó a Marx a sostener todavía otra polémica.
Toda la democracia alemana —ya lo dije— había tomado posición en el litigio
entre Napoleón y Austria. El más eminente e influyente de los demócratas
alemanes era Carlos Vogt, viejo revolucionario forzado a emigrar a Suiza en
1849 y célebre en Europa por sus conocimientos. Era uno de los principales
representantes del materialismo naturalista, que los intelectuales burgueses
confunden tan frecuentemente con el materialismo de Marx y Engels.
Muy popular en Rusia hacia 1860, tuvo notable influencia en la formación
filosófica de varios pensadores rusos. Era el amigo íntimo de Herzen, que
lo considera el más honesto, sincero y recto de los hombres. Gozaba de
inmenso ascendiente no sólo entre los demócratas alemanes, sino también
entre la emigración revolucionaria internacional y particularmente en las
colonias polaca, italiana y húngara. Su casa en Ginebra era un verdadero
centro político. Para Napoleón importaba muchísimo ganar a Vogt para su
causa, lo que logró fácilmente gracias a la vanidad del viejo profesor. Vogt
estaba muy vinculado al hermano de Napoleón, conocido con el nombre
de príncipe Plon-plon, quien coqueteaba con el liberalismo y aparecía
como protector de la ciencia. De él recibió Vogt dinero para distribuir a los
representantes de las diferentes colonias de emigrados.
Cuando Vogt intervino resueltamente en favor de Napoleón e Italia, su
decisión produjo entre esos emigrados revolucionarios una profunda
impresión, comparable a la que en la última guerra suscitó la intervención
de Plejanov en favor de los Aliados.
Entre los desterrados más ligados a Marx y Engels, había algunos que, como
suele ocurrir, mantenían relaciones con la emigración republicana. Uno de
los representantes de ésta, Carlos Blind, declaró en presencia de algunos
comunistas que Vogt había recibido dinero de Napoleón, y un diario de
Londres no tardó en publicar esta aserción. Cuando Guillermo Liebknecht
transmitió el rumor de la Gaceta de Augsburgo, de la que era corresponsal,
Vogt, pretendiéndose calumniado, llevó el asunto a los tribunales, donde
ganó el proceso porque la parte adversaria no pudo aportar prueba

76
alguna. Triunfante, Vogt publicó entonces un folleto especial dedicado al
proceso, y seguro de que Liebknecht nada hacía ni escribía una línea sin
consultar a Marx, le hizo a éste blanco de todos sus ataques, y en base de
antecedentes precisos, según afirmaba, lo acusó de capitanear una banda de
expropiadores y falsificadores de moneda, dispuesto a no retroceder ante
nada. Monstruosas calumnias se hicieron circular contra los comunistas.
Bien conocido él mismo por su amor a la comodidad, Vogt acusó a Marx
de llevar una vida suntuosa a expensas de los obreros.
Merced al nombre del autor y al renombre del atacado (Marx acababa
de publicar la primera edición de su Crítica de la economía política) el
libelo de Vogt hizo mucho ruido, alcanzando gran difusión. Los publicistas
burgueses y sobre todo los renegados del socialismo que habían conocido
personalmente a Marx, se regocijaron del suceso y arrojaron bastante lodo
contra su adversario. En cuanto a Marx, consideraba que la prensa tiene
derecho de atacar e injuriar a un político. Es privilegio —escribía— de
todos aquellos que se entregan a la acción pública, políticos, parlamentarios,
actores, etc., escuchar el elogio, o la desaprobación.
Marx no contestaba las injurias personales, abrumado como estaba de
ellas. Pero cuando los intereses de la causa, del partido, estaban en juego,
respondía, y era entonces implacable. Aparecido el panfleto de Vogt,
Lassalle y algunos amigos suyos eran partidarios de guardar silencio,
no porque creyeran una sola palabra de las escritas, sino porque veían el
considerable prestigio que había dado a Vogt el proceso ganado. Según
ellos, Liebknecht había tratado sin miramientos al gran demócrata, quien,
a su turno, por defender su honor, había incurrido en el mismo exceso. Un
nuevo proceso no haría más que confirmar su triunfo, debido a la ausencia
de pruebas, de manera que lo más razonable era dejar apaciguar la opinión
pública. Argumentos tan vulgares no habían de influir, por cierto, sobre
Marx y sus amigos. Podían dejarse sin respuesta los ataques personales,
pero no las calumnias dirigidas contra el partido. Mas, aunque convencidos
de que Vogt estaba sobornado, para Marx y sus amigos más próximos
la situación era embarazosa, pues Blind y otro desterrado retiraron sus
palabras y Guillermo Liebknecht aparecía así como un vil calumniador.
Por fin se decidió responder con una publicación, ya que la parcialidad
de los tribunales prusianos había quedado evidenciada. Marx asumió la
responsabilidad. Y aquí llegamos a un punto en la manera de considerar en
el cual yo no estoy de acuerdo con el difunto Mehring. Según éste, Marx
pudo fácilmente haberse librado de tantos trastornos e inquietudes y evitado
la pérdida de un tiempo precioso sin utilidad para la causa, con haberse
negado simplemente a intervenir en la disputa sostenida por Liebknecht y
Vogt. Pero esto habría sido exigirle que dejara de ser él mismo.

77
El error de Mehring se explica por la circunstancia de que nunca
participó en el trabajo clandestino, hasta los últimos años en que tuvo
un poco más de contacto directo con la lucha revolucionaria. Apreciaba
sólo literariamente la incidencia con Vogt. ¿Valía la pena —decía—
perder tanto tiempo en una polémica con Vogt, que ya —es decir, al
iniciar Mehring su carrera literaria— no goza de influencia política
alguna? Por otra parte, en definitiva se vio obligado a imprimir el
libro contra Vogt en el extranjero y sólo una insignificante cantidad de
ejemplares llegó a Alemania.
Advirtamos que el número de ejemplares no es lo más importante.
De serlo, habría que juzgar inútil la obra de Plejanov Nuestras
divergencias, porque una docena a lo sumo pudo penetrar en Rusia
en los primeros años. Mehring ha dejado pasar, sin verla, la discusión
fundamental que se desarrollaba en el ambiente de los desterrados. No
reparó en que ese incidente aparentemente personal escondía profundas
divergencias sobre táctica surgidas entre el partido proletario y los
partidos burgueses y que, como lo revelaba el ejemplo de Lassalle,
fluctuaciones perjudiciales se habían manifestado en el mismo partido
proletario.
Tampoco notó Mehring que la obra dirigida contra Vogt critica
igualmente todos los argumentos de Lassalle y sus amigos.
Es pequeño el libro: contiene quince pliegos, pero desde el punto de
vista literario es el mejor trabajo polémico de Marx. No hay en la
literatura mundial, si se exceptúa el célebre panfleto de Pascal contra
los jesuitas, otro que lo iguale. En el siglo XVIII aparecen los panfletos
de Lessing contra sus adversarios en literatura, pero como la mayor
parte de los que conocemos, no persigue otra finalidad que la literaria.
En El señor Vogt, Marx no se propuso sólo demoler política y
moralmente a un intelectual y hombre público respetado por toda la
burguesía, si bien ese propósito lo satisfizo brillantemente. No tenía
contra Vogt más que documentos impresos. Los principales deponentes
se habían sustraído al asunto o habían retirado sus palabras. Marx toma
entonces todas las obras políticas de Vogt, demuestra que se trata de
un bonapartista, literal divulgador de cuantos argumentos desarrollaron
en sus obras políticas los agentes de Napoleón y concluye sosteniendo
que Vogt es o un vulgar papagayo que repite estúpidamente todas las
opiniones bonapartistas o un agente pagado como los otros publicistas
al servicio de Napoleón.
Pero Marx no se limita a destruir políticamente a Vogt. Su panfleto no
es una simple invectiva. Marx emplea contra Vogt otra arma, manejada
de mano maestra: el sarcasmo, la ironía. A medida que avanza en la

78
lectura de la obra, el lector ve dibujarse el personaje cómico de Vogt que, de
gran intelectual y hombre político, se transforma en un Falstaff, jactancioso,
charlatán, vividor a expensas de los demás. No hay una obra de la literatura
clásica que Marx no agotara para descubrir un pasaje destinado —parece—
a agregar un nuevo rasgo a la característica de ese Falstaff moderno.
Vogt tenía consigo la parte más influyente de la democracia burguesa
alemana. Por eso Marx revela la mezquindad política de esa democracia
y de paso da algunos golpes a los socialistas, que no pueden despojarse de
cierto respeto a las “clases esclarecidas”.
La tentativa de Vogt de calumniar a la parte más radical y a la vez más
necesitada de la emigración revolucionaria, da a Marx la ocasión de pintar
el cuadro de los partidos burgueses en el poder o en la oposición y, en
particular, de caracterizar la venalidad de la prensa burguesa, transformada
en empresa capitalista especuladora en la venta de palabras, como otras
empresas explotan la venta de residuos.
Todavía en vida de Marx, las personas que habían conocido bien el período
de 1849 a 1859 afirmaban que no hay obra que ofrezca tantos materiales para
caracterizar los partidos de esa época como el libro de Marx contra Vogt.
Ciertamente el lector contemporáneo tiene necesidad de un comentario para
comprender todos los detalles, pero apreciará con facilidad la importancia
política del panfleto.
El propio Lassalle, cuando apareció el libro, debió reconocer que Marx había
escrito una obra magnífica, que sus aprensiones eran vanas, que Vogt quedaba
para siempre comprometido como un hombre político. Imaginemos, por
ejemplo, la resonancia que habría tenido en la víspera de la revolución rusa
de 1905 una obra literaria que hubiese transformado a Miliukov, también
intelectual eminente y líder de los cadetes, en un personaje ridículo, en un
veleta político.
Hacia 1860, cuando comenzaba un nuevo movimiento entre la pequeña
burguesía y la clase obrera, en momentos en que cada partido se esforzaba
por atraer los elementos pobres de las ciudades, importaba muchísimo
demostrar que los representantes de la democracia proletaria no sólo eran
intelectualmente inferiores a los más populares y eminentes de la democracia
burguesa, sino que los superaban.
El golpe dado a Vogt fue funesto para el prestigio de uno de los principales
líderes de la democracia burguesa. Lassalle no pudo sino estarle reconocido
a Marx por haberle facilitado la lucha contra los progresistas por la influencia
sobre los obreros alemanes.
He ahí en qué consiste la importancia histórica de ese libro de Marx, escapada
por completo a Mehring. Tal vez menos resueltamente que antes de 1914,

79
éste, en su biografía de Marx, vuelve, sin embargo, a apreciar el episodio
desde el punto de vista literario únicamente; ahora Mehring suaviza un poco
su veredicto y declara que ese libro “ha sido más bien una traba que una
ayuda en el gran trabajo de su vida”. Seguramente, si Marx no hubiera sido
más que un literato y un erudito, habría hecho mejor en emplear su tiempo
sólo en obras como El 18 Brumario y El Capital. De esta suerte, también
podríamos decir que en lugar de polemizar en 300 páginas con una nulidad
como el después renegado Tikhonmirov, Plejanov habría hecho bien en dar
un resumen popular de El Capital o un manual de marxismo.
Veamos ahora qué posición adoptaron Marx y Engels ante la agitación que
Lassalle comenzó en 1862, cuando la democracia burguesa se dividió al
considerar la táctica a emplearse en la lucha contra el gobierno.
En 1858 el viejo rey de Prusia, que se había distinguido por sus “proezas”
durante la revolución de 1848, enloqueció definitivamente. Enseguida fue
nombrado un regente, a quien sucedió en el trono el príncipe Guillermo,
que había hecho fusilar demócratas en 1849-50. En los primeros tiempos
debió condescender con el liberalismo, pero pronto se suscitó un conflicto
entre él y la Cámara de Diputados en torno a la organización del ejército.
El gobierno quería reforzar los efectivos militares y proyectaba el
establecimiento de nuevos impuestos, pero la burguesía liberal reclamaba
garantías y fiscalización. Este conflicto condujo a discusiones sobre táctica.
Lassalle, que continuaba estrechamente ligado a los medios democráticos
y progresistas burgueses, reclamaba una táctica más osada. Dado que
toda Constitución es la expresión de la correlación efectiva de las fuerzas
en la sociedad, era necesario organizar una nueva fuerza social contra
el gobierno, al frente del cual estaba entonces Bismarck, reaccionario
inteligente y decidido.
En una conferencia especial que dio a los obreros, Lassalle mostró qué
era esta nueva fuerza social. Dicha conferencia, consagrada a exponer
la “relación de la época contemporánea con el pensamiento de la clase
obrera”, es más conocida con el título de Programa Obrero. Era, en
síntesis, un resumen de las ideas fundamentales del Manifiesto Comunista,
considerablemente edulcoradas y adaptadas a las condiciones de la legalidad.
Pero al mismo tiempo era, después del fracaso de la revolución de 1848, la
primera proclamación abierta de la necesidad de agrupar a la clase obrera
en una organización política independiente, netamente separada de todos los
partidos burgueses, aun de los más democráticos.
Esta intervención de Lassalle coincidía con el movimiento obrero
independiente que se desarrollaba de manera particularmente intensa en
Sajonia, donde en el medio proletario la lucha estaba entablada entre los
demócratas y los pocos representantes de la “vieja guardia” del movimiento

80
obrero de 1848. Estudiábase ya el proyecto de convocatoria de un congreso
de todos los obreros alemanes y con ese efecto se organizó un comité
especial en Leipzig. Invitado a pronunciarse sobre los objetivos y tareas del
movimiento obrero, Lassalle presentó su programa en una Carta abierta
dirigida al mencionado comité.
Criticando violentamente el programa del partido de los progresistas
burgueses y las medidas que éste propone para remediar la miseria de los
obreros, Lassalle muestra cómo es imprescindible la organización del partido
de la clase obrera. La reivindicación política capital para cuya obtención
hay que concentrar todas las fuerzas, es el sufragio universal. En cuanto al
programa económico, Lassalle, apoyándose en la “ley de bronce”, demuestra
que es imposible elevar el salario por sobre un mínimum determinado. De
ahí que recomiende organizar sociedades de producción con la ayuda de
créditos abiertos por el Estado.
Evidentemente, Marx no podía aprobar semejante plan. En vano Lassalle
se esforzó por ganarlo a su causa. Hubo aparte entre ambos otros motivos
de desacuerdo, que no se manifestaron claramente hasta algunos meses
más tarde, cuando Lassalle, deseoso de alcanzar de inmediato un éxito
práctico importante, se entusiasmó con la “política real” y en su lucha
contra el partido progresista fue demasiado lejos, hasta llegar a coquetear
con el gobierno.
De cualquier modo, es indudable —el propio Marx lo reconoce— que fue
Lassalle quien, después del largo período de reacción, que va de 1849 a
1862, levantó nuevamente la enseña obrera en Alemania, erigiéndose en el
primer organizador del partido obrero alemán. Ese es su mérito innegable.
Mas en el trabajo intensivo, aunque de corta duración (menos de dos años),
realizado por Lassalle en materia de organización y de política, tuvo defectos
esenciales de tal naturaleza que más aún que su programa insuficiente lo
alejaron de Marx y Engels.
Desde luego, era evidente que Lassalle, lejos de destacar la ligazón de la
Unión Obrera General Alemana, por él fundada, con el antiguo movimiento
comunista, la negaba en forma enérgica. No obstante que tomaba prestadas
sus ideas fundamentales del Manifiesto Comunista y otros trabajos de Marx,
evitaba cuidadosamente referirse a ellos. Sólo en una de sus últimas obras
cita a Marx, y no como revolucionario o comunista, sino como economista.
Lassalle justificaba su conducta por consideraciones tácticas. No quería
asustar a las masas todavía poco conscientes, a las que era necesario
emancipar de la tutela espiritual de los progresistas, quienes continuamente
mostraban el terrible espectro del comunismo. Era Lassalle en extremo
vanidoso y gustaba de la pompa, la sensación y el reclamo, que con tanta
fuerza impresionan a las masas poco adelantadas y tanto repugnan a los
81
obreros conscientes. Gustaba que se le presentara como el creador del
movimiento obrero alemán. Pero todo eso precisamente distanciaba de
él no sólo a Marx y Engels, sino también a los veteranos del antiguo
movimiento revolucionario. De estos últimos, sólo los viejos partidarios
de Weitling y los adversarios de Marx se le unieron. Habían de transcurrir
algunos años para que los obreros alemanes comprendieran que su
movimiento no había comenzado únicamente con Lassalle. Y lo que
no entiende Mehring es que Marx y sus amigos protestaban contra ese
deseo de renegar toda filiación con el primer movimiento revolucionario
y clandestino. Este deseo de no comprometerse por un vínculo con el
viejo partido ilegal se explicaba por la exagerada propensión de Lassalle
hacia la “política de los realistas”.
Veamos ahora el segundo punto de desacuerdo: la cuestión del sufragio
universal, reivindicación planteada ya por los cartistas y que Marx y
Engels también habían enarbolado. Pero éstos no podían concederle la
importancia excesiva que le atribuía Lassalle ni aprobar la tesis que él
sostenía. Para Lassalle, el sufragio universal era en cierto modo un medio
milagroso que, sin otra modificación en el régimen político y económico,
bastaba para dar en el acto el poder a la clase obrera. En sus escritos
afirmaba de manera ingenua que inmediatamente después de la conquista
del sufragio universal los obreros obtendrían en el Parlamento cerca del
90% de las bancas. De igual suerte, los narodovoltsy rusos creerían que
en la Asamblea Constituyente que sería convocada después de una serie
de atentados eficaces, los campesinos lograrían una mayoría aplastante,
puesto que constituían la inmensa mayoría de la población. Lassalle no
comprendía que faltaba aún una serie de condiciones muy importantes
para hacer del sufragio universal, engaño de las masas populares, el
instrumento de su educación de clase.
No menos profundo era el desacuerdo en lo concerniente a las asociaciones
de producción. Para Marx y Engels, éstas no pasaban de ser todavía un
medio secundario, de muy escasa importancia, útiles sobre todo para mostrar
que el empresario o el capitalista no es un factor absolutamente necesario
en la producción. Pero ver en las asociaciones de producción la manera de
apoderarse en forma progresiva de los medios sociales de producción era
olvidar que para esto se requería ante todo adueñarse del poder político, a
fin de realizar en seguida, como se había dicho en el Manifiesto, una serie
de medidas apropiadas.
Marx y Engels tenían asimismo una concepción distinta por completo
a la de Lassalle en lo tocante a la función de los sindicatos. Exagerando
al extremo la importancia de las asociaciones de producción, Lassalle
consideraba perfectamente inútil la organización de aquéllos; volviendo

82
así a las opiniones de los utopistas, que Marx había sometido a una crítica
definitiva en su Miseria de la filosofía.
No menos profundas y prácticamente más importantes aún eran las
divergencias en el dominio de la táctica. No tenemos razón alguna para acusar
a Marx, como lo hace Mehring, de haber sobrevalorizado la importancia de
los progresistas, y fundado demasiadas esperanzas en la burguesía.
Ya he leído en mi última conferencia la característica que Marx dio a la
burguesía prusiana en base a la experiencia de la revolución de 1848.
Acabamos de ver qué violenta crítica hizo de la democracia burguesa en
su polémica con Vogt. No podría decirse, pues, que Marx, desvinculado de
su patria, creía en el carácter progresista de la burguesía prusiana, mientras
Lassalle, conociéndola mejor, estaba ya desengañado. El desacuerdo
radicaba en la táctica a adoptar frente a esa burguesía. Como durante la guerra
entre las potencias capitalistas, en esta lucha entre la burguesía progresista
y Bismarck era necesario encontrar, crear una táctica que no convirtiera
el socialismo en servidor de una de las partes beligerantes. Requería en la
circunstancia una firmeza singular y una extremada prudencia.
Ahora bien, en su lucha contra los progresistas prusianos, Lassalle olvidaba
que existía un feudalismo prusiano, una casta de junkers, que no era menos
hostil a los obreros que la propia burguesía. Atacaba y fustigaba con razón
a los progresistas, pero no sabía mantenerse en los límites necesarios y
comprometía su causa brindando cumplimientos a las autoridades.
Lassalle no se detenía ni ante inadmisibles compromisos. Así, por ejemplo,
a obreros que habían sido arrestados en una ciudad, les recomendó dirigir un
pedido de gracia a Bismarck, que —decía—, por contrariar a los liberales,
les daría la libertad seguramente. Los obreros se negaron a seguir el consejo
de Lassalle. Si se toman los discursos de éste, en particular los del primer
semestre de 1864, se encontrarán en ellos muchos yerros de este género.
No hablaré de las entrevistas que Lassalle tuvo con Bismarck, a espaldas
de la organización obrera, con riesgo de ocasionar de ese modo un daño
irreparable a su reputación política y a la causa que servía. Para tomar un
ejemplo de la vida rusa, podría criticarse implacablemente a Miliukov, pero
aquélla fue una falta, si se quiere un crimen más imperdonable que el de
codearse con los Stolypin y los Goremykin.
Tales eran las divergencias que impedían a Marx y a Engels apoyar con
la autoridad de sus nombres la agitación de Lassalle. Pero hay que hacer
notar que no obstante negarse a sostenerlo, se resistían a la vez a intervenir
públicamente contra él y aconsejaban en ese sentido a sus camaradas de
Alemania, como, por ejemplo, Liebknecht. Mientras tanto Lassalle, que
estimaba en mucho la neutralidad de Marx y Engels, se deslizaba cada día más
por la pendiente. Liebknecht y los otros camaradas de Berlín y las provincias

83
renanas incitaban a Marx a intervenir contra la errónea táctica de Lassalle.
Muy probablemente se habría llegado a una ruptura abierta si Lassalle no
hubiese muerto en un duelo el 30 de agosto de 1864. Cuatro semanas después
de este suceso, el 28 de septiembre, fue fundada la I Internacional, que dio a
Marx la posibilidad de volver al trabajo revolucionario directo, esta vez en
una escala internacional. Dada la considerable importancia de la historia de
la I Internacional y el papel eminente que en ella desempeñó Marx, habré de
consagrarle dos conferencias.

84
SEPTIMA CONFERENCIA

LA CRISIS DE 1857-58. — INCREMENTO DEL MOVIMIENTO OBRERO


EN INGLATERRA, FRANCIA Y ALEMANIA. — LA EXPOSICION
UNIVERSAL DE 1862 EN LONDRES. — LA GUERRA CIVIL EN
ALEMANIA. — LA CRISIS DE LA INDUSTRIA ALGODONERA. — LA
INSURRECCION POLACA. — FUNDACION DE LA I INTERNACIONAL.
— LA ACCION DE MARX.— EL MANIFIESTO INAUGURAL.

Ya hemos dicho que el movimiento obrero necesitó casi diez años para
rehacerse del quebranto de 1848-49. Este rehacerse se relaciona con la
crisis de 1857-58, que reviste carácter mundial y afecta considerablemente
a Rusia. Ya hemos mostrado cómo Europa, que hasta entonces había
conservado la tranquilidad exterior, fue obligada, por medio de las clases
dirigentes, a buscar a su manera el resolver las cuestiones puestas a la
orden del día por la revolución de 1848 y aún pendientes. En primer
lugar era necesario ocuparse de la cuestión nacional, de la cuestión de
la unificación de Italia y de Alemania. El movimiento revolucionario
de 1848-49 se limitó a la Europa Occidental, no englobó enteramente
a Inglaterra, y, en todo caso, no tuvo una repercusión profunda en
ese país, como no tocó al país más vasto de Europa, Rusia, ni a los
Estados Unidos. Diez años después Rusia y los Estados Unidos son
arrastrados por el torbellino. En Rusia se pone a la orden del día la
cuestión de la abolición de la servidumbre. Es la época de las “grandes
reformas”, época en la que se inicia un movimiento revolucionario que
después de 1860 conduce a la formación de sociedades clandestinas,
de las cuales la más célebre fue la primera Zemlia y Voila (Tierra y
Libertad). En los Estados Unidos aparece la cuestión de la supresión de
la esclavitud. Y esta cuestión muestra mucho más que la rusa el proceso
de internacionalización del mundo, que otrora se limitaba a una parte de
Europa. El asunto de la esclavitud, que parecía afectar solamente a los
Estados Unidos, demostró ser muy importante para Europa misma, a tal
punto que Marx, en el prefacio del tomo primero de El Capital, declara
que la guerra por la supresión de la esclavitud en América es el indicio
de un nuevo movimiento obrero en Europa Occidental. Hemos señalado
últimamente los principales acontecimientos que surgieron de la violenta
subversión económica; ahora nos detendremos en el movimiento obrero
mismo.

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Comenzaremos por Inglaterra, primer país de movimiento obrero. En 1863
no quedaba nada del antiguo movimiento revolucionario cartista.
Algún historiador afirma que el cartismo había muerto desde la célebre
experiencia de manifestación, abortada, de 1848. En realidad, tuvo aún un
período de expansión en el momento de la guerra de Crimea. Dirigido por
Ernesto Johns, excelente orador y brillante publicista, que con la ayuda de
Marx y de sus amigos había dado vida a la mejor publicación socialista de su
tiempo, el cartismo pudo explotar durante la guerra de Crimea el descontento
de las masas obreras, descontento que se reforzó en particular al verse que,
contrariamente a la esperanza general, esta guerra se prolongaba. Hubo
meses durante los cuales la Gaceta Popular, órgano central de los cartistas,
fue el periódico de más influencia. Los magníficos artículos de Marx contra
Gladstone, y en especial contra Palmerston, llamaron particularmente la
atención. Mas este vuelo fue temporario. En seguida de terminar la guerra
los cartistas se vieron privados de su periódico. Ello se debió no sólo a los
disentimientos entre Johns y sus adversarios, sino también a razones más
poderosas.
La primera reside en el auge prodigioso de la industria inglesa desde
fines del año 1849. Verdad que hubo crisis pasajeras en ciertas ramas; sin
embargo, la industria en su conjunto se hallaba en plena prosperidad. No
existía el problema de la desocupación. Desde hacía cien años, jamás la
industria inglesa había tenido tanta necesidad de mano de obra. La segunda
razón está en la fuerte corriente emigratoria que de 1851 a 1855 llevó a
los obreros ingleses a los Estados Unidos y a Australia, donde se habían
descubierto ricas minas de oro. En el transcurso de pocos años dos millones
de obreros dejaron para siempre a Inglaterra, y estos obreros, como ocurre
siempre en semejantes condiciones, eran el elemento más fuerte, más
vigoroso, más enérgico. De modo que el movimiento obrero, y con él el
movimiento cartista, perdieron la mayor parte de sus fuerzas. A estas razones
fundamentales puede agregarse toda una serie de razones secundarias.
A medida que se debilitaba la organización cartista, se debilitaba también
la relación que existía entre los diferentes movimientos. De 1840 a 1850 el
movimiento cartista estaba ya en lucha contra el movimiento profesional. Pero
las otras formas del movimiento obrero tendían igualmente a especializarse,
a separarse del tronco primitivo.
Es ésta una particularidad del movimiento inglés de la época. Su historia
nos muestra con frecuencia a estas organizaciones especiales, que
comienzan de súbito a desarrollarse y que a veces llegan con rapidez a
agrupar a millares de miembros. Una de estas organizaciones, por ejemplo,
se propuso como finalidad la lucha contra la embriaguez. La organización
cartista seguía la línea que ofrecía menor resistencia. Antes había ensayado

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combatir el alcoholismo entre sus miembros. Ahora se había asignado como
fin especial la fundación en toda Inglaterra de sociedades de templanza, de
modo que desvió a numerosos elementos del movimiento obrero general.
Luego existía otro movimiento, el movimiento cooperativo, dirigido por
los socialistas cristianos, pues ya en el movimiento cartista hemos visto a
sacerdotes. En una de nuestras conferencias hemos recordado el nombre
de un revolucionario, el pastor Stephens, que fue, hacia 1845, uno de los
oradores más populares. Más tarde evolucionó considerablemente hacia la
derecha y a su alrededor se agruparon varios filántropos y almas buenas que
fueron a los medios obreros a predicar el cristianismo práctico y la quiebra
política del movimiento cartista, colocando en primer plano la organización
de sociedades cooperativas. Como este movimiento no causaba daño
alguno a las clases dominantes, fue secundado hasta por los miembros del
partido gobernante. Atrajo a algunos intelectuales compadecidos de los
sufrimientos de la clase obrera. Así, pues, del movimiento obrero surgió
una nueva rama que se propuso un fin especial.
No enumeraremos todas las formas particulares del movimiento obrero;
sólo nos detendremos en el movimiento profesional. Este movimiento
no encuentra, es verdad, en los años que siguieron a 1850, condiciones
de desarrollo tan favorables como el movimiento cooperativo o la lucha
contra el alcoholismo; pero choca con una resistencia menos poderosa
que el viejo movimiento cartista. En 1851 se funda en Inglaterra la
primera y sólida unión nacional de obreros de la construcción mecánica.
Está dirigida por dos obreros enérgicos que logran sobrepujar el espíritu
puramente corporativo del movimiento profesional inglés, la tendencia a
no organizar uniones sino para uno o dos condados solamente. No hay que
olvidar que las condiciones de la industria inglesa dificultaban de manera
apreciable la extensión de las uniones. Casi toda la industria textil estaba
concentrada en dos condados, de igual modo que en Rusia se concentra
en las gobernaciones de Moscú y de Ivanovo-Vozenessensk, cada uno de
los cuales, evidentemente, es mucho más grande que un condado inglés.
Pero el defecto principal de los sindicatos ingleses no residía en su poca
expansión territorial, sino en su estrechez corporativa. Cada profesión, en
una sola y misma industria, se organizaba, en unión especial. Por esto el
movimiento profesional, que tuvo un fuerte desarrollo después de 1850, no
se hallaba en condiciones de crear formas de organización que permitieran
organizar en vasta escala la lucha contra los industriales. En tanto que
la industria prospera, la mayor parte de los obreros obtienen fácilmente
aumento de salario. Además, los industriales, en franca competencia, por
el aumento de los salarios y mejoramiento de las condiciones de trabajo
trataban de atraerse a los obreros, demasiado escasos para satisfacer las

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necesidades de las nuevas ramas que surgían en la industria. Durante
esos años el capitalismo se esforzó en atraer a Inglaterra a obreros del
continente, alemanes, franceses, belgas.
En tales condiciones, el movimiento profesional, aunque se desarrollara
poco a poco, quedó, sin embargo, a un nivel muy bajo. Las distintas uniones
que se formaron en las ramas de la misma industria permanecían divididas
en el país y aun en los límites de una ciudad. Los consejos locales no existían.
La crisis de 1857-58 trajo considerables cambios en la situación. Como hemos
dicho, el sindicato mejor organizado era el de los obreros de la construcción
mecánica, compuesto por los trabajadores más calificados. Esta industria,
lo mismo que la textil, no trabajaba únicamente para el mercado interior.
A partir de 1850 ambas llegan a ser industrias privilegiadas que gozan del
monopolio en el mercado mundial; los obreros calificados empleados en
ellas obtienen con facilidad concesiones de los industriales, que realizan
ganancias enormes. De tal suerte, la “unión sagrada” entre patrones y
obreros comienza a establecerse. Las consecuencias de la crisis, a pesar de
su agudeza, se borran rápido. La distancia entre obreros calificados y los que
no lo son aumenta de día en día, lo que contribuye a debilitar, en esas ramas
de la industria, el movimiento huelguista.
Pero no todos los obreros están tranquilos. La crisis tuvo una repercusión
particularmente fuerte sobre los obreros de la edificación, que desde
entonces están a la cabeza en la lucha de la clase obrera inglesa, como lo
habían estado los textiles alrededor de 1840 y los obreros de la construcción
mecánica hacia 1850.
El desarrollo del capitalismo provocó un aumento extraordinario de la
población urbana y, por consecuencia, una necesidad cada día mayor de
alojamiento. De ahí la prosperidad de la industria de la edificación. Hacia
1840 Inglaterra construyó afiebradamente ferrocarriles y hacia 1850 atravesó
por una especie de fiebre de edificar. Las nuevas casas se elevaron por
millares y llegaron a ser una mercancía a igual título que el algodón o la lana.
Por su organización técnica, la industria de la edificación se hallaba aún en el
estadio manufacturero, pero ya estaba en manos de los grandes capitalistas.
El empresario de construcciones afirmaba el terreno y construía centenares
de casas, que en seguida alquilaba o vendía. Las casas inglesas no se parecen
a las rusas; son, por lo general, pequeñas casas de ladrillo construidas según
un modelo único; a veces tienen sólo dos o tres pisos, cuya superficie total no
sobrepasa a la de un departamento de cuatro o cinco piezas en Moscú, pero
en vez de estar yuxtapuestas se hallan la una sobre la otra. Esto ha hecho que
algunos economistas de allí contasen fábulas sobre los obreros ingleses que,
decían, ocupan toda una casa. En realidad, las casas de los obreros ingleses
están atiborradas de inquilinos como un asilo nocturno.

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El desarrollo de la industria de la edificación atrajo a la ciudad a un gran
número de obreros de la campiña. Esta industria es bastante compleja y
exige obreros de distintas clases. Emplea a carpinteros, yeseros, albañiles,
tapiceros, en una palabra, no sólo a los obreros que intervienen en la
construcción, sino también en el arreglo y en la decoración de una casa. El
desarrollo de la edificación está estrechamente unido al de la industria del
mueble, de la tapicería y del arte. El aumento considerable de la población
urbana provoca asimismo el desarrollo de la gran industria del calzado y del
vestido.
En consecuencia, la crisis de 1857-58 tuvo una repercusión especialmente
fuerte sobre estas nuevas ramas de la producción capitalista. Innumerables
obreros quedaron sin trabajo y constituyeron el ejército de competencia de
los demás trabajadores. Los industriales resolvieron aprovecharse de esta
circunstancia para oprimir a los obreros, rebajar los salarios y aumentar
la jornada de trabajo. Con gran sorpresa de los industriales, los obreros
respondieron, en 1859, con una huelga en masa, lo que fue una de las más
grandes huelgas habidas en Londres. Además, la huelga de los obreros de la
edificación fue sostenida por los trabajadores de las nuevas ramas industriales
que acababan de crearse. Esta atrajo tanto la atención de Europa como los
acontecimientos políticos que se producían entonces. Hasta en los diarios y
revistas moscovitas hemos encontrado, sobre esta huelga, correspondencias
más extensas que las que a veces se publican en los diarios soviéticos sobre
ciertas huelgas de Europa Occidental. Tal huelga dio origen a una serie de
asambleas y mitines. Entre los oradores se halla con frecuencia el nombre de
Cremer, quien en el mitin de Hyde Park declaró que la huelga de los obreros
de la edificación era la primera escaramuza entre la economía del trabajo y la
economía del capital. Otros obreros, como Odger, hicieron igualmente una
agitación intensa. Se editaron varias proclamas. Señalemos, de paso, que
la famosa conversación entre el obrero y el capitalista, una de las páginas
más brillantes de El Capital, está en parte calcada casi textualmente de la
proclama lanzada por los obreros durante la huelga de 1859-60.
Esa huelga, que, al cabo de algún tiempo, terminó por un compromiso, hizo
que en Londres se organizara el primer consejo de las uniones gremiales.
Los tres principales dirigentes de este consejo fueron Odger, Cremer y
Howell, obreros los tres y miembros más tarde del primer consejo general
de la I Internacional. Ya en 1861 este consejo es una de las organizaciones
más influyentes. Como ocurrió con nuestros primeros soviets, se transforma
también en una organización política que se esfuerza por actuar en todos
los acontecimientos que interesan a los obreros. A la manera de este
consejo se crearon otros en muchos lugares de Inglaterra y de Escocia, de
suerte que en 1862 hay nuevamente en Inglaterra organizaciones obreras

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de clase. Los centros políticos y económicos de esas organizaciones son
los consejos de las uniones gremiales (trade-unions).
Veamos ahora Francia, país en donde los estragos de la crisis no fueron
menos fuertes que en Inglaterra. Ella repercutió hondamente sobre
la industria textil, así como sobre toda la industria de objetos de lujo.
Como ya hemos referido, la guerra emprendida por Napoleón en 1859
fue un medio de desviar el descontento de los obreros. A principios de
1860 la crisis afectó en particular a la industria artística parisiense. Pero
París era también una ciudad populosa, con un gran desarrollo desde
1850, donde florecía igualmente la industria de la edificación. Una de
las grandes reformas de Napoleón III fue la reconstrucción de toda una
serie de barrios y la supresión de las viejas calles estrechas, que fueron
transformadas en anchas y en avenidas, donde era imposible levantar
barricadas. Durante algunos años, el prefecto de París, Haussmann, se
ocupó de la reconstrucción metódica de la ciudad. Así, pues, de igual modo
que en Londres, gran número de obreros de la edificación se hallaban en
París. Fueron los que, desde los peones hasta los obreros más altamente
calificados, constituyeron los principales cuadros del nuevo movimiento
obrero que se desenvolvió a partir de 1860. Cuando se conozca en forma
detallada la historia de la I Internacional en Francia se comprobará que la
mayoría de sus miembros, y entre ellos los más eminentes, fueron obreros
calificados, de la edificación y de la industria artística.
El resurgimiento del movimiento obrero después de 1860 hizo renacer los
viejos grupos socialistas, de entre los cuales hay que mencionar en primer
lugar a los proudhonianos. En esa época aún vivía Proudhon, que después
de algún tiempo de encarcelamiento emigró a Bélgica y, directamente o
por intermedio de sus adeptos, ejerció cierta influencia en el movimiento.
Pero la doctrina que predicaba después de 1860 era un poco distinta de
la que desenvolvía en el momento de su polémica con Marx. Era una
teoría completamente pacífica adaptada al movimiento obrero legal. Los
proudhonianos querían el mejoramiento de la situación de los obreros, y
los medios que para tal efecto proponían se adaptaban en especial a las
condiciones de vida de los artesanos. El principal de tales medios era el
crédito con interés muy bajo y si fuera posible sin ninguno. Para tal efecto
recomendaban la organización de sociedades de crédito, cuyos miembros
se ayudarían y se prestarían mutuamente servicios. De aquí el nombre de
mutualismo. Sociedad de ayuda mutua, renuncia a las huelgas, legalización
de las sociedades obreras, crédito sin interés, ninguna intervención en
la lucha política directa, mejoramiento de la situación por la sola lucha
económica que, desde luego, no debe atentar contra las bases del régimen
capitalista: tal es, en sustancia, el programa de los mutualistas, que, bajo

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algunos aspectos, es más moderado que el de su maestro.
Paralelo a ese grupo había otro todavía más a la derecha, dirigido por el
periodista Armando Levy, otrora fuertemente relacionado con la emigración
polaca y preceptor de los hijos del poeta Mickiewicz. Estaba en estrechas
relaciones con el príncipe Plon-plon, a quien ya conocemos como protector
del señor Vogt.
El tercer grupo, el menos numeroso, pero compuesto exclusivamente de
revolucionarios, era el de los blanquistas, que desarrollaban su propaganda
entre los obreros, los intelectuales, los estudiantes y los literatos. A este
grupo pertenecían, entre otros, Pablo Lafargue y Carlos Longuet, más tarde
yernos, ambos, de Carlos Marx.
Clemenceau también frecuentaba esos círculos. Todos esos jóvenes y los
obreros estaban bajo la influencia de Blanqui, que, aunque encarcelado
entonces, mantenía frecuentes relaciones con el exterior y entrevistas con
sus amigos. Eran los blanquistas los enemigos más encarnizados del imperio
napoleónico y se dedicaban a la propaganda clandestina.
Tal era el estado del movimiento obrero en Inglaterra y en Francia hacia
1862, en cuya época se producen varios acontecimientos que motivan un
más estrecho contacto entre los obreros franceses e ingleses. Da posibilidad
a este acercamiento la exposición universal de Londres. Esta exposición
es el remate de un nuevo estadio de la producción capitalista, de la gran
industria que hace desaparecer los países aislados para transformarlos en
una parte de la economía mundial. La primera exposición fue organizada en
Londres en 1851, después de la revolución de febrero; la segunda, en París,
en 1855, y la tercera, nuevamente en Londres.
Esta exposición permite realizar en París una agitación entre los obreros. El
grupo de Armando Levy se dirige al presidente de la comisión organizadora
de la sección francesa. El presidente, que era el príncipe Plon-plon, hizo
entregar subsidios para el envío de una delegación obrera.
Esa generosidad provocó discusiones acaloradas en todos los talleres
parisienses. Los blanquistas, es evidente, se opusieron categóricamente
contra la aceptación de esa limosna del gobierno. Pero otro grupo, donde
predominaban los mutualistas, no era de la misma opinión. Este opinaba
que era necesario aprovechar la posibilidad legal. El dinero —decían— ha
sido entregado para enviar delegados obreros. Es necesario exigir que la
delegación no sea nombrada por las autoridades, sino elegida por los talleres.
Esta elección permitirá desarrollar una excelente propaganda y los obreros
tratarán de hacer triunfar sus candidatos.
Este grupo, dirigido por dos obreros, Tolain y Perrachon, llegó a imponer su
punto de vista. Las elecciones en los talleres fueron autorizadas y elegidos

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casi todos los candidatos del segundo grupo. Los blanquistas hicieron el vacío
a las elecciones; en cuanto al grupo Levy, no obtuvo mandato alguno. De
este modo fue organizada la delegación de los obreros parisienses. También
de Alemania fue una delegación a Londres, delegación estrechamente
vinculada al grupo de trabajadores que había asumido la organización del
congreso y se había relacionado con Lassalle.
De tal suerte, la exposición universal de Londres permitió el encuentro
de obreros franceses, ingleses y alemanes. Esos obreros se reunieron,
efectivamente, y es a esa reunión a la que algún historiador hace remontar
la fecha de fundación de la Internacional. Hemos recomendado el libro de
Steklov sobre la historia de la Internacional; veamos lo que dice a propósito
de la reunión en Londres:

La exposición universal de 1862 fue la ocasión que permitió a los obreros


ingleses y a sus camaradas del continente vincularse y entenderse. En
Londres [...] el 5 de agosto de 1862 se efectuó la recepción solemne de
setenta delegados obreros franceses por sus camaradas ingleses. En
los discursos pronunciados en esa ocasión se habla de la necesidad de
establecer una vinculación internacional entre los proletarios, que, como
hombres, ciudadanos y trabajadores, tienen los mismos intereses y las
mismas aspiraciones.

Esto es, por desgracia, una leyenda. En realidad, esa reunión, como hemos
demostrado hace tiempo, tuvo un carácter completamente distinto. Se
efectuó con la participación y la aprobación de los representantes de la
burguesía y de las clases dirigentes, y los discursos que allí se pronunciaron
no ofendieron a los patrones ni alarmaron a la policía, pues los capitalistas
ingleses, que durante la huelga de los obreros de la edificación fueron los
dirigentes de los empresarios, también participaron de la reunión. Los trade-
unionistas ingleses se negaron ostensiblemente a participar en ese mitin. He
aquí por qué no se puede considerar esa reunión como el comienzo de la
Internacional.
Lo único cierto es que, si habían llegado obreros de Alemania y Francia
a Londres, debían encontrarse con los obreros franceses y alemanes
emigrados después de 1848. El lugar donde se encontraron los obreros de
diferentes nacionalidades, después de 1850, fue la Sociedad de Educación
Obrera, fundada en 1840 por Schapper y sus camaradas. El refectorio y el
café de esta sociedad estaban situados precisamente en el barrio donde se
alojaron los extranjeros. Hasta la guerra imperialista, una de cuyas primeras
víctimas fue la Sociedad Obrera alemana, que contaba ya setenta y cuatro
años de existencia, este barrio continuó siendo el centro de reunión de los
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extranjeros. Es esto lo que hemos podido comprobar personalmente durante
nuestra residencia en Londres, donde estuvimos en 1909 y 1910 para trabajar
en el Museo Británico. No existía entonces otro paraje donde se pudieran
encontrar tantos obreros extranjeros. Después de la declaración de guerra, el
gobierno inglés se apresuró a clausurar el club alemán.
Verdad es que en Londres algunos miembros de la delegación francesa
entraron en relación con viejos emigrados franceses, de igual modo que los
obreros alemanes de Leipzig y de Berlín renovaron su amistad con los viejos
camaradas. Pero esto no fue otra cosa que relaciones fortuitas, de naturaleza
tan poco propicia para conducir a la fundación de la Internacional como la
reunión del 5 de agosto, a la cual Steklov, siguiendo a otros historiadores,
atribuye esa importancia.
Pero dos hechos muy importantes se produjeron entonces. El primero fue la
guerra civil en los Estados Unidos. La cuestión de la abolición de la esclavitud,
como ya he dicho, estaba desde algún tiempo a la orden del día. Llegó a
revestir particular agudeza y condujo a un conflicto tan violento entre los
Estados del sur y los del norte que, para mantener la esclavitud, los primeros
resolvieron separarse de la Unión y constituirse en república independiente.
Una guerra, que tuvo consecuencias inesperadas y muy desagradables para
todo el mundo capitalista, estalló entonces. En esa época los Estados del sur
poseían casi todo el monopolio de la producción de algodón, y abastecían
la industria algodonera del mundo entero. Egipto producía entonces muy
poco algodón; la India Oriental y el Turquestán no suministraban ninguno al
mercado europeo. De tal suerte, Europa se encontraba de golpe privada de
algodón. Cuando la industria, en su conjunto, se había rehecho completamente
de la crisis de 1857-58, una crisis sin precedentes alcanzó a la industria del
algodón y afectó no sólo a Inglaterra, sino también a Francia, a Alemania y
aun a Rusia, en donde la fábrica de Projorov sufrió considerables pérdidas.
La falta de algodón provocó un encarecimiento considerable de todas las
otras materias primas de la industria textil. Es verdad que los grandes
capitalistas sufrieron menos que los otros, pues los pequeños y los medianos
tuvieron que cerrar sus fábricas. Centenas de millares de obreros europeos
se hallaron en la indigencia.
Los gobiernos se limitaron a dar limosnas miserables. Los obreros ingleses,
que poco antes, durante la huelga de los obreros de la edificación, habían
dado un ejemplo de solidaridad, se pusieron a organizar la obra de socorro.
La iniciativa fue tomada por el consejo de Londres de las trade-unions. Se
constituyó un comité especial, y lo mismo se hizo en Francia, donde este
comité fue dirigido por los representantes del grupo que había organizado la
elección de la delegación obrera a la exposición de Londres. Estableciéronse
relaciones entre ambos comités. Así, los obreros ingleses y franceses tuvieron

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una nueva prueba de la estrecha ligazón de intereses que existía entre los
obreros de diferentes países.
La guerra civil de los Estados Unidos provocó de tal suerte un violento
trastorno en la vida económica de Europa y afectó por igual a los obreros
ingleses, alemanes, franceses y hasta a los mismos obreros rusos de las
provincias de Moscú y Vladimir. Por eso en el prefacio del primer tomo
de El Capital Marx escribe que la guerra de secesión del siglo XIX ha sido
el toque de alarma para la clase obrera, exactamente como la guerra de la
independencia de los Estados Unidos contra Inglaterra fue el toque a rebato
para la burguesía francesa de antes de la revolución.
Se produce entonces otro acontecimiento que interesa por igual a los
obreros de diferentes países. La servidumbre acababa de ser abolida en
Rusia y era preciso realizar una serie de reformas en las otras ramas de
la administración y de la vida económica. Al mismo tiempo se reforzaba
el movimiento revolucionario y exigía reivindicaciones más radicales.
Las regiones fronterizas, comprendida Polonia, se agitaban. El gobierno
zarista escogió la ocasión para terminar de un golpe con la sedición exterior
e interior, provocó la insurrección de Polonia, y al propio tiempo, con la
ayuda de Katkov y de otros escritores venales, avivó el patriotismo panruso.
A Murayiev y a sus acólitos se asignó la tarea de reprimir la insurrección
polaca.
En Occidente, donde el zarismo era unánimemente odiado, la insurrección
polaca despertó vivas simpatías. Distintos Estados, Francia e Inglaterra
entre otros, dejaron en completa libertad de acción a los defensores de los
sublevados polacos, buscando de esa manera dar una salida al descontento
reinante entre los obreros. En Francia se organizaron varias asambleas, e
igualmente un comité en cuya dirección central estaban Tolain y Perrachon.
En Inglaterra, Cremer y Odger por parte de los obreros, y el profesor Beesley
por los intelectuales radicales, se ponen al frente del movimiento en favor de
los polacos. En abril de 1863 convocan en Londres un gran mitin presidido por
el profesor Beesley y en el cual Cremer pronuncia un discurso para defender
a los polacos. La asamblea adopta una resolución por la cual se decide
que los obreros franceses e ingleses ejerzan presión sobre sus gobiernos
respectivos para hacerlos intervenir en favor de Polonia. Se decidió también
organizar un mitin internacional. Este mitin se realizó en Londres, presidido
por el mismo Beesley, el 22 de julio de 1863. Odger y Cremer hablaron en
nombre de los obreros ingleses y Tolain en el de los franceses. Todos ellos
demostraron la necesidad de restaurar la independencia de Polonia. Este fue
el objeto único de sus discursos. Pero al otro día se efectuó una reunión, que
ordinariamente no mencionan los historiadores de la Internacional. Ella fue
organizada por iniciativa del consejo londinense de las trade-unions, pero

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esta vez sin la participación de los elementos burgueses. Odger demostró
allí la necesidad de una unión más estrecha entre los obreros ingleses y
los del continente. El problema se planteó concretamente. Ya hemos dicho
que los obreros ingleses soportaban la fuerte competencia de los obreros
franceses y belgas y en especial de los obreros alemanes. En esta época la
elaboración del pan, que estaba ya en manos de grandes empresas, la hacían
sobre todo obreros alemanes; numerosos obreros franceses trabajaban en las
construcciones, en el moblaje y en la industria del arte. Por esto los trade-
unionistas buscaban todas las oportunidades para influir sobre los obreros
extranjeros llegados a Inglaterra. Además, una organización que agrupara a
los obreros de diferentes nacionalidades era el medio más fácil de lograr sus
propósitos.
Se decidió que los obreros ingleses dirigieran un llamamiento a los obreros
franceses; transcurrieron cerca de tres meses antes de que este llamamiento
fuera sometido a la aprobación de las trade-unions de Londres. Fue
escrito principalmente por Odger, quien es probable que se inspirara hasta
cierto punto en el mensaje de simpatía enviado por Tomás Haron a los
revolucionarios franceses a fines del siglo XVIII.
En esta época la insurrección polaca acababa de ser reprimida, con una
ferocidad inaudita, por el gobierno zarista. El mensaje no habla casi de ella.
Para tener una idea de su carácter, leeremos el pasaje siguiente:

La fraternidad de los pueblos es extremadamente necesaria dentro del


interés de los obreros. Cada vez que tentamos mejorar nuestra situación
por medio de la reducción de la jornada de trabajo o del aumento de los
salarios, los capitalistas nos amenazan con contratar obreros franceses,
belgas y alemanes, que realizarían nuestro trabajo por un salario menos
elevado. Por desgracia, esta amenaza se cumple muchas veces. La culpa,
es verdad, no es de los camaradas del continente, sino exclusivamente de la
ausencia de toda inteligencia regular entre los asalariados de los distintos
países. Hay que esperar, sin embargo, que esta situación terminará pronto,
pues nuestros esfuerzos para lograr que los obreros mal pagados se pongan
al nivel de los que reciben salarios elevados impedirán bien pronto que
los empresarios puedan servirse de algunos de nosotros contra nosotros
mismos para hacer descender nuestro nivel de vida conforme con su espíritu
mercantil.

El mensaje fue traducido al francés por el profesor Beesley y enviado a


París en noviembre de 1863. En París sirvió de base para la agitación en
los talleres. Pero la respuesta de los obreros franceses se hizo esperar largo
tiempo. Se preparaban entonces para las elecciones complementarias del
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cuerpo legislativo que debían efectuarse en marzo de 1864. Y en esa ocasión,
un grupo de obreros, entre los que figuraban Tolain y Perrachon, plantearon
una cuestión muy importante: ¿Los obreros deben tener sus propios
candidatos o deben limitarse a sostener a los candidatos radicales? En otros
términos, ¿es necesario separarse netamente de la oposición burguesa e
intervenir con una plataforma especial o se debe marchar a remolque de los
partidos burgueses? Esta cuestión fue discutida con ardor a fines de 1863
y a comienzos de 1864. Se resolvió intervenir por separado y sostener la
candidatura de Tolain. Se decidió asimismo expresar los fundamentos de
esta ruptura con la democracia burguesa en una plataforma especial que,
de acuerdo con el número de firmantes, recibió el nombre de Manifiesto de
los sesenta. En su parte teórica, en su parte crítica del régimen burgués, este
manifiesto responde por entero al espíritu proudhoniano. Pero, al mismo
tiempo, se aparta claramente del programa político del maestro, preconiza
la formación de una organización política especial de los obreros y reclama
que se sostengan candidaturas obreras al Parlamento, a fin de poder defender
allí los intereses del proletariado.
Proudhon aprobó ardientemente el Manifiesto de los sesenta y escribió a
este respecto un libro, que es una de sus mejores obras. Lo compuso en los
últimos meses de su vida, pero murió antes de su aparición. Se titula esta
obra De la capacidad política de la clase obrera; en ella Proudhon reconoce
a los obreros el derecho de poseer una organización de clase independiente.
Aprueba el nuevo programa de los obreros de París, en el cual ve la mejor
demostración de la gran capacidad política que tiene la clase obrera. Aunque
mantenga su viejo punto de vista sobre las huelgas y las asociaciones de
ayuda mutua, su libro, por su espíritu de protesta contra la sociedad burguesa
y su tendencia proletaria, recuerda su primera obra sobre la propiedad. Esta
apología de la clase obrera llega a ser uno de los libros preferidos de los
obreros franceses. Y cuando se habla de la influencia de las doctrinas de
Proudhon en la época de la I Internacional, no hay que olvidar que se trata
de la doctrina de Proudlhon tal como resulta después de la publicación del
Manifiesto de los sesenta. Bajo esta forma el proudhonismo ha tenido una
gran influencia en la orientación de los intelectuales revolucionarios rusos.
La obra póstuma de Proudhon está traducida al ruso por uno de nuestros
publicistas, N. Mikhailovsky.
Transcurrió casi un año antes de que la clase obrera parisiense redactara
una respuesta. Para llevarla a Londres fue designada una comisión especial.
Para la recepción de esta delegación, se organizó una asamblea el 28 de
septiembre de 1864, en el salón Saint-Martin, del centro de la ciudad.
Beesley presidía. El salón estaba repleto. Primero leyó Odger el manifiesto
de los obreros ingleses. El manifiesto de los franceses fue leído por Tolain.

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He aquí un extracto:
Progreso universal, división del trabajo, libertad de comercio, he aquí los
tres factores que deben atraer nuestra atención, pues son susceptibles de
transformar radicalmente la vida económica de la sociedad. Constreñidos
por la fuerza de las cosas y por las necesidades del tiempo, los capitalistas
han constituido poderosas uniones financieras e industriales. Si nosotros
no tomamos medidas de defensa, seremos despiadadamente aplastados.
Nosotros, obreros de todos los países, debemos unirnos y oponer una
barrera infranqueable al orden de cosas existente, que amenaza dividir a la
humanidad en una masa de hombres hambrientos y furiosos de una parte, y
de la otra en una oligarquía de reyes de la banca y de burgueses cebados.
Ayudémonos los unos a los otros para conseguir nuestro propósito.

Los obreros franceses también presentaron un proyecto de organización.


Se debía constituir en Londres una comisión central compuesta de los
representantes de todos los países, y en todas las principales ciudades de
Europa subcomisiones en contacto con esta comisión central, que sometería
a su examen algunas cuestiones. El organismo central debía elaborar la
orden del día. Para la determinación definitiva de la forma de organización
se convocaría un congreso internacional en Bélgica. Pero, se dirá, ¿cuál
fue la participación de Marx? Ninguna. Ya hemos relatado en todos sus
detalles la preparación de la jornada del 28 de septiembre de 1864, a la que
hacemos remontar la historia de la Internacional, para saber que todo lo
que se hizo en esta asamblea, desde el principio hasta el fin, fue obra de los
obreros mismos. Hasta el presente no he tenido que mencionar una sola vez
el nombre de Marx, no obstante que él asistió a esta memorable asamblea en
calidad de invitado. ¿Cómo se halló participando en la misma? La respuesta
a esta cuestión nos la da una notita que por azar he encontrado entre los
papeles de Marx:

Al señor Marx. Señor, el comité de organización del mitin os ruega


respetuosamente queráis asistir a él. A la presentación de esta nota podréis
entrar en la sala, donde a las siete y media horas se reunirá el Comité.
Vuestro afectísimo,
CREMER
Al hallar esta carta nos preguntamos qué pudo inducir a Cremer a invitar
a Marx. ¿Por qué esta invitación no fue dirigida a muchos otros emigrados
radicados entonces en Londres y en más estrechas relaciones que Marx con
los ingleses y franceses? ¿Por qué Marx fue elegido por el comité de la
futura sociedad internacional?

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A este respecto pueden hacerse diversas conjeturas; la que tiene más apariencia
de ser verdad es la siguiente. Hemos ya señalado el papel representado
por la Sociedad Obrera alemana, cuyos locales eran en Londres punto de
reunión de los obreros de los diversos países. Esta Sociedad adquirió mayor
importancia aún cuando los obreros ingleses comprendieron la necesidad de
ligarse con los alemanes para evitar los perjuicios de la competencia de los
obreros que por intermedio de agentes los empresarios atraían a Londres. De
ahí las estrechas relaciones personales con los miembros de la vieja Liga de
los Comunistas: Eccarius, Lessner y Pfender. Los dos primeros eran sastres
y el tercero, yesero pintor, trabajaba en construcciones. Todos participaban
activamente en el movimiento gremial londinense y conocían muy bien a
los organizadores y dirigentes del consejo londinense de las trade-unions.
Al parecer, se debe a esta circunstancia que Cremer y Odger conocieran a
Marx, quien precisamente con motivo del asunto Vogt había reiniciado sus
relaciones con la Sociedad Obrera alemana.
Así, pues, el verdadero papel de Marx, que no fue el de fundador de la I
Internacional, pero de la que llegó a ser muy pronto el principal orientador,
sólo comienza luego de la fundación de esta Internacional. Hemos visto que
el comité elegido en la asamblea del 28 de septiembre no recibió ninguna
directiva; no tenía ni programa, ni estatutos, ni siquiera nombre. Existía
ya en Londres una sociedad internacional, la Liga General, que ofreció
hospitalidad al comité. En las actas de la primera asamblea realizada por
este comité figuran los nombres de los representantes de esta Liga, que
no eran sino perfectos burgueses. Ellos tampoco propusieron al nuevo
comité la fundación de una nueva sociedad. Algunos de ellos hablaban de
la organización de una nueva asociación internacional en la que podrían
ingresar no solamente los obreros sino todos los que aspirasen a una unión
internacional y al mejoramiento de la situación política y económica de
las masas trabajadoras. Y es a instancias de los trabajadores Eccarius y
Vitlock, este último viejo cartista, que se decidió dar a la nueva sociedad el
nombre de Asociación Internacional de los Trabajadores. Esta proposición
fue sostenida por los ingleses, entre los que se hallaban varios cartistas,
miembros de la antigua Sociedad Obrera, cuna del partido cartista.
El nombre dado a la nueva asociación internacional fijó de inmediato su
carácter, pues en seguida fueron alejados los burgueses de la Liga General;
el comité fue invitado a buscarse otro local. Pudo, felizmente, encontrar un
pequeño local no lejos de la Sociedad Obrera alemana y en el mismo barrio
donde vivían los emigrados y obreros extranjeros.
Desde que la Sociedad fue denominada, pusiéronse a componer el programa
y a redactar los estatutos. Para comprender lo que pasó en seguida hay que
imaginarse una sesión del comité ejecutivo de Petrogrado o de Moscú,

98
donde se desarrolla una lucha entre varias fracciones o partidos. El mejor
medio de hacer triunfar su resolución es ponerse de acuerdo para obtener
una mayoría. Es lo que saben muy bien todos los miembros de un comité
de barrio cualquiera; es lo que sabían también los miembros del comité de
la Internacional. Y yendo a la sesión, no olvidaron llevar con ellos el mayor
número posible de amigos, sólo que así, desgraciadamente, el comité se
encontraba formado por los elementos más diferentes.
Había, en primer lugar, ingleses, que, ellos mismos, se dividían en varios
grupos: trade-unionistas, viejos cartistas, viejos owenistas. Había franceses,
muy poco versados en las cuestiones económicas, pero considerados
como especialistas del arte revolucionario. Había también italianos, muy
influyentes entonces porque estaban dirigidos por un hombre muy popular
entre los ingleses, el viejo revolucionario Mazzini, republicano ardiente y al
mismo tiempo religioso. Se hallaban allí emigrados polacos, para los cuales
la cuestión polaca estaba en primer plano; estaban, por último, algunos
alemanes, todos ex miembros de la Liga de los Comunistas: Eccarius,
Lessner, Lochner, Pfender y, por último, Carlos Marx.
Fueron presentados diferentes proyectos. Los italianos presentaron un
proyecto redactado poco más o menos de acuerdo con el modelo del proyecto
francés. En la subcomisión en la cual Marx participó, defendió sus tesis
y, por último, se le encargó que presentase su proyecto a la secretaría del
comité. En la cuarta sesión —era el 1° de noviembre de 1864— el proyecto
de Marx, con algunas insignificantes modificaciones de forma, fue adoptado
por aplastante mayoría.
¿Cómo se logró eso? A riesgo de comprometer a Marx a vuestros ojos,
debemos decir que eso no se logró sin compromisos, sin conciliación. Como
él mismo lo dice en una carta dirigida a Engels, “debió introducir en los
estatutos y en el programa algunos términos como “derecho”, “moralidad” y
“justicia”, pero los introdujo de modo tal que no podían resultar perjudiciales”.
Pero no es ése el secreto del éxito de Marx, no es así como logró en una
asamblea tan reñida la aprobación casi unánime de sus tesis. El secreto
de su éxito reside en el talento extraordinario (lo que reconoce hasta su
enemigo Bakunin) que puso en la composición del Manifiesto Inaugural de
la Internacional. Como lo reconoce Marx en la misma carta a Engels, era
extremadamente difícil exponer los puntos de vista comunistas bajo una
forma que los hiciera aceptables para el movimiento obrero de entonces.
Era imposible emplear el lenguaje audaz y revolucionario del Manifiesto
Comunista. Había que esforzarse en ser violento en el fondo y moderado en
la forma; y Marx se desempeñó brillantemente en esta tarea.
Este Manifiesto fue escrito diecisiete años después del Manifiesto
Comunista. Aquél y éste son, pues, del mismo autor, pero las épocas en que

99
fueron escritos y las organizaciones para las cuales y a nombre de las cuales
fueron compuestos, difieren profundamente. El Manifiesto Comunista
fue compuesto en nombre de un pequeño grupo de revolucionarios y
de comunistas para un movimiento obrero muy joven todavía. Pero ya
entonces advertían que no exponían principios especiales con el propósito
de imponerlos al movimiento obrero; que sólo se esforzaban en hacer
resaltar en este movimiento los intereses generales del proletariado de
todos los países, independientemente de las nacionalidades.
En 1864 el movimiento obrero se había engrandecido considerablemente,
adquirido carácter de masas, pero desde el punto de vista del desarrollo de
la conciencia de clase estaba considerablemente en retardo con respecto a la
pequeña vanguardia revolucionaria de 1848. El nuevo estado mayor de este
movimiento, en nombre del cual Marx escribía entonces, no estaba menos
atrasado con respecto a la mencionada vanguardia. Era preciso escribir el
nuevo Manifiesto sin olvidar el nivel de desarrollo del movimiento obrero
y de sus dirigentes, sin renunciar, sin embargo, a ninguna de las tesis
fundamentales del Manifiesto Comunista.
Conocemos la táctica del frente único adoptada por la Internacional
Comunista. Y Marx, en su nuevo Manifiesto, da un ejemplo clásico de la
aplicación de esta táctica. Formula allí las reivindicaciones y señala todos
los puntos alrededor de los cuales se puede y se debe unir a las masas
obreras y sobre cuya base se puede proseguir el desarrollo de la conciencia
de clase de los obreros. Las reivindicaciones inmediatas del proletariado
formuladas por Marx comportan lógicamente las otras reivindicaciones
del Manifiesto Comunista.
Bajo todos esos aspectos Marx tenía, por cierto, una superioridad inmensa
sobre Mazzini, sobre los revolucionarios franceses y sobre los socialistas
ingleses que estaban en la dirección de la Internacional. Sin modificar en
nada sus principios fundamentales, logró, durante esos diecisiete años,
efectuar un trabajo inmenso. En esa época había terminado el esbozo de su
obra gigantesca y se ocupaba en rehacer el primer tomo de El Capital. Marx
era entonces el único hombre en el mundo que había estudiado muy bien
la situación de la clase obrera y comprendido de igual modo el mecanismo
de la sociedad capitalista. En toda Inglaterra no existía un solo hombre que
se hubiera impuesto, como él, el trabajo de estudiar todos los informes de
los inspectores de fábricas y los trabajos de las comisiones parlamentarias
referentes a la situación de las diferentes ramas de la industria y de las
diferentes categorías del proletariado urbano y rural. Marx estaba mucho
más versado en esta cuestión que los obreros que eran miembros del comité.
Este comprendía a panaderos, que conocían perfectamente la situación
en su oficio; zapateros, al corriente de lo que se refiere a la industria del

100
calzado; carpinteros y yeseros, informados de la situación de los obreros
de la construcción; pero sólo estaba Marx con un conocimiento a fondo de
la situación de las categorías más diferentes de la clase obrera y sabiendo
vincularlas con las leyes generales de la producción capitalista.
El talento de agitador de Marx se evidencia en la composición misma de este
Manifiesto. De igual modo que en el Manifiesto Comunista parte del hecho
fundamental del desenvolvimiento histórico, del movimiento político, de la
lucha de clases; así, no comienza el nuevo Manifiesto con frases generales,
con objetivos elevados, sino con los hechos que caracterizan la situación de
la clase obrera.

Es positivo que la miseria de la clase obrera no disminuyó en el período


1848-1864, y, sin embargo, ese período excepcional no tiene ejemplo en los
anales de la historia por el progreso realizado por la industria y el comercio.

Refiriéndose al discurso de Gladstone en la Cámara de los Comunes, Marx


muestra que, aun cuando el comercio en Gran Bretaña se triplicó desde
1843, las nueve décimas partes de los hombres están forzados a realizar una
lucha encarnizada sólo para asegurar su subsistencia. Los criminales en las
cárceles comen mejor que muchas categorías de obreros.
Refiriéndose a los documentos de las comisiones parlamentarias, Marx señala
que la gran mayoría de la clase obrera se alimenta en forma insuficiente,
degenera, es presa de las enfermedades, en tanto que las clases poseedoras
acrecen monstruosamente sus riquezas.
Marx deduce de ello que, a despecho de las aserciones de los economistas
burgueses, ni el perfeccionamiento de las máquinas, ni la aplicación de
la ciencia a la industria, ni el descubrimiento de nuevas colonias, ni la
emigración, ni la creación de nuevos mercados, ni la libertad de comercio
pueden suprimir los males de la clase obrera. De ahí deduce, como en el
Manifiesto, que en tanto que el régimen social permanezca sobre sus viejas
bases, todo nuevo desenvolvimiento de la fuerza de producción del trabajo
no hará más que ampliar y ahondar el abismo que divide ahora a las diferentes
clases y revelar aún más el antagonismo que existe entre ellas.
Después de indicar las razones que contribuyeron a la derrota obrera de
1848 y provocaron en ella la apatía que caracteriza el período de 1849 a
1859, Marx expone algunas de las conquistas hechas por los obreros durante
ese período.
Ante todo, la ley sobre la jornada de diez horas. A despecho de todas las
aserciones de los satélites del capital, Marx señala que la reducción de la
jornada, lejos de perjudicar el rendimiento del trabajo, lo ha, por el contrario,

101
aumentado. Esta ley, por lo demás, ha evidenciado el triunfo del principio de
la intervención del Estado en el dominio económico sobre el viejo principio
de la libre competencia. Marx deduce, como en el Manifiesto Comunista, la
necesidad para la clase obrera de someter la producción al control y dirección
de la sociedad toda, pues sólo una producción social así concebida realiza el
principio fundamental de la economía política de la clase obrera. Así, la ley
de la jornada de diez horas no ha sido solamente un éxito práctico; señala la
victoria de la economía política de la clase obrera sobre la economía política
de la burguesía.
Otra conquista está representada por las cooperativas fabriles fundadas
a iniciativa de los obreros. Pero, difiriendo en ello de Lassalle, que
consideraba las asociaciones de producción como el punto de partida para
la transformación de toda la sociedad, Marx no sobreestima su importancia
práctica. Al contrario, las preconiza únicamente para mostrar a las masas
obreras que la producción en grande dirigida según los métodos científicos
puede efectuarse y desenvolverse sin la clase capitalista que explota el
trabajo obrero; que los medios de producción no deben ser el monopolio
de individuos y transformarse en instrumentos de violencia y de esclavitud;
que el salariado, como la servidumbre, no es algo eterno, sino un estado
transitorio, una forma inferior de la producción, que debe ceder el lugar a la
producción social. Una vez deducidas estas conclusiones comunistas, Marx
indica que, en tanto que estas asociaciones de producción se limitan a un
círculo estrecho de obreros, no se hallan aún en estado de aliviar aunque sea
un poco la situación de la clase obrera.
La producción cooperativa debe ser extendida a todo el país. Situando así
la tarea de la transformación de la producción capitalista en producción
socialista, Marx hace resaltar inmediatamente que esta transformación
será contrarrestada por todos los medios por las clases dominantes; que
los propietarios del suelo y los capitalistas utilizarán su poder político para
defender sus privilegios económicos. Por esto el primer deber de la clase
obrera consiste en conquistar el poder político; según esto, para ello es
necesario organizar en todas partes partidos obreros. Los obreros tienen en sí
mismos un factor de éxito: su masa, su número. Pero esta masa sólo adquiere
su fuerza cuando es compacta, unida, cuando está dirigida por la ciencia. Sin
cohesión profunda, sin solidaridad, sin ayuda recíproca en la lucha por su
emancipación, sin una organización nacional e internacional, los obreros
están condenados al fracaso. Guiándose por estas consideraciones, agrega
Marx, los obreros de diferentes países han resuelto fundar la Asociación
Internacional de los Trabajadores.
Como se ve, con un arte sorprendente, bajo una forma moderada, Marx
extrae de la situación efectiva de la clase obrera todas las deducciones

102
fundamentales del Manifiesto Comunista: organización de clase del
proletariado, derribo de la dominación de la burguesía, conquista del poder
político por el proletariado, supresión del trabajo asalariado, nacionalización
de todos los medios de producción.
Pero Marx —y con ello termina el Manifiesto Inaugural— pone aún por
delante otra tarea política extremadamente importante. La clase obrera no
debe encerrarse en la esfera estrecha de la politica nacional. Debe seguir
con atención todos los problemas de la política exterior. Si el éxito de la
obra de liberación de la clase obrera depende de la solidaridad fraternal de
los obreros de todos los países, no puede cumplir su misión si las clases que
dirigen la política exterior aprovechan sus prejuicios nacionales para poner
a los obreros de diferentes países los unos contra los otros, derramar en las
guerras de rapiña la sangre del pueblo y despilfarrar su haber. Por esto, es
llegado el tiempo de que los obreros aprendan a conocer todos los secretos
de la política internacional; deben vigilar la diplomacia de sus gobiernos
respectivos, resistirla, en caso de necesidad, por todos los medios y unirse
en una protesta unánime contra los manejos criminales de los Estados. Ha
llegado el tiempo de terminar con este estado de cosas, donde el engaño, la
expoliación, el robo, están autorizados en las relaciones entre los pueblos,
es decir, un estado de cosas donde todas las reglas, consideradas como
obligatorias en las relaciones entre las personas privadas, son violadas.
Hemos expuesto las ideas fundamentales de este notable Manifiesto. En
seguida examinaremos los estatutos y las tesis primordiales, porque a su
alrededor se trabó una lucha furiosa entre Bakunin y Marx.

103
OCTAVA CONFERENCIA

EL ESTATUTO DE LA I INTERNACIONAL. — LA CONFERENCIA DE


LONDRES. — EL CONGRESO DE GINEBRA. — NOTA-INFORME DE
MARX. — LOS CONGRESOS INTERNACIONALES DE LAUSANA Y
BRUSELAS. — BAKUNIN Y MARX. — EL CONGRESO DE BASILEA.
— LA GUERRA FRANCO-PRUSIANA. — LA COMUNA. — LA LUCHA
ENTRE MARX Y BAKUNIN. — EL CONGRESO DE LA HAYA.

La última vez traté con bastante extensión de la historia de la fundación de


la Internacional y del Manifiesto Inaugural; hablaré ahora del estatuto, que
fue igualmente escrito por Marx y se compone de dos partes: principios y
organización.
Hemos visto con qué arte introdujo Marx en el Manifiesto Inaugural los
principios fundamentales del comunismo, pero era mucho más importante y
difícil introducirlos en el estatuto de la Internacional. El Manifiesto Inaugural
sólo perseguía un propósito: explicar el motivo que había inducido a los
obreros reunidos en la asamblea del 28 de septiembre de 1864 a fundar
la Internacional. No era aún un programa, era sólo una introducción, una
proclama solemne que anuncia al mundo entero, como lo indica su título, que
se ha fundado una nueva Internacional, la Asociación de los Trabajadores.
Marx logró desempeñarse con igual éxito en este segundo trabajo: formular
las tareas generales del movimiento obrero en los diferentes países. He
aquí el texto:

Considerando: Que la emancipación de los trabajadores debe ser obra


de los trabajadores mismos; que los esfuerzos de los trabajadores
para conquistar su emancipación no han de tender a constituir nuevos
privilegios, sino a establecer para todos los mismos derechos y los
mismos deberes; que la supeditación del trabajador al capital es la fuente
de toda servidumbre política, moral y material; que, por lo mismo, la
emancipación económica de los trabajadores es el supremo objetivo a
que debe subordinarse todo movimiento político, como medio; que todos
los esfuerzos hechos hasta ahora han fracasado por falta de solidaridad
entre los obreros de las diferentes profesiones en cada país y de la unión
fraternal entre los obreros de las diversas naciones; que la emancipación
de los trabajadores no es un problema simplemente local o nacional, sino
que, al contrario, este problema interesa a todas las naciones civilizadas,
104
estando necesariamente subordinada su solución al concurso teórico de
las mismas; que el movimiento que se está efectuando entre los obreros
de los países más industriales del mundo entero, al engendrar nuevas
esperanzas da un solemne aviso para no incurrir en antiguos errores y
aconseja combinar todos los esfuerzos hasta ahora aislados;...

Leyendo atentamente estos puntos se advierte su exacta semejanza con


algunas de las tesis del programa de nuestro partido, que son la repetición
textual de las formuladas por Marx. La lectura de los primeros programas
de los partidos inglés, francés y alemán lleva a la misma comprobación.
En ellos se encuentran, particularmente en el programa francés y en el de
Erfurt, algunos puntos que son la repetición textual de las tesis inaugurales
del estatuto de la I Internacional.
Claro que los miembros del comité provisorio de la Internacional no
interpretaban todos de la misma manera muchas de estas tesis. Los
ingleses, los alemanes y los franceses reconocían que la emancipación
de la clase obrera debe ser obra de los trabajadores mismos, pero cada
uno lo entendía a su manera. Los trade-unionistas y los viejos partidos
ingleses veían en esta tesis una protesta contra la tutela permanente de las
clases medias, la afirmación de la necesidad de una organización obrera
independiente. Los franceses, fuertemente indispuestos entonces contra
los intelectuales, consideraban que esta tesis los ponía en guardia contra
los traidores de esa clase, y que los obreros podían pasarse sin su ayuda.
Sólo, probablemente, los alemanes, miembros de la antigua Liga de los
Comunistas, comprendían las consecuencias que comportaba esta tesis.
Si la clase obrera sola está en condiciones de liberarse, toda coalición con
la burguesía, todo acuerdo con la clase capitalista es una contradicción
manifiesta. Adviértese que no se trata de la emancipación de éste o del
otro grupo de obreros, sino de la clase obrera; que, en consecuencia, se
requiere la organización de clase del proletariado.
De la tesis que manifiesta que el monopolio de los medios de producción
por el capitalismo es la causa esencial de la servidumbre económica se
infiere que es necesario suprimir este monopolio. Esta deducción está
ratificada en la exposición que sostiene la necesidad de suprimir todo
dominio de clase, cosa imposible sin suprimir la división de la sociedad
en clases.
El estatuto no dice directamente, como el Manifiesto Inaugural, que para
conseguir todos los objetivos que se propone el proletariado debe conquistar
el poder político; emplea otra fórmula. Dice sólo que la emancipación
económica de la clase obrera “es el supremo objetivo al que debe subordinarse
todo movimiento político, como medio”.

105
Como esta tesis provocó posteriormente las más violentas divergencias
en la I Internacional, conviene que la analicemos.
¿Cuál es su significado? El propósito supremo del movimiento obrero es la
emancipación económica de la clase obrera, y esto no puede conseguirse
sino por la expropiación de los medios de producción y la supresión de todo
dominio de clase. ¿Pero de qué modo se logrará? ¿Hay que evitar la lucha
política, como lo proponían los socialistas y los anarquistas puros?
No, responde la tesis elaborada por Marx. La lucha política de la clase obrera
es tan necesaria como la lucha económica. Es indispensable una organización
política; el movimiento político de la clase obrera ha de desarrollarse
fatalmente, pero esta lucha no es un fin en sí, como en la democracia burguesa,
en los intelectuales radicales que colocan en primer plano la modificación
de las formas políticas, la instauración de la República, pero no quieren oír
hablar de la tarea fundamental. Por esto señala Marx que para la clase obrera
el movimiento político es sólo un medio para conseguir su propósito, un
movimiento subordinado. Verdad que esta fórmula no era tan clara como la
del Manifiesto Comunista o la del Manifiesto Inaugural, donde se dice que
la conquista del poder político ha llegado a ser la obligación principal de la
clase obrera.
Para los miembros ingleses de la Internacional la fórmula de Marx era
ciertamente clara. El estatuto estaba escrito en inglés y Marx había
empleado la terminología familiar a los viejos cartistas y owenistas,
que se hallaban en el comité. Contra éstos, que se limitaban a aceptar
el “supremo objetivo” y rechazaban lo atingente a la acción política,
luchaban los cartistas. Cuando los cartistas compusieron su programa con
sus célebres puntos, los owenistas les reprocharon haber olvidado por
completo el socialismo. Por su parte, los cartistas destacaban entonces
que, por lo menos para ellos, la lucha política no era el objetivo principal.
Empleaban exactamente la misma fórmula que Marx empleó veinte años
más tarde. Para nosotros, replicaban los cartistas a los owenistas, es sólo
un medio y no un fin en sí. De modo, pues, que la fórmula de Marx no
suscitó duda alguna en el comité mismo. Sólo algunos años más tarde,
cuando comenzaron las discusiones enconadas entre los bakuninistas y
sus adversarios sobre la cuestión de la lucha política, este punto llegó a
ser la verdadera manzana de la discordia. Los bakuninistas sostenían que
primitivamente las palabras “como medio” no figuraban en el estatuto;
que Marx las había introducido más tarde, a fin de lograr hacer pasar de
contrabando en el estatuto su teoría. Y, en efecto, si se suprimen las palabras
“como medio”, el punto adquiere un sentido distinto. Según esto, en el texto
francés estas palabras fueron omitidas. Se produjo un ligero malentendido;
que hubiera sido fácil esclarecer, pero que en el ardor de la lucha condujo

106
a los adversarios de Marx a acusarlo de falsificación del estatuto de la
Internacional. Cuando se tradujo el estatuto al francés para divulgarlo en
Francia, se suprimieron en la edición legal las palabras “como medio”. El
texto francés decía: “La emancipación económica de los trabajadores es
el supremo objetivo a que debe subordinarse todo movimiento político”.
Se juzgó necesaria la supresión a fin de no llamar la atención de la policía,
que vigilaba cuidadosamente todo movimiento político entre los obreros.
Esta última, en efecto, consideraba al comienzo a los internacionalistas
franceses, para emplear nuestra vieja terminología, no como “políticos”,
sino como “economistas”. De igual modo lo entendían los blanquistas,
que, como “políticos”, cubrían de injurias a los internacionalistas que para
ellos eran sólo miserables “economistas”.
Agravó aún la cuestión el hecho de que la traducción francesa del estatuto
así desnaturalizado fuese impresa en la Suiza francesa y de allí distribuido
en todos los países donde el francés estaba más en uso, es decir, Italia,
España y Bélgica. Como veremos más tarde, en el primer congreso
internacional que ratificó el estatuto provisorio de la Internacional, cada
nación aceptó los puntos del estatuto según el texto que tenía ante sus
ojos. La I Internacional era demasiado pobre para imprimir su texto en
tres idiomas. Del texto inglés mismo, aunque formase con el Manifiesto
Inaugural apenas un pliego impreso, sólo se hicieron mil ejemplares, bien
pronto agotados. Guillaume, uno de los más encarnizados adversarios de
Marx, uno de los que lo acusaron furiosamente de falsificación, asegura, en
su historia de la Internacional, que sólo vio por primera vez el texto inglés
con las palabras “como medio” en 1905. Cierto que de haberlo deseado
habría podido convencerse antes de que Marx no era un falsificador,
aunque esto de seguro no hubiera modificado en nada su actitud, pues
sabemos perfectamente que uno puede hacerse trizas sobre cuestiones de
táctica aun aceptando un solo y mismo programa.
Hay aún en el estatuto un punto contra el cual los anarquistas no protestaban,
pero que desde el punto de vista marxista suscitaba dudas. Ya vimos que
para obtener la unanimidad de los elementos heterogéneos que formaban
el comité, Marx se vio obligado a hacer algunas concesiones. Pero estas
concesiones no fueron hechas en el Manifiesto Inaugural, sino en el estatuto.
Voy a explicar en qué consisten.
Luego de exponer los principios que los miembros del comité elegidos por
la asamblea del 28 de septiembre de 1864 tomaban como base para fundar
la Asociación Internacional de los Trabajadores, Marx continúa:

El congreso [...] declara que esta Asociación Internacional, como también


todas las sociedades e individuos que a ella se adhieran, reconocerán como

107
base de su conducta para con todos los hombres la “verdad”, la “justicia”
y la “moral”, sin distinción de color, creencia ni nacionalidad.
El congreso considera como un deber reclamar los derechos del hombre y
del ciudadano no sólo para los miembros de la Asociación, sino también
para todos los que cumplan sus deberes. No más deberes sin derechos, no
más derechos sin deberes.

¿En qué consisten las concesiones hechas por Marx? A este respecto él
mismo escribía a Engels:
“Todas mis proposiciones han sido aceptadas por la subcomisión. Sólo se
me ha obligado a insertar en la introducción del estatuto dos o tres frases,
como “obligación”, “derecho”, “verdad, moral y justicia”, pero todo esto
está dispuesto de modo que no perjudique nada el sentido general.”
En efecto, no hay allí nada particularmente perjudicial. Se puede hablar de
verdad, de justicia, de moral, a condición de no olvidar que ni la verdad
ni la justicia ni la moral son algo eterno e inmutable, una cosa absoluta,
independiente de las condiciones sociales. Marx no niega la verdad, la justicia
y la moral; demuestra sólo que el desenvolvimiento de estos conceptos está
condicionado por el desarrollo histórico y que cada clase les atribuye un
sentido diferente.
Lo peligroso habría sido que Marx se viera obligado a repetir la declaración
de los socialistas ingleses y franceses, a probar que es necesario realizar
el socialismo porque la verdad, la justicia y la moral lo exigen, y no
porque, como lo expone en el Manifiesto Inaugural, es inevitable y surge
lógicamente de las condiciones mismas creadas por el capitalismo, de
la situación que ocupa la clase obrera. Tal como fueron dispuestas por
Marx, esas palabras no son más que la comprobación del hecho de que los
miembros de la Asociación Internacional de los Trabajadores contraen la
obligación de atenerse en sus relaciones mutuas a la verdad, la justicia y la
moral, es decir, a no traicionarse, a no traicionar a su clase, a no engañarse
mutuamente, a trabajar como camaradas. Estas ideas, que eran para los
utopistas los principios, los fundamentos del socialismo, son en Marx las
reglas esenciales de conducta de la organización proletaria.
Pero en el punto que examinamos se dice que estos principios deben
estar en la base de la conducta de los miembros de la Internacional entre
ellos y con todos los hombres, independientemente de la raza, religión y
nacionalidad. Y esto no es racional. Hay que recordar que en esa época la
guerra civil torturaba a Estados Unidos; que, antes, la insurrección polaca
había sido aplastada de modo definitivo; que en ese mismo momento las
tropas zaristas terminaban de someter al Cáucaso; que, en varios Estados,

108
las persecuciones religiosas eran furiosas; que hasta en Inglaterra los
judíos sólo habían obtenido sus derechos políticos hacia 1858 y que en los
restantes Estados europeos aún no gozaban enteramente de los derechos
cívicos. La burguesía misma no había realizado los “eternos” principios
de moral y de justicia para los miembros de su propia clase y en su propio
país, y los violaba sin ceremonias si se trataba de otro país o de otra
nacionalidad.
El segundo punto sobre los derechos y los deberes suscitó muchas más
objeciones. Impone, no se sabe por qué, a cada miembro de la Internacional la
obligación de obtener los derechos del hombre y del ciudadano; no sólo para
él mismo, sino para los otros. Pero este adjunto no hace más claro el sentido.
A pesar de toda su diplomacia, Marx fue obligado, en esta circunstancia,
a hacer una gran concesión a los representantes de los revolucionarios
franceses desterrados, miembros del comité.
Dejadme recordar ahora algunos hechos de la historia de la gran Revolución
Francesa. Uno de los primeros actos de esta revolución fue la Declaración
de los derechos del hombre y del ciudadano. En su lucha contra la nobleza
y el absolutismo, que se arrogaban todos los privilegios y dejaban para
los otros todas las obligaciones, la burguesía revolucionaria reclamó la
igualdad, la fraternidad, la libertad, lo mismo que el reconocimiento para
todo hombre y ciudadano de algunos derechos intangibles, entre ellos el
derecho de propiedad, frecuentemente violado por la aristocracia y el poder
real en detrimento del tercer estado.
A esta Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano los
jacobinos sólo le hicieron algunas enmiendas, que dejan intacto el punto
concerniente a la propiedad individual, pero que hacen esta declaración
más radical, desde el punto de vista político, al admitir el derecho del
pueblo a la insurrección y proclamar la fraternidad de todos los pueblos.
En esta forma se la conoce con el nombre de Declaración de los derechos
de 1793 o de Robespierre, y llega a ser el programa de los revolucionarios
franceses a partir del año 1830.
Los adeptos de Mazzini, como lo hemos visto, insistían para que fuera
adoptado su programa. En su célebre libro Los deberes del hombre, que
traducido al inglés era muy popular entre los obreros de este idioma, Mazzini,
conforme con su divisa “Dios y pueblo”, contrariamente a los materialistas
franceses con su Declaración de los derechos del hombre fundados en la
razón y la naturaleza, ponía en la base de su ética idealista la concepción del
deber y de las obligaciones del hombre establecidas por Dios.
Comprenderán ahora de dónde provenía la fórmula de Marx: “No más
derechos sin deberes, no más deberes sin derechos”. Obligado a introducir
en su documento la reivindicación de la Declaración de los derechos del

109
hombre, aprovechó las divergencias entre los franceses y los italianos para
destacar en su fórmula la diferencia de esta reivindicación con la vieja
reivindicación de la burguesía. El proletariado reclama igualmente los
derechos para él mismo, pero, desde el comienzo, declara que no reconoce
derechos al individuo sin deberes ante la sociedad.
Cuando, algunos años más tarde, el estatuto fue revisado, Marx propuso que
se suprimieran únicamente las palabras que hablan de la Declaración de los
derechos del hombre. En cuanto a la tesis “No más derechos sin deberes, no
más deberes sin derechos”, subsistió y fue inserta más tarde en el programa
de Erfurt modificada así: “Iguales derechos e iguales deberes”.
Examinemos ahora el estatuto mismo:

Se ha fundado una asociación para obtener un punto central de comunicación


y de cooperación entre los obreros de diferentes países movidos por el mismo
propósito, a saber: la ayuda mutua, el progreso y la liberación completa de
la clase obrera.
El nombre de esta asociación es Asociación Internacional de los
Trabajadores.
En 1865 se convocará en Bélgica un congreso internacional obrero compuesto
de representantes de todas las sociedades obreras adheridas a la Internacional.
El congreso deberá proclamar ante Europa las reivindicaciones generales de
la clase obrera, aceptar en su forma definitiva el estatuto de la Asociación,
estudiar los medios necesarios para la eficacia de su acción y designar el
Consejo Central.
El congreso se reunirá cada año.
El Consejo Central residirá en Londres y se compondrá de obreros de
diferentes países representantes de la Asociación Internacional; él elige de
su seno a todos los funcionarios necesarios para la gestión de los asuntos:
un presidente, un tesorero, un secretario general, secretarios particulares
para las relaciones con los diferentes países.
Cada año el Consejo Central presentará un informe al congreso sobre su
acción durante el mismo período. Elegido por el congreso, tiene el derecho
de cooptación. En los casos extraordinarios podrá convocar el congreso
antes que haya fenecido el término de un año.
El Consejo Central establecerá relaciones con las diferentes asociaciones
obreras, de modo que los obreros de cada país estén constantemente al
corriente del movimiento de su clase en los otros países; hará simultáneamente
y dentro del mismo espíritu una encuesta sobre la situación social; los
problemas propuestos por una sociedad cuya discusión sea de interés general
serán examinados por todos, y cuando una manifestación práctica o una

110
dificultad internacional reclamen su acción, éste podrá actuar de un modo
uniforme. Cuando se juzgue necesario, el Consejo Central podrá formular
proposiciones y someterlas a las asociaciones locales o nacionales.
Puesto que el éxito del movimiento obrero de cada país sólo puede asegurarse
por la fuerza resultante de la acción y de la asociación; que, por otra
parte, la utilidad del Consejo Central depende de su vinculación con las
sociedades obreras ya locales, ya nacionales, los miembros de la Asociación
Internacional deberán esforzarse, cada uno en su país, por reunir en una
asociación nacional las diversas sociedades obreras existentes.

Los principios fundamentales de este estatuto fueron enseguida ratificados


por el congreso. Una de las principales modificaciones que se hicieron fue
la supresión, por iniciativa de Marx, del puesto de presidente del Consejo
Central, que más tarde se llamó Consejo General.
La experiencia de la Unión Obrera General alemana fundada por Lassalle
demostró cuáles inconvenientes tenía esta institución completamente inútil.
El Consejo General elegía presidente de la sesión y para la ordenación de
los asuntos corrientes los secretarios de diferentes países se reunían con el
secretario general.
El estatuto de la Internacional fue más tarde utilizado desmedidamente en
el movimiento obrero internacional. No detallaré las modificaciones que
le fueron introducidas durante ocho años, pero que lo dejaron intacto en
sus rasgos fundamentales; sólo los poderes del Consejo General fueron
ampliados al final de la I Internacional.
La tarea esencial del Consejo provisorio era convocar el congreso
internacional. Sobre este punto se suscitaron discusiones ardientes. Marx
insistía en que se hicieran desde el primer instante todos los trabajos
preparatorios a fin de conceder tiempo a los diferentes países para conocer
los propósitos de la Internacional y poder organizarse medianamente.
Por el contrario, los ingleses, que ponían en primer plano los intereses de
su movimiento profesional, insistían en que el congreso fuera convocado lo
más rápido posible, y en esto tenían como aliados a los desterrados franceses
del Consejo Central.
La cuestión terminó con un compromiso. En 1865 se convocó, no un congreso,
sino una conferencia, que se efectuó en Londres; en ella se escucharon
toda suerte de informes y se elaboró la orden del día del futuro congreso.
Estaban representadas Suiza, Inglaterra, Bélgica y Francia; la situación no
era halagüeña. Se decidió convocar el congreso para mayo de 1866.
Era en Alemania donde, a pesar de existir la Unión Obrera General, los
asuntos iban peor. Habiendo sido muerto Lassalle el 30 de agosto de 1864

111
en un duelo, fue reemplazado, conforme con los estatutos de la Unión,
por Bernardo Becker, hombre incapaz y poco influyente. Mucho mayor
era la influencia de Schweitzer, redactor del órgano central de la Unión, el
Socialdemócrata. Pero muy pronto entre este último y Guillermo Liebknecht,
que formaba parte de la redacción, surgieron fuertes divergencias sobre
problemas de política interior. Marx y Engels, que habían accedido a
colaborar en el periódico, renunciaron al poco tiempo públicamente. El
difunto Mehring se ha esforzado en defender a Schweitzer y demostrar
que en tal circunstancia Marx y Engels no tenían completa razón. Pero se
engaña torpemente; todos los hechos se vuelven contra él. Ya hemos visto
que la táctica de Lassalle adolecía de defectos considerables; Lassalle
se permitía procedimientos inadmisibles con la pandilla gubernamental.
Schweitzer iba aún más lejos. Insertó en su periódico una serie de artículos
de los cuales Mehring mismo dice que, por sus bobadas contra Bismarck,
le produjeron una impresión extremadamente desfavorable. Pero Mehring
trata de justificar a Schweitzer mostrando que las condiciones de la lucha
legal exigían esta pretendida táctica. Liebknecht, viejo revolucionario,
no podía, dice él mismo, adaptarse a esas condiciones y excitaba contra
Schweitzer a sus antiguos amigos y maestros. De este modo Schweitzer
fue obligado a separarse de Liebknecht, a cuyo lado se colocaron no
sólo Marx y Engels, sino muchos de sus viejos adversarios, como Hesse,
que tampoco aceptaban la táctica de Schweitzer. A semejanza de lo que
ocurrió en Rusia en las discusiones entre los bolcheviques y liquidadores,
en las que estos últimos fueron bautizados por Lenin con el nombre de
partido obrero “stolypiniano”, el de Schweitzer fue llamado por los viejos
militantes clandestinos del partido “bismarckiano”.
En cualquier caso, en el momento que se reunía la conferencia de Londres
los alemanes amigos de Marx no poseían ningún órgano de publicidad y sólo
se ocupaban de crear su propia organización. En cuanto a los lassallianos,
no querían, en esa época, oír hablar de la Internacional. El resultado de esta
escisión fue que, durante los primeros años, los alemanes sólo participaron
en la Internacional por intermedio de los viejos desterrados residentes en
Inglaterra y en Suiza.
Los informes presentados a la conferencia de Londres muestran que la situación
económica de la Internacional era muy mala. Durante todo el año sólo se
había reunido una suma aproximada a 750 francos. Todas las operaciones de
tesorería, todas las entradas de ese año representan unas 33 libras esterlinas.
Con una suma tal es muy difícil hacer grandes cosas; apenas se dispone para
pagar el alquiler y subvenir a las necesidades urgentes.
Las discusiones sobre la orden del día renovaron las divergencias
anteriormente suscitadas entre los franceses radicados en Londres y sus

112
compatriotas que representaban la organización parisiense. Estos últimos
no querían entonces que se plantease la cuestión de la independencia de
Polonia como un asunto puramente político. Los desterrados franceses,
apoyados por algunos ingleses, luchaban para que se insertara en la orden
del día un punto sobre la religión y reclamaban una lucha implacable contra
la superstición religiosa. Marx se pronunció contra su proposición. Sostenía
con justeza que, considerado el nivel poco elevado del movimiento obrero y
la escasa relación entre los trabajadores de distintos países, el hecho de poner
el punto en la orden del día del primer congreso, sólo suscitaría conflictos
inútiles. Sin embargo, quedó en minoría.
Transcurrió aún un año antes de que fuera convocado el primer congreso,
cuya realización se fijó para septiembre de 1866. Durante este tiempo se
produjeron algunos acontecimientos sobre los cuales hay que decir algo.
Para Inglaterra fue un año de lucha política intensa. Las trade-unions,
dirigidas por los obreros que formaban el Consejo Central, desarrollaron
una lucha encarnizada para conquistar nuevos derechos electorales. Esta
lucha, lo repito, se efectuó bajo la dirección de la Internacional. Marx
realizaba grandes esfuerzos a fin de que los obreros ingleses no repitiesen
sus viejos errores y desarrollasen la lucha independientemente, sin
coaligarse con los radicales. Pero a principios de 1866 reapareció la táctica
con tanta frecuencia nociva en la época del cartismo y que todavía le hizo
tanto daño. Con el propósito de conquistar el sufragio universal, los jefes
de los obreros, en parte por razones financieras, realizaron un acuerdo
con el partido más radical de la burguesía democrática, que también
reivindicaba el sufragio universal, y se organizó un comité común para
dirigir la lucha. Había elementos respetables, como el profesor Beesley,
y demócratas sinceros, pero también representantes de las profesiones
liberales, abogados y jueces, representantes de la pequeña y de la burguesía
media y en particular de la burguesía comercial que desde el comienzo fue
partidaria de un compromiso. La lucha se realizó a la manera inglesa:
organizáronse mitines y manifestaciones. En junio de 1866 Londres
contempló una demostración grandiosa, como nunca se había visto, aun
en la época del cartismo. Bajo la presión de la multitud agrupada en Hyde
Park, donde se reunía la manifestación y se habían realizado varios mitines,
cedieron los enrejados. El gobierno comprendió entonces que era llegado
el tiempo de hacer concesiones.
Después de la revolución de julio hubo igualmente en Inglaterra un fuerte
movimiento a favor de la reforma electoral, que terminó con un compromiso.
Los obreros fueron indignamente engañados y sólo la burguesía industrial
obtuvo el derecho de voto. Aun entonces, viendo que la efervescencia era
grande entre los obreros urbanos y que estaba obligado a ceder, el gobierno

113
propuso una nueva ampliación de los derechos electorales, que serían
concedidos a todos los obreros de las ciudades.
Es evidente que el derecho de voto sólo era reclamado para la población
masculina; ni siquiera se soñaba que pudiera conferirse a las mujeres. Se
propuso a los obreros el compromiso siguiente, que fue inmediatamente
aceptado por los miembros burgueses del comité de reforma electoral:
el derecho de voto se acuerda a todos los obreros que posean domicilio
(aunque sea de una pieza) por el que paguen un mínimum determinado de
alquiler. De este modo el derecho de voto se confirió a casi todos los obreros
urbanos, excepto los que se alojaban en común en una sola pieza (que ya
eran entonces numerosos), y los obreros rurales, por el contrario, no fueron
comprendidos. El autor de esta hábil maniobra fue el jefe conservador
inglés, Disraeli, la que consintieron los reformistas burgueses, instando
a los obreros a aceptar esta concesión e indicándoles que después de la
nueva elección parlamentaria podrían reclamar una nueva extensión de los
derechos electorales. Pero los obreros rurales debieron esperar aún veinte
años, hasta 1885, y sólo bajo la influencia de la revolución rusa de 1905 los
que no pagan alquiler o poseen una pieza obtienen al fin el derecho de voto.
En 1865-66 se produjeron en Alemania acontecimientos no menos
importantes: una encarnizada lucha por la hegemonía se desarrolló entre
Prusia y Austria. Bismarck se propuso dejar definitivamente a Austria fuera
de la Confederación Germánica, hacer de Prusia la columna vertebral de
Alemania, hasta reducir las provincias alemanas que poseía Austria. A esta
cuestión me referí al exponer las divergencias entre Marx y Engels, de una
parte, y Lassalle, de otra.
El litigio entre Austria y Prusia terminó en una guerra. En dos o tres semanas
Prusia, que no desdeñaba aliarse con Italia contra un Estado alemán, venció
con facilidad a Austria y se anexó varios pequeños Estados que se habían
puesto al lado de esta última: el reinado de Hanover, la ciudad libre de
Francfort, el gran ducado de Hesse, etc. Austria fue excluida definitivamente
de la Confederación Germánica, se organizó la unión de la Alemania del
Norte teniendo a Prusia a su cabeza, y para conquistar las simpatías de
obreros y la clase baja, Bismarck introdujo el sufragio universal.
En Francia, Napoleón fue obligado a hacer algunas concesiones, como la
abrogación de ciertos artículos del Código Penal establecidos contra las
coaliciones obreras. Las persecuciones ejercidas contra las organizaciones
económicas, particularmente contra las cooperativas y las sociedades
de socorros mutuos, disminuyeron, y ganó terreno entre los obreros la
corriente que se esforzaba en utilizar las posibilidades legales. Además,
las organizaciones blanquistas se desarrollaban y sostenían una violenta
polémica con los internacionalistas, a quienes reprochaban renunciar a

114
toda lucha revolucionaria y coquetear con el gobierno bonapartista.
En toda la Suiza francesa, alemana e italiana los obreros se ocupaban de
sus asuntos locales y sólo los desterrados y los extranjeros se interesaban
por la Internacional. La sección alemana que, dirigida por Becker, editaba
la revista El Precursor, hizo entonces el papel de órgano central para
las relaciones con el extranjero y para aquellos obreros alemanes que se
desvincularon del lassallismo y se adhirieron a la Internacional.
El congreso se reunió en Ginebra en septiembre de 1866, cuando Prusia había
vencido a Austria y los obreros ingleses, al parecer, obtenían una gran victoria
politica sobre la burguesía. El congreso se inició con un escándalo. Habían
llegado a Francia, además de proudhonianos, blanquistas que pretendían
participar en sus trabajos; casi todos eran estudiantes muy revolucionarios
y el futuro comisario de justicia de la Comuna de París, Protot. Aunque no
poseían ningún mandato, eran los que más alboroto hacían. Por último, se
les expulsó bruscamente. Se ha dicho que se les quiso ahogar en el lago
de Ginebra, pero esto es sólo una leyenda. Hubo, sin duda, puñetazos, se
propinaron algunos golpes, como sucede entre los franceses, que, en sus
luchas de fracciones, no siempre se limitan, como los pacíficos eslavos, a
resoluciones de exclusión. Luego de lograr ponerse al trabajo, la batalla
principal se desarrolló entre los proudhonianos y la delegación del Consejo
General compuesta por Eccarius y obreros ingleses. Marx no pudo asistir; se
hallaba a la sazón ocupado en la redacción definitiva del primer tomo de El
Capital; además, enfermo y estrechamente vigilado por los espías franceses
y alemanes, sólo salvando muchas dificultades hubiera podido hacer el viaje.
Pero escribió para la delegación un informe minucioso sobre todos los puntos
de la orden del dia.
Los delegados franceses presentaron un informe detallado, que era
la exposición de las ideas económicas de Proudhon, se declararon
enérgicamente contra el trabajo de la mujer, sosteniendo que la naturaleza
ha hecho del hogar su lugar, que la mujer debe ocuparse de la familia y no
de trabajar en la fábrica. Rechazaban de un modo explícito las huelgas y los
sindicatos y defendían la cooperación y la organización del cambio sobre
la base de la mutualidad. Las condiciones primordiales para actualizar su
programa eran, según ellos, la realización de un acuerdo entre las diferentes
cooperativas y el establecimiento del crédito sin interés. Hasta insistieron
para que el congreso ratificase la organización del crédito internacional,
pero sólo lograron obtener una resolución que recomendaba a todas las
secciones de la Internacional se ocuparan del estudio de la cuestión y de
la unificación de todas las sociedades obreras de crédito. Se opusieron
también a la limitación legal de la jornada de trabajo. Fueron combatidos
por los londinenses y los delegados alemanes, los que propusieron, como

115
resolución sobre cada punto de la orden del día, un pasaje apropiado
del informe de Marx, que colocó en primer plano todos los asuntos que
provienen de las reivindicaciones de la clase obrera.
El informe pedía que la Internacional dedicara toda su actividad a la unión y
al agrupamiento de todos los esfuerzos dispersos de la clase obrera que lucha
por sus intereses. Era necesario crear una vinculación que no sólo permitiera
a los obreros de los diferentes países comprender su fraternidad en la lucha,
sino hasta llegar a obrar como combatientes de un ejército emancipador
único; organizar la ayuda mutua internacional para las huelgas e impedir
el reemplazo de los obreros de un país por extranjeros, que es uno de los
procedimientos favoritos de los patrones.
Una de las tareas principales que preconizaba Marx era el estudio metódico,
científico, de la situación de la clase obrera de todos los países, estudio
que debía ser emprendido por iniciativa de los obreros mismos, y todos los
materiales reunidos se enviarían al Consejo General para que los ordenara.
Marx indicaba a grandes rasgos los principales asuntos de que debía ocuparse
la encuesta obrera.
El problema de los sindicatos provocó vivos debates. Los franceses se
declararon contra las huelgas y contra cualquiera organización de resistencia
a los patrones; sólo en la cooperación veían la salvación de los obreros.
Los delegados londinenses les proponían, en forma de resolución, toda la
parte del informe de Marx sobre los sindicatos. Esta fue adoptada por el
congreso, pero originó el mismo malentendido que las otras decisiones de
la I Internacional. Durante mucho tiempo el texto exacto no se conoció;
los alemanes sólo lo conocían por una traducción de Becker, a todas luces
insuficiente, aparecida en El Precursor; la traducción francesa era peor aún.
Traducida del original inglés, la he publicado por primera vez en 1914 en
Sovremenny Mir.
La resolución repite, en una forma aún más clara, todo lo que había sido dicho
por Marx en Miseria de la filosofía y en el Manifiesto Comunista sobre los
sindicatos, núcleo fundamental de la organización de clase del proletariado.
Indica, además, las tareas contemporáneas de los sindicatos y cuáles defectos
es fatal que padezcan cuando se transforman en organizaciones estrechamente
cooperativas. Por lo tanto, conviene que nos detengamos en ella.
¿Cómo han surgido los sindicatos? ¿Cómo se han desarrollado? Son
el resultado de la lucha entre el capital y el trabajo asalariado. En esta
lucha los obreros están en condiciones muy desventajosas; el capital es
una fuerza social concentrada en las manos de un capitalista, mientras
que el obrero sólo dispone de su fuerza de trabajo individual. Por esto
el asunto no es propio de la naturaleza de un contrato entre el capitalista
y el obrero. Cuando los proudhonianos hablaban de un contrato libre y

116
justo demostraban simplemente su incomprensión del mecanismo de la
producción capitalista. El contrato entre el capital y el trabajo no puede
celebrarse en condiciones justas, aun en una sociedad que ponga de
un lado los medios materiales de vida y de trabajo y de otro la energía
productiva viviente. Detrás de cada capitalista está la fuerza de la sociedad,
a cuya fuerza los obreros sólo pueden oponer su número, la fuerza social
de que disponen. Pero la fuerza del número, de la masa, se reduce a un
mínimum por la división de los obreros, división creada y mantenida por
su competencia inevitable.
En primer lugar es indispensable suprimir esta competencia entre los
obreros; y de las tentativas de los obreros para suprimirla o al menos
para atenuarla, a fin de obtener por un contrato determinado condiciones
de trabajo que los saquen de la esclavitud, han nacido los sindicatos. Al
comienzo, su tarea inmediata se limitó a las necesidades del jornal; buscaron
los medios de detener la continua usurpación capitalista; en una palabra, se
ocuparon de los asuntos del salario y de la jornada obrera. A despecho de
las afirmaciones de los proudhonianos, esta acción no sólo es legítima, sino
necesaria, inevitable mientras subsista el sistema actual de producción y
debe generalizarse mediante la formación de nuevos sindicatos y por su
unión en todos los países.
Pero aún desempeñan los sindicatos un papel no menos importante, que
los proudhonianos, en 1866, comprenden tan poco como su maestro en
1847. Inconscientemente los sindicatos han sido y son todavía centros de
organización para la clase obrera, como lo fueron en la Edad Media las
comunas para la burguesía; y si son necesarios para la guerra entre los
partidarios del capital y del trabajo, su importancia es mayor aún como
factor de organización para la supresión del régimen de asalariado. Por
desgracia, los sindicatos no han comprendido todavía del todo esta tarea.
Demasiado absorbidos por su lucha local e inmediata contra el capital, aún
no han comprendido cabalmente la fuerza de su acción dirigida contra el
sistema mismo de la esclavitud del salario. De aquí que se hayan mantenido
y aún se mantengan demasiado apartados de los movimientos generales y
políticos.
Marx destaca los síntomas que indican que los sindicatos comienzan a
comprender su misión histórica, de entre los cuales cita la participación de
los sindicatos ingleses (trade-unions) en la lucha por el sufragio universal y
la resolución que adoptaron en la conferencia de Sheffield, recomendando a
todos los sindicatos la adhesión a la Internacional.
En conclusión, Marx, que hasta entonces había polemizado contra los
proudhonianos, se pone contra los trade-unionistas puros, que querían limitar
la acción de los sindicatos a asuntos del salario y de la jornada obrera.

117
Los sindicatos deben, además, aprender a obrar conscientemente como
centros de organización de la clase obrera para su emancipación completa
y han de secundar todo movimiento social y político que tienda a ese
fin. Considerándose combatientes y representantes de la clase obrera y
accionando en concordancia, han de atraer a sus filas a todos los obreros;
vigilar atentamente sus intereses en las ramas de las industrias peor
retribuidas; preocuparse, por ejemplo, de los obreros agrícolas que, en
virtud de su situación especial, son reducidos a la impotencia; proclamar
ante el mundo entero que sus aspiraciones no son estrechas y egoístas sino
que propenden a la liberación de los millares de oprimidos del globo.
Los debates del congreso de Ginebra sobre la cuestión sindical tienen un
gran interés. Los delegados londinenses defendieron con mucha inteligencia
su posición, pues consideraban que la resolución misma no era más que
la deducción del extenso informe de Marx, que, por desgracia, sólo ellos
conocían. En efecto, cuando el Consejo General hubo examinado las
cuestiones que debían figurar en la orden del día del futuro congreso, se
suscitaron profundas divergencias entre sus miembros.
Por esto Marx leyó en el Consejo General un informe detallado en el
que explica la importancia de los sindicatos en el régimen capitalista.
Aprovechó esa ocasión para exponer a su auditorio en forma popular su
nueva teoría del valor y de la plusvalía, la dependencia que existe entre
el salario, la ganancia y el precio de las mercancías. Estas discusiones del
Consejo General impresionan por su seriedad y gravedad dignas de una
sociedad de sabios burgueses. Toda la autoridad, todas las adquisiciones
de esta nueva ciencia económica marxista fueron puestas al servicio de la
clase obrera.
Los delegados londinenses defendían con igual habilidad la resolución
de Marx sobre la jornada de ocho horas; contrariamente a los franceses,
demostraban con Marx, que “la condición previa y sin la cual toda tentativa
de mejoramiento y liberación de la clase obrera resulta infructuosa, es la
limitación legal de la jornada de trabajo”. Es necesario restaurar la salud
y la energía de cada nación, asegurarle la posibilidad de desenvolvimiento
intelectual, de comunión social y de su actividad política.
Tomando como base la proposición del Consejo General, el congreso fijó en
ocho horas el límite legal de la jornada de trabajo. Y como esta limitación
era una reivindicación de los obreros de Estados Unidos, la transformó en
programa general de la clase obrera de todo el mundo. El trabajo nocturno
sólo sería permitido en casos excepcionales, en algunas ramas de la
producción y en ciertas profesiones que se determinarían claramente por la
ley pero con la aspiración a suprimirlo.
En su nota-informe Marx no estudiaba en detalle, por desgracia, la

118
cuestión del trabajo de la mujer; creyó que bastaba decir que el párrafo
sobre la reducción de la jornada de trabajo se refería íntegramente a todos
los obreros adultos, hombres y mujeres. Por consiguiente, especificaba
que estas últimas no debían emplearse en el trabajo nocturno y no podrían
ser obligadas a realizar ninguna tarea perjudicial para su organismo ni
ejercer un oficio que requiriera la manipulación de sustancias venenosas
o nocivas para la salud. Luego, como la mayoría de los franceses y de los
suizos se manifestaron categóricamente contra el trabajo de la mujer, el
congreso adoptó las tesis de Marx y la resolución de los franceses, con lo
que se declaró, en suma, que era preferible impedir el trabajo de la mujer,
pero que, allí donde no fuera posible, había que contentarse con los límites
fijados por Marx.
Por el contrario, las tesis de Marx sobre el trabajo de los niños y de
los adolescentes se adoptaron integralmente, sin ninguna enmienda
proudhoniana. Se decía en ellas que la tendencia de la industria
contemporánea a hacer colaborar a los niños y a los adolescentes de ambos
sexos en la obra de producción social, era una tendencia progresista, sana y
legítima, aunque, bajo la dominación del capital, se transforma en horrible
flagelo. En una sociedad racionalmente organizada, según Marx, todos los
niños, a partir de la edad de nueve años, deben ser productores. De igual
modo, ningún adulto sano puede sustraerse al cumplimiento de esta ley de
la naturaleza: trabajar para tener la posibilidad de comer, y no sólo trabajar
intelectualmente, sino también físicamente. A este respecto Marx propuso
todo un programa de combinación del trabajo manual con el intelectual,
programa que comporta el desarrollo intelectual general, el politécnico,
que hace conocer a los niños las bases científicas de todos los procesos de
producción.
En su nota-informe Marx se refiere a la cooperación, oportunidad que
aprovecha no sólo para criticar las ilusiones de los cooperativistas puros,
sino también para destacar la condición especial para el éxito del movimiento
cooperativo. Como en el Manifiesto Inaugural, no concede su preferencia
a las cooperativas de consumo, sino a las de producción; “pero no es con
las cooperativas, cualesquiera sean —agrega— que se puede lograr la
supresión del régimen capitalista. Para esto es necesario un cambio más
vasto, más radical, que se extienda a la sociedad entera. Cambios tales solo
pueden producirse por intermedio de una fuerza social organizada, el poder
estatal, que ha de pasar de manos de los capitalistas y latifundistas a las de
la clase obrera”. Así, pues, también aquí proclama Marx la necesidad de la
conquista del poder político por la clase obrera.
El proyecto de estatuto que ustedes ya conocen fue adoptado sin ninguna
modificación. La tentativa de los franceses (que ya habían suscitado esta

119
cuestión en la conferencia de Londres) de no entender por “obrero” más que
a las personas ocupadas en un trabajo manual y excluir a los representantes
del trabajo intelectual, fue fuertemente combatida. Los delegados ingleses
declararon que de aceptarse la proposición de los franceses era necesario
excluir al mismo Marx, que tanto había hecho por la Internacional.
El congreso de Ginebra desempeñó un papel importante como instrumento
de propaganda; todas sus resoluciones para establecer las reivindicaciones
primordiales de la clase obrera, escritas casi exclusivamente por Marx,
entran en el programa mínimo práctico de todos los partidos obreros. El
congreso tuvo inmensa repercusión en todos los países, comprendida Rusia,
donde, ya en 1865, el Sovremenny reprodujo gran parte del Manifiesto
Inaugural, presentándolo como escrito por Marx. Después del congreso
de Ginebra, que dio fuerte impulso al movimiento obrero internacional, la
Internacional adquirió súbitamente gran popularidad y llamó la atención de
algunas organizaciones democráticas burguesas que intentaron utilizarla
para sus propósitos personales.
En el congreso siguiente, realizado en Lausana, la lucha se entabló alrededor
de la participación en el congreso de una nueva sociedad internacional, la
Liga para la Paz y la Libertad, que debía reunirse en Ginebra. Triunfaron los
partidarios de la participación. Sólo en el congreso siguiente, realizado en
Bruselas, triunfa el punto de vista del Consejo General y se decidió proponer
a la Liga que se adhiriese a la Internacional y se afiliasen sus miembros a las
respectivas secciones de cada país.
Marx no participó en esos dos congresos. Aún no había terminado el
congreso de Lausana cuando apareció el primer tomo de El Capital. En el
congreso siguiente, realizado en Bruselas en 1868, se adoptó, a proposición
de la delegación alemana, una resolución que recomienda a los obreros de
todos los países el estudio de El Capital. Esta resolución destacaba el mérito
inmenso de Marx: es “el primer economista que haya sometido el capital a
un análisis minucioso y reducido a sus elementos fundamentales”.
Entre otras cosas, examinó el congreso de Bruselas la cuestión de la
influencia de las máquinas en la situación de la clase obrera, las huelgas y
la propiedad territorial. Las resoluciones adoptadas son, poco más o menos,
compromisos; por el contrario y por primera vez, el punto de vista del
socialismo, o como se decía entonces, del colectivismo, triunfa contra el
criterio de los franceses; se reconoció la necesidad de socializar los medios
de transporte, de comunicación y el suelo, pero esta resolución sólo fue
adoptada en forma definitiva en el congreso siguiente, realizado en Basilea
en 1869.
La cuestión política capital que preocupó a la Internacional después del
congreso de Lausana fue la de la guerra y los medios a emplear para

120
combatirla. La guerra de 1866 entre Prusia y Austria, en que triunfó la
primera, hizo nacer la opinión de que esta guerra originaría, en un porvenir
próximo, otra entre Francia y Prusia. En 1867 las relaciones entre ambos
países se hicieron delicadas. Las aventuras coloniales emprendidas
por Napoleón para rehacer su prestigio perjudicaron, por el contrario,
considerablemente su situación. La expedición a México, efectuada bajo
la presión de los grandes financistas, lo indispuso sobremanera con los
Estados Unidos, categóricamente hostiles a toda tentativa de las potencias
europeas para inmiscuirse en los asuntos de América. El plan de Napoleón
se frustró de modo lastimoso. Urgíale reparar sus malandanzas en Europa,
pero también allí lo perseguía la desgracia; obligado a hacer concesiones
en política interior, esperaba, mediante una anexión afortunada en Europa,
redondear las posesiones francesas y consolidar su situación. Prodúcese
el asunto de Luxemburgo en 1867: después de toda suerte de tentativas
infructuosas para obtener algún territorio sobre la margen izquierda del
Rin, Napoleón intentó comprar a Holanda el gran ducado de Luxemburgo,
que hasta 1866 perteneció a la Confederación Germánica, pero cuyo jefe
supremo era el rey de Holanda. En otro tiempo había en el ducado una
guarnición prusiana, que debió retirarse. La noticia de una transacción
entre Napoleón y los Países Bajos produjo viva efervescencia entre los
patriotas alemanes; se respiraba una atmósfera de guerra, pero Napoleón,
no considerándose bastante alistado, se batió en retirada, con lo que su
prestigio sufrió considerablemente y tuvo que hacer nuevas concesiones a
la oposición, que aumentaba sin cesar.
Cuando se realizaba el congreso de Bruselas la situación era tan aguda que
cada día se esperaba la guerra, con la persuasión de que estallaría tan pronto
como Francia y Prusia hubieran terminado sus preparativos y encontraran un
pretexto favorable. Planteábase el movimiento obrero, que se desarrollaba
día a día, la cuestión alarmante de las medidas a emplear para impedir esa
guerra, que asestaría un golpe terrible a los obreros franceses y alemanes.
De aquí que la Internacional, que desde 1868 representaba una fuerza
considerable y estaba a la cabeza del movimiento obrero internacional, no
podía sino interesarse por este asunto. En el congreso de Bruselas unos pedían
la organización de una huelga general en caso de guerra; otros demostraban
que únicamente el socialismo le pondría fin, y después de animados debates
se adoptó una resolución contemporizadora bastante confusa.
Como en el verano de 1869 el espectro de la guerra parecía haberse
esfumado, en el congreso de Basilea ocuparon el primer lugar los problemas
económicos y sociales; por primera vez se planteó de manera categórica el
problema, ya tratado someramente en Bruselas, de la socialización de los
medios de producción, y esta vez los adversarios de la propiedad individual

121
del suelo triunfaron en forma definitiva. La derrota de los proudhonianos
fue completa, pero surgieron otras divergencias, pues allí aparece el
representante de una nueva tendencia, Bakunin. ¿De dónde provenía?
Después de 1840 lo vemos en Berlín; sabemos que pasó por la misma
escuela filosófica que Marx y Engels; que al comienzo de la revolución de
1848 se puso al lado de los desterrados alemanes que en París organizaron
una legión revolucionaria para invadir a Alemania. Durante la revolución
se esforzó en Moravia por unir a los revolucionarios eslavos; arrestado
luego, fue condenado a muerte, pero puesto en manos de Nicolás I, éste
lo encarceló en Schlusslbourg. Algunos años más tarde, bajo Alejandro II,
fue enviado a Siberia, de donde se fugó hacia el Japón y América hasta
Europa. Esto ocurría en 1862. Se metió en los asuntos rusos, alióse con
Herzen, escribió sobre las cuestiones eslavas y rusas algunos folletos,
en los que demuestra la necesidad de la unión revolucionaria de los
eslavos e hizo una tentativa desgraciada para participar en la insurrección
polaca. En 1864 se encontró en Londres con Marx y por él conoció la
fundación de la Internacional. Le prometió participar en ella y se trasladó
a Italia, donde se ocupó de otras cosas. Como en 1848, Bakunin creía
que Marx sobreestimaba la importancia de la clase obrera; opinaba que
los intelectuales, estudiantes, representantes de la democracia burguesa
y particularmente los desclasados constituyen un elemento mucho más
revolucionario.
Mientras la Internacional luchaba contra las primeras dificultades y llegaba
gradualmente a ser la organización internacional más influyente, Bakunin
trabajaba en Italia para organizar su sociedad revolucionaria; luego pasó a
Suiza, se afilió a la Liga Burguesa para la Paz y la Libertad, de cuyo comité
central llegó a ser miembro. De ella salió en 1868, pero en vez de entrar en
la Internacional fundó con sus camaradas una nueva sociedad: la Alianza
Internacional de la Democracia Social.
Esa sociedad era, por lo menos exteriormente, muy revolucionaria; declaraba
guerra implacable a Dios y al Estado y exigía que todos sus miembros fueran
ateos; su programa económico no se distinguía precisamente por la claridad y
en vez de tender a la supresión de las clases postulaba su igualdad económica
y social. A pesar de sus alardes revolucionarios, ni siquiera se mantenía
consecuente con un programa socialista y se limitaba a reclamar la supresión
del derecho de herencia. Sin duda para no atemorizar a los tránsfugas de las
otras clases, se rehusaba a destacar con nitidez su carácter de clase.
La Alianza se dirigió al Consejo General para pedir su ingreso en la
Internacional, pero en carácter de asociación especial, con estatuto y
programa propios. Con esto abordamos uno de los puntos más espinosos.
Como Marx gozaba de gran influencia en el Consejo General, se le

122
responsabiliza corrientemente de todas las decisiones que éste tomaba, y
esto es exagerado. Pero en la decisión concerniente a Bakunin es en efecto
a Marx a quien corresponde la mayor responsabilidad. Si se cree no sólo a
los partidarios de Bakunin, sino también a algunos marxistas que tomaron la
defensa de este chismoso pero sincero revolucionario, Marx fue demasiado
brutal al oponer al pedido de la Alianza una negativa rotunda.
Para comprender el fondo de la discusión imaginad, por ejemplo, que una
organización que acaba de desvincularse de una sociedad democrática
cualquiera se dirige a la Internacional Comunista pidiendo ser aceptada en
su seno, pero reclamando derecho de existir como sociedad que posee un
programa, y aun el de convocar su congreso especial. Se le respondería, con
razón: Ciertamente, vale más tarde que nunca, y si han comprendido el error
de aliarse con la burguesía, vengan a nosotros, que serán bien venidos, pero
empiecen por disolver su organización e ingresen en nuestras diferentes
secciones. No se podría hallar en esta respuesta una prueba de hostilidad o
de aversión hacia la organización de marras.
Además, conviene no olvidar la siguiente circunstancia: A la vez que el
programa de su Alianza, Bakunin envió una carta personal a Marx casi
cuatro años después de haberle escrito de Italia para prometerle que
trabajaría allí por la Internacional. Y no sólo dejó de lado esta promesa,
sino que dedicó todas sus fuerzas al movimiento burgués. Ahora escribía a
Marx, es verdad, manifestándole que comprendía mejor que nunca cuánta
razón tenía escogiendo el largo camino de la revolución económica y
ridiculizando a los que yerran en las empresas nacionales o puramente
políticas. Y agregaba de modo patético: “Desde el adiós público solemne
que en el congreso de Berna he dado a los burgueses, no conozco otra
sociedad ni otro medio que el mundo de los obreros. Mi patria será en
adelante la Internacional, de la que tú eres uno de los principales fundadores.
Ya lo ves, amigo mío, soy tu discípulo y estoy ufano de serlo”.
Esta carta tiene la virtud de llenar de lágrimas y de ternura a los amigos de
Bakunin y de provocar su indignación contra Marx, el hombre sin corazón
que tan brutalmente rechazó la mano que se le tendía. Mehring mismo dice
que no es posible dudar de la sinceridad de las declaraciones de Bakunin.
Tampoco tengo yo la intención de sospechar de la sinceridad de Bakunin,
pero ruego a los lectores que se pongan en el lugar de Marx. Este era,
evidentemente, áspero por naturaleza, pero el mismo Mehring ha reconocido
que hasta fines de 1868 Marx dio pruebas de gran tolerancia hacia Bakunin.
Todo tiene sus límites; y basta leer con atención la carta de Bakunin para
comprender que su tono sentimental debió ser poco convincente para Marx.
No es una carta escrita por un muchacho, sino por un hombre de más de
cincuenta años que ya otra vez se había adherido al “mundo de los obreros”

123
para olvidarlo de inmediato y refugiarse en el “mundo de la burguesía”.
Después de cuatro años de permanecer en este mundo profundamente
embaucado y deseoso de entrar de nuevo en la amplia vía, Bakunin solicitó
su admisión en la Internacional, pero exigiendo condiciones en verdad
excesivas. Marx, pues, que en 1864 fue hasta benévolo hacia Bakunin, se
puso otra vez, y con razón, en guardia.
Luego que el Consejo General rechazó categóricamente el pedido de
Bakunin, éste anunció que la Alianza se disolvía y que su organización
se transformaría en secciones de la Internacional, pero conservando su
programa teórico. El Consejo no consintió en admitir las secciones de la
Alianza sino en condiciones comunes.
Todo parecía terminado. Mas pronto sospechó Marx que Bakunin había
simplemente engañado al Consejo General y que, disolviendo en forma
oficial su asociación, conservaba en efecto la organización central para llegar
a apoderarse de la Internacional. Y justamente éste fue el fondo del litigio.
Estamos dispuestos a admitir que Marx era un hombre malo y Bakunin un
ángel bondadoso, pero no es ésta la cuestión, porque Bakunin tuvo también
no pocos defectos. ¿Y quién no los tiene? A lo que deben responder con
claridad sus defensores es a esto: ¿Existía o no una organización secreta?
¿Se permitió o no Bakunin matraquear al Consejo General asegurándole
que había disuelto su asociación?
A pesar del ciego amor a Marx de que Mehring me acusa, estaría dispuesto
a reconocer con él que Bakunin fue indignamente calumniado si el finado
Guillaume, viejo amigo de éste e historiador de la Internacional, hubiese
demostrado que la Alianza fue de veras disuelta. Pero lo cierto es, por
desgracia, que ella existía y realizaba una lucha encarnizada contra la
Internacional. En esta lucha nuestro honrado Bakunin puso en acción todos
los medios que juzgó necesarios para conseguir su objeto, cosa que no le
reprocho. Pero es ridículo ver a sus partidarios esforzándose en presentarlo
como a un hombre que jamás recurre a medios peligrosos y, como lo
asegura uno de sus defensores menos inteligentes, que nunca tuvo un oculto
propósito.
¿Cuál fue el objeto en cuyo beneficio Bakunin no vaciló en utilizar todos los
medios? Destrucción de la sociedad burguesa, revolución social, he aquí lo
que quería Bakunin; pero Marx tenía el mismo propósito, de modo que las
divergencias hay que buscarlas en otro punto, y, en efecto, Marx y Bakunin
estaban en completo desacuerdo sobre la manera de conseguir su objetivo.
Ante todo hay que destruir, para que en seguida todo se reforme a sí mismo, y
cuanto más pronto mejor. Basta sublevar a los intelectuales revolucionarios
y a los obreros exasperados por la miseria. Para ello sólo se requiere un
grupo compuesto por hombres decididos, caldeados por el fuego sacro. He

124
aquí, en sustancia, toda la doctrina de Bakunin, que, al pronto, recuerda la
de Weitling, pero la semejanza es sólo superficial, e igualmente tiene una
superficial analogía con la de Blanqui. Bakunin rehusaba admitir la conquista
del poder político por el proletariado, negaba toda lucha política realizada
en la sociedad burguesa existente y en cuanto tendiera a lograr condiciones
más favorables para la organización de clase del proletariado. De ahí que
Marx y todos los que con él juzgaban necesario realizar la lucha política,
organizar al proletariado para la conquista del poder político fueran, a los
ojos de Bakunin y de sus adeptos, oportunistas inveterados que retardan la
marcha de la revolución social.
Los bakuninistas aprovecharon, pues, la ocasión, a fin de asimilar a Marx
a un hombre que para la realización de sus ideas no vacila en falsificar los
estatutos de la Internacional; públicamente y en particular en sus cartas
y circulares lo llenaron de injurias, no retrocedieron ante procedimientos
antisemitas y hasta llegaron a acusarlo de ser agente de Bismarck.
En Italia y Suiza mantenía Bakunin numerosas relaciones y en este último
país, principalmente en la parte romana, tenía numerosos partidarios. No
estudiaré el porqué, pues ello me llevaría demasiado lejos; me limitaré a decir
que su propaganda fue sobre todo fructuosa entre los obreros inestables y
los relojeros fuertemente hostigados por la competencia de la gran industria
de relojería.
Cuando Bakunin se presenta al congreso de Basilea su grupo era ya
considerable, y, como sucede en casos semejantes, la primera batalla se libró
alrededor de un asunto por completo distinto del que constituía el fondo
del desacuerdo. Bakunin, que protestaba violentamente contra cualquier
oportunismo, reclamaba con particular insistencia que la supresión del
derecho de herencia fuera adoptada como una de la reivindicaciones del
momento. Ateniéndose a la nota-informe de Marx, los delegados del Consejo
General demostraban que esa medida, como ya lo indica el Manifiesto
Comunista, era una de las tantas de transición que el proletariado tomaría
luego de adueñarse del poder político; entretanto, sólo se podía reclamar
el aumento del impuesto a las sucesiones y la restricción del derecho de
testar. Pero Bakunin hacía caso omiso de la lógica y de las condiciones
reales; lo que buscaba en esta reivindicación era el medio de agitar que
ella comportaba. Finalmente, ninguna resolución obtuvo la mayoría.
Otro conflicto se produjo entre Bakunin y el viejo Liebknecht. El congreso
de Basilea era el primero en el que participaba un grupo considerable de
delegados alemanes, pues en ese tiempo G. Liebknecht y A. Bebel habían
logrado, luego de una encarnizada lucha de fracción contra Schweitzer,
organizar un partido que en su congreso constituyente de Eisenach adoptó
el programa de la Internacional. El órgano central de este partido criticó de

125
manera virulenta la acción de Bakunin en la Liga para la Paz y la Libertad
y reveló detalladamente sus viejos puntos de vista paneslavistas. Mehring
dice que mucho tiempo después Marx se declaró contra esa crítica, pero,
como lo hemos visto en el caso de Vogt, se le consideraba responsable
de todos los actos de los marxistas, entre los cuales estaban Liebknecht y
Bebel. Bakunin aprovechó el congreso para ajustar cuentas con Liebknecht,
lo que finalizó con una reconciliación que sólo fue temporaria.
El congreso siguiente debía reunirse en Maguncia —Alemania—, pero no
pudo efectuarse. Inmediatamente del congreso de Basilea las relaciones
entre Francia y Alemania se hicieron tan tirantes que se podía esperar de
un momento a otro la declaración de guerra. Bismarck, uno de los más
grandes bribones que hayan nunca existido, engañó con habilidad a su
viejo maestro Napoleón y, luego de hallarse preparado de pies a cabeza
para la guerra, arregló las cosas de modo que a los ojos del mundo Francia
apareciera como agresora. La guerra estalló, en efecto, y ni los obreros
franceses ni los alemanes estuvieron en condiciones de impedirla. Algunos
días después de la declaración de guerra el Consejo General publicó una
proclama redactada por Marx. Esta comienza con una cita del Manifiesto
Inaugural de la Internacional, en la que se condena “la política exterior
desenvuelta en concordancia con los prejuicios nacionales, persiguiendo
propósitos criminales y el despilfarro de la sangre y los bienes de los pueblos
en guerras de rapiña”. Sigue una requisitoria contra Napoleón, en la que
Marx describe suscintamente la lucha de éste contra la Internacional, lucha
que se reforzó cuando los internacionalistas franceses emprendieron una
encarnizada agitación contra Napoleón. De cualquier modo que la guerra
termine, agrega Marx, el Segundo Imperio está perdido; terminará como
empezó, por una parodia.
¿Fue Napoleón el único culpable? No completamente. Todos los Estados
europeos lo fueron, pues no hay que olvidar que éstos y las clases dominantes
de Europa ayudaron a Bonaparte durante dieciocho años a desempeñar la
comedia de la restauración del imperio.
Contra Alemania dirige Marx los ataques más violentos. La guerra actual
es para los alemanes, dice, una guerra defensiva, pero ¿quién ha colocado
a Alemania en la necesidad de defenderse? ¿Quién ha sugerido a Napoleón
el ataque a Alemania? Prusia. Esta realizó un acuerdo con Napoleón
contra Austria. Si Prusia hubiera sido derrotada, Francia habría invadido
Alemania. ¿Y qué ha hecho Prusia después de su victoria sobre Austria? En
vez de oponer a la Francia esclavizada una Alemania libre, no solamente ha
mantenido intacto el viejo régimen prusiano sino que le ha agregado todos
los rasgos característicos del régimen bonapartista.
La primera fase, la fase decisiva de la guerra, fue de una rapidez aterradora.

126
El ejército francés no estaba preparado; a pesar de la declaración presuntuosa
del Ministro de Guerra, que afirmaba que todo, hasta el último botón, estaba
listo, se averiguó que, si en efecto los botones lo estaban, no había dónde
coserlos. En unas seis semanas el ejército regular francés fue batido por
completo y Napoleón capituló el 2 de septiembre en Sedán. El 4 de septiembre
se proclamó en París la República y contrariamente a la declaración de Prusia,
afirmando que sólo combatía al imperio, las hostilidades continuaron. Esta
fue la segunda fase de la guerra, la más larga y encarnizada.
En seguida de la proclamación de la República en Francia, publicó el
Consejo General un segundo manifiesto sobre la guerra. Este manifiesto,
escrito asimismo por Marx, es, por lo profundo del análisis de la situación
y agudeza de su visión histórica, una de sus obras más geniales. Y es
interesante que Marx lo firmara como secretario del Consejo General no
sólo para Alemania sino también para Rusia, pues poco antes se había
constituido en Suiza una sección rusa de la Internacional, que le solicitó la
representara en el Consejo.
Como hemos visto, Marx predijo en el primer Manifiesto que la guerra
finalizaría con la caída del Segundo Imperio. El segundo comienza recordando
esta predicción, pero no se justifica menos la crítica que Marx hizo antes
de la política prusiana, pues la guerra defensiva de Prusia se transformó
en un ataque al pueblo francés. Desde el momento que la disgregación del
ejército francés se hizo evidente, mucho antes de la capitulación de Sedán,
la pandilla militar prusiana se decidió por la política de conquista. La crítica
de Marx a la hipócrita burguesía liberal alemana fue igualmente despiadada.
Aprovechando las indicaciones de Engels, que como especialista seguía con
atención el desarrollo de la guerra y que en la primera quincena de agosto
predijo la catástrofe de Sedán, Marx analiza los argumentos militares con
que los generales prusianos y Bismarck se esfuerzan en justificar la anexión
de Alsacia y Lorena a Alemania.
Se decide de modo categórico contra toda anexión o contribución y
demuestra que una paz de violencia conduce a resultados diametralmente
opuestos a los esperados; una nueva guerra es la consecuencia de semejante
paz. Francia querría recobrar lo perdido y para lograrlo trataría de aliarse
con Rusia. De esta manera la Rusia zarista, que había perdido su hegemonía
después de la guerra de Crimea, volvería a ser el árbitro de los destinos de
Europa. Ese pronóstico genial, esa previsión del desarrollo de la historia
europea, que es una de las pruebas prácticas más brillantes de la justeza de
la concepción materialista de la Historia, termina con estas palabras:

¿Creen de veras los patriotas alemanes garantir efectivamente la paz y


la libertad de Alemania, arrojando a Francia en los brazos de Rusia? Si

127
el éxito del ejército, la embriaguez de la victoria y las intrigas dinásticas
conducen a expoliar territorios franceses, dos caminos quedan abiertos
para Alemania. O se transforma en instrumento consciente de los planes
prusianos, política concorde con la tradición de los Hohenzollern, o al
cabo de cierto tiempo muy breve deberá prepararse para una nueva guerra
“defensiva”; pero esta no será una guerra “localizada” será una guerra de
razas, una guerra con los eslavos y los latinos aliados. He aquí la paz que
“garantizan” a Alemania los obtusos patriotas burgueses.

Esta predicción se cumplió al pie de la letra, como han podido verlo los
actuales patriotas alemanes, no menos obtusos que sus antepasados. El
Manifiesto termina con la exposición de las tareas que se imponían entonces
a la clase obrera; exhorta a los trabajadores alemanes a exigir una paz
honorable y el reconocimiento de la República francesa. A los obreros
franceses, que estaban en una situación mucho más embarazosa, Marx
les aconseja no perder de vista a los republicanos burgueses y utilizar el
régimen de la República para desarrollar rápidamente su organización de
clase y obtener su emancipación.
Los acontecimientos no tardaron en justificar la desconfianza de Marx hacia
los republicanos franceses. Su conducta infame, su disposición a entenderse
con Bismarck antes que hacer la más ligera concesión a la clase obrera
determinaron la proclamación de la Comuna. Después de tres meses de lucha
heroica este primer ensayo de dictadura del proletariado, realizado en las
más desfavorables condiciones, fue vencido. El Consejo General no estaba
en condiciones de prestar a los franceses la ayuda necesaria. París estaba
separado del mundo entero y del resto de Francia por las tropas francesas y
alemanas. Cierto es que la Comuna despertó simpatías generales y podemos
decir con todo orgullo que su suerte emocionó profundamente a la misma
Rusia, donde, en abril de 1871, un grupo de revolucionarios, dirigidos por
Goncharov, publicó manifiestos para exhortar al pueblo a seguir el ejemplo
de los comunardos franceses.
Marx, que durante la Comuna, como lo prueba una de sus cartas
(encontradas por mí) al eminente internacionalista y mártir de la Comuna,
Varin, se esforzó en mantener relaciones con París, recibió del Consejo
General el encargo de escribir sobre ella un manifiesto. En él defiende
a los comunardos calumniados por toda la prensa burguesa y manifiesta
que la Comuna es una nueva y grande etapa del movimiento proletario, el
prototipo del Estado proletario que asumirá la realización del comunismo.
Ya con la experiencia de 1848, Marx había llegado a la conclusión de
que la clase obrera no puede limitarse a la conquista del poder político
burgués, sino que debe destrozar ese organismo burocrático y policial, y

128
la experiencia de la Comuna lo convenció definitivamente de esa verdad.
Ella enseña que el proletariado, una vez dueño del poder, está obligado
a crear su propio órgano estatal adaptado a sus necesidades. Pero ella
enseña también que el Estado proletario no puede encerrarse en los
marcos de una ciudad, aunque sea la capital. El poder del proletariado
ha de extenderse a todo el país para lograr consolidarse, y a varios países
capitalistas para obtener la victoria definitiva.
Por el contrario, Bakunin y sus adeptos extrajeron otras conclusiones de la
experiencia de la Comuna. Continuaron combatiendo, todavía con mayor
violencia, toda política y todo Estado, recomendando la organización, en
la primera ocasión favorable, de “comunas” en las ciudades aisladas cuyo
ejemplo sería imitado por las otras.
La derrota de la Comuna perjudicó mucho a la Internacional y el movimiento
obrero francés se interrumpió casi completamente durante varios años. En
la Internacional sólo estuvo representado por los comunardos radicados en
Inglaterra o en Francia que habían logrado escapar a las persecuciones y
entre los cuales se desarrollaba la más encarnizada lucha de fracción, lucha
que fue llevada al seno mismo del Consejo General.
El movimiento obrero alemán fue igualmente afectado. Bebel y Liebknecht,
que protestaron contra la anexión de Alsacia y Lorena y se solidarizaron con
la Comuna de París, fueron arrestados y condenados a prisión. El partido
había perdido la confianza de Schweitzer y se le obligó a abandonarlo. Los
adeptos de Liebknecht y de Bebel, los “eisenachianos”, como se les llamaba,
continuaron trabajando al margen de los lassallianos y sólo iniciaron un
acercamiento con éstos cuando el Estado persiguió vigorosamente a los
dos partidos en lucha. De este modo la Internacional perdió de un golpe su
apoyo en los dos principales países de la Europa continental.
Hasta en el movimiento obrero inglés se produjo una retirada. La guerra
entre los dos países más desarrollados del continente, desde el punto de
vista industrial, no fue menos provechosa para la burguesía inglesa de lo que
ha sido la Guerra Mundial para la burguesía americana. Entonces se halló
la burguesía inglesa en la posibilidad de sacar de sus beneficios fabulosos
cierta cantidad y distribuirla entre los numerosos obreros empleados en
las principales ramas de la industria. Los sindicatos disfrutaron de mucha
libertad de acción; algunas viejas leyes dirigidas contra ellos fueron
suprimidas y esas reformas influyeron en algunos miembros del Consejo
General que desempeñaban un papel importante en el movimiento trade-
unionista. A medida que la Internacional se hacía más radical, muchos de
ellos se hacían más y más moderados. Formalmente eran miembros del
Consejo General, pero utilizaban tal título para sus intereses personales.
La Comuna y los furiosos ataques que ella provocó contra la Internacional

129
los amedrentaron; se apresuraron a declarar que no se solidarizaban con
el manifiesto sobre la Comuna de París, aunque Marx lo había escrito por
orden del Consejo General. Todo ello determinó una escisión en la sección
inglesa de la Internacional.
En esas condiciones fue convocada, por último, en Londres, a fines de
septiembre de 1871, la conferencia de la Internacional, que debía ocuparse
principalmente de dos cuestiones. Constituía la primera la litigiosa cuestión
de la lucha política, y uno de los motivos que indujeron a la conferencia
a ocuparse de ella fue la conducta de los bakuninistas, que proseguían
acusando a Marx de haber intencionalmente falsificado el estatuto de la
Internacional para imponer a ésta su opinión. La resolución da esta vez una
respuesta que no permite duda alguna y que significa la derrota completa de
los bakuninistas. Como es probable que pocos de ustedes la conozcan y es
muy importante, leeré la última parte.

Considerando:
Que la reacción desenfrenada reprime violentamente el movimiento
emancipador de los obreros e intenta por la fuerza brutal perpetuar la división
de clases y la subsistencia del dominio de una clase que de ello resulta;
Que esta constitución del proletariado en partido político es indispensable
para asegurar el triunfo de la revolución social y el de su fin supremo, la
abolición de las clases;
Que la unión de las fuerzas obreras obtenida ya por la lucha económica
debe servir también de palanca en manos de esta clase en su lucha contra
el poder político de sus explotadores;
La conferencia recuerda a todos los miembros de la Internacional que
en el plan de combate de la clase obrera su movimiento económico y su
movimiento político están indisolublemente ligados.

Pero la conferencia hubo aún de ocuparse de los bakuninistas por otra


razón. El Consejo General estaba cada vez más persuadido de que a pesar
de todas las protestas de Bakunin, su sociedad secreta existía, por lo que
la conferencia adoptó una resolución para prohibir en la Internacional la
organización de sociedad alguna con un programa especial. A este respecto
se consignó de nuevo la declaración de los bakuninistas sobre la disolución
de la Alianza y el incidente se declaró terminado.
Pero había aún otra decisión que debía inquietar particularmente a Bakunin
y a sus adeptos rusos. La conferencia declaró en forma categórica que la
Internacional nada tenía que ver con el asunto de Nechayev, que se arrogó y
explotó para sus fines particulares el título de miembro de la Internacional.

130
Tal decisión estaba dirigida exclusivamente contra Bakunin, que estuvo,
como se sabe, ligado largo tiempo a Nechayev, revolucionario ruso
escapado al extranjero en marzo de 1869. En el otoño de ese mismo año
regresó a Rusia con plenos poderes otorgados por Bakunin y organizó en
Moscú un grupo especial. Sospechando que el estudiante Ivanov quería
traicionar la organización, lo asesinó, con la ayuda de algunos camaradas, a
poca distancia de la academia Petrovsko-Razumovskoie y huyó nuevamente
al extranjero. Este asunto originó el arresto de los miembros de la nueva
organización y el de muchos estudiantes de San Petersburgo relacionados
con ella. Todos ellos fueron delatados a los tribunales durante el verano de
1871. Este asunto es conocido con el nombre de Nechayev. Se publicaron
numerosos documentos en el curso del proceso, y en éste se confundía la
sociedad de Bakunin y su sección rusa con la Internacional, pero bastó
comparar esos documentos con los escritos de Bakunin para reconocer al
verdadero autor. Sólo se distinguían de otros llamamientos análogos por su
mucha franqueza y, en las partes rectificadas y completadas por Nechayev,
por una cierta torpeza y pesadez de exposición.
Se acostumbraba decir que Bakunin estuvo sometido a la influencia de
Nechayev, que lo engañaba y lo utilizaba con fines personales. Nechayev,
hombre de talento pero de poca instrucción, que rechazaba corno inútil todo
trabajo teórico, estaba dotado de una energía excepcional, de una voluntad
de hierro; revolucionario entregado en cuerpo y alma a la causa, demostró
más tarde ante sus jueces y en la prisión su firme coraje y su odio irreductible
a los opresores y explotadores del pueblo. Dispuesto a todo, no desdeñaba
medio alguno para lograr el propósito al que había consagrado su vida, pero
no descendía jamás a medios bajos cuando se trataba de su persona. En este
respecto era incomparablemente superior a Bakunin, que, en sus propósitos
personales, estaba siempre dispuesto a los compromisos, y la superioridad
de Nechayev en tal aspecto no ofrece duda alguna y todo indica que el
mismo Bakunin lo reconocía, lo apreciaba altamente, aunque desde el punto
de vista intelectual aquél le fuera muy inferior.
Sería ingenuo creer, sin embargo, que Nechayev imponía a Bakunin sus
propios puntos de vista revolucionarios, pues él mismo era su discípulo.
Pero mientras nuestro apóstol de la destrucción se mostraba con frecuencia
ilógico y revolucionario sin consecuencia, Nechayev se distinguía por
una lógica intransigente y extraía de las teorías de su maestro todas
las deducciones prácticas que comporta. Manifestándole Bakunin que
no podía abandonar el trabajo que había asumido (la traducción de El
Capital), porque se le habían hecho algunos adelantos, Nechayev le
ofreció librarlo de tal obligación, lo que era muy simple: en nombre del
comité revolucionario de la Narodnaia Rasprava escribió a la persona que

131
hacía de intermediaria entre el editor y Bakunin para que dejara en paz
a éste si no quería ser asesinado. Como Bakunin ponía en primer plano
al lumpenproletariat, al que consideraba el verdadero promotor de la
revolución social y lo oponía al proletariado de la gran industria, de igual
modo que creía que los criminales y los bandidos eran el elemento mejor
del ejército revolucionario. Nechayev llegó lógicamente a la conclusión
de que era menester organizar en Suiza a hombres resueltos con el objeto
de proceder con ellos a la expropiación. Por fin, Bakunin se separó de
su discípulo, no por cuestiones de principios, sino únicamente porque la
lógica implacable y simplista de Nechayev lo espantaba; sin embargo,
nunca osó romper públicamente con él, pues éste tenía en sus manos
muchos documentos que lo comprometían.
En seguida de la conferencia de Londres la lucha redobló su intensidad;
los bakuninistas declararon abiertamente la guerra al Consejo General,
acusándolo de haber él mismo adobado la conferencia e impuesto a toda
la Internacional el dogma de la necesidad de organizar al proletariado en
partido especial para la conquista del poder político y pidieron la realización
de un congreso que resolviera el asunto de manera definitiva.
El congreso se realizó en septiembre de 1872 y ambas partes se prepararon
ardorosamente, con la participación, por vez primera, de Marx. Bakunin
no asistió. Respecto a la cuestión principal, el congreso confirmó en su
totalidad la resolución de la conferencia, a la que agregó la frase siguiente,
tomada casi literalmente del Manifiesto Inaugural de la Internacional:
“Como los poseedores del suelo y del capital aprovechan siempre sus
privilegios políticos para defender y perpetuar sus monopolios económicos
y esclavizar el trabajo, la conquista del poder político es el supremo deber
del proletariado”.
Luego de examinar todos los documentos relativos al asunto de la Alianza
y llegados a la conclusión de que ésta existía en la Internacional como
sociedad secreta, la comisión especial propuso, y fue aceptada, la exclusión
de Bakunin y Guillaume.
En la resolución se dice que Bakunin es excluido, además, por “un
asunto personal”, que se refiere a la ya mentada cuestión de Nechayev.
Personalmente, creo que las razones políticas bastaban para motivar la
exclusión de Bakunin, pero es ridículo querer transformar esta triste
historia, en la que Bakunin fue víctima de su falta de carácter, en un pretexto
para acusar a Marx. Es aún más ridículo decir que Bakunin fue excluido
porque, a la manera de muchos literatos, solicitó un adelanto al editor y
luego no hizo el trabajo. ¿Es eso una estafa? No, ciertamente. Pero cuando
los defensores de Bakunin, a los que se suma Mehring, más tarde, dicen
que Marx no debía enrostrarle aquello como un crimen, no comprenden u

132
olvidan que no se trataba de la restitución de los adelantos recibidos, sino
de algo mucho más importante. Mehring, como le sucede con frecuencia,
se ha puesto al lado del literato. Muchos escritores, dice, no devuelven a los
editores lo que han recibido como adelanto. Cierto, agrega, que ése no es
un procedimiento muy loable, pero no se juzga al hombre por semejantes
bagatelas. Por ello Mehring demuestra que no ha comprendido más que
los anarquistas la discusión fundamental que se produjo en el congreso
de La Haya. Allí donde Bakunin y sus amigos vieron sólo una viveza
perdonable, con perjuicio para el editor, los miembros de la comisión, con
todos los documentos en la mano, vieron el abuso criminal del nombre
de una organización obrera revolucionaria muy ligada a la Internacional,
abuso cometido con fines personales: librarse del pago de una deuda. Si
el documento qua estaba en manos de la comisión se hubiera publicado
en ese momento, habría producido el regocijo del mundo burgués. Había
sido escrito por Nechayev, pero en el fondo concordaba perfectamente con
los principios de Bakunin. Hay que agregar que Bakunin no se separó de
Nechayev por ese asunto, sino porque le parecía que éste lo consideraba a
él mismo como un instrumento para sus objetivos revolucionarios. Basta
leer las cartas de Bakunin a sus amigos para advertir cuán poco reparaba
en lanzar contra sus adversarios, comprendido Marx, no ya acusaciones
políticas, lo que tenía derecho a hacer, sino acusaciones personales.
Ahora tenemos que Bakunin es el autor del célebre manual para uso
de los revolucionarios, atribuido a Nechayev, y cuya publicación en el
curso del asunto provocó la indignación general de los revolucionarios.
Los amigos de Bakunin negaron obstinadamente que él fuera el autor y
responsabilizaron a Nechayev.
Al final de sus tareas el congreso de La Haya aceptó la proposición de
Engels para trasladar a Nueva York la residencia del Consejo General. Ya
hemos visto que en esa época la Internacional había perdido no sólo su
apoyo en Francia, donde desde 1872 el solo hecho de pertenecer a ella era un
crimen, sino en Alemania y también en Inglaterra. El traslado a América del
organismo central se consideraba provisorio. Pero sucedió que el congreso
de La Haya fue el último celebrado por la Internacional. En 1876 el Consejo
General anunció desde Nueva York que la I Internacional había dejado de
existir.

133
NOVENA CONFERENCIA

ENGELS SE INSTALA EN LONDRES. - SU PAPEL EN EL CONSEJO


GENERAL. - ENFERMEDAD DE MARX. - ENGELS SUSTITUYE A
MARX. - EL ANTI-DUHRING. - LOS ULTIMOS AÑOS DE MARX;
INTERES DE MARX POR RUSIA. - ENGELS EDITOR DE LAS OBRAS
POSTUMAS DE MARX. - ACCION DE ENGELS EN LA EPOCA DE LA II
INTERNACIONAL. - MUERTE DE ENGELS.

Hemos terminado en la última conferencia la historia de la Internacional.


Casi nada hemos dicho del papel de Engels, y sabemos que interesa
considerablemente, a juzgar por las notas que he recibido de mis oyentes.
Se pregunta a menudo si Engels era en verdad un fabricante. Como en estos
últimos tiempos, bajo el régimen de la NEP, a la palabra “fabricante” se le
ha dado un sentido peyorativo y se la emplea aún contra los administradores
comunistas, nos detendremos un poco en este punto. Engels, ya lo dijimos
al comienzo, provenía de una rica familia de fabricantes y también él lo era.
La fundación de la Internacional se llevó a cabo sin su intervención, y hasta
principios de 1870 no tomó en ella sino una participación insignificante
e indirecta. Durante esos años escribió algunos artículos para las revistas
obreras inglesas. No hablamos de la ayuda que sin cesar prestó a Marx,
quien en los primeros años de la Internacional se encontraba en una extrema
pobreza. Sin el socorro de Engels y la pequeña herencia que le había dejado
su viejo amigo Guillermo Wolf, a quien dedicó El Capital, Marx no habría
podido vencer la miseria y hallarse en estado de escribir su obra fundamental.
Entre su correspondencia hay una carta conmovedora dirigida a Engels para
informarle que había recibido al fin la prueba de la última galera.

Por fin —escribe— este tomo está terminado. A ti solo debo el haber podido
concluirlo. Sin tu ayuda ilimitada jamás habría podido dar término al
trabajo prodigioso de tres tomos. Te agradezco con todo corazón y te abrazo.

Engels fue fabricante, pero hay que hacer notar que no por mucho tiempo.
Luego de la muerte de su padre, acaecida en 1860, quedó aún varios años
como simple empleado. Sólo en 1864 fue asociado a los negocios, pasando
a ser uno de los directores de la fábrica. Durante todo ese tiempo se esforzó
por librarse de su “oficio de perro”. Soñaba en su porvenir y sobre todo en el

134
de Marx. Tenemos, a este respecto, varias cartas muy curiosas que escribió
a Marx en 1868, en las que le comunicaba que estaba en gestiones para
abandonar la fábrica, pero que quería hacerlo en condiciones que aseguraran
su existencia y la de su amigo.
Llegó finalmente a entenderse con su socio y en 1869 dejó la fábrica, no sin
asegurar, como decimos, el porvenir de Marx, quien, desde entonces quedó
libre de la miseria. Pero hasta septiembre de 1870, Engels no pudo radicarse
en Londres.
Para Marx la llegada de Engels fue no sólo una alegría personal sino también
un alivio considerable en el trabajo que realizaba para el Consejo General. En
efecto, debía tratar con innumerables representantes de distintas naciones,
con quienes se comunicaba verbalmente o por escrito. Engels, que ya en su
juventud estaba muy bien dotado para los idiomas, hablaba o, como decían
bromeando sus amigos, chapurreaba una docena de lenguas. Era, pues, un
auxiliar precioso para la correspondencia internacional, aparte de que en su
larga práctica comercial había aprendido a ordenar los asuntos, lo que no
constituía precisamente el fuerte de Marx.
Desde su incorporación al Consejo General, Engels se dedicó a este trabajo.
Pero asumió aún otra parte de labor para aliviar a Marx, cuya salud estaba
demasiado quebrantada por las privaciones y el trabajo excesivo. Enérgico,
después de haber aspirado largo tiempo a este género de actividades, Engels,
como lo prueban los debates del Consejo General, resultó ser uno de sus
miembros más diligentes.
Pero la participación de Engels en el Consejo General tuvo igualmente su
fase negativa. Cuando se estableció en Londres, los comunistas luchaban
contra los bakuninistas y esa lucha repercutía en el Consejo. Por otra parte,
en esa época, según lo hemos visto, existían entre los ingleses profundas
divergencias en la apreciación de los problemas de principios y de táctica.
Como lo sabemos por el ejemplo de la organización moscovita y por el de
los diversos distritos de la capital, las divergencias políticas se complican
y agravan frecuentemente a consecuencia del carácter personal de los
adversarios. Ocurre también que miembros de una organización se adhieren
a tal o cual grupo o plataforma mucho menos por razones de principio que
por motivos de vinculación personal con los jefes o militantes influyentes de
uno u otro grupo. A menudo, camaradas en quienes la voz del sentimiento
ahoga la de la razón, anteponen sus simpatías o antipatías por una persona a
la doctrina y principios sostenidos por ella. Sea como fuere, los desacuerdos
personales complican la lucha de principios.
Cuando tales divergencias se suscitan en un distrito, por lo general se las
puede remediar desplazando temporariamente a los militantes. Pero ese
procedimiento, bueno en un barrio, en una región y hasta en un país, es
135
inaplicable en la Internacional. En general, la solución de las dificultades
por medio del traslado de militantes, sólo tiene un valor restringido. Es
mucho mejor anular rápidamente las oposiciones sea por un acuerdo, sea
por la división.
Hablamos de las razones objetivas que habían provocado las divergencias
en el partido inglés. Lo que no comprenden o no quieren comprender
ciertos historiadores de la Internacional, y en particular los historiadores
del movimiento obrero inglés, es que el Consejo General que dirigió de
1864 a 1873 el movimiento obrero internacional, era al mismo tiempo el
órgano director del movimiento obrero inglés. De manera que si los asuntos
internacionales influían sobre los asuntos ingleses, toda modificación
en el movimiento obrero inglés repercutía fatalmente en las funciones
internacionales del Consejo General.
Indicamos la última vez que las concesiones obtenidas por los obreros ingleses
de 1867 a 1871 (derecho electoral para los obreros urbanos y legalización
de las trade-unions), provocaron entre los trade-unionistas que integraban el
Consejo General un robustecimiento de la corriente conciliadora. El propio
Eccarius se inclinaba hacia ella; en esta época precisamente hallábase en
holgada situación y, como acontece con frecuencia, se tornaba mucho más
tolerante respecto de la burguesía. Con él tenía a varios otros miembros del
Consejo General, que, con el tiempo, se separaron de Marx.
Debemos destacar que las relaciones personales que agravaron las
principales divergencias se explican por la participación de Engels en el
Consejo General, en el que reemplazaba muy frecuentemente a Marx.
Cerca de veinte años habían transcurrido desde que Engels partiera para
Manchester y se alejara así del movimiento obrero. Durante todo ese
tiempo, Marx quedó en Londres. Allí mantenía relaciones con los cartistas,
colaboraba en sus órganos, frecuentaba los clubes obreros alemanes y
compartía la vida de los emigrados. Daba conferencias, veía con regularidad
a los camaradas y discutía a menudo con ellos, pero las relaciones con
“papá” Marx eran siempre cordiales y fraternales, selladas por una gran
ternura, como puede comprobárselo hasta por los recuerdos de aquellos que
más tarde se separaron políticamente de él.
Particulares vínculos amistosos se establecieron entre los obreros y Marx
en la época de la Internacional. Los miembros del Consejo General que lo
conocían, que veían su penuria, su miserable vivienda, que eran testigos
de su actividad en el Consejo y lo sabían pronto a abandonar todas sus
ocupaciones, su obra científica, para dar todo su tiempo y todas sus
fuerzas a la clase obrera, lo respetaban profundamente. Sin retribución
alguna, rehusando cualquier privilegio y todo honor, Marx trabajaba con
infatigable perseverancia.

136
Otra cosa ocurría con Engels, a quien la mayor parte de los miembros
del Consejo General no conocía ni por asomo. Sólo los alemanes lo
recordaban, pero Engels tenía aún por conquistar su confianza. Para los
demás, era un hombre rico, un fabricante de Manchester que veinticinco
años antes había escrito un buen libro en alemán sobre los obreros ingleses.
Frecuentando durante una veintena casi en forma exclusiva la sociedad
burguesa, los grandes banqueros e industriales, Engels, naturalmente
distinguido, adquirió maneras aún más refinadas. Siempre bien puesto,
indiferente, reservado, fino, con el paso un poco militar, nunca llevado a
intemperancias en el lenguaje, daba la impresión de un hombre seco y frío.
Así lo describen los que lo conocieron personalmente poco después de
1840. En la redacción de la Nueva Gaceta Renana, durante las ausencias de
Marx, Engels tenía muy a menudo fuertes discusiones con sus camaradas,
a los que a veces hacía sentir demasiado su superioridad intelectual. Menos
violento que Marx, era mucho más intolerante en las relaciones personales
y se enajenaba así la amistad de numerosos obreros, al contrario de Wolf y
Marx, que eran maestros y camaradas ejemplares.
Progresivamente, Engels se adaptó a su nueva situación y se desembarazó
de sus viejas costumbres. Pero en esos años demasiado difíciles, cuando
tuvo que reemplazar con frecuencia a Marx, su carácter, su personalidad,
contribuyeron bastante a ahondar los desacuerdos transitorios, sobre todo en
el Consejo General. Así, no sólo Eccarius, sino también viejos colaboradores
de Marx, como Jung, que había sido mucho tiempo secretario general de
la Internacional y estaba estrechamente ligado a Marx, quien con gusto y
mucha delicadeza lo ayudaba en el cumplimiento de su penosa tarea, se
retiraron poco a poco del Consejo General.
Por cierto, los chismes y habladurías habituales empezaron a circular. Muchos
que no conocían a Engels no comprendían por qué Marx lo quería tanto y
hacía de él semejantes elogios. Hay que leer los recuerdos de Hyndman,
fundador de la socialdemocracia inglesa, para apreciar la ruindad de sus
explicaciones. Según ellos, si Marx estaba tan íntimamente ligado a Engels,
era por la riqueza de éste y su socorro. Particularmente vil fue la conducta de
algunos ingleses, y, entre ellos, un tal Smith, que más tarde participó como
traductor en los congresos de la II Internacional, distinguiéndose durante
la guerra, como Hyndman, por su patriotismo desenfrenado. A él ni a los
demás nunca perdonó Engels esa campaña calumniosa contra Marx y, como
lo refiere Vandervelde, poco antes de morir echó de su casa a Smith, que
había ido a verlo.
Pero entonces, por el año 1872, esos chismes eran celosamente difundidos
entre los obreros alemanes de tendencia lassalliana llegados a Londres,
y sobre todo entre los jóvenes revolucionarios que habían escapado

137
después del aplastamiento de la Comuna y nada conocían de la historia del
movimiento. El Consejo General proveía ayuda material a los desterrados,
pero por más que Marx y Engels hicieron grandes esfuerzos para
organizar el socorro a los comunardos, éstos nunca estaban satisfechos y
continuamente acriminaban.
Mas no fue sólo en Londres donde la participación de Engels en el Consejo
General acentuó la división. Bakunin y sus adeptos trabajaban en especial
en Rusia y los países latinos: en Italia, en España, en el sur de Francia, en
Portugal y en la Suiza romana e italiana. Bakunin apreciaba particularmente
Italia, porque el elemento dominante allí era el lumpenproletariat, en el que
veía la principal fuerza revolucionaria, porque existían numerosos jóvenes
“desclasados”, incapaces en absoluto de hacerse una carrera en la sociedad
burguesa, y porque el pillaje era allí la forma en que se manifestaba la
protesta de los campesinos pobres. En una palabra, Italia tenía una elevada
cantidad de paisanos hambrientos, mendigos, bandidos, elementos todos a
los cuales Bakunin concedía tan grande importancia en Rusia.
Era Engels quien mantenía correspondencia con esos países y, como
puede verse por algunos borradores que nos han quedado, combatía
implacablemente a los bakuninistas.
El célebre folleto sobre la Alianza de Bakunin, folleto que era el informe de
la comisión del congreso de La Haya, en el que se denunciaba y combatía
la política de los bakuninistas, fue escrito por Engels y Lafargue. Este
último, después de la caída de la Comuna, se había refugiado en España,
donde entabló una encarnizada polémica con los españoles partidarios de
Bakunin.
Marx no colaboró sino en el último capítulo, pero políticamente se
solidarizaba con el conjunto de esa requisitoria dirigida contra el bakuninismo.
Después de 1873, Marx abandonó la actividad pública. En ese año terminó
la segunda edición del primer tomo de El Capital y corrigió la traducción
francesa, cuyo último fascículo apareció en 1875. Fue eso, con el nuevo
comentario al viejo opúsculo sobre la Liga de los Comunistas, y un corto
artículo para los camaradas italianos, todo lo que Marx publicó de entonces
hasta 1880. Mientras se lo permitía su salud quebrantada, continuaba
trabajando en su obra capital, de la que había terminado el primer esbozo por
el año 1864. Pero asimismo no tuvo tiempo de preparar definitivamente para
la impresión el segundo volumen, en el que trabajaba en esa época. Ahora
sabemos que el último manuscrito publicado en ese tomo fue escrito en 1878.
Rendido en extremo, apenas emprendía una labor intelectual intensa, Marx
estaba amenazado por un ataque de apoplejía. Durante esos años su familia
y Engels temían constantemente un fin repentino. El poderoso organismo
de Marx, que antes había podido resistir un trabajo sobrehumano, estaba

138
entonces muy debilitado y soportaba menos los trastornos físicos y morales
que en los años de miseria material. La conmovedora solicitud de Engels,
que hacía cuanto podía por reconfortar físicamente a su viejo amigo, era poco
eficaz. Marx tenía en borrador su inmensa obra, a la que se dedicaba cuando
las fuerzas se lo permitían, desaparecido el peligro inmediato de muerte y
autorizado por los médicos a trabajar algunas horas por día. El sentimiento
de que no estaba ya en condiciones de cumplir su tarea como habría querido,
lo torturaba. “Estar incapacitado para el trabajo —decía— es una sentencia
de muerte para el hombre que no quiere ser un bruto.” Después de 1878 se
le obligó a cesar por completo el trabajo de El Capital, pero conservaba la
esperanza de volver a su obra cuando estuviese restablecido. Esta esperanza
nunca se realizó.
Sin embargo, aún podía escribir. Continuó tomando notas; seguía con suma
atención el movimiento obrero internacional e intelectualmente tomó en él
parte activa, respondiendo a innumerables consultas y problemas que se
le sometían de diferentes países. La lista de direcciones que anota en un
libro especial es enorme después de 1880. Con Engels, que entonces asume
definitivamente el grueso del trabajo, está al corriente del movimiento
obrero, que se desarrolla rápido y en el cual comienzan a triunfar las ideas
del Manifiesto Comunista. Y esto gracias sobre todo a Engels, que de 1870
a 1880 despliega una intensa energía.
Hablar de lucha de marxistas y bakuninistas en la I Internacional es mucho
exagerar. Los segundos eran en realidad bastante numerosos, pero sus filas
estaban compuestas de los elementos más heterogéneos, sólo unidos por la
campaña contra el Consejo General.
La situación era mucho peor entre los marxistas. Marx y Engels no tenían
con ellos sino a un puñado de hombres, que conocían bien el Manifiesto
Comunista y comprendían perfectamente la doctrina marxista. La
publicación de El Capital no hizo aumentar el número, en los primeros
tiempos. Para la inmensa mayoría de los comunistas, esa obra era como
un bloque de granito, al cual se daban con ardor..., pero sin resultado. Es
suficiente leer los escritos de los socialdemócratas entre 1872 y 1875, y
aun los de Guillermo Liebknecht, discípulo directo de Marx, para ver cuán
poco se desarrollaba el estudio teórico del marxismo. Frecuentemente,
el órgano central del partido alemán presentaba una extraña mixtura de
los más diferentes sistemas socialistas. El método de Marx y Engels, la
concepción materialista de la Historia, la doctrina de la lucha de clases,
todo eso estaba en hebreo para la mayor parte de los comunistas, y el
propio Liebknecht se orientaba tan mal en la filosofía del marxismo, que
confundía el materialismo dialéctico de Marx y Engels con el materialismo
biológico de Moleschott y Büchner.

139
Engels se encarga entonces de defender y difundir las ideas del marxismo,
mientras Marx, como lo hemos visto, se esfuerza vanamente en terminar El
Capital. Engels se sirve de un artículo cualquiera que le ha impresionado
o de un hecho de actualidad, para mostrar la profunda diferencia entre
el socialismo científico y los otros sistemas socialistas, o para aclarar
un problema práctico desde el punto de vista del socialismo científico y
enseñar la manera de aplicar el método.
Así, cuando el proudhoniano alemán Muhlberger publicó en el órgano
central de la socialdemocracia artículos sobre el problema de la vivienda,
Engels aprovechó la ocasión para mostrar el abismo que separaba al
marxismo del proudhonismo, dando de ese modo un complemento al libro
de Marx Miseria de la filosofía, y poniendo en claro uno de los factores más
importantes que determinan la situación de la clase obrera.
Reeditó con un nuevo prefacio su viejo libro sobre La Guerra de los
Campesinos en Alemania, para dar a los jóvenes camaradas un ejemplo
de la aplicación de la concepción materialista de la Historia a uno de los
principales episodios de la historia de Alemania y de sus campesinos.
Cuando surgió en el Reichstag la cuestión de las primas, merced a las
cuales los grandes terratenientes prusianos querían asegurarse el medio
de continuar dando salida a su aguardiente para el pueblo, Engels, en un
folleto intitulado El aguardiente prusiano en el Reichstag alemán, develó
los apetitos de los junkers y aprovechó la oportunidad para mostrar el
papel histórico de la gran propiedad rural y de los junkers prusianos. Todos
esos trabajos, como también otros artículos sobre la historia alemana,
dieron en seguida a Kautsky y a Mehring la posibilidad de popularizar
y desarrollar las ideas fundamentales de Engels en sus trabajos sobre la
historia alemana.
Pero el timbre de gloria para Engels son sus trabajos de 1876-77. En 1875,
lassallianos y eisenachianos se unieron en torno del programa de Gotha, que
fue un mal compromiso entre el marxismo y esa deformación del marxismo
que se llamó lassallismo.
Marx y Engels protestaron enérgicamente contra dicho programa, no
porque estuviesen contra la unión o quisiesen a toda costa la modificación
del programa según sus indicaciones, sino porque consideraban con razón
que si la unión era necesaria, de ninguna manera hacía falta darle como base
teórica un programa malo. Opinaban que más convenía esperar y limitarse
en tanto a una plataforma general para el trabajo práctico diario. Bebel y
Bracke compartían ese punto de vista, pero no Liebknecht.
Algunos meses más tarde, Marx y Engels pudieron convencerse de que en
cuanto a preparación teórica, las dos fracciones del bloque estaban en el
mismo nivel.
140
La doctrina del filósofo y economista alemán E. Dühring comenzó a
adquirir gran popularidad en el partido, entre los miembros jóvenes, los
intelectuales y aun entre los obreros. Dühring, siendo profesor adjunto en
la Universidad de Berlín, había conquistado allí la simpatía general, tanto
por su personalidad como por la audacia de sus opiniones. Ciego, daba
conferencias sobre historia de la mecánica, economía política y filosofía.
La diversidad de sus conocimientos era motivo de sorpresa, porque sabíase
que estaba obligado a hacerse leer los libros necesarios y que dictaba sus
obras. Era, de cualquier modo, un hombre eminente. Cuando inició una
violenta crítica de las viejas doctrinas socialistas y, en particular, de Marx,
sus conferencias causaron gran impresión. Los estudiantes y los obreros
alemanes, así como los admiradores rusos de Dühring, creían oír por
primera vez “la voz de la vida en el dominio del pensamiento”. Dühring
destacaba la importancia de la actividad, de la lucha, de la protesta, oponía
al factor económico el político, insistía en la importancia de la fuerza y la
violencia en la Historia. No se contenía en su polémica; lo mismo atacaba
rudamente a Marx que a Lassalle y en su argumentación no vacilaba en
recordar que Marx era judío.
Engels estuvo largo tiempo indeciso antes de responder a Dühring. Por
fin cedió a instancias de sus amigos de Alemania y, en 1877, publicó en el
órgano central del partido, el Vorwaerts, varios artículos que demolieron
las teorías de aquél. Mas esos artículos provocaron la indignación de
muchos de sus camaradas del partido. Los partidarios de Dühring estaban
dirigidos entonces por Bernstein, futuro teórico del revisionismo, y
Most, posteriormente líder de los anarquistas alemanes. En el congreso
de la socialdemocracia, varios delegados, entre ellos el viejo lassalliano
Walhteich, atacaron con violencia a Engels. Poco faltó para que el congreso
resolviese impedir la publicación del texto de los artículos de Engels en el
órgano central del partido, que consideraba a Marx y a Lassalle como sus
maestros.
El asunto habría alcanzado escandalosos contornos, si, finalmente, no
se hubiese encontrado un conciliador para proponer que se continuasen
publicando los artículos de Engels, no en el propio órgano central, sino
en un suplemento especial. La proposición fue adoptada. Esos artículos,
reunidos luego en volumen, aparecieron especialmente editados en 1878.
La obra, La revolución de la ciencia por Eugenio Dühring o el Anti-
Dühring, como la llamamos ordinariamente, hizo época en la historia
del marxismo. La joven generación que comenzó a militar hacia 1876-80
supo por esa obra qué es el socialismo científico, cuáles son sus principios
filosóficos y su método. El Anti-Dühring es la mejor introducción al
estudio de El Capital. Leyendo los artículos escritos entonces por los

141
pretendidos marxistas se advierte qué extrañas conclusiones aducían de
El Capital, interpretado por ellos a tuertas y a derechas.
Hay que reconocer que, para la difusión del marxismo, corno método y
sistema especial, ningún libro después de El Capital ha hecho tanto como
el Anti-Dühring. Todos los jóvenes marxistas, Bernstein, Kautsky, Plejanov,
que hicieron sus primeras armas entre 1880 y 1885, aprendieron en el libro
de Engels.
Y no sólo sobre los dirigentes del partido influyó el Anti-Dühring. En 1880,
Engels, a pedido de los marxistas franceses, desglosó algunos capítulos
que fueron traducidos al francés y cuya difusión no resultó inferior a la del
Manifiesto Comunista. Dichos capítulos aparecieron intitulados Socialismo
utópico y Socialismo científico. Esta obra fue inmediatamente vertida al
polaco y, un año y medio después de .publicarse una edición en alemán,
apareció también en ruso. Todos estos trabajos fueron realizados por Engels
en vida de Marx, quien a veces participaba en ellos, no sólo con consejos
sino directamente, como, por ejemplo, en el Anti-Dühring, para el que
escribió todo un capítulo.
Poco después de 1880 se produjo una variación en el movimiento obrero
europeo. Gracias, sobre todo, a Engels, a su infatigable trabajo, a sus
brillantes facultades de vulgarizador, las ideas marxistas progresaban cada
vez más en aquel medio.
En Alemania, donde el Partido Socialdemócrata cae en 1876 bajo el golpe de
la ley contra los socialistas, la corriente marxista, tras una corta interrupción,
gana terreno. Como lo dice Bebel en sus recuerdos, los viejos militantes de
Londres tuvieron un gran papel en aquel cambio: amenazaron con protestar
públicamente si no se ponía fin a lo que ellos llamaban el “escándalo”, si no
se emprendía una lucha implacable contra toda tentativa de entrar en acuerdo
con la burguesía.
En 1879 nace en Francia, del congreso de Marsella, un nuevo partido
obrero, con un programa socialista. Comprende a un joven grupo marxista,
a la cabeza del cual se pone un ex bakuninista, Julio Guesde. En 1880
se resolvió elaborar un nuevo programa. Con este objeto, Guesde y sus
camaradas vieron en Londres a Marx, quien participó de manera activa en
la preparación del mismo. Sin aprobar, en la parte práctica, ciertos puntos
sobre los cuales hacían hincapié los franceses, en razón de su importancia
para la agitación local, Marx se encargó de formular enteramente los
principios. De nuevo mostró cómo, a despecho de las aserciones de Mehring,
comprendía las particularidades de Francia, y supo encontrar una forma, de
la cual fluían lógicamente los principios fundamentales del comunismo y
no obstante resultaba accesible a cualquier francés. Ese programa sirvió de
modelo a todos los programas que siguieron: el ruso, el austríaco y el de

142
Erfurt. Guesde y Lafargue redactaron inmediatamente un comentario del
programa, que fue traducido por Bernstein al alemán, y después por Plejanov
al ruso con el título de Qué quieren los socialdemócratas. Con esta obra se
instruyeron los primeros marxistas rusos. Con el folleto de Engels, fue para
ellos una introducción al estudio del programa y un excelente manual para
la enseñanza en los círculos obreros.
Para los franceses, Marx compuso un cuestionario detallado, que debía servir
en un interrogatorio sobre la situación de la clase obrera. Apareció sin la
firma de Marx. Mientras el interrogatorio por él esbozado en su nota-informe
al congreso de Ginebra en 1866 no contenía sino unas quince preguntas, el
nuevo cuestionario planteaba más de cien. Los menores detalles de la vida
obrera estaban allí previstos. Era ése y para aquella época un interrogatorio
excelente, que no habría podido ser redactado sino por un conocedor del
problema obrero, como Marx. Nuevamente probó, así, que sabía comprender
las condiciones concretas y que, a pesar de todas las acusaciones que le valía
su pretendido amor a lo abstracto, se distinguía por un profundo sentido de
la realidad. Saber analizar ésta, saber extraer de ella conclusiones generales,
no significa necesariamente desentenderse de la realidad y remontarse a
las alturas de la abstracción. Por desgracia, ese cuestionario, publicado en
francés, sólo fue traducido de inmediato al polaco. En ruso fue publicado en
1922, a instancias mías, en uno de los órganos sindicales.
Engels y, sobre todo Marx, seguían atentamente el movimiento
revolucionario ruso. Ambos estudiaron la lengua rusa. Marx no lo hizo
sino muy tarde, pero con tal entusiasmo que pronto pudo leer no sólo a
Dobroliubov y a Chernichevsky, sino también a escritores como Saltikov-
Chechedrin, particularmente difíciles para los extranjeros. Llegó a leer la
traducción rusa de El Capital. En contra de las afirmaciones de Mehring,
la popularidad de Marx después del congreso de La Haya no dejó de
aumentar en Rusia. Como crítico de la economía burguesa, Marx gozaba
en Rusia de una autoridad más grande que en cualquier otro país, sin
exceptuar la propia Alemania, y ejerció profunda influencia sobre varios
intelectuales rusos, la orientación de cuyos trabajos determinó. Directa o
indirecta, la influencia de Marx se encuentra en las obras de economistas
rusos como Sieber, Yanjul, Kablukov, Kaufmann, e historiadores como
Kovalevski y Luchitski. Fuera de El Capital, otras obras de Marx eran
poco conocidas. En cuanto a la filosofía de Marx, a la concepción
materialista de la Historia, la mayor parte de los rusos la ignoraban
completamente o no tenían más que una vaga idea de ella.
Desde mucho tiempo, es cierto, conocíase la importancia preponderante
que Marx atribuía a las relaciones económicas. Según lo demostramos
en 1901, Kachev, crítico conocido, que figura como acusado en el

143
proceso Nechayev, había traducido al ruso, en 1865, el célebre prefacio
de la Crítica de la economía política, en que Marx expone sucintamente
la concepción materialista de la Historia. Pero, aún reconociendo la
importancia decisiva de las condiciones económicas, Kachev, como
después Sieber y Nicolaion —seudónimo éste de Nicolás Danielson,
economista ruso, 1844-1918—, no tuvo idea alguna de la vinculación
existente entre la concepción económica de la Historia y la doctrina de
la lucha de clases.
Después de 1870, Marx y Engels tuvieron influencia directa sobre Lavrov,
que editaba en Londres la revista ¡Adelante! Igual que los socialdemócratas
alemanes de esa época, los adeptos de Lavrov en Rusia respetaban
profundamente a Marx, pero ligaban el marxismo a toda suerte de doctrinas
idealistas. De no menos autoridad gozaba Marx entre los bakuninistas rusos
que habían renunciado a los métodos de Nechayev y adaptado la doctrina
de Bakunin a las condiciones rusas, transformándola en una especie de
populismo revolucionario.
Por el año 1878, Marx y Engels apreciaban sobre todo el movimiento de
la Narodnaia Volia. Considerando a Rusia como el fuerte principal de la
contrarrevolución internacional, aclamaban en la lucha heroica de los
narodovolstsy un poderoso movimiento revolucionario dirigido contra el
zarismo. La Narodnaia Volia tenía a Marx como a uno de los más grandes
maestros del socialismo y lo reconoció públicamente como tal en un mensaje
que le hizo llegar, que tiene inmenso interés.
Tenemos de Marx una cantidad de manuscritos y cartas reveladoras de
la atención con que estudiaba la literatura y las relaciones económicas y
sociales rusas. Hasta sus familiares y allegados protestaban por el exceso de
celo que ponían sus conocidos rusos, como Nicolaion, en remitirle diferentes
materiales estadísticos. Viendo el estado deplorable de su salud, temían que
la lectura intensiva a que se entregaba para preparar El Capital arruinaran
definitivamente su organismo, bastante quebrantado.
Del ardor y la atención con que Marx estudiaba la situación de Rusia, hablan
no sólo los apuntes que hizo en sus cuadernos, sino también sus cartas a
Nicolaion, en las que se encuentran reflexiones en extremo interesantes
acerca de este país. Un estudio serio de los elementos concernientes al
estado de la agricultura le permitió establecer no sólo las causas principales
de las malas cosechas, sino también la ley de su periodicidad, ley verificada
en Rusia desde entonces hasta nuestros días. Marx quería hacer en cierto
modo el balance de sus trabajos en el tercer tomo de El Capital, en el que
examina las formas de la propiedad territorial, pero, desgraciadamente, no
tuvo tiempo. Cuando en 1881 Vera Zasulich le dirigió una carta pidiendo
para ella y sus camaradas su parecer sobre el porvenir de la comunidad

144
rural rusa, Marx se dispuso al trabajo en el acto. Ignoramos si Zasulich y
Plejanov recibieron la respuesta. Suponemos que no. Hemos encontrado
el borrador. Revela que su capacidad de trabajo se hallaba muy debilitada.
Está cubierto de tachas y enmiendas, y probablemente lo abandonó sin
terminarlo.
En colaboración con Engels, Marx pudo aún escribir un prefacio para la
nueva traducción del Manifiesto Comunista, de la cual creían autora a
Zasulich, cuando en realidad era obra de Plejanov.
La historia jugó en cierto modo una mala pasada a Marx y a Bakunin. Del
grupo de revolucionarios que formaban la sección rusa de la Internacional
y habían elegido a Marx como su representante en el Consejo General,
ninguno resultó ser un marxista consecuente. A excepción de Lopantin, todos
abandonaron con el tiempo la carrera de revolucionario profesional o se
convirtieron en enemigos. Al contrario de los bakuninistas rusos, Plejanov,
Zasulich, Axelrod, Deutch, salieron los primeros marxistas rusos, para
quienes el marxismo, tanto como una doctrina económica, fue el álgebra de
la revolución.
El último año y medio de la vida de Marx fue una lenta agonía. Aún tenía en
borrador un enorme trabajo, al que se dedicaba apenas su salud se lo permitía.
En pleno dominio de sus energías, había trazado el modelo, los contornos,
fijado las leyes fundamentales de la producción y el cambio capitalistas.
Pero no tenía más fuerza para hacer de ese bosquejo una obra viva, acabada,
como el primer tomo de El Capital, que descubre tan brillantemente todo
el mecanismo de la producción capitalista y la lucha que sobre su base
desarrollan el capitalista y el obrero.
Minado por la enfermedad, su organismo estaba extenuado por completo;
no pudo soportar por eso dos desgracias en extremo dolorosas—la muerte
de su esposa y la de sus hijas—, que lo conmovieron sucesivamente. De
un natural bastante huraño, Marx, aunque parezca sorprendente, amaba
mucho a su familia y era muy cariñoso en su vida privada. En esto se parecía
mucho a Chernichevsky. Leyendo sus cartas a la hija mayor, cuya pérdida
le impresionó de manera tan dolorosa que los familiares temían su muerte
de un día para otro, quédase asombrado ante la sensibilidad y la ternura
extraordinarias de aquel hombre exteriormente tan rudo.
Me permitiré ahora una ligera digresión. Con motivo de un acto organizado
en honor de Lenin durante el Noveno Congreso del Partido Comunista, los
congresales me obligaron a hablar. Lo hicieron descontando probablemente
que sólo elogios le tributaría. Señalé entonces algunos de los rasgos que
volvían a Lenin tan extraño a nuestros camaradas de Occidente. Referí,
entre otras cosas, la sorpresa de Victor Adler cuando al hablar de los medios
para librar pronto a Lenin y a Zinoviev de la embarazosa situación en que

145
se encontraban en Austria al comienzo de la guerra, le dije que Lenin
adoraba a su familia y conservaba la mayor solicitud por sus suegros.
Poco antes, Martov había publicado, con el propósito de desacreditar
definitivamente a Lenin y los bolcheviques, un odioso opúsculo, en el que
presentó a Lenin como un jefe de bandidos y expropiadores, para quienes
nada había sagrado.
Y como Víctor Adler cuando me oía hablar de Lenin, los filisteos y los
propios neófitos revolucionarios leen hoy asombrados la historia de
los últimos años de Marx. En verdad —dicen— es lamentable que un
revolucionario consagre una parte de sus preocupaciones a otra cosa que
a la revolución. Un verdadero revolucionario debe estar toda su vida, las
veinticuatro horas de cada día, en su puesto. De la mañana a la noche y de
la noche a la mañana escribe o ejecuta resoluciones. Hombre tallado en
una sola pieza de acero revolucionario, es inaccesible a todo sentimiento
humano; vive sin comer ni beber, o cuando más, como Juan el Precursor,
se contenta con langostas y miel silvestre (nutrición que, por otra parte, no
es inferior a la de muchos de nuestros militantes en 1918-19). En cuanto
a Jesucristo, era un epicúreo. El Evangelio dice que comía y bebía y que
llegó a maldecir la higuera porque era estéril. Sin embargo, Jesús tenía
más firmeza en su revuelta que el rígido apóstol Pedro, quien por razones
políticas lo renegó tres veces.
Hay que juzgar todas las cosas desde el punto de vista humano. Cuando
leemos la biografía de hombres que honramos y respetamos, sin duda nos
alegra el saber que han sido o son como los otros, aunque más inteligentes,
instruidos y útiles a la causa revolucionaria. Unicamente en los viejos
dramas y en las tragedias seudoclásicas se representa a los hombres como
héroes: caminan y las montañas se hunden; golpean con el pie y la tierra
se abre: comen y beben como dioses. Así se lo presenta algunas veces a
Marx; por ejemplo, nuestra querida Clara Zetkin, un poco llevada por el
énfasis. En estos casos se olvida su respuesta a quienes le preguntaron
cuál era su divisa preferida: Homo sum: humani nihil a me alienum puto
(Soy hombre y nada humano me es extraño). Como cualquiera, él cometía
faltas; a menudo, verbigracia, deploraba su excesiva confianza en las gentes
y algunas veces su injusticia para con ciertas personas. Podemos todavía
perdonarle su inclinación al vino, lógica en un natural de la Mosella, pero,
no obstante nuestro afecto hacia él, no podemos hacer lo mismo respecto
de su pasión por el tabaco. Bromeando, él mismo decía que de El Capital
no había sacado ni con que pagar el tabaco fumado mientras lo escribió.
Como era pobre, consumía un tabaco infecto, que contribuyó a abreviar su
vida y contraerle la bronquitis crónica que tanto le hizo padecer durante
sus últimos años.

146
El 14 de marzo de 1883 murió Marx. Y Engels tenía razón al escribir ese día
a su viejo camarada Sorge:

Todos los fenómenos, aun los más horribles, que se cumplen según las leyes
de la naturaleza, comportan un consuelo. Lo hay en el caso presente. Tal vez
los recursos de la medicina habrían podido darle todavía dos o tres años de
vida vegetativa, de vida impotente para el ser que lentamente muere; pero
Marx no habría podido soportar semejante vida. Vivir teniendo ante sí una
serie de trabajos inconclusos y padecer el suplicio de Tántalo de pensar en
la imposibilidad de terminarlos, habría sido para él mil veces más penoso
que una muerte tranquila.
“La muerte no es terrible para el que muere, sino para el que queda”,
solía decir con Epicuro. Ver a este hombre genial y potente hecho un
despojo, arrastrando su existencia para gloria de la medicina y contento
de los filisteos que, fustigados tan implacablemente cuando la plenitud
de sus energías, tendrían una ocasión para escarnecerlo, habría sido
un espectáculo demasiado grotesco, y más vale que así sea, que haya
desaparecido y que pasado mañana lo depositemos en la tumba en que
descansa su mujer.
En mi opinión, después de todo lo que atravesó, no había otro término; lo sé
mejor que todos los médicos. La humanidad tiene toda una cabeza menos.
Ha perdido a uno de sus representantes más geniales. El movimiento del
proletariado seguirá su camino, pero no tendrá más el jefe a quien recurrían
en las horas críticas los franceses, los rusos, los americanos y los alemanes
y de quien recibían siempre consejos claros y seguros, consejos que sólo
podía dar un genio y un hombre completamente al corriente de las cosas.

Tareas importantísimas incumbieron entonces a Engels. Escritor brillante,


considerado como uno de los mejores estilistas alemanes, hombre de vasta
erudición y especialista en muchas materias, en vida de Marx pasaba,
naturalmente y por propia voluntad, a segundo plano.

No puedo negar haber contribuido a establecer y, principalmente, a elaborar


la teoría, durante los cuarenta años de mis relaciones con Marx. Pero la
mayor parte de las ideas directoras, sobre todo en historia y economía, así
como su fórmula definitiva, pertenecen exclusivamente a Marx. Lo que yo
he dado, él mismo pudo haberlo suplido con facilidad, salvo tal vez dos o
tres partes especiales. Mas lo que hizo Marx, nunca habría podido hacerlo
yo. Marx estaba por encima, veía más lejos; su visión era más amplia y más
rápida que la nuestra. Era un genio; nosotros, en la mejor de las hipótesis,

147
sólo somos talentos. Sin él, nuestra teoría estaría muy lejos de ser lo que es.
Por eso lleva con toda justicia su nombre.

Engels, como escribía al viejo Becker, debía asumir entonces el primer


papel, después de haber desempeñado con gusto, toda su vida, el segundo.
Marx y él habían estado siempre en perfecto acuerdo. Y el primer trabajo
importante que tocaba ahora a Engels consistía en ordenar el legado literario
de Marx. A despecho de las suposiciones de un profesor italiano que antaño
en sus cartas a Marx se prodigaba en lisonjas a su respecto y que, después
de su muerte, osó publicar que al referirse en el primer tomo de El Capital
al segundo y al tercero, Marx había engañado al público, se encontró entre
sus papeles los manuscritos de un segundo, un tercero y un cuarto tomo.
Desgraciadamente, todos estos materiales fueron dejados en tal forma
que Engels —sin poder consagrarles todo su tiempo— necesitó once años
para ponerlos en orden y clasificarlos. La escritura de Marx era muy poco
legible; a menudo empleaba abreviaciones sólo inteligibles para él. Poco
antes de morir, cuando comprendió que no estaba en condiciones de acabar
su trabajo, dijo a su hija menor que Engels quizás aprovecharía alguna cosa
de esos papeles.
Felizmente, Engels pudo cumplir la parte principal de aquel trabajo. Editó
el segundo y el tercer tomo de El Capital. El plan de estas conferencias no
nos permite detenernos en esa obra, pues la exposición acerca del primer
volumen de El Capital ha sido transferida a otro curso. Pero para mostrar la
importancia del trabajo de Engels, diremos que sin él es probable que nadie
habría sido capaz de llevarlo a cabo. La obra presenta algunos defectos,
pero no son imputables únicamente a Marx. Poca esperanza tenemos de
ver alguna vez en nuestras manos todos los manuscritos tal como los tuvo
Engels, y no podemos, como tampoco las generaciones futuras, estudiar los
dos últimos tomos de El Capital sino en su actual estado, en la forma que
les dio Engels.
Otro deber le quedaba, que antes había cumplido como colaborador y
auxiliar de Marx, y que ahora recaía sobre él, con todo su peso.
Después de la disolución de la I Internacional, Marx y Engels continuaron
llenando las funciones del antiguo Consejo General. Ahora, Engels sólo
había de ser el intermediario entre los diferentes partidos socialistas, debía
aconsejarlos y, en consecuencia, estar minuciosamente informado de sus
situaciones. Y justo después de la muerte de Marx, el movimiento obrero
internacional se desarrolla con fuerza, de suerte que en 1886 se plantea
el problema de la organización de una nueva Internacional. Pero todavia
después de 1889, año en que se reunió en París el primer congreso que
fundó la II Internacional (la cual quedó sin Comité Central permanente

148
hasta el año 1900), Engels, en calidad de escritor y de consejero, tomó la
más activa participación en el movimiento obrero de casi todos los países
de Europa. El viejo Consejo General, compuesto por muchos miembros
y con secretarios para cada país, estaba ahora personificado por Engels.
Apenas un nuevo grupo marxista aparecía en cualquier país, pedía consejos
a Engels, quien, gracias a su excelente conocimiento de los idiomas, llegó a
responder casi sin errores, en las respectivas lenguas de sus corresponsales.
Engels seguía con atención el movimiento obrero de cada país, en su
literatura propia. Esto le absorbía mucho tiempo, pero consolidaba así la
influencia del marxismo, ciñendo hábilmente sus principios a las distintas
particularidades nacionales. No hay país en cuyo movimiento obrero no
participe colaborando en su órgano central. Escribe artículos en los diarios
alemanes, austríacos, franceses; todavía encuentra tiempo para redactar un
prefacio a la traducción polaca del Manifiesto Comunista y para ayudar con
sus consejos e indicaciones a marxistas españoles y portugueses, suecos y
daneses, búlgaros y servios.
Conviene destacar el apoyo particular que brindó al joven marxismo ruso.
Su conocimiento de la lengua le permitía leer en su original la literatura
marxista rusa y sólo gracias a su influencia, no obstante el inmenso prestigio
de la Narodnaia Volia, el grupo Emancipación del Trabajo pudo ligarse
tan rápidamente con el marxismo alemán y triunfar de la desconfianza que
tenía la Europa Occidental, en particular Alemania y Francia, respecto del
movimiento obrero y el marxismo de un país asiático como Rusia. En 1889,
Plejanov fue especialmente a Londres para conocer a Engels e informarlo
de la nueva tendencia que se manifestaba en el movimiento revolucionario
ruso. Para la primera revista marxista rusa que comenzó a editar el grupo
Emancipación del Trabajo, Engels escribió un artículo especial sobre la
politica exterior del zarismo.
Pronto vio Engels los frutos de su acción enérgica. Desde que se fundó la
II Internacional no participó directamente en los trabajos de sus congresos.
Evitaba las intervenciones públicas y se limitaba a ser el consejero de
aquellos de sus discípulos que en todos los países dirigían el movimiento,
le informaban de los sucesos importantes y se esforzaban en utilizar su
autoridad. Merced al prestigio de Engels algunos partidos lograron y
conservaron un ascendiente considerable en la Internacional. En las
postrimerías de su vida, ese procedimiento de comunicarse exclusivamente
con los jefes del principal partido de cada país trajo consigo algunos
inconvenientes. Mientras que se levantó de inmediato contra los extravíos de
los marxistas franceses en la cuestión agraria y señaló el carácter proletario
del programa, Engels cedió a la presión de los alemanes, temeroso de que
se repusiera en vigor la ley contra los socialistas, y suavizó su introducción

149
a los artículos de Marx sobre la Lucha de clases en Francia, que son una
brillante aplicación del principio de la implacable lucha de clases y de la
dictadura del proletariado.
En el prefacio de la cuarta edición alemana del Manifiesto Comunista, que
escribió el día de la celebración internacional del 1ro. de Mayo (1890),
Engels, señalando el crecimiento del movimiento obrero, deplora que Marx
no esté ya para ver con sus ojos ese espectáculo reconfortante. Mientras que
Marx no fue conocido sino en los medios más avanzados del movimiento
obrero y en vida no gozó de gran popularidad, Engels, que valoraba bien
la importancia del reclamo, aunque lo detestara como su amigo en lo que
le concernía personalmente, llegó a ser al final de sus días uno de los
hombres más populares del movimiento obrero internacional. De ello pudo
convencerse cuando en 1893, accediendo por primera vez a las sugestiones
de sus amigos, visitó el continente. Los desfiles, las ovaciones de masas, las
ceremonias organizadas en su honor revistieron grandiosas características
como consecuencia del formidable desarrollo del movimiento obrero a
partir del año 1863. Así, en el congreso internacional de Zurich, en el que
sólo quiso ser un invitado y pronunció un pequeño discurso al final de la
sesión, Engels fue objeto de una ovación sin precedentes.
Tenemos que mencionar aquí un episodio de ese congreso, al que asistió
Engels. El Partido Socialista polaco gozaba entonces de influencia
desproporcionada en la Internacional, donde hacía ostentación de
su marxismo y lanzaba la palabra de orden de la independencia de
Polonia, desviándose cada vez más hacia un vulgar socialpatriotismo.
Paralelamente había surgido otro grupo marxista, que ya entonces hacía
notar el alejamiento del Partido Socialista polaco de la senda proletaria.
Ese pequeño grupo, dirigido por Rosa Luxemburgo, pedía ser admitido
en el congreso de Zurich. Se lo rechazó. Plejanov tampoco lo sostuvo,
porque, como me manifestó en presencia de Engels, consideraba que sus
esfuerzos a nada conducirían. Había, también, en verdad, otras razones,
la principal de las cuales era que el núcleo de Luxemburgo destacaba
sus vínculos con la organización polaca Proletariado, otrora aliada
de la Narodnaia Volia, y, por consiguiente, había combatido al grupo
Emancipación del Trabajo.
Sea como fuere, el grupo de Luxemburgo quedó completamente aislado.
A ella misma se le rogó que abandonase el congreso. Sufrió una afrenta
ante toda la Internacional, en presencia del propio Engels. Puede ser
que llorara; pero no abandonó ni a Marx ni a Engels ni al socialismo
científico; se abroqueló más en su convicción y se dijo: Convenceremos
a la Internacional, le probaremos la justeza de nuestra posición. Esta
característica distinguía precisamente a Rosa Luxemburgo de la mayor

150
parte de los mezquinos intelectuales que, afiliados por casualidad en un
partido proletario, al ser víctimas de una injusticia aparente o real, se
apresuran a salir de él para vilipendiarlo y pasar en seguida a las filas
de la burguesía. Un partido no es un pensionado de “niñas bien”. Está
compuesto por hombres apasionados que, en la disputa, se dan a veces
golpes sensibles. Esto es desagradable, pero inevitable, tanto en el orden
nacional como en el internacional. Y después de ese congreso en Zurich,
en que fueron desechadas también otras personas, que de inmediato se
pusieron del lado de los anarquistas o simplemente del de la burguesía;
Rosa Luxemburgo probó ser verdadera discípula de Marx y Engels,
representantes de los intelectuales revolucionarios cuya principal misión
es la de ayudar a la clase obrera a tener conciencia de sí misma y hacer de
los obreros revolucionarios no intelectuales sino obreros ilustrados.
Contrariamente a Marx, Engels conservó su facultad de trabajo casi hasta
los setenta y cinco años de edad. En marzo de 1895 escribió a Víctor Adler
una carta interesante, en la que le indica en qué orden conviene leer los
tomos segundo y tercero de El Capital. Por esta época también escribió un
interesante complemento del tercer tomo. Se disponía a escribir la historia
de la I Internacional. Y en medio de esta actividad intelectual lo sorprendió
la enfermedad que lo arrebató el 5 de agosto de 1895.
Los restos de Marx reposan en el cementerio de Highgate, en Londres, en
la misma sepultura de su mujer y su nieto. Una simple piedra constituye
su tumba. Cuando Bebel escribió a Engels manifestándole su intención de
proponer la erección de un monumento sobre la sepultura de Marx, Engels le
respondió que las hijas de éste se oponían a ello categóricamente. En la época
en que murió Engels, la práctica de la incineración comenzaba a extenderse.
Pidió por eso que su cuerpo fuese quemado y sus cenizas arrojadas al mar.
A su muerte, se vaciló en ejecutar sus últimas voluntades, porque algunos
camaradas alemanes eran del parecer de los que ahora quieren transformar
la Plaza Roja de Moscú en un cementerio, con monumentos funerarios
además. Felizmente, otros camaradas hicieron que el deseo de Engels fuese
respetado. Su cadáver fue quemado y la urna con sus cenizas arrojada al Mar
del Norte.
Ambos amigos nos han dejado un monumento más perdurable que el
granito, más elocuente que cualquier epitafio: el movimiento comunista
internacional del proletariado, que, con el estandarte del marxismo, del
comunismo revolucionario, marcha hacia la revolución social triunfante.
Nos han dejado el método de la investigación científica, las reglas de
la estrategia y de la táctica revolucionarias. Nos han dejado un tesoro
inestimable, al que acudimos todavía para el estudio y la comprensión
de la realidad.

151
Les faltó una sola felicidad: experimentaron la alegría de sentir la tempestad
de la revolución, de tomar en ella una parte activa, pero sólo era la revolución
burguesa. No pudieron vivir hasta la revolución social del proletariado. Mas
sus espíritus están presentes en nuestra revolución, y en medio del fragor
cada vez más próximo de la revolución universal, resuena el llamamiento
poderoso que hicieron hace sesenta y cinco años:
¡Proletarios de todos los países, uníos!

152
INDICE

Nota preliminar xx

Primera Conferencia

Introducción. - La Revolución Industrial en Inglaterra. - La gran Revolución


Francesa y su influencia en Alemania 1

Segunda Conferencia

El movimiento revolucionario en Alemania hacia 1830. - Renania. - La


adolescencia de Marx y de Engels. - Los trabajos literarios de Engels. -
Marx, director de la Gaceta Renana 11

Tercera Conferencia

La vinculación del Socialismo Científico y la Filosofía. - El Materialismo. -


Kant. - Fichte. - Hegel. - Feuerbach. - El Materialismo Dialéctico de Marx.
- La misión histórica del proletariado 22

Cuarta Conferencia

Crítica de los puntos de vista habituales sobre la historia de la Liga de los


Comunistas. - Marx organizador. - La lucha contra Weitling. - Fundación de
la Liga de los Comunistas. - El Manifiesto Comunista. - La polémica con
Proudhon 37

Quinta Conferencia

La Revolución Alemana de 1848. - Marx y Engels en Renania. - Fundación


de la Nueva Gaceta Renana. - Gottschalk y Willich. - La Unión Obrera de
Colonia. - Política y táctica de la Nueva Gaceta Renana. - Esteban Born. -
Cambio en la táctica de Marx. - Derrota de la Revolución y puntos de vista
divergentes de la Liga de los comunistas. - La escisión 54

Sexta Conferencia

La reacción de 1852 a 1862. - La Tribuna de Nueva York. - La Guerra de


Crimea. - Las opiniones de Marx y Engels. - La cuestión italiana. - Discusión
de Marx y Engels con Lassalle. - Polémica con Vogt. - La actitud de Marx
para con Lassalle 67

153
Séptima Conferencia

La crisis de 1857-58. - Incremento del movimiento obrero en Inglaterra,


Francia y Alemania. - Exposición Universal de 1862 en Londres. - La guerra
civil en Alemania. - La crisis industrial algodonera. - La insurrección polaca.
- Fundación de la I Internacional. - La acción de Marx. - El Manifiesto
Inaugural 85

Octava Conferencia

El Estatuto de la I Internacional. — La conferencia de Londres. — El congreso


de Ginebra. — Nota-informe de Marx. — Los congresos internacionales de
Lausana y Bruselas. — Bakunin y Marx. — Congreso de Basilea. — La
Guerra Franco-Prusiana. — La lucha entre Marx y Bakunin. — El Congreso
de La Haya 104

Novena Conferencia

Engels se instala en Londres. — Su papel en el Consejo General. —


Enfermedad de Marx. — Engels sustituye a Marx. — El Anti-Duhring. —
Los últimos años de Marx; interés de Marx por Rusia. — Engels, editor
de las obras póstumas de Marx. — Acción de Engels en la época de la II
Internacional. — Muerte de Engels 134

154
Este libro se terminó de imprimir en los talleres de la
EMPRESA EDITORA NACIONAL QUIMANTU LTDA.,
Bellavista 0153, el mes de enero de 1973.
Edición de 10.000 ejemplares.
Hecho en Chile - Printed in Chile.

155
Col ecci ó n Clásicos del Pe n sa m i e nto S o c ia l

Riazanov participó en 1919 en la


fundación de la Academia Comunista. En
1922 fundó el Instituto Marx-Engels, del
cual fue director hasta 1931.
Desarrolló gran actividad científica
sobre las obras completas de Marx y
Engels. En 1908-1909 aparecen en Neue
Zeit sus primeros estudios bibliográficos
sobre los creadores del socialismo
científico. En castellano elaboró trabajos
de extraordinario relieve, entre ellos las
Notas aclaratorias sobre el Manifiesto
Comunista (pág. 11 a 296) de la edición
“Biografía del Manifiesto Comunista”,
publicado en México en 1961. También
su trabajo “Cincuenta Años del Anti-
Dühring”, edición Ercilla, 1940.
En el prólogo a Palmerston, de la
Editorial Molitov, aparece un artículo
sobre “Marxología” de Riazanov, que es
el anticipo de su cronología de la vida
de Marx, un gran estudio biográfico
publicado en 1934.
El presente libro corresponde a las
Conferencias del Curso de Marxismo
dadas en la Academia de Moscú sobre
Marx y Engels.

156

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