Apuntes Sacramentaria
Apuntes Sacramentaria
En el Nuevo Testamento no aparece palabra alguna que exprese la realidad de los siete
sacramentos. Aquellos sacramentos que el Nuevo Testamento menciona con mayor claridad,
como el Bautismo y la Eucaristía, son llamados siempre con sus respectivos nombres propios,
sin que en el texto se haga referencia a un nombre genérico que los agrupe, pues el
sustantivo sacramentum no era conocido por sus autores.
Para el teólogo G. Bornkamm el sustantivo mysterion deriva del verbo múein, equiparable a
“cerrar los ojos”, por lo que su significado sería equivalente a secreto o intimidad guardada;
secreto que desde un comienzo hizo referencia a la materia religiosa, por lo que el
término misterio nos parece siempre como envuelto en un cierto aire misterioso.
Las primeras referencias bíblicas al mysterion se hallan en las fuentes apocalípticas del
judaísmo tardío, de las cuales quizá la más importante sea la de Daniel (2,28-29), en cuyo
texto la palabra mysterion alcanza el significado, hasta entonces nuevo, de proclamar un
secreto escatológico: el anuncio profético de un hecho que Dios tiene ya determinado, aunque
no lo da a conocer de inmediato pues se reserva la revelación del mismo para el futuro: “Pero
hay un Dios en el cielo que revela los misterios y que ha dado a conocer.... lo que sucederá al
final de los días.... lo que ha de suceder en el futuro.... y el que revela los misterios te ha dado
a conocer lo que sucederá”.
En el Antiguo Testamento mysterion significa, pues, un signo cuyo sentido está oculto, como
por ejemplo en Dan 2,18ss; también puede significar una verdad oculta, enigmática, oscura,
como en Sab 2,22; 6,24; en el sentido religioso se refiere a las verdades ocultas del Plan
Salvífico de Dios.
Es en las cartas de Pablo donde con mayor frecuencia se emplea esta palabra; en particular en
la Carta a los Efesios, donde adquiere una importancia fundamental. En ella el misterio no es
Dios en sí mismo, sino la decisión tomada por Dios para salvar de manera definitiva al hombre,
como lo afirma Fil 1,9: “el misterio de su voluntad”.
En Col 2,2b-3 dice que el mysterion de Dios es el mysterion de Cristo, proponiendo, por tanto,
que no se trata de una exaltación gratuita, sino el reconocimiento explícito de que en Cristo se
da de forma ilimitada la participación de los atributos divinos: En Cristo habita toda la plenitud
de la divinidad” (Col 2,9).
El mysterion que Dios nos ha dado a conocer según Efesios 1,9, cuya comunicación nos hace
sabios y prudentes, se contempla desde aquello que el apóstol dice (en esta carta y en otras
partes) que es el mysterion de Dios en Cristo, el mysterion de su sabiduría, el mysterion de
Cristo como sabiduría, y el mysterion de la Iglesia como cuerpo de Cristo.
Tan solo quien es capaz de conocer esta sabiduría oculta, la sabiduría que se encierra en Cristo
y en su cruz, llega a comprender la realidad de Cristo; y si quienes le crucificaron la hubiesen
conocido, jamás hubiesen dado muerte a Cristo. (1 Cor 2,8). La cruz participa del mysterion
Reunir en Cristo todas las cosas al llegar a la plenitud de los tiempos significa que, en virtud
de su muerte y resurrección, se cumple en el tiempo la plena voluntad salvífica de Dios, que
había dado comienzo en el momento histórico en que determinó llevarla a cabo dentro de una
circunstancia temporal (según San Pablo esta situación temporal quedó inicialmente
determinada por la encarnación del Verbo en el seno de María, Gal 4,4-5). Por ello hay que
decir que el tiempo ha alcanzado la plenitud, no en virtud de factores propios de la
temporalidad, sino a través de la ejecución del mysterion del Padre, que ha enviado a Cristo
para hacer operativamente presente el plan salvífico de su voluntad. Es pues Cristo, desde su
venida y con su muerte en la cruz, quien concede al tiempo la nota de plenitud, y por ello, tras
la resurrección, se le somete con todas las creaturas que lo ocupan. Cristo resucitado es el
Señor del tiempo, al que le ha otorgado con su venida un sentido de plenitud; así lo ha descrito
San Pablo en la Carta a los Efesios.
La universalidad de la obra salvífica de Cristo tiene para Pablo un concreto campo de acción
dentro de una realidad corporativa y nueva a la que denomina Iglesia de Cristo. En la Iglesia
es donde hallarán su común encuentro con Cristo el judío y el gentil, el libre y el esclavo, el
hombre y la mujer.
Se ha de entender la Iglesia como un instrumento subalterno de Cristo por medio del cual
permanece en el tiempo, y se lleva a su total cumplimiento el mysterion como designio
salvífico de Dios Padre en Jesucristo.
En el mysterion paulino hay una finalidad soteriológica, en cuanto que la escondida voluntad
del Padre ha sido anunciada al hombre por Jesucristo, con una intención exclusivamente
salvífica.
Desde su iniciación, el término mysterion ha indicado tanto las verdades de la fe: los dogmas,
como las realidades a practicar: los sacramentos. La Iglesia siempre ha tenido presente que en
el mysterion se concreta operativamente la voluntad salvífica del Padre; de allí que se llame
mysterion o Sacramento a la acción ordenada por la voluntad divina para la santificación del
hombre, aunque en el Nuevo Testamento no se le dé todavía un nombre propio.
Cuando este obispo se dirigía a los cristianos de Traila con el deseo de calificar el ministerio
de los diáconos, los amonestaba y les recordaba que también los diáconos están al servicio de
los misterios de Jesucristo. El término misterio (mysterion) tiene aquí una clara referencia
salvífica, y por ello sacramental y eucarística (Trailianos 2,3).
1.- Los misterios paganos, en los cuales San Justino halla una cierta semejanza, aunque
diabólica, con los sacramentos cristianos.
2.- Hace referencia a las acciones salvíficas realizadas por Jesucristo, tales como su nacimiento
o su muerte en la cruz.
3.- Lo presentan también como la necesaria relación entre arquetipo y tipo, aplicada a
las figuras del Antiguo Testamento, según el principio establecido por San Pablo al proponer
que todo lo que les había sucedido en el desierto a sus antepasados fue como un ejemplo dado
para que comprendieran las nuevas generaciones al llegar la plenitud de los tiempos (I.Cor
10,11); así se interpreta mysterion como parábola, símbolo o tipo (Dial 68).
Fueron los Padres de Alejandría quienes aplicaron el término mysterion a la teología cristiana.
San Clemente utilizó la expresión 99 veces refiriéndose a los misterios paganos, pero en otros
pasajes de sus escritos le dio una acepción netamente cristiana; se refiere en ellos a Cristo, al
que representa como el gran mistagogo que guía al gnóstico a partir de la incorporación inicial
Por otra parte, Clemente impuso la ley del arcano en la catequesis cristiana, incorporando en
ella una auténtica disciplina pagana con el fin de evitar posibles profanaciones de los misterios
cristianos si estos llegaban de modo inadecuado a quienes los desconocían.
Orígenes, al igual que otros, veía en el mysterion la voluntad salvífica del Padre; pero junto
con esta aceptación vio surgir una segunda de ser como medio que se relaciona con la verdad
que manifiesta, así que, para él, el mysterion significa también la verdad que esclarece una
doctrina.
Fue también Orígenes quien comenzó a formular en forma técnica la noción del signo como
principio operativo, como medio a través del cual se consigue la Gracia como efecto. Otra
aportación de Orígenes es distinguir entre to mysterion y tois mysteriois. El gran mysterion
consiste en la triple revelación del Verbo mediante la Encarnación, en la Iglesia y por la
Sagrada Escritura; por otro lado, los ritos del cristianismo, tales como el Bautismo, y la
Eucaristía, son misterios derivados del Mysterion fundamental.
Para comprender en su justa medida la forma en que el cristianismo se apropió del término
mysterion durante los siglos III y IV, es importante hacernos la siguiente reflexión:
El cristianismo no es una religión mistérica, es decir, no se trata de una religión con misterios
al estilo de las religiones paganas. Se trata de una religión basada en el misterio de Dios que
ha dispuesto en lo recóndito de su voluntad la salvación del hombre, salvación que da por
medio de su Hijo y que aplica a través de su Iglesia.
El Padre Van Roo trata este tema del misterio cristiano y de los misterios paganos en su obra
De Sacramentis in Genere, y en un documentado capítulo en el que estudia el concepto de
mysterion en la Escritura y en los Santos Padres puntualiza que el misterio del Nuevo
Testamento, sobre todo el paulino, de ninguna manera depende de una noción pagana, pues
continúa y perfecciona la que aparece en el Antiguo Testamento y en la tradición judía; por el
contrario, dice Van Roo, la doctrina de muchos Padres no se podría entender sin tomar en
cuenta el concepto pagano de mysterion, tanto en su aspecto ritual como filosófico, ya que sus
nociones y su terminología han sido asimilados en varios niveles por los Santos Padres.
En forma resumida podemos decir que los Padres Latinos de los cuatro primeros siglos de la
Iglesia no aceptaron utilizar el término misterio para significar a los sacramentos, aunque al
igual que el Nuevo Testamento si lo admitieron para referirse a las verdades de la Fe.
Para explicar por qué la palabra griega mysterion fue cambiada por la palabra latina
sacramentum debemos saber que las palabras mysteria, sacra, arcana e initia tenían entre los
paganos un valor importante dentro de sus propios cultos; por eso los cristianos no las hicieron
suyas.
1. Como juramento religioso, y por ello pasó a significar la consagración de una víctima
a las divinidades infernales (infierno = de abajo de la tierra).
2. Más tarde tomó un valor ético y escatológico, aunque continuó manteniendo el
significado de consagración, pero abarca también la consagración ofrecida a las
divinidades celestiales (en el cielo, de arriba de la tierra).
Una vez que fue traducida del griego mysterion al latín sacramentum, la palabra quedó
transformada y alcanzó nuevas posibilidades de comprensión, de estas sobresalen tres:
a) Tertuliano
En las versiones más antiguas de la Sagrada Escritura (Vulgata) la palabra mysterion está
traducida por sacramentum (I Cor 13,2; Ef 5,32). Tertuliano utilizó en sus escritos 84 veces
la palabra sacramentum en su sentido original de juramento, y 50 veces como traducción latina
del mysterion griego.
Tertuliano, Padre apologeta, se opuso a los paganos que sostenían que los ritos y las imágenes
del culto de Mitra tenían un efecto salvífico; reprobó los misterios de Mitra y los calificó de
copias diabólicas de los sacramentos divinos (De Baptismo III,6). Entendía el sacramento
como un signo sensible con efectos sobrenaturales; en su libro Del Bautismo responde a una
mujer que negaba que un baño corporal (el Bautismo) pudiera causar la limpieza del alma y
otorgar la salvación. Tertuliano propone la eficacia del sacramento (al cual entiende como un
Pbro. Lic. Miguel de Jesús Saldívar Martínez 6
Teología sacramentaria I: Sacramentos en general
elemento material, en este caso el agua) a través del cual Dios realiza la obra de santificar a
los hombres (De Baptismo III.6).
Tertuliano entendió al sacramento como un signo sensible capaz de otorgar la Gracia divina,
así lo expresa en su obra Adversus Marcionem, en la que habla del agua con que Cristo lava a
los suyos; del óleo con que los unge; de la miel y la leche juntos, con que cría a los recién
nacidos; del pan, con el que representa su cuerpo. A todos estos ritos los agrupa bajo la
denominación de sacramentos (Adv. Marc. I, XIC,3).
En el libro De Carnis Resurrectione insiste en los sacramentos como signos sensibles que
otorgan al alma una Gracia sobrenatural. De forma gradual describe la relación entre el signo
sacramental y su efecto; dice que la carne es lavada y el alma se limpia, que la carne es ungida
y el alma consagrada, que se signa la carne para que el alma se fortalezca, que la carne se
configura con la imposición de las manos para que el alma quede iluminada en el Espíritu, y
que la carne se alimenta con el cuerpo y la sangre de Cristo para que el alma se nutra de Dios
(VIII,3).
A partir de Tertuliano se afirmará de manera constante en la Iglesia que los sacramentos son
elementos sensibles por medio de los cuales Dios otorga su Gracia, y con Tertuliano se repetirá
la íntima relación que existe entre el efecto de los sacramentos y la muerte y resurrección de
Cristo.
b) Cipriano.
Lo más importante es que los sacramentos son medios a través de los cuales el hombre
recibe la participación en la vida divina. Son camino que conduce a la Vida (viam vitae per
salutaria sacramenta teneamus) (Ad Quirinum III).
En un estudio sobre San Agustín, Edudes Augustiniennes (Paris 1963, p 165), el autor C.
Couturier dice haber encontrado 2,279 aplicaciones de las palabras mysterion y sacramentum
en su obra.
De la utilización de estos dos términos por parte de San Agustín hay que decir, en primer
lugar, que los aplica como sinónimos, tal como puede verse en Sermones 2,4,4, donde se
refiere a la orden que Abraham ha recibido de Dios para que sacrifique a su hijo Isaac, a la
que llama primero sacramento y a continuación misterio.
En segundo lugar, se nota que San Agustín considera al sacramento como un signo visible de
la Gracia invisible que otorga; de hecho, en la Epístola ad Bonifacium escribe de los
sacramentos que no serían en absoluto sacramentos si no tuviesen una cierta semejanza con
aquellas realidades sobrenaturales que representan (Ep. ad B. 9).
En tercer lugar, san Agustín habla de la causalidad sacramental. Dice que el hombre,
consciente de su indigencia, necesita apoyarse en realidades externas y sensibles sin detenerse
en ellas, trascenderlas en un doble proceso de interiorización y de ascensión hasta encontrar a
Dios en su propia intimidad espiritual; de esta manera el Espíritu Santo conduce al hombre
por medio de los sacramentos desde lo visible a lo invisible, y de lo corporal a lo espiritual
(Carta a Jenaro, V,9); y así, desde la materialidad del signo sacramental, le impele hacia la
trascendencia sobrenatural que le lleva hasta Dios.
Por otro lado, San Agustín reconoce en el misterio de los sacramentos una función vicaria, es
decir, que el ministro es un instrumento en manos del Señor, quien es el que los administra
con autoridad. El verdadero ministro de los sacramentos es Cristo, de allí que el sacramento
sea siempre una acción de Cristo administrada por medio del ministro eclesial. El ministro
subalterno podrá fallar en su fe personal o en su conducta moral, pero Cristo que es el ministro
verdadero del sacramento nunca falla, por eso es que los sacramentos siempre son eficaces.
Al concertar las aportaciones que proporcionaron los teólogos del siglo XII en el primer momento
de la reflexión escolástica, especialmente Berengario de Tours y Pedro Abelardo, debemos anotar
a su favor el haberle dado entrada a la fórmula agustiniana que considera al Sacramento como
forma visible de la Gracia invisible. Todavía Berengario habla de la genérica forma visible, mientas
que Pedro Abelardo se refiere al Sacramento como signo visible, con lo que prestó una decisiva
ayuda a la Teología para formular la definición clásica del Sacramento como 'signo visible de la
Gracia invisible' (visible signum invisibilis agratiae).
Con la incorporación del Signo, la Teología del siglo XII había encontrado la palabra clave para
referirse al Sacramento; faltaba todavía estudiar aspectos muy importantes del Sacramento, tales
como la causalidad y la razón sobrenatural de toda acción sacramental, pero Berengario de Tours,
y sobre todo Pedro Abelardo, mostraron muy bien uno de los aspectos más importantes del
Sacramento, como lo es el Signo.
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Teología sacramentaria I: Sacramentos en general
2.- Hacia la Definición del Sacramento
El autor que fue más citado durante el Concilio de Trento, después de San Agustín, es Hugo de San
Víctor; él escribió lo que viene a ser el primer tratado general sobre los sacramentos, De
Sacramentis Christianae Fidei (PL 176, col 173-618). Afirma que los sacramentos surgieron a
partir del pecado que necesita ser perdonado; por eso los sacramentos son tan antiguos como la
humanidad, surgieron con el pecado de Adán y Eva que requería de una necesaria restauración. El
hombre, caído entonces, fue recibiendo la medicina sacramental en circunstancias distintas,
primero mediante la Ley y después por la Gracia de Jesucristo.
Las reflexiones de Hugo le llevan a establecer como principio que siempre que hay enfermedad
debe haber la correspondiente medicina contra ella, y puesto que la enfermedad ha acompañado al
hombre desde siempre, desde siempre también le acompañan los sacramentos. Advierte luego que
la realidad sacramental tiene un alcance universal, que abarca por igual a los sacramentos de la ley
natural, a los de la Ley escrita del Antiguo Testamento, y a los instituidos por Jesucristo.
Hugo de San Víctor presentó de dos maneras distintas la causalidad sacramental. En su obra De
Sacramentis propuso que los sacramentos contienen una Gracia invisible y espiritual (DeS I,IX,2),
pero la mejor explicación de la causa de los sacramentos se encuentra en otra de sus obras,
Dialogus, en donde ante la pregunta del alumno que le cuestiona cómo los sacramentos, siendo
cosas materiales, pueden darle al hombre la salud y curarle sus dolencias, el maestro responde que
en los sacramentos hay algo más de lo que se ve a simple vista, y es la virtud sobrenatural, pues no
arranca el sacramento de lo natural, de aquello que se puede ver de manera sensible, sino del
Espíritu Santo que obra en lo visible de manera invisible. Así Hugo de San Víctor da un paso en la
explicación de la causalidad sacramental, al proponer que el Espíritu Santo es quien opera de
manera invisible a través de lo visible de los sacramentos.
b) La Summa Sententiarum
Esta es una obra muy breve escrita en el siglo XII, y se desconoce quien haya sido su autor, pero
es muy importante para el estudio de la Sacramentología. Ya desde San Agustín, y luego con Hugo
de San Víctor, se hizo la definición de Sacramento como signo visible de una realidad sagrada e
invisible, pero el anónimo autor de la Summa Sententiarum puso de manifiesto la eficacia del
Sacramento en estos términos: El Sacramento es la forma visible de la Gracia invisible que en él
se recibe, Gracia que él mismo confiere. No es sólo el signo de una cosa sagrada, sino también el
signo eficaz (IV,1).
a) Introducción
Al asumir los teólogos la teoría hilemorfista, es decir, al hacer suyo el binomio materia y forma
como componentes de toda realidad física, y explicar el Sacramento a partir de la misma, se inició
un proceso no solo de cambio terminológico de los sacramentos, sino de comprensión de los
mismos, ya que al aplicar en la Teología Sacramental las normas derivadas de los principios
hilemorfistas los sacramentos dejaron de ser apreciados como acciones y comenzaron a ser
Pbro. Lic. Miguel de Jesús Saldívar Martínez 9
Teología sacramentaria I: Sacramentos en general
considerados como cosas. Veremos a continuación algunos trazos del proceso seguido por la
Teología Sacramental durante la adopción del hilemorfismo aristotélico.
Con la asimilación del hilemorfismo los antiguos términos agustinianos de palabra y elemento
cambiaron de sentido, pues hasta entonces habían sido considerados como partes necesarias del
Sacramento, pe-ro a partir del hilemorfismo se comenzó a considerar a la materia y a la forma como
partes constitutivas del mismo, y esto porque al Sacramento se le había equiparado con una cosa
(res).
Lo positivo del hilemorfismo fue que se estructuró la Sacramentología en una forma más
metafísicamente orgánica, pero lo muy negativo fue que se inició un proceso de “cosificación”
sacramental, al entender los Sacramentos como algo igual a las restantes realidades materiales.
Hay un cambio del planteamiento que hace Santo Tomás acerca de los Sacramentos entre su Suma
Teológica y su Comentario a las Sentencias de Pedro Abelardo. En el Comentario a las Sentencias
había tomado como punto de partida al hombre caído cuyo remedio está en los sacramentos; en la
Suma Teológica, en cambio, el planteamiento básico no es el remedio sino el signo. El paso del
remedio al signo como referencia para determinar lo que es el sacramento marca la diferencia
metodológica y temática que Santo Tomás establece entre estas dos obras.
Como se advierte a simple vista, en el Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo Santo
Tomás se mantuvo en la línea del pensamiento de Hugo de San Víctor y los demás teólogos
posteriores, en cambio en la Suma Teológica regresó al de San Agustín al considerar al Sacramento
como signo.
I. La noción de sacramento
Santo Tomás pone de manifiesto la intrínseca finalidad analógica que acompaña al Sacramento, y
añade que es propio del signo posibilitar el conocimiento de la realidad por él significada. Al
argumentar sobre este particular Santo Tomás recurre al modo de conocer natural del hombre, y
concluye que así como la inteligencia humana llega siempre al conocimiento de lo espiritual a
través de lo sensible, de la misma forma todo signo posibilita la capacidad de llegar al conocimiento
de una realidad concreta, es decir, de la realidad significada; así, a través del signo, que es una
realidad conocida por el hombre, llega al conocimiento de una verdad que le es oculta y que el
signo hace patente mediante su significación.
La causa de la santificación del hombre, aquello que lo santifica, no es otra cosa que la Pasión de
Cristo; la forma de su propia santificación, es decir, la realidad por la que el hombre es santo, no
Teniendo en cuenta esta triple efectividad de la santificación que se significa en los sacramentos,
se ha de decir que cada uno de ellos es signo rememorativo de lo que representa, es decir, de la
Pasión de Cristo; signo demostrativo de lo que causa en quien lo recibe, por lo tanto, de la Gracia
y de las virtudes; y signo pronóstico, es decir, anunciador de la Gloria futura para la que dispone
el mismo signo sacramental, que no es otra que la Vida Eterna. En este recorrido existencial, que
arranca de la Pasión de Cristo como un pasado recordado, y se orienta hacia el futuro salvífico de
la Gloria, se concreta la acción de los Sacramentos (ST III, q.60).
Los elementos que integran un Sacramento, su materia y su forma, deben haber sido determinados
por quien los ha instituido, por Jesucristo; por lo tanto, instituir un Sacramento equivale a
determinar, por parte de Jesucristo, su materia y su forma concretas.
Es necesario, pues, que hayan sido determinados divinamente los elementos sensibles que han de
utilizarse en los sacramentos (ST III, q.60); y lo mismo puede decirse de la forma, asumiendo así
las categorías del hilemorfismo aristotélico de materia y forma. Santo Tomás especifica que, por
las palabras, es decir por la forma, alcanza su significación la materia sacramental (ST III, q.60
a.7).
Santo Tomás interpreta la célebre fórmula de San Agustín en la que propone que al venir la palabra
sobre el elemento se hace Sacramento como si fuera una palabra visible, y edifica la estructura de
su pensamiento acerca de la naturaleza del Sacramento sobre estas tres categorías:
Hugo de San Víctor había ya distinguido entre el Sacramento exterior y el efecto interior del
mismo; distinción que le serviría para proponer con toda claridad que lo exterior, lo material del
signo, el Sacramentum, y que lo interior, lo invisible y espiritual, es la Res Sacramenti o la virtud
del Sacramento Puso como ejemplo los bautismos de Juan y de Cristo, los cuales fueron iguales
en cuanto al signo externo pero no en cuanto a sus efectos, porque en el de Juan sólo hubo
Sacramento pero no remisión de los pecados, y en el de Cristo hubo Sacramento y virtud del
Sacramento, virtud que consiste en el perdón de los pecados (De Sacramentis II,VI,6 y I,IX,2).
2º.- Res et Sacramentum, es el carácter que recoge a la vez la significación del signo
exterior (Sacramentum), la justificación significada (Res Sacramenti), y la Gracia como
justificación interior.
Res et Sacramentum contiene lo que es efecto del Sacramento (Res), y al mismo tiempo significa
ulteriormente la colación de la Gracia (Sacramentum).
Santo Tomás escribió que caracter sacramentalis est res respectu sacramenti exterioris, et es
Sacramentum respectu ultimi effectus. (El carácter sacramental es cosa respecto del Sacramento
exterior, y es Sacramento respecto al efecto último - ST III, q.63, a.3).
b) Materia y forma
Tanto en Hugo de San Víctor como en la Summa Sententiarum y en Pedro Lombardo aparecen
referencias a la “forma”, pero nunca en el sentido restrictivo que más tarde habría de conseguir,
sino en el genérico equivalente a la manera de administrar el Sacramento. El paso hacia la
comprensión de la materia y la forma como elementos constitutivos del Sacramento se dio a partir
de la aplicación del hilemorfismo; se inició aproximadamente en el último tercio del siglo XII y
comenzó a fijarse en el siglo XIII con Guillermo de Auxerre.
Fue sin embargo santo Tomás quien le confirió un valor decisivo a la terminología sacramental:
Las palabras deben tomarse como la forma de los sacramentos, y las cosas como materia de los
mismos (ST III, q.60.a.7).
Esta terminología llegó al Concilio de Florencia, en cuyo Decreto a los armenios quedaron
definitivamente acuñados para la teología los términos de materia y forma, pues el Concilio los
empleó para describir la estructura de los signos sacramentales.
a) Visión de conjunto
Para Martín Lutero la naturaleza de la Iglesia se reducía a ser espiritual y escondida, y a partir de
ese postulado fundamental concluía que el único vínculo de unión posible entre quienes pertenecen
a la Iglesia es el de la comunión de los santos. De esta manera si en lo externo, en su estructura
temporal, la Iglesia no tiene un sentido fundamental, tampoco lo deben tener los sacramentos como
signos sensibles de ella. La vigencia de los sacramentos, en cuanto que son signos sensibles de la
gracia invisible, no tiene sentido precisamente por la misma razón de su visibilidad. Lutero no
podía admitir una visibilidad causal en el signo sacramental, cuando no la había aceptado
previamente en la Iglesia.
Lutero fue incapaz de sentar las bases para construir el edificio de una eclesiología con rasgos
universales y visibles; sin embargo acertó al apoyarse en la patrística para asegurar que el hombre
cristiano se explica a partir de su realidad sacerdotal, en cuanto que por la fe y el bautismo participa
del sacerdocio de Jesucristo, pero no supo construir para el hombre un hogar común, es decir, no
supo edificarle una eclesiología dentro de la cual llevase a término su propia realidad sacerdotal y
cristiana.
Por otra parte, la cristología de Lutero es una constante revaloración de la obra salvífica llevada a
cabo por Dios omnipotente, que permanece invisible en el interior de cada hombre, reduciendo al
máximo la mediación de los signos externos; de allí el mínimo aprecio que Lutero siente por la
naturaleza humana de Jesucristo y, en consecuencia, por la Iglesia como institución externa, y por
los sacramentos como signos sensibles que son.
Lutero hizo suya una sentencia escolástica en la que se afirma que la Iglesia no puede instituir
sacramentos. Por sí misma esta consideración luterana no constituye una novedosa aportación al
cuerpo doctrinal de la sacramentología, pues en el siglo XVI era ya un patrimonio de la teología,
pero Lutero le dio a la palabra instituir un significado personal al afirmar que es lo mismo
determinar de una manera concreta el signo sacramental, es decir precisar lo que hoy llamamos su
materia y su forma, que instituir un sacramento.
Esta misma era la doctrina de santo Tomás y de la Tradición; para ambos la institución de los
sacramentos fue un acto en el cual Jesucristo determinó de manera explícita la materia y la forma
de cada uno de ellos. Santo Tomás sacó en conclusión que a partir de la institución divina el efecto
causal de la gracia quedó vinculado a la estructura material del signo sacramental, el cual fue
determinado de una forma concreta en el mismo momento de su institución.
Sucede así que cuando Lutero sostiene que los signos sacramentales deben de haber sido instituidos
por Jesucristo entronca en la más genuina corriente de la tradición teológica, pero se aleja de ella
Si Lutero hubiese seguido globalmente a san Agustín en su exposición sobre los sacramentos en
lugar de hacerlo sólo parcialmente, habría advertido que los sacramentos tienen además de su
efecto sanante otra dimensión eclesial, pero al no aceptar todo el planteamiento de San Agustín
solo lo entendió en parte.
La concepción luterana de los sacramentos viene a sostener que sólo en la medida en que el hombre
crea que Dios le otorgará su misericordia por la fe que profese en un sacramento, este le resultará
eficaz.
La doctrina de Lutero enseña que la fe es el lazo de unión entre el signo sacramental (el
sacramentum tantum) y el efecto mismo del sacramento, que es la gracia (res sacramenti). El
planteamiento de Lutero peca de radical al vincular en forma exclusiva el efecto del sacramento a
la fe del creyente, y desde este planteamiento niega que el signo sacramental cause la gracia en
virtud de lo obrado, es decir, ex opere operato. Para Lutero la eficiencia de los sacramentos
depende en exclusiva de la fe, y no de alguna otra capacidad inherente en ellos.
Para la teología católica es artículo de fe creer que los sacramentos causan la gracia ex opere
operato, y que algunos de ellos imprimen carácter, pero estas dos formulaciones fueron calificadas
por Lutero de diabólicas. Hay textos suyos en que claramente desprecia la eficacia ex opere
operato y la doctrina del carácter sacramental. En su obra De Captivitate Babylonica dice que el
carácter lo imprime el Papa, ignorándolo Cristo (6,567,19); y en un sermón pronunciado el 25 de
mayo de 1528 declaró con toda contundencia que las obras externas de los sacramentos no hacen
nada que sirva para la salvación, la cual depende exclusivamente de la fe; veamos a continuación
con más detenimiento la doctrina luterana sobre estos dos puntos.
Lutero jamás hizo suya la formulación escolástica que habla del efecto ex opere operato, ni
tampoco la que se refiere al carácter sacramental, y en este aspecto, aunque no coincidiendo
exactamente, se sitúa muy cerca del pensamiento de los teólogos medievales al asegurar que es la
acción del Espíritu Santo, operada a través del ministro que oficia, la que da su eficacia al
En otro sermón del año 1536 (WA 49,140,36-38) enseñó que cuando un párroco bautiza o absuelve
no lo hace en nombre propio, sino en cuanto ministro enviado para pronunciar la Palabra de Dios;
sus acciones son fruto de una potestad divina, de una virtud que proviene de Dios, y que por tanto
no es humana.
Escribió Lutero en un discurso hipotético, dirigido a un sacerdote católico que fundamentaba sus
acciones sacramentales en el carácter sacerdotal que le fue conferido: "tu ordenación, y la
consagración que haces, no son más que blasfemias y experimentos contra Dios" (WA 38,200,17-
19).
Lutero negó insistentemente que los sacramentos imprimieran carácter, sobre todo durante el año
de 1520; sin embargo, en fechas posteriores comenzaría a admitir como válidos ciertos
comportamientos, y a pro-poner ciertas normas pastorales que reflejan su aceptación de que en el
sujeto pervive de manera estable un determinado efecto otorgado por los sacramentos. En más de
una ocasión sostuvo que el ministerio sacerdotal instituido por Jesucristo permanece activo incluso
entre los herejes y cismáticos; admitió, pues, que el ministerio conferido por el sacramento ha
impreso en el alma del receptor la capacidad para realizar en la Iglesia determinadas acciones, al
margen de su disposición subjetiva. Es cierto que en esas ocasiones no menciona el
término carácter, pero el contenido de su mensaje corresponde a la doctrina católica sobre el
carácter sacramental.
A partir de 1535, Lutero se decidió a ordenar de manera solemne a los nuevos ministros de la
Reforma. Su planteamiento no era ya el de 1520, según el cual debería ser cada comunidad eclesial
la que ordenara a sus ministros, sino que ahora todos los ministros protestantes serían ordenados
en Wittenberg, con la expresa intención de que predicasen el Evangelio y administrasen los
sacramentos allá donde hiciese falta, o donde ellos fueran requeridos por su vocación (WA BR
XI,451,11-452,15).
Con la ordenación absoluta conferida en Wittenberg, y válida de ejercer en cualquier parte del
mundo, Lutero estaba admitiendo un efecto constitutivo y permanente en los ministros ordenados
para el servicio de toda la Iglesia. A esta capacidad del cristiano ordenado Lutero jamás la
llamó carácter, pero en su manera de pensar y actuar estaba admitiendo un efecto sacramental
permanente que en lo fundamental coincide con la teología católica.
g) Conclusión
Si al plantearse las cuestiones sacramentales los teólogos católicos y luteranos hubiesen apelado
menos a las costumbres rituales y a las formulaciones concretas de sus escuelas, y se hubieran
atenido más a las razones fundamentales de los principios que estaban en juego, quizá la Reforma
no habría llegado hasta donde llegó. El diálogo en aquel siglo no fue posible, y se produjo la
lamentable ruptura en que nos hallamos hoy.
El Concilio tomó como norma de trabajo formular propuestas concretas, desde la doctrina de la
Iglesia, a cada una de las cuestiones planteadas por los reformadores, sin entrar a tratar aspectos
que eran discutidos entre los teólogos católicos.
Para cada tema se nombró una comisión de teólogos que preparara el temario de la discusión,
entresacando las proposiciones de los reformadores de los propios escritos en que las habían
formulado. Se redactó así una lista de 35 errores sobre los sacramentos en general, la mayoría de
ellos se encontraron en el De Captivitate Babylonica de Lutero; veamos los más importantes.
La Sagrada Escritura no habla expresamente de siete sacramentos, sin embargo, son siete, y
solamente siete, los signos sacramentales proclamados por el Concilio de Lyon, descritos después
por el de Florencia, y propuestos de una manera definitiva por el de Trento (Teología Dogmática
VI, Los Sacramentos, p. 103).
La Patrística, dado el uso tan variado, tan amplio y hasta cierto punto tan impreciso que hizo del
término sacramento, no pudo llevar a definir el número exacto de ellos. Fue durante la época de la
Escolástica, y en la medida que se iba perfilando el concepto de Sacramento, cuando finalmente se
determinó que Jesucristo había instituido justamente los siete que conocemos.
El primer esbozo de una lista de los sacramentos lo ofreció Hugo de san Víctor cuando en respuesta
a una cuestión afirmó que existen de tres géneros, y otorgó un cometido distinto a cada uno de
ellos: Distingue Hugo de san Víctor entre los sacramentos que de forma principal otorgan la
salvación al hombre, y aquellos otros que, sin ser necesarios para salvarse, ayudan a la santificación
porque a través de ellos actúa la virtud y se adquiere la gracia con mayor abundancia. A los
primeros pertenecen el Bautismo y la Eucaristía; a los segundos los sacramentales, y al tercer grupo
pertenecen aquellos que preparan para otros sacramentos (De Sacramentis Fidei I,9,7). Hugo de
san Víctor no distingue con claridad entre sacramentos y sacramentales porque en su tiempo aún
no habían sido precisados estos términos.
Haciendo suya la insinuación de Hugo de san Víctor sobre los sacramentos principales, Pedro
Lombardo la aplicó al tratar explícitamente de los sacramentos de la Nueva Ley, a los que hizo
coincidir con aquellos. Para Lombardo los sacramentos son el Bautismo, la Confirmación, la
Eucaristía, la Penitencia, la Unción Extrema, el Orden y el Matrimonio, los mismos de ahora (Libro
IV Sententiarum, dist. 2,1).
Lutero propuso que los sacramentos habían sido instituidos por Dios para nutrir la fe, y que no
causaban la gracia ex opere operato, esto lo afirmaba basándose en su principio de la justificación
del hombre se obtiene solamente por la fe.
En la sesión VII, el Concilio de Trento formuló en forma directa su doctrina rechazando las dos
proposiciones luteranas: una que reducía los sacramentos a meras motivaciones de la fe, y otra que
se refería a la causalidad sacramental. Estudiaremos estas dos proposiciones de Lutero en forma
independiente, porque así fue como las sancionó el Concilio con cánones propios.
I. La fe y los sacramentos
El quinto canon de los que fueron dedicados a los sacramentos en general en la sesión VII del
Concilio, contiene el anatema a la suposición luterana de que los sacramentos son solo signos que
sirven para nutrir la fe; esta condena está expresada con una fórmula empleada por el mismo
Lutero: Si quis dixerit, haec sacramenta propter solam fidei nutriendam instituta fuisse, anathema
sit "quien diga que los sacramentos fueron instituidos solamente para nutrir la fe, sea anatema" (DS
1605).
No fue difícil que los padres conciliares llegaran a un acuerdo sobre este punto, porque Lutero
chocaba en él contra toda la tradición de la Iglesia; y aunque el Concilio abordó esta cuestión
solamente de manera negativa, de rechazo y de condena a la doctrina protestante, su labor no
terminó allí, sino que también afirmó, de modo positivo, que los sacramentos son verdaderos signos
de fe.
Santo Tomás había subrayado de manera precisa el alcance que tiene la fe en la celebración de los
sacramentos; la estudió en su relación directa con la causalidad sacramental al preguntarse si los
sacramentos de la Antigua Alianza causaban la gracia del mismo modo como la causan ahora los
sacramentos de la Nueva Ley (TT III, q.66.a.1).
Enseñaba santo Tomás que la diferente causalidad entre los sacramentos de la Antigua Ley y los
de la Nueva depende la distinta manera de creer en uno y en otro momento en la pasión de Cristo:
los padres del Antiguo Testamento se justificaban por la fe que tenían en la pasión futura de Cristo,
y los actuales creyentes se justifican por la fe en el presente o en el pasado de su pasión. Los padres
antiguos creían con fe en lo futuro, y los sacramentos correspondientes no causaban en ellos la
gracia ex opere operato. En cambio, los actuales creyentes confían en lo que ha sido, en lo que ya
ha cumplido su eficacia salvífica, por lo que los signos a través de los cuales se aplica el mérito de
la pasión de Cristo si son eficaces ex opere operato.
Cuando el Concilio de Trento negó que los sacramentos hubiesen sido instituidos para alimentar la
fe, como pretendía Lutero, no estaba desvinculando una realidad de la otra, ni proponiendo la fe
por una parte y los sacramentos por la otra, sino que estaba estableciendo la unidad salvífica que
exige afirmar al mismo tiempo la necesidad de la fe para la justificación y la eficacia de los
sacramentos.
Ahora, al describir el Concilio Vaticano II la finalidad de los sacramentos, enumera para ella tres
aspectos: la santificación del hombre, la edificación de la Iglesia como cuerpo de Cristo, y el culto
rendido a Dios; y añade la función pedagógica de instruir, pues considera que los sacramentos no
solo suponen la fe, sino que por medio de las palabras y los gestos que les son propios, en cuanto
signos, la nutren y la robustecen, y por ello son llamados sacramentos de la fe.
La distinción entre los términos opus operatum, que significa lo causado por el sacramento, y opus
operans, u opus operantis, empleado para significar el efecto ligado a la disposición del sujeto o
a la del ministro del sacramento, es decir, de quien sea el sujeto que lo reciba o quien lo administre,
tuvo su origen en el siglo XII y fue Pedro de Poitiers el primero en aplicarla, y rápidamente fue
admitida por los teólogos de la época por ser un concepto que se encontraba respaldado por la
autoridad de san Agustín, fue así como para mediados del siglo XIII ya era del dominio común.
Cuando santo Tomás de Aquino trató de desarrollar su punto de vista sobre la causalidad de los
sacramentos comenzó por establecer la distinción que media entre la causa principal y la causa
instrumental. Para él la causa principal es aquella que al obrar produce un efecto similar a su
propia naturaleza, y aplicando esta aclaración a la gracia causada por los sacramentos concluyó
que solamente Dios puede ser su causa principal. De la causa instrumental dice que no produce la
gracia desde su propia naturaleza, sino por el impulso que recibe de la causa principal, por lo que
Pbro. Lic. Miguel de Jesús Saldívar Martínez 18
Teología sacramentaria I: Sacramentos en general
el efecto que causa no es semejante al instrumento causante sino al agente que lo
impulsa. Llevando esta explicación a la teología sacramental concluyó santo Tomás que los
sacramentos causan la gracia en cuanto son instrumentos al servicio de Dios, y que por lo tanto
quien la causa es Dios, aunque a través de determinados instrumentos.
Francisco Suárez (+1617) editó su tratado "De Sacramentis", dejando establecido prácticamente el
esquema que seguirían los teólogos posteriores. La concepción suareciana de los sacramentos es
clásicamente tomista:
"Sacramento es un signo sensible instituido para conferir cierta santificación, y para significar la
verdadera santidad del alma. También podemos afirmar que el sacramento es una ceremonia
sagrada y sensible que santifica de alguna manera a los hombres, y que por razón de institución
significa la verdadera santidad del alma" (Disp.I, sect.4).
A principios del siglo XIX se inició en Alemania una importante renovación teológica y
eclesiológica encabezada por el profesor de Tubinga Juan Sebastián Drey (1777-1853), la cual tuvo
como principal exponente a Juan Adam Mohler (+1838), y cuya influencia llegó hasta el Concilio
Vaticano II.
Matías José Scheeben (+1888) escribió la obra "Los misterios del cristianismo" (Ed. Herder,
Barcelona 1964), iniciando un nuevo enfoque de la sacramentología, en ella dice que: "Al correr
el tiempo el significado de sacramentum evolucionó, y se llegó a emplear dicho vocablo para
designar ante todo cosas visibles que de una u otra manera contienen un misterio en sentido estricto,
y que, por tanto, son misteriosas a pesar de lo visible. En tales cosas el misterio, lo oculto, se une
con lo visible, y el conjunto integrado por ambos elementos participa a un tiempo del carácter de
sus dos partes; con toda propiedad podría llamársele misterio-sacramento" (p. 591-592).
a) Planteamiento
Primera: La institución inmediata, que sostienen quienes afirman que Jesucristo instituyó
inmediatamente, y sin mediación alguna, los siete sacramentos.
Segunda: La institución mediata, que defienden quienes admiten que Jesucristo instituyó
de-terminados sacramentos a través de segundas personas, como pueden haber sido los
apóstoles o la Iglesia. Esta fue la opinión de algunos escolásticos, como Hugo de san Víctor
y San Buenaventura.
Hay que añadir que entre los teólogos escolásticos estuvo vigente el principio fundamental
de que la Iglesia no puede instituir sacramentos.
i. El Concilio de Florencia
Lo que sí dijo expresamente el Concilio de Florencia fue que cada uno de los siete
sacramentos se configura por la integración de tres elementos: por determinadas cosas,
como materia; por ciertas palabras, como forma; y por el ministro que proporciona el
sacramento, con la intención de hacer lo que la Iglesia hace (DS 1312).
ii. La fe de Trento
El Concilio estableció dos importantes principios, al tratar sobre la posibilidad de los laicos
de recibir la comunión bajo las dos especies:
1.- La Iglesia tiene potestad para alterar la administración de los sacramentos, menos en
aquello que afecte la substancia de los mismos.
2.- Esta mutación, aunque posible, no puede llevarla a cabo cualquiera con criterio
individual y según su propia determinación (DS 1728).
3.- Nadie, aunque sea sacerdote, puede añadir, quitar o cambiar cosa alguna por iniciativa
propia en la estructura de los elementos litúrgicos (SC 22,1-3).
Así es la doctrina que reconoce la capacidad de la Iglesia para modificar los ritos
sacramentales y que, al mismo tiempo, limita el ejercicio a las supremas instancias de la
autoridad eclesial; ha estado en vigor prácticamente de manera inalterada hasta la fecha.
Alejandro de Hales admitía la institución de los sacramentos en forma mediata, y por tanto
a través de los apóstoles, e incluso de la Iglesia. Santo Tomás, por el contrario, propuso
siempre la institución de los sacramentos como una acción inmediata de Jesucristo.
Por otro lado, para Alejandro de Hales la materia y la forma rituales no pertenecían a la
substancia del sacramento; en cambio, santo Tomás distingue entre los elementos que
corresponden a la esencia, en concreto la materia y la forma, y los que atañen solamente al
ornato de la acción sacramental, como pueden ser todos los gestos y las oraciones que
acompañan a la celebración litúrgica. Estos ritos o adornos pueden haber sido instituidos
por hombres, mientras que los primeros, por afectar a la substancia del sacramento, tan
solo pueden haber sido instituidos por Jesucristo.
Los padres conciliares de Trento buscaron una razón que les permitiera establecer que se
administrara la comunión a los laicos exclusivamente mediante la especie del pan, mientras
que los protestantes sostenían que debía ser bajo las dos especies del pan y el vino. El
Concilio hizo uso entonces de una facultad que, según su propia manera de expresarse, es
universal y se extiende a todos los aspectos de la sacramentalidad, menos aquellos en que
se afecte la substancia del sacramento, salva illorum substantia.
Hay que hacer notar que según los teólogos Eck y Tapper existen datos históricos que
permiten establecer una precisión teológica sobre el significado de la institución
sacramental. La institución de un sacramento, dicen, radica en que Jesucristo estableció su
signo en función del efecto particular que produce (la gracia), pero no radica en la
determinación concreta del signo. Tomemos, por ejemplo, el texto bautismal de Marcos
16,16, en donde el signo del Bautismo radica en la ablución acompañada de un acto de fe,
y ordenada a conseguir la salvación: "El que crea y sea bautizado, se salvará...". En este
texto, que tiene sin duda un valor institucional, no se hace referencia alguna a si la fórmula
que se utilizará será la cristológica o la trinitaria, y con el tiempo ambas se usaron, ni
tampoco al modo como se ha de administrar el agua, si por inmersión, por infusión o por
aspersión; lo único establecido en él es una profesión de fe y una ablución.
Lo exacto, a partir de los datos neotestamentarios, es afirmar que para la institución del
bautismo Jesucristo no determinó ningún rito más allá del acto de fe y la ablución. Tan
signo bautismal en la ablución cuando se administra por inmersión como cuando se da por
infusión o por aspersión, y tan válida es la profesión de fe trinitaria como la cristológica,
ya que en este texto no se ha determinado ninguna de las dos opciones. A partir de esta
reflexión se ha de afirmar que la substancia del sacramento no radica en la materia y la
forma, como lo había dicho Pedro Lombardo y repetido algunos escolásticos, sino en la
razón de signo al que Cristo vinculó el efecto salvífico, y que ha de ser mantenido siempre.
Sobre esta razón de signo no tiene poder la Iglesia, aunque sí lo tiene sobre el modo
concreto y ritual como ha de expresarse el signo en la administración del sacramento.
Pío XII hizo suya la doctrina de Trento acerca de la institución de los sacramentos, repitió
que todos y cada uno de los siete sacramentos han sido instituidos por Jesucristo, y propuso
nuevamente la doctrina sobre la limitación del poder de la Iglesia en lo relativo a la
substancia del sacramento.
A partir de estos dos principios tridentinos se ha de concluir que la materia y la forma del
sacramento del Orden no fueron determinados por Jesucristo al instituirlo, porque de haber
sido así la Iglesia no los hubiera podido cambiar antes, ni los podría modificar ahora. La
a) Introducción
1º.- Se apoya en la verificación histórica de los datos, tanto bíblicos como patrísticos, para
poner en tela de juicio la institución de los siete sacramentos.
2º.- Se fundamenta en la terminología utilizada por el Concilio Vaticano II, que denomina
a la Iglesia sacramento de salvación.
3º.- Parte de la comprensión de los siete sacramentos, como acciones deducidas del
sacramento original que es la Iglesia.
Rahner parte de los problemas históricos planteados en torno al origen de los sacramentos,
para fundamentar las razones dogmáticas con que intenta resolverlos; así lo dice él mismo
al exponer las dificultades que existen para poder precisar, con rigor histórico, la institución
divina de la mayor parte de los sacramentos. En su obra 'La Iglesia y los Sacramentos',
página 76, se refiere, sobre esto, a la confirmación, la unción de los enfermos, el orden y
el matrimonio.
Así como Jesucristo es, desde la unión hipostática, el instrumento y el signo de la Gracia,
también la Iglesia, desde la unión con su cabeza que es Cristo, ejerce una función
mediadora en la redención del hombre, y es signo permanente de la presencia de Dios; por
eso se puede decir que la Iglesia opera como si se tratase de un sacramento.
Rahner ha predicado de Cristo la noción sacramental de una manera total y en afinidad con
la más genuina tradición de la teología católica; lo ha reconocido como 'el supremo
sacramento', de ahí que considere a la Iglesia como Cuerpo de Cristo, conforme al
pensamiento de Pablo. Rahner presenta a la Iglesia como partícipe de la dimensión
sacramental de Cristo, y en consecuencia la llama protosacramento, y afirma de ella que
es 'la presencia de la salud en el mundo'. El problema surge cuando aplica este concepto de
la Iglesia como sacramento a la institución de los siete sacramentos.
Este es el planteamiento del catecismo de la Iglesia católica, cuando enseña que "por el
Espíritu que la conduce a la verdad completa (Jn 16,13), la Iglesia reconoció poco a poco
este tesoro recibido de Cristo, y precisó su disposición tal como lo hizo con el Canon de
las Sagradas Escrituras, y con la doctrina de la fe como fiel dispensadora de los misterios
de Dios. Así, la Iglesia ha precisado a lo largo de los siglos que entre sus celebraciones
litúrgicas hay siete que son, en el sentido propio del término, sacramentos instituidos por
el Señor (CIC 1117).
La disposición del sujeto puede afectar a la gracia sacramental de dos modos: Impidiendo
la recepción de la misma al rechazar el sacramento, o perdiéndola después de haberla
recibido. Los sacramentos, además de la gracia que se puede o no recibir y perder, causan
siempre un efecto permanente que por lo general debe darse unido a la gracia de Dios, pero
que puede subsistir sin ella, como es el caso de la recepción ficticia del sacramento (sin
aceptarlo), o tras haber perdido la gracia Santificante causada por el sacramento. A este
efecto permanente, que dura mientras se dan las circunstancias para las que está ordenado
el sacramento, se le denomina Res et Sacramentum, y de una o de otra manera se da en
todos los sacramentos.
El carácter es una realidad intermedia entre el signo sensible y el efecto último del
sacramento que es la gracia; de tal forma que participa a la vez del sacramentum tantum y
de la res sacramenti. En forma gráfica se puede decir que el carácter pervive aun en el alma
del pecador, aunque se encuentre en una situación violenta al no tener el complemento de
la gracia particular del sacramento.
El papa Inocencio III habla en su carta ‘Maiores Ecclesiae Causas’, escrita en 1201, del
carácter sacramental como de algo comúnmente admitido; dice literalmente “a quien se
acerca de modo ficticio al sacramento del bautismo recibe el carácter” (DS 701). El
bautismo, pues, es un sacramento que imprime el carácter al margen de la Gracia.
En el decreto para los Armenios del Concilio de Florencia se enseña que el carácter es un
cierto signo espiritual distinto de los otros signos, que se imprime en el alma de forma
indeleble, en virtud de lo cual los tres sacramentos que lo imprimen no se pueden reiterar.
c) La noción bíblica
El término griego empleado por Pablo en esta cita es sphragis (=sellar), que encontramos
también en otros textos, como Ef 1,13: "En él también vosotros, que escuchasteis la palabra
de la verdad, el evangelio de nuestra salud en el que habéis creído, fuisteis sellados con el
sello del Espíritu Santo", y en Ef 4,30: "Guardaos de entristecer al Espíritu Santo de Dios,
en el cual habéis sido sellados para el día de la redención". Sphragis, en cuanto es un sello
recibido, indica que lo sellado es propiedad de aquel que le ha impreso su sello, como en
el mundo antiguo sucedía con los esclavos que eran sellados por sus amos, o como se
acostumbra actualmente en el campo de la ganadería.
Hermas, en su obra ‘El Pastor’, al hablar de la resurrección que concede el Bautismo, dice
que los que murieron bautizados tienen un sello que los salva, al cual identifica con el agua;
por su parte san Cipriano utilizó la expresión signaculum dominicum, equivalente a sello
del Señor, para referirse al sacramento de la confirmación (De Paenitentia VI,16). Es así
San Cirilo de Jerusalén, al describir en sus catequesis los efectos del bautismo, dice que es
un sello santo e indisoluble (Procatechesis, XVI); en otro lugar afirma que Dios otorga su
sello saludable y admirable a las conciencias probadas (Catechesis I,3).
San Ambrosio habla del sello del Espíritu Santo (De Spíritu Sancto I,6), y del sello
espiritual con el que es marcado el corazón del creyente.
San Agustín fue quien desarrolló la doctrina sobre el carácter sacramental. Los donatistas
identificaban la santidad de la Iglesia con la de cada uno de sus miembros; y partiendo de
que nadie puede dar lo que no tiene, negaban que quien no era moralmente santo pudiera
administrar válidamente el bautismo. Según los donatistas, el efecto del bautismo dependía
de la disposición moral del ministro. Contra esta actitud reaccionó san Agustín al asegurar
que la validez del bautismo depende sólo y exclusivamente de Jesucristo, y por ello, al
margen de la disposición del ministro, confiere siempre la gracia.
Con expresiones cargadas de rigor, escribe san Agustín que Donato es un desertor que
conserva el carácter de su emperador; por ello nuestro Señor Jesucristo le busca, y aunque
es un desertor borrará el error de su crimen y no exterminará su carácter (Sermo ad
Caesariensis Ecclesiae Plebem, 2).
El carácter, para santo Tomás, es una potencia espiritual que permite al hombre quedar
capacitado para realizar una acción determinada. Es un signo o una señal impresa en el
alma, que está allí para indicar que ha quedado consagrada para un fin; es como las
monedas, que cuando en ellas ha sido esculpida la figura que designa su legalidad
adquieren un valor real de riqueza; es también como ocurre con los militares, que se
distinguen en su grado por la imagen que ostentan en sus insignias. El signo denota siempre
una finalidad, y así ocurre también con el signo sacramental que recibe el hombre cristiano,
ya que, en virtud de él, o sea de los sacramentos, queda preparado para una doble finalidad:
ser capaz de recibir la Gracia Santificante, y de recibir o entregar lo que es propio del culto
de Dios.
Por el carácter el hombre participa del sacerdocio de Cristo y queda configurado con Cristo
sacerdote, lo cual es signo distintivo de todo cristiano. El carácter sacramental no es más
que la participación en el carácter sacerdotal de Jesucristo, que es eterno; por tanto, toda
consagración dedicada y aceptada por Jesucristo goza también de la nota de eternidad. Esto
ocurre también con los elementos inanimados, como son las iglesias y los altares, que una
vez que han sido dedicados a Dios permanecen consagrados por siempre, a no ser que se
destruyan. Santo Tomás de Aquino sostiene que el carácter sacramental es indeleble,
incluso más allá de la muerte, en la vida eterna (STh III, q. 63, a.5).
Pío XII afirmó que el hombre ha sido constituido miembro del cuerpo místico de Cristo,
que ha quedado dotado con el título de sacerdote y, por ello, adornado del carácter
sacramental esculpido en su alma, que le destina para el culto divino. Así Pío XII definió
con toda precisión que los seglares participan del sacerdocio de Cristo desde su propia
condición de cristianos bautizados (DS 3851). En su encíclica Mediator Dei encontramos
como situaciones inseparables en el cristiano la pertenencia a la Iglesia y su dedicación al
culto, de tal forma unidas que la una sin la otra no tiene sentido. También en los
documentos conciliares del Vaticano II aparecen nítidamente formuladas, como efectos del
sacramento del bautismo, tanto la participación del cristiano en el sacerdocio de Cristo, y
a consecuencia de ello su dedicación al culto cristiano, como la incorporación a la Iglesia.
El Concilio Vaticano II, luego de establecer que la Iglesia se realiza por los sacramentos,
pasó a analizar la forma en que esta realización se lleva a cabo, y vino a exponer como
doctrina que afecta tanto a la eclesiología como a la sacramentología, que por el bautismo
se ingresa a la Iglesia, por la confirmación se incorpora más profundamente en su seno, por
la eucaristía se alcanza la pertenencia plena a la Iglesia, por el orden se sirve
ministerialmente a la Iglesia actuando en representación de Cristo, por el matrimonio se le
dan nuevos hijos a la Iglesia, por la unción de los enfermos se le ofrece a la Iglesia el don
de la mediación de sus propios miembros sumidos en el dolor y la enfermedad, y por
último, mediante la Penitencia el cristiano pecador, además de reconciliarse con Dios, se
reconcilia con la Iglesia a la que había ofendido con su pecado.
El Vaticano II ofrece una síntesis entre san Agustín y santo Tomás; de san Agustín ha
tomado la dimensión eclesiológica del carácter al proponer que por los sacramentos el
hombre se consagra a Dios al integrarse a la Iglesia, y de santo Tomás recibió la dimensión
cultual que considera al cristiano capacitado para ofrecer a Dios la veneración de su Iglesia.
El carácter queda descrito como el sello de la consagración que el Espíritu Santo imprime
sacramentalmente en el hombre, por medio del cual queda dedicado a Dios mediante su
incorporación a la Iglesia, y unido de modo indeleble a Cristo sacerdote para junto con él
ofrecer a Dios el sacrificio espiritual de alabanza.
Se trata de la capacidad que tienen los sacramentos para causar la gracia santificante, no
en el momento de recibirlos, sino después. Quedó planteada por san Agustín cuando al
defender ante los donatistas que el bautismo cristiano causa siempre efecto, tuvo que
admitir que por falta de disposición del sujeto que lo recibe el bautismo podría no causar
la gracia, pero siempre causará el carácter. Se percató san Agustín que sería después,
cuando la falta de disposición del bautizado desapareciera, que el carácter que se le había
impreso causaría la Gracia que debió haber recibido con el sacramento.
Al bautismo recibido con total falta de disposición le llamó san Agustín fictus (ficticio), y
señaló la posibilidad de reviviscencia, al admitir que desapareciendo mediante el
sacramento de la penitencia el impedimento contra la gracia, esta reviviría (De Baptismo
I, XXII,18). Lo mismo propuso santo Tomás en el comentario a las Sentencias, cuando
precisó que la ficción no anula la recepción del carácter sacramental, el cual, por
permanecer impreso en el alma de modo indeleble, cuando desaparece el impedimento de
la gracia comienza a causarla (In IV Sent., d.4, q.3, a.2, q.3). Es el carácter, por lo que tiene
de signo sacramental, de sacramentum, el que causa la res, la gracia, cuando se elimina el
obstáculo de la causalidad.
En la actualidad, Karl Rahner propone una formulación del asunto que además de
esclarecedora resulta de una gran relevancia teológica, dice que “La reviviscencia de los
sacramentos no es en sí sino una peculiaridad que lleva consigo el carácter del opus
operatum. Dentro de la dogmática católica el opus operantum es sencillamente la
expresión más inequívoca de que Dios da su gracia por propia iniciativa; esta gracia es
gracia de la fe, del amor, del poder y del realizar; es una gracia que logra su realización en
la fe amante del hombre” (La Iglesia y los sacramentos, página 16).
El Papa Pío XII, en su encíclica Mystici Corporis, presentó con claridad la doctrina sobre
el ministerio de Cristo en la Iglesia, con tres afirmaciones:
El hecho de que Jesucristo sea el ministro principal de los sacramentos es una verdad que
ha sido enseñada por la Iglesia de manera ininterrumpida, para comprobarlo basta recordar
las palabras de san Agustín: "Aunque sean muchos los ministros santos o pecadores que
bautizan, la santidad del Bautismo no es atribuible sino a Cristo. Que bautice Pedro, o
Pablo, o Judas, es siempre Cristo quien bautiza" (In Ioannis Evangelium 6,7).
Santo Tomás hace derivar este ministerio de Cristo desde el momento de su encarnación,
es decir, del momento en que la naturaleza humana de Jesucristo fue asumida por el Verbo
Eterno, y con ello alcanzó el rango de ser instrumento humano de acciones divinas.
Hay cuatro razones principales por las cuales considerar a Cristo como ministro de los
sacramentos:
1a.- El mérito de la pasión de Jesús se aplica al hombre mediante los sacramentos, luego
en cada acción sacramental el que obra otorgando la gracia es Jesucristo.
3a.- Los sacramentos han recibido su capacidad santificadora desde que fueron
divinamente instituidos; luego es Cristo quien actúa en los sacramentos por haber sido
quien ordenó su institución.
4a.- El efecto salvífico depende de la causa de los sacramentos, por tanto, dependerá de
Cristo, que es la causa de todos ellos.
i. Un sacerdote al que por algún delito llevan al patíbulo, despechado porque está
próximo a perder la vida, y ya no muy en sus cabales, al pasar frente a una panadería
pronuncia la fórmula de la consagración intentando transmutar todo el pan que hay
en ella. Aquí no hubo, evidentemente, consagración alguna.
ii. En una película que estuvo de moda hace algunos años, El Renegado, un sacerdote
pronuncia las palabras de consagración sobre un vaso de vino en el interior de un
cabaret. Naturalmente que en esas condiciones tampoco allí pudo haber sacramento.
El ministro, decía san Alberto Magno, presta su voz y sus gestos para que hable el Verbo
Eterno, que se hace presente por la instrumentalidad vicaria del ministro (In IV Sent., dist.
VIII, C, art. 6).
a) La intención requerida
El Concilio de Florencia dejó establecido que el ministro debe proceder con la intención
de hacer aquello que hace la Iglesia. (DS 1312), pero la primera afirmación semejante se
debe a Prepositino de Cremona, quien fue canciller de la Universidad de París: "cum
intentione faciendi quod facit Acclesia" (DS 1611).
Para Santo Tomás la expresión cum intentione faciendi quod facit Ecclesia no equivale a
una mera realización de gestos externos, sino a un querer hacer lo mismo que la Iglesia, de
El Papa Paulo VI afirmó que cuando el ministro ejerce el sacerdocio, sobre todo cuando
preside las funciones litúrgicas y sacramentales, representa a la Iglesia y obra en su nombre
"con la intención de hacer lo que ella hace" (Ocho documentos doctrinales de la sagrada
Congregación de la Fe, Madrid 1981, pp. 97-131).
Una pregunta concreta se formuló en el siglo II d.C. en estos términos: "El cristiano que
reniega de su fe y está fuera de la Iglesia, ¿puede continuar administrando válidamente los
sacramentos?". San Cipriano y Tertuliano admitieron que no les era lícito administrarlos,
y que aquellos que habían recibido el bautismo de manos de un hereje o cismático tenían
que ser rebautizados para entrar a la Iglesia. El papa Esteban I, contemporáneo de san
Cipriano, se opuso a esta doctrina y enseñó que el bautismo siempre es válido, lo administre
quien lo administre, un hombre bueno o uno malo, con tal que sea el bautismo de Cristo.
El mismo Martín Lutero no tuvo inconveniente en admitir que al párroco que no es piadoso
y digno, y por lo tanto que no es personalmente hijo y siervo de Dios, y que
ministerialmente es un siervo inicuo, se le ha de tener paciencia, pues el Señor otorga sus
bienes a través de su mano (WA 6,526,5-10).
Por otra parte, hay que tener en cuenta que el sacramento es siempre un don de Dios, un
ofrecimiento gratuito que exige una respuesta, y esto en todos los niveles, en primer lugar,
para el que lo recibe, pero 0ambién para el que lo administra.
e. Los sacramentales
1. Definiciones
2. Antecedentes históricos
Aunque la palabra sacramental sea nueva, el concepto que significa es muy antiguo. Para
rastrear el origen del concepto de los sacramentales hay que remontarse a los tiempos
evangélicos y constatar que Jesucristo, en el ejercicio de su ministerio, utilizó determinados
elementos y realizó ciertos gestos con fines sobrenaturales, pero sin elevarlos a la categoría
de sacramentos; por ejemplo empleó el barro para curar a un ciego, bendijo a los niños
imponiéndoles las manos, bendijo también a los apóstoles con las manos extendidas, utilizó
el agua para lavar los pies de sus discípulos, etc.; podemos asegurar que Jesucristo hizo uso
de cosas y gestos naturales para significar realidades sobrenaturales.
La época patrística recogió estas acciones de Cristo y las utilizó para dar estructura litúrgica
a diversas ofrendas y bendiciones de elementos materiales, tan es así que Hipólito de Roma,
en su obra Tradición Apostólica, luego de referirse a la población eucarística, habla de la
ofrenda del aceite, del queso y de las aceitunas, y en otros lugares menciona la bendición
que hace el obispo de la lámpara traída por el diácono, de las normas para la bendición de
los frutos, y de la ofrenda de las flores. Tertuliano nos dejó constancia de una práctica
No tenemos conocimiento de que San Agustín haya escrito algo sobre los sacramentales,
pues será hasta la Escolástica cuando encontremos la definición de Pedro Lombardo ya
antes mencionada; de Hugo de San Víctor tenemos un tratado sobre los Sacramentos, y
dentro de él una parte dedicada al estudio de lo que llamó ‘sacramentos menores’, que es
el esbozo de un verdadero tratado sobre los sacramentales. Santo Tomás de Aquino se
refirió a los sacramentales como 'consagraciones', diciendo que por no ser sacramentos no
causan la Gracia, aunque facilitan recibirla, y disponen los elementos necesarios para el
culto divino.
¿Cuantos sacramentales hay? Los teólogos no se han puesto de acuerdo sobre su número,
sin embargo el Catecismo habla de dos grandes grupos: las bendiciones y los exorcismos,
y las bendiciones las subdivide en dos: aquellas cuyo efecto debe durar toda la vida, a las
que se da el nombre de 'consagraciones', y las bendiciones de carácter temporal; ambas, la
permanente y la temporal, pueden aplicarse a personas o a cosas; se pueden consagrar, por
ejemplo, el edificio de una iglesia, el altar, los ornamentos, o se puede consagrar la
profesión de un religioso. Los exorcismos son peticiones que la Iglesia hace públicamente
y con autoridad, para que en nombre de Jesucristo sea protegido de las asechanzas del
demonio quien recibe el sacramental. Jesús realizó exorcismos, y ahora la Iglesia los hace
en su nombre durante el ritual del Bautismo, y muy rara vez, sólo con autorización expresa
del obispo, en otras ocasiones.