El Juego de La Lectura

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gerardo de la cruz

:
el juego de la lectura
e l  j u e g o  d e
l a l e c t u r
GERARDO DE LA CRUZ
El juego de la lectura
D. R. © 2020, Gerardo de la Cruz
Primera edición: noviembre 2020

D. R. © 2020, Universo de Libros, S. A. de C. V.


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Contenido

La elegante amenaza
o de los monitos
9

A la manera de Herbert Quain


o del jugar leyendo
19

La invención de Borges
o de mentiras mentirosas
35

El espíritu antinavideño
o de dogmas y enxiemplos
55

La épica de la supervivencia
o de verdades mentirosas
73

¡Arriba Los de abajo!


o del novelar sin maquillaje
85

Elogio de la lectura
o del arte de amar
97
El goce de la lectura se define, como todos, por el recuerdo,
cómputo definitivo de los bienes acumulados.
Alfonso Reyes
La elegante amenaza
o de los monitos
Yo siempre estaba leyendo y escribiendo. Ahora mi padre
me dijo que sólo leyera lo que me interesaba, que no leyera
un libro por el sentimiento del deber, porque era famoso.
Que leyera sólo cuando me interesara, y que sólo escribiera
cuanto tuviera una necesidad de hacerlo.
Jorge Luis Borges*

*  Claudio Pérez Miguel, “Entrevista inédita con Borges: ‘Soy un anarquista


conservador’” en El País, Madrid, 16 de junio de 2016.
Declaración vital

La vida es una novela… Corrijo: mi vida está de novela. No, tam-


poco: la vida es como una novela. No y sí: las tres cosas, cada vez
que clavo mi nariz entre las páginas de una narración, mi vida se
convierte en… eso que estoy leyendo, sea cuento o novela.
A pocas líneas de este torpe avance, ya se ve o me parece que
está claro que la literatura es algo más que una afición para quien
esto escribe. Es mi profesión y mi trabajo; más aún, mi vida se
cifra en la lectura atenta y ordenada: leo, reescribo y corrijo lo que
otros a veces no son capaces de expresar claramente, lo cual no me
convierte en nada más que eso, un lector atento, como lo debe ser
cualquier corrector de estilo.
Un corrector de estilo, simple y lleno [corrijo “lleno” por] lla-
no, pero prefiero pensarme como decía cierto maestro, siempre
cotizando a buen precio este castigado oficio: “más que un correc-
tor, alguien con estilo”. Y las cursivas en alguien no son casuales
al enunciar la consigna, pues es menester darle un tono áspero y
encantador, a-lo-Mauricio-Garcés…
Ese galán, digo, el maestro de cuyo nombre no puedo acor-
darme, tenía razón: sin estilo, uno no es más que un remedo de sí
mismo.
También soy bibliófilo y bibliólata: amo y atesoro los libros.
Amigos, familiares, conocidos y ajenos me dicen con frecuencia
que he leído mucho (“¡tanto he leído!”, diría Garrick, actor de la
Inglaterra). Yo me limito a protestar y opongo la verdad, es vil men-
tira. No me conocen: cada noche, cuando llego a casa, veo mi bi-
blioteca desordenada, dispersa, con páginas abiertas en espera de ser
concluidas, porque en el trabajo debo ser ordenado en mis lecturas,

11
12 GERARDO DE LA CRUZ

pero en lo personal la impaciencia, y pienso: “Mierda, todo lo que


tengo pendiente por leer”. Luego me repongo y me digo con mejor
ánimo: “¡Cuántos mundos por conocer! ¡Cuántas aventuras por vi-
vir!”. Y me siento afortunado porque, en efecto, eso es precisamen-
te lo que la lectura me proporciona página tras página: la oportu-
nidad de conocer el mundo de los otros, entender cómo lo percibe
el otro, experimentar la bipolaridad de las emociones, transitar del
llanto a moco tendido a la carcajada histérica, franca. Me descubro
sentimental, cursi, heroico, perverso…
Leer, por momentos, me desnuda y redescubre. Despierta a al-
guien que en el fondo soy y no se atreve a ser.
Como cualquier actividad, desde mi perspectiva, leer conlleva
ciertas consecuencias, que yo asumo como obligaciones. La mayor,
el de la reciprocidad, porque no se equivocan quienes afirman que
leer es un acto de amistad, y esa amistad es posible consumarla
plenamente cuando se comparte lo leído a quien no está acostum-
brado a leer, sin egoísmos ni egocentrismos, con palabras simples,
directas, o con cierto grado de dificultad, como las evoluciones de
una rutina olímpica.
Retribución.
La crítica no siempre piensa en estos términos ni en aquellos
que hojean una revista con el simple y sencillo ánimo de hallar una
coincidencia que los conduzca por sendas ocultas o venas abiertas,
sea cual sea el tema.
Yo deseo, tal es mi aspiración, compartir con ese lector inexis-
tente, que mira una novela o una colección de cuentos como un
bonito portavasos, algo de todo eso que me ha llevado a ser otro y
el mismo. Es una deuda de amigos, una deuda vital.
EL JUEGO DE LA LECTURA 13

La Amenaza Elegante

Esta afición por la lectura no es gratuita. Tuvo un comienzo feliz. Mi


hermano Arturo coleccionaba una historieta llamada Fantomas, la
Amenaza Elegante. El héroe era un ladrón francés sofisticadísimo y
culto y a la vanguardia tecnológica, una mezcla perspicaz de Robin
Hood y Sherlock Holmes y James Bond, que vivía “mientras tanto
en un algún lugar de Los Alpes…”, al cual sólo tenía acceso mediante
una clave secreta que cambiaba diario. Esta clave siempre era una
cita, por ejemplo: “Las cosas inexplicables, una vez explicadas, resul-
tan el colmo de la sencillez* ”, y la nota al pie: “*  Sir Arthur Conan
Doyle (1859-1930), narrador inglés”. Entonces alcanzaba el Larousse
Ilustrado, pequeño pero voluminoso diccionario enciclopédico, y me
enteraba de quién era el tal Conan Doyle. Después, un poco mayor,
ya no bastaba la enciclopedia para saciar mi curiosidad. Iba entonces
a la biblioteca de la escuela, cogía algún libro de Conan Doyle y leía
quién era, leía y leía, entretenidísimo, las aventuras condensadas de
Sherlock Holmes y los clásicos Bruguera, ilustrados en cada una de
sus páginas, y a veces alternando texto e imagen: Verne, Salgari, Sco-
tt, Fenimore Cooper, Louisa May Alcott, Altamirano…*
Ahora que hago el recuento, quizás a ese rincón cercano al cielo
(porque la biblioteca estaba en el culo más elevado del inmenso
complejo escolar) debo esta debilidad por la novela.

* Hoy sé, gracias a Luis Van, uno de los coleccionistas más devotos de la histo-
rieta, que este periplo no sólo se lo debo a Sotero Garciarreyes y a Hilda Zacour,
los argumentistas de cabecera cuando compraba personalmente la historieta,
sino a Guillermo Mendizábal y a Gonzalo Martré, quien perpetró un regreso
de Fantomas sin la inteligencia de sus historias iniciales. Mundo Fantomas, la
página de Van, con casi diez años de existencia y cientos de ejemplares digita-
lizados, está disponible en: goo.gl/KNrQng.
14 GERARDO DE LA CRUZ

Al cabo de unos años, la editorial Novaro, que además de Fan-


tomas publicaba otros cómics y libros, como La tumba de José
Agustín (lectura proscrita tantos años después en mi escuela), que-
bró o sepa el diablo qué ocurrió con ésta. La historieta, tal como la
conocía y adoraba, salió de circulación. Para fortuna mía, ya había
adquirido el vicio de la lectura: una aventura de Fantomas me con-
ducía a otra historia, y un libro a otro libro. En fin, ya describí el
proceso.
Contra cuanto puede desprenderse de lo que expreso, no fui un
ratón de biblioteca (aunque digan que el primer síntoma es negar-
lo). Mi infancia y mi adolescencia fueron algo agitaditas… Pongo
a mis padres de testigos.
El caso de mis hermanos y algunos compañeros, también ami-
gos de la lectura, fue similar: una película, una canción, la historia
de una modelo que se casa con un príncipe, una duda, cualquier
cosa, los llevó a un libro, y éste a otro, y a otro y a otro… De litera-
tura y otros temas variadísimos: política, historia, filosofía, etcétera.
Las vías para hacerse del hábito de la lectura, en efecto, son infinitas
e insospechadas.

Según el INEGI

Ahora que parece que México ha vencido al fantasma del analfa-


betismo —4.25% de la población, según datos actualizados del
INEGI*—, cuando afirman las encuestas que los mexicanos care-
cen del hábito de la lectura, yo vuelvo la mirada y observo a la gente

*  Información disponible en la página del INEGI: goo.gl/MmGzHK


EL JUEGO DE LA LECTURA 15

y prefiero ponerlo en duda. ¿Acaso en el cine no leemos los subtí-


tulos de las películas extranjeras? (update: ya no tanto, la mitad
están dobladas al español, y si las ves en computadora, puedes elegir
entre hispánico y latinoamericano). ¿Acaso en el Metro, camino al
trabajo o a casa, no vemos a muchas personas leyendo los diarios,
revistas, folletines, el celular…? ¿Acaso Twitter, Facebook, Whats-
App y otras aplicaciones de mensajería y redes sociales no se basan
en la comunicación escrita, mejor dicho, en la lectoescritura? ¿Aca-
so en la calle la gente no se detiene en los quioscos de periódicos
para leer, aunque sea de pasada, los encabezados de primera plana?
El problema real de México es cómo se lee y qué entendemos de
lo leído. Tampoco es que sea una revelación inspirada, el INEGI
también proporciona ese dato.
Cuentan que Juan Rulfo, uno de los más brillantes novelistas
(el gentilicio “mexicano” sobra en su caso), decía de su amigo Juan
José Arreola que era falso que éste hubiera leído muchos libros:
“Arreola sólo ha leído un libro. Pero lo leyó muy bien”, enfatizaba.*
El problema de México, misión de los educadores, no sólo está
en crear y reforzar el difícil hábito de la lectura, algo que posee, al
menos potencialmente, toda persona capaz de leer; el reto es saber
orientar las lecturas, literarias o no: tener la suficiente habilidad
para despertar la curiosidad de los futuros lectores.
La sabiduría popular, siempre inteligente, afirma que “todo li-
bro termina por encontrar a su lector”. Pero el libro jamás hará el
trabajo que le corresponde hacer al lector; para encontrar hay que
buscar, y la búsqueda corresponde a la persona. A veces el proceso
es tan sufrido como gozoso, o tan lento que ni se percibe y se cru-

* Cuentan también la misma anécdota de Arreola en relación con Rulfo, lo cual


hace suponer que era una broma entre ellos. O de algún malqueriente de los
involucrados.
16 GERARDO DE LA CRUZ

zan, sin darse cuenta, muchas páginas en el camino antes de hallar


esta aguja en el pajar que es mi libro, mi historia, mi propia novela.

Ese uno por ciento

Los “muchos libros” —¡puf!, abundan quienes para bien y para mal
presumen de haber leído los mil y un libros— no harán per se razas
cósmicas ni de bronce ni purificará la especie. Al contrario: leer
pervierte. Sin embargo, sí pueden convertirnos —uno o muchos
libros bien leídos— en mejores seres humanos, o en personas con
perversiones de mayor refinamiento.
“Anyone can cook”, dice el Chef Gusteau en Ratatouille: “Cual-
quiera puede cocinar”. Y si cualquiera puede cocinar, ¿por qué no
leer? Mediante una lectura bien orientada se puede atrapar el co-
nocimiento como a una mariposa; comprender este mundo que
de pronto parece estar de cabeza; descifrar problemas que se ad-
vierten indescifrables en lo cotidiano e interpretar lo inexplicable;
despertar ánimos deprimidos y conmover espíritus duros; viajar a
cualquier parte del mundo, a China en el futuro o al México pre-
hispánico; o construir, si se prefiere, territorios inimaginables. La
lectura es el único vicio estimulante, un virus benéfico, un choque
eléctrico que resucita a muertos y vivos, una sonrisa y una lágrima a
la vez, un bienestar impredecible e imprescindible para crecer, para
transformar la realidad, para progresar.
Leer amenaza y siempre vence elegantemente a la ignorancia: es
aliada de la inteligencia —como Fantomas—. Bien asimilada la lec-
tura nos hace invencibles. Nos permite conocernos y reconocernos
como individuos y seres humanos, sin importar edad ni sexo. Qui-
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siera sostener que nos lleva a aplicar adecuadamente la experiencia


vivida y a obrar con justicia, pero la historia nos demuestra que una
afirmación semejante no es más que un slogan.
La memoria, plasmada en los libros, es un privilegio del gé-
nero humano y mediante la lectura se puede desvelar lo insólito.
Se puede saber, por ejemplo, que genéticamente los chimpancés
son idénticos al ser humano en un noventa y nueve por ciento; se
puede saber que de nosotros depende ampliar o disminuir ese uno
por ciento que nos separa de los seres no racionales (aunque a veces
resulten más racionales que nosotros). :
A la manera de Herbert Quain
o del jugar leyendo
Lectura y distracción

No sólo la genética nos distancia de los animales: el juego es una de


las mayores pruebas de la inteligencia humana. ¿Y qué es leer a fin
de cuentas? Un ars combinatoria del lenguaje, de códigos, símbolos
y posibilidades infinitas. Adquirir el hábito de la lectura mediante
el juego es, lo sé por experiencia, muy divertido.
De hecho, llevada con inteligencia e intuición por los educa-
dores, la adquisición de este hábito es relativamente sencillo para
el destinatario: una apropiada selección de lecturas, acorde con los
intereses del lector potencial, sumada a una dinámica que lo invo-
lucre y motive, es un inicio más que bueno, aunque sepamos de an-
temano que resultará insuficiente. Leer se convierte en un ejercicio
placentero, o más exactamente: un ejercicio del placer.
El problema real se presenta cuando hay que transitar del placer
al hábito, porque disfrutar ocasionalmente de la lectura no implica
la adquisición rutinaria de la práctica. Ésta es la pared inevitable
con la que topan los educadores, y aunque mucho depende del
interés y el esfuerzo que realicen los padres, aunado al entorno fa-
miliar, al final el hábito dependerá exclusivamente de uno. Uno
es quien elige qué hacer con su tiempo libre; uno es quien deci-
de tomar un libro —impreso o electrónico— o sentarse a jugar la
mitad del día frente a la computadora, o palidecer de emoción o
aburrimiento ante al televisor, y en esta decisión personalísima los
educadores —sean padres o maestros— apenas pueden tener inci-
dencia llegado el educando a cierta edad.
Con los niños es relativamente inmediata la recompensa: basta
que uno se siente con ellos y haga de la lectura un aprendizaje es-
timulante, un juego. Ellos están ansiosos por conocerlo todo y en
esos objetos es posible que identifiquen una fuente de sabiduría y

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22 GERARDO DE LA CRUZ

diversión. Conforme crecen, su tiempo depende menos de los pa-


dres y desplazan naturalmente su atención hacia nuevos intereses,
que poco tienen que ver con papá, mamá o la escuela. Los jóvenes
lectores, refiriéndome a quienes están en la adolescencia inicial, es
un grupo que presenta más retos: ellos están demasiado expuestos
a una diversidad de estímulos que captan su atención y absorben
su tiempo: la televisión, los juegos electrónicos, las redes sociales,
las múltiples aplicaciones de los dispositivos móviles, el mundo vir-
tual… Contra todas estas opciones, la lectura de un libro, de unas
cuantas páginas en blanco y negro o a todo color, plana o pletórica
de imágenes, debe triunfar al margen de cualquier imposición.
En este contexto trato yo de recordar, a mis tantos años, los dis-
tractores a los que estaba expuesto en la adolescencia y no encuen-
tro otros que mis propios juguetes, la televisión y los videojuegos,
además de la amistad irremplazable de mis compañeros de escuela
y mis hermanos. En el juego reproducíamos lo que veíamos en
televisión y los videojuegos nos permitían establecer otro tipo de
relación, otra complicidad y camaradería no exenta de un ánimo
competitivo que a veces derivaba en pleito o conato de riña. Hablo
de un tiempo en que para gozar de tales distractores tecnológicos,
al menos en México, implicaba tener cierto nivel de poder adquisi-
tivo. Ahora todo eso y más está al alcance de la mano en el propio
teléfono móvil, o el de papá, mamá, el primo, la amiguita.
Antes de continuar, debo aclarar que no pretendo establecer
una relación de competencia, por demás innecesaria y nociva, entre
la lectura y todos estos distractores que pueden ser y son igualmen-
te enriquecedores; de hecho, existen varias aplicaciones increíble-
mente equilibradas y didácticas para dispositivos móviles, no en
balde este tipo de herramientas se han convertido en una industria
muy lucrativa. Al contrario, quiero establecer la necesidad de pro-
veer a los niños de entre diez y trece años de materiales de lectura
EL JUEGO DE LA LECTURA 23

apropiados para captar suficientemente su atención para que opten


por la lectura; pienso en unos años a futuro, en un parpadeo, cuan-
do mis hijos tengan que optar entre jugar con el iPad —que a sus
pocos años dominan con dedos ágiles—, leer un libro o cualquier
otra cosa; pienso en el material que podría brindarles una opción
para inclinarlos hacia la lectura y hacer de este placer un hábito. Y
pienso desde luego en mi experiencia y en los libros que lograron
que, al cansarme de jugar en el Atari o el Nintendo toda la tarde de
un sábado —contra todas las prevenciones de mi madre— conclu-
yera o iniciara el día leyendo… y jugando.

(…)

Abro un paréntesis: ¿qué es un libro-juego? Comúnmente el lector


asume una actitud pasiva —o seudopasiva si se prefiere— frente al
texto escrito y cerrado; sí, se involucra en la historia, la padece y la
goza; se identifica con los personajes hasta cierto punto, con dife-
rente intensidad, pero no incide en el curso de la historia. El libro-
juego asume que el lector es una suerte de coautor o el protagonista
de la obra. En consecuencia, el texto exige su participación activa
de distintas maneras.
Desde la primera página se establecen las reglas del juego, que
determinan la relación activa del lector con el libro, que puede ser
estrictamente un juego o un recurso literario que se vale del juego
para afectar forma y fondo. El autor puede plantear desde la forma
de acomodar los capítulos —serpientes y escaleras, un puzzle— o
exigir al lector la toma de decisiones a lo largo del relato; se ofre-
cen diversas opciones para llegar al final o a los varios finales de la
24 GERARDO DE LA CRUZ

historia, y raramente su lectura implica leer toda la obra, de hecho


para leerla completa hay que volver a empezar, porque ese libro es
muchos libros y cada historia es única. Bajo esta premisa se han
producido muchas novelas, como El castillo de los destinos cruzados
(1973) de Italo Calvino, o los muy populares de juegos de rol, que
datan de la década de 1970, hoy trasladados a la geografía virtual.
Pero antes de eso, hubo un principio.
La incorporación del juego en la literatura —la “llamada del
juego”, como lo denominó Milan Kundera en El arte de la novela
(1986)— es un tema añejo: allí están La vida y opiniones de Tris-
tram Shandy, caballero (1759-1767), de Laurence Sterne, y Jacques
el fatalista y su maestro (1795), de Denis Diderot, obras que parten
de una raíz común: Cervantes y Rabelais. La novela moderna, en
efecto, tiene como pocos géneros literarios una raíz tan imbricada
en el juego que en ocasiones se ha vuelto una mueca odiosa, hasta
renegar, como quien reniega de su pasado, de la naturaleza lúdica
del género.
La novela incorpora cuanto se le pone al paso, en un acto lúdico
lleno de libertad creativa, despliega toda clase de recursos imagina-
tivos para involucrar al lector y hacerlo partícipe —que no parti-
cipante— de la narración. En Jacques el fatalista, por ejemplo, el
narrador se ve interrumpido con frecuencia por un lector que cons-
tantemente le pide explicaciones; Tristram Shandy promete narrar-
nos su biografía a lo largo de nueve tomos, para terminar como un
personaje secundario en la historia de su propia vida.
El juego es el origen de la literatura moderna en Occidente. Sin
embargo, y volviendo al tema inicial, esta literatura está sospecho-
samente lejos de acercar a un joven lector. Quiero insistir en este
punto porque deseo enfatizar la diferencia entre la literatura lúdica
y un libro-juego, como lo son los libros de la serie Elige tu propia
aventura.
EL JUEGO DE LA LECTURA 25

Jorge Luis Borges, uno de los autores más brillantes y lúdicos


en la historia de la literatura universal, consideró un “desvarío la-
borioso y empobrecedor el de componer vastos libros” y prefirió
“la escritura de notas sobre libros imaginarios” (Ficciones, 1944).
Hablo desde luego de “El jardín de los senderos que se bifurcan”
y “Estudio de la obra de Herbert Quain” (1941), o “El libro de
arena” (1975). El Jardín de los senderos que se bifurcan de Ts’ui Pên
—explica Stephen Albert, exégeta del libro— es una magna obra
aparentemente fallida, un laberinto narrativo que abarca todas las
posibilidades de una historia que se abren simultáneamente en el
tiempo, de tal manera que todas las opciones derivadas de una ac-
ción, vistas en su infinito conjunto, conformarían una imagen del
universo: una persona toca a la puerta, ¿cuáles son sus intenciones?,
¿es amiga o enemiga, un mensajero, un desconocido? La novela
de Ts’ui Pên plasma todos esos caminos de manera simultánea: es
amigo, enemigo, mensajero, desconocido, y cada opción se abre
con sus múltiples alternativas hacia el infinito. A esta imagen del
universo, sumó un intento más modesto: el del olvidado Herbert
Quain en April March, cuya traducción correcta al español, dice
Borges, sería Abril marzo, la cuenta retrógrada de los meses, y no
Marcha de abril, descartando el juego de palabras. Herbert Quain
admite que su novela es un juego y Borges expone, mediante un
simple esquema, la estructura: se propuso una novela que consta de
nueve novelas, cada una rigurosamente excluyente. El método es
descrito como “novela regresiva, ramificada”: el principio da cuenta
del final (z), los tres siguientes capítulos (y) de tres antecedentes
diferentes, y cada uno de estos con sus tres respectivos inicios (x),
temáticamente diferentes y opuestos —el tres no es casual, alude al
principio aristotélico de la tragedia: principio, nudo y desenlace—.
Esto significa que, quien se aventure en las páginas de la imaginaria
April March asiste a nueve novelas diferentes con el mismo desen-
26 GERARDO DE LA CRUZ

lace, pero Borges advierte “quienes los leen en orden cronológico


(verbigracia: x3, y1, z) pierden el sabor peculiar del extraño libro”.
Borges describe la estructura, mas no el método que emplea
Quain para conducir al lector, el cual sugirió Julio Cortázar en Ra-
yuela (1964) —el “tablero de dirección” repitiendo el número de
capítulo en cada página—. Raymond Queneau llevó al extremo
el procedimiento en “Un cuento a su manera” (1967), la misma
fábula con cinco o seis variaciones a elegir.* Lo impensable ya ocu-
rrió, y su nombre es Milorad Pavić (1929-2009), quien emprendió
con virtuosismo una novela-léxico (masculina y femenina), una en
crucigrama, donde se le invita al lector a escribir el final, otra com-
binatoria del Tarot, etcétera.** Y es aquí donde entramos al terreno
de la hiperficción y la hipertextualidad.
No profundizaré en el tema de la narrativa hipertextual en la
literatura latinoamericana, pero no quiero zanjar el tema sin re-
comendar antes el ensayo Los libros de arena, de Marcela Castro
Castro, disponible en internet, aunque no coincido con asimilar
al libro-juego obras de Macedonio Fernández, Borges y Cortázar.
Con todos estos antecedentes, nuevamente me pregunto: ¿podría
acceder un joven de doce, quince años, a esta clase de retruécanos
mentales? Con toda franqueza, no me veo con mis hijos probando
suerte con Ficciones, al final hay algo de perturbador en sus cuentos.
Borges, “más razonable, más inepto, más haragán”, imaginó libros

* Hay versiones interactivas de Un conte à votre façon, a partir de la edición de


Gallimard de 1967, disponible en: goo.gl/KOdkNm.
**  Diccionario jázaro (versiones Masculina y Femenina) y Paisaje pintado con
té se publicaron en español en Anagrama; El último amor en Constantinopla
en Akal; Pieza única, Siete pecados capitales y Segundo cuerpo, en Sexto Piso
(hasta donde conozco). En internet, Pavic dejó un relato interactivo que esboza
sus procedimientos: The Glass Snail. A Pre-Christmas Tale (2003), disponible
en: goo.gl/rJ7If2.
EL JUEGO DE LA LECTURA 27

imposibles e improbables, y otros se encargaron de hacerlos realidad.


Como en lo que podría ser una de las historias de Herbert Quain,
hoy aparece un hombre escribiendo acerca de una serie de libros de
hiperficción; en el siguiente capítulo, se ve al mismo hombre, más
joven, leyendo los títulos de una serie de novelas juveniles llamada
Elige tu propia aventura, y al final, que sería el principio, se encuen-
tra un abogado de nombre Edward Packard escribiendo, con la ima-
ginativa colaboración de sus hijas, lo que Borges reseñó indulgente:
una novela que no pretende ser sino un juego.

Elige tu propia aventura

Aún conservo unos veinte títulos de la serie Elige tu propia aventu-


ra (ETPA). Los miro con nostalgia y pienso que sin ellos ni Fanto-
mas habría bastado para afirmar en mí el hábito de la lectura, que el
camino hubiera sido más rijoso. En mi casa había libros, pero entre
los recuerdos infantiles no encuentro a mis padres leyendo, excepto
revistas de moda y chismes, que hojeaban displicentes. En cambio,
sí me veo a los nueve o diez años disfrutando las versiones conden-
sadas de Salgari, de Verne, de Stevenson que, si bien no abundaban
en casa, sí en el colegio donde tenía dos horas a la semana destinadas
a lectura en la biblioteca. Muchas versiones condensadas o fascículos
ilustrados de Dickens, Washington Irving, Conan Doyle… pero lo
cierto es que transitar de estas versiones al cómic, y no propiamente
a la obra original, fue lo natural. En cambio, la fórmula de la serie
ETPA, diseñada por Edward Packard (1931) y su primer editor, Ra-
ymond Almiran Montgomery (1936-2014), sí facilitaron el tránsito
hacia otro tipo de lecturas.
28 GERARDO DE LA CRUZ

La serie fue muy popular en la década de 1980 y 1990, no en


balde en sus casi treinta años de existencia, de 1976 a 2003, vendió
250 millones de libros en 38 idiomas diferentes, de acuerdo con
Chooseco LLC, actual propietaria de los derechos de la serie, en
cuya página web puede leerse la historia de la serie de acuerdo con
R. A. Montgomery. Pero más allá del éxito comercial, que prueba la
excelente estrategia de venta y la buena recepción que tuvo en sus
lectores, Elige tu propia aventura resultó una eficaz herramienta
didáctica y pedagógica.
Contra todo el proemio desarrollado en la segunda parte de este
texto, es muy probable que April March del imaginario Herbert
Quain poco tuviera que ver con la creación de Packard. En una
entrevista, Ray Montgomery, el otro gran pilar de esta serie, declara
que, en efecto, Raymond Queneau y Julio Cortázar aportaron el
método y el recurso de la serie, a lo cual acota Edward Packard,
algo renuente a esta afirmación, que ningún antecedente introduce
la interpelación directa a la segunda persona: tú eres el protago-
nista, tú tomas las decisiones, tú tienes las riendas de la historia.*
Sea como sea, en los libros de ETPA convergen Borges, Cortázar
y Queneau… ¡en aventuras dirigidas al público infantil y juvenil!
Eso, ya de por sí, me parece maravilloso. Las aventuras escritas por
Packard y Montgomery no sólo influyeron positivamente en sus
lectores en cuanto al hábito de la lectura, sino que estimulaban la
imaginación y la creatividad.
La idea nació, cuenta Edward Packard, cuando él todavía esta-
ba lejos de la literatura y se dedicaba a ejercer su carrera. Gustaba
de contarles historias a sus hijas Caroline y Andrea, para quienes
había creado un personaje llamado “Pete”, al que le ocurrían mil

* Jen Doll, “Choosing our own adventures, then and now” en The Atlantic Wire,
17 de mayo de 2012, disponible en: goo.gl/qC9y9K.
EL JUEGO DE LA LECTURA 29

y un aventuras. Pete venía a cuento a la hora de dormir, y en una


ocasión, se le ocurrió preguntarles qué harían en su lugar. Cada una
propuso un sendero y Packard siguió las diferentes rutas hasta llegar
a sus respectivos desenlaces. Así nació en 1969 Sugarcane Island (La
isla de la caña de azúcar). Como suele ocurrir con las buenas ideas,
deambuló de editorial en editorial hasta que dio en 1976 con Mont-
gomery, quien había estudiado y trabajado proyectos de juegos de
rol. Éste acogió el proyecto y le dio salida a la serie, que tres años
después compró Bantam Books —hoy bajo el consorcio editorial
Random House, quien tenía Dungeons & Dragons—, advirtiendo
su potencial comercial para penetrar en el mercado infantil y juve-
nil. Y comenzó a explotarla con muy felices resultados. Los libros
contaban con un formato similar al libro de bolsillo, tapa brillante,
con una llamativa ilustración sobre fondo blanco y un cintillo oval,
rojo, con la leyenda: “Elige tu propia aventura”, y enseguida, sobre
el título: “¡Tú eres la estrella de la historia! Elige entre 42 posibles
finales”.
Porque en esta serie, tú, joven lector de entre diez y quince
años, eres en efecto el protagonista de la historia. En las primeras
líneas se te informa someramente quién eres, y luego, con mayor
amplitud, dónde estás, las características del lugar, el contexto te-
mático de la novela —histórico, científico, mitológico, etcétera—
y el objetivo primario. A partir de este conocimiento, comienzan
las decisiones que deberás tomar: “Si decides cancelar tu cita con
Runal y seguir a Carlos, pasa a la página 7; Si crees que Carlos está
bien y sigues con la idea de ver a Runal, pasa a la página 8” (R. A.
Montgomery, El abominable hombre de las nieves), y así sucesiva-
mente, hasta llegar a uno de los posibles finales y volver a empezar
hasta agotar un promedio de 35 historias diferentes, que podían
concluir de manera muy satisfactoria, no tan satisfactoria, y hasta
con la muerte o el encarcelamiento. Cada título es un cultivo de
30 GERARDO DE LA CRUZ

imaginación de 120 páginas marcadas por la curiosidad, y aunque


ya todo está escrito en el pequeño librito, la ruta que seguirás es de
tu exclusiva responsabilidad.
La estructura empleada por Packard se asemeja a la que ideó
Borges en April March, pero la estrategia no es “retrospectiva”, sino
“progresiva”, de manera que tendríamos una novela “progresiva ra-
mificada”. Es decir, el lector-protagonista explora las múltiples op-
ciones que se presentan a lo largo del relato —como en “Un cuento
a su manera”— y cada libro es muchos libros —como en Rayuela—.
Podría decirse que ETPA es un libro interactivo, y lo es, aunque en
términos literarios se le ha denominado “hiperficción explorativa”.
La serie tiene sus virtudes: son libros ágiles, escritos con correc-
ción, recurren al vocabulario que necesitan y el planteamiento de
ser el protagonista de la historia atrapa al joven lector desde la tapa;
al margen de sus bondades como pasatiempo, su mayor virtud radi-
ca en su eficacia como herramienta educativa, pues además de ofre-
cer numerosos datos de cultura general, promueven la autoestima
del adolescente, la confianza en sí mismo, enaltecen valores éticos
y cívicos, como la amistad, la lealtad, la solidaridad, la compasión,
la honradez, pero sobre todo, desarrollan capacidades analíticas en
el niño. En esta ilusión de que eres tú quien toma las decisiones,
ante un final inesperado o insatisfactorio, siempre te preguntas qué
hiciste mal, si le diste la espalda a alguien a quien debías apoyar,
dónde erraste el camino, analizas la historia y vuelves a empezar y
corriges. Obliga a reflexionar y a enmendar, invariablemente.
Estas características, filtradas en aventuras extraordinarias, con
mapas e ilustraciones de los momentos críticos, hicieron de estos li-
bros un verdadero juguete adictivo. Leído el primer libro de ETPA,
con toda probabilidad el niño reincidirá en la lectura de otra aven-
tura, y otra, y otra… Lo único que resultaba criticable, ahora me
entero, fue que a los ojos de la sociedad estadounidense, los prota-
EL JUEGO DE LA LECTURA 31

gonistas tuvieran cierta homogeneidad: niños varones, blancos y de


cierto nivel socioeconómico. Francamente, a la hora de la aventura,
esto resultaba lo menos relevante.
En México los libros llegaron de Europa en 1986 por medio
de la editorial Timun Mas, que adaptó el formato a España —los
libros eran rojos y el cintillo amarillo, los colores de su bandera—, y
nosotros en México debimos conformarnos, como ha sido costum-
bre, a sus giros lingüísticos. Timun Mas tradujo y publicó además
las series inspiradas en ETPA: Planea tu fuga, creación de Edward
Packard; Resuelve el misterio, donde se acompañaba a los prota-
gonistas en la solución del misterio; La máquina del tiempo, la
cual sólo tiene un final y la posibilidad de perderse en el tiempo; y
dos colecciones de Dungeons & Dragons: Aventura sin fin, versión
ETPA del juego de rol, donde uno incluso podía ser un duende, y
Aventura juego, ésta sí de rol: conceptos similares, pero bien dife-
renciados, y los títulos estaban disponibles incluso en las tiendas de
autoservicio, quiero decir Aurrerá.
Al cabo de dos décadas y ante la emergencia del internet y los
libros electrónicos, ETPA perdió terreno, como era de esperarse
(sobre todo después del gran volumen de ventas), y en 2003 Ran-
dom House la descatalogó. Montgomery recuperó los derechos de
la serie y formó la compañía Chooseco LLC; Packard, por su lado,
también formó su propia compañía y continúa publicando libros-
juego de ciencia ficción, en formato electrónico.
En esta nueva etapa Montgomery se dedicó a actualizar sus tí-
tulos para que estuvieran al alcance de los jóvenes lectores contem-
poráneos. Algunas de estas versiones están disponibles en México,
desde 2008, y efectivamente, son completamente distintas. Para mí
resulta gratificante que una editorial mexicana haya retomado este
proyecto y puesto en circulación los primeros ocho títulos escritos
por R. A. Montgomery: El abominable hombre de las nieves y Viaje
32 GERARDO DE LA CRUZ

al fondo del mar, traducidas por la editora Pilar Tapia; El espacio y


más allá, por David Monroy Gómez; el clásico Las joyas perdidas de
Nabooti, por la poeta Blanca Luz Pulido; El misterio de los mayas,
por Javiera Tapia; La casa del peligro y Correr por siempre, por Adria-
na Toledano, y Escapar, por Guillermo de León.
La buena y la mala noticia para esta editorial, Terracota, es que
nuestro mercado editorial ha cambiado mucho en estos veinticin-
co, treinta años. La oferta, en lo que respecta a literatura infantil y
juvenil, es robusta, variada y hay toda una generación de autores e
ilustradores mexicanos concentrados exclusivamente en los jóvenes
lectores. La mayor competencia que enfrenta Elige tu propia aven-
tura no es el internet ni las aplicaciones electrónicas: es, afortuna-
damente, el desarrollo del mercado de esta literatura.
No sé cómo se sucedan las cosas en unos años, cuáles terminen
siendo los intereses de mis hijos, pero de algo estoy seguro: cuando
llegue el momento de motivar el hábito de la lectura en ellos, pro-
baré suerte con la serie ETPA, esté o no en el mercado. Tal vez ellos
puedan encontrar en los dispositivos móviles y el internet muchas
cosas que sean de su gusto, muchas aplicaciones didácticas, pero
lo cierto es que un libro es un libro, y ETPA permite a los jóvenes
transitar del jugar leyendo a leer por placer, integrando la lectura al
cotidiano. Hacer de la lectura un hábito placentero.

La aventura de leer

Una precisión casi contradictoria con lo que ya expuse. En tér-


minos literarios, los libros de Elige tu propia aventura han sido
catalogados como una consecuencia de Borges, de Rayuela y “Un
EL JUEGO DE LA LECTURA 33

cuento a su manera” —vuelvo al texto de Marcela Castro—; cierto,


el procedimiento y la estructura narrativa convergen, pero ETPA
no puede ser examinada como una obra literaria porque no es así:
es la fórmula de un juego que es un cuento con muchas variantes
que al hilarse dan la ilusión de ser una novela.
Todos y cada uno de sus títulos presentan limitaciones en el
plano literario porque la demanda exigió a los autores la escritu-
ra de seis o siete libros al año; porque la fórmula así lo reclama.
Al ceñirse a un formato preestablecido como lo es el capítulo por
página, al pretender dirigirse a cualquier tipo de lector, resulta im-
posible explorar escenarios, abundar en la creación de ambientes,
en la psicología del protagonista, y apenas hay tiempo para perfilar
al personaje antagónico y presentar a los personajes secundarios. La
fórmula está diseñada para abortar complicaciones en las tramas
y desarrollar las historias a gran velocidad. Al cabo se vuelven es-
quemáticos y, conforme pasa el tiempo y el lector crece, los libros
pierden atractivo.
“Yo reivindico para esa obra”, dice Quain de su novela, “los
rasgos esenciales de todo juego: la simetría, las leyes arbitrarias, el
tedio”. La serie ETPA es lo que es, sin mayores pretensiones: libros
de aventuras juveniles para lectores activos; un juguete que se pre-
senta en forma de novela con las ventajas que ya mencioné.
Paradójicamente, esas limitantes son también un acierto de la
serie. Cuando uno lee ocho historias con 269 finales, termina por
cansarse. Después de tantas aventuras en ETPA, en La máquina del
tiempo, en Dungeons & Dragons, su lectura resulta insuficiente, se
agota la fórmula. Abandonar La máquina del tiempo para abordar
La máquina del tiempo de H. G. Wells, cambiar Viaje al fondo del
mar por Viaje al centro de la Tierra, dejar que Holmes resuelva el
misterio y dar paso a los elfos de Tolkien —sin dibujitos, sin versio-
nes condensadas, sin animaciones—, es mero trámite. Luego entra
34 GERARDO DE LA CRUZ

uno a esa edad crucial donde no necesita las emocionantes aventu-


ras de los libros, sino aventurarse en la vida, tomar decisiones sobre
uno mismo, y para ello se requieren respuestas vitales, y uno tiene
la convicción (o la intuición, si se quiere) de que hallará al menos
una pista en los mensajes que otros nos han dejado en los libros, en
la literatura de pantalón largo.
En cuestión de tres o cuatro años —una eternidad a los diez o
doce de edad—, los libros juveniles cedieron su privilegiado espa-
cio a otro tipo de lecturas que respondían a las inquietudes de mi
edad y penetré en universos más complejos que el de Ts’ui Pên: mi
propia vida. Y ahora descubro en internet, en bitácoras electrónicas
y páginas web, que na hay nada de excepcional en mi historia. Mi
caso no es único, es el de varios amigos que compartían conmigo
el gusto y afecto por Elige tu propia aventura, el de muchísimos
lectores —menores que yo— cuyos testimonios de gratitud pueden
leerse en numerosos blogs. Ninguno de mis amigos se inclinó por
la literatura, pero adquirieron el hábito de la lectura y lo fomentan
en sus hijos. Es la semilla de un círculo virtuoso. :
La invención de Borges
o de mentiras mentirosas
Dislike

Además de constituir toda una aventura, leer también suele ser un


acto inspirador. Aunque exista el riesgo de transitar del círculo vir-
tuoso al círculo del infierno del “como dijo Zutano…”, aunque
Zutano nunca haya dicho una palabra ni remotamente parecida a
ese flashazo revelador de la existencia. Lo veo todos los días en mi
muro de Facebook.
Me uní a la gran familia del “Me gusta”, “Comentar” y “Com-
partir” en… ¡zas, hace casi diez años! Para entonces ya no era una no-
vedad en México; sin embargo, la mayoría de las personas, al menos
en mi círculo de amistades, lo empleaban todavía con cierta timidez
para publicar las cosas irrelevantes del día a día: “Lunes: rumbo al tra-
bajo”, o “Desayunando con los amigos”. Y qué decir de twitter con
sus 140 caracteres, apenas en ciernes. Pero la timidez es algo que se
vence rápidamente desde la pálida barrera del escritorio. Parapetados
tras la pantalla de la computadora, hemos atestiguado cómo las redes
sociales se han ido transformando hasta convertirse en ese foro de
expresión tan generoso que lo permite casi todo, en especial decir lo
que uno posiblemente nunca diría en voz alta ni en persona.
Es un espacio que permite desde convocar exitosas manifesta-
ciones públicas hasta realizar una suerte de terapia unipersonal o
grupal sin pagar más cuota que la de la banda ancha. Claro, tam-
bién hay consecuencias: las discusiones, a falta de un diálogo direc-
to, pueden llegar a fracturar relaciones que uno creía inquebranta-
bles; o en el otro polo de mi ejemplo, se agobia tanto a los amigos

37
38 GERARDO DE LA CRUZ

con las diatribas personales en busca de apoyo emocional, que de


pronto uno se encuentra en su timeline memes que te invitan a
publicar tus problemas en La rosa de Guadalupe firmados por La
Vieja Agria, y que lo llevan a cuestionarse si tienen dedicatoria para
uno mismo (amigos: no me siento aludido).
A la par que esta timidez se perdía, al verse reflejados en los
muros de su propia red social, los usuarios se encontraron con que
publicar el día a día de nuestro sencillo cotidiano y sus maravillo-
sas menudencias, después de cierto tiempo, los hace parecer algo
aburridos, amén de lo desgastante que resulta, dado que exige un
verdadero esfuerzo imaginativo para no reparar en el hecho de que
la rutina es, por definición, monótona: al fin y al cabo, cada semana
conlleva un lunes de retorno al trabajo.
En mi caso, mi pequeño círculo, que asciende a menos de dos-
cientos amigos —entre familiares, amistades, conocidos y conoci-
dos de mis contactos— comenzaron a proliferar los comentarios
de actualidad: deportes, política, espectáculos, efemérides (muchas
efemérides) y cultura (mucha cultura). Facebook se convirtió en
uno de mis principales canales informativos para estar al tanto de
los acontecimientos del presente y del pasado. Uno de mis amigos,
por ejemplo, me tiene perfectamente informado sobre el devenir de
Rusia y de Putin a partir del conflicto de Crimea (“para bien y para
mal, siguen siendo el único freno al imperialismo yanqui”, dice);
otro comparte, con delectación, sus hallazgos sinfónicos en You-
Tube, más con el afán de hacer alarde de su refinamiento musical;
otra me daba el parte de los nuevos capítulos de la serie televisiva
de moda, y en cada copa de futbol yo mismo me he encargado de
comentar cada sorpresa del Tri —“no fue penal” (Brasil 2014)— y
mis selecciones predilectas.
Facebook no sólo proporciona información noticiosa: también
propende a distorsionar la realidad a partir de lo que se transmite
EL JUEGO DE LA LECTURA 39

de muro en muro. Mis amistades (entre las cuales ¡quién sabe!, qui-
zá se encuentre algún conocido mutuo) gustan de compartir toda
clase de anécdotas, pensamientos y reflexiones que, navegando por
internet, encuentran de interés o consideran relevante publicar y
que, finalmente, reflejan sus principales preocupaciones. Algunos
se sienten inclinados a esclarecer esa maraña que es el amor, a des-
entrañar los misterios de la vida y de la muerte; otros tienden a
mandar mensajes que promuevan la tolerancia y, desde luego, tam-
poco faltan los evangelizadores ni los apocalípticos ni los justicieros
sociales. La palabra “compartir” en las redes sociales denota ese sen-
tido noble y generoso de la palabra, a la vez que paradójicamente se
torna riesgosa su definición, porque no siempre esos pensamientos
o reflexiones son de la persona a quien se lo adjudican.
Los usuarios de las redes sociales no suelen cuestionar ni con-
firmar la información que reproducen. Claro, no es un problema
privativo del mundo virtual, sino de educación, porque estamos
acostumbrados a aceptar y dar por cierta la mucha información que
recibimos, como cuando en la primaria nos daban el libro de texto
lleno de verdades verdaderas. Entonces uno pensaba: si viene en el
libro, es más que cierto; de igual forma, si uno lee algo firmado por
un Premio Nobel o una luminaria cultural, viniendo de alguien con
tal reputación, es inatacable. Unas líneas firmadas por Einstein, Jorge
Luis Borges o Gabriel García Márquez son suficientes para expresar
una verdad que no admite réplica sobre el sentido de la vida. Parece
que hablamos del “argumento de autoridad”, una de las falacias más
recurrentes en filosofía; sí, hay algo de eso, pero también de distorsio-
nar la realidad con apócrifos, el acto de atribuirle palabras que nunca
dijo ni escribió tal o cual persona. Y eso tiene consecuencias.
Insisto, es una cuestión histórica que tiene procedimientos
similares a la transmisión oral. Recuerdo al respecto un artículo
del escritor Gonzalo Soltero sobre la paternidad de la famosa frase
40 GERARDO DE LA CRUZ

cervantina que reza “Ladran, Sancho, señal de que en el camino


andamos”, que desde quién sabe cuánto tiempo ha sido una y otra
vez citada como original de Miguel de Cervantes; sin embargo,
ni el episodio ni la frase figuran en ninguno de los tomos de El
ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, y como éste, Soltero
cita numerosos casos.* Podría aceptarse este fenómeno como parte
de la sabiduría popular y describirlo como una reinterpretación del
texto, como parte de la repercusión de las andanzas de Don Quijo-
te; podríamos explicarlo, pues, de alguna manera y aceptarlo como
parte del universo cervantino. Lo que no podemos aceptar es una
mentira de pies a cabeza.

Un legado de novela

Es censurable aceptar, por ejemplo, que de pronto se afirme que en


1980 Lieserl, la “hija perdida” de Albert Einstein y Mileva Marić,
donó a la Universidad Hebrea de Jerusalem más de 1400 documen-
tos con la correspondencia que sostuvo con su padre, de la cual
destaca (obviamente) una hermosa carta, la última que el genio
de la física le escribió, donde amén de arrepentirse por el tiempo
que estuvo lejos de ella, le revela la verdadera fuerza que anima al
universo. ¿Adivinan? Así es, el amor:

Quizás aún no estemos preparados para fabricar una bomba


de amor, un artefacto lo bastante potente para destruir todo

* Gonzalo Soltero, “Por qué ladran”, Letras Libres, núm. 51, México, marzo de
2003.
EL JUEGO DE LA LECTURA 41

el odio, el egoísmo y la avaricia que asolan el planeta. Sin em-


bargo, cada individuo lleva en su interior un pequeño pero
poderoso generador de amor cuya energía espera ser liberada.
Cuando aprendamos a dar y recibir esta energía universal,
querida Lieserl, comprobaremos que el amor todo lo vence,
todo lo trasciende y todo lo puede, porque el amor es la quin-
taesencia de la vida.
Lamento profundamente no haberte sabido expresar lo
que alberga mi corazón, que ha latido silenciosamente por ti
toda mi vida. Tal vez sea demasiado tarde para pedir perdón,
pero como el tiempo es relativo, necesito decirte que te quiero
y que gracias a ti he llegado a la última respuesta.
Tu padre, Albert Einstein

Un mensaje conmovedor, más importante que la teoría de la


relatividad en épocas tan violentas, de acuerdo con Einstein. ¿Pen-
saba Einstein que el amor era más importante que su propia teoría?
Mejor hablemos de la pequeña Lieserl Einstein Marić: en la década
de 1980, cuando se preparaba la publicación de los papeles privados
de Albert Einstein, que se pueden consultar en internet,* al revisar
la correspondencia con su primera esposa, se descubrió que la pare-
ja tuvo una hija en 1902, Lieserl, cuyo paradero es desconocido. Los
investigadores infieren que murió al poco tiempo de haber nacido,
tal vez de escarlatina. Este ser, que irrumpe con gran misterio en
la vida de Einstein, incluso para sorpresa de su familia, de pronto
se convirtió en emisaria del más allá para otorgarnos el máximo
mensaje de este genio del siglo xx. ¿Tendría la misma autoridad si
lo firmara, por ejemplo, Juan de las Pitas? Entre mi tía que apenas
sabe publicar un meme y quien es considerado una de las mentes

* The Collected Papers of Albert Einstein, disponible en: goo.gl/VcsxFR.


42 GERARDO DE LA CRUZ

más brillantes de la humanidad, existe una distancia de años luz en


cuanto a credibilidad.
La historia de Lieserl Einstein y el legado de su padre es acepta-
do sin chistar por muchos porque verdaderamente desean que un
genio de la talla de Einstein afirmara tales cosas, y posiblemente por
desconocimiento de la biografía del mismo Albert Einstein. La cruel
realidad es que la carta procede de un best seller plagado de nume-
rosas frases atribuidas a Einstein, La última respuesta de Álex Rovira
y Francesc Miralles, ganadora del VIII Premio de Novela Ciudad de
Torrevieja 2009 (Plaza & Janés, 2010), la cual se centra en la búsque-
da de la fórmula secreta del físico, una teoría que engloba y desata las
fuerzas más poderosas del Universo, el amor, y que Einstein legó a su
hija Lieserl, quien habría sido dada en adopción y sobrevivió bajo el
nombre de Zorka, sin perder contacto con su padre.
Me arriesgo a pensar que la carta tal vez comenzó a circular
como parte de la campaña publicitaria del libro, y a través de You-
Tube y Facebook transitó del terreno de la ficción a la especulación,
para perpetuar semejante novelería como un hecho de la vida real.
Actualmente es posible consultar su traducción al inglés y, quien
desee buscar, podrá encontrar que más de un admirador de Eins-
tein espera con ansiedad noticias de la Universidad Hebrea de Jeru-
salem, que le confirmen cuanto se afirma en la ficción.

Don Herold, autor de Borges

Si el caso de Einstein es paradigmático, el de Jorge Luis Borges no


se queda a la zaga: dos caras de la misma moneda de dos persona-
jes vistos como máximos depositarios de la sabiduría humana. La
EL JUEGO DE LA LECTURA 43

imagen del bibliotecario ciego y erudito, el escritor que penetra


los misterios del tiempo y el espacio, de Dios y las apariencias por
medio de laberínticas ficciones, una de las máximas plumas de la
literatura universal, es suficiente para aceptar su palabra como una
revelación divina. Si la confusión de La última respuesta procede
de una fábula, todo en lo de Borges parece salido de uno de sus
cuentos, irónica justicia poética, porque a él, que adjudicó tantos
libros improbables a tantos autores inexistentes, se le atribuyen nu-
merosos textos de cuestionado valor literario, algo desconcertante
cuando se comprueba que incluso maestros y académicos los incor-
poran a su plan de estudios como carta de presentación de Borges.
Los más populares son los poemas “Instantes” y “Y uno apren-
de”, que ni son poemas ni son de Jorge Luis Borges y, ay Dios,
persisten en atribuírselos, en algunos casos con un “ya sé que no es
de Borges, pero les comparto esta hermosa reflexión”. ¿Por qué, si
se sabe que no es de Borges, lo mencionan en vez de omitirlo?
“Instantes” es una de esas confesiones cruciales que expresa la
enorme frustración de llegar al final de la vida y reparar en el mu-
cho tiempo desperdiciado en asuntos de poca trascendencia:

Yo fui una de esas personas que vivió sensata


y prolíficamente cada minuto de su vida.
Claro que tuve momentos de alegría;
pero si pudiera volver atrás trataría
de tener solamente buenos momentos.
Por si no lo saben, de eso está hecha la vida,
sólo de momentos; no te pierdas el ahora.

Este fragmento basta para darse una idea, o recordarlo si acaso


lo conocen. “Instantes” o “Momentos” ha sido el máximo dolor de
cabeza de la viuda de Jorge Luis Borges, María Kodama, y una de
44 GERARDO DE LA CRUZ

las pifias más bochornosas para muchos literatos. Lo que se sabe


del texto no es poco y lo cuenta deliciosamente Iván Almeida, aca-
démico de la Universidad de Pittsburgh,* cuyo relato adobo con
información reciente: todo parece indicar que el texto en cuestión
apareció en la década de 1930 en la revista College Humor, bajo
la autoría de Don Herold (1889-1966), humorista norteamerica-
no, con el título “I’d pick more daises” (una traducción no literal
sería algo así como “Apreciaría más la naturaleza”), y se reeditó en
octubre de 1953 en el Reader’s Digest en una de esas secciones que
parecen encuesta: “Si pudiera volver a vivir… Apreciaría más la
naturaleza”. Se trata de una reflexión sobre la importancia de no
tomarse la vida demasiado en serio y disfrutar más del entorno,
como el campo. Posteriormente, en 1975 se publica el extracto más
sentimental de este artículo en el boletín de la Asociación de Psico-
logía Humanística, firmado (o enviado) por una anciana de ochen-
ta y cinco años de nombre Nadine Stair, con el título “If I had my
life to live over” (“Si volviera a vivir otra vez”),** versión que Leo
Buscaglia, el famoso conferencista motivacional norteamericano,
retoma en su libro Vivir, amar y aprender (Diana, 1985), aportando
el dramático remate al conmovedor final: “si tuviera otra vez la vida
por delante. Pero ya ven, no la tengo” (énfasis mío).
De esta manera, en 1987 aparece versificada la variante en es-
pañol de Buscaglia, ya más elaborada, en la revista argentina Uno
mismo, con la firma del recién fallecido Jorge Luis Borges y ese
famoso remate que lo hace a uno pensar en el anciano erudito, que
ante la muerte declara arrepentido que si volviera a vivir preferiría

* Iván Almeida, “Jorge Luis Borges, autor del poema ‘Instantes’” en J. L. Borges
Center for Studies & Documentation, Borges Studies Online, 17 de junio de 2001,
disponible en: goo.gl/JMzhvp.
**  Association for Humanistic Psychology Newsletter, julio de 1975, disponible
en: goo.gl/k2LEKx.
EL JUEGO DE LA LECTURA 45

“viajar más en calesita” (¡…?), pero “ya ven, tengo ochenta y cinco
años y sé que me estoy muriendo”. En 1989 el poema se reproduce
en la revista Plural de Excélsior, y llega a manos de Elena Poniatows-
ka a través de Rosa Nissán, quien entusiasmada con ese mensaje
contrario a cuanto Borges proclamó hasta el final de sus días, lo
integra a un libro recopilatorio de entrevistas, Todo México (Diana,
1990), hermoseando “Un agnóstico que habla de Dios”, texto don-
de funde las charlas que sostuvo con él en 1973 y 1979, y que a su
vez recoge el investigador mexicano Miguel Capistrán en su libro
Borges y México (Plaza & Janés, 1999) y, en 2012, ¡el escándalo! En
medio de un homenaje que el Instituto Nacional de Bellas Artes
rinde al argentino, teniendo como invitada de honor a María Ko-
dama, apenas desciende del avión, los editores de Random House
entregan recién salida del horno la reedición de Borges y México,
con la nefasta atribución… Lo que siguió es historia: el libro de
Capistrán fue retirado de librerías y reeditado sin el artículo de
Elena Poniatowska, quien dio confusas explicaciones al respecto.*
A esta novela de la vida real sólo habría que añadir que la tra-
ducción atribuida a Borges ha sido retraducida al inglés, es decir,
al idioma original del texto, por el poeta escocés Alastair Reid. Al-
gunos infieren que la confusión parte del hecho de que Jorge Luis
Borges tiene un poema (que sí es poema) titulado “El instante”,
muy diferente. Un botón de muestra:

Entre el alba y la noche hay un abismo


de agonías, de luces, de cuidados;
el rostro que se mira en los gastados
espejos de la noche no es el mismo.

* Elena Poniatowska, “Sobre Borges y México” en La Jornada, México, 4 de


agosto de 2012.
46 GERARDO DE LA CRUZ

El hoy fugaz es tenue y es eterno;


otro Cielo no esperes, ni otro Infierno.

Mientras esto sucedía en el terreno de la letra impresa, en co-


rreos electrónicos, páginas web y redes sociales, la reflexión de “Ins-
tantes” se reproducía a la velocidad de la luz, imparable, firmada
por Borges y en múltiples idiomas… Y su verdadero autor, Don
Herold, sumido en las tinieblas del olvido.
No sé cuándo, pero en el mismo tono, apareció otro texto que
pocos han rastreado con tanta acuciosidad: “Y uno aprende…”,
del cual tengo mi propia historia. La hija de mi amigo Daniel hoy
frisa la mayoría de edad, y como cualquier joven de su edad, Soraya
domina las redes sociales desde su móvil: Facebook, Twitter, Ins-
tagram, etcétera, y comparte con sus amigos cuanto pensamiento
agradable encuentra en internet. Pero cuando ella tenía más o me-
nos catorce o quince años y tenía más limitado el acceso a internet,
sus compañeros formaron un grupo en Facebook para facilitarse los
trabajos escolares, motivados por su profesor titular; la finalidad,
explicó a los padres de familia, era que los muchachos aprendieran
a usar las redes sociales de manera productiva.
Una tarde, de visita en su casa, Sori pidió mi ayuda para analizar
“una poesía”. Su maestro les había pedido que seleccionaran algo
de Jorge Luis Borges: ellos debían buscarlo, proponerlo y desmenu-
zar el contenido en general y cada verso en particular. La elección
se decantó entre “Instantes” —descalificado por el profesor tras el
escándalo—, el “Poema de los dones” (“Nadie rebaje a lágrima o re-
proche/ esta declaración de la maestría/ de Dios, que con magnífica
ironía/ me dio a la vez los libros y la noche”) y “Y uno aprende…”:

Después de un tiempo
uno aprende la sutil diferencia
EL JUEGO DE LA LECTURA 47

entre sostener una mano


y encadenar un alma.
Y uno aprende
que el amor no significa recostarse
y una compañía no significa seguridad.

…y el poema sigue y concluye: “Con cada adiós uno aprende”.


Quien ha leído (bien o mal) a Borges, esos versos deberían desper-
tarle suspicacia. “¿Segura que este poema es suyo?”. Sori afirmó
categórica: “Sí, ya lo vio el maestro”. Me encogí de hombros y co-
menzamos el análisis. La primera estrofa me bastó para reconocer
que la métrica se oponía a todo lo que había estudiado y aprendido
sobre el escritor argentino. Pobre Soraya, lo que debió aguantarme,
porque en mi necedad de que no era de Borges me propuse demos-
trárselo. Con la certeza de que “Y uno aprende…” hubiera seguido
el mismo camino de “Instantes”, traduje unas líneas al inglés y con
ayuda de Google, di con la imagen de un recorte de periódico,
que confirmó las sospechas. El poema se llama “After a while” y su
presunta autora es Veronica A. Shoffstall.
“After a while” se reproduce en muchos libros, junto con “If I
had my life to live over again”, firmados indistintamente por Bor-
ges, Nadine Stair y Veronica A. Shoffstall. Lo increíble es que tam-
bién hallamos una página de Facebook que, airadamente, acusaba
a Jorge Luis Borges de haber plagiado este maravilloso poema de
¡Shakespeare! Lo que sucedió después fue más interesante: frente
a la noticia de que “Y uno aprende…” era otro de esos muchos
textos atribuidos a Borges, Soraya se vio en la disyuntiva de aclarar
el tema. Temiendo granjearse la enemistad del maestro (y la inco-
modidad del grupo para enfrentarse al “Poema de los dones”), optó
por callar; no obstante, y por fortuna, otro de sus compañeros, con
lujo de arrogancia “puso en su lugar” al profesor y a sus adláteres…
48 GERARDO DE LA CRUZ

Por desgracia, informando que el poema era en realidad una mala


traducción de ¿quién más? William Shakespeare. Sí: habíamos vi-
sitado la misma página. Entonces Soraya pudo intervenir, con más
humildad y aportar el modesto resultado de nuestra terca pesquisa.
Ignoro qué lección sacó del entuerto su profesor, pero yo entendí
que después de un tiempo, uno aprende que la mayoría de las citas
citables en internet son de cualquiera, menos de quien las firma.
Abundan libros de esta naturaleza y en escasas ediciones citan
la fuente directa de las frases que toman; es más, si uno rastrea
una frase exacta en Google, difícilmente la encontrará en la obra
del autor en cuestión, y esto alcanza a personajes como Sócrates,
Goethe, Voltaire, etcétera. Esto puede tener una explicación: en
Estados Unidos se editan a destajo este tipo de publicaciones, to-
mando frases de aquí y allá sin rigor, sin reparar en la calidad de
la traducción, y así estas obras pasan al idioma original del texto
a través de una segunda traducción. ¿Resultado? Construcciones
con giros gramaticales lejos del esfuerzo que el autor puso en una
brillante y lúcida sentencia de dos líneas.

La despedida del Gabo

La teoría del traduttore, traditore parece plausible, pero se derrum-


ba sin misericordia cuando nos topamos con el singular apócrifo
de Gabriel García Márquez, “Carta de despedida”, supuestamente
¡dictada! en la agonía de la muerte.
Cito algunas líneas, no por otra cosa, sino para evitar confun-
dirlas con otros textos atribuidos a Gabo:
EL JUEGO DE LA LECTURA 49

Dios mío, si yo tuviera un corazón…


Escribiría mi odio sobre el hielo, y esperaría a que salie-
ra el sol. Pintaría con un sueño de Van Gogh sobre las estrellas
un poema de Benedetti, y una canción de Serrat sería la sere-
nata que ofrecería a la luna.
Regaría con mis lágrimas las rosas, para sentir el dolor
de sus espinas, y el encarnado beso de sus pétalos…

Se ha escrito mucho, muchísimo al respecto, pero es imposi-


ble eludirla porque sigue el mismo procedimiento novelístico de
la “Carta de Lieserl” —la construcción de un relato que la legiti-
ma— y suma la historia de atribución de “Instantes”. Hasta don-
de se sabe, comenzó a circular en cadenas de correos electrónicos
en PowerPoint; algunos encuentran en Donato Di Santos, poeta
y diplomático italiano, a uno de los primeros escritores en hacerla
circular con la firma de García Márquez, aunque el primer registro
periodístico de la indebida atribución se le adjudica al periodista
peruano Mirko Lauer, quien lo publicó en 1997 en el diario La
República, afirmando que era un mensaje de despedida de Gabriel
García Márquez, próximo a la muerte. Se dice que “en una breve
aclaración el periodista dijo, en ese entonces, que unos amigos le
entregaron en una reunión diplomática la carta de despedida del
Gabo, ya que padecía cáncer”.* Del resto nos podemos enterar por
boca del ventrílocuo y comediante Johnny Welch,** autor de estos
pensamientos que salen del mismísimo corazón de su personaje

* Alfred López, “Un par de textos falsos que se convirtieron en viral y no per-
tenecen a los autores atribuidos” en 20 Minutos Blogs, 24 de febrero de 2014,
disponible en: goo.gl/ca4y77.
**  Juan Carlos Pérez Salazar, “El cómico al que millones confunden con Gabriel
García Márquez” en BBC Mundo, Ciudad de México, 25 de abril de 2014, dispo-
nible en: goo.gl/GWHz6E.
50 GERARDO DE LA CRUZ

Don Mofles. El texto, cuyo verdadero título es “La marioneta”, lo


compuso para un teletón en Chile, al que había sido invitado por
Don Francisco; la recepción que tuvo esa rutina fue inesperada y su
representante le sugirió explorar su vena literaria, lo cual derivó en
un libro de reflexiones en colaboración con Don Mofles, Lo que me
ha enseñado la vida (Selector, 1996), un libro reversible (como los
antiguos LP, de dos caras).
En un tris el texto de la supuesta “Carta de despedida” de Ga-
briel García Márquez se reprodujo en correos electrónicos, páginas
web y redes sociales. ¿Por qué? Supongo que la persona que echó
a rodar la bola de nieve —que seguramente no fue De Santis ni
Mirko Lauer— sintió que una reflexión tan profunda se prestaría
a chacota si la firmaba Don Mofles; en cambio con la autoridad de
un Premio Nobel como el creador de Macondo, con ese carácter
tan reacio a ciertas manifestaciones públicas… Eso ya son palabras
mayores. Y en efecto, tal fue el alcance del apócrifo que en breve
llegó a manos de García Márquez, quien se apresuró a aclarar las
cosas, e incluso tuvo un encuentro con Johnny Welch y Don Mo-
fles, concertado por el escritor mexicano Ignacio Solares.
Esto ocurrió en el año 2001. Sin embargo, el texto continuó re-
produciéndose, con su título original —una gran concesión— pero
sin la firma de su creador intelectual. El equívoco ha persistido y a
la muerte de García Márquez, en abril del 2014, los usuarios de las
redes sociales inundaron el mundo virtual con sentidos mensajes
en memoria del colombiano. La mayoría eran de agradecimiento
porque había cambiado sus vidas, no sólo con Cien años de soledad
o con este poema atribuido a su genio, sino con otro texto nacido
del corazón, un corazón que ciertamente no es del Gabo, “El dulce
sabor de una mujer exquisita”: “Una mujer exquisita no es aquella
que más hombres tiene a sus pies; sino aquella que tiene uno solo
EL JUEGO DE LA LECTURA 51

que la hace realmente feliz…”,* cuyo autor, a la fecha, no ha sido


identificado, y sobre el cual sólo puedo informar que el registro más
antiguo que encontré bajo la aplastante firma del Nobel colom-
biano data del 2006.

El síndrome de los genios

Estas historias, creo, hablan por sí solas. Creo también en la noble-


za de internet, de las redes sociales, en la buena fe del amigo que
desea transmitir mensajes que, está convencido, elevan el espíritu.
Pero cada cosa en su sitio: no hay excusa que valga cuando se trata
de perpetuar absurdos que distorsionan la realidad.
Que no se limite el tema a los apócrifos. Recuerdo un ejem-
plo más o menos reciente, tras la victoria de Alemania sobre el
seleccionado albiceleste en el torneo de Brasil 2014, un periodista
cubano radicado en Miami, Ernesto Morales, escribió en su cuenta
de Facebook un artículo muy amplio sobre la actuación de Lionel
Messi, en el cual trataba de explicar su actitud indiferente al recibir
el Balón de Oro al mejor jugador del Mundial con una irresponsa-
ble afirmación:

Messi no nació normal. Además de la deficiencia hormonal


que le obligó a mudarse a Barcelona en su infancia para re-
cibir tratamiento durante años, nació con una forma leve de

* Lourdes León, “El dulce sabor de una mujer exquisita, de Gabriel García Már-
quez” en Fernanda, 21 de abril de 2014, disponible en: goo.gl/XaHYGP.
52 GERARDO DE LA CRUZ

autismo descubierta por el psiquiatra y pediatra austriaco


Hans Asperger.*

La aseveración contundente, inatajable como un franco disparo


de Messi al arco rival, carece de sustento. ¿De dónde tomó la afir-
mación, de una revista del corazón o del espectáculo deportivo?
Porque ahora resulta que todos los genios tienen asperger. Si hace-
mos el ejercicio de googlear el nombre de un personaje considerado
como genio y añadimos la frase exacta “síndrome de Asperger”,
encontraremos que de acuerdo con internet Shakespeare, Darwin,
Galileo, Leonardo, Einstein, Borges, Bill Gates, Rulfo y cualquier
prodigiosa celebridad de moda forman parte de ese selecto grupo
de genios que padecen asperger —excepto García Márquez, pero
sí Remedios la Bella y Aureliano Buendía—. No, el síndrome de
Asperger no es un tema que pueda ser tratado con tal ligereza, y
esta clase de afirmaciones lejos de abordarlo con la seriedad que
amerita, lo trivializan.
Ignoro si Lionel Messi tiene una “forma leve de autismo” (en
realidad, no me interesa si la tiene), lo cierto es que ni la hija de
Einstein sobrevivió, ni éste le escribió decenas y decenas de cartas,
ni a las puertas de su longeva existencia Borges se planteó volver a
vivir para comer más helados y viajar en una pinchurrienta calesita
(al contrario, se casó, viajó mucho, voló en globo y disfrutó las mie-
les de la fama), ni García Márquez escribió una carta de despedida a
sus lectores cuando vio la muerte cerca, ni deslizó la idea —pese a su
visión cortesana y machista de la vida— de que una mujer que se
ha practicado una cirugía estética vale menos que otra…

* “El obediente Lionel Messi” de Ernesto Morales puede consultarse en cual-


quiera de las múltiples páginas que lo citan, o en el Facebook del autor, dispo-
nible en: goo.gl/JHlg3Y.
EL JUEGO DE LA LECTURA 53

¡Ay de los internautas!


No aprendemos, no aprendemos que aprender a dudar de la
información, tener la curiosidad de confrontarla y verificarla antes
de darla por hecho, revela también una actitud ante la vida. Una
actitud crítica, producto de la educación que recibimos. :
El espíritu antinavideño
o de dogmas y enxiemplos
El sobrino perfecto

Recuerdo muy bien aquella Nochebuena. Tenía siete años y de-


seaba como nadie en el mundo unos patines. Meses antes, había
muerto en su agobiante soledad la tía René, que tenía fama de avara
y usurera. Pocos, en verdad, sintieron su muerte, no recuerdo a más
de diez personas en el velorio ni en el funeral.
Tampoco recuerdo cuántas versiones hice de la carta al Niño
Dios, que coloqué bajo el árbol de Navidad antes de ir a la cama.
Estaba seguro que obtendría los ansiados patines, mi comporta-
miento había sido ejemplar ese año… O al menos los últimos días.
Aún no despuntaba el sol cuando mis hermanos y yo desper-
tamos. Sacudirnos el sueño y ver nuestros respectivos regalos era
un acto simultáneo. Sonreí, allí estaban los patines, para Arturo; y
otros, para Verónica, y un tercer par, ya en los pies de Angélica… Y
¿para mí? Para mí, una esmirriada y felpuda Rana René. Mientras
mis hermanos se desplazaban de aquí para allá por toda la casa, a
pesar de los regaños de mamá, yo miraba incrédulo, y luego con
desdén infinito, a ese horrible muñeco verde que respondía a mi
desprecio con una sonrisa indulgente.
Abandoné el muñeco bajo el arbolito y me devolví furioso a
la cama.
—No seas envidioso —murmuró papá—, ya tendrás tus patines.
—Yo me porté mejor que mis hermanos —repliqué, sin dete-
nerme siquiera.
Traté de conciliar el sueño, pero una voz que decía llena de
rencor y veneno “no es justo, no es justo” seseaba en mi cabeza, re-
pitiendo “¡No es justo! ¡No es justo!”, en tono machacón. Y aunque
quería acallarla, insistía con que no era justo… Luego sentí que
la frase cobraba forma y cada palabra se convertía en la caricia de

57
58 GERARDO DE LA CRUZ

una mano que redibujaba mi rostro con frialdad. Enseguida hice la


almohada a un lado y abrí los ojos. Ahí estaba, a un lado, la dueña
de esas manos, sonriente, apergaminada y enjuta.
“Éste es de los míos”, dijo la tía René, como quien dice “no es
justo”.
“¡No, no, no!”, gritaba yo, tratando de zafarme de su abrazo,
agitándome como pájaro enjaulado. Pero la tía se negaba a sol-
tarme, sacudiéndome de los hombros mientras yo seguía gritando
“¡no, no, no!”, batiéndome sin cesar.
Súbitamente, como si las cobijas me hubieran vomitado des-
pués de que una mano felpuda me arrancara de las otras manos
descarnadas e inflexibles, de golpe y porrazo me hallé en el piso. A
un lado, casi tendiéndome un anca, estaba la Rana René, contem-
plándome con sus ojos grandes e ingenuos, con una mirada casi
tristona. Abracé fuerte a mi salvadora y regresé, exhausto y aún
temeroso de que no todo fuera un sueño, como parecía haber sido.
Allí estaban mis hermanos, patinando en la terraza, a pesar de
las negativas de mamá. Aquí está, tantos años después, la Rana René
velando mi sueño, cual santo protector en la cabecera de mi cama, re-
cordándome día tras día lo que exactamente jamás deseo llegar a ser.

Un cuento es un cuento

Mea culpa: no pude sustraerme a la tentación de un cuento navi-


deño, pero es que Dickens es parte de mi educación sentimental
tanto como Andersen.
Entre las escenas más tristes que recuerdo haber visto en televi-
sión durante mi infancia, además de la muerte del señor Vitali en
EL JUEGO DE LA LECTURA 59

Remi, tengo muy viva la imagen de la vendedora de fósforos, des-


deñada por la gente y seducida por la imagen de su abuela. Ahora,
mientras escribo, alternan en mi cabeza las imágenes de George C.
Scott en el papel de Scrooge, refunfuñando, y el gesto de desespe-
ración y desconcierto de Jimmy Stewart en ese precioso cuento de
Navidad filmado por Billy Wilder, ¡Qué bello es vivir!
Seamos honestos, ¿quién no tiene su propio cuento navideño?
Es suficiente hacer un poco de memoria para comprobar que todos
tenemos rondando una historia navideña, alguna anécdota, una
extraña visión, una lección moral, una película desteñida de tantas
veces que se ha visto, y pende al borde de la punta de la lengua, para
compartir en esa época del año… En fin, cualquier cosa relaciona-
da con lo que occidentalmente simboliza el nacimiento de Cristo
y que nos conduce, por lo general, a la infancia. Porque de eso se
trata, guste o no, la Navidad: el nacimiento de un niño. Además de
mercado, consumismo, regalos, un tren de compromisos familiares
y cosas por el estilo.
Cuento de nunca acabar, más acentuado cuando se tienen hi-
jos. Si se acepta que un cuento es un cuento así, a secas, sin apelli-
do, entonces justo es preguntarse ¿qué hay de especial en la narra-
tiva navideña? Mi respuesta: tradición. Así como en los relatos de
terror y de misterio es condición sine qua non que exuden miedo
y suspenso para poder recibir este calificativo; así como los policia-
cos necesitan policías o detectives (con credenciales o no), los de
Navidad requieren, en primer lugar, de la complicidad autor-lector
creyente, o al menos consciente de la doctrina cristiana, de otra ma-
nera sería difícil apreciar los valores que la tradición religiosa asigna
a esta fecha —unión, redención y renovación, básicamente—; y en
segundo término, una escenografía navideña, que generalmente la
proveen el invierno, los últimos días de diciembre, la Navidad o la
Nochebuena mismas.
60 GERARDO DE LA CRUZ

Entiendo que esta afirmación se aprecie como el descubrimiento


del hilo negro; mas si se retrocede un poco en el desarrollo de esta
narrativa, particularmente del cuento hispanoamericano, se adverti-
rá que es una apreciación que no es digna de obviar. Los relatos de
Navidad son en esencia una moderna y particular recreación de los
enxiemplos medievales, que en lengua española ejecutó con maestría
Don Juan Manuel en El Conde Lucanor. Los enxiemplos son prosas
de breve extensión que, por su forma y contenido, son consideradas
una forma primitiva e incipiente del cuento moderno. Si en el caso
de El Conde Lucanor la “ficción narrativa es sólo un pretexto para la
exposición didáctica, cuyo hilo central es el problema de la salvación
dentro del estado”, * en los relatos de Navidad el problema que se
aborda es la salvación del alma, sea por exaltación o por oposición.
Esto es, se busca recrear la vida ejemplar de Jesús (según los Evan-
gelios, conforme la doctrina), resaltar las virtudes, afirmar los lazos
familiares y ponderar los sentimientos humanos encaminados a en-
noblecer el alma; o, por el contrario, se intenta exponer los vicios, las
tentaciones y la perdición del hombre, por intervención diabólica o
por su naturaleza perversa, aunque siempre tropiezan con la justicia
divina o terrena. En ambos casos, la narrativa ofrece una lección
moral, generalmente explícita como remate de la ficción, todo bajo
un escenario navideño o invernal ficción.
Los cuentos navideños también son un legado histórico de esa
Edad Media que comúnmente se percibe oscura y estática, a pesar
de su irrefrenable dinamismo. Es un hecho que, tras la caída del
Imperio romano de Occidente y la progresiva “romanización” de los

* Alfonso I. Sotelo, “Introducción” a Don Juan Manuel, El Conde Lucanor. Mé-


xico: rei, 1993.
EL JUEGO DE LA LECTURA 61

pueblos germanos, al parejo que se definían las estructuras de po-


der, la Iglesia también se definía como institución rectora de la vida
social y política, al tiempo que en su labor evangelizadora realizaba
una tarea educativa al imponer reglas de convivencia que debían
ser reforzadas de alguna manera.* Pero ¿cómo? Como lo hiciera Je-
sús; como lo hicieran los árabes con Sherezade; como lo harían los
cortesanos cultos en los libros de caballerías y luego Cervantes para
dar cabal inicio a la narrativa moderna: con historias y parábolas.
Volviendo a la Edad Media, con la definitiva institucionaliza-
ción de la Iglesia (s. viii), también se instituyeron las fiestas religio-
sas; las de mayor importancia, en primerísimo lugar, la Pasión y la
Resurrección de Cristo, y en segunda posición, la celebración del
nacimiento de Dios hecho hombre. La primera, puesto que genera
culpa debido a la naturaleza trágica de la conmemoración, ya que
implica traición, sacrificio, martirio y muerte, se prestaría entonces
más para afianzar el “Reino de Dios en la Tierra”, tanto así que, la
escasa literatura cuyo tema es la Pasión, el personaje central es el
mismo protagonista de la historia o sus verdugos, invariablemente
basada en los Evangelios. La Natividad, en cambio, por ser un re-
lato menos violento (no obstante la matanza de infantes ordenada
por Herodes el Grande), ofrecía a los predicadores la gran posibi-
lidad de inculcar valores, sin abundar en detalles escatológicos de
la vida de Jesús (ésos se los guardarían después, para el momento
de la culpa).
“La ficción es lo característico de la actividad humana”, afirma
Enrique Anderson Imbert. “Somos animales simbólicos que he-
mos inventado un mundo de símbolos”. En este sentido, la riqueza

* Arnaldo Momigliano, De paganos, cristianos y judíos. México: fce, 1987.


62 GERARDO DE LA CRUZ

simbólica de la Navidad se convertiría en un oasis moralizante para


esos frailes que procuraban grabar normas básicas de urbanidad en
los pueblos bárbaros del primer milenio. Los Evangelios no sólo
proporcionan entonces al clero una figura ejemplar (que también
encontraban entre santos, mártires y los nacientes caballeros cris-
tianos), sino que ofrece un panorama más amplio de la vida social,
pues involucra a la familia, actos de fe populares y reyes postrados
ante Dios, amén de una figura divina accesible, benévola, inocente
y, sobre todo, ajena a juicios perturbadores. Esto, aunado a la coin-
cidencia de la fiesta en el calendario con el fin de un ciclo anual,
con el invierno europeo —inclemente como la peregrinación de
María, José y la pobre mula que transportó a la joven encinta—,
con una época de hambres y carencias propicia para permanecer
al calor del hogar o volver a casa, proveía una inagotable veta de
símbolos que los predicadores actualizaron en ficciones que invaria-
blemente derivaban en lección moral, acorde con el dogma.*
La narrativa moderna del xviii se encargaría de transformar,
poco a poco, el modelo didáctico (enxiemplar) para conducirlo
hacia los parajes de la reflexión íntima, hacia una literatura por la
literatura misma. Además, el tiempo agregaría situaciones y per-
sonajes, como san Wenceslao en los Balcanes, o san Nicolás en la
Europa continental.**
Los registros literarios escritos en el medioevo son escasos, la
mayoría se confunden con la tradición oral, se reconstruyen como
leyendas o cuentos de invierno, asimilándose al folclore; eso, sin
contar el hecho de que, siendo el clero secular quien se ocupaban

* Karl Vossler, Formas literarias en los pueblos románicos. Madrid: Espasa-


Calpe, 1946.
**  “En 1969, el papa Pablo VI suprimió la festividad de san Nicolás del calenda-
rio católico como la de otros personajes legendarios cuyas vidas estaban poco
documentadas” (“Papá Noel”, Enciclopedia Microsoft Encarta 2004).
EL JUEGO DE LA LECTURA 63

de conservar bibliotecas y transcribir manuscritos, las hagiografías


y crónicas de las Cruzadas (cuando no la filosofía o la Historia)
ocuparían en buena medida la pluma y el ingenio de aquellos que
sabían escribir y, claro está, escribían.
Con tales antecedentes, no debería sorprendernos que los cuen-
tos navideños tiriten de frío ni que rebosen de pinos, puesto que
nacieron en la Europa continental. De hecho, numerosos cuentos
de invierno se han asociado a la Navidad; los ejemplos más cono-
cidos son “El Cascanueces y el rey de los ratones” de E. T. A. Hoff-
man y “La vendedora de fósforos” de Hans Christian Andersen, el
cuento más… Paso a paso, mejor.

Una noche de invierno…

Entre las obras que mejor ilustran la confusión invierno-Navidad se


halla la fábula “La invernada de los animales” en Cuentos populares
rusos, del poeta Aleksandr Nikoalevich Afanasiev (1821-1876). Próxi-
mo el invierno, cinco animales se preparan para enfrentar el frío; el
sensato Toro sugiere construir una cabaña; confiando en que resis-
tirán las inclemencias del clima, el Cordero, el Cerdo, el Ganso y
el Gallo se niegan a ayudarlo; como es previsible, cuando recrudece
el frío, el Toro ampara a sus compañeros, incluso a pesar suyo. No
debió dejarlos entrar, piensa inicialmente el lector; sin embargo, en-
seguida la cabaña es atacada por el Oso, la Zorra y el Lobo, pero el
ataque es repelido por los cinco habitantes de la casucha, con tal fuer-
za que parece un ejército. Durante la defensa, el Gallo canta incesan-
temente: “¡Déjenmelo a mí! ¡Déjenmelo a mí!”, refiriéndose al Oso,
quien al final suspira aliviado, sin haber reconocido a quien así lo
64 GERARDO DE LA CRUZ

amenazaba: “Si éste me llega a coger por su cuenta, seguramente me


ahorca”. La principal moraleja que puede desprenderse de la fábula,
por supuesto, sería “la unión hace la fuerza”, y desde el punto de vista
religioso, la frase “ayúdame, que Yo te ayudaré” se antoja ineludible.
No está de más agregar que los animales ocupan un importante
lugar en la iconografía cristiana: por extensión, a la versión dócil
del toro, el buey, lo encontramos sin falla en el pesebre, impávido,
manso y sosegado; el gallo es asociado a Jesús y a san Pedro, y en el
oso predomina la imagen del demonio. Las casualidades literarias
se cuentan por miles porque son poquísimos los temas que inspiran
la literatura, y los cuentos folclóricos y, con más razón las fábulas,
ofrecen un sinnúmero de interpretaciones —como señala Tzvetan
Todorov en Teoría del cuento— y, bajo este criterio, “La invernada
de los animales” lo mismo ofrecería argumentos políticos que an-
tropológicos, pero sucede que en Rusia se le considera lo mismo un
cuento de Navidad que de invierno.
Asimismo, por definición la fábula goza de las características
narrativas del relato navideño que aquí se plantea y, según es fama,
el inmisericorde invierno ruso presta el escenario ideal para expo-
ner una moraleja. No obstante, “La invernada de los animales” se
reproduce idéntica en la tradición oral de otros países europeos.
Por ejemplo, en Hungría el cuento folclórico, que se desarrolla en
Navidad, lo protagonizan un piadoso y humilde pastor (el Toro),
reticentes paisanos, a quienes acoge el pastor, y unos bandoleros
(los depredadores), con una pequeña pero significativa variante: el
pastor simboliza a la institución eclesiástica; el pueblo, los fieles
dudosos, y los bandoleros a los renegados, que nada pueden ha-
cer contra una iglesia unida, que es la lección moral de la ficción.*

* Dóra Beszterczey, “La transculturización literaria folclórica” en Litterae, vol. I,


núm. 2. Chile: Universidad de Santiago, 2003, pp. 16-25.
EL JUEGO DE LA LECTURA 65

También el autor austriaco Peter Rosegger (1843-1918) recrea este


cuento, en un tono más poético, elaborado, propio para un públi-
co infantil y, no cabe duda, inspirado en la Navidad e incluido en
Manuscritos de un maestro rural (novela).*
En esta línea de cuentos que sensu stricto no son de Navidad,
pero son así considerados, deben mencionarse “El Cascanueces” de
Ernest Theodor Amadeus Hoffmann (1776-1822), mejor conocido
por el ballet que inspiró al compositor ruso Piotr Ilich Tchaikovsky.
“El Cascanueces” es un relato fantástico, en comparación con otras
obras del autor, muy por debajo del gran talento de este figurón del
romanticismo alemán.
Acerca de Hoffmann, un tal Gastón Santesteban se atribuye
estas líneas en el virtual Club de Lectores:

En pleno movimiento romántico, los escritos de Hoffman, por


los cuales es más conocido que por sus trabajos musicales o pic-
tóricos, se refieren con frecuencia a personajes siniestros que in-
teractúan con frágiles mortales, de los cuales revelan con ironía
sus lados trágicos o grotescos. Usaba para inspirarse la combina-
ción de imágenes macabras con elementos de la psique humana.

Y este famoso cuento no es la excepción. Durante la fiesta de


Nochebuena, la joven Clara Stahlbaum se enamora de un precio-
so cascanueces, regalo de su padrino, el señor Drosselmayer, un
hombre ambiguo, que media entre lo oscuro y lo enigmático; en
el transcurso de la celebración, Clara cae rendida por el sueño y el
Cascanueces cobra vida y se convierte en su príncipe, con quien
corre algunas inquietantes aventuras, donde la imagen callada del

* Poeta fundamental en Austria, Peter Rosegger es un autor prácticamente


ajeno al mercado editorial hispanoamericano.
66 GERARDO DE LA CRUZ

señor Drosselmayer es una constante. El genio de Hoffmann pone


en tela de juicio qué ocurre entre Clara y el príncipe Cascanueces
en la realidad-real y qué en la onírica; combina el miedo y la re-
pulsión mediante un ejército de ratas, y la tragedia y el romance
entre los protagonistas. Además, es un cuento de Navidad que no
es un cuento navideño, donde la Nochebuena es mera escenografía,
un pretexto para organizar una fiesta en la que pueda participar la
pequeña Clara Stahlbaum y aparecer y desaparecer Drosselmayer
con el fantástico regalo, pues no era tradición. En fin, que “El Cas-
canueces” es un relato maravilloso con una buena dosis de amor y
tragedia, característica del romanticismo.
Ahora, ¿por qué si no es una ficción destinada a los niños ni es
cuento navideño se le considera como tal? Cuando, por disposición
de la zarina, se le encomendó a Tchaikovsky la composición de un
ballet para las fiestas de Navidad en Palacio, el compositor ruso
halló “El Cascanueces” y lo adaptó; eliminó los matices macabros,
acentuó los episodios maravillosos y privilegió la historia de amor
entre Clarita y el príncipe Cascanueces. La puesta en escena gustó
tanto que se convertiría en tradición de la corte rusa, de Europa y
del mundo interpretarlo anualmente en Navidad, como aún ocu-
rre, a pesar de Tchaikovsky, que consideraba El Cascanueces una
obra menor en su producción.

Un trauma de infancia

Amén de la buena voluntad, las sonrisas, los muchos valores y vir-


tudes espirituales que la Navidad inspira —sería ocioso abundar en
EL JUEGO DE LA LECTURA 67

ello—, el frío y el fin de año, dicen la psiquiatría y un alto índice


de suicidios, desata los nudos de la tristeza, la nostalgia y la melan-
colía en el corazón de las personas. Por ello los cuentos de Navidad,
por esta coincidencia en el calendario, gozan de un tono siempre
reflexivo, conmovedor y dulzón, por calificarlo de alguna manera,
sin importar donde ocurra.
El binomio invierno-Navidad es mucho más claro en la cono-
cidísima ficción del escritor danés Hans Christian Andersen (1805-
1875), “La vendedora de fósforos” incluido en Cuentos para niños
(1835). La historia no es triste, sino desoladora. La vendedora de
fósforos es una niña huérfana, pobre y hambrienta que, en la gélida
Nochebuena, halla una muerte dulce al pie de una iglesia, entre
cálidas visiones —tan fugaces como la flama encendida de un ceri-
llo que lucha contra un ventarrón— y una tormenta de nieve. La
huérfana es maltratada por la indiferencia de la gente, no vende
ningún fósforo y, al arreciar la tormenta, decide prender uno para
calentarse, mas tras la chispeante llama cree advertir a su abuela.
¿Cómo es posible, si está muerta? Para cerciorarse, la niña prende
dos fósforos; ahí está la cariñosa anciana, como si quisiera decirle
algo; sin embargo, la tormenta apaga el fuego y le impide hablar
con la abuela. La vendedora prende entonces cinco fósforos, que se
consumen en un instante. Al cabo de varios acercamientos fallidos,
la niña enciende todos los fósforos que le restan y su abuela, por fin,
vuelve a los brazos de la abuela.
Pocas piezas tan dolorosamente conmovedoras existen en la li-
teratura como “La vendedora de fósforos”. Yo, francamente, no me
imagino narrando esta historia a mis hijos. Sabe Dios qué criterios
la catalogan como un cuento infantil… Bueno, tal vez se pueda
buscar la respuesta en la intención del autor. Andersen creció en
una Europa destrozada por las Guerras napoleónicas, que dejó des-
amparados a miles de niños y estos son los fósforos que prende la
68 GERARDO DE LA CRUZ

vendedora, almas que en un parpadeo se pueden extinguir. Es, en


realidad, una llamada de atención para los adultos.
Los niños son inocentes, y mueren en inocencia; el Ángel de la
Muerte (la abuela) tomará estas almas mucho más temprano que
tarde, inevitablemente; el frío que siega la vida de la vendedora es la
espada que blande la mano del hombre que no mueve un dedo por
los chiquillos. La vendedora de fósforos, ajena a la miseria humana,
es sacrificada por Andersen como Herodes sacrificó a los santos
Inocentes; es la Nochebuena de la huérfana porque pasa, poética-
mente hablando, a mejor vida para reunirse con su amada abuela a
través de la muerte, tal como Jesús volvió a reunirse con el Padre.
“La vendedora de fósforos” es un cuento de Navidad, cabal y
perfecto, y es de gran relevancia que no sólo hable de la salvación
humana, sino del Estado y la nación, porque los infelices que su-
peren la inclemencia de los tiempos son quienes gobernarán este
futuro que hoy sufrimos.

Parte de la tradición

Andersen también fue gran lector de Hoffmann y, literariamen-


te, es situado en el romanticismo, lo mismo que Afanasiev. No es
casual, pues, que las más logradas ficciones navideñas germinaran
durante el siglo xix, que miraba la historia medieval con tan bue-
nos ojos… hasta la entrada del realismo.
Entre los pocos autores que transitaron del romanticismo al rea-
lismo sin graves dificultades se halla Charles Dickens (1812-1870),
quien tiene el inestimable mérito de haber creado el relato arque-
típico de la narrativa navideña, Cuento de Navidad (1843), el cual
EL JUEGO DE LA LECTURA 69

reúne, sin excepción, todos los elementos y requisitos de una fic-


ción navideña: valores, virtudes, lección moral, vicios, redención,
memoria, exposición de la podredumbre espiritual (del individuo
y de la sociedad), exaltación de la familia, milagro —porque en
Ebenezer Scrooge es víctima de un milagro, inducido o solicitado
por esa alma consumida—, ayuda al necesitado… En fin, Dickens
sintetiza en Cuento de Navidad la doctrina navideña y, debido a la
gran altura literaria del relato, se le considera un clásico, y como tal
engrana en la tradición occidental y en la historia de la literatura
universal.
En la víspera de Navidad, el señor Ebenezer Scrooge,* un
hombre “atrozmente tacaño, avaro, cruel, desalmado, codicioso,
incorregible, duro y esquinado como el pedernal” se le presenta
el espíritu de Jacob Marley, su único ¿amigo? y exsocio, un espec-
tro a la vista insoportable y doliente, cargado de cadenas, quien le
anuncia que se le ha dado una oportunidad única que no debe des-
perdiciar, la esperanza de cambiar. Pero un hombre como Scrooge
no es fácil de convencer, no sólo por ser duro de entendimiento,
sino porque no hay poder humano ni celestial que modifique la
conducta humana de quien no desea cambiar, que para algo sirve
el libre albedrío. La gran oportunidad que tendrá Scrooge será la
de convertirse en espectador de su propia vida para contemplar su
pasado, presente y futuro; para ello lo guiarán tres espíritus, que
le mostrarán quién fue, quién es y quien será. Incrédulo, Scrooge
vuelve a la cama y las siguientes horas transcurren casi sin inciden-
tes, creyendo que ha sido víctima de una pesadilla. Sin embargo,
uno a uno, consecutivamente, a lo largo de la noche más larga de su
avariciosa vida, los Fantasmas de las Navidades pasada, presente y
futura le muestran a Scrooge al Scrooge que no quería ser, el que es

* Scrooge en español significa “avaro”.


70 GERARDO DE LA CRUZ

pese a los demás, y el que no desea ser. El milagro, como ya se sabe,


se opera y Scrooge reencamina sus actos en la senda del bien. En
otras palabras, muere Scrooge y nace uno nuevo. Cualquiera diría
que eso equivale a ¿resucitar? Sí, resucita.
No hay mucho que agregar. Después de Dickens, las variantes al
tema navideño son mínimas. La más que humilde, pobre, requete-
pobre ficción que incluyo como introducción es, o intenta ser, una
recreación deliberada y parcial de Cuento de Navidad: redención in-
cluso antes de perderse, porque eso es el significado del nacimiento
del Niño Jesús entre los cristianos: la promesa de una vida mejor.
La promesa, sumada a los elementos navideños, se halla en la
historia del capitán que narra Navidad en las montañas de Ignacio
Manuel Altamirano (1834-1893), quien se vale de un cura español
(que más parece evangelizador) para denunciar en un tono román-
tico, que se vale de estampas costumbristas, una realidad: el grave
olvido en que se tiene a los indígenas de la sierra de Guerrero.
También es cierto que el siglo xix ayuda al cuento navideño,
gracias a los gacetas que proliferan y en sus folletines publican a los
grandes autores de la época: Antón Chéjov, Guy de Maupassant,
Benito Pérez Galdós o Emilia Pardo Bazán, pues siendo periódicos,
cabe suponer que en determinados momentos del año había nece-
sidad de publicar ficciones acordes al calendario. La escritora espa-
ñola Emilia Pardo Bazán (1852-1921) reunirá en Cuentos de Navidad
y Reyes sus relatos decembrinos y, salvo la exaltación religiosa, casi
mística, de la Iglesia Católica y los personajes que la configuran,
varían poco las historias en cuanto a la “sustancia anecdótica” ya
expuesta. Digna de mención, en tanto a variantes ligadas expresa-
mente a la institución eclesiástica, es “La Navidad del Papa”, donde
Pío XII, quien después de ofrecer la llamada Misa de Gallo, observa
en el Niño Dios la tragedia humana y el sacrificio de Cristo, como
si hasta entonces comprendiera el hecho en plenitud.
EL JUEGO DE LA LECTURA 71

El siglo xx, con sus vanguardias artísticas y el periodismo, con


las revoluciones armadas y tecnológicas, no fue generoso con la
ficción navideña: el cine y la televisión absorbieron el relato y lo
insertaron, vigorosa y decididamente, en el mercado de lágrimas de
fin de año. La Navidad se ha vuelto un elemento de unión familiar,
de reflexión, de buenos propósitos, de compromisos comerciales y,
sobre todo, escenografía y pretexto.
Sin embargo, está presente, como en el caso de Truman Capote
(1924-1984), el autor de A sangre fría, quien se dio el tiempo de
hacer un alto en su vibrante narrativa para ofrecer en Tres relatos
tres cuentos navideños, todos en torno a su alter ego, Buddy, y un
mismo tema: la nostalgia. Las carencias humanas y la reflexión en
torno a la condición humana desplazan, aunque no del todo, al
símbolo protagónico de la Navidad. Los días 24 y 25 de diciembre
se han vuelto fechas simbólicas.
Finalmente, ¿qué somos los seres humanos sino animales emi-
nentemente narrativos que adquieren significado a través de los
símbolos? Basta una frase al estilo del pequeño Tim (“¡Y que Dios
nos bendiga a todos!”) para entender que no podemos relajar la
moral hacia fin de año. Y menos dejar fósforos al alcance de los ni-
ños, a menos que desees no que te visiten los espíritus de las navida-
des de todos los tiempos, conjugados y en sus formas verboidales. :
La épica de la supervivencia
o de verdades mentirosas
Esta historia es mía

Los cronistas de Indias son maravillosos. Y es que de pronto a uno


le nacen espontáneamente esta clase de juicios sumarios que pintan
a la perfección el grado de azoro ante el descubrimiento del uni-
verso que los cronistas nos revelan, nada equivalente a la crisis que
implicó para ellos el descubrimiento de las tierras americanas.
Los testimonios que tenemos del encuentro, de esa confronta-
ción, de la invención de un mundo, la trasmutación inmediata del
territorio conocido en mundo viejo, rancio, son documentos de ex-
cepción en la historia de la humanidad, entre otras razones, porque
su forma de consignar la crisis de su realidad conocida pareciera,
naturalmente, propio de la ficción. Los cronistas de India inventa-
ron América para la posteridad e hicieron de esta experiencia una
novela. Sus historias, gracias a Dios, son épicas de la supervivencia.
Al referirse a Bernal Díaz del Castillo y su Historia verdadera de
la conquista de la Nueva España, Carlos Fuentes afirma que es el
primer novelista que vio la muerte en América. Esta opinión no es
exclusiva de él, la crítica literaria contemporánea suele aproximarse
a la obra de los cronistas, si no formalmente bajo un enfoque nove-
lístico, sí como la preconfiguración del género en Hispanoamérica.
Álvar Núñez Cabeza de Vaca y su fabulosa odisea de casi diez años
en Norteamérica es ejemplar al respecto.
La novela y la crónica, o más exactamente el relato testimo-
nial (para evitar confusiones entre la disciplina histórica y la lite-
raria) son géneros hermanos, mellizos. Las únicas diferencias son
una promesa y la voluntad del autor. El cronista se compromete a
relatarnos una verdad, la verdad que atestiguó; el compromiso del
novelista no es con la realidad, ni siquiera con la verosimilitud, sino
con la ficción, por más realista que sea. En ambos casos se pone

75
76 GERARDO DE LA CRUZ

en juego la perspectiva de la imaginación y, esencialmente, una


interpretación de la realidad. También podrían señalarse recursos
de estilo y retóricos, la estructura, el registro fiel en oposición a la
recreación… Pero a estas alturas, ¿de verdad sorprende si el relato
testimonial en efecto echa mano de recursos convencionalmente
reservados para la narrativa literaria? Los géneros literarios, parti-
cularmente los narrativos, han ido borrando sus fronteras. Quizás
hoy no sorprenda, pero para contar una historia basta comenzar a
contarla, no necesariamente por el principio.
Sin detenernos en el hecho (cierto y comprobado) de que los
cronistas escribieron sus testimonios alentados por mucha imagi-
nación, alentada a su vez por ciertos intereses personales y, diría yo,
mucha frustración, el relato testimonial —la relación, propiamente
dicha— se entiende como un fenómeno histórico que deviene fe-
nómeno literario: un largo tránsito del accidente al establecimiento
de una forma de la literatura.
Se sabe de antemano, e igualmente lo damos por cierto e ina-
tacable, que la relación es un documento historiográfico legítimo
dado su carácter testimonial, como en el caso de Bernal, o autobio-
gráfico, como Cabeza de Vaca, que da cuenta de un acontecimiento
de interés no sólo personal, sino público, puesto que todas están
dirigidas al rey con el fin de obtener reconocimiento de las hazañas
perpetradas en los territorios conquistados en el Nuevo Mundo. La
diferencia entre una Historia verdadera de la conquista de Bernal,
y una Historia de Indias de Francisco López de Gómara, estriba
precisamente en esa intencionalidad: Bernal es un protagonista pri-
vilegiado de la monumental y arriesgada epopeya que emprende
Cortés, y a través de su relación solicita al rey el reconocimiento de
sus servicios y, a la vez, la recompensa prometida por ellos. López
de Gómara, en cambio, se conforma con historiar los aconteci-
mientos ocurridos en las Indias, tomando como fuente principal
EL JUEGO DE LA LECTURA 77

al protagonista de la hazaña. Y cosas de la vida, ahora pretenden


hacernos creer, mediante la muy meritoria habilidad de la mani-
pulación de datos y toda la historiografía disponible, que atrás de
ambas relaciones —la testimonial y la investigación histórica— se
encuentra maquiavélico y omnipresente la figura de don Hernán
Cortés, que además perpetró sus propias Cartas a don Carlos V.

Traduttore, traditore

Walter Mignolo considera a la escritura, que no a la literatura en


sí misma, inseparable de la historiografía; una de las razones radica
en “una concepción de los juegos de lenguaje” permitidos por la
escritura como instrumento de conservación historiográfica.* Y es
precisamente ese “juego de lenguaje” en el que participa el cronista,
que desea enviar al rey su testimonio de la mejor manera escrita.
Aunque es indudable y más que evidente que no a todo dis-
curso histórico podríamos asignarle valores literarios. El hispanista
austriaco Víctor Frankl, citado por Enrique Pupo-Walker, señala
que “comentarios muy disímiles de historiadores eminentes, como
lo fueron Hernán Pérez de Oliva, Ambrosio Morales, Pedro Mejía y
el mismo Inca Garcilaso, confirman la extraordinaria latitud que en
el siglo xvi se confería al discurso histórico; y confirman, además,

* Walter D. Mignolo, “La historia de la escritura y la historia de la escritura” en


Merlín H. Forster y Julio Ortega (editores), De la crónica a la nueva narrativa
mexicana. México: Oasis, 1986.
78 GERARDO DE LA CRUZ

cuán próxima estaban, en sus aspectos formales, la relación históri-


ca y la narrativa de ficción”.* Pero esta aseveración se refiere exclusi-
vamente a la forma; la cuestión podría ir más allá si equiparamos la
labor del cronista a la del creador como registro y traducción de la
realidad. ¿Acaso no ha sido viable a la inversa? A partir de los textos
homéricos fue posible situar los restos de Troya en el mapa (aunque
la veracidad de la mítica guerra sea debatible).
Podemos concluir, gracias al sentido común, que la verdadera
historia de la conquista de la Nueva España, de América, o lo que
sea que se autoproclame “verdadero”, no es la verdadera, como
ningún hecho histórico tal vez lo sea. El discurso histórico es la
suma de las visiones parciales que consignan e inventan un aconte-
cimiento. Y así, el discurso se transforma en narrativa.
La construcción de esa narrativa histórica está en posesión de
Bernal y Cortés; el corazón de los indios del norte es el corazón que
ha palpado Cabeza de Vaca en su largo viacrucis.
¿Qué es el novelista, el contador de historias, sino un traductor
e intérprete de la realidad? Y como traductor, traidor —según el
adagio italiano—. Su labor, dice Vargas Llosa, no consiste, como
podría pensarse, en alterar la realidad, sino transformarla. El no-
velista cuenta mentiras, “novelas”, las llamaría Cabeza de Vaca; el
cronista novela historias verdaderas.
Marthe Robert se pregunta en Novela de los orígenes y orígenes
de la novela:

¿Y qué significa “ficción” o “verdad” en un ámbito en el que


incluso los datos de la realidad empírica sufren una interpre-
tación por el mero hecho de que ya no son vividos, sino es-

* Enrique Pupo-Walker, “Creatividad y paradojas formales en las crónicas mexi-


canas de los siglos xvi y xvii” en Merlin y Ortega, op. cit.
EL JUEGO DE LA LECTURA 79

critos? Entre la «verdad novelesca» y la “verdad real”, ¿existe


identidad, una natural semejanza o sólo una analogía? ¿Cómo
se garantiza el paso correcto de la una a la otra?

Escindir la crónica de la novela sería inútil, porque de hecho la


crónica de Robinsones o Quijotes hacen despuntar la novela mo-
derna.* La primera, como género que goza de una libertad total,
fagocitaria de todos los géneros, se nutre, se chupa totalmente a la
crónica, y ésta a su vez requiere, necesita de los elementos literarios
que ofrece la novela para construir su discurso. A la distancia es
posible afirmar que la novela se convierte en el género literario del
cual se sirven los cronistas para fabular sus historias: sus relatos
tienen más de fábula que de historia. Claro, de esto no son plena-
mente conscientes los cronistas (¡qué les importa la teoría!), aunque
lo intuyen: el mismo Álvar Núñez omite en la primera edición de
Naufragios algunos de los más célebres episodios de la obra, “epi-
sodios en los que se aprovechan con delicada astucia narrativa re-
cursos característicos de la novella renacentista y la ficción de sesgo
bizantino que tan popular fue en el siglo xvi”, explica Robert.
Enrique Pupo-Walker finaliza su reflexión en torno a la narrati-
va de los cronistas de esta manera:

Estamos, según se ha visto, ante narraciones complejas que


repetidamente obedecen con agrado al impulso imaginativo.
Son, bien está repetirlo, textos repletos de finísimas intuiciones
que han admitido con sorprendente frecuencia el legado sutil
de la actividad literaria.

* La tradición inglesa, agrega Robert, “llama a la novela novel, precisamente


porque en su origen la concibe como la simple redacción de hechos reales; en
suma, como una crónica”.
80 GERARDO DE LA CRUZ

La seducción del naufragio

Consideremos, sin despreciar ni marginar su carácter eminente-


mente historiográfico y etnográfico, los Naufragios como construc-
ción narrativa. David Lagmanovich nos proporciona un brillante
mapa al respecto.
Así reseñan la magnífica historia de Naufragios en editorial
Planeta:*

En este libro, Cabeza de Vaca narra las vicisitudes de los cuatro


únicos supervivientes de la expedición de Pánfilo de Narváez a
Florida (1527), los cuales vivieron entre los indios durante ocho
años como esclavos, comerciantes y curanderos, y atravesaron
a pie el suroeste de los actuales Estados Unidos y norte de Mé-
xico hasta que en 1536 lograron volver al territorio bajo control
español, la colonia de Nueva Galicia dentro del Virreinato de
Nueva España.

Escrito con un lenguaje directo, como quien dice al grano, libre


de academicismos y ostentosos artificios literarios, pues le resulta
odioso echar mano de estos y sabe lo inútil que es y por ello se dis-
culpa con su “Sacra, cesárea y católica Majestad”, Cabeza de Vaca se
planta decididamente en su postura de cronista y relator; anticipa
en un “Proemio” excepcional lo poco creíble de su historia, mas no
por ello mentirosa, dice:

* Edición perteneciente a la colección Ronda de Clásicos Mexicanos, dirigida


por Antonio Saborit y coeditada con el Consejo Nacional para la Cultura y las
Artes, en 2014.
EL JUEGO DE LA LECTURA 81

el cuidado y diligencia siempre fue muy grande de tener par-


ticular memoria de todo, para que si en algún tiempo Dios
nuestro Señor quisiese traerme a donde ahora estoy, pudiese
dar testigo de mi voluntad, y servir a Vuestra Majestad. Lo
cual yo escribí con tanta certinidad, que aunque en ella se lean
algunas cosas muy nuevas y para algunos muy difíciles de creer,
pueden sin duda creerlas: y creer por muy cierto, que antes
soy en todo más corto que largo, y bastará para esto haberlo
ofrecido a Vuestra Majestad por tal.

“Pueden sin duda creerlas: y creer por muy cierto”. Con esta
advertencia evita que en su lector persista cualquier dejo de in-
credulidad, al tiempo que uno como ese lector remoto, lamenta
que Cabeza de Vaca evada o apenas mencione pasajes que hubieran
agotado páginas fabulosas.
Los episodios funcionan como integradores independientes de la
relación. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si Álvar Núñez omitiera la bre-
vísima narración de la Mala Cosa, aquel ser maligno proveniente de
la tierra que destaza a los indios y que hace con estos lo que a su per-
verso parecer le viene en gana? Para nosotros como lectores, nada. Sin
embargo, para Cabeza de Vaca es necesario contarlo, porque refuerza
su misión evangelizadora ante su Sacra Cesárea Católica Majestad:

Nosotros les dijimos que aquél era un malo, y de la mejor ma-


nera que pudimos les dábamos a entender que si ellos creyesen
en Dios nuestro Señor y fuesen cristianos como nosotros, no
tendrían miedo de aquel, ni él osaría venir a hacerles aquellas
cosas

Los episodios cumplen una labor de espejos: a través de su


contraposición se van creando las tensiones (no sólo literarias, sino
82 GERARDO DE LA CRUZ

históricas y psicológicas), que anudan la narración, y contrastan


la dilatada transformación de Álvar Núñez en indio, aunque no
sufrirá un proceso de indianización, como Gonzalo Guerrero, y
cada uno conserva en sí mismo su propia evolución en del tiempo.
No es difícil encontrar en Naufragios relatos (cuentos) de orden
fantástico, maravilloso y testimonial. Los cronistas de entonces, y
eso es algo increíblemente seductor, sin hacer a un lado el asombro,
registraban lo incomprensible como una realidad que, antes de es-
merarse por comprender, derivan al asombro y a la magia.
Esta linealidad de la crónica es perfectamente redonda: en el
último episodio, Cabeza de Vaca recurre a un bastón en el cual se
ha apoyado todo el tiempo: los presagios. Pero este presagio, me
refiero al de la mora de Castilla, es distinto. Una de las damas que
acompañaban a parte de la expedición de Pánfilo de Narváez, re-
sulta que ella soñó, de la misma manera que los indios descifraban
el futuro, el curso que tomarían las vidas de los expedicionarios. La
narración total está comprendida en un sólo episodio, sugiriendo la
idea de circularidad en la obra.
Por otro lado, son tres los elementos que dan tensión al hilo
conductor de la narración: los presagios, el miedo y la magia. Los
tres, cabe destacar, son elementos psicológicos que corresponden al
terreno de lo mágico.
Desde que salieron de La Habana, una serie de coincidencias,
hechos raros y naturales (tormentas, tambores, hombres muertos
en la playa) cubren a los expedicionarios con un manto oscuro e
indefinible que de algún modo presagian la aventura que todos co-
nocemos y, al mismo tiempo, crean una gran tensión narrativa que
impulsa a continuar leyendo para descifrar cuáles son los resultados
de esta maraña inexplicable de eventos sobrenaturales.
Álvar Núñez, después de pasar una cantidad indeterminable de
años como esclavo, es obligado a practicar la medicina al estilo de
EL JUEGO DE LA LECTURA 83

los indios, de tal suerte que si el Señor Inquisidor hubiera presen-


ciado esas sanaciones milagrosas, bien hubiera procesado al futuro
Gobernador de Río de la Plata. Pero no es aquí donde estriba lo
maravilloso, sino en que los enfermos, Deo volente de manera har-
to pertinente, sanan. No menos maravillosa es su funcionalidad
dentro de la narración total que, al percibir desde sus primeros ca-
pítulos rastros de brujería, la obra cae en el terreno de lo increíble
y novelesco.
La labor chamánica de Cabeza de Vaca no es una tarea a la que el
náufrago le dé poca importancia, puesto que le dedica más de dieci-
nueve capítulos, que ocupan tan sólo dos años de su relación, quién
sabe si por impacto psicológico o porque deseaba hacer constar que
el Divino Verbo había metido las manos por él (lo cual significaba
que su misión en el Nuevo Mundo tenía la venia del Señor).
Es su fama de chamán la que le abre los brazos de los habitan-
tes de todas las regiones que visita. Pero nadie sabe por qué, hasta
que por accidente se enteran de que son considerados semidioses,
caídos del otro lado del sol, de donde nace, dueños de la vida y la
muerte. Pero Cabeza de Vaca es cuidadoso al respecto: nunca asu-
me la curación de algún enfermo. De hecho, es cuestionable, pues
son ellos, los indios sanados por Cabeza de Vaca quienes dicen sen-
tirse bien. No hay nada que agradecer, responde invariablemente,
Dios, su Dios, tuvo a bien jamás abandonarlo y oír sus peticiones.
La narración de Álvar Núñez llega al colmo de la desfachatez
con la resurrección de un indio, hecho que fundamenta, refuerza
y extiende su fama de peregrino bienhechor. Porque es a partir de
entonces que las puertas del miedo le abren las puertas de los ho-
gares indígenas.
Como protagonista de su propia novela, Álvar Núñez es un
personaje contradictorio y de sumo interés, puesto que ofrece una
antítesis del español conquistador de la época, sin llegar a los ex-
84 GERARDO DE LA CRUZ

tremos de Gonzalo Guerrero, primer capitán de Indias. Cabeza de


Vaca es conquistador conquistado, el amo esclavizado y el evangeli-
zador convertido. Es el primer hombre que encarna los valores que
habrán de ser propios de la hispanidad americana a lo largo de toda
una historia, aunque nunca se percibe un conflicto real de identi-
dad, la empatía con el otro, producto de la necesidad de supervi-
vencia, es notable. El náufrago ha experimentado una progresiva
conversión, a tal grado que no soporta, según sus biógrafos, dormir
en cama ni vestir ropa. Asimismo, se confía antes al indio que al
paisano, que aún a su regreso desconfía de él. La empatía, simpatía
y disposición que conserva hacia los indios es casi paternal: ellos y
Cabeza de Vaca, se pertenecen.
“No hay escritores menos creíbles y al mismo tiempo más ape-
gados a la realidad que los cronistas de Indias, porque el problema
con que tuvieron que luchar era el de hacer creíble una realidad que
iba más lejos de la imaginación”, dice Gabriel García Márquez, y en
esta sentencia del Gabo puede sintetizarse los Naufragios de Álvar
Núñez Cabeza de Vaca. :
¡Arriba Los de abajo!
o del novelar sin maquillaje
Como escritor independiente, mi norma ha sido la verdad.
Mi verdad, si así se quiere, pero de todos modos lo que yo
he creído que es.
Mariano Azuela
Actualidad de una novela fechada

En ese punto crítico donde el cronista se transforma en novelista y


el novelista cumple la función de testigo y relator transformador de
la realidad, sin renunciar a la ficción, se encuentra el doctor Maria-
no Azuela con Los de abajo.
Parto de una premisa simple y personalísima: es una de las no-
velas mexicanas más importantes que han salido de imprenta. Una
y otra vez, porque desde 1925 (año en que fue redescubierta) no ha
dejado de editarse en español y todos los idiomas. No me limito
al siglo xx, ni siquiera al periodo que inaugura —la novela de la
Revolución—, sino de nuestra historia literaria.
La afirmación, aunque lugar común, aunque se aprecie desme-
surada, no es desmedida ni falta a la verdad. Al margen de la crítica,
hay lectores que podrán encontrar envejecidos algunos pasajes, el
lenguaje, los recursos narrativos, la historia misma y los personajes,
todo pues, como una película de la Época de Oro del cine nacional.
Cada quien sus lecturas, pero a mí su fatalidad, su épica del des-
encanto, me han invitado a leerla cuatro o cinco veces. Porque la
leo, y la vuelvo a leer, y acabo de terminar de releerla a un centenar
de años de haberse publicado por vez primera en El Paso del Norte
—diario mexicano publicado, precisamente, en El Paso, Texas— y
siento una suerte de tristeza que me impide levantar la cabeza, por-
que encuentro en este retrato del México de hace un siglo, convulso
y lleno de una fuerza destructora que arrasa todo en su camino, a
un México similar pero maquillado por el nuevo orden político y el
natural paso del tiempo y la modernidad.
Una novela actual, dolorosamente actual; mas no en la realidad
que denuncia, ese contexto histórico del cual Mariano Azuela no
pretende elaborar una metáfora ni presentar una postal que nos

87
88 GERARDO DE LA CRUZ

remita a las conocidas imágenes del Archivo Casasola, sino dar cla-
ro testimonio de aquellos días que hoy están, con toda su crudeza
y esplendor, plenamente integrados a la Historia, mitificados en
nuestro imaginario. La actualidad de la obra cumbre de Azuela se
advierte en el encendido reclamo de los desposeídos, que apenas
pueden identificar el origen de su reclamo —simplemente lo vi-
ven—, cuando no es que desconocen en el fondo el porqué de su
protesta y menos los porqués de sus luchas; en la hipocresía del dis-
curso político; en esa realidad injusta donde pasan años, décadas,
un siglo, y quienes están abajo, en el piso más jodido de la escala
social y económica, siguen en el mismo punto: abajo, si no es que
uno o dos escalones más abajo, más desposeídos, más llenos de
rabia, a la espera del chispazo que prenda de veras la mecha de la
indignación…
Estas últimas líneas tienen un tinte tremendista, lo admito; ese
chispazo debe leerse como una imagen retórica. Entiendo, mejor
dicho, la improbabilidad de que esto ocurra; pero si cambiamos
los hechos de armas por la protesta civil que se vuelca a las calles, y
cómo cada vez con más frecuencia terminan enfrentadas con las es-
tructuras de poder, con las guardias del orden, podremos constatar
cómo persiste lo que yace en el fondo de los que están abajo. Han
cambiado, pues, las formas, las problemáticas, incluso tal vez, sólo
tal vez, los protagonistas; sin embargo, el nervio central que anima
a Los de abajo —la opresión, el abuso, la venganza, la inequidad,
la ignorancia, la inercia—, continúa bajo nuevas máscaras. Han
cambiado las formas, pero el fondo sigue intacto.
Los de abajo no es una obra atemporal —intencionalmente
está fechada por el autor—, pero se ocupa de un tema universal,
imperecedero y quizás irresoluble: la injusticia social. No obstan-
te, pienso en Azuela como uno de mis contemporáneos y pienso
que en nuestro contexto pudo haber imaginado esta épica y haber
EL JUEGO DE LA LECTURA 89

creado una pieza igualmente maestra. Y pienso en los tantos males


que hoy aquejan a México, en crisis desde hace quién sabe cuánto
tiempo. Y trato de pensar en alguna novela que describa con tanta
exactitud y áspera belleza nuestro tiempo mexicano, que la retrate
sin pretender explicárnosla —como sucede en la obra de Azuela—,
y me sobran los dedos de la mano para enumerarlas.
¿Qué diablo empujó a Mariano Azuela a escribirla? ¿De dón-
de esa urgencia, esa necesidad febril por publicarla y concluirla,
literalmente, a pie de imprenta? ¿En qué pensaba mientras, entre
sus actividades como médico militar, emborronaba papeles y pape-
les con “cuadros y escenas de la revolución actual”? Porque así fue
como concibió la historia de Demetrio Macías y sus compinches,
en medio de la refriega, en los breves lapsos de sosiego que encon-
tró en campaña.

El doctor Azuela

Azuela no llega al relato de Los de abajo de manera casual, no es


un accidente en su vida literaria a resultas de su participación en
la Revolución. Era un hombre instruido y destacado en Lagos de
Moreno, Jalisco, donde nació el 1 de enero de 1873, y adonde había
regresado en 1899 dispuesto a ejercer su profesión y su pasión —la
medicina y las letras—, después de cursar los estudios correspon-
dientes en la universidad de Guadalajara.
Se me ocurre una descripción que bien podría definirlo: mé-
dico de profesión, escritor por vocación, político por convicción,
intelectual independiente por decisión y crítico y pesimista porque
la experiencia no le dejó de otra. No me detendré en detalles de
90 GERARDO DE LA CRUZ

su biografía, sólo recordaré algunos datos propicios para recrear la


imagen que un joven lector, alguien como yo a los quince años, se
haría del doctor Azuela tras leerlo por vez primera, porque hay au-
tores que parece que nacen como inmensos monolitos con la obra
que los consagró y colocó en el centro de la discusión.
El doctor Azuela comenzó su actividad literaria en 1896, con
un relato que publicó bajo seudónimo en un semanario capitali-
no, “Impresiones de un estudiante”. A éste le siguieron modestas
incursiones narrativas, hasta que en 1907 apareció su primera nove-
la, María Luisa, una historia provinciana de amor y desamor, que
abreva, como el resto de su obra posterior hasta Los de abajo, del
realismo francés y el modernismo. Un intenso ejercicio de descrip-
ción de personajes y situaciones, que reproduce en Los fracasados
(1908), Mala yerba (1909), Andrés Pérez, maderista (1911) y Sin amor
(1912). También escribió Los caciques en 1914, aunque verá la luz
en 1917.
El hispanista Luis Leal, en su magnífica reconstrucción auto-
biográfica de Mariano Azuela —ya que la compone a partir de do-
cumentos y testimonios del autor—, ofrece algunos comentarios
a la obra temprana del autor por parte de sus contemporáneos. El
balance se inclina a favor, con cierta mirada benevolente, augurán-
dole un futuro promisorio “si continúa trabajando”. Más tarde el
mismo Azuela advertirá que novela tras otra, la crítica lo recibió
con hipócrita complacencia. Sabía que aquello que llaman “pro-
yecto narrativo” apenas estaba despuntando. A la distancia, María
Luisa, Los fracasados y el resto de sus relatos previos a Andrés Pérez,
maderista, los verá como un laboratorio de los temas de los cuales
cree que el escritor debe ocuparse, estudios casi de antropología
social —un vicio del cual Azuela, observador minucioso de la socie-
dad, no pudo sustraerse casi en ninguna de sus obras—. Y en este
sentido Mala yerba, el trabajo más celebrado antes de Los de abajo,
EL JUEGO DE LA LECTURA 91

donde fabula a partir de un acontecimiento de la vida real, un ho-


micidio en el cual tuvo que emitir dictamen como médico legista,
es el acercamiento más logrado a lo que vendrá: el retrato seco de
una sociedad descompuesta.
No hay secreto en la fórmula de su proyecto narrativo. Como
Victor Hugo o Émile Zola —sus principales referentes—, Mariano
Azuela se propuso dejarse de imaginerías y tesis, para reflejar la
realidad inmediata. Capturar lo que acontece y afecta la vida de
sus coetáneos. Ser testigo y crítico de su tiempo. Un tiempo pre-
sente, no en sentido abstracto, y si la obra en diez o quince años
es ilegible, le importa un comino. No es un riesgo menor para un
aspirante a escritor radicado en un municipio del interior de la
República. Azuela escribe para quienes lo leen ahora, estén donde
estén, no para la posteridad. Entiende, pues, la función del escritor
intelectual como intérprete de la sociedad, como actor político. Y
es esta percepción la que lo orilla a unirse a las filas antirreeleccio-
nistas y a Madero, posteriormente.
Ahora que lo pienso, la percepción que uno puede llegar a ha-
cerse de Azuela, o mejor dicho, la que me hice de él cuando lo leí
por vez primera, no fue tan errada. Mariano Azuela es un escritor
que en verdad es producto de la Revolución. No sólo de la revolu-
ción armada, sino de la revolución política y social que transformó
al país en el tránsito del siglo xix al xx.

En las rodillas

Imaginemos a un hombre del temple de Mariano Azuela: si en su


obra el lector advierte algo de rigidez en el estilo, entonces le resul-
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tará fácil imaginar la firmeza de sus convicciones. “Mi testarudez”,


él mismo se califica.
Tras el triunfo de la revolución maderista, fue nombrado jefe
político de Lagos de Moreno; sin embargo, recibió la renuncia de
Porfirio Díaz con escepticismo, y sus sospechas de un cambio radi-
cal en las estructuras del poder fueron confirmadas cuando la Junta
Revolucionaria acordó la designación de Francisco León de la Ba-
rra como presidente interino: un notable porfirista en presidencia.
Vaya chasco. La situación le pareció inaceptable y su renuncia no
se hizo esperar. No obstante, en 1912 se postuló como candidato a
diputado local por el Partido Liberal, pero fue derrotado por el par-
tido católico conservador. Lo que sigue es historia bien conocida:
el golpe de Estado a Francisco I. Madero, el gobierno espurio de
Victoriano Huerta, la victoria del ejército constitucionalista y las
pugnas entre los distintos grupos revolucionarios.
Imposición tras imposición a sangre y fuego. Azuela, en medio
de esta canalla que se arrebata el poder a punta de balazos, se suma
al Estado Mayor de Julián Medina, líder de una facción villista,
quien ha ascendido a general por sus méritos de armas. Y se limita
a consignar la realidad de la cual es protagonista.
Vale la pena detenerse en este señor, Julián Medina, quien sirve
de modelo para encumbrar al desventurado Demetrio Macías, que
conduce la gesta de Los de abajo. ¿Quién es, de dónde sale? Medina
era un ranchero de Jalisco, relativamente joven (nació en 1879),
que se unió a Francisco Villa, como ya se dijo. Un hombre con
suerte… hasta que ésta le dio la espalda. El contacto con Azuela
ocurrió cuando las tropas villistas tomaron Jalisco. Julián Medina
fue nombrado gobernador provisional del Estado; ajeno a las artes
de la política, invitó a participar en su interinato al doctor Azuela,
quien tras la derrota huertista había decidido abandonar la política
y dedicarse por entero a su profesión y su vocación (de estos días
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data Los caciques). Sin embargo, accedió porque “sólo el deber mo-
ral que como maderista y revolucionario había contraído me hizo
aceptar el ofrecimiento que el general Medina, futuro gobernador
de Jalisco, me hizo, de colaborar en su gobierno”. Su promesa la
haría válida más tarde, en 1916.
El acercamiento con Medina sucedió a finales de 1914. Poste-
riormente, Manuel M. Diéguez fue nombrado gobernador de la
entidad, y luego, otra vez, tras la ruptura entre Carranza y Villa,
entre constitucionalistas y convencionistas, Medina volvió a asumir
la gubernatura de Jalisco por un par de meses, en 1915. Medina le
reservó a Azuela las riendas de la Secretaría de Instrucción Pública,
pero sólo pudo llevar las riendas de su caballo en retirada hacia el
norte, hacia Chihuahua, ya que Medina fue de derrota en derrota,
hasta que sus fuerzas se dispersaron. Nueve mil hombres bien ar-
mados, de un momento a otro, se convirtieron en nueve mil hom-
bres a la deriva.
Y en la corredera, literalmente sobre las rodillas del escritor, Los
de abajo y sus entrañables personajes fueron cobrando cuerpo. Has-
ta que llegó a Ciudad Juárez con la historia bien trazada, y luego
a El Paso, Texas, con la primera parte, y a la imprenta de El Paso
del Norte, donde comenzó a publicarla por entregas en este diario,
entre el 27 de octubre y el 21 de noviembre de 1915, conforme con-
cluía un capítulo tras otro, a pie de imprenta. En diciembre de 1915,
se tiraron en forma de libro mil ejemplares que, según Azuela, se
perdieron para siempre.*

* La versión publicada en el periódico se reproduce en Azuela and the mexican


Underdogs de Stanley L. Robbe (UCLA, 1979); la primera edición de Los de abajo
puede consultarse en línea en el portal de Historia de la Universidad de Texas,
disponible en: goo.gl/JvAunF.
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Sin pena ni gloria

Así cruzó Los de abajo ante la pasarela de la crítica casi una década
completa. Los pocos ejemplares de la edición de El Paso del Norte
que Azuela rescató estaban en manos de sus amigos, quienes con-
formaban su universo lector. Hasta 1924, cuando tras una intensa
polémica literaria, Francisco Monterde —crítico de la puso en la
mesa de discusión. El Universal Ilustrado aprovechó la ocasión para
volverla a publicar en 1925, con lo cual Los de abajo encontró a su
verdadero público: un México ansioso por comprender qué había
ocurrido. Desde entonces no han parado las reediciones, reimpre-
siones y traducciones (la más reciente, al serbio, en 2016). Y por
supuesto, se convirtió en lectura obligatoria en las aulas.*
Quién sabe si una obra maestra pueda escribirse en un lapso de
cuatro meses; quién sabe si Los de abajo sea lo que muchos consi-
derarían una “obra maestra”, en comparación con otras creaciones
en su género —a mi juicio (no a mi gusto), lo es—. El caso es que
sí, la escribió de golpe, a las carreras, mientras escapaba de las fuer-
zas constitucionalistas tras el fracaso del gobierno convencionista.
Y el asombroso resultado de este épico viaje que parte de un acci-
dente, reposa en la gloria, y culmina en el desastre, es el argumento
de lo que será formalmente la primera novela que da cuenta del
caos, de la confusión, del resentimiento, del oportunismo que le
siguió a la revolución maderista, a la caída del antiguo régimen.
Una historia de un realismo tan pasmoso que sólo es posible ima-
ginarla a todo color.

* Llegó a formar parte de la lista de lecturas obligatorias en Japón y la República


Checa. Desconozco las materias en que fue incluido.
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Los detalles académicos de Los de abajo se los dejo a la Aca-


demia. Solamente quiero enfatizar su estructura episódica y frag-
mentaria al grado de volverse eminentemente cinematográfica, en
tránsito hacia una novela de ruptura, abriendo las puertas a la no-
vela moderna. Por otra parte, el lenguaje captura con singularidad
inédita el habla de esta masa sin escrúpulos. Es un texto oral, de
principio a fin, y pienso inevitablemente, a estas alturas, en Juan
Rulfo, porque Azuela es todo lo que pudo… corrijo: todo lo que
no quiso hacer Juan Rulfo. Donde aquél registró con fidelidad el
habla de sus protagonistas, Rulfo lo reinventó (“¿pero es que de
veras habla así la gente de campo?”, se preguntaba Juan José Arreola
a propósito de Pedro Páramo). Y esta flexibilidad en el registro del
habla, en contraste con las cerradas descripciones de Azuela, le da
una vitalidad inusitada al texto, incluso a un siglo de su escritura.
La relación de Azuela con el general Medina, y el destino de su
tropa, tal vez sea crucial en la composición de Los de abajo, es eviden-
te, pero no fue definitiva. Es la derrota, a secas; su contacto con “la
bola”, carne de cañón, en lucha ajena a cualquier ideario político; la
saña de su rebelión; la necesidad por contar los hechos “tal como fue-
ron”, sin refinamientos. Pura y descarnada verdad, sin retoques, sin
maquillaje. La injusticia que nace de la ignorancia. La fuerza destruc-
tora de la misma revolución. La carencia ideológica de sus caudillos.
Ésa era la meta de Mariano Azuela cuando pergeñó Los de abajo, y la
escribió con una completa, absoluta falta de fe en la Revolución. Y
tal vez sea el crítico más acerbo de este periodo, porque su mensaje
final es una especie de interrogante sobre el destino de esta lucha, una
revolución que ve perdida en todos los sentidos.
Demetrio Macías no es Julián Medina; sí, éste perfila al héroe,
pero quien le da vida es la masa bien definida con la cual convivió
el médico. A diferencia del ranchero jalisciense, enfatiza Stanley L.
Robe, Demetrio es un indígena, como la mayoría de los hombres
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que lo acompañan, gente sin educación, pero armada. Los de abajo


son los oprimidos por los terratenientes, sí; pero también es la masa
ignorante embaucada por la labia de los politiquillos que preten-
den dirigir su suerte. Los de abajo son esos que no son capaces de
discernir lo que es mejor para ellos, a los ojos de los instruidos.
Ellos hacen lo que se les pide: “ladren”, ladran; “maten”, matan;
“roben”, roban. Demetrio, la Codorniz, el Meco, la Pintada, Ca-
mila… todos ellos son “carne de cañón, pobre gente que no fue
dueña siquiera del nombre con que los bautizaron”. Puede que sean
personajes de una novela publicada en 1915, pero perviven con otros
trapos, otros rostros, otras circunstancias, en el México de hoy. Y
así subsiste también la contraparte de Macías, el ideólogo de la
historia, un oportunista de nombre Luis Cervantes, ese que siendo
de los de abajo, no tiene empacho en caer más bajo para encarnar
la perversión y corrupción de los ideales revolucionarios; el fallido
discurso político, y como tal, discurso podrido, vacío en el fondo.
Para los que están abajo no hay redención, según Azuela. A ellos
sólo les resta seguir en pie de lucha, partiéndose la crisma, hasta que
se acabe el parque. No hay heroísmo sino supervivencia pura, llana.
Cien años atrás, cien años adelante… :
Elogio de la lectura
o del arte de amar
recuerdo tantas cosas que aprendí por amor, por amor al
arte y por el arte de amar las cosas.
Juan José Arreola
Entre el acto de leer y contar lo leído existe un proceso excepcional
y artístico, similar al que realiza el creador. El lector además de
decodificar una larga cadena de signos, debe conceptualizar frases
tan deslumbrantes y enigmáticas y perversamente infantiles como
“¡Tan, tan! ¿Quién es? Es el diablo”, para reproducirlas después
con sus palabras y, a partir de aquí, ver la película que el autor le
ofrece y hacer enseguida la propia (o antes, si hay una aproxima-
ción prejuiciada).
El hábito de la lectura —leer y comprender lo leído— es un
arte fácil de olvidar si no se ha aprendido con amor: “Verdad amar-
ga que el deleite de leer, cuando no hay verdadero amor, disminuye
conforme sube la categoría de los lectores”, dice Alfonso Reyes.
Digo yo, en franco diálogo con el regiomontano, es como una he-
rencia indeseada: preferimos ignorarla, dejarla intacta, empolván-
dose en el desván de las cosas incómodas.
Cuánta razón tiene Arreola, aquello que se nos ha enseñado
en nuestra vida académica, o en la profesional, o en el cotidiano,
tiende a caer en el olvido a menos que haya pasado por el filtro del
amor. Cuánta razón tiene Reyes, cuando no hay verdadero amor, el
deleite de leer y compartir lo leído disminuye al grado de la impa-
sibilidad o peor, la insensibilidad.
Los verdaderos amantes de la lectura gustan de hacer el amor
con lo leído; pero el encuentro con la página escrita sólo es parte
de la cópula, que alcanza el clímax cuando el amante se entrega
a la trasmisión de la lectura, esencialmente a través de la palabra
oral. También deseamos compartir las lecturas por egoísmo, por-
que queremos que los demás amen o deploren, ay terrible condi-
ción humana, lo que nosotros mismos amamos o deploramos, y de

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la misma forma… Al cabo, nada más placentero que coincidir en


filias y fobias.
Contagiar el gusto por lo leído es un arte que con diferente
grado de pericia escritores y críticos deberían de dominar, dejando
al margen limitaciones personales y deformaciones profesionales y
de estilo. Quizás esta diferencia pericial sea atribuible al método de
lectura y la pasión con que lo aplica la crítica, bienintencionada o
venenosa, en busca de defectos, virtudes, afinidades y asociaciones
que le permitan montar la sala quirúrgica del texto.
Por su parte el escritor, fundamentalmente aquel que se precia
de los libros que ha leído en vez de los escritos, obtiene resultados
variopintos al compartir y ensayar la reinterpretación del texto. En
esa inmensa vanidad disfrazada de humildad, hay una ansiedad in-
controlable por hacer de los demás lo que es de uno.
Por mi parte, recuerdo tardes, noches, emocionantes y tedio-
sos momentos escuchando con los ojos bien abiertos, frente a la
pantalla de televisión a Ricardo Garibay y a Germán Dehesa, a
Alejandro Aura, a Severo Mirón, a Ernesto de la Peña, a Maruxa
Vilalta; y en la radio las inconfundibles voces del Tigre Lizalde, de
Eduardo Casar, de Juan López Moctezuma (“la llave del tiempo,
la clave tiempo, la nave del tiempo, ¡el ave del tiempo tum tum
tum…!”) hablando de éstos y otros libros, autores y temas, en
distintas tesituras, viendo a la cámara o acercándose al micrófono
cada quien a su manera.
Y recuerdo, en especial, los muchos programas de Juan José
Arreola en Zacatecas, Guanajuato y otros puntos del país y la Ciu-
dad de México, un derroche de magia en la palabra hablada; las
muchas colaboraciones donde incluso una jugada extraordinaria
de futbol era pretexto suficiente para introducir algunas líneas de
Quevedo, de Claudel, de Malraux, una anécdota memorable de El
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Quijote o algún cuento de Papini y uno que otro verso lopezvelar-


diano, ¡cómo podría faltar!
Hoy bendigo a YouTube y los muchos copyrights que infringen
sus usuarios (me declaro contra el derecho de autor en este punto)
con tal de perpetuar una charla entre Borges, Octavio Paz y Salva-
dor Elizondo, a quienes justo ahora tengo congregados en la palma
de mi mano, discutiendo sobre el sentido de lo poético a partir de
una línea de un místico persa que merecería ser japonés: “Luna,
espejo del tiempo”.
Elogio no sólo esa costumbre o tradición egoísta de contar a
tu manera lo leído —y lo pongo en práctica—. Esa manía que lo
lleva a uno a profundizar en la memoria, a hurgar en las raíces de
un hábito adquirido a trompicones, a revolverse en el tiempo, en
las propias fantasías y obsesiones, en las recurrencias, para com-
partirlas sin pudor, con la complejidad de un haiku o la intrincada
sencillez de un caligrama. Benditos libros (incluso tú, Baldor), qué
grises serían nuestras mañanas si no le pusieran algo de sabor a esta
sopa de letras que es la vida. :
El juego de la lectura
de Gerardo de la Cruz
se terminó de imprimir en diciembre de 2020, en los talleres de
Comercializadora de Impresos Om, S. A. de C. V., Insurgentes Sur 1889, piso 12,
col. Florida, c. p. 01020 Álvaro Obregón, Ciudad de México.
Edición no comercial limitada a los suscriptores de Correo del Maestro, bajo el
cuidado del autor y Vector SEI.
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