De La Noche Al Dia - Luis Spota

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En

el presente volumen se reúnen catorce relatos de Luis Spota escritos entre


1943 y 1945 y prácticamente desconocidos hasta ahora. Son los tanteos
iniciales de una expresión que emplea en algunos casos el poder evocador y
efusivo de la imagen expresionista y, en otros, la destreza del artesano
realista. Ordenadas temáticamente, de acuerdo con los escenarios en que
transcurren —el puerto, la ciudad, el campo, una isla penal—, las historias
construyen personajes confrontados trágicamente a una realidad cerrada,
implacable o hipnótica, que les cerca y les sostiene a la vez; fijan las
respuestas vitales o agónicas que el medio impone a sus criaturas. Impulsados
por turbios proyectos de grandeza o el asimiento ávido del placer; afirmados o
agredidos por la marea brutal del deseo y la plenitud equívoca de su vértigo;
endurecidos en el aprendizaje del orden bárbaro del entorno, inermes y
vencidos cuando no logran imponerse, conquistadores cuando se apropian de
su odio y su crueldad, estos personajes prefiguran ya la visión de la fuerza
moral y la simultánea corrupción del nuevo tiempo mexicano.

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Luis Spota

De la noche al día
ePub r1.0
Titivillus 19.03.2020

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Título original: De la noche al día
Luis Spota, 1945
Diseño de cubierta: Edgardo Villalba

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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Índice de contenido

Cubierta

De la noche al día

Primera parte
Vaharada

La esperada
Luces, marinero

Segunda parte
Aurora
El puente
Doblen, campanas
Callejón de feria

Tercera parte
El último día
El toro jumao
Del norte llegó Bachomo
Hoy murió Lencha Coyotl
¡Ya se va Florencio Marcos!

Cuarta parte
¡Gatazo!
Un peso para morir

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Al «Querétaro» una vida en el mar.

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Las opiniones de las personas de edad, en materia de
arte carecen, ni qué decir tiene, de todo valor.

Oscar Wilde

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Primera parte

(puerto y mujer)

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Vaharada

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I

BRUTALES marineros cantaban canciones brutales. Ritmo de bárbaras caderas


llevaba a la sangre de los hombres el íntimo calor de las mulatas. Abotagado y
dormilón, Pirulí dábale vueltas al puro sobre el labio. La marimba de
Esmeralda pendía del techo y cuatro negros de negras manos hacíanla vibrar
como río y selva, como montaña y mar. Aguardientes de lumbre echaban a los
rudos estómagos, como a hornos de barcos nocturnamente inmóviles,
paletadas de sopor. Y a los cerebros, el machismo de los oprimidos que aman,
por estética, la sangre y la muerte. Así sea su propia muerte.
Como el mismo Uriel García. Porque Uriel García mató por la emoción de
sentirse homicida, como matan los verdaderos hombres. Y este hecho lo
hermoseaba en su dureza lineal, que de geométricamente pura, convertíase en
ondulante, animada, cálida; igual que la sangre que no encuentra donde
ocultar, en su carrera, el rojo escándalo de su presencia.
Por eso le gustaban aquellos marineros de torva sed que se untaban a las
hembras de cuerpo y senos de cacao de la casa de Pirulí, al lado del río. Por
eso, porque al verlos se veía a sí mismo, multiplicado y diferente; plural en
fuerza y empuje, en la noche de sopores vegetales y antiguos deseos
reprimidos.

II

LLEVABA todavía, pegado a la piel, el cuchillo. Fresco de sangre y lleno de


vital calor. Porque los cuchillos que no han herido, que no han matado, son
infelices en su ociosidad y mueren de frío, o se enmohecen como solteronas.
El acero no era ya inútil. Conoció el dulce silencio de la sangre en la
reyerta, y esto lo ennoblecía. No esperaba Uriel García que lo comprendieran.
En cosas tan personales como el placer, la opinión ajena érale indiferente. Y

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como amaba el placer no compartiría con nadie la íntima satisfacción de aquel
minuto anterior, para no revelar algo que le era propio y que había hecho sólo
para sí.
No tenía miedo. No lo tuvo nunca. Menos ahora, aunque hubiese matado a
un hombre. Si lo hizo fue exclusivamente para analizar, en el instante de la ira
desbordada, un concepto muy suyo de la estética, de la muerte como placer
sin límites ni pánicos.
Y si Uriel García pudiera sentir en vida su lenta, sangrante muerte,
llegaría, estaba seguro, al placer infinito. Pero no podía morir en vida; más
bien, no sentiría su muerte en la propia muerte.
Estuvo pensando mucho en ello, y también en lo violentamente que
amaba esa noche a los hombres brutales que se embriagaban, menos
conscientes que él, en los gemelos placeres del alcohol y de la sangre que no
se derrama, pero que quisiera hacerlo, en otra caliente y salada sangre.
Homicida era ya Uriel Garcia. Homicida por cuanto había de bello en
desafiar al creador de los hombres, al creador de las vidas como la que Uriel
entre dos sombras del puerto, había cortado. Y un simple cuchillo, helada
llama de una hoguera blanca y muerta, fue suficiente para darle personalidad
divina, al suprimir silenciosa y machamente a otra entidad humana.

III

URIEL GARCÍA hubiera querido ser marino. Su padre quizá lo fue. Lo


sospechaba, pero ni aun su propia madre estaba segura. Dentro de él había un
latir que le era ajeno, que no era igual al de los demás hombres. Un latir como
de mar, como de río, como el de los grandes motores de los barcos.
Había visto uno íntimamente, con sus cubiertas, sus sollados, sus cuartos
de máquinas, sus pañoles. Y había reconocido, en el del barco, el olor de su
cuerpo. Petróleo, aceite, sal y sueños sexuales. Estaba seguro de que él mismo
debía ser así por dentro, y que sus máquinas iban inutilizándose, empolvadas,
sin fuego.
Y eran sus pies pegados a la tierra, fondos sucios; un lastre, una resta a sus
impulsos.
Sabía también que su vida era inútil y que cada día y cada noche
confirmaban su fracaso. Aunque el río atraíalo con su encanto pernicioso, con
su olor a algo que lentamente se descompone, a algo que llevaba a todo su
sistema la sacudida violenta de los deseos más abominables, Uriel García

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continuaba, como una planta más, pegado al campo, a la tierra de los
cacaotales.
Amaba al río y al misterio de su doble marea, por la que corrían con
rumbo al mar o a los aserraderos de corriente abajo, los grandes troncos de
madera de balsa, las finas caobas, los cedros rojos y panzudos. Y amaba los
barcos que lo remontaban, salados de océano y de horizontes azules. Y amaba
los pájaros siniestros de la tempestad, que se mecen inmóviles y negros sobre
las cubiertas, batiendo los duros vientos con la cuchilla de sus alas en zig-zag.
Pero más que todo, amaba a los hombres de los barcos, a los marineros
lánguidos y elásticos que saben golpear a las mujeres.
Uriel García, sin embargo, estaba en tierra, siempre en los campos o en el
puerto, como esa noche, en el bochorno dulzón de las yerbas que se pudren en
las riberas y del cacao que se seca en las calles.

IV

SENOS DE piloncillo tenía la hembra, y Uriel García un infinito deseo de


ignorarla. Lentamente bebian el veneno de los vasos, mientras las manos
negras de los músicos enmarañaban bejucos sonoros. Pirulí enamoraba sin
recato a dos ruidosos marineros. Los hombres mordían a las mulatas, con los
dientes afilados de deseo, en la propicia penumbra de humo y calor.
Uriel García pensaba en el oscuro rincón de la sangre y en el hombre sin
ella, vacío y estéril. Entre el ruido de una música que jamás habíale parecido
más absurda, vibraban las voces rijosas de su pelea y, luego, la sola voz de su
triunfo, después del crimen.
La hembra olorosa a río, y tan perversa como éste, mirábalo torpemente,
con una mirada negra:
—¿Ma pagas otra copa?
—Pídela.
Era la primera palabra que pronunciaba en la noche y parecía distinta, por
su tono, a las que antes habían salido de su boca. Una palabra que estuvo
dentro de él, en su cerebro y en su garganta, cuando el cuchillo abrió las siete
puertas de la sangre, y que de ésta conservaba la exacta precisión.
—Pídela.
Y se escuchó de nuevo, ya completamente hombre, seguro de su brazo y
de su esfuerzo.
—No has hablado antes de ahora.

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—No había motivo.
—Sin embargo, hablas.
—Quiero escucharme.
—Escucha la otra voz, la que llevas dentro.
—No hago otra cosa.
—Es un alivio.
—No lo necesito. He matado a un hombre.
—Me gustan los que saben matar.
—¿Entiendes el placer?
—No hay otro superior al de la sangre.
¿Era él mismo, su cerebro mágicamente sonoro, o la mujer de enfrente
quien hablaba? Era ella, suavemente maligna, que pronunciaba palabras que a
él le eran agradables, que lo impulsaban a seguir escuchándolas para recrearse
en su monstruosidad.

ERA ELLA, SÍ. Ella como un oscuro charco de agua, fascinante como los esteros
nauseabundos. Y tenía algo de carroña y también el encanto de la corriente
lentísima que en verano, por las noches, parece quemar. Lo atraía de pronto,
violenta y brutalmente, hasta despertarle el bárbaro propósito de poseerla, de
sangrar unas carnes que debían ser tan negras por dentro como lo eran por
fuera.
—¿Cuándo lo mataste?
—Al empezar la noche. Aquí tengo el cuchillo.
Lo miró la mulata y sus ojos, como por reflejo, llenáronse también de
sangre.
—Bello es en tus manos.
—Más bello era aún hace una hora.
—¿Siete puertas abriste a la sangre?
—Siete anchas puertas.
—Roja está la noche.
—Y caliente, también.
—Salgamos.
Siluetas artilladas balanceábanse en medio de la corriente, y en el aire
insoportable la presencia del cacao. Tres veces chilló un pájaro nocturno.
Estaba la noche llena de ruidos apagados y de un sórdido deseo de crimen o

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de riña marinera. Golpeaba el río, en un murmullo de comidas
descompuestas, sobre el atracadero, poblado de lanchas insomnes y de
hombres que iban en busca de mujeres.
Uriel García tornaba, con su sombra, al sitio del máximo placer, al
encuentro nuevamente de la sangre ya perdida, ya bebida por la tierra. No
tenía la angustia de su inferioridad para con los marinos, sino la certeza de
que era igual a ellos en su audacia, en su espíritu, en su rebeldía homicida.
El cuchillo los había nivelado. Los conceptos estaban hermanados. Igual
que los viriles impulsos. Ahora sus máquinas tenían fuego y era la sangre el
mejor combustible; cada uno de sus pasos de retorno al lugar donde habría de
encontrarla, significaba el jalar de cien hélices batiendo el agua sucia del río,
al desandar la corriente.
La mujer lo admiraba y esto era para Uriel García uno como látigo que
exprimía, a cada golpe, la intimidad de sus glándulas, haciéndolo
estremecerse con sacudidas bárbaras y abominables. La vuelta al sitio donde
esa tarde inaugurara la virginidad del acero, ponía en sus piernas un grato
temblor de miedo y de ciego deseo de probar, otra vez, la deliciosa angustia
del peligro.
Uriel García empezaba a admirarse, ebrio, terrible, cruel. Especialmente
cruel.
—Soy igual que Dios. Mi poder es semejante al suyo, y puedo acabar con
vidas que le pertenecen.
No quiso oírlo la mujer. Ella también gozaba con toda la perversidad de
sus vicios, de sus odios, de sus miedos. Y adoraba animalmente al macho
poderoso que con un cuchillo era igual a Dios. Lo adoraba porque era fuerte y
bello la noche de su crimen.

VI

EL CUERPO estaba allí, secas las siete puertas de la sangre. Secas y negras. Lo
miraron en silencio, bestiales y concretos como la noche. Fue entonces mayor
el placer al contemplar lo consumado, irremediable y exangüe. No era,
después de todo, más que un despojo inútil; para Uriel García, la mejor de sus
obras, la sublimación de su hombría. Porque se necesita ser muy hombre para
matar, y regresar después al sitio donde yace el cadáver que pudo haber sido
el de uno.
Secamente admirada estaba la mujer.

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—Un bello crimen.
—Lleno de luz y de sangre.
Uriel García habíase deslumbrado ante sí mismo. Le hubiese gustado, y
esto no lo dijo, ser el muerto y a la vez el asesino. Espectacular muerte, sin
duda alguna.
Se fueron otra vez, ahora hacia el río, al silencio bochornoso de la noche.
Se fueron pisando la sangre de su propio destino.

1945

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La esperada

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I

CINCO barcos se apiñaban en el muelle; cinco barcos negros y silenciosos


como ataúdes. Era de aceite la noche, igual que el mar y que su propia sangre.
Por entre la niebla caía, en llovizna, el triple resplandor de unos fanales. Un
resplandor maligno, como de paludismo o fiebre.
Contra los candiles de acero de las bandas untábase suavemente la arruga
de las olas. No había olor a sal o a yodo, o a vuelo de nocturnas gaviotas; sino
un olor seco y áspero, a petróleo crudo, bombeado trabajosamente desde los
buques a los tanques de la base.
Mil barriles por hora, ¡y faltaban tantas para el alba! A las once vendría el
relevo. Las gruesas mangueras gemelas ponían un ritmo mecánico en su latir
y en el pequeño ruido del combustible al deslizarse.
Con la cara brillante se presentó el segundo. Él también era de aceite,
como todos los hombres de a bordo, de aceite y acero como el barco. La
cadencia del bombeo era exacta. Se alejó, lento y atlético, pisando su propio
fastidio.

II

DEL «Poza Rica», atracado atrás, venía un canto marinero:

Tengo el calcetín
roto en la
punta del dedo gordo.

A las once vendría el relevo. Los últimos minutos eran los peores. Los
últimos minutos de todas las cosas son siempre, y uno no sabe por qué, los
peores en su angustia, en su lentitud, en su espera. No podía fumar allí. «Los

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gases…». Un descuido y cien hombres y un barco atiborrado de petróleo
volarían. En la bolsa estaban los cigarros, húmedos y blandos.
Y el calor. Denso y horrible. Por el lado de estribor tendíase un rosario de
luces, como ropas secándose en un tendedero. Era el puerto. Y en él, las
mujeres, el alcohol, el remate de un viaje fatigoso, lentísimo. Fuera de la
bahía, con tres largos pitazos, anunciaba un barco su arribo.
—Es el «Ebano».
—Tarde llega hoy.
—Muy cargado viene.
—Doce mil barriles.
Tenian que terminar pronto. La bomba trabajaba a toda capacidad. ¡Cada
hora mil barriles! A las once llegó, por fin, el relevo.

III

EL ALBA estaba remota, y con ella partirían nuevamente, por más petróleo, a
Salina Cruz, nido de los vientos. En el sollado el bochorno era abrazador. El
agua de las duchas resbalaba, caliente y sin fuerza, por su carne desnuda,
ennegrecida por el sol, la brisa y el aceite. Y mientras se vestía, ignoraba si
era su voz, o la voz ajena del otro barco, la que insistía en la canción:

Tengo el calcetín…

La niebla, afuera, habia espesado. Se le ocurrió pensar que era una niebla de
glicerina. El segundo, acodado en la borda, vigilaba la maniobra. Ahora el
barco sobresalía un par de metros del muelle. Al amanecer estaría vacío,
altísimo, esbelto. Los otros cuatro continuaban sumergidos casi hasta
cubierta.
Gases neón roturaban la noche en el puerto. En una piquera bebió un tarro
de cerveza helada. Lo bebió de prisa, sin saber por qué. Marinos de la armada,
de barquitos de cabotaje o de tanques gigantescos, embriagábanse a su lado.
De nuevo en la calle, pisando el polvo y las piedras. A veces, como esa
noche, ocurríasele pensar en sí mismo, en lo que fue, en lo que podría ser. Y
cada vez le costaba más trabajo explicarse su huida, su determinación, que
muchos calificaron de descabellada.
Pero él había huido de un pasado que era un lastre, de un pasado de
errores de los que estaba arrepentido. Para ello abandonó todo y abrió una

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nueva cuenta, sin saldo a su favor, en el banco de la vida. Él se reprochaba,
sin embargo, ponerse melodramático en circunstancias como ésta.
Sabía, no obstante, que era feliz, porque vivía como deseaba. La
verdadera felicidad consiste, precisamente, en vivir como y donde le plazca a
uno. Claro que necesitó valor para romper las amarras. Pero lo hizo. No tenía
nombre; el que ostentaba quizá perteneció a un muerto; quizá nunca fue de
nadie. El suyo propio habíalo olvidado.

IV

SALIÓ DE entre la niebla. Ni en ese momento, ni nunca después supo cómo o


de dónde. Pero ella se le reveló instantáneamente como la esperada.
Comprendió entonces que la inquietud de su vida tenía forma de mujer. No le
miró con ojos de deseo ni el cuerpo ni la cara. Eso era lo de menos. Pero su
propia sensibilidad, apta como una placa fotográfica para captar emociones de
luz, registró la presencia de un espíritu que le era afín, de algo que no era de
otro, o de otra, sino de sí mismo.
La doble visión de su personalidad —doble, por estar en él y por
contemplarla en otro ser— lo dejó confuso. Fue una sacudida interna. Más
tarde habría de decir, refiriéndose a tan ideal encuentro, que había quedado
como un traje vuelto al revés, en desorden, maltrecho y, ya por anticipado,
vencido.
Salió de entre la niebla y no quiso preguntarle su nombre. Pero sabía que
era ella la que estaba esperando desde siempre, desde antes que se trazaran las
líneas eternas del principio y el fin. Algo por dentro se lo avisaba. Quizás era
su propio corazón que ya no bombeaba aceite sino sangre —roja, caliente,
dulce sangre.

ELLA LO arrastró hacia la noche, a esa niebla perversa y amarilla. Una luz
vertical, de níquel, blanca y dura, iluminábala. Él se miraba en esa luz.
—Ven.
Ya no escuchaba las ebrias voces marineras ni los chillidos de las mujeres
del puerto. Ya no había en su torno la gris penumbra de la niebla, ni arañaban
sus narices los gases del petróleo.

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—Mil barriles por hora, y al amanecer el retorno.
—¿Qué dices?
—Mi vida se cuenta por barriles. Mil cada hora, exactos y precisos, con
un ritmo fijo.
—Por barriles, o también por lágrimas, deseos y dinero.
—Pero mi vida tiene el terror de los retornos. Es horrible regresar siempre
de donde se ha salido. Cada vez morimos un poco, o morimos del todo.
No la veía: sólo la luz. No la veía, pero la voz de la mujer era grata:
—Estuve esperándote. No sabía quién eras, pero sí que vendrías.
—Igual que yo.
Mujeres en los quicios —mujeres de todos los puertos, de todos los
países, de todos los pecados— llamaban a los hombres. Parejas de marinos, o
marineros aislados, o grupos azules y blancos, acudían a ellas, obscenos y
grotescos, en su apresurado deseo de satisfacer una brutalidad contenida, a lo
largo de días, por las metálicas paredes de camarotes y sollados, por la soga
azul del mar. Él mismo había ido a eso: a tenderse con una mujer sucia e
inmunda, sobre un camastro sucio e inmundo.
Pero ahora, hasta su dinero había dejado de hacerle cosquillas; hasta sus
propios deseos estaban mudos, con una ancha mordaza. Por primera vez tenía
a su lado a una mujer, sin apetecerla.

VI

TENÍA QUE decirlo, mas no hallaba otras palabras para ello:


—Tú eres la que esperaba. Antes de encontrarte no sabía qué forma
tendría mi inquietud; si la de mujer, hombre, animal u objeto. Ahora sé quién
eres, y tengo miedo.
—No hay razón alguna para que lo tengas.
—Antes de esta noche ansiaba el encuentro. Ahora, siento pánico.
—¿Por qué, si yo seré, si lo soy ya, tu felicidad, así como eres tú la mía?
Y lo dijo, y al decirlo comprendió que estaba perdido para siempre:
—Porque ahora no podría alejarme; porque tú eres la luz, mi luz, y esa luz
se apagaría al separarnos. No podría volver a tropezar. Sería eso el fin.
—No.
—El fin: un tiro.

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VII

MIL BARRILES cada hora. ¡Cuántas habrían pasado! Un vago instinto de deber
y de temor golpeábalo por dentro. Muchas horas y muchos barriles. Todo el
petróleo de mil barcos.
Horas intensas, las recién vividas, en las que se mezclaban extrañamente
la niebla y la luz, la felicidad antes insentida y la angustia de saber que esa
felicidad, esa atracción hacia ella, serían peores aún; por sus consecuencias,
que su vida anterior, desorientada e inútil.
En el último minuto antes del alba, tuvo miedo.
—Acompáñame al barco. Me voy.
—Será como tú digas.
Caminaron de prisa; ya sin hablar. Deseaba huir de aquella mujer que toda
una vida había esperado; y deseaba, con la misma intensidad, quedarse a su
lado, ahora que le pertenecía.
Iba en derrota. Derrota de voluntad. El muelle se metió bajo sus pies. Ella
pisaba sobre sus propios pasos, como símbolo de sumisión. Seguía la niebla
siendo amarilla, afiebrada y palúdica.
El «Ebano», hundido hasta la mitad, rechinaba al rozar el murallón. Más
allá sólo dos masas de acero insinuaban barcos. En algún lugar de la noche
marina pitó tres veces una sirena.
Él se detuvo y aguardó, amiedado. ¡Esa sirena! Unos minutos. El puerto
atrás, como una cuerda con nudos de luces. Nuevamente, ya lejana, la
inquietud sonora.
—Es mi barco. Ha salido.
—Te quedarás, al fin, conmigo.
Ella lo tomó del brazo. El «Poza Rica» terminaba su bombeo. El muelle,
en la niebla, aparecía vacío. Y solamente la voz machacaba las palabras de la
canción:

Tengo el calcetín
roto en la
punta del dedo gordo…

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Luces, marinero

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I

LUCES, no rojas sino verdes, clavaban en la noche cinco letras:

VENUS

Bailaban los marineros, un solo cuerpo y un solo aliento, con las mujeres. Un
alarido de montes pelados, de blancos montes de arena, colaba la noche
tercamente por entre las hendiduras. Devolvía el viento, estrellándolos contra
los muros, retazos de música que intentaban perderse en la aventura de la
tormenta desencadenada.
Ella habló después de fumar:
—Quédate esta noche y todas las noches de la vida.
—No.
—Trabajaré para ti.
—No basta.
—Mi boca es sabia y te hará gozar.
—Pronto me fastidiaría.
—Mi cuerpo es joven y mi carne dura.
—Sólo me acuesto una vez con cada mujer.
—Me amarías siempre si quisieras.
—No he querido a nadie. No sé lo que es.
—¿A nadie?
—Sí, a nadie.
—Seré dulce como tú lo eres; cruel cuando tú lo seas. Te mostraré
pecados prohibidos. Te asomarás conmigo al placer que no se dice.
—Conozco, ya, muchos puertos, y me aburren. Prefiero una noche aquí y
otras, todas, en el mar.
—¿Y a otras mujeres?
—Cualquiera sirve.

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Calores del Pacífico hacían pegajosos los cuerpos y ácido de sudor el aire
del burdel. El viento arañaba los vidrios y el alcohol el vientre de hombres y
mujeres. Ella fumó nuevamente, turbia, dulce, sin sonrisas, con los ojos
puestos en él y con los sentidos duros y tensos, todos pasión y deseo malo,
destructivo, furioso.
—¿Por qué huyes?
—No huyo.
—Buscas algo. ¿Qué es?
—Digamos, que no deseo amarrarme a nada. Si me gusta una mujer,
gozarla, pagarle y luego irme. Sólo eso. Como a ti.
—Oscuras son tus palabras.
—No sé ni cómo te llamas.
Volvió ella a fumar:
—No preguntes nunca su nombre a la que te ama una noche. No
preguntes tampoco cuánto te amará. Te mentiría siempre.
—Mentira hay siempre. ¿Qué buscas tú?
—Algo que me interese más que lo que me interesó el momento anterior.
—Tonterías.
—No. Sigo mi destino. Todos vamos a él.
—Y a ti ya te anda por llegar.
—Tengo mis razones.
—¿Cuáles?
—Una sola: prisa.

II

PUERTO OTRA vez, y mujeres y alcohol hasta el amanecer. Versos de un poeta


negro que amaba a los marineros llamábanlo desde el fondo de su belleza, con
un dejo pervertido en el acento:

Luces, marinero;
luces blancas, rojas.
¡Tierra firme, chico!
Noches blancas, locas.

Ebria estaba la noche. Ruidos violentos buscaban, sin hallarlos, sus ecos en el
mar. Sobre el puerto citábanse las nieblas y un brazo gigante, con puño de

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trueno, golpeaba el pecho de las nubes. Presiones de mil tormentas rajaban la
noche a cuchilladas. La noche como a un coco. Largas y de acero lloraban las
grúas un llanto oxidado e inservible.
Y él estaba en la noche, potente y libre por unas horas: las horas precisas
de todo marinero. El viento nacía en una hoguera ignorada y en cada pliegue
llevaba oculta una espada de lumbre. Él era una máquina que produce fuerza,
ímpetu, deseo, vigor de yodo que hincha las glándulas hasta hacerlas
dolorosas e insoportables.
Noche, horas libres, y por ello un ansia infinita de golpear, de gritar, de
embriagarse bestialmente; ansia de ver cómo el deseo se apaga y se vuelve
hastío, cansancio, asco —o humo y eco como los cohetes después del
estallido.
Esbelto y concreto, conocía los vicios, y lepras de diez mujeres llevaron a
sus venas torrentes de mercurio. Gustábanle los viejos barcos que recorren los
ríos y abren surcos en los cardúmenes dormidos. Esos barcos de madera que
antiguos capitanes conducen suavemente, las noches de calor, entre la niebla
que huele a cloaca y a bochorno de mustio platanar.
Barcos incansables y podridos, forjadores de músculos, que le revelaron el
misterio de dialogar con las gaviotas y la prisa marinera de huir de las aves
que a cada golpe de ala —negros, lentos golpes— llaman la tormenta. Y los
puertos, ocultos en las arrugas del litoral, atraíanlo con su encanto de alcoba,
pecado y aguardiente.
En uno de ellos él amó a un hombre por dinero. Por dinero para amar
después a las mujeres. Y se embriagó en las altas horas y golpearon sus puños
—encrespadas las olas terribles de la ira— hasta hacer sangre, hasta sangrar.
De esa noche recordaba unas palabras queridas y sensuales.

¡Dame tu miel, oh niño de boca perfumada!

Le fascinaban, también, esos puertos sucios, por la equívoca atracción de sus


maricones, que rondan a los rubios marineros, y por las mujeres que lloran
cuando la madrugada es tierna y enseñan a los hombres que las noches no son
negras, sino blancas; que no se hicieron para el sueño, sino para la pasión
insomne: para los jóvenes que hablan en violencia, que son crueles, que son
fuertes.

III

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LLEGARON los oficiales y pidieron whisky. Parejas ruidosas escurríanse a los
cuartos. Danzones de Cuba y de la costa verde —y el viento afuera, largo,
despoblado de pájaros y con la boca llena de tierra, queriendo entrar. A
embriagarse, seguramente.
De pronto sintió deseos de pegarle. Ella lo miraba, como adivinando:
—¿Qué piensas?
—Golpearte.
—Te pertenezco. Tómame; pégame.
—Después, te dejaría.
—Tal vez no pudieses.
—¡Bah! ¿Por qué no?
—Lo impediría yo.
Alargó él la mano y le tomó el brazo cerca de la axila. Carne joven y dura.
—Podría partirlo.
—Me harías sufrir sin motivo.
—Pero a mí me gustaría.
Comenzó a apretar. Saltó la carne por entre sus dedos, tenaces. Había
angustia en los ojos de ella y dolor en sus palabras.
—Me duele.
—Yo, siento placer. ¿No era eso lo que me ofrecías?
—Esto es diferente.
—Se siente bonito o no se siente. Es todo.
Gimió ella. Los otros bailaban, tibios, blandos, gozando ya mentalmente.
Aumentó él la presión.
—¡Suéltame!
Cayeron lágrimas sobre la palabra. Lágrimas únicamente, sin odio. Se rió
él, brillantes los ojos:
—¿Quieres todavía que me quede?
Ella comenzó a vibrar. Llegó el dolor, un extraño dolor, a su cerebro, a
sus huesos, a su sangre toda. Despertó su instinto y sintió luego cómo la
estrujaba por dentro, bajo el estómago, y cómo subía después hasta sus senos
y quería salirse, rojo y caliente, en chorros hermanos por cada uno de ellos.
Era la revelación y la asustaba. Era el temor y, a la vez, un salvaje
impulso hacia la violencia, hacia él, cruel y brutal, y blando y dulce como los
caimitos de la costa; a él, odiado y furiosamente amado. Deseado.
Estaba ante el hombre. Cinco dedos, los suyos, habíanselo mostrado. Lo
conocía de antes y de nunca. ¡El hombre! Marinero y joven. Macizo como un
riel, y bárbaro. Se estrellaba contra él, con toda su miseria moral, seductora

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por su anormalidad, por sus efectos destructivos sobre los demás. Sobre ella
misma.

IV

QUEMÁBANLE todavía los dedos, morada la huella sobre el brazo. Y le vino el


vértigo del desastre. ¡Su hombre! Se asomó a él y todo lo vio oscuro; más
oscuro que la noche que afuera envejecía. Se asomó y no vio la luz; y quiso
huir porque la negrura interior la mareaba, le cerraba los ojos, la reblandecía.
Alzó los ojos y miró los de él, y vio en ellos, en ambos, cinco dedos
enormes que le rodeaban el cuerpo, que le ardían la ropa y la carne. Se
estremeció al sentir el chasquido de su sangre fundiéndose en contacto con
aquellos cinco terribles, implacables, quemantes dedos.
Y muy lejanas, como si fueran pronunciadas más allá de las nubes, de la
luz y de los mares, volvió a escuchar las palabras.
—¿Quieres todavía que me quede?
La invadió un miedo terrible. El miedo de todas las mujeres juntas, y de
todos los dolores. Le dolieron las quijadas y su vientre se hizo amargo y
quemáronla de nuevo las palabras. Más bien, la hicieron sangrar al arrastrarse
desde su entraña hasta los labios.
—Sí, aún lo quiero.
Después todo se hizo claro. Apagáronse los ruidos y las luces, y los ojos
de él. Bebió ávidamente sus palabras, su aliento, el calor de su cuerpo que le
pertenecía. Y rudamente se amaron, cuando el alba era tierna y lloraban las
mujeres por sus amantes de mares lejanos.
Vino la paz. Dulce paz en los músculos, en las cuevas del cuerpo,
previsoras y laboriosas.
La tormenta regresó a sus nidos, más allá de las montañas. Lágrimas de
orín, de herrumbre, rodaban por los esqueletos de las grúas. El puerto habíase
lavado y la resaca estaba llevándose la costra de basura. Las luces verdes
habían empalidecido, desesperadas en el casi día.
Dormía ella, rítmica, morena, desnuda. Él se levantó en silencio, lánguido.
Ni la miró siquiera al salir. El barco recogía sus cabos. Él apresuró el
paso, pensando sólo en el médico de abordo.
¡Le fastidiaba tomar sulfatiasol después de una noche en tierra!

1945

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Segunda parte

(hombre y ciudad)

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Aurora

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I

TENÍA una cita, y era indispensable hacerlo. En ese mismo momento. Recordó
todo y echó candado a los remordimientos. Se vistió. Cuidadosamente
seleccionó la corbata. Una corbata amarillo y negro. Trenzó el nudo. La piel
de su cuerpo era una corteza impermeable al miedo. Dura corteza sin
reacciones, sin el sudor característico. Sólo sus labios estaban resecos. Pasó la
lengua sobre ellos y pareció escuchar, dentro del cerebro, el chasquido de la
lengua al quemarse. Malo: el cigarro no tenía sabor, y el humo era áspero, sin
el gusto especial azul y tranquilo.
Mordía el reloj el tiempo. Pequeñas mordidas de segundos que hacen
minutos y horas. Pequeñas mordidas que devoran, sin tregua, sin espera, la
roja manzana de lo que pasa. Salió. Algo, en la bolsa izquierda, le quemaba;
presencia de fuego y acero, plomo hermanado con pólvora, cerca de la
cintura. No hacía bulto, no se delataba. Esto era importante en aquel
momento.
Cada segundo lo acercaba más, más al fin. ¿Qué iba a decirle? ¿O no le
diría nada? ¡Un asesinato sin palabras, sin prisas! Bello asesinato. Original.
Odiaba lo vulgar. El crimen lo es. En el fondo todo lo sublime fue vulgar; lo
que lo hace diferente es determinado instinto: un latir de genio en la
circunstancia decisiva.
En ese último momento, cuando el tiempo había llegado al fin, parecíale
amarla intensamente, por todos aquellos años que la había odiado, que la
había temido.
—¿Sales esta noche?
Lo preguntó suavemente, con una ternura muy especial. Ella, a veces,
sabía hablar como ahora y su voz era suave y fina como la piel de un gato. Y
sus ojos, también.
—Sí.
—¿Solo?

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Prefirió no responder. Se hubiera delatado. Miró el reloj y sintió frío. Él
era puntual en todas sus cosas. Demasiado puntual, y en ese instante deseó no
serlo. Pero no había remedio.
—Me marcho.
Ella se levantó, mirándole. ¡Oh, sus ojos! Los segundos sumaban tiempo
en la caja del reloj, y él estaba brutalmente tranquilo.
—Quiero besarte.
La atrajo. Fue un abrazo en el que aletearon los pájaros del adiós, los
negros pájaros finales. La besó después, en un beso definitivo. Su mano bajó
a la bolsa; resbaló sobre el acero empavonado; se untó firmemente a la
pistola. Fue sacándola poco a poco. Pesaba como los errores de todos los
siglos. ¡Pero tenía él una cita!
La clavó tiernamente, sin dejar de mirar dentro de sus ojos, en las carnes
de ella, cerca del estómago. Advirtió un temblor.
—¿Vas a matarme?
—Sí.
¿Por qué esa voz, ese cariño hecho sonido no era el de todos los dias, lo
cotidiano, lo común? ¿Por qué sólo allí era dulce y por qué también, en ese
instante, olvidaba él todo para amarla intensamente?
—¿Lo has decidido?
—Sí.
Suspiró ella y se apretó más contra él. La pistola de por medio. Y un
compasivo pavor agigantándose, golpeando su pecho para poder entrar. De
vacilar fallaría. Mas tenía una cita y nunca faltó a ninguna.
—Adiós.
—¿Siempre? ¿Resuelto ya?
Por última vez exploró sus ojos, escuchó el rodar de su sangre, el martillar
de su respiración.
Disparó y sintió que su cuerpo también se quemaba. Seguía ella besándolo
rudamente. Disparó de nuevo y el cuerpo perdió su dureza: se hizo blando;
algo, que reconoció en seguida, se deslizó hacia abajo, a lo largo de la pierna;
después goteó sobre sus pies, lento primero; más rápido luego hasta
convertirse en chorro.

II

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SE CAMBIÓ de traje, limpió la alfombra. Marcó un número de teléfono.
Aguardó la llamada. Estaba tranquilo, sin recordar nada. Sin desear
recordarlo. La estancia no tenía nada extraordinario. Era la misma, sin ningún
detalle visible que lo delatara. Ella… ella estaba dentro.
—Aurora…
Sonrió.
—Todo está listo. Por ella, no temas. Puedes venir.
Volvió a la recámara. «Estas cosas no suceden todos los días. Sería vulgar
si sucedieran». Ella parecía dormir. Pero ¡esa sangre sobre el vientre! La
cubrió con la manta. Le arregló el cabello. Encendió una lámpara de suave
luz.
… Ceniza de gladiolas caíale sobre el rostro, sobre los ojos. Movió los
labios. «Aurora…». Las cosas estaban hechas; hechas de la única manera que
podrían hacerse. El tiempo, mudo ya en el reloj, había dejado de fustigarle.
Estaba tranquilo, frío, ausente, sin sobresalto de remordimientos.
Ella había hecho su propia muerte. Al principio no la odiaba. Incluso
pensó que podría amarla. Pero, después… Creyóla inteligente. Se equivocó.
Todos se equivocan con frecuencia.
Al asentarse la pasión, descubrió todo. Lo había atado; habíale ido
quitando, insensiblemente, la voluntad. Alguna vez pensó que era como un
zombie, uno de esos espectros que habitan los mundos negros y marinos del
sur. ¡Sí, eso era!
Lo quería ella para sí. No deseaba compartirlo con nadie. Y el genio que
alentaba en él se hizo raquítico, y sordo a sus llamadas. Crear era su pasión.
No podía hacerlo porque ella lo impedía, porque ella reclamaba sus miradas,
sus palabras, sus gestos, su esfuerzo, su totalidad. Se apagó su luz. La apagó
ella, cruelmente, y lo dejó en el caos.
Fue entonces cuando apareció la otra, a la que él le dio nombre de luz. No
se llamaba así, pero le dijo Aurora, porque tras la aurora de su rebeldía
marchaba él. Vivió unos meses bajo la influencia de dos voluntades, de dos
propósitos. De cualquier modo, lo sabía, caería definitivamente de uno u otro
lado.
¡El zombie! Se miró las manos y estaban frías, limpias, vírgenes de
creación. Apretó los puños sólo para ver que eran inconsistentes y
temblorosos, de gelatina. Ella y Aurora. ¡La sombra y la luz!

III

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LA CIUDAD de cemento, la vasta ciudad, no era ya suya. No había sabido
retenerla porque era débil, y los mundos sólo se rinden a los fuertes, a los que
tienen puños de concreto; a los que tienen, por huesos, rojas estructuras de
metal. A los que bailan y ríen al compás de la música bárbara de las
remachadoras mecánicas; a los que golpean para conseguir lo que otros piden.
Él fue uno de ellos. Uno de los fuertes. Con los puños golpeó a la ciudad.
Con su esfuerzo creó altos edificios de hormigón, entregó a las fieras nuevas
moradas, con aire acondicionado, persianas y venas sonoras. También él, en
su esfera, cantó el himno fabuloso de la urbe que crece, se ensancha, se
vitaliza, y devora.
Él era fuerte; alimentó la bestia, rechazó los perfumes de flores femeninas,
y danzó, ebrio y titánico, en los enormes anfiteatros de asfalto, alumbrado con
luces de neón; y estremeció el aire con las metálicas orquídeas de sus gritos,
de su respiración ruidosa como las bocinas de los autos, las sirenas de las
ambulancias, los pitos de las locomotoras.
Pero la ciudad de cemento, la vasta ciudad, había dejado de pertenecerle.
Se sintió súbitamente solo; se apagaron los ecos, las remachadoras
comenzaron a enmohecerse; su estructura interior se humanizó al hacerse de
calcio y fósforo; su cuerpo, antes de concreto y grava, se hizo de carne; y su
voz, su ancha voz moderna y poderosa, su voz de teléfonos y radios y
blasfemias mecánicas, imploró: pidió compañía, pidió calor, pidió…
Era la derrota.
Otros hombres, más fuertes y crueles que él, lo desplazaron.
No podía dividir su amor: la ciudad terrible, propicia siempre a escapar, a
escabullírsele al que flaquea, o una mujer. El formidable estrépito de las
calles atestadas; los jóvenes edificios de piedra; la luz esférica de los faroles
de las avenidas; la tersa, parda alfombra del asfalto; los llantos tristes de las
mujeres ebrias; la angustia de los puestos de socorro a la medianoche, con
sangre y sudor y alcohol en las altas horas —o la suavidad de una vida
interior, la ternura de una caricia, la linda voz de la compañera, la discreción
afeminada de las lámparas de alcoba, la muelle presencia de los tapetes caros,
la tranquila velada silenciosa, la droga enervante del perfume, del pelo, de la
piel de ella.
Se rindió. Desertó y la ciudad buscó otros hombres machos y rudos para
ser de ellos.

IV

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AURORA LE trajo la luz cuando ya era tarde. Aurora era la ciudad, dura, joven,
ansiosa. Pedía a gritos un hombre que la dominara. ¿Podría él? Lo pensó; en
los amplios silencios solitarios ejerció su genio, exhumó sus planes y muy
lejana, sin óxidos que desafinaran, sin polvo que estropeara la pureza del
sonido, percibió, nuevamente, la música de las remachadoras. Sus huesos
fueron otra vez viguetas; su voz, orquídeas de cobre pulido. Su grito, el grito
enorme de la metrópoli.
Pero sólo por un momento. ¡Y ella!
¡El zombie! Cayó de nuevo: estaba atado, y durante esos periodos de
indecisión, aunque tendía el oído hacia el horizonte, no sonaba para él la
música de la ciudad.
No había, lo pensó, más que una solución: la muerte. ¿La policía? ¡Qué
importaba, ante la perspectiva de volver a sí mismo, aunque sólo por unas
horas, por unos días! Aunque le arrebatara la libertad, no podría quitarle la
luz, no podría vencer su espíritu inmenso de conquistador de mundos
extraños.
Nadie como él conocía a esa ciudad que se ensanchaba anegada de luces,
más allá de sus ventanas; nadie, tampoco, amaba tanto las monstruosas flores
de piedra que la florecían; nadie descifraba las risas y los llantos, la música
terrible de los cabarets o la mustia música de las iglesias, con semejante
exactitud. Nadie adivinaba las tragedias ni los regocijos de los millones de
seres que a pie o en automóvil repasaban las calles, los rincones. Nadie amaba
tanto su cielo, ni sus montañas, ni sus negros zopilotes.
¡Qué importaba, pues, la policía!
Llamaron a la puerta. Era Aurora, con sus amargos labios de cereza. Entró
sin palabras. Bella como la ciudad, con luces artificiales en los ojos. Con sus
pechos, sus piernas, sus manos de concreto. La ciudad total. Y él la recibió.
Cantaban las remachadoras y la música infinita del otro mundo iluminó su
voz y su risa.
Hablaron.
—Todo ha pasado.
—¿Y ella?
—Se fue.
—¿Para siempre?
—Sí.
—Advierto su presencia.
—Olvídalo.
—Está aquí. La veo, la siento.

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—Aquí está, efectivamente.
—Salgamos.
La llevó a la puerta. Apagó las luces. Salieron. Eran ellos mismos parte de
la multitud cruel, dulce, terrible y llena de inocencia como la ciudad; como la
ciudad que les pertenecía ya sin reservas.

1945

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El puente

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I

NO QUISO voltear ni siquiera por última vez, porque no deseaba llevarse


clavado en los ojos, o más abajo, en el pecho, ningún recuerdo. El puente
quedó atrás. Como un brazo que separaba su antiguo mundo de casas bajas y
sucias del que se le ofrecía de luces y altos edificios. Iba, resuelta, a los
amaneceres de gas neón, al suave transcurrir por las banquetas asfaltadas y sin
tierra; al ruido de la ciudad, al encanto desconocido, idealizado, de sus
hombres malos, de sus mujeres con perfumes y música en los oídos.
Mas no quería pensar, por temerlos tanto, por venir de ellos, en los días
hambrientos; en el horrible vacío de los estómagos; en las lágrimas que
desesperan; en las jornadas eternas y heladas cuando los chiquillos gimen en
brazos de madres ignoradas; en las riñas alcohólicas de los que son como fue
su padre; en la policía cruel; en la esclavitud diaria del trabajo, del judio
miserable.
Sólo en la ciudad, ancha, abierta, próxima; y más que en la ciudad, porque
en ella estaba, en la voz que ofrecía revelarle misterios y aclararle dudas sobre
la gente que al otro lado de su mundo se movía. Esa ciudad imponente,
luminosa; jardín de flores de hormigón y rojos ladrillos: con venas, millones
de venas, que no llevan sangre sino hilos telefónicos, cables eléctricos,
albañales y cañerías; con gritos y crímenes y ángeles fracasados; con rumores
de aves invisibles que en las noches tejen redes de envidia o preparan fraudes
o velan por los demás, o se ríen y se embriagan dentro de los ricos y de las
mujeres, locas y risueñas, que bailan, desnudas, en los pisos de asfalto o sobre
las blandas alfombras de los estudios de soltero —entre bebidas fuertes y olor
a papel moneda.
Hacia la ciudad iba ya. Era lo último el puente y la triple paralela de los
rieles en los que se mueven, todos los minutos de las horas del día, negras
locomotoras con un incansable sonar de campanas. Era lo último entre lo que
fue y lo que sería —cruce de un pasado inútil y un futuro sin límites.

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¡Paso a nivel, sin luces de precaución!

II

NO ERA más que una mujer. Ni siquiera inteligente. Sólo mujer. El puente,
como una ceja de cemento, era el límite de su vida, la frontera entre la sombra
actual y la claridad que iluminaba a los seres del otro lado. Ella nació con la
tristeza de las calles polvosas y el hambre antiquísima del pequeño triángulo
de su destino: un triángulo excesivamente poblado por una multitud, como
ella misma, desarrapada, vacía de aspiraciones, de propósitos nobles. Su
rostro, lo pensó alguna vez, debía ser como el de las casucas chaparras, sin
aire, siempre amenazadas por derrumbe, en las que habitan monstruos
vestidos de mezclilla, con los cachetes llenos de aceite y los oídos resonantes
de blasfemias.
Eran obreros sus hermanos y por las noches, en el cuarto sin luz,
escuchábalos hablar de la ciudad, de las calles anchas, de las mujeres que las
transitan, de los hombres; esos hombres que usan trajes de casimir y
automóviles y que gastan el dinero alegremente.
—Grande debe ser la ciudad.
—Grande es.
—Tus palabras son como un libro sin misterios.
—Pero la ciudad los tiene.
—Y las luces, ¿no los borran, no empujan las sombras, no vacían de
negrura los huecos?
—Es la luz su misterio.
Y cerraba los ojos para asomarse a la ciudad, para mirar los hombres de
casimir, los automóviles, los grandes anuncios que hacen, de cada calle, una
aurora mecánica y artificial. Para mirarse allí, sin forma ni dimensión, como
flotando, pero asentados los pies en una superficie olorosa a hule, a
combustible, a multitud.
—También la ciudad es cruel. Los hombres son malos. Y complicados.
—¿Qué es ser complicado?
Los que ella conocía, como sus hermanos, no lo eran. Más bien, no sabía
si lo fueran. Si acaso, nada más, agresivos, baldíos, estrechos; sus vidas tenían
un puente y limitábanse a vivirlas en un pequeño espacio, sin que los
ahogaran los muros, el polvo o las calles apagadas.

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¿Por qué miraba ella las luces? Quizá por curiosidad, y desde el puente
contaba los brotes verdes, como hojas verdes, nadando en la charca blanca; o
los brotes rojos, como frutas rojas; o los puntos amarillos, como fiebres. Los
contaba y cada noche eran más, que habían nacido o que no había visto antes.
Y alguna vez deseó ser luz de la ciudad; no importaba el color. Pero serlo.

III

PAGABA MAL el judío. Doce pesos a la semana, y ella odiaba la fábrica y al


capataz y las caricias groseras del dueño. Pero odiaba más aún volver a su
casa, a la sombra, especialmente los sábados cuando sus hermanos llegaban
borrachos al amanecer y la golpeaban si no les tenía preparada la cena.
Mientras contaba su jornal empezó a temer que su amiga la encontrase.
Planearon por la mañana ir unas horas al atro lado, a la ciudad. Había ella
dicho que sí; mas ahora estaba deseando fervientemente que la otra olvidase
la cita.
Pero la otra llegó y juntas fueron a vestir sus mejores trapos. Sus
hermanos no estaban. Se vistió de prisa, para no mostrar su cuerpo y su
miedo.
Cruzaron las vías. Las máquinas de patio —las campanas siempre
sonando— empujaban con la trompa chorros de luz. Grupos de obreros
dialogaban en la puerta de las cantinas, entre música de mariachis
incansables. A lo lejos, por sobre las calles, las casas y los rieles, el puente
dejábase poblar de automóviles y camiones en ruta a las colonias de palacios.
Ella los seguía ávidamente en su carrera, hasta verlos perderse en la curva
para reaparecer luego, cada vez más lejanos, corriendo por la carretera o
entrando al vértigo urbano de las avenidas.
Y su miedo fue inmenso cuando, por primera vez en la vida, pisaron sus
pies el puente.
La sacudió la ciudad, iba sorda y muda; pero sus ojos estaban doblemente
inquietos ante lo desconocido. Luego fue captando los ruidos y le parecieron
música —porque toda ciudad, al respirar entre automóviles, pisadas, gemidos,
risas y estrépito de tranvías, vibra, y sus vibraciones, combinadas, son como
un himno. Son su himno.
Después habló, trabajosamente, con emoción, en voz baja, escuchándose
para comparar sus propios sonidos con los de las demás gentes, con los de las

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espaciosas avenidas, con los de los edificios que se agigantaban por contraste
con su cuerpo y su casa.
Se sintió mareada: mareada de grandeza, abundancia, olor a gasolina y
estruendo de claxons. No supo nada. Encontróse llena de música y de calor de
voces que le hablaban. Tenía los ojos abiertos, movíase, respiraba, sin saber
cómo, dónde o por qué. Le alargó alguien una botella, amarga por dentro.
Bebió, agrada. Y empezó a ver que las manchas iban aclarándose y que sus
sentidos respondían a sus impulsos.

IV

SE PREGUNTÓ si el hombre de aquella noche era complicado. Saber el exacto


significado de la palabra érale importantísimo. ¿Los hombres complicados, o
todos los hombres, son así? Porque él habíale mostrado lo desconocido, y le
gustó. De eso nunca le hablaron sus hermanos. Pero ¿sabrían ellos lo que era?
Alguna vez se miró en el espejo. La cara, la boca —su boca cuya dureza
le dolía— los brazos, el cuerpo. Y sonrió halagada pero con miedo de que el
cristal descubriese, a otros, la intimidad de aquel minuto.
Sus hermanos llegaron después que ella, ebrios ambos y sangrando de un
pómulo el mayor. Se acostaron alcohólicos y vestidos, y ella con los ojos muy
abiertos, tensa todavía, y lejana. Desde la noche siguiente fue todas a mirar la
ciudad clara y enorme. Y aunque no conocía el mar, supuso que tendría que
ser así.
Permanecía allí hasta el alba, cuando se apagaban las luces y de entre las
sombras, como al bajar la marea, comenzaban a surgir los edificios, las casas,
las iglesias —arrecifes de cemento, rosados y altos, sudorosos de neblina, y
fríos.
De vuelta a la fábrica, pero con los sentidos puestos en el arco y en lo que
más allá se tendía… Del hombre de su noche no volvió a saber nada. Lo cual
no le importaba.
Su amiga la invitó nuevamente.
—No iré ya más.
—Allá está tu vida.
—Es inútil cuanto digas.
—Aprende a odiar el sitio donde vives y encontrarás un motivo para amar
lo que deseas.
—No sé odiar.

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—Aprenderás. No debes ser siempre una obrera.
—¿Qué puedes ofrecerme si no eso?
—Yo, nada. Pero allá está todo.
Y la amiga, tendió el brazo, ambas en lo alto del puente, a mitad del
viento, hacia la metrópoli, llena ahora de sol, de músicas, de seres adustos,
presurosos y egoístas. El brazo en orden implacable:
—Allá está todo.
Se vio sola, sin hermanos, sin amiga, sobre el puente y ante la ciudad. Los
automóviles pasaban siempre con prisa, con esfuerzo en el motor al remontar
el arco. Abajo, una locomotora arrastraba una veintena de furgones colorados,
con un toc-toc de ruedas golpeando las junturas de las vías. Hombres de
overol vigilaban las señales del patio. Otro tren entraba al cambio, con
pasajeros asomados a las ventanillas. En un nudo de rieles el carguero se
detuvo, sin dejar de sonar sus campanas. Luego emitió dos chorros de vapor,
acompañados de pitazos.
El brazo tercamente tendido; y ella más sola entre todo ese ruido de autos
y campanas.
—¡No, por favor!
Bajó corriendo, la falda al aire, los ojos cerrados y un rudo temblor en los
muslos.

APRENDIÓ a odiar. Su suerte estaba en marcha, y esas palabras del puente y el


brazo señalándole su destino —el destino que ella furiosa e inconteniblemente
quería encarar— eran los motores, la causa.
Habían contribuido, las palabras, después de todo, sólo a forzarla a tomar
una decisión ya premeditada y siempre retardada por miedo. Ahora todo daba
vueltas, todo era pánico e impulso. Y caos. El caos de los que ansían algo que
en sus manos está poseer y retrasan el momento de obtenerlo, por
voluptuosidad o por cobardía.
Quiso mirar para adelante y vio sólo luces; verdes, como hojas verdes;
rojas, como frutas rojas; amarillas como fiebres. Quiso ver el mañana, y vio
los arrecifes de cemento y cantera, rosados y altos, sudorosos de neblina, y
fríos. Quiso ver y no vio nada.

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Estaba en el puente, siempre en lo alto, de cara a la ciudad, de espaldas a la
miseria del triángulo negro, con sus casas en derrumbe y sus calles como
estercoleros.
Ahora ya no había miedo en su sangre, sino prisa de irse pronto, para
siempre; de cerrar la puerta y escuchar el eco.
Era lo último el puente, y la triple paralela de los rieles.

1945

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Doblen, campanas

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I

NO SE atreve a decirlo, aunque las palabras golpean rudamente, por dentro, su


garganta. Además, piensa, ella lo sabe, y sólo la mira con una mirada que
pronto será despedida, beso y adiós. ¿Por qué no habla? «No puedo. Ella lo
sabe. Desde hace mucho. Desde aquella tarde».
Ella es de cemento, como la ciudad. Sus piernas, su cuerpo todo son
también de cemento, pero blanco, terso, caliente. Su risa es pareja, amiga.
Pero sus ojos son azules, marinos, y una sombra de tormentas, de
inalámbricas voces de auxilio, de gritos en un mar inmenso sin forma ni
horizonte, sin nueve gaviotas volando o una vela en la distancia; una sombra
que se espesa a cada minuto los vuelve tristes y ausentes.
—¡Nueve gaviotas volando!
—Como nueve sueños, como nueve besos, como nueve símbolos.
—Sí. Como nueve símbolos.
Submarinos de amargura rondan los ojos de ella: son lágrimas antiguas
que la persiguen; que han contado sus pasos y sus latidos por la calle, esa
tarde.
—Quisiera llorar.
—Yo también. ¡Un llanto mío, íntimo, sin sonido!
—Escucha tus propias palabras. ¡Ya estás llorando!
—Son las campanas. ¿Las oyes?
—¿Cuándo cesarán de tocar?

II

LOS CAMPANARIOS angustian la hora. ¡Terribles son sus gritos, y caen sobre los
tejados, como sobre una tumba!
—¡Mi propia tumba!

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—¡Cállalo!
Música de estridencias, música de funeral. Un cortejo de años, de alegrías
vividas ávidamente, de recuerdos lleva a cuestas un ataúd largo, negro,
pesado.
—Es mi propio ataúd.
—No.
Los edificios son, como el aire, de niebla; hombres, mujeres, ancianos,
niños se mueven dentro de ella, fríos y muertos; caminan sobre sus voces,
arrastran su vida mediocre. ¿Para qué viven los viejos? ¿Para qué?
—¿Y por qué mueren los jóvenes?
—Es la ley.
Tiene ella las manos frías. Las de él vibran de adioses.
—¡Esas campanas!
—¡Olvídalas! Queda tan poco tiempo.
—Ahora tengo miedo.
Ya no responde ella. Solamente lo mira. A su lado otras parejas tienen
también miedo. La hora está próxima. La gente le es hostil, enemiga. Toda la
gente: estúpida, cruel, egoísta. Prefiere pensar en su hijo, en la sangre que le
corre por dentro, que comienza a formarse, a surgir; que le golpea el vientre;
que la sacude con su joven fuerza.
Es un hijo de él, y en sí, como si fuera él mismo. Entonces siente calor;
entonces ya no teme que se vaya el hombre; que se vaya como vino, sin traer
nada más que su virilidad: la semilla.
Siente, le duele que la deje; mas no importa: algo de él se le queda: una
pequeña vida, un llanto niño, un dolor insentido.

III

LA MUJER de cemento: senos y piernas de cemento: dura y blanda, resistente y


frágil. No, no es como la ciudad: la ciudad es brutal, inhumana. Ella es madre.
Pero por esos senos, cuando sean fecundos, no manará dulce leche, sino
hierro fundido. Los hombres de mañana, su hijo y los hijos de las otras
mujeres, serán también de concreto.
No tendrán alma. El alma estorba a los conquistadores. Serán todo puños
y ambición.
—¡Así quiero que sea mi hijo!

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Palomas de ceniza vuelan en las sombras del parque. Marinos y soldados
acarician a jóvenes mujeres. En la tierra líbrase la batalla de los gusanos, de
los seres inferiores. En los árboles, de follaje común, los pájaros diurnos
envidian a los nocturnos.
Abajo, en la ciudad, los motores eructan gasolina, sudan aceite quemado
pestilente. Por las banquetas desiertas el silencio recoge ecos de pisadas y los
guarda en una bolsa negra.
Las ventanas ocultan a los hombres y a las mujeres que gozan del sexo,
que lo agotan en su rudo y continuo ejercicio animal.
¿No temen al hastío?
Ciudad, cárcel y cementerio. Camposanto de fracasos y fracasados.
Hombres, mujeres.
Luces de colores; luces amarillas, verdes, rojas, azules, que no se cansan
de quemarse toda la noche hasta el alba. ¿Y cuándo vendrá el alba? Falta
tanto, y tan poco.
Los siguen sus pasos; los sigue su pasado. Los amieda su futuro. El cobre
de las campanas lo tiene él en la lengua. El cobre y el olor a flor de muerto.
—¡Soy el caos!
—¿Y yo?
—Siempre lo he sido. ¿Vivo, realmente? Pienso, ¿pero existo? Esos
edificios, esos automóviles, esas calles, esos jardines tienen razón de ser. ¿La
tengo yo?
—Naciste. Vivir es tu razón.
—Vivir, ¿para qué?
—Para vivir.
—O para morir.

IV

EN LOS labios un ojo de lumbre. El cigarrillo arde, cambia su materia en


humo. Una luz blanca en la esquina. Muchas luces a lo largo de la calle. La
niebla es ahora lluvia. Un solo fleco sedoso, brillante, impalpable.
Risas beodas y extranjeras escurren de algún sitio. Una pareja de amantes
cobíjase en un quicio. Sobre la puerta, con letras negras, una palabra:
«Hotel». Las ven y no piensan nada.

HOTEL

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«Cuartos $ 1, 1.25, 1.50»

Pies negros pisan los charcos. Soportan a un ciego y arrastran al perro que
gime débilmente de frío.
—Compadezco al can, no al hombre.
Sus propias palabras le son ajenas. No, no es amargura, no es resabio de
fracaso, o envidia. Es sólo conocimiento directo de las gentes, de las cosas.
—Nunca habías hablado así.
—Pero ahora lo hago. No discutamos.
La lluvia no los detiene. Son dos fantasmas insensibles, angustiados.
Fríos. Como dos muertes, con un solo pensamiento: la despedida.

LAS CAMPANAS nuevamente. Una de ellas, como un gran pájaro, grazna sobre
sus cabezas.
Él mueve los labios:
—Me llaman. ¿Escuchas cómo pronuncian mi nombre?
—Es el nombre de todos los que se van.
—No; es el mío solo.

Cuando doblen las campanas


no preguntes quién murió;
que estando lejos de ti
¿quién ha de ser si no yo?

—Doblen, campanas; tercas campanas.


La lluvia ha cesado. Las luces se proyectan doblemente; se clavan, como
lanzas, en el asfalto y tiemblan en los charcos irregulares o se hacen polvo en
la negrura encallejonada entre los muros. Los árboles la guardan y sus gotas
escurren como arena de vidrio en sus follajes.
Cerca del puño el tiempo cuenta, en la metálica caja del reloj. Cerca del
puño y también dentro de su cerebro. La sangre se le desboca. Quiere
detenerla y no puede. Le arden las orejas, sus orejas ridículas. Jadea. No
quiere mirar las manecillas. ¿Por qué no se detienen? ¿Por qué el tiempo no
para, no muere? Muchos se lo han preguntado antes. Los que van a morir y
saben a qué hora, por ejemplo.

Página 47
—Yo voy a morir de otra muerte más lenta, más larga.
¡Llega el momento!
—Tenemos, aún, varios minutos.
—Es inútil.
Sus manos se refugian en las de él. Sus pequeñas manos friolentas. Las
aprieta, ávidamente, contra su carne dura y clava en ella las uñas. El reloj
cuenta los segundos, los latidos, las palabras que quieren decirse, y que no
hay tiempo de decir. ¡Uno, dos, tres, cuatro…! Así hasta el infinito.
Luces, muchas luces. En los ojos y en las calles. En los ojos de los que
pasan y en el cielo. Luces en las ventanas. Allí se ha apagado una. Aquí, otra
se ha encendido.
Le duelen las manos. No importa. Es lo último que de él tendrá: el
recuerdo del contacto final; la presión de sus dedos gruesos.
—¡Bueno!
Escucha su propio corazón. Es también como un reloj, que cuenta, que
marca, que suma. En las rodillas, un templor. En las ingles, pánicos gemelos.
En los ojos, humedad. ¿Lluvia o llanto?
Con un dedo le levanta la barbilla. La besa. La muerde. Un beso
desesperado, como el primero. Una palabra.
—¡Adiós!
Y en la calle, ya, un solo fantasma que llora.

Washington, 1944

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Callejón de feria

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I

SU MUJER lo miró con infinita tristeza:


—¡Ya!
Él sintió que algo se le rompía por dentro; una bolsa llena de agua. Agua,
sí, que le mojó los ojos, que le corrió por la cara, que se hizo salada en sus
labios. Y profundamente dolorosa.
—No lloró más; sólo quebró su cabeza sobre el hombro. Fueron ya por el
doctor.
—Sí, el doctor.
Ella regresó a la barraca. De espaldas le parecía más pequeña, más frágil,
cada paso más cerca de la criatura. La imaginó, allá adentro, enflaquecida,
con la boca abierta, sin escuchar la música ni la risa de los otros niños. Sus
ojos apagados, sus ojos que fueron como focos de colores. El médico vendría
pronto; escribiría un papel, para luego irse porque tenía que ver a otros
enfermos, a otros muertos; o porque, sencillamente, estarían esperándolo en
su casa.
Él no podía irse. Los niños se estaban divirtiendo, y con el dinero de su
alegría, compraría la caja para la pena. Por eso seguía allí, mientras los
caballitos daban vueltas, vueltas, vueltas, en su carrera de palo, yeso y pintura
chillona, de aceite.
Los hombres y las mujeres de las otras barracas —sus hermanos, entre
ellos— vendrían más tarde, cerca de media noche, a consolarlo. No lo harían
antes porque su trabajo era primero, porque necesitaban el dinero, los cerritos
de níqueles. Le dirían, como en el caso anterior, cuánto sentían la muerte de la
niña; alguien compraría una botella y empezarían a bebérsela, aunque sin
embriagarse, porque eran muchos y el licor escaso.
Él, con las manos sucias, no debía aparentar nada; debía tragarse su dolor,
para que los niños no se espantaran. Y los caballitos seguirían su carrera
circular, vuelta tras vuelta, hora tras hora, hasta muy tarde.

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Y mientras, su niña, ya sorda, ya muda, ya sin risas. Su pobre niña muerta.

II

TODA LA tarde, desde las cuatro, cuando el negro plato del disco comenzó a
frotar la aguja de la victrola, estuvo escuchando el llanto de la niña; un llanto
de anemia, moribundo, tristísimo. Un llanto que lo sacudía, que lo amiedaba.
Que era convicción de cosa irremediable y ya perdida.
El médico vino por la mañana y a media tarde. Entró de prisa, siempre de
prisa; vio a la niña, formuló una receta y quedó de volver al día siguiente.
Pero a él no lo engañaban: él sabía que su niña iba a morir de todos modos,
para siempre, entre música de feria callejera y los gritos del payaso negro del
tiro al blanco.
Era exacto su temor, porque cuando la vio sintió que parte de su cuerpo —
un brazo, una pierna, un ojo— estaba muriendo también, como si tuviera
gangrena: negra podredumbre incontenible.
Entonces volvió al tiovivo y quiso consolarse con las risas niñas de los
ruidosos jinetes, sin conseguirlo. En la barraca estaba él: su mujer y su niña;
su vida y su muerte. La última esperanza, y el fin de todo. Por eso no volvió,
porque de seguro lloraría. Por eso, y también por miedo e impotencia. Él la
había creado; él no podía salvarla, en su hora final, allí dentro del barracón
pintado, por fuera, de amarillo; por dentro, de ancha desolación.
Los otros niños, los que jugaban, los que gritaban, no tenían culpa de que
su hija muriera, de que fuera a dejarlo solo, sin alegrías; solo en el centro de
esa cosa que daba vueltas de las cuatro a las doce, sin fin, como una
maldición; no tenían la culpa de ser alegres, mientras él estaba triste. Ni los
padres de esos niños tampoco: ellos, ventrudos, plácidos, eran felices y
permitían que sus hijos compraran, por diez centavos, las cien vueltas de su
propia felicidad. Él, cuando su niña estaba bien, también permitíale darse
miles de vueltas, y era ella infinitamente más feliz que los otros porque no
pagaba; por ser su padre, ese hombre de overol y camisa azul, el dueño de los
caballitos.
Pero la niña se enfermó. «Un aire», dijo la esposa del hombre de la cara
negra; y del aire le vino la pulmonía que próspero en el anémico campo de su
cuerpo; y la niña se quebró como una flor, y perdió la luz de sus ojos, de su
risa, de su gesto. La metieron en la cama y le aplicaron remedios caseros.
Pero la niña iba a morir, y ya nada tenía remedio.

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III

Y LA NIÑA había muerto cuando la mujer dijo: «Ya».


Lo esperaba, pero le dolió, y lo dejó insensible. Sabía que después iba a
sufrir toda su pena, todo su llanto sin barreras ni diques; toda su
desesperación de padre sin hijo; de música sin sonido, de lámpara apagada,
oscura, sitiada de noche.
Cada luz era como un ojo de la niña. Luces redondas, blancas, rojas,
verdes, encantadoras para los pequeños; mágicas por sus efectos cromáticos,
por su hermandad con la música estridente de los radios, de las vitrolas.
Y él allí, vuelta y vuelta el tiovivo, sin sentimientos, porque su mujer, al
volver a la barraca, se los había llevado. La niña estaría tendida; su madre,
seguramente, terminaría de remendar el vestido con que la alhajaban los
domingos de misa; se lo pondría cariñosamente; luego le adornaría el pelo
con flores de papel crepé; compraría cuatro velas de estearina, y estarían
todos, el padre, la madre, los tíos, los vecinos saltimbanquis, a su lado, a lo
largo de la noche, y al día siguiente irían a enterrarla, si ya para entonces
habían juntado lo suficiente para comprar el ataúd.
Pero, mientras, todo él dolor y lágrimas contenidas, no podía dejar la
máquina, ni paralizar sus cilindros, ni contener la energía que, a través de
bandas y poleas, hacía girar los caballitos. No podía, tampoco, porque hubiera
sido criminal, suprimir de pronto el gusto de los niños que montaban los
saltarines potros de madera. ¿Qué culpa tenían ellos, después de todo, que él
estuviera triste; qué dirían los padres cuando sus hijos protestaran? ¡Él no
tenía derecho!
Su mujer salió otra vez de la barraca. En cinco minutos estaba más vieja y
más flaca que en toda su vida. Caminó hacia él; mecánica y ausente subió de
un salto a la plataforma.
—Dame cinco pesos, para café, velas y flores.
Buscó él en el bote donde guardaba el dinero. No habían aún colectado tal
cantidad. Le entregó en morenas monedas de cobre y en rubias monedas de
níquel, sólo dos pesos y noventa centavos.
Se fue ella, y él tuvo que cambiar de disco.

barrilito, barrilito,
barrilito, cervecero…

Era la música preferida de su niña, la que le hacía gritar y aplaudir con sus
manos gordas. Y nuevamente se le rompió algo por dentro, algo líquido.

Página 52
Tomó el disco y lo partió con un quejido, rarísimo, del pick-up. Los niños lo
miraron asustados, pero siguieron comiendo algodón de azúcar, a lomo de los
incansables corceles de madera.
Llegó el médico. Hubiera querido ir con él, a la barraca. Al cabo de unos
minutos volvió a salir; se dirigió a la acera donde había dejado su auto. Voces
de chiquillos, seguramente sus hijos diéronle la bienvenida. Lo miró alejarse.
Y la música tocando siempre, y los niños felices, con una alegría circular,
constante, comprada por diez centavos.

IV

LA RUEDA de la fortuna —un collar de luces puesto al cuello de la noche


urbana, de la noche de azoteas— se detuvo. Su hermano se le acercó para
darle, sin palabras, un billete de diez pesos. Luego volvió a su negocio.
¡Hasta cuándo resistiría, padre ya sin hijos!
Mucho faltaba para la medianoche; mucho para el fin y para la paz, en la
barraca, junto a la muerta. Su mujer seguramente no estaría llorando. Era
fuerte, y lo había demostrado cuando murió, al nacer, su último hijo, el mes
anterior.
A él avergonzábalo haber creado esas criaturas. ¿Tenía algún derecho para
ello, para traerlas al mundo y luego permitir que se le murieran, casi entre los
brazos, casi a la vista, de anemia, lo que equivalía a decir que de hambre?
Y se sintió criminal; furioso por la música, por la risa, por la gritería de la
pequeña feria, pobremente instalada en un terrreno baldío; furioso por no
poder largarse de allí, en ese mismo momento, sin rumbo, a vagar toda la
noche, o a emborracharse; y su furia era quemante, al reconocer que no
cesaba ese ruido infernal, ese eterno voltear de la plataforma, sólo porque
quería ganar, en las próximas horas, unos pocos más de pesos. Aunque la niña
había muerto, él y su mujer seguían viviendo. Mas ¿hasta cuándo, por cuánto
tiempo?
La esposa del negro del tiro al blanco atravesó el terreno y entró a la
barraca, removiendo la cretona amarilla que ocultaba el interior a los curiosos.
¿De qué estarían hablando las dos mujeres? Hubiera querido saberlo; quizá
del dolor que produce la muerte de un hijo; de lo linda que estaba la niña,
pequeña y delgadita, en el catre sucio; de lo bien que resultaría el velorio; de
la esperanza de que a cambio de una pena como la de aquel momento, los
negocios se compusieran en los días siguientes.

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Padres y niños comían maíz tostado o algodón rosa de azúcar. Los rifles
de aire sonaban a música al golpear sus municiones —viejos proyectiles de un
millar de noches— los cuerpos de lámina de mitológicos cisnes, de águilas
rampantes, de feroces leones. La rueda de la fortuna, en su lento, luminoso
voltear, sonaba a viejo vals vienés, a música antigua, de latitud
completamente ajena; y las risas, los gritos dolorosos para él, a música de
vida, a cosa que late o que agrede.
Cerca de las diez y hasta más allá de las once, aumentó la concurrencia.
Sirvientas de las casas próximas, con sus novios, reían con agraria risa de
maíz. Un niño lloraba asustado, rehusándose a subir al tiovivo. Y él,
repentinamente conmovido, súbitamente presente y situado en su dolor de
padre, tendió la mano y sonrió:
—¡Sube, hijito!
Entonces lloró, y para que su llanto no fuera escuchado por los demás, a
pesar de ser un llanto que se le escurría tercamente para adentro, aumentó el
volumen del sonido de sus discos. Lo aumentó, lo aumentó.

CUBRIÓ A medianoche los cuerpos de madera de sus caballos. Las otras


barracas corrieron sus cortinas y fue juntándose la gente —unas cuantas
gentes, no más de quince— ante la cretona amarilla de la puerta. Tuvo miedo
de acercarse, de hacerle frente a la muerte que le esperaba, anidada en el
cuerpo de su niña, en el catre.
Su hermano compró una botella de aguardiente, y alguien estaba
acondicionando, con tablas y cajones, tres bancas ante la barraca. Pero salvar
los treinta pasos que lo separaban de los vecinos causábale pánico y metíale
en las venas un loco deseo de correr. Así era siempre: siempre que había de
afrontar algo a lo que temía.
Pero huir no era la solución, ni el alivio, porque la niña iría siempre detrás
de él; muerta ya, y sin embargo, móvil, como un fantasma invisible para
todos, excepto para él. No podría deshacerse de ella, porque el resto de la
sangre que latía en sus venas era de la misma materia, era parte sobrante de
aquel cuerpo sin vida, del cuerpo que mañana comenzaría a pudrirse.
Por fin, empujó su miedo hacia ellos, hacia los hombres y mujeres
sentados ya en silencio, en rueda, ante su puerta. No hubo murmullos y quizá,
ni miradas; sólo un respetuoso fingir que lo ignoraban. Esto lo alivió. Con la

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mano separó la cortina. Ardía, dentro, una vela, más discreta y apropiada que
una luz eléctrica. Su mujer estaba, trenzadas las manos sobre los muslos, al
lado del catre pringoso; enfrente, sin hablar, fumando en quietud, la otra.
La niña, larga, larga y flaca como una espina; la espina que le dolía a él
por dentro. La habían vestido. De fuera venía el lejano rodar de los autos, de
los tranvías, y el suave crepitar de quince voces conversadoras. Temía que la
muerte de su niña, la muerte presente y tendida, fuera a asustarlo. Pero era
una muerte sin malicia, sin maldad, como es la de los mayores, y sólo, quizá,
le sonrió desde su invisibilidad.
Esto le fue grato; muy grato. Y, repentinamente, sintió un deseo terrible
de beber de la botella que afuera, desde hacía unos minutos, había empezado
a circular. Al amanecer estaría borracho.

1945

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Tercera parte

(pies en la tierra)

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El último día

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I

LA TORRE se derrumbó con estrépito de siglos. Los hombres se fueron y con


ellos las mujeres, los niños y los animales. Muerte negra, que de noche era de
rojas llamas, los empujó sobre el desierto, les quemó los pies, los echó de sus
casas. Más allá de la piedra en lumbre, en el vacío horizonte, sólo había
silencio, ceniza y la angustia caliente de la catástrofe.
Se fueron porque nada quedaba allí; porque el pueblo no reía; porque los
pájaros estaban lejos, volando solos y perdidos —sin pétalos la rosa de los
vientos— muy alto sobre el llano de ceniza.
Pero él estaba solo, con su pequeño niño enfermo, con lo único que tenía
y por lo único que iniciaba la marcha tremenda y agobiante a través del
silencio. Todo era negro y de pavorosa magnitud. Nunca creyó que algo fuera
tan grande, tan terriblemente cargado de pena.
Todo, para todos, había terminado cuando la tierra se hizo honda y llena
de ruidos. De ruidos como tumulto en el infierno. ¿Qué hacer, pues, a mitad
de lo que va a morir, de lo que está muriendo de asfixia y arena? El también,
con su niño en brazos, salió. Ya en derrota, y con hambres antiguas
arañándole el estómago y con los ojos secos, lodosos de lágrimas y de infinita
desesperación.
Los otros iban adelante. Eternas horas adelante, caminando como blancas
hormigas verticales, con lo poco que pudieron salvar, o en lucha con los
animales empavorecidos por la soledad. Él no vio sus huellas en la tersura
negra del negro desierto, y buscó, sin éxito, restos de alimentos. Sólo
quedaban allí, a trechos, los objetos que por pesados abandonaron para
siempre sobre la tierra apagada y muda.
Estaba huyendo en pos de un rostro inconstante, negro su cuerpo todo y el
de su niño, de fina ceniza. Alzó los ojos y quiso mirar al cielo. Pero la luz se
había ido y era de noche arriba, y sobre la noche, abajo, caminaba.

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El volcán era, en esa hora eterna, un sol nocturno que alumbraba la
negrura arenosa del día. Un sol siempre encendido en la línea del horizonte. Y
el otro sol era débil y su luz no penetraba, no podía penetrar, la gorda cortina
de la sombra de cenizas minerales. El día era doble, y la noche también. Día-
volcán en la llanada sin vida; día-astro, en los campos verdes de más allá.
Noche de lava roja; y noche de luna y estrellas y color azul.
A cada uno de sus poros penetrábalo el paisaje, y pensó si él y el niño no
serían más que dos remolinos de ceniza que un viento que no podía verse ni
sentirse, empujaba siempre hacia adelante para que la anterior no fuese la
última pisada.

II

EN SU cuna de brazos gimió el niño con su voz indígena:


—Tengo hambre.
También él tenía hambre. La de todas las criaturas, la de todas las cosas.
Un hambre animal que le causaba el dolor de una quemada en la boca del
estómago, que lo hacía llorar y desesperarse y apretar la marcha de sus
piernas doloridas.
El niño tenía hambre y, como él, miedo a estar solo en la doble noche, en
las horas crueles que estaban viviendo, en las que vivirían.
Por sobre la dilatada negrura retumbaban la voz de la montaña y el crujido
de la piedra fundida al resbalar por sus vertientes como un puñado de cuentas
de colores o como una roja mermelada; hasta más allá de todas las cosas,
hasta donde aún era de día y los campos eran verdes, llegaba también el grito
acompasado y periódico del cerro en explosión, del cono inmenso como
inmensa olla de banquete.
Los otros hombres, los afortunados, pudieron salvar algo y no pasarían
hambre. ¡Pero él! Estaba solo, con su niño; solo como ningún ser lo había
estado o lo estaría.
El niño estaba enfermo. El médico de las brigadas oficiales se lo había
dicho, la tarde anterior, antes de que la gente abandonara el pueblo. Él y su
niño pudieron haberse ido cuando aún había tiempo, en uno de los camiones
del Ejército que evacuaron a las mujeres y los viejos. Pero él no quiso, no
creyó necesario dejar su casa y su magro tesoro. No aceptó, y los transportes
se fueron, en su último viaje.

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Luego, cayó la torre, y los que aún quedaban tuvieron que emigrar,
presurosamente, en un éxodo dramático.
El vientre del niño empezó a hincharse, como un globo, y seguía teniendo
hambre. Por tres lados, el desierto parecía arder. Los altos cantiles rojos iban
arrastrándose hacia el centro del llano, hacia el sitio en que él estaba siempre,
aunque apresurara el paso, aunque no se hubiera detenido a descansar ni un
solo minuto en varias horas. Él era siempre el centro; el pequeño punto
equidistante a la lumbre, a la materia veloz. Podía sentir el calor, el vaho
enorme de aquella boca monolabial.
Un block de negrura, por el cuarto lado, era la única salida. Parecía muy
próximo y ¡tan lejano al mismo tiempo!
Siguió caminando, ciego, cansado hasta la muerte; una muerte que le
había robado ya las piernas; que comenzaba a robarle los riñones y los brazos.
Quiso detenerse para que la muerte no los acompañara, para no seguir
escuchando el sonido de sus pisadas sobre la arena mineral. Pero la angustia
misma empujábalo hacia adelante, inexorable e inconteniblemente en busca
de su próxima pisada.

III

SOBRE LA suave curva del horizonte, muy lejos, tan lejos como nunca creyó
que estuviera la lejanía, comenzaron a pasar, con el alba, los grandes
camiones militares. En el tibio silencio vaporoso, ausente de vida vegetal y de
sangre viva, podía escuchar las voces de quienes viajaban, rumbo al norte, en
los vehículos del ejército.
Para ellos no había angustia ni temor, porque iban a los albergues que les
daba el gobierno; porque no llevaban como él, entre los brazos insensibles, a
un niño enfermo, ya mortalmente hinchado, que movía los labios pidiendo
qué comer.
Corrió —una pequeña mancha blanca— hacia el remoto horizonte; corrió
y dio grandes gritos, para que lo esperaran, para que se llevaran a su niño y le
dieran algo de comer. Pero él estaba siempre en el centro del mundo.
Toda la mañana vio pasar a los camiones laboriosos e infatigables; unas
veces al sur, otras, al norte; vados, primero; rebosantes de hombres, después.
Pero siempre lejos de su voz, demasiado lejos para que sus piernas pudieran
alcanzarlos.

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Ya no hablaba el niño, y estaba poniéndose frío, y él lo apretaba contra su
carne como si tratara de volverlo nuevamente a la sangre de donde había
salido. Ya no hablaba el niño y sólo dos veces, a lo largo de la mañana, abrió
los ojos y al verlos él, supo que su niño estaba perdido, pues lo había mirado
como miran los niños que van a morir.
No había pájaros; no había sombras; sólo una luz opaca y enferma. La
arena estaba blanda y él caminaba sobre ella, cayendo dolorosamente,
hundiéndose hasta el tobillo en su trágica ansia de avanzar. Ni siquiera
zopilotes viajaban por el aire. ¡Ni ellos siquiera, que le dieran la sensación de
que vivía!
No pasaron ya los camiones militares. No más voces ni ruido de motores.
Silencio arenoso o el estrépito lejano, y presente, de la montaña que ardía.
¿Por qué todo aquello? ¿Por qué un prolongado sufrir, y el niño
moribundo en los brazos? ¿Por qué el silencio, y él solo, muerto, ya sin
hambre ni sed de lo cansado? ¿Por qué no venía el fin y se quedaba, inmóvil,
unos minutos, unas horas sobre la superficie negra, para ser luego cubierto
con la cálida ternura de la arena que temblaba en el aire antes de caer; de la
arena que lloviznaba sin tregua?
De pronto se supo solo. Solo, ya sin su niño, aunque continuase en sus
brazos. Solo con la muerte, con el pequeño cuerpo más frío que nunca y más
hinchado también. Se hizo más pesado el niño, con doble peso: el suyo propio
y el de su muerte; y él —padre de todos los niños muertos— no podía con
tanta carga.
Pero siguió empujando sus piernas hacia adelante, como si nada y ya todo
hubiese acontecido; como si no pudiera ya detenerse, como si le faltara
todavía sufrir más de lo que había sufrido.
El niño y la muerte pesaban demasiado. Sus pasos eran más lentos. No
miraba ya, como un minuto antes, el horizonte transitado por camiones. No
tenía importancia, después de todo. Aunque hubiese pasado un camión muy
cerca, al alcance de su voz, no habría despegado los labios. ¿Para qué?
Su niño, su pequeño hambriento, había muerto.
Tres horas antes lo vio reír por última vez y creyó adivinar, en el leve
movimiento de sus labios, que repetía las dos palabras que veníanlo
atormentando; las dos palabras más terribles de todos los idiomas: ¡Tengo
hambre!
Ahora no se movía. Estaba muerto y su carne endurecida. Amorosamente
limpió la arena que se había acumulado sobre la frente y las mejillas del
chico. Pero no estaba todo lo triste que debiera estar. Y él sabía por qué:

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porque traía aún a su niño en brazos, porque no lo abandonaba todavía. Era su
hijo, su niño, aunque ya no latiera.
Empezó a sentirse cansado. La muerte, más que la criatura, era
infinitamente pesada. Sobre todo la flaca muerte del hambre.

IV

BUSCÓ UN sitio abrigado. No lo había. Todo era plano como un vidrio. Todo
estaba desnudo al sol y abierto a la lumbre. Y toda su angustia de padre, que
de su hijo no tiene más que el cadáver, encontrábase en el centro de las cosas,
a igual distancia del principio y del fin. El cinturón de lava seguía
estrechándose. Había caminado rápidamente, con su disimulado crujir,
durante la noche y en las horas de la mañana. Seguiría así hasta siempre.
Los brazos y las piernas del niño colgaban a los flancos del padre. ¡Qué
triste es un niño muerto! Él le miró los pies: breves, cuadrados, cómicos los
dedos; le miró la cara, redonda; y entre los labios que la mordían, la lengua
amoratada.
Lo puso en el suelo y clavó las uñas para cavar un hoyo; un hoyo hondo,
por si venían los zopilotes. ¡Hubiera sido horrible que le arrebataran a su
niño!
Cavó lentamente, sin pensamientos, sin pena ya. El niño estaba allí, pardo
sobre la negra arena. ¡Cuántos niños como el suyo morirían o estarían
muriendo ya! ¡Y cuántos padres, como él mismo, haríanles la tumba, con sus
uñas, mientras la muerte los miraba sin decir nada! Y pensó después que él
también moriría. ¡La torre, con su dureza de piedra, cayó! Los símbolos
derrumbábanse y con ellos los hombres.
No le pareció bastante profundo el hoyo y siguió excavando.
Tomó el pequeño cadáver con gran cuidado, como si durmiera,
conteniendo la respiración. Con su aliento seco y tan caliente como el aire,
barrió la ceniza de la cara y del pelo. Al lado de la tumba, en el momento
final, tenía el padre estatura de gigante dolorido y un poco huérfano, o de
tronco mutilado, o de mástil sin bandera.
Se inclinó sobre el agujero. Sus brazos se hicieron largos hasta depositar
al niño dentro de su cuna última. Lo contempló un rato, horas o segundos.
Tomó, con ambas manos, un puño de arena. Empezó a cubrirle los pies. Las
piernas. Los muslos. El vientre horriblemente hinchado. El pecho, y nunca
sufrió tanto como cuando tuvo que taparle la cara con aquella materia negra

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que abrumaba cientos y cientos de kilómetros, y albergaba quizá cientos y
cientos de tumbas como ésta.
No quedó ni rastro. Ni siquiera una joroba sobre la arena. El niño no era
del padre. Pertenecia a los gusanos, si gusanos pueden vivir en el paisaje del
día de la creación.

Ya no era de nadie. Estaba sólo, con su muerte acurrucada al lado, esperando,


tal vez, morir también.

1945

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El toro jumao

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I

FUERON A juntar el ganado disperso bajo la gran noche de miedos:


—¡Cómo y que ya se puso güeno el negocio, Mercé Jiménez! ¡Y el
colorao, cómo jala! ¡No vu’a tener más remedio qui’r pue él!
Quintín Rivas clavó las espuelas y su penco tostado repechó la nube de
polvo y mugidos que al anca dejaban las noventa reses fugitivas; mientras, del
otro lado, Merced Jiménez corría a contener —con grito y silbido— al grueso
de la punta rebelde.
El toro se detuvo ante el disco blanco de la luna, inmóvil sobre la
horizontal del llano, cuyos destellos ponian tintes rojizos en el lomo apretado
de músculos. Sacudió la cabeza y permaneció quieto, fijas las grandes pupilas
en la noche caliente e inmensa.

II

DEL LADO contrario apareció un jinete, tremolando la chavinda silbante:


—¡Tájelo, que pa’llá le va, amigo!
El desconocido flanqueó al astuto padrote cuando ya corría llano adentro.
Quintín Rivas hizo el rodeo, convirgiendo en su carrera con el vaquero
nocturno. El punteño, con el acoso a los lados, clavó las pezuñas en el polvo,
en brusca revuelta.
—¡Cuidao con la’arrancáa!
Baja la cuerna asesina; sonora la fuerte pisada, el colorado embistió al
jinete incógnito, que pasó de largo muy cerca de las astas poderosas, en
macho alarde vaquero, al mismo tiempo que Rivas ahorcaba el pial:
—¡Toro bravón, ya tiemplé…!
Estiraron las cuerdas correosas y cuando a sus dedos subió el calor de la
chorreada, cortaron la huida del toro —y en la punta de las reatas el gran

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colorado cayó vencido.

III

EL DESCONOCIDO enrolló la cuerda lentamente, con primoroso cuidado,


mientras el otro arreaba el toro. Sonriente, Quintín volvió a donde el amigo
oportuno, con la mano abierta:
—¡Se le’an las gracias, compañero: Quintín Rivas, de rancho Yescas!
—Nu hay de qué.
—Y su lazáa, ¿nu si agradece?
Sonrió el otro bajo el sombrero:
—«Compañeros de arriada; compañeros de miada», respondo con las
palabras del dicho.
—En de toos modos.
Quintín sacó una caja de cigarros, envueltos en tosco papel azul y se la
tendió al vecino de trote:
—¿Nu quere?
—Sí; nu cai mal.
No hablaron más hasta que Merced Jiménez se les reunió, saludando al
extraño con una mirada y puestos los dedos sobre el ala del sombrero:
—Tán calientes las bestias, Quentín.
—Ya vide.
Terció el otro, mirando los toros mugientes:
—Nu es tiempo, tovía. ¡Pue’que otra cosa sea!
Llegaron junto al rebaño compacto y nervioso, que no cesaba de moverse,
como gran ola sonora de cuernos, músculos y pezuñas. Quintín, con el cigarro
en los labios, se levantó el sombrero, parándose en los estribos:
—¿Tarán completas, Mercé?
—En disde luego que si.
—¡Vamos, pue…!
Y comenzaron a arrearlas de nuevo, siempre el gran colorado delante:
Merced, a la izquierda; Quintín a la derecha; el otro, atrás y al medio.
Al rato, Quintín Rivas detuvo al tostado y esperó a que las bestias
desfilasen, para reunirse con el jinete que le ayudó en la faena.
—¡Ta chula la punta! ¿No se li hace?
Alardeó vaqueramente poniendo su cuaco al paso del otro:
—Sí, y parejita… Por ai de diez mil pesos bien darían, ¿verdá?

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Quintín se hinchó:
—Casi, casi.
Después de un rato, el otro dijo interesándose:
—Y p’onde la lleva, ¿es Yescas?
—Pa’llá, a lo de Ricardo Mata.
—¡Ta lejos! ¡Ah, ganao bonito!

IV

EN EL LLANO del norte no acostumbran los vaqueros preguntar su nombre a los


del oficio con quienes, casualmente, hacen amistad por el camino. Pero
Quintín, mirando de reojo al callado compañero, sacó punta de conversación,
después de mucho balancear su cuerpo macizo, de cuarentón curtido, sobre la
silla:
—Como y que tovía no sé a quén deber el favor.
—Entre vaqueros pa too hay tiempo: Miguel Medina, pa hacércelos
siempre.
—Lo mesmo se dice.
Cambiaron cigarros y siguió la plática al paso lento de los toros:
—Usté, Miguel Medina, ¿es de pu’el rumbo?
—No; de Musala, náa más.
—Y, ¿va a trabajáa pu aquí?
—Pue’que; ai nomás, adelante, en Venta de Piedras, me corto.
Son largas, son tediosas las marchas por el llano, donde el vaquero que se
cuece al sol, de día; y al rescoldo, de noche rumia sus pensamientos, forja sus
proyectos y se traga sus palabras, porque no hay con quién hablar, fuera del
compañero de arreo que dice siempre lo mismo. Y cuando, como ahora
Quintín Rivas, encuentra con quién, lo hace:
—¡… y’a le digo: dos veces se me ha juído el ganao en un día!
Miguel Medina, bajando la voz repuso:
—Y, ¿nu será el toro jumao?
—Veinti años llevo pu’aqui y tovía nu lo he visto. ¡Será historia qui se
aparece!
—Pos pue’que no li haya tocao, tovía. ¡Pero crioque es él: siempre
alborota las bestias y luego pela con ellas!
Cabalgaba la superstición bajo la noche del llano, donde la punta
mugiente levantaba polvaredas de luna y las siluetas de los cansados vaqueros

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parecían surgir de la nada. Y, como referencia inevitable en las nocturnas
jornadas de arreo, hablábase del toro Jumao, el quimérico semental que
arrastra ganados hacia ignoradas querencias.
Quintín se interesó:
—Y a usté, que’s vaquero viejo, ¿se liá aparecido?
—Proipiamente, no; pero a un mi hermano se le jueron las bestias y a él
lu’encontramos despanzurrao, porque el jumao ni a la gente respeita.
—Con tal y que a mi nu mi toque pronto…
—En el por si acaso, récele las Tres Salves.

EN VENTA de Piedras, como lo había anunciado, se despidió Miguel Medina.


Los vaqueros de Ricardo Mata lo vieron perderse, lentamente, en la oscuridad
que proyectaban unos cerritos rocosos acurrucados a mitad de la llanura.
Después, volviéronle grupas:
—Oye, Quentín, ¿y ese de onde salió?
—Pos y quén sabe; pero si no, tovía andaríamos pegando carreras con al
colorao.
—¿Y su apelativo?
—Miguel Medina, de laos de Musala. ¡Güen vaquero, que’s! —Y tá bien
dao, señor. ¡Bueno, voy pa’lante!
Y se fue a las reses, con el canto llanero en los labios, Merced Jiménez:

El toro e mi compadre
trai el cuero trasijao:
¡ay qué güeña está mi ahijáa,
pa qué la’bré bautizao!

Quintín Rivas, ondulante la silueta al paso de su cuaco, pensaba en voz alta


como es común en los hombres que caminan horas y horas, por rutas
monótonas, sin cambiar palabra con un sejemante:
—Y eso del toro jumao tá curioso. ¡Y nu es historia sólo de aqui: Miguel
Medina también la sabe, sin ser del rumbo! ¿Pón’de se llevará las toraás el
mentao jumao? ¡No puee ser mentira, porque don Ricardo, que’s leído, ha
hablado d’él!

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VI

Y DE PRONTO, a mitad de la noche, un grito:


—¡Quentín, ai tá el jumao!
Los toros se arremolineaban mugiendo sus miedos a la noche del llano y
la masa informe era toda sordos toc-tocs de cuernos; redoble apretado, como
el de la lluvia campera, de poderosas pezuñas; trémulo resoplar de belfos.
Una gran columna de polvo espeso subía en torbellinos al cielo clarísimo.
«¡Será el colorao ’tra vuelta!», pensó Quintín, corriendo al recorte, lista ya
la fina chavinda.
—¡Atájamelos, que se desparraman pa’allá!
Pero el torrente desplazábase en carrera hacia Merced Jiménez, como si
alguien lo arrease para aquel lado, y ya algunas de las reses, hechas sombra,
se desperdigaban por el llano.
Quintín Rivas rayó el tostado en el polvo, súbitamente, como si su fino
instinto de conocedor de matrerías reseras le avisara algo:
—Esto como que’s cosa de gente.
Luego, tiró del pistolón que le colgaba al cinto y vació los secos
estampidos dentro de la noche honda. Muy lejano el eco martilleó el silencio
en la llanada, en tanto que un jinete, inclinado sobre el cuello de su bestia,
cruzaba fugazmente por la azulenca claridad de la luna.
De entre el polvo, sudando por la carrera, apareció Merced:
—¿Pa que’l relajo, puee?
Quintín lo miró pensativamente:
—Jué el jumao, Mercé, el del espanto, ¿verdá?
—¡Lo vide corriendo aelante de toos!
—¿Y, cuál era su pinta?
—¡Pos color de jumo! Y tú, ¿lo vistes también?
Quintín Rivas movió la cabeza:
—Anjá; pero el jumao que yo vide tenía la mesma pinta que’l fulano ese,
Miguel Medina.
—¡Ah!
Y a la carrera tendida fueron a juntar los toros que ya tres veces se les
habían dispersado bajo la gran noche de miedos.

1943

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Del norte llegó Bachomo

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I

CAYÓ EL grito en el silencio nocturno y la quietud de los campos quebróse en


sordos murmullos. Pueblo afuera, miles de ecos llevaron la alarma a los
espejos de los canales, a las murallas rocosas de La Memoria, al cañaveral
ilímite, que apretó sus tallos, miedoso.
Noche de cuarto creciente, compacta e impávida. De los altos cielos,
profundos y sin estrellas, resbalaban saladas ráfagas tibias. Y muy lejos, como
una cosa inmensa que avanza y retrocede, percibíase el ronco golpear del
Pacífico —camino de Topolobampo.
Y el grito nuevamente, ya muy cerca, ya todo angustia:
—¡Ya viene Bachomo con su indiada!
Se estremecieron Los Mochis, entre el polvo y el calor, conturbados por la
alerta, y la gente, abandonando la plácida charla en las banquetas, se lanzó a
la calle en carrera vertiginosa —chusma ya empavorecida.
Todos coincidieron en el pensamiento.
—¡A la Compañía!
Y aquel torrente de hombres, mujeres y niños, todo llanto y miedo, avanzó
hacia la mole de zinc que se adivinaba al fondo, buscando refugio tras las
barreras alambradas e infranqueables del ingenio, que Bachomo respetaría.

II

EBRIO DE tesgüino llegó Bachomo al pueblo, con dos espalderos trotando a los
flancos, y, arriscado el tejano con águila de generalato, apagaba los faroles del
alumbrado con gruesas balas de cuarenta y cinco, entre alardes e insultos.
—¡Pa que se acuerden de mí!
Y a cada disparo la adulación de los espalderos:
—¡Buen tiro, general!

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Después de caminar un rato por las calles desiertas, sobre las que aún
flotaba, inmóvil, el polvo levantado por la muchedumbre en fuga, inquirió
Bachomo, deteniendo su caballo:
—Y la gente, ¿onde iría?
—Sepa, general.
—Pue’que se las espantaran, ¡y cómo le tienen miedo…!
Halagaba a Bachomo —el indio que vino del norte a encender la hoguera
de la guerra santa contra el yori— saberse temido, sentirse dueño de la región,
y sus crímenes y su nombre eran conocidos Río Fuerte arriba, Río Fuerte
abajo, y fama siniestra auroleaba su alta y recia figura de exterminador
implacable, jinete en caballos de viento, de Choix a Guasave, de Higuera a
Ahome, a lo largo y a lo ancho de la norteña llanura sinaloense.
Muchas noches, Bachomo cayó con sus dos mil indios de las sierras de
Sonora, de los llanos de Sinaloa, de los montes de Nayarit, sobre los pueblos
de El Fuerte para sólo dejar en ellos, al irse, muerte, sangre y fuego.
Siguieron avanzando Bachomo y sus acompañantes al paso confiado de
sus cuacos de sombra.
—Oiga, general, ¡qué silencio está todo esto!
—Sí; muy silencio. ¿A poco…?
Se pintó en sus ojos oscuros el temor de una emboscada. El
guardaespaldas tranquilizó:
—¿Un cuatro? ¡No! Nadie sabe que salimos de Jaguara, general.
—Ah, pos sí.
Desmontaron ante una cantina que vaciaba cubos de luz al exterior. Nadie
permanecía dentro, ni el dueño siquiera, y sobre la barra quedaban copas y
vasos, sucios de labios borrachos los bordes. Con la manaza prieta sobre la
culata de la pistola, alardeó el jefe:
—Aquí está Bachomo, desgraciados. ¡Arrímense, o los traigo!
Le respondió el silencio, saturado de humores. Bachomo peló la escuadra
y las balas hicieron gemir espejos y botellas despedazados.
Fuera, en la sombra, escuchóse el sordo rastrear de unos pasos. El caudillo
de El Fuerte tendió el oído con atención de animal salvaje, y ordenó
señalando la puerta con su barba cuadrada:
—¡Tráitelo, Bacazegua!
El indio embrazó el corto mausser de caballería y salió, para volver
después de unos segundos, arrastrando a un hombre con guitarra:
—Era este, general.

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Bachomo lo miró de arriba abajo, con insolencia beoda antes de
preguntarle:
—Y tú, ¿qué traes?
—Nada; soy ciego.
—¿Ciego?
—Sí. Toco y canto.
Rumor de pasos cautelosos vino de la trastienda y los tres indios se
agazaparon, preparadas las armas para el disparo. Transcurrió un lento
minuto. En la calle se espesaba el silencio, y sólo, muy espaciados,
escuchábanse los secos graznidos de las lechuzas, más imponentes, más
ríspidos en la noche sin ruidos.
Bachomo, clavada la garra en el cuello del ciego, ordenó a su otro
espaldero, muy quedo:
—¡A ver quién es!
El pima dejó en el suelo su quepí con estrellas de coronel y, sin ruidos,
gateó hasta el cuarto contiguo. Simultáneamente tronaron rifle y pistola y con
el estampido se confundió el rumor de una lucha. Bachomo sacó la cabeza
cuando el indio apareció en la puerta jalando de un pie el cadáver de un
hombre.
—¡Le pegué!
Bacazegua lo reconoció, mientras sus manos despojaban al cuerpo:
—Está muerto, Jeremías.
—¡Échenlo pa fuera!
Salieron los otros a tirar a la acera su carga sangrante. Bachomo trajo un
racimo de botellas y comenzó a descorcharlas a cañonazos; el ciego seguía
allí, inmóvil y encogido, moviendo las blancas canicas de sus ojos. Después
de un gran trago, el jefe mayo le gritó:
—Tú, ciego, cántame una canción.
—¿Cuál, señor?
—Pa Bachomo, El Quelite.
¡Bachomo! El ciego se sacudió empavorecido suspendiendo el templar de
su instrumento. Aunque no lo conocía, porque sus ojos eran de noche, no
ignoraba, como nadie en la gran cuenca del río, quién era Bachomo. ¡Con
razón la gente huía, con razón las calles parecíanle más anchas y más oscuras!
¡Y todo tan silencioso!
El tigre de Jaguara eructó la pregunta, amargo el gesto de alcohol:
—Ciego, ¿pa onde se fue la gente?
—A la Compañía, mi jefe.

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—¡Y eso que vengo solo!
Terció Bacazegua:
—¡Es que le tienen miedo!
Se interesó el cantor con vaguedades de sonrisa estúpida en los labios:
—¿Solo, general? ¿Y su gente?
—¡Pa qué la quero! Yo no le temo a nadie… Y no me platique, ciego, y
échese la cantada.
Lloró la guitarra con llanto de cuerdas tensas. La canción de Sinaloa, El
Quelite revolucionario vibraba en la atmósfera de miedo y calor. Y, versos
abajos, en el paraje

Mañana me voy, mañana.


Mañana me voy de aquí.
Y el consuelo que me queda
es que se han de acordar de mí

la ronquera aguardentosa del general se confundió con el falsete tipludo del


cancionero.
Terminada la pieza, tendió el ciego la mano limosnera, y Bachomo clavó
sus ojos brillantes de llanto alcohólico, en el hombrecillo mustio.
—¿A poco cobras? ¡Largo de aquí!
Ciego y guitarra, brutalmente lanzados, chocaron contra el muro
produciendo un eco de cuerdas reventadas, en tanto que los indios ebrios reían
con feliz estrépito.

III

—¡YA LE dijeron a Pedro Jordana!


Bocas, antes temerosas; maldicientes y fanfarronas ahora, corrían el aviso:
—¡Pedro Jordana ya lo sabe!
Nadie ignoraba el juramento que hiciera Pedro Jordana aquella noche,
cuando Bachomo y sus indios arrasaron Charay; aquella noche terrible, un
año atrás, en que perdiera a su esposa y a su hermana, entre los gritos de
pólvora y plomo de la guerra de Río Fuerte y en la que él recibiera una
puñalada en el rostro, cuya cicatriz, de labios violáceos, recordábale la
promesa que debía cumplir.

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Pedro Jordana, hasta la matanza de Charay, había sido un hombre
pacífico; ahora Pedro Jordana, sabedor de que Bachomo venía solo
encabezaba la horda vengadora, la masa envalentonada que iba a verlo saldar
el juramento formulado entre olores de incendio y sangre de violación.
Y fue el ciego, Domingo, quien llevó la noticia de que el caudillo del río
estaba embriagándose con Bacazegua, su lugarteniente sanguinario, y con
Jeremías Bamoco, el indio pima que entregó a Bachomo a Rosario López
Jordana, la esposa de Pedro.
Noche de Charay. ¡La indiada borracha y brutal, disparando locamente
sus armas; los gritos desesperados de las mujeres, entre la orgía que duró
hasta el amanecer; la degollina implacable; el pueblo en llamas, de punta a
punta; su esposa y su hermana, sacrificadas a Bachomo, que se las llevó en su
caballo color de humo campo adentro —y él, Pedro Jordana, impotente y
moribundo, rasgado el rostro por el puñal de Bamoco!

IV

AHORA ESOS recuerdos eran más intensos, más quemantes, mientras avanzaba
por el centro de la calle, empuñada la pistola que alguien puso en sus manos,
y seguido de apretada multitud:
—¡Va a cobrársela Pedro Jordana!
Sin detenerse a mirarlo, saltó el vengador sobre el cadáver del cantinero.
Los curiosos se desparramaron por la acera, buscando un refugio. Él, resuelto
a todo, plantóse ante la puerta de la piquera. De cerca, con restos de su
instrumento bajo el brazo, aguardó el ciego Domingo.
Y el reto vibró en la noche caliente:
—¡Aquí está Pedro Jordana, indio Bachomo!
Segundos más tarde apareció en el marco, tambaleante. Bamoco con el
mausser tendido. No tuvo tiempo de alzarlo, porque una bala, disparada desde
la sombra por la pistola de Pedro, le abrió rojo florón en la cabeza. En la
inconciencia de la borrachera, sin la cautela del animal del llano o de la sierra,
Bachomo y Bacazegua salieron a presentar combate.
No disparó Pedro Jordana, dejando que se acercaran más. Los curiosos,
desde sus escondites, aguardaban el desenlace del duelo, sin descubrir su
presencia, temerosos de que una bala les tocase a ellos.
Y, de pronto, cuando los tres hombres se enfrentaron, se pobló el aire de
estampidos y de acres olores de pólvora.

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Cayeron Domingo y Bacazegua. Pedro Jordana y Bachomo, sin balas en
las pistolas, se miraron fieramente, inmóviles, bajo la gran noche consternada.
El tigre de Jaguara que nunca dejó de acudir donde lo llamaran, rehuyó el
combate a cuerpo, y echó carrera calle arriba.
Pedro que ya se cobraba la deuda de Charay, se lanzó tras el indio que era
una sombra entre las sombras que velaban la calle.
—¡Atájenlo, antes de que llegue a la caña!
No lo alcanzaron pues Bachomo, confiado en su astucia, llegó al
cañaveral inmenso, cerrado y espeso de miedos nocturnos, y se perdió en el
laberinto de los canales, de las alambradas, de los millones de tallos.

—¡VAMOS a quemarlo!
Chisporrotearon improvisados hachones de caña al borde de la alta felpa
aún verde, prontos a tenderle una trampa de lumbre al fugitivo.
Pedro Jordana fue el primero en brincar la alambrada. Docenas de
hombres, con teas en las manos, lo imitaron, y casi instantáneamente una
como gran bola de fuego rodó cañaveral adentro, convirtiéndolo en dilatado
charco flamígero. Lejana, la sierra plomiza de Camayeca se iluminó con
siniestros resplandores rojos y las grandes llamas ensuciaron de humo la
noche honda.
El imponente fragor del cañaveral ardiendo se ensanchó por el valle con
temblores trágicos. Cuchilladas de fuegos violentos acribillaron la atmósfera
espesa, rasgándola con largos silbidos. Y la chusma enfurecida contemplaba
la quemazón, muda y bárbara, violentados los rostros por el deseo de
exterminio.
Pedro Jordana estaba allí, silencioso, con el recuerdo de otra lumbrada
quemándole el corazón, y sólo fue quedándose hasta que las últimas
claridades del gran incendio —allá, por Jaguara— se hermanaron con las
primeras del sol naciente.

1943

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Hoy murió Lencha Coyotl

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I

LENCHA COYOTL murió esta tarde y en la casa de su padre están de fiesta, pues
en Tonantzintla, «donde vive la madre de todos los dioses», es motivo de
regocijo familiar la muerte de un niño. Lencha Coyotl murió de anemia
aguda, e inútil fue la intervención de Andrés Mejía, el brujo infalible del
Valle de Cholula, que vino desde muy lejos, de los lados de San Mateo, a
salvar a la agonizante.
Ya la tienen tendida allí, sobre la única mesa del jacal de Tomás Coyotl,
con los ojos cerrados; los labios carnosos ligeramente entreabiertos,
mostrando tres dientecitos picados de caries; las manos, que comienzan a
teñirse de verde, cruzadas sobre el pecho que apenas apunta, porque la muerte
era una niña —una niña de once años.
Josefa Tecuatl, la madre, se ovilla en un rincón, turbia la mirada que
parece vagar por las vertientes, plateadas de luna y de nieve, del Popocatépetl
frontero. No llora ni gime; no grita como es común que suceda. Está
indiferente al rebumbio que hay en su casa. Parientes, informados en cadena
de voces, acuden de pueblos próximos y lejanos. De Cornac, Ecatepec,
Tehuiloyoca, Cacalotepec, a ofrecer sus más entusiastas parabienes a la
familia en luto.
La noche, azul y fría, se echa sobre los campos, cubriéndolos de heladas
ráfagas serranas. La Malinche, el Pico de Orizaba, el Popo y el Iztaccíhuatl se
perfilan, oscuros y enormes, en los confines del llano.
Tomás regresa del centro, con un gran garrafón de aguardiente al hombro.
Hasta la casa escúchanse las bromas de los vecinos. Y el indio ceñudo se
torna alegre, comunicativo y jovial, invitando:
—¡Ya l’entriegó mi Lencha…! ¡Vengan a cantarle a l’almita…!

II

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TODOS, EN Tonantzintla, lo saben. Hombres y mujeres, endomingados,
crujientes de percal nuevo, olorosos a perfume van en procesión siguiendo a
Tomás Coyotl.
Los allegados ponen las guías del adorno floral. Las indias, que hablan la
lengua mexicana, rodean a la madre, tendiéndole jarros con vino. La mujer
toma, uno, dos, tres, ávidamente, desesperadamente y, al poco rato, chancea,
se anima, le brillan los ojos mustios y habla a grandes gritos, mientras las
otras ríen.
En el pequeño cuarto contiguo —cocina y chiquero— los amigos del
matrimonio sirven el licor. En la única hornilla borbotea el agua del café
sobre las brasas. De calle abajo, con estruendo de metates desafinados, sube el
eco de la murga que dirige, cornetín en mano, el presidente municipal,
Cenobio Flores.
Los mirones participan, sin distinción, en la extraña alegría del hogar de
Tomás Coyotl. Los que están dentro probando el alcohol o repartiendo
panecillos, frutas, flores y café se asoman a la puerta y, entre aplausos,
celebran el arribo de la banda:
—¡Pásenle pa’dientro! ¡Ora, don Cenobito…!
Se espesa la noche y alguien enciende velas y cirios. Tomás, ya medio
ebrio, brinca por sobre las piernas prietas que en laberinto se distienden en el
suelo vivo del jacal, y prende una lámpara flamante cuyos destellos deforman,
hasta el espanto, las siluetas indias.
Cenobio y sus músicos, húmedos de alcohol los labios terrosos, atacan un
corrido norteño:

Voy a hacer un pormenor


de lo que a mí me ha pasado,
Que me han agarrado preso,
siendo un gallo tan jugado…

Se canta y se ríe, animadamente. Algunos bailan. Casi todos gritan,


alcoholizados. Los esposos Coyotl, indios puros, secos, que ya pasaron de los
cuarenta, atienden a los invitados y cuidan de que en los jarros no falten
aguardiente y café. La música toca, toca, incansable, repartida por el cuarto,
en cuyo ambiente flotan humores humanos, murmullos de conversaciones,
carcajadas sonoras.
—¡Ánimas que venga el padrecito…!
Lo desean ardientemente para iniciar el jolgorio, la macabra fiesta de
acción de gracias a Dios por haberse llevado, antes de conocer el dolor

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humano, la almita, virgen y pura de la pequeña Lencha Coyotl.
Y el cura llega —un cura como todos los de los pueblos: gordo,
resoplante, autoritario. Cauda de rojas sotanas y blancos roquetes le precede.
Va revestido. Cesan, de pronto, los gritos y el silencio zumba en la atmósfera.
Mientras la estola morada cae por sus hombros, el sacerdote, con una mirada,
ordena a los acólitos que enciendan los ciriales.
Indias e indios se levantan, respetuosos, cuando entra el cura. Tomás
Coyotl y Josefa Tecuatl están ya en un extremo del improvisado túmulo,
mudos entre los cirios, y aguardan, atentos, que el religioso desgrane las
palabras del sagrado «Laudatem».
Termina la ceremonia y Tomás entrega al padre un billete de cinco pesos;
al padre que rehúsa acompañarlo en su alegría. Las rojas sotanas hacen
guardia, en el exterior, frente a la puerta.

III

—¡ÁNDELE, don Cenobio, a tocarle…!


Y el presidente municipal de Tonantzintla atruena, con los fragores de su
murga, el ambiente oloroso a sudor. Abandonan la contemplación y se lanzan
los huéspedes, al espasmo del baile.
La orquesta, única del pueblo, baraja los números de su repertorio —
valses, marchas, boleros, corridos, pasodobles— entre gritos que son como
puñaladas. Algunos de los ebrios ruedan por el suelo revolcándose en el
vómito. No les hacen caso o los sacan al aire, para despejarse.
—¡A bailarle a la muertita…!
Lo propone Tomás Coyolt, ahogado de lo beodo y, con su esposa, que
está ya igualmente borracha, toman el blanco ataúd, cada quien por un
extremo, y comienzan a balancear grotescamente, al compás de la música
insoportable, el duro cadáver de Lencha. Sudorosos, tambaleantes, con la
lengua como un estropajo, mezclan palabras indias y voces castellanas en sus
alaridos. Después, se detienen:
—¡Que la baile el que quera…!
De dos en dos, durante media hora, los ebrios participan en el aquelarre
espantoso. Cuando terminan su danza, dan grandes abrazos a los padres y
deposita, cada uno, diversas pequeñas sumas en efectivo —«para la fiesta de
todos los Santos»— en la olla que les ofrece Coyotl.
—¡Dios se lo ha de pagar, vecino!

Página 80
Se despide Andrés Mejía, el curandero que tiene fama de brujo, cuando
son las tres de la mañana, tocando con la punta de sus dedos sin uñas el dorso
de las manos que le tienden. Después de que sale, alguien comenta:
—Ya no’s güeno el viejo Mejía. En Comac se le murieron dos niños en
l’otra luna. Y’ora se va temprano porque stá perdiendo facultad, y quesque
pa’los de su condición el sol les hace daño.

IV

POR UN segmento del cielo se filtran fulgores de aurora. Es la claridad del


crepúsculo. Cuando lo advierten, los que tienen fiesta en casa de Lencha la
interrumpen, y postrados, reverentes, fanáticos, lloran unos minutos, mientras
en el frío todavía nocturno, afilado en las piedras de las montañas, congélanse
las Ave-Marías del Rosario.
El velorio termina con el alba.
Los acólitos, medio adormilados, vuelven a encender las velas, listos a
encabezar la comitiva que porta el luto en hombros. Rápidamente, porque la
luz no debe herir las carnes, ya verdes, de Lencha Coyotl, se organiza el
desfile.
Y parte, entre rezos y cantos, entre lágrimas y bromas, entre música y
murmullos, rumbo al panteón. En algunos quicios lo observan quienes no
fueron invitados. Lejanos, ladran los perros su alarma, a las siluetas que se
desdibujan en las paredes de las casas. A retaguardia sigue sonando la banda.
El viento de la amanecida hace volar los velos, blanquísimos, que
envuelven a la muerta. Josefa Tecuatl solloza quedamente junto al cadáver de
su hija, la segunda que se le muere de anemia en tres meses.
Frente a la iglesia sombría, un sacristán encanijado bisbisea en latín y
acompaña a los dolientes hasta la fosa. Vuelve a rezar. Lentamente, y después
de que los padres lo cierran, desciende el ataúd al fondo de la tumba. Tomás y
dos amigos echan graves paletadas hasta que el hoyo se cubre. Miles de
vistosas flores, de las que se cultivan en el pueblo, cubren la tierra. Aún se
conversa en murmullos largo rato. Luego, todos toman su rumbo.
Asomando ya el sol se van los últimos —y Tomás Coyotl y su esposa,
Josefa Tecuatl, regresan a su casa desierta y sin risas, con el trote
característico de los indios.

1942

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¡Ya se va Florencio Marcos!

Página 82
I

OCASO EN rojo.
Las últimas llamaradas del sol doran los techos pajizos de El Bonito. Por
caminos y veredas retornan los hombres y las bestias que partieron con las
luces del alba. Siléncianse los campos. Bajo el crepúsculo mate, mugen lentos
bueyes y hierven rumores de pláticas.
—… diez cargas pa’l Banco. Casi les pagué todo, este año.
—… quera Dios que las aguas lleguen pronto.

II

PRIETAS manos palmean tortillas, en los jacales. Lloran las mujeres,


arrodilladas junto al comal ardiente, lágrimas de leña verde. Chiquillos
panzudos, con la ropa en jirones, aguardan, en las puertas, la llegada del tata.
Se gruñen los perros y baten el aire, sucio de humo, con sus colas.
—¡Háganse pa’juera, canijos…!
—Perro encimoso, ¡sáquese!
Los bueyes y las cabras presuntuosas, al corral; los hombres, a las casas, y
sus manos nudosas y encallecidas rozan, al pasar, la pelambre de los
chamacos; y hay en sus labios tres palabras —saludo, caricia, consuelo portan
larga ausencia:
—¿Qui’hubo, m’ijo?

III

Página 83
ESPEJEA EL aguaje con temblores de azogue. Asentado en un vallecillo,
resbalan hasta sus bordes las pendientes de una loma y tres sinuosas culebras
de polvo convergen en las riberas.
Para los habitantes de El Bonito —el caserío de la cima— el charco es la
vida: aguas que han lustrado sus cuerpos durante generaciones, aguas que han
saciado la sed, a hombres y bestias, desde los tiempos viejos.

IV

ABIERTOS los pechos, firme la grupa de potra joven; brillantes las negras
crenchas; seguro el paso; moreno cántaro al hombro, baja al agua la india
Martina.
Revuelan los moscos en el silencio. Con el agua hasta el tobillo y recogida
la falda bajo la corva, Martina llena, lentamente, el cántaro, mientras
canturrea muy quedo canciones que nadie escribió, y su mano ancha de
aplanar tortillas detiene briznas de pajas y hojas secas que sobrenadan.
En la sombra del matorral rebrilla la lumbre de un cigarro. El aire lleva
crespones de humo fuerte. Florencio Marcos, el rostro en sombras y las
manos colgadas de la pretina, avanza pisando fuerte en la arena:
—¡Martina!
Vuélcase el cántaro al sobresalto de la india:
—¡Ay!
Tranquiliza Florencio, echándose el sombrero hasta media cabeza:
—¡Chist! Soy yo.
—¡Ah!
—¿Sabes? ¡Quiero hablarte!
—Di.

NO ERAN novios; pero algún día, cuando él tuviera su propio jacal, su parcela
y su yunta, se casarían. Lo dispusieron, doce años antes, sus padres, los tatas
Justino y Pascual. Y Martina y Florencio, ya crecidos, se gustaron. Mas las
gentes de El Bonito murmuraban:
—¿Hasta cuándo quedrá trabajar ese muchacho?

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—Pue’que Lencho aguarde que se le muera el tata, ¿no? —¡Yo crioque le
ganan la muchacha! ¡Melesio ya l’anda pajareando cerca!
—Pero a ella no le gusta pespuntear.

VI

SENTÓSE Florencio sobre los talones, a orillas del charco. La lumbre del
cigarro torcido en hoja de elote, iluminaba, a cada fumada, las duras aristas de
su rostro.
—Quería verte, Martina.
—¿Sí?
—Sí, porque quiero casarme contigo.
—Los tatas ya lo dijeron.
Florencio se puso en pie y le tendió la mano invitando:
—¡Ven!
Aquel contacto de sus manos era el primero, y latió más de prisa el
corazón de Martina. El cántaro borboteaba asentado en su alveolo de limo.
—¡Ven, siéntase aquí!
Respiró Florencio Marcos profundamente y dijo después de un rato,
soplando la brasa del cigarro:
—Ya sé que los tatas lo arreglaron, pero quiero tenerlo antes. ¿Me
entiendes?
—No, no sé.
Aproximóse Florencio y rodearon sus brazos los hombros de Martina. Se
inquietó ella, sin resistirse a la garra que atenaceaba su carne intocada bajo la
manta.
—Lo que te digo, ¿sabes?, es que nos casemos, que seas mi mujer.
—Sí, tu tata y mi tata…
—No seas bruta. Ellos lo quieren. Lo haremos, pero ¡quén sabe hasta
cuándo!
—¡Ah! Yo…
El abrazo se hizo más estrecho. Casi ahogaba a Martina.
—Antes. Ahorita mismo.
Y abrió la india grandes, muy grandes los ojos:
—¿Ahorita?
La prieta garra de Florencio rasgó la ropa; mientras la vocecita de Martina
protestaba:

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—¡No, Lencho…!
La hija de tata Pascual ya no opuso resistencia. Hembra y macho, un solo
cuerpo, deseo bajo la noche de estrellas.

VII

PREGUNTÓLE Martina, mucho rato después, quebrada la voz por densos


sopores:
—¿Cuándo me llevas pa’l jacal?
Le sonrió Lencho, vertiendo picadura de negro tabaco sobre la hoja de
mazorca:
—¡Nomás que’l Banco me dé los centavos!
—¿Y pa cuándo será?
—¡Ya mero, ya mero!
Ella le creyó. Pero Florencio pensaba de otro modo. Esperó a que Martina
remontase la loma y, jinete en el caballo que ocultara, al llegar, en los
matojos, abandonó aquellos campos en que viviera por veintidós años.
¡Cómo se le antojaba Martina cuando la espiaba bañarse desnuda, en el
aguaje! ¡Cuánto deseó aquel cuerpo de macizas carnes! Lo había conseguido
y se iba, saciado el instinto, quizá para siempre: había dado palabra a un
enganchador de trabajadores, días antes. Nuevas caras, nuevos paisajes, nueva
vida le esperaban. Y nuevas mujeres, también —blancas y diferentes.
Ningún remordimiento.
—De que otro se la gane, mejor que sea yo.
Los tatas, ¿qué dirían los viejos? Alzó los hombros.
—¡Digan lo que digan, ya’sta hecho!
Antes de perderse en el laberinto de los caminos que llevan a las tierras
bajas, Florencio volteó el rostro y contempló unos segundos las casas, su casa,
de El Bonito. Luego espoleó al caballejo, y comenzó a descender.
—¡Ya se va Florencio Marcos, valedores!

VIII

EL VIEJO Justino movió la cabeza:


—Ese muchacho crioque ya no vuelve. Táte aquí pa que tengas tu
chamaco. Ta’nojao tu padre, Martina; yo lo contentaré, pos al cabo no toda la

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culpa es tuya. ¡Ah, diablo, di’hombre! ¡Malaya…!
El vientre combado, más triste la mirada, Martina se quedó a vivir en el
jacal de tata Justino. Su viejo la perdonó —¿qué otro remedio?— y cuando
alguien comentaba la flaqueza de su hija, respondía ceñudo:
—¿Y qué les va? Es mujer y las mujeres sólo pa’eso sirven.
Pero Pascual quería vengarse y si, conversando con Justino, tocaban el
punto, sentenciaba:
—¡Si no le cumple, me la paga!
Y el otro respondía siempre:
—Sí, compadre. Se la paga.
Y hablaban horas y horas de lo mismo. Sólo Martina, cada día más
deforme, no decía nada, y disfrazaba sus lágrimas con agrias lágrimas de leña
verde.
—Es muy canijo su muchacho, compadre; muy canijo…
Ella gemía en un rincón, hecha ovillo en la sombra, brillantes, como
siempre, los ojos mansos.
Aventuró una noche, temblándole la voz:
—Diga, tata, ¿ón’tará él?
El viejo Justino repuso sin verla:
—¡Sepa Dios! A lo mejor con esas mujeres que pegan las lepras…

IX

NACIÓ EL chamaco, robusto y prieto —una bolita de barro con ojos de capulín,
y el tata abuelo le festejó:
—¡Bonito, m’ijo!
Al día siguiente, como todos, la india Martina volvió al metate a echar
tortillas para el almuerzo mañanero. Y desde esa madrugada, Lupe, el hijo
más chico, el último que le quedaba a Justino, no fue ya al campo,
quedándose al cuidado del jacal.

UNA NOCHE más.


El aire frío, tajante como cien navajas, lame la hojarasca del techo. Los
cigarros se hacen eternos en los labios de los tatas, y beben éstos café al

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abrigo de la lumbre. La india en el rincón más lejano, amamanta al chiquillo.
Lupe, sentado en el suelo ante su padrino y su viejo, los mira beber.
Resonaron tres golpes enérgicos en las tablas de la puerta:
—¡Noches!
—¡Éntrele!
Lupe quitó el palito que sustituía al pasador y se silueteó la recia figura de
Florencio. Los viejos se miraron y siguieron fumando.
—Ya volví, viejos.
En el rincón lejano se movió una sombra. Después de un rato Pascual
dijo:
—¡Ya llegó, compadre! Ora, dígale.
Justino dejó el jarro a sus pies.
—¡Ya volvistes! Ora, cúmplele. Martina parió un hijo.
—¿Un hijo?
—Sí, tuyo. Vino cuando te juistes, y te ha esperado pa’que te cases con
ella.
Martina se paró junto a la lumbre, colgada de su seno la redonda cabeza
del chamaco. La miró brevemente Florencio, y sonrió altanero:
—¡A lo mejor es di’otro!
Lupe, abiertos los labios carnosos, contemplaba a su hermano, con envidia
por la brillante chamarra de cuero que portaba; con respeto por la fiera actitud
que asumió, asentado, fírme con las piernas separadas, en el centro del jacal.
Insistió Justino:
—Manque sea. ¡Te mando le hagas palabra!
Se evadió Florencio, insolente:
—No puedo. Tengo’tra.
—¡Déjala! ¡Cásate con Martina!
—¿Con esa? ¡Voy…!
Pascual se volvió a mirar al otro viejo:
—¡Ora, compadre, dígale!
Justino, rechinando las clavijas de la encía, extendió el brazo y descolgó
del muro un corto machete, de centelleantes filos:
—¡Hazlo!
Y blandió la hoja, resuelto. Florencio, sin decir nada, miró a su padre de
arriba abajo y le dio la espalda. Tras él se lanzó el viejo y, tomándolo de un
hombro, lo hizo girar bruscamente, mientras enarbolaba el machete:
—¡No te vayas, desgraciado!

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Florencio, brutal, le dio un empellón, echándosele encima con una daga
en la mano. Silbó el cuchillo, pero ya veloz bajaba la hoja del machete, para
abrir labios sanguinolentos en el cuello del agresor.
Se desplomó sin quejidos, Florencio, desangrándose como una res. Lupe,
tímido, pasó la mano sobre el cuero liso de la chamarra. Martina inmóvil, con
los ojos muy abiertos, vio correr la sangre que se bebía la tierra.
Tata Pascual volvió a su banco, de cara al fogón. El viejo Justino limpió el
machete contra el muslo y ordenó a Lupe:
—¡Échalo pa’juera!

1942

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Cuarta parte

(isla penal)

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¡Gatazo!

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I

CLARINES DE Balleto llevaron a los campamentos de la isla el toque de lista.


Clarines de Nayarit, Rehilete, Arroyo Hondo y Salinas repitieron el largo
quejido de cobre, llenando de inquietudes sonoras los rincones de la selva.
Hervor de voces humanas fue agrupándose en la calle principal de la
colonia, entre los edificios toscos y bajos y el Pacífico, de lento golpear contra
los extensos playones arenosos del puerto.
Silencio de yodos y alas cansadas, que frotan el aire camino de San
Juanito, la isla que es como un caimán flotando sobre el mar de aluminio, se
hizo entre las filas de hombres que, de dos en fondo —desnudos los pechos,
unos; con la blusa de mezclilla untada al torso, otros— aguardaban responder
con un ¡presente! al número por el cual la justicia ha permutado sus nombres.

II

SE CUADRARON en maquinal movimiento los soldados, cuando, de blanco y


seguido de dos subtenientes, apareció el capitán Pancho Grajales:
—¡Atención…! ¡Firmes!
El seco redoble de doscientos pies respondió a la orden. Los soldados
flanquearon a los presos. El capitán metió los papeles en el círculo luminoso
que proyectaba la lámpara del subteniente Rueda:
—Se procede a la lista del 27 de agosto. ¡219!
—¡Presente!
—783.
—¡Presente!
—237.
—¡Presente!

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Los hombres horizontal el brazo sobre el pecho, después de contestar,
daban paso adelante y formábanse, ahora de cuatro en fondo, del lado
contrario. Instrucciones, rápidas y secas, para el día siguiente. Volvió a sonar
el clarín, cuyas notas metálicas aletearon en la atmósfera de sopores.
—¡Firmes…! ¡Descanso! ¡Firmes…! ¡Rooompan… filas!

III

—¡OYE, TÚ, Javier Corral!


Javier se detuvo. La selva se había tragado sus gritos y sólo, un poco más
silbantes que los del mar, percibíanse rumores de bocas comentadoras.
—¿Qué te pasa, negro?
—¡Nada, todavía! ¿Sabes?
El otro, un mulato enorme que purgaba quince años de condena por
homicidio, le echó el brazo desnudo alrededor del cuello, y siguieron adelante
muy despacio, por el blanco camino de arena que cruza el penal de extremo a
extremo.
—Sabes, los muchachos van a dar esta noche un gatazo, y si tú quieres…
No estaba dispuesto Javier Corral a jugarse la vida tan pronto, porque el
gatazo, que es el ataque entre varios a una mujer, expone a quienes lo
practican a pagar por su aventura el más alto de los precios, pues el honor de
un soldado —si soldadera ha sido la víctima— lleva olor de pólvora y
palabras de mausser.
El negro, en mueca que era amenaza y sonrisa, fijó las dos grandes lunas
de sus ojos en los de Corral:
—¿Te animas? ¡Somos cuatro!
—No, no le entro. Después de todo, ¿para qué?
—¿Para qué? ¡Tú sabes que un cigarro, un vaso de agua y…!
Sonrió Javier:
—¡A nadie se le niegan, pero no!
El gigante peló la blancura repugnante de sus dientes, sin cambiar el gesto
de su cara:
—Acuérdate de antes, cuando eras tú el más animoso.
Volvieron, repisando sus huellas en la arena. El cuartel de los presos,
inmenso y callado, era una sombra un poco más negra que la que El
Borbollón, la joroba de la isla, proyectaba sobre el mar.
—No, Negro, ya no necesito. Tengo lo mío.

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—Bueno, pues.

IV

LOS HOMBRES cambiaron una mirada mientras, sobre sus cabezas, brillaba la
risa acerada de las hachas y rítmicos, desesperantes toc-tocs mordían la pulpa,
roja y jugosa, de un gran cedro derribado.
Paco Chicalón —el raterillo de mirada tonta y manos extraordinariamente
bellas, que el rudo contacto con el mango de su hacha aún no estropeaban—
fijó sus ojos interrogadores en el Negro. Este sonrió:
—¡Claro que sí…!
Lo recordaba todo ahora, a mitad de la selva, en plena jornada leñadora:
después de dejar a Javier Corral reunióse con los otros tres de la aventura.
Luego, entre la oscuridad, por el camino blanco, fueron hasta Rehilete.
… Sobre la rodada avanzó una sombra: soldadera que al hombro llevaba
un cántaro. Era la misma. No podían equivocarse: muchas noches habíanla
observado en sus nocturnos viajes de Rehilete a Balleto.
La atacaron. El cántaro rodó por el polvo y la noche ahogó los gritos de la
hembra. Luego ellos regresaron al barracón silenciosos, ahitos.

ALGUIEN LE dijo a Bonifacio Míreles, soldado de la compañía de vigilancia


destacada en Balleto:
—Cuida a tu mujer, porque te engaña.
No sintió celos, sino ira tremenda hacia ella, hacia ese guiñapo que había
llegado con un cargamento de «taquígrafas» —prostitutas de San Blas,
Mazatlán y Manzanillo a las que se permitía, años atrás, ir al trato a la Isla.
No sintió celos, porque ella todavía le ayudaba a no pasar tan solo las
largas jornadas de caluroso tedio.
—Te engaña, Mireles.
Era muy hombre Bonifacio Mireles y no iba a permitir, de todos modos,
que su mujer, que vivía a su lado en los cuarteles inmediatos al puerto,
siguiera haciéndolo tonto. Y la espió, sin éxito, muchos días, y hasta cuando
iba ella a bañarse la vigilaba —listo siempre el mauser.
Una noche le dijo suavemente:

Página 94
—Ustedes, las viejas, siempre andan buscando que uno les dé un
plomazo, por locas.

VI

TRASLADARON a Bonifacio Mireles, por tres días, a Salinas, y se llevó a su


mujer.
Paco Chicalón, con esa habilidad para enterarse de las cosas, lo supo y fue
a decírselo a Javier Corral, al que admiraba desde aquella vez que Javier
impidió, con sus puños, que El Perico abusara de la debilidad física del
raterillo.
—Oye, Corral, ya se llevaron a tu vieja para Salinas. Me dijo que te
avisara que esta noche te espera en El Reventón.
—Bueno, pico de cera.
Esa Noche el Negro le dijo a Javier Corral:
—¡Cuídate! Recuerda que

¡En mil novecientos treinta


—treinta y uno, bien contado—
hirieron a Juan Higuera,
un recluso remontado!

VII

SE FUE caminando entre las yerbas, para que sus pisadas no resonaran en la
noche. Iba por el filo de la selva, que respiraba, oscura y compacta, como un
gran animal dormido.
Escuchábase, sobre el Pacífico grave, el aleteo de algún pájaro rezagado,
mientras débiles ráfagas de brisa, tibia y espesa, abombaban la camisola de
Javier refrescándole pecho y espalda.
A la vista del torreón de Salinas, donde la luz amarilla del velón de la
guardia era como una estrella muy baja, Javier Corral abandonó el camino
franco y descendió hasta El Reventón, arroyo de riberas tupidas de
guayacanes, cedros y margaritos.
—¡Psh! ¡Psh!

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Algo se movió en el matorral oscuro. Un leve silbido rayó el terso cristal
de la noche yodada.
—¡Sal ya!
Apareció una mujer —una mujercilla vulgar como todas las soldaderas.
—Pensé que no vendrías.
—¿Sí?
Se tendieron sobre la yerba y ella contó las novedades:
—Aquél sabe algo. Me dijo que las mujeres andamos buscándoles la
punta a las balas.
Ya no hablaron más.
Mucho rato después, Javier bisbiseó:
—Me voy. Te mandaré avisar con el Chicalón.
La mujer se puso en pie y limpió, de polvo y yerbas, el vestido miserable.
—¿No me das nada hoy?
Javier le entregó un peso y se fue, mientras ella contemplaba con ojos
avaros la pequeña luna metálica que brillaba en la palma de su mano.
Ahora marchaba más de prisa; feliz, optimista. Una mujer es siempre una
mujer, ¡qué caray! Iba por el centro del camino, ya sin recelos, como si la
completa satisfacción le diese mayor seguridad. Estaba tan contento que
hubiese pegado un grito, uno de esos gritos que se alargan por la sombra,
estremeciéndola, levantando de la selva las verdes protestas de los pericos.

Oyó sus pasos próximos. Estaba allí desde media hora antes. Paco Chicalón le
había dicho, a cambio de dos pesos, que Javier Corral iría a ver a su mujer a
El Reventón. Y Bonifacio Mireles aguardaba.
Los pasos se aproximaban. Míreles, sentado en cuclillas, bien oculto tras
los matojos, apoyó mejor sus pies. Luego hizo chasquear, secamente, el
cerrojo de su mausser, cortando cartucho. Tendió el riñe.
Al apuntar, vio que en la mira brillaba una gotita de estrella.

1943

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Un peso para morir

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I

EL COMANDANTE no lo soportó más. Se le vio la cólera en la carota prieta:


—¡Largo de aquí!
Felipe Rubio retrocedió un paso y se colgó del trapecio del silencio.
Porque él era muy hombre y el comandante no tenía derecho para hablarle así,
para hacerlo arder en furia. La boca sabíale agria, metálica y en su estómago
rodaban elaboradas bolitas verdes, de bilis. Le dolieron las palabras y, más
que todo, el tono brutal con que fueron dichas. ¡El comandante tenía mujer;
mujer todos los días y todas las noches!
Él. Él era sólo un preso. «198. Ratero». Y, además, borracho. Por la
botella de brandy que se encontró ante El Camarón, viniendo de Arroyo
Hondo, había perdido el derecho de solicitar una «taquígrafa», ahora que tenía
los cuarenta pesos. ¡Cuarenta pesos ahorrados dolorosamente en más de un
año!
El «Tres Marías», con el capitán Churruca en el puente, largó tres pitazos.
Los marineros, a pulso, comenzaron a jalar la cadena del ancla. Un sudor
aceitoso abrillantaba las rudas espaldas. El buque, un yatecito blanco,
bamboleábase suavemente, frotando su banda de babor contra el muelle de
madera.
Estaba oscureciendo y un vaho verde y rojo, semejante al de la selva a esa
hora, comenzó a empañar como el vapor o el aliento a un vidrio, los ojos de
Felipe Rubio. El comandante sudaba como un cerdo y con un gran paliacate
echábase aire sobre la cara y el pecho lampiños. Salió del cuarto y empujó sus
pasos resonantes rumbo a las tablas de guayacán del muelle. El ancla
chorreaba sal en un costado del buque. Churruca, con la gorra hundida hasta
las narices, gritaba furiosamente a un marinero que no podía soltar el cable de
una bita.
Ya de noche, el «Tres Marías» encendió sus luces y se metió al Pacífico
—a toda marcha su corazón diesel.

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II

FELIPE RUBIO se tendió a un lado del muelle, al socaire del garitón de la


guardia. El comandante estaría en el cuartel, con su mujer. Y él estaba solo,
furioso, reprimido y macizo como la sombra, y también lleno de deseos.
Cuatro, de Balleto, habían encargado «taquígrafas» a Mazatlán. Pasado
mañana las tendrían allí, todas risas y frescura para esa lumbrada que llevaban
por dentro los presos.
Pero el comandante era una bestia. ¡La disciplina! ¡Bah! Como si la
respetaran tanto. Quizá hizo mal en no ofrecerle dinero. Sabía que le gustaban
los centavos, pero no se atrevió. ¡Quién podría asegurarle que las cosas no se
pondrían peor!
En ese momento estaba infinitamente amargado. ¡Año y medio sin mujer!
Desde la última vez que tuvo una ahorró, moneda a moneda, su tesoro.
¡Cuarenta blancas rueditas de a peso!
Tendido en la sombra caliente, Felipe Rubio acumulaba todo su odio y
toda su vergüenza por haber rogado algo, inútilmente, al jefe, un coronel de
San Blas, que cuatro meses antes llegó a la isla. El militar se burló, se rió en
sus narices, le gritó borracho y sinvergüenza, y él no pudo contestar.
Más que todo no podía olvidar, no olvidaría nunca, la escena última, antes
de que el comandante saliera a despedir el barco. Cuando el jefe dijo: «¡largo
de aquí!». Felipe insistió casi llorando. Entonces el coronel escupió por un
lado: «Si me sigues moliendo, tendré que matarte. No lo hago ahorita porque
no vales lo que cuesta la bala».
Lo dijo tranquilamente, machacando, como si las masticara, cada una de
las palabras:
«Tendré que matarte… no vales lo que cuesta la bala».
¡La culpa de todo, de que él estuviese desesperado y sin un cuerpo que
acompañara al suyo, en las terribles jornadas de su nocturna soledad, la tenía
aquella maldita bebida!
¡Si no la hubiera encontrado! Pero cuando las cosas están escritas,
suceden. Y él la halló, precisamente cuando regresaba a Balleto, orillando la
playa, para solicitar que le trajeran una mujer. Fue en la ensenada de El
Camarón. Flotaba algo en la resaca. Se detuvo. Miró la botella, medio
sumergida, que no podía llegar a tierra. Él le ayudó, lo cual fue su perdición.
El frasco contenía brandy y le pareció fácil a Felipe Rubio bebérsela.
Ebrio llegó a Balleto y lo arrestaron. Felipe durmió esa noche en el
cuartel. Tenía la sed de mil borrachos. Pidió agua y se la negaron. Entonces

Página 99
vino el comandante, lo insultó y lo dejó ocho días más en el calabozo.
Después de aquello sólo le quedaba, como último recurso inútil, pedir, pedir.
Naturalmente que conservaba sus cuarenta pesos. Eso es una fortuna en la
isla. Podía arreglarse con una soldadera, pero no se atrevía. Estaba fresco aún
lo de Javier Corral, el que se acostaba con la mujer de Bonifacio Mireles, y él
no estaba dispuesto a jugársela así nada más.
Felipe deseaba hacer las cosas bien, correctamente, y disfrutar de su mujer
sin sobresaltos, ni angustias. Con los cuarenta pesos la tendría a su lado una
semana. Era suficiente.
Quedaba otro recurso, pero era repugnante. U otro más, por el estilo. Él
quería una mujer, y para tenerla habíase aguantado. Todas las cosas tienen un
límite y Felipe Rubio estaba ya en el suyo. Cuando él llegó a la isla preguntó:
«¿Cómo le hacen cuando quieren a una mujer?».
Alguien dijo:
«Las mujeres son como los espejos. Nunca las vemos».
Otro fue brutal:
«Cuando pensamos en ellas, volvemos a ser niños».
Y el que había hablado se miró las manos, con una mirada oscura. Felipe
Rubio supo también de los maricones que sirven en la Dirección. Pero ni uno
ni lo otro le interesaba. Él quería una mujer y empezó a ahorrar cuando se
enteró que la Dirección permitía, a los reos de ejemplar conducta, traer
prostitutas de los puertos de la costa para que los acompañaran durante unos
días, nunca más de una semana. Y para ello precisaba una fortuna: cuarenta
pesos.

III

«NO VALES lo que cuesta la bala». En esto pensó los días siguientes. Se
arrimó al mar cuando el «Tres Marías» regresó. Además de los víveres, las
medicinas, los cigarros, los materiales de construcción, venían las cuatro
mujeres.
Los hombres de Balleto murmuraban su envidia contra los afortunados.
Grandes grupos habían ido formándose ante el chaparro edificio de la
dirección. El médico de la colonia examinó a las mujeres, en un cuartito
contiguo a la oficina. El coronel presenció, como era su costumbre —
morbosidad más que deber— el examen.

Página 100
Felipe Rubio las miró pasar, con sus vestidos chillones, sudados bajo la
axila. De todas, una de pelo claro le gustó enormemente. ¡Pudo haber sido
para él! Y él estaba, hecho un idiota, parado ante el edificio en espera de algo;
de algo que no sabía qué era.
Cada mujer era una vida. Una larga semana: uno, dos, tres, cuatro, cinco,
seis, siete días y siete noches, con ella. Durante esa semana las «taquígrafas»
serían celosamente vigiladas por sus amantes, y la pelea encenderíase si algún
otro recluso intentaba conseguir una entrevista…
¿Cómo escapar a la tortura de los malos pensamientos, de los deseos
terribles? Felipe se hizo el propósito de trabajar en el monte, de pedir su
traslado a otro campamento, de rendirse en la faena y dormir por las noches,
cansado, sin malos pensamientos. ¡Después de todo faltábanle ocho meses
para salir libre! ¡No volvería a ser estúpido!
Porque él fue a la isla por una estupidez… Una noche pasaba por las
calles de Azueta, a espaldas del edificio metropolitano de la Jefatura de
Policía. Allí, abandonado, con el motor en marcha y la puerta delantera
abierta, había un automóvil rojo, resplandeciente. Felipe Rubio siempre soñó
robarse un coche. Viró los ojos. La calle estaba desierta, se acomodó ante el
tablero y llevóse el vehículo. En la avenida Juárez torció hacia la Reforma.
Pero al llegar al Caballito, alguien habló detrás de él, desde el asiento:
«¿Qué hubo, chato? ¿A dónde vas?».
Era un policía. Un policía que venía durmiendo en la parte posterior y al
que él no había visto. Felipe sonrió:
«Dando la vuelta, mi jefe».
«Pues dala a la esquina, que vamos a la Jefatura».
Como no tenía oficio y como vivía de las mujeres, Felipe Rubio fue
consignado por vago y malviviente. Más tarde, el doctor Chávez lo envió a la
isla en una cuerda.
Felipe Rubio prometió no volver a robar un coche policiaco de
radiopatrullas —aunque, al parecer, estuviese abandonado.

IV

EN EL pizarrón de Balleto anunciaron la salida del barco para las seis de la


tarde. Los «libres» fueron concentrados desde al mediodía en la oficina,
mientras las «taquígrafas» eran entregadas a sus temporales maridos. A cada
uno de aquellos se le dieron sus papeles de libertad y se les obsequió una

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pequeña suma en efectivo, para atender sus primeras necesidades en tierra
firme.
Felipe Rubio aguardó ante la puerta. El comandante estaba terminando de
firmar los documentos de los liberados.
Luego entró a la oficina y se paró en un rincón, en atenta espera. Al cabo
de una hora, el coronel despachó sus asuntos y se limpió el sudor.
Felipe Rubio se le acercó:
—Mi comandante, quiero pedirle un favor.
La fila de los «libres» estaba formándose a todo lo largo de la calle:
—¿De qué se trata?
—¿Usted sabe? Tengo dinero. Cuarenta pesos.
Ese día el coronel estaba de buen humor:
—Es mucho dinero. ¿Para qué lo quieres?
—Para una muchacha, ahora que sale el barco.
Tosió el militar:
—No se puede.
—Pero, comandante.
—Te has portado mal. Eres borracho. Si acaso, dentro de tres meses.
—¡Tres meses! ¡Es mucho tiempo, comandante!
—Si no te conviene…
—¡Tengo derecho, lo que pasa es que usted me ha cogido ojeriza!
Lo miró el coronel largamente, sin hablar.
—Si insistes tendré que matarte.
Felipe seguía engallado:
—Le falta arranque para hacerlo.
El comandante se levantó, con una risa fanfarrona y oscura:
—¡Cállate o te encierro! Cuando quiera matarte, no te avisaré. ¡Tal vez
cuando el parque esté más barato, o cuando merezcas que gaste en ti el peso
que cuesta la bala!
Se le nublaron los ojos a Felipe Rubio. Un vaho verde y rojo. ¿Sería el
calor o el coraje? Enfurecido metió la mano a la bolsa; sus dedos prietos
temblaron cuando, allá en el fondo, capturó una moneda. Luego, haciéndola
sonar estrepitosamente, la tiró sobre la mesa.
Con la boca amarga y los ojos fríos de lágrimas rabiosas, farfulló:
—No se apure, comandante. Aquí está el peso para su bala.
Y se quedó parado, derecho y duro como un guayacán del monte —
esperando.

1945

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