Lamadri
Lamadri
Lamadri
LAMADRÍ, EL RENACIDO
radio, es decir, no confiaban (ni confían
“
jugado siempre a la pelota . los Pep Guardiolas, los Kurt
piernas luego de las clases de Educa-
hoy) en que su imagen deje una huella Lutman. Llegó un cinco que raspa.
ción Física, pero también de Matemá-
en los medios. Se repite la experiencia Y a mí no me sorprende porque los
ticas y Geografía.
de su paso por el fútbol, donde su rústicos en la cancha, no lo somos
Ya de adolescente y en la escuela
“
imagen no quedó inmortalizada en a la hora de enfrentar la Olivetti .
secundaria, sería expulsado faltando
grandes goles, sino en jugadas de
tres meses para finalizar el quinto
incierta caballerosidad deportiva.
año por una falta que dijo no come-
Hoy, 2020, es Director General de
ter. Más tarde estos problemas de
Medios de la Municipalidad de
conducta y esta falta de argumentos
Avellaneda y escribió este libro.
en su defensa se repetirían en
algunos estadios de futbol.
Foto de tapa
Leo Patti
Diseño de tapa
Augusto Pugliese y Juan José Caputo
Diseño de interior
Fede Sosa
Editorial
www.edicionesalarco.com
Lamadrid, Hugo
Lamadrí, el renacido : gloria, caída y resurrección de un trabajador
del fútbol / Hugo Lamadrid. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de
Buenos Aires : Al arco Ediciones, 2020.
148 p. ; 22 x 15 cm.
ISBN 978-987-1367-83-2
1. Fútbol. 2. Autobiografías. I. Título.
CDD 796.334092
HUGO LAMADRID
LAMADRÍ
el renacido
Gloria, caída y
resurrección de un
trabajador del fútbol
Dedicatoria
¿Qué hace un jugador cuando baja la cortina? ¿En qué ocupa su vida?
¿En qué actividades busca la adrenalina que solo le puede dar esa mezcla
de sudor, endorfinas y átomo desinflamante que es el fútbol profesio-
nal?
Con las estadísticas no ofendo ni temo: el 43% se vuelca a la di-
rección técnica, el 22% al periodismo, el 11% a la representación de
jugadores y, atención que aquí viene el dato: un 4,3% pone un lavadero
de autos (o inyecta capital en alguno ya abierto). Solo el 0,7% se abraza
a la literatura. Pocos. Elegidos. Pero no deja de ser una salida laboral
digna. Este camino que inicia Hugo Lamadrid ya fue transitado por
otros. Pero les puedo asegurar que ninguno antes lo hizo con su hones-
tidad, con su avidez de contar y con su pinzamiento lumbar. A la hora
de escribir, doloroso como cachetada de Transformer.
La relación del fútbol y letras es histórica. Incluso entre los autores
clásicos. La literatura tuvo a Borges y a Cervantes… O sea, ciegos y
mancos hay en ambos bandos.
También existen los casos de escritores que se destacaron en el fútbol,
como Albert Camus que atajó en el equipo de la universidad de Argelia;
el Gordo Soriano, que jugó de 9 en un equipo de Cipoletti; o el más
cercano Javier Milei, que antes de escribir “Otra vez sopa: maquinita,
infleta y devaluta”, atajó en las inferiores de Chacarita y en la selección
de Libertarios Peleados con el Peine.
El Triunfador y yo nos retiramos vistiendo la misma camiseta: la de
Douglas Haig de Pergamino. ¿Casualidad? No creo en eso. Lo conozco.
Hay un modus operandi que une nuestras rocambolescas carreras: con
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más raspones que pared de garaje, tenemos más Amarillas que Paraguay,
y ahora viene su obra en papel.
Lamadrid no se zambulle a una pileta sin agua. No se tira de un
avión sin paracaídas. No come un chori con chimi en Costanera Sur
sin clavarse un protector gástrico. Hugo ha estudiado, ha investigado.
Hay muchos títulos de libros que refieren al fútbol y, salvo este excinco
de Mandiyú y San Martín de San Juan, nadie lo sabe. Por ejemplo:
“La conjura de los necios” narra el desarrollo de la Asamblea de la AFA
que determinó jugar un campeonato de 30 equipos. O “De la tierra
a la Luna”, que relata la historia de un penal de… bueno, ustedes ya
saben quién. Es más, muchos creen que “El centroforward murió al
amanecer”, si era centroforward y lo engancharon al amanecer, estaba
inspirado en el Ogro Fabbiani.
El mismo Hugo me contó (no pudo no contarme) que maneja la
teoría de que “Así habló Zaratustra” es la historia de un wing izquierdo
al que siempre echaban por exceso verbal. Pero todavía no lo leyó, así
que no se puede confirmar.
El de Lamadrid es el ejemplo que llega para romper –no se esperaba
otra cosa de su parte– con la hegemonía de los habilidosos en el mundo
de la literatura. Apártense los Valdanos, los Pep Guardiolas, los Kurt
Lutman. Llegó un cinco que raspa. Y a mí no me sorprende porque los
rústicos en la cancha, no lo somos a la hora de enfrentar la Olivetti (ni
a Olivetto, porque es segunda amarilla y afuera).
Yo lo intenté y pagué. Pero con este libro de Hugo, les puedo asegu-
rar que la literatura… la literatura no se mancha.
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Lamadrí, el
inmortal
-Estudiá, Hugo, estudiá… El día de mañana te vas a arrepentir.
¿Cuántas veces me lo habrá dicho mi vieja? Decenas. Cientos.
Miles.
Pero, a los 20 años, tengo un problema: soy futbolista, llegué a Primera
y me creo inmortal.
De golpe tengo un auto nuevo, plata en el bolsillo, fama. Firmo au-
tógrafos, salgo en la tapa de los diarios, me gritan ídolo en la calle. Mi
cabeza no está preparada para procesar tanta información; tampoco me
prepararon para poder hacerlo.
Nadie me dijo que la vida útil del jugador de fútbol es más que li-
mitada. Yo sabía que el fútbol era hermoso, una pasión universal, pero
nadie me dijo que en un contragolpe te pueden agarrar mal parado y
con la defensa desarmada.
Y que se puede acabar todo en un instante.
salimos del asedio tengo que correr hacia adelante y el dolor me parte.
Cuando nos atacan, en cambio, me puedo quedar parado, nada más
que ocupando el espacio. Para eso entré.
El árbitro pita. Termina el partido. Termina esta tortura.
El Coco me felicita, algunos compañeros me abrazan. Hay que ba-
ñarse, atender a la prensa, ir al aeropuerto y volver a Buenos Aires.
Ganamos. Yo siento que perdí.
Digo en teoría.
Abro el interrogante con la ilusión de que, al menos, quienes tengan
este libro en sus manos lleguen al final de este primer capítulo.
No por conformismo: aprendí a la fuerza y a los golpes que un gran
logro se construye con pequeños logros diarios; y además ahora todo
cuesta el doble.
Ya no soy aquel futbolista al que le pedían autógrafos o fotos a la
salida de un entrenamiento o al que llamaban desde los programas de
radio y de TV.
Ahora soy nadie.
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CAPITULO
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Tres
agujas
El martes 28 de febrero de 1989 por la noche, la inconfundible
música de apertura de la transmisión de los partidos de Copa
Libertadores me sorprendió en el sillón del living de la casa de
mis viejos en Villa Domínico. La voz todavía poco conocida de un jo-
ven Marcelo Tinelli abrió la transmisión por Canal 13 desde Lima con
las novedades de Racing: “El equipo de Coco Basile llega con dos bajas.
La más importante, la del Pato Fillol, que no viajó por un problema
en la rodilla. Y la otra es la de Lamadrí, que se quedó en Buenos Aires
a la espera de confirmar la fecha para la intervención quirúrgica de su
tobillo derecho”.
Las novedades de Universitario de Lima las dio Ernesto Cherquis
Bialo: “Hay dos jugadores a seguir en el equipo de Juan Carlos Oblitas:
José Chemo del Solar en el mediocampo, y el rapidito Eduardo Rey
Muñoz por la franja derecha del ataque de su equipo”.
A Del Solar ya lo conocía, era un volante extraordinario. A Rey Mu-
ñoz lo conocí de lejos en ese partido: un puntero derecho bajito, morru-
do, bastante hábil pero canchero. De esos jugadores capaces de poner
nervioso a todo un equipo y, obviamente, también a mí: hizo que en el
sillón de mi casa me brotara toda clase de sentimientos negativos.
Su gesto técnico preferido era frenar, pisar la pelota y amagar pa-
sando reiteradamente su pie sobre el balón; una jugada inmortalizada
por Corbatta o por Garrincha que, a Rey Muñoz en edad escolar y en
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HUGO LAMADRID
se encuentra con la pierna. Es ahí adentro, en ese lugar donde las astillas
de la tibia chocan con el astrágalo. Y la “aguja común” mide alrededor
de 4 centímetros. Sí, había que meter una aguja de esas dentro de la
articulación para que fuese más efectivo.
Le dije que no. Que para el entrenamiento iba a soportar el dolor;
que la infiltración con la aguja común me la hiciera al día siguiente, el
viernes, para el partido.
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CAPITULO
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La
Nashua 23
Luego de ese partido en Lima contra el Sporting Cristal, los
comentarios periodísticos y las opiniones de los hinchas coinci-
dían en que me habían visto muy bien. Recuperado, corriendo,
metiendo, siendo importante en el medio de la cancha. Haciendo los
relevos y siendo solidario con mis compañeros. Y no entendían dema-
siado cuando se enteraban que tenía un hueso roto y un tobillo ávido
de entrar a un quirófano.
El jugador de fútbol suele esconder sus miedos y sus inseguridades.
También los dolores, las angustias, las derrotas y las frustraciones, que
por lo general lo acompañan mucho más tiempo que las alegrías, los
festejos, los triunfos y los campeonatos. Son más los momentos ingratos
que los otros; y las alegrías son compañías efímeras que, por eso mismo,
hay que festejarlas siempre como si fueran la última.
Esto es lo que señala mi experiencia: el jugador de fútbol debería
aprovechar sus oportunidades y pensar primero en él, porque cuando
ese momento alegre se transforma en uno que no lo es tanto, el mismo
que te palmeaba la espalda en el mejor de los casos ya no está cerca; el
periodista al que le interesó forjar una relación con vos desde que eras
un pibe, te podría llegar a asesinar por ser tendencia en una red social
por un día; y el dirigente que te pedía por favor que no te vayas del club
en medio de los festejos, no te atiende el teléfono cuando los insultos
bajan de la popular y tan lejos quedaron los abrazos y las promesas en
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HUGO LAMADRID
vestuario, miro con nostalgia que los jugadores tienen su lugar persona-
lizado para cambiarse: ese lugar exclusivo y tan propio está ploteado con
su imagen y el número que lleva en su espalda; un asiento de TC 2000
con un cómodo almohadón de color azul donde antes de cada partido
ya lo están esperando una remera para la entrada en calor, el pantalón
y las medias. Tiene dos ganchos para colgar su ropa prolijamente, un
espacio debajo del banco donde están las zapatillas y los botines; y otro
espacio arriba, como si fuera ese compartimiento para poner un bolso
en un micro de larga distancia.
En 1989, el lugar donde yo me cambiaba era un banco de madera de
1,60 de largo aproximadamente que compartía con cuatro compañeros
más. Y para nuestras pertenencias, un gancho de metal para cada uno
agarrado por dos pequeños tornillos a la pared. Sentíamos el roce de la
piel con el compañero que teníamos a nuestro lado. Compartíamos de
otra forma nuestros nervios previos, más íntimamente si se quiere, e
inclusive podíamos corregir a quienes se vendaban mal, es decir a favor
del esguince.
Los masajes del querido gordo Pedutto con vaselina líquida, el olor
del Aceite Verde Esmeralda en el aire que alguno todavía usaba y era
víctima de las cargadas del resto, la voz del Pato Fillol con sus constan-
tes bromas –que luego entendí que las hacía para relajar esas tensiones
que todos teníamos antes de los 90 minutos-, los periodistas que tenían
permitido entrar al vestuario hasta minutos antes del partido… Lo que
se vivía en ese ámbito propio, nuestro, antes de un encuentro era una
de las cosas que más disfrutaba.
Aquel vestuario tenía una puerta que comunicaba a un lugar más
pequeño y privado en el que funcionaba una especie de consultorio
médico. Con un techo alto y un tubo de luz fluorescente que tardaba
mucho en encender y parpadeaba infinitamente una vez encendido.
Tenía las paredes pintadas de blanco, baldosas que ya eran antiguas para
esa época y las tapas de las luces grandes, rectangulares y blancas con
la tecla de encendido negra que sobresalía, a la que había que agarrar
con el pulgar y el índice y que daba la sensación de que ibas a poner en
funcionamiento una usina termoeléctrica en vez de prender la luz.
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HUGO LAMADRID
También había una camilla con sus patas repintadas con látex para
interiores, un aparato de onda corta, un ultrasonido y una lámpara de
luz infrarroja. Un pequeño mueble blanco vidriado de patas finitas con
la pintura algo descascarada, que solo servía para apoyar el termo. Una
silla de plástico. Era un lugar poco amable.
Y fue en ese lugar donde, la noche que enfrentamos a Universitario,
pasé por una situación insólita.
-Flaco, no te acuestes en la camilla, acostate en el banco –me ordenó
esa vez el doctor. Lo acompañaban Mallo y el querido Panadero Díaz.
Como era más bajo que la camilla, habían llevado un banco al con-
sultorio porque le daba al doctor un mejor ángulo para la aplicación de
la inyección.
Así fue. Me acosté en el banco y el médico empezó con la tortura. Y
no sé por qué, pero esa vez la infiltración me mareó. Me dieron ganas
de vomitar.
Cuando me levanté a los tumbos, el médico resolvió abrir la puerta
del consultorio. Pero no la puerta que daba al vestuario sino otra que
daba al playón del estadio, cerca de donde está la puerta 5. Y me dijo:
“Andá a tomar aire”.
Y salí a caminar en ojotas, con el pantalón corto y la remera para en-
trar en calor. De frente veía el “hongo” que en esos tiempos era un bu-
ffet y hoy es el lugar donde está la Casa Tita que recibe, educa y forma
a los futuros cracks del club. Quienes caminaban por ahí se sorprendían
al verme y me preguntaban qué hacía ahí y si iba a jugar. Es decir: había
un jugador de fútbol que en 15 minutos iba a estar en el verde césped
y que en estos momentos estaba caminando como un zombie entre la
gente afuera del vestuario en ojotas y pantalón corto.
Así fueron pasando las semanas y los partidos por la fase de grupo de
la Copa hasta llegar a definir el primer puesto del grupo en un desem-
pate con Boca en cancha de Vélez. Perdimos. Por esa derrota tuvimos
que enfrentar en octavos de final a Nacional del Medellín y a Boca le
tocó Olimpia de Paraguay.
El primer objetivo era llegar a octavos de final y estaba cumplido.
Para el club y para mí, ya que en el transcurso de estos partidos había
decidido que una vez terminada esta primera etapa iba a operarme: el
destrato al tobillo me impedía caminar durante la semana. Tenía que es-
tar en reposo, con hielo y medicación esperando el encuentro siguiente.
Así que una vez definidos estos cruces, le comuniqué al Coco que hasta
ese punto llegaba, que más de lo que había hecho ya no iba a poder ha-
cer y que estaba muy feliz de haber superado todos estos inconvenientes
a pesar del estado en que había quedado mi pie.
Después de hablar con el Coco me fui a mi casa jurando nunca más
cometer una locura como la que había hecho y que de allí en más tenía
que enfocarme en la operación y en mi recuperación. Dentro de todo lo
que tuve que sufrir esas semanas, lo positivo fue el buen nivel futbolísti-
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HUGO LAMADRID
co que pude mostrar en estos duros partidos, que además iban televisa-
dos y fueron vistos por miles y miles de hinchas de Racing y del fútbol
a lo largo y a lo ancho del país. Y de España parece que también.
El partido de ida ante el poderoso Nacional de Medellín de Pacho
Maturana fue el 5 de abril de 1989. Lo vi desde mi casa pero esta vez sin
sufrirlo, sabiendo que había hecho lo que correspondía y seguramente
en el futuro el club me lo reconocería de alguna u otra forma: desde la
historia si ganábamos este torneo, o desde el agradecimiento institucio-
nal por haber puesto los intereses del club delante de los míos.
Una vez más la música característica de los enfrentamientos por
Copa Libertadores de Canal 13 al abrir la transmisión, las voces de Ti-
nelli y Cherquis Bialo en el relato y los comentarios, la ansiedad de ver
a mis compañeros en tierras colombianas… Todo sucedía en la pantalla
de mi Telefunken Pal Color, y más allá de las ganas de estar allá por la
posibilidad de que apareciera un Rey Muñoz colombiano, lo viví tran-
quilamente desde mi sillón y cenando junto a mis viejos.
Nacional ganó la ida 2 a 0, pero no fue demasiado superior a Racing.
Mi viejo me preguntó qué me había parecido y le di la clásica respuesta
de cassette en partidos de ida y vuelta: son 180 minutos y acá en Avella-
neda podemos darlo vuelta.
-¿Cómo que “podemos”?
-Es una forma de decir, viejo. Aunque yo no juegue soy parte del
equipo.
-Ah, aunque no juegues…
estaba algo húmedo por el rocío y que fui hacia las canchas del fondo
donde estaban practicando mis compañeros. Caminé muy despacio,
con mi renguera a cuestas, tan difícil de disimular para alguien que
mide casi dos metros, aunque hiciera todos los esfuerzos posibles.
El Coco, de presencia siempre imponente, me recibió con su voza-
rrón al costado de la cancha, me saludó paternalmente con un beso y
un abrazo, y me preguntó dos cosas: cómo andaba del tobillo y qué me
había parecido el partido.
-El tobillo ahí anda, Coco. Tengo fecha para operarme la semana
que viene. Y del partido, como le dije a mi viejo: ganaron bien pero no
fueron superiores. Acá se lo podemos dar vuelta –le dije.
-Por eso quería hablar con vos, Flaco. Necesito que juegues este par-
tido.
Pensé por unos segundos la respuesta. Le dije que no. Que no po-
día volver a infiltrarme porque estaba destrozando al tobillo y además
porque el efecto de la anestesia en los últimos partidos no iba más allá
de los 20 minutos del segundo tiempo. Terminaba los partidos con un
dolor insoportable.
Todo era una locura, arrastraba el pie para caminar y me estaban ten-
tando nuevamente con la idea de jugar otro partido de Copa Libertado-
res. Me pregunté por qué no había nadie que viera las cosas de manera
más imparcial y que pudiera hacerme entender que en esta decisión iba
el futuro de mi carrera deportiva. Alguien que me dijera la palabra justa
para impedir que me volviera a sentir Superman.
-Bueno, Coco, pero es el último –le dije segundos después-. Pase lo
que pase juego este partido y después me opero. No puedo seguir así.
Me di media vuelta y me fui haciendo el esfuerzo de arrastrar un
poco más disimuladamente el pie por si alguien estaba mirando. Tenía
que lidiar también con la vergüenza de ser un jugador rengo. Aunque
me creyera Superman.
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Volver a
empezar
Luego de algunas idas y venidas, me interné una mañana en el
Sanatorio Mitre para que repararan lo que había quedado del
tobillo. Entré contento a un hospital, algo que podía resultar
contradictorio para quienes no conocieran el contexto.
Estuve toda la jornada muy tranquilo: desayuno liviano, almuerzo
inexistente y la lógica ansiedad de que se hiciera la hora de ingresar al
quirófano. Un par de horas antes llegó el médico acompañado por el
anestesista, quien me explicó sobre las bondades de no “dormirme” de
manera total: sólo iban a darme una “peridural”, que según me expli-
có detalladamente era una inyección con anestesia que se aplica en la
columna vertebral, entre vértebra y vértebra, para llegar a la médula
espinal y dormir de esa manera desde ese lugar y hacia abajo, las dos
piernas. O al menos eso fue lo que entendí.
¿Qué me haría una inyección más después de los 6 partidos de Copa
Libertadores?
Podría doler un poco más o un poco menos, pero, ¿qué podría tener
de distinto?
Conocí las diferencias en la camilla de operaciones dentro del qui-
rófano, cuando me pidieron que me incorporara y que me sentara aga-
rrándome de las rodillas y metiera la cabeza entre ellas.
-¿Estás listo? -me preguntó el anestesista. Tenía una jeringa con una
aguja de 15 centímetros en la mano.
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HUGO LAMADRID
-Vamos Flaco, no seas maricón que esto es lo que les dan a las muje-
res cuando van a tener familia –agregó alguien, no sé quién.
Primero fue el olor a alcohol, después el pinchazo y el desgarro en la
piel, después la transpiración. Ya conocía de memoria el rito.
-Ya está. Acostate que ya está.
La sensación de hormigueo en la piel comenzó a descender, empecé
a sentir que se me dormía primero el culo y después ambas piernas.
No es para nada una sensación agradable porque empezás a perder el
control de esa parte de tu cuerpo, hay algo ahí abajo que deja de perte-
necerte. Yo miraba las luces del quirófano cuando empezaron a sacar las
radiografías de un sobre para chequear dónde estaba el problema.
zarme el médico.
Que te saquen los puntos de una operación no es algo de lo más agra-
dable: hay que levantarlos para poder cortarlos y eso te estira la piel de
la cicatriz, esa piel que en ese lugar del pie estaba tan castigada por los
pinchazos de las infiltraciones.
Sacó el primer punto. Sacó el segundo. Algo en su mirada me per-
turbó, una mezcla de preocupación y temor. “Mejor lo dejamos así unos
días más”, terminó diciendo con una rara seguridad. Quedaba claro que
el “impecable” con que se había autofelicitado con el corte anterior no se
iba a repetir.
Me colocó una gasa con alcohol sobre los cuatro puntos que me que-
daban, me vendó el pie y me citó para tres días más tarde. Volví a mi
casa en el Falcon con mi viejo, que, otra vez, se había tomado el día para
hacerme de chofer.
-Qué suerte que te sacaron el yeso –me recibió mi vieja.
-Sí, está todo bien –traté de tranquilizarla.
Pero algo en la mirada del médico me tenía mal: una extraña sensación
de desconfianza que comenzó a cobrar sentido cuando me acosté en mi
cama y vi que la venda estaba teñida de color rojo. La puta madre. ¿Y
ahora qué?
Estuve un largo rato sin animarme a sacar esa venda. Por suerte llegó
Cachito Mallo, el kinesiólogo que pasaba para visitarme y ver cómo me
había ido, aunque la sorpresa también ganó su cara. Intentó tranquilizar-
me, me pidió que me recostara, que él iba a sacar la venda y a ver cómo
estaba todo.
-La cicatriz del costado está perfecta pero en la de adelante parece que
tenemos un problemita –me dijo Cacho.
-Se te abrieron los dos puntos que te sacaron, Flaco –agregó.
¿A mí? ¿A mí se me abrieron? No Cachito, no; a mí no se me abrieron.
A mí me sacaron los puntos cuando yo opinaba que era mejor dejarlos
unos días más.
En ese momento pensé que durante el mes de agosto casi con seguri-
dad no iba a poder estar dentro de una cancha, ni en la de Racing ni en
la del Atlético de Madrid ni en la del Sudamérica, aquel club de barrio de
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HUGO LAMADRID
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Noche, birra
y rocanrol
Todo se venía desarrollando más o menos dentro de lo esperado,
ya fuese desde los avances en la movilidad como en los progresos
físicos. Quizás tardaríamos algo más de tiempo para poder volver
a enamorarnos con la pelota, porque en toda recuperación de aquellos
tiempos la inactividad de otros grupos musculares ajenos a la lesión era
casi total. No existían trabajos de coordinación ni de estimulación que
te mantuvieran alertas los reflejos, que de a poco y como los músculos
inactivos también se atrofian.
Pero en esa recuperación comenzaron a aparecer dolores en otras par-
tes del pie y en mi columna vertebral, originados supuestamente por pisar
mal durante tanto tiempo. Comencé a sufrir fuertes lumbalgias ocasiona-
das por el pinzamiento del nervio ciático a la altura de la cuarta vértebra
lumbar y más adelante me diagnosticaron una espondilólisis de L4 sobre
L5: una de las vértebras (la cuarta lumbar) tenía una fisura, lo que provo-
caba un casi imperceptible desplazamiento hacia adelante y un contacto
con el nervio ciático, lo que a su vez generaba un dolor no sólo en la
espalda sino detrás de la rodilla.
En ese momento aprendí que el nervio ciático va desde la espalda has-
ta la punta del dedo gordo y puede aparecer un dolor reflejo en cualquier
lugar de ese recorrido. En mi caso, apareció en la rodilla y me adormecía
de allí hacia abajo.
De a poco los dolores en el pie comenzaban a ser menos soportables
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HUGO LAMADRID
que los otros y una mañana me desperté con una sensación horrible, simi-
lar a la de un calambre en la planta del pie: el esfuerzo al que fue sometido
el tobillo y al correr mal, ya que muchas veces tenía que pisar de costado,
había provocado en el músculo flexor corto del dedo gordo una tensión
tal, que podría cortarse en cualquier momento.
Había algo de lo que yo me empezaba a convencer: no iba a ser fá-
cil ni tampoco habría, de allí en adelante, un día de mi vida donde no
sintiera algún tipo de dolor. Y así fue. Conservo de aquellos momentos
como ya les conté sólo una camiseta de Racing, pero también casi todos
esos dolores que me recuerdan que muchas veces terminamos siendo el
resultado de nuestras propias decisiones. Yo me equivoqué y pagué, dijo
un número 10 llamado Diego Armando Maradona, con el que nada nos
une desde nuestras condiciones y carreras futbolísticas, cuando se refería
a otros asuntos de su vida. Pero está más que claro que cuando lo dijo,
estaba hablando de algunas de sus propias malas decisiones tomadas.
Pero, extrañamente, a pesar de los dolores pude ir haciendo progresos
físicos semana tras semana de trabajo. Ya estaba a la par de mis compa-
ñeros desde el estado físico, pero todavía a años luz de lograr una óptima
condición futbolística.
sociales donde veo a esos pibitos que ya son padres de familia mostrando
orgullosos en Facebook a sus hijos con la camiseta de Racing.
Se mantenía una muy linda relación con esos hinchas que concurrían
a ver los entrenamientos de los sábados, donde se les permitía entrar a las
tribunas para ver aquellos rabiosos desafíos de tenis fútbol de 4 contra 4
a un costado de la cancha. Ellos tomaban parte por uno u otro equipo y
yo trataba siempre de jugar con Néstor Fabbri, porque se tomaba esa en-
trada en calor como una semifinal de Supercopa en cancha de River. Era
un tipo ganador pero cascarrabias, no le gustaba perder a nada y podría
haber sido un excelente abogado ya que te ganaba tanto los puntos que
iban adentro como los que se habían ido exageradamente afuera.
Pero de a poco también me dejó de interesar el tenis fútbol y me queda-
ba a un costado realizando falsos ejercicios de elongación o abdominales.
Sentía que el tiempo tenía que pasarlo y no disfrutarlo. Las caras felices
de esos hinchas a pocos metros de sus ídolos, con quienes compartían esas
mañanas de sábado, me empezaron a resultar ajenas. Agarraba una pelota
y caminaba al costado de las líneas blancas de cal mirando hacia abajo y
tomando la precaución de no pisarlas porque estaban frescas todavía.
-Hola Tita, buen día, ¿cómo estás?
-Bien Huguito, ¿cómo anda esa patita?
-Bien Tita, mejorando.
Les mentía a mis viejos, a los hinchas, a Tita. Pero no a mí. Sabía muy
bien que nada estaba mejorando sino que cada día mi voluntad se estaba
quedando con un poco menos de fuerza y ya empezaba a costarme levan-
tarme de la cama por las mañanas.
Tita fue muy importante durante todos esos años, era un poco la
mamá postiza de todos aquellos chicos que venían del interior de país
y se quedaban viviendo en una pensión plagada de carencias y que les
brindaba muy pocas comodidades como para llevar una vida de forma-
ción deportiva. De solucionar muchos de esos faltantes se encargaba Tita,
utilizando a veces sólo el cariño y la dedicación.
Pero también, cómplice, formaba parte de una muy poco conocida
ceremonia de aquellos sábados. Al terminar de entrenarnos y en épocas
donde el fútbol de Primera se jugaba solamente los domingos, el micro
que llevaba al plantel a su lugar de concentración se quedaba en la puerta
del vestuario.
Muchos de nosotros nos bañábamos muy raudamente y algunos in-
clusive esquivaban esa ducha para salir pronto, cumplir con el ritual de las
fotos y los autógrafos, y dirigirnos a la casa de Tita. Una puerta de color
celeste y dos ventanas en las que siempre había algún gato bastante vago
dormitando nos recibían amablemente. Se golpeaba la puerta y se espe-
raba respetuosamente que la anfitriona abriera para darnos la bienvenida
con un beso. En un lugar pequeño al que casi no le llegaba la luz del sol
y al que con mucha buena voluntad le habían dado la calificación de li-
ving, un mueble marrón vidriado muy pero muy antiguo guardaba fotos
dedicadas con mucho cariño de muchos jugadores que habían pasado por
el club. La cocina, también pequeña, tenía una mesa con un mantel de
plástico, y distintas clases y modelos de sillas que iban siendo ocupadas de
a una a medida que iban llegando los parroquianos.
Sobre esa mesa y muy prolijamente presentada nos estaba esperando
una gran picada de salame, mortadela, quesos, aceitunas ya pinchadas por
los escarbadientes, palitos salados y maníes más las dos infaltables botellas
de Cinzano. Un par de sifones de soda de vidrio y los vasos “un gaucho
de cada pueblo”, como ella les decía.
Posiblemente sea una muestra de cómo en aquellas épocas el profe-
sionalismo podía quedar un poco al margen, pero esa media hora o cua-
renta minutos como máximo que duraba ese encuentro en la casa de
Tita me permitieron confirmar que los grandes recuerdos de la carrera
del futbolista muchas veces se cimentan con este tipo de vivencias. Un
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HUGO LAMADRID
las divisiones inferiores (menos la Quinta, porque ese año una locura
pasajera me llevó a incursionar en el rugby y me convertí en jugador del
Club Argentino de Rugby por unos meses), me seguían alentando para
que le diera una última oportunidad al pie en el quirófano. Ya no podía
correr, no tenía ganas y el fútbol había dejado de ser el motivo por el cual
había invertido tantos años de mi vida.
-Esta operación es más simple. Son dos incisiones en “z” para poder re-
lajar al músculo y así evitar que se corte –me había explicado un doctor.
No me quedaba otra opción ya que se podía cortar no sólo jugando al
fútbol sino caminando por la calle o subiendo una escalera, así que una
vez más dije que sí dejando en claro, una vez más, que esta iba a ser la
última. Ya no me interesaba demasiado el fútbol como para volver a su-
frir interminables jornadas de recuperación y de dolor intentando volver
a ser aquel jugador que hace sólo unos meses había llamado la atención
al fútbol español, porque ya no iba a ser posible. Debería simplemente
encontrar alguna motivación para volver a una cancha de una forma más
o menos digna como para no exasperar la paciencia de los hinchas.
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CAPITULO
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El fútbol es
una mierda
Para la segunda mitad de 1990 estaba increíblemente recupera-
do de la última operación: me había liberado de las tensiones,
de la presión de volver a ser, de esa frustración que podía signi-
ficar tener que dejar la carrera antes de cumplir los 25 años.
Ese año terminé jugando y yéndome de vacaciones a Acapulco con
mi amigo Walter Fernández. Tuve muy buenos partidos frente a Olim-
pia de Paraguay por la Supercopa, uno en Asunción y la revancha en
cancha de Vélez Sarsfield, lo que me devolvió la consideración de mu-
chos que me daban como un caso perdido. El “no puede volver a jugar”
de golpe me había desafiado y ahí estaba, aceptando y enfrentando el
desafío.
Regresé un día después de lo que correspondía de mis vacaciones de
México por un problema con los vuelos y me recibió la noticia de que
Roberto Perfumo era nuestro nuevo DT. Al día siguiente viajamos a
realizar la pretemporada en la ciudad de Mar del Plata, no sin antes una
reprimenda del Mariscal por mi falta de profesionalismo.
En una de las primeras charlas, Roberto me confesó que tenía pen-
sado ponerme en el equipo como último hombre. Esperé un rato que la
charla continuara porque quería confirmar que eso de “último hombre”
se refería a un lugar posicionalmente hablando en la defensa y no en
su consideración. Me dijo que el Pato Fillol le había comentado que yo
podía cumplir esa función por mi juego aéreo, por mi casi siempre co-
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HUGO LAMADRID
misma pesada puerta despintada y el andar cansino. Más allá del hall
estaba la cancha de pelota a paleta, luego la pileta que no recuerdo ha-
berla visto nunca con agua cristalina y, más al fondo, la cancha de baby
fútbol que daba a la calle Ameghino.
En esa cancha de baldosas oscuras, cuando no había cumplido aún
los 7 años, jugaba de delantero un flaco muy alto para su edad y de gran
técnica que hizo muchos goles.
La presidencia estaba en el segundo piso en esos años. A pocos me-
tros de su entrada había una vitrina opaca y descuidada que durante
muchos años estuvo desordenada y con tierra acumulada por semanas,
con copas y trofeos obtenidos en distintas épocas, algunos banderines
intercambiados y varias plaquetas. Durante años la memoria por las
grandes hazañas deportivas no fueron cuidadas ni preservadas.
Llegué a la sede y subí por las escaleras. Me anuncié y esperé frente
a las vitrinas recorriendo una y otra vez cada copa o trofeo tratando de
leer a qué torneo pertenecía o en qué año había sido ganada. Era casi
imposible porque entre el vidrio -por el que casi ya no pasaba la luz- y el
correr del tiempo se hacía muy difícil distinguir un nombre o un año.
Me hicieron pasar. No me invitaron ni siquiera un vaso de agua.
Del otro lado de un imponente escritorio de madera marrón oscuro,
con fotos y papeles y un vidrio encima, me esperaba De Stéfano. Me di
cuenta rápidamente de que la negociación no duraría demasiado. Y que
el final podía ser violento.
-¿Vas a firmar el contrato o no?
-Sí, claro. Para eso vine.
-¿Cuánto querés?
Yo estaba intrigado por saber qué pensaba hacer el presidente con un
jugador que, al margen de haber jugado tantos partidos de Copa Liber-
tadores roto y que había puesto en riesgo su carrera (por propia deci-
sión, es justo decirlo), era además patrimonio del club. Era un jugador
de 24 años en el que habían gastado muy pocos pesos en su formación,
por el que unos meses antes había existido una oferta de cinco millones
de dólares del Atlético de Madrid y al que podía llegar a negociar en un
futuro.
62
LAMADRÍ EL RENACIDO
-Yo llevo un año y medio sin contrato. Quiero que el club me haga
un contrato por ese año y medio que pasó, más otro año y medio por-
que sino en seis meses vuelvo a estar sin contrato actualizado. O sea,
quiero un contrato por tres años. ¿Cuánto vale para vos todo lo que yo
hice por el club? ¿Cuánto vale que se hayan apurado para sacarme los
puntos cuando estaba en danza aún ese interés del Atlético de Madrid
y una oferta de cinco millones de dólares? ¿Cuánto vale el haber estado
meses sin recibir un llamado desde el club para saber cómo estaba del
pie?
Me miró por unos segundos algo desconcertado; supongo que él
esperaba un número al cual poder darle pelea.
-50.000 dólares por los tres años -dijo con voz enérgica.
-Cuando quieras hablar en serio me volvés a llamar.
Me levanté de la silla y me fui sin saludar. Bajé en el lento ascensor,
salí caminando de la sede hacia la derecha por Avenida Mitre hasta la
esquina y allí doblé hacia la derecha sobre la calle Sarmiento. A 20 me-
tros estaba El Café de la Plaza, sitio obligado de las previas antes de ir a
bailar a Hollywood o Underground y que por las tardes se transformaba
en punto de encuentro con mis compañeros del colegio secundario y
del resto de los pibes que cursaban en los colegios de Avellaneda.
Me senté en una mesa que estaba junto a la ventana y me pedí una
Legui en vaso de trago largo, con hielo. Eran las 7 de la tarde y me
pregunté si eso que estaba haciendo era lo correcto para un jugador de
fútbol. Claro que no. Me pedí entonces un tostado de jamón y queso
en pan árabe para disimular.
Estaba con mucha bronca contenida. Me di cuenta, con el tiempo,
de que lo que yo necesitaba era reconocimiento por lo que había hecho,
buscaba la aprobación, no quería empezar a sentirme un pelotudo por
las decisiones que había tomado. No tenía con quien hablar de esto. Ya
habían pasado varios meses y estaba jugando más o menos de manera
respetable, pero empezaba a sentir que podía ser uno más de los futbo-
listas de la sangría que sufría el club.
Me sentía solo. No tenía a nadie que me pudiera aconsejar, nadie a
quien consultarle qué hacer o qué decir. Y aprendí con el tiempo, una
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HUGO LAMADRID
vez más, que no hay que tomar decisiones importantes cuando uno está
muy enojado o muy feliz. Las grandes decisiones en la vida se deben
tomar con la razón y no con la pasión.
También me di cuenta con el tiempo de que, más allá de la discusión
sobre el rol de los representantes, su relación con los jugadores, sus arre-
glos y sus comisiones, una inmensa mayoría de los futbolistas no están
preparados para ir a negociar su plata: no porque no sean capaces de
una feroz defensa desde el punto de vista contable, sino porque en una
negociación hay rispideces, enojos, insultos, peleas y uno se preparó
para jugar, no para negociar.
Con una mezcla de sensaciones intuía que mis días en Racing se iban
acabando y que ya no sería como aquella vez que, estando en Sexta divi-
sión, me había ido del club para cambiar el fútbol por el rugby.
Al otro día llegué al playón del Cilindro con el Falcon gris, al que le
había hecho recortar una vuelta de resortes traseros para bajarlo y pegar-
lo al piso. Por los parlantes Pioneer de cuatro vías que había comprado
en una gira por Colombia sonaba a todo volumen el riff inconfundible
de Eric Clapton en “Cocaine.”
Entré al vestuario saludando a algunos jóvenes cronistas que espera-
ban novedades del primer equipo. Llegué al banco de madera, colgué
mi bolso en el gancho de la pared (al que le estaba faltando un tornillo
y por eso caía hacia un costado, pero con la suficiente firmeza como
para sostenerlo), me senté y me desaté los cordones como siempre. Una
especie de ritual que consistía en aflojar los cordones que debería haber
sido un acto reflejo, casi inconsciente, porque hasta no hacía mucho
tiempo aquellas inflamaciones en el tobillo me obligaban a hacerlo para
poder caminar.
Me dirigí hacia la puerta de la utilería donde siempre había un mate
con facturas o bizcochitos de grasa esperando, y de golpe la melodía
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LAMADRÍ EL RENACIDO
Volví a pasar por el vestuario a buscar mis cosas: dos pares de boti-
nes, uno de tapones bajos de goma de la marca de las tres tiras y los de
tapones altos de aluminio, los “picacarne”, que tenían un felino pegan-
do un atlético salto al costado. Había un tercer par de botines para los
entrenamientos que los dejé en la utilería, suponiendo que en el mejor
de los casos otro pibe de las inferiores los podría usar. Si no, terminarían
posiblemente vendidos para comprar algún libro que necesitara la hija
del utilero.
Había que cerrar una etapa para abrir otra, pegar un salto como
ese felino del botín, y una vez más me di cuenta de que estaba solo. La
noticia de mi ida del club tardó en viralizarse, término que en aquella
época sólo servía para posiblemente describir la propagación de alguna
enfermedad peligrosa.
El Gráfico salía los martes y si no estaba la noticia en esta próxima
edición, había que esperar siete días más. Y otros siete. Y otros siete
más, porque nunca salió en El Gráfico la noticia de que Lamadrid se
estaba yendo del club. Aunque estaban faltando algunos “trámites ad-
ministrativos”, como la deuda que Racing tenía conmigo y la firma del
“pase libre” en una escribanía de Avellaneda, mi salida del club ya era
un hecho.
Viajé a Mar del Plata ya que Racing comenzaba su participación en
el clásico Torneo de Verano y al llegar al Estadio Mundialista algunos
periodistas me consultaron por qué no había viajado con el equipo.
Aproveché la transmisión en directo por televisión para que el cronista
desde los vestuarios diera a conocer la información de mi salida del
club, después de dar la formación del primer equipo, de los suplentes,
de las incorporaciones que podían llegar a pedido del técnico y del pro-
nóstico del clima para los próximos siete días en La Feliz.
-…y también podría llegar Guillermo Guendulain, el volante de
Gimnasia y Esgrima La Plata, en el transcurso de los próximos días.
-Gracias. ¿Tenemos alguna información más? Porque tenemos que
cumplir urgentemente con los compromisos comerciales.
-Sí, estuvimos charlando con Hugo Lamadrí, quien nos comentó
que deja el club por diferencias con…
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LAMADRÍ EL RENACIDO
les molestaba que hubiera muchos clubes interesados en mí. Les resultó
muy fácil desde el círculo rojo del poder del fútbol instalar una fake
news, para utilizar una expresión de gran actualidad, que me cerró la
puerta al fútbol argentino de Primera división por varios años.
-Y los 6.000 dólares de los documentos no te los voy a pagar. Hace-
me juicio.
Algunos años después, muchos de esos “haceme juicio” juntos lle-
varían a Racing a una debacle institucional llamada quiebra y gerencia-
miento del fútbol profesional.
Y así terminó mi capítulo en Racing como jugador de fútbol. Se
vendrán tiempos en la Universidad de Chile, donde un empresario me
llevó como un número 10 goleador; en torneos locales jugando para
Sportivo Barracas de Colón o Aldosivi de Mar del Plata; en los viejos
torneos del interior jugando para Juventud Antoniana de Salta.
Luego vendrá el regreso a Primera división en Mandiyú de Corrien-
tes, tras firmar una cláusula por la cual tenía que jugar un mínimo de
75% de los partidos para poder cobrar la prima; vendrán seis meses de
1994 jugando en un club al que quiero mucho por clase, cantidad y
calidad de las puteadas de sus hinchas, el Quilmes Atlético Club, la ins-
titución donde más me insultaron en mi vida pero con razón; vendrán
varios años fuera de Buenos Aires en Douglas Haig de Pergamino y San
Martín de San Juan.
Un periplo en el que acumulé kilómetros y deudas.
Unos cuantos años después y ya de vuelta en Buenos Aires, la vida
me volvió a acercar a Racing desde otro lado: había que salir a la calle
para recuperar a club de un gerenciamiento salvaje y vaciador al que lo
estaban sometiendo Fernando Marín primero y Fernando De Tomaso
luego. Allí, junto a otros miles de hinchas y socios, pudimos lograr el
objetivo y la relación con al Academia empezó a tener una nueva aris-
ta: la participación política en el club integrando la Agrupación 25 de
Marzo, que me llevaría orgullosamente a ser candidato a vicepresidente
segundo en las elecciones de diciembre de 2017, integrando el trinomio
junto a Matías Gainza Eurnekian y Mariano Cejas.
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Hueso
contra hueso
Una mañana de otoño, muchos años después de dejar de jugar,
me encontré con mi amigo Pato en un café de Bernal. Yo lleva-
ba un cuaderno espiralado con anotaciones de diversos tenores:
el 0800 de un banco que jamás atiende, la lista de canciones para mi
primer programa de radio que ya llevaba seis meses en el aire, tareas
para realizar que nunca llevé a cabo. Cuando anotás muchas cosas, fi-
nalmente no las vas a hacer.
Descubrí que, para mí, muchas veces anotar es postergar.
Tenía también un libro de Hernán Casciari y los lentes para leer en
un estuche que me dio vergüenza poner arriba de la mesa. Un estuche
azul, sin el nombre de la óptica: el detalle delataba que los podía haber
comprado en una farmacia o en una estación de trenes alguna mañana
que salí apurado de casa.
Era un día fresco y agradable, pero aún así era un día de mierda. A
dos cuadras de ese café estaba el geriátrico donde mi vieja vivía hacía
ya más de cuatro años y al que, ese día, tampoco iba a ir. “Vivía” es una
manera bastante gentil y poco cercana a la realidad de describir el esce-
nario. Iba a ese café una vez por semana, pero empezaba a entender el
mecanismo por el cual la mayoría de esas veces no iba al geriátrico.
Mi vieja había sufrido seis ACV en esos últimos cuatro años. Le
habían amputado la pierna izquierda a la altura de la rodilla por una
obstrucción en las arterias y a las pocas semanas le amputaron un dedo
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HUGO LAMADRID
del pie derecho. Estaba consciente pero postrada hacía mucho tiempo,
y cuando me ponía a hablar del tema con “los neurólogos de café” en-
tendí que su lucidez era una cagada: se daba cuenta de todo.
-Es preferible que ni te conozca, pero que no se dé cuenta de lo que
le pasa –opinaba yo con aire de profesional.
-Al abuelo de Carlos le pasa lo mismo, no sabés cómo se acuerda de
todo –me respondió ese día Pato. No sé si era verdad, quién era Carlos,
quién era su abuelo.
-Mi viejo se murió de un infarto mientras dormía. Esa es la mejor
forma de morirse –fue el cierre catedrático que le di a mi exposición.
Pero la improvisada terapia de grupo no reparaba en un detalle: el
dolor. El dolor físico. Ese dolor de “hueso” que tantas veces en charlas
con amigos yo me jactaba de haber superado. El dolor de las opera-
ciones cuando te raspan un hueso. O cuando te lo cortan, como a mi
vieja. Ese dolor de hueso que yo había sufrido a los 23 años debido a las
lesiones en el fútbol ahora no era mío, pero lo seguía llevando adentro
y lo revivía en cada quejido y llanto de mi vieja, postrada en una triste
cama de un geriátrico, mientras la muerte se le acercaba, cada vez más y
sigilosamente, después de cada amputación.
Era por eso que cada vez tenía menos fuerzas para ir a visitarla.
A los 20 años tenés la fuerza y la motivación de lo que resta de tu
vida. Para mi vieja ya no había motivaciones, ni tiempo para plantearse
objetivos, ni desafíos a los cuales pelearle. Era sólo esperar que llegara la
muerte para dejar de sufrir, aquella que gracias a Dios, finalmente una
noche de octubre de 2018, se apiadó de ella y por fin se la llevó.
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Las dulces
noches de
Tucumán
A lo largo de mi carrera se sucedieron los golpes. Afuera y aden-
tro. En ese sentido son muchos los recuerdos que se hilvanan al
repasar mi trayectoria: los de afuera ya fueron expuestos. Para
los de adentro, como resumen, quiero detenerme puntualmente en dos
que sucedieron en Tucumán, uno jugando para Racing y otro para Ju-
ventud Antoniana de Salta.
Tucumán fue siempre un desafío. Las tardes en la Cuna de la Indepen-
dencia eran distintas. La primera de estas dos veces visitábamos con Racing
a San Martín, recién ascendido y que jugaba siempre a cancha llena.
En esos tiempos era bastante común quedarse en el lobby del hotel
con algunos allegados o periodistas después de cenar: eran épocas más
distendidas en las que inclusive un hincha común podía burlar la segu-
ridad, que era flexible, y terminar sentado en una mesa con los jugado-
res tomando un café.
En la noche anterior al partido se hicieron presentes dos periodistas
(así se autodefinieron) tucumanos. Después de la nota, en la que ha-
blamos de cómo llegaba cada equipo y de otras cuestiones triviales, me
contaron que el DT de San Martín le daba una importancia superlativa
a las jugadas elaboradas.
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HUGO LAMADRID
bien con los aplausos. Me retiré del fútbol sin saber si eso era timidez o
falta de costumbre.
Hasta que vuelvo mi vista hacia uno de los arcos: veo a nuestro ar-
quero Daniel Cersósimo (ex Vélez Sarsfield, entre otros equipos) pegán-
dole trompadas a uno de los jóvenes alcanza pelotas, que poco tenía de
alcanza pelota y menos de joven.
Vamos todos raudamente para separar a nuestro compañero, al que
se lo notaba cansado, para seguir pegándole nosotros. Es el principio
del caos.
dos más. Y después siguió una verdadera batalla campal: dos planteles
completos con sus cuerpos técnicos a las trompadas. Creo haber visto
a un compañero que, aprovechando la confusión, le pegó dos piñas a
nuestro entrenador porque casi nunca lo ponía.
Llegar al vestuario fue más difícil que completar una etapa del Dakar.
Llenos de tierra y de piñas, con las camisetas rotas, rasguños y sangre
chorreando desde la nariz. Pero llegamos. Nos sentamos, tratamos de
recobrar las fuerzas y sobre todo, empezamos a elucubrar una jugada
preparada para poder salir de ese lugar. En lo posible con vida.
De repente escuchamos detonaciones de armas de fuego y, al aso-
marnos por los pequeños ventanales rectangulares del vestuario, vimos
con asombro cómo algunos hinchas locales un poco enardecidos apun-
taban con sus armas de fuego a nuestros hinchas, parados contra una
alta pared como si fuese un paredón de fusilamiento.
En ese preciso momento alguien golpeó la puerta de chapa del ves-
tuario. Los golpes fueron fuertes, pero no continuos ni veloces, y al
grito de “abran por favor que nos van a matar”. Atiné a manotear el
gancho de la puerta para abrirla y dejarlos pasar.
-¡No, Flaco, no abras! –me gritó el Capitán Costas, preparador físico,
ex integrante del cuerpo de paracaidistas de la Provincia de Córdoba.
-¡El vestuario es sólo para los jugadores! –agregó.
De todas formas abrí la puerta. Lo primero que vi fue un hincha
chorreando sangre y con la cabeza partida.
Ante la negativa de los mandos superiores, tuve que decidir en un
instante si moriría esa tarde en las lejanas tierras tucumanas de forma
heroica o al día siguiente en Salta por no haber dejado entrar al hincha
mal herido.
Toda una vida tomando decisiones, de eso también se trata todo
esto.
Me puse de pie y les di a mis compañeros prácticamente una Charla
TED:
-Muchachos, es preferible morir hoy acá como mártires y no como
cobardes cuando lleguemos mañana a Salta. La historia nos va a recor-
dar como un equipo mediocre y carente de talento, con poca capacidad
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114 minutos
Se termina marzo de 1991. Estoy en la casa de mi amigo Cacho,
a punto de compartir una cena en su departamento de Maza y
Humberto Primo, barrio de Boedo, cuando suena el teléfono.
Cacho atiende.
-¡Hola Pocho! –lo saluda.
El que llama es Pocho Nupieri, uno de los tantos intermediarios
que pululan en el fútbol argentino. Tiene buenos contactos en el fútbol
chileno, más precisamente en la Universidad de Chile.
-Esperame un momento, Flaco, tengo que terminar de cerrar algu-
nos temas –me dice Cacho, mientras me acerca una botella de buen
vino para que me sirva otra copa y haga más placentera la espera.
En este momento estoy sin club, con pocas expectativas y peleándole
a una aceituna con un escarbadientes de plástico con forma de espadita,
sin prestar demasiada atención a la conversación telefónica que se está
desarrollando al lado mío. Por el ventanal del séptimo piso veo el parpa-
deo de las luces de la ciudad. El vidrio está limpio: debo ser yo, pienso,
me brillan los ojos. Me sirvo la cuarta copa de vino.
Cacho me mira de manera extraña. Hace un raro recorrido con su
dedo índice hacia su oído y leo en sus labios “escuchá, escuchá boludo”,
mientras pulsa el botón naranja del altavoz.
-Lo tengo a Lamadrí, viene de jugar Copa Libertadores y Supercopa
con Racing, 24 años, con el pase en su poder –grita Cacho. Parece Tom
Cruise en Jerry Maguire.
Lo miro sin entender demasiado.
-Ya tengo 25 –le susurro.
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114 minutos.
Eso fue todo lo que jugué en Chile.
Un triunfo 3 a 1 contra Unión San Felipe por la Copa Chile (el pri-
mer gol llegó desde un tiro libre después de una falta que me hicieron a
mí), y una derrota frente a Unión Española.
En los dos partidos me reemplazaron.
No dio para más mi rodilla, ni la paciencia de la gente y los diri-
gentes. Y mucho menos la de algunos periodistas que me seguían cada
noche que salía (que no fueron pocas ni cortas) preguntándome a las 4
de la mañana cuándo iba a volver a las canchas.
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Triste, solitario
y final
“El fútbol tiene que abandonarte, nunca intentes abandonarlo
vos”. Este es un consejo que yo trato de darle al jugador de
fútbol que todavía corre detrás de una pelotita, sin importar el
club ni la categoría en la que esté jugando.
Sin que nadie me lo aconsejara a mí, decidí dejar el fútbol mientras
iba corriendo una mañana junto al Loco Enrique entre los árboles del
Parque de Lomas en un entrenamiento en Brown de Adrogué. Yo tenía
33 años, una edad que invitaba a continuar un par de temporadas más.
Pero ya no tenía ganas de seguir levantándome cada mañana con dolo-
res en los pies sabiendo, además, que lo mejor que podría brindar desde
lo futbolístico serían anécdotas en el vestuario antes de salir a jugar.
Venía de descender con Douglas Haig de Pergamino luego de un re-
pechaje al que fuimos a jugar sin entrenar en 1999, ya que la dirigencia
nos había invitado a quienes no éramos de la ciudad a regresar a nues-
tros lugares de origen porque “la próxima temporada la vamos a jugar
con los pibes del club”. Unos días antes del primer partido del repechaje
frente a General Paz Juniors de Córdoba, que se jugaría en cancha de
Rafaela de Santa Fe, revieron esa decisión y nos volvieron a convocar.
Así que oficialmente dejé el fútbol en 1999 en Douglas Haig, el
querido “Milan” de Pergamino como lo bautizara Juan Pablo Varsky en
sus comienzos, y mi último partido fue frente a Villa Mitre de Bahía
Blanca, segundo partido de aquel repechaje.
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HUGO LAMADRID
El Dr. Senes, presidente del club en aquellos días, llevó al club a una
convocatoria de acreedores y aquella deuda de más de 60.000 dólares
acumulada en tres temporadas se esfumó. Ese dinero, con el que con-
taba para comenzar a jugar el tiempo suplementario de mi vida, había
desaparecido. De poco valieron los llamados por teléfono y las visitas de
urgencia a Pergamino: aprendí que en una convocatoria de acreedores
sos vos el que tenés que demostrar que el club te debe. Vos tenés que
demostrarle a la sindicatura que el mentiroso que manejó un club te
debe sueldos, premios y primas. Y que ese pagaré que te dio en concep-
to de “promesa de pago” te condenó: firmaste los recibos de sueldo. Los
premios casi nunca se blanqueaban y las primas me cantaban “saca la
mano Antonio que mamá está en la cocina.”
Y aprendí que muchas veces los dirigentes se cagan en todo lo que
pudiste haberle dado al club. Aquí se cagaron en la plata de un grupo de
jugadores que llevó a Douglas Haig a jugar un reducido por el ascenso
a Primera División y a ser televisado en directo por Canal 9 en un par-
tido frente a Los Andes, un domingo por la tarde por primera vez en
su historia. Cuestiones que pueden sonar normales y no asombrarían a
hinchas de otros clubes, pero al ser Douglas Haig -siempre uno de los
clubes más humildes de la categoría-, era todo un orgullo para nosotros.
Cuando digo para nosotros, quiero decir jugadores, cuerpos técnicos e
hinchas.
La parte deportiva terminó con ese doloroso descenso en un repe-
chaje donde eliminamos a General Paz Juniors por penales, pero caímos
sin atenuantes frente a Villa Mitre de Bahía Blanca en Tandil dos sema-
nas después. La vuelta en micro a Pergamino en silencio se transformó
en un espacio terapéutico en el que empecé a elaborar que el fútbol y el
tobillo me estaban mostrando que la fecha de vencimiento estaba próxi-
ma. Fueron kilómetros y kilómetros sin hablar donde iba repasando
mentalmente aciertos y errores en mi carrera.
Eran más los errores que los aciertos, sin ninguna duda, y por eso te-
nía que hacerme responsable de la parte que me correspondía. Comen-
zaba a despedirme del fútbol en silencio, sentado en el asiento número
8A de un micro de larga distancia, en una ruta que más que nunca era
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LAMADRÍ EL RENACIDO
Había que llegar a Pergamino y pactar una reunión con los dirigen-
tes para resolver el tema de la deuda, que ya llevaba entre cuatro y cinco
meses. ¿Quieren cobrar encima, quieren plata? ¿Están locos estos? Era
una pregunta a la que se le podían cambiar los signos de interrogación
por los de exclamación y conservaría el mismo sentido que algunos de
los dirigentes le daban entre cuatro paredes. Ya estaba sentenciado que
de Pergamino solamente me traería para Buenos Aires algunos amigos
y recuerdos.
Fueron meses muy difíciles. Por ejemplo hubo que juntar plata para
un compañero cuya esposa debía hacerse una ecografía; y muchos años
después Silvana, mi compañera desde hace más de 30 años, me contaría
con lágrimas en los ojos que una mañana, mientras llevaba en su trici-
clo al jardín de infantes a Axel, nuestro hijo más grande, éste se había
parado en un kiosco pidiéndole que le comprara un chocolatín blanco.
Y no pudo porque estaba sin plata.
Mi estadía en la ciudad llegó a su fin después de tres años donde tuve
la suerte de conocer a mucha gente buena, campechana, amable y des-
interesada que me brindó su cariño en todo ese tiempo. Pero había que
levantar campamento y resolver el tema de la deuda, que había crecido
considerablemente.
-No te vamos a poder pagar todo lo que te debemos, Flaco. Te pode-
mos dar solo una parte en efectivo para que te lleves algo.
Carlos Scaglia era el gerente del club, un tipo simpático que siempre
te recibía con una sonrisa que actuaba como salvoconducto ante una
puteada o una piña en el medio de la cejas. Con su simpatía me estaba
dando la perfecta metáfora de una limosna.
-¿Y la otra parte? Es mucha guita, Carlos.
-Te la podemos documentar, pero vos sabés cómo es esto. No te la
van a garpar nunca.
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HUGO LAMADRID
Salgo de la sede del club ubicada sobre la calle San Nicolás con unos
pocos pesos en efectivo, varios documentos y cheques que jamás serán
cobrados, en un sobre de papel madera color marrón en el bolsillo in-
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HUGO LAMADRID
No había tiempo para una depresión post abandono del fútbol por-
que tenía una deuda de 12.000 dólares entre tarjetas de crédito y des-
cubierto en el Banco Río. Así que malvendí un Fiat Siena 1998 de
color negro, negro como lo que se venía; honré mis obligaciones y me
dispuse a arrancar lo incierto de la vida con mi familia en la casa de mis
suegros.
Con ellos adentro, claro.
Es decir: mis suegros empezaban a vivir en su casa con nosotros
adentro.
La casa de mis suegros se encuentra en una esquina bien conurbana
de Wilde, partido de Avellaneda. Es una casa de dos plantas, con un
local comercial abajo, en un barrio de casas bajas donde lo destacable,
arquitectónicamente hablando, se mantuvo ausente a lo largo de todos
estos años.
Durante el día se escuchaban los sonidos típicos: el verdulero en su
chata que los sábados te despierta a los gritos; o el vendedor de merluza
que sigue deteniendo su auto, una cupé Fiat 125 de color blanco con
un aspecto incierto de mantener una correcta cadena de frío, siempre
en el mismo lugar: pegado al cordón de la vereda y debajo de un par de
zapatillas que cuelgan de los cables de luz.
Era mediados de 2001: yo me había recibido de director técnico de
fútbol en la Escuela N° 115 de Rosario en el 99. Pero no tenía tiempo
ni dinero para esperar que a algún colega le fuera mal con los resultados
ni para rosquear en las plateas de los estadios para conseguir una opor-
tunidad y así ponerme el buzo de DT en algún equipo.
Algo tenía que hacer.
Empecé a descartar anuncios en los clasificados del diario Clarín:
“Hombre entre 19 y 50 años, 8 horas, obra social, para empresa de se-
guridad”. Estuve a punto de ir, pero por mis dolores en los pies y en la
columna no podía estar parado demasiado tiempo.
“Hombre, excelente presencia, para salón de venta de autos. Exce-
lentes comisiones”, en Lomas de Zamora. Comisiones por venta, yo
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LAMADRÍ EL RENACIDO
alrededor pero que cada vez formaba menos parte de él. Los momentos
para compartir con otros habían desaparecido. Los blíster de Cafiaspi-
rinas los iba clavando en una madera colocada estratégicamente para
sostener utensilios. De a poco, iban ganando lugares clavados en los
ganchos de esa larga madera a punto tal que lograron desalojar sin pre-
vio aviso a aquellos utensilios. Me tomaba casi dos blisters por semana.
Las dos y hasta tres botellas de Legui por semana que se consumían de a
traguitos desde el pico, estaban siempre bien predispuestas en la punta
de la mesa de trabajo junto a una ventana lateral cuya cortina metálica
permanecía semiabierta toda la noche.
Un día noté que me estaba poniendo cada vez más agresivo. Dormía
cada vez peor y solía estrellar las bandejas contra la pared, insultando,
maldiciendo mi suerte.
Me sentí un fracasado y empezó a dar vueltas en mi cabeza la idea
del suicidio.
Vengo del fondo del local hacia la parte de adelante del negocio.
Traigo una cuchilla con una hoja de 30 centímetros en la mano.
Alzo la vista y lo veo: un ladrón saltó el mostrador y tiene amenazada
a Silvana.
Es un pibe de 22 ó 23 años. Está parado frente a la caja.
-¿Qué hacés? –le pregunto.
-Estás robado –me contesta.
Me da gracia la expresión. Estoy casi sin dormir desde el viernes.
Sin sacar su mano del bolsillo derecho de la campera, y mientras me le
acerco sigilosamente, el pibe ve que llevo la cuchilla, me pide que me
quede quieto y me dice otra vez: “estás robado”.
Mido casi dos metros. Estoy en bermudas, musculosas y ojotas. Ten-
117
HUGO LAMADRID
Esa misma noche fui a la casa de una de las dos empleadas que tra-
bajaban con nosotros. Le ofrecí que nos alquilaran el local a un valor
imposible de rechazar. Era eso o cerraba. Aceptaron y, por suerte, el
negocio siguió funcionando. Yo empecé a dormir las noches enteras, a
cenar con mi familia y volví a la cancha para ver a Racing.
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CAPITULO
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No sos inmortal:
sos Lamadrí
Para muchos mortales el jugador de fútbol es un ser afortuna-
do, tocado por una varita mágica que dedicó parte de su vida
a cumplir aquel sueño que fue construyendo desde pequeño.
Esta aseveración, al parecer casi sin fisuras, no tiene en cuenta algunos
aspectos secundarios que, como mínimo, la ponen en duda.
Pero sí es cierta una cosa: el jugador de fútbol pudo cumplir su sue-
ño. En ese sentido es un privilegiado: no sé cuántos pueden haber teni-
do la misma fortuna.
Un sueño que tiene como comienzo aquel día en que te fuiste a pro-
bar y eras uno más entre tantos otros pibes.
¿Cuántas historias que desconocemos habrán nacido en tantas can-
chas auxiliares?
¿Cuántas ilusiones habrán quedado truncas después de un día muy
largo, muy agotador, de varios partidos de entrenamiento en los que vas
pasando filtro tras filtro y donde la diferencia entre seguir manteniendo
el sueño o no es un “pibe, vuelva en diciembre” cuando recién estamos
en febrero?
Al finalizar la jornada alguien que no sabés quién es ni cómo se
llama, vestido con un pantalón de gimnasia azul Adidas y una remera
blanca, finalmente se te acerca. Tiene una carpeta en la mano y una
lapicera azul atada con un piolín para no perderla. Abre esa carpeta
mientras tratamos de espiar qué dicen las planillas que asoman.
119
HUGO LAMADRID
-La Madrid.
Me sorprende que pronuncie a la perfección la “d” final; no le doy
importancia a que haya separado mi apellido en dos partes.
-¿Yo?
-Sí, pibe. ¿Vos no te viniste a probar de 5?
-Sí.
-Bueno pibe, ponete de este lado. El resto, muchas gracias por ve-
nir.
La mayoría comienza a irse de la cancha en busca de sus padres a co-
120
LAMADRÍ EL RENACIDO
Así que salí a la cancha de delantero. Era flaco, alto, pelilargo, algo
desgarbado.
Y atrevido.
En un tiro libre mal cobrado por el árbitro cerca del área rival, tomé
la pelota con ese gesto típico de “yo me encargo”. La puse en el piso
y esperé pacientemente que el juez diera los pasos para definir dónde
debía ubicarse la barrera.
azul para que firmaras el primer autógrafo y sentirte por fin un jugador
de Primera división.
Sos ese “gran partido, Flaco” con el que el Ruso Ramenzoni arranca
la entrevista para la transmisión de Víctor Hugo por Radio Argentina.
Y durante muchos años habrá triunfos y derrotas, alegrías y tristezas,
risas y llantos. Qué lindo es el fútbol, desde adentro de la cancha, desde
una tribuna o con la radio pegada a la oreja. Qué lindo es el fútbol.
Pero después de algunos años y un buen día, casi sin darte cuenta,
todo esto se termina y ya no sos nadie. Porque es así, porque te prepa-
raste durante casi toda tu vida para ser un jugador de fútbol por 15 ó 20
años.
Los músculos, los movimientos y los reflejos van a seguir siendo los
de un jugador de fútbol por un tiempo, pero ya no sos. Si fuiste un
crack, posiblemente escribas un libro sobre táctica y estrategia. O quizás
algún periodista amigo escriba tu biografía autorizada o no autorizada
porque el público ama a los ganadores, a los triunfadores.
No es mi caso, creo que está claro. Pero una mañana me dije: “¿Por
qué no contar mi vida como jugador de fútbol?”.
Porque yo tengo una vida, una trayectoria.
Porque yo fui también.
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Impreso en Buenos Aires.
Mayo de 2020
www.edicionesalarco.com
INSERT LA HISTORIA EN FOTOS
Racing contra
Atlanta, 1985:
penal de Gette
no cobrado por
el árbitro.
Con Walter Fernández, Horacio Attadía, Carlos “Chupete”
Vázquez y Gustavo Costas, en vuelo a Colombia (1987).
Llegando al
aeropuerto de
Salta para jugar
en Juventud
Con Pocho Nupieri, Cacho Antoniana (1992).
Pontrémoli y Walter
Fernández en el “Giratorio”
de Santiago de Chile (1991).
Uno de los partidos que jugué en Universidad de Chile
(1992), acá frente a Unión Española.
Juventud
Antoniana de Salta,
Torneo del Interior
1992.
Con Juventud
Antoniana en
acción contra
En Douglas Haig de Concepción de
Pergamino, partido frente Tucumán.
a San Martín de Tucumán.
Mundial de Rusia. Una bonita señorita. La barrera
idiomática y mis responsabilidades impidieron un
conocimiento en profundidad.