La Tejedora
La Tejedora
La Tejedora
Marina Colasanti.
ÁREA: Comunicación SEMANA: 13 FECHA: 17-06-21
Durante la mañana, la mujer tejía un largo tapiz que no acababa nunca. Ponía en la lanzadera gruesos hilos del algodón
más cálido, y el sol se volvía demasiado fuerte y los pétalos se desvanecían en el jardín. La artesana elegía entonces
rápidamente un hilo de plata que bordaba sobre el tejido con gruesos puntos. Al rato, una lluvia suave llegaba hasta la
ventana a saludarla.
Si durante muchos días el viento y el frío peleaban con las hojas y espantaban los pájaros, bastaba con que la joven
tejiera con sus bellos hilos dorados para que el sol volviera a apaciguar a la naturaleza. De esa manera, la muchacha
pasaba sus días cruzando la lanzadera de un lado para el otro y llevando los grandes peines del telar para adelante y
para atrás.
Cuando tenía hambre, tejía un lindo pescado, poniendo especial cuidado en las escamas. Y rápidamente el pescado
estaba en la mesa, esperando que ella lo comiese. Si tenía sed, entremezclaba en el tapiz una lana suave del color de la
leche. Por la noche, dormía tranquila después de pasar su hilo de oscuridad.
Pero tejiendo y tejiendo, ella misma trajo el tiempo en que se sintió sola, y pensó que sería bueno tener un esposo.
Comenzó a entremezclar en el tapiz las lanas y los colores que le darían compañía. Poco a poco, su deseo fue
apareciendo: sombrero con plumas, rostro barbado, cuerpo armonioso, zapatos lustrados. Cuando estaba a punto de
tramar el último hilo de la punta de los zapatos, el joven llegó a su puerta, se quitó el sombrero y fue entrando en su
vida. Aquella noche, recostada sobre su hombro, la mujer pensó en los hijos que tendría para que su felicidad fuera
mayor.
Y fue feliz por algún tiempo. Si el hombre había pensado en tener hijos, pronto lo olvidó. Una vez que descubrió el
poder del telar, solo pensó en todas las cosas que podía tener.
“Necesitamos una casa mejor”, le dijo a su mujer. Y a ella le pareció justo, porque ahora eran dos. Él le exigió que
escogiera las más bellas lanas color ladrillo, hilos verdes para las puertas y las ventanas, y prisa para que la casa
estuviera lista lo antes posible. Pero una vez que la casa estuvo terminada, no le pareció suficiente.
“¿Por qué tener una casa si podemos tener un palacio?”, preguntó. Ordenó inmediatamente que fuera de piedra con
terminaciones de plata. Día tras día trabajó la mujer tejiendo techos y puertas, patios y escaleras, y salones y pozos.
Afuera caía la nieve, pero ella no tenía tiempo para llamar al sol. Cuando llegaba la noche, ella no tenía tiempo para
rematar el día. Tejía y entristecía mientras los peines batían sin parar al ritmo de la lanzadera.
Finalmente, el palacio quedó listo. Y entre tantos ambientes, el esposo escogió para ella y su telar el cuarto más alto,
en la torre más alta. “Es para que nadie sepa lo del tapiz”, dijo. Y antes de retirarse le advirtió: “Faltan los establos. ¡Y
no olvides los caballos!”.
La mujer tejía sin descanso los caprichos de su esposo, llenando el palacio de lujos, los cofres de monedas, las salas de
criados.
Y tejiendo y tejiendo, ella misma trajo el tiempo en que le pareció que su tristeza era más
grande que el palacio, con riquezas y todo. Y por primera vez pensó que sería bueno estar sola
nuevamente.
Solo esperó a que llegara el anochecer. Se levantó mientras su esposo dormía soñando con
nuevas exigencias. Descalza, para no hacer ruido, subió la larga escalera de la torre y se sentó
al telar. Tomó la lanzadera al revés y, pasando velozmente de un lado para otro, comenzó a
destejer su tela. Destejió los caballos, los carruajes, los establos, los jardines, los criados y al
palacio con todas sus maravillas. Y nuevamente se vio en su pequeña casa y sonrió mirando el
jardín a través de la ventana.
Entonces, como si hubiese percibido la llegada del sol, la mujer eligió una hebra clara. Fue
pasándola lentamente entre los hilos, con alegría, como un delicado trazo de luz que la mañana
repitió en la línea del horizonte.