Confesión de Augsburgo

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CONFESIÓN DE AUGSBURGO

La Confesión de Augsburgo se compone de 28 artículos que constituyen la confesión básica del luteranismo.
Fue presentada al emperador Carlos V el 25 de junio de 1530 en la Dieta de Augsburgo. Su propósito era
defender la postura luterana frente a las interpretaciones tergiversadas y proponer una declaración teológica
que fuera aceptable para los católicos.

Confesión de Augsburgo

Prefacio al emperador Carlos V, de la edición latina

A nuestro muy invencible Emperador, César Augusto, señor compasivo y piadoso.


Como Vuestra Majestad ha convocado una Dieta del Imperio aquí en Augsburgo para deliberar sobre las
medidas que se deben tomar contra los turcos, el enemigo más antiguo y atroz de la religión y el nombre de los
cristianos y en qué manera contestar y contraponer su furor y asaltos por medio de una provisión militar fuerte
y definitiva; asimismo deliberar sobre las disensiones en lo concerniente a nuestra santa religión y fe cristiana,
de manera tal que las opiniones y juicios de las partes puedan ser oídas en la mutua presencia. De esta manera,
consideradas y sopesadas entre nosotros en mutua caridad y respeto, podamos, luego de haber removido y
corregido las cosas que hemos tratado y entendido diversamente, volver a la única verdad y en concordia
cristiana y de esta manera abrazar y mantener la única y pura religión, estando bajo el único Cristo y presentar
batalla bajo El, de manera que podamos también vivir en unidad y concordia en la única Iglesia Cristiana.
Y ya que nosotros, el subscrito Elector y Príncipe, con otros que se nos han unido, hemos sido convocados a la
dicha Dieta, como también otros electores, príncipes y estados, en obediencia del Imperial mandato, hemos
prontamente acudido a Augsburgo y -sin querer jactarnos por ello- hemos estado entre los primeros en llegar.
Acordemente, también aquí en Augsburgo al principio mismo de la Dieta, Vuestra Majestad Imperial propuso
a los Electores, Príncipes y otros estados del Imperio, entre otras cosas, que varios estados del Imperio,
debieran presentar sus opiniones y juicios en idioma germano y latino.

El miércoles fue dada contestación a Vuestra Majestad diciendo que para el siguiente miércoles, ofreceríamos
los artículos de nuestra confesión. Por lo tanto, obedeciendo los deseos imperiales, presentamos en esta
cuestión sobre la religión, la Confesión de nuestros predicadores y la nuestra, mostrando qué doctrina de las
Sagradas Escrituras y la pura Palabra de Dios ha sido enseñada en nuestras tierras, ducados y dominios y
ciudades y enseñada en nuestras iglesias.
Y si los otros Electores, Príncipes y estados del Imperio presentan, siguiendo la dicha proposición Imperial,
escritos similares en latín y alemán, dando sus opiniones en materia de religión, nosotros, juntos con los dichos
príncipes y amigos, estamos preparados para conferir amigablemente delante de ti nuestro Señor y Majestad
Imperial, acerca de los caminos y medios para llegar a la unidad, tanto como pueda honorablemente hacerse.
De esta manera, discutiendo pacíficamente sin controversias ofensivas, podamos alejar con la ayuda de Dios la
disensión y ser devueltos a la única religión verdadera. Puesto que todos estamos bajo un solo Cristo y damos
batalla por El, deberíamos confesar al único Cristo según el tenor del edicto de Vuestra Majestad Imperial y
todo debe conducirse de acuerdo a la verdad de Dios; y esto es lo que con fervientes oraciones pedimos a Dios.
Sin embargo, en relación al resto de los Electores, Príncipes y Estados, que constituyen la otra parte, si ningún
progreso se llegara a hacer, o algún resultado se obtuviera por medio de este diálogo en la causa de la religión,
siguiendo la manera en que Vuestra Majestad Imperial ha sabiamente dispuesto, es decir mediante la
presentación de escritos y discutiendo pacíficamente entre nosotros, dejamos al menos claro testimonio que
de ninguna manera nos estamos oponiendo a ninguna cosa que pudiera traer la concordia cristiana -tal como
puede realizarse con Dios y por medio de una buena conciencia- como también Vuestra Majestad Imperial y los
otros Electores y Estados del Imperio y todos los que estuvieran movidos por un sincero celo y amor por la
religión y que tuvieran una visión imparcial sobre el tema, podrán graciosamente dignarse a tomar nota y
entender esto por medio de esta Confesión nuestra .v de nuestros asociados.
Vuestra Majestad Imperial, no una vez, sino frecuentemente ha graciosamente hecho saber a los Electores,
Príncipes y Estados del Imperio y en la Dieta de Espira celebrada el año del Señor de 1526, de acuerdo a la forma
de vuestra instrucción y comisión Imperial dada y proclamada allí, que V. M. en tratar con este asunto de la
religión, por ciertas razones que fueron alegadas en nombre de V. M., no estaba dispuesto a decidir y no podía
determinar nada por sí, sino que V. M. usaría de su oficio para con el Romano Pontífice para convocar un
Concilio General.

El mismo asunto fue hecho público más extensivamente hace un año en la última Dieta que se reunió en Espira.
Allí Vuestra Majestad Imperial, a través de su Excelencia Fernando, Rey de Bohemia y Hungría, nuestro amigo
y Señor, como también a través del Orador y los Comisarios Imperiales, hizo saber que V. M. había tomado
nota y ponderado la resolución del representante de V. M. en el Imperio y del presidente y consejeros Imperiales
y los legados de otros estados reunidos en Ratisbona, concerniente a la convocación de un Concilio, y que V.
M. había también Juzgado ser necesario convocar un Concilio y que también V. M. no dudaba que el Romano
Pontífice podría ser inducido a celebrar el Concilio General porque los asuntos que debían acomodarse entre V.
M. y el Romano Pontífice estaban llegando a un acuerdo y cristiana reconciliación. Por lo tanto V. .M. por sí
mismo expresó que buscaría asegurarse el consentimiento del Pontífice para convocar dicho Concilio General
tan pronto como fuera posible, mediante cartas que deberían ser enviadas.

Por lo tanto, si el resultado de nuestro encuentro fuera tal, que las diferencias entre nosotros y las otras partes
en lo concerniente a la religión, no pudiera ser enmendado caritativamente y amigablemente, entonces aquí,
ante Vuestra Majestad Imperial, nos ofrecemos en toda obediencia, además de lo que ya hemos hecho, que
nos haremos presentes en dicho Concilio Cristiano libre para defender nuestra causa de acuerdo a la concordia
que siempre ha habido de votos en todas la Dietas Imperiales celebradas durante el Reino de V. M. por parte
de los Electores, Príncipes y otros estados del Imperio. A la asamblea de este Concilio General y al mismo
tiempo a Vuestra Majestad Imperial, nos hemos dirigido, aún antes de esta Dieta y en manera propia y forma
legal, y hecho demanda sobre este asunto, lejos el más importante y el más grave. A esta demanda, dirigida
tanto a V. M. como al Concilio seguimos adhiriendo; no sería posible, ni estaría en nuestra intención dejarla de
lado por medio de este u otro cualquier documento, a menos que el asunto entre nosotros y la otra parte, de
acuerdo al tenor de la última citación Imperial, fuera amigable y caritativamente solucionado y traído a cristiana
concordia. Con respecto a esto último nosotros solemnemente y públicamente damos fe.

I. DIOS

En primer lugar, se enseña y se sostiene unánimemente, de acuerdo con el decreto del Concilio de Nicea, que
hay una sola esencia divina, la que se llama Dios y verdaderamente es Dios. Sin embargo, hay tres Personas en
la misma esencia divina, igualmente poderosas y eternas: Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo. Todas las
tres son una esencia divina, eterna, sin división, sin fin, de inmensopoder, sabiduría y bondad; un Creador y
Conservador de todas las cosas visibles e invisibles. Con la palabra persona no se entiende una parte ni una
cualidad en otro, sitio que subsiste por sí mismo, tal como los padres han empleado la palabra en esta materia.
Por lo tanto, se rechazan todas las herejías contrarias a este artículo, tales como la de los maniqueos, que
afirmaron dos dioses, uno malo y otro bueno; también la de los valentinianos, los arrianos, los eunomianos, los
mahometanos y todos sus similares. También la de los samosatenses, antiguos y modernos, que sostienen que
solo hay una Persona y aseveran sofísticamente que las otras dos, el Verbo y el Espíritu Santo, no son
necesariamente Personas distintas, sino que el Verbo significa la palabra externa o la voz, y que el Espíritu
Santo es una energía engendrada en los seres creados.

II. EL PECADO ORIGINAL

Además, se enseña entre nosotros que desde la caída de Adán todos los hombres que nacen según la naturaleza
se conciben y nacen en pecado. Esto es, todos desde el seno de la madre están llenos de malos deseos e
inclinaciones y por naturaleza no pueden tener verdadero temor de Dios ni verdadera fe en él. Además, esta
enfermedad innata y pecado hereditario es verdaderamente pecado y condena bajo la ira eterna de Dios a
todos aquellos que no nacen de nuevo por el Bautismo y el Espíritu Santo.
Al respecto se rechaza a los pelagianos y otros que niegan que el pecado hereditario sea pecado, porque
consideran que la naturaleza se hace justa mediante poderes naturales, en menoscabo de los sufrimientos y
méritos de Cristo.

III. EL HIJO DE DIOS

Asimismo se enseña que Dios el Hijo se hizo hombre habiendo nacido de la Virgen María, y que las dos
naturalezas, la divina y la humana, están tan inseparablemente unidas en una persona de modo que son un solo
Cristo, el cual es verdadero Dios y verdadero hombre, que realmente nació, padeció, fue crucificado, muerto y
sepultado con el fin de ser un sacrificio, no sólo por el pecado hereditario, sino también por todos los demás
pecados y así expía la ira de Dios.
El mismo Cristo descendió al infierno, al tercer sdía resucitó y está sentado a la diestra de Dios, a fin de reinar
eternamente y tener dominio sobre todas las criaturas; y a fin de santificar, purificar, fortalecer y consolar
mediante el Espíritu Santo a todos los que en El creen, proporcionándoles la vida y toda suerte de dones y
bienes y defendiéndolos y protegiéndolos contra el diablo y el pecado. El Señor Jesucristo finalmente vendrá
de modo visible para juzgar a los vivos y a los muertos, de acuerdo con el Credo Apostólico.

IV. LA JUSTIFICACIÓN

Además, se enseña que no podemos lograr el perdón y la justicia delante de Dios por nuestro mérito, obra y
satisfacción, sino que obtenemos el perdón del pecado y llegamos a ser justos delante de Dios por gracia, por
causa de Cristo mediante la fe, si creemos que Cristo padeció por nosotros y que por Su causa se nos perdona
el pecado y se nos conceden la justicia y la vida eterna. Pues Dios ha de considerar e imputar esta fe como
justicia delante de sí mismo, como San Pablo dice a los Romanos en los capítulos 3 y 4.

V. EL MINISTERIO PÚBLICO, O DE LA PALABRA

Para conseguir esta fe, Dios ha instituido el oficio de la predicación. Es decir, ha dado el Evangelio y los
sacramentos. Por medio de éstos, como por instrumentos, Él otorga el Espíritu Santo, quien obra la fe, donde
y cuando le place, en quienes oyen el Evangelio. Éste enseña que tenemos un Dios lleno de gracia por el mérito
de Cristo, y no por el nuestro, si así lo creemos.
Se condena a los Anabaptistas y otros que enseñan que, sin la Palabra externa del Evangelio obtenemos el
Espíritu Santo por disposición, pensamientos y obras propias.
VI. LA NUEVA OBEDIENCIA

Se enseña también que tal fe debe producir buenos frutos y buenas obras y que se deben realizar toda clase de
buenas obras que Dios haya ordenado, por causa de Dios. Sin embargo, no debemos fiarnos en tales obras para
merecer la gracia ante Dios. Pues recibimos el perdón y la justicia mediante la fe en Cristo, como él mismo dice:
"Cuando hayáis hecho todo esto, decid: Siervos inútiles somos. Así enseñan también los Padres, pues Ambrosio
afirma: "Así lo ha constituido Dios; que quien cree en Cristo sea salvo y tenga el perdón de los pecados no por
obra, sino solo por la fe y sin mérito".

VII. LA IGLESIA

Se enseña también que habrá de existir y permanecer para siempre una santa iglesia cristiana, que es la
asamblea de todos los creyentes, entre los cuales se predica genuinamente el Evangelio y se administran los
Santos Sacramentos de acuerdo con el Evangelio.
Para la verdadera unidad de la iglesia cristiana es suficiente que se predique unánimemente el evangelio con
toda pureza y que los Sacramentos se administren de acuerdo a la Palabra divina. Y no es necesario para la
verdadera unidad de la iglesia cristiana que en todas partes se celebren de modo uniforme ceremonias de
institución humana. Como Pablo dice a los Efesios en 4:4-5: "Un cuerpo y un Espíritu, como fuisteis llamados
en una misma esperanza de vuestra vocación; un Señor, una fe, un Bautismo".

VIII. QUÉ ES LA IGLESIA

Además, si bien la iglesia cristiana en verdad no es otra cosa que la asamblea de todos los creyentes y santos,
sin embargo, ya que en esta vida muchos cristianos falsos, hipócritas y aún pecadores manifiestos permanecen
entre los piadosos, los sacramentos son igualmente eficaces, aun cuando los ministros que los administran sean
impíos. Es como Cristo mismo nos indica: "En la cátedra de Moisés se sientan los fariseos". Por consiguiente,
se condena a los donatistas, y a todos los demás que enseñan de manera diferente.

IX. EL BAUTISMO

Respecto al Bautismo se enseña que es necesario, que por medio de él se ofrece la gracia, y que deben
bautizarsetambién los niños, los cuales mediante tal Bautismo son encomendados a Dios y llegan a serle
aceptados.
Por este motivo se rechaza a los anabaptistas, que enseñan que el Bautismo de párvulos es ilícito.

X. LA CENA DEL SEÑOR

Respecto a la Cena del Señor se enseña que el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de Cristo están
realmente presentes en la Cena bajo las especies de pan y vino y que, allí se distribuyen y reciben.
Por lo tanto, se rechaza toda enseñanza contraria.

XI. LA CONFESIÓN
Respecto a la confesión se enseña que la absolución privada debe conservarse en la iglesia y que no debe caer
en desuso, si bien en la confesión no es necesario relatar todas las transgresiones y pecados, por cuanto esto
es imposible. Salmo 19:12: "Los errores, ¿quién los entenderá?,".

XII. EL ARREPENTIMIENTO

Respecto al arrepentimiento se enseña que quienes han pecado después del Bautismo pueden obtener el
perdón de los pecados toda vez que se arrepientan y que la iglesia no debe negarles la absolución. Propiamente
dicho, el arrepentimiento no es otra cosa que contrición y dolor o terror a causa del pecado y, sin embargo, a la
vez creer en el Evangelio y la absolución, es decir que el pecado ha sido perdonado y que por Cristo se ha
obtenido la gracia. Esta fe, a su vez consuela el corazón y lo apacigua. Después deben seguir la corrección y el
abandono del pecado, pues éstos deben ser los frutos del arrepentimiento de que habla Juan en Mateo 3: 8:
"Haced frutos dignos del arrepentimiento".
Se rechaza a los que enseñan que quienes una vez se convirtieron ya no pueden caer.
Por otro lado se rechaza también a los novacianos, que negaban la absolución a los que habían pecado después
del bautismo.
También se rechaza a los que enseñan que no se obtiene el perdón de los pecados por la fe, sino mediante
nuestra reparación.

XIII. EL USO DE LOS SACRAMENTOS

En cuanto al uso de los sacramentos se enseña que éstos fueron instituidos no sólo como distintivos para
conocer exteriormente a los cristianos, sino que son señales y testimonios de la voluntad divina hacia nosotros
para despertar y fortalecer nuestra fe. Por esta razón los sacramentos exigen fe y se emplean debidamente
cuando se reciben con fe y se fortalece de ese modo la fe.

XIV. DEL ORDEN ECLESIÁSTICO

Respecto al orden eclesiástico se enseña que nadie debe enseñar públicamente en la iglesia ni predicar ni
administrar los sacramentos sin un llamado legítimo.

XV. RITOS ECLESIÁSTICOS

De los ritos eclesiásticos de origen humano se enseña que se observen los que puedan realizarse sin pecado .y
sirvan para mantener la paz y el buen orden en la iglesia, como ciertas celebraciones, fiestas Y cosas
semejantes. Sin embargo, se alecciona no gravar a las conciencias con esto, como si tales cosas fueran
necesarias para la salvación. Sobre esta materia se enseña que todas las ordenanzas y tradiciones instituidas
por los hombres con el fin de aplacar a Dios y merecer la gracia son contrarias al Evangelio y a la doctrina acerca
de la fe en Cristo. Por consiguiente, los votos monásticos y otras tradiciones relacionadas con la distinción de
las comidas, los días, etc., por medio de las cuales se intenta merecer la gracia y hacer satisfacción por los
pecados, son inútiles y contrarias al Evangelio.

XVI. EL ESTADO Y EL GOBIERNO CIVIL


Respecto al Estado y al gobierno civil se enseña que toda autoridad en el mundo, todo gobierno y las leyes
fueron creadas e instituidas por Dios para el buen orden. Se enseña que los cristianos, sin incurrir en pecado,
pueden tomar parte en el gobierno y en el oficio de príncipes y jueces; asimismo, decidir y sentenciar según las
leyes imperiales y otras leyes vigentes, castigar con la espada a los malhechores, tomar parte en guerras justas,
prestar servicio militar, comprar y vender, prestar juramento cuando se exija, tener propiedad, contraer
matrimonio, etc.
Al respecto se condena a los anabaptistas, que enseñan que ninguna de las cosas susodichas es cristiana.
Se condena también a aquellos que enseñan que la perfección cristiana consiste en abandonar corporalmente
casa y hogar, esposa e hijos y prescindir de las cosas ya mencionadas. Al contrario, la verdadera perfección
consiste sólo en genuino temor a Dios y auténtica fe en él. El Evangelio no enseña una justicia externa ni
temporal, sino un ser y justicia interiores y eternos del corazón. El Evangelio no destruye el gobierno secular, el
estado y el matrimonio. Al contrario, su intento es que todo esto se considere como verdadero orden divino y
que cada uno, de acuerdo con su vocación, manifieste en estos estados el amor cristiano y verdaderas obras
buenas. Por consiguiente, los cristianos están obligados a someterse a la autoridad civil y obedecer sus
mandamientos y leyes en todo lo que pueda hacerse sin pecado. Pero si el mandato de la autoridad civil no
puede acatarse sin pecado, se debe obedecer a Dios antes que a los hombres. (Hechos 5: 29).

XVII. EL RETORNO DE CRISTO PARA EL JUICIO

También se enseña que nuestro Señor Jesucristo vendrá en el día postrero para juzgar y que resucitará a todos
los muertos. Dará a los creyentes y electos vida y gozo eternos, pero a los hombres impíos y a los demonios los
condenará al infierno y a castigo eterno.
Consiguientemente, se rechaza a los anabaptistas, que enseñan que los demonios y los hombres condenados
no sufrirán pena y tormento eternos.
Asimismo se rechazan algunas doctrinas judaicas, y que actualmente aparecen, las cuales enseñan que, antes
de la resurrección de los muertos, sólo los santos y piadosos ocuparán un reino mundano y aniquilarán a todos
los impíos.

XVIII. EL LIBRE ALBEDRÍO

Se enseña también que el hombre tiene, hasta cierto punto, el libre albedrío que lo capacita para llevar una vida
exteriormente honrada y para escoger entre las cosas que entiende la razón. Pero sin la gracia, ayuda u obra
del Espíritu Santo el hombre no puede agradar a Dios, temer a Dios de corazón, creer, ni arrancar de su corazón
los malos deseos innatos. Esto sucede por obra del Espíritu Santo, quien es dado mediante la Palabra de Dios.
Pablo dice en 1 Corintios 2:14: "El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios". Para que
se pueda apreciar que en esto no se enseña nada nuevo, se citan a continuación del tercer libro de
Hipognosticon las palabras claras de Agustín acerca del libre albedrío: "Confesamos que en todos los hombres
existe un libre albedrío, porque todos tienen por naturaleza entendimiento y razón innatas. Esto no quiere decir
que sean capaces de hacer algo para con Dios, por ejemplo: amar de corazón y temer a Dios. Al contrario, sólo
en cuanto a las obras externas de esta vida tienen la libertad de escoger lo bueno o lo malo. Con lo 'bueno'
quiero decir que la naturaleza humana puede decidir si trabajará en el campo o no, si comerá o beberá o visitará
un amigo o no, si se pondrá o quitará el vestido, si edificará casa, tomará esposa, si se ocupará en algún oficio
o si hará cualquier cosa similar que sea útil y buena. No obstante, todo esto no existe ni subsiste sin Dios, sino
que todo procede de él y se realiza por él. En cambio, el hombre puede por elección propia emprender algo
malo, como por ejemplo arrodillarse ante un ídolo, cometer homicidio, etc. ".
XIX. LA CAUSA DEL PECADO

Sobre la causa del pecado se enseña entre nosotros que, si bien Dios omnipotente ha creado y sostiene toda la
naturaleza, sin embargo, la voluntad pervertida -es decir, la del diablo y de todos los impíos- produce el pecado
en todos los impíos y en quienes desprecian a Dios. Esta voluntad, tan pronto como Dios ha quitado la mano,
se vuelve de Dios al mal, como Cristo dice en Juan 8: 4: "El diablo habla mentira de lo suyo".

XX. LA FE Y LAS BUENAS OBRAS

Se nos acusa falsamente de prohibir las buenas obras. Pues nuestros escritos acerca de los Diez Mandamientos
y otros semejantes han proporcionado buenas y útiles exposiciones y exhortaciones respecto a las profesiones
y obras verdaderamente cristianas. Acerca de esto se enseñó poco anteriormente; al contrario, mayormente
se recalcaban en Iodos los sermones obras pueriles e innecesarias, como el rezo del rosario, el culto a los santos,
el monacato, peregrinaciones, ayunos, fiestas, cofradías, etc. Nuestros adversarios ya no alaban tales obras
innecesarias con tanta exageración como antes. Además, han aprendido ahora a hablar de la fe, sobre la cual
en tiempos pasados no predicaban absolutamente nada. Ahora enseñan que no somos justificados ante Dios
solamente por las obras, sino que añaden a ello la fe en Cristo. Dicen que la fe y las obras nos hacen justos
delante de Dios. Tal enseñanza posiblemente proporcione algo más de consuelo que la enseñanza de que se
confíe únicamente en las obras.
Ya que la doctrina de la fe, que es la principal de la existencia cristiana, dejó de acentuarse por tanto tiempo
(como es forzoso admitir), y sólo se predicaba en todas partes la doctrina de las obras, los nuestros han
enseñado lo siguiente respecto a estas cosas:
Primeramente, nuestras obras no pueden reconciliarnos con Dios ni merecer la gracia, sino que esto sucede
sólo mediante la fe al creer que se nos perdonan los pecados por causa de Cristo, quien es el único mediador
que reconcilia al Padre. Ahora bien, quien piense realizar esto mediante las obras y merecer la gracia, desprecia
a Cristo y busca su propio camino a Dios en contra del Evangelio.
Sobre esta enseñanza acerca de la fe discurre Pablo abierta y claramente en muchos textos, especialmente en,
Efesios 2:8.- "Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras,
para que nadie se gloríe".
Y que con esto no se introduce ninguna interpretación nueva se puede demostrar con los escritos de Agustín,
quien trata este asunto esmeradamente y enseña que por medio de la fe en Cristo obtenemos la gracia y somos
justificados delante de Dios y no mediante las obras, como pone de manifiesto todo su libro titulado "El espíritu
y la Letra". Si bien es cierto que esta doctrina es muy despreciada entre personas que no han sido puestas a
prueba, no obstante, es harto consoladora y benéfica para las conciencias tímidas y aterrorizadas. Porque la
conciencia no puede hallar paz y sosiego por medio de las obras, sino sólo por la fe que se persuade con
seguridad de que a causa de Cristo tiene un Dios lleno de gracia, como Pablo dice en Romanos 5: 1:
"Justificados, pues, por la fe tenemos tranquilidad y paz para con Dios". En tiempos pasados no se enseñaba
este consuelo en los sermones; al contrario, las pobres conciencias eran estimuladas a apoyarse en sus propias
obras, de modo que emprendían obras de diversas clases. La conciencia impulsó a algunos a entrar en los
monasterios con la esperanza de merecer la gracia por medio de la vida monástica. Otros idearon otras obras
con el fin de merecer la gracia y hacer satisfacción por los pecados. Muchos de ellos experimentaron que no se
lograba la paz por estos medios. Por lo tanto, era necesario predicar y recalcar diligentemente esta doctrina de
la fe en Cristo para que los hombres supieran que se consigue la gracia de Dios únicamente por la fe y sin el
mérito propio.
Se enseña también que en este contexto no se trata de aquella fe que también los diablos y los impíos tienen,
quienes también creen la historia de que Cristo sufrió y resucitó de los muertos. Al contrario, se trata de la
verdadera fe que cree que mediante Cristo obtenemos la gracia y el perdón del pecado.
Ahora bien, el que sabe que por medio de Cristo tiene un Dios lleno de gracia, éste conoce a Dios, le invoca y
no vive sin Dios a semejanza de los paganos. Pues el diablo y los incrédulos no creen en este artículo del perdón
de pecados; por consiguiente, son hostiles a Dios, no pueden invocarle y nada bueno esperan de Él. Por lo tanto,
la Escritura se refiere a la fe, como acabamos de indicar, pero no llama fe al conocimiento que poseen el diablo
y los hombres impíos. En Hebreos 11: 1 se enseña que la fe no consiste solamente en conocer los relatos, sino
en tener la confidente certeza de que Dios cumplirá con sus promesas. También Agustín nos recuerda que
debemos entender que en la Escritura la palabra "fe" significa la confianza en Dios, la certeza de que El nos da
su gracia, y no sólo el conocimiento de los sucesos históricos que también poseen los diablos. Además, se
enseña que las buenas obras deben realizarse necesariamente, no con el objeto de que uno confíe en ellas para
merecer la gracia; sino que han de hacerse por causa de Dios y para alabanza de él. La fe se apodera siempre
sólo de la gracia y del perdón de pecados. Y ya que mediante la fe se concede el Espíritu Santo, también se
capacita el corazón para hacer buenas obras. Pues antes de creer, cuando no tiene el Espíritu Santo, el corazón
es demasiado débil. Además está bajo el poder del diablo, que impulsa a la pobre naturaleza humana a cometer
muchos pecados. Esto lo vemos en el caso de los filósofos quienes se propusieron vivir honrada e
irreprochablemente. Sin embargo, no pudieron llevarlo a cabo, sino que cayeron en muchas graves
transgresiones manifiestas. Así acontece cuando el hombre no tiene la verdadera fe ni el Espíritu Santo y se
gobierna sólo con sus propias fuerzas humanas.
Por consiguiente, no se le ha de recriminar a esta doctrina de la fe que prohíba las buenas obras: al contrario,
antes bien ha de ser alabada por enseñar que se deben hacer buenas obras y por ofrecer la ayuda con la cual
realizarlas. Porque fuera de la fe y aparte de Cristo la naturaleza y el poder humanos son demasiado débiles
como para hacer buenas obras, invocar a Dios, tener paciencia en medio del sufrimiento, amar al prójimo, llevar
a cabo con diligencia los oficios que han sido ordenados, ser obediente, evitar los malos deseos, etc. Tales
grandes y genuinas obras no pueden hacerse sin la ayuda de Cristo, como él mismo dice en Juan 15:5: "Sin mí
nada podéis hacer".

XXI. EL CULTO DE LOS SANTOS

Respecto al culto de los santos enseñan los nuestros que se ha de tener memoria de los santos para fortalecer
nuestra fe viendo cómo ellos recibieron la gracia y cómo fueron ayudados mediante la fe. Además, debemos
seguir el ejemplo de sus buenas obras, cada cual de acuerdo con su vocación. Su Majestad Imperial, al hacer
guerra contra los turcos, puede seguir provechosa y píamente el ejemplo de David, ya que ambos representan
el oficio real, que exige la defensa .y protección de sus súbditos. Pero no se puede demostrar con la Escritura
que se deba invocar a los santos e implorar su ayuda. "Hay un solo propiciador y mediador entre todos los
hombres, Jesucristo" (1 Timoteo 2:5). El es el único salvador y el único sumo sacerdote, propiciador e intercesor
ante Dios (Romanos 8: 34). Y sólo él ha prometido oír nuestra oración. De acuerdo con la Escritura, el culto
divino más excelso es buscar e invocar de corazón a este mismo Jesucristo en toda necesidad y angustia: "Si
alguno peca, abogado tenemos para con el Padre, a Jesús el justo"; etc.
Esta es casi la suma de la doctrina que se predica y se enseña en nuestras iglesias para instruir cristianamente
y consolar a las conciencias y para mejorar a los creyentes. No quisiéramos poner en sumo peligro nuestras
propias almas y conciencias delante de Dios por el abuso del nombre o la Palabra divina, ni deseamos legar a
nuestros hijos y descendientes otra doctrina que no concuerde con la Palabra divina pura y la verdad cristiana.
Puesto que esta doctrina está claramente fundamentada en la Sagrada Escritura y no es contraria a la iglesia.
cristiana universal, tampoco a la iglesia romana; hasta donde su enseñanza se refleja en los escritos de los
Padres, opinamos que nuestros adversarios no pueden estar en desacuerdo con nosotros en cuanto a los
artículos arriba expuestos: Por lo tanto, quienes se proponen apartar, rechazar y evitar a los nuestros como
herejes, actúan despiadada y precipitadamente y contra toda unidad y amor cristianos; y lo hacen sin
fundamento sólido en el mandamiento divino o en la Escritura. En realidad, la disensión y la disputa se refieren
mayormente a ciertas tradiciones y abusos. Ya que no hay nada infundado o defectuoso en los artículos
principales, siendo esta nuestra confesión piadosa y cristiana, los obispos en toda justicia deberían mostrarse
más tolerantes, aunque nos faltara algo respecto a la tradición; si bien, esperamos exponer razones bien
fundadas por las que se han modificado entre nosotros algunas tradiciones y abusos:
Artículos en controversia, donde se detallan los abusos que han sido corregidos.
Respecto a los artículos de fe, nada se enseña en nuestras iglesias contrariamente a la Sagrada Escritura o a la
iglesia universal. Solamente se han corregido algunos abusos, los cuales en parte se han introducido con el
correr del tiempo, y en parte han sido impuestos por la fuerza. En vista de ello, nos vemos precisados a reseñar
tales abusos y señalar el motivo por el cual se ha tolerado una modificación en estos casos. Así vuestra Majestad
Imperial podrá darse cuenta de que en este asunto no se ha actuado de manera anticristiana o frívola, sino que
hemos sido impulsados a permitir tales cambios por el mandamiento de Dios, el cual con razón se ha de tener
en más alta estima que toda costumbre humana

XXII. LAS DOS ESPECIES EN EL SACRAMENTO

Entre nosotros se dan a los laicos ambas especies del sacramento porque éste es un mandamiento y una orden
clara de Cristo: 'Bebed de ella todos", Mateo 26: 27. En este texto, con palabras claras, Cristo manda respecto
al cáliz que todos beban de él. Para que nadie ponga en duda estas palabras ni las interprete como referentes
a los sacerdotes, Pablo indica en 1 Corintios 11:20 ss. que toda la asamblea de la iglesia en Corinto usó de ambas
especies. Este uso permaneció por mucho tiempo en la iglesia, como se puede demostrar con los relatos y con
los escritos de los Padres. Cipriano menciona en muchos pasajes que en su época el cáliz se daba a los laicos.
San Jerónimo dice que los sacerdotes que administran el sacramento distribuyen al pueblo la Sangre de Cristo.
El papa Gelasio mismo ordenó que no se dividiera el sacramento (Distinct. 2, "Sobre la consagración", capítulo
Comperlinus). No se encuentra en ninguna parte canon alguno que ordene la recepción de una sola especie.
Nadie puede saber tampoco cuándo o por quién se haya introducido esta costumbre de recibir una sola especie,
aunque el cardenal Cusano menciona cuándo se aprobó esta usanza. Es obvio que tal costumbre, introducido
contra el mandamiento de Dios y también contra los antiguos cánones, no es legítima. Por lo tanto, no es justo
agobiar las conciencias de quienes desean celebrar el santo sacramento de acuerdo con la institución de Cristo
ni obligarlos a actuar contra la ordenanza de nuestro Señor Cristo. Además, puesto que la división del
sacramento es contraria a la institución de Cristo, se suprime entre nosotros la acostumbrada procesión en la
cual se lleva y exhibe el sacramento.

XXIII. EL MATRIMONIO DE LOS SACERDOTES

Se ha hecho oír en todo el mundo, entre toda clase de personas, ya de posición elevada ya humilde, una muy
fuerte queja con respecto a la gran inmoralidad y la vida desenfrenada de los sacerdotes que no podían
permanecer continentes y que con sus vicios tan abominables habían llegado al colmo. Para evitar tanto y tan
terrible escándalo, adulterio y otras formas de lascivia, algunos de nuestros sacerdotes han contraído
matrimonio. Estos aducen como motivo que los impulsó la gran angustia de su conciencia, ya que la Escritura
afirma claramente que el matrimonio fue ordenado por Dios el Señor para evitar la impureza, como dice Pablo:
"A causa de la fornicación, cada uno tenga su propia mujer; asimismo: "Mejor es casarse que arder". Y al decir
Cristo en Mateo 19:11: "No todos reciben esta palabra", el mismo Cristo (y seguramente conocía la naturaleza
humana) indica que pocos tienen el don de la continencia. "Varón y hembra Dios los creó", Génesis 1:27. La
experiencia ha demostrado con sobrada claridad si el hombre, por sus propias fuerzas y facultades, sin don y
gracia especiales de Dios, por propio empeño y voto, puede mejorar o cambiar la creación de Dios, quien es la
suprema majestad. ¿Qué clase de vida buena, honesta y casta, qué conducta cristiana, honrosa y recta ha
resultado de ello? Ha quedado de manifiesto que en la hora de la muerte muchos han sufrido en su conciencia
horrible y espantosa inquietud y tormento, cosa que muchos de ellos mismos han admitido. Ya que la Palabra
y el mandamiento de Dios no pueden ser alterados por ningún voto o ley humana, los sacerdotes y otros
clérigos se han casado movidos por éstos y otros motivos y razones. También se puede comprobar por los
relatos y por los escritos de los Padres que en la iglesia Cristiana de antaño los sacerdotes y diáconos
acostumbraban casarse. Por eso dice Pablo en 1 Timoteo 3: "Es necesario que el obispo sea irreprensible,
marido de una sola mujer".
Y no fue sino hace apenas cuatrocientos años que los sacerdotes en tierras germánicas fueron despojados con
violencia del matrimonio y obligados a tornar el voto de castidad.
Y fue tan generalizada y vehemente la oposición que un arzobispo de Maguncia, el cual había promulgado el
nuevo edicto papal al respecto, por poco fue muerto en una insurrección de todo el sacerdocio. La misma
prohibición desde el principio fue puesta en práctica tan precipitada e ineptamente que el papa no sólo prohibió
a los sacerdotes el matrimonio futuro, sino que disolvió los matrimonios de quienes habían estado casados por
mucho tiempo, lo cual no sólo es contrario a todo derecho divino, natural y secular, sino que también es
diametralmente opuesto a los cánones que los mismos papas habían formulado y a los concilios más célebres.
Asimismo, muchas personas encumbradas, piadosas entendidas, han exteriorizado la opinión de que este
celibato forzado y el despojamiento del matrimonio, que Dios mismo instituyó y dejó al arbitrio de cada uno,
jamás ocasionó nada bueno, sino al contrario ha dado origen a vicios graves y mucho escándalo. También uno
de los mismos papas, Pío II, como lo demuestra su biografía, dijo repetidas veces e hizo escribir que quizás haya
razones que veden el matrimonio a los clérigos, pero hay muchas razones más poderosas, importantes y
categóricas para permitirles nuevamente la libertad de casarse. No cabe duda que el papa Pío, como hombre
inteligente y sabio, hizo esta aseveración tras mucha reflexión.
Por lo tanto, en sumisión a Vuestra Majestad Imperial, estamos confiados de que Vuestra Majestad, como
emperador cristiano e ilustre, se dignará tener presente que en estos días postreros de los cuales habla la
Escritura, el mundo se vuelve peor y, los hombres se hacen siempre más débiles y frágiles.
Por consiguiente, es muy necesario, provechoso y cristiano comprender este hecho para que la prohibición del
matrimonio no ocasione la introducción en tierras alemanas de inmoralidad y vicios más vergonzosos. Nadie
puede disponer ni modificar tales cosas con más sapiencia o mejor que Dios mismo, quien instituyó el
matrimonio para prestar auxilio a la debilidad humana y evitar la inmoralidad.
También los antiguos cánones dicen que a veces es necesario suavizar y disminuir la dureza y el rigor, a causa
de la debilidad humana para prevenir y evitar el escándalo. En este caso sería por cierto cristiano y necesario.
¿Cómo puede ser una desventaja para toda la iglesia cristiana el matrimonio de los sacerdotes y religiosos,
especialmente el matrimonio de los pastores y otros que deben servir a la iglesia? En lo futuro habrá escasez
de sacerdotes y pastores si esta dura prohibición del matrimonio permanece en pie.
El matrimonio de los sacerdotes y clérigos está fundamentado en la Palabra y el mandato divinos. Además, la
historia demuestra que los sacerdotes contrajeron matrimonio y que el voto de castidad ha ocasionado tanto
escándalo espantoso y anticristiano, tanto adulterio, inmoralidad horrible y vicio abominable que hasta algunos
hombres honrados entre el clero de catedral y algunos cortesanos de Roma lo han admitido con frecuencia y
han aseverado quejosamente que el predominio abominable de tal vicio entre el clero provocaría la cólera de
Dios. En vista de esto, es lamentable que el matrimonio cristiano no sólo haya sido prohibido, sino que en
algunos lugares se lo haya castigado muy precipitadamente, como si se tratara de un gran crimen, y todo esto
a pesar de que en la Sagrada Escritura Dios ordenó tener en gran estima el matrimonio. El matrimonio también
se ensalza en el derecho imperial y en todas las monarquías donde ha habido leyes y justicia. Sólo en nuestra
época se empieza a martirizar a la gente inocente únicamente a causa del matrimonio, especialmente a los
sacerdotes, con los cuales debiera guardarse más consideración que con otros. Esto acontece no solo
contrariamente al derecho divino sino también al derecho canónico. En 1 Timoteo 4:13 el apóstol Pablo llama
doctrina de demonios a la enseñanza que prohíbe el matrimonio. Cristo mismo dice en Juan 8:44 que el diablo
fue asesino desde el principio. Estos dos textos concuerdan bien, porque necesariamente es doctrina de
demonios la que prohíbe el matrimonio y se atreve a mantener tal doctrina mediante el derramamiento de
sangre.
Pero así como ninguna ley humana puede abolir o alterar el mandamiento de Dios, tampoco ningún voto lo
puede alterar. Por lo tanto, San Cipriano aconseja que se casen las mujeres que no guardan la castidad
prometida; así dice en su epístola undécima: "Pero si no quieren o no pueden conservar la castidad, es mejor
casarse que caer en el fuego por causa de sus deseos, cuidándose muy bien de no hacer tropezar a los hermanos
y hermanas." Además, todos los cánones usan de mucha lenidad y equidad para con aquellos que en su
juventud hicieron voto, y lo cierto es que la mayor parte de los sacerdotes y los monjes en su juventud
ingresaron en ese estado por ignorancia.

XXIV. LA MISA

Se acusa a los nuestros sin razón de haber abolido la misa. Es manifiesto (lo decimos sin jactancia) que la misa
se celebra con mayor reverencia y seriedad entre nosotros que entre los oponentes. Asimismo, se instruye al
pueblo con frecuencia y suma diligencia acerca del propósito de la institución del santo sacramento y respecto
a su uso; es decir, que debe usarse con el fin de consolar las conciencias angustiadas. Así se atrae al pueblo a la
comunión y a la misa. Al mismo tiempo, también se imparte instrucción en cuanto a otras doctrinas falsas
acerca del sacramento. Además, en las ceremonias públicas de la misa no se ha introducido ningún cambio
manifiesto, excepto que en algunas partes se entonen himnos alemanes, junto a los cánticos latinos, para
instruir y aleccionar al pueblo, ya que el propósito principal de todas las ceremonias debe ser que el pueblo
aprenda lo que necesite saber de Cristo.
Se ha abusado de la misa de muchas maneras en tiempos pasados. Todo el mundo sabe que se ha hecho de la
Misa una especie de feria, que las misas se compraban y se vendían y se celebraban en todas las iglesias
mayormente para lucrar. Estos abusos fueron criticados repetidas veces por hombres eruditos y piadosos,
también antes de nuestra época. Nuestros predicadores han hablado de estas cosas, y se ha recordado a los
sacerdotes la grave responsabilidad que debe pesar sobre cada cristiano, es decir, que quien use del sacramento
indignamente es culpable del cuerpo y de la sangre de Cristo. Por consiguiente, tales misas privadas y misas
votivas, que hasta ahora se han celebrado por fuerza y con fines de lucro y por interés de las prebendas, han
sido suspendidas en nuestras iglesias.
Al mismo tiempo se ha repudiado el error abominable según el cual se enseñaba que nuestro Señor Cristo por
su muerte hizo satisfacción sólo por el pecado original e instituyó la misa como sacrificio por los demás
pecados, estableciendo así la misa como sacrificio por los vivos y los muertos para quitar el pecado y aplacar a
Dios. De ahí se llegó a debatir si una misa celebrada por muchos vale tanto como una celebrada por un solo
individuo. El número incontable de misas tiene su origen en el deseo de obtener de Dios por medio de esta obra
todo lo que uno necesita, al paso que se ha echado al olvido la fe en Cristo y el verdadero culto a Dios.
Por esta razón, como sin duda lo exigía la necesidad, se ha dado instrucción para que nuestro pueblo tuviera
conocimiento del uso debido del sacramento. En primer lugar, la Escritura indica en muchos lugares que no hay
sacrificio alguno por el pecado original y otros pecados fuera de la única muerte de Cristo. Porque está escrito
en la epístola a los Hebreos que Cristo se santificó a sí mismo una sola vez y así hizo satisfacción por todos los
pecados (10:10,14). En realidad es una innovación inaudita en la doctrina eclesiástica que la muerte de Cristo
expía únicamente el pecado original y no los demás pecados. Por lo tanto, es de esperarse que todos
entenderán que tal error no se ha reprobado sin causa justificada.
En segundo lugar, San Pablo enseña que obtenemos la gracia ante Dios por la fe y no mediante las obras.
Manifiestamente contrario a esta doctrina es el abuso de la m-isa según el cual se supone que la gracia se
consigue mediante esta obra. Además, es bien sabido que se emplea la misa con el fin de borrar el pecado y
obtener de Dios la gracia y toda suerte de beneficios. El sacerdote cree hacer esto no sólo por sí mismo, sino
también por todo el mundo y por otros, tanto vivos como muertos.
En tercer lugar, el santo sacramento no fue instituido para hacer de él un sacrificio por el pecado -porque este
sacrificio ya se ha realizado- sino con el fin de despertar nuestra fe y de consolar nuestras conciencias, al darnos
cuenta mediante el sacramento de que la gracia y el perdón del pecado nos han sido prometidos por Cristo. Por
esta razón este sacramento exige fe y sin fe se usa en vano. Puesto que la misa no es un sacrificio para quitar
los pecados de otros, vivos o muertos, sino que debe ser una comunión en la cual el sacerdote y otros reciben
el sacramento para sí, nuestra costumbre es que en los días de fiesta y en otras ocasiones cuando hay
comulgantes presentes, se celebra la misa, para que comulguen quienes lo deseen. De modo que la misa se
conserva entre nosotros en su debido uso, de la misma manera como se celebró antiguamente en la iglesia y
como se puede comprobar en la Primera Epístola de San Pablo a los Corintios, cap. ll:20 ss., y en los escritos de
muchas Padres. Por ejemplo, Crisóstomo refiere cómo el sacerdote a diario estaba delante del altar, invitando
a algunos a comulgar, pero prohibiéndoselo a otros. Los antiguos cánones indican que uno solo celebraba el
oficio y daba la comunión a los sacerdotes y diáconos, porque así rezan las palabras del canon de Nicea: 'Los
diáconos en su orden deberán recibir, después que los sacerdotes, el sacramento de manos del obispo o del
sacerdote". De manera que no se ha introducido innovación alguna que no existiera en la iglesia de antaño,
tampoco se ha hecho cambio alguno en las ceremonias públicas de la misa, salvo que se han suprimido las misas
innecesarias que se celebraban, quizás a manera de abuso, al lado de la misa parroquial. Por consiguiente, en
toda justicia, esta manera de celebrar la misa no deberá condenarse como herética y anticristiana.
Antiguamente, aún en los templos grandes frecuentados por mucha gente, no se celebraban misas diarias ni
en los días cuando concurría la gente, ya que la Historia Tripartita en el libro 9 indica que en Alejandría los
miércoles y los viernes se leía y se interpretaba la Escritura, y por lo demás se celebraban todos los oficios sin
la misa.

XXV LA CONFESIÓN

La confesión no ha sido abolida por parte de los predicadores de nuestro lado. Se conserva entre nosotros la
costumbre de no ofrecer el sacramento a quienes con antelación no hayan sido oídos y absueltos. A la vez se
enseña diligentemente al pueblo que la palabra de la absolución es consoladora ' y que ha de tenerse en gran
estima. No es la voz o la palabra del hombre que la pronuncia, sino la Palabra de Dios, quien perdona el pecado,
ya que la absolución se pronuncia en lugar de Dios y por mandato de él. Seinstruye con mucha diligencia que
este mandato y poder de las llaves es muy consolador y necesario para las conciencias aterrorizadas. También
enseñamos que Dios ordena creer en esta absolución como si fuera su voz que resuena desde el cielo y que
debemos consolarnos gozosamente en base de la absolución, sabiendo que mediante tal fe obtenemos el
perdón de los pecados. En épocas anteriores los predicadores que daban mucha instrucción sobre la confesión
no mencionaban ni una sola palabra respecto a estas enseñanzas necesarias; al contrario, sólo martirizaban las
conciencias exigiendo largas enumeraciones de pecados, satisfacciones, indulgencias, peregrinaciones .v cosas
similares. Muchos de nuestros adversarios mismos reconocen que nosotros hemos escrito y tratado el
verdadero arrepentimiento cristiano de una manera más conveniente que solía hacerse antes.
Respecto a la confesión se enseña que no se ha de obligar a nadie a enumerar los pecados detalladamente. Tal
cosa es imposible, como el salino dice: "Los errores, ¿quién los entenderá?". También Jeremías dice: "El corazón
del hombre es tan perverso que es imposible escudriñarlo". La desgraciada naturaleza humana se ha sumido
tan hondamente en los pecados que no los puede ver ni conocer todos. Si fuéramos absueltos solamente de
aquellos pecados que podemos enumerar; poca ayuda recibiríamos. Por este motivo no es necesario obligar a
la gente a enumerar los pecados en forma detallada. Los Padres opinaron de la misma manera; por ejemplo,
en Dist. I, De poenitentia se citan las palabras de Crisóstomo: "No digo que debas exponerte públicamente ni
que te denuncies ni admitas tu culpa en presencia de otro, sino obedece al profeta que dice: "Revela al Señor
tu camino". Por, tanto, en tu oración confiésate a Dios el Señor; el verdadero juez; no manifiestes tu pecado
con la boca sino en tu conciencia". De estas palabras se desprende claramente que Crisóstomo no obliga a
enumerarlos pecados en detalle. También la nota marginal sobre De poenitentia, Dist. 5 enseña que la
confesión no fue ordenada por la Escritura, sino instituida por la iglesia. No obstante, nuestros predicadores
enseñan diligentemente que por el consuelo de las conciencias angustiadas y por algunos otros motivos, debe
retenerse la confesión a causa de la absolución, la cual es el punto principal y la parte primordial de la confesión.

XXVI. LA DISTINCIÓN DE LAS COMIDAS

Anteriormente se enseñó, se predicó y se escribió que la distinción de las comidas y tradiciones similares
instituidas por los hombres sirven para merecer la gracia y hacer satisfacción por los pecados. Por este motivo
se inventaron a diario nuevos ayunos, nuevas ceremonias, nuevas órdenes y cosas similares, insistiendo en ellas
con vehemencia y severidad, como si tales asuntos constituyeran actos necesarios de culto, mediante los
cuales, si se observan, se podía merecer la gracia, y que, de no observarlos, se incurriría en grave pecado. Esto
ha dado origen a muchos errores perjudiciales en la iglesia.
En primer lugar, así se oscurecieron, la gracia de Cristo y la doctrina acerca de la [Lat. Justicia de la] fe, que el
Evangelio nos propone con mucha seriedad, insistiendo con firmeza que el mérito de Cristo se ha de tener en
alta estima y que la fe en Cristo ha de colocarse muy por encima de toda obra humana. Por, esta razón, San
Pablo combatió enérgicamente contra la ley de Moisés y la tradición humana, para que aprendamos que ante
Dios no nos hacemos justos mediante nuestras obras, sino que sólo por la fe en Cristo y que obtenemos la gracia
por causa de él. Tal doctrina ha desaparecido casi del todo por haberse enseñado que debemos ganarnos la
gracia mediante ayunos prescriptos, la distinción entre las comidas, el uso de ciertas obras, etc.
En segundo lugar, tales tradiciones también han oscurecido el mandamiento de Dios, porque ellas se han
colocado muy por encima del mandamiento divino. Se consideraba que la vida cristiana consistía únicamente
en lo siguiente: quien guardaba las fiestas, quien rezaba, quien ayunaba, quien se vestía de determinada
manera, se suponía que llevaba una vida espiritual y cristiana. Por otro lado, otras buenas obras necesarias se
consideraban como profanas y no espirituales, es decir, las obras que cada cual está obligado a desempeñar
según su vocación: Por ejemplo, que el padre de familia trabaje para sostener a su esposa e hijos y educarlos
en el temor de Dios, que la madre tenga hijos y los cuide, etc. Tales obras ordenadas por Dios, según se alegaba,
constituían una vida profana e imperfecta; pero las tradiciones tenían la reputación aparatosa de que sólo ellas
constituían obras santas y perfectas. Por este motivo nunca se dejó de inventar tales tradiciones.
En tercer lugar; tales tradiciones han resultado una carga onerosa para las conciencias. No era posible guardar
todas las tradiciones; y no obstante, el pueblo tenía la opinión de que ellas constituían un culto necesario.
Gerson escribe que debido a ello muchos cayeron en la desesperación y que algunos hasta se suicidaron porque
no oyeron nada del consuelo de la gracia de Cristo. Se observa cómo se confundieron las conciencias entre los
sumistas y teólogos, los cuales se propusieron coleccionar las tradiciones y buscar cierto consuelo, para ayudar
a las conciencias, y sin embargo, estuvieron tan ocupados en este asunto que entretanto quedó marginada
toda saludable doctrina cristiana acerca de cosas más necesarias: por ejemplo, la fe, el alivio en duras tensiones
y cosas similares. También muchas personas piadosas y eruditas se quejaron con vehemencia de que tales
tradiciones ocasionaran tantas disputas en la iglesia que a la gente piadosa se le impedía llegar al conocimiento
verdadero de Cristo. Gerson y algunos otros se quejaron amargamente sobre esto. En efecto, también Agustín
expresó su desagrado porque se oprimía a las conciencias con tantas tradiciones. Por este motivo enseñó él
que no se las debe considerar como cosas necesarias.
Por lo tanto, los nuestros han aleccionado respecto de estos asuntos, no por frivolidad o desprecio del poder
eclesiástico, sino que una urgencia muy grande los ha impulsado a llamar la atención sobre los referidos errores,
que han surgido por una interpretación equivocada de la tradición. El evangelio obliga a recalcar en la iglesia la
doctrina de la [Lat. Justicia de la] fe, la cual sin embargo no puede entenderse cuando se opina que la gracia se
merece mediante obras de elección propia. A este respecto se ha enseñado que no es posible, mediante el
cumplimiento de tradiciones inventadas por los hombres, merecer la gracia o reconciliar a Dios o hacer
satisfacción por el pecado; y por esta razón no se deberá hacer de tales tradiciones un acto de culto necesario.
Para ello, se citan al respecto pruebas de la Escritura. En Mateo 15:9 Cristo excusa a los apóstoles cuando no
observaron las tradiciones acostumbradas y dice al respecto: "En vano me honran con mandamientos de
hombres". Ya que Cristo lo llama un servicio vano, éste no puede ser necesario. Poco después agrega: "Lo que
entra en la boca no contamina al hombre" (15:11). También Pablo dice en Romanos 14:17: "El reino de los cielos
no es comida ni bebida". En Colosenses 2: 16 dice: 'Nadie os juzgue respecto a comida, bebida, el sábado, etc.
". En Hechos 15: 19 s. dice Pedro: "¿Por qué tentáis a Dios, poniendo sobre el cerviz de los discípulos un yugo
que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar? Antes creemos que por la gracia de nuestro Señor
Jesucristo seremos salvos, de igual modo que ellos". En este texto Pedro prohíbe oprimir a las conciencias con
más ceremonias externas, ya sean de Moisés, o de otros. En 1Tim. 4: 1, 3 las prohibiciones de comida,
matrimonio, etc., se llaman doctrinas de demonios. Porque es diametralmente contrario al Evangelio instituir
o realizar tales obras con el fin de ganar el perdón del pecado, o como si nadie pudiese ser cristiano sin realizar
tales actos de culto. A los nuestros se los acusa de prohibir; al igual que Joviniano, la mortificación de la carne
y la disciplina, pero se verá de sus escritos que es todo lo contrario; pues siempre han enseñado que los
cristianos tienen la obligación de sufrir bajo la Santa Cruz, que es la verdadera y sincera mortificación Y no la
fingida.
Al mismo tiempo se enseña que toda persona está obligada a disciplinarse con ejercicios corporales como el
ayuno y otras obras, de modo que no dé lugar al pecado, pero no para merecer la gracia por medio de tales
cosas. Estos ejercicios corporales no deben realizarse sólo enciertos días fijos, sino constantemente. De esto
habla Cristo en Lucas 21:34: "Guardaos de que vuestros corazones no se carguen de avidez". También dice: "Los
demonios no son echados sino mediante ayuno y oración ". Pablo dice que castiga su cuerpo y lo sujeta a
obediencia, así indica que la mortificación no debe hacerse para merecer la gracia, sino para disciplinar al
cuerpo de modo que no impida lo que cada cual está obligado a hacer según su vocación. Así el ayuno no se
rechaza; lo que sí se reprueba es que se haya con vertido en un acto de culto necesario, limitado a ciertos días
y a ciertas comidas, con la consiguiente confusión de conciencias. Además, nosotros celebramos muchas
ceremonias y, tradiciones, por ejemplo, el orden de la misa y otros cánticos, fiestas, etc., las cuales sirven para
mantener el orden de la iglesia. Pero al mismo tiempo se instruye al pueblo en el sentido de que tal culto externo
no hace que el hombre sea aceptable ante Dios, y que se debe actuar sin agobiar a la conciencia, de modo que
si se omiten tales actos sin dar ofensas, no se incurre en pecado.

Los Padres antiguos también sostuvieron esta libertad frente a las ceremonias externas. En el Oriente se
celebraba la Pascua de Resurrección en fecha distinta que en Roma. Cuando algunos quisieron dar a esta
diferencia el carácter de un cisma, otros les advirtieron que no es necesario mantener la uniformidad en tales
costumbres. Ireneo dice lo siguiente: 'La falta de uniformidad en los ayunos no destruye la unidad de la fe".
También en el Dist. 12 está escrito que dicha falta de uniformidad en las ordenanzas humanas no es contraria
a la unidad de la cristiandad. La historia Tripartita en el libro 9 recoge muchas costumbres eclesiásticas disímiles
y enuncia una sentencia cristiana muy útil: 'La intención de los apóstoles no fue instituir días de fiesta, sino
enseñar la fe y el amor"(Lat. Piedad hacia Dios y buena conversación para con los hombres].

XXVII. LOS VOTOS MONÁSTICOS

Al hablar de los votos monásticos se hace necesario, en primer lugar; tener presente las condiciones de los
monasterios y el hecho de que en ellos sucedían muchas cosas a diario, no sólo contra la Palabra de Dios, sino
también contra el derecho papal. En el tiempo de San Agustín la vida monástica era voluntaria; después,
cuando se corrompieron la verdadera disciplina y la enseñanza, se inventaron los votos monásticos y con ello
se propuso establecer nuevamente la disciplina como por medio de una cárcel.
Además de los votos se impusieron muchas otras exigencias, mediante tales lazos y cargas se oprimió a muchos
aún antes de que llegaran a una edad conveniente. También muchas personas adoptaron la vida monástica por
ignorancia, porque si bien no eran demasiado jóvenes, no habían medido ni entendido suficientemente su
capacidad. Todas ellas, habiendo sido enredadas de esta manera, fueron obligadas a permanecer en estas
ataduras, a pesar deque aún el derecho papal libera a muchos. La práctica fue más estricta en los conventos de
mujeres que en los de los hombres, aún cuando debió haberse mostrado más consideración a las mujeres por
pertenecer al sexo débil. La misma severidad y rigidez desagradó a mucha gente piadosa en tiempos pasados,
porque bien pudieron observar que se encerraba tanto a muchachos como a muchachas en los monasterios
para lograr su manutención corporal. También pudieron advertir que tal procedimiento acarreaba malos
resultados y ocasionaba mucho escándalo y muchas dificultades para las conciencias. Mucha gente se quejó de
que en un asunto tan importante los cánones ni siquiera fueran tomados en cuenta. Además, se formó un
concepto tan exagerado de los votos monásticos que muchos monjes con un poco de entendimiento
manifestaron su desacuerdo abiertamente.
Porque se sostenía que los votos monásticos eran iguales al bautismo y que mediante la vida monástica se
merecía el perdón del pecado y la justificación ante Dios. Además de que se merecía la justicia y la piedad
mediante la vida monástica, agregaban que por medio de tal vida se guardaban los "preceptos" y los "consejos"
del Evangelio, de modo que así se alababan los votos monásticos más que el bautismo. Se sostenía también
que mediante la vida monástica se conseguía más mérito que por medio de todos los demás estados de vida
ordenados por Dios, como los de pastor y predicador; de gobernador, príncipe, señor y de otros similares, todos
los cuales sirven en su vocación conforme al mandamiento, palabra y precepto de Dios y sin santidad inventada.
Ninguna de estas cosas puede negarse, ya que se encuentran en sus propios libros. Además, quien así queda
atrapado al entrar en el monasterio aprende poco acerca de Cristo. Antaño había en los monasterios escuelas
de Sagradas Escrituras y de otras artes útiles a la iglesia cristiana, para que de ellas salieran pastores y obispos.
Pero ahora los monasterios tienen un aspecto muy, diferente. En tiempos pasados la gente se congregaba en
la vida monástica con el fin de aprender la Escritura. Ahora sostienen que la vida monástica es de tal índole que
mediante ella se obtiene la gracia de Dios y la justicia delante de él. De hecho dicen que es un estado de
perfección. Así la colocan muy por encima de los otros estados que Dios ha ordenado. Todo esto se aduce sin
ningún deseo de calumniar, para que se pueda percibir y entender cómo los nuestros enseñan y predican.
En primer lugar; se enseña entre nosotros, respecto a quienes desean casarse que todos los que no están
preparados para la vida célibe tienen el poder y están en todo su derecho de casarse, ya que los votos no pueden
anular la ordenanza y el mandamiento divino. El mandamiento de Dios reza así en 1 Corintios 7:2: A causa de
las fornicaciones, cada uno tenga su propia mujer; y cada una su propio marido': No sólo el mandamiento
divino, sino también la creación y ordenanza divinas compelen e impulsan al matrimonio a todos los que no
han recibido el carisma de la virginidad mediante una obra especial de Dios, conforme a esta palabra de Dios
mismo en Génesis 2:18: "No es bueno que el hombre esté solo; le haremos ayuda idónea para él". Ahora bien,
¿qué es lo que puede oponerse a esto? Por mucho que se alabe y ensalce el voto y la obligación, no obstante es
imposible lograr por fuerza que el mandamiento divino quede invalidado. Los eruditos dicen que los votos
contraídos contra el derecho papal son inválidos. ¡Cuánto menos deben obligar y tener vigencia y validez si se
contraen en contra el mandamiento de Dios!
Si la obligación de los votos fuera tan rígida que no pudiese existir ningún motivo para anularlos, entonces los
papas no habrían podido conceder dispensaciones de los votos, porque ningún hombre tiene la facultad de
anular la obligación que tenga su origen en el derecho divino. Por eso, los papas han considerado
acertadamente en el caso detal obligación que se debe usar de lenidad; y con frecuencia han concedido
dispensas, como en el caso del rey de Aragón y en muchos otros. Si se han concedido dispensas para mantener
intereses temporales, con mucha más razón se deberá dispensar por causa de la necesidad de las almas.
Por consiguiente, ¿por qué insiste la oposición tan categóricamente en que deben guardarse los votos, sin
investigar de antemano si el voto ha conservado su índole? Pues el voto debe abarcar lo que es posible, y ser
voluntario y ajeno a su coacción. Pero, bien se sabe hasta qué punto la castidad perpetua está dentro de la
capacidad humana.
Además, han sido pocos, tanto hombres como mujeres, quienes por sí mismos, voluntaria y deliberadamente,
han hecho el voto monástico. Antes de que lleguen al uso debido de la razón, se les persuade a hacer el voto
monástico, Y a veces aun se los obliga y fuerza. Por lo tanto, no es justo que se dispute sobre la obligación del
voto con tanta precipitación y vehemencia, en vista de que todos reconocen que el contraer un voto
involuntariamente y sin la debida deliberación es contrario a la naturaleza misma del voto.
Algunos cánones y el derecho papal invalidan el voto contraído antes de los quince años. Consideran que antes
de alcanzar esa edad una persona no posee suficiente comprensión como para decidir sobre el estado en que
vivirá durante toda su vida. Otro canon concede aun más años a la debilidad humana, prohibiendo contraer el
voto monástico antes de cumplir los dieciocho años. Así, pues, la mayoría tiene razón y justificación para salir
de los monasterios, porque la mayor parte entró en ellos durante la niñez, antes de llegar a tal edad.
Por último, aún cuando se pudiera censurar el rompimiento del voto monástico, no se podría concluir de ello
que debiera anularse el matrimonio de quienes lo rompieron. San Agustín dice en pregunta 27, capítulo 1 de su
escritoNuptiarum que tal matrimonio no debe anularse. Ahora bien, la autoridad de San Agustín en la iglesia
cristiana no es de poca monta, si bien es cierto que posteriormente otros opinaron de modo distinto que él.
Aunque el mandamiento de Dios respecto al estado de matrimonio libra y exime a muchos de los votos
monásticos, los nuestros aducen aún más motivos en favor de su nulidad e invalidez. Todo acto de culto
instituido y elegido por los hombres sin mandato y precepto divinos para obtener la justicia y la gracia de Dios
se opone a Dios, al santo Evangelio y al precepto divino. Cristo mismo dice en Mateo 15:9: "En vano me honran
con mandamientos de hombres". También San Pablo enseña en todas partes que no se debe buscar la justicia
en nuestros preceptos ni en actos de culto ideados por los hombres, sino que la justicia y la piedad ante Dios
provienen de la fe y la confianza al creer que Dios nos recibe en su gracia por causa de su único Hijo Jesucristo.
Es evidente que los monjes han enseñarlo y predicado que la espiritualidad inventada satisface por los pecados
y obtiene la gracia y la justicia de Dios. Ahora bien, ¿no significa esto minimizar la gloria y la magnitud de la
gracia de Cristo y negar la justicia de la fe? De esto se sigue que tales votos acostumbrados eran actos de culto
equivocados y falsos. Por lo tanto, no son obligatorios, porque un voto impío y contraído contra el mandato de
Dios es nulo. También los cánones enseñan que el juramento no debe ser un lazo de pecado.
San Pablo dice en Gálatas 5:4: "De Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis, de la gracia habéis
caído". Por consiguiente, los que desean justificarse mediante los votos también se han desligado de Cristo y
caen de la gracia de Dios. Los tales despojan a Cristo de su honor, quien sólo justifica, y se lo dan a sus votos y
a su vida monástica.
Tampoco se puede negar que los monjes han enseñado y predicado que por medio de sus votos, su vida
monástica y su conducta eran justificados y merecían el perdón de los pecados. En efecto, han inventado cosas
aún más ineptas y absurdas, diciendo que hacían partícipes a otros de sus buenas obras. Si uno quisiera recalcar
y censurar todo esto con aspereza, ¡cuántas cosas podrían traerse a colación, cosas de las cuales los monjes
mismos ahora se avergüenzan y quisieran no haber hecho! Además de todo esto, han persuadido al pueblo de
que este inventado estado espiritual de las órdenes constituye la perfección cristiana. Esto es ciertamente
alabar las obras con el fin de obtener la justificación por ellas. Ahora bien, no es un leve escándalo en la iglesia
cristiana proponer al pueblo tal acto de culto que los hombres han inventado sin el mandamiento de Dios Ni
enseñar que tal acto hace que los hombres aparezcan ante Dios como piadosos y justos. La noticia de la fe, la
cual debe recalcarse ante todo en la iglesia cristiana, se oscurece cuando los ojos del pueblo son deslumbrados
con esta extraña religiosidad angelical y con la afectación falsa de la pobreza, la humildad y la castidad.
Además, se oscurecen los mandamientos de Dios y, el verdadero culto de Dios cuando el pueblo oye que
solamente los monjes se encuentran en estado de perfección. Pues la perfección cristiana consiste en temer a
Dios de corazón y con sinceridad, y no obstante tener una íntima confianza y fe de que por causa de Cristo
tenemos un Dios lleno de gracia y de misericordia, que podemos y debemos pedir a Dios lo que nos hace falta
y esperar confiadamente de él ayuda en toda tribulación, cada uno de acuerdo con su vocación y condición.
Consiste también en que realicemos buenas obras diligentemente y en que atendamos a nuestro oficio. En esto
consiste la verdadera perfección y el verdadero culto a Dios, y no en pedir limosna ni en usar capuchas de color
negro o gris, etc. Pero el pueblo común deduce una opinión mucho más perjudicial de la falsa alabanza que se
hace de la vida monástica, al oír que se alaba desmesuradamente el estado célibe. De ello resulta que vive en
el matrimonio con conciencia intranquila. Cuando el hombre común oye que sólo los mendigos deben ser
contados como perfectos, no puede saber que se le permite tener posesiones y negociar con ellas sin pecado.
Cuando el pueblo oye que no vengarse es solamente un consejo, resulta que algunos opinan que no es pecado
vengarse fuera del ejercicio de su oficio. Algunos opinan que no corresponde a los cristianos, ni aún al gobierno,
castigar el mal.
Se leen muchas cosas de hombres que abandonaron a esposa e hijos, e incluso su oficio civil, y se recluyeron en
un monasterio. Según dijeron, esto es huir del mundo y buscar una vida más agradable a Dios que la de las otras
personas. Y no podían tampoco saber que es necesario servir a Dios observando los mandamientos que él ha
dado y no guardando los mandamientos inventados por los hombres. Un estado de vida bueno y perfecto es el
que se apoya en el mandamiento de Dios, pero es pernicioso el estado de vida que no tenga de su lado el
mandamiento divino. Fue necesario impartir al pueblo instrucción apropiada respecto a tales asuntos.
En otro tiempo Gerson también censuró el error de los Monjes respecto a la perfección, indicando que en esa
época era una novedad decir que la vida monástica constituyese un estado de perfección.
Muchísimas opiniones y errores impíos se relacionan con los votos monásticos: Se alega que nos hacen justos
y piadosos ante Dios, que constituyen la perfección cristiana, que mediante la vida monástica se guardan tanto
los consejos como los mandamientos del evangelio y que ella produce las buenas obras de supererogación que
no estamos obligados a rendir a Dios. Puesto que todo esto es falso, vano e inventado, los votos monásticos
son nulos e inválidos.

XXVIII. LA POTESTAD DE LOS OBISPOS

En tiempos pasados se escribieron muchas y diversas cosas acerca del poder de los obispos. Algunos han
confundido impropiamente el poder de los obispos y el poder de la espada temporal. Tal confusión caótica trajo
como consecuencia muy grandes guerras, tumultos e insurrecciones, porque los obispos, con el pretexto del
poder otorgado por Cristo, no solamente han introducido nuevos actos de culto y mediante la reservación de
algunos casos y el empleo violento del entredicho han oprimido a las conciencias, sino que se han atrevido a
poner y deponer, a su antojo, a emperadores y reyes. Desde hace mucho tiempo personas eruditas y temerosas
de Dios dentro de la cristiandad han censurado tales desafueros. Por este motivo nuestros teólogos, para
consuelo de las conciencias, se han visto obligados a exponer la distinción entre el poder espiritual y el poder y
la autoridad temporales. Los nuestros han enseñado que a causa del mandamiento de Dios se deben honrar
con toda reverencia ambos poderes y autoridades y que deben estimarse como los dones divinos más nobles
en este mundo.
Nuestros teólogos enseñan que, de acuerdo con el Evangelio, el poder de las llaves, o de los obispos es un poder
y mandato divino de predicar el Evangelio, de perdonar y retener los pecados y de distribuir y administrar los
sacramentos, porque Cristo envió a los apóstoles con el siguiente encargo: "Como me envió el Padre, así
también yo os envío. Recibid el Espíritu Santo. A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes
se los retuviereis, les son retenidos", Juan 20: 21-23. Este mismo poder de las llaves o de los obispos se practica
y se realiza únicamente mediante la enseñanza y la predicación de la Palabra de Dios y la administración de los
sacramentos a muchas personas o individualmente, según el encargo de cada uno. De esta manera no se
otorgan cosas corporales sino cosas y bienes eternos, a saber; la justicia eterna, el Espíritu Santo y la vida
eterna. Estos bienes no pueden obtenerse sino por el ministerio de la predicación y la administración de los
santos sacramentos, porque San Pablo dice: "El evangelio es poder de Dios para salvación a todo aquel que
cree". Ya que el poder de la iglesia o de los obispos proporciona bienes eternos y se emplea y ejerce sólo por el
ministerio de la predicación, de ninguna manera estorba al gobierno ni a la autoridad temporal. Esta tiene que
ver con cosas muy distintas del Evangelio; el poder temporal no el alma, sino que mediante la espada y penas
temporales protege el cuerpo y los bienes contra la violencia externa. Por esta razón las dos autoridades, la
espiritual y la temporal, no deben confundirse ni mezclarse pues el poder espiritual tiene su mandato de
predicar el evangelio y de administrar los sacramentos. Por lo no debe usurpar otras funciones; no debe poner
ni deponer a los reyes, no debe anular o socavar la ley civil y la obediencia al gobierno; no debe hacer ni
prescribir a la autoridad temporal leyes relacionadas con asuntos profanos, tal como Cristo mismo dijo: 'Mi
reino no es de este mundo"; también: "¿Quién, me ha puesto sobre vosotros como juez?" San Pablo dice en
Filip. 3: 20: "Nuestra ciudadanía está en los cielos", y en II Cof: 10:4-5 dice: "Las armas de nuestra milicia no son
carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas y de toda altivez que se levanta contra el
conocimiento de Dios". De este modo nuestros teólogos distinguen las funciones de las dos autoridades y
poderes, mandando que se los estime como los más altos dones de Dios en este mundo.
En los casos en que los obispos tienen la autoridad temporal y el poder de la espada, no lo tienen como obispos
por derecho divino, sino por derecho humano e imperial, otorgado por los emperadores romanos y los reyes
para la administración temporal de sus bienes, cosa que nada tiene que ver con el ministerio del Evangelio.
Por consiguiente, el ministerio de los obispos, según el derecho divino, consiste en predicar el Evangelio,
perdonar los pecados, juzgar la doctrina contraria al evangelio y excluir de la congregación cristiana a los impíos
cuya conducta impía sea manifiesta, sin usar del poder humano, sino sólo por la Palabra de Dios.
Por esta razón, los párrocos y las iglesias tienen la obligación de obedecer a los obispos, de acuerdo con la
palabra de Cristo en Lucas 10:16: 'El que a vosotros oye, a mí me oye'. Pero cuando los obispos enseñen,
ordenen o instituyan algo contrario al Evangelio, en tales casos tenemos el mandamiento de Dios de no
obedecerlos, en Mateo 7:15: "Guardaos de los falsos profetas". San Pablo dice en Gá. 1:8: 'Mas si aun nosotros,
o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema". También
dice en 2 Corintios 13:8: 'Nada podemos contra la verdad, sino por la verdad". Mas adelante dice: "Conforme a
la autoridad que el Señor me ha dado para edificación y no para destrucción ". Así también ordena el derecho
eclesiástico II, pregunta 7, en los capítulos titulados "Sacerdotes" y "Ovejas". También San Agustín escribe en
la epístola contra Petiliano que ni siquiera se debe seguir a los obispos debidamente elegidos cuando yerren o
cuando enseñen u ordenen algo contrario a la Escritura divina.
Cualquier otro poder y autoridad judicial que tengan los obispos como, por ejemplo, en asuntos de matrimonio
o) de los diezmos, lo poseen por derecho humano. Pero cuando los ordinarios son negligentes en tal función,
los príncipes están obligados, ya sea voluntariamente, ya sea a regañadientes, a administrar la justicia a favor
de sus súbditos por causa de la paz y para evitar la discordia Y los disturbios en sus territorios.
Además, se disputa sobre si los obispos tienen la autoridad de introducir ceremonias en la iglesia y de establecer
reglas concernientes a comidas, días de fiesta y las distintas órdenes de clérigos. Los que conceden esta
autoridad a los obispos citan la palabra de Cristo en Juan 16:12-13: "Aún tengo muchas cosas que deciros, pero
ahora no las podéis sobrellevar. Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad".
Además, citan el ejemplo de Hechos 15: 20, 29, en donde se prohibió la sangre y lo ahogado. También se aduce
el hecho de que el sábado se convirtió en domingo -en contra de los Diez Mandamientos, según dicen. Ningún
ejemplo se cita y recalca tanto como el de la mutación del sábado, queriendo demostrar con ello que !a
autoridad de la iglesia es grande, ya que ha dispensado los Diez Mandamientos y ha alterado algo en ellos.
Sobre esta cuestión los nuestros enseñan que los obispos no tienen la autoridad de instituir y establecer nada
contra el Evangelio, como queda expuesto arriba y como el derecho eclesiástico enseña a través de toda la
Distinción 9. Es manifiestamente contrario al mandamiento y la Palabra de Dios convertir opiniones humanas
en leyes o exigir que mediante tales leyes se haga satisfacción por los pecados para conseguir la gracia, pues se
denigra la gloria del mérito de Cristo cuando nos proponemos merecer la gracia mediante tales ordenanzas.
También es manifiesto que a causa de esta opinión dentro de la Cristiandad, las ordenanzas humanas se han
multiplicado infinitamente, pero la doctrina sobre la fe y la justicia de la fe casi se ha suprimido. A diario se han
prescrito nuevos días de fiesta y nuevos ayunos y se han instituido nuevas ceremonias y nuevos honores
tributados a los santos, todo con el fin de merecer de Dios la gracia y todo bien.
Quienes instituyen ordenanzas humanas también obran contra el mandamiento de Dios al hacer que el pecado
sea cosa de comidas, ciertos días y cosas similares y al oprimir a la cristiandad con la esclavitud de la ley. Actúan
como si los cristianos para merecer la gracia, tuvieran que celebrar tales actos de culto como si fuesen iguales
al culto levítico, arguyendo, según escriben algunos, que Dios ordenó a los apóstoles — y a los obispos que los
instituyeran. Es de suponer que algunos obispos fueron engañados con el ejemplo de la ley de Moisés. De ahí
surgieron innumerables ordenanzas. Por ejemplo: que es pecado mortal hacer trabajo manual en los días de
fiesta, aún sin dar ofensa a otros; que es pecado mortal dejar de rezar las siete horas canónicas; que algunas
comidas manchan la conciencia; que el ayuno es una obra mediante la cual Dios es reconciliado; que no se
puede perdonar el pecado en un caso reservado, a menos que lo conceda el que lo reservó, y esto a pesar de
que el derecho eclesiástico no habla de la reservación de la culpa, sino sólo de la reservación de las penas
eclesiásticas.
¿De dónde tienen los obispos el derecho y, la autoridad para imponer a la cristiandad tales exigencias,
enredando asía las conciencias? En Hechos 15: 10 San Pedro prohíbe poner el yugo sobre la cerviz de los
apóstoles. Y San Pablo dice a los Corintios que a ellos se les ha dado el poder de edificar y no de destruir. ¿Por
qué multiplican los pecados mediante tales exigencias?
Pero hay textos claros de la Escritura divina que prohíben estipular tales exigencias para merecer la gracia de
Dios o como necesarias para la salvación. Pablo dice en Colosenses 2: 15-17: "Por tanto, nadie os juzgue en
comida o en bebida, o en cuanto a días de fiesta, luna nueva o sábados, todo lo cual es sombra de lo que ha de
venir; pero el cuerpo es de Cristo." 'También: 'Pues si habéis muerto con Cristo en cuanto a los rudimentos del
mundo, ¿Por qué, como si vivieseis en el mundo, os sometéis a preceptos tales como: No toques esto, no comas
ni bebas eso, no manejes aquello? Todas estas cosas se destruyen con el uso, con mandamientos y doctrinas
de hombres y tienen una apariencia de sabiduría. "También en Tito 1:14 San Pablo claramente prohíbe atender
a fábulas judaicas y a mandamientos de hombres que se apartan de la verdad. En Mateo 15:14 Cristo mismo
dice de aquellos que urgen a los hombres a cumplir mandamientos humanos: "Dejadlos; son ciegos guías de
ciegos. "Él repudia semejante servicio divino y dice: "Toda planta que no plantó mi Padre celestial, será
desarraigada." (15: 13). Si, pues, los obispos tienen autoridad de oprimir a las iglesias con innumerables
exigencias y de enredar las conciencias, ¿por qué prohíbe la Escritura divina tan a menudo el hacer y obedecer
los reglamentos humanos? ¿Por qué los llama doctrina de demonios? ¿Habrá hecho en vano el Espíritu Santo
toda esta amonestación?
Puesto que son contrarios al Evangelio tales reglamentos, instituidos como necesarios para aplacar a Dios y
merecer la gracia, de ninguna manera incumbe a los obispos imponer tales actos de culto. Es necesario retener
en la cristiandad la doctrina de la libertad cristiana, es decir, que la servidumbre a la ley no es necesaria para la
justificación, como dice Pablo en Gálatas 5:1: "Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres,
y no estéis otra vez sujetos al yugo de esclavitud." "Pues es preciso preservar el artículo principal del Evangelio,
de que obtenemos la gracia de Dios por la fe en Cristo sin nuestro mérito y que no la merecemos mediante
actos de culto establecidos por los hombres. ¿Qué se ha de decir, pues, del domingo y de otras ordenanzas
eclesiásticas y ceremonias similares? Los nuestros contestan que los obispos o los pastores pueden establecer
ritos para que todo se haga con orden en la iglesia, pero no con el fin de obtener la gracia divina ni hacer
satisfacción por el pecado ni atar las conciencias con la idea de que tales actos de culto sean necesarios y que
sea pecado omitirlos cuando esto se hace sin dar ofensa. Así, San Pablo, escribiendo a los Corintios, ordenó que
las mujeres cubrieran su cabeza en la asamblea, también que los predicadores no hablaran al mismo tiempo
en, la asamblea, sino en orden, uno por uno.
Conviene a la congregación cristiana ceñirse a tales ordenanzas a causa del amor y la paz y en estos asuntos
prestar obediencia a los obispos y pastores, reteniéndolas en cuanto se pueda sin dar ofensa al otro, para que
no haya ningún desorden ni conducta desenfrenada en la iglesia. Pero esta obediencia debe prestarse de tal
manera que no se oprima las conciencias, sosteniendo que tales cosas son necesarias para la salvación y
considerando que se comete pecado al omitirlas sin dar ofensa a los demás. Nadie diría, por ejemplo, que la
mujer peca al salir descubierta, si con ello no ofende a los demás.
Lo mismo sucede con la observancia del domingo, de la Pascua de Resurrección, de Pentecostés y las demás
fiestas y ritos. Están muy equivocados quienes consideran que la observación del domingo es institución
necesaria en lugar del sábado, ya que la Sagrada Escritura ha abolido el sábado y enseña que desde la revelación
del Evangelio todas las ceremonias de la ley antigua pueden ser omitidas. Sin embargo, debido a la necesidad
de estipular cierto día para que el pueblo sepa cuándo congregarse, la iglesia cristiana ha designado el domingo
para ese fin; y se ha complacido y agradado en introducir este cambio para dar al pueblo un ejemplo de la
libertad cristiana y para que se sepa que no es necesaria la observancia del sábado ni la de ningún, otro día.
Hay muchas discusiones impropias acerca de la mutación de la ley, de las ceremonias del Nuevo Testamento y
del cambio del sábado, todas las cuales han surgido de la opinión errónea Y equivocada de que en la cristiandad
es necesario tener un culto igual al levítico o al judío, como si Cristo hubiese ordenado a los apóstoles y obispos
inventar nuevas ceremonias que fuesen necesarias para la salvación. Estos errores se introdujeron en la
cristiandad cuando ya no se enseñaba la justicia de la fe ni se predicaba con claridad y pureza. Algunos disputan
respecto al domingo, diciendo que es necesario observarlo, si bien no por derecho divino, sin embargo casi
como si fuera de derecho divino. Prescriben qué clase y qué cantidad de trabajo se puede hacer en días de
fiesta. Pero, ¿qué son tales discusiones sitio ataduras para las conciencias? Porque, aún cuando se propongan
mitigar y temperar las ordenanzas humanas, no puede haber mitigación alguna mientras persista la idea de
que son necesarias. Y esta opinión tiene que persistir mientras no se sepa nada de la justicia de la fe ni de la
libertad cristiana.
Los apóstoles ordenaron, abstenerse de sangre y de lo ahogado. Pero, ¿quién, lo cumple ahora? Sin embargo,
los que no cumplen no cometen pecado, ya que los mismos apóstoles no quisieron cargar a las conciencias con
tal servidumbre, sino que decretaron tal prohibición por un tiempo para evitar escándalo. En relación a esta
ordenanza es necesario fijarse en el artículo principal de la doctrina cristiana, el cual no es abrogado por este
decreto.
Casi ninguno de los antiguos cánones se observa al pie de la letra, y a diario desaparecen muchos de los mismos
reglamentos, aun entre aquellos que con más celo los guardan. No es posible aconsejar, ni ayudar a las
conciencias en los casos donde no se conceda esta mitigación: que se reconozca que tales reglas no han de ser
consideradas como necesarias y que su omisión no es perjudicial a las conciencias.
Los obispos, no obstante, podrían mantener fácilmente en pie la obediencia si no insistieran en la de las reglas
que no pueden regularse sin pecado. Pero ahora administran el santo sacramento bajo una especie y prohíben
la administración de las dos especies. También prohíben el matrimonio a los clérigos y no aceptan para el
ministerio a nadie a menos que jure con anterioridad no predicar esta doctrina, aunque no cabe duda de que
está de acuerdo con el santo Evangelio. Nuestras iglesias no desean que los obispos restauren la paz y la unidad
en menoscabo de su honra y dignidad, si bien es cierto que en casos de necesidad correspondería a los obispos
hacerlo. Solamente piden que los obispos cedan algunas cargas injustas, las cuales en tiempos pasados no
existían en la iglesia y se aceptaron contra el uso de la iglesia cristiana universal. Quizás al principio hubo cierta
razón para su introducción, pero ya no se adaptan a nuestros tiempos. Es innegable que algunos reglamentos
fueron aceptados debido a la falta de comprensión. Por lo tanto, los obispos deberían tener la bondad de
mitigar dichas reglas, ya que tales cambios en nada perjudican el mantenimiento de la unidad de la iglesia
cristiana. Muchas reglas inventadas por los hombres han caído en desuso con el correr del tiempo y ya no son
obligatorias, como lo testifica el mismo derecho papal. Pero si no es posible lograr la concesión de mitigar y
abolir aquellas reglas humanas que no pueden guardarse sin pecado, entonces nos vemos obligados a seguir la
regla apostólica que nos ordena obedecer a Dios antes que a los hombres.
San Pedro prohíbe a los obispos ejercer el dominio, como si tuviesen la autoridad de obligar a las iglesias a
cumplir su voluntad. Ahora no se trata de cómo se les puede restar a los obispos su autoridad, sino que pedimos
y deseamos que no obliguen a nuestras conciencias a pecar. Pero si no quieren acceder a esto y desprecian
nuestra petición, que ellos vean cómo rendirán cuenta de ello a Dios, ya que por su obstinación dan ocasión a
cisma y división, cosa que justamente deberían ayudar a evitar:
CONCLUSIÓN

Estos son los artículos principales que se han considerado como controversiales. Aunque se hubieran podido
aducir muchos más abusos y errores, no obstante, para evitar la desprolijidad y ociosidad, hemos traído a
colación sólo los principales. Los demás pueden juzgarse fácilmente a la luz de éstos. En tiempos pasados hubo
muchas quejas sobre las indulgencias, las peregrinaciones y el abuso de la excomunión. También los párrocos
sostuvieron innumerables riñas con los monjes sobre el derecho de oír las confesiones, sobre los entierros, las
predicaciones en ocasiones especiales y otras innumerables. Hemos pasado por alto todo esto discretamente
y por el bien común, para que salieran a relucir aún más los asuntos principales en esta cuestión. No debe
pensarse que nada se haya hablado o aducido por odio o por el deseo de injuriar. Sólo se han enumerado los
puntos que hemos considerado necesario aducir y traer a colación, para que se pueda entender más claramente
que entre nosotros nada, ni en cuestión de doctrina ni de ceremonias, ha sido aceptado que esté en pugna con
la Sagrada Escritura o con la iglesia cristiana universal. Es evidente y manifiesto que con toda diligencia y con
la ayuda de Dios (no queremos gloriarnos) nos hemos precavido de que ninguna doctrina nueva o impía nunca
se introduzca e irrumpa en nuestras iglesias y gane la primacía entre ellas.
De acuerdo con el edicto, hemos deseado entregar los susodichos artículos, haciendo constar cuál es nuestra
confesión y nuestra doctrina. Si alguien encontrara que falta algo en ellos, estamos listos para dar más
información con base en la Sagrada Escritura divina.

Somos los súbditos obedientes de Vuestra Majestad Imperial:


Juan, Duque de Sajonia, Elector.
Jorge, Margrave de Brandeburgo.
Ernesto, Duque de Luneburgo.
Felipe, Langrave de Hesse.
Juan Federico, Duque de Sajonia.
Francisco, Duque de Luneburgo.
Wolfgang, Príncipe de Anhalt.
El burgomaestre y el consejo de Nuremberg.
El burgomaestre y el consejo de Reutlingen.

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