Clásicos en Cordel (3) Relatos Vicenta Siosi
Clásicos en Cordel (3) Relatos Vicenta Siosi
Clásicos en Cordel (3) Relatos Vicenta Siosi
el bebé duerme
VICENT A SIO S I
CLÁSICOS EN CORDEL
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EL BEBÉ DUERME
VICENT A S I OS I
Wayuu del clan Apshana
CLÁSICOS EN CORDEL
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L a literatura se conjuga en plural: las li-
teraturas, y entre ellas, las consagradas,
las ignoradas y las populares, como las que
cuelgan en un cordel, amarradas por ganchos
de ropa, o como las que buscamos difundir
en esta colección, breves, diversas, dispuestas
a viajar por redes sin atadura aparente, nos
interpelan, azuzan nuestras capacidades y nos
incitan a recorrer las más trilladas o inesperadas
sendas con nuevos ojos y oído afinado. Edu-
can las emociones y nos instigan a imaginar
otros mundos posibles. Nos mueven a admirar,
emular y ejercer el trabajo de la palabra y su
inseparable doble, la escucha. Nos invitan a
ponernos en los zapatos de otro, de la otra,
de un sinfín de seres que no conocemos y por
prejuicio encarnado despreciamos.
Todo eso y más ocurre con los dos rela-
tos de Vicenta Siosi que publicamos en esta
tercera entrega de la colección Clásicos en
cordel. La autora wayuu no solo sacude los
usuales lugares comunes sobre la irrelevancia
de las literaturas indígenas y la inexistencia
de escritoras en esas literaturas en nuestro
país, sino que su obra nos reta a ponerlas a
las dos, las literaturas y las escritoras indíge-
nas, en un lugar cardinal de nuestros mapas
literarios, políticos y afectivos. Estos relatos
llaman también a que nos dejemos inquietar
por el tejido de circunstancias, aspiraciones
y acciones que signan las vidas de mujeres,
hombres y niñas wayuu en la contempora-
neidad y a que indaguemos, reconozcamos y
reflexionemos sobre las muchas veces dolorosas
y dispares maneras en las que esas vidas están
entrelazadas con la nuestras.
Marta Zambrano
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EL BEBÉ DUERME
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Siguieron revisando en el monte. Las lagar-
tijas azules corrían veloces persiguiéndose. El
sol estaba alto y el calor hinchaba la piel.
—Tengo sed —dijo el de cuatro.
Se dirigieron al pozo que había donado una
empresa petrolera, que también construyó un
abrevadero para las cabras y una gigantesca alberca
con grifos metálicos a cada lado para que tomaran
el agua con racionalidad. Allí acudían todos los
habitantes de la zona, pero algunos wayuu no
trataban bien las llaves y las habían roto, colocando
en su lugar tapones de madera, pero la presión
del líquido los expulsaba y se derramaba de día y
de noche; así, alrededor del pozo se había hecho
un arroyito que corría hacia el Norte.
Cuando divisaron el pozo entre los dividivis,
corrieron ansiosos; el de cuatro se retrasó por-
que con dificultad sostenía al bebé. Exhausto,
al llegar, lo puso en el suelo y se pegó a beber
de uno de los grifos. En verdad el agua no era
muy dulce, pero era lo único para tomar.
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Nadie más había, a esa hora del mediodía en
aquel paraje. El silencio estaba colmado de cantos
de perdices y de balidos de ovejas escapadas de
los rebaños. El niño de ocho descubrió cerca
un arbusto de isso lleno de frutillas moradas
y grandes. Los tres empezaron a comer, a diez
metros otro isso los llamaba, tal vez era el suelo
húmedo por el derrame que mantenía las plantas
paridas. Descargaron cuatro arbustos y, cuando
se dieron por satisfechos, volvieron a buscar al
bebé, allí lo vieron: su cabecita estaba dentro del
arroyito. Lo alzaron, pero no gorgoriteaba, no se
reía, no lloraba. Le limpiaron el barro de la cara
y el niño de ocho lo cargó todo el trayecto de
regreso. Lo acostaron en el chinchorro, bajo la
enramada y lo cubrieron con los flecos. Después
construyeron una carretilla con trozos de cacto
y jugaron el resto de la tarde con ella.
Mappa llegó a eso de las cinco, preguntó por
el bebé y le dijeron que estaba durmiendo. La
mujer encendió el fogón en el centro del patio,
como hacen todos los wayuu al caer la tarde,
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preparó un arroz de cecina y comieron juntos.
Ya estaba oscureciendo cuando empezó a
colgar los chinchorros en el rancho, porque los
wayuu se acuestan temprano. Aquella noche,
la luna estaba llena y subía suavemente por el
Oriente, iluminando las aldeas. Mappa miró
largamente el chinchorro bajo la enramada,
su hijo no se movía. Su marido prendió un
tabaco y se sentó junto al fogón. ¿Dónde habrá
aprendido este indio a fumar? se preguntó la
mujer, mentalmente. Decidió acompañarlo hasta
terminar su cigarro. Los tres chicos corrieron a
acostarse y pronto se durmieron, porque cuando
Mappa entró a buscar la lámpara de petróleo
para encenderla, respiraban sosegados. Cerró la
puerta para que no entraran los zancudos y se
dirigió al chinchorro bajo la enramada, desen-
rolló los flecos y tocó al bebé. Estaba frío, rígido.
Lo movió con brusquedad, pero no reaccionó.
Llamó a gritos a su marido.
Bebé había partido por el camino luminoso,
al cielo infinito creado por Dios para los wayuu.
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UNA VEZ EN LA VIDA
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Una noche oscura donde solo se escuchaba el
canto lejano de los búhos, seis hombres, con los
ojos encendidos como llamas tocaron la puerta
del palabrero. Sus caballos resoplaban jadeantes.
—Mataron a nuestro hermano menor, ne-
cesitamos un arreglo o iniciaremos una guerra
—explicó el líder.
—No sale un wayuu de su rancho después de
haberse acostado —les recordó Sompa—. Pero
mañana, cuando el dolor sea menor, escucharé
sus descargos.
Así fue, el palabrero acompañado de Taléin
y tres vecinos respetables, visitó la ranchería de
los Bouriyu. Desde el amanecer hasta el ocaso
escuchó las explicaciones, valoró las pruebas y
ajustó el valor de la compensación demandada
por la sangre derramada. Como la noche se cerró
precipitadamente sobre ellos, los Bouriyu los
invitaron a quedarse bajo la enramada.
La negociación se prolongó por seis meses,
parecía que Sompa conseguiría un arreglo pací-
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fico. A todas las conversaciones lo acompañaban
sus tres vecinos y Taléin. Fueron tan frecuentes
las visitas que el hijo del palabrero socializaba
con las jóvenes del clan Bouriyu.
Cuando por fin llegó el acuerdo de paz ce-
lebraron con friche y chirrinchi. Todos estaban
satisfechos. Se escuchaban explosiones de risa
y voces altas que narraban historias remotas.
Parecía que toda la tierra guajira cantara
por el pacto de vida. Taléin tomó licor por
primera vez y a los cinco tragos sintió como
si navegara en un barquito en alta mar en
medio de una borrasca. Como la bulla por el
jolgorio era mucha, le colgaron un chinchorro
en un rancho aparte. Se quitó la camisa y el
pantalón a tirones. El sueño le cerraba los
ojos. Pasado un tiempo sintió un cuerpo tibio
que le bajaba el calzoncillo y lo abrazaba. Sus
ojos se resistían a abrirse. Pensó que estaba
amando demasiado a Shái para tener esos
sueños. El olor era distinto al de su princesa,
pero esos brazos lo aprisionaban con firmeza.
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En ninguno de los dos hubo conmoción, solo
se movió el tiempo.
El sol irrumpió raudo por entre las rendijas
del barro y avisó de un nuevo día. Bañado de
luz supo que había dormido con una mujer
como de cuarenta años. La había visto du-
rante los arreglos llevándole chicha y agua a
los hombres. Taléin notó su amabilidad con
él, pero no pensó que le gustara. La mujer se
despertó también y sonrió. Le faltaban dos
dientes y el resto eran unas cascaritas negras
a punto de quebrarse. El joven no sabía qué
decir. Rápidamente se puso la ropa y fue al
molino a lavarse.
A los tres días se acercó un palabrero enviado
por los Bouriyu a la casa de Sompa. El padre de
una mujer de cuarenta años, viuda, con dos hijos,
solicitaba que Taléin pagara el abuso de haberse
acostado con su hija. Y expresaba que una vez
entregada la dote podía tomarla por esposa.
Sompa no opuso reparo. Pidió solo tres
semanas de plazo para entregar dos mulas,
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cinco vacas, cincuenta chivos y tres collares
de tuuma y oro.
—No quiero a esa mujer —se quejó Taléin.
—Ya la tomaste —cortó el padre.
—Yo no quise —se excusó el muchacho.
—Aceptaste —concluyó Sompa.
A los treinta días llegó Túpa, la cuarentona.
Vino en una mula azabache y cuatro mochilones
con mantas, chinchorros, enseres de cocina y
sus dos hijos.
La madre de Taléin la recibió y le dio un
rancho desocupado para vivir. El muchacho
lloró amargamente ante su mamá.
—Amo a otra mujer.
—Puedes tener las dos —lo consoló la madre.
—Quiero una sola —dijo el joven ahogado
en lágrimas.
Le envió cientos de recados a Shái, pero ella
no acudía a su llamado. Las noticias, como las
nubes corren raudas en La Guajira y pronto
supo que había quienes pretendían a la joven por
esposa. Desesperado volvió a insistir a su papá.
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—Eres palabrero, sabes escuchar; oye mi
dolor. No he cortejado a Túpa.
—Ahora no tenemos bienes para comprar
otra mujer.
—Pide a Shái Apshana para mí. Solicita un
plazo largo y yo trabajaré para ofrendarla.
Sompa fue a interceder por su hijo al clan
Apshana y pronto regresó con la respuesta.
—Ella dijo que no te quiere por marido y se
va a vivir a Venezuela.
Taléin lloró como un niño en las piernas de
su madre y quienes lo escuchaban se lamenta-
ban por él.
—¿De dónde le saldrán tantas lágrimas? —Se
preguntó su abuela.
—Se le deshizo el corazón y le está saliendo
por los ojos —dijo su tía Yaya.
Cuando por fin, a los siete días, cesó el sollozo,
le comunicó a su padre.
—Iré a Parenska donde mi tío Kotorrón,
criaré chivos, pero no aceptaré a Túpa por
esposa.
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—Eres el único wayuu que desprecia una
mujer —dijo Sompa sorprendido.
En Parenska todos los días fueron grises para
Taléin. Caminaba como ciego tras el rebaño,
tropezaba con los árboles y se hería con las es-
pinas de las tunas. Enflaqueció hasta los huesos.
Infinitas veces Kotorrón lo encontró gimiendo
junto a las cabras.
—Una mujer no es la vida de un hombre —le
aconsejó su tío—. Viaja a otras tierras, tal vez te
vuelvas a enamorar y tus hijos alegren tus días.
A los dos años de vivir en Parenska supo que
Shái se había casado con un wayuu venezolano
y estaba embarazada.
La noticia convirtió a Taléin en el indio más
triste de la Guajira. Absorto gastaba sus ojos
mirando el horizonte, buscaba en la soledad
borrar su memoria. Secuestrado por sus penas
arriaba sus chivos con gritos lastimeros y su
familia, aunque no lo expresaba, sabía que el
amor le duraría siempre porque los wayuu que se
enamoran lo hacen solo una vez en su existencia.
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El propósito de Clásicos en cordel es promover
la lectura para impulsar ciudadanías activas y
comunicar al público universitario la cultura en
su sentido más incluyente de autoras, autores,
textos, tendencias, lenguajes, contenidos regiones
y épocas. “La centralidad de la lectura y la escri-
tura son condiciones básicas para la educación a
lo largo de toda la vida, para la construcción de
una ciudadanía responsable y la libre circulación
del conocimiento”.
Vicenta María Siosi Pino (1965, San Antonio de
Pancho, La Guajira), del clan Apshana, es una
de las más destacadas escritoras contemporáneas
wayuu, la nación indígena más numerosa de
Colombia, que también se extiende por territorio
venezolano. Siosi cursó estudios secundarios en
Riohacha, estudió comunicación social y perio-
dismo en la Universidad de la Sabana en Bogotá
e hizo una especialización en planificación del
desarrollo regional y municipal en la Universidad
Jorge Tadeo Lozano. Ha sido jefe de prensa de la
gobernación de La Guajira, libretista, profesora
universitaria y documentalista para televisión1.
Ha recibido varios premios y distinciones, y sus
relatos han sido publicados en diversas antologías.
En 2002 salió a la luz su libro de narraciones
comité editorial
Marta Zambrano
Patricia Simonson
Ángela Zárate Díaz
Patricia Trujillo Monton
Carlos Guillermo Páramo Bonilla
William Díaz Villarreal
Paolo Vignolo
Rubén Darío Flórez Arcila
universidad nacional
de colombia
sede bogotá
Facultad de Ciencias Humanas
decano
Carlos Guillermo Páramo Bonilla
vicedecano académico
Víctor Viviescas
vicedecana de investigación y
extensión
Nubia Ruiz Ruiz
directora de bienestar fotografía de cubierta
Eucaris Olaya Pellón wayuu
director del centro editorial Margarita Chaves