La Carbonera Ambiciosa
La Carbonera Ambiciosa
La Carbonera Ambiciosa
Cuentan por allí que en tiempos remotos, una anciana atravesaba muy de madrugada el
Callejón del Colegio. Con paso apurado se le veía pasar para lavar ajeno a una "de las
casas grandes". Otras veces, iba cargando canastos llenos de verduras para preparar
comidas tradicionales que le solicitaban mucho en los días de fiesta. Su fama de cocinera
le había permitido sobrellevar la precaria vida que compartía con su joven y hermosa hija.
Así también transcurría sus días, mientras, en su humilde casa, la joven atendía una
pequeña venta de leña y carbón.
La hermosa carbonera se llamaba Lucía. Tenía unos ojos grandes y claros, nariz fina y un
abundante pelo castaño. Su belleza conmovía a quienes la veían pasar cargando redes de
carbón con sus manos negras y una profunda tristeza en la mirada.
De todos los barrios llegaban jóvenes pretendientes, venían de El Sagrario, La Merced, San
Francisco y aun de los más humildes, como La Parroquia y Candelaria. Ninguno llenaba sus
expectativas. Esperaba encontrar un hombre con tanta riqueza que la sacara de esta
pequeña ciudad. La Nueva Guatemala de la Asunción la asfixiaba y aburría. La ambición se
había apoderado de su alma y corroía su corazón, cada día más. De nada sirvieron los
consejos de su anciana madre, ni los ensalmos y oraciones de la curandera de La Parroquia
Vieja.
La idea de una vida de opulencia le robaba el sueño, y he aquí que una noche sucedió algo
extraordinario. Lucía soñaba con una vida llena de lujos, sentada en una esquina del patio.
Mientras, las campanadas de la Iglesia de la Recolección se mezclaban con la luz de una
hermosa luna de noviembre. Su ensoñación se rompió cuando observó una pequeña
llamita en la sombra del gran aguacatal. Se elevaba y cambiaba de forma, por lo que Lucia
comenzó a asustarse.
"En donde aparece una luz es porque hay dinero enterrado", decía la vieja historia que se
contaba en el barrio. Sus ojos se iluminaban de alegría y, sin pensarlo más, buscó un trozo
de leña para hacer una estaca y marcar el lugar para sacar el tesoro al día siguiente.
Estaba tan emocionada clavándola al pie del árbol, que no se percató que entre la sombra
surgió una figura masculina esbozada en una gran capa azul.
"Sé por qué pones la estaca en la luz del dinero", le dijo el espectro con voz profunda. La
joven brincó del susto, pero se quedó petrificada por la mirada del extraño hombre del
más allá. "Lucía, tú ambicionas una vida de lujo, viajes y joyas - dijo acercándose más-. Yo
soy el dueño de este "entierro" y vengo a entregártelo, pero antes te impongo varias
condiciones". "Aquí te dejo este viejo tarro de leche con toda mi fortuna. La vas a dividir
en tres partes:
La primera es para que hagan misas en la Iglesia de San Sebastián, deben rogar porque mi
alma entre por fin al cielo. La segunda parte es para los pobres y la otra es para ti. Pero
eso sí, no puedes contarle a nadie, ni abrirlo hasta que oscurezca el día de Nochebuena.
¡Disfrútalo!, el espectro se envolvió en la gran capa y se fundió entre las sombras de aquel
árbol. Lucía arrastró el pesado tarro y lo escondió en lo más profundo de la carbonera. Esa
noche la pasó en vela, entre la emoción y el espanto.
Desde entonces sentía que el tiempo pasaba más lento. Contaba los días, las horas y los
minutos que faltaban para Nochebuena. Iba y venía sin sosiego, los nervios comenzaron a
traicionarla y ante la preocupación de su madre, no pudo soportar más y, faltando
únicamente un día, le contó su secreto. "Ya mañana se cumple la fecha, y al muerto no le
importará", le dijo a su madre y corrió a abrir el oxidado tarro. Presa de euforia, no
escuchó las advertencias de la anciana. Con los ojos desorbitados hundió las manos dentro
y para su sorpresa sacó muchas monedas… ¡pero de carbón!
"¡No, no puede ser" Me hubiera esperado otro día. ¿Por qué no me esperé un día más?,
lloraba Lucía. "Es la voluntad de Dios - dijo su madre-, recuerda que era dinero del más
allá". "No, no. Debe estar enterrado al pie del aguacatal". Lucía corrió con la pala para
escarbar donde estaba la estaca. Cavó con furia hasta que topó con algo sólido: Junto a un
esqueleto había una botija de barro sellada. "¡Si, este es!", gritó y de golpe se rompió.
Gruesas lágrimas rodaron por sus tiznadas mejillas al comprobar que adentro había más y
más monedas de carbón.
Un pesado silencio cayó sobre ella y lentamente se dirigió a su cuarto. Al anochecer del
día siguiente, entre el olor de la manzanilla que inundaba el ambiente, Lucía lamentaba lo
ocurrido. Era Nochebuena y en la calle se escuchaba la algarabía de los niños. Sumida en
su tristeza, no vio cuando apareció de nuevo el hombre del más allá. "Hermosa Lucía - dijo
y señalándola prosiguió-, tu ambición nos ha castigado a los dos. A mí, a vagar
eternamente en el más allá, pero tú te has condenado a vivir en la pobreza para el resto
de tu vida".
"¡Ay, cuánto pesa la eternidad¡", fue lo último que se escuchó mientras las sombras se lo
tragaban para siempre.
Al llegar la medianoche, entre el tronar de los cohetillos, Lucía rezó frente al humilde, pero
hermoso nacimiento hecho por su madre, y le pidió perdón al Niño Jesús por su avaricia y
curiosidad. Cuentan que envejeció sentada en la venta de carbón. Su rostro se fue
marchitando ante la mirada de los transeúntes que murmuraban en voz baja la historia de
aquella que antes había sido bella, y que sola se había condenado a vivir añorando
grandes lujos y riquezas por siempre.
Por Celso Lara Figueroa