El Ankus Del Rey
El Ankus Del Rey
El Ankus Del Rey
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Kaa, la enorme serpiente pitón de la Peña, había mudado su piel quizás por ducentésima vez desde
su nacimiento, y Mowgli, que nunca olvidó que le debía la vida a Kaa por aquella noche en que ella
trabajó tanto en las moradas frías, fue a felicitarla… Aquella tarde Mowgli estaba sentado en el
círculo que formaban los grandes repliegues del cuerpo de Kaa, que con mucha cortesía, se había
hecho un ovillo bajo los anchos y desnudos hombros de Mowgli, de tal manera que el muchacho
descansara en un sillón viviente.
-No todo (respondió Mowgli, riendo)... He deseado a veces que el sol brille en medio de las
lluvias, y que las lluvias cubran al sol en lo más ardiente del verano. Además, nunca me sentí
con el estómago vacío sin desear haber cazado una cabra; y nunca cacé una cabra sin desear
que fuese un gamo; o un gamo, sin haber deseado que fuese un nilghai. Pero esto nos ocurre
a todos.
- ¿Qué más puedo desear? ¡Tengo a la selva, y en ella se me considera! ¿Hay acaso algo más en
cualquier parte, entre la salida y la puesta del sol?
- ¿Cuál cobra? La que pasó por aquí no dijo nada. Estaba cazando.
- Fue otra.
- ¿Tratas mucho a los del pueblo venenoso? Yo les dejo libre el camino. Llevan la muerte en sus
dientes delanteros y eso es mala cosa... porque son muy pequeñas. Pero, ¿qué cobra es esa
con quien hablaste?
Se revolvió Kaa despaciosamente en el agua, como un barco de vapor batido de través por las olas.
- Hace tres o cuatro lunas (dijo) que cacé en las moradas frías, lugar que no has olvidado. Lo
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que yo cazaba se escapó chillando más allá de las cisternas... y se hundió en el suelo... Lo que
yo cazaba no vivía allí; fue allí para conservar la vida. Se metió en una madriguera muy profun-
da. Yo la seguí, y, habiéndola cazado, me dormí. Cuando desperté, me interné más.
- Así es. Me encontré allí, por último con una Capucha Blanca (una cobra) que habló de cosas
superiores a mis conocimientos, y que me mostró muchas cosas que yo jamás había visto an-
tes.
- ¿Caza nueva? ¿Era algo bueno para cazar? (y al decir esto, Mowgli se volvió hacia ella rápida-
mente).
- No eran piezas de caza, y me hubieran roto todos los dientes. Pero Capucha Blanca me dijo
que cualquier hombre (y hablaba como quien conoce muy bien la especie) hubiera dado con
gusto la vida nada más por ver todo aquello.
- Veremos todo eso (dijo Mowgil). Recuerdo ahora que hubo un tiempo en que fui hombre.
- ¡Calma! ¡Calma! Fue la prisa lo que mató a la serpiente amarilla que se comió al sol... Hablamos
ambas bajo tierra, y hablé de ti, diciendo que eras un hombre. Dijo entonces la Capucha Blanca
(y por cierto que es tan vieja como la selva): “-Hace mucho que no he visto a un hombre. Que
venga y que vea todas estas cosas, por la más insignificante de las cuales muchos hombres se
dejarían matar.”
- ¿Qué noticias hay de la ciudad? (preguntó la blanca cobra sin responder al saludo).¿Qué me
cuentas de la inmensa ciudad amurallada... la ciudad de los cien elefantes, veinte mil caballos y
tantas reses que ni siquiera pueden contarse... la ciudad del rey de veinte reyes? Aquí me vuel-
vo sorda, y ya hace mucho tiempo que oí sus tantanes de guerra.
- Sobre nuestras cabezas sólo hay selva (respondió Mowgli). De los elefantes, sólo conozco a
Hathi y sus tres hijos. Bagheera mató a todos los caballos de una ciudad, y... dime, ¿qué es un
rey?
70 - Te lo dije (explicó Kaa con suavidad a la cobra) te expliqué, hace cuatro lunas, que tu ciudad
ya no existía.
- Soy el guardián del tesoro del rey. Kurrum Raja puso la piedra que está allá arriba, en los días
en que mi piel era oscura, para que les enseñara lo que es la muerte a los que vinieran a robar.
Luego bajaron el tesoro, levantando la piedra, y escuché el canto de los bracmanes, mis amos.
- ¡Huy! (pensó Mowghi). Ya he tenido que habérmelas con un bracman en la manada de los
hombres, y... ya sé lo que sé. Aquí sucederá algo, pronto.
- Cinco veces desde que llegué aquí levantaron la piedra, pero siempre para poner aquí algo
más, nunca para sacar. No hay riquezas como éstas: son los tesoros de cien reyes... Pero ya
hace mucho, muchísimo desde que levantaron la piedra por última vez y creo que ya mi ciudad
se olvidó de todo esto.
- La ciudad no existe ya. Mira hacia arriba. Verás allí las raíces de los grandes árboles que sepa-
ran los pedruscos. Los árboles y los hombres no crecen juntos (dijo de nuevo Kaa).
- En la selva no suele irles bien a quienes le hablan a Mowgli de favores (dijo el muchacho, entre
dientes); pero la oscuridad lo cambia todo, lo sé bien. Miraré, si ello te place.
Miró con los ojos entrecerrados en torno de la caverna, y luego levantó del suelo un puñado de algo
que brillaba.
-¡Oh! (exclamó). Esto es como aquello con que juegan en la manada de los hombres; pero esto
es amarillo, y aquello de color oscuro.
Dejó caer las monedas de oro, y siguió adelante… La cobra blanca tenía razón: no había dinero
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suficiente para empezar a pagar el valor de aquel tesoro… Pero Mowgli, natural-
mente, no entendió el significado de todo aquello… Le interesaron un poco los
cuchillos, pero no eran tan manejables como el suyo propio, y por tanto pronto
los soltó. Por último dio con algo realmente fascinante que yacía frente a un pa-
bellón de los que portan los elefantes, medio enterrado entre las monedas. Era
un ankus de casi un metro de largo, una aguijada de las que se emplean para los
elefantes, algo que parecía un bichero pequeño… Formaba su extremo superior
un redondo y brillante rubí, debajo del cual se veían ocho pulgadas de astil cua-
jado de turquesas en bruto, puestas una al lado de la otra, lo que ofrecía segu-
rísimo asidero. Más abajo había un cerco de jade con un dibujo de flores que lo
adornaba.., pero las hojas eran esmeraldas, y los botones eran rubíes hundidos
en la fría y verde piedra. El resto del mango de la vara era purísimo marfil, en
tanto que la punta, el aguijón y el gancho, era de acero con incrustaciones de
oro, y sus dibujos atrajeron la atención de Mowgli, pues representaban escenas
de la caza del elefante; los dibujos, según vio el muchacho, tenían más o menos
relación con Hathi el Silencioso.
- ¿No vale esto la pena de morir con tal de contemplarlo? (dijo)-. ¿No te he
hecho un gran favor?
- No comprendo (dijo Mowgli). Estas cosas son duras y frías y de ninguna ma-
nera son buenas para comer. Pero esto (y levantó el ankus) quiero llevármelo,
para poder contemplarlo a la luz del sol. ¿Dijiste que todo esto es tuyo? ¿Me quieres dar sólo
esto, y yo en cambio te traeré ranas para que comas?
- Ciertamente te lo daré (respondió). Te daré todo lo que está aquí... hasta el momento de irte.
- Pero si me voy ahora. Este lugar es oscuro y frío, y quiero llevarme a la selva esto que tiene
una punta como espina.
- Vinieron para llevarse el tesoro, hace muchos años. Yo les hablé en la oscuridad y se quedaron
inmóviles para siempre.
- ¿Pero para qué quiero yo eso que llaman tesoro? Si me quieres dar el ankus, ya habré cazado
cuanto deseo. Si no, es igual. Yo no lucho con el pueblo venenoso, y me enseñaron además la
palabra mágica para los de tu tribu.
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- ¡Aquí no hay palabra mágica que valga, y ésa es la mía!
Kaa se lanzó hacia adelante con los ojos arrojando llamas.
- Yo, ciertamente (balbució la vieja cobra). Hacía mucho tiempo que no había visto a un hom-
bre, y además éste conoce nuestro lenguaje.
- Pero no se habló de matar. ¿Cómo podré regresar a la selva y decir que lo conduje hacia su
muerte? (replicó Kaa).
- Yo no hablo de matar sino hasta que llega la hora. Y en cuanto a irte o quedarte, allí está el
agujero en la pared. ¡Calma, pues, ahora, matadora de monos! No tengo que hacer sino tocarte
en el cuello, y la selva no volverá a verte nunca más. Ningún hombre entró aquí que haya salido
vivo después. ¡Yo soy el guardián del tesoro de la ciudad del rey!
Se había mantenido Mowgli de pie, sosteniendo el ankus con la punta hacia abajo.
Lo arrojó lejos de sí rápidamente, y fue aquél a caer atravesado exactamente detrás de la capucha
blanca de la gran serpiente, clavándola en el suelo. Como un relámpago lanzó Kaa todo su peso so-
bre aquel cuerpo que se retorcía, paralizándolo hasta la cola. Los colorados ojos de su presa pare-
cían arder, y las seis pulgadas de cabeza que quedaban libres golpeaban furiosamente de derecha
a izquierda.
- ¡Mátala! (dijo Kaa, al mismo tiempo que Mowgli echaba mano de su cuchillo).
- No (respondió éste al sacarlo). Nunca mataré de nuevo, excepto por alimento. Pero, mira,
Kaa.
Cogió a la serpiente enemiga por detrás de la capucha, le abrió por fuerza la boca con la hoja del
cuchillo, y mostró los temibles colmillos venenosos de la mandíbula superior, ya negros y consu-
midos en la encía. La cobra blanca había sobrevivido a su veneno como les ocurre a las serpientes.
- Thuu, está seco, tocón podrido (dijo Mowgli, y haciendo señas a Kaa para que se alejara, re-
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cogió el ankus y dejó a la cobra blanca en libertad.)
- Cuida, entonces, de que al cabo esa cosa no te mate a ti. ¡Es la muerte! ¡Acuérdate, es la
muerte! Hay en ella bastante para matar a todos los hombres de mi ciudad. No la tendrás en tu
poder durante mucho tiempo, hombre de la selva, ni tampoco el que la tome de ti. ¡Por ella los
hombres se matarán y matarán los unos a los otros! Mi fuerza se ha desvanecido, pero el ankus
proseguirá mi tarea. ¡Es la muerte! ¡La muerte! ¡La muerte!.
- Esto es más brillante que los ojos de Bagheera (dijo alegremente haciendo girar el rubí). Se lo
enseñaré. Pero, ¿qué quiso dar a entender Thuu cuando habló de la muerte?
- No sé. Lo que siento hasta el extremo de mi cola es que no le hicieras probar tu cuchillo.
Siempre hay algo malo en las moradas frías... sobre el suelo o debajo de él. Pero ahora tengo
hambre. ¿Cazas conmigo esta mañana? (dijo Kaa).
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Bagheera entreabrió los ojos -pues tenía mucho sueño-,
guiñando maliciosamente.
- La hicieron los hombres para meterla en la cabeza de los hijos de Hathi, de modo que corriera
la sangre. Yo vi una semejante en las calles de Oodeypore, delante de nuestras jaulas. Esa cosa
ha probado la sangre de muchos como Hathi.
- Para enseñarles la ley del hombre. No teniendo ni garras ni dientes, los hombres fabrican esas
cosas... y otras peores.
- Siempre más y más sangre cuando me acerco a escudriñar, aun en las cosas que hizo la ma-
nada humana (dijo Mowgli, asqueado. Empezaba a sentirse cansado de sostener el peso del
ankus). Si hubiera sabido todo esto, no lo hubiera traído conmigo. Primero, sangre de Messua
en sus ataduras; y ahora, sangre de Hathi. ¡No usaré esto! ¡Mira!
Lanzando chispas, voló el ankus por el aire, y se clavó de punta a veinticinco metros de distancia,
entre los árboles.
- Así quedan limpias mis manos de toda muerte (dijo Mowgli, frotándoselas en la fresca y hú-
meda tierra). Thuu dijo que la muerte seguiría mis pasos. Es vieja y blanca, y está loca.
- Blanca o negra, muerte o vida, yo me voy a dormir, hermanito. No puedo andar cazando toda
la noche y aullando todo el día, como hacen algunas personas.
- Al menos, veré aquello una vez más (se dijo, y se deslizó hasta el suelo por una enredadera.
Bagheera estaba delante de él. En la relativa oscuridad, Mowgli podía oírla olfatear).
- Ahora veremos si dijo la verdad Thuu. Si esa cosa puntiaguda es la muerte, ese hombre mori-
rá. Sigámoslo.
- Aquí hay otra huella que viene a encontrarse con la primera. Es de un pie más pequeño; los
dedos de los pies se vuelven hacia adentro.
- Es cierto (respondió Bagheera). Ahora, para no confundir las señales cruzando el rastro del
uno con el del otro, sigamos cada quien el suyo. Yo soy pie grande, hermanito, y tú eres pie
pequeño, el gando.
Bagheera saltó hacia atrás para tomar el primer rastro y dejó a Mowgli agachado curiosamente
sobre las estrechas huellas del salvaje habitante de los bosques.
- Ahora dijo Bagheera, siguiendo paso a paso la cadena de huellas, yo, pie grande, tuerzo aquí.
Luego, me escondo detrás de una roca y permanezco quieto sin atreverme a levantar ni un pie.
Di cómo es tu rastro, hermanito.
- Ahora, yo, pie pequeño, llego a la roca (dijo Mowgli, siguiendo su pista). Ahora me siento de-
bajo de ella, apoyándome en mi mano derecha, con el arco entre los dedos de los pies. Espero
largo rato, porque mis huellas son aquí profundas.
- Ahora, ¿cómo explicaré esto? ¡Ah! ¡Está claro! Yo, pie pequeño, me marcho, haciendo ruido y
pisando fuerte, para que pie grande pueda oírme.
- Salgo de detrás de la roca sobre mis rodillas, arrastrando la cosa que tiene punta de espina.
Como no veo a nadie, echo a correr. Yo, pie grande, corro velozmente. Está claro el rastro.
Sigamos cada uno el suyo. ¡Voy corriendo!
- ¡Huy! (exclamó la pantera, con una tos profunda). Los dos corren lado a lado, acercándose
cada vez más.
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tramos por lo menos un muerto.
Ninguno habló hasta que la huella los condujo a un lugar donde se veían cenizas de una hoguera,
en el fondo de un barranco.
Ahí yacía el cuerpo pequeño y apergaminado de un gando, con los pies en las cenizas.
- Le causaron la muerte con un bambú (dijo el muchacho, después de lanzar una ojeada). Yo
también lo usé para ir con los búfalos, cuando servía en la manada de los hombres.
- El padre de las cobras (y siento haberme burlado de él), conocía muy bien la raza, como debe-
ría haberla conocido yo. ¿No dije que los hombres mataban por ociosidad?
- A la verdad, mataron, y por culpa de esas piedras rojas y azules (respondió Bagheera). Recuer-
da: yo estuve en las jaulas del rey de Oodeypore.
- Uno, dos, tres, cuatro rastros -dijo Mowgli agachándose sobre las cenizas-. Cuatro huellas de
hombres con los pies calzados. No corren éstos tan rápidamente como los gandos. ¿Pero, qué
daño les había hecho ese hombrecillo de las selvas? Mira, los cinco charlaron juntos, de pie, an-
tes que lo mataran. Regresemos, Bagheera. Mi estómago está lleno, y, sin embargo, lo siento
moverse; sube y baja como nido de oropéndola en la punta de una rama.
- ¡No es cazar como se debe, el dejar en pie una pieza! ¡Sigue! -dijo la pantera-. No fueron lejos
esos ocho pies calzados.
No dijeron nada más durante una hora, en tanto que seguían el ancho rastro dejado por los cuatro
hombres.
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hombres. Le han quitado su presa, él llevaba los co-
mestibles de todos, y lo convirtieron en presa de Chil,
el milano.
- Le llevaré ranas gordas al padre de las cobras, para engordarla (pensó Mowgli). Eso que bebe
la sangre de los elefantes, es la muerte misma... ¡Pero aún no comprendo!.
Aún no habían caminado un cuarto de legua, cuando oyeron a Ko, el cuervo, que entonaba la can-
ción de la muerte en la punta de un tamarisco, a cuya sombra yacían los cadáveres de tres hombres.
Un fuego medio apagado se veía en el centro del círculo; sobre el fuego había un plato de hierro
con una torta negra y quemada hecha de pan ázimo. Junto al fuego, brillando a la luz del sol, estaba
el ankus de los rubíes y turquesas.
- Esa cosa trabaja muy aprisa; todo termina aquí (comentó Bagheera). ¿Cómo murieron éstos,
Mowgli? No tienen señales visibles.
Mowgli olió el humo que se levantaba de la hoguera, partió un trozo del ennegrecido pan, lo probó
y luego lo escupió.
- La manzana de la muerte (respondió). El primero debió mezclarla en la comida para éstos, los
cuales lo mataron a él, después de haber matado al gondo.
- La culpa es mía (prosiguió Mowgli). Jamás traeré de nuevo a la selva cosas extrañas... aunque
fueran tan hermosas como las flores. Esto (y al hablar manejaba cautelosamente el ankus) le
será devuelto al padre de las cobras... Hay que enterrarlo a él, para que no se escape y mate a
otros seis. Cava un hoyo bajo ese árbol.
- Pero, hermanito (dijo Bagheera dirigiéndose al lugar que se le indicaba), la culpa no la tiene
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ese bebedor de sangre. El mal proviene de los hombres.
- Es lo mismo (respondió Mowgli). Que el hoyo esté muy hondo. Cuando despertemos, cogeré
eso para devolverlo.
Dos noches después, en tanto que la cobra blanca se encontraba en la oscuridad de la caverna,
desolada, solitaria y avergonzada, el ankus de las turquesas pasó dando vueltas por el agujero de la
pared y fue a clavarse con estrépito en el suelo cubierto de monedas de oro.
- Padre de las cobras (dijo Mowgli, que había tenido buen cuidado de quedarse al otro lado de
la pared), busca entre las de tu raza a alguien más joven y más a propósito para que te ayude a
guardar el tesoro del rey, para que ningún otro hombre salga de aquí vivo.
- ¡Ah! ¡Ah! ¡Conque vuelve eso!... Te dije que esa cosa era la muerte. ¿Cómo es que tú estás aún
vivo? (murmuró la vieja cobra, enroscándose amorosamente en el mango del ankus).
- ¡Por el toro que me rescató, te aseguro que lo ignoro! Esa cosa mató seis veces en una sola
noche. No la dejes salir jamás de aquí.
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