Un Acto de Amor
Un Acto de Amor
Un Acto de Amor
Félix Quinn se autodefine como un hombre feliz. Proviene de una familia de anticuarios de
libros y es un bonvivant «que no podía concebir siquiera la posibilidad de vivir a más de unos
centenares de metros de todo lo que requieren el cuerpo y el alma del hombre: galerías de
arte, salas de conciertos, buenos restaurantes, proveedoresde vino y queso, hospitales,
burdeles.»Sin embargo, su mujer, Marisa, le es infiel. Claro que, y ahí está la particularidad
que define a Félix, todoslos maridos desean secretamente que sus mujeres les sean infieles.
Félix no siempre ha sido un masoquista. Desde el momento en que lo rechazaron por primera
vez en su infancia,sobrevivir a los efectos destructivos del amor y los celos se ha convertido
en objeto de estudio para él, pero algo sucede mientras que su esposa y él están de luna de
miel, algo que lo cambiará todo. De un plumazo pasaráde aborrecer la simple idea de que
alguien le ponga la mano encima a la mujer que ama a no poder parar de pensaren ello con
cierto gusto. Desde ese momento se convertirá en un esclavo de los celos y no tendrá paz
hasta que su mujer lo vuelva a traicionar y después lo vuelva a traicionar de nuevo. Pero,
¿cómo se le puede llamar traicióna eso, si es exactamente lo que él quiere? En esta novela de
humor incisivo, deslumbrante, algo tenebrosa y con un personaje al que el lector acabará
odiandoy adorando a partes iguales, Jacobson se consolida como uno de los escritores más
interesantes del panorama narrativo británico.«Una novela, desnuda, evocadora, audaz.Su
descripción de la obsesión sexual es intimidante, dolorosa y, al final, muy conmovedora.Un
tour de force.»Harold Pinter, permio Nobel de Literatura.
Howard Jacobson
Un acto de amor
Título original:
The ActofLove
A Jenny, la única
***
«La fiebre de los sentidos no es
un deseo de morir. Ni el amor un
deseo de perder, sino el deseo de
vivir en el temor de una posible
pérdida, allí donde el ser amado
mantiene al amante al borde del
desmayo. A ese precio solamente
podemos sentir la violencia del
éxtasis ante la persona amada.»
Las cuatro era una hora ideal para todos: para la esposa, el marido, el amante.
Las cuatro en punto: cuando el tiempo en la ciudad se estremece sobre su eje; el día no ha
terminado, las ruedas de la tarde comienzan a girar.
Marius, el cínico. Marius, el que sostenía que la selección natural refutaba a Dios y la
humanidad, a la selección natural. El que no preveía más grandes aventuras en su vida, ni
siquiera esa última aventura que le queda al hombre moderno: el amor extasiado y sin
medida, indecoroso, obsesionante. Marius, el que se enorgullecía de estar por encima de la
sorpresa y la decepción, puesto que no había nada que esperar de nadie, ni mucho menos de
sí mismo. Marius, el desconsolado.
Tenía treinta y cinco años, aunque parecía y sonaba mayor. Alto, con un aire peligroso, con
un rostro que parecía sugerir una catástrofe ecológica: los ojos de la ciudad perdida de la
Atlántida; los pómulos, ruinosos; una boca cruel, como el lecho seco de un río. Las mujeres
solían encontrar atractivo ese aspecto, confundiendo sus propias precariedades con la suya.
Yo también, aunque fuese lo opuesto a él en todos los sentidos. Yo era precisamente ese
hombre extasiado que él creía extinguido. Yo soy el que se consume de amor.
Seamos creyentes o ateos, ahora somos todos fundamentalistas. De un modo u otro, has de
ser un devoto. Marius se prosternaba ante el altar del Descreimiento. Yo, ante el altar de
Eros. Un dios siempre es un dios.
Dicen que la fe fortalece. Mi fe era de otra clase. Yo creía para hacerme más débil.
Flagelante del amor, hallaba en la debilidad mi singularidad más íntima.
Eran las cuatro en punto, en todo caso. La hora de la entrega. Un concepto tan lascivo que
casi me falta el aliento al imaginarme a Marius imaginándoselo.
En cuanto a quién y qué entregaba, eso no puede dilucidarse en una sola frase, suponiendo
que pueda dilucidarse en absoluto. La belleza de un contrato obsceno consiste en que a cada
cual le corresponde una parte.
Yo era el marido.
PRIMERA PARTE
MARIUS
Vi a Marius por primera vez (mucho antes de sospechar siquiera que tendría que vérmelas
con él —o él conmigo, si vamos a eso—) en un cementerio rural de Shropshire. Una de esas
penosas mañanas del monte Wrekin que hizo célebres el poeta Housman, con la lluvia
deslizándose en torrentes por las laderas y el vendaval azotando los árboles; una mañana de
perros, en fin, chorreante y empapada hasta los tuétanos. A mí me daba igual, yo no era de
allí. Con ponerme unas botas de agua antes de salir del hotel y abrir un paraguas, podía
aguantar lo que hubiera que aguantar y luego largarme. Pero las demás personas que estaban
en el cementerio habían decidido vivir en aquel lugar dejado de la mano de Dios. No me
pregunten por qué. Para contribuir a su propio y prematuro confinamiento, supongo. Para
terminar con la vida antes de que ésta terminara con ellos.
Tal es el ansia de dolor, la apocalíptica impaciencia que abunda por ahí. No me refiero sólo
al condado de Shropshire, aunque tal vez Shropshire contenga una porción superior a la
debida; me refiero al mundo en general. Que venga ya la maldita bomba, clamamos; que
publiquen en Internet las instrucciones para fabricarla. Soplad, vientos; que estallen vuestras
mejillas: abrasamos la tierra, levantamos nuestra morada al pie de un iceberg medio derretido
o de un volcán enfurecido; nos bañamos en las playas que ha de arrasar un tsunami. Nos
morimos de impaciencia por que se acabe todo de una vez. ¡Así somos los masoquistas!
Y no obstante, siempre hemos tenido a mano el medio ideal para sufrir exquisitamente y
continuar viviendo. Bastaría con que supiéramos dónde buscar. En nuestro propio lecho, por
ejemplo. En la persona amada tendida a nuestro lado.
Con un amor lo bastante intenso ya tienes acceso a todo el dolor que siempre has deseado.
No era un pensamiento que hubiera llegado a formular a la sazón, debo decir, pues ni había
conocido, ni me había casado ni me había enamorado todavía locamente de la mujer que
habría de convertirse en mi torturadora. Marisa vino después. Pero en la oscuridad vegetativa
que la precedió siempre tuve la certidumbre de que mi sensibilidad a flor de piel iba
desarrollándose y preparándose para la irrupción de alguien. Es fácil decirlo después y ver a
Marisa como la realización de todos mis anhelos, como aquélla para la que me había venido
reservando. Aunque desde Luego yo no me enamoraba provisionalmente antes de conocerla.
Cada vez que caía perdidamente enamorado, creía que era algo definitivo e irremediable.
Pero en cuanto me recuperaba, tenía otra vez la convicción de que la mujer que acabaría del
todo con— migo —que me haría suyo como jamás lo había sido de nadie, que me convertiría
en un poseído en el amplio sentido de la palabra— estaba aún por venir, aguardando su
momento culminante, tal como yo aguardaba el mío. De ahí, supongo, mí interés por Marius
incluso antes de comprender el papel que jugaría en ese momento cumbre. Debí de ver en él
al elemento complementario y pornográfico de mis deseos todavía no del todo definidos.
Era imposible deducir por su actitud en el funeral si se trataba de uno de los principales
allegados. Se le veía ceñudo y ofendido, envuelto en una bufanda y una capa negra como un
Hamlet. Pero por algún motivo, aunque atendía abiertamente a la viuda —a la que yo no
conocía, pero que parecía cargar con la vergüenza de un antiguo escándalo, como una mujer
«caída» de novela victoriana—, no me pareció que pudiera ser el hijo del finado. Su aflicción,
si se trataba de aflicción, era de otro orden. Si tuviese que calificarla sencillamente diría que
la sentía de mala gana: como si estuviera convencido de que los dolientes estaban llorando a
la persona equivocada. Hay hombres que parecen sentir celos cuando asisten a un funeral,
como si desearan apropiarse del protagonismo, y Marius me dio precisamente esa impresión.
Yo había conocido y tenido tratos con el difunto, que había sido profesor de literatura y
poseía una enorme biblioteca. Me había desplazado desde Londres para valorarla, aunque
finalmente nuestras negociaciones no dieron ningún resultado. La biblioteca estaba en muy
mal estado y casi se desmoronó en mis manos antes de que pudiera ofrecerle una cifra. Un
hecho sólo a medias casual, puesto que el profesor en realidad no quería desprenderse de sus
libros, fuera cual fuese su estado de conservación. Era un hombre encantador que parecía
desplazado o anticuado y que protestaba contra las crueldades de la vida con un extraño
chillido de ratón. Uno de los decepcionados de la vida (ahora de la muerte). Pero no lo había
conocido lo suficiente como para poder deslizarme entre sus amigos y familiares y
preguntarles quién era el Príncipe Negro. La posibilidad de relacionarme directamente con él
quedaba excluida. Se le veía tan obstinadamente cerrado al menor contacto visual, no
digamos ya a una presentación, como al propio difunto.
Observándolo más tarde, en el salón del pueblo apenas caldeado hacia el que desfilamos
tras el servicio religioso (casi doblados, como los arbolitos azotados por el viento), me
pregunté si aquel tiempo inhóspito habría sido el responsable del aspecto que tenía junto a la
tumba, pues se le veía mucho menos lúgubre una vez despojado de su abrigo, de su bufanda y,
si no me equivoco, de la viuda. Decir que tenía un aire alegre sería mucho decir, pero ahora se
volvió animadamente inaccesible, en lugar de simplemente inaccesible. Parecía desprenderse
de él un fuego frío, tal como las chispas de una bengala.
Era apuesto, siempre y cuando uno considere apuestos a los hombres altos y rapaces. A mí,
que soy todo lo contrario de un depredador, me intimidaba. Pero eso es parte de lo que
significa ser apuesto, ¿no?, quiero decir: infundir miedo.
Se había situado junto a una mesa donde había salchichas y empanada de cerdo,
dificultando el acceso del resto de la gente y flirteando de un modo glacial con dos chicas
rellenitas, que yo tomé por hermanas por la sencilla razón de que él parecía querer
separarlas. Daba la impresión, tal vez injusta o tal vez no, de ser un hombre capaz de cruzar
cualquier límite siempre que el asunto entrañase alguna oscura travesura. Fue esa misma
impresión lo que me impulsó a preguntarme si aquellas chicas, ahora que me fijaba, tenían la
edad suficiente para poder dirigirse a ellas con tanta libertad. Hasta qué punto eran jóvenes
no habría sabido decirlo: cuando no tienes hijos (y la paternidad no es lo mío) pierdes la
capacidad de distinguir los doce años de los veintisiete. Pero las dos exhibían abiertamente
esa expresión depravada de las chicas que saben que podrían meterte en la cárcel por su
causa.
Marius, por su parte, aunque permitía que se sintieran objeto exclusivo de su atención y
únicas beneficiarías de su brillantez, lograba esgrimirlas al mismo tiempo como una especie
de reproche a la concurrencia: como si la aburrida mediocridad de todos ellos fuese el motivo
de que se hubiera visto reducido a malgastar su tiempo con un par de niñatas con aros en la
nariz y pinta— labios negro, Pero tal vez no lo interpreté bien. Quizá se sentía profundamente
afectado por el funeral y consumido por tal dolor que sólo una charla imprudente con aquellas
jóvenes provocativas lograba aplacar.
Y ellas, me pregunté, ¿qué veían en él que disolvía la indiferencia habitual de las chicas
jóvenes ante la lúgubre inteligencia de los hombres que casi las doblan en edad? Se reían con
un entusiasmo que habría sido incluso demasiado flagrante en un baile de sociedad, no
digamos en el refrigerio de un funeral. Alzaban hacia él sus caras ruborizadas de caperucitas
peligrosas, se diría que encendidas por la conciencia de que la audacia implícita en la
atención que él les prestaba exigía de su parte un atrevimiento recíproco.
De modo bastante brusco, como si temiera que pudiera producirse una escena, decidió darle
fin a aquella charla y aplicarse de nuevo a sus deberes con el difunto y su viuda, por aburrida
que resultara la conversación de ambos. Pero antes de separarse de las chicas, lo sorprendí
diciéndoles algo sólo con los labios (en parte en secreto, aunque sólo en parte). No me resultó
difícil descifrar qué había dicho. A mí, además, raramente se me escapa nada que encierre
una promesa indecorosa. Y sí, lo reconozco, soy capaz de ver una falta de decoro donde no la
hay. Aunque no en esa ocasión.
Cómo puede uno deducir a partir de una impresión tan breve (y en gran parte, desde
detrás) que un hombre es un libertino virtual, que desata incendios y no se detiene a ver cómo
arden, que en el último momento prefiere negar un favor sexual que concederlo, no sabría
explicarlo. Quizás esa clase de sadismo se refleje en la curva de la columna. Quizá sea
sencillamente que se me da muy bien ver lo que yo quiero ver. Sea cual sea la explicación que
quieran darle, la cuestión es que sentí por anticipado «el aguijón de su indiferencia» (le robo
la expresión a Leopold Bloom, santo patrón de los subyugados y engañados). Lo sentí tan
agudamente como lo habrían sentido aquellas chicas a las cuatro en punto de la tarde en el
sitio donde Marius decidió no presentarse a su cita.
El amor: ése el único asunto sobre el que me ha interesado leer. El amor y sus agonías.
El amor me afligía.
Yo no trazaba ninguna distinción entre la vida y la literatura. En las historias que devoraba
precozmente me sentía atraído de una forma natural por el dolor: tanto por las penas del
joven Werther como por las del maduro Alexei Alexandrovich Karenin; tanto por el temple
pueril, quisquilloso y vulnerable de Julien Sorel como por la tristeza contemplativa y
profundamente femenina de Anne Elliot. Pero las cosas no habían sido diferentes en mi vida.
Yo nací enfermo de amor: de un amor no correspondido, neurasténico y tembloroso de celos, y
con unas ansias morbosas de entregar mi corazón mucho antes incluso de tener a quien
entregárselo.
Que yo también sería desdeñado y me consumiría como los héroes y las heroínas de mis
lecturas, no lo dudé nunca.
La primera chica a la que podría considerar de veras una novia —la primera con cuyos
dedos me fue permitido entrelazar los míos— me traicionó la segunda vez que salimos.
Fuimos juntos al cine y, dos horas y media más tarde, se marchó con otro. Cómo y dónde lo
encontró, teniendo en cuenta que sólo parecíamos estar nosotros dos sentados en la
oscuridad y que yo no le solté la mano ni una sola vez; por qué lo prefirió a él, qué me faltaba
a mí o qué había hecho mal que pudiera explicar esa preferencia y también la crueldad de
dejármelo tan claro... no llegué a comprenderlo nunca. Los dos habíamos cumplido los quince.
Ella tenía una espectacular cabellera negra, unos ojos de pitonisa y unos brazos bronceados,
esbeltos y tan largos que yo imaginaba que podría rodearme dos veces con ellos. Ella ya había
besado antes, yo no. Pero procedía de una familia de maestros —su padre daba clases de
chelo en la Royal Academy of Music— y me dijo que le encantaría enseñarme a besar.
Inexplicablemente, ahora se sentía igual de encantada de enseñarle a otro alumno.
Durante semanas me aposté frente a su casa después del colegio, creyendo que se
ablandaría, que lo sucedido había sido un error, una simple confusión que se desharía con la
conversación o con el mero hecho de verme. Pero ella no se asomó ni una sola vez a mirar, ni
siquiera por la ventana. Yo confiaba en que tal vez saldría su padre. Como profesor de chelo,
seguro que habría comprendido mi desolación. Pero tampoco él apareció. Finalmente,
emergió de la casa una chica —la hermana de Faith, supuse— para informarme de la
situación.
—Faith dice que ahora sale con Martin. Ha dicho que hagas el favor de irte a casa y dejarla
en paz.
Puse la cartera en el suelo, como si fuese a quedarme allí plantado eternamente. ¿Qué
pretendía? ¿Que se abriera la tierra y me tragara? ¿Que Faith se retractase de lo que me
había dicho su hermana? ¿Una imagen fugaz de Martin que me mostrara al menos lo que me
faltaba?
Nunca lo superé. Lo que estaba sufriendo por la pérdida de Faith —me decía la razón— no
guardaba ninguna proporción con lo que había sentido por ella en las dos únicas ocasiones
que habíamos salido y en los pensamientos que yo le había dedicado entre ambas salidas.
Pero la razón no me servía. Nada sirve contra los celos. Empecé a idealizar su belleza. Sus
brazos se volvieron más largos y más esbeltos. Sus besos, que no habían pasado de un mero
tanteo con mucho tropezar de dientes, eran de repente profundos y penetrantes, tan
insondables como el mar, tan desesperados como la sensación de ahogarse (sólo que era otro
quien se bañaba ahora en ellos, mientras yo me ahogaba más bien en su ausencia). No comía.
Mis notas se resentían. Me dolía la cabeza. Tenía instintos homicidas, no contra Faith o
Martin, sino contra mí mismo. Si hubiese poseído un poco más de lo que las chicas querían —
fuera lo que fuese—, aquello no hubiera sucedido. Pero ya era demasiado tarde para adquirir
esa cosa misteriosa que ellas deseaban, porque no existía un futuro para ponerla en práctica.
Me restregaba el corazón dolorido. Me lo palpé, le saqué brillo hasta que no quedó ni una
brizna de piel entre mi corazón y yo. ¿Era a Faith a quien echaba de menos, o más bien a mí
mismo, a la persona que había sido cuando ella me había rodeado dos veces con sus brazos
maravillosos? ¿Dónde localizar el dolor exactamente? ¿En los besos que me habían sido
arrebatados casi antes de empezar, o en el insulto que suponía que ella hubiese preferido a
Martin? ¿Qué veía en él? ¿Qué era lo que no encontraba en mí? ¿Qué era, qué era, qué era...?
Fui más cuidadoso desde entonces, en ese después en cuya existencia no había creído. No
hacerle a nadie el daño que me habían hecho; no salir nunca del cine con otra persona que no
fuera aquélla con la que había entrado; no demostrar nunca que prefería besarme con otra.
Cómo sobrevivir a los celos se convirtió en el estudio de mi vida. Cómo aceptar que una
persona a la que amabas pudiera no amarte a su vez. Cómo soportar que sus besos se fueran
a otra parte. Cómo afrontar el abandono: la conciencia de que no eres ni serás amado, de que
permanecerás expulsado para siempre, no porque no seas digno de ello, sino porque estorbas
en el camino de la felicidad de otras dos personas. Condenado a una eterna soledad para que
ellos puedan seguir juntos eternamente.
—Ya conoces mi lema —me dijo mi padre, envuelto en la nube de humo de un puro—. Si se
te escapa el primer autobús, siempre puedes tomar el siguiente.
Le repugnaban mis gimoteos. A mí, simple y llanamente, me repugnaba él.
Él se encogió de hombros.
—¿Huesos?
—¿El engaño?
—El amor.
—Ojalá pudiera decirte que no —me respondió—. Pero encontrarás a otra persona y
olvidarás lo que ha sucedido esta vez.
—Tal vez aprendas a amar un poco menos a la próxima persona. O al menos a tener menos
expectativas en ella.
Quizá yo sólo tuviera quince años, pero conocía muy bien la gran respuesta. Si querías
enamorarte —y no deseaba otra cosa— tenías que acoger en tu alma todos los síntomas y
secuelas del amor: el miedo a ser engañado, que no era menos intenso que el miedo a la
muerte; los celos, que te reconcomían hasta el tuétano; la anticipación febril de la pérdida,
que ninguna confianza —por grande que fuese— lograba aplacar. La pérdida... La pérdida que
te aguardaba después de la ganancia con la misma seguridad con que el nuevo día había de
seguir a la noche (suponiendo que volviera a amanecer). Amabas no sólo con la expectativa de
perder, sino con el propósito de perder: eso era lo que me habían enseñado mis libros
preferidos y, ahora que los había puesto a prueba en la vida real, sabía que decían la verdad.
Amabas para perder y, cuanto más amabas, más perdías. El miedo y los celos no eran un
fenómeno adicional: eran el amor mismo.
El río de ácido fundido regaba todo mi cuerpo, como si hubiera hallado en él su curso
natural y no fuera a abandonarme jamás.
Después del funeral, no tomé el tren de vuelta a Londres tal como había planeado. Algo me
retuvo en Mucho WinSock. No sentía ningún deseo de llegar a la ciudad aunque fuera sábado
por la noche. Pedí unos sándwiches y me los comí en la habitación del hotel. Todo parecía
torcido allí: los sándwiches se deslizaron fuera de la bandeja, la botella de cerveza resbaló de
la mesita de noche. Sólo aferrándome al colchón conseguí no resbalarme fuera de la cama.
Pero el aíre torcido del lugar encajaba con mi estado de ánimo. Me sentía descompuesto.
Otros han de viajar para satisfacer esas necesidades; nosotros no teníamos más que alargar
el brazo.
En efecto, una de las gracias apestosas que repetía siempre mi padre era que la felicidad
consistía a su edad exclusivamente en poder alargar el brazo y meter la mano bajo la falda de
una mujer. Y no se refería a la de mi madre.
Todavía iba de luto. Me pareció ver rastros de barro del cementerio en sus zapatos e incluso
en su chaqueta. Pero seguramente eran imaginaciones mías. Lo miré un par de veces,
esperando una de esas medias sonrisas que invitan a la conversación. Tenía curiosidad por
saber cuál era el motivo de que hubiera asistido al funeral y qué relación le unía con el pobre
Jim Hanley y su viuda. Tal vez, si tomábamos el mismo tren a Londres, me hablara de su
inclinación a ligar con menores para dejarlas luego tiradas. Tal vez me explicara los atractivos
del sadismo.
—Una tarde preciosa —dije por fin, dando por hecho que si esperaba a que hablase él,
esperaría eternamente—. Un tiempo como éste le hace sentir a uno el deseo de estar en otra
parte, ¿no le parece?
Él me concedió una mirada rapidísima, como la que lanza un animal salvaje a alguien que
no le inspira temor, pero que tampoco le apetece comerse. Era evidente que si yo deseaba
estar en otra parte, él deseaba que me fuera de allí inmediatamente. También era evidente
que no me reconocía del funeral.
Eché la cabeza atrás, guiñando los ojos y disfrutando del sol, para ponérselo más fácil si no
quería contestar. Que no se diga que no soy un hombre complaciente.
No estaba seguro de haberle entendido, ¿Era una pregunta? ¿Creía que su reloj atrasaba?
—Es la razón de que desee estar en otra parte. Nada que ver con el clima. —Volvió a
consultar su reloj—. Le está llegando la fragancia de un lugar lejano. Las cuatro en punto
provocan ese efecto.
Por debajo de un cierto deje cockney a todas luces fingido, me sorprendió detectar un leve
acento. No de las Midlands occidentales, pero casi. No me lo había imaginado hablando con
acento. Me decepcionaba. Quería que fuese un ejemplar en estado puro. Lo que yo veía en él
era pornográfico, como ya he dicho, y la pornografía es un género quisquilloso: no admite
elementos extraños ni payasadas; sólo las líneas frías y precisas de la transgresión sexual, y el
silencio que viene luego.
—¿Y a qué lugar lejano huelen para usted las cuatro en punto? —le pregunté.
—¡Ah! —dijo, como si la pregunta le llegara al fondo del alma. Tamborileó con los dedos
sobre el maletín que tenía en el regazo y pareció que dejaba volar su imaginación por lugares
de ensueño. Aguardé, esperando que dijera Petra o Heraclea, las islas Galápagos o los campos
de Troya. Sabía reconocer a un pedante. Y siempre lo son estos hombres asqueados y
tiránicos. Desahogan su asco leyendo a los clásicos.
—Tánatos —fue lo que se le ocurrió por fin, corroborando mi impresión. Era un déspota.
—¿Tánatos?
Tuve que dominarme para no responderle que preferiría que no me tratase como a una de
sus colegialas.
—Ya sé lo que significa en griego —dije—. Lo único que me sorprende es que considere la
muerte como un lugar.
Se frotó la boca con la mano, como para no empezar a reírse de mí o para no hacerme trizas
a dentelladas. Comprendí cómo se habían sentido aquellas chicas. Era excitante tenerlo cerca;
también peligroso, en cierto modo, como si la muerte de la que hablaba fuese un ente sobre el
cual él tenía poder. Me sentí como si estuviera sentado con un vampiro en la estación de
Shrewsbury.
No le dije que me lo sabía todo sobre su puta mariposa, muchas gracias. Estaba demasiado
impresionado con su estilo.
Parecerá difícil de creer, pero Marius viajaba a Londres para resolver unos cuantos asuntos
y, entre la gente a la que iba a visitar para resolver dichos asuntos, figuraba yo mismo. No de
un modo personal, sino en cuanto firma de negocios.
Tampoco era tan casual como pueda parecer, dado que sus gestiones estaban vinculadas con
la muerte que ya nos había puesto en contacto. No con la muerte de su cháchara sobre
Tánatos; me refiero a la muerte real que me había llevado a Shropshire. Al parecer, el
profesor llevaba enfermo un tiempo y, en el curso de su enfermedad, había empezado a
desvariar. Alguien —llegó a creer— le había robado los volúmenes más preciados de su
biblioteca. Él llevaba un diario con toda la información necesaria para localizar a los ladrones
que habían llegado desde Londres en plena noche y se habían llevado todos los libros que
habían podido en un camión de mudanzas. No lo habían maniatado ni maltratado, pero sí le
habían advertido con aire amenazador que no hiciera nada para impedir su huida. Por suerte,
él había tenido la presencia de ánimo necesaria para anotar el nombre del conductor: Félix
Quinn: Librero Anticuario. Una referencia en su diario sobre la cita que él mismo había
concertado con Félix Quinn en persona, y una entrada posterior en la que describía el
encuentro como «altamente satisfactorio en cierto sentido», sugería una versión distinta de la
historia. Pero aquéllos que se preocupaban por él —es decir, de un modo retrospectivo— y que
acaso se hallaban inquietos sobre su parte en la herencia, habían pensado que lo mejor sería
aclarar todo el asunto. Parecía un poco pronto después del funeral, pero no me correspondía a
mí juzgarlo. La gente de pueblo suele ser más suspicaz que quienes vivimos confiadamente en
las ciudades.
Entre las personas que se preocupaban por él figuraban su esposa, que se había fugado con
un hombre mucho más joven —el estudiante preferido del profesor—, y el hombre más joven
en cuestión, que no era otro que Marius.
No había pues, como he dicho, ninguna coincidencia en ello, salvo el hecho de que uno de
mis ayudantes, Andrew, que fue quien atendió a Marius cuando se presentó el lunes por la
mañana, lo conociera de la universidad. Yo no estaba en la tienda cuando Marius y Andrew
renovaron su vieja amistad, pero por lo que me dijeron todo discurrió de un modo tan
amigable como era posible tratándose de Marius. Este, por lo visto, salió de allí malhumorado,
pero convencido de que el viejo no había sido despojado con malas artes de sus georges
macDonalds y sus christinas rossettis; después de ello, Andrew —un tipo jadeante y chalado
por los libros, con una coleta que yo insistía en que se cortara cada vez que su longitud
amenazaba conjugarle una mala pasada en las escaleras de la biblioteca— accedió a contarme
todo lo que sabía de Marius mientras almorzábamos en un restaurante neozelandés que
acababan de abrir en High Street.
Se había fugado con ella, con la esposa del profesor. Esa era la parte más jugosa. Decimos
«fugarse» cuando lo único que queremos decir es «irse a vivir juntos» a otro lugar. Pero
aquello había sido una fuga en toda regla. Él tenía veinte, ella cincuenta. La historia completa,
a la que mis propias investigaciones le han añadido luego el color del que inevitablemente
carecía el apresurado relato de Andrew, era la siguiente:
Ella estaba casada con un profesor emérito que trabajaba a tiempo parcial, ya con sus
facultades algo mermadas, y que había hecho amistad con Marius, entonces en su segundo
año de universidad. Había visto en aquel joven un talento precoz y acaso infortunado que le
recordaba el suyo. Antes de resignarse a una ignominiosa vida académica, exponiendo los
restos de su pensamiento en aulas y salas de conferencias desprovistas de estudiantes —o
casi, con la excepción de Marius—, el profesor había acariciado la esperanza de convertirse
en ensayista, en un creador de mitos y un ingenioso autor de epigramas. Ahora, cojo y duro de
oído, imaginaba aquel mismo futuro para Marius, que se convirtió en un invitado habitual en
su casa, donde habría de conocer, tal como estaba escrito, a Elspeth, ya bastante mayor para
ser su madre, pero no lo bastante todavía para ser su abuela. Ella era hermosa en ese estilo
plateado y de edad aparentemente indefinida típico de las mujeres inglesas de clase media
que se empeñan en parecer mayores mientras son jóvenes. A los quince parecía tener casi
cien. Durante las tres décadas siguientes pareció tener unos quince. Ahora, en pleno
equinoccio, oscilaba entre la seguridad en sí misma y la desesperación. Su vida no había
terminado aún, las ruedas de su atardecer habían empezado a girar. Y Marius, dejando aparte
los argumentos a favor de la prudencia, no digamos de la decencia, no era inmune —como yo
mismo iba a descubrir— a los encantos equinocciales.
Él le hablaba abiertamente —al menos para lo que era su carácter poco comunicativo—, y
en presencia del profesor, además, del amor que sentía por ella. Y debía hacerlo con un
lenguaje, tal como ahora lo imagino, a medio camino entre Gatsby y Schopenhauer: tratando
de aferrarse a los sueños, remando con vigor contra la corriente que conducía a una
insatisfacción y una infelicidad seguras.
—¿Qué sabrás tú del amor y de la infelicidad? —lo desafiaba ella, con una voz que parecía
un alegre repique de campanas, como un pueblo cristiano en la mañana de la coronación.
Estaban en el jardín, bebiendo Pimms, Era uno de esos suaves días de verano de Inglaterra
que le hacen pensar a uno en la eternidad.
—A tu edad, el amor es sólo una palabra —dijo el profesor—. Aún no puedes sondear sus
miserias.
Cuando hablaba el profesor era como si un papel reseco crujiera entre los árboles.
—Al contrario —objetaba Marius—, yo he sondeado sólo sus miserias. Coincido con
Wittgenstein: lo que él llama pathos ata a un hombre enamorado sin importar si ese amor lo
hace feliz o infeliz: «Aber es ist schwerergut unglücklich verlieht sein, alsgutglücklich
verlieht» (Pero es más difícil mantener la compostura cuando estás enamorado de modo
desdichado que cuando estás dichosamente enamorado).
El profesor intercambió una mirada con su esposa. «¿Lo ves? —decían los ojos del viejo—.
¿A que es tan brillante cómo te dije?»
Se fugaron. Tal vez hayan sido las últimas personas de este país que se fugaron, puesto que
la fuga no dejaba de ser una salida desesperada para los amantes en una sociedad demasiado
estricta. Ahora simplemente dices que te largas y, sí a alguien no le gusta, también tiene que
tragárselo. En realidad, ellos no habrían encontrado la menor resistencia. No, desde luego,
por parte del profesor, cuya vida constituía ya tal decepción que la pérdida de su esposa
(aunque también podía considerarse que había ganado un hijo) apenas podía agravar su
melancolía. Ni tampoco por parte del padre de Marius, que despreciaba a su hijo y no
necesitaba más pruebas de que era un idiota. En cuanto a su madre —me avergüenza decirlo
por lo que atañe a la reputación de la psicología—, se había fugado a su vez un año después
de que Marius naciera. Una fuga en toda regla, con el marido persiguiéndola con una pistola.
Marius y Elspeth, sin que nadie los persiguiera, se fugaron sencillamente porque querían
fugarse.
Trató de besarla en cuanto la vio llegar con un bolso de viaje y una bufanda alrededor de los
hombros, pero Elspeth le insistió para que se apresurara.
No habían planeado a dónde irían. Elspeth prefería que fuese un secreto. Marius dio por
descontado que se la llevaría a su pensión en Sutton Coldfield, aunque allí compartiera el
baño con otros cuatro estudiantes. Pero Elspeth esperaba pasar un período de transición en
algún lugar neutral que no perteneciera a ninguno de los dos. Cuando Marius le explicó que
tenía que devolver el coche antes de que se hiciera de noche, Elspeth le advirtió que en tal
caso también tendría que devolverla a ella antes de que anocheciera.
—Si puedes robarle la esposa a quien ha sido tu profesor y protector —le dijo— también
puedes robarle el coche a un amigo.
Fue en ese momento cuando Marius comprendió lo tortuoso que era el camino que había
emprendido. A partir de entonces, empezó a considerarse a sí mismo un inmoralista.
Condujo al azar y sin propósito definido hasta que Elspeth vio un cartel de Stratford-upon-
Avon.
Marius miró el indicador de gasolina. Le pareció que tenía la cantidad justa para llegar.
—¿Sabes? —le susurró antes de que se apagasen las luces—, hace veinte años vi en este
mismo teatro a Peggy Ashcroft en el papel de Cleopatra y a Michael Redgrave en el de
Antonio.
—Nadie creía que Peggy Ashcroft fuese capaz de interpretar a Cleopatra, pero estuvo
magnífica.
Habría sido antes de que él naciera, pero Marius recordaba que Kenneth Tynan se había
referido con mordacidad a aquella pareja teatral, célebre si acaso por lo aberrante que
resultaba. Precisamente había sido un trabajo de Marius comparando a Tynan y George
Bernard Shaw como críticos de la escena inglesa lo que inicialmente había despertado el
interés hacia él del marido de Elspeth. El profesor no era un amante del teatro, del mismo
modo que no lo era Marius, pero ambos compartían un gusto especial por aquellos pasajes de
la crítica teatral en que los grandes críticos no parecían tampoco tan entusiasmados con el
género. Lo que Marius recordaba era el chiste de Tynan, según el cual el único papel de
Antonio y Cleopatra que una actriz inglesa era capaz de interpretar era el de Octavia, la
pálida hija de César. Con cierto sadismo, en aquellas circunstancias, le repitió a Elspeth el
chiste, acompañado con esta coletilla de deliberado mal gusto del propio Tynan: «Las grandes
putas de la dramaturgia mundial han dejado siempre perplejas a nuestras chicas».
Vamos a atribuirle a Marius el peor motivo posible. No sólo debía querer reafirmarse tras el
pobre papel que había hecho en los preparativos de la fuga, sino que eso debió de excitar la
parte más maligna de su naturaleza —el rencor y el sadismo, digamos— y lo impulsó a utilizar
la palabra «puta» ante la esposa de su profesor: una mujer con edad suficiente para reñirlo
por su lenguaje y que ese mismo día había abandonado por él la decorosa seguridad de su
antigua vida.
Por su parte, Elspeth seguía convencida de que Peggy Ashcroft había encontrado en sí
misma los rasgos suficientes de una gran puta para interpretar el papel de Cleopatra. En el
fondo, se había escandalizado ante la brutalidad de aquel término y no consideraba que
pudiera aplicarse a Shakespeare. Pero defendió su punto de vista vagamente y sin convicción,
como si aquello la impulsara a preguntarse a su vez, en aquel escenario venerado, si ella sería
capaz de encontrar en sí misma los rasgos suficientes de una puta para interpretar de modo
convincente su papel de amante de Marius.
Una historia que —dejando de lado otras consideraciones— explicaba por qué me había
provocado Marius tal agitación desde que le puse la vista encima. No está al alcance de
cualquier chico de veinte años seducir a una mujer de cincuenta, arrebatársela a su marido y
lograr que se vaya a vivir con él. Marius era un transgresor nato, un especialista en faltarle al
respeto a toda decencia, y yo tenía olfato para esa clase de personas. Sin contar (o quizá lo
digo precisamente por eso) con que también me había tratado con poco respeto a mí.
Decir que tengo olfato para esa clase de gente es una manera muy suave de referirse a un
instinto sobre el que debería explicarme con más valentía. Algunos hombres —y Marius era
uno de ellos— me han llenado siempre de temor en la medida en que parecen poseer una
cualidad especial de la que yo carezco, a saber: de los medios necesarios para persuadir a una
mujer de que se abandone, contra todos los dictados de la razón y la conciencia, a una lujuria
desenfrenada. A eso me refiero cuando digo que veía de un modo pornográfico a Marius.
Fuera cual fuese su verdadera naturaleza, él interpretaba un rol arquetípico en el libresco
escenario de pasión y melodrama de mi imaginación sexual. Acechaba en la oscuridad de los
cines, invisible para todos salvo para la mujer que iba a robarte, y la besaba furtivamente
entre las sombras incluso mientras te sentabas junto a ella y la tomabas de la mano. Era el
eterno libertino, el mujeriego que hace que cualquier hombre que no lo es se preocupe por su
potencia. No importa si tú mismo albergas o no el deseo de persuadir a una mujer para que se
abandone a una lujuria desenfrenada contra todos los dictados de la razón; el hecho mismo de
saber que tú no puedes y él sí se desliza como una serpiente venenosa entre la hierba de tu
autoestima. Y eso sucede antes de que plantees la pregunta crucial de qué pasaría si os
encontrarais frente a frente disputándoos la misma mujer.
En fin, queda aclarado el misterio de la fascinación que Marius ejercía en mí. Él era uno de
ellos. Tenía lo que Sacher-Masoch vio con un estremecimiento en aquel griego cubierto de
pieles oscuras: «el poder de subyugar». No era porque yo hubiera deseado a ninguna de las
dos menores por lo que me había resultado inquietante ver cómo jugaba con ellas en el gélido
y empapado cementerio de Wooton-no-sé-cuántos; ni era tampoco porque envidiase su
aventura con la viuda del profesor por lo que podía sentir el dolor que ella sufría cuando
Marius la mortificaba con su actitud distante. Sin duda, esto último formaba parte del ritual
de crueldad y humillación implícito en una relación con tanta diferencia de edad. No, lo que
me había cautivado era que hubiera hecho lo que había hecho porque podía hacerlo y salirse
sin problemas con la suya. Gozan de impunidad estos imperturbables libertinos de rostro
taciturno. O la tienen en mis temores. Lo cual sólo significaría que soy yo quien les concede la
impunidad.
Primero les atribuyo poderes casi imposibles. Luego los dejo en completa libertad. Para
hacer... ¿qué?
Cualquier cosa que su delirante fantasía de pervertidos desee que hagan. Libres para hacer
daño. Para quitarte lo que es tuyo. Para arrebatarte a tu esposa cuando les apetezca. Para
convertirla en una puta. Para reducirte a la nada.
Por muchas cosas que puedan añadirse al respecto, mi interés en Marius se agotaba ahí. Él
venía a ser un personaje de una novela lasciva que yo escribía en mi imaginación, remedando
todas las novelas lascivas que había leído (¿y qué novela no lo es?). Pero sólo mientras tenía
su imagen ante mí. En cuanto lo perdí de vista, la novela dejó de escribirse. Y habría quedado
sin escribir si no hubiera reaparecido de un modo totalmente imprevisto pero muy oportuno,
cinco o seis años más tarde —en la época en la que me había enamorado rematadamente de
Marisa—, con motivo de una gestión de carácter sentimental. No era normal que un asunto de
esa índole llevase a una persona normal a la puerta de Félix Quinn: Libreros Anticuarios, pero
Marius tenía tanto de normal como yo.
Quería recuperar una serie de volúmenes que tenían para él valor sentimental y que habían
pasado a nuestras manos unos años antes. Ése era básicamente el asunto. No los volúmenes
que el profesor nos había acusado de robarle en su lecho de muerte, sino otros que habían
pertenecido a la mujer del profesor y que ésta no había tenido tiempo de llevarse cuando se
fugó. No era conmigo con quien se había citado; de hecho, no tenía ningún motivo para
relacionarme con la tienda. Pero Andrew, recordando mi interés —él lo recordaba todo: cada
libro que nos habían pedido, cada libro que habíamos vendido, cada libro escrito a lo largo de
los siglos— me anunció que Marius se disponía a visitarnos. Yo estaba en mi despacho cuando
llegó y lo reconocí de inmediato, pese al grueso vidrio que nos separaba y a lo mucho que
había cambiado. Ahora exhibía su estatura de otro modo, menos imperiosamente, más como
un pretexto para abstraerse. Se había dejado un gran mostacho, unos bigotes de león marino
que lucía como un aventurero sueco, como para dar la impresión de ser una persona que tiene
algo que ocultar, aunque desde mi punto de vista reforzaban aún más su aspecto de sádico de
novela porno-romántica. A juzgar por las numerosas veces que Andrew tuvo que inclinarse
hacia él, en algunos casos hasta el punto de verse obligado a apartarse la coleta y a llevarse
una mano a la oreja, deduje que Marius se había habituado a hablar en susurros.
Aunque ya nos había enviado por escrito su petición, había que cumplir todavía una serie de
requisitos antes de que pudiéramos encontrarle lo que buscaba. En Félix Quinn: Libreros
Anticuarios no tratamos a nuestros clientes con prisas ni nos gusta tampoco que éstos nos den
prisas. Entras, charlas un rato y luego te marchas; más adelante te mandaremos un paquete o
no. Incluso cuando los libros que buscas están a la vista, en los anaqueles, rellenamos un
impreso de pedido e iniciamos una búsqueda. En la era de Amazon, nuestros clientes aprecian
estas virtudes. Marius nos dejó su dirección. Por simple curiosidad —aunque también podría
decirse que por una curiosidad suicida— eché una ojeada para ver dónde vivía ahora. Con
toda seguridad, ya no en el lluvioso condado de Shropshire. En eso acertaba de nuevo. El
campo no es lugar para una flor del mal como Marius. Lo que no me esperaba descubrir era
que se hubiera mudado prácticamente a la puerta de al lado, a las inmediaciones de mi
matrimonio.
Por un segundo o dos, mi corazón pareció quedarse casi paralizado. ¿Era la paz aquello? ¿La
paz que te envían los dioses en vísperas de la destrucción? Sólo para asegurarme de que no
estaba ya destruido, salí a la calle y observé las caras de la gente que se afanaba en sus
propios asuntos. Inexpresivas, la mayoría. Ajenas al secreto que yo albergaba. Pero ellos
podían haber pensado lo mismo de mí. Nunca se sabe lo que acecha inmóvil en el corazón de
una persona.
Según los autores isabelinos, la Fortuna es una puta. Lo cual debe tomarse con ciertas
reservas, porque ellos veían putas por todas partes. Les chiflaba la música ronca y vulgar de
esa palabra y se emborrachaban con el desencanto frente a las mujeres —y frente a la vida
sexual en general— que va implícito en ella. Enloquecidos por los cuernos y obsesionados por
las putas, fornicaban, contraían la sífilis, temían una mentira detrás de cada sonrisa y
pensaban que no había mujer casta. Yo, que no so y menos desmedido, pero que veo la
falsedad de las mujeres de otra forma —como una oportunidad más que como una maldición,
digamos, y desde luego con más comprensión—, veo a la Fortuna como una alcahueta, no
como una puta. Explíquenme, si no, por qué Marius, con el mundo entero para elegir, y en un
momento en el que yo me hallaba necesitado con urgencia de su peculiar talento, se había
sentido impulsado a mudarse tan cerca de mi casa: tanto, en efecto, que, dejando aparte
nuestro común interés por los libros antiguos, nuestros caminos estaban destinados a
cruzarse finalmente y yo estaba destinado a echarle por fin el anzuelo.
***
Vivía, según descubrí, encima de una tienda de botones, situada en un callejón lleno de
pequeños restaurantes románticos y de boutiques chic, es decir, en el epicentro de la acción,
como para recordarse a sí mismo todos los días lo que se estaba perdiendo. A un lado tenía un
fabricante de cortinas, al otro una tintorería— quitamanchas. Por la izquierda salía a Wigmore
Street; por la derecha, a Harley Street. De día o de noche, no había nada que necesitara un
hombre que no pudiese encontrar de inmediato: arte, música, queso, zapatos, salchichas,
especialistas en la columna, en el cerebro o el sistema cardiovascular, libros nuevos, libros
antiguos, aburridas esposas de profesores retirados... Con la salvedad, eso sí, de que no había
nada que él creyera necesitar a aquellas alturas. Aparte de la tintorería-quitamanchas.
A su manera, él estaba tan trastornado sexualmente como yo; sólo que no podía levantarse
de la cama para disfrutarlo. No era pereza ni letargo. Había hecho algo terrible y no quería
más tratos con el mundo donde aquello había sucedido.
Se despertaba temprano, a menudo antes del alba, con un gusano de bilis enroscado en el
intestino. Algunas mañanas se preguntaba si aquel gusano de bilis era su intestino.
Consideraba por un momento la posibilidad de sentarse ante su escritorio para escribir algo,
épico o epigramático, pero de un modo casi automático alargaba el brazo para encender la
lamparita bajo cuya luz seguiría leyendo el mismo libro al que le había dedicado su tiempo
libre la noche anterior, antes de caer dormido. Normalment e leía literatura extranjera
moderna traducida: el frío erotismo del checo o del italiano vertido a un inglés simple era lo
único que podía digerir, como un té flojo y tibio. La clase de prosa, dicho sea de paso, que, me
da la sensación, debiera usar yo cuando describo a Marius, presentándolo como ese tipo de
despiadado libertino inglés con el que les encanta fantasear a los franceses: como el sir
Stephen de Histoire d’O, un hombre en quien O detecta «una glacial voluntad de hierro». Pero
ésa es una falsedad del porno que no me trago: su castidad expresiva. En el temor que me
infundía Marius —en la avidez que me inspiraba— yo rebosaba de palabras.
En el temor que se infundía a sí mismo, sin embargo, él era mucho menos productivo. En su
escritorio conservaba un cuaderno de notas de papel rayado que había comprado cuando era
estudiante, casi veinte años atrás. En él había intentado escribir una versión inglesa de los
vagabundeos de Baudelaire —alimentados con grandes dosis de hastío— por las madrugadas
de París. Tenía incluso el título: Las cuatro en punto. Era la hora que excitaba a Marius. La
medianoche no contaba. Era demasiado obvia. Si las veinticuatro horas del día no marcaban
sino las fluctuaciones de nuestros deseos, las cuatro en punto venían a ser para él como el
resorte del reloj. En tiempos habían llegado a afectarle como una transfusión de fluidos
vitales. Caminaba por las calles y percibía la oscilación entre el día y la tarde como un cambio
de temperatura en su propio cuerpo. Oía cómo le hervía la sangre. Ahora se limitaba a
observarlo por la ventana que había sobre la tienda de botones. Las cuatro en punto en la
ciudad: los dependientes consultando sus relojes, los camareros, con esa brusquedad tan
característica suya, arrojando a la calle la colilla de sus cigarrillos y desplegando manteles
limpios; los barman sacando brillo a las copas y contemplando su propio reflejo en la
superficie de los cuencos; los hombres y las mujeres apretando el paso en la calle, caminando
con la mente en otra parte hacia sus casas para cambiarse de ropa y deteniéndose sólo para
comprar flores, chocolate, vino o lencería. Como si la ciudad entera fuese un amante
pensando en su cita. Pero una cita que debía terminar de un modo insatisfactorio para que el
ciclo de expectación y decepción pudiera recomenzar de nuevo.
Su cama era estrecha e incómoda como la de un monje. Había sido el peor sofá-cama de
invitados que poseía en su vida anterior. Pero ¿qué necesidades tenía ahora, al fin y al cabo?
El no habría admitido que era una cama destinada a hacer penitencia. Que fuese estrecha se
explicaba porque en aquel nuevo espacio no cabía una más grande. Pero la incomodidad tenía
un propósito: era una cama para tumbarse a leer; no pensaba traerse a ninguna mujer para
acostarse allí con ella.
Muy de vez en vez, cuando los mercados financieros se volvían contra él y reunía las fuerzas
suficientes para levantarse de la cama, vendía copias de los antiguos maestros, hechas en
Taiwán, en las verjas que rodean Hyde Park. Conocía a un hombre que conocía a un hombre
que sabía cómo conseguir el espacio necesario y también los cuadros para llenarlo. Un
pastiche de Miguel Ángel o Gainsborough pergeñado en cinco minutos en una isla de las
costas de China resultaba atractivo para su sentido del absurdo. Dejaba del todo en ridículo
cualquier significación. Nada servía de nada ni tenía ningún valor.
Aparte de eso, carecía de ocupación. Se había portado tan mal con su carrera —a saber lo
que podría haber sido: profesor, crítico, hombre de letras, cronista de la luz del día
sumiéndose en la noche— como con la mujer a la que había amado en tiempos. Puesto que el
abandono se convierte en un hábito, había dejado morir también sus posibilidades
profesionales.
Durante el funeral del profesor había resultado evidente que las relaciones entre ellos no
andaban como deberían en una pareja que se había fugado por amor, o sea: Elspeth deseosa
de pasar con Marius cada hora que Dios le concediera, decidida a no perder ni una sola
oportunidad de contemplar su rostro o de tenderse junto a él, y Marius, convencido de que su
belleza seguiría arrebatándolo, proclamando con grandes aspavientos la devoción que sentía
por ella y prometiendo adorarla por siempre jamás. Es posible que a él no le hubiera gustado
verla derramando lágrimas por su ex marido. Hay quien tiene celos de los muertos. También
es posible que se sintiera atormentado por dudas retrospectivas, bien fueran del tipo «Me he
portado como un hijo de puta», o del tipo «He cometido una estupidez». Fuera cual fuese la
explicación, yo lo había visto con mis propios ojos comportarse de un modo abominable con
aquella pobre mujer, mortificándola con su frialdad y sus flirteos en un momento en el que era
poco menos que obligado dejarla que se entregase en paz a la aflicción y los remordimientos.
Si las cosas ya estaban mal antes del funeral, luego se deterioraron con gran rapidez. Quién
sabe: quizá la muerte del profesor despojó a Elspeth de los restos de su atractivo. Es
inconcebible que Elspeth no hubiera acusado a Marius durante los años que pasaron juntos de
haberse enamorado de ella sólo porque pertenecía a otro hombre mayor y también más sabio.
Ahora, aterido y horrorizado, Marius se habría preguntado si no tendría razón, al fin y al cabo.
Aunque la disparidad de edades lo había conmovido y excitado al principio —lo mismo que
la idea de robársela a su marido—, poco a poco había ido perdiendo su fascinación, hasta que
se había visto obligado a reconocer ante sí mismo que no podía soportar ver cómo envejecía:
ni por su bien ni por el de ella. Así pues, aunque debe decirse que después de muchas idas y
venidas del alma y del cuerpo (su mudanza a Marylebone había sido sólo la etapa final), le
ahorró a Elspeth el angustioso espectáculo de su propia tribulación y la abandonó, para que
muriese al menos con dignidad, a su propia suerte.
Finís.
Eso había sucedido tres años atrás. Cuánto tiempo llevaba desde entonces en Marylebone
no lo sabía nadie. A él le gustaba mantener en secreto sus movimientos, lo cual encajaba con
su cultivado aire de hallarse siempre de paso. Un Conrad en el archipiélago de Marylebone.
Pero no podía llevar mucho por allí porque, en ese caso, con mi concienzuda, por no decir
compulsiva, capacidad para otear oportunidades eróticas —no para mí; hablo desde el punto
de vista marital— lo habría identificado mucho antes.
Fuera cual fuese el lugar donde se había instalado tras la muerte de Elspeth, también él
había vivido desde entonces como un muerto; se había dejado aquellos bigotes para mantener
el mundo a raya y, desde su elevada estatura, apenas se comunicaba con nadie. Sólo las
cuatro palabras, inaudibles bajo su mostacho, que pronunciaba ahora para dirigirse a los
empleados de la tienda de botones de debajo, o al quiosquero, o a cualquiera que lo molestara
en la terraza de un café, como yo mismo iba a adquirir la costumbre de hacer.
—Apenas unas cuantas palabras —fue la respuesta de Andrew cuando le pregunté si había
conseguido oír algo de lo que Marius le había preguntado—. Pero en la universidad tampoco
era nada fácil entenderle.
Si ya era un hombre evasivo incluso antes de tener motivos para no mirar a la vida
directamente a la cara, ahora, sumido en la vergüenza, Marius corría el riesgo de hablar un
lenguaje que sólo él entendía.
Él se quedaría horrorizado ante mi lenguaje (de eso estaba seguro) cuando llegase a oírlo.
Pero no me importaba. Yo quería horrorizarle.
«Ningún hombre ha amado a una mujer sin imaginársela en los brazos de otro —ese tipo de
lenguaje—. Ningún marido es feliz —verdadera, genitalmente feliz, con una felicidad que le
llega al alma en cuanto marido— hasta que no tiene pruebas positivas de que otro hombre se
la está follando.»
***
Decir que mantuve a Marius bajo vigilancia sería magnificar un poco mis esfuerzos para
conocer sus hábitos de vida. A fin de cuentas, tampoco había mucho que vigilar. Se pasaba la
mayor parte del tiempo en casa, tratando de terminar el libro que nunca había empezado.
Pero gracias a la responsabilidad de mis empleados y a ciertos principios domésticos que
podrían describirse como elásticos, yo disponía de tiempo libre y pude seguirle a veces la
pista cuando se aventuraba fuera de su habitación. En una o dos ocasiones lo vi dando vueltas
por Manchester Square, como si no se decidiera a entrar en la Wallace Collection. Qué era lo
que lo detenía, no podía saberlo. La pintura, descubrí más tarde. Los cuadros le recordaban a
Elspeth. Ella amaba la pintura. Le gustaba incluso demasiado, para irritación de Marius. El
miraba desafiante los cuadros, entraba en disputa con ellos, percibía su poder, lo combatía: no
los «amaba», en definitiva. Le pasaba lo mismo con la música. Escuchaba, reflexionaba, se
resistía y sólo se entregaba tras una larga lucha. No la «amaba». Y ésa debía de ser
presumiblemente la razón de que lo viera también merodeando con la misma actitud por los
alrededores de Wigmore Hall, Elspeth se moría igualmente por la música.
El arte la rodeaba como una aureola. La transfiguraba. Aquel resplandor, cuando volvía a
casa de un concierto o una galería, le hacía daño a la vista a Marius, El arte no fue el motivo
por el que la dejó; la razón fue el deterioro de su cuerpo. Pero quién sabe si ese apasionado
deseo de vivir rodeada de arte, especialmente de un tipo de arte excesivamente imaginativo
(la exposición que más le había gustado en su vida había sido la de «Pintura prerrafaelita de
fantasía» en el Victoria and Albert y, entre los tesoros que poseía o había poseído, figuraban
las primeras ediciones firmadas de toda la obra de Tolkien, en tiempos conocido de su padre y
también de su marido); quién sabe, digo, si el arte febril en cualquiera de las formas que ella
prefería no había tenido una importancia crucial en la progresiva flojedad de sus carnes...
Por lo demás, Marius demostró ser un tipo difícil de seguir. La única rutina suya con la que
podía contar —el café de las cuatro en punto en cualquiera de las mesas metálicas que
encontraba libre en High Street, con especial preferencia por las del café griego situado
frente a la librería de viajes— ofrecía demasiados riesgos para que pudiese aprovecharla. No
creía que me recordase del funeral en Shropshire, pero no podía arriesgarme. Para lo que
quería de él, era importante que no supiera de mi existencia.
Empecé a frecuentar la tienda de botones por el simple hecho de estar debajo de él. Si el
local se hallaba vacío y aguzaba el oído, me llegaba desde el techo el sonido de sus pasos,
todavía buscando la primera frase de su libro. Compré muchos más botones de los que
necesitaba en el curso de mis pesquisas, pero me daba la sensación de que así aprendía a
husmear su rastro y de que, más adelante, si llegábamos a estar de compras en el mismo
supermercado o visitando al mismo médico, sería capaz de detectar que andaba cerca.
Tal vez fuera pura casualidad o tal vez fue su olor lo que me llevó un día, a la hora del
almuerzo, a la fromagerie del barrio, justamente cuando Marius estaba deliberando sobre el
surtido del mostrador. Que él prácticamente sólo comía pan con queso me lo había imaginado
hacía tiempo. Estaba seguro de que no había ninguna mesa en su apartamento. Tomaría su
almuerzo, me imaginaba, sentado en el borde de la cama, cortando lonchas de queso con un
cuchillo de fruta afilado y partiendo la baguette con las manos. Había algo satánico en esa
imagen, como una explosión momentáneamente reprimida. Un hombre de semejante tamaño
y temperamento no podía seguir viviendo de aquella manera.
Todo el mundo enmudeció a su alrededor mientras él murmuraba sin levantar la vista de los
quesos, pidiendo una minúscula porción tras otra, aunque con silencios más y más
prolongados entre cada una.
—¿Alguna cosa más? —le preguntó la joven que había detrás del mostrador. Con mucha
razón, porque Marius se había quedado por fin tan completamente abstraído que parecía
tener la mente en otra parte.
—¿Habrá alguna cosa más? Espero que sí, desde luego, pero cuándo la habrá y en qué
consistirá, maldito si tengo la más remota idea. Siendo el tiempo irremediable, pensar qué
más podrá haber, lo mismo que pensar qué podría haber sido, es una abstracción que
permanece únicamente como una posibilidad perpetua en el mundo de la especulación, tal
como dice el poeta.
—Serán diecisiete libras y treinta peniques —dijo la joven dependienta. Deduje que estaba
habituada a aquellos disparates.
Otro resoplido al estilo de su trágico Viejo Hombre de Mar y luego separó un billete de
veinte del fajo que llevaba en el bolsillo trasero de sus pantalones de pana, como un profesor
de Oxford que hubiese acabado en una banda de chantajistas.
—Gracias, muñeca —dijo, enfocándola con aquellos ojos glaciales y doloridos de color azul
ópalo mientras la chica le daba el cambio. No tenía intención de ponerla en ridículo. Al
contrario. Los mansos heredarán la tierra, eso creía Marius, después de que los arrogantes la
hayan arrasado. Y entonces los mansos harán lo mismo.
No sabía cómo se sentiría la chica, pero yo mismo me sentí incómodo por ella al oírlo.
¡Muñeca!
Ni siquiera estaba seguro de que todavía estuviera permitido dirigirse a una mujer así.
Tampoco estaba seguro de que hubiera debido permitirse nunca.
No compraba todos los días su pan con queso en esa fromagerie, pero sí con la suficiente
frecuencia como para que yo pudiera albergar la esperanza de que acabaran viéndose al fin él
y Marisa, pues ella también era muy aficionada a los quesos y aquella tienda —al menos en
aquel entonces, cuando no había un mercadillo de agricultores— era el único sitio donde
conseguirlo.
Y finalmente, aunque tuve que andarme con mucho ojo para asegurarme, se vieron.
Como experto en ambos, yo veía lo que habían visto. El, polvoriento como un reptil, con una
bufanda alrededor del cuello a pesar del tiempo más bien cálido: el eterno estudiante, recién
salido de Wittenberg como Hamlet, que no se dirige a ninguna parte y sólo piensa en su
almuerzo satánico. Ella, con una falda de tubo tan ajustada que él se habría preguntado cómo
podía respirar su piel allí dentro, con las gafas de sol alzadas sobre el pelo, con unos
pendientes que tintineaban mientras recorría la tienda con sus mortificantes tacones de
aguja: una presencia extraña en un lugar tan orgánico. Siempre según mis aguzados sentidos,
ella estaba más abstraída de lo normal, con su preciosa cabeza de Diana cazadora levemente
inclinada, tal como hacía cuando sopesaba una proposición. Yo notaba cuándo advertía Marisa
la presencia de un hombre. La había visto registrando la presencia de muchos. Ahora se
aclaró la garganta. En cuanto a Marius, yo sólo lo había visto con unas presas demasiado
jóvenes y con una amante demasiado vieja, de manera que no estaba seguro de las reacciones
que debía buscar en él. Pero lo vi atusándose hacia abajo los extremos del bigote y dándoles
la forma de una perilla. Salvo que con ellos se hubiera hecho unos cuernos de cabra, no sé de
qué otro modo podía haber manifestado su interés más claramente.
Fue cosa de un segundo: un parpadeo de reconocimiento entre ambos, tal como hacen los
gatos bien educados cuando se cruzan en la calle.
Sí hubieran sido gatos, podría haberlo dejado todo en sus manos. Ya habrían sabido ellos
cuál era el siguiente paso. Pero se trataba de dos personas extremadamente civilizadas;
dejadas a su suerte, por muy a menudo que se hubieran mirado en la fromagerie, no habrían
pasado de ahí. Eran demasiado parecidos: excitaban el uno en el otro el romanticismo de lo
imposible.
Yo, por otra parte, paso más deprisa de lo que se considera decente de la insinuación sexual
más sutil al coito más grosero. Los celos trabajan a una velocidad que supera ampliamente las
posibilidades del adulterio, por lujuriosos que sean los adúlteros: desde el pañuelo que se deja
caer como al descuido hasta el acto culpable mil veces cometido. Todo en un abrir y cerrar de
ojos. Y cuando los celos se vuelven un anhelo, todavía son más rápidos. Apenas había
registrado la altanería gatuna de su intercambio de miradas, y ya me saltaba todos los
estadios intermedios para llegar sin más a Marisa temblorosa, con la cabeza gacha y los
cuartos traseros alzados, y a Marius con las garras preparadas, separando su pelaje,
obscenamente escarlata como un hilo de sangre...
Yo no estaba loco. Era consciente de que para eso tendría que esperar un poco.
Pero al menos ya estábamos en marcha. Y entre tanto, no me faltaban recursos. Conocía las
debilidades de ambos. En el caso de Marisa, la conversación. En el caso de Marius, las
mujeres que ya tenían marido y el arte (siempre que no implicara una admiración rendida,
siempre que contuviera cierta corrupción). Lo único que tenía que hacer era llevarlos a una
galería y conseguir que empezaran a hablar.
SEGUNDA PARTE
MARISA
Repito la frase no sólo por el placer que me proporciona imaginarme a Marius horrorizado,
sino porque es una verdad categórica e inquebrantable, aunque sé muy bien que muchos
habrán de llevarme la contraria. Cuesta menos convencer a un hombre para que te entregue
todo su dinero que hacerle confesar que desea entregar a su esposa. (O mejor aún —porque
aquí sólo se trata, atrevámonos a confesarlo, de una simple cuestión de grado—, que desea
inducir a su esposa a que se entregue por su propia voluntad.)
Por supuesto, imaginar no es lo mismo que desear; lo que ves con el ojo perturbado de tu
mente puede no ser del agrado de tu corazón. Pero tal vez sí lo sea. ¿Para qué sirve la
imaginación sino para atraer al corazón con sus señuelos?
He aquí un simple test para hombres casados: ¿Tengo miedo de que otro hombre se esté
follando a mi esposa o tengo la esperanza de que otro hombre se esté follando a mi esposa?
De las dos posibilidades, ¿cuál prefiero?
Tórnense el tiempo necesario para pensarlo. Hay que cerrar los ojos. Tratar de ponerle
imágenes a la escena. Sentirán terror, claro. Pero ¿y si una parte de ese terror es el grado de
intensidad con el que desean lo que tanto temen? Además de aterrorizados, ¿no se sienten
estimulados por lo que ven?
Cuanto más amas a una mujer, más temes perderla. ¿Acaso no es una estrategia sensata —
de la imaginación y del corazón— empezar a practicar la posibilidad de esa pérdida?
Contra el río crecido de los celos no hay, que yo sepa, ninguna otra defensa. Es mejor
lanzarse. Así al menos podrás meter baza en tu propio destino. Te hundirás o empezarás a
nadar. Quizá resulte emocionante.
«Una gran empresa me impulsa»: no son palabras mías, sino de otro gran depravado
embarcado en una misión moral. Pervert Pervert, recuerdo que lo llamó desdeñosamente un
reservado profesor de inglés cuando le expliqué que había leído Lolita durante las vacaciones.
Has de serlo para reconocer a otro, debería haberle contestado, pero no quería provocarlo. En
mi colegio bastaba con que mirases a un profesor para que empezara a dejarte cartas de amor
en la cartera. Su gran empresa —la de Pervert Pervert— involucraba a chicas que quedaban
muy por debajo de la edad mínima legal, mucho más que las adolescentes que Marius habría
estado dispuesto a seducir, aunque en el caso de éste la cuestión era más bien que le
horrorizaban las carnes viejas, no que las jóvenes le deleitasen particularmente. Mi empresa,
que es estrictamente legal, resulta menos amenazadora para la sociedad. Consiste en
defender la existencia de los cornudos, aunque he de decir que detesto la comicidad de ese
término. Y cuando digo defender no hablo de dar a conocer nuestra causa. No pretendo
organizar una asociación. Lo que me impulsa es una ambición más general y más amplia, esto
es, extender el brazo de la fraternidad sobre los millones y millones de maridos que invitarían
a sus esposas a agraviarlos si pudiesen reunir el coraje necesario para ello. ¡Cornudos del
mundo, uníos! Podéis perderlo todo salvo vuestras cadenas.
Cuando hablo de «otro», de ese otro en cupos brazos imaginamos a nuestras esposas, me
refiero desde luego a otro hombre. La fantasía que acarician algunos hombres de ver a sus
esposas en pleno abrazo carnal con otra mujer es algo completamente distinto. No soy tan
puritano como para negarles su lugar a los estimulantes en la vida erótica ni para sostener
que la imagen de dos mujeres besándose no resulta a veces hermosa (mi padre proclamó más
de una vez que sentía cierta debilidad al respecto). Pero yo no hablo de estimulantes. El
infierno no nos aguarda en esas imágenes vagamente desenfocadas en las que se complace
esta época tan dada a experimentar: una época dispuesta a probarlo todo una vez p a
despojar de este modo al sexo de cualquier peligro (de cualquiera que no sea la enfermedad).
Luego las ninfas se levantan de la cama, hacen una graciosa reverencia al público, se visten p
la vida cotidiana se reanuda de nuevo. A menos que descubran que la experiencia les ha
gustado demasiado, pero ésa es otra historia también.
No, el amor del que yo hablo, el amor desesperado y sangriento, el único que merece
pronunciar su nombre —la última aventura erótica que nos queda mientras aguardamos la
extinción definitiva— requiere la presencia de otro hombre. Un rival. No un compañero para
gozar de los favores de tu esposa; no un Jim para tu Jules, o un Jules para tu Jim. No ese tú
que no representa más que unas vacaciones o una variación de ti, y ni siquiera ese Heathcliff
que seguirá ahí como una roca cuando todo a tu alrededor se desvanezca, sino ese otro tú
alternativo temido día y noche y en todo lugar. Un tú como a ti no te fue dado ser. Un tú que
puede llegar a borrarte y a hacer como si nunca hubieras sido.
Pero esas fantasías van y vienen: unas veces realizadas, la mayoría, no; hasta que la
imaginación se enfría y halla otros vericuetos más allá de la obsesión. Sólo para la afortunada
(o atrevida) minoría, la fantasía se convierte en realidad. Y entonces se alza el pestillo de tu
verdadera naturaleza. Acoges un pandemónium en tu corazón. Ya no tienes que
preguntártelo: lo sabes. No has de suplicar, como Otelo, pruebas tangibles. Tienes la prueba.
Y ahora el amor que le tienes a la mujer que te engaña —salvo que no hay engaño, pues una
consumación no puede considerarse un engaño— florece hasta tornarse en adoración.
Ningún hombre ha adorado jamás a una mujer sin saber que yace en brazos de otro.
Ningún hombre ha adorado jamás a su esposa como yo, Félix Quinn, adoraba a Marisa
Quinn, que ya era amante de otro hombre, pero que pronto —pronto, muy pronto, si los
deseos tienen alas— habría de ser la amante de Marius.
Lo más sorprendente es que yo era el otro hombre: el rival, la temida alternativa del hombre
con el que ella estaba... antes de convertirme en su marido. Los mejores cornudos son
siempre aquellos que han puesto los cuernos primero. Ellos conocen desde dentro la
enormidad de esa traición que no es traición, aunque en nuestro caso sí fue traición, dado que
la otra parte era incapaz de obtener ningún placer del hecho de que yo lo suplantara. En la
psicopatología de la vida cotidiana existe esa clase de víctimas: hombres que se pierden las
más exquisitas sensaciones que el amor puede ofrecer porque no encuentran en su corazón
acomodo para los celos.
Él era coleccionista de libros antiguos. Yo, un vendedor de libros antiguos. Le encontré lo
que buscaba y nos hicimos amigos. Que sirva de advertencia: no hay que hacerse amigo del
librero que satisface tus gustos de bibliófilo, porque su siguiente paso será satisfacer los
gustos de tu esposa.
Soy consciente de que mi tono de voz se transforma cuando me recuerdo a mí mismo como
amante. Noto que se apodera de mí una grosera levedad por la que, francamente, no siento el
menor apego. Lo cual prueba —por si aún hacía falta— que el papel de seductor o como
quiera llamarse al que causa el agravio no va conmigo. Yo solamente soy yo mismo cuando soy
el agraviado. En ese caso particular, sin embargo —quizá porque presentía a dónde me
conduciría por fin— fui yo quien asumió el papel de poner los cuernos.
Cuando conocí a Marisa no era posible deducir por su actitud si era feliz o no en su
matrimonio. Parecía inestable, ésa fue la impresión más acusada que me llevé. Parecía que no
se hubiera asentado aún, del mismo modo que una mariposa nunca se detiene. Es más, si
alguien me hubiera dicho que, como la mariposa que acompañaba a Tánatos, moriría antes de
terminar la tarde, yo lo habría creído posible, pese a que irradiaba salud. Aunque estuviera
completamente al día en su manera de vestir; aunque se la viera tan elegante en ese estilo de
mujer de acero con tacones altos, perfectamente capaz de vencer a cualquier hombre con sus
propias armas, daba la sensación de no estar del todo con nosotros. Cuando sonreía ante
algún comentario que hacíamos —éramos sólo nosotros tres: Marisa, su marido y yo, tomando
el té en Claridge’s, el ritual de las cuatro en punto—, parecía que estuviera todo el rato
tratando de ponerse a nuestra altura y sonriendo por algo que habíamos dicho antes de la
última vez que había desconectado. No es que fuera lenta, nada más lejos de la realidad; ella,
sencillamente, funcionaba en otra dimensión, sumida en sus pensamientos y almacenando
todo lo que se decía para cuando se hallara más receptiva.
Las mujeres que resbalan así por el tiempo me llegan directamente al corazón. Esa demora
suya se complementa con mi deseo de que ellas me esperasen ya antes de conocerme y
también con el deseo de que me den largas una vez que me han conocido. Niegan mi realidad
temporal de un modo que me excita y me estimula. Encierran la promesa de que por fin podré
perderme en ellas.
Y para decirlo con mayor claridad, despiertan mi compasión. En la fracción de segundo que
precederá al momento en que habré de perderme en ellas, imagino que les haré algún bien,
protegiéndolas de no sé qué. De los terroristas, de un casquete de hielo a la deriva, del
cinismo, de Marius, de mí mismo.
Pero hago mal hablando como si tales mujeres hubieran pasado a montones por mi vida.
Nada de eso. Si generalizo a partir de Marisa es porque gracias a ella supe, en el mismo
momento en que la vi, lo que había buscado desde siempre en una mujer. Dicho de otro modo:
nada más verla, vi mi destino.
¿Qué fue lo que vi? Una luz gris en sus ojos. No era rigor exactamente, sino una especie de
confianza nacida de la seriedad. Sonreía, se reía, miraba a otra parte y no estaba del todo con
nosotros, pero no había en ella la menor frivolidad. ¿Era una puritana? Yo pensé que sí, y sólo
las personas puritanas merecen la pena desde el punto de vista sexual, pues no hay erotismo
propiamente dicho si primero no se consideran seriamente las consecuencias.
Había advertido también, al darle la mano, que la había tomado como si fuera suya por
derecho propio. No había en ello nada ni remotamente atrevido o coqueto, nada de lo que mi
padre solía llamar «el garfio de las putas viejas». A ella simplemente le parecía natural
aceptar lo que se le ofrecía y mantenerlo en su poder, como si fuera de su propiedad, durante
todo el tiempo que le apeteciera. Cualquier cosa mía que tocara a partir de entonces sería
suya. Me quedé allí sentado, contemplándola, enumerando mis pérdidas.
«La manera de quitarse la chaqueta de un hombre te dice todo lo que necesitas saber de él
—solía decir mi abuela—. Si no sabes hacerlo con desenvoltura, no te la quites.» Cuando
Marisa se quitó la suya —una chaqueta de corte impecable y de un solo botón, con amplias
solapas y faldones que realzaban sus caderas— me dijo todo lo que yo necesitaba saber sobre
mí mismo. Yo estaba cautivado. Un camarero la ayudó a quitársela, de hecho, cosa que ponía
a prueba su desenvoltura, pero ella respondió a sus movimientos —inclinándose hacia él y
luego irguiéndose otra vez con energía— como si estuviera largamente habituada a esa ayuda
masculina. Bajo la chaqueta llevaba una vaporosa blusa de satén enloquecedora, que parecía
habitar su cuerpo más que vestirlo. Ningún escote. No era del tipo de mujer que luce escote,
tal como iba a descubrir. No tenía una sola prenda escotada. Hay una especie de
desesperación en las mujeres que quieren que bajes la vista hacia sus pechos. Marisa lucía los
suyos con toda confianza, consciente de que la belleza de su busto era frontal y no abismal, es
decir, que procedía de una armoniosa relación del tórax con el abdomen, de los brazos con los
hombros, y no de la forma y el volumen de sus glándulas mamarias. Lo subrayo porque nunca
me he sentido particularmente atraído por los pechos en tanto objetos separados, destinados
a ser gozados independientemente de la mujer a la que pertenecen. Lo que me impresionaba
era el modo que tenía Marisa de lucir su pecho a modo de introducción o frontispicio de sí
misma: una forma esbelta y escultural a la vez; los pechos en sí no demasiados grandes,
aunque el efecto general resultase suntuoso. Cuando se sentó, en todo caso, tuve que desviar
la vista. O eso o quedarse completamente cegado: no había otra alternativa. No sé si fue por
eso por lo que se echó a reír. Era una de esas mujeres que no tienen más remedio que reírse
ante la turbación que provoca su voluptuosidad. Y la suya era una cálida risa de contralto,
llena de profundidad, material y evanescente a la vez, como todo lo demás en su persona, que
evocaba la risa de veranos antiguos y de veranos por venir.
Ante su marido, Freddy —un musicólogo de éxito en los medios, que recomendaba discos en
la radio y aparecía también en la televisión gracias a la soltura con la que exhibía sus
conocimientos y a su frenética manera de mover las manos; un hombre, en fin, de
conversación inacabable y habituado a desmenuzar la comida antes de comérsela—, ella
demostraba una distraída tolerancia de la que despertaba a veces para sacudirle las migas del
regazo o limpiarle un resto de nata en la cara, aunque siempre con el dorso de la mano y sin
mirarlo siquiera, tal como haría una madre ocupada con demasiados hijos. En cuanto a mí, el
librero de su marido, no pareció prestarme ninguna atención, más allá de lo que pudiera
presagiar su manera de acoger la mano que yo le había ofrecido (como si estuviera en su
mano la decisión de estrechármela o amputármela). Me reservaba, en todo caso, para otro
momento.
Si la cita secreta que acordó con toda osadía conmigo unos meses más tarde era realmente
para comprarle a su marido de regalo de cumpleaños un ejemplar del Tratado de
instrumentación y orquestación moderna de Berlioz, en la mejor edición que pudiera hallar, o
si más bien era porque quería verme a mí, no llegué a pre— juntárselo nunca, incluso después
de casados. Llegaríamos a intercambiar muchas confidencias que podían considerarse
obscenas según las normas conyugales corrientes, y es cierto que yo la sometí a
interrogatorios por los cuales muchas personas habrían opinado que merecía arder en el
infierno, pero nunca fuimos groseros en el sentido más entrometido del término. Lo que
equivale a decir que ella me impedía siempre que me entrometiese en su intimidad cuando la
intromisión amenazaba con poner en peligro el secretismo imprescindible en una unión
exitosa.
Le envidié a Freddy su Berlioz, fueran cuales fuesen los motivos de Marisa para
comprárselo. No el libro en sí mismo, sino las circunstancias que rodeaban el regalo: el hecho
de que ella se hubiera puesto a pensar en lo que más pudiera complacerle; la concienzuda
actitud que había demostrado acudiendo a mí en busca de consejo; su indiferencia ante lo que
pudiera costar y su propósito de entregárselo, según me explicó, durante una cena en el
restaurante preferido de Freddy en Roma, en donde ella iba a reunir en secreto a sus amigos
más cercanos. Aquélla era una esposa con un gran sentido de la liturgia marital, que quería
bien a su marido y estaba atenta a sus pasiones, que se preocupaba por su felicidad incluso
aunque tuviera la vista puesta en otro hombre. Una mujer con principios, según mi criterio, y
a mí sólo las mujeres con principios me han excitado de verdad.
De hombre a hombre —dejando aparte su modesta fama mediática—, tampoco había tanto
en juego a la hora de elegir entre nosotros, entre el marido de Marisa y yo. Yo tenía más
dinero, él más presencia; yo era más atractivo, él más fornido. Pero en definitiva ninguno de
los dos era lo que se llama un Byron. Lo que creo que inclinó la balanza de mi lado fue la
charla. Ya he dicho que Freddy era un gran conversador, pero los conversadores tienden a
dejar sola a una mujer. Marisa quería conversar, no convertirse en la destinataria de la
conversación. Y yo le ofrecía el tipo de charla que ella quería. Una charla viva, con
observaciones y comentarios casuales, una charla que era divertida, pero —más importante
aún— que incitaba la diversión, una charla que se nutría de la otra charla, una charla que
también consistía en escuchar. Alguna vez me han dicho que tengo algo femenino en ese
sentido, aunque confieso que no acabo de entender el significado de esa palabra. Magmático,
quizá. No rígidamente estructurado. Amniótico. Me gustaba empezar sin saber dónde
concluiría o a dónde me vería llevado; me gustaba dejarme llevar por la corriente de la
conversación y no pretendía darle una conferencia a la mujer que tuviera la fortuna de
hallarse cómodamente instalada a mi lado (como siempre hacía Freddy) ni tampoco quería
cortarle las alas cuando era ella la que hablaba porque yo tuviera entre manos otras cosas
más apremiantes (como siempre había hecho Freddy). Me convertí así en un compañero
agradable y, sobre todo, disponible. Incluso cuando no habíamos quedado en vernos, Marisa
sabía que podía llamarme y pedirme que la acompañara a la inauguración de una galería de
arte, al teatro, a un concierto o una cena. También ayudaba el hecho de que fuéramos casi
vecinos, ambos residentes en Marylebone. Todo lo que precisábamos para llevar una vida de
incipiente y civilizado adulterio se ofrecía ante nosotros para que nos bastara tomarlo
delicadamente con dos dedos sin que resultara obvio ni demasiado ansioso. Íbamos a muchas
exposiciones, pero salíamos a cenar mucho más. La comida era nuestro territorio y los
restaurantes un instrumento más importante en nuestro cortejo que las habitaciones de hotel.
El restaurante favorito de Marisa —aquél al cual se ganaría Marius el derecho de llevarla
algún día, el escenario de su primer beso (hay que fijarse en estas sílabas desquiciantes: su
primer beso)— era primero mi restaurante favorito. Eso formaba parte de mi atractivo:
conocer muchos más restaurantes que ella y Freddy, y que me conocieran también en muchos
más. Debí de parecerle un sibarita, un hombre totalmente entregado a los tres grandes
placeres sedentarios: leer, comer y charlar. A las mujeres les gustan los hombres que las
esperan tranquilamente aposentados.
Pero a Marisa también le gustaban los hombres que la llevaran a bailar en otros momentos.
Yo al principio me resistía. No porque 110 supiera bailar, sino porque se trataba de una
actividad que asociaba con mi madre y mis tías y que no recordaba haber disfrutado nunca.
Pero bastó que me dijera que Freddy nunca había bailado con ella para que cambiara de
opinión. No importaba de qué se tratase: si Freddy no lo era, yo sí. Sí él no lo había hecho, lo
hacía yo. La escuela de baile, además, instalada con cierta incongruencia en la cripta de una
grisácea iglesia victoriana con campanario y todo, estaba prácticamente al lado de mi casa.
Cuando Marisa me llamaba sin previo aviso y me preguntaba, en mitad de un día laborable, si
tenía tiempo para ir a bailar, yo podía plantarme allí y ponerme a practicar baile de salón con
ella en menos de veinte minutos. A veces ya estaba allí cuando llegaba, en los brazos de uno
de esos bailarines con aire de rufián que ella tenía la extraña capacidad de hacer aparecer
incluso en un salón lleno de empleados de banco impecablemente rasurados. Entonces me
sentaba —más que complacido de asumir el papel del clásico mirón— en una de las sillas de
plástico alineadas a un lado, entre anoraks amontonados y zapatos de diario, y la dejaba en
manos del bailarín y de la música.
Este papel de amigo de Marisa me resultaba muy placentero (pues ella era una
conversadora vivaz, una vez que se soltaba), y ello incluso mucho antes de que llegáramos a
besarnos y sin que me importase lo que fuera a pasar finalmente. Es más, si Marisa hubiera
propuesto a los dos hombres que había en su vida la solución de compromiso de seguir
acostándose con uno siempre que pudiera seguir charlando con el otro, yo, por mi parte, la
habría aceptado. ¿No estaba, así pues, destinado a aceptar un papel a primera vista mucho
peor en el caso de Marius: un hombre con el que Marisa podría acostarse y también hablar?
Pero Freddy no estaba hecho de la misma pasta que yo. Aunque la sola idea de comer en un
restaurante con su mujer comentando las naderías de su vida doméstica (sin una tercera
persona que apreciara la brillantez de sus conferencias), le provocaba un auténtico patatús, la
idea de que otro hombre charlase de cualquier cosa con ella lo enloquecía todavía más. Por lo
visto, es posible herir a algunos hombres robándoles lo que ellos no son conscientes de
desear.
Se presentó en la tienda cuando descubrió lo que había venido sucediendo y empezó a dar
gritos incluso antes de que yo pudiera salir de mi despacho:
Al oír aquel escándalo, mis empleados emergieron sin demasiadas prisas de sus cubículos.
Si Freddy hubiese querido organizar una pelea, habría tenido que enfrentarse también con
ellos. No es que ofrecieran una visión muy terrorífica cuatro libreros anticuarios con sus batas
comidas por las polillas (Andrew, el de la coleta, sin duda el más macho del grupo) y una
secretaria con la sensibilidad a flor de piel y una cadenita en el tobillo (ya hablaremos de esa
cadenita). Pero, claro, Freddy tampoco ofrecía un aspecto muy terrorífico. Y yo sabía que no
llevaría muy lejos su amenaza de darme un puñetazo. Sus manos tenían demasiada
importancia para él. No porque temiera por la integridad de sus dedos para tocar el piano —
hasta él mismo sabía que tocaba de un modo execrable—, sino porque las necesitaba en su
profesión para seguir haciendo aspavientos como experto televisivo.
—No pasa nada, volved al trabajo —les dije a mis empleados. Y luego a Freddy—: No
hacemos más que vernos a veces en algún restaurante.
El resopló con sorna, echándome aire por las narices como un caballo. Tuve la sensación de
que si le hubiera dicho que no hacíamos otra cosa que vernos y fornicar algunos días en el
hotel Savoy no se habría puesto más furioso.
—Yo no le he pedido —dijo— que se vea algunos días con mi mujer en un restaurante.
—¿Cómo?, ¿acaso cree que no voy citarle? ¿Se cree que voy a llegar a diferencias
irreconciliables o como lo llamen ahora cuando tengo ante mí la prueba del adulterio de mi
esposa?
—Me temo —dije— que las fotografías de dos personas charlando van a dejar bastante frío a
un juez.
Una frivolidad que lamenté en cuanto la hube pronunciado. Pero ya he explicado que el
papel de amante no acababa de sentarme bien. Me convertía en una persona que ni reconocía
ni me gustaba. En un tipo burlón. Incluso me sentía distinto en mi propia piel, como asentado
con una especie de ligereza en mí mismo, cuando yo siempre me había visto como un hombre
lento y sobrecargado, por así decirlo.
El marido me lanzó una mirada incendiaria. También él, tal vez, estaba interpretando un
papel inusual. Encendió un cigarrillo y tiró la cerilla apagada sobre la alfombra. Me agaché a
recogerla.
—Ya lo veremos —dijo—. Ya veremos si deja tan frío al juez, para utilizar su refinada
expresión. No cabe duda de que está más familiarizado que yo con las demandas de divorcio.
Pero mi impresión, por si sirve de algo, es que lo que usted llama «charla» le costaría una
cadena perpetua en ciertas partes del mundo.
—Lo lamento —le dije—. No creía que esto pudiera constituir un motivo de divorcio.
—Ésta sí que es buena. ¿Qué habría hecho si hubiera pensado que constituía un motivo de
divorcio? ¿Acortar las frases?
Agitaba los brazos con tal violencia que me pregunté si acabaría, a fin de cuentas, por
darme sin querer el puñetazo.
—Lo lamentará mucho más. Tenga por seguro, Quinn, que voy a sacarle hasta el último
penique que posea.
Hizo un ademán operístico con la mano, como diciendo —me figuré—: «vaya despidiéndose
de todo esto: de sus anaqueles repletos de primeras ediciones, de sus herméticas vitrinas de
caoba con biblias iluminadas, de sus libros de Berlioz y de esa vida regalada que le permite
citarse algunos días en los restaurantes con las esposas de otros hombres». Casi tuve la
sensación de que conocía la melodía: Non piú anárai, jarfalione amoroso...
—Y voy a devolverle todos y cada uno de los libros que le he comprado, incluidos los que
usted indujo a mi mujer a comprarme (¡como si fueran para mí!, ¡ja!, celebro no haber
participado en semejante chiste); y por los cuales, se lo advierto, Quinn, espero el
correspondiente reembolso con intereses.
Incliné la cabeza. Algo me decía que no era el momento de recordarle que nosotros
trabajábamos —tal como Félix Quinn: Libreros Anticuarios había trabajado siempre— bajo el
principio estricto de no aceptar reventas ni devoluciones.
Él, por su parte, ya había terminado. Subió las escaleras jadeando. Pero antes de llegar al
nivel de la calle, se volvió otra vez para mirarme de frente. Yo le había visto en la televisión
haciendo esa misma pantomima, girándose bruscamente antes de soltar unos de sus famosos
discursitos saltarines frente a la cámara. Tiró al suelo lo que quedaba de su cigarrillo. Con
una mano hizo un ademán que sugería largueza aristocrática, lanzando sus cinco dedos al
viento, mientras con la otra dibujaba una especie de criatura marina succionadora con
tentáculos de araña, que atraía la atención de un modo casi obsceno.
—He de decirle una cosa más, Quinn —apostilló—. Una mujer capaz de engañar a un
hombre engañará a otro. Ésa es la ley inmutable de la mujer. O sea que ya puede quedársela.
Disfrútela. Llévesela a su lecho. Rodéela con sus brazos y hable cuanto quiera con ella. Pero
no lo olvide: mañana estará en brazos dc otro, bebiéndose sus palabras, abandonándose a la
conversación de él tal como se ha abandonado a la suya. Las palabras son baratas, Quinn,
como ya debiera saber. Tan baratas como el amor de una mujer, cosa que también debiera
saber. Ése es el regalo que le dejo; y no, no espero que me lo agradezca: una mujer de cuya
lealtad nunca podrá estar seguro, ni siquiera durante un puto segundo de un puto minuto de
una puta hora...
Lo superó. Ésa es la ley inmutable del hombre. La ley inmutable de ese tipo de hombre al
menos. Él y Marisa se divorciaron sin que ningún juez tuviera que examinar fotografías del
codemandado departiendo con la esposa, y Freddy se casó poco después con su
documentalista: una mujer, si era cierta su afirmación, de cuya lealtad nunca podría estar
seguro.
Hay que recordar que carecía de sentido del humor. Y los hombres sin sentido del humor,
los que temen y aborrecen la intimidad que suscita la risa, porque ellos la desconocen por
completo, experimentan unos celos muy superiores a los que siente un hombre capaz de
divertirse normalmente. O al menos —por lo que yo no admito rival en cuestión de celos y soy,
espero, muy capaz de divertirme— carecen de recursos para convertir los celos en una
emoción de la que extraer consuelo e incluso placer. Necesitas ingenio para sacarle partido a
tu condición de cornudo. Para Freddy, la sola idea, o peor aún, el espectáculo que ofrecíamos
Marisa y yo bromeando juntos, debía de ser como una invasión de escorpiones en su cerebro.
Podrá parecer extraño que envidiara a un hombre por el infierno al que lo estaba
sometiendo, pero nada relacionado con el sexo debiera sorprendernos. Además, ¿qué es esa
clase de envidia que acabo de describir sino un compasivo ejercicio de imaginación? Me
colocaba en el lugar de Freddy porque ello me complacía, pero no de un modo triunfal sino
compasivo. ¿No es justamente esto, que nos identifiquemos con los sentimientos de nuestros
semejantes, lo que nos exhortan a hacer las religiones de todo el mundo? Y también el arte.
Entramos en la conciencia de alguien que no somos nosotros, tal como Mozart se introdujo en
los cómicos celos de Masseto, o Shakespeare en los celos meticulosamente ingeniosos de
Leontes, o Tolstoi en los celos demenciales que sentía Pozdnyshev por Beethoven. Si al crear
esas figuras torturadas no hubieran tratado de experimentar su sufrimiento, esos artistas no
habrían llegado a componer unas obras de arte tan consumadas. Naturalmente, la palabra
adecuada en el mundo del arte no sería «envidia», del mismo modo que difícilmente sería
«arte» la palabra para describir lo que hacemos cuando envidiamos. Pero a mí, mientras
permanecía allí sentado, con el pulgar y el índice por fin enganchados en la cintura de Marisa,
imaginando la tribulación de Freddy, me daba la sensación de que era arte.
Nos casamos poco después del divorcio. Freddy y Marisa se habían separado con gran
facilidad, hasta tal punto que resultaba difícil comprender por qué habían estado juntos.
—Era agradable cuando lo conocí —me dijo Marisa—. Y se sabía la letra de todas las
canciones que me gustaban.
Sentada conmigo en un café la mañana del día de nuestra boda (faltaban unas horas para la
ceremonia), Marisa me iba desgranando sus cualidades mientras se pasaba la mano por el
pelo cobrizo.
Asentí. No creía tener que defenderme de ninguna acusación injusta. Era obvio lo que ella
estaba haciendo: poner en orden una casa antes de mudarse a la siguiente. Quería darme a
entender que era capaz de mantener más de una lealtad. Un clavo no sacaba otro clavo.
No hice demasiadas preguntas. Yo se la había arrebatado a Freddy sin mucho esfuerzo, por
más que ella aún lo admirase, pero no era tan vanidoso como para atribuir mi éxito a un
atractivo abrumador por mi parte. O se había sentido insoportablemente sola a su lado, en
cuyo caso mi compañía la compensaría; o había adquirido el hábito de consolarse en otra
parte, en cuyo caso yo aún no estaba en disposición de saber con quién. Con quién aparte de
mí, se entiende.
Yo nunca me había casado. Faith no había sido la última chica que me había obligado a
derramar copiosas lágrimas. Pero aunque la memoria de todos esos rechazos seguía
habitando en mí, el recuerdo de ellas no lo conservaba. Lo cual podía significar quizá que yo
era un amante más bien tibio, a fin de cuentas, que sólo se enardecía por el dolor que ellas me
causaban; o quizá, simplemente, que me había estado reservando para Marisa. No estaba
seguro. Pero al menos en mi caso no había sentimientos de esposas anteriores ni hijos de
uniones previas que tener en cuenta. La casa de Marylebone, que había sido propiedad de mi
familia durante generaciones y había contemplado los fracasados matrimonios que mi padre,
su padre y el padre de éste habían formado (fracasados porque ninguno había encontrado una
esposa capaz de tomarse con humor que su marido trajese la gonorrea a casa), ahora me
pertenecía a mí y aguardaba a que la nueva señora Quinn la devolviera a la vida.
—Tráeme a casa la gonorrea y ni tú ni ella sobreviviréis para contarlo —me había dicho
Marisa entre risas cuando le conté la historia de la casa. Aparte de eso, parecía más que
contenta ante la perspectiva de vivir allí.
Como Marylebone también había sido siempre su barrio, de todos modos, se trataba
sencillamente de embalarlo todo en un lado de la calle para desembalarlo en el otro. Todo
aquello a lo que Marisa estaba acostumbrada se hallaba allí; no sólo sus comodidades, sino
también sus obligaciones. Su peluquería y la librería de Oxfam donde trabajaba por motivos
humanitarios; su acupuntor y los Samaritanos, [1] a los que dedicaba las noches de los viernes;
la manicura y la Wallace Collection, donde prestaba servicios voluntarios como guía cuando
enfermaba alguna de las titulares. Incluso sin mí ella sabía muy bien cómo darse sus gustos y,
cada vez que lo hacía, tenía la sensación de que debía compensarlos. La peluquería con la
organización benéfica, la manicura con la limosna a un mendigo. Así equilibraba la balanza de
la justicia social. El vendedor de La Farola estaba de suerte si pillaba a Marisa saliendo de su
zapatería favorita. Aunque desde mi punto de vista cualquiera estaba de suerte si pillaba a
Marisa saliendo de donde fuera.
Solemnizamos nuestra unión discretamente —la familia que nos quedaba no contaba para
nosotros— en una oficina del registro que había a la vuelta de la esquina y nos fuimos de luna
de miel a Florida. ¿Por qué Florida? Porque después de más de un año de charla casi del todo
casta nos parecía que nos debíamos mutuamente una inmersión en los terrenos pantanosos de
la sensualidad. Queríamos oler el aroma de los Everglades. Queríamos correr sudorosos el
uno junto al otro.
A los cinco días de nuestra húmeda luna de miel, Marisa se puso enferma. Habíamos
adquirido una costumbre: cada tarde volvíamos al hotel, le quitaba el vestido de su cuerpo
pegajoso, nos duchábamos para desprendernos mutuamente del olor a huevo podrido de los
manglares y luego nos metíamos en la cama, donde permanecíamos hasta que llegaba la hora
de que ella se pusiera algo aún más vaporoso para la cena. Ninguna mujer que yo hubiera
conocido se amoldaba mejor que Marisa a las telas tropicales; unas parecen inflarse, otras
desaparecen entre sus pliegues. Marisa las llevaba como una segunda piel. Lo cual hacía que
despojarla de ellas fuese una tarea lenta y laboriosa, durante la cual tenía que sentarme a
veces en el borde de la cama para recobrar fuerzas y contemplarla: con el vestido sobre la
cabeza y los brazos aún atrapados, con sus muslos relucientes y su vientre expuestos a mi
mirada. Pero la quinta tarde se sintió demasiado cansada y febril como para entregarse a esas
payasadas conyugales. Al principio supuse que se trataría sólo de uno de esos leves
malestares que padecía. Lasitud, pérdida de la noción del tiempo; no tristeza propiamente,
sino más bien un extravío de la felicidad, como si fuese feliz en otra parte, pero no recordara
dónde. La fiebre, sin embargo, era bien real. Y si sudaba no era para mi placer. El hotel llamó
a un médico que la examinó en nuestra suite. Era un cubano de boca avariciosa, dientes
marrones del tamaño de un caballo y modales exagerados. Me pregunté si querría que saliera
de la habitación. El me rodeó los hombros con el brazo, advirtiendo mi inquietud:
Tenía, observé, unas manos alargadas muy bonitas, con un inaudito matojo de vello sedoso
en cada nudillo y con una alianza en cada dedo meñique. Serví las copas, me senté en un
sillón y miré cómo le tomaba la temperatura a Marisa, cómo le enfocaba los oídos con una
linterna y le examinaba la garganta con la boca bien abierta, cómo le palpaba las axilas y le
auscultaba el pecho. Fue un instante crucial. No el principio de una nueva sensación, sino la
revelación de la misma en toda su magnitud, como salir de una habitación a oscuras y
tropezar con el deslumbrante globo solar. Más allá de lo que hubiera sido hasta entonces, más
allá de las deliciosas rarezas que me hubiesen distinguido del resto tío los hombres en el
terreno del amor y de la pérdida (y yo sólo en parte me había sentido raro hasta aquel
momento, únicamente con una tendencia un poco excesiva a enamorarme perdidamente y a
terminar en el lado doloroso de la pasión), ahora por fin se habían deshecho todos los
equívocos: yo era un hombre que se excitaba ante la visión de la manos de otro en los pechos
de la mujer que amaba. En lo sucesivo, si podía elegir, preferiría que Marisa ofreciera sus
pechos a un hombre que no fuera yo. Ése iba a ser el requisito y la medida de mí amor por
ella. De un plumazo, quedé liberado de la fascinación que me inspiraban los celos de Freddy.
Ahora me hallaba libremente entregado a los míos.
—Un exceso de sol —me dijo el médico, volviéndose hacia mí, pero manteniendo la mano
más tiempo del necesario, me pareció, en el pecho de la novia y dejando que el pezón creciera
bajo su palma.
¿Es posible que me dirigiese una mirada durante la cual la propiedad de aquellos pechos
pasara brevemente de mis manos a las suyas, o sólo lo imaginé? No pretendo ignorar el
verdadero estatuto de los pechos de una mujer. Sabía entonces, como lo sé ahora, que los
pechos de Marisa eran propiedad de Marisa y de nadie más. Pero la familiaridad provoca el
espejismo de la posesión, por improcedente que sea, y tal vez fuesen los derechos a esa
familiaridad lo que intercambiamos en aquella mirada. La visión de esos dedos cubiertos de
vello sedoso sobre los pechos de Marisa, en todo caso, cristalizó en mi interior y desencadenó
el deseo de verlos sobre el resto de su cuerpo y, sí, sí, también dentro. Un deseo generalizado
que, con el tiempo, iría adquiriendo una coloración menos circunstancial y más sofisticada.
No hacía falta que Marisa tuviera fiebre o algo similar para quedar a merced de otro hombre.
No hacía falta que estuviéramos en Florida oliendo los Everglades. Y al final ni siquiera me
haría falta verlo con mis propios ojos. Con tener noticia de ello, con enterarme y, en último
término, con saberlo simplemente, ya me bastaría.
***
Además de las dos tardes a la semana que dedicaba a ponerles precio a los libros de arte de
la librería de Oxfam; además de los cuatro viernes por la noche (cuatro de cada cinco) en que
atendía una de las frenéticas líneas telefónicas de los Samaritanos y de los días ocasionales en
los que colaboraba en la Wallace Collection (sin explicarles a las señoras de provincias lo que
ella pensaba que Fragonard había pintado en realidad), Marisa iba a leerle a un ciego cada
quince días y, cuatro veces al año, empaquetaba la ropa que ya no pensaba llevar y la
entregaba en el hospicio local. Se consideraba buena en lo que hacía: en dos ocasiones, por
ejemplo, había encontrado libros que se habían subastado por más de mil libras en Christie's;
el ciego, estaba convencida, quedaba cautivado con su manera de leer; los aficionados al arte
le daban las gracias por mostrarles lo que no habrían visto sin su ayuda; y sólo Dios sabía
cuántas profundas depresiones habría aliviado en las madrugadas suicidas de los viernes.
Pero, aun así, no conseguía reconocerse a sí misma en esas actividades. No escatimaba su
tiempo (cómo iba a hacerlo, teniendo tantísimo a su disposición) ni se desanimaba por la
indigencia de las personas a las que ayudaba (sus necesidades, creía, la estimulaban a
persistir). Y sin embargo, no acababa de sentirse implicada personalmente en lo que hacía. El
único momento en el que se reconocía a sí misma era cuando bailaba. «Tú dices que bailando
te encuentras a ti misma —le dije una vez—, pero a mí me da la impresión de que es más bien
como si te perdieras.» Ella sonrió ante la paradoja. Era fuera de sí misma donde vivía. Salvo
cuando bailaba, Marisa estaba en un territorio extranjero, hablando con una voz que no era la
suya. Pero no habría sabido decir dónde se hallaba ese territorio y de quién era la voz que
tomaba prestada.
—Escondida.
A lo cual Marisa, incluso a aquella temprana edad, sabía que no debía responder: «Eso es
porque estoy procurando que no me encuentres, mami».
Dejando aparte las tareas benéficas que realizaba —en caso de que fuera ella realmente
quien las hacía— y de todas las sesiones de baile que podía permitirse, Marisa no era lo que
se dice una mujer ocupada. Bien educada —o bien cultivada, sería quizá una manera más
adecuada de expresarlo (claro que yo soy un esnob en lo que se refiere a la educación)— ella
no había «llegado a nada», para utilizar sus términos. Tampoco lo necesitaba. Siempre había
estado bien situada. Su padre, propietario en tiempos de casi todas las tiendas de muebles de
dormitorio de Tottenham Court Road, había abandonado a su madre cuando Marisa tenía
cinco años. La niña podía captar muy bien por qué: su madre carecía de juicio. Cierto: era
culpa de su padre por haberla dejado tan sola como lo había hecho, pero eso no era excusa
para que su madre se enamorarse de cada hombre que conocía y para que se los presentara
todos a Marisa como su nuevo papá.
—A mí no me quiere.
—Sí, y yo la quería por quererme. Luego me di cuenta de que me habría querido igual si yo
hubiese sido una bolsa rellena de canicas. O de habichuelas, como tu ranita Frenchie.
Así pues, ¿la habría querido tanto su mami si hubiera estado rellena de habichuelas como su
ranita Frenchie?, se preguntaba Marisa, escondida en el armario.
—A ver si me encuentras tú, mami —decía Marisa. Aunque había una diferencia: ella quería
encontrar la cena, pero no que la encontrase su madre.
—Ojalá escondiese a mis nuevos papás —le decía a su viejo padre— donde nadie pudiera
encontrarlos.
Recordaba el día en que su padre se había marchado. Recordaba que la había subido a
hombros y que ella había mirado desde arriba su recia y lustrosa calva y había visto en ella su
desolado reflejo. Recordaba sus palabras:
—Diga lo que diga ella, papi deja a mami porque no la quiere o porque ya no le parece que
valga la pena. Pero no te deja a ti. A ti sí te quiere.
En prueba de lo cual, aunque ya sólo volverían a pasar algún tiempo juntos muy de tarde en
tarde (tenía que ser en secreto, siempre en secreto, porque a su nueva esposa no le gustaba
recordar que había habido otra), le costeó un buen colegio y clases de canto y ballet, para que
pudiera ocultarse de su madre y de sus legiones de nuevos papás; le compró un coche cuando
estaba en la universidad, le pagó después de licenciarse un apartamento en Venecia durante
un año, así como la matrícula en todos los cursos de arte que le vinieron en gana en Florencia,
en Spoleto, en Siena o dondequiera que fuese. En fin, se encargó de que pudiera llevar la vida
que le apeteciera.
Creció como una chica reservada y pudiente. Atractiva, vestida con ropa cara (la versión
adulta de sus viejos escondites), guardando siempre las distancias, incluso guardándolas ante
sí misma, con todo el tiempo del mundo en sus manos...
A causa de su atractivo, era del todo imposible que siguiera reservándose eterna y
enteramente para sí misma. La acosaban los novios, a cada uno de los cuales le ocultaba el
anterior; más tarde vendría el primer marido y luego —también a escondidas, al principio— el
segundo. Marisa nunca se había considerado adúltera. Eran relaciones estrechas lo que ella
mantenía, simplemente; asunto supo y de nadie más. De un modo u otro, en todo caso, los
lujos a los que la había acostumbrado su padre prosiguieron. Puesto que ya parecía
consentida, era imposible mirarla y no querer consentirla aún más. Del mismo modo que no
podías estar con Marisa, incluso cuando tenías perfecto derecho a ello, sin sentir que se la
estabas robando a otro. A veces, estando con ella, no podía evitar la sensación de que me la
estaba robando a mí mismo.
Y para celebrar ese robo, yo, como todos los demás, la cubría de regalos: perfumes, joyas,
lencería... Cualquier cosa que pueda comprarse para perpetuar lo ilícito.
Hay que decir, dejando a los hombres aparte, que pagan un alto precio por su belleza y su
fortuna esas mujeres para las que su propio perfeccionamiento es una necesidad, y cualquier
logro un estímulo. Marisa habría llegado lejos en cualquier profesión que hubiese escogido si
no hubiera tenido tanto aspecto de llevar ropa hecha a medida, y si no hubiera poseído la
capacidad de complacer en cada hombre a su padre ausente. Pero no albergaba ningún
rencor por ello. Al contrario, más bien admiraba la habilidad de los hombres para mentir, para
desaparecer siempre que les venía en gana, o para instalar a una mujer como ella en una
magnífica residencia de Marylebone, convencidos de que desempeñaría a la perfección su
papel de señora de la casa. En su cabeza, vivía como si ella misma fuera un hombre. Cuando
sus medio hermanas la llamaban a veces para pedirle consejo (tenía muchas nuevas hermanas
ya que tenía tantos nuevos papás) siempre les daba una respuesta práctica, atrevida e
implacable: «Déjalo plantado, cielo» o «Ve por él si te apetece, pero no se lo digas a tu
marido», tal como ella imaginaba que habría hecho un hombre. Caminaba como un hombre.
Sus ropas, y en particular sus trajes, parecían una versión irónica de lo que llevaban los
hombres de la City. Incluso cuando mostraba las piernas, que a decir verdad eran demasiado
bonitas para mantenerlas ocultas, lo hacía tal como lo habría hecho un hombre —digamos, un
maestro de esgrima o un bailarín de ballet—, es decir, como mostrando una prueba de su
agilidad y su vigor. Se dejaba llevar por sus caprichos, bebía mucho, rechazaba con pasión la
maternidad, no sentía adoración por ningún hombre ni la incomodaba que la mirasen por la
calle. Sólo que ella vivía mantenida en la práctica, tal como otras mujeres más femeninas y
menos ambiciosas habían vivido durante siglos. Aunque incluso «en la práctica», las cosas no
eran exactamente lo que parecían. Al contrario de lo que dijo el gran escritor, todas las
familias felices no son iguales.
***
He dicho que fueron una revelación, pero las emociones que me dominaron en la habitación
del hotel de Florida no me eran del todo ajenas. Al menos, yo no ignoraba que existieran en el
corazón humano.
A los dieciséis años hice amistad con un socio de mi padre, Víctor Gowan, editor de éxito en
su momento que, en el breve período en que lo traté, pasó de una oficina destartalada,
ruidosa y sombría, frente al Museo Británico, a una casa silenciosa en Cookham, tierra natal
de Stanley Spencer, con un gran ventanal desde el que se dominaba el Támesis. Ese traslado
me pareció una jubilación, aunque no sé si Víctor lo vería de la misma manera. No podía tener
más de cincuenta años en esa época, pero cuando lo había visto en su oficina era un hombre
alegre y locuaz; en cambio, cuando lo vi en Cookham se había vuelto triste e introspectivo.
Contemplar todo el día un río puede tener ese efecto, desde luego, pero yo no creía que
fuera ése el motivo. Alguna desgracia secreta debía de haberle sucedido, en todo caso, porque
su asociación con mi padre comenzó con la venta de su biblioteca casi libro por libro. No me
refiero a los libros que él publicaba —ésos no nos habrían interesado demasiado—, sino a una
excelente colección de textos clásicos que incluían la edición original en griego y en latín y la
traducción. Para un amante de los libros, como ya he dicho, siempre es un triste negocio tener
que venderlos. Cada libro del que te separas es como una pequeña muerte, razón por la cual
una tienda como la nuestra es inevitablemente un lugar fúnebre. A efectos prácticos, venimos
a ser empresarios de pompas fúnebres. Llevamos traje negro, nos movemos en silencio y
ponemos todos los medios para que la extinción de la pasión de toda una vida, el deceso de un
viejo amigo, resulte lo más llevadero y digno posible.
En el caso de Víctor mi padre intuyó que el ritual más solemne no era el apropiado. Víctor
trataba de encarar sus pérdidas con buen humor. Confiaba en que sería sólo una cuestión de
tiempo y que pronto se hallaría en condiciones de volver a comprarnos lo que nos había
vendido, una fantasía que mi padre creía que debía alimentar en nuestro propio interés. Con
ese objetivo —aunque tal vez no debería ser tan cínico, pues yo diría que había además
auténtica amistad en ello—, mi padre se veía con él con frecuencia, a veces presentándose en
su desvencijada oficina, digna de Dickens, a la que me llevaba a mí también, y luego, tras el
melancólico traslado de Víctor, invitándolo a cenar con nosotros cuando venía a la ciudad. Fue
durante una de esas cenas cuando Víctor me propuso que fuera a visitarlo a Cookham.
No voy a decir que encarase con mucho placer la perspectiva de un fin de semana con el
desconsolado socio de mi padre y su mujer enferma. A los dieciséis años no quieres estar en
compañía de gente cuyas esperanzas ya se han desvanecido del todo. Pero aunque no podía
imaginarme que fuera a suceder nada que no resultara deprimente cuando llegara allí, el
viaje en sí mismo me parecía una aventura. Preparé una maleta, cuidándome de llevar una
chaqueta y una corbata para la cena y pantalones cortos para remar; tomé el tren en
Paddington hasta Maidenhead y le tendí a Víctor la mano, como un viajero experimentado,
cuando vino a recogerme a la estación. En un repentino fogonazo vislumbré mi futuro,
viajando en tren de una punta a otra del país, llegando a estaciones de pueblo y tendiéndoles
la mano a melancólicos coleccionistas de libros de edad avanzada que se veían reducidos a la
necesidad de vender sus más preciadas posesiones. Aún no los había conocido, pero ya sentía
que un vínculo me unía a ellos. Hombres que tenían grabado en el rostro su sentimiento de
pérdida.
En el coche, mientras nos dirigíamos a Cookham, Víctor me habló de Stantley Spencer, el
genio local, famoso por algunos murales espléndidos, a su juicio, en los que mostraba a la
gente del lugar levantándose de entre los muertos, y también por un reducido número de
cuadros de una asombrosa intensidad carnal en los que aparecían él y una mujer llamada
Patricia Preece de la que había estado perdidamente enamorado, aunque se creía que su
relación con ella nunca había sido consumada, si es que entendí bien sus explicaciones.
Deseando demostrar que lo había comprendido perfectamente, me pregunté en voz alta si no
podría ser el hecho mismo de no haber consumado la relación lo que había conferido esa
cualidad carnal a sus cuadros.
—La frustración —dije— es la comadrona de la imaginación, y tener que dar cuerpo a lo que
te ha sido negado puede ser un poderoso estímulo para la creación artística.
Es posible que no lo dijera exactamente con estas palabras. E incluso aunque lo hubiera
hecho, yo sólo vagamente podía comprender de qué estaba hablando. Del mundo de las
pasiones aún no sabía nada. Había leído un montón, nada más. Y había salido con la hija de un
profesor de chelo que me había dejado por otro mientras yo la tomaba de la mano en un cine.
Como la mayoría de los chicos de mi edad, sin embargo, sabía marcarme un farol.
Víctor, lo recuerdo bien, elogió mi perspicacia —muy avanzada para mi edad, según dijo— y
afirmó que le parecía imposible que no me admitieran en Balliol. (Y, en efecto, aunque no sea
un hecho relevante en esta historia, me admitieron.)
Desde ese momento lo sorprendí muchas veces mirándome de reojo, como si no estuviera
seguro de haber hecho bien invitándome. O tal vez pensando que había acertado plenamente.
Cuando él no me miraba de reojo, era yo quien lo hacía. Tenía un magnífico perfil que
parecía no corresponderse con su cuerpo, de aspecto más bien delicad o. Sólo su cabeza
parecía importar. Pero se había deteriorado de un modo espectacular: se le veían bolsas
enormes bajo los ojos, unas tupidas matas de pelo saliéndole de las orejas y la nariz, y una red
de venillas en sus mejillas, tal vez, tan enrojecidas por la vida al aire libre. También
empezaban a asomarle por la camisa los pliegues del cuello. Por motivos que no hubiera
podido explicar entonces ni tampoco ahora, albergué la esperanza de llegar a tener aquel
mismo aspecto. Un poco can— nado del mundo. Un poco hastiado del esfuerzo de cargar con
una cabeza tan enorme. Y con un secreto pesar que era también un inexplicable motivo de
satisfacción.
Pero, en otro sentido, Joyce Gowan se hallaba omnipresente. Había fotografías suyas por
todas partes: Joyce de pequeña riéndose con otras niñas y ya entonces encantadora, morena,
intensa, sagaz; Joyce montando su poni con maestría; Joyce en su juventud, rodeada de poetas
en un pub de Londres y con el rouge corrido; Joyce en el momento de convertirse en la señora
Gowan: escultural con su vestido de novia, con la cabeza echada hacia atrás y un cuello largo
como de cisne; Joyce, la biógrafa de los años locos firmando uno de sus libros en Foyles y
deslumbrando al admirador con su radiante sonrisa... Joyce, Joyce, Joyce. En el salón, un gran
retrato de ella pintado en sus días de gloria, con las manos cruzadas en el regazo (en una de
ellas, un abanico negro) y una expresión abstraída en la mirada. En las escaleras, un óleo más
burdo que la mostraba con un escotado vestido de noche, con los pechos más coloreados de lo
que habría osado un pintor serio y con un perro, que representaba obviamente la chifladura
masculina, tendido a sus pies. Y en el baño que me asignaron, un desnudo en sepia de aire
juguetón, en el que aparecía bailando envuelta en unos cortinajes, obra de Russell Flint. No
estaba del todo claro que fuera Jopee, tan estilizada aparecía la modelo y tan: poco propio de
ella parecía aquel dibujo, en vista de cómo se había dejado representar por los demás
pintores. Pero si no era ella, ¿por qué lo habían puesto allí? Y si lo era, ¿cómo me permitían
verlo?
En honor a su belleza, tal vez, y por ninguna otra razón. En honor a la belleza que ella había
sido.
Víctor me llevó a un pub a comer pollo con patatas y empezó a hacerme preguntas sobre mí,
sobre mi relación con mi padre, sobre los libros que me gustaban. Él estaba leyendo El
Quijote por enésima vez y me preguntó si lo conocía. Le respondí que lo había empezado
innumerables veces, pero que nunca llegaba muy lejos y que acababa dejándolo. Cuando la
novela se desviaba de su propia narración para empezar a relatar historias que, en rigor, no
venían al caso, perdía el interés.
A la mañana siguiente fuimos a remar al río como me había prometido, aunque no nos
apartamos mucho de la orilla. Luego almorzamos en otro pub, entramos a ver uno o dos
cuadros de Stanley Spencer —aunque nada que me resultase chocante o especialmente carnal
— en el pequeño museo del pueblo dedicado a su obra y regresamos a casa para tomar el té.
Como hacía buen tiempo, pudimos sentarnos en el jardín y observar a otros remeros más
fornidos que subían y bajaban por el Támesis. Soplaba una suave brisa entre los árboles, una
serie de nubes cremosas y sedantes flotaban sobre el río. La señora Gowan estaba otra vez
demasiado indispuesta para unirse a nosotros.
Hacia las cuatro de tarde mi anfitrión se quedó dormido en su silla. A su lado, sobre el
césped, yacía un ejemplar de El Quijote que presumiblemente había sacado para poder
leerme un extracto de la historia de Anselmo y Lotario. Mientras él seguía durmiendo, hojeé
la novela para ver si localizaba los nombres, cosa que no me resultó difícil porque muchas de
las escenas donde aparecían estaban marcadas. Su aventura, si así podía llamarse, parecía
otra versión de un enredo de una obra de Shakespeare que había leído en el colegio: un
hombre que invita a otro para que ponga a prueba la fidelidad de la mujer a la que ama, con
resultados trágicos o casi trágicos. Según las notas de mi edición de Shakespeare, la «prueba
de fidelidad» era un motivo recurrente en las novelas italianas medievales, de donde también
el propio Cervantes lo habría tomado. Yo era demasiado joven para saber nada con seguridad,
pero algo me decía que una prueba de fidelidad era más bien un recurso literario y no una
estrategia demasiado utilizada en la vida real. Pero sólo podría haber surgido con tanta
frecuencia en la literatura si respondía a un motivo real de inquietud en— iré los hombres, a
saber: cómo se comportaban sus esposas cuando se las sometía a una abrumadora tentación.
¿Dónde está el mérito de su carácter virtuoso, como Anselmo le dice a Lotario, «si nadie las
persuade a comportarse de otro modo? ¿Qué importa que sea cauta y reservada, si no se le da
ocasión de descarriarse?». Un temor que, una vez concebido, se me ocurrió, debía de suscitar
sin duda una curiosidad que nunca podría aliviarse. ¿Por qué había de conformarse Anselmo
con un Lotario, por más que este Lotario demostrara la integridad de su esposa? Sería del
todo ilógico obrar así, pues, ¿no sería siempre factible encontrar un Lotario más persuasivo
que el anterior? ¿No existiría siempre una «ocasión» para la deslealtad más tentadora que la
anterior?
***
Joyce Gowan no bajó nunca de su habitación. La última noche que pasé en la casa, después
de tomar los dos una cena fría en la mesa de la cocina, Víctor me propuso que lo acompañase
arriba para llevarle una copa a su mujer. Me asaltó en el acto una sensación de terror. ¿Iba a
desempeñar yo el papel de Lotario ante su Anselmo? ¿Para eso había sido concebido aquel fin
de semana, en resumidas cuentas? ¿Como una simple preparación para que pusiera a prueba
la virtud de una vieja dama enferma haciéndole la corte? ¿Estaba mi propio padre al tanto del
complot? Lo creía muy capaz. Era de esa clase de hombres que intentaban completar la
educación mundana de sus hijos llevándolos a un burdel y asegurándose de que recibieran su
primera dosis de sífilis allí donde podía recibir el tratamiento de un médico londinense, y no
en Abu Dhabi, donde la atención médica resultaba más precaria. Aunque debo añadir que
todavía no había llegado tan lejos conmigo. Acaso yo formara parte incluso de un trato entre
ambos, según el cual Víctor reclamaría una serie de libros suyos a cambio de su esposa, o mi
padre se adueñaría del resto de su biblioteca a cambio de mí. Todo dependía de cómo se
calculase el favor.
He dicho que una sensación de terror se apoderó de mí, pero el deseo no era ajeno a ella.
En mi caso, raramente pueden separarse ambas cosas. Cuando pensé en la inválida postrada
en su lecho y en lo que ella, o su marido, o incluso mi padre esperaban acaso de mí, sentí un
mareo de aprensión y de asco; pero cuando recordé el desnudo de Russeil Flint, aquel
striptease con los cortinajes, y los pechos arrebolados del óleo de la escalera, y el pintalabios
corrido en aquella fotografía en la que Joyce estaba de juerga con los artistas de moral más
bien laxa del grupo de Fitzrovia, me sentí mareado de puro deseo. Todavía era virgen. Lo que
estaba a punto de pasarme, fuera lo que fuese, nunca me había pasado. Lo que tuviera que
hacer, fuera lo que fuese, no sabía aún si podría hacerlo.
Seguí a Víctor por las escaleras. Él llevaba en una bandeja una botella de oporto y tres
vasos. El dormitorio de Jopee Gowan estaba cerrado. Su marido se detuvo un momento, aplicó
el oído a la puerta y luego la abrió. La habitación estaba sumida en la penumbra; sólo había
una bombilla encendida, no al lado de la cama, sino en el rincón más alejado. Me pareció que
olía a medicamentos, pero es posible que el olor lo pusiera yo, mezclado con mi aprensión.
No una luz intensa, pero sí la suficiente para distinguir algo más que la voluminosa silueta
de la cama y también, sí, para vislumbrar a la mismísima Joyce Gowan, todavía dormida, o en
apariencia dormida, pero no oculta bajo las sábanas; en realidad, no oculta en absoluto, sino
colocada tal como un pintor del estilo de Russell Flint la habría puesto para excitación del
comprador: no del todo boca arriba, pero tampoco completamente de lado, con el camisón
arrugado como por descuido de tal manera que revelaba la curva de sus muslos y de sus
glúteos —esbeltos y plateados bajo la media luz— y desprendido de los hombros con el mismo
cuidadoso desorden para mostrar el desbordamiento de sus pechos, aunque sólo de perfil; no
con la asombrosa y magnífica plenitud celebrada en el óleo de las escaleras, ni con el mismo
color arrebolado (salvo que la palidez fuese un efecto de la iluminación), pero mucho más
trémulamente deseables, me pareció a mí, por ofrecer una delicada insinuación y no una
provocación descarada.
Tanto si su pose era estudiada como si era inocente, la señora Gowan habría llegado
directamente al corazón de cualquier hombre, no digamos ya de un chico asustado. Te
resultaba imposible no imaginar cómo sería darle la vuelta y rodearla con tus brazos. ¿Era
porque tenía unos miembros realmente esbeltos o porque se hallaban consumidos? ¿Era
porque había conservado su belleza incluso en la enfermedad o porque, gracias a la cuidada
iluminación, la enfermedad misma resultaba hermosa? No lo sabía, ¿cómo iba a saberlo? Aún
era demasiado joven para saber.
Quería mirar, pero no podía. Todas las ideas sobre lo que vendría a continuación, o sobre lo
que debería venir a continuación, abandonaron mi mente. No era cuestión de si estaba mal o
bien lo que había de producirse acto seguido, porque no podía haber acto seguido. Aquello
estaba mal. Más allá de quién fuese su instigador y no me excluía a mí mismo de la culpa,
pues el deseo también es un modo de instigación— aquello era una violación imperdonable de
la indefensión de una mujer. Ella era una inválida. Es posible que el ojo rapaz de un hombre
se tome todas las libertades con el cuerpo de una mujer y no admita ningún obstáculo moral
que estorbe su contemplación, pero la enfermedad de Jopee Gowan constituía para mí un
obstáculo insalvable. Que nunca hubieras llegado a deducir por su encantadora silueta que
estaba enferma no importaba. Que resultara deseable a pesar de esa enfermedad y que ello la
hiciera aún más deseable tampoco importaba. Que se tratara de una mujer que había sido
admirada toda su vida por su belleza y que quizá deseara seguir siéndolo, fuera cual fuese su
edad y su salud, tampoco tenía importancia. Habíamos hablado ya lo suficiente para que yo
tuviera la seguridad de que había sido idea de Víctor hacerme subir allí, no de su mujer; de
que era él quien, en un desesperado acto de amor, trataba de exhibirla una vez más ante
alguien que nunca podía haber contemplado semejante belleza y de que, más allá de si ella
había accedido a participar o no voluntariamente, el deseo de Víctor —o su necesidad más
bien— había sido sin duda el más fuerte. Pero, en último término, no importaba para cuál de
los dos había sido conducido hasta allí. Pues yo mismo deseaba mirar. Pero no lo hice. El
deseo se disolvió en pura tristeza.
Unos días después de mi regreso a Londres recibí un paquete de Víctor acompañado de una
nota de explicación y disculpa. «No puedo imaginarme qué pensarás de mí», empezaba,
aunque la disculpa misma demostraba que podía imaginárselo muy bien.
***
«He de alegar... Pero ¿qué derecho tengo a alegar nada? No albergaba malas intenciones
contigo. Comprendo ahora lo alarmado que debías de estar por la historia de Cervantes.
Créeme no pretendía encomendarte una misión como la de Lotario. Tu juventud me habría
disuadido de semejante idea si hubiera llegado a considerarla, pero la verdad es que yo nunca
he dudado de Joyce y, por supuesto, aunque resulte trágico, nunca podré tener motivos para
dudar ahora. No logro explicarme qué me impulsó a sacar esa historia a colación. Si tu
interpretación es que la saqué de mi inconsciente, nada puedo decir al respecto, pues mi
inconsciente me es inevitablemente desconocido. Pero sí te ruego que no contemples mi
situación —pues, en efecto, es una situación, lo confieso— bajo una luz tan siniestra. No es
para pedir perdón, sino comprensión, por lo que te envío como una especie de correctivo el
paquete adjunto. Es, pienso, una prueba sincera del respeto que te tengo y del amor que
siento por mi querida esposa.
Como no sabía qué tal andaba de griego, Víctor había incluido una traducción de esa famosa
historia, pese a estar completamente seguro, dada mi precocidad, de que «no iba a
necesitarla». Digo famosa, aunque en realidad la historia de Giges y Candaules sólo es bien
conocida por los especialistas en lenguas clásicas y por los hombres de mi cuerda, para los
cuales, pese a su desventurado desenlace, posee el estatus de una especie de mito
fundacional.
Esto puedo decirlo ahora, desde luego, pero en aquel entonces me sentí totalmente
desconcertado. Tal vez gozara de cierta precocidad para construir frases, pero sólo había
besado a una chica en mi vida, y brevemente; pretender que hiciera sutiles distinciones sobre
los distintos grados de traficar con la propia esposa era pedirme demasiado. Ahora que ya es
agua pasada, naturalmente, entiendo lo que Víctor quería que comprendiera: que hay un
mundo de diferencias entre el tormento cotidiano que sufre un marido celoso y esa clase de
deseo tan abrumador que te ves obligado a compartir. El amor se hallaba en la base de
ambos; pero mientras que Anselmo acabó abismándose en sus propios errores a causa de la
alquimia del amor, Candaules se vio tan incapaz de contener el ardor de su deseo que acabó
derramándolo, convertido en algo que no sería descabellado describir como una forma de
filantropía.
Desde las primeras líneas del relato de Heródoto —y cito de la conocida traducción de G.C.
Macaulay que Víctor me envió—, Candaules aparece enamorado mucho más allá de lo común.
Este Candaules del que hablo, así pues, se había enamorado apasionadamente de su propia
esposa; y por ello consideraba que su esposa era mucho más bella que cualquier otra mujer; y
considerándolo así...
...considerándolo así, maquina un plan para ocultar a Gige de tal manera que pueda ver a la
reina cuando se desnuda para acostarse.
Basta con que te preguntes por qué el rey Candaules no podía contentarse haciendo que
Giges mirara a la reina vestida: basta con eso para que entres en la naturaleza incondicional
de su pasión.
«No era la absoluta belleza de mi esposa lo que me enamoró —te diría desde el círculo del
infierno de los amantes que le haya correspondido—. Ni tampoco el color de sus ojos ni el
contorno de su cuello, sino la suma total de sus partes, la armonía que había en ella. Y esa
armonía, como sin duda comprenderás, sólo puede apreciarse desnuda.»
Basta con que te preguntes por qué no podía contentarse disfrutando él solo de la totalidad
de su belleza para que entres en contacto con la naturaleza no ya del amor romántico en una
de sus formas extremas, sino también del arte mismo.
«El instinto de compartir aquello que encontramos hermoso —proseguiría él—, se halla
profundamente enraizado en nuestra naturaleza. No es sólo para nosotros, sino también para
los demás, para lo que colgamos de nuestras paredes los cuadros que apreciamos. El hombre
que oculta sus obras de arte en una cripta secreta es acusado con razón de privar al mundo
de un placer; incluso de un derecho, se atreverían a decir algunos. Aunque fuese a perder por
ello mi reino y mi vida, yo no podría negarle al mundo ese derecho.»
Pero un hombre tan locamente enamorado como Candaules, un hombre que había cometido
el desatino de enamorarse de su propia esposa y que hallaba su desnudez demasiado hermosa
para contemplarla él solo, un hombre como ése sólo conoce la vergüenza para cortejarla.
Cuanto mayor era el agravio que sentía una mujer lidia por el hecho de que la vieran desnuda,
mayor era la necesidad de Candaules de provocarlo.
No es que lo apruebe. Tiemblo ante la apremiante necesidad de hacerlo, tal como él debió
de temblar, simplemente.
Nada de todo ello, como he dicho, tenía sentido para mí a los dieciséis años. Sí, Faith había
buscado los besos de otro y yo aún podía sentir una especie de sabor dulce e hirviente
deslizándose por mis entrañas cada vez que lo recordaba. Pero no relacioné un cosa con otra.
Leí la historia que Víctor me había indicado, la consideré como un intento de darle una pátina
clásica a una conducta lasciva y deshonrosa, me ruboricé unas cuantas veces más por la
vergüenza en la que yo mismo había estado a punto de incurrir y no pensé más en ello. Pero
eso no significa que aquella experiencia no siguiera reconcomiéndome el alma en silencio,
preparándome —sin yo saberlo— para Marisa.
Si hubiera sabido los efectos que tendría, le habría dado las gracias a Víctor personalmente.
Aunque no habría podido llegar a dárselas. Unos dos meses después de mi visita un incendio
arrasó la casa de Cookham. Ni Víctor ni Joyce Gowan sobrevivieron. El fuego acabó con ellos y
lo devoró todo: las fotografías, los cuadros y lo que quedaba de la biblioteca de Víctor.
***
Esta no es, al menos en sentido convencional, una historia de familia. Si acaso, es más bien
una historia antifamilia, pues su propósito esencial, según he llegado a comprender, consiste
en ponerme como ejemplo del proceso por el cual un hombre puede liberarse de los
imperativos de la reproducción. Sostengo que no importa lo que suceda con tu semilla. Que
otros prevalezcan sobre ella con su propia semilla, si así se lo ordena su biología: mi semilla
no irá a ninguna parte. Así es como respondo a Marius, que pensaba que la humanidad estaba
acabada. En mí puede contemplarse la promesa de una nueva humanidad que, con heroica
indiferencia frente a la selección o la extinción, sale por fin de la ciénaga de Darwin.
Subidos a hombros de una legión de enanos: así nos perpetuamos. Continuamos existiendo
porque parasitamos la vida de los portadores corrientes de semillas. Y como dice Mosca,
parásito de Volpone, con gran regocijo: «Tu parásito / Es una cosa extremadamente preciosa
caída del cielo, / No criada entre patanes zoquetes aquí en la tierra».
Lo mismo el cornudo: despiadado, vanidoso, escurridizo como una anguila... pero una cosa
extremadamente preciosa. Un ejemplo para el hombre del futuro, por la sencilla razón de que
ningún futuro puede proceder de nosotros. Ardemos como el ave fénix. Lo que tenemos de
malo muere con nosotros. No tenemos seguidores, no pertenecemos a ninguna secta. Y no nos
dejamos engañar por ningún sistema de creencias; a menos que una esposa sea un sistema de
creencias.
Pero, aunque no piense formar la mía, yo provengo de una familia y no creo que vaya a
poner en entredicho mi rechazo ejemplar de la evolución si me extiendo un poco más sobre la
firma fa— i miliar de la que soy director único y exclusivo. Pese a que mi padre se oponía a
que me hiciera cargo del negocio, pues no me atribuía aptitudes para ninguna clase de
trabajo que no fuese «lloriquear en la almohada», mis tíos me honraron con una confianza que
yo me J tomé la molestia de justificar incluso mucho después de que ellos fallecieran y de que
mi padre se viese reducido a vivir lloriqueando ’ en las almohadas y mojando él mismo la
cama, así como jugando a la canasta en una residencia de ancianos todo el santo día con
damas de avanzada edad que se sentaban con las piernas separadas (en vista de lo cual les
hacía promesas que no podía cumplir).
Hemos vendido libros raros y antiguos durante más de un siglo y medio sin trasladarnos ni
una vez de las discretas instalaciones, apenas reconocibles a simple vista y, de hecho,
inaccesibles a la curiosidad a menos que tengas una cita, situadas en una plaza silenciosa al
noroeste de Wigmore Street. Las personas que sí tienen cita miran a derecha e izquierda al
entrar y vuelven a hacer lo mismo al salir, tal como un hombre que teme ser sorprendido en
las inmediaciones de un burdel. Así es como nos gusta que se sientan nuestros clientes.
Fomentamos una atmósfera turbia y equívoca, a pesar de que la gran mayoría de los miles de
libros que pasan por nuestras manos son de una probidad intachable.
Crecí entre libros antiguos y siento simpatía por ellos. En especial, disfruto comprándolos,
una actividad que me ha llevado —exactamente como preví el día que Víctor me recogió en
Maidenhead— a los rincones más pintorescos del país y que me ha familiarizado con los
aspectos más dulces y melancólicos de la naturaleza humana.
La venta la dejo en manos de mis empleados. Hoy en día, la tecnología ya se ocupa de ella
en gran parte. Pero comprar bibliotecas es un negocio que apela por igual a los sentidos y la
inteligencia. Puedes husmear la calidad de una colección incluso por anticipado, sin haberla
examinado, del mismo modo que puedes husmear lo que obtendrás de una amante antes de
empezar a besarla. El sexo es consustancial a todas las cosas, a los libros y a sus historias
igual que a los seres humanos; a veces más incluso que a los seres humanos. ¿Acaso no
vemos, en un autobús o en un tren, cómo pasa la gente las páginas de un libro con una
expectativa tan voluptuosa que si a algo nos recuerda es al acto de desnudar a otra persona?
Y si el libro ha sido consagrado por el tiempo y la exper iencia, pasar sus páginas se vuelve
aún más delicioso cuando piensas en todos los dedos que han pasado por ellas antes que los
tuyos. Ése, lo reconozco, no es un gusto muy extendido. Algunos prefieren el aroma que
desprenden las cubiertas de los libros recién impresos, del mismo modo que algunos prefieren
a una virgen intacta. A nuestra manera, todos somos enfermos.
Esa fascinación por la promiscuidad con anteriores propietarios la heredé sin duda de un
hombre de tan dudosa reputación como mi padre y de sus no menos dudosos hermanos. Hasta
que yo aparecí, sin embargo, ningún miembro de la familia había llevado esa concepción del
erotismo a su inevitable conclusión. Sólo yo he resultado ser un auténtico voluptuoso de la
propiedad segunda mano.
Lo cual, entre otras cosas, significa que tengo una sensibilidad especial para percibir en los
demás una voluptuosidad similar. Yo no presiono a nadie para que se decida a vender, ni
siquiera cuando he hecho un largo viaje para hacer la compra. Muy poco de los que deciden
desprenderse de sus libros desean hacerlo de verdad; a algunos les resultaría más fácil
desprenderse de sus es posas. El viejo profesor jubilado sin cuyo funeral nunca habría
conocido a Marius era un buen ejemplo. Cuando, respondiendo a su llamada, me presenté en
su casa, me lo encontré paseando de aquí para allá en el sendero de entrada, vivamente
agitado por la idea de que iba a verme llegar a la hora acordada con un camión de mudanzas
que me pondría a cargar de inmediato. Al ver que aparecía en un taxi traqueteante
procedente de la estación y advertir que no iba a hacer otra cosa que mirar lo que tenía, su
agitación se aplacó considerablemente.
—Ah —dijo, con un sonido agudo como el que un ratón emitiría si lo pisaras—. O sea no voy
a tener que ocultarle nada, a fin de cuentas.
—Ni tampoco el mío —añadió riéndose con una risa que le arrancaba estertores del pecho.
Me cayó bien. Me gustó su larga y encorvada silueta, su aspecto huesudo y el hecho de que
llevase una corbata anudada con tal indiferencia que un extremo —el más estrecho— le
quedaba el doble de largo que el otro. En mi trabajo trato con muchos hombres que se atan
así la corbata, una coincidencia que atribuyo a la soledad inherente al coleccionismo de libros.
Siento debilidad por los hombres abandonados, comprendo mis sentimientos. Quizá porque
siempre temí que un día también yo sería un hombre abandonado. Y sí —ya que estamos en
vena hipotética—, quizá porque esperaba ser uno de ellos. Entregado a mis sollozos durante
el resto de mi vida, mientras la mujer a la que amaba...
—Oh —dijo, con una voz aún más aguda que la otra vez, como si hubiera vuelto a pisarlo—.
Entonces no van a interesarle.
Pero incluso en un disgusto tan tremendo como aquél había un cierto alivio. Soltó una risa
reseca de anciano. No iba a llevarme sus libros porque no valían la pena.
Después me envió alguna que otra tarjeta de felicitación en la que expresaba culpa y
gratitud al mismo tiempo, motivos por los cuales compró algunas cosas de nuestra colección:
ediciones de autores raros como George MacDonald, Christina Rossetti o Monk Lewis.
Cuando falleció, sus albaceas negociaron con nosotros la venta de lo poco que aún quedaba
de valor en su biblioteca, que no resultó ser otra cosa que esos mismos libros que nos había
comprado hacía poco. El carrusel del tiempo y todas esas cosas. Pero no fue por negocios por
lo que asistí a su funeral. A veces nos dejamos llevar por el corazón. Y el mío me guio hasta
Marius. Así que no puede decirse exactamente que volviera Londres con las manos vacías.
Me cuidé de no hablar del médico cubano con Marisa cuando se recuperó. Era posible que
no recordara nada ni de su enfermedad ni de su visita y que ni siquiera hubiera sabido de
quién le estaba hablando. Volvimos en avión desde Florida en cuanto se sintió lo bastante
fuerte para viajar y de inmediato nos permitimos una segunda luna de miel en Suffolk.
Después de las tierras pantanosas teníamos ganas de estar en un sitio más frío y estimulante.
No soy de los que suscriben la teoría de las duchas frías y calientes para el matrimonio, pero
necesitábamos despejarnos un poco.
En realidad, yo no conseguí despejar mi mente. Hoy en día me siento en paz ante la idea de
que nunca lo estaré, de que nunca podrá haber calma y serenidad ahí dentro, pero entonces
me alarmaba la congestión mental que sufría cada vez que abrazaba a mi esposa. Yo soy un
moralista en el terreno de las relaciones: te acuestas con quien te has acostado, he pensado
siempre. No hace falta que estés enamorado de cada mujer a la que invitas a compartir tu
cama, pero tienes que hacerle el honor a cada una, por lo menos mientras estás dentro de
ella, de no pensar en ninguna otra. Si surge ante ti el rostro de otra mujer, te retiras y te
disculpas. Pero mi moral vaciló cuando el rostro que apareció ante mí no fue el de otra mujer,
sino el de otro hombre: no el de alguien a quien quisiera besar más de lo que quería besar a
Marisa, sino el de alguien que deseaba que Marisa besara más de lo que deseaba que me
besara a mí.
Esta acción, debo subrayarlo, no era la de un hombre que pretendiera suplantarme. El papel
que desempeñaba era más bien el de un ayudante, como puede tenerlo, por ejemplo, un
mago. Ahora bien, ¿el ayudante del mago no acaba deseando ser él el mago?
Como no le había hablado a Marisa del médico cubano, no vi motivo para hablarle de su
fantasma. Aunque prácticamente había sido hablando como yo la había disuadido de su
anterior matrimonio; aunque la conversación fuera nuestro terreno por excelencia y las
palabras nuestro modo de acariciarnos, éramos demasiado discretos para hablar de ciertas
cosas. Explayarnos sobre nuestros sentimientos no iba con nosotros. No estoy diciendo que
tuviéramos una relación fría, nada de eso. Hay una temperatura en los sentimientos no
explícitos que las parejas que viven entregadas a una franqueza erótica permanente
desconocen por completo. Nuestras miradas se encontraban furtivamente obedeciendo a
señales apenas insinuadas, casi imperceptibles, y en ese intuir y adivinar al otro
encontrábamos nuestro propio espacio.
Incluso frente a mí mismo me cuidaba de sacar a la luz el asunto del médico cubano. No
quería estrangular en mi interior un anhelo enfermizo al que aún le quedaba mucho camino
que recorrer antes de que floreciese en un monstruoso apetito.
Hay algunos deseos que son demasiado elusivos e indefinidos para poder llegar a
formularlos satisfactoriamente con palabras: si los expresas en voz alta pierden su íntima
turbación; si pronuncias su nombre (suponiendo que lo tengan) te ves privado de esa
oscilación entre lo posible y lo impensable, entre lo que acaricias en tu imaginación y lo que
temes que llegue a suceder (o peor, que no llegue a suceder) en la realidad.
Probablemente esta oscilación nos daba vértigo, pero también hacía que nos amásemos
más. Aunque quizá no debería hablar por Marisa. Una de las consecuencias de nuestra
reserva era que ninguno estaba nunca seguro de hasta qué punto lo amaba el otro. Para mí,
sin embargo, no saber qué era permisible, qué pensaba Marisa de mi extraña naturaleza,
cuántos de mis temores y fantasías había intuido y cuántos llegaría alguna vez a admitir, me
dejaba sumido en una frenética espera poblada de preguntas que la gente normal vería más
bien como una forma de servidumbre, y no de amor, pero que para mí era la imagen misma
del amor: el amor sin seguridades ni promesas, el amor sometido a un eterno suspense.
Los impulsos masoquistas adoptan en algunos hombres su expresión más brutal. Desean
que una mujer los golpee y maltrate, que les escupa en la cara, que los humille como si fueran
niños. En mi caso era distinto. Las rodillas de Marisa habrían sido mi lugar estupendo para
sufrir un castigo, sin duda, pero era en su mente donde yo deseaba yacer. Y allí, en un silencio
sin palabras, aguardar a que ella hiciese lo que quisiera.
Ese suspense me transfiguraba. La gente con la que me tropezaba incluso por simples
motivos de trabajo hacía comentarios sobre mi apariencia. Mis empleados parecían disfrutar
de repente de mi compañía y estaban dispuestos a charlar conmigo por las mañanas, en vez
de escabullirse rápidamente a sus cubículos. Era indefensión lo que veían, supongo; el aura
de desprotección que tanto nos gusta en los bebés y en los jóvenes enamorados, como si
tuvieran la piel de leche y aún hubiera de crecerles una segunda capa. ¿No es eso, la mayoría
de las veces, lo que llamamos belleza? Una cualidad translúcida de la piel a través de la cual
se hace visible la temblorosa desnudez de nuestras almas.
Yo apenas visitaba a mi padre. No nos caíamos bien mutuamente. Lo había internado en una
residencia de ancianos de Hertfordshire, donde, como ya he dicho y repito ahora, porque me
produce placer formular esas palabras, jugaba a la canasta con ancianas de mente
deteriorada y les hacía promesas que no podía cumplir. Lo mismo había hecho con mi madre.
Y también conmigo mismo, en cierto sentido. Había prometido que yo nunca me haría cargo
de la tienda y, sin embargo, allí estaba, al frente del negocio. Motivo por el cual prometió que
nunca me perdonaría. Pero incluso él, la única vez que fui a verlo, se quedó impactado por mi
buen aspecto.
—Cualquiera diría —me dijo, escupiendo en un cuenco— que has encontrado por fin a
alguien con quien darte un revolcón. No será un hombre, ¿verdad? Recuerdo que tu madre
tenía un hermano que se decantó por ese lado. No me sorprendería que esté en los genes.
Mi médico llegó al extremo de aventurar la opinión de que el matrimonio le sentaba tan bien
a mi naturaleza que me había alargado la vida al menos diez años. El colesterol malo me
había bajado, el bueno me había subido, la presión arterial la tenía más baja que nunca desde
que me atendía, había perdido peso también y, si hubiera dejado que me midiera,
seguramente habría descubierto que había crecido cuatro o cinco centímetros.
—Lo que le esté dando su esposa, señor Quinn, sea lo que sea, le ahorraría millones a la
Seguridad Social si pudiésemos embotellarlo.
En una ocasión, un tipo que trabajaba con ella en la tienda de Oxfam le propuso que lo
acompañara a un club de intercambio de parejas que él había frecuentado en el pasado.
—Pero yo no soy tu pareja —objetó ella suavemente. No pretendía hacerse la mojigata, sólo
hablar con precisión.
—¿Fetichista?, ¿algo así como el vudú? —No podía evitarlo: sólo podía imaginarse que le
estaba proponiendo llevarla a Haití o África occidental.
Ella le explicó que no tenía nada de cuero, aparte de los zapatos y cinturones y de una
chaqueta demasiado buena para salir de noche en Haití. Y sus únicas cadenas, las únicas que
conservaba eran collares de oro blanco de dieciocho quilates que le habían comprado sus
amantes en Aspreys o Garrards.
Él se ofreció a buscarle algo en la propia tienda de Oxfam. Marisa le dijo que nunca había
llevado ropa de segunda mano.
—En ese caso toma una falda y una chaqueta de tu propio guardarropa —le propuso— y
luego te quitas la falda.
—Yo como mejor estoy es con falda —le respondió ella. Pero le hizo caso a medias y lo que
acabó quitándose fue la chaqueta.
Aunque él no le había dicho que se pusiera tacones de aguja, Marisa los dio por supuestos.
Sabía llevarlos y le gustaba. La hacían más alta que la mayoría de los hombres.
El club era en realidad el salón y la cocina de una casa victoriana adosada de Walthamstow.
Algunos hombres llevaban shorts con tirantes de cuero cruzados, parecidos a los lederbosen
alemanes, otros iban con camiseta y pantalones de montar. Dos o tres tenían un collar de
perro en el cuello. Uno se había disfrazado incluso de druida. Las mujeres llevaban en general
lo que imaginaban que se ponen las prostitutas bajo el abrigo. Una rubia alta con un parche
de lentejuelas en el ojo y una gargantilla bailaba sola, iba con un vestido rosa y morado de
látex que Marisa pensó que le gustaría poseer si frecuentara más aquel ambiente, cosa que no
creía muy probable. La atmósfera general le hacía pensar en una fiesta de Navidad de
taxistas, aunque nunca había asistido a ninguna.
Bailó con un joven negro sin pareja que llevaba unos pantalones de PVC. El tipo le tomó la
mano, se la llevó al paquete y le propuso que tuvieran relaciones sexuales allí mismo o en el
baño. A ella no le importaba lo que hiciera con su mano. Estaban bailando y lo que sucede
cuando bailas no está regido por las leyes habituales del decoro. El tipo tampoco bailaba mal.
Pero no estaba dispuesta a tener relaciones con él en ninguno de los dos sitios que le había
sugerido. Había visitado ya el baño y no se habría limpiado ni la nariz allí dentro. En cuanto al
sitio donde bailaban, le recordaba una pensión de Bournemouth a donde su madre y unos de
sus falsos papás la habían llevado no mucho después de que su padre se largara. Las
alfombras eran verdes y, en la repisa de la chimenea, habían dejado unos cuencos de patatas y
cacahuetes.
—Nunca se te ocurra —la amonestó su madre, agarrándola de las muñecas— tomar patatas
y cacahuetes de un cuenco en el que sabe Dios quién habrá metido los dedos.
Marisa, deseando que su madre fuese la mitad de escrupulosa en sus propios asuntos,
estuvo llorando todo el tiempo que pasaron allí. Las alfombras de Walthamstow también eran
verdes y en la repisa de la chimenea había también cuencos con patatas y cacahuetes. Marisa
dejó la mano donde el joven negro se la había puesto, pero meneó la cabeza.
Buscó al colega de Oxfam que la había llevado allí. Una mujer gordísima con un largo abrigo
estaba sentada a horcajadas sobre su cara, leyendo las páginas de carreras del periódico.
Si había algo de esa parte licenciosa de su vida que aguardaba con vehemencia era, si
acaso, la conversación. Le gustaban los hombres de verbo fácil y no habría buscado la
intimidad física de ninguno, por muchos atractivos que poseyera (salvo que fuera el mejor
bailarín del mundo, claro) cuya conversación no constituyera para ella una fuente de interés y
diversión. Tenía que gustarle un hombre para intercambiar fluidos con él, pero tenía que
haber intercambiado con él fluidos intelectuales para que llegara a gustarle.
De noche se sorprendía a veces a sí misma pensando en alguien con quien se había
acostado ese mismo día. Pero lo que se detenía a pensar no tenía nada que ver con la
excitación sexual que hubiera sentido. Era algo que le habían contado y la había dejado
intrigada: una idea, una frase. Le gustaba que le hablaran de sus trabajos o de los lugares
donde habían estado. No le importaba lo más mínimo que se explayaran sobre sus esposas,
siempre que no fuera para demonizarlas o que las sacaran a colación para frenar los
sentimientos que ella albergase. Podía acostarse con un hombre que quisiera a su mujer.
Incluso habría acabado reconociendo seguramente que un hombre enamorado de su mujer
era la mejor opción. Menos posibilidades de que se presentara en su puerta con ojos llorosos y
un montón de maletas.
En este sentido, era posible considerarla conservadora, por no decir reaccionaria, en todo lo
que tuviera que ver con la institución familiar. Deseaba que todo el mundo continuara con su
pareja. No era inconcebible que pensara incluso en los hijos de sus amantes si había visto
fotografías suyas o si los tenía presentes por cualquier otro motivo. Hasta tal punto que más
de una vez había considerado la posibilidad de «hacer algo» por ellos, como ayudar a costear
sus estudios, por ejemplo, o abrir un pequeño fondo fiduciario para cuando fueran mayores.
Una manera quizá de compensar su falta de algo parecido al instinto maternal, cosa que
atribuía, por supuesto, al penoso ejemplo de paternidad al que ella misma había sido
sometida.
Así pues, los hombres a los que dedicaba las horas secretas de su vida sólo eran secretos en
el sentido más usual, pero no respondían a un impulso inconsciente ni a un anhelo no
reconocido (dejando de lado, claro, el placer que siempre le había proporcionado el
secretismo). Eran congruentes, en fin, con el resto de su vida; habría podido invitarlos a cenar
a su casa si las convenciones no lo hubiesen desaconsejado. Cuando los perdía de vista,
desaparecían de su mente. Quizá pensaba en sus matrimonios, en sus hijos, incluso en sus
perspectivas profesionales, pero la única cosa en la que nunca se había sorprendido pensando
cuando tenía insomnio era en ellos: hasta qué punto los amaba o no los amaba, hasta qué
punto la amaban ellos o no la amaban. Ella amaba a su marido. Luego me conoció a mí, otro
marido. Y lo amó también. Fin de la historia.
En la medida en que no estaba del todo seguro, yo era feliz. Como ya he dicho, la
inseguridad me complacía.
En la superficie todo iba bien, pero bajo aquel caparazón de expectante y tenso silencio que
podía pasar quizá por satisfacción a ojos de un extraño, yo suspiraba por una repetición o por
algo equivalente a la escena que había contemplado tembloroso junto a la cabecera de
Marisa. Si por el momento no era posible que la tocaran otras manos, ¿no podría serlo al
menos que la vieran otros ojos? Aunque aún no tenía la edad de Víctor Gowan, comprendí su
desesperación. A Marisa no se le acababa el tiempo, ni tampoco a mí —de hecho, me habían
dicho que había ganado años—, pero uno nunca sabe lo que va a suceder. Yo temía que el
cómodo e intachable convencionalismo de nuestra vida juntos, llena de promesas pero exenta
de riesgos, acabaría devorándonos si no nos andábamos con cuidado. Una esposa puede llegar
a acostumbrarse a que su marido no la desnude para otro hombre.
***
Así pues, ¿cómo nos las arreglamos para llegar a donde llegamos por fin? ¿Cómo
manejamos nuestros mutuos silencios para desembocar en una acción tan estentórea e
indiscutible como Marius?
Pero cada día tiene su eje de las cuatro en punto y el matrimonio no es distinto. De un modo
imperceptible pero decisivo, nos fuimos deslizando hacia esas horas equinocciales en las que
las relaciones entre amantes tiemblan sobre su eje. Y allí donde no temblábamos tan
peligrosamente como yo deseaba, aplicaba un esfuerzo suplementario. Algún antiguo amigo
mío venía a pasar unos días a casa y yo simulaba una indisposición en mitad de la velada,
dejando que Marisa se ocupara de entretenerlo. Me escabullía de las fiestas de Oxfam o de los
Samaritanos y observaba entre las sombras mientras ella charlaba y se reía con quien quería,
convertida a efectos prácticos en una mujer que no debía consultar a nadie más que a su
agenda. Bailaba con ella mucho menos que en los días de nuestro noviazgo; o no me
presentaba a las veladas de la escuela de baile para que ella pudiera mezclarse con libertad
con aquellos contra los que antes se apretaba; o llegaba con oportuno retraso a una de
nuestras clases con la esperanza de encontrarla bailando tango como una yegua en celo con
el nuevo profesor, un argentino con coleta y ojos saltones.
Ni durante ni después hacíamos la menor alusión a estos hechos, si así pueden llamarse,
pero silenciosamente se percibía un cambio. Y era que me había alejado un grado más, como
un fantasma que se desvanece, de la azarosa escena de la vida de Marisa.
Por muy fantasmal que fuera y que tuviera que ser esa progresión, no podíamos evitar
aludir a turbulencias sexuales, o al menos no del todo. Íbamos al teatro, al cine, a la ópera, al
ballet; sacábamos entradas para asistir a conciertos o a lecturas de escritores. Y no puedes
llevar una vida civilizada sin que el arte no te restriegue por las narices el eterno reflejo de la
inconstancia y de las penas de amor. Pero nosotros no nos aplicábamos burdamente lo que
habíamos visto. Sólo en los comentarios puramente intelectuales que seguían a la
contemplación de alguna obra maestra de la desesperación erótica, como Dido y Eneas o
Winterreise, sólo en un lenguaje tan casto como impersonal, exponíamos todo lo necesario
para comprendernos mutuamente.
Me viene a la memoria una ocasión en particular. Habíamos salido con Flops, la menor y
más desagradable de sus medio hermanas, y con el marido de Flops, Rowlie, para ver 0telo en
el National Theatre: una producción apasionada y embarazosa porque el actor que
interpretaba a Otelo transmitía sus celos con tal energía que era difícil imaginar cómo podía
sentirse vivo ningún hombre que no sufriera los tormentos que él sufría. Una interpretación
típica mía, lo reconozco. Pero si también en el teatro, y no sólo en la cama, tenía que
contenerme, ¿cuándo iba a conocerme Marisa tal como realmente era? Aunque no sólo era
una interpretación mía y de ahí la acalorada discusión que se desató entre los cuatro en el
restaurante del teatro.
—Cualquiera diría, a juzgar por la función que acabamos de ver —protestó el marido de la
medio hermana de Marisa—, que Otelo deseaba que Desdémona le fuera infiel, cosa que, debo
decir, no es así en la obra tal como yo la entiendo.
Flops arqueó una ceja pelirroja —eso era parte de lo que me disgustaba de ella, su carácter
picajoso—, como diciendo: «¿Y desde cuándo, cariño, tienes tú una interpretación personal de
una obra?». De donde deduje que alguna variante de los celos jugaba un papel entre ambos:
más bien de ella hacia él, pensé, aunque nunca se sabe.
—¿Acaso no es verdad que una de las huellas que te dejan los celos en el alma —me
aventuré a decir— es que finalmente eres incapaz de recordar cómo era vivir sin ellos?
—Eso no significa —dijo Flops, parpadeando (era una de esas personas parpadeantes,
además)— que no eches de menos la época en la que no habían empezado los celos. La
tragedia de Otelo, tal como yo la interpreto, es que él sabe que nunca volverá a sentirse en
paz como antes.
—«Ni la amapola ni la mandrágora te procurarán el dulce sueño que ayer era tuyo» —recitó
Marisa con aire soñador.
—Sí, pero eso es Yago —objetó Rowlie—. El Otelo que acabamos de ver no deseaba ningún
dulce sueño.
—Es curioso, sin embargo, ¿no te parece? —dijo Marisa—, que Yago tuviera que ser al
mismo tiempo el arquitecto y el poeta de la caída de Otelo. Siempre me impresiona con qué
patetismo habla de su víctima y cuánto pesar siente por él.
—Pero ¿acaso no habla de sí mismo? —respondió Flops—. ¿No es su dulce sueño lo que echa
de menos?
—No, estoy de acuerdo —dije yo—. Es casi como si Yago tuviera que explorar las causas de
lo que lo hace ser tal como es. Sus celos, si así hay que llamarlos, son tibios. Al confrontarse
con Otelo, se da cuenta de que se halla muy lejos de los auténticos celos. Conoce la envidia y
el resentimiento y el desprecio, pero su mente no es lo bastante perversa o espaciosa para
poder desplegar unos celos en todo su esplendor.
—¿Otelo tiene una mente perversa? —preguntó, como desde otra habitación.
—La tenía esta noche al menos —dijo Rowlie. Parecía enojado, como si se tratara de algo
que tendría que comentar con Otelo si continuaba persistiendo en ello.
—Debería tenerla todas las noches —añadí yo—. Todos los grandes personajes de
Shakespeare tienen una mente perversa.
Flops alzó la vista al techo del restaurante, donde al parecer veía algo que no podíamos
percibir los demás.
—Me parece, Marisa, que nuestros maridos nos están diciendo algo sobre lo que es ser un
hombre. —Su marido resopló—. Otelo tiene el corazón destrozado. Y por eso la obra es una
puta tragedia, ¿no? Lo que acabamos de ver era más bien una comedia negra. Y Otelo parecía
casi desesperado por convertirse en un cornudo.
—No veo por qué te parece tan mal —le respondí con tono sereno—. A menos que te
parezca mal dentro de la obra. «Habría sido feliz si el campamento entero hubiera saboreado
su dulce cuerpo», dice Otelo. «Su dulce cuerpo», por el amor de Dios. Ya sé que lo dice en un
sentido condicional, pero no puede pasarse por alto lo vívidamente que imagina la escena: con
tanta intensidad como si desnudase a Desdémona no sólo frente al campamento entero, sino
también frente a Yago.
—¡Venga ya! —dijeron Flops y Rowlile en una extraña exhibición de unanimidad conyugal.
Las parejas de la clase media inglesa suelen unirse cuando se sienten amenazadas.
—Has hecho un poco de trampa, si no recuerdo mal. ¿No dice Otelo que habría sido feliz si
el campamento entero hubiera saboreado a Desdémona, siempre que él no lo hubiera sabido?
Asentí.
—Yo aún iría más lejos —añadió Marisa, bajando los párpados—. Creo que el hecho de no
saber aprieta las tuercas de los celos de un modo aún másexquisito.
Alegando cansancio, le di las buenas noches, con la intención de consultar sus palabras con
la almohada. Aunque, por supuesto, no pegué ojo.
***
Corre el año 1919 y Félix Quinn, que no es otro que mí abuelo, se encuentra de negocios en
Zúrich, inspeccionando la biblioteca de un industrial que querría vender su casa y trasladarse
a París, ahora que Europa se encuentra otra vez a salvo, pero que no quiere llevarse consigo
la biblioteca. Félix se sonroja hasta la raíz del cabello, tal como habría hecho yo en su lugar,
cuando se da cuenta de que el desmesurado interés que ha estado prestándole a la mujer de
la mesa de enfrente —es su aire indolente y al parecer accesible, aunque no del todo, lo que
encuentra fascinante— no le ha pasado desapercibido al hombre que ha tomado por su
marido.
Al final, para su alivio —así lo decía siempre al contarlo: para su alivio—, la mujer abandona
la mesa. Félix la oye, pero no la ve marcharse. Un instante más tarde el hombre se halla de
pie ante él, educado, pero presa de gran agitación, y le pregunta si le importa que se siente a
su mesa para hablar de la situación entre ambos, puesto que se han visto muchas veces pero
no han intercambiado aún una palabra.
Y dicho esto toma asiento, tose unas cuantas veces y lo deja inmovilizado con una mirada
tan excesiva que teme que habrá de fundirse bajo su intensidad.
Cuando había visto a ese hombre en el parque, envuelto en un abrigo gris, Félix lo había
tomado por un revolucionario. En el teatro, con sus zapatos de charol, tenía aspecto de
profesor de baile. Ahora parece salido del mundo del music-hall En realidad, es un irlandés
exiliado, profesor de inglés en Zúrich y escritor de creciente renombre, aunque Félix debe
reconocer avergonzado que no ha oído hablar de él.
A Félix le encanta el teatro y la novela y los dos hablan de literatura un rato: Ibsen,
Flaubert, George Bernard Shaw. Cuando el marido advierte que Félix, como todos los Félix de
nuestra familia, ha sido educado en los clásicos, empieza a salpicar su conversación con un
latín que mi abuelo encuentra a veces jesuítico y otras veces de patio de colegio. No acaba de
entender todo lo que el marido dice, pero sí comprende que ha empezado a hacerle
confidencias íntimas, por no decir obscenas, sobre su mujer. Como carece de la seguridad
suficiente para poner objeciones, para exigirle al marido que se comporte con decoro, para
escudarse en sus escrúpulos o en su abierta timidez, lo único que puede hacer es seguir
sonriendo débilmente mientras las carnes vivas de la mujer ausente son objeto de encendidos
elogios en una lengua muerta.
—¿Se acostará con ella, pues? —pregunta al fin el marido, como si toda la conversación sólo
hubiera versado hasta ahora sobre ese único punto.
Félix no sabe qué decir. Después de dejar que las cosas lleguen basta aquí no puede hacerse
el ofendido. Tampoco puede rechazar a la esposa sin causar una ofensa él mismo. Y preguntar
si ésta ha sido consultada, tal como sería apropiado, equivale a aceptar acostarse con ella si,
en efecto, se halla al corriente. En definitiva, sólo puede decir una cosa, a saber:
—Lo pensaré, sí, desde luego que sí. Me honra ser el destinatario de una petición tan
generosa.
Al día siguiente, tras decidir sin verla siquiera que la biblioteca del industrial no es
adecuada para nosotros, mi abuelo hace el equipaje y regresa a Londres.
Esto, suponiendo que contase la verdad, era lo más cerca que había estado un miembro de
nuestra familia de concederle al creador de Leopold Bloom su ferviente deseo de que su
mujer cohabitase con otro hombre.
Si ello significaba que Joyce había tenido que intentarlo con otro, o si se había visto
obligado a inventárselo, es uno de esos misterios literarios que la lectura y relectura
incansable de Ulises» no logrará dilucidar.
Marisa y yo vimos una producción de la obra en Dublín, donde viajamos para asistir a una
cena de la Asociación de Libreros Anticuarios, no mucho después —casualmente— de nuestra
velada de Otelo; casualmente, digo, porque Otelo estimulaba a Joyce y era sin duda una obra
de la que se sentía deudor.
Llevar a mi esposa a ver una obra sobre maridos gustosamente celosos después de haber
visto otra no era, debo decir, parte de ninguna campaña que estuviera llevando a cabo para
hacerle comprender mi posición. La aparente continuidad temática es fácil explicar: en eso
consiste la literatura. Más aún, eso es lo que impulsa la creación literaria. No toda quizá, pero
sí —creo yo— la mejor. O al menos la mejor literatura escrita por hombres. El escritor (según
Henry James, una persona «en la que nada se derrocha» y en la que, por tanto, si tiene
talento, todo llega a ser útil), al emplear un suspense idéntico al suspense de un marido que
espera ser traicionado, se sitúa en la posición adecuada para observar, tal como Dios —el
cornudo inmortal— ha venido observando desde que separó la luz de la oscuridad las
deslealtades eternamente recurrentes de sus creaciones. Conociendo, como Él debía de
conocer, cómo llegaría a ser nuestra naturaleza, en especial nuestra propensión a irnos de
putas detrás de otros dioses menores, el gran acto creativo y fundador de Jehová fue
esencialmente masoquista. La creatividad del escritor no es distinta cuando cincela con
amoroso detalle las infidelidades de sus personajes más queridos. Anna Karenina, Madame
Bovary, Tess of the d’Ubervilles, Molí y Bloom... ¿qué tienen en común? Simplemente esto:
que cada una sucumbe, tras una seducción minuciosamente observada, a manos de un
hombre indigno, y que en ese proceso somete a su creador, que la ama más de lo que podría
amarla ningún otro hombre, al tormento de los condenados.
Asistimos en silencio a la representación de Exiles, sin ínter— cambiar una sola mirada,
aunque si Marisa me conocía un poco a aquellas alturas había motivos sobrados en la comedia
de la lasciva catequesis del marido («¿En la boca?», «¿Besos apasionados?», «¿Y luego?»)
para intercambiar más de una mirada conmigo. Con todo, las últimas palabras de la obra nos
devolvieron otra vez al punto donde lo habíamos dejado. «Le he causado por ti una herida a
mi alma —dice el aspirante a cornudo—; una profunda herida sembrada de dudas que nunca
podrá curarse. No puedo saber, ni sabré nunca en este mundo. Pero no deseo saber ni
tampoco creer. Me tiene sin cuidado. No es en la oscuridad de lo que creo donde te deseo,
sino en la duda viviente, inquieta y lacerante.»
No nos dijimos una palabra, pero nuestros ojos se encontraron con un desnudo
entendimiento que era muy raro entre nosotros. «Una duda viviente, inquieta y lacerante.»
Marisa no me preguntó si era en ese estado de duda lacerante, en el que yo no tenía otro
remedio que desear vivir. Ni yo le pregunté —¿cómo iba a atreverme?— si, al igual que la
esposa de la obra de Joyce, estaría ella dispuesta a crear o a permitir las circunstancias en las
que mi deseo de vivir con esa herida lacerante resultaría factible. Tampoco me lo habría
dicho, por lo demás. Era, una persona recóndita, como he explicado; no deshonesta, sino
simplemente dotada por naturaleza de una tendencia a la ocultación. Con todo, creí detectar
algo parecido a una resolución en sus ojos, una resolución sombría y casi rayana en la
tragedia, ahora que la evoco: que yo era como era, y que no intentaría cambiarme, pero que
yo me vería reducido a la lógica de mis deseos. Si desearla desde la oscuridad de lo que yo
creía, tal como suelen desear los hombres a las mujeres, no iba conmigo; si prefería vivir en la
inquietud de una duda lacerante, también tendría que vivir en la duda de si ella me estaba
causando esa herida o no.
De esta manera, los primeros años de nuestro matrimonio transcurrieron en una especie de
armonía asomada a un abismo; casi cada conversación que teníamos o evitábamos tener
incidía en la precariedad de nuestra situación, pero sin llegar a resolverse en nada. Yo no
proponía arreglos lascivos y Marisa no me daba motivos de celos. Me veía liberado de la
angustia, lo cual, hasta que me acostumbré, no dejaba de ser otra forma de angustia. Pero hay
una sed de saber de lo que no sabes que nunca puedes satisfacer por más que hurgues en la
herida de la duda.
Y así, finalmente, sí planteé un arreglo lascivo, aunque una manera más exacta de
expresarlo sería ésta, viéndolo venir, le salí al encuentro.
Un pariente mío, un Quinn sin la menor duda pero demasiado lejano para saber a ciencia
cierta cuál era nuestro parentesco, me escribió pidiéndome si podía pasar en nuestra empresa
un período de prueba para adquirir experiencia. Aunque nada impresionado ni con su
caligrafía ni con su modo de expresarse, no tenía otro remedio que aceptar. En cuestiones de
negocios, un Quinn no rechaza a un Quinn. Una sorprendente lealtad, si se tiene en cuenta la
brutalidad con la que se han portado los hombres de la familia con sus esposas. Claro que
ellas no eran Quinn de nacimiento.
Se llamaba Quirin: Quirin Quinn. La doble Q no era inédita en nuestra familia, si no por otro
motivo, sospecho que por los elegantes monogramas dorados que permitían grabar en
maletines y maletas. Había oído hablar en la familia al menos de tres Quentin distintos, de un
Quinton, un Quintus, un Quirin anterior y, aunque parezca difícil de creer, de un Quilp. Aquel
Quirin resultó pertenecer a la rama familiar de los altos. No hay medias tintas cuando eres un
Quinn: puedes ser bajo o alto; puedes brillar en la conversación o ser apagado. Quirin tenía
destellos, como un faro, lo que indicaba que pertenecía también a la rama perezosa de la
familia. Era tan dorado como su monograma, bien parecido, con un atractivo lánguido y
lechoso, con la piel suave y rizos rubios, con predilección por las corbatas de cordones y las
chaquetas floreadas, y con un aspecto en conjunto nada fiable. No era estudiante, como había
temido por su alusión a la necesidad de «adquirir experiencia», pero después de una
temporada en publicidad y también en relaciones públicas, no sabía muy bien por dónde tirar.
Me contó un cuento chino según el cual lo habían echado de la casa que compartía con una
antigua novia y a continuación me pidió si podía alojarse con nosotros un día o dos mientras
buscaba otra cosa. «No» fue mi primera reacción; luego algo me hizo decir que sí.
La nuestra era una casa muy grande, construida en la década de 1770 por un arquitecto
llamado Johnson en estilo Adam, aunque luego reformada en numerosas ocasiones, sobre todo
por mi abuelo, que regresó de un crucero a Nueva York a bordo del Queen Mary —creo que
en el viaje de botadura, en 1936, ya convertido por entonces en un hombre más groseramente
sensual que en 1919— con la convicción de que una casa debía parecerse a un barco. De ahí
la chabacana escalinata semicircular, más propia de una coctelería, que hizo instalar, con sus
barandillas de latón patinado, y la enorme y tintineante araña que se balanceaba en lo alto.
Ningún miembro de la familia había logrado luego reunir el dinero o la voluntad necesaria
para desterrar todo aquello. Aunque la casa parecía más espaciosa de lo que realmente era,
todavía quedaban habitaciones suficientes para alojar a un puñado de cachorros de la familia
con doble Q en el equipaje sin enterarse siquiera de que estaban allí. Así que... ¿cómo iba a
decirle que no a Quinn?
Primero, desde luego, se lo consulté a Marisa. Ella se encogió de hombros. No creía que
fuese a encontrárselo siquiera. Tenía un montón de cosas aquella semana: la peluquería, una
cena con una amiga, el turno entero de noche que hacía una vez al mes para los Samaritanos,
una recepción en una galería de arte, otra en su zapatería favorita —así era como le vendían a
Marisa los zapatos: entre martinis y canapés— y un curso que duraba todo un día relacionado
con su trabajo en los Samaritanos y que por tanto no podía saltarse de ningún modo. Cuando
pudiera respirar un poco, él ya se habría ido, ¿no?
Lo que no dijo fue que sería agradable contar con la compañía de una persona joven cuando
estuviera en casa. Pero, por supuesto, siempre había muchas cosas que Marisa no decía.
No recuerdo con exactitud cuándo decidí que Quirin podía constituir una ligera distracción
para Marisa y un intenso ejercicio para mi imaginación. Quizás en cuanto se trajo sus cosas a
casa. Hay algo en la visión de un mozuelo rubio apeándose de un taxi con una bolsa de cuero
en el hombro, buscando dónde ir a dar con sus huesos y esforzándose incluso demasiado en
complacer, que ha de conmover por fuerza a un hombre como yo. Conmoverle, quiero decir,
en nombre de su esposa.
Primero salió por su cuenta un par de noches —dijo que estaba viendo gente para encontrar
alojamiento— y luego Marisa salió por la suya otras dos noches. Ya debía de llevar en casa
una semana cuando por fin nos sentamos un día a cenar los tres juntos. Como consecuencia
del deseo de mi abuelo de sentirse como en el mar cuando estaba en casa, se suponía que
teníamos que subir la escalinata para tomarnos luego una copa, una broma a la que se sumó
Quirin tomando a Marisa del brazo antes de empezar a subir los peldaños (ella iba con un
vestido de manga corta, ceñido en la cintura, de color ciruela).
—El capitán nos espera —dijo riendo, y Marisa, aunque no podía haberlo encontrado
gracioso, se echó a reír también.
Me sentí como deben de sentirse los perros de caza antes de caer sobre la presa. Pero
también como debe de sentirse el zorro.
Cuando llegamos arriba recordé en voz alta que tenía que revisar las pruebas de un
catálogo. Me bebí con ellos un clarete, me excusé y bajé las escaleras.
Daba la casualidad de que los silencios eran muy escasos y con grandes intervalos entre
unos y otros. Salvo que se besasen mientras hablaban, no podían estar besándose en modo
alguno. Una o dos veces salí al vestíbulo y agucé el oído. Me pareció oír a Quirin interrogando
a Marisa sobre su trabajo en los Samaritanos y a ella, como siempre, explicándole más bien
poca cosa. La discreción era imprescindible en ese terreno y ella sabía ser discreta. Si no oí
mal, Quirin le preguntó si sabía a cuántas personas había perdido mientras atendía las líneas.
No capté la respuesta, pero Quirin exclamó: «¡Cielos!».
Dos horas más tarde subí de nuevo. Ya no se les oía hablar. No habría mirado en la sala
donde los había dejado si la puerta hubiese estado cerrada, pero estaba abierta. Marisa se
había retirado. Quirin leía una revista tendido en una chaise-longue que en tiempos había sido
la favorita de mi madre. Se echó a reír al verme, con una risa desbordante.
Tres noches más tarde los dejé solos de nuevo. Quirin, por lo que pude oír, se dedicó esta
vez a hablar de su vida, pintándose a sí mismo como una persona tan encantadora que rayaba
lo intolerable. De vez en cuando me llegaba flotando el nombre de alguna mujer, seguido por
un bufido de chico incorregible, como si también a aquélla la hubiera dejado escapar o la
hubiera dejado plantada. Yo me preguntaba cómo le sentaría a Marisa aquel catálogo.
¿Estaría celosa? ¿Se sentiría desairada de un modo retrospectivo?
Pero, una vez más, cuando subí por fin me encontré a Quirin solo, bebiéndose mi brandy y
buscando como un loco, según me explicó, una radio o un equipo de música.
—Nunca he vivido en una casa tan silenciosa —me dijo—. ¿Qué es lo que escuchas durante
todo el día?
—¿Y Marisa?
—Pregúntaselo a ella.
—Bueno, yo sí —dije con escasa sinceridad, pues no añadí que ya tenía música de sobras
que escuchar en mi cabeza.
Un día o dos después de esa conversación, me abordó cuando me disponía a salir por la
mañana —él, con un albornoz de yute; yo, con mi traje— para preguntarme si estaría en casa
esa noche.
—¿No debería ser yo más bien quien te preguntara si piensas presentarte hoy en el trabajo?
Viniste para adquirir experiencia, ¿no?
—Hoy termino de cerrar lo de mi alojamiento —dijo—. Esta noche tendremos motivos para
celebrarlo. Voy a descorchar una botella bien cara.
Me pasó un brazo por el hombro. Noté el olor de descarada juventud que desprendía:
colonia, champú, piel nueva, marihuana, optimismo, música, sexo.
—Marisa me ha dicho cuál es el vino que le gusta, así que me traeré una botella —dijo.
¿Cuándo, me dije, siendo como eran las ocho y media de la mañana, le había preguntado si
estaría en casa?
Cuando Marisa y yo nos vimos a la hora del almuerzo, como tratábamos de hacer al menos
dos veces por semana, le dije que tenía cosas que hacer por la noche —de hecho, tal vez no
quedara libre hasta bastante tarde— y que, por tanto, sintiéndolo mucho, tendría que dejar
que brindara ella sola con Quirin para celebrar las buenas noticias. Ella entornó los párpados.
—Es cierto.
—¿Cómo de agradable?
Imposible saber si la pregunta la irritaba. Estaba habituada a tratar con personas que se
hallaban a punto de arrojarse de una cornisa.
—Me lo imagino, si con eso quieres decir «guapo». Y con un, ojo especial para las mujeres
mayores.
Me quedé en el trabajo hasta las nueve y luego caminé lentamente hacia casa. Era una
noche de luna, con el cielo muy despejado. Cuando eres joven imaginas en noches como ésa
una vasta vida desplegada ante ti. Ahora la vida volvía a extenderse ante mí otra vez, infinita y
preñada de promesas. Pero no habría sabido decir de qué clase de promesas lo estaba.
Como nuestra casa se halla en un ángulo al final del bloque, justo en la esquina de una
plaza, disfrutas de una perspectiva privilegiada desde cualquiera de los ventanales de la
fachada; y a la inversa dispones de una excelente perspectiva de la casa mucho antes de
llegar al portal. Me acerqué por el extremo opuesto de la plaza con la agitación de un viajero
que regresara a casa tras pasar años en el extranjero, sin estar muy seguro de qué iba a
encontrarse, pero albergando la esperanza de descifrar por la cantidad de luces encendidas
qué pasaba en su interior y qué recibimiento encontraría. En realidad, semejante cálculo era
una insensatez. No iban a sumir la casa entera en la penumbra sólo porque necesitaran un
círculo de oscuridad a su alrededor; ni tampoco iban a encender todas las lámparas para
comunicarme que podía volver sin problemas. Pero ¿qué tendría que ver la sensatez con todo
aquello? Yo quería pruebas de un hecho y, sin embargo, no las quería. Deseaba ver, pero no
sabía si sería capaz de resistir lo que viera. ¿Sensatez? No, la sensatez desapareció de mi
vocabulario el día en que el médico cubano puso las manos sobre los pechos febriles de
Marisa, reclamándolos y haciéndolos suyos.
A menos que hubiera desaparecido cuando Víctor me guio por las escaleras para ver a su
esposa enferma.
A menos que hubiera desaparecido la noche en que leí por primera vez una novela.
Aunque las cortinas de la habitación de arriba que escruté fijamente estaban echadas, vi las
siluetas que se dibujaban detrás, y no eran siluetas de personas haciendo nada fuera de lo
común. No sé cuánto tiempo aguardé a que la escena cambiara, pero al final crucé la plaza y
saqué las llaves del bolsillo. Las inspeccioné con una curiosidad que equivalía prácticamente a
la nostalgia. ¿Llaves? ¿Yo poseía las llaves de esa casa? Tanteé la cerradura, creyendo que no
funcionaría. Antes de abrir la puerta, oí voces cantando. Fueran cuales fuesen mis
expectativas aquella noche —y mucho de lo que esperaba no podía decírmelo ni siquiera a mí
mismo— la idea de encontrarme a Marisa y QQ cantándose el uno al otro no formaba parte de
ellas.
Era una variante de los celos distinta de aquélla para la cual me había preparado. Retrocedí
un par de pasos para escuchar. Quirin aullaba: «Mi amor es como una rosa roja, roja». Si
pensaba conquistarla así, estaba muy equivocado. Marisa me había dicho muchas veces, en
los entreactos de ópera y de los recitales, que a ella los tenores no la impresionaban
demasiado, no digamos ya los tenores que titubeaban al recurrir al falsete. Claro que eso lo
decía sobria. Pero cuando le llegó a ella el turno de cantar no me pareció que sonara bebida.
Como todas las mujeres de su clase, Marisa poseía un amplio repertorio de baladas
sentimentales escocesas e irlandesas, al estilo de Barbara Alien, que interpretaba con una
trémula tristeza en la voz y con una mirada nublada de nostalgia por las islas que había
abandonado en su infancia. Quirin se sumaba a la melodía, animado por ella. Pero fue cuando
Marisa empezó con el «Lamento de Dido» cuando me sentí disgustado. La primera vez que me
lo había cantado, me había echado a llorar: «Cuando yazca, cuando yazca en la tierra, ojalá no
creen mis yerros / Ningún sinsabor en tu pecho». No estaba preparado para resistir tales
palabras; no disponía de ninguna defensa ante la idea de una mujer bajo tierra, fuera quien
fuese la intérprete. Pero inflamadas en la garganta de Marisa, aquellas palabras tocaban
cuerdas en mi interior que ni siquiera yo mismo conocía. Muchas noches desde entonces le
había pedido que volviera a cantármelo y ella me había complacido, extrayendo de mis
lágrimas una satisfacción de artista y también, me había parecido a veces, la de una madre,
acunándome hasta que me desahogara del todo. ¿No era, pues, aquélla una melodía sagrada
de nuestro matrimonio?
Después del «Lamento de Dido» la casa se quedó en completo silencio. No sabía si entrar o
no. Decidí dar otra vuelta a la plaza, dejando que los distintos celos en pugna hallaran su
propio equilibrio. Cuando regresé por fin, ya había llegado a la conclusión de que el silencio
significaba que estaba el uno en brazos del otro. ¿Qué otra cosa puede seguir al aria de Dido?
Levanté la vista hacia la ventana, pero no había ni rastro de ellos. Las luces seguían
encendidas, pero nada, nadie, ni una sombra se agitaba detrás. ¿Eso significaba que habían
salido de la habitación? Y de ser así, ¿a qué habitación habían ido?
Me senté en la silla de cuero de mi estudio —una silla que había exudado autoridad durante
generaciones— sin saber muy bien qué hacer a continuación. Nunca puedes saber cómo vas a
sentirte en una situación semejante. Estaba eufórico, tal como había previsto, pero no sabía
qué hacer con mi euforia. No puedes permanecer entusiasmado, aguardando en un silencio
que puede tener un sentido o no tenerlo. El sentimiento de exclusión había sido siempre mi
objetivo, pero ahora que lo había conseguido, me sentía apartado de la exclusión que tanto
había buscado.
Un artista obsesionado con su esposa, Pierre Klossowski (de quien tenía en mi escritorio
una fotografía representativa de su chifladura) escribió sobre el tema Roberte ce soir, una
novela no muy leída a causa de la sutileza erógena del asunto. ¿Cómo vas a tomar a una mujer
en tus brazos, se preguntaba Klossowski, cuando lo que quieres es que sea otro el que la tome
en sus brazos y cuando aspiras, además, a verlo precisamente en el momento en que él te ve a
ti? El rompecabezas que había atormentado a Candaules y a Anselmo: ¿cómo ser al mismo
tiempo voyeur y actor, exhibicionista y director de escena, marido y amante? «Uno no puede
al mismo tiempo —escribió Klossowski— tomar y no tomar, estar presente y no estarlo, entrar
en una habitación en la que uno ya está dentro.»
Una o dos veces salí al vestíbulo, pero no oí nada. Todas las luces estaban encendidas como
lo habrían estado al empezar la velada, pero, por lo demás, parecía una casa cerrada de
noche, sin un solo sonido. No sé cuánto tiempo mantuve aquella vigilia de pasearme, escuchar
y dejar de escuchar, pero al final debí de quedarme dormido en mi silla, porque el sonido de
un grito, luego un golpe seco (como si algo se hubiese caído de la pared) y luego un segundo
grito, me llegaron como procedentes de otra dimensión. Cuando logré levantarme de la silla,
la conmoción era aún mayor. Corrí al vestíbulo: allí estaba Quirin, inconsciente, si no muerto,
al pie de la escalera; arriba, desesperada y en camisón, estaba Marisa.
Quirin no estaba muerto. Ni siquiera tan inconsciente sí dejabas aparte el efecto del vino. Le
goteaba sangre de un pequeño corte por encima de la nariz. Soltó un gemido cuando me
arrodillé a su lado y le puse una mano en el hombro.
Miró en derredor como si nunca hubiese visto aquel lugar. Ya éramos dos.
Por encima de su cabeza, cuando Marisa pulsó el interruptor, un millar de luces estrelladas
empezaron a centellear. Quirin alzó la vista con una sonrisa estúpida en la cara, como si
esperase ver el rostro deslumbrante de Dios devolviéndole la sonrisa.
¿De qué no quería que hablase? No podía tratarse de la araña, desde luego. ¿De qué,
entonces? ¿Del beso en lo alto de la escalera, tan vertiginoso que había acabado perdiendo
pie? ¿De los juegos eróticos que los habían vuelto indiferentes a cualquier peligro? ¿Lo había
empujado ella para rechazarlo? ¿Había caído él cuando trataba de rehuirla?
Mis preguntas no eran del estilo de Maigret. Quería saber lo que había ocurrido, pero no
para resolver un crimen.
¿Habrían llegado muy lejos las cosas? Formulo la pregunta con la misma franqueza con la
que se me presentó entonces, a pesar de que había asuntos más urgentes que atender. Pero
ya ven: para mí no había nada más urgente. ¿Sí o no? Aun suponiendo que Quirin hubiese
estado en plena agonía, lo cual, gracias a su joven osamenta, a las mullidas alfombras y a una
total insensibilidad no era el caso; incluso en ese supuesto yo no habría ordenado mis
pensamientos de otro modo. ¿Se había producido el hecho? Y si no era así, ¿qué posibilidades
había aún de que se produjera?
Se supone que cuando ocurre un accidente recobras la sensatez. Para eso están los
accidentes. La locura se disipa y la cordura se reafirma de nuevo. Pero mi euforia no se había
aplacado con los acontecimientos. Se había detenido, sí, pero no se había extinguido. La
noche no había terminado.
—Me parece —le dije a Marisa, llevándomela aparte— que deberías acompañarlo en la
ambulancia.
—Félix, esto no es ningún juego. El chico se ha caído por las escaleras. Podría tener todos
los huesos rotos.
—Ya, pero lejano. Tú tienes una relación más estrecha con él. —¿Yo?
—Tú.
—Estás loco —dijo—. ¿Seguro que no eres tú el que se ha caído por las escaleras?
No le dije que no tenía ningún motivo para caerme porque no era yo quien estaba en lo alto
de la escalera, fundido en un abrazo apasionado.
—No veo dónde está la locura —contesté, en cambio, lo que hablaba mejor de mi estabilidad
mental—. Si no vas tú con él, lo haré yo, Pero no entiendo qué tiene de loco lo que te he dicho.
Siendo chocante en sí misma por lo que planteaba, la pregunta me sorprendió aún más por
el hecho de ser formulada. Marisa nunca había sido tan directa conmigo sobre un asunto que
ardía en silencio entre ambos, pero al cual habíamos acordado tácitamente no referirnos de
palabra.
—No sé de qué me hablas —le dije sin mirarla. Si me hubiera enfrentado a sus ojos, me
habrían abrasado vivo.
—Sí, sí lo sabes, Félix. ¿No se detiene nunca? ¿Nunca se interpone nada más importante?
Era muy tentador aprovechar aquel momento y reconocerlo: «No, Marisa, nada más
importante se interpone nunca, porque no hay nada más importante». Pero decir eso habría
sido terminar con todo. Ella ya pensaba que estaba loco y no sabía ni la mitad. Cuando la
ocasión se le presenta, un masoquista no se atreve a aprovecharla a menos que quiera poner
todo su mundo patas arriba, cosa que él cree desear, que tiene a gala desear, pero que por
supuesto no desea. Más constante que el sádico, el masoquista anhela una repetición infinita.
Las cosas entre nosotros estaban condenadas a ser distintas después de aquello.
Pero, por mucho que simuláramos, se había quebrado nuestro precioso pacto de mantenerlo
todo implícito.
Y con él también la comedia aún más preciosa alimentada por ambos según la cual la duda
lacerante en la que yo vivía no era producto de mi imaginación trastornada, sino que tenía un
correlato real: las infidelidades hirientes y nunca mencionadas de Marisa.
Cuando mi amada juraba que me era infiel, yo la creía, aunque sabía que mentía.
Ya no.
No era fácil explicar la lógica moral que tenía aquello, pero ambos presentíamos que así
había de ser. Era como si aceptáramos la necesidad de descender de un plano puramente
filosófico —desde la belleza de la abstracción, por así decirlo, a la fealdad de los hechos— y
como si a partir de ahora fuéramos a ser más groseros el uno con el otro. No porque Marisa
tuviera que castigarme precisamente con lo que yo era, pues no había en ella la menor
inclinación al castigo ni a la venganza, sino porque no podíamos ir a ninguna otra parte.
Sin duda, ella no habría podido hacer lo que acabó haciendo de no haber sido una
aventurera con un profundo instinto de ocultación. Pero no habría podido hacerlo si
únicamente hubiera sido una aventurera. Hizo lo que hizo porque me amaba. No veo a su
precursora en Ginebra, en Mesalina o en Moll Flanders, ni en la Wanda envuelta en pieles de
Sacher-Masoch, ni en ninguna de las libertinas de Los ciento veinte días de Sodoma de Sade,
sino en la respetable señora Bulstrode de Middlemarcb, que permaneció fiel a su marido
deshonrado. Las buenas esposas actúan así: cargan con el peso que llevamos a nuestras
espaldas y hacen suyas nuestras penas. Yo no había sido sufrido ninguna deshonra pero
tampoco me hallaba abrumado de honores desde un punto de vista moral. La señora
Bulstrode se despojó de sus ornamentos y se puso un simple vestido negro; Marisa se retocó
el rouge: por demás, actuaban con el mismo sentido del deber. Que Marisa sugiriese el
camino de la separación y que yo nunca la amenazara con tomarlo por mi parte; que el
divorcio, en fin, no figurase ningún momento en nuestras consideraciones, demuestra lo
entregados que permanecimos el uno al otro.
En reconocimiento de lo cual, y una vez más sin palabras, nos sumergimos en un período de
intenso amor romántico. Era como la luna de miel que nunca habíamos disfrutado del todo.
Nos despertábamos sonriendo y mirándonos a los ojos. Yo no dejaba que se levantara, para ir
a la cocina o al baño, sin acompañarla. La contemplaba mientras se vestía. Miraba cómo se
maquillaba, con la cabeza ligeramente echada hacia atrás para darse los últimos toques, como
si estuviera poniéndose gotas en los; ojos y no quisiera derramar ninguna. Al hacerlo, se le
estrechaban los orificios de la nariz y tensaba los músculos del cuello. Desde ese ángulo,
también, aquellas marcas grises como bolsitas de té que tenía bajo los ojos adquirían un brillo
plateado. Fascinante. No quería perderme ni un segundo de aquel espectáculo. Lo cual, claro,
le inspiraba cierta timidez, pero tampoco eso quería perdérmelo. Aunque normalmente se
vistiera con cierta brusquedad, como un hombre, ante mis ojos se deslizaba más
sinuosamente en sus vestidos. Al menos hasta que acababa por encontrarlo absurdo y se daba
los últimos toques a toda prisa sin mirarse siquiera al espejo. Era una maravilla lo llamativa y
vistosa que podía llegar a resultar con tan pocos preparativos. Incluso en los días de su
juventud, mi madre raramente bajaba antes del almuerzo: tanto tenía que hacer con su
persona antes de poder enfrentarse al mundo. Marisa salía al nuevo día todavía con el tibio
calor de la cama, como si no pudiera aguardar a que su vida recomenzase.
En las tardes en las que trabajaba en la tienda de Oxfam, yo me pasaba un rato y simulaba
ojear los libros, aunque lo único que deseaba era verla, observarla con otras personas, oír su
voz y hacerla sonreír cuando me asomaba tras un montón de volúmenes. Ella hacía lo mismo.
Me acompañaba caminando a nuestras oficinas. Y cuando yo emergía del sótano seis horas
más larde, allí estaba otra vez, con el rostro iluminado, como si no se hubiera movido del sitio.
Hacíamos una pausa para tomar el té ni alguna parte. Y luego otra más para tomarnos una
copa, como dos amantes que no quieren separarse, aunque nada nos impidiera volver
directamente a casa y perseguirnos por las habitaciones. Estallábamos en carcajadas sin
motivo, y entonces Marisa se reía en presente de indicativo, exultante por el estado en el que
estábamos. Salíamos a dar largos paseos por Londres tomados de la mano. La gente nos
sonreía al vernos. Normalmente no soy el tipo de persona que invite a entrar en conversación
a los desconocidos. No digo que mi rostro la excluya por completo, pero no dejo que la gente
me distraiga con facilidad de mis pensamientos. Marisa también puede resultar intimidante.
Con una diferencia: que si mi rostro simplemente baja la persiana, el suyo se ilumina con una
inteligencia tan aguda que uno se lo piensa dos veces antes de aventurarse. Ahora, en cambio,
sumidos en aquel estado, parecíamos atraer con nuestra felicidad a todo el que se acercaba.
Las ancianas venían a sentarse cerca de nosotros en los parques. También los niños. Los
perros jugaban a nuestros pies. No es que estuviéramos impregnados de un amor inocente y
espontáneo; más bien inspirábamos un amor inocente y espontáneo en los demás.
Y mient ras aquello duró, Marisa me resultaba cada día más encantadora. Las manchas bajo
sus ojos se desvanecieron. Su severa nariz romana se irguió de un modo casi imperceptible.
Sus labios se aflojaron y se volvieron más suaves. Parecía que se le hubiese encendido dentro
una luz. Una mañana de primavera especialmente tonificante salimos a caminar por St. James
Park muy temprano, cuando los árboles aún estaban húmedos de rocío. Uno de los pelícanos
se había aposentado en un banco, voluminoso y casi sobrenatural como un ángel, y
chasqueaba ese pico tan peculiar que parece una pala de plástico para servir ensaladas.
Marisa me pidió que me colocara a su lado y que lo rodeara con un brazo.
—Resulta difícil decir —dijo Marisa riendo— cuál de los dos parece más incapaz de volar.
—El —respondí.
Era verdad. Aquella mañana me sentía más liviano que cualquier otra criatura del parque,
dejando aparte a Marisa.
Le pregunté a qué venía aquello. A ella le sorprendió que no conociese esa superstición: una
sola urraca daba mala suerte, tenías que invocar de algún modo a la pareja.
Me dieron ganas de llorar. Las supersticiones de otras personas suelen afectarme así. Es
como si se destilara su antigua fragilidad infantil para acabar revelando su auténtico ser.
Adoro entrever a la niña en la mujer; me rompe el corazón. Y así fue como vi a Marisa de
pronto: como una niña pequeña, saltando por el parque y aprendiendo de su madre a decir:
«Hola, señor Urraca; ¿cómo está la señora Urraca?».
Nos besamos bajo las hojas mentoladas de un sauce, mientras inhalábamos su recién nacido
verdor con el mismo éxtasis de unos padres que huelen por vez primera la fragancia del pelo
de su bebé. Cuando abandonamos el cobijo del árbol, me fijé en los diminutos diamantes de
rocío que colgaban como aljófares de las pestañas de Marisa. La imagen es de Thomas Hardy.
Tess en un raro instante de felicidad, así era como veía a Marisa en su lastimada inocencia:
disfrutando de una tregua.
Y luego, tan bruscamente como se había iniciado, llegó a su fin. Era como si nos hubiéramos
abrazado por última vez al pie del cadalso y uno de los dos tuviese que subir ahora los
peldaños.
En cuanto a cómo lo supe... Bueno, simplemente lo sabes. No puedes estar tan unido como
nosotros lo habíamos estado y no percibir luego que ha irrumpido otra persona en esa unidad.
A ojos de un extraño debíamos de tener el aspecto de siempre: todavía una pareja atenta y
enamorada, sin ninguna distancia entre ambos, a la que sólo podía reprochársele si acaso un
exceso de proximidad. Desde luego no había nada en Marisa, en su manera de vestir o en su
actitud, que pudiera sugerir ni remotamente que su vida hubiera cambiado. He conocido a
hombres que viven sin percatarse de que sus esposas han perdido la virtud mientras el resto
de la gente repara con cruel regocijo en sus faldas cada vez más cortas, en sus inestables
tacones, en la expansión progresiva de sus escotes, en sus uñas crecidas y en sus labios más
hinchados y pintados que nunca. Marisa no era una mujer de este tipo. Ella no había
abandonado ninguna de sus costumbres ni la idea esencial que tenía de sí misma cuando
había deshonrado a Freddy, y tampoco ahora, al deshonrarme a mí, dejó de ser la que siempre
había sido.
Al principio, una nueva compasión hacia mí. A veces, una mirada afligida, casi como si
temiera lo que pudiera depararme futuro, como si atisbara mi soledad, cruzaba fugazmente su
rostro: no cuando estábamos solos, sino en cualquier reunión, donde fuese que se encontraran
nuestras miradas desde los extremos opuestos de una habitación, o a través de la mesa de
una cena, cuando nos despedíamos por segunda vez con un gesto en una calle muy transitada.
Una tarde, en el jardín de su medio herma Flops, en Richmond, mientras sus hijos pelirrojos e
insoportables jugaban a nuestro alrededor —ni rastro de Rowlie en sus retoños; sus genes
habían sido arrasados por la amarga acritud Flops—, Marisa me sostuvo la mirada a través
del humo de barbacoa con una tristeza tan melancólica y persistente que tuve que hacer un
esfuerzo para no echarme a llorar. Día tras día el tono de voz que empleaba conmigo se iba
transformando. Nadie más lo hubiera advertido, pero yo vivía pendiente de la voz Marisa, tal
como un niño de la voz de su madre. Y ésa fue precisamente la alteración que registré: un
tono afligido que armonizaba con sus afligidas miradas, en el cual yo percibía mi progresiva
pérdida de estatus como persona querida: de amado esposo niño amado. Pensándolo bien, no
me debía ninguna disculpa como esposa: yo era causante de mi propia perdición en cuanto
marido. Precisamente para cumplir sus deberes maternales, por así decirlo, ella estaba
dispuesta a admitir su negligencia conyugal. Una disposición que suponía a su vez una
acusación implícita, un reproche apenas susurrado: ella había dejado de cuidar de mí, en
efecto, pero ¿quién cuidaba de ella?
Al final, desde luego, pese a las exquisitas precauciones que ella tomaba, llegué a percibir la
presencia invisible pero palpable de un sustituto: al otro lado del teléfono repentinamente
demasiado ocupado de Marisa, en el punto de destino de sus taxis ahora tan frecuentes. Una
noche, saliendo hacia el teatro con mucho retraso y apurada porque había perdido las
entradas, utilizó conmigo un apelativo cariñoso que yo nunca había oído. Me aseguró,
mientras salíamos a la calle, que era un sobrenombre que le había puesto a Freddy. A menos
que yo lo llamara, cosa totalmente descartada, no tenía modo de confirmarlo. Pero a ella no
parecía preocuparle si me lo creía o no. En tiempos, cuando había pasado algo entre nosotros
poco antes de ocupar nuestros asientos, Marisa me habría apretado un momento la rodilla
durante la representación. Pero esa noche mantuvo las manos entrelazadas en su regazo.
Ya no había resquicio para la duda antes de ese momento, pero ahora la certidumbre me
aullaba al oído. Un amante. Marisa había tomado un amante.
La expresión precisa era importante desde mi punto de vista. No tenía un amante, había
tomado un amante.
¿Había imaginado que sentiría una euforia orgiástica, llegado el momento? No. Había
previsto, correctamente, que sería como la confirmación de un terror: como si, al oír ruidos en
plena madrugada, bajas las escaleras y descubres que, en efecto, hay un extraño desvalijando
tu casa. Pero no había previsto lo demoledora que sería esa confirmación. Inmediatamente
después de que Marisa me negase su boca, me eché a temblar de miedo. Sentía como si se me
hubiera alojado una barra de hierro en el pecho. Notaba reseca mi boca rechazada. Si alguien
me hubiera rebanado el cuello, o si yo mismo —como habría sido más apropiado para la
ocasión— me hubiera abierto las venas con un cuchillo, habría sangrado hielo.
Un amante.
Un amante, como yo lo había sido para ella en el pasado, aquél que ha sido primero amante
de su esposa conoce mejor que nadie la traicionera transferencia de afecto de la que esa
esposa es capaz, sin que el movimiento de un solo músculo o el desorden de un solo pelo
lleguen a delatarla.
Allí tenía lo que había pedido: la duda hiriente que ya no era duda, la herida en sí misma, la
llaga en el corazón; y yo me sentía completamente trastornado.
Sí y no. Y no es una evasiva. Yo me la respondía de una manera distinta cada día, cuando me
despertaba con esa pregunta en la mente. Y he de decir que, a medida que la infidelidad de
Marisa se fue convirtiendo en la norma habitual de nuestra vida, nunca me despertaba sin
plantearme esa pregunta. Cada uno me irritaba a su manera: el amante y el colectivo de
amantes, por así llamarlo. Si de lo que hablamos es de simples celos, entonces, desde luego,
el amante, en singular, me mortificaba como nunca llegó a hacerlo la manada completa. Él
tenía para sí toda la atención de Marisa; por tanto, poseía para él solo lo que me pertenecía. Y
además, era el primero. Con él tuve que aprender desde el principio —ni el médico cubano ni
Quirin podían considerarse propiamente un principio— cómo soportar lo que no me quedaba
más remedio que soportar. Él, quienquiera que fuese, me quitó la virginidad.
Pero los simples celos eran sólo una pequeña parte de todo asunto, como descubrí
enseguida (lo iba descubriendo sobre marcha). Sí, yo era mentalmente un voyeur de mi
esposa, allí sol en nuestro lecho abandonado, imaginándome con implacable detalle los
progresos de mi rival a medida que sus dedos se aventuraban y establecían su ilícita
propiedad sobre la piel de Marisa. Poro a poro, yo tocaba lo que él tocaba, vivía en sus manos,
moraba en su boca, seguía su lengua allí donde Marisa permitía que la introdujera. A donde él
llegaba, también llegaba yo. ¿Hace falta que siga? Era él en mayor medida que él mismo. Y tal
vez era más yo lo que nunca lo había sido. ¿Había penetrado a Marisa con tan exaltada
sensación de ser el único como ahora, cuando la penetrábamos los dos juntos? Y aun así, en
ningún momento de la intensa familiaridad que gozaba con él sentí la curiosidad de saber
quién era. No quería verlo, ni saber su nombre, ni descubrir qué aspecto tenía, ni averiguar
cuál era su profesión. Daba por supuesto que no nos conocíamos; Marisa no habría sido tan
vulgar como para escoger a su primer amante (al primero desde que nosotros nos habíamos
hecho amantes) entre nuestros amigos mi próximos. Pero incluso en el caso de que nos
conociéramos, no habría querido saber nada ni le habría reprochado a Marisa su elección.
Todo aquello tenía que ver con ella, no con él. La historia que a mí me fascinaba era la de
Marisa alargando la mano y tomando primero a un amante, y luego a muchos, sin importar
quiénes resultaran ser. Una historia que, básicamente, habría preferido ver escrita por Jane
Austen, y no por Sade o por Sacher— Masoch. ¿Cómo se sentía Marisa en el fondo de su
corazón? ¿Con qué emociones aceleradas, con qué perturbación del espíritu se había alejado
del recto camino de nuestro matrimonio para zambullirse en aquella infidelidad inicial? ¿Y con
qué tumulto de sentimientos, con qué expectativas de felicidad o desolación, con qué aumento
o disminución de su amor propio le había hecho al Amante Número Uno —que sin duda debía
de haber sido alguien especial para ella— exactamente lo mismo que me había hecho a mí, o
sea, traicionarlo para entregarse al despreocupado reparto de sus favores, ahora al Amante
Número Dos, ahora al Amante Número Tres, ahora a todos los demás, fuera cual fuese su
número? ¿Qué era lo más indecoroso? ¿Qué le hacía sentir más vergüenza, suponiendo que
fuera eso lo que sintiera? Y si no vergüenza, pues ella era, como he dicho, una persona seria y
reflexiva, entonces, ¿qué? Ojalá que no pase de ser sólo una idea, pero... ¿podría ser que se
hubiera enamorado un poco del Amante Número Uno? ¿Sería posible incluso que se hubiera
enamorado del todo? ¿Y que la disolución de sus sentimientos hacia él, mientras extendía aún
más sus redes, le provocara remordimientos? ¿Lamentaba la infidelidad cometida con él? ¿O
era simple lascivia el elemento en el que ahora se movía?
Hasta que no nos enamoramos —con mi tipo de amor— nos limitamos a cruzarnos con
indiferencia unos con otros. Tomamos nota con la mirada si se despierta nuestro interés,
percibimos a medias, nos preguntamos con despreocupación. Pero no observamos ni
interrogamos de verdad hasta que estamos enamorados. Así es como distinguimos al amor de
sus parientes pobres: por la avidez con la que devoramos a su objeto y que no nos deja
descansar hasta que hemos ingerido a la persona amada en su totalidad. Sólo los artistas son
tan voraces en su mirada y en su curiosidad. Y por supuesto, los religiosos, dispuestos a
comer a su dios para conocerlo.
El arte, la religión, el amor... ¡qué estrechamente unidos han estado siempre los tres en su
desconcertada sensualidad! Yo era amante, artista, devoto fanático de Marisa. Y nunca hasta
tal extremo como cuando (igual que esas damiselas evanescentes cuya persecución gastaban
sus vidas los poetas y los pintores, igual que la deidad cruel e invisible que el devoto invoca
una otra vez en vano) ella eludía cualquier intento mío de entrar en su imaginación mientras a
otros les permitía, en cambio, entrar en su cuerpo.
Tomo prestada esa manera más bien arcaica de expresarlo de la propia Marisa. Así era, al
menos conmigo, como describía(y con perdón) como practicaba ella el acto del amor: como
una intrusión sorprendente e incluso poco apropiada. No estoy diciendo que se resistiera a
practicarlo por este motivo. Al contrario yo diría que cuanto más ininteligible encontraba la
experiencia de ser penetrada, más la excitaba. En ese momento en el que otras mujeres
cerraban los ojos y trataban de desvanecerse y aislarse de cualquier distracción consciente,
Marisa se volvía más curiosa y despierta. Se incorporaba sobre los codos para mirar hacia
abajo, quería ver la mecánica del asunto —el momento penetrante propiamente dicho—, como
si sólo entonces, al contemplarlo toda su inenarrable obscenidad, pudiera admitir que, aunque
nunca había entendido por qué la gente, incluida ella, podía disfrutarlo, en efecto lo
disfrutaba.
Y si esto era un estímulo para entenderla cuando estaba con ella, lo era mucho más aún
cuando la imaginaba con otro.
En las noches en las que Marisa me dejaba solo, sin decirme si volvería antes de la
madrugada o no (mi intuición me decía si no iba a hacerlo), yo convertía nuestro dormitorio
en una catedral. Cuando ponía música, era siempre Schubert, el gran doliente.
... pero sin pedirles a las flores o a las estrellas que le dijeran lo que él ardía en deseos de
saber, porque lo que deseaba saber con tal ardor, con el mismo ardor deseaba no saberlo.
Pero la mayoría de las veces mis pensamientos torturantes no precisaban acompañamiento.
A las nueve en punto cerraba la casa con llave, no para dejar fuera a Marisa, sino para
mantenerme yo dentro. Pues mi catedral era también mi cárcel. A partir de ese momento no
salía de la habitación ni hacía absolutamente nada a la luz de dos cirios de iglesia que ardían
a ambos lados de la cama. También quemaba incienso. El opio era el aroma que me sentaba
mejor. Para entonces ya me había despojado de mi traje o de la ropa que llevase puesta y que
me ligara a cualquier otra cosa que no fuese Marisa. En los días previos a su indisposición en
Florida, ella me había comprado un pijama blanco en una tienda de Key West en la que sólo
vendían prendas que Hemingway hubiese podido llevar. Qué tendría que ver Hemingway con
un pijama blanco era para nosotros un misterio, pero desde luego aquel modelo me resultaba
más cómodo para soportar el calor y la humedad que los que había metido en mi equipaje.
Recuerdo que Marisa no pudo contener una carcajada al ver que había tenido la ocurrencia
de traerme un pijama a Florida. ¿Para qué llevar una prenda semejante a una luna de miel?
Ahora ya no había ninguna risa asociada a mi pijama blanco. Era una prenda consagrada al
sacrificio, una vestidura que simbolizaba la abnegada negación de mi virilidad y de mi
independencia. Me ofrecía para que Marisa hiciese conmigo según su voluntad y para que mi
sangre helada manchara las ropas que ves en su honor hasta que la última hebra quedara
teñida de rojo, despojado y destripado, me tendía para permanecer en vela toda la noche.
Hay un término que utilizan los que practican la ansiedad e incertidumbre como
estimulante: subespacio, el abandono ritual de tu voluntad a los caprichos sexuales de otro, el
nirvana inmóvil de la completa sumisión. En el subespacio recibes con alegría gratitud
cualquier castigo que se te inflija: un insulto en privad una pública humillación, unos azotes,
una hoja afilada, un llama... La tortura que elijas o que elija tu torturador.
El subespacio en el que ingresé se hallaba regido por la ausencia de Marisa. Con alegría y
gratitud padecía esa ausencia, que se me clavaba más profundamente que una hoja afilada.
A veces dormía un poco: breves e irregulares cabezadas con las que abandonaba por unos
minutos mi deber. Pero la mayoría de las noches no dormía. Si me quedaba dormido
despertaba con un sentimiento de culpa, convencido de que no haber permanecido en vela era
una falta de respeto y de gratitud a Marisa, qué —en cierto sentido— había salido a trabajar
para mí. Pero me prohibía a mí mismo dormir por otros motivos, además. No puedes
despilfarrar el subespacio sumido en la inconciencia. Has dé permanecer bien despierto
cuando eliges como vocación la sumísión a los caprichos de tu esposa. Eres el novelista de
Henry James, en quien nada se derrocha. Y cada segundo de sueño era un segundo perdido
para la tortura que implicaba hallarse despierto. Si duermes en las noches de ausencia infiel
de tu esposa lo mismo da que abraces los consuelos de los hombres vulgares: la bebida, el
juego, el deporte, el suicidio.
Además, no podía estar seguro de cuál de mis noches de lacerante vigilia sería la última. No
en un sentido suicida, sino considerando —no podía por menos— la volubilidad de las
pasiones humanas. Marisa podía hacer cualquier cosa. Se le podía meter en la cabeza que
volviéramos a nuestra vida de antes, en cuyo caso no me quedarían más noches enfermizas en
vela. O podía hacer exactamente lo contrario y dejarme del todo, en cuyo caso mis devociones
habrían llegado a su fin. Pues no hay que equivocarse: ese ritual era una celebración de
nuestra singular armonía, un sacramento matrimonial que perdería todo su sentido y su sabor
si nos separábamos. La paz exquisita del subespacio —la paz que sobrepasa todo
entendimiento— sólo era posible en una feliz unión.
En el rincón más oscuro de mi alma habría deseado que, antes de salir de casa, ella me
hubiera protegido contra cualquier tentación traicionera, atándome quizá las manos a la
espalda; o incluso —en mi estado febril no había nada que no me atreviera a contemplar— que
me las cortara a la altura de la muñeca. Una vez que has incluido la amputación en tu
imaginario erótico, sólo hay una conclusión posible: el hombre debe ser coartado, debe ser
despojado de su hombría, debe morir sin trazas de virilidad. Pero si Marisa intuía esos
anhelos, nunca los satisfizo. Quizá porque pensaba que bastante estaba haciendo ya por mí.
Así pues, me quedaba allí tendido, en completo silencio, como sobre una losa de piedra,
imaginando el día en que ella accediera a desmembrarme, a modo de regalo, aunque a efecto
prácticos ya me hubiera hecho tal obsequio en virtud de su simple ausencia. Permanecía del
todo inmóvil; me irritaba cualquier ruido o movimiento que no procediera de Marisa. Como
unido a ella con tenues hilos de amor, como una mosca captura en la red de su propio deseo,
yo vibrase ante cada sonido que e hiciera y ante cada pensamiento que cruzara su mente.
Marisa susurrando, riéndose, haciendo confidencias, sofocando un grito Marisa abriendo su
cuerpo... No importaba a quien, sólo importaba que ella sintiera la conmoción, la vergüenza,
el éxtasis o que fuese, y que enviara su sedoso mensaje hacía mí, por muy lejos que se hallara.
¿Y si le pasaba algo malo a Marisa mientras estaba dando vueltas por ahí? ¿Qué clase de
marido permitía que su esposa vagase sin protección por una ciudad salvaje? El éxtasis
erótico, incluso cuando es tan tortuoso como el mío, guarda una estrecha relación con la
superstición disfrazada de moral. No podemos librarnos de siglos de puritanismo de la noche
a la mañana. ¿Cómo iba a preguntarme, acuciado por ese puritanismo, si Marisa no estaría
corriendo peligro? ¿No se merecía que le pasara algo ¿Y no merecía yo perderla, a causa de
otro hombre o de un percance? No puedes jugar con las convenciones de un mundo adverso y
vengativo sin que éste se lo cobre con nefastas consecuencias. El salario del lúgubre pecado
sublunar es la muerte. ¿Cuál no sería entonces el precio de una maldad tan extraña como la
nuestra?
Mis escrúpulos, como verán, eran de naturaleza moralista y de mal agüero, nunca
viscerales. Sufría temblores, pero nunca una auténtica náusea. Por supuesto, me levantaba
algunas mañanas de mi lecho de víctima insomne con una intensa sensación de absurdo. Me
arrancaba mis blancas vestiduras y me contemplaba con irritación en el espejo: un hombre
más cerca ya de la media edad que de la juventud, con ojos cansados y, sin embargo, con una
expresión de inocencia casi beatífica en la cara, con una extenuada gratitud juvenil que me
encolerizaba conmigo mismo. Pero eso me lo tomaba como una reacción necesaria si quería
seguir con todo lo demás, con los asuntos menores de mi vida. Y nunca pasaba más de un día
o dos sin que reaccionara asqueado ante la vida aperreada por la que me arrastraba Marisa.
Las célebres palabras de la gran novela de inversión moral de Dostoievski Los hermanos
Karamazov: «Lo que el intelecto considera vergonzoso posee a menudo para el corazón una
espléndida belleza», son profundamente ciertas. Pero uno podría reformular su tremendo
impulso: «Lo que posee para el corazón una espléndida belleza no debe mirarlo con
vergüenza el intelecto». Yo siempre, como una cuestión de principios, he alentado al intelecto
a llegar tan lejos como el corazón se atreva a ir. Si es lo bastante bello para sentirlo, también
lo es para pensarlo. Y la razón —que a menudo no es más que la incomodidad ante los excesos
del corazón—, que se vaya al cuerno. Así, aunque me apartara durante breves períodos de la
posición ridícula en la que me ponía, la repugnancia ante lo que había acabado siendo mi vida
con Marisa no duraba mucho.
En cuanto al amor que sentía por ella, aumentaba a medida que me daba más y más razones
para admirar su audacia. Con cada infidelidad —real o imaginaria (pues la imaginación no
deja de funcionar de repente sólo porque la realidad empiece a hacerle la competencia)— mi
devoción hacia ella se volvía aún más profunda. Ningún hombre ama de verdad a una mujer,
he dicho, si no sabe que yace en brazos de otro. No retiro ni una sola palabra. Cuando no
estaba conmigo, me imaginaba a Marisa con el mayor —y el más grosero, no hace falta decirlo
— de los detalles. Contaba cada pelo de su cabeza. Medía la piel entre sus dedos. Oí el
murmullo de sus párpados cuando los cerraba y cuando volvía a abrirlos. Me la representaba
de un modo tan vivido que habría sido capaz de construirla entera, vena a vena, si mi
imaginación hubiera estado dotada de los recursos para recrear una vida humana.
El amor, claro está, no reside sólo en la venas. Y no sólo era el aspecto, la sensación y el
tacto —la presencia misma— de Marisa lo que me la volvía aún más querida en su ausencia.
También pensaba más detenidamente en su estilo y en su valentía, pues los suyos no eran
actos corrientes de engaño conyugal. Se precisaba energía mental, intuición y bondad —
bondad hacia mí, al menos— para mantener en equilibrio, como ella hacía, sus afectos y
lealtades. Hacía falta un tacto exquisito, un gran conocimiento de sí misma, agudeza,
amplitud de miras, juicio, una enorme capacidad de discernimiento para no jugar con los
sentimientos de la gente, incluidos los suyos.
De manera que había que añadir a mi devoción una admiración auténtica. Una estima que
crecía con cada una de sus infidelidades, pues en ella se convertían exactamente en lo
contrario de la infidelidad: eran la prueba de lo mucho, de lo bien, de lo inteligentemente que
me amaba.
Mientras que... Bueno, mientras que si hubiese roto el silencioso hechizo que nos paralizaba
y le hubiese dicho: «Marisa, mi amada esposa, mi cielo, ya basta, estoy saciado y satisfecho,
no puedo más, ven a casa», quién sabe si no me hubiera respondido: «Mi querido Félix, mi
amadísimo esposo, ¿qué tiene que ver todo esto contigo? Nunca ha tenido ni tendrá nada que
ver contigo y con tus deseos. Es asunto mío y de mis deseos. Ahora vuelve a la cama».
No la había seguido. No me hacía falta seguirla. De un modo u otro, por medios lícitos o
viles, las imágenes de Marisa entregada a sus impuras devociones me acababan llegando. La
gente me lanzaba insinuaciones. Yo leía su diario; es posible que estuviese escrito para que lo
leyera. Abría las cartas que se dejaba por ahí, ya que presumiblemente constituían una
invitación: Marisa no era una persona descuidada. Las cartas que no había dejado por en
medio también las abría, porque Marisa tampoco escondía las cosas con descuido. Y no veía
ningún motivo para no escuchar los mensajes que le dejaban en el teléfono de casa. El hecho
de que no encontrara ninguna prueba tangible de una aventura no probaba nada en sí mismo.
Ella habría querido que descubriera que no encontrar ninguna prueba de que tenía una
aventura era una prueba incontestable de que sí debía tenerla. Espiarla de este modo —entrar
en sus reductos más íntimos— se había convertido en nuestra forma de hacer el amor. Pero
nunca se me habría pasado por la cabeza seguir sus pasos. Era una cuestión de honor para mí
que Marisa dispusiera de la máxima amplitud topográfica para desarrollar sus intrigas, y si
eso hubiera significado la ciudad de Londres entera, yo habría permanecido recluido en casa.
Los accidentes, sin embargo, se producen. Aquel encuentro (pues no se trató de una visión
momentánea) fue enteramente accidental. Un hecho fortuito o calamitoso, según como quiera
mirarse, pero no sin cierto grado de incomodidad para ambas partes, sobre todo para mi
secretaria, Dulcie, con quien estaba almorzando cuando Marisa entró en el restaurante con su
desconocido amigo, no exactamente en una actitud íntima, pero tampoco como si estuviesen
allí para hablar de negocios.
Tampoco yo estaba de negocios. Aquél no era un restaurante de negocios. Allí ibas a dejarte
ver. Hacías tu entrada y, salvo un aplauso, recibías toda la atención posible del resto de los
comensales mientras te acompañaban a tu mesa. Y raramente llegabas a ella sin tener que
repartir varios besos entre la gente que reconocías. Tal como Marisa, que no tuvo otro
remedio que besarme.
Marisa, desde luego, ya conocía a Dulcie, mi secretaria durante años, así que no podía
suponer que había nada incorrecto en el hecho de que la invitara a almorzar. A Dulcie le
encantaba ese restaurante, pero no habría conseguido una mesa sin mí. De vez en cuando la
llevaba allí como una recompensa especial, o si tenía un problema personal y necesitaba
desahogarse, lo que era el caso ese día. Eso también lo sabía Marisa.
Pero Dulcie no sabía qué hacía allí Marisa con Miles, por lo que se ruborizó no sólo al
saludar a éste, según deduje, sino al oírse a sí misma diciendo: «Hola, señora Quinn», como si
intuyera que llamar señora No Sé Cuántos a Marisa mientras Miles permanecía
posesivamente a su lado podía provocar quizás alguna complicación. ¿Lo había advertido sólo
mirándolos?, me pregunté. ¿Era tan obvio que formaban pareja? ¿O acaso las infidelidades de
Marisa eran ya bien conocidas incluso entre mi personal? ¿Lo sabía todo el mundo?
Si digo que eso me esperaba, confío en que se entienda que eso me temía (y que por eso lo
deseaba).
Por el somero intercambio de saludos supuse que Miles debía de ser un irlandés millonario.
Un criador de caballos, seguramente. Tenía buenos modales e iba arreglado en exceso, tal
como hacen los irlandeses cuando quieren hacerse pasar por americanos de la Ivy League.
Llevaba un traje mucho más caro de lo necesario, una corbata rosa con el nudo muy apretado
en torno a su cuello escuálido y una camisa cuyos puños asomaban por las mangas en la
proporción exacta cuando extendía la mano. Sus dedos, que me tomé una pausa para observar
durante una fracción de segundo antes de estrechárselos, tenían un aspecto enrojecido. No se
trataba de ninguna infección. A ojo, yo habría dicho que era siete u ocho años más joven que
Marisa, cosa que me complacía de un modo sobre el que no necesito entrar en detalles. No
me dio la sensación de que supiese o le importara quién era yo, lo cual volvía a complacerme
de un modo que, estoy seguro, no tengo que explicar.
Le sostuve la mirada durante tanto tiempo como lo permitía la cortesía. Así que ahí lo tenía,
ahí estaba la temida alternativa.
La temida alternativa hecha carne. Y podía resistirlo. Es más: podía crecerme ante ella. Algo
se removió en mi estómago; seguramente, la transustanciación de la sangre en agua. Pero por
lo demás, me sentía maravillosamente vivo. Félix Felicis.
Félix Vitrix.
—Bueno, disfrutad del almuerzo —dijo, sin el menor indicio de querer decir otra cosa que lo
que decía. Y nos dejaron solos.
Habría sido mejor para Dulcie, si no para mí, que Marisa y su acompañante irlandés
hubieran sido acomodados en una mesa alejada de la nuestra. Pero no fue así, y aunque no
pudiéramos oírlos, sí pudimos observar tanto como quisimos su manera de comportarse. De
todo lo que vi durante los diez primeros minutos, lo que me dejó paralizado fue su modo de
entrechocar las copas. No era la primera vez, eso saltaba a la vista. Creaban con ello un
instante de intimidad, alzando las copas más de lo acostumbrado y manteniéndolas en alto
más tiempo. Me pareció ver una manifestación de mutua impaciencia en esa manera de
sostener el rostro del otro reflejado en el vino, lejos del ruido y el ajetreo de un local público.
Marisa me había mirado a través de su copa de vino exactamente de la misma manera cuando
yo estaba arrebatándosela a Freddy. Había sido entonces una muestra de amor y de
impaciencia y seguía siendo una muestra de amor y de impaciencia ahora. Diría incluso que
yo olía la impaciencia que se desprendía de ambos si no fuera un modo más bien malsano de
describir a dos personas disfrutando de un almuerzo. Pero lo malsano depende de la
interpretación que se le dé y yo siempre he sido capaz de detectarlo allí donde otros hombres
menos perspicaces no ven nada. Más allá de lo que viese, debí de palidecer un poco porque
Dulcie me preguntó si me encontraba bien.
***
Unas palabras sobre Dulcie, porque su angustia tenía ciertos parecidos con la mía, o los
habría tenido si el término angustia hubiera resumido adecuadamente mi estado.
He hecho ya alusión a la anómala cadena de oro que Dulcie llevaba en el tobillo, aunque me
complació advertir que no la usaba ese día durante nuestro almuerzo. La clientela de allí no
era pr ecisamente muy dada a las cadenas en el tobillo, Pero lo cierto es que la propia Dulcie
no era en absoluto el tipo de persona que luce esa clase de cadenas; desde luego no llevaba
ninguna cuando la entrevisté por primera vez para el puesto, haría al menos veinte años.
Tampoco había visto nada en su carácter, en su actitud o en su currículo que sugiriese que
podría acabar haciéndolo. Esbelta y guapa, con un aire vagamente gatuno, una nariz
respingona y unos ojos muy separados que maquillaba en exceso y que por ello daban la
impresión de estar medio sueltos en las órbitas; con el pelo de un elegante gris marengo
peinado con un estilo asociado en su momento, según creo, a Doris Day, Dulcie Norrington era
hija de un pastor que sentía debilidad por los libros antiguos (de ahí su deseo de trabajar para
mí), hermana de una apreciada actriz shakesperiana (interpretaba a Emilia en la producción
de Otelo de la que he hablado) y esposa de un músico de viola de un cuarteto de cuerda no
demasiado conocido ni exitoso: una feliz unión bendecida con un hijo que había conseguido
una beca para estudiar egiptología en la American University de El Cairo, y con una hija que
estudiaba teología en Cambridge. Decir que no había el menor atisbo de una cadenita como
aquélla en la historia de Dulcie o en su vida doméstica sería como decir que no había nada en
el Doctor Jekyll que lo preparase a uno para la aparición de Mr. Hyde. No, no había nada en
absoluto, pero nunca se sabe lo que puede suceder.
Y en efecto, algo sucedió repentinamente un verano. Dulcie todavía tenía buena figura, sin
duda, y unas piernas atractivas, aunque quizás algo estrechas y demasiado juntas para
complacer el gusto de una persona para quien la amplia separación de las piernas de Marisa,
con apenas una ligera inflexión en la rodilla, venía a ser el canon de la belleza ideal. De
manera que cuando hacía buen tiempo y calzaba sandalias como complemento de un vestido
vaporoso, quedaba más o menos justificado que luciera la cadena del tobillo. Fue al ver que la
llevaba también por debajo de los calcetines (parecía un ciempiés atrapado) cuando empecé a
preocuparme seriamente por su juicio.
Era la única mujer que trabajaba para mí, o sea que no podía contar con los consejos de una
compañera para las cuestiones de indumentaria. Y habría sido pedir demasiado que los demás
empleados le hicieran comentarios al respecto. Los miembros de mi personal sabían bien lo
que pensaba de las alusiones vulgares en horas de trabajo y, además, como un jefe
responsable, yo había erigido alrededor de Dulcie una especie de cordón sanitario. En tiempos
de mi padre ni las secretarias ni las mujeres de la limpieza se libraban de los comentarios y
comportamientos más groseros. Más aún, se les ofrecía un empleo precisamente para poder
tratarlas así. En cuanto me hice cargo del negocio, ese tipo de disparates llegaron a su fin.
Entre los cambios que establecí en beneficio de los empleados, figuraba la instalación de lo
que concebí como una pequeña sala no para tomar café o ponerse al día de los últimos
cotilleos —para eso ya había suficientes pubs y cafés en la calle—, sino para gozar de un poco
de meditación y tranquilidad: casi como la celda de un ermitaño, aunque no tan aislada.
Estaba iluminada con una sencilla pantalla rosa y tenía en el suelo una alfombra china de un
rosa plateado. Originalmente, había habido allí una puerta para que mi padre y mi abuelo (por
separado, claro) pudieran encerrarse y refregarse a gusto con sus subordinadas, estuvieran
dispuestas o no: lamento decir que ellos no distinguían entre un caso y el otro. Yo hice quitar
esa puerta. De este modo, si te refugiabas allí un poco deprimido, siempre podías contar con
que alguien te dirigiese una mirada simpática al pasar, o que incluso te preguntara qué te
sucedía, con sólo que levantaras la vista para indicar que necesitabas una mano.
Sin duda debía de haber advertido —empezó, aún entre lágrimas— que en las últimas tres o
cuatro semanas había llevado una joya en el pie.
Yo bajé la cabeza.
—Suena todo espantosamente vulgar. ¿De verdad que esa gente fue a escucharos tocar
música de Janácek? —Estas fueron las primeras palabras que Dulcie le dijo a su marido sobre
las esposas hot.
—Lo que has de entender es que en todos los demás aspectos son gente como tú y como yo
—le dijo Lionel.
Dulcie se estremeció, temiéndose lo peor. Lionel había sido seducido por una de aquellas
espantosas mujeres y, por si fuera poco, o se había enamorado o se había traído a casa una
enfermedad venérea. O ambas cosas a la vez. Pero incluso si no había ocurrido ni lo uno ni lo
otro, no estaba segura de poder perdonarlo. ¡Una mujer de Detroit con una cadena en el
tobillo! «¡Oh, Lionel, Lionel!, ¿cómo has podido?»
Pero Lionel, en realidad (y Dulcie sabía cuándo decía la verdad), no se había enamorado de
nadie. Seguía tan enamorado de ella como siempre. Y para demostrárselo, le había traído de
América una cadenita para que la luciera en el tobillo.
—Por lo que me has dicho, Lionel, se supone que una esposa hot existe para ser disfrutada
por otros hombres. ¿Qué sentido tiene mostrarte que estoy disponible para otros cuando en
realidad no lo estoy?
—¿Aunque no lo esté?
—Sí.
Yo había sentido ya, mientras ella me lo iba explicando, una profunda simpatía hacia él. Lo
había visto varias veces, o bien en el equivalente de una excursión de empresa de la
Asociación de Libreros Anticuarios, o bien en algún recital de su cuarteto en Wigmore Hall u
otra sala local al que yo había sentido (se lo debíamos a Dulcie) que debíamos asistir. Lionel
era al mismo tiempo un poco demasiado viril en el estilo bebedor de cerveza con voz de bajo y
un poco demasiado femenino en el sentido organizativo, con su manía de hacer llamadas
innecesarias para confirmar fechas o de confeccionar una lista con los pedidos de todo el
mundo en los restaurantes —sobre todo en los restaurantes chinos, donde anotaba el número
del plato— supuestamente para no confundir a los camareros, aunque en la práctica lograra
confundirlos más con su intromisión. Tenía una cara alargada, como de Padre Fundador,
marcada por una especie de puritanismo lobuno que él exageraba llevando lo que no podía
llamarse propiamente una barba, sino más bien una sombra permanente, como si siempre
fuera mal afeitado, hecha de puntitos oscuros diseminados por las mejillas y por debajo de las
orejas. Había algo en su manera de mover la boca que tampoco me gustaba, como si le
dolieran los dientes al hablarte. Y no podía parar de tocarse el pelo; incluso en el escenario,
cuando no estaba tocando, su pelo parecía importunarle sin descanso. Yo habría dicho que se
trataba de un peluquín si no fuera porque nadie habría pagado por semejante parche mohoso.
Pero no hace falta que te resulte agradable un hombre para sentir simpatía por su situación
como marido. Llevaba demasiado tiempo casado de una manera convencional y feliz. Ningún
problema con Dulcie, Si habías de pasarte una eternidad convencional y felizmente casado,
Dulcie era seguramente la persona ideal para hacerlo. Pero la tensión de mantenerse en el
recto camino sin desviarse había empezado a minarlo, tal como acaba minando a todo el
mundo. La manera que tiene nuestra sociedad de empaquetar y vender el ideal de una
dichosa normalidad conyugal es demasiado cruel, no deja espacio suficiente para que la gente
pueda ser peculiar. Y generalmente, sólo siendo peculiares podemos alcanzar cierto grado de
felicidad. La mayoría de la gente que llamaba desesperada a Marisa no estaba desesperada
por ser peculiar. Los peculiares están demasiado ocupados siendo peculiares y no tienen
tiempo para llamar a los Samaritanos. Lo que incita a la gente a tirarse por la ventana no es la
extravagancia sexual, sino la abstinencia sexual. Es la soledad, no la perversión, lo que nos
mata. La perversión es estimulante. Puede que el pervertido tenga a veces dudas sobre sí
mismo, pero sabe que está vivo.
Fue Marisa quien me dijo todo esto. O al menos eso deduje de lo poco que me dijo. Y yo
iluminé a Dulcie con la esencia de su sabiduría.
—Y qué cree que va a conseguir un psiquiatra que no pueda conseguir usted misma
siguiéndole la corriente con una cadenita en el tobillo —le pregunté.
— ¿A usted no le parece mal que estimule su fantasía de que soy una esposa hot?
—Creo que estaría mucho peor que no lo hiciera... siempre y cuando eso no implique alguna
cosa que preferiría no hacer.
—En tal caso... —dije, abriendo las manos, derrotado por la perfecta circularidad de su
pensamiento.
Miré al suelo.
—Una cadena en el tobillo, no —respondí—. Pero eso es una cuestión estética. Y usted tiene
los tobillos más esbeltos que Marisa.
—Entonces, explíqueme por qué ha de desear un hombre una cosa así. Lionel dice que es
muy común en toda América, y por todo Internet. Si tan común es, explíqueme por qué. ¿Qué
le pasa a nuestra sociedad? Yo fui educada en la creencia de que el deber de una esposa era
permanecer fiel a su marido. En otra época, Lionel se metía en la cama y no me hablaba en un
mes si yo miraba a otro hombre. Y ahora se supone que soy una esposa hot.
—Bueno, supongo que lo uno es el reverso de lo otro, simplemente —le dije—. Si Lionel no
hubiera experimentado la punzada de los celos, no querría volver a probarla de otra forma.
Nadie que no sea celoso por naturaleza sentirá el menor interés en tener por esposa a una
esposa hot.
Ella meneó la cabeza. Da verdadera pena mirar a esas mujeres bien educadas de cara
gatuna cuando están conteniendo las lágrimas. Y bajo la luz rosada de la salita tenía un
aspecto muy pálido y melancólico.
—¿No cree que sólo quiere que sea una esposa hot para hacérmelo pagar convirtiéndose en
un marido hot? —me preguntó.
Le dije que no creía que existiera semejante criatura (aunque pensando en el lado femenino
de Lionel tampoco lo descartaba del todo).
—¿Por qué no le sigue la corriente y se pone esa cadena? —le dije—. Eso sí, en el bien
entendido de que la esposa hot no va a ser que más una fantasía. No me parece insultante que
la considere una mujer atractiva y que le guste la idea de que también otros hombres la
encuentren atractiva.
—Ya lo hice. Le seguí la corriente. Me puse la cadena. Gracias al cielo que no se ha dado
cuenta, porque incluso la he llevado en el trabajo. Pero eso no basta. Ahora quiere hacerme
fotos y colgarlas en Internet. Tengo hijos, señor Quinn. ¿Qué van a decir si encienden su
ordenador y encuentran a su madre sonriéndoles con una cadena en el tobillo?
—¿Usted las conoce? —Por un momento creí que iba a darle un ataque—. Usted es mi jefe.
¿Qué pensaría si me encontrase sonriéndole con una cadena en el tobillo y, suponiendo que
Lionel se saliera con la suya, sin mucho más encima? ¿Y si me ve la gente del gremio? ¿Qué
van a pensar de Félix Quinn: Libreros Anticuarios?
—Le he dicho que no y me he quitado la cadena. Si le gusta, bien; y si no, que se aguante.
—¿Y si se aguanta?
Y ahora, seis meses después, allí estábamos, almorzando a sólo tres mesas de mi esposa hot,
como Dulcie creería sin duda, y comentando los últimos acontecimientos. Acabábamos de
entrar en materia y ella me estaba contando que las cosas no habían hecho más que empeorar
cuando aparecieron Marisa y su criador de caballos irlandés. Después de lo cual le costó un
rato retomar el hilo, tan embobada se había quedado con el criador de caballos. O acaso lo
único que la distraía era lo que me distraía a mí. No se habría atrevido a hacer la menor
alusión, desde luego, pero lo que sí hizo fue poner una mano sobre la mía por segunda vez y
preguntarme si quería que canceláramos el almuerzo.
Aguardé un poco y aproveché para pedirle al camarero que trajera más pan.
—Hablé hace poco con mi hija —prosiguió—. Cree que quizá sea lesbiana.
—¿Por lo de su hija?
—No, se está desmoronando, sencillamente. Lo de mi hija es sólo una parte del proceso.
Cuando tu madre lleva una cadena en el tobillo, es probable que acabes siendo lesbiana, ¿no?
—Oh, sí, lo hemos resuelto. La cadena fue a parar a la basura. Pero también nuestro
matrimonio. Lionel me ha encontrado un admirador. Un electricista.
No sé por qué, aquello me recordó uno de los estúpidos juegos de palabras de mi padre.
«¿Ha venido Alee?» «¿Quién es Alee?» «Alee Tricista.» Y así decidí que tenía que llamarse el
admirador de Dulcie: Alee. Aunque eso me lo guardé para mí.
Dulcie tenía una manera muy graciosa de manifestar su desesperación, echando la cabeza
hacia atrás y extendiendo las palmas de las manos como un predicador.
—Un electricista —repitió—. Lionel me dice que va traerse a un amigo a cenar, me pide que
me ponga algo cómodo como para un cóctel... ¿No cree que ya debería saber a estas alturas
que no existe ningún vestido que sea a la vez cómodo y apropiado para un cóctel, no digamos
ya si encima tiene una que cocinar para su marido y su amigo electricista? Y va y me enseña
un disco de Frank Sinatra que acaba de comprarse para «bailar luego». Nosotros nunca
hemos bailado en casa después de cenar. Ni una sola vez. Lionel no baila. Pero si se lo
recuerdo, ya sé lo que responderá. «No seré yo el que baile.» Estoy casada con un, enfermo,
señor Quinn.
—Eso suena más sutil de lo que realmente es. ¿Qué tiene de sano ser un pedófilo o un
violador? ¿O una esposa hot, si vamos a eso?
—A mí, ahora que lo he pensado con calma, no me importa mucho que Phoebe sea lesbiana.
Me gustaría que tuviera hijos porque creo que sería una buena madre, pero si ella es feliz, ya
está bien. Ser lesbiana no es lo que yo llamo estar enfermo.
—Antes la gente creía que sí. El tiempo modifica lo que consideramos una enfermedad.
Dentro de cien años, el marido que desee que su mujer lleve una cadena en el tobillo será
visto como un dechado de salud mental. Y con un poco de suerte, encerrarán a todos los
maridos que piensen que sus mujeres han de prepararles la cena y amarles sólo a ellos.
—Yo no necesito a Lionel para encontrar un electricista, señor Quinn. Puedo encontrarlo yo
sola si me apetece.
—No lo dudo, Dulcie. Quiero decir que le dé las gracias a Lionel por liberarlos a los dos del
sexo entendido como un brutal instinto posesivo. Es una cosa extraordinariamente civilizada
lo que le está pidiendo. A usted y a sí mismo.
—¡Civilizada!
Protestó con tal energía que la mitad del restaurante se volvió a mirarnos. Aunque no
Marisa ni su amante, demasiado absortos practicando por su cuenta aquella cosa civilizada.
—Sí. Civilizada en el sentido de que es un gran paso adelante para Lionel, después de
aquellos antiguos celos de los que me ha hablado. Si ya no tiene que meterse en la cama cada
vez que usted mira a otro, alégrese.
—Me alegraría si eso no implicara que yo tengo que meterme en la cama con otro hombre.
—Las cosas nunca son perfectas. Pero por lo menos ahora tiene un marido postfálico. La
feminista que hay en usted debería alegrarse. Piense que ha matado al patriarca, Dulcie.
—¿Y tener que bailar con el electricista? Prefiero al patriarca, ¿sabe, señor Quinn?
—Ah —dije. El viejo «¿y si no quiero averiguarlo?». ¡Con qué frecuencia la modernidad
tropieza con esa roca y se va a pique!
Ella se dio cuenta de que no tenía respuesta a su objeción. No puedes llevar a rastras a
alguien que no para de gritar y patalear obligarle a saltar la barrera sexual si no desea
seguirte, Y no obstante, era evidente que Dulcie había albergado la esperanza d que pudiera
indicarle por qué se equivocaba al negarse a saltar, ¿No era por eso, a fin de cuentas, por lo
que estábamos almorzando juntos?
—Babean.
Di un suspiro. El viejo argumento de «quién quiere un baboso perro labrador por marido».
Dulcie suspiró a su vez. Había estado dirigiendo miradas cada vez más agitadas hacia el
amante de mi esposa.
—Lo llevo mirando todo el almuerzo, pero sólo ahora caigo en la cuenta de quién es ese
caballero —dijo finalmente, tras echarme un vistazo rápido para comprobar que no me
importaba que se refiriese a él.
—Segurísima.
—Me pregunto si será también el dentista de Marisa —dije, hablando conmigo mismo y con
Dulcie al mismo tiempo.
Sus ojos de color gris verdoso se posaron en mí con tristeza. Los tenía tan separados que
era casi como si te mirasen dos personas, aunque ambas pensaban lo mismo de mí.
Finalmente, después de echar un vistazo en derredor que abarcaba todo el restaurante, su
bullicio y su esplendor, y todas sus fantasías de glotonería, las formuladas y las silenciadas,
preguntó:
Mi almuerzo con Dulcie debería haber sido, como la estúpida y beoda caída de Quirin por
las escaleras, un hecho decisivo. Estar cuerdo, según las normas usuales de cordura, consiste
en reconocer cuándo tienes ante tus ojos una lección. Pero si yo hubiera sabido aprender
lecciones habría observado a mi padre hacía mucho y habría renunciado a ser un hombre.
No he tratado nunca de ocultar mi esnobismo, así que no sorprenderé a nadie si digo que yo
retrocedía con idéntica aprensión que ante un leproso frente a la sola idea de relacionar mi
matrimonio con el de Lionel. ¿Acaso podíamos estar vinculados por nuestras necesidades
eróticas aquel perpetrador de listas mal parecido y de lamentable dentadura, aquel ser
afeminado y lobuno, aquel vulgar intérprete de viola y yo?
Hay en ello una seria contradicción, ya lo sé. Por un lado, insisto en afirmar que lo que yo
siento lo sienten todos los hombres, con la única diferencia de que ellos no estarían
dispuestos a reconocerlo. Por otro lado, apenas hallo una prueba de un impulso sexual
compartido, me retracto de todo lo dicho. Si esos desgraciados que ve uno arrastrarse entre
el cielo y la tierra desean lo mismo que yo deseo, ¿no estaría mejor entre los muertos, ya
libres de deseos? Al final, has de reconocer, por citar a un estúpido poeta, que «compartes el
hueso de tu rodilla con el mosquito» o, una necedad parecida, y seguir escarbando en la
misma bazofia que la gente más baja. Uno debe comer igual que comen los demás hombres;
luego uno debe desear como desean los demás hombres. Pero la idea de una democracia
libidinal la encontraba imposible de aceptar cuando salían a relucir las cadenas en el tobillo y
las esposas hot.
¿Había un auténtico parentesco entre las joviales y baratas fantasías de Lionel con su Dulcie
y la austera devoción por Marisa que yo practicaba? Desde luego, comprendía muy bien la
repugnancia que sentía Dulcie ante las proposiciones americanoides de su marido. No era el
sexo lo que ella aborrecía, sino la disneylandificación del sexo. Por mi parte, yo algo sabía de
las esposas hot. Había estado en Minneapolis por asuntos de negocios, incluso había
pronunciado el discurso de sobremesa en una conferencia de la Asociación de Libreros
Anticuarios en Milwaukee, y aunque no me había encontrado a nadie en esos viajes que
pudiera identificar como una esposa hot, sí tuve la sensación de que andaban por allí, en los
centros comerciales y en los pasillos de Wal-Mart. En América hay toda una subcultura de
veneración por la figura de la esposa, a veces puramente oportunista tal como Dulcie se temía
(un mero pretexto para cambiar la esposa antigua por otra nueva), pero con mucha más
frecuencia en la variante clásica de sumisión total: el marido que quiere que su esposa lo
castre —idealmente, da vergüenza aclararlo— juntándose con un negro bien dotado que la
alquila entre sus amigos y, en casos extremos, la deja embarazada de un hijo del cual se acaba
haciendo cargo el marido. Quizás a causa de los castradores tiempos en que vivimos, la
pornografía contemporánea contiene más casos de cuernos que de cualquier otra desviación,
y los cuernos con emasculación de tipo racial parecen ser, al menos para los americanos, la
fantasía más popular de todas. Ese tipo de literatura no me resultaba ajeno, pero me
provocaba una mueca de disgusto: hombres que no querían ser hombres, maridos que se
llamaban a sí mismos caguetas y mariquitas, maridos que sólo eran felices cuando sus
esposas se reían de la ineficacia de sus genitales, maridos que sólo soñaban con lamer de la
vagina de sus esposas el esperma de sus amantes negros. ¿Yo formaba parte de ese
continuum castrante? ¿Mi propio éxtasis de mutilación no era una metáfora fraudulenta del
mismo deseo de no ser un hombre?
No, respondo tras una detenida reflexión. No existe un continuun de la aberración, excepto
en el sentido de que cada variante sexual tiene lugar en una encrucijada que conduce a todas
los demás. Acabaríamos todos pereciendo en un éxtasis sexual si tuviéramos el valor de seguir
viajando. «Al final —dice Bataille— deseamos resueltamente aquello que pone en peligro
nuestra vida.» Aparte de eso, no, no me sentía compañero de Lionel en el reino del cornudo
kitscb. Yo era un francés, no un americano, en mi vida erótica, en busca de la mayor
recompensa de la carnalidad: la extinción. Nadie podía sentirse más lejos que yo de la alegre
Disneylandia del intercambio de parejas, de las fiestas locas y las cadenas en el tobillo. Nadie.
Y Miles, de eso estaba seguro, no me defendería, como yo ha hecho en vano con Lionel,
como un pionero de la masculinidad que sale a explorar el territorio prohibido más allá del
sexo fálico. ¿Los dentistas no piensan así.
Todavía ocurrió otra cosa durante aquel almuerzo que debería haberme empujado en una
dirección, si yo hubiera estado cuerdo, pero que me empujó de una vez por todas, puesto que
no lo estaba, en la dirección contraria.
Esa otra cosa fue una mirada que Marisa me lanzó a través del restaurante: una mirada que
eludió a su antiguo millonario irlandés, ahora dentista; que eludió también a Dulcie y cayó
sobre mí como el rayo de luz de una linterna en una habitación vacía. Sólo dos personas que
conocieran mutuamente la naturaleza de sus almas y supieran a qué compasión podían apelar
la una en la otra habrían sido capaces de intercambiar lo que nosotros intercambiamos en una
sola mirada. Leí lo que quería decirme en sus ojos, pero fue la expresión entera de su cara la
que me habló. Abrió los ojos de par en par, realzando aquellas marcas grises bajo los ojos que
yo siempre había considerado la sede de todo lo que había de filosófico en ella. Una cara tan
seria, tan reflexiva y, no obstante, amable y alegre en los amplios espacios sombreados sobre
los párpados. «¿Cómo te va con Dulcie? —me preguntaba su expresión—. Da la impresión de
estar pasando una mala racha por algún motivo. Espero que seas delicado con ella. A veces
puedes ser demasiado irónico e impaciente, Félix. Haz el favor de contenerte. No creo que
tenga fuerzas para resistirlo, poca gente las tiene. Tiendes a subestimar la energía de tu
voluntad y tu personalidad. No es un reproche. Lo que tú te propones es cosa tuya y lo que yo
hago, cosa mía. No ejerces ninguna tiranía sobre mí. Quizá lo intentas, pero si me someto a
ella en alguna medida, lo hago por mis propias razones, que no son necesariamente mis
propios deseos. A veces, me parece, confundes las dos cosas, pero no son lo mismo. Puedes
tener una razón para hacer algo que no responde a un deseo de hacerlo. No digo más. Tengo
debilidad por la ficción, como tú, y sé muy bien lo que puede estropear la verdad. Tienes una
pinta estupenda, por cierto. Me produce un inmenso placer verte ahí entre la gente, no
siempre tengo la oportunidad de verte de esta manera. Y viéndote tan atractivo me gustaría
que estuviéramos en la misma mesa, tú y yo, charlando. Siempre hemos charlado muy bien los
dos. Una pena, ¿no?, que no podamos hacerlo. O al menos que no podamos hacerlo en este
momento...»
Él no le importaba a Marisa (su amante irlandés, quiero decir). Si no era eso lo que me
estaba diciendo, sí fue lo que yo vi, Durante mi conversación con Dulcie no había perdido de
vista a Marisa y a su acompañante, y no, no se devoraban mutuamente el cuello ni agarraban
a puñados las carnes del otro por debajo de la mesa. Me fijé especialmente en quién ponía las
manos de quién y en dónde, y no, no lo hacían. Sonará grosero quizá, pero no podía evitarlo.
También miré si se susurraban con disimulo mientras hablaban de la comida, si se inclinaban
hacia delante rozándose las mejillas, si juntaban las narices o se besaban con los labios
separados, y no, tampoco lo hacían. En muchos aspectos, no daban una impresión distinta de
la que podíamos dar Dulcie y yo. Lo que había creído ver cuando habían alzado las copas
probablemente lo había imaginado. Quizá Miles fuera su amante, quizá sólo era su dentista,
que la llevaba a almorzar para supervisar su manera de hincar el diente, o quizás era ambas
cosas; Pero no significaba nada en cualquier caso. Eso lo sabía seguro; ella no jadeaba de
deseo por él. Lo más probable era que le gustase —sin duda le debían de parecer muy bien su
traje y sus dedos impecables—, pero no ansiaba estar con él, ni evocaba su cuerpo o sus
rasgos cuando no estaba a su lado, ni contaba las horas antes de reunirse con él de nuevo, ni
guardaba un mechón suyo en un guardapelo colgado del cuello. Y desde luego no bailaba el
tango con él como una yegua en celo.
Espero que disculpen este lenguaje tan floreado, pero así son los celos para quien mira
desde la barrera. Si te niegas a descender al pozo negro con Otelo o a darte una vuelta por el
burdel cómico con León Bloom para mirar entre risitas por la cerradura cómo te ponen los
cuernos —«¡Enseña! ¡Esconde! ¡Enseña! ¡Árala! ¡Más! ¡Dispara!»— entonces lo único que te
queda es la parte porno-romántica o de revista de señoritas ligeras de ropa. Yo no podía
evitarlo: en cuanto pensaba en Marisa soltándose el pelo, o bien la imaginaba desmayada en
brazos de un salteador de caminos de pantalones ajustados, o bien me representaba la escena
mientras le arrancaban la ropa y se la follaban hasta dejarla exhausta. No acepto ninguna
responsabilidad personal por ello. A la hora de encontrar palabras para el sexo, la línea de
demarcación entre la imaginación refinada y la más grosera resulta muy estrecha. Lo mismo
ocurre entre la literatura y la novela popular: la frontera entre ambas es invisible y no está
vigilada. ¿Jane Eyre, por ejemplo, es una novela de intenciones serias o un ejercicio de
pornografía sentimental? Cuando Anna Karenina se echa a sollozar porque ha perdido su
honor en manos de Vronsky, nos hallamos en una tragedia o en una novelucha infame? En
ambas, es la respuesta correcta. Porque el deseo en sí mismo habita ese estrecho margen de
tierra que queda entre lo sagrado y la sensiblería.
Consideren esta escena. Un joven, enfermo de amor por una mujer inaccesible, sale a
cabalgar con su padre. Cuando llegan a «una gran pila de troncos viejos», el padre desmonta
y le dice al chico que espere allí. Finalmente, como el padre no regresa, el chico sale a
buscarlo. Lo encuentra frente a la ventana de una casita de madera, charlando con una
hermosa mujer. Ella, claro está, es el objeto del amor no correspondido del chico. Algo «más
fuerte que la curiosidad, más fuerte incluso que los celos» le impide huir corriendo. (Nosotros
ya sabemos qué es ese «algo»: la extática anticipación de un hecho que se demostrará
profético.) Y entonces ocurre ante sus ojos una cosa «increíble». El padre alza su fusta y le
asesta a la mujer un tremendo golpe en el brazo, que lleva descubierto hasta el codo. Ella se
echa a temblar, mira en silencio a su agresor y luego, lentamente, se lleva el brazo a los labios
y besa la marca que reluce con un «brillo carmesí».
Troncos fálicos, hijos que envidian sexualmente a los padres, fustas, marcas carmesí,
mujeres que tiemblan y se encogen de miedo... ¿De qué monumental y disparatado
melodrama procede este momento de clímax? De Primer amor, de Ivan Turgenev. Una obra
maestra.
Grandes esperanzas, de la cual vendió mi padre una vez, por una pequeña fortuna, un
ejemplar dedicado por Dickens a su amante, Ellen Ternan, nos sitúa también en un relato casi
gótico. En ambas novelas un chico convierte a una mujer real en un ser etéreo. En ambos
casos tiene que soportar el espectáculo de otro hombre o de otros hombres que la devuelven
violentamente a su existencia corporal.
Ahora bien, ¿existía esa brutal seguridad masculina en la vida de Marisa? No en aquella
mesa, desde luego, eso podía verlo cualquiera. Más allá de lo que Miles tuviera entre manos,
él no dominaba a mi esposa con la dominación que aparece en Turgenev o en las novelitas
porno-románticas. No tenía la fuerza suficiente. No tenía la mirada sucia. Carecía de lo que
Henry James, ese triste voyeur de una traición primordial tras otra, llamó «el horror
sagrado». Estupendo. Muchibus gracibus por ese alivio. Otra valla superada en la terrorífica
carrera de obstáculos.
Pero tras el alivio, la decepción. Porque si Miles no era una amenaza para mí, ¿quién lo era?
¿Y si todos los amantes de Marisa eran como él; médicos, dentistas o contables tan poco
capaces de empuñar la fusta como yo mismo? Peor aún, ¿y si Miles era todos los amantes que
Marisa tenía? En ese caso, el lecho catedralicio en el que agonizaba de celos era un fraude.
No había nadie por quien hubiera de agonizar de celos.
Y quizá también fue eso lo que capté en la expresión de Marisa cuando la miré a través de
las mesas del restaurante: que ella tenía la sensación de haberme fallado. Que había hecho
todo lo que había podido por nosotros, pero que ése era el límite a donde podía llegar en sus
excesos. La realidad se había llevado la ilusión por delante, el juego había terminado.
Hablaba en serio cuando le había dicho a Dulcie que una mujer puede confiar plenamente
en la fidelidad de un marido que siente sus deseos realizados en las infidelidades de ella. Yo
no había dejado de mirar a otras mujeres cuando conocí a Marisa. Ella no me había sacado
del territorio del deseo promiscuo en virtud de su belleza y de su simple presencia. Pero en el
preciso momento en que vi los dedos del médico cubano sobre su cuerpo e imaginé su
infidelidad, me hice exclusivamente suyo. Ninguna otra mujer me resultaba ni siquiera
remotamente interesante. Ni las miraba ni pensaba en ellas. Nunca. ¿Qué podía haberme
ofrecido cualquiera de ellas que fuese tan absorbente —en todos los sentidos— como aquello?
Al engañarme, Marisa borraba a todo su sexo. Yo sólo vivía para serle fiel a ella.
Pero la fidelidad de este tipo —la fidelidad erotizada, en comparación con la cual el
mariposeo del libertino es un mero sucedáneo— tiene su precio. Me estimulaba a ser fiel con
la condición de que ella no lo fuera. No estoy diciendo que no habría seguido siéndole fiel a
Marisa si ella no hubiera continuado siéndome infiel. Pero mi estimulación procedía de ese
desequilibrio. Para que yo ardiera por ella, Marisa tenía que arder por otro. Yo no podía
sumirme paralizado en el subespacio, imaginándomela en la noche de mi abandono, si ella
estaba simplemente disfrutando de una conversación con alguien que no la inflamaba con su
sola presencia. Si yo había de proseguir mi extinción en cuanto hombre, tenía que ser por una
causa mayor que aquélla. Marisa debía aterrorizarme con mucha más temeridad —
sentimental y corporal—, y con un rival infinitamente más destructivo para la paz de mi mente
y más amenazador para la tranquilidad erótica de ella que el tal Miles.
¿Tiene algo de sorprendente que recurriera a él? Había sido únicamente una presencia
vagamente turbadora cuando no lo necesitaba, una figura distante que se agitaba en los
márgenes de mi masculinidad. Y ahora, de repente, allí estaba: trastornado y peligroso, un
inmoral abstemio, un sádico desquiciado en la puerta de mi casa. Justo el hombre que
necesitaba para salvar mi matrimonio.
TERCERA PARTE
MARIUS Y MARISA
Entre las bellezas cuyos retratos figuran en las paredes de la Wallace Collection, la que
posee un atractivo más palpitante es Margaret, condesa de Blessington, pintada por sir
Thomas Lawrence. Está situada de modo destacado, tal como merece, en una sala forrada de
terciopelo y damasco de un intenso rojo burdel, que queda a mano derecha según entras en la
galería. Me la presentó inicialmente mi padre, quien, más allá de todo lo que pueda decirse en
contra de él, consideraba que su hijo debía tener una educación pictórica, tanto más cuanto
que teníamos una colección de semejante importancia a la vuelta de la esquina. El viejo
principio que aconseja aprovechar lo que se encuentra más a mano .
Tenía, es cierto, una idea bastante perentoria de lo que constituye el discurso estético
(«Bueno, esto —me dijo deteniéndose ante lady Blessington— es lo que yo llamo un par de
pechos»), pero algunos padres ni siquiera llegan a eso en la educación de sus hijos.
Lady Blessington figuraba entre los pensamientos de Marisa en el período que siguió a su
intercambio de miradas con Marius en la fromagerie, porque, en su calidad de guía voluntaria
y conferenciante ocasional, había accedido a dar una breve charla sobre el retrato. Y lady
Blessington también figuraba entre mis pensamientos porque, en mis funciones de proxeneta
de mi mujer, se me ocurrió que Marius podría sacarle partido al hecho de escucharle
pronunciar dicha conferencia.
No iba a tratarse de una presentación espectacular con PowerPoint en una de las magníficas
salas de conferencias de la galería, sino de una discreta exposición frente al propio cuadro.
Era parte de una serie titulada «Conozca a las damas de la colección» que había organizado la
galería. Con las «damas de la colección» se aludía, claro, a las aristocráticas modelos de los
retratos —Madame de Pompadour, Madame du Barry, lady Hamilton, etc.—, pero también se
daba por descontado de modo implícito que las mujeres de hoy en día, como Marisa y las
demás voluntarias, ya no se llaman «damas». Eso era precisamente lo que mostraba el folleto
de aquella serie de charlas: las seis conferenciantes frente a las seis damas retratadas
(alguien de la galería, me imaginé, se hacía tal vez la ilusión de una serie televisiva).
No era uno de los retratos favoritos de Marisa, tal vez porque la condesa de Blessington no
era uno de sus personajes favoritos. Marisa, conviene recordar, no era muy dada a los escotes,
mientras que la condesa era famosa en toda Europa por la profunda voluptuosidad de los
suyos. Aun así, admiraba la excelente ejecución de Thomas Lawrence.
Yo, por mi parte, aunque tampoco con especial debilidad por los escotes, no admitía la
menor crítica a aquella dama. Que ella le saque el mayor partido posible a su célebre y
apreciado busto (Lamb y Hazlitt, además de mi padre, se contaban entre sus admiradores)
con un vestido que se lo eleva y acentúa, así como adoptando una pose en la que parecería
estar mostrando lo poco sujeto que se halla al efecto de la gravedad —como si en ella toda la
carne se volviese aire—, no me parece razón suficiente para mofarse de ella, mucho menos si
se tiene en cuenta que era una mujer de orígenes poco prometedores que tenía que sacarle
partido a las gracias con las que la naturaleza la había dotado. Como el patito feo de una
familia sin demasiados escrúpulos de propietarios irlandeses, la habían casado a una edad
indecentemente temprana con un oficial alcoholizado que la golpeaba y la mantenía
encerrada. Tras tres meses de matrimonio infernal, se las arregló para huir. No apruebo que
se golpee a una mujer, pero considero importante esa experiencia en la historia de la mujer en
la que había de convertirse: una mujer sin hijos, con una prolífica inventiva literaria (no ha y
ningún buen escritor que no haya sido golpeado o maltratado de alguna forma) y algo fría, por
no decir autoritaria, en sus amores.
Aún no había cumplido los veinte cuando otro oficial la tomó, tal como dicen, bajo su
protección, trasladándola de Tipperary a Hampshire, donde ella se entregó a la lectura y a
estudiar con ahínco y donde, debemos suponer, cumplió con creces —en público y en privado
— las expectativas propias de una amante, puesto que muy pronto fue objeto de una nueva
transacción, para pasar de manos del capitán a las de lord Mountjoy, más tarde barón de
Blessington, por la suma —más que principesca para los estándares de 1815— de diez mil
libras.
Hace falta, como recuerdo que dijo Marisa durante una discusión sobre lady Blessington,
mirar todo esto con ojos adultos. Ya no venderíamos a una mujer hoy en día, pero lo hacíamos
en el pasado. Por mi parte, he de decir lo siguiente: si una dama con tantas cualidades
consentía en ser tratada como un objeto que podía venderse y comprarse, no me parece
injusto conjeturar que debía de tener puesta la vista en muchos de los beneficios adicionales,
a saber: la adoración de un hombre influyente, todas las joyas que quisiera, un título que
podía considerar suyo, el acceso a la sociedad culta, la oportunidad de ser escuchada y leída y,
en último término, la libertad de pisar ella misma el mercado de los bienes sexuales, ahora en
calidad de compradora y no de vendedora.
Se miren como se miren los arreglos en los que se vio forzada a participar, Margaret,
condesa de Blessington, después de haber ejercido como querida numerosas veces, se
convirtió por fin en lo que sólo puede llamarse un amo. Segura de sus atractivos, entabló
relación con un conde francés con aires de dandi que sería unos trece años más joven que
ella, y eso a la vista de todo el mundo y mientras seguía casada con el barón de Blessington, a
quien, por lo visto, no parecía importarle. Para mí resulta obvio que el barón, un hombre
célebre por su generosidad, no sólo no tenía la menor objeción, sino que alentaba activamente
la relación con el conde. Amaba a su mujer y, por tanto, resulta perfectamente lógico que no
la amase menos porque otro hombre la amara también y porque ella lo amara a su vez. No me
cabe duda de que se hallaba presente cuando la condesa se puso al pequeño francés sobre las
rodillas y le hizo lo que tantas veces le habían hecho a ella.
En realidad, no. Lo que funcionara para el barón de Blessington, fuera lo que fuese, nunca
habría funcionado para mí. La idea de Marisa enlazando sus manos en la sala de baile con un
dandi perfumado no me excitaba. Yo ya la había visto en un restaurante con las manos
enlazadas con un dandi perfumado y había sobrevivido a la experiencia. Nada que no fuera el
diablo en persona tomándola en sus brazos iba a servirme ahora.
Es muy difícil, a mi juicio, concebir un cumplido más rotundo dirigido a una mujer de
cualquier edad, no digamos ya a una de cuarenta y cinco años o, para decirlo en los términos
de Marius, a una mujer que se aproxima a las cuatro en punto y cuyo día aún no ha
terminado, aunque las ruedas de su atardecer hayan comenzado a girar. Moriría de un ataque
al corazón a los noventa y cinco años, una edad que Marius había encontrado imposible de
soportar en la mujer que había amado en tiempos con locura. El conde, en cambio, se quedó
desconsolado. De manera que no todos los jóvenes o los hombres más jóvenes retroceden ante
las arrugas como si se trataran de una plaga.
Dejando aparte nuestras discrepancias sobre lady Blessington, no tenía la menor duda de
que Marisa sólo diría maravillas del cuadro, tanto por el hecho de que lograba darle vida a
una mujer extraordinaria como por su estrecha relación con otros retratos de sociedad de la
colección. Yo ya la había oído hablar, por ejemplo, de la miniatura en esmalte de Henry Bone:
la de lady Hamilton posando como una bacante, que se hallaba situada en la pared opuesta. El
esmalte se había realizado a partir de una obra original de Vigée-Lebrun, que, como decía
Marisa, habría sido más caritativo olvidar.
—¿Qué es lo que no te gusta de ese cuadro, en realidad? —le pregunté, por el puro placer
de escuchar otra vez su respuesta.
La única cosa que no podía esperarse que Marisa, como mujer, entendiera era el atractivo
erótico que puede tener la vulgaridad en una mujer con título. Una mujer de sociedad
encarnando tan torpemente a una bacante llega a abrirse paso en el tortuoso sistema mental
de un hombre, puesto que en ese sistema una actitud sexual equivocada puede transformarse
muy bien en una actitud idónea. Lo cual no quiere decir que a uno le apetecería retozar
mucho rato con lady Hamilton de esa guisa. Al final —y no me cabía duda de que Marius
estaba conmigo en este punto— la inteligencia en los ojos de una mujer es mucho más
provocativa que cualquier otra parte de su cuerpo, por muy desprovista de ropa que esté.
Ninguna mujer que no fuese inteligente podía resultar seductora: ésa era —estaba seguro— la
posición de ambos.
Así que cuanto antes oyera Marius a Marisa en plena inspiración estética, mejor.
Hablé con Andrew, antiguo compañero de universidad suyo, como ya he dicho, para que
convenciera a Marius de que asistiera a la charla de Marisa. De vez en cuando se tomaban
una copa juntos, por lo que yo sabía, aunque Marius nunca aguantaba fuera de casa más de
media hora y se marchaba sin despedirse en cuanto Andrew iba al baño o le daba cualquier
otra ocasión de escapar. Me inventé el cuento chino de que estaba preocupado por si Marisa
contaría con el público suficiente para su charla. Había sido Andrew quien me había hablado
de la pasión de Marius por Baudelaire, y ya que Baudelaire había hablado de lo artificial en el
arte, así como de la afectación en las mujeres y los dandis, era posible que le interesara lo que
fuera a decir Marisa sobre esos temas a propósito de la vida de lady Blessington. ¿Podía
proponérselo? No hacía falta que dijera quién era Marisa ni nada. No quería quedar en
evidencia ni que pareciera que suplicaba para conseguirle una audiencia a mi esposa. Sólo un
empujoncito discreto, nada muy enfático. Pero se lo agradecería. Y, desde luego, ni una
palabra de todo aquello a Marisa la próxima vez que la viera.
Quizás Andrew hizo lo que le había pedido, o quizá no. Me parece que mi interés en Marius
le molestaba un poco. Nunca sabe uno por dónde van a surgir los celos. Quizá Marius vio el
folleto, o quizá no. Lo que sospecho que lo arrastró a la conferencia fue algo más providencial
y menos planificado; una escena, tal como yo la imagino, de ineluctable conexión: Marius
enfriándose los pies en Manchester Square, sopesando si ya estaba preparado, después de lo
de Elspeth, para volver a mirar cuadros, y viendo cómo entraba y salía Marisa de la galería
con una actitud más enérgica y decidida que la de un visitante, con un aire equívoco, severo y
seductor a la vez: el maletín de cuero firmemente sujeto bajo el brazo, porque a ella le
disgustaba la feminidad de un bolso, aunque sus pendientes dijeran otra cosa; los altos
tacones clavándose en la acera como si fuese hielo lo que tuviera bajo los pies, o como si les
guardase rencor a las losas, enojada —debió de pensar Marius— tanto como él lo estaba con
el arte: una mujer que miraba un cuadro más bien como lo hacía él, de mala gana, no
efusivamente, aunque le provocase placer, como lo haría una persona arrancada de un
agradable ensueño e irritada con el pintor o la pintura por tocar de un modo tan inoportuno
una fibra del corazón que prefiere dejar en paz... Percibiendo todo esto, en fin, y viendo en un
instante —tal como yo lo había visto— su propio destino. Al recordarla de la fromagerie (no te
olvidas de una mujer que has examinado tan a conciencia como Marius había mirado a
Marisa), debía de haberse preguntado qué ocupación la llevaba tan a menudo a la Wallace
Collection y, en esa repentina curiosidad, debía de haber hallado el pretexto necesario para
entrar de nuevo en una galería, para mirar cuadros otra vez y descubrir de paso quién era ella
y a qué se dedicaba. De ahí que apareciera en la última fila del público de Marisa, dispuesto a
beberse sus palabras.
Yo también estaba detrás, pero cambié de posición al verlo entrar. Fue como un cambio de
guardia. El dio un paso adelante, yo un paso atrás. Una mujer que tenía delante se volvió para
ver qué ocurría, tan ruidosamente me palpitaba el corazón.
La charla de Marisa fue un éxito. Aquel aire tan suyo de estar en otra parte funcionaba muy
bien cuando hablaba en público. No se esforzaba en complacer. Daba la impresión de una
persona absorta en un asunto que se halla y no se halla presente en la sala: la manera
correcta, he pensado siempre, de abordar el arte. Como algo que pertenece y no pertenece a
la propia época.
—No considero una enemiga a lady Blessington. ¿Por qué debería hacerlo? Ella está lejos de
hacerme ningún daño.
Ella levantó la vista para mirarlo. No estaba acostumbrada a mirar a los hombres así.
—¿Y qué daño, incluso desde la tumba, cree que puedo temer de su parte? No el de una
comparación, espero. Yo no puedo competir con ella. Ni en fortuna ni en atractivo.
Marius desvió los ojos hacia el cuadro y volvió a posarlos en ella. Su expresión daba a
entender que Marisa no tenía nada que temer de semejante comparación.
—Al contrario —dijo—, yo creo que tiene usted un asombroso parecido con ella, o ella con
usted, si así lo prefiere.
—Bueno, no me importaría tener su figura —dijo Marisa riéndose. Ella nunca me había
necesitado para aprender a flirtear.
Más que mirar a Marius, que estaba empezando a incurrir en algo muy próximo a la
impertinencia, Marisa contemplaba el retrato. Él tenía razón: lady Blessington se echa un
poco hacia delante en su silla carmesí, entrelazando ligeramente las manos: un gesto de
nervioso autodominio, de precaria compostura. Cierto, no le gustaba esa mirada. Aunque no
se le había ocurrido que no le gustase porque le recordaba a sí misma.
—Sabe mucho sobre mí para ser alguien con quien no he cruzado nunca una palabra.
Él masculló en sus bigotes lo que tal vez fuera una disculpa.
—¿Así que también está al tanto de mi vida intelectual? Soy un libro abierto para usted, por
lo visto. No se le escapan ni las palabras que no digo ni la tristeza que no siento.
—Preferiría mucho más —dijo por fin, bajando la mirada— que me diera la oportunidad de
saber exactamente lo que siente.
—No va a ser posible —respondió Marisa—. Sólo doy una charla en esta serie de
conferencias. Y acabo de darla.
Él estaba a punto de decir que no hablaba de eso, pero recobró a tiempo su sutileza. Había
pasado demasiado tiempo en Shropshire relacionándose con mujeres menores o demasiado
mayores.
—En ese caso, tal vez podríamos proseguir durante la charla del próximo conferenciante.
—A mí no.
—Entonces tal vez podríamos proseguir en otro momento para que pueda explicarme por
qué.
—Tal vez —dijo ella. Y dicho esto, se dio la vuelta y se concentró en otros asuntos.
Marius, por su parte, no estaba muy seguro. Volvió caminando a su casa, con pasos rígidos y
una sensación de desagradable vacío en la boca. Se dijo a sí mismo que estaba aburrido. ¿Qué
otra cosa era el deseo sexual sino el aburrimiento agitándose en sueños? Más allá de cómo
empezaran, aquel tipo de cosas acababan siempre igual. La alusión de ella a Boucher le hizo
pensar en su querido Baudelaire desahogando ante la luna su spleen:
Pero yo tenía que aceptar también lo que se me había ofrecido. Había sido por su crueldad,
a fin de cuentas, por lo que lo había buscado. Por la cantidad de problemas que era capaz de
causar. De manera que no iba a renunciar a él por ser como era. Cuando encuentras a un
hombre como Marius no lo dejas escapar tan fácilmente.
He llegado a saber que Elspeth se aferró a sus piernas cuando él le dijo que la dejaba. Una
escena terrible. Una mujer de sesenta y pico años y un hombre que no había cumplido los
cuarenta: podrían haber sido madre e hijo, salvo que las madres no se comportan de esa
manera con sus hijos, excepto en las novelas criminalmente pornográficas (de las que poseo
ejemplares firmados y en perfectas condiciones, pero no en venta) de George Bataille. Aunque
Marius la había amado tan profundamente durante sus primeros años juntos que, a veces,
mientras ella dormía, había llegado a llorar pensando en la fugacidad de su madura belleza,
temiendo que cada respiración suya fuera la última (y él la causa de su muerte) e incapaz de
imaginar una vida sensual sin ella; a pesar de todo ello, lo único que sintió cuando se le aferró
sollozando a sus piernas (incapaz de imaginar su vida sin él) fue repugnancia.
«Saquear es la esencia del erotismo —escribió Bataille, razón por la cual— no hay nada más
deprimente que una mujer fea... porque la fealdad no puede saquearse.» Y la vejez, con todas
sus indignidades, igual. Marius había vivido sólo para eso: para profanar la elegancia de esa
mujer mayor sometiéndola a todos los actos de animalidad amorosa y no tan amorosa que su
ingenio febril era capaz de concebir. Pero entonces ya no quedaba nada que profanar o
saquear. El tiempo se había encargado de hacerlo por él.
Sus manos, advirtió, se habían vuelto angulosas; la piel de la base de los dedos, hinchada y
gris como una masa de harina. Y ya. no tenía muñecas. Su pulgar era una extensión del brazo.
Aquellos dedos que antes (no tantos años atrás) habría arrancado violentamente del menor
contacto con otro hombre, le resultaban tan repulsivos que el esfuerzo necesario para
arrancárselos de sus piernas era superior a él.
¿Realmente le dijo estas palabras o sólo las pensó? Es una distinción innecesaria. No puedes
pensar algo semejante ante una persona que te ama sin que se refleje en tu rostro.
—¿A mi edad? ¿Cómo te atreves? ¿Cuántas veces te supliqué que si ibas a dejarme, me
dejaras cuando aún era lo bastante joven para rehacerme? Mírame ahora —gritó ella.
—Nunca fuiste lo bastante joven para rehacerte —le dijera tal vez, o tal vez no—. Al menos,
desde que yo te conozco.
—¿No te dije que me dejases en paz en mí casa si no estabas seguro de poder amarme para
siempre?
Si acaso, esto otro—: Ningún hombre puede estar seguro de amar a una mujer para
siempre, Elspeth.
—Sí, ya lo creo que puede. Y si no, debe dejarla donde está. Yo tenía una vida. Vivía
atendida y segura. No necesitaba que vinieras y me hicieras esto.
Su boca, advirtió Marius, había perdido la carnosa plenitud que tanto había amado. En su
confusión, Elspeth la había dejado abierta, como un perro, y él se preguntó si sería capaz de
volver a cerrarla del todo o de mantenerla sin babear. Sus cejas también, antes tan
desafiantes, tan llamativas en su expresividad, sobre todo cuando se reía o sentía deseo,
habían descendido por debajo del hueso y le daban un aspecto cansado y perplejo, una vez
más como un perro que se teme el final.
Cuando él apartó las piernas de sus garras —sí, garras—, ella cayó al suelo y se dio un golpe
en la cabeza. Lo cual pareció sugerirle un último y desesperado intento.
—Te lo suplico, te lo suplico —chilló, golpeándose la cabeza contra las planchas de madera,
pero ahora a propósito: un golpe tras otro, mientras empezaba a sangrarle la cara, sin duda
decidida a reventarse allí mismo los sesos y a esparcirlos a sus pies.
Marisa tampoco sabía si tenían una cita. También ella estaba de mal humor. Temía haber
sido demasiado transparente, tanto al dejarle ver a Marius que el cuadro la sacaba de quicio
como al demostrarle que le irritaba que lo hubiese descubierto. ¿No era eso justamente lo que
la enfurecía en el retrato de la condesa de Blessington: una mujer de éxito y de dinero, en la
cumbre de su poder y su influencia, incapaz sin embargo de ocultar su vulnerabilidad? No, no
incapaz; reacia a ocultarla. Marisa comprendía perfectamente por qué el cuadro, en palabras
de Byron, había «entusiasmado a todo Londres». Era lo que solía entusiasmar a todo Londres
en una mujer: la persistencia en ella de la muchacha suplicante. Una chica enfurruñada y
encorvada ligeramente, casi como una mendiga pese a las pieles y las ropas de gala; un
atisbo, bajo el atractivo de su seguridad aparente, de incertidumbre permanente y de persona
necesitada. ¿Esa tenía que ser la marca indeleble de una mujer, por lejos que llegara en el
mundo de los hombres? ¿La ansiedad de que la amaran y rescatarían?
Y ella, Marisa, había traslucido en su propia cara ese aire de persona necesitada.
No podía perdonárselo. La próxima vez le mostraría a Marius una expresión muy distinta.
¿Cómo sabía yo que estaba considerando una próxima vez? Porque vivía en el interior de su
mente, por eso lo sabía. Si hubiéramos sido hermanos siameses no habría tenido con ella una
sintonía más delicada. Aunque también funcionaba en la otra dirección. Yo transmitía mis
temores a su flujo sanguíneo, donde ella —llegado el momento— los transmutaba en sus
propios deseos.
No asistió a la charla de la semana siguiente sobre Madame Pompadour. No iba a ser tan
transparente. Pero a la otra semana se quedó almorzando hasta tarde con Flops en el Café
Bagatelle, situado en el jardín de las esculturas de la galería (dos horas frente a una ensalada
de rúcula con parmesano, más otros treinta minutos examinando las urnas de bronce con una
atención que ninguna urna merece), cuidándose mucho, eso sí, de volver a la sala justamente
cuando empezaba la siguiente charla de la serie, a las cuatro en punto.
Se quedó un poco decepcionada. Se sentía atractiva con la falda de tubo color gris acero no
demasiado corta, con su ancho cinturón de cuero, sus sandalias de tacón alto, por las que
asomaban sus uñas pintadas, con los grandes pendientes metálicos y, por supuesto, con
aquella blusa blanca que ondeaba cuando se movía. Estaba chispeante, así se veía ella. Pero
no podía deslumbrarlo porque no se había presentado. No se sentía herida, sino sorprendida.
Su instinto para estas cosas solía ser asombroso. Si esperaba encontrarse a alguien se lo
encontraba. «Hago que aparezcan por arte de magia», bromeaba en una entrada de su diario
que quizás había dejado a mano —o quizá no— para que yo lo leyera. «Hay gente que dobla
cucharas; yo consigo que aparezcan los hombres.»
No era una jactancia injustificada, más bien una reflexión sobre la crueldad de las cosas.
Lograr que apareciesen los hombres era su aflicción.
Trató de sacárselo de la cabeza. No tenía ninguna importancia para ella. Le daba igual.
Se saltó la siguiente charla de la serie. Ella también sabía jugar al gato y el ratón.
Pero a la última charla sí asistió. Tal como (según la maravillosa sincronía de su retorcido
deseo) hizo el propio Marius.
Que fueran capaces de hacerlo sin provocar un escándalo lo atribuyo a la educación. Las
personas educadas, en especial las educadas en las letras y las artes plásticas, cuentan con
más modos de hablar de la vagina de una mujer que aquéllas que abandonaron el colegio a los
quince años. Estos últimos aducirían que ellos llaman vagina a una vagina —aunque, desde
luego, la llamen sobre todo de otra manera— y que, en todo caso, lo que prefieren no es
precisamente hablar de ello. Pierden así dos oportunidades: primero de conocimiento y luego
de sexo en su forma más refinada, pues hablar de ello es el prólogo indispensable para
hacerlo con cierta gracia. Pero los que no poseen educación no han aprendido a valorar la
gracia.
Ignoro cuánto sabría Marius acerca de las felices y azarosas circunstancias de El columpio
de Fragonard, originalmente titulado Les hazards hereux de l'escarpolette (Los felices azares
del columpio) pero no me cabe duda de que las lagunas que encontrara mi Marisa en sus
conocimientos, ella misma debió de colmarías sobradamente.
En efecto, no hace falta haber profundizado demasiado en los chismorreos de la historia del
arte para saber cómo aceptó Fragonard el encargo del ejemplo más lascivo de fruslería
rococó: un cuadro tan inocentemente admirado por el público amante de las bellas artes que
lo han reproducido incluso en trapos de cocina y salvamanteles pese a que su verdadero tema
son las partes pudendas y no otra cosa. No voy a repetir aquí esos chismorreos. Bastará que
recuerde a quienes lo hayan olvidado que un pintor muy inferior a Fragonard había sido
invitado primero a ejecutar esta composición, pero que rechazó el encargo por considerarlo
una indecencia. La persona que había encargado el cuadro —un caballero de la corte francesa
— quería que pintasen a su amante columpiándose en un emparrado de un modo tan
desinhibido y a tanta altura romo si fuese un pájaro. Empujando el columpio tenía que haber
un obispo y mirando sus faldas, un caballero de la corte. A qué venía el obispo, nadie lo sabe.
Como Marisa le habría dicho a Marius: «La religiosidad de la mente pervertida de los
franceses no tiene fondo».
Es posible que para el pintor —que gozaba entonces en París de cierto éxito como pintor
alegórico-religioso— el obispo fuera la gota que colmó el vaso. Pero también es posible, como
podría haber conjeturado Marius en respuesta a Marisa, mientras contemplaban juntos el
cuadro, «que la sugerencia de colocar las piernas de la dama tan separadas como la
composición o su imaginación lo permitiera no era aceptable desde su punto de vista, con
obispo o sin él».
Fragonard, menos melindroso, y sin duda dotado de una intuición más rápida de las razones
por las que un hombre puede decidir exponer las partes íntimas de la mujer que ama ante los
ojos de cuantos más espectadores mejor, asumió el encargo sin hacer objeciones, introdujo a
un joven voyeur —quizá para exacerbar la excitación del caballero— y pintó lo que Marisa
describía como «la excusa más profusamente arbórea que se haga visto para una vagina».
Así fue como trataron entre ambos de la cópula, como un acto de indecencia puramente
intelectual, en una sala llena de amantes de las bellas artes, ninguno de los cuales habría sido
capaz de percibir que había sucedido algo impropio.
Marius le preguntó, ya que la tarde había resultado tan educativa, si le gustaría cenar con él
alguna noche que ella eligiera para poder seguir educándose un poco más. Ella respondió que
era una mujer casada. Él le pidió que le dijera cuál era su cocina preferida. Ella le dijo que la
italiana. Él dijo que la suya era la francesa. Ella le preguntó si había vivido en Francia. Él dijo
que sólo en su cabeza. Ella le preguntó qué tenía en contra de ir también con su cuerpo. Él le
dijo que él era más cabeza que cuerpo, del mismo modo que era más pasado que presente. «Je
suis un vieux boudoir plein de roses fanées», dijo. «Baudelaire», añadió. «Eso me ha
parecido», dijo ella. Y ésa era la razón por la cual, prosiguió él, era un gran placer... esto
(extendió las yemas de los dedos, que ella no tocó con los suyos, siendo como era una mujer
casada), o sea, hablar con alguien en el vivo presente. Había demasiadas rosas ajadas y muy
pocas vivas. Ella se rio de él. Él se sonrojó. Ella se disculpó.
—Nunca he sido capaz de tomarme las imágenes florales en serio —dijo—. Las monjas solían
pegarme por reírme de Wordsworth. «Tres años creció bajo el sol y la lluvia», y yo escondía la
cabeza en el pupitre, imaginándome a esa niña pequeña bajo la lluvia durante tres años.
—Más bien no. Pero estuve interna en un convento durante un año. Mi madre pensó que
necesitaba una educación religiosa. En realidad, era ella la que la necesitaba. Me dejó en
manos de las monjas para que expiara sus pecados.
—No. Lo que debe de ser el motivo de que aún los esté expiando.
—Sabe mucho de mí —dijo él, repitiendo las palabras que ella le había dirigido
anteriormente— para ser una persona con la que apenas he hablado.
Ella sonrió, y sin duda se ruborizó un poco ante la evocación del ataque frontal que él le
había dedicado la tarde de su charla sobre lady Blessington.
—Hagamos una cosa —dijo ella—. Puesto que entonces dijo saber tanto de mí, y ahora
parece tan seguro de que disfrutaré de su compañía, aceptaré su invitación con una
condición.
Ella se levantó de la mesa, no con coquetería, sino abstraída. Marius pagó el té, puso unas
monedas en la caja petitoria de la galería y la guio hacia la tarde húmeda y tormentosa en la
que yo los esperaba, invisible e irrelevante como un arbusto decorativo. Sobre sus cabezas un
cielo de acuarelista, grandes borrones de nubes grises que se deshacían apenas se habían
formado, un pincel húmedo inscribiendo la transitoriedad de todas las cosas con trazos de
carboncillo que ellos se habrían creído con derecho a interpretar, tan parecidos resultaban a
una caligrafía. Un hombre más fantasioso que Marius le habría hecho levantar la cabeza a
Marisa para que mirase sus nombres emparejados en sangrante tinta negra: Marius y Marisa,
o quizá Marius ama a Marisa. Pero Marisa no era tan fantasiosa, por su parte, como para
haber colaborado con él. «No veo nada», habría dicho, a menos que las marcas hubieran sido
incontrovertibles, y no estoy en condiciones de llegar a asegurar que lo fueran.
Agucé el oído, excitado por la palabra «condición». Si había una condición quería decir que
estaban haciendo progresos.
—Que reserve mesa en un restaurante de mi elección cualquier noche salvo el viernes y que
me llame luego para decirme que la ha reservado.
—No es una condición muy rigurosa. Delo por hecho. Dígame el nombre del restaurante y
deme su número.
—¿Escondidos?, ¿dónde?
—En la galería.
—No necesariamente, pero tampoco hay que descartarlo. La Wallace Collection tiene unos
fondos magníficos de escultura y muebles europeos.
—¿Y la información vendrá en un código que debo descifrar o con una forma que debo
interpretar? ¿O más bien tengo que buscar un objeto en un cajón?
Ella reflexionó.
—Todavía no lo he decidido —dijo—. Yo diría que una combinación de todo eso. Pero sí,
habrá una cosa. Lo que no voy a decirle es dónde buscarla, ¿no?
—¿Una cosa?
—Hace demasiadas preguntas para ser un hombre tan rápido. Utilice sus ojos y la
encontrará.
—Ninguna.
—No crea ni una palabra de lo que dicen, amigo —le dijo, rechazando la revista, pero
entregándole un billete de cinco libras igualmente.
—Como dice el poeta: «No hay placer más dulce que sorprender a un hombre dándole más
de lo que esperaba».
—Baudelaire, supongo.
Desde donde estaba situado no me era posible oír cada una de las palabras que
pronunciaban, pero lo que no oía bien lo deducía por el movimiento de sus labios, o lo intuía,
o lo inventaba con mi intensa curiosidad. Me pareció un buen presagio que Marisa me hubiera
pedido que la esperase por si se encontraba con Marius. Que éste era diferente para ella se
traslucía en el hecho mismo de que fuera capaz de flirtear descaradamente con él en mi
presencia —si es que yo constituía propiamente una «presencia» (desde luego, no para
Marius)— sin tenerme en cuenta siquiera, como sí hubiera hecho de un modo sutil pero
persistente aquel día en el restaurante, cuando la vi con el dentista de Dulcie.
¿Eso la excitaba? ¿La excitaba por ella misma, y no sólo por mí? ¿Al lado de Marius era
capaz de apartarme de su conciencia tan eficazmente como me mantenía apartado de su lado?
Nunca se lo pregunté. Yo sabía qué lugar me correspondía. Y Marius no era un nombre que
nos atreviéramos a pronunciar ni en susurros. Lo llevábamos en nuestro interior como si fuera
una bandeja cargada y en precario equilibrio: una sola palabra mal escogida y uno de los dos
la acabaría volcando. Era nuestro más preciado secreto: el de Marisa frente a mí, el mío
frente a ella; un secreto impronunciable, imposible de admitir, aunque yo acechara entre
aquellas sombras de mi creación, convertido en el «negro», en el autor fantasma de la escena,
y observara cómo él se enamoraba de mi esposa... y ella de él (si la suerte seguía
acompañándome).
Marius se disculpó otra vez por aquella frase de Baudelaire, que ella dijo no identificar. Yo
sí. Procedía de los Pequeños poemas en prosa: «Lafausse monnaie». Pero no estaba en
condiciones de mostrar mi agudeza. Los «negros» no tienen rostro ni lengua.
—La persona que da la limosna en esa historia —explicó Marius— en realidad está pasando
moneda falsificada; es decir, está haciendo a la vez un acto de supuesta caridad y un buen
negocio: ganándose cuarenta monedas y el corazón de Dios. Un cálculo que Baudelaire
encuentra despreciable.
—¿No estará usted pasando una versión falsificada de sí mismo? —preguntó Marisa.
¿He dicho ya que yo era invisible como un arbusto? Piensen en el arbusto ardiente.
***
No. Más hambriento que el mar que lo zarandea: un cornudo divisando tierra. Habían ido
más lejos en una tarde de lo que yo podía contemplar con calma. Se había dicho y hecho y
prometido lo bastante como para abrasar vivos en sus lechos a un millar de cornudos de estar
por casa. Pero yo sólo podía mirar adelante, no atrás, y cada acto de lascivia se desvanecía al
instante y me dejaba esperando con impaciencia el siguiente.
También me inquietaba que Marisa le hubiera dicho a Marius que no tenía sentido que
empezara a buscar antes de una semana. Si en política ya es mucho, en el amor una semana
es una eternidad. Más aun cuando uno de los amantes resultaba ser un hombre como Marius
que tan fácilmente podía reavivarse como volver a apagarse.
Una cosa que Marius no le había contado a Elspeth tras la muerte de su marido era que
había conocido en el funeral a otra mujer y que luego había pasado un rato con ella. Dos
mujeres, en realidad. Y había pasado un rato con las dos. Tampoco mujeres, estrictamente
hablando; más bien chicas. Hermanas, como yo había pensado. Una de quince años, o eso
decía ella; otra de dieciséis, o eso decía ella. Una con pintalabios negro, otra con un piercing
en la nariz. Marius no se había molestado en recordar cuál era cuál.
Por lo visto, yo estaba equivocado aquella mañana, cuando estuve observándolo en el salón
del pueblo de Shropshire y lo tomé por un hombre que incitaba a más depravaciones de las
que podía atender. Sí se presentó a su cita de las cuatro, después de todo. Y ésta no es la
única sorpresa. La cita era ese mismo día, y apenas a unos pocos pasos de donde la había
concertado. «Nos vemos entre las lápidas, chicas —debió de decir— a las... cuatro... en
punto.»
No sé por qué debería haberme sorprendido. ¿Por qué no seguir adelante? Dejando aparte
el respeto debido al finado, supongo que mi sorpresa se explica porque no soy capaz de
comprender la satisfacción inmediata. ¿Por qué llegar tan deprisa hasta el final de un placer
cuando puedes prolongarlo?
Eso, claro, en caso de que él hubiera llegado hasta el final. Sí, se vio con ellas. Me había
equivocado en este punto. Pero ¿quién era capaz de decir cuánto dio de sí mismo? Hay más de
un modo de evitar la consumación.
Si hizo lo que fuera que hiciese con ellas de una en una, o si participaron los tres a la vez; si
ellas encontraron un trecho de tierra seca (suponiendo que exista tal cosa en Shropshire) o si
se tendieron sobre el frío mármol sepulcral y aguardaron bajo la lluvia... no lo sé. En el relato
que hizo años más tarde se ahorró esta clase de detalles; a menos que fuera la persona que
me lo relató a su vez la que se ahorrara en su nombre tales detalles. Nadie cuenta nunca toda
la verdad acerca del sexo. Siempre se añade o se suprime algo.
Lo que me interesaba en esa etapa muy posterior, mientras escuchaba tendido cómo me lo
contaba Marisa en la penumbra (yo mismo no consumado), no eran los gemidos sino el dónde:
un cementerio no es precisamente la idea que se hace uno de un nidito de amor. Nadie
seriamente interesado en la vida erótica de los hombres y las mujeres puede desconocer la
tapofilia: esa mórbida fascinación por los entierros y la putrefacción cuyo opuesto es la
tapofobia y cuyas variantes directas aunque algo pusilánimes serían el vampirismo y las
novelas góticas. Que el instinto de muerte era fuerte en Marius yo ya lo sabía por todo lo que
había visto y oído de sus propios labios en Shropshire. Pero uno puede sentirse fascinado por
la poesía de lo perecedero —sobre todo con la propia— y aun así no sentir especial interés por
los cipreses y los sarcófagos, no digamos ya como telón de fondo para sus placeres. La verdad
en el caso de Marius era que él no estaba simplemente medio enamorado de la muerte, sino
que ésta le confería vigor y potencia. Cuando las abrazó o les hizo lo que fuese, ¿tenían las
dos hermanas los pies manchados de barro del cementerio. ¿Aferraron huesos con sus dedos?
¿Había en su juventud un aroma perverso a putrefacción?
«Esto hay que decir en favor de la sangre y del aliento —escribió Housman, el espíritu que
preside ese desalentador cementerio—. Le confieren al hombre un gusto por la muerte.»
Marius funcionaba por su parte según el principio inverso. La muerte le confería un gusto por
la sangre y el aliento.
—No voy a decir que restase violencia al placer que sentí con ellas, ni que sirviera para otra
cosa que para aguzar mi recobrado gusto por la vida el hecho de que fueran sobrinas de
Elspeth —habría de contarle a Marisa.
—¿O que no tuviesen la edad suficiente para rechazarte? —preguntó ella por fin.
¿Qué esperaba ganar Marius —me preguntaría yo en su momento— alardeando ante Marisa
de aquellas violaciones?
—En último término, no fue su ardiente juventud en aquel jardín de la muerte lo que me
excitó —le dijo a ella—, ni tampoco el parentesco carnal con Elspeth o entre ellas dos... sino la
magullada vulgaridad de sus bocas.
Y todavía otra pregunta: ¿tenían la boca magullada antes de encontrarse con él?, ¿o
después?
Y otra más: si la magulladura vino después, ¿fue tal vez lo único que sacaron ellas de aquel
encuentro?
Nada sabía de todo esto —si por saber entendemos tener palabras para algo— mientras me
consumía de inquietud durante la semana que Marisa le había dado: una semana entera para
enfriarse, para salir corriendo o para ligarse a un par de colegialas goth en Marylebone High
Street con la esperanza de que les apeteciera darse una vuelta por un cementerio. Pero sí lo
sabía y lo sentía en mis huesos. Lo sabía y lo sentía a él en mis huesos. Considérenlo mi
propia versión de la tapofobia.
Pero claro, yo no temía reconocer mi sometimiento a los caprichos de una mujer. Yo sabía lo
divertido que era que te manearan a su antojo.
Fuera lo que fuese lo que retuviera a Marius, decidí no esperarle. Había que considerar
también mi curiosidad rampante. Lo que Marisa hubiera escondido, razoné, lo había
escondido para mí también. No lo habíamos hablado nunca, pero la ocultación formaba parte
de nuestro matrimonio, se había convertido en el idioma de nuestro amor. Según esa lógica, la
prueba que le había puesto a Marius era tan mía como suya. Y para mí era imperioso saber
qué había dejado y dónde, aunque para él no resultara tan imperioso.
No fui a la galería como rival de Marius: entré allí como su alter ego. Fui en busca de lo que
ella había escondido para poder entrar en el corazón de la intriga que ambos habían iniciado.
Pero más aún que eso fui a descubrir cómo era, como se veía desde el otro lado el proceso de
ponerme cuernos, ahora que empezaba a consumarse; fui a revolcarme en la falsedad de
Marisa mientras ella la tramaba por toda la galería, sala por sala; fui a sentir en mi lengua la
sequedad de boca que la excitación habría de comunicarle a Marius a medida que se
estrechara el cerco, sabiendo que muy pronto, aunque ella le hubiera dicho que era una mujer
casada, habría de ser su amante.
Sí, yo mismo había estado en esa posición cuando Marisa engañó finalmente a Freddy. Pero
¿qué era engañar a Freddy comparado con engañarme a mí?
***
Como había pocas posibilidades de que Marius y yo recorriésemos efectivamente juntos los
tesoros de la Wallace Collection —el marido emérito y el amante electo— me las arreglé para
llevármelo conmigo en espíritu. La primera mañana estábamos nerviosos, sin saber por dónde
empezar, vagando sin objetivo definido de una sala a otra, descubriendo sentidos en los
cuadros y mensajes en los muebles que probablemente no eran tales, y sin atrevernos a
examinar nada desde demasiado cerca por temor a activar una alarma. Era más que probable,
además, que hubiera alguien en un cuartito observando cada movimiento que hacíamos.
Era una lástima, pensaba, que no estuviera allí del todo, hasta el punto de poder conversar
con él. «¿No le parece maravillosamente veneciano —le habría preguntado— nuestra
búsqueda de algo que ignoramos, pero que en mi imaginación, como seguramente en la suya,
se parece a una carta o rollo de pergamino, a una invitación ornada de lazos para asistir a una
cita carnavalesca: un documento, en fin, que ha sido depositado en alguna pieza de mobiliario
rococó, y que, si no lo encontramos, podría permanecer oculto durante siglos hasta que otro
amante en busca de una mujer elusiva se tropiece con él y crea que va dirigido a su persona?
¿Cree usted que Marisa sería capaz de atraer a sus brazos a un hombre trescientos años
después de que haya muerto? Conociendo el efecto que tiene en usted la mortalidad, debo
suponer que esa idea ha de inflamarlo mucho más que a mí.»
No me entretendré con nuestra búsqueda, porque se prolongó durante muchos días. Hacia
el final, quizá nadie conocía mejor que nosotros el botín de aquel templo lascivo hasta la
exuberancia. Escribanías del siglo XVIII de madera de pino y nogal con marquetería de carey,
vitrinas francesas sostenidas con figuras de negros pecho descubierto, mesas de roble y
ébano, escritorios chapados de palo santo, consolas y cómodas con superficie de mármol,
armarios, escritorios de puerta corredera, arcones, librerías de madera de peral, secretai res
y, en fin, cualquier cosa con cajones patentes o secretos, con algún compartimiento que
pudiera abrirse o ceder, con una moldura o un hueco oculto susceptible de ser usado con
ingenio para alojar lo que estábamos buscando... Lo probaos todo (él primero, yo después),
pero en vano.
Como para recordarnos la indecencia inmemorial de nuestra misión, allí donde mirábamos
veíamos imágenes de mitología clásica desplegando sus carnalidades ejemplares. Sátiros
ornamentales que violaban y cargaban el fruto de sus saqueos, bacantes enloquecidas que
ponían los ojos en blanco, tinteros de formas obscenas que nos incitaban a explorar sus
recovecos negro-azulados con los dedos (primero los míos, luego los suyos), Venus
perseguidas y Cupidos amamantados, una imperturbable Diana de bronce dorado con los
pechos al aire que le acariciaba la cabeza un perro de caza, mientras otros dos chuchos
menos pacíficos le desgarraban el cuello a un ciervo. Dejé que Marius permaneciera largo
rato estudiando aquella Diana, absorto ante su impasible sed de sangre y preguntándose si
encerraría quizás un mensaje implícito. Fuera lo que fuese lo que estuviera buscando. Marius
suponía que Marisa debía de haberlo ocultado en el interior o en proximidades de una obra
que hablara con elocuencia de los sentimientos que él le inspiraba. Así pues, ¿estaba
advirtiéndole que se cuidara de su cruel castidad, semejante a la de Diana? ¿Debía ver Marius
un reflejo de sí mismo en el ciervo herido?
Me habría gustado que permaneciera inmóvil una eternidad para poder seguir atribuyendo
a su corazón las palpitaciones que sacudían el mío. Al final, cuando lo empujé a moverse, hice
una pausa para comprobar si nos vigilaban y probé los cajones de la vitrina sobre la que se
hallaba Diana con sus perros, pero estaban cerrados. Había dos armarios con catálogos de la
sección de mobiliario de la Wallace Collection —a los cuales me creía capaz de hacer ahora
una contribución documentada—, pero también éstos, aunque eran un escondite perfecto,
resultaron inaccesibles.
Seguimos adelante, desde las paredes cubiertas de Psiques y Ariadnas de pezones rosados
pintadas por Greuze (un pintor obsesionado por los pechos), pasando por las salas atestadas
de armaduras y bronces dorados, hasta las indolentes frivolidades de Boucher; yo nunca tan
rezagado como para no percibir el ardor de Marius, preguntándome lo que él se preguntaba,
doblemente tenso porque no estaba siguiendo sólo a Marisa, estaba siguiéndole también a él
mientras la seguía a ella.
Al fin, porque aquello no podía continuar eternamente por mucho que yo lo deseara, fuimos
conducidos (como si se trata de nuestro destino) al escondite de Marisa. Pero antes sucedía
una cosa curiosa: me libré de Marius, Era el tercer día y ya no es taba dispuesto a acoger su
presencia en mi cabeza. Me volví repentinamente egoísta; quería saborear el momento yo
solo. Considérenlo un impulso marital. Al acercarme a la prueba desnuda de las intenciones
adúlteras de mi esposa, quise que ella la compartiera sólo conmigo.
Un Cupido de lechoso mármol siciliano colocado en un nicho con azulejos Minton, al fondo
del Salón de Fumadores, llama la atención de todos los visitantes de la Wallace Collection, sea
cual sea su misión. El Cupido es un joven de alas lujosas que extrae una flecha de su carcaj.
Amor triunfante, se titula la obra, aunque a mí nunca me ha parecido que un Cupido alado sea
una metáfora adecuada de la manera que tiene el amor de someterte a golpes. En torno a la
base de la escultura puede leerse una loa del dominio absoluto del amor (en sí mismo nada
alado), que escribió Voltaire.
Aquí está tu señor ... Pero, de hecho, ése no era el lugar. No quedaba ningún espacio para
ocultar un mensaje de puño y letra de Marisa. Pero inmediatamente a la izquierda del Amor
triunfante había una escalera que daba la impresión de ser privada, o que al menos parecía
usarse raramente. Desde luego, yo nunca me había fijado en ella en mis anteriores visitas a la
galería. Husmeé la presencia de Marisa a la primera. Era inconfundible. Me abrumó como un
perfume. Un hombre dominado por una mujer sabe con seguridad si ella ha estado en una
habitación; su huella sigue presente mucho después, como el cálido aliento en un espejo o el
recuerdo de un sueño que la luz del día no logra disipar. La obsesión crea fantasmas y el
fantasma de Marisa estaba allí con todo su desasosiego. No sólo la presencia fantasmal de su
persona, sino también del juego mortal que estaba jugando. Eso era (por encima de la
transpiración de mi propio nerviosismo) lo que podía oler; no sólo sus ropas y su pelo y su
aliento, sino también el propósito delictivo que la había traído allí. Había subido las escaleras,
peldaño a peldaño, hacia la semipenumbra, totalmente poseída por la idea de lo que se
disponía a hacer, sabiendo lo que pensaba dejar y dónde pensaba dejarlo, y qué sucedería una
vez que fuese encontrado.
Me debatí con mi propia impaciencia. Se hacía tarde. No quería que empezaran a sonar los
timbres anunciando que la galería iba a cerrar justo cuando me disponía a poner las manos
sobre aquello que no me estaba destinado. Pero aunque no hubiera estado tan avanzada la
tarde, habría hecho lo mismo: resistir la tentación menor para sucumbir a la mayor. Pues la
mayor tentación era permanecer otra noche en la ignorancia.
El subespacio me llamaba hacia ese nirvana inmóvil de total sumisión que hasta ahora sólo
había conocido en ausencia de Marisa, pero que esa noche hollaría con ella a mi lado. Había
en ello una especie de blasfemia, pero de una blasfemia cometida en nombre de una forma
más alta de adoración.
Al día siguiente, aunque apenas había, dormido (el subespacio, como ya he dicho, no es
lugar para dormir), estaba frente a la galería antes de que abrieran las puertas. Con el
corazón latiéndome con violencia suficiente para mantener a diez hombres vivos, seguí con el
olfato los pasos aventurados de Marisa, inhalando —como si fuese un veneno— la desfachatez
de su resolución.
Entre algunas bagatelas que no merecen mencionarse, dos cuadros pequeños y muy
llamativos —sobre todo en virtud de su abierto contraste— se miraban desde paredes
opuestas en lo alto de las escaleras; ambos sin el suficiente valor para justificar unas medidas
de seguridad muy estrictas, y ambos con espacio suficiente detrás de sus marcos para ocultar
una tarjeta, una carta o incluso un paquete de tamaño reducido. Uno, titulado Leyendo la
Biblia, del pintor francés del siglo XIX Hugues Merle, muestra a dos chicas jóvenes con gorro
cuáquero a las que les están leyendo las Escrituras; las dos con edad para mandarte a la
cárcel, suponiendo que tus debilidades vayan por ahí, llamativas en ese sentido. Pero, por lo
demás, nada muy excitante si dejabas aparte lo que había en la pared opuesta y si no sabías
que la joven Marisa había estudiado la Biblia.
Permítanme ser franco. Nada en la voluptuosa e impúdica postura de Lidia habría hecho
pensar en Marisa a un hombre que no la conociera íntimamente. Pero si uno empezaba por el
otro extremo de la frase la cosa cambiaba: cualquiera que solamente conociera a Marisa con
ropa y que la hubiera imaginado sin ella, se la habría representado así: con una voluptuosidad
desbordante que resultaba casi insoportable.
Dudo mucho que uno solo de aquellos cuadros hubiera bastado sin el otro para detener en
seco a un hombre en busca de una señal amorosa. Manchester Square abunda en invitaciones
eróticas. Pero los dos juntos, mirándose desde las paredes opuestas de la escalera, hablaban
bien a las claras.
Cuando me encontré entre ambos contuve el aliento. Sin la menor sombra de duda, aquél
era el lugar —oculto a la vista de cualquier otra persona— donde la búsqueda de Marius
llegaría a su fin (siempre que pudiera sacársele de su guarida).
Pero yo me sentía incómodo. Incómodo por Marius y, por extensión —pues mi felicidad
futura dependía exclusivamente la suya— incómodo por mí mismo. Había allí planteada una
opción entre una casta virgen que habría de ser educada en los principios del Señor y una
amante insaciable que habría de ser desnudada antes los ojos de los hombr es. Yo sabía de
qué lados decantaban mis preferencias, pero era importante que cuando llegara a Marius el
momento no pudiera sentir que había elegido con un criterio demasiado grosero.
Lo que procedí a hacer lo hice con la mejor de las intenciones. No fue una intrusión, sino un
acto de bondad. Por el bien de ambos, de ellos dos, no podía dejar nada al azar. En el caso de
otras personas siempre es posible confiar en que el azar eche una mano. En su caso era
demasiado fácil que se desviaran de su camino.
Deslicé los dedos por detrás de Una fiesta romana. No se disparó ninguna alarma, ni había
nada de Marisa; sólo una telaraña. Me dirigí a Leyendo la Biblia e hice lo mismo. Ninguna
alarma; Pero esta vez mis dedos tropezaron con una hoja doblada de una impersonalidad
desafiante en la que Marisa había escrito el nombre de su restaurante favorito, su número de
móvil y un breve mensaje. Si hubiese habido una alarma en el cuadro no habría sido mi mano
la que la habría activado, sino mi corazón. El mensaje decía: «No hay placer más dulce que
sorprender a un hombre dándole más de lo que esperaba».
No voy a fingir que esas palabras no me resultaran dolorosas Los celos, como ya he
observado, poseen una ferocidad y una capacidad de razonamiento incalculables. Aunque me
los había imaginado miles de veces al uno en brazos del otro, la sola idea de verlos unidos
gracias a Baudelaire me trastornaba y me indignaba. ¿También a través de la literatura tenía
que ponerme los cuernos? ¡Hija de puta letrada! Jadeé, verde de envidia, como habría hecho
cualquiera. Pero los celos no me duraban nunca demasiado. Enseguida logré imaginármelos al
uno en brazos del otro leyendo a Baudelaire y empecé a sentir que el dolor en la boca del
estómago se transfiguraba en una sensación gratificante.
Comprendía por qué Marisa no había querido colocar detrás de la orgía romana aquella
oferta de «más de lo que él esperaba». Demasiado descarado. Sin ninguna duda, la mejor
ocurrencia —y en cierto sentido la invitación más lasciva a la violación— era la que había
escogido, pues obligaba a Marius a imaginársela como una chica con hábitos de convento.
Pero había algo que yo sabía y Marisa no. Ella ignoraba que Marius sintiera una inclinación
especial, aunque fuese una inclinación mortuoria, por las menores. ¿Quién sabía si aquella
alusión, aun no siendo intencionada, podría impulsarlo a batirse en retirada? Las dos
posibilidades entrañaban su riesgo. Si invitaba a Marius a saciarse con aquella Lidia desnuda,
podría ser muy bien que adoptase una actitud mojigata. Como todos los sádicos, temía el
descaro en las mujeres. Pero entre las dos opciones, consideré que las chicas cuáqueras
resultaban más ofensivas. Cabe la posibilidad de que estuviera racionalizando mis propias
preferencias. Yo sólo veía a Marisa prometiéndole a Marius sentarse a su mesa
completamente desnuda.
Fueran cuales fuesen mis motivos, lo que hice no fue tan terrible tampoco. ¿Era un gran
crimen desplazar apenas medio metro aquella insinuación escandalosamente impúdica,
trasladarla de una pared a otra y dejar que Marisa enardeciera a Marius con la perspectiva de
una orgía, y no de una clase bíblica? Más aún: de una orgía que contenía a su vez la
perspectiva (pues no era mi intención negarle nada a Marius) de una clase bíblica sólo
aplazada.
***
Resultaba decepcionante salir al aire libre del mundo real y darse cuenta de que, de hecho,
nada había cambiado. Había inhalado en la galería el veneno de su adulterio, lo había
chupado y salido vivo; pero fuera, en la calle, Marius y Marisa seguían separados y sólo se
entregaban a una orgía en un futuro que yo había diseñado para ellos.
Si dejar que pasara una semana había sido mala idea en el caso de él, también lo había sido
en el de ella. A Marisa le divertí un juego y luego dejaba de divertirle. Un hombre estaba
encendido y luego no lo estaba: las dos grandes lecciones de su infancia. Lo cual no significa
que no le fastidiara no haber tenido noticias suyas en cuanto él hubiera encontrado su
número. Al principio, había disfrutado pensando que tenía problemas para encontrarlo;
imaginando que recorría la galería a cuatro patas como un idiota, humillado por su ingenio:
precisamente él, que alardeaba de conocerla tan bien. Pero cuando pasó una semana más, y
luego otra, tuvo que afrontar la posibilidad de que no tuviera su número porque no se había
molestado en buscarlo.
La compadecía. Como he dicho más atrás, soy un experto e los matices del insulto.
La duda no iba con ella. No le gustaba que jugasen con ella, igual que a Marius. Yo florezco
ante la indiferencia; ella palidecía. Yo me ilumino, ella tenía un aire enfermizo. Salía, olvidaba
lo que tenía que hacer, volvía a casa e inmediatamente salía de nuevo. Iba a que le pintaran
las uñas, decidía que no le gustaba el color y hacía que se las volvieran a pintar esa misma
tarde. Se compraba zapatos que no necesitaba y empezaba a escribir cartas a amigos con los
que no tenía contacto desde hacía años.
Empezó a preocuparme de verdad cuando uno de mis empleados me dijo que la había visto
entrando en una iglesia. Resultó que sólo había ido a escuchar un concierto de órgano. Digo
«sólo», pero en realidad su presencia allí era preocupante. Ella aborrecía el órgano.
Yo acariciaba una fantasía sobre Marisa y el ciego. Le leía desnuda, pensaba. Iba desnuda
bajo el abrigo cuando llegaba a su casa. Él la ayudaba a quitárselo sin cruzar una sola
palabra. Sabía que estaba desnuda. Los ciegos perciben estas cosas. No me refiero a los
olores y secreciones del cuerpo, ni al perfume de Marisa; lo que olería sería la desnudez en sí
misma. En la oscuridad —en su propia oscuridad, pero también en la oscuridad de la
habitación, pues las habitaciones de los ciegos las imaginamos siempre sin luz— él aspiraría
la idea abstracta de la desnudez, pero no la tocaría. Entonces ella empezaría a leerle. Y
suavemente, por debajo de las palabras que iría pronunciando, sentiría en la piel los altibajos
de su respiración. «¿Y sus tejidos eréctiles?», me preguntarán. Pero eso ya es preguntar
demasiado.
Una hora después el ciego ayudaría a Marisa a ponerse el abrigo, cuidando de no rozarle la
piel con los dedos, y ella se iría casa, olvidada de todo. ¿Marius? ¿Quién era Marius?
O más importante aún, por lo que a mí se refería, ¿dónde estaba Marius? No salía de su
apartamento durante días, al menos mientras yo montaba guardia. Ni rastro de él en la
fromagerie ni; tampoco en la galería las dos veces en las que me asomé por allí de nuevo. Le
pregunté a Andrew si lo había visto o sabía algo, pero no tenía ninguna información. Ellos no
eran, me recordó, amigos íntimos. Marius no tenía amigos íntimos.
Como la muerte y el deseo habían sido nuestro tema de conversación la única vez que
habíamos hablado, y como ahora percibía en él un olor a muerte, no me anduve con rodeos y
me senté, a la mesa de al lado para que nos encamináramos esta vez hacia el deseo. Me
refiero al deseo como tema; no a ese tipo de deseo, de un cuerpo por otro cuerpo que ninguno
de los dos podía haber sentido por el otro.
(Unas palabras sobre este punto. Admito que debería preguntarme a mí mismo, pues si yo
no lo hago lo hará otro, si en algún nivel subterráneo —y acaso no tan subterráneo— yo
deseaba a Marius de un modo indirecto a través de mi esposa; o si como mínimo no anhelaba
que me llamara «muñeca», como había hecho con la mujer de la fromagerie.
Me había fijado en ello, después de todo, y he analizado atentamente el hecho mismo de que
me hubiese fijado. Considerándolo todo, y admitiendo que en ciertos aspectos soy más pasivo
de lo que se supone debe ser un hombre, tengo que decir que lo dudo. No reconocía en mí
mismo el deseo de acostarme con Marius o de hacer que me llamase «muñeca», ni el menor
deseo de tener una muñeca, de parecer una muñeca o de ser una muñeca. No soy un hombre-
muñeca. Pero ya que a veces se presentan los sentimientos homoeróticos como el motivo
subyacente de mi peculiar desviación, deseo mostrar que he tomado ese diagnóstico en
consideración. Podría haber sido así, pero no. Siempre admitiendo, eso sí, que cada
desviación contiene la semilla de todas las demás.
Pero que de un modo sustitutivo, por así decirlo, yo era más sensible a los desaires y
caricias implícitos en el vocabulario de Marius de lo que me hubiera convenido, eso es cierto.
Pregúntenme cómo me habría sentado que Marius ensayara su «muñeca» con Marisa y les
confesaré que habría sido como si alguien me hubiera hurgado por el estómago con sus uñas
afiladas. Una cosa que nunca creerías que llegaras a desear hasta que sucede. Y entonces
empiezas a pensar que desearías que sucediera otra vez. Pero eso era una sensación
hipotética. Marisa nunca le habría permitido a un hombre que se dirigiese a ella de esa
manera.
Lástima.)
—¿Y qué lejano lugar de los sentidos habita hoy usted!—Así fue como probé suerte esta vez.
—Creo que me ha confundido con otra persona —dijo—. Se diría que prosigue una
conversación que no hemos tenido nunca.
El meneó la cabeza.
Sentí la tentación de decirle que con mi esposa no usaba esa estúpida jerga, pero eso
difícilmente habría contribuido a mi causa. Interesante, de todos modos, a la luz de lo que
acabamos de decir sobre homoerotismo, que reservara su lado más serio para las mujeres. A
menos que sólo se dedicara a hacerse el tonto conmigo y que con los demás hombres se
expresara normalmente. En cuyo caso, ¿era yo quien fomentaba esa actitud? ¿Deseaba que no
me tomara en serio?
—Otra pifia, jefe. Hace años que no me paso por el West End.
—Cualquier hombre —dije, con aire beato, porque su juguetona mordacidad me dejaba
pocas opciones— sabe alguna cosa del amor y la muerte.
—Antes de que siga adelante, si lo que anda buscando es alguien con quien hablar de su
matrimonio o de sus aventuras amorosas, yo no soy su hombre. Voy por libre.
Solté una de esas risas locas que parasitan la risa en Dostoievski. Una especie de pégame,
hiéreme, humíllame, hazme lo que quieras, pero no me impedirás que siga riéndome.
Probablemente sea en Pavel Pavlovitch en quien estoy pensando, el Eterno Marido en la
novela corta del mismo título.
—Entonces considérese afortunado. Los amigos no sirven sino para fallarte. También las
mujeres. ¿Le vale con esto para la charla que andaba buscando?
Se arrellanó en la silla, estiró las piernas y soltó una risita para sus bigotes. Desconcertante
por su incongruencia, aquella risita. Como si una criatura chalada y medio acuática te soltara
de pronto un bufido en el zoológico: tal vez un león marino enloquecido por el largo encierro o
una morsa con un amargo sentido del ridículo.
—¿Quién dice que lo estoy acechando? Sólo he mencionado que lo he visto con una mujer
hermosa, nada más.
—No. Soy más bien lo que usted llamaría un pervertido, si de verdad quiere saber lo que
hago.
—¿Y se cree que diciéndomelo va a lograr que me apetezca más hablar con usted? ¿Qué
haría si le dijera que se largue de una vez?
—«¡Si creyera que lo decía en serio!» ¿Es eso lo que hace un pervertido? ¿Perseguir a
personas que le dicen que se largue mie ntras él decide si lo dicen en serio o no? ¿Por qué no
reconoce que le chifla que lo azoten y se deja de historias?
—Bueno, en literatura no siempre pueden distinguirse los dos tipos —le expliqué—. Pero
como en cualquier arte, la incertidumbre y la fantasía son esenciales.
—¿Arte? Debo de haber oído mal. Creía que me había dicho que es un pervertido, no un
pintor.
Me encogí de hombros.
—¿Cuándo ha oído hablar de una perversión que no tienda al arte? Sólo el sadismo es
antiestético.
Dio una palmada en la mesa, divertido, haciendo que se derramara su café sobre mis
zapatos.
—¡Antiestético! ¿Usted habla siempre así con cualquier desconocido que tiene sentado a su
lado? Hombre, no sólo es usted pomposo; además está equivocado. ¿Qué cree que es el arte?
¿Imágenes bonitas? Déjeme decirle que cada artista es un sádico. Crea vida para aniquilarla a
su antojo. Como ahora, por ejemplo, se me podría antojar aniquilar la suya.
—¿Y por qué se asusta tanto? «De todo lo escrito, yo sólo amo lo que se ha escrito con
sangre.» Lo dice Nietzsche.
—¿Y también dice Nietzsche de quién ha de ser la sangre? El artista que usted describe
escribe con la sangre de otros, el verdadero artista escribe con su propia sangre. ¿Cuándo ha
tenido el verdugo una buena historia que contar? ¿Cuándo ha sido capaz de extender una
mano lo bastante lejos como para ver el mundo que le rodea? Las historias que amamos están
siempre escritas por, o desde el punto de vista de, las víctimas: de los que aguardamos en vilo,
en permanente suspense, mirando y preguntándonos, con el tiempo eternamente en nuestras
manos, contando y volviendo a contar la historia de nuestra ignominia...
—¿Y dónde está su arte, señor Artista Pervertido, para demostrar lo que dice?
—Aquí —respondí, abriendo los brazos para abarcar el día, el cielo, el tiempo, la calle, la
mesa, nosotros—. Aquí, en la magnanimidad de mis sentimientos hacia usted, en el suspense
de nuestra historia, en el hecho mismo de no saber dónde concluye.
Me encogí de hombros.
—¿Y su arte? —le pregunté—. El arte hacia el que se inclina su temperamento, ¿dónde está?
Por primera vez, nuestras miradas se encontraron. ¡Así que eso era lo que veían las mujeres
en él! Una tristeza glacial y airada, como la de un oso polar. Dolencia que, si eran valientes, si
se atrevían a acercarse lo bastante, tal vez pudieran intentar remediar.
A él, evidentemente, no le gustaba tampoco lo que veía en mis ojos, pese a que yo, desde
dentro, los sentía tan sumisos como los de un perro labrador.
—Mi arte —me dijo por fin— consiste en deshacerle el suspense y no tenerlo más en vilo.
¡Largo! Póngase de pie, deje la mesa y no pare de andar. Yo pago su cuenta y usted no vuelve
a, molestarme. ¿Qué le parece como final de nuestra historia.?
Me levanté. «Vaya de una puta vez a la galería —deseaba decirle—. Suba esa pequeña
escalera y mire lo que está esperándole allí. No va a creerse la suerte que tiene.» Pero no
podía.
—¡Largo! —repitió.
Esta vez sí le hice el honor de creer que lo decía en serio.
La suerte favorece a los valientes. Al día siguiente Marius fue visto cruzando Manchester
Square, supuse —sólo supuse, pues yo estaba en un taxi y no puede parar para asegurarme—
que de camino a la puta galería.
No puedo demostrar que fuera nuestra conversación lo que cambió su estado de ánimo.
Obviamente, también podía haber, hecho las maletas y dejar para siempre el barrio. ¿A quién
le apetecía tropezarse conmigo en High Street? E incluso si no le había afectado de ese modo,
tampoco podía deducirse que le hubiera afectado del modo contrario. Podía ser simplemente
que se hubiera levantado con el pie derecho. O que se hubiera asomado a la ventanita sobre la
tienda de botones y hubiese visto a Marisa haciendo compras en la boutique de enfrente, o de
camino para, leerle al ciego, sin nada bajo el abrigo. Ya sólo el hecho de haberle visto le
habría recordado (como el fantasma de su padre a Hamlet) su propósito casi olvidado.
Pero lo que me gustaba creer que había ocurrido era que yo— lo había instigado a sentarse
otra vez ante su escritorio. «¿Y su arte, Marius? ¿Dónde está?»
¿Dónde estaba su arte? Bueno, sin duda él creía que acabaría respondiendo —aunque sólo
fuera ante sí mismo— de la única manera que puede hacerlo un artista: creando. Sólo que no
lo había hecho. O eso suponía yo, al menos. Para algunos hombres hay un dilema entre el arte
y las mujeres. Y Marius era sin duda de esa clase de hombres. La muerte, las mujeres, el arte.
El arte, las mujeres, la muerte. El arte, la muerte, las mujeres. No importaba con qué
malabarismos los combinara: siempre había uno que compensaba al otro. La muerte ya la
tenía en su haber. Sólo le quedaban las otras dos cosas. ¿Y a quién va a apetecerle ponerse a
crear frases cuando no le salen con facilidad y cuando hay una mujer exuberante ahí fuera,
esperándole a que la tome? Una mujer rápida, provocativa, susceptible, nada sentimental y
casada con otro hombre.
El día que Marius empezó con retraso a aceptar el desafío de Marisa representó también
para mí el inicio de una nueva aventura. Me arrellané en el asiento del taxi casi sin poder
oírme pensar a mí mismo, tan ruidoso era el lascivo parloteo que se había desatado en mi
cerebro. «¡Cabras y monos!», debí de decir en voz alta, como en Otelo.
Le dije que había cambiado de idea. Me proponía visitar al antiguo director de un colegio de
Gloucester para hacer una tasación. Pero ¿cómo podía concentrarme en un montón de libros
viejos?
Ahora, o muy pronto, él estaría leyendo la nota de Marisa. Yo volví a leerla a su lado. Era
una invitación en toda regla. Más de lo que él había esperado, en efecto. Más de lo que yo
había esperado también. Marisa acurrucada contra el pecho del poeta. Desnuda de pies a
cabeza. Y el chico que escanciaba las bebidas esbozando una sonrisa socarrona.
¡Dios todopoderoso!
A él se le veía más apuesto de lo normal y casi, casi de buen humor, con un traje de tweed
que le daba el aire de un abogado de pueblo. Era el tipo de hombre que inspira ideas
románticas en el corazón de las esposas y las hijas de los granjeros y, por supuesto, en las
esposas de los profesores de universidad. Pero ese toque provinciano, curtido e implacable,
también encaja muy bien con las mujeres de ciudad. Como si existiera un tipo de cruel
seguridad inaccesible a los hombres blandengues que trabajan en los bancos o en las librerías
anticuarias.
Marisa parecía animada también. La conversación le gustaba. Para conversar se ponía sus
tacones más altos.
Salieron a cenar otra vez, al mismo restaurante; es más, en la misma mesa —nuestra mesa,
naturalmente—, hasta que cenar allí se convirtió para ellos en una tradición como lo había
sido en su momento para nosotros. Al fin —aunque esto sea anticiparse; mucho—, lo invitó a
la casa que compartíamos y luego a su cama. No a nuestra cama: ella no se habría permitido
esa clase de confusiones, aunque debía saber que yo no habría puesto ninguna objeción. Era
durante el día y yo estaba en el trabajo. Había dejado algo desatendido el negocio a causa de
Marius y me alegraba volver a mi rutina. A veces caminaba por la calle y me complacía en
pasar por donde sabía que ellos habían pasado.
Es extraordinariamente romántico rondar por el lugar del que has sido desalojado. Es como
vivir entre nieblas y espejos. Me costaba respirar algunos días, pero lo atribuía a la euforia.
Todavía no tenía del todo lo que quería, pero me acercaba. La pelota estaba ahora en su
tejado. Yo había hecho mi parte por ellos; ahora ellos tenían que hacer lo mismo por mí.
LA ESPOSA, EL AMANTE
Las cuatro en punto era una hora ideal para todos. La siesta del fauno. Ideal para el fauno,
la ninfa y el cornudo.
Me gustaba que estuviera en mi casa. Algunos hombres asesinarían por mucho menos. Se
sienten rechazados, en su propio funeral. No saben lo que se pierden.
Marius, por supuesto, no sabía en casa de quién se hacía el fauno; sólo sabía que la mitad le
pertenecía a Marisa. Así que no puedo acusarlo de haber triunfado sobre mí de un modo
personal. Pero los dos disfrutaban del hecho de estar en la casa de algún hombre, de eso
estaba seguro. Eso sazonaba un poco la tarde. Él podía vibrar por una mujer sólo por su
atractivo y sus cualidades, pero todavía llegaba a vibrar mucho más si se la estaba
arrebatando a otro. No estoy seguro de si ese otro, además, había de ser más viejo. Pero no
me habría sorprendido. Su historial no sugería otra cosa. ¿Y quién dice que no estamos todos
cortados por el mismo patrón? O nos encogemos de miedo ante la virilidad de nuestros
padres, como el chico de la historia de Turgenev, o bien —y no deja de ser el mismo impulso
invertido— los decapitamos. Marius era de los que decapitaban.
***
Él no había llorado en el funeral del hombre cuya esposa había robado. En vez de llorar, se
había ligado a dos menores.
Las chicas en general, más allá de la edad que tuvieran, habían sido su perdición. No he
conseguido descubrir pruebas categóricas de los motivos por los que dejó la universidad que
lo había contratado en un puesto subalterno poco después de que se fugara con Elspeth.
Había un tufillo de escándalo en el aire, pero era poco probable que el marido de Elspeth
tuviese nada que ver. Él era un hombre demasiado honorable y estaba demasiado chocho para
guardarle rencor a nadie. Al contrario: posiblemente había sido él quien le había conseguido
el puesto. A los profesores les gusta colocar a sus estudiantes, se hayan fugado o no con sus
esposas. Satisfacen así un anhelo dinástico. Marius se marchó, en todo caso, fuera cual fuese
el motivo, sin haber dejado ninguna huella perdurable, al menos en la universidad. La huella
que había dejado en las chicas a las que daba clase ya eran harina de otro costal. Ellas lo
idolatraban; algunas de ellas. Como profesor era tal como había sido como alumno:
estimulante, genial, demasiado seguro de sí mismo, dispuesto a idealizar y luego a despreciar.
Si creía ver auténticas aptitudes, las estimulaba. Le gustaba ganar conversos difíciles para la
causa de la cultura. Cuando le entraba su vena grandilocuente, pensaba —al modo de
Pigmalión— que podía insuflar vida donde no la había y que él sería capaz de atraer a media
humanidad (a la mitad femenina) hacia la lectura de Baudelaire y Céline si se le otorgaba
acceso exclusivo a ella. No me cabe duda de que les dio una lista de libros a las menores que
se llevó al cementerio antes de entregarles unas monedas para pagarse el autobús y de
enviarlas de vuelta a casa.
Lo malo, sobre todo para Elspeth, era que él no podía contentarse con convertir a sus
alumnas en devotas de la cultura: también tenía que convertirlas en devotas suyas. Hay
razones para creer que perdió su empleo a causa de los rumores propagados por las
feministas del campus. Encontré en el periódico estudiantil un par de artículos sobre él,
fechados más o menos en la época de su renuncia, que daban a entender (con las
precauciones legales debidas) no sólo que era el miembro más lujurioso de un departamento
especialmente lujurioso (literatura: va implícito en la materia), sino que las alumnas habían
intercambiado cartas entre ellas y también con recién llegadas, advirtiéndose mutuamente de
que era el peor tipo de profesor: no sólo un rompe— corazones, sino un especialista en
enchufar a sus favoritas, un profesor que te ponía nota no según lo que le habías escrito en el
examen, sino según lo que le habías hecho en la cama. Eso lo dudo. Él tenía un concepto
demasiado estricto de sí mismo para andar mezclando categorías. Si acaso, más bien habría
suspendido a cualquier alumna que se acostara con él para demostrar su probidad intelectual.
Y, por supuesto, para mostrar la poca pasión que había sentido. Así que interpreto todo eso
como una calumnia histérica en esa línea que hace estragos en la universidad actualmente.
Pero un canalla es un canalla, detalles aparte, y supongo que por ese motivo debieron de
hacerle chantaje hasta sacarlo de su puesto.
¿Se habría defendido con todo descaro y habría desafiado incluso a las feministas de no
haber sido por Elspeth. Es probable. Él podría haber resistido muy bien, convertido en el lord
Rochester de una universidad de las Midlands occidentales. La mala fama —la de ese tipo,
sobre todo— nunca le ha hecho daño a ningún licenciado, por muchas cartas que circularan
contra él. Pero para Elspeth, que había disfrutado en tiempos del estatus de ser una esposa de
profesor y que había mirado con orgullosa dulzura a los estudiantes, como si fuesen huérfanos
o niños de la inclusa, aquello era humillante. Así que hicieron las maletas y se marcharon,
cosa que él —aunque esto es sólo una teoría mía— no llegó a perdonarle nunca.
Ni ella a él. Ante sus amigos —los que quedaban—, ella se refería a Marius como el Oscuro
Lord Morgoth. De niña, se había sentado en las rodillas de Tolkien; después volvió a verlo en
compañía de su esposo, que temblaba al presentárselo. Más tarde leyó todo lo que había
escrito, de manera que es posible que su alusión a Morgoth estuviera atenuada por el afecto
que sentía por la obra del escritor. Como Morgoth, Marius había caído de la gracia etérea a
las simas más oscuras de la maldad. Pero ella aún lo amaba. Que continuara llamándolo
Morgoth, sin embargo, sabiendo lo mucho que Marius la despreciaba por tomar la obra de
Tolkien por literatura, sugiere que la furia que sentía contra él era auténtica.
Se peleaban continuamente, ella con el genio exuberante y demasiado expuesto, como la
ropa que llevaba; él, con su aire glacial, como el agua de una fuente de puro desprecio.
—Si hubiese sabido que iba a ser así... —decía, sin terminar la frase (sus mangas
abullonadas de adolescente revelaban demasiado bamboleo de carnes fláccidas).
—¿Cómo creías que iba a ser, Elspeth? —preguntaba él, lastimándola con su propio nombre;
escupiéndolo con despecho.
—Maravilloso.
—Eso fue en otro país... —decía él, dejando ella que se encargara de completar la cita. [4]
***
Una señal más de lo mal que iban las cosas entre ellos: ninguno de los dos podía terminar la
frase que había empezado.
Aunque Elspeth se temía que había muerto para él, no lo abandonó. Ya había dejado a un
hombre y no vislumbraba ningún futuro por el hecho de dejar a otro. Seguramente, además,
no podía creer, después de haberlo enloquecido de deseo una vez —él decía la verdad: la
había devorado—, que no fuese capaz de lograrlo de nuevo. A Marius, por su parte, volverse
tacaño allí donde antes había derrochado con desenfreno le resultaba muy útil con las
mujeres, en la medida en que a ellas les costaba apartarse de su lado hasta que no regresara
su vena desenfrenada. Es una de las leyes más crueles de la vida erótica que la mezquindad
en uno u otro sexo, siempre que exista una remota promesa de que retorne la generosidad, no
pierde nunca su eficacia, Nos encogemos todos con vergonzosa gratitud, como perros
amaestrados, anticipando cualquier migaja de amor que nos caiga.
Incluso mi madre, que sabía muy bien dónde había estado mi padre, lo recibía con alegría al
volver de su Granel Tour por los burdeles de Francia, Alemania y los Países Bajos siempre que
le trajera una caja de chocolate belga.
Y yo soy igual.
Había que verlos a ambos, en todo caso, peregrinando por la Marca Galesa en busca de
algún trabajo para Marius: la viva estampa de la infelicidad marital. Aunque era una
infelicidad que a Elspeth la dejaba paralizada, que la mantenía viva en su sexualidad, vigilante
y con los nervios de punta, incluso excitada, cuando más le habría valido seguramente tomar
conciencia de que estaba envejeciendo deprisa y hacer los reajustes necesarios en su
indumentaria y sus expectativas. «Él es el gran enemigo”, pero a mí me sienta bien», se decía.
Quería decir que le sentaba bien en el sentido erótico. Marius era un hombre que les llegaba
muy adentro a las mujeres, como si persiguiera algo que no se hallaba en la superficie y acaso
en ninguna parte. Con Elspeth, cuando se tomaba la molestia con ella, llegaba muy adentro en
la herida que le infligía y también en el sentido exploratorio. Mientras permaneció sin empleo
y sin dinero se mantuvo distante, buscando cualquier cosa que no fuera ella, pero cuando
consiguió trabajo de colaborador en un periódico local de Ludlow, o de conductor del autobús
escolar de Stourport a Shrewsbury, o encalando chalets en Church Stretton, donde finalmente
se quedaron —un trabajo irónico, así era como él lo veía: una burla de sí mismo y de su viejo
futuro prometedor, una vida ridícula en una región ridícula del país—, entonces regresó a ella
con un apasionado afán de venganza, recordando cómo le excitaba al principio ver sus rasgos
perfectos de mujer fina retorcidos en una mueca, su boca de distinguida esposa de profesor
fruncida y a punto de dar un grito. Y naturalmente, cada vez que eso ocurría, Elspeth se creía
que las cosas habían vuelto a arreglarse entre ellos y que así seguirían hasta que su nave
alcanzara por fin las cosas del Extremo Occidente, la morada de los señores y las reinas de los
Valar.
Así que hay detalles adicionales que relatar de ese interregno antes de que Marius me
pusiera del todo los cuernos.
Que Marisa lo llevara a nuestro restaurante favorito y lo sentara en nuestra mesa era,
sencillamente, como tenía que ser. No hablo sólo de simetrías. Al convertir nuestro lugar
predilecto en su lugar predilecto; al dejarse ver en su compañía —con total ostentación, sin
pedir disculpas—, Marisa demostraba ser una esposa que atendía las necesidades de su
marido concienzudamente. «Humíllame», le había estado suplicando en silencio desde que el
cubano había usurpado mi lugar. Pues bien: si me hubiera azotado en público, no me habría
humillado más.
Vico's, uno de esos viejos restaurantes italianos familiares, con fotos del Vesubio y de la
Fontana de Trevi en las paredes, con salsa de Madeira en todos los platos y naranjas
caramelizadas de postre, había sido para mí durante años como un segundo hogar, primero en
mi época de soltero y luego cuando llevé allí a Marisa, entonces la esposa sedienta de
conversación de un hombre al que yo le vendía libros. Aunque lo frecuentamos algo menos
una vez casados —uno iba allí por su cuenta o iba a hacer de las suyas, me parecía a mí—,
continué manteniendo una relación muy amistosa con el personal, sobre todo con Rafaele, el
jefe de camareros, un polaco que se hacía pasar por italiano y que era incapaz de guardar una
confidencia. Marisa sabía que no podía presentarse allí acompañada de un hombre sin que
Rafaele me lo contara puntualmente la próxima vez que me viera. Siempre que cenaba allí
solo —y el marido de una esposa infiel cena solo con frecuencia—, él ponía los ojos en blanco
y mencionaba, si no con palabras, al menos con la mirada, la curiosa coincidencia de que la
había atendido a ella la noche o el mediodía anterior..., aunque no tenía ni idea de quién la
acompañaba... suponía, ¿qué otra cosa iba a suponer?, que sería su hermano u otro miembro
de la familia, tan íntima parecía la conversación... Una mujer muy bella, su esposa, signore.
Simpática.
Mi bella y simpática esposa se estaba arriesgando. Un hombre puede desear quizá que su
mujer le sea infiel sin querer al mismo tiempo que se entere todo el mundo. En Dostoievski, es
cierto, para ser un marido cornudo propiamente dicho hay que invitar a la sociedad en pleno a
presenciar tu ignominia, pero nosotros vivíamos en Marylebone, no en San Petersburgo.
Haberse apropiado de Vico's era, por parte de Marisa, una muestra de la confianza que tenía
en sí misma, pero también demostraba lo absolutamente segura que estaba de mí. Yo venía a
ser como un boxeador que se refugia contra las cuerdas y encaja un golpe tras otro. Sin temor
a hacerse ningún daño, ella podía dar vueltas alrededor y asestarme todos los golpes bajos
que quisiera. Yo acabaría doblado, pero no me iría a la lona.
Como se demostró en el Combate del Siglo entre George Foreman y Muhammad Alí, este
tipo de táctica puede poner las cosas difíciles a la persona que golpea. Nunca tuve ninguna
duda de que aquello era más duro para Marisa que para mí. Un marido contra las cuerdas no
es el marido ideal para todas las mujeres, diga lo que diga la literatura al uso sobre el tema de
los cuernos. Ahí es donde se equivocaban los isabelinos en su demencial ob sesión: una
esposa que pone públicamente en ridículo a su marido no es fácil de encontrar, porque tener a
un idiota por marido significa que ella también es medio idiota. Al afrontar la situación en
público, Marisa demostraba ser una esposa entre un millón.
Pero yo también era un marido entre un millón (dejando aparte que millones de hombres se
habrían puesto en mi lugar, si hubieran sido lo bastante hombres).
Empecé a cenar otra vez solo en Vico's los viernes por la noche, que era cuando Marisa
atendía el teléfono de los Samaritanos. En ninguna otra noche de la semana, durante aquellos
primeros meses, podía yo estar seguro de que no me la encontraría en brazos de Marius.
Como había mucha gente los viernes, no era tampoco el mejor momento para contar con la
atención de Rafaele, pero en el resplandor de su rostro entrometido y chismoso, mientras se
deslizaba junto a mi mesa, yo veía todo lo que deseaba ver. Él había decidido sentir compasión
por mí cuando ya quedó claro que yo no pensaba adoptar ningún gesto italiano (o polaco, ya
puestos) para poner fin a la aventura de Marisa: ni clavarle un puñal a su amante, ni echarla a
ella a la calle. Desde el otro extremo del restaurante, incluso mientras atendía a otros
clientes, meneaba la cabeza en un silencioso despliegue de profunda compasión, no exenta de
profundo desprecio. Una vez, al pedirle la cuenta con uno de esos garabatos esbozados en el
aire, él me imitó desde lejos. CUCÚ, [5] me pareció que escribía. Y si no estaba equivocado, en
las mañanas en las que me pasaba por allí de camino al trabajo para llevarme un café,
empezaron a aparecer en el chocolate de mi capuchino unos trazos que se parecían mucho a
CUCÚ.
Luego, tras una noche particularmente frenética, se sentó en mi mesa contra todo
protocolo. Sudaba a mares.
No sabía qué decirle. Cuando estás absorto en la desviación peculiar de tus propios deseos,
te olvidas del profundo efecto que tu vagabundeo moral puede tener en otras personas.
Alargué una mano y la puse sobre la suya. La mía seca y cálida; la suya húmeda y temblorosa.
—Estoy bien —le dije—. De hecho, estoy mejor que bien. Todo va como deseo. Toma, bebe
un poco de Brunello conmigo.
Rechazó el vino, haciendo un gesto con su hombro de oso, y me miró incrédulo; luego
decidió continuar como si no me hubiera oído.
—He sido camarero durante cuarenta años —dijo—. Ya basta. Ya ha llegado el momento de
jubilarme. Tengo las piernas cansadas. La semana que viene me vuelvo a Umbría con mi
familia.
Esbozó un globo con las manos, como para sugerir que aunque él ahora tuviera el mundo a
sus pies, el único mundo que le importaba era Umbría.
Ni una sola alusión, advertí, a las salchichas polacas. Pero me sentí aliviado por no ser la
razón de que se jubilara.
Le estreché la mano y le dije que lo echaría de menos. Insistió en que nos diéramos un beso,
como hombres. Y luego, quizá por asociación con la idea de dos hombres besándose como
hombres, añadió:
—Signor Quinn, en mi país tenemos un dicho :Jestem czlowie —kiem i nic, co ludzkie, niejest
mi obce.
—Es el dialecto de Umbría. Procedo de un pueblo muy remoto. Pero ¿sabe lo que significa?
«Soy humano y nada de lo humano me es ajeno».
—Está bien, pero no es cierto. Algunas cosas me resultan demasiado extrañas para
comprenderlas.
—Podría ponerme a dar saltos de alegría, Rafaele. Me siento más vivo que nunca. Espero
que seas tan feliz como yo en tu Umbría natal.
Se incorporó de un salto.
—¿Ojalá tenga esa suerte? Puso una cara horrorizada e hizo un gesto polaco con los
pulgares, como apuntándose a la sien.
Pero si temía haber perdido mi única conexión con los tortolitos me equivocaba, porque iba
a contar muy pronto con otra aún mejor. Es fácil saber cuándo los dioses de los amores
demenciales están con tentos contigo: te abruman de regalos.
Un italiano auténtico esta vez: Ernesto, un sastre que acababa de sufrir una gran tragedia y
que quería hacer un cambio en su vida. Lo conocía desde hacía muchos años de un modesto
negocio de arreglos que tenía encima de una zapatería, en Marylebone Lañe, en donde
acortaba pantalones y cambiaba botones de Versace, de Armani o de cualquiera que pasara
frente a su local. Por desgracia, había perdido a su esposa a causa de un repentino ataque
cardíaco sufrido allí mismo, en las habitaciones de costura que llevaba décadas ocupando, y
ahora no podía soportar la idea de volver a ese lugar. No pretendía cambiar de profesión, sólo
encontrar algo que lo mantuviera ocupado y le ayudara a quitarse de la cabeza lo sucedido. La
verdad era que él mismo estaba esperando que le llegara un ataque al corazón, así que le
daba igual una cosa que otra.
Era un romano diminuto de modales refinados, con una sonrisa amable, cabizbaja y triste.
Yo siempre lo había visto como un hombre fuerte y fibroso de tez suavemente bronceada. Pero
tras la muerte de su esposa las fuerzas parecieron abandonarle y se puso amarillo.
Le expliqué todo esto al encargado de Vico's, otra antigua amistad, añadiendo que me
parecía que Ernesto recuperaría la moral en cuanto llevara un tiempo con ellos; que no
pretendía cobrar demasiado y que se conformaría con ir de aquí para allá sirviendo el agua de
San Pellegrino. No se lo proponía como sustituto de Rafaele, sino sólo como alguien dispuesto
a empezar desde cero mientras todos los demás subían un escalón.
Ernesto, en efecto, nunca fue mucho más allá de servir el agua de San Pellegrino, pero me
estaba muy agradecido por el cambio de escenario. Una gratitud que no tuve escrúpulos en
capitalizar. A modo de pago por el favor que le había hecho, le encomendé la tarea de Yago de
contarme lo que no podía ver con mis propios ojos.
—Aspira su fragancia —le dije una vez— y luego contén el aliento hasta que puedas soplarla
de nuevo sobre mí.
—Si es necesario.
Él se echó a reír con su risa encogida y amarillenta, desprovista ahora de toda su música
romana.
Por muy comunicativo que se mostrara, yo siempre tenía que hacer que retrocediera un
paso. Entre el restaurante y la cama hay, como el hombre menos curioso comprende, algunas
preguntas que plantear. Pero entre el agua y la copa, entre el pan y la mantequilla, entre la
carta y el pedido, hay una multitud de detalles de los que uno, si es como yo, no puede
privarse. «Sí, Ernesto, pero antes de que ella se inclinara para besarlo en la boca, ¿qué habían
dicho? ¿Le había pedido él un beso o se lo dio ella gratis? ¿Había sido animada su charla
hasta ese momento?, y ¿quién llevaba el peso de la conversación, mi esposa o su amante?, y
por su manera de inclinarse el uno hacia el otro, por su modo de sentarse, ¿tú habrías
deducido si eran amantes? ¿Había en ellos una maldad consciente, un afectado desafío de las
convenciones, dirías tú?, ¿o más bien una total indiferencia hacia ellas? ¿Cuál de los dos
parecía más encantado de ver al otro? ¿Habían llegado juntos o uno de ellos estuvo esperando
primero?, ¿cuál, mi esposa o su amante? ¿Se besaron al encontrarse?, ¿un beso en la mejilla,
al estilo continental?, ¿o un beso en la boca, a la francesa?, ¿y la lengua de cuál de los dos...?»
Pobre Ernesto. Lo había convertido no sólo en mi Yago, sino también en mi Giges. Al hacer
que observara cada movimiento de Marisa estaba alardeando de ella ante sus ojos,
mostrándosela más desnuda de lo que Candaules había exhibido nunca a su esposa, porque la
reina de Lidia, a fin de cuentas, sólo se había despojado de su ropa para acostarse, mientras
que Ernesto podía contemplar a Marisa in fraganti. Pero no sólo eso: como testigo siempre
vigilante de los progresos de Marisa, él había entrado a formar parte de su infidelidad, se
había convertido casi en un amante paralelo, en una especie de confidente de secretos que
conocía mejor que yo; más aún: se había convertido además en un cornudo paralelo.
Interesado progresivamente en Marisa a instancias mías, quizás enamorado poco a poco de
ella, tenía que soportar, como yo, la tortura de permanecer siempre a la sombra de Marius. Y
así, cuando le pedía que abriera la boca de Marisa y me describiera —« lentamente, Ernesto,
e con espressione »— cómo Marius le deslizaba la lengua dentro, probablemente lo estaba
sometiendo a un tormento tan insufrible como el mío.
—No puedo seguir aceptando lo que me pide —me dijo antes de que el taxi se hubiera
detenido frente a su casa.
Ordené al taxi que nos volviera a llevar a Marylebone. Él me miró con una expresión
suplicante y cansada.
—No pasa nada —le dije—. No voy a hacerte más preguntas. Sé que no han ido allí esta
noche, de todas formas. Ven a casa a tomarte una copa.
Marisa no estaba. Me había dicho que se iba al campo con unos amigos —al cumpleaños de
alguien que había trabajado en los Samaritanos—, pero yo había decidido que se trataba de
los amigos de Marius, por difícil que fuese imaginar que tuviera alguno. Supuse que se la
había llevado a la Marca Galesa para alardear de ella ante la gente que lo recordaría de la
época en la que conducía el autobús escolar. Ahora el conquistador había vuelto con la esposa
de otro hombre colgada del brazo.
Podías oler la ausencia de Marisa. Era algo sensiblero por mi parte dejar que la casa se
sumiera en la melancolía en cuanto ella la abandonaba; mantener las habitaciones en
penumbra, no comprar flores frescas, no lavar los platos. Pero ésa era sólo la versión
superficial del subespacio al que descendía una vez que ya no tenía con quién hablar ni más
información que exprimirle a nadie: cuando ya sólo contaba con el silencio de la casa sin ella,
cuando me tendía en nuestro lecho y escuchaba e l rumor de sus ropas mientras se despojaba
de ellas, aunque estuviera a cien kilómetros, y ese suave y viscoso sonido que no tiene nombre
de su cuerpo entreabriéndose.
En vez de asustar a Ernesto llevándolo arriba —quién sabe, tal vez habría creído que me lo
había traído a casa con las intenciones de Víctor Gowan, para que viese a mi esposa expuesta
con toda indecencia ante sus ojos—, lo invité a sentarse en la mesa de la cocina y le serví una
copa de vino. Él me pidió café. Le preparé un café.
—No es difícil de explicar —dijo—. Lo entiendo. Cualquier hombre tiene esos sentimientos
en parte. Los manejamos cada uno de un modo distinto. Mi esposa tuvo una aventura poco
después de casarnos con alguien que conocía. Yo quería matarla, matarlos a los dos. Pero él
vino un día a verme y se echó a llorar en mis brazos. También yo lloré. Luego él se marchó de
la ciudad. Lo sentí por mi esposa. A veces quería preguntarle por qué, qué había visto en él
que no hubiera visto en mí, pero siempre pensaba que sería una crueldad preguntárselo; sus
sentimientos eran suyos, no tenían que ver conmigo.
Se encogió de hombros.
—Eso tampoco es cosa mía. La persona con la que está siendo cruel es conmigo.
—Perdona —dije.
—No es nada fácil para mí. Estoy de luto: estaré de luto el resto de mi vida. Usted tiene una
esposa, y aunque no entiendo por qué le permite o la instiga a que le haga esto; es asunto
suyo. Pero si ella muere mañana, lamentará haberlo hecho. Yo, en todo caso, no puedo seguir
ayudándolo, no quiero cultivar ese tipo de sentimientos sexuales. Para usted son una especie
de lujo: yo no puedo permitírmelos.
—Lo siento —le dije por segunda vez—. No volveré a hacerte ninguna pregunta.
Siguió un período muy precario. Excluidas las preguntas, la inquietud se apoderó de mí. Si
no haces preguntas, no obtienes respuestas. Pero ¿qué sentido tenía lo de Marius y Marisa —
al menos para mí— si carecía de confidentes para confirmar lo que me preguntaba sobre
ellos?
Era demasiado lo que no sabía. Por ejemplo, para empezar por el final: ¿habían ya?, ¿o no
habían? Si hicieras esa pregunta sobre cualquier otra pareja que pasara todo el tiempo que
ellos pasaban juntos, se te reirían en la cara. Pero a Marius y Marisa les había costado una
eternidad llegar a donde habían llegado. A su manera, ellos estaban sometidos al mismo
suspense que yo, y al menos uno de los dos era un especialista en refrenarse. Así que era
perfectamente posible que aún no, que no hubieran; que todavía estuviesen saboreándose
mutuamente, reservándose para que cuando por fin lo hiciesen fuera como la colisión de los
planetas.
En la época anterior a Marius, cuando Marisa me hería con una duda lacerante, siempre
había habido algunas migajas, pequeños indicios culpables que yo podía roer. Ella le hacía a
su diario enigmáticas confidencias, dejaba por en medio cartas ambiguamente inacabadas
dirigidas a sus medio hermanas, permitía que se traslucieran sus sentimientos, respondía con
excesiva excitación a misteriosas llamadas. Ahora, en cambio, su diario estaba bajo llave, sus
ojos se apartaban siempre de los míos y su teléfono había dejado de sonar. Lo cual,
presumiblemente, significaba que aquello iba en serio.
En cuanto a Marius, así como antes nunca lo perdía de vista y hasta me había complacido en
abordarlo una vez y en arruinarle su café de las cuatro en punto, ahora que se dedicaba a
escoltar a mi esposa por Marylebone me parecía conveniente no cruzarme en su camino. Aún
lo vigilaba, pero a mayor distancia. Nada de apostarme ya a su espalda en el mostrador de los
quesos; nada de compartir una mesa en High Street. No quería que sacara conclusiones si
llegaba a verme, ni que sucediera nada que pudiese inspirarle a Marisa la sospecha de que
nos conocíamos. Aunque en fantasías me moría por cenar con ellos en Vico's sin que
reparasen siquiera en mi presencia, era esencial en la realidad que no llegaran a verme allí.
Paradójicamente, la auténtica medida de mi éxito estribaba en las precauciones que debía
tomar para no ser visto disfrutándolo.
Así, como siempre sucede en una vida dedicada a los placeres retorcidos, cada avance que
hacía implicaba un retroceso.
Hasta que al final forcé las cosas. La fuerza no es una palabra que tienda a asociar conmigo.
Pero fue la fuerza lo que usé.
Lo había hablado con Marisa mucho tiempo atrás sin saber que tendría que acabar haciendo
uso de esa información.
—¿Y qué pasa si alguien quiere hablar contigo y sólo contigo? —le pregunté.
—No puede.
—¿Por qué?
—Porque las relaciones personales no están bien vistas. No siempre es así, pero
normalmente cuando quieren hablar con alguien en particular es porque están buscando el
tipo de relación equivocada.
—Pero si no son chalados ni maníacos del jadeo, ¿tampoco pueden hablar dos veces con el
mismo Samaritano?
—No te digo que «nunca en la vida». Depende; si llamas con la suficiente frecuencia,
acabarás teniendo suerte.
Como yo mismo el día que llamé. Aunque todo depende de lo que entiendas por una pistola
en la boca.
—Espero que sí pueda ayudarme —dije, respondiendo a aquella acogida tan impersonal—.
Creo que mi esposa tiene una aventura.
—¿Y qué le hace pensar una cosa así? —preguntó la voz, algo aburrida.
Podría haber colgado sin más, ya que no era Marisa quien me había respondido, pero me
habría sentido pusilánime. Además, tampoco quería que me tomasen por un maníaco del
jadeo. «Creo que mi esposa tiene una aventura... ¿De qué color lleva usted los sostenes?» O
sea que intenté sonar como un hombre normal, preocupado por la supuesta infidelidad de su
esposa, aunque imaginar cómo sonaba un hombre normal preocupado por la infidelidad de su
esposa, no era nada fácil para mí.
—Los típicos signos —dije, decidiendo que lo mejor sería tratar de sonar como la primera
víctima de Marisa, como Freddy, o sea, voz radiofónica, herido, culto, desatendido—. Llega a
casa tarde. La persona de la que sospecho, mi mejor amigo, ha dejado de bromear conmigo.
Siempre resulta ser el mejor amigo, ¿no? Así es como te dan las gracias.
—No.
—No se me había ocurrido —dije, vislumbrando una salida rápida—. Hablaré con ella
cuando venga esta noche. Gracias por su consejo. Me ha sido de gran ayuda. —Colgué.
Aquello se repitió cuatro o cinco veces, y yo les daba las gracias cada vez más pronto. En
una de esas ocasiones, cuando pensé que estaba hablando de nuevo con la primera persona
que me había atendido, dije: «Sólo llamo para decirle que aún no ha vuelto a casa», y colgué
otra vez.
Pero, al final, como había predicho Marisa que acabaría sucediendo si insistía, tuve suerte.
La profunda voz de contralto («cuando yazca bajo la tierra») con la que, cinco años atrás,
había aceptado ser mi esposa. «Sí, dijo ella, sí ella será Sí», sólo que no como Molly Bloom. O
no en aquel preciso momento como Molly Bloom.
Curiosamente, lo que me parecía más tramposo por mi parte no era llamarla por teléfono,
sino llamarla desde nuestra casa. «Tendría que haberla llamado desde una cabina —pensé—.
Tendría que estar en la calle.» Ella no podría identificar de qué calle se trataba. En cambio, ¿y
si el silencio de nuestra casa le resultaba obvio? ¿No era aquello una especie de traición?
Me metí un pañuelo de papel en cada carrillo, como hacíamos en el colegio para cambiar la
voz.
Noté que ella escuchaba con atención. Buena parte del tiempo, me había dicho al hablarme
de su trabajo, lo empleas en decidir si algo de lo que está diciendo tu comunicante es cierto.
—¿Qué clase de problema tiene en su matrimonio? —preguntó, tras una pausa decorosa.
Yo sonaba tan achacoso que ella debía de estar esperando que dijera: «En el sentido de que
mi esposa murió hace sesenta años». Moví las bolas de papel con la lengua, tratando de
quitarme unos años.
—En el sentido de que la gente me dice con su mirada que no lo tengo. Los desconocidos me
miran con compasión. Los más crueles se ríen de mí. Y los amigos han empezado a
preguntarme cómo va el divorcio, aunque yo no tenía ni idea de que nos estuviéramos
separando, no digamos ya divorciando —fue lo que dije finalmente.
Un paranoico, la oí pensando.
—Sé lo que está pensando —continué—. Cree que soy un paranoico. Pero tengo la prueba
ante mis ojos. Ayer encontré un sobre con dos entradas de teatro en la mesa del vestíbulo.
Tres semanas atrás había encontrado dos entradas rotas de una función de Don Giovanni en
la mesita de nuestro vestíbulo junto con un recibo de la tarjeta de crédito de Marisa. No era
una función a la que me hubiera invitado a acompañarla.
—Félix —me dijo por fin—, ¿por qué estás haciendo esto? Sabes que no puedes llamarme
aquí.
—Félix...
—Estoy llamando a los Samaritanos, no a ti. Necesito hablar con alguien. Tengo una esposa
que es demasiado sofisticada para comunicarse conmigo como se hace normalmente a través
de las palabras. O sea que pienso hablar con quien atienda el teléfono. Y resulta que tú has
sido la infortunada.
—Entonces dime sólo una cosa... —Yo mismo estaba asombrado de lo enojado que sonaba de
repente. Las manos me temblaban como las de un viejo. Tenía los ojos húmedos. No sabía de
dónde venían mis lágrimas ni mis palabras.
No hace falta decir que ninguno de los dos alzó una mano ni tiró un plato. Aunque yo —por
motivos que eran y siguen siendo en parte inexplicables— derramé bastantes lágrimas.
Marisa era una mujer demasiado buena y demasiado inteligente para señalarme que no
eran lógicas aquellas lágrimas, si es que eran lágrimas de arrepentimiento. Pero resultaba
evidente para ambos que yo había frotado la lámpara sabiendo muy bien lo que saldría de
ella, y que me había sido concedido el primero y tal vez incluso el segundo de mis tres deseos.
—Ya no puedes volver atrás, Félix.
Eso —al menos con tantas palabras— no llegó a decírmelo. Pero sí me dejó con la sensación
de que no había vuelta atrás para ella.
En realidad, Marisa nunca había sido de esas mujeres que se confiesan sometidas a una
monstruosa inestabilidad sexual y que advierten a los hombres que se cuiden de esa fuente de
desenfreno incontenible que viene a ser su corazón, de modo que el hecho de que lo hiciera
ahora me alarmó. ¿Qué debía interpretar? ¿Que estaba locamente enamorada? ¿Que Marius
iba a ser para siempre? ¿Que se había convertido en algo irrenunciable para ella?
—No te estoy pidiendo que renuncies a él. —Esa es otra de las cosas que no dije.
Pero ella me acunaba como a un niño y yo acusaba como un niño todas las crueles
contradicciones de la vida.
Aproveché la ocasión, mientras estaba apoyada en su pecho, para contarle por fin lo del
médico cubano. Quizá sirviera de explicación, o al menos de atenuante.
—Indecente diablillo.
—¿Él o yo?
—Ambos.
—Los hermosos tal vez, pero el tuyo es más que hermoso. El tuyo es elocuente. Te anuncia.
Viene a ser tu prólogo.
—De ti. Del misterio que eres. Por eso es tan impactante mirarte. Tendrías que entrar de
espaldas en las habitaciones; de frente prometes demasiado. Siempre ha sido así.
—Lo he intentado. Pero lo único que veo es al cubano abriendo tu candado. Es una visión,
Marisa. Las manos de otro hombre...
—Sssh, Félix.
—No, no me callo. Una vez que has tenido esa visión, ya no puedes descansar hasta volver a
verla.
De un modo u otro, antes de dormirnos habíamos acordado que Marius vendría a casa
mientras yo estuviese en la tienda. La intención era acabar así con las incertidumbres que nos
habían hecho sufrir a ambos. Sería él quien vendría y quien nos permitiría tranquilizarnos.
Pero yo tenía que estar del todo seguro de lo que estaba haciendo.
—Serás tú, más bien —dije. Lo cual, tras una larga y horrible pausa, ella interpretó que
significaba que sí, que sabía lo que estaba haciendo.
No sabría decir con seguridad si Marisa pretendía proporcionarme también una especie de
garantía maternal de que no me dejaría solo, de que yo sabría siempre dónde estaba y de que
ella permanecería bajo el mismo techo como mi esposa. No sé, pero ésa era la impresión que
daba: como si fuera preparando poco a poco a un niño para que afronte la separación.
Y sí, aunque habría de ser un arreglo con sus condiciones, sujeto a sus restricciones y
dentro de los límites que considerase permisibles —«De lo que yo considero permisible,
Félix»—, Marisa me reservaría un espacio ritual para hacerme partícipe —hasta donde el
lenguaje puede hacerte partícipe— de los progresos de sus sentimientos hacia Marius y de los
de éste hacia ella. A partir de entonces, sería una esposa para Marius y una narradora para
mí. Seguiríamos casados, pero nuestra vida conyugal empezaría y concluiría allí donde
empezara y concluyera su relato.
Así era nuestra pequeña familia. Marius y Marisa en la cama en mi casa, y yo —salvo que
tuviese asuntos que atender, y procuraba que fuera raramente—, paseando por las calles de
Marylebone, ahora sabedor de lo que Marius entendía por la hora clave, cuando el día no ha
terminado aún y las ruedas de la tarde comienzan a girar. La gente tenía un aspecto distinto a
las cuatro en punto cuando sabías lo que había que buscar; de igual modo, cualquiera que
poseyera ese conocimiento habría pensado al verme: «un próspero librero anticuario durante
el día, pero por la tarde un marido cuya esposa yace desnuda con su amante».
A la cuatro en punto todo fluía en Marylebone. Había una agitación en las tiendas que
frecuentaba que armonizaba con mi propia agitación. A los dependientes ya no se les veía
como a primera hora; lo que no les excitaba los llenaba de temor. Sus corazones se
estremecían. No conseguías captar su atención. Hacían caja o contaban fajos. En la
fromagerie les preocupaba que se estropeara el género; en las pastelerías se les empezaban a
agotar los pasteles; en la entrada de los restaurantes, los chefs y los camareros salían a
fumarse su último cigarrillo antes de empezar el turno vespertino. Yo intercambiaba miradas
vagamente criminales con ellos: unos y otros estábamos metidos en asuntos turbios. Incluso
los taxistas conducían sin buscar una carrera, reacios a que los parase alguien que no tuviera
presente la hora y que quisiera ir demasiado lejos o a la zona, más transitada de la ciudad.
Nadie sabía muy bien qué quería: sólo que no era aquello.
Según como venía el viento llegabas a percibir el aroma del parque. Un olor amargo,
embarrado como el de un lago revuelto. A veces pensaba en darme una vuelta por allí, pero
nunca lo hacía. No quería separarme de los edificios. Cuando los días eran cortos, las luces de
las tiendas venían a ser un consuelo, como una jaula protectora. Nunca había sido un habitual
de los pubs, pero ahora me dejaba caer por alguno de ellos —no me molestaba en hacer
distingos— y me tomaba una copa de vino. Hablaba con los bebedores si me dirigían la
palabra. Pero cuando les contaba por qué estaba allí —«Procuro mantenerme alejado de casa,
por pura decencia, durante las tardes que mi esposa pasa con su amante»— más bien tenían
tendencia a dejarme solo.
Una vez entablé conversación en un bar con un hombre de negocios de Atlanta que se
hallaba en Marylebone mientras su hija se instalaba en la Universidad Intercontinental
Americana, que tenía su sede en High Street. El hombre se habría puesto a hablar de política
si le hubiese dejado: Bush, Irak, Guantánamo. Pero yo no había dejado a Marisa en brazos de
Marius para comentar la política norteamericana en Oriente Medio.
—Mírela, allí —le dije, señalando en la acera de enfrente a una mujer que tomé por una
productora de la BBC. Pese a su apariencia vulgar y su evidente falta de gusto en el vestir,
tenía esa manera descarada de flirtear que ya había observado en otras mujeres que
trabajaban para la BBC. Mantenía una vehemente conversación con un tipo de pelo revuelto
que iba con una camiseta y una chaqueta de cuero: probablemente un presentador y, casi con
toda seguridad, casado con otra. De vez en cuando, se inclinaban y se besaban con la boca
bien abierta.
—¿Por qué darle una paliza? Él no hace nada que no pudiésemos hacer usted o yo. Es ella la
que accede a hacerlo.
El hombre miró al otro lado de la calle y meneó la cabeza. Ella se inclinaba ahora hacia
delante, con los pechos sobre la mesa, ofreciendo su boca como un pajarito.
—¡Joder!
—¡Por Dios!
En realidad, no me había ayudado; mejor dicho, no me habría ayudado si hubiera sido ayuda
lo que yo andaba buscando. Pero no sabía muy bien qué buscaba. Esa pequeña dosis adicional
de humillación, supongo. Otro testigo de mi ignominia. Otra persona con la que ensayar una
indignación que no sentía realmente. Siempre otra cosa, otra persona. Pero no funcionaba. La
mujer con los pechos sobre la mesa no era Marisa y yo no podía simular que lo fuera. Era
obvio que esa mujer estaba haciendo algo que le resultaba natural, no actuaba contra sí
misma. En cambio, siempre que pensaba en Marisa en brazos de Marius me la imaginaba en
su punto más filosóficamente reflexivo, grave y distante; incómoda con su propia desnudez y,
por ende —puesto que el sexo había de parecerle escandaloso antes de poder disfrutarlo—, en
un estado de máxima alarma y abandono.
La lástima era que no podía llevarme a casa al hombre de Atlanta para enseñárselo.
En cuanto a esa vanidosa forma de devolverla, la verdad es que yo lo difamaba. Eso era cosa
mía, no suya.
—Mucho ojo —me dijo una tarde Marisa, cuando se me escapó un «¡Cambio de turno!»
mientras me ponía el abrigo—. Si crees que estás jugando, te advierto que no soy ningún
juguete»
Estaba furiosa de verdad. Traté de explicarle que el juguete si acaso era yo, echado de mi
propia casa mientras mi esposa se desposaba con otro hombre y readmitido otra vez cuando
ésta ya no podía desear nada de mí. Pero no era tan fácil apaciguar a Marisa. La menor
insinuación de que yo estaba jugando con Marius a una especie de tira y afloja la sacaba de
quicio. Lo que ella hacía ahora lo hacía por su propio gusto.
—Lo de complacerte a ti, Félix, ya es cosa del pasado —me gritó cuando abría la puerta.
Una idea terrorífica que caldeó mi corazón de cornudo, ya bastante embarullado de por sí,
mientras recorría las calles.
Por lo demás, el hueco de las cuatro se adecuaba a las otras ocupaciones de Marisa. Ella no
quería cambiar sus horarios en Oxfam ni habría accedido a renunciar a su manicura ni a sus
masajes en los pies a la hora de siempre. A las cuatro ya podía hacerle sitio a Marius en su
rutina diaria, y a las siete, cuando él se iba, aún le quedaba tiempo para pensar en otra cosa:
una cena con alguna de sus medio hermanas, una obra de teatro, los Samaritanos, la Wallace
Collection, sus sesiones de baile. O si yo estaba de suerte, si no había desencadenado sus iras
sobre mí, entonces reconstruía su tarde de desenfreno para mi impía delectación, en el
lenguaje más gráfico del que era capaz: mi oreja tan pegada a su boca que casi formaban un
solo órgano.
—Si fuera yo —respondí—, no iría a casa de otro hombre tres tardes por semana.
Estábamos en la cama, en nuestra cama, con las luces apagadas. Y habíamos encendido, por
idea mía, una barrita de incienso. Yo le daba la espalda para mitigar su vergüenza mientras
iba hablando. Pero noté que me miraba con aire socarrón. Siempre se lo preguntan —las
mujeres— si es la polla lo que de verdad te interesa. Como ellas no sienten los celos tal como
los siente un hombre, como siguen ellas mismas la ruta asesina de Otelo y no pueden
imaginar dónde interviene el placer, concluyen que debe de ser la perversión que ellas
entienden la que lo explica todo, y no la perversión que no entienden.
Yo estaba de acuerdo.
—¿A ti no?
—Sí, de hecho, sí. Lo que me pides también es una violación para ti, ¿no es así?
Ahora me tocaba a mí decirlo:
—Muy graciosa.
Yo le respondí que no debía preocuparse por mí oído, que era un órgano robusto e
inviolable.
Pero poco a poco, tras una serie de comienzos fallidos y de accesos de risa nerviosa —ese
bálsamo para nuestra conciencia que llamamos sentido del ridículo, ese aguafiestas del
pecado, del sexo y la sensualidad, esa estrategia para mantener los pies en el suelo—,
logramos entrar en materia. Pero, a diferencia de lo que sucedía cuando bailábamos (aunque
aquello no dejaba de ser una especie de baile), era yo quien guiaba y llevaba la iniciativa. «¿Y
luego?, ¿y luego?, ¿y luego...?»
Las preguntas, como en todas las épocas y lugares, trilladas, ajadas, tragicómicas. «¿Y
luego?, ¿y luego?, ¿y luego...?» No importa si el hombre es un metafísico o un pobre
analfabeto: las preguntas serán las mismas: «¿Y luego?, ¿y luego?, ¿y luego...?». Así actúan los
celos, como el miedo a la muerte, borrando todas nuestras diferencias. Algunos hombres son
más exigentes en su curiosidad, simplemente: desean que el cuchillo se clave un poco más
hondo. «¿Y luego?, ¿y luego?, ¿y luego? ¿Lo miraste?, ¿lo miraste a los ojos?, ¿y él te miró a
los ojos?, ¿y qué decían tus ojos?, ¿y qué decían los suyos?, ¿y lo besaste, dónde lo besaste,
cómo lo besaste?, ¿o fue él quién te besó, el que empezó, el que te dio el primer beso?, ¿y
tenías los labios entreabiertos?, ¿y los abriste tú o te los abrió él con su lengua?, ¿dejaste que
te los abriera, lo invitaste a hacerlo o te los abrió él a la fuerza?, ¿y qué pensabas?, ¿sentiste
en ese momento, sentiste, dime, sentiste? ¿Te sentías feliz? ¿Estabas ansiosa?, ¿cómo de
ansiosa?, ¿y él?, ¿qué dijo entonces?, ¿y tú qué dijiste?, ¿o ya no podías hablar?, ¿no tenías
nada más que decirle ni tampoco él a ti?, ¿nada que quisieras oír?, ¿ya estaba de más? Y
entonces ¿qué?, ¿te acarició el pecho con la mano, exploró sus curvas, se te endureció el
pezón?, ¿y tú dijiste “más fuerte”?, ¿ y tu mano, dónde, y tu corazón como loco y sí, dijiste sí,
lo dijiste, Sí?» ¿Y Marisa? ¿Volvía a poner en escena su relato al responder? ¿Me hacía a mí lo
que le había hecho a Marius? No considero que este tipo de preguntas, ya que estamos siendo
sinceros, sean mucho mejores que las mías. ¿Dónde está la diferencia entre el arrebato del
cornudo entregado a sus interrogaciones —dime, dime, dime, dime— y el que sienten por su
parte los lectores?
El deseo de saber lo que pasó a continuación —«¿y luego?, ¿y luego?, ¿y luego?»—, ¿qué es
sino el impulso de curiosidad que nos lleva una y otra vez a nuestras mejores y más antiguas
historias?
Escucha, Menelao, ¿qué le susurra Helena a París? ¿Qué promesas troyanas arrullan su
sueño? ¿Qué risa troyana la arranca de su vergonzoso lecho?
¿Y qué le dicen los pretendientes, Ulises (más pretendientes que orejas tiene ella para
oírlos) a tu esposa Penélope mientras tú te entretienes por esos mares?
Así obra la literatura, complaciendo nuestros más sucios deseos. Y así obra el lector, tan
depravado en su eterno deseo de oír una historia —«¿y después?, ¿y después?»— como un
cornudo.
En cuanto a lo que Marisa representaba de nuevo, eso queda entre ella y yo. Baste con decir
que nunca amé tanto su arte como cuando desfallecía en brazos de Marius mientras
desfallecía en los míos. Y que yo —un hombre que había leído demasiado— nunca me
aproximé a ningún texto con tal atención.
***
Muy pronto, Marisa me contaba tales cosas que yo no sabía muy bien si ella se acordaba de
que Marius se había ido, si advertía que era yo, y no él, quien yacía a su lado. Tales cosas que
casi compadecía a Marius por perdérselas.
Aquélla, sin embargo, era una historia sin fin. Mil y una veces mil y una noches, y siempre
quedaba más que anticipar y temer. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que Marisa me clavase
las uñas en el cuello y me susurrara al oído, como una lengua de fuego: «Ámame, Marius»? ¿Y
luego: «Fóllame, Marius»? ¿Y luego, y luego: «Te quiero, Marius»?
¿Cuánto tiempo antes de que al lector porno-romántico se le parta en dos el corazón con un
demencial estallido de placer?
¿Y Marius?
Si él era el perdedor a causa de estas violaciones de su intimidad, sólo lo era ante los ojos
de otros. Sin advertir nada, él iba adquiriendo un aire tanto más liviano y apuesto cuantas
más tardes, a las cuatro en punto, anotaba en su haber.
Habría sido una crueldad por mi parte envidiarle ese aire de ligereza. Bastante difíciles son
para los hombres estos tiempos; dejando aparte el mundo inaccesible de las celebridades, a
los hombres ya no les está permitido follar por puro placer, aunque es obvio que se trata de
una actividad que saca lo mejor de ellos en muchos casos, al menos en lo que se refiere a la
salud y la apariencia física. Y follarse tres veces a la semana a mi esposa... Permítanme que lo
repita una vez más por la pura e impía dulzura de la frase : y follarse tres veces a la semana a
mi esposa sin duda sacaba lo mejor que Marius tenía dentro. Siempre que lo divisaba tenía el
pelo húmedo, bien por haberse duchado antes que Marisa, bien por haberse duchado
después; lo cual le favorecía. Los hombres como yo salen del agua ciegos y chorreantes como
ratas; Marius pertenecía a esa variedad de mamíferos anfibios que se alzan relucientes del
mar, sacudiéndose gotitas plateadas del torso, como si fuesen el mismísimo Neptuno, o el
Tritón Abandonado, salvo que había perdido por completo su aire de abandono. Llevaba el
bigote recortado, sus ojos ya no tenían aquella expresión de dolor, incluso hablaba de un
modo audible. Y si no me equivocaba, se había comprado ropa nueva: una chaqueta de pana
negra que no le había visto antes, un traje a rayas que coqueteaba de un modo bohemio, igual
que los trajes de Marisa, con el espíritu de la ciudad, y una serie de camisas italianas que se
abotonaban hasta muy arriba y le conferían una arrogancia adicional a su efigie altiva.
Como ya he dicho, ahora no lo veía tanto como antes de que se convirtiera en mi invitado.
No era sólo por precaución: era una cuestión logística también. Si estaba acostado con mi
esposa a las cuatro de la tarde, no podía hallarse en High Street ni recorriendo de aquí para
allá su apartamento, encima de la tienda de botones, en un acceso de frustración creativa. A
mí no había dejado de interesarme ahora que lo había atrapado, por así decirlo. Ni las
confidencias nocturnas de Marisa habían logrado disminuir mi curiosidad. En modo alguno
pensaba que sabía todo lo que había que saber de él a través de sus informes, pero yo debía
permanecer más alerta que en el pasado. Todos teníamos mucho que perder si ahora me
descubría.
No obstante, nunca lo perdía del todo de vista. Ajeno habitualmente al bullicio circundante,
ahora que tenía a Marisa en la cabeza casi no sabía por dónde andaba. Así que yo podía
echarle un buen vistazo en el mercadillo dominical, cuando iba a comprar el pan, o
recogiendo al otro lado de la calle su ejemplar del Financial Times. Una vez nos cruzamos
cuando yo salía del quiropráctico y a punto estuve de dar un grito del susto, pero él pasó de
largo sin verme.
¿Significaba eso que se habían aplacado mis sentimientos hacia él? «Fóllatela», era lo que
siempre había imaginado que le diría en nuestros primeros encuentros. «Fóllatela, fóllatela,
fóllatela.»
Ese «ámala, ámala, ámala», ¿confirmaba la idea que yo tenía de que puedes llegar a amar al
hombre que se folla a tu esposa si logras depurar tu mente?
Es posible que fuera esa suavización paulatina de mis sentimientos como marido lo que me
impulsó a entablar conversación con él, muchos meses después de iniciado nuestro nuevo
arreglo, cuando nos encontramos «por causalidad» —la Fortuna es una alcahueta— en la
librería de viajes de High Street, una tarde a las cuatro en punto (no tocaba Marisa esa
tarde). Aunque nunca es posible descartar del todo la travesura entre los móviles de un
cornudo. Me producía cierta satisfacción plantarle cara en aquellas circunstancias: él no sabía
nada de mí, yo lo sabía todo de él. También desempeñaba su papel la estremecedora
excitación de ver de cerca las secuelas de Marisa en su piel. ¿Qué sensación produciría oler el
aliento del hombre que está entrando furtivamente en tu mujer?
—¿Qué es toda esta cháchara bíblica de que él «entra» en mí? —me había preguntado
Marisa durante una de las primeras conversaciones en las que yo la animaba a describírmelo
todo.
—Lo dijiste tú misma una vez: «En ese instante de entrada se te nubla la vista». Palabras
textuales.
—¡Oh, Félix!
—¿Supones? Si para mí estaba bien, ¿por qué es demasiado literal para él?
—¿Cuál es la sensación?
Marius, el allanador del cuerpo y del afecto de Marisa, estaba merodeando frente a la
sección de África, aunque sin examinar ningún libro en particular, me pareció. Cosa que no
me impidió preguntarme si estaría pensando en largarse. Y de ser así, ¿estaría pensando en
fugarse solo o con mi esposa? Ya se había fugado en una ocasión. Quizá cada vez se volvía
más fácil.
—¡Oh, Dios, usted! —dijo cuando mi rostro emergió por fin entre sus recuerdos—. Mi
Némesis.
—Veo que está planeando un viaje. Dicen que la Guinea francesa está muy bien.
—¿Y a usted qué coño le importa?
—Mucho, en mi calidad de Némesis suyo. Es importante que yo sepa dónde está en cada
momento del día. No puedo permitir que ninguna otra persona determine su destino.
—Me parece que me ha interpretado un poco literalmente. Con Némesis quería decir un
coñazo insoportable, nada más.
—No conocía esa acepción —dije—. Pero la primera vez que hablamos, cuando me describió
esos lugares remotos de las cuatro en punto, no mencionó la Guinea francesa.
—No la he mencionado ahora. No tengo por qué dibujarle un atlas de mis movimientos.
—Por supuesto que no. Pero nunca habría dicho que tuviese usted debilidad por África.
—No pretendo opinar. Lo único que pensaba hacer era recomendarle alguna lectura
suplementaria. Robbe-Grillet, ¿lo ha leído? Habría dicho que sus gustos van por ahí.
Por fin me miró. O por fin miró a Robbe-Grillet. En este sentido era como yo: no sabía decir
que no a un autor o un título. No me habría sorprendido que tuviese en su imaginación en ese
momento la cubierta de la primera edición. Dos pobres adictos a la letra impresa, eso éramos.
—¿Robbe-Grillet? No sé por dónde irán mis gustos, pero sí sé que él daba más importancia a
los objetos que a los hombres. Y ése, perdone que se lo diga, ya que parece andar buscando
una conversación de hombre a hombre, es justamente mi orden de preferencias en este
preciso momento. Espero que lo comprenda, pues, si le digo que preferiría hablar con esta
estantería que con usted.
—Sí, no hay duda de que me sigue. ¿Es sólo a mí, o anda siguiendo también a otros lectores
de Robbe-Grillet?
—Ah, somos unos pocos nada más. No hace falta que le diga que ya no está de moda. Pero,
con toda franqueza, no sigo a nadie Suelo andar por ahí, simplemente. Me cuesta quedarme
en casa— Hay tanto que ver en la calle... ¿No fue Barthes quien dijo que con Robbe-Grillet la
novela se convierte en la experiencia de lo que rodea al hombre sin la protección de la
metafísica? Bueno, pues eso soy yo. Yo soy esa novela.
—Ah, sí, por Dios. El voyeur. Ya intentó contármelo una vez, si no me equivoco. Pero ¿por
qué cree que su voyeurismo podría interesarme la segunda vez cuando no me interesó la
primera?
—¡Lo recuerda! Me siento halagado. Pero yo nunca le dije que era un voyeur exactamente;
un pervertido en general, si acaso, porque no creo que estuviera dispuesto a contarle más
teniendo en cuenta lo poco que nos conocíamos. Ahora que nos conocemos mejor, sin
embargo...
—No he leído El voyeur, de todos modos —dije—. Aunque lo haré si usted me lo recomienda.
¿No se sitúa en la Guinea francesa? Siempre me ha parecido, aunque no se nos diga en el
libro, que La celosía se desarrolla en la Guinea francesa. Usted sin duda conocerá La celosía,
también de Robbe-Grillet. Es ésa en la que el personaje principal, si es que puede llamarse
personaje, se pone a contar las hileras de plataneros que hay entre su casa y la casa donde
sospecha que su esposa tiene un lío. La mejor novela jamás escrita sobre la banalidad de la
sospecha. Es tan abrumadoramente tediosa en la minuciosidad de sus descripciones que
resulta ilegible.
—Aunque, por otro lado —dije, como si no lo hubiera oído—, es así exactamente. Cuentas los
árboles, te fijas en la diferente altura de los troncos, aprendes a distinguir entre la espesura
del follaje, mides las irregularidades de las hileras y luego vuelves a contar de nuevo: una y
otra vez, porque los celos son tiránicos, exigen de sus víctimas un espíritu tan tremendamente
puntilloso que un simple obsesivo, con sus pequeñas manías rutinarias, encontraría
demencial.
—Me temo que acaba de quitarme las ganas de conocer la Guinea francesa.
—También. Tiene usted una habilidad especial para quitarme las ganas de cualquier cosa.
—Exacto, quizá no quiera. Eso es lo que significa «vicio», creo yo. Puedes, pero no quieres.
—Es usted un hombre de suerte —le dije— si es capaz de ejercer semejante control de sí
mismo.
—Ya no me dedico a la perversión. Eso es agua pasada. Ahora de lo único que quiero hablar
es del amor.
—Una palabra más antes de que lo haga. —Poco me faltaba para tirarle de la chaqueta: tan
ansioso estaba de proseguir la conversación—. No es asunto mío, desde luego, pero ¿no
podría ser que la razón de que no sienta celos sea que nunca ha estado enamorado? Si no
existe ninguna persona que le importe perder, entonces es lógico que no le inquiete perderla.
O perderlo. En cambio, cuando estás colado hasta el mismísimo fondo del alma... Pero usted
es un lector, tiene que saberlo por los libros. ¿Nunca lo ha deseado? ¿Nunca ha envidiado a
aquéllos que llegan a estar tan vivos a causa de los celos que inclus o registran (bueno, como
el propio Robbe-Grillet) la vibración más insignificante de cualquier objeto que sea testigo, o
la prueba, de lo que ellos sospechan? ¿Cada cabello de la persona amada, cada botón de la
chaqueta del amante, cada banana de cada platanero, si es que nos encontramos en la Guinea
francesa...?
—No —respondió él. Y sin añadir una palabra de despedida, salió de la librería a grandes
zancadas.
Me disculpé ante Stefan, el encargado de la librería. Siempre nos hemos observado con
simpatía, cada uno desde su lado del negocio del libro.
—Perdona, Stefan —le dije—. Me parece que te he hecho perder una venta.
—Bueno, pero me has impulsado a comprarme un Robbe— Grillet. ¿Con cuál empezarías tú?
¿Con La celosía o El voyeur ?
—Estabas escuchando.
—Félix, toda la librería estaba escuchando. ¿No te apetecería pasarte por aquí y hacer esto
regularmente?
Decidí, de todos modos, que lo menos que podía hacer era comprarle la Rough Guide de
África Occidental.
—Me pasaré un día de éstos a comprarte un libro —dijo Stefan. Tenía un aire cómico con su
traje informal y sus gafas redondas de estilo David Hockney.
Bromas de libreros aparte, ¿cómo demonios se me habría ocurrido ponerme a hablar con
Marius de celos y plataneros?
¿Y por qué le había comprado la Rough Guide de África Occidental? ¿Eran sólo cosas lo que
quería darle?
¿O quería que empezase a establecer las conexiones que yo me había dedicado a borrar tan
cuidadosamente? ¿Que perdiera aquel halo de felicidad que llevaba sobre su cabeza como un
santo medieval? ¿Que se sintiera utilizado y engañado? ¿Que saliera de; una puta vez de mi
matrimonio?
***
No siempre estaba fuera de casa cuando ellos creían que lo estaba. La primera vez que me
quedé estando ellos allí fue por pura casualidad. Llevaba trabajando un buen rato en el
estudio de casa, como hacía a veces incluso en días laborables. Se me había olvidado que era
una tarde de Marius. Cuando sonó el timbre —un timbrazo imperioso, castrador— comprendí
que no podía escapar sin ser visto, de modo que me encerré con llave sin hacer ruido. Nada
más. No podía oír nada, o sea que no se me podía acusar de estar espiando.
Aunque es así como lo recuerdo, hay un detalle incorrecto en este relato. Yo no podría
haberme olvidado de que era una tarde de Marius. Tenía escrito en mis propias carnes el
almanaque de sus idas y venidas. Por tanto, debo deducir que me mentí a mí mismo para estar
cerca de ellos.
A partir de ese día lo convertí en una costumbre, lo cual significa que lo hacía una vez de
cada seis, más o menos; digamos una vez cada dos semanas. Había en ello un extraño
consuelo. Considérenlo siniestro si quieren, pero no albergaba malas intenciones: sólo quería
ocupar el mismo espacio físico que ellos ocupaban. Habría preferido hallarme junto a ellos, en
su cama: la misma figura silenciosa e ignorada que habría asumido en su mesa si me lo
hubieran permitido. Pero como eso estaba descartado, mi estudio era la mejor opción.
Cerraba la puerta con llave, bajaba las persianas, me tendía en la alfombra cuando calculaba
que Marius ya estaría tendido al lado de Marisa y permanecía así durante toda su visita.
Pero una vez que has llegado tan lejos, ya sólo los detalles prácticos te impiden ir aún más
lejos. No pasó mucho tiempo antes de que tomara la decisión de subir un piso. A un lado de su
adúltero nidito estaba nuestro dormitorio, pero allí no habría podido esconderme antes de su
cita sin que Marisa me hubiera descubierto. Al otro lado, en cambio, había un trastero lleno
de ordenadores que no me decidía a tirar, de viejas fotografías de familia, de maletas y ropa
de esquí y de lámparas de estilo náutico de los años treinta que me creía en el deber de
conservar. Oculto allí, en un cuarto en el que Marisa nunca entraba, creía que podría disfrutar
de una mayor proximidad a los amantes y que incluso podría oírlos alguna vez. Había
considerado la posibilidad de traerme a un empleado de la tienda de espionaje y vigilancia de
Baker Street un día que Marisa estuviera fuera para poner micrófonos por la casa. Tal vez,
también cámaras ocultas; valía la pena pensarlo. Hasta que me vi obligado a reconocer que mi
necesidad de saber contenía al mismo tiempo una necesidad esencial de no saber. Yo quería
pensarme y sentirme como si estuviera entre ellos: un ejercicio mucho más activo para los
celos que limitarse a mirar y escuchar. Quería que el campamento entero saborease su dulce
cuerpo, pero no en un circuito cerrado de televisión.
Cualquier cosa que hubiera oído desde el trastero habría correspondido, según este
razonamiento, a unos celos activos, y no pasivos, pero lo cierto es que no oía gran cosa.
Marisa nunca había sido una amante escandalosa y Marius, como máximo, musitaba sus
placeres entre sus bigotes. De nosotros tres, yo era el único que aullaba, y no estaba allí para
escucharme a mí mismo. Pero tampoco me interesaba oír cómo gemían, en realidad. No soy
ese tipo de pervertido. Es la charla lo que me hace efecto: un simple «Fóllame, Marius» habría
superado con creces cualquier retransmisión en estéreo del polvo completo. Y si no oía esas
palabras, siempre me quedaba la posibilidad de rememorar el relato de Marisa de la noche
anterior. Aunque resulte humillante contarlo, me pegaba contra la pared con todo mi cuerpo
no para oír a los amantes, sino para estar cerca de ellos, para sentir al menos la vibración de
sus jadeos, y entonces repasaba mentalmente todo lo que me había contado Marisa la última
vez de su manera de hacer el amor. Así, aunque había maquinado aquello para estar a su lado,
siempre acababa yéndoles a la zaga: tenía que conformarme con los besos relatados de ayer
cuando estaba sólo a unos centímetros y una pared de los besos reales de hoy. Y una vez más,
sin lograr atrapar del todo lo que andaba buscando.
«Siempre había algo que faltaba», se quejaba David Copperfield. Siempre lo hay cuando
eres el esclavo de la inflexibilidad hecha mujer. Aunque David Copperfield no lo sabía hasta
que maduró y se convirtió en Philip Pirrip.
Tras unos cuatro meses con este nuevo montaje —yo escondido en mi propia casa mientras
Marius se servía él mismo lo que le apetecía—, Marisa me descubrió. Siempre había resultado
bastante complicado entrar en casa antes o después que ella, acordarse de apagar o de
encender la alarma, borrar toda huella comprometedora que hubiera dejado y permanecer
callado como un muerto. Y finalmente, metí la pata hasta el fondo dejándome en la barandilla
un abrigo que debería haber llevado puesto en el trabajo a esa misma hora y tropezando con
una caja de papeles al cambiar de posición en el trastero. Marius no oyó nada. Marisa simuló
que no había oído nada, pero seguramente resultó una compañía mucho menos divertida
durante el resto de la tarde. Después de despedir a Marius vino a buscarme. Llevaba un
negligé de seda que nunca le había visto —negro, con tirantes finísimos— y unas chinelas de
tacón alto y estilo claramente erótico., Me sorprendió verla metida de un modo tan
convencional —a ella, que escogía siempre su ropa con tal cuidado— en el papel de la querida
clásica. Pero también me gustó. Las palabras se habían convertido en mi médium esencial,
pero aquella extraña pista visual también me servía. Si no me equivocaba, tenía la marca de
un mordisco, o al menos un trocito de piel desgarrada, justo en el corpiño de su negligé, por
encima del pecho derecho.
¿Y si, en cuanto empezase a interrogarla, confesaba el engaño como castigo para aflojar
otra vez esas mismas tuercas?
Además, yo no estaba en condiciones de exigirle que me explicara nada. Alcé las manos.
Me acerqué a abrazarla, pero ella me apartó. Una verdadera lástima. Me habría encantado
estrecharla en ese instante, todavía blanda y acariciada después de Marius.
—No voy a permitirlo, Félix. Si tú no puedes cumplir tu parte del acuerdo, yo no cumpliré la
mía.
—No volveré a verlo aquí. Tú me dijiste que no te importaba que viniera. Que así te sentirías
más seguro. Pero también que estarías fuera. No puedo permitir que estéis los dos en la
misma casa al mismo tiempo.
—¿Es un chiste?
—No hago chistes ni una hora antes ni una hora después de tu amante.
—¿No basta con que te cuente todo lo que quieres saber? Eso también es duro, pero no dejo
de hacerlo. Ahora resulta que no lo hago del todo bien.
—No podrías hacerlo mejor. Vivo sólo para oír cómo me susurras tus infidelidades al oído.
Para eso está hecho mi oído. No pido nada más. Sólo que de vez en cuando me gustaría estar
con...
—¿Conmigo?
—Estás loco.
—¡Apropiado! ¿Te parece que el nuestro es un hogar apropiado? Lo que te propongo, no, lo
que te suplico, Marisa, es tan apropiado como tú quieras que lo sea.
—Entonces no hay más que decir. Pero él no tiene que saber que soy tu marido, si es eso lo
que te preocupa. Podría encontrarme con vosotros. Me presentas como un amigo. Me siento a
tomar una copa y luego me largo.
Observé cómo se desplegaba antes sus ojos la escena. La recorrió un escalofrío. No digo que
sacudiera la cabeza o que pusiera los ojos en blanco: fue un escalofrío.
—Ya lo creo. La exclusión de estar allí y no estar. De que no repares en mí. De que le des
acceso a tus pechos, de que lo beses con todo descaro en mi presencia, como si no me vieras
siquiera.
—¿No se te ha ocurrido pensar que besarse con descaro en tu ausencia puede ser más
divertido?
—Para ti.
Podría haber añadido, pero decidí que no era prudente, que quería ser el joven escanciador
de su Horacio y su Lidia, un testigo de sus orgías romanas: Marisa desnuda de pies a cabeza,
enroscada sobre el pecho de Marius.
—Quiero, quiero, quiero...
Eso hice.
Pero no antes de que sucedieran un par de cosas extrañas, una detrás de otra, ninguna de
las cuales contribuyó a mejorar mi humor.
La primera fue la llegada de un anónimo. Era una postal del Autorretrato: el caminante de
la noche, de Edvard Munch. Me la habían enviado a la tienda y decía: BÚSCATE UNA VIDA
DE VERDAD. Yo estaba ante mi escritorio, repasando el correo, cuando la encontré. Levanté
la vista hacia Dulcie, que me traía en ese momento un té y unas galletas. Ella meneó la
cabeza. «No tengo ni idea», dijo. Si se la hubiera encontrado ella, probablemente la habría
destruido.
Debería haberla destruido yo, pero no podía. Cada diez minutos más o menos dejaba lo que
tuviera entre manos y volvía a inspeccionarla como si esperase encontrar una clave que se me
hubiera escapado. No identificaba la letra, pero eso no quería decir nada. Hoy en día no
tenemos ocasión de ver la letra de nadie. Marius era el candidato más evidente; era la única
persona que se me ocurría —visto nuestro último encuentro— que pudiera desearme algún
mal. Eso suponiendo que decirme que me buscase una vida de verdad fuera desearme ningún
mal. Pero Marius no sabía mi nombre ni mi dirección, y yo estaba seguro de que Marisa no
iba a decírselo. Además, esa expresión —búscate una vida de verdad— no era propia de él.
Incluso cuando te decía que te perdieras, Marius no lograba decirlo en tan pocas palabras.
¿Quién, entonces? ¿Por qué iba Ernesto a decirme que me buscara la vida cuando yo le
había devuelto la suya hacía muy poco? ¿Rafaele? Estaba en Umbría, comiendo salchichas
polacas. ¿Quién más sabía que no tenía una vida propia? A menos, eso sí, que todo
Marylebone fuera testigo de mis cuernos... Cosa que no me habría importado. Pensé en
algunos de los colegas más sociables del gremio de libreros anticuarios que, alguna vez,
cuando yo se lo había permitido, se habían puesto lascivos mientras degustaban su brandy y
habían opinado que yo era un tipo con suerte por estar casado con una mujer con un cuerpo
magnífico y con un insaciable deseo de usarlo. Por supuesto, ellos no podrían manejar a una
mujer así —«no tenemos suficientes huevos, chico»—, pero si yo podía, y estaba conforme, no
podían por menos que quitarse el sombrero. «Estoy hechizado», les había confesado, y ellos
me habían dicho que era una buena hechicera mi esposa, y yo había visto en sus ojos
anaranjados el profundo anhelo que las hechiceras inspiran en los hombres por mucho que
digan lo contrario.
Pero en tal caso eran ellos los que tenían que buscarse una vida propia, no yo.
Había además algo incongruente y más bien desconcertante en la elección de aquella postal
para enviar semejante mensaje. Munch se buscaría una vida de Verdad si pudiera, pero en ese
autorretrato la vida se ha extraviado. Se trata de un atormentado y compasivo estudio, de aire
sepulcral, de un hombre de ojos negros y aspecto acosado que apenas se atreve a asomarse a
la noche. Quienquiera que hubiese el egido aquella postal no podía odiarme. ¿Marisa?
«Cariño, búscate una vida de verdad, búscate la vida, recupera nuestra vida de nuevo. Mi
queridísimo esposo, no acabes pareciendo tan desolado y tan cadavérico como el señor
Munch.»
Sólo que enviar una postal anónima con una letra distinta de la suya no era el estilo de
Marisa. Ni tampoco, bien mirado, correspondía a su humor actual. BÚSCATE UNA VIDA DE
VERDAD no es lo mismo que Ve A QUE TE DEN UNOS AZOTES.
Habría seguido preocupándome por el asunto si no hubiese recibido esa misma mañana en
la tienda una visita inesperada —inesperada al menos para mí, a causa de un desbarajuste en
nuestro sistema de citas— del biógrafo más eminente de James Joyce, recién llegado de la
Universidad de Oxford, en donde residía en pleno esplendor intelectual y donde recibía a los
estudiosos de Joyce como un emperador recibe a los príncipes segundones. El profesor X,
como me veré obligado a llamarlo —porque vulneraría el secreto profesional si diera aquí su
verdadero nombre—, había contactado conmigo un mes o dos antes a causa de una serie de
historias de hadas irlandesas, firmadas por W.B. Yeats (otra de sus especialidades), que
habían aparecido en nuestro catálogo. Yo le había enviado el catálogo sabiendo que le
interesarían. Ahora él disponía de tiempo para examinarlas, si es que todavía obraban en mi
poder.
Por supuesto, le dije, disculpándome por el desbarajuste; todavía las tenía. En realidad,
había dejado pasar unas cuantas propuestas con la esperanza de que el profesor X me hiciera
su oferta más pronto que tarde. A quién le vendes no es un asunto irrelevante en este negocio.
Además, había una pregunta que me sentía especialmente ansioso por plantearle (como si
dijéramos, en nombre de toda la familia) una vez que hubiéramos cerrado el trato, Nora, la
esposa de Jopee... ¿era cierto, como se rumoreaba, que Joyee la había animado...?
Me incliné ante su dominio del lenguaje vulgar, aunque me sentí avergonzado al mismo
tiempo ante la insinuación implícita de que mi pregunta era una vulgar indiscreción. Pero
bueno, él era biógrafo, ¿no?
—Quién sabe —dijo él. No era una pregunta, sino una afirmación, después de la cual nos
quedamos los dos en silencio, escuchando cómo se iban desplomando las palabras como
piedras por un gran pozo negro.
Al parecer, no tenía nada más que decir, y yo hice ademán de estrecharle la mano. Pero
repentinamente, como si sintiera que todavía no había concluido conmigo, encontró una
última y severa objeción que formular.
—Descubrirá usted rasgos fetichistas y anales, o como tenga a bien llamarlos, en la vida de
cualquier escritor interesado, como Joyce lo estaba, en someter el amor a un minucioso
escrutinio, en desmenuzarlo, en reconstruirlo y cristalizarlo. Una imaginación inquieta
siempre estará expuesta al chismorreo.
Lo cual plantea, lo admito, una pregunta de mayor alcance: ¿Y si lo que ella le hace no es
tanto lo que le gusta a ella misma como lo que le gusta a él? En tal caso, ¿no será que él no ha
abdicado de su voluntad, sino que la ejerce de otro modo?
Una discusión de este tipo, me temía, se estaba cociendo entre Marisa y yo, hubiera sido
ella o no la que me había enviado la postal de Munch exhortándome a buscarme una vida
propia. Es un fenómeno típico en la literatura clínica sobre la perversión que sea el
masoquista quien diseñe un guión tiránico: que allí donde se encuentren enredados un sumiso
y un dominante sea el sumiso quien lleve la batuta. El maltratado que inflige el maltrato. El
esclavo que domina a su ama. Una pequeña y sutil paradoja de la vida tortuosa.
Una buena parte de esto, debo decir, me aburre mortalmente. Cualquiera que haya
examinado por un momento el reparto de papeles en una relación sadomasoquista advertirá la
turbia naturaleza de sus intercambios de poder. Pero a mí no me interesa la opinión de quien
ha examinado la cuestión únicamente un momento; aunque sólo sea para conversar, me
interesa la opinión de quien la ha estudiado toda su vida. Así que el profesor X debería haber
sido mi hombre. Pero el minucioso escrutinio del amor que le atribuía a Joyce me parecía un
tanto abstracto y asustadizo, una disculpa para un comportamiento impropio de un marido
cuando lo que yo andaba buscando era más bien una reivindicación. Como tantos biógrafos de
personajes nada convencionales, él mismo era un hombre demasiado convencional para esa
tarea. O al menos, a mi juicio, para perorar sobre el asunto.
Mucho de lo que sabe un pervertido no puede decirlo porque no logra hallar a quién
decírselo.
Y no obstante, ¡era a mí a quien se atrevían a decirle que me buscara una vida de verdad!
***
Todo ello me remite de nuevo, aunque al paso siempre pausado de un pervertido, al asunto
de los azotes.
Como hijo de mi padre, yo sabía de estas cosas. En nuestra familia, todos los hombres de la
edad de mi padre se habían hecho azotar como algo totalmente normal. Preferiblemente en el
continente, donde las sutilezas de las metamorfosis sexuales transitorias eran mejor
comprendidas. Dejando de lado para qué las usara, mi padre sentía un profundo desprecio por
las prostitutas británicas, y no se cansaba de decir que eran un motivo de vergüenza nacional.
No por el hecho de ser prostitutas, sino por serlo con tan poca joie de vivre o élan vital. Que
sólo pudiera expresar en francés lo que les faltaba no era casual: tal como había hecho su
padre antes que él, siempre que sentía el apremio de unos deseos que el matrimonio no
lograba satisfacer hacía la maleta y se largaba a Francia o Alemania.
—Busca en este lado del Canal una esposa que te limpie la casa y en el otro, una amante
que te ensucie la mente —me dijo una vez que estaba borracho. En este sentido, como un
marido feliz hasta el delirio, yo he roto una vez más con la tradición familiar. No me ha hecho
falta salir de casa para que me ensuciaran la mente.
Cuando mi padre y mis tíos no podían largarse, de todos modos, se las arreglaban con lo
que había a mano.
Fui una vez con ellos a una casa en Baker Street, no lejos de la dirección de Sherlock
Holmes, en una especie de ejercicio de camaradería masculina. Aquel día cumplía veintiún
años.
Nos sentamos los cuatro en un largo diván, con un tapete de ganchillo en el respaldo, y
examinamos a las mujeres que desfilaban ante nosotros. Cualquiera habría dicho que
estábamos eligiendo a una ayudante de cocina, aunque para ser ayudantes de cocina iban
vestidas de un modo muy poco convencional. Cada una recitaba de un tirón su especialidad,
según sus orígenes geográficos o sus prácticas habituales —griego, francés, marroquí, inglés
—, y mi padre se apresuraba a traducírmelo en los términos más brutales.
—Ésta se te meará en la boca, ¿t e apetece? Se supone que es muy bueno para las encías.
Ninguna de las chicas era demasiado atractiva, aunque tan poco eran engendros. Se lo dije
a mi padre años después, durante una de sus diatribas sobre la mala calidad del ganado en
Inglaterra.
No sé mis tíos, pero mi padre no tenía ningunas ganas de que lo azotasen. En su jerga
aquello era ir a que te diesen una azotaina, pero lo que a él le gustaba era darla, no recibirla.
En la mayoría de aquellos correccionales había sumisas, además de dominatrices, y en ese
correccional en particular sabían al parecer cuál de las sumisas le gustaba más a mi padre.
Era una chica pálida y dickensiana de ojos suplicantes. Las demás llevaban tacones altísimos
y distintas variedades de corsetería de estilo bruja malvada, pero ella iba con un viso amarillo,
con el pelo lacio y recogido con un par de horquillas de solterona y con unos zapatos como los
que yo imaginaba que debían de darte al entrar en un orfanato. Por qué estaba dispuesto mi
padre a pagar por una chica como aquélla, cuando teníamos muchas parecidas trabajando en
casa o en la tienda (con cada una de las cuales hacía lo que le apetecía), sólo lo comprendí
mucho más tarde. Era el hecho de pagarles lo excitante. Una vez desembolsado el dinero, ya
estaba listo para volverse a casa.
Yo escogí a una dominatriz nervuda y pelirroja cuya mirada penetrante me había excitado y
que me contó que estaba estudiando psicología y sociología en Queen Mary, cosa que aún me
excitó más.
—Qué bien —respondió ella, ajustándome un collar de cuero alrededor del cuello y
llevándome de aquí para allá por un exiguo calabozo diseñado de una manera tan infantil,
como un telón de fondo del museo de estatuas de cera de Madame Tussaud (allí mismo, a la
vuelta de la esquina), que me habría echado a reír si la risa hubiera resultado apropiada.
—Clásicas.
—A mí también —dije.
—Ya sabes cuál es el problema de Freud —explicó—. Creía que el sexo, para ser normal,
había de tener un objetivo definido. Todo lo que no tuviera esa finalidad lo consideraba
perversión.
—Seguramente.
—¿Y si no?
—Te ganarás esto —dijo, dándome una bofetada. Llevaba unos guantes negros hasta el
codo, del tipo que se ponía mi madre en los funerales, cosa que agravaba el insulto.
—No.
Me miró con las manos entrelazadas. Había en ella un no sé qué de Mater Dolorosa de El
Greco: un aire extenuado y como alargado con todos aquellos arreos de estilo sado.
—Lo único que se me ocurre, en ese caso —dijo—, es que seas un masoquista moral.
Ladeó la cabeza con aire sabiondo, como un enorme y esmirriado loro rojo.
—Qué va. Pero lo que sí sé es que no le gustaría que mi padre se dedique a embrutecerme.
—¿A embrutecerte, dices? Una palabra interesante. ¿Él trata brutalmente a tu madre?
—Por supuesto.
—¿Y a ti de duele?
—Por supuesto.
—Por supuesto.
—¿Así que no sólo tenía a la mujer que tu deseabas, sino que además la rechazaba?
Reflexioné un poco.
Pero yo no disfruté ninguna de las cosas que probamos. Ni la fusta, ni el látigo de nueve
colas, ni el rebenque de cuero, ni la jaula, ni los grilletes, ni el cinturón de castidad, ni la
mordaza, ni el anillo para el pene, ni el consolador anal, ni el separador, ni el speculum, ni la
silla de fisting, ni las pinzas para pezones, ni el cepo para los huevos, ni el banco de
genuflexión, ni las ligaduras bogtie, ni el potro de azotes, ni la silla erótica. Al final, ni
siquiera disfruté de su compañía. Así que probablemente sería cierto lo de masoquista moral
si eso quería decir que era mi mente, y no mi cuerpo, lo que deseaba que lastimaran.
Que lastimaran mi mente y también (de una manera difícil de explicar) a mi padre.
No volví a Baker Street a que me dieran una azotaina. La experiencia no era lo bastante
metafórica para mí. Pero sí fui un día por puro aburrimiento —la ocasión del diablo— para ver
a la sumisa de mi padre. Me llevé una decepción de entrada al descubrir que se había
marchado, pero cuando lo pensé más detenidamente llegué a la conclusión de que había sido
mejor así. No puedes escapar a tu psicología, pero sí puedes mantenerla silenciada durante
demasiado tiempo. Otra sumisa, un poco más guapa y menos depauperada que la de mi padre,
me sirvió exactamente igual. En mi caso no valía lo de tal palo, tal astilla. Yo habría sido tan
capaz de levantarle la mano a aquella chica como a una criatura. Pero después de mi primera
visita había comprendido que la razón de que no fuese divertido someterse a una dominatriz
era que resultaba demasiado previsible (¿qué otra cosa pueden hacer el sumiso y el
dominante?). En cambio, ser sumiso con una sumisa podría entrañar tal vez una mayor
excitación antinatural. La propia sumisa no estaba muy segura de cómo tomarse aquella idea.
Yo saqué la impresión de que le había parecido extrañísima; las prostitutas suelen ser muy
convencionales. Ni siquiera estaba segura de que no fueran a acusarla de quitarles el trabajo
a las dominatrices. Pero cuando le dije que no quería que ella me pegase o me azotara se
ablandó un poco.
—¿Sólo eso?
Tras diez minutos así, allí tendido, con la cara sobre la alfombra, le dije:
—Hablar, ¿qué?
—Esto.
—¿Qué es esto?
Al final me entendió.
—Gracias. Ahora di: «Todo el mundo puede hacer lo que quiera conmigo, pero yo puedo
hacer contigo lo que quiera. Lo cual te convierte en la víctima de la víctima».
No consiguió repetirlo ni la primera ni la segunda vez, pero al final —por unas cincuenta
libras en total— fue capaz de decirlo palabra por palabra en el orden correcto.
¿Y?
Y nada. ¿No he dicho ya que mi vida fue una larga decepción sexual hasta que conocí a
Marisa?
Por este motivo, la única vez que falté a mi fidelidad absoluta a Marisa, la única vez que mis
labios —siendo su marido— entraron en contacto con otra piel que no fuera la suya, debe ser
relatada en tercera persona. No era yo quien hizo lo que hice.
Félix, por supuesto —porque no podía dejar de husmear entre sus cosas—, había leído la
entrada del diario de Marisa donde hablaba del club fetish de Walthamstow adonde la habían
llevado.
Aquello había ocurrido hacía mucho —era una infidelidad a Freddy, no a él—, pero Félix lo
vivió como si hubiera ocurrido en el presente e imaginó que acudía él mismo a un lugar
semejante —no en Walthamstow, a poder ser— y se encontraba allí a Marisa, en una de las
noches dedicadas supuestamente a los Samaritanos, mientras la manoseaban unos
desconocidos.
Aparte de eso, un club fetish no tenía para él ningún interés. Ni le gustaba disfrazarse ni
deseaba que lo azotaran en público: Marisa acostándose con Marius ya era suficiente
flagelación. Pero ella le había ordenado que desapareciera de su vista. «Si quieres un aguijón,
ve a buscarlo a otra parte», le había dicho. Así pues, siguiendo un malhumorado impulso —
para hacérselo pagar a ella y dañarse aún más a sí mismo— iba a permitir que otra mujer lo
maltratara, ya que su esposa había hecho ya todo lo posible por su parte.
No sabía cómo arreglárselas para encontrar un club fetish, pero recordó haber visto
anuncios en algunas tiendas mientras deambulaba con Marisa por Camden Lock degustando
comida india. A partir de ahí todo resultó fácil. Recogió un puñado de folletos en un par de
tiendas de aquéllas e hizo algunas preguntas discretas sobre cómo debía ir vestido. Él no
tenía shorts de cuero ni chalecos de cota de malla, y le daba vergüenza pr obarse una prenda
de ese tipo, pero bueno, si no tenía otra cosa, una camisa con volantes y un traje de etiqueta
podrían servir, dependiendo —eso sí— de la señal que deseara enviar... Con una camisa de
volantes y un traje de etiqueta, le dijeron, podía ser considerado un dominante. El se ruborizó
un poco. «Si lo llevo yo, no», pensó.
Encontró un club que prometía más locuras de las que se creía capaz de soportar, pero al
menos estaba en la City y, por tanto, dedujo, seguramente habría gente de todo tipo y estaría
limpio. Cuando ya iba de camino en el taxi se sintió repentinamente abrumado por el deseo de
llevarse a Marius con él: un Virgilio para su Dante, escoltándolo a través de un inframundo
del que no sabía nada. «¡Fíjate y aprende, pequeño narcisista, ladrón de esposas!¿Dónde
están ahora tus colegialas de Shropshire?»
Curioso que ya se sintiera un habitual del ambiente cuando lo único que había hecho había
sido recoger un folleto.
Un gorila lo obligó a abrirse el abrigo para comprobar que no llevaba ropa de calle, aunque
Félix se sentía con aquella ropa como si fuera de calle. Tras una mesita de plástico, una mujer
con gorra náutica y con los dos pechos al aire, como dos globos de fiesta de cumpleaños,
pareció sorprenderse al verlo, tomó su dinero y le dijo que era el primero.
Consultó su reloj, irritado. Eran las once, por el amor de Dios. Ese mismo gesto le hizo
comprender el aire encopetado que debía de tener con su traje del año de Maricastaña y su
expresión de estupor por el hecho de que no hubiera movimiento aún en ciertas partes de la
ciudad, cuando ya hacía más de media hora que los teatros —al menos, los de su zona— se
habían vaciado.
—Usted mismo —dijo ella—. El bar está abierto. Pero no empezará a llenarse hasta bien
pasada la medianoche.
Vagabundeó durante una hora por la maraña de callejuelas que rodeaban el Banco de
Inglaterra, bautizadas con nombres coquetones para complacer a los americanos —Change
Alley, St Swithins Lane, Throgmorton Street, Austin Friars, King’s Arms Yard— y luego se
detuvo para comprarse una hamburguesa. Sólo había gente desagradable por aquellos
andurriales, cosa que le provocó irritación contra Marisa, y contra su amante de mierda. Leyó
los titulares de los periódicos del día siguiente: DESTACADO LIBRERO DE LONDRES
ASESINADO MIENTRAS SU SEXY ESPOSA SE DABA UN REVOLCÓN CON SU JOVEN
AMANTE.
Se atribuía demasiada importancia, pensó. ¿A quién coño le importaba que fuese librero?
MARIDO PERVERTIDO ASESINADO, en cuyo caso la opinión pública se volvería contra él. Los
maridos cornudos y pervertidos sólo se llevan lo que se merecen.
Félix apartó una andrajosa cortina roja y poco le faltó para echarse encima de un tipo con el
cráneo afeitado y sin ropa alguna —sólo una hebilla dorada, como un gemelo alargado,
ensartada en la punta del pene,justo cuando se disponía a ceñirse una falda escocesa. Había
guardarropa, pero no vestuarios. La gente se transformaba a sí misma: pasaban de ser
libreros o ingenieros de telefonía a diosas egipcias y esclavos nubios allí donde encontraban
un hueco libre para cambiarse. Félix entregó su abrigo, a cambio del cual recibió un mísero
ticket de papel, se arregló un poco los volantes de la camisa y se internó —había acertado al
invocar antes a Virgilio y Dante— en el infierno. Sí, el infierno: no había otra palabra para
describirlo. Pero no lo estaba criticando. Hay un infierno de la imaginación que consiste
simplemente en un placer exponencial e incontrolado. Aunque Félix no estuviera disfrutando
en aquel momento, no dejaba de sentir una lejana afinidad con todos ellos, una simpatía por
todos los presentes que era, al propio tiempo, la que habría sentido un viejo ante quienes se
iniciaban en el negocio que él había llegado a dominar, y la admiración de un tímido perverso
ante un despliegue de perversiones vividas a fondo y sin cortapisas.
Solemos considerar a Hogarth como el gran pintor del libertinaje en Inglaterra, pero sólo El
Bosco habría sabido hacerle justicia al panorama que se abrió ante sus ojos: un auténtico
Jardín de las Delicias Terrenales. Nadie vomitando o defecando, todos comportándose de un
modo perfectamente educado; pero, aparte de eso, la misma aglomeración de carne que,
imaginamos, precederá o seguirá al Apocalipsis: ese espléndido carnaval de los orificios que
ningún artista inglés sería capaz de reflejar, por muy orgullosos que estemos de nuestro
dominio del arte grotesco.
Félix encontró un hueco en el bar entre una figura literalmente forrada de caucho negro y
(por lo que él podía distinguir) sin ningún medio para ver o respirar, y un hombre con un
calcetín blanco y otro negro bajo un delantal de cocina. «¿Por qué?», se preguntó.
Les hizo un gesto de saludo a ambos, pidió una cerveza alemana y se puso a observar. El
club era básicamente una gran sala con una zona de baile en medio y numerosos anexos
laterales, algunos meros cubículos, creados con cortinas y biombos. Podías disponer de un
poco de intimidad si querías, pero nadie quería. ¿Por qué iba uno a esconderse después de
haber llegado hasta allí? El calabozo se convertía periódicamente en el principal centro de
atención, aunque el grado de excitación dependía de lo extremada que fuese la escena
representada. Félix no sabía muy bien al principio si tenía derecho a mirar y prefirió
permanecer en el bar. La pista de baile se llenaba y se vaciaba. Dos transexuales, vestidos
como dos damas tomando el té en el Brighton Pavilion hacia 1922, bailaban el uno en brazos
del otro. Un viejo con pinta de director de colegio y completamente desnudo (salvo por un par
de gruesas sandalias y una bolsa de cuero sujeta alrededor de la cintura), bailaba solo. Su
pene, aunque al parecer erecto, era minúsculo. «Una terapia», pensó Félix. La curación para
la inseguridad era el exhibicionismo, debía de haberle dicho alguien al viejo —quizá Marisa, si
había llamado a los Samaritanos—, y allí estaba ahora, totalmente desinhibido, haciendo de la
necesidad virtud y ofreciendo su miembro enano a todos los presentes. Nadie parecía
prestarle atención, advirtió Félix. La única persona que lo miraba era él.
La música era repetitiva e hipnótica; la iluminación ácida y tenue. Una mujer de la edad de
Marisa, con un rostro arrogante de alabastro, se refregaba con dos hombres, uno negro y otro
blanco y se iba besando alternativamente con ambos. Llevaba lo que Félix le pareció un
sombrero de guardia de tráfico («¿por qué?», preguntó); sólo eso y un tanga de gasa que
mostraba los contornos de su vagina. Aunque el tipo blanco tenía un látigo, no lo usaba con
ella. En un momento dado, giró a la mujer hacia su compañero y le metió brutalmente los
dedos en el recto. Ella se arqueó dolor mientras el tipo negro le besaba la cara con ternura.
Observándolos con gran interés había una persona de sexo difícil de determinar con una
camiseta blanca y unos calzoncillos juego hasta las rodillas, y con la cara cubierta con una
media atracador o atracadora de banco. «¿Por qué?», se preguntaba Félix.
¿Y por qué iba una pareja vestida de Robin Hood y lady Marian? La enfermera con un
vestido de caucho sí creía entenderla.También el centurión estilo Declive del Imperio, con
falda de cuero y coraza de acero. E incluso el hombre con pinzas de tender en los pezones y
con un ramillete de esas mismas pinzas de madera que parecían florecer de sus testículos.
Pero ¿por qué aquella otra persona indeterminada con una trenca hasta el suelo y un bufanda
negra alrededor del cuello? «¿Por qué? —se preguntaba Félix—. ¿Por qué así precisamente,
entre todas las posibilidades que tenía el impulso sexual de quedarse fijado? ¿Por qué?»
De vez en cuando aparecían por la sala mujeres que Félix, tomó por flageladoras
profesionales. Algunas, con corsé ajustado y botas de tacón, se parecían a las dominatrices de
tebeo que había visto desfilar en compañía de su padre y sus tíos en el correccional de Baker
Street. Pero la mayoría —seguramente porque tenían sobrepeso— llevaban vestidos de
montar alquilados, de estilo eduardiano, que las cubrían de pies a cabeza, o vestidos de noche
belle époque con plumas, velo y sombrero de la viuda alegre. Allí donde se sentase un ama,
había un hombre en el suelo besándole los pies; en un caso, lamiéndole las suelas de las botas
y haciéndolo con tal concentración que parecía querer limpiarle hasta la última impureza que
hubiese pisado.
A veces, ellas los arrastraban a la pista de baile con una correa y un collar de cuero, tal
como había intentado —sin ningún éxito— la pelirroja freudiana con Félix para hacer de él un
masoquista sexual y no moral. Como entonces, la idea misma lo excitó más que la puesta en
práctica. Una mujer paseando a un hombre como si fuese un perro... Debería haber resultado
excitante, pero no lo era. Faltaba algo. ¿Qué? Reducir de verdad al hombre a la categoría de
animal, decidió por fin. Si ella hubiera llegado a castrar al hombre o a degollarlo en un
matadero, entonces sí habría sido excitante.
Debió de murmurar algo de todo esto en voz alta porque un hombre despellejado, con el
cuerpo pintado y agujas curvadas atravesándole las mejillas, le preguntó si se dirigía a él.
—Estaba dándole vueltas: no sé qué pensar de las correas de perro —dijo Félix con la
sensación de conocer a aquel hombre y dándose cuenta de repente de que sí, claro que lo
conocía: de Moby Dick: era Queequeg, el fetichista de los Mares del Sur.
—¿Y qué te gusta, entonces? —hablaba con una voz muy suave, e incluso con un ligero
ceceo, aunque Félix no sabía si podía deberse a las agujas que le atravesaban las mejillas.
—¿Cómo se deletrea?
Félix se lo deletreó.
—¿Es ésa de allí? —Señaló a una mujer cubierta de caucho negro que bailaba con el hombre
cubierto de caucho negro que Félix había tenido antes al lado. Se estaban besando, aunque no
sabía muy bien a través de qué orificio, enlazados como dos serpientes negras copulando.
El hombre que le recordaba a Queequeg se ajustó una de las agujas en la mejilla y se rascó
la cabeza sin poder ocultar su perplejidad.
—Me parece que todo ese bailoteo lo estropea —dijo, sin qué viniera a cuento—. Demasiada
pose, si quieres mi opinión. Sólo: están jugueteando.
«¿Y eso es lo contrario de qué?», se preguntó Félix. Pero entonces vio que la gente se
arremolinaba en torno al calabozo y decidió que había llegado el momento de sumarse a ellos.
Una mujer de constitución robusta y con pinta de escandinava estaba, derramándole gotas de
cera en el pene a un hombre atado con tiras de cuero a una silla estrafalaria. A cada gota de
cera líquida, contraía la cara en una mueca de dolor, pero no podía cubrirse con las manos. La
mujer se inclinaba cada vez sobre él, echándole el pelo por la cara. Félix supuso que le
susurraba algo, o que le preguntaba si estaba bien. Pero también lo besaba. Cuando
terminaron, se abrazaron los dos. Félix era nuevo allí y no podía aplicar otra medida que su
propio instinto, pero el resto de la gente debía de saber distinguir sin duda entre una
transacción profesional y un acto de amor. Y todos, le pareció, lo habían considerado también
como un acto de amor.
Había muchos casos semejantes. Una chica preciosa y ágil de piel ambarina daba vueltas en
una rueda frente a un joven con chaleco de cuero que parecía mirarla con veneración. Los
latigazos que le propinaba eran por deseo de ella, no de él, creía Félix, viendo cómo éste
tensaba los hombros. Allí había mucha gente azotándose sin ninguna inhibición y sus cuerpos
parecían moverse al unísono con el látigo. En cambio, el amante de la chica de piel ambarina
la azotaba contra su voluntad y forzándose a sí mismo. Le azotaba los pechos, el vientre, el
pubis y, a cada golpe, parecía sobresaltarse, cosa que ella no hacía. Quizás era consciente de
lo hermosa que estaba dando vueltas desnuda bajo aquella luz ácida. Quizás era consciente de
lo mucho que la amaba.
Félix trató de resistirse a su sentimentalismo innato: no todo lo que veía era hermoso. Un
hombre con zahones de vaquero que le dejaban los glúteos al aire lograba hacerse
desagradable pidiéndoles a las mujeres que se le mearan encima. Otro, vestido de manera
similar, se aproximaba demasiado —a juicio de Félix— a un grupo que se hallaba en plena
acción y, al final, tuvieron que echarlo del local, aunque, eso sí, con discreción y educación
exquisitas (pues has de cuidar tus modales cuando te sientes, por lo demás, vulnerable y
abandonado). Con frecuencia, en fin, no era fácil distinguir dónde terminaba el sentimiento y
empezaba el oportunismo. Un macho de la cuerda de las amas vestidas de belle époque, altivo
y ridículo con sus ajustados pantalones de montar y una camisa no tan distinta de la que
llevaba el propio Félix, se ocupaba de una pareja de sesentones de un modo (aunque él no
llegó a ver ningún intercambio de dinero) que resultaba indiscutiblemente profesional. La
mujer estaba tumbada en una camilla de hospital en una posición que recordaba la de una
parturienta. El marido, tal era la intensidad de su concentración, parecía un estudiante de
medicina pintado por un maestro holandés que asistiera a su primera disección de un cadáver.
El torturado con más florituras de las necesarias, según le pareció a Félix, alzó las faldas a la
mujer, bajo las cuales iba desnuda, le separó las piernas, le dio unos golpecitos en la vulva con
el mango de la fusta y, cuando juzgó que ya estaba lista, se lo fue introduciendo en vagina,
centímetro a centímetro.
La mujer emitía un sonido semejante al canto de un pájaro un gorjeo que no tenía nada de
humano y que era quizás el sonido de miles de años de vergüenza abandonando su cuerpo.
Aunque el mundo hubiera sido devorado por las llamas en ese momento, el marido no habría
apartado la vista de la vagina su esposa mientras se iba tragando la fusta.
Félix no se quedó para ver qué ocurría a continuación. Desde su punto de vista, el mundo ya
había perecido entre las llamas. No estaba asqueado: existe entre los pervertidos una
magnanimidad desconocida entre quienes se consideran normales. Librados del miedo a sus
propios deseos, no se sobresaltan de temor ante los deseos ajenos. Pero algunos actos son
íntimos en sí mismos, tanto si los apruebas como si no, y están más allá de los deseos de los
propios actores. Para Félix, aquella representación no era demasiado cruel, sino demasiado
personal. Como contemplar a una persona que está rezando y se halla demasiado sumida en
su devoción para que nadie desee entrometerse.
Observó muchas cosas más en este mismo sentido. Lo que hizo finalmente lo hizo porque
pensó que debía hacer algo. Era casi como demostrar un poco de solidaridad, pero no sólo era
eso. También se sintió impulsado por un aburrimiento que había empezado a deslizarse en su
interior. Hay una especie de monotonía en los azotes, al menos para quien mira, por
estrafalario que sea el fustigador o por exquisito que sea el fustigado. Tanta belleza, tanta
lascivia desplegada y, sin embargo, con qué facilidad la lascivia agota los modos de
expresarse. En último término, es muy limitado lo que puede hacerse con un ano o una vagina
abiertos con un instrumento de tortura y expuestos ante una serie de hombres y mujeres que
no sienten sorpresa ni conmoción alguna. Pero él sobre todo se sentía impulsado, desde luego,
por la irritación que le había causado Marisa al negarle una cosa tan pequeña como la que le
había pedido, cuando allí, en aquel inframundo de pasiones infernales, el amor demostraba
que todo tenía cabida en su seno. Se quitó la camisa y probó unos azotes, aunque sólo fuera
por los viejos tiempos. Pero la mujer a la que se había acercado, precisamente porque tenía
una complexión parecida a la de Marisa, no conocía las sutilezas de los azotes tal como él los
entendía, la primera y principal de las cuales era que había que azotarlo sin hacerle daño. Así
que después de aquello se unió al grupo de los mariquitas postrados en el suelo y aguardó su
turno para lamer una bota. Tuvo suerte, porque encontró a una ama de aspecto mediterráneo
que le dejó besarle los tobillos, y luego las piernas, y luego los muslos, más allá de las medias,
hasta que llegó a un punto del que no se le permitió pasar. Ella le daba instrucciones con los
dedos —¡aquí, aquí, aquí!— y le apartaba la cabeza tirándole del pelo cuando sus labios
allanaban una zona prohibida.
No disfrutó ni una pizca. Le pareció una farsa tediosa y estúpida. En ningún sentido se
consideraba un siervo de aquella chica. Le molestaba que le tirase del pelo y que le dijera qué
partes de su cuerpo le estaban vedadas, como si a él le importase un carajo su cuerpo.
Detestaba su aire de reina complaciente, por mucho que estuviese pensado precisamente
para su propio placer. Detestaba su olor y su sabor. Y la detestaba, sobre todo, por no ser
Marisa.
Cuando terminaron, buscó un lavabo donde lavarse la boca. No tanto por el disgusto que
ella le inspiraba, como por el que se provocaba a sí mismo. Quería volver a su fetisk
particular: querer sentirse fiel otra vez.
La última imagen que captó antes de salir fue la del viejo director de colegio, con su pene
del tamaño de un cabo de lápiz, bailando en éxtasis consigo mismo.
Tras su noche en el infierno, Félix volvió más enamorado que nunca junto a su esposa.
***
Es mejor mantener en secreto algunas cosas, por mucho que aprecies la sinceridad. Yo
decidí no contarle a Marisa dónde había estado. Ahora que había conseguido arrancarme las
lágrimas una vez, no podía estar seguro de que no fuera a arrancármelas de nuevo. Y sí,
besarle los muslos a otra mujer me parecía un motivo suficiente para echarse a llorar.
No hablamos del incidente que había provocado mi caída en desgracia. No volví a pedirle
que me dejara ser el joven escanciador de la orgía romana, ni formulé con palabras ningún
otro de mis deseos, y me cuidé de permanecer fuera de casa durante las horas acordadas con
Marius. Por su parte, Marisa no me preguntó por qué había vuelto a las cuatro de la
madrugada con una camisa de volantes y toda la ropa impregnada de olor a humo, ni volvió a
reprocharme mis incesantes necesidades. Hicimos, en lugar de eso, lo que mejor sabíamos
hacer: cambiamos de tema.
Reanudamos nuestra vida normal. Éramos otra vez una familia feliz. Los tres.
Rodeados de chismorreos, sin duda, a medida que el tiempo iba pasando, cosa que me
complacía. Si el mundo se hubiera convertido en una caja de resonancia de nuestro escándalo
me habría dado por satisfecho, siempre y cuando, eso sí, resonara también con admiración
por Marisa. A la gente le costaba entender que yo acogía con entusiasmo las repercusiones,
que las necesitaba incluso para contrarrestar el conformismo que acaba extendiéndose como
una hiedra maligna hasta sobre los ménage á trois más escandalosos. No digo (hablando de
conformismo) que nos hubiéramos instalado en una imperturbable serenidad; semejante
estado es imposible para un cornudo, que aguarda en agitado suspense cada nueva
indignidad. Pero con cada semana que pasa la rutina se va apoderando de la situación, hasta
que sólo a través de otras personas sigues registrando lo extraña que es tu vida y
extraordinario carácter de la mujer que tiene en sus manos la llave de su continuidad.
No faltaban las miradas preocupadas al estilo Dulcie, ni las presiones de oscura compasión,
ni las preguntas de mis amigos colegas más intrépidos sobre cómo andaba mi divorcio, pues
ellos ya daban por descontado que nos estábamos separando. Al menor indicio de que estaba
dispuesto a escuchar tales opiniones, algunos me habrían dicho sin duda que desde el
principio habían considerado una imprudencia mi matrimonio: Marisa, si quería saber la
verdad, nunca les había parecido una persona muy estable. Andrew se hallaba entre los que
me dieron a entender sutilmente que Marisa nunca le había gustado. Pero es posible que
simplemente estuviera celoso de Marius por pescar a la esposa de su jefe después de haber
pescado a la del profesor. En todo caso dejó su puesto unos seis meses después de iniciado
nuestro arreglo.
—A veces, uno ha de saber cuándo decir basta, señor Quin —me dijo cuando nos
despedimos, aunque no me quedó claro se refería a él o a mí.
Era difícil encontrar un gesto de comprensión. Una autora relatos eróticos que vivía en la
puerta de al lado, ahora ya lejos de su primera juventud pero en su momento considerada
entre las universitarias una especie de discípula de Sade —y en sus días de gloria,
compradora habitual de pornografía francesa del siglo XVII en nuestra librería—, me miraba
cada vez que nos cruzábamos en la calle con una mueca desagradable.
—¡En su propia casa! —exclamó una mañana desde el otro lado de la reja de su jardín.
—No creo que esté obligado. Pero como yo diría, Mariana, que los dos procedemos del
mismo espacio erótico ¿no le parece que mi casa ejemplifica esas libertades que sus relatos
han reivindicado siempre para su sexo? ¿No es Marisa una de las suyas?
—«Follar o ser follada», ¿no era eso lo que recomendaba a sus lectoras? Bueno, mi esposa
folla. Coño, debería sentirse contenta por ella. A menos que piense que está rebajando la
categoría de un barrio respetable.
—Desde luego no la está realzando —dijo ella. Una suma sacerdotisa de los misterios
sexuales preocupada por el valor de su propiedad.
No creo que fuese la propiedad lo que tenía in mente el abogado ya jubilado que vivía al
otro lado de nuestra casa, sumido en la tristeza de su viudedad: un hombre muy amable, con
venillas rotas en las mejillas que, cuando lucía el sol, nos invitaba a tomar en su jardín un
jerez que se hacía traer de Portugal. Pero también él, pensé, observaba las idas y venidas de
Marius sin saber muy bien qué pensar o qué decir.
—¿Cómo está Marisa? —me preguntaba algunos días. Quería mostrarme que estaba
preocupado por ella.
—Mira —le dije una tarde, en su jardín, mientras oíamos campanas de Marylebone dando
las seis y sorbíamos el jerez como un par de abejas viejas—. Abordas la cuestión de un modo
equivocado. Imagínate que estamos en Roma hablando de Cleopatra. Yo soy Agripa, que
nunca ha salido de la ciudad, y tú eres Enobarbo, un viajero infatigable que me deslumbra con
sus relatos del Nilo. Así pues... «la barca en la que iba sentada»... [6]
—Es una preciosidad de mujer —dijo, llenándome la copa otra vez y ruborizándose—. Sobre
eso no hay discusión.
Me dejó con la añoranza de una descripción de cómo iba engalanada, de las salvajes
fragancias asiáticas que desprendía su cuerpo y de los enfermos de amor que estaban los
vientos por ella.
Pero, al final, fue la enfermedad de la propia Marisa lo que empezó a inquietarme. Algo la
consumía, advertí. No lo había notado antes, pero ahora, de repente, se la veía ojerosa. Se
dejaba comida a medias, cosa que no había hecho nunca desde que la conocía. Apagaba un
cigarrillo cuando apenas le había da una calada, y luego encendía otro enseguida. Empezaba
conversaciones que no se molestaba en terminar. Faltaba a sus citas, falló dos semanas
seguidas al ciego e incluso no asistía a sus preciadas clases de baile, por las cuales yo había
pensado a veces que sería capaz de saltarse hasta mi funeral. Esto último me pareció
especialmente significativo, ahora que se acercaba el verano y que empezaban a habilitar en
Londres los espacios destinados a esas fiestas al aire libre que tanto le gustaban a ella: bailes
de tarde en Covent Garden, baile de salón y baile antiguo delante del National Theatre, tango
en Regent’s Park.
Tal vez era yo la causa de ello, por mucho que hubiera regresado a mi posición de sumiso
marido. Me había convertido en una auténtica opresión con mi oído siempre anhelante, eso
tenía que reconocerlo. Pero no creía que fuese yo. Si algo parecía Marisa era enferma de
amor y, aunque yo creía que seguía enamorada de mí, ya no era de esa clase de amor que te
deja cercos morados alrededor de los ojos. O sea que tenía que ser Marius. Las cosas no iban
bien entre ellos.
Tenía varias teorías sobre la causa de su angustia: la principal era la naturaleza de Marius.
Marius el Negador haciendo lo que mejor sabía hacer: denegar. Una descripción rigurosa de
mi papel en su aventura mostraría que ésa era una de mis intenciones primordiales desde el
principio. Yo lo había elegido precisamente por esa característica. Si Marisa sufría ahora, ¿no
estaba sufriendo exactamente como yo había previsto, mejor dicho, exactamente como yo
había pretendido?
Me resulta difícil aceptar que yo le deseara ningún mal a Marisa. ¿Qué sentido habría
tenido? Yo quería que se enamorase de Marius a fondo porque eso me haría daño a mí, no a
ella. Pero me doy cuenta de que quizá también había buscado su degradación como precio o
incluso como condición de la mía. En cuyo caso, yo tenía la culpa de lo que Marius le
estuviera haciendo —o no haciendo— en aquel momento. ¿Era ésa también una de mis
intenciones primordiales desde el principio: que yo habría de salvarla de él?
—Ya lo creo que sí. Haces sentir a las mujeres que es por su culpa por lo que no las deseas.
—¿Las mujeres?
—Decirlo, no. Pero lo demuestras, lo piensas, me lo transmites cada vez que me acerco.
—Estás esperando que diga: «Pues no te acerques a mí» para que te reafirme en tu idea.
—¿Conocerse uno a sí mismo no es tan maravilloso, después de todo?, ¿es eso lo que dices?
—¿Y a quién te gustaría que conociera? Di una sola persona que no te moleste que conozca.
Era una alusión a su discusión anterior, cuando ella le había acusado de seducir a su
ahijada, una chica preciosa con ojos Mata Hari, que, como su madrina, sentía debilidad por
los hombres inteligentes. Que Marius se atreviera a aludir a aquel incidente, aun de modo
oblicuo, lo condenaba a los ojos de Elspeth justamente en el sentido de la crítica que acababa
de hacerle. Pe ella no tenía ninguna defensa frente a su lógica.
—¡Gilipollas! —dijo.
La ahijada se llamaba Arwen y era hija de una antigua alumna del marido de Elspeth, una
mujer con la que ésta había llegado establecer una estrecha relación basada en el entusiasmo
que ambas sentían por la Tierra Media. Había sido para garantizar un especie de continuidad
en Tolkien (caso de que algo le ocurriese a ella) por lo que la madre le había pedido a Elspeth
que fuera la madrina de la chica. Arwen había pasado unos días con ellos en Church Stretton,
recuperándose de una infortunada aventura con un famoso poeta. Había conocido al poeta en
cuestión en una firma de libros organizada por una librería de Londres. Él se había disculpado
por haber emborronado su autógrafo con la pluma.
Había sido más cauta con Marius, que la había prevenido contra los hombres de letras en
general y, muy en particular, contra los poetas.
—¿Iba con un traje oscuro o lucía un cinta en la cabeza y dos pendientes? —le preguntó él.
—Sí.
—Con traje oscuro.
—¿Cómo lo sabes?
—Y mascaba las palabras para que pudieras asimilarlas, pero de un modo no del todo
audible, de manera que tú siempre tenías que inclinar la cabeza para escucharlo, como un
mendigo pidiendo limosna.
—Él también es un poco poeta, ¿sabes?, mon mari Marius. Y un esteta cuando se atasca con
los versos. Aunque yo aún no he visto un poema, pese a todas sus noches en vela ahí dentro —
dijo, señalando un cobertizo de madera que Marius se había construido: su único refugio para
resistir los sinsabores de ser un joven atado a una mujer mayor devorada por la inseguridad.
—Algo hace ahí todas las noches —explicó Elspeth—. ¿Tú lo llamarías trabajar, Marius? ¿O
sólo lo haces para imaginarte que te aventuras en la oscuridad con los zorros?
Marius murmuró algo para sus adentros, la sujetó y le dio la vuelta para que se apoyase de
espaldas en él. La sostuvo e inspiró la fragancia de su pelo. Ella se abandonó con un suspiro.
Él le metió las manos por debajo del jersey y tomó sus pechos. Ella se sintió un poquito
asustada, tal era la intensidad con que la agarraba. No asustada por su fuerza, sino por algo
que intuía como una especie de sarcasmo, suponiendo que un hombre pueda expresar
sarcasmo con su manera de agarrarte los pechos.
—Huele la noche —dijo Marius—. Si aguzas la vista llegarás a ver la silueta de las montañas.
¿Cómo sé lo que sé sobre Marius? Uno: tengo ojos. Dos: uso mi intuición (un masoquista no
es lo contrario de un sádico, pero lo conoce tan bien como la mosca a la araña). Tres: me lo
contó Marisa.
Habrá quienes se pregunten por qué Marisa decidió, con el tiempo, contarme tantas de las
cosas que Marius le había contado. Mi pregunta es más esencial: ¿qué pretendía el propio
Marius contándole tantas cosas a ella?
El amor tiene extraños modos de manifestarse. Hay amantes que se mean mutuamente en la
boca. Una esposa le quema los genitales a su esposo con cera hirviendo; un marido hace que
un desconocido con bombachos de Marqués de Sade le meta a su esposa una fusta en la
vagina en un lugar público. Todas éstas no tienen por qué ser siempre —pero son a menudo—
manifestaciones de sincera devoción.
Pero eso era sólo una teoría. También cabía la posibilidad de que Marisa fuese infeliz
porque ella y Marius estaban tan enamorados que ninguno de los dos sabía ya qué hacer.
—¿Va todo bien? —me atreví finalmente a preguntarle a Marisa, armándome de valor,
cuando ya llevaba unas semanas oprimida, si es que se trataba de una depresión.
Me estaba arriesgando, lo sabía. Yo no había hecho ninguna alusión a Marius desde nuestra
discusión, y era difícil preguntarle si todo iba bien sin conjurar su presencia en nuestro
dormitorio, donde se hallaba desterrado de nuestra charla.
—¿Con los problemas de mujeres? —Sonrió. Una sonrisa más lánguida de lo que me habría
gustado—. ¿Qué puedes hacer tú para solucionarlos?
Salimos juntos de casa. No le pregunté a dónde iba; otra cosa que había cambiado. En
tiempos, cada uno conocía las idas y venidas del otro como si fueran suyas. Era casi un
orgullo para poder recitar el lunes por la mañana todo el programa de la semana de Marisa.
Ahora ni sabíamos ni preguntábamos.
Me acompañó hasta la tienda —«para estirar las piernas»— se despidió con el más tenue de
los besos. La observé mientras se alejaba. Otra mujer, sintiéndose como yo suponía que se
sentía, lo habría demostrado en su forma de vestir. Mis novias anteriores iban de cualquier
manera cuando tenían baja la moral, casi como si desearan que todos los indicios de su
indumentaria y de su ropa íntima proclamasen su despecho contra el mundo. Pero Marisa no.
Podría haber asistido perfectamente a un consejo de administración en la City tal como iba: la
abertura de su falda escultural, recta como una daga; la chaqueta de hombre que lucía,
formidable con su silueta y su autoridad; su pelo cobrizo, insolente de pura vitalidad. Me
sonreí recordando su crítica habitual de que yo siempre la valoraba de cintura para arriba.
Pero ahora eran sus piernas las que la delataban. En su manera de andar se veía que no era la
de siempre. No caminaba con aquel paso largo y enérgico, clavando los tacones en el
pavimento. Esta vez parecía moverse siguiendo la inercia de su rutina diaria, no el impulso de
su propia voluntad.
Durante un instante me quedé sin aliento. ¿Estaba debatiéndose para encontrar el modo de
decirme que iba a dejarme? ¿O estaba tratando de asumir que Marius iba a dejarla a ella?
En uno u otro caso... Seguí repitiéndome la expresión como si indicara las dos únicas
salidas, aunque ambas estaban cerradas.
O Marius había hecho que se enamorase de él para poder fugarse juntos e irse a vivir a su
ratonera de ambiciones frustradas encima de la tienda de botones, o había hecho que se
enamorase de él para poder darle ahora la espalda.
Fuera cual fuese la interpretación, Marisa estaba enamorada, y eso era obra mía. Félix
Vitrix: mis esfuerzos coronados por el éxito. Me había puesto los cuernos a mí mismo hasta el
límite. Había buscado una exclusión palpable y no podía haber exclusión más palpable que
aquélla. Me había caído un rayo encima; me sentía como nunca me había sentido.
Condenado: ésa era la única palabra para definirlo. Cond nado, como los incrédulos y los
indecisos en el implacable lenguaje de la Biblia de los hebreos...
«Desposarás a una mujer y otro varón yacerá con ella... Tus hijos y tus hijas serán
entregados a otro pueblo y tus ojos lo verán y desfallecerán por ellos todo el día, y no tendrás
fuerzas para hacer nada.»
Apreté el puño. Un bebé lo hubiera hecho con más fuerza». Un masoquista busca la
debilidad y yo la había encontrado.
Al fin decidí que trabajar me iría bien porque, aparte de Marisa, el trabajo era lo único que
tenía. Revisaría el registro de citas, hablaría con el contable, supervisaría el nuevo catálogo.
Apartaría mi mente de la tristeza y, cuando volviera a levantar la vista, tal vez habría
desaparecido. Pero no pude hacer nada de todo esto, porque, sentada en la salita de descanso,
y obviamente esperando para hablar conmigo, estaba Dulcie.
—Dos cosas —me dijo cuando me senté a su lado—. Bueno, tres, en realidad.
—Adelante.
Si la mira con atención verá que no está escrita a mano. Al parecer, es una campaña de
publicidad de un centro de orientación que acaban de abrir en Devonshire Place. O sea que no
debería haberse preocupado.
A decir verdad, había estado tan ocupado con otros asuntos que me había olvidado por
completo de la postal.
—Es cierto, no debería haberme preocupado —le dije—. Aunque queda aún por saber por
qué creen que yo, precisamente yo, podría necesitar un servicio de orientación. ¿Por qué no le
dijeron a usted, por ejemplo, que se buscara la vida?
—Porque —respondió, alzando la pierna para mostrarme que lucía de nuevo en el tobillo la
encantadora cadena de oro—, yo ya tengo una vida.
—¿No le importa?
—La empresa ha resistido escándalos más graves. Si usted es feliz y Lionel es feliz, Félix
Quinn: Libreros Anticuarios también lo es.
—Adivine.
—El electricista.
—¡Dulcie, no me diga!
—Le digo. —Se la veía incómoda y satisfecha de sí misma a¡la vez, como si hubiera corrido
su primera maratón pero no con un tiempo muy brillante. Un rubor virginal iluminó sus
mejillas y se extendió por su pecho.
—¡Dulcie! —repetí.
No hice nada durante el resto de la mañana. Los clientes entraban y salían, ninguno
requería mi atención; Dulcie se movía por la oficina dando saltitos y yo permanecía en mi
silla, sumido en la melancolía, como Electra por su padre.
Había impulsado a Dulcie a arrojarse en brazos del electricista y lo había planeado todo
para que Marisa cayera en los de Marius. Y no obstante, yo era un hombre que, al menos en
abstracto y en lo concerniente a mí, le daba un valor enorme al pudor de las mujeres. Una
mujer fácil me horrorizaba. Esto puede parecer contradictorio, pero no lo es. ¿Cuál habría
sido el sentido de todo lo que había hecho si hubiera tenido un concepto demasiado liviano de
las mujeres?
¿O sea que un médico cubano le había puesto a mi esposa las manos en el pecho y las había
mantenido allí largo rato? ¿Tanta importancia tenía? Debe de haber zonas del mundo —quizás
en Cuba— donde eso sea una práctica normal. Pero para mí no era una práctica normal. A mí,
cualquier libertad que se tome con una mujer o cualquier exhibición de lascivia en una mujer,
me ha resultado siempre profundamente turbadora.
Una vez, en una cena que organizaron mis padres, la cuñada de mi madre, Agatha, que
según los rumores era incluso más infeliz que mi madre en su matrimonio, se descubrió los
pechos ante todos los reunidos y empezó a insultar a gritos primero a su marido, luego a otro
de mis tíos, luego a mi padre y luego me pareció que también a mí, desafiándonos a
demostrar que teníamos lo que, se supone, hay que tener.
—¡Venga —gritaba—, venga, vamos a ver de lo que sois capaces cuando no estáis con
vuestras zorras!
Mi madre me sacó de allí en brazos, ocultándome entre sus pechos, pero no antes de que los
hombres estallaran en carcajadas mientras seguían sorbiendo su oporto. Ellos encontraban
divertido ver a una mujer mostrando sus pechos, pero para mí no tenía la más mínima gracia.
Nunca más fui capaz de mirar a la cara a mi tía Agatha. Estaba avergonzado por ella y por lo
que había visto, y asustado por la animalidad de su angustia. Había sido algo terrible,
pensaba, presenciar cómo llegaba una mujer a actuar con tal desvergüenza.
Esa inquietud ante cualquier signo de promiscuidad en una mujer no me abandonó nunca,
ni siquiera cuando llegué a la edad en que los chicos empiezan a flirtear. A mí no me
excitaban las chicas que mis amigos perseguían. Renuncié a la primera con la que salí
después de Faith cuando la oí reírse de un chiste verde. Aborrecía el descaro sexy, como lo
sigo aborreciendo hoy en día cuando circulan por Marylebone High Street mujeres de todas
las edades con rubís en el ombligo y tatuajes bamboleantes en las piernas. Un tatuaje no me
resulta seductor; no me gusta que una mujer parezca un marinero, ¿Qué placer hay en la
salvaje agresividad de una aventurera de los siete mares con un proxeneta en cada puerta. El
sexo, para que valga la pena poner toda tu vida en juego, ha de entrañar sorpresa y
perturbación. En geología, la línea de falla marca la fractura en el seno de la roca donde ya se
ha producido un, movimiento y donde pueden esperarse perturbaciones futuras. Las mujeres
tienen también líneas de falla (y los hombres, sin duda, pero no los estoy estudiando a ellos)
que entrañan la misma promesa de agitación. Sólo cuando hay contradicción y equívoco en
una mujer se dispara el deseo en mi interior. Marisa pegada al pecho de su amante y gritando:
«Fóllame, Marius» no habría tenido para mí el menor interés si hubiera sido una mujer fácil.
Era el estallido de su actitud siempre comedida lo que me quitaba el aliento.
Tal vez Marius y yo compartíamos una predilección en este sentido. ¿No fue eso lo que lo
atrajo, en pleno funeral, hacia unas chicas que podrían haber sido sus hijas; justamente el
hecho de que parecieran intactas? Su sello personal era la señal que dejaban sus dedos en la
carne todavía no usada, los cercos morados que encontraba, o dejaba, en los rostros de
porcelana. La juventud en sí misma no ejercía en mí ninguna fascinación, y yo no dejaba
señales allí donde había estado, pero también podía considerarme un saqueador, por así
decirlo. La diferencia era que Marius saqueaba, mientras que yo sólo miraba o hacía
propaganda del saqueo.
Y ahora Lionel había hecho seguramente igual, localizando la línea de falla de Dulcie.
Una vez más, sin embargo, ella y Lionel habían aproximado incómodamente sus vidas a la
mía.
Así pues, ¿también éramos compañeros en esto ahora, también Lionel le daba la espalda en
la cama, para evitarle a Dulcie la crudeza de mirarse a los ojos, y le arrancaba con no menor
insistencia la confesión de la esposa hot? «Y luego qué hizo, y luego qué hiciste, y luego qué
dijo, y luego qué dijiste, y luego qué pasó, y luego cómo te sentiste, y luego qué dijiste»
—Le he dicho que quería contarle tres cosas —dijo—. Pero con la excitación sobre lo mío se
me ha olvidado la tercera.
—Adelante, Dulcie.
—En realidad, le estoy mintiendo. No le he dicho lo que pensaba decirle porque me daba
miedo.
—¿El qué?
—Dígalo, Dulcie.
—No es buena la relación que tiene la señora Quinn con ese hombre.
—Señor Quinn. —Me sometió a tal escrutinio, como si ella fuera la directora y yo el
mentiroso más redomado del colegio, que si antes me había sonrojado ahora me ardieron las
mejillas—. Señor Quinn, ¿cuánto tiempo llevo trabajando para usted?
Bajé la cabeza.
Pasé del calor al frío en un instante. Se me heló el sudor en la espalda. Creí de verdad que
Dulcie iba a contarme que había visto a Marius pegando a Marisa.
—¿Cómo?
—Juntos, pero no juntos. No me gustaría tener a un hombre como ése a mi lado. Se da aires
de superioridad. Desvía la mirada cuando ella habla. Mira a las otras mujeres, y Dios sabe,
señor Quinn, que en Wigmore Hall no abundan lo que pueden llamarse «otras mujeres».
Parece ejercer un poder sobre ella.
—¿Sobre Marisa? Lo dudo. Nadie ejerce ningún poder sobre ella. Lo dejaría si le disgustara.
—Segurísima. Si no, no se lo habría dicho. Lágrimas de verdad. Y estoy segura de que sabía
que yo estaba mirando, o sea que habría parado si hubiese podido. Verdaderas lágrimas de
amargura.
Ese había sido mi mantra de cornudo. No «Ten un hijo con él», ni «Dile que tiene la polla
más larga que la mía», ni «Ponte una cadena en el tobillo para que todo el mundo lo sepa».
Nada de eso, sino «ámalo. Si te corresponde, ámalo. Si te hace daño, ámalo. Si te rompe el
corazón en pedazos... ¡ámalo, ámalo, ámalo!»
No sé por qué. Me da pereza intentar averiguar por qué. Porque... qué más da. Porque así
fue. Porque lo hice. Porque, porque, porque...
Conozco la teoría: que era mí corazón lo que deseaba que él rompiera en pedazos. Bueno,
ya era tarde para teorías ciertas o equivocadas. Si me hubiera roto a mí el corazón en
pedazos, habría resistido el dolor. Mi corazón estaba hecho para romperse en pedazos. El de
Marisa, no. No digo que fuera más frágil que yo. Quizá esté diciendo lo contrario: que ella
estaba hecha para cosas mejores. Que era una profanación hacerle lo que él le estaba
haciendo.
Aquí lo tienes, tu amante de las cuatro en punto, habría dicho, consultando su reloj,
mientras ella le abría la puerta y mientras se le iluminaba el rostro sombrío al verlo, tal como
se le había iluminado en tiempos al verme a mí. Las cuatro en punto: la hora clave, la hora de
la entrega; no la mañana ni la noche, sino las cuatro en punto, cuando un hombre cínico y
soñador no tiene más remedio que imaginarse a sí mismo en otro sitio, Y desde luego, desde
luego, su modo de hacer el amor habría sido lo nunca vistos frenético, triste, definitivo, tal
como bate sus alas la mariposa por última vez, un momento antes de que la mano de la
muerte se cierre sobre ella.
—Vamos a bailar el tango, Marisa —le dije—. Vamos al parque a bailar el tango.
—Y a mí, destreza.
—¿Cuándo es?
—Este domingo.
Me miró incómoda.
—Anúlalos —le pedí—, Anúlalos por esta vez. Hazlo por mí. A ti te encanta bailar en el
parque. Y el tiempo promete ser bueno.
Marius, por supuesto, no bailaba. Demasiado racional y nihilista para bailar. Al baile no
puedes seducirlo, no puedes lograr que se enamore de ti y luego dejarle los ojos morados.
Tampoco era muy amigo de parques. Los parques le recordaban la Marca Galesa y los años
que había malgastado contemplando cómo se desmoronaba Elspeth hasta hacerse polvo. Así
pues, estaba bastante seguro de que él y Marisa no planeaban ir a Regent s Parle a bailar el
tango.
—No. Aplaza todo lo que tenías pensado. Nunca te pido nada de este tipo, Marisa. No te
estás cuidando. Necesitas bailar.
—Tienes toda la razón. No me siento como de costumbre. Me hace falta bailar contigo.
La miré largamente a los ojos mientras le decía esto último. En tiempos, una mirada de
semejante intensidad nos hubiera lanzado al uno en brazos del otro.
No pareció muy contento de verme, pero me invitó a pasar. Nuestras voces resonaban en el
interior de la casa; una casa sin una mujer tiene eco. En la mesita del vestíbulo había unas
flores de plástico cubiertas de polvo. En la repisa de la chimenea, una botella de vino no del
todo vacía. Una fotografía de la boda los mostraba a los dos riéndose delante de un telón de
fondo con un barco, zarpando para iniciar el gran viaje.
Al principio se mostró reacio a ayudarme, temiendo que fuera a someterlo a más tensiones
de carácter sexual.
—No te pido que hagas nada —le dije—, aparte de presentarte mañana por la mañana en
esta dirección (tiene que ser antes de las diez, cuando me consta que está en casa) y darle el
libro. Nada de espiar. Nada de preguntas. Nada. Sólo llamas al timbre, esperas a que baje las
escaleras y se lo entregas. Seguro que te preguntará quién lo envía; tú le dices que alguien
que se te acercó en Vico’s. De que esa persona tenía un gran interés en que lo recibiera, pero
no digas bajo ninguna circunstancia mi nombre, aunque dudo mucho que lo sepa. Tal vez te
reconozca del restaurante o tal vez no; él no mira a la gente. Pero si te reconoce, tampoco
pasa nada. De hecho, casi mejor que te reconozca: eso le dará verosimilitud a tu versión sobre
la procedencia del libro. Si pregunta cómo has encontrado su dirección, le dices que te la dio
esa misma persona. Si te invita a subir, cosa que no hará, niégate. No te interesa que te
interrogue. Lo único que te pido es que se lo pongas en las manos, no dejes que te lo
devuelva; y en caso de que te lo tire y cierre la puerta, que llames otra vez al timbre hasta que
vuelva a abrir. Y asegúrate de que el sobre no se caiga. El contenido del sobre es de gran
importancia.
—¿Y sí ha salido?
—A esa hora nunca ha salido. Se dedica a escribir, o simula hacerlo, hasta mediodía. No ha
publicado una sola palabra ni es probable que llegue a ver la luz nada supo, pero eso es lo que
hace, religiosamente. Supongo que tú eres católico, Ernesto. Bueno, Marius no lo es, pero ésa
es su manera de expiar sus pecados.
El libro que le enviaba a Marius lo había comprado meses atrás, sin saber entonces cuándo
o por qué motivo se lo regalaría. La Rough Guide de África occidental. Quizá pescara la
insinuación y se marchara allí. Es un chiste. No quería que saliera del país aún. Le puse una
dedicatoria, como siempre hago con los libros, aunque esta vez con un mensaje que no había
empleado nunca. A Marius, de todos modos, le resultaría familiar por varios motivos. Decía:
«No hay placer más dulce que sorprender a un hombre dándole más de lo que esperaba». Y
firmé con unas iniciales que no podría descifrar. La sorpresa —suponiendo que el libro en sí
mismo no fuera suficiente sorpresa— se hallaba en el sobre blanco apaisado que había
deslizado entre las páginas. Contenía una carta que le informaba de que la mujer con la que
había establecido un vínculo tan intenso y que él creía no menos estrechamente unida a su
persona, tenía —ahora, en ese mismo y preciso momento— otro amante. Era precisamente
para estar con ese segundo amante por lo que ella había anulado con tan poca antelación su
cita del domingo. Si su curiosidad llegaba a tanto, podría encontrarlos a los dos en Regent’s
Park el domingo por la tarde —¿por qué no decirle a las cuatro de la tarde?— bailando, a la
vista de todo el mundo, ese baile de prostitutas portuarias, de burdeles y antros de baja
estofa: el tango.
No iba firmado.
Como si pudiera tener la más mínima duda sobre quién se lo había enviado.
Me di a mí mismo un treinta por ciento de posibilidades de éxito. Primero Ernesto tenía que
llevarle el libro sin problemas; tenía que entregárselo en la dirección correcta, a la hora
acordada, y hacer y decir exactamente lo que le había dicho. Luego Marius debía tomarse la
molestia de abrirlo y buscar una dedicatoria, cosa que había muchos motivos para creer que
no haría, puesto que él deduciría quién se lo enviaba. Luego tendría que admitir, aunque sólo
fuera ante sí mismo, que sentía la suficiente curiosidad como para leer el contenido del sobre.
¿Cuántas posibilidades existían, entre vicisitudes e impulsos diversos, de que lo tirase todo a
la papelera sin abrirlo? En persona, él siempre había hecho todo lo posible para evitarme;
¿por qué iba a soportarme por escrito el tiempo suficiente para que aquel veneno (que no
disimulaba su toxicidad) entrara en su organismo? Incluso dejando de lado la opinión que yo
le merecía a Marius, ¿por qué iba a fiarse de alguien que de modo tan transparente pretendía
hacer daño?
Un hombre no puede dejarse llevar por el primer rumor que oye. Asistimos a la
representación de Otelo y creemos que nosotros habríamos obrado de otro modo. Hemos de
confiar en aquellos a los que amamos; la más mínima sospecha implica rebajarlos. Y
rebajarnos nosotros mismos. Y eso sucede mucho antes de que nos pongamos un bigote
postizo y vayamos al parque a husmear sus secretos.
Añadan a estas consideraciones el hecho de que Marius era Marius, un hombre para quien
la actitud distante era un principio moral; un hombre que se enorgullecía de no sentir
sorpresa ni decepción alguna; un hombre que había sido capaz de dejar pasar semanas
sabiendo que Marisa había escondido algo para él en los escritorios de la Wallace Collection
sin tratar de encontrarlo, y que con toda probabilidad no habría ido a buscarlo de no ser por
la intervención de un servidor.
¿Qué motivos había para suponer que mordería el anzuelo?
Sólo éste: digamos lo que digamos de la sospecha, hallarse por encima de ella no entra en
nuestra naturaleza. Honrado Yago, pérfido Yago... no importa quién nos susurre al oído:
estamos abocados a escuchar. Hay un molde para la falsedad en nuestro interior, en ese lugar
al que sólo se accede a través de nuestros oídos, que aguarda con paciencia la confirmación
de la experiencia, de tal manera que cada promesa rota de la que tenemos noticia no es más
que una promesa rota que ya habíamos previsto.
Pero ¿por qué iba a correr ese riego siquiera? Lo que acabo de decir es cierto sólo si
dejamos que sea cierto. Los hombres y mujeres de la tribu de Masoch arden de impaciencia
por que sea cierto. Mejor llegar hasta el fondo de sus temores y terminar de una vez. Los
hombres y mujeres de la tribu de Sade —y todos somos herederos del uno o del otro, seamos
poetas, pintores, autores de libros por escribir o sólo libreros— saben que es cierto sólo en el
sentido de que están convencidos de que cada vileza es cierta. Somos viles en todos los
órdenes, dicen, cosa que los salva de la curiosidad. En efecto, su crueldad es una máscara
para protegerse de algo que serían incapaces de soportar sin ella. Son cobardes. Los valientes
son los hijos de Masoch.
Así pues, a menos que amase a Marisa como yo había querido que la amara —es decir, como
yo la amaba, con esa desesperación celosa que acaba haciendo real todo lo que teme— y como
yo había querido que ella lo amase a él —ciegamente, con devota e incondicional sumisión—,
ni recogería el libro que le había enviado ni se molestaría en mirar el sobre. Simplemente se
volvería a echar en la cama.
En cuanto a la posibilidad de que fuera al parque, había tantas esperanzas como de que se
convirtiera en mi amigo íntimo.
***
Me vestí todo de negro para bailar el tango: pantalones negros de pinzas para moverme
mejor, camisa negra de seda y un pañuelo negro en la cabeza por pura diversión. Algunos
hombres de mi edad lucían sombreros de copa baja, al estilo de los proxenetas argentinos.
Envidiaba su aire de baja estofa, pero a mí me resultaba imposible llevarlo. En mi caso incluso
el pañuelo resultaba algo arriesgado, pero hacía calor en el parque y un pañuelo podía pasar
por una banda elástica.
Yo no había prestado mucha atención en las clases de tango que se celebraban en el salón
de nuestra pequeña iglesia —sobre todo porque estaba más interesado en contemplar a
Marisa bailando muy junta con otro hombre—, pero había aprendido la suficiente teoría para
comprender que se trataba de una celebración del cortejo e incluso de la crueldad sexual, una
coreografía de la invasión del espacio íntimo en la cual la mujer se colgaba del hombre en un
abrazo desesperado, o más desesperado en todo caso de lo que resultaba cómodo observar si
la mujer era tu esposa y tú no bailabas con ella (a menos, claro, que fueras un adicto al dolor
de mi especie). En ninguna otra circunstancia, aparte de los preliminares de la fornicación,
cierra una mujer los ojos, aprieta su pecho contra el pecho de un desconocido, le rodea la
nuca con el brazo (a veces enredando los dedos en su pelo) y patea el suelo con deseo y
exasperación.
Para Marisa, sin embargo, al tango le faltaba, como he dicho, el requisito esencial del baile.
Ella era demasiado masculina para bailarlo, a mi modo de ver: se soltaba y se abandonaba a la
música si quería, no porque se lo dijera un gaucho cualquiera que se dedicase a bloquearle el
paso por pura diversión.
Aun así, se había dejado arrastrar por la ansiedad de mi petición y se había vestido como
correspondía. Incluso me obsequió con un desfile de moda antes de salir de casa, para que yo
pudiese elegir cómo quería que fuera. Elegí de un modo bastante previsible: una falda gris
plateada, de estilo piel de leopardo, flexible en las caderas y abierta en ambos lados para lucir
sus piernas (una de esas prendas que Marisa era capaz de encontrar en unos almacenes
corrientes, pero que parecía de lujo en cuanto ella se la ponía). En los pies, unos zapatos de
furcia de un negro acerado —los más altos que logré que se pusiera— con una tira alrededor
del tobillo, como lo exigían los cánones. Arriba, una blusa blanca atada a la altura del
estómago, cosa nada aconsejable en una chica con michelines, desde luego, pero Marisa tenía
el grado justo de curvatura, y el tango no deja de ser también una celebración de las curvas. Y
de una estética barriobajera, en honor a la cual se había puesto sus aros de plástico más
horteras.
Ninguna mujer vulgar de verdad exhibía la vulgaridad como lo hacía Marisa. En cuestión de
chabacanería, como en todo lo demás, la sofisticación es el ingrediente esencial.
Bailando con Marisa, cosa que llevábamos mucho sin hacer, y sintiéndola tan voluptuosa —
su brazo alrededor de mi cuello, su pecho apretado contra el mío—, me preguntaba cómo
había llegado a convencerme a mí mismo para alejarme de ella. La atraje aún más hacia mí,
convertido en el centro inmóvil de su universo giratorio, y dejé que siguiera golpeando el
suelo con sus tacones tanto como quisiera. No estaba muy seguro de quién sostenía a quién.
Sabía que tenía los ojos cerrados; se los había oído cerrar. Oía su corazón, sus cavidades
abriéndose y cerrándose. ¡Qué estúpido había sido! «Nunca más. Arregla este lío de una vez
por todas y nunca más.»
Entonces, infalible como el destino, se alzó ante mí el médico cubano con su cara de caballo
hambriento. No él, claro está, o al menos yo di por sentado que no era él, pero primero fue
uno y luego otros de su especie, algunos con un sombrero de copa baja ladeado con garbo, un
par con sombrero de paja, uno con un Stetson, otro con un pañuelo igual que el mío: la mitad
de la población sudamericana de Londres había salido a bailar el tango. Era su baile. Y
aferrado a Marisa, pensé (como lo había pensado millares de veces) que ella era su mujer: la
de todos ellos. No por nada que dijeran ni por su modo de mirarla, ni desde luego por la
manera que ella tuviera de mirarlos, en caso de que abriera los ojos. Nada de eso. Pero en
cuanto compartíamos un rincón del universo, yo me unía a sus deseos, se la entregaba a ellos,
se los entregaba a ella —más allá, por supuesto, de lo que realmente desearan—, y en esa
entrega y en esa pérdida sentía que la dulzura del éxtasis se deslizaba otra vez como pura
miel por mi garganta.
En otra época, aquél habría sido el momento en el que yo le habría dicho a Marisa que
estaba cansado y le habría propuesto que buscara otra pareja de baile. Pero esta vez seguí
aferrado a ella. Es posible que, al licuarme las tripas los celos, mis pies descubrieran el tango,
porque de pronto estábamos bailando. No digo girando sobre nuestros respectivos ejes ni
ejecutando molinetes o giros, pero sí bailando. La música había cambiado: eso también tenía
que ver. Ahora sonaba Libertango, de Ástor Piazzolla: el gran músico argentino creando la
pulsación misma y el dolor del corazón humano, el bandoneón —agitado como un jadeo—
ordenando la algarabía del bajo, del violín, del piano y la guitarra eléctrica, mientras una
percusión casi insoportable (no sabía si era otro instrumento o la suma de todos ellos) nos
desgarraba los nervios, sarcástica y hermosa, brutal y exquisita, emocionante y condenada.
Aproveché que tenía a Marisa pegada a mi cuello y la besé. Le besé la cara, el cuello, la
oreja. Ella alzó la cabeza, con los ojos todavía cerrados, y me besó en la boca. El tiempo se
desvaneció para nosotros. Éramos como habíamos sido, no cien años atrás, sino ayer mismo.
Quizá no fueya lo más indicado para la ocasión: allí en medio, en una tarima de madera, en
el centro de Regents Park, con muchos niños presentes y un centenar de bailarines
concentrados en sus pasos y trazando figuras con los pies, como en el polvo de las callejuelas
de Buenos Aires. No: besarse con la voracidad con la que nos besábamos no era lo más
indicado. Pero no podíamos parar y seguramente nadie se fijaba y les tenía a todos sin
cuidado. ¡Libertango, por Dios! Cuando suena y te desgarra el pecho una música semejante,
no hay nada de lo que no seas capaz. Indiferentes, en todo caso, a lo que pensaran los demás,
nos devoramos el uno al otro.
Teniendo en cuenta dónde estaba cuando lo vi, y suponiendo que no hubiera cambiado de
posición para ver mejor, deduje que Marius había entrado en el parque por St. Andrews Gate,
tras recorrer el bullicio de Wimpole Street y pasar frente a los especialistas en dolor de
espalda, en infecciones de garganta y trastornos mentales, para cruzar Marylebone Road,
donde siempre hay tráfico, preguntándose, como yo me lo había preguntado sólo unos días
atrás, si no haría mejor tirándose bajo las ruedas de un autobús. Al llegar a St. Andrews Gate
debía de haber hecho un alto, sabiendo que tenía que huir en ese momento o encaminarse a
su ruina. Y no había huido. Luego habría entrado en el paseo principal, un lugar ideal para
caminar con calma bajo cualquier otra circunstancia pero que ahora venía a ser como el
último tramo hacia el patíbulo. ¿Acaso no se había paseado el rey Carlos I con sus perros
favoritos por un parque de Londres una hora antes de que le cortasen la cabeza? Con la
misma gravedad, o así me lo imaginaba, había avanzado Marius paso a paso (él no era un
hombre que avivase el paso por nada), mientras el verde eléctrico de la hierba después de la
lluvia hería sus ojos y sus sentidos crispados registraban con disgusto la recargada
decoración del parque: las urnas historiadas, las fuentes de tres niveles, las zanjas y los
macizos de flores chillonas, los plintos rebosantes de geranios —violentos como una migraña
— sostenidos por grifos de rostro enloquecido, los colores de la vegetación, más y más
vulgares —grosero violeta, rojo demencial— a medida que se acercaba al corro de bailarines.
A ambos lados, bajo los tilos, la gente, tumbada sobre mantas de picnic, se reía de un modo
odioso y descorchaba botellas de champán. Ni un solo recodo, nada que le tapase la vista y
desviara su pensamiento: sólo el camino directo hacia aquella música burlona, hacia una
condena inexorable. Y entonces... el espectáculo de nosotros dos.
Yo no sabía cuánto tiempo llevaba allí; aunque, a veces, al ver a una persona entre una
multitud, puedes intuir que acaba de llegar. «¿En qué estadio inicial de sus percepciones
trastocadas debe de hallarse?», me pregunté cuando se cruzaron nuestras miradas. ¿Había
visto ya a Marisa, o sólo me había visto a mí, su Némesis guasón, bailando inocentemente el
tango en el parque en una tarde de domingo escasamente soleada y que amenazaba lluvia,
atormentándolo, como otras veces, sin propósito definido, y en compañía de una mujer que no
conocía ni le interesaba? Y en el instante en que reconoció a Marisa, ¿qué? ¿Qué ideas
espantosas se le pasaron por la cabeza? Seguramente no comprendió de golpe lo que veía
porque había demasiado que comprender.
Que era yo quien le había enviado la carta, eso no podía haberlo dudado ni por un segundo;
que tenía razones para desearle algún mal y que esperaba herirlo con el espectáculo de
Marisa en brazos de otro, también se deducía sin más. Pero yo no podía ser ese «otro», no yo
y Marisa: no podía ser que Marisa lo traicionase conmigo... A menos, a menos —y no habría
deseado estar en su cabeza en ese instante de éclaircissement—, a menos que yo fuese el
hombre al que ella originalmente había traicionado por él. ¡El marido!, ¡yo! ¡Aquel pervertido
confeso que lo había acosado como un mal olor! Pero entonces... si yo era el marido, el
hombre de cuya esposa (y en cuya casa) había hecho uso y abuso, la persona cuya existencia
jamás había representado el menor impedimento para su placer, ni tampoco para el de
Marisa; si yo era ese marido inactivo y sin rostro que Marius había supuesto aun sin saber
quién era... ¿por qué ese intenso abrazo, por qué esa desesperada manera de besarse en el
parque mientras la música de Libertango nos sacudía el corazón?
A veces me da ventaja vivir como otros hombres no se atreven a hacerlo. Me permite vencer
las explicaciones racionales.
Me dio tiempo de sentir un profundo pesar mientras lo veía alejarse, pues Marisa pensaría
siempre que yo había puesto en escena nuestros besos únicamente para él, cuando la verdad
era, que no esperaba que se presentara y que me había olvidado de él —o casi me había
olvidado de él—, embriagado por el estrecho abrazo con Marisa, por el amor que le tenía y
por aquella música de bandoneón, que respiraba como respiran los humanos en j estado
febril.
Esto no iba dedicado a ti, Marius; era sólo para nosotros. ¿Fue eso lo que me hizo soltar a
Marisa, como si hubiera visto de repente a mi propia muerte, y lo que me indujo a correr tras
él? ¿O se trataba de un impulso completamente distinto?
Cuando logré abrirme paso entre los bailarines y luego entre la multitud de personas que
miraban —nada contentas de que las apartasen de un empujón mientras la música seguía
sonando—, ya lo había perdido de vista. ¿Había dado media vuelta con intención de regresar a
casa, o estaba decidido a continuar caminando en la misma dirección, como si vernos a
Marisa y a mí no hubiera sido más que una interrupción casual en su trayecto y como si
pensara seguir adelante sin detenerse hasta que cayera la noche y no quedara más calle que
recorrer?
Miré en una y otra dirección, e incluso pregunté a un par de personas si lo habían visto: un
hombre alto y reseco con bigotes de morsa. Cuando por fin me pareció divisar su figura ya
estaba demasiado lejos para llamarlo, pero aun así lo llamé. Luego eché a correr. En un
parque lleno de tranquilos paseantes, yo era el único que sudaba copiosamente. En unos
quince segundos le di alcance. Él, alto, distante y apuesto (el aire demacrado le sentaba bien),
como el dueño de una plantación, con su traje de lino pálido y arrugado; yo, resoplando e
impertinente, como su esclavo fugado, con un pañuelo en la cabeza.
Él no aminoró el paso ni se volvió a mirarme. Tuve que apresurarme para seguir a su altura.
—Pero, claro —proseguí—, no es tan difícil alejarse de los celos cuando no los sientes.
Me pareció que vacilaba durante una fracción de segundo. ¿Me agarraría del pescuezo?
¿Caería en mis brazos?
—Me sorprende —dije— que no se haya detenido a saludar a mi esposa. Pero dada la hora
del día, supongo que tiene la mente en otra parte. Le transmitiré su saludo, si le parece, y le
diré que no debe preocuparse, pues es usted un hombre indiferente a lo que puedan dictarle
los celos. ¿La próxima semana a la misma hora?
No sé si se detuvo en ese instante o si el golpe resultó más efectivo por el hecho de darlo en
movimiento. Pero sin saber muy bien cómo, me encontré con una rodilla en el suelo y con la
mano en la mejilla. No había sido un puñetazo, más bien un codazo, como cuando tratas de
ahuyentar a un carterista. Y yo diría que fue la sorpresa, además de la fuerza del golpe, lo que
me hizo perder el equilibrio.
Un hombre que jugaba al fútbol con un perro más pequeño que el balón se detuvo a
comprobar si me encontraba bien.
No sabría decir cuánto pasó —¿minutos?, ¿horas?, ¿días?— hasta que apareció Marisa con
los zapatos en la mano.
—¿Qué ha pasado? —preguntó. Aunque, por su expresión, me pareció que lo sabía. Algunas
cosas las sueñas antes de que sucedan: tan inevitables son.
—Marius —contesté, suponiendo que bastaría con eso. Pero como si no bastara, añadí—:
Creía que quizá le gustaría ver lo bien que bailamos. Por lo visto, no le ha gustado.
Asentí.
Iba a decir algo más, pero cambió de idea. Se había puesto; bastante pálida; los planos de su
rostro le conferían una gravedad, monumental, como en las demoiselles de Picasso. Por un
momento pensé que iba a desmayarse, pero quizás era sólo la música que, seguía bombeando
sangre demasiado deprisa por todo su cuerpo. Parecía trastornada, como una mujer a punto
de tirarse de los pelos o de ponerse a gritar. Por su manera de mover la cabeza, no sabía si
estaba tratando de librarse del recuerdo de aquel día o buscando con la vista a Marius.
Mis palabras la ayudaron al parecer a recobrar la calma. Sin mirarme, se puso los zapatos y
se fue en la dirección contraria.
Permanecí en el banco durante cosa de una hora, sin prestar atención a la ligera lluvia que
había empezado a caer. Un pájaro saltó del árbol que tenía sobre mí. Una urraca, ¿qué otra
cosa podía ser sino una urraca?
—Hola, señor Urraca —dije—. ¿Cómo está la señora Urraca?
Aquello me habría dejado hecho polvo si no hubiera reaparecido entonces el hombre que
jugaba al fútbol con su perro. Nada mejor que sonreír a un perro cuando no tienes a una
mujer a mano. Era un perro salchicha o algo así. Aunque casi no tenía patas, controlaba el
balón a la perfección. Sin duda debía creer que le daba patadas a un tejón.
Me reí sin parar hasta que me empezaron a correr las lágrimas por las mejillas.
QUINTA PARTE
EL MARIDO
Y ahora tu merecido...
¿No es así como tiene que ser? Tras el pecado, el merecido castigo. Anna Karenina debe
arrojarse bajo las ruedas del tren. Don Giovanni debe ir al infierno. La venganza es mía, dijo
el Señor, aunque, de hecho, al Señor no podía importarle un comino. Lo que atribuimos a la
justicia moral es solamente la conciencia culpable del lector, del espectador, del observador,
del eterno voyeur del arte, que exige un desquite por la lascivia que ha mantenido su
curiosidad en vilo. En realidad, el castigo, si acaba produciéndose, es más prosaico. Anna
Karenina tiene muchas posibilidades de encontrar a otro funcionario por marido que la haga
tan infeliz como el primero, y Don Giovanni, calvo y sin dientes, repasará su agenda la noche
más larga del año y descubrirá que, de aquellas que aún siguen con vida, no hay ninguna que
quiera salir a jugar. Pero no nos hemos preguntado ¿y entonces qué?, ¿y entonces qué?, para
descubrir únicamente que el sexo acaba perdiendo ímpetu. Sólo seguimos pasando páginas
con la condición de que a la indecencia le aguarde un finale magnífico y terrible: pornógrafos
en los primeros capítulos, sí, pero en el buen entendido de que leeremos como puritanos los
últimos. De este modo, el ciudadano ejemplar puede ser tan apocalípticamente indecente
como el pervertido: ambos representándose el sexo como algo tan absorbente que termina
consumiendo por completo.
Así pues, he aquí una escena para caldear por igual los corazones de puritanos y
pornógrafos: un hombre muy parecido a mí, otra vez en un cementerio —pues fue en un
cementerio donde empezó esta sórdida historia—, junto a una tumba abierta, llorando la
pérdida de su esposa, consciente de que nunca podrá perdonarse a sí mismo por haber hecho
caso omiso de lo que ella trataba de decirle, porque sólo tenía oídos para otra cosa. Otro
hombre, asimismo, inclinado sobre la tumba —otro morador de los cementerios, también él
con un gusto especial por la muerte— y ambos unidos en un remordimiento que habrá de
permanecer mudo para siempre.
Nítido. Y no diré que demasiado lejos de la verdad. Pero no es eso lo que sucedió.
Según cómo se mire, lo que sucedió fue peor. Pero no admito que nadie se llevase su
merecido. Tanto si nuestros deseos son repulsivos como si son intachables, es nuestra
condición mortal la que los frustra, porque nuestro cuerpo es más frágil que nuestras
fantasías.
Hice lo que Marisa me había dicho y permanecí lejos de casa esa noche. De hecho, pasé dos
noches fuera para asegurarme. Recordé que había un hotel cerca del parque, en Primrose
Hill. Nada del otro mundo, la verdad, pero tampoco habría preferido que me vieran en un sitio
mejor. No mientras me sintiera como me sentía. Ni con mi ropa de tango puesta. Hice que me
subieran la comida y no salí para nada de la habitación.
Las situaciones extremadas tienen sus consuelos. No podía pensar en nada porque
cualquier idea resultaba demasiado terrible. Era como volver a ser un colegial en víspera de
exámenes. Me había preparado todo lo que había podido: ahora, ya, que pasara lo que tuviera
que pasar. Esos momentos, cuando ya no podemos hacer nada más por nosotros mismos, son
de los más tranquilos que llegamos a disfrutar. Aprobaremos o suspenderemos: está en otras
manos.
Pero para evitarme las ocasionales caídas en un sueño del que despertaba con una
sensación de pavor, sin recordar dónde estaba ni cómo había llegado allí; para evitarme esos
negros interludios amnésicos que debían durar sólo diez o quince minutos, pero que parecían
días, prefería permanecer despierto. No en el subespacio: el subespacio era una fiesta
comparado con aquel estado. Aquellas noches en las que Marisa me dejaba sin decir palabra,
a veces tras aparecer un instante para mostrarme lo que llevaba puesto —una vuelta en
silencio, cuando la situación la divertía, para que le diera mi aprobación, una sonrisa y ya—
eran noches suntuosas, un festín de olores y colores, con todos mis nervios atentos a la
música sutil del abandono: el sonido de su no estar allí, el sonido de su aventurarse en el
mundo, el sonido de su regreso, lleno de relatos de viajes y aventuras; el sonido de una
reaparición que yo aguardaba tan deslumbrado como Adán en los instantes previos a la
creación de Eva. Las horas que pasé tendido en aquella pensión de mala muerte de Primrose
Hill fueron una parodia cruel de todo eso: despojadas, insípidas, desoladoras.
Marisa no estaba en casa cuando llegué. No puedo decir que me sorprendiera. Fui al
guardarropa, para ver si se lo había llevado todo. No. Pero gran parte de su maquillaje había
desaparecido del baño. Revisé las maletas. ¿Se había llevado un bolso o algo más grande?
Algo más grande.
No había ninguna nota, ningún mensaje en mis teléfonos. Fui al trabajo, evitando a todo el
mundo, no porque me sintiera capaz de trabajar, sino porque quería estar donde Marisa sabía
que podía encontrarme un martes por la mañana. Tampoco allí había un mensaje suyo. No
hice ningún intento de ponerme en contacto con ella durante otras veinticuatro horas, cosa
que tal vez fuese acertada o tal vez no. Tampoco fui a la tienda de botones para intentar
distinguir su silueta en las ventanas de encima. Eso sí fue acertado. Al fin decidí que debía
averiguar al menos si se encontraba bien.
La llamé al móvil, pero no respondía. Compuse un mensaje de texto sencillo: «¿Estás bien?».
La brevedad misma denotaba una urgencia desnuda y decía a las claras que no pretendía
atraparla en una conversación que ella no deseara mantener. Quién sabe, incluso denotaba tal
vez una personalidad distinta y mejorada. Esa noche, ya muy tarde, recibí respuesta. «Sí.»
Bueno, ya era algo. Pero me sentía decepcionado. Esperaba que me dijera dónde estaba y que
tal vez me diera las gracias por no molestarla. Mi mensaje había sido una muestra de tacto: el
marido que había olvidado guardar las distancias, acordándose ahora de mantenerlas. Pero,
bueno —me consolé pensando— también su respuesta demostraba tacto. Ni un solo reproche
por lo que había hecho. Ni la menor insinuación de que, si era por ella, ya podía irme al
infierno. Sólo después de darle muchas vueltas en la oscuridad me di cuenta de que no había
correspondido a mi preocupación preguntándome si yo estaba bien.
¿Era así como iba a castigarme? ¿No preguntándole nada al hombre que hacía demasiadas
preguntas?
Al día siguiente, hacia las siete de la tarde, sonó el timbre. Yo estaba en mi estudio,
bebiendo vino tinto y escuchando lieder. El timbre me sobresaltó; nadie llamaba a nuestra
puerta a esa hora. Demasiado tarde para proveedores y entregas; y en Londres los amigos no
te hacen una visita sin anunciarla con quince días de antelación. O sea que habían de ser
noticias, buenas o malas. En mi excitación, mi primer pensamiento fue que se trataba de
Marisa y que llamaba al timbre, en lugar de abrir con su llave, para indicar que ella ya no
vivía allí. No me miré al espejo antes de abrir la puerta, mejor que me viese con aquel aspecto
desastrado, tanto si había de inspirarle compasión como satisfacción. Que me viera,
simplemente.
—Ya lo sé.
—Marisa no está.
—También lo sé.
Me leyó el pensamiento.
Pero eso daba a entender, aun así, que habían estado en contacto y que él tenía más
información que yo sobre su paradero. No iba a preguntarle lo que sabía, de todas formas.
—Así que usted, es el librero. Habló de artista y de pervertido, pero no dijo nada de vender
libros. Debería haber deducido que las tres cosas iban juntas.
—Si viene para asuntos de negocios, nuestras oficinas están abiertas de diez a seis. Creo
que conoce nuestra tienda. Aunque le recuerdo que hace falta concertar una cita.
Me eché a reír.
—¿Quiere que lo acompañe o ya conoce el camino? Doy por sentado que ya sabe dónde está
todo.
—No tiene más derecho a hacerse el marido ofendido que yo a hacerme el amante ofendido.
Menos, a decir verdad.
Desde el escalón más alto, lo miré a los ojos. ¿Acaso quería ver lo que Marisa veía? El me
sostuvo la mirada. ¿Acaso quería ver lo mismo? Desde tan cerca, desde luego, no ves nada en
los ojos de la otra persona, excepto las profundidades de tu propia mirada. Durante unos
pocos segundos mantuvimos un concurso de miradas, como dos colegiales. Pero mi instinto
me siguió impulsando a dejarlo ganar.
Tuvo el tacto de no comentar que la decoración de mi estudio era muy distinta de la del
resto de la casa. Aparte de llenarla de tecnología, apenas había tocado aquella habitación
desde la época en que era el estudio de mi padre, y él, a su vez, apenas la había tocado
cuando murió su padre. Nos gustaba la continuidad en nuestra familia, aunque ningún Quinn,
sospechaba, había recibido en aquel estudio al amante de su esposa. Tal vez las mujeres de la
familia habrían tenido una vida más llevadera si alguno lo hubiera hecho.
Le serví una copa de vino, que él bebió con mano vacilante. No sabía lo que quería, pero no
me pareció que hubiera venido con ínfulas de ninguna clase.
Centró su atención en una fotografía que había en mi escritorio: un viejo caballero sentado
en un diván, mirando las piernas de una mujer con una intensidad que el fotógrafo había
encontrado cómica y conmovedora a la vez. Heroica también, pensaba yo —de ahí que hubiera
conservado la foto— porque se trataba de una intensidad obsesiva. Si parecía en conjunto una
fotografía erótica era en parte a pesar de, y en parte gracias a, su aire doméstico: un salón
burgués normal, el hombre en pijama y albornoz, la mujer —no precisamente en su primera
juventud y con un aspecto algo viril— vestida como una secretaria (imagínense a Dulcie sin la
cadenita en el tobillo, aunque la cadenita no le habría ido mal), y con todo el aplomo de una
secretaria con experiencia, alzando su falda negra de un modo infinitesimal y mostrando
únicamente un atisbo del nacimiento de la rodilla, aunque eso puede ser más que suficiente
para dejar embelesado a cierto tipo de hombre. No es posible determinar (y probablemente
tampoco valga la pena) si lo que mira el hombre es la rodilla propiamente dicha o la acción
misma de alzarse la falda. Lo que la fotografía celebra es la temperatura que puede generarse
en un matrimonio, incluso en uno bastante prolongado, si el marido está sexualmente
encandilado hasta extremos demenciales y si ella le da alas.
—Helmut Newton. Y ellos son el artista Pierre Klossowski y su esposa Denise. Obviamente
no está familiarizado con la obra de Klossowski, porque, de ser así, habría reconocido a la
señora Klossowski. Ella fue la modelo de muchas de las esculturas y los cuadros más
obsesivos de su marido, y también de la protagonista de su novela filosófico-pornográfica
Roberte ce soir, la historia de una esposa que, obedeciendo las leyes más antiguas de la
hospitalidad, tal como las concebía su marido, ofrece su cuerpo a cualquier invitado que dé la
talla.
—Creo que ya entiendo por qué le interesa esa fotografía —dijo Marius.
—Le gusta guardarse sólo para usted lo que ha encontrado, ¿es eso lo que está diciendo?
—En efecto. ¿Debo disculparme por ello? No creo ser tan raro en mis preferencias.
—Quizá no lo sea, pero nunca se sabe lo que la gente piensa realmente. Todavía se trata de
un tema tabú la idea de compartir una mujer, y ello por motivos que tienen que ver con la
economía, el machismo y la naturaleza equívoca de los celos. Pero dejando eso aparte, usted
sí es raro en un sentido: en el grado de cooperación que ha recibido de los maridos.
—En otro lugar, no aceptaría su uso de la palabra cooperación —dijo por fin, con los ojos
fijos en la alfombra gastada pero aún hermosa de motivos animales, todo un bestiario, que
había cubierto en tiempos uno de los salones del Queen Mary y que no me extrañaría nada
que mi abuelo hubiera sido capaz de birlar y de traerse desde Nueva York en su equipaje.
—Llámelo como quiera: yo nunca busqué ninguna ayuda. Pero usted habla de maridos como
si hubiese habido más de uno. ¿Quién más voy a descubrir que me ha endosado a su esposa?
Ahora me tocaba a mí irritarme.
—Es cierto. Y créame que estoy deseoso de aprender el vocabulario adecuado para una
actividad que hasta hace poco me resultaba del todo ajena. Pero ¿quiénes son esos otros
maridos magnánimos que alega usted conocer?
—Llevé una vez a cabo un pequeño negocio con un profesor de Shropshire —expliqué—. Y
fue eso lo que me hizo asistir a su funeral hace unos años, y lo que lo llevó a usted a mi
tienda. Ya ve, estamos unidos por los libros.
Una vez más estábamos como habíamos estado en nuestras anteriores conversaciones y
como sin duda permaneceríamos siempre: con él odiándome a muerte.
—¿Para qué?
—Yo no cazo nada. Más bien debiera decir, para continuar con su metáfora, que soy yo el
cazado. Me atrapan a mí.
—Yo no lo atrapé.
—Resulta que sí lo hizo, en virtud de su atractivo. «Lo tengo», decía casi a gritos. Fui allí
para despedir a un anciano encantador, y allí estaba usted, gritando que lo tenía.
Me eché a reír. Cuando un hombre le dice a otro que «tiene» algo es preciso añadir una risa,
a menos que pretenda tomar la ruta trágica, lo cual no era mi caso.
—¿No conoce el terror sagrado? Debo confesar que me sorprende. Aunque quizás usted no
necesita el término, ya que posee la cosa misma. Henry James describe de ese modo lo que
todo hombre amable, manso y acaso impotente desearía tener: los medios para hacer temblar
a una mujer.
—Ya. Suena ampuloso. Pero un marido como yo tiene que tratar de ver tal como ve una
mujer.
—Bueno —dije—, tampoco me ha llevado por un camino tan equivocado en esta ocasión.
—No lo sé.
—De veras, aunque me sorprende que crea que se lo habría dicho si lo supiera.
—Una expectativa de franqueza completamente normal —dije—. Estoy acostumbrado a que
la gente me diga la verdad. Nunca he soportado el secretismo. Marisa tampoco.
Nos quedamos en silencio mientras yo hacía ademán de llenarle otra vez la copa,
ofrecimiento que rechazó. El lema de mi padre: nunca te fíes de un hombre que no se bebe
todo el vino que le ofrecen.
Advertí que estaba pensando cuidadosamente cómo formular su siguiente pregunta, porque
se trataba de la pregunta, en resumidas cuentas, que lo había traído a mi casa. Pero se
demoraba demasiado para mi gusto. Y yo necesitaba desahogarme, ya que se había
presentado allí.
—Se está preguntando si Marisa me lo contaba absolutamente todo. Bueno, hay preguntas
que nos llevaremos al infierno sin haberles encontrado respuesta. Si le contara todo lo que
Marisa me ha contado traicionaría su confianza, lo cual podría poner en peligro la futura
felicidad de su vida en pareja, cosa que no deseo. Ni por usted, ni por Marisa ni, menos que
nadie, por mí. He disfrutado lo mío desde que usted y ella finalmente...
Mi sonrisa, que prolongué adrede, era mefistofélica por todo lo que abarcaba. Bajo nuestros
pies, una alfombra de colores chillones que incluía todo un bestiario; y en mis ojos, el
bestiario de las tardes salvajes de Marius en mi casa: él y mi esposa enlazados como animales
en un estrecho abrazo. Mantuve la mirada fija en él para que lo asimilase, para que deglutiera
mi dominio de sus apareamientos hasta atragantarse y ahogarse.
Yo vacilé, preocupado por la alfombra. ¿Iba a tirarme el vino a la cara? No, decidí. Ya me
había golpeado una vez. Atacarme de nuevo habría resultado para él mismo demasiado
previsible. En lugar de arrojármela, alzó la copa hacia mí.
—No es la primera vez —respondí—, pero acaba de darme alegría. Desde el momento que le
puse los ojos encima, lo único que he deseado... bueno, no lo único, pero sí gran parte de lo
que he deseado ha sido conseguir revolverle el estómago. Mi único temor ahora es que, como
le ocurre a Otelo, mi tarea ya haya concluido.
Dejó la copa y se pasó por la cara las manos, casi como si estuviera limpiándosela de mi
persona.
Era una pregunta justa y le concedí la consideración que merecía. Me tapé la cara con las
manos. Quizá tuviéramos que hacer aquello a ciegas.
—¿Qué me ha hecho? Nada. Pero yo tampoco he actuado como si me hubiera hecho algo. Al
fin y al cabo, para decirlo con toda crudeza, ¿qué le he «hecho» sino entregarle a mi esposa?
Ya sé, ya sé: Marisa no era mía para que yo que pudiera entregársela a nadie. Igual que usted
no era una propiedad que yo pudiera entregarle a ella. Pero cuando parecía que los dos no
iban a llegar ninguna parte, yo me esforcé para acercarlos. Sin mi intervención, aún estarían
hablando de Baudelaire en High Street. Así que no tengo nada de qué disculparme. Pero sí,
me complacía, dicho de hombre a hombre, pensar que estaba haciendo una cosa que le
horrorizaría hasta el fondo del alma: a usted, un hombre sin alma. Un masoquista
concienzudo siempre constituirá una afrenta para un sádico. Le arrebata al sádico su raison
d’étre.
—Todavía no logro comprender por qué me ha tomado por un sádico. No es la primera vez
que me atribuye una brutalidad que no hallo en mí.
—Si lo que me está diciendo es que esto es una lucha entre dos sistemas de creencias,
lamento decepcionarle: ha estado peleándose consigo mismo. En relación a su esposa, nunca
supe de usted hasta el otro día.
—¿Y cree que a usted le honra su obscena curiosidad? Mientras fisgoneaba en nuestras
vidas, ¿no se le ocurrió nunca que podíamos albergar sentimientos verdaderos el uno por el
otro?
—Y usted a la victoria. Los dos sabemos que el amor acabará muriendo, que se hará tibio y
superficial, que degenerará en mero afecto y camaradería; suponiendo que no haya también
cierta crueldad adicional. No violencia ni maltratos, sino crueldad. La crueldad de la derrota,
del miedo, de los celos. Digan lo que digan los expertos en orientación matrimonial sobre la
confianza, cuando no estamos celosos no estamos enamorados. Otelo tenía todo el derecho,
aunque no esté de moda decirlo, a proclamar que amaba demasiado. Su error fue no darse
cuenta de que estrangular a su esposa no era el mejor modo de expresarlo. Invitar a Casio a
su lecho habría sido una opción infinitamente preferible para todos.
—Quizás. El sólo era un soldado. Pero escuchar el relato, como casi le enseñó Yago, es más
gratificante. Las palabras excitan mucho más de lo que puede hacerlo una mera imagen.
Me miró fijamente. Si hubieran sido otras las circunstancias, habría dicho que incluso con
compasión.
—¿Quiere decir que Marisa me engañaba? Quizá ya le he asqueado bastante por hoy, pero
he de decirle que el nuestro ha sido siempre un matrimonio extremadamente verbal. Cuando
me engaña, me lo dice.
—Ahora me toca a mí decirle que me decepciona desde un punto de vista filosófico. Las
palabras no siempre son, como sabe usted y lo sabe cualquiera, mensajeras de la verdad.
Incluso cuando pretenden ser sinceras se hallan sujetas a su retorcida naturaleza. Me
sorprende que nunca se le haya ocurrido que Marisa podría haberle engañado con sus propios
engaños.
—Entonces coincidamos al menos en que nos hemos puesto demasiado sutiles el uno con el
otro.
Lo examiné atentamente: una prerrogativa de anfitrión, poder echarle una larga e insolente
mirada a un huésped que se ha invitado a sí mismo. Un hombre apuesto, Marius, sin duda,
pero reseco; por mucho que lo exprimieras, no sacarías nada, sólo un montoncito de polvo. Y
parecía más demacrado cuando se lo observaba bien. ¿Habían estado siempre allí, aquellos
círculos oscuros alrededor de sus. ojos, parecidos al reborde de una luna eclipsada? ¿No
debía de entristecer a Marisa mirarlos?
—Veo que pretende marcharse con una nota victoriosa. Bueno, yo no soy difícil de vencer,
como sabe.
—Le confiaré un secreto: no me siento victorioso. Ni me sentí victorioso nunca ante el pobre
Jim Hanley, aunque usted me vea así. Amor vincit omnia. El amor nos lleva a la ruina a todos.
—Sólo si se lo permitimos.
—Mejor decir un baile con la muerte. Disfruta del baile, así lo veo yo.
—Mire —dijo de repente, como si no quisiera hablar de ello y con un tono de voz totalmente
distinto—, disculpe esta intrusión en su matrimonio...
Podría haber soltado un bufido, pero no lo hice. Yo también había cambiado repentinamente
de humor.
—Lo que iba a decir era sólo esto. Quizá mi reputación no le importe, pero el bienestar de
Marisa seguro que sí. Puede darme un puñetazo si quiere (seguro que considera que me debe
uno) pero creo, y tengo derecho a creerlo, siendo el tema de sus conversaciones con ella, que
debería escuchar menos lo que desea que ella le diga, y más lo que ella desea decir.
Me tendió la mano y sostuvo la mía durante un momento más largo de lo necesario. Un acto
chocante, pensé. Me hizo contener el aliento. O sea que así era tocarlo... ¿Me besaría a
continuación? ¿Había venido en misión irónica para ponerme al tanto de las pocas cosas que
yo aún no conocía de él y Marisa sí, como, por ejemplo, su textura carnal?
Pero eso era de lo único que iba a informarme, en caso de que fuera así. No había
respondido a mi pregunta.
—Las palabras engañan —dijo de nuevo. Y se marchó.
Permanecí sentado largo rato, preguntándome qué había estado tratando de decirme.
La siguiente vez que nos vimos —dicho de un modo metafórico— fue en un cementerio.
A la tarde siguiente (me tomé la secuencia como una pura casualidad) recibí una llamada de
Flops diciéndome que ella y Rowlie venían de camino desde Richmond para recoger algunas
pertenencias de Marisa y pidiéndome que me las arreglara para estar en casa cuando
llegaran.
Rowlie desvió la mirada. Flops me observó con lo que me pareció verdadero aborrecimiento.
Entendí que se refería al gran disgusto que le había causado a Marisa. Cabía la posibilidad
de que le hubiera transmitido a su medio hermana la naturaleza del mismo. Cuando la familia
se entromete, ya no es posible que la búsqueda del éxtasis sexual por los medios que sean
suene demasiado bien. La perversión no resiste el escrutinio de la familia política.
—No, Félix. Me ha pedido que lo haga yo. Procura ponérnoslo fácil a todos, por favor.
—¿A todos?
—Me ha dado una lista de las cosas que quiere y de dónde encontrarlas. Me ha dicho que no
pondrías objeciones.
Ella no respondió.
Rowlie se quedó conmigo en la cocina. Apenas hablamos. Casi parecía que hubiera venido
para vigilarme, para asegurarse de que les ponía fáciles las cosas a todos. Le ofrecí un té. Él
negó con la cabeza.
—He de conducir.
—¿Qué?
—Marisa.
Y así fue como me enteré de que los médicos le habían encontrado un tumor maligno en un
pecho.
Ella casi me lo había predicho una vez, no mucho después de que le confesara lo del médico
cubano. Estábamos los dos exhaustos tras una noche de confidencias: yo exhausto de pura
exaltación, ella por el arrepentimiento gris e insomne que la asaltaba después de aquellas
sesiones.
—¿Qué será de nosotros? —dijo.
—Ahora.
—Siempre.
—¿Cómo lo sabes?
—Eso es lo que me da miedo, Félix. Que seguirás siendo el mismo, que continuarás
esperando en la cama a que llegue de madrugada tambaleante y te cuente historias de
hombres rendidos a mis pies. Pero yo no seré la misma. Los hombres ya no se enamorarán de
mí, Félix.
—Es muy fácil decirlo. Pero tú me necesitas entera para conseguir lo que quieres. Resulta
tiránico, Félix. No digo que no tenga sus compensaciones. Y debe responder a alguna parte de
mí, porque, si no, ya te habría dejado hace mucho. Has ejercido en mí demasiada influencia.
Todos los hombres; soy como mi madre. No te culpo. Podrías haberme influido de otras
maneras, haber sacado algo distinto de mí. Una madre Teresa, digamos. Y habría sido tan
buena como ella. Pero lo que hago, lo hago a conciencia. No me quejo. Ahora debería estar
loca para no preocuparme por cómo acabará esto.
—No con un cirujano. No quiero que ningún cirujano nos ponga la mano encima.
—¿Lo ves? ¡Que nos ponga la mano encima! Sería a mí a quien rebanase con su bisturí, no a
ti. Pero tú ya lo sientes como si fueras tú el mutilado.
—Ya, quizá. Pero también del deseo que sientes por mí.
—Cualquier marido o cualquier esposa debe saber enfrentarse a lo que el cirujano haga con
el deseo.
—Pero tus deseos no son los de un marido cualquiera, Félix. Tú habrías de enfrentarte
también con lo que hiciese el cirujano con el deseo de cualquier otro hombre por mí. No voy a
decir que a veces no resulte halagador ser la amante del mundo entero a tus ojos. Yo sigo la
comedia. Pero la consecuencia es que al final seré la bruja o la amputada del mundo entero.
—¿A qué viene esto, Marisa? Eres una mujer joven. El mundo se habrá derretido o habrá
volado por los aires mucho antes de que llegue ese momento.
—Ese momento, Félix, puede llegar en cualquier momento.
Pero yo ya estaba soñoliento, extenuado por todo lo que me había contado de su tarde con
Marius: sus miembros perfectos entrelazados con los de él, sus ojos en blanco como los de
una bacante, sus pechos bañados en un frío sudor de mercurio.
Y ahí lo tenía ahora, de labios de Rowlie: mi merecido. Burlón y simétrico: otra vez el
médico cubano junto a la cabecera de Marisa, sólo que esta vez empuñando el bisturí.
Claro que (y éste es el problema de todo merecido) también era el merecido de Marisa: de
hecho, mucho más el suyo que el mío. ¿Y qué había hecho ella para ganarse un castigo tan
terrible?
No le saqué nada más a Rowlie. Cuando Flops bajó, rodeada de bolsas y maletas, se negó a
hablar conmigo. La seguí hasta la calle y la observé mientras cargaba el coche.
—Contigo, supongo que quieres decir —me dijo, con la cabeza en el maletero.
Soltó una risa sardónica. Estoy seguro de que murmuró entre dientes: «¿Y de cuántos más,
gracias a ti?», pero no lo dijo lo bastante alto como para que pudiera responderle.
—Mándale un SMS —me dijo a hurtadillas, como echándonos una mano en nuestra fuga.
Hice un intento de llamarla al móvil, pero lo tenía apagado. Llamé a casa de Flops, pero si
Marisa estaba allí, no atendía el teléfono. Pensé en tomar un taxi a Richmond, pero descarté
la idea. Si Marisa estaba seriamente enferma, no me agradecería que montara una escena. O
sea que al final fue un mensaje de texto lo que le mandé. «Cariño, ¿qué puedo hacer?»,
escribí.
Bastó con esas palabras: fue como si se desatara una lluvia de lágrimas. Ni siquiera intenté
contenerme. Sucumbí a su impulso como si respondieran a una predicción, como si aquellas
lágrimas me estuvieran esperando en otra vida. Me tendí en nuestra cama y cerré los ojos. El
subespacio con una venganza. Cuando volví a abrir los ojos, ya había oscurecido. Quería leer
otra vez el mensaje, pero no me atrevía. Me había llamado «cariño», lo que ya era algo, más
que algo, pero me había dicho que no podía hacer nada, lo cual era menos que nada.
«Cariño, nada.» ¿Nada en el sentido de que no quería nada de mí? ¿Nada en el sentido de que
yo no podía hacer nada, tanto si hubiera estado dispuesta a aceptar mi ayuda como si no? ¿O
nada en el sentido de que nadie podía hacer nada? Era demasiado definitivo para soportarlo,
lo leyera como lo leyera.
La muerte tenía para mí dos modalidades. Estaba la muerte de los hombres y la muerte de
las mujeres. Y la muerte de las mujeres era muchísimo más dolorosa. Yo seguí llorando a mi
madre mucho después de que mi padre la hubiera olvidado.
—Domínate, no pierdas el control —me dijo cuando ya no pudo soportar más verme ni oírme
—. Deberías reservarte un poco de dolor para mí.
—Tú eres un hombre —dije.
—Soy tu padre.
Siempre había sabido que no sería capaz de asumir con serenidad la muerte de mi madre.
Me venía preparando desde hacía demasiado tiempo. Había vivido poseído por esa tristeza
absoluta desde que tenía memoria: no sólo por la muerte de mi madre, cuando llegase a
producirse, sino por la muerte de las mujeres, sin más. Y no hubo más tarde ninguna mujer en
mi vida cuya muerte no previera y me atormentara con antelación. Todavía hay mujeres por
ahí, mujeres llenas de salud y de mejillas sonrosadas, que no tienen la menor idea de que yo
me desmoroné hace años desolado ante sus ataúdes.
Está en mi naturaleza, sin duda. En el caso del masoquista pasivo, según lo interpretaba
Freud, el hijo ocupa el lugar de la madre y desea ser amado por el padre. Difícil de creer con
un padre como el mío, pero así funciona el inconsciente. Si Freud tenía razón, yo lloraba a la
mujer que ya había intentado o que intentaba matar.
Pero debía de haber existido otro estadio anterior, además, en el que yo repudiaba a mi
madre no matándola, sino denigrándola. Lloraba por ella y la prostituía. La prostituía y
lloraba por ella. ¿Quién sabe qué viene primero, cuál es la causa y cuál el efecto?
Lo único seguro, tanto si quería ser la madre como si quería degradarla, era que el deseo
para mí había estado siempre teñido de tristeza. En cuanto me enamoraba de una mujer, me
la imaginaba muerta.
***
Viví durante las semanas siguientes sumido en aquella lluvia de lágrimas que había
desatado el mensaje de Marisa. No iba al trabajo. Apenas salía. Llamaba diez veces al día a
Richmond, pero siempre me encontraba el contestador. Dejaba mensajes, pero no recibía
respuesta. Me daba miedo llamar al móvil de Marisa, porque sabía que si oía su voz me
vendría abajo. ¿De qué le serviría eso a ella? También temía los mensajes de texto, porque uno
más como el anterior y yo mismo sería hombre muerto.
«No lo resistirías.»
«¿Resistirlo?»
«¡Resistirlo!»
«No.»
Podría haber seguido indefinidamente. Incluso tecleé «¿¿No??», a falta de otra idea mejor.
Pero para una mujer enferma a punto de ingresar en el hospital ya eran bastantes mensajes.
Me pasé la mitad del día entregado a una morbosa autocomplacencia: revisando los objetos
suyos que todavía seguían allí, mirando fotografías y cartas, culpándome, imaginando la vida
sin ella tal como me había imaginado la vida sin mi madre y sin cada una de las mujeres que
me habían importado, y luego refugiándome de nuevo tras aquella lluvia de lágrimas. Por la
tarde, me recompuse y empecé a recorrer la guía telefónica, llamando sistemáticamente a
cada hospital de Londres para averiguar dónde la habían ingresado. Al fin, la localicé en una
clínica privada de Kingston. Para entonces ya era medianoche. Se sorprendieron cuando les
dije que era el marido de Marisa Quinn y que no sabía que su operación no estaba
programada hasta pasado mañana. «Estoy de viaje», alegué, cosa que todavía les sorprendió
más.
Les pregunté si podía hablar con ella, pero me dijeron que estaría durmiendo. Eso más bien
me alivió. Ella no habría querido oír mi voz, y yo no habría sabido escuchar la suya con la
hombría suficiente.
Pero a la mañana siguiente mandé un taxi cargado de flores al hospital. En cuanto el coche
arrancó, subí a un segundo taxi y le dije al conductor que lo siguiera. Al llegar a Putney
comprendí mi error y le dije que diese media vuelta. ¿Qué iba a hacer en el hospital si ella no
quería verme, y estaba seguro de que no querría verme? ¿Aguardar en la sala de espera?
¿Tropezarme con Flops? ¿Sentarme con la cabeza entre las rodillas, oliendo la muerte?
—Te gusta tenerme a tu lado, pero Dios sabe qué harías en una situación de emergencia —
me decía.
—Llama a una ambulancia —me dijo con serenidad. Pero cuando vi lo que se había hecho
me desmayé. Tuvo que llamar ella misma a la ambulancia.
No podría resistirlo.
No ser capaz de resistir, desde luego, era parte de mi naturaleza: nadie mejor que yo lo
sabía. Como todo masoquista, yo reclamaba el dolor para poder controlarlo. Mi vida entera
era una protesta contra el ciego azar y contra la malevolencia de la crueldad real, que asestan
sus golpes cuando quieren y como quieren. Los que me acusan de crueldad con Marisa, que
recuerden esto: yo trataba de protegerla también a ella de las duras contingencias de la vida.
Y sí: cuando esas duras contingencias no se dejaban atrapar con mi arte, no podía resistirlo.
¡Con lo grandes que eran las ambiciones que tenía para nosotros! ¡Con lo magnífica que era
la aventura que había planeado y que debía llevarnos lejos de los temores del matrimonio
ordinario! Y ahora resultaba que ni siquiera era capaz de afrontar la contingencia más común
de todas. Años atrás, leyendo en un café de San Francisco la chapucera novela de Charles
Bukowski Escritos de un viejo indecente —una novela plagada de alcohol y de colillas— me
quedé impresionado por este tragicómico aullido de frustración masculina: «No podía cambiar
yo solo el curso de la historia sexual, no tenía los huevos suficientes». ¿Qué fue lo que me
impresionó tanto? No lo sé. Cuando lo leí, yo no estaba planeando cambiar el curso de la
historia sexual. Esa ambición sólo recayó en mí cuando le puse la vista encima a Marisa (o
cuando se la puse a otro poniéndole la vista encima a ella). Pero la definición de tu fracaso ya
está escrita desde el principio; sólo hace falta saber dónde mirar. Y ésa era la mía: «no tenía
los huevos suficientes».
No iba a cambiar nunca el curso de la historia sexual ni iba a ser capaz de ayudar a Marisa
con su dedo medio amputado. No iba a poder resistirlo.
Pero uno ha de resistirlo cuando su esposa tiene lo que tenía Marisa, ¿no es cierto?
Pero... ¿y si ya había sido informado? ¿Y si ahora mismo, cuando llegaran mis flores, estaba
junto a la cama de Marisa? ¿Y si le estaba contando nuestra conversación, o estaban
planeando a dónde fugarse en cuanto se pusiera bien?
—¿Ha salido?
—Se ha marchado. Se ha ido. Ayer había gente de la inmobiliaria sacando fotos del
apartamento.
No había visto antes a la chica que respondía a mis preguntas, era nueva. Todo el mundo en
Londres era nuevo. Le preguntó a gritos a alguien que estaba en la trastienda. Una voz
respondió desde dentro:
—A Shropshire, creo. Dijo que regresaba a donde vivía antes. Estoy convencido de que era
Shropshire. Sí, Shropshire. Ha dejado una dirección, si quiere. ¿Es usted amigo suyo?
¿Un amigo? Era absurdo, pero me sentí como la última rata en un barco a punto de irse a
pique.
Me convertí en un recluso.
Cerré las ventanas de casa, bajé las persianas y esperé noticias. Si hubiera estado
aguardando instrucciones no habría actuado de un modo más pasivo.
Cualquier recuerdo del deseo se desvaneció. También la expectativa del deseo. La condición
de cornudo le deja a uno ese legado: después de eso, no hay nada. Era triste y sacrílego
recordar lo que había sentido por Marisa en el apogeo de mi éxtasis blasfemo, cuando ella
estaba pletórica de salud; y todavía más triste y sacrílego desear que se pusiera bien para que
volviera a provocarme de nuevo aquel éxtasis. Y si no ella, ¿quién? ¿A qué otra podría desear
ahora? ¿Qué otra forma de erotismo había que pudiera compararse con lo que había sido el
nuestro?
Sí, pensaba demasiado en mí mismo. Pero cada día amanecía pensando en ella. Mi primer
impulso tomaba todas las mañanas la forma de una decisión: iría a Richmond y escalaría las
murallas de mi medio cuñada, o intentaría un asalto desde el Támesis. La casa de Flops tenía,
en efecto, vistas al río: ¿qué me impedía alquilar una barcaza o una lancha motora y llamar a
Marisa con un megáfono? ¿O trepar por los muros de la casa y rescatarla por la fuerza? Pero
nunca pasaba de los prolegómenos de mi decisión. El hecho de que imaginase mi intervención
de un modo tan absurdo mostraba bien a las claras lo absurda que me resultaba cualquier
acción. Todo lo que pensaba hacer terminaba transformándose en una farsa. Los grandes
héroes cómicos de la literatura, había creído siempre, eran por fuerza de la escuela de
Masoch. Nada cómico podía proceder de Sade ni del impulso sádico. Quizá la sátira más
cruel; pero la sátira nunca es cómica. ¿Acaso no era una prueba del espíritu efusivo de una
novela (hablando de las novelas clásicas que a mí me importaban) la voluntad del autor de
dejar que su protagonista fuera un payaso? No para castigarlo con sus payasadas, sino para
deleitarse con ellas. De todos los grandes payasos no hay uno solo que no sea masoquista
hasta la médula, y muy pocos, por tanto, que no sean cornudos. Así pues, ¿por qué no me
hallaba dispuesto a vivir según la lógica de mi naturaleza y no me decidía a arriesgarme a
cualquier idiotez que pudiera sucederme? ¿Por qué no estaba trepando por las tuberías del
hospital de Marisa para rescatarla de la cama? ¿Por qué no surgía chorreante del Támesis y
asaltaba la casa, aun a riesgo de liarme a puñetazos en el jardín con Flops y Rowlie, y tal vez
con sus hijos? ¡Podía resbalarme por la tubería, romperme todos los huesos y tener que
ingresar yo mismo en el hospital! ¡O podía tumbarme el hijo más pequeño de Flops con un
golpe en los riñones! Sí, muy bien. ¿Y qué?
Me había vuelto demasiado pasivo incluso para ser un payaso. Eso era lo que me retenía en
casa con las persianas bajadas. Me había excluido a mí mismo de las espléndidas locuras
propias de mi condición. Y me había quedado reducido a sostenerme en la dignidad de mi
tristeza.
«Un poco tarde para eso, Félix», pensé. Pero era un poco tarde para casi todo.
La operación de Marisa fue todo lo bien que puede esperarse en una operación de este tipo
y ahora se estaba restableciendo en Richmond. Rowlie tuvo la bondad de llamarme y
contarme los detalles, pero yo fui incapaz de entenderlos o preferí no entenderlos. No quería
pensar en ella de otro modo que como siempre había sido: completa y peligrosa. Ella me había
calado una vez más. «¿Cómo te sentirás cuando el cirujano haya terminado conmigo?», me
había preguntado mucho antes de que surgiese un cirujano en nuestras vidas.
«Perfectamente», le había respondido. Pero ella no me había creído y tenía razón. Yo sólo
estaba perfectamente si no sabía nada.
Y me llamó una vez. Lloramos un poco los dos durante esa conversación. No, yo lloré
muchísimo. ¿Quién sabe?, ésa era la frase fundamental, el resumen de cómo estaba o cómo
seguiría estando en el futuro. Pero ella no era la de siempre. Se sentía fatal y su aspecto era
todavía peor.
—No te creo.
—Desde luego que no. No tengo un yo que cuidar si tú no estás aquí. ¿Cuándo vendrás a
casa?
—Tampoco me lo preguntes.
¿Era un test, una prueba de mi determinación? Emplea tu voluntad. Imponía sobre la mía. Si
era un examen, lo suspendí. Hice lo que me pedía. Pasivo. La debilidad de siempre. Un marido
pasivo cuando lo que necesitaba era uno activo.
Le dije, por supuesto, que la amaba y que la echaba de menos. Que nunca me perdonaría
por no haber estado a su lado cuando me necesitaba. Ella dijo que no me lo reprochara. La
decisión había sido suya. Y sí, me amaba. Pero no dijo que me echara de menos. Es decir, que
no, interpreté yo.
—Eso no me lo preguntes.
—¿Que no te lo pregunte porque no lo sabes o porque crees que no sería capaz de soportar
la respuesta?
—No preguntes.
Me pregunté si debía contarle que Marius había recogido sus bártulos y regresado a
Shropshire, escenario de la época más triste de su vida. Pero debía trabajar con la hipótesis
de que ya lo supiera.
—¿Has recibido noticias de alguien más? —dije, como quien no quiere la cosa.
Pero ella no se iba a dejar engañar tan fácilmente. Se hizo un silencio durante el cual
imaginé que había apartado el teléfono un momento para dejar que cayeran sus toxinas sin
dañar su cuerpo, ya bastante envenenado.
Yo no podía cambiar; por eso no volvía conmigo. Estaba demasiado atascado en lo que era.
Marius, desde mi punto de vista, estaba atascado en las cuatro en punto; y yo, según Marisa,
estaba atascado en Marius. No era así, pero me daba cuenta de que lo parecía. Estaba
atascado en mí mismo, y ese mí mismo necesitaba a Marius, lo cual era bastante distinto.
Me habría gustado gritar «Voy a cambiar, Marisa» y creérmelo. Pero un pervertido que se
precie sabe que es ahí donde radica realmente su perversión: no en perseguir a colegialas ni
en invitar a otros hombres a que mantengan relaciones sexuales con su esposa y le den hijos,
a poder ser negros, sino en el carácter inmutable de su naturaleza. O dicho de otro modo: no
en los peligros que plantea su obsesión, sino en su monotonía.
—Más me vale convertirme en un ermitaño, Marisa —le dije—, si no puedo verte. O si no
puedo saber al menos cuándo podré empezar a hacerme ilusiones de volver a verte.
—No te gustaría verme ahora mismo. No lo resistirías. Tampoco me imagino cómo te las
arreglarías para vivir como un ermitaño. Hablar te gusta demasiado.
—No, Félix. Habrás de intentar pasar sin eso. No lo conseguirás, pero has de intentarlo.
—¿Hasta cuándo?
—No pregunte.
Sólo una vez acepté una de sus propuestas: un concierto de Schubert, en el Wigmore Hall,
un domingo por la mañana. Nada de lieder. No podía correr ese riesgo en un lugar público.
Sólo música de cámara sin palabras. Dulcie me había sacado una entrada.
—¿Usted piensa ir? —Sí, iba a ir—. Pues si nos vemos, no me dé conversación. He dejado de
conversar.
También había dejado de escuchar música. Y de leer. El arte está bien para ablandar un
corazón endurecido, pero cuando ya estás hecho papilla no es arte lo que te hace falta, sino
silencio. Una oscuridad sin palabras...
Así que probablemente no era una jugada inteligente arriesgarse a un quinteto de cuerda en
do mayor de Schubert, aunque no contuviera palabras. Un chelo de más para un hombre
reducido a mi estado. Me senté con la cabeza entre las manos y sollocé durante cada
movimiento. Dulcie, recordé, había visto a Marisa y Marius, ambos llorosos, en aquella misma
sala. La sola idea me hizo llorar aún más. Lloré de celos, porque es insoportable imaginar a tu
esposa llorando por otro hombre, mucho más que imaginárselo disfrutando de cada
centímetro de su dulce cuerpo. Pero lloré todavía más de simple dolor. Del dolor que
permanece cuando los celos ya no tienen más carne con la que cebarse.
No me quedé al acabar el concierto a tomarme la copa de jerez. Pero cuando ya iba hacia la
salida vislumbré un momento a Dulcie, Lionel y —supuse— al electricista haciendo cola ante
la mesa donde lo servían. Tal vez no los habría reconocido si no hubiesen desprendido un aire
que yo reconocía: euforia, si hay que llamarlo de alguna manera.
Cualquier observador habría dicho que el electricista era el marido y Lionel el amigo, pero
yo sabía en qué cosas debía fijarme. Ningún «amigo» adopta el aire vacilante de Lionel.
Ningún amigo presta tanta atención a las miradas que intercambia la pareja casada, ni al
menor roce que se produce entre ellos; ningún amigo sería capaz de describirte con tanta
precisión la temperatura del aire que circula entre sus rostros. Lionel se mantenía un poco
apartado y observaba, y yo me mantuve un poco aparte y observé a Lionel. No sabía si Dulcie
llevaba la cadena alrededor del tobillo porque tenía puestas unas botas negras, además de su
decoroso abrigo de lana, pero ella ahora era una esposa hot en acción y no le hacía falta el
símbolo. Se reía, se notaba que se sentía amada. Cuando el electricista le tendió su jerez, ella
alzó la copa como brindando. Con nadie en especial. Con el mundo.
El electricista debía de haber constituido para ella una agradable sorpresa cuando por fin lo
conoció, porque tenía todo el aire de un granjero distinguido: rubicundo, entusiasta y tan leal
como sus propios perros. Entre los dos hombres no parecía haber tensión. Eran como dos
amigos disfrutando de un picnic. Dulcie era el picnic. Y en lugar de servirse el primero de la
cesta, el electricista se empeñaba en que no se le negara ningún privilegio a Lionel. Si éste se
mantenía aparte, era asunto suyo.
Creo que no me vieron. Pero en caso contrario, habrían creído ver a un fantasma.
***
Pasaron dos años. No vi a Marisa durante todo ese tiempo. Me llamaba de vez en cuando,
pero cada llamada resultaba más dolorosa que la anterior, sobre todo al darnos cuenta de que
nos estábamos acostumbrando a nuestra separación. Llegaría un día que aceptaríamos
sencillamente que no volveríamos a vernos.
—¿Sabes lo que me da más miedo? —le dije una vez—. Que ha pasado tanto tiempo que si
me cruzara contigo en la calle no te reconocería.
—No creo.
Volvió a ingresar en el hospital otras dos veces. Le supliqué que me dejara visitarla, pero
ella me suplicó que no lo hiciera. Y su súplica era más vehemente y más justa que la mía.
«Todo bien», me dijo en un mensaje las dos veces. «Gracias por las flores.»
Pero se negaba a responder a mis preguntas sobre cómo estaba realmente porque insistía
en que no podría resistirlo.
Lo único que sabía era que estaba cansada. Puedes percibir el cansancio y yo percibía el
suyo.
Llovió en el funeral: una mañana de perros, chorreante y empapada hasta los tuétanos.
Nunca he sido capaz de decidir si es preferible un funeral con lluvia o uno soleado. Para el
muerto, el sol resulta mucho más cruel que la lluvia; pero desde el punto de vista de los
dolientes pueden defenderse ambas opciones, dependiendo de las esperanzas que alberguen
de una nueva vida.
Había poca gente y yo sólo reconocí a dos o tres. Mantuve la compostura de un modo
notable, me pareció, para alguien que se había pasado dos años al borde del llanto. Pero,
claro, Marius no había sido exactamente un ser querido para mí.
Había muerto mientras caminaba por las montañas de Breacon Beacons. Se había perdido y
había sufrido un ataque al corazón; llevaba muerto tres días cuando lo encontraron. Ésa era la
versión oficial. Nunca había estado bien del corazón, al parecer, y la fatiga y la intemperie
habían hecho el resto. A mi modo de ver, aunque no tenía ninguna prueba, había salido a
caminar una tarde en la que sentía menos motivos de los habituales para vivir y se había
encaminado hacia la muerte por su propia voluntad. Debían de ser las cuatro en punto, no
tenía la menor duda; el día no habría concluido aún y estarían empezando a girar las ruedas
de la tarde. La hora en que los hombres sueñan con estar en otro sitio.
Marisa había sido informada de la fecha y del lugar del funeral por un amigo íntimo de
Marius de quien ella no sabía nada, aunque él sí sabía de ella. Marius, le explicó, la había
querido mucho. Ella había sido su segunda y, según sus propias palabras, su última gran
aventura.
—¡Dios! —exclamé.
—Ya.
—¡Dios mío!
Quería decir «¡Dios mío!» por el hecho de que hubiera muerto, pero también «¡Dios mío!»
por todo lo demás: por haber muerto de esa manera, por haberse convertido en un
excursionista, por el hecho de que nunca hubiera estado bien del corazón y porque fueran a
enterrarlo en el mismo cementerio que a Elspeth y su marido. ¿De quién habría sido la idea?,
me pregunté. ¿Había dejado Marius un testamento manifestando su deseo de que lo
enterrasen al lado de ellos? Habría deseado preguntarle muchas cosas a Marisa, pero tuve
que aceptar que no me correspondía preguntar nada. Y, por lo mismo, que no me
correspondía preguntarle cómo le había afectado la noticia.
—No hace falta que vengas —dijo por fin— y en cierto sentido no creo que debas, pero por
otra parte...
—¿Qué?
—Entonces no vengas.
Estaba junto al antiguo amigo del que Marius nunca le había hablado: un hombre con el
rostro curtido y un aire marino que no me esperaba. Quién sabe qué amigos tendría Marius.
Ella me hizo una seña, un gesto indeciso, frágil y ondeante que no fui capaz de interpretar:
casi como el ademán de quien espanta a las moscas en verano, aunque allí no había moscas ni
era verano. No pude descifrar su significado: no te acerques, ven aquí, veámonos a las cuatro
en punto detrás de las lápidas. Yo le devolví el saludo. No era posible distinguir su aspecto.
Llevaba un largo abrigo negro, un sombrero negro, un velo negro. ¿Aún se llevaba velo en los
funerales? ¿Quedaba alguien siquiera que se vistiera de negro? Intenté recordar si Elspeth se
había puesto velo en el funeral de su marido. Me parecía que no. Lo que sí recordaba era que
tenía el aire de una mujer «caída» de novela victoriana, abrumada bajo el peso de un antiguo
e irreparable error; y Marisa, a mis ojos, se parecía todavía más incluso a la amante a la que
todos culparían oscuramente, en aquel lugar supersticioso, por la muerte de Marius.
Una vez que todo hubo terminado —cuando la tierra ya había sido arrojada y la última y
pavorosa palabra había sido pronunciada— nos acercamos titubeantes el uno al otro.
¿Qué iba a decir, si no? No podía preguntarle si había sido muy duro para ella. No podía
bajar la voz y decir: «Lo siento mucho, cariño».
Se levantó el velo y me ofreció sus labios. Fríos bajo la lluvia. Su cara había cambiado,
aunque no lograba explicarme en qué sentido. Algo más delgada, quizá. El gris alrededor de
sus ojos más pronunciado, como si la tragedia que su rostro siempre había parecido anticipar
le hubiera llegado por fin. Esa, creo, fue la mayor conmoción: que ahora aparentaba su edad,
que ya no jugaba al escondite con el tiempo ni evitaba un día más que le diera alcance. Ahora
ella misma había tomado posesión de su vida.
Pero quizá ya tenía ese aspecto la última vez que la vi y no me di cuenta. Tanto tiempo había
pasado desde la última vez.
—Un poco. Pero te sienta bien. —Me tomó del brazo—. Caminemos.
Bajé la vista hacia sus pies. No había seguido mi consejo de traerse un calzado sólido o unas
botas de agua: llevaba unos zapatos negros de charol con tacón, motivo por el cual la habría
aplaudido si me hubiese atrevido. Y le habría pedido que se alzara el abrigo para que pudiera
verle las piernas.
—Te vas a hundir en el lodo con esos tacones —fue lo único que acerté a decirle.
—Entonces tendré que apoyarme en ti. —Me apretó el brazo—. Qué agradable volver a
sentirte otra vez.
—¿De verdad?
—Completamente.
—¿Quieres buscarla?
—No, me parece que no. Él quería que lo enterrasen cerca de ella, al parecer, pero no había
sitio.
Permanecí en silencio.
—¿Sí?
—Hay una cosa que siempre he pensado que acabaría contándote, pero ahora pienso que
quizá no debo.
—¿Por qué?
—Estropearme, ¿qué?
Hizo una pausa. Recobró el aliento. ¿Le dolía?, me pregunté. —Yo lo presentaba a él mejor
de lo que era, Félix.
Me volví para mirarla. Si hubiera podido arrancarle el sentido de lo que decía con mis
propias uñas, lo habría hecho por mucho dolor que le hubiera causado.
Recordé lo que Marius me había dicho cuando ya salía de mi casa: «Las palabras engañan».
—¡Que yo quería!
—Ya te he dicho que te lo estropearía. Déjalo, Félix. Deja el asunto en paz. Déjalo a él en
paz.
Pero ella no había dejado en paz el asunto. No había querido que permaneciese intacto.
—¿De qué estamos hablando, Marisa? —insistí—. ¿De hipérbole o de invención? ¿Me estás
diciendo que hemos enterrado a un hombre que no existió?
—¿En cierto sentido? Y entonces, ¿quién era el que llamaba a nuestra puerta tres veces a la
semana? ¿Quién compartía tu cama, Marisa?
—Ah, Félix, Félix, eres imposible. Soy tonta por haberme preocupado. Nadie puede
estropeártelo, ¿verdad? Creo que eso te lo envidio; es un talento que yo no tengo. O si lo
tenía, ahora ya no. Venga, que está lloviendo más. Vamos.
Hay cosas que uno sabe que debe aplazar. Al menos en presencia de la muerte. Por muy
desconcertantes o espectaculares que sean, no son para ahora, sino para más tarde. Y quizá
ni siquiera para entonces. Así que echamos a andar y yo me alegré de hacerlo.
Siempre me había encantado tenerla colgada del brazo. Me gustaba sostener su peso, la
sensación tan propia de un marido de sustentarla, lo cual estaba reñido con el placer que me
proporcionaba a veces observarla de lejos, ya fuera acercándose o alejándose, Me habría
encantado verla mientras otro hombre sostenía su peso y disfrutaba de la sensación de
sustentarla como un marido, si al mismo tiempo ella hubiera podido seguir apoyándose en mí.
El viejo e irresoluble rompecabezas: cómo estar con ella y no estarlo, cómo ser yo y ser otro.
Se había puesto a llover con más fuerza. Como para demostrar que a él le importaba un
bledo, un grueso y lustroso cuervo salió volando de entre los árboles y cruzó nuestro camino,
repleto de vida e indiferente a la lluvia que se deslizaba por su plumaje. Abrí el paraguas,
atento a Marisa y atrayéndola suavemente hacia mí, pero sin saber muy bien qué clase de
peso sostenía, sin saber cómo se sentía de verdad, y sólo seguro de una cosa: que no debía
preguntar.
—Ven a casa —dije otra vez, notando su peso en mi brazo.
—¿Y? —dijo.
—¿Qué?
Y aunque sea terrible decirlo, no fui capaz de darle una respuesta, porque no la tenía.
FIN
NOTAS
***
Nicolás Jenson, impresor real durante el reinado de Carlos VII de Francia, fue enviado por
éste a la ciudad alemana de Mainz en octubre de 1458.
BAJO LA TUTORÍA DE
J. Gutenberg.
***
bookdesigner@the-ebook.org
14/05/2014
notes
[2] Zona del centro de Londres frecuentada en los años veinte por artistas y escritores como
Dylan Thomas, Aleister Crowley y George Orwell. (N. del T.)
[4] «Fornicación, / Pero eso fue en otro país, / Y además la fulana ha muerto.» Cita de El judío
de Malta, de Marlowe. (N. del T.)
[5] El canto del cuco, símbolo del cornudo durante siglos. En inglés persiste la relación
porque cuckold (cornudo) procede directamente de cuckoo (cuco). (N. del T.)
[6] Primera descripción de la reina egipcia en Antonio y Cleopatra de Shakespeare. (N. del T.).
Table of Contents
Howard Jacobson Un acto de amor
DEDICATORIA
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PRÓLOGO
PRIMERA PARTE
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SEGUNDA PARTE
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TERCERA PARTE
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CUARTA PARTE
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***
QUINTA PARTE
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NOTAS