La Nieve de Hug Walpole
La Nieve de Hug Walpole
La Nieve de Hug Walpole
Hugh Walpole
La segunda señora Ryder no era una joven que se asustase con facilidad, pero ahora
estaba en pie en la penumbra del pasillo, con la espalda apoyada contra la pared, la mano
sobre el corazón, mirando la ventana grisácea al otro lado de la cual la nieve caía
continuamente sobre la luz de la lámpara.
Aquel pasillo llevaba desde el estudio hasta el comedor, y la ventana daba al
pequeño sendero asfaltado que corría al borde del césped de la catedral. Mientras
contemplaba el pasillo, no estaba segura de si la mujer estaba allí o no. ¡Qué absurdo por
su parte! Sabía que la mujer no estaba allí. Pero si la mujer no estaba, ¿cómo era que
podía distinguir con tanta claridad la anticuada[62] capa gris, el desarreglado pelo canoso
y el claro contorno de la mejilla pálida y el mentón erguido? Sí, y aún más que eso, el largo
vuelo del vestido gris cayendo en pliegues hasta el suelo, el relampagueo de un anillo
dorado en la mano blanca. No. No. No. Aquello era una locura. Allí no había nadie ni nada.
Era una alucinación…
Muy débilmente una voz pareció llegar hasta ella: «Te lo advertí. Por última vez…».
¡Qué tontería! ¿Hasta dónde iba a llevarla su imaginación? Los sonidos leves de la
casa, un grifo abierto en algún sitio, una voz débil en la cocina, estos y otros se habían
convertido en una voz imaginada. «Por última vez…».
Pero su terror era auténtico. Normalmente no la asustaba nada. Era joven, sana y
valiente, amiga del deporte, de la caza, del tiro, de aceptar cualquier riesgo. Ahora se
sentía verdaderamente paralizada por el terror: no podía moverse, no podía avanzar por
el pasillo y encontrar la luz, la calidez, la seguridad en el comedor. Todo el tiempo la nieve
caía sin parar, sigilosa, con su propia y secreta intención, maliciosa, al otro lado de la
ventana, bajo el pálido resplandor de la luz de la lámpara.
Entonces, inesperadamente, se oyó un ruido procedente del vestíbulo, puertas
abriéndose, pies corriendo, una pausa y, después, con voces claras y hermosas, las bien
conocidas estrofas del «Buen rey Wenceslao». Eran los monaguillos de la catedral en su
habitual ronda navideña. Era Nochebuena. Siempre solían llegar a aquellas horas en
Nochebuena.
Con un alivio intenso, casi increíble, volvió al vestíbulo. Al mismo tiempo, su marido
salió del estudio. Juntos sonrieron al grupito de niños con bufanda y abrigo que cantaban
poniendo toda su alma en el empeño, hasta que la vieja casa reverberó con su melodía.
Tranquilizada por la calidez y por la compañía humana, olvidó su terror. Había sido
su imaginación. Últimamente no se había sentido demasiado bien. Por eso había estado
tan irritable. El viejo doctor Bernard no había sido de ayuda: no entendía su caso. Después
de Navidad iría a Londres para buscar el mejor tratamiento…
Si hubiera estado bien, no habría exhibido media hora antes un mal genio tan
terrible por nada. Sabía que era por nada y, sin embargo, ese conocimiento no la había
ayudado a contenerse. Después de cada estallido de genio se decía a sí misma que no
habría más; y entonces Herbert decía algo irritante, alguna de sus estupideces sin sentido,
¡y ella volvía a estallar!
Ahora notaba, mientras estaba a su lado al pie de la escalera, que todavía estaba
resentido. Sin duda, media hora antes había dicho algunas cosas abominablemente
groseras[63] —cosas que no decía en serio—, y él las había aceptado con su aire manso y
silencioso. Si no fuera tan manso y silencioso, si le pagara con su misma moneda, ella no
perdería los nervios. De eso estaba segura. Pero ¿quién no se sentiría irritado por tanta
mansedumbre y por el único reproche que le había hecho nunca?: «Elinor me entendía
mejor, querida». ¡Arrojar a la primera esposa contra la segunda! ¿Acaso no era esa la cosa
con menos tacto que podía hacer un hombre? Y además, ¿Elinor, aquella mujer mayor y
ajada, el perfecto opuesto de su juventud, su alegría, su entusiasmo? Por eso era por lo
que Herbert la había amado, porque era alegre, radiante y joven. Era cierto que Elinor
había sido devota, que había estado tan completamente dedicada a Herbert que vivía solo
para él. La gente siempre estaba recordando su devoción, lo cual era bastante grosero y
falto de tacto por su parte.
Bueno, ella no era capaz de entregar a nadie aquella devoción sensiblera y
anticuada; no le salía, y Herbert ya lo sabía a estas alturas.
No obstante, amaba a Herbert a su manera, y él tenía que saberlo, tenía que
saberlo con tanta seguridad que no debería prestar atención a sus estallidos de genio. No
se sentía bien. Iría a ver a un médico en Londres…
Los niños terminaron sus villancicos, fueron apropiadamente recompensados y
salieron dando tumbos como pájaros plumosos otra vez a la nieve. Volvieron al estudio,
los dos juntos, y se quedaron en pie junto a la gran chimenea. Ella levantó la mano y le
acarició su fina y preciosa mejilla.
—Lamento haberme enfadado hace un momento, Bertie. No lo decía en serio,
¿sabes?
Pero él no la besó y le dijo que no importaba, como acostumbraba a hacer. Mirando
directamente al frente, contestó:
—Bueno, Alice, me gustaría que no hicieras esas cosas. Me duele mucho. Me afecta
más de lo que te imaginas. Y cada vez lo haces más. Me haces sentir muy mal. No sé qué
hacer al respecto. Y todo por nada.
Irritada al no recibir el cumplido habitual por su dulzura para hacer las paces, se
retiró un poco y contestó:
—Oh, muy bien. He dicho que lo sentía. No puedo hacer más.
—Pero dime —insistió él—, quiero saberlo. ¿Qué hace que te pongas tan furiosa
así, de pronto? Y además por nada.
Estaba a punto de dejar que su ira creciese, su ira ante su torpeza, su obstinación,
cuando un miedo la detuvo, un miedo extraño e inexpresable, como si alguien le hubiera
susurrado: «¡Cuidado! ¡Esta es la última vez!».
—No es solo culpa mía —contestó ella, y salió de la habitación.
Se quedó en el frío vestíbulo, sin saber adónde ir. Podía sentir la nieve cayendo
fuera de la casa y se estremeció. Odiaba la nieve, odiaba el invierno, aquel bestial, frío y
oscuro invierno inglés que duraba eternamente, solo para transformarse al final en la
húmeda y empapada primavera inglesa.
Llevaba todo el día nevando. No era habitual que nevara tanto en Polchester. Era el
invierno más duro que habían conocido en muchos años.
Cuando pidió a Herbert que pasaran el invierno en el extranjero —cosa que podían
permitirse sin problemas—, él le contestó con impaciencia; sentía un gran afecto por
aquel pueblucho medio muerto con su catedral. Parecía que la catedral le importaba
muchísimo; ¡no estaba contento si no iba a verla todos los días! No le extrañaría que
pensara más en la catedral que en ella. Elinor había sido igual; incluso había escrito un
librito sobre la catedral, sobre la tumba del obispo negro y los cristales tintados y todo lo
demás…
¿Qué era la catedral al fin y al cabo? ¡Solo un edificio!
Estaba de pie, en medio de la salita de estar, contemplando a través de la nieve
fantasmal el enorme bulto de la catedral que Herbert decía que era como una nave
volante, pero que para ella era más como una bestia agazapada lamiéndose los labios para
limpiarse de los miserables pecadores[64] que constantemente devoraba.
Mientras la miraba y se estremecía, sintiendo que, a pesar de sí misma, su genio y
su angustia crecían tanto que amenazaban con ahogarla, le pareció que su radiante y
alegre salita iluminada por el fuego se había abierto de repente a la nieve. Fue
exactamente como si hubieran aparecido grietas por todas partes, en el techo, las
paredes, las ventanas, y como si a través de esas grietas se filtrara la nieve, goteando en
rastros de humedad por las paredes, tal vez formando ya charcos de agua sobre la
alfombra.
Por supuesto que aquello era todo pura imaginación, pero la verdad era que la
habitación estaba terriblemente fría, aunque ardía un gran fuego y era el cuarto más
acogedor de la casa.
Entonces, al volverse, vio la figura junto a la puerta. Aquella vez no podía haber
error alguno. Era una sombra gris, y sin embargo una sombra con forma y silueta: el
desarreglado pelo gris, el rostro pálido como una hoja iluminada por la luna, las largas
ropas grises, y con algo obstinado, vengativo y terriblemente amenazador en su pose.
Se movió y la figura desapareció; allí no había nada y la habitación volvía a estar
caliente, de hecho hacía mucho calor. Pero la joven señora Ryder, que nunca había temido
nada en toda su vida excepto que desapareciese su juventud, temblaba tanto que tuvo
que sentarse, y ni siquiera así cesaron sus temblores. Su mano temblaba sobre el
reposabrazos de la silla.
Había inventado todo aquello al imaginarse que Elinor la odiaba y por el odio que
ella sentía hacia Elinor. Cierto era que no habían llegado a conocerse, pero ¿quién sabía si
los espiritistas tenían razón y el espíritu de Elinor, celoso del amor que sentía Herbert por
ella, había estado separándoles, obligándola a perder los nervios y luego odiándola por
hacerlo? ¡Cosas así podían ocurrir! Pero no tenía demasiado tiempo para especulaciones.
Le preocupaba su miedo. Era un miedo real, definido, la clase de miedo que uno tiene
justo antes de someterse a una operación. Alguien o algo la amenazaba. Se aferró a su
silla como si levantarse de ella fuera arrojarse al desastre. Miró a su alrededor por todas
partes; todas las cosas familiares, los cuadros, los libros, las mesitas, el piano, eran
distintas ahora, aisladas, extrañas, hostiles, como si hubieran sido conquistadas por un
poder enemigo.
Deseaba que Herbert viniera a protegerla; sentía un gran cariño hacia él. Nunca
volvería a perder los nervios con él… Y en aquel mismo instante, una voz fría pareció
susurrarle[65] al oído: «Más te vale. Sería la última vez».
Por fin reunió valor para levantarse, cruzar la habitación y vestirse para la cena. En
su habitación, recuperó el ánimo una vez más. Sin duda hacía mucho frío, y la nieve, como
podía ver cuando miraba entre las cortinas, caía más densamente que nunca, pero se dio
un baño caliente, se sentó delante del fuego y recuperó la sensatez.
Durante muchos meses había sido creciente la extraña sensación de que la
vigilaban y que alguien hostil la acompañaba. Tal vez fuera más intensa debido a lo que
Herbert le había contado de Elinor; decía que era la clase de mujer que, una vez amaba a
alguien, nunca soltaba a esa persona; era completamente fiel. Con eso daba a entender
que su tenaz fidelidad, en algunas ocasiones, había sido un poco difícil de llevar.
—Siempre decía —añadió una vez— que me cuidaría hasta que me reuniera con
ella en el otro mundo. ¡Pobre Elinor! —suspiró—. Tenía una gran fe religiosa, mucho más
fuerte que la mía, me temo.
Siempre era después de una de sus rabietas cuando la joven señora Ryder era más
consciente de su alucinación, de la terrible incomodidad de sentir que había alguien cerca
que la odiaba, pero fue solo durante la última semana cuando empezó a imaginar que
realmente veía a alguien, y con cada día que pasaba la sensación de percibir esa figura
había ido creciendo.
Por supuesto, eran solo sus nervios, pero era una de aquellas afecciones nerviosas
que se volvían agotadoras si uno no se libraba de ellas[66]. La señora Ryder, segura en la
calidez y la intimidad de su dormitorio, decidió que a partir de aquel momento solo
mostraría dulzura y luz. ¡Se acabaron los estallidos! Aquello era lo que más daño le estaba
haciendo.
Aunque Herbert fuera un poco irritante, ¿acaso no era eso lo que ocurría con todos
los maridos del mundo? ¿Y acaso no estábamos en Navidad? ¡Paz y buena voluntad a
todos los hombres! ¡Paz y buena voluntad a Herbert!
Se sentaron el uno enfrente del otro en el coqueto comedor cubierto de grabados
chinos, la mesa resplandeciente y las cortinas ambarinas profundamente oscuras bajo la
luz del fuego.
Pero Herbert no era él mismo. Supuso que todavía seguía dolido por su riña de
aquella tarde. Los hombres eran unos niños. ¡Era increíble lo niños que eran![67]
Así que, cuando la doncella salió de la habitación, se acercó a él, se inclinó y le besó
en la frente.
—Querido… ya veo que sigues enfadado. No debes estarlo. De verdad que no. Es
Navidad, y si yo te perdono a ti, tú debes perdonarme a mí.
—¿Que tú me perdonas? —preguntó, mirándola como si estuviera molesto—. ¿Qué
es lo que tienes que perdonarme?
Bueno, aquello era demasiado. Cuando ella había dado todos los pasos, y había
humillado su orgullo.
Volvió a su silla, pero durante un tiempo no pudo contestarle porque la doncella
estaba presente. Cuando volvieron a quedarse solos, reunió toda su paciencia y dijo:
—Bertie, querido, ¿de verdad crees que se puede ganar algo poniéndonos así de
malhumorados? No es digno de ti. De verdad que no lo es.
Él contestó con mucha tranquilidad.
—¿Malhumorado? No, esa no es la palabra adecuada. Pero prefiero callarme. De lo
contrario, diré algo que lamentaría. —Luego, después de una pausa, en voz baja, como si
estuviera murmurando para sí, añadió—: Estas riñas constantes son espantosas.
Su genio volvió a despertarse; otro yo que no tenía nada que ver con su verdadero
yo, una desconocida para ella y, sin embargo, una amiga muy familiar.
—No seas tan mojigato —contestó ella, con voz un tanto temblorosa[68]—. Estas
disputas son solo culpa mía, ¿verdad?
—Elinor y yo nunca nos peleábamos —dijo él, tan suavemente que ella apenas
pudo escucharle.
—¡No! Porque Elinor pensaba que eras perfecto. Te adoraba. A menudo me lo has
dicho. Yo no creo que seas perfecto. Yo tampoco soy perfecta. Pero ambos tenemos
defectos. No soy la única culpable.
—Será mejor que nos separemos —dijo él, levantando la mirada de repente—. Ya
no nos entendemos. Antes sí nos entendíamos. No sé qué es lo que lo ha cambiado todo.
Pero, tal y como están las cosas, lo mejor sería que nos separásemos.
Le miró y supo que le amaba más que nunca, pero porque le amaba tanto quería
hacerle daño, y porque había dicho que pensaba que podría pasarse sin ella se puso tan
furiosa que olvidó todas las precauciones. Su amor y su cólera se sumaron el uno a la otra.
Cuanto más furiosa se ponía, más le quería. Dijo:
—Sé por qué quieres que nos separemos. Es porque estás enamorado de otra. (Qué
gracioso —dijo algo dentro de ella—. No lo dices en serio). Me has tratado como me has
tratado, y ahora quieres dejarme.
—No estoy enamorado de otra persona —le contestó firmemente—, y lo sabes.
Pero somos tan infelices juntos que es estúpido seguir… estúpido… Todo esto ha sido un
fracaso.
Había tanta infelicidad, tanta amargura en su voz que ella comprendió por fin que
había ido demasiado lejos. Le había perdido.
No era aquello lo que buscaba. Estaba asustada y su miedo la enfureció tanto que
se dirigió hacia él.
—Muy bien… Entonces se lo contaré a todos… cómo has sido. Cómo me has
tratado.
—Otra escena, no —contestó con hartazgo—. No lo soporto más. Esperemos.
Mañana es Navidad…
Se sentía tan desgraciada que la rabia que sentía hacia sí misma la enloqueció. No
podía soportar sentirse tan desesperadamente decepcionada consigo misma, con su vida
en común, con todo.
Con un estallido de rabia ciega, le golpeó; fue como si se estuviera pegando a sí
misma. Él se levantó y se marchó de la habitación sin decir una palabra. Se produjo una
pausa, y luego ella oyó que la puerta del vestíbulo se cerraba. Había abandonado la casa.
Se quedó parada, recuperando lentamente el control. Cuando perdía los nervios
era como si se hundiera bajo el agua. Cuando todo había terminado, volvía[69] una vez
más a la superficie de la vida, preguntándose dónde había estado y qué había estado
haciendo. Ahora se quedó allí parada, desconcertada, y entonces fue inmediatamente
consciente de dos cosas: una, que la habitación estaba amargamente fría, y la otra, que
había alguien con ella en la habitación.
Esta vez no tuvo que mirar a su alrededor. No se dio la vuelta, sino que solo miró
directamente las ventanas cubiertas por cortinas, observándolas muy detenidamente,
como si estuviera haciendo inventario de ellas para algún futuro análisis, con sus gruesos
pliegues ambarinos, sus varas doradas, sus líneas blancas, y detrás de ellas la nieve que
caía.
No necesitaba volverse, sino que[70], con un escalofrío de terror, supo que aquella
figura gris que, durante las últimas semanas, había estado acercándose cada vez más
estaba casi a la altura de su hombro. Oyó con claridad: «Te lo advertí. Esta ha sido la
última vez».
Al mismo tiempo, entró Onslow, el mayordomo. Onslow era ancho, gordo y
rubicundo, un mayordomo bueno y fiel, apasionado de la música de iglesia. Estaba soltero,
y se decía que las mujeres le habían decepcionado. Tenía una madre anciana en Liverpool
a quien se sentía muy unido.
Con un fogonazo de entendimiento, pensó en todo aquello cuando él entró.
Esperaba que él viera también[71] la figura gris a su lado. Pero se mostró impasible, su
complacencia ceremonial le cubría de seguridad.
—El señor Fairfax ha salido —dijo ella con firmeza. Oh, sin duda tenía que ver algo,
tenía que notar algo.
—¡Sí, señora! —Luego, sonriendo de forma más bien ampulosa, añadió—: Está
nevando mucho. Nunca había visto nevar así por aquí. ¿Quiere que encienda el fuego de
la salita, señora?
—No, gracias. Pero el estudio del señor Fairfax…
—Sí, señora. Solo pensé que, como hace tanto calor en esta habitación, podría
resultarle algo fría la salita.
¿Que hacía calor en aquella habitación, cuando estaba temblando de la cabeza a los
pies? Si no se abrazaba era para que no la viera… Deseó que se quedara, deseó implorarle
que no se marchase; pero al momento se había[72] ido, cerrando suavemente la puerta al
salir.
Entonces, un deseo loco de huir se apoderó de ella, y no pudo moverse. Estaba
pegada al suelo, y mientras intentaba con todas sus fuerzas chillar, gritar, tirar la casa
abajo a voces, descubrió que solo conseguía emitir un susurro, y sintió el frío contacto de
una mano sobre la suya.
No volvió la cabeza: toda su personalidad, toda su vida pasada, su pobre valor, su
miserable fortaleza fueron invocados para enfrentarse a aquella sensación de muerte
inminente que era tan inconfundible como un olor determinado o el timbre familiar de un
gong. Había soñado en pesadillas con la muerte inminente y siempre había sido así, un
terrible encogimiento del corazón, una parálisis de las extremidades, una sensación
asfixiante de desastre parecida a un anestésico.
—Se te advirtió —volvió a decirle.
Sabía que si se daba la vuelta vería la cara de Elinor, rígida[73], blanca, despiadada.
Aquella mujer siempre la había odiado, siempre había estado vilmente celosa de ella,
protegiendo a su miserable Herbert.
Cierto rencor pareció abandonarla. Descubrió que podía moverse, sus
extremidades estaban libres.
Alcanzó la puerta, pasó corriendo por el pasillo, llegó al vestíbulo. ¿Dónde podría
estar a salvo? Pensó en la catedral, donde aquella noche había un servicio de Navidad.
Abrió la puerta del vestíbulo y, mientras recibía la espesa y sorda nieve, salió corriendo.
Cruzó el césped hacia la puerta de la catedral. Sus finas zapatillas negras se hundían
en la nieve. Había nieve por todas partes: en su pelo, en sus ojos, en su nariz, en su boca,
en su cuello desnudo, entre sus pechos.
—¡Socorro! ¡Socorro! —quería gritar, pero la nieve la ahogaba. Las luces se
arremolinaban a su alrededor. La catedral se alzó como una inmensa águila negra y voló
hacia ella.
Cayó hacia delante, y mientras caía, una mano más fría que la propia nieve
la[74] agarró del cuello. Se quedó tumbada en la nieve, forcejeando, y mientras forcejeaba
dos manos gélidas y sin carne se cerraron sobre su garganta.
Lo último que percibió fue el duro contorno de un anillo apretándole el cuello.
Luego se quedó inmóvil, la cara sobre la nieve, y los copos la cubrieron con entusiasmo
salvaje.