Best Man - Katy Evans
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BEST MAN
Katy Evans
Traducción de Isabel Fuentes García
Contenido
Portada
Página de créditos
Sobre este libro
11:00 h
9:00 h
9:49 h
10:23 h
14:26 h
14:45 h
15:06 h
15:35 h
16:30 h
17:46 h
18:34 h
21:06 h
23:36 h
02:06 h
03:10 h
03:30 h
04:02 h
05:02 h
06:18 h
07:08 h
09:28 h
10:38 h
11:00 h
11:16 h
11:25 h
30 de junio
15:00 h
Queridos lectores
Agradecimientos
Sobre la autora
Página de créditos
Best Man
ISBN: 978-84-17972-35-6
THEMA: FR
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o
transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de
los titulares, con excepción prevista por la ley.
Best Man
«Adorable, sexy, divertida, una road movie con mucha nieve, pero muy
tórrida.»
BJ'S BOOK BLOG
11:00 h
7 de diciembre
6 de diciembre
Eva llama a la puerta de mi habitación del hotel y grita para que todos nos
oigan:
—¡Felicidades, mañana te casas!
Sonrío mientras los sueños de los cuentos de hadas se disuelven en mi
cabeza y me enfrento a la realidad, que, por una vez, es mejor.
Voy a casarme, joder.
Me siento en la pequeña cama doble y parpadeo bajo la luz del sol.
Mañana por la noche será mi noche de bodas y compartiré la espectacular
suite presidencial con mi marido. Solo estaremos mi marido, una enorme
cama con sábanas de seda y yo.
Y sexo. Un montón de sexo ardiente; sexo de noche de bodas.
Se me acelera el pulso al pensar en mi guapísimo novio, Aaron.
Llevamos juntos media década y es probable que hayamos practicado sexo
mil veces. Pero como marido y mujer, seguro que será diferente, ¿verdad?
¿Más intenso, más sexy?
Me estremezco de nuevo solo de pensarlo. Seré la esposa de Aaron.
Diosmíodemivida.
Tengo veintitrés años y en menos de veinticuatro horas, ¡me convertiré
en la esposa de Aaron Eberhart!
Salgo de la cama con un pequeño baile de alegría y abro la puerta de
par en par con una enorme sonrisa pintada en la cara. Eva lleva el pelo
rubio recogido en un moño, pantalones de licra y una sudadera, recién
salida de su clase de yoga de la mañana. También sostiene una bolsa de
brioches con pasas y dos enormes tazas de café.
—¿Cómo está mi novia favorita? —canturrea.
Me froto las manos y acepto el café que me ofrece.
—Genial. Dime que es café solo, por favor.
—¿Qué tipo de mejor amiga crees que soy? Después de veinte años,
creo que ya sé cómo tomas el café. —Abre la bolsa, saca un brioche
redondo y lo deja encima de una servilleta. Se sienta frente a la mesita,
dobla las rodillas hasta el pecho y muerde una frambuesa—. ¿Quieres uno?
Arrugo la nariz mientras sorbo el café.
—Tengo que meterme en un vestido, ¿recuerdas?
—¿De verdad? ¿Para qué? —Finge que no lo sabe. Luego sonríe—.
Luego puedes utilizar la elíptica del gimnasio. Espero que estés lista para
pasar el día en el spa del hotel.
—Oh, sí. Tengo ganas. Necesito magia para estas uñas.
Se las enseño y ella las inspecciona. Me las he mordido casi hasta la
raíz por culpa de mi energía nerviosa. Soy un desastre, me muerdo las uñas
sin pensarlo.
—Ugh. Necesitas una manicura y pedicura urgentes, definitivamente.
¿Tu padre lo paga todo? —Saca el folleto del spa del Midnight Lodge de la
bolsa—. Porque creo que sería un lujo regalarnos el masaje de cuerpo y
facial con chocolate y champán.
Me encojo de hombros.
—Dijo, y cito textualmente: «Mi única hija no se casa todos los días.
¡Disfruta y haz lo que quieras!». Y mi madre se ha lanzado de cabeza. Pero
¿chocolate y champán? Acabo de engordar cinco quilos solo con oírte.
Observa mis curvas, a las que he domado con clases de pilates y yoga y
un régimen interminable desde que Aaron me pidió la mano, hace
diecinueve meses.
—Estás estupenda.
Giro frente al espejo de cuerpo entero y me fijo en el trasero, enfundado
en los pantaloncitos cortos que llevo puestos. He hecho suficientes
sentadillas como para desarrollar una estantería debajo de la espalda, y ya
casi no tengo ni rastro de michelines.
—Estoy tan contenta. No puedo esperar a ver la cara de Aaron cuando
camine hacia el altar. Solo sueño con eso.
Sonríe.
—No te preocupes, no te quitará los ojos de encima.
Frunzo el ceño. De hecho, Aaron casi no se ha fijado en mi
transformación, pero es porque suelo llevar ropa ancha. Con el vestido
puesto, y con ayuda del corsé para entrar la cintura e impulsar los pechos
hacia arriba, será evidente.
—Más vale que así sea.
En mi cabeza, la escena está lista: las montañas a lo lejos, el aire frío y
limpio, el cielo de color turquesa, y yo rodeada de una familia que me
quiere y que ha llegado de todo el país. Y frente a mí, el hombre. El
hombre de mi sueños. Me emociono por milésima vez en una hora, y tomo
una camiseta y unos pantalones de yoga para cambiarme. Me recojo el pelo
en una coleta y digo:
—¡Lista!
Me encanta la idea de bajar. Quizá es porque he invitado a más de
quinientas personas, pero me siento como si fuera la dueña del hotel. Allá
donde miro, hay alguien conocido al que quiero. Abrazo a algunas amigas
de la universidad de camino al ascensor y, cuando bajo al vestíbulo, una
tropa de primos, tías y gente que no conozco silban la marcha nupcial.
Sonrío y hago una reverencia, me sonrojo, y todos aplauden.
Quiero embotellar este momento para siempre.
Lo único que lo haría más perfecto sería que Aaron estuviera aquí
conmigo.
Pero no está. Busco por el gran vestíbulo, pero no lo veo por ninguna
parte. Quizá esté desayunando.
Dejamos atrás la chimenea que va del suelo al techo y nos dirigimos a
la zona de restauración, siguiendo el sonido de la charla y los cubiertos de
la gran sala, llena de gente. Miro a mi alrededor y veo a mis diez damas de
honor, a las dos muchachas que llevarán los ramos y al portador del anillo,
todos sentados alrededor de una mesa redonda.
Pero Aaron no está.
Eva y yo caminamos hacia mis damas de honor. Natalie y Cara son
buenas amigas desde el instituto, y Eva también las conoce, pero las demás
son familiares más lejanos, y también hay algunos de Aaron, a los que no
conozco tan bien. Pero tiene tantos amigos, sobre todo de la fraternidad de
la universidad, que no podía limitarse a diez. Así que para equilibrar las
cosas, invité a gente casi desconocida.
Abrazo a Natalie y Cara, saludo a los demás y les mando besos a mi
trío de primas de cinco años.
—¡Hola! ¿Todo el mundo se lo está pasando bien? ¿Listos para el spa a
las diez?
Todos asienten, y las niñas, que llevan camisetas estampadas de flores a
conjunto, aplauden. Las abrazo con fuerza y les beso las mejillas
sonrosadas de nuevo:
—¡Las tres vais a estar preciosas! —digo.
Natalie silba.
—Eh, chica. ¿Ya sabes lo de la despedida de soltero?
Mmmm. No estoy segura de querer saber nada. La piel de la nuca se me
eriza.
—¿Qué pasa?
—Nada. Pero Mike no llegó a casa hasta las seis.
Mike es su marido, y es cierto que cuando lo saludé parecía un poco
apagado. En su caso, no es algo negativo. Aaron tiene fama por las fiestas
que da, así que pensé que un par de acompañantes más bien sosos
impedirían que las cosas se descontrolaran.
No parece que fuera así.
—¿A las seis de la mañana? —repito de manera estúpida.
Asiente.
Me enderezo. Bueno, eso explica por qué Aaron no está por ningún
lado. Pero no lo entiendo, porque la despedida de soltero consistía en ir a
esquiar a Winter Park. Quizá tomaran algunas cervezas y fueran de bares
por allí, pero Aaron me había dicho que como mucho sería un poco de
diversión para relajarse después del esquí, nada más.
Sin embargo, lo de volver a las seis de la madrugada… Parece
preocupante, como mínimo. No puedo evitarlo, y el estómago me da un
vuelco.
—¿Y qué hicieron?
Se encoge de hombros.
—Se fueron a una discoteca o algo así. Pero cuando volvió, me dijo que
olía como si fuera una fábrica de cerveza y fue a vomitar al baño.
—¿Una discoteca? Eso no parece muy relajado. —Me froto las sienes;
estoy preocupada porque Aaron tiene un pasado juerguista bastante
notable.
Un pasado que me prometió que había dejado atrás porque me ama.
Dios mío.
Eva se percata de mi preocupación y me tira del brazo.
—Seguro que no será nada, ya verás.
Yo no estoy tan segura.
Aaron se enorgullecía de ser el alma de la fiesta. Si un amigo montaba
un numerito, él montaba dos. Si un miembro de la fraternidad bailaba sobre
la barra de su bar privado en el D-Phi, él lo hacía desnudo. Su nombre en
clave en la fraternidad era Gluppy porque bebía como un pez, todo el rato.
Glup. Glup. Glup.
Si había un límite y tenía que ver con el alcohol, Aaron debía cruzarlo.
Nos peleábamos como el perro y el gato porque jamás le decía que no a
ninguna mujer que flirteara con él. Y a veces hacía algo más que flirtear,
sobre todo cuando había bebido.
Miro a Natalie.
—¿Mike te dijo algo acerca de Aaron?
Me mira, apenada.
—No, lo siento.
Me quedo callada porque soy la anfitriona y no es momento de sufrir
una crisis de ansiedad, pero en cuanto puedo alejarme con discreción,
marco el número de Aaron.
Salta el buzón.
Llamo de nuevo con la esperanza de que responda, pero sigue sin
descolgar. Otra vez el buzón.
Un desfile de imágenes a cada cual más escalofriante pasa por mi
mente. Winter Park lleno de dulces conejitas esquiadoras con trajes
apretados, y a Aaron siempre le han gustado las chicas guapas.
Más que gustar, cuando bebe. Por eso rompimos la última vez.
¡Dios, Lia, tranquilízate! Estás exagerando.
Eso fue hace diecinueve meses, antes de que madurara, me pidiera
matrimonio y se convirtiera en otro hombre. Claro que todavía bebe, pero
aparte de eso, ahora es prácticamente un santo. Solo espero que ayer no se
pasara con la bebida e hiciera algo de lo que pueda arrepentirse.
Le mando un mensaje rápido: «¿Estás bien?».
Miro la pantalla como si así fuera a contestarme más rápido, pero no
sucede. Luego, levanto la mirada y veo un rostro amable y conocido que
me sonríe desde el otro lado del restaurante.
Es Mimi. Tiene noventa años, es mi bisabuela y ha venido desde
Sacramento. Hace años que no la veo.
Casi derribo a un camarero que venía con una bandeja de desayuno en
mi carrera hacia ella. Para cuando llego, ya estoy llorando a lágrima viva.
Está muy arreglada, a su estilo: un traje de poliéster rosa y un pintalabios
del mismo color a juego. Lleva el pelo teñido de color platino, como si
Barbie ya fuera abuela. La abrazo muy animada.
—¡Mimi, voy a casarme!
—Lo sé, cariño —dice con voz suave pero ronca mientras me acerco a
su mesa—. Estás espléndida, Dahlia. No podía perderme el gran día de mi
bisnieta favorita.
No soy su bisnieta favorita, porque no tiene favoritos entre los treinta
que estamos repartidos por todo el país, y nunca se pierde el cumpleaños de
ninguno. Sé que es probable que se me hinche la cara debido a las lágrimas,
pero no puedo evitarlo.
—Estoy tan contenta de que hayas venido.
—¡Pues claro que he venido! Aunque pensaba que Weston sería el
primero en casarse. ¿Dónde está?
Miro a mi alrededor en busca de mi hermano Weston. Lo invitaron a la
despedida de soltero de ayer por la noche, pero dijo que estaba «más allá»
de todo eso porque acababa de cumplir treinta años. Y, además, nunca hace
nada excepto trabajar. Es una pena, porque habría sido genial contar con su
informe de la velada.
—Puede que esté en el gimnasio o trabajando. Ya lo conoces.
Sacude la cabeza, decepcionada.
—¿Sabes al menos si tiene novia?
Niego con la cabeza. West tiene muchas chicas, tantas que he perdido la
cuenta. Se las traga y las escupe para pasar el rato.
—Nadie especial.
—Qué pena, con lo guapo que es. Por cierto, hablando de hombres
guapos, ¿dónde está tu prometido? ¿Aaron, verdad? He oído que es
bastante atractivo, y me gustaría conocerlo.
—Claro que sí —respondo a la vez que me muerdo el labio, aunque
seguro que eso tampoco es bueno para mi aspecto—. Ayer fue la despedida
de soltero y parece que estuvieron hasta bastante tarde, pero vendrá pronto.
¿Cómo ha ido el vuelo? ¿Qué te parece este lugar? Tu nieto no ha reparado
en gastos.
—Está bien. —Mira a su alrededor con los labios fruncidos—. Sí, está
bien. Pero ya sabes que lo que importa es el hombre, no la ceremonia,
¿verdad?
—Sí, claro. Quería decir que…
—Todo esto es bonito… —Se inclina más cerca como si fuera a darme
un sabio consejo marca de la casa Mimi—, pero no es necesario, en el
fondo.
—Bueno, no. Pero un día es un día, ¿no? Más vale hacerlo bien y a lo
grande.
—¿Bien y a lo grande? Tu bisabuelo y yo nos casamos en el
ayuntamiento y compartimos un pastelillo industrial en el paseo de Santa
Mónica para celebrarlo. Y a nosotros nos pareció maravilloso —dice, y sus
ojos se entelan un poco, cautivada por el recuerdo.
Sonrío y acaricio la finísima piel de sus manos. Entiendo que dice
Mimi, pero Aaron y yo estábamos de acuerdo en que había que tirar la casa
por la ventana. A él le encantan las fiestas, vive para ellas. Y yo quería algo
que la gente recordara de por vida. Esta es la mejor forma de hacerlo. He
soñado y planeado este momento desde siempre, y es así como tiene que
ser.
Me levanto y digo:
—Bueno, cuando baje Aaron te lo presentaré. ¿Vienes al balneario?
Sacude la cabeza.
—Oh, no. Eso es para las jovencitas.
—¡Pero si tú también eres joven!
Agita la mano.
—Vamos, vamos, Dahlia.
—Vale, de acuerdo… ¿Nos vemos después?
Asiente.
—Pásatelo bien, cariño.
La abrazo de nuevo, aspiro el olor de su colonia, y luego voy en busca
de Eva y del resto de las chicas, que me esperan.
Compruebo el teléfono. La cita en el balneario es a las diez y faltan
unos quince minutos. Ya me imagino la escena: yo, sumergida en un baño
de barro, inmóvil y nerviosa mientras pienso dónde estará Aaron, o si se
habrá ahogado con su propio vómito. Seguro que me relajo mucho.
—Eva… ¿por qué no te adelantas con las chicas y empezáis sin mí?
Voy a comprobar qué le pasa a Aaron.
Arruga la nariz.
—¿Seguro?
La animo con un gesto de la mano mientras me alejo:
—Sí, estoy segura. No tardaré nada.
Subo al segundo piso en el ascensor, voy a su habitación y llamo a la
puerta. Escucho. Nada.
Llamo más fuerte.
Genial. Ha sido el novio modelo, responsable y centrado, durante los
últimos diecinueve meses, ¿y escoge este momento para saltarse las reglas?
Llamo hasta que me duelen los nudillos.
Nada.
—Eh, vale ya. Ni Godzilla hace tanto ruido, aunque eres una digna
descendiente, «Novzilla».
Al escuchar la profunda voz a mi espalda, me pongo rígida. Solo hay
una persona en el mundo con ese tono de barítono.
Me giro y me encuentro con Miles. Casi dos metros de hombre, y mi
cara se contorsiona en una mueca de enfado. Ese es el efecto que el mejor
amigo de mi prometido causa en mí.
Cruzo los brazos y trato de ignorar el hecho de que no lleve camisa y
esté empapado en sudor. Lleva unos pantalones cortos que se pegan a sus
músculos perfectamente definidos. Una toalla le cuelga de un hombro, y
tiene el pelo negro húmedo. Miles Foster es perfecto en todos los sentidos.
Y lo sabe, el muy engreído.
Su habitación queda justo delante de la de Aaron. Se detiene frente a su
puerta y saca la llave mientras me brinda una panorámica completa de su
ancha espalda. Sí, también es perfecto desde este lado. No tiene ni un
maldito grano, le sobran músculos que harían llorar de admiración a un
escultor y no digamos a una chica, y en la parte baja de la espalda se forma
una flecha perfecta que señala a su trasero. También perfecto, por cierto.
Tengo pocos recuerdos de nuestra primera noche juntos, pero de lo que
me acuerdo… preferiría no hacerlo. No quiero, pero es imposible olvidar
ciertas cosas, como que su culo es un perfecto juguete para las manos. Si lo
tocas una vez, ya no puedes dejar de jugar.
Es muy injusto que Dios le concediera esos dones a un tipo arrogante
como él.
—Estás poniendo el suelo perdido, idiota —le digo.
Saca la llave, la pasa por la cerradura electrónica y abre la puerta de la
habitación. Me ignora; es una táctica que ha perfeccionado durante los
cinco años que hace que nos conocemos.
Entra y está a dos segundos de cerrarme la puerta en la cara cuando le
grito:
—¡Espera!
Sostiene la puerta y se gira lentamente a la vez que se acaricia la barba
de dos días.
—¿Sí?
Señalo a mi espalda.
—¿Me ayudas?
Se recuesta sobre el quicio de la puerta, toma la punta de la toalla y se
frota el pelo para secárselo al mismo tiempo que se despeina. Algunas
gotitas de agua me salpican en la cara. Capullo.
—¿Qué?
—Bueno… —Suspiro con desesperación—, saliste con él anoche,
¿verdad? ¿Está ahí dentro? ¿Está bien? Tengo quinientos invitados abajo
que preguntan por él.
Sus labios exhiben una media sonrisa divertida.
—Sí, estuve con él. Sí, fuimos a esquiar y luego a una discoteca. Sí,
llegamos tarde. Y sí, está bien. Así que deja de preocuparte, Novzilla.
Tienes veinticuatro horas hasta el acontecimiento del año. Tu boda perfecta
será perfecta, no te preocupes.
Frunzo el ceño.
—¿Es mucho pedir verlo? ¿Hablar con él?
Cruza el pasillo y se acerca a mí. Está tan cerca que huelo el cloro de su
sesión de natación y veo las motas verdes en el iris de color azul tormenta
de sus ojos. Soy casi seis centímetros más baja que él, algo que jamás ha
sido tan obvio como en este instante en que me mira desde arriba, con su
cuerpo perfecto y desnudo a mi alcance.
Casi me atraganto al respirar.
La puerta de su habitación se cierra mientras dice:
—¿No tienes que ir a que te envuelvan en algas de mar o algún tipo de
tortura similar que crees que te ayudará a estar más guapa mañana, pero
que, en realidad, no tendrá más efecto que vaciar todavía más la cartera de
tu padre?
—Yo… —Esa es la habilidad de Miles. Dejar a la gente pasmada y sin
saber qué decir. Es tremendamente perceptivo: sabe ver el alma de una
persona, meter su mano en ella y pulsar todas las teclas. Como un mago. Es
el tipo de hombre que, al principio, crees que va a su rollo y nada más, y
luego te percatas de que es jodidamente brillante. Odio que sea así—.
¿Qué? Oye, solo quiero hablar con Aaron. Mi prometido.
Me mira fijamente y me evalúa con la misma superioridad de siempre y
que me hace sentir diminuta como una seta. Luego dice:
—Tienes que hacerte la manicura.
Miro hacia abajo. Sí, tengo las uñas hechas un desastre. ¿Cómo lo
sabe? ¿Me ha mirado los dedos? ¿Qué tipo de hombre va por ahí mirando
las uñas de las mujeres?
Cierro las manos para ocultar las uñas. Podría darle un puñetazo.
Probablemente no es la mejor forma de pasar las veinticuatro horas
previas a mi boda. Con la suerte que tengo, me rompería la mano contra esa
tabla de madera que tiene por abdominales, y seguro que la luna de miel en
Maui con una escayola no es lo mismo.
Me aparto de él y voy hacia el pasillo.
—Mira, dile que me llame cuando se despierte, ¿vale? Tiene que bajar,
cuanto antes mejor. Gracias.
Camino a toda prisa, con la piel de gallina después del encuentro. Sé
que todavía me mira y que no se pierde ni uno de mis pasos mientras me
alejo.
No puedo creer que él y yo, una vez…
Ugh. No quiero pensar en eso el día antes de casarme con su mejor
amigo.
Me pregunto si el Midnight Lodge tendrá tratamientos antipiojos.
9:49 h
6 de diciembre
6 de diciembre
6 de diciembre
6 de diciembre
6 de diciembre
6 de diciembre
Mi teléfono no tiene mucho aguante, así que debería ser cuidadosa con la
batería, porque me he dejado el cargador en el hotel y solo tengo un
cincuenta por ciento de batería.
Pero no puedo evitarlo. No deja de nevar y estoy de los nervios.
Llamo al hombre que siempre está ahí. Mi hermano mayor, West.
West también es un bicho raro, pero no tanto como Miles. Le gusta
hacer las cosas a su manera, como a Miles, y no permite que nadie le llame
la atención. Pero trabaja en Los Ángeles, en unos estudios de cine. Es uno
de los productores más jóvenes y de más éxito de la ciudad. Está rodeado
de gente que le hace la pelota, y lo odia. Aun así, mi hermano es la persona
más real y honesta que conozco.
Lo adoro más allá de toda razón. Y siempre me ha ayudado cuando he
estado al borde del precipicio.
—¿Por qué no me pediste que fuera yo, Dahl? —dice antes de que
pueda hablar—. Habría ido en tu lugar.
Y sé que es verdad. Tiene un corazón de oro.
—No quería molestarte. Y no sabía dónde estabas.
—Mierda, Dahl. Mamá está que se sube por las paredes y papá está a
punto de sufrir un ataque.
Me encojo. Es lo último que quería oír.
—Bueno, estamos avanzando bastante rápido. Aún cuento con estar ahí
para el ensayo de la cena.
—Vale, pero no te arriesgues. Quiero que vuelvas sana y salva.
Miro a Miles, que tamborilea los dedos en el volante. No me extraña.
Tenemos un coche delante que no pasa de los cuarenta kilómetros por hora,
y estamos en una zona de circulación rápida.
Tapo el móvil y susurro:
—¡Toca la bocina!
Miles me mira, enfadado.
—No.
—¡Solo es un poco de nieve! —grito, como si el conductor del viejo
Volvo que tenemos enfrente pudiera oírnos.
Miles pone el codo contra la puerta y se apoya, frustrado. Es posible
que sea debido al coche que tenemos delante, pero seguro que yo también
he contribuido.
Así que vuelvo a mi conversación telefónica.
—¿Has visto a Aaron? —pregunto esperanzada mientras me estiro y
trato de tocar la bocina.
Miles me aparta el brazo antes de que lo logre.
—No toques mi volante.
—Sí, está preocupado por ti, claro. Todos lo estamos. Queremos que
vuelvas lo antes posible —dice West, y sonrío—. Aun así Dahl, perdóname
por decirlo, pero se ha cubierto de gloria. Primero se olvida los anillos y
luego deja que vayas tú a por ellos. Tengo ganas de darle una buena paliza.
Frunzo el ceño. Mi hermano y Aaron no se llevan especialmente bien.
Son bastante distintos.
—No es culpa suya. Fui yo quien quiso volver a por los anillos. Él me
dijo que no hacía falta.
—Fue el inútil que se los dejó, para empezar. Después de todo el
tiempo que has pasado planificando esto. Mierda, Dahl. —Parece frustrado,
como si quisiera decir más pero se mordiera la lengua con la mandíbula
apretada.
Dios, pero incluso cuando dice poco, sabe qué decir a la perfección. Es
una de las pocas personas que entiende lo mucho que me ha afectado
organizar esta boda, y lo que me ha costado. Aaron no lo sabe, ni lo
entiende. Haberme pasado casi dos años de mi vida dedicada a que cada
detalle sea perfecto y que no me lo reconozcan… Duele.
—Gracias, West. Estaré bien. Lo sé. Todo saldrá bien.
—Sí. Ya sabes que Aaron y yo no acabamos de encajar a veces, pero sé
lo que sientes por él. Y quiero que seas feliz y que tengas el día de tus
sueños, Nuececita.
Me río. Hacía mil años que no me llamaba así.
—Lo tendré, ya verás.
Me despido y cuelgo. Me siento mucho mejor.
Pero en cuanto guardo el móvil, veo que Miles deja de acelerar y que
bajamos a treinta kilómetros por hora.
¿Qué demonios pasa? A este paso, no llegaremos nunca.
Antes de que pueda alcanzar la bocina, veo la cola roja de un atasco
frente a nosotros.
Exasperada, logro tocar el volante, pero Miles lo protege con su enorme
pecho y me aparta.
—No me importa si te casas mañana —advierte—. Te juro que si
vuelves a tocar el volante mientras yo conduzco, te romperé los dedos.
Le obsequio con mi cara de furia más terrible, pero después de su
advertencia, me dejo caer en el asiento como una niña malcriada.
Supongo que tiene razón. Hay una cola infinita de coches y tocar la
bocina no servirá de nada.
16:30 h
6 de diciembre
Es un problema grave.
Llevamos cuarenta minutos sin movernos.
Ha oscurecido rápidamente, y todo lo que nos rodea es de un color gris
apagado. Apenas veo a dos metros de distancia porque la nieve lo impide.
De vez en cuando, las luces rojas de los frenos de los coches destacan
contra el blanco impoluto.
Miles deja caer la mano sobre el freno y agarra el mango con sus
grandes dedos. Mientras conducía, se ha arremangado la camisa de franela
porque he subido la calefacción al máximo, dado que mis dedos de los pies
se han transformado en cubitos de hielo. Su antebrazo es masculino y
musculoso y amenaza con hacerme recordar el resto de las partes de su
cuerpo que también son perfectas. Es posible que ahora las lleve tapadas,
pero las conozco de manera muy íntima, y tenerlas tan cerca es una receta
perfecta para el desastre.
¿Cómo pude pensar que esto era una buena idea?
Ah, sí. No se me ocurrió a mí.
Debería haber venido sola.
O quizá no debería haber venido jamás. ¿Por qué tuve que obcecarme
en que todo fuera perfecto?
Los coches llegan lentamente desde el valle, pero no suben. A mi lado,
Miles estira el cuello para intentar ver qué ocurre.
—¿Por qué no hemos parado a comer? Estoy muerto de hambre.
—Porque no nos soportamos y no quiero pasar más tiempo contigo del
absolutamente necesario —murmuro, con el pie sobre el salpicadero
mientras intento hacerme la pedicura—. Deja de moverte.
—Es el viento, idiota.
Lo sé. Pero reprochárselo me hace sentir mejor. Aunque no nos hemos
movido en una hora, sigo sin poder aplicarme el pintaúñas porque el viento
no hace más que bambolear el coche.
A esto me he visto reducida. Hoy me habría pasado el día en el
balneario del hotel, donde me habrían dado masajes y aplicado un
tratamiento corporal completo, y ahora lo único que tengo son medidas
desesperadas. Es decir, una pedicura de tres al cuarto en el asiento del
pasajero de mi Mini. Llevaba encima una lima y un poco de pintaúñas de
color lavanda, que es mejor que nada. Mañana me levantaré un poco antes
para estar perfecta cuando llegue la hora de la boda.
Trato de ignorar el hecho de que, aunque fuéramos a toda velocidad
hacia el Midnight Lodge durante lo que queda de tarde, no llegaríamos a
tiempo para el ensayo de la cena.
Justo cuando termino con el dedo meñique, en mi teléfono aparece un
mensaje de Eva: «Dios mío, ¡esto es horrible!».
Contesto: «No pasa nada, solo es una borrasca. Terminará pronto».
Luego llega un mensaje de Aaron: «Date prisa, cariño. Te espero.
Tengo ganas de que llegue mañana».
Sonrío mientras me soplo las uñas. ¿Por qué me preocupaba tanto?
Después leo el siguiente mensaje de Eva: «Siento decírtelo, pero tu
madre estaba mirando el canal del tiempo en su habitación y dice que va a
nevar toda la noche, hasta mañana por la mañana».
¿Qué? Casi se me cae el botellín de pintaúñas que tengo en el
salpicadero, y me apresuro a poner la radio.
—¿Puedes poner esa emisora que escuchabas? ¿La aburrida 105 FM?
Necesito saber qué dicen del tiempo.
Suelta un bufido.
—Olvídalo. Aquí no llega la cobertura de ninguna radio de Denver.
Agarro el móvil y compruebo qué dice del tiempo. Estamos cerca de
Desesperación (menudo nombre tiene el pueblo, ni hecho a propósito), y
dice que nevará hasta las siete de la mañana. También hay aviso de ventisca
hasta las seis de la mañana.
Joder, joder, joder.
Voy a escribirle una carta bastante fuerte al hombre del tiempo del área
metropolitana. Echo la cabeza hacia atrás y gimo. Al hacerlo, un fuerte
remolino de viento sacude el coche y siento que el miedo me recorre la
columna vertebral. ¿Es posible que el viento transporte un coche y lo haga
volar por los aires, barranco abajo? ¿Un coche, digamos, como el mío?
Espero que no.
Cuando el viento se calma, doy un puñetazo en el salpicadero.
—¡Joder! ¡Muévete ya! Maldita sea, ¿me oyes?
Miles me mira.
—Eh, locuela.
—Es algo más que una ventisca —digo, compungida.
—No me digas.
Sí, exacto. No se lo había dicho yo, era él quien repetía lo de la
tormenta de nieve. Nota mental: cuando el tipo con el que viajas es un
genio y un mago de las matemáticas y nunca se ha equivocado en su vida,
hazle caso.
Los anillos de alambre no parecen tan mala idea, desde donde estamos.
La esperanza brota en mi interior cuando los coches que están delante
empiezan a moverse.
Sí. Sí. Sí. Muévete, sigue así.
Parpadeo como si me hubieran dado un puñetazo cuando se detienen.
Debería haber adivinado que era demasiado bonito para ser verdad. Hemos
avanzado seis metros en sesenta minutos. A este paso, llegaremos a
Midnight Lodge cuando lleve dentadura postiza.
Se me han secado las uñas de los pies, al menos. Tienen un aspecto
terrible pero están mejor que antes. Empiezo con las manos. Me gustan las
uñas cortas, para no mordérmelas. Al menos, no las tengo mordidas hasta
la carne, como de costumbre. Últimamente he tenido que dormir con bolsas
en las manos, porque me muerdo las uñas incluso dormida. Y quería estar
bien para la boda.
Pero como dice Miles, todavía están horrorosas.
Mientras me limo las uñas, aparecen luces rojas y azules en el espejo
retrovisor. Es un coche de policía que asciende por el arcén, seguido de una
ambulancia.
—Un accidente. —Suspiro y rezo una breve oración por los
accidentados.
Miles se pasa la mano por la cara y bosteza.
—Bueno, si retiran los coches implicados en el accidente, quizá nos
dejen seguir.
—¿Tú crees? —Compruebo el móvil. Si pudiéramos saltarnos el límite
de velocidad, quizá no llegaríamos tan tarde.
—No lo sé.
—Si podemos avanzar y aprietas el acelerador, quizá nos dé tiempo a
llegar al ensayo.
Me mira, escéptico.
—¿En serio?
Asiento.
—Déjame que te haga una pregunta. ¿Sabes cómo es una boda?
Asiento.
—¿Te has imaginado tu boda desde que eras una niña pequeña?
—Pues sí.
—¿Sabes cómo caminar derecha y decir «Sí, quiero»?
Ya veo por dónde va.
—Sí, pero…
—Entonces, ¿por qué demonios necesitas ensayar?
Agarro la lima de uñas y la agito frente a él como si fuera un arma.
—Obviamente porque necesito saber dónde ponerme y cómo proceder
y todo eso.
—Así que prefieres que nos matemos en esta montaña tratando de
llegar a tiempo a tu ensayo, en lugar de ponerte en el sitio equivocado
mañana en el altar —dice, rascándose la sien—. Muy lógico, de verdad.
Lo odio, de verdad que lo odio. Pero, por algún motivo, me echo a reír,
quizá para ocultar que me hace saltar más veces de lo que debería.
—No seas estúpido. Además, mañana no habrá ningún altar. Es una
ceremonia laica. Y es la ceremonia de mi vida, así que tiene que ser
perfecta.
Se ríe, y la flota de vehículos de emergencia nos deja atrás y desaparece
más allá de la curva de la carretera.
—Exacto. Mala suerte. Porque si estuviera en tu lugar, ahora mismo
estaría rezando para que pudiéramos cruzar la colina esta noche.
Mi corazón da un vuelco nervioso, aunque obviamente sí que estoy
rezando para salir de aquí.
—¿Cómo? Has dicho que una vez dejemos atrás el accidente, no
debería haber problema.
—Trataba de evitar que me apuñalases con eso que tienes en la mano
—gruñe, mirando al frente.
Los coches empiezan a moverse. Ascendemos un poco más. En el carril
en dirección opuesta pasan bastantes coches. Espero que signifique que han
dejado atrás el accidente. Empiezo a aplaudir cuando arrancamos y nos
movemos a dieciséis kilómetros por hora.
Pero al rodear la montaña, me vengo abajo.
Todos los coches que avanzan hacia las luces rojas y azules se ven
obligados a dar media vuelta. Un oficial de policía les indica que deben
volver a bajar y deshacer el camino recorrido.
Había empezado a pintarme las uñas de las manos, pero sin querer hago
un puño y me embadurno.
—No —gimo—. ¡No, no, no!
—Relájate —murmura Miles—. Y aparta esa lima antes de que se la
claves en el ojo a alguien.
La agarro con tanta fuerza que me sorprende que no se haya fusionado
con la palma de mi mano. Aflojo la presión.
—¿Crees que esto es ridículo? ¿Que soy ridícula? ¿Porque no quiero
alambre?
—¿Alambre?
—Sí. Aaron dijo que no debía ir a por los anillos, porque solo son un
símbolo. Dijo que podíamos usar alambre. Pero yo quería que todo fuera
perfecto, y… —Me cubro la cara con las manos—. Soy una idiota.
—No se puede utilizar alambre —masculla.
Giro la cabeza para mirarlo, asombrada. Por una vez en su vida, ¿me da
la razón?
—Pero jamás habría sido tan estúpido como para olvidar los anillos de
mi boda en casa. Al menos, si significaran algo para mí.
Me pongo rígida porque sus palabras son como un punzón de hielo que
me atraviesa el corazón.
—¿Qué insinúas? ¿Que a Aaron no le importa casarse conmigo?
Se encoge de hombros.
—No. Solo digo que él y yo somos distintos.
Ya. Lo sé perfectamente. Esas diferencias son la razón por la cual amo
a Aaron y odio al hombre que está sentado a mi lado.
Pero no me gusta admitir que Miles tiene razón. Él jamás se habría
olvidado los anillos de boda.
Un policía en medio de la carretera organiza el tráfico. Miles acerca el
coche y baja la ventanilla. Su tono de voz cambia; habla con el policía
como si fuera un humano de verdad.
—Hola, ¿alguna posibilidad de cruzar?
El policía niega con la cabeza.
—No lo aconsejamos. Los coches resbalan a partir de este punto.
Rechino los dientes.
—Miles, si tenemos que dar la vuelta y volver a Boulder, no llegaré a
tiempo para la boda.
En cuanto pronuncio las palabras, me doy cuenta de lo que acabo de
decir.
Voy a perderme mi propia boda.
Empiezo a temblar.
Miles me mira y tamborilea los dedos sobre el volante otra vez. Es
posible que esté nervioso porque intenta ser agradable con el policía, y no
suele ser agradable con nadie.
Yo estoy tan histérica que ni siquiera puedo parpadear. Detrás de
nosotros, los coches dan la vuelta y regresan hacia Boulder. Sus luces
dibujan arcos en mi parabrisas.
Me señala.
—Escuche, su boda es mañana por la noche. En Midnight Lodge. Si no
llega, se montará una buena. Tiene quinientos invitados esperándola.
El policía se acerca y me enfoca con la linterna. Le ofrezco mi mirada
más desamparada.
—¿En serio? ¿Os vais a casar? Mazel tov.
Miles no se molesta en sacarlo de su error.
—¿Cree que podríamos pasar?
—Si van poco a poco, no debería pasar nada. Hay un puñado de paletos
que van demasiado deprisa y bastantes coches atrapados. Tómenselo con
calma. Les dejaré pasar.
Me agarro las manos y digo:
—¡Oh, muchísimas gracias! ¡Muchas, muchas gracias!
Miles sube la ventanilla y lo saluda mientras el primero hace señas a
otro policía. Juntos nos guían a través de los vehículos de emergencia y
dejan atrás una camioneta estampada contra la valla de contención.
Y volvemos a estar en marcha.
Al cabo de unos minutos, tengo que decírselo. A regañadientes,
murmuro:
—Gracias.
—¿Por qué?
—Por decirle al policía que teníamos que pasar y no darte por vencido.
—Bueno, no me parece lo más sensato —responde, con la mandíbula
tensa—. Y no lo hago por ti. Lo hago porque creo que prefiero caerme por
un barranco antes que pasar la noche contigo en Boulder.
Lo miro furiosa.
—Lo mismo digo.
Gruñe como si estuviera de acuerdo con lo dicho.
El coche no parece tener tracción. Se desliza por la carretera cubierta de
nieve, y no hay marcas por las que guiarse.
—Creo que deberíamos ir despacio —sugiero mientras me froto las
manos a la vez que le da más gas al coche para subir la montaña.
—Ya. Voy a ir tan lento como pueda.
Sonrío. Quizá no lo odio tanto, después de todo.
17:46 h
6 de diciembre
6 de diciembre
Suspiro.
«Lo sé. Quizá la grúa pueda venir mañana por la mañana. Y entonces
todavía llegaré a la boda».
6 de diciembre
Que quede claro: jugar a «Verdad o reto» no es tan divertido cuando uno
está sobrio.
Sobre todo, cuando tratas de olvidar que te has acostado con el otro
jugador que hay en la sala.
De algún modo, hemos terminado así: llevamos más de una hora
jugando. Estamos sentados en el banco de madera, sorbiendo café y
fingiendo que estamos interesados mientras tratamos de que el juego sea lo
más decoroso posible, por motivos obvios.
Me he reclinado en el banco para estar más cómoda y he utilizado el
cárdigan de almohada a la vez que me he tapado con la camisa de franela
de Miles. Trato de ignorar que huele a su loción de afeitado, tan masculina
y limpia que tengo ganas de hundir la cara en ella.
—Vale, ¿verdad o reto?
—Reto.
Pongo los ojos en blanco.
—¡Solo pides eso! Ya no tengo más ideas.
Se encoge de hombros y mira a su alrededor.
—Joder, ojalá tuviéramos un tablero de ajedrez. Podría fabricar uno.
—Dios, no. ¿Para que vuelvas a darme más palizas? —Me levanto y
me froto las manos mientras pienso. Ya verás, te gustará este reto.
Para no cruzar ninguna línea, no le he pedido que haga nada que
requiera despojarse de una prenda de ropa, decir palabrotas, hacer gestos
obscenos, tocarme o hacer nada que tenga que ver con el sexo, ya sea
pensar, hablar o imitar. De esta forma, básicamente le hemos quitado toda
la gracia al juego. Así que la mayor parte de los retos que le he propuesto
han sido atléticos o de ejercicio físico, como dar tres vueltas corriendo
alrededor del edificio.
Los suyos tampoco han sido muy lúcidos. Ha llegado a pedirme que le
cantara el alfabeto a partir del expositor de folletos turísticos.
Miro a mi alrededor y se me ocurre algo.
—Vale. Veinte flexiones.
Sonríe como si dijera «¿Solo eso?». Se pone de rodillas.
—Pero —anuncio, de pie frente a él— cada vez que hagas una, tienes
que besarme los pies y decir «No eres Novzilla».
Se sienta sobre los talones y sacude la cabeza.
—Joder. Vale, elijo verdad.
Aplaudo.
—¿Sí? ¡Vale!
De hecho, eso hace el juego más interesante. Hay una multitud de
pequeños misterios en el mundo de Miles. Cuando estaba en la universidad,
todas mis amigas hablaban sobre él como si fuera una especie de famoso.
Querían saber qué le interesaba.
Aunque tiene bastante ego, es sorprendentemente discreto acerca de su
pasado. No estoy segura de que Aaron sepa mucho sobre él.
Así que ahora tengo la ocasión de conocerlo mejor, y voy a
aprovecharla.
—Vale. No dejas de burlarte de mi boda. Si fueras a casarte, ¿cómo lo
harías?
Sonríe.
—Eso es un gran «si».
—¿No te ves casado?
—No —dice de manera automática.
Me inclino hacia delante.
—¿Porque no estás de acuerdo con la institución del matrimonio o no
quieres atarte a una única mujer, o…?
—Todas esas razones.
—Ah. Pero si en un caso hipotético fueras a casarte…
Se ríe y se rasca la sien mientras mira hacia el techo, reflexionando.
—Mmm. Supongo que solo querría una cosa.
—¿Qué?
Estoy en el borde del asiento, como si Miles fuera a abrirme su corazón
con esta respuesta.
—Nieve. Mucha nieve.
Lo miro enfadada.
—Muy divertido, listillo. Como no has sido sincero, toca otra ronda de
verdad.
—Era sincero.
Me cruzo de brazos y lo fulmino con la mirada.
Al cabo de un instante, acepta mis condiciones y asiente.
—Vale. Verdad. Mmm… Veamos. —Me acaricio la barbilla mientras
repaso las posibilidades—. ¿Por qué te fuiste de D-Phi?
Me mira extrañado.
—¿Esa es la pregunta candente que te mueres por saber?
Asiento.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Porque esa fraternidad era la más popular y la gente que entraba en
ella disfrutaba a fondo de la vida universitaria, con sus fiestas. Y luego
estabas tú. Jamás ibas a las fiestas mixtas, pasabas más tiempo jugando
conmigo al ajedrez que en el sótano de fiesta y, en cuanto te licenciaste, no
volviste a pasar por allí ni de casualidad. ¿Por qué?
Levanta las manos y dice:
—No lo sé. No me iba ese rollo. No como a Aaron. Pero ya sabes que
es mi mejor amigo desde que íbamos al colegio. Como él se metió, yo
también entré.
—¿Porque no querías quedarte atrás? —Imito una carita triste—.
Pobrecito.
—No lo sé. —Bosteza y parpadea como si estuviera a punto de
quedarse dormido. Sí, el juego está muy aburrido—. Quizá. Fue hace
mucho tiempo.
—Aaron me dijo que os conocisteis en el patio del colegio. Que tú y él
erais los únicos chavales que estabais en forma de la clase, y que cuando se
hacían equipos, siempre jugabais el uno contra el otro. Y que, por eso, no
os soportabais al principio. ¿Es verdad?
Asiente, un poco sorprendido porque sepa eso de él.
—Verdad. ¿Qué más te ha contado Aaron de mí?
Arqueo las cejas y me hago la misteriosa. La verdad es que poco más,
pero me gusta que se interese.
—Que tu padre había venido con la familia a Boulder desde Nueva
Jersey cuando tenías diez años como parte de un programa de protección de
testigos o algo así.
Me mira, sorprendido.
—Algo así.
—Entonces ¿es cierto?
Se encoge de hombros.
—Eso es muy emocionante. ¿Tu padre fue testigo de un crimen o algo
similar?
—No. Casi toda mi familia está implicada en el crimen organizado. Mi
padre quería salirse, así que hizo un trato con el FBI para testificar contra
ellos a cambio de que nos protegieran.
Me quedo boquiabierta.
—¿De verdad? Espera, ¿Miles Foster es tu verdadero nombre?
—¿Qué quieres decir? Es mi nombre, sí. ¿El primero que tuve? No.
Ahora sí que me ha dejado sin palabras.
—¿Qué? —Me acerco a él—. Eso es muy interesante. Entonces, ¿cómo
te llamas?
Sacude la cabeza con aires de misterio.
—Guau. Vale, vale, lo entiendo. Entonces, espera, ¿deberías contarme
esto? ¿No se supone que es un secreto? ¿Como esos que si me cuentas
tendrías que matarme?
Se ríe.
—No. Quiero decir que sí que es un secreto, pero ¿a quién se lo
contarías? No es muy grave. Además, la familia se fue al cuerno después
del testimonio de mi padre. El negocio familiar, quiero decir. La mayoría
están en la cárcel. Mi abuelo, mis tíos… Dudo que nadie me busque, y si lo
hacen, no querrán matarme. Soy sangre de su sangre.
Me echo hacia atrás.
—¿Pero todavía buscan a tu padre? Porque gracias a él terminaron en la
cárcel, ¿no?
Se pone muy serio.
—Mis padres murieron en un accidente de coche cuando tenía
dieciocho años —me cuenta, y se mueve un poco en el banco—. ¿Aaron no
te lo ha dicho?
Niego con la cabeza, asombrada.
—Lo lamento. —Me siento como una idiota por sacar el tema. No me
extraña que condujera con prudencia por la carretera nevada—. Pero eso
quiere decir… que estás solo.
Asiente.
—¿No te importa?
—En lo más mínimo. Porque me gusto. No pasa nada porque uno
disfrute de la compañía de uno mismo, antes que de la de los demás. Y no
estoy solo del todo. Tengo gente, amigos.
—Pero no tienes novia.
—No. —Me mira con curiosidad—. ¿Por qué te preocupa tanto?
—No me preocupa, solo soy curiosa —digo con ligereza.
—Pues lo que te decía: tengo gente. Tengo a Aaron.
—Sí, pero apenas quedáis últimamente.
Asiente y mira el suelo pensativo.
—Es lo que te he dicho. Estoy a gusto conmigo mismo.
—¿No te sientes solo?
—Muy pocas veces.
—¿Y qué haces cuando eso pasa?
Se encoge de hombros:
—Me recuerdo que la raza humana suele ser bastante insoportable.
—Mmm, ya. Y tú no eres nada insoportable.
—Exacto.
Dios, es un bastardo engreído. Me gustaría borrar esa mirada de
superioridad de su cara. Sin embargo, no me muevo y digo:
—Pero ¿por qué ya no invitas a Aaron que te visite en Denver?
Me mira fijamente.
—Eh, ¿qué pasa? Esto es un tercer grado. Creo que me toca a mí.
Supongo que me he pasado con las preguntas. Pero en cuanto he
empezado, no he podido parar. ¡La mafia, por el amor de Dios! Cada
detalle fascinante que descubro acerca de él me hace querer saber más.
Somos personas de caracteres totalmente opuestos. Mi historia es el
equivalente histórico a ver cómo se seca la pintura: un aburrimiento.
Me recuesto contra la pared y doblo las piernas contra mi pecho a la
vez que hundo los dedos en la suave franela de su camisa para no tener frío.
—Vale, verdad.
Se toca la barbilla, pensativo. En todas las preguntas que me ha hecho,
me ha obligado a reflexionar mucho, porque eran cuestiones bastante
profundas. Creo que por eso me duele un poco la cabeza.
—Vale. Imagínate que Aaron no existe. Si pudieras salir con cualquier
personaje literario o de una película, ¿con quién lo harías? ¿Quién sería tu
pareja ideal?
—Oh, eso es fácil. Andy Dufresne.
Arquea las cejas, impresionado.
—¿El protagonista de Cadena perpetua, eh? Interesante.
—Me encanta. Cuando dice que amaba a su mujer, pero ella contaba
que era un hombre difícil de conocer. Que era callado y reservado y un
gran misterio y…
Me callo. Porque me escucha con atención, asintiendo, y, de repente,
me doy cuenta de que Andy Dufresne y Aaron no se parecen en nada.
Y en cambio, Andy Dufresne es clavado a Miles. Incluido que sepa de
números y de ajedrez.
Me ruborizo. Encuentro un hilo de lana suelto en mi cárdigan y tiro de
él.
—Bueno… ¿Verdad o reto?
Se endereza y se estira.
—Vale. ¿Quieres saber por qué no le pido a Aaron que venga a
visitarme?
Me quito la goma del pelo y lo sacudo mientras asiento.
Pasea la mirada por mi pelo mientras los mechones me caen sobre la
cara, y por un brevísimo instante, me pregunto cómo sería si alargara la
mano y los apartara. Ha pasado mucho tiempo desde que me miró como si
me deseara: cinco años exactamente. Y, sin embargo, nunca había sentido
nada tan emocionante hasta el momento en que me miró así.
Antes de él, el sexo era algo torpe. Con él aprendí que podía ser una
fuente de placer infinita, de intimidad y de diversión. Fue como si esa
noche hubiera abierto un capítulo nuevo de mi vida. Me pregunto si lo
sabrá.
Le miro los labios y los imagino sobre mi piel cuando dice:
—Supongo que podría decirse que lo he superado.
Pienso en cómo puso su dedo en mi barbilla y acercó mi boca a la suya,
hasta que sus palabras llegan a mi cerebro.
—¿Qué quieres decir?
—Al salir de la universidad le di algo de tiempo. Pensaba que se le
pasaría cuando estuviéramos en el mundo real, hará unos dos años.
Mírame: tengo veinticinco años. Llevo fuera de la universidad casi cinco.
Me he pasado cinco años esperando a que madure y sigue igual. Estoy bien
como estoy, y no quiero que me arrastre a su estilo de vida. Me gusta ser un
adulto.
Abro mucho los ojos.
—Pero Aaron va a casarse. Eso es un paso muy adulto.
—Sí, y quizá lo cambie. Y si lo hace, estáis más que invitados a venir a
verme a Denver. Pero ahora mismo… No quiero pedir a la señora de la
limpieza que se encargue del vómito en el baño de los invitados después de
una noche de juerga. Yo ya no soy así.
Parpadeo. Supongo que tiene sentido. Por eso lo he visto mucho
menos.
—¿Se lo has dicho?
Se pasa las manos por el pelo.
—Sí, a menudo. Y me llama viejuno y me dice que tengo que aprender
a disfrutar de la vida.
—¿Es lo que te dijo la noche de la despedida de soltero?
—Sí, y quizá tenga razón, no digo que no. Quizá estoy viviendo mi
vida de manera equivocada. Pero soy feliz con mi elección. Es lo que soy, y
soy distinto a él.
Sí, lo sé. A la perfección. Es posible que sean mejores amigos, pero son
muy diferentes.
Me observa con curiosidad.
—Está claro que no te preocupa.
—Bueno, no… Yo…
—Todavía eres muy joven.
Lo dice como si yo fuera un bebé y él, un sabio anciano.
—Solo tengo tres años menos que tú. Y sí que me preocupa.
—Pero nunca se lo has dicho. Jamás. Dejaste que fuera por ese camino
y te sumaste a él.
—Sí. —Y no he logrado gran cosa—. Em… ¿Qué pasó exactamente la
noche de la despedida de soltero? ¿Por qué volvisteis tan tarde? Quiero
decir… ¿Cuánto se relajó Aaron, exactamente?
Frunce los labios, sacude la cabeza y agita el dedo índice frente a mí.
—Creo que ya me has preguntado demasiadas verdades, enana. Me
toca.
Vale, ya. Aunque no esté en la misma onda que Aaron, sé que Miles no
lo traicionará. Pero no es ningún mentiroso. Si le hago una pregunta
directa, me dirá la verdad. Solo tengo que esperar a que llegue mi turno.
Pero quizá no quiera saber la verdad.
—Vale. —Miro a mi alrededor—. Me siento valiente. Reto.
—Vale. —Se mete la mano en el bolsillo y saca un billete de un dólar
—. Necesito un pañuelo.
Levanto una ceja y le señalo el gorro.
—Si me tapo los ojos con esto, no veo nada.
—Vale, hazlo.
Así lo hago.
—Levántate.
Me pongo de pie con cuidado y extiendo las manos frente a mí. Al
hacerlo, noto que roza las borlas del gorrito.
—Espera. Adónde…
Noto su mano en la parte baja de mi espalda y me conduce con
suavidad hacia delante. Doy un par de pasos. Nos dirigimos por el pasillo
hacia los lavabos y las máquinas expendedoras. Oigo el zumbido eléctrico
de una, frente a mí, cuando me pide que me detenga.
—Vale. Extiende la mano y presiona un botón.
—Pero…
—Ese es el reto. Elijas lo que elijas, te lo comerás.
Frunzo el ceño.
—Eres un idiota.
—Así que asegúrate de que tiene calorías, porque mañana tendrás que
ponerte ese vestido y llevas mucho sin comer.
Podría decirle que prefiero elegir verdad, como ha hecho él, pero lo
cierto es que tengo hambre. Ojalá recordara a qué altura quedaban las
palomitas. Extiendo la mano con demasiada fuerza, choco contra el cristal
y me hago daño en los nudillos.
—¡Ay!
—Buena elección. —Oigo el ruido de la máquina mientras se traga el
billete de un dólar, a Miles que aprieta un botón y el ruido del producto que
cae. Suena sospechosamente pesado en el cajón de recogida.
Me guía de vuelta al banco. Me siento y no tengo ni idea de lo que va a
meterme en la boca. Soy un poco maniática en lo que respecta a la comida,
en especial desde que estoy a dieta. Casi no he probado la comida basura
desde…
—Abre la boca.
Oigo que abre el envoltorio y obedezco. Estoy un poco asustada y noto
algo duro entre los labios.
Cierro la boca y muerdo.
Y casi vomito. Me llevo la mano a la boca y con la otra me subo el
gorrito.
—¡Qué asco!
—¿No te gusta el regaliz?
—¡No, para nada! —Corro a la basura, escupo y luego tomo un sorbo
de café para quitarme el sabor—. ¡Es asquerosa!
Se mete una en la boca y mastica.
—No está tan mal.
—Eres muy raro.
—No es verdad.
—Como un perro verde. Todas mis compañeras de primer año hablaban
de ti, me hacían un montón de preguntas. Pensaban que estabas como una
regadera.
—¿Ah, sí? —No parece ofendido, solo interesado—. ¿Qué tipo de
preguntas te hacían?
Sonrío.
—Básicamente, como no estabas interesado en ninguna de ellas,
querían saber si eras gay.
Se queda inmóvil con un pedazo de regaliz a medio camino hacia su
boca. Luego se la mete y frunce el ceño.
—Bueno, tú mejor que nadie sabes que no lo soy.
Ahora soy yo la que se queda inmóvil. Cuando levanto la mirada, sus
profundos ojos azules están clavados en mí. Me ha dejado sin palabras y de
repente noto que me arden las mejillas.
Me aparto un poco.
—¿Te acuerdas de eso?
Se ríe, con un sonido suave y bajo.
—Claro. ¿Tú no?
—Bueno, sí… Pero… —Trato de controlarme, pero fracaso de manera
estrepitosa. Me pongo roja como un tomate.
Sonríe irónico.
—Y debió de ser memorable para ti, porque lo siguiente que pasó fue
que empezaste a salir con Aaron.
No sé por qué, pero mi estómago está en caída libre. Farfullo sin
sentido, como siempre que estoy nerviosa.
—Bueno, creo recordar que después de aquello desapareciste durante
dos meses. Y no tenía ni idea de que te acordases porque habíamos bebido.
No parece incómodo cuando lo digo y responde como si nada:
—Yo no estaba borracho. No me he emborrachado en mi vida.
¿Cómo? No lo dice en serio.
—¿Tú sí?
Lo miro. Por supuesto que lo estaba. No me habría acostado con él si…
Una vocecita interior me corrige.
«Oh, sí. Claro que lo habrías hecho».
La voz tiene razón. Habían pasado horas, Aaron había desaparecido sin
traerme la cerveza prometida y yo estaba de bajón. No encontraba a mis
amigas y me había olvidado el móvil en la residencia, así que me había
llevado a su habitación para que usara el suyo. Y con todas mis facultades
intactas, había entrado en su dormitorio y había caído completa e
irrevocablemente bajo su hechizo.
No puedo pensar en eso ahora.
Tenemos que cambiar de tema.
—Bueno… Esa vez no demuestra nada. Aquella noche te podrías haber
convencido de que te gustaban los hombres.
—No. Créeme, no.
Me doy cuenta de que tengo la boca abierta y totalmente seca.
—Bueno, no tenías novias. Sé que mantenías relaciones esporádicas,
pero nunca repetías con ninguna.
—¿Lo sabes?
No admitiré que cada vez que me iba de la habitación de Aaron,
mientras Miles aún vivía en la casa de la fraternidad, lo seguía y veía a
todas aquellas chicas preciosas que se iban de su habitación igual que yo,
de buena mañana. Me preguntaba, hasta casi perder la razón, si a ellas
también les había abierto un mundo de placer, si también se habían corrido
gracias a él y si también les había dicho que eran «enloquecedoramente
hermosas».
Sus ojos me queman y no puedo sostenerle la mirada. Incluso cuando la
aparto, la siento sobre mí.
Cuando vuelvo a abrir la boca, mi voz suena débil.
—Aaron siempre decía que tenías expectativas poco realistas. Que
querías una modelo con tetas enormes. Y como jamás hablamos después de
eso, pensé que estabas borracho y que habías cometido un error.
Se inclina hacia delante y pone los antebrazos en las rodillas mientras
asiente.
—Bueno, sí. Eso es verdad. —Ojalá supiera de qué habla—. Lo de las
tetas enormes no sé, pero sí tengo estándares muy elevados.
Pongo los ojos en blanco.
—¿Cómo puedes tener un ego tan grande? ¿Por qué piensas que nadie
es lo bastante bueno para ti?
Se mete las manos en los bolsillos del pantalón y camina
tranquilamente hacia mí, así que cuando se detiene, es como si una torre
humana, de atractiva piel masculina, se hubiera plantado frente a mí.
—No es cierto. Sí que hay alguien lo bastante bueno para mí.
No sé por qué, pero mi corazón se entristece al oírlo.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué no la has traído a la boda?
—Oh, estará en la boda. —Sus palabras me hacen levantar la mirada y
sus ojos capturan los míos. Están oscuros, más de lo que jamás los había
visto—. Es la novia.
Mi corazón deja de latir por un instante y, durante unos segundos, me
olvido de respirar. Su expresión no cambia. Tiene la mandíbula firme y los
ojos desafiantes, como si acabara de retarme y esperara mi respuesta.
Mi primera reacción es agarrarlo de la camisa y poner los labios sobre
los suyos, perderme en su cuello y en su barba de dos días y hundir mi
lengua en su boca.
Pero eh, eh. Espera. ¿De qué va eso? Sería algo horrible y un error, y no
puede ser.
Mi segunda reacción no es mucho mejor: empujarlo sobre el banco y
subirme a horcajadas sobre su cuerpo duro y musculoso.
Es bueno que no tengamos que obedecer a nuestros instintos, porque si
no ahora estaría metida en un buen lío.
Antes de que mi tercera reacción llame a la puerta, noto que sus ojos
han cambiado de color. Ahora bailan y son de un azul vibrante y juguetón.
Era broma. Trataba de hacerme saltar. Su especialidad.
Lo empujo con fuerza. Tanta, que da un paso hacia atrás.
Se ríe, casi por lo bajo.
—Deberías haber visto tu cara.
—Joder, eres imbécil. De verdad que te odio —gruño y le golpeo el
pecho con los puños—. Claro, has superado a Aaron, claro que sí. ¡Eres tan
inmaduro como él!
Ya no se ríe. Levanta las manos para bloquear mis golpes y, como ve
que no me detengo, se aleja.
Me largo, sintiéndome avergonzada y estúpida. ¿Cómo se me ocurre?
Son casi las diez y debo de estar agotada porque, por un instante, he
considerado la posibilidad de besar a Miles Foster, el Gran Mago. Si ni
siquiera se llama así. El día anterior al que se supone que me voy a casar
con su mejor amigo.
¿Qué demonios me pasa? Cuando imaginaba el día previo a mi boda,
pensaba en una noche agradable en familia, preparándome para la aventura
de mi vida.
Pero no esto. No esta cadena de errores de mierda que hace que tenga
ganas de salir fuera, hundir la cara en la noche nevada y gritar como una
loca que no puedo más. No. Puedo. Más.
Miles Foster no puede seguir jugando conmigo como si fuera una
canica. Si seguimos así, no resistiré mucho más tiempo. Y quizá ya sea
demasiado tarde.
23:36 h
6 de diciembre
7 de diciembre
Vuelvo dentro para contarle la noticia a Miles y lo veo salir del baño.
Su voz es juguetona. Dice:
—Adivina.
—¿Qué? —digo, con el mismo tono.
—Hoy es el día de tu boda.
Casi se me había olvidado. ¿Por qué se me encoge el corazón, y no es
de emoción?
—Ah, sí.
—No te preocupes, princesa. Te llevaremos al altar.
Parece preocupado. Lo dice como si fuera igual de importante para él
que para mí. Y al menos ahora me llama princesa en lugar de Novzilla,
pero, no sé por qué, todavía me molesta.
—Ya. Eva me ha enviado un mensaje, dice que llegará una grúa a
primera hora de la mañana.
Llevo más de un año esperando este día. Entonces ¿por qué me siento
como si fuera realmente el peor día de la historia?
—Genial. ¿Lo ves? No hay nada de qué preocuparse.
Asiento y me abanico un poco. Tengo que calmarme. Por supuesto que
Aaron también me ha hecho disfrutar en la cama. Me ha provocado muchos
orgasmos. Todo va bien en ese aspecto, así que no sé por qué demonios
siento que aquella vez con Miles fue mil veces mejor.
Necesito dejar de pensar todo el rato en su cuerpo. Ojalá tuviera un
libro para distraerme. Estoy a punto de tomar una decisión importantísima
que cambiará mi futuro y que marcará el resto de mi vida; y por eso estoy
nerviosa. La hierba siempre parece más verde y frondosa en el jardín del
vecino, hasta que te quitas los zapatos y caminas descalza sobre ella.
Son los nervios, nada más.
Me siento en el banco y me recojo las rodillas hasta el pecho. Tengo los
pies tan pálidos que casi son de color azul.
De repente, me acuerdo.
—¡Miles!
Está frente a la máquina expendedora, frotándose la barbilla.
—¿Sí?
—Acabo de acordarme… Mierda, no sé porqué no lo he pensado antes.
Tengo una bolsa de Macy en el maletero con un par de botas nuevas. Iba a
devolverlas porque no estaba segura de que fueran mi estilo, pero mejor
eso que ir descalza.
Bosteza, se estira y va hacia la puerta.
—Voy.
Hago ademán de tirarle la camisa, pero me dice que no. Así que piensa
salir medio desnudo en plena tormenta de nieve. Está loco. Se la tiro a la
cara.
—Póntela. Ya he visto demasiado tus abdominales perfectos.
Sonríe y se la pone.
—Gracias, y esta vez trata de no cortarte la mano. —Me quedo en el
banco, me masajeo los pies y trato de no pensar en él.
Pero es imposible.
Vuelve unos minutos más tarde.
—Eh… Lia.
Giro la cabeza, pensando que debe de ser otra persona.
Me ha llamado Lia.
¿Se sabe mi nombre?
Me tiembla la voz.
—¿S…, sí?
Mira en el interior de la bolsa de Macy arrugada.
—Creo que estarás mejor descalza.
Salto del banco y tomo la bolsa.
—No exageres, no será para tanto.
Miro las botas. Había olvidado lo horrendas que eran. Son de cuero
hasta la rodilla, con tacón alto, y una pequeña máscara felina.
—Eh… —Me pongo roja.
—Es verdad que no es exactamente tu estilo. ¿Cuándo ibas a ponerte
algo así?
—Bueno… —Arrugo la bolsa y la tiro sobre el banco—. Vale, te lo
diré. Aaron me contó que tenía una fantasía. Una fantasía con Catwoman.
Y pensé que podría… No sé. Pensé que le haría ilusión si su fantasía se
convertía en realidad en su noche de bodas. Pero luego dijo algo que me
hizo cambiar de opinión, así que lo guardé todo en el maletero, para
cambiarlo.
Me mira como si fuera extraterrestre.
—Lo dices en serio.
Asiento.
—¿Qué te dijo?
Me encojo de hombros.
—Bueno, dejé caer que igual podríamos probarlo y casi se parte de risa.
Dijo que ni merecía la pena que lo intentara.
Me escucha con atención. No responde, como si esperara a que
terminase de contarle lo que pasó. Siento que tengo que seguir hablando,
así que farfullo:
—No pasa nada. Es que no soy sexy, y ya está. Me dijo que no le
importaba. Que soy una chica normal y que quiere pasar el resto de su vida
conmigo, ¿sabes? No con las demás mujeres. Así que supongo que eso
debería hacerme feliz. —Me animo y abro la bolsa.
—Ya…
Parece que quiere decir algo más, pero cierra la boca y fija los ojos en
el suelo.
—¿Qué? —–Saco las botas. Vale, no son botas de escalada ni mucho
menos, pero no tendré que ir descalza. Prefiero tener los pies secos y
calientes. Me pongo las botas por encima de los leotardos mientras me
mira.
—Nada. —Me observa con curiosidad cuando me levanto y doy una
vuelta para probarlas—. ¿Así que no te pondrás el resto del conjunto?
Le saco la lengua.
—Ja, ja, ja.
—Solo digo que si todavía no estás decidida, yo me ofrezco a aclararte
si estás sexy o no. —–Cruza los brazos y me mira de arriba abajo—. Porque
ya te lo puedo decir. Eso que llevas es muy excitante.
—Eh, ¡para ya! —Sé que me toma el pelo. Pero tiene que dejar de
hacerme pensar en nada más excepto en que me voy a casar con Aaron en
menos de nueve horas. Estoy bastante nerviosa de todos modos—. Creo
que va a ser que no.
Se encoge de hombros y vuelve a la máquina expendedora.
—¿Me prestas un dólar? —le pido, mientras me tambaleo hacia el
banco—. Estoy muerta de hambre. Mi cena de regaliz no ha sido para tirar
cohetes.
Sacude la cabeza y me enseña un billete.
—Es mi último dólar.
—Oh.
Vale, no hay problema. Oigo que compra algo y tomo un sorbo del agua
que todavía me queda. Me tomaré otro café. La parte buena es que el
vestido de novia me quedará de fábula, eso seguro.
En menos de nueve horas.
Diosmíodiosmío. Voy a casarme en menos de nueve horas. Eso creo.
—Otra máquina quitanieves —dice de repente.
Me giro y trato de levantarme para ir a la puerta con mis ridículas
botas. Antes de lograrlo, me pone algo en la mano.
—Toma.
Ya está fuera y no me doy cuenta de que es…
Un Twizzler. Para mí, es la mejor golosina del mundo.
Me quedo allí, helada, y trato de centrarme. ¿Cómo lo sabe? ¿Se lo he
dicho durante el viaje?
No.
¿Se lo he dicho durante los últimos años?
No. Si apenas nos hemos visto.
Pero lo sabe, de algún modo.
¿Por qué?
Lo sé. Dice que no debo darle importancia a las cosas. Que no lea lo
que no es. Que no piense que mientras todos sus amigos estaban de juerga
en el sótano de la fraternidad, él jugaba al ajedrez conmigo durante horas.
Que conducía ida y vuelta desde Denver para darme clases y que pudiera
sacarme los exámenes de GRE. Que cuidaba de mí en la fraternidad para
que no me pasara nada malo. Que sabe cuál es mi golosina favorita y que
creo que Aaron no tiene la menor idea de cuál es.
Pero es que no paro de ver señales en todo esto.
Soy Novzilla. Enana. Loca. Princesa. Me odia.
¿Me odia, verdad?
Al cabo de un minuto, me envuelvo en el cárdigan y salgo fuera. Me
quedo bajo el porche del edificio y veo una máquina quitanieves que
avanza lentamente por la otra punta del aparcamiento. Miles está de pie,
con nieve hasta las rodillas y las manos en los bolsillos.
La tormenta está amainando.
—¿Crees que puede vernos? —digo desde el borde del porche, donde la
nieve se acumula en un enorme montón que hace que el edificio parezca
liliputiense.
—Sí —responde, se gira y avanza por la nieve—. Pero es un capullo.
Le he pedido que nos ayudara a sacar el coche de la zanja y dice que no
puede. Que es una cuestión legal, no puede aceptar la responsabilidad si
hay algún desperfecto.
—¿En serio? —Me vengo abajo—. ¿Le has dicho que…?
Me callo. Iba a decir que si le había dicho que voy a casarme, pero hace
un rato ha mencionado que el hecho de que sea el día de mi boda no me
convierte en nadie especial.
Y tiene razón.
No es como si hubiera curado una enfermedad o hubiera ganado un
maratón o hubiera hecho algo que poca gente sea capaz de hacer.
Todo el mundo se casa.
Fuera de mi pequeño círculo de amistades, a nadie le importa un
pepino.
Sus ojos se posan sobre mis ridículas botas y me ofrece una sonrisa
perezosa.
—Bueno, quizá obtengas un resultado distinto. Sobre todo, si te pones
todo el conjunto de Catwoman.
Ajá. Qué gracioso. Vuelve a girarse para observar la quitanieves y me
quedo detrás de él mientras contemplo su espalda enfundada en la camisa
de franela y trato de fingir que no se me hace la boca agua solo con verlo.
Luego me acuclillo, tomo un poco de nieve y hago una bola. La arrojo
contra él con todas mis fuerzas. Contacto. Quería darle en la cabeza, pero le
doy en el hombro.
Se gira mientras intento hacer otra bola lo más rápido que puedo.
—¿Quieres morir?
No se empieza una pelea con un cuchillo de mantequilla, pero es lo que
acabo de hacer. No soy atlética, llevo botas de tacón en la nieve y Miles es
un deportista que disfruta en la nieve.
Aprieta los nudillos y me mira furibundo. He despertado al dragón.
Tiro otra bola, pero esta vez no le doy, y él también se pone a preparar
su propia artillería. Una bola de nieve enorme.
Chillo y busco donde esconderme. Trato de protegerme detrás de uno
de los pilares de piedra bajo el porche, pero antes de llegar, la bola me da
en el pecho.
—¡Eh, Sargento Miles! —grito y me sacudo la nieve—. Es posible que
hayas ganado la batalla, pero no ganarás la guerra.
Avanza inocentemente hacia mí, con las manos en los bolsillos y una
sonrisa.
—Creo que la victoria ya es mía, Soldado Lia. Para ser alguien a quien
no le gusta la nieve, estás cubierta de ella.
—Qué divertido. —Me agacho para tomar más nieve—. ¿Quieres más?
Me responde con una bola que me da en la barbilla. Me quedo
boquiabierta. ¡Es muy rápido!
—Tú lo has querido. ¡Guerra!
Acepta el reto.
—Vamos a ver de qué estás hecha, enana.
Me duelen los dedos, pero formo otra bola de nieve. Apunto a su
cabeza y fracaso de manera estrepitosa. La bola cae a más de un metro de
distancia.
—¿A eso llamas guerra? —me provoca.
Frenéticamente, trato de formar otra bola, pero me da en la cabeza. La
nieve se deshace y el agua me cae por el cuello. Chillo.
En el siguiente intento, lo engaño al fingir que iba a tirar en una
dirección, así que no se lo espera cuando arrojo la bola contra un montón
que tiene al lado, de modo que la onda expansiva lo cubre de nieve.
Levanto el puño en señal de victoria.
—¡Sí!
Allí está, medio hundido en la nieve, congelado por la sorpresa.
Mi triunfo apenas dura un segundo, porque en un instante su expresión
se transforma en determinación animal.
—Vas a ver lo que es bueno —grita y forma rápidamente otra enorme
bola de nieve, casi del tamaño de su cabeza.
Grito, me alejo y trato de ocultarme detrás del pilar, pero tropiezo, me
caigo al suelo y termino cubierta de nieve de pies a cabeza. Trato de formar
otra bola, y los dos nos damos al mismo tiempo, en el pecho.
Para entonces, estoy demasiado eufórica como para que el frío me
importe.
No me siento ni las manos ni los pies, pero no me importa.
Ya no formamos bolas de nieve, simplemente nos arrojamos puñados el
uno al otro.
Y me río tan fuerte que no puedo parar. Estoy mareada, mojada,
cubierta de nieve y me siento viva.
Estoy perdida en un mar de color blanco mientras él me arroja nieve, se
acerca más y se burla porque decía que no me gustaba la nieve.
—Tienes que calmarte. Yo te ayudaré —le digo, mientras se agacha.
Le agarro el cuello de la camisa, que no se había acabado de abrochar,
lo abro y le meto un puñado de nieve en la parte de abajo del cuello.
Me señala con una mano y con la otra me agarra la muñeca.
—Estás muerta.
Lo dice como si fuera en serio. Trato de zafarme, pero vuelvo a
tropezar con la nieve y un segundo después, él cae sobre mi cuerpo y me
retuerzo para huir a la vez que me tira más nieve, como si quisiera
enterrarme bajo una montaña helada.
Me río con tanta fuerza que apenas puedo respirar.
—¡Para, para! ¡No, por favor! ¡Para!
Lo hace. No se mueve y yo tampoco. Los dos jadeamos. Clava la
mirada en la mía. Su nariz está a un milímetro de mí. Siento el calor de su
piel, su barba de dos días casi roza mi barbilla y su pene semierecto está
atrapado entre los dos.
Voy a morirme aquí mismo.
No tengo frío.
Estoy tan caliente como puede estar un ser humano sin arder en llamas.
Tengo tantas ganas de que me bese que no puedo más.
Quiero probar su sabor.
Una brisa fría recorre el valle y me aparta el pelo de la cara.
Parpadea y se levanta.
—Admítelo, he ganado —dice como si nada.
Me quedo tirada en el suelo. El corazón me late desbocado.
¿Qué acabo de hacer, maldita sea? Casi…
Todavía mareada, me levanto y me miro los dedos. Están de color rojo
sangre, y seguramente las mejillas estarán igual. Miles, al contrario, apenas
parece afectado por el frío. Jadea un poco y en su rostro perfecto se dibuja
una sonrisa.
—¿Abandonas tan pronto?
—No me siento los dedos —admito e intento moverlos.
Me toma las manos entre las suyas y me mira. A pesar de que me ha
arrojado bolas de nieve durante un buen rato, las tiene secas. De inmediato,
siento la misma sensación que antes tenía en los pies, pero ahora en las
manos; como si me clavasen un millón de agujas, aunque el calor de su
masaje ayuda.
—¿Mejor?
Asiento porque me he olvidado de hablar. Lo único que tengo en la
cabeza es la sensación de sus manos sobre las mías.
Mis manos están frías, pero las suyas son las que tiemblan.
Me pregunto si se da cuenta, pues, de repente, las suelta y se las limpia
en el pantalón, como si acabara de tocar algo contaminado.
El hombre de la máquina quitanieves se acerca y baja la ventanilla.
Miles cruza las montañas de nieve para llegar hasta él, y yo lo sigo,
bamboleándome con mis ridículas botas.
Estoy empapada, y no me doy cuenta del frío que hace hasta que otro
remolino de viento me azota. El dolor se desliza hasta las manos y los pies.
—¿Seguro que no puede sacar el coche de ahí? —insiste Miles.
El tipo, un hombre mayor con barba de Santa Claus, pero no tan blanca,
sacude la cabeza.
—Lo siento. Ya he tenido problemas antes con favores así. Pero es que
no importa, al pie de la colina hay mucha nieve que todavía tardaremos
bastante en retirar.
Miles se rasca la cabeza:
—¿Ah, sí?
—Sí, es un desastre.
Miles me mira.
—Se casa a las once de la mañana. En el hotel Midnight Lodge. ¿Qué
le parece?
El viejo me mira con atención y se fija en mis botas.
—¿Va a ir al altar con eso en los pies?
Frunzo el ceño. Contesta a la pregunta y basta.
Se ríe.
—Bueno, sea como sea, con la nieve que hay en la colina, es imposible.
Casi me atraganto con el aire frío.
—¿Cómo?
—Solo le digo la verdad, señorita.
Empiezo a hiperventilar.
Miles se acerca al vehículo, se sube al lateral e insiste.
—Mire, está perdiendo los papeles. Si pudiera acercarse donde tenemos
el coche y ayudarnos a sacarlo, le aseguro que no le crearemos ningún
problema. Considérelo un regalo de boda, por favor.
El hombre repite su negativa.
—Buen intento. —Arranca el motor y Miles se baja—. Protéjanse del
frío, todavía queda tormenta. Y felicidades.
La máquina se aleja y Miles me mira como si me pidiera perdón.
Me abanico torpemente con las manos.
—No puedo respirar, Miles, no puedo respirar.
—Eh. —Me agarra las muñecas y las mantiene quietas—. Mírame. Aún
no está todo perdido.
Me castañetean los dientes.
—Estoy hecha un desastre. Casi noto las bolsas negras formándose en
mis ojeras. Voy a estar horrible en el día de mi boda, sobre todo si no llego
a tiempo.
—Mira, si no llegas exactamente a las once, no pasa nada. Quizá
puedan retrasarlo una hora o dos. —Alarga la mano, me aparta un mechón
de pelo y me hundo en el déjà vu—. Y de ninguna manera vas a estar
horrible. Eso no es físicamente posible.
Dejo de castañetear y de repente vuelvo a sentir calor.
—¿Qué?
Deja caer las manos y se aclara la garganta.
—Quiero decir que Aaron nunca pensará que tienes mal aspecto.
Sí que lo pensará. En los cinco años que llevamos juntos, jamás ha
vacilado a la hora de decirme que creía que estaba fea, si era lo que
pensaba. Lo descubrí a los pocos meses de salir, cuando me puse una
prenda de color púrpura y me dijo que parecía un payaso. Por eso me
aseguraba de estar perfecta cada vez que quedaba con él. Me negué a que
me viera durante una semana cuando descubrí que era alérgica al marisco y
me salió un sarpullido monumental. Cuando tuve la gripe también le
prohibí que nos viéramos. Y cuando me hicieron aquel corte de pelo tan
horroroso, justo antes de mi último año en la universidad, no nos vimos
durante un mes.
—Es obvio que no conoces a Aaron tan bien como crees —murmuro.
—Quizá no —reconoce y hunde las manos en los bolsillos—. Pero diría
que el día de tu boda es un poco tarde para admitir que ha cometido un
error.
Trago saliva. Exacto. Por eso no voy a pensar en errores de ahora en
adelante. Todo es como debería ser.
Caminamos hacia la puerta del refugio.
—Gracias. Y gracias por el intento con el idiota ese. ¿Por qué crees que
todo el mundo piensa que nos vamos a casar?
—Ni idea.
Lo miro de reojo.
—¿De verdad?
Se encoge de hombros.
—Sí, quiero decir, es raro. Está claro que tú no eres mi tipo.
Oh. Así que eso de «enloquecedoramente hermosa» solo era una frase
para ligar.
—Ya. Es obvio que eres como Aaron. Quizá no quieras una modelo con
tetas grandes, pero te va Catwoman. Al menos, a juzgar por lo mucho que
te han gustado las botas.
—Exacto —dice.
—Mira, hagamos una cosa. ¿Qué te parece si te regalo el conjunto, y
así convences a tu novia de que se lo ponga? Es decir, si alguna vez tienes
una.
Sacude la cabeza.
—Qué amable por tu parte. Pero de nuevo, es un gran «si».
—Ah, sí, se me olvidaba. A ti te van más los rollos de una noche. Nadie
está a la altura de tus estándares imposibles, al menos lo bastante como
para repetir, ¿verdad?
Me mira y dice en voz baja:
—¿Otra vez con esas? ¿Por qué te importa tanto? ¿Es porque fuiste una
de todas mis legiones de mujeres guapas? ¿Quieres saber en qué lugar estás
en la clasificación? ¿Es por eso?
Me quedo boquiabierta. Luego comprendo que tengo la manera
perfecta de salir del embrollo:
—¿Crees que soy guapa?
—Ja, ja. Muy divertida. —Abre la puerta y me deja pasar—. Quizá no
deberías ser tan curiosa. Ya sabes lo que dicen.
Cuando entro, todavía caen copos de nieve al suelo.
No espera a que conteste. Mira mis botas y dice:
—La curiosidad mató al gato… y a la gata también.
—Eres muy gracioso.
El calor me ataca en cuanto entro en el refugio y me quema la piel.
Tengo la ropa tan mojada que la humedad me irrita la piel, ya de por sí
enrojecida. Me envuelvo en el cárdigan empapado para contener el temblor.
—Ven aquí —dice, observándome.
Por un segundo, me pregunto si va a ofrecerse a hacerme otro masaje,
pero no lo hace. Lo cual está bien, porque no puedo aceptar. Fuera, he
estado a meros milímetros de volver a besarlo. De hecho, lo deseaba. Dos
milímetros han sido lo único que me ha separado de ser una buena esposa o
un ser humano horrible.
Lo sigo hasta el baño de señoras, castañeteando. En cuanto entramos,
aprieta el botón del secador de manos y me pone delante. No es que sea
ninguna maravilla, pero ayuda.
—Me parece que estas botas han sido un error. —Bajo la larga
cremallera y me las quito. No son botas de nieve, así que se han echado a
perder y además tengo los pies tan helados como si hubiera ido descalza.
—Ya te lo dije —masculla.
Me siento en el borde de la encimera del lavabo y levanto los pies para
que me dé el aire caliente. Mucho mejor.
—Y lo hiciste, Dumbledore.
Se ríe.
—¿Dumbledore?
Vaya, ¿lo he dicho en voz alta? Bueno, no es uno de los nombres más
terribles por los que lo he llamado.
—Sí, porque incluso cuando no lo sabes todo, lo sabes todo. O al
menos, eso crees.
—No lo sé todo —responde, orgulloso, reclinado sobre la pared—.
Solo sé bastantes cosas. La gran mayoría.
Pongo los ojos en blanco. Me quito el cárdigan, mojado, y me muevo
por el baño con la intención de secarme lo más rápido posible. Me
contorsiono como puedo para acercarme a la fuente de calor y, al hacerlo,
miro en el espejo y veo que me observa.
Su mirada es posesiva y masculina. Como si ni siquiera el apocalipsis
pudiera alejarlo de donde está.
Solo me ha mirado así una vez.
La noche que lo conocí.
Por un instante, lo miro fijamente. Sus ojos vuelven a oscurecerse y se
pasean por mi cuerpo igual que sus manos hicieron aquella noche, como si
quisiera recorrer el camino que dibujó aquella noche, hace años.
Y esa mirada me lo confirma todo.
Tampoco me odia tanto como creía.
03:10 h
7 de diciembre
7 de diciembre
Y lo envío.
Ya está.
Al cabo de un segundo, me tiembla el dedo con el que he apretado el
botón.
Madre mía. ¿De verdad acabo de hacerlo?
Supongo que sí.
El cielo es de color negro y las estrellas empiezan a asomar. No hay
nieve.
Pongo la mano en el pomo, empujo y le muestro el mensaje a Miles
para decirle que lo he hecho, que estoy orgullosa, que no me conoce tan
bien como cree. Entonces, empieza a sonar el teléfono.
Es Aaron.
Todavía estoy procesando lo que ha pasado en los últimos cinco
minutos, pero la furia no ha pasado. Respondo:
—Aaron.
—¿Qué pasa, nena? ¿Qué…?
—No me llames nena. Ya has leído mi mensaje. Vi la foto que Miles
sacó de tu habitación. ¿Quién es la chica?
—¿Qué foto? —Antes sonaba adormilado, pero ahora está despierto del
todo—. ¿Quieres decir la rubia? No lo sé. De verdad, no lo sé.
—Ya. No lo sabes. Debió de forzar la puerta de tu casa para estirarse en
tu cama, desnuda.
—No. Quiero decir que le presté el piso a un compañero de la
fraternidad. ¿Recuerdas cuando me fui a Las Vegas por trabajo el mes
pasado? Él sacó la foto y la dejó ahí como una broma o un recuerdo.
No quiero escuchar el resto de la excusa. Cabe la posibilidad de que
fuera así, pero siempre tiene una explicación para todo. Todo encaja en su
mundo.
—Miles me dijo que lo enviaste para que yo no viera la foto.
—¿Te ha dicho qué? —Jadea al otro lado del teléfono—. Bueno, claro.
Joder, claro que sí. No quería que pensaras lo que no es si la veías.
—También dice que cree que te tiraste a una bailarina exótica la noche
de tu despedida de soltero.
Se queda callado un segundo.
—Mierda. ¿Miles te ha dicho eso? No es cierto.
—Entonces ¿por qué crees que lo ha dicho?
Suelta un bufido exasperado.
—¿Cómo coño voy a saberlo? Pero ya me lo imagino. No pensaba que
intentaría joderme dos días antes de mi boda. Creía que ya lo había
superado.
—¿Superado el qué? —digo, secamente.
—Superado lo tuyo —responde—. Vamos, no me digas que no lo
sabías. Desde aquella primera noche, no te ha perdido la pista. Solo está
enfadado porque yo fui el primero en pedirte que salieras conmigo.
Abro muchísimo los ojos.
—¿Qué?
—Vamos, Lia. No seas estúpida. Tenías que saberlo —murmura—.
Supongo que tendré que hablar seriamente con él.
La idea de que hablen de mí me pone enferma. Sobre todo porque lo
único que hace es desviar la conversación del problema.
—No, no vas a hacerlo. Esto es algo entre tú y yo. Siempre tienes una
explicación perfecta para todo. Y ahora mismo no estoy segura de poder
confiar en ti. No quiero casarme con alguien en quien no confío.
Exhala un suspiro cansado.
—No sé qué más hacer, Lia. Sabes que desde la última vez he
cambiado. Y estoy cansado de que siempre sospeches de mí. Es
jodidamente agotador.
Quiero que luche, que pelee por mí. Quiero que me diga con pasión las
razones por las cuales sí puedo confiar en él. Quiero que me diga que va a
subir a la montaña y que no bajará sin mí y sin haberme demostrado que es
un hombre de fiar.
—Joder… yo qué sé, Aaron. ¡Dime algo que me haga confiar en ti! —
grito, casi sollozando, desesperada.
—¿Como qué? No hay nada que pueda decir. Solo escucharás lo que
quieras escuchar —contesta, amargado y con la voz apagada—. ¿Sabes
qué? Estoy hasta las narices de esta mierda. Basta, Lia. No habrá boda,
¿vale? Que te jodan.
Y cuelga.
Así como así.
La boda está anulada de verdad.
Al momento me siento hecha polvo. El hombre con el que he estado y
al que he amado durante los últimos cinco años acaba de decirme que me
jodan, me ha mandado al cuerno como si yo fuera el enemigo.
Pero no me pongo a llorar, todavía no. Quizá porque aún no me lo creo.
No sé cuánto tiempo paso a la intemperie, hasta que Miles sale. Mira el
móvil y suspira. Supongo que Aaron le ha enviado un mensaje porque dice:
—Creo que ya no soy el padrino de boda.
—No importa —añado con voz hueca—. No habrá boda.
—¿No habrá boda? —repite, como si fuera tonto.
—Está anulada.
Espera un minuto como si no me creyera, como si esperara que dijera
que es una broma. Entonces parece comprenderlo y parpadea un par de
veces mientras sacude la cabeza.
—No lo dices en broma. Mierda, lo siento, Lia.
Hay tantas ideas que se mueven en mi cabeza que no puedo formular ni
un solo pensamiento. He planeado mi boda durante casi dos años y en el
espacio de unos minutos, se ha ido al garete. No sé cómo sentirme.
—¿De verdad? —Lo miro, herida y confundida. Ni siquiera sé lo que
siento…, pero hay algo más—. ¿Por qué no te deshiciste de la foto?
Miles se pasa las manos por la barba y clava su mirada en la mía.
—¿Qué?
—La foto. La imagen que Aaron quería que destruyeras. No lo hiciste.
Entreabre los labios, deja caer las manos a los lados y se encoge de
hombros.
—Quizá pensé que estaba buena.
No es cierto. Lo sé tan bien como me sé mi propio nombre. No solo soy
capaz de ver que Miles miente, sino que, de repente, veo cada aspecto de
mi relación con él bajo otra luz. Todos y cada uno de los pequeños detalles
desde que lo conocí. Y ahora todo me parece tan obvio que no puedo creer
que no lo viera antes.
—Aaron me dijo que tú… —Me detengo para inspirar profundamente,
porque es como si alguien me oprimiera el pecho—. Dice que has mentido
acerca de lo de la bailarina exótica porque estás celoso.
Sus ojos se clavan en mí. Suelta una risita.
—Sí, claro. ¿Porque se va a casar?
—No. Porque se va a casar conmigo.
Se pone serio. Se queda callado durante un largo rato, y los únicos
sonidos que llegan son el viento en el exterior, las risas enlatadas de la
televisión y el latido de mi propio corazón.
Durante un buen rato no dice nada. Luego, añade en voz baja y huraña:
—¿Qué piensas tú?
Trago saliva y siento cómo la vergüenza se extiende por mi cuerpo, mi
cuello y… no sé por dónde más.
—No sé qué pensar. Es ridículo. Y sin embargo… —Un desfile de
imágenes pasa por mi mente. Miles, sentado conmigo jugando al ajedrez
mientras sus compañeros de fraternidad están de fiesta en el sótano. Miles,
que me vigila durante las juergas con borracheras. Que me da mi barrita de
chocolate favorita cuando jamás le he dicho que lo era. Insisto—: ¿Es
verdad?
No dice nada.
—Miles… —repito, haciendo acopio de valentía. Sacudo la cabeza,
incapaz de creer lo que quiero preguntarle. ¿Qué? ¿Que si le gusto?
Empiezo a tartamudear—: Miles, dime que soy una idiota —suplico—.
Dime que es una ridiculez. Dime lo que sea.
Casi me río. Sueno como una tonta, como si estuviera en el instituto
delante del chico que me gusta.
Miles ya no me mira. Ha clavado la vista en un punto en el suelo. Se
mordisquea el interior de la mejilla, como si quisiera evitar decirme algo.
—No te he mentido acerca de la bailarina exótica —dice por fin,
levantando las manos—. Ojalá fuera así. Desearía que te tratara mejor.
Desearía que te tratara como te mereces.
Sonrío. Bueno, está bien saber que al menos uno de los dos tiene
conciencia.
—¿De verdad?
Pensativo, sacude la cabeza.
—De hecho… no.
—¿Cómo?
—Sí. No. De hecho, me alegro de que te trate como a una mierda.
La furia me sube por el estómago. Y yo que pensaba que le gustaba.
—¿Te alegras?
Asiente.
—Joder, sí. —Hay fuego en sus ojos, igual que el fuego extraño que me
devora por dentro al ver la pasión de su mirada—. Ojalá no se hubiera
metido donde no le importaba. Fue como si solo quisiera demostrarme que
era capaz de quedarse contigo, de apartarte de mí. Y una vez lo hizo, te
balanceaba delante de mí y te trataba como si no fueras nada para
provocarme. Pensaba que un día despertarías y te darías cuenta. Pero en
todos estos años lo único que has hecho ha sido mirar al otro lado. ¡Cada
vez, cada vez que te humillaba! Tengo todo el derecho del mundo a estar
furioso.
Parpadeo, incrédula.
Su voz es un sordo rugido.
—Sabes que es verdad.
—No sé nada. Nunca te he importado. Me follaste y luego
desapareciste. Han pasado cinco años, Miles. ¿No crees que podrías
haberme dicho algo después de aquella noche, si tanto te importaba que él
«se quedase» conmigo?
—¿Crees que sabía lo mucho que me importabas entonces? No tenía ni
idea. Estaba tratando de comprender. Lo que había pasado entre nosotros,
lo que sentí y lo que sentía por ti… Y en cuanto me di la vuelta, ya salías
con Aaron.
Lo miro, asombrada.
—Desapareciste. No estabas. Durante meses.
—Sí. Es mi manera de hacer frente a las cosas, Lia. Pero me acuerdo de
todo. De cada detalle. De ti, de aquella noche, de cómo me destrozó verte
con Aaron. ¿Pero sabes lo que más recuerdo? Aquella maldita noche. Tú.
Cómo me enloquecía tu piel. Estabas avergonzada, estabas un poco bebida,
ni siquiera me dejaste que te quitara la camiseta. Incluso con ese pedazo de
tela que tapaba poco o nada, eras dulce y tímida.
—Yo… —Siento que me ruborizo. Supongo que tiene razón. Era muy
joven e inocente. Pero ahora soy mayor y, aun así, Miles es capaz de hacer
que pierda los papeles con apenas una palabra. ¡Solo una palabra!
—No me malinterpretes. Eras deliciosa. Hiciste que me derritiera. —
Cierra las manos en un puño y el fuego brilla con más fuerza en sus ojos
azules—. Tu sabor, la manera en que te movías debajo de mí. Eras
guapísima. Me gustaba. Quería más.
Mi corazón palpita.
—¿Querías…? Pero…
—Lo sé, desaparecí. Estaba confuso. Jamás había sentido algo así en mi
vida. Ni siquiera sabía qué sentía. Para cuando comprendí que era de
verdad, tú y Aaron ya salíais juntos y me mirabas por encima del hombro.
—Sonríe con amargura, como si estuviera enfadado—. Pensé que era lo
mejor. Al menos uno de los dos sería feliz. Pero ahora no estoy tan seguro.
Para mí no es nada fácil. Y dices que lo quieres, pero cada vez que te trata
mal, siento que debería haber hecho más para contarte lo que sentía. Lo que
siento. En presente.
—Miles, yo…
No puedo hablar. Ahora soy incapaz de razonar.
Miles. El engreído todopoderoso, que piensa que nadie es lo bastante
bueno para él. Miles, capaz de hacer que pierda los estribos en dos minutos
y medio. Miles, cuya piel y cuyo cuerpo nunca he olvidado. Miles, el
hombre al que jamás he superado.
¿Quién es el hipócrita aquí? ¿Él, por no decir nada? ¿O yo, por fingir
que no había significado nada todo este tiempo? Por esconderme detrás de
una manta de odio durante años, cuando lo único que ansiaba era… esto.
Él. Ahora. Esto.
—Así que por eso no destruí la fotografía —masculla y aprieta la
mandíbula, frustrado—. Esperaba, incluso ahora, que comprendieras que lo
que tienes con Aaron jamás será tan bueno como lo que podríamos haber
tenido tú y yo.
Vuelvo a quedarme helada. No puedo abrir la boca.
Me lanza una mirada oscura y se ríe amargamente.
—¿Quieres saber por qué no tengo novia? ¿Por qué siempre éramos
tres cuando salíamos? ¿Por qué me he alejado de vosotros dos? Porque
aquella noche comprendí que eras tú. Tú eras todo lo que deseaba. Y cada
minuto que pasaba contigo, que te veía en los brazos de Aaron, consciente
de que era yo quien debería haber estado contigo… Enloquecía y me hacía
sentir con más fuerza que estoy totalmente loco por ti.
Sacudo la cabeza.
—Bromeas, Miles. Y no es divertido. Por favor, no te rías de mí. —Me
agarro el vientre para evitar que me dé un vuelco o que se consuma en las
llamas que me devoran.
Se pasa la mano por la cara y sacude la cabeza mientras me mira otra
vez.
—Ojalá fuera broma. Dios, ojalá no estuviera viviendo este infierno.
¿Sabías que antes de ti jamás tenía rollos de una noche? Y después, en mi
último año de universidad, dormí con cincuenta o cien chicas para tapar el
agujero que habías dejado. No tengo expectativas. No tengo estándares
imposibles. Solo hay un estándar: tú. Nadie será suficiente. No sabía lo que
sentía la primera vez que te vi. Pero ahora lo sé, y hace tiempo que lo sé.
¿De acuerdo, Lia?
Abro la boca para contestar, pero no logro hablar.
Me mira fijamente, sin apartar los ojos, a la espera de que diga algo, y a
mí solo se me ocurre pensar que bromea. Que lo que acaba de decir no
puede ser real.
Al final, señala a la puerta y murmura.
—Bueno, ahora que he dicho lo bastante como para humillarme del
todo, me voy.
Abre la puerta de un tirón y desaparece en el interior del refugio.
04:02 h
7 de diciembre
Creo que dormimos unos cinco minutos en total. Me desperté con el sol
que entraba entre las cortinas, envuelta entre sus brazos y su polla dura de
nuevo contra mi culo. Sus dedos se entrelazaban con los míos, y su cálida
respiración me caía sobre el hombro.
En el prístino suelo de la habitación había uno, dos, tres paquetes de
condones abiertos. Había tirado los preservativos usados en una lata de
Budweiser, que era lo único que había en su mesita de noche además de la
alarma.
Decía que eran las 7:09 de la mañana. No era de extrañar que el resto
de la casa estuviera en silencio. Quizá todos dormían la mona.
Sonreí, me giré en la cama y me sentí deliciosamente cansada y bien
follada. Por fin comprendía por qué todo el mundo pensaba en el sexo todo
el rato.
Le miré el rostro. Me sorprendió que a la luz del día fuera todavía más
guapo, con una sombra de barba en la mandíbula y el pelo desordenado que
le caía sobre los ojos.
Le besé la mejilla, lo saboreé y abrió los ojos.
—Eh —dijo, con voz ronca—. ¿Qué hora es?
—Las siete.
Se apartó de mí y se sentó en la cama.
—Mierda. Tengo entrenamiento de rugby.
—Oh —dije y alargué la mano para tomar mi camiseta—. No te
preocupes, te dejo tranquilo en menos de un minuto.
Se puso en pie y los dos bailamos torpemente alrededor del otro, en
busca de nuestras prendas de ropa. Cuando me enderecé para ponerme la
camiseta, me di cuenta de que me miraba, o mejor dicho, me miraba las
tetas, con un brillo de admiración en los ojos. Jamás me había gustado mi
pecho, pero a él parecía encantarle.
De repente, me empujó de nuevo a la cama y se puso sobre mí.
—Me gusta que no me dejes tranquilo. Me gusta la idea de que no
estemos tranquilos los dos juntos, en mi cama.
Solté una risita mientras me besaba y me acariciaba el cuello.
—Ayer por la noche me lo pasé bien.
—Sí. Yo también.
Miró la hora y me sonrió.
—Tengo algo de tiempo. Ven aquí.
Me metió la mano por debajo del abdomen y me giró en la cama,
colocándome sobre él en la posición del sesenta y nueve. Nunca lo había
hecho antes. Nunca había tenido la polla de un tío en la boca. Pero cuando
empecé a chupársela mientras él me lamía el sexo, decidí que era algo que
tenía que hacer más a menudo.
No sabía mucho de penes, pero ese examen de cerca y personal me
confirmó que Miles Foster tenía uno fantástico.
Y cómo me lamía, sorbía mi sexo como si fuera lo más delicioso que
había probado jamás y me suplicaba que me corriera encima de él, me hizo
llegar al orgasmo en un tiempo récord.
Se corrió en mi boca y me tragué su semen. Otra primera vez.
Después, nos quedamos echados en la cama, jadeando, hasta que me
subí sobre él y lo besé. Sabíamos a sal, estábamos sudados y sucios, y por
su sonrisa de satisfacción supe que no le importaba un comino.
Un poco más tarde, me besó en la sien y se apartó.
—Ahora sí que debo irme. Tengo que ir al campo de entrenamiento.
Me senté y busqué mis braguitas. Las encontró él, encima de su
escritorio. Me las dio.
—Puedo volver —me ofrecí.
En cuanto lo dije, me sentí como una colegiala estúpida. ¿Tan obvio era
lo desesperada que estaba por verlo de nuevo?
Pero también estaba segura de que no era un rollo de una noche normal
y corriente. Parecía como si el destino nos hubiera unido por una razón que
no tenía nada que ver con el increíble sexo que habíamos tenido.
—Sí, aquí hay fiestas cada noche después de las once. Pásate cuando
quieras —dijo mientras se ponía los calzoncillos. Parecía distante,
despreocupado. Como si cada noche se acostara con alguna chica de primer
curso.
—Vale —respondí mientras me ponía las sandalias.
Así fueron las cosas, casi sin querer. No tenía mi número de teléfono ni
sabía cómo ponerse en contacto conmigo. Me pregunté si se acordaría de
mi nombre. No volveríamos a coincidir y quizá no volvería a verme jamás.
Y por cómo actuaba, eso no parecía preocuparle en absoluto.
Mi corazón lloraba decepcionado mientras cruzaba su habitación con
aire de museo; al mismo tiempo, él apartaba las sábanas del futón, como si
quisiera borrar todo rastro de mí, tan temprano.
—Bueno, adiós.
Puse la mano en el pomo de la puerta. Esperaba que dijera algo, pero no
lo hizo. «¡Puedo volver!». Menuda tontería había soltado. Me odiaba por
haber dicho algo así. Qué pena debía de dar.
Cuando llegué a la parada de autobús, recordé que me había prometido
que me acompañaría.
Debió de ser una frase que le decía a todas, como lo de que era
enloquecedoramente hermosa, y que eso era lo menos interesante de mí. Si
era verdad, ¿por qué no iba a querer volver a verme y descubrirlo? Seguro
que esto lo hacía cada noche con una diferente.
Sí, había caído en la trampa, como una estúpida. Era ridículamente
guapo. Y todo lo que me hacía sentir en la cama era increíble. No parecía
ese tipo de persona, pero, por supuesto, así era él. Era imposible que un
chico tan guapo, inteligente y bueno en la cama no tuviera un ego del
tamaño de Australia.
Así que cuando volví a mi residencia, estaba un poco decepcionada. Me
había engañado al pensar que la noche anterior había sido romántica, un
claro caso de amor a primera vista. Que pensaba que yo era fantástica
porque era mi media naranja. Que también se daba cuenta de lo bien que
encajábamos y no dejaría que me escapara.
Todas las chicas querían saber dónde había pasado la noche y con
quién. A mí me daba vergüenza que ni siquiera me hubiera pedido mi
número, así que no dije una sola palabra. Todas habían tenido sus rollos
con miembros de fraternidades esa noche y habían tenido sus propias
aventuras, así que escuché lo que contaban con educación. Pero pasé el
tiempo pensando en Miles.
Me tenía comiendo de la palma de su mano. Necesitaba volver a verlo.
Tres días más tarde, cuando volvimos para otra fiesta, no había ni rastro
de él. Comprendí que no se hacía el interesante. Simplemente, no quería
volver a verme, no tanto como yo a él.
Pero Aaron sí estaba allí y fue muy agradable.
No estaba tan bebido como antes, y cuando me ofreció una cerveza,
esta vez sí que volvió con ella. Empezamos a hablar y el resto es historia.
Fuera hace más frío que nunca, pero estoy ardiendo. Miles jamás me
dijo que le importara. Que yo fuera importante para él.
Desapareció después de aquella primera y única noche. Siempre estaba
ocupado, bien en la biblioteca o entrenando o en clase. No volví a verlo
hasta dos meses después, cuando ya estaba convencida de que todo había
sido producto de mi imaginación, y había empezado a salir con Aaron.
Es gracioso. Recuerdo todos los detalles de aquella noche con Miles,
pero no estoy segura de lo que sucedió durante las siguientes semanas,
cuando empezó mi relación con Aaron. Sé que, debido a mi inmensa
decepción y a que tenía el corazón roto, me lo tomé con muchísima calma
con Aaron, e insistí en que tuviéramos muchas citas. Sé que fantaseaba sin
parar con volver a acostarme con Miles. Soy consciente de que por culpa
de Miles no volví a tener ningún otro rollo de una noche. Nunca jamás. Fue
genial, pero me dejó un mal sabor de boca. Esperé meses antes de
acostarme con Aaron, la noche de la fiesta de invierno, a la que, según
recuerdo, Miles no asistió.
No, el resto de ese semestre se convirtió en un fantasma. Desapareció.
¿Y ahora me culpa a mí?
Abro la puerta de un tirón tan fuerte que casi me disloco el hombro.
Entro como una tromba, lista para regañarlo por haberlo echado todo a
perder.
Está de pie, al otro lado de la sala, con las manos en los bolsillos y mira
por la ventana hacia el cielo, que empieza a iluminarse.
Me ama.
Dios mío.
En ese momento, la puerta se cierra de golpe tras de mí y me da en el
trasero y en la parte posterior de la nuca, porque no había entrado del todo.
Me empuja al interior de la habitación con un fuerte ruido.
Ni siquiera siento el dolor. Porque lo que me duele es algo más
profundo.
Acabo de comprender que tal vez yo también esté enamorada de él.
Y es un problema muy grande.
—¡Miles! —lo llamo, con la voz quebrada y las rodillas temblorosas.
Se gira.
Lo miro con los ojos entrecerrados.
—¿Por qué no me pediste el número de teléfono? ¿Por qué no querías
volver a verme? —pregunto con los puños apretados. Si estuviera más
cerca, los descargaría sobre su pecho. Quiero hacerlo. Grito, y las palabras
me duelen—: ¡Es demasiado tarde! ¡Llegas tarde!
—Lo sé. Lo sé. Te lo he dicho. No sabía qué hacer. Jamás me había
sentido así. Y cuando por fin comprendí qué era, Aaron y tú ya estabais
juntos.
Cruzo la distancia que nos separa, todavía con los puños cerrados.
—¿Por qué? ¿Por qué nunca me lo dijiste? ¿Por qué me hiciste algo
así?
Me mira con sus ojos azules llenos de dolor.
—Maldita sea, Lia. Yo solo quería que fueras feliz.
Me río con amargura.
—¿Crees que esto me hace feliz?
Aprieta la mandíbula y se le marca un músculo en la frente.
—No, supongo que no.
—Tienes toda la razón. No me hace feliz. Si tuvieras ocasión de
repetirlo de nuevo, ¿qué habrías hecho, eh? ¡Dime! ¿Qué habrías hecho?
Me mira con intensidad. Tanto que apenas puedo respirar. Sus ojos se
pasean por mis labios como si imaginara lo que le gustaría hacer con ellos.
Poseerlos, como lo que su mejor amigo cree que hace.
—No puedo hacerlo otra vez, Lia. Ese es el problema. Y tú estás
enamorada de Aaron.
—¡No sé lo que siento! —grito avergonzada, y ahora estoy furiosa. Con
él, con la vida, con Aaron, con todo—. Solo sé que quería más de ti. Quería
verte. Estaba jodidamente obsesionada contigo, pero me hiciste sentir que
no era lo bastante buena.
—¿Que te hice sentir qué?
—¡No aquella noche! La mañana siguiente. Cuando… desapareciste.
Pensaba que simplemente te habías cansado de mí, que con una vez habías
tenido suficiente.
Sus ojos resplandecen.
—¿Crees que con una vez tendría bastante?
No. Porque en cuanto lo pregunta, sé que el error fue todo lo que pasó
después.
Esto es lo que quiero.
Miles da el paso final que nos pone a menos de un centímetro de
distancia, y sus ojos no dejan de mirarme, ni siquiera mientras me piden
permiso en silencio. Desliza una mano por mi nuca y tira de la goma que
me recoge el pelo. La melena me cae sobre los hombros.
Su mano se queda donde está y yo levanto la cara hacia la suya.
Respiro agitada.
Su boca se pasea por encima de la mía con suavidad.
Jamás he besado a un hombre con barba antes. Pero sabe bien. Es
masculino, sexy. Como si por fin estuviera donde debo estar.
Prácticamente me abalanzo sobre él para el siguiente beso, y le
envuelvo la espalda con los brazos. No lo dejo escapar. Abro la boca y dejo
que deslice la lengua dentro.
Me lame lentamente y jadea. Como si esto, mi boca, también fuera el
lugar donde debe estar. Luego, se excita y me devora a la vez que traza un
camino húmedo por mi cuello, planta besos hambrientos aquí y allá y me
mordisquea, enloqueciéndome. Es posible que su barba me hiciera
cosquillas si no estuviera tan excitada. Pasea la lengua por mi mandíbula,
como si fuera un náufrago sediento.
Todo mi cuerpo es como un arma a punto de dispararse. Miles atrapa el
pelo en la base de mi cráneo y me acerca a su boca. Sus labios se pegan a
los míos, me besa con fuerza y su lengua busca dominar mi boca. Pero yo
también quiero marcar mi territorio. Me lanzo con todo el cuerpo en este
beso, porque quiero sentirlo en todas partes. Lo necesito como necesito el
aire. Y utilizo todo lo que tengo para probar, sentir, explorar y devorarlo.
Labios, dientes, lengua, manos.
Con frustración, con venganza, con un amor tan intenso que ni siquiera
puedo llamarlo así. Quizá no me atreva jamás.
Miles gime cuando se aparta, sorprendido, tal vez, de ver mi despliegue
de pasión al besarlo.
Me relajo, me lamo los labios y me dispongo a disculparme, pero
entonces me vuelve a agarrar de la nuca y me acerca a él. Pone su frente
contra la mía, sentimos la respiración del otro, y toda su voz resuena en mi
cuerpo.
—Joder. Jamás pensé que volverías a besarme así. A mirarme así otra
vez.
Me lleva hasta el banco y se coloca a mi lado. Luego, me sube sobre su
regazo como un hombre de las cavernas. Ni siquiera me importa porque
vuelvo a besarlo como si fuera lo último que hago en mi vida. En cuanto
me acerca hacia sí, mi boca ya está pegada a la suya y me absorbe como
respuesta. Ni siquiera necesito salir a respirar. Siento como si me hubiera
perdido los últimos cinco años, con todo lo que debería haber pasado, y
también como si esta fuera la última oportunidad que me da la vida para
sentirlo de nuevo.
No me importa nada más. Es como si no existiera nada excepto este
momento. Miles y yo. Él, que siempre estaba solo, siempre alejado, y que
ahora, de repente, está duro bajo mi culo y muy hambriento contra mis
labios porque me desea tanto como yo a él.
Dios, me desea tanto que parece que su cuerpo vibra contra el mío. Es
fuerte y palpitante, y me necesita.
Me necesita tanto como yo a él. Yo también estoy hambrienta: de su
sabor, de su olor, de su tacto, de los sonidos que emite su garganta. Lo beso
más y más profundo, me pierdo en él. Decidida a tenerlo, a dejar que salga
todo. Quizá así pueda olvidarlo.
¿A quién quiero engañar? ¡No pienso olvidarlo! Me encanta que esté en
mi interior y corra por mis venas. Ha estado allí cinco años. Jamás se fue y,
ahora, esta pasión, esta necesidad, este sentimiento, esta conexión es más
fuerte que nunca.
Y no creo que lo olvide jamás.
Miles ruge con deseo, se aparta de mí y me acaricia la barbilla con las
manos. Me mira los labios como si lamentara alejarse.
—¿Qué estamos haciendo?
Es tan adorablemente inocente.
Le cae el pelo por la cara, la esperanza se refleja en sus ojos y me mira
con fervor; estiro la mano y le aparto el mechón.
De repente, me doy cuenta de algo y me aparto un poco.
—Antes de mí… ¿nunca habías tenido un rollo de una noche?
Sacude la cabeza y pone su frente contra la mía.
—Antes de ti, nadie me interesaba lo suficiente.
—¿Y después?
Frunce el ceño, como si se preguntara si esto es una prueba.
—Ya te lo he dicho. Traté de encontrar con otras lo que había sentido
contigo. Traté de sentir lo mismo que había sentido por ti.
No puedo respirar.
—Espera, eso es inexacto —añade con énfasis—. Lo que siento por ti.
Ahora. En presente.
Sus ojos son atractivos, oscuros y brumosos. Parece un animal
primitivo, jadeando y duro por mí. Me subo sobre él, me aprieto contra su
erección y pongo las manos en su mandíbula mientras lo beso.
—Miles.
Cierra los ojos.
—Dios, esto es perfecto. —Se hunde en mi cuello y aspira mi olor—.
¿No te pasa lo mismo?
—Sí. No. No lo sé. Bien o mal, no quiero pensar, no me dejas pensar —
murmuro. Arrastro los labios por su barba de dos días e inclino el cuello
para que pueda mordérmelo—. Bésame, por favor, Miles. Bésame.
Levanta un dedo y me aparta el pelo con cuidado mientras me mira
como si fuera un tesoro preciado que no puede creer que por fin tenga en su
poder. Desliza una mano por debajo de mi cárdigan y me roza el pecho por
encima de la delgada camiseta. Murmura:
—Aquí.
Me quito el cárdigan y me desabrocho el sujetador.
—Por favor.
Me deshago de la camiseta y la arrojo al suelo. Me desnudo para él.
Le brillan los ojos, divertidos, como si no pudiera creer que ya no soy
tan vergonzosa como recordaba, pero al mismo tiempo le gustara
descubrirlo. Sigo a horcajadas encima de él, con las mallas y nada más
entre él y yo. Lo observo en silencio y lo desafío a que dé el siguiente
paso.
Fija los ojos en mis pechos y se pasa la lengua por los labios, como un
chiquillo frente al escaparate de una tienda de golosinas que no puede
decidirse por cuál probar primero.
—Has crecido. Y estás más buena todavía —murmura, estira la mano y
me roza uno de los pezones con el pulgar. Se endurece al momento. Sus
ojos son fuego sobre mi piel—. ¿Cómo es posible que pienses que no eres
sexy, Dahlia?
Me estremezco cuando me llama por mi nombre.
Levanta la mirada. Sus labios se curvan en una sonrisa devastadora,
pero luego vuelve a ponerse serio.
—¿Quieres vengarte de Aaron? ¿Por eso estamos haciendo esto? —
pregunta, a la vez que me toma de la barbilla para obligarme a mirarlo a los
ojos.
No puedo respirar ni pensar.
Apenas entiendo lo que me ha preguntado.
No contesto, solo jadeo. Miles ruge, lenta y brutalmente.
—¿Sabes qué? No me importa.
De repente, se inclina, me aprieta los pechos entre sus enormes y
cálidas manos, y hunde la cara en ellos. Los presiona con fuerza y chupa
uno hasta que casi me vuelve loca, mientras tira del pezón con los dientes.
Los sonidos húmedos de su lengua llenan la habitación y no deja de
lamerlos sin parar. Me doy cuenta de que a mí tampoco me importa.
A veces, no valoramos correctamente una situación, o le damos más
importancia, o no nos percatamos de la que realmente tiene hasta que es
demasiado tarde.
Ahora mismo no me importa nada excepto el tacto de su mano y su
boca sobre mi cuerpo. Su hambre y la mía. La urgencia de sus manos
mientras tira de mis pantalones hacia abajo, hasta descubrir mis caderas. La
manera frenética en que me muevo encima de él, sobre su erección, hasta
que encuentra la V de mis bragas. Y la forma posesiva y reverente en que
pone una mano sobre mi sexo y lo frota con los dedos.
Casi pierdo la razón cuando introduce uno de ellos por debajo de la tela
y juguetea con el vello púbico. Me había depilado para hoy, pero dejé un
poco de vello para Hawái. Lo toca, jadea y deja claro que le gusta. Me
arranca otro gemido.
Desliza los dedos dentro de mis labios y me acaricia el clítoris sin dejar
de mirarme.
Frente contra frente, pongo los brazos sobre sus hombros mientras me
mete un dedo en el interior. Me levanto ligeramente para facilitarle el
acceso.
Aprovecha para añadir otro e incrementar el ritmo. Gimo cuando se
mueve, cada vez más rápido, hacia delante y hacia atrás sobre mis rodillas,
con su mano que baila con furia en mis bragas.
—Córrete para mí, Lia. Eres tan sexy, tan jodidamente sexy cuando te
corres…
Y cuando empiezo a correrme, cuando las paredes de mi vagina
tiemblan y se contraen contra su mano, se aparta un poco para observarme
con una mirada de pura satisfacción masculina en la cara.
Me corro una y otra y otra vez, durante tanto tiempo y con tanta
intensidad que juro que la montaña que nos rodea tiembla conmigo.
Me dejo caer contra sus brazos al terminar, incapaz de controlar mi
temblor. Sus manos me abrazan y me acarician la nuca. Vuelve a besarme
el cuello. Mi mejilla reposa sobre su hombro. Nos quedamos sentados,
fundidos, unidos.
05:02 h
7 de diciembre
7 de diciembre
7 de diciembre
Aaron salta del Jeep y esconde la cara en la chaqueta para protegerse del
viento helado mientras se dirige hacia nosotros como una bala.
Mierda, mierda, mierda.
Me aparto de la puerta como si fuera una pared de fuego.
—Dios mío. Miles…
Inspira profundamente.
—No te preocupes.
Pero ni siquiera puedo… Aaron está aquí.
Ha venido hasta aquí.
Así que la boda no está tan anulada como yo creía.
E intento deducir qué cuello va a retorcer primero.
Miro a Miles, que observa la figura que se acerca por la ventana, con
expresión calculadora. Se retira hacia mí y escudriña mis ojos. Me acusa
por lo que sabe que estoy a punto de hacer.
La puerta se abre de golpe y ahí está Aaron. Primero mira a Miles.
—¿Qué cojones has hecho, Miles? ¿Te la has tirado?
Miles levanta las manos.
—¡Contéstame, hijo de puta! ¿Te has tirado a mi novia el día de mi
boda?
Cruza la sala de un salto y empuja a Miles con fuerza, golpeándolo en
el pecho. Miles da un paso atrás y vuelve a levantar las manos para
defenderse. Está tranquilo, calmado como de costumbre, mientras que yo
tiemblo como una hoja.
—Calma, tío. Calma.
—No pienso calmarme hasta que te haya molido a palos, cabrón —ruge
Aaron, que tiene los puños en alto. Lo dice con una voz letal, como nunca
le había oído—. Y hasta que te arranque la cabeza. ¡Está a punto de
convertirse en mi esposa! ¿Qué mentiras le habrás soltado, hijo de la gran
puta?
—¡Aaron! —grito—. ¡No lo hagas!
Los dos hombres me miran. La postura de Miles es rígida, pero su
expresión es suave.
—Lia…
Trato de interponerme entre ambos, pero Aaron me agarra primero y
me pone detrás suyo con un tirón tan fuerte que tropiezo hacia atrás.
—Lia, apártate. Deja que acabe con él.
—¡No! —Trato de moverme, pero vuelve a agarrarme por el hombro y
me mantiene quieta tras él.
—Lia, no te metas.
Las manos de Miles siguen levantadas, en posición defensiva. Sus ojos
fríos observan a su mejor amigo. Probablemente, Aaron calcula que Miles
no lo atacará, porque los he visto pelearse antes. Miles es más alto y más
fornido. Siempre daba la sensación de que era capaz de derribar a Aaron
con una mano mientras con la otra comía palomitas, y que lo dejaba ganar
porque a Aaron sí que le importaba ganar.
—Deberíamos hablar cuando estés más calmado y te hayas centrado un
poco.
—¿Centrado? —Suelta una risotada y se frota los ojos—. ¿Te tiras a mi
prometida y quieres que me centre?
Aaron hace ademán de lanzarse contra Miles, pero le agarro la camisa y
grito:
—¡No os toquéis ni un pelo! O juro por Dios que no me volveréis a ver,
ninguno de los dos. Lo digo en serio.
Miles se aparta. Me mira preocupado y sacude la cabeza de manera
imperceptible cuando Aaron corre hacia él.
Logro interponerme entre los dos y los detengo. Aaron me agarra de la
cintura y vuelve a apartarme a un lado.
—¿Sabes qué? No vale la pena pelearse contigo, tío —dice, y me mira
como si comprobara si me ha hecho daño—. Lia, te vienes conmigo.
Hablaremos en el camino de vuelta.
—Pero yo…
Miles avanza para impedírselo, pero Aaron le planta la mano en el
pecho y lo empuja.
—Ni se te ocurra. No eres bienvenido en el hotel ni en nuestras vidas,
Foster. Vete a tu casa.
—¡Aaron! —Me zafo de él y me aparto—. Por favor, espera…
Agita un dedo frente a mí.
—Ni una palabra hasta que estemos en el coche. Si no salimos ahora
mismo, llegaremos tarde a la…
—¡Pero es que no quiero casarme contigo!
Aaron mira a Miles furioso y me pone las manos en los hombros.
—Lo sé. Lo sé. Pero estás confundida. Escúchame, Lia. Te ha contado
un montón de mentiras y me debes la oportunidad de que te lo aclare todo.
Te lo prometo. Lia, si vienes conmigo, verás que todo esto es un error.
Me acaricia el pelo y sus ojos marrones me miran suplicantes.
Debería darle una oportunidad… ¿verdad? No puedo tirar cinco años de
relación a la basura así como así.
Estoy tan confundida ahora mismo que no sé qué hacer.
Lo único que sé es que jamás he confiado en Aaron y siempre he
confiado en Miles.
Doy un paso hacia él.
—Yo…
Pero al mirar a Miles, está cabizbajo, como si estuviera decepcionado
porque sabe que me voy a ir con Aaron. Y cuando habla, solo dice:
—Vete, Lia. Vete.
Me está dando permiso para irme. Así como así.
Aaron me arrastra con suavidad, pero con firmeza a la vez, hacia la
puerta. La abre y me guía al exterior. Trato de girarme para mirar a Miles,
pero Aaron se interpone.
Fuera amanece y la nieve resplandece por todas partes. Jamás pensé
que lo diría, pero es verdaderamente precioso.
—¿Dónde están tus zapatos?
Parpadeo bajo el sol y me doy cuenta de que me habla.
—Eh… Llevaba sandalias y perdí una en la nieve.
No se ofrece a llevarme en brazos, y no quiero que lo haga. Estoy tan
confusa que si me toca, seguro que lo empeorará todo. Así que cruzo el
aparcamiento descalza. Mis pies se hunden en la nieve, pero esta vez ni
siquiera noto las punzadas de dolor en la piel porque es como si hubiera
perdido todos los sentidos.
Aaron me ayuda a subir al Jeep y enciende el motor. Empieza a alejarse
del refugio.
Miro hacia atrás con la esperanza de ver a Miles, pero no hay ni rastro
de él. Aaron va a dejar a Miles allí.
—Aaron, no puedes dejarlo…
—Claro que puedo. Estoy furioso con él. Ni siquiera puedo mirarlo a la
cara.
—Pero ¿cómo va a volver a…?
—¡Joder, Lia! Es un hombre adulto, ¡ya se espabilará! —Aprieta las
manos contra el volante—. ¿Qué pasa, es tan bueno como eso?
Lo miro.
—¿Qué?
—Ya me has oído. ¿Crees que no lo sabía? Lo mirabas… como lo
mirabas. Todos estos años, y él también. Siempre me sentí el tercero en
discordia. Siempre mirándoos como si no pudierais esperar a estar solos
para follar.
—Yo… —De repente comprendo lo que dice—. ¿Creías que te
engañaba con Miles?
Suelta un golpe contra el volante.
—¡No lo sé! Joder, no lo sé. Sois las dos personas que más quiero en
este mundo pero…, no lo sé. Puedo soportar perder a uno de los dos, quizá.
Pero no a los dos.
—Espera, ¿planeaste esto? ¿Nos mandaste a los dos a por los anillos
para ver si pasaba algo? ¿Ha sido una prueba?
—Claro que no. Pero, de algún modo, siempre supe que pasaría algo
así.
Conduce en silencio durante un rato. La carretera está cubierta de nieve
espesa pero practicable. Fuera cual fuera el accidente que interrumpió el
tráfico al pie de la montaña, ya no queda ningún rastro. Nos cruzamos con
algunos coches en dirección contraria.
La tracción de su Jeep permite que avancemos por la nieve con
facilidad, así que el recorrido no es ni de lejos tan traicionero como la
noche anterior. Pero Aaron siempre ha sido un conductor más agresivo, y
además vamos bastante rápido, así que agarro la manecilla de la puerta para
estabilizarme. Entonces, empieza a hablar:
—Lo he jodido todo, Lia. Lo sé perfectamente. Te he tratado muy mal.
Eres una mujer increíble y sé que no siempre he sido el hombre que
mereces. —Estira la mano y me acaricia la mejilla—. Pero te quiero. Más
que a nada en el mundo, te lo juro. Antes de hoy solo era una frase, pero
esta noche, cuando he creído que te perdía, he despertado. Quiero casarme
contigo dentro de cinco horas. Quiero que seas la señora de Aaron
Eberhart.
—Yo… —Jamás me he sentido tan confundida en toda mi vida.
—Tenemos una buena relación, Lia. Durante cinco años hemos sido
felices. De acuerdo, no todo ha sido perfecto, pero hemos tenido momentos
buenos. De lo contrario, no habrías aceptado cuando te pedí matrimonio.
¿Y de verdad quieres decepcionar a tu padre y a tu madre, a tu familia y a
la mía? Yo no, Lia. Ellos te quieren y quieren que te conviertas en una
Eberhart más. Tu sitio está con nosotros.
—Lo sé. Sé que me quieren. —Los Eberhart prácticamente me habían
adoptado. Me habían abierto los brazos de su familia.
La bilis me sube por la garganta.
Me da un vuelco el corazón al pensar en mi padre. En mi madre.
Seguro que están indeciblemente preocupados. ¿Cómo se me ha ocurrido
suspender la boda? Por no mencionar la fiesta de después, el enorme gasto
de alojamiento de los invitados durante el fin de semana, los regalos que
me ha hecho la gente, que les han costado miles de dólares y que tendría
que devolver. Es un lío descomunal y monstruoso.
Miles tenía razón, como siempre. Todo está previsto, no hay manera de
dar marcha atrás.
¿De verdad creía que podía hacerlo?
Aaron aparca en un arcén, me toma la mano y acaricia el anillo de
compromiso que llevo puesto.
—Mírame, Lia —dice, cuando ve que aparto la mirada.
Lo hago. Te amo. La idea de perderte me destroza por dentro. Por eso
he venido hasta aquí. Después de colgarte ayer por la noche, me di cuenta
de que no puedo estar sin ti.
Pienso en Miles. ¿Qué estará haciendo ahora? ¿Cómo volverá a su
casa? Pienso en cómo me ha hecho el amor en ese refugio hace apenas una
hora. En lo desesperado que estaba, como si hubiera esperado toda una vida
a que llegara ese momento y casi supiera que tendría que morir
habiéndome probado solo una vez.
Cierro los ojos para olvidar ese momento.
Aaron me ofrece sus brazos y yo acepto. Me dejo besar la mejilla.
Siento el abrazo como si fuese forzado y él, un extraño.
Hace un día estaba segura de que deseaba ser su esposa. Ahora, no lo
sé.
—Hagamos un trato. No importa lo que haya sucedido antes.
Empecemos ahora, de cero. Y no volveremos a hacernos daño el uno al
otro. ¿Te parece bien?
Vacilo.
—¿Lia? —insiste.
De repente, me siento una arpía. Está intentándolo. Se está esforzando,
¿no? Se merece una oportunidad. Me obligo a asentir.
—Sí.
Pero no estoy segura de creérmelo.
No estoy segura de que cuando llegue el momento, pueda decir lo
mismo.
Volvemos a la carretera. Conduce con la palanca de cambios en la mano
izquierda y maneja el volante con las rodillas para poder acariciarme la
mano con la derecha. Lo hace sin parar y me mira como si me amara.
Y sigo sin estar segura.
Solo quiere que pensemos en el futuro, pero no puedo hacer eso. No
con Miles en el refugio.
Siento que ya estoy rompiendo la promesa que le he hecho. Y, de
repente, caigo en un detalle.
—Aaron —digo suavemente.
—¿Sí? —responde con una sonrisa mientras me aprieta la mano.
—Miles tiene los anillos.
Me suelta, se pasa la mano por el pelo y dice, tenso:
—Joder.
09:28 h
7 de diciembre
«Eh. Soy yo. Por favor, ¿puedes venir con el Mini y los anillos?».
7 de diciembre
7 de diciembre
7 de diciembre
Las damas de honor esperan abajo para empezar la procesión. Todos los
invitados aguardan. No tengo más remedio que caminar hacia el altar,
donde espera el oficiante.
Mi madre me ayuda a recolocar la cola a medida que me dirijo hacia el
vestíbulo y el ascensor. Mimi me espera allí.
—¡Estás preciosa! —exclama mi abuela mientras me arreglan el
vestido de Cenicienta.
—Gracias, Mimi.
—¿Me equivoco, o no eres feliz?
Me obligo a sonreír.
—¿Qué quieres decir? Soy feliz. Solo estoy nerviosa.
—Estoy de acuerdo. —Mi madre me mira, dubitativa—. Sé cuándo
estás nerviosa y no es esto. Hay algo que te preocupa.
Por supuesto que mi madre lo sabe. Aparte de Eva, mi madre es mi
mejor amiga.
—Estoy bien.
Mi madre contempla el vestido de pies a cabeza para asegurarse de que
estoy perfecta. Luego se inclina y me da un beso en la mejilla.
—Nunca es demasiado tarde. Lo sabes, ¿no?
—¿Para qué?
Mi madre sonríe.
—Para cambiar de idea.
Las miro a las dos. No es posible que lo digan en serio.
—Por supuesto que no…
—Bueno, tu abuela y yo hemos estado hablando. Y sabemos que a
veces esto puede ser como una enorme piedra que rueda montaña abajo.
Puede que pienses que está fuera de tu control, pero no es así.
Me río nerviosa.
—Por favor. No le puedo hacer eso a papá. Si me echo atrás ahora, será
la desilusión de su vida.
Mi madre sacude la cabeza.
—Estaría de acuerdo con nosotras. Lo último que querría es verte
infeliz. Y además, los divorcios también son caros.
Mimi asiente.
—Todo esto es solo dinero. No significa nada. El amor lo es todo,
cariño.
Las puertas del ascensor se abren y las dos me miran, expectantes.
Las empujo hacia el ascensor.
—Gracias por el consejo. Pero, de verdad, solo me preocupa no
tropezar cuando avance por el pasillo. Todo irá bien.
Siguen mirándome con suspicacia, como si no me creyeran.
—¡De verdad! ¡Vamos, vamos! Id a vuestros asientos.
Se miran y se encogen de hombros. Las dos me dan un beso y se
dirigen al vestíbulo para aceptar los brazos de los acompañantes que las
guiarán a su lugar. Más allá de las puertas dobles veo filas y filas de gente,
vestidos de punta en blanco, y a las damas de honor, que esperan mi
llegada.
Es la hora de la verdad.
Cierro los ojos e inspiro profundamente. Tú puedes. Te convertirás en
la señora de Aaron Eberhart y todos tus sueños se harán realidad.
Antes de que pueda dar un paso, una mano me agarra del brazo y me
arrastra a un pasillo oscuro. Tropiezo con el vestido y me encuentro metida
en un armario para abrigos, frente a frente con Miles Foster.
El corazón me late como una liebre enloquecida.
Huele a jabón y champú, así que ha tenido tiempo de ducharse. Lleva el
mismo traje gris que ayudé a Aaron a elegir para sus padrinos. Caigo en la
cuenta de que jamás había visto a Miles trajeado. Maldita sea su estampa
porque le sienta tan bien… Está para devorarlo vivo.
Luego, me fijo en su ojo morado y la herida en el labio inferior.
—Dios mío… ¿Estás…?
Trato de tocarlo, pero se aparta.
—No. Estoy bien.
—No, es…
—Lo sé, Lia. Pero no te preocupes. No le di en la cara. Así que las
fotos serán perfectas.
Tengo ganas de llorar. Siempre piensa en mí y en lo que quiero.
—¡Eso no me importa! —grito, y las lágrimas acuden a mis ojos.
—Eva me ha dicho que quieres hablar conmigo, y yo también quería
hablar contigo. Lo siento. Siento todo lo que ha pasado. Lo que he hecho
no está bien, y lo sé. No debería habértelo dicho, al menos entonces y de
esa manera. Pero, de todos modos, no me arrepiento. —Inspira y prosigue
—. Quiero que sepas que después de esta noche, cuando dé el discurso del
padrino, me iré. No me interpondré entre vosotros y no volveré a veros, ¿de
acuerdo?
Sacudo la cabeza. Entiendo por qué lo dice y, aun así, cada parte de mi
ser se niega a creerlo.
—¿No volveré a verte nunca más?
—No. Creo que os lo debo a los dos. Ya he causado bastante daño.
Sacudo la cabeza.
—No. No puedes. No puedes hacer eso.
Da un paso atrás y me contempla, de los ojos a los labios pasando por
el vestido y el velo, como si estuviera grabando la imagen en su memoria.
—Dios, Lia. Eres la novia más guapa del mundo. La mujer más guapa
del mundo. Nunca he dejado de pensarlo.
Más lágrimas amenazan con desbordarse por mi mejilla.
—Miles…
—Y tú ya eres especial. ¿Qué dijiste? ¿Que necesitabas esta boda
porque era todo lo que tenías? —Niega con la cabeza, incrédulo—. Lo eres
todo, Lia. Dulce, amable, hermosa, inteligente y, además, una gran
jugadora de ajedrez.
Sé que voy a hacerlo. Sé que voy a llorar.
—Y tú también, Miles, eres…
Me tiende un pañuelo.
—Lo siento. No llores. No quería hacerte llorar.
Me pongo el pañuelo en el ojo pero no puedo contenerme. Es el único
hombre que me provoca este efecto.
Querría decirle mil cosas y siento que he centrado toda mi energía en
no llorar ahora mismo. En no apretarme contra su pecho y suplicarle que
haga que todo desaparezca.
Me acaricia la cara y luego me roza la frente con los labios.
—Os deseo a ti y a Aaron toda la felicidad del mundo —murmura con
una sonrisa triste que me rompe el corazón—. Sois mis dos personas
favoritas en este mundo.
Luego se aparta de mí y se alisa la chaqueta y la corbata.
—Nos vemos ahí dentro.
Hace ademán de irse, sus zapatos rechinan en el suelo de madera y solo
se me pasa por la cabeza que nunca volveré a verlo. Saldrá de mi vida para
siempre.
No lo soporto.
—¡Miles! —grito, con voz ronca. Las lágrimas fluyen sin que pueda
impedirlo.
Se detiene y se gira.
—Te quiero —susurro—. Yo también te quiero.
Vuelve a mirarme con esa sonrisa que me rompe el corazón. Pero no
dice nada.
Sencillamente, se gira, abre la puerta y se aleja de mí.
11:25 h
7 de diciembre
3 de agosto
Muchas gracias por leer este libro. Si has disfrutado con él, por favor
deja una reseña. Ayudará a otros lectores a descubrir mis libros, ¡y repartir
amor también ayuda con el karma! De verdad espero que hayas disfrutado
con la compleja y muy humana historia de Lia y Miles, tanto como yo
disfruté al escribirla.
Besos,
Katy
Agradecimientos
Besos,
Katy
Sobre la autora
"Si os gusta la novela romántica, no dejéis escapar este libro. Estoy segura
de que os gustará tanto como a mí."
Harlequin Junkie
Hace diez años, me arruinó la vida. Ahora ha vuelto a por mí porque soy la
única que conoce su secreto y no parará hasta hacerme suya.
"No sé por dónde empezar. Este es, quizá, el primer libro que me ha dejado
sin palabras. No puedo describir lo mucho que me ha gustado Vicious."
Togan Book Lover
Pero mi vida no es perfecta como la suya y necesito este trabajo, así que
haré todo lo posible por evitar a Célian… y la tentación.
"Las zapatillas de Jude es una novela llena de pasión con unos personajes
que amarás y odiarás a partes iguales."
Harlequin Junkie
"Esta será tu nueva adicción. Una historia de amor tórrida, lujosa y tierna
que me ha tenido en vilo toda la noche."
Sylvia Day, autora best seller