Best Man - Katy Evans

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BEST MAN
Katy Evans
Traducción de Isabel Fuentes García
Contenido

Portada
Página de créditos
Sobre este libro

11:00 h
9:00 h
9:49 h
10:23 h
14:26 h
14:45 h
15:06 h
15:35 h
16:30 h
17:46 h
18:34 h
21:06 h
23:36 h
02:06 h
03:10 h
03:30 h
04:02 h
05:02 h
06:18 h
07:08 h
09:28 h
10:38 h
11:00 h
11:16 h
11:25 h
30 de junio
15:00 h

Queridos lectores
Agradecimientos
Sobre la autora
Página de créditos

Best Man

V.1: septiembre de 2020


Título original: Best Man

© Katy Evans, 2019


© de la traducción, Isabel Fuentes García, 2020
© de esta edición, Futurbox Project S.L., 2020
Todos los derechos reservados.

Diseño de cubierta: Taller de los Libros


Imagen de cubierta: Viorel Sima | Shutterstock

Publicado por Principal de los Libros


C/ Aragó, 287, 2º 1ª
08009 Barcelona
info@principaldeloslibros.com
www.principaldeloslibros.com

ISBN: 978-84-17972-35-6
THEMA: FR
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o
transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de
los titulares, con excepción prevista por la ley.
Best Man

Es la boda de sus sueños, pero con el novio


equivocado…

Lia va a casarse con Aaron y ha planeado hasta el último detalle de la


boda. Pero Aaron se ha olvidado los anillos en casa, así que Lia decide
conducir cinco horas para ir a buscarlos. La acompaña Miles Foster, el
mejor amigo del novio y padrino de la boda. Cuando una tormenta de nieve
los deja atrapados toda la noche en un refugio, Lia se preguntará quién es el
mejor hombre para su futuro.

Una novela autoconclusiva de la autora best seller de las series Real


y Pecado

«Adorable, sexy, divertida, una road movie con mucha nieve, pero muy
tórrida.»
BJ'S BOOK BLOG
11:00 h

7 de diciembre

El vestido es de Carolina Herrera, sin tirantes, y tiene capas y capas de


organza fina como una caricia. Es carísimo y acaba con el mantra de
«menos es más», pero como Eva dijo el día que lo compramos en el centro
de Denver, «cuando lo sabes, lo sabes». Estamos en el suntuoso hotel
Midnight Lodge, colgado en las Rocosas de Colorado, y cada diminuto
detalle del lugar le cuesta más de un año de salario a mi padre. Los
veintitrés invitados de parte de la novia están allí reunidos. Es una escena
de fantasía digna del cuento de hadas que toda niña sueña cuando es
pequeña.
Es mi fantasía.
Al menos, la que había imaginado hasta hoy, cuando todo ha cambiado.
Eva me sonríe.
—¿Lista para cumplir tus sueños?
Me miro en el espejo. Parezco Cenicienta, si la madrastra malvada se
hubiera materializado en el castillo el día de la boda de Cenicienta y
hubiera asesinado al Príncipe Azul a sangre fría. También estoy a tres
minutos de vomitar el cóctel que me he tomado a toda velocidad por la
mañana. Iba a morderme las uñas, pero he recordado que Eva me ha hecho
la manicura, y lo último que quiero es que él vea que me las he mordido.
Se fija en esas cosas. Es muy observador.
Y quiero estar perfecta para él.
Él.
El único problema es que «él» no es el «él» correcto.
Dios mío.
Quiero morderme el labio pero tampoco puedo, porque los tengo
lacados con brillo rosado, color rosa chicle, y probablemente también se
fijaría si el pintalabios termina en mis dientes. Hoy tengo prohibidos todos
mis tics nerviosos.
Es el día de mis sueños, el día que he planeado hasta el último detalle
para evitar cualquier calamidad que me haga perder los papeles.
Pero esto es lo que siento. Dios mío, y más fuerte que nunca.
Llevo toda la vida esperando este día.
El día perfecto, en que el sol brilla, la nieve se derrite, los pájaros
cantan y el cielo es del azul más intenso que he visto jamás.
Pero hay un problema.
Un problema en forma de un hombre atrozmente guapo, pretencioso,
con barba y un metro ochenta de altura, que se pasea por el mundo
despreciándolo y pensando que es mejor que todos.
El mejor amigo de mi prometido. Su padrino de boda, Miles Foster.
Todo es culpa suya.
—¿Estás bien? —me pregunta Eva.
—Sí —insisto y me aparto el infernal velo de novia de la cara por
enésima vez—. Es que el vestido pica como mil demonios.
Me levanto y me estiro el vestido por las axilas, izándolo por encima de
mis pechos. Trato de dar un paso, pero hay demasiada tela en todas
direcciones. Es un milagro que no me ahogue en este mar textil. En este
mar, o en el lío en el que me he metido yo solita. Me vuelvo a sentar en el
taburete y me quejo:
—Estoy atrapada.
En más de un sentido.
Eva toma puñados y puñados de organza, me ayuda a erguirme y
deposita la pila de tela detrás de mí, con cuidado. Me bamboleo hasta el
espejo de cuerpo entero y me miro. No parezco ni una novia ni una
princesa de cuento de hadas; más bien, un prisionero al que acaban de
comunicarle su sentencia de muerte.
—Es demasiado suelto —vuelvo a lloriquear. No tengo un escote
despampanante, y el vestido no hace más que evidenciarlo. ¿Por qué me
decidí por uno sin tirantes?—. Seguro que he perdido volumen en las tetas
por culpa de la dieta. ¿Y si se me cae mientras camino hacia el altar?
Eva sonríe, burlona.
—Seguro que a Aaron le encantaría.
La mera idea me revuelve el estómago todavía más. Hasta ahora he
vivido para agradar a Aaron. Cada vez que tenía que elegir entre hacer
algo, ya fuera asistir al estreno de una película o comprar un jersey en una
tienda, o cambiarme el peinado, me preguntaba qué pensaría Aaron de esa
decisión. Pero, ahora que Eva pronuncia su nombre, me doy cuenta de que
lo que piense Aaron me importa un comino. La única opinión que me
importa ahora es la del hombre que estará precisamente a medio metro a la
izquierda de mi futuro marido.
Soy una idiota redomada.
En menos de quince minutos estaré avanzando por las losas de piedra
en el exterior de Midnight Lodge, hasta una pintoresca glorieta al pie de las
colinas, del brazo de mi padre, que se ha gastado todos sus ahorros para
hacer que este día sea el sueño perfecto de su única hija. Tomaré la mano
del hombre que ha estado a mi lado durante los últimos cinco años, desde
que lo conocí en un sótano frío y húmedo de una fraternidad en la
universidad, durante mi primer año de carrera. Me uniré a este hombre, con
el que he pasado toda mi vida adulta, en sagrado matrimonio, hasta que la
muerte nos separe.
Me convertiré en la señora de Aaron Eberhart.
Pero sé que estaré mirando más allá de mi futuro marido, al hombre
que, hasta hace doce horas, creía que odiaba. Miles Foster.
Y me preguntaré: «¿Y si…?».
Ojalá escoger marido fuera tan sencillo como elegir vestido.
«Cuando lo sabes, lo sabes».
Yo lo sabía, o eso pensaba. Hasta hace doce horas, creía que Aaron
Eberhart era mi verdadera media naranja, el hombre con el que pasaría el
resto de mi vida, feliz y contenta. Y las cosas han cambiado de repente.
Ahora no sé ni cómo me llamo.
Y tengo la sensación de que estoy a punto de cometer el mayor error de
mi vida.
9:00 h

6 de diciembre

Eva llama a la puerta de mi habitación del hotel y grita para que todos nos
oigan:
—¡Felicidades, mañana te casas!
Sonrío mientras los sueños de los cuentos de hadas se disuelven en mi
cabeza y me enfrento a la realidad, que, por una vez, es mejor.
Voy a casarme, joder.
Me siento en la pequeña cama doble y parpadeo bajo la luz del sol.
Mañana por la noche será mi noche de bodas y compartiré la espectacular
suite presidencial con mi marido. Solo estaremos mi marido, una enorme
cama con sábanas de seda y yo.
Y sexo. Un montón de sexo ardiente; sexo de noche de bodas.
Se me acelera el pulso al pensar en mi guapísimo novio, Aaron.
Llevamos juntos media década y es probable que hayamos practicado sexo
mil veces. Pero como marido y mujer, seguro que será diferente, ¿verdad?
¿Más intenso, más sexy?
Me estremezco de nuevo solo de pensarlo. Seré la esposa de Aaron.
Diosmíodemivida.
Tengo veintitrés años y en menos de veinticuatro horas, ¡me convertiré
en la esposa de Aaron Eberhart!
Salgo de la cama con un pequeño baile de alegría y abro la puerta de
par en par con una enorme sonrisa pintada en la cara. Eva lleva el pelo
rubio recogido en un moño, pantalones de licra y una sudadera, recién
salida de su clase de yoga de la mañana. También sostiene una bolsa de
brioches con pasas y dos enormes tazas de café.
—¿Cómo está mi novia favorita? —canturrea.
Me froto las manos y acepto el café que me ofrece.
—Genial. Dime que es café solo, por favor.
—¿Qué tipo de mejor amiga crees que soy? Después de veinte años,
creo que ya sé cómo tomas el café. —Abre la bolsa, saca un brioche
redondo y lo deja encima de una servilleta. Se sienta frente a la mesita,
dobla las rodillas hasta el pecho y muerde una frambuesa—. ¿Quieres uno?
Arrugo la nariz mientras sorbo el café.
—Tengo que meterme en un vestido, ¿recuerdas?
—¿De verdad? ¿Para qué? —Finge que no lo sabe. Luego sonríe—.
Luego puedes utilizar la elíptica del gimnasio. Espero que estés lista para
pasar el día en el spa del hotel.
—Oh, sí. Tengo ganas. Necesito magia para estas uñas.
Se las enseño y ella las inspecciona. Me las he mordido casi hasta la
raíz por culpa de mi energía nerviosa. Soy un desastre, me muerdo las uñas
sin pensarlo.
—Ugh. Necesitas una manicura y pedicura urgentes, definitivamente.
¿Tu padre lo paga todo? —Saca el folleto del spa del Midnight Lodge de la
bolsa—. Porque creo que sería un lujo regalarnos el masaje de cuerpo y
facial con chocolate y champán.
Me encojo de hombros.
—Dijo, y cito textualmente: «Mi única hija no se casa todos los días.
¡Disfruta y haz lo que quieras!». Y mi madre se ha lanzado de cabeza. Pero
¿chocolate y champán? Acabo de engordar cinco quilos solo con oírte.
Observa mis curvas, a las que he domado con clases de pilates y yoga y
un régimen interminable desde que Aaron me pidió la mano, hace
diecinueve meses.
—Estás estupenda.
Giro frente al espejo de cuerpo entero y me fijo en el trasero, enfundado
en los pantaloncitos cortos que llevo puestos. He hecho suficientes
sentadillas como para desarrollar una estantería debajo de la espalda, y ya
casi no tengo ni rastro de michelines.
—Estoy tan contenta. No puedo esperar a ver la cara de Aaron cuando
camine hacia el altar. Solo sueño con eso.
Sonríe.
—No te preocupes, no te quitará los ojos de encima.
Frunzo el ceño. De hecho, Aaron casi no se ha fijado en mi
transformación, pero es porque suelo llevar ropa ancha. Con el vestido
puesto, y con ayuda del corsé para entrar la cintura e impulsar los pechos
hacia arriba, será evidente.
—Más vale que así sea.
En mi cabeza, la escena está lista: las montañas a lo lejos, el aire frío y
limpio, el cielo de color turquesa, y yo rodeada de una familia que me
quiere y que ha llegado de todo el país. Y frente a mí, el hombre. El
hombre de mi sueños. Me emociono por milésima vez en una hora, y tomo
una camiseta y unos pantalones de yoga para cambiarme. Me recojo el pelo
en una coleta y digo:
—¡Lista!
Me encanta la idea de bajar. Quizá es porque he invitado a más de
quinientas personas, pero me siento como si fuera la dueña del hotel. Allá
donde miro, hay alguien conocido al que quiero. Abrazo a algunas amigas
de la universidad de camino al ascensor y, cuando bajo al vestíbulo, una
tropa de primos, tías y gente que no conozco silban la marcha nupcial.
Sonrío y hago una reverencia, me sonrojo, y todos aplauden.
Quiero embotellar este momento para siempre.
Lo único que lo haría más perfecto sería que Aaron estuviera aquí
conmigo.
Pero no está. Busco por el gran vestíbulo, pero no lo veo por ninguna
parte. Quizá esté desayunando.
Dejamos atrás la chimenea que va del suelo al techo y nos dirigimos a
la zona de restauración, siguiendo el sonido de la charla y los cubiertos de
la gran sala, llena de gente. Miro a mi alrededor y veo a mis diez damas de
honor, a las dos muchachas que llevarán los ramos y al portador del anillo,
todos sentados alrededor de una mesa redonda.
Pero Aaron no está.
Eva y yo caminamos hacia mis damas de honor. Natalie y Cara son
buenas amigas desde el instituto, y Eva también las conoce, pero las demás
son familiares más lejanos, y también hay algunos de Aaron, a los que no
conozco tan bien. Pero tiene tantos amigos, sobre todo de la fraternidad de
la universidad, que no podía limitarse a diez. Así que para equilibrar las
cosas, invité a gente casi desconocida.
Abrazo a Natalie y Cara, saludo a los demás y les mando besos a mi
trío de primas de cinco años.
—¡Hola! ¿Todo el mundo se lo está pasando bien? ¿Listos para el spa a
las diez?
Todos asienten, y las niñas, que llevan camisetas estampadas de flores a
conjunto, aplauden. Las abrazo con fuerza y les beso las mejillas
sonrosadas de nuevo:
—¡Las tres vais a estar preciosas! —digo.
Natalie silba.
—Eh, chica. ¿Ya sabes lo de la despedida de soltero?
Mmmm. No estoy segura de querer saber nada. La piel de la nuca se me
eriza.
—¿Qué pasa?
—Nada. Pero Mike no llegó a casa hasta las seis.
Mike es su marido, y es cierto que cuando lo saludé parecía un poco
apagado. En su caso, no es algo negativo. Aaron tiene fama por las fiestas
que da, así que pensé que un par de acompañantes más bien sosos
impedirían que las cosas se descontrolaran.
No parece que fuera así.
—¿A las seis de la mañana? —repito de manera estúpida.
Asiente.
Me enderezo. Bueno, eso explica por qué Aaron no está por ningún
lado. Pero no lo entiendo, porque la despedida de soltero consistía en ir a
esquiar a Winter Park. Quizá tomaran algunas cervezas y fueran de bares
por allí, pero Aaron me había dicho que como mucho sería un poco de
diversión para relajarse después del esquí, nada más.
Sin embargo, lo de volver a las seis de la madrugada… Parece
preocupante, como mínimo. No puedo evitarlo, y el estómago me da un
vuelco.
—¿Y qué hicieron?
Se encoge de hombros.
—Se fueron a una discoteca o algo así. Pero cuando volvió, me dijo que
olía como si fuera una fábrica de cerveza y fue a vomitar al baño.
—¿Una discoteca? Eso no parece muy relajado. —Me froto las sienes;
estoy preocupada porque Aaron tiene un pasado juerguista bastante
notable.
Un pasado que me prometió que había dejado atrás porque me ama.
Dios mío.
Eva se percata de mi preocupación y me tira del brazo.
—Seguro que no será nada, ya verás.
Yo no estoy tan segura.
Aaron se enorgullecía de ser el alma de la fiesta. Si un amigo montaba
un numerito, él montaba dos. Si un miembro de la fraternidad bailaba sobre
la barra de su bar privado en el D-Phi, él lo hacía desnudo. Su nombre en
clave en la fraternidad era Gluppy porque bebía como un pez, todo el rato.
Glup. Glup. Glup.
Si había un límite y tenía que ver con el alcohol, Aaron debía cruzarlo.
Nos peleábamos como el perro y el gato porque jamás le decía que no a
ninguna mujer que flirteara con él. Y a veces hacía algo más que flirtear,
sobre todo cuando había bebido.
Miro a Natalie.
—¿Mike te dijo algo acerca de Aaron?
Me mira, apenada.
—No, lo siento.
Me quedo callada porque soy la anfitriona y no es momento de sufrir
una crisis de ansiedad, pero en cuanto puedo alejarme con discreción,
marco el número de Aaron.
Salta el buzón.
Llamo de nuevo con la esperanza de que responda, pero sigue sin
descolgar. Otra vez el buzón.
Un desfile de imágenes a cada cual más escalofriante pasa por mi
mente. Winter Park lleno de dulces conejitas esquiadoras con trajes
apretados, y a Aaron siempre le han gustado las chicas guapas.
Más que gustar, cuando bebe. Por eso rompimos la última vez.
¡Dios, Lia, tranquilízate! Estás exagerando.
Eso fue hace diecinueve meses, antes de que madurara, me pidiera
matrimonio y se convirtiera en otro hombre. Claro que todavía bebe, pero
aparte de eso, ahora es prácticamente un santo. Solo espero que ayer no se
pasara con la bebida e hiciera algo de lo que pueda arrepentirse.
Le mando un mensaje rápido: «¿Estás bien?».
Miro la pantalla como si así fuera a contestarme más rápido, pero no
sucede. Luego, levanto la mirada y veo un rostro amable y conocido que
me sonríe desde el otro lado del restaurante.
Es Mimi. Tiene noventa años, es mi bisabuela y ha venido desde
Sacramento. Hace años que no la veo.
Casi derribo a un camarero que venía con una bandeja de desayuno en
mi carrera hacia ella. Para cuando llego, ya estoy llorando a lágrima viva.
Está muy arreglada, a su estilo: un traje de poliéster rosa y un pintalabios
del mismo color a juego. Lleva el pelo teñido de color platino, como si
Barbie ya fuera abuela. La abrazo muy animada.
—¡Mimi, voy a casarme!
—Lo sé, cariño —dice con voz suave pero ronca mientras me acerco a
su mesa—. Estás espléndida, Dahlia. No podía perderme el gran día de mi
bisnieta favorita.
No soy su bisnieta favorita, porque no tiene favoritos entre los treinta
que estamos repartidos por todo el país, y nunca se pierde el cumpleaños de
ninguno. Sé que es probable que se me hinche la cara debido a las lágrimas,
pero no puedo evitarlo.
—Estoy tan contenta de que hayas venido.
—¡Pues claro que he venido! Aunque pensaba que Weston sería el
primero en casarse. ¿Dónde está?
Miro a mi alrededor en busca de mi hermano Weston. Lo invitaron a la
despedida de soltero de ayer por la noche, pero dijo que estaba «más allá»
de todo eso porque acababa de cumplir treinta años. Y, además, nunca hace
nada excepto trabajar. Es una pena, porque habría sido genial contar con su
informe de la velada.
—Puede que esté en el gimnasio o trabajando. Ya lo conoces.
Sacude la cabeza, decepcionada.
—¿Sabes al menos si tiene novia?
Niego con la cabeza. West tiene muchas chicas, tantas que he perdido la
cuenta. Se las traga y las escupe para pasar el rato.
—Nadie especial.
—Qué pena, con lo guapo que es. Por cierto, hablando de hombres
guapos, ¿dónde está tu prometido? ¿Aaron, verdad? He oído que es
bastante atractivo, y me gustaría conocerlo.
—Claro que sí —respondo a la vez que me muerdo el labio, aunque
seguro que eso tampoco es bueno para mi aspecto—. Ayer fue la despedida
de soltero y parece que estuvieron hasta bastante tarde, pero vendrá pronto.
¿Cómo ha ido el vuelo? ¿Qué te parece este lugar? Tu nieto no ha reparado
en gastos.
—Está bien. —Mira a su alrededor con los labios fruncidos—. Sí, está
bien. Pero ya sabes que lo que importa es el hombre, no la ceremonia,
¿verdad?
—Sí, claro. Quería decir que…
—Todo esto es bonito… —Se inclina más cerca como si fuera a darme
un sabio consejo marca de la casa Mimi—, pero no es necesario, en el
fondo.
—Bueno, no. Pero un día es un día, ¿no? Más vale hacerlo bien y a lo
grande.
—¿Bien y a lo grande? Tu bisabuelo y yo nos casamos en el
ayuntamiento y compartimos un pastelillo industrial en el paseo de Santa
Mónica para celebrarlo. Y a nosotros nos pareció maravilloso —dice, y sus
ojos se entelan un poco, cautivada por el recuerdo.
Sonrío y acaricio la finísima piel de sus manos. Entiendo que dice
Mimi, pero Aaron y yo estábamos de acuerdo en que había que tirar la casa
por la ventana. A él le encantan las fiestas, vive para ellas. Y yo quería algo
que la gente recordara de por vida. Esta es la mejor forma de hacerlo. He
soñado y planeado este momento desde siempre, y es así como tiene que
ser.
Me levanto y digo:
—Bueno, cuando baje Aaron te lo presentaré. ¿Vienes al balneario?
Sacude la cabeza.
—Oh, no. Eso es para las jovencitas.
—¡Pero si tú también eres joven!
Agita la mano.
—Vamos, vamos, Dahlia.
—Vale, de acuerdo… ¿Nos vemos después?
Asiente.
—Pásatelo bien, cariño.
La abrazo de nuevo, aspiro el olor de su colonia, y luego voy en busca
de Eva y del resto de las chicas, que me esperan.
Compruebo el teléfono. La cita en el balneario es a las diez y faltan
unos quince minutos. Ya me imagino la escena: yo, sumergida en un baño
de barro, inmóvil y nerviosa mientras pienso dónde estará Aaron, o si se
habrá ahogado con su propio vómito. Seguro que me relajo mucho.
—Eva… ¿por qué no te adelantas con las chicas y empezáis sin mí?
Voy a comprobar qué le pasa a Aaron.
Arruga la nariz.
—¿Seguro?
La animo con un gesto de la mano mientras me alejo:
—Sí, estoy segura. No tardaré nada.
Subo al segundo piso en el ascensor, voy a su habitación y llamo a la
puerta. Escucho. Nada.
Llamo más fuerte.
Genial. Ha sido el novio modelo, responsable y centrado, durante los
últimos diecinueve meses, ¿y escoge este momento para saltarse las reglas?
Llamo hasta que me duelen los nudillos.
Nada.
—Eh, vale ya. Ni Godzilla hace tanto ruido, aunque eres una digna
descendiente, «Novzilla».
Al escuchar la profunda voz a mi espalda, me pongo rígida. Solo hay
una persona en el mundo con ese tono de barítono.
Me giro y me encuentro con Miles. Casi dos metros de hombre, y mi
cara se contorsiona en una mueca de enfado. Ese es el efecto que el mejor
amigo de mi prometido causa en mí.
Cruzo los brazos y trato de ignorar el hecho de que no lleve camisa y
esté empapado en sudor. Lleva unos pantalones cortos que se pegan a sus
músculos perfectamente definidos. Una toalla le cuelga de un hombro, y
tiene el pelo negro húmedo. Miles Foster es perfecto en todos los sentidos.
Y lo sabe, el muy engreído.
Su habitación queda justo delante de la de Aaron. Se detiene frente a su
puerta y saca la llave mientras me brinda una panorámica completa de su
ancha espalda. Sí, también es perfecto desde este lado. No tiene ni un
maldito grano, le sobran músculos que harían llorar de admiración a un
escultor y no digamos a una chica, y en la parte baja de la espalda se forma
una flecha perfecta que señala a su trasero. También perfecto, por cierto.
Tengo pocos recuerdos de nuestra primera noche juntos, pero de lo que
me acuerdo… preferiría no hacerlo. No quiero, pero es imposible olvidar
ciertas cosas, como que su culo es un perfecto juguete para las manos. Si lo
tocas una vez, ya no puedes dejar de jugar.
Es muy injusto que Dios le concediera esos dones a un tipo arrogante
como él.
—Estás poniendo el suelo perdido, idiota —le digo.
Saca la llave, la pasa por la cerradura electrónica y abre la puerta de la
habitación. Me ignora; es una táctica que ha perfeccionado durante los
cinco años que hace que nos conocemos.
Entra y está a dos segundos de cerrarme la puerta en la cara cuando le
grito:
—¡Espera!
Sostiene la puerta y se gira lentamente a la vez que se acaricia la barba
de dos días.
—¿Sí?
Señalo a mi espalda.
—¿Me ayudas?
Se recuesta sobre el quicio de la puerta, toma la punta de la toalla y se
frota el pelo para secárselo al mismo tiempo que se despeina. Algunas
gotitas de agua me salpican en la cara. Capullo.
—¿Qué?
—Bueno… —Suspiro con desesperación—, saliste con él anoche,
¿verdad? ¿Está ahí dentro? ¿Está bien? Tengo quinientos invitados abajo
que preguntan por él.
Sus labios exhiben una media sonrisa divertida.
—Sí, estuve con él. Sí, fuimos a esquiar y luego a una discoteca. Sí,
llegamos tarde. Y sí, está bien. Así que deja de preocuparte, Novzilla.
Tienes veinticuatro horas hasta el acontecimiento del año. Tu boda perfecta
será perfecta, no te preocupes.
Frunzo el ceño.
—¿Es mucho pedir verlo? ¿Hablar con él?
Cruza el pasillo y se acerca a mí. Está tan cerca que huelo el cloro de su
sesión de natación y veo las motas verdes en el iris de color azul tormenta
de sus ojos. Soy casi seis centímetros más baja que él, algo que jamás ha
sido tan obvio como en este instante en que me mira desde arriba, con su
cuerpo perfecto y desnudo a mi alcance.
Casi me atraganto al respirar.
La puerta de su habitación se cierra mientras dice:
—¿No tienes que ir a que te envuelvan en algas de mar o algún tipo de
tortura similar que crees que te ayudará a estar más guapa mañana, pero
que, en realidad, no tendrá más efecto que vaciar todavía más la cartera de
tu padre?
—Yo… —Esa es la habilidad de Miles. Dejar a la gente pasmada y sin
saber qué decir. Es tremendamente perceptivo: sabe ver el alma de una
persona, meter su mano en ella y pulsar todas las teclas. Como un mago. Es
el tipo de hombre que, al principio, crees que va a su rollo y nada más, y
luego te percatas de que es jodidamente brillante. Odio que sea así—.
¿Qué? Oye, solo quiero hablar con Aaron. Mi prometido.
Me mira fijamente y me evalúa con la misma superioridad de siempre y
que me hace sentir diminuta como una seta. Luego dice:
—Tienes que hacerte la manicura.
Miro hacia abajo. Sí, tengo las uñas hechas un desastre. ¿Cómo lo
sabe? ¿Me ha mirado los dedos? ¿Qué tipo de hombre va por ahí mirando
las uñas de las mujeres?
Cierro las manos para ocultar las uñas. Podría darle un puñetazo.
Probablemente no es la mejor forma de pasar las veinticuatro horas
previas a mi boda. Con la suerte que tengo, me rompería la mano contra esa
tabla de madera que tiene por abdominales, y seguro que la luna de miel en
Maui con una escayola no es lo mismo.
Me aparto de él y voy hacia el pasillo.
—Mira, dile que me llame cuando se despierte, ¿vale? Tiene que bajar,
cuanto antes mejor. Gracias.
Camino a toda prisa, con la piel de gallina después del encuentro. Sé
que todavía me mira y que no se pierde ni uno de mis pasos mientras me
alejo.
No puedo creer que él y yo, una vez…
Ugh. No quiero pensar en eso el día antes de casarme con su mejor
amigo.
Me pregunto si el Midnight Lodge tendrá tratamientos antipiojos.
9:49 h

6 de diciembre

Ugh. Miles Foster.


Es asombroso que Aaron y yo hayamos durado tanto, si tenemos en
cuenta lo mucho que desprecio a su mejor amigo. Miles es tan malo que
casi hizo que me lo pensara dos veces antes de seguir con Aaron. Cuesta
creer que durante la primera fiesta de la fraternidad de la universidad de
Colorado a la que fui, cuando estudié a todos los miembros del grupo que
había en ese sótano húmedo, me fijara precisamente en él.
Sí, vale. Todas las chicas que había en aquel sótano hicieron lo mismo.
Aaron es el típico rubio americano y Miles es su lado oscuro. Es
insoportablemente guapo. Mirarlo es como tocar el fuego.
Pero su atractivo se queda en nada en cuanto abre la boca.
Por desgracia, ninguno de los dos habló demasiado aquella noche;
quizá eso me habría ayudado. Era mi primera fiesta universitaria, estaba
borracha de libertad, y también borracha de alcohol. La música estaba muy
alta.
¿Cómo iba a saber que una noche de diversión tendría repercusiones
tan grandes en mi vida?
Así que hice lo que tenía que hacer. Fingí que no había pasado nada y
nunca más volví a mencionarlo. Y él tampoco. Conociéndolo, y sabiendo
cómo trata a todas las mujeres que entran en su órbita, puede que ni
siquiera se acuerde.
Mientras me apresuro a bajar al balneario, trato de sacudirme las malas
vibraciones que el encuentro con Miles me ha dejado (casi siempre me pasa
lo mismo con él), y me entra la risa. ¿Qué clase de idiota se fija en las uñas
de una chica? ¿Y lo de Novzilla, qué? Por favor.
Bueno, estamos empatados. No debería haber dejado que me afectara
tanto. Miles jamás me ha preguntado cómo me va. Siempre dice algo así
como «Vaya, aquí viene Miss Bajita» o «¿Qué miras, tontorrona?». Así que
lo de Novzilla no debería afectarme tanto.
Es un imbécil. Y también el mejor amigo de Aaron. No es una situación
ideal, pero si quiero a Aaron, tendré que tolerarlo. El matrimonio significa
compromiso y aceptar al otro. Ya lo dicen: en lo bueno y en lo malo. Y no
cabe duda del lado al que pertenece Miles.
Miles vivía en el centro de Denver y nosotros, en Boulder, lo cual era
un alivio, pues con el tráfico que había y lo ocupados que estábamos todos,
casi no teníamos tiempo para vernos. El año pasado solo habíamos
coincidido un par de veces, para cenar y tomar unas copas.
Decido no perder más tiempo pensando en el amigo idiota de mi futuro
marido y voy hacia el vestíbulo y luego al balneario. Allí está Eva, estirada
en una toalla mientras disfruta de su masaje facial de chocolate y champán.
Y yo solo me he tomado un café, así que el aroma del cacao me hace la
boca agua.
Eva levanta la barbilla y me contempla con ojos felizmente
adormilados.
—¿Lo has visto?
Sacudo la cabeza y me recuerdo por enésima vez que no debo
morderme el labio. Lo último que quiero es tenerlo irritado para cuando
llegue el primer beso de marido y mujer con Aaron.
—No te preocupes. Seguro que está bien.
—Eso me ha dicho su padrino de boda cuando me lo he encontrado —
digo con una mueca.
Gime. Ha escuchado todas mis historias sobre lo imbécil que es Miles,
excepto aquella vez en la que terminamos… No, no voy a pensar en eso.
—¿Qué problema tiene? Ayer, cuando volvió, le dije que la chaqueta de
esquiador le sentaba de muerte y me respondió que no le pusiera la mano
encima.
Arqueo una ceja.
—¿Lo intentaste?
—Bueno, ya me conoces.
Sí, la conozco. A Eva le gusta mucho tocar, y a Miles no le gusta nada.
Debe de tener TOC, porque no soporta que la gente toque sus cosas o entre
en su espacio personal. Aaron es de lo más desorganizado del mundo y me
contó que la habitación de Miles en la residencia universitaria era como un
museo, y que no podía tener compañero de habitación porque era obsesivo
con el orden. Hay un motivo por el que lo apodaron «Sargento capullo»: lo
hacía todo con precisión militar. Si le rozas el brazo o algo parecido, se
vuelve loco. Sí, es difícil de creer, teniendo en cuenta que nos acercamos
mucho cuando…
¡Joder! Por última vez, ¡olvídate de eso!
—¡Te dije que no lo hicieras! Es un tipo muy raro en ese aspecto.
Suspira.
—Sí, es más raro que un perro verde. ¿Tiene fobia a los gérmenes o
qué? Pero Dios, está tan bueno… Muchísimo.
—Y lo sabe —murmuro. Mi móvil empieza a sonar. Lo abro. Es mi
amor. Descuelgo y susurro, cariñosa—: Hola, ¿estás bien?
Eva me observa con atención mientras la voz ronca de Aaron dice:
—Sí. Hola, preciosa, ¿qué tal?
—Nada, ¿qué tal tú? Me he preocupado cuando no te he visto en el
desayuno. La gente pregunta por ti.
—Estoy bien. Es solo que ayer llegamos un poco tarde, ya sabes. Los
chicos querían seguir de fiesta. La última ronda y todo eso.
Suelto una risita.
—Sí, claro, lo entiendo. Bueno, me alegro de que salieras ayer por la
noche, en lugar de hoy. ¿Todo bien para la boda, entonces?
—Claro, cariño. Por supuesto —responde con esa voz sexy y suave que
hace que desee estar con él en este preciso momento—. Solo tengo un
pequeño problema.
Aprieto los dientes. No quiero pequeños problemas. Se supone que todo
será perfecto. No estoy segura de si mis nervios pueden asumir más
problemas, por muy pequeños que sean.
—¿Qué?
—¿Recuerdas los anillos?
Los anillos. Los anillos. Lo dice como si fuera una tontería. No puede
estar hablando de los anillos de platino que son el símbolo íntimo de
nuestra unión duradera. Trato de pensar en algún otro sentido, en otra
descripción para ellos. Pero no puedo.
Miro el anillo de compromiso que compramos hace diecinueve meses:
el aro es de platino y tiene un diamante solitario en forma de pera. No
estaba seguro de qué anillo me gustaría cuando me pidió matrimonio, así
que lo hizo sin anillo y, luego, lo compramos juntos.
—¿Te refieres a los anillos de boda?
—Sí. Creo que…
Oh, no. No, no, no.
Tengo el corazón en la garganta porque conozco a Aaron. Siempre lo
hace todo en el último momento, no planifica nada. De hecho, la única que
ha organizado cosas para esta boda he sido yo. Si hubiera esperado a que lo
hiciera él, ni siquiera habríamos fijado una fecha.
Por ejemplo: yo hice la maleta para este viaje y para nuestra luna de
miel en Hawái tres semanas antes. Él hizo las suyas cinco minutos antes de
salir y fue como si hubiera estallado una bomba de ropa en su apartamento.
—Aaron, no me digas que te has olvidado los anillos —susurro.
Hay una pausa.
—Me he olvidado los anillos.
—¡Nooooo! —grito tan fuerte y durante tanto tiempo que todos los que
están en el balneario me miran, y a la mujer que le está cubriendo los
muslos con chocolate a Eva se le cae el pincel. Las tres muchachas que se
están haciendo la manicura se echan a llorar. No puedo parar—: No, no, no.
Por favor, ¡dime que es broma!
—Ojalá, preciosa —añade, y está demasiado tranquilo para mi gusto—.
Pero no te preocupes. Son solo un símbolo, no significan nada. No sé,
podemos utilizar ganchos de pesca o alambre o cualquier otra cosa.
Por un instante, siento como si me hubiera golpeado en el corazón. Mi
prometido acaba de sugerir que nos casemos intercambiando anillos hechos
con alambre.
Pensaba que lo amaba. Ahora no estoy tan segura.
—Aaron… —Trato de conservar la calma, pero la bilis me sube por la
garganta—. Esto no es un pequeño problema. ¿Podemos ir a por ellos? —
pregunto y compruebo la hora en el reloj de la pared—. Si salimos ahora,
cinco horas de ida y cinco de vuelta, podemos volver a tiempo para el
ensayo de la cena.
Suelta un bufido de exasperación.
—Joder, Lia. Ojalá pudiera, pero tengo una resaca tremenda. Siento
martillazos en la cabeza. Me he tomado dos calmantes, pero no sé cuándo
estaré en forma.
Agarro el móvil con tanta fuerza y lo aprieto contra la oreja de tal
manera que me sorprende no reventarme el cráneo. Miro enloquecida a mi
alrededor y aprieto las mandíbulas.
—Vale, te diré lo que vamos a hacer. Iré a buscarlos.
—No, no, cariño, no hace falta que…
—Cállate. En serio, no hay tiempo que perder. Dime dónde los dejaste.
—Están en mi mesita de noch… —Se detiene de repente—. Lia,
espera. ¿Te das cuenta de lo que dices? No puedes…
Como la gente todavía me mira, me aparto para que las chicas no oigan
la conversación y cubro el teléfono con la mano.
—Aaron, por favor. Es nuestra boda. Llevamos mucho tiempo
planeando esto y todavía hay tiempo. De verdad, no quiero expresar mi
amor por ti con algo que se utiliza para empalar a los peces.
Silencio.
Cierro los ojos y cuento hasta tres, pero sigue sin decir nada, ni siquiera
algo remotamente parecido a: «Lia, cariño, ya iré yo a buscarlos. Será la
boda perfecta, preciosa, como siempre hemos querido».
Vuelvo a sentir la urgencia de que la boda sea perfecta. Murmuro:
—Subo ahora mismo para que me des las llaves de tu apartamento.
Cuelgo y me fijo en que todo el mundo me observa, excepto las niñas
que se han tapado la cara con las manos y sollozan flojito.
—Un problemilla —digo y fuerzo una sonrisa.
—¿Vas a irte? —pregunta Natalie detrás de su mascarilla facial blanca
mientras la asistente le pone una rodaja de pepino en el párpado.
Eva se incorpora con los codos y golpea la mesa con el puño.
—No, joder, no. ¡Esto es una intervención! ¡Me niego a dejar que
conduzcas por todo el país el día antes de tu boda solo porque el idiota de
tu prometido te ha dejado en la estacada! Ahora deberías estar relajándote y
disfrutando de tu día. Que vaya uno de los chicos.
Sacudo la cabeza.
—Todos tendrán resaca.
—¿Y tu hermano?
—No tengo ni idea de dónde está West. Y no puedo confiar en ellos,
igual que tampoco puedo fiarme de Aaron ahora mismo. —Me encojo de
hombros—. No pasa nada. Estoy demasiado nerviosa de todos modos; salto
a la mínima de cambio. Será bueno tener algo que hacer, no me importa.
Eva me mira, entristecida.
—¡Pero a mí sí que me importa! No puedes irte, Lia. Llevas eones
soñando con este momento. ¿Qué hay del ensayo de la cena?
—Es a las ocho de la tarde. Ya habré regresado para entonces.
Mi madre aparece envuelta en un tupido albornoz, con el pelo recogido
en una toalla.
—Cariño, ¿estás segura? Al fin y al cabo, quizá no necesitas los anillos.
Sacudo la cabeza. No puedo imaginar cómo quedarían las fotografías
del álbum si salimos con alambres en los dedos como símbolo de nuestro
amor.
—Necesito los anillos. Dice que están en su mesita de noche. Y ya me
conoces, a mí no me gustan los masajes y las mascarillas. No pasa nada.
«Además, así le ahorro el gasto a mi padre».
Ugh. ¿Por qué me tomo en serio lo que me ha dicho el Sargento
Capullo?
Mi madre se acerca y me masajea los hombros tensos.
—Puedes pedirle a tu padre que vaya.
—No, mamá. Ya sabes que nunca pasa de cincuenta, ni aunque el
Apocalipsis le estuviera persiguiendo. No pasa nada —repito—. Confía en
mí.
Abrazo a mi familia y a las damas de honor y subo a la habitación a
toda prisa para tomar el bolso y las llaves. Mientras me cierro la cremallera
de la sudadera y me pongo las gafas de sol de camino a la habitación de
Aaron para recoger las llaves de su apartamento, veo una silueta alta y
delgada por el vestíbulo.
El Sargento Capullo en persona.
Lleva una camisa de cuadros abierta, tejanos y una gorra de lana, y
juega con algo que arroja al aire y lo vuelve a recoger. Si llevara un hacha,
sería un Paul Bunyan ridículamente sexy.
—Sabes que se acerca una tormenta de nieve, ¿verdad, genio?
Tuerzo el gesto.
—No me hables del clima. Lo he monitorizado como si fuera un
satélite ruso, teniendo en cuenta que voy a casarme al aire libre mañana
mismo. ¿O no te has enterado de que estamos aquí por mi boda?
Sonríe, irónico.
—¿De verdad crees que llegarás a Boulder antes de que se desaten
todos los cielos?
—Sí, por supuesto que sí. Solo será un chaparrón y caerá cuando ya
haya anochecido. Durará un par de horas, a lo sumo, así que para cuando
tenga que desfilar hacia el altar, el sol brillará. El patio estará decorado con
servilletas de tonos malva Pantone 511 y crema Pantone 5035, junto con
doce estufas industriales, así que, para entonces, no quedará ni una brizna
de nieve. La nieve no está invitada a mi boda. A partir de ahora, prohíbo
cualquier mención a la nieve. —Abro la aplicación meteorológica en el
móvil y se la coloco bajo la nariz para demostrárselo, con cuidado de no
tocarlo.
No lo miro, solo me obsequia con una sonrisa burlona, como si él
supiera más que yo.
Dios, cuánto lo odio.
Trato de dejarlo atrás y avanzar hacia la habitación de Aaron, pero
balancea lo que tiene en la mano frente a mí. Son las llaves del apartamento
de Aaron. Trato de agarrarlas pero las aparta y me indica que no con el
índice, como si riñera a una alumna maleducada.
—No se toca. Yo me ocupo.
Lo miro hasta que, de repente, comprendo lo que quiere decir.
—No vas a venir conmigo.
—Sí.
Agh. La mera idea hace que se me revuelva el estómago. Preferiría
compartir el trayecto con un perro rabioso en el asiento del pasajero.
—De ninguna manera.
—Pues te aguantas. No voy a dejar que vayas sola.
Debe de estar de broma.
—Pero si nos odiamos. Es posible que nos saquemos los ojos antes de
llegar a las montañas, derrapemos por un acantilado y, para cuando nos
encuentren, seamos dos hermosos esqueletos con las manos huesudas
alrededor del cuello del otro.
Asiente.
—Es posible, pero tu prometido me pidió que cuidara de ti. Estoy
seguro de que puedo contener mis instintos asesinos en lo que a ti respecta
durante unas diez horas.
—Felicidades —murmuro, me aparto de él y agarro el bolso sobre mi
hombro—. Yo no estoy segura de lo mismo.
10:23 h

6 de diciembre

Los rollos de una noche son una terrible equivocación, la verdad.


No es que sea una experta.
Solo he tenido uno en toda mi vida.
Era alumna de primero en la Universidad de Colorado, y dormía en la
residencia universitaria. Aparte de un par de antiguos alumnos de mi
instituto, no conocía a nadie. Acababa de meterme en el catálogo de
asignaturas, con cientos de posibilidades entre los que escoger. No sabía
qué hacer. De repente, se me ocurrió que no tenía que ser Dahlia Ripley, la
empollona con notas lamentablemente mediocres, con un notable de media,
y el currículum que demostraba que no había hecho nada importante o
destacable durante los primeros dieciocho años de mi vida.
Podía ser cualquiera.
Animada por esa emocionante idea, durante la primera semana de clase
fui una extrovertida de manual, como mi amiga Eva. Era una mariposa
social. Al principio me sentía incómoda, pero conocí a todas y cada una de
las chicas de mi planta en la residencia.
Esa primera semana fue una semana de muchas primeras veces.
Cuando empezaron a tomar chupitos de Everclear, ahí estaba yo.
¿Marihuana? También.
Y cuando se corrió la voz de que iba a celebrarse la primera fiesta de la
temporada en agosto, estaba más que dispuesta a tener una pequeña
aventura, probablemente a causa del alcohol y de la maría.
Delta Phi estaba en la esquina de la hilera de las casas de las
fraternidades y era la más grande e imponente del bloque. Cuando se fundó
la facultad, el presidente de la universidad había vivido allí, así que todavía
exhibía símbolos de la elegancia de finales del siglo XIX. Según las chicas
más experimentadas de mi residencia, esa fraternidad tenía fama de
celebrar las fiestas más divertidas y de contar con los chicos más guapos.
Y no era mentira.
Cuando bajé las escaleras que crujían y entré en la sala, me sentí como
una cría en una tienda de golosinas. Los miembros de D-Phi estaban
buenísimos, cada uno era más guapo que el anterior. Y eran chicos
mayores, llevaban un tiempo en la universidad y actuaban como si fuera
suya. Estaban detrás de la barra de madera oscura, sujetaban vasos de
plástico llenos de cerveza y observaban a cada estudiante primeriza que
entraba por la puerta como si fuera un filete de carne. Sus miradas no
dejaban lugar a dudas sobre lo que pensaban: «Sabes que no vas a salir de
aquí hasta que le hayas chupado la polla a uno de nosotros».
Todos excepto uno.
Estaba más al fondo que los demás, en la mesa de ping-pong. Al
principio no lo vi. Si lo hubiera hecho, no me habría fijado en nadie más.
Pero los demás chicos fueron a por nosotras en cuanto entramos.
Éramos un puñado de chiquillas resplandecientes, con la cintura al aire, el
pelo perfumado, los pantalones más cortos que habíamos encontrado y
risas ebrias e infantiles. Pronto comprendimos que nos arreglábamos
demasiado para la universidad: no hacía falta prepararse tanto. Y esos tíos
buscaban a la chica que se tumbara bocarriba y se abriera de piernas lo más
rápido posible.
Las frases eran las mismas.
¿Cómo te llamas? ¿Qué estudias? ¿Estás en primero?
Las respondí mil veces. Me encantaba la universidad y me encantaba la
vida. Me encantaban las fiestas y la atención.
La atención.
El instituto había sido una época difícil para mí: pasé desapercibida y
habría matado por atraer el interés de todos los chicos atractivos que
recorrían los pasillos. Y aquí, a la escasa luz de aquel sótano, con las
manos en el aire mientras bailaba y agitaba las caderas lentamente al son de
una canción de The Chainsmokers, sí que me hacían caso.
La atención despertó un monstruo en mi interior. Me sentí invencible.
Sonreía de manera seductora a todos los hombres que me miraban y me
deseaban.
Entonces lo vi.
Él era el único que no me observaba.
Y por supuesto, me hizo sentir una curiosidad terrible.
En primer lugar, me fijé en su pelo oscuro, porque estaba justo bajo la
luz de la bombilla y era tan alto que casi emanaba un aura sobrenatural; un
halo que arrojaba formas fascinantes sobre sus facciones esculpidas.
Arqueó una ceja oscura, escéptico, y frunció los labios como si estuviera
pensando algo muy seriamente. Se concentró en algo que había frente a él.
Estaba inclinado hacia delante mientras se acariciaba la mandíbula,
pensativo. En aquel entonces no tenía barba.
Era guapísimo.
Solo sabía que me moría de ganas por saber qué miraba. Estiré el cuello
con la intención de divisar qué había captado su atención.
El sótano estaba lleno de gente, y había cada vez más chicos a mi
alrededor. ¿Qué estudias, dónde vives, cuántos años tienes?
Los aparté como si fueran moscas. Ya no me interesaban.
Mientras me balanceaba, logré atisbar más cosas. Espalda ancha, pero
no demasiado. Atlético, pero no hinchado. Tenía más estilo que las hordas
de chicos enfundados en camisetas arrugadas de bandas que nadie conocía.
Llevaba una camisa de cuadros, sin arrugas, abotonada. Parecía mayor, más
maduro.
Tampoco pertenecía a aquel sótano.
Y, de repente, yo tampoco quise pertenecer.
Entonces, la multitud se apartó un poco y vi qué observaba.
Birra-pong.
Ah.
Estaba completamente concentrado en el juego. Parecía tratar de
descodificar un mensaje encriptado del que dependiera el destino del
mundo entero, y en cambio…, no. Solo era un estúpido juego de ping-pong
y cerveza.
Recuerdo que me sentí un poco decepcionada por eso. No parecía el
tipo de hombre que se entretuviera con juegos de alcohol. Más bien, el
presidente del club de debate, o de la Sociedad de Honor Nacional.
Observaba a uno de los demás chicos, atractivo pero sin la menor
chispa, con una camiseta de D-Phi manchada de cerveza y que estaba
jugando. El guapísimo dios se inclinó y le dijo algo al tipo más bajo
mientras señalaba el tablero de la mesa. El más bajo asintió, sacó la pelota
y todo el mundo vitoreó. Una chica patética, que ya estaba bastante bebida,
tuvo que tragar más cerveza.
Me alejé del centro del sótano y me acerqué al borde de la mesa. Seguí
contemplando al chico más alto, pero ni siquiera parpadeó para mirarme,
aunque estaba a solo unos pasos de distancia. El más bajo sí que se fijó en
mí.
Sonrió.
—Tenemos una nueva candidata.
Jamás había jugado al ping-pong en mi vida, y mucho menos con un
juego de chupitos de por medio. Di un paso atrás.
—¡Oh, no! Solo estoy mirando.
—Vaya, eso no es nada divertido. ¿Cómo te llamas?
—Lia.
Me tendió la mano.
—Soy Aaron. —Y señaló a su amigo—, y este es Miles.
Miles seguía absorto en la mesa de ping-pong. O bien estaba muy
bebido o en una zona de concentración personal. Hice ademán de saludarlo,
pero no prestaba atención.
Algo dentro de mí se retorció. Sentí la necesidad de que me mirara. Se
me había pasado el efecto del Everclear, porque no estaba tan borracha
como necesitaba: lo bastante como para que no me importara nada.
Aaron chasqueó los dedos frente a la cara de Miles. Este parpadeó y
achicó los ojos, enfadado. Me vio y su mirada era tan seductora que sentí
como si me hubiera quedado sin aire en los pulmones.
Me observó de arriba abajo y su labio se torció en un gesto de disgusto.
De repente, me hizo sentir como si fuera demasiado insignificante como
para respirar el mismo aire que él.
—¿Cómo dices que te llamas?
—Lia.
Emitió un «Mmm» y volvió a concentrarse en el juego.
Vale.
Genial.
Desanimada, miré a Aaron.
Este me devolvió una sonrisa cálida, que compensó la falta de modales
de su amigo, y murmuró:
—No le llaman Sargento Capullo por nada.
—¿Ah, sí?
—Sí. Cuando entramos en la fraternidad nos dan motes. Yo soy Gluppy.
Y me contó por qué lo llamaban así, aunque no presté demasiada
atención. Miraba a Aaron, pero seguía molesta por el comportamiento
altanero de su amigo. ¿Qué problema tenía conmigo?
Miles no abría la boca, pero su amigo sí. Durante los cinco primeros
minutos de conversación que mantuve con Aaron, me enteré de todo lo
necesario. Sabía que estudiaba ingeniería, que era presidente de la
fraternidad, y por la manera en que la gente lo saludaba y chocaba esos
cinco, el tipo más popular del lugar.
Y yo le gustaba, estaba claro.
—Eh, ¿quieres otra cerveza? Voy a buscártela —dijo y se dirigió a la
barra.
Me dejó con su amigo Miles. Con el taciturno, callado, obseso del ping-
pong y guapísimo amigo Miles.
Y Miles no me dijo ni una palabra. Ni siquiera me miró. No era ni un
pedazo de porquería en la suela de su zapato, porque si lo hubiera sido, al
menos, habría tenido que reconocer mi existencia.
En ese momento decidí que odiaba a Miles Foster.
Si al menos hubiera seguido pensando lo mismo el resto de la noche…
Por desgracia, la cerveza no dejó de circular y las cosas se alargaron
hasta el amanecer, y, de algún modo (que ahora no quiero recordar),
terminé entre las sábanas de la impecable cama/altar de Miles.
¿Por qué? ¿Por qué lo hice? Ojalá hubiera seguido mi instinto, el que
me dijo que era un imbécil integral.
Quizá entonces esto no sería tan terriblemente incómodo.
Miles y yo. En mi diminuto Mini Cooper, juntos durante las siguientes
diez horas. Pero esta vez voy a darle la razón a todo. No quiero decir ni una
palabra. Ni una maldita sílaba.
Así que lo diré ahora y callaré para siempre: los rollos de una noche son
una terrible equivocación.
Apenas nos hemos alejado un kilómetro de Midnight Lodge. Todavía
veo las instalaciones del hotel por el espejo retrovisor y Miles ya me
molesta. Su cuerpo llena el asiento del pasajero y, como es tan alto, ha
empujado el asiento hacia atrás, lo que significa que es posible que haya
aplastado todo lo que tengo en la parte trasera. Masca un chicle mientras se
aferra al agarradero de la ventanilla, y me da la sensación de que piensa
que no conduzco bien. Lleva gafas de sol para apartarse de un mundo que
cree que está por debajo de él.
En cuanto salimos de los terrenos del hotel, solo se ve una extensión de
tierra inmensa, así que tengo buena visibilidad por la autopista al llegar a la
intersección. Hay una señal de stop, pero como no viene ningún coche, giro
a la izquierda y me deslizo hacia la autopista sin detenerme del todo.
Sacude la cabeza.
Típico del pasajero.
—Soy muy buena conductora —señalo, tratando de hablar con voz
animada.
—Casi tanto como jugadora de ajedrez.
También soy buena jugadora de ajedrez. El problema es que él es mejor
que yo. Hace mucho que no jugamos, desde mi primer año en la
universidad. Al principio, jugábamos muy a menudo, en la residencia
universitaria, mientras los demás se emborrachaban. Y siempre me ganaba.
—Bueno, no soy tan obsesivamente competitiva como tú, bicho raro.
—Ajá. Es decir, que no tienes una mente estratégica.
Chasqueo la lengua.
—Tuviste mucha suerte, ¿sabes? Era demasiado estúpida como para
comprender que ninguno de los chicos de la fraternidad quería jugar
contigo porque eres un engreído. ¿De verdad has encontrado una tonta en
Denver dispuesta a aceptar esa tortura?
—¿Es tu manera de preguntar si tengo novia?
Me muerdo las mejillas, irritada.
—Es mi manera de preguntar si tienes algún tipo de amistad o si has
logrado alienar a toda la población de Denver.
No contesta, así que debe de ser que sí. El Sargento Capullo ya se ha
trabajado a Denver y allí tampoco ha hecho amigos.
A veces me asombra que Aaron llegara a formar parte de su reducido
círculo de amistades. De hecho, es imposible formar un círculo de nada con
alguien como Miles. Hasta donde yo sé, Aaron es el único a quien le cae
bien Miles, probablemente porque mi prometido se lleva bien con casi todo
el mundo. Y Miles no oculta que a él no le gusta casi nadie, cosa que tiende
a ser mutuo entre él y el mundo.
—Juegas contra el ordenador, ¿verdad? —pregunto—. Apuesto a que ni
siquiera el ordenador te soporta. Seguro que te pasas las horas leyendo
libros a solas. Y que te compraste una pipa para sentarte frente a la
chimenea de tu apartamento en Denver mientras miras el programa de
teatro con un vaso de jerez.
Se queda callado un rato, pero no le he insultado. De hecho, a él le
gusta ser un bicho raro.
—No tengo chimenea en el apartamento.
—Mmm… No sabría qué decir, teniendo en cuenta las veces que nos
has invitado allí.
Eso hace que se calle. Durante tres años, nos extrañó que jamás nos
invitara a su casa, pero ahora nos limitamos a bromear al respecto.
Pongo una emisora de radio y suena Thomas Rhett. A Aaron y a mí nos
gusta la música country. Justo cuando empiezo a seguir el ritmo, Miles se
inclina y, sin preguntar, cambia de emisora. Pone un programa de
entrevistas donde se oye a un tipo sabelotodo que no para de hablar sobre
las próximas elecciones presidenciales.
La cambio de nuevo.
—Perdona, ¿te he dado permiso para cambiar de emisora?
—No es tu emisora —dice y la vuelve a quitar—. ¿O es que tu padre no
ha comprado también esta mierda de coche?
—Sí, pero me lo regaló por mi graduación, así que los papeles están a
mi nombre. Y no es una mierda de coche.
—Claro que sí. Es un coche de risa, para payasos. Es medio coche.
—No necesito más.
—¿Tú? A juzgar por el circo que has montado, necesitas mucho más.
—No soy ese tipo de mujer. Nadie tiene que mantenerme —murmuro
—. Por Dios, mira cómo llevo las uñas.
—Créeme, lo he hecho. —Quita una mota de polvo imaginaria del
salpicadero, baja la ventanilla y la tira—. ¿Cuánto consume este coche?
¿Dos litros y medio por kilómetro? Y en la nieve debe de ser una mierda.
—No lo es. Y no vamos a descubrirlo hoy. Y, por cierto, ¿qué te dije de
las palabras malsonantes? —Vuelvo a poner la cadena de música country
con un gesto firme, y cuando vuelve a estirar la mano para cambiarla,
levanto el dedo índice—. Toca ese botón de nuevo y te mato.
Mantiene la mano en el aire y la balancea, como si fuera a acariciar el
botón. Me pone nerviosa, pero no llega a tocarlo. Lo hace para tomarme el
pelo. Vaya tío más raro.
—Es un coche de mierda. ¿Lo escogiste tú o perdiste una apuesta con
tu papaíto? Pensaba que iríamos en el jeep de Aaron.
Tengo ganas de frenar en seco y dejarlo tirado en la cuneta, y no me
arrepentiría en lo más mínimo, pero eso me haría perder unos minutos que
no tengo.
—Escúchame: no me gustas. Yo a ti tampoco. Así que quédate donde
estás, al otro lado del coche, cállate y no toques nada. ¿Entendido? Y quizá
sobrevivamos a este viaje.
Suelta un bufido y se cruza de brazos.
—Vale, Novzilla. Pero «el otro lado del coche» en este pedazo de
mierda es decir muy poca cosa: estoy prácticamente sentado en tu regazo.
—Por última vez, no vuelvas a llamarme Novzilla. Y si en algún
momento tengo la mala suerte de que acabes sobre mí, te aseguro que te
sacaré los ojos.
—Lo que tú digas —responde mientras mira por la ventanilla hacia las
montañas lejanas, que tendremos que cruzar para llegar al apartamento de
Aaron. El sol brilla con tanta fuerza que hace calor en el coche, así que
enciendo el aire acondicionado.
No, no es el hombre que tengo a mi lado lo que me hace sentir
acalorada. De ninguna manera. Hace tiempo pasamos una noche de sexo
bastante más que adecuado, pero eso fue en otra vida. Ahora es un idiota.
Con el aire acondicionado en marcha se está bien. También bajo un
poco la ventanilla. No hay ni una nube en el horizonte.
¿Así que va a caer una tormenta en unas horas, eh? Los meteorólogos
han vuelto a equivocarse.
Ve que miro el cielo y me dice:
—Sí que lloverá.
—Te equivocas. Como he dicho, la tormenta no está invitada a mi
boda.
—¿Ah, sí? ¿Eres Dios? ¿Controlas los cielos? Y una tormenta en una
boda sería algo bonito.
—En mi boda no. De ninguna manera. No me gustan las tormentas.
Suelta una carcajada irónica.
—Pues suerte que vives en Colorado, donde no hay tormentas, ni nieve
ni nada de nada…
—No solo hay nieve en Colorado.
—Es el deporte nacional. Las mejores estaciones de esquí del país están
aquí. ¿Alguna vez has esquiado?
Frunzo el ceño.
—¡Cállate ya!
La respuesta es no. Jamás he practicado esquí. Cuando hace frío, se me
pone la piel rara. De hecho, odio el frío y odio los deportes. Pero más que
eso, nací con dos pies izquierdos. Soy una patosa y punto. Cuando después
de un año de clases de patinaje sobre hielo todavía era incapaz de tenerme
en pie, mis sueños olímpicos se desvanecieron. Así que pensé que no valía
la pena probar con el esquí.
Por desgracia, el estúpido que tengo al lado no sabe de qué le hablo.
Era un jugador de rugby muy bueno en el instituto, y casi llegó a los
equipos olímpicos de esquí y de natación en Colorado. Y esos son los
únicos talentos de los cuales tengo noticia, porque intento no fijarme en él.
Es especial en todos los sentidos. Seguro que es una de esas personas que
destacan en todo lo que hacen.
Cuando empiezo a pensar que lo del alambre no era tan mala idea,
Miles levanta la mirada del móvil.
—Dime, ¿de quién fue la genial idea de casaros el Día D?
Y ha vuelto a abrir la boca. ¿Por qué no se queda callado como le he
pedido? Le chisto como si estuviera en un cine.
De repente, caigo en lo que ha dicho.
—¿Cómo?
Sonríe burlón.
—¿O es que ni siquiera sabías que tu aniversario de boda coincidirá con
un día que vivirá para siempre en la infamia?
Lo miro, confusa, por encima de las gafas de sol.
—Debías de estar dormida durante la clase de historia en el instituto. —
Arquea una ceja con aire de superioridad—. El 7 de diciembre de 1941.
Pearl Harbor. ¿Te suena?
Claro que sí, pero no me había dado cuenta.
—Bueno, tampoco pasa nada. Eso fue hace años. Prefiero mirar hacia
delante, no hacia atrás.
—Así que estás condenada a repetir la historia, ¿no?
Lo miro enfadada. Hay un hecho histórico en mi pasado que seguro que
no repetiré, y será la noche de mi primera fiesta universitaria.
—Lo creas o no, cada día del año es el aniversario de algo horrendo.
Por ejemplo, el once de septiembre, el asesinato de Kennedy, la explosión
del Challenger… Si la gente se guiara por eso, jamás llevarían a cabo
celebraciones.
—Sí, pero el bombardeo de Pearl Harbor es algo bastante…
—Que no me hables.
—Vale —dice y se encoge de hombros.
El silencio dura hasta el final de la siguiente canción. Después de eso,
se rasca la barba de dos días y dice:
—Esa dama de honor tuya… ¿cómo se llama?
—Eva. —Suspiro. Seguro que va a mencionar que trató de tocarlo
mientras esquiaban—. ¿Qué le pasa?
—Solo preguntaba. Está buena. ¿Tiene novio?
No puedo evitarlo, aparto la mirada de la carretera y lo miro,
boquiabierta. ¿Le parece que Eva está buena? A ver, es guapa. Es alta,
esbelta, rubia y parece salida de las páginas de una revista de moda. Aaron
también dice que es guapísima. Pero es la primera vez que oigo a Miles
lanzar un cumplido acerca de… Acerca de nada, la verdad.
Por mucho que quiera a Eva, también he pasado por momentos de
envidia. En primer lugar, su familia es asquerosamente rica y, aunque ella
es muy discreta, como somos muy amigas, siempre salta a la vista. Cuando
se va de vacaciones, viaja por todo el mundo, y la gente se vuelve a mirarla
allá donde va. La gente no se fijaba en mí en el instituto, en parte porque se
quedaban deslumbrados por su aura dorada.
Y por supuesto, sale con los chicos más guapos, así que supongo que
Miles no es ninguna excepción. Es posible que, si fueran actores de
Hollywood, se convirtieran en una de esas parejas míticas: la llamarían
«Meva» o «Eviles».
Cuando Eva volvió a casa de Yale durante la primera pausa del
semestre (olvidaba mencionar que también es absolutamente brillante) y le
presenté al guapísimo Aaron, fue la primera vez que sentí que tenía algo
que ella no tenía. Mi novio era popular, atractivo y me adoraba, mientras
que ella seguía anclada en el mundo de los perdedores de las fraternidades
que no estaban interesados en relaciones estables.
—No. Está soltera. —Lo miro de reojo—. Me dijo que casi la matas
porque te dijo que le gustaba tu chaqueta de esquí. Así que si tratabas de
hacerte el interesante, te has lucido.
—¿Ah, sí? —Piensa que lo he dicho en serio—. Me tocó. ¿Le dijiste
que no me tocara?
—Sí. No me hizo caso. Le gusta tocar, a diferencia de ti.
—No me molesta en las circunstancias adecuadas.
Pienso en él flirteando con Eva porque, de hecho, jamás flirteó
conmigo, y una punzada amarga se me clava en el estómago. No. Flirtear
está por debajo de Miles. Sé muy bien cómo se lleva a las mujeres a la
cama. Se hace el tipo duro, fuerte y silencioso.
Pues en cuanto abre la boca, huyen.
—¿Esas circunstancias adecuadas implican que las chicas estén
desinfectadas de pies a cabeza?
Me ignora y se acaricia la barbilla, pensativo.
—Bueno…
Me quedo un poco sorprendida, no puedo evitarlo. Aaron me dijo una
vez que Miles no tiene pareja porque sus expectativas son terriblemente
altas. Según Aaron, nadie está a la altura de su idea de la mujer perfecta. Es
probable que quiera una chica que tenga pechos grandes, la cara de una
modelo y Dios sabe qué más. Eva es guapísima y quizá estaría a la altura,
pero…
Estoy anonadada. ¿Alguien real habrá penetrado la burbuja de
perfección de Miles?
Bueno, aparte de mí, quiero decir. Pero sucedió esa única noche, y fue
un enorme error de borrachera.
Lo cierto es que me interesa lo que piensa.
—Espera, ¿de verdad te gusta Eva?
Se ríe.
—Deberías saber que a mí no me gusta nadie. Pero hay excepciones.
Claro. Excepciones. Dejará que Eva le ponga la mano encima de
manera excepcional, lo justo para que pueda correrse.
Ahora estoy enfadada.
—En serio, aléjate de mis amigas. Hazme caso, ninguna es adecuada
para ti.
Me mira con curiosidad.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Cómo sabes lo que es adecuado para
mí?
—Quiero decir que no están locas de atar. Como tú. —Me doy cuenta
de que estaba soltando el acelerador cuando un camión cruza la línea de
separación y me adelanta a toda velocidad. Aprieto el pedal con la sandalia
—. Quieren cosas determinadas de los hombres. Es decir, alguien que no se
muera del asco cuando lo toquen.
—Depende del tipo de contacto del que estemos hablando.
Sí, ya sé que no está en contra de que lo toquen. Vaya si lo sé. Mi
primera noche con él lo dejó más que claro.
¡Pero no quiero pensar en eso ahora! Si hay un día que vivirá para
siempre en la infamia de la historia, es ese.
—Basta. No está interesada en ti. Jamás lo estará. Y punto, ¿vale?
Se encoge de hombros.
—Quién sabe. Con la cantidad de alcohol necesaria, las luces lo
bastante apagadas…
Ya. Sé perfectamente cómo va eso.
Llevamos quince minutos de ruta. ¿Cómo se supone que aguantaré las
siguientes nueve horas y cuarenta y cinco minutos?
Sencillo.
Tengo que «apagarlo» y entrar en mi zona de tranquilidad. Debo
recordar que mañana me caso con Aaron y que, a partir de entonces,
brillará el sol y habrá arcoíris. Mañana será el mejor día de mi vida.
Tengo que ignorar a Miles Foster.
Así que murmuro:
—Lo sé perfectamente. Es la mejor forma de que alguien cometa el
error más grande de su vida.
Y, con eso, le cierro la boca.
14:26 h

6 de diciembre

De hecho, a Miles y a mí se nos da muy bien fingir que el otro no existe.


Porque, a pesar del odio apasionado que sentimos el uno por el otro, a
menudo pasamos tiempo juntos porque compartimos a Aaron.
Jamás fue cómodo, pero nos tocó apechugar.
Y lo más raro es que cuando los tres estamos juntos, Aaron siempre lo
menciona como si fuera una broma divertidísima, porque para él sí lo es.
Le encanta rememorar el pasado, especialmente las escapadas llenas de
borracheras estúpidas en nuestra época universitaria, ya que en lo que
respecta a escapadas y borracheras, él es el mejor.
—¿Eh, recordáis aquella vez, antes de que Lia y yo estuviéramos
juntos…? ¿Os acordáis de que tú y ella…?
Sí. Divertidísimo. Me parto de risa.
Y, en general, cuando eso pasa, Miles y yo hacemos todo lo posible por
fingir que el otro no existe.
Entonces, le recuerdo educadamente a Aaron que todos estábamos muy
borrachos. Al fin y al cabo, pasó lo que pasó porque Aaron se fue a
buscarme una cerveza y no volvió. Se entretuvo jugando a chupitos de
cerveza. Se desmayó y, como el juego consistía en beberse el chupito con
los pies hacia arriba y desnudo, dice que se quedó «¡en el bar y con la polla
al aire!».
Según la leyenda local de Delta Phi, a Aaron le encantaba quedarse
dormido y con el pene al aire. Cada miembro de la fraternidad te puede
contar alguna anécdota sobre eso. Pero ninguno te contará una historia
similar sobre Miles.
Después, cuando el momento incómodo ya ha pasado, alguno de los
dos dice algo así como: «¡Sí, qué bien que aquel desastre de noche ya
pasó!».
Y sí, es cierto, lo hemos dejado atrás. Por completo.
Así que con una muralla imaginaria entre los dos, pasan los minutos
mientras cruzamos la cordillera de montañas que separa el Midnight Lodge
de Boulder.
Tras la primera conversación, no hablamos ni una sola vez.
Escucho mi emisora favorita de música country hasta que se pierde la
señal, y luego conecto con la lista de favoritos, que alterna el country y el
pop. Miles se pone unos auriculares y escucha otra cosa… Tal vez a un
puñado de viejos que debaten sobre no sé qué. Cuando bajamos por la
montaña, me siento feliz.
El cielo está despejado, el sol brilla y voy a casarme mañana. Y Miles
se ha callado la boca.
La vida es buena.
Tengo que echar gasolina al Mini antes de que volvamos, así que paro
en una gasolinera Shell. Estiro la mano hacia sus pies para tomar mi bolso.
En cuanto lo hago, se quita los auriculares.
—Espera, te dejo pasar.
Sale del coche. Al principio, pienso que trata de ser caballeroso, pero
veo cómo estira los brazos por encima de la cabeza y las articulaciones de
los hombros. Solo quiere estirar los músculos porque lleva demasiadas
horas metido en mi diminuto coche.
Lo miro por el espejo retrovisor mientras levanta los brazos al cielo. La
camisa también se le alza unos centímetros y aparecen esos abdominales de
piedra. Mi mente se despista por un camino peligroso y me doy cuenta de
que avanza hacia mí.
Como una idiota, cierro los ojos con fuerza.
De repente, oigo un tamborileo en la ventanilla del coche.
Levanto la mirada y veo que me observa:
—¿Ochenta y nueve?
Por un instante, vuelo hacia su habitación, dispuesta como un museo, y
él y yo estamos haciendo un sesenta y nueve.
Sí, aunque parezca increíble, Don Limpio y yo lo hicimos como
conejos aquella noche, en un puñado de posiciones que ni siquiera sabía
que existían. Por la mañana, los dos estábamos sucios, sudados y…
¿Qué demonios estoy haciendo?
Mi temperatura se dispara hasta que me obligo a olvidar la estampa.
«Idiota. Pregunta por la gasolina».
—Noventa y uno, por favor. —Saco la Mastercard del monedero por la
ligera apertura de la ventanilla.
Niega con la cabeza.
—Regalo de boda anticipado de mi parte.
«Genial, pero preferiría una lobotomía».
Trato de no mirar mientras llena el depósito. Tomo el móvil y repaso
los mensajes. El primero es de Eva: «He oído que estás con el idiota.
Pobrecita». Respondo: «Sí, acabamos de llegar. Volvemos en cinco horas».
Miro el reloj. Son las dos y media en punto, así que si vamos a toda
prisa hacia el apartamento de Aaron, recogemos los anillos y conducimos
de vuelta sin parar, llegaremos al hotel hacia las siete y media, lo cual me
dará el tiempo suficiente para enfundarme en el vestido para el ensayo de la
cena. Perfecto.
Para entonces, Aaron estará sobrio y listo. Trato de no ser una
aguafiestas en lo que respecta a él y a cómo le gusta divertirse porque sé
que le gusta muchísimo, pero si insiste en salir con sus amigos esta noche,
después del ensayo, tendré que prohibírselo. La noche pasada ya fue su
última noche. No necesita ninguna otra. Y Gluppy puede evitar beber como
un pez al menos durante una noche.
Aunque también sé que eso solo le pasa cuando tiene a sus amigos
cerca y a los compañeros de la fraternidad. La mayor parte está repartida
por todo el país y los ve mucho menos, así que es una ocasión especial.
Me percato de que me estoy mordiendo el labio de nuevo mientras
pienso en lo que pasó la última vez que él y sus amigos estuvieron juntos,
hace diecinueve meses, durante una fiesta pregraduación de la D-Phi.
No fue bueno.
Fue peor que malo.
Tan malo que no quiero pensar en ello.
Así que tecleo: «¿Has visto a Aaron?».
Un momento después: «Sí. Él y el resto de sus amigos se han
aposentado en el restaurante y están arrasando con todo».
Mmmm. Qué suerte tiene Aaron, que no se tiene que preocupar por
meterse en su traje, como me pasa a mí con el vestido.
Salgo del chat y compruebo si Aaron me ha escrito. Nada. Por supuesto
que no; cuando está con sus amigos, libera al universitario que lleva dentro.
Es decir: se olvida de que existo.
Y eso me preocupa.
West no lo soporta. Nunca me lo ha dicho, pero estoy segura de que
piensa que su futuro cuñado es un imbécil. Por eso no fue a la despedida de
soltero. A West ya no le gustaban las juergas ni las borracheras cuando
estaba en la universidad, y aunque usa a las mujeres como si fueran un
kleenex, es un buen hermano mayor. Una de mis personas favoritas. Y
defiende mi honor como si fuera un caballero andante.
Fue él quien me consoló cuando, justo antes de mi graduación, creía
que Aaron y yo habíamos roto para siempre.
Suspiro al oír el clic del depósito lleno. Miles levanta la manguera y la
devuelve al surtidor, luego saca el recibo y abre la puerta mientras escribo
un mensaje a West.
«West, por favor, ¿puedes vigilar que Aaron no…».
Cuando levanto la vista, Miles me está observando. No le veo los ojos
porque lleva las gafas de sol, pero tengo la sensación de que sabe
exactamente qué estoy escribiendo. Maldito Dumbledore.
Mis ojos se posan en el mensaje a medio escribir. «¿Que no haga qué,
exactamente?». Dios, me siento estúpida y posesiva. Voy a casarme con
Aaron. Es el hombre a quien voy a entregarle mi corazón. Confío en él.
Al menos, así debería ser.
No, no. Es así. Por eso nos casamos.
Me demostró que había cambiado. Sí, claro, tuvimos algunos
problemas antes de graduarnos, pero desde que me pidió matrimonio todo
ha ido como la seda.
Borrar, borrar, borrar.
Meto el móvil en el bolso.
—¡Nos vamos! —exclamo animada.
Gruñe.
Es curioso. Cuando Miles está de mal humor, me pongo de buen humor
de manera automática. Es como si fuéramos personalidades opuestas. Si no
es odio en estado puro, no sé lo que es.
—¡Gracias por la gasolina, amigo! —digo. Me aguanto las ganas de dar
un golpecito amistoso a sus grandes bíceps envueltos de franela—. Ahora
vamos a por esos anillos, Sam!
Me mira sorprendido.
—¿Sam?
—Sí, claro. Yo soy Frodo.
—Entonces, ¿Aaron es Gollum?
Pongo los ojos en blanco.
—Bueno, vale, no es una analogía perfecta, pero puedo tomarme
libertades. ¡Mañana me caso!
—Ajá —dice y se concentra en el móvil—. Hacia Mordor.
14:45 h

6 de diciembre

El apartamento que Aaron tiene en Boulder está frente al parque de


bomberos y a una manzana del campus universitario. También está a tiro de
piedra de la fraternidad D-Phi. Aunque nos graduamos hace diecinueve
meses, todavía es el invitado de honor de las fiestas. Cursaba una carrera de
siete años y se graduó al mismo tiempo que yo, aunque tiene tres años más.
¿Qué puedo decir? Ya no va a la universidad, pero sigue conectado a
ese mundo. Todavía considera esa época la mejor de su vida, y puede que
ese sea el motivo por el que siempre habla de lo que hicimos allí.
Eso sí, no le ha ido mal desde que se licenció. Es ingeniero eléctrico, y
su padre, el presidente de una empresa de ingeniería en el centro de
Boulder, así que le consiguió un muy buen trabajo. En un par de años
podría llegar a ser directivo, si sigue trabajando bien. Lleva tiempo
ahorrando para comprarnos una casa.
¿Y yo? Bueno, esa es otra historia. Me licencié en Literatura inglesa y
no encontré trabajo. Envié currículums a todas partes, pero nada. Así que
decidí matricularme en un máster de Biblioteconomía, para arruinarme
todavía más con préstamos de estudios. Vivo en el mismo apartamento que
tenía cuando fui a la universidad, pero se me acaba el contrato a final de
año. Cuando nos casemos, me iré a vivir con Aaron.
Ese es el plan.
Y lo estoy deseando, la verdad. Mi apartamento en el campus es como
un dormitorio universitario. La idea de compartir su piso, de empezar
nuestra vida como marido y mujer, me encanta. Quizá, por fin me sentiré
como en casa.
A mi lado, Miles tamborilea las manos en sus muslos. Solo lo hace
cuando está nervioso, me he fijado.
Mmmm. ¿Por qué será?
Miles es el mejor amigo de Aaron, pero no vivió la fraternidad D-Phi
como él. Se transformó de manera sutil cuando salió del campus. Se graduó
summa cum laude en cuatro años, con una doble licenciatura de
Matemáticas y Económicas, y prácticamente no mantiene el contacto con
D-Phi ni con nadie de la universidad, excepto Aaron. Luego, encontró
trabajo como director de inversiones en una importante empresa de Denver,
y allí ascendió rápidamente hasta el cargo de vicepresidente. Le va muy
bien, aunque no lo parezca, ya que le gusta más vestirse como un leñador
que con trajes y corbatas. Aaron siempre dice que es un «hijo de puta
afortunado», pero creo que es más que suerte.
En primer lugar, es un genio.
No lo digo por decir.
Aquella noche, cuando lo vi por primera vez, mientras miraba absorto
el juego de ping-pong, no había fumado ni bebido, como creía. Más tarde,
al ver todas las servilletas que había esparcido a su alrededor, descubrí que
trataba de calcular una fórmula para determinar la trayectoria y la
velocidad exacta, o lo que fuera (no prestaba atención cuando lo explicó)
para que uno de los miembros de la fraternidad le diera al vaso de cerveza,
todas las veces. Había hecho la prueba con Aaron, y por eso había logrado
emborrachar a todas las pobres chicas que lo retaban.
En algún momento de mi borrachera recuerdo que le pregunté por qué
no jugaba él y comprobaba sus teorías en persona, y me contestó:
—Porque no me interesa lo suficiente.
Le pregunté qué le interesaba.
—Tú —respondió, justo antes de besarme.
El corazón me late con fuerza al pensar en aquel momento, pero me
obligo a calmarme.
No, no, no. Es el tipo equivocado. Totalmente equivocado.
Mientras entro en el aparcamiento de Grammercy Acres, el edificio
donde vive Aaron, trago saliva varias veces y trato de olvidar el sabor de
Miles en mi boca. Aunque estaba borracha, conservo muchos recuerdos
intactos de aquella noche. Seguro que es una maldición. Es más que
probable que él no recuerde nada.
Entro en la plaza de Aaron, que está frente al edificio, apago el motor y
le tiendo una mano a Miles. Pero ya está abriendo la puerta y, al salir, dice:
—Voy a buscarlos yo, quédate aquí.
—¿Cómo? No. —Abro la puerta, salgo y lo sigo por el estrecho
camino.
Tras recorrer unos metros, se gira y agita el índice hacia mí.
—¿Qué haces? Vuelve al coche.
Me cruzo de brazos con intención de discutir y tratar de amilanarlo
aunque me saca una cabeza.
—No, quiero asegurarme de que no se olvidó nada más. Y también
necesito ir al baño. Llevo cinco horas sin ir.
Deja escapar un suspiro.
—Vale. Como quieras.
Se dirige al apartamento, apretando la marcha, y casi tropiezo al
intentar seguirle el paso. Malditas piernas largas. Cuando llego a la puerta,
ya está dentro y la ha dejado entreabierta.
Empujo la puerta y miro a mi alrededor. Sí, está igual que el día que se
fue, cuando pasé por aquí antes de emprender nuestro viaje en caravana a
las montañas. Hay ropa tirada por todas partes como resultado de su
tempestuosa expedición por el apartamento para hacer las maletas. Hay
tanta ropa que apenas se ve el enorme sofá rojo, cubierto de cosas.
Mientras voy hacia el dormitorio, Miles aparece en la puerta con un
saquito de terciopelo en la mano.
—Tus anillos.
Los tomo y miro dentro de la bolsita. Ahí están. Me estremezco al notar
el frío tacto del platino. La tensión que sentía en el cuello desde el principio
del viaje desaparece.
—Dios, esto es una pocilga.
Levanto la cabeza y veo que Miles contempla el piso con una mirada de
desdén. Jamás he estado en su apartamento en el centro de Denver, pero
imagino que su personal de limpieza debe de odiar trabajar para él.
Aun así, tiene razón. Es un piso de soltero. No hay cuadros en las
paredes ni ningún elemento decorativo.
—Bueno, no es Martha Stewart. Ya lo arreglaré cuando me mude.
—¿Estás segura? —duda.
Bueno, seguro que no estaremos a la altura de sus estándares. A veces,
me sorprende que yo fuera capaz de hacer que se corriera tantas veces.
¡Dios! ¿Por qué pienso en eso?
Le doy los anillos.
—Deberías quedártelos. No los perderás, ¿verdad?
Toma el saquito, se abre el bolsillo de la camisa de franela y los guarda
con cuidado.
—No.
Es triste que, a pesar de que lo odie, confíe en él. Miles es un hombre
que cumple con su palabra. Hace lo que promete. Si Aaron le hubiera dado
los anillos desde un principio, nada de esto habría sucedido.
Cruzo el campo de minas de ropa apilada sobre la alfombra y me dirijo
hacia la puerta del baño, que está al otro lado del vestíbulo, frente al
dormitorio de Aaron.
De repente, Miles dice, en un tono un poco más alto que de costumbre:
—Espera, ¿adónde vas?
—Al baño, ya te lo he dicho —respondo.
—Ah, vale. —Se relaja. Se mete las manos en los bolsillos y se pasea
por el salón, mirando a su alrededor. Le da un puntapié a una pila de
zapatillas de Aaron y sacude la cabeza.
«Don Limpio no aguanta más».
Mientras voy hacia el baño, tengo un presentimiento extraño. Y al
sentarme en la taza, la sensación se intensifica.
Aaron insiste en que Miles me acompañe.
Miles intenta que no suba al apartamento y que me quede en el coche.
Miles se pone nervioso al ver que voy hacia el dormitorio.
Termino, busco jabón y una toalla para lavarme las manos.
Y entonces se me enciende la bombilla.
En el dormitorio hay algo que Miles no quiere que vea.
Me seco las manos como puedo, porque no hay ninguna toalla, y me
digo que eso es una estupidez. Miles actúa de manera extraña, como si
estuviera nervioso, porque es un tipo extraño.
Pero para cuando abro la puerta y salgo, sé que no me iré hasta estar
segura.
Inspiro profundamente y abro la puerta del baño, que da al vestíbulo.
No veo a Miles, así que cruzo sin hacer ruido hasta el dormitorio.
No sé qué espero encontrar. ¿Una mujer desnuda durmiendo allí?
¿Cabellos rubios y largos en la cama? La última vez que dormí aquí (que
fue, de hecho, la última vez que nos acostamos) fue hace casi dos meses.
Le sugerí a Aaron, y él estuvo de acuerdo, que nuestra noche de bodas sería
más excitante si practicábamos un poco de abstinencia.
Todo está como debería. Las paredes blancas y sin pintar, con alguna
que otra grieta. Solo hay un cuadro de las montañas Flatiron en la cabecera
de la cama. Se lo regalé hace un mes, para su cumpleaños. Lo compré en la
galería de un artista local y le hice una promesa: que cuando me mudase a
este apartamento, lo convertiría en un hogar. Se convertiría en nuestra casa,
no en cuatro paredes y un techo.
Más allá de eso, su inmensa cama, con las sábanas arrugadas en una
pila amontonada en el centro. Hay un cajón abierto en su cómoda que
vomita ropa.
Nada más.
Pero mis ojos se detienen en la mesita de noche. Jamás he mirado allí,
pero debe de ser donde guarda las cosas importantes. Los anillos estaban
allí.
Me acerco y la abro de golpe.
Lo primero que veo es una foto gastada de nosotros dos, en una
recepción de la D-Phi, hace años. Es mi foto favorita, yo también tengo una
copia enmarcada en mi apartamento. Me siento en la cama y la contemplo.
Parecemos muy jóvenes.
Vuelvo a mirar en el cajón de la mesita. Y veo el paquete de condones.
Controlo mi primer impulso, que es perder los papeles. Hace años que
tomo la píldora y dejamos de usar preservativos hace cuatro años. Quizá es
un paquete viejo. Aaron jamás tira nada.
Aunque se mudó aquí hace solo un año y medio… Tiene que haber una
explicación.
Levanto el paquete y busco la fecha de caducidad.
Y al hacerlo, encuentro un tubo de lubricante medio lleno.
Medio lleno. Sé perfectamente que jamás lo ha usado conmigo.
Siempre intenta que lo hagamos por detrás, pero he sido bastante firme en
ese punto. De verdad, es que no lo entiendo. ¿Qué tiene de especial el sexo
anal?
Bueno, es posible que usara ese lubricante para masturbarse, ¿no? Así
que no debería preocuparme. Pero eso, los condones, y el hecho de que
Aaron haya enviado a Miles para evitar que curiosee entre sus cosas…
De repente, veo la silueta de Miles en el umbral.
Me mira y ve los condones y el lubricante en mi regazo. No logro
descifrar su expresión.
Luego dice:
—¿Estás lista?
Dejo las cosas de nuevo en el cajón y digo:
—Sí.
Lo sigo a la puerta y no puedo respirar. Pensaba que había solucionado
este tema con Aaron. Y ahora tengo un millón de dudas, a menos de veinte
horas del día en que se supone que voy a casarme con él.
Necesito aire.
Necesito hablar con Eva.
Necesito un tranquilizante.
Y lo que no necesito es el hombre sarcástico de metro ochenta con el
que me toca pasar las próximas cinco horas. Es el amigo de toda la vida de
Aaron, y es probable que su cómplice a la hora de ocultarme todo esto.
Camino por el apartamento detrás de Miles, confusa y desorientada.
Una parte de mí tiene ganas de golpearlo.
Abre la puerta, pero me adelanto y la cierro con un portazo.
—¿Por eso has venido?
Me mira, enfadado.
—¿Qué?
—Los condones. El lubricante. Jamás lo hemos usado, y…
—¿Cómo? Apártate, enana, o vas a…
Está tirando pelotas fuera. No voy a permitirlo.
—No. Sabes de qué hablo. ¿Te ha pedido Aaron que vinieras conmigo
para que no viera lo que he visto?
Me mira, furioso, durante un momento que se hace eterno. Me preparo
para lo que tenga que decirme. Casi presiento lo que va a decir, como un
bofetón.
Pero no lo dice.
Me aparta con suavidad de la puerta y la abre.
—Ya estabas loca, pero tus próximas nupcias han agravado tu caso.
Sale por la puerta, baja las escaleras y me deja sola.
Quizá tenga razón.
Quizá me esté imaginando cosas.
Pero me juego el resto de mi vida. Y…
Salgo fuera y cierro la puerta. Cuando Miles llega al rellano de abajo,
grito desesperada:
—¡Miles!
Se detiene y se gira para mirarme mientras se pone las gafas de sol.
—Por favor. Tú me lo dirías, ¿verdad? Si estuviera… —No quiero
decirlo en voz alta—. Ya sabes.
Aprieta la boca en una línea recta. Sé lo que significa.
«Soy el amigo de Aaron, no el tuyo. No me hagas esa pregunta».
Mete las manos en los bolsillos y mira hacia el cielo. Exhala
lentamente.
—¿Quieres que conduzca yo?
Trago saliva y bajo las escaleras hasta donde está. No, no me dirá nada.
Solo es leal a una persona: Aaron. Es su mejor amigo. Su único amigo.
—No, conduciré yo.
No me fijo en las nubes ni en el aire que se enfría. Cuando llego al
coche, un remolino de viento helado atraviesa el aparcamiento y hace que
me estremezca. Abro la puerta del coche de un tirón y entro en la calidez
del coche.
Y por si fuera poco, en cuanto enciendo el motor, caen los primeros
copos de nieve sobre el parabrisas.
15:06 h

6 de diciembre

No estoy loca. Al menos, demasiado.


Bueno, vale, soy un poco paranoica. Y posesiva. Y quizá neurótica.
Pero juro que hasta hace diecinueve meses no lo era.
Otra fecha que vivirá en la infamia: el 14 de abril.
Era mi último curso y me faltaba un mes para graduarme en Literatura
inglesa. Llevaba tiempo enviando currículums sin obtener respuesta. Tenía
muchos exámenes y trabajos que entregar, y acababa de recibir una carta
que me informaba de los pagos mensuales a los que tenía que hacer frente
para abonar el préstamo con el que me había pagado la carrera.
Así que mi vida era más o menos una mierda.
Lo único bueno era Aaron. Llevábamos cerca de cuatro años juntos, así
que era una constante en mi vida, bastante increíble. Claro que habíamos
tenido nuestros problemas, habíamos roto y nos habíamos reconciliado al
cabo de una semana unas cuantas veces. Yo me pasaba casi cada fin de
semana en la residencia de su fraternidad, y siempre tenía alguna fiesta a la
que asistir, así que como era la novia de Aaron, era muy popular. Ya
prácticamente no recordaba cómo había sido mi vida antes de él, cuando
era una don nadie asustada que pasaba desapercibida.
Aaron solo tenía dos asignaturas ese semestre, así que estaba
disfrutando de su último curso en la universidad. Yo me pasaba horas
preparando trabajos, y él, en cambio, se las pasaba en el sótano de la casa
de la fraternidad, bebiendo y jugando a los dardos.
Estuve una semana entera estudiando para mi examen final sobre
Chaucer, y apenas lo vi. Lo echaba muchísimo de menos y pensaba en él
constantemente, pero tuve que ignorar todas las invitaciones a las fiestas de
fin de año, porque había sacado muy malas notas a mitad de semestre y
tenía que sacar un diez en este para obtener una mención de honor.
En cuanto terminé, estaba tan aliviada y feliz que ni siquiera pasé por
mi apartamento, sino que me fui directa a la residencia de Aaron.
Recuerdo que caminaba por la moqueta roja y mullida hacia su
habitación, lista para arrojarme en sus brazos.
Miles se había graduado hacía tres años y, quizá, si hubiera estado allí,
habría sacado la cabeza para proteger a su mejor amigo. Pero Aaron no
tuvo esa suerte.
Abrí la puerta y lo encontré estirado en la cama, con una rubia desnuda
botando sobre su polla, en mitad de un orgasmo enorme. Resulta
sorprendente que no los oyera desde fuera, teniendo en cuenta los chillidos
que daba ella.
Se me ocurrieron dos cosas absurdas en ese momento. Una, que Aaron
no parecía tan excitado cuando era yo quien lo cabalgaba. Y dos, que la
rubia tenía las tetas más grandes que las mías.
Y en un segundo, todo lo que era bueno en mi vida se desvaneció.
Di la vuelta y salí de la habitación sin sentir nada, excepto incredulidad.
Tenía que ser un error. Hacía apenas dos horas que me había llamado
para desearme buena suerte en el examen. Me dijo que tenía resaca por la
fiesta de la noche anterior, así que se iba a dormir temprano. No se me
había pasado por la cabeza que lo fuera a hacer acompañado.
Segundos más tarde, oí sus pasos detrás de mí. Me alcanzó en la
enorme escalera de caoba, la que daba al vestíbulo con ventanas de
vidrieras de colores, demasiado bonitas para una casa de fraternidad. Me
agarró del brazo:
—Lia.
Fue lo único que dijo, no hacía falta más. Era lo que parecía. No podía
escabullirse con una excusa barata.
Pero, aun así, yo me negaba a creerlo. Así que dije la estupidez más
grande del mundo:
—¿Me estás engañando?
Aaron levantó la mirada hacia el rellano, donde un puñado de
compañeros de la hermandad disfrutaban del sórdido intercambio con
sonrisas burlonas en sus caras.
Él se había puesto los calzoncillos pero todavía tenía el pene erecto, lo
cual creaba el efecto tienda de campaña en su ropa interior. En un minuto,
había pasado de serlo todo a ser alguien a quien no reconocía. Dijo:
—No es nadie. Te echaba de menos.
—Estoy aquí —murmuré. Pero en ese momento quería estar en
cualquier otra parte—. Creo que me voy.
Me alejé torpemente, y esta vez no trató de impedírmelo. Recuerdo
pensar que era el fin. Sin Aaron, me sentía perdida, devastada. Solo tenía
ganas de meterme en la cama y morirme.
No tengo ni idea de qué hizo Aaron después. Quizá subió a la
habitación y acabó de correrse con la rubia. Pero una hora más tarde,
empezaron a llegar los mensajes de texto. Me mandó cerca de un centenar.
Al principio, me negué a responder. Gradualmente, me ablandé. Para
cuando llegó el fin de curso, ya volvíamos a hablarnos y me estaba
planteando darle otra oportunidad, a pesar de que mi hermano West decía
que merecía algo mejor.
Cuando se arrodilló y me pidió matrimonio en cuanto bajé del estrado
con mi diploma… Bueno, la cosa quedó clara.
No me enseñó un anillo y me hizo estremecer. Solo se arrodilló y tomó
mis manos entre las suyas, como si me adorara. Pronunció un largo
discurso sobre cómo había cambiado. Que la «etapa oscura» de nuestra
relación era lo que le había hecho falta para demostrarle lo mucho que yo
significaba para él. Que no era nada sin mí.
Aaron sabía cómo hacer las cosas. También se le daba bien actuar
delante de mucha gente, y el día de la graduación tuvo un público
inmejorable, de más de mil personas, que esperaba mi respuesta.
Así que para cuando le dije que sí, estaba sollozando.
Y después de irnos a comprar el anillo de compromiso y de que me lo
deslizara en el dedo, me sentí como si hubiéramos pasado de la noche al
día.
El Aaron que salió de la universidad era atento y no veía a sus amigos
en la residencia universitaria tan a menudo, ni tampoco se hinchaba a
beber, o tonteaba y hacía estupideces. Ese Aaron no quería ser el alma de la
fiesta. Hablaba de todo eso, sí, pero hizo un esfuerzo por dejar atrás esa
etapa de su vida.
Cambió de manera radical, y cuanto más cerca estábamos de la fecha
de la boda, más segura me sentía de que había tomado la decisión correcta.
Por eso, tras nueve meses de buen comportamiento, le dije que no
pasaba nada si volvía a ver a sus amigos de D-Phi. Sabía que le apetecía y
no quería ser una esposa sargento que lo tuviera atado.
Pero ahora, no sé qué pensar.
No sé nada.
Lo más probable es que esté exagerando. Al menos eso espero.
Agarro el volante con tanta fuerza que me tiemblan las manos, y no
tiene nada que ver con lo mucho que nieva a medida que nos acercamos a
las montañas.
Miles no lo sabe. Dice:
—¿Seguro que no prefieres que conduzca yo?
—No, estoy bien. —Enciendo la radio y trato de distraerme con una
canción de Carrie Underwood.
A pesar de lo que piense, mi Mini Cooper no es un coche tan terrible
para la nieve. Siempre se ha comportado. Y aunque yo no soporto la nieve,
no me importa conducir en una nevada. El único problema que tengo es
con la aplicación meteorológica de mi teléfono. La que indicaba que la
tormenta no llegaría hasta por la noche.
Los copos de nieve son grandes y húmedos, así que activo el
limpiaparabrisas. Por suerte, a esta hora del viernes por la tarde hay pocos
coches en la carretera, así que si seguimos a este ritmo, llegaremos sin
problemas.
Todo está bien. La boda será perfecta. ¿Qué importa si nieva un poco
antes? ¿Y qué más da si Aaron tiene una actitud sospechosa? ¿QUÉ
DIANTRES IMPORTA?
—Eh —dice Miles, chasqueando los dedos en mis narices—. Despierta.
Miro fijamente hacia delante.
—¿De qué hablas? Estoy despierta —replico.
—Ya. ¿Seguro que no quieres que conduzca yo?
Me doy cuenta de que estamos ascendiendo por la montaña y que solo
voy a treinta por hora. No me extraña que haya una camioneta pegada a mi
parachoques.
Suspiro. Hay un giro suave antes de emprender el delicado tiovivo de
subidas y bajadas.
—De acuerdo.
Pongo el intermitente y me detengo en el lateral de la carretera. Miles
se quita el cinturón. Sentada, veo cómo la nieve cae, cae y CAE SIN
PARAR, JODER, y de alguna manera pienso que, tal vez, es Dios, que trata
de decirme algo.
Estoy perdiendo los papeles.
Dejo caer la cabeza sobre el volante.
Miles no se mueve y tampoco dice nada. Jason Aldean suena en la
radio y el viento silba en el exterior, meciendo un poco el coche.
—Tú sabes que me ha engañado —digo—. ¿Verdad?
Me giro para mirarlo. Asiente con la boca cerrada y dice:
—Sí. Me lo dijo.
Se lo dijo. ¿En serio? Me pregunto qué más le contó.
Qué más podría contarme Miles. Las cosas que de verdad necesito
saber antes de comprometerme de por vida con su mejor amigo.
Inspiro profundamente.
—Sé que tú y yo nos odiamos. Pero, al ser la novia de Aaron, los dos
venimos en el mismo paquete, y como sé que él te importa, espero que, por
extensión, yo también te importe un poco.
—Eh, claro —dice, relajado.
No estoy segura de si lo creo, pero sigo hablando de todos modos
porque me siento desesperada.
—Así que, aunque me odias, si vieras que estoy a punto de meterme en
terreno peligroso, me avisarías, ¿verdad? ¿Pisarías el freno, por decirlo de
alguna manera?
Empieza a comprender. Su voz es dura, pero aparta la mirada por un
segundo. Como si no quisiera dejarme ver algo en sus ojos. Por favor.
Nadie es capaz de descifrar a este tipo.
—Ya sabes dónde te metes.
—¿Y si no es así? ¿Y si estoy ciega? —grito, mirando el reloj del
salpicadero. Tenemos que irnos. Pasan los segundos y cada vez nieva con
más fuerza—. Mira, yo quiero a Aaron. Lo quiero más de lo que jamás he
querido a nadie. Pero si no es capaz de controlarse y ser fiel, y voy a tener
que aguantar sesenta años de una mierda como esta, quiero saberlo.
Me estudia con atención y, al principio, creo que va a llamarme loca
otra vez.
—¿Te importaría?
Parpadeo, sorprendida. ¿Cómo puede pensar que algo así no iba a
importarme?
—¿Cómo?
—Ya me has oído.
Suelto una risa amarga.
—Por supuesto que me importaría. ¿Cómo se te ocurre?
Asiente lentamente.
—Lo que quiero decir es que tienes a quinientos amigos y familiares al
otro lado de esta cordillera que te esperan para celebrar la boda del siglo.
La has planeado durante casi dos años y te has gastado la pasta de tu padre.
Digamos que descubres que Aaron te engañaba desde el primer día. ¿De
verdad vas a decirme que lo mandarías todo al cuerno? ¿Así como así?
Lo miro anonadada.
—Pues… ¿sí?
Mi voz tiembla con indecisión.
Tiene razón. Estoy metida en esto hasta el cuello. No siento que tenga
opción, aun sí…
Dios mío.
—Mira, Aaron me envió un mensaje y me pidió que te acompañara a
recoger los anillos. Eso es todo. No tengo ni idea del porqué. Quizá quiso
protegerte, o quizá pensó que si veías el lubricante te pondrías como una
furia. No lo sé. Solo hice lo que me pidió, ¿vale?
Inclino la cabeza, incapaz de hablar.
—Y también creo que los dos sabéis muy bien dónde os metéis. Tú has
elegido. Las invitaciones se enviaron y la gente está esperando.
¿Entiendes? —Se encoge de hombros—. Así que por eso, incluso si supiera
algo concreto acerca de las actividades extracurriculares de Aaron en las
que no participas, y no digo que así sea, tampoco te lo diría. Porque. No.
Importa.
En la radio salta un anuncio de colchones con una melodía publicitaria
irritante. Fuera, la nieve que asalta el coche se parece cada vez más al
granizo. El vehículo se balancea a causa de los empellones del viento.
Por supuesto, una vez más, Dumbledore tiene razón. Dios, lo odio.
—Así que muévete y cambiemos de asiento de una vez —murmura.
Sí. Abro la puerta con cuidado, pero el viento se hace con ella y la abre
por completo. Antes de salir fuera, me doy cuenta de que las cosas se han
puesto serias.
Ya hay cinco centímetros de nieve en el suelo. El viento helado me
atraviesa los pantalones. Me arrebujo en la sudadera, me pongo las
sandalias (que no son lo más adecuado para salir a la intemperie) y casi me
resbalo y caigo sobre mi trasero para cuando llego al asiento del pasajero.
Estoy helada. Pongo la calefacción y apunto la salida de aire hacia mí.
Como Miles es el Dios de la Nieve, se toma su tiempo y pasea por la
nieve, sin que le afecte el viento frío. Abre la puerta y se desliza dentro sin
prisas.
—Por el amor de Dios, ¡cierra la puerta! —chillo.
Lo hace, se saca la gorra y la sacude. Tiene estática en el pelo y las
mejillas enrojecidas por el frío. Le sienta bien. En cambio, es muy probable
que yo tenga tan mal aspecto como me siento.
Me repasa de arriba abajo y sonríe.
—Sandalias. Eres de lo que no hay, Novzilla.
Frunzo los labios y me concentro en volver a erigir el muro entre
nosotros y en refugiar mi mente en un lugar feliz, lejos de aquí.
—Y además —dice, a la vez que estira la manilla y separa el asiento lo
bastante como para estirar sus largas piernas—, creo que vas a tener una
tremenda tormenta de nieve para la boda.
No digo nada porque es probable que Dumbledore tenga razón.
Otra vez.
15:35 h

6 de diciembre

Mi teléfono no tiene mucho aguante, así que debería ser cuidadosa con la
batería, porque me he dejado el cargador en el hotel y solo tengo un
cincuenta por ciento de batería.
Pero no puedo evitarlo. No deja de nevar y estoy de los nervios.
Llamo al hombre que siempre está ahí. Mi hermano mayor, West.
West también es un bicho raro, pero no tanto como Miles. Le gusta
hacer las cosas a su manera, como a Miles, y no permite que nadie le llame
la atención. Pero trabaja en Los Ángeles, en unos estudios de cine. Es uno
de los productores más jóvenes y de más éxito de la ciudad. Está rodeado
de gente que le hace la pelota, y lo odia. Aun así, mi hermano es la persona
más real y honesta que conozco.
Lo adoro más allá de toda razón. Y siempre me ha ayudado cuando he
estado al borde del precipicio.
—¿Por qué no me pediste que fuera yo, Dahl? —dice antes de que
pueda hablar—. Habría ido en tu lugar.
Y sé que es verdad. Tiene un corazón de oro.
—No quería molestarte. Y no sabía dónde estabas.
—Mierda, Dahl. Mamá está que se sube por las paredes y papá está a
punto de sufrir un ataque.
Me encojo. Es lo último que quería oír.
—Bueno, estamos avanzando bastante rápido. Aún cuento con estar ahí
para el ensayo de la cena.
—Vale, pero no te arriesgues. Quiero que vuelvas sana y salva.
Miro a Miles, que tamborilea los dedos en el volante. No me extraña.
Tenemos un coche delante que no pasa de los cuarenta kilómetros por hora,
y estamos en una zona de circulación rápida.
Tapo el móvil y susurro:
—¡Toca la bocina!
Miles me mira, enfadado.
—No.
—¡Solo es un poco de nieve! —grito, como si el conductor del viejo
Volvo que tenemos enfrente pudiera oírnos.
Miles pone el codo contra la puerta y se apoya, frustrado. Es posible
que sea debido al coche que tenemos delante, pero seguro que yo también
he contribuido.
Así que vuelvo a mi conversación telefónica.
—¿Has visto a Aaron? —pregunto esperanzada mientras me estiro y
trato de tocar la bocina.
Miles me aparta el brazo antes de que lo logre.
—No toques mi volante.
—Sí, está preocupado por ti, claro. Todos lo estamos. Queremos que
vuelvas lo antes posible —dice West, y sonrío—. Aun así Dahl, perdóname
por decirlo, pero se ha cubierto de gloria. Primero se olvida los anillos y
luego deja que vayas tú a por ellos. Tengo ganas de darle una buena paliza.
Frunzo el ceño. Mi hermano y Aaron no se llevan especialmente bien.
Son bastante distintos.
—No es culpa suya. Fui yo quien quiso volver a por los anillos. Él me
dijo que no hacía falta.
—Fue el inútil que se los dejó, para empezar. Después de todo el
tiempo que has pasado planificando esto. Mierda, Dahl. —Parece frustrado,
como si quisiera decir más pero se mordiera la lengua con la mandíbula
apretada.
Dios, pero incluso cuando dice poco, sabe qué decir a la perfección. Es
una de las pocas personas que entiende lo mucho que me ha afectado
organizar esta boda, y lo que me ha costado. Aaron no lo sabe, ni lo
entiende. Haberme pasado casi dos años de mi vida dedicada a que cada
detalle sea perfecto y que no me lo reconozcan… Duele.
—Gracias, West. Estaré bien. Lo sé. Todo saldrá bien.
—Sí. Ya sabes que Aaron y yo no acabamos de encajar a veces, pero sé
lo que sientes por él. Y quiero que seas feliz y que tengas el día de tus
sueños, Nuececita.
Me río. Hacía mil años que no me llamaba así.
—Lo tendré, ya verás.
Me despido y cuelgo. Me siento mucho mejor.
Pero en cuanto guardo el móvil, veo que Miles deja de acelerar y que
bajamos a treinta kilómetros por hora.
¿Qué demonios pasa? A este paso, no llegaremos nunca.
Antes de que pueda alcanzar la bocina, veo la cola roja de un atasco
frente a nosotros.
Exasperada, logro tocar el volante, pero Miles lo protege con su enorme
pecho y me aparta.
—No me importa si te casas mañana —advierte—. Te juro que si
vuelves a tocar el volante mientras yo conduzco, te romperé los dedos.
Le obsequio con mi cara de furia más terrible, pero después de su
advertencia, me dejo caer en el asiento como una niña malcriada.
Supongo que tiene razón. Hay una cola infinita de coches y tocar la
bocina no servirá de nada.
16:30 h

6 de diciembre

Es un problema grave.
Llevamos cuarenta minutos sin movernos.
Ha oscurecido rápidamente, y todo lo que nos rodea es de un color gris
apagado. Apenas veo a dos metros de distancia porque la nieve lo impide.
De vez en cuando, las luces rojas de los frenos de los coches destacan
contra el blanco impoluto.
Miles deja caer la mano sobre el freno y agarra el mango con sus
grandes dedos. Mientras conducía, se ha arremangado la camisa de franela
porque he subido la calefacción al máximo, dado que mis dedos de los pies
se han transformado en cubitos de hielo. Su antebrazo es masculino y
musculoso y amenaza con hacerme recordar el resto de las partes de su
cuerpo que también son perfectas. Es posible que ahora las lleve tapadas,
pero las conozco de manera muy íntima, y tenerlas tan cerca es una receta
perfecta para el desastre.
¿Cómo pude pensar que esto era una buena idea?
Ah, sí. No se me ocurrió a mí.
Debería haber venido sola.
O quizá no debería haber venido jamás. ¿Por qué tuve que obcecarme
en que todo fuera perfecto?
Los coches llegan lentamente desde el valle, pero no suben. A mi lado,
Miles estira el cuello para intentar ver qué ocurre.
—¿Por qué no hemos parado a comer? Estoy muerto de hambre.
—Porque no nos soportamos y no quiero pasar más tiempo contigo del
absolutamente necesario —murmuro, con el pie sobre el salpicadero
mientras intento hacerme la pedicura—. Deja de moverte.
—Es el viento, idiota.
Lo sé. Pero reprochárselo me hace sentir mejor. Aunque no nos hemos
movido en una hora, sigo sin poder aplicarme el pintaúñas porque el viento
no hace más que bambolear el coche.
A esto me he visto reducida. Hoy me habría pasado el día en el
balneario del hotel, donde me habrían dado masajes y aplicado un
tratamiento corporal completo, y ahora lo único que tengo son medidas
desesperadas. Es decir, una pedicura de tres al cuarto en el asiento del
pasajero de mi Mini. Llevaba encima una lima y un poco de pintaúñas de
color lavanda, que es mejor que nada. Mañana me levantaré un poco antes
para estar perfecta cuando llegue la hora de la boda.
Trato de ignorar el hecho de que, aunque fuéramos a toda velocidad
hacia el Midnight Lodge durante lo que queda de tarde, no llegaríamos a
tiempo para el ensayo de la cena.
Justo cuando termino con el dedo meñique, en mi teléfono aparece un
mensaje de Eva: «Dios mío, ¡esto es horrible!».
Contesto: «No pasa nada, solo es una borrasca. Terminará pronto».
Luego llega un mensaje de Aaron: «Date prisa, cariño. Te espero.
Tengo ganas de que llegue mañana».
Sonrío mientras me soplo las uñas. ¿Por qué me preocupaba tanto?
Después leo el siguiente mensaje de Eva: «Siento decírtelo, pero tu
madre estaba mirando el canal del tiempo en su habitación y dice que va a
nevar toda la noche, hasta mañana por la mañana».
¿Qué? Casi se me cae el botellín de pintaúñas que tengo en el
salpicadero, y me apresuro a poner la radio.
—¿Puedes poner esa emisora que escuchabas? ¿La aburrida 105 FM?
Necesito saber qué dicen del tiempo.
Suelta un bufido.
—Olvídalo. Aquí no llega la cobertura de ninguna radio de Denver.
Agarro el móvil y compruebo qué dice del tiempo. Estamos cerca de
Desesperación (menudo nombre tiene el pueblo, ni hecho a propósito), y
dice que nevará hasta las siete de la mañana. También hay aviso de ventisca
hasta las seis de la mañana.
Joder, joder, joder.
Voy a escribirle una carta bastante fuerte al hombre del tiempo del área
metropolitana. Echo la cabeza hacia atrás y gimo. Al hacerlo, un fuerte
remolino de viento sacude el coche y siento que el miedo me recorre la
columna vertebral. ¿Es posible que el viento transporte un coche y lo haga
volar por los aires, barranco abajo? ¿Un coche, digamos, como el mío?
Espero que no.
Cuando el viento se calma, doy un puñetazo en el salpicadero.
—¡Joder! ¡Muévete ya! Maldita sea, ¿me oyes?
Miles me mira.
—Eh, locuela.
—Es algo más que una ventisca —digo, compungida.
—No me digas.
Sí, exacto. No se lo había dicho yo, era él quien repetía lo de la
tormenta de nieve. Nota mental: cuando el tipo con el que viajas es un
genio y un mago de las matemáticas y nunca se ha equivocado en su vida,
hazle caso.
Los anillos de alambre no parecen tan mala idea, desde donde estamos.
La esperanza brota en mi interior cuando los coches que están delante
empiezan a moverse.
Sí. Sí. Sí. Muévete, sigue así.
Parpadeo como si me hubieran dado un puñetazo cuando se detienen.
Debería haber adivinado que era demasiado bonito para ser verdad. Hemos
avanzado seis metros en sesenta minutos. A este paso, llegaremos a
Midnight Lodge cuando lleve dentadura postiza.
Se me han secado las uñas de los pies, al menos. Tienen un aspecto
terrible pero están mejor que antes. Empiezo con las manos. Me gustan las
uñas cortas, para no mordérmelas. Al menos, no las tengo mordidas hasta
la carne, como de costumbre. Últimamente he tenido que dormir con bolsas
en las manos, porque me muerdo las uñas incluso dormida. Y quería estar
bien para la boda.
Pero como dice Miles, todavía están horrorosas.
Mientras me limo las uñas, aparecen luces rojas y azules en el espejo
retrovisor. Es un coche de policía que asciende por el arcén, seguido de una
ambulancia.
—Un accidente. —Suspiro y rezo una breve oración por los
accidentados.
Miles se pasa la mano por la cara y bosteza.
—Bueno, si retiran los coches implicados en el accidente, quizá nos
dejen seguir.
—¿Tú crees? —Compruebo el móvil. Si pudiéramos saltarnos el límite
de velocidad, quizá no llegaríamos tan tarde.
—No lo sé.
—Si podemos avanzar y aprietas el acelerador, quizá nos dé tiempo a
llegar al ensayo.
Me mira, escéptico.
—¿En serio?
Asiento.
—Déjame que te haga una pregunta. ¿Sabes cómo es una boda?
Asiento.
—¿Te has imaginado tu boda desde que eras una niña pequeña?
—Pues sí.
—¿Sabes cómo caminar derecha y decir «Sí, quiero»?
Ya veo por dónde va.
—Sí, pero…
—Entonces, ¿por qué demonios necesitas ensayar?
Agarro la lima de uñas y la agito frente a él como si fuera un arma.
—Obviamente porque necesito saber dónde ponerme y cómo proceder
y todo eso.
—Así que prefieres que nos matemos en esta montaña tratando de
llegar a tiempo a tu ensayo, en lugar de ponerte en el sitio equivocado
mañana en el altar —dice, rascándose la sien—. Muy lógico, de verdad.
Lo odio, de verdad que lo odio. Pero, por algún motivo, me echo a reír,
quizá para ocultar que me hace saltar más veces de lo que debería.
—No seas estúpido. Además, mañana no habrá ningún altar. Es una
ceremonia laica. Y es la ceremonia de mi vida, así que tiene que ser
perfecta.
Se ríe, y la flota de vehículos de emergencia nos deja atrás y desaparece
más allá de la curva de la carretera.
—Exacto. Mala suerte. Porque si estuviera en tu lugar, ahora mismo
estaría rezando para que pudiéramos cruzar la colina esta noche.
Mi corazón da un vuelco nervioso, aunque obviamente sí que estoy
rezando para salir de aquí.
—¿Cómo? Has dicho que una vez dejemos atrás el accidente, no
debería haber problema.
—Trataba de evitar que me apuñalases con eso que tienes en la mano
—gruñe, mirando al frente.
Los coches empiezan a moverse. Ascendemos un poco más. En el carril
en dirección opuesta pasan bastantes coches. Espero que signifique que han
dejado atrás el accidente. Empiezo a aplaudir cuando arrancamos y nos
movemos a dieciséis kilómetros por hora.
Pero al rodear la montaña, me vengo abajo.
Todos los coches que avanzan hacia las luces rojas y azules se ven
obligados a dar media vuelta. Un oficial de policía les indica que deben
volver a bajar y deshacer el camino recorrido.
Había empezado a pintarme las uñas de las manos, pero sin querer hago
un puño y me embadurno.
—No —gimo—. ¡No, no, no!
—Relájate —murmura Miles—. Y aparta esa lima antes de que se la
claves en el ojo a alguien.
La agarro con tanta fuerza que me sorprende que no se haya fusionado
con la palma de mi mano. Aflojo la presión.
—¿Crees que esto es ridículo? ¿Que soy ridícula? ¿Porque no quiero
alambre?
—¿Alambre?
—Sí. Aaron dijo que no debía ir a por los anillos, porque solo son un
símbolo. Dijo que podíamos usar alambre. Pero yo quería que todo fuera
perfecto, y… —Me cubro la cara con las manos—. Soy una idiota.
—No se puede utilizar alambre —masculla.
Giro la cabeza para mirarlo, asombrada. Por una vez en su vida, ¿me da
la razón?
—Pero jamás habría sido tan estúpido como para olvidar los anillos de
mi boda en casa. Al menos, si significaran algo para mí.
Me pongo rígida porque sus palabras son como un punzón de hielo que
me atraviesa el corazón.
—¿Qué insinúas? ¿Que a Aaron no le importa casarse conmigo?
Se encoge de hombros.
—No. Solo digo que él y yo somos distintos.
Ya. Lo sé perfectamente. Esas diferencias son la razón por la cual amo
a Aaron y odio al hombre que está sentado a mi lado.
Pero no me gusta admitir que Miles tiene razón. Él jamás se habría
olvidado los anillos de boda.
Un policía en medio de la carretera organiza el tráfico. Miles acerca el
coche y baja la ventanilla. Su tono de voz cambia; habla con el policía
como si fuera un humano de verdad.
—Hola, ¿alguna posibilidad de cruzar?
El policía niega con la cabeza.
—No lo aconsejamos. Los coches resbalan a partir de este punto.
Rechino los dientes.
—Miles, si tenemos que dar la vuelta y volver a Boulder, no llegaré a
tiempo para la boda.
En cuanto pronuncio las palabras, me doy cuenta de lo que acabo de
decir.
Voy a perderme mi propia boda.
Empiezo a temblar.
Miles me mira y tamborilea los dedos sobre el volante otra vez. Es
posible que esté nervioso porque intenta ser agradable con el policía, y no
suele ser agradable con nadie.
Yo estoy tan histérica que ni siquiera puedo parpadear. Detrás de
nosotros, los coches dan la vuelta y regresan hacia Boulder. Sus luces
dibujan arcos en mi parabrisas.
Me señala.
—Escuche, su boda es mañana por la noche. En Midnight Lodge. Si no
llega, se montará una buena. Tiene quinientos invitados esperándola.
El policía se acerca y me enfoca con la linterna. Le ofrezco mi mirada
más desamparada.
—¿En serio? ¿Os vais a casar? Mazel tov.
Miles no se molesta en sacarlo de su error.
—¿Cree que podríamos pasar?
—Si van poco a poco, no debería pasar nada. Hay un puñado de paletos
que van demasiado deprisa y bastantes coches atrapados. Tómenselo con
calma. Les dejaré pasar.
Me agarro las manos y digo:
—¡Oh, muchísimas gracias! ¡Muchas, muchas gracias!
Miles sube la ventanilla y lo saluda mientras el primero hace señas a
otro policía. Juntos nos guían a través de los vehículos de emergencia y
dejan atrás una camioneta estampada contra la valla de contención.
Y volvemos a estar en marcha.
Al cabo de unos minutos, tengo que decírselo. A regañadientes,
murmuro:
—Gracias.
—¿Por qué?
—Por decirle al policía que teníamos que pasar y no darte por vencido.
—Bueno, no me parece lo más sensato —responde, con la mandíbula
tensa—. Y no lo hago por ti. Lo hago porque creo que prefiero caerme por
un barranco antes que pasar la noche contigo en Boulder.
Lo miro furiosa.
—Lo mismo digo.
Gruñe como si estuviera de acuerdo con lo dicho.
El coche no parece tener tracción. Se desliza por la carretera cubierta de
nieve, y no hay marcas por las que guiarse.
—Creo que deberíamos ir despacio —sugiero mientras me froto las
manos a la vez que le da más gas al coche para subir la montaña.
—Ya. Voy a ir tan lento como pueda.
Sonrío. Quizá no lo odio tanto, después de todo.
17:46 h

6 de diciembre

Bueno, la cosa fue bien durante un rato.


Pero la alegría no duró mucho.
Cuando Miles dijo que se daría prisa, tendría que haber comprendido
que era un término relativo. Es cuidadoso y calculador. Es lento y decidido.
Jamás será un piloto de carreras.
Por enésima vez, me imagino alargando la mano y apretando el
acelerador. Pero es tan posesivo con el pedal como con la bocina.
No debería haberle dejado conducir.
La parte buena es que no hemos derrapado ni una sola vez. Y seguro
que la carretera está resbaladiza, porque hay coches en los arcenes,
aparcados contra los guardarraíles en ángulos poco naturales.
La parte mala es que todavía estamos a cuatro horas del hotel.
La radio no tiene cobertura, así que nos hemos quedado sin hilo
musical. Sin el cargador, al móvil solo le queda un treinta por ciento de
batería. No es que importe: tampoco tendría señal, aquí arriba.
Y la peor parte de todo es que estoy atrapada en esta montaña a solas
con Miles.
Bienvenidos al infierno.
—¿Tienes cobertura? —le pregunto con un suspiro.
Chasquea la lengua.
—No lo sé, déjame mirarlo —murmura, pero su voz rezuma sarcasmo.
Vale, debería darle un respiro. No es el trayecto más fácil del mundo y
es una imprudencia que aparte la vista de la carretera para comprobar el
teléfono que tiene en el bolsillo. Las luces del Mini solo alumbran unos tres
metros por delante del coche, y la nieve cae, implacable. Debe de haber
unos veinte centímetros de nieve acumulada, y no tiene pinta de que vaya a
aminorar. Miles parece relajado, pero la verdad es que siempre está así, con
una mirada distante, como si no estuviera aquí. Jamás lo he visto animado
por nada.
Bueno, una vez sí. Pero no voy a pensar en aquella noche.
Llevamos media hora conduciendo sin ver un alma. Conozco el
camino, por lo general hay bastante tráfico. De hecho, he pasado por aquí
una docena de veces, sobre todo en los últimos meses, para repasar detalles
de la boda. Pero ni siquiera yo estoy segura de dónde nos encontramos.
Todo está oscuro y no se ve nada.
Cuando diviso el cartel del Parador Overlook Pines, suspiro. Estamos
tan lejos de nuestro destino que ni siquiera es divertido.
De repente, el ritmo que llevamos parece el de un caracol.
—¿Te importaría acelerar un poco más? —Me muevo en el asiento del
pasajero, inquieta, como si montara un caballo de carreras y eso fuera a
ayudarnos a ir más deprisa.
Se frota un ojo.
—Creo que deberíamos tomarnos una pausa en este parador.
Lo miro furiosa.
—¿Qué? ¡No!
—Sí. Casi derrapo por el barranco en esa última curva. La tracción de
este coche es nula. Deberías llevar cadenas. No podremos con la siguiente
subida. Prefiero esperar a que pase la tormenta en un sitio caliente, donde
podamos tomar un café, en lugar de quedarme atrapado en el coche.
Empiezo a hiperventilar.
—¿Estás diciendo que te das por vencido? Si no seguimos, me voy a
perder mi propia boda.
—No, no digo eso. Hemos llegado bastante más lejos que si
hubiéramos dado la vuelta. Si esperamos un poco en la siguiente parada, es
posible que las máquinas quitanieves pasen por la mañana a primera hora y
podamos irnos entonces. ¿A qué hora te casas?
¿Cómo es posible que no lo sepa? Ha recibido una invitación escrita a
mano y en papel verjurado, como todos los demás.
—A las once.
—Exacto. Sí, hay tiempo de sobra.
Sacudo la cabeza con vehemencia. Tengo una maquilladora y una
peluquera programadas a las ocho de la mañana para doblegar a mis rizos
rebeldes y lograr que mis cejas parezcan perfiladas. El día en el balneario
era el aperitivo, pero antes de que pudiera caminar por el pasillo hasta mi
prometido, tenían que pasar muchas cosas.
—No, no lo hay. No lo entiendes. Ya me he perdido el día en el
balneario. Tengo que ponerme a punto. Si llego a las once menos cuarto,
¡tendré un aspecto horrible!
No lo niega.
—Pero llegarás a tiempo. Seguro que eso es mejor que estar muerta en
un barranco.
Me imagino la escena. Yo, corriendo hacia mi boda con mis rizos de
loca y las cejas sin depilar, como si fuera una neandertal. Las fotografías
que enseñaremos a nuestros nietos demostrarán que el abuelo se casó con
una mujer de las cavernas. No, gracias.
—No —mascullo—. Quiero que Aaron me mire y piense «Guau», no
«¿Qué demonios es ese adefesio?».
—¿Te refieres a Aaron el Distraído?
—¿Qué insinúas?
No contesta. No hace falta. A menos que llegue con un barril de
cerveza a cuestas o desnuda, lo más probable es que Aaron no se fije en mí.
Aun así, la incongruente imagen de la cara de horror de Aaron flota en
mi mente y sacudo la cabeza.
—No, tenemos que llegar antes. No podemos parar.
Exhala un suspiro torturado junto con algo que suena como «Novzilla».
¿De verdad ha vuelto a insultarme con eso? No lo soporto más.
—Escúchame, pedazo de alcornoque engreído. No soy Novzilla. Es el
día más importante de mi vida. Aaron es la persona más importante de mi
vida. Quiero estar guapa para él. ¿Lo entiendes?
No contesta.
Me cruzo de brazos.
—Claro que no lo entiendes. Me olvidaba de quién eres. ¿Alguna vez te
ha importado alguien excepto tú mismo? Vamos, si ni siquiera tienes
novias. Nunca has salido con nadie.
Me mira de reojo.
—Eso no es cierto.
—¿De verdad? ¿Cuánto ha durado tu relación más larga?
No responde.
—Ajá. Lo que quieres decir es que te has tirado a un puñado de chicas.
Eso es todo. ¿Alguna vez has repetido con alguna? ¿Eh?
Observo su rostro, dibujado contra el pálido resplandor del salpicadero.
Se pasa la lengua por los dientes.
—Claro que sí.
—Seguro. ¿Con quién?
Se aparta de mí para que no pueda verle la cara. Espero la respuesta.
Sigue sin decir nada.
—Admítelo. Es imposible que entiendas lo que siento porque nunca has
intentado estar guapo para nadie. Tienes suerte porque estás bueno; de otro
modo, jamás conseguirías que las chicas te hicieran caso.
Sonríe.
—¿Crees que estoy bueno?
Me muerdo la lengua. Me pongo roja. ¿Acabo de decirle eso? Acabo de
decirle eso.
—No importa. —Intento disimular—. Actúas como el imbécil creído
que eres, y la gran mayoría de mujeres no te soporta. Las inundas con tus
opiniones y tu ego y haces que lamenten el día en que te conocieron.
Ladea la cabeza hacia mí y aparta la mirada de la carretera para
observarme. Veo algo distinto en sus ojos. No dice una palabra, pero quizá
he logrado penetrar esa coraza exterior, porque parece… enfadado.
Tanto, que tengo que desviar la mirada.
Por primera vez, creo que quizá he ido demasiado lejos.
Hay una flecha que señala el parador. La parte superior está cubierta de
nieve y solo se lee STOP SALIDA. Las líneas de la carretera están ocultas bajo
una espesa capa blanca, y el viento ha borrado las huellas de los coches que
han pasado antes que nosotros, así que no se ve demasiado bien dónde está
la carretera.
Cuando empieza a desviarse hacia la salida, agarro la manecilla de la
puerta. Señalo.
—Eh, la carretera está por ahí.
Asiente.
—Vamos a parar para turnarnos. Si quieres volver al hotel esta misma
noche, conducirás tú.
—Vale —respondo y levanto el mentón—. No hay problema.
Cree que es muy listo. Bueno, puedo conducir tan bien como él. Puede
que incluso mejor. Así dejaremos de perder el tiempo y ganaremos
kilómetros.
Nunca he estado en este refugio porque jamás he tenido que
enfrentarme a una tormenta de nieve. No es un parador muy grande, la
verdad. Hay una zona de aparcamiento enorme y vacía, y en un rincón, un
edificio pequeño y cuadrado de ladrillo, iluminado por una única farola. Un
cartel que dice «Lavabos» está casi oculto por la nieve.
—¿Cómo es que no hay nadie? —me pregunto en voz alta. Seguro que
habrá más gente que se haya quedado atrapada por la tormenta.
—Porque todos han tenido el sentido común de volver a Boulder.
Aparca el coche en mitad del aparcamiento.
—Fantástico —murmuro, a la vez que me dispongo a abrir la puerta
para cambiar de asiento—. Vamos.
Señala al edificio.
—¿Te importa si voy al baño?
Pongo los ojos en blanco.
—Si no puedes aguantarte.
Se pone la gorra, abre la puerta y un remolino de viento helado y nieve
entra al interior del coche. Dice algo antes de cerrar la puerta, pero el
viento sopla con demasiada fuerza.
Decido que no voy a salir con las sandalias, así que trepo con cuidado
por el salpicadero, y eso en mi coche de juguete implica un despliegue de
movimientos digno de una contorsionista. Para cuando llego allí, todavía
camina en dirección al edificio, a través de la nieve que le llega hasta la
pantorrilla, con el cuello de la camisa de franela subido para protegerse la
cara.
Toco la bocina.
No se gira, solo extiende el brazo y me muestra el dedo corazón en un
gesto obsceno. Veo su silueta perfectamente dibujada bajo el brillo de la
única bombilla frente al edificio.
Qué imbécil redomado. No puedo creer que le haya dicho que pienso
que está bueno. Me sorprende que se hunda en la nieve: su ego hiperinflado
debería hacer que flotase hacia los lavabos.
Mientras desaparece al entrar en el edificio, pienso en el resto de cosas
que le he dicho: que repele a las mujeres en cuanto abre la boca. Jamás lo
había visto tan enfadado. Quizá he sido dura, pero es la verdad. Y si tanto
le preocupa, podría cambiar. No es tan difícil ser amable de vez en cuando.
Ni siquiera necesita serlo siempre. Dios sabe que yo tampoco soy perfecta,
pero…
Es imposible que sepa qué significa querer a alguien como yo quiero a
Aaron. Durante el primer año de relación, cada noche veía una hilera de
hermosas mujeres abandonar la habitación de Miles en la casa de
fraternidad, dando el mismo paseo de la vergüenza que yo el día después de
mi primera fiesta. Después de que él se licenciase, cada vez que
quedábamos, solo éramos tres en el restaurante o en el bar. Miles jamás
trajo a ninguna chica. Ni siquiera cuando lo invitamos a la boda, aunque
extendimos la invitación por si quería venir con alguien. Pero solo
confirmó su asistencia, nada más.
Es un lobo solitario. Eso es. El tipo de hombre que se quedará soltero
para siempre.
Un imbécil, un idiota y un estúpido.
No, no del todo. Rectifico al recordar los GRE.
Era marzo, hace más de dos años, y aún no había tenido lugar el
incidente que casi terminó con Aaron y conmigo. Miles había venido a la
ciudad, y como yo acababa de cumplir los veintiuno, habíamos salido a
tomar una copa en Gritty’s, el bar local al que por fin podía ir. Me estaba
quejando a Aaron de que probablemente tendría que sacarme los exámenes
de acceso al posgrado para intentar entrar en el programa de másteres de la
Universidad de Colorado, los GRE, porque no estaba segura de que mi
licenciatura fuera suficiente. Pero no sabía por dónde empezar, en especial
en lo relativo a las matemáticas.
Miles me dijo que él se los había sacado hacía unos años, cuando había
cursado su máster en Administración de empresas, y que me ayudaría si lo
necesitaba.
Me quedé boquiabierta ante su ofrecimiento. Estaba muy ocupado con
el trabajo, o eso creía yo. Pensé que lo hacía porque le encantaba alardear
de su capacidad mental. Así que no le di más importancia.
Siempre supe que Miles era muy inteligente, pero entonces descubrí
que era un genio. Él y las matemáticas estaban hechos el uno para el otro,
como la mantequilla de cacahuete y la mermelada. Era capaz de calcular
ecuaciones complejas mentalmente, y sabía la respuesta incluso antes de
que yo hubiera terminado de leer el enunciado.
Venía a mi residencia y nos instalábamos en el área común. Conducía
desde Denver para venir a darme las clases de repaso, y solo hablábamos
de matemáticas. Pero claro, las chicas enseguida se fijaron en él. Siempre
que estábamos juntos, aparecían todas con cualquier excusa para mirarlo y
tratar de llamar su atención, sobre todo cuando les decía que no era mi
novio.
Pero él jamás mordió el anzuelo. Cuando venía a las sesiones, se
comportaba casi como si fueran reuniones de trabajo. Una vez, una de las
chicas se lanzó a flirtear con él cuando se iba, y él la cortó de raíz.
Más tarde, Aaron me dijo que Miles había sacado la máxima
puntuación en todas las pruebas de los GRE. Ni siquiera sabía que eso
fuera posible.
Por cierto, yo no saqué la máxima puntuación, pero obtuve notas
mucho mejores de las que habría tenido sin su ayuda.
No solo eso, Miles siempre había sido un amigo leal para Aaron.
Recuerdo una vez, durante mi primer año, en que fuimos todos juntos a una
fiesta en TKE solo para robarles algunas cosas, que es lo que hacían los
estudiantes de los últimos años. Aaron se lo pasó genial, porque, además,
era el presidente de la fraternidad, pero Miles no parecía muy interesado. El
plan era que yo distrajera a los chicos de TKE jugando a cartas y chupitos
con ellos, mientras Aaron y el resto se llevaban lo que quisieran.
Pero, por desgracia, era muy mala jugando a cartas y terminé tan bebida
que apenas me tenía en pie.
Lo último que recuerdo de esa noche, mientras me tendía en el sofá del
salón común, era que Miles hablaba con uno de los chicos de TKE, que
había dicho:
—¿Y a quién tenemos aquí? —Con intención, como si fuera a
aprovecharse de mí.
Miles replicó:
—A la novia de mi mejor amigo. Tócala y te romperé todos los dedos.
Mmmm. Quizá sí había sido demasiado dura con él. Se había ofrecido a
ayudarme. No era tan malo, después de todo.
Mientras rememoro su aspecto, con gafas y la cara hundida en un libro
a la vez que trataba de ayudarme a resolver una ecuación, aparece en el
umbral del refugio y vuelve a caminar hacia mí. Recuerdo cómo olía: de
manera masculina y limpia, y, entonces, algo dentro de mí se enciende, por
mucho que intente evitarlo.
«Cálmate de una vez. Vas a casarte con su mejor amigo».
Para cuando Miles llega a la puerta del Mini, mi mente está donde no
debería: en aquella noche, en su habitación inmaculada, en las sábanas de
color blanco de su futón, donde hicimos cosas muy traviesas que ningún
chico con miedo a que la gente lo toque debería ser capaz de hacer.
Luego, abre la puerta y me estremezco. La cierra y me tiende una
chocolatina Milky Way.
—¿Tienes hambre?
Parpadeo. Gruñe, con el ceño fruncido:
—Lo siento, el solomillo a la pimienta no estaba en el menú.
Sacudo la cabeza. Me sorprende que me haya traído una chocolatina. Sí
que estoy hambrienta, pero quiero que mañana el vestido me quede como
un guante. Y estoy decidida a ponérmelo. Porque mañana habrá una boda.
Es lo que he decidido, con o sin tormenta de nieve.
—Como quieras —contesta, y abre la barrita.
Trato de no pensar en Miles mientras se come la deliciosa chocolatina,
y pongo en marcha el coche para salir, intentando ver la carretera.
Pero no puedo.
Es un mar de color blanco.
No se distingue dónde termina la carretera y dónde empieza la
montaña.
No pasa nada. Puedo hacerlo.
No voy a dejar que el genio que tengo al lado, don Exámenes Perfectos,
vuelva a tener razón.
Mordisquea el Milky Way y se me hace la boca agua al oírlo masticar.
No he comido nada calórico desde que Aaron me pidió matrimonio, y no
voy a empezar ahora, cuando estoy en los últimos cien metros de la carrera.
—El parador no estaba mal. Había calefacción y café. Una televisión,
también. Decían que la tormenta amainará al amanecer.
Suspiro. Eso no va a ayudarnos ahora, cuando está oscuro como si fuera
medianoche, aunque apenas son las seis de la tarde. Y no me sentaría mal
un poco de café. Pienso en parar y tomarme una taza, pero sería perder el
tiempo. Si salimos ahora, llegaremos a tiempo de descansar bien durante la
noche, aunque seguro que me habré perdido la cena de ensayo.
Se pone el cinturón sobre su ancho pecho y oigo el clic. Luego dice:
—Sabes, enana… Creo que eso no es la carretera.
Parpadeo, agotada, demasiado alterada para pensar.
—¿Qué? No, seguro que sí.
Señala en una dirección totalmente distinta hacia la que voy.
—La carretera está ahí.
Aminoro la velocidad y me acerco al parabrisas, para tratar de limpiar
el hielo.
—¿Entonces, adónde lleva esto?
Sus labios se curvan hacia arriba y por un segundo creo que ha
sonreído.
—No estoy seguro de que queramos descubrirlo.
Se me hace un nudo en el estómago a causa de su sutil y estúpida
sonrisa, activo los limpiaparabrisas y acelero un poco.
Sacudo la cabeza al ver el guardarraíl frente a nosotros, así como una
línea blanca recta que debe de ser la carretera. Voy directa hacia ella.
—Es por ahí.
—Ahh… No, es…
No puede decir nada más porque antes de darme cuenta, notamos un
enorme golpe y, de repente, vamos hacia abajo.
Piso el freno, pero el coche resbala, damos una vuelta y un montón de
nieve cae sobre el parabrisas.
Miles me grita órdenes.
—¡Suelta el embrague! ¡Gira el volante!
Pero yo solo quiero frenar y no tengo ni idea de hacia dónde girar el
volante.
Oigo tres ramas que rasgan las ventanillas, piedras bajo el chasis, y el
coche no deja de deslizarse hacia lo desconocido. En mi mente, hay una
caída de trescientos metros al final del recorrido.
Chillo y me tapo la cara con las manos.
18:34 h

6 de diciembre

Soy una estúpida.


Estoy sentada en el coche; los limpiaparabrisas se mueven a toda
velocidad y los faros iluminan un abeto nevado cuyas ramas están
apretadas contra el parabrisas. No estoy segura de dónde estamos, porque
al mirar por el espejo retrovisor no veo nada excepto la luz roja y apagada
de los faros posteriores. Tengo la calefacción al máximo porque no dejo de
temblar.
Un segundo más tarde, se abre la puerta. Miles mete la cabeza.
—Buenas noticias. No creo que el coche esté averiado. Solo ha sido
una carrera.
Se comporta como un ser humano, y lo aprecio porque me siento como
una mierda.
Me sorbo la nariz. Creo que me estoy resfriando. Genial. Han pasado
casi quince minutos del accidente y todavía no he soltado el volante.
—¿Qué hacemos ahora?
Se desliza dentro del coche, cierra la puerta y se sacude la nieve de la
cabeza. Un segundo más tarde, me doy cuenta de que sostiene un Milky
Way. Es para mí. Lo acepto y me lo meto en la boca.
Jamás he probado nada tan delicioso en toda mi vida. Dulce néctar de
los dioses.
—¿Mejor?
Asiento mientras lamo el chocolate con fruición.
—¿Más?
—¡Dios, no! No puedo. Tengo que meterme en un vestido mañana,
¿recuerdas?
Suelta un bufido.
—Si comieras desde ahora hasta la boda, seguirías sin tener el menor
problema. Date permiso para vivir.
Todavía huelo el chocolate. Tiene suerte de que no me abalance sobre
sus manos y lama el chocolate que tiene en los dedos.
—No me tientes. Estoy satisfecha.
Se mete la barrita en la boca y la miro con deseo hasta que desaparece.
—Vale, esto es lo que vamos a hacer. El parador no está lejos. Apaga el
motor y cierra el coche. Esperaremos allí, y cuando pase una máquina
quitanieves, preguntaremos si nos pueden ayudar a sacar el coche de aquí.
¿Te parece bien?
—¿Dejar el coche? Pero…
—Nadie te lo robará. Vamos.
Apago el motor y guardo las llaves en mi bolso. El aire frío se filtra en
el interior del coche. Miro hacia abajo y digo, abatida:
—Llevo sandalias.
—Es verdad —dice entre risas—. Vamos, no está tan lejos.
—Espera… —Miro el asiento de atrás para asegurarme de que no me
dejo nada. Quizá no soy una dejada como Aaron, pero tampoco una obsesa
del orden como Miles. En el asiento del Mini tengo un puñado de cosas que
siempre terminan ahí y nunca guardo. Encuentro un cárdigan gigante y un
sombrerito de lana que me olvidé en octubre, cuando fui a recoger
calabazas con Aaron e hizo demasiado buen tiempo. Pero no hay ningún
par de botas extra, por desgracia.
Me pongo el jersey y el gorro y le hago una seña a Miles, que tiene la
mano en la puerta listo para abrir.
—Ya. Vamos.
Miles mira mi gorrita y sacude la cabeza.
Lo observo, enfadada.
—¿Tienes algo en contra de las borlas?
—No, si tienes tres años.
—Cuando lleguemos al parador hazme un favor, mete la cabeza en el
lavabo y tira de la cadena. ¿Vale?
Sonríe irónico y ahí está esa sombra de sonrisa, como si fuera
demasiado bueno como para ofrecer al mundo una de verdad. Pero, ¿qué lo
hace tan atractivo? ¿Aunque sea una sonrisa con un aire engreído, como si
se sintiera orgulloso de ser capaz de sacarme de mis casillas?
Joder, necesito dejar de dar a Miles el poder de hacerme… El poder de
hacerme nada. Si voy a pasar las próximas horas en ese parador con él,
tengo que buscar mi equilibrio interior y no dejar que me altere.
Abrimos la puerta a la de tres. Aquí abajo no hace tanto viento porque
estamos en la ladera de la colina, pero en cuanto se me hunden los pies en
la nieve helada, suelto un chillido.
Dios mío, está muy fría y me llega hasta las rodillas.
Pugno por cerrar la puerta. Me aprieto el bolso contra el pecho y
levanto el pie lo bastante para dar un paso en dirección a la parte trasera,
hacia la fuerte pendiente.
Doy un paso torpe, luego otro.
Y me quedo quieta. Miro a mi espalda, las huellas en el suelo ya se
están llenando de nieve.
—¡Oh, no! —grito, mientras los copos de nieve me azotan la cara—.
¡No, no!
Miles me ha alcanzado y ya está más arriba. No veo dónde termina la
pendiente y se allana, pero podría quedar a miles de kilómetros. Porque
entonces…
Dios mío.
Miles se da la vuelta con las manos en los bolsillos. Para él parece un
simple paseo dominical.
—¿Sabes que solo llevas quince segundos fuera, verdad?
—Sí, pero… Joder. He perdido una sandalia. En algún sitio.
Me mira como si fuera patética. Tengo ganas de llorar.
—Y —gimo, sin poder evitarlo—, no puedo. Los pies… Me duelen.
Suelta un bufido y dice:
—Vamos, querida. No es tan grave.
—No, no lo entiendes. Por eso odio la nieve. Tengo el síndrome de
Raynaud. —Hago una mueca de dolor. Me duele, me duele mucho. El
dolor es insoportable, como si caminara sobre un tapiz de agujas. Tengo
ganas de morirme. No, no puedo seguir.
Me contorsiono para volver a la puerta del coche, meterme dentro y
crear un agujero de hobbit para mí, donde esperar a que pase la tormenta.
Que se vaya a su refugio, con su café, su calefacción, la comida y la
televisión. Quizá me merezco esperar en el coche, helada de frío.
Antes de que me dé cuenta, una mano se desliza por detrás de mis
rodillas y otra bajo las axilas, y me levantan del suelo. Me mareo, el mundo
me da vueltas y, de repente, estoy en el refugio de sus brazos.
—¿Qué…?
—No soporto tus gimoteos, enana. —Su voz no suena forzada, no le
cuesta nada llevarme en brazos. Su cuerpo es cálido y me hundo en la
franela suave y húmeda a la vez que dejo que el calor que desprende me
reconforte.
Sube por la ladera con pasos seguros y medidos, como si llevara toda la
vida haciendo esto, y, además, no se queda ni una vez sin aliento. Mis pies
están pálidos y blancos, casi azules, pero las mejillas me arden cuando abre
la puerta del refugio.
Me deja en el suelo y me aparto con torpeza de su olor delicioso y
masculino. En cambio, el recinto apesta como una mezcla de lejía y orina.
El estómago me da un vuelco.
—Eh, gracias. —Me sacudo la nieve de la ropa. Me saco la gorrita y
parpadeo a la luz del brillante fluorescente. Entonces, todo empeora.
Empiezo a sentir un terrible dolor en los pies, como si alguien los
apuñalara y quemara al mismo tiempo.
—¡Ahhhh! —Con una sandalia puesta, me tambaleo hasta un banco en
el centro de la sala y me dejo caer.
Ahora están rojos, peor que si me los hubiera quemado en la playa. Los
dedos son de color púrpura, casi del mismo tono que la pedicura. Pero nada
de eso es grave en comparación con el fuerte y palpitante dolor que siento.
Miles se acerca y me inspecciona.
—¿De verdad?
—Mírame los pies. —Se los muestro—. ¡Es un síndrome de verdad!
Por eso odio la nieve. No puedo salir y pisarla, o… ¡Ay!
Lágrimas de agonía acuden a mis ojos mientras los froto para tratar de
aliviar los pies, pero las manos también me arden. Tenía un par de guantes
en la parte de atrás del coche, maldita sea. ¿Por qué no me los he puesto?
—Estás hecha un desastre, enana —murmura y se sienta a mi lado—.
Vamos. Dámelos.
Me enderezo. No lo dirá en serio. Tiene TOC. No le gusta que lo
toquen, ni tocar a los demás.
—¿Cómo?
Me levanta un pie y giro el torso para acomodarme. Luego se pone el
otro sobre los tejanos. Noto sus muslos bajo mis pies. Me quita la sandalia
y la tira al suelo.
Baja las manos para cubrirlos. Las tiene grandes y calientes.
—¿Qué hac…?
—¿Te gusta?
Está calentándome los pies. Genial.
No, mejor que genial. Aaron jamás ha hecho nada parecido. La última
vez que tuve un ataque de Raynaud fue durante la época más dulce de
nuestra relación, cuando los dos fingíamos que nos gustaban las cosas que
le gustaban al otro y demostrábamos lo divertidos y agradables que éramos.
Habíamos ido a Winter Park a esquiar y casi me morí en el primer descenso
cuando se me salió un guante. Aaron se burló y me dijo que me fuera al
hotel a sentarme frente al fuego mientras él esquiaba.
—Oh, sí. Es que no sabía que pudieras tocar a los demás… Pensaba
que te resultaba problemático.
Se encoge de hombros.
—Parecía un asunto de vida o muerte. Además, haré lo que sea con tal
de que te calles. —Me obsequia con una irónica ceja enarcada.
—¿Lo que sea? Mmmm —digo, en broma.
Sus labios casi me ofrecen una media sonrisa.
Lentamente, presiona el arco del pie y trabaja el músculo. No solo me
está calentando los pies, también me está dando un masaje lento, con
movimientos rítmicos que aceleran mi corazón. A continuación, se
concentra en cada uno de los dedos.
Sigue con ello durante los próximos cinco minutos, con mucho cuidado
y de manera metódica. Jamás pensé que yo tuviera un fetiche con los pies,
hasta ahora. No puedo evitar sentir una extraña vibración en la piel, en el
estómago y en el pecho, donde debería estar el corazón, pero ahora parece
haber un pájaro que no hace más que aletear.
Mis pies están bien. Más que bien. Están calentitos y alerta, como otras
partes de mí que probablemente no deberían estarlo. Se me corta el aliento
y mis pensamientos vuelven a aquella noche, cuando él y yo…
No. No puedo.
—Qué agradable. ¿Eres profesional? —digo, para romper el momento.
Parpadea y veo que fuera lo que fuera que lo tenía cautivado, ha
pasado. Me levanta los pies y se aparta un poco, dejándolos caer al suelo.
—Creo que ya está.
—Sí, mucho mejor. Gracias.
Me siento con las piernas entrecruzadas en el banco y miro a mi
alrededor. No hay gran cosa aparte de lo que Miles ha mencionado. El
vestíbulo está vacío, excepto por el banco, un expositor con folletos de las
atracciones más cercanas, un dispensador de plástico de muestrarios
inmobiliarios, cubos de basura y reciclaje y una televisión que cuelga de la
pared. ¡Y una máquina de café!
Supongo que no me fijé al principio porque el olor a lejía y orina es
mucho más fuerte que el del café.
Casi tropiezo al levantarme para acercarme a la máquina. Es una
cafetera barata, como las de oficina. La tapa está rota y no queda mucho
café, pero tomo una taza de plástico y me sirvo lo que queda. Es horrible y
maravilloso a la vez. Dejo que el amargo sabor me cubra la lengua y el
calor entre en mis huesos.
Miles ha llevado a cabo un examen detallado de la estancia. Ha
probado a abrir todas las puertas y ahora mira el escaparate de una tienda
de regalos, cuya puerta está protegida por una persiana de seguridad.
Parece algo nervioso.
—No me digas que querías comprar un imán de recuerdo de Colorado
—digo y me acomodo como puedo en el banco de madera.
Señala el televisor.
En ese momento, veo el motivo de su preocupación. El presentador
habla de un accidente con un camión de gran tonelaje en Dunn’s Landing,
que está a mitad de camino entre nosotros y el Midnight Lodge.
Me llevo un dedo a la boca para mordisquearme la uña y lo aparto de
inmediato.
—Bueno, seguramente mañana por la mañana ya habrán retirado los
restos del accidente que obstruyan la carretera.
—Quizá.
O quizá no. Sé lo que está pensando. Este viaje ha sido un infierno
desde el principio. Con la suerte que tenemos, no retirarán el camión a
tiempo.
Y no llegaremos a la boda.
Me niego a pensar en ello.
Todo saldrá bien.
El pasillo que sale del vestíbulo conduce a los dos lavabos, uno a cada
lado, y a dos máquinas expendedoras con bebidas carbonatadas, barritas,
chocolatinas y demás porquerías. El suelo es de cemento y frío, y me duele
caminar sobre él con los pies desnudos. Me arrastro como puedo a la
máquina más cercana y lo primero que veo es una bolsa de palomitas.
Levanto el bolso, pero, entonces, recuerdo que casi nunca llevo suelto.
Utilizo la tarjeta de débito para casi todo.
—¿Tienes un dólar? —pregunto.
No hay respuesta.
Vuelvo al vestíbulo y miro. Miles no está.
Un segundo más tarde, aparece por una puerta trasera con el teléfono en
alto.
—Aquí hay algo de cobertura, una barra.
—¿De verdad? —Lo dejo todo y me abalanzo con el móvil hacia la
puerta trasera—. ¿Dónde?
—A unos tres metros de la puerta. A la izquierda.
Voy hacia la puerta y aprieto la nariz contra ella, tratando de ver el
exterior. Hay un pequeño porche, montañas y montañas de nieve y poco
más. No quiero que se me congelen los dedos de los pies otra vez, así que
suspiro y levanto el móvil en un arco por encima de la cabeza. Quizá la
cobertura llegue al interior del refugio.
—¿Has podido enviarle un mensaje a Aaron? —pregunto mientras me
paseo como una confusa Estatua de la Libertad que trata de lograr
cobertura.
—Sí.
Espero a que me diga más, pero supongo que tendré que interrogarlo.
—¿Y?
—¿Y qué? Dice que te verá cuando llegues.
Arrugo la nariz. ¿Nada más?
—¿Y por qué no le decimos dónde estamos y que tenemos el coche en
una zanja? Puede que llame a la policía estatal para que vengan a
ayudarnos cuando la tormenta amaine.
Asiente y dice:
—No, no le he dicho eso.
Genial. ¿Por qué soy la única persona a la que esto le parece grave?
Ojalá Miles tuviera un corazón de verdad o Aaron fuera el tipo que se ha
gastado todo el dinero de su padre en un solo día. Tampoco estaría de más
que hubieran pasado las noches en vela y mordiéndose las uñas como yo.
Entonces, quizá, les importaría.
Ugh. Hombres. Siempre tan despreocupados con las cosas importantes.
Me subo al banco y levanto el teléfono casi hasta el techo, manchado de
humedad. No hay cobertura. Claro.
Salto del banco y vuelvo a la puerta de atrás. Correré al exterior y le
enviaré un mensaje rápido a Eva. Los hombres de mi vida no saben cómo
comunicarse.
Empujo la puerta y me lanzo hacia el viento despiadado, que atraviesa
todas las capas de ropa que llevo. El suelo de cemento está cubierto con
una fina capa de nieve barrida por la ventisca. El edificio no tiene el menor
recodo donde refugiarse. Inclinada sobre el móvil, me acerco al borde del
porche para encontrar la barra de cobertura y tecleo a toda velocidad:
«Estamos en el refugio Overlook Pines. El coche se ha quedado en la
colina, pendiente abajo. ¿Puedes llamar a la policía por si pueden mandar
una grúa lo antes posible? Aquí no hay cobertura».

Un segundo más tarde:

«¡Cariño! Por supuesto. Pero dicen que ha habido un accidente con un


camión».

Suspiro.

«Lo sé. Quizá la grúa pueda venir mañana por la mañana. Y entonces
todavía llegaré a la boda».

Me estremezco mientras el frío viento me despeina de manera


desastrosa. Miles tiene razón: tengo un aspecto horrible con la manicura de
batalla, las cejas sin depilar, el pelo suelto y despeinado y una única
sandalia.
Y todo por mi culpa.
Solo porque no me conformé con anillos de alambre, porque quería que
todo fuera perfecto.
No.
Aun así, lo será. ¿Qué había dicho Mimi? No es la boda, es el hombre.
Ella se lo pasó divinamente en el paseo de Santa Mónica, partiendo el
pastel con mi bisabuelo. Yo también puedo pasarlo bien con Aaron, aunque
tenga aspecto de mujer de las cavernas. Después de todo, de eso se trata en
un matrimonio. Para lo bueno y para lo malo, ¿no? Además, si llego un
poco tarde, puedo pedir a la peluquera y a la maquilladora que hagan algo
sencillo en lugar del elaborado tocado que tenía en mente. Todo irá bien.
¿Ves, Miles? No soy Novzilla. Me dejo llevar.
Otro ramalazo helado me golpea. Tiemblo mientras tecleo:
«Siento haberme perdido el ensayo. ¿Cómo están todos? ¿Muy
tristes?».

Unos momentos más tarde, responde:

«No pasa nada. Todo el mundo se lo está pasando bien. Aaron ha


sacado el karaoke».

Sonrío. Bueno, eso está bien. No me gustaría pensar que se aburren y se


preguntan por qué no estoy allí. Pero ya no tengo de qué preocuparme,
Aaron es el alma de todas las fiestas. Allá donde va, todo el mundo está
entretenido.
Mi sonrisa se desvanece.
Se supone que debería estar allí con ellos. Es donde quiero estar.
Con mi familia, mis amigos y mi prometido.
Es mi boda, algo que llevo esperando casi toda mi vida. Y ni siquiera
estoy allí para disfrutarlo.
Hago un esfuerzo por controlar el remolino de emociones que se
apodera de mí y vuelvo al refugio. Miles está estirado en el banco, con las
piernas cruzadas a la altura de los tobillos, mientras mira la televisión como
si estuviera en el sofá de su casa. Empieza una vieja serie de televisión con
una sintonía demasiado animada. Las palabras Las cosas de la vida
aparecen en la pantalla.
Miles la mira absorto, con una taza de café que ha dejado encima de su
pecho. El boy scout ha hecho una cafetera nueva.
Los pies me queman de nuevo, pero tengo otros problemas en los que
pensar. Voy a la puerta delantera y miro fuera. Hay al menos medio metro
de nieve acumulada. Me envuelvo en el enorme cárdigan y me giro hacia
él.
—¿No crees que deberíamos intentar avisar a la policía de que estamos
aquí? —pregunto—. Quiero decir, el coche no se ve desde la carretera.
—¿Qué sugieres? —murmura, sin despegar la vista de la pantalla—.
¿Señales de humo?
Me encojo de hombros.
—No lo sé. ¿Tienes alguna idea?
—Sí. Esperamos. Es un refugio. Alguien vendrá.
—Pero es que no tengo tiempo. —Dejo caer la cabeza entre las manos
—. Esta situación requiere que hagamos un esfuerzo por pensar en alguna
solución distinta. Tiene que haber alguna forma de volver al hotel. Venga,
ayúdame. ¿Crees que si mi padre alquilara un helicóptero…? ¿O…? No sé.
Quizá una escolta policial. Un policía podría sacarnos de aquí. El que
vimos en la carretera parecía amable. ¿Qué te parece?
No contesta. Ni siquiera me mira.
Chasqueo los dedos frente a él y, por fin, lo distraigo.
—¿Hola? ¿Alguna perla de sabiduría, oh gran ser brillante?
—Sí. —Asiente, mira por la ventana y casi pienso que va a esbozar un
plan genial para que salgamos de aquí lo antes posible. Luego dice—: Te
quedas con lo bueno. Te quedas con lo malo. Te quedas con todo. Y eso
es… «Las cosas de la vida».
Lo miro incrédula.
—¿En serio?
—Sí, es un buen resumen. —Me obsequia con esa sonrisa irónica que
me saca de quicio.
Y no puedo más.
—¡Te. Odio! —exclamo y me abalanzo sobre él, dispuesta a sacudirlo
hasta que recuerdo que no soporta que lo toquen.
Que se aguante. No me importa. Lo tocaré tanto como me dé la gana.
Le golpeo en el pecho y no se inmuta. Su expresión sigue relajada.
Eso me enfurece todavía más.
Grito:
—¡Te odio, joder, joder, joder!
Se levanta y se cruza de brazos tranquilamente mientras me observa
pasear arriba y abajo con los nervios a flor de piel. Me ha hecho estallar y
juro que soy capaz de matarlo.
—Eres un idiota, Miles, ¿lo sabías? Aquí sentado, con tu expresión
creída, como si fueras mejor que nadie.
—¿Quieres sabiduría? ¿Para qué? Harás lo que te dé la gana de todos
modos.
—¡No es verdad! Yo…
—Sí que lo es. Te dije que deberíamos haber elegido el todoterreno de
Aaron. Te dije que habría una tormenta de nieve. Te dije que valía la pena
parar en el refugio. ¿Y me hiciste el menor caso? No.
Aprieto los labios y me llevo los puños a las caderas. Quiero gritarle
hasta que se le caigan las orejas. No falla, siempre me saca de mis casillas.
Porque está aquí, en lugar de Aaron. Porque hace que me enfurezca y ni
siquiera entiendo por qué. Y porque dice la verdad. Tiene razón. Es culpa
mía, todo, de cabo a rabo. Y odio que lo sepa.
Se ríe al percatarse de mi desdén.
—Vale. Sabiduría. ¿Qué te parece esto? Pon los pies en la tierra,
princesa. No vendrá ningún caballero andante con su armadura reluciente a
sacarte de aquí para tu «día especial». Lo has jodido, a pesar de todas las
advertencias, y ahora descubres que no eres tan especial, ni siquiera en tu
«día especial». Bueno, pues apechuga con ello. No hay más.
Lo miro fijamente. Casi no puedo respirar.
Sus palabras se clavan en mi cerebro, como siempre, porque tiene el
don de hacer que me atraviesen hasta lo más profundo de mi ser.
Porque, como de costumbre, tiene razón.
No quiero hacerlo. Ya me encuentra insoportable de todos modos, pero
no puedo evitarlo. Se me desmorona la cara, me arden los ojos y se me
nublan; sé lo que va a suceder.
Pero no dejaré que me vea llorar. No puedo mostrarle que tiene ese
poder sobre mí. Le encanta picar a la gente, pulsar sus teclas e
incomodarlos.
Sin mediar palabra, echo a correr y salgo fuera, donde me aprieto
contra la pared de ladrillos y me hundo en el suelo, cubierto de nieve.
Esta vez no me importan ni el viento ni el frío. Da igual si se me caen
todos los dedos de los pies a causa de la congelación. Que se me lleve un
remolino de viento, montaña abajo. Es mejor que estar aquí con él.
Un segundo después, se abre la puerta.
—Eh. Vuelve dentro.
Hundo la cara en mis rodillas y me limpio las lágrimas con los tejanos.
Respondo con voz seca:
—No pasa nada, estoy bien. Tengo que hacer algunas llamadas…
Camina hasta ponerse frente a mí. Sus enormes botas de escalada están
delante de mis pies desnudos. Se acuclilla y suspira.
Luego, se quita la camisa de franela y deposita el tejido cálido y grueso
sobre mí, como si fuera una manta, y me envuelve los dedos helados.
No puedo mirarlo o sabrá que he estado llorando.
—Oye… Creo que me he pasado ahí dentro… —empieza a hablar
mientras se rasca la nuca—. No sé qué más decirte.
—Has dicho bastante —murmuro, con la vista clavada en mis rodillas.
Sigo sin mirarlo—. ¿Y sabes qué? Tienes toda la razón, Gran Sabelotodo.
Genio de la Comarca. Pero hay una cosa que no sabes. No sabes lo que es
ser como yo. Ser alguien completamente normal y corriente, porque tú eres
especial en muchos sentidos. Pero yo no lo soy. Esta boda es mi vida. Sí,
puede que te parezca patético, pero es así. No tengo una carrera exitosa ni
un talento asombroso como tú. Soy aburrida, me llamo Dahlia Ripley y es
lo que hay. Así que sí, había depositado todas mis esperanzas en esta boda.
Llámame Novzilla, venga. No me importa lo que pienses.
No dice nada durante un buen rato. Luego:
—¿Y después de la boda?
—Pues… Luego estaré casada con Aaron. Seré la señora de Aaron
Eberhart.
—¿Y entonces? ¿Abandonarás tu propia identidad? —parece molesto.
—No —mascullo—. Pero juntos, formaremos una identidad nueva.
Mejor que si estuviéramos solos, cada uno por nuestro lado. Y quizá
tengamos hijos y los criemos y todo eso. Y quizá descubriré que mi talento
es ser una gran madre y una esposa espléndida. Estoy deseando que llegue
ese día. Significa que… Bueno, Aaron lo es todo para mí.
—¿De verdad lo quieres? ¿En lo bueno y en lo malo?
Lo miro fijamente y mi cabeza viaja hacia el futuro que siempre he
creído que podría tener.
—Claro. Voy a casarme con él, ¿no?
—Ya —murmura. Se levanta y se va a la puerta—. Sí, vale. Entra. Se te
van a enfriar los pies.
21:06 h

6 de diciembre

Que quede claro: jugar a «Verdad o reto» no es tan divertido cuando uno
está sobrio.
Sobre todo, cuando tratas de olvidar que te has acostado con el otro
jugador que hay en la sala.
De algún modo, hemos terminado así: llevamos más de una hora
jugando. Estamos sentados en el banco de madera, sorbiendo café y
fingiendo que estamos interesados mientras tratamos de que el juego sea lo
más decoroso posible, por motivos obvios.
Me he reclinado en el banco para estar más cómoda y he utilizado el
cárdigan de almohada a la vez que me he tapado con la camisa de franela
de Miles. Trato de ignorar que huele a su loción de afeitado, tan masculina
y limpia que tengo ganas de hundir la cara en ella.
—Vale, ¿verdad o reto?
—Reto.
Pongo los ojos en blanco.
—¡Solo pides eso! Ya no tengo más ideas.
Se encoge de hombros y mira a su alrededor.
—Joder, ojalá tuviéramos un tablero de ajedrez. Podría fabricar uno.
—Dios, no. ¿Para que vuelvas a darme más palizas? —Me levanto y
me froto las manos mientras pienso. Ya verás, te gustará este reto.
Para no cruzar ninguna línea, no le he pedido que haga nada que
requiera despojarse de una prenda de ropa, decir palabrotas, hacer gestos
obscenos, tocarme o hacer nada que tenga que ver con el sexo, ya sea
pensar, hablar o imitar. De esta forma, básicamente le hemos quitado toda
la gracia al juego. Así que la mayor parte de los retos que le he propuesto
han sido atléticos o de ejercicio físico, como dar tres vueltas corriendo
alrededor del edificio.
Los suyos tampoco han sido muy lúcidos. Ha llegado a pedirme que le
cantara el alfabeto a partir del expositor de folletos turísticos.
Miro a mi alrededor y se me ocurre algo.
—Vale. Veinte flexiones.
Sonríe como si dijera «¿Solo eso?». Se pone de rodillas.
—Pero —anuncio, de pie frente a él— cada vez que hagas una, tienes
que besarme los pies y decir «No eres Novzilla».
Se sienta sobre los talones y sacude la cabeza.
—Joder. Vale, elijo verdad.
Aplaudo.
—¿Sí? ¡Vale!
De hecho, eso hace el juego más interesante. Hay una multitud de
pequeños misterios en el mundo de Miles. Cuando estaba en la universidad,
todas mis amigas hablaban sobre él como si fuera una especie de famoso.
Querían saber qué le interesaba.
Aunque tiene bastante ego, es sorprendentemente discreto acerca de su
pasado. No estoy segura de que Aaron sepa mucho sobre él.
Así que ahora tengo la ocasión de conocerlo mejor, y voy a
aprovecharla.
—Vale. No dejas de burlarte de mi boda. Si fueras a casarte, ¿cómo lo
harías?
Sonríe.
—Eso es un gran «si».
—¿No te ves casado?
—No —dice de manera automática.
Me inclino hacia delante.
—¿Porque no estás de acuerdo con la institución del matrimonio o no
quieres atarte a una única mujer, o…?
—Todas esas razones.
—Ah. Pero si en un caso hipotético fueras a casarte…
Se ríe y se rasca la sien mientras mira hacia el techo, reflexionando.
—Mmm. Supongo que solo querría una cosa.
—¿Qué?
Estoy en el borde del asiento, como si Miles fuera a abrirme su corazón
con esta respuesta.
—Nieve. Mucha nieve.
Lo miro enfadada.
—Muy divertido, listillo. Como no has sido sincero, toca otra ronda de
verdad.
—Era sincero.
Me cruzo de brazos y lo fulmino con la mirada.
Al cabo de un instante, acepta mis condiciones y asiente.
—Vale. Verdad. Mmm… Veamos. —Me acaricio la barbilla mientras
repaso las posibilidades—. ¿Por qué te fuiste de D-Phi?
Me mira extrañado.
—¿Esa es la pregunta candente que te mueres por saber?
Asiento.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Porque esa fraternidad era la más popular y la gente que entraba en
ella disfrutaba a fondo de la vida universitaria, con sus fiestas. Y luego
estabas tú. Jamás ibas a las fiestas mixtas, pasabas más tiempo jugando
conmigo al ajedrez que en el sótano de fiesta y, en cuanto te licenciaste, no
volviste a pasar por allí ni de casualidad. ¿Por qué?
Levanta las manos y dice:
—No lo sé. No me iba ese rollo. No como a Aaron. Pero ya sabes que
es mi mejor amigo desde que íbamos al colegio. Como él se metió, yo
también entré.
—¿Porque no querías quedarte atrás? —Imito una carita triste—.
Pobrecito.
—No lo sé. —Bosteza y parpadea como si estuviera a punto de
quedarse dormido. Sí, el juego está muy aburrido—. Quizá. Fue hace
mucho tiempo.
—Aaron me dijo que os conocisteis en el patio del colegio. Que tú y él
erais los únicos chavales que estabais en forma de la clase, y que cuando se
hacían equipos, siempre jugabais el uno contra el otro. Y que, por eso, no
os soportabais al principio. ¿Es verdad?
Asiente, un poco sorprendido porque sepa eso de él.
—Verdad. ¿Qué más te ha contado Aaron de mí?
Arqueo las cejas y me hago la misteriosa. La verdad es que poco más,
pero me gusta que se interese.
—Que tu padre había venido con la familia a Boulder desde Nueva
Jersey cuando tenías diez años como parte de un programa de protección de
testigos o algo así.
Me mira, sorprendido.
—Algo así.
—Entonces ¿es cierto?
Se encoge de hombros.
—Eso es muy emocionante. ¿Tu padre fue testigo de un crimen o algo
similar?
—No. Casi toda mi familia está implicada en el crimen organizado. Mi
padre quería salirse, así que hizo un trato con el FBI para testificar contra
ellos a cambio de que nos protegieran.
Me quedo boquiabierta.
—¿De verdad? Espera, ¿Miles Foster es tu verdadero nombre?
—¿Qué quieres decir? Es mi nombre, sí. ¿El primero que tuve? No.
Ahora sí que me ha dejado sin palabras.
—¿Qué? —Me acerco a él—. Eso es muy interesante. Entonces, ¿cómo
te llamas?
Sacude la cabeza con aires de misterio.
—Guau. Vale, vale, lo entiendo. Entonces, espera, ¿deberías contarme
esto? ¿No se supone que es un secreto? ¿Como esos que si me cuentas
tendrías que matarme?
Se ríe.
—No. Quiero decir que sí que es un secreto, pero ¿a quién se lo
contarías? No es muy grave. Además, la familia se fue al cuerno después
del testimonio de mi padre. El negocio familiar, quiero decir. La mayoría
están en la cárcel. Mi abuelo, mis tíos… Dudo que nadie me busque, y si lo
hacen, no querrán matarme. Soy sangre de su sangre.
Me echo hacia atrás.
—¿Pero todavía buscan a tu padre? Porque gracias a él terminaron en la
cárcel, ¿no?
Se pone muy serio.
—Mis padres murieron en un accidente de coche cuando tenía
dieciocho años —me cuenta, y se mueve un poco en el banco—. ¿Aaron no
te lo ha dicho?
Niego con la cabeza, asombrada.
—Lo lamento. —Me siento como una idiota por sacar el tema. No me
extraña que condujera con prudencia por la carretera nevada—. Pero eso
quiere decir… que estás solo.
Asiente.
—¿No te importa?
—En lo más mínimo. Porque me gusto. No pasa nada porque uno
disfrute de la compañía de uno mismo, antes que de la de los demás. Y no
estoy solo del todo. Tengo gente, amigos.
—Pero no tienes novia.
—No. —Me mira con curiosidad—. ¿Por qué te preocupa tanto?
—No me preocupa, solo soy curiosa —digo con ligereza.
—Pues lo que te decía: tengo gente. Tengo a Aaron.
—Sí, pero apenas quedáis últimamente.
Asiente y mira el suelo pensativo.
—Es lo que te he dicho. Estoy a gusto conmigo mismo.
—¿No te sientes solo?
—Muy pocas veces.
—¿Y qué haces cuando eso pasa?
Se encoge de hombros:
—Me recuerdo que la raza humana suele ser bastante insoportable.
—Mmm, ya. Y tú no eres nada insoportable.
—Exacto.
Dios, es un bastardo engreído. Me gustaría borrar esa mirada de
superioridad de su cara. Sin embargo, no me muevo y digo:
—Pero ¿por qué ya no invitas a Aaron que te visite en Denver?
Me mira fijamente.
—Eh, ¿qué pasa? Esto es un tercer grado. Creo que me toca a mí.
Supongo que me he pasado con las preguntas. Pero en cuanto he
empezado, no he podido parar. ¡La mafia, por el amor de Dios! Cada
detalle fascinante que descubro acerca de él me hace querer saber más.
Somos personas de caracteres totalmente opuestos. Mi historia es el
equivalente histórico a ver cómo se seca la pintura: un aburrimiento.
Me recuesto contra la pared y doblo las piernas contra mi pecho a la
vez que hundo los dedos en la suave franela de su camisa para no tener frío.
—Vale, verdad.
Se toca la barbilla, pensativo. En todas las preguntas que me ha hecho,
me ha obligado a reflexionar mucho, porque eran cuestiones bastante
profundas. Creo que por eso me duele un poco la cabeza.
—Vale. Imagínate que Aaron no existe. Si pudieras salir con cualquier
personaje literario o de una película, ¿con quién lo harías? ¿Quién sería tu
pareja ideal?
—Oh, eso es fácil. Andy Dufresne.
Arquea las cejas, impresionado.
—¿El protagonista de Cadena perpetua, eh? Interesante.
—Me encanta. Cuando dice que amaba a su mujer, pero ella contaba
que era un hombre difícil de conocer. Que era callado y reservado y un
gran misterio y…
Me callo. Porque me escucha con atención, asintiendo, y, de repente,
me doy cuenta de que Andy Dufresne y Aaron no se parecen en nada.
Y en cambio, Andy Dufresne es clavado a Miles. Incluido que sepa de
números y de ajedrez.
Me ruborizo. Encuentro un hilo de lana suelto en mi cárdigan y tiro de
él.
—Bueno… ¿Verdad o reto?
Se endereza y se estira.
—Vale. ¿Quieres saber por qué no le pido a Aaron que venga a
visitarme?
Me quito la goma del pelo y lo sacudo mientras asiento.
Pasea la mirada por mi pelo mientras los mechones me caen sobre la
cara, y por un brevísimo instante, me pregunto cómo sería si alargara la
mano y los apartara. Ha pasado mucho tiempo desde que me miró como si
me deseara: cinco años exactamente. Y, sin embargo, nunca había sentido
nada tan emocionante hasta el momento en que me miró así.
Antes de él, el sexo era algo torpe. Con él aprendí que podía ser una
fuente de placer infinita, de intimidad y de diversión. Fue como si esa
noche hubiera abierto un capítulo nuevo de mi vida. Me pregunto si lo
sabrá.
Le miro los labios y los imagino sobre mi piel cuando dice:
—Supongo que podría decirse que lo he superado.
Pienso en cómo puso su dedo en mi barbilla y acercó mi boca a la suya,
hasta que sus palabras llegan a mi cerebro.
—¿Qué quieres decir?
—Al salir de la universidad le di algo de tiempo. Pensaba que se le
pasaría cuando estuviéramos en el mundo real, hará unos dos años.
Mírame: tengo veinticinco años. Llevo fuera de la universidad casi cinco.
Me he pasado cinco años esperando a que madure y sigue igual. Estoy bien
como estoy, y no quiero que me arrastre a su estilo de vida. Me gusta ser un
adulto.
Abro mucho los ojos.
—Pero Aaron va a casarse. Eso es un paso muy adulto.
—Sí, y quizá lo cambie. Y si lo hace, estáis más que invitados a venir a
verme a Denver. Pero ahora mismo… No quiero pedir a la señora de la
limpieza que se encargue del vómito en el baño de los invitados después de
una noche de juerga. Yo ya no soy así.
Parpadeo. Supongo que tiene sentido. Por eso lo he visto mucho
menos.
—¿Se lo has dicho?
Se pasa las manos por el pelo.
—Sí, a menudo. Y me llama viejuno y me dice que tengo que aprender
a disfrutar de la vida.
—¿Es lo que te dijo la noche de la despedida de soltero?
—Sí, y quizá tenga razón, no digo que no. Quizá estoy viviendo mi
vida de manera equivocada. Pero soy feliz con mi elección. Es lo que soy, y
soy distinto a él.
Sí, lo sé. A la perfección. Es posible que sean mejores amigos, pero son
muy diferentes.
Me observa con curiosidad.
—Está claro que no te preocupa.
—Bueno, no… Yo…
—Todavía eres muy joven.
Lo dice como si yo fuera un bebé y él, un sabio anciano.
—Solo tengo tres años menos que tú. Y sí que me preocupa.
—Pero nunca se lo has dicho. Jamás. Dejaste que fuera por ese camino
y te sumaste a él.
—Sí. —Y no he logrado gran cosa—. Em… ¿Qué pasó exactamente la
noche de la despedida de soltero? ¿Por qué volvisteis tan tarde? Quiero
decir… ¿Cuánto se relajó Aaron, exactamente?
Frunce los labios, sacude la cabeza y agita el dedo índice frente a mí.
—Creo que ya me has preguntado demasiadas verdades, enana. Me
toca.
Vale, ya. Aunque no esté en la misma onda que Aaron, sé que Miles no
lo traicionará. Pero no es ningún mentiroso. Si le hago una pregunta
directa, me dirá la verdad. Solo tengo que esperar a que llegue mi turno.
Pero quizá no quiera saber la verdad.
—Vale. —Miro a mi alrededor—. Me siento valiente. Reto.
—Vale. —Se mete la mano en el bolsillo y saca un billete de un dólar
—. Necesito un pañuelo.
Levanto una ceja y le señalo el gorro.
—Si me tapo los ojos con esto, no veo nada.
—Vale, hazlo.
Así lo hago.
—Levántate.
Me pongo de pie con cuidado y extiendo las manos frente a mí. Al
hacerlo, noto que roza las borlas del gorrito.
—Espera. Adónde…
Noto su mano en la parte baja de mi espalda y me conduce con
suavidad hacia delante. Doy un par de pasos. Nos dirigimos por el pasillo
hacia los lavabos y las máquinas expendedoras. Oigo el zumbido eléctrico
de una, frente a mí, cuando me pide que me detenga.
—Vale. Extiende la mano y presiona un botón.
—Pero…
—Ese es el reto. Elijas lo que elijas, te lo comerás.
Frunzo el ceño.
—Eres un idiota.
—Así que asegúrate de que tiene calorías, porque mañana tendrás que
ponerte ese vestido y llevas mucho sin comer.
Podría decirle que prefiero elegir verdad, como ha hecho él, pero lo
cierto es que tengo hambre. Ojalá recordara a qué altura quedaban las
palomitas. Extiendo la mano con demasiada fuerza, choco contra el cristal
y me hago daño en los nudillos.
—¡Ay!
—Buena elección. —Oigo el ruido de la máquina mientras se traga el
billete de un dólar, a Miles que aprieta un botón y el ruido del producto que
cae. Suena sospechosamente pesado en el cajón de recogida.
Me guía de vuelta al banco. Me siento y no tengo ni idea de lo que va a
meterme en la boca. Soy un poco maniática en lo que respecta a la comida,
en especial desde que estoy a dieta. Casi no he probado la comida basura
desde…
—Abre la boca.
Oigo que abre el envoltorio y obedezco. Estoy un poco asustada y noto
algo duro entre los labios.
Cierro la boca y muerdo.
Y casi vomito. Me llevo la mano a la boca y con la otra me subo el
gorrito.
—¡Qué asco!
—¿No te gusta el regaliz?
—¡No, para nada! —Corro a la basura, escupo y luego tomo un sorbo
de café para quitarme el sabor—. ¡Es asquerosa!
Se mete una en la boca y mastica.
—No está tan mal.
—Eres muy raro.
—No es verdad.
—Como un perro verde. Todas mis compañeras de primer año hablaban
de ti, me hacían un montón de preguntas. Pensaban que estabas como una
regadera.
—¿Ah, sí? —No parece ofendido, solo interesado—. ¿Qué tipo de
preguntas te hacían?
Sonrío.
—Básicamente, como no estabas interesado en ninguna de ellas,
querían saber si eras gay.
Se queda inmóvil con un pedazo de regaliz a medio camino hacia su
boca. Luego se la mete y frunce el ceño.
—Bueno, tú mejor que nadie sabes que no lo soy.
Ahora soy yo la que se queda inmóvil. Cuando levanto la mirada, sus
profundos ojos azules están clavados en mí. Me ha dejado sin palabras y de
repente noto que me arden las mejillas.
Me aparto un poco.
—¿Te acuerdas de eso?
Se ríe, con un sonido suave y bajo.
—Claro. ¿Tú no?
—Bueno, sí… Pero… —Trato de controlarme, pero fracaso de manera
estrepitosa. Me pongo roja como un tomate.
Sonríe irónico.
—Y debió de ser memorable para ti, porque lo siguiente que pasó fue
que empezaste a salir con Aaron.
No sé por qué, pero mi estómago está en caída libre. Farfullo sin
sentido, como siempre que estoy nerviosa.
—Bueno, creo recordar que después de aquello desapareciste durante
dos meses. Y no tenía ni idea de que te acordases porque habíamos bebido.
No parece incómodo cuando lo digo y responde como si nada:
—Yo no estaba borracho. No me he emborrachado en mi vida.
¿Cómo? No lo dice en serio.
—¿Tú sí?
Lo miro. Por supuesto que lo estaba. No me habría acostado con él si…
Una vocecita interior me corrige.
«Oh, sí. Claro que lo habrías hecho».
La voz tiene razón. Habían pasado horas, Aaron había desaparecido sin
traerme la cerveza prometida y yo estaba de bajón. No encontraba a mis
amigas y me había olvidado el móvil en la residencia, así que me había
llevado a su habitación para que usara el suyo. Y con todas mis facultades
intactas, había entrado en su dormitorio y había caído completa e
irrevocablemente bajo su hechizo.
No puedo pensar en eso ahora.
Tenemos que cambiar de tema.
—Bueno… Esa vez no demuestra nada. Aquella noche te podrías haber
convencido de que te gustaban los hombres.
—No. Créeme, no.
Me doy cuenta de que tengo la boca abierta y totalmente seca.
—Bueno, no tenías novias. Sé que mantenías relaciones esporádicas,
pero nunca repetías con ninguna.
—¿Lo sabes?
No admitiré que cada vez que me iba de la habitación de Aaron,
mientras Miles aún vivía en la casa de la fraternidad, lo seguía y veía a
todas aquellas chicas preciosas que se iban de su habitación igual que yo,
de buena mañana. Me preguntaba, hasta casi perder la razón, si a ellas
también les había abierto un mundo de placer, si también se habían corrido
gracias a él y si también les había dicho que eran «enloquecedoramente
hermosas».
Sus ojos me queman y no puedo sostenerle la mirada. Incluso cuando la
aparto, la siento sobre mí.
Cuando vuelvo a abrir la boca, mi voz suena débil.
—Aaron siempre decía que tenías expectativas poco realistas. Que
querías una modelo con tetas enormes. Y como jamás hablamos después de
eso, pensé que estabas borracho y que habías cometido un error.
Se inclina hacia delante y pone los antebrazos en las rodillas mientras
asiente.
—Bueno, sí. Eso es verdad. —Ojalá supiera de qué habla—. Lo de las
tetas enormes no sé, pero sí tengo estándares muy elevados.
Pongo los ojos en blanco.
—¿Cómo puedes tener un ego tan grande? ¿Por qué piensas que nadie
es lo bastante bueno para ti?
Se mete las manos en los bolsillos del pantalón y camina
tranquilamente hacia mí, así que cuando se detiene, es como si una torre
humana, de atractiva piel masculina, se hubiera plantado frente a mí.
—No es cierto. Sí que hay alguien lo bastante bueno para mí.
No sé por qué, pero mi corazón se entristece al oírlo.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué no la has traído a la boda?
—Oh, estará en la boda. —Sus palabras me hacen levantar la mirada y
sus ojos capturan los míos. Están oscuros, más de lo que jamás los había
visto—. Es la novia.
Mi corazón deja de latir por un instante y, durante unos segundos, me
olvido de respirar. Su expresión no cambia. Tiene la mandíbula firme y los
ojos desafiantes, como si acabara de retarme y esperara mi respuesta.
Mi primera reacción es agarrarlo de la camisa y poner los labios sobre
los suyos, perderme en su cuello y en su barba de dos días y hundir mi
lengua en su boca.
Pero eh, eh. Espera. ¿De qué va eso? Sería algo horrible y un error, y no
puede ser.
Mi segunda reacción no es mucho mejor: empujarlo sobre el banco y
subirme a horcajadas sobre su cuerpo duro y musculoso.
Es bueno que no tengamos que obedecer a nuestros instintos, porque si
no ahora estaría metida en un buen lío.
Antes de que mi tercera reacción llame a la puerta, noto que sus ojos
han cambiado de color. Ahora bailan y son de un azul vibrante y juguetón.
Era broma. Trataba de hacerme saltar. Su especialidad.
Lo empujo con fuerza. Tanta, que da un paso hacia atrás.
Se ríe, casi por lo bajo.
—Deberías haber visto tu cara.
—Joder, eres imbécil. De verdad que te odio —gruño y le golpeo el
pecho con los puños—. Claro, has superado a Aaron, claro que sí. ¡Eres tan
inmaduro como él!
Ya no se ríe. Levanta las manos para bloquear mis golpes y, como ve
que no me detengo, se aleja.
Me largo, sintiéndome avergonzada y estúpida. ¿Cómo se me ocurre?
Son casi las diez y debo de estar agotada porque, por un instante, he
considerado la posibilidad de besar a Miles Foster, el Gran Mago. Si ni
siquiera se llama así. El día anterior al que se supone que me voy a casar
con su mejor amigo.
¿Qué demonios me pasa? Cuando imaginaba el día previo a mi boda,
pensaba en una noche agradable en familia, preparándome para la aventura
de mi vida.
Pero no esto. No esta cadena de errores de mierda que hace que tenga
ganas de salir fuera, hundir la cara en la noche nevada y gritar como una
loca que no puedo más. No. Puedo. Más.
Miles Foster no puede seguir jugando conmigo como si fuera una
canica. Si seguimos así, no resistiré mucho más tiempo. Y quizá ya sea
demasiado tarde.
23:36 h

6 de diciembre

De algún modo, logro dormir un poco, que no es lo mismo que descansar.


Al menos me olvido de dónde estoy y desconecto de verdad. Pero lo
malo es que en cuanto cierro los ojos, sueño con aquella noche.
Después de que Aaron se fuera, pensaba que Miles hablaría conmigo.
Pero otro chico de la fraternidad ocupó el lugar de Aaron, y el Sargento
Miles se concentró otra vez en el juego mientras le daba instrucciones al
nuevo sobre cómo debía tirar la pelota. Me quedé allí, algo incómoda y con
el bajón, mientras me mordía el labio y me preguntaba cuándo volvería
Aaron.
A mi alrededor la gente jaleaba la partida de birra-pong, reían y
celebraban cada punto. Traté de fingir interés, pero, al mirar a mi alrededor
para buscar a mis amigas, me percaté de que no conocía a nadie. Empecé a
alejarme y miré hacia arriba.
Miles me miraba fijamente.
Se inclinó, pero no lo bastante como para tocarme.
—¿Cómo dijiste que te llamabas?
—Lia.
Se sentó en un taburete, con los codos sobre las rodillas, y me hizo una
seña con el índice, como si fuera a contarme un secreto. Esperé las
preguntas de rigor: qué estudiaba, cuántos años tenía.
Su voz sonó profunda cuando dijo:
—No te quedes ahí de pie. Ven aquí.
Fruncí el ceño. ¿Pretendía decirme dónde debía ponerme, como si fuera
un perrito faldero? Aun así, me moví, confusa, porque no entendía el
motivo.
—¿Por qué?
Señaló el juego y, justo entonces, una pelota de ping-pong saltó hacia la
jarra de cerveza que había a mi lado hacía tan solo un momento. Las dos
chicas que estaban allí chillaron al empaparse.
Ah. Eso respondía a mi pregunta.
Esperé a que dijera algo más, pero no lo hizo. Tal vez Aaron se había
ido a Europa a buscar esa cerveza, o quizá no iba a volver. Me sentí como
una idiota allí sentada, sin hablar con nadie, e hice ademán de irme.
—Espera. —Se hizo oír por encima de la música—. No te vayas.
Me extrañé.
—¿Por qué? ¿Para que no me hables durante un rato más?
—¿Por qué quieres hablar? Hay demasiado ruido. ¿No podemos
quedarnos así?
Me puse roja.
—¿Por qué?
Ladeó la cabeza y me miró como si fuera la primera vez.
—Haces demasiadas preguntas.
—Porque…
Se llevó un dedo a los labios y me dio la sensación de que yo era un
proyecto científico para él, como un animalito al que quería diseccionar.
Así que me quedé allí con él, durante unos veinte minutos más, y observé
cómo daba indicaciones a los demás miembros de la fraternidad para que
jugasen al birra-pong hasta que el sótano se vació un poco y las cosas se
calmaron.
Entonces, se acercó y dijo:
—Estás sola.
Menuda novedad.
—No sé dónde están mis amigas.
—Mándales un mensaje.
Arrugué la nariz.
—No llevo el móvil encima.
Me recorrió los hombros con la mirada, absorbió mi piel desnuda y mi
largo pelo. No lo hizo con admiración; solo con curiosidad.
—¿Por qué no me sorprende que no tengas bolsillos en ese conjunto?
De repente me sentí desnuda. Bueno, estaba casi desnuda, o más
desvestida de lo que solía, pero había escogido la ropa para encajar con mis
nuevas amigas. Eran los últimos días del verano, todavía hacía calor, así
que todas llevábamos pantaloncitos cortos y camisetas de tirantes para lucir
nuestras pieles bronceadas. Crucé los brazos y me tapé el pecho.
Se levantó del taburete y dejó la cerveza en la barra. Ni siquiera la
había probado.
—Vámonos.
Sé que no era seguro irme con el primer chico que había conocido.
Pero, por alguna razón, no me lo planteé. Había entrado en el sótano
directamente desde la entrada de la calle, así que no había visto el resto de
la casa. Subimos por una escalera estrecha hasta llegar a una sala masculina
y de paredes de madera, como si fuera el salón de un castillo medieval.
Había una enorme lámpara de madera, puertas de arco y tapices.
La cruzó con la cabeza gacha sin dar muestras de fijarse en ella, pero
yo casi tropecé con material deportivo que alguien había olvidado allí
mientras admiraba la casa. No se detuvo y cuando se cruzó con más chicos
con la camiseta de D-Phi, no los saludó. Me fijé en que ellos sí lo miraban,
como si fuera un misterio tan grande para ellos como para el resto del
mundo.
También me observaron como si dijeran: «¿Qué demonios haces con
él?».
Al subir otra enorme escalera de madera de caoba, forrada con una
moqueta de color rojo sangre, miré brevemente las leyendas de las fotos de
cada generación de clases de D-Phi, que se remontaban hasta 1911. Para
cuando llegué a la más reciente, oí un silbido. No lo localicé en la foto. Me
giré y lo vi al final de un largo pasillo.
—Vamos, no te pierdas.
Miré por unas puertas que estaban abiertas al pasar por delante. Había
pósteres en las paredes, de películas y de mujeres semidesnudas, estanterías
llenas de botellas de alcohol vacías, porquería en el suelo y ropa
desperdigada por todas partes. Los miembros de la fraternidad eran unos
cerdos desordenados. La moqueta estaba manchada con un arcoíris de
sustancias extrañas y el pasillo olía a queso y sudor. Era el resultado exacto
y previsible de veinte tíos que convivían juntos. Se oía música desde una
habitación, y en algún lugar había un ruido rítmico y persistente. No
comprendí qué era hasta que oí los gemidos de una chica.
Eso me quitó de golpe cualquier atisbo de borrachera.
Tenía dieciocho años y había tenido sexo exactamente dos veces. Una
solo para perder la virginidad, y la otra, porque como la primera vez fue tan
horrible, había decidido que me habría equivocado y tenía que probar de
nuevo.
La segunda vez había sido todavía peor.
Así que no estaba demasiado interesada en una tercera vez. Al menos
hasta que encontrara a un chico que supiera deslumbrarme y lograra, con
un poco de romanticismo, quitarme las bragas. Alguien a quien conociera
de verdad. Alguien, incluso, de quien estuviera enamorada.
Abrió la puerta de su habitación y se apoyó en el quicio. Me detuve en
el pasillo, vacilante.
—¿Vienes? —Me retó con la mirada.
Di un paso, y él golpeó la puerta y exclamó:
—¡Eh, Ross!
Me giré para ver a un tipo en calzoncillos que salía a trompicones de
una de las habitaciones del pasillo mientras se rascaba la entrepierna.
—Si vuelves a tirarte a una chica en la sala común, te daré una paliza.
Dejaste manchas de semen en la tapicería. Límpialas. ¿Me oyes?
El chico murmuró algo por lo bajo, abrió la puerta del baño y le mostró
el dedo corazón.
Volvió a golpear la puerta con el puño, y luego puso los ojos en blanco.
—Si te quedas ahí toda la noche, tienes un noventa y seis por ciento de
posibilidades de que una joya como Ross intente llevarte a su habitación.
Tú eliges.
Bien visto. Entré en su cuarto.
Su habitación no solo era diferente. Era otro mundo.
Estaba limpia y ordenada. Había un futón con las sábanas
perfectamente ajustadas. La alfombra estaba recién aspirada, porque
todavía se veían las marcas. En las paredes no había pósteres de mujeres
semidesnudas o bandas de música de cuarta categoría. Lo único que había
en su escritorio era un ordenador portátil y en la estantería que estaba sobre
la mesa, un montón de trofeos de natación y rugby. Había toda una pared
llena de libros cuyos lomos estaban ordenados… alfabéticamente.
Me quedé tan sorprendida que olvidé para qué había ido a su
habitación. Al cabo de un minuto, me tendió un móvil.
—¿Tu residencia está en Williams, verdad?
Asentí y miré el teléfono.
—Es que… no me sé el número de nadie. Acabo de conocerlos.
—Entonces tienes un problema. —Miró el móvil. El reloj indicaba que
eran las tres de la mañana. ¿Cómo había pasado tanto tiempo? —A esta
hora de la noche ya no funciona el transporte en el campus.
Miré a mi alrededor y me sentí un poco desesperada. No era así como
imaginaba el final de mi primera fiesta universitaria: atrapada en la casa de
una fraternidad, sin poder volver. Genial. ¿Qué iba a hacer, echarme a la
calle de madrugada?
Se sentó en el futón, se recostó y reparó en una bola de polvo en la
alfombra. La tomó y la tiró a la papelera. Luego me observó con su mirada
curiosa y relajada. No creo que ningún chico me mirara jamás así, con tanta
confianza.
—Así que Lia, pareces un poco preocupada. Algo me dice que no estás
acostumbrada a tener problemas. ¿Es la primera vez que vives lejos de
casa?
¿De verdad era tan obvio? Debía de ser por cómo me temblaban las
rodillas. Tenía la ventana abierta y entraba aire frío. Se me puso la piel de
gallina. Me abracé para reconfortarme.
—Tranquila, no voy a hacerte daño. Puedes pasar la noche aquí y, por
la mañana, te acompaño a la parada de autobús a las seis, que es cuando
pasa el primero.
¿Quedarme aquí? Mis ojos se posaron sobre el estrecho futón. Parecía
tan limpio como el resto de la habitación, pero aun así…
—Puedes dormir en la cama. Yo me las apañaré.
Dejé escapar un suspiro de alivio sin darme cuenta de que había
contenido la respiración.
—Gracias.
Todavía me observaba, y me hacía sentir incómoda. Tanto que me giré
con brusquedad y me tambaleé un poco. Me fijé en los libros de la
estantería. Eran todos clásicos. Como estaba planteándome hacer un máster
en Literatura inglesa, había leído bastante, pero allí había obras menos
conocidas de grandes autores. La peste de Albert Camus, Pálido fuego de
Nabokov y algunos títulos de Jack London que no conocía. Eso y mucho
ensayo.
Me pregunté si era consciente de que parecía superpretencioso. Escogí
uno de los libros, lo hojeé y volví a dejarlo en su lugar, con el lomo hacia
abajo, para ver si se fijaba.
—Tienes una colección interesante. ¿Estudias Literatura inglesa?
Negó con la cabeza.
—Matemáticas y Empresariales. Doble licenciatura.
—Yo estoy pensando en estudiar Literatura. —Solo porque sí. Me
gustaba leer. No estaba segura de qué hacer con mi vida.
—¿Ah, sí? —Sus ojos sobrevolaron la estantería—. Segunda fila desde
arriba. El tercero a la izquierda. Léete ese, no te arrepentirás.
Me puse de puntillas para leer el lomo. Era El lobo estepario de
Herman Hesse.
—No lo conozco. —Lo miré de reojo y vi que me recorría el cuerpo
con la mirada de una manera que me hacía sentir como si me estuviera
desnudando—. Eres la primera persona que no ha tratado de convencerme
de que no estudie Literatura.
Se encogió de hombros, con desdén.
—Lee el libro.
Lo miré, dubitativa.
—¿Terminas en primavera?
—Ese es el plan.
—¿Y después?
—Me mudaré a Denver. Ya tengo un trabajo esperándome, llevo tres
veranos haciendo prácticas en una empresa. No volveré aquí.
No sabía por qué, pero eso me entristeció. Era la primera persona que
había conocido en la universidad a quien le importaba un comino beber o
actuar como si fuera mayor. Seguía su propio ritmo, un ritmo que
solamente él oía. Sentía que con él no tenía que fingir, y que si lo intentaba,
no me lo permitiría.
—¿No vas a volver? ¿Por qué no?
—No hay ningún motivo.
—No parece que les caigas demasiado bien a tus compañeros de
fraternidad.
Se rio y se levantó. Se metió las manos en los bolsillos, sacó la cartera,
las llaves y el móvil, y los puso encima de la mesa, como si fuera a irse a
dormir.
—No es una gran pérdida.
—Mmmm. —Traté de no demostrar lo impresionada que estaba. A mi
edad, quería gustar a todo el mundo. Me sentía como en mi primer día en el
instituto, hablando con el primer adulto de verdad. Pasé el dedo por la
estantería. Ni una brizna de polvo.
—Eres muy limpio.
Caminó hacia mí y se detuvo tan cerca que pensaba que me tocaría.
Luego, fue a la estantería y puso bien el libro que yo había guardado con el
lomo al revés.
—Así me gustan las cosas.
—Pero en cambio no te gusta la gente, está claro. ¿Por qué no?
—Me gusta alguna gente. —Sonrió irónico—. Pero no me gusta
socializar. Prefiero quedarme sentado y observar.
—¿Observar el qué?
—A la gente y el modo en que se comportan. Gente como tú.
Arqueé una ceja.
—Si ni siquiera me estabas mirando.
Sus ojos buscaron los míos y me sostuvo la mirada.
—Eso no importa. No se observa solamente con los ojos.
¿Así que se había fijado en mí? De repente, sentí como si me conociera
mejor que yo a él. Como si comprendiera que me había pasado gran parte
de las últimas horas tratando de entender su forma de ser.
—¿Y qué has observado sobre mí?
—Quizá no quieras saberlo. Puede que no te guste.
Arrugué la nariz. ¿Que tenía el culo grande? Sabía que no era fea, pero
tampoco la chica más guapa del planeta.
—Vaya, muchas gracias.
—Tranquila, no tiene nada que ver con tu aspecto físico.
Creo que fue la primera vez de prácticamente un millón en que
sospeché que Miles Foster era capaz de leer las mentes. Aparté la mirada y
me mordí el labio inferior.
—Yo también he observado cosas acerca de ti.
—¿Ah, sí?
—Te gusta decir a tus compañeros de fraternidad cómo jugar al birra-
pong, pero no te gusta hacerlo en persona.
Ladeó la cabeza.
—Me gusta la física del birra-pong. El juego en sí no me interesa lo
bastante.
Dios, definitivamente era muy pretencioso. Me maravillaba que lo
hubieran aceptado en esta fraternidad, porque estaba claro que los chicos
con los que nos habíamos cruzado no le tenían mucha simpatía.
—¿Y qué te interesa lo bastante?
La sonrisa desapareció.
—Tú.
Alargó la mano y me colocó un mechón detrás de la oreja.
—¿Yo? ¿Por qué?
Clavó los ojos en mis labios.
—Porque eres enloquecedoramente hermosa y tengo la sensación de
que eso es lo menos interesante de ti.
Si era la frase que utilizaba para ligar, era francamente buena.
No le hacía falta, sin embargo. Cualquier mujer estaría dispuesta a ser
suya en cuanto la mirase como me miraba.
Me puso un dedo bajo la barbilla y me levantó la cara hacia la suya. No
lo bastante rápido, para mi gusto. Me puse de puntillas y fui al encuentro de
sus labios.
Pareció sorprenderse, pero en el buen sentido. Igual que a mí me
sorprendió que su sabor no fuera el de la cerveza. Su boca era deliciosa,
masculina, como debía ser. Sus manos se deslizaron bajo mi pelo y me
acarició el cráneo. Abrí más los labios. Su lengua entró y se entrelazó con
la mía. No fue suave ni delicado, entró de golpe, con brusquedad.
Juro que la Tierra se estremeció. Vi y sentí cosas que jamás había
sentido. Ni entonces ni después. Era muy bueno. Sabía y me hacía sentir
muy bien.
Gemí ligeramente y nos besamos con más intensidad. Pronto
exploramos nuestras bocas con total abandono.
Todavía me besaba cuando cruzamos la habitación. Se apartó un poco,
me mordisqueó el labio inferior, una vez, dos. Luego, me acarició la cabeza
con sus enormes manos y volvió a entrar, pegando su boca a la mía y
empujando la lengua hasta el fondo en una imitación de la penetración
sexual. Este hombre sabía besar. Fue lo más parecido a que me besara un
verdadero adulto, como en las películas, como hacer el amor.
Choqué contra el futón con las piernas, me envolvió con un brazo y me
depositó sobre él, como si fuera un objeto preciado. Al hacerlo, se apartó
de mi boca con un ligero sonido, como si lo lamentara.
Mis ojos se posaron sobre el bulto de su erección bajo sus pantalones.
Pasé la mano por encima y exhalé un gemido. No me extrañaba que tuviera
tanto ego. Era enorme.
Se me aceleró el pulso.
Fui a por su camisa y la levanté. Traté de desabrocharle los pantalones
pero me agarró las muñecas y las sostuvo, respirando con fuerza.
—Eh, espera. ¿Estás segura? ¿Cuántos años tienes?
Asentí mientras respondía:
—Dieciocho.
—Dieciocho —repitió—. ¿Y sabes lo que quieres?
—Sí. Te quiero a ti.
—¿Ah, sí? —Me regaló una sonrisa sexy llena de puro orgullo
masculino. Sus ojos me miraron con deseo—. Dios mío. ¿Y estás segura?
Jadeando, lo miré exasperada. Actuaba como si nunca antes hubiera
ligado con una chica.
—Miles, cállate y hagámoslo.
Se desabrochó el pantalón y con las dos manos me señaló:
—De acuerdo. Dime dónde quieres que vaya.
Lo agarré por la cintura y lo puse sobre mí.
Me cayó encima, me atrapó bajo su cuerpo y me besó. No sabía que no
le gustaba que lo tocaran porque esa noche no dio señales de ello. Lo
acaricié por todas partes: por el pecho, por la espalda y por todo lo demás.
Pero él seguía con las manos en mi pelo y la cara, en zonas respetables.
Comprendí que esperaba una invitación. Porque solo tenía dieciocho años.
Era algo bastante dulce.
—Miles, tócame, por favor.
—Dime dónde.
—Donde quieras. Por todas partes.
Me deslizó las manos por los hombros, por debajo de la camiseta, sobre
las costillas y siguió hasta alcanzar mis pechos y pellizcarme los pezones.
En cuanto empezó a tocarme, fue como si no pudiera parar. Yo estaba
algo acomplejada, en especial por los pechos. Eran bastante pequeños en
comparación con los de las demás chicas.
Me levantó las tiras de la camiseta y me puse un poco nerviosa.
Se detuvo al instante y me miró:
—¿No?
—Es solo que… Odio mis tetas.
Besó la parte superior de mi pecho.
—Joder, ¿qué dices? Cada pedazo de ti es como un caramelo. Solo
dime si quieres que pare.
No quería que parase. De ninguna manera.
Deslizó mi camiseta hacia abajo y hundió su rostro entre mis pechos.
Me lamió y me chupó los pezones e hizo que arqueara la espalda y le
pidiera más. Nadie me había hecho algo parecido, jamás. Me removía bajo
su cuerpo mientras él se daba un festín, lamiendo y chupando y
mordiéndome los pezones una y otra vez hasta que estuvieron duros e
hipersensibles.
Los acarició una vez más.
—Creo que son perfectos, Lia. Podría pasarme toda la noche haciendo
esto.
Se echó hacia atrás, se arrodilló entre mis piernas frente al futón, me
desabrochó los pantaloncitos y me los quitó.
Los arrojó por encima de su hombro y me miró con los ojos llenos de
deseo. Ya no tenía actitud de superioridad: en su mirada leía hambre.
—Eres increíble —murmuró—. Joder, no hay ni una parte de ti que no
sea perfecta. Eres preciosa.
Me levantó una pierna, besó con suavidad la parte interior del tobillo y
luego recorrió con la lengua la sensible zona del interior de mis muslos.
Casi me muero en ese momento.
Solo llevaba unas braguitas de color rosa y la camiseta de tirantes,
bajada hasta la cintura. Estaba segura de que podía verme el corazón, que
latía a toda velocidad. Jamás me había sentido tan sexy.
Le desabroché los botones de la camisa, uno por uno.
Se la terminó de abrir y, de inmediato, sentí que me mojaba todavía
más. Tenía el cuerpo de un nadador, los pectorales enormes, el pecho
bronceado y la cintura estrecha. Dios, estaba buenísimo.
Rugió:
—¿Esto es lo que quieres?
Sí. Sí, oh, sí. Sí.
De repente parpadeo y vuelvo al presente. Entreabro los ojos,
adormilada. Estoy echada en el banco de madera. El hombre que en mi
sueño me pellizcaba los pezones con lujuria en los ojos es mayor, tiene más
pelo, es más duro y es mucho más sexy… y me mira con sospecha, en lugar
de deseo.
Veo que sostiene una botella de agua frente a mí.
—Eh, enana. Despierta. ¿Quieres?
Me desperezo y trato de olvidar la última escena de mi sueño. Me
siento.
—Yo…
¿De qué estamos hablando? Ah. Una botella de agua.
—¿No la quieres tú?
—No. Creo que acaba de pasar una quitanieves y me parece que tienes
razón. Deberíamos poner un cartel o algo en la puerta, una señal para
cuando vengan a despejar la carretera, para que sepan que estamos aquí.
—¿Ha pasado una máquina quitanieves?
—Sí, pero hace rato.
Genial. Si no hubiera despeñado el coche por la colina, quizá
podríamos haber salido para comprobar si la máquina había despejado la
carretera. Miro por la puerta. Parece que todavía nieva con fuerza. Había
unos arbustos en la entrada cuando hemos llegado y ahora están
completamente cubiertos de nieve.
—Bueno, ¿quieres el agua o no? —Sacude el botellín delante de mí.
La acepto.
—Gracias. Mi padre puso un maletín con luces de emergencia en el
maletero del coche. Podríamos ir a buscarlas.
—Bien.
Meto la mano en el bolso y le tiendo las llaves. Luego, me siento y lo
observo mientras se coloca la gorra en la cabeza. Recuerdo que estoy
utilizando su camisa de franela como manta, hago una pelota con ella y se
la arrojo.
—Eh, tu camisa.
Gruñe.
—Olvídalo. Vuelvo en cinco minutos.
Sale y lo contemplo mientras me ruborizo un poco porque mis ojos, sin
que yo quiera, se recrean en lo bien que le sientan los tejanos. Tiene un
cuerpo de ensueño, parece casi de película. Recuerdo que pensé que debía
de ser un buen atleta mientras le acariciaba la espalda hasta llegar a la
curva de su…
Dios mío.
Temblando, me recojo y me subo la franela hasta la barbilla, pero no
sirve de nada porque huele a él. La tiro, tomo un sorbo de agua y doy
vueltas sin dejar de pensar en aquella noche. El modo en que me lamía los
pechos, como si fuera un ritual de adoración.
Y, de repente, recuerdo.
A Miles le importaban un comino las modelos de tetas grandes. A él le
encantaban mis pechos. Fue Aaron quien me preguntó una vez si había
pensado en operarme. El que siempre comentaba lo grandes que eran los
pechos de las chicas en las películas que veíamos. El que tenía pósteres de
rubias con tetas enormes en las paredes de su habitación. De hecho, Aaron
ni siquiera…
Pero ¿qué estoy haciendo? ¿Los comparo como si tuviera elección?
Ya elegí.
No puedo hacer esto, ahora no. Tengo que calmarme. Necesito
controlarme y evitar que Miles, o su trasero, o sus palabras, o lo que sea,
me afecten.
Compruebo el móvil. Es casi medianoche. El día de mi boda. El día
más feliz de mi vida.
Y aquí estoy, a kilómetros del lugar donde voy a casarme, soñando con
el mejor amigo del novio.
Soy una maldita estúpida.
Empujo la puerta trasera y me atrevo a salir al exterior para ver si han
llegado más mensajes, pero no. Es como si todo el mundo se hubiera
olvidado de mí.
No es muy distinto de lo que pasa en mi vida.
Suspiro y vuelvo dentro. Justo entonces se abre la puerta delantera, y
Miles entra a toda prisa, con el maletín de emergencia en una mano y la
otra extendida frente a él.
Gotas de sangre caen al suelo, y también tiene manchas en la camiseta
interior térmica.
—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado?
Miro a su espalda y veo que en el exterior ya brillan las luces de
emergencia en la oscuridad contra la blanca nieve. Así que eso ya está
hecho. Pero ¿cuánto tiempo aguantarán con la tormenta?
—Me he cortado la mano con el guardarraíl cuando me ponía de pie —
murmura.
No se mueve, solo observa la sangre.
—¡No te quedes ahí! Vamos. —Lo llevo al baño de mujeres y abro el
grifo—. Pon la mano bajo el agua fría.
Me obedece.
Le quito el maletín de emergencia, donde hay un kit de primeros
auxilios. Lo abro y encuentro gasas, antiséptico y esparadrapo. Cierra el
grifo, pero el corte, que se extiende de la mitad del pulgar hasta la muñeca,
no deja de sangrar.
—Tal vez necesites puntos.
—No, no hace falta.
—Eres tan brillante que ahora también eres médico, ¿no? —Pongo un
puñado de pañuelos de papel bajo el otro grifo—. ¿Me dejas?
Asiente.
Señalo la encimera.
—Siéntate.
Se apoya en el mármol, entre los dos lavabos, y se inclina contra el
espejo. Le tomo la mano y la giro para observarla. Limpio la herida con
cuidado. Trato de no distraerme pensando otra vez en aquella noche y en
las mil maneras en que lo toqué, ya que ahora también lo estoy haciendo,
pero de manera más inocente. Aunque no puedo dejar de volver a eso.
Hace una mueca.
—¿Te duele?
Niega con la cabeza.
—Ya sabes cómo soy.
Es verdad. No le gusta que lo toquen.
—Se llama hipersensibilidad táctil —añade— y es un síndrome de
verdad.
Lo dice igual que cuando le conté lo de mi Raynaud.
—Pero ¿hace que todo contacto físico te duela?
—No todo. —Desde luego que no—. Tengo que saber que va a llegar,
esperarlo, desearlo. Entonces, no hay ningún problema.
—Ah, ya veo. —Está tan cerca que, si lo mirara, sería como una
repetición de aquella noche, así que me concentro en vendarle la mano y en
asegurar la gasa a la herida lo más rápido y de la manera más profesional
que puedo—. Ya está, perfecto.
—Eres muy amable. No tenías por qué hacerlo.
Sonrío.
—Bueno, es lo mínimo, como forma de pago por tus servicios.
—¿Servicios?
—Sí, ¿recuerdas que solías cuidar de mí? Cuando yo descansaba en la
habitación de Aaron mientras abajo había una fiesta… O aquella otra vez,
cuando fuimos a la fraternidad de TKE y bebí demasiado. Siempre te
preocupabas de que nadie se aprovechara de mí.
Arquea una ceja.
—¿Y cómo lo sabes, si estabas dormida?
—Descansaba los ojos, nada más.
Sacude la cabeza.
—Bebías demasiado con Aaron. Hacías estupideces.
Me molesta que lo diga. Como él nunca bebía, seguro que catalogaba
todas y cada una de mis borracheras.
—Gracias, papá —suelto.
Luego suspiro. En el fondo, tiene razón. Miles no quiso que Aaron lo
arrastrara a su mundo de juergas, pero yo sí me dejé llevar por su ritmo de
siete días a la semana de fiestas. Sacaba peores notas que en el instituto
porque siempre tenía resaca, y me perdía muchas clases. En ese momento,
pensaba que hacer eso era lo más guay, pero ahora entiendo qué quiere
decir Miles. Mis cuatro años de universidad se funden en una fiesta confusa
y apenas recuerdo nada.
—Vale, quizá sí. Sabía que te parecía mal. Así que nunca comprendí
por qué lo hacías. Seguro que tenías cosas más divertidas que hacer, en
lugar de vigilar que a la novia borracha de Aaron no le pusieran un dedo
encima.
Se arregla el vendaje de la mano y baja de la encimera de mármol del
lavabo.
—Ya, bueno. Solo cuidaba de la chica de mi mejor amigo. Pero
cualquier tío que no sea un imbécil haría lo mismo. No le des más
importancia de la que tiene.
Abre y cierra la mano unas cuantas veces para que la sangre vuelva a
fluir, y luego se mira en el espejo mientras le digo:
—¿Qué quieres decir? ¿Darle más importancia? Claro que…
Y me callo cuando, de repente, se agarra el extremo de la camisa y se la
quita por encima de la cabeza.
Dios mío de mi vida.
No, eso no. Mi corazón no lo resistirá.
He hecho lo posible por no mirarlo en el refugio. Pero aquí solo existen
las paredes de cerámica rosa del lavabo de mujeres y él es como un oasis
en el desierto. Así que no puedo evitarlo. Me recreo en el placer de poder
mirarlo hasta haber alimentado mis fantasías durante una década. Desde
luego que no es el chico que conocí hace cinco años. Está más musculado.
Ha pasado de estar delgado a estar definido. Tiene los abdominales de un
atleta. Y bíceps de los que me colgaría para siempre. Y…
Antes ya pensaba que estaba hecho para el placer. Ahora…
Me mira en el espejo mientras abre el grifo y pone la camisa debajo.
—Es mi favorita.
Lo dice con diversión. Seguro que no se le ha escapado mi expresión,
sabe leerme como si fuera un libro abierto. Me ha pillado. Así que aparto la
vista del país de las maravillas que es su cuerpo y regreso al vestíbulo con
la cabeza baja y recitándome, para mis adentros, ruborizada: «Idiota, idiota,
idiota».
Cuando llego, me abanico con las manos y me limpio la baba que me
estará cayendo por las comisuras de los labios.
Madre mía. Necesito ayuda. Tengo que controlarme.
Unos minutos después, aparece por la puerta, sin camisa, y yo sigo
alterada.
Se sienta en el banco, tiene una ceja arqueada. Me siento como una
colegiala.
—¿Has podido dormir antes?
—Un poco. Está dura —murmuro a la vez que le miro el pecho—. La
madera, quiero decir.
«Lia, qué desastre».
Está sentado en el banco y solo lleva puestos los pantalones. Es puro
ego masculino, estirado con las piernas y los brazos abiertos sobre el
respaldo del banco, como si supiera que es especial.
No puedo mirar y no puedo no mirar. La guerra que se ha desatado en
mi cabeza debe de reflejarse en mis ojos, porque su boca se retuerce,
divertida.
Le encanta hacerme jadear.
Me señala con el dedo, como hizo aquella primera noche, cuando
impidió que la cerveza del juego me empapara. Probablemente por eso me
siento como si me hubiera tragado un anzuelo y fuera directa a mi
perdición, igual que cuando me atrajo hacia su dormitorio.
Señala el espacio que hay junto a él en el banco.
—Puedes descansar sobre mi hombro.
Mi corazón se siente atraído a ese lugar y a él como un imán, pero mi
cabeza grita que ni se me ocurra. Me toco el anillo de compromiso,
inconscientemente.
—Ponte la camisa.
—¿Por qué? —Me desafía y posa la mirada en el anillo.
Murmuro algo incoherente acerca de que estaré más cómoda así, pero
sabe perfectamente que es una excusa.
—¿Te doy miedo? Solo lo decía porque pensaba que necesitabas dormir
para estar perfecta en tu día, princesa.
Suspiro. Sí. Es Miles, nada más y nada menos. Si no puedo confiar en
él, no puedo confiar en nadie.
Me siento en el banco y me envuelve con el brazo. Dejo caer la cabeza
en su hombro. Trato de ignorar lo bien que encaja ahí. Lo cómodo y blando
que es en los lugares necesarios, aunque su cuerpo sea puro músculo. Lo
bien que huele. Cómo cada parte de mi cuerpo vibra. Cómo pasea los dedos
suavemente por la parte superior de mi brazo, para calmarme.
Cierro los ojos y trato de evitar que mis pensamientos vuelvan a aquella
noche.
De alguna manera, por fin logro dormir.
02:06 h

7 de diciembre

Se arrodilló en el suelo y me bajó las bragas hasta las caderas. Me separó


las piernas y tocó mi zona íntima con suavidad.
Estaba apoyada sobre los codos, pero en cuanto sus dedos se movieron
ahí abajo, me dejé caer.
—¡Oh, Dios mío!
—¿Quieres esto? —dijo, con voz ronca.
Asentí con la cabeza.
Me frotó el sexo con el pulgar e insertó un dedo. Jadeé.
—¿Esto?
Volví a asentir.
—¿Seguro que no eres virgen? Te noto muy estrecha.
Sacudí la cabeza.
Siguió follándome con el dedo y me pasó la otra mano bajo el culo,
para arrastrarme hacia el borde del futón.
Casi perdí la cabeza cuando sustituyó el dedo por la lengua. Me lamió
lenta y deliciosamente y me vine abajo. Hundió la lengua en la vagina y
gimió del gusto.
—¡Miles! —chillé—. Nunca… Yo… Nadie…
—¿Quieres que pare?
Le dije que no. Quería ver qué pensaba hacer. Lo necesitaba.
—Joder. —Me besó la cadera y se instaló de nuevo entre mis piernas—.
Si estoy soñando, no me despiertes. Quiero quedarme a vivir aquí.
Y volvió a situar la boca en mi sexo y a chupar.
Estaba segura de que debía de ser lo más cercano al cielo que he
conocido jamás.
El último pensamiento que me cruza la mente, mientras el sueño
termina, es que nunca he vuelto a sentir algo así.
Cuando despierto, tengo la cara hundida en su pecho, y la sensación es
maravillosa. Me abraza y su mejilla roza mi pelo. Sus dedos están
entrelazados con los míos. Huele de maravilla. Sonrío y pongo los labios
sobre su piel para depositar un beso, para probar su sabor, y me doy cuenta.
Alerta. Alerta roja.
Es Miles, el hombre equivocado. No es mi prometido.
Salto como un resorte y me aparto. Sus ojos centellean y me mira con
expresión adormilada antes de bostezar.
—¿Todo bien?
Así que estaba dormido. Bien. Quizá no se ha percatado de que casi le
doy un lametón en el pecho hace un segundo.
Al menos, eso espero.
—Sí, sí. Una… una pesadilla.
—¿Pesadilla?
No, no lo era. Por suerte, me he detenido antes de que se convirtiera en
una.
—Casi.
Me mira con curiosidad, pero no dice nada. Se levanta y se estira
mientras camina hacia la puerta para mirar al exterior. Cuando lo tengo de
espaldas, rezo para tener fuerzas suficientes como para no mirarle el culo ni
los músculos de la espalda, como una adicta al sexo que se muere de
hambre; sin embargo, sucumbo a la tentación.
Silba.
—Hay mucha nieve ahí fuera —dice y mueve los hombros—. Las luces
de emergencia se han apagado. Pero creo que ha pasado otra quitanieves a
juzgar por la cantidad de nieve acumulada, así que es mejor que nada.
Aparto los ojos de su cuerpo con esfuerzo y tomo el móvil.
—Voy a ver si tengo algún mensaje.
Salgo fuera y miro la pantalla. Tengo uno, de Eva:

«Acabo de hablar con la policía estatal. Saben dónde estáis. Van a


mandar una grúa a primera hora de la mañana».

Vuelvo dentro para contarle la noticia a Miles y lo veo salir del baño.
Su voz es juguetona. Dice:
—Adivina.
—¿Qué? —digo, con el mismo tono.
—Hoy es el día de tu boda.
Casi se me había olvidado. ¿Por qué se me encoge el corazón, y no es
de emoción?
—Ah, sí.
—No te preocupes, princesa. Te llevaremos al altar.
Parece preocupado. Lo dice como si fuera igual de importante para él
que para mí. Y al menos ahora me llama princesa en lugar de Novzilla,
pero, no sé por qué, todavía me molesta.
—Ya. Eva me ha enviado un mensaje, dice que llegará una grúa a
primera hora de la mañana.
Llevo más de un año esperando este día. Entonces ¿por qué me siento
como si fuera realmente el peor día de la historia?
—Genial. ¿Lo ves? No hay nada de qué preocuparse.
Asiento y me abanico un poco. Tengo que calmarme. Por supuesto que
Aaron también me ha hecho disfrutar en la cama. Me ha provocado muchos
orgasmos. Todo va bien en ese aspecto, así que no sé por qué demonios
siento que aquella vez con Miles fue mil veces mejor.
Necesito dejar de pensar todo el rato en su cuerpo. Ojalá tuviera un
libro para distraerme. Estoy a punto de tomar una decisión importantísima
que cambiará mi futuro y que marcará el resto de mi vida; y por eso estoy
nerviosa. La hierba siempre parece más verde y frondosa en el jardín del
vecino, hasta que te quitas los zapatos y caminas descalza sobre ella.
Son los nervios, nada más.
Me siento en el banco y me recojo las rodillas hasta el pecho. Tengo los
pies tan pálidos que casi son de color azul.
De repente, me acuerdo.
—¡Miles!
Está frente a la máquina expendedora, frotándose la barbilla.
—¿Sí?
—Acabo de acordarme… Mierda, no sé porqué no lo he pensado antes.
Tengo una bolsa de Macy en el maletero con un par de botas nuevas. Iba a
devolverlas porque no estaba segura de que fueran mi estilo, pero mejor
eso que ir descalza.
Bosteza, se estira y va hacia la puerta.
—Voy.
Hago ademán de tirarle la camisa, pero me dice que no. Así que piensa
salir medio desnudo en plena tormenta de nieve. Está loco. Se la tiro a la
cara.
—Póntela. Ya he visto demasiado tus abdominales perfectos.
Sonríe y se la pone.
—Gracias, y esta vez trata de no cortarte la mano. —Me quedo en el
banco, me masajeo los pies y trato de no pensar en él.
Pero es imposible.
Vuelve unos minutos más tarde.
—Eh… Lia.
Giro la cabeza, pensando que debe de ser otra persona.
Me ha llamado Lia.
¿Se sabe mi nombre?
Me tiembla la voz.
—¿S…, sí?
Mira en el interior de la bolsa de Macy arrugada.
—Creo que estarás mejor descalza.
Salto del banco y tomo la bolsa.
—No exageres, no será para tanto.
Miro las botas. Había olvidado lo horrendas que eran. Son de cuero
hasta la rodilla, con tacón alto, y una pequeña máscara felina.
—Eh… —Me pongo roja.
—Es verdad que no es exactamente tu estilo. ¿Cuándo ibas a ponerte
algo así?
—Bueno… —Arrugo la bolsa y la tiro sobre el banco—. Vale, te lo
diré. Aaron me contó que tenía una fantasía. Una fantasía con Catwoman.
Y pensé que podría… No sé. Pensé que le haría ilusión si su fantasía se
convertía en realidad en su noche de bodas. Pero luego dijo algo que me
hizo cambiar de opinión, así que lo guardé todo en el maletero, para
cambiarlo.
Me mira como si fuera extraterrestre.
—Lo dices en serio.
Asiento.
—¿Qué te dijo?
Me encojo de hombros.
—Bueno, dejé caer que igual podríamos probarlo y casi se parte de risa.
Dijo que ni merecía la pena que lo intentara.
Me escucha con atención. No responde, como si esperara a que
terminase de contarle lo que pasó. Siento que tengo que seguir hablando,
así que farfullo:
—No pasa nada. Es que no soy sexy, y ya está. Me dijo que no le
importaba. Que soy una chica normal y que quiere pasar el resto de su vida
conmigo, ¿sabes? No con las demás mujeres. Así que supongo que eso
debería hacerme feliz. —Me animo y abro la bolsa.
—Ya…
Parece que quiere decir algo más, pero cierra la boca y fija los ojos en
el suelo.
—¿Qué? —–Saco las botas. Vale, no son botas de escalada ni mucho
menos, pero no tendré que ir descalza. Prefiero tener los pies secos y
calientes. Me pongo las botas por encima de los leotardos mientras me
mira.
—Nada. —Me observa con curiosidad cuando me levanto y doy una
vuelta para probarlas—. ¿Así que no te pondrás el resto del conjunto?
Le saco la lengua.
—Ja, ja, ja.
—Solo digo que si todavía no estás decidida, yo me ofrezco a aclararte
si estás sexy o no. —–Cruza los brazos y me mira de arriba abajo—. Porque
ya te lo puedo decir. Eso que llevas es muy excitante.
—Eh, ¡para ya! —Sé que me toma el pelo. Pero tiene que dejar de
hacerme pensar en nada más excepto en que me voy a casar con Aaron en
menos de nueve horas. Estoy bastante nerviosa de todos modos—. Creo
que va a ser que no.
Se encoge de hombros y vuelve a la máquina expendedora.
—¿Me prestas un dólar? —le pido, mientras me tambaleo hacia el
banco—. Estoy muerta de hambre. Mi cena de regaliz no ha sido para tirar
cohetes.
Sacude la cabeza y me enseña un billete.
—Es mi último dólar.
—Oh.
Vale, no hay problema. Oigo que compra algo y tomo un sorbo del agua
que todavía me queda. Me tomaré otro café. La parte buena es que el
vestido de novia me quedará de fábula, eso seguro.
En menos de nueve horas.
Diosmíodiosmío. Voy a casarme en menos de nueve horas. Eso creo.
—Otra máquina quitanieves —dice de repente.
Me giro y trato de levantarme para ir a la puerta con mis ridículas
botas. Antes de lograrlo, me pone algo en la mano.
—Toma.
Ya está fuera y no me doy cuenta de que es…
Un Twizzler. Para mí, es la mejor golosina del mundo.
Me quedo allí, helada, y trato de centrarme. ¿Cómo lo sabe? ¿Se lo he
dicho durante el viaje?
No.
¿Se lo he dicho durante los últimos años?
No. Si apenas nos hemos visto.
Pero lo sabe, de algún modo.
¿Por qué?
Lo sé. Dice que no debo darle importancia a las cosas. Que no lea lo
que no es. Que no piense que mientras todos sus amigos estaban de juerga
en el sótano de la fraternidad, él jugaba al ajedrez conmigo durante horas.
Que conducía ida y vuelta desde Denver para darme clases y que pudiera
sacarme los exámenes de GRE. Que cuidaba de mí en la fraternidad para
que no me pasara nada malo. Que sabe cuál es mi golosina favorita y que
creo que Aaron no tiene la menor idea de cuál es.
Pero es que no paro de ver señales en todo esto.
Soy Novzilla. Enana. Loca. Princesa. Me odia.
¿Me odia, verdad?
Al cabo de un minuto, me envuelvo en el cárdigan y salgo fuera. Me
quedo bajo el porche del edificio y veo una máquina quitanieves que
avanza lentamente por la otra punta del aparcamiento. Miles está de pie,
con nieve hasta las rodillas y las manos en los bolsillos.
La tormenta está amainando.
—¿Crees que puede vernos? —digo desde el borde del porche, donde la
nieve se acumula en un enorme montón que hace que el edificio parezca
liliputiense.
—Sí —responde, se gira y avanza por la nieve—. Pero es un capullo.
Le he pedido que nos ayudara a sacar el coche de la zanja y dice que no
puede. Que es una cuestión legal, no puede aceptar la responsabilidad si
hay algún desperfecto.
—¿En serio? —Me vengo abajo—. ¿Le has dicho que…?
Me callo. Iba a decir que si le había dicho que voy a casarme, pero hace
un rato ha mencionado que el hecho de que sea el día de mi boda no me
convierte en nadie especial.
Y tiene razón.
No es como si hubiera curado una enfermedad o hubiera ganado un
maratón o hubiera hecho algo que poca gente sea capaz de hacer.
Todo el mundo se casa.
Fuera de mi pequeño círculo de amistades, a nadie le importa un
pepino.
Sus ojos se posan sobre mis ridículas botas y me ofrece una sonrisa
perezosa.
—Bueno, quizá obtengas un resultado distinto. Sobre todo, si te pones
todo el conjunto de Catwoman.
Ajá. Qué gracioso. Vuelve a girarse para observar la quitanieves y me
quedo detrás de él mientras contemplo su espalda enfundada en la camisa
de franela y trato de fingir que no se me hace la boca agua solo con verlo.
Luego me acuclillo, tomo un poco de nieve y hago una bola. La arrojo
contra él con todas mis fuerzas. Contacto. Quería darle en la cabeza, pero le
doy en el hombro.
Se gira mientras intento hacer otra bola lo más rápido que puedo.
—¿Quieres morir?
No se empieza una pelea con un cuchillo de mantequilla, pero es lo que
acabo de hacer. No soy atlética, llevo botas de tacón en la nieve y Miles es
un deportista que disfruta en la nieve.
Aprieta los nudillos y me mira furibundo. He despertado al dragón.
Tiro otra bola, pero esta vez no le doy, y él también se pone a preparar
su propia artillería. Una bola de nieve enorme.
Chillo y busco donde esconderme. Trato de protegerme detrás de uno
de los pilares de piedra bajo el porche, pero antes de llegar, la bola me da
en el pecho.
—¡Eh, Sargento Miles! —grito y me sacudo la nieve—. Es posible que
hayas ganado la batalla, pero no ganarás la guerra.
Avanza inocentemente hacia mí, con las manos en los bolsillos y una
sonrisa.
—Creo que la victoria ya es mía, Soldado Lia. Para ser alguien a quien
no le gusta la nieve, estás cubierta de ella.
—Qué divertido. —Me agacho para tomar más nieve—. ¿Quieres más?
Me responde con una bola que me da en la barbilla. Me quedo
boquiabierta. ¡Es muy rápido!
—Tú lo has querido. ¡Guerra!
Acepta el reto.
—Vamos a ver de qué estás hecha, enana.
Me duelen los dedos, pero formo otra bola de nieve. Apunto a su
cabeza y fracaso de manera estrepitosa. La bola cae a más de un metro de
distancia.
—¿A eso llamas guerra? —me provoca.
Frenéticamente, trato de formar otra bola, pero me da en la cabeza. La
nieve se deshace y el agua me cae por el cuello. Chillo.
En el siguiente intento, lo engaño al fingir que iba a tirar en una
dirección, así que no se lo espera cuando arrojo la bola contra un montón
que tiene al lado, de modo que la onda expansiva lo cubre de nieve.
Levanto el puño en señal de victoria.
—¡Sí!
Allí está, medio hundido en la nieve, congelado por la sorpresa.
Mi triunfo apenas dura un segundo, porque en un instante su expresión
se transforma en determinación animal.
—Vas a ver lo que es bueno —grita y forma rápidamente otra enorme
bola de nieve, casi del tamaño de su cabeza.
Grito, me alejo y trato de ocultarme detrás del pilar, pero tropiezo, me
caigo al suelo y termino cubierta de nieve de pies a cabeza. Trato de formar
otra bola, y los dos nos damos al mismo tiempo, en el pecho.
Para entonces, estoy demasiado eufórica como para que el frío me
importe.
No me siento ni las manos ni los pies, pero no me importa.
Ya no formamos bolas de nieve, simplemente nos arrojamos puñados el
uno al otro.
Y me río tan fuerte que no puedo parar. Estoy mareada, mojada,
cubierta de nieve y me siento viva.
Estoy perdida en un mar de color blanco mientras él me arroja nieve, se
acerca más y se burla porque decía que no me gustaba la nieve.
—Tienes que calmarte. Yo te ayudaré —le digo, mientras se agacha.
Le agarro el cuello de la camisa, que no se había acabado de abrochar,
lo abro y le meto un puñado de nieve en la parte de abajo del cuello.
Me señala con una mano y con la otra me agarra la muñeca.
—Estás muerta.
Lo dice como si fuera en serio. Trato de zafarme, pero vuelvo a
tropezar con la nieve y un segundo después, él cae sobre mi cuerpo y me
retuerzo para huir a la vez que me tira más nieve, como si quisiera
enterrarme bajo una montaña helada.
Me río con tanta fuerza que apenas puedo respirar.
—¡Para, para! ¡No, por favor! ¡Para!
Lo hace. No se mueve y yo tampoco. Los dos jadeamos. Clava la
mirada en la mía. Su nariz está a un milímetro de mí. Siento el calor de su
piel, su barba de dos días casi roza mi barbilla y su pene semierecto está
atrapado entre los dos.
Voy a morirme aquí mismo.
No tengo frío.
Estoy tan caliente como puede estar un ser humano sin arder en llamas.
Tengo tantas ganas de que me bese que no puedo más.
Quiero probar su sabor.
Una brisa fría recorre el valle y me aparta el pelo de la cara.
Parpadea y se levanta.
—Admítelo, he ganado —dice como si nada.
Me quedo tirada en el suelo. El corazón me late desbocado.
¿Qué acabo de hacer, maldita sea? Casi…
Todavía mareada, me levanto y me miro los dedos. Están de color rojo
sangre, y seguramente las mejillas estarán igual. Miles, al contrario, apenas
parece afectado por el frío. Jadea un poco y en su rostro perfecto se dibuja
una sonrisa.
—¿Abandonas tan pronto?
—No me siento los dedos —admito e intento moverlos.
Me toma las manos entre las suyas y me mira. A pesar de que me ha
arrojado bolas de nieve durante un buen rato, las tiene secas. De inmediato,
siento la misma sensación que antes tenía en los pies, pero ahora en las
manos; como si me clavasen un millón de agujas, aunque el calor de su
masaje ayuda.
—¿Mejor?
Asiento porque me he olvidado de hablar. Lo único que tengo en la
cabeza es la sensación de sus manos sobre las mías.
Mis manos están frías, pero las suyas son las que tiemblan.
Me pregunto si se da cuenta, pues, de repente, las suelta y se las limpia
en el pantalón, como si acabara de tocar algo contaminado.
El hombre de la máquina quitanieves se acerca y baja la ventanilla.
Miles cruza las montañas de nieve para llegar hasta él, y yo lo sigo,
bamboleándome con mis ridículas botas.
Estoy empapada, y no me doy cuenta del frío que hace hasta que otro
remolino de viento me azota. El dolor se desliza hasta las manos y los pies.
—¿Seguro que no puede sacar el coche de ahí? —insiste Miles.
El tipo, un hombre mayor con barba de Santa Claus, pero no tan blanca,
sacude la cabeza.
—Lo siento. Ya he tenido problemas antes con favores así. Pero es que
no importa, al pie de la colina hay mucha nieve que todavía tardaremos
bastante en retirar.
Miles se rasca la cabeza:
—¿Ah, sí?
—Sí, es un desastre.
Miles me mira.
—Se casa a las once de la mañana. En el hotel Midnight Lodge. ¿Qué
le parece?
El viejo me mira con atención y se fija en mis botas.
—¿Va a ir al altar con eso en los pies?
Frunzo el ceño. Contesta a la pregunta y basta.
Se ríe.
—Bueno, sea como sea, con la nieve que hay en la colina, es imposible.
Casi me atraganto con el aire frío.
—¿Cómo?
—Solo le digo la verdad, señorita.
Empiezo a hiperventilar.
Miles se acerca al vehículo, se sube al lateral e insiste.
—Mire, está perdiendo los papeles. Si pudiera acercarse donde tenemos
el coche y ayudarnos a sacarlo, le aseguro que no le crearemos ningún
problema. Considérelo un regalo de boda, por favor.
El hombre repite su negativa.
—Buen intento. —Arranca el motor y Miles se baja—. Protéjanse del
frío, todavía queda tormenta. Y felicidades.
La máquina se aleja y Miles me mira como si me pidiera perdón.
Me abanico torpemente con las manos.
—No puedo respirar, Miles, no puedo respirar.
—Eh. —Me agarra las muñecas y las mantiene quietas—. Mírame. Aún
no está todo perdido.
Me castañetean los dientes.
—Estoy hecha un desastre. Casi noto las bolsas negras formándose en
mis ojeras. Voy a estar horrible en el día de mi boda, sobre todo si no llego
a tiempo.
—Mira, si no llegas exactamente a las once, no pasa nada. Quizá
puedan retrasarlo una hora o dos. —Alarga la mano, me aparta un mechón
de pelo y me hundo en el déjà vu—. Y de ninguna manera vas a estar
horrible. Eso no es físicamente posible.
Dejo de castañetear y de repente vuelvo a sentir calor.
—¿Qué?
Deja caer las manos y se aclara la garganta.
—Quiero decir que Aaron nunca pensará que tienes mal aspecto.
Sí que lo pensará. En los cinco años que llevamos juntos, jamás ha
vacilado a la hora de decirme que creía que estaba fea, si era lo que
pensaba. Lo descubrí a los pocos meses de salir, cuando me puse una
prenda de color púrpura y me dijo que parecía un payaso. Por eso me
aseguraba de estar perfecta cada vez que quedaba con él. Me negué a que
me viera durante una semana cuando descubrí que era alérgica al marisco y
me salió un sarpullido monumental. Cuando tuve la gripe también le
prohibí que nos viéramos. Y cuando me hicieron aquel corte de pelo tan
horroroso, justo antes de mi último año en la universidad, no nos vimos
durante un mes.
—Es obvio que no conoces a Aaron tan bien como crees —murmuro.
—Quizá no —reconoce y hunde las manos en los bolsillos—. Pero diría
que el día de tu boda es un poco tarde para admitir que ha cometido un
error.
Trago saliva. Exacto. Por eso no voy a pensar en errores de ahora en
adelante. Todo es como debería ser.
Caminamos hacia la puerta del refugio.
—Gracias. Y gracias por el intento con el idiota ese. ¿Por qué crees que
todo el mundo piensa que nos vamos a casar?
—Ni idea.
Lo miro de reojo.
—¿De verdad?
Se encoge de hombros.
—Sí, quiero decir, es raro. Está claro que tú no eres mi tipo.
Oh. Así que eso de «enloquecedoramente hermosa» solo era una frase
para ligar.
—Ya. Es obvio que eres como Aaron. Quizá no quieras una modelo con
tetas grandes, pero te va Catwoman. Al menos, a juzgar por lo mucho que
te han gustado las botas.
—Exacto —dice.
—Mira, hagamos una cosa. ¿Qué te parece si te regalo el conjunto, y
así convences a tu novia de que se lo ponga? Es decir, si alguna vez tienes
una.
Sacude la cabeza.
—Qué amable por tu parte. Pero de nuevo, es un gran «si».
—Ah, sí, se me olvidaba. A ti te van más los rollos de una noche. Nadie
está a la altura de tus estándares imposibles, al menos lo bastante como
para repetir, ¿verdad?
Me mira y dice en voz baja:
—¿Otra vez con esas? ¿Por qué te importa tanto? ¿Es porque fuiste una
de todas mis legiones de mujeres guapas? ¿Quieres saber en qué lugar estás
en la clasificación? ¿Es por eso?
Me quedo boquiabierta. Luego comprendo que tengo la manera
perfecta de salir del embrollo:
—¿Crees que soy guapa?
—Ja, ja. Muy divertida. —Abre la puerta y me deja pasar—. Quizá no
deberías ser tan curiosa. Ya sabes lo que dicen.
Cuando entro, todavía caen copos de nieve al suelo.
No espera a que conteste. Mira mis botas y dice:
—La curiosidad mató al gato… y a la gata también.
—Eres muy gracioso.
El calor me ataca en cuanto entro en el refugio y me quema la piel.
Tengo la ropa tan mojada que la humedad me irrita la piel, ya de por sí
enrojecida. Me envuelvo en el cárdigan empapado para contener el temblor.
—Ven aquí —dice, observándome.
Por un segundo, me pregunto si va a ofrecerse a hacerme otro masaje,
pero no lo hace. Lo cual está bien, porque no puedo aceptar. Fuera, he
estado a meros milímetros de volver a besarlo. De hecho, lo deseaba. Dos
milímetros han sido lo único que me ha separado de ser una buena esposa o
un ser humano horrible.
Lo sigo hasta el baño de señoras, castañeteando. En cuanto entramos,
aprieta el botón del secador de manos y me pone delante. No es que sea
ninguna maravilla, pero ayuda.
—Me parece que estas botas han sido un error. —Bajo la larga
cremallera y me las quito. No son botas de nieve, así que se han echado a
perder y además tengo los pies tan helados como si hubiera ido descalza.
—Ya te lo dije —masculla.
Me siento en el borde de la encimera del lavabo y levanto los pies para
que me dé el aire caliente. Mucho mejor.
—Y lo hiciste, Dumbledore.
Se ríe.
—¿Dumbledore?
Vaya, ¿lo he dicho en voz alta? Bueno, no es uno de los nombres más
terribles por los que lo he llamado.
—Sí, porque incluso cuando no lo sabes todo, lo sabes todo. O al
menos, eso crees.
—No lo sé todo —responde, orgulloso, reclinado sobre la pared—.
Solo sé bastantes cosas. La gran mayoría.
Pongo los ojos en blanco. Me quito el cárdigan, mojado, y me muevo
por el baño con la intención de secarme lo más rápido posible. Me
contorsiono como puedo para acercarme a la fuente de calor y, al hacerlo,
miro en el espejo y veo que me observa.
Su mirada es posesiva y masculina. Como si ni siquiera el apocalipsis
pudiera alejarlo de donde está.
Solo me ha mirado así una vez.
La noche que lo conocí.
Por un instante, lo miro fijamente. Sus ojos vuelven a oscurecerse y se
pasean por mi cuerpo igual que sus manos hicieron aquella noche, como si
quisiera recorrer el camino que dibujó aquella noche, hace años.
Y esa mirada me lo confirma todo.
Tampoco me odia tanto como creía.
03:10 h

7 de diciembre

Eché la cabeza hacia atrás y agarré la almohada. Me la puse sobre la cara


para no gritar, aunque casi no podía respirar. Olía muy bien, como si la
acabaran de lavar.
Noté su nariz pasearse por mis labios mientras su lengua hambrienta
exploraba mi sexo. Ningún hombre había estado ahí. En lugar de
avergonzarme, ardía y veía colores tan vívidos tras los párpados cerrados
que pensaba que me había muerto y estaba en el Paraíso.
Arqueé la espalda, mi mano encontró su nuca y mis dedos se hundieron
en su espeso cabello.
Cuando añadió un dedo, con cuidado, y lo metió de manera metódica
dentro de mí, me corrí como nunca lo había hecho y jadeé como una loca.
Aparté la almohada y me incorporé sobre los codos para tratar de ver al
dios entre los hombres que acababa de darme tanto placer.
Se sentó sobre los talones, con la boca húmeda de mí.
—¿Qué pasa?
—Es que… —Creo que todavía me estaba corriendo—. Me he corrido.
Se deslizó sobre el futón y se quitó los pantalones y los calzoncillos.
—De eso se trata, ¿no?
—Sí, es solo que…
Nadie me había hecho correrme tan rápido ni de manera tan intensa.
—Ven aquí. —Me deslizó una mano por el pelo y su boca fue al
encuentro de la mía. Me colocó de nuevo sobre el futón y me cubrió con su
cuerpo. Noté su polla erecta entre nosotros, y me hizo gemir. Era delicioso.
—¿Es lo que quieres?
Asentí.
Estiró la mano hacia la mesita que había junto al futón y sacó un
condón.
Lo abrió con los dientes y se lo puso.
Me separó los muslos ligeramente y sentí sus rodillas entre mis piernas.
Me pidió permiso con la mirada para entrar. Luego, cubrió mi cuerpo con
el suyo y sentí que todos sus músculos temblaban contra mi piel. Me tomó
el pelo y me besó de nuevo. Noté la punta de su pene, que se deslizaba por
mi sexo mojado, e inspiré, tensándome.
Se detuvo.
—No te haré daño —susurró, y sentí su aliento cálido en mi oreja.
—Lo sé. —Volví a inspirar y esperé algo que no sabía qué era. Algo
que me cambiaría la vida.
Y así fue. Lo que imaginaba que sabía del sexo hasta ese momento no
era nada en comparación con lo que sucedió.
No dejó de mirarme mientras me penetraba, me abría lentamente y
forzaba cada uno de sus músculos. Jadeaba con pesadez y se concentró,
como si cada segundo significara algo y los grabara en su memoria.
Cuando me hubo penetrado hasta el fondo, sentí algo que no había
sentido con ningún otro antes que él.
Me sentí adorada.
Se inclinó sobre mí, me besó la oreja y dijo:
—¿Te gusta?
Hasta ese momento con él, no sabía que el sexo era algo que podía
disfrutar. Sentí una oleada de calor en el vientre que jamás había sentido.
Mi sexo lo abrazó, pidiéndole que se moviera, pidiéndole más.
—Sí, sí. Oh, sí.
Soltó un gemido.
—Dios, eres maravillosa. —Me acarició el pelo con la mano.
—¿Estás mejor?
Levanto la mirada. Miles me observa desde el expositor de folletos
turísticos, donde toma su enésima taza de café mientras lee el folleto del
hotel Stanley en el Estes Park. Encima de él, en el televisor, echan un viejo
episodio de Friends. No han emitido noticias en una hora.
Ha vuelto a darme la camisa de franela para que me cubra, y estoy
bastante cómoda, aunque no creo que pueda volver a dormirme. Me duelen
los dientes después de tantas barritas de golosinas con sabor a fresa. Casi
ha dejado de nevar, pero no ha venido ninguna otra máquina quitanieves. A
mi teléfono solo le queda un quince por ciento de batería, pero trato de
contenerme y no salir fuera cada dos por tres para comprobarlo, porque lo
más probable es que nadie me haya enviado ningún mensaje en mitad de la
noche.
Situación: más o menos como antes.
Boda: dentro de ocho horas y no sé si llegaré.
Pequeño favor del universo: la camiseta térmica de Miles ya se ha
secado y se la ha vuelto a poner, así que está tapado.
Problema: tras la batalla de nieve, la temperatura de la sala se ha
disparado. Y no deja de subir a medida que recuerdo aquella noche con él.
La tensión es tal que haría falta una sierra para cortarla.
Me aguanto las ganas de tomar una ducha fría de nieve después de ese
último recuerdo y digo:
—Estoy bien, ¿y tú? ¿Cómo tienes la mano?
Trato de hablar con normalidad y no como si acabara de recordar cómo
me penetró hace cinco años con todo lujo de detalles.
Se pasa la otra mano por la venda y se aparta el pelo de la cara.
—No puedo quejarme.
Los dos estamos más nerviosos. Me doy cuenta porque su postura es
más rígida. Está prácticamente erguido en el banco y tiembla casi como si
tuviera un caudal de energía sin gastar. Es lo mismo que te pasa cuando hay
muchas cosas que hacer, pero tienes las manos atadas.
Lo estudio con suspicacia. Miles parece un barril de pólvora a punto de
estallar.
—Pues sería una novedad.
Frunce el ceño.
—¿Qué insinúas?
No tenía intención de pelearme con él, pero yo también estoy de peor
humor a cada segundo que pasa. Me siento desesperada y la frustración me
supera.
—Bueno, no es ningún secreto que te quejas por todo.
Suelta un bufido.
—¿Ah, sí? Mira quién fue a hablar, Novzilla. Te has quejado de la
nieve unas cuatro mil veces. Por no mencionar mi manera de conducir, mi
selección de barritas de chocolate, tu…
—¡Oh, basta! ¡Cállate! Siempre buscas alguna forma de burlarte de
todo lo que hago.
—Bueno, es que…
—¡Basta, te digo! —Me cruzo de brazos y me aparto. Señalo algún
punto de la sala—. Vete al otro lado.
—Perfecto —masculla y sale de mi campo de visión, agarrando un
puñado de folletos.
Sí. Mucho mejor así.
Empezaba a parecer humano, y ese era el problema.
Debo odiarlo.
Si seguimos peleados, no habrá lugar para nada más. Para… lo otro.
Miro un fragmento del capítulo de Friends, pero el volumen está tan
bajo que apenas oigo nada excepto las risas enlatadas. Mientras tanto, trato
de no ser consciente de que Miles está detrás de mí. Cruzo los brazos y
noto algo duro en el bolsillo de su camisa.
Meto la mano y doy con el saquito de terciopelo donde están los
anillos.
Lo abro y los miro. Los compramos en la misma joyería donde elegí mi
anillo de compromiso. Nos dieron la opción de grabar un mensaje dentro
de cada anillo, así que miro el que escogí para Aaron: «Solo tú». Y la
fecha, 7 de diciembre.
Sonrío. Es cierto, a pesar del infierno por el que me ha llevado mi
mente durante estas últimas horas. Lo quiero, y Aaron me quiere a mí. Es
lo que debe ser. Nos casamos hoy y todo saldrá bien.
Miro el anillo que Aaron va a ponerme en el anular.
Trato de leer su mensaje grabado, pero no hay nada.
Está vacío.
Inspiro profundamente, inquieta. Bueno, no es ninguna sorpresa. Le
dije que llamara al joyero para decirle lo que quería grabar, para que fuera
una sorpresa para mí. Es posible que se le olvidara. Igual que olvida otras
cosas.
No importa. Bah, ¿qué más da? Solo es una frase grabada en un anillo.
No es nada.
Pero quizá sea el principio de algo. Si no recuerda eso, ¿qué pasará
cuando la emoción de la boda haya quedado atrás? ¿Se olvidará de nuestro
aniversario? ¿Del día de San Valentín?
No importa. Como dijo Miles, quinientas personas están esperando para
ver mi boda con Aaron Eberhart. Ya he repasado todas mis dudas una y
otra vez, y he tomado una decisión.
Abro el bolsillo de la camisa y meto el saquito dentro, pero no entra
bien. Hay otra cosa dentro. Un pedazo de papel rígido. Una fotografía
doblada por la mitad.
La saco para aplanarla, y la sospecha se abre paso en mi mente incluso
antes de verla.
Es la reveladora imagen de una rubia de pelo largo y piernas todavía
más largas, recostada sobre una cama, de lado y con una mirada seductora.
Está desnuda, tiene las tetas enormes y el pubis rasurado. Y lo enseña todo.
Es la chica de los sueños de Aaron.
Primero pienso que es lógico. Necesitaba una foto para correrse, así que
debió de arrancar la foto de alguna revista. Aaron siempre bromea al decir
que a él le gustan las rubias imponentes y que yo soy demasiado normal.
Pero también dice que eso es bueno, que soy el tipo de chica con la que uno
se casa, y eso es mucho mejor que ser un objeto sexual.
Pero no dejo de mirarla hasta que se me graba en el cerebro, hasta que
me aprendo la postura de memoria, y entonces me fijo en algo que cuelga
en la pared del fondo.
Es el cuadro de las montañas Flatiron que le regalé el mes pasado.
Me tiembla la mano.
No nos hemos acostado desde hace dos meses porque así lo acordamos.
Porque decidimos que, de ese modo, la noche de bodas sería especial.
¿Qué cojones hace esa tía ahí?
Trato de repasar todas las posibles explicaciones, pero ninguna tiene
sentido.
La explicación más verosímil es la que he tratado de evitar de manera
desesperada durante toda la noche.
Aaron me ha mentido. Después de esto, después de sus miles de
promesas de que íbamos a estar juntos él y yo, y nadie más… todo es
mentira.
Me laten las sienes como si el corazón me hubiera subido hasta la boca.
Necesito preguntárselo. Necesito que se explique. Llamarlo y oír su
versión. Es lo que hacen las parejas casadas, después de todo. No llegan a
conclusiones precipitadas. Se comunican. Hablan.
Incluso ahora, cuando mi lado irracional está peligrosamente cerca de
hacerse con el control.
Porque mi lado irracional quiere darle una patada en los huevos.
Trato de controlarme. «Relájate, Lia. No debes perder los nervios hasta
que te explique qué ha pasado».
Pero ¿qué explicación va a haber para esto? Para eso, para los
condones, para el lubricante…
Y teniendo en cuenta que no es la primera vez que me engaña…
Solo significa una cosa.
Que soy una imbécil de campeonato.
Mi lado irracional vence la batalla.
Quiero gritarle.
Quiero golpearlo hasta que se muera de dolor.
Pero está a kilómetros de distancia.
Me giro lentamente hacia Miles. Está encorvado en el rincón, donde lo
he enviado, con la cabeza en las rodillas. No se mueve. Quizá se haya
dormido.
Miles el traidor. Miles el mentiroso.
Confiaba en él. Y también me ha mentido.
No ha venido conmigo para protegerme. O ayudarme. O porque
quisiera asegurarse de que no sospechaba al ver el lubricante.
Ha venido a engañarme. Porque Aaron se lo ha pedido.
Esta fotografía es la única razón por la que está aquí ahora.
Me levanto y camino hacia donde está. Respiro con cuidado, para no
romperme, y cuando llego a su rincón me planto delante de él y pongo la
fotografía frente a sus ojos.
Levanta la cabeza.
—Hola… —dice, cauteloso, antes de ver la foto.
Cuando lo hace, abre mucho los ojos.
No es Aaron, pero es lo que más se le parece.
—Jodido hijo de puta —mascullo, y le doy una patada en las pelotas.
03:30 h

7 de diciembre

Se dobla y empieza a toser. Se cubre la entrepierna para impedir que


vuelva a darle. Su voz es una octava más alta cuando exhala:
—¡Joder! ¿Qué cojones…?
Le planto la fotografía delante de los ojos. No la mira. Hace todo lo
posible por no hacerlo.
—¿Has venido a por esto, verdad? —escupo, casi incapaz de pensar. Mi
mente es un torbellino de furia, me duele todo y estoy a punto de vomitar.
Se endereza, se pone en pie y sigue sin mirarme a los ojos.
—¿Hola? —exijo mientras le doy patadas, aunque con los pies
descalzos casi ni lo nota porque tiene las botas puestas.
Levanta los brazos en señal de rendición.
—Vale, vale. Sí. Aaron me envió para que destruyera esa foto antes de
que la vieras. Sí, sí.
No soporto mirarla. Lo intento, pero me duele demasiado.
—¿Quién es?
—No me lo dijo. Quizá sea una foto antigua.
—No lo es. Le regalé el cuadro de la pared hace apenas un mes.
Me mira tan sorprendido como yo me he quedado.
—Mierda. ¿En serio?
—¿No te dijo qué había en la foto? —La tiro al suelo y me cubro la
cara con las manos. ¡Oh, Dios!
—Lia…
Me aparto las manos:
—Así que, dime… ¿Me ha engañado durante todo este tiempo?
—Sabes que no lo sé. Solo lo he visto un par de veces este año.
—¿Y la última noche? ¿En la despedida de soltero?
Aprieta los labios. Luego dice:
—Había una chica, una bailarina de striptease. Quizá… —Inspira
profundamente y lo confiesa mirando al techo—. Estaba borracho. Ya sabes
cómo se pone. Salieron un rato y cuando volvió dijo que era la última vez
que podía disfrutar de su libertad.
El estómago me da un vuelco. Ahora seguro que vomito.
—¿Se acostó con una bailarina exótica dos noches antes de nuestra
boda?
Sus ojos… toda su cara exuda pena. Le doy pena. Se acaricia la barba
de dos días y noto que busca la manera más delicada de formular las malas
noticias.
—No puedo decírtelo a ciencia cierta.
No puede porque Aaron es su mejor amigo y quiere darle el beneficio
de la duda. Y yo llevo mucho tiempo haciendo lo mismo. Pero, a veces,
hay que dejar de ponerle pintalabios al cerdo y reconocerlo por lo que es.
Y Aaron es un cerdo. Mi prometido es un mentiroso asqueroso.
Dios mío. No puedo respirar. Alterno entre el pavor y la furia, y toda la
energía dentro de mí amenaza con estallar.
—¿Por qué no me lo dijiste? —le grito, temblando—. ¿Por qué? ¿Dios
mío, de verdad me odias tanto?
—Lia, no. No es eso. Es que Aaron…
—Lo entiendo. Es tu mejor amigo. Pero déjame decirte algo. —Estoy
llorando y no veo nada. Lo empujo con fuerza, en el pecho, y él se encoge
ante el contacto inesperado—. ¡Tu mejor amigo es un gilipollas!
—Lo sé. Lo sé —repite una y otra vez, tan bajito que apenas lo oigo.
—Entonces por qué… Te pregunté, te pregunté si sabías algo, si me lo
dirías… ¡y mentiste! Dijiste que no sabías nada.
Asiente con un gesto de dolor.
—Lo sé. Pero te juro que lo hice por ti.
—¿Por mí? ¿Me tomas el pelo? —No puedo creer lo que dice. Me
enfurece todavía más. Lo vuelvo a empujar.
Se planta y me hace frente.
—Sí, por ti. Escúchame y deja de golpearme por un maldito segundo.
¿Quieres casarte, no? Estás tan animada con el grandísimo evento de tu
boda que creo que ni siquiera te importa con quién o con qué te casas.
Lo miro sin dar crédito a lo que oigo.
—¿Qué? ¿De veras piensas que no me importaría casarme con un infiel
compulsivo?
—Sí, lo creo. Tú misma dijiste que lo amas. Que lo es todo para ti. Así
que no importa, ¿no? Te casarás con Aaron haga lo que haga. Por eso pensé
que lo mínimo que podía darte es ese día, ese día perfecto que tanto
deseas.
Sacudo la cabeza.
—Estás loco. ¡Voy a llamar a Aaron ahora mismo y voy a suspender la
boda!
Me aparto de él y avanzo a trompicones hacia el banco con el móvil en
la mano. Me alegra que solo me quede un quince por ciento de batería,
porque será suficiente para anular la boda y mandarlo al infierno. Empujo
la puerta, encuentro cobertura y lo llamo.
Salta el buzón.
Claro, son las tres de la mañana.
Aunque si fuera Aaron el que se hubiera quedado atrapado en la nieve,
y apenas faltaran unas horas para nuestra boda, yo tendría el móvil debajo
de la almohada a todo volumen.
Motivo de más para hacer lo que voy a hacer.
Aprieto los dientes y cuelgo. No puedo anular la boda con un mensaje
de voz.
Me pregunto si puedo llamar a Eva o a mi madre para que le transmitan
el mensaje, y entonces me doy cuenta de lo que estoy a punto de hacer.
Voy a anular mi boda.
La boda en la que mi padre se ha gastado todos sus ahorros. La boda de
mis sueños. El evento en el que quinientos invitados van a desearnos lo
mejor a mí y a mi marido, poco antes de que nos vayamos de viaje para
iniciar nuestra feliz vida en común.
Si anulo la boda, seré el hazmerreír de todos mis amigos y conocidos.
Todos hablarán del día en que se suspendió la boda, y no la recordarán con
una sonrisa amable. Se preguntarán qué fue lo que me hizo cambiar de
idea; quizá se sepa que Aaron me engañaba continuamente y sentirán pena
por mí hasta el fin de mis días. Nadie volverá a mirarme sin pensar en mi
desastrosa casi boda.
Por no mencionar que mis padres se arruinarán y no tendrán nietos en
lo que podría ser mucho tiempo.
Me muerdo el labio inferior y me percato de que, una vez más, Miles
tiene razón.
Preferiría no haberlo sabido.
Incluso si… Dios mío.
Me limpio las lágrimas y entro en el refugio cabizbaja.
Me dejo caer en la silla y siento los ojos de Miles sobre mí.
—¿Qué ha pasado?
Encojo las piernas hasta el pecho.
—Ha saltado el buzón.
—Ah.
No dice nada más.
Se queda donde está, con su metro ochenta de hombre atractivo y
taciturno. Miles ocupa un espacio que yo también quiero ocupar. Tengo
ganas de acercarme a él. Me enfurece por muchas razones, pero una de
ellas es su expresión. Me mira decepcionado porque no he roto con Aaron
de una vez por todas. Frunzo el ceño. Por supuesto que sabía que no sería
capaz de hacerlo. Jodido Dumbledore.
Pero ¿sabes qué? Tal vez tuviera razón acerca de todo lo demás, pero
no voy a dejar que la tenga sobre esto. Soy yo quien tiene el control.
Salto del banco, vuelvo fuera y tecleo un mensaje de texto. Puedo
anular mi boda con un simple mensaje. Si Aaron se rebaja tanto como para
engañarme dos días antes de nuestra boda, no se merece nada más. Escribo:
«¡ERES UN JODIDO MENTIROSO, HIJO DE PUTA! LA BODA
QUEDA ANULADA».

Y lo envío.
Ya está.
Al cabo de un segundo, me tiembla el dedo con el que he apretado el
botón.
Madre mía. ¿De verdad acabo de hacerlo?
Supongo que sí.
El cielo es de color negro y las estrellas empiezan a asomar. No hay
nieve.
Pongo la mano en el pomo, empujo y le muestro el mensaje a Miles
para decirle que lo he hecho, que estoy orgullosa, que no me conoce tan
bien como cree. Entonces, empieza a sonar el teléfono.
Es Aaron.
Todavía estoy procesando lo que ha pasado en los últimos cinco
minutos, pero la furia no ha pasado. Respondo:
—Aaron.
—¿Qué pasa, nena? ¿Qué…?
—No me llames nena. Ya has leído mi mensaje. Vi la foto que Miles
sacó de tu habitación. ¿Quién es la chica?
—¿Qué foto? —Antes sonaba adormilado, pero ahora está despierto del
todo—. ¿Quieres decir la rubia? No lo sé. De verdad, no lo sé.
—Ya. No lo sabes. Debió de forzar la puerta de tu casa para estirarse en
tu cama, desnuda.
—No. Quiero decir que le presté el piso a un compañero de la
fraternidad. ¿Recuerdas cuando me fui a Las Vegas por trabajo el mes
pasado? Él sacó la foto y la dejó ahí como una broma o un recuerdo.
No quiero escuchar el resto de la excusa. Cabe la posibilidad de que
fuera así, pero siempre tiene una explicación para todo. Todo encaja en su
mundo.
—Miles me dijo que lo enviaste para que yo no viera la foto.
—¿Te ha dicho qué? —Jadea al otro lado del teléfono—. Bueno, claro.
Joder, claro que sí. No quería que pensaras lo que no es si la veías.
—También dice que cree que te tiraste a una bailarina exótica la noche
de tu despedida de soltero.
Se queda callado un segundo.
—Mierda. ¿Miles te ha dicho eso? No es cierto.
—Entonces ¿por qué crees que lo ha dicho?
Suelta un bufido exasperado.
—¿Cómo coño voy a saberlo? Pero ya me lo imagino. No pensaba que
intentaría joderme dos días antes de mi boda. Creía que ya lo había
superado.
—¿Superado el qué? —digo, secamente.
—Superado lo tuyo —responde—. Vamos, no me digas que no lo
sabías. Desde aquella primera noche, no te ha perdido la pista. Solo está
enfadado porque yo fui el primero en pedirte que salieras conmigo.
Abro muchísimo los ojos.
—¿Qué?
—Vamos, Lia. No seas estúpida. Tenías que saberlo —murmura—.
Supongo que tendré que hablar seriamente con él.
La idea de que hablen de mí me pone enferma. Sobre todo porque lo
único que hace es desviar la conversación del problema.
—No, no vas a hacerlo. Esto es algo entre tú y yo. Siempre tienes una
explicación perfecta para todo. Y ahora mismo no estoy segura de poder
confiar en ti. No quiero casarme con alguien en quien no confío.
Exhala un suspiro cansado.
—No sé qué más hacer, Lia. Sabes que desde la última vez he
cambiado. Y estoy cansado de que siempre sospeches de mí. Es
jodidamente agotador.
Quiero que luche, que pelee por mí. Quiero que me diga con pasión las
razones por las cuales sí puedo confiar en él. Quiero que me diga que va a
subir a la montaña y que no bajará sin mí y sin haberme demostrado que es
un hombre de fiar.
—Joder… yo qué sé, Aaron. ¡Dime algo que me haga confiar en ti! —
grito, casi sollozando, desesperada.
—¿Como qué? No hay nada que pueda decir. Solo escucharás lo que
quieras escuchar —contesta, amargado y con la voz apagada—. ¿Sabes
qué? Estoy hasta las narices de esta mierda. Basta, Lia. No habrá boda,
¿vale? Que te jodan.
Y cuelga.
Así como así.
La boda está anulada de verdad.
Al momento me siento hecha polvo. El hombre con el que he estado y
al que he amado durante los últimos cinco años acaba de decirme que me
jodan, me ha mandado al cuerno como si yo fuera el enemigo.
Pero no me pongo a llorar, todavía no. Quizá porque aún no me lo creo.
No sé cuánto tiempo paso a la intemperie, hasta que Miles sale. Mira el
móvil y suspira. Supongo que Aaron le ha enviado un mensaje porque dice:
—Creo que ya no soy el padrino de boda.
—No importa —añado con voz hueca—. No habrá boda.
—¿No habrá boda? —repite, como si fuera tonto.
—Está anulada.
Espera un minuto como si no me creyera, como si esperara que dijera
que es una broma. Entonces parece comprenderlo y parpadea un par de
veces mientras sacude la cabeza.
—No lo dices en broma. Mierda, lo siento, Lia.
Hay tantas ideas que se mueven en mi cabeza que no puedo formular ni
un solo pensamiento. He planeado mi boda durante casi dos años y en el
espacio de unos minutos, se ha ido al garete. No sé cómo sentirme.
—¿De verdad? —Lo miro, herida y confundida. Ni siquiera sé lo que
siento…, pero hay algo más—. ¿Por qué no te deshiciste de la foto?
Miles se pasa las manos por la barba y clava su mirada en la mía.
—¿Qué?
—La foto. La imagen que Aaron quería que destruyeras. No lo hiciste.
Entreabre los labios, deja caer las manos a los lados y se encoge de
hombros.
—Quizá pensé que estaba buena.
No es cierto. Lo sé tan bien como me sé mi propio nombre. No solo soy
capaz de ver que Miles miente, sino que, de repente, veo cada aspecto de
mi relación con él bajo otra luz. Todos y cada uno de los pequeños detalles
desde que lo conocí. Y ahora todo me parece tan obvio que no puedo creer
que no lo viera antes.
—Aaron me dijo que tú… —Me detengo para inspirar profundamente,
porque es como si alguien me oprimiera el pecho—. Dice que has mentido
acerca de lo de la bailarina exótica porque estás celoso.
Sus ojos se clavan en mí. Suelta una risita.
—Sí, claro. ¿Porque se va a casar?
—No. Porque se va a casar conmigo.
Se pone serio. Se queda callado durante un largo rato, y los únicos
sonidos que llegan son el viento en el exterior, las risas enlatadas de la
televisión y el latido de mi propio corazón.
Durante un buen rato no dice nada. Luego, añade en voz baja y huraña:
—¿Qué piensas tú?
Trago saliva y siento cómo la vergüenza se extiende por mi cuerpo, mi
cuello y… no sé por dónde más.
—No sé qué pensar. Es ridículo. Y sin embargo… —Un desfile de
imágenes pasa por mi mente. Miles, sentado conmigo jugando al ajedrez
mientras sus compañeros de fraternidad están de fiesta en el sótano. Miles,
que me vigila durante las juergas con borracheras. Que me da mi barrita de
chocolate favorita cuando jamás le he dicho que lo era. Insisto—: ¿Es
verdad?
No dice nada.
—Miles… —repito, haciendo acopio de valentía. Sacudo la cabeza,
incapaz de creer lo que quiero preguntarle. ¿Qué? ¿Que si le gusto?
Empiezo a tartamudear—: Miles, dime que soy una idiota —suplico—.
Dime que es una ridiculez. Dime lo que sea.
Casi me río. Sueno como una tonta, como si estuviera en el instituto
delante del chico que me gusta.
Miles ya no me mira. Ha clavado la vista en un punto en el suelo. Se
mordisquea el interior de la mejilla, como si quisiera evitar decirme algo.
—No te he mentido acerca de la bailarina exótica —dice por fin,
levantando las manos—. Ojalá fuera así. Desearía que te tratara mejor.
Desearía que te tratara como te mereces.
Sonrío. Bueno, está bien saber que al menos uno de los dos tiene
conciencia.
—¿De verdad?
Pensativo, sacude la cabeza.
—De hecho… no.
—¿Cómo?
—Sí. No. De hecho, me alegro de que te trate como a una mierda.
La furia me sube por el estómago. Y yo que pensaba que le gustaba.
—¿Te alegras?
Asiente.
—Joder, sí. —Hay fuego en sus ojos, igual que el fuego extraño que me
devora por dentro al ver la pasión de su mirada—. Ojalá no se hubiera
metido donde no le importaba. Fue como si solo quisiera demostrarme que
era capaz de quedarse contigo, de apartarte de mí. Y una vez lo hizo, te
balanceaba delante de mí y te trataba como si no fueras nada para
provocarme. Pensaba que un día despertarías y te darías cuenta. Pero en
todos estos años lo único que has hecho ha sido mirar al otro lado. ¡Cada
vez, cada vez que te humillaba! Tengo todo el derecho del mundo a estar
furioso.
Parpadeo, incrédula.
Su voz es un sordo rugido.
—Sabes que es verdad.
—No sé nada. Nunca te he importado. Me follaste y luego
desapareciste. Han pasado cinco años, Miles. ¿No crees que podrías
haberme dicho algo después de aquella noche, si tanto te importaba que él
«se quedase» conmigo?
—¿Crees que sabía lo mucho que me importabas entonces? No tenía ni
idea. Estaba tratando de comprender. Lo que había pasado entre nosotros,
lo que sentí y lo que sentía por ti… Y en cuanto me di la vuelta, ya salías
con Aaron.
Lo miro, asombrada.
—Desapareciste. No estabas. Durante meses.
—Sí. Es mi manera de hacer frente a las cosas, Lia. Pero me acuerdo de
todo. De cada detalle. De ti, de aquella noche, de cómo me destrozó verte
con Aaron. ¿Pero sabes lo que más recuerdo? Aquella maldita noche. Tú.
Cómo me enloquecía tu piel. Estabas avergonzada, estabas un poco bebida,
ni siquiera me dejaste que te quitara la camiseta. Incluso con ese pedazo de
tela que tapaba poco o nada, eras dulce y tímida.
—Yo… —Siento que me ruborizo. Supongo que tiene razón. Era muy
joven e inocente. Pero ahora soy mayor y, aun así, Miles es capaz de hacer
que pierda los papeles con apenas una palabra. ¡Solo una palabra!
—No me malinterpretes. Eras deliciosa. Hiciste que me derritiera. —
Cierra las manos en un puño y el fuego brilla con más fuerza en sus ojos
azules—. Tu sabor, la manera en que te movías debajo de mí. Eras
guapísima. Me gustaba. Quería más.
Mi corazón palpita.
—¿Querías…? Pero…
—Lo sé, desaparecí. Estaba confuso. Jamás había sentido algo así en mi
vida. Ni siquiera sabía qué sentía. Para cuando comprendí que era de
verdad, tú y Aaron ya salíais juntos y me mirabas por encima del hombro.
—Sonríe con amargura, como si estuviera enfadado—. Pensé que era lo
mejor. Al menos uno de los dos sería feliz. Pero ahora no estoy tan seguro.
Para mí no es nada fácil. Y dices que lo quieres, pero cada vez que te trata
mal, siento que debería haber hecho más para contarte lo que sentía. Lo que
siento. En presente.
—Miles, yo…
No puedo hablar. Ahora soy incapaz de razonar.
Miles. El engreído todopoderoso, que piensa que nadie es lo bastante
bueno para él. Miles, capaz de hacer que pierda los estribos en dos minutos
y medio. Miles, cuya piel y cuyo cuerpo nunca he olvidado. Miles, el
hombre al que jamás he superado.
¿Quién es el hipócrita aquí? ¿Él, por no decir nada? ¿O yo, por fingir
que no había significado nada todo este tiempo? Por esconderme detrás de
una manta de odio durante años, cuando lo único que ansiaba era… esto.
Él. Ahora. Esto.
—Así que por eso no destruí la fotografía —masculla y aprieta la
mandíbula, frustrado—. Esperaba, incluso ahora, que comprendieras que lo
que tienes con Aaron jamás será tan bueno como lo que podríamos haber
tenido tú y yo.
Vuelvo a quedarme helada. No puedo abrir la boca.
Me lanza una mirada oscura y se ríe amargamente.
—¿Quieres saber por qué no tengo novia? ¿Por qué siempre éramos
tres cuando salíamos? ¿Por qué me he alejado de vosotros dos? Porque
aquella noche comprendí que eras tú. Tú eras todo lo que deseaba. Y cada
minuto que pasaba contigo, que te veía en los brazos de Aaron, consciente
de que era yo quien debería haber estado contigo… Enloquecía y me hacía
sentir con más fuerza que estoy totalmente loco por ti.
Sacudo la cabeza.
—Bromeas, Miles. Y no es divertido. Por favor, no te rías de mí. —Me
agarro el vientre para evitar que me dé un vuelco o que se consuma en las
llamas que me devoran.
Se pasa la mano por la cara y sacude la cabeza mientras me mira otra
vez.
—Ojalá fuera broma. Dios, ojalá no estuviera viviendo este infierno.
¿Sabías que antes de ti jamás tenía rollos de una noche? Y después, en mi
último año de universidad, dormí con cincuenta o cien chicas para tapar el
agujero que habías dejado. No tengo expectativas. No tengo estándares
imposibles. Solo hay un estándar: tú. Nadie será suficiente. No sabía lo que
sentía la primera vez que te vi. Pero ahora lo sé, y hace tiempo que lo sé.
¿De acuerdo, Lia?
Abro la boca para contestar, pero no logro hablar.
Me mira fijamente, sin apartar los ojos, a la espera de que diga algo, y a
mí solo se me ocurre pensar que bromea. Que lo que acaba de decir no
puede ser real.
Al final, señala a la puerta y murmura.
—Bueno, ahora que he dicho lo bastante como para humillarme del
todo, me voy.
Abre la puerta de un tirón y desaparece en el interior del refugio.
04:02 h

7 de diciembre

Creo que dormimos unos cinco minutos en total. Me desperté con el sol
que entraba entre las cortinas, envuelta entre sus brazos y su polla dura de
nuevo contra mi culo. Sus dedos se entrelazaban con los míos, y su cálida
respiración me caía sobre el hombro.
En el prístino suelo de la habitación había uno, dos, tres paquetes de
condones abiertos. Había tirado los preservativos usados en una lata de
Budweiser, que era lo único que había en su mesita de noche además de la
alarma.
Decía que eran las 7:09 de la mañana. No era de extrañar que el resto
de la casa estuviera en silencio. Quizá todos dormían la mona.
Sonreí, me giré en la cama y me sentí deliciosamente cansada y bien
follada. Por fin comprendía por qué todo el mundo pensaba en el sexo todo
el rato.
Le miré el rostro. Me sorprendió que a la luz del día fuera todavía más
guapo, con una sombra de barba en la mandíbula y el pelo desordenado que
le caía sobre los ojos.
Le besé la mejilla, lo saboreé y abrió los ojos.
—Eh —dijo, con voz ronca—. ¿Qué hora es?
—Las siete.
Se apartó de mí y se sentó en la cama.
—Mierda. Tengo entrenamiento de rugby.
—Oh —dije y alargué la mano para tomar mi camiseta—. No te
preocupes, te dejo tranquilo en menos de un minuto.
Se puso en pie y los dos bailamos torpemente alrededor del otro, en
busca de nuestras prendas de ropa. Cuando me enderecé para ponerme la
camiseta, me di cuenta de que me miraba, o mejor dicho, me miraba las
tetas, con un brillo de admiración en los ojos. Jamás me había gustado mi
pecho, pero a él parecía encantarle.
De repente, me empujó de nuevo a la cama y se puso sobre mí.
—Me gusta que no me dejes tranquilo. Me gusta la idea de que no
estemos tranquilos los dos juntos, en mi cama.
Solté una risita mientras me besaba y me acariciaba el cuello.
—Ayer por la noche me lo pasé bien.
—Sí. Yo también.
Miró la hora y me sonrió.
—Tengo algo de tiempo. Ven aquí.
Me metió la mano por debajo del abdomen y me giró en la cama,
colocándome sobre él en la posición del sesenta y nueve. Nunca lo había
hecho antes. Nunca había tenido la polla de un tío en la boca. Pero cuando
empecé a chupársela mientras él me lamía el sexo, decidí que era algo que
tenía que hacer más a menudo.
No sabía mucho de penes, pero ese examen de cerca y personal me
confirmó que Miles Foster tenía uno fantástico.
Y cómo me lamía, sorbía mi sexo como si fuera lo más delicioso que
había probado jamás y me suplicaba que me corriera encima de él, me hizo
llegar al orgasmo en un tiempo récord.
Se corrió en mi boca y me tragué su semen. Otra primera vez.
Después, nos quedamos echados en la cama, jadeando, hasta que me
subí sobre él y lo besé. Sabíamos a sal, estábamos sudados y sucios, y por
su sonrisa de satisfacción supe que no le importaba un comino.
Un poco más tarde, me besó en la sien y se apartó.
—Ahora sí que debo irme. Tengo que ir al campo de entrenamiento.
Me senté y busqué mis braguitas. Las encontró él, encima de su
escritorio. Me las dio.
—Puedo volver —me ofrecí.
En cuanto lo dije, me sentí como una colegiala estúpida. ¿Tan obvio era
lo desesperada que estaba por verlo de nuevo?
Pero también estaba segura de que no era un rollo de una noche normal
y corriente. Parecía como si el destino nos hubiera unido por una razón que
no tenía nada que ver con el increíble sexo que habíamos tenido.
—Sí, aquí hay fiestas cada noche después de las once. Pásate cuando
quieras —dijo mientras se ponía los calzoncillos. Parecía distante,
despreocupado. Como si cada noche se acostara con alguna chica de primer
curso.
—Vale —respondí mientras me ponía las sandalias.
Así fueron las cosas, casi sin querer. No tenía mi número de teléfono ni
sabía cómo ponerse en contacto conmigo. Me pregunté si se acordaría de
mi nombre. No volveríamos a coincidir y quizá no volvería a verme jamás.
Y por cómo actuaba, eso no parecía preocuparle en absoluto.
Mi corazón lloraba decepcionado mientras cruzaba su habitación con
aire de museo; al mismo tiempo, él apartaba las sábanas del futón, como si
quisiera borrar todo rastro de mí, tan temprano.
—Bueno, adiós.
Puse la mano en el pomo de la puerta. Esperaba que dijera algo, pero no
lo hizo. «¡Puedo volver!». Menuda tontería había soltado. Me odiaba por
haber dicho algo así. Qué pena debía de dar.
Cuando llegué a la parada de autobús, recordé que me había prometido
que me acompañaría.
Debió de ser una frase que le decía a todas, como lo de que era
enloquecedoramente hermosa, y que eso era lo menos interesante de mí. Si
era verdad, ¿por qué no iba a querer volver a verme y descubrirlo? Seguro
que esto lo hacía cada noche con una diferente.
Sí, había caído en la trampa, como una estúpida. Era ridículamente
guapo. Y todo lo que me hacía sentir en la cama era increíble. No parecía
ese tipo de persona, pero, por supuesto, así era él. Era imposible que un
chico tan guapo, inteligente y bueno en la cama no tuviera un ego del
tamaño de Australia.
Así que cuando volví a mi residencia, estaba un poco decepcionada. Me
había engañado al pensar que la noche anterior había sido romántica, un
claro caso de amor a primera vista. Que pensaba que yo era fantástica
porque era mi media naranja. Que también se daba cuenta de lo bien que
encajábamos y no dejaría que me escapara.
Todas las chicas querían saber dónde había pasado la noche y con
quién. A mí me daba vergüenza que ni siquiera me hubiera pedido mi
número, así que no dije una sola palabra. Todas habían tenido sus rollos
con miembros de fraternidades esa noche y habían tenido sus propias
aventuras, así que escuché lo que contaban con educación. Pero pasé el
tiempo pensando en Miles.
Me tenía comiendo de la palma de su mano. Necesitaba volver a verlo.
Tres días más tarde, cuando volvimos para otra fiesta, no había ni rastro
de él. Comprendí que no se hacía el interesante. Simplemente, no quería
volver a verme, no tanto como yo a él.
Pero Aaron sí estaba allí y fue muy agradable.
No estaba tan bebido como antes, y cuando me ofreció una cerveza,
esta vez sí que volvió con ella. Empezamos a hablar y el resto es historia.
Fuera hace más frío que nunca, pero estoy ardiendo. Miles jamás me
dijo que le importara. Que yo fuera importante para él.
Desapareció después de aquella primera y única noche. Siempre estaba
ocupado, bien en la biblioteca o entrenando o en clase. No volví a verlo
hasta dos meses después, cuando ya estaba convencida de que todo había
sido producto de mi imaginación, y había empezado a salir con Aaron.
Es gracioso. Recuerdo todos los detalles de aquella noche con Miles,
pero no estoy segura de lo que sucedió durante las siguientes semanas,
cuando empezó mi relación con Aaron. Sé que, debido a mi inmensa
decepción y a que tenía el corazón roto, me lo tomé con muchísima calma
con Aaron, e insistí en que tuviéramos muchas citas. Sé que fantaseaba sin
parar con volver a acostarme con Miles. Soy consciente de que por culpa
de Miles no volví a tener ningún otro rollo de una noche. Nunca jamás. Fue
genial, pero me dejó un mal sabor de boca. Esperé meses antes de
acostarme con Aaron, la noche de la fiesta de invierno, a la que, según
recuerdo, Miles no asistió.
No, el resto de ese semestre se convirtió en un fantasma. Desapareció.
¿Y ahora me culpa a mí?
Abro la puerta de un tirón tan fuerte que casi me disloco el hombro.
Entro como una tromba, lista para regañarlo por haberlo echado todo a
perder.
Está de pie, al otro lado de la sala, con las manos en los bolsillos y mira
por la ventana hacia el cielo, que empieza a iluminarse.
Me ama.
Dios mío.
En ese momento, la puerta se cierra de golpe tras de mí y me da en el
trasero y en la parte posterior de la nuca, porque no había entrado del todo.
Me empuja al interior de la habitación con un fuerte ruido.
Ni siquiera siento el dolor. Porque lo que me duele es algo más
profundo.
Acabo de comprender que tal vez yo también esté enamorada de él.
Y es un problema muy grande.
—¡Miles! —lo llamo, con la voz quebrada y las rodillas temblorosas.
Se gira.
Lo miro con los ojos entrecerrados.
—¿Por qué no me pediste el número de teléfono? ¿Por qué no querías
volver a verme? —pregunto con los puños apretados. Si estuviera más
cerca, los descargaría sobre su pecho. Quiero hacerlo. Grito, y las palabras
me duelen—: ¡Es demasiado tarde! ¡Llegas tarde!
—Lo sé. Lo sé. Te lo he dicho. No sabía qué hacer. Jamás me había
sentido así. Y cuando por fin comprendí qué era, Aaron y tú ya estabais
juntos.
Cruzo la distancia que nos separa, todavía con los puños cerrados.
—¿Por qué? ¿Por qué nunca me lo dijiste? ¿Por qué me hiciste algo
así?
Me mira con sus ojos azules llenos de dolor.
—Maldita sea, Lia. Yo solo quería que fueras feliz.
Me río con amargura.
—¿Crees que esto me hace feliz?
Aprieta la mandíbula y se le marca un músculo en la frente.
—No, supongo que no.
—Tienes toda la razón. No me hace feliz. Si tuvieras ocasión de
repetirlo de nuevo, ¿qué habrías hecho, eh? ¡Dime! ¿Qué habrías hecho?
Me mira con intensidad. Tanto que apenas puedo respirar. Sus ojos se
pasean por mis labios como si imaginara lo que le gustaría hacer con ellos.
Poseerlos, como lo que su mejor amigo cree que hace.
—No puedo hacerlo otra vez, Lia. Ese es el problema. Y tú estás
enamorada de Aaron.
—¡No sé lo que siento! —grito avergonzada, y ahora estoy furiosa. Con
él, con la vida, con Aaron, con todo—. Solo sé que quería más de ti. Quería
verte. Estaba jodidamente obsesionada contigo, pero me hiciste sentir que
no era lo bastante buena.
—¿Que te hice sentir qué?
—¡No aquella noche! La mañana siguiente. Cuando… desapareciste.
Pensaba que simplemente te habías cansado de mí, que con una vez habías
tenido suficiente.
Sus ojos resplandecen.
—¿Crees que con una vez tendría bastante?
No. Porque en cuanto lo pregunta, sé que el error fue todo lo que pasó
después.
Esto es lo que quiero.
Miles da el paso final que nos pone a menos de un centímetro de
distancia, y sus ojos no dejan de mirarme, ni siquiera mientras me piden
permiso en silencio. Desliza una mano por mi nuca y tira de la goma que
me recoge el pelo. La melena me cae sobre los hombros.
Su mano se queda donde está y yo levanto la cara hacia la suya.
Respiro agitada.
Su boca se pasea por encima de la mía con suavidad.
Jamás he besado a un hombre con barba antes. Pero sabe bien. Es
masculino, sexy. Como si por fin estuviera donde debo estar.
Prácticamente me abalanzo sobre él para el siguiente beso, y le
envuelvo la espalda con los brazos. No lo dejo escapar. Abro la boca y dejo
que deslice la lengua dentro.
Me lame lentamente y jadea. Como si esto, mi boca, también fuera el
lugar donde debe estar. Luego, se excita y me devora a la vez que traza un
camino húmedo por mi cuello, planta besos hambrientos aquí y allá y me
mordisquea, enloqueciéndome. Es posible que su barba me hiciera
cosquillas si no estuviera tan excitada. Pasea la lengua por mi mandíbula,
como si fuera un náufrago sediento.
Todo mi cuerpo es como un arma a punto de dispararse. Miles atrapa el
pelo en la base de mi cráneo y me acerca a su boca. Sus labios se pegan a
los míos, me besa con fuerza y su lengua busca dominar mi boca. Pero yo
también quiero marcar mi territorio. Me lanzo con todo el cuerpo en este
beso, porque quiero sentirlo en todas partes. Lo necesito como necesito el
aire. Y utilizo todo lo que tengo para probar, sentir, explorar y devorarlo.
Labios, dientes, lengua, manos.
Con frustración, con venganza, con un amor tan intenso que ni siquiera
puedo llamarlo así. Quizá no me atreva jamás.
Miles gime cuando se aparta, sorprendido, tal vez, de ver mi despliegue
de pasión al besarlo.
Me relajo, me lamo los labios y me dispongo a disculparme, pero
entonces me vuelve a agarrar de la nuca y me acerca a él. Pone su frente
contra la mía, sentimos la respiración del otro, y toda su voz resuena en mi
cuerpo.
—Joder. Jamás pensé que volverías a besarme así. A mirarme así otra
vez.
Me lleva hasta el banco y se coloca a mi lado. Luego, me sube sobre su
regazo como un hombre de las cavernas. Ni siquiera me importa porque
vuelvo a besarlo como si fuera lo último que hago en mi vida. En cuanto
me acerca hacia sí, mi boca ya está pegada a la suya y me absorbe como
respuesta. Ni siquiera necesito salir a respirar. Siento como si me hubiera
perdido los últimos cinco años, con todo lo que debería haber pasado, y
también como si esta fuera la última oportunidad que me da la vida para
sentirlo de nuevo.
No me importa nada más. Es como si no existiera nada excepto este
momento. Miles y yo. Él, que siempre estaba solo, siempre alejado, y que
ahora, de repente, está duro bajo mi culo y muy hambriento contra mis
labios porque me desea tanto como yo a él.
Dios, me desea tanto que parece que su cuerpo vibra contra el mío. Es
fuerte y palpitante, y me necesita.
Me necesita tanto como yo a él. Yo también estoy hambrienta: de su
sabor, de su olor, de su tacto, de los sonidos que emite su garganta. Lo beso
más y más profundo, me pierdo en él. Decidida a tenerlo, a dejar que salga
todo. Quizá así pueda olvidarlo.
¿A quién quiero engañar? ¡No pienso olvidarlo! Me encanta que esté en
mi interior y corra por mis venas. Ha estado allí cinco años. Jamás se fue y,
ahora, esta pasión, esta necesidad, este sentimiento, esta conexión es más
fuerte que nunca.
Y no creo que lo olvide jamás.
Miles ruge con deseo, se aparta de mí y me acaricia la barbilla con las
manos. Me mira los labios como si lamentara alejarse.
—¿Qué estamos haciendo?
Es tan adorablemente inocente.
Le cae el pelo por la cara, la esperanza se refleja en sus ojos y me mira
con fervor; estiro la mano y le aparto el mechón.
De repente, me doy cuenta de algo y me aparto un poco.
—Antes de mí… ¿nunca habías tenido un rollo de una noche?
Sacude la cabeza y pone su frente contra la mía.
—Antes de ti, nadie me interesaba lo suficiente.
—¿Y después?
Frunce el ceño, como si se preguntara si esto es una prueba.
—Ya te lo he dicho. Traté de encontrar con otras lo que había sentido
contigo. Traté de sentir lo mismo que había sentido por ti.
No puedo respirar.
—Espera, eso es inexacto —añade con énfasis—. Lo que siento por ti.
Ahora. En presente.
Sus ojos son atractivos, oscuros y brumosos. Parece un animal
primitivo, jadeando y duro por mí. Me subo sobre él, me aprieto contra su
erección y pongo las manos en su mandíbula mientras lo beso.
—Miles.
Cierra los ojos.
—Dios, esto es perfecto. —Se hunde en mi cuello y aspira mi olor—.
¿No te pasa lo mismo?
—Sí. No. No lo sé. Bien o mal, no quiero pensar, no me dejas pensar —
murmuro. Arrastro los labios por su barba de dos días e inclino el cuello
para que pueda mordérmelo—. Bésame, por favor, Miles. Bésame.
Levanta un dedo y me aparta el pelo con cuidado mientras me mira
como si fuera un tesoro preciado que no puede creer que por fin tenga en su
poder. Desliza una mano por debajo de mi cárdigan y me roza el pecho por
encima de la delgada camiseta. Murmura:
—Aquí.
Me quito el cárdigan y me desabrocho el sujetador.
—Por favor.
Me deshago de la camiseta y la arrojo al suelo. Me desnudo para él.
Le brillan los ojos, divertidos, como si no pudiera creer que ya no soy
tan vergonzosa como recordaba, pero al mismo tiempo le gustara
descubrirlo. Sigo a horcajadas encima de él, con las mallas y nada más
entre él y yo. Lo observo en silencio y lo desafío a que dé el siguiente
paso.
Fija los ojos en mis pechos y se pasa la lengua por los labios, como un
chiquillo frente al escaparate de una tienda de golosinas que no puede
decidirse por cuál probar primero.
—Has crecido. Y estás más buena todavía —murmura, estira la mano y
me roza uno de los pezones con el pulgar. Se endurece al momento. Sus
ojos son fuego sobre mi piel—. ¿Cómo es posible que pienses que no eres
sexy, Dahlia?
Me estremezco cuando me llama por mi nombre.
Levanta la mirada. Sus labios se curvan en una sonrisa devastadora,
pero luego vuelve a ponerse serio.
—¿Quieres vengarte de Aaron? ¿Por eso estamos haciendo esto? —
pregunta, a la vez que me toma de la barbilla para obligarme a mirarlo a los
ojos.
No puedo respirar ni pensar.
Apenas entiendo lo que me ha preguntado.
No contesto, solo jadeo. Miles ruge, lenta y brutalmente.
—¿Sabes qué? No me importa.
De repente, se inclina, me aprieta los pechos entre sus enormes y
cálidas manos, y hunde la cara en ellos. Los presiona con fuerza y chupa
uno hasta que casi me vuelve loca, mientras tira del pezón con los dientes.
Los sonidos húmedos de su lengua llenan la habitación y no deja de
lamerlos sin parar. Me doy cuenta de que a mí tampoco me importa.
A veces, no valoramos correctamente una situación, o le damos más
importancia, o no nos percatamos de la que realmente tiene hasta que es
demasiado tarde.
Ahora mismo no me importa nada excepto el tacto de su mano y su
boca sobre mi cuerpo. Su hambre y la mía. La urgencia de sus manos
mientras tira de mis pantalones hacia abajo, hasta descubrir mis caderas. La
manera frenética en que me muevo encima de él, sobre su erección, hasta
que encuentra la V de mis bragas. Y la forma posesiva y reverente en que
pone una mano sobre mi sexo y lo frota con los dedos.
Casi pierdo la razón cuando introduce uno de ellos por debajo de la tela
y juguetea con el vello púbico. Me había depilado para hoy, pero dejé un
poco de vello para Hawái. Lo toca, jadea y deja claro que le gusta. Me
arranca otro gemido.
Desliza los dedos dentro de mis labios y me acaricia el clítoris sin dejar
de mirarme.
Frente contra frente, pongo los brazos sobre sus hombros mientras me
mete un dedo en el interior. Me levanto ligeramente para facilitarle el
acceso.
Aprovecha para añadir otro e incrementar el ritmo. Gimo cuando se
mueve, cada vez más rápido, hacia delante y hacia atrás sobre mis rodillas,
con su mano que baila con furia en mis bragas.
—Córrete para mí, Lia. Eres tan sexy, tan jodidamente sexy cuando te
corres…
Y cuando empiezo a correrme, cuando las paredes de mi vagina
tiemblan y se contraen contra su mano, se aparta un poco para observarme
con una mirada de pura satisfacción masculina en la cara.
Me corro una y otra y otra vez, durante tanto tiempo y con tanta
intensidad que juro que la montaña que nos rodea tiembla conmigo.
Me dejo caer contra sus brazos al terminar, incapaz de controlar mi
temblor. Sus manos me abrazan y me acarician la nuca. Vuelve a besarme
el cuello. Mi mejilla reposa sobre su hombro. Nos quedamos sentados,
fundidos, unidos.
05:02 h

7 de diciembre

Un alud de imágenes se abre paso por mi mente mientras estoy en el


regazo de Miles, medio desnuda y acurrucada a la vez que los efectos del
orgasmo se disipan. Recuerdo jugar a la «boda de mis sueños» con mis
amigos de la infancia, cuando era pequeña. Los recuerdos de todas las
estúpidas listas que redacté para asegurarme de que mi boda era el evento
del siglo. Los millones de fotografías de revistas dedicadas a los enlaces
que estudié para que todo fuera perfecto.
Pero las cosas relacionadas con la boda se han ido a la mierda.
No me importa. Todavía estoy abrazada a Miles y trato de impedir que
esos pensamientos me atrapen. Quiero seguir aferrada a estos últimos
minutos de felicidad.
—Lia…
No quiero que la realidad se interponga. No ahora.
—No, no hables.
—¿Y después? ¿Qué vamos a hacer? Tenemos que hablar.
Sacudo la cabeza. No quiero oír nada.
—No, no tenemos que hacer nada.
—¿Lo dices en serio?
Ni siquiera puedo obligar a mi cerebro a que se ponga en marcha. Solo
quiero quedarme en esta pequeña burbuja de felicidad, con él.
—¿Cuándo te convertiste en Barbara Walters? —me quejo.
Me deslizo y me bajo de su regazo, agarro la camiseta del suelo y me
voy hacia el baño para asearme.
No espero que me siga, pero lo hace.
Me agarra de la muñeca.
—Lia, vamos.
—¡No! —lo empujo—. No, por favor. Por favor.
Me abraza con fuerza y lucho tanto por zafarme de él que termino con
la mejilla apretada contra la pared. Me aparta el pelo detrás de la nuca y
hunde los dientes en mi cuello. Deja un rastro húmedo y caliente por mi
cuello y mis hombros.
—Joder, Lia. Te deseo tanto que no puedo pensar.
Dejo caer la camiseta al suelo.
Pasea las manos por mis costados y me baja los pantalones y las bragas.
De repente, todo está en el suelo. Me agarra el culo con las manos, lo besa,
lo lame y le da palmadas llenas de deseo.
—Joder. Tu culo es perfecto. ¿No te lo había dicho nadie antes?
Suena excitado, y su voz es áspera como un rugido.
Casi me echo a reír. No, nadie me lo había dicho antes. Ni siquiera
Aaron. Por fin, todos esos meses de pilates y yoga tienen su recompensa.
Miles se estira y me mordisquea los lóbulos, jadeando.
—Lo he admirado de lejos y he pensado en todo lo que tenía ganas de
hacerle. Ahora no puedo separarme de él. Ni de ti.
Me estremezco de pura excitación. Jamás he necesitado algo o a
alguien tanto, en toda mi vida. Lo único que puedo hacer es asentir.
—Sí —farfullo.
Estoy tan mojada que huelo mi propia excitación. Oigo que se baja la
cremallera y los pantalones.
Chillo cuando me aprieta contra él. Mi culo palpita contra su polla,
mojada al entrar en contacto con mi sexo.
Me toca los pechos y me besa la espalda, la parte posterior de las
orejas, y sus jadeos sensuales hacen que me hierva la sangre todavía más.
—Por favor, Miles… —Me aprieto contra la pared para facilitarle la
entrada.
—No tienes que pedírmelo, tendrás lo que quieras porque es tuyo.
Siento la punta de su pene cerca de mi agujero.
—Pero no llevo condones encima, Lia —murmura, con voz ronca de
deseo.
Lo miro por encima del hombro.
—Tomo la píldora. Confío en ti —digo, en voz baja.
Un brillo de agradecimiento y alivio inunda su mirada, como si no
soportara el hecho de alejarse de mí. Me gira, encaja mis piernas alrededor
de su cintura, me empuja contra la pared y me penetra de una vez. Lo hace
con tanta fuerza que casi me corro allí mismo. Gimo.
—Dios —exclamamos al unísono, y se queda dentro de mí. Sin
moverse durante un segundo, dos, tres.
Desliza su nariz por la mía.
Mi aliento es su aliento.
Mi deseo es el suyo.
Mi corazón también.
Ni siquiera puedo razonar en este momento. Las paredes de mi vagina
envuelven su pene mientras palpita dentro de mí. Ruge como si no pudiera
más y, con el brazo que me envuelve el culo, me agarra las nalgas mientras
sale lentamente y luego vuelve a clavármela, cadera contra cadera.
Y volvemos a gemir juntos. El mío queda apagado por el beso que me
da, y su lengua explora de nuevo mi boca. Me penetra con un beso que
sigue el ritmo de sus caderas, y me folla rápido y duro, tan profundo como
puede.
Solo entonces admito que tengo un problema muy grave que se llama
Miles Foster, el mejor amigo de mi prometido.
Pero no puedo parar.
06:18 h

7 de diciembre

¿Vas a correrte, Lia? ¿Vas a correrte para mí?


¡Miles!
Córrete para mí, preciosa. Dios mío, eres perfecta, mírame cuando te
corras…
Y lo hice.
La mirada en sus ojos me derritió.
Dios, me ha devorado viva y me ha encantado.
—Eh —me dice Miles con dulzura, mientras desliza un pulgar por
debajo de mi barbilla y me gira la cabeza para que lo mire—. ¿Estás bien?
De repente, mi mente lo registra todo. Absolutamente todo. El hecho de
que su abrazo encaja con el mío, que no quiero salir de aquí jamás. El
hecho de que estoy mojada y medio desnuda, que huelo a él y él a mí. Que
sus besos me han dejado los labios en carne viva y que mi corazón está
herido por todo lo que siento.
Sacudo la cabeza y me abrazo a él con más fuerza. Mis lágrimas caen
sobre su camisa favorita y le mojan el hombro.
—No lo sé.
Ahora mismo no sé nada.
Solo sé que no lamento nada de lo que acabamos de hacer. Y creo que
eso me convierte en una persona horrible.
—Solo abrázame, por favor.
Lo hace. Me acerca a su pecho, me besa el lóbulo y limpia las lágrimas
que corren por mis mejillas. Me acaricia el cuello con la nariz y susurra con
un gemido:
—No puedo creer que estés en mis brazos.
—Yo tampoco —murmuro. Me encanta estar aquí, en este rincón de
dulzura que es su abrazo. Es perfecto. Como si fuera mi destino. Pensaba
que mi boda sería el principio de mi vida perfecta y completa, pero no
puedo imaginar nada más completo que estar aquí, con él, así.
Tampoco puedo creer lo que acabamos de hacer.
Mis lágrimas se vuelven un río.
Joder. Acabo de acostarme con el mejor amigo de mi prometido, con el
padrino de la boda, el mismo día de mi boda.
Soy una tragedia con patas.
—Aunque no vaya a durar —añade y, de repente, su voz es tan vacía y
triste que me sacude.
¿Piensa que lloro por Aaron? Me pongo de pie y lo miro a los ojos.
—¿Qué quieres decir?
Me levanta la mano y me planta un beso en los nudillos.
—Te conozco, Lia. Dijiste que lo amabas. Llevas cinco años con él. Lo
conoces mejor que a mí. Toda tu familia espera que te cases con él. No vas
a abandonar eso así como así.
Lo miro asombrada. Algo duro y mordaz crece en la boca de mi
estómago.
—¿Y tú qué? ¿Piensas volver a desaparecer? Eso te fue genial la última
vez.
—¿Qué quieres que haga? Sí, es verdad, no te olvidaré. Es demasiado
tarde para eso. Lo sabía cuando te toqué. Pero quizá tú sí puedas olvidarme
a mí.
Me cruzo de brazos y me limpio las lágrimas. Odio esta situación.
—No pasará.
—De acuerdo. Pero tarde o temprano, quizá sí. ¿Cuántas veces has roto
con Aaron antes?
Frunzo el ceño. Me mira, a la espera de una respuesta, pero tengo que
contarlas. Más de cinco. Las relaciones en la universidad no son lo más
estable del mundo. Aaron era el único de su fraternidad que tenía una novia
seria. Los demás solo mantenían relaciones esporádicas que duraban una
semana como mucho, de fiesta en fiesta. Así que parte de eso afectó a
nuestra relación. No éramos lo más sólido del mundo.
—Bueno, muchas veces, ¿y qué? ¿Qué quieres decir con eso?
—¿Cuántas veces te ha engañado?
—Bueno… —Trago saliva. ¿Adónde quiere ir a parar?—. Si cuentas la
vez de la despedida de soltero, dos, pero…
—Sabes que no es cierto.
Me enderezo.
—No te entiendo.
—Aaron me lo dijo. Que rompías con él continuamente porque
sospechabas que te engañaba.
Lo empujo y lo aparto de mí. ¿Aaron se lo dijo? ¿Así que yo no era más
que una broma divertida de la que hablaba con sus compañeros? ¿Durante
todo este tiempo le decía a Miles que me trataba como a una mierda, solo
para hacernos daño a él y a mí?
—Y lo que pasaba era que cada vez tenías razón. Cada vez que te ibas a
ver a tus padres, de visita, él se encargaba de que su cama no estuviera
vacía. Pero te decía lo que tú querías oír, te daba explicaciones y tú te lo
creías y lo aceptabas. Porque, en el fondo, era lo que querías creer, no lo
que sabías que era cierto.
Me pongo las bragas y los pantalones. No siento nada. Ese capítulo de
mi vida ha terminado, aunque Aaron todavía no lo sepa.
—¿Me estás diciendo que me ha engañado como a una imbécil todos
estos años y tú lo has permitido?
—Jamás pensé que fueras una imbécil. Pensaba que estabas enamorada
de él. Que no te merecía, y tampoco comprendía por qué no pensabas que
merecías algo mejor.
—¿Mejor? ¿Como tú? ¿Eso es lo que merecía?
Se encoge de hombros.
—Estoy acostumbrada a que me traten como a una mierda, Miles. Así
que es probable que, si me tratases mal, yo lo aguantara. Quiero decir que a
veces pensaba que eras desagradable conmigo solo porque malinterpreté tu
distancia, pero la verdad es que siempre has cuidado de mí, de muchas
maneras. Y Aaron no. Has sido bueno conmigo durante estos últimos cinco
años en que no era tuya. Pero ¿cómo sabes que no me tratarás igual que
Aaron en cuanto te diga que soy tuya?
—¿De verdad crees que haría eso?
—Yo… No lo sé.
—Entonces supongo que no me conoces lo bastante bien. Ni siquiera
después de cinco años. —Se mete el pene en los pantalones y se encoge de
hombros—. Por eso lo sé. Sé que volverás con él porque es lo que siempre
haces.
—No —grito. Porque no debería. Porque no necesito caer en eso de
nuevo.
—Solo hablo por lo que sé. Sé que querías esta boda. Y la boda te está
esperando, al otro lado de la montaña. Es todo lo que siempre has querido.
—No todo. —Porque quiero más.
—Es lo más importante para ti.
Me cruzo de brazos.
—No me conoces tan bien.
Levanta un hombro, retándome.
—Demuéstrame que me equivoco. Nada me haría más feliz.
—Quizá yo sea la más feliz de todos. —Le sostengo la mirada y lo
desafío.
Se levanta, me agarra las muñecas y las eleva sobre mi cabeza mientras
me coloca contra la pared.
—Podríamos dar la vuelta y bajar por la montaña hasta Boulder.
Podríamos huir juntos.
Me río, pero él no hace lo mismo.
—Basta. No podemos hacer eso.
—¿Por qué no?
—Porque tú eres demasiado puntilloso y yo soy una planificadora nata.
Cuando hago algo espontáneo, suelo estropear otras cosas.
—¿Como ahora?
Lo miro a esos ojos azules y tranquilos.
—No, no como ahora. Hace cinco años que empezó lo que hemos
hecho esta noche.
—Pero también es la razón por la que te casarás con él. Porque odias
que las cosas no salgan tal y como tenías previsto.
Ojalá pudiera decirle que se equivoca en eso. Pero no es así.
Debe haberlo visto en mis ojos. La pequeña semilla de duda y
confusión: la mente planea una cosa y el corazón me pide a gritos otra. El
pavor de que cada vez que pienso que lo tengo todo claro, algo malo ocurre
y me demuestra que me he equivocado.
Gime, me besa el cuello de nuevo y yo ladeo la cabeza y le ofrezco mi
garganta, deseando que sí, que pudiéramos irnos los dos juntos como dice,
cuando un resplandor naranja me golpea los ojos.
Un rayo de luz solar naranja se filtra por las ventanas.
—¡El sol! —exclamo animada a la vez que lo señalo.
Cuando se vuelve para mirarlo, comprendo que ya no existe el motivo
que me hacía sentir emoción por ver el sol. De hecho, ahora debería temer
que llegue el amanecer, porque significa que en cuanto dejemos atrás la
montaña, tendré que enfrentarme a mi familia y mis amigos y decirles por
qué he anulado la boda.
Y más pronto que tarde también tendré que enfrentarme a Aaron.
Dios mío.
¿Me suplicará que lo perdone?
¿Intentará convencerme para que me case con él, después de todo lo
que ha pasado?
¿Quiero que lo haga? ¿O solo que lo intente, para decirle que no,
gracias? Que no es lo bastante bueno para mí, que creo que sé lo que quiero
de verdad y que la persona que quiero también me quiere a mí.
Trato de abrazarme de nuevo a Miles, quizá para que no tengamos que
volver al mundo real, todavía no. Quizá podemos quedarnos aquí durante
quince minutos más, o una hora, o una vida, los dos en este pequeño oasis
que nos protege, y que hace apenas unas horas pensaba que era una prisión.
Pero se aparta de mí demasiado rápido, se mete la camisa en los tejanos
y va hacia la puerta.
—Sí. Vamos a ver si…
Se detiene al llegar a la puerta y mira fuera. Se pone tenso.
—Joder —murmura mientras me paso los dedos por el pelo y me
abrocho el sujetador—. Han despejado la carretera del hotel.
—¿De verdad? —Me pongo la camiseta y miro por la ventana—.
¿Cómo lo sabes…?
Me quedo de piedra.
Un Jeep de color verde que conozco muy bien aparca delante del
refugio a toda velocidad, tan deprisa que a pesar del agarre de las ruedas,
derrapa.
Es el coche de Aaron.
Así que parece que voy a tener que hacerle frente más pronto que tarde.
07:08 h

7 de diciembre

Aaron salta del Jeep y esconde la cara en la chaqueta para protegerse del
viento helado mientras se dirige hacia nosotros como una bala.
Mierda, mierda, mierda.
Me aparto de la puerta como si fuera una pared de fuego.
—Dios mío. Miles…
Inspira profundamente.
—No te preocupes.
Pero ni siquiera puedo… Aaron está aquí.
Ha venido hasta aquí.
Así que la boda no está tan anulada como yo creía.
E intento deducir qué cuello va a retorcer primero.
Miro a Miles, que observa la figura que se acerca por la ventana, con
expresión calculadora. Se retira hacia mí y escudriña mis ojos. Me acusa
por lo que sabe que estoy a punto de hacer.
La puerta se abre de golpe y ahí está Aaron. Primero mira a Miles.
—¿Qué cojones has hecho, Miles? ¿Te la has tirado?
Miles levanta las manos.
—¡Contéstame, hijo de puta! ¿Te has tirado a mi novia el día de mi
boda?
Cruza la sala de un salto y empuja a Miles con fuerza, golpeándolo en
el pecho. Miles da un paso atrás y vuelve a levantar las manos para
defenderse. Está tranquilo, calmado como de costumbre, mientras que yo
tiemblo como una hoja.
—Calma, tío. Calma.
—No pienso calmarme hasta que te haya molido a palos, cabrón —ruge
Aaron, que tiene los puños en alto. Lo dice con una voz letal, como nunca
le había oído—. Y hasta que te arranque la cabeza. ¡Está a punto de
convertirse en mi esposa! ¿Qué mentiras le habrás soltado, hijo de la gran
puta?
—¡Aaron! —grito—. ¡No lo hagas!
Los dos hombres me miran. La postura de Miles es rígida, pero su
expresión es suave.
—Lia…
Trato de interponerme entre ambos, pero Aaron me agarra primero y
me pone detrás suyo con un tirón tan fuerte que tropiezo hacia atrás.
—Lia, apártate. Deja que acabe con él.
—¡No! —Trato de moverme, pero vuelve a agarrarme por el hombro y
me mantiene quieta tras él.
—Lia, no te metas.
Las manos de Miles siguen levantadas, en posición defensiva. Sus ojos
fríos observan a su mejor amigo. Probablemente, Aaron calcula que Miles
no lo atacará, porque los he visto pelearse antes. Miles es más alto y más
fornido. Siempre daba la sensación de que era capaz de derribar a Aaron
con una mano mientras con la otra comía palomitas, y que lo dejaba ganar
porque a Aaron sí que le importaba ganar.
—Deberíamos hablar cuando estés más calmado y te hayas centrado un
poco.
—¿Centrado? —Suelta una risotada y se frota los ojos—. ¿Te tiras a mi
prometida y quieres que me centre?
Aaron hace ademán de lanzarse contra Miles, pero le agarro la camisa y
grito:
—¡No os toquéis ni un pelo! O juro por Dios que no me volveréis a ver,
ninguno de los dos. Lo digo en serio.
Miles se aparta. Me mira preocupado y sacude la cabeza de manera
imperceptible cuando Aaron corre hacia él.
Logro interponerme entre los dos y los detengo. Aaron me agarra de la
cintura y vuelve a apartarme a un lado.
—¿Sabes qué? No vale la pena pelearse contigo, tío —dice, y me mira
como si comprobara si me ha hecho daño—. Lia, te vienes conmigo.
Hablaremos en el camino de vuelta.
—Pero yo…
Miles avanza para impedírselo, pero Aaron le planta la mano en el
pecho y lo empuja.
—Ni se te ocurra. No eres bienvenido en el hotel ni en nuestras vidas,
Foster. Vete a tu casa.
—¡Aaron! —Me zafo de él y me aparto—. Por favor, espera…
Agita un dedo frente a mí.
—Ni una palabra hasta que estemos en el coche. Si no salimos ahora
mismo, llegaremos tarde a la…
—¡Pero es que no quiero casarme contigo!
Aaron mira a Miles furioso y me pone las manos en los hombros.
—Lo sé. Lo sé. Pero estás confundida. Escúchame, Lia. Te ha contado
un montón de mentiras y me debes la oportunidad de que te lo aclare todo.
Te lo prometo. Lia, si vienes conmigo, verás que todo esto es un error.
Me acaricia el pelo y sus ojos marrones me miran suplicantes.
Debería darle una oportunidad… ¿verdad? No puedo tirar cinco años de
relación a la basura así como así.
Estoy tan confundida ahora mismo que no sé qué hacer.
Lo único que sé es que jamás he confiado en Aaron y siempre he
confiado en Miles.
Doy un paso hacia él.
—Yo…
Pero al mirar a Miles, está cabizbajo, como si estuviera decepcionado
porque sabe que me voy a ir con Aaron. Y cuando habla, solo dice:
—Vete, Lia. Vete.
Me está dando permiso para irme. Así como así.
Aaron me arrastra con suavidad, pero con firmeza a la vez, hacia la
puerta. La abre y me guía al exterior. Trato de girarme para mirar a Miles,
pero Aaron se interpone.
Fuera amanece y la nieve resplandece por todas partes. Jamás pensé
que lo diría, pero es verdaderamente precioso.
—¿Dónde están tus zapatos?
Parpadeo bajo el sol y me doy cuenta de que me habla.
—Eh… Llevaba sandalias y perdí una en la nieve.
No se ofrece a llevarme en brazos, y no quiero que lo haga. Estoy tan
confusa que si me toca, seguro que lo empeorará todo. Así que cruzo el
aparcamiento descalza. Mis pies se hunden en la nieve, pero esta vez ni
siquiera noto las punzadas de dolor en la piel porque es como si hubiera
perdido todos los sentidos.
Aaron me ayuda a subir al Jeep y enciende el motor. Empieza a alejarse
del refugio.
Miro hacia atrás con la esperanza de ver a Miles, pero no hay ni rastro
de él. Aaron va a dejar a Miles allí.
—Aaron, no puedes dejarlo…
—Claro que puedo. Estoy furioso con él. Ni siquiera puedo mirarlo a la
cara.
—Pero ¿cómo va a volver a…?
—¡Joder, Lia! Es un hombre adulto, ¡ya se espabilará! —Aprieta las
manos contra el volante—. ¿Qué pasa, es tan bueno como eso?
Lo miro.
—¿Qué?
—Ya me has oído. ¿Crees que no lo sabía? Lo mirabas… como lo
mirabas. Todos estos años, y él también. Siempre me sentí el tercero en
discordia. Siempre mirándoos como si no pudierais esperar a estar solos
para follar.
—Yo… —De repente comprendo lo que dice—. ¿Creías que te
engañaba con Miles?
Suelta un golpe contra el volante.
—¡No lo sé! Joder, no lo sé. Sois las dos personas que más quiero en
este mundo pero…, no lo sé. Puedo soportar perder a uno de los dos, quizá.
Pero no a los dos.
—Espera, ¿planeaste esto? ¿Nos mandaste a los dos a por los anillos
para ver si pasaba algo? ¿Ha sido una prueba?
—Claro que no. Pero, de algún modo, siempre supe que pasaría algo
así.
Conduce en silencio durante un rato. La carretera está cubierta de nieve
espesa pero practicable. Fuera cual fuera el accidente que interrumpió el
tráfico al pie de la montaña, ya no queda ningún rastro. Nos cruzamos con
algunos coches en dirección contraria.
La tracción de su Jeep permite que avancemos por la nieve con
facilidad, así que el recorrido no es ni de lejos tan traicionero como la
noche anterior. Pero Aaron siempre ha sido un conductor más agresivo, y
además vamos bastante rápido, así que agarro la manecilla de la puerta para
estabilizarme. Entonces, empieza a hablar:
—Lo he jodido todo, Lia. Lo sé perfectamente. Te he tratado muy mal.
Eres una mujer increíble y sé que no siempre he sido el hombre que
mereces. —Estira la mano y me acaricia la mejilla—. Pero te quiero. Más
que a nada en el mundo, te lo juro. Antes de hoy solo era una frase, pero
esta noche, cuando he creído que te perdía, he despertado. Quiero casarme
contigo dentro de cinco horas. Quiero que seas la señora de Aaron
Eberhart.
—Yo… —Jamás me he sentido tan confundida en toda mi vida.
—Tenemos una buena relación, Lia. Durante cinco años hemos sido
felices. De acuerdo, no todo ha sido perfecto, pero hemos tenido momentos
buenos. De lo contrario, no habrías aceptado cuando te pedí matrimonio.
¿Y de verdad quieres decepcionar a tu padre y a tu madre, a tu familia y a
la mía? Yo no, Lia. Ellos te quieren y quieren que te conviertas en una
Eberhart más. Tu sitio está con nosotros.
—Lo sé. Sé que me quieren. —Los Eberhart prácticamente me habían
adoptado. Me habían abierto los brazos de su familia.
La bilis me sube por la garganta.
Me da un vuelco el corazón al pensar en mi padre. En mi madre.
Seguro que están indeciblemente preocupados. ¿Cómo se me ha ocurrido
suspender la boda? Por no mencionar la fiesta de después, el enorme gasto
de alojamiento de los invitados durante el fin de semana, los regalos que
me ha hecho la gente, que les han costado miles de dólares y que tendría
que devolver. Es un lío descomunal y monstruoso.
Miles tenía razón, como siempre. Todo está previsto, no hay manera de
dar marcha atrás.
¿De verdad creía que podía hacerlo?
Aaron aparca en un arcén, me toma la mano y acaricia el anillo de
compromiso que llevo puesto.
—Mírame, Lia —dice, cuando ve que aparto la mirada.
Lo hago. Te amo. La idea de perderte me destroza por dentro. Por eso
he venido hasta aquí. Después de colgarte ayer por la noche, me di cuenta
de que no puedo estar sin ti.
Pienso en Miles. ¿Qué estará haciendo ahora? ¿Cómo volverá a su
casa? Pienso en cómo me ha hecho el amor en ese refugio hace apenas una
hora. En lo desesperado que estaba, como si hubiera esperado toda una vida
a que llegara ese momento y casi supiera que tendría que morir
habiéndome probado solo una vez.
Cierro los ojos para olvidar ese momento.
Aaron me ofrece sus brazos y yo acepto. Me dejo besar la mejilla.
Siento el abrazo como si fuese forzado y él, un extraño.
Hace un día estaba segura de que deseaba ser su esposa. Ahora, no lo
sé.
—Hagamos un trato. No importa lo que haya sucedido antes.
Empecemos ahora, de cero. Y no volveremos a hacernos daño el uno al
otro. ¿Te parece bien?
Vacilo.
—¿Lia? —insiste.
De repente, me siento una arpía. Está intentándolo. Se está esforzando,
¿no? Se merece una oportunidad. Me obligo a asentir.
—Sí.
Pero no estoy segura de creérmelo.
No estoy segura de que cuando llegue el momento, pueda decir lo
mismo.
Volvemos a la carretera. Conduce con la palanca de cambios en la mano
izquierda y maneja el volante con las rodillas para poder acariciarme la
mano con la derecha. Lo hace sin parar y me mira como si me amara.
Y sigo sin estar segura.
Solo quiere que pensemos en el futuro, pero no puedo hacer eso. No
con Miles en el refugio.
Siento que ya estoy rompiendo la promesa que le he hecho. Y, de
repente, caigo en un detalle.
—Aaron —digo suavemente.
—¿Sí? —responde con una sonrisa mientras me aprieta la mano.
—Miles tiene los anillos.
Me suelta, se pasa la mano por el pelo y dice, tenso:
—Joder.
09:28 h

7 de diciembre

Hemos decidido casarnos sin anillos.


Al fin y al cabo, fue mi insistencia ciega en que no podíamos celebrar
la ceremonia sin anillos lo que lo ha echado todo a perder.
Hace dos horas que nos hemos ido del refugio, y todavía estoy
procesando que he dejado a Miles atrás.
Y también he dejado atrás lo que sentíamos.
—Te advierto —digo, todavía agarrada al cinturón de seguridad
mientras el Jeep de Aaron avanza a toda velocidad— que no voy a tener
muy buen aspecto.
De hecho, llevo murmurando cosas parecidas desde que nos hemos
metido en el coche.
—¿Crees que me importa? —vuelve a decir, por enésima vez—. Me
caso contigo, Lia, no me caso con una supermodelo.
Ya. Lo ha dicho varias veces. Y todavía me pregunto por qué no puedo
dejar de repetírselo. No es que me preocupe el aspecto que vaya a tener. De
verdad que no me importa un comino. No me importa que las fotografías
salgan raras, sin padrino de boda y con las ojeras más grandes que una
novia ha tenido jamás. Tampoco me importa si el anillo que me ofrecen
está hecho de alambre.
No me importa nada de nada.
Ojalá pisara el freno. De este Jeep y de todo lo demás. Me siento como
si cayera por un abismo, cada vez más rápido, y el suelo que viene a mi
encuentro es de cemento implacable.
Esta vez, he sido yo la que ha salido corriendo.
Esta vez, he sido yo la que ha abandonado a Miles.
La que se niega a pensar detenidamente sobre lo que ha pasado entre
nosotros porque es tan enorme que no creo que pueda digerirlo.
De hecho, me sorprende que no me haya estallado el corazón.
—Aaron —digo con voz débil.
Va a cien por hora y el motor ruge. La capota ondea al viento y no me
oye.
—Aaron —digo, un poco más alto.
—¿Sí?
—Todavía falta para llegar y vas muy deprisa. No me siento segura.
—No pasa nada, controlo. Llegaremos.
Tiene razón, llegaremos a tiempo.
Lo que pasa es que no estoy tan segura de querer llegar a tiempo.
—Nuestras familias preferirían que llegáramos vivos.
Aprieta un botón en el salpicadero y empieza a sonar un teléfono. Se
oye una voz:
—¿Sí?
Es su padre.
—Papá, soy yo.
—¡Aaron! ¿Dónde…?
—Escúchame, papá. Estamos volviendo, vengo con Lia. Pero vamos
muy justos de tiempo. ¿Puedes hablar con el oficiante y el hotel y
preguntarles si podemos retrasarnos un poco? A ver qué te dicen.
—Sí, Aaron. La señora Ripley ya lo ha hecho. El oficiante no tiene
problema, pero hay otro evento en la glorieta de fuera, donde celebramos la
ceremonia, a la una. Así que tenemos que terminar hacia las doce como
muy tarde.
Compruebo el móvil para ver la hora.
—Vale, diles que acabaremos a tiempo —responde, justo cuando yo
estaba pensando lo mismo.
Cuelga y me mira.
—No nos vamos a aburrir, ¿eh? Espero que esto no sea una
premonición de cómo va a ser nuestra vida de casados.
Trato de sonreír, pero estoy agotada. No puedo hacer nada excepto
mirar la carretera. El sol brilla con fuerza, el cielo está azul y precioso y la
nieve se deshace rápidamente. El pavimento oscuro y húmedo asoma aquí
y allá, y el resplandor del sol me provoca dolor de cabeza.
—No sé si… —Me muerdo el labio inferior.
Me mira de reojo.
—Ah, ya. Vale. —Mete la mano en el bolsillo y saca su móvil—.
Mándale un mensaje a Miles y dile que saque tu coche de la zanja. Y que
se venga a toda prisa.
Abro mucho los ojos.
—¿Qué? No. No voy a permitir que…
—Tranquila. Es como mi hermano, Lia. Está claro que la ha jodido. Ya
te lo he dicho, no me importa lo que haya pasado entre los dos. Lo hecho,
hecho está. Pero si no está allí me sentiré una mierda.
No puedo creer lo que acaba de decir.
—Entonces… ¿no piensas darle una paliza?
—Sí, se la daré. Pero esperaré a que estemos casados, teniendo en
cuenta que tiene nuestros anillos y que…
—Nos hemos acostado.
Se calla de golpe.
Se remueve en el asiento.
—¿Tú… qué?
No estoy segura de poder repetirlo, así que digo:
—Ya me has oído.
—Sí, te he oído —dice, parpadeando. Sacude la cabeza como si acabara
de recibir un puñetazo—. ¿Cuándo?
—En el refugio.
Aprieta los dientes. Su voz suena dolida y tensa.
—Vale. Vale. Bueno, una cana al aire, ¿no? La última. Joder, ya te lo he
dicho, lo hecho, hecho está. No hacía falta que me dieras detalles. Pero
vale. Bueno. Solo quiero pasar página y pensar en nuestro futuro.
Joder.
¿Está diciendo lo que creo que está diciendo?
Supongo que me perdona porque me ha engañado… ¿cuántas veces ya?
Pero yo no quiero perdonarlo a él.
—Pero, Aaron, ¿y si yo no puedo pasar página? —añado y me tapo la
cara con las manos—. Es una frase muy bonita. Pero solo porque digas que
vamos a empezar de cero no significa que vayamos a tratarnos mejor a
partir de ahora. Los problemas de fondo que tenemos tú y yo siguen ahí.
—¿Problemas de fondo? —Frunce el ceño y dice, sarcástico—: ¿Como
cuáles? ¿Que te gusta más la polla de Miles que la mía?
Sacudo la cabeza.
—No, eso no es justo. Estoy confundida. Necesito tiempo para pensar.
Su cara se congela.
—Has tenido dos años para pensar, Lia, joder. Dos años. Ya no es el
momento de pensar. Todas las personas que nos quieren nos esperan en el
hotel. Y no me importa si te has tirado a toda la universidad de Colorado.
Hoy me caso contigo.
—Pero…
—Lia, ¿estás intentando que anule la boda? ¿Es eso?
—No, yo… —Pero sí. Es lo que estoy haciendo. Porque no tengo el
valor de hacerlo yo misma.
Otra vez.
Lo miro. Tiene la mandíbula apretada y en su cara hay una expresión de
resignación cansada. Si al decirle que me he acostado con Miles no le he
hecho cambiar de idea acerca de la boda, supongo que nada lo hará.
Así que voy a casarme con Aaron.
Abro el móvil y le mando un mensaje a Miles.

«Eh. Soy yo. Por favor, ¿puedes venir con el Mini y los anillos?».

Observo los puntitos bailando que indican que está escribiendo.


«Creo que te has dejado algo más. Pero si no te importa, me lo quedo».

¿Qué quiere decir con eso?


Me palpo. ¿Me he olvidado las bragas? No, las llevo puestas. También
el sujetador, toda mi ropa. ¿Qué me he olvidado? Por lo que dice, lo
necesita, sea lo que sea, así que no me importa si se lo queda. Supongo que
siempre supo que Aaron no se casaría sin él a su lado. No importa lo que
hiciera.
Me aparto un mechón de pelo de la cara. Estoy sudando.
Cuando imaginaba mi boda, pensaba en algo romántico, en amor, en
belleza. En un cuento de hadas.
Pero esta boda va a ser el circo de tres pistas más grande del mundo. Y
yo seré el payaso en la pista central.
10:38 h

7 de diciembre

Después de eso, Aaron y yo no hablamos demasiado. Pone el aire


acondicionado porque ambos sudamos y estamos tensos. Cuando el hotel
se dibuja en el horizonte, aprieta la mano en un puño.
—¡Por fin! Te dije que llegaríamos.
Abro el móvil y le mando un mensaje a Eva:

«Ya casi estamos. Llegamos en cinco minutos».

«Todo está listo. Y además te he preparado un cóctel bien cargado,


porque creo que te hará falta».

Sonrío, nerviosa. No tiene ni idea de lo bien que me irá. Jamás he


necesitado tanto una bebida. Pero creo que me sentaría mejor un vodka
doble sin hielo. Gracias.
Aaron entra en el aparcamiento y se detiene frente al porche de la
recepción. Abro la puerta, salgo antes de que pare el motor siquiera y casi
choco con una hilera de carritos para transportar maletas. Eva, mi madre,
Natalie y Cara me están esperando. Las damas de honor están enfundadas
en sus vestidos de color azul turquesa y mi madre se ha puesto el vestido de
lentejuelas que encargó para la ocasión. Todas están tan elegantes que
tengo ganas de echarme a llorar.
Hoy, el día en que las veo a todas juntas y vestidas de punta en blanco,
se suponía que iba a ser distinto. Yo no iba a estar hecha un desastre, por
dentro y por fuera.
Eva me abraza con fuerza.
—¡Oh, cariño! No te preocupes. Todo está bajo control. Vamos.
Corremos contrarreloj hacia la suite nupcial, donde todo está preparado
para que mis damas de honor y yo nos arreglemos. Cuando avanzo por el
vestíbulo, pienso que no le he dicho nada a Aaron al salir del coche y la
próxima vez que lo vea será cuando camine hacia él, en el altar.
Tropiezo porque sigo descalza, pero Eva me ayuda y me sostiene. Mi
madre dice que mi padre está reuniendo a la gente que espera en la glorieta
al pie de las montañas, y que si llegamos allí antes de las once y media, no
habrá ningún problema.
Mi mejor amiga empuja las puertas dobles de la suite y me tiende el
cóctel. Me lo bebo de un trago. Tal y como Eva había prometido, está bien
cargado y me quema la garganta cuando el alcohol baja por mi esófago.
Y tal y como sospechaba, necesito otro.
No creo que puedan preparar suficientes cócteles en el estado de
Colorado para ayudarme en este momento.
La habitación está llena de gente: mi peluquera, mi maquillador, un
fotógrafo y el videógrafo. Y yo estoy sudando como una cerda. Me sacan
fotografías continuamente, la cavernícola que va a casarse. Es una escena
radicalmente distinta de cómo había imaginado el día de mi boda.
—¡Qué rapidez! Me encanta —dice Eva; los ojos le brillan de la
emoción.
Me aparto el vaso de alcohol de la boca mientras el fotógrafo dispara la
cámara, y levanto la mano como si fuera una famosa:
—¡No, no más fotos, por Dios! ¡Y apagad la maldita cámara!
Todo el mundo se gira para mirarme.
—¿Por favor? —añado, tan educada como puedo, abanicándome.
Tengo un calor horrible.
Voy a desmayarme.
—Vamos, querida —me riñe mi madre—. Les estamos pagando una
fortuna, así que será mejor que hagan un montón de fotografías y vídeos.
Les he dicho que no se perdieran detalle.
Ya. Lo que mi madre no sabe es que no me hace especial ilusión tener
constancia gráfica de mi crisis nerviosa.
—Ah, sí. Claro, claro. Vale. Lo siento. ¿También quieres que se metan
en la ducha conmigo?
La mirada de mi madre denota que no le divierte mi comentario.
Una dama de honor me toma la copa de champán de la mano y salto a
la ducha que me está esperando.
Cuando cierran la cortina y estoy sola, empiezo a sollozar.
Sí, me alegra que los fotógrafos no inmortalicen esto.
Inclino la cabeza y lloro tanto que olvido que necesito ponerme a
punto. Pienso en Miles y en Aaron. Y en que no puedo dejar de llorar en el
que se supone que es el día más feliz de mi vida.
Antes de que me dé cuenta, oigo la voz de Eva.
—¿Lia? ¿Estás bien, guapa?
Me sorbo la nariz a la vez que me pregunto si me ha oído llorar.
—Eh, sí…
—¿Estás limpia? Tenemos un poco de prisa, ¡por si no lo sabías!
Miro hacia abajo y me percato de que tengo la piel de las yemas de los
dedos arrugada. Cierro el grifo y salgo. Eva me recibe con una toalla y un
albornoz blando y mullido.
—Vamos, bonita. Te pondremos muy guapa.
11:00 h

7 de diciembre

El vestido es de Carolina Herrera, sin tirantes, y tiene capas y capas de


organza fina como una caricia. Es carísimo y acaba con el mantra de
«menos es más», pero como Eva dijo el día que lo compramos en el centro
de Denver, «cuando lo sabes, lo sabes». Estamos en el suntuoso hotel
Midnight Lodge, colgado en las Rocosas de Colorado, y cada diminuto
detalle del lugar le cuesta más de un año de salario a mi padre. Los
veintitrés invitados de parte de la novia están allí reunidos. Es una escena
de fantasía digna del cuento de hadas que toda niña sueña cuando es
pequeña.
Es mi fantasía.
Al menos, la que había imaginado hasta hoy, cuando todo ha cambiado.
Eva me sonríe.
—¿Lista para cumplir tus sueños?
Me miro en el espejo. Parezco Cenicienta, si la madrastra malvada se
hubiera materializado en el castillo el día de la boda de Cenicienta y
hubiera asesinado al Príncipe Azul a sangre fría. También estoy a tres
minutos de vomitar el cóctel que me he tomado a toda velocidad por la
mañana. Iba a morderme las uñas, pero he recordado que Eva me ha hecho
la manicura, y lo último que quiero es que él vea que me las he mordido.
Se fija en esas cosas. Es muy observador.
Y quiero estar perfecta para él.
Él.
El único problema es que «él» no es el «él» correcto.
Dios mío.
Quiero morderme el labio pero tampoco puedo, porque los tengo
lacados con brillo rosado, color rosa chicle, y probablemente también se
fijaría si el pintalabios termina en mis dientes. Hoy tengo prohibidos todos
mis tics nerviosos.
Es el día de mis sueños, el día que he planeado hasta el último detalle
para evitar cualquier calamidad que me haga perder los papeles.
Pero esto es lo que siento. Dios mío, y más fuerte que nunca.
Llevo toda la vida esperando este día.
El día perfecto, en que el sol brilla, la nieve se derrite, los pájaros
cantan y el cielo es del azul más intenso que he visto jamás.
Pero hay un problema.
Un problema en forma de un hombre atrozmente guapo, pretencioso,
con barba y un metro ochenta de altura, que se pasea por el mundo
despreciándolo y pensando que es mejor que todos.
El mejor amigo de mi prometido. Su padrino de boda, Miles Foster.
Todo es culpa suya.
—¿Estás bien? —me pregunta Eva.
—Sí —insisto y me aparto el infernal velo de novia de la cara por
enésima vez—. Es que el vestido pica como mil demonios.
Me levanto y me estiro el vestido por las axilas, izándolo por encima de
mis pechos. Trato de dar un paso, pero hay demasiada tela en todas
direcciones. Es un milagro que no me ahogue en este mar textil. En este
mar, o en el lío en el que me he metido yo solita. Me vuelvo a sentar en el
taburete y me quejo:
—Estoy atrapada.
En más de un sentido.
Eva toma puñados y puñados de organza, me ayuda a erguirme y
deposita la pila de tela detrás de mí, con cuidado. Me bamboleo hasta el
espejo de cuerpo entero y me miro. No parezco ni una novia ni una
princesa de cuento de hadas; más bien, un prisionero al que acaban de
comunicarle su sentencia de muerte.
—Es demasiado suelto —vuelvo a lloriquear. No tengo un escote
despampanante, y el vestido no hace más que evidenciarlo. ¿Por qué me
decidí por uno sin tirantes?—. Seguro que he perdido volumen en las tetas
por culpa de la dieta. ¿Y si se me cae mientras camino hacia el altar?
Eva sonríe, burlona.
—Seguro que a Aaron le encantaría.
La mera idea me revuelve el estómago todavía más. Hasta ahora he
vivido para agradar a Aaron. Cada vez que tenía que elegir entre hacer
algo, ya fuera asistir al estreno de una película o comprar un jersey en una
tienda, o cambiarme el peinado, me preguntaba qué pensaría Aaron de esa
decisión. Pero, ahora que Eva pronuncia su nombre, me doy cuenta de que
lo que piense Aaron me importa un comino. La única opinión que me
importa ahora es la del hombre que estará precisamente a medio metro a la
izquierda de mi futuro marido.
Soy una idiota redomada.
En menos de quince minutos estaré avanzando por las losas de piedra
en el exterior de Midnight Lodge, hasta una pintoresca glorieta al pie de las
colinas, del brazo de mi padre, que se ha gastado todos sus ahorros para
hacer que este día sea el sueño perfecto de su única hija. Tomaré la mano
del hombre que ha estado a mi lado durante los últimos cinco años, desde
que lo conocí en un sótano frío y húmedo de una fraternidad en la
universidad, durante mi primer año de carrera. Me uniré a este hombre, con
el que he pasado toda mi vida adulta, en sagrado matrimonio, hasta que la
muerte nos separe.
Me convertiré en la señora de Aaron Eberhart.
Pero sé que estaré mirando más allá de mi futuro marido, al hombre
que, hasta hace doce horas, creía que odiaba. Miles Foster.
Y me preguntaré: «¿Y si…?».
Ojalá escoger marido fuera tan sencillo como elegir vestido.
«Cuando lo sabes, lo sabes».
Yo lo sabía, o eso pensaba. Hasta hace doce horas, creía que Aaron
Eberhart era mi verdadera media naranja, el hombre con el que pasaría el
resto de mi vida, feliz y contenta. Y las cosas han cambiado de repente.
Ahora no sé ni cómo me llamo.
Y tengo la sensación de que estoy a punto de cometer el mayor error de
mi vida.
—¿Qué te pasa?
Miro más allá de mi reflejo, hacia Eva, que me observa suspicaz
mientras le doy vueltas y vueltas al anillo de compromiso.
—Eh… Nada.
—Supongo que son los nervios. —Error—. No te preocupes, en cuanto
termine la ceremonia, te sentirás mucho mejor.
¿De verdad? No lo creo.
Endereza la pequeña diadema que llevo en la cabeza y reparte la caída
del velo de organza sobre mis hombros.
—Perfecto. Eres una novia muy hermosa.
A mi alrededor, las otras damas de honor y mi madre me miran con
admiración. El fotógrafo empieza a sacar fotografías. Trato de parecer feliz.
No lo consigo.
Me giro hacia Eva. Me da golpecitos tranquilizadores en la mano, pero
agarro la suya como si fuera mi última esperanza antes de que se vaya.
—Necesito hablar contigo —le digo en voz baja—. Es importante.
Sabe, por mi tono, que lo digo en serio. Da unas palmadas.
—Eh, gente. Fuera. La novia necesita un rato a solas con la dama de
honor.
Todos desfilan mientras Eva me recoloca el velo. Debería estar en el
ejército porque sabe dar órdenes a la gente. Incluso los fotógrafos me dejan
tranquila, gracias a Dios.
—¿Qué pasa? —dice, escudriñando el vestido para asegurarse de que
no está arrugado ni manchado.
—Creo que estoy cometiendo un error.
Clava la mirada en la mía. Se queda callada durante casi diez segundos
antes de echarse a reír.
—Muy graciosa.
—No bromeo.
Me mira, asombrada.
—Madre mía. No estás bromeando. —Nerviosa, arregla el velo sobre
mis hombros—. No te preocupes. No es ningún error. Todo va bien, solo
son nervios. Es normal que una novia pase por…
—Esta mañana he follado con Miles. ¿Te parece eso normal?
Suelta el velo y casi da un paso atrás.
—No lo dices en serio.
—Muy en serio.
Tarda un poco, pero su boca forma una O y se queda así un buen rato.
Casi veo las preguntas dando vueltas por su mente.
Finalmente, se decide por:
—¿Cómo fue? —Y, al momento, se arrepiente—: No, no me contestes
a eso. Quiero decir, ¿cómo sucedió?
Levanto las manos:
—¡No lo sé! Quiero decir que sí, claro que lo sé, pero… Estábamos
atrapados en el refugio y al principio lo detestaba, y luego empezó a
gustarme, y después me confesó que lleva todo este tiempo enamorado de
mí. Desde la primera vez que nos acostamos. Por eso no ha tenido ninguna
novia formal. ¿No te parece casi… dulce?
—Espera, espera. —Se inclina en la cómoda para mantener el
equilibrio porque parece que vaya a caerse por la sorpresa si la toco—. ¿La
primera vez?
Asiento.
—Sí. Eso fue antes de conocer a Aaron, de hecho. Primero me acosté
con Miles.
Abre la mandíbula.
—Pero ¡serás zorrona! —chilla.
Le indico mediante señas frenéticas que no hable tan alto. Mi madre y
toda mi familia están al otro lado de la puerta y podrían oírnos.
Se tapa la boca con las manos.
—Perdona. ¿Y te ha dicho que… que te quiere? ¿Ahora? ¿Y lleva cinco
años bebiendo los vientos por ti?
Casi hiperventilo, mi corazón es pequeño y se me encoge en el pecho.
—Sí, más o menos.
Sacude la cabeza.
—Perdón, pero ¿tiene idea de lo imbécil que es al joderte así
precisamente el día de tu boda? ¿Y no te lo podría haber dicho hace cinco
años? Lo siento, se le ha agotado el tiempo. ¡Hoy te casas con su mejor
amigo!
—Estoy casi segura de que Aaron me ha estado engañando todo este
tiempo.
Parpadea.
—¿Qué dices?
—Sí. En su despedida de soltero, seguro. Y hace un mes. Y cada vez
que me iba a ver a mis padres.
Se cubre la boca con la mano de nuevo, anonadada.
—Joder.
Esta es la parte en que Eva suele ofrecerme sus acertadísimos consejos
de amiga. Así que espero a ver qué me dice. Y espero. Y espero.
—¿Eva? ¿Qué me aconsejas que haga?
—¿Consejo? —repite, sin entender—. Pero si no puedo creer que…
Joder.
Me vengo abajo. Lo sé, esto es horrendo. Y lo peor es que lo he hecho
todo yo sola.
—Vale, vale. Mira, esto es lo que opino: dos errores no suman un
acierto. Tienes que hablar con Aaron y…
—Aaron lo sabe. No le importa. Quiere casarse conmigo de todos
modos. Y me ha prometido que jamás volverá a engañarme.
—Dios mío, Lia, ¿estás segura? ¿Crees que de verdad puede cambiar?
La miro, confusa.
Suspira.
—Lleváis juntos cinco años. Eso tiene que significar algo, ¿no? Y el
amor todo lo puede, ¿verdad?
Me pongo la cabeza en las manos y la palabra «amor» me transporta a
otro lugar y a otro tiempo. Y a otro hombre.
—Pero es que no sé qué siento por Miles ahora mismo. De hecho creo
que… Creo que no me disgusta tanto como pensaba.
—¿En serio? ¡Dahlia Marie Ripley! ¿Te has olvidado de que cada vez
que estáis en la misma habitación, os vigiláis agresivamente como si
fuerais tiburones? No es que no te guste, es que lo odias. ¡Pues sigue así!
—Lo sé, lo sé. Esto es una mierda. Soy una mierda.
—No, no lo eres. Tú y Miles simplemente sois combustible juntos. Y lo
que te ocurre ahora es que estás aterrorizada y nerviosa. Pero Aaron te ha
perdonado, ¿verdad? Pues cásate con él, Lia. Es lo que siempre habías
querido, ¿no es así?
¿Es así? ¿De verdad quiero el sueño que he creado en mi cabeza, o me
estoy perdiendo un amor verdadero?
Eva me dice que debo casarme con Aaron. Pero eso es porque no sabe
todo lo que me pasa con Miles. No solo la verdad, sino todo. Ni tampoco
conoce a Miles como yo.
Se me encoge el estómago.
—No sé si puedo hacerlo. Miles estará junto a Aaron cuando
pronunciemos los votos.
Vuelve a mirarme estupefacta.
—¿Insinúas que Miles todavía es el padrino de boda de Aaron?
—Eso parece. Ya sabes, los hombres se perdonan cosas y a las mujeres
que nos den.
Se ríe, apenada.
—Madre mía.
—Así que ¿qué puedo hacer? No puedo anular la boda.
Miro a mi mejor amiga y rezo para que tenga sabios consejos. O una
galleta de la fortuna. O un par de ovarios, que creo que necesitaré.
Eva chasquea la lengua ante la mera idea de suspender la boda y se
frota las manos con nerviosismo.
—No. Has planeado esto durante años, Lia. No puedes anular la boda.
—Sacude la cabeza, enfadada—. ¿De verdad iba en serio lo de Miles?
Ahora parece tan o más confundida que yo.
Me muerdo el labio inferior.
¿Cómo puedo explicárselo todo en un minuto? Me llevaría días
recordar cada detalle de lo que nos hemos dicho. Cada acción que
malinterpreté en el pasado. Cada arrebato de intensa emoción que siento
por Miles.
Y todas las formas en que Miles me comprende; no todas malas ni
todas buenas, pero algunas, definitivamente, mucho mejor que buenas.
Me llevaría toda una vida descifrar a Miles. Y ni siquiera puedo
empezar a explicarle a Eva por qué.
—Mira, Lia. Miles solo disfruta provocándote. Olvídalo —zanja Eva,
echándole la culpa de mi ataque. Y, en parte, es así, pero no como ella cree
—. Pero sí, tienes que hablar con Miles antes de recorrer el camino al altar.
Dile que todo ha terminado, que tomaste una decisión hace diecinueve
meses y que tú y Aaron vais a casaros. Dile que te deje en paz. Y luego
bailaré sobre su entrepierna en la fiesta y agitaré mis tetas delante de su
cara para asegurarme de que se olvida de ti —añade, a la vez que
comprueba su maquillaje en el espejo y se sube el pecho para que su escote
destaque en el vestido de color aguamarina.
Suelto una risita triste.
—Ni se te ocurra tocarlo.
—Ah. No, claro que no. Al parecer solo tú puedes hacer eso.
Me cubro la cara con las manos. Recuerdo la forma en que me dejó
tocarlo. La manera en que…
—Dios mío. —Cierro los ojos y trato de no pensar en Miles. Intento
volver al presente, a este momento. A mi vida de hace menos de
veinticuatro horas—. Tienes razón. Tengo que hablar con Miles. Pero
¿cómo? Probablemente ni siquiera haya bajado de la montaña todavía.
Eva sostiene un juego de llaves delante de mí. Son las de mi coche.
—¿Está aquí? —digo, tan animada que Eva me mira con decepción.
—Sí. Ha llegado hará unos veinte minutos. No te preocupes, yo me
encargo. Quiero verte feliz, Lia. ¡Este día es especial, es tu día! No dejes
que nadie lo estropee. Olvida el miedo y haz lo que te pida el corazón.
Suspiro y levanto la mano para jurarlo.
—Lo prometo —respondo, sin aclarar que mi corazón no está
demasiado contento ahora mismo, y no sé por qué. ¿Quizá porque mi novio
me ha engañado otra vez? ¿O por su mejor amigo, el hombre por el suspiro
desde hace años y que ahora me dice que ha sido mutuo?
Comprueba el móvil y dice:
—Vale, tenemos que salir o será el hotel el que suspenda la ceremonia.
¿Estás lista?
Me hundo, físicamente. Encorvo los hombros.
—¿Tengo aspecto de estar lista?
Porque no me siento así.
Me estudia, parpadea y luego mete la mano en una caja y me da mi
ramo de gardenias blancas.
—Toma. No eres una novia sin un ramo.
—Gracias —murmuro.
He asistido a muchos enlaces deseando que llegara el momento de ser
yo la novia, la que está al principio de una hermosa historia de amor, y
ahora preferiría ser cualquier otra persona.
11:16 h

7 de diciembre

Las damas de honor esperan abajo para empezar la procesión. Todos los
invitados aguardan. No tengo más remedio que caminar hacia el altar,
donde espera el oficiante.
Mi madre me ayuda a recolocar la cola a medida que me dirijo hacia el
vestíbulo y el ascensor. Mimi me espera allí.
—¡Estás preciosa! —exclama mi abuela mientras me arreglan el
vestido de Cenicienta.
—Gracias, Mimi.
—¿Me equivoco, o no eres feliz?
Me obligo a sonreír.
—¿Qué quieres decir? Soy feliz. Solo estoy nerviosa.
—Estoy de acuerdo. —Mi madre me mira, dubitativa—. Sé cuándo
estás nerviosa y no es esto. Hay algo que te preocupa.
Por supuesto que mi madre lo sabe. Aparte de Eva, mi madre es mi
mejor amiga.
—Estoy bien.
Mi madre contempla el vestido de pies a cabeza para asegurarse de que
estoy perfecta. Luego se inclina y me da un beso en la mejilla.
—Nunca es demasiado tarde. Lo sabes, ¿no?
—¿Para qué?
Mi madre sonríe.
—Para cambiar de idea.
Las miro a las dos. No es posible que lo digan en serio.
—Por supuesto que no…
—Bueno, tu abuela y yo hemos estado hablando. Y sabemos que a
veces esto puede ser como una enorme piedra que rueda montaña abajo.
Puede que pienses que está fuera de tu control, pero no es así.
Me río nerviosa.
—Por favor. No le puedo hacer eso a papá. Si me echo atrás ahora, será
la desilusión de su vida.
Mi madre sacude la cabeza.
—Estaría de acuerdo con nosotras. Lo último que querría es verte
infeliz. Y además, los divorcios también son caros.
Mimi asiente.
—Todo esto es solo dinero. No significa nada. El amor lo es todo,
cariño.
Las puertas del ascensor se abren y las dos me miran, expectantes.
Las empujo hacia el ascensor.
—Gracias por el consejo. Pero, de verdad, solo me preocupa no
tropezar cuando avance por el pasillo. Todo irá bien.
Siguen mirándome con suspicacia, como si no me creyeran.
—¡De verdad! ¡Vamos, vamos! Id a vuestros asientos.
Se miran y se encogen de hombros. Las dos me dan un beso y se
dirigen al vestíbulo para aceptar los brazos de los acompañantes que las
guiarán a su lugar. Más allá de las puertas dobles veo filas y filas de gente,
vestidos de punta en blanco, y a las damas de honor, que esperan mi
llegada.
Es la hora de la verdad.
Cierro los ojos e inspiro profundamente. Tú puedes. Te convertirás en
la señora de Aaron Eberhart y todos tus sueños se harán realidad.
Antes de que pueda dar un paso, una mano me agarra del brazo y me
arrastra a un pasillo oscuro. Tropiezo con el vestido y me encuentro metida
en un armario para abrigos, frente a frente con Miles Foster.
El corazón me late como una liebre enloquecida.
Huele a jabón y champú, así que ha tenido tiempo de ducharse. Lleva el
mismo traje gris que ayudé a Aaron a elegir para sus padrinos. Caigo en la
cuenta de que jamás había visto a Miles trajeado. Maldita sea su estampa
porque le sienta tan bien… Está para devorarlo vivo.
Luego, me fijo en su ojo morado y la herida en el labio inferior.
—Dios mío… ¿Estás…?
Trato de tocarlo, pero se aparta.
—No. Estoy bien.
—No, es…
—Lo sé, Lia. Pero no te preocupes. No le di en la cara. Así que las
fotos serán perfectas.
Tengo ganas de llorar. Siempre piensa en mí y en lo que quiero.
—¡Eso no me importa! —grito, y las lágrimas acuden a mis ojos.
—Eva me ha dicho que quieres hablar conmigo, y yo también quería
hablar contigo. Lo siento. Siento todo lo que ha pasado. Lo que he hecho
no está bien, y lo sé. No debería habértelo dicho, al menos entonces y de
esa manera. Pero, de todos modos, no me arrepiento. —Inspira y prosigue
—. Quiero que sepas que después de esta noche, cuando dé el discurso del
padrino, me iré. No me interpondré entre vosotros y no volveré a veros, ¿de
acuerdo?
Sacudo la cabeza. Entiendo por qué lo dice y, aun así, cada parte de mi
ser se niega a creerlo.
—¿No volveré a verte nunca más?
—No. Creo que os lo debo a los dos. Ya he causado bastante daño.
Sacudo la cabeza.
—No. No puedes. No puedes hacer eso.
Da un paso atrás y me contempla, de los ojos a los labios pasando por
el vestido y el velo, como si estuviera grabando la imagen en su memoria.
—Dios, Lia. Eres la novia más guapa del mundo. La mujer más guapa
del mundo. Nunca he dejado de pensarlo.
Más lágrimas amenazan con desbordarse por mi mejilla.
—Miles…
—Y tú ya eres especial. ¿Qué dijiste? ¿Que necesitabas esta boda
porque era todo lo que tenías? —Niega con la cabeza, incrédulo—. Lo eres
todo, Lia. Dulce, amable, hermosa, inteligente y, además, una gran
jugadora de ajedrez.
Sé que voy a hacerlo. Sé que voy a llorar.
—Y tú también, Miles, eres…
Me tiende un pañuelo.
—Lo siento. No llores. No quería hacerte llorar.
Me pongo el pañuelo en el ojo pero no puedo contenerme. Es el único
hombre que me provoca este efecto.
Querría decirle mil cosas y siento que he centrado toda mi energía en
no llorar ahora mismo. En no apretarme contra su pecho y suplicarle que
haga que todo desaparezca.
Me acaricia la cara y luego me roza la frente con los labios.
—Os deseo a ti y a Aaron toda la felicidad del mundo —murmura con
una sonrisa triste que me rompe el corazón—. Sois mis dos personas
favoritas en este mundo.
Luego se aparta de mí y se alisa la chaqueta y la corbata.
—Nos vemos ahí dentro.
Hace ademán de irse, sus zapatos rechinan en el suelo de madera y solo
se me pasa por la cabeza que nunca volveré a verlo. Saldrá de mi vida para
siempre.
No lo soporto.
—¡Miles! —grito, con voz ronca. Las lágrimas fluyen sin que pueda
impedirlo.
Se detiene y se gira.
—Te quiero —susurro—. Yo también te quiero.
Vuelve a mirarme con esa sonrisa que me rompe el corazón. Pero no
dice nada.
Sencillamente, se gira, abre la puerta y se aleja de mí.
11:25 h

7 de diciembre

Las puertas se abren para mí y salgo fuera.


El clima es perfecto, casi primaveral. El sol brilla en el cielo. No hay ni
una nube.
Eva me pregunta con la mirada si estoy bien. Me inspecciona el rostro,
encuentra el pañuelo de Miles en mi ramo y me limpia las lágrimas que se
han secado en mis mejillas. En cuanto empieza, vuelvo a echarme a llorar.
No puedo parar.
—Shhh —me dice—. Sonríe. Cuando camines hacia el altar, solo mira
a Aaron, ¿vale? Todo irá bien.
Asiento.
Mi padre se acerca a mí. Está muy elegante con su traje.
—Veo que te has comprado un vestido nuevo para la ocasión.
Me río. Mi padre siempre ha sabido cómo hacerme reír, incluso en los
momentos más oscuros.
Me ofrece su brazo.
—¿Lista?
Suena el Canon de Pachelbel, que es la señal para que las damas de
honor desfilen por el pasillo. Miro por detrás de las cortinas a medida que
lo hacen. Hay muchísimos invitados. No creo que fuera consciente del
espacio que ocupan quinientas personas. El oficiante está de pie frente a
nosotros, en línea recta. De manera fugaz, veo a mi prometido cuando se
apartan las cortinas. Y a su lado…
Dios mío.
Una por una, las damas salen y el vestíbulo se vacía, hasta que Eva da
la salida a las niñas con las flores y al portador de los anillos. Me hace la
señal de adelante con el pulgar hacia arriba, y me deja a solas con mi padre.
No puedo respirar.
El corazón me oprime el pecho.
—¿Lia? —pregunta mi padre, que me aprieta la mano con suavidad.
Inspiro profundamente y asiento.
—Estoy bien. Puedo hacerlo.
La música termina y entonces suena la marcha nupcial. Oigo el ruido
de los pies de quinientas personas al levantarse y girarse, a la espera de ver
los últimos pasos de mujer soltera de Dahlia Ripley.
Apartamos las cortinas y recorremos el pasillo.
Es tal y como lo había soñado. El cielo es azul, los pájaros cantan y no
hay ni un copo de nieve a la vista.
Pero casi desearía que hubiera una tormenta helada.
Aaron y Miles y el resto de padrinos del novio esperan frente a la
glorieta. A medida que me acerco, distingo sus rasgos. Me digo que solo
tengo que seguir el consejo de Eva. Bromeo mentalmente: al menos, en ese
estrado hay más hombres con los que no he dormido que con los que sí me
he acostado.
Clavo la mirada en los ojos de Aaron, en la sonrisa de Aaron, en la cara
de Aaron. Me digo que lo ha olvidado todo. Que pasaremos página y
construiremos una vida nueva de confianza mutua y de amor.
El rostro de Aaron está muy rojo. Parece un poco nervioso y se tira del
cuello.
Pero tal y como me prometió Miles, no tiene ningún golpe en la cara.
Estará perfecto en las fotos.
Porque Miles cumple con su palabra.
Y no puedo evitarlo.
Estoy a pocos pasos de llegar hasta Aaron, pero mis ojos se deslizan
hacia Miles.
Me mira.
Y no puedo apartar la vista de la suya.
¿Qué me pasa? Estoy avanzando por el pasillo hasta el altar, donde me
espera el hombre con el que me voy a casar, y acabo de decirle a su mejor
amigo que estoy enamorada de él.
Necesito parar.
Necesito detener esta enorme piedra que rueda colina abajo.
Pienso en lo que me ha dicho mi madre. Siempre hay tiempo para todo.
Si quiero, tengo que ser capaz de parar esto.
Ahora.
O ahora.
Mis pies siguen avanzando. Los tobillos me tiemblan pero no dejo de
caminar, guiada por la firme mano de mi padre, como si siguiera un
circuito sin un lugar adonde ir.
Llegamos al final del pasillo. Mi padre se acerca y me da un beso en la
mejilla.
Esta es la parte en la que me entrega a mi prometido. Y lo intenta.
Pero, de repente, me salgo del circuito. Empujo la bola de piedra con
todas mis fuerzas. Doy un paso atrás. Sacudo la cabeza. Me niego.
—No puedo —susurro sin parar, como si estuviera sola—. No puedo.
Aaron trata de tocarme, pero me aparto.
—Lo siento. No puedo hacer esto.
En las primeras filas, la gente que me ha oído exclama, sorprendida, y
murmuran entre ellos.
La cara de Aaron está tensa, pero sus labios todavía forman una sonrisa
rígida.
—Lia —murmura—. Recuerda lo que hemos hablado.
—Sí, me acuerdo.
Eva se acerca a mi lado y me susurra algo que no oigo. Miro a mi
alrededor y veo caras confusas por doquier, y mi corazón late desbocado.
Mi campo de visión se distorsiona.
Todo lo que hay a mi alrededor es perfecto, excepto las montañas que
ahora se me echan encima. El canto de los pájaros suena siniestro. El sol
brilla con demasiada fuerza.
Y todo está mal. Incluso el novio.
Sobre todo el novio.
—Aaron —susurro aún en voz baja—. Lo siento mucho. Te quiero, lo
sabes.
Se estira el cuello del traje.
—¿Entonces cuál es el…?
—¡El problema es que no estamos enamorados! —grito en voz tan alta
que el eco recorre las montañas.
Se oyen más exclamaciones.
Mis ojos suplican.
—Tienes que saberlo, tienes que haberte dado cuenta.
Sacude la cabeza.
—¿Qué quieres decir? Pensaba que tú y yo…
—No. —Miro a mi abuela Mimi, en primera fila, y pienso en ella y en
mi abuelo, paseándose por el muelle de Santa Mónica como si estuvieran
solos en el mundo entero—. Si nos quisiéramos de verdad, nada de esto
importaría. Pero ahora solo importa lo que nos rodea. ¿Qué pasará
después?
Me mira confundido.
—Bueno, tenemos la luna de miel. En Hawái.
—No, después de eso. Esto que hacemos ahora se supone que es la
parte más fácil. Ya te lo dije, Aaron, no sé lo que siento. Pero creo que tú
tampoco lo sabes. Empezamos a salir hace cinco años. Fue nuestra primera
relación para los dos. No sabíamos lo que hacíamos. Pero ahora creo que lo
entiendo. Sabes que lo que he hecho está mal, y estás dispuesto a
perdonarme porque eres un buen hombre. Nos hemos acostumbrado a
ignorar las señales de que algo iba mal, porque es lo que hacemos. Pero
tenemos que dar un paso atrás y admitir lo que llevamos tiempo ignorando.
Si estuviera enamorada de ti, no necesitaría todo este circo. Y si tú me
amases, Aaron, no necesitarías una última cana al aire antes de casarte
conmigo. No sería la segunda en todos tus pensamientos, ni vendría detrás
de tus compañeros de la fraternidad o de un barril de cerveza. Yo sería la
primera para ti, lo más importante, siempre —le digo—. Y tú eres una
buena persona. Te mereces alguien que también te ponga en primer lugar.
Alguien que te enloquezca, de la que te enamores hasta que apenas puedas
pensar. Sé que no soy esa mujer.
—Sí que lo eres, Lia.
—No, no lo soy. No puedo serlo. No quiero esto.
La furia llena sus ojos y señala a su espalda.
—¿Qué? ¿Lo quieres a él?
Los asistentes vuelven a exclamar, sorprendidos.
No puedo ver a Miles detrás de la ancha espalda de Aaron y me alegro,
porque una sola mirada me derretiría. Lo último que necesito es que los dos
se peleen delante de nuestros familiares y amigos.
—¡No sé qué quiero! Lo que sé es que esto es un error.
Aaron se pone rojo, como le ocurre cuando bebe mucho. Su voz suena
tensa.
—Si te vas ahora, cometerás un error, Lia. No me hagas esto.
Me quito el anillo y bajo la cabeza. Lo pongo en la palma de su mano.
—Lo siento. Vete a Hawái. Seguro que puedes llevarte a algún amigo.
Me recojo la falda y corro hacia la puerta.
Cuando llego al hotel, estoy llorando tanto que no veo donde piso.
Choco contra alguien que fuma en la entrada y, antes de poder apartarme,
me toma de la mano. Levanto la mirada.
—¡West! —Abrazo a mi hermano con fuerza.
Arroja la colilla al suelo, la apaga y me envuelve entre sus brazos.
—Eh, Dahl. ¿Qué pasa? ¿Llego tarde a la boda? Me ha entrado una
llamada, he tenido que salir y…
Se calla mientras sollozo ruidosamente contra su camisa blanca y su
corbata de rayas.
—He salido corriendo. No puedo casarme con él.
Me acaricia el pelo.
—Bueno, ya era hora de que te dieras cuenta, Cacahuete.
Me aparto, sorprendida.
—¿Cómo?
Sonríe con ironía.
—He tratado de llevarme bien con él, Dahl. Te lo juro. Pero es un
imbécil. Te mereces a alguien mucho mejor.
Me limpia las lágrimas y suelto un gemido.
—Si pensabas eso, podrías habérmelo dicho antes.
—Como si fueras a hacerme caso. Vamos, tienes que calmarte. —Me
pone el brazo sobre el hombro y lenta, pero firmemente, trata de llevarme
hacia el hotel. No me muevo.
—No puedo volver ahí.
—¿Adónde quieres ir?
—A casa.
—De acuerdo —responde, y me ayuda a recogerme el vuelo del vestido
—. Pues vámonos.
Me ayuda a subir a su enorme camioneta y mete el resto de la cola
detrás. Estoy sentada en un montón de organdí hasta el cuello, y alarga la
mano para acariciarme el hombro con ternura.
—Todo irá bien, Cacahuete. Te lo prometo. Eres muy fuerte.
Lo miro a través de una cortina de lágrimas. No me siento fuerte, todo
lo contrario. Siento que he decepcionado a muchas personas.
Mientras nos alejamos, observo cómo el Midnight Lodge desaparece en
la distancia, junto a mis sueños de una boda perfecta. Ya no parecen
importarme tanto.
30 de junio

Me planto frente a la enorme manecilla de metal e inspiro


profundamente. Son las nueve de la mañana, y no es mi hora favorita del
día ni mucho menos.
Pero es el momento de abrir la recogida de libros.
Esta sección de la Biblioteca Pública de Boulder, según he descubierto,
es la favorita de los sintecho. Siempre se amontonan frente a la puerta y
nos obsequian con «regalos».
Por eso, es la tarea de la que suelen ocuparse los bibliotecarios recién
llegados. No me quejo, porque tengo un empleo decente, un trabajo
honesto, que conseguí gracias a mis estudios y que me esperaba incluso
antes de que acabara el máster. Y me encanta el trabajo, la gente, el hecho
de estar rodeada de libros todo el día. Me gusta todo de mi trabajo.
Solo desearía que tuviéramos suficiente presupuesto como para
contratar a un becario que se ocupase de esta parte en concreto.
Cierro los ojos al recordar los restos fecales que recibí hace dos días y
me pregunto qué me espera hoy.
La puerta cruje cuando la abro. Hay libros, como de costumbre y…
Genial. Una bolsita de papel marrón. Estoy deseando ver qué hay dentro.
La saco y la abro, parpadeando y esperándome lo peor. Hay una botella
vacía de Jack Daniels. Gracias a Dios que no es nada letal. Mi amiga Liz,
que empezó a trabajar aquí seis meses antes que yo, dice que una vez
encontró un montón de condones usados, pegados entre las páginas de un
ejemplar del Kamasutra. Otra, una pila de libros que se había convertido en
el hogar de una colonia de cucarachas. Y la gente se ha acostumbrado a
dejar aquí la basura, así que también solemos toparnos con restos de
comida rápida y pañales sucios.
Así que, ante todo, mucha prudencia.
—¿Algo que valga la pena? —pregunta Liz por encima del hombro,
quitándose los auriculares mientras cataloga las novedades. Una vez me
dijo que había encontrado un billete de veinte dólares que alguien se había
olvidado como punto de libro, así que no todo son porquerías.
—De momento nada.
Ha pasado medio año desde el día D.
Y todavía estoy soltera. Qué sorpresa.
¿Qué sucedió después de aquel día? Bueno, siguieron con la fiesta
aunque sin los recién casados. Mis padres se habían gastado tanto dinero
que insistieron en que todo el mundo se merecía pasarlo bien. En teoría,
Aaron se emborrachó y se tiró a una de las camareras detrás de la glorieta.
Qué tiempos aquellos.
Mis padres no se enfadaron conmigo, pero sí se preocuparon por mi
estado mental. Igual que Eva, pero al final también aceptó mi postura,
sobre todo porque estaba de acuerdo en que Miles era irresistiblemente
guapo. Tanto, que se ha aficionado a enviarme un mensajito cada día para
ver si me he decidido a «ir a por él». La gran mayoría de mis familiares y
amigos se quedaron anonadados. Muchos pasaron bastante tiempo sin
decirme nada, porque estoy segura de que no sabían qué decirme. Tampoco
he hablado con nadie de la familia de Aaron. Creo que todos me odian.
¿Y Aaron?
Todavía somos amigos, algo bastante sorprendente. Ayudó el hecho de
que se fue a Hawái con uno de sus amigos de la universidad y se dedicaron
a emborracharse e irse de fiesta hasta vomitar cada noche. Y el último día
del viaje conoció a una rubia alta y guapísima llamada Shana, que estaba
pasando unos días en la isla durante las vacaciones de primavera de la
universidad. Era de Colorado Springs, y tuvieron un romance de película, a
juzgar por las fotos que he visto en el Instagram de Aaron. Creo que está
loco por ella.
Me invitaron a la boda, que tuvo lugar el último fin de semana después
de que Shana se graduara en el Colorado College, pero decliné
educadamente.
Me alegro por él. Creo que al final ha encontrado a la mujer de su vida.
Y Miles cumplió su promesa. No lo he vuelto a ver desde aquel día.
Cuando miré las fotografías de la boda en Instagram, en lugar de fijarme en
Aaron y Shana, buscaba al padrino en segundo plano. No lo vi. Y Miles no
tiene redes sociales, así que es como si hubiera desaparecido de la faz de la
Tierra.
Igual que la última vez.
Así que tal vez por eso he rechazado a cualquier aficionado a los libros
remotamente guapo que viene a la biblioteca y que me ha pedido salir.
No quiero cometer el mismo error. No quiero dejarlo atrás hasta
asegurarme de que realmente todo ha terminado entre nosotros.
Pero ya han pasado seis meses. Así que supongo que falta poco.
Mientras recojo la caja de libros e intento meterla en el carrito para
devolverlos a las estanterías, Liz dice:
—Devolución.
Pongo los ojos en blanco.
Hay máquinas donde los usuarios pueden devolver automáticamente los
libros, para ahorrar tiempo a las bibliotecarias.
—¿Necesita ayuda con su devolución? —mascullo, algo enfadada
porque es un sistema tan sencillo de utilizar que hasta un idiota sabría
hacerlo.
—Prefiero el servicio completo —responde una voz conocida y
profunda, justo cuando me fijo en el título que tiene en la mano. Es El lobo
estepario de Herman Hesse—. Para eso pago impuestos, al fin y al cabo.
Levanto los ojos en un instante. Es él.
Trago saliva.
—¡Miles! Hola. —Suelto un poco de aire y me controlo. Digo—:
¿Pagar impuestos? Suenas como si tuvieras ochenta años, por Dios.
En su boca se dibuja una sonrisa satisfecha mientras sus ojos se pasean
por mi cara.
—Veo que has adoptado un estilo de vestir muy propio de una
bibliotecaria, enana.
Me miro. Llevo una falda de tubo y tacones, y es verdad que estoy más
arreglada de lo que suelen estar mis compañeras, pero es mi primer mes y
quiero causar buena impresión. Llevo el pelo recogido y también…
Ah. Mis gafas de montura de carey.
Hago ademán de quitármelas pero me detiene.
—No, no. Te sientan bien.
Vuelvo a subírmelas.
—Pensaba que no volvería a verte nunca más. Eso fue lo que dijiste.
Se encoge de hombros.
—Te lo dije cuando ibas a casarte con Aaron. Pensé que era lo mejor,
teniendo en cuenta las circunstancias.
Nos miramos en silencio. Solo eso, clavamos los ojos en los del otro
durante un momento que parece contenerlo todo.
Miles está tan atractivo que hasta duele verlo. Oler su aroma que me
embriaga y me resulta conocido y familiar. Mi cuerpo parece vibrar en un
plano especial cuando está cerca de mí.
Él tampoco puede dejar de mirarme, así que hago un esfuerzo por
romper el momento y miro el libro que tiene en la mano.
—No pertenece a esta biblioteca. ¿Cómo sabías que estaba…?
—Aaron me lo dijo. En su boda. —Se lleva la mano a la nuca—. Fui su
padrino, ¿recuerdas?
—Ah, sí —asiento. Todo mi cuerpo canta.
—Pero esta vez me comporté. No le quité la novia. —Me guiña un ojo.
Bromea, pero en lugar de reírme, contengo el estremecimiento que me
sube por el estómago. Miles está tan cerca que podría…
—Eso está bien.
—Pensaba… Esperaba verte allí.
Sacudo la cabeza.
—Me invitó, pero pensé que sería incómodo. Su familia me odia.
¿Cómo está él?
—Bien. Feliz. Ahora están de luna de miel. Y dudo que su familia
todavía esté molesta contigo.
—Bueno. Envié a sus padres una nota para disculparme, pero no
contestaron. Aunque creo que es mejor así. De este modo, todos podemos
pasar página. Obviamente, Aaron lo ha hecho.
—Sí, está bien.
—No deberíamos haber salido juntos tanto tiempo, y mucho menos
comprometernos. Seguíamos un guion porque no teníamos ni idea. No
sabíamos lo que era el amor.
Se inclina sobre el mostrador.
—¿Y ahora lo sabes?
Levanto la cabeza y lo miro.
—Creo que sí.
Definitivamente, lo sé. Sé que por mucho que te esfuerces y quieras que
funcione, si va mal, irá mal. Sé que puedes querer a alguien, pero eso no
significa que seas su media naranja. Y sé que, por extrañas que sean las
circunstancias, cuando descubres el amor, tienes que aferrarte a él, cuidarlo
y no dejarlo ir.
Supongo que podría llenar libros con todo lo que he aprendido. Pero
también pienso que, quizá, Miles haya aprendido su lección, igual que yo, y
no necesita que se lo explique.
—Y tú, ¿cómo estás?
Se encoge de hombros y dice en voz baja:
—Jodidamente triste.
Lo miro comprensiva. Lo entiendo. Yo también he tratado de ordenar
mi vida, de definir quién soy, y haberlo tenido tan lejos solo lo ha hecho el
doble de difícil. Si a eso le añadimos la idea de que tal vez lo había perdido
para siempre y que él podía haber seguido adelante con su vida, después de
todo lo sucedido, el resultado era demoledor. Pero le pregunto de manera
despreocupada:
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
No contesta y me observa como si ya lo supiera.
Me ruborizo. «No lo malinterpretes, Lia». También he aprendido que es
importante ver las cosas de forma realista, en lugar de intentar imaginar
cómo te gustaría que fueran y creerte lo que has imaginado. Así que miro el
libro que sujeta en la mano.
—Es bueno. Pero pensaba que ya lo tenías.
Observa la cubierta.
—Así es. ¿Lo has leído?
Me muerdo una uña y lo miro de reojo. Las llevo igual de mal que
siempre y estoy segura de que se ha fijado.
—Eh… Unas doce veces.
Vuelve a sonreír.
—¿Sí? Entonces tengo que ponerme al día. —Mira a su alrededor—.
Eh, ¿a qué hora sales de aquí?
Miro por encima del hombro. La biblioteca no está muy llena, pero me
siento como si todo el mundo estuviera pendiente de nuestra conversación.
—Al mediodía, a la hora de comer.
Mira el móvil.
—¿Te puedo invitar, entonces? ¿A comer? Para hablar.
Asiento distraída, porque Dios mío, solo son las nueve y media. Y no
quiero esperar ni un minuto.
—De hecho, tengo una idea mejor. ¿Por qué no vienes conmigo?
Tomo su libro y dejo atrás el despacho del director. Salgo del mostrador
de devoluciones y le indico que me siga. Cuando lo hace, me lo llevo detrás
de las estanterías, al fondo, a un rincón de la biblioteca donde sé que
estaremos solos.
Mientras caminamos, me susurra:
—Pensaba que vendrías a verme. Cada día. Te he esperado cada día.
El corazón me da un vuelco. ¿De verdad? Trato de responder sin darle
importancia, pero estoy segura de que ha visto cómo me tiemblan las
manos mientras sostengo su libro.
—Trataba de organizar mis ideas. Es lo que hago.
—Ah. Eso me suena. —Reconoce sus propias palabras de hace mil
años, y sonríe de manera adorable—. Eh, ¿sales con alguien?
Sonrío.
—Después de lo que hice, estoy en el banquillo hasta nueva orden.
—¿Ah, sí?
—Ajá. Tarjeta roja. Incluso deberían decretar una ley sobre eso. Las
chicas como yo deberíamos limitarnos a tener solo amigos.
Me detengo en la sección H de ficción, y él se recuesta sobre una de las
estanterías.
—No lo veo así.
—Bueno, no será la primera vez que tú y yo no estamos de acuerdo. —
Guardo el libro en su estantería y lo observo con los ojos entrecerrados.
Él toma el libro y lo gira para que el lomo quede hacia arriba y
chasquea con la lengua, como si estuviera disgustado ante mi supuesto
error.
—Eres una bibliotecaria muy mala —dice con voz seductora.
Me estremezco, pero intento disimularlo.
—¿Mala? Eres tú quien está robándome mi precioso tiempo —añado
con una leve sonrisa—. No has venido hasta aquí solo por el libro,
¿verdad?
—Me has pillado. He venido a por otra cosa, sí.
Es un juego divertido y sonrío, pero me quedo sin aliento cuando el
espacio entre nosotros desaparece y, de repente, Miles está indeciblemente
cerca de mi piel. Sé a ciencia cierta que no es uno de los mil sueños que he
tenido con él desde la última vez que lo vi.
—¿Vienes a devolverme lo que me dejé en el refugio?
Sacude la cabeza y se ríe suavemente.
—No, ya te lo dije. Eso me lo quedo.
Estoy confundida.
Su sonrisa se desvanece, pero sigue reflejada en su mirada, que brilla
con ternura al mirarme.
—Lo sabes, Lia. Lo sabes a la perfección —dice, y su voz es como una
caricia—. Y si no lo sabes, quizá tenga que hacerte esperar seis meses más
para que te des cuenta de que tengo tu corazón en mis manos. Y no se va a
mover de ahí, Lia.
Espera un instante, con una mirada intensa e inquisitiva, y me muestra
sus manos. Son grandes y masculinas y están vacías, pero mi pecho se llena
con su presencia de una manera que no ha hecho en mucho tiempo.
Comprendo que no están vacías. En absoluto.
Maldita sea. Maldito Miles.
Tiene razón, como siempre.
Mi voz es un suspiro.
—¿Y qué si es verdad? ¿Qué quieres de mí, Miles Foster? —agrego
casi sin aliento, como si el estómago no me diera mil vuelcos.
—¿Por qué no intentas adivinarlo? —Miles estira la mano y me
recoloca un mechón de pelo detrás de la oreja. Posa un dedo en mi barbilla
para guiar mi boca hacia la suya. Me besa con mucha dulzura; es un beso
casi casto. Noto su sabor a menta y la barba de un día, y jamás me he
sentido mejor. Estoy donde debo estar. Entre sus brazos.
No necesito adivinar nada.
Cuando lo sabes, lo sabes.
15:00 h

3 de agosto

El vestido es de Target, tiene dos años y es de color blanco con un


bordado en los ojales y un escote un poco atrevido, pero también es dulce y
sencillo. Creo que lo compré por doce dólares en las rebajas, pero no me
importa. Es su favorito. Llevo el pelo recogido y algo desordenado, y casi
no me he maquillado.
El sitio: el juzgado de Boulder, un edificio antiguo, que huele a viejo,
frente a la oficina de fianzas. Nuestro oficiante viene de allí, acaba de
gestionar la fianza de un tipo por alteración del orden público debido al
alcohol.
Los detalles nos han costado unos treinta y cuatro dólares: la licencia de
matrimonio y una hora en el aparcamiento del edificio.
Solo estamos nosotros y el juez.
Es la boda perfecta.
Porque ahora todo encaja. Todo está bien.
Desliza el anillo en mi dedo anular. Le tiemblan las manos, igual que
antes, cuando he comprendido lo mucho que me ama.
Esta vez no puedo esperar a que llegue nuestro para siempre. Esta vez
no tengo ninguna duda. Nos amaremos, nos respetaremos y nos adoraremos
el uno al otro hasta que la muerte nos separe.
Cuando me pregunta si acepto a este hombre, respondo en voz alta y
clara:
—Sí, quiero.
Él dice lo mismo y no deja de mirarme ni un momento.
Y luego nos declaran marido y mujer.
¡Nos hemos casado!
Me besa y deslizo un brazo en el suyo. Me acompaña al exterior con la
cabeza muy alta, orgulloso como el que más.
Es un caluroso día de verano y no hay rastro de nieve, pero hay un
carrito de comida para llevar en la calle. Me compra un pretzel, nos
sentamos en las escaleras del juzgado y lo compartimos. Por supuesto, me
llevo el pedazo más grande.
—¿Qué vamos a hacer ahora, señora Foster? —me pregunta cuando lo
termino y me relamo la sal de los dedos.
No planeamos ninguna luna de miel. De hecho, decidimos casarnos
hace apenas dos días. Juntos nos ayudamos a ser más espontáneos y nos lo
pasamos muy bien. Él ya no es el gruñón amargado que se pasea por el
mundo con mala cara, odiándolo todo.
Le sonrío.
—Me gusta mucho ese nombre, pero no es el verdadero, ¿no? ¿Alguna
vez me dirás cuál es tu verdadero apellido, o prefieres seguir siendo un
hombre misterioso?
—No es ningún misterio —responde, y sus ojos brillan cuando se
acerca a mi oído y susurra—: Michael Abenante.
Es un secreto que solo conocemos él y yo. Me encanta que mantenga
las distancias con los demás, pero que a mí me lo cuente todo. Que me deje
a mí, y solo a mí, tocarlo como yo quiero. Creo que voy a aprovecharme de
esa ventaja durante toda la noche. Y también le permitiré que llegue hasta
lo más hondo de mí.
Lo abrazo.
—Creo que deberíamos ir a casa.
Sus ojos resplandecen, traviesos.
—¿Ah, sí?
—Mmmm. Me siento genial ahora, pero tengo el presentimiento de que
esta noche te voy a dar una paliza al ajedrez.
—Ah, ¿estabas pensando en eso?
—Eso… y alguna cosa más. Quizá. Si tienes suerte.
—Tengo mucha, pero que mucha suerte —me acerca a él, me besa en el
cuello y susurra—: Puede que te deje ganar, si te portas bien.
Suelto una risita al notar su aliento en mi oreja, y la gente que se cruza
con nosotros sonríe, porque nos reímos como colegiales y sonreímos sin
disimulo.
Y nada más importa.
Me encanta ser la señora Foster. Dahlia Abenante. La mujer de Miles.
Sea cual sea mi nombre, significa que soy suya y él es mío. Eso es todo.
Amo a este hombre con cada fibra de mi corazón, de una manera que
probablemente jamás seré capaz de expresar, ni aunque viva mil vidas.
Y lo sé. Esta vez lo sé.
Queridos lectores

Muchas gracias por leer este libro. Si has disfrutado con él, por favor
deja una reseña. Ayudará a otros lectores a descubrir mis libros, ¡y repartir
amor también ayuda con el karma! De verdad espero que hayas disfrutado
con la compleja y muy humana historia de Lia y Miles, tanto como yo
disfruté al escribirla.

Besos,
Katy
Agradecimientos

Aunque escribir es algo personal y a veces una profesión un poco


solitaria, publicar es un animal completamente distinto, y no podría hacerlo
sin la ayuda y el apoyo de un equipo increíble. Estoy muy agradecida a
todos ellos.
A mi familia: ¡os quiero!
¡Gracias a Amy y a todos en la agencia Jane Rotrosen!
Gracias a mis editores, correctores, lectores beta: Cyn, Kelli, Anita S. y
Nina.
Gracias a Nina y a todos los demás en Social Butterfly.
Gracias, Melissa y Gel, mi fabulosa editora de audio en Simon &
Schuster, y a mis maravillosos editores internacionales.
Un agradecimiento especial para Sara en Okay Creations por la
preciosa cubierta norteamericana del libro.
Gracias a Julie por la maquetación, y a todas las blogueras por
compartir y apoyar mi trabajo: ¡os valoro más de lo que puedo expresar con
palabras!
Y a mis lectores: tengo una suerte inmensa por contar con un grupo de
gente tan entusiasta y estupenda con los que compartir mis libros.
Gracias por vuestro apoyo.

Besos,
Katy
Sobre la autora

Katy Evans creció acompañada de libros. De hecho, durante una época


eran prácticamente como su pareja. Hasta que un día, Katy encontró una
pareja de verdad y muy sexy, se casó y ahora cada día se esfuerzan por
conseguir su particular «y vivieron felices y comieron perdices».
A Katy le encanta pasar tiempo con la familia y amigos, leer, caminar,
cocinar y, por supuesto, escribir. Sus libros se han traducido a más de diez
idiomas y es una de las autoras de referencia en el género de la novela
romántica y erótica.
Gracias por comprar este ebook. Esperamos que
hayas disfrutado de la lectura.
Queremos invitarte a que te suscribas a la newsletter de Principal de los
Libros. Recibirás información sobre ofertas, promociones exclusivas y serás
el primero en conocer nuestras novedades. Tan solo tienes que clicar en este
botón.
Womanizer
Evans, Katy
9788417972271
240 Páginas

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A veces, la vida tiene sus propios planes.

Cuando conseguí unas prácticas de verano en Carma Inc., no esperaba


conocer al hombre que pondría mi vida patas arriba: Callan Carmichael, el
mejor amigo de mi hermano, mi jefe y el mujeriego más conocido de
Chicago. Sé que no viviremos un "felices para siempre", pero, durante los
próximos tres meses, será solo mío.

"Si os gusta la novela romántica, no dejéis escapar este libro. Estoy segura
de que os gustará tanto como a mí."
Harlequin Junkie

"Una historia de amor intensa, adictiva y sexy. ¡Tenéis que leerla!"


Addicted to Romance

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Vicious
Shen, L. J.
9788417972240
384 Páginas

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Era el hombre de mis sueños, pero también mi peor pesadilla…

Dicen que el amor y el odio son el mismo sentimiento experimentado de


formas distintas, y tienen razón.
Vicious es frío, cruel y peligroso, pero no puedo evitar sentirme atraída por
él.

Hace diez años, me arruinó la vida. Ahora ha vuelto a por mí porque soy la
única que conoce su secreto y no parará hasta hacerme suya.

"No sé por dónde empezar. Este es, quizá, el primer libro que me ha dejado
sin palabras. No puedo describir lo mucho que me ha gustado Vicious."
Togan Book Lover

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Un hombre para un destino
Keeland, Vi
9788417972264
320 Páginas

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"Todo empezó con un vestido…"

Cuando entré en aquella tienda de segunda mano, allí estaba: el vestido


perfecto, con plumas y… una misteriosa nota de un tal Reed Eastwood.
Parecía el hombre más romántico del mundo, pero nada más lejos de la
realidad.
Es arrogante y cínico, y ahora, además, es mi jefe.
Necesito descubrir la verdad tras esa preciosa nota y nada me detendrá.

Un relato sobre segundas oportunidades best seller del Wall Street


Journal

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Las zapatillas de Jude
Shen, L. J.
9788417972035
352 Páginas

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"Nunca, nunca te acuestes con tu jefe."

Célian Laurent es el hombre más deseado de Manhattan, heredero de una


rica familia y mi nuevo jefe.

Yo podría haberle causado una buena impresión, de no ser porque hace un


mes nos acostamos juntos y le robé la cartera.

Pero mi vida no es perfecta como la suya y necesito este trabajo, así que
haré todo lo posible por evitar a Célian… y la tentación.

"Un romance perfecto ambientado en el trabajo con un héroe arrogante que


ojalá hubiera escrito yo."
Laurelin Paige, autora best seller

"Las zapatillas de Jude es una novela llena de pasión con unos personajes
que amarás y odiarás a partes iguales."
Harlequin Junkie

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Pecado (Vol.1)
Evans, Katy
9788417972004
344 Páginas

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Nadie dijo que fuera un santo

Este es el reportaje que he querido escribir toda mi vida. Su protagonista:


Malcolm Saint.
Pero, a pesar de su apellido, el empresario más rico y codiciado de Chicago
no tiene nada de santo.
Malcolm esconde secretos muy oscuros y estoy decidida a desenmascararlo
para salvar mi puesto de trabajo.
Pero nunca creí que sería él quien revelaría mi verdadero yo…

"Esta será tu nueva adicción. Una historia de amor tórrida, lujosa y tierna
que me ha tenido en vilo toda la noche."
Sylvia Day, autora best seller

"Si quieres una lectura divertida, superadictiva y excitante, este es el libro


que estabas buscando."
Vilma's Book Blog

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