16 Gorodischer La Perfecta Casada

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Teoría y Metodología Literaria I

Escuela de Letras (FFYH)


Universidad Nacional de Córdoba
Material de Cátedra

La perfecta casada
Angélica Gorodischer

A la memoria de María Varela Osorio

Si usted se la encuentra por la calle, cruce rápidamente a la otra vereda y apriete


el paso: es una mujer peligrosa. Tiene entre cuarenta y cinco y cincuenta años, una hija
casada y un hijo que trabaja en San Nicolás; el marido es chapista. Se levanta muy
temprano, barre la vereda, despide al marido, limpia, lava la ropa, hace las compras,
cocina. Después de almorzar mira televisión, cose o teje, plancha dos veces por semana,
y a la noche se acuesta tarde. Los sábados hace limpieza general y lava los vidrios y
encera los pisos. Los domingos a la mañana lava la ropa que le trae el hijo, que se llama
Néstor Eduardo, amasa fideos o ravioles, y a la tarde viene a visitarla la cuñada o va ella
a la casa de la hija. Hace mucho que no va al cine pero lee “Radiolandia” y las noticias
de policía del diario. Tiene los ojos oscuros y las manos ásperas y empieza a encanecer.
Se resfría con frecuencia y guarda un álbum de fotografías en un cajón de la cómoda junto
a un vestido de crepe negro con cuello y mangas de encaje.
Su madre no le pegaba nunca. Pero a los seis años le dio una paliza un día por
dibujar una puerta con tizas de colores y le hizo borrar el dibujo con un trapo mojado.
Ella mientras limpiaba pensó en las puertas, en todas las puertas, y decidió que eran muy
estúpidas porque siempre abrían a los mismos lugares. Y la que limpiaba era precisamente
la más estúpida de todas las puertas porque daba al dormitorio de los padres. Y abrió la
puerta y entonces no daba al dormitorio de los padres sino al desierto de Gobi. No le
sorprendió aunque ella no sabía que era el desierto de Gobi y ni siquiera le habían
enseñado todavía en la escuela dónde queda Mongolia y nunca ni ella ni su madre ni su
abuela habían oído hablar de Nan Shan ni de Khangai Nuru.
Dio unos pasos del otro lado de la puerta y se agachó y rascó el suelo amarillento
y vio que no había nada ni nadie y el viento caliente le alborotó el pelo así que volvió a
pasar por la puerta abierta, la cerró y siguió limpiando. Y cuando terminó la madre
rezongó otro poco y le dijo que lavara el trapo y que llevara el escobillón para barrer esa
arena y que se limpiara los zapatos. Ese día modificó su apresurada opinión sobre las
puertas aunque no del todo, no por lo menos hasta no ver lo que pasaba.
Lo que fue pasando a lo largo de toda su vida y hasta hoy fue que de vez en cuando
las puertas se comportaban en forma satisfactoria aunque en general seguían siendo
estúpidas y abriéndose sobre corredores, cocinas, lavaderos, dormitorios y oficinas en el
mejor de los casos. Pero dos meses después del desierto por ejemplo, la puerta que todos
los días daba al baño se abrió sobre el taller de un señor de barba que tenía puestos un
batón largo, zapatos puntiagudos y un gorro que le caía a un costado de la cabeza. El viejo
estaba de espaldas sacando algo de un mueble alto con muchos cajoncitos detrás de una
máquina de madera muy grande y muy rara con un volante y un tornillo gigante, en medio
de un aire frío y un olor picante, y cuando se dio vuelta y la vio empezó a gritarle en un
idioma que ella no entendía. Ella le sacó la lengua, salió por la puerta, la cerró, la volvió
a abrir y entró al baño y se lavó las manos para ir a almorzar.
Otra vez, a la siesta, muchos años más tarde, abrió la puerta de su habitación y
salió a un campo de batalla y se mojó las manos en la sangre de los heridos y de los
muertos y arrancó del cuello de un cadáver una cruz que llevó colgando mucho tiempo
bajo las blusas cerradas o los vestidos sin escote y que ahora está guardada en una caja
de lata bajo los camisones, con un broche, un par de aros y un reloj pulsera descompuesto
que fueron de su suegra. Y así sin querer y por suerte estuvo en tres monasterios, en siete
bibliotecas, en las montañas más altas del mundo, en ya no sabe cuántos teatros, en
catedrales, en selvas, en frigoríficos, en sentinas y universidades y burdeles, en bosques
y tiendas, en submarinos y hoteles y trincheras, en islas y fábricas, en palacios y en chozas
y en torres y en el infierno.
No lleva la cuenta ni le importa: cualquier puerta puede llevar a cualquier parte y
eso tiene el mismo valor que el espesor de la masa para los ravioles, que la muerte de su
madre y que las encrucijadas de la vida que ve en televisión y lee en “Radiolandia”.
No hace mucho acompañó a la hija a lo del médico y mirando la puerta cerrada de
un baño en el pasillo de la clínica se sonrió. No estaba segura porque nunca puede estar
segura pero se levantó y fue al baño. Y sin embargo era un baño: por lo menos había un
hombre desnudo metido en una bañadera llena de agua. Todo era muy grande, con techos
muy altos y piso de mármol y colgaduras en las ventanas cerradas. El hombre parecía
dormido en su bañadera blanca, corta y honda, y ella vio una navaja sobre una mesa de
hierro que tenía las patas adornadas con hojas y flores de hierro y terminadas en garras
de león, una navaja, un espejo, unas tenazas para rizar el pelo, toallas, una caja de talco y
un cuenco con agua, y se acercó en puntas de pie, levantó la navaja, fue en puntas de pie
hasta el hombre dormido en la bañadera y lo degolló. Tire la navaja al suelo y se enjuagó
las manos en el agua tibia de la bañadera. Se dio vuelta cuando salía al corredor de la
clínica y alcanzó a ver a una muchacha que entraba por la otra puerta de aquel baño. La
hija la miró:
─Qué rápido volviste.
─El inodoro no funcionaba –contestó.
Muy pocos días después degolló a otro hombre en una tienda azul de noche. Ese
hombre y una mujer dormían apenas tapados con las mantas de una cama muy grande y
muy baja y el viento castigaba la tienda e inclinaba las llamas de las lámparas de aceite.
Más allá habría un campamento, soldados, animales, sudor, estiércol, órdenes y armas.
Pero allí adentro había una espada junto a las ropas de cuero y metal y con ella cortó la
cabeza del hombre barbudo y la mujer dormida se movió y abrió los ojos cuando ella
atravesaba la puerta y volvía al patio que acababa de baldear.
Los lunes y los jueves, cuando plancha por las tardes los cuellos de las camisas,
piensa en los cuellos cortados y en la sangre y espera. Si es verano sale un rato a la vereda
después de guardar la ropa hasta que llega el marido. Si es invierno se sienta en la cocina
y teje. Pero no siempre encuentra hombres dormidos o cadáveres con los ojos abiertos.
En una mañana de lluvia, cuando tenía veinte años, estuvo en una cartel y se burló de los
prisioneros encadenados; una noche cuando los chicos eran chicos y todos dormían en la
casa, vio en una plaza a una mujer despeinada que miraba un revólver sin atreverse a
sacarlo de la cartera abierta, caminó hasta ella, le puso el revólver en la mano y se quedó
allí hasta que un auto estacionó en la esquina, hasta que la mujer vio al hombre de gris
que se bajaba y buscaba las llaves en el bolsillo, hasta que la mujer apuntó y disparó; y
otra noche mientras hacia los deberes de geografía de sexto grado fue a buscar los lápices
de colores a su cuarto y estuvo junto a un hombre que lloraba en un balcón. El balcón
estaba tan alto, tan alto sobre la calle, que tuvo ganas de empujarlo para oír el golpe allá
abajo pero se acordó del mapa orográfico de América del Sur y estuvo a punto de
volverse. De todos modos, como el hombre no la había visto, lo empujó y lo vio
desaparecer y salió corriendo a colorear el mapa así que no oyó el golpe pero sí el grito.
Y en un escenario vacío hizo una fogata bajo los cortinados de terciopelo, y en un motín
levantó la tapa de un sótano, y en una casa, sentada en el piso de un escritorio, destrozó
un manuscrito de dos mil páginas, y en el claro de una selva enterró las armas de los
hombres que dormían y en un río alzo las compuertas de un dique.
La hija se llama Laura Inés y el hijo tiene una novia en San Nicolás y ha prometido
traerla el domingo que viene para que ella y el marido la conozcan. Tiene que acordarse
de pedirle a la cuñada la receta de la torta de naranjas y el viernes dan por televisión el
primer capítulo de una novela nueva. Vuelve a pasar la plancha por la delantera de la
camisa y se acuerda del otro lado de las puertas siempre cuidadosamente cerradas de su
casa, aquel otro lado en el que las cosas que pasan son, mucho menos abominables que
las que se viven de este lado, como se comprenderá.

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Publicado originalmente en Mala noche y parir hembra. Buenos Aires, La Campana,


1983, pp. 77─81

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