Chantaje Mortal - Elmore Leonard
Chantaje Mortal - Elmore Leonard
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BARBARA DIJO:
—¿Quieres una copa?
—Bueno.
Le miró como si fuera a decir algo. Mitchell esperó y lo dejó pasar. Ella sacó
del armario una botella de Jack Daniels y dos vasos anchos y los puso sobre la
repisa que separaba la cocina del comedor. Mitchell se quedó al otro lado de la
cocina, apoy ado en la repisa. Vio a Barbara echar en los vasos los cubitos que
acababa de sacar de la nevera. Se olía a algo que se cocinaba en el horno:
estofado; con patatas y zanahorias.
—Creía que íbamos a cenar fuera.
—He pensado que en realidad no te apetecería —Barbara vertió dos dedos de
whisky en cada vaso y añadió un chorro de agua del grifo—. Esta mañana
parecías muy cansado —dijo Barbara, alzando la vista con expresión muy
tranquila.
—Debo de estarlo un poco. Estos últimos días no he dormido mucho.
—Esta noche tendrías que acostarte pronto.
—Eso pretendo. A no ser que me llame Victor, o cualquier otro.
—¿Todavía no han arreglado… lo que sea, eso que no funciona?
—Aún hay algún problema con las máquinas. Y encima tengo a un borde del
sindicato dándome la paliza para demostrarme lo duro que es —Vio que ella le
miraba y añadió—: No me estoy excusando, son hechos.
—Yo no he dicho nada.
—Ya lo sé.
Hubo un momento de silencio mientras tomaban un trago. Mitchell encendió
un cigarrillo y se lo pasó a Barbara. Luego se encendió otro para él.
—Esta mañana no has leído la carta de Mike —dijo su esposa—, y ahora no
sé dónde la he metido.
—Es verdad, me había olvidado. ¿Algo nuevo que deba saber?
—Sigue sin explicar cómo le van las clases. Habla sobre todo de fiestas. Está
reparando su motocicleta en el apartamento y no le queda sitio ni para sentarse.
Tiene otra receta de arroz con setas que nos quiere enseñar cuando venga.
—¿Todavía no sabe si va a ser cocinero o mecánico?
—Ha llamado Marión. Cenamos en su casa el sábado.
—Bien. ¿Quién más va?
—No se lo he preguntado. Seguro que conoceremos a todo el mundo.
—Sí, claro, como siempre.
—El triturador vuelve a ir mal. A ratos funciona y a ratos se atasca.
—¿Por qué no llamas a alguien para que te lo arregle?
—Dijiste que lo harías tú.
—Es verdad, lo dije.
—Hace un mes —dijo Barbara—. La primera vez que se atascó, o lo que sea.
—Sí, siempre me olvido —Mitchell miró hacia el fregadero—. Este fin de
semana lo abriré, a ver de qué se trata.
—No estaría mal.
—Probablemente las cuchillas se han salido de sitio. —Miró a Barbara, que
bebía otro trago y posaba de nuevo el vaso en la repisa.
—He tenido una historia con una chica —dijo.
Barbara mantuvo la vista fija en el vaso, todavía en su mano. Él sabía que
estaba esperando que siguiese, pero no sabía qué decir.
—La conocí hará unos tres meses. —Volvió a hacer una pausa, mientras ella
tomaba otro trago, aún sin levantar la vista.
—Sigue.
—No sé cómo explicarlo.
—Inténtalo —dijo Barbara. Entonces le miró directamente. Parecía tranquila
—. ¿La conozco?
—No. La conocí en un bar. Hemos estado viéndonos dos o tres veces por
semana.
—¿Te acuestas con ella tan a menudo?
—No se trata de eso.
—Entonces, ¿para qué os veis?
—Estoy intentando decirte que empezamos a vernos… y no era solo una
cuestión de sexo.
—¿Es buena en la cama?
—¿Por qué lo preguntas?
—¿Qué pasa? ¿Acaso ofende tu sentido de la moral?
—La conocí y nos gustamos mutuamente. Así de simple. No sé por qué. Yo
no andaba buscando nada.
—¿Qué edad tiene?
—Veintidós.
—Uno más que Sally.
—Ya lo sé. Pero no parece tan joven.
—Sally está casada.
—Ella también lo estuvo. Se divorció.
—¿Cómo se llama?
—Cini.
—¡Qué mono!
—Cy nthia. En verdad se llama Cy nthia.
—Es joven —dijo Barbara—. Es distinta. La conociste en un bar, pero en
realidad es muy buena chica. Está enamorada de ti y está dispuesta a casarse de
nuevo. ¿Qué más?
—No va por ahí. —Intentando aparentar tranquilidad, alzó lentamente el vaso
para terminarse la bebida.
Barbara esperó, mirándole:
—Si no va por ahí, ¿entonces por qué me lo cuentas? Si has tenido una historia
a escondidas, ¿por qué coño vienes ahora a contármela?
—¿Quieres otro? —Volvía a llenar su vaso.
—A mí tampoco me iría mal —contestó ella.
El vaso le era útil, porque podía tocarlo, darle vueltas y mirarlo mientras
pensaba. No podía quedarse mirando el papel pintado de las paredes o los
armarios durante mucho rato. Solo podía mirar a Mitchell de vez en cuando. No
quería presionarle con su mirada y hacer que se sintiera incómodo. El muy hijo
de puta. Tomó la palabra otra vez:
—De acuerdo. Dos personas supuestamente inteligentes que han vivido juntas
durante veintidós años están manteniendo una pequeña conversación. Si no
piensas casarte con la chica… ¿puedo asumir eso?
—Sí. No pretendo casarme con ella.
—¿Entonces para qué me lo explicas? ¿No podrías tener un poco de sentido
común y guardártelo para ti? ¿O es que te estás haciendo el macho?
—No sé. Me tenía preocupado —Miró a su mujer y se obligó a sostenerle la
mirada—. Barbara, y o no sirvo para estas cosas. No me puedo acostumbrar a
fingir de este modo. Me siento como si fuera otro.
—Te tenía preocupado —contestó Barbara—. Pobrecito.
—¿Quieres escucharme, o no?
—No lo sé. Tal vez no quiera.
—De acuerdo. Será mejor olvidarlo.
—¡Olvidarlo!
—Quiero decir que será mejor que lo hablemos otro día. Tal vez no debería
haber sacado el tema.
—Lo tuy o es demasiado. Tal vez no deberías haber sacado el tema.
—Mira, no es tan fácil de explicar.
—Supongo que no, cuando puede destrozar un matrimonio perfecto que ha
durado veintidós años —Hizo una pausa—. ¿O no era tan perfecto? Por Dios, de
repente no estoy segura de conocerte. Y mucho menos a ella. ¿Es guapa, o
inteligente, o qué? ¿Tiene los pechos grandes?
—Barbara, ella no es lo que tú te imaginas. Tiene una pinta de lo más normal.
—Bueno, pues dime dónde está su gran atractivo. ¿Domina un montón de
trucos de cama?
Mitchell negó con la cabeza.
—Nos llevábamos bien, eso es todo. Reíamos mucho y nos lo pasábamos
bien.
—También nosotros nos llevamos bien —dijo Barbara—. Y reímos. Al
menos, solíamos hacerlo.
—Lo sé. No tiene ningún sentido. Es simplemente algo que sentía.
Barbara frunció el ceño:
—Un momento. ¿Por qué hablas en pasado? ¿Es que no la vas a ver más?
—No lo sé. En este momento, ni siquiera sé dónde está.
—O sea, que te ha dejado, pero tú sigues interesado en ella.
—Es un poco más complicado que eso.
—¿Y pues…?
—Si te contara toda la historia…, no sé, supongo que me lo he montado mal.
Parecería que viniese a ti en busca de compasión.
—Chico, para que tuviera compasión de ti, tendría que ser una historia
terriblemente triste.
—Bueno, no es algo que ocurra todos los días.
—Pero no me lo vas a contar.
—Todavía no.
—Así que solo sé que has tenido un ligue.
Mitchell no hizo caso y bebió un trago. Ella dijo:
—Nunca pensé que nos pudiera pasar esto. Ni siquiera me lo había
imaginado. Jamás.
—Yo tampoco —dijo Mitchell—. Pensándolo bien…, se hubiese acabado y tú
no te habrías enterado.
—Sí que había notado algo —dijo Barbara—. Al menos desde hace un mes.
Pero, por Dios, ojalá no me lo hubieras dicho.
Aquella mañana, de diez a doce, Barbara jugó su partida de dobles, con su
grupo habitual de los miércoles, en el Squire Lake Racquet Club. Cuando llegó a
casa eran las doce y veinticinco. No salió del coche. Se quedó sentada en el
Mercedes y encendió un cigarrillo. Estaba sola. Oía el zumbido del motor y,
débilmente, la voz de Roberta Flack en la radio. El coche era cálido y
razonablemente cómodo. Llevaba una bufanda y una chaqueta por encima de su
conjunto blanco de tenis. No se había puesto pantalones largos; todavía tenía las
piernas morenas de las dos semanas que habían pasado en México en febrero.
Podía entrar en casa, ponerse unos pantalones e ir a casa de Marión a comer y a
charlar con las chicas, riendo, como si nada hubiera pasado. O podía volver hacia
atrás, tomar la autopista y dirigirse hacia el norte, o el sur, o cualquier otra
dirección, qué más daba, y no parar: sentir la velocidad del coche —comprobar
qué velocidad podía alcanzar— y ver cómo los árboles y las indicaciones de la
carretera iban quedando atrás y … ¿qué más?
O podía acercarse a la Ranco Manufacturing, entrar en la oficina de Mitch y
darle en las pelotas al gran amante. Al cabrón. Al desgraciado hijo de puta.
Veintidós años. Y había tenido que ir a contárselo a ella.
Se preguntó si habría tenido antes otra amante. No, ella se hubiera enterado
de alguna manera. O él, agobiado por su conciencia, se lo hubiera contado. No
creía que le hubiese mentido nunca. Pepe Inocentón, el buen chico.
Pero, por Dios, estaba loco. Enamorarse de una calientabraguetas, de una
niñita mona sin dos dedos de frente que probablemente no llevaba bragas, decía
cosas como « enrollado» y « legal» y fumaba chocolate.
Se imaginaba a Mitchell probándolo, sosteniendo delicadamente el retorcido
cigarrillo en su mano de camionero, intentado evitar que el humo se le escapara
por la nariz. El muy imbécil. La droga es para los imbéciles. Lo había dicho Bob
Hope en una película. Recordaba la frase, pero no sabía por qué. Ni siquiera
recordaba el nombre de la película, solo que la habían visto juntos antes de
casarse. Cuando Mitch trabajaba en Dodge Main y estudiaba ingeniería por la
noche; ella estaba entonces preparando su doctorado en literatura inglesa, aunque
luego no llegó a obtenerlo. Cada sábado o domingo salían a ver algún espectáculo
o algo de deporte, los Tigers o los Lions, según la temporada.
Veintidós años gastados, desaparecidos. Fotografías olvidadas en un cajón.
Recordó el día en que, sentados los dos en el suelo —hacía un año, justo después
de casarse Sally —, habían estado repasando el montón de retratos que un día
iban a ordenar y clasificar en álbumes, cronológicamente, con fechas: una
memoria fotográfica de la familia. Sally y Mike de pequeños en la play a, Sally y
Mike junto al coche. Barbara, más joven, con una melena lisa y falda larga.
Junto al coche. Mitch, más gordo, con el pelo al rape. Junto al coche. ¿Por qué se
retrataban siempre junto al coche? Mitchell decía que iba muy bien porque era
una buena manera de poder identificar luego el año. Los coches cambian y las
personas también. Escenas que ahora veían y no podían asociar a ningún suceso
concreto. Había algunas fotos de una fiesta celebrada al menos dieciocho o
veinte años antes. Qué jóvenes parecían todos. Buenos amigos de entonces que,
en muchos casos, seguían siéndolo. Todos riendo. Todos los fines de semana.
Cada uno llevaba algo, una caja de cervezas o una botella de Imperial. No tenían
dinero, pero hablaban y se reían y apenas tenían preocupaciones.
Recordó también que una vez le había preguntado a Mitchell, tal vez hacía un
mes:
—¿Por qué y a no nos divertimos?
Él había contestado:
—Sí que nos divertimos. Vamos a Florida y a México, hemos estado en
Europa, jugamos al tenis, salimos a cenar fuera todas las semanas, vamos a ver
espectáculos…
Y recordó que había insistido:
—No has contestado a mi pregunta.
Aquel otro día, cuando repasaban las fotografías, ella le había preguntado:
—¿No tienes muchísimas ganas de que Sally tenga un hijo?
—No sé, pero cuando llegue ese día estaré casado con una abuela, ¿no? —
había respondido él divertido, pero insinuando algo al mismo tiempo.
Subir y echar su ropa por la ventana. Sus camisas almidonadas y sus
pantalones de montar y su abrigo negro y el conjunto azul que usaba cada
mañana para salir a correr. Que venga y se encuentre todas sus cosas
amontonadas en el césped de la entrada y tenga que cargarlas en su maravilloso
Grand Prix color bronce.
« Espabílate —se dijo a sí misma— y vete a comer» .
Barbara salió del coche y llegó a la entrada caminando por el césped. Estaba
a punto de abrir cuando se dio cuenta de que la puerta estaba ligeramente abierta.
El cierre de cobre estaba ajustado al marco, pero no del todo cerrado. Aquella
mañana, ella había salido por la puerta de atrás, la que daba al garaje. ¿Había
abierto la puerta frontal? Sí, para coger el periódico. Y luego la había cerrado de
golpe. Probablemente no la había cerrado con llave —habían perdido una copia
y, generalmente, solo cerraban con llave antes de acostarse—. Pero estaba
segura de que no se la había dejado abierta.
Al llegar al recibidor, se quitó el abrigo y lo dejó sobre una silla. Entonces, al
quedarse quieta, escuchando, supo que había alguien en la casa. No fue porque
oy era ningún ruido; lo percibían sus sentidos. Había alguien.
Alan Raimy estaba sentado en una silla grande, junto al hogar, con las piernas
cruzadas y un maletín a sus pies, en el suelo.
Vio entrar a Barbara en el cuarto de estar: piernas bonitas y morenas en
pantalón corto. Una tía guapa y bien conservada. Bonitas caderas: se movía bien.
Dijo:
—Le diré lo que voy a hacer, Flaca.
Barbara se dio la vuelta bruscamente y lo vio a unos tres metros de distancia,
sentado en la cómoda silla: un joven huesudo y pálido, con el pelo largo y un
traje azul de oficinista, sentado en la silla de Mitchell. Se fijó en las botas y en el
maletín.
—Le voy a ofrecer un servicio de contabilidad mensual personalizada —dijo
Alan—. Me encargaré de sus facturas y de sus gastos por el módico porcentaje
del tres y medio por ciento. Si no queda satisfecha, le devolvemos el dinero.
—¿Quién es usted?
—De hecho, ese es nuestro lema. « Silver Lining Accounting Service» : si no
cumplimos, devolvemos.
—¿Cómo ha entrado aquí?
—Andando, Flaca. He llamado y no ha contestado nadie. La puerta estaba
abierta, así que entré.
Barbara mantuvo la voz fría y tranquila:
—Pues haga el favor de levantarse y salir de aquí.
—Por ejemplo —continuó Alan—, imagino que tendrá usted un pago
amortizable de ochocientos o novecientos dólares. Tiene todas las tarjetas de
crédito habidas y por haber y con ellas gasta cuatrocientos dólares de más cada
mes en gastos corrientes —Barbara se lo quedó mirando y Alan se encogió de
hombros—. De acuerdo, digamos que cuatrocientos es una cifra aproximada.
—Por última vez, le pido…
Alan levantó una mano:
—Otros doscientos en restaurantes. Firmar es más fácil, ¿verdad?
—O llamaré a la policía.
—¿Para qué?
—¿Para qué? Entra en mi casa, se niega a salir y …
—Yo no me he negado a salir. No me ha dado usted ocasión.
—Está bien, se la estoy dando ahora. Váy ase.
Alan se dispuso lentamente a recoger el maletín y levantarse.
—Cuatro mil doscientas veces tres y medio son aproximadamente
redondeando… cuatro por cinco son veinte, tres por cuatro son doce… cerca de
unos ciento cuarenta pavos al mes a cambio de no tener que repasar sus cuentas
nunca más. ¿Qué le parece?
—¿Cómo se llama la compañía?
—Silver Lining Accounting, y a se lo he dicho.
—¿Cuál es el teléfono de la oficina?
Alan empezó a retirarse:
—No se preocupe, y a volveré. No molestar nunca al cliente, no crearle
problemas.
—Deme el número —dijo Barbara—. O una tarjeta.
Alan se golpeó los bolsillos.
—Se me han acabado las tarjetas —Miró a Barbara sonriendo—. No se
preocupe, Flaca, estaremos en contacto. —Atravesó el recibidor y salió por la
puerta principal.
Barbara se acercó a la puerta y la abrió a medias para verle cruzar el césped
de la entrada. Al llegar al pavimento, Alan se quedó parado. Unos instantes
después llegó un Thunderbird blanco y se paró. El joven huesudo y pálido se
metió en el coche con su maletín y desapareció.
Barbara volvió al cuarto de estar. Miró alrededor desde la entrada arqueada.
Todo parecía estar en su sitio. Subió corriendo al piso de arriba, fue directamente
al armario y sacó la caja donde guardaba sus joy as. No faltaba nada. Miró
alrededor. No parecía que hubieran revuelto la habitación.
Sabía que tenía que llamar a la policía. Pero tendría que esperar a que
vinieran y contestar una serie de preguntas a las que, en verdad, ¿qué respuesta
concreta podía dar? Realmente, aquello no parecía digno de preocupación, en
comparación con todo lo que últimamente le estaba ocurriendo. El hijoputa.
Empezó a cambiarse, quitándose el equipo de tenis. Tendría algo de qué hablar en
la comida y no tendría que quedarse allí sentada, pensando.
—Veo que llega el coche —dijo Leo Frank— y pienso, por Dios, ¿qué estará
haciendo?
—Estaba arriba —dijo Alan—. Nunca han de pillarte arriba. Si te pillan allí,
no se creen ni una palabra. Pero ella se quedó en el coche, creo que fumándose
un cigarrillo. Así que, cuando llegó, y o estaba sentado en el cuarto de estar con
mi traje gris.
Leo conducía despacio, controlando la velocidad, y el Thunderbird siguió por
la carretera de Long Lake hacia el este, cruzando la zona ajardinada de casas
grandes que se alineaban lejos de la calle. Estaba ansioso por llegar a Woodward
y girar hacia el sur, hacia el nebuloso horizonte de la ciudad.
—Me salí con lo de la agencia de contabilidad —explicó Alan—. Si no queda
satisfecha, le devolvemos su dinero.
—Agencia de charlatanería —dijo Leo—. Mira que eres canalla.
—La tía no está mal —comentó Alan—. No me importaría hacerle un favor.
—Me sorprende que no le hay as hecho ninguna proposición.
—¿Quién dice que no lo he hecho? —Alan se sentó con el maletín en su
regazo, apoy ando las palmas sobre la superficie de piel, marcando el ritmo con
sus dedos flacos, despacio, casi en silencio.
—Bueno —dijo Leo—, ¿vas a decirme lo que había allí dentro, o no?
—No te lo creerías.
—Dímelo, a ver si me lo creo o no.
Alan abrió los cierres del maletín.
—¿Estás preparado? ¡Ta-chaaaan!
—Venga, por Dios.
Lo abrió del todo.
—Tengo un abrigo.
—Ya. —Leo echó un vistazo. El abrigo estaba doblado cuidadosamente en el
maletín y parecía llenarlo por completo.
—Y tengo una camisa. Debajo.
—Ya.
—Tengo una corbata. Por si acaso.
—¿Una corbata bonita?
—De esas no tiene. Y tengo… ¿Estás preparado para esto? El premio de la
suerte más cojonudo de la vida. —Alan sacó del maletín el abrigo, todavía
doblado, y Leo miró de nuevo.
—¡Por Dios!
—Un auténtico Smith & Wesson del treinta y ocho de los cojones, tío. ¿Cómo
se te ha quedado el cuerpo? La pipa, el papelito correspondiente y una cajita
llena de balas del treinta y ocho.
—Por Dios —repitió Leo—, si lo llegas a buscar no lo encuentras ni en un
millón de años.
—Limpieza —dijo Alan, cerrando el maletín—. Siempre funciona.
6
MITCHELL ESPERÓ.
La mano de Ross estaba ahora bajo la falda corta de la camarera, apoy ada
en su muslo. Estaban en la mesa de Ross, la de la esquina, donde él creía que
nadie veía lo que hacía.
—¿Todavía me quieres?
La chica sonrió, aguantando con ambas manos la libreta en la que apuntaba
los pedidos.
—Por supuesto.
—¿Entonces cuándo diablos vamos a consumarlo?
—¿Tomáis lo de siempre?
—¿Por qué no este fin de semana? —dijo Ross—. Nos iremos al norte. Si te
portas bien, te llevaré a esquiar el invierno que viene.
La chica apuntó algo en la libreta.
—Tendré que pedirle permiso a mi madre.
—¿Tu madre esquía?
—Un Martini con Vodka y una Bud —dijo la chica, y desapareció entre el
decorado del Motor City Mediterranean, entre el comedor lleno de ejecutivos
que pedían los platos propios de los ejecutivos, con mesas y lámparas marrones
y manteles marrones a cuadros.
—Irene tiene veinte años —dijo Ross— pero tiene la mentalidad de una niña
de quince. Perdona, ¿qué estabas diciendo? Algo del problema de la fábrica.
—No —contestó Mitchell pacientemente—. Ya te he dicho que eso lo
arreglaríamos.
—Cierto. ¿Te he dicho y a que estamos preparando algunas mejoras en las
pistas de esquí? Pero de las buenas —siguió Ross—. Vamos a volar alguna de las
colinas para alargar las pistas, y pondremos algún telesilla nuevo. Tú no esquías,
¿verdad?
—No, nunca lo he intentado. —Mitchell quería decir algo, pero esperó
demasiado y Ross y a se volvió a disparar.
—Estoy buscando un dinamitero para ese trabajo. Tengo que ir hasta
Colorado a ver a un tipo que sabe lo que se hace.
—Quería preguntarte una cosa —dijo Mitchell.
—¿Qué?
—¿Te acuerdas de aquel día que fuimos a todos los topless, hará unos tres
meses?
—Vagamente.
—Conocimos a una chica en el último, sentada en la barra.
—¿Sí?
—Tú ibas detrás de la tía negra que trabajaba allí. Doreen. Muy guapa.
Ross asintió, mientras encendía un cigarrillo.
—Es verdad. Ojos grandes. Una nariz pequeña, muy mona.
—La otra chica, aquella con la que estuviste hablando primero… —dijo
Mitchell, y luego se calló un momento—… nos hemos estado viendo durante los
últimos tres meses.
Ross lo miró, sin sonreír, conteniéndose, pero con una expresión relajada,
cómoda, una mirada de contenida satisfacción, al tiempo que se incorporaba en
la silla.
—¡Serás cabrón! Así que, en el fondo, eres normal. Un americanito sano y
con sangre en las venas —Se apoy ó en la mesa—. ¿Cómo está ella?
—Ross, Barbara lo sabe.
—¡Atiza! ¿Cómo se enteró?
Mitchell alzó la mirada al ver que la camarera se acercaba con las bebidas.
Ross se dirigió a ella, muy seriamente:
—¿Sabes una cosa, Irene? Me estás volviendo absolutamente loco. ¿Cuándo te
fugas conmigo?
—¿Qué te parece el lunes? —dijo la camarera—. Es mi día libre.
Ross asintió.
—El lunes, a las cinco. Te recogeré aquí mismo.
La camarera desapareció y Ross dedicó nuevamente su atención a Mitchell,
con preocupación.
—¿Cómo coño llegó a enterarse?
—Se lo dije y o.
—¿Se lo dijiste tú? ¡Joder! ¿Por qué?
—Es una historia muy larga. Solo quería preguntarte, a ti que tienes tantos
ligues…
—Mitch, y o no tengo ligues. Yo me enamoro. Como todo el mundo.
—De acuerdo. Entonces, tanta experiencia. Lo que te quería preguntar es si
Pat no se dio cuenta nunca cuando todavía estabais casados.
Ross reflexionó, mientras bebía un trago.
—Supongo que sí. Una o dos veces.
—¿Y qué pasó? ¿Qué hizo ella?
—Nada. Nunca salió el tema.
—Venga…
—De verdad —dijo Ross—. ¿Por qué querría ella sacar el tema y provocar
una situación embarazosa? Y, por supuesto, no iba a ser y o quien lo hiciera.
Mitch, debes de haberte vuelto loco. ¿Por qué se lo dijiste?
—No lo sé. Simplemente lo hice.
—Mitch, ellas no quieren saber estas cosas. Solo quieren que todo vay a bien.
No seas aguafiestas. No quieras joder un matrimonio que a todo el mundo le
parece perfecto —Ross cogió la aceituna que había en el fondo de su Martini—.
Me suena como si la conciencia te hubiera atenazado las pelotas.
—Quizá sea eso —dijo Mitchell—. El caso es que lo sabe.
—Bueno, ¿cómo se lo tomó cuando se lo dijiste?
—Se quedó bastante tranquila. Apenas dijo nada.
—¿De veras? —Ross parecía sorprendido.
—Me preguntó un par de veces por qué se lo había dicho.
—¿Lo ves? ¿Y nada más?
—No sé. Dijo que nunca se lo hubiera imaginado.
—¿Y no estaba cabreada?
—Sí, mucho, se quejó bastante. Pero, mirándome, ¿sabes?, con esa mirada…,
eso es lo peor.
—¿Y cómo acabó?
—No lo sé. Eso es lo que te estoy preguntando. ¿Ahora qué?
—¿Te echó de casa?
—No, dormí en la habitación de Mike.
Ross se quedó pensativo de nuevo. Bebió un trago y encendió un cigarrillo.
—Creo que deberías mudarte, Mitch. De verdad. Si quieres mi consejo, creo
que deberías desaparecer y dejarla recapacitar. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Ella se queda sola y la casa no le parece la misma. Está demasiado silenciosa. Se
siente sola. Empieza a pensar que tal vez ha sido demasiado dura. Total, él solo ha
tenido un pequeño ligue con una tía. Cosas que pasan. Pero el mundo no se acaba
ahí.
—Bueno, no sé si será tan sencillo —dijo Mitchell—. Ella no está segura de
que se hay a acabado. Quiero decir, y o no fui a pedirle perdón, simplemente se lo
expliqué.
Ross alzó las cejas.
—¿De veras? ¿Todavía no se ha acabado?
—No sé qué va a hacer ella, así que puede decirse que aún está en el aire.
—¿Y la chica?
—Eso se acabará. Si no se ha acabado y a.
Ross asintió, acercándose más.
—Mira, Mitch, a mí no me haría ninguna gracia tener a Barbara cabreada
conmigo. Es encantadora, probablemente la mujer más lista que conozco, pero,
si no te importa que lo diga, con todo lo simpática que es, también es una mujer
muy dura.
—Ross, he vivido con ella veintidós años.
—Tú y a me entiendes. No pretendo insultarla, Mitch. Barbara me encanta.
Mitchell asintió:
—Ya lo sé.
—Lo que te aconsejo es que te mudes y dejes pasar un tiempo. Deja que las
cosas se enfríen.
—¿Lo crees así?
—Yo lo haría así, Mitch. Si estuviera casado con Barbara, me quitaría de su
camino e intentaría enfriar las cosas durante un tiempo, un par de semanas por lo
menos.
—Tal vez tengas razón —dijo Mitchell—. En vez de rondar por ahí y estar
todo el día discutiendo, dejar que la cosa muera por sí misma.
—Eso es lo que y o te aconsejaría —dijo Ross, reclinándose en su silla con el
vaso de Martini en la mano—. Y, como tú mismo has dicho, he tenido algo de
experiencia con las mujeres. Vay a que sí.
Su secretaria, Janet, dijo:
—Ha llamado el señor O’Boy le. Apenas hace unos minutos —Siguió a
Mitchell dentro de la oficina—. Le dije que todavía estaba comiendo —Y añadió
—: Llega usted pronto.
Mitchell la miró.
—¿Ha llamado mi esposa?
—No. El correo está encima de su mesa. No hay nada importante. Tal vez el
sobre de encima. No lo he abierto.
Desde detrás de la mesa, Mitchell cogió el sobre. Su nombre y la dirección de
la empresa estaban escritos a máquina, con trazo débil. En may úsculas, y con
tinta roja, ponía: « PERSONAL Y CONFIDENCIAL» . No había ningún dato del
remitente. Janet esperó, pero él no lo abrió ni hizo ningún comentario.
—También Vic ha dicho que quería verle lo más pronto posible.
—Dile que venga —dijo Mitchell—. Y localízame a O’Boy le.
Luego se sentó en su sillón, mirando el sobre, palpando algo duro y pequeño
que había en su interior. Sabía que era una llave y sabía quién se la enviaba.
Desgarró la parte superior del sobre y dejó que la llave cay era encima de su
bloc de notas: una llave corta de metal deslustrado, con el número doscientos
cincuenta y ocho grabado en su parte plana. Sonó el teléfono.
—Jim… Muy bien… Sí, bueno, oy e, antes de que sigas con eso, Jim, se lo
dije a Barbara —Esperó un momento—. No le dije lo del chantaje, pero le
expliqué lo de la chica y y a me lo he quitado de encima. Ahora le pueden
enseñar la película o metérsela por el culo, me tiene sin cuidado, ahora y a está.
Escuchó durante unos instantes.
—Tengo otras cosas en la cabeza, Jim. He de dirigir esta maldita fábrica.
Mitchell alzó la vista, escuchando a O’Boy le, cuando vio entrar a su jefe de
fabricación por la puerta.
—Jim —dijo Mitchell—, ¿cómo quieres que confisquen la película? ¿Te crees
que la llevan encima? Ni siquiera sé quiénes son. ¿Cómo quieres que los
identifique? —Esperó un momento, escuchando, y luego dijo—: Ya me pondré
en contacto contigo, Jim. Vic está aquí y tenemos cosas de qué hablar, ¿vale? De
acuerdo. No, tranquilo. Nos vemos luego.
Después de colgar, Mitchell miró a su jefe de fabricación:
—¿Qué hay ?
—Todos los problemas que hemos tenido… —dijo Vic—. No sé cómo no me
di cuenta antes. ¿Sabe lo que pasa?
—¿Cómo que si sé lo que pasa? Que las malditas máquinas se estropean.
Vic negó con la cabeza:
—Pero no se estropean solas, señor Mitchell. No sé por qué no lo vi antes.
Supongo que porque confío en la gente, o porque espero demasiado de ellos, no lo
sé.
—Así que es un sabotaje.
—Tiene que serlo.
—¿Y quién está detrás de eso? ¿Lo sabes?
—Un tipo que era el jefe del turno de tarde, John Koliba —dijo Vic—. Tal vez
otros tres o cuatro. Si se acuerda, todos los problemas empezaban siempre en el
turno de tarde. Hace unas semanas, Koliba vino a decirme que quería trabajar de
día porque se había apuntado a un campeonato de bolos. Le dije que estaba de
acuerdo, pero que en el turno de mañana y a tenía jefe, por lo que iba a ponerle
en una Warner-Swasey. Dijo que le parecía bien. Inmediatamente, empezamos a
tener problemas en el turno de mañana. Le dije a John: « Has estado diez o doce
años llevando una de estas jodidas máquinas, ¿qué te pasa?» . Y me contestó:
« No sé qué ocurre, esa mierda de trasto se congela» . Haciéndose el tonto. Pero
sabe que y o lo sé. Ese jodido polaco puede estar loco, eso está fuera de dudas,
pero no tanto.
—Pues despídelo.
—No puedo demostrar que está detrás de esto —dijo Vic—. Lo sé, pero no
puedo probarlo. Si lo despido, se va a encontrar con una demanda.
Con las negociaciones a la vuelta de la esquina, pensó Mitchell. Vay a mierda.
Veía al tipo del sindicato, el encargado de las negociaciones, ¿cómo se llamaba?,
Ed Jazik, siguiéndole por el recibidor, intentando presionarle o asustarle, casi
diciéndole que le iba a traer problemas —algo en qué pensar, con las
negociaciones a punto de llegar—, casi escribiéndolo en la pared para que él lo
entendiera: « Boicot» .
Pero había estado demasiado ocupado pensando en otras cosas.
—Mierda —dijo Mitchell. Un instante después, se levantó y añadió—: Bueno,
ha llegado el momento de mover el culo.
En un espacio de casi ocho mil metros cuadrados, la Ranco Manufacturing
fresaba, taladraba, diseñaba y creaba herramientas y accesorios para la industria
del automóvil. Abrazaderas impulsadas por energía, cilindros adaptadores de
aluminio, conexiones de ensamblajes impulsores, guías de transferencia, topes
forrados de placa metálica, bloques de posición y localización, abrazaderas para
herramientas, unidades para ajuste de tornillos, grapas, almohadillas cilíndricas
conversoras de neopreno, sustentadores de vacío y sistemas de mantenimiento,
silenciadores de escapes de aire y pivotes de ensamblaje. Mitchell había
diseñado una tercera parte de los artículos. Generalmente se trataba de mejorar
artículos que y a existían en el mercado.
Era un proy ecto apropiado para Detroit. Una casa especializada. Un enorme
volumen de producción que salía constantemente de un bloque grisáceo que
parecía un hangar. Hileras de luces fluorescentes y de generadores, un par de
grúas que podían elevar hasta cinco toneladas por encima de montones de piezas
y material, llenos hasta arriba de materia prima o semielaborada y piezas
tratadas a alta temperatura que luego servirían para alimentar las fresadoras, las
taladradoras o las grandes Warner-Swasey y saldrían integradas en un
ensamblaje cuy as partes y materiales mucha gente —incluso en Detroit—
desconocía por completo.
Si alguien se le acercaba en una fiesta y le preguntaba en qué y con quién
trabajaba, Mitchell contestaba « Ranco Manufacturing» , y la gente asentía y
decía « Ah, sí» . Estaba en el negocio de las máquinas de accesorios y conocía el
paño. Y, si querían detalles, él podía darlos, de otro modo…
Él no solía hablar del trabajo. Pero ahora estaba allí, en la sala acristalada de
pruebas —control de calidad— mirando la maquinaria y los montones de
material, escuchando el interminable ruido del recinto, al que y a se había
acostumbrado: y ahí solo hablaba de cosas de trabajo.
Vic tenía cerca de una docena de abrazaderas giratorias sobre la mesa:
pequeños cilindros de metal mate huecos, ray ados por fuera.
—Como estos —decía Vic—. Empiezas a verificarlos y ninguno está dentro
de lo tolerable, todos cortados a un tamaño demasiado pequeño. Joder. Hay que
rehacer la mitad del trabajo. Así es como sale casi todo lo que ese hijo de puta
estaba encargado de controlar. Y hay una serie de roturas de herramientas que sé
que podemos adjudicarle a él. Veo óxido en su máquina, lo juro por Dios, óxido,
en la columna del huso. Y luego me doy cuenta de que está echando demasiada
agua en la refrigeración. Por Dios, claro que luego se congela, o se rasga.
Mitchell se apartó de la ventana, con las manos en los bolsillos.
—¿Dónde trabaja ahora?
Vic le observó, con la mirada inquieta.
—Debe de estar descansando.
—Me parece que será mejor hacerlo en mi despacho —dijo Mitchell—. No
hace falta que tengamos público.
—Sí, eso no sería conveniente.
—Bien, dile que venga a verme.
Janet dijo:
—El señor Mitchell vendrá en un momento. Entra.
John Koliba daba la impresión de no saber qué pasaba. Nunca había estado en
el despacho del señor Mitchell. Entró frotándose las manos en sus pantalones de
trabajo, mirando los paneles oscuros y los grabados de perros de caza, la
tapicería a ray as verdes y blancas, la moqueta Verde, el equipo de televisión en
un mueble oscuro de madera, la mesa grande, de más de dos metros, y las sillas
blancas y negras de nogal. Janet no le había dicho que se sentara, por lo que se
quedó de pie hasta que entró el señor Mitchell, procedente de la contigua sala de
reuniones. Iba estudiando unos papeles y no levantó la vista hasta que los hubo
dejado sobre la mesa.
—Siéntate.
—Me ha dicho Vic que quería verme.
—John, siéntate, ¿quieres?
Mitchell esperó hasta que Koliba le miró con expresión seria y concentrada,
sentado con los codos apoy ados en los brazos de la silla, los hombros curvados y
las manos apoy adas sobre la tripa que, hinchada de tanta cerveza, amenazaba
con salírsele de la camiseta.
—¿Cómo va, John?
Koliba se encogió de hombros.
—Bastante bien. No tengo de qué quejarme.
—Yo sí —dijo Mitchell—. Tengo un problema.
—¿Ah, sí? ¿Cuál?
—Te voy a hacer una pregunta simple y directa, John. ¿Estás preparado?
—Claro, adelante.
—¿Me estás saboteando?
—¿Sabotaje…? Que y o sepa, aquí no hay ningún sabotaje. Tenemos averías
de máquinas y hemos tenido algunos problemas, pero si usted cree que es a
propósito, no, señor. Y si lo es, y o no tengo nada que ver.
Mitchell se tomó su tiempo. Dijo, con calma:
—De acuerdo, John. Ahora, los dos sabemos dónde estamos. Tú sabes que y o
y a me he dado cuenta de lo que estás haciendo. Y y o sé que te vas a quedar ahí
sentado intentando que me trague esa mierda.
Koliba se puso rígido, echando los hombros hacia atrás:
—Le estoy diciendo que nunca he jugado sucio con las máquinas. Usted no se
cree lo que le digo, o sea, que me está llamando mentiroso. ¿No es así?
—Así es, John —dijo Mitchell—. Eres un jodido mentiroso. ¿Quieres beber
algo?
—Oiga, a mí nadie me llama mentiroso.
—Pues y o acabo de hacerlo, John. ¿Quieres beber algo, o no?
—Empieza usted a acusarme y luego me llama mentiroso. A ver qué puede
usted probar.
Mitchell se acercó al mueble oscuro de madera, sacó dos vasos y una botella
de Jack Daniel’s y se la mostró a Koliba.
—No me gusta que nadie me llame mentiroso. Da igual quién sea.
Mitchell vertió el whisky en los dos vasos, se acercó a Koliba y le dio uno.
Este lo aceptó, pero se quedó mirando a Mitchell. Le vio andar lentamente
alrededor de la mesa. Le vio sentarse, reclinarse en la silla y beber.
Un momento después, Koliba levantó su vaso y bebió un trago de whisky.
—John —dijo Mitchell—, no me hace falta ningún boicot —Tomó una hoja
de papel y se la dio a Koliba—. ¿Quieres ver el balance de esta semana? Esto es
el análisis de las ventas. El listado del ordenador indica que los costes de trabajo
de las dos últimas semanas han subido hasta un dieciocho por ciento de nuestro
volumen de ventas. Para obtener beneficios hemos de mantener esta cifra por
debajo del doce por ciento. John, esos seis puntos de más implican una pérdida
del uno por ciento. Vendemos, pero perdemos dinero. Esto es el informe del
departamento de ventas. Ha aparecido un competidor con un precio inferior al
nuestro y nos ha hecho perder un mercado que teníamos desde hace tres años.
Pero nosotros no podemos bajar nuestros precios, porque y a hemos llegado al
tope. Y esto…, las tasas de compensación, que han vuelto a subir. El gobierno ha
subido los impuestos. Y y o tengo que hacer que todo esto parezca bueno en una
página de balance. John, te digo que no me hace falta un jodido boicot.
Mitchell hizo una pausa, mirando a Koliba.
—Llevas aquí dos años y medio, John. ¿Cuánto tiempo estuviste en Ford
Rouge?
—Seis años —contestó Koliba—. Y luego tres en Timken.
Mitchell asintió.
—¿Sabías que y o estuve doce años trabajando en Dodge?
—No, no lo sabía.
—Doce años. He tenido algo de suerte, John, pero también me he dejado el
culo para conseguirlo. Y cuanto más trabajo, más suerte tengo. No espero
regalos ni favores de nadie. Nadie da nada por nada. Pero tampoco espero que
nadie me venga con mierdas. No, lo retiro. Sí lo espero. Lo que quiero decir es
que cuando eso llega no me coge por sorpresa. Miro por dónde voy y no piso la
mierda si puedo evitarlo. ¿Por qué va uno a tragar mierda si puede evitarlo?
¿Estás de acuerdo conmigo, John?
—Sí, y o no lo haría.
—¿Y quién sí? —preguntó Mitchell.
—Si alguien me viene a mí con mierdas —dijo Koliba— se lo hago saber.
—¿Por qué aguantar algo que uno no desea? —dijo Mitchell—. Por ejemplo,
esta fábrica. Si veo que pierdo dinero, la cierro y vendo toda la maquinaria. Y
luego me doy un baño. Pero John, te aseguro que prefiero venderla rápido y
olvidarla que joderme mientras veo que se va a pique. ¿Entiendes lo que quiero
decir? El negocio es mío, así que puedo hacer con él lo que quiera, ¿no?
—Claro —dijo Koliba—. Supongo.
—Si me da la gana puedo cerrar mañana, ¿verdad?
—Sí. Joder, siendo el dueño.
—Oy e, John —dijo Mitchell—, eso es exactamente lo que voy a hacer si
vuelve a estropearse alguna máquina. Cerrar la fábrica.
—Oiga, y a le he dicho antes que y o no tengo nada que ver con ningún boicot.
—Te creo, John, porque veo que se puede hablar contigo. Eras jefe de turno y
para eso hay que tener sentido de la responsabilidad.
—Claro. Siempre me ha gustado asegurarme de que el trabajo se hace bien.
—Entiende mi situación —dijo Mitchell—. No puedo convocar a todo el
mundo y soltar un discurso. Tengo que confiar en gente imprescindible como tú,
gente que busca un futuro aquí y algún ascenso…, más dinero.
Koliba esperó, pensativo.
—Bueno, tal vez podríamos vigilar un poco más estrictamente. Ya sabe, estar
más encima.
—Eso creo y o, John —dijo Mitchell—. He aprendido que es mejor estar
encima que caerse y romperse el culo.
Mitchell hizo girar su silla para poder poner los pies en la esquina de la mesa.
El sobre con las palabras « personal y confidencial» , la hoja con las
instrucciones y la llave estaban apoy ados en el secante, junto a su pierna. Miró
por la ventana la tristeza de la tarde gris, tomándose un descanso, un respiro. Se
sentía bien. Notaba que estaba recuperando la confianza en sí mismo y, con ella,
empezaba también a sentir una urgente necesidad de levantarse y hacer algo.
Esa era la esencia de su bienestar: sentirse capaz de permanecer tranquilo y
relajado a la vez que se veía potente y seguro. No aterrorizarse nunca. No correr.
Afrontar cualquier problema que hubiera que afrontar. Ser práctico, responsable,
hasta cierto punto. Y si la razón no funciona, darle una patada en los dientes. Sea
cual sea el problema.
Encendió un cigarrillo sin prisa, olvidando el triste atardecer que ahora no le
preocupaba en absoluto.
Cuando acabó el cigarrillo, sacó un papel de cartas y un sobre de un cajón de
la mesa y llamó a su secretaria por el teléfono interior.
Janet esperó mientras él escribía de modo deliberadamente lento en la hoja,
la doblaba y la metía en el sobre, que era grande y parecía hinchado por algo
que llevaba dentro.
—Dale esto a Dick o a cualquier otro —dijo Mitchell—. Y esta llave. Dile que
lo lleve corriendo al aeropuerto y lo meta en la consigna. El número es el
doscientos cincuenta y ocho. Ah, y dile que se asegure de meter la llave dentro.
—Si la llave queda dentro, ¿cómo lo van a abrir después?
—Yo solo hago lo que me dicen —dijo Mitchell.
Ella le miró con gesto divertido:
—¿Qué?
—No es problema nuestro, Janet, así que no nos preocupemos por ello.
Su secretaria cogió el sobre y salió sin decir nada.
Bobby Shy estuvo jugando a billar en el entresuelo del aeropuerto
Metropolitan de Detroit hasta que cerraron el local. Fue al baño, pagó por un
reservado y esnifó un par de líneas, sacando la coca de una bolsa con una
cuchara de plata. Casi inmediatamente entraba en un mundo mejor, más
brillante. Compró el último número de una revista dedicada « a los hombres
sofisticados de la ciudad» , estuvo media hora viendo las fotos de pechos y
felpudos y ley ó un artículo destinado a comprobar la capacidad sexual, pero no
se molestó en rellenar las respuestas para ver cuál era el resultado. A la una y
diez del mediodía se dirigió a la consigna número doscientos cincuenta y ocho, a
través del mostrador de la compañía Delta, que estaba vacío. La abrió con la
copia de la llave que le había dado Alan y sacó el sobre.
No había nadie junto a él. Tampoco se veía a nadie hasta el mostrador de la
compañía Eastern. Nadie podía pillarle mientras cruzaba la arcada central y se
metía en el lavabo de hombres.
—Ha llegado el correo —dijo Bobby Shy. Tiró el sobre con un movimiento
leve de su mano y vio cómo golpeaba los azulejos y se colaba por detrás de la
puerta del tercer reservado. Se dio la vuelta y se marchó. Leo Frank, sentado en
el lavabo, recogió el sobre. El abrecartas estaba y a preparado en su mano,
dispuesto a cortar el sobre y lo que contuviera en añicos si alguien golpeaba la
puerta y se empeñaba en entrar en su reservado o si le daban la orden de salir.
Eran buenos retretes, con cisternas muy potentes. Podía hacerse correr el agua
sin necesidad de esperar a que la cisterna volviera a llenarse.
Leo miró el reloj. Diez minutos más tarde, se levantó, se metió el sobre
debajo de su chaqueta a cuadros y salió.
El Thunderbird blanco estaba donde se suponía que debía estar, en la rampa
de llegada, junto a la American.
Alan se movió cuando Leo se puso al volante y le pasó el sobre.
—Te presento diez de los grandes —dijo Leo—. Los de veinte y de cincuenta
ocupan mucho espacio, ¿eh?
Los dedos de Alan palpaban el sobre mientras el Thunderbird tomaba la
curva de la rampa y enfilaba la avenida de William Rogell.
Leo dijo:
—Ábrelo, tío. ¿A qué estás esperando?
Alan no dijo nada. Sus dedos recorrieron los extremos del sobre y la solapa.
Sus dedos le decían que algo no iba bien. Decían que alguien estaba intentando
hacerle tragar mierda y que a él no le apetecía en absoluto.
El Thunderbird giró a la derecha después del paso subterráneo y se mezcló
con las luces que descendían hacia Detroit. Alan abrió el sobre de golpe. Bajo el
foco cuadrado de luz, inclinándose, sacó del sobre un ejemplar del « Wall Street
Journal» . Con el periódico encima de él, estaba el papel de carta. Alan desdobló
la hoja y ley ó el escueto mensaje escrito en letras may úsculas con rotulador:
LEO FRANK ESTABA harto de estar sentado y de leer el artículo sobre el tío de
ciento treinta años que vivía en algún lugar de Florida. Vay a montón de mierda,
todo aquello que se suponía que recordaba el tío, y estaba escrito en una jerga
que era difícil de pronunciar y no tenía sentido. De modo que se levantó y salió a
tomar un poco de aire fresco. Se quedó en la acera con las manos en los bolsillos
y la espalda apoy ada en el cristal donde estaba escrito lo de « modelos
desnudas» . El día era cálido, sobre los catorce grados, húmedo y encapotado,
con un cielo de mierda —primavera en Detroit—, y los coches iban y venían sin
cesar por la avenida Woodward, haciendo chirriar sus frenos sobre el pavimento
mojado. Había un cliente dentro. Tres, en las últimas dos horas. No tenía nada
que hacer. Se suponía que el tipo entregaría aquella noche el dinero e irían a
buscarlo al aeropuerto. Pero, hasta entonces, no había ni una maldita cosa que
hacer.
Cuando miró hacia adelante y vio a Mitchell al otro lado de la calle —el tipo,
el tipo en persona, allí enfrente—, sintió que algo saltaba en su estómago y supo
que tenía que moverse inmediatamente. Pensó en correr, pero optó por darse la
vuelta y entrar. Las tres chicas alzaron la vista al oír el ruido de la puerta y vieron
que Leo pasaba por delante de ellas.
—Me voy un momento —dijo—. Cualquiera de vosotras puede encargarse
de esto, ¿vale? La caja está en el cajón de la derecha de la mesa.
Las tres chicas siguieron fumando, ley endo sus revistas y limpiándose las
uñas, mientras él se iba por el fondo de la sala.
Leo Frank abrió la puerta trasera, que daba al callejón donde aparcaba su
coche. Mirando hacia la sala por encima del hombro, dejó que la puerta volviera
a cerrarse y se metió rápidamente en el último cubículo, el que utilizaba como
oficina privada, cuy as paredes estaban prácticamente cubiertas de fotografías de
chicas desnudas.
Cuando Alan contestó al teléfono —después de siete pitidos, el lento hijo de
puta—, dijo:
—Ha venido otra vez. Te lo juro por Dios; le he visto cruzando la calle.
Alan le preguntó dónde estaba y Leo contestó que en su despacho. Eso era
bueno. Alan Raimy, desde su propia oficina cerrada en el vestíbulo del Imperial
Art Theater, se imaginaba a Leo rodeado de fotos de desnudos, sudando. Casi
podía verle sudar, con aquella mezcla de su olor corporal y la colonia barata que
se ponía constantemente.
Alan dijo:
—Leo, quédate donde estás, ¿vale? Espera un momento, por Dios. ¿Qué les
has dicho a las chicas? Está bien, Leo. Veo que piensas. No hay ningún motivo
para ponerse nervioso… No, quédate donde estás. Leo, escúchame. Siéntate,
fúmate un porro, haz un solitario, o algo así, pero no te muevas. Voy para allá.
Entraré por la puerta de atrás. Pero métete en la cabeza que no sabe quién eres.
Repítete eso, Leo. No… sabe… quién… eres. —Alan colgó.
« Joder» , se dijo a sí mismo.
Mitchell se acordaba de sus nombres, las tres mismas chicas esperando en el
mismo orden, de izquierda a derecha, en las sillas: Peggy, Terry y Mary Lou.
Alzaron la vista, le miraron y Peggy dijo:
—¿Llegaste a encontrarla? ¿Cómo se llamaba? ¿Cini?
Negó con la cabeza.
—Busco al jefe. El tipo que estaba antes en la mesa.
—Leo se ha ido. Ha dicho que salía un momento.
—¿Cuánto hace de eso?
—Solo un par de minutos.
—¿Se llama Leo?
—Leo Frank —dijo la chica.
—Bueno… —Mitchell miró a su alrededor, deteniendo finalmente su mirada
en la mesa y la silla vacía que había junto a ella—. Entonces será mejor que me
siente, ¿no?
A nadie parecía importarle.
—A tu aire —dijo Peggy.
Un rato después, se levantó y cogió la revista que y acía abierta encima de la
mesa y empezó a leer sobre un hombre negro, de ciento treinta años, que vivía
en Florida y se pasaba el día sentado en el banco de una parada de autobús que
había frente a su casa, de una sola habitación. Estaba ley endo que el hombre
había vivido en el oeste y decía haber conocido a Jesse James y a Billy el niño,
cuando Doreen apareció en la sala. La seguía un tipo joven que pasó
rápidamente por su lado sin decir nada, le miró y se dirigió a la puerta.
—Estos oficinistas cada día son más fantasmas —dijo Doreen—. ¿Sabéis lo
que quería que hiciese?
—Que te mearas encima de él —contestó Peggy.
—Encima de su cara —puntualizó Doreen.
—Ya lo sé, a mí también me ha tocado —dijo Peggy —. ¿Le gustó?
—Le dije que si quería un chorro metiera la cabeza debajo del grifo y lo
abriese.
—Probablemente es lo que hace en casa —dijo Peggy —. A mí los raros y a
no me preocupan. Al fin y al cabo, ¿qué es raro?
Mitchell bajó la vista hacia el rostro del hombre de ciento treinta años. Esperó
todavía un momento antes de volver a mirar a la negra.
Dijo:
—¿Doreen?
El rostro de la chica se iluminó al encontrar su mirada.
—Sí, amor. ¿Quieres sacarme una foto?
Ya en el estudio, ella dijo:
—Sabes mi nombre; debes de haber estado aquí antes.
—Un par de veces —contestó Mitchell—. Y te había visto también en el
topless. ¿Ya no trabajas allí?
—¿En el Kit Kat? Sí, trabajo allí y aquí y donde sea —Se desabrochó la blusa,
que llevaba anudada bajo los pechos, y la dejó caer—. Yo también te tengo visto,
pero me cuesta situarte.
—Cuando venía aquí, pasaba antes por el topless.
—¿Para levantarte la moral?
—No. No veo que hay a nada malo en venir aquí, mientras sea legal.
—Admiro tu actitud liberal —dijo Doreen. Sus manos se apoy aban en la
cintura de sus ajustadas bragas blancas—. Bueno, ¿tú vas de mirón, o quieres el
número completo?
Mitchell tomó la Polaroid que había cogido de la mesa de la entrada, enfocó a
Doreen y sacó una fotografía.
—Empecemos y veamos qué ocurre. Como tú quieras.
—Como quieras tú. Haz lo que más te apetezca, mientras no vay a en contra
de mi religión.
—Fue en el bar —dijo Mitchell—. Recuerdo que te conocí allí, hará unos
meses.
—¿Me conociste?
—Nos presentaron. Había una chica que trabajaba aquí, creo que se llamaba
Cini. Nos presentó ella.
Doreen dudó, aunque su expresión permaneció tranquila y no la traicionó.
Dijo:
—Sí, Cini trabajaba aquí hace algún tiempo. Muy buena persona. ¿Solías
verla?
—Solo de vez en cuando.
—Supongo que debió de dejarlo para seguir estudiando.
—Probablemente —dijo Mitchell. Extrajo la fotografía de la cámara y
separó la hoja del negativo—. Tengo entendido que muchas de las chicas que
hacen esto se pagan así los estudios.
—Esa es una historia tan buena como cualquier otra —dijo Doreen—. ¿Qué
tal ha salido?
Mitchell estudió la fotografía.
—No está mal. Un poco oscura.
—Eso es por mí, nene.
—No, me refiero a la luz. Está baja de exposición.
—Entonces voy y o y digo: « Si quieres más exposición, espera a que me
quite los pantalones» .
Mitchell le sonrió amistosamente:
—Muy bueno.
—O el tío dice: « Eh, muñeca, qué apertura tienes» .
—Seguro que hacéis algo con el enfoque —dijo Mitchell.
Doreen asintió:
—Si el tío está sacando una foto de dos de nosotras (para ello tiene que haber
pagado doble) le digo: « Eh, ¿estás intentando enfocar o qué?» .
—Te lo pasas bien trabajando, ¿eh? —Mitchell sacó otra fotografía y sonrió.
—Estás sacando fotos de verdad, ¿no?
—¿No es lo que hace todo el mundo? —Sonaba honesto, sincero.
Los reposados ojos de Doreen permanecieron fijos en Mitchell.
—¿Has ido alguna vez a casa de Cini?
—Me has preguntado si solía verla. Pues allí era donde nos encontrábamos.
—¿Dónde exactamente?
—En un apartamento en Merrill. Tú tienes uno en el mismo edificio —dijo
Mitchell—. De vez en cuando, Cini te llevaba a casa.
Doreen alzó sus bellos ojos lánguidos.
—La conocías bien, ¿no?
—Diría que bastante bien.
—¿Cuánto te cobraba?
Mitchell estaba extray endo la fotografía de la cámara. Miró bruscamente a
Doreen y se encontró con su mirada tranquila.
—No me cobraba nada.
—¿Ni siquiera la primera vez?
—Nunca —contestó Mitchell.
—Bueno, supongo que es asunto tuy o —dijo Doreen—. O tal vez ella diría
que no lo era —sonrió—. A no ser que te estés marcando un farol, que me estés
contando una historia.
—¿Qué más da si te lo crees o no? —dijo Mitchell.
—Bueno, amor, estaba alimentando la esperanza de que tal vez dejáramos
este local para los burócratas y nos fuésemos a mi casa. Lo único es que la
gerencia no hace ningún regalo a nadie —Esperó y preguntó—: ¿Y bien?
Veía a Cini en aquella misma habitación. La veía en el apartamento y la veía
en la play a de las Bahamas; la chica espontánea y guapa que sonreía con
facilidad y le hacía sentirse bien.
—¿Cuánto? —preguntó.
—Cien dólares. Por ese precio tienes un té, un canuto y la posibilidad de
intentarlo por segunda vez.
—De acuerdo, hagámoslo —asintió Mitchell.
Doreen volvió a utilizar sus ojos.
—Oy e, me gustas. No sé si es por mi encanto o solo porque estás caliente,
pero me gustas. Pero hay una cosa, amor. Tienes que pagar antes por esta
pequeña sesión. Son veinte dólares, con la cámara, porque si no el patrón me
corta el negocio.
Cuando Mitchell le dio un billete de cincuenta dólares, Doreen sonrió y
añadió:
—Venías preparado, ¿eh?
Estaba dispuesto a ir con ella a su apartamento o adonde fuera, para intentar
enterarse de algo sobre la chica llamada Cy nthia Fisher y sobre cómo vivía y
sobre la gente con la que trataba. Pero hubo un retraso.
Doreen sacó la caja del cajón de la mesa. No había cambio para el billete de
Mitchell.
—Maldita sea —dijo Doreen—. ¿Dónde está Leo, en la oficina?
Peggy apartó los ojos de la revista.
—Creo que ha salido.
Doreen le dijo a Mitchell:
—Iré a ver. Si quieres puedes venir. Si no, espérame aquí.
Mitchell la siguió por la entrada hasta la zona de los estudios. Todavía cargaba
con la Polaroid, pero en ese momento aún no se había dado cuenta. Quería
volver a ver a aquel hombre llamado Leo y preguntarle algo sobre Cini. No
estaba seguro de lo que le iba a preguntar; pero esa fue la razón por la que siguió
a Doreen por el pasillo hasta la última puerta y se quedó detrás de ella cuando la
abrió. Vio a Leo detrás de su mesa, al tiempo que el gordo estiraba el cuello para
verle a él. Doreen estaba diciendo:
—Leo, dame treinta dólares a cambio de este billete, ¿quieres?
Pero Leo no miraba a Doreen. Su mirada estaba fija, congelada durante un
momento, y Mitchell habría de recordar aquella expresión durante mucho
tiempo.
—Me alegro de volver a verle —dijo Leo, insinuando una sonrisa—. Parece
que está convirtiéndose en cliente habitual.
Doreen insistió:
—Leo, toma esto y dame treinta, ¿vale? Ese hombre está esperando.
En ese momento, Mitchell supo lo que iba a hacer. Dijo:
—¿Doreen?
—¿Qué?
—¿Doreen? —volvió a llamar.
Esta vez se volvió a medias, mirándole, y él dijo:
—Otra.
Elevó la cámara y pegó el ojo al visor. Oy ó que Leo decía: « No, aquí no» .
Pero era demasiado tarde. Apretó el disparador, bajó la cámara, y esperó a que
terminase el proceso de revelado.
Leo dijo:
—Eh, va en serio. Voy a tener que pedirle que me entregue esa cámara. La
ha alquilado para retratar a las modelos, pero su tiempo se ha acabado y no
puede seguir usándola.
—Mi tiempo no se ha agotado —respondió Mitchell.
—Bueno, quiero decir que está bien tomar fotografías en los estudios, pero
esto es propiedad privada. No puede hacer todas las fotos que quiera. ¿Me
entiende? Alquiló la cámara para fotografiar a las modelos.
—Y ella lo es —dijo Mitchell. Vio la expresión de Doreen. No tenía ni idea de
qué iba aquello.
—Sí, ella lo es —dijo Leo—, pero esto no es un estudio. Esas son las normas.
Tiene que ser en un estudio. Usted entenderá. Quiero decir, ¿acaso le gustaría que
alguien entrase aquí y le hiciese una foto si usted no quisiera?
Mientras Mitchell elevaba la cámara, sacaba la fotografía y separaba la hoja
de negativo, Leo Frank siguió diciendo:
—Insisto en que me dé esa foto.
Mitchell le miró un momento y se metió el retrato en el bolsillo del abrigo.
—Eh, hombre, que va en serio —Leo Frank se levantó y, dando la vuelta a la
mesa, se acercó a Mitchell con la mano extendida—. Deme esa fotografía.
—Si la quiere, tendrá que cogerla —le dijo Mitchell—. La cuestión es hasta
qué punto la desea.
Mitchell esperó, dándole tiempo. Al ver que no decía ni hacía nada, se dio la
vuelta y salió.
Leo estaba sentado junto a la mesa cuando entró Alan por la puerta trasera y
se metió en su despacho.
—Me ha hecho una foto —dijo Leo.
—¿De qué estás hablando? ¿Quién te ha hecho una foto?
—El tipo. Entró con Doreen hace unos minutos, le dijo que se volviera y
disparó la Polaroid.
—O sea que le sacó una foto a Doreen. —Alan se había sentado en la silla del
despacho, inclinado hacia adelante, con las manos apoy adas en el borde de la
mesa.
—No. Eso es lo que quería aparentar, diciéndole a ella que se diera la vuelta.
Pero y o he salido en la foto, estoy seguro de que he salido.
—¿Te la enseñó?
—No. Dijo « si la quiere, intente cogérmela» . Y se fue.
Alan miró fijamente a Leo y se repantigó en la silla.
—Vale, supongamos que te ha sacado una foto. ¿Y qué? Te ha visto alguna vez
aquí, y y a sabe qué pinta tienes. ¿Y qué? Leo, piensa, ¿quieres? ¿De qué le sirve
la fotografía?
—Anda detrás de algo —dijo Leo—. Estoy seguro.
Alan le miró con sorna y movió lentamente la cabeza.
—Leo, anda detrás de una mierda. No te conoce. No existe la menor
posibilidad de que pueda relacionarte con nada. A no ser que se lo digas tú
mismo.
—Decírselo… ¡Por Dios! ¿Tú crees que se lo diría?
—No lo sé —dijo Alan—, pero parece que te va a dar un ataque al corazón
—De nuevo se inclinó hacia adelante—. Leo, el tipo te ha sacado una foto. Pues
muy bien. Podrías haberle dado una tú mismo, con tu autógrafo, para que la lleve
en la cartera. Pero, escúchame, Leo, ¿de qué le va a servir?
Leo no dijo nada y Alan insistió otra vez con tono tranquilo, relajado:
—No tienes por qué preocuparte. Ve a casa, tómate unas pastillas y métete en
la cama. Empieza a contar billetes de los grandes hasta cien, despacio —Sonrió al
gordo, que seguía detrás de la mesa—. Eh, Leo, te quedarás como un tronco
antes de llegar a contar la parte que te toca.
Alan encontró a Bobby Shy justo a tiempo. Se iba a Roy al Oak a ver a su
camello y conseguir algo de chocolate. Alan le acompañó y le contó lo de
Mitchell y la fotografía.
—¿Y qué puede hacer con ella? —le preguntó Bobby.
—Nada, hablo de Leo.
Mierda, lo que ahora le preocupaba de verdad era la forma de conducir de
Bobby, entre el vertiginoso arroy o de tráfico de North Woodward. Salía disparado
de los semáforos, sin preocuparse por las vallas protectoras o por los coches que
trataban de salir de los aparcamientos e incorporarse al tráfico, pasando junto a
los rótulos de neón de los moteles y los negocios de venta de coches usados.
—¿Qué le pasa a Leo?
—Está empezando a lloriquear. Creo que si vuelve a ver al tipo se pondrá a
llorar.
—Habla con él —dijo Bobby —. Estrecha su pequeña mano regordeta.
—Mira, estoy dispuesto a cantarle nanas cada noche, si hiciera falta. Pero si
eso no funciona… Entonces, amigo, tendremos un problema.
—Pero no un problema irresoluble, ¿verdad?
—No digo nada de eso —contestó Alan—. Todavía no. Pero de hoy en
adelante tendremos que controlarle más de cerca. Sobre todo cuando se pone a
beber.
—Puede dejarlo —dijo Bobby Shy —. Ya se lo he visto hacer otras veces.
—También puede caerse de la silla y abrirse la cabeza. Y no queremos que
eso le ocurra.
10
ROSS SOLÍA ATACAR al llegar las copas, después de la comida. Con su Stinger o
su Harvey Wallbanger, se inclinaba un poco para acercarse y decía: « Cariño,
¿por qué no acabamos esto y nos vamos a un motel?» . O, según la chica:
« Cariño, ¿verdad que te gustaría ir a algún sitio y tumbarte?» . Las respuestas a
su aproximación directa iban desde « ¡Vay a! No pierdes el tiempo, ¿eh?» , hasta
« No, pero no me importaría tener una historia contigo» . De vez en cuando
recibía un simple « Claro» . Y rara vez un « No» definitivo. Ross tenía éxito
porque era un buen vendedor y nunca temía exigir un pedido.
Aquella noche, sin embargo, era distinto. Barbara era una amiga. La esposa
de un amigo. Y no quería tomar una copa después de cenar. Solo un café.
Contaba con la ventaja del lugar. Habían cenado en el bar de un restaurante.
Estaba empezando a llenarse, el ruido aumentaba y el hombre de mediana edad
y pelo ahuecado que entretenía a la gente al piano estaba tocando cosas como
Some Enchanted Evening.
Ross dijo:
—Me parece que este lugar se está degradando. Acabará convirtiéndose en
un bar de barrio. Para los colgados de la vecindad.
—Un bar de barrio algo caro —dijo Barbara—. Me han comentado que
ahora vienen putillas por aquí, de las profesionales. ¿Cómo pueden competir con
las aficionadas?
—Eso es por la tarde —dijo Ross—, cuando vienen las amas de casa
aburridas. Hoy en día, las mujeres o beben o juegan al tenis.
—Me gustaría creer que en este mismo momento hay en algún lugar alguna
mujer sentada con un costurero sobre su regazo, zurciendo calcetines.
—¿De verdad? —preguntó Ross.
Barbara se encogió de hombros.
—Es igual —Recorrió con la vista las caras y el movimiento de vasos que
llenaban el salón—. Entre los treinta y cinco y los sesenta. Han salido a divertirse.
¿Cuántas de ellas dirías que están casadas? ¿O que se han casado dos veces? ¿O
tres?
—Son cosas que pasan —contestó Ross.
Barbara le miró.
—Perdona. No quería decir lo que ha parecido.
Él vio el camino abierto y dijo:
—Barb, todavía no hemos hablado. Pero me parece que este no es el lugar
adecuado. —Parecía sincero.
—Es verdad. Va siendo hora de que me vay a a casa.
—No, no… Quiero decir que tendríamos que ir a otro sitio. Hablar
tranquilamente. Solo son poco más de las diez —Se acercó más, empezando el
ataque—. ¿Te gustaría ir a algún sitio especial? ¿A tomar una copa? ¿O tal vez dos?
¿Un sitio para estar relajados y poder hablar tranquilamente?
Ella negó con la cabeza.
—No, me da igual. A donde tú quieras.
—Está bien —dijo Ross.
Pagó la cuenta, recogió los abrigos y cruzaron el comedor y el pasillo, de
cuy as paredes colgaban cuadros originales que estaban a la venta, hasta llegar al
vestíbulo del motel contiguo al restaurante, que parecía una taberna. Barbara
dudó.
—Ross…
La tomó del brazo.
—No digas nada todavía, ¿de acuerdo? —Y la siguió por el vestíbulo,
alrededor de las plantas, hasta que llegaron a la suite ciento doce, cuy a llave
llevaba en el bolsillo.
En el salón, sobre la mesa de café —lo primero que vio Barbara al entrar—
había una botella de champaña metida en una cubitera de plata, una botella de
coñac y dos vasos. Tras cerrar la puerta, Ross explicó:
—La había alquilado para un cliente que ha estado aquí unos días. Se ha ido
esta tarde y, como esta noche está pagada, he pensado: « ¿Por qué no utilizarla?» .
Es tranquila y bonita.
—¿Y el champaña se lo ha dejado el cliente? —preguntó Barbara.
Ross rio.
—No, es para nosotros —Hizo una pausa—. Barbara, de verdad, he pensado
que esto sería más cómodo. Pero si te sientes… extraña, siempre podemos irnos.
—Está bien —respondió Barbara.
—Te prometo que no tengo segundas intenciones. Di una sola palabra, y nos
largamos.
—No te pases —dijo Barbara—. De momento, te creo. —Se sentó en el sofá
que había junto a la mesita de café.
—He de reconocer que siempre me has atraído —dijo Ross—. Incluso
reconoceré que he alimentado ciertas fantasías contigo.
—¿Fantasías sexuales?
—¿De qué otro tipo podrían ser? Pero tú sabes que no te he traído aquí para
llevarte a la cama.
—No sin mi consentimiento.
Ross sonrió.
—Bueno, tal vez la posibilidad hay a cruzado por mi mente. Cualquier forma
posible de consolarte será un placer para mí. No, de verdad —de nuevo serio—,
no hay nada mejor en una situación como esta que hablar con alguien, para
saber lo que tú misma piensas y sientes sinceramente.
Ella observó cómo servía el champaña y luego abría la botella de coñac.
—¿Unas gotas de esto? Para hacernos la pareja francesa.
Barbara negó con la cabeza:
—No, gracias.
Ross vertió un poco de coñac en su copa y se sentó en el sofá, dejando poco
espacio entre los dos.
—Bueno, ¿se lo has dicho a Sally y a Mike?
—No, de hecho no he hablado todavía con Mitch. No tengo ni idea de cuáles
son sus planes.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—¿Qué tiene que ver? Pues mucho.
—Quiero decir… ¿y si quiere divorciarse?
—En ese caso, nos divorciaríamos —dijo Barbara—. ¿Crees que le retendría
en contra de su voluntad?
—¿No intentarás convencerle?
—No pretenderás que le persiga —dijo Barbara—. Él sabe cómo me siento y
sabe lo que hemos compartido durante mucho tiempo. Por Dios, si es más
sentimental que y o. El último cajón de su armario está lleno de fotografías de los
niños cuando eran pequeños. Cumpleaños, Navidades, muchas de cuando íbamos
a Florida. Todavía tenemos algunos muebles viejos en el sótano, de los que me
dieron mis amigos cuando nos casamos. Están destrozados, pero no es capaz de
deshacerse de ellos; ni siquiera los daría por caridad.
—Todo corazón —dijo Ross.
—No le tomes por idiota —contestó Barbara—. No lo es. Lo que digo es que
si quiere echar a perder veintidós años para ponerse a jugar a papás y mamás
con una tía joven, él sabrá lo que hace.
Ross alzó el brazo para apoy arlo en el respaldo del sofá. Sus dedos tocaban los
hombros de Barbara.
—Yo no digo que sea idiota. Pero sí que debe de estar volviéndose loco.
—¿Por qué? ¿Por habérmelo explicado?
—No. Por haberse enrollado con otra. ¿Sabes si había tenido alguna historia
antes?
—No sé de dónde habría sacado el tiempo. Creo que, de repente, le afecta su
edad. Quisiera volver a tener veinticinco años.
—El problema es que después de la primera vez…
Barbara volvió la cabeza para mirarle.
—¿Ocurrió así contigo?
—No —dijo Ross—. Yo siempre he tenido mis historias. Busco algo, supongo
—Sus dedos se movieron distraídamente sobre los hombros de ella—. Lo que
estaba diciendo, por qué digo que está loco, es que creo que si y o hubiera estado
casado contigo nunca las habría tenido.
—¿No has sido feliz? ¿Ninguna de las dos veces?
—Realmente, no. Siempre tenía la sensación de estar perdiéndome algo.
Supongo que porque en aquel momento creía que amaba a mi mujer, pero en
verdad no me gustaba especialmente —La miró, mientras ella bebía champaña
—. ¿Qué tal está?
—Muy bien. Bueno y frío.
—Prueba esto.
Ella bebió un trago de su champaña con coñac, para que no insistiera.
—Me gusta, pero es demasiado fuerte.
Cuando él le cogió la copa de la mano, se dio cuenta de que estaba más
cerca.
—No me preocupa demasiado Mitch, ni cómo se metió en esto. Pienso más
en ti. Te miro y pienso « qué desperdicio» .
—Ni que me hubieran convertido en chatarra.
—No, lo que quiero decir es que pienso que ahora estás más guapa, más
atractiva que nunca desde que nos conocimos.
—Intento envejecer con dignidad. Como todo el mundo.
—No estás envejeciendo —Sus dedos le tocaron la mejilla—. Ni una arruga.
Piel clara, suave…, una figura perfecta. Por Dios… —Posó la mirada en su cara
—, ¿desde cuándo no haces el amor?
—¿Quieres saber el día y la hora exactos?
—Barbara, si podemos relajarnos y disfrutar el uno del otro, ¿qué hay de
malo en eso? ¿Acaso hacemos daño a alguien?
—Tal vez en otra ocasión, Ross. ¿De acuerdo?
—Barb, no pretendo presionarte. Me atraes terriblemente, quiero acostarme
contigo, y no me da miedo admitirlo —Hizo una pausa y siguió, incluso más
calmado—: Barb, te haré el amor mejor que nunca en tu vida.
Barbara le estudió un instante, antes de contestar:
—¿Y cómo lo sabes?
—Te lo prometo.
—No, de verdad, ¿por qué crees que serías mejor que Mitch?
—Después de veintidós años, Barb, te lo prometo, cualquier mínimo cambio,
el simple hecho de ser algo nuevo y distinto, no puede sino mejorar.
—¿Qué tienes pensado?
—Venga, no seas fría. Relájate y déjate llevar.
—Podría, ¿no? Nadie se enteraría.
—Desde luego, y o no lo diría —dijo Ross. Dejó su copa sobre la mesa.
Atrajo a Barbara hacia sí suavemente, rodeándole los hombros con sus manos, y
la besó, conteniéndose al principio y luego demostrándole lo serio y ferviente que
era, intentando abrirse camino con la lengua entre sus labios.
Barbara separó la cabeza para apartar sus labios de los de Ross y este le
rodeó la espalda con las manos, abrazándola con firmeza.
Junto a su oído, ella dijo:
—Ross…
—Barb, no digas nada. Déjate llevar.
Lo raro era que podía, fácilmente, cerrar los ojos y dejarse llevar. Se sentía
cálida y cómoda. Ligeramente tensa. Estaba con un hombre en la habitación de
un hotel. Ross olía bien. Era bastante atractivo. Si se callara y no dijera nada, ella
podría aceptar racionalmente que estaba allí e irse con él a la cama y tal vez,
como había dicho él, sería mejor que nunca.
Pero Ross dijo:
—¡Joder, cómo me excitas!
Y luego inspiró con fuerza por la nariz… y era como en una película. Una
película no muy buena. Ella se dio cuenta de que no formaba parte de lo que allí
estaba ocurriendo. Era una observadora, asomada a algún lugar para verlos a los
dos en el sofá.
Cuando la mano izquierda de Ross se cerró sobre su pecho, dijo:
—Estaba pensando…
—¿Qué? —susurró Ross.
—En lo que haría Mitchell si nos viera así.
Ross se apartó para mirarla, con una expresión seria.
—Eso no ay uda mucho a mejorar las cosas.
—De todos modos, ¿qué crees que haría?
—No creo que se encuentre en situación de hacer nada —dijo Ross—.
¿Quieres decir físicamente?
—Lo que sea —contestó Barbara—. El caso es que él es impredecible. Tú
nunca lo habrías dicho, ¿verdad?
—Yo diría que es bastante estable. Si dice que te va a hacer una entrega, la
cumple.
Barbara se recostó sobre el cojín.
—También puede llegar a ser… Iba a decir « calculador» y no se me ocurre
ninguna otra expresión. No morboso, ni mal intencionado, pero…
—Barb, ¿por qué no hablamos de Mitch más tarde? Toma, bebe un poco más
—Ross alcanzó la botella de champaña, le llenó la copa y se la llevó a la boca,
ay udándole a dar el primer trago—. No agüemos la fiesta.
Ella bebió otro trago mientras él llenaba rápidamente su copa. Ross bebió y se
dio la vuelta para lanzarse de nuevo sobre Barbara, pero demasiado tarde.
—¿Sabías que Mitch estuvo en el ejército del aire durante la guerra?
—Barbara, vamos…
—Yo he dicho que era impredecible y tú que era estable. Y, de alguna
manera, los dos tenemos razón.
Ross sacó un cigarrillo del paquete que había sobre la mesa, resignándose por
unos instantes.
—¿Sabías lo del ejército?
—No, no lo sabía. ¿Qué era, mecánico?
—¿Lo ves? —dijo Barbara—. No, era piloto de guerra. Todo el mundo da por
hecho que debía de ser un chapucero grasiento. Pero a los veinte años era
teniente. Pilotaba un P-47.
—¡Qué interesante!
—¿Y sabes lo que es más interesante? —Barbara esperó un momento—.
Derribó siete aviones alemanes en menos de tres meses.
—¿En serio? —Ahora Ross parecía estar interesado—. Nunca se lo había oído
contar.
—También se cargó dos Spitfires.
—¿Spitfires? —Ross frunció el ceño—. Eso son aviones ingleses.
—Ya sé que lo son. Mitch volvía a su base, creo que en Francia. Los dos
aviones se lanzaron en picado sobre él, disparando sus cañones, crey endo por
alguna razón, que era alemán. Mitchell les encaró para protegerse. Disparó y,
con solo dos tiros, él dice que fue pura suerte, los derribó a los dos.
—¡Por Dios! ¿De verdad? —Ahora Ross estaba emocionado.
—Hubo un juicio —siguió Barbara—, una investigación oficial. Mitchell
explicó la situación tal como él la había visto y, dada su experiencia y su
expediente, le declararon inocente de « intención alevosa o culpa accidental» ,
como decían ellos. El general, o quien fuese, declaró cerrada la sesión. Mitchell
se levantó y dijo: « Señor, quisiera hacer una pregunta» . El general contestó:
« Adelante» . Y Mitchell dijo: « ¿Puedo anotar los Spitfires en mi cuenta de
derribos?» . Le retuvieron por desacato al juez y a la semana siguiente le
enviaron a casa, destinado a una base de Texas.
—Me lo imagino —dijo Ross, asintiendo—. Joven y salvaje.
Barbara negó con la cabeza.
—Tranquilo y calculador. No ha cambiado tanto desde entonces. Siempre
atemperado, buen tipo… hasta que alguien se pasa de la ray a y le provoca.
—O liga con su mujer.
—Nunca ha tenido que preocuparse por eso.
—Todo ha empezado al preguntarte tú qué haría si entrase aquí.
—Exacto —contestó Barbara—. ¿Tú qué opinas?
—Barb —Ross hizo una pausa—, creo que no estás preparada para estas
cosas. O me he precipitado, o algo así.
—Pensaba que íbamos a hablar.
—Ya hablaremos en otra ocasión —dijo Ross—. Se está haciendo tarde.
11
JANET ENTRÓ EN SU OFICINA y dejó los dos libros may ores sobre su mesa.
Salió y volvió a entrar con las carpetas de excedentes, pólizas de seguros, libros
de cuentas de los bancos y fondos del fideicomiso de la empresa en carpetas de
plástico.
—Martin quiere saber si se va a dar el piro —comentó Janet.
Mitchell la miró.
—Eso dijo, ¿eh? Darse el piro.
—Dijo: « ¿Qué piensa hacer, coger la pasta y darse el piro?» .
—Dile que me voy al hipódromo de Hazel —dijo Mitchell—. Voy a dejar de
apostar a las piezas de maquinaria y voy a poner todo el dinero en los caballos.
—Me parece que no se lo creería.
—Martin no se cree nada que no esté escrito en una hoja de balance.
Janet sostenía una tira de papel de calculadora que se curvaba en su mano. Se
acercó a la mesa para dársela a Mitchell.
—Eso es el total. Dice Martin que no hay ninguna posibilidad de sacar más
hasta abril del año que viene.
Mitchell observó el total, al final de la tira.
—Eso es todo, ¿eh?
—Si quiere hablar con él, puedo decirle que venga.
—No, y a está bien. ¿Lo ha escrito todo en una hoja?
—Sí, está ahí encima. Dividido por temas.
—Muy bien.
Janet esperó.
—No será verdad que se va a las apuestas, ¿no?
—No —dijo Mitchell—. Me largo con una bailarina de diecisiete años. Oy e,
quiero que vay as al banco después de comer —Sacó su talonario de cheques del
montón de carpetas y portafolios—. Toma, me sacas diez mil dólares.
—¿Diez mil?
—En billetes de cien. Cabrán en un sobre de los grandes, ¿no?
—No lo sé —respondió Janet—. Nunca he metido diez mil dólares en un
sobre.
—Pues inténtalo cuando vuelvas —dijo Mitchell—. Uno duro, de los grandes
—Y cuando ella salía, añadió—: Y ponme con mi mujer.
Esperó a que sonara el teléfono y lo cogió:
—Barbara… Sí, llega a cincuenta y dos mil. Eso hasta la primavera que
viene… Sí, voy a hablar con él. Pero antes tengo que ir a ver al otro, Leo… No,
tranquila. Me lo voy a pensar dos veces y después, probablemente, cuando pueda
salir, iré a ver si lo encuentro —Hizo una pausa—. Barbara, todavía te echo de
menos… Por Dios, Barbara, nos va a costar más de una noche volver a donde lo
dejamos, pero no veo otra forma mejor de hacerlo… Ya lo sé, es como volver a
empezar. Me hace sentir bien. Oy e, te llamaré más tarde y te avisaré si voy a
hacer algo… De acuerdo, hasta luego.
Volvió a echarla de menos, o siguió haciéndolo, en aquel mismo momento.
Eso era lo que le hacía sentirse bien, el querer estar con ella, querer tocarla. Le
había dicho que era como volver a empezar. O como volver a casa después de un
largo viaje. La noche anterior, al desnudarse juntos en la habitación, se había
acordado de aquello; cuando volvía a casa, subían al dormitorio, a cualquier hora
del día, y hacían el amor, sin demasiados preámbulos: llegar y hacerlo, con el
sudor rompiéndoles los poros. Había otras ocasiones para dedicar más tiempo a
los preliminares, para estar juntos desnudos y para hacer que durase. Aunque
ella no tenía que desnudarse para excitarle. Bastaba que estuviera sentada en una
silla, con la falda pegada a los muslos, o que estuviera cosiéndole un botón de la
chaqueta y le mirase por encima de sus gafas de lectura, para que le entraran
ganas de hacerle el amor: desnudarla en la quietud de las tardes dominicales, con
el sol reflejado en las ventanas de la habitación y el teléfono desconectado, y
hacerle el amor lentamente, sintiendo cómo pasaba de señora a mujer. Vestida,
era una señora; en la cama, una mujer. Cini había sido una chica, tanto vestida
como desnuda. Cini parecía pertenecer a un tiempo pasado. Y, si estuviera viva,
habría podido olvidarla. Pero debía acordarse de ella, porque estaba muerta.
Tenía que volver a ver a Leo y hablar con él. Hablar con él tranquilamente,
con sinceridad, y estudiar sus reacciones cuando le ofreciese la posibilidad de
negociar. Había leído libros sobre relaciones entre cliente y empleado, sobre
cómo ganar amigos, crear negocios, mejorar la personalidad y ganar un millón
de dólares. La may oría de ellos no había podido acabarlos. No era vendedor, ni
carpintero, ni cómico. Era él mismo. Confiaba en el sentido común, pero no le
asustaba apostar. Si daba su palabra, cumplía. Así que iría paso a paso y tal vez
Leo —si era uno de ellos— se delataría; o tal vez no.
Sería fácil si supiera quiénes eran y tuviera una pistola. Entrar, disparar y
salir. Misión cumplida; y luego, de vuelta al trabajo. Se veía a sí mismo
haciéndolo: apuntando a los tres hombres en una oficina destartalada llena de
fotografías de mujeres desnudas y apretando el gatillo. Era curioso que se lo
imaginara en la oficina de Leo. Pero también podía imaginarse jugando al tenis
con un servicio implacable y un revés impecable, o de jovencito de cuarenta y
cinco años bateando en la pista central del Tiger Stadium. Imaginarlo y hacerlo
eran cosas distintas. También matar a un hombre que volaba en un FW-190 o en
un Messerschmitt, a trescientos metros de distancia, era distinto que mirar a un
hombre cara a cara y apretar el gatillo. Se dijo a sí mismo que nunca sería capaz
de matar de ese modo, fría, impersonalmente. Aun así, deseaba tener una pistola.
Solo por si se equivocaba.
Aquella tarde, cuando salió del despacho, hubiera deseado llevar su viejo y
amplio abrigo. Llevaba un traje de punto, estrecho, y notaba que el sobre
abultaba en el bolsillo del pecho. Metió los cigarrillos en un bolsillo lateral, se
aseguró de que las llaves del coche seguían estando en el otro y le dijo a Janet
que la vería al día siguiente.
Ella le dio las buenas tardes y le vio desaparecer por el pasillo: las tres y
media de la tarde y diez mil dólares en el bolsillo de su chaqueta.
En la fábrica había cambio de turno. Mitchell saludó a sus empleados,
llamando a algunos por su nombre, echó un vistazo alrededor y salió hacia la
puerta trasera, comportándose como un jefe asequible y amistoso. Observó que,
en la zona del bar, había unos cuantos hombres junto a las máquinas de bebidas y
la Silex grande de café. Los hombres del turno de tarde estaban sentados
tomando café junto a las dos mesas grandes: no le extrañó, y a que todavía les
quedaba algo de tiempo libre. Pero había por ahí algunos del turno de mañana, de
los que normalmente se daban prisa por salir corriendo e irse a casa o a cualquier
bar.
En una de las mesas había un tipo vestido de gabardina, sentado de espaldas a
Mitchell. Cuando se dio la vuelta para decirle algo a John Koliba y a un par de los
otros que estaban al otro lado de la mesa, lo reconoció.
¡Jesús, lo que le faltaba!
Mitchell se acercó.
Ed Jazik, el agente número ciento noventa y nueve del sindicato, estaba
diciendo:
—¿Y a él qué coño le importa? Cierra la fábrica y vive como un rey de lo
que tiene en el banco: lo que ha estado metiendo en el banco mientras los
gilipollas de sus currantes se rompen los huevos para poder pagar las letras del
coche o de la lavadora, intentando ahorrar lo suficiente para comprarles un par
de zapatos a sus niños o un vestido nuevo a su mujer de vez en cuando.
Mitchell permaneció unos instantes a la escucha. Estaba pensando de dónde
habría salido aquel tipo y por qué le tenía que haber tocado a él. No había oído
hablar así a un agente sindical desde hacía quince años.
—Perdón —dijo Mitchell.
Y cuando Jazik alzó la vista y los demás le vieron, sorprendidos, le dijo al
agente:
—No quisiera interrumpir algo importante, pero da la casualidad de que está
hablando a mis empleados en un tiempo que es mío, porque lo estoy pagando. Si
lo que quiere es soltar un discurso, alquile un local por ahí e iremos todos a ver lo
bien que lo hace.
—¿Habéis oído eso? —dijo Ed Jazik—. El tiempo es suy o. Su tiempo, su
fábrica, sus beneficios. ¿Os creéis que le importan un pito vuestra dignidad y
vuestras condiciones de trabajo?
Mitchell dijo:
—¿Dignidad y condiciones? ¿Qué está haciendo, leer el libro del sindicato?
Dignidad y condiciones. Estos tipos trabajan para mí, les conozco. No podría
hacer nada sin ellos, ¿de acuerdo? Y ellos no podrían hacer nada si y o no llevara
el negocio. Así que será mejor que se vay a de aquí y nos deje trabajar un poco.
—Dice que no os concede tiempo para oír cuáles son vuestros derechos o
para que penséis por vosotros mismos —dijo Jazik—. Es su fábrica. Suy a. Él es el
amo. Si no le seguís el juego, le da con su jodido bate de béisbol y se larga a
casa.
—Al menos ha entendido eso —dijo Mitchell—. Yo soy el dueño. Bien.
Entonces, entenderá también que tengo derecho a pedirle que se vay a. —Eso y a
estaba mejor, un poco más tranquilo.
—Tenemos unos minutos —dijo Jazik—. Hablemos. Si usted escuchara, para
variar, le explicaría cómo veo y o las condiciones de trabajo en esta fábrica. —Se
alzó un poco para poder darle la vuelta a la silla, y volvió a sentarse, cruzando las
piernas.
Mitchell era consciente de que los demás le miraban. El jefe. Contra la pared.
El tipo del sindicato intentando presionarle y sacarle de sus casillas. Tenía que
ignorar lo que el tipo decía y manejarlo suavemente —de alguna manera—,
pero, sobre todo, no discutir con él delante de sus empleados.
« Dile que no tienes tiempo para discutir con él» , pensó. No, eso no era
manejarlo bien.
El tipo estaba esperando, en pose, sentado en la silla plegable con las piernas
cruzadas y un codo sobre la mesa. Seguro de sí mismo. O sabedor de que no
tenía nada que perder. No, decidió Mitchell, se sentía seguro. Le gustaba que la
gente le mirase.
Mitchell preguntó:
—¿Qué le dije la última vez que estuvo aquí y quiso hablar conmigo?
Jazik se encogió de hombros:
—No me acuerdo. Algún rollo.
Mitchell mantuvo la mirada fija en él.
—Le dije que si quería que hablásemos esperara a que llegase el convenio.
Para eso está, y entonces podremos hablar todo lo que quiera. Usted dijo que a lo
mejor algunos no estaban dispuestos a esperar. Bueno, y y o hablé con algunos —
Mientras hablaba, Mitchell recorrió con la mirada los rostros solemnes de los
hombres que rodeaban la mesa, la posó un momento sobre John Koliba y siguió
mirando—. Les pregunté cómo iba todo. No se quejaron. Les dije « bueno,
siempre que tengáis algún problema venid a verme y contádmelo. Intentaremos
arreglarlo» —Miró de nuevo a Jazik—. Aquí hacemos las cosas así, como y a
intenté explicarle.
Jazik escuchó detenidamente sin moverse. Luego, negó lentamente con la
cabeza:
—No es eso lo que usted dijo.
—¿Ah, no? —Mitchell parecía sorprendido—. ¿Qué dije?
—Primero, se negó a hablar conmigo.
—Hasta que lleguen las negociaciones. Eso es cierto.
—Y luego dijo que si nos poníamos a discutir, eso dijo, que si nos poníamos a
discutir era capaz de partirme el alma.
Mitchell negó con la cabeza.
—No. Dije que si nos poníamos a discutir era capaz de olvidarme de quién es
usted y le rompería el alma. No es exactamente lo mismo.
Mirando a Jazik, se dio cuenta de que y a no se iba a detener. No iba a ser
educado ni iba a perder el tiempo con él, con aquel idiota hijo de puta marrullero
que se quedaba allí sentado, con el cuello del abrigo levantado y aquella mirada
fría en la cara. Al ver aquel tipo, veía, por alguna razón, a aquel otro que se
llamaba Leo sentado en su silla en el despacho del estudio de modelos. Una
chispa cruzó su mente y desapareció tal como había llegado.
Dijo Mitchell:
—Y ahora se lo voy a decir otra vez. Salga de aquí inmediatamente o le
partiré el alma y le echaré y o mismo. Como usted prefiera.
Jazik, mirando fijamente a Mitchell, tardó en levantarse. Era más corpulento
que él, un poco más alto y tenía las espaldas más anchas.
—Habéis oído cómo me amenazaba —dijo.
—Lo ha oído usted —dijo Mitchell—. Y eso es lo que importa.
—Le podría llevar a juicio, ¿sabe? Amenaza de agresión física.
—Eh —dijo Mitchell—, déjese y a de sandeces. ¿Se va, o no?
—Me gustaría ver cómo intenta sacarme.
Mitchell le golpeó antes de que acabara la frase, cuando aún tenía la boca
ligeramente abierta. Le golpeó fuerte con la mano derecha. Cuando Jazik se
apartó de la mesa, volvió a darle con la misma mano, no tan fuerte como la
primera vez. Jazik encajó el golpe y se encaró hacia él. Mitchell le engañó con la
derecha y esta vez le dio con la izquierda, golpeando tan fuerte como jamás lo
había hecho. Vio que los hombres que había a su alrededor se apartaban de un
salto. Jazik cay ó sobre la mesa y la desplazó, hasta que se desplomó y quedó
sentado en el suelo.
Mitchell esperó por si Jazik volvía a levantarse o alguien decía algo. Los
hombres del primer y segundo turno miraron alternativamente a Jazik y a su
jefe, pero ninguno de ellos habló.
—Que alguien lo saque de aquí —dijo Mitchell finalmente. Se dio la vuelta y
se marchó. Los demás le vieron volver a cruzar la fábrica, en dirección a su
oficina.
Janet estaba ordenando su mesa. Miró, sorprendida, al verle entrar.
—Creía que se había ido.
—Ponme con… ¿cómo se llama? —dijo Mitchell—. El tipo ese, el presidente
del sindicato.
—¿No es Donnelly ?
—Eso, Charlie Donnelly. Ponme con él, ¿quieres?
Janet marcó el número, preguntó por el señor Donnelly, dijo de parte de
quién era y le pasó la llamada a Mitchell. Este no se sentó. Se quedó de pie junto
a la mesa, esperando que Janet saliera de su despacho y cerrase la puerta.
—¿Charlie? Soy Harry Mitchell, de Ranco… Bien… Sí, y a lo sé, dentro de
una semana o diez días. Tengo que verte, Charlie, pero a ti, porque te voy a decir
una cosa: no pienso negociar con ese clavo que me has enviado… Jazik. El muy
hijo de puta entra en la fábrica (donde hay un cartel que dice « Prohibida la
entrada a toda persona ajena a la empresa» ), entra y se pone a hablar con mis
empleados. La semana pasada me cogió por los pasillos y me amenazó con un
boicot… No sabía que vosotros… De acuerdo, ¿entonces por qué me ha de tocar
a mí esa mierda? Charlie, ese tipo se cree que vive en los años treinta. ¿De dónde
lo has sacado? —Mitchell esperó durante más o menos un minuto, escuchando—.
Si has cogido a uno que va por libre, encárgate tú de enseñarle. No voy a ser y o
quien le haga madurar. Antes le rompo el cuello al muy hijo de puta. Soy
demasiado viejo para tragarme esa mierda. Ya he pasado por eso, Charlie, y tú
también. No nos hace falta. Tú y y o podemos sentarnos y hablar, ¿no? En doce
años nadie ha tenido que levantar la voz. Me das el contrato, cambiamos un par
de líneas y lo firmamos. ¿Para qué tienes que enviarme a ese pay aso? Si tú y y o
podemos arreglarlo con una simple comida… —Volvió a esperar, escuchando,
empezando a calmarse—. Sí, está bien. Oy e, perdona si me he pasado. Tengo
muchas cosas en la cabeza y solo me faltaba esa… —Esperó de nuevo,
pacientemente, dejando que el presidente del sindicato le explicara que les
gustaba mucho el entusiasmo del chico, pero que tal vez tendría que ay udarle a
sentar la cabeza, o enviarle a una escuela de buenos modales. Todo iba a ir bien.
Mitchell no vería al tipo en un año, y eso si todavía seguía y había aprendido algo.
Eso estaba bien. Estuvieron un momento más con los adioses de rigor y Mitchell
colgó el teléfono.
Al salir de su despacho, le dijo a Janet:
—Volveré a intentarlo. A ver si ahora puedo largarme de aquí.
13
ALAN DIJO:
—¿ME ESTÁS ESCUCHANDO? Si estás ocupado, puedo esperar, tío, si estás
ocupado. No quiero interrumpirte, ni nada.
Bobby Shy le estaba escuchando. Podía esnifar coca y no perderse una
palabra: eso no tenía truco. También ahora la sacaba de la bolsa con la cucharita
de plata…, una amiga sin ojos ni pechos pero a la cual podía uno agarrarse y
llevarla a la nariz y, sííííí, una y otra vez, diez dólares de coca pura mientras Alan
hablaba por su boca cortada, contándole que el tipo había ido a verle.
Estaban en el apartamento de Doreen, porque Alan le había llamado y le
había dicho que quería verle allí. Alan, Bobby y Leo. Doreen estaba durmiendo
en la habitación contigua.
Bobby tuvo que poner mala cara al ver la boca de Alan, cortada, afeada. El
hombre le había pegado bien. Era una mierda, ¿le estaba escuchando? Hablaba,
pero intentaba no mover la boca. Como si la boca no existiese. Como si el
hombre no le hubiera pegado. Parecía un tipo fácil, pero no se echaba atrás, ¿eh?
Bobby estaba sentado en un extremo del sofá con los pies apoy ados en la mesita
de café, calzados con calcetines negros. Leo estaba sentado en el otro extremo
del sofá floreado, pero, aun así, Bobby percibía su repugnante olor a colonia
barata. Alan estaba de pie, moviéndose, elevando los hombros, con los dedos en
los apretados bolsillos frontales, mirándole.
Bobby dejó la bolsa de coca sobre la mesa de café. Mejor guardar una ray a
para cuando Doreen se despertase. Si no, le mataría. Dijo:
—Te escucho. Estoy aquí sentado, ¿no?
—Es importante que primero aclaremos las cosas —dijo Alan—. El tipo no
estaba allí porque sí. Alguien le dijo dónde encontrarme.
Leo estaba inclinado hacia adelante, hundido en el cojín, preparado para
saltar:
—Yo no le dije nada. Ni siquiera le dije tu nombre, por el amor de Dios,
nada.
Alan mantuvo la vista fija en Bobby.
—Leo dice que no fue él.
—Tío, y a es la décima vez que se lo oigo. Me lo creo, con tal que no lo repita
más.
—De acuerdo —dijo Alan—. Si no fue Leo, entonces solo nos queda una
persona.
—¡Eh! ¿Yo? Solo he hablado un par de veces con la nuca de ese tipo.
—No estoy hablando de ti —dijo Alan.
—Bueno, solo somos tres.
Alan negó con la cabeza:
—Doreen. Si no ha sido Leo, entonces tiene que ser Doreen. Estaba en el bar
cuando él vino a hablar conmigo.
Bobby reflexionó.
—No. No puede haber sido ella.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque somos amigos —dijo Bobby —. Sabe que si me enterase de algo así
la echaría por la ventana.
—Hablemos con ella.
—No hace falta.
—Quiero estar seguro —dijo Alan.
—Oy e, mira, y a hablaré y o luego con ella —respondió Bobby Shy —.
¿Entiendes? Se lo preguntaré y te haré saber algo.
—Mientras lo hagas… —dijo Alan.
Tenía que decir la última palabra. Al hijo de puta negro de ojos soñolientos
había que manejarlo con guantes. Nunca interrumpir lo que estuviera pasando
dentro de su cabecita loca llena de coca. Leo, a su manera, era tan malo como
Bobby, o peor. Había que llevarle de la manita para que no se cagara. Vay a par
de maravillas. Un cagón con la cabeza llena de serrín que era capaz de derretirse
en cuanto la cosa se calentara y un pistolero que perdía el culo y se gastaba
cincuenta pavos al día para su séptimo cielo. Joder, tal y como estaba resultando
el tipo, aquellos dos no le servían de nada. De pronto, el tipo había demostrado ser
fuerte, muy distinto del tipo simple y facilón que había parecido al principio.
—O sea que, como os he explicado —siguió Alan—, el tipo dice que quiere
hablar de su situación económica. Eso es todo lo que dijo, salvo que tengo que ir
solo. ¿Por qué?
—Esa es la cuestión —dijo Bobby Shy —. Bueno, ¿y cuál es nuestra
respuesta?
—De momento, creo que trama algo. Por ejemplo, que la policía esté allí,
emboscada. Entro, me paga y me pillan. Pero, entonces, ¿por qué solo y o? Si la
pasma estuviera detrás de esto, nos querrían a los tres, ¿no?
—O a lo mejor —dijo Bobby — te pillan y esperan a que cantes sobre
nosotros.
—Vamos —dijo Alan—. Es más fácil pescarnos a los tres. Estaría tirado. Los
tres juntos con el jodido dinero en las manos.
—Eso no responde a nuestra pregunta, ¿verdad? ¿Por qué quiere que vay as tú
solo?
—Creo que solamente hay una manera de saberlo —dijo Alan—. Que vay a
a verle.
Bobby Shy fijó su mirada en Alan.
—No os llevaréis algo entre manos tú y él, ¿verdad?
—¿Quieres ir tú en mi lugar? —Alan le devolvió la mirada—. A mí no me
importa, tío. Ve tú, y entérate de lo que quiere. Así serás tú quien se juegue el
culo, tío, no y o. —Alan esperó. Con eso debería de bastar. Tampoco quería
pasarse.
Bobby Shy sonrió desde el sofá floreado. Llevaba un ciego divino, todo claro
y cálido, y no quería desperdiciarlo discutiendo con aquel tipo de la boca cortada
y el pelo largo. Dijo:
—Eh, enróllate. Ve a ver al tío y dime lo que quiere. Te creo. ¿Por qué no iba
a hacerlo? Todos estamos metidos en esto.
—Pregúntale quién se lo dijo —soltó Leo Frank—. Pregúntale si fui y o. Ya
verás.
Alan se quedó mirándoles un rato. No había prisa. No hacía falta decir nada
más.
—Vale —dijo—. Mañana, a la misma hora, en mi casa.
Fue hasta la puerta, se dio la vuelta y miró de nuevo a Bobby.
—Lo del atraco al autobús… Al final imaginé quién era el caco.
Los ojos de Bobby Shy estaban medio cerrados.
—¿Está bien?
—Según los periódicos, te llevaste unos cuatro mil.
—Y una mierda.
—No puedes dejar de ser un pistolero del Oeste, ¿eh?
—Pensé que te gustaría.
—No sé —dijo Alan—. Un poco loco, pero con estilo.
—¿Estás intentando decirme algo?
Alan le guiñó el ojo.
—Estoy diciendo que sé que fuiste tú, tío, eso es todo.
Bobby Shy se sentó en el borde de la cama de matrimonio mirando a
Doreen: el suave rostro oscuro, algo hinchado por el sueño. Las largas pestañas
negras que se pegaba de una en una, cerradas sobre sus ojos. Buena chica,
respirando reposadamente, con la cara un tanto alzada, su cuerpo desnudo
dibujando un medio giro bajo la sábana, haciéndole sentir la curva de su cadera
sobre la pierna.
En voz baja, llamó:
—¿Doreen?
Repitió su nombre y esta vez le agitó suavemente el hombro desnudo.
—Eh, nena, venga. Es hora de despertarse y hacer algo de comida.
Su mano abandonó el hombro, estiró la almohada y se detuvo en el regazo. El
movimiento le hizo abrir los ojos. Se posaron en él con calma, se movieron para
contemplar un haz de luz del día que destacaba en la sombra de la ventana y
volvieron a posarse en su cara.
—¿Qué hora es?
—Sobre las tres.
—A las siete de la mañana, el tío quería volver a empezar. Le digo: « Eh,
nene, mueve el culo y vete al trabajo» . Muy sorprendido, me contesta: « Lo
pagaré» .
—¿Quién era?
—A las siete de la mañana. Le he dicho: « Eh, nene, a las siete de la mañana
no lo hago ni por placer» .
—¿Se llamaba Mitchell? ¿Era un amigo de Cini?
Doreen no se movió; mantuvo la vista fija en el rostro de Bobby Shy y, un
momento después, dijo:
—No, no era él. Era otro.
—¿Estuvo aquí ay er?
—¿Quién?
—Ese hombre, Mitchell.
—Ay er… Sí…, hacia las cuatro. Le dije que estaba esperando a alguien.
—¿Qué más le dijiste?
—Que volviese otro día.
—¿Qué más?
—¿Y qué podía decirle? Yo no sé nada.
Bobby Shy levantó la almohada. Vio sus ojos brevemente, antes de bajarla
sobre su cara y apretarla fuertemente con las dos manos abiertas, los brazos
rígidos. Apartó la cara hacia un lado cuando ella se puso a arañarle y a darle
patadas y su cuerpo se arrastraba debajo de la almohada.
Al levantarla, volvió a ver sus ojos, como si hubieran estado todo el rato
abiertos. Ella inhaló aire y, casi inmediatamente, repitió:
—No sé nada, ¿qué podía decirle?
—Me conoces —dijo Bobby Shy —. Y conoces a la gente que y o conozco.
Ella estaba rígida, temía moverse; temía decir algo que no debiera.
—¿Te preguntó algo?
—Estuvo aquí solo cinco minutos. Le pregunté si quería beber algo, me dijo
que sí, y le puse una copa.
—¿Había venido a comprar, o a hablar?
—Le dije que estaba ocupada, se bebió su copa y se fue.
—No estás contestando a mis preguntas —insistió Bobby Shy.
Volvió a levantar la almohada y tuvo que luchar para apretarla contra su
cara, salvando la resistencia que ofrecían sus brazos. Volvía a verle los ojos, y
podía ponerse en su lugar e imaginar lo que ella estaba viendo. Luego, veía la
almohada y sentía que el cuerpo de ella se retorcía contra él, que levantaba las
piernas y las estiraba y las volvía a levantar. Vio, cerca de sí, un rastro de polvo
blanco en su antebrazo y pequeños agujeros negros en el hueco del codo. Era
delgada y débil, pero era un buen gallo de pelea y seguiría moviéndose mientras
estuviera con vida, tal vez incluso después. Sus piernas volvieron a estirarse y
luego se ablandaron. Su brazo, levantado a la altura de la cara de Bobby, pareció
volverse fláccido y descendió lentamente, abandonado.
Bobby Shy levantó la almohada y vio sus ojos, todavía abiertos. Parecían
soñolientos. Ella inspiró, soltó el aire y empezó a respirar a golpes cortos y
rápidos, como si hubiera estado corriendo. Sus ojos le miraban con expresión
adormecida, como si les faltara algo. La chica buena se estaba durmiendo,
demasiado cansada para hablar.
Bobby Shy dijo:
—Por última vez. ¿Le dijiste dónde vivo y o, o algún conocido mío?
La cabeza de Doreen se movió en la almohada, solo un poco, de lado a lado.
—No. Por favor…
—Eh, ¿estás bien?
—¿Me crees? Por favor, no le dije nada.
—Te creo —contestó Bobby Shy.
—Le dije que estaba ocupada. Nada más.
Bobby Shy se agachó para darle un beso en la mejilla.
—¿Por qué no duermes un rato más, nena? Vas a dormir, eh, repítete a ti
misma: « Nunca volveré a hablar con ese hombre, jamás le miraré a la cara. Si
viene aquí, mierda, le cerraré la puerta en las narices» . ¿Eh, Doreen? —siguió
Bobby Shy —. Haz eso y todo irá bien.
Alan condujo el Thunderbird blanco hasta la Ranco Manufacturing. Su coche,
un Datsun 240z amarillo, había desaparecido hacía al menos dos meses. Robado.
Lo había dejado menos de diez minutos aparcado delante del cine, en una zona
prohibida, mientras iba a llevarse unas cuantas entradas —era su día libre— y al
salir y a no estaba. Había llamado a la policía cada día durante tres o cuatro
semanas, recordándoles que era un Datsun 240z amarillo, por el amor de Dios,
con un equipo Panasonic de ocho pistas, ruedas radiales y neumáticos Michelin
X, preguntándoles cuántos Datsun 240z creían que había en Detroit o en Ohio del
Norte o en Indiana o donde quiera que luego se vendieran esos coches. Le habían
contestado, cada vez, que no se preocupara, que y a aparecería. Por supuesto, le
habrían quitado el equipo Panasonic de ocho pistas, y necesitaría alguna
reparación, pero aparecería. La pasma. Alan dejó de llamar a la policía justo
cuando supo de un tal Harry Mitchell, de Ranco Manufacturing, y se dedicó a
seguirle, controlarle y estudiar sus cuentas —había analizado todo menos su orina
— y decidió que era el tipo a atacar. El hombre que él y Leo habían estado
esperando.
Alan aparcó el Thunderbird al otro lado de la calle de la fábrica, media
manzana más allá, y se quedó mirando cómo la hilera de luces piloto de los
coches de los empleados del turno de tarde confluían en la salida del
aparcamiento que había detrás de la fábrica y salían a la calle. Algunos coches
se acercaron y se pararon en el Pine Top Bar. Alan veía el rótulo verde de neón
por el retrovisor, unos doscientos metros detrás de él. Esperó a que se despejara
el camino, y luego siguió esperando unos quince minutos más, para estar seguro.
No le gustaba nada. Debería tener cuidado con lo que decía, por si había
micrófonos ocultos en el despacho de Mitchell. No aceptaría dinero esa noche, ni
siquiera si se le ofrecía todo de golpe, por si los policías le estaban esperando en
la habitación de al lado o en el jodido lavabo. ¿Qué razón podrían tener para
detenerle?
¿Asesinato? ¿Qué asesinato? ¿Qué chica?
Respuesta: Sí, conozco a algunas chicas que trabajaban allí. Pero hay muchos
cambios: se van, y no las ves nunca más.
Había estado en casa de Mitchell, ¿no?
Respuesta: Sí, una vez estuve allí. Le expliqué a su mujer que estoy montando
una empresa de contabilidad personalizada para amas de casa, gente que gasta
unos cuantos miles al mes y no le gusta tener que preocuparse de las facturas y
las cuentas del banco. Esa es mi especialidad.
Pensar rápido siempre es mejor. Había estado a punto de decirle a la mujer
de Mitchell que era un vendedor de inmuebles. Esto era mucho mejor. Podía
referirse a su historial, y confiar en que no lo comprobasen demasiado.
De acuerdo. Mitchell le había dicho que fuera a mirar sus cuentas. Eran casi
sus propias palabras. Eso era todo lo que sabía, y por eso estaba allí.
¿Qué más?
No se le ocurría nada más, ninguna otra posibilidad de que le arañasen y
pudiesen pescarle. Pero seguía sin gustarle.
El Thunderbird trazó un círculo perezoso a través del aparcamiento, se acercó
a la fábrica y paró no muy lejos del coche de Mitchell. Hubo un momento de
silencio antes de que se oy era un portazo.
Mitchell estaba de pie bajo la luz que venía de la puerta trasera. Cuando vio la
figura que se dirigía hacia él, empujó la puerta y la mantuvo abierta.
—¿Señor Mitchell?
No contestó.
—¿Señor Mitchell? —Alan se acercó a él, sin darse demasiada prisa—. Tengo
entendido que le gustaría que le echara una hojeada a sus libros.
—No hay nadie —dijo Mitchell.
Entró él primero y dejó que Alan le siguiera.
—¡Vay a! Tiene mucha maquinaria, ¿no? ¿Qué fabrica usted exactamente,
señor Mitchell?
Alan sonrió, empezando a relajarse, mirando a su alrededor a medida que
avanzaba con Mitchell, a través de mesas metálicas ordenadas y cabinas con
luces fluorescentes, hasta que llegaron a su despacho. Mitchell cerró la puerta y
señaló la mesa.
—Ahí está. Eso representa todo lo que tengo y todo lo que debo, lo que valen
mis propiedades. Sírvase usted mismo.
Alan dio la vuelta a la mesa, mirando los impresos, carpetas y libros
bancarios.
—¿Qué quiere que haga, ver si todo está en orden?
—Ya le he dicho que no hay nadie —dijo Mitchell—. No hay ningún equipo
de grabación escondido, ni nada parecido. Puede verlo si quiere.
Alan se sentó junto a la mesa de patas de cristal. Era más fácil no decir nada
que husmear en busca de un micrófono. Empezó a estudiar los títulos de los
papeles e impresos.
Mitchell se quedó al otro lado.
—Si sabe de qué va, le llevará tres o cuatro horas mirar todo eso. Si no sabe
de qué va, podría llevarle toda la vida y seguiría sin saber nada.
Alan le sonrió.
—No se preocupe por mí, señor Mitchell. Apuesto a que puedo leer esto más
rápido que su contable.
—Tenía el presentimiento de que así era —dijo Mitchell—. ¿Estudió para
empresario en la escuela, o qué?
—Me pareció más rentable el negocio del cine —dijo Alan con amabilidad
—. Pero me gusta seguir con la contabilidad, por así decirlo.
—La contabilidad de los demás.
—Sí, señor, para sacar algún extra de vez en cuando.
—¿Va a mirarlo todo?
—Lo suficiente como para tener una idea.
—El gobierno se queda un sesenta y cinco por ciento de mi salario.
—Ya lo veo.
—Vivimos del resto. El balance de mi patente ha ido cada año a bonos
municipales u otras inversiones a largo plazo. Y los beneficios anteriores han
pasado al fondo de inversión y no se pueden tocar. ¿Me entiende?
—Sí, señor. Como mucha gente que gana mucho dinero, usted parece no
tener nada.
—Esa hoja que tiene delante contiene los datos clasificados por temas. Suma,
resta y arroja un resultado final. ¿Lo ve?
Alan asintió:
—Cincuenta y dos mil.
—Eso es todo lo que puedo conseguir de momento —dijo Mitchell—. Ni un
centavo más antes del próximo abril.
—¿Cuando acaba su año fiscal?
—No, cuando pagamos a Hacienda.
—¿Y el año que viene? —preguntó Alan—. La misma cantidad, ¿no? Salvo
que pueda convertir alguno de sus excedentes.
—No me preocupa el año que viene —contestó Mitchell—. Algo en su estilo
de vida me dice que probablemente y a no estará por aquí. Pienso solo en el
presente y pienso en mi familia. He trabajado mucho para dejarles algo y
pretendo hacerlo sin tener que vender mi empresa ni mi casa ni cambiar mi
forma de vida. Así que voy a negociar con usted ahora mismo, con una cifra
que, como verá, va a ser la de partida. Cincuenta y dos mil dólares. Si insiste en
recibir más, no le pagaré nada. Si sigue con su amenaza de informar a la policía,
les diré todo lo que sé y se verá usted con el agua al cuello. Creo que tendría
muchas posibilidades de librarme de la acusación. Incluso más que usted. Pero
no quiero correr ese riesgo. Principalmente por lo que significaría para mi
familia —Mitchell hizo una pausa—. Así que, ¿quiere cincuenta y dos mil dólares
o un montón de problemas y una razonable posibilidad de acabar en la cárcel?
Alan miró a Mitchell, pero no dijo nada.
Mitchell esperó. Luego siguió:
—Cómo se repartan, eso es su problema. Ciento cinco partido por tres hacen
treinta y cinco mil cada uno. Cincuenta y dos hacen diecisiete… si lo dividen en
tres partes. Pero eso es cosa suy a. Mírelo así. Reciba lo que reciba, siempre es
mejor que nada. Podría haberle enseñado un balance de deudas con toda clase
de retenciones, incluy endo el IRPF. ¿Entiende lo que quiero decir? Usted me
amenaza con una acusación de asesinato y con la cárcel, y, mientras tanto, el
gobierno podría haberme dejado desnudo.
—Nunca se sabe, ¿verdad? —dijo Alan—. La vida está llena de sorpresas —
Volvió a quedarse pensativo—. ¿Cuánto tardaría en conseguir los cincuenta y dos?
—Cinco días, o algo así.
—Bueno, lo pensaremos.
—¿Quedamos aquí?
—Tal vez. Ya le diremos algo.
—Otra cosa —dijo Mitchell—. Mantenga a sus amiguitos apartados de esto.
Págueles lo que quiera, pero y o solo voy a negociar con usted, ¿de acuerdo? Si
no, nada.
—De acuerdo —Alan se quedó un momento pensando y se levantó—.
Contésteme una pregunta. ¿Quién le dijo dónde encontrarme?
—Su amigo Leo. ¿Quién creía usted?
Observó el coche cuando salía del aparcamiento y luego volvió a su despacho
cruzando la fábrica. Se sentó a la mesa, y escribió una nota para sí mismo.
« Llamar a O’Boy le por la mañana. A ver qué puede averiguar su amigo
sobre Alan Raimy y Leo Frank» .
Y se fue directamente a casa.
15
MITCHELL DIJO:
—Dile que y a le llamaré y o. —Y colgó el teléfono.
Estaba en el despacho de la sección de ingeniería, sentado en un taburete alto,
bajo las brillantes luces fluorescentes. Se apoy ó en la mesa de diseño una vez
más para estudiar los dibujos seccionados que había hecho de una pieza de
cierre. Eran dibujos simples, hechos con la mano suelta, sin escuadra. Abierto
sobre la mesa, estaba el maletín que había recibido el día anterior. Al lado del
maletín estaba el conmutador que había sacado de la cesta de desechos también
el día anterior.
Dibujó un rectángulo que representaba el maletín abierto, y lo miró. Luego,
trazó una perspectiva desde arriba de uno de los dos cierres que había en la parte
frontal del maletín.
Vic, su jefe de fabricación, entró en la sala de diseño y se quedó mirando la
mesa.
—¿Qué? —dijo Mitchell.
—Los cincuenta metros de varilla del número ocho tienen que llegar mañana.
Todavía no están aquí.
—Llámales y mételes prisa.
—Ya lo he hecho. Dicen que y a verán qué pueden hacer.
—Vuelve a llamarles —insistió Mitchell—. Diles que como no estén aquí las
varillas al mediodía y a se las pueden ir enrollando al culo para hacer Hula Hops,
porque nos iremos a buscarlas a otro sitio.
—Dirán que de acuerdo, y las varillas estarán aquí a eso de las cuatro o las
cinco.
—Pero las tendremos —contestó Mitchell.
Vic se quedó mirando el dibujo.
—¿Qué pasa, nos vamos a meter en el negocio de las maletas?
—Estoy tratando de averiguar cómo se puede abrir esto —mira, es uno de los
cierres— y provocar una conexión eléctrica en el interior.
—¿Para qué?
—Por ejemplo, para hacer que se encienda una luz cuando lo abres.
—Como un frigorífico.
—Solo que el maletín no puedes enchufarlo.
—Tienes que poner una batería dentro.
—Eso y a lo sé —dijo Mitchell—. Lo que pretendo averiguar es cómo
conectar el cierre con la batería sin estropear el maletín, sin que cambie su
apariencia.
—Es muy bonito.
—¿Entiendes el problema?
—Creo que ese conmutador es demasiado grande. Te bastaría con un muelle
de cualquier tipo.
—Tal vez tengas razón.
—Bueno, supongo que se te ocurrirá una manera —dijo Vic—. Si es que eso
es lo que pretendes, iluminar un maletín.
—Es más o menos lo que pretendo —contestó Mitchell.
Llevaba consigo el maletín cuando volvió a su despacho y se paró ante la
mesa de Janet.
—¿Recuerdas de dónde era?
—Lo anoté, por si quería que comprobase lo de la tarjeta.
—La tarjeta y a la encontré. Estaba dentro.
—¡Oh! —dijo Janet. Y esperó.
—Lo que quiero es que vay as hoy, cuando tengas un momento, y me traigas
otro. Exactamente igual que este.
—¿Quiere otro maletín igual que este?
—Estaba jugando con el cierre y ha saltado.
—Tal vez se pueda arreglar.
—Simplemente quiero otro nuevo, si te parece bien.
—Por supuesto que me parece bien.
—Muchas gracias.
—Ha vuelto a llamar el señor O’Boy le. Le he dicho que y a le he pasado el
recado la primera vez.
—Ponme con él, ¿quieres?
—A sus órdenes, señor Mitchell.
Él la miró.
—Janet, tengo motivos para querer otro maletín. ¿Creerás mi palabra y lo
aceptarás?
Se metió en su despacho.
—Tengo otro para que lo busques —dijo Mitchell al teléfono—. Se llama
Robert Shy. Si te sirve de algo, te daré su dirección y el número de su carnet de
conducir.
—¿Es un amigo de Leo Frank?
Mitchell dudó.
—¿Por qué?
—¿No has visto el periódico esta mañana?
—He pasado la noche aquí. Tenía que hacer una cosa.
—Coge un periódico —dijo O’Boy le—. Página tres, una foto de un estudio de
modelos con el cristal destrozado.
—¿Ha tenido un accidente? ¿Qué le ha pasado?
—Le han pegado cuatro tiros. Me das el nombre de un tipo para que lo
localice y tres días después aparece muerto. Ahora, ¿quieres contarme qué es lo
que pasa?
—¿Fue un robo, o qué?
—Llevaba cuarenta y tres dólares encima, un peine, un frasco de laca para el
pelo y una botella de loción Beach Boy para después del afeitado. No, no fue un
robo y no estás contestando a mis preguntas, Mitch, ¿qué pasa?
—Espera un momento, Jim. ¿Qué hay de Alan Raimy ?
—¿Qué pasa con él?
—¿Has sabido algo?
—De momento, el único del que he logrado saber algo es de Leo Frank. ¿Te
acuerdas de Joe Paonessa, aquel fiscal con el que fuiste tan simpático? Le pedí
que averiguase algo. Me llamó ay er por la tarde y me dijo lo que sabía.
—¿Qué?
—Mitch…
O’Boy le parecía impaciente. Exhaló un golpe de aire, probablemente
agitando la cabeza.
—Venga, dímelo —insistió Mitchell.
—Una vez lo arrestaron —dijo O’Boy le— por exhibicionismo, tres veces por
proxeneta; una de ellas fue declarado culpable y lo encerraron noventa días. Lo
que quiero que entiendas —dijo entonces O’Boy le— es que los de la oficina del
fiscal buscan sus datos por hacerme un favor, y al día siguiente el hombre está
muerto. ¿Y ahora qué le cuento a Joe Paonessa cuando me llame?
—Espera a ver si lo hace.
—Mitch, lo han asesinado.
—No sé qué decirte, Jim —dijo Mitchell—. Quiero decir que, en este
momento, no tengo nada que decirte. Tal vez dentro de un par de días.
—Voy a ir a hablar contigo —dijo O’Boy le.
—No estaré aquí.
—Mitch, le doy dos nombres a los de la oficina del fiscal. Uno de ellos
aparece asesinado. ¿Qué van a hacer? Van a llamarme y preguntarme de qué
conozco y o a ese tipo y qué pasaba con él. Y van a moverse detrás del otro
nombre, Alan Raimy. Ahora sé que Alan y Leo están involucrados en lo del
chantaje, obviamente. Joe Paonessa no lo sabe, porque naturalmente no
mencioné tu nombre. Pero él podría ponerse a pensar y ligar una cosa con otra y
podrías encontrarte con la policía llamando a tu puerta. Antes de que eso ocurra,
quiero que me lo cuentes todo, ¿de acuerdo?
—No veo por qué tienes que decirle nada —contestó Mitchell—. Dile que son
clientes tuy os. Vienen a verte, y tú quieres asegurarte antes de quiénes son. Jim,
los que cometen crímenes también acuden a los abogados, ¿no? O los que han
cometido un crimen y tienen miedo de que les pillen. Dile a ese Joe como-se-
llame que han venido a verte pero todavía no te lo han contado todo. Han
contraído una deuda en una apuesta de juego, o algo así, y les han amenazado.
Jim, tú eres el abogado, puedes inventarte algo.
—Quiero hablar contigo hoy, Mitch.
—De acuerdo. Pero más tarde, ¿de acuerdo? Tengo cosas que hacer y se me
está agotando el tiempo.
—Mitch, prométeme… que no harás nada hasta que hay as hablado conmigo.
—Ya veremos —contestó Mitchell—. Pero podría no tener elección.
Alan estiró el cable del teléfono de la habitación, lo desconectó y se lo llevó
escaleras abajo. Cogió el « Free Press» de la escalera de la entrada y ley ó lo de
Leo mientras hervía el agua. Ese Bobby … El maldito pistolero había tenido que
cargarse todo el local. Con estilo, pero salvaje. Al tío le encantaba apretar el
gatillo. Sí, dijo Alan, y sonrió.
Estaba funcionando, se dijo a sí mismo mientras se servía el café. Todo
funcionaba. Repasó una lista mental.
Leo y a no era una molestia.
La mujer del tipo, arriba, bajo control.
El camión en el garaje. Robado, pero como si no lo fuera, porque Richard no
iba a ir a la policía, eso seguro.
El tipo ocupado en el trabajo, sin enterarse de qué mierda estaba pasando.
Era el mejor de todos los premios que le habían tocado en la ruleta: que el tío
no volviera a casa ay er por la noche. Joder, así no tuvo que sacar a la Flaca y
esconderla en algún motel y dejar una nota falsa diciendo que había salido por la
tarde o que había ido a visitar a su madre o alguna otra maldita excusa —cosa
que él podría o no podría haber creído—. Esa había sido la parte más arriesgada
de toda la idea y había resultado que no tenía por qué preocuparse.
Dejó la cafetera, las tazas, el periódico y el teléfono en una bandeja y la
llevó a la habitación. Ella estaba tumbada en la enorme cama, cubierta con la
sabana, y parecía dormir. Pero sus ojos se abrieron al ver la bandeja en la
mesilla de noche. Le vio meterse la pistola en el bolsillo y volver a conectar el
teléfono.
—¿Dónde ha dormido? —le preguntó.
—Eh, Flaca, venga. Lo que te ha pasado no era un sueño. Era real.
—¿Me ha dado otra iny ección durante la noche?
Alan le sonrió.
—Quiero decir… de heroína, o de lo que sea.
—Solo la primera, antes de acostarnos. Alguna otra vez te mantendré
despierta durante el espectáculo.
—¿Puedo vestirme ahora?
—Estás bien como estás. Siéntate, tomaremos un poco de café. Pero antes…
—Se sentó al borde de la cama, cogió el teléfono y marcó un número.
—El señor Mitchell, por favor. Soy Alan Raimy. —Miró a Barbara y guiñó un
ojo.
—¿Qué le ha pasado a su amigo? —dijo Mitchell, en cuanto oy ó la voz de
Alan.
—¿Qué amigo?
—Leo.
—Nunca oí ese nombre. Oiga —dijo Alan—, he estado pensando en usted y
me ha dado malas vibraciones, como si estuviese intentando salirme con alguna
mierda. ¿Nunca ha tenido esa sensación?
—Si está nervioso, vay a al médico —dijo Mitchell—. Si lo que quiere es que
acabemos con esto, entonces acabémoslo.
—¿Tiene los cincuenta y dos?
—Puedo tenerlos hoy.
—De acuerdo. Será esta noche.
—¿Dónde?
—Consiga el dinero, vuelva a su despacho y quédese allí. Le llamaré.
—Supongo —dijo Mitchell— que lo quiere en el maletín que me envió.
—Supone bien. Y ahora, otra cosa.
—¿Qué?
—Nada de policía, ¿vale?
—Nada de policía.
—No es que no me fíe de usted, pero, tío, no me gusta correr riesgos,
¿entiende? Así que llevaré a alguien conmigo.
—¿Quién, Bobby ?
—Eh, y a veo que ha estado ocupado. No, otra persona. Espere un segundo.
Mitchell esperó.
—¿Mitch? —dijo Barbara.
Su silla salió disparada cuando estiró los brazos y golpeó la mesa.
—Barbara, ¿dónde estás? ¡Barbara!
Hubo un momento de silencio antes de que Alan volviera a ponerse.
—¿Ha visto, colega? Si veo que la policía se mete en esto —tío, con solo que
lo sospeche— se queda sin esposa. Yo corro un riesgo. Pudiera ser que la Flaca le
importase un comino y y o me tendría que quedar con ella, pero no veo otra
manera de hacerlo. Usted me da los cincuenta y dos y y o le doy a su mujer. Nos
damos la mano y nos vamos a casa.
—¿Dónde está?
—¿Y eso qué importa? Le llamaré más tarde.
—Déjeme volver a hablar con mi mujer.
—No se preocupe, la cuidaré bien.
La línea quedó muerta.
Mitchell volvió a coger línea y llamó a su casa. Oy ó sonar el teléfono diez
veces antes de colgar.
Esperó, volvió a cogerlo y esta vez llamó a Ross.
Alan no dijo nada hasta que el teléfono dejó de sonar.
—Es tu maridito, comprobando.
—Podría ser otra persona.
—Es igual. Hoy no vamos a contestar al teléfono.
—Tenía un partido de tenis esta tarde. Si no aparezco, se extrañarán. Podría
venir alguien.
—Deja que y o me preocupe de esas cosas —dijo Alan—. Hasta que nos
vay amos, no contestarás al teléfono, ni abrirás la puerta.
—¿Adónde vamos?
—Eh, cállate un rato, ¿vale?
Volvió a coger el teléfono y marcó un número.
—Bobby, me ha gustado. Sí, eres todo un pistolero… Oy e, está preparado
para esta noche. Le llamaré más tarde, para hacerle saber exactamente dónde y
todo eso. Pero, escucha, no hace falta que vay amos en dos coches. Haz que te
lleve Doreen y nos encontraremos en Metropolitan Beach. Está solo un poco al
este de su fábrica. A las ocho en punto… No estoy cerca y tengo cosas que
hacer… Oy e, que te lleve Doreen y te deje allí. Quedamos en el aparcamiento
de… y a verás el rótulo… pone « TOT LOT» … donde hay aquellos columpios y
toboganes y toda esa mierda… Sí, lo verás a la derecha en cuanto llegues. Eh,
Bobby, y tráete la pipa del tipo… Eso es. Te costará unos cuarenta y cinco
minutos. Así que nos vemos allí a las ocho. Tío, como un clavo, a las ocho en
punto.
Cuando colgó, Barbara le preguntó:
—¿Qué vamos a hacer hasta entonces? Queda mucho rato.
Alan se dio la vuelta para mirarla, la curva de sus pechos bajo la sábana y sus
brazos desnudos a los lados, pesados, inmóviles.
—¿Qué quieres hacer? ¿Jugar al tenis en el club?
Ella no contestó.
—O podemos picarnos los dos. Darnos un viaje y, y a sabes, volar un poco.
—Hágalo usted —contestó Barbara—. Yo miro.
—Bueno, tendrás un poco más antes de que nos vay amos —dijo Alan—.
Puedes apostar lo que quieras.
Mitchell se quedó en el pequeño vestíbulo exterior, mirando los paneles de
fotografías de camiones, caravanas, tiendas de campaña y casas sobre ruedas.
Se volvió hacia la ventana, que tenía un agujero redondo, al oír que la
recepcionista decía:
—Señor Mitchell, no está en su despacho.
—¿Está en el edificio?
—Esther solo me ha dicho que no está en su despacho. ¿Tenía cita?
—No he tenido ninguna en tres años —contestó Mitchell—. ¿Qué tal si me
espero un rato, a ver si aparece?
—Intentaré localizarle, por ser usted —dijo la recepcionista.
Mitchell encendió un cigarrillo y se quedó mirando la zona de despachos, una
hilera de secretarias y oficinistas sentados en sus mesas metálicas de color verde
pastel. Unos minutos después, la recepcionista dijo:
—Parece que no está en el edificio.
Mitchell asintió. Sonrió, para demostrarle que era paciente y no tenía ninguna
prisa.
Unos minutos después, vio al ingeniero jefe llegar por el pasillo que daba a la
fábrica y acercarse a una de las secretarias. Mitchell esperó. Cuando el ingeniero
jefe se dio la vuelta, vio a Mitchell en el vestíbulo, le llamó para que se acercara
y abrió la ventanilla de cristal.
—¿Qué haces ahí fuera? Entra, por el amor de Dios.
—Estoy esperando a Ross, parece que no pueden localizarle.
—Acabo de hablar con él, hace unos minutos —dijo el ingeniero jefe—.
¿Qué quiere decir que no lo pueden localizar? Si no está en su despacho estará
encerrado en el lavabo con alguna tía.
Mitchell sonrió.
—¿Cómo va todo? ¿Tenéis algún problema?
—Un par de cosas que podría contarte —contestó el ingeniero jefe—. ¿Por
qué no vienes a mi despacho?
—¿Te va bien si entro cuando hay a hablado con Ross? —dijo Mitchell—. Me
ha llamado, y parecía importante.
Estaban ahora hablando en la sala de los ejecutivos, acercándose al despacho
de Ross Wright. El ingeniero jefe le llevó hasta el final de la sala, donde estaba la
mesa de la secretaria del señor Wright. Dijo:
—Esther, dile que está aquí el señor Mitchell. Ah, oy e, y cuando acabe me lo
envías a mi despacho. Por si se olvida.
Así fue como Mitchell consiguió ver a Ross, sentado detrás de su mesa negra,
con una amplia sonrisa en su rostro.
Cuando la puerta se cerró, Ross dijo:
—Mitch, ¿cómo te va?
—Te he llamado un par de veces esta mañana —dijo Mitchell—. No has
devuelto la llamada.
—Reuniones —Ross agitó la cabeza: el pobre ejecutivo saturado de trabajo—.
Tengo aquí a algunos de los vendedores. No he tenido tiempo de parar ni un
momento.
—¿Puedo hacer algo por ti?
—Agradezco tu ofrecimiento, pero no, que y o sepa. La producción funciona;
ahora, el problema son las ventas. Si fuera posible mantener las dos a la vez en
marcha, ¿eh? Eso estaría bien.
—Tengo entendido que saliste con mi mujer.
—¿Barbara?
—Así se llama. Barbara.
Ross puso cara de sorprendido por unos instantes, de inocente. Luego se volvió
serio, sincero.
—Llevé a Barbara a cenar la otra noche. Pensé que le apetecería hablar, y a
sabes, le ofrecí un hombro sobre el que llorar, por si le hacía falta.
—¿Sí? ¿Y lloró?
—Por supuesto que no. Ni y o había imaginado que fuera a hacerlo. Pensaba
que si pudiese averiguar cómo se sentía ella con respecto a vuestra situación, tal
vez pudiera comentártelo y así a lo mejor te ay udaba a arreglarlo.
—¿Dónde estuvisteis, en el Inn?
Ross asintió.
—Sí, cenamos bastante bien. Lo justo. Pero no está tan bien como antes.
—¿Y luego champaña y coñac?
Ross asintió otra vez, despacio, como si intentara recordar.
—Sí, creo que sí.
—Barbara me lo contó.
—Mitch, no irás a pensar… —Ross probó una de sus sonrisas—. Eh, vamos,
no me estarás acusando de nada, ¿no? Pensé que querría ir a algún sitio tranquilo
para hablar y todavía tenía una habitación de un cliente que había estado aquí, y a
sabes, una habitación para estar sentado. Pensé que sería más cómodo.
—Ella no me había dicho lo de la habitación.
—Oh —dijo Ross—. Bueno, solo estuvimos unos minutos. Tomamos una
copa, hablamos un poco y la llevé a casa. Eso fue todo. Quiero decir que incluso
había olvidado que estuvimos en la habitación, en la suite. Estuvimos sentados un
par de minutos, hablando de ti la may or parte del tiempo. Eh, de cuando estuviste
en el ejército del aire y te cargaste los dos Spitfires. Joder, nunca me lo habías
contado. ¿Cuántos aviones derribaste?
—Siete —contestó Mitchell—. No, nueve.
—Joder, vay a marca. No lo sabía.
—Ross, ¿todavía trabajas en las pistas de esquí, esas del norte?
—¿Qué? —El cambio brusco de conversación le paró los pies.
—La última vez que comimos juntos dijiste que estabas haciendo algunas
mejoras en las pistas. Derribando algunos montículos.
—Es verdad. Empezaron hace unos días.
—¿Está aquí el tío de la dinamita?
—Debería estar. ¿Por qué?
—Necesito algo.
Ross se lo quedó mirando.
—¿Necesitas dinamita?
—Cerca de media docena de barras —respondió Mitchell—. Y una cabeza,
y a sabes, un detonador. Si llamaras a alguno de allí arriba, podrían estar aquí en
unas tres horas y media, ¿verdad?
—Sí, pero —Ross estaba sorprendido, helado— ¿para qué la quieres?
—Tal vez tenga que volar algo —dijo Mitchell—. Tal vez no la necesite, pero
quiero estar preparado por si acaso.
—Mitch, no sé. Dinamita…, quiero decir que no es como pasarle a alguien
una docena de huevos.
—No quiero huevos —insistió Mitchell—. Quiero dinamita. Tú puedes
conseguírmela y creo que quieres hacerlo, Ross. Como un favor. ¿Sabes por qué?
Porque siempre hemos estado muy unidos. Tú y y o, y ahora Barbara. Así que,
¿por qué no haces una llamada telefónica y me la consigues?
O’Boy le estaba sentado en un extremo del sofá con su maletín junto a él y
una carpeta abierta en su regazo. Dijo:
—¿Por qué no te sientas un momento? No sé si me estás escuchando o no.
—Te escucho —dijo Mitchell. Anduvo desde la ventana hasta su mesa, pero
no se sentó.
—Es un poco difícil hablarte.
—Te estoy escuchando —insistió Mitchell—. Tú habla; y o te escucharé.
—Parece como si estuvieras a punto de saltar la pared, o de atravesarla.
O’Boy le le vio ir otra vez hacia la ventana, la luz del temprano atardecer
pesada y brillante contra el cristal.
—¿Vas a comer a casa?
—Todavía no lo sé.
—¿Quieres que tomemos un bocado en algún sitio?
—¿Por qué no me lees lo que has traído?
—Porque tengo la sensación de que estás en otra parte.
Mitchell miró a su abogado.
—Aquí estoy y aquí me quedo. Ahora cuéntame lo de ese tipo.
Jim O’Boy le era suave, inteligente y un abogado de éxito. Conocía bastante
bien a Mitchell, en general. Creía conocer sus reacciones. Una cosa estaba clara:
no iba a romperse la cabeza golpeándosela contra una mente cerrada. Bajó la
mirada hacia su carpeta abierta.
—Alan Sheldon Raimy. Nacido en Detroit. Se graduó hace siete años en
Michigan, en un masters de empresa; el tercero de la clase, aunque, según un
conocido, lo suspendieron y lo echaron por actividades abortivas.
Mitchell le miró.
—¿Qué?
—Era un abortista —dijo O’Boy le—. Las chicas recurrían a él cuando tenían
algún problema. Raimy arreglaba la operación y se quedaba un diez por ciento,
como si fuera un agente. Lo arrestó la policía y también el sheriff del condado.
No fue declarado culpable hasta que… —Las manos de O’Boy le se movieron
por la carpeta— volvieron a arrestarlo tres años después por un desfalco.
Acusado por una cadena de tiendas de ropa femenina en Detroit. Les enviaba
facturas a cuenta de falsas compañías de nombres muy parecidos a los de los
auténticos proveedores, cobraba él mismo las facturas y las ingresaba en cuentas
bancarias con los mismos nombres falsos. Se sacó unos veinte mil antes de que le
cogieran y le condenasen a pasar medio año en la cárcel de Jackson. Desde
entonces, ha sido arrestado por, veamos, una vez por obscenidad y
comportamiento indecente… Había participado en un acto pornográfico. Él y dos
chicas.
—¿Qué habían hecho?
—De todo, probablemente. Volvieron a arrestarle por perversión de menores.
Le pescaron en un motel con varios litros de vino, marihuana y una niña de
catorce años. Treinta días en el correccional. Otra acusación de obscenidad, la
última, por pasar una película pornográfica. Se libró. Así que este es Alan
Sheldon Raimy —dijo O’Boy le—. Ahora ha pasado de las películas pomos al
chantaje… ¿y a qué más?
—¿Quieres beber algo?
Mitchell se dirigió al mueble bar, sacó una botella de bourbon y sirvió dos
vasos cortos. O’Boy le le miró.
—La policía anda detrás de Raimy. No logran encontrarle.
—¿Cómo lo sabes?
—Mitch, y o he sido el primero en recibir la llamada de la oficina del fiscal.
¿Por qué he preguntado por Leo Frank, asesinado, y por Alan Raimy ? Les he
dicho que no conozco ninguna vinculación entre ambos. La razón por la que he
pedido datos de ellos es información confidencial. Pero he tenido que decirles
que si sabía algo me pondría en contacto con ellos. Eso podría retenerles, pero tal
vez no.
Mitchell pasó una bebida a O’Boy le. Tomó la suy a, dio la vuelta a la mesa y
se sentó.
—No sé dónde está Raimy.
—Pero te está amenazando, ¿no?
—Está haciendo algo más que eso —contestó Mitchell, bebiendo un trago de
su bourbon—. Tiene a Barbara.
Explicó la llamada telefónica y el haber oído su voz muy débil. Mitchell
hablaba con calma, sin prisa. Dijo:
—Sí, me está amenazando. Va a venir aquí para un pago, o me dirá dónde
encontrarme con él. Y si sospecha que la policía está en esto, no volveré a ver a
Barbara, al menos no con vida. Eso es lo que está pasando.
O’Boy le guardó silencio. Las preguntas se agolpaban en su mente, pero
intentó ignorarlas momentáneamente y concentrarse en Mitchell, sentado al otro
lado de la mesa con un vaso de bourbon, controlado, sin dar vueltas a la
habitación. Eso era lo que más le asustaba. Su calma. Casi como si no sintiese
nada. O como si hubiese tomado alguna decisión, y de eso debía de tratarse.
—¿Por qué no me lo habías explicado antes?
—¿Antes de cuándo? Ha llamado esta tarde. Estoy esperando a que vuelva a
llamar.
—Antes de que lo haga… —O’Boy le hizo una pausa, como si conociera de
antemano la reacción de Mitchell y quisiese evitarla— tenemos que avisar a la
policía.
—No —dijo Mitchell. Era una respuesta contundente—. Ya te he contado lo
que me ha dicho por teléfono, y le creo. Nada de policía, Jim. Como has dicho tú,
y a no se dedica solo a pasar películas pomos. Ahora, mata a la gente.
—Cierto, y puede matarte también a ti.
—O a Barbara. Si no me las arreglo bien.
—¿Qué quieres decir con esto de arreglártelas bien?
—Tengo una oportunidad. Puedo pagarle, o no pagarle. Pero lo primero que
tengo que hacer es recuperar a Barbara.
—En eso estamos de acuerdo —dijo O’Boy le—. Pero, aun así, tenemos que
llamar a la policía.
—No —De nuevo la negación rotunda—. Al principio, hace unos días, tenía la
vaga intención de engañarle. Le doy el dinero y, de alguna manera, le engaño, le
rompo un brazo si es necesario y se lo entrego a la policía. Pero ahora tengo otra
idea y tal vez sea la única forma de solucionarlo.
—Mitch, la policía tiene experiencia en este tipo de situaciones, un
procedimiento…
Negó con la cabeza.
—Jim, ¿recuerdas que cuando esto empezó viniste aquí y y o te lo expliqué?
Grabé en una cinta todo lo que recordaba de mi primer encuentro con ellos. Esta
tarde he grabado algunas cosas más. Todo lo que ha pasado desde entonces y lo
que puede ser que y o haga. Te lo voy a dar, Jim, y si me pasa algo sabrás
quiénes son esos tipos, lo que han hecho, todo. Pero no lo voy a discutir contigo y
no voy a meter a la policía en esto, porque sé que ese hijo de puta, Alan Raimy,
saldría del juzgado al día siguiente. ¿Cómo pueden acusarle de asesinato? La
chica ha desaparecido, igual que la película. Él diría « ¿qué chica?» . ¿Que lo
arrestarían por secuestro? Tal vez. Pero también es posible que él piense que y a
ha ido demasiado lejos para abandonar. Jim, ese tipo es un asesino. Podría volver
a matar, a Barbara o a mí, y salirse con la suy a —Mitchell hizo una pausa—. De
modo que me las voy a arreglar. De una forma o de otra.
O’Boy le se lo quedó mirando, como si pretendiera leer su mente.
—De acuerdo. ¿Qué vas a hacer?
—Pagarle.
—No te creo.
—Pues no me creas. Agradezco tu ay uda, Jim, y tu preocupación, pero no
voy a discutir contigo.
—Mitch, tengo el horrible presentimiento de que vas a hacer algo —por Dios,
no sé qué— que no deberías ni considerar.
—Pero sé lo que me hago —contestó Mitchell—. No olvides eso.
—Ahora ni siquiera sé de qué estás hablando.
Y Mitchell contestó:
—Mejor.
Bobby Shy estaba hundido en el asiento, mirando a través de la ventana hacia
el aparcamiento bordeado de árboles que había junto a Metropolitan Beach.
—¿Qué hora es?
Doreen giró la muñeca, sin apartar la mano de la parte superior del volante,
para mirar su reloj.
—Pasan diez minutos. Llegamos un poco tarde, ¿no?
Bobby no dijo nada.
—¿Y ahora dónde?
Estaban entrando en un área que cubría unas cuarenta hectáreas; una zona
abierta de pavimento que llegaba hasta los edificios bajos de ladrillo tostado —los
baños, el pabellón y los edificios de mantenimiento, que, a estas alturas del año,
estaban vacíos, desiertos—. Detrás quedaba la vista del lago Saint Clair, una
llanura de agua gris que se extendía hasta el horizonte.
—A la derecha —dijo Bobby —. ¿Ves ese camión?
—¿Es Alan?
Bobby no contestó. Doreen le miró, pero no volvió a preguntar. Vio que metía
la mano en la chaqueta y sacaba su treinta y ocho Special de la cintura y lo ponía
sobre el asiento, debajo de su muslo izquierdo. El Smith & Wesson de Mitchell
estaba en el bolsillo derecho de su chaqueta.
—Quédate a la izquierda del camión —dijo Bobby —. Dos o tres sitios más
allá.
Doreen frunció el ceño.
—¿Y cómo sabes que es él?
—Es él —contestó Bobby —. Mírame y no digas nada. Si te digo que salgas, lo
haces. ¿Vale? No antes de que y o te lo diga.
Mientras se paraban, frente al área de juego vallada y al rótulo que decía
« TOT LOT» , Alan salió del camión y se acercó, relajado, amistoso, con una
sonrisa agradable.
Bobby le devolvió la sonrisa.
—¿Ahora te dedicas a la droguería?
—¿Qué te parece?
—Ha llamado Richard, preguntando si te había visto en algún sitio. Dice que
le habías comprado algo de caballo para mí.
—Lo necesitaba para una cosa —contestó Alan—. También necesitaba
ruedas, y ahí están. Supongo que no es el día más adecuado para coger un coche
y que te paren por conducción peligrosa.
—Richard te va a partir el culo.
—No nos preocupemos ahora de Richard. ¿Has traído la pipa?
—Aquí la tengo.
—Déjamela ver.
Bobby sacó la mano del bolsillo con el Smith & Wesson de Mitchell. Miró a
Alan con expresión apacible, insinuando una sonrisa, cogió el revólver por el
cañón con la mano izquierda y se lo pasó a Alan a través de la ventana.
Alan lo cogió por la empuñadura, curvando el dedo sobre el gatillo.
—¿Está cargado?
—No, pequeño. No lo está.
—Esta sí —contestó Alan.
Sacó la pistola de juguete de Richard del bolsillo lateral, dio un paso atrás con
el pie izquierdo y disparó tres veces a Bobby Shy —en la cara, en el cuello y en
el pecho—. Doreen gritaba, golpeando la puerta para abrirla, y luego se revolvió
para levantar el pestillo de seguridad. Alan le disparó dos tiros en la nuca, justo
cuando la puerta se abría y ella empezaba a salir.
Miró detenidamente a Bobby, aplastado contra el asiento, se acercó y sacó el
treinta y ocho Special sin tocarle. Dio la vuelta al coche para llegar hasta donde
estaba Doreen, recorriendo el aparcamiento con la mirada, y luego la miró,
encogida sobre el pavimento, y la empujó por las costillas con la punta de la bota.
Barbara, con el ceño fruncido, le miró cuando volvió al camión.
—He oído un ruido horroroso. Un ruido muy fuerte en algún sitio.
—Son fuegos artificiales —contestó Alan—. Alguien celebra algo.
Se metieron en un Holiday Inn, en la parte sur de Mount Clemens. Los
movimientos de Barbara eran un tanto lentos, y a que estaba empezando a notar
el bajón posterior a la euforia; pero no tuvo demasiados problemas para sacarla
del camión y meterla en la bonita habitación de veinte pavos, con teléfono. Ella
dijo que tenía dolor de cabeza. Él le dijo que se tumbase en la cama, la que
estaba más lejos de la puerta, y que y a se encargaría él de su dolor de cabeza
dentro de un rato. Antes llamó al servicio para que les trajesen hamburguesas,
patatas fritas y una botella de vino rosado, diciéndole a Barbara al colgar que
siempre le había gustado tomar vino cuando estaba en un motel con una señora.
Alan imaginó que la comida tardaría media hora en llegar, así que cogió el
teléfono y marcó el número de Ranco Manufacturing.
—¿Qué tal, colega? ¿Lo tiene? Esto está muy bien. Cabe en la caja, ¿no?…
Bien. Ahora, escuche. A las once en punto quiero que salga y vay a hacia el norte
por la Noventa y dos; dirección Port Huron. Pasará el desvío de la base aérea de
Selfridge, y a verá el indicador. Siga adelante, un kilómetro y medio… Espere un
momento… espere… espere… ¡Eh! Espérese, ¿quiere? ¿Cómo que no tiene
coche? —Escuchó un momento—. A ver.
Alan tapó el auricular con la mano y miró a Barbara, que estaba tumbada en
la cama con los ojos abiertos.
—Ay er, tu marido dijo algo de que no tenía coche.
—¿Qué?
—Cuando llamó para decir que no vendría por la noche. Dijo algo sobre su
coche. ¿Qué era?
Barbara movió la cabeza.
—No me acuerdo.
—Dijo que había pedido otro. Se suponía que se lo darían hoy, pero no ha
llegado, todavía no está preparado.
Barbara volvió a mover la cabeza.
—No sé de qué me está hablando.
Alan esperó.
Hijo de puta. Tenía que pensarlo, pero tenía que decirle algo a Mitchell. Al
teléfono, dijo:
—Pida uno, volveré a llamarle. —Y colgó.
La dejó salir del baño cuando la chica del servicio y a se había ido. La
bandeja, con sus platos metálicos cubiertos y una botella de vino en una cubitera
de plástico, quedó encima de un tocador que había delante del espejo. Al salir,
ella crey ó que eran dos bandejas.
Barbara olió las patatas fritas y volvió a sentir náuseas. Negó con la cabeza
cuando Alan le dijo que se sirviera ella misma. Él las cogía con los dedos,
untándolas de catsup y llevándolas a la boca, al mismo tiempo que cogía la
botella de vino y servía dos vasos. Barbara cogió uno porque estaba sedienta y
parecía frío. La hizo acercarse para cogerlo. Al pasar junto al tocador, se vio en
el espejo. Parecía enferma, como si hubiera estado en cama con la gripe.
Debería haber llevado un albornoz, no un impermeable. Necesitaba maquillarse
y peinarse. La parte baja del impermeable estaba parcialmente abierta. Se la
abotonó con una mano y, entonces, se dio cuenta de que no llevaba nada debajo.
Alan le dijo que se sentara y fuese buena chica. El vino estaba muy frío. Cuando
empezó a beberlo y él le dejó fumar un cigarrillo, se sintió un poco mejor.
Alan estaba comiéndose la hamburguesa, de pie, devorándola, sin alejarse de
las patatas, que seguían en la bandeja. Tenía hambre. Podía preocuparse por
Mitchell, preguntarse si el hijo de puta estaría tramando algo, pero seguía
teniendo hambre y tenía que comer. El vino estaba bueno; le ay udaba a
relajarse. Pero deseaba haberse quedado un poco más ay er, otros veinte
minutos, para que Richard le consiguiese un poco de maría. Con la maría podía
concentrarse y verlo todo claro.
Dijo a Barbara:
—¿Ha tenido problemas con el coche?
—No, que y o sepa.
—¿Cómo pensaba volver a casa?
—Ha dicho que le iban a llevar otro, ¿no?
—Pero no ha llegado. Precisamente el día en que necesita un coche, dice que
no le ha llegado.
—Eso suele ocurrir, ¿no?
Alan se quedó pensativo.
—No sé. Podría estar tramando algo, pero no tengo tiempo para darle vueltas.
Barbara le vio beberse el vino y volver a llenar el vaso.
—Si mi marido le ha dicho que va a pagar, lo hará.
—Te tomo la palabra.
—Esto ha sido idea suy a —dijo Barbara—, no nuestra. Supongo que en su
trabajo uno ha de ser optimista y creer que va a cobrar; si no, no se hubiera
metido en esto.
Siguió mirándole mientras se movía hacia el fondo de la habitación y
apartaba las cortinas para mirar fuera. Había oscurecido. Veía el brillo de un
coche y unas luces de neón en la calle.
—¿Y para qué necesita un coche?
—Para ir a donde y o le diga.
—Quiero decir, ¿por qué no ir a la fábrica y recoger allí el dinero?
Alan se apartó de la ventana para mirarla, pero no dijo nada.
—Tiene miedo de la policía —dijo Barbara—. Pero sea donde sea el sitio al
que quiere hacerle ir, podría llevar a la policía igualmente, ¿no? —Hizo una pausa
—. Pero no lo hará. Si ha dicho que va a pagar, pagará.
—Túmbate —dijo Alan—. Si quiero hablar contigo te lo diré.
Se metió en el baño, dejando la puerta abierta. Salió y se sirvió otro vaso de
vino. Luego, se sentó, apagando la lámpara que había junto a la cama, se bebió el
vino y se fumó dos cigarrillos en la penumbra de la habitación. Fue al teléfono, se
sentó en la cama de cara a Barbara y encendió otro cigarrillo antes de darle a la
operadora el número de Mitchell.
Ella le oy ó decir:
—¿Ha conseguido un coche?… De acuerdo, olvídelo, iré a verle, poco
después del cambio de turno. Simplemente, esté allí solo. Ya sabe quién irá
conmigo. Entraré en el aparcamiento. Si no me gusta, me largo y ahí se acaba
todo para su esposa. Si me gusta, me da el dinero y se acabó el negocio… No,
cuando lleguemos le diré lo que tiene que hacer —Hizo una pausa, escuchando
—. No, ella está bien. De hecho, no sabía que una mujer tan may or pudiese
hacerlo tan bien. ¡Cómo gime y se retuerce!
Alan se rio con fuerza y colgó el teléfono.
A las once y cuarto llenó de heroína una cuchara del Holiday Inn y la calentó
sobre una vela que se había llevado de casa de Mitchell. Cuando le vio venir con
la jeringuilla, Barbara le dijo:
—No, por favor. Ya estoy enferma.
Alan le dijo que así sería mejor, pinchó una vena, esta vez en el brazo, y la
iny ectó antes de que ella tuviera tiempo de patalear, gritar o dar las gracias. No
usó toda la heroína de la cuchara para ella; aproximadamente la mitad, lo
suficiente para cerca de una hora. Cogió una aguja nueva y se iny ectó el resto
del caballo en su propio brazo izquierdo. Sííííííííí. Tío, eso ay udaría a superar la
parte más dura. La maría era más suave, pero un buen pico de caballo no le iba a
ir nada mal.
A las doce menos diez, Alan sacó de la habitación un par de sábanas y una
almohada e hizo una pequeña cama en la parte posterior del camión. Metió a
Barbara sin que nadie les viera y tomó hacia el sur por la autopista. Barbara
emitía pequeños gemidos, como si estuviera cantando. Alan se sentía
estupendamente. Mierda, tenía que estarlo. Como que era día de cobro.
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