NOVELA EN LA FANTAS+ìA Y CIENCIA FICCION 04

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{Fantasía y Ciencia-ficción 04. Inicios}

Os dejamos aquí algunos inicios (sólo las dos o tres primeras


páginas) de novelas que son referencia en la literatura de fantasía y
ciencia-ficción. Algunas las conoceréis, otras no; algunas las habréis leído,
otras no.

La idea es que os sirvan de inspiración. Leed como escritores, tomando


nota de todo aquello que os gusta del inicio, del estilo, de la historia o el
personaje.

También podéis aprovechar para fijaros cómo, incluso en estas dos o tres
páginas iniciales, ya se muestra el MUNDO COMPLETO de esa historia de
fantasía o ciencia ficción: aparecen nombres de lugares, de profesiones, un
pasado, denominaciones nuevas, palabras nuevas incluso, extractos de libros
ficticios, poemas o canciones, tradiciones y normas…

Tomad nota:

El señor de los anillos – La comunidad del

anillo J.R.R. Tolkien

UNA REUNION MUY ESPERADA

Cuando el señor Bilbo Bolsón de Bolsón Cerrado anunció que muy pronto
celebraría su cumpleaños centésimo decimoprimero con una fiesta de especial
magnificencia, hubo muchos
® Diana P. Morales
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comentarios y excitación en Hobbiton. Bilbo era muy rico y muy peculiar y había sido el asombro de
la Comarca durante sesenta años, desde su memorable desaparición e inesperado regreso. Las
riquezas que había traído de aquellos viajes se habían convertido en leyenda local y era creencia
común, contra todo lo que pudieran decir los viejos, que en la colina de Bolsón Cerrado había
muchos túneles atiborrados de tesoros. Como si esto no fuera suficiente para darle fama, el
prolongado vigor del señor Bolsón era la maravilla de la Comarca.

El tiempo pasaba, pero parecía afectarlo muy poco. A los noventa años tenía el mismo
aspecto que a los cincuenta. A los noventa y nueve comenzaron a considerarlo «bien conservado»,
pero «sin cambios» hubiese estado más cerca de la verdad. Había muchos que movían la cabeza
pensando que eran demasiadas cosas buenas; parecía injusto que alguien tuviese (en apariencia)
una juventud eterna y a la vez (se suponía) bienes inagotables.

-Tendrá que pagar -decían-. ¡No es natural, y traerá problemas!

Pero tales problemas no habían llegado y como el señor Bolsón era generoso con su dinero,
la mayoría de la gente estaba dispuesta a perdonarle sus rarezas y su buena fortuna. Se visitaba
con sus parientes (excepto, claro está, los Sacovilla-Bolsón) y contaba con muchos devotos
admiradores entre los hobbits de familias pobres y poco importantes.

Sin embargo, no tuvo amigos íntimos, hasta que algunos de sus primos más jóvenes fueron
haciéndose adultos. El primo mayor y el favorito de Bilbo, era el joven Frodo Bolsón. Cuando Bilbo
cumplió noventa y nueve, adoptó a Frodo como heredero y lo llevó a vivir consigo a Bolsón Cerrado;
las esperanzas de los Sacovilla-Bolsón se desvanecieron del todo. Ocurría que Bilbo y Frodo
cumplían años el mismo día: el 22 de septiembre. «Mejor será que te vengas a vivir aquí,
muchacho», dijo Bilbo un día, «y así podremos celebrar nuestros cumpleaños cómodamente
juntos».

En aquella época, Frodo estaba todavía en la «veintena», como los hobbits llamaban a los
irresponsables veinte años que median entre los trece y los treinta y tres. Pasaron doce años más.
Los Bolsón habían dado siempre bulliciosas fiestas de cumpleaños en Bolsón Cerrado; pero ahora
se tenía entendido que algo muy excepcional se planeaba para el otoño. Bilbo cumpliría ciento once
años, un número bastante curioso y una edad muy respetable para un hobbit (el viejo Tuk había
alcanzado sólo los ciento treinta; y Frodo cumpliría treinta y tres, un número importante: el de la
mayoría de edad). Las lenguas empezaron a moverse en Hobbiton y Delagua: el rumor del próximo
acontecimiento corrió por todo el país. La historia y el carácter del señor Bilbo fueron de nuevo el
tema principal de conversación y las gentes más viejas descubrieron que los cuentos del pasado
eran de pronto bien recibidos por todos.

Nadie tuvo auditorio más atento que el viejo Ham Gamyi conocido comúnmente como «el Tío».
Contaba sus historias en La Mata de Hiedra, una pequeña posada en el camino de Delagua y
hablaba con cierta autoridad, pues había cuidado el jardín de Bolsón Cerrado durante cuarenta
años y anteriormente había ayudado al viejo Cavada en esas mismas tareas. Ahora que envejecía y
se le endurecían las articulaciones, el trabajo estaba a cargo generalmente de su hijo más joven,
Sam Gamyi. Tanto el padre como el hijo tenían muy buenas relaciones con Bilbo y Frodo. Vivían en
la Colina misma, en Bolsón de
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Tirada número 3, justo debajo de Bolsón Cerrado. -El señor Bilbo es un caballero hobbit muy bien
hablado, como he dicho siempre -declaró el Tío. Decía la verdad, pues Bilbo era muy cortés con él
y lo llamaba «maestro Hamfast» y lo consultaba constantemente sobre el crecimiento de las
legumbres; en materia de tubérculos, especialmente de patatas, reconocía al Tío como autoridad
máxima en las vecindades (incluyéndose él mismo).

-¿Quién es ese Frodo que vive con él? -preguntó el viejo Nogales de Delagua-. Se
apellida Bolsón, pero dicen que es mitad Brandigamo. No entiendo por qué un Bolsón de Hobbiton
ha de buscar esposa en Los Gamos, donde la gente es tan extraña.

-Claro que son extraños -intervino Papá Dospiés, el vecino del Tío- pues viven en la orilla
mala del Brandivino y a la derecha de Bosque Viejo. Un lugar siniestro y tenebroso, si es cierto la
mitad de lo que se cuenta.

-¡Tienes razón! -dijo el Tío-. No porque los Brandigamo de Los Gamos vivan en Bosque
Viejo; pero son una familia rara, parece. Se divierten con botes en ese gran río y eso no es natural;
no me asombra que no salga nada bueno; pero de cualquier modo el señor Frodo es un joven
hobbit tan agradable como el que más. Muy parecido al señor Bilbo y no sólo en el aspecto. Al fin y
al cabo, el padre era un Bolsón. Hobbit decente y respetable, el señor Drogo Bolsón, nunca dio
mucho que hablar, hasta que se ahogó.

-¿Se ahogó? -dijeron varias voces. Habían oído antes este y otros rumores más
sombríos, naturalmente; pero los hobbits tienen pasión por las historias de familia, y estaban
dispuestos a oírlo todo de nuevo.

-Bien, así dicen -dijo el Tío-. Verán: el señor Drogo se casó con la pobre señorita Prímula
Brandigamo; ella era prima hermana por parte de madre de nuestro señor Bilbo (la madre era la
hija menor del viejo Tuk) y el señor Drogo era un primo segundo. Así el señor Frodo es primo
hermano y segundo del señor Bilbo, o sobrino por ambas partes, si ustedes me siguen. El señor
Drogo estaba viviendo en Casa Brandi con el suegro, el viejo señor Gorbadoc, cosa que hacía a
menudo (pues era de muy buen comer, y la mesa del viejo Gorbadoc estaba siempre bien
servida), y salió a navegar por el Brandivino; se ahogaron él y su mujer; el pobre señor Frodo era
niño aún.

-He oído que se fueron al río después de la cena, a la luz de la luna -dijo el viejo Nogales-,
y que fue el peso de Drogo lo que hizo zozobrar la embarcación.

-Y yo he oído que ella lo empujó y que él tiró de ella y la arrastró al agua - dijo Arenas,
el molinero de Hobbiton.

-No prestes atención a todo lo que se dice, Arenas -dijo el Tío, que no estimaba mucho al
molinero-. No es necesario hablar de empujones y tirones. Los botes son bastante traicioneros aun
para los pasajeros más apacibles. No le busquemos cinco pies al gato. De cualquier manera el
señor Frodo quedó huérfano, desamparado, como se dice, entre aquellos extraños gamunos, y fue
educado de algún modo en Casa Brandi. Una simple conejera, según dicen. El viejo señor
Gorbadoc nunca tenía menos de doscientos parientes en el lugar. El señor Bilbo se mostró de
veras bondadoso cuando trajo al joven a

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vivir entre gente decente. » Pero reconozco que fue un rudo golpe para los Sacovilla-Bolsón.
Pensaban quedarse en Bolsón Cerrado, cuando Bilbo desapareció y se le dio por muerto. Y he
aquí que vuelve, los echa y sigue viviendo y viviendo, manteniéndose siempre joven, ¡bendito sea!
Y de pronto presenta un heredero con todos los papeles en regla. Los Sacovilla-Bolsón nunca
volverán a ver Bolsón Cerrado por dentro, o al menos así lo esperamos.

-He oído decir que hay una considerable cantidad de dinero escondida allí -dijo un
extranjero, viajante de comercio de Cavada Grande en la Cuaderna del Oeste-, y que todo lo alto
de la colina de ustedes está plagado de túneles atestados de cofres con plata, oro y joyas, según
he oído.

-Entonces ha oído más de lo que yo podría decir ahora -respondió el Tío-. No sé nada de
joyas. El señor Bilbo es generoso con su dinero y parece no faltarle; pero no sé nada de
túneles.

EL JUEGO DE ENDER

Orson Scott Card

1. TERCERO

—He mirado con sus ojos, he escuchado con sus oídos, y le digo que es el
indicado: o por lo menos, lo más adecuado que vamos a encontrar.
—Eso es lo que se dijo del hermano.
—El hermano resultó imposible. Por otras razones. Independientemente de su
capacidad. —Lo mismo pasó con la hermana. Y hay dudas sobre él. Es demasiado
maleable. Demasiado dispuesto a sumergirse en la voluntad de otro.
—No si el otro es su enemigo.
—¿Qué hacemos entonces? ¿Rodearle continuamente de enemigos?
—Si es preciso, sí.
—Creía que había dicho que le gustaba ese chico.
—Si los insectores le cogen, harán que parezca que soy su tío favorito.
—De acuerdo. Al fin y al cabo, se trata de salvar al mundo. Siga con él.

La señorita monitor sonrió afablemente, le pasó la mano por el cabello y dijo:

—Andrew, supongo que a estas alturas estarás más que harto de llevar ese
horrible monitor. Bien, voy a darte una buena noticia. Te lo vamos a quitar hoy.
Vamos a extraerlo ahora mismo, y no te dolerá nada.

Ender asintió con la cabeza. Naturalmente, era mentira que no dolería nada. Pero
como los adultos siempre decían lo mismo cuando algo iba a doler, podía considerar
esa afirmación como una predicción exacta del futuro. Algunas veces las mentiras
eran más de fiar que las verdades.

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—Ven por aquí, Andrew. Siéntate en la mesa de reconocimiento. El doctor vendrá


a verte enseguida.

Sin monitor. Ender trató de imaginarse la ausencia del pequeño dispositivo de su


nuca. «Me daré vueltas en la cama y no estará ahí presionando. No lo sentiré
hormiguear y absorber calor cuando me ducho.

»Y Peter ya no me odiará. Iré a casa y le mostraré que el monitor ya no está, y


verá que tampoco yo lo he conseguido. Que ahora soy un chico normal, como él.
Después de todo, las cosas no irán tan mal. Me perdonará que haya conservado mi
monitor un año más que él el suyo. Seremos…

»No, amigos, probablemente no. No, Peter era demasiado peligroso. Se ponía tan
furioso… Hermanos, sí. Ni enemigos, ni amigos, sino hermanos; que puedan vivir en
la misma casa. No me odiará, simplemente me dejará en paz. Y cuando quiera jugar a
insectores y astronautas, a lo mejor no tengo que jugar, a lo mejor puedo ponerme a
leer un libro».

Pero Ender sabía, incluso mientras pensaba eso, que Peter no le dejaría en paz.
Había algo en sus ojos cuando estaba exaltado, y cada vez que Ender veía esa
mirada, ese destello, sabía que lo único que Peter no iba a hacer era dejarle en paz.
«Estoy haciendo ejercicios de piano, Ender. Ven a pasarme las páginas. ¡Oh!, el
chico del monitor está demasiado ocupado para ayudar a su hermano. ¿Es
demasiado listo para eso? ¿Tienes que ir a matar unos cuantos insectores,
astronauta? No, no, no quiero tu ayuda. Puedo hacerlo yo mismo, pequeño imbécil,
pequeño Tercero».

—No tardaré mucho, Andrew —dijo el doctor.

Ender asintió con la cabeza.

—Está especialmente diseñado para ser extraído. Sin infecciones, sin secuelas.
Pero sentirás una especie de hormigueo, y algunos dicen que tienen la sensación de
que les falta algo. Te sentirás buscando algo, algo que echas en falta, pero que no
encuentras, y ni siquiera recuerdas lo que era. Por eso te lo digo ahora. Es el
monitor lo que estarás buscando, pero ya no estará ahí. Esa sensación pasará al
cabo de unos días.

El doctor estaba retorciendo algo en la nuca de Ender. De repente, un dolor le


atravesó como una aguja desde el cuello hasta la ingle. Ender sintió un espasmo en la
espalda y su cuerpo se arqueó violentamente hacia atrás; su cabeza golpeó contra la
cama. Podía sentir sus piernas dando sacudidas, y sus manos estaban agarrotadas
una contra otra con tanta fuerza que le dolían.

—¡Dedee! —gritó el doctor—. ¡La necesito! —La enfermera entró corriendo,


estupefacta— . Hay que relajar esos músculos. ¡Démelo! ¡A qué espera!

Algo cambió de manos; Ender no podía ver nada. Dio un bandazo hacia un lado y
se cayó de la mesa de reconocimiento.

—¡Agárrele! —gritó la enfermera.


—Sujétele bien.

—Sujétele usted, doctor, es demasiado fuerte para mí.

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—¡No se lo ponga todo! Hará que se le pare el corazón.

Ender sintió que una aguja le entraba en la espalda, justo por encima del
cuello de la camisa. Quemaba, pero dondequiera que el fuego llegaba, los
músculos se desagarrotaban lentamente. Ahora podía llorar de miedo y de dolor.

—¿Estás bien, Andrew? —le preguntó la enfermera.

Andrew no conseguía recordar qué tenía que hacer para hablar. Le subieron a la
mesa. Le tomaron el pulso e hicieron otras cosas; no entendía nada.

El doctor estaba temblando; su voz vacilaba cuando dijo:

—Dejan estas cosas en los chicos durante tres años. ¿Qué esperan? Podíamos
haberle anulado para siempre. ¿Se da cuenta? Podíamos haber desconectado su
cerebro para toda la vida.

—¿Cuándo desaparecen los efectos de la droga? —preguntó la enfermera.

—Téngale aquí por lo menos una hora. Vigílele. Si dentro de quince minutos no ha
empezado a hablar, llámeme. Podíamos haberle desconectado para siempre. Se
creen que tengo el cerebro de un insector.

Volvió a la clase de la señorita Pumphrey sólo quince minutos antes de que


sonara el timbre de salida. Todavía titubeaba un poco al andar.
—¿Estás bien, Andrew? —preguntó la señorita Pumphrey.

Ender asintió con la cabeza.

—¿Has estado enfermo?

Ender negó con la cabeza.

—No tienes buen aspecto.

—Estoy bien.

—Es mejor que te sientes, Andrew.

Se dirigió hacia su asiento, pero se paró. ¿Qué estaba buscando? No recordaba


qué estaba buscando.

—Tu asiento está allí —dijo la señorita Pumphrey.

Se sentó, pero era otra cosa lo que necesitaba, algo que había perdido. Lo
encontraría más tarde.

—Tu monitor —susurró la chica que estaba detrás de él.


Andrew se encogió de hombros.

—Su monitor —susurró la chica a los demás.

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Andrew levantó la mano y se tanteó la nuca. Había un vendaje. Ya no estaba.


Ahora era como los demás.

—¿Cancelado, Andy? —preguntó un chico que estaba sentado más atrás, al otro
lado del pasillo. No podía acordarse de su nombre. Peter. No, ese era otro.

—Silencio, señor Stilson —dijo la señorita Pumphrey.

Stilson sonrió desdeñosamente.

La señorita Pumphrey hablaba de la multiplicación. Ender garabateaba en la


consola mapas de islas montañosas y pedía luego a la consola que las presentara en
tres dimensiones desde todos los ángulos. Indudablemente, la profesora sabría que no
estaba prestando atención, pero no le molestaría. Él siempre se sabía la respuesta,
incluso cuando ella creía que no estaba prestando atención.

En la esquina de su consola salió una palabra que empezó a desfilar a lo largo del
perímetro de la consola. Estaba boca abajo y al revés al principio, pero Ender sabía lo
que decía mucho antes de que llegara al borde inferior de la consola y se pusiera al
derecho.

EL OCÉANO AL FINAL DEL CAMINO


Neil Gaiman

No era más que un estanque de patos, en la parte de atrás de la granja. No muy grande.
Lettie Hempstock decía que era un océano, pero yo sabía que eso era una
tontería. Decía que habían llegado hasta aquí cruzando aquel océano desde su
tierra natal.

Su madre decía que Lettie no lo recordaba muy bien, que fue hace mucho tiempo
y que, en cualquier caso, su país de origen se había hundido.

La anciana señora Hempstock, la abuela de Lettie, decía que las dos estaban
equivocadas, y que lo que se había hundido no era en realidad su país. Decía que ella
sí recordaba su verdadera tierra natal. Decía que su verdadera tierra natal había
estallado.
Prólogo

Llevaba puesto un traje negro, camisa blanca, corbata negra y zapatos negros,
bien cepillados y lustrosos: ropas que normalmente me harían sentir incómodo, como
si le hubiera
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robado el uniforme a alguien o fuera disfrazado de adulto. Pero hoy me han


proporcionado un cierto consuelo. Llevaba la ropa adecuada para un día difícil.

Aquella mañana había cumplido con mi obligación, había pronunciado las palabras
que debía pronunciar, y lo había hecho con sinceridad; después, una vez terminado el
funeral, me subí al coche y conduje sin rumbo fijo, sin una idea concreta: tenía una
hora libre antes de reunirme con una serie de personas a las que no había visto en
muchos años y de seguir estrechando manos y bebiendo té en tazas de la más
exquisita porcelana. Conduje por las ondulantes carreteras rurales de Sussex que ya
apenas recordaba, hasta que me di cuenta de que me dirigía hacia el centro de la
ciudad; entonces giré, al azar, y cogí una desviación, y luego giré a la izquierda y
después a la derecha. Hasta ese momento no supe adónde me dirigía, hacia dónde
había estado conduciendo todo el tiempo, y mi rostro se contrajo en una mueca de
dolor ante mi propia estupidez.

Me dirigía hacia una casa que hacía décadas que no existía.

Pensé en dar la vuelta, mientras avanzaba por una calle ancha que en otro tiempo
fue un camino asfaltado a lo largo de un campo de cebada, dar media vuelta y no
hurgar en el pasado. Pero sentía curiosidad.

Nuestra antigua casa, donde había vivido siete años, entre los cinco y los doce,
había sido derribada y ya no existía. La casa nueva, la que mis padres habían
construido al fondo del jardín, entre las azaleas y el círculo de hierba que nosotros
llamábamos el círculo de las hadas, había sido vendida treinta años antes.

Aminoré al divisar la casa nueva (para mí siempre sería la casa nueva). Me detuve
en el camino de entrada y observé los elementos arquitectónicos que habían añadido
a la estructura de mediados de los años setenta. Había olvidado que los ladrillos eran
de color chocolate. Los nuevos dueños habían transformado la minúscula terraza de
mi madre en una galería de dos pisos. Me quedé mirando la casa, y descubrí que no
recordaba aquella época tan bien como imaginaba: no fueron buenos tiempos,
tampoco malos. Había vivido allí un largo periodo de mi vida, durante buena parte de
mi infancia. Pero me daba la sensación de que ya no tenía nada que ver con aquel
niño.

Di marcha atrás y saqué el coche del camino.

Sabía que era hora de volver a la bulliciosa y alegre casa de mi hermana,


perfectamente ordenada y arreglada para la ocasión. Allí tendría que charlar con
personas cuya existencia había olvidado hacía ya años, y me preguntarían por mi
matrimonio (fracasado hace diez años, una relación que se había ido deteriorando
poco a poco hasta que, como suele suceder, se rompió), y entonces me preguntarían
si salgo con alguien (no; ni siquiera estaba seguro de que pudiera hacerlo, todavía no),
y luego preguntarían por mis hijos (ya son mayores, viven su propia vida, les hubiera
gustado poder estar hoy aquí), por mi trabajo (bien, gracias, contestaría yo, aunque
nunca he sabido explicar a qué me dedico. Si supiera explicarlo no tendría que
hacerlo. Me dedico al arte, a veces consigo hacer verdaderas obras de arte, y a veces
mi trabajo simplemente me sirve para rellenar los huecos que hay en mi vida. Algunos,
no todos). Hablaríamos de los que ya no están; recordaríamos a los muertos.

La modesta carretera de tierra de mi infancia se había transformado en una


calzada de negro asfalto que comunicaba dos urbanizaciones en expansión. La
seguí, alejándome cada vez más de la ciudad, que no era la dirección que debía
tomar, pero me sentía a gusto.

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La negra calzada se iba haciendo más estrecha, más ondulada, se iba


transformando en la carretera de sentido único que recordaba de mi infancia, una
carretera de compacta arena salpicada de baches y piedras que sobresalían de ella
como huesos.

Enseguida me encontré avanzando lentamente por un estrecho camino


flanqueado de zarzas y escaramujos, que crecían en los huecos que dejaban libres
los avellanos y los setos. Tenía la sensación de haber viajado atrás en el tiempo.
Aquella carretera estaba exactamente como la recordaba, a diferencia de todo lo
demás.

Pasé por delante de la granja de los Caraway. Me recordé con dieciséis años
recién cumplidos, besando a Callie Andrews, una niña rubia de mejillas sonrosadas
que vivía allí y cuya familia estaba entonces a punto de trasladarse a las islas
Shetland, de modo que no volvería a besarla ni a verla nunca más. Por aquella época
no se veían más que campos a ambos lados de la carretera, en un radio de casi una
milla: una maraña de prados. Poco a poco, la carretera se iba convirtiendo en un
simple camino. Estaba llegando al final.

La recordé justo antes de tomar la curva y divisarla, en todo su destartalado


esplendor de ladrillo rojo: la granja de las Hempstock.

Me pilló por sorpresa, aunque allí era donde había terminado siempre la carretera.
No podría haber ido más allá. Aparqué el coche junto al jardín. No tenía nada en
mente. Me pregunté si, después de tantos años, seguiría habitada, o, más
concretamente, si las Hempstock seguirían viviendo allí. Parecía algo inverosímil,
pero lo cierto era que, por lo que yo recordaba, ellas siempre habían sido más bien
inverosímiles.

El hedor del estiércol de vaca me saludó al bajar del coche y atravesé, con
cautela, el jardincito en dirección a la puerta principal. Busqué un timbre, en
vano, y llamé con los nudillos. La puerta no estaba bien cerrada y se entreabrió
al golpearla.

Ya había estado allí mucho tiempo atrás, ¿no? Estaba seguro de que sí. A veces
los recuerdos de la infancia quedan cubiertos u oscurecidos por las cosas que
sucedieron después, como juguetes olvidados en el fondo del armario de un adulto,
pero nunca se borran del todo. Me detuve en mitad del pasillo y dije:

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

AMANECER
Octavia E. Butler

¡Viva!

Viva… de nuevo.

El Despertar fue duro, como siempre. El más definitivo de los desencantos. Era
toda una lucha sólo lograr inspirar el aire suficiente como para borrar la pesadilla de
la sensación de

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asfixia. Lilith yació jadeante, estremecida por lo violento de su esfuerzo. Su


corazón latía demasiado fuerte, demasiado aprisa. Se enroscó en torno a él,
fetal, inerme. La circulación empezó a volver a sus brazos y piernas en oleadas
de diminutos, exquisitos dolores.

Cuando su cuerpo se calmó, y se fue reconciliando con la reanimación, miró en


derredor. La habitación parecía estar iluminada de modo tenue, aunque nunca antes
se había despertado bajo una iluminación tenue. Corrigió su pensamiento: la
habitación no sólo parecía estar tenuemente iluminada, estaba tenuemente iluminada.
En un anterior Despertar había decidido que la
realidad sería lo que pasase, lo que ella percibiese. Naturalmente, se le había
ocurrido — ¿cuántas veces se le había ocurrido?— que podía estar loca o drogada,
enferma o herida. Pero nada de aquello importaba. No podía importar mientras
estuviera confinada de aquel modo, mientras la mantuvieran inerme, sola e
ignorante.

Se sentó y se tambaleó, mareada, luego se volvió para mirar al resto de la habitación.

Las paredes eran de color claro…, quizá blancas o grises. La cama era lo que
siempre había sido: una plataforma sólida, que cedía algo al tacto y que parecía brotar
del suelo. Al otro lado de la habitación había una puerta que probablemente daba a un
lavabo. Usualmente, la habitación tenía baño. En dos ocasiones no lo había habido y,
metida en un cubículo sin ventanas ni puertas, se había visto forzada simplemente a
elegir un rincón para hacer sus necesidades.

Fue hasta la puerta, atisbó a través de la uniforme penumbra y comprobó


satisfecha que, desde luego, tenía un servicio. Y que éste no sólo contenía el
retrete y el lavabo, sino además una ducha. ¡Puro lujo!

¿Qué más tenía?

Muy poco. Había otra plataforma, quizá un palmo más alta que la cama. Podía ser
utilizada como mesa, aunque no había silla. Y había algunas cosas sobre ella. Lo
primero que descubrió fue la comida. Era el habitual cereal o estofado grumoso, de
irreconocible sabor, contenido en un bol comestible que se desintegraría si no se lo
comía también.

Y había algo más junto al bol. No pudo verlo claramente, así que lo palpó.

¡Ropa! Un montón de ropa doblada. La alzó de un tirón, se le cayó en su ansiedad,


la recogió de nuevo y empezó a ponérsela: una chaqueta de color claro que le
llegaba hasta las caderas, y unos pantalones largos y sueltos. Ambas prendas
estaban hechas con un material
fresco y exquisitamente suave que le hizo pensar en la seda pero que, por algún
motivo que no pudo racionalizar, no creyó que fuese seda. La chaqueta se adhería a
sí misma y permanecía cerrada cuando la cerraba, pero se abría con suficiente
facilidad cuando apartaba los dos lados frontales. La forma en que se separaban le
hizo pensar en el velcro, aunque no veía nada de ese material adhesivo. Los
pantalones se cerraban del mismo modo. Desde el primer Despertar hasta ahora no
le había sido permitida ninguna ropa. Había suplicado que se la dieran, pero sus
captores habían ignorado sus súplicas. Ahora, vestida, se sintió más segura que
nunca antes durante su cautiverio. Sabía que era una falsa seguridad, pero había
aprendido a saborear cualquier placer, cualquier suplemento a su autoestima que
pudiera conseguir.

Mientras abría y cerraba su chaqueta, su mano tocó la larga cicatriz que atravesaba
su abdomen. Había aparecido, de algún modo, entre su segundo y su tercer
Despertar: la había examinado temerosa, preguntándose qué le habrían hecho.
¿Qué habría ganado o perdido, y

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por qué? ¿Y qué más le podrían hacer? Ya no se poseía a sí misma. Incluso su


carne podía ser cortada y cosida sin su consentimiento ni conocimiento.

La irritaba el hecho de que, durante otros Despertares, hubiera habido


momentos en los que, realmente, se había sentido agradecida hacia sus
mutiladores por haberla dejado dormir durante lo que fuese que la hubieran
hecho…, y por haberlo hecho lo suficientemente bien como para que luego no
sintiese dolor ni hubiese quedado disminuida.

Se frotó la cicatriz, trazando su perfil. Finalmente, se sentó en la cama y comió su


insípida comida, junto con el bol, más por disfrutar del cambio de textura que por
satisfacer ningún hambre residual. Luego, inició la más antigua y fútil de sus
actividades: la búsqueda de alguna grieta, algún sonido a hueco, alguna indicación de
que hubiese un camino por el que salir de su prisión.

Había hecho aquello a cada Despertar. En su primer Despertar, había estado


llamando durante toda su búsqueda. Al no recibir respuesta, había gritado, luego
llorado, luego maldecido, hasta que le había fallado la voz. Y había golpeado las
paredes hasta que sus manos habían sangrado y se le habían hinchado
grotescamente.

No había habido ni un susurro de respuesta. Sus captores habían hablado cuando


estuvieron dispuestos, y no antes. Desde luego, no se mostraron: ella siguió encerrada
en su cubículo, y sus voces le llegaron desde arriba, como la luz. No se veía altavoz
de ningún tipo, del mismo modo que no había ningún punto concreto donde se
originase la luz. Todo el techo parecía ser un altavoz y una luz…, y quizá también un
ventilador, pues el aire se mantenía fresco. Se imaginó a sí misma en una gran caja,
como un ratón de laboratorio en su jaula. Quizás había gente arriba, contemplándola
allá abajo, a través de un cristal de un solo sentido o mediante algún vídeo de circuito
cerrado.

¿Por qué?

No había respuesta. Se lo había preguntado a sus aprehensores cuando,


finalmente, habían empezado a hablar con ella. Habían rehusado explicárselo y, en
cambio, la habían hecho preguntas a ella. Al principio simples.

¿Qué edad tenía?


Veintiséis años, había pensado en silencio. ¿Tenía aún veintiséis años?
¿Cuánto tiempo hacía que la mantenían cautiva? No se lo dijeron.

¿Había estado casada?


Sí, pero él se había ido, hacía mucho, más allá de su alcance, más allá de su prisión.

¿Había tenido hijos?


¡Oh, Dios! Un hijo, ido también hacía mucho, con su padre. Un hijo. Ido. ¡Si
hay otro mundo, qué lugar tan atestado debe de ser ahora!

¿Había tenido compañeros de camada? Ésa era la palabra que habían empleado,
camada.

Dos hermanos y una hermana, probablemente muertos junto con el resto de su


familia. Una madre, muerta hacía mucho; un padre, probablemente muerto
también; diversos tíos y tías, primos y primas, sobrinos y sobrinas… todos
probablemente muertos.

¿Qué trabajo había llevado a cabo?

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Ninguno. Su hijo y su marido habían sido su trabajo durante unos breves años.
Después de que el accidente de coche los hubiera matado, ella había regresado a la
Universidad, para decidir allí qué hacer con su vida.

¿Recordaba la guerra?
Qué pregunta más tonta… ¿Podía, alguien que hubiese vivido la guerra, llegar a
olvidarla? Un puñado de gente había intentado cometer un humanicidio. Casi lo
habían conseguido. Ella había logrado, por puro azar, sobrevivir…, sólo para ser
capturada por Dios sabía quién y encarcelada. Se había ofrecido a contestar sus
preguntas si la dejaban salir del cubículo. No lo habían aceptado.

Les había ofrecido intercambiar respuestas de ella por otras de ellos: ¿Quiénes
eran? ¿Por qué la tenían prisionera? ¿Dónde estaba? Respuesta por respuesta. Se
habían negado.

Así que, a su vez, ella se había negado también; no les había dado respuestas,
había ignorado las pruebas, físicas y mentales, a las que habían intentado someterla.
No sabía lo que le harían ahora. Le aterraba que fuesen a hacerle daño, a castigarla.
Pero creía que tenía que arriesgarse a negociar, intentar ganar algo, y que su única
moneda de cambio era la cooperación.

Ni la habían castigado ni habían negociado. Simplemente, habían dejado de hablarle.

La comida continuaba apareciendo, misteriosamente, cuando se adormilaba. El


agua seguía fluyendo de los grifos del lavabo. La luz aún brillaba. Pero, fuera de eso,
no había nada ni nadie, ningún sonido a menos que ella lo produjese, ningún objeto
con el que divertirse. Sólo estaban las plataformas de la cama y la mesa. Y éstas no
podían ser separadas del suelo, por mucho que lo intentase. Las manchas se
desdibujaban enseguida y acababan por desaparecer de las superficies. Pasó horas
tratando, vanamente, de resolver el problema de cómo intentar destruirlos. Ésta era
una de las actividades que la mantenían relativamente cuerda. Otra era tratar de
alcanzar el techo. Nada, sobre lo que pudiera ponerse en pie, la colocaba a distancia
de salto del mismo. Experimentalmente, le lanzó un bol de comida…, la mejor arma de
que disponía. La comida se estrelló contra el techo, confirmándole que era sólido y no
algún tipo de proyección o truco de espejos. Pero quizá no fuese tan grueso como las
paredes. Quizá incluso fuera de cristal o de plástico delgado.

Nunca lo descubrió.

Se planteó una tabla de ejercicios físicos, y los hubiera realizado diariamente si


hubiera tenido algún modo de distinguir un día del siguiente, o el día de la noche. Tal
como estaban las cosas, la hacía después de sus siestas más largas.

Dormía mucho, y estaba agradecida a su cuerpo por responder a sus sentimientos


alternativos de miedo y aburrimiento adormilándose con frecuencia. Los pequeños e
indoloros despertares de esas siestas empezaron, al fin, a dejarla tan desencantada
como lo había hecho el gran Despertar.

¿El gran Despertar de qué? ¿De un sueño inducido por las drogas? ¿Qué otra
cosa podía ser? No había resultado herida en la guerra, no había solicitado ni
necesitado ayuda médica. Y, sin embargo, allí estaba.

® Diana P. Morales
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JUEGO DE TRONOS

George R. R. Martin
Capítulo 1
BRAN

El día había amanecido fresco y despejado, con un frío vivificante que señalaba el
final del verano. Se pusieron en marcha con la aurora para ver la decapitación de un
hombre. Eran veinte en total, y Bran cabalgaba entre ellos, nervioso y emocionado.
Era la primera vez que lo consideraban suficientemente mayor para acompañar a su
padre y a sus hermanos a presenciar la justicia del rey. Corría el noveno año de
verano, y el séptimo de la vida de Bran.

Habían sacado al hombre de un pequeño fortín de las colinas. Robb creía que se
trataba de un salvaje que había puesto su espada al servicio de Mance Rayder, el
Rey-más-allá-del-Muro. A Bran se le ponía la carne de gallina solo con pensarlo.
Recordaba muy bien las historias que la Vieja Tata les había contado junto a la
chimenea. Los salvajes eran crueles, les decía,
esclavistas, asesinos y ladrones. Se apareaban con gigantes y con espíritus
malignos, se llevaban a los niños de las cunas en mitad de la noche y bebían
sangre en cuernos pulidos. Y sus mujeres yacían con los Otros durante la Larga
Noche, para dar a luz espantosos hijos medio humanos.

Pero el hombre que vieron atado de pies y manos al muro del fortín, esperando la
justicia del rey, era viejo y huesudo, poco más alto que Robb. Había perdido en
alguna helada las dos orejas y un dedo, y vestía todo de negro, como un hermano de
la Guardia de la Noche, aunque las pieles que llevaba estaban sucias y hechas
jirones.

El aliento del hombre y el caballo se entremezclaban en nubes de vapor en la fría


mañana cuando su señor padre hizo que cortaran las ligaduras que ataban al
hombre al muro y lo arrastraran ante él. Robb y Jon permanecieron montados, muy
quietos y erguidos, mientras Bran, a lomos de su poni, intentaba aparentar que tenía
más de siete años y que no era la primera vez que veía algo así. Una brisa ligera
sopló por la puerta del fortín. En lo alto ondeaba el estandarte de los Stark de
Invernalia: un lobo huargo corriendo sobre un campo color blanco hielo.

El padre de Bran se erguía solemne a lomos de su caballo, con el largo pelo


castaño agitado por el viento. Llevaba la barba muy corta, salpicada de canas, que le
hacían aparentar más años de los treinta y cinco que tenía. Aquel día mostraba una
expresión adusta y no se parecía en nada al hombre que por las noches se sentaba
junto al fuego y hablaba con voz suave de la Edad de los Héroes y los hijos del
bosque. Bran pensó que se había quitado la cara de padre y se había puesto la de
lord Stark de Invernalia.

En aquella mañana fría hubo preguntas y respuestas, pero más adelante Bran no
recordaría gran cosa de lo que allí se había dicho. Al final, su señor padre dio una
orden, y dos de los guardias arrastraron al hombre harapiento hasta un tocón de carpe
situado en el centro de la plaza. Lo obligaron a apoyar la cabeza en la dura madera
negra. Lord Stark desmontó y Theon Greyjoy, su pupilo, le llevó la espada. Se llamaba
Hielo. Era tan ancha como la mano de un hombre y en posición vertical era incluso
más alta que Robb. La hoja era de acero valyrio, forjada con encantamientos y negra
como el humo. Ningún filo era comparable a los de acero valyrio.
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Su padre se quitó los guantes y se los tendió a Jory Cassel, el capitán de la


guardia de su casa. Blandió a Hielo con ambas manos.

—En nombre de Robert de la casa Baratheon, el primero de su nombre, rey de los


ándalos y los rhoynar y los primeros hombres, señor de los Siete Reinos y Protector
del Reino; y por orden de Eddard de la casa Stark, señor de Invernalia y Guardián del
Norte, te sentencio a muerte.

Alzó el mandoble por encima de su cabeza.

—Mantén controlado al poni —le dijo a Bran Jon Nieve, su hermano


bastardo, acercándose a él—. Y no apartes la mirada. Padre se dará
cuenta.

Bran mantuvo controlado al poni y no apartó la mirada.

Su padre le cortó la cabeza al hombre de un golpe, firme y seguro. La sangre, roja


como el vino veraniego, salpicó la nieve. Uno de los caballos se encabritó y hubo que
sujetarlo por las riendas para evitar que escapara al galope. Bran no podía apartar la
vista de la sangre. La nieve que rodeaba el tocón la bebió con avidez y se tornó roja
ante sus ojos.

La cabeza rebotó contra una raíz gruesa y siguió rodando. Fue a detenerse cerca
de los pies de Greyjoy. Theon era un joven de diecinueve años, flaco y moreno, que
se divertía con cualquier cosa. Se echó a reír, y dio una patada a la cabeza.

—Imbécil —murmuró Jon, en voz lo suficientemente baja para que Greyjoy no


oyera el comentario. Puso una mano en el hombro de Bran, que alzó la vista hacia su
hermano bastardo, y le dijo con solemnidad—: Lo has hecho muy bien.

Jon tenía catorce años, y ya había presenciado muchas veces la justicia.

Durante el largo camino de regreso a Invernalia parecía hacer más frío, aunque el
viento ya había cesado y el sol brillaba alto en el cielo. Bran cabalgaba con sus
hermanos, que iban a buena distancia por delante del grupo, aunque el poni tenía que
esforzarse para mantener el paso de los caballos.

—El desertor murió como un valiente —dijo Robb. Era fuerte y corpulento, y
parecía crecer a ojos vistas; tenía la piel clara de su madre, y también el pelo
castaño rojizo y los ojos azules de los Tully de Aguasdulces—. Al menos tenía
coraje.

—No —dijo Jon Nieve con voz tranquila—. Eso no era coraje. Estaba muerto de
miedo. Se le veía en los ojos, Stark.

Los ojos de Jon eran de un gris tan oscuro que casi parecían negros, y se fijaban
en todo. Tenía más o menos la edad de Robb, pero no se parecían en nada. Jon
era esbelto, y Robb, musculoso; era moreno, y Robb, rubio; era ágil y ligero,
mientras que su medio hermano era fuerte y rápido.

—Que los Otros se lleven sus ojos —maldijo Robb sin mostrarse impresionado—.
Murió como un hombre. ¿Una carrera hasta el puente?

—De acuerdo —asintió Jon espoleando su montura.

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Robb soltó una maldición y salió disparado tras él, y galoparon juntos sendero
abajo. Robb iba riendo y provocándolo, y Jon galopaba silencioso y concentrado. Los
cascos de sus caballos levantaban nubes de nieve.

Bran no intentó seguirlos. El poni no podría mantener aquel paso. También él se


había fijado en los ojos del hombre andrajoso, y estaba recordándolos. Al cabo de
un rato, el sonido de las risas de Robb se perdió a lo lejos, y los bosques quedaron
de nuevo en silencio.

Se encontraba tan inmerso en sus pensamientos que no oyó que el resto del
grupo le había dado alcance hasta que su padre se adelantó para cabalgar junto a él.

—¿Te encuentras bien, Bran? —preguntó con tono que no carecía de dulzura.

—Sí, padre —le dijo Bran. Alzó la vista. Su señor padre, vestido de cuero y
envuelto en pieles, a lomos de su gran caballo de guerra, se alzaba a su lado como
un gigante—. Robb dice que ese hombre murió como un valiente, pero Jon opina que
tenía miedo.

—Y a ti, ¿qué te parece?

—¿Un hombre puede ser valiente cuando tiene miedo? —preguntó Bran
después de meditar un instante.

—Es el único momento en que puede ser valiente —dijo su padre—. ¿Comprendes
por qué lo hice?
—Era un salvaje —dijo Bran—. Secuestran a las mujeres y las venden a los Otros.

—La Vieja Tata te ha estado contando historias otra vez —dijo su señor padre
con una sonrisa—. La verdad es que ese hombre rompió su juramento, desertó de
la Guardia de la Noche. No existe ser más peligroso. El desertor sabe que, si lo
atrapan, se puede dar por muerto, así que no se detendrá ante ningún crimen por
espantoso que sea. Pero no me has entendido. No te pregunto por qué el hombre
debía morir, sino por qué tenía que ajusticiarlo yo en persona.

JUNTOS
Allie Condie

Capítulo 1

«Ahora que he descubierto la forma de volar, ¿en qué dirección debería


adentrarme en la noche? Mis alas no son blancas ni plumosas; son de seda verde;
vibran al viento y se ondulan cuando me muevo, primero en círculo, después en línea
recta y, por último, en una trayectoria de mi invención. La negrura que queda atrás
no me preocupa, ni tampoco las estrellas que me aguardan.»

Me río de mí, de la insensatez de mi imaginación. Las personas no vuelan, aunque,


antes de la Sociedad, la gente creía que algunas lo hacían. En una ocasión las vi en
un cuadro. Alas
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blancas, un cielo azul, círculos dorados sobre sus cabezas, la mirada sorprendida,
hacia arriba, como si no pudieran creerse que el artista las hubiera pintado volando,
que sus pies no tocaran el suelo.

Aquellas historias no eran ciertas, lo sé. Pero esta noche resulta fácil olvidarlo. El
tren aéreo surca la noche con tanta suavidad y el corazón me late tan deprisa que
tengo la sensación de que podría alzar el vuelo de un momento a otro.

—¿De qué te ríes? —me pregunta Xander mientras me aliso las arrugas del
vestido de seda verde.

—De todo —respondo, y es cierto.

Llevo mucho tiempo esperando mi banquete. Donde veré, por primera vez, la cara
del chico que será mi pareja. Será la primera vez que oiré su nombre.

Estoy impaciente. El tren es veloz, pero no lo bastante para mí. Surca la noche en
silencio, acompañando con un discreto susurro los murmullos de nuestros padres y
los latidos de mi corazón.

Es posible que Xander también haya oído mi corazón palpitante, porque me

pregunta: —¿Estás nerviosa?

Junto a él, su hermano mayor comienza a explicar a mi madre la historia de su


banquete. Ya queda poco para que Xander y yo tengamos nuestra propia historia
que contar.

—No —respondo.

Pero Xander es mi mejor amigo. Me conoce demasiado bien.

—Mentira —dice en tono chistoso—. Sí que lo estás.

—¿Tú no?

—No. Estoy preparado. —Lo dice sin vacilar, y le creo. Xander es la clase de
persona que sabe lo que quiere—. Es normal que estés nerviosa, Cassia —añade,
ahora con dulzura—. Casi el noventa por ciento de las personas que asisten a su
banquete manifiestan alguna señal de nerviosismo.

—¿Has memorizado toda la información oficial sobre los

emparejamientos? —Prácticamente —responde.

Me enseña las palmas de las manos como diciendo: «¿Qué esperabas?».

El gesto me hace reír; en realidad, yo también he memorizado la información.


Es fácil hacerlo cuando la lees tantas veces, cuando la decisión es tan
importante.

—Entonces, tú perteneces a la minoría —digo—. Al siete por ciento que no


muestra el menor nerviosismo.

—Por supuesto —conviene él.

—¿Cómo has sabido que estaba nerviosa?

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—Porque no paras de abrir y cerrar ese chisme. —Xander señala el objeto


dorado que sostengo en las manos—. No sabía que tuvieras una reliquia.

Entre nosotros circulan unos cuantos objetos antiguos de valor. Aunque la Sociedad
permite a sus ciudadanos poseer una sola reliquia, es difícil conseguirlas. A menos que
se hayan tenido antepasados que se hayan asegurado de transmitirlas en herencia a
lo largo de los años.

—No la tenía hasta hace unas horas —respondo—. Mi abuelo me la ha regalado


para mi cumpleaños. Era de su madre.

—¿Cómo se llama? —pregunta Xander.

—Polvera —respondo.

Me encanta su forma. Es pequeña, igual que yo. También me gusta cómo suena su
nombre: «polvera», fuerte al principio y suave al final, como el chasquido de la tapa al
cerrarse.

—¿Qué significan las iniciales y los números?

—No estoy segura. —Paso los dedos por las letras «ACM» y los números
«1940» inscritos en la superficie dorada—. Pero mira —digo, y abro la polvera para
enseñársela por dentro: un espejito, hecho de cristal auténtico, y una pequeña
concavidad, donde su antigua dueña llevaba los polvos de maquillaje, según mi
abuelo. Yo la utilizo para guardar las tres pastillas de emergencia que todos
llevamos, una verde, una azul y una roja.

—Qué práctico —observa Xander. Estira los brazos y me fijo en que también él
tiene su reliquia: dos relucientes gemelos de platino—. Me los ha prestado mi padre,
pero no se puede guardar nada dentro. No sirven para nada.

—Pero son bonitos.

Mi mirada se posa en su cara, en sus brillantes ojos azules y sus cabellos rubios.
Siempre ha sido guapo, incluso de pequeño, pero nunca lo había visto tan elegante,
vestido con traje oscuro y camisa blanca. Los chicos no tienen tanta libertad como las
chicas en la elección de vestuario. Todos los trajes son muy parecidos. Aun así,
pueden elegir el color de la camisa y la corbata, y
la calidad del tejido es muy superior a la tela utilizada para la ropa de

diario. —Estás guapo.

La chica que descubra que es su pareja se pondrá contentísima.

—¿Cómo? —se sorprende Xander enarcando las cejas—. ¿Sólo guapo?

—Xander… —dice su madre, que está junto a él, en un tono entre divertido y censurador.

—Tú estás radiante —añade Xander, y, a pesar de que lo conozco desde


pequeña, me ruborizo un poco. Me siento bien con este vestido: verde botella,
vaporoso, con mucho vuelo… La desacostumbrada suavidad de la seda en mi piel
hace que me sienta ágil y delicada.

A mi lado, mis padres respiran hondo cuando aparece el ayuntamiento, iluminado


en blanco y azul, con las luces de las ocasiones especiales encendidas. No veo la
escalinata exterior de mármol, pero sé que estará encerada y reluciente. He esperado
toda mi vida a subir por esos limpios peldaños de mármol y cruzar las puertas del
ayuntamiento, un edificio que he visto de lejos, pero en el que jamás he entrado.
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Quiero abrir la polvera y mirarme en el espejito para asegurarme de que mi


aspecto es inmejorable. Pero no quiero parecer vanidosa, de manera que me
miro con disimulo en su dorada superficie.

El canto redondeado me deforma un poco las facciones, pero continúo siendo yo. Los
ojos verdes. El pelo castaño dorado, que parece más dorado en la polvera de lo que
es en realidad. La nariz recta y menuda. El mentón con un pequeño hoyuelo como el
de mi abuelo. Todos los rasgos físicos que me convierten en Cassia María Reyes a
mis diecisiete años recién cumplidos.

Doy la vuelta a la polvera y me fijo en que ambos lados encajan a la perfección. Mi


emparejamiento está siendo igual de perfecto, empezando por el hecho de que me
halle aquí esta noche. Como mi cumpleaños cae en 15, el día en que el banquete se
celebra todos los meses, siempre había tenido la esperanza de que me emparejaran
el mismo día de mi cumpleaños, pero sabía que era una posibilidad remota. Una vez
que has cumplido los diecisiete, pueden convocarte para el banquete en cualquier
mes del año. Por eso, cuando hace dos semanas llegó la notificación a través del
terminal de que, en efecto, iban a emparejarme el día de mi cumpleaños, casi me
pareció oír el chasquido de las piezas al encajar, justo como llevaba tanto tiempo
soñando.

Porque, aunque no he tenido que esperar ni un día entero, en cierto


sentido llevo esperando toda la vida.

—Cassia —dice mi madre sonriéndome.

Yo la miro sorprendida. Mis padres se levantan, listos para apearse del tren.
Xander también lo hace y se estira las mangas. Lo oigo respirar fuerte y me sonrío.
Quizá, después de todo, también esté un poco nervioso.

—Andando —me dice.

Su sonrisa es tierna y agradable. Me alegro de que nos hayan convocado el mismo


mes. Tras compartir gran parte de nuestra infancia, parece lógico que compartamos
también el final.

Le devuelvo la sonrisa y le ofrezco la mejor expresión de buena voluntad que


tenemos en la Sociedad.

—Te deseo buenos resultados —digo.

—Y yo a ti, Cassia —responde él.

LA PRINCESA PROMETIDA
WILLIAM GOLDMAN

Éste es el libro que más me gusta de todo el mundo, aunque nunca lo he leído.

¿Cómo puede ser semejante cosa? Haré lo imposible por explicarlo. Cuando era
niño, los libros no me interesaban nada. Detestaba leer, no se me daba nada bien, y,
además, ¿cómo dedicarse a la lectura cuando había montones de juegos que
esperaban ser jugados? El baloncesto, el béisbol, las canicas: era incansable. Incluso
llegué a ser bastante bueno, pero si me daban una pelota y un patio vacío, era capaz
de inventarme triunfos en el último segundo,
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triunfos que hacían saltar las lágrimas. El colegio era una tortura. La señorita Roginski,
que fue mi maestra desde los cursos tercero al quinto, no paraba de decir a mi madre:
«Tengo la impresión de que Billy no se esfuerza todo lo que debiera». O: «Cuando le
pongo un examen, Billy lo hace realmente muy bien, sobre todo si tenemos en cuenta
su actitud en la clase». O, con más frecuencia: «Señora Goldman, no sé qué vamos
hacer con Billy».

¿Qué vamos a hacer con Billy? Esa pregunta me persiguió durante aquellos
primeros diez años. Fingía que no me importaba, pero en el fondo, me sentía
petrificado. Todo el mundo y todas las cosas me dejaban de lado. No tenía amigos de
verdad, ni una sola persona que compartiera conmigo mi desmesurado interés por los
deportes. Parecía ocupado, muy ocupado, pero supongo que, de apurarme, habría
reconocido que, a pesar de tanto frenesí, me encontraba muy solo.

—¿Qué vamos a hacer contigo, Billy?


—No lo sé, señorita Roginski.

—¿Cómo es posible que suspendieras esta prueba de lectura? Yo misma te he


escuchado utilizar cada palabra con mis propios oídos.

—Lo siento, señorita Roginski. A lo mejor es porque no estaba pensando.

—Siempre estás pensando, Billy. La cuestión es que no estabas pensando en la


prueba de lectura.

Lo único que podía hacer era asentir.

—¿Qué ha ocurrido esta vez?

—No lo sé. No me acuerdo.

—¿Estarías otra vez pensando en Stanley Hack?

(Stanley Hack era el tercer base de los Cubs de esa y de muchas otras
temporadas. Lo había visto jugar en una ocasión, desde las gradas, e incluso a esa
distancia, tenía la sonrisa más dulce que había visto jamás, y hasta el día de hoy,
juraría que me sonrió varias veces. Lo adoraba. Además, bateaba como los dioses).

—No, en Bronko Nagurski. Es un jugador de fútbol. Un gran jugador, y el periódico


de anoche decía que a lo mejor vuelve a jugar otra vez para los Bears. Se retiró
cuando yo era pequeño. Pero si volviera y si yo lograse que alguien me llevase a un
partido, podría verlo jugar y, a lo mejor, si quien me llevara lo conociese, tal vez
lograría que me lo presentasen después, y a lo mejor, si tuviese hambre, podría
convidarle a un bocadillo de los míos. Trataba de imaginarme qué tipo de bocadillo le
gustaría a Bronko Nagurski.

La señorita Roginski se hundió en el asiento.

—Tienes una soberbia imaginación, Billy.

No sé qué le contesté. Probablemente «gracias» o algo por el estilo.

—Aunque no logro sacarle partido —prosiguió—. ¿Por qué será?

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—Creo que a lo mejor es porque necesito gafas y no puedo leer, ya que veo las
palabras muy borrosas. Eso explica por qué me paso todo el rato pestañeando. A lo
mejor, si fuese a un médico de los ojos, podría recetarme gafas y, entonces, sería el
mejor lector de la clase y usted no tendría que hacerme quedar tanto después de hora.

Se limitó a señalar detrás de ella y a ordenarme:

—Ponte a borrar las pizarras, Billy.

—Sí, señorita.

Lo de borrar pizarras se me daba de maravilla.

—¿Las ves borrosas? —me preguntó la señorita Roginski al cabo de


un rato. —¡No, qué va! Me inventé la historia.

Tampoco pestañeaba nunca. Pero la señorita Roginski parecía muy mosqueada.


Siempre lo parecía. Llevábamos así tres cursos.

—No sé por qué, pero no logro llegarte al fondo.

—Usted no tiene la culpa, señorita Roginski.

(No la tenía. A ella también la adoraba. Era regordeta, pero recuerdo que por aquel
entonces deseaba que fuera mi madre. Nunca logré que la cosa funcionara, a menos
que hubiera estado casada con mi padre y después se hubieran divorciado y mi padre
se hubiera casado con mi madre —que estaba bien—, y como la señorita Roginski
tenía que trabajar, yo quedé bajo la custodia de mi padre: todo tenía sentido. Pero la
cuestión era que nunca llegaron a intimar, me refiero a papá y a la señorita Roginski.
En las ocasiones en las que se veían, cada año para la celebración de Navidad,
cuando venían los padres, yo los vigilaba como loco con la esperanza de descubrir
alguna mirada furtiva que significara algo así como: «¿Qué tal? ¿Cómo te ha ido
desde que nos divorciamos?», pero no había caso. No era mi madre, sino simplemente
mi maestra, y yo era en su vida su zona personal de creciente desastre).

—Ya verás como mejoras, Billy.

—Eso espero, señorita Roginski.

—Eres de los que tardan en florecer, eso es todo. Winston Churchill tardó en
florecer, y tú también.

Estuve a punto de preguntarle en qué equipo jugaba, pero hubo algo en su tono de
voz que me convenció de que era mejor que no lo hiciese.

—Y Einstein.

A ése tampoco lo conocía. Tampoco sabía lo que quería decir con eso de «tardar
en florecer». Pero deseé con fervor ser de los que tardan en hacerlo.

A los veintiséis años, mi primera novela, titulada The Temple of Gold (El templo
del oro) apareció en Alfred A. Knopf. (Que ahora forma parte de Random House, que a
su vez forma parte de la RCA, y que es parte de lo que no funciona en esto de publicar
libros en

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Estados Unidos, cuestión que no forma parte de esta historia). En fin, antes de que
saliera la novela, los del departamento de publicidad de Knopf estaban hablando
conmigo, tratando de dilucidar qué hacer para justificar sus sueldos, y me preguntaron
a quiénes podían enviar ejemplares del libro para que pudieran erigirse en fuente de
opinión. Les contesté que no conocía a nadie que pudiera hacerlo. Entonces ellos me
replicaron: «Piensa, todo el mundo conoce a alguien». Me entusiasmé mucho cuando
se me ocurrió la idea y les dije: «De acuerdo, enviadle un ejemplar a la señorita
Roginski».
MEDIO REY

Joe Abercrombie

Capítulo 1 (completo)

EL BIEN MAYOR

Se desató un fiero vendaval la noche que Yarvi supo que era rey. O medio
rey, por lo menos.

En Gettlandia esa clase de viento recibía el nombre de «aire buscador» porque


siempre encontraba hasta la última rendija y la cerradura más pequeña, para entrar
ululando en todas las viviendas con la gelidez de la Madre Mar, por alto que ardiera
el fuego del hogar y por mucho que se apiñaran sus habitantes.

El viento azotó los postigos de las estrechas ventanas de los aposentos de la


madre Gundring e hizo estremecer incluso la puerta, sujeta por bisagras de hierro.
Hostigó las llamas de la chimenea, que escupieron y restallaron de rabia, convirtiendo
en garras las sombras de las hierbas colgadas a secar y reflejándose en la raíz que
sostenía la madre Gundring entre sus dedos huesudos.

—¿Y esta?

Tenía todo el aspecto de un terrón de barro, pero Yarvi había aprendido a

reconocerla. —Raíz de lenguanegra.

—¿Y para qué podría necesitarla un clérigo, mi príncipe?

—Un clérigo espera no necesitarla nunca. Hervida en agua no se distingue a la


vista ni cambia el sabor de esta, pero es un veneno letal.

La madre Gundring dejó la raíz a un lado.

—A veces los clérigos deben valerse de artes oscuras.

—Los clérigos deben aspirar al mal menor —replicó Yarvi.


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—Y sopesar el bien mayor. Cinco de cinco. —Una simple inclinación de cabeza de


la madre Gundring hizo que el pecho de Yarvi se hinchara de orgullo. El beneplácito
de la clériga de Gettlandia no se lo ganaba cualquiera—. Y las preguntas de la prueba
serán más fáciles que estas.

—La prueba.

Yarvi, inquieto, se frotó la palma contrahecha de su mano mala con el pulgar de

la buena. —La superarás.

—No puedes estar segura.

—Un clérigo está obligado a dudar en todo momento…


—… Pero fingir siempre certeza. —Yarvi terminó la frase.

—¿Lo ves? Te conozco. —Era cierto. Nadie lo conocía mejor que ella, incluso en
su propia familia. Especialmente en su propia familia—. Nunca he tenido un aprendiz
más aventajado. Superarás la prueba al primer intento.

—Y dejaré de ser el príncipe Yarvi. —La perspectiva le producía un gran alivio


—. No tendré familia ni prerrogativa.

—Serás el hermano Yarvi y tu familia será la Clerecía. —La luz del hogar resaltó
las arrugas de la madre Gundring cuando sonrió—. Tu prerrogativa serán las plantas,
los libros y las palabras suaves. Recordarás y aconsejarás, sanarás y dirás la verdad,
conocerás los caminos secretos y allanarás el camino del Padre Paz en todas las
lenguas, como he intentado hacer yo. No existe dedicación más noble, por muchas
idioteces que farfullen esos necios sobresaturados de músculo en el cuadrado de
entrenamiento.

—Los necios sobresaturados de músculo son difíciles de pasar por alto si


estás en el cuadrado con ellos.

—Ya. —La clériga ahuecó la lengua y lanzó un escupitajo a las llamas—. Cuando
hayas superado la prueba, solo tendrás que ir allí para tratar alguna cabeza abierta, y
eso si se ponen demasiado burros con sus jueguecitos. Algún día mi báculo será tuyo.
—Señaló con la cabeza el fino y tachonado bastón de metal élfico, que estaba
apoyado contra la pared—. Algún día te sentarás al lado de la Silla Negra y serás el
padre Yarvi.

—Padre Yarvi. —Se removió inquieto en la banqueta al pensarlo—. Me falta la

sabiduría. Se refería a que le faltaba el valor, pero no tenía el valor de

reconocerlo.

—La sabiduría puede aprenderse, mi príncipe.

Yarvi levantó la mano izquierda, por llamarla de alguna manera.

—¿Y las manos? ¿Las manos pueden aprenderse?

—Quizá te falte una mano, pero los dioses te han concedido unos dones más

valiosos. El joven resopló.

—¿Te refieres a mi melodiosa voz?


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—¿Por qué no? Y a tu mente despierta, tu empatía y tu fuerza. Solo que es la clase
de fuerza que tienen los grandes clérigos, no los grandes reyes. Eres un favorito
del Padre Paz, Yarvi. Recuerda siempre esto: hombres con músculos hay muchos,
pero los sabios escasean.

—No me extraña que las mujeres sean mejores clérigas.

—Y también hacen mejor las infusiones… normalmente. —Gundring dio un


sorbo a la taza que Yarvi le llevaba cada tarde y volvió a asentir, satisfecha—. La
preparación de infusiones es otro de tus puntos fuertes.
—Una gesta heroica, sin duda. ¿Me halagarás menos cuando haya pasado de
príncipe a clérigo?

—Recibirás mi adulación cuando la merezcas, y mis patadas en el culo el resto

del tiempo. Yarvi suspiró.

—Algunas cosas nunca cambian.

—Y ahora, historia.

La madre Gundring sacó de la estantería un libro con el lomo dorado, donde


competían el brillo verde y el rojo de las gemas que tenía engarzadas.

—¿Ahora? Tengo que subir a la luz de la Madre Sol para dar de comer a tus
palomas. Esperaba poder dormir un poco antes de…

—Te dejaré descansar cuando hayas superado la prueba.

—No me dejarás.

—Es cierto, no te dejaré. —La anciana se humedeció un dedo y empezó a pasar


las páginas del vetusto libro—. Dime, mi príncipe, ¿en cuántas astillas partieron a la
Diosa los elfos?

—En cuatrocientas nueve. Los cuatrocientos dioses menores, los seis altos
dioses, el primer hombre, la primera mujer y la Muerte, que guarda la Última Puerta.
Pero ¿esto no es materia de tejedores de plegarias más que de clérigos?

La madre Gundring chasqueó la lengua.

—Todo conocimiento es cosa de clérigos, pues solo lo que se conoce puede


controlarse. Enumera los seis altos dioses.

—Madre Mar y Padre Tierra, Madre Sol y Padre Luna, Madre Guerra y…

La puerta se abrió de sopetón y el aire buscador se apoderó de la estancia. Las llamas


del hogar saltaron al mismo tiempo que Yarvi, para bailar distorsionadas en los
centenares de frascos y botellas que ocupaban los estantes. Una silueta terminó de
subir los escalones con paso torpe y dejó las hierbas puestas a secar balanceándose
como hombres ahorcados a su paso.

Era Odem, el tío de Yarvi, que llegó jadeando y con el pelo empapado y pegado
a la cara por la lluvia. Clavó su mirada perdida en el príncipe y abrió la boca sin
dejar escapar sonido alguno. No hacía falta el don de la empatía para adivinar que
traía funestas noticias.

—¿Qué ocurre? —preguntó Yarvi con la voz rota y la garganta agarrotada de miedo.
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Su tío se dejó caer de rodillas y apoyó las manos en la paja grasienta del suelo.
Agachó la cabeza y pronunció dos palabras, roncas y crudas.

—Mi rey.

Y Yarvi supo que su padre y su hermano habían muerto.


NUNCA ME ABANDONES
Kazuo Ishiguro

Mi nombre es Kathy H. Tengo treinta y un años, y llevo más de once siendo


cuidadora. Puede parecer mucho tiempo, lo sé, pero lo cierto es que quieren que siga
otros ocho meses, hasta finales de año. Esto hará un total de casi doce años exactos.
Ahora sé que el hecho de haber sido cuidadora durante tanto tiempo no significa
necesariamente que piensen que soy insuperable en mi trabajo. Hay cuidadores
realmente magníficos a quienes se les ha dicho que lo dejen después de apenas dos o
tres años. Y puedo mencionar al menos a uno que siguió con esta ocupación catorce
años pese a ser un absoluto incompetente. Así que no trato de alardear de nada. Pero
sé sin ningún género de dudas que están contentos con mi trabajo, y, en general,
también yo lo estoy. Mis donantes siempre han tendido a portarse mucho mejor de lo
que yo esperaba. Sus tiempos de recuperación han sido impresionantes, y a casi
ninguno de ellos se le ha clasificado de «agitado», ni siquiera antes de la cuarta
donación. De acuerdo, ahora tal vez esté alardeando un poco. Pero significa mucho
para mí ser capaz de hacer bien mi trabajo, sobre todo en lo que se refiere a que mis
donantes sepan mantenerse «en calma». He desarrollado una especie de instinto
especial con los donantes. Sé cuándo quedarme cerca para consolarlos y cuándo
dejarlos solos; cuándo escuchar todo lo que tengan que decir y cuándo limitarme a
encogerme de hombros y decirles que se dejen de historias.

En cualquier caso, no tengo grandes reclamaciones que hacer en mi nombre. Sé


de cuidadores, actualmente en activo, que son tan buenos como yo y a quienes no se
les reconoce ni la mitad de mérito que a mí. Entiendo perfectamente que cualquiera de
ellos pueda sentirse resentido: por mi habitación amueblada, mi coche, y sobre todo
porque se me permite elegir a quién dedico mi cuidado. Soy una exalumna de
Hailsham, lo que a veces basta por sí mismo para conseguir el respaldo de la gente.
Kathy H., dicen, puede elegir, y siempre elige a los de su clase: gente de Hailsham, o
de algún otro centro privilegiado. No es extraño que tenga un historial de tal nivel. Lo
he oído muchas veces, así que estoy segura de que vosotros lo habréis oído muchas
más, por lo que quizá haya algo de verdad en ello. Pero no soy la primera persona a
quien se le permite elegir, y dudo que vaya a ser la última. De cualquier forma, he
cumplido mi parte en lo referente al cuidado de donantes criados en cualquier tipo de
entorno. Cuando termine, no lo olvidéis, habré dedicado muchos años a esto, pero
sólo durante los seis últimos me han permitido elegir.
® Diana P. Morales
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Y ¿por qué no habían de hacerlo? Los cuidadores no somos máquinas. Tratas de


hacer todo lo que puedes por cada donante, pero al final acabas exhausto. No posees
ni una paciencia ni una energía ilimitadas. Así que cuando tienes la oportunidad de
elegir, eliges lógicamente a los de tu tipo. Es natural. No habría podido seguir tanto
tiempo en esto si en algún punto del camino hubiera dejado de sentir lástima de mis
donantes. Y, además, si jamás me hubieran permitido elegir, ¿cómo habría podido
volver a tener cerca a Ruth y a Tommy después de todos estos años?
Pero, por supuesto, cada día quedan menos donantes que yo pueda recordar, y
por lo tanto, en la práctica, tampoco he podido elegir tanto. Como digo, el trabajo se te
hace más duro cuando no tienes ese vínculo profundo con el donante, y aunque
echaré de menos ser cuidadora, también me vendrá de perlas acabar por fin con ello
a finales de año.

Ruth, por cierto, no fue sino la tercera o cuarta donante que me fue dado elegir.
Ella ya tenía un cuidador asignado en aquel tiempo, y recuerdo que la cosa requirió un
poco de firmeza por mi parte. Pero al final me salí con la mía y en el instante en que
volví a verla, en el centro de recuperación de Dover, todas nuestras diferencias, si
bien no se esfumaron, dejaron de parecer tan importantes como todo lo demás: el que
hubiéramos crecido juntas en Hailsham, por ejemplo, o el que supiéramos y
recordáramos cosas que nadie más podía saber o recordar. Y fue entonces, supongo,
cuando empecé a procurar que mis donantes fueran gente del pasado, y, siempre que
podía, gente de Hailsham.

A lo largo de los años ha habido veces en que he tratado de dejar atrás Hailsham,
diciéndome que no tenía que mirar tanto hacia el pasado. Pero luego llegué a un punto
en el que dejé de resistirme. Y ello tuvo que ver con un donante concreto que tuve en
cierta ocasión, en mi tercer año de cuidadora; y fue su reacción al mencionarle yo que
había estado en Hailsham. Él acababa de pasar por su tercera donación y no había
salido bien, y seguramente sabía que no iba a superarlo. Apenas podía respirar, pero
miró hacia mí y dijo:

—Hailsham. Apuesto a que era un lugar hermoso.

A la mañana siguiente le estuve dando conversación para apartarle de la cabeza


su situación, y cuando le pregunté dónde había crecido mencionó cierto centro de
Dorset; y en su cara, bajo las manchas, se dibujó una mueca absolutamente distinta
de las que le conocía. Y caí en la cuenta de lo desesperadamente que deseaba no
recordar. Lo que quería, en cambio, era que le contara cosas de Hailsham.

Así que durante los cinco o seis días siguientes le conté lo que quería saber, y él
seguía allí echado, hecho un ovillo, con una sonrisa amable en el semblante. Me
preguntaba sobre cosas importantes y sobre menudencias. Sobre nuestros custodios,
sobre cómo cada uno de nosotros tenía su propio arcón con sus cosas, sobre el
fútbol, el rounders[1], el pequeño sendero que rodeaba la casa principal, sus rincones y
recovecos, el estanque de los patos, la comida, la vista de los campos desde el Aula
de Arte en las mañanas de niebla. A veces me hacía repetir las cosas una y otra vez;
me pedía que le contara cosas que le había contado ya el día anterior, como si jamás
se las hubiera dicho: «¿Teníais pabellón de deportes?»; «¿Cuál era tu custodio
preferido?». Al principio yo lo achacaba a los fármacos, pero luego me di cuenta de
que seguía teniendo la mente clara. Lo que quería no era sólo oír cosas de Hailsham,
sino recordar Hailsham como si se hubiera tratado de su propia infancia. Sabía que se
hallaba a punto de «completar», y eso era precisamente lo que pretendía: que yo le
describiera las cosas, de forma que pudiera asimilarlas en profundidad, de forma que
en las noches insomnes, con los fármacos y el dolor y la extenuación, acaso llegara a
hacerse desvaída la línea entre mis recuerdos y los
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suyos. Entonces fue cuando comprendí por vez primera —cuando lo comprendí de
verdad— cuan afortunados fuimos Tommy y Ruth y yo y el resto de nuestros
compañeros.
Ésta era la inscripción que había en la puerta de cristal de una tiendecita,
pero naturalmente sólo se veía así cuando se miraba a la calle, a través del
cristal, desde el interior en penumbra.
Fuera hacía una mañana fría y gris de noviembre, y llovía a cántaros. Las
gotas correteaban por el cristal y sobre las adornadas letras. Lo único que
podía verse por la puerta era una pared manchada de lluvia, al otro lado de la
calle.
La puerta se abrió de pronto con tal violencia que un pequeño racimo de
campanillas de latón que colgaba sobre ella, asustado, se puso a repiquetear,
sin poder tranquilizarse en un buen rato.
El causante del alboroto era un muchacho pequeño y francamente gordo, de
unos diez u once años. Su pelo, castaño oscuro, le caía chorreando sobre la
cara, tenía el abrigo empapado de lluvia y, colgada de una correa, llevaba a la
espalda una cartera de colegial. Estaba un poco pálido y sin aliento pero, en
contraste con la prisa que acababa de darse, se quedó en la puerta abierta
como clavado en el suelo.
Ante él tenía una habitación larga y estrecha, que se perdía al fondo en
penumbra. En las paredes había estantes que llegaban hasta el techo,
abarrotados de libros de todo tipo y tamaño. En el suelo se apilaban montones
de mamotretos y en algunas mesitas había montañas de libros más pequeños,
encuadernados en cuero, cuyos cantos
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brillaban como el oro. Detrás de una pared de libros tan alta como un hombre,
que se alzaba al otro extremo de la habitación, se veía el resplandor de una
lámpara. De esa zona iluminada se elevaba de vez en cuando un anillo de
humo, que iba aumentando de tamaño y se desvanecía luego más arriba, en la
oscuridad. Era como esas señales con que los indios se comunican noticias de
colina en colina. Evidentemente, allí había alguien y, en efecto, el muchacho
oyó una voz bastante brusca que, desde detrás de la pared de libros, decía:
—Quédese pasmado dentro o fuera, pero cierre la puerta. Hay corriente. El
muchacho obedeció, cerrando con suavidad la puerta. Luego se acercó a la
pared de libros y miró con precaución al otro lado. Allí estaba sentado, en un
sillón de orejas de cuero desgastado, un hombre grueso y rechoncho. Llevaba
un traje negro arrugado, que parecía muy usado y como polvoriento. Un
chaleco floreado le sujetaba el vientre. El hombre era calvo y sólo por encima
de las orejas le brotaban mechones de pelos blancos. Tenía una cara roja que
recordaba la de un buldog de esos que muerden. Sobre las narices, llenas de
bultos, llevaba unas gafas pequeñas y doradas, y fumaba en una pipa curva,
que le colgaba de la comisura de los labios torciéndole toda la boca. Sobre las
rodillas tenía un libro en el que, evidentemente, había estado leyendo, porque al
cerrarlo había dejado entre sus páginas el gordo dedo índice de la mano
izquierda… como señal de lectura, por decirlo así.
El hombre se quitó las gafas con la mano derecha, contempló al muchacho
pequeño y gordo que estaba ante él chorreando, frunciendo al hacerlo los ojos,
lo que aumentó la impresión de que iba a morder, y se limitó a musitar:
—¡Vaya por Dios!
Luego volvió a abrir su libro y siguió leyendo.
El muchacho no sabía muy bien qué hacer, y por eso se quedó simplemente
allí, mirando al hombre con los ojos muy abiertos. Finalmente, el hombre cerró
el libro otra vez —dejando el dedo, como antes, entre sus páginas— y gruñó:
—Mira, chico, yo no puedo soportar a los niños. Ya sé que está de moda
hacer muchos aspavientos cuando se trata de vosotros…, ¡pero eso no reza
conmigo! No me gustan los niños en absoluto. Para mí no son más que unos
estúpidos llorones y unos pesados que lo destrozan todo, manchan los libros
de mermelada y les rasgan las páginas, y a los que les importa un pimiento que
los mayores tengan también sus preocupaciones y sus problemas. Te lo digo
sólo para que sepas a qué atenerte. Además, no tengo libros para niños y los
otros no te los vendo. ¿Está claro?
Todo eso lo había dicho sin quitarse la pipa de la boca. Luego abrió el libro
otra vez y continuó leyendo.
El muchacho asintió en silencio y se dio la vuelta para marcharse, pero de
algún modo le pareció que no debía aceptar sin protesta aquel sermón, y por
eso se volvió otra vez y dijo en voz baja:
—No todos son así.
El hombre levantó despacio la vista y se quitó de nuevo las gafas.
—¿Aún estás ahí? ¿Qué hay que hacer para librarse de ti, me lo quieres
decir? ¿Qué era eso tan importantísimo que has dicho?
—No era importante —respondió el muchacho en voz más baja todavía—.
Sólo que… no todos los niños son como usted dice.

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—¡Vaya! —El hombre enarcó las cejas fingiendo asombro—. Entonces, tú


eres sin duda una excepción, ¿no?
El muchacho gordo no supo qué responder. Sólo se encogió ligeramente de
hombros y se volvió otra vez para irse.
—¡Vaya educación! —oyó decir a sus espaldas a aquella voz refunfuñona—.
Desde luego no te sobra, porque, si no, te hubieras presentado por lo menos.
—Me llamo Bastián —dijo el muchacho—. Bastián Baltasar Bux.
—Un nombre bastante raro —gruñó el hombre—, con esas tres bes. Bueno,
de eso no tienes la culpa porque no te bautizaste tú. Yo me llamo Karl Konrad
Koreander. —Tres kas —dijo el muchacho seriamente.
—Mmm —refunfuñó el viejo—. ¡Es verdad!
Lanzó unas nubecillas de humo.
—Bueno, da igual cómo nos llamemos porque no nos vamos a ver más.
Ahora sólo quisiera saber una cosa y es por qué has entrado en mi tienda con
tanta prisa. Daba la impresión de que huías de algo. ¿Es cierto?
Bastián asintió. Su cara redonda se puso de pronto un poco más pálida y
sus ojos se hicieron aún mayores.
—Probablemente habrás asaltado un banco —sugirió el señor Koreander—,
o matado a alguna vieja o alguna de esas cosas que hacéis ahora. ¿Te
persigue la policía, hijo?
Bastián negó con la cabeza.
—Vamos, habla —dijo el señor Koreander—. ¿De quién huyes?
—De los otros.
—¿De qué otros?
—Los niños de mi clase.
—¿Por qué?
—Porque… no me dejan en paz.
—¿Qué te hacen?
—Me esperan delante del colegio.
—¿Y qué?
—Me llaman cosas. Me dan empujones y se ríen de mí.
—¿Y tú te dejas?
El señor Koreander miró al muchacho un momento con desaprobación y
preguntó luego:
—¿Y por qué no les partes la boca?
Bastián lo miró asombrado.
—No… no quiero. Además… no soy muy bueno peleando.

MUNDO ANILLO
Larry Niven

® Diana P. Morales
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1. Luis Wu

Luis Wu volvió a la realidad en el centro del Beirut nocturno, en el interior de una


de las varias cabinas teletransportadoras de uso general.

La larga coleta, blanca y reluciente, parecía de nieve artificial. La piel y el cráneo


depilado tenían un tinte amarillo cromo; el iris de sus ojos era dorado y lucía una
túnica azul cobalto sobre la cual destacaba la dorada figura de un dragón
estereoscópico. Cuando apareció, su rostro exhibía una amplia sonrisa con una hilera
de perfectos dientes nacarados, absolutamente normalizados. Su persona se
materializó sonriente y agitando una mano. Pero la sonrisa estaba ya en fase de
disolución; un segundo más tarde había desaparecido, y su rostro comenzaba a
descomponerse como una máscara de goma bajo el efecto del calor. En ese
momento, Luis Wu aparentaba los años que tenía.

Permaneció inmóvil unos instantes junto a su cabina contemplando el paso de la


ciudad de Beirut: la gente que iba apareciendo en las cabinas contiguas, procedente
de lugares desconocidos; la multitud que cruzaba el lugar a pie, pues las aceras
móviles se desconectaban durante la noche. Entonces comenzaron a tocar las once.
Luis Wu enderezó los hombros y salió al encuentro del mundo.

En Resht, su fiesta debía de continuar en pleno apogeo y ya sería la mañana


siguiente a su cumpleaños. En Beirut tenían una hora menos. Luis pagó varias rondas
de raki en un reposado restaurante al aire libre y aplaudió las canciones que el
público coreaba en árabe y en intermundo. Antes de medianoche salía rumbo a
Budapest.

¿Habrían advertido que había dejado su propia fiesta? Sin duda supondrían que
había salido con alguna mujer y estaría de regreso en un par de horas. Pero Luis se
había ido solo, huyendo de las campanadas de medianoche, con el nuevo día
pisándole los talones. Veinticuatro horas eran muy pocas tratándose de la celebración
de su bicentésimo cumpleaños.

Ya se las arreglarían sin él. Sus amigos eran gente de mundo. Luis se mostraba
inflexible en ese aspecto. En Budapest encontró vino y danzas atléticas, nativos que
le toleraron tomándole por un turista adinerado y turistas que le creyeron un nativo
acomodado. Bailó las danzas y bebió el vino, y emprendió la marcha al filo de
medianoche.

En Munich decidió dar un paseo.

El aire era cálido y puro; le ayudaría a despejarse un poco. Estuvo caminando


sobre las iluminadas aceras móviles, sumando su andar a los quince kilómetros por
hora de las aceras. De pronto, cayó en la cuenta de que todas las ciudades del
mundo tenían aceras móviles, y todas se desplazaban a quince kilómetros por
hora.

La idea le pareció intolerable. Nada nuevo; sólo intolerable. Luis Wu rememoró


la total similitud existente entre Beirut y Munich o Resht… o San Francisco o
Topeka o Londres o Amsterdam. Las tiendas que flanqueaban las aceras móviles
vendían productos idénticos en todas las ciudades del mundo. Los ciudadanos que
había encontrado esa noche tenían todos igual aspecto, vestían del mismo modo.
No eran americanos, ni alemanes, ni egipcios, sino,
simplemente, terrícolas.

En sólo tres siglos y medio, las cabinas teletransportadoras habían logrado trocar
la infinita variedad de la Tierra en esto. Su red de transporte instantáneo abarcaba
el mundo entero. Entre Moscú y Sidney mediaba sólo un infinitésimo de tiempo y
una moneda de un
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décimo de estrella. Ineluctablemente, las ciudades se habían ido desdibujando con


los siglos y sus nombres eran ya meras reliquias del pasado.

San Francisco y San Diego constituían el extremo norte y sur de una vasta ciudad
costera. Pero ¿cuántas personas sabían cuál era el extremo norte y cuál el sur? Muy
pocas, a esas alturas.

Eran pensamientos más bien pesimistas para un hombre que ese día cumplía los
doscientos años de vida.

Pero la fusión de las ciudades era un hecho real. Luis había sido testigo del
proceso. Había visto fundirse todas las irracionalidades de lugar, tiempo y
costumbres en una gran racionalidad: una Ciudad que cubría el mundo entero, cual
monótona pasta gris. ¿Quién hablaba aún deutsch, english, francais, español? Todos
se comunicaban en intermundo. Los tatuajes de moda cambiaban todos al unísono,
en una monstruosa oleada que abarcaba el mundo entero.

¿Sería hora de tomarse otro año sabático? Lanzarse a lo desconocido, él solo en


su nave individual, con la piel y los ojos y el cabello de su color natural, y una barba
que iba creciendo desordenadamente sobre su rostro…

—Bobadas —se dijo Luis—. Acabo de tomarme un sabático.

De eso hacía veinte años.

Pero ya pronto darían las doce. Luis Wu buscó una cabina teletransportadora,
introdujo su tarjeta de crédito en la ranura y marcó el código de Sevilla.

Reapareció en una habitación bañada por la luz del sol.

—Nej, ¿qué significa esto? —se preguntó, frotándose los ojos.


La cabina debía estar averiada. En Sevilla ya no tendría que ser de día. Luis Wu se
disponía a marcar otra vez; sin embargo, al volverse, se encontró con una sorpresa.

Estaba en una habitación de hotel completamente anónima, y en tan prosaico


marco, su ocupante resultaba aún más desconcertante.

En efecto, ante sí, en medio de la habitación tenía un ser desprovisto de todo rasgo
humano o humanoide. Se apoyaba sobre tres patas y contemplaba a Luis Wu desde
dos direcciones distintas, gracias a sus dos cabezas planas montadas sobre sendos
cuellos, flexibles y muy delgados. La mayor parte de tan sorprendente figura estaba
cubierta de piel blanca y suave como un guante; sin embargo, entre los dos cuellos de
la bestia crecía una gruesa crin de basto pelo castaño, que le cubría todo el espinazo
hasta la complicada articulación de la pata trasera. Tenía las dos patas delanteras
muy separadas, de modo que los pequeños cascos con garras de la bestia formaban
un triángulo casi equilátero.

Luis supuso que debía tratarse de un animal extraterrestre. Esas cabezas planas
no podían albergar un cerebro. Pero luego advirtió una jiba entre las bases de los
cuellos, donde la crin se convertía en un grueso estropajo protector… y comenzó a
recordar vagamente un incidente acaecido treinta y seis lustros atrás.

Era un titerote, un titerote de Pierson. El cerebro y el cráneo se ocultaban bajo la


joroba. No era un animal; estaba dotado de una inteligencia al menos comparable a
la del hombre. Y
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sus ojos, uno por cabeza y muy hundidos en las órbitas óseas, miraban fijamente a
Luis Wu desde dos direcciones distintas.

Luis intentó abrir la puerta. Cerrada.

Había quedado encerrado fuera, no dentro. Podía marcar un número y


esfumarse. Pero ni siquiera lo pensó. No era corriente encontrar un titerote de
Pierson. La especie había desaparecido del espacio conocido antes de que Luis Wu
viniera al mundo.

—¿Puedo servirte en algo? —dijo Luis.

—Puedes —dijo el extraño ser…

… con una voz que le hizo rememorar sus sueños de adolescente. De querer
imaginar una mujer en consonancia con esa voz, Luis habría tenido que evocar a
Cleopatra, Helena de Troya, Marilyn Monroe y Lorelei Huntz, todas en una.

—¡Nej!

La palabrota le pareció más adecuada que nunca. ¡No es justo! ¡Que


semejante voz perteneciera a un extraño ser de dos cabezas y sexo
indeterminado!

—No te asustes —dijo el extraterrestre—. En caso de emergencia, siempre puedes huir.

—En el colegio había dibujos de seres como tú. Hace tiempo que
desaparecisteis… o eso creíamos.

—Cuando mi especie huyó del espacio conocido, yo no les acompañé —replicó el


titerote— . Me quedé en el espacio conocido, pues aquí podía ser útil a mi especie.

—¿Dónde te has ocultado? ¿Y en qué lugar de la Tierra estamos

ahora? —Eso no es de tu incumbencia. ¿Eres Luis Wu MMGR-

EWPLH?

—¿Lo sabías ya? ¿Me buscabas concretamente a mí?

—Sí. Hemos hallado la manera de manipular la red de cabinas


teletransportadoras de este mundo.

Era posible, pensó Luis. Costaría una fortuna en sobornos, pero era posible
conseguirlo. Aunque…

—¿Para qué?

—Será un poco largo de explicar…

EL NOMBRE DEL VIENTO


Patrick Rothfuss

Prólogo
® Diana P. Morales
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Un silencio triple

V
olvía a ser de noche. En la posada Roca de Guía reinaba el silencio, un
silencio triple.

El silencio más obvio era una calma hueca y resonante, constituida por las cosas que
faltaban. Si hubiera soplado el viento, este habría suspirado entre las ramas, habría
hecho chirriar el letrero de la posada en sus ganchos y habría arrastrado el silencio
calle abajo como arrastra las hojas caídas en otoño. Si hubiera habido gente en la
posada, aunque solo fuera un puñado de clientes, ellos habrían llenado el silencio
con su conversación y sus risas, y con el barullo y el tintineo propios de una taberna
a altas horas de la noche. Si hubiera habido música… pero no, claro que no había
música. De hecho, no había ninguna de esas cosas, y por eso persistía el silencio.

En la posada Roca de Guía, un par de hombres, apiñados en un extremo de la


barra, bebían con tranquila determinación, evitando las discusiones serias sobre
noticias perturbadoras. Su presencia añadía otro silencio, pequeño y sombrío, al otro
silencio, hueco y mayor. Era una especie de aleación, un contrapunto.

El tercer silencio no era fácil reconocerlo. Si pasabas una hora escuchando, quizá
empezaras a notarlo en el suelo de madera y en los bastos y astillados barriles que
había detrás de la barra. Estaba en el peso de la chimenea de piedra negra, que
conservaba el calor de un fuego que ya llevaba mucho rato apagado. Estaba en el
lento ir y venir de un trapo de hilo blanco que frotaba el veteado de la barra. Y estaba
en las manos del hombre allí de pie, sacándole brillo a una superficie de caoba que ya
brillaba bajo la luz de la lámpara.

El hombre tenía el pelo rojo como el fuego. Sus ojos eran oscuros y distantes, y
se movía con la sutil certeza de quienes saben muchas cosas.

La posada Roca de Guía era suya, y también era suyo el tercer silencio. Así debía
ser, pues ese era el mayor de los tres silencios, y envolvía a los otros dos. Era
profundo y ancho como el final del otoño. Era grande y pesado como una gran roca
alisada por la erosión de las aguas de un río. Era un sonido paciente e impasible
como el de las flores cortadas; el silencio de un
hombre que espera la muerte.

Un sitio para los demonios

E
ra una noche de Abatida, y la clientela habitual se había reunido en la Roca de
Guía. No podía decirse que cinco personas formaran un grupo muy numeroso,
pero últimamente, en los tiempos que corrían, nunca se reunían más de cinco
clientes en la taberna.
El viejo Cob oficiaba de narrador y suministrador de consejos. Los que estaban sentados
a
la barra bebían y escuchaban. En la cocina, un joven posadero, de pie junto a la
puerta, sonreía mientras escuchaba los detalles de una historia que ya conocía.

® Diana P. Morales
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—Cuando despertó, Táborlin el Grande estaba encerrado en una alta torre. Le


habían quitado la espada y lo habían despojado de sus herramientas: no tenía ni la
llave, ni la moneda ni la vela. Pero no creáis que eso era lo peor… —Cob hizo una
pausa para añadir suspense— ¡porque las lámparas de la pared ardían con llamas
azules!

Graham, Jake y Shep asintieron con la cabeza. Los tres amigos habían
crecido juntos, escuchando las historias que contaba Cob e ignorando sus
consejos.

Cob miró con los ojos entrecerrados al miembro más nuevo y más atento de su
reducido público, el aprendiz de herrero.

—¿Sabes qué significaba eso, muchacho? —Llamaban «muchacho» al aprendiz


de herrero, pese a que les pasaba un palmo a todos. Los pueblos pequeños son así, y
seguramente seguirían llamándolo «muchacho» hasta que tuviera una barba poblada
o hasta que, harto de ese apelativo, hiciera sangrar a alguien por la nariz.

El muchacho asintió lentamente y respondió:

—Los Chandrian.

—Exacto —confirmó Cob—. Los Chandrian. Todo el mundo sabe que el fuego azul
es una de sus señales. Pues bien, estaba…

—Pero ¿cómo lo habían encontrado? —lo interrumpió el muchacho—. Y ¿por


qué no lo mataron cuando tuvieron ocasión?

—Cállate, o sabrás todas las respuestas antes del final —dijo Jake—. Deja
que nos lo cuente.

—No le hables así, Jake —intervino Graham—. Es lógico que el muchacho


sienta curiosidad. Bébete tu cerveza.

—Ya me la he bebido —refunfuñó Jake—. Necesito otra, pero el posadero está


despellejando ratas en la cocina. —Subió la voz y golpeó la barra de caoba con su
jarra vacía—. ¡Eh! ¡Aquí hay unos hombres sedientos!

El posadero apareció con cinco cuencos de estofado y dos hogazas calientes


de pan. Les sirvió más cerveza a Jake, a Shep y al viejo Cob, moviéndose con
vigor y desenvoltura.

Los hombres interrumpieron el relato mientras daban cuenta de la cena. El viejo


Cob se zampó su cuenco de estofado con la eficacia depredadora de un soltero de
toda la vida. Los otros todavía estaban soplando en su estofado para enfriarlo
cuando él se terminó el pan y retomó la historia.

—Táborlin tenía que huir, pero cuando miró alrededor vio que en su celda no había
puerta. Ni ventanas. Lo único que había era piedra lisa y dura. Una celda de la que
jamás había escapado nadie.

»Pero Táborlin conocía el nombre de todas las cosas, y todas las cosas estaban
a sus órdenes. Le dijo a la piedra: "¡Rómpete!", y la piedra se rompió. La pared se
partió como una hoja de papel, y por esa brecha Táborlin vio el cielo y respiró el
dulce aire primaveral. Se acercó al borde, miró hacia abajo y, sin pensárselo dos
veces, se lanzó al vacío…

El muchacho abrió mucho los ojos.


® Diana P. Morales
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—¡No! —exclamó.

Cob asintió con seriedad.

—Táborlin se precipitó, pero no perdió la esperanza. Porque conocía el nombre del


viento, y el viento le obedeció. Le habló al viento, y este lo meció y lo acarició. Lo bajó
hasta el suelo suavemente, como si fuera un vilano de cardo, y lo posó de pie con la
dulzura del beso de una madre.

»Y cuando Táborlin llegó al suelo y se tocó el costado, donde lo habían apuñalado,


vio que no tenía más que un rasguño. Quizá fuera cuestión de suerte —Cob se dio
unos golpecitos en el puente de la nariz, con aire de complicidad—, o quizá tuviera
algo que ver con el amuleto que llevaba debajo de la camisa.

—¿Qué amuleto? —preguntó el muchacho intrigado, con la boca llena de

estofado. El viejo Cob se inclinó hacia atrás en el taburete, contento de que le

exigieran más detalles.

—Unos días antes, Táborlin había conocido a un calderero en el camino. Y


aunque Táborlin no llevaba mucha comida, compartió su cena con el anciano.

—Una decisión muy sensata —le dijo Graham en voz baja al muchacho—.
Porque como sabe todo el mundo, «Un calderero siempre paga doblemente los
favores».

—No, no —rezongó Jake—. Dilo bien: «Con un consejo paga doble el calderero
el favor imperecedero».

El posadero, que estaba plantado en la puerta de la cocina, detrás de la barra,


habló por primera vez esa noche.

—Te dejas más de la mitad:

Siempre sus deudas paga el calderero:

paga una vez cuando lo ha comprado,

paga doble a quien le ha ayudado,

paga triple a quien le ha insultado.


Los hombres que estaban sentados a la barra se mostraron casi sorprendidos
de ver a Kote allí de pie.
DUNE
FRANK HERBERT

Es en el momento de empezar cuando hay que cuidar atentamente que los


equilibrios queden establecidosde la manera más exacta. Y esto lo sabe bien
cada hermana Bene Gesserit. Así, para emprender este estudio acerca de la vida
de Muad’Dib, primero hay que situarlo exactamente en su
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tiempo: nacido en el 57º año del Emperador Padishah, Shaddam IV. Y hay que situar
muy especialmente a Muad’Dib en su lugar: el planeta Arrakis. Y no hay que dejarse
engañar por el hecho de que nació en Caladan y vivió allí los primeros quince años de
su vida. Arrakis, el planeta conocido como Dune, será siempre su lugar.

Del Manual de Muad’Dib, por la PRINCESA IRULAN

En la semana que precedió a la partida hacia Arrakis, cuando el frenesí de los


últimos preparativos había alcanzado un nivel casi insoportable, una vieja mujer
acudió a visitar a la madre del muchacho, Paul.

Era una suave noche en Castel Caladan, y las antiguas piedras que habían sido el
hogar de los Atreides durante veintisiete generaciones estaban impregnadas de
aquel húmedo frescor que presagiaba un cambio de tiempo.

La vieja mujer fue introducida por una puerta secreta y conducida a través del
abovedado pasadizo hasta la habitación de Paul, donde pudo observarlo un instante
mientras yacía en su lecho.

A la débil luz de una lámpara a suspensor que flotaba cerca del suelo, Paul, medio
dormido, distinguía apenas la voluminosa silueta inmóvil en el umbral, y la de su
madre, un paso más atrás. La vieja mujer era como la sombra de una bruja… con sus
cabellos como tela de araña enmarañados alrededor de sus oscuras facciones y sus
ojos brillando como piedras preciosas.

—¿No es un poco pequeño para su edad, Jessica? —preguntó la vieja mujer. Su


voz silbaba y vibraba como la de un baliset mal afinado.

La madre de Paul respondió con su suave voz de contralto:

—Es bien sabido que entre los Atreides el crecimiento es algo tardío, Vuestra

Reverencia. —Se dice, se dice —siseó la vieja mujer—. Pero ya tiene quince

años.

—Sí, Vuestra Reverencia.

—Está despierto y nos está escuchando —dijo la vieja mujer—. Astuto pillo —se
rio—. Pero la nobleza necesita de la astucia. Y si es realmente el Kwisatz
Haderach… bien…
En las sombras de su lecho, Paul entrecerró los ojos hasta reducirlos a dos
líneas. Dos óvalos brillantes como los de un pájaro, los ojos de la vieja mujer,
parecieron dilatarse y llamear mientras se clavaban en los suyos.

—Duerme bien, astuto pillo —murmuró la vieja mujer—. Mañana necesitarás de


todas tus facultades para afrontar mi gom jabbar.

Y desapareció, arrastrando afuera a su madre y cerrando la puerta con un

ruido sordo. Paul permaneció desvelado, preguntándose: ¿Qué será un gom

jabbar?

Entre toda la confusión de aquel período de cambio, la vieja mujer era lo más
extraño que había podido ver.

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Vuestra Reverencia.
Y ella se había dirigido a su madre Jessica como a una sirvienta en lugar de
como lo que ella era: una Dama Gesserit, la concubina de un duque y la madre del
heredero ducal.

¿Es un gom jabbar algo de Arrakis que debo conocer antes de que vayamos
allí?, se preguntó.
Silabeó aquellas extrañas palabras: Gom jabbar… Kwisatz Haderach.

Eran tantas cosas que aprender. Arrakis era un lugar tan distinto a Caladan que
la mente de Paul se perdía ante su solo pensamiento. Arrakis… Dune… el Planeta
del Desierto.

Thufir Hawat, el Maestro de Asesinos de su padre, le había explicado: sus


mortales enemigos, los Harkonnen, habían residido en Arrakis durante ochenta años,
gobernando el planeta en un cuasi-feudo bajo un contrato con la Compañía CHOAM
para la extracción de la especia geriátrica, la melange. Ahora, los Harkonnen iban a
ser reemplazados por la Casa de los Atreides en pleno-feudo… una aparente victoria
para el Duque Leto. Pero, había dicho Hawat, esta apariencia contenía un peligro
mortal, ya que el Duque Leto era popular entre las Grandes Casas del Landsraad.

—Un hombre demasiado popular provoca los celos de los poderosos —había dicho
Hawat.

Arrakis… Dune… el Planeta del Desierto.


Paul se durmió de nuevo y soñó en una caverna arrakena, con seres silenciosos
irguiéndose a su alrededor a la pálida claridad de los globos. Todo era solemne, como
en el interior de una catedral, y oía un débil sonido, el drip-drip-drip del agua. Aún
soñando, Paul sabía sin embargo que al despertar lo recordaría todo. Siempre
recordaba sus sueños premonitorios.

El sueño se desvaneció.

Paul se despertó en el tibio lecho y pensó… pensó. Aquel mundo de Castel


Caladan, donde no tenía juegos ni compañeros de su edad, quizá no mereciera la
menor tristeza. El doctor Yueh, su preceptor, le había dado a entender de forma
ocasional que el sistema de castas de los faufreluches no era tan rígido en Arrakis.
En el planeta había gente que vivía al borde del desierto sin un caid o un bashar que
la gobernase: los llamados Fremen, elusivos como el viento del desierto, que ni
siquiera figuraban en los censos de los Registros Imperiales.

Arrakis… Dune… el Planeta del Desierto.


Paul sintió sus propias tensiones y decidió practicar uno de los ejercicios
corporales mentales que le había enseñado su madre. Tres rápidas inspiraciones
desencadenaron las respuestas: entró en estado de percepción flotante… ajustó su
conciencia… dilatación aórtica… alejamiento de todo mecanismo no focalizado…
concienciación deliberada… enriquecimiento de la sangre e irrigación de las regiones
sobrecargadas… nadie obtiene alimento-seguridad-libertad sólo con el instinto… La
consciencia animal no se extiende más allá de un momento dado, como tampoco
admite la posibilidad de la extinción de sus víctimas… el animal destruye y no
produce… los placeres animales permanecen encerrados en el nivel de las
sensaciones sin alcanzar la percepción… el ser humano necesita una escala graduada
a través de la cual poder ver el universo… una consciencia selectivamente focalizada,
esto forma su escala… La integridad del cuerpo depende del flujo nervioso-sanguíneo,
sensible a las necesidades de cada una de las células… todos los seres/células/cosas
son no permanentes… todo lucha para mantener el flujo de la permanencia…

La lección pasó y pasó a través de la flotante consciencia de Paul.


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Cuando el alba tocó la ventana con su luz amarillenta, Paul la sintió a través de
sus cerrados párpados; los abrió, oyendo los ecos de la actividad del castillo, y los
fijó en el dibujo del artesonado del techo.

La puerta del vestíbulo se abrió y apareció su madre, con sus cabellos color
bronce oscuro sujetos, formando como una corona mediante una cinta negra, su
rostro ovalado impasible y sus ojos verdes con una expresión solemne.

—Estás despierto —dijo—. ¿Has dormido bien?

—Sí.

La observó, estudiándola, y notó la tensión en el movimiento de sus hombros


mientras escogía su ropa de las perchas en el armario. Cualquier otro no se hubiera
dado cuenta de aquella tensión, pero él había sido educado a la Manera Bene
Gesserit… a través de la más minuciosa observación. Su madre se volvió,
presentándole una casaca de semiceremonia con el halcón rojo, emblema de los
Atreides, bordado en el bolsillo.

—Apresúrate y vístete —dijo—. La Reverenda Madre está esperando.

—Una vez soñé con ella —dijo Paul—. ¿Quién es?

—Fue mi preceptora en la escuela Bene Gesserit. Hoy es la Decidora de


Verdad del Emperador. Y, Paul… —vaciló—. Tienes que hablarle de tus
sueños.

—Lo haré. ¿Es ella la razón de que nos hayan dado Arrakis?

—No nos han dado Arrakis —Jessica sacudió un par de pantalones y los colocó
junto a la casaca, al lado del lecho—. No debes hacer esperar a la Reverenda
Madre.

Paul se sentó y pasó los brazos alrededor de sus rodillas.


—¿Qué es un gom jabbar?

El adiestramiento que había recibido le hizo percibir de nuevo la invisible


excitación de su madre, una motivación nerviosa que reconoció como miedo.

Jessica se acercó a la ventana, corrió las cortinas y durante un instante


contempló, al otro lado del río, el monte Syubi.

—Pronto sabrás lo que es el gom jabbar… demasiado pronto —dijo.

Una vez más notó el miedo en su voz, y se sintió intrigado.

Jessica habló sin volverse:

—La Reverenda Madre está esperando en mis salones. Por favor, apresúrate.

CRÓNICAS DE TERRAMAR

Ursula K. LeGuin
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Las tumbas de Atuán –Libro 2

PRÓLOGO

—¡VUELVE, TENAR! ¡VUELVE A CASA!

En el hondo valle, a la luz del crepúsculo, los manzanos estaban en víspera de


florecer; aquí y allá entre las ramas sombrías se había abierto una flor temprana,
blanca y rosada, como una estrella débil. Entre los árboles del huerto, sobre la hierba
nueva, tupida y húmeda, la niña corría por la alegría de correr; al oír que la llamaban
no regresó en seguida, y dio una larga vuelta antes de mirar otra vez hacia la casa. La
madre esperaba en la puerta de la cabaña, con el hogar encendido detrás de ella, y
contemplaba la figura diminuta que corría y saltaba, revoloteando como una pelusa de
cardo por encima de la hierba cada vez más oscura bajo los árboles.

En una esquina de la cabaña, el padre rascaba el barro seco adherido a la


azada y dijo de pronto:

—¿Por qué estás tan pendiente de la niña? El mes que viene se la llevarán. Para
siempre. Tanto daría enterrarla y olvidarla. ¿De qué sirve aferrarse a lo que tienes
que perder? Ella no nos hace ningún bien aquí. Si pagaran por llevársela, al menos
serviría de algo, pero no lo harán. Se la llevarán y eso será el fin de todo.

La madre no respondió, observando a la niña, que ahora se había detenido a mirar


el cielo a través de los árboles. Sobre las altas colinas, sobre los huertos, brillaba la
luz penetrante del lucero vespertino.

—No es nuestra, no ha sido nuestra desde el día en que vinieron y dijeron que
sería la Sacerdotisa de las Tumbas. ¿Por qué no quieres entenderlo? —La voz del
hombre era áspera, quejosa y amarga—. Tienes otros cuatro. Se quedarán aquí y
ésta no. De modo que no vivas pendiente de la niña. ¡Déjala ir!

—Cuando llegue el día —dijo la mujer—, dejaré que se vaya. —Se inclinó para recibir
a la pequeña que se acercaba corriendo con los blancos piececitos descalzos por el
suelo fangoso, y la levantó en brazos. Al volverse para entrar en la cabaña inclinó la
cabeza y besó los cabellos de la niña, que eran negros; en cambio los suyos eran
rubios a la trémula luz de las llamas.

El hombre siguió fuera, con los pies descalzos y fríos sobre el suelo de tierra y el
limpio cielo primaveral que se oscurecía sobre él. La cara en la penumbra tenía
una expresión de dolor, un dolor sordo, opresivo y colérico que él nunca podría
expresar con palabras. Por
último se encogió de hombros y entró detrás de la mujer en la habitación
iluminada donde resonaban unas voces de niños.

CAPÍTULO 1

LA DEVORADA

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UN CORNO ALTO CHILLÓ Y CALLÓ. Luego, en el silencio, se oyó un rumor de


pasos acompasados, y un tambor que redoblaba con golpes lentos como un
corazón. En las grietas del techo del Palacio del Trono, y en las hendiduras entre las
columnas donde se había desplomado toda una porción de mampostería y tejas,
brillaban los rayos oblicuos de un sol vacilante. Era una hora después del alba. El
aire flotaba tranquilo y frío. Las hojas muertas de los hierbajos que habían crecido
entre las losas de mármol, tenían un borde de escarcha, y crepitaban, adhiriéndose a
las largas vestiduras negras de las sacerdotisas.

Avanzaban de cuatro en cuatro por el amplio salón, entre las dobles hileras de
columnas. El tambor golpeaba monótono. Nadie hablaba, nadie miraba. Las antorchas
que llevaban las jóvenes vestidas de negro, ardían bajo los rayos del sol con una luz
propia que parecía avivarse en los intervalos de penumbra. Afuera, en las escalinatas
del Palacio del Trono estaban los hombres: guardias, trompeteros, tamborileros; sólo
las mujeres habían cruzado las grandes puertas, vestidas de oscuro y encapuchadas,
caminando lentamente de cuatro en cuatro hacia el trono vacío.

Dos de ellas, altas e imponentes en sus vestiduras negras, una enjuta y rígida,
corpulenta la otra, avanzaban balanceándose sobre las plantas de los pies. Entre
ambas iba una niña de unos seis años. Vestía una camisa blanca y recta. Tenía la
cabeza, los brazos y las piernas desnudos, y estaba descalza. Parecía pequeñísima.
Al pie de las gradas que conducían al trono, donde ya aguardaban las otras en filas
sombrías, las dos mujeres se detuvieron. Empujaron a la niña para que se adelantara
unos pasos.

El trono, en su elevada plataforma, parecía estar guarnecido a uno y otro lado por
unas colgaduras negras que bajaban de las tinieblas del techo; no se alcanzaba a ver
si eran cortinajes o sólo sombras más oscuras. El enorme trono también era negro,
con apagados reflejos de oro o piedras preciosas en los brazos y el respaldar.
Sentado allí, un hombre hubiera parecido un enano; no era un trono de dimensiones
humanas. Y estaba vacío. Nada se sentaba en él sino las sombras.

Sola, la niña subió cuatro de los siete escalones de mármol veteado de rojo. Eran
tan anchos y tan altos que ella tenía que poner los dos pies en cada peldaño antes de
pasar al siguiente. En el del medio, frente al trono, había un gran bloque de madera
ahuecado en la cara superior. La niña se arrodilló y metió la cabeza en el hueco,
doblándola ligeramente a un lado. Y así permaneció, inmóvil. De pronto, de entre las
sombras a la diestra del trono salió una figura ceñida en una túnica blanca, y
descendió por los escalones hasta la niña. Llevaba el rostro pintado de blanco;
empuñaba una espada larga, de acero bruñido. Sin decir una palabra, sin titubeos,
alzó la espada, que sostenía con ambas manos, sobre el cuello de la pequeña. El
tambor dejó de redoblar.

Cuando la hoja de la espada se alzó en un arco y se detuvo apuntando el techo,


una figura vestida de negro irrumpió por el ala izquierda del trono, bajó de un salto los
escalones y detuvo los brazos del ejecutor con unos brazos más delgados. La espada
afilada centelleó en el aire. Así permanecieron un instante, como danzarinas en
equilibrio, la figura blanca y la negra, ambas sin rostro, sobre la niña inmóvil, que
esperaba con los cabellos apartados y la nuca al descubierto.

En silencio, las dos figuras se separaron de un salto y volvieron a subir los


escalones, desvaneciéndose en las tinieblas detrás del trono. Una sacerdotisa se
adelantó y derramó sobre los peldaños el líquido de un cuenco, junto a la niña
arrodillada. En la penumbra de la sala la mancha oscura parecía negra.
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La niña se puso de pie y descendió con dificultad los cuatro escalones. Cuando
estuvo abajo, las dos sacerdotisas altas la vistieron con una túnica, una capucha y un
mantón negros, y la pusieron otra vez de cara a las gradas, la mancha oscura y el
trono.

—¡Que los Sin Nombre contemplen a la niña que se les entrega, en verdad la
única que haya nacido sin nombre! ¡Que acepten la vida y los años de la vida de
esta niña hasta que le llegue la muerte, que también les pertenece! ¡Que acepten
esta ofrenda! ¡Que ella sea devorada!

Otras voces respondieron, ásperas y estridentes como trompetas:

—¡Devorada! ¡Devorada!

Bajo el negro capuz, la niña seguía mirando el trono. El polvo empañaba las joyas
de los enormes brazos ganchudos y del respaldo tallado, cubierto de telarañas y
manchas blancuzcas de excrementos de búho. Ningún mortal había hollado nunca los
tres últimos escalones, encima de aquél donde se había arrodillado la niña. Había
tanto polvo que los escalones parecían un montículo de tierra, con los mármoles de
vetas rojas sepultados bajo las capas grises, inertes e intactas después de tantos
años, de tantos siglos, «¡Devorada! ¡Devorada!».

De repente volvió a oírse el tambor, ahora a un ritmo más vivo.


EL MAPA DEL TIEMPO

Félix J. Palma
PARTE PRIMERA

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I

A Andrew Harrington le hubiese gustado poder morir más de una vez para no tener
que escoger una única pistola entre las muchas que su padre atesoraba en las vitrinas
del salón. Las decisiones nunca habían sido su fuerte. De hecho, mirada al trasluz, su
existencia se revelaba como un cúmulo de elecciones erróneas, la última de las
cuales amenazaba con proyectar su larga sombra sobre el futuro. Pero aquella vida
de desatinos tan poco ejemplarizante estaba a punto de concluir. Esta vez creía haber
elegido correctamente, pues había elegido dejar de elegir. Ya no habría más errores
en el futuro porque ni siquiera habría futuro. Iba a desmantelarlo sin contemplaciones,
apoyándose en la sien derecha una de aquellas armas. No parecía haber otra salida:
aniquilar el futuro era el único modo a su alcance de exterminar el pasado.

Estudió el contenido de la vitrina, el mortífero menaje que su padre había ido


adquiriendo con mimo desde que regresara del frente. Su progenitor adoraba aquellas
armas, pero Andrew sospechaba que no las coleccionaba movido por la nostalgia,
sino por la fascinación que le producía contemplar las distintas alternativas que el
hombre iba concibiendo a lo largo de los años para arrebatarse la vida de manera no
oficial. Con un desinterés que contrastaba con la devoción de su padre, sus ojos
recorrieron aquellos enseres de apariencia dócil, casi doméstica, que traían el trueno
a la mano y que habían eximido a las guerras de la desagradable intimidad del cuerpo
a cuerpo. Andrew intentó calcular qué clase de muerte se escondía, como una

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alimaña al acecho, dentro de cada una de ellas. ¿Cuál le hubiese recomendado su


padre para abrirse la cabeza? Imaginó que las pistolas de chispa, esas antiguallas que
debían cargarse por el hocico, introduciendo la pólvora, la munición y un taco de papel
a modo de tapón cada vez que uno quería efectuar un disparo, le proporcionarían una
muerte noble, pero también parsimoniosa, terca. Era preferible la muerte impetuosa
que le ofrecían los modernos revólveres, acurrucados en sus lujosos estuches de
madera forrados de terciopelo. Consideró un Colt Single Action de aspecto manejable
y eficaz, pero lo desechó al recordar que ése era el revólver que había visto enarbolar
a Buffalo Bill en su circo del Salvaje Oeste, aquel espectáculo patético con el que
simulaba sus correrías transoceánicas valiéndose de algunos indios importados y una
docena de búfalos apáticos que parecían alimentados con opio. No quería enfrentar su
muerte como una aventura. También rechazó un hermoso Smith & Wesson, el arma
que había dado muerte a Jesse James, por no estimarse a la altura del bandido, así
como un revólver Webley, concebido especialmente para frenar a los robustos
indígenas en las guerras coloniales, y que se le antojaba excesivamente pesado.
Examinó entonces un gracioso Pepperbox de tambor rotatorio, que era el preferido de
su padre, pero albergaba serias dudas de que aquella arma ridícula y afectada pudiera
expulsar una bala con la suficiente convicción. Finalmente se decidió por un elegante
Colt de cachas de madreperla fabricado en 1870, que le arrebataría la vida con la
delicadeza de una caricia de mujer.

Lo tomó de la vitrina con una sonrisa insolente, recordando todas las veces que su
padre le había prohibido tocar las pistolas. Pero ahora el ilustre William Harrington se
encontraba en Italia, probablemente intimidando a la Fontana de Trevi con su mirada
valorativa. También había sido una agradable casualidad que sus padres hubiesen
decidido emprender su viaje por Europa en la misma fecha que él había estipulado
para su suicidio. Dudaba de que alguno de los dos alcanzara a descifrar el verdadero
mensaje encriptado en su gesto —que había preferido morir solo, como había vivido
—, pero le bastaba con la mueca de disgusto que sin duda compondría su padre al
descubrir que se había matado a sus espaldas, sin su autorización.

Abrió el armarito donde se guardaba la munición e introdujo seis balas en el


tambor del revólver. Suponía que no iba a necesitar más que una, pero nunca se
sabía lo que podía pasar. Después de todo, era la primera vez que se suicidaba.
Luego se la guardó en un bolsillo de la levita envuelta en un paño, como si fuera la
fruta que pensaba comer durante algún paseo, y continuando con su repertorio de
desafíos dejó la vitrina abierta. Si hubiese demostrado ese coraje antes, pensó, si se
hubiese atrevido a enfrentarse a su padre en el momento oportuno, ella todavía
estaría viva. Pero para cuando lo hizo ya era demasiado tarde. Y llevaba ocho largos
años pagando aquel retraso. Ocho largos años en los que el dolor no había hecho
más que crecer, propagándose por su interior como una hiedra maldita,
envolviéndole los órganos con su húmedo tacto, pudriéndole el alma. Pese a los
esfuerzos de su primo Charles, pese a la distracción de otros cuerpos, el dolor por la
muerte de Marie se resistía a ser enterrado. Pero esta noche acabaría todo.
Veintiséis años eran una bonita edad para morir, pensó, y se palpó con satisfacción
el bulto del bolsillo. Ya tenía el arma. Ahora sólo necesitaba un lugar apropiado para
llevar a cabo la ceremonia. Y únicamente existía un lugar donde poder hacerlo.

Con el peso del revólver en el bolsillo, confortándolo como un talismán, bajó las
majestuosas escaleras de la mansión Harrington, situada en la lujosa Kensington
Gore, muy cerca de la entrada oeste de Hyde Park. Aunque no pensaba dedicarle
ninguna mirada de despedida a las paredes que habían sido su hogar durante casi
tres décadas, no pudo evitar que un impulso malsano le hiciera detenerse ante el
retrato que presidía el vestíbulo. Desde el marco dorado, su padre lo miró con
desaprobación. Altivo y majestuoso, a duras penas envainado en su viejo uniforme de
infantería, con el que de joven había combatido en la guerra

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de Crimea hasta que una bayoneta rusa le había desgarrado un muslo, legándole una
cojera que imponía a su caminar un balanceo perturbador, William Harrington arrojaba
sobre el mundo una mirada de burlona censura, como si para él el universo fuese una
obra malograda que había dado por perdida hacía tiempo. ¿Quién había mandado
cubrir con aquel velo de inoportuna niebla la batalla que se desarrolló ante la asediada
Sebastopol, de manera que nadie pudiera ver la punta de su bayoneta? ¿Quién había
decidido que una mujer era la persona más adecuada para pastorear el destino de
Inglaterra? ¿Era realmente el Este el mejor sitio por donde podía salir el sol? Andrew
no había llegado a conocer a su padre sin aquella agreste hostilidad supurándole de
los ojos, por lo que no sabía si había nacido con ella o se la habían contagiado en
Crimea los fieros otomanos, pero lo cierto era que no había desaparecido de su rostro
como una viruela pasajera pese a que el destino que se abrió ante sus botas de
soldado sin futuro al volver del frente sólo podía calificarse de benévolo. ¿Qué
importaba que hubiese tenido que recorrerlo con bastón si le había conducido hasta
donde lo había hecho? Porque, sin necesidad de pactar con ningún demonio, el
hombre de bigote espeso y rasgos pulcramente ordenados que mostraba el lienzo se
había convertido en uno de los caballeros más ricos de Londres de la noche a la
mañana. Nada de todo lo que tenía ahora se había atrevido siquiera a soñarlo cuando
deambulaba con la bayoneta en ristre en aquella guerra remota.

Pero cómo lo había conseguido era uno de los secretos mejor guardados de la
familia; y, por lo tanto, un absoluto misterio para Andrew.
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