Catastrofe en El Espacio - Harry Harrison
Catastrofe en El Espacio - Harry Harrison
Catastrofe en El Espacio - Harry Harrison
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La nave espacial Prometeo, la mayor que el hombre ha lanzado jamás al
espacio, está fuera de control, sobrevolando Londres, Moscú, Nueva York, en
una órbita descendente, cayendo cada vez más. Cuando la enorme mada de
metal choque contra la Tierra, explotará con la fuerza de una bomba atómica,
porque contiene Uranio 235, un combustible radioactivo y letal. La crisis
provoca un estado de alerta internacional.
Una posibilidad que ya los antiguos temían con el paso de los cometas a
nuestro alrededor, peligro hoy agigantado con los satélites artificiales.
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Harry Harrison
Catástrofe en el espacio
Ciencia Ficción - Grandes Éxitos (Ultramar) - 13
ePub r1.0
Red_S 18.11.13
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Título original: Skyfall
Harry Harrison, 1976
Traducción: 0. Sachs
Diseño/Retoque de portada: antoni Garcés
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Este libro es para Hilary Rubistein y Charles Monteith, sin cuyo entusiasmo y
aliento no se hubiera escrito jamás.
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BAIKONUR URSS
—¡Dios mío, qué grande es! —susurró ásperamente Harding—. Nunca había
imaginado que algo pudiera ser tan grande.
La palabra grande no alcanzaba a definirlo. Un reluciente rascacielos en medio de
la llanura; una torre de metal sin ventanas, que empequeñecía a cuantas
construcciones la rodeaban. No era un edificio, sino una nave espacial. Veinte mil
toneladas que pronto bramarían con las llamaradas de sus motores y se elevarían con
un estremecimiento, lentamente al principio, con más y más velocidad después, para
lanzarse finalmente como una flecha hacia lo alto. El más grande artefacto espacial
que el hombre construyera o soñara en el curso de su historia.
El cuatrimotor de propulsión, enorme como era, quedaba reducido a la
insignificancia. Era una mosca junto a un campanario. Allí estaban los seis
relucientes propulsores, todos idénticos, cada uno más grande que la mayor nave
espacial construida por los americanos. Durante el vuelo debían desprenderse cinco
de ellos, una vez agotado el combustible, para que el propulsor central se encargara
de proporcionar energía a la carga útil. Pero el término «carga útil» era demasiado
trivial para ser aplicado a la Prometeo. Prometeo, el mortal que robó el fuego a los
dioses para traerlo a la Tierra, convertido en la Prometeo, la máquina que
circunvolaría la Tierra a 32 300 kilómetros de altura y recogería en sus brazos
extendidos la energía solar para enviarla a la Tierra. Era la respuesta al problema
energético de la Humanidad, la solución definitiva que proporcionaría un ilimitado
poder. Para siempre.
Tal era el plan. Y en ese momento, ante la mera inmensidad de la Prometeo,
Patrick Winter empezaba a comprender su verdadero alcance. Cuando su avión hubo
completado el círculo enderezó el volante y lo dejó caer hacia la pista de aterrizaje.
Pero su atención no estaba del todo centrada en la tarea, y era lo bastante buen piloto
como para reconocerlo.
—Por favor, coronel, hágase cargo del aterrizaje —pidió.
Harding asintió y se encargó de los mandos. Comprendía los pensamientos de su
compañero. Ante él también pendía, como un recuerdo, la imagen de aquella pulida
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torre metálica. La apartó de su mente y se concentró; las ruedas tocaron tierra; él
invirtió entonces el impulso de los motores y frenó, aminorando la marcha. Sólo
volvió a hablar cuando avanzaban hacia los hangares.
—Y usted va a pilotar esa hija de puta…
Era una mezcla de afirmación y de pregunta, tal vez la sospecha de que algo tan
grande como esa máquina jamás podría despegar del suelo. Patrick percibió el tono
de su voz y comprendió lo que implicaba.
—Sí —dijo con una amplia sonrisa, mientras se soltaba el cinturón de seguridad
para levantarse—. Voy a pilotar esa hija de puta.
Volvió a la cabina principal. I. L. Flax le hizo señas de que se acercara. Estaba
tendido en su asiento, recostado hacia atrás, con el auricular del teléfono casi perdido
en su enorme mano. Por lo común, a Flax le desagradaba viajar en avión, pues solía
sentirse apretado. Su estatura superaba el metro ochenta; el diámetro, también,
probablemente. Así, con las piernas muy separadas, llenaba el sofá totalmente. Tendía
a transpirar excesivamente; su cráneo, afeitado y liso, estaba cubierto de gotitas de
sudor.
—Sí, muy bien —dijo al teléfono, con su voz clara y su imperceptible acento
extranjero—. Manténganse en comunicación con ellos. Volveré a llamar en cuanto
acaben las formalidades.
Su interlocutor podía estar en cualquier parte del mundo. El aparato Uno de la
Fuerza Aérea tenía las mismas posibilidades de comunicación que un portaaviones.
Flax colgó el auricular y apartó el teléfono, mientras miraba distraídamente hacia la
ventanilla con el ceño fruncido.
—Sigue en observación —dijo—, pero los médicos creen que es apendicitis. Le
operarán dentro de un par de horas. Magnífico. Cualquiera pensaría que un médico
debe de cuidarse mejor que nadie. ¿Cómo diablos es posible que un doctor tenga
apendicitis?
Y movió la cabeza, incrédulo; sus fláccidas mejillas parecieron aletear.
—Aunque usted no lo crea, Flax, los médicos también tienen apéndice.
Patrick se había detenido frente al gran espejo para hacerse el nudo de la corbata.
Tenía treinta y siete años, pero se conservaba muy bien. En comparación con Flax era
todo un Adonis; claro que cualquiera lo habría sido. Tenía el vientre plano y hacía
bastante gimnasia para mantenerse en línea. Era lo bastante buen mozo como para
que las chicas no huyeran espantadas, aunque la mandíbula resultaba demasiado
grande y el pelo retrocedía un poco más cada año que pasaba. Ajustó el nudo de la
corbata y alargó la mano para coger la chaqueta.
—Además —agregó—, Kennelly tiene un buen suplente. Todos hemos trabajado
con Feinberg; no habrá problemas.
—Veinte a diez a que no le veremos el pelo —dijo Ely Bron.
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Estaba sentado junto a la ventanilla, con la narizota metida en su libro (su postura
favorita). Nadie habría dicho que prestaba atención a la charla, pero tenía la
desconcertante capacidad de leer y conversar al mismo tiempo. Era capaz de
imponerse en una discusión y recordar al mismo tiempo cada palabra del capítulo
leído. Volvió la página sin decir más.
—¿Qué apuesta es ésa? —preguntó Patrick—. Feinberg es el único médico
suplente. Tiene que venir.
—¿De veras? A ver tus diez dólares.
—Hecho —replicó Flax—. ¿Acaso sabes algo que nosotros ignoramos, Ely?
—Saber, adivinar, oír a través de las paredes. Todo es lo mismo.
—Bueno, si quieres tirar el dinero —dijo Patrick—, acepto también.
Se abrochó la chaqueta del uniforme y cepilló el polvo invisible de sus insignias
de mayor. Tal vez estaba tirando diez dólares a la basura: el doctor Ely Bron tenía la
costumbre de estar en lo cierto y de ganar todas las apuestas. Además, no era de los
que dejan pasar el triunfo. Patrick hacía todo lo posible por cobrar afecto a ese
colega, físico nuclear, pero era consciente de que no lo estaba consiguiendo.
—Vamos —dijo Flax, irguiendo su pesada mole, en tanto la máquina se detenía
—. Banda, guardia de honor, políticos, la gentuza de costumbre.
—¿Qué hay que decir, buenas tardes o buenas noches? —preguntó Patrick,
echando una mirada a su reloj.
—Dobry Vyecher sirve para cualquier hora —respondió Flax—. O Zdractvooyeti.
A través de la portezuela abierta llegaron las primeras notas del himno nacional
estadounidense, algo desafiante y fuera de ritmo; se parecía más a una canción
folklórica rusa que al sitio del fuerte McHenry. Las alineadas cámaras se pusieron en
funcionamiento con un chasquido en cuanto ellos aparecieron en la escalerilla, y el
comité de recepción dio un paso adelante. Hubo algunos misericordiosos discursos de
bienvenida en ruso, seguidos por agradecimientos igualmente breves de los recién
llegados; finalmente pudieron pasar al vodka y al caviar. Y a las garras de la prensa.
Para Patrick fue un verdadero alivio que Flax se hiciera cargo de casi todas las
preguntas, alternando entre el ruso, el polaco, el alemán y el inglés sin vacilar
siquiera. Ely Bron parecía desenvolverse cómodamente en francés y en alemán,
aprendidos sin duda en los ratos libres que le permitía la tecnológica, cuando no
estaba inmerso en alguna otra licenciatura o cualquier doctorado. Patrick había estado
estudiando detenidamente el vocabulario técnico y se sentía capaz de gobernar una
nave en ruso, pero no estaba en condiciones de conceder una entrevista. Tendría que
ser en inglés o nada. Un hombre bajito, de traje muy arrugado, se abrió paso por entre
la multitud hasta llegar a él. Tenía las gafas sucias y salpicaba saliva al hablar.
—Soy Pilkington, del World Star, de Londres —dijo con un acento medio
arrabalero, mientras le acercaba un micrófono—. Mayor Winter, supongo que usted,
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como comandante de esta aventura, ha de tener ideas muy definidas al respecto. En
primer lugar, el peligro…
—No creo que el término «aventura» sea apropiado.
Patrick sonrió al responder; en ambas márgenes del Atlántico había tropezado con
gentes de ese tipo. Había periodistas a la caza de hechos, de noticias consistentes.
Otros, en cambio, escribían principalmente para aquéllos que mueven los labios al
leer. En su opinión, el World Star era muy bueno para forrar los cubos de basura, pero
tuvo en cuenta el entrenamiento recibido: «Hay que ser amable con los periodistas».
—La Operación Prometeo es un proyecto conjunto soviético-norteamericano que
combina los conocimientos especializados de ambos países, de forma tal que ha de
beneficiar al mundo entero.
—¿Eso quiere decir que en ciertos aspectos los rusos superan a los
norteamericanos?
El micrófono se movió más cerca; Patrick, manteniendo aún su sincera sonrisa,
sentía deseos de hacérselo tragar.
—Lo que estamos haciendo está más allá de las rivalidades políticas o nacionales.
La Operación Prometeo proporcionará energía libre de contaminación ambiental,
justamente en una época en que las fuentes tradicionales empiezan a agotarse. A su
debido tiempo suministrará esa energía a todos los países de la Tierra…
—¿Pero por el momento será sólo para los rusos y los norteamericanos?
—Por el momento, sólo los rusos y los norteamericanos construyen y financian
este proyecto, que ha costado veintidós mil millones de dólares. Una vez en marcha,
podremos ampliarlo a menor costo. De todos modos, cualquier refuerzo a las fuentes
de energía beneficiará al mundo entero.
Pilkington se limpió los labios con el dorso de la mano y se retorció. Enseguida
ensayó otro jaque.
—El peligro, ésa es la preocupación general. Ese rayo de la muerte que ustedes
dispararán podría aniquilar ciudades enteras, ¿verdad?
—Eso no es del todo cierto, señor Pilkington; me temo que usted ha estado
leyendo su propio periódico.
Fue un golpe rápido; enseguida lo lamentó.
—El coronel Kuznekov —prosiguió—, que ha desarrollado esta técnica, la ha
sometido a todas las pruebas posibles. En el espacio se genera la electricidad a partir
de la luz del sol, por simples métodos térmicos, en un generador a turbina; después se
transmite bajo la forma de un rayo de ondas cortas de alta potencia. Una vez recibido
en la tierra se le convierte de nuevo en electricidad.
—Pero ese rayo, ¿no podría escaparse del control y aniquilar a toda una ciudad?
—Las ondas de radio son exactamente iguales a las que nos rodean actualmente,
aunque más fuertes, más concentradas. Admito que si alguien se pusiera en el punto
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exacto podrían calcinarle…
Su voz, al hacer ese comentario, no dejaba duda alguna sobre quién debía ser
calcinado.
—… pero es una posibilidad muy remota. Las antenas receptoras están situadas
en parajes muy remotos; además, hay muchos controles automáticos que detendrían
la transmisión si se produjera alguna emergencia.
Patrick observó la sala por encima de la cabeza del periodista; allí estaba Nadia,
en pie contra la pared, en el otro extremo.
—Tendrá que disculparme —se interrumpió—; allá me necesitan. No olvide decir
a sus lectores que la red eléctrica de Gran Bretaña es ideal para distribuir este tipo de
electricidad. Llegará un día en que satisfaga todas las necesidades energéticas del
Reino Unido…, eliminando al mismo tiempo la contaminación ambiental que se
provoca al quemar carbón o petróleo, elementos hasta ahora irreemplazables. Gracias.
Pasó por debajo del micrófono y se abrió paso por entre la gente, deteniéndose
sólo para tomar dos diminutos vasos de vodka helado que le ofrecían en una bandeja.
Ella se dio la vuelta al verle llegar. La cara jamás olvidada, los ojos transparentes, de
un azul frío, ligeramente arrugados en los extremos, el pelo dorado como el trigo de
Ucrania. Vestía uniforme, un ancho cinturón de cuero sobre la chaqueta larga y una
hilera de medallitas con sus cintas prendidas en la curva del pecho.
—Nadia…
—Bien venido a la Unión Soviética, mayor Winter —le saludó. Después tomó
uno de los vasos y lo levantó sin sonreír.
—Gracias, mayor Kalinina.
Él bebió su vaso con un solo movimiento, sin dejar de mirarla a los ojos, pero no
percibió ningún cambio de expresión.
—Nadia, cuando esto haya terminado quisiera hablar contigo.
—Habrá muchas ocasiones de conversar, mayor, durante nuestras tareas oficiales.
—No es eso, Nadia. Tú sabes a qué me refiero. Quiero explicar…
—Ya sé a qué se refiere, mayor, y no hace falta ninguna explicación. Si me
permite…
Su voz permaneció tan inalterable como su expresión, pero al volverse hizo volar
su falda, tal vez más de lo que pretendía y la tela formó un remolino antes de caer
nuevamente sobre sus lustradas botas de cuero. Patrick contempló con una sonrisa
aquella retirada. Era mujer, después de todo; tal vez le odiara, pero estaba lejos de la
indiferencia.
¿Cuánto hacía que ella se había marchado de Houston? Apenas cuatro meses, tras
las interminables semanas de entrenamiento en el simulador de vuelo. Al principio él,
como todos los norteamericanos incluidos en el programa, sintió cierta irritación al
verse obligado a tenerla como copiloto. Claro, todos sabían que los rusos ponían
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mujeres en los vuelos espaciales; tras Valentina Tereshkova hubo otras. Pero para el
proyecto de Prometeo, tan ambicioso, debería exigirse lo mejor…, y los soviéticos
enviaban una mujer. Una imposición de la propaganda política, ni más ni menos. ¡Ah,
la vieja Rusia, cuna de la igualdad política y racial, brillante ejemplo para la
Norteamérica capitalista, donde los machos fascistas hacían restallar el látigo sobre
las mujeres y los negros! Tal vez con esa idea habían escogido a Nadia; no habría
modo de saberlo. De cualquier modo, ella era buena en lo suyo, hasta tal punto que
nadie pudo criticarle nada. Demasiado buena. Desde el primer momento tuvo a
Patrick a la defensiva.
—Ya orchen rad vctretitsa s vamy —había dicho Patrick.
—Encantada de conocerle, mayor Winter. Pronuncia muy bien; veo que no
tendremos problemas cuando sea necesario hablar en ruso durante las operaciones.
Pero ¿no podríamos hablar en inglés por ahora?
«Claro —pensó Patrick—, porque tu inglés es perfecto y, en cambio, yo debo
parecer un minero analfabeto del Cáucaso». Ni siquiera de eso pudo estar seguro,
pues ella se apresuró a agregar que hasta entonces no había visitado ningún país de
habla inglesa y prefería perfeccionar su conocimiento de ese idioma con los nativos.
Y él, sintiéndose muy nativo, estuvo de acuerdo.
Aunque el entrenamiento era duro, Nadia lo sobrellevó sin el menor asomo de
fatiga. Al igual que Patrick, se había dedicado a pilotar bombarderos antes de
especializarse en vuelos de prueba. Pero ella había vuelto a la escuela para obtener un
diploma en navegación orbital, después de lo cual figuró en varias misiones Soyuz y
Salyut. A veces Patrick agradecía el hecho de contar con una misión más que la joven,
además de haber intervenido en la última etapa del proyecto Prometeo como
diseñador norteamericano; de lo contrario, el puesto de copiloto le habría
correspondido a él, sobre todo considerando que Nadia había sido ascendida a mayor
un mes antes que él. Era suficiente para provocar en cualquier hombre normalmente
superior un intenso complejo de inferioridad.
Y eso no era todo: también era endiabladamente bonita. Pelo rubio, ojos azules y
nariz respingona, todo muy bien puesto, aunque casi nunca sonreía y usaba un vestido
que más parecía una bolsa durante los entrenamientos. Pero los domingos nadie
trabajaba en Houston, según las normas de la NASA. En la segunda semana de su
estancia aceptó una invitación para comer hamburguesas junto a la piscina del doctor
Kennelly. El doctor era un irlandés robusto y sonriente que tenía una mujer pecosa y
siete hijos revoltosos; a pesar de las bromas y del whisky irlandés, era el mejor
médico espacial que pudiera encontrarse. Tal vez Nadia habría preferido rechazar la
invitación, pero no tuvo oportunidad de hacerlo.
Se presentó a la fiesta con un vestido ruso de algodón, de tan irredimible fealdad
que, por contraste, la hacía parecer más femenina y atractiva. May Kennelly le echó
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una mirada de horror y la hizo entrar en la casa. Tras alguna discusión femenina,
apoyada por el ardoroso verano de Houston, Nadia reapareció luciendo un airoso
bikini azul que arrancó un silbido de admiración a los concurrentes masculinos. Ella
los aceptó con una ligera reverencia y se zambulló en la piscina. Después de aquello,
la tarde fue maravillosa. Una vez desprovista de su uniforme se le notaba más
accesible, dispuesta a hablar de temas triviales y a sonreír.
Cuando el doctor gritó: «¡Venid a buscar los platos!», Patrick cogió dos platos de
cartón y se acercó a ella. Nadia se estaba secando el pelo con una toalla gruesa; el
bikini le quedaba muy bien.
—¿Hay apetito? —le preguntó.
—Muchísimo. Me siento como un lobo siberiano.
—En ese caso está de suerte. Las hamburguesas de Doc no tienen nada que ver
con esas suelas que nos sirven en el comedor. Solomillo picado, cebolla de Bermuda,
queso Cheddar canadiense y, para acompañamiento, la ensalada secreta de May:
alubias, col, ajos en vinagre y patatas fritas. Se le puede agregar ketchup o cualquier
otra cosa. Coma.
Nadia obedeció, con un apetito igual al suyo, mientras regaban abundantemente la
comida con cerveza que cogían de un bidón lleno de hielo.
—Está riquísimo —observó.
—Es la verdadera cocina casera norteamericana de los domingos por la tarde. Si
estuviéramos en Rusia, ¿qué estaríamos comiendo ahora?
—Depende de la zona. La Unión Soviética es muy extensa, no lo olvide, y
poblada por gente muy distinta. En Leningrado, donde yo vivía, podría ser arenque y
pan integral, tal vez pepinos con crema agria, muy buenos en verano, y kvass para
beber.
—¿Kvass?
—Ustedes no la conocen. Es una bebida hecha con pan viejo.
—No parece gran cosa.
—Pues lo es. Parece cerveza. Muy buena cuando hace calor.
Era una charla intrascendente, sin importancia, pero agradable. Nadia se recostó
en el césped con los brazos detrás de la cabeza, y Patrick se sintió incapaz de ignorar
el subir y bajar de sus senos.
—¿Tiene familia en Rusia?
—Sí, un hermano y una hermana, los dos casados. Ya me han hecho tía por tres
veces. Cuando vuelva a mi patria tengo muchos parientes para visitar.
—¿Y no se ha casado?
—No. Tal vez algún día me decida a hacerlo, pero hasta ahora he estado
demasiado ocupada. Pero usted no puede hablar mucho; todos los informes de la
NASA dicen que es el único astronauta soltero. ¿A qué se debe?
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—A nada en particular. Creo que me gusta ser soltero, no sentirme atado. Será
que me gusta la juerga.
—Esa expresión… no la entiendo.
—Es algo así como la diversión, pero no exactamente. Salir con chicas y llevar
una saludable vida sexual, sin preocuparme por la marcha nupcial.
Nadia se sentó bruscamente y se echó la toalla sobre los hombros, recobrando su
impávida expresión.
—En la Unión Soviética no hablamos de esas cosas.
—¡No me diga! Bueno, aquí, sí. Con sólo hablar a solas con cualquiera de estas
buenas esposas oirá cosas fascinantes. Tranquila, Nadia; las cosas son así, después de
todo. Yo soy un hombre sano de treinta y siete años. No pretenderá que sea virgen,
¿verdad? Y usted, según decía el informe, tiene treinta y es muy hermosa; de modo
que también ha de…
—Discúlpeme —le interrumpió ella, levantándose—. Debo dar las gracias al
doctor Kennelly y a su esposa por su hospitalidad.
Jamás volvieron a hablar en ese tono, y no porque Nadia se mostrara esquiva o
poco amistosa, sino porque la relación se mantenía en términos profesionales. Si
alguna vez tuvieron oportunidad de charlar sobre naderías, entre las sesiones de
entrenamiento, durante alguna avería del ordenador, se limitaron a los temas que
podrían tocar dos pilotos casi desconocidos durante un vuelo: cosas triviales, pero
nada personal. Tal situación se prolongó durante todo el período de adiestramiento,
hasta el mismo final. Trabajaban muy juntos y cada uno cumplía con su tarea como
buen profesional. Terminada la labor no volvían a verse, a menos que fuera en algún
acto oficial, como ocurrió en la fiesta de despedida.
Había acabado esa etapa del entrenamiento; por la mañana el equipo soviético
volvería a Baikonur (Ciudad Estrella), el gran complejo espacial de los soviéticos. El
encuentro siguiente sería en Baikonur, cuando llegara el momento del lanzamiento.
Hacía calor y el aire acondicionado no daba abasto; para colmo, todos vestían de
uniforme. Hubo muchos brindis. Al fin Patrick notó que le hacían falta tres parpadeos
para enfocar la vista en el reloj. Eran más de las dos de la madrugada. Hora de
marcharse. Había ido en su coche, y no estaba tan bebido como para no poder
conducir hasta su casa por las amplias y desiertas calles. Pero no debía seguir
bebiendo. Pasó por encima de una copa rota y buscó la puerta de salida. Dos rusos
arrastraban la mole inconsciente de un tercero por los escalones. Patrick pasó junto a
ellos, mientras buscaba las llaves en su bolsillo.
Alguien aguardaba en pie bajo un árbol, cerca de los automóviles; al acercarse vio
que se trataba de Nadia.
—Buenas noches —la saludó—. Nos veremos en Baikonur.
Iba a seguir caminando, pero se detuvo y preguntó:
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—¿Tiene algún problema?
—No, ninguno. No quiero que me lleven aquellos tres hombres, eso es todo.
—Tiene razón. Si no se desmayan antes de llegar al coche, mañana figurarán
entre las noticias de sucesos. La llevaré yo.
—Gracias, pero ya llamé un taxi.
—Todo el mundo los llama, pero son pocos los que vienen. A esta hora, y siendo
sábado, es lo mismo que esperar una nevada en verano. Suba, su casa está a sólo una
manzana de la mía.
Consciente de que había bebido mucho, Patrick condujo despacio y con mucha
concentración, sin sobrepasar de sesenta millas y obedeciendo todas las señales de
tráfico. A pesar de todo, estuvieron a punto de figurar también entre las noticias de
sucesos.
El rugiente automóvil tomó la curva y se dirigía hacia ellos, con las luces largas y
por su mismo carril. Patrick respondió con los adiestrados reflejos de todo piloto: si
trataba de pasarlo por la izquierda, el otro coche podía atropellarle en su intento de
volver al carril correspondiente. Hacia la derecha había varias casitas apartadas; al
frente, césped y flores; no se veían árboles.
Hizo girar el volante a toda velocidad y subió a la acera hasta llegar al césped;
enseguida pisó el freno y trató de enderezar el vehículo. El otro había desaparecido
sin detenerse. Cuando Patrick hubo dominado aquella zigzagueante tonelada de
metal, ya de nuevo en la ruta, se detuvo.
—¡Qué hijo de puta! —protestó, contemplando las luces traseras que se perdían
en la distancia.
—¿No ha pasado nada?
—No, nada, pero ese idiota chiflado estuvo a punto de matarnos.
La calle estaba silenciosa. No se habían encendido luces, nadie mostraba interés
en el incidente. Tal vez los chirridos de frenazos fueran algo habitual en la zona. Las
marcas negras de sus neumáticos habían abierto un surco en el césped.
—La llevaré a su casa y desde allí llamaré a la Policía. Los del seguro se
encargarán de cambiar los rosales.
De pronto había desaparecido todo el efecto del alcohol. Se detuvo frente a la
casa de Nadia y esperó a que ella abriera la puerta. Mientras llamaba por teléfono se
preguntó si valía la pena molestarse. Puesto que no había heridos ni coches
estropeados, la Policía de Houston no mostraría el menor interés en averiguar
detalles. De cualquier modo les dio todos los datos, por si las moscas, y colgó el
auricular. Nadia, a su lado, le ofreció un gran vaso de whisky con hielo; él
comprendió de pronto que estaba demasiado sobrio; necesitaba un buen trago antes
de que el efecto de la adrenalina se perdiera del todo.
—Bendita sea —dijo, tomando el vaso.
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Echó un buen trago y dejó el vaso encima de la mesa. Mientras apoyaba las
manos en la cintura de Nadia, comentó:
—Qué mal momento, ¿no?
—Sí, parecía muy peligroso.
—Terrible. Esos chiflados estuvieron a punto de matarnos. Habrían retrasado diez
años el programa espacial soviético-norteamericano.
Y de pronto, aquello resultó muy poco gracioso.
—Tuve miedo —agregó—. Por ti, no por mí. No quería que… te pasara nada…
Cesaron las palabras; sin saber lo que hacía, la atrajo hacia él para besarla con una
pasión nada artificial, que le sorprendió por su intensidad. Ella devolvió el beso,
cálidos los labios y la lengua; tampoco se apartó cuando las manos de Patrick le
recorrieron el cuerpo como llevadas por su propia voluntad.
La ropa interior de Nadia no tenía nada de proletario; era un encaje oscuro muy
delicado. La alfombra era suave y mullida; todo fue bien. Sin embargo, en un
determinado momento él se descubrió solo, solo por completo. Ella estaba allí, sin
duda, desnuda y adorable, pero no parecía sentir nada. No se movía; tenía las manos
laxas a los costados. Lo que juntos habían sentido, lo que debían haber sentido
juntos, estaba olvidado. Patrick deslizó sus dedos por el seno y por el vientre redondo
y firme; ella no se movió.
—Nadia…
No supo qué agregar. Ella tenía los ojos abiertos, pero no le miraba.
—Soy demasiado mayor para violar a nadie —dijo, sentándose.
En cuanto hubo terminado de pronunciar la frase se arrepintió de lo dicho, pero ya
era tarde. La puerta del dormitorio se cerraba ya estruendosamente; sólo quedaban,
como testimonio de lo que existiera sólo segundos antes, unos pedacitos de encaje y
un vestido arrugado. Trató de hablar con ella a través de la puerta, de disculparse, de
explicarse, pero Nadia no respondió. Él tampoco se expresaba con mucha claridad,
pues ni siquiera estaba seguro de lo que había ocurrido. Al fin se vistió, se sirvió otro
whisky doble y lo dejó intacto, para huir hacia la calurosa noche. En el último
instante sujetó la puerta que se cerraba violentamente a sus espaldas: toda su cólera se
convirtió en preocupación, que le obligó a cerrarla suavemente, mientras se
interrogaba por sus sentimientos con respecto a ella A todo.
Jamás logró aclarar sus ideas por completo. Algunas cosas parecían evidentes y
creyó haber encontrado las respuestas correctas, pero al verla allí, en esa repleta sala
de Baikonur, todo volvía a cambiar. Cuatro meses. Todo seguía como entonces: la
misma huida, la misma puerta cerrada. Envidió la seguridad de Nadia en sus
decisiones, pues por su parte no estaba seguro de nada.
—Tovarich —dijo a sus espaldas una voz profunda.
Se volvió con alivio y cogió el vaso de vodka que le ofrecía el funcionario
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soviético.
—Mir, mir en esta época sangrienta, para siempre —respondió, vaciando el vaso.
—Reilly, ¿te das cuenta de que apenas son las nueve de la mañana? Hace tanto
calor que este osciloscopio está como para freír un huevo. Este lugar es peor que El
Cabo.
—Lo siento por ti, Duffy. Si no te gusta, ¿por qué firmaste contrato?
—Por lo mismo que tú. Cuando archivaron el proyecto C5-A sólo quedó la NASA.
¿Qué significan todas estas podridas letras?
—El alfabeto se llama cirílico, Duffy; no te hagas el ignorante. Zemlya 4451.
Conexión de ese número. ¡Yevgeni…!
Se volvió hacia el inexpresivo técnico erguido en la plataforma ante ellos y
farfulló una rápida pregunta en ruso. Yevgeni gruñó, hojeando el grueso manual que
tenía entre las manos, hasta hallar el diagrama en cuestión. Reilly parpadeó bajo la
intensa luz del sol; después leyó en voz alta la traducción:
—Circuito de arranque secundario primera etapa servos desconectados.
Duffy retiró los tornillos de acero inoxidable que sujetaban el soporte y examinó
los multiconectores, donde los diferentes grupos de cables se insertaban en un tanque
de helio a alta presión a través de un panel. Quitó cuidadosamente las pinzas; con un
movimiento de vaivén retiró el primero de los cincuenta enchufes y limpió las
doradas clavijas. Ya satisfecho, volvió a conectarlos e hizo una seña a Yevgeni, que
anotó algo en su grueso cuaderno.
—Hay tres listas, y probablemente falten cuatro millones —dijo Duffy—.
Pregúntale a tu compañerito cuál es el próximo. Oye, hay algo que me intriga:
¿cómo es posible que un buen tipo como tú, llamado Reilly, sea capaz de hablar esta
jerga?
—En la Facultad mi tutor decía que era el idioma de la era espacial: el ruso y el
inglés.
—Al parecer tenía razón. Yo estudié dos años de castellano, pero ni siquiera me
sirvieron para regatear precios cuando aterricé en Tijuana.
El técnico ruso movió los mandos y la plataforma de inspección se elevó
lentamente entre las cilíndricas torres de los propulsores. El suelo quedó a mil
metros de distancia; los otros hombres, allí abajo, parecían diminutas hormiguitas.
La pared de acero inoxidable se elevaba aún otros mil trescientos metros por encima
de ellos. Unos grandes brazos unían los propulsores entre sí y al cuerpo central.
Había líneas hidráulicas, tuberías de intercambio de combustibles, cables de energía,
conductos para el oxígeno, indicadores y monitores de computación, líneas de
telemetría, cientos de conexiones para toda clase de servicios, comunicando las
distintas partes del vehículo.
Todo eso era necesario. Todo debía funcionar a la perfección. El fallo de un solo
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componente entre aquellos miles podía estropearlo todo.
Si la Prometeo estallaba se convertiría en la mayor bomba no atómica jamás
construida por el hombre.
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Gregor Salnikov oyó el ruido del motor mientras el automóvil estaba lejos todavía;
era sólo un murmullo, no más potente que el zumbido de las abejas entre las flores,
más allá de la ventana abierta. Había otras casas en la misma calle y no faltaban
coches entre los funcionarios de Baikonur. Lo que sí escaseaba era el pavimento;
cada vez que pasaba alguien levantaba una nube de polvo blanco. Aparte ese detalle,
en nada le importaban los vehículos que pasaban por allí; eran algo completamente
ajeno a su persona. Untó metódicamente una gruesa rebanada de pan con mermelada
de melocotón y llenó de té un vaso grande. El coche se detuvo ante su puerta y cesó
el ruido del motor. ¿Visitas? Se oyó el golpe de una portezuela al cerrarse. Salnikov
se levantó para acercarse a la ventana. Era un Tatra checoslovaco, grande y negro,
más parecido a un tanque de guerra que a un automóvil; además era un modelo
antiguo, con triple aleta en la cola. Sólo había uno como ése en toda Ciudad Estrella.
Bajó al pasillo; tenía ya la mano sobre el picaporte cuando sonó el timbre.
—Pase, coronel —invitó.
—Llámame Vladimir, George, por favor. Creo que ya nos conocemos bastante.
¿Y qué pensarán los norteamericanos si nos tratamos de «coronel Kuznekov» e
«ingeniero Salnikov» durante todo el viaje?
—Disculpa, Vladimir. Pasa, por favor. Traes unos modales con este calor…
—Siempre aconsejo a los hombres de mi grupo que no se quejen ni den
explicaciones. Tú no estás en mi compañía, pero te doy el consejo gratis.
Eran un verdadero contraste, tanto en edad como en otros aspectos. El coronel
Kuznekov era una roca humana; tenía unos cincuenta y cinco años; su físico era
macizo y rudo; su pelo, escaso y duro como el alambre. Gregor Salnikov le
sobrepasaba en una cabeza y tenía veinte años menos; era rubio y simpático, y
conservaba el acento de su Georgia natal. Condujo al coronel a la cocina; mientras el
coronel se dejaba caer en una silla, él echó más té en el recipiente y lo llenó con agua
hirviendo.
—Se me ocurrió venir a buscarte con mi automóvil para ir a la reunión —
comentó Kuznekov—. Muy importante, todo de muy alto nivel y el mundo entero
escuchando.
Gregor levantó la vista hacia el reloj:
—Pero todavía falta una hora —observó—. Hay tiempo de sobra.
—Bueno, así podremos disfrutar del té.
Kuznekov dejó caer una rodaja de limón en su vaso y la aplastó con la cuchara.
En vez de ponerle azúcar se puso un terrón entre los dientes y bebió el té a través de
él, a la manera antigua. Tenía muchos hábitos por el estilo, que le hacían pasar por
grosero ante la gente vulgar…
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—Tu casa es muy agradable, Gregor —dijo.
—Sí.
Gregor echó una mirada alrededor, con expresión entristecida, sin saber ocultar
sus emociones. Kuznekov asintió, como si comprendiera.
—Disculpa si hablo demasiado, pero creo que somos lo bastante amigos para que
me escuches. Llevas una banda negra en la manga…, pero también otra en el
corazón. Sé que te duele hablar de esto, pero hay cosas que requieren una
explicación. ¿Cuánto hace que se estrelló el avión? ¿Dos meses? Esos antiguos
Ilyushin… Algunos deberían estar fuera de servicio hace diez años. Tu esposa y tu
hijita… Pero tienes que seguir, ¿verdad?
Gregor apretó las manos sobre el regazo, con la cabeza gacha.
—A veces no me siento con ganas de seguir —dijo.
—Precisamente en esos momentos es cuando hay que seguir. Fíjate en mí. Soy un
viejo hombre de su casa, doce veces abuelo. Pero no siempre ha sido así. Tenía nueve
años cuando los alemanes llegaron a mi aldea.
Su voz no cambió mucho, pero súbitamente se tornó más dura, menos emotiva; lo
mismo pasó con su rostro.
—Uniformes negros —prosiguió—, rayos incendiarios colgados del cuello.
Como nuestra gente estaba en medio, la aniquilaron. Como a escarabajos. Yo tuve
suerte. Estaba en el campo con las vacas y no me vieron. De todos modos, también
mataron las vacas.
Sacudió la cabeza y sorbió un ruidoso trago de té antes de continuar.
—¿Qué me quedaba por hacer? Habían muerto todos y estaba separado del país
por el ejército nazi. Me escondí en el bosque, medité mucho… Allí encontré a Pyotr,
que estaba en la misma situación; pero él había hecho algo: tenía un bonito rifle
alemán y una caja de municiones. Cuando le encontré estaba limpiando la sangre de
su hacha.
Acabó su té con un suspiro de felicidad y dejó el vaso sobre la mesa.
—Luché con los guerrilleros detrás de las líneas enemigas mientras duró la
guerra. Antes de cumplir los diez años ya había matado a un hombre. Te lo digo
solamente para demostrarte que la vida debe continuar. Tu vida debe continuar.
Comprendo tus sentimientos, pero, si no cambias de actitud, te eliminarán del
programa Prometeo. Y quienquiera que te reemplace no será tan capaz como tú de
llevar a cabo tu tarea.
—Lo sé. Me esfuerzo. Pero es difícil.
—Nada en este mundo es fácil, amigo mío. Pero tienes que intentarlo, por ti y por
todos nosotros.
—Sí, lo haré; claro. Gracias.
—No pierdas el tiempo en darme las gracias. Vamos, sube a ese coche, que ya
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tienes más de dieciocho años, y juntos batiremos algunos récords en carreras de dos
kilómetros.
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3
—Señor presidente, aquí están las damas y los caballeros del Consejo para el Buen
Gobierno de Topeka, Kansas.
Hubo murmullos de salutación y alguna vacilante reverencia por parte de las
mujeres que componían la delegación. El presidente Bandín inclinó su enorme cabeza
en una solemne bienvenida, logrando cierto parecido con el Papa Juan XXIII en el
momento de impartir su bendición. Aunque no se puso en pie, podía mirarles
directamente, pues su silla estaba sobre una plataforma elevada, tras una gran mesa.
Sus piernas torcidas no acompañaban la noble amplitud de su frente, pero ninguno de
sus visitantes pudo darse cuenta de ello, pues el ceremonioso silencio de la Sala Oval
impresionaba y sometía hasta a los más hoscos. Aquél era el corazón de
Norteamérica, y allí, bajo el Gran Sello de la Presidencia, se erguía la cabeza del
Estado.
—Es un placer conocer a los magníficos habitantes del gran Medio Oeste, y no
puedo expresarles hasta qué punto apoyo sus esfuerzos en pro de un buen gobierno.
Sin embargo, creo que no es el buen gobierno lo que les trae desde tan lejos para
verme.
El presidente Bandin aguardó, expectante, con la abultada cabeza inclinada en
ademán receptivo para escuchar la solicitud. Charley Dragony, el brazo derecho del
presidente, dio un golpecito en el brazo del jefe de la delegación, indicándole que se
adelantara hacia el presidente. El hombre dio un paso al frente, tosió para ocultar su
turbación y comenzó a hablar.
—Señor presidente, yo… quiero decir, nosotros queremos… darle las gracias por
habernos recibido. Es un gran honor, créame. Si hemos venido no es por una cuestión
de gobierno, quiero decir de buen gobierno, como indica el nombre de nuestra
organización, como usted ya sabe…
—Dilo directamente, Frank —susurró una anciana que estaba junto a él,
cubriéndose la boca con una mano.
El orador tartamudeó un poco; después sus palabras brotaron a chorros.
—Le explicaré: se trata de los precios del cereal. Nosotros corremos con todo el
riesgo y hay gente que está amasando fortunas con sólo venderlo a los rusos; mientras
tanto hay quien debe acudir a los Bancos para comprar semillas y fertilizantes. Eso no
es justo para el productor independiente…
El delegado enmudeció de pronto: el presidente Bandín hablaba.
—Señor, damas y caballeros presentes, conozco bien ese problema. Para serles
sincero, es algo que me preocupa día y noche. Precisamente en este momento tengo
en mi mesa…
Puso la mano sobre una gruesa carpeta que había a su derecha, prosiguiendo:
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—… el último análisis de este importantísimo problema y el borrador de mi plan
para arreglar la situación. Si hay quienes se benefician indebidamente, serán
castigados. Son ustedes quienes deben prosperar, los que trabajan la tierra con sus
propias manos, y no los ambiciosos especuladores. Ustedes son el corazón fértil de
este gran país, y sus cosechas, la sangre que nos alimenta a todos. Sus palabras serán
escuchadas. Gracias.
Como si estas palabras fueran una clave, al igual que el imponente gesto final,
Charley Dragoni empezó a empujar hacia la puerta al grupo de delegados. Un
anciano, próximo a la mesa, se estremecía en apasionados arranques.
—Señor presidente, le soy franco: en las últimas elecciones no voté por usted.
Pero venir aquí, conocerle personalmente… es algo grande, señor presidente; cuente
con mi voto y el de todos los míos.
—Gracias, señor. Aprecio su sinceridad y la reconozco como la libre elección de
una sociedad libre.
El presidente caviló por un instante; enseguida se quitó el alfiler de corbata,
coronado por el sello presidencial.
—Su franqueza es toda una lección —dijo—. Por favor, acepte esto como
recuerdo de esta visita. Es la última que me queda.
Dragoni alcanzó el alfiler al hombre; su emocionado agradecimiento se elevó
entre el grupo que abandonaba la habitación, antes de que el secretario cerrara la
puerta tras el último reflejo azul.
—¡Dios mío! Espero que por hoy no haya más —exclamó Bandín, recostándose
pesadamente en la silla mientras se aflojaba el cuello de la camisa. El ayudante
consultó una tarjeta.
—Sí, señor. No hay más entrevistas hasta la tarde; a las cuatro tendrá que recibir a
la delegación de congresistas puertorriqueños.
—¿Más problemas con los latinos? Últimamente se están poniendo peor que los
negros.
Se quitó la chaqueta. Dragoni ya estaba listo para recogerla y guardarla en el
armario. El presidente agregó:
—Y no pierda tiempo allí dentro.
El secretario comprendió claramente el mensaje: se dirigió rápidamente al
mueble-bar empotrado y trajo una gran copa de coñac. Bandin echó un buen trago y
chasqueó los labios con un gesto de placer; enseguida sacó otro alfiler con sello
presidencial del cajón superior de la mesa y lo prendió a su corbata. Después abrió la
abultada carpeta que tenía a la derecha y sacó de ella un boleto de apuestas.
—El que está subrayado en rojo —indicó, tendiéndolo a Dragoni—. Mil
ganadores en la cuarta carrera de Santa Anita. ¿Qué se sabe sobre el médico de la
Prometeo?
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—Asunto concluido, señor. Al principio el doctor Kennelly nos dio un poco de
trabajo, pero ya entró en razón. Es un caso de emergencia nacional, y él es empleado
del gobierno.
—Ya lo creo que era una emergencia nacional. Ese podrido de Polyarni, salirse
con una muchacha cosmonauta… Y después de tantas palabras bonitas en la
exposición de tractores: que manos tendidas sobre el mar, que cooperación y no sé
cuánta palabrería. Mientras tanto se guardaba la fulana en la manga para sacarla en el
último minuto. Pero ya veremos con qué cara se presentará ante los compañeritos del
comité, cuando vea lo que nosotros tenemos en la manga. ¡Diablos, qué ganas tengo
de verle la cara en ese momento! Daría cien mil dólares a cualquier fantasma de la
CIA capaz de meter un micrófono en el Kremlin cuando tenga que informarles.
—¿Lo dice en serio, señor?
—Usted no tiene sentido del humor, Dragoni; para nada. Sírvame otra copa.
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4
«A la gente sólo le importa lo que pasa en su pequeño rincón del universo», meditó I.
L. Flax. Después se dirigió en inglés a Vandelft, que dirigía el equipo de ingenieros
norteamericanos.
—Señores, ¿se dan cuenta de que en cuarenta y cinco minutos debo estar en la
primera conferencia de prensa del proyecto Prometeo? Satélites de transmisión
televisiva, periodistas de todo el mundo, obras…
Enseguida repitió lo mismo en ruso para Glushko, que dirigía el equipo soviético.
Lo poco que cada uno hablaba del idioma del otro había quedado olvidado en el calor
del momento. Uno era de Siberia; el otro, de Oshkosh, pero se parecían de un modo
sorprendente. Gafas con montura de oro, pelo escaso, dedos manchados por el
cigarrillo, bolsillos repletos de lápices y bolígrafos y la inevitable calculadora
colgando como un revólver junto a la cadera.
—Lo sé, Flax —replicó Vandelft, tamborileando los nerviosos dedos sobre el
tablero—. Pero esto no le llevará más de quince minutos, quizá diez. ¿Para qué
diablos tanta conferencia de prensa si las pruebas finales quedan suspendidas? En ese
caso no podremos efectuar a tiempo el lanzamiento.
—No hay ningún problema —dijo Glushko, con una mirada fría y asesina que
esquivó la de su colega—. Son los norteamericanos los que han detenido el trabajo.
Nosotros estamos listos para actuar.
—De acuerdo, allá voy; en bien de la unidad, de la paz, mir. Recuerden que éste
es un proyecto conjunto; les agradecería que al menos actuaran como si estuviesen de
acuerdo en trabajar unidos.
Repitió lo mismo en ruso mientras avanzaba hacia la puerta. Todo el calor del día
cayó sobre él; las gotas de sudor se convirtieron en chorros bajo el sol. Vandelft
estaba al volante de uno de los carritos de golf que el personal de la NASA utilizaba
para trasladarse por la extensa base. Flax se deslizó a su lado. Glushko, que como
todos los rusos despreciaba esa decadente forma de transporte, estaba ya en su
bicicleta y llevaba la delantera.
«Uno jamás termina de acostumbrarse a ese tamaño —pensó Flax—; en un par de
días tendré que sentarme en mi sitio, allá en Control de Misión, para poner ese pájaro
en órbita. ¡Qué lejos está Pszczyna!».
Flax no solía acordarse de su ciudad natal, pues Norteamérica era su patria desde
los once años. Pero Polonia era su tierra de origen, la Polonia alemana; allá su familia
era considerada todavía alemana, aunque llevaba varias generaciones en el lugar. El
padre era director de la escuela local, hombre instruido a todas luces, y había educado
a su hijo de la misma forma. En la casa se hablaba alemán; en la escuela y en las
calles, polaco; así el pequeño Flax habló desde un comienzo los tres idiomas. Cuando
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la familia emigró a los Estados Unidos ante la amenaza de la guerra, el padre no dejó
que los olvidara. El muchachito, siempre con exceso de peso y medio rata de
biblioteca, tenía pocos amigos y ninguna amiga. El Ejército se negó a enrolarle por su
gordura, cosa que le humilló más aún, obligándole a refugiarse aún más entre los
libros. Por entonces estudiaba Ingeniería en la Universidad de Columbia. Cuando se
programó el primer curso de electrónica, Flax olió su oportunidad: se trataba de un
terreno tan nuevo que ni siquiera había libros de texto; era necesario trabajar sobre
notas ciclostiladas el mismo día de cada clase. Se dedicó a la investigación del radar;
después, ya trabajando para el mismo Ejército que le había rechazado años antes,
sintió que la justicia empezaba a ponerse de su lado. Cuando se organizó la NASA, él
formó parte de ella desde los comienzos; sus conocimientos técnicos y su dominio de
los idiomas le mantuvieron a la cabeza, aun cuando los científicos alemanes
especializados en cohetes cedieron paso a los rusos, cuyo progreso era evidente. Ya
no volvió la mirada hacia atrás; muchos creían que Flax y el Control de Misión eran
una sola cosa, y él nunca lo desmintió. En ese momento el proyecto conjunto ruso-
norteamericano marcaba la culminación de su carrera. Sin embargo, era necesario
reconocer que a veces aquello resultaba agotador.
El ascensor de alta velocidad salió disparado hacia arriba por la torre de servicio y
se encontró en la comodidad del Edificio de Montaje Prometeo, dotado de aire
acondicionado. El EMP era un edificio sin base; su estructura, de cinco plantas,
pendía en el aire en la cima de la torre de servicio que encerraba toda la estructura
superior de la nave espacial. Eso se debía a que los inmensos propulsores y el cuerpo
central eran demasiado grandes para ser armados en un edificio de montaje normal;
además habría sido demasiado difícil moverlos una vez cumplida esa etapa. Por tanto,
ese trabajo había sido realizado al aire libre, empleando protecciones eventuales en
los puntos vulnerables. El proyecto había tenido en cuenta esas dificultades al diseñar
el vehículo, por lo que las inclemencias del clima no podían ser perjudiciales.
Pero la Prometeo, en sí, no podía ser tratada de modo tan rudo. La habían
construido en el Centro Espacial Kennedy, en las habituales condiciones de
esterilidad y verificación constante, aire acondicionado a toda hora para proteger los
circuitos de la corrosión y temperatura controlada por ordenadores. Después de
desarmada, todas sus partes habían sido transportadas a la Unión Soviética por una
flota de C5-A, especialmente adaptada. De allí la necesidad del Edificio de Montaje
Prometeo, suspendido por encima de los cohetes, cuyo ambiente adecuado permitía el
nuevo montaje de los componentes.
Los técnicos se hicieron a un lado para que entraran los tres hombres. Flax iba al
frente. Cruzó la escotilla de entrada entre resoplidos y contempló la cabina de vuelo,
que ya le era familiar.
Como en cualquier otra cabina, los mandos y los instrumentos ocupaban la mayor
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parte del espacio útil. Yuri Gagarin había subido al espacio sentado frente a doce
instrumentos distintos. Desde entonces las cosas habían cambiado bastante.
Proliferaban los sistemas de toda especie, y cada uno tenía sus medidores e
indicadores y palancas de mando; todo eso llenaba por completo el espacio
disponible ante los dos asientos de los pilotos. Sólo para aprender la colocación y la
función de cada instrumento se requerían miles de horas dedicadas al estudio, y
mucha práctica en la Cabina de Vuelo Simulado.
—¡Fíjese! —exclamó Vandelft, furioso—. ¡Los rusoskis lo han dejado hecho
mierda!
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nuestro. Que ellos lo discutan; nosotros aceptaremos su decisión. ¿De acuerdo?
Ellos tenían que aceptar el trato; no podían hacer otra cosa, Flax echó una mirada
a su reloj. ¡Santo Dios! Ya era tarde.
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¿Me darás su dirección cuando te canses de ella?
—Cállate, Ely —siseó—. Eres peor que un dolor de barriga.
El ruso se sentó entre un moderado aplauso; un funcionario de la NASA ocupó su
sitio para decir aproximadamente lo mismo, pero en inglés. Flax se enjugó el sudor
de la frente con tanta discreción como le fue posible y aguardó a que se le
normalizara la respiración. Entonces recordó el informe que tenía en el bolsillo de la
chaqueta.
Casi todos los papeles que llegaban a sus manos tenían el sello de Secreto; pero
una información ultrasecreta, con tantas firmas, guardias y precauciones, era mucho
menos vulgar. Sin duda resultaría mucho más interesante que los discursos. Sacó
disimuladamente el sobre del bolsillo y se las ingenió para abrirlo al abrigo de las
piernas cruzadas, ocultándolo entre sus enormes manos. Cuando la cámara volvió a
centrarse sobre el orador pudo leer rápidamente el mensaje.
La frente se le cubrió de sudor. Volvió a leerlo.
Después quedó inmóvil, aturdido, hasta que Ely le dio unas palmaditas en el
brazo.
—Flax, despierta; es tu turno. Anda y hazles polvo, muchacho.
Flax se adelantó lentamente y ajustó el micrófono a su altura. Se oyó el chasquido
de los flashes; los ojos impávidos de las cámaras de televisión se volvieron hacia él.
Todo el mundo aguardaba. Tosió un poquito y empezó a hablar.
—Como encargado del Control de Misión, mi tarea es actuar como vínculo entre
la tripulación de la Prometeo y el equipo de tierra, ya sean hombres o máquinas,
ensamblando los dos elementos en una sola unidad. Hoy, entre ustedes, mi tarea será
la de presentar a los astronautas y cosmonautas que estarán a cargo de este primer
vuelo. Sin embargo, quiero leerles antes una información que acabo de recibir del
Centro Espacial de Houston. Como ustedes ven, tengo a mi lado cinco personas, y
deberían ser seis. El doctor Kennelly, el médico espacial que debía ir en la Prometeo,
ha sufrido una repentina enfermedad. No es nada grave; es decir, no está en peligro.
Fue operado ayer de apendicitis, con ciertas complicaciones, y el pronóstico indica
que se recobrará por completo. De cualquier modo, no estará en condiciones de partir
con la nave. Por tanto, ha sido designado otro médico de la NASA para que le
reemplace. Como todos ustedes saben, cada miembro de la misión cuenta con un
suplente a fin de que las vicisitudes individuales no afecten el desarrollo del proyecto.
Voy a leerles la información que acaba de llegar a mis manos.
Flax cogió la hoja de papel y los chasquidos de las cámaras fotográficas se
intensificaron.
—Comienza con un informe clínico sobre el estado del doctor Kennelly; después
agrega: «Considerando lo establecido, se han tomado las medidas correspondientes
para reemplazarle por un suplente debidamente preparado y adiestrado, que ya se ha
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puesto en camino desde Houston a Baikonur. Dicho suplente es C. Samuel, del
Centro de Investigaciones Médicas de Houston. La doctora Samuel tiene treinta y dos
años de edad y se tituló en la Universidad “Johns Hopkins”, Baltimore, Maryland…
Un murmullo creciente de los periodistas interrumpió su lectura en tanto quienes
comprendían inglés captaban el significado de lo que él estaba diciendo. La
traducción simultánea siguió ronroneando; un momento después los oradores rusos se
irguieron y el murmullo creció. Flax, silencioso e inmóvil, esperó a que se hiciera
silencio.
—¿Has oído eso, Ely? —susurró Patrick, enojado.
—Cosas de la política, amigo mío.
—¡Por supuesto! ¡Maldición! Esa mujer cosmonauta era un punto para Moscú;
así que en cuanto Kennelly se puso enfermo deben haber revuelto cielo y tierra hasta
hallar una mujer que cupiera en el programa. No pueden haberla entrenado con tanta
celeridad. Darán al traste con Prometeo sólo por hacer política…
—¿Puedo continuar? —dijo Flax—. Al terminar sus estudios, la doctora Samuel
ingresó como interna en el hospital «Johns Hopkins». En este mensaje constan todos
sus datos biográficos, que quedarán a disposición de la prensa en cuanto acabe esta
reunión. La doctora Samuel proviene del Medio Oeste; aunque nació en Mississippi,
se educó en Detroit. Antes de ingresar en el «Johns Hopkins» se diplomó en artes en
el Instituto «Tuskegee».
Aquel nuevo dato fue revelador sólo para los norteamericanos; el resto del
público tomaba notas y escuchaba. Ely permanecía tan silencioso que su misma
mudez era un mensaje. Patrick tenía la mandíbula tensa, tanto que los músculos le
sobresalían. Nadia, a su lado, le oyó maldecir por lo bajo y montó en cólera.
—¿Por qué hablas así? —susurró—. ¿Acaso no crees que las mujeres estén en
condiciones de tomar parte en esta misión? ¿Las consideras inferiores?
—Es política. Es toda una maniobra política.
—¿Y qué? Siempre que ella sea capaz, es una gran cosa.
—¿No te das cuenta? Es un juego muy sucio. Como los soviéticos habían
incluido una mujer en el vuelo, ellos debían hacer lo mismo. Pero les superaron. Así
ganarán votos y se reirán de los rusoskis.
—¿Por qué te ensañas tanto?
—¿Por qué? ¿No lo has entendido? ¿No oíste el nombre de la escuela donde se
graduó? ¡Tuskegee!
—Lo oí, pero no conozco ese instituto.
—Bueno, yo sí. Es de negros. Sólo para negros. ¿Qué piensas ahora? Si
reemplazar a un gordo irlandés-norteamericano por una mujer de raza negra no es
hacer política, ¿quieres explicarme qué diablos es?
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Quedaban allí unas cuantas cabañas, un par de tiendas y un edificio casi todo de
madera sobre cuya puerta pendía un cartel descolorido: El Caballo y el Paje, Entrada
Libre. Henry accionó el picaporte metálico y empujó la pesada puerta de madera.
—'nas noches, Henry —dijo el propietario, que estaba secando el mostrador.
—'nas noches, George.
Henry apoyó los codos sobre la madera oscura y guardó silencio mientras George
servía una jarra de cerveza y se la acercaba.
Echó un buen trago y suspiró, lleno de felicidad. George hizo un gesto de
asentimiento.
—Buen barril éste —dijo.
—Sí, es bueno. Pero no como los de antes.
—¿Cómo?
—Todo es igual. Hasta el tiempo anda mal.
—Dicen que son los cohetes.
—¡Los cohetes! Eso es lo que daban en la tele esta tarde, en vez del partido.
Yanquis, rusos y más cohetes. Gracias a Dios no tenemos nada que ver con eso.
Como si las cosas no anduvieran ya bastante mal. Al menos nosotros no gastamos
dinero en esas payasadas.
—Porque no tenemos. Si no, esos malditos políticos ya lo estarían gastando.
—Es así, George. Políticos idiotas y cerveza aguada.
Apuró el vaso y lo empujó hacia el propietario.
—Sirve otra —dijo.
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—Flax, voy a armar un verdadero escándalo; así que prepárate.
—¡Patrick, piensa un poco! Bien sabes que hay compromisos políticos, y la
política es precisamente la que mantiene a la NASA. No hace falta que te lo diga.
Estaban ante las pesadas puertas de cristal que daban al sol poniente; éste era una
bola ígnea en el horizonte. El interior del edificio tenía aire acondicionado, pero la
tarde rusa seguía siendo muy calurosa; los dos guardianes de la policía militar que
flanqueaban la puerta (un ruso y un norteamericano) tenían manchas oscuras bajo los
brazos y un aspecto fatigado. Más allá, la calle desierta.
—Me dijiste que ella estaba en camino —observó Patrick.
—El avión ya aterrizó y había un coche esperando. Pero ya sabes cómo se pierde
el tiempo en los aeropuertos rusos.
—Ely estaba enterado de algo. ¿Recuerdas la apuesta que nos hizo? Lo sabía o lo
imaginaba. Pero ¿quién podía imaginar que iban a salir con algo así? No, esto es una
jugada demasiado sucia para ser de la NASA; aquí se ve la mano de Bandín.
—No es tan sucia, Pat. Esa mujer es una buena profesional…
—El mundo está lleno de buenos médicos, pero son muy pocos los que pueden
ser miembros de una tripulación espacial. ¿Recuerdas el apodo que se ganó en el
Congreso? Le llamaban «Goma» Bandín. Era capaz de estirarse en cualquier
dirección, pero siempre recuperaba su forma original. Es un viejo zorro de mil caras,
de los que ya no se estilan. Los republicanos vendieron su imagen al público
norteamericano como si fuera un ramo de plátanos, pero sigue siendo el mismo
«Goma» Bandín. Haría cualquier cosa por ganar un voto o un dólar.
—No es mal presidente…
—Tampoco es bueno. Tal vez no esté tan corrompido como Tricky Dicky[1], pero
es más hábil. Fíjate lo que ha hecho en este caso. A lo mejor echa a perder todo el
Proyecto Prometeo, pero sin duda se habrá ganado el voto de las mujeres y de los
negros. No, no voy a aceptarlo.
—Tranquilízate, Patrick. Piénsalo bien —pidió Flax, cogiéndole por el brazo con
dedos húmedos y calientes—. ¿Cuánto hace que estás en proyectos espaciales?
¿Nueve años? Es toda una carrera, y este vuelo representa la culminación; tú eres el
piloto. Si dices algo te harán pedazos. Los dueños de los periódicos están de parte de
Bandín, y ellos manejan a los que escriben esos mismos periódicos. Nadie sabrá de
qué hablabas… y te encontrarás en la calle. Dirán que obraste por resentimiento y te
hundirán. Y la Prometeo partirá de todos modos, sin atrasos, con otro piloto. ¿Crees
que tu suplente es tan eficiente como tú? Si no lo es, en ese caso estás saboteando el
proyecto. Sólo por abrir la boca.
—Es algo sucio, Flax. Tú lo simplificas mucho, pero es sucia política.
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—Patrick, usa la cabeza. Todo es política. ¿Recuerdas esos antiguos cuentos de
ciencia-ficción sobre los cohetes a la Luna? Cualquier industrial millonario construía
uno en el patio trasero de su casa, o a lo mejor era un sabio loco el que lo armaba con
barrotes… y allá iba. Pero ninguno de esos escritores acertó; nadie pensó en que
serían pilotos del Ejército o de la Armada los que llegarían a la Luna. A nadie se le
ocurrió que la raza espacial sería precisamente eso: una raza; mucha gloria nacional,
mucha bandera. Si no llegamos primero se nos adelantarán los rusos, vamos, pronto,
pongan dinero, arriésguense y confiemos en la suerte.
—Allí viene un coche. ¿Quieres decir que las cosas siguen siendo así?
—No lo pongas en duda. Los soviéticos cuentan con grandes propulsores;
nosotros, con el resto del material y la mejor tecnología. Ninguna de las partes podría
llevar a cabo el proyecto de aquí a diez años, por lo menos, de modo que este asunto
de la cooperación ha sido una obra maestra de la política creativa. No se te ocurra
arruinarla a estas alturas. ¿Bandin está sacando provecho político de esto? ¿Y qué? Si
todo sale bien beneficiará a todos y eso es lo que importa, compañerito.
Frente al edificio se detuvo un automóvil negro con la bandera norteamericana
flameando a un lado. De él salieron un coronel y un agregado a la Embajada, que se
dieron la vuelta para ayudar al otro pasajero. Patrick les observó, tratando de contener
su cólera y sus dudas, sin saber cómo actuar. Una muchacha bajó del automóvil y se
dirigió hacia la entrada.
Allí estaba. Menuda, más bien baja; apenas llegaba a los hombros de los dos
hombres que la acompañaban. Piel oscura; no precisamente negra, pero bastante
oscura. Pelo corto y pulcramente ondulado. Bonita; hermosas facciones, nariz casi
egipcia. También la figura era hermosa, modelada por el ligero traje color crema.
Buenas caderas, piernas torneadas, andar elegante. ¡Por Dios! ¿Qué estaba diciendo?
¿Contemplando un desfile de belleza o estudiando a la doctora espacial que podía
colaborar en el éxito del vuelo o llevarlo a la ruina?
Enseguida estuvieron dentro del edificio y se iniciaron las presentaciones. La
mano de la doctora era fresca; su apretón, firme. Muy poco después quedaron solos
con Flax.
—Siento hacerla trabajar tan pronto, doctora, pero la entrevista estaba fijada para
las…
—Llámeme Coretta, por favor, doctor Flax.
—Lo mismo digo, Coretta; todo el mundo me llama Flax. Como se puede
imaginar, tenemos que hacer relaciones públicas. Newsweek ha planteado las cosas
con un punto de vista bastante similar al nuestro; han enviado un periodista que lleva
la voz cantante en su especialidad. Se llama Redditch; pertenece al personal directivo
de la revista. Ya ha hablado con casi todos los otros y tendría que haberse marchado,
pero se quedó para esperarla. Si no se siente demasiado cansada…
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—En absoluto. Ha sido un viaje magnífico y todavía me dura el entusiasmo. Será
un placer hablar con ellos.
—Muy bien. Por aquí. Patrick, tú ya sabes por dónde es. Tal vez no era casualidad
que la gran ventana de la sala dedicada a Relaciones Públicas diera a la plataforma de
lanzamiento, donde se erguía la Prometeo, enmarcándola nítidamente contra las
nubes rosadas del crepúsculo. Coretta se detuvo involuntariamente y juntó las manos
con una exclamación de asombro:
—¡Oh, Dios mío! ¡Es una maravilla, realmente una maravilla!
—¿Puedo citar su frase? —preguntó un hombre sentado ante el bar.
Era delgado y de hombros caídos; tenía grandes orejas y nariz de patata, pero
irradiaba buena voluntad. Su atenta mirada no dejaba escapar detalle.
—Doctora Samuel, le presento al señor Redditch, de la revista Newsweek —dijo
Flax—. Antes de empezar, ¿quiere tomar algo?
—Un whisky con hielo, no demasiado fuerte. —Yo se lo traigo— dijo Patrick,
dirigiéndose hacia el bien provisto bar.
Siempre se traía lo mejor para la prensa. Se sirvió un abundante «Chivas Regal»
con soda y un «Jack Daniels» etiqueta verde para la muchacha. Todos se habían
sentado ya en torno a la mesa; el periodista puso el magnetófono en el centro. Patrick
levantó un vaso, interrogando a Flax con un movimiento de cejas, pero éste movió la
cabeza. El piloto dejó entonces los vasos en la mesa y se unió a ellos.
—Quiero dejar algo en claro —dijo Redditch—: No estoy especializado en temas
científicos. De los cálculos y los planos se encargan nuestros técnicos; yo, de las
entrevistas personales. A los lectores les gusta conocer a los protagonistas y salirse de
los datos técnicos. ¿Entendido?
—Perfectamente —replicó Flax—. Estamos dispuestos a colaborar.
—Bien. Comenzaré por usted, Coretta, ya que acaba de llegar y es la única a
quien no conozco. ¿Qué puede decirme sobre sí misma?
—No puedo agregar nada a los datos que ya se dieron a la prensa. Estudios,
investigaciones, más investigación en la NASA…
—Sin duda su vida deber ser mucho más interesante de lo que está diciendo. Una
mujer que triunfa en un terreno tan masculino ha de interesar mucho al público. Más
aún tratándose de una mujer de color. Usted ha avanzado mucho; seguramente debe
haber vencido muchas dificultades.
—No lo veo de ese modo —respondió ella, con calma—. Estados Unidos es un
país civilizado, donde las mujeres con talento pueden progresar tanto como los
hombres. Y el color de la piel no tiene ninguna importancia.
—¿De veras? —exclamó Redditch, alzando las cejas—. Esa será una buena
noticia para los ghettos.
Y agregó, mientras tomaba nota:
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—¿Me permite ser franco, Coretta? Llevo muchos años como periodista y sé
cómo son las cosas. No soporto que se rían de mí.
—Las cosas son como le digo; nadie está bromeando.
Redditch levantó las manos como si se rindiera.
—¡De acuerdo! No vamos a pelear. Usted dice las cosas según las ve y yo tomo
nota.
Enseguida se dedicó a hojear un cuaderno de informes proporcionados por la
NASA.
—No —observó—; en esta copia no mencionan ni su boda ni su divorcio.
—Parece que no ha perdido el tiempo —comentó ella, llevándose el vaso a los
labios—. El matrimonio no llegó a durar un año. Él era un antiguo compañero de
estudios. Fue un mutuo error. No tuvimos hijos. Estamos divorciados, pero nos
vemos de cuando en cuando. ¿Quiere nombres y fechas?
—Gracias, esos datos los tengo. Basta con su opinión personal. Una pregunta
más, si me permite. ¿Cree usted que las conveniencias políticas influyeron para que
usted, nueva en el programa espacial, fuera elegida para este vuelo?
Ahí estaba la pregunta clave, la que Redditch venía preparando; lo primero había
sido sólo un juego. Patrick, inmóvil, notó que el cuello de Flax enrojecía súbitamente.
Ninguno de los dos dijo una palabra. Redditch movió algún mando del magnetófono
mientras Coretta sorbía el whisky y dejaba el vaso sobre la mesa.
—No lo creo —replicó después, con voz tranquila y sin prisa—. No soy nueva en
la NASA; al contrario, llevo cinco años en la investigación espacial. Siempre he
deseado practicar mi especialidad en su propio medio, es decir, en el espacio.
Supongo que mi edad tuvo cierta influencia; aunque muchos de mis colegas tienen
mayor antigüedad, no tienen la resistencia física necesaria para un vuelo espacial
prolongado. He sido muy afortunada al salir elegida precisamente para esta misión
tan importante. Para mí es una gran alegría formar parte de la tripulación.
«Bien contestado», pensó Patrick, mientras iba a servirse otro whisky. Con
frialdad, sin precipitarse y sin olvidar los discursitos preparados por la NASA,
palabra por palabra. Había estudiado muy bien su papel. A Redditch le costaría
atraparla.
Pero el periodista no lo intentó. Tras formular la misma pregunta desde uno o dos
puntos de vista diferentes pareció perder interés. La sonrisa de Coretta se ensanchó
tal vez, imperceptiblemente, cuando el hombre inició la retirada. Mientras tanto Flax
se había instalado junto al bar para servirse un vaso de agua helada y otro más.
Redditch recogió el cassette y se volvió hacia Patrick.
—Y ahora —dijo—, la pregunta por el premio mayor. Ya sé que se lo han
preguntado trescientas veces, por lo menos, pero confío en que no le molestará
contestar otra vez. ¿Cuál es la finalidad de la Prometeo?.
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—Antes de decir para qué sirve el proyecto, ¿puedo hacer un poco de historia?
—Responda como prefiera; dispongo de todo el día. Pero trate de evitar los
términos técnicos. Hágase cargo de que no pude aprobar la aritmética en la escuela
elemental.
—De acuerdo. En primer término, tengamos en cuenta la escasez de energía. No
se trata ahora de política, de la avaricia de los árabes ni de lo que ganan las
compañías petrolíferas, sino de la simple realidad: si el consumo se mantiene como
hasta ahora, en un par de años más habremos consumido todo el petróleo de la Tierra.
Por tanto, hay que tomar medidas drásticas y esa medida es la Prometeo. En realidad,
el petróleo cumple dos funciones: no es sólo el combustible que utilizamos para
propulsar coches y aviones, sino también la materia prima indispensable para muchas
industrias, para productos químicos, fertilizantes, etcétera. Por eso cada gota que
quemamos como combustible es una gota que no podrá ser utilizada para otras
funciones vitales. Por tanto, si satisfacemos nuestras necesidades energéticas por
medio de otra fuente que no sea el petróleo, todas las reservas quedarán disponibles
para los otros usos. ¿Entendido hasta aquí?
—Perfecto. Claro como el agua. Siga.
—Bien. Vamos ahora a las otras fuentes de energía. En principio, toda nuestra
energía proviene del Sol.
—Eso no lo entiendo. ¿Y el carbón, el petróleo, el viento? ¿Qué tienen que ver
con el Sol?
—Están muy relacionados. El carbón y el petróleo contienen energía solar
almacenada por las plantas hace millones de años. El Sol calienta nuestra atmósfera y
ésta, al moverse, produce el viento. El viento, al soplar, levanta olas en el océano, de
modo que hasta la energía hidroeléctrica proviene indirectamente del Sol. Ha llegado
el momento de emplear directamente esa energía solar, libre de contaminación
ambiental, eternamente disponible. Y lo haremos mediante el Proyecto Prometeo.
—Más despacio. Sólo para comenzar con el proyecto se requieren miles de
millones de dólares. ¿No sería mejor invertir ese dinero en la Tierra, captando la
energía solar del desierto, por ejemplo?
—No. Se interpone la atmósfera; además, de noche no hay sol; por tanto, el
suministro no sería continuo. La construcción es muy cara, y hay otra cantidad de
detalles que dificultarían la realización de este sistema. Se podría hacer, sin duda,
pero jamás podría igualar el alcance y la eficacia de Prometeo. A su debido tiempo,
Prometeo suministrará la energía necesaria para el mundo entero, eternamente y sin
costo alguno. Eso es lo que se intenta.
—¿De qué modo?
—Mire por la ventana. La nave más grande que se haya construido hasta el
momento. La primera de una serie de cincuenta. Vivimos en un mundo grande y
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superpoblado que requiere muchísima energía. Este proyecto incluye cincuenta
cargas; quién sabe cuántas vendrán después.
—Se diría que es muy caro.
—Lo es —reconoció Patrick—, pero una vez en marcha el proyecto se mantendrá
solo. La electricidad se suministrará al precio medio de dos centavos y medio por
kilovatio, lo que bastará para financiar más lanzamientos y nuevos generadores. Una
vez que la nave está en órbita, la generación de electricidad es muy simple. La mayor
parte de nuestra carga consiste en el mismo material plástico con que se envuelven
los restos de comida para guardarlos en la nevera. Puesto que en órbita no hay
gravedad ni fricción, ese delgado plástico se puede extender sobre muchos kilómetros
cuadrados. Como está recubierto de aluminio, actúa como un gran espejo, reflejando
los rayos solares hacia un punto focal, donde sirve para calentar un fluido que, a su
vez, impulsa una turbina generadora de electricidad. Es simple.
—Muy simple. Pero no me ha explicado cómo se devuelve la electricidad a la
Tierra. ¿No es allí donde entra en juego ese «rayo de la muerte»?
Patrick sonrió.
—Los viejos rumores son los más difíciles de erradicar. Cualquier tipo de
radiación podría denominarse «rayo de la muerte», pero sólo si es lo bastante fuerte y
concentrado. Una bombilla eléctrica nos calienta la mano, pero si uno se pone frente
a un reflector del Ejército quedará asado. Quien vaya en un bote podría ayudarse a
encontrar el camino por medio del radar, pero si se pone en el punto focal del radar
quedará frito, coagulado como un huevo duro. Grado y concentración. Una vez que la
electricidad haya sido generada en el espacio se la convertirá en ondas de radio, en
microondas de baja densidad, para irradiarla a la Tierra. La doble antena direccional
la proyectará hacia un receptor instalado en Siberia y hacia otro ubicado en el Estado
de Washington. Rusia recibirá la cantidad necesaria para satisfacer los requerimientos
de Siberia. Nosotros podremos proveer de energía a los cinco Estados del Oeste.
Energía gratuita, procedente del espacio.
—Todo parece muy razonable, pero me duele descartar tan fácilmente el «rayo de
la muerte». Se me ocurre que la cantidad de energía necesaria para hacer todo eso,
aun bajo la forma de ondas de radio, podría ser un poquito fuerte al tocar tierra.
—Está completamente en lo cierto. En primer término, el rayo queda encerrado
en el receptor y es capaz de corregirse a sí mismo. En segundo lugar, si a pesar de eso
la onda se esparciera demasiado, quedaría automáticamente anulado. Según la teoría,
ese rayo no ha de ser lo bastante fuerte como para provocar daños en la Tierra, pero,
para mayor seguridad, el receptor estará instalado en las montañas, a muchos
kilómetros de la casa más cercana.
Redditch alargó la mano y apagó el magnetófono.
—Parece estar bien pensado…, y con esto concluyo el asunto. Gracias por la
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atención. Debo salir corriendo; hay un avión que quizá pueda alcanzar.
Hubo despedidas corteses; la puerta se cerró tras el periodista.
—Ahora sí puedo aceptarte esa copa —dijo Flax, dirigiéndose hacia el bar—.
Tenía miedo hasta de mirar una botella frente a ese hijo de puta. ¿Quiere otro,
Coretta?
—Sí, por favor.
Seguía sentada con elegancia, muy tranquila, con las manos cruzadas sobre el
regazo. Patrick se sirvió otro whisky y se preguntó cómo podía ella mantenerse tan
serena.
—Usted acaba de salir de Houston —observó—. ¿Se sabe algo más de Doc
Kennelly?
—Lo que ustedes han de saber, nada más. La operación fue muy bien y el
pronóstico es excelente.
—Qué coincidencia, ¿no?
—¿A qué coincidencia se refiere?
—Esa enfermedad, precisamente ahora. ¿Y qué pasó con Feinberg, el suplente?
¿No era suficiente con un judío para que la Prometeo…?.
—Patrick —interrumpió Flax—, ¿por qué no te callas, y dejas descansar un poco
a Coretta? Debe de haber tenido un día agotador.
—No, Flax, déjele hablar. Aclaremos esto. Por mi parte, no tengo idea de lo que
ha sido del doctor Feinberg; nadie se molestó en informarme. Hace unas siete
semanas me iniciaron en un programa espacial, todo en el mayor misterio, con fuerza
centrífuga, caída libre y demás. Y anteayer me dijeron que estaba incluida en la
Prometeo. Eso es todo cuanto sé.
Patrick rió sin alegría.
—También es cuanto nosotros sabemos. ¡Siete semanas! Ese degenerado de
Bandín lo tenía pensado desde entonces. ¿Será cierto que Doc tenía apendicitis? A lo
mejor incluso eso fue planeado.
—¡Basta ya! —exclamó Flax, interponiendo su mole entre ellos—. Vete a tus
habitaciones, Patrick. Has bebido demasiado; te conviene dormir.
—No —dijo Coretta—. Por favor, déjenos, Flax. Ya que hemos comenzado,
tenemos que terminar este asunto. Aquí y ahora mismo.
Se irguió frente a Patrick, levantando la vista hacia él, con los puños apretados;
por primera vez dejaba traslucir su emoción. Estaba enojada.
—Lo que usted está pensando es bastante obvio. Ese degenerado de Bandín,
como usted le llama, ha estado haciendo maniobras políticas. Los comunistas
metieron una mujer en el programa espacial, cosa que sentó como una patada en el
hígado. Era cuestión de devolver el golpe metiendo a su vez a una mujer, y si
conseguía que, además, fuera negra, llevaría las de ganar. ¿Se podía? ¿Y si Kennelly
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se pusiera enfermo y hubiera que sacarle del programa? Habría que reemplazar
previamente a su suplente, pero en eso no había dificultades. En ese caso, ¿a quién se
podía preparar rápidamente para reemplazar a Kennelly? ¡Pero vamos! ¡Ahí tenemos
a la doctorcita Coretta Samuel, en lo más recóndito de la NASA! Eso no sólo prueba
que la NASA proporciona igualdad de oportunidades para ambos sexos, sino que,
además, sabe analizar muy bien las muestras de calcio. Y cómo no, si lleva cinco
años haciendo ese trabajo. ¿Y si le diéramos una oportunidad incluyéndola en el
equipo de la Prometeo? Es eso lo que usted piensa, ¿verdad?, o algo muy parecido.
En su enojo se acercó tanto a Patrick que él sintió en la cara su cálido aliento. Por
toda respuesta asintió lentamente con la cabeza.
—Pues ahora escúcheme, señor piloto: yo también pensé lo mismo.
Se alejó un poco y le apuntó con el índice, prosiguiendo:
—Creo que esa forma de actuar es repugnante, que apesta a política y que incluso
desde aquí se siente en esto el olor a Washington. Pero le diré algo más: ¡no me
importa! Me importa un bledo porqué me incluyeron en la Prometeo. ¡Aquí estoy! El
señor Redditch sabía muy bien que todo lo que dije sobre los negros de Estados
Unidos era mentira; y no hablemos de las mujeres negras. Pero no seré yo quien haga
propaganda racial con el proyecto Prometeo; hay quien se encarga de eso. Mi tarea
consiste en ir con ustedes. Y soy capaz de hacerlo; para eso me entrenaron. Voy a
subir al espacio, voy a cumplir con mi trabajo y después regresaré para recibir el
aplauso de las multitudes. Para llegar adonde estoy he tenido que trabajar mucho y
entregarme a fondo. En la historia de este país hubo un hombre excepcional llamado
Martín Luther King. Le mataron por lo que estaba haciendo, pero su mujer siguió
adelante con su obra. Sabe Dios a cuántas niñas negras bautizaron con el nombre de
esa mujer; yo soy una de ellas. Ahora voy a llevar ese nombre al espacio, y allá
trabajaré como sé hacerlo. Habrá una mujer que triunfó, una negra que sale adelante.
Y eso jamás podrán quitárnoslo.
Golpeó el vaso contra la mesa con tanta fuerza que éste rebotó contra la
superficie, volcándose; hielo y whisky se derramaron sobre la madera pulida. Antes
de que nadie pudiera articular una palabra, Coretta había girado sobre sus talones
para desaparecer tras la puerta.
—Reilly, todo esto es una pesadilla. Y yo no entiendo una palabra, con lo que las
cosas no se simplifican en absoluto.
—Si quieres te enseño, Duffy; diez dólares por lección. Vale la pena. En poco
tiempo hablarás ruso como los nativos y, además, ganarás cincuenta más por
semana, como yo; es el suplemento por idioma extranjero.
—No me vengas con ésas. Apenas hablo inglés. A ver, dime: ¿qué significa este
garabato en esta conexión?.
—Tanque bombeador bilateral de reserva 23 para la transmisión de combustible,
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línea de alimentación 19 a 104, tanque 16B, llave de presión normalmente cerrada
734LU.
—Gracias. Ahora que lo sé me siento mucho mejor.
El esquema principal de la sección estaba extendido sobre la cubierta; medía dos
metros por dos metros y lo habían impreso en seis colores. Duffy verificó el circuito,
murmurando para sí. Parpadeó una sola vez y perdió el hilo del diagrama.
Finalmente se irguió para frotarse la espalda.
—Nosotros verificamos los circuitos —dijo, señalando los paneles abiertos y las
conexiones eléctricas expuestas—. Increíble. Hay continuidad entre los mandos de la
cabina de vuelo, el ordenador, los relés, los motores y los servos de las subunidades.
Pero ¿qué se gana con eso? Las tuberías de los rusoskis están selladas y
presurizadas con nitrógeno; ni siquiera se les puede echar un vistazo.
—Han pasado por doble control. Ya viste los registros.
—Sí, pero nosotros, ¿cómo lo sabemos?.
Reilly se encogió de hombros y se escarbó los dientes con el polo positivo del
voltímetro digital, mientras observaba el correr de los números en el indicador.
—No lo sabemos, creo. Habrá que tener fe, compañerito. Concédeles confianza
cuando se la merecen… Y hay que ver que estos degenerados saben volar. Dales
materia prima y allá van, arriba, arriba. Motores múltiples y distintas bombas de
combustible; para que si una parte falla, las otras sigan funcionando. Saben lo que
se hacen.
—Pero también estallan, ¿o es sólo un rumor?.
—Una nave estalló, de eso estamos seguros. En 1968 un satélite fotografió a uno
de estos pichones en la plataforma de lanzamiento. Otra foto, tomada al día
siguiente, demostró que había desaparecido…, junto con la torre de lanzamiento y
todos los edificios de un kilómetro a la redonda. Debió de haber estallado en el
momento de despegar. Pero era uno de los primeros modelos.
—Eso es lo que tú dices.
—Está en los registros. Ya llevan un par de años utilizando estos propulsores en
todos los lanzamientos, y todos han salido muy bien. Han tenido problemas con las
plataformas de lanzamiento y sobre todo con la carga útil, pero estos pichones son
muy capaces de levantar vuelo.
—Oye, ¿todavía no es hora de tomar un café?.
—No. Ahora tenemos que hacer esto.
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—Ahora comienzan nuestras pequeñas vacaciones, ¿no? —dijo el coronel Kuznekov,
sonriendo a los otros cinco.
A sus espaldas, la pesada puerta se cerró con un silbido; hubo un repiqueteo de
cerrojos.
—Es una cuarentena —dijo Ely Bron—; no creo que podamos considerarlo
vacaciones.
—Claro que podemos, doctor Bron —insistió Kuznekov.
Noventa y seis horas de paz, mientras comienza la cuenta final. En este mismo
instante los técnicos están…, ¿cómo dicen ustedes?…, sudando la gota gorda para
que todo salga bien. Y, en cambio, nosotros, ¿qué trabajo tenemos? Nos han
encerrado en este magnífico edificio de apartamentos, donde las bacterias y los
microbios no nos pueden alcanzar. Tenemos cocineros que nos prepararán la comida
y sirvientas que se encargarán de la ropa y la limpieza. Todos tenemos trabajo que
hacer, y los pilotos más que nadie; siempre les veo estudiando esos enormes libros.
Pero no trabajamos como los otros. Tenemos tiempo para conocernos sin que nos
distraigan los políticos, la publicidad, los periodistas y otras mil cosas. Para hablar
con nosotros tendrán que usar el teléfono y cuando suene podemos estar ocupados.
En ese momento sonó el teléfono. Todos guardaron silencio por un segundo, antes
de estallar en una carcajada.
—¿Quiénes están ocupados para el que llama? —preguntó Patrick, en tanto
alargaba la mano para atender.
Al coger el aparato se encendieron las luces. No era un teléfono común, sino un
circuito cerrado de televisión. La silla instalada frente al aparato estaba atornillada al
suelo y tenía una cámara enfocada hacia ella. Al otro lado de la mesa había una
pantalla con la imagen del interlocutor. En este caso se trataba de I. L. Flax.
—¿Qué pasa? —preguntó Patrick—. Acaban de cerrar la puerta y ya suena el
teléfono.
—Lo siento. Una periodista quiere entrevistar a Coretta. Debía haber llegado
ayer, pero hubo problemas con el cambio de avión.
—¿Quién es? —preguntó Coretta, alzando la voz.
—Una muchacha llamada Smith. Dice que usted le prometió una entrevista
exclusiva para la revista «Mujer de Color».
Aunque nadie miraba directamente a Coretta, todos estaban pendientes de la
conversación.
—Dígale que espere un poco —respondió la muchacha tras un momento de
vacilación—. Me pondré en contacto con ella. Ahora no tengo tiempo.
Ely aconsejó:
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—Desenchufa el aparato cuando cuelgues, Patrick, ¿quieres?
—Lo haría con gusto. Pero propongo que todos hagamos como Coretta: no
recibimos llamadas. El coronel Kuznekov tiene razón: tenemos mucho que hacer
antes del despegue. Pero tenemos que conocernos mutuamente. Somos un equipo y
debemos aprender a trabajar como tal. Nadia y yo somos los pilotos y ya sabemos
trabajar juntos. En este momento yo estoy al mando y así será hasta que lleguemos a
la órbita final. Entonces se apagarán los motores y el coronel será quien dé las
órdenes.
—No del todo, Patrick. El generador está bajo mi responsabilidad y también el
montaje. Necesitaré personas fuertes que sepan caminar por el espacio. En ese
aspecto daré las órdenes. Pero en todo lo demás, en el mantenimiento de la estación
espacial, las comunicaciones y todo el resto, usted seguirá siendo el comandante.
—Tiene razón, Pat —dijo Ely, volviendo la página del libro que estaba leyendo
—. Tú eres el capitán de la nave y eso no cambiará. Nadia es tu primera auxiliar. Yo
estoy a cargo del motor de fisión, pero sólo tengo que hacerlo funcionar para entrar
en órbita y apagarlo. Después de eso no me queda más que ayudar al coronel
Kuznekov con su generador solar.
—Todos tenemos una función que cumplir —dijo Kuznekov—, como si fuéramos
un hormiguero espacial. Patrick y Nadia nos ponen en órbita y vigilan el
funcionamiento de todas las máquinas que nos mantienen con vida. Yo superviso el
montaje de la planta generadora, y una vez que eso esté listo, la electricidad queda a
cargo de Gregor.
Éste asintió, agregando:
—Mientras se monte el generador yo me encargaré de erigir las antenas
transmisoras en la Prometeo. La primera emisión será baja, pero bastará para llevar a
cabo el programa piloto: conversión de los turbogeneradores a 3,3 GHz y posterior
irradiación a las estaciones receptoras de la Tierra. No veo ningún problema. El
equipo ha sido probado y funciona como es debido.
—Muy bien, de primera —intervino Coretta—. Según todo eso, yo soy harina de
otro costal, sin otra tarea que ayudarles a llevar el equipo de un lado a otro. Pero debo
recordarles que en esa nave habrá una sola máquina no diseñada para trabajar en el
espacio: el cuerpo humano. Estaremos en órbita, en caída libre, por lo menos durante
un mes, hasta que llegue la nave de relevo. Por tanto, mi tarea será conseguir que
todos mantengamos la salud durante ese período, y si es posible por más tiempo.
Como poner un hombre en el espacio, sea ruso o norteamericano, cuesta un millón de
dólares, cuanto más nos mantengamos en pie mejor será. Vengan a verme por
cualquier molestia; ofreceré aspirinas y consuelo a cualquier hora.
Coretta había dado en el clavo. Cada uno de ellos acababa de resumir su función
para los otros, y una vez comenzado aquello debía proseguir. Pero ella había
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coronado la conversación haciéndoles reír. Patrick sintió que ése era el momento
adecuado para dejar los temas serios y hacer vida social. Antes de poder trabajar
juntos era necesario aprender a convivir.
—Luz verde para unos tragos —dijo—. Ya sé que entre los norteamericanos no
hay abstemios; tampoco en el equipo de pilotos. ¿Y usted, coronel?
—Sólo bebo vodka, coñac, cerveza, kvass y vino, aunque durante la guerra
aprendí a gustar del schnapps alemán y del whisky escocés.
—No será difícil complacerle. Falta ver qué pasa contigo. Gregor.
El rubio ingeniero miró a su alrededor.
—Por favor, no se preocupen por mí. Un vasito de vino, tal vez. Aunque estoy
dispuesto a probar cualquier cosa.
—Buenos bebedores todos —observó Patrick—. Como comandante oficial de
este equipo, será un placer elegir la primera botella. Será un bebida típica de Estados
Unidos, una especie de whisky agrio. Les gustará. En caso contrario, probaremos otra
cosa.
Sirvió las copas y las pasó. Nadia dio las gracias con un ademán de la cabeza, sin
levantar la vista, enfrascada en una conversación con Gregor. Tal vez le encontrara
atractivo, lo era, dentro del deprimente estilo ruso: un ingeniero de aspecto triste,
viudo desde hacía dos meses, no podía dejar de despertar los instintos maternales de
cualquier mujer. Quizá no se limitara a eso; dentro de un rato ella le cogería la mano
para animarle. O más que eso. ¡Oh! Eso haría más agradable el viaje. ¿Qué le
importaba a él? Nadia era segundo piloto; él, el comandante, eso era todo. Sin
embargo, al tomar la botella para servir la segunda copa, vio claramente ante sí la
imagen de la muchacha tal como la había tenido aquella vez, desnuda y suave como
la seda bajo sus dedos, los labios húmedos aún donde se habían apretado contra los
suyos. El recuerdo fue tan vivo que debió hacer una pausa y resistir el impulso de
parpadear sacudiendo la cabeza. Sirvió la bebida con mano firme. Todo aquello era
cosa pasada, un instante fuera del tiempo, algo sin importancia. Por un momento
había resultado agradable, pero algo salió mal. No tenía idea de cuál había sido el
problema, ni le interesaba averiguarlo. Había otras mujeres en el mundo; en ese
mismo vuelo, sin ir más lejos. Ahí estaba el Movimiento de Liberación Femenina,
con una venganza que llevar a cabo. Y Coretta le era mucho más comprensible que
Nadia. Después de todo, algo debía haber de cierto en aquello de que «Oriente es una
cosa y Occidente es otra». Eran la tecnología y la necesidad mutua lo que había
impulsado el Proyecto Prometeo, sin que en eso tuviera nada que ver la urgencia de
cada país por meterse en los asuntos del otro. Ely y el coronel estaban en lo cierto:
mientras todo se mantuviera en un plano técnico, no habría problemas. Patrick les
acercó los vasos.
—Oye, Patrick —dijo Ely—, ¿sabías que nuestro amigo el coronel fue quien creó,
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junto con Patsayev, el cable superconductor que estamos instalando en Alaska?
—No lo sabía, pero lo creo. A lo mejor porque no sé casi nada sobre
superconductores.
—Es el descubrimiento más grande que se ha hecho en física desde el monopolo.
Eso demuestra la estupidez de la CÍA. Mandaron un informe de quince páginas sobre
el coronel; dice de todo, desde cuándo se afilió al Partido Comunista hasta cómo se
llama su perro, pero no figura una sola palabra de su verdadera obra. Vamos, Patrick,
no pongas esa cara de niña escandalizada. ¿Acaso piensas que el coronel no está
enterado de los extensos informes que recibimos sobre cada miembro de la
tripulación?
—¿O es que piensa que nosotros no recibimos algo parecido? —agregó el
coronel, mientras tomaba un largo sorbo de su vaso con gesto aprobador—. No es
vodka, pero tiene cierto encanto propio.
—Así es —replicó Patrick, bajando la guardia, sonriendo para sí—.
Evidentemente, los de seguridad se ganan el sueldo a ambos lados del «telón de
acero». Por otra parte, supongo que en realidad no importa. Prometeo es un proyecto
conjunto en el que se enfrascaron los dos países porque los dos necesitaban nuevas
fuentes de energía, puesto que las antiguas se están agotando. En los Estados Unidos
tuvimos los grandes apagones de Seattle y de San Francisco, además de los incendios.
Ustedes han sufrido pérdidas de cosechas y la plaga de hambre de Siberia. ¿O tal vez
eso no salió en los periódicos rusos?
—Nuestra prensa es reacia a publicar las malas noticias —dijo el coronel, en tono
seco—. Pero las entusiastas transmisiones de La Voz de las Américas y la BBC nos
mantienen informados sobre los desastres.
Coretta bebía su vaso a solas, con la vista fija en el líquido. Patrick consideró que
había llegado el momento de reparar algunas ofensas.
—Quiero hablarle sobre lo que pasó el día de su llegada —dijo.
—¿Qué dice?
Al parecer no tenía intención de facilitar las cosas.
—Creo que usted entendió mal.
—No lo creo, mayor Winter.
—Este viaje va a ser largo. ¿Por qué no me llama Patrick?
—Si yo le dijera Patrick usted empezaría a tutearme, y no estoy dispuesta a eso.
—Esto no es una batalla a ganar, doctora Samuel. En cambio podemos perderlo
todo. Si seguimos peleando pondremos el vuelo en peligro y habrá que reemplazar a
uno de nosotros. ¿Qué ganaríamos con eso? ¿No podemos comenzar desde cero,
como si no nos conociéramos, como si yo acabara de entrar por esa puerta? Así yo
podría acercarme sigilosamente a usted y decirle que se parece a cierta muchacha que
salía conmigo en la escuela secundaria; que yo recuerde, fue la primera. No entorne
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los ojos, lo digo en serio. Ya sé que tengo el color de piel y toda la pinta de un racista,
pero las apariencias engañan. Aquella muchacha se llamaba Jane y era negra; eso fue
antes de que empezara a usarse el término «de color». Tenía un físico bárbaro. Le
pedí el coche a mi padre y la invité al autocine. Creí que había salido todo a las mil
maravillas, especialmente los manoseos en el asiento trasero, pero cuando la llevaba a
su casa me dijo que difícilmente volvería a salir conmigo. Naturalmente, eso fue todo
un golpe a mi orgullo masculino; le pregunté por qué, si era porque yo no le gustaba.
Recuerdo que me dio una palmadita en la mejilla y dijo que sí, seguro, yo le gustaba
y sabía besar y qué sé yo. Pero que mi conversación era muy aburrida. Ella siguió
estudiando, acabó mucho antes que nadie y ahora está de profesora de sociología en
la Universidad de Columbia. Esa parte no me humilló demasiado, porque en ese
tiempo el manoseo era más importante que los libros, pero jamás olvidé el episodio.
—¡Patrick Winter! ¿Es cierto todo eso?
—Juro que sí. Y le enseñaré su fotografía, la que tengo en el álbum de la
secundaria, con un gran beso marcado con lápiz de labios rojo sobre la firma.
—¿Y era negra?
—Bueno, no exactamente. He cambiado un poco esa parte para llamarle la
atención. En realidad era mejicana, nacida en Estados Unidos; toda su familia había
venido de allá. Pero pensé que para el caso el detalle no importaba demasiado.
La tensión de Coretta duró aún otro instante; después se relajó con una sonrisa.
—¿Sabe? Usted no es tan malo para ser blanco.
—Tampoco usted es tan mala para ser una feminista que ha pasado la vida
luchando contra los machos fascistas. Brindemos por la paz… y por el éxito de
Prometeo.
—¿Por qué no?
Entrechocaron las copas y bebieron. Ella agregó:
—Pero ¿hace falta brindar por el éxito? ¿Cabe alguna duda?
—En cualquier vuelo hay dudas. Cuantas más cosas involucra un despegue, más
errores pueden producirse. En la primera Apolo a la Luna, el módulo lunar tocó suelo
con sólo un dos y medio por ciento de combustible en los tanques. Tanto los
soviéticos como nosotros hemos tenido problemas con los programas espaciales.
Ahora se trata de seis enormes propulsores, los más grandes que se hayan construido
hasta la fecha, unidos conjuntamente. Tienen que despegar a la vez y poner a la
Prometeo en una órbita baja; y da la casualidad de que esta carga útil es también la
mayor que se ha enviado hasta el momento. Una vez estemos en esa órbita baja (se
denomina órbita decreciente porque caeremos pronto a la Tierra si no salimos de
ella), una vez que estemos allí, tendremos que poner en marcha el motor a fisión de
Ely para llegar a la órbita final. Ahora bien, en cuanto a ese motor, aunque en teoría
funciona y se han probado modelos más pequeños en la Tierra…
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—Déjame adivinar: ¿ese motor nunca se ha probado en el espacio?
—Acertaste. Y me preguntas si cabe alguna duda sobre el éxito de este vuelo.
Pero antes de caer en la depresión escucha algo más; en este proyecto ha trabajado
mucha gente, durante muchos años, para reducir todas esas dudas al mínimo posible.
Según las estadísticas, estás mucho más segura en la Prometeo que tratando de
cambiar una rueda en las autopistas de California; si tratas de hacerlo en el carril del
centro, tus posibilidades de supervivencia son de veinticinco segundos.
—Me has animado mucho. Mientras me mantenga lejos de California puedo
considerarme a salvo.
En ese momento apareció en la puerta un hombre alto que lucía gorro alto de
cocinero.
—La cena está servida —dijo, con marcado acento extranjero.
—¿Qué hay para comer? —preguntó Ely.
Pero el cocinero había agotado sus conocimientos lingüísticos y se retiró.
—Un menú especialmente seleccionado —dijo Nadia—. He hablado con el
cocinero; está muy orgulloso de lo que ha hecho: borscht, arenque, bistec a la
Stroganoff y tallarines. Caviar y vodka también, por supuesto.
—Comida típica rusa —dijo Coretta—. En cuanto se me presente la oportunidad
voy a enseñar a ese chef algunos platos auténticamente norteamericanos, como por
ejemplo col rizada y costillas. Vamos, estoy muerta de hambre.
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esto parece ser horrible. ¡Terremotos!
—En Rusia, querida, y sólo si el cohete estalla y si hay una falla geológica donde
ese hombre afirma.
—Pero ¿y todo lo demás? ¿El rayo de muerte y todo eso?
—Te aseguro, querida, que, por ahora, el destino de la Prometeo no puede
afectarnos en absoluto Y ahora debo irme.
El Rolls Royce le aguardaba ya fuera, eran las ocho y cuarto El chofer, que estaba
quitando alguna invisible mota de polvo de la negra carrocería, se volvió con una
sonrisa y le abrió la portezuela.
—Qué día más bonito, ¿verdad, señor? Un día excepcional como decía mi madre.
—Su madre tenia razón Andrew No hemos tenido un ve rano como éste desde el
setenta y cinco.
La grava crujió suavemente bajo las ruedas, en tanto el coche se dirigía
serenamente hacia la calle. El placer de viajar así no menguaba en absoluto porque se
tratara de un auto de la empresa ni porque Andrew fuera también empleado de ellos.
La ventanilla abierta, la radio transmitiendo un trío de Bach… La mañana era
excelente, sin duda; tanto, que sir Richard no llegó a leer la página comercial. Podía
esperar; el día, en cambio, no esperaría. Desde su casa a los laboratorios había unos
quince kilómetros, quince minutos de viaje, en su mayoría por praderas campestres.
Por la autopista habrían podido ahorrarse un kilómetro y medio y varios minutos,
pero nunca la utilizaban. Toda la jornada estaría llena de tiempos modernos, alta
velocidad, teléfonos: cuanto más pudiera disfrutar de la paz rural, mejor. Pasaron
paredes de piedra, verdes prados donde pastaban vacas de raza, una parcela con
ovejas; los corderos ya estaban crecidos y habían perdido su anterior encanto. El
sector de bosques quedó atrás, dando lugar a varios edificios de granja, hasta llegar a
la calle empedrada de la aldea Dry Etherton. Las tiendas acababan de abrir; Harry
Moor, a la puerta de La Vaca Parda, se escarbaba los dientes con un fósforo. Al paso
del coche levantó la mano, ofreciendo la perfecta imagen del tabernero feliz, y sir
Richard le devolvió el saludo. En La Vaca Parda preparaban un magnífico pastel de
carne y riñones; hacía mucho que no lo comía. El domingo, tal vez.
La carretera iba derecha hacia la ciudad, rodeada por prados y granjas cruzados
por la autopista que había permitido el nacimiento de la ciudad nueva. Y allí estaba la
ciudad. Él sabía que la antigua aldea estaba aún allá, al menos en parte, pero no se
veía hasta que se llegaba a ella, pues las torres de los edificios dominaban la escena
como interminables hileras de colmenas.
Más allá estaban las blancas y bajas construcciones de los laboratorios. Al menos
éstas formaban parte del paisaje y no eran demasiado feas. La carretera daba un rodeo
y al descender, los grandes tanques se recortaban contra el cielo. Los habían pintado
de color anaranjado; al principio le había parecido ridículo, pero pronto los encontró
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más aceptables que si los hubieran pintado de ese hollinoso gris militar, cada vez más
deprimente.
El guardia de la puerta principal le saludó con un gesto casual, más parecido a un
agitar de manos que a un saludo militar, y el Rolls Royce se detuvo.
—¿A la hora de siempre, señor? —preguntó Andrew.
—Sí, siempre que la hora de siempre sea las seis y media. Tal vez debería serlo.
He dado mi más solemne palabra. Debo estar en casa a tiempo; si no bajo cuando
usted llegue, llame a la oficina y recuérdemelo.
—Sí, señor. Que tenga un buen día, señor.
—Gracias, lo mismo a usted. ¡Ah, Andrew! Si es posible, que nadie toque el
whisky que guardo atrás. El contenido baja con mayor rapidez de la que justifica mi
propio consumo.
Empujó la puerta de cristal y pasó al interior. Acababa de comenzar una jornada
como cualquier otra.
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—Que comience la cuenta atrás —dijo Samson Kletenik.
En ese mismo instante los números del reloj digital que colgaba frente al Control
de Lanzamiento, inmóviles hasta ese momento, cambiaron de 95.00 a 94.59.
En cada mesa de control había un grueso volumen de cuenta atrás abierto en la
primera página; ese volumen era más grueso de lo habitual, pues cada una de las
instrucciones figuraba por duplicado: en una columna, en ruso; en inglés, en la otra.
Todos los artefactos que operaban el suministro de combustible, los motores, las
bombas y el equipo auxiliar, estaban a cargo de técnicos soviéticos; los instrumentos
de la cubierta de vuelo y el ordenador, en cambio, corrían por cuenta de los
norteamericanos; pero había una fase intermedia que no se refería solamente a la
carga útil o a los propulsores. Era allí donde se mezclaban ambos países; con
frecuencia trabajaban dos técnicos, uno de cada país, cada uno verificando el trabajo
del otro, listo para la respuesta instantánea, que podía exigir la operación. El Proyecto
Prometeo llevaba ya el tiempo suficiente de gestación como para que el Instituto
Berlitz y su equivalente soviético hubieran tenido tiempo de meter un poco de idioma
incluso en las cabezas más duras. Teóricamente, todos los técnicos e ingenieros de
Control de Lanzamiento hablaban, bien o mal, los dos idiomas. Tal vez no supieran
mantener grandes conversaciones, pero todos eran capaces de manejar el limitado
vocabulario de los cohetes y de los sistemas de mando, de modo que podían trabajar a
la par. También podían hacer otras cosas a dúo, como quedó demostrado cuando una
técnica rusa fue devuelta a su casa en avanzado estado de gravidez.
En los archivos había siete peticiones de autorización para contraer matrimonio
mixto soviético-norteamericano; eso significaba que las decisiones serían tomadas
una vez que la Prometeo estuviera en órbita y no antes. La cooperación entre ambos
países no debía ser sometida a presiones innecesariamente intensas.
Samson Kletenik era en sí el Control de Lanzamiento. Era alto, corpulento, de
brazos largos, hablaba con lentitud y pensaba con celeridad; rara vez sonreía.
Tampoco tenía motivos para hacerlo. Los años de esfuerzo dedicados a la
construcción y al montaje habían llegado a su término. Cada parte de la compleja
función de lanzamiento estaba controlada desde su mesa. Suya era la responsabilidad
definitiva. Como para empeorar las cosas, él sabía que cada paso de sus operaciones
era verificado por Flax y el resto del equipo de Control de Misión, a muchos
kilómetros de allí, en Houston. Una vez que el vehículo hubiera despegado, toda la
responsabilidad pasaría a ellos, pero eso pertenecía al futuro. En ese momento era
Kletenik quien estaba a cargo de todo, obligado a mover interruptores con toda
cautela, a hablar en tono bajo y mesurado, aparentando calma y seguridad.
En Control de Misión, en Houston, Flax no tenía ninguna de esas dos cosas. La
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seguridad quedaba para después; en cuanto a la calma, era un papel a representar
cuando hablaba por radio. A medida que iba aproximándose el instante del
lanzamiento crecía su tensión. Observó el orden febril de Control de Lanzamiento a
través del circuito de televisión y después contempló a sus propios técnicos,
cómodamente relajados en sus mesas en torno a él. Que ellos se relajaran; para él era
imposible. Sentía un nudo cada vez más apretado en el estómago, ese nudo siempre
presente en ocasiones parecidas, que sólo desaparecía cuando la misión estaba
concluida. Mientras los astronautas disfrutaban de la recepción triunfal y del saludo
presidencial, a él le llevarían subrepticiamente al Hospital Naval de Bethesda para
internarle en una habitación individual. Allí los doctores le mirarían, moviendo la
cabeza de un lado a otro, y tratarían de sacarle del paso, antes de que su condición
preulcerosa se convirtiera en una úlcera duodenal hecha y derecha, capaz de abrirle
un agujero en la barriga. No era sólo la cadena de cigarrillos fumados, ni las
interminables tazas de café, ni los bocadillos a medio comer o la falta de sueño: era
ese nudo. Solía perder siete u ocho kilos durante la semana de tratamiento; la dieta
líquida no era muy apetitosa; por otra parte le tenían medio dormido, bajo el efecto de
píldoras que no le permitieran echar de menos los cigarrillos, las bebidas y el café. Al
salir tardaba aún uno o dos meses en volver a la normalidad: a la langosta, al
champán, los habanos y todas esas otras cosas que contribuyen a hacer grata la vida.
Pero en ese momento el nudo de tensión apenas comenzaba; era un pequeño
retortijón premonitorio que pronto se convertiría en una ardorosa bola de fuego,
merced a la cual se vería obligado a tomar Benitol por litros. Todavía no ocurría nada
malo, pero ya llegaría; siempre había algo que salía mal. En cierto modo, esperar que
apareciera el inconveniente era peor que sufrirlo ¿Sería una nadería o algo tan grande
que Control de Lanzamiento no podría solucionarlo?
Experimentó casi una sensación de alivio al oír las palabras que pondrían en
acción a Control de Lanzamiento:
—No tengo presión en el sistema de helio antipogo. No hay presión en cuatro,
hasta 31 bajo siete.
—¿Quiere que detengamos la cuenta? —preguntó Kletenik.
—No, al menos por ahora. Tenemos diez minutos para solucionarlo. Manténgase
en contacto conmigo y hágame saber cuáles son las condiciones dentro de nueve
minutos.
—Roger[2]. ¡Oh-chin ogay!.
«Un OK americano en ruso, el nuevo idioma combinado de la era espacial»,
pensó Flax, mientras observaba y escuchaba como silencioso espectador. Los
norteamericanos, a su vez, habían empezado a decir vas ponyal (entendido) en vez de
Roger. No era mala idea; un poquito de paz le venía bien al mundo en esos días.
Cuanta más, mejor; especialmente en África, donde las masacres proseguían.
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No hubo necesidad de detener la cuenta atrás a causa del combustible. La válvula
de toma auxiliar funcionó correctamente y la defectuosa fue reemplazada. Pero
aquello era sólo uno de los inconvenientes menores que cabía esperar. En la cuenta
atrás se había calculado el tiempo suficiente para corregir los pequeños desperfectos,
incluso para solucionar inconvenientes mayores; en estos casos se detenía la cuenta
atrás y todo el mundo permanecía a la espera hasta que el problema estaba
solucionado. Pero esas demoras no podían ser muy numerosas ni demasiado
prolongadas, pues aquellos complicados sistemas sólo podían tolerar un tiempo
limitado en condición de despegue. La vida útil de algunos sistemas se calculaba en
días, a veces en horas; después, sus combustibles criógenos los hacían inseguros. Si
las demoras se multiplicaban podían motivar la anulación de toda una misión. En el
caso de que este vuelo se pospusiera, quizá pasaran meses enteros antes de poder
efectuarlo nuevamente. Y eso era inconcebible. Ese momento había exigido muchos
años de preparación. Estaba en juego la reputación de dos naciones y de los dos
líderes que contemplaban el lanzamiento. El mundo entero observaba. Y quien estaba
en observación era Flax. El nudo se apretó más.
Una luz roja en un tablero, un tablero entre muchos. Algunas llaves puestas en
posición de prueba, una llamada telefónica y una respuesta. Finalmente, a Kletenik:
—Tenemos problemas aquí, en el veintisiete. ¿Puede venir?
Fue esa voz inexpresiva lo que perturbó a Kletenik, esa calma forzada, síntoma
evidente de que alguien estaba preocupado. Y eso le preocupaba a su vez. Se quitó
los auriculares y se dirigió rápidamente hacia la mesa veintisiete.
En las habitaciones de aislamiento, Patrick se estaba poniendo el traje de presión
con la ayuda de Ely. No le haría falta mientras no estuvieran en órbita, listos para
montar el receptor solar; puesto que la Prometeo había sido diseñada como estación
espacial permanente, toda su estructura estaba a presión normal y permitía el uso de
ropa normal de trabajo. Pero Patrick había tenido problemas con su traje espacial.
Cada astronauta tenía uno hecho a medida; dos, en realidad: uno era para el
entrenamiento, para los rigores del uso diario; el otro quedaba reservado para la
caminata espacial. Ambos estaban construidos del mismo modo: con varias capas de
tela y goma, cosidas y pegadas entre sí con infinito cuidado.
El traje debía ser lo bastante flexible como para permitir el libre movimiento del
usuario, pero también lo bastante fuerte como para contener la presión de aire que le
permitiera subsistir. Debía ser flexible en las articulaciones y duro entre ellas. En una
palabra, constituía un auténtico desafío. Y no siempre se conseguía que fuese
perfecto; los refuerzos podían hincarse en la piel en forma irritante, y en esos casos
era necesario hacer ajustes. En el traje de Patrick había una molesta pieza de metal
que le rozaba el hombro; lo habían enviado a arreglar tres veces consecutivas. La
última vez lo habían devuelto precisamente cuando se iniciaba la cuarentena. Era de
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esperar que estuviera bien; de lo contrario no habría tiempo para volver a corregirlo
de nuevo.
En primer término, la ropa interior de algodón, para evitar el roce. Después, algo
un poco humillante, pero indispensable: la colocación de la bolsa plástica triangular
para la orina, puesto que en el espacio no es posible ir hasta el baño. Ely alzó la bolsa
para admirarla.
—¡Qué maravilloso invento! —exclamó—. Es el símbolo de la conquista del
espacio por parte del hombre.
—Bastante mejor que el símbolo femenino de esa misma conquista —replicó
Patrick—. Supongo que la sonda debe ser bastante incómoda.
—En ese caso, alégrate de tener sólo ese pequeño anillo de goma en la esquina de
la bolsa, que se ajusta tan bien a tu miembro. Otra prueba de que la era de la ciencia
se está convirtiendo en la era del conformismo. Aunque los hombres presentan
cualquier tamaño, desde el pigmeo de un metro de estatura hasta los escandinavos de
dos metros y pico, parece ser que sus órganos sexuales vienen sólo en tres tamaños:
pequeño, mediano y grande. Estas bolsas traen los anillos en tres tamaños, ¿verdad?
—Denominados siempre extragrande, enorme e increíble, a fin de afirmar el
orgullo masculino. Pero cuando elijas el tamaño adecuado no te dejes influir por el
orgullo. Si eliges uno demasiado grande te encontrarás con filtraciones, cosa que se
denomina «mojadura trasera» y que no es nada agradable.
—Ya me lo han advertido. A ver, deja que te ayude a ponerte ese traje.
Ponerse un traje espacial no tenía nada en común con la operación de vestir ropas
normales; antes bien, era como si una víbora intentase volver a entrar en la piel
desechada. Patrick se esforzó por meter los pies a través del resistente forro plástico.
Después tuvo que doblarse en dos para pasar los brazos por las mangas, lo suficiente
como para poder sacar la cabeza por la abertura del cuello. Ely tiró con fuerza hasta
que el cráneo de Patrick asomó por allí.
—Gracias —jadeó el piloto—. Creo que me has pelado todo el cuello.
—Podrías haber seguido con tu tranquila profesión de piloto de pruebas en vez de
dar este gigantesco paso para la Humanidad.
—Súbeme el cierre de la espalda, ¿quieres?
No se molestó en ponerse los guantes; ya tenía bastante calor como estaba. Se
levantó y anduvo a grandes pasos por la habitación, balanceando los brazos.
—Parece que me queda bien. A ver qué pasa si me agacho…
Algo andaba mal. Lo notó de inmediato. El reloj de la cuenta atrás (había uno en
cada habitación) se había detenido en 83.22.
—Es una demora —dijo—. Ve a averiguar qué ocurre mientras yo me saco esto.
Cuando llegó al salón principal les encontró a todos reunidos allí; Nadia estaba
colgando el receptor del teléfono.
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—Aún no han localizado la causa del problema —informó—, pero se ha
interrumpido el suministro de combustible.
—Eso puede ser peligroso dado que los tanques están a medio llenar —observó
Patrick.
Aquello se prolongó durante casi cinco horas. Sólo Ely parecía indiferente al
problema; enterró la nariz en un libro de ajedrez y se dedicó a reproducir un torneo de
maestros. Un rato antes había intentado jugar con el coronel Kuznekov, pero la
partida debió ser abandonada, pues la atención del militar se volvía invariablemente
al inmóvil reloj. Los números seguían paralizados en 83.22. A menos de doce horas
de iniciada la cuenta atrás se producía ya una demora importante.
Al fin los números volvieron a cambiar. Casi inmediatamente sonó el teléfono;
fue Patrick quien atendió.
—Sí, ya vemos —dijo—. Bueno. Ojalá todo siga así.
Así fue, durante un día, dos, tres… Y llegó el momento de subir a la Prometeo.
—En verdad —comentó Coretta, juntando las manos—, decir que uno va a hacer
algo es una cosa, pero hacerla es otra muy distinta. ¿Seguro que no puedo tomar un
trago, Patrick?
—Contraindicado. Nada de alcohol para los pilotos de aviones a reacción durante
las veinticuatro horas anteriores al vuelo. Para nosotros, cuarenta y ocho. El vuelo
espacial es cosa seria.
—Pero los pilotos sois tú y Nadia. Nosotros somos algo así como pasajeros.
—Lo siento. Vosotros sois mi tripulación. No creo que surjan situaciones donde
precise de vuestra ayuda, pero podrían surgir. Cálmate y piensa en cosas bonitas.
Se inclinó y la sujetó por los brazos, como para compartir su fuerza con ella.
Estaba asustada, y ambos lo sabían; también sabían que ella debía superarlo. El
mundo entero les observaba. En ese momento las cámaras estaban enfocadas en la
cuenta atrás de Control de Lanzamiento, pero se centrarían en los astronautas en
cuanto éstos salieran. Sus manos eran firmes; Coretta se tranquilizó un poco,
apoyando la cabeza en su pecho. Había un olor de perfume en su pelo y Patrick
resistió la tentación de acariciarlo.
—Quiero que se haga control de lluvia sobre este punto —dijo.
Coretta levantó la cara hacia él y sonrió.
—Sabes levantar el ánimo a las mujeres, Patrick. Cuando volvamos de este
pequeño viaje de placer me gustaría verte más frecuentemente.
—Prometido —respondió él.
Y le besó. Fue una promesa que los dos entendieron.
—Ya es hora —dijo Nadia desde la puerta—. Nos están esperando.
Tanto su voz como su rostro carecían de toda expresión.
—Ya vamos… —replicó Patrick, con la misma falta de emoción.
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No soltó a Coretta hasta que Nadia se volvió.
—Tú y Nadia no os lleváis tan bien como deberíais —observó Coretta,
arreglándose el peinado frente al espejo.
El momento de pánico había pasado; ya estaba tranquila. Los médicos no deben
dejar traslucir sus sentimientos; se aprende muy pronto a adoptar un aire tranquilo
como si fuera una armadura. Pero aunque ya pudiera hacerlo, no dejaba de reconocer
que le había hecho falta el apoyo de Patrick.
—Trabajamos bien juntos —respondió él, mientras contemplaba sonriendo la
mancha de lápiz de labios en el pañuelo que usó para limpiarse los labios—. Para
serte franco, esto es mucho mejor que cuando en la NASA éramos todos hombres.
—Creo que eres demasiado sexual. Te daré unas pastillas de salitre para que te
calmes. A ver, aquí te quedó una mancha. Vámonos ya.
Ya estaban todos allí, vestidos con plateados trajes de una sola pieza. En aras de
la igualdad, los soviéticos habían abandonado la vestimenta roja y los
norteamericanos la azul, para adoptar el neutro plateado, que simbolizaba las grandes
alas de Prometeo extendidas en el espacio. En el pecho, hacia la izquierda, había el
símbolo de Prometeo I: el espacio estrellado, con el espejo plateado del generador
solar en el centro, tal como aparecía una vez desplegado. A un lado estaba la estrella
roja (debidamente situada a la izquierda) y en el otro la enseña de bandas y estrellas.
Sin embargo, una carta dirigida al Times de Londres había señalado que, desde el
punto de vista heráldico, la izquierda es equivalente a la derecha.
Ely, en pie sobre una silla, ajustaba el foco del circuito de televisión. Kuznekov
estaba sentado frente a la pantalla, hablando con el técnico cuya imagen se
proyectaba allí.
—Un poco más arriba, ahí, eso es —dijo el hombre—. Sería mejor que corrieran
un poco más al centro los dos libros del lado. Un poco más. Eso es, perfecto.
Patrick miró los libros que Nadia había estado colocando en el suelo y abrió
desmesuradamente los ojos.
—¿Puedo preguntar qué significa todo esto?
—Estás en tu derecho —replicó Ely, mientras bajaba de la silla—. Alguien, entre
la gente importante, ha decidido que nos sentiremos mucho mejor si nos dan la
oportunidad de hablar con Bandin y Polyarni antes del vuelo. Dentro de algunos
minutos les tendremos aquí.
—¿En carne y hueso? Supongo que no.
—Dios nos libre. Bandin está en Washington y Polyarni en el Kremlin, según
creo. Un milagro de la tecnología mal aplicada nos permitirá hablar con ellos. Vamos.
Los libros indicaban el sitio donde debían colocarse; con cierta dosis de buena
voluntad, todos ocuparon sus sitios. Tuvieron que amontonarse un poco para entrar en
el campo de la cámara, pero enseguida llegó el momento.
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—Quietos —dijo el técnico.
Su rostro fue reemplazado por una pantalla dividida en dos; a un lado apareció
Bandin, el premier soviético al otro.
—Éste es un gran momento en la historia de la Humanidad —dijo Bandin.
Polyarni asintió y dijo poco más o menos lo mismo, pero en ruso. Patrick asintió a
su vez y trató de poner cara de inteligente, sabiendo que los otros estaban tensos a su
lado; trató de luchar contra la imaginación, que insistía en representarle la escena
como si ellos fueran un grupo de ositos de trapo plateados. Polyarni volvió a abrir la
boca para hablar, pero Bandin se le adelantó.
—Cuando digo que es un gran momento en la historia del mundo, lo digo en toda
la acepción de la frase. Sí, es una victoria de la tecnología, del trabajo, del valor de
aquellos hombres y mujeres que en nuestras dos grandes naciones crearon el Proyecto
Prometeo, los mismos que se encargarían de llevarlo hasta su gloriosa concreción.
Pero por encima de todas las cosas es una victoria para toda la Humanidad,
parafraseando las palabras de Neil Armstrong, el primer hombre que pisó la Luna:
éste es un gran paso para la Humanidad.
Bandin cometió el error de detenerse para respirar, momento que aprovechó
Polyarni para interrumpirle.
—Estoy de acuerdo, señor presidente… Una tradición de grandeza en la
exploración espacial, que comenzó con Yuri Gagarin, el primer hombre que voló en
órbita.
Uno a uno, empatados.
—Sí, claro, muy cierto. Pues la Humanidad en sí está en el umbral de una nueva
era. Una nueva era que comenzará cuando la Prometeo deje su feroz estela hacia los
cielos para recoger la inextinguible energía solar. Entonces estaremos libres por
siempre de la dependencia que nos ata a los combustibles fósiles, ya en vías de
agotarse, y podremos abandonar para siempre la era de la sospecha y la desconfianza
entre las naciones para entrar en otra de paz y prosperidad sobre la Tierra para todos.
Hubo más palabras por el estilo por parte de los dos, mientras Patrick pasaba el
peso del cuerpo de una pierna a otra, a fin de no tener calambres ni dormirse. El reloj
de la cuenta atrás era bien visible bajo la pantalla; el piloto sintió un gran alivio
cuando vio que llegaba a 02.00. Avanzó un paso con decisión y saludó a los dos
hombres con una inclinación de cabeza. Se hizo un instante de silencio.
—Gracias, señor presidente. Balshoya Spaseebo tovarich presidvent. Ahora que
hemos hablado con ustedes nos sentimos mejor preparados para esta misión. En
nombre de mi tripulación les doy las gracias. Pero la cuenta atrás ha llegado al punto
en que debemos partir hacia la nave espacial. Nuevamente gracias, y adiós.
Salió apresuradamente de la zona de visión de la cámara; los otros le siguieron,
tratando de no mostrarse demasiado bruscos. La transmisión cesó. Kuznekov bostezó,
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desperezándose.
—¡Boshetnoi! ¡Qué aburridos son los políticos de todos los países! Supongo que
son un mal necesario, pero yo ya he tenido suficiente.
—Nadie ha muerto por lo que ellos no hayan dicho —corroboró Ely—. En
realidad no dicen nada; se les elige por su simpatía, por su carisma o por
representación proporcional; algo así.
—Dejemos la charla para más tarde —observó Patrick—. El vehículo ya debe
estar sellado a la puerta de salida. Antes de salir quiero que guarden todos sus efectos
en las bolsas de plástico, incluso lo que lleven en los bolsillos. En este vuelo no se
pueden llevar bocadillos de jamón, sellos de correos, ni retratos del Papa o de Lenin.
Nada. Ése fue el trato; será mejor respetarlo.
Kuznekov replicó, sonriente:
—Nosotros no tenemos esos instintos capitalistas que inducen a romper los
acuerdos honrados, de modo que aceptamos gustosamente. Pero ¿no habrá alguna
pequeña ventaja capitalista para recompensarnos por sacrificar la iniciativa personal?
—Sabe perfectamente que la hay —respondió Ely—. Ambos países nos dan
trescientos sellos de primera emisión y un matasellos especial para que lo apliquemos
en el espacio. Nos tocarán cincuenta a cada uno, que podemos conservar o vender
para hacer lo que nos plazca con el dinero. Supongo que la mayor parte se nos irá en
pagar impuestos.
Patrick inspeccionó la bolsa de plástico transparente que llevaba cada uno de los
astronautas. En ellas sólo había artículos personales comunes.
—Es la hora —dijo, mirando su reloj—. Vamos ya.
Empezó la marcha hacia la salida, deteniéndose sólo para cambiar un apretón de
manos con el cocinero y las dos camareras encargadas del servicio durante la
cuarentena.
—Quiero volver a probar tus pasteles de patata, Iván —dijo trabajosamente en
ruso.
—¡Cuando aterrice, mayor, le estaré esperando con una bañera llena de pasteles!
En la puerta de salida ya estaba encendida la luz verde. Patrick hizo girar la rueda
que aseguraba la puerta y la presión se igualó con un siseo. Los alojamientos de
cuarentena habían estado herméticamente aislados del exterior para evitar que los
astronautas contrajeran resfriados u otras infecciones; junto con ellos habían sido
encerrados allí los alimentos y el agua necesarios para todo el período. El aire que
respiraban les era bombeado a través de complicados filtros; la presión interior se
mantenía algo más alta que la exterior, a fin de que cualquier pérdida de aire se
produjera de dentro hacia afuera, para evitar que penetrase aire posiblemente
contaminado. Había llegado el momento de abandonar ese reducto…, pero todavía
estaban en cuarentena.
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Al abrirse la puerta quedó a la vista, a pocos centímetros, una segunda puerta,
húmeda aún por el desinfectante con que la habían rociado. Patrick la abrió también y
todos entraron al vehículo herméticamente sellado. Era, en realidad, una gran caja
montada sobre un camión y dotada de grandes ventanas laterales.
En el alojamiento de cuarentena no había ventanas, como parte de la adaptación
psicológica a las condiciones en que vivirían en el espacio. La comunicación con
otras personas se hacía por medio del teléfono, casi siempre para hablar sobre asuntos
técnicos; también hacían llamadas de larga distancia a los familiares. Y al concentrar
toda la atención en su trabajo habían perdido la noción de la enorme cantidad de
personas involucradas en el proyecto, del gran interés mundial puesto sobre ellos.
En ese momento volvieron a descubrirlo. Había gente por todos lados. Todos
agitaban las manos, gritaban, se empujaban mutuamente para ver a los astronautas.
Los fotógrafos, en primera fila, hacían funcionar incesantemente las cámaras en la
lucha por conservar el puesto. Ni siquiera las aislantes paredes del vehículo podían
apagar los gritos de la multitud. Varios soldados abrieron paso al vehículo, que
avanzó lentamente. Los astronautas, súbitamente enmudecidos por la magnitud de lo
que ocurría, respondieron a los saludos agitando los brazos.
Aquél era el día, el gran día.
Lenta, cuidadosamente, el camión avanzó, dobló una esquina y se alejó del
complejo dedicado a laboratorios… La Prometeo aguardaba al final de la ancha ruta;
sus flancos metálicos relucían bajo el sol ardoroso, entre las nubes blancas que
brotaban de los escapes de gas. Aún se parecía más a un rascacielos que a una
estructura diseñada para el vuelo. El conjunto de propulsores medía cuarenta y cinco
metros de diámetro y alcanzaba los ciento treinta y cinco metros de altura. Y allí
arriba, sobre la punta de aquellos enormes tubos, se erguía el único proyectil, la
Prometeo misma, completamente a la vista, libre ya del edificio de montaje que la
cubriera hasta entonces. Sólo quedaba la torre de lanzamiento, conectada a la nave y
a sus propulsores por medio de sus Ramales de Servicio.
El camión, con lenta exactitud, retrocedió hasta la base de la torre y frenó. Al
mismo tiempo se soltaron las amarras y el transporte fue llevado hacia atrás, hacia el
ascensor; una vez más quedó enclavado en su sitio. Con un estremecimiento comenzó
a elevarse lentamente en el aire.
—Estoy un poco asustada —dijo Coretta.
—También yo —confesó Ely—. Todos lo estamos. ¿Qué otra cosa podríamos
hacer?
Las interminables paredes de los propulsores se deslizaban por el exterior. Ely
agregó:
—Apostaría hasta que nuestros pilotos, con sus nervios de acero, tienen el
estómago revuelto. ¿No es verdad, Nadia?
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—Claro que sí; sólo los estúpidos no tienen miedo. Pero, en realidad, lo peor es la
espera. En cuanto la misión está en marcha uno se encuentra tan ocupado que no
tiene tiempo para preocuparse ni para tener miedo.
El ascensor se detuvo con una ligera vibración: habían llegado. Los técnicos que
aguardaban fuera hicieron avanzar la cabina. Uno de ellos señalaba hacia adelante,
agitando las manos con desesperación.
—¿Qué es lo que dice ese hombre? —preguntó Patrick, súbitamente intranquilo.
—Hace ademán de mover interruptores y hablar frente a algo —observó Ely—.
Espera, está escribiendo algo en un trozo de papel.
La cabina quedó fijada a la pared de la nave espacial; en ese momento el hombre
acabó de escribir y levantó el papel. Decía: Conecten la radio enseguida. Patrick hizo
un gesto de asentimiento.
—¿Qué pasa? —preguntó Nadia, intrigada.
El piloto se encogió de hombros.
—No lo sé. Tendremos que adelantarlos en la cuenta atrás y conectar la radio
ahora mismo. Allí está la señal.
Una vez encendida la luz verde se podía abrir nuevamente la puerta. Allí fuera
estaba el húmedo metal de la Prometeo. Patrick levantó la cubierta de los controles y
los manejó; después dio un paso atrás, mientras la tapa de la escotilla giraba
lentamente hacia él. Finalmente se inclinó para pasar el primero.
—Nadia —indicó—, cierra la escotilla cuando hayan pasado todos. Yo me
ocuparé de la radio.
Se dejó caer en el asiento del piloto y conectó la radio.
—… ito. Kletenik llamando a Prometeo. ¿Me escuchan? Adelante, Prometeo, por
favor. Repito…
—Hola, Control de Lanzamiento. Aquí Prometeo.
—Mayor Winter, aquí tenemos algunas dificultades. He discutido el asunto con
las autoridades superiores y con el Control de Misión de Houston. Quieren hablar
con usted. Le pongo con ellos.
—Adelante —replicó el piloto con calma, sin revelar la súbita punzada de temor
que acababa de experimentar—. ¿Me escuchan, Control de Misión?
—Perfectamente, Patrick, con toda claridad. Escucha…, no tengo muy buenas
noticias. Estuve hablando con Kletenik y fui también a la Casa Blanca.
—¿Qué pasa, Flax?
—Tenemos problemas. Hace falta una demora, una demora larga, y no creemos
que haya bastante tiempo. Según parece, tendremos que suspender esta misión y
aplazar el lanzamiento.
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—Dígale que suba volando —dijo Bandín.
Colgó violentamente el receptor y extendió la mano hacia la taza de café. Era de
tarde en Rusia, rompía el alba en Washington y él había dormido como máximo una
hora. Se arropó en la bata y sorbió el café. Helado.
—¡Lucy! —gritó.
Enseguida recordó que la habitación era a prueba de ruidos y oprimió el bolón del
intercomunicados.
—Sí —respondió una voz trémula.
—Café. Una buena jarra de café.
Y cortó la comunicación antes de que ella pudiera responder. Había sirvientes que
podían encargarse de eso, pero el café de la mañana traído por Lucy era la costumbre
de toda la vida. Nunca le había preguntado si le molestaba hacerlo; rara vez
preguntaba a nadie esa clase de cosas. Las daba por sobreentendidas. Si él estaba
levantado, Lucy debía estarlo también; preferentemente un poco antes, para
asegurarse de que el café estuviera recién hecho.
Ella lo trajo; era una muñeca pálida y envejecida. Bandín cogió la cafetera sin
darle las gracias y llenó una taza, a la que agregó cuatro cucharaditas de azúcar.
—¿Me necesita para algo más? —preguntó Lucy, casi en un susurro.
Él meneó la cabeza, farfullando un «no»; ni siquiera notó la retirada de la mujer.
El intercomunicador emitió su suave señal y la voz de Charley Dragoni anunció a
Simón Dillwater.
—Que pase.
Sorbió el café caliente y fulminó con los ojos aquella puerta cerrada. Aunque el
cuarto estaba caldeado sintió el frío del cansancio y se ajustó la bata en torno a las
piernas.
Entró Simón Dillwater, anunciándose con un leve golpe a la puerta. Era alto, muy
delgado y sumamente distinguido; tenía sendos mechones blancos sobre las orejas y
se movía con ese aire especial que sólo se obtiene tras una vida pasada en total
seguridad: una buena familia, la mejor escuela secundaria, Harvard…, y sobre todo la
abundancia de dinero, más del que se podría gastar en doscientos años de vida.
Bandín le envidiaba aquella vida fácil que se lo había ofrecido todo en bandeja de
oro. Tal vez no habría sido igual si hubiera nacido, como Bandin, en la familia de una
farmacéutico de Kansas y se hubiera educado en un colegio religioso de segunda
categoría, para elevarse después entre los distintos rangos de la maquinaria partidista.
Pero Dillwater era así y Bandin le envidiaba, aunque nunca lo admitiera, ni aun para
sí.
—¡Dillwater! ¿Qué significa todo esto?
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—Una demora larga. Los detalles de ingeniería…
—Eso puede esperar. ¿Cuánto tardarán?
—Por lo menos cuatro horas; tal vez más.
—¿Y entonces?
—Los técnicos dicen que la inestabilidad del sistema se presentará después de la
tercera hora y que hay peligro de fallos mecánicos con el combustible criógeno.
Bandin sorbió ruidosamente el café.
—Dígales que sigan con el proyecto. Son chicos inteligentes y pueden solucionar
cualquier problema. Al menos eso es lo que me han hecho creer durante años.
—Esta vez no, señor presidente. El peligro es demasiado grande. Quieren dar por
terminada esta operación y empezar de nuevo.
—¡No! ¡Terminantemente no! ¿Están todos locos? Todo el mundo está
mirándonos, y después de lo que hemos prometido será mejor que cumplamos. Me he
jugado las pelotas en esto y no tengo interés en que me las corten. Los opositores, los
periódicos, incluso ese maldito Congreso, todos se entretienen hablando del tiempo y
los costos que ha requerido Prometeo. Tenemos que enviar arriba ese montón de
chatarra y hacerlo funcionar. Me importa un bledo si no llega a producir electricidad
ni para encender una bombilla. Lo quiero. Lo necesito. Y no vamos a cancelar la
misión. He dicho.
—Pero el peligro…
—Nadie es eterno en esta vida. Los astronautas sabían en qué se estaban
metiendo cuando firmaron el contrato, así que estarán de acuerdo con mi decisión. Y
apostaría cien a uno a que Polyarni piensa lo mismo que yo.
El teléfono sonó en ese mismo instante, como respondiendo a una señal. Bandin
levantó el auricular, escuchó y volvió a colgar con un gruñido.
—Tal como le dije. Llamada de Moscú. No se mueva.
Esa última orden se debía a que Dillwater había dado un paso hacia la puerta. El
presidente agregó:
—Quiero que escuche esta decisión histórica, para que conste en las crónicas que
nuestras dos grandes naciones están completamente de acuerdo por una vez.
Tomó el teléfono rojo y se enjugó la frente con el pañuelo. Ya no hacía frío en la
habitación.
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Precisamente en medio de Coronation Street. Hay líos con ese cohete.
—¿Qué? ¿Explotó? —inquirió Irene, preocupada, sabiendo que la muerte y la
destrucción aguardan siempre en los recodos de la vida.
—Todavía no, pero nunca se sabe, ¿verdad?
Una vez más ambas estuvieron de acuerdo. Después, como si se prepararan para
una batalla, entraron en la carnicería. De cualquier modo y como fuera, había que
alimentar a la familia.
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—Me parece mejor que nos acostemos en las literas y nos atemos —dijo Patrick—.
Ya sé que será aburrido, pero quizá la espera acabe dentro de diez minutos.
—¿Cuántas veces lo has dicho ya? —observó Ely.
—Demasiadas. Vamos, Ely, correas y hebillas.
Las cuatro literas de aceleración estaban dispuestas de dos en dos en el suelo del
compartimiento para la tripulación. Cada una había sido diseñada y construida para
albergar a uno de los astronautas, otorgándole la mayor seguridad y protección
posibles durante la aceleración. Ely tomó asiento en el borde de la suya, con un
pequeño libro entre los dedos. Patrick permaneció de pie, en silencio. Al fin el físico
lanzó un dramático suspiro y levantó las piernas para que el otro le ayudara a colocar
las correas.
La litera de Coretta estaba próxima a la suya, frente a un panel de instrumentos.
Ella ya se había sujetado y estaba estudiando los indicadores, cuya información era el
duplicado de los datos biosensores que revisaba constantemente Control de Misión.
Cada uno de los astronautas estaba conectado a un circuito que suministraba datos
vitales, tales como la presión sanguínea, el pulso, la respiración, la temperatura del
cuerpo y todos los aspectos biológicos que debían ser verificados sin cesar, a fin de
que los astronautas pudieran mantenerse vivos en el espacio.
Una vez asegurado el cuarto compañero en el compartimiento interior, Patrick
pasó por la escotilla de la pared. Naturalmente, los términos «pared», «techo» y
«suelo» sólo tenían sentido mientras permanecieran en la Tierra. Una vez en órbita,
ya carentes de peso, las cosas cambiarían. Las paredes y el techo de ese
compartimiento estaban cubiertos de instrumentos y armarios para alimentos y
equipo, algunos de los cuales no ofrecían por el momento acceso posible, pero que no
presentarían el menor inconveniente cuando pudieran flotar en cualquier dirección.
La Prometeo en sí, la única parte de esa inmensa nave que entraría en órbita,
estaba dividida en cuatro secciones. En el vértice estaba la carga útil: mil trescientas
toneladas de generador, reflector y transmisor, la causa de todo lo demás. El otro
extremo, a sesenta metros de allí, albergaba el motor nuclear, con su reserva de
combustible U-235, la máquina que los elevaría hasta la órbita final. Encima del
motor estaba el escudo biológico, la barricada de veinticinco toneladas que protegía a
la tripulación de la radiación, una vez que el motor se ponía en funcionamiento. Más
allá, a modo de barrera contra la radiación, había una inmensa cantidad de hidrógeno
líquido destinado a la máquina, contenido en un tanque cuya longitud superaba los
treinta metros.
Emparedado entre la carga útil del frente y el tanque de hidrógeno de la parte
posterior se encontraba el módulo de la tripulación, la rodaja más fina en la gran
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longitud de la nave. Se dividía asimétricamente en dos compartimientos. El interior
era el de mayor tamaño y ocupaba las dos terceras partes del lugar. Era el alojamiento
de los tripulantes, donde estaban instaladas las literas de los cuatros miembros que no
pilotaban la nave; allí se guardaban también los alimentos y el equipo adicional. Una
pared interior, provista de una escotilla sellada, lo separaba de la sala de vuelo. En
ésta se encontraban las literas de los dos pilotos, todos los instrumentos de vuelo, las
ventanillas, los periscopios y las conexiones de televisión que les permitían observar
el exterior y guiar el poderoso vehículo. Pero ahora estaban cegados, pues las
cámaras permanecían tapadas por la cubierta que las protegería, así como a la carga
útil, de la fricción atmosférica provocada por el despegue. Nadia estaba ya en su
puesto de copiloto y hablaba con Control de Misión.
—Acaba de entrar, Flax —dijo—. Hablará con usted en cuanto tome la conexión.
—¿Alguna novedad? —le preguntó Patrick mientras se dejaba caer en la litera y
tomaba los auriculares.
—No. El presidente no podrá hablar contigo.
—¿Y Polyarni?
—Igual respuesta. Control de Lanzamiento se puso en contacto conmigo, pero
estaba conferenciando con tu presidente.
—No quieren pasar a la historia por haber retrasado este vuelo.
Enseguida accionó el interruptor de la radio y preguntó:
—¿Estás ahí, Flax?
—Roger. En cuanto a tu conversación con el presidente, hablé con el primer
ayudante, pero él está al teléfono con el premier Polyarni y no puede hablar contigo
ahora. Lo hará en cuanto le sea posible.
—Dime, Flax, ¿esta conversación queda grabada?
—Por supuesto.
—En ese caso hablaré para la grabación.
—La demora ha sido larga, Patrick, y debes estar cansado.
¿Por qué no…?.
—No. Para la grabación.
—Hablé con los médicos de aquí, Patrick. Tu pulso y tu ritmo cardíaco revelan
una intensa conmoción. Sugieren que trates de descansar, de dormir, si te es posible;
tu copiloto se hará cargo.
—Acaba con eso, ¿quieres, Flax? Soy el comandante, y lo que yo diga tiene cierta
importancia. Tal vez ahora no, pero sí más adelante, para la grabación.
—Claro que sí, Patrick. Yo quería.
—Ya sé lo que querías. Lo que yo quiero es dejar constancia de ciertos hechos.
Llevamos ya casi dos horas en lo que se denomina período de riesgo, según el plan de
vuelo que tienes delante…
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—Es sólo un cálculo estimado.
—Cierra el pico. No estoy discutiendo, sino estableciendo un hecho. Todos los
datos indican que, según avanza este período de riesgo, la condición de la nave se
deteriora en forma tal que la misión debería ser cancelada. Los cálculos anteriores
daban por cancelada la misión tras media hora de iniciado el período de riesgo. Como
comandante de esta misión pregunto por qué no se hizo así.
—Aún se están discutiendo las decisiones entre las distintas autoridades.
—No es eso lo que pregunté. Quiero saber por qué no se ha adoptado el
procedimiento recomendado y por qué la misión sigue en marcha a pesar de la
decisión primitiva de suspenderla al llegar a este punto.
—La observación posterior indica que los cálculos originales eran tal vez
demasiado pesimistas.
—Dame esos resultados, ¿quieres?
Hubo un murmullo de voces en el otro extremo de la línea, después volvió a oírse
la voz de Flax, con evidente alivio.
—Control de Lanzamiento quiere entrar en comunicación con vosotros. La
demora ha terminado. Continúa la cuenta atrás desde cero menos doce minutos.
Patrick abrió la boca para protestar, pero la cerró, optando en cambio por cerrar el
micrófono.
—Todavía podemos hacer suspender la misión —dijo, volviéndose hacia Nadia
—. Yo puedo hacerlo en mi condición de piloto, pero mi decisión pesaría más si tú
estuvieras de acuerdo.
—Lo sé —dijo ella, muy serena—. ¿Es eso lo que tú quieres?
—No estoy seguro. Sólo estoy seguro de que si despegamos nos meteremos en
problemas, posiblemente en problemas muy grandes. Pero si suspendemos…
—… todo el proyecto Prometeo puede quedar en la nada. ¿No es eso lo que estás
pensando?
—Algo así. Costó demasiado dinero, y la gente empieza a quejarse, cada vez son
más numerosos los que se oponen al proyecto. De cualquier modo, este problema no
existe en tu país.
—Existe, pero no de la misma manera. El Politbureau es el Politbureau. Una de
estas noches se reunirá y a la mañana siguiente Polyarni será ministro de Estado de
Cría Porcina; en el mismo instante Prometeo estará acabado. Bien, ¿qué hacemos?
—Si despegamos ahora arriesgaremos la vida.
—Ya la arriesgamos al unirnos al proyecto. Creo que ¿cómo lo decís vosotros?…
que la cosa vale la pena.
Patrick la miró en silencio por un largo instante, asintiendo con expresión
sombría. Al fin dijo:
—Siempre he pensado que esto valía la pena, pero se trata de algo diferente. Si
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despegamos ahora estamos arriesgándolo todo.
—Y si no despegamos, también.
—Adelante, Prometeo —dijo la voz de Kletenik a su oído—. A cero menos nueve
minutos. ¿Cuál es el nivel de PDA?.
Patrick escrutaba los ojos de Nadia, en busca de una respuesta a su pregunta. Pero
ya estaba contestada: ella quería seguir adelante. ¿Y quién era él para no estar de
acuerdo? Sus superiores, los cerebros del Gobierno, querían proseguir. Él podía
oponerse a ese criterio y suspenderlo todo. Eso equivaldría a arruinar su carrera y tal
vez a abortar todo el proyecto. Era demasiada responsabilidad para tomarla sobre sus
hombros. Conectó el micrófono.
—Nivel de pda en verde. ¿Cuáles son los datos de combustible?
Flax, tumbado en su silla como una bolsa de patatas, chorreaba sudor, ya no podía
deslizarse más hacia adelante sin caer. Pero toda su tensión desapareció de sus
miembros al oír las palabras de Patrick. La misión estaba en marcha. Aún había
peligro, pero los ordenadores y los programas podían enfrentarse a los riesgos. Él se
encargaría de todo. El programa proporcionaría las respuestas y los pilotos
accionarían las llaves, pero la misión era suya, de Flax, desde el momento en que la
nave despegaba. Que ellos se encargaran de la caminata espacial, de la radiación, de
los desfiles triunfales, en buena hora. Pero nadie podía ocupar su sitio en Control de
Misión, la araña en el centro de todos los hilos, el contacto entre hombre y máquina,
gracias al cual todo seguía funcionando. Una pieza debilitada había provocado la
demora, un fragmento de maquinaria, y él la había compuesto. Otra pieza, una rueda
humana, se había rebelado, pero también había vuelto al orden. Cinco minutos más
y…
—Detener en cero menos cinco —dijo una voz en Control de Lanzamiento—.
Tengo luz roja en propulsión sustentadora. Es la presión del amortiguador de pogo a
oxígeno líquido.
—Y parece, señoras y señores, que tenemos una nueva demora a cinco minutos
exactos del lanzamiento; puedo asegurar que en esta oportunidad la tensión es
general. Aquí en Control de Tierra la ansiedad es tan intensa que casi se la puede
respirar. Pasamos a la unidad móvil de Bill White, que está entre la multitud colocada
en el palco, a fin de saber cuáles son las reacciones en ese lugar. Adelante, Bill.
En los millones de televisores encendidos en todo el mundo la escena cambió
bruscamente. El febril orden de Control de Tierra se convirtió en el palco de
observación, situado a siete kilómetros del punto de lanzamiento. Desde allí la
Prometeo parecía un juguete recortado contra el horizonte; era imposible hacerse una
idea de su verdadero tamaño. Y, sin embargo, la distancia había sido objeto de
muchas discusiones, pues en caso de explosión la plataforma de los espectadores
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resultaría dañada; pero si se aumentaba la distancia, la nave seria casi invisible y no
tendría sentido instalar esa plataforma. Al fin se llegó a un acuerdo: se pondrían
palcos de tamaño reducido para las celebridades de segundo orden; si alguna
explosión se llevaba a unos cuantos periodistas y a algún general retirado, el horror
colectivo haría que pasasen desapercibidos. Claro que esa decisión había sido
analizada y discutida sólo entre las autoridades máximas. Muchos caballeros de edad
se sintieron agradablemente sorprendidos al descubrirse en las listas de invitados.
Hacia el fondo, entre los espectadores y la nave distante, se veía el arrugado y
familiar rostro de Bill White. Mientras hablaba, la imagen de la Prometeo quedó
cubierta por una imagen superpuesta de la misma nave, tomada por telescopio.
—Aquí, en la plataforma de observación, la expectación es tan intensa como en
Control de Tierra y Control de Misión, tal como ustedes podrán imaginar. Lo mismo
debe ocurrir en todos los rincones de la Tierra, puesto que el mundo entero está
observando el desarrollo de este increíble acontecimiento. Aquí, en Baikonur,
estamos ya en el atardecer; hay dos horas de retraso con respecto al horario fijado
para el despegue. Ahora, a pocos segundos de ese momento, se produce una nueva
demora. No es difícil imaginar cómo han de sentirse los astronautas, hombres y
mujeres, en el interior de esa gigantesca nave. A pesar del entrenamiento profesional
recibido, la situación debe ser insoportable. No creo que nadie deseara estar en su
lugar. Se están portando magníficamente y el mundo entero admira su coraje. Ahora
Harry Saunders, en Control de Tierra. ¿Se ha producido algún cambio, Harry?
—La situación es exactamente la misma, tanto aquí como en la Prometeo, cuya
imagen pueden ustedes ver en las pantallas.
En ese momento la imagen cambió; la Prometeo llenó la pantalla: en primer
término, la cabina de vuelo; después la cámara se volvió hacia los grandes
propulsores y los escapes humeantes. Harry Saunders repasó sus anotaciones en
cuanto la cámara dejó de enfocarle. Las demoras habían sido tan prolongadas que se
estaba quedando sin cosas para decir y sin gente para entrevistar. Ojalá esa bendita
nave despegara o estallara de una vez. Empezaba a quedarse afónico. Mientras
rebuscaba frenéticamente entre las notas garabateadas, su voz describió, tranquila,
aquel Leviatán del espacio. Ah, sí, la descripción en detalle; hacía rato que no la
utilizaba. Ahí estaban las cifras exactas.
—Aún nos cuesta comprender el verdadero tamaño de la Prometeo. Sólo
podemos captarlo en parte cuando decimos que su altura es la de un edificio de
cuarenta pisos y su peso el de un acorazado. Pero ni siquiera así logramos hacernos
una idea de su complejidad, pues en realidad se trata de siete máquinas en una. Este
programa se transmite tanto por radio como por televisión, y ustedes, los afortunados
televidentes, han de comprender que para un habitante de alguna aldea asiática, por
ejemplo, es imposible imaginar esta nave, dado que en toda su vida sólo ha visto unas
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pocas sencillas máquinas. Tal vez la manera más fácil de comprender su construcción
sea la siguiente: si extendemos los dedos en toda su longitud y los unimos después en
un círculo, se pueden comparar los dedos a los propulsores, cada uno de los cuales es
un cohete totalmente individual, con su propio combustible, sus motores, etcétera.
Ahora bien, si tomamos un bolígrafo y lo colocamos de punta entre los dedos, con el
capuchón hacia arriba, tendremos una idea del esquema al que obedece la Prometeo.
Los dedos y el bolígrafo, que sería el cuerpo central, son la misma cosa: un cohete
espacial completo. El capuchón sería la carga útil, es decir, la Prometeo: la parte de la
nave que entraría en órbita en torno a la Tierra, para permanecer eternamente allí.
»En el momento del despegue se encienden todos los propulsores, así como el
cuerpo central. El combustible que los impele es el más poderoso del mundo; consiste
en una mezcla de oxígeno e hidrógeno, que será consumida a razón de cincuenta y
tres mil litros por segundo. Pero esta compleja máquina no se limitará a quemar
combustible en esa asombrosa cantidad, sino que además transferirá el combustible
de los propulsores exteriores hacia el cuerpo central; éste se irá llenando con la
misma rapidez con que queme su propio combustible, de modo tal que, cuando los
propulsores hayan agotado su carga y se desprendan, el cuerpo central estará lleno.
Una vez desaparecidos los propulsores, el cuerpo central se pondrá en
funcionamiento, a fin de impulsar a la Prometeo hacia la órbita inferior, para
desprenderse también, ya cumplida su misión. En ese instante la Prometeo encenderá
su propio motor nuclear, a fin de subir más y más hasta la órbita definitiva. Es
complejo, sí, pero muy inteligente, pues los propulsores Lenin-5 llevan cumplidas
muchas misiones con buen resultado, y transportan al espacio cargas útiles cada vez
mayores. Además… Un momento. ¡Sí, el reloj que indica la cuenta atrás se mueve
otra vez! La demora ha terminado. Es de esperar que sea la última. Volvemos a
Control de Tierra…
—Dos minutos —dijo Patrick—. Esto es cosa hecha. A partir de ahora la cuenta
atrás es automática e irreversible. Ya no pueden detenernos.
Y agregó, volviéndose hacia el intercomunicador de la nave:
—Compartimiento de la tripulación, ¿están ustedes listos?
—En posición —respondió Coretta—. No hay alteraciones, los biomonitores
funcionan bien y todos los datos están dentro de los parámetros esperados.
—Lo cual significa que nadie ha muerto aún de miedo ni de aburrimiento —
comentó Patrick—. Roger. Pueden escucharlo todo, pero por mi parte no tendré
tiempo de volver a hablar con ustedes hasta que se hayan desprendido los
propulsores. Todo listo, tripulación. ¡Estamos en marcha!
—Un minuto, quince segundos y contando.
El ordenador estaba ya a cargo de toda la operación; era él quien suministraba
instrucciones a hombres y a maquinarias, abría o cerraba los circuitos… y contaba
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hacia el cero, hacia el despegue.
—Menos once segundos y contando.
—Menos diez.
—Menos nueve.
Un latido subió por la gigantesca estructura mecánica al encenderse los enormes
motores: era más vibración que sonido. Las llamas se hundieron en el foso, lanzando
una corriente de vapor y humo a los costados. Segundo a segundo fue aumentando la
presión, que encontraría salida al llegar al cero, cuando se soltaran las grapas que
sujetaban la nave a la Tierra.
—Tres… dos… uno… ¡cero!
Los motores, a toda potencia, generaron una fuerza levemente mayor que el
inmenso peso de la Prometeo. Las grapas se soltaron. Una cortina de llamas envolvió
la torre umbilical. En ese instante el suelo tembló bajo la energía de los cohetes; un
ruido increíble atronó los aires.
Lentamente, con infinita lentitud, el imponente conjunto de cohetes se elevó del
suelo; sólo tres metros en el primer segundo.
—¡Hemos despegado!
Ruido, vibraciones, estruendo. Patrick se vio arrojado hacia adelante y hacia atrás,
a pesar de las correas, en tanto los motores orientadores giraban en sus montajes para
mantener el rumbo en dirección vertical. Los seis primeros segundos fueron críticos;
una vez que sobrepasaron la torre umbilical la velocidad aumentó. El reloj digital
seguía operando; sus números habían pasado de 00.00.00 a 00.00.01; el constante
caer de los segundos marcaba el ttd: Tiempo Transcurrido desde el Despegue.
00.00.04. Empezaba a sentirse la fuerza de gravedad que los aplastaba contra las
literas.
00.00.06. Había pasado el primer peligro. Todos los instrumentos indicaban
normalidad.
La velocidad iba en aumento segundo a segundo; pasó por 4—5 G y llegó a 5 G;
allí se mantuvo. Cinco Gs les oprimían contra las literas, pesando sobre el pecho y
dificultándoles la respiración. Todos habían aprendido a respirar bajo alta gravedad;
nunca se debían vaciar por completo los pulmones: bastaba con dejar escapar un
poquito de aire y reponerlo de inmediato.
Presión y aceleración. Velocidad, los motores tragaban sesenta toneladas de
combustible por segundo, empujando la enorme estructura a velocidad creciente.
—El despegue ha sido completado, Prometeo —dijo Control de Lanzamiento.
Las palabras sonaron apenas en el oído de Patrick. Las fuerzas gravitatorias le
oprimían los ojos, reduciendo su visión a una especie de túnel, pues sólo podía mirar
hacia adelante. Le costó un esfuerzo enorme girar la cabeza para observar los
instrumentos.
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—Todo normal —informó.
—Manténganse alerta para la próxima etapa en cero uno treinta. Ahora les
pasaremos comunicación con Control de Misión.
—Roger.
Siempre la enorme gravedad instalada sobre el pecho. Los dígitos de ttd seguían
pasando. Aunque las vibraciones y la presión parecían inacabables, la primera etapa
del despegue había durado apenas un minuto y medio. Cuando el ttd indicó 00.01.30
cesó el ruido de los motores y se encontraron sin peso alguno. Patrick conectó su
micrófono al intercomunicador.
—Acabamos de completar la primera etapa —dijo—. Ahora estaremos en caída
libre durante varios minutos; tienen la oportunidad de acostumbrar el estómago a esa
sensación. Les avisaré antes de iniciar la segunda etapa. En este momento los
propulsores están bombeando las reservas de combustible y oxígeno en el vehículo
central que está detrás de nosotros. Después se desprenderán…
Un súbito estremecimiento recorrió la nave entera.
—Allí van. Trataré de conseguir imagen para que lo vean. La televisión es para
uso de Control de Misión, pero puedo retransmitirla a las pantallas que ustedes tienen
delante.
Había cámaras de televisión instaladas en el casco, protegidas y cubiertas hasta
entonces por la mole de los propulsores. Patrick localizó las llaves para manejarlas
(eran tres, entre otros cientos de ellas). Y las bajó. Al principio no hubo más que
oscuridad De pronto se vio una llamarada. Dirigió la cámara hacia ella y la enfocó
sobre uno de los pequeños motores que apartaba el propulsor correspondiente. Al
alejarse apareció tras él la superficie de la Tierra.
—¡Es Rusia! —exclamó Nadia—. ¡Allá está el lago Baikal!
—Y allí hay otro propulsor —agregó Patrick—. Paso a cámara dos. Podremos ver
los cinco. Control de Misión, ¿se capta allá?
—A la perfección, Prometeo. Una imagen magnífica.
Uno a uno, los propulsores aparecieron a la vista; eran grandes cilindros oscuros
contra el brumoso azul del planeta; enseguida se alejaron hasta desaparecer. Cada uno
de ellos estaba manejado desde el Control de Tierra de Baikonur, de modo tal que las
órbitas se pudieran verificar por separado, pues el éxito del Proyecto Prometeo
dependía de que los propulsores se recuperaran intactos. Todos mantenían una
posición estable, con la punta hacia lo alto, tal como estaban al despegar de Tierra. La
tobera de cada motor actuaba como freno, a fin de disminuir la velocidad de descenso
y mantenerlo en la posición correcta.
Al aproximarse a tierra el motor se pondría en marcha con el combustible restante
para que el propulsor se posara suavemente en la estepa rusa. Así serían recogidos los
cinco, uno a uno, y llevados a Baikonur para la etapa siguiente: Prometeo II. Uno a
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uno, los cohetes ascenderían llevando la carga necesaria para construir y expandir los
generadores solares, hasta que la gran tarea se completara con la Prometeo
Cincuenta. Pero el proyecto se pondría en funcionamiento mucho antes de que se
lanzara la última nave; por entonces ya estaría enviando electricidad a un mundo
sediento de energía.
Reinaba la esperanza. Aún estaban lejos de la órbita definitiva, establecida a 33
300 kilómetros de la superficie terrestre. En ese punto de las operaciones, aunque
estaban a gran distancia del planeta y en caída libre, seguían atados a él por los lazos
invisibles de la gravedad. La Prometeo era como una bala de cañón disparada hacia el
cielo que se iba arqueando hacia el cénit de su viaje; después caería hacia la Tierra.
Los propulsores múltiples les habían elevado a gran altura y con mucha celeridad,
pero no hasta la velocidad de huida, la que permite a un cuerpo desprenderse de las
fuerzas gravitatorias para no regresar.
—Cubierta desprendida, listos para conectar el cuerpo central —dijo Patrick, sin
apartar la vista del reloj de ttd—. Nos llevará aproximadamente dos minutos y medio
elevarnos hasta una órbita más alta. Aquí va.
El vehículo central alcanzaba sólo un sexto de la fuerza liberada en el despegue,
pero aun así era enormemente potente. Las Gs aumentaban con menor rapidez, pero
llegaron nuevamente a cinco. En ese momento, por primera vez, se produjo una
alteración en el curso de los acontecimientos. Un súbito temblor se apoderó de la
nave y aumentó, sacudiéndolo todo con fuerza, para cesar bruscamente.
—Tengo efecto de pogo —dijo Patrick, secamente.
—Bajo control, presión de pogo restablecida.
La sacudida acabó tan súbitamente como había comenzado. Todos los tripulantes
se relajaron, sabiendo que lo peor había quedado atrás. Los tres debutantes eran ya
veteranos en el espacio: habían sobrevivido al despegue, al momento de ignición en
el que se imaginaba lo inimaginable, instalados en una cabina sobre la mayor bomba
química construida por el hombre. La energía allí bloqueada les había elevado al
espacio en vez de explotar. Y habiendo superado todo eso podían relajarse.
Coretta y los médicos de Tierra notaron, por medio de los datos de pulso y
presión sanguínea, que todo iba bien. Y aunque en Control de Misión el trabajo era
febril, también allá se relajaron; hubo más sonrisas que ceños fruncidos. Flax sacó el
cigarro de la victoria y lo mascó sin encenderlo.
Todo marchaba según los planes.
—Apagado —dijo serenamente Patrick, en tanto los motores cesaban de
funcionar—. ¿Cuál es ahora nuestra órbita, Control de Misión?
—Cuatro ceros, Prometeo. El último dígito es un uno, sólo uno como desviación
de cinco ceros.
Una buena órbita, con 0,00001 de error con respecto a la ideal. Patrick se
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desperezó y soltó su cinturón para hablar con sus tripulantes.
—Ahora marchamos por inercia —explicó—, pero no se levanten de las literas,
por favor. Voy a bajar para verles personalmente.
Con un pequeño impulso se separó del asiento y flotó hacia el tabique de
separación, diciendo:
—Voy a animar a la tropa, Nadia. ¿Quieres encargarte de los mandos?
—Nyet prahblem, vas pcnyal.
Al abrirse la escotilla hacia él, Patrick frenó su avance cogiéndose del borde.
Levantó lentamente los pies y rozó la pared para detenerse con suavidad; después se
lanzó de cabeza hacia las literas.
—¡Qué dramática entrada, comandante! —observó Coretta, conteniendo el
impulso de apartarse al verle lanzado hacia ella—. ¿Cuándo nos toca ensayar esas
pruebas?
—En cuanto entremos en la órbita final. ¿Cómo anda todo por aquí?
Al acercarse a la litera de Coretta flexionó los brazos, disminuyendo el avance, y
se detuvo para probar las ligaduras. Ella asintió con una sonrisa.
—Ahora estoy bien…, pero ¿qué fueron esas sacudidas?
—¿El efecto de pogo?
—¡Ah! ¿Se llama así? ¿Cómo el juguete de muelles para saltar?
—En efecto. Cuando el tanque se vacía, las ondas de presión que corren por la
tubería del combustible suelen retroceder, haciendo que los motores causen un
movimiento similar al de los pogos. Para eso hay amortiguadores y sistemas de
presión.
—Pues casi me saca hasta los empastes de las muelas.
—¿Lo demás está bien? —preguntó Patrick, echando una mirada a su alrededor.
Hubo un momento de vacilación; después Gregor dijo, con lentitud:
—Lo lamento, pero la caída libre, la sacudida… me tomaron por sorpresa. Tuve
un… mi estómago… un pequeño accidente.
Llegó casi a ruborizarse al agregar:
—Por suerte está la bolsa de plástico; ahora estoy bien.
—Nos pasa a todos —dijo Patrick—. Son gajes del oficio. ¿Se te ha pasado?
—Sí. Lo siento mucho.
—No hay por qué. Cuando estemos en tierra firme te contaré algunas anécdotas
de la Fuerza Aérea realmente traumatizantes.
—Ahora no, Patrick, ¿quieres? —observó Ely, por encima del libro que estaba
leyendo; era una novela con título francés.
—Por supuesto. Quiero explicarles cuál es nuestra situación.
Todos le escucharon atentamente, inclusive Ely.
—Estamos a ciento treinta kilómetros de altura y continuamos subiendo. Aunque
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los propulsores ya se han desprendido, el vehículo central aún tiene combustible. Se
encenderá una vez más para ponernos en órbita antes de agotarse. Después, en cuanto
Control de Misión dé el visto bueno a la órbita, el vehículo central se desprenderá y
nosotros estaremos librados a nuestra propia capacidad. Será entonces cuando Ely
entre en acción.
—¡Trabajo, al fin! —comentó éste—. Estoy cansado de ser pasajero. Estoy
ansioso de que el doctor Bron y su mágico motor atómico entren en acción. Será
pequeño, no tendrá el empuje de los monstruos que hemos dejado atrás, pero es muy
leal y tiene un corazón de oro. Se sacrificará para ponernos en la órbita perfecta.
—Ojalá. ¿Alguna pregunta? ¿Usted coronel?
—¿Cuándo comemos?
—Buena pregunta. Con todas las demoras que sufrimos yo también tengo
hambre. Sugeriría que abriéramos los paquetes de alimentos ahora mismo, pero no
creo que tengamos tiempo. Allí tienen tubos para beber un poco de limonada si
quieren calmar el hambre. En cuanto entremos en la órbita baja comeremos, y
después Ely podrá dedicarse a trabajar en su máquina.
Patrick se impulsó nuevamente hacia la cabina de vuelo y volvió a sujetarse.
—¿Cómo andamos de tiempo? —preguntó.
—Faltan más o menos tres minutos para el encendido —respondió Nadia,
mirando el TTD.
—Bien. Yo me haré cargo.
Patrick levantó la cubierta de seguridad y puso el dedo sobre el botón de
encendido del motor. El ordenador siguió marcando el TTD. En el momento exacto el
piloto pulsó el botón, por si la señal de la computadora no lo activaba con precisión.
Las bombas zumbaron, el motor se encendió.
Funcionó a toda potencia durante tres segundos exactos. Después estalló.
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TTD 00,35
El estallido lanzó a Patrick contra la litera, empañándole la vista por un instante.
Sacudió la cabeza para aclararla. En los paneles de mando se veían luces rojas por
todas partes. Varias voces le martilleaban los oídos: las de Control de Misión, las del
intercomunicador. Nadia le llamaba.
Cerró la mente a todo eso, apenas consciente de los sonidos intrusos. Los
instrumentos. El motor. Apagado automático; después, apagado manual. Bombas,
combustible, conexiones de seguridad. Además, iban girando a toda velocidad. La
Tierra pasó por las ventanillas delanteras y desapareció de la vista. Patrick echó una
mirada al TDD para medir el tiempo de giro. Permaneció inmóvil hasta que volvió a
aparecer, y entonces accionó la llave que cerraba el intercomunicador a fin de acallar
las voces que le hablaban a gritos. Al mismo tiempo indicó a Nadia:
—Guárdate la pregunta hasta que haya hablado con Control de Misión.
Tocó una llave más.
—Control de Misión, ¿me oyen?
—Sí, atención, tenemos…
—Paso a informar sobre nuestras condiciones. Hemos sufrido un desperfecto en
los motores del cuerpo central. No hay el menor dato sobre el número tres; tal vez
haya sido una explosión. En cuanto a los otros, están apagados. Suministro de
combustible, nulo. Las reservas de combustible permanecen en el once por ciento.
Avanzamos en órbita girando sobre nuestro eje, con una vuelta completa cada doce
segundos. Infórmenme sobre la órbita y el estado general. Corto.
—La órbita es la siguiente: perigeo ciento treinta y ocho punto uno ocho
kilómetros. Tiempo de orbitación, ochenta y ocho minutos. Los datos indican un
descenso en la presión de cabina. ¿Tienen algún informe?.
—Dato positivo: siete punto tres libras. Debe haber un fallo en sus instrumentos.
¿Anulamos la rotación?
—Negativo, repito, negativo.
En la voz de Flax se traslucía la emoción por primera vez. Patrick le oyó agregar:
—Queremos determinar primero la magnitud del daño.
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El piloto encendió el intercomunicador, preguntando:
—¿Lo han oído?
—Sí —respondió Coretta—, pero no he comprendido nada.
—Hemos tenido un desperfecto en un motor. Aún no conocemos la magnitud del
problema. Como ustedes saben, la tobera del cuerpo central forma en realidad cuatro
cuadrantes separados que funcionan conjuntamente. Uno de ellos no funciona y no
tenemos datos sobre él. En mi opinión se trata de un fallo importante…
—¿Suponemos que ha estallado? —preguntó Ely.
—Sí, creo que eso debe ser. En todo caso, nos quedan tres motores en buen
estado…
—Se cree que tenemos tres motores en buen estado.
—Ely, cállate un poco. Todavía no sabemos de qué se trata. Primero hay que
averiguar; ya habrá tiempo para el pánico. Todavía queda abundante combustible
para maniobrar y seguimos en órbita. El único problema inmediato que tenemos es
esta rotación. Voy a corregirla en cuanto Control de Misión me autorice.
—Dice usted que estamos en órbita —dijo lentamente el coronel—. ¿Puedo
preguntar qué clase de órbita es ésa?
Patrick vaciló antes de contestar:
—En verdad no lo sé. Conseguiré el dato lo antes posible. A grandes rasgos,
estamos a ciento cuarenta kilómetros de altura y orbitamos la Tierra una vez cada
ochenta y ocho minutos.
—Ciento cuarenta kilómetros no es mucho —dijo Ely.
—A mí me parece bastante —replicó Coretta.
—Es bastante —concordó Patrick, tratando de ocultar la tensión de su voz—.
Aquí arriba casi no hay atmósfera; apenas un uno por ciento. Volveré a comunicarme
con Control de Misión.
Pasaron otros cinco minutos antes de que Control de Misión diera por seguros los
datos suministrados al ordenador.
—Bien, Prometeo —dijo Flax—. Autorización para estabilizar. Sugerimos que se
gaste la menor cantidad de combustible.
—Comprendo perfectamente. Control de Misión. Inicio la maniobra.
Ese vuelo adicional no estaba previsto. El combustible requerido para la maniobra
sería necesario para estabilizar la nave cuando entraran en la órbita final. Pero jamás
llegarían a ella si continuaba la rotación. Patrick tendría que emplear en eso tan poco
combustible como pudiera y confiar en que quedara bastante para cuando hiciera
falta. Un toque a los controles disminuyó la rotación, pero no lo bastante.
—Hará falta más —observó Nadia.
—Lo sé, por desgracia —respondió Patrick con expresión sombría—. Aquí va.
Unos cortos disparos de los eyectores de maniobra aminoraron lentamente los
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tumbos, hasta detenerlos por completo. La Tierra, único punto de referencia, se movía
lentamente hacia las ventanillas del frente; los sensores de horizonte la colocaron
finalmente en el medio de la ventanilla.
—Reservas de combustible de los eyectores de maniobra: setenta y uno por
ciento. Magnífico, Patrick.
—El cálculo indicaba que no necesitaríamos más del cincuenta para corregir la
órbita. Vamos bien.
El piloto conectó la radio.
—Hola, Control de Misión. Hemos eliminado la rotación y estamos en una órbita
estable. ¿Tienen ya algún informe sobre las condiciones del motor central?
—Negativo, Prometeo. Pero estamos suministrando todo el programa al
ordenador y necesitamos más datos para terminarlos. ¿Listo para recibir
instrucciones?.
—Adelante, Flax, pero que sea pronto. Esta órbita no me gusta y quiero salir de
aquí lo antes posible.
—Confirmado. Activa el P20 hasta C64 y danos los datos.
Mientras Patrick probaba los circuitos y suministraba los resultados al ordenador,
Nadia encendió el intercomunicador para informar al resto de la tripulación sobre lo
que estaba ocurriendo.
—¿Podemos quitarnos las correas, Nadia? —preguntó Gregor—. Quisiera
estirarme un poco y caminar por aquí. Me está dando claustrofobia.
Su voz revelaba cierta tensión; no había llegado al pánico, pero lo estaba rozando.
El test más exhaustivo de todos no es más que un test: la última prueba, la definitiva,
es el vuelo espacial en sí, y no siempre es posible preparar totalmente para ella a
quien debe afrontarla. Nadia notó el cambio en la voz de su compañero y prefirió
ignorarlo en lo posible.
—No lo hagas, Gregor, por favor. En cualquier momento volveremos a disparar y
es necesario hacerlo en el momento exacto indicado por el ordenador. Si no estamos
todos atados podemos lastimarnos bastante.
—¿Y la comida, Nadenka? —preguntó el coronel—. Los ruidos de mi estómago
se deben oír desde allí.
—Ah, era eso, Volodya! ¡Pensé que eran los cohetes, que se habían encendido por
su cuenta!
Alguien festejó el chiste con una risita entre dientes, pero no hubo carcajadas.
Nadia agregó:
—Lo siento, pero debo responderte lo mismo que a Gregor. En cuanto estemos en
órbita podremos hacer lo que nos plazca.
—Pero ¿no estamos en órbita? —interrumpió Coretta—. Podríamos quedarnos
aquí un rato más, ¿o no? Disculpen mi ignorancia.
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—Estamos en una órbita baja —le explicó Nadia—, apenas en la parte superior
de la atmósfera. Y no es eso lo que estaba previsto.
—¿Qué pasaría si nos quedáramos aquí?
Nadia repitió para sí la pregunta de Coretta. ¿Se trataba de una órbita decreciente?
¿Por cuánto tiempo podrían mantenerla? Tal vez todas esas respuestas se hicieran
indispensables en breve. Pero apartó sus propios temores y respondió con voz
tranquila:
—Nada grave. Si nos mantenemos en esta órbita daremos una vuelta al mundo
cada ochenta y ocho minutos. Pero saldremos pronto. Esperen, Patrick llama.
—Les habla el comandante. El ordenador ha asimilado toda la información que le
proporcionamos y, al parecer, tiene ya la respuesta. Uno de los motores está
definitivamente estropeado. Lo hemos dejado fuera de circuito y bloqueado. Habrá
que hacer funcionar los dos motores opuestos, el dos y el cuatro, y desconectar
también el tres para mantener el equilibrio.
—¿Y bastará con el impulso de dos motores? —preguntó Ely.
—Claro que sí, doctor Bron. Hacían falta los cuatro para elevarnos, y también los
propulsores, pero ahora que estamos en órbita podemos utilizar sólo dos motores
durante un período más prolongado y el resultado será el mismo.
—No seas irónico, Patrick —protestó Ely, abandonando por primera vez su
armadura de frío cinismo—. Sé tanto como tú de mecánica orbital. Me refería al
programa para lograr una órbita final correcta con impulsos reducidos. Preparar un
programa así puede llevar horas enteras, días enteros.
—Perdona, Ely. Estoy cansadísimo, como todo el mundo. Lo que dices es muy
cierto, pero entre los preparativos que se hicieron en los últimos doce meses figuran
varios programas para casi cualquier eventualidad. Ésta estaba calculada… Aquí
llama Control de Misión.
Patrick cerró el intercomunicador y recibió las instrucciones de Control de
Misión. No había gran cosa que hacer, salvo observarlo todo, pues el ordenador se
encargaba nuevamente de la situación… Los datos y los detalles recogidos por la
Prometeo, codificados por el cerebro electrónico de a bordo, eran transmitidos por
radio a la Tierra, para ser retransmitidos por una de las estaciones de enlace instaladas
en la superficie o por los satélites de comunicación. Una vez asimilado el mensaje en
código se enviaba nuevamente al ordenador de la nave para que éste siguiera las
instrucciones.
—La ignición se producirá a 01.07.00 —indicó Control de Misión.
—Roger. Todo el mundo debe verificar sus ligaduras y prepararse. Los motores se
pondrán en marcha dentro de dos minutos, a 01.07 en el reloj de TTD que tienen allí.
Los segundos latían uno a uno; aunque transcurrían con mucha rapidez, cada uno
de ellos parecía arrastrarse por siglos.
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Esa oportunidad era la definitiva quedaban pocos segundos tres más, dos, uno.
Patrick estaba listo, todo su cuerpo aguardaba el impulso Nada ocurrió.
—Adelante, Control de Misión No tenemos ignición.
—¿Nada en absoluto? —preguntó la voz de Flax, sin disimular la preocupación.
—Ni un pedo en los motores, ni una luz en el tablero ¿Sabéis lo que estáis
haciendo, por casualidad?
—Afirmativo Prometeo Mira Patrick, estamos haciendo cuanto podemos Han
empezado a revisar el programa para ver si hay errores Después te daremos una
nueva hora y tú mismo harás contacto desde allí.
—Gracias, Flax, te agradezco la preocupación No pongo en duda que todos
vosotros estéis sudando la gota gorda y con ataques de ulcera, pero al menos tenéis
los pies en tierra firme y no en el vacío ¿Todavía no tenéis los datos de esta órbita?
—Negativo.
—¡Flax, cállate y escucha bien! Estás mintiendo. Tu ordenador ya ha asimilado
datos orbitales suficientes como para tener una respuesta a esta altura.
—Estáis a una altura de…
—Ya sé a qué altura estamos y qué velocidad llevamos, maldición Lo que quiero
saber es si se trata de una órbita decreciente o no ¿Cuánto tiempo podemos
permanecer aquí antes de chocar contra la atmósfera e iniciar el descenso en espiral?
—No estamos seguros.
—¿Cuánto tiempo, FlaX?
—Bueno, bueno, Patrick Tranquilo, tómalo con calma Aquí tenemos una cifra,
pero es sólo una estimación aproximada En cuanto podamos te daremos la última
información Por el momento no ofrece más que el setenta por ciento de segundad,
pero lo más que podemos calcular es de treinta y seis horas.
—¿Un solo día?
Nadia miraba fijamente a Patrick, con los ojos muy abiertos, pues había oído el
dato El piloto le dedicó una inclinación de cabeza, pero no trató de sonreír Pasaron
largos segundos antes de que volviera a hablar.
—Escucha, Flax Si no salimos de esta órbita nos convertiremos en una estrella
errante y acabaremos incendiándonos en cuanto choquemos con la atmósfera Haz
funcionar esos motores. Si no arrancan será mejor que tu gente empiece a trabajar en
la alternativa más inmediata. Necesitaremos datos sobre la posibilidad de escapar de
esta órbita mediante el motor nuclear. Dejaremos caer el cuerpo central y haremos
contacto desde aquí. ¿Me oyes?
—Perfectamente, Pat. Ya hemos pensado en eso y estamos preparando un
programa. ¿Estás listo para intentar otra ignición?
—Roger.
—Te leeré la cuenta atrás y harás contacto en cero. Diez... nueve…
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Tampoco en esa oportunidad ocurrió nada. Patrick pulsó el botón una y otra vez
hasta que le dolió el pulgar.
—¡Bueno! —gritó—. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Vais a arreglar esos motores o nos
separamos?
—Separación en pocos minutos. Queremos verificar que tengas tiempo suficiente
para conectar el motor nuclear antes de hacerlo.
—¡Qué buena idea! —masculló Patrick, antes de cerrar contacto con Control de
Misión con un manotazo al interruptor.
En seguida se volvió para hablar con la tripulación.
—¿Lo han oído todo? —preguntó—. Supongo que ha salido por el
intercomunicador.
—En efecto —dijo Coretta—, pero… Voy a pasar por tonta: ¿de qué se trata?
—Es muy simple —respondió Ely—. Si nos quedamos quietos chocaremos
contra la atmósfera en el plazo de un día y nos convertiremos en una de esas
bellísimas estrellas errantes que hacen las delicias de los enamorados. Para evitarlo
nos queda la esperanza (creo que el término correcto es «esperanza») de utilizar mi
motor nuclear, que no fue creado para eso. La única nota alegre en esta deprimente
situación es que… He hecho algunos cálculos con mi maquinita. El ordenador los
hará con mayor exactitud, pero al parecer podremos salir de esta órbita. Sin embargo,
conviene que nos deshagamos de ese peso muerto que llevamos en la cola. Cuanto
antes hagamos contacto, mejor será. Ahora me desataré para ir a echar un vistazo al
motor.
—¡Quieto! —ordenó Patrick—. Te quedarás en la litera hasta que yo te lo ordene.
Quiero consultar. Control de Misión, ¿me oyen?
—Roger, Prometeo. El motor atómico les dará bastante empuje como para
maniobrar en órbita. Hagan contacto cuanto antes. Preparados para la etapa de
separación.
—Lo que yo dije —exclamó Ely, riendo—, sólo que con más pomposidad y
palabras más largas. Diles que suelten esos malditos tornillos o lo que sea, así podré
salir de esta cama y poner manos a la obra.
—Separación.
Las conexiones explosivas que sujetaban la Prometeo al propulsor instalado
detrás cedieron inmediatamente; en la cabina de vuelo se percibió tan sólo un golpe
seco y suave. Patrick puso en funcionamiento la cámara de televisión y retransmitió
la señal a Control de Misión. Ellos se encargarían de manejar el propulsor para
depositarlo sano y salvo en la Tierra…, si podían.
—¡Miren! —balbuceó Patrick—. Control de Misión, miren las pantallas. ¿Lo
ven? El cuerpo central no se ha separado; sigue sujeto a nosotros en posición angular.
Tal vez uno de los conectores no haya estallado. No lo sé, pero, sea como fuere, eso
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continúa colgado a nuestra espalda. ¿Me oyen, Control de Misión? Tendrán que hacer
algo pronto. De lo contrario, esta misión acabará convertida en una enorme bola de
fuego.
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TTD 01,38
El supervisor de Máquinas observó la nueva compaginación y dijo:
—Para esto tendríamos que recomponer toda la primera plana y ya hace cuarenta
minutos que deberíamos estar en la calle.
—Me importa un cuerno, aunque tenga que meter a su madre en la crónica de
sucesos —respondió el director de Noticias Locales—. Esta noticia ha surgido en el
momento preciso. Yo lo había planeado por mi cuenta, pero Dios acaba de llamarme
por teléfono para decirme que lo haga así, precisamente.
Cuando habla el dueño del periódico, los empleados callan y obedecen. La
circulación del Gazette-Times venía mermando desde hacía tiempo y cualquier cosa
que sirviera de impulso venía bien para el caso. El supervisor de Máquinas abrió la
puerta de su despacho, separado con cristales en un rincón de la sala de Composición,
y se hundió en los murmullos y rugidos de todo periódico en vías de terminación.
Ninguno de los tipógrafos levantó la cabeza; a un lado de la sala se vio un destello de
luz, en tanto un grabador revelaba una placa. El supervisor de Máquinas tenía más de
un problema; estuvo a punto de atropellar al hombrecito que surgió ante él agitando
una hoja.
—Apártese de en medio, Cooper, si no quiere que le tire al suelo.
—Escuche, quiero que vea esto. Es importantísimo.
El director de la sección Ciencias era un hombre harapiento, de cabellos largos
que con frecuencia le ocultaban los ojos; tenía el hábito de mascarse
inadvertidamente los dedos manchados de tinta.
—Más tarde. Tenemos que cambiar todo el periódico por órdenes de Dios, así que
no tengo tiempo para ver sus últimos descubrimientos sobre los desodorantes.
—No, no se trata de eso. Tiene que escucharme. El cohete…
—¡Salga del medio! Toda la primera plana está llena de cohetes. ¡Va a estallar en
veinticuatro horas, y con él las seis personas que van dentro!
En ese momento se acercó al director de Locales, preguntando:
—¿A qué vienen tantos gritos?
—Mire, señor, intentaba que este hombre me escuchara Hay que cambiar la
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primera plana. Aquí tengo el artículo.
El director de Locales, que acababa de pasar junto a ellos, se detuvo en seco y
giró en redondo para mirar de pies a cabeza a aquel agitado hombrecito. Llevaba
demasiado tiempo en el oficio como para pasar por alto cualquier cosa que pudiera
representar una noticia.
—Le concedo sesenta segundos, Cooper, y mejor que sea buena.
—Lo es, señor. Es increíble. Este cohete, señor, la Prometeo. Que ha entrado en
una órbita decreciente. Hay grandes posibilidades de que choque con la atmósfera y
se incendie en menos de veinticuatro horas.
—Eso es lo que tenemos en la primera plana.
—¡Pero hay más! La Prometeo es el mayor objeto que se haya lanzado al espacio;
pesa dos mil toneladas y eso representa muchísima masa. Cuando toque la atmósfera
y se incendie será un espectáculo tremendo…
—Nuestro redactor en jefe puede redactar ese artículo mejor que usted, Cooper;
déjeme el trabajo en el escritorio.
Giró sobre sus talones y dio un paso para alejarse. Las palabras de Cooper le
siguieron desesperadamente:
—Pero escuche, señor, por favor. ¿Qué pasará si no se incendia? ¿Si cae en una
sola pieza?
El director de Locales volvió a detenerse en seco y quedó rígido. Después se
volvió lentamente para fulminar a Cooper de una mirada.
—Explíquese, por favor —dijo con voz helada, polar—. ¿Qué pasará si cae en
una sola pieza?
—Bueno —explicó Cooper, buscando frenéticamente entre los papeles arrugados
que tenía en la mano—, verá usted; he trabajado con los datos ideales: velocidad,
masa, ángulo y circunstancias ideales. Es decir, ideales para obtener la mayor
velocidad posible en el impacto. La inercia, ¿comprende? Una masa lanzada a mucha
velocidad, aunque sea pequeña, golpea con tanta fuerza como una grande que cae
despacio. Pero ¿qué pasa si se trata de un objeto muy grande lanzado a mucha
velocidad? Como la Prometeo, por ejemplo. Calculo que la explosión será
equivalente a diez kilotones de TNT.
—Tradúzcame todo eso, ¿quiere?
Cooper daba saltitos y se roía los dedos con tanto entusiasmo que apenas era
posible entender lo que decía.
—Bueno, digamos simplemente que cae en una zona poblada, en una ciudad.
Estallará con tanta fuerza como la bomba atómica original que barrió Hiroshima. Sin
radiactividad, por supuesto, pero estallará…
—Sí, claro que sí. Magnífico trabajo, Cooper. Pase el artículo en limpio y que
vaya a compaginación. ¡Ahora mismo!
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Sacó un paquete de cigarrillos; tomó el último que le quedaba, lo encendió y
arrojó al suelo el paquete hecho un ovillo. Enseguida levantó la vista hacia el
supervisor de Máquinas.
—Ya lo sabe —dijo—. Prepárese para recomponer la primera plana una vez más.
Importa un bledo cuánto nos retrasemos. ¡Tenemos la noticia del siglo! ¿Se da cuenta
de qué esa bomba voladora podría destruir una ciudad entera, ésta misma, sin ir más
lejos, y…?
Se interrumpió súbitamente y miró hacia arriba. El otro había hecho el mismo
gesto.
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TTD 02,19
Washington, la capital, en una mañana bochornosa y a la hora de mayor tránsito. La
escolta de motociclistas abría camino trabajosamente al «Cadillac», pero de todos
modos avanzaba a paso de tortuga entre los otros vehículos. Venían desde Maclean,
Virginia. Cuando hubieron franqueado el Chain Bridge se les unió otra escolta
policial que lo condujeron a contradirección por el parque, asustando a fuerza de
sirenas a los pocos automovilistas que salían de la ciudad.
El general Bannerman, derrumbado en el asiento trasero del «Cadillac», sentía un
odio intenso hacia el mundo entero. Ese capitán de mierda había ido a llamar a su
puerta cuando hacía apenas una hora que estaba acostado; ni siquiera había cerrado
los ojos. Los de la escolta, seguramente, no tenían idea de quién iba en el coche, ni
por qué les habían hecho acudir tan temprano a ese barrio. Pero el capitán lo sabía
muy bien. Tras conseguir la dirección de Bannerman por medio de su ayudante, salió
como una bala en ese coche para despertarle; hasta había visto la cabeza de la rubia
que compartía el lecho con el general, antes de que éste le mandara al diablo y le
ordenara esperar fuera. La escolta les esperaba en la esquina.
Bannerman se frotó la prominente mandíbula, allí donde se había cortado al
afeitarse con demasiada prisa, y se preguntó si aún sangraría mucho.
—Usted no está en mi personal, ¿verdad, capitán? —preguntó al conductor.
—No, señor. Soy del G2, especialmente asignado a la Casa Blanca.
Bannerman gruñó. Después bostezó profundamente. El capitán dijo:
—Si está cansado, señor, tengo aquí un poco de bencedrina En el bar.
—¿Quién le dijo que estoy cansado?
—Estuvo en la fiesta hasta después de las cuatro, señor.
Bueno, bueno, de modo que le vigilaban. Siempre lo había sospechado, pero
culpaba de ello a la paranoia generalizada de Washington. Sacó del bar un vaso de
cristal, lo llenó de agua y tragó una de las píldoras que había en el frasquito verde.
Cuando iba a guardar el vaso titubeó y optó por servirse dos dedos de whisky.
—Usted está muy al tanto de lo que hago, capitán. ¿Le parece prudente?
—No sé si es prudente, señor, pero son mis órdenes. Es el Servicio Secreto el que
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verifica todos sus actos, para su propia protección, claro está: yo actúo como enlace.
Por un momento volvió la cabeza para mirar al general, pero tuvo el buen tino de
no sonreír ni guiñar el ojo. En cambio agregó, muy serio:
—Usted es dueño de su vida, general, pero debemos saber dónde está para
protegerle. De todos modos, somos muy discretos.
—Ojalá. ¿No sabe a qué se debe esta reunión?
—No, señor. Me dieron su dirección y me ordenaron llevarle a la Casa Blanca lo
antes posible.
Bannerman asintió, con la mirada perdida entre los edificios que desfilaban ante
la ventanilla. Volvió a bostezar y terminó su whisky. Estaba acostumbrado a no
dormir, pues estaba al mando de una división de caballería armada, cosa que le había
dado abundante experiencia. Tenía sesenta y un años, pero representaba diez menos;
además, tenía la resistencia de un hombre de cuarenta. Al menos eso le había dicho
Beryl hacía poco más de una hora, y ella tenía una buena base para juzgar. La idea le
hizo sonreír. Pero ¿qué diablos querría Bandin a esa hora de la mañana? Seguro que
había problemas con los árabes: siempre era culpa de los árabes. Desde que le habían
nombrado miembro del Estado Mayor Conjunto casi todas las reuniones versaban
sobre el petróleo y los árabes.
El coche se detuvo ante la discreta entrada trasera de la Casa Blanca. Bannerman
bajó del coche y recibió el saludo de los dos guardias apostados allí. Allí estaba ese
alcahuete de Charley Dragoni, pasando el peso del cuerpo de un pie a otro como si
tuviera ganas de orinar.
—Es el último, general Bannerman —dijo, señalando el ascensor—. Los demás
ya están esperando.
—Mejor para ellos, Charley. ¿Para qué nos han reunido?
—Por el ascensor, general, por favor.
Una de las tuyas, pensó Bannerman. Al cadetito de Bandin se le estaban subiendo
los humos. Mientras el ascensor subía, el viejo general meditaba alegremente sobre el
modo de deshacerse definitivamente de Dragoni.
Un guardia de la Marina abrió la puerta grande. El general hundió el vientre, sacó
pecho y entrechocó los talones con tanta fuerza que las espuelas resonaron: sabía que
con eso molestaba a esa gente, y por eso lo hacía. Bandin presidía la gran mesa de
caoba, con Schlochter a un lado. Cosa extraña: la única persona presente era Simón
Dillwater. Qué interesante. El secretario de Estado, Dillwater, que era el principal de
la NASA, y él mismo. ¿Qué tenían en común? La respuesta era obvia.
—¿Hay problemas con la Prometeo, señor presidente? —preguntó.
La mejor defensa es un buen ataque.
—Por el amor de Dios, Bannerman, ¿no tiene radio? ¿Para qué piensa que
estamos aquí?
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Bannerman apartó la silla y se sentó lentamente.
—Trabajé hasta muy tarde con mi personal; después de retirarme he dormido
profundamente.
Nadie, ni siquiera Dragoni, reveló el más ligero cambio de expresión. A lo mejor
ese capitán estaba en lo cierto y el Servicio Secreto sabía mantener el pico cerrado.
—Explíqueselo, Dillwater; en términos bien simples, si no le molesta.
—Por supuesto, señor. La Prometeo está pasando por serias dificultades. La
primera etapa resultó perfecta; los propulsores se desprendieron y han aterrizado
según estaba planeado, pero el cuerpo central no funciona ni se desprende por
completo.
—¿Sigue adherido? —preguntó Bannerman, instantáneamente alerta.
—Parcialmente.
—¿A qué altura están?
—Aproximadamente a ciento veinticinco kilómetros en el perigeo.
—¡Qué mierda de órbita!
—El calificativo es apropiado.
—¿Qué medidas se han tomado?
—Aún están intentando separarse. Si lo consiguen, la Prometeo podrá subir hasta
una órbita apropiada gracias al motor atómico.
—Bueno, háganlo pronto. Esa órbita debe ser decreciente. ¿En cuánto tiempo
puede estallar?
—Nuestro último cálculo era de treinta y tres horas.
Bannerman tamborileó con los dedos la mesa, mientras pensaba a toda velocidad.
—Si eso estalla se perderán dos mil millones de dólares y tal vez todo el
proyecto.
—Yo pensaba en las seis personas que están a bordo —repuso fríamente
Dillwater.
—¿De veras, Simón?
El general hizo una pausa. Enseguida agregó:
—Tiene que poner eso en una órbita estable. Cuanto antes.
—Tiene toda la razón del mundo —intervino Bandin—. Escuche la voz del
sentido común, Dillwater. Hay que pensar en el prestigio del país. Es necesario tener
en cuenta a todo el proyecto Prometeo, a esos malditos rusos y a la ONU, que por
esta vez están de nuestra parte; además, están las próximas elecciones y otro montón
de cosas. Nos preocuparemos por los tripulantes si llega el momento y si no hay más
remedio. Mientras tanto hay otras cosas de qué ocuparse. Schlochter le contará lo que
dijo Polyarni mientras Dragoni consigue los últimos informes. Es de absoluta
prioridad que ese artefacto ascienda antes de que estalle. Es lo único que importa. Lo
único, ¿entendido?
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Dragoni, que estaba discretamente sentado ante una mesita instalada junto a la
puerta, alargó la mano ante el teléfono para pedir los informes requeridos por el
presidente, pero el aparato sonó antes de que pudiera tocarlo. Levantó el auricular,
recibió el mensaje y volvió a colgar. Enseguida se levantó sin hacer ruido y
permaneció junto a Bandin hasta que éste reparó en su presencia.
—¿Qué pasa? ¿Alguna novedad?
—Aún no he llamado, señor presidente. He recibido una llamada urgente de su
secretario de Prensa; dice que un diario de Nueva York acaba de publicar cierto
artículo sobre la Prometeo.
—¿Y qué saben en Nueva York que no sepamos en Washington?
—No lo dijo, señor, pero hay un informativo especial de I; NBC dentro de tres
minutos. Me aconsejó que lo viéramos.
—Vuelva a llamarle y averigüe qué significa todo esto.
Bannerman observó con calma.
—Tal vez convenga encender también la televisión. Es posible que nos
informemos más a fondo.
—Sí, supongo que sí. Vamos a mi despacho.
Todos cruzaron por la puerta intermedia. Bandin se deje caer en su silla, tras la
enorme mesa, y apretó un botón. Se deslizó entonces una pared de madera sobre el
cual colgaba un retrato de George Washington y quedó al descubierto una pantalla de
setenta y dos pulgadas. El presidente la encendió con otro botón.
Dos pastillas de jabón que bailaban al compás de un estudio de Chopin se
sumergieron finalmente en un fregadero lleno de agua. Esa escena desapareció de
inmediato para dar paso a una imagen de Vance Cortwright en tamaño natural. Ya no
lucía la sonrisa familiar que le había hecho familiar a millones de personas, sino el
ceño fruncido, igualmente popular, utilizado para indicar que las noticias eran graves.
Depositó ante sí un montón de papeles y dijo hacia la cámara, en tono muy solemne:
—Buenos días, señoras y señores. Muchos de ustedes habrán permanecido
levantados anoche hasta tarde para presenciar el espectacular lanzamiento de la
Prometeo seguramente se acostaron con la reconfortante seguridad de que esta nave,
la mayor de todas las construidas, había iniciado satisfactoriamente el vuelo. Quienes
hayan leído las ediciones matutinas de los periódicos tienen idéntica impresión. Pero
la radio y la televisión acaban de informar sobre ciertos acontecimientos que
alteraron dramáticamente la situación. Se han presentado algunas dificultades al
poner en marcha el cuerpo central, el propulsor final encargado de elevar a la
Prometeo hacia la órbita más alta. En este momento están a una altura aproximada
de…
Se detuvo para consultar sus notas y agregó:
—… ciento veintinueve kilómetros de la superficie terrestre; tanto la nave como
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el propulsor describen una órbita completa cada ochenta y ocho minutos.
Su imagen desapareció para ser reemplazada por un dibujo animado que mostraba
a la Prometeo y al cuerpo central, aún adherido, en órbita alrededor de la Tierra.
—Acompañamos de corazón a estos seis valientes astronautas, que están
literalmente atrapados en órbita. Mientras no se halle el modo de hacer funcionar el
propulsor la Prometeo no podrá elevarse hasta la altura correcta, donde ha de
comenzar el ambicioso proyecto de proporcionar energía solar a un mundo agotado.
No sólo les es imposible subir más, sino que tampoco pueden volver a la Tierra en la
Prometeo, creada exclusivamente para permanecer en órbita eterna: la nave no posee
motores adecuados, energía ni combustible para realizar esa función. Está prisionera
en el espacio, al igual que sus seis tripulantes. En este momento es imposible
determinar cuál será su destino.
Cortwright reapareció en la pantalla. Junto a él se veía a un hombrecillo que
vestía un traje vulgar. La encargada de maquillaje le había peinado cuidadosamente
hacia atrás el pelo largo, pero evidentemente no era ésa su condición habitual, pues, a
impulsos de sus nerviosos movimientos, un largo mechón se desprendió del rostro y
quedó colgando frente a un ojo. Cortwright se dirigió a él.
—Me acompaña en el estudio el doctor Cooper, director de Ciencia del Gazette-
Times. Aquí tengo un ejemplar de la edición matinal de su periódico, doctor Cooper.
El artículo principal es alarmante, más que sorprendente. Me permitiré leer sólo el
titular. Dice, en letras muy grandes: bomba en el cielo.
Vance Cortwright sostuvo el periódico frente a la cámara para mostrar aquel
alarido en rojo que cubría media página.
—Son palabras enérgicas, doctor Cooper, y también el artículo que sigue. En su
opinión, ¿son ciertas?
—Naturalmente, así es, los hechos…
—¿Podría usted explicarnos cuáles son los hechos que han inspirado esta edición
extra de su periódico?
—¡Es obvio! ¡Allá en el cielo! —exclamó Cooper, agitando una mano por encima
de la cabeza: enseguida la bajó y empezó a mordisquearse los dedos, para dejarla caer
finalmente sobre el regazo—. Allá está la Prometeo, pasando sobre nosotros una vez
cada hora y media. No sólo la nave en sí, sino también el propulsor adherido que no
funciona. En este momento la Prometeo pesa algo más de dos millones de kilos; en
cuanto al peso del propulsor será necesario calcularlo, pero dado que contiene aún
gran cantidad de combustible, además de su propia masa, le asigno unos quinientos
mil kilos. Es decir, allá arriba tenemos tres mil toneladas de metal y combustible
explosivo. Si cayera…
—Un momento, por favor.
Cortwright levantó la mano. Cooper se interrumpió, tartamudeando, y no tardó en
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asestar un rápido mordisco a una uña.
—Si mal no recuerdo —prosiguió el locutor—, los científicos espaciales vienen
repitiendo desde hace años que hace falta energía para efectuar cambios en el espacio.
Se requirió mucha energía para poner a la Prometeo en órbita y hará falta mucha para
hacerla descender. Supongo, por tanto, que permanecerá en órbita mientras no se la
arranque de allí.
—Sí, sí, por supuesto —exclamó Cooper, que vibraba en la silla con la intensidad
de sus sentimientos—. Así sería si la órbita estuviera más allá de la atmósfera, pero la
Prometeo no ha llegado allí; a esa altura aún hay restos de aire. Ese aire irá frenando
lentamente su marcha. Eso es lo que se denomina «órbita descendente».
—Cómo me gustaría matar a ese melenudo hijo de puta —murmuró Bandín.
—Como todo el mundo sabe, en el caso de un satélite la altura equivale a la
velocidad. Cuanto más velocidad lleva, más sube, al igual que una piedra atada al
extremo de un hilo. El hilo representa la fuerza de gravedad; la velocidad es lo que
mantiene la órbita. Si la Prometeo pierde velocidad irá descendiendo y a medida que
descienda se encontrará con aire cada vez más denso, debido a lo cual seguirá
perdiendo velocidad. Al fin acabará por abandonar la órbita para caer a la Tierra.
—En ese caso se incendiará debido a la fricción de la atmósfera, como ha
ocurrido con otros satélites y propulsores que cayeron —observó Cortwright, sereno.
—¿Está seguro?
Cooper se levantó de un salto, tan bruscamente que su cabeza desapareció por un
momento, hasta que el cámara logró enfocarle otra vez.
—Los propulsores más pequeños, sí; arden como meteoritos. Pero la Tierra ha
recibido el choque de muchos meteoritos, algunos de los cuales están en los museos.
El Cráter del Meteoro, en Arizona, muestra el sitio donde un enorme objeto atravesó
nuestra atmósfera y cavó ese hoyo inmenso en el suelo. En 1908 el meteoro Tanguska
barrió un bosque entero en Rusia y mató…
—Pero la Prometeo, doctor Cooper, no es tan grande.
—¡Es bastante grande! Tiene el tamaño de un bombardero. Lo bastante como
para caer sin desintegrarse a través de la atmósfera. ¿Se da cuenta de lo que pasaría si
un bombardero cayera del cielo en un solo bloque y se estrellara contra esta ciudad?
—No parece muy probable.
—¿No?
La cámara volvió a correr tras Cooper, que se había vuelto hacia un gran globo
terráqueo.
—Fíjese en el trayecto que sigue esa bomba estelar. En este momento pasa sobre
nosotros, cruzando los Estados Unidos, Nueva York, el océano, y va bajando poco a
poco hacia Londres, París, Berlín y Moscú. Va describiendo una trayectoria así.
Y con un marcador rojo trazó velozmente una línea entre todas esas ciudades.
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—Es una bomba con toda la energía explosiva de la que arrasó Hiroshima. Si
cayera sobre una de estas ciudades, ¿qué pasaría? ¿Qué opina usted?
En el despacho presidencial reinó un silencio absoluto. Al fin lo rompieron las
suaves palabras del general Bannerman:
—Ahora sí que todo el mundo está enterado.
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TTD 02,37
Todos se habían reunido en el compartimiento de la tripulación para compartir las
raciones de la primera comida que tomaban desde el despegue. Nadia se había
encargado de abrir los armarios y sacar alimentos, pues los otros optaron por pasar al
compartimiento de los pilotos en cuanto estuvieron libres. En el alojamiento interior
no había ventanillas y resultaba bastante desagradable para quienes debían estar
acostados allí, sujetos a las literas. Uno a uno fueron regresando al cuarto interior,
silenciosos, tan sobrecogidos por el espectáculo de la Tierra que por un momento
olvidaban el aprieto en que se hallaban.
—Las fotografías no le hacen justicia —observó Coretta—. Es increíble.
Gregor farfullaba frases entusiastas ante el coronel, que asentía con la cabeza.
Para él no era novedad ver la Tierra desde el espacio, pues había pasado incontables
horas en órbita, pero siempre disfrutaba de esa imagen. Además, había acompañado a
sus camaradas para ayudarles a soportar la ausencia de gravedad, puesto que ninguno
estaba habituado. A pesar del cambio sufrido por las condiciones, todos mantenían las
posiciones anteriores; al volver tomaron asiento en las literas y se ataron a ellas,
desconcertados ante la postura del coronel, que flotaba tranquilamente cabeza abajo,
vaciando un tubo plástico de caldo de pollo.
—Me gustan las raciones que preparan los norteamericanos para el espacio.
Mucha variedad.
—Un lío sin sentido —afirmó Ely, mientras abría una lata de salmón ruso—.
Gastamos una fortuna en inventar comidas espaciales, envases adecuados y otro
montón de tonterías. Ustedes, en cambio, cargan las naves con alimentos envasados y
conservas en lata, sencillamente. Este salmón es mucho mejor que esa porquería.
—Tal vez, tal vez —dijo el coronel, mientras chupaba el tubo con cara de
satisfacción.
Patrick terminó de comer en la cabina de vuelo y regresó al otro compartimiento
cuando los compañeros limpiaban ya los restos. Bajo la mirada atenta de Ely, flotó
hasta una litera y se sujetó a ella.
—¿Hay noticias? —preguntó Ely.
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El silencio fue total. Aquélla era la única pregunta que importaba.
—No pueden hacer nada por cambiar la situación. Lo tienen todo estudiado, pero
desde la Tierra no se puede solucionar nada Vean este diagrama.
Desenrolló una lámina y la extendió ante ellos.
—Aquí, aquí y aquí. Son los cerrojos explosivos que nos unen al cuerpo central.
En realidad ese nombre no es muy apropiado, pues no explotan: el gas y los residuos
liberados por una explosión podrían dañar el motor nuclear. El estallido queda
limitado al eslabón hueco del cerrojo, de modo que se deforman, se inflan como
globos. Eso acorta la longitud del cerrojo que mueve el mecanismo de liberación, en
el otro extremo. Entonces se ponen en funcionamiento estos pistones, aquí, que
separan las dos estructuras. Teóricamente simple e infalible.
Ely soltó un bufido desdeñoso, ante el gesto afirmativo de los otros.
—Cuando volvamos quiero hablar con cierta gente sobre los aspectos de
ingeniería de este proyecto.
—Todos pensamos igual, Ely, pero eso quedará para después. Ahora no tenemos
tiempo que perder. Control de Misión dice que ya no pueden hacer nada para
separarnos.
—Eso significa que corre por nuestra cuenta hacerlo —observó Nadia.
—Exactamente.
—¿Y qué podemos hacer? —preguntó Coretta.
—Caminar por el espacio —respondió Patrick—. AEV, Actividad Extra-
Vehicular. Alguien tendrá que ponerse un traje y salir a echar un vistazo para ver si
eso se puede desprender o no. Espero que los umbilicales sean lo bastante largos
como para llegar hasta allí.
—¿No convendría poner en funcionamiento una UMA, la Unidad de Maniobra
Astronáutica? —sugirió Ely.
—Eso no figuraba en esta etapa. Todos tenemos trajes de presión con conexiones
de aire. Hay dos equipos de umbilicales, aire, cables y línea telefónica que se pueden
conectar a la cabina de vuelo. Teníamos que usarlos cuando estuviéramos en órbita
para abrir la escotilla exterior y sacar los UMA, que permiten trabajar sin umbilicales.
Nadie pensó que harían falta antes de montar el generador.
—Otro fallo de la planificación —criticó Ely.
—No lo creo. Son lo bastante grandes como para llenar este compartimiento casi
por completo. En este caso no fue culpa de los planificadores.
—¿Y no podemos sacarlos ahora? —preguntó Coretta.
—Rodemos, pero nos llevaría mucho tiempo: dos o tres horas para abrir y dar
presión, y tal vez otro tanto para volver a cerrar herméticamente. No tenemos tanto
tiempo. Alguien tendrá que salir con los umbilicales.
—Será bueno volver a trabajar —comentó el coronel Kuznekov, impulsándose
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hacia los armarios más altos—. Me vestiré enseguida.
—Un momento, coronel. Todavía no hemos decidido…
—Son las circunstancias las que deciden, muchacho.
Soltó metódicamente las correas de su traje y lo separó, mientras explicaba:
—Por los informes sé que tú tienes experiencia en cuanto a paseos espaciales.
Nadia, por su parte, es una experta piloto, pero nunca ha salido de la nave. ¿No es así,
Nadia?
Ella asintió.
—No hay nada más que decir. Los otros han subido al espacio por primera vez.
Nadia se hará cargo de los controles y tú manejarás los umbilicales, Patrick. Yo me
encargaré de arreglar este lío. Eso no significa que yo quiera hacer de comandante.
¡Un viejo soldado como yo, jamás! Sólo te recuerdo que tengo más de mil horas de
paseo espacial cumplidas mientras me ocupaba de mis proyectos criónicos. La única
alternativa consistiría en que fueras tú y yo me quedara mirando, capitán; es tonto que
el comandante corra ese riesgo si hay un viejo experto listo para hacerlo. ¿Oh-chin-
ogay?.
Patrick abrió la boca para protestar, pero acabó por soltar la carcajada.
—¿Cómo es posible que no haya llegado a general, Kuznekov?
—Me lo ofrecieron, pero lo rechacé. Es trabajo burocrático de alto rango; no es
para mí. ¿Vamos?
—De acuerdo.
Con la ayuda de tantas manos, la operación de vestirse fue mucho más rápida que
de costumbre. Los largos fideos de los umbilicales salieron de los armarios para ir a
la cabina de vuelo.
—Cerraremos herméticamente la escotilla que comunica este compartimiento con
la cabina de vuelo para que ustedes sigan teniendo presión —dijo Patrick.
—¿Serviría de algo que nos vistiéramos? —preguntó Ely.
—No, lo siento. Ya estamos bastante apretados así. Nadia se hará cargo de los
controles y se comunicará con ustedes por el intercomunicador. Ahí vamos.
—Buena suerte, Patrick —expresó Coretta—. Y también para usted, coronel.
En un súbito impulso se lanzó hacia Kuznekov hasta casi tocarle la cabeza con la
suya y le besó la frente.
—¡Fantástico! —dijo el coronel—. No hay guerrero que haya salido a la batalla
con mejor despedida.
Pero ya en la cabina de vuelo se impuso la seriedad. Una vez cerrada la escotilla,
todos se colocaron el casco y lo aseguraron en su lugar. Nadia quedó conectada al
suministro de aire contiguo al asiento del piloto. Los umbilicales de Patrick y del
coronel, cada uno fijo al traje correspondiente, recibían el aire del equipo cercano a la
puerta.
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—¿Listo? —preguntó Patrick.
—Oh-chin-ogay.
Avanzó con lentitud, con los torpes movimientos que el traje le permitía, e hizo
girar la válvula instalada en el centro de la puerta de salida. Al abrirse, el pequeño
artefacto dejó escapar la atmósfera de la cabina con un fuerte siseo.
—La presión ya ha bajado bastante —indicó Nadia.
—Roger. Abre la puerta.
Una vez eliminada la mayor parte del aire que llenaba la cabina era posible abrir
fácilmente la puerta, sin luchar contra la presión interior. Giró silenciosamente sobre
sí, dejando escapar el resto de la presión atmosférica; hubo una especie de neblina
que se desvaneció en pocos momentos, a medida que los restos de aire se esparcían
en el vacío. La abertura enmarcaba un negro absoluto en donde centelleaban sin
pausa las estrellas de la infinita noche estelar. El coronel salió de cabeza por allí.
—Hay asas a lo largo de la nave —indicó Patrick.
—No te preocupes. Es como si me hubiera pasado la vida haciendo esto.
El coronel era, por cierto, un astronauta experimentado en paseos espaciales; su
maciza y entorpecida silueta se movía con la ligereza de una pluma. Patrick fue
soltando el umbilical a medida que él se alejaba, tocando apenas las asas para avanzar
con rapidez.
—Queda poco —dijo el piloto, observando el trozo restante.
—Bastará con un metro más. Suelta todo lo que tengas. Eso es.
El coronel había sujetado el cordón de seguridad a la última de las asas y se
lanzaba hacia fuera. Los umbilicales estaban ya muy tensos y apretados contra el
borde de la escotilla. El coronel se alejaba más y más. Al fin tocó la popa de la
Prometeo. Más allá estaba el gran bulto oscuro del cuerpo central, aún sujeto a la
nave.
—¿Qué ve? —preguntó Patrick.
—Poca cosa. Aquí adentro está muy oscuro. Deja que saque mi linterna.
Cogió la linterna y la enfocó hacia la punta. El círculo de luz se deslizó sobre el
extremo del cuerpo central, con el rayo en sí invisible en el vacío; finalmente
desapareció.
—¡Ajá!
—¿Qué pasa?
—Aquí está el culpable. Es una de las bielas, que se ha torcido un poco, pero se
mantiene. Todos los émbolos de alrededor están listos para separar; el problema
consiste en que cuanto más pugnan, más se hunde la biela. Sin embargo, esto no es
difícil de solucionar, según creo.
—¿Cómo?
—Unos golpecitos con el soldador de acetileno cortarán esa biela en dos
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segundos. Entonces el resto del mecanismo podrá funcionar como es debido y
desprender este peso. Pero hay un pequeño problema.
Todos aguardaban en silencio. Tanto los astronautas como los tres pasajeros
encerrados en el compartimiento interior habían oído todo por el intercomunicador;
se oía incluso la respiración de los que estaban en los trajes de presión.
—¿Qué problema?
—No sé cómo llegaremos a esa biela. Está al otro lado y los umbilicales no
alcanzan hasta allí.
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Sir Richard leyó el artículo de una ojeada.
—Es como una bomba voladora —dijo Henry—. Como otra Hiroshima. Vea, vea
este dibujo de la otra página, mire dónde está la zona de peligro.
Se trataba de un mapa de Gran Bretaña cruzado por una línea de puntos que
indicaba el paso de la nave. El artista, con intención de destacar el peligro, había
dibujado un gran círculo en el centro de Inglaterra. Por mera casualidad el punto
central de ese círculo caía sobre Cottenham New Town.
—Yo no me preocuparía —dijo el ejecutivo, mientras doblaba el periódico para
devolverlo—. Me parece más imaginación de los periodistas que deducción
científica. Meras suposiciones.
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TTD 03,25
Las palabras del coronel Kuznekov retumbaron en el interior de los cascos y en el
altavoz del compartimiento para la tripulación. El silencio fue la única respuesta, pero
nadie supo qué decir. Fue Nadia quien lo rompió para retransmitir, con voz neutra y
profesional, un mensaje de Control de Misión.
—Mayor Winter, Control de Misión quiere hablar con usted.
—Diles que se vayan al diablo.
—Hola, Control de Misión, aquí Prometeo. El mayor Winter no puede hablar con
ustedes en este momento. Sí, en efecto, está ayudando al coronel Kuznekov, que
inspecciona los desperfectos. Roger, se pondrá en contacto con ustedes en cuanto
pueda.
—¿Qué querían? —preguntó Patrick.
—Más comunicaciones por radio y que conectaras una de las cámaras para que
pudieran vernos para una transmisión general.
—Nada de eso. No vamos a hacer de espectáculo para los amiguitos de allá abajo
precisamente ahora. Kuznekov, quédese donde está. Saldré a ver.
—Está bien, Patrick. Trae el equipo de herramientas y el soldador de oxiacetileno.
Creo que ya sé cómo cortar esa biela.
—Roger. Allá voy.
Patrick sujetó el soldador y las herramientas a su espalda y se lanzó por la
abertura; enseguida enganchó la grapa al asa más próxima y tiró de sus umbilicales
hasta dejarlos ondulando en el espacio en toda su extensión. Sólo entonces soltó la
grapa e inició la marcha a lo largo de la Prometeo, deteniéndose de cuando en cuando
para comprobar que los umbilicales no se enredaran. El soldador y la voluminosa caja
de herramientas carecían de todo peso en caída libre. Cuando ya había cubierto casi
toda la distancia que le permitían los umbilicales, Kuznekov se estiró para cogerle de
la mano y facilitarle el resto del trayecto.
—Ahí está —dijo—. Enseguida verás cuál es el problema.
Un círculo de luz se deslizó por la pulida superficie de metal hasta llegar al motor
nuclear, revelando las formas angulares de los pistones que debían haber separado las
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dos partes de la nave. Los más próximos estaban totalmente extendidos; entre el
extremo de cada uno y la base de la Prometeo se veía una brecha. Pero allí, en el lado
opuesto, todo era un revoltijo de metales retorcidos y pistones a medio extender, entre
la forma intacta de una gruesa biela de acero. Kuznekov mantuvo sobre ella el rayo
de luz.
—Un cerrojo explosivo que no explotó —dijo—. Lamento tener que decirte que
es norteamericano.
—Y esos soportes y pistones son soviéticos —replicó Patrick con voz cansada—.
El punto débil es la conexión entre las dos técnicas, la relación entre un sistema y el
otro. Bueno, ya estamos advertidos, aunque ahora no importa mucho que lo estemos
o no. Pero… esa biela está al menos a cinco metros de aquí. Es imposible llegar hasta
ella.
—¿No sería posible conseguir una vara larga y sujetar el soldador a un extremo?
—No hay nada que sirva a bordo. Tendremos que improvisar. A ver, ¿dónde hay
algo lo bastante resistente? Además, tendríamos que descender el soldador aquí y
acercarlo a ese extremo, pasándolo por entre todas esas tuberías del motor atómico. Si
llegáramos a dañar algo sería un desastre total.
—Cierto —corroboró el coronel, mientras abría la caja de herramientas.
En el interior había herramientas especialmente diseñadas para trabajar en el
vacío y en la baja temperatura del espacio, manejadas por manos entorpecidas por los
guantes; cada una estaba sujeta por una grapa. Kuznekov sacó el soldador.
—Ya había pensado en todo eso que acabas de decir. La única forma de cortar esa
biela es que alguien vaya a cortarla.
—Tendremos que sacar uno de los UMA.
—No hay tiempo para eso. Tú mismo lo dijiste. Pero, si me ayudas, yo me
encargaré de ir a cortarla. En primer lugar veremos si el soldador funciona. A ver, el
encendedor… Magnífico. Lo apago…
—Coronel Kuznekov, ¿de qué está hablando? Los umbilicales no llegan hasta allí.
—Es obvio. Así que aspiro una buena cantidad de aire, lo desconecto, hago ese
trabajo y vuelvo. Puedo contener el aliento durante tres y hasta cuatro minutos. Será
suficiente. Si me desmayo tendrás que reconectarme el oxígeno a tiempo.
El intercomunicador bramó con los gritos de varias voces:
—¡Deténlo!
—No puede hacer…
—¡Silencio! —gritó Patrick—. Si tienen algo que decir, hablen por turno. A ver,
Nadia.
—Yo… Nada. Tú eres el comandante y la decisión es tuya Hay que cortar esa
biela. —¿Coretta? ¿Ely? Hubo una pausa antes de que Ely dijera:
—Supongo que no hay nada que decir. Aquí somos simples pasajeros. Pero ¿no
TTD 05,32
Flax tragaba el Benitol con café solo, cosa que no le beneficiaba en absoluto. La
barriga le bramaba constantemente, lanzándole súbitas llamaradas, como un volcán a
punto de estallar. Además el café le bajaba directamente a la vejiga, y él ya no
recordaba cuánto tiempo llevaba sin pasar por el baño; era como sí tuviese un
verdadero balón de fútbol allá abajo. Pero en ese momento no podía salir de su mesa.
—Escucha, Patrick, por favor —dijo, consciente de que su tono era de súplica—.
Estuviste fuera de contacto allá en el espacio durante cuarenta minutos, te sabíamos
vivo sólo gracias a los datos de los biosensores. Y cuando Kuznekov cortó los
umbilicales se nos pusieron los pelos de punta. Y no has empleado el circuito de
televisión más de quince minutos en todo el vuelo.
—Tuvimos varios problemas, Control de Misión.
—Lo sé, y no pretendo minimizarlos, en absoluto. Pero la situación que vivimos
aquí abajo, sin entrar en detalles, requiere tu ayuda. Necesitamos desesperadamente
esa transmisión, Patrick.
—Te escucho, Flax, y aquí están todos de acuerdo. Antes de restablecer la
presión en la cabina de vuelo te enviaré un enfoque desde el exterior de la escotilla.
No corte, Control de Misión.
Flax se recostó en el asiento con un suspiro; introdujo los pulgares entre la camisa
y el cinturón y empujó hacia fuera para aliviar en algo la presión sobre la vejiga.
Tomó un sorbo de café. Ante él, en el pupitre de los monitores de televisión, surgió
una señal y una imagen rápidamente dominada. Encendió su propia pantalla y
conectó el teléfono a la red que ligaba todas las mesas.
—Tenemos imagen, Bob. ¿Cuál es tu situación?
—Todas las redes en funcionamiento y listas para recibir la transmisión.
—Diles que aguarden. Sesenta segundos.
En el tablero se encendió una luz. Flax accionó la llave correspondiente. Una voz
llegó hasta sus auriculares.
—Señor Flax, el señor Dillwater quiere hablar con usted.
—Tendrá que esperar.
TTD 05,39
—Parece parte de un submarino —dijo Coretta, mientras observaba la escotilla
redonda, provista de un volante en el centro, que había sido puesta en el suelo del
compartimiento para la tripulación.
—Cumple las mismas funciones —respondió Patrick, haciendo girar la rueda. Ely
se había atado y sostenía al piloto por las piernas, a fin de que pudiera apoyarse en
algo.
—En este momento hay sólo espacio al otro lado de esta escotilla. El
compartimiento de la tripulación y la cabina de vuelo de la Prometeo son una sola
unidad, preparada para una eyección en caso de emergencia; llegado el caso,
podríamos escapar de costado, bajo la propulsión de cohetes. Pero como no lo
hicimos, ahora podemos conectarnos a la Estación de Control del Motor Nuclear, que
está a nuestras espaldas. Es el cuarto del motor. En este momento estoy sacando un
tubo retráctil que ajustará herméticamente con el otro extremo, que está aquí. ¡Listo!
Te toca a ti, Ely. Usa la llave inglesa para retirar esas tuercas de cierre.
No era sencillo. Pocos minutos después, Ely murmuraba, lleno de desesperación:
—¿Por qué diablos tiene que estar tan apretada?
Y luchaba con la llave inglesa para aflojar una tuerca más.
—Ya sabes por qué —observó Patrick, guardando cuidadosamente la tuerca
retirada en la bolsa de plástico que le colgaba del cinturón—. Allí fuera hay vacío
absoluto; cualquier pérdida vaciaría de aire el cuarto del motor y tendríamos que
trabajar con los trajes puestos. En cambio así, con una presión adecuada, podemos
trabajar en mangas de camisa, que es mucho más cómodo.
Ely sujetó las pinzas sobre la última tuerca y pulsó la llave. Giró entonces el
volante y la tuerca cedió. Pero el físico no apagó el motor de la llave inglesa en el
momento de retirarla, razón por la cual la pequeña pieza salió disparada
violentamente por el compartimiento y se estrelló contra la puerta de un armario. La
delgada hoja de metal se hundió y provocó un rebote que devolvió la tuerca de acero,
provista aún de bastante velocidad. En el trayecto de regreso golpeó a Nadia en la
pierna, arrancándole un grito de dolor.
TTD 05,45
El académico A. A. Tsander era ya anciano y tenía perfecta conciencia de ello. Su
imagen era la del frágil octogenario de barba blanca y rizada y pelo en forma de
corona. Nunca había sido corpulento, pero los años le habían encorvado de tal modo
que caminaba perpetuamente inclinado; para mirar a sus interlocutores no tenía más
remedio que torcer la cabeza hacia atrás. Sin embargo, no era tan frágil ni tan débil
como parecía, y así lo había descubierto mucha gente con el correr del tiempo. Si
había alcanzado tan alto rango en la Academia de Ciencias era gracias a una gran
habilidad profesional y un perverso talento para la lucha política. Aunque estaba bien
dotado para ambas cosas, tenía ya ochenta y tres años y lo sabía, de modo que
reservaba la energía para los momentos de necesidad.
En ese momento dormía, acostado de espaldas en el diván de cuero de su
despacho, con los largos y blancos dedos entrelazados sobre el pecho. Su respiración
era tan imperceptible que se le podía confundir con un cadáver. Sin embargo, aunque
estaba profundamente dormido, abrió los ojos en cuanto giró el pomo de la puerta y
un rayo de luz penetró en el cuarto.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Cerca de medianoche, profesor. Ha llegado el coronel norteamericano. Usted
pidió que le…
—Sí, claro. Enseguida bajo.
Llevaba tres horas de sueño, más que suficiente para la prolongada noche que sin
duda le esperaba. Echó un poco de agua de la jarra en la jofaina, se lavó la cara y las
manos y se secó con la toalla. Después encendió un papirossi, uno de esos finos
cigarrillos que pretería a los demás, con más abundancia de papel que de tabaco;
guardó el resto del paquete en el bolsillo y salió del cuarto. Los vestíbulos de cada
piso estaban silenciosos y oscuros; los recorrió lentamente, mientras reunía fuerzas.
Tenía la seguridad de que le iban a ser necesarias.
En el interior del Centro de Control de Tierra había luces y ruidos que
contrastaban directamente con los pasillos oscuros del resto del edificio. Allí residía
el corazón palpitante de Kasputin Yar, el comando central que recogía todos los datos
Giles Tanner no hallaba ningún atractivo a aquella noche calurosa. Estaba en pie
desde las cuatro de la mañana y se sentía fatigado hasta los huesos. El trabajo de la
granja nunca había sido agradable, pero ese verano era agotador. Los días resultaban
demasiado largos y había demasiadas cosas para hacer. En cuanto acababan las
lluvias y el maíz estaba seco era el momento de recogerlo. Para colmo el chico había
pescado la gripe; no era cosa de enojarse con él por estar enfermo, pero no podía
habérsele ocurrido en peor momento. Azuzó con un palo a la vaca que se había
desviado del sendero y el animal se reunió con los otros para seguir rumbo al corral.
Allí tendría que ordeñar; Will ya se habría encargado de eso, de no estar en cama,
pero en esas condiciones Giles no tenía más remedio que interrumpir la siega para
ocuparse de esa tarea; incluso con las ordeñadoras automáticas era pesado. Después,
de nuevo al campo, al tractor, a la siega. ¡Qué mierda de vida!
El palo volvió a caer, esta vez sin motivos, y la vaca dio un brinco hacia adelante
con un mugido de protesta. Giles las condujo hasta el corral. Un atardecer sereno, de
cielo despejado; no iba a llover, gracias a Dios; al menos podría recoger el maíz.
¡Qué tarde era! Entró al establo con un gruñido y cerró la puerta tras él.
Andrew vio la estrella y echó una mirada a su reloj. Era la hora; no convenía
llegar demasiado temprano para esperar en la puerta, ni demasiado tarde e
impacientar a sir Richard. Acabó las últimas gotas de whisky con un suspiro de
satisfacción; malta de la mejor. Secó la jarrita de metal y la guardó en la guantera. El
motor arrancó al primer golpe de llave. ¡Qué máquina, el Rolls Royce! Puso la
marcha y comenzó a bajar la colina hacia la fábrica. Era una vida aburrida, pero feliz.
Sir Richard apagó el magnetófono y volvió a arrojar las cartas sin atender en la
bandeja correspondiente. Esperarían hasta el día siguiente. Se estiró con un bostezo,
se ajustó la corbata y abrochó el cuello de su camisa. Sólo después de ponerse la
chaqueta, cuando iba ya hacia la puerta, sintió el aguijonazo de una duda: ¿era
obligatorio llevarse todas las noches la cartera a casa? De cualquier modo, esa noche
había motivos: aún no había echado siquiera un vistazo a los nuevos cálculos de
compra, y los proveedores de productos químicos llegarían a las once en punto del
TTD 07,52
Mientras el presidente Bandin estaba en el baño, en su propio baño privado, alguien
llamó a la puerta. Segundos después salió con la toalla en las manos y los ojos
echando fuego. Allí estaba Bannerman, palidísimo, casi tembloroso. Eso ya fue
bastante para detener a Bandin, que nunca en la vida había creído ver en esas
condiciones a aquella cara de piedra. Súbitamente representaba la edad que tenía, e
incluso más.
La noticia fue transmitida en pocas palabras.
—Dios mío —fue lo único que Bandin pudo decir, en un áspero susurro.
Ni siquiera tenía conciencia de estar hablando. Se dejó caer contra la puerta del
baño, con la toalla entre las manos.
—Dios mío, ¡oh, Dios mío!
Corrieron los segundos, los minutos, casi una hora entera antes de conocer
detalles sobre lo ocurrido. El coronel O'Brian, el silencioso testigo de Kapustin Yar,
supo que algo había salido muy mal simultáneamente con quienes ocupaban los
puestos de control. Tenía ante él los mismos datos, idéntica información. Con los
puños apretados, tensos, observó el vacilante encendido; después, el funcionamiento
que nadie podía interrumpir… y el cambio en la órbita. Era imposible valorar con
rapidez ese nuevo recorrido. Tuvo conciencia del pánico creciente, de la histeria
oculta en las voces de quienes anunciaban a gritos las dificultades. En los meses
siguientes tendría oportunidad de verificarlo a través de muchos interrogatorios
secretos. Por entonces sólo podía esperar.
Al llegar los datos el ordenador reveló una órbita. Era increíble. Las voces se
apagaron lentamente, cesó todo ruido. La órbita fue trazada en la pantalla. El cambio,
el giro, el descenso, la aceleración. Cada uno vio mentalmente el peligro inconcebible
lanzado hacia ellos, y contempló, minutos después de la tragedia, el último vuelo del
propulsor central de la Prometeo I. Cada uno de ellos lo vio todo hasta el momento
completamente incomprensible en que la órbita, el sendero del propulsor en el
espacio, llegó a su fin.
El ordenador, que había estado imprimiendo largas columnas de cifras,
TTD 12,06
La noticia del desastre, retransmitida por Control de Misión, llegó a la Prometeo
cuando la cuenta atrás para el encendido del motor nuclear estaba casi acabada. Flax
no mencionó el destino corrido por el cuerpo central mientras no tuvo los datos
completos sobre la catástrofe. Entonces habló con Nadia para informarla de todos los
detalles. La muchacha llamó a Patrick y a Ely, que seguían en el compartimiento del
motor nuclear para dar las noticias personalmente a todos.
Cuando el mayor Gagarin, el primer astronauta, sufrió un accidente de aviación,
su voz fue como la de Nadia en ese momento; aunque el motor de su aparato no
funcionaba, se mantuvo en su puesto para esquivar una escuela y varias casas; hasta
el momento del impacto, habló con toda calma, sin dejar traslucir ninguna emoción;
Nadia había recibido el mismo entrenamiento.
—No puede ser —dijo Ely—. No, no puede ser.
—Es —respondió Patrick serenamente, en medio de un silencio impresionante—.
Ocurrió. Pero no podemos hacer nada por solucionarlo; ocurrió, eso es todo, y la vida
tiene que seguir. No sé quién es el culpable ni si hay en verdad un culpable. Y aunque
no resultará nada fácil, tendremos que olvidarnos de esto y seguir trabajando. Nadia,
no te apartes de la radio y mantennos informados de cualquier novedad. Ely y yo
iremos a poner el motor en marcha.
Dirigió la mirada hacia el dato de TTD y los otros le imitaron.
—Las doce cuarenta y dos —dijo—. Nos queda poco tiempo; apenas doce horas
para coger velocidad y salir de esta maldita órbita. Si no correremos la misma suerte
que el propulsor. Y el agujero que haremos sería mucho más grande.
Sin hablar más, volvió a meterse por el tubo, seguido por Ely, para regresar al
compartimiento del motor.
—Me pondré en contacto con Control de Misión —dijo Nadia, impulsándose
desde la litera hacia la cabina de vuelo a través de la escotilla.
Coretta notó que tenía los ojos enrojecidos, no por las lágrimas, sino por el
agotamiento; sus movimientos habían cobrado mayor lentitud.
—Te hablaré como médico —observó—: Necesitas un descanso.
TTD 13,12
Eran más de las dos de la madrugada: la Plaza Roja de Moscú estaba desierta. Incluso
la cola de visitantes que aguardaban frente a la tumba de Lenin había desaparecido
por unas cuantas horas. Los dos guardias armados que la custodiaban observaron sin
gran interés la llegada de un gran coche negro que giró hacia la plaza y aceleró con
rumbo al Kremlin. Esa clase de coches pasaba por allí a cualquier hora, siempre con
el mismo destino. Tal vez esa noche fueran más numerosos que de costumbre, pero
nadie sabía por qué. La radio no había anunciado aún la tragedia de Cottenham New
Town y, por una vez en la vida, La Voz de las Américas tampoco parecía muy
deseosa de llevar la sombría noticia al pueblo ruso.
El ingeniero Glushko abrió la marcha, atravesando sin dificultades el círculo
exterior de guardias y funcionarios. Tanto él como el académico Moshkin, que venía
detrás, habían estado varias veces allí. Las tarjetas de identificación sirvieron de
mucho: cualquier persona vinculada con el Proyecto Prometeo tenía algo que hacer
allí esa noche. Entre esos muros todo el mundo estaba bien enterado de cuanto había
ocurrido; también se sabía que Glushko era jefe de ingenieros proyectistas y que el
menudo profesor también estaba relacionado con el proyecto.
A pesar de que esos dos hombres no tenían ningún compromiso en el Kremlin a
esas horas, no encontraron obstáculos hasta llegar al círculo interior de guardias, que
debían su autoridad, en partes casi iguales, a su inteligencia, a su capacidad y a sus
eternas sospechas. Un hombre canoso, sentado tras una mesa, envuelto en humo de
cigarrillo y con ceniza en las solapas, pareció al principio ser igual a todos los que
acababan de cederles paso. Sin embargo, no tardó en demostrar que no lo era. Revisó
la tarjeta de identificación por todos lados, como si buscara algún detalle
imperceptible.
—Muy bien, tovarich, ya veo que ocupan altos cargos en el Proyecto Prometeo;
todo figura aquí, en estos papeles. Pero no veo por ningún lado el motivo que les trae
por aquí.
—Ya se lo dije —repuso Glushko—. El profesor y yo debemos ver
inmediatamente al camarada Polyarni. Es de suma importancia.
TTD 13,57
—Tome un cigarro, Cooper —dijo el director—. Estoy seguro de que nunca ha
fumado nada como esto. Es un habano auténtico, traído en el primer embarque
después de que reanudamos las relaciones comerciales con Cuba.
—Gracias, señor, pero no fumo.
Cooper estaba tan nervioso que ni siquiera se mordía los dedos.
Muy pocas veces había hablado con el director del periódico; en cuanto a entrar a
su despacho, era la primera vez en su vida. En ese sitio hasta el director de Noticias
Locales, esa despectiva fortaleza, se mantenía en la sombra y con aspecto manso. El
amo abrió un armario donde guardaba las bebidas. Tenía las uñas brillantes y rosadas;
las manos, regordetas y blancas; su traje era inmaculado. A él no llegaba la tinta ni el
polvo. Sacó un vaso de cristal tallado y mostró en una sonrisa dos perfectas hileras de
dientes blancos.
—Al menos tomará un trago, ¿no? —dijo—. Whisky canadiense, añejo, de veinte
años. Creo que le gustará. ¿Con agua?
Cooper se limitaba a asentir ante cada pregunta, todavía inseguro de sí mismo, sin
saber para qué estaba allí. ¿Le iban a despedir? No, esas tareas corrían por cuenta de
los subordinados. ¿Entonces? Tomó un sorbo del líquido, tratando de no toser. Sentía
fuego en la garganta; lo más fuerte que solía tomar era refresco de cerezas.
—Bueno, ¿verdad? Sabía que le iba a gustar.
El director lanzó una mirada al de Locales.
—¿Tenemos tiempo todavía? —preguntó.
—Algunos minutos, señor.
—Bueno, enciéndalo, así se irá calentando.
El director de Noticias Locales avanzó por la alfombra hasta el aparato de
televisión, con mueble de caoba tallada, y lo puso en funcionamiento.
—Una transmisión especial desde Gran Bretaña, Cooper. Se me ocurrió que le
gustaría verla.
—Sí, buena idea, señor. Muchas gracias.
Consumió otro poco de whisky y parpadeó; por entre sus lágrimas divisó la cara
TTD 14,21
Eran casi las siete y media de la noche en Washington. Tanto las oficinas de la
Administración como las calles estaban desiertas; todos los trabajadores estaban en
sus casas, con el aire acondicionado a toda marcha. El consumo de electricidad sufría
el habitual aumento vespertino al ponerse en funcionamiento las cocinas y los
televisores. Esa noche todos estaban encendidos; casi todos sintonizados en las
constantes informaciones sobre el desastre de Inglaterra. Sólo un canal, que
transmitía una importante serie de partidos, no se unió a la cobertura por temor a que
los fanáticos del béisbol incendiaran la emisora, tal como habían hecho una vez,
cuando un fallo técnico les dejó sin transmisión en el último tiempo de un partido.
Pero sólo los fanáticos más recalcitrantes estaban mirando el encuentro. En Inglaterra
había más acción.
En la Casa Blanca proseguía la reunión de Gabinete. Llevaban dos horas y media
y no parecía que fueran a terminar. Bandin había cambiado unas palabras con el
premier soviético, sin que eso resolviera nada. Polyarni ocultaba muy bien sus cartas
y mantenía el pico cerrado. Tanto él como sus consejeros continuaban elaborando la
política a seguir o reordenando los hechos para presentarlos debidamente; o quizá
buscando la forma de hacer que los socios norteamericanos participaran del nuevo
fracaso de la Misión Prometeo. Mientras no decidieran todos esos aspectos era muy
difícil hablar.
El Gabinete norteamericano analizaba los mismos puntos, salvo que desde el
punto de vista opuesto.
—No podemos cargar toda la responsabilidad a los rusos —insistía Simón
Dillwater.
—¿Por qué no? —preguntó el doctor Schlochter—. Ahora no se trata de un
asunto técnico, sino de un aspecto político, de modo que el departamento de Estado
tiene la última palabra. Somos socios, sí, pero este desastre es culpa de ellos y hay
que tomar precauciones para que no nos carguen el fardo. El arte de gobernar, como
dijo el gran Metternich…
—¡A la mierda con Metternich! —dijo el general Bannerman, mordiendo
TTD 15,08
—He reunido a toda la tripulación —dijo Patrick— para informarles de lo que ocurre
con los motores, con… todo.
Notó con sorpresa que hablaba tartamudeando. Sus años como piloto de pruebas
le habían habituado a trabajar durante muchas horas, incluso durante días enteros,
dominando la fatiga. Pero nunca se había sentido tan agotado como en ese momento.
Sólo la falta de gravedad le impedía derrumbarse en la litera.
Los otros no tenían mejor aspecto. Si sus ojos estaban tan enrojecidos como los
de Nadia, era preferible no pasar frente a un espejo… Ely, pálido por la tensión y el
cansancio, lucía unas ojeras que parecían pintadas con carbón. Los dos miembros
restantes, en cambio, mantenían un aspecto más o menos humano. Gregor, aturdido
todavía por las drogas, luchaba por mantener erguida la cabeza. Coretta estaba
perfectamente serena; si experimentaba ansiedad, no lo demostraba. Pero observaba
al piloto con grave preocupación.
—Tienes un aspecto horrible, Patrick —dijo—. ¿Te das cuenta de que hablas con
dificultad?
—Claro que me doy cuenta, doctora. Y es porque estoy más que cansado.
—Y supongo que no aceptarás dormir un poco.
—Supones bien.
Ella fue hacia la pared y abrió el botiquín, diciendo:
—En otras circunstancias no haría esto, pero aquí tenemos varios estimulantes:
bencedrina, dexadrina… ¿Quieres algo de esto? Recuerda que después te sentirás
peor.
—Tal vez no haya después. Dame un puñado.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Coretta, pasmada ante la súbita brutalidad de
sus palabras.
Patrick tragó las píldoras con bastante agua antes de explicarse. Todos
escuchaban, tensos; incluso Gregor se sacudió la somnolencia.
—Aclaremos todos los detalles —dijo el piloto—. Si cometemos algún error nos
mataremos todos, y las posibilidades de sobrevivir son ya bastante escasas.
TTD 16,41
—Mortadela, salchichón o queso, señor Flax. No hay otra cosa. Con pan blanco o pan
blanco.
Flax fulminó con los ojos la bandeja de tristes bocadillos.
—¿Es posible, Charley? —pregunté—. En cuanto comienza una misión al
administrador se le acaban todos los comestibles y empieza a mandarnos estas
porquerías. Supongo que hasta el pan está mohoso.
—Es cierto, señor Flax. Pero después de todo son más de las siete de la tarde. No
se puede pedir que…
—¿Qué es lo que no se puede pedir? ¿Comida decente? ¿Estamos fuera del
horario dispuesto por el sindicato o algo así? Aquí hay gente que hace veinticuatro
horas que está trabajando sin descanso. ¿No se le puede ofrecer nada mejor que un
bocadillo de cualquier cosa?
—Yo no tengo la culpa, señor Flax. No hago más que repartirlos. ¿Quiere uno?
—Los mendigos no pueden elegir —gruñó Flax.
Su enojo se había disipado tan súbitamente como apareció. Movió el cuerpo en la
silla para estirar las piernas entumecidas, pensando que le convendría caminar un
rato. Después, en cuanto hubiera comido algo.
—Dame uno de cada cosa. Gracias.
Quitó el trozo de pan superior a cada uno de los bocadillos y unió el resto en uno
triple. Era casi comestible. Masticó lentamente un gran bocado mientras escuchaba
las instrucciones impartidas por el equipo del motor de fisión a los astronautas.
—… es ése, el amarillo que va hacia la derecha. Tendrán que cortar parte de la
tubería y cegar la parte inferior. Bien…
Ni durante la conversación anterior ni mientras comía había perdido conciencia
de esa voz, de los dos hombres que trabajaban en el vacío, tratando de componer los
motores atómicos, corriendo contra el tiempo. Automáticamente levantó los ojos
hacia el reloj: ttd 16,43; en ese momento pasó a 44. Se estaba agotando el tiempo.
En el panel se encendió una luz. Flax movió el interruptor correspondiente.
—Aquí la mesa de contacto con los rusos, Flax. He estado en comunicación con
Una súbita tormenta se abatía contra las ventanas del pequeño cubículo;
diminutos riachuelos de agua se abrían paso por entre el hollín de Nueva York.
Cooper, el director de Ciencias de la Gazette-Times, contemplaba la lluvia sin verla ni
tener conciencia de ella. Estaba totalmente concentrado en la conversación de hechos
y especulaciones en prosa encendida. Mordisqueó por última vez sus uñas manchadas
de tinta para ordenar las ideas y comenzó a golpear febrilmente con dos dedos su
vieja Underwood.
«Se está preparando un gran desastre», escribió, «un desastre que, por
comparación, reducirá a la insignificancia la tragedia de Cottenham New Town. La
muerte aullante que cayó del límpido cielo sobre aquella ciudad indefensa era un solo
propulsor entre el complejo sistema de seis que llevó a la Prometeo hasta su órbita.
Allí está ahora, en posición inestable, pasando sobre nosotros cada ochenta y ocho
minutos. Cada uno de los propulsores es un juguete si lo comparamos con la nave en
sí, pues, contando la carga útil, el vehículo pesa más de dos mil toneladas. Es una
cifra demasiado grande como para captar su significado, a menos que la comparemos
con algo conocido. Por ejemplo, un bombardero de la Marina de los Estados Unidos.
Un bombardero que pende sobre nosotros, con cañones, blindajes, máquinas,
bombas, cápsulas y municiones, todo listo para precipitarse. Ha de caer, y cuando lo
haga traerá consigo algo mucho peor que la simple masa: ¡veneno radiactivo! La
Prometeo lleva como combustible doscientos cincuenta mil kilos de uranio. Cuando
choque contra el suelo y explote, con la energía de una pequeña bomba nuclear, el
impacto será en verdad atómico, pues el venenoso metal radiactivo se convertirá en
gas radiactivo en menos de un instante. Será suficiente para causar la muerte de dos
millones de personas, en el caso de que se distribuya con amplitud. ¿Y dónde ha de
caer esta bomba atómica del espacio exterior? Se precipitará…».
¿Dónde diablos caería eso? Cooper se volvió hacia un planisferio extendido sobre
el escritorio. En la parte superior había una hoja transparente sobre la cual estaba
dibujada la órbita de la nave. Con cada circunvolución ese trayecto variaba, puesto
que la Tierra giraba por debajo del satélite. Entonces… A ver… En la vigésimo
octava órbita, cuando la nave tocara la atmósfera, estaría por…
¡Justo en el medio de Estados Unidos!
Cooper, estremecido, levantó la vista hacia el oscuro cielo. Las aves negras de sus
predicciones descendían para el festín. Mucho más próximas de lo que él habría
deseado.
TTD 17,08
—Parece un pollo listo para meter en el horno —observó Ely, contemplando la
enorme masa de aluminio arrugado que envolvía la proa de la Prometeo en torno al
motor nuclear. Era un montículo como de quince metros de ancho; sólo las bocas de
los motores asomaban por él. Ely se había sujetado al casco de la nave mientras
Patrick flotaba dentro de la unía, muy cerca de allí.
—Bien, tendremos que desenvolver ese pollo si queremos llegar a las tripas del
motor. ¿Cuál es?
—El más apartado. Aquél de allá.
Patrick operó los controles de la uma y cruzó la base de la nave mientras el físico
avanzaba de grapa en grapa. Cuando hubo llegado al sitio debido, Patrick había
retirado ya una gran hoja de aluminio y seguía penetrando. Ambos trabajaron en
silencio, arrancando el metal y arrojándolo a un lado; pronto hubo metros y metros de
hojas plateadas flotando en torno a la nave. Antes de acabar el trabajo se encontraron
sin aliento.
—¿Están listos para proseguir con las instrucciones? —dijo la voz directamente
a sus oídos.
—No, no estamos listos. Ya les avisaremos.
La respuesta, bastante violenta, provino de Ely; tuvo que aspirar profundamente
para recobrar el aliento. Control de Misión tuvo la delicadeza de no responder. El
físico jadeaba; le dolía la cabeza y todos los músculos; estaba próximo al
agotamiento. Ni siquiera podía secarse el sudor que le corría por la nariz,
escociéndole y fastidiándole bajo el traje espacial. Sacudió la cabeza para sacárselo,
pero no dio resultado.
—¿Estás, bien? —preguntó Patrick, acercándose a él con una eyección de gas.
Pasó junto a la base de la máquina y se cogió de un soporte para detener el
movimiento. Ely masculló:
—No, estoy para el diablo. No sé cuánto tiempo más podré aguantar.
—Yo también estoy deshecho, pero tenemos que seguir. Por el momento hacen
falta dos personas, pero cuando terminemos con esto podrás descansar un poco
TTD 17,45
—Oiga, señor, son las once menos cuarto de la noche. Hace ya cinco horas que el
Smithsoniano está cerrado. No va a haber nadie allí.
El taxista andaba por los cincuenta años; era un negro amable y no le gustaba la
idea de abandonar a ese viejecito simpático en medio de Washington a esas horas,
con tantos atracadores como había por allí.
—Tengo una amiga que trabaja allí —explicó con paciencia el profesor Weisman,
aferrado a su cartera.
—¿Le parece que va a estar trabajando a esta hora?
—No, seguramente no, pero allí habrá alguien que conozca su dirección.
—¿No buscó en la guía?
—No figura.
—Mire, suba. Le llevo a ver si encontramos al sereno. Pero no le voy a dejar allí
con las cosas como están.
Con el escaso tráfico nocturno no tardaron mucho en llegar desde la estación al
Instituto Smithsoniano. Era un edificio de ladrillos rojos, al estilo Victoriano; parecía
un castillo fortificado, en completo desacuerdo con las construcciones circundantes,
ultramodernas o del tipo de los templos griegos. El taxista se detuvo a la entrada y
observó cautelosamente las sombras antes de abrir la puerta trasera.
—Allí, bajo esa luz, hay un timbre. Parece que la calle está tranquila.
—Gracias, no se preocupe —respondió Weisman, bajando del coche.
—Tengo mis razones. Anoche asaltaron y mataron a una chica a una manzana de
la Casa Blanca. Esto no es nada divertido.
—¡Vaya! Bueno, gracias.
Weisman, faltando a su costumbre, apretó el paso y llegó jadeando a la puerta.
Desde allí escuchó sus largos timbrazos, que retumbaban en el interior del edificio. El
sereno tardó todo un minuto en aparecer. El vientre abultado le alzaba la parte
delantera de la camisa, descubriendo la culata del revólver sobre la que mantenía la
mano derecha.
—¿Qué quiere? —gritó a través del cristal, sin intenciones de abrir—. Ya hemos
TTD 23,24
—Respira —dijo Coretta—. No puedo decir nada mejor. Y contempló la silueta
inconsciente de Ely Bron, atado a su litera y envuelto en todas las bolsas de dormir
que llevaban como repuesto, inmóvil, pálido y cerúleo. Los demás se agrupaban en
torno a él, prendidos a las literas y en silencio. Sólo Patrick permanecía en caída
libre.
—¿Seguirá así, inconsciente? —preguntó Patrick.
—Sí. Ha sufrido un grave shock, congelamiento superficial de la piel y los
párpados, respiración interrumpida y falta de oxígeno. Eso es lo peor. Control de
Misión midió el tiempo según la grabación de nuestras comunicaciones y según los
datos biológicos de Ely. Pasaron cuatro minutos y medio entre el accidente y el
momento en que comencé a resucitarle mediante respiración boca a boca.
—Yo actué lo más rápidamente que pude…
—¡Patrick, nadie te reprocha nada! Por el contrario, no creo que otro hubiera
podido traerle en tan poco tiempo. No me refería a eso, sino al tiempo que pasó sin
respirar. No habiendo respiración no hay oxígeno, y aunque casi todos los órganos
humanos pueden pasar bastante tiempo sin él…
—… el cerebro, no —completó Gregor.
—Así es. Tal vez haya sufrido daños cerebrales irreversibles. No lo sabremos
mientras no recupere la conciencia…
Coretta vaciló antes de agregar:
—… si la recupera.
—¿Tan mal está? —preguntó Nadia.
—Me temo que sí.
—Muy bien —exclamó Patrick, aspirando con fuerza—. Allí tienes a tu paciente,
Coretta; sé que harás todo lo posible. ¿Necesitas ayuda?
—No; me las arreglaré sola.
—Bien. Nadia, comunícate con Control de Misión y cuéntales lo que ha pasado.
Di que tú y yo volveremos a salir para completar las reparaciones. No creo que falte
mucho. Que calculen más o menos el tiempo necesario; ya saben con qué rapidez
TTD 23,27
Simón Dillwater apretaba con fuerza el montón de papeles, estudiando la gran
fotografía del globo solar. Después revisó las hojas de cálculos y finalmente levantó
la vista.
—Supongo que estos cálculos están bien revisados, profesor Weisman —dijo.
—En una cosa así no se cometen errores —dijo el anciano—. Las pasé varias
veces por el ordenador, de arriba abajo, de atrás hacia adelante. No hay errores.
—Y si me permite la pregunta, ¿por qué los de nuestro equipo no lo
descubrieron?
—¿Cómo lo iban a descubrir? Es un campo muy pequeño y reciente. Por otra
parte, no son muchos los astrónomos solares; y los que nos interesamos en la
interacción con la atmósfera superior, apenas un puñado. Ni siquiera eso. Si contamos
a los que están bien informados sobre el tema, sólo dos: Moish y yo.
—¿Moish?
—Así le llamo yo en privado. No nos conocemos personalmente, pero
mantenemos una constante correspondencia. Es el académico Moshkin.
—¿Un ruso?
—Por supuesto.
—Sí, por supuesto —asintió Dillwater, irguiendo el cuerpo alto y delgado hasta
borrar la figura del pequeño profesor—. Quiero darle las gracias por lo que ha hecho
y por su rapidez en ponerse en contacto con nosotros. Transmita igualmente mi
agradecimiento a sus colaboradores.
Se inclinó ligeramente en dirección a Margaret Tribe y al subsecretario.
Enseguida prosiguió:
—Someteré estos hechos a la consideración del presidente cuanto antes. A él le
interesarán mucho. ¿Dónde puedo comunicarme con usted, profesor Weisman?
—En Filadelfia…
—¿A estas horas de la noche? —protestó la doctora, con firmeza—. No. El
profesor se quedará en mi casa. Dejaré la dirección a la recepcionista.
—Gracias, muchas gracias…
TTD 24,09
El taxi giró por la plaza Rockefeller y se detuvo ante la puerta del vestíbulo. Cooper,
al bajar, dio las gracias al portero con un gesto, sin saber si debía darle propina o no.
—¿Necesita algo, señor?
—El show de Mike Moore. Me dijeron que…
—La recepcionista le acompañará.
El portero le volvió la espalda para dedicarse al Rolls-Royce blanco que acababa
de ocupar el espacio dejado por el taxi; por lo visto consideraba que los periodistas no
valían la pena. Cooper trató de mantener el cuerpo erguido al entrar en el vestíbulo y
de mantener los nudillos lejos de la boca. La recepcionista era bonita, aunque llevaba
un pesado maquillaje, y llegó a sonreírle.
—Buenas noches, señor. Bienvenido a la mejor emisora de televisión del mundo.
—¿Qué? ¡Ah, sí, gracias! Me llamo Cooper. Me dijeron que viniera al show de
Mike Moore.
—Claro, señor Cooper.
La chica no dejó de sonreír en tanto revisaba una lista de nombres.
—Le están esperando. Por favor, use el tercer ascensor y oprima el botón
correspondiente al piso 43. Adiós.
Todo era muy eficiente y rápido. Cuando el ascensor arrancó, Cooper enderezó
nuevamente las rodillas y se miró en el espejo, haciendo un intento por quitarse el
pelo de los ojos y ponerse bien la corbata. Se había cepillado los dedos con fuerza,
pero todavía tenía marcas de tinta negra. Tal vez nadie se diera cuenta.
—Pase, pase. Es el último. Le estábamos esperando.
Mike Moore en persona se encargó de hacerle pasar, empujándole discretamente
con una mano apoyada en la parte inferior de su espalda. Era mucho menos alto y
corpulento de lo que parecía por televisión, pero lucía un hermoso bronceado. Cooper
era demasiado miope para darse cuenta de que se trataba de maquillaje.
—Doctor Cooper, le presento a Sharon Neil, a quien seguramente conocerá de
nombre. Acaba de ganar el segundo Emmy, ¿qué le parece? Vamos a hablar sobre
eso. Y Bert Shakey, por supuesto.
TTD 24,39
—¡Yo no puedo decirles eso! ¡No puede pedirme que les diga semejante cosa!
Flax meneó la cabeza con tanta energía que le rebotaron las mejillas. De pronto
notó que estaba hablando a gritos ante el teléfono y que los ocupantes de las otras
mesas se volvían a mirarle. Eso no importaba. Ya nada importaba. La tragedia les
cercaba por todas partes. Él no podía hacer frente a todo. Colgó el auricular antes de
que Simón Dillwater acabara de hablar No era forma de tratar al jefe, pero ya nada
importaba gran cosa. Se volvió lentamente, guiñando los ojos irritados por la fatiga.
—Mike —llamó, dirigiéndose al que ocupaba la mesa vecina.
—¿Qué pasa, Flax? ¡No me digas que hay más problemas!
—Ya te contaré. Oye, coge estas llaves. Son del escritorio grande de mi oficina,
último cajón. Allí hay una botella de slivovitz. Tráemela.
—¿Slivo que?
—Licor de cerezas. Es la única botella. Ve volando.
—Flax, ya sabes que aquí está prohibido tomar bebidas alcohólicas. Mira que…
—No miro nada. Al diablo con las prohibiciones. Mi gente se está muriendo allá
arriba.
Notó con enorme sorpresa que tenía los ojos llenos de lágrimas. Empezaban a
deslizarse poco a poco por las mejillas, pero eso tampoco importaba. Estaba de luto
por los muertes. Ese último descubrimiento, el de las manchas solares, ya era
demasiado. ¿Cómo haría para decírselo? En esa misión todo había salido mal desde el
principio y, para colmo, todavía no había terminado.
Lanzó un trémulo suspiro sin darse cuenta. Era un pobre gordo cansado,
atosigado por sus ataduras. Se enjugó el sudor y las lágrimas con un pañuelo ya
empapado y perdió la mirada en el vacío hasta que le trajeron el slivovitz.
Era un líquido transparente y espeso, de aspecto inofensivo; otro tanto podía
decirse de la nitroglicerina. Destapó la botella y aspiró profundamente el fuerte olor
del fermento. Olía peor que la tequila, otra de sus bebidas predilectas. Junto al codo
tenía un vasito de café medio vacío. Apenas consciente de lo que hacía, volcó los
restos fríos en el suelo y llenó el recipiente con slivovitz.
Flax echó una mirada al TTD. 24,59, y aún no se habían producido aumentos en
la radiación solar. En ese momento reparó en el trozo de papel y se fijó en la hora.
Wolfgang ya estaría en su casa. Conque era ésa la excusa oficial: un viejo loco y el
asunto del botón. ¿Quién podía creerlo? Nadie, tal vez. Pero salvaría el honor, cosa
muy importante, tanto para las naciones grandes como para las pequeñas. Quizá
pensaban todavía seguir adelante con el Proyecto Prometeo. ¿Por qué no? La energía
seguía siendo necesaria, y cada día más. Otro lanzamiento, un nuevo intento…
¿Qué querría Wolfgang? Flax hizo la llamada. El teléfono sonó repetidas veces,
pero no hubo respuesta. ¡Al diablo!
Flax arrugó por última vez el trozo de papel y lo lanzó al cesto.
TTD 25,03
—¿Dónde está ahora la Prometeo? —preguntó Bandin. Dillwater hojeó las páginas
de cálculos e hizo una marca junto al TTD 25,03. Después se levantó para acercarse
al planisferio que colgaba sobre la pared de la sala de conferencias; los otros hombres
le siguieron con ojos cansados. Dillwater verificó latitud y longitud con precisos
movimientos; enseguida movió el círculo rojo magnético que indicaba la posición de
la Prometeo a cada instante. Estaba por entonces en medio del océano.
—Eso anda mejor —observó Grodzinski—. Si cae en el agua todo saldrá bien.
—Pero dentro de pocos minutos estará otra vez encima de tierra firme —indicó
Bannerman—. ¿Y entonces? Esa nave sigue siendo una amenaza para el mundo
entero. ¿Por qué diablos no apuntaron mejor esos rusos?
—General —intervino Dillwater rígidamente—, todavía hay cinco seres humanos
a bordo.
—También estarán a bordo cuando la nave caiga, y van e morir de todos modos.
Soy tan humanitario como usted, Simón, pero también muy realista. Los soldados
tenemos que serlo si queremos ganar las batallas. Nos guste o no, dentro de poco
deberemos afrontar una gran explosión. Si esas manchas solares se comportan como
es debido, la nave se estrellará en cualquier momento. Tal vez esté ocurriendo ahora
mismo, mientras nosotros conversamos. Y si las manchas solares no actúan, la nave
se estrellará de todos modos, en cuestión de horas. ¿Hay algún cambio en los
cálculos?
—Ningún cambio importante —repuso Dillwater, meneando la cabeza—.
Algunos minutos menos, tal vez.
—Bueno, así son las cosas. Esa gente ha de morir, de un modo u otro. Pero ¿qué
pasará con la bomba que les lleva? Propongo que la hagamos volar con uno de
nuestros misiles mientras todavía está sobre el océano. ¡Y listo!
—¿Está loco? —gritó Bandin—. ¿Quiere que yo pase a la Historia como el
presidente que bombardeó a su propia gente?
—Es una pequeña tragedia para evitar una mayor —insistió el general.
—Creo que el presidente está en lo cierto —intervino Schlolchter—. La opinión
TTD 25,28
Wolfgang Ernsting dejó el coche frenado y abrió la portezuela. El aire húmedo de
Florida se lanzó sobre él, haciéndole jadear; jamás se aclimataría al brusco cambio
entre el fresco aire acondicionado y el calor tropical. Mientras buscaba la llave, ante
la puerta de entrada, creyó oír sonar el teléfono. Sí, estaba sonando; había tardado
más de lo que pensaba en llegar a su casa. Abrió la puerta a toda prisa y corrió hacia
el aparato.
Los timbrazos cesaron precisamente cuando sus dedos tocaban ya el auricular. Al
levantarlo sólo percibió el tono para marcar. Cortó rápidamente y permaneció junto al
teléfono, con la esperanza de que volvería a sonar.
No fue así. Una ojeada al reloj le confirmó que debía ser Flax. ¿Quién otro podía
llamar en ese preciso momento? Flax era de una puntualidad absoluta. Bien, ¿qué
debía hacer ahora? Esperar: Flax volvería a llamar, sin duda.
Se dirigió a la cocina, que seguía tan limpia e inmaculada como la había dejado
esa mañana tras lavar las cosas del desayuno. No se había casado, por falta de tiempo
o de oportunidad, y era más quisquilloso que una solterona. Tomó del estante su jarro
favorito procedente de una cervecería ya desaparecida: era de grueso cristal, provisto
de una tapa metálica que se levantaba con el pulgar; en la parte superior lucía
orgullosamente el escudo de armas de aquella vieja fábrica.
Quedaba sólo una botella de cerveza. Mientras la vertía en el jarro notó que
también se estaba acabando la Schinkenhagen puesta a enfriar en la vasija de
cerámica. Tras vaciar el jarro se sirvió el resto de ginebra holandesa. Aquella
situación era grave: ninguno de los comerciantes locales tenía bebida blanca
importada y a él no le gustaba ninguna variedad de whisky. Necesitaría otro trago
cuando acabara con ése.
Acabó también la Schinkenhagen y la acompañó con un trago de cerveza fresca.
¿Y ahora?
¿Qué haría si Flax no volvía a llamar? Ésa era su principal preocupación, por más
que intentara apartarla de sí. En realidad, no era responsabilidad suya; no tenía
ninguna necesidad de meterse en líos. Si Flax no volvía a llamar… ¡Listo, asunto
TTD 25,57
—Gregor —llamó Patrick—, necesito tu ayuda.
—Un momento, enseguida voy.
Nadia estaba en la litera más apartada, la que había correspondido al coronel
Kuznekov; parecía dormida, pero como tenía los ojos vendados no era fácil
determinarlo. Gregor ayudaba a Coretta en la tarea de amortajar a Ely en un saco de
dormir. La serenidad de la mujer le avergonzaba, pues él no podía evitar la impresión
al rozar aquella piel fría y esos miembros fláccidos. Nunca hasta entonces había
tocado un cadáver, y hacerlo allí, en el espacio, era doblemente horrible. Aunque era
demasiado pronto para que el cadáver presentara rigor mortis (Gregor había creído
hasta ese momento que comenzaba inmediatamente), con todo resultaba difícil de
manejar: costaba trabajo colocarlo en los rígidos confines de la bolsa.
—Así no se puede —dijo Coretta—. A ver, sácala. Sostenle mientras yo enrollo la
bolsa.
La recogió como si se tratara de una media larga y después la desplegó
hábilmente a lo largo del cuerpo.
—¿Qué haremos con…?
—Nada, supongo —repuso ella—. No creo que haya misas ni servicios fúnebres.
Dejémosle atado a la litera.
—Aquí, en ésta —indicó Nadia, sentándose—. Por favor, guíenme.
Gregor se sintió aliviado al salir de allí para acudir a la llamada de Patrick.
—Pon en marcha la teletipo, ¿quieres? —indicó el piloto, dirigiendo los ojos
ciegos hacia el lugar donde estaba la máquina—. No tienes más que mover el
interruptor; después opera el otro y escribe: «listo para recibir». Enseguida baja otra
vez el interruptor hacia recepción.
—Es fácil.
Gregor obedeció las instrucciones. Cuando todo estuvo listo la máquina comenzó
a tabletear velozmente. La primera frase fue DESCRIPCIÓN OPERACIÓN
ESCORPIÓN.
—¿Qué es eso? —preguntó el ruso.
TTD 26,19
—Señoras y señores: Lamentamos interrumpir este programa, pero acaban de
producirse dramáticas novedades en el destino de la Prometeo.
El periodista sujetó con fuerza la única hoja de papel, recién sacada del teletipo, y
miró directamente hacia la cámara, con expresión debidamente seria. Sabía que sus
palabras y su imagen circulaban en ese momento por toda la red nacional de
radioemisoras y canales de televisión, además de ser transmitidas al extranjero por
onda corta.
—Según parece, en éstos, momentos se está preparando una misión de rescate en
el Centro Espacial Kennedy, sede del Proyectil Espacial, el moderno cohete que
transporta personal y materiales a los Laboratorios Espaciales. El presidente Bandin
informa que se prefirió no divulgar anteriormente esta noticia ante el temor de que el
proyectil no estuviera preparado a tiempo Pero ahora, restando ya pocas horas de vida
a los valientes astronautas atrapados en órbita descendente, se lanza la misión de
rescate. Tal vez haya tiempo para llegar a ellos antes del último instante.
Mantendremos al público informado a medida que se presenten los acontecimientos,
y si es posible nos comunicaremos directamente con los astronautas.
—No, ahora no, imposible, Minford —gritaba Flax al teléfono—. Ya sé que es
muy importante para las relaciones públicas y para mantener la imagen ante el
público, especialmente después del asunto de Inglaterra. Pero no se puede hacer una
transmisión desde la Prometeo. Esos pobres tripulantes están agotados y enfermos;
comparados con los problemas que tienen allá arriba, los suyos no son más que un
atraso de la menstruación. Además, tengo una llamada de ellos.
Movió velozmente varios interruptores y volvió a hablar:
—Aquí Control de Misión; adelante, Prometeo.
—Flux, ese intento de rescate con el proyectil espacial, ¿se hace o no?
—Te respondo con un sí bien grande, Patrick. Estuve tratando de averiguar
cuánto tiempo necesitan para prepararlo, pero ¡si están listos procederán al
lanzamiento!
—¿Cuándo?
TTD 27,41
—Tal como te lo dije, paso a paso, lenta y cuidadosamente —indicó Patrick—. Así
todo saldrá bien. ¿Estás listo, Gregor?
—Da.
—¿Coretta?
—Da también. Patrick.
La escotilla estaba abierta frente a ellos. Patrick podía verla con toda claridad con
la imaginación…, pero sólo así. Coretta había reemplazado el grueso vendaje con dos
parches sostenidos por esparadrapo, a fin de que Nadia y él pudieran ponerse los
cascos. Vestir los trajes espaciales había sido un trabajo lento y penoso; Gregor y
Coretta se vieron forzados a cargar con todo el trabajo, incluso el de llevar a los dos
pilotos ciegos a sus literas, casi en vilo. Eso no presentaba problemas, pero Patrick
había sufrido amargamente, en silencio, por esa dependencia total. Ya se había
evacuado toda la atmósfera y la escotilla estaba abierta; cada uno de ellos estaba
aislado de los otros, en su delgada cápsula vital. Así estarían hasta el fin, hasta que
llegara la ayuda… o la muerte.
—La UMA está amarrada ahí, junto a la escotilla. ¿La ves? —preguntó Patrick.
—Sigue allí —respondió Coretta.
—Bien. Gregor, sal lentamente por la escotilla y déjate flotar; Coretta se
encargará de tus umbilicales.
—No creo que lleguen hasta la UMA —observó Gregor.
—No, ya lo sé; han sido diseñados para trabajar dentro de la cabina. Pero puedes
alejarte por lo menos un metro y eso será suficiente para amarrarte a la UMA.
Acércala al casco tanto como puedas, pero no le quites todavía los cierres de
seguridad. Tiene una correa ancha para mantenerte en posición correcta. Toma los
dos extremos al mismo tiempo; si tiras hacia arriba quedarás sentado; después
abrocha. ¿Entendido?
—Roger.
—Ahora sal por la escotilla. Coretta, trata de decirme lo que pasa para que yo esté
enterado.
TTD 28,54
En cuanto el presidente abandonó la Sala de Gabinete, el secretario de Estado se
inclinó hacia Dillwater.
—Venga, Simón, le invito a una taza de café —dijo.
—Gracias, doctor Schlochter, ya he tomado demasiado.
—Bueno, una copa, en todo caso. Me parece que no ha tomado más que café
desde que nos reunimos.
—No suelo tomar cosas fuertes, pero le agradecería un vasito de jerez.
Pasaron junto a la mesa cargada de bocadillos y café para acercarse al pequeño
bar portátil traído algunas horas antes. Bandin había sentido la necesidad de tomar un
whisky doble y creyó disimularlo invitando a los otros a hacer lo mismo. Schlochter
sirvió un «Tío Pepe» con pulso firme y para sí un vodka con hielo y corteza de limón.
Entregó el jerez a Dillwater y levantó su vaso.
—Por una triunfal misión de rescate —dijo.
—Sí, brindo por eso, pero por nada más.
—El presidente es un hombre muy ocupado, Simón, con más problemas de los
que usted supone.
—Usted siempre en plan pacificador, ¿verdad Schlochter? Pero esta vez no podrá
hacer gran cosa. Presenté mi renuncia, que se hará efectiva en cuanto esa gente llegue
a tierra. O en el momento en que mueran. Tanto el presidente como el general
Bannerman sabían que ese proyectil estaba listo para despegar en misión de rescate,
pero no hicieron nada mientras no se les obligó.
Enseguida echó una mirada acusadora sobre el secretario.
—¿Usted también estaba enterado? —preguntó.
—No, no sabía nada, y es un alivio poder decirlo. De lo contrario me habría
sentido tan atrapado y afligido como el presidente.
—Me va a hacer llorar, doctor Schlochter.
—Comprendo su ironía, Simón, y no voy a discutírsela. Pero recuerde que no es
nada sencillo ser jefe de esta gran nación, guiarla en la paz y en la guerra. Mientras
hubo siquiera una posibilidad de poner en marcha los motores no quiso arriesgar la
TTD 33,14
—¿Qué dicen del combustible?
—Está casi listo —respondió Cooke.
—Ya es más o menos la hora. Esta posición no es muy cómoda.
Ambos pilotos estaban amarrados a los asientos de la cabina de vuelo, en posición
normal de vuelo. Pero el satélite cumplía una doble función: era vehículo espacial
durante el despegue y las operaciones en órbita, y aeroplano cuando llegaba el
momento de aterrizar. Los dos pilotos ocupaban unos asientos que resultaban
perfectos durante las maniobras y el aterrizaje, pero muy incómodos cuando el
vehículo estaba posado sobre la popa, como en ese momento. Era como ocupar una
silla caída con el respaldo hacia el suelo.
—¿Y las literas? —preguntó Decosta al micrófono.
—Las estamos asegurando —respondió la voz del ingeniero de carga.
—¿Y las botellas de aire?
—Están amarradas a la esclusa de aire…
—¡No! ¡Con eso no basta!
Decosta empezó a desabrochar su cinturón de seguridad.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Cooke.
—Voy allá abajo a poner las cosas como se debe.
—¡Estás chiflado! Faltan veinte minutos para cero y ya es tamos en la cuenta
atrás. ¿Cómo podemos prepararnos para el despegue si tú estás dando vueltas?
—Habrá que hacerlo. Ésta no es una operación cualquiera.
Mientras respondía se había descolgado ya de la silla. Después se descolgó hasta
la pared posterior de la cubierta de vuelo, convertida en suelo en ese momento, a un
metro y medio de distancia.
—Cuando estemos allá no dispondremos de mucho tiempo —explicó—. Quiero
que ese equipo esté donde yo lo pueda usar de inmediato.
Y se dejó caer por la abertura entre los dos compartimientos.
—Si no vuelves a tiempo partiré sin ti —le gritó Cooke al verle desaparecer.
La esclusa de aire era como un armario tumbado. Decosta la abrió y miró hacia la
TTD 33,34
—Se acabó —dijo Coretta—. El fuego, los pedazos incendiados… No hay más.
—Han pasado cinco minutos, por lo menos —informó Patrick—. Hemos pasado
y estamos en la última órbita.
—¿Qué significa eso?
—Estábamos en el perigeo, la parte más cercana a la Tierra en nuestra órbita. En
ese momento se produjo el impacto, al rozar la atmósfera. Un poquito más y
habríamos ardido. No hicimos más que tocarla, como una piedra al rasar el agua, y
seguimos avanzando. En el próximo perigeo no habrá nada que hacer. Falta poco más
de una hora.
Manoteó en su oscuridad hasta hallar el interruptor del micrófono y lo pulsó:
—Control de Misión. Aquí Prometeo. Quiero hablar con el satélite.
—Roger, Patrick. Satélite está escuchando.
—¿Cómo está tu nave, Cookey?
—Perfectamente y lista en todos los sentidos.
—¿Qué tiempo calculas para el rescate?
—Unos cuarenta minutos.
—Perfecto, siempre que llegues a tiempo. Eso te dejaría veinte minutos para
aproximarte y para salir de aquí. Te sugiero que trates de ser lo más exacto posible, a
fin de hacer la operación en la primera pasada.
—Sugerencia aceptada, Pat. Trataré de esmerarme.
—No lo dudo, Cookey. Corto.
Cuando acabó la comunicación, Nadia preguntó:
—¿Tendremos tiempo para restablecer la presión y evacuar esta cabina antes del
rescate?
—Sí, de sobra —respondió Patrick.
—En ese caso, ¿podríamos hacerlo? Los ojos me… No estoy cómoda y me
duelen un poquito.
—¿Por qué no lo dijiste antes? Gregor, da presión; ya sabes dónde están los
controles.
—Allí, en el centro de la pantalla, señoras y señores, pueden ver tres personas que
salen del satélite. Desde aquí son apenas tres pequeñas siluetas, aunque gigantescas
en la historia de la humanidad. Ha llegado la ambulancia y los tres suben a ella. No,
un momento, se han detenido. Se vuelven. La doctora Coretta Samuel está diciendo
algo, pero no podemos oírla, pues no hay micrófonos aquí. Ahora sube también a la
ambulancia. La puerta se está cerrando. Esta épica aventura ha terminado al fin.
Dentro de un momento hablaremos con el mayor Cooke y el capitán Decosta, pilotos
de la misión rescate.
Las mesas de Control de Misión se vaciaron una a una. Las luces se fueron
apagando. Las agujas de los indicadores bajaron a cero. La gran pantalla mostraba
ahora un canal de televisión comercial, donde se veía a la tripulación de la Prometeo
entrando a una ambulancia; la voz del locutor retumbaba con sonidos huecos en el
silencio de la habitación. Flax levantó los ojos a la pantalla; enseguida los bajó hacia
el gran cigarro que apretaba entre los dedos. El cigarro de la victoria, el que debía ser
encendido y fumado cuando la misión triunfara. Cerró lentamente la mano, el cigarro
se quebró y cayó en fragmentos al piso.
Habían regresado tres; ya era algo. Rescatados del fuego en el último instante.
Pero dos de ellos, dos buenos pilotos, traían los ojos vendados y tal vez jamás
recuperarían la vista. Sin embargo se había evitado un desastre mayor: la Prometeo
no caería en San Francisco. El ruso se había portado bien, muy bien.
Los pensamientos de Flax divagaban en círculo; la fatiga se le filtraba por los
miembros: la bola ígnea que venía creciendo poco a poco en su estómago se extendía
como para llenarle el pecho, el cuerpo entero.
Se dejó caer hacia adelante, muy lentamente, hasta que la cabeza tocó el plástico
frío de la mesa y los brazos quedaron colgando a los costados. La fuerza de gravedad
se impuso gradualmente. Flax siguió resbalando y cayó al suelo, inmóvil.
—¡Oh, Dios mío! —gritó uno de los técnicos—. ¡Miren a Flax! ¡Busquen al
médico!
Acomodaron en el suelo su cuerpo enorme, le abrieron el cuello y le aflojaron el
larguísimo cinturón. Hubo un apresurado rumor de pasos. Todos se apartaron para
dejar paso al médico.
—¿Está muerto, doctor? —preguntó alguien—. ¿Ataque al corazón?
FIN
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