JSC Filosofia
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Filosofía
Javier Sánchez-Collado
javiersco@gmail.com
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Presentación 4
1. ¿Qué es LA FILOSOFÍA? 5
2. LA VERDAD Y SU CONOCIMIENTO 10
2.1 ¿A qué nos referimos con “verdad”? 10
2.2 ¿Cómo puedo estar seguro de algo? 14
2.3 El progreso como mito 16
2.4 El error y la certeza 18
2.5 Lo que la verdad exige 21
A. La verdad requiere esfuerzo. 21
B. La verdad supone humildad. 22
C. El amor a la verdad: la verdad como aventura 22
3. MÉTODOS CIENTÍFICOS 24
3.1 La construcción del objeto científico 25
3.2 De la hipótesis a la experimentación: el momento deductivo 29
3.3 De la experimentación a la ley: el momento inductivo 31
3.4.Los límites de la inducción. 32
A. ¿Son seguros los conocimientos científicos? 32
B. El problema de la falsabilidad en la actividad del científico: ¿cómo verificar con certeza una
teoría? 34
C. ¿Es la ciencia una búsqueda sin término de la verdad? 35
4. El mundo físico 37
4.1 Lo material 37
4.2 Lo inmaterial 38
5. La vida. 41
5.1 Seres vivos y seres artificiales 41
5.2 Lo inmaterial en lo vivo y en lo inerte. La génesis de las máquinas y de los seres
vivos. 42
6. Los grados de vida: el conocimiento. 46
6.1 El conocimiento 46
6.2 Conocer no es una captación física del objeto 47
6.3 Lo que se capta en el conocimiento es una información. 47
6.4 Un modo distinto de poseer la información. Tipos de actividades. 49
7. El conocimiento sensible 53
8. Tendencias, pasiones y sentimientos 60
9. El CONOCIMIENTO INTELECTUAL 65
9.1 Los sentidos y la inteligencia 65
9.2 La inteligencia de los animales 66
10. EVOLUCIÓN Y HOMINIZACIÓN 69
10.1 La capacidad innovadora del ser humano 69
3
10.2 Cuerpo animal y cuerpo humano. 70
10.3 Comparación cibernética: ¿quién es quien? 74
10.4 Medio y mundo: la libertad fundamental 79
11. LA LIBERTAD 83
11.1La libertad de elección 83
11.2 La libertad como logro: la libertad moral 85
A “Libertad de” y “libertad para” 85
B La relación con el proyecto 90
C El sentido del límite: el consecuencialismo 93
D El aumento de poder: Los hábitos. 95
12. ¿Y Dios? 98
12.1. El cosmos que imaginamos 98
12.2 El caso de los alumnos copiones 103
2.3 Recapitulación (para no irse por las nubes) 105
Bibliografía 107
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PRESENTACIÓN
1. ¿QUÉ ES LA FILOSOFÍA?
2. LA VERDAD Y SU CONOCIMIENTO
Esto no sería lo mismo que afirmar que yo estoy seguro de que realmente
he aprobado la asignatura. En ningún caso podría tolerar que se pusiera en
duda, pues es algo que puede ser conocido por todos: basta con ver la nota del
examen, las actas, hablar con el profesor... Por supuesto, puedo estar en el
error, pero que pueda salir de él -por ejemplo, porque me enseñan la nota de
mi examen- es una prueba más de que el concepto de “verdad para mí” no
tiene sentido.
Que la verdad sea la adecuación entre el entendimiento y la realidad indica,
por tanto, que algo es verdadero porque es o fue real y no porque yo lo
conozca así. Esto no quiere decir que no haya verdades relativas, es decir,
verdades que dependen de un punto de referencia.1 Por ejemplo, cuando yo
digo que a la derecha hay algo, es una afirmación relativa: el punto de
referencia soy yo. Pero que esto esté a mi derecha es algo relativo, pero en
modo alguno es algo subjetivo. Si consideráramos eso al modo relativista,
diciendo que eso depende de nuestro modo de conocer, tarde o temprano
acabaríamos teniendo algún problema de tráfico.
Las posturas relativistas son, por tanto, aquellas que sostienen que no
podemos alcanzar ninguna verdad que no sea subjetiva, lo cual es equivalente
a negar el concepto mismo de verdad. Relativismos los hay de muy diversa
índole: se afirma que no podemos alcanzar la verdad porque, a fin de cuentas,
todo nuestro modo de conocer está condicionado por la época histórica en la
que vivimos, por la clase social a la que pertenecemos, por la constitución de
nuestro cerebro, por la educación recibida, por...
Aunque esté muy en boga ser relativista, sin embargo se trata de una
postura que es difícil defender cuando se reflexiona sobre ella, pues todo
relativismo encierra en sí una contradicción. Sucede que si todo nuestro
conocimiento es relativo, entonces este mismo conocimiento (el relativismo)
también es relativo. Si podemos afirmar que todo nuestro conocimiento es
relativo, que está condicionado por tales o cuales circunstancias, entonces al
menos este conocimiento no es relativo o bien se puede decir que si el
relativismo es verdadero entonces es tan falso como cualquier otra teoría. Si
decimos, por ejemplo, que todo el modo de conocer está condicionado por las
condiciones económicas en las que vivimos, entonces esta misma afirmación
1
Es interesante darse cuenta de la etimología de relativo: del verbo latino re-fero, cuyo
supino es re-latum. Son, pues, dos formas del mismo verbo, por lo que algo relativo es algo
que tiene un punto de referencia.
13
también estaría condicionada por las condiciones económicas en las que
vivimos, y por tanto sería tan falsa como cualquier otra.
Por otra parte, ser relativista en la práctica es algo que tampoco es
especialmente sencillo, al menos si somos relativistas consecuentes: si alguien
está convencido de que ha de echar gasolina a un coche diesel, procuraremos
sacarle de lo que consideramos un error, y no se nos ocurrirá decir que esa es
“su verdad”. Del mismo modo, nos molestaría que no nos advirtieran de errores
parecidos, si estuviéramos en el caso del “equivocado”.
Podemos pensar qué ocurriría si estuviéramos convencidos de que ese
examen tan importante iba a ser la semana que viene, cuando en realidad el
día previsto es mañana: sería una faena que nuestros amigos se dieran cuenta
de nuestro error y no nos lo hicieran saber. En ese caso, podríamos discutir
sobre cuál es la verdadera fecha del examen, ir a comprobarlo al calendario
oficial de exámenes, preguntar a alguien de quien estemos seguros...
Probablemente no sea tarea imposible salir de esa equivocación o hacer ver a
nuestro amigo que el equivocado era él. Una vez más vemos que no es lo
mismo que la verdad sea difícil de conocer que el hecho de que no podamos
conocer la verdad.
Ahora bien, con frecuencia sucede que el relativismo se plantea únicamente
en cuestiones de conducta, cuando el sujeto no está dispuesto a rectificar su
modo de obrar. En esos casos se prefiere afirmar que no hay verdadero
conocimiento, que no hay seguridad, o incluso se manipula la realidad.
Siguiendo con el caso del examen, podríamos pensar qué ocurriría si esa
misma tarde tuviéramos ya concertado algún plan que realmente nos
interesara: probablemente nos costaría mucho más aceptar cualquier
testimonio que nos llevara a modificar nuestros planes. En esta situación
habría quienes dijeran: me da igual si suspendo el examen; yo no me pierdo mi
partido de fútbol, o mi entrada para el concierto de la Filarmónica de Berlín, o
mi plan en “Danzaplus”. Otros, en cambio, no razonarán de esa manera, sino
que optarán por decir que “estás equivocado”, “tú qué sabrás”, “esa es tu
opinión”, etc. ¿Cuál de las dos es la mejor postura? Estos últimos son
personas que parecen tener una cierta coherencia con su modo de pensar,
mientras que los primeros son unos verdaderos sinvergüenzas (¡a quién se le
ocurre irse de diversión en vísperas de tan importante examen!). Puestos a
elegir entre ambos, habría que hacer un “elogio de los grandes
sinvergüenzas”2, de los que no manipulan la verdad para adaptarla a su
conducta. Entre otras cosas, porque los que no manipulan la realidad, aún
están a tiempo de rectificar su conducta, mientras que los otros, difícilmente
salen de las redes de su error, tejidas por sus propios intereses.
Esta pequeña digresión sobre la coherencia y la incoherencia nos muestra
también que existen verdades de distinto tipo. En concreto, podemos hablar de
razonamientos teóricos y razonamientos prácticos. Estos últimos no son las
verdades de los ingenieros, que pueden ser aplicadas para múltiples trastos, a
2
“Elogio de los grandes sinvergüenzas” es el título de uno de los artículos –breve, profundo y
muy divertido- de J. Choza en “La supresión del pudor y otros ensayos”. De ahí salen estas
ideas.
14
cual más útil. Un razonamiento práctico es aquel que se refiere a mi modo de
obrar, aquel que versa sobre qué debo hacer.
Si estudio cuál es el mejor tipo de neumático para mi coche, digamos que
ese razonamiento implica conocer las características del coche y las de los
neumáticos, y en ambos casos tenemos claro el fin, el para qué: por eso no es
lo mismo que el coche vaya a correr un rally o que lo quiera utilizar para ir al
trabajo por una atascada carretera. Pero cuando me pregunto qué he de hacer
en un determinado momento, si es bueno que yo estudie ahora o no,
evidentemente, es un razonamiento de muy distinto tipo que el anterior, pues
soy yo el implicado.
Hemos dicho que para juzgar si tales neumáticos son los convenientes para
el coche, hemos de saber cuál es el fin que se persigue con el coche. Pues de
la misma manera, para saber si tal actividad es conveniente para mí, lo que
hacemos en un razonamiento práctico es ver si se adapta o no al fin que yo
persigo en la vida. Si el fin último de mi conducta es pasármelo bien,
difícilmente encontraremos como conveniente para mí ponerme a estudiar
(salvo que necesite ese estudio para obtener lo necesario para seguir
pasándomelo bien), o no se me pasará por la cabeza la idea de dedicar mi
tiempo o mi dinero a una actividad solidaria. Es más, en muchos casos
sucederá que “no veremos por qué” no podemos hacer esto o lo otro.
Por eso se dice que para entender lo que tenemos que hacer hemos de
serlo antes: para entender que tengo que estudiar, en cierto modo tengo que
ser trabajador.
3
La célebre expresión cartesiana es “Cogito ergo sum”. Hay que aclarar que el término
“Cogito” no se refiere exactamente a pensar intelectual: no quiere decir, por ejemplo, que si
16
decir, si tengo pensamientos, sensaciones, me puedo equivocar, sí. Por
ejemplo, cuando veo una mesa puede suceder que esa mesa no exista, que no
sea más que el producto de mi imaginación calenturienta, o del dichoso genio,
o que sea un producto de Matrix. Pero de lo que no puedo dudar en ningún
caso es de que tengo esa sensación. (Lo podríamos formular también de otras
maneras: “si me equivoco, existo”). Ya tenemos una verdad indudable.
Podríamos obtener algunas otras verdades de las que tampoco puedo dudar,
por más dudante que me ponga a ello (el principio de no contradicción, por
ejemplo). Pero por ahí no se puede ir muy lejos. Descartes intenta obtener
todos los conocimientos con la misma certeza y seguridad que su “pienso,
luego existo”... pero la verdad es que no le sale muy bien. Su sistema filosófico
no consigue ir muy allá que digamos en la obtención de conocimientos: es
susceptible de numerosas críticas, y no sólo de las de los escépticos radicales.
Curiosamente -y no sin razón - a Descartes se le llama el “padre de la
filosofía moderna”. Y es que, aunque su sistema no haya obtenido el propósito
que perseguía, nos ha dejado, sin embargo, algunas herencias muy
importantes. Entre otras, la obsesión por lo evidente: el hombre moderno quiere
evidencia absoluta, como la de ese primer principio; y, si no hay evidencia
absoluta, entonces considera que no es un verdadero conocimiento. Sigue la
ley del “o todo o nada”. Por eso, si rastreamos la historia de la filosofía desde
Descartes (simplificándola un poco, claro), parece como si fuera dando
bandazos: los que intentan de nuevo hacer un sistema de evidencias plenas y
absolutas, que son sustituidos por los que, al descubrir que eso es imposible,
concluyen que no puede haber ningún tipo de seguridad, lo cual genera a su
vez nuevos intentos de evidencias absolutas.... En cierta manera se puede
decir que todos ellos comparten esa convicción cartesiana de que o hay plena
certeza o no hay ninguna certeza.
2.3 EL PROGRESO COMO MITO
Como suele ocurrir, y aunque parezca increíble, este tipo de discusiones
filosóficas no ha quedado recluida al ámbito de lo filosófico, sino que ha
acabado impregnando la mentalidad del hombre corriente, a través de diversos
sistemas de pensamiento y otros aspectos de nuestra cultura. Por ejemplo, se
puede observar cómo uno de los refugios de este afán por la certeza ha sido la
ciencia experimental, que nacía por la misma época en la que Descartes
publicaba su Discurso del método (es contemporáneo de Galileo, cuyos
trabajos le eran bien conocidos).
Es difícil hacernos cargo de la fascinación que provocó la aparición de la
ciencia experimental, a medida que fue mostrando sus posibilidades: un saber
que se revela como cierto, con una seguridad que parece que está fuera de
todo arrebato escéptico, y que ofrece al hombre una capacidad de dominar la
naturaleza como nunca antes había podido soñar. La verdad es que no era
para menos, pues las ciencias experimentales son uno de los más grandes
logros de la creatividad humana. Por eso no es de extrañar que la fascinación
fuera excesiva, y que aparecieran así movimientos filosóficos que sostienen
que el único conocimiento verdadero, seguro, es el de la ciencia. E incluso se
resuelvo un problema de matemáticas, entonces existo. La palabra latina tiene un sentido muy
amplio: cualquier acto de conciencia como una sensación, una imaginación, un recuerdo...
17
llega a afirmar que no existen otras realidades más que las que puedan
explicar las ciencias experimentales, que progresarán indefinidamente, y que
ellas solas bastarán para traer la felicidad al hombre: una plena y universal
felicidad. Quizá el movimiento más represantivo de esta mentalidad sea el
positivismo, que tuvo una gran pujanza en la segunda mitad del siglo XIX, y
que ha tenido algún coletazo posterior, como el del Círculo de Viena. En
general, se puede decir que el positivismo y movimientos similares eran algo
así como un “materialismo promisorio”: materialismo, pues pretenden explicar
toda la realidad únicamente recurriendo a los elementos materiales (que son
los que puede captar la ciencia). Y promisorio, pues –sin dar ninguna
justificación- pedía una fe en sus posibilidades, y aseguraba que tal movimiento
traería consigo la solución a todos los problemas humanos, la felicidad.
Aunque la mentalidad positivista o cientificista está muy extendida en la
cultura de nuestra época, se puede decir que filosóficamente, el positivismo y el
cientificismo están de capa caída: las ciencias han dejado de ser esa fuente de
fe ciega, como lo fue sin duda para muchos de los hombres del siglo XIX. ¿Por
qué ese cambio? Por un lado habría que tratar de razones filosóficas, y por otro
de motivos históricos y, por decirlo de algún modo “existenciales” (algo así
como un “desengaño vital”). De las razones filosóficas nos ocuparemos en otro
lugar. Vayamos con las razones históricas y vitales.
Unas ilustraciones que se hallaban expuestas en cierta universidad
pueden servirnos para entender hasta qué punto –casi ridículo- llegaba la
mentalidad positivista. El grabado lo formaban dos columnas de dibujos: la de
la izquierda representaban el “antes” y las de la derecha el “ahora” (estaba
hecho a finales del siglo XIX, hacia 1890). Debajo de un carro tirado por un no
muy brioso caballo se leía que “antes se tardaban varios días en transportar
una mercancia de Londres a Manchester”, mientras que “ahora” –se leía bajo
una “moderna” locomotora de carbón- “en sólo unas cuantas horas pueden
transportarse toneladas”. De la misma manera, “antes se tardaban semanas en
realizar un vestido”, tal y como se podía ver en el dibujo, donde una pobre
costurera digna de Dickens se afanaba en su tarea. Pero “ahora, los modernos
talleres textiles realizan...” Y tras hacer algunas comparaciones más como la de
los herreros antiguos y las modernas industrias siderúrgicas, concluía con una
última viñeta: “Antes, los hombres resolvían sus problemas por medio de la
guerra”, sobre una escena de la guerra de Crimea (¡de un año tan cercano para
ellos como 1854!). Y al otro lado, bajo un grupo de señores fumando puros
amigablemente en su elegante frac, se leía que “hoy, en cambio, los hombres
arreglan sus conflictos por medio del diálogo”.
No hubo más que esperar unos años para que “el hombre civilizado”
demostrara en la Gran Guerra lo que podía hacer con toda la técnica moderna
a su servicio. Y, por si a alguien le quedaba alguna duda, vendría luego la 2ª
Guerra Mundial, y la bomba atómica y la carrera de armamentos, los problemas
ecológicos... Para buena parte de la intelectualidad europea, el conocimiento
de las cifras de muertos de la Primera Guerra Mundial fue un mazazo que
destrozó muchas ilusiones utópicas sobre el progreso indefinido y la absoluta
felicidad terrena lograda gracias a la ciencia.
De alguna forma, esta crisis ya había sido anunciada por diversos
filósofos y literatos. Entre estos destaca Dostoievski, crítico con esa mentalidad
reduccionista del positivismo que pretende comprender al hombre de modo
18
absoluto. En el siglo XX, diversas corrientes artísticas, como el surrealismo, o
la literatura del absurdo intentan transmitir esa experiencia de un mundo que se
había prometido como un paraíso logrado por el progreso técnico, pero que, en
cambio, es sentido como un lugar lleno de contradicciones y de sinsentidos.
Por otra parte, estas desilusiones “extrínsecas” fueron acompañadas por
otra serie de revoluciones científicas que cambiaron también la imagen que se
tenía de las ciencias, que eran consideradas como el ámbito privilegiado de la
certeza: su progreso no aparecía sometido a ninguna duda ni a ningún límite.
Si tomamos como paradigma la mecánica Newtoniana, aparte de la completa
seguridad, probada durante más de dos siglos, parecía que podía suministrar
un conocimiento absoluto del universo. La percepción del mundo era una
percepción mecanicista, algo así como si el universo fuera una gran máquina,
un reloj. Se decía que si se pudieran tener todos los datos del universo en un
momento determinado (imaginemos un ordenador de grandísima potencia que
fuera capaz de tener almacenados todos los datos del cosmos), se podría
llegar a predecir cualquier suceso: no había límites para el progreso humano.
La nueva física (relatividad y física cuántica) rompe con esa
percepción: en primer lugar, mostrando que la mecánica newtoniana no puede
explicar los nuevos fenómenos que están apareciendo (no es válida para
estudiar el átomo ni para distancias enormes). Muchos sintieron algo así como:
“si no nos podemos fiar ni de la ciencia, de una construcción tan segura como
la mecánica newtoniana, ¿de qué nos vamos a fiar?” Pero además de eso, se
demuestra que es imposible un conocimiento mecanicista del universo. Existe
un límite al conocimiento humano: ni está todo determinado mecánicamente, ni
es posible llegar a tener todos los datos del universo, por más que progrese la
ciencia (principio de indeterminación de Heissenberg).4
¿Cuál es la conclusión de todo esto? El recurso de la ciencia, como
ámbito donde parecía posible esa “evidencia infinita”, ha fallado. Ha fallado por
dos cuestiones: en la ciencia cabe el error (en el siguiente tema aboradarmos
esto con algo más de detalle), tal y como hemos comprobado históricamente; y,
por otro lado, la ciencia no me garantiza una mayor felicidad, al menos de
modo necesario. El hombre siente el peligro de que sus propias creaciones le
dominen a él, de una manera o de otra.
2.4 EL ERROR Y LA CERTEZA
4
Existe un cierto paralelismo entre la física y las matemáticas. En estos también se produce
una “crisis de sistema” con la aparición de las geometrías no euclidianas, que demuestran que
lo que durante más de dos milenios se había tenido como un axioma irrefutable, base de toda
geometría, no lo era así en realidad. Se produce también una limitación a lo que podría ser
una “visión mecanicista” de las matemáticas: el teorema de la incompletud de Gödel.
19
sean igualmente ciertos no deja de ser una ilusión, o un prejuicio.
Precisamente, si hay algo que deja claro y cierto el empeño por la “certeza
infinita” es el hecho de que no todo puede ser igualmente evidente y seguro.
Así lo demuestran los intentos en falso de estos siglos: no aceptamos el
razonamiento del tipo “o todo o nada”.
Parece que estamos de nuevo en el comienzo de nuestra pregunta: ¿De
qué podemos estar seguros? Estamos preguntándonos no tanto por la verdad
sino por la certeza, esto es, la seguridad que se puede tener en la posesión de
la verdad. ¿De qué depende que algo nos sea evidente o no? Podemos
reflexionar usando uno de los ejemplos más célebres de la historia de la
Filosofía: el Mito de la caverna, de Platón5. Imagina Platón a unas personas
que, desde pequeñas, hubieran estado encadenadas en el fondo de una gruta,
sin poder moverse en absoluto, de tal manera que lo único que veían era una
de sus paredes. Por detrás de ellos había un gran fuego que iluminaba el lugar,
por el que pasaban personas portando objetos: las sombras de estos objetos
se proyectaban en el fondo de la gruta, aunque a los que los portaban no los
veían por existir un biombo o una pequeña pared de la altura de una persona.
Esos encadenados –dice Platón- pensarían tal vez que la única realidad es la
que ellos conocen, es decir, sombras (que, al fin y al cabo, son algo real).
Supongamos que se desencadena a uno de esos prisioneros y se le
obliga a ascender de golpe hasta el exterior, cuando el día está en su plenitud.
¿Qué verá? Absolutamente nada, pues se quedará cegado: no es capaz de
captar nada del exterior. Será preciso realizar un acostumbramiento, y salir en
un primer momento de noche, mirando únicamente al suelo, y más tarde tratar
de ver objetos poco luminosos, hasta que por último pueda mirar la luna.
Después podrá salir de día, y mirar nuevamente los objetos menos luminosos,
hasta que pueda caminar a plena luz del día, y mirar de hito en hito al sol. Si a
ese hombre se le preguntara por su experiencia pasada, indudablemente no
tendría ninguna duda de que antes estaba en un error cuando consideraba que
era toda la realidad no era más que aquellas oscuras sombras de objetos que
se proyectaban en la pared, y probablemente no tendría ningún interés en
retornar a su antigua situación, para vivir como una sombra.
Este alegoría puede aplicarse a diversas cuestiones (el uso exacto que
hace Platón de ella ahora no nos interesa). Vamos a intentar utilizarla para el
problema que tenemos entre manos: el de la verdad y la certeza.
¿Qué permite al protagonista salir de su error? ¿De qué depende que algo
sea o no evidente? Siguiendo el ejemplo platónico se debe a que existen
objetos más o menos luminosos, pero también depende de la condición del
sujeto para captarlos. La primera vez que el liberado sale de la caverna, se
encuentra con una realidad muy luminosa, pero no puede verla. Ha de haber
una cierta armonía o concordancia entre la realidad y la capacidad que tiene el
sujeto de conocerla.
Esto nos indica:
• el carácter luminoso de lo real: la realidad es inteligible (posee un orden que
podemos captar).
5
Platón solía utilizar numerosos mitos o ejemplos alegóricos para ilustrar sus teorías.
20
• la capacidad del hombre de captar lo real, que es progresiva (ascendente).
Aunque el hombre pueda llegar a conocer todo lo real, no lo hace de modo
inmediato. Si no está preparado para entender cierto tipo de realidades,
puede quedar cegado por la excesiva luz
• La certeza es la experiencia de la evidencia: la realidad que se hace patente
a nuestros ojos cuando están preparados para captarla.
• La experiencia del error, darnos cuenta de él es otra manera de vivir la
experiencia de la verdad.
Algo resulta evidente en la medida en que se muestra al sujeto con suma
claridad (una realidad evidente es una realidad patente, es decir, manifiesta al
conocimiento). Pero no siempre lo más claro es lo más evidente: un teorema
matemático puede resultar muy evidente para quien sepa matemáticas, pero
deslumbra al que no sabe, pues no está capacitado para captar esa realidad.
De alguna forma, el conocimiento humano es como el preso del mito de la
caverna: hemos de ir capacitando nuestra inteligencia para entender las cosas.
Y esto con una idea clara: entender es abrirse a lo real, dejar que la realidad se
nos manifieste, capacitarnos para captarla. No podemos pretender que sea la
realidad la que haya de amoldarse a nuestro pensamiento. Para conocer la
verdad, hemos de tener esa preocupación: ir a la realidad, abrir los ojos
Este proceso ascendente nos recuerda varias cosas. En primer lugar, una
que ya hemos visto: no todos los objetos pueden ser igualmente evidentes (no
podemos pretender la evidencia absoluta), pues hay realidades que pueden ser
difícilmente accesibles, porque no todos los objetos son igualmente luminosos
ni estamos siempre en la situación mejor para contemplarlos o no tenemos las
suficientes capacidades.
Además, el conocimiento es progresivo, no capto todo de golpe, sino que,
al igual que el cautivo, he de ir ascendiendo poco a poco. Este “ascenso” lo
podemos aplicar también a la manera que tenemos de acercarnos a una parte
de lo real (conocimiento de una ciencia o de una materia cualquiera). El
conocimiento que tenemos es progresivo y, por tanto, parcial. La realidad
encierra una riqueza, una inteligibilidad, que no podemos agotar. De ahí que en
muchas ocasiones una cuestión pueda abordarse desde varios puntos de vista,
pues ninguno de ellos abarca por completo el problema.
Todos estos casos los podemos ejemplificar con lo que ocurre a la hora de
diagnosticar ciertas enfermedades. Al hacer el estudio del enfermo, la
preocupación del médico es la de situarse de la mejor forma posible ante lo
real, lo cual no siempre es fácil: no puede observar las cosas como a él le
gustaría (donde se ven bien las cosas es en la autopsia; pero eso es ya tarea
de los médicos forenses). Puede suceder que varios médicos discutan sobre
cuál es el diagnóstico adecuado o qué tratamiento ha de seguirse ante
determinada enfermedad. ¿Esa discusión indica la imposibilidad de alcanzar la
verdad? Confirma, más bien, que la verdad no siempre es fácil de alcanzar.
Pero, como ya hemos indicado, los médicos están bien seguros de que existe
una verdad, un diagnóstico que es el verdadero (si no fuera así, carecería de
sentido discutir). El hecho de que una vez alcanzado puedan discutir también
sobre cuál sea el mejor tratamiento, y que incluso haya varios tratamientos
posibles es algo frecuente en las verdades de tipo práctico (las que responden
21
a “qué debo hacer ahora”): con frecuencia no hay una única manera de obrar
“verdadera”, sino varias, cada una con sus ventajas y sus inconvenientes. Esto
no es relativismo, pues los médicos tienen bien claro que existen algunos
tratamientos que son claramente equivocados (saber que algo es falso es
conocer la verdad, es saber algo de cómo es la realidad).
También puede ocurrir que un médico se dé cuenta de que la realidad “le
supera” de momento: que ha de mejorar su capacitación, estudiar más, realizar
investigaciones, etc. para “no quedarse ciego” ante la verdad.
¿Cómo puedo, entonces, estar seguro de algo? El encuentro con la
verdad es una experiencia, y como tal tiene algo de incomunicable: aunque se
puede animar a otros a abrir los ojos ante la misma realidad y compartir de ese
modo la experiencia ante la verdad. ¿No cabe el error? Indudablemente, tal y
como sucede al protagonista del mito. La certeza que tiene una vez que ha
salido de la cueva y se ha acostumbrado a la luz es muy grande. Ahí la realidad
es evidente (es algo patente) y se está en condiciones de captarla. Y
precisamente entonces resulta clarísima la diferencia entre el error pasado (las
sombras de la cueva) y la realidad presente; por eso se dice que el error,
nuestra experiencia de haber estado en el error, más que una prueba en contra
de nuestra capacidad de llegar a la verdad es un argumento a favor de nuestra
capacidad de captarla. Si no tuviéramos esa capacidad de captar la verdad no
seríamos capaces de darnos cuenta de que hemos estado equivocados. Si nos
damos cuenta del error es porque captamos la verdad.
Las cosas más luminosas son más difíciles de captar. Pretender que la
realidad esté patente ante nosotros de modo total e inmediato supone un fuerte
desprecio a la verdad. La superficialidad lleva a considerar las sombras como si
fueran la realidad y lo único real. Existen muchas maneras de ser superficial.
Superficial es considerar que se puede hablar y opinar sobre cualquier tema,
aun siendo un ignorante en la materia, con igual derecho que quien realmente
sabe (algunas tertulias radiofónicas y televisivas en las que con frecuencia se
opina sobre cualquier cosa, sin haber dedicado ni un minuto de estudio o
reflexión sobre el asunto). Es superficial también la pretensión de que se
expliquen ciertas cuestiones “en un minuto”. Es superficial una persona que se
queda únicamente en la primera impresión de las cosas, que se queda sólo en
el “chismorreo” de lo real, por lo que no intenta llegar a la “verdad de las
cosas”, que no está dispuesta a realizar el esfuerzo de ascender en el saber,
en la amistad, etc.
Una manera especial de ser superficial es confundir la verdad con la
“erudición”, el saber con el acumular datos. Esto es un peligro especial hoy en
día, pues tenemos a nuestra disposición una avalancha inconmensurable de
22
datos, a nuestro alcance sin ningún esfuerzo. No dejamos, por otro lado de
recibir cantidades ingentes de información. Precisamente la visión profunda o
ascendente de las cosas es la del sabio, la de la ciencia, que saben hallar una
vinculación unitaria a un gran número de fenómenos dispersos
6
Admirar a alguien y admirarse de algo
23
Hemos hablado antes de verdades teóricas y verdades prácticas. En
ambos casos se puede aplicar, como hemos visto a propósito del amor, el
esquema de la verdad como deslumbramiento, como ascenso y como luz.
Un ejemplo de verdad teórica puede ser el descubrimiento, la comprensión
de un teorema matemático. De hecho es frecuente que utilicemos el verbo “ver”
para referirnos a su captación: “ya lo he visto” o “¿no lo ves?” Incluso se puede
decir que ese “ver” va acompañado de una cierta emoción, una satisfacción
especial.
Existen otras verdades que nos “deslumbran”, también en el orden práctico.
Uno de ellos es el amor, tal y como hemos señalado (se puede hablar de amor
como deslumbramiento y ascensión7). Estas verdades suponen una
transformación: desde el enamoramiento al encuentro con Dios, o el encuentro
con una persona o una misión que nos deslumbran nos llevan a una
transformación más radical que la de hallar una verdad meramente teórica.
7
El amor como deslumbramiento, como algo que a uno “le pasa”, corresponde al primer
momento, a lo que suele llamarse “enamoramiento”: ahí se descubre una posibilidad. Pero el
amor propiamente dicho no es sólo eso, sino que implica una ascensión, con el esfuerzo que
conlleva. Y ahí entra de lleno la libertad. No tener en cuenta estos dos aspectos puede dar una
imagen muy falsa del amor, como ocurre con frecuencia en muchas películas, en las que amor
se reduce a enamoramiento.
24
3. MÉTODOS CIENTÍFICOS
Vamos, pues, a estudiar el método de las ciencias experimentales, cuyo esquema, que explicaremos, es el siguiente:
La actividad científica se mueve entre dos planos: el de la realidad y el de las construcciones mentales, y veremos que la
ciencia es un subir y bajar de un plano a otro. En mayor o menor medida, las ciencias son explicaciones ideales de la realidad, es
decir no son cosas que estén ahí y el hombre las descubra.
8 Podemos hacer una digresión más, aunque no esté directamente relacionada con el método científico. Pero el
mismo esquema se repite no sólo en las ciencias experimentales, sino en otros ámbitos humanos como puede ser el
del periodismo. Suele citarse en el mundo de la prensa el aforismo “los hechos son sagrados, las opiniones son libres”,
que viene a señalar que nunca puede manipularse un hecho (si hubo 10 yo no puedo decir que hubo 5), y que
indirectamente afirma que si no manipulo ningún hecho, entonces ya informo con objetividad, lo cual parece ser el ideal
de todo periodista. Pero tras esta afirmación lo que se esconde es un pozo inacabable de manipulación y
desinformación. ¿Por qué? Apliquemos lo que hemos visto a propósito de las ciencias experimentales a la información
periodística: donde decíamos hechos o fenómenos, debemos decir ahora “noticias”, que vienen a ser los fenómenos
periodísticos.
Teniendo presente esa comparación, podemos decir también que, al igual que los hechos son hechos, las
noticias también son “producidas” de alguna manera. Es decir, varios periódicos pueden ser igualmente “objetivos”,
pero dando una visión de la realidad completamente distinta. ¿Quién decide que una cosa es noticia? Según el tipo de
periódico (deportivo, económico, de información general, cultural) habrá una cosas que serán noticia o no. Pero
también según los presupuestos ideológicos -el modo de ver la realidad que cada periódico tenga-, aparecerán unas
cosas como noticia o no. Y eso no tiene por qué ser malo; lo malo es engañar diciendo que la visión que se ofrece es
una visión “aséptica”, es decir, una visión sin ninguna carga ideológica, lo cual es completamente imposible. Es más,
los que defienden que la suya es la información aséptica son quienes suelen caracterizarse por su mayor manipulación.
Lo malo no es tener valores, sino ocultarlos: intentar hacer pasar una selección parcial de la realidad como la visión de
la realidad completa.
9 Tomo el ejemplo de José Ramón Ayllón “En torno al hombre”, ed. Rialp
29
contienen carbonato cálcico, almidón, azúcar, cloruro de calcio y de sodio, etc.
Para la química el hombre es eso, pues eso es lo único que puede coger con
sus redes. Pero no puede pretender que la realidad coincida exclusivamente
con eso. Un pescador tampoco puede pretender que el mar y su contenido no
sea más que lo que captura con sus redes: es la misma pretensión que la de
quien afirmara que no hay más realidad que la estudiada por las ciencias
experimentales.
En una ocasión -cuenta un viejo relato- llevaron un elefante ante varios
sabios hindúes, que eran ciegos, y les pidieron que dijesen qué era ese animal.
Empezaron a palparlo y el primero de ellos, que había tocado la trompa, dijo
que el elefante era como una serpiente. El que palpó la pata, dijo que el
elefante era como una columna, y como una muralla le parecía al que tocó el
cuerpo. “El elefante es como un murciélago, pues tiene alas como las suyas” ,
dijo otro al tocar sus orejas.
Lo claro es que, aunque tenían algún fundamento en la realidad, ninguno
de ellos dijo qué era un elefante: su conocimiento era real, pero parcial, y su
principal error era pensar que toda la realidad tenía que ser únicamente como
eso que ellos conocían. Pues algo parecido sucede cuando alguna de las
ciencias experimentales, alguno de los científicos más bien, pues la ciencia no
hace ese tipo de afirmaciones, mantiene que la realidad no es más que lo que
se conoce a través de la ciencia o a través de esa ciencia.
10
Etimologías similares como antítesis= contra- posición. Síntesis= composición
30
habrá que ver cómo se sabe si eso es o no es verdadero. Desde luego, nadie
estaba allí para verlo (de la misma manera que no hay forma de ver un átomo,
para descubrir si tiene electrones, protones, cómo están dispuestos, etc.). Por
tanto, para saber si una hipótesis es cierta o no, he de obtener deducciones de
ella, que sí sean comprobables. Por ejemplo, si es cierto que el mundo tuvo su
origen en una explosión, tendrá que haber alguna huella de la onda explosiva
del universo, y se tendrá que detectar de una forma o de otra.
Supongamos que hemos de descubrir -con algún que otro milenio de
retraso- el principio de Arquímedes. En resumidas cuentas, queremos explicar
por qué unos cuerpos flotan y otros se hunden en el agua. Podemos entonces
aventurar una hipótesis, como puede ser que el que un cuerpo flote en el agua
depende del tipo de material que se trate: nos puede parecer, de entrada, que
la madera suele flotar, mientras que el hierro se hunde. ¿Cómo verificamos
esa hipótesis? Saquemos deducciones de esa hipótesis: “si el hecho de que un
cuerpo flote depende del material de que esté hecho, la madera flotará en
cualquier caso”. Por tanto, todo cuerpo de madera flotará en el agua,
independientemente de cuál sea su volumen y peso. Y también podemos
deducir que un cuerpo de hierro no flotará, con independencia de cuál sea su
peso y volumen. Estas deducciones son fácilmente comprobables, pues
podemos diseñar un experimento, que viene a ser como un interrogatorio a la
realidad. En dicho experimento probamos a lanzar al agua cuerpos de madera,
de distintos pesos y volúmenes: comprobamos que la hipótesis es falsa, pues
hay tarugos de madera que no flotan. Hemos hecho una pregunta a la realidad:
¿flota la madera, con independencia de cuál sea su peso y su volumen? No,
nos ha respondido la realidad, a través de un experimento.
Para que un experimento sea fructífero es preciso tener muy claro qué es lo
que se va a averiguar de él: es útil, en la medida en que sé perfectamente qué
es lo que voy a averiguar. La respuesta de la realidad es siempre muy escueta:
sí o no. Es preciso hacer deducciones de las hipótesis hasta llegar a una de
ellas que sí sea fácilmente comprobable. ¿Y cómo se constata? Mediante la
experimentación. Un experimento es una manera de interrogar a la realidad
(que es bastante parca en palabras) sobre si es verdad o no alguna de las
consecuencias que hemos deducido.
La verdad es que hay que reconocer que el método científico se parece
bastante al método de los detectives de novela: de hecho, Sherlock Holmes -el
personaje de Conan Doyle- aparece, en la época de pleno auge y popularidad
de las ciencias experimentales, como la encarnación novelesca de la ciencia.
Pues bien, el detective, tras haber construido su propio objeto, tras saber qué
tipo de hechos son significativos, se encuentra con una serie de hechos que ha
de explicar: un cadáver, un dinero desaparecido, huellas, manchas... Tras
observar eso, ha de ser capaz de construir una hipótesis, una explicación de
los hechos: fue el mayordomo el que cometió el crimen. Si esto es cierto, la
explicación que dio el mayordomo tuvo que ser falsa. Pero si la explicación era
falsa, entonces supongo que no estuvo hablando por teléfono desde un bar en
el momento del crimen. Esto ya es comprobable, y puedo hacer un
experimento, es decir, tengo que idearme un sistema para comprobar eso. Por
ejemplo, se me ocurre que puedo acudir a la compañía telefónica para pedirle
un registro de las llamadas del bar para saber si es cierto esto. Lo que está
claro es que la hipótesis no se puede comprobar directamente: nunca se le
31
puede preguntar directamente al mayordomo: ¿usted cometió el crimen? Más
bien han de sacarse modos indirectos para probar si esa suposición era cierta.
De este paso es de donde recibe el nombre el método científico: método
hipotético-deductivo. Supongo hipótesis, deduzco de ellas consecuencias que
verifico o rechazo mediante la experimentación.
11
El mismo Popper señala que la teoría de la falsabilidad no cumple su propio principio,
pues ella misma no puede ser nunca desmentida La única manera de probar la falsedad de la
teoría de la falsabilidad sería encontrar una hipótesis que no pudiera ser nunca desmentida, lo
cual es –por la propia naturaleza de la inducción- imposible. Por lo tanto la propia teoría de la
falsabilidad no es desmentible. En realidad esto no supone ningún problema, pues es una
teoría que trata sobre conocimientos científicos y no sobre sí misma. Pero es útil tener clara
esta limitación para evitar afirmaciones tales como que “todo conocimiento tiene que ser
desmentible”, lo cual llevaría a rechazar todo tipo de conocimiento que no fuera el de las
ciencias experimentales.
Esa última afirmación sería tan contradictoria como afirmar que “no hay más conocimiento
que el conocimiento científico”, ya que esta conclusión no la suministra ninguna de las ciencias
experimentales (no la obtiene la física, ni la química, no se extrae de ningún laboratorio ni
ninguna fórmula matemática nos da ese resultado). Si esta proposición fuera verdadera, habría
que rechazarla como falsa, por no estar sacada de ninguna ciencia experimental.
35
¿Cuáles son estos criterios? Podemos señalar los siguientes12:
a) poder explicativo. Es decir, es un indicio a favor de la aceptación de
una hipótesis el que pueda dar cuenta o explicar problemas
planteados y fenómenos diversos
b) poder predictivo
c) precisión de las explicaciones y predicciones
d) variedad de pruebas independientes
e) apoyo mutuo entre teorías.
Estos criterios permiten saber qué tipo de conocimientos han sido ya
suficientemente probados, cuáles son meras hipótesis, y qué explicaciones se
encuentran entre ambos extremos: esperando aún una demostración o
refutación.
Viene bien recordar en este punto que el desarrollo de la “ciencia real”
no coincide con la exposición de la ciencia que se estudia en los libros, pues
aquí se presenta como un conjunto de conocimientos sistemáticos, ordenados,
ante los cuales no cabe más que asentir con evidencia. De hecho la ciencia no
funciona así: los prejuicios personales, sociales o ideológicos también están
presentes en el desarrollo de la ciencia13
12
Extraídos de Mariano Artigas, “Filosofía de la ciencia experimental”,editorial Eunsa.
13
Puede vale como ejemplo el caso de Einstein y su inicial rechazo a aceptar un universo en
evolución, que le llevó a incluir una “constante de corrección”, en contra de lo que le daban sus
resultados: esto lo calificó Einstein como el “error de su vida”. Otros científicos han sufrido
numerosas incomprensiones (Mendeliev), o han tenido que ver cómo sus estudios no recibían
ninguna atención (Mendel).
36
cuántica. La aparición de las nuevas teorías físicas, ¿nos ha hecho caer en la
cuenta de que todos nuestros conocimientos anteriores eran un error? Es
evidente que no, pues la mecánica clásica se sigue estudiando y aplicando
continuamente en la técnica. ¿Cómo es posible esto, si es una explicación
“superada”? Lo que ocurre es que la nueva explicación física no ha hecho
trizas la anterior, en cuyo caso lo único que cabría hacer con ella es tirarla a la
papelera. Lo que ha sucedido, más bien, es que la teoría ha sido corregida: su
aplicación no es tan universal como se pensaba, pero sigue siendo
perfectamente válida (y mucho más cómoda y sencilla, por cierto) para el
ámbito de la experiencia ordinaria.
Esto nos llevaría más bien a una visión de la ciencia como un ascenso
hacia la verdad: una teoría corrige a la anterior, que no es falsa sino parcial.
(Esta visión del conocimiento es muy similar a la ascensión hacia la luz que
propone Platón en su “mito de la caverna”). No se trata, pues de una sucesión
“horizontal” de teorías, como si una hipótesis desmintiera a otra, pero no fuera
capaz de subir y siempre nos quedáramos “al mismo nivel” que antes, sin
despegarnos del suelo, sin poseer un poco más de verdad.
37
4. EL MUNDO FÍSICO
4.1 LO MATERIAL
¿Qué tiene en común lo que vemos en nuestro cuarto, el olor que llega
de la cocina de la cena que está preparando nuestra madre y el sonido del
disco que estamos escuchando en este momento? Admitiendo que no se trata
de un chiste –un “en qué se parecen”- sino del comienzo de nuestro filosofar
sobre el mundo que nos rodea, sobre las cosas cotidianas, podríamos
fácilmente llegar al acuerdo de que se trata de un mundo material. Las cosas
con las que nos topamos en el mundo son materiales. No todas tienen color, ni
todas tienen un sonido, pero todas son materiales. Así son las cosas de
nuestro mundo. ¿Así?
Supongo que no faltará alguna de las “objeciones poéticas”: ¿y el amor,
es material? ¿Y la ilusión? Objeción rechazada, de momento. Este tipo de
cuestiones las trataremos más adelante: ahora estamos hablando de las
“cosas”, de “cualquier cosa” de nuestro ámbito. Cualquier cosa que nos pueda
señalar o decir un joven filósofo de diez años. Todo esto, por tanto, es material.
Pues bien, vamos a plantear algunas pegas a esta afirmación tan sencilla.
¿Cuál es la diferencia “material” entre un jarrón de porcelana y ese
mismo jarrón –soy un poco torpe- hecho añicos porque se me ha caído al
suelo? Materialmente, antes era medio kilo de porcelana, y ahora sigue siendo
medio kilo de porcelana. De la misma manera, materialmente no existe ninguna
diferencia entre los materiales necesarios para construir una casa, si los
tenemos amontonados sobre el terreno, y la casa ya construida.
¿Dónde está la diferencia? En la construcción no se ha añadido ninguna
pieza nueva: los ladrillos, vigas, tuberías, cemento, etc. no han sufrido ninguna
alteración. ¿Por qué valen más cinco mil ladrillos puestos en forma de casa,
que cinco mil ladrillos amontonados? Materialmente (es decir, atendiendo a los
materiales), no hay ninguna diferencia entre esa casa flamante, y esa misma
casa derruida. El montón de escombros tiene los mismos materiales que la
casa nueva. No se le ha añadido ni quitado ninguna “cosa”. Y, sin embargo,
esa cosa ya no es casa.
Es curioso, pero a la hora de pagar las cosas que compramos no
solemos ser tan “materialistas” como hemos afirmado ser al comienzo de este
tema. No solemos enfadarnos porque por unos pocos kilos de plástico, cristal,
y algunos gramos de acero, nos cobren una cantidad nada despreciable por el
hecho de venir en forma de ordenador. ¿Por cuál de los materiales pagamos
tanto? Y si es uno de los materiales lo que tanto vale, ¿por qué no lo sigue
valiendo cuando descomponemos el ordenador en trocitos? Al fin y al cabo, los
materiales siguen siendo los mismos.
Es el mismo problema con el que nos encontramos los malos cocineros:
dos platos cocinados con los mismos ingredientes, pero condimentados por
diferentes cocineros pueden dar resultados completamente distintos. No basta
con añadir patatas, huevos, aceite y sal para lograr una tortilla de patata. En la
tortilla hay mucho más que ingredientes. Y eso que hay, no es un ingrediente
más.
Los ejemplos podrían multiplicarse. Lo que estos ejemplos muestran es
que los ingredientes materiales de una cosa no bastan para explicar lo que esa
38
cosa es. No es un material lo que marca la diferencia entre el acueducto de
Segovia tal y como lo conocemos ahora, y ese mismo acueducto reducido a un
montón de escombros. La diferencia no radica en que hayamos quitado tal o
cual piedra, o una de las piezas o... La diferencia está en el orden, en la
disposición de las piedras. Y ese orden no es material, no es uno de los
materiales.
Lo que nos rodea no es, pues, solamente material (es decir, algo
formado únicamente de materiales) sino que hay algo más: eso es lo que
diferencia una buena tortilla, de la mala; el montón de escombros, del
acueducto; unos cuantos gramos de cristal, plástico y silicio, de un ordenador.
Eso es el orden, la estructura que tienen los distintos materiales.
Por tanto, las cosas físicas están compuestas por materiales y por
“inmateriales”, es decir, por materiales y orden. Son dos principios diferentes.
4.2 LO INMATERIAL
Este elemento inmaterial, el orden o estructura, recibe también el
nombre de “forma”, y se habla así de los dos principios de las cosas, lo formal y
lo material. Si utilizamos esta expresión en sentido preciso, la forma, hemos de
tener en cuenta que no se emplea de la misma manera que en el lenguaje
ordinario, cuando preguntamos “¿Qué forma tenía esa pieza del coche?
Redonda.” Cuando hablemos de lo formal, no nos referimos únicamente al
aspecto exterior, sino a todo aquello que no es ninguno de los materiales, a ese
aspecto inmaterial de las cosas, el orden o estructura con que se disponen los
materiales.
Para estudiar las características de lo formal y de lo material pensemos
en un caso cualquiera de los que hemos puesto al comienzo del tema: el del
acueducto, por ejemplo. Lo primero que habría que decir es que tanto lo formal
(el orden, estructura...) como lo material (los materiales) son algo real, no una
mera idea. Que los materiales son algo real está fuera duda: no es fácil
construir el acueducto si se carece de los bloques de piedra: sin piedra, sin
material, no hay acueducto. Pero sin lo formal no hay acueducto tampoco: por
el hecho de tener el montón de piedras amontonadas, recién traídas de la
cantera y depositadas en el lugar adecuado, tampoco hay acueducto. Lo
material y lo formal son causas (causa material y causa formal) del acueducto:
se define una causa como aquello de lo cual algo depende. Si quitamos la
causa, no hay efecto: si quitamos la estructura o los materiales del acueducto,
no habría acueducto.
Sigamos con las propiedades. Las piedras que hemos traído de la
cantera antes de que formen parte del acueducto pueden ser un montón de
cosas: pueden ser acueducto, sí, pero también pueden dar lugar a un palacio,
a una mansión, podían haberse empleado en las murallas de la ciudad o en
cualquier otro tipo de edificación. Es decir, los materiales, (aquello de lo cual
algo se hace) tienen múltiples posibilidades, pueden ser muchas cosas. Lo que
les hace ser una cosa y no otra, lo que determina a los sillares a ser lo que son
y no otra cosa es precisamente la estructura que se les confiere, la forma u
orden con que se dispondrán esos elementos. Por tanto, lo formal es lo que
determina esas posibilidades que tiene lo material.
39
¿Dónde está lo formal? En el caso del acueducto ¿dónde está su
estructura? Pues está en todo el acueducto, en cada una de las partes. Como
ya hemos dicho, la estructura no es una parte, no es una de las piedras, sino
que es la manera que tienen de estar organizadas esas piezas, y por eso está
en todas las partes y no es ninguna de ellas. Lo inmaterial, por tanto, no se da
“flotando”, no es un fantasma, sino que sólo existe en lo material (en principio
podemos decir que el orden del acueducto sólo existe en el acueducto; ya
matizaremos más adelante)
Por eso tampoco se puede decir que lo inmaterial en el mundo físico sea
una “cosa”, pues con eso nos solemos referir a algo que tiene independencia
propia, que puede existir solo. Y no es fácil toparse por la calle con órdenes
inmateriales de acueductos, de árboles o de lo que sea, como si fueran
fantasmas buscando dónde agarrarse. Es decir, lo formal se da en lo material,
unido a los materiales, determinándolos (haciéndoles ser esto y no otra de las
posibilidades que alberga lo material).
Por tanto, lo formal, lo inmaterial, no puede darse “sueltos”. Y lo material,
¿puede darse con completa independencia de lo formal? A primera vista podría
parecer que sí, pues los materiales del acueducto pueden darse amontonados
sin formar un acueducto ni construcción alguna. Pero eso no significa que los
sillares del acueducto no tengan nada de inmaterial. También las piedras
tienen una determinada estructura, un orden que lo determina: no vale
cualquier piedra para formar parte del acueducto, sino que ha de tener también
una determinada estructura. No se puede construir un acueducto con piedras
esféricas, ni con pedazos amorfos (etimológicamente: “sin forma”) de piedra,
sino que tienen que estar labrados de una manera precisa.
Podemos decir, pues, que los sillares también tienen un material (la
piedra) formalizado (labrado de una determinada manera). ¿Sería la piedra
entonces un puro material amorfo? También podríamos afirmar que está
compuesto de materia formalizada, pues se trata de minerales, que unidos de
una determinada manera producen un tipo de y con otro tipo de unión generan
cuerpos distintos, con propiedades y características diferentes (La diferencia
entre el carbón y el diamante)
El proceso podría continuar, hasta los átomos, las partículas
subatómicas... La materia no se da, no existe de modo puramente amorfo, sino
que siempre posee una cierta estructura, un cierto orden, una cierta
disposición.
El recorrido que hemos hecho desde el acueducto a los átomos muestra
también que la materia puede estar más o menos determinada, que hay grados
de determinación. Los sillares del acueducto ya están bastante determinados
(están muy formalizados) si los comparamos con la piedra tal y como está en
la cantera: con la piedra de la cantera se puede sacar material para una
estatua, mientras que no parece fácil hacer una buena estatua con los sillares
del acueducto.
Resumimos lo visto en el siguiente cuadro
Lo material Lo formal
Son algo real
40
Son tipos de causas
Tiene posibilidades de ser muchas cosas Hace que sea de una manera concreta
Es indeterminado Es lo que determina a lo material
No puede existir independientemente del No existe en el mundo físico separada de la
orden o forma: existe “con forma” materia: existe en la materia y no es
“formalizado”, nunca completamente ninguno de los materiales
“amorfo”.
No son “cosas” independientes
41
5. LA VIDA.
5.2 LO
INMATERIAL EN LO VIVO Y EN LO INERTE. LA GÉNESIS DE LAS
MÁQUINAS Y DE LOS SERES VIVOS.
14
Se trata de un término griego, que se traduce al latín como “anima” –los seres animados
son los que tiene vida- y pasa a nuestra lengua como “alma”. El uso lingüístico ha reservado la
palabra “alma” para el hombre, con frecuencia con un sentido religioso. Así se dice que alguien
“cree en el alma”, o bien que “no cree que el alma exista”, dando a entender entre otras cosas
la creencia en un elemento espiritual e inmortal. Por ello, preferentemente utilizaremos por ello
el término psiche, más frecuente en contextos filosóficos, y que ayuda a evitar confusiones de
este tipo, pues no pretendemos utilizar aquí un concepto religioso ni queremos defender el
carácter inmortal del alma de los ratones.
45
ventrílocuo” que se acaban de comprar mis vecinos). Nunca pueden dejar de
realizar su actividad propia, nunca puede dejar de funcionar: eso es la muerte.
Las máquinas pueden empezar a funcionar (si no tienen averías) en cualquier
momento, pero no tienen que estar funcionando siempre; los seres vivos en el
momento en que dejan de vivir... ya no tienen arreglo.
Esta es una de las características que más envidian los médicos a los
mecánicos: un mecánico puede desmontar la máquina en cuestión y tenerla sin
funcionar hasta que es capaz de dar con la dichosa avería. Un médico que
opera de corazón no puede hacer eso, dejar al enfermo “desmontado”, sin
funcionar durante un rato. Precisamente se las tienen que ingeniar los cirujanos
para que, al “reparar” un órgano vital, como por ejemplo el corazón, la función
de ese órgano sea suplida de alguna manera o no quede completamente
inutilizada. Si el paciente se les muere a los médicos “sólo un ratito”... eso tiene
difícil arreglo. En resumidas cuentas, y aunque suene a dicho de Perogrullo, los
seres vivos pueden morir, cosa que una máquina no puede hacer.
Aún cabría preguntarse si el “home mouse” tiene conocimiento y si, por
tanto, puede sentir hambre. En otra pregunta veremos que no, por lo que
podríamos decir que a Bradley su invento le salió más parecido a un vegetal
que a un animal, ya que tanto el “home mouse” 15como el vegetal satisfacen
sus necesidades sin ninguna mediación cognoscitiva.
15
Aunque me consta que se realizó un experimento como el que cuento, su autor no se
llamaba Bradley, ni sé a ciencia cierta la fecha de su realización ni si llamó “home mouse” a su
invento.
46
6.1 EL CONOCIMIENTO
47
Para aclarar qué es conocimiento, partamos primero de nuestra propia
experiencia, de esas cosas o actividades a las que, de modo habitual,
llamamos conocer.
Así, a las actividades que hacemos con nuestros sentidos (la vista, el
oído...) las llamamos conocer. “¿Has visto un polo de color azul cobalto? No,
no conozco ese color” “¿Conoces el último perfume de Hedorín? No, aún no lo
he olido”. “¿Conoces mi nueva casa? No aún no la he visto”. “¿Has probado las
salsa picante? Pues aún no sabes lo que es bueno”
Creo que, de momento, los ejemplos son suficientes. Podemos aceptar
que lo que hacemos con nuestros sentidos es conocer. No sólo conocemos con
los sentidos, sino que el esfuerzo que hacemos con la memoria y la inteligencia
(ya aclararemos más adelante en qué consisten cada una de estas
capacidades) también lo llamamos conocimiento. Así, un profesor nos hace un
examen para “comprobar nuestros conocimientos”, para saber qué conocemos
de la asignatura, si recordamos, si sabemos resolver problemas, etc. Pero, en
fin, para no meternos en más líos, quedémonos de momento con los sentidos
como ejemplo claro de lo que todos llamamos conocimiento, y comparémoslo
con otro tipo de actividades para descubrir a qué llamamos conocimiento
exactamente.
¿Eso quiere decir que no hemos cogido nada, absolutamente nada, del
objeto conocido? Algo tiene que producir el objeto en nosotros, algún provecho
hemos de sacar de conocer las cosas. Si no, para qué íbamos a tomarnos la
molestia de hacer un viaje para ver un paisaje, conocer un monumento, visitar
un museo, aunque no vayamos a traernos a casa los árboles que hemos visto
48
o los cuadros, ni nos vayamos a llevar por piezas el monumento, como dicen
que han hecho en ocasiones algunos excéntricos norteamericanos con los
castillos escoceses y sus fantasmas. Del ver, algo nos llevamos. El
conocimiento algo nos deja. Si no fuera así, insisto, eso sería el fin del turismo.
Pero eso que nos llevamos no es el objeto en su materialidad, sino en su
formalidad, lo formal.
La imagen del turista nos puede ayudar mucho para reflexionar sobre
qué es eso de conocer. Todos habremos visto en numerosas ocasiones a
montones de turistas contemplando un monumento célebre, la puerta de
Alcalá, por ejemplo. Entre estos visitantes, algunos –pocos- se dedican a mirar
con atención, pero la mayoría (sobre todo si son japoneses) prefieren
acribillarlo a fotografías, o encerrarlo en un vídeo. Pues bien, ¿qué parecidos y
diferencias existen entre fotografiar la puerta de Alcalá y simplemente verla?
Al fotografiar la puerta de Alcalá se puede decir que se posee algo de
ella, que se posee la puerta de Alcalá de alguna forma: “Esta es la puerta de
Alcalá, lugar típico de España”, dirá al cabo del tiempo el susodicho turista,
cuando muestre alguna de las mejores fotografías a sus sufridas amistades. Si
puede hacer eso es debido a que posee “algo” de la puerta de Alcalá, pero está
claro que lo que posee no es algo físico, ya que el monumento ni ha disminuido
ni está de un modo completo en la foto. ¿Qué es, pues, lo que se posee?
Qué duda cabe que la fotografía posee una información –es decir, capta
algo de la estructura, orden o causa formal- de la puerta de Alcalá, como
pueden ser los colores, la figura externa, etc. Pero, ¿dónde está esa
información? En el objeto fotografiado, claro, pero también en la fotografía,
pues el objeto puede producir un “impacto” o una huella en la película (en este
caso, por la luz que refleja), con lo que se reproduce esa información que antes
estaba en el objeto. Para explicar esto, antaño se solía poner el ejemplo del
sello y la cera. En el correo diplomático, por ejemplo, hay paquetes y sobres
que han de ir “lacrados”: para que no sean abiertos ni falsificados se derrite un
poco de cera especial (el lacre) y sobre ella se imprime el sello (una pieza de
metal con el escudo del remitente). El sello de metal no sufre ningún daño, no
mengua, pero ha transmitido una información (el escudo o símbolo del
remitente), que se imprime en la cera. Hoy en día lo mismo sucede con los
sellos de caucho, que transmiten las información que llevan escrita. Y por
volver al cine y poner ejemplos algo más actuales, sería el conocimiento algo
parecido a la "avenida de las estrellas" de Hollywood, en la que los famosos del
cine dejan las huellas de sus manos en el cemento de la calle.
Este proceso de la fotografía es muy similar a lo que sucede con la vista.
En este caso hay también una transmisión de la información al órgano
sensorial (al ojo, al nervio óptico, al cerebro…), similar a lo que sucede con el
sello y el lacre, o con la imagen y la foto. Por tanto, lo que sucede con el ver o
con la fotografía es algo similar a lo que sucede cuando el sello (el objeto
conocido o fotografiado) se imprime en el lacre (que sería como el órgano
visual o como la película fotográfica): la información que está en el sello se
transmite a la cera, produciendo en ella una copia, sin que por eso el sello
disminuya o mengüe.
Podemos decir que lo que obtenemos tanto en el conocimiento como en
la fotografía es una información (una causa formal) del objeto, no su materia. El
49
objeto no deja ningún trocito de sí mismo cuando es conocido; si no, sólo
podría ser conocido por un número limitado de personas, que se lo
“repartirían”. Pero deja una información, algo de sí en nosotros. Precisamente
por eso al ver muchas tartas no aumentamos de peso (eso si sólo las vemos,
claro), ni la puerta de Alcalá se va empequeñeciendo por los muchos turistas
que la miran cada año.
7. EL CONOCIMIENTO SENSIBLE
16
J.Choza, “Manual de antropología filosófica”, Eunsa, pág. 191.
56
Hay que tener cuidado, una vez más, con expresiones del tipo de “tienes
mucha imaginación”. Hay que tener cuidado por varias cosas: en primer lugar,
porque no se sabe bien si esta frase es un halago (¡qué creativo eres!) o una
discreta forma de decir que tienes la cabeza llena de pájaros. Pero
especialmente, por lo que ahora nos atañe, porque con frecuencia se hace
referencia al talante creativo, que tiene que ver con la imaginación stricto
sensu, pero también con la inteligencia (en el hombre, en realidad, no se
pueden hacer separaciones radicales entre unas facultades y otras: cuando
conocemos, todo está relacionado.
Veamos alguna de las funciones de la imaginación y en qué consiste
esta facultad exactamente. Al llegar a casa percibimos un olor: no hay duda; se
trata de nuestro postre favorito, recién salido del horno. Apenas percibimos el
olor, tenemos ya presente, somos capaces de reconstruir el objeto completo.
Lo tenemos presente (lo re-presentamos) con su aspecto externo, su tersura,
su sabor... Si alguien estuviera narrando mediante un cómic muestra llegada a
casa, en la viñeta en la que entramos por la puerta y percibimos el olor tendría
que poner una “nube” (término técnico del cómic, en el que aparece lo que
piensa el personaje) con el bizcocho de marras perfectamente dibujado.
Esta representación es realizada por la imaginación. La imaginación
puede reconstruir el objeto completo (el bizcocho), a partir únicamente de un
solo dato presente. Esto implica que tiene archivadas o almacenadas las
percepciones que hemos tenido. Precisamente el otro día probamos ese
excelente bizcocho, y tuvimos una perfecta percepción de todas sus cualidades
(su olor, su tersura, su sabor, su aspecto... hasta el sonido esponjoso que
produce cuando lo partimos), gracias a lo cual ahora podemos reconstruir esa
percepción pasada en cuanto captamos un solo dato, esto es, el olor.
Gracias a la imaginación, los animales superiores pueden buscar lo que
no tienen presente. El león está buscando una gacela, a la que no está
percibiendo en este momento, porque puede representar la imagen de tan
suculento bocado en cuanto tiene hambre, o percibe únicamente el olor de la
presa.
Así, pues, lo primero que hace la imaginación es archivar. Archivar lo
que el sentido común le ha suministrado (recordemos que los sentidos internos
trabajan sobre lo que les han dado otros sentidos), de modo que podamos
representarlo (es decir, volver a hacer presente), cuando el objeto no esté al
alcance de nuestros sentidos externos.
La imagen (el resultado de la actividad de la imaginación) se va
perfeccionando a medida que se le van añadiendo nuevas percepciones.
Nuestra imagen de manzana posiblemente esté mucho más elaborada que
nuestra imagen de percebe, pues no tenemos ocasión de comer percebes con
frecuencia, y manzanas, en cambio, hemos visto y comido un montón. Esto se
debe a que cuando comemos dicha fruta hemos ido añadiendo nuevas
características que han aparecido en las percepciones que hemos tenido.
Sucede a veces que no reconocemos una imagen o fotografía de algo
que nos es muy familiar, pero que está tomada desde un ángulo extraño, o
simplemente está puesta al revés. Si vemos un mapa de Europa, que
habremos contemplado infinidad de veces, pero en lugar de contemplarlo con
el norte arriba, le damos la vuelta, resultará muy difícil reconocerlo al primer
57
vistazo. De hecho, si se lo mostramos a alguien en esa posición, tardará en
reconocerlo, incluso puede que no caiga en la cuenta de qué es hasta que se lo
digamos o gire el papel. Este hecho, que también sucede con las fotografías,
muestra que la imaginación está actuando también cuando el objeto está
presente. Sabemos que el coche o la persona que se está alejando son los
mismos que hemos visto hace un momento, aunque la percepción sea muy
distinta (lo que estamos viendo es muy diferente, a medida que el coche se
aleja). La imaginación “aplica” continuamente a esas percepciones la imagen
que tiene archivadas, por eso se dice que la imaginación es la responsable de
“la continuidad en la percepción”, hace que lo que estemos percibiendo no nos
resulte completamente nuevo. En el ejemplo de la fotografía o el mapa, sucedía
que la imaginación no “reconocía” la imagen; pero una vez reconocida, aplica
su archivo: de ahí que no sea tan difícil ver una foto o un mapa al revés... una
vez que ya sabemos o nos dicen de qué imagen se trata. Gracias a esta
continuidad en la percepción es por lo que podemos escuchar música, etc.
Ah, por supuesto, la imaginación también realiza esa función tan
“imaginativa” en el sentido ordinario de la expresión de combinar imágenes,
dando lugar a otras nuevas imágenes que nunca hemos percibido
directamente. Fruto de esto surgen las sirenas, los centauros, y todo lo que las
imaginaciones más calenturientas pueden concebir (imágenes que acabarán
en muchos casos en un buen recurso literario o publicitario).
La diferencia en la actividad de la imaginación entre los animales y el
hombre radica en el control que éste ejerce sobre dicha facultad, que además
está muy relacionada con la actividad de la inteligencia. Por ejemplo, un animal
no “manda” sobre su imaginación, sino que las imágenes le van y vienen según
las percepciones que tiene, su situación somática (significa corpórea), etc. El
hombre, en cambio, controla su imaginación (al menos, hasta cierto punto) para
que se ocupe de un objeto y no de otros, etc.
Como veremos después, la función de la inteligencia se apoya en la
imaginación. De hecho, buena parte de las enfermedades mentales se deben a
una lesión orgánica que impide al hombre el control de su imaginación (o
desempeñar adecuadamente alguna de sus funciones). Como la imaginación
sigue funcionando en muchos casos, aun fuera de control, se utilizan dibujos,
tests proyectivos, interpretación de los sueños, etc., para descubrir qué tipo de
patología sufre el paciente.
Los animales (también el hombre) valoran la realidad que conocen, o
descubren valores en la realidad. Como señala Choza, la oveja no huye del
lobo no por cuestiones estéticas, no porque le resulte demasiado feo su
aspecto, sino porque sabe que el lobo es peligroso para ella. De la misma
manera, sabe que la hierba es apetecible, conveniente, y la come, o bebe el
agua. ¿Cómo sabe esto? Por instinto, suele decirse. ¿Qué es el instinto? No
puede ser una especie de memoria, algo del pasado, pues la oveja no puede
esperar a que el lobo la devore para descubrir lo nocivo que era. Ni tampoco es
que haya visto otras ovejas devoradas por un lobo: la mayoría de las ovejas de
hoy en día no han visto un lobo en su vida (no quedan demasiados), y, sin
embargo, no hay oveja que no huya “en cuanto ve las orejas al lobo”.
Tampoco es que exista algo así como una “tradición oral” de abuelos a
nietos en el mundo animal, que les advierta de los peligros, y de las cosas que
58
han de hacer para tener una vida próspera y feliz. El carácter innato del instinto
queda mostrado en uno de los experimentos que realizó Félix Rodríguez de la
Fuente.
El estudio se centró en el comportamiento de un ave africana, el
alimoche, que tiene la peculiaridad de comer huevos de avestruz de una forma
muy característica: arroja piedras de pequeño tamaño que coge con el pico,
hasta que logra romper la cáscara. El experimento consistió en incubar un
huevo de alimoche, criarlo en cautividad, sin tener contacto con su especie, y
situarlo en un momento determinado ante un señuelo muy similar a un huevo
de avestruz. El resultado fue que el alimoche rompió el huevo de la misma
manera que lo hacen los demás individuos de su especie, utilizando piedras
para romper la cáscara. El carácter innato, no aprendido ni adquirido por
experiencia, quedaba así demostrado.
(Es preciso matizar el carácter innato de los instintos: los fenómenos de
“impronta” muestran que en muchos casos son necesarias algunas
experiencias iniciales para que puedan desarrollarse adecuadamente esos
instintos. También hay animales con una cierta plasticidad en los instintos: tal
es el caso de los caballos, que instintivamente se oponen a ser montados, pues
sus depredadores naturales lo atacan por la espalda, y sin embargo ese
instinto puede ser domado y moldeado.)
Los animales, pues, ya saben qué tienen que comer y qué tienen que
temer. Digamos que “ven” unos valores, como hemos dicho, en las cosas: útil,
nocivo, agradable. Esta percepción de la realidad es innata y no es explicable
por ninguno de los sentidos que hemos estudiado. Hace falta pues, recurrir a
otra facultad orgánica que explique este conocimiento de la realidad. La
filosofía clásica hablaba de la facultad de la estimativa ( que en el caso del
hombre nombraba “cogitativa”).
El nombre “estimativa” hace referencia a que es un conocimiento
valorativo: valora la realidad que percibe por los sentidos. Pero no hay sólo una
valoración de la realidad exterior, sino que es una valoración respecto al propio
individuo. Un lobo percibe por la estimativa la oveja como “comestible”, lo cual
implica una referencia de la oveja respecto al propio organismo. Digamos que
el lobo capta el significado de la oveja, pero únicamente para sí: no capta que
es un animal de tal tipo, sino que el único significado que tiene para él es
“comestible”. De la misma manera, una oveja capta el significado del lobo como
peligroso, sin atender a otras consideraciones, como que el lobo pertenece a
una especie en peligro de extinción.
En el caso del hombre no es tan fácil apreciar estas funciones, pues
carece de unos instintos rígidos, como los que tienen los animales y esta
función valorativa se da con mucha mayor riqueza y en relación con la
inteligencia y las demás facultades.
En cualquier caso, cuando vemos un plato de paella no nos limitamos a
una mera percepción de su color, su aspecto o su olor. Lo valoramos además
como comestible. Y no hacemos únicamente una valoración de la realidad
exterior (de la paella), sino que lo valoramos respecto a nuestro organismo, en
su estado actual: si llevamos dos días sin comer, no habrá duda de que lo
valoramos como algo conveniente. En cambio, si venimos ahítos porque
acabamos de tomar una fabada, lo valoramos como algo que no es
59
conveniente. Esto se aprecia muy bien cuando hemos padecido alguna
indigestión o nos ha sentado mal algo que hemos comido. En estos casos hay
alimentos (los muy grasientos y pesados de digerir, por ejemplo) que en
absoluto consideramos “comestibles por nosotros en ese momento.
“Instintivamente” comemos o pedimos alimentos suaves.
Esta valoración de lo externo respecto al propio organismo se manifiesta
bien en la aparición de las tendencias sexuales. Antes de la pubertad, cuando
el organismo no ha iniciado los cambios de la edad infantil a la edad adulta, la
valoración de las personas del otro sexo es distinta a la que se tiene a partir de
la adolescencia. Es frecuente que, para un niño, buena parte de las niñas sean
“esos seres un poco raros que no juegan al fútbol” (consideración de “raro” que
es recíproca, claro). Y, sin embargo, unos años más tarde (en cuanto la
situación orgánica del cuerpo ha cambiado, cuando se ha producido el
desarrollo de la sexualidad) surge una valoración de las personas del otro sexo
que antes no se daba, un interés repentinamente suscitado y que se mantendrá
en lo sucesivo como una de las valoraciones que habitualmente percibimos.
De la misma manera que los actos de la percepción eran archivados en
la imaginación, los actos de la estimativa son también archivados. A través de
la estimativa vamos adquiriendo experiencia: no es como si las cosas las
valoráramos por primera vez. Ya sabemos, por ejemplo, que el bacalao no nos
gusta nada, y el solo olor de ese plato nos provoca náuseas; o en una ocasión
nos sentó muy mal algo, que desde entonces no probamos. Para domesticar,
amaestrar o adiestrar a los animales, utilizamos esta capacidad de archivar
experiencias.
Esto es lo propio de la memoria. La memoria capta las valoraciones
como mis valoraciones, como cosas que me han sucedido a mí en un momento
determinado. La imaginación, en cambio, no hace referencias al propio sujeto
ni a la propia vida. Recuerdo perfectamente aquella manzana que mordí y en
cuyo interior descubrí algunos “inquilinos” (desde entonces soy más cauto al
comerlas); sin embargo, cuando me imagino una manzana, la imagen que
tengo no es la de ninguna de las manzanas que yo he visto en mi vida; esa
imagen no la tengo como reflejo de ninguna experiencia personal.
Como los demás sentidos, la memoria está orgánicamente localizada,
puede padecer lesiones, patologías, etc. , que afecten a la identidad subjetiva
del propio viviente. La memoria del hombre funciona de forma distinta a la de
los animales, pues ellos no tienen control sobre su recuerdo. Además, en el
hombre existe la memoria intelectual (una de las funciones de la inteligencia),
por la que puede conservar otro tipo de conocimientos y experiencias, además
de los puramente sensibles.
60
1 2 3 4
objeto emoción o reacciones conducta o
desencadenante sentimiento somáticas manifestación
(reacciones del
cuerpo)
“Por ejemplo:
Si vemos un león suelto por el pasillo de nuestra casa
sentiremos miedo
se nos acelerará el corazón
y salimos huyendo.” 17
17
Cf. Yepes, R. y Aranguren, J. “Fundamentos de antropología”, Eunsa, pág. 46
62
Las reacciones corpóreas o somáticas se dan junto a los sentimientos.
Por eso se puede saber si alguien está nervioso porque cambia el ritmo de
respiración, se queda sin saliva para hablar, le sudan las manos, se le contrae
el gesto y adopta unas determinadas posturas corporales. No siempre es fácil
contrarrestar estas manifestaciones, que con frecuencia no se pueden ocultar.
Por eso tendemos a creer más el “lenguaje del cuerpo” que el lenguaje verbal:
si alguien dice que no está nervioso, pero sus gestos lo desmienten... creemos
más a lo que su cuerpo afirma que a lo que sus palabras dicen.
Este hecho lo han de tener en cuenta los actores que intentan realizar
una interpretación realista de sus personajes. De hecho, los métodos de
interpretación realista (que proceden del creado por Stanislavski) buscan los
caminos para que el actor reconstruya, consiga provocar en su sensibilidad,
sentimientos que conduzcan a esas reacciones que tienen sus personajes. Si
consiguen despertar en sí mismos un sentimiento de ira, todo su cuerpo estará
airado y no tendrán que hacer “como si estuvieran enfadados”, pues eso es lo
que suelen hacer los aprendices y los malos actores: decir un texto con la
boca, y negar con todo su cuerpo lo que su lengua afirma. El ideal de los
actores es construir un personaje con comportamientos “orgánicos”.
Pero sigamos con los sentimientos propiamente dichos. Por lo que se
refiere al punto 4, esto es, la conducta, en el caso del hombre no está
condicionada de modo absoluto. Si nos situamos de nuevo en el escaparate de
la pastelería de marras, en el momento en el que yo he sentido el deseo de
comer las palmeras de chocolate, por lo que se me empieza a hacer la boca
agua (reacción somática), puedo optar por entrar y comprarme un kilo de
palmeras, o bien prefiero ahorrarme ese dinero, o seguir mi régimen. En el
hombre no existe una reacción necesaria entre la pasión o sentimiento y la
conducta, tal y como sucede en el caso de los animales. En estos su conducta
está determinada únicamente por los elementos que hemos estudiado hasta
ahora. En unas especies de animales dominará lo irascible sobre lo
concupiscible (el impulso sobre el deseo), como en el caso de algunos perros,
por lo que pueden ser adiestrados para realizar tareas arduas (esfuerzos
físicos grandes, defensa, etc.). El animal funciona por el equilibrio de
sentimientos, de modo que el que se imponga en cada momento es el que
determinará la conducta del animal. En el caso del hombre, como veremos, la
conducta no está determinada de modo necesario por sus emociones, salvo en
casos muy extremos como un ataque de pánico, etc. que pueden disminuir u
ofuscar completamente la capacidad de decisión del hombre. Pero de esto ya
hablaremos.
Donde no entra tampoco la libertad humana es en la relación entre 1, 2 y
3. Puedo evitar entrar a comerme una palmera de chocolate, pero lo que no
puedo evitar en ningún caso es sentir un fuerte deseo de comer cuando las veo
en el escaparate de la pastelería, así como tampoco puedo evitar que, al
mirarlas, se me haga la boca agua y empiece a hacerme ruidos el estómago.
Tampoco puedo dejar de sentir ira (mucha ira) cada vez que veo un partido de
fútbol con mi vecino del tercero, un hincha que carece de una visión ecuánime
de los partidos, como la que sin duda tengo yo. Ante el objeto, la reacción es
necesaria y no cesa por el hecho de que yo quiera que cese. Lo que sí puedo
hacer para evitar de alguna manera que surjan las pasiones es evitar
encontrarme con el objeto. Puedo dar un rodeo por la calle y evitar la perversa
63
pastelería que amenaza con dar al traste con mi régimen o con mi economía.
Y, si sé que me voy a enfadar, puedo ver los partidos de fútbol solo o con otro
vecino de mi mismo equipo.
Por eso los clásicos decían que sobre las pasiones podemos tener un
dominio político, pero no un dominio despótico. Despótico es el modo de
mandar del que tiene dominio absoluto y lo usa sin ningún tipo de límite: esta
es nuestra forma de imperar sobre el sistema motor, por lo que para que mi
brazo se mueva, basta con que yo lo quiera.
En el caso de las pasiones no funciona de la misma manera, como
hemos visto, sino que hay que tratarla como si fueran no esclavos sino
ciudadanos libres... a los que se les puede manipular (ya se ve que el concepto
que los clásicos tenían de sus políticos era parecido al actual), dentro de unos
límites, claro.
Por tanto, la capacidad humana de control de las pasiones es doble: un
dominio político, por el que puedo intentar evitar que aparezcan los objetos que
originan determinados sentimientos (lo cual no siempre es posible); y un
dominio sobre la conducta a la que las pasiones inclinan, que no hemos de
seguir de modo necesario.
Una última observación. Puede darse también una presencia de
sentimientos sin objeto que la desencadenen. Puede existir gozo, o tristeza sin
que haya ningún objeto que lo cause. Esto es motivado a una alteración del
órgano de los sentimientos.
Esta alteración puede ser patológica (es decir, por enfermedad), como
sucede en las depresiones y otras alteraciones psíquicas. Si faltan
determinadas sustancias en el organismo (falta de litio, por ejemplo) se
produce una tristeza “sin objeto”: se puede estar triste (o con melancolía, como
se decía antaño) sin motivo. Cuando se trata de una depresión de este estilo,
física, no basta con animar al enfermo mostrándole que no hay motivos para
tener ese sentimiento. Lo que hacen los médicos es suministrar fármacos que
corrijan esa enfermedad o desequilibrio hormonal. (Hay que aclarar, no
obstante, que también hay depresiones motivadas por reveses en la vida, o por
un carácter mal formado para enfrentarse con los sucesos, o hiperresponsable,
o por carecer de un adecuado sentido de la existencia, etc. Estas actitudes
vitales pueden acabar produciendo un desequilibrio psíquico que tenga
repercusiones en el equilibrio hormonal y sea necesario corregirlo con
fármacos o diversos tratamientos. Pero hay que tener en cuenta que en este
campo sucede algo similar a lo que ocurre con las úlceras: algunas
sobrevienen porque sí, por tener una determinada bacteria; y otras sobrevienen
porque un excesivo ajetreo o nerviosismo acaba generando la lesión)
Otra alteración de los estados de ánimo sin objeto que los provoque
directamente es el caso de las drogas y el alcohol. Cuando se bebe, se entra
en un estado de euforia, pero no por las buenas noticias recibidas (aunque en
ocasiones sean éstas las que motiven la “celebración etílica”), sino porque el
centro nervioso queda afectado artificialmente. Lo mismo sucede, en otro
orden, con las drogas, que pueden generar placer, euforia, o inhibir el dolor
(como la morfina, por lo que es empleada en enfermos terminales sometidos a
gran dolor). De las consecuencias de estas “sensaciones sin objeto”
hablaremos en otro lugar.
64
Una enumeración elemental de los principales sentimientos podría ser la
siguiente:
9. El CONOCIMIENTO INTELECTUAL
9.1 LOS SENTIDOS Y LA INTELIGENCIA
-“Oye, papá, ¿qué es esto?”
-“¿Esto? Es un sacacorchos. ¿Pero es que no lo ves?”
No sé si el ejemplo del sacacorchos es especialmente brillante, pero en
cualquier caso, probablemente habremos escuchado (o protagonizado) alguna
conversación de este jaez. El “qué es esto”, tan frecuente en boca de los niños,
nos puede servir para introducirnos en la explicación del conocimiento
intelectual como distinto del conocimiento sensible, que ya hemos estudiado.
Si continuáramos el diálogo anterior, el niño podría haber respondido a
su vez algo así como “pues claro que lo veo. Pero no sé qué es (ni sé qué es
un sacacorchos)”. Y es que el conocimiento sensible nos informa de las
cualidades concretas que tienen las cosas. Por los sentidos captamos el color
que tiene algo, su especial figura, si es suave o áspero, etc. Pero lo que los
sentidos no nos dicen es qué son las cosas. El niño no puede ver que eso es
un sacacorchos y que sirve para abrir botellas, porque eso son cosas que no se
pueden “ver”.
Todo aquello que tiene que ver con el “qué es algo” es un tipo de
conocimiento que no nos pueden dar los sentidos, sino la inteligencia, y así
como los sentidos nos suministran imágenes de las cosas, la información que
la inteligencia obtiene de las cosas es, en primer lugar, el concepto. Los
sentidos nos hablan de “algos”, pero no nos pueden decir qué es eso de lo que
nos hablan, pues ese conocimiento (el qué de las cosas) es ya un concepto.
Por ejemplo, vemos colores, pero no vemos qué es un color, pues el
concepto color es algo que está presente en el rojo, en el amarillo, en el azul...
y no es ninguno de esos colores. En la realidad, de hecho, no hay nada que
sea “el color” (el concepto de color), que pueda ser visto por el ojo. Hay colores
concretos (miles de los cuales están clasificados en las distintas gamas
cromáticas que utilizan los impresores, etc.), pero ninguno de los colores que
vemos podemos decir que sea “el color”.
Pero pongamos otro ejemplo. A lo largo de nuestra vida hemos visto
(hemos captado por nuestros sentidos) una infinidad de triángulos. Hay libros
llenos de triángulos dibujados, tal vez hayamos tenido en nuestras manos
alguno de metal (que incluso hemos escuchado), nos hemos examinado de
ellos, se nos han preguntado características, datos, de tal o cual triángulo, etc.
Para colmo, ahora se ha hecho obligatorio llevar triángulos en el maletero del
coche. Se puede decir, por tanto, que todos tenemos una imagen de triángulo
(o varias), que podemos representar con nuestra imaginación. Resulta fácil,
pues, ponerse a imaginar un triángulo, representar una imagen de triángulo.
Los triángulos que nos imaginamos varias personas son triángulos concretos,
de un tamaño determinado, isósceles, equiláteros o escalenos. Desde luego,
las imágenes que tenemos de triángulo no han de coincidir unas con otras, y de
hecho resulta muy improbable que todos hayamos imaginado un obtusángulo.
En el caso del concepto de triángulo no ocurre lo mismo: aunque nos
hayamos imaginado un triángulo distinto en cada caso, todos entendemos qué
es un triángulo, el concepto de tal figura geométrica. Es más, nuestro concepto
66
no lo podemos imaginar, ya que en ese caso sería algo que, de alguna manera,
podríamos dibujar. ¿Y quién puede dibujar el concepto de triángulo? El
concepto de triángulo no es ni equilatero, ni isósceles, ni escaleno, y -al menos
hasta ahora- no se ha conseguido dibujar ningún triángulo que no entre en uno
de los tres tipos.
¿Qué es lo que representa el concepto de triángulo? Aquello que es
común a todos los triángulos, lo que les hace ser triángulos. Esto es lo mismo
que decir que es una representación universal (se puede aplicar a todos los
individuos de esa especie, se puede decir que pertenece a todos los triángulos)
y abstracta (carece de las determinaciones concretas de los triángulos).
Por medio de la inteligencia, podemos entender qué son las cosas en sí
mismas. Descubrimos parecidos, diferencias, encontramos que puede haber
algo “común” en cosas que, aparentemente, son distintas.
¿De dónde salen los conceptos? En ocasiones se ha dicho que un
concepto aparece de la mera comparación de las imágenes que tenemos. Por
ejemplo, el concepto de manzana o de triángulo surgiría de unir todas las
imágenes que tenemos archivadas de tales conceptos. Pero, aparte de otras
cuestiones, decir esto sería algo así como si afirmáramos que si proyectáramos
a la vez muchas diapositivas de triángulos, superponiéndolas unas a otras, la
imagen resultante sería la del “concepto” de triángulo. De la mera suma de
imágenes concretas sólo salen otras imágenes concretas o, a lo sumo, un
“gurruño” de imágenes, una imagen en la que no habría quien se aclarara.
Por tanto, la forma que conoce el entendimiento (esa información) la ha
tenido que producir él mismo de alguna manera. Es lo que tradicionalmente se
ha llamado abstracción, que es la “iluminación” de una forma abstracta a partir
de las imágenes sensibles. Esto último es claro, porque no es que el
entendimiento se “invente” las formas que conoce, sino que “descubre” que de
las imágenes sensibles puede obtener algo que no es sensible.
9.2 LA INTELIGENCIA DE LOS ANIMALES
18
A. Llano, “Deontología biológica”, Eunsa pág.184)
68
“carabinieri” y les daban unas palizas tremendas. Así lograban que los perros
asociaran la imagen del uniforme con la imagen de la paliza, de modo que, en
cuanto vieran un guardia, salieran como alma que lleva el diablo.
69
19
M. Delgado “Cuestiones de biología” pro manuscrito
75
retener un tipo de cuerpos y no otros. Lo que ocurre es que en el caso de este
artefacto, lo lógico y lo físico coinciden: es decir, el “programa” de un colador se
hace modificando su parte física. De tal manera que si quiero “un nuevo
programa para colar garbanzos”, tendré que recurrir a otro colador. Es como un
ordenador cuyas conexiones están ya establecidas y no se pueden modificar.
Esta coincidencia entre lo físico y lo lógico, o entre el hardware y el
software son las que existen en muchos mecanismos algo más sofisticados
que el colador de marras. Es lo que sucede, en concreto, con algunas de las
tarjetas que llevan los distintos trastos electrónicos: no son más que una serie
de circuitos impresos, que procesan una información. En las tarjetas
programadas, lo lógico y lo físico también coinciden: si se quiere hacer que
varíe la información, hay que alterar las conexiones, igual que había que
modificar el tamaño de los alambres de un colador para que procesara una
información distinta.
Pues bien, podemos decir que en la mayoría de los seres vivos se
procesa así la información: existe una unidad entre lo físico y lo lógico, entre
cómo es el ser vivo y qué tipo de información capta. Se ve esto claramente en
el caso de los vegetales (y de las funciones vegetativas del hombre, como ya
hemos visto), pero también sucede algo parecido con los distintos ejemplos de
animales que hemos señalado: tienen unas conexiones rígidas, como las
tarjetas, por lo que coincide la parte lógica y el soporte físico. El caso del
alimoche es paradigmático. Para él son significativas unas cosas de la realidad
y otras no, y tienen un significado concreto y no otro. Por eso, como decíamos
al hablar de la historia, los animales buscan lo que buscan siempre de la misma
manera. Tienen los mismos fines y modos de buscarlos. Si hay que procesar
una información nueva, como sucede cuando cambian las circunstancias del
medio en el que viven, hay que hacer un cambio físico, orgánico, es decir, tiene
que evolucionar su organismo: son tan programables como el colador, en el
que lo físico y lo lógico coinciden. Y, como decíamos, si el cambio es muy
brusco, no sirve para nada el trasto, hay que tirarlo, esto es, la especie se
extingue.
Pero hemos visto que, además, existen unos animales que tienen una
cierta capacidad de programación, que no están exclusivamente adaptados a
sus funciones. Estos son los animales que hemos dicho que tienen neuronas
libres, que vienen a ser algo así como unas neuronas disponibles o “neuronas
programables”. Por eso tienen una capacidad de aprender y disponen, incluso,
de cierta capacidad de progreso, dentro de los límites siempre del método de
prueba y error: este es el caso de los monos que mojan las almendras en el
agua de mar .
Estos animales superiores ya se parecen más a un ordenador, cuyo
soporte físico (que en este caso sería fundamentalmente el cerebro) no se
agota en el programa que tiene, sino que aún dispone de una parte de memoria
libre para hacer alguna que otra “macro”.20
20
El parecido más cercano a estos animales parecen ser los programas llamados “redes
neuronales”, que imitan el funcionamiento de las neuronas y se determinan por un
adiestramiento en casos concretos
76
Lo que nos estamos planteando tiene por fin averiguar si la inteligencia
se puede explicar únicamente por la parte física del hombre. Es decir, si la
inteligencia es una capacidad de desespecialización grande, acompañada de
un cerebro con las suficientes neuronas libres. En este caso, el hombre, su
cerebro, sería un ordenador con memoria suficiente para introducir programas
variados, para poder ir aprendiendo. Pero entonces, ¿los programas que el
hombre tiene se explican por el ordenador que el hombre es? ¿Qué relación
existe entre el hardware y el software? En el caso de plantas y animales (en
muchos de ellos) ya hemos visto que esta relación es plena: su constitución
física explica sus conocimientos, como en el caso de las tarjetas informáticas, o
del colador. Otra cuestión es de dónde ha venido a estos seres el tener una
configuración tan excelente: si es el azar suficiente explicación de tan
sofisticados trastos como son los distintos seres vivos. Pero eso es harina de
otro costal: de momento nos basta con decir que hallamos seres –“dispositivos
informáticos”, según el símil que estamos utilizando- que procesan una
información que ya tienen determinada en sus circuitos. No nos interesa de
momento quién o qué los haya configurado de esa manera.
¿De dónde le viene el software al hombre? Podríamos explicar esto
también según la teoría de los tres mundos de Popper: en el caso de los
animales (aplicable al hombre en la medida de su animalidad) existe una
relación rígida entre mundo 1 y mundo 2, entre lo físico y lo psíquico: si existe
un adecuado órgano para ver, y existe luz (todo ello perteneciente al mundo
físico), se produce de modo necesario un acto psíquico. Por eso no es preciso
aprender a ver, y todos vemos de la misma manera (todos los individuos de la
misma especie). Y algo similar sucede con los conocimientos instintivos que
poseen los animales. Pero, ¿de dónde viene al hombre el mundo 3?
Que el hombre es un ser biológicamente deficitario se puede interpretar
como que es un dispositivo informático que no está determinado para ninguna
función en concreto. La batidora, la cadena de música, el vídeo... están
determinados para unas funciones concretas, y procesan una información.
(Dentro de no mucho, gracias a la domótica, casi todos los trastos tendrán
cierta capacidad de ser programados: programamos ya el vídeo, pero también
la nevera, el riego de las plantas, la calefacción...) Pero el hombre es un
ordenador vacío. Lo curioso es que es un ordenador capaz de crear su propio
software: los programas para el ser humano necesitan de un “trasto”
inespecializado, abierto, con capacidad como es el hombre, tal y como hemos
explicado en la comparación con los animales. Pero tiene una capacidad de
autoprogramarse que excede con gran diferencia al resto de los animales y
máquinas.
¿Tiene capacidad de aprender una máquina? Sin duda, y esa es la base
de distintos tipos de programas de ordenador: un programa de reconocimiento
de se caracteriza precisamente porque es capaz aprender a reconocer la voz
de su usuario habitual: para que pueda hacer esto es preciso leer unos textos
previamente seleccionados, y así el programa “se va haciendo” a las
características peculiares de la dicción: es un programa “adiestrado”21. Los
21
Un ordenador aprende recurriendo a lo singular. Y este sistema, ha llegado a un límite: sin
un previo entrenamiento del procesador de voz, hoy por hoy, se considera insuperable ese
límite con los sistemas y algoritmos que se han venido utilizando
77
programas de juego aprenden las características del jugador: así un programa
de mus puede aprender de las anteriores jugadas para decidir si ha de aceptar
o no un órdago.
El hombre, dejado a merced de su propio hardware no haría mucho. En
primer lugar, se puede decir que sería muy difícil que sobreviviera (un recién
nacido, abandonado a su suerte tiene las horas contadas, a diferencia de lo
que ocurre con la mayoría de las especies animales). Aunque tenemos
diversos casos históricos de niños abandonados y que han sido recogidos
criados por animales: en la India, en diversas ocasiones, lobos han adoptado a
niños. Aunque el resultado de esta adopción no se parece a lo que cuentan
Kipling y Walt Disney de Mowgli; se parece más bien a lo que refiere
Trouffeau en su película El niño salvaje. Esos niños lobo tenían más de lobos
que de niños: no hablaban, pues su comportamiento era como el de esos
animales y no pudieron ser integrados en una sociedad humana.
Por así decir, el hombre no tiene ningún programa preestablecido: nace sin
software. ¿De dónde procede? Por ejemplo, podemos considerar el caso del
lenguaje: el lenguaje humano no está genéticamente determinado, lo cual
significa que no es el hardware lo que determina el programa lingüístico
humano. Si un recién nacido de raza china es educado en español, el idioma
de sus padres le sonará tan a chino como a cualquier niño español. Por el
hecho de que todos sus ancestros hayan hablado chino, no tiene él ninguna
disposición especial para hablar esa lengua: no es algo que dependa del
ordenador, sino del tipo de programa que se inserte.
En el hombre aparece –y lo hemos señalado antes al hablar de la historia-
un factor esencial: la cultura. Entendemos esta palabra como aquello que no es
explicado únicamente por la naturaleza (aunque esté en coherencia con ella).
Una cultura que se transmite y que reclama una educación. Los animales no
tienen cultura: todo en ellos es natural. Por eso no tienen que asistir a ninguna
academia o escuela para aprender a hablar, y todos los individuos de la misma
especie tienen el mismo lenguaje (cosa que, lamentablemente para muchos, no
sucede en el caso de la especie humana). La cultura se puede transmitir: da
lugar a la tradición, al conjunto de conocimientos, de actitudes, de hábitos, etc.
que tiene una sociedad. Se puede decir que es lo que caracteriza a una
sociedad de cualquier tipo: por eso se habla de una cultura empresarial (la
empresa es, al fin y al cabo, un grupo social) y de Culturas (la cultura Inca,
Oriental...). Los animales, en cambio, no tienen esa cultura... al menos en
términos generales, pues ya hemos visto que admiten un mínimo de
transmisión en algunos casos, merced a las neuronas libres.
Como decíamos antes, la ausencia de cultura marca la ausencia de
progreso. El hombre progresa no porque cada vez sea más inteligente, sino
porque tiene más cultura, más conocimientos adquiridos. Este es el sentido de
la frase que cita Newton: “Somos enanos a hombros de gigantes”22. No somos
más inteligentes que en el siglo XIII por el hecho de que tengamos
ordenadores; ni somos más inteligentes que los griegos o los hombres
prehistóricos: tenemos más cultura y condiciones para desarrollarla
(condiciones que, en buena medida, son también culturales). Pero el progreso
22
La frase es de un escritor del siglo XII, Juan de Salisbury (Metalogicon III, 4)
78
no sigue un crecimiento lineal, sino exponencial, pues los primeros pasos son
mucho más difíciles que los siguientes.
Pero nos estamos desviando del tema central: ¿de dónde viene lo cultural
en el hombre? ¿De dónde procede su software? Está claro que no procede de
su hardware, insisto, como muestra la capacidad que tiene de desarrollar
distintas culturas, distintos lenguajes. ¿De dónde viene, pues? Nos
encontramos ante uno de los problemas filosóficos fundamentales: la relación
entre mente y cerebro. Es decir, si toda la actividad mental del hombre, todo el
mundo 3, se puede explicar únicamente recurriendo al cerebro: si el cerebro lo
explica todo o no.
Nos encontramos, pues, con un “ordenador” muy curioso, porque está claro
que sin cerebro no se explica nada: una afasia es una lesión orgánica del
cerebro que impide hablar; y existen múltiples alteraciones cerebrales que
impiden el conocimiento o el conocimiento correcto (demencias y deficiencias
mentales, además de las enfermedades psiquiátricas). El hardware puede
explicar por sí mismo un determinado software. Pero lo que no puede explicar
es esa curiosa capacidad que tiene de diseñar nuevos programas.
Y ¿en qué medida puede un ordenador programarse? Está claro que
puede programar algunos aspectos predeterminados (es lo que hemos visto
antes sobre la capacidad que puede tener un ordenador de “aprender” en los
juegos). Actualmente se están desarrollando distintos sistemas para que un
ordenador se “autoprograme”: utilizando, por ejemplo, un logaritmo basado en
una “selección natural” que combina el azar y las preferencias de los usuarios.
Pero nunca puede innovar o crear fuera del ámbito que le ha sido programado.
De ahí que todos los ordenadores tengan una limitación esencial: si bien
pueden hacer cosas de gran complejidad, como demostrar un teorema
matemático, sin embargo habrá siempre teoremas que no podrán llegar a
probar: esta es una de las consecuencias que se derivan del teorema de la
incompletud de Gödel. El hombre, puede programarse, no sólo completar un
programa, sino que puede desarrollar programas para cosas completamente
nuevas.
Pues bien, esto que hemos estado explicando como las relaciones entre
la parte física y la parte lógica de un ordenador (hardware y software), y sobre
todo, la capacidad de generar software, es lo que tradicionalmente se ha
llamado el problema de la relación mente y cerebro: y ha dado lugar a diversas
interpretaciones: quienes afirman que sólo existe lo material, el cerebro como
única explicación de cualquier tipo de conocimiento; los que afirman la
existencia de otro principio: lo mental o espiritual. Estos últimos se dividen en
varios grupos, según expliquen lo mental como algo completamente
independiente y separado de lo físico, o bien entiendan que existe una unión.
Esta analogía nos lleva a considerar que en el hombre no sólo hay
elementos materiales e inmateriales, como en el resto de las cosas físicas, sino
que se da un tipo especial de inmaterialidad que es lo que recibe el nombre de
mente o espíritu: algo que necesita lo físico (el cerebro), pero que no es una
mera parte de lo físico. Que necesita el cerebro pero que es más que cerebro;
que necesita el hardware, pero que es más que eso.
79
11. LA LIBERTAD
Hemos visto hasta ahora que el hombre está abierto a toda la realidad, por
lo que su vida está por hacer (libertad fundamental), lo cual exige que el
hombre tenga que elegir (libertad psicológica o de elección), es decir, tenga
que elegirse.
En esta secuencia queda claro que las elecciones que tomamos tienen
unas determinadas consecuencias, que unas elecciones son mejores que
otras: si no, nos daría exactamente igual elegir una cosa que otra. Pero la vida
del hombre, y la libertad, por tanto, se parece mucho a un juego, a una partida.
Al comienzo de una partida existen infinitas jugadas posibles, cada jugador
tiene ilimitadas posibilidades delante... Y tiene que elegir. Podríamos decir que
el jugador de ajedrez está condenado a elegir: no tiene que elegir ninguna
jugada en concreto, pero jugar es elegir, y optar por retirarse o pedir tablas es
también una elección.
La indeterminación original de la jugada es algo así como la libertad
fundamental del hombre; cada una de las elecciones que va tomando el
jugador es como la libertad de elección. En el juego se cumple también que ha
de rechazar en cada movimiento muchas posibilidades que se le van
presentando, y ha de optar por una estrategia concreta, condicionado también
86
por el juego que hace el contrario (no todo depende de mí, naturalmente). ¿Y
ya está? Aún hay algo más, pues las decisiones que voy tomando tienen unas
consecuencias en el desarrollo de mi partida. Si juego mal, cada vez tengo
menos poder, cada vez tengo menos piezas, y las tengo peor colocadas; mi
jugada va quedando a merced del contrincante. Todo lo contrario sucede
cuando acierto con la estrategia: puedo entonces jugar como quiero, y alcanzar
finalmente mi objetivo con el jaque mate.
Este ejemplo nos ilustra un hecho, y es que las decisiones que voy
tomando con mi libertad tienen consecuencias: pueden hacer que alcance lo
que busco, o puedo equivocarme; pueden ampliar cada vez más mis
capacidades o hacer que mi poder disminuya: es decir, mis decisiones me
pueden hacer cada vez más poderoso, más libre por tanto. O al revés. Esto
nos lleva a un nuevo sentido de libertad: la libertad lograda, lo que alcanzo con
mi libertad.
Podemos ahora abordar mejor el problema que habíamos dejado
planteado anteriormente: el de si se es más libre cuantas más posibilidades se
tenga. Veámoslo con un ejemplo.
Supongamos un encuentro entre dos personajes: un joven 16 años (por
decir una edad) y un afamado médico, investigador de renombre mundial... y
de edad algo más avanzada. Si nos ceñimos al ámbito de lo profesional, ¿cuál
de ellos es más libre? Si, como decíamos al principio del tema, entendemos
que ser libre es poder hacer lo que quiera, entonces el más libre es el joven. Él
es el que puede decir al provecto doctor: “Yo puedo hacer lo que quiera.
Puedo llegar a ser un médico famoso, como tú (las formas ya no se guardan
mucho hoy en día). Pero también puedo dedicarme a otras cosas: puedo
estudiar cualquier carrera, o ser astronauta, puedo dedicarme al deporte, a los
negocios, dedicarme a tareas humanitarias, al cine, ser torero... Puedo
cualquier cosa: mis posibilidades son infinitas. En cambio las tuyas...” (Y aquí el
joven dejó la frase sin acabar, pero la mirada desdeñosa que echó al médico
...)
¿Qué respondió el afamado doctor? Lo presumible era que se echara a
llorar tras tan cálidas palabras. Pero, por suerte, tenía ciertas ideas claras
acerca de qué es ser libre, y respondió algo así como: “Yo no puedo hacer lo
que quiera, es verdad. Yo puedo hacer lo que quiero”. Y dejó al joven
impertinente cavilando sobre la respuesta.
¿Qué diferencia existe entre “yo puedo hacer lo que quiera” y “yo puedo
hacer lo que quiero”? Empecemos comparando el significado de “puedo” en
ambas situaciones. Cuando el joven dice que él puede curar enfermos, se está
refiriendo a que tiene posibilidades: tal vez en el futuro llegue a conseguirlo,
pues no es nada absurdo ni contradictorio pensar que eso ocurra. En cambio,
si el médico dice que él sí que puede curar enfermos, no está diciendo lo
mismo que el chaval: en este caso no se trata de una mera posibilidad, sino
que tiene la capacidad real de hacerlo. En el primer caso, “puedo” significa “es
posible”, mientras que en el segundo lo que está diciendo el médico es que
tiene poder, que “es poderoso” para realizar aquello. Es importante darse
cuenta de la diferencia que hay entre ambos sentidos de la palabra poder. Es lo
mismo que sucedía en el ejemplo de la partida de ajedrez: el jugador que gana,
cada vez puede más.
87
¿Y qué diferencia hay entre “lo que quiera” y lo que quiero”? Siguiendo con
el ejemplo, nos podríamos preguntar: pero ¿qué es lo que quiere el joven?
¿Quiere algo? Pues probablemente no: tiene posibilidades para querer, pero
aún no quiere ninguna de esas posibilidades. Tiene aún la voluntad vacía: no
sabe en qué se va a empeñar. No tiene ningún proyecto profesional.
En cambio, el médico sí que tiene un proyecto: su voluntad ha elegido y
tiene un contenido claro. Está realizando lo que siempre ha querido hacer. De
tal manera que si alguien le dijera: ¿por qué no haces otra tarea? ¿No estarías
mejor en otra profesión?, respondería que si no deja su trabajo no es porque no
pueda, sino porque no quiere. Aunque tuviera muchas otras posibilidades, no
las escogería: tiene un proyecto y poder para llevarlo a cabo.
Un ejemplo similar se podría aplicar al amor: por eso el enamorado que
permanece toda la vida con la persona que ama no es menos libre por eso que
el adolescente que puede cambiar de pareja cada fin de semana. Si el
adolescente de marras le dijera lo mismo al citado investigador (que estaba
locamente enamorado de su mujer, con la que llevaba ya más de treinta años
de matrimonio), el razonamiento sería el mismo. –“¿Por qué no la dejas y te
vas con otra mujer? ¿Porque no puedes?” –“No. Precisamente ahora puedo
llevar a cabo el proyecto que realmente quiero.” El joven, en cambio aún carece
de querer, y su poder amar no es aún más que mera posibilidad. El
investigador en este caso también tiene capacidad real de amar –quiere a su
mujer- mientras que el joven aún no “puede” (no tiene poder), aunque “puede”
(es posible) que llegue a querer.
Por eso podemos decir que la libertad, en su sentido pleno, no es poder
hacer lo que quiera, sino poder hacer lo que quiero.
Por supuesto, hemos puesto unos ejemplo un poco extremos, ya que:
caben también otras posibilidades intermedias:
• una voluntad con contenido, con un proyecto, pero que no tiene poder: es
querer algo y no poder hacerlo aún (el estudiante de bachillerato que quiere
llegar a ser médico) o que no puede hacerlo de ningún modo (no tiene
media suficiente, o dinero para cursar los estudios, o le falta talento). Esto
puede dar lugar a un fracaso, que puede servir para reorientar el proyecto
en otro sentido, pero que puede provocar también una frustración radical.
• Una voluntad con poder, pero carente de un contenido que realmente se
quiera. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando la elección ha sido
equivocada. Tal es el caso del médico que se da cuenta de que no es eso lo
que realmente quería.
Podemos decir, por tanto, que la libertad moral es la libertad lograda, el
aumento o disminución que consigo con las distintas jugadas que son mis
elecciones y decisiones. En este sentido, se puede decir que cada vez soy más
libre o que pierdo libertad.
Vamos a analizar a continuación los dos aspectos que están implicados
en la noción de libertad moral:
a) El aumento de poder, de las capacidades del sujeto libre. Aquí entran
de modo especial los hábitos, aunque también hay que considerar las
circunstancias que acompañan al obrar libre.
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b) La realización del proyecto vital: es decir, el contenido del “quiero” o
lo que, en último término busca la voluntad con su libertad.
Hemos dicho que ser libre es poder hacer lo que queremos. Queremos una
multitud de cosas, aunque se puede decir, lo veremos a continuación, que cada
uno de nosotros se forja un proyecto de vida: lo que yo quiero ser es...
Normalmente no es una respuesta simple, porque el ser humano es una
realidad compleja. Si estamos hablando únicamente de nuestro ámbito
profesional, la respuesta es más sencilla (aunque no siempre). Podemos decir:
quiero ser campeón olímpico, o abogado, o ingeniero de caminos y trochas, o
médico
Por la libertad fundamental, hemos visto que el hombre establece el fin de
su vida, que su vida no está escrita, que puede comprometerse con un
proyecto o con un ideal. Esto tiene sus ventajas y sus inconvenientes: puedo
hacer lo que quiera (ya veremos los límites de esta afirmación) pero puede
ocurrirme que no sepa qué es lo que he de querer. Puede ocurrir que no
sepamos qué estudios cursar, qué carrera hemos de elegir: si alguien nos dice
“haz lo que quieras” no nos ayuda mucho en nuestro problema. Lo que sucede
es que no sabemos qué es lo que hemos de querer...
Es decir, la libertad siempre tiene un fin. Esto es lo que dijo Nietzsche: “No
me digas de qué eres libre, sino para qué eres libre”. En esta frase
distinguimos dos aspectos de la libertad: la “libertad de” y la “libertad para”.
Libertad de es esa ausencia de determinaciones, de coacciones, que es un
requisito esencial para la libertad. El hombre es libre de los condicionamientos
del instinto, de los que no se puede liberar el animal: esto es la libertad
fundamental, libertad de. También el hombre es libre de otras cosas: puede
estar libre de la opresión política, de la cárcel, de la custodia paterna, libre de...
Con esto lo único que hacemos es afirmar de otra manera la esencial
indeterminación que tiene el hombre. Hablamos de que él es el que se posee
en el inicio y que puede, por tanto, decidir qué va a ser, puede escribir el
guión de su vida pues nadie ni nada se lo da escrito.
Pero esa indeterminación no es un fin en sí mismo: no es más que el
comienzo de la jugada, como hemos señalado antes. Cuando un jugador juega
se da por supuesto que empieza la partida siendo libre de: la jugada no está
escrita. Pero jugar es precisamente demostrar qué se puede hacer con esa
indeterminación, con esas posibilidades: se puede ganar o perder, hacer una
buena jugada o demostrar que se es un mal jugador. Lo importante es la
libertad para: la libertad no es sólo algo negativo, un rechazar imposiciones.
Eso es un requisito pero no basta: la libertad es también algo positivo: qué
quiero hacer. El ideal de la libertad no son unas páginas en blanco, sino un
buen guión, una obra de arte.
Pues bien, esta “libertad para”, aquello con lo que nos comprometemos es
lo que llamamos también el proyecto vital o “proyecto existencial”, ideal del yo
(aquello en lo cual yo quiero convertirme), y de otras muchas maneras en el
lenguaje común (ideales, ilusiones...) Normalmente este proyecto de vida, o
existencial, incluye varios aspectos: profesional, es decir, la realización de un
trabajo que se ve necesario para llegar a ser lo que quiero, la búsqueda y
creación de un ámbito familiar, de unos lazos afectivos, de lo moral, lo
religioso, lo social...
89
Según las culturas y los momentos de la vida predominan unos aspectos
sobre otros: así en nuestra cultura el éxito profesional o social está muy
valorado. En cualquier caso, estos elementos han de estar integrados: al igual
que en una película, hay muchos aspectos que, si están armonizados,
constituyen una buena obra de arte: el guión, la fotografía, la banda sonora, la
interpretación, los efectos especiales, el montaje... Si falla alguno de ellos, la
película no acaba de funcionar o es francamente mala, pese a que tenga “muy
buena fotografía”.
¿Se puede valorar como exitoso o no un proyecto? Hay un criterio
indiscutible: la felicidad. Esto es lo que, a fin de cuentas, me juego con mi
libertad., alcanzar una vida plena o vacía, una vida lograda o sumida en la
frustración. Buscar un proyecto que realmente vale la pena, que hace de mi
vida una obra de arte, es o que permite alcanzar la felicidad. Las discusiones
éticas, en buena medida lo que dicen es que hay ciertos proyectos o ideales
que llevan a la felicidad y otros que no, si bien sobre esto habría mucho que
hablar. Pero es interesante pensar esto cuando se discute sobre si hay
acciones humanas que podamos llamar buenas, pues, a fin de cuentas, parece
que todo es relativo y subjetivo. Porque si hay algo claro, es que nuestras
acciones tienen consecuencias, y estas son buenas o malas para lograr el éxito
de nuestra vida, la felicidad. “Si todas nuestras acciones son indiferentes,
entonces la libertad no tiene ninguna relación con la felicidad”. Y es claro que
esto no es así: el éxito de nuestra vida no es algo que nos suceda por
casualidad, sino que todos entendemos como evidente que en él influye
nuestra libertad, si bien es cierto que no depende exclusivamente de ella.
Si no hubiera acciones buenas o malas, entonces nos daría igual hacer una
cosa que no hacerla. Volviendo una vez más a los ejemplos futbolísticos, para
los jugadores es un axioma –algo radicalmente evidente- que el resultado del
partido depende de lo que ellos hagan, de su esfuerzo: por eso se puede
hablar de jugadas buenas o malas, según contribuyan o no a la victoria. Es
cierto que no depende el resultado sólo del esfuerzo, pues también influye la
suerte, el árbitro, el tiempo que haga, y otras cosas que escapan al control de
los jugadores. Pero si fuera cierto que no hay acciones buenas o malas,
entonces daría igual marcar un gol que no marcarlo, correr que no correr. En
ese caso, la victoria del partido no dependería de lo que se ha hecho en el
campo sino de la suerte: se decidiría al final por azar quién es el ganador. Por
eso, la relación entre libertad y felicidad es un axioma de nuestra conducta, lo
cual es una excelente crítica a los relativismos que afirman que no se puede
hablar de acciones buenas o malas. Otra cosa es que sea fácil decir cúales son
buenas o malas.
Por supuesto, el ideal de vida no es algo que sea fijo y rígido desde el
principio. Se trata más bien de algo que vamos descubriendo a lo largo de
nuestra vida y que experimenta cambios. En la literatura y en el cine viven en
buena medida, del descubrimiento del propio proyecto vital. Analicemos, por
ejemplo lo que entre guionistas de cine se conoce como la vocación (llamada)
del héroe. Se da en aquellas películas o novelas cuyo protagonista es llamado
a una misión heroica. Las formas de llamada son muchísimas, y con frecuencia
la llamada recae en una persona normal, que de entrada no tiene nada de
heroica. Veamos algunos ejemplos: La llamada heroica es la que recibe Luck
Skywalker, que a fin de cuentas no es más que un pobre granjero sin más
90
pretensiones en la vida: descubre que está llamado a realizar una misión y la
acepta. El esquema es el mismo que el de Frodo Bolsón (El señor de los
anillos), Harry Potter, ... Al fin y al cabo es lo mismo que ha sucedido desde los
tiempos del ciclo de leyendas sobre el Rey Arturo. En otras ocasiones el
descubrimiento de una situación de injusticia, por ejemplo, es la que da una
misión al héroe para salvar o liberar. O aparecen unas situaciones que hacen
cambiar su vida: cárcel, campo de concentración...
La llamada y la respuesta del héroe está condicionada por la libertad: el
héroe siempre puede rechazar la llamada. Esto está bien reflejado en el
personaje de Neo (Matrix) que se resiste a la vocación heroica a la que se le
llama. Y eso mismo sucede en casi todos los ejemplos de héroe que hemos
citado.
La misión, (el “proyecto existencial”) no siempre es el que nos habíamos
planteado incialmente: en los casos que hemos citado, se presenta alterando el
proyecto inicial (en muchos casos, de una vida tranquila y sedentaria) que los
héroes tenían.
Es comprensible el miedo y las dudas que muchos héroes sienten ante
esas misiones, entre otras cosas, porque se pueden equivocar, pueden servir a
una causa equivocada o para la que ellos no valen: entramos aquí en las
películas y libros “que acaban mal”, que no son más que el reflejo de las vidas
que acaban mal también. Los ejemplos son menos conocidos, pues
generalmente las películas con mal final son menos comerciales (Los restos del
día, Vania en la calle 42...). Aunque bien es cierto que ahí tenemos el caso de
Don Quijote, que es lo contrario del héroe, ya que se mete en una misión a la
que no ha sido llamado, lo cual es la mejor manera de buscarse problemas.
Esto por lo que hace referencia a las misiones heroicas. Pero un esquema
muy parecido siguen los argumentos (los buenos argumentos, se entiende)
amorosos: en lugar de llamada o descubrimiento de la misión se puede hablar
de enamoramiento. Existen tramas sobre el enamoramiento o descubrimiento
del amor, la aparición inesperada, la frustración... (Un ejemplo de estos
múltiples sentidos se da en la comedia Mientras dormías).
La verdad es que todos los cuentos y tradiciones populares, la literatura de
todos los tiempos, desde la Ilíada hasta nuestros días nos hablan de la misión,
de la libertad para. Son modelos con los que nos podemos identificar o de los
que aprendemos lo que no hemos de hacer (se dice que el arte produce así
una especia de purificación o catarsis, según la expresión griega). Se trata de
uno de los aspectos importantes en la eduación artística.
Lo interesante de esta digresión sobre los héroes es que reflejan la vida del
hombre. Pues bien, el hombre es un ser de fines, necesita un sentido, un para
qué de su libertad
23
Es un tema frecuente en muchas películas: son muy interesantes, por tratarse de casos
históricos “En el nombre del padre” y “Huracán Carter”,
24
Dos ejemplos de películas muy distintas tratan esta cuestión: “Quiz Show” y “Un plan
sencillo”.
94
persigue la acción. No se puede sostener que una amputación de emergencia y
una tortura son lo mismo, por más que lo que “materialmente” realice el sujeto
sea lo mismo.
Pero un consecuencialista sostiene que ha de irse más allá de las
acciones: no basta con las consecuencias intrínsecas de la acción, sino que ha
de valorarse la acción por el conjunto de sus consecuencias. Mas, ¿quién
puede valorar todas las consecuencias de una acción? Son infinitas e
imprevisibles. Si se salta la ley en un caso, violando tal vez los derechos
humanos, se puede llegar a una acción buena: por ejemplo, evitar que unos
terroristas cometan un crimen. Pero las consecuencias de esa acción no son
sólo esas: si se saltan los derechos humanos en un caso, es posible que ocurra
más veces, que se cometan errores y haya inocentes que sean injustamente
castigados, es fácil que se acabe en un sistema totalitario que no respete los
más elementales derechos humanos...25 Y se podrían seguir buscando malas
consecuencias, que son imposibles de considerar por una mente finita. Porque
también se podrían prever las cosas al revés: será difícil que de una acción
mala no se deriven algunas consecuencias buenas, aunque sea a largo plazo.
Las conclusión es que de una acción se siguen infinitas consecuencias,
buenas y malas: ¿cuáles he de considerar y hasta qué punto? Cualquier acción
queda justificada por esta lógica consecuencialista: es el modo de pensar de
los totalitarismos, que pretenden erradicar el mal social “a cualquier precio”. Se
cumple entonces la frase de Hölderlin: “Siempre que el hombre ha querido
hacer de su Estado su cielo, lo ha convertido en su infierno”.
Curiosamente, se puede observar que con frecuencia el
consecuencialismo es paradójico: la mejor consecuencia habitualmente es no
ser consecuencialista, sino tener una ética de principios. Aparte de otros
ejemplos que hemos señalado, puede pensarse en muchos casos tales como
el del chantaje: un chantajista sabe que no tiene sentido intentar que una
persona de principios acceda a cometer una mala acción. También se puede
pensar en la lógica del traidor: a corto plazo lo mejor para él es la traición, pero
nadie se fía de quien ha traicionado. En cambio, quien ha seguido unas
“consecuencias malas” por no romper con sus principios (por ejemplo, un
periodista que no publica lo que le ha sido revelado de manera confidencial, el
político o el empresario que no aceptan sobornos) posiblemente alcance a la
larga otras consecuencias buenas, que pueden ser incluso mejores que los
beneficios que perdió. Con esta consideración no defiendo que haya que ser
hombre de principios por las consecuencias26, sino que el sistema
consecuencialista es paradójico.
Es preciso aceptar que hay límites a la acción humana, y que esos
límites tienen sentido. Puedo encontrar un sentido a esa grave contrariedad
que impide la realización de mi proyecto vital; puedo encontrar un sentido a
25
El siglo XX nos ha proporcionado bastantes ejemplos históricos de estas consecuencias a
largo plazo. Una crítica política al consecuencialismo la expone el personaje de Tomás Moro en
la película “Un hombre para la eternidad”.
26
Esto es lo que se defiende con frecuencia en el ámbito empresarial: engañar al cliente o
tratar mal a los empleados es perjudicial a la larga para los beneficios Si sólo es eso, ¿qué
sucederá si en algún momento es beneficioso?
95
esos otros límites que marca la ética cuando señala unas acciones como
intrínsecamente malas, y que me impiden la realización “a cualquier precio” de
lo que yo considero que es el bien.
Pero es difícil encontrar que existe un límite si no se confía en la
existencia de alguien que haga que el bien triunfe finalmente. Si yo respeto las
normas éticas, si no obro el mal para lograr el bien es porque confío que, en
último término, el bien se impondrá, pero no como fruto exclusivo de mis
acciones. La realización del bien no depende exclusivamente de mí. Existe
quien juega a favor del bien, con el suficiente poder para hacer que no sea
necesario ni conveniente realizar el mal para que el bien salga adelante.
Se puede comparar a Dios con el jugador perfecto, que sabe lograr su
propósito sin saltarse las reglas del juego; respetando, por ejemplo, la libertad
humana. Sólo un ser todopoderoso y bueno lo puede lograr. Precisamente
esas son las condiciones de las que carece el fanático o el consecuencialista.
¿Es esto una demostración de la existencia de Dios? Ni mucho menos,
pues no se ha dado ningún argumento de tal cosa. Lo que sí prueba es que la
ética, implícita o explícitamente, se apoya en Dios. El “si Dios no existe, todo
está permitido” hace referencia clara al consecuencialismo: cualquier crimen
será un bien, que es tanto como quitar la diferencia entre lo bueno y lo malo.27
La ética sólo es posible con el convencimiento de que “a la larga, lo mejor es
obrar siempre el bien”, lo cual se apoya en el convencimiento –en la fe o en el
prejuicio- de que habrá quien haga que todo salga bien al final. Dicho de otra
forma: si desaparece el convencimiento de la existencia de Dios, no queda más
salida que ser consecuencialista, lo cual es tanto como aceptar que cualquier
acción, por nauseabunda y horrible que sea (un asesinato, un genocidio),
puede ser justificada en alguna circunstancia concreta. Y no sólo justificada,
sino que deberíamos cometerla en unas determinadas circunstancias.
Afortunadamente, no siempre se es coherente con los principios últimos de las
acciones, gracias a lo cual hay personas agnósticas de probada moralidad. Lo
que ocurre es que su sistema ético está sobre un polvorín, que puede llegar a
explotar en cualquier momento.
27
Es interesante comprobar cómo, actualmente, la mayoría de los argumentos a favor de la
manipulación embrionaria con fines científicos son de corte consecuencialista.
96
Está claro que no es suficiente con querer algo para lograrlo. No basta con
querer ser un buen futbolista o médico. Es preciso adquirir unas capacitaciones
que me permitan llevar a cabo ese ideal que me he propuesto.
¿Qué repercusiones tienen en nosotros las decisiones que tomamos?
¿Pasan por nosotros como el agua por las piedras, sin producir ningún efecto?
Es evidente que no, pues todos tenemos unas capacidades que se
perfeccionan o no según nuestras acciones. Podemos tener, por ejemplo una
gran capacidad física o unas dotes excelentes para jugar al fútbol, pero
desarrollar o no esas aptitudes es otra cosa. Las acciones que realizamos
quedan en nosotros de algún modo, aunque no nos demos cuenta de ello.
Podemos suponer el caso de dos personas que sean exactamente
iguales, dos gemelos, por ejemplo. Tienen las mismas cualidades físicas, han
recibido la misma educación, han vivido siempre bajo el mismo techo, hablan la
misma lengua... Vamos a suponer que en un momento determinado toman
decisiones distintas, por ejemplo uno de ellos decide empezar a entrenarse en
un equipo de fútbol, mientras que el otro prefiere gastar esas horas en la
poltrona favorita de su casa. Aunque los dos tenían la misma facilidad para
practicar ese deporte, al cabo del tiempo el deportista ha adquirido unas
cualidades que el otro no tenía: forma física, pues los músculos se han
adaptado y fortalecido para el deporte, mientras que el otro lo único que ha
hecho es sacar un poquito de tripa; y habilidad, pues el que se ha entrenado
tiene ahora un toque de balón muy bueno, posee una gran visión de juego,
sabe situarse en el campo, hacer una vaselina,... Todo esto es fruto del
entrenamiento, de muchos actos anteriores. Para llegar a estar en forma, es
preciso continuo ejercicio físico. Y para llegar a tener un verdadero dominio del
balón se requieren horas y horas de entrenamiento durante muchos años. Lo
curioso es que todos esos actos, esas decisiones, han dejado su huella: cada
vez que se entrena, no está como en el primer entrenamiento, sino que está
mucho más allá, ha progresado, no está continuamente empezando de cero.
Una cosa parecida pasa con el estudio. Si seguimos con el ejemplo de
los gemelos, podemos suponer también que siguen conductas diferentes en su
dedicación a los libros. Supongamos que uno de ellos llega a casa y se plantea
si estudia o no. Al final decide que no, porque “¡total, por un día!”. Pero si no es
un día, sino que son dos, tres, cuatro... meses, esa conducta irá dejando huella
de varias maneras, que distinguirán claramente al gemelo vago del otro
(porque resulta que el otro sí que se ha puesto a estudiar todos los días que le
tocaba, en el momento que tenía previsto, etc.). Al cabo del tiempo se verá
que:
• Al vago cada vez le costará más estudiar, y se puede decir que el
esfuerzo que tiene que hacer para estudiar es mucho mayor que el
de aquel que estudia a diario. (Lo mismo sucede con el deporte: le
cuesta mucho más esfuerzo correr al que sólo corre una vez al
trimestre que a aquél que se entrena todos los días)
• El estudioso tendrá cada vez más conocimientos que el otro. Pero no
sólo es que tenga cada vez “más datos”, sino que sobre todo lo que
tendrá es cada vez más “habilidades” para el estudio: sabrá estudiar,
tomar apuntes, coger las ideas importantes, relacionar
conocimientos nuevos con otros que ya tiene...
97
• Probablemente sucederá que, a medida que pase el tiempo, al vago
le gustará cada vez menos estudiar, mientras que al que estudia
todos los días cada vez le resulte menos desagradable, e incluso hay
materias que descubrirá que verdaderamente “le gustan”.
• Aún quedan otras consecuencias de sus acciones. Se trata de las
consecuencias “extrínsecas” de sus decisiones, como el hecho de
que pueda tener o nota para entrar en una carrera.
Por todo ello, se ve que el estudioso cada vez estudia con más facilidad,
y que cada vez puede hacer más cosas en el ámbito académico: su poder
aumenta. Es lo mismo que ocurría con el que jugaba al fútbol: las distintas
decisiones que ha ido tomando han hecho que cada vez tenga más “poder
futbolístico”. Por eso puede realizar jugadas que otros no pueden, aguantar
más tiempo jugando, superar a otros...
Pues bien, estas “huellas” de las que estamos hablando son los hábitos.
En el ejemplo de los dos gemelos, los hábitos –que son resultados de las
distintas elecciones que han tomado- acaban marcando una clara diferencia
entre uno y otro.
Existen distintos tipos de hábitos. Todos ellos tienen en común que
complementan –perfeccionando o degradando- el modo de ser o naturaleza del
individuo. El modo de ser de los gemelos que hemos considerado, sus
naturalezas, eran idénticas. Pero en ambos casos, es una naturaleza que
requiere ser completada. Hemos visto, al hablar de la libertad fundamental, que
el hombre es un ser que está por hacer, que es indeterminado, a diferencia de
los animales, que tienen ya dados los fines que han de perseguir y que –según
los casos- tienen más o menos determinada su vida. Pues bien, esta
indeterminación no es sólo de los fines de la vida, sino que también se puede
decir que el hombre está por hacer en todas sus capacidades o facultades
operativas: en lo físico, en el conocimiento, en la voluntad.
Se dice que los hábitos son como una segunda naturaleza, un modo de
ser adquirido: de la misma manera que se puede decir que cada uno de
nosotros tiene la naturaleza humana y por eso es humano, también podemos
decir que cada uno de nosotros es sus hábitos: soy hombre, pero también
puedo ser, vago, sabio, buen jugador de fútbol,... Determinan nuestro modo de
ser, y no como algo postizo, no como un mero adorno o una mancha, sino que
es algo intrínseco a nosotros mismos.
Más en concreto, ¿qué tipo de cosa es un hábito? Los hábitos
completan, disponen a obrar de una manera u otra las capacidades operativas
(el sistema motor, la inteligencia, la voluntad...): por tanto no es una capacidad
operativa, sino algo que la completa.
Un hábito tampoco es un acto, es decir, una acción: cuando se duerme
no se deja de tener el hábito de estudio, aunque en ese momento no se esté
estudiando; ni se deja de ser un buen jugador de fútbol, aunque no esté
jugando al fútbol. Por eso se dice que el hábito es una disposición estable para
obrar de una determinada manera. Es esa disposición que queda, que
normalmente es consecuencia de actos previos. Por un día que estudie no se
dice que tenga el hábito de estudiar; o porque haga un buen pase, de
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casualidad, no se dice que soy un buen jugador. Los hábitos son algo que
somos, que está de modo estable en nosotros y suelen adquirirse por
repetición de actos.
Existen muchos tipos de hábitos (hay hábitos para cada capacidad de
obrar o facultad): los hábitos corporales y físicos (por ejemplo, la buena forma),
las habilidades adquiridas (con el balón), las costumbres (ponerse el calcetín
derecho antes que el izquierdo), los hábitos sensoriales (los ciegos desarrollan
mucho más el sentido del tacto y un catador de vinos tiene muy desarrollado el
gusto y el olfato), los hábitos intelectuales y los hábitos morales.
Entre los hábitos intelectuales podemos citar el lenguaje y el “modo de
pensar” –que es fundamentalmente un conjunto de habilidades intelectuales-
propio de las personas que realizan unos estudios, etc. Al final de una carrera,
por ejemplo, ha habido muchas cosas que se han olvidado, pero hay una serie
de capacidades intelectuales que se han adquirido y que no son un mero
conjunto de datos. Un médico “sabe ver” los problemas de una manera
concreta, y sabe dónde aprender o conseguir los datos que necesita.
Igualmente un ingeniero, un abogado... Por eso de unos estudios lo más
importante que se obtiene son hábitos intelectuales: unos estudios que sólo
suministraran información (cómo hacer ciertas cosas) dejarán de ser útiles en
un momento determinado. Entre otras cosas, lo propio del que sabe, del sabio,
es que tiene capacidad de aprender. Tradicionalmente había estudios que
capacitaban especialmente para esto: los estudios universitarios deberían ser
muy enriquecedores en este sentido, aunque cada vez tiende a convertirse la
universidad en un lugar de transmisión de datos, no de capacidades.
Existe otro tipo de hábitos, que son especialmente importantes para el
hombre: los hábitos de la voluntad o hábitos morales. Podemos decir que estos
hábitos son propiamente los “hábitos de la libertad”, pues hemos visto que la
libertad es la propiedad de la voluntad humana, que gracias a la inteligencia
puede querer cualquier cosa.
Los hábitos de la voluntad son los más radicales, los que “más somos”
nosotros, por lo que se nos puede llamar buenos o malos en sentido absoluto,
por los que en última instancia logramos o no ser felices. Entre los hábitos de la
voluntad distinguimos aquellos que nos perfeccionan, las virtudes, y aquellos
que nos degradan, los vicios.
12. ¿Y DIOS?
Es uno de los grandes temas que nos queda por abordar, aunque a lo
largo de estas páginas hemos hecho diversas referencias a Dios. Pero, ¿tiene
sentido hablar de Dios en Filosofía? Pues no sé si tiene sentido, pero desde
luego los filósofos llevamos siglos, desde el principio del filosofar, hablando de
Dios. Muchos han aportado demostraciones de su existencia, y otros han
tratado de probar lo contrario, que es imposible que exista eso que llamamos
“Dios”. Por supuesto, no faltan quienes dicen que ni lo uno ni lo otro, sino que
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en realidad es algo que no se puede llegar a saber (las posturas agnósticas).
Ha habido quien ha dicho que la existencia de Dios no necesita ser
demostrada, pues es algo evidente, pero –cómo no- también hay quienes
sostienen que lo único evidente es que Dios no existe.
La pregunta por la existencia de Dios suele plantearse a propósito del
origen del mundo. ¿Se puede explicar el universo por sí mismo, o hay que
suponer que ha sido obra de alguien? Quienes defienden que no es preciso
suponer la existencia de Dios para explicar la realidad sostienen que el cosmos
y la naturaleza tienen sus propias reglas, que son así y que podían haber sido
de otro modo, cierto, pero resulta que son así y han producido estas leyes, por
lo que el universo que habitamos es fruto de la mezcla de casualidad y
necesidad. Quienes se oponen a estos defienden que es mucha casualidad
tanta casualidad, que las cosas habrán de tener algún origen, a fin de cuentas.
No voy a abundar más en estos preámbulos, pues tal vez todos hayáis
participado en alguna discusión sobre este tema., que suelen ser muy
interesantes. Así que, no me resisto tampoco yo a participar en este milenario
debate.
La cuestión de si es demostrable o no la existencia de Dios, suele tomar
como punto de partida el orden que observamos en el mundo, la armonía, las
leyes que se dan en toda la realidad y que es estudiada por las distintas
ciencias experimentales. Podríamos decir que el primer paso para hablar de la
cuestión de Dios se centra en el debate del orden del cosmos, aunque esta
expresión es redundante, ya que cosmos significa en griego precisamente eso
mismo: orden (su contrario en griego es caos).
La existencia de ese orden es comúnmente aceptada, y es lo que
tratamos de reflejar en las leyes científicas. También se acepta -tanto por los
que afirman como los que niegan la posibilidad de demostrar la existencia de
Dios- que ese orden podría haber sido distinto, incluso que podría no haberse
dado. La fuerza de la gravedad podría haber sido diferente, y no es una
contradicción pensar que la materia del universo hubiera tenido otras
propiedades (de hecho, lo milagroso es que tenga las propiedades que tiene).
Este orden requiere una explicación. Y aquí acaba el acuerdo entre
ambos partidos filosóficos.
Una primera objeción de quienes niegan la existencia de Dios es
defender la casualidad como única explicación del orden observado. El azar
como explicación de la realidad ha sido muy utilizado en planteamientos
científicos, especialmente en la biología cuando se propone que es la
casualidad –unida en algún caso a otros factores, como la selección natural
que propone Darwin- la que da origen a la vida y a los distintos tipos de
especies.
El azar tiene la ventaja indudable de su aparente sencillez, pues es un
argumento que es fácilmente comprensible y puede emplearse para explicar
cualquier fenómeno. El problema tal vez sea ese: que el azar puede usarse
para explicar cualquier fenómeno. En el caso de las especies o de la
constitución de la materia, el orden que resulta de un proceso complejo es un
caso entre infinitas posibilidades. Resulta muy improbable que haya una
casualidad tal, como no nos creeríamos que el gato que tenemos en casa, al
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pasear descuidadamente por encima del teclado del ordenador, sea capaz de
escribir una frase con ingenio o algún pasaje del Quijote, por poner un caso.
Siempre se puede decir: “es difícil que esto ocurra, pero a fin de cuentas
es una posibilidad... entre infinitos casos, sí, pero no por ello deja de ser una
posibilidad”. Quizá lo que ocurra es que no tenemos una noción clara de lo que
significa infinitas posibilidades. Porque en nuestra vida ordinaria, si nos
encontramos con casos menos difíciles, no pensamos en el azar. Si alguien
gana una partida de ajedrez al campeón mundial, y afirma que “ha sido por
casualidad”, porque en realidad ni siquiera conocía las reglas de ese juego,
sino que se ha limitado a mover las piezas aleatoriamente... no podemos
creerlo. Si alguien no sabe el número de teléfono de una persona, no se le
ocurre marcar números al azar, a ver si acierta (aunque, en el caso de un
teléfono móvil, no son infinitas posibilidades, sino únicamente cien millones).
Desde luego si un amigo nos llama por teléfono y nos dice que no sabía
nuestro número, pero que ha probado suerte y le ha salido bien, lógicamente
no le creeremos.
No aceptamos el azar como explicación, precisamente porque el azar es
la renuncia a toda explicación, es la renuncia a pensar. Así, a la hora de
explicar cualquier fenómeno natural, no indagaríamos en las causas, en por
qué ha ocurrido tal reacción, porque ¿cómo podemos no saber que no ha
ocurrido por casualidad? Tampoco podríamos condenar a los imputados en un
crimen, pues siempre tendrían la capacidad de aducir que es posible que
alguien tuviera las mismas huellas digitales que ellos, o que, sencillamente, por
casualidad se formó ese dibujo en la hoja del cuchillo que -¡mala suerte!- tiene
la misma figura que sus huellas.
Pero, se puede objetar, si alguien marca por azar un número de
teléfono, y nos responde un hombre moreno de cincuenta años y con barba es
a fin de cuentas, una posibilidad entre cien millones... pero ha ocurrido. Y lo
mismo con el caso del gato que pasea por el teclado del ordenador. Cualquiera
de las palabras que el gato escriba en la pantalla es altamente improbable,
pero ahí está escrita.
Pongamos un ejemplo que puede servir para entender qué es una
posibilidad infinitésima. Es clara la diferencia entre una línea recta y una
circunferencia. Sin embargo, se puede decir que una línea recta no es más que
una circunferencia... de radio infinito. Y así, a pesar de no ser más que una
circunferencia, siguiendo los puntos de una recta nunca se volverá a pasar por
el mismo punto, como sucede en la circunferencia. Del mismo modo, un
suceso infinitamente improbable, no ocurrirá. Y hechos infinitamente
improbables son los distintos ejemplos que hemos puesto: no es que no
puedan ocurrir, es que por sí solos no pueden ocurrir si no hay una causa
proporcionada (no es infinitamente improbable escribir el Quijote tecleando un
ordenador: lo infinitamente improbable es que fuera un gato paseando por el
teclado el que por azar produjera tal efecto).
No obstante, siempre se puede tener una fe ciega en el azar para
explicar cosas. Y hay quien quiere tener esa fe. Pero, insisto, si se acepta el
azar en un caso, se puede aceptar en todos, y eso es el fin del pensar. Lo que
ocurre es que quienes sostienen la casualidad como explicación posible en
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este caso, no suelen ser coherentes con ese principio, porque si no, sería
imposible hacer ciencia.
Esto por lo que se refiere a la explicación del orden o de los distintos
órdenes del mundo por el azar. Pero también podría explicarse que el orden
que vemos, se debe a otras causas, como pueden ser las leyes físicas, que
explicarían todo en último término.
Pues es cierto: las leyes de la naturaleza pueden explicar todo el orden
del universo. Las leyes pueden explicarlo todo... salvo las propias leyes. ¿Por
qué las cuatro fuerzas fundamentales son las que son? Nos puede parece muy
lógico y evidente que las cargas positivas y las negativas se atraigan, pero eso
es cualquier cosa menos evidente. Lo sabemos porque lo hemos visto, hemos
descubierto que es así y no de otra manera. Son realidades contingentes,
dirían los filósofos: no son algo necesario, porque podrían ser de otra manera,
o sencillamente no ser.
Chesterton explica que darse cuenta de la contingencia del mundo y de
sus propiedades es algo de suma importancia, enseñanza que él aprendió de
niño a través de los cuentos. El hecho de que un cuento hablara de manzanas
de oro que crecían en un árbol enseña que las manzanas naturales no son
menos mágicas que las del cuento, pues podrían haber sido completamente
distintas a como son ahora... o, sencillamente, podría no haber manzanas.
Volviendo al caso de las leyes de la naturaleza, podemos explicar el
mundo recurriendo a las propiedades de su materia, que a su vez se deben a
otras propiedades físicas, y llegamos a las cuatro fuerzas fundamentales (las
de la gravedad, electromagnética, interacción fuerte e interacción débil, que tal
vez consigan ser unifcadas en el futuro). Pero, ¿por qué las cuatro fuerzas
fundamentales tienen esas propiedades y no otras? Porque es claro que
podrían ser de otra forma. Llegamos a un punto de “porque sí”. Pero antes de
seguir por esta línea, me parece que sería muy interesante que caigamos en la
cuenta de algunos prejuicios que podemos tener en nuestra imaginación
científica, o por decirlo de otra forma, es oportuno que nos demos cuenta de
cómo ha cambiado la imagen científica del universo que tiene el hombre
corriente.
Hasta hace muy pocos años la imagen del universo era completamente
estática. El universo ha sido así desde siempre: el sol, los planetas, las
galaxias, y lo que había por ahí era “desde siempre”. No me refiero sólo a la
mentalidad de las “épocas oscuras” de las cavernas, sino que Einstein mismo
tenía esta visión del universo. Digamos que el mundo estaba así, sin cambios,
bien porque lo hubiera creado Dios o bien porque ahí estaba el mundo desde
siempre.
Desde luego, no es esta la imagen que actualmente tenemos del
universo, pues todos –quien más, quien menos- tenemos presente la teoría del
Big bang, que explica el universo a partir de una explosión inicial que explica el
universo en expansión y el paulatino surgimiento de todo el mundo físico a
partir de una masa inicial. Algunas cuestiones como el momento en el que
aparece la luz, los electrones o las distintas partículas de materia, ni se le
pasaba por la imaginación a nadie hasta que en 1920 el sacerdote y físico
belga Lemaitre propuso la teoría de la gran explosión (que recibió el referendo
experimental en los años 60 con Penzias y Wilson)
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Digamos que esta visión estática del universo estaba tan metida en la
imaginación común, que Einstein decidió introducir algo así como un factor de
corrección para enmendar ese universo en expansión que le aparecía en sus
experimentos (él mismo reconoció que este fue un gran error).
Este proceso ha sido análogo al que se produjo con la teoría de la
evolución de las especies en el siglo XIX. El hombre corriente se imaginaba el
mundo natural también de un modo “estático”, y supuso un cambio radical la
propuesta de unas especies en evolución. Hoy está tan introducida esta idea
en el modo de pensar de la gente, que la imagen de la evolución se emplea
con frecuencia en la publicidad común, no sólo en la promoción de productos
para especialistas en biología evolutiva.
Señalo estas cosas, porque así como hoy nos parece “evidente” la
evolución del universo, hace unas pocas décadas nos parecía evidente lo
contrario (esto en realidad es una muestra más de elementos contingentes,
pero que pueden llegar a parecer como si fueran cosas necesarias). Y ninguna
de las dos cosas son evidentes, como prueba el hecho de lo difícilmente que se
han aceptado estas explicaciones.
¿Tiene esto algo que con las pruebas filosóficas de la existencia de
Dios? Sí, claro, pues aunque esto no son pruebas filosóficas sino datos
científicos, pueden llevarnos a ciertos errores. Por ejemplo, se puede pensar
que es una buena prueba el decir que si las galaxias y todo lo demás procede
de otras cosas y en último término de una inicial masa que explota, algo o
alguien tuvo que crear esa explosión inicial. O dicho de otra forma, si
actualmente sabemos que el universo tiene una edad, no pequeña, desde
luego, pero limitada al fin y al cabo, parecería claro que hay que hay una causa
que ha hecho que todo empiece a ser. Este tipo de razonamiento no se hacía
cuando la imagen del universo era la de un universo estático, porque se
pensaba en la posibilidad de un universo eterno. Sin duda, es posible pensar
en un universo eterno: no es una idea contradictoria ni absurda. Aunque ya
veremos cuando nos metamos en ejemplos varios que la idea de universo
eterno no excluye que el universo sea creado. Creación y tiempo indefinido no
se excluyen. Si definitivamente se prueba que el universo tiene un comienzo
temporal, será necesario afirmar la existencia de una causa que haya dado el
ser a ese mundo. Lo que sucede es que la ciencia no puede ir más allá de ese
comienzo. ¿Qué había antes del Big bang? La física no lo puede decir, porque
sólo se ocupa de lo que ocurrió a partir de ese momento (cuando aparece el
tiempo). Por otra parte, apoyarse filosóficamente únicamente en estos datos
físicos tampoco daría una prueba concluyente, por varios motivos. Cabría, por
ejemplo, la posibilidad de que la masa originaria proviniera a su vez de una
implosión, o que fuera resultado de un ciclo, o que se corrigiera la teoría del
origen del universo de una u otra forma.
Lo curioso es que las dos grandes teorías sobre la evolución –la
evolución de las especies y la evolución del universo- han entrado de lleno en
el debate filosófico sobre la existencia de Dios. La primera de ellas, fue
empleada como bandera del ateismo (Marx la elogió por este motivo), pues
muchos vieron en la selección natural un modo de explicar el mundo (o una
parte de él) sin necesidad de recurrir a Dios. En cambio el Big bang ha hecho
que el ateísmo se haya puesto “a la defensiva”, pues la ciencia moderna
apunta cada vez más hacia Dios.
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Tras tantas observaciones y aclaraciones, vamos a poner algunos
ejemplos que nos permitan abordar más propiamente las demostraciones de la
existencia de Dios desde un punto de vista filosófico.
Es fácil ver que existe una cierta analogía entre el orden del universo y el
orden maravilloso de un examen tan complejo. Si hay un orden complejo,
decíamos antes, ha de haber una causa, no es fácil decir que ha sido así por
azar. Pero, ¿por qué buscar un ejemplo tan rebuscado como el de miles de
alumnos que están haciendo a la vez un examen? Pensemos en lo que
ocurriría si todos los alumnos estuvieran haciendo bien el examen pero no a la
vez, sino sucesivamente. Es decir, un alumno copia las respuestas de su
compañero, que a su vez lo ha copiado de otro, que a su vez lo copió de otro...
Digamos que, cuando uno acaba de copiar, deja que el siguiente alumno le
copie.
Aparentemente, es una situación muy similar. Pero entonces, alguien
podría decir: ¿de dónde vienen las respuestas? De otro alumno.. Que a su vez
copia a otro, que a su vez copia a otro... ¿Y si hubiera infinitos alumnos? Esta
ha sido la objeción tradicional a la prueba de la existencia de Dios, planteada
con una imagen de un mundo que ha podido existir desde siempre, un mundo
que ha podido no tener comienzo, sino que “ahí está”. Y si se plantea así el
problema, realmente no sería demostrable la existencia de Dios, pues no es
absurdo pensar que puede haber un mundo sin comienzo. Es una imagen
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como la de la caída de infinitas fichas de dominó puestas en fila. Una ficha es
derribada por otra, y a continuación derriba a otra. Si hubiera infinitas fichas, si
no hubera comienzo, no habría que preguntarse de dónde viene la primera
ficha.
Pero por eso el caso de los alumnos copiones es distinto: se trata de una
causalidad simultánea, que está ocurriendo ahora mismo. No es que uno
copiara hace tiempo, es que están copiando y siendo copiados todos en este
mismo instante. ¿Se podría decir entonces que si hubiera infinitos alumnos el
asunto está resuelto? Es imposible: en este momento no puede haber infinitos
alumnos ni infinitos nada. Siempre tendremos un número concreto de alumnos
en un momento determinado. Por eso, no se resuelve el problema aumentando
el número, de modo que “si todos copiaran, entonces nadie copiaría”, puesto
que todos no pueden tener el conocimiento venido de fuera.
Con esto se concluye el tercer paso de las pruebas de la existencia de
Dios, que consiste en probar la imposibilidad de un proceso infinito de causas.
Y se pasa a la conclusión definitiva: hay una causa distinta, un alumnos que es
distinto a todos los demás, que no tiene los conocimientos recibidos, sino que
los tiene por sí mismo.
Toda la explicación anterior iba dirigida a mostrar que es imposible que
haya infinitas causas simultáneas en el presente, pero si que puede haberlas
en el pasado. De ahí que incluso Santo Tomás de Aquino explique que sería
posible que hubiera un mundo eterno y que a la vez fuera creado: los alumnos
podrían haber estado copiando desde toda una eternidad, sucediéndose de
padres a hijos, y no por eso dejarían de depender todos en cada instante del
alumno que no ha copiado sino que estudia. Por eso la dependencia de Dios
no es un hecho histórico, según esta explicación, sino que ocurre en cada
momento. Como los espejos que reflejan la luz, iluminan si son iluminados;
pero se concluye que no sólo hay reflectores de luz, sino que ha de haber algo
que sea luz por sí mismo, porque si no, nada reflejaría nada. Pero la
dependencia del espejo con respecto a su fuente de luz es continua, actual: no
es una cosa que “iluminó” como si hubiera dado un brochazo de pintura: está
iluminando en este mismo instante. Así es la relación del mundo con Dios.28
28
Los ejemplos que hemos puesto hay que tomarlos como una ayuda para entender los
pasos de estas demostraciones, especialmente el de la imposibilidad de infinitas causas en el
presente. Para que propiamente fueran concluyente el caso de los alumnos copiones (que no
hubiera varios alumnos), habría que tener en cuenta algo así como el orden no sólo de cada
pregunta, sino el de la coordinación absoluta que existe entre todos los elementos del examen.
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vez la ciencia avance y esas leyes se pueden explicar por otras, pero estamos
en el mismo caso de los alumnos copiones: no todos los alumnos pueden tener
la ciencia recibida. Y se trata de una consideración en presente: las leyes del
mundo se explican unas a otras. Pero llegamos a un límite (como decíamos
antes, llegamos a unas leyes ordenadoras pero que a su vez necesitan alguien
que las ordene o explique porque no son necesarias: ¿por qué la ley de la
gravedad es como es y no de otro modo?).
Se requiere entonces que haya algo que ordene a los demás, pero que
no sea ordenado por nada (un alumno del que se copie, pero que no puede ser
igual que los demás, porque entonces no resolveríamos el problema). Dice la
prueba que a su vez este ordenador tendría que ser tal que no pudiéramos
preguntarnos de nuevo quién le está ordenando a él, porque entonces no
resolveríamos el problema de la serie infinita. Y la única manera de resolverlo
es decir que esa causa es distinta a las demás, que sólo están dando si están
recibiendo (como los alumnos o los espejos). Para eso tiene que ser un orden
por esencia, “el orden”. De la misma manera que si vemos algo caliente nos
preguntamos qué lo ha calentado, pero si vemos el fuego no nos hacemos esa
pregunta, pues es “calor por esencia”.
En realidad sobre estas consideraciones se pueden corregir, criticar,
aclarar aún muchas cosas, pero requeriría mucho más tiempo, y me parece
que se han dado las pautas esenciales para ir pensando por libre.
Me gustaría hacer una última observación. Y es que el tema de Dios,
aunque muy metafísico y filosófico, posiblemente requiere un tratamiento muy
distinto, puesto que en esto pesa más el corazón. Esta cuestión no se plantea
en términos tan racionales, sino desde un punto de vista mucho más personal,
dramático, incluso. Así, aparecen misterios como el problema del mal:
filosóficamente puede decirse que es una ausencia de perfección (como la
oscuridad es la ausencia de luz), pero que cuando afecta a nuestra vida se
convierte en sufrimiento y ya no nos basta esa explicación. Resulta necesario
plantear las cuestiones entonces en un ámbito mucho más personal -de
persona a persona, podríamos decir-, en el que el hombre contemporáneo ha
de librar un cierto combate para que la razón se abra a misterios que no puede
desentrañar por completo (aunque si puede lograr descubrir que es razonable
abrirse a ellos).
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BIBLIOGRAFÍA