Material de Apoyo 1 - Como Detectar Mentiras - Paul Ekman
Material de Apoyo 1 - Como Detectar Mentiras - Paul Ekman
Material de Apoyo 1 - Como Detectar Mentiras - Paul Ekman
NTIRAS
Una guia para utilizar en el trabajo,
la politica y la familia
PAI D b S
Pau Ekman
Paidós Psicología Ho y
PAIDÓS
Barcelona * Buenos Aires • Mémco
Título origina): TellingLies
Publicado en inglés, por Berkley Books, Nueva York Traducción de Leandro
Wolfsori
Cubierta: Idee
ISBN: «»78-84-493-1800-9
Depósito legal: B-46.470/2009
Reconocimientos 7
Prólogo a la nueva edición e 9
1. Introducción 13
2. Mentiras, autodelaciones e indicios del engaño 24
3. Por qué falla n las mentira s 43
4. La detección del engaño a p a r t i r de las palabras,
la voz y el cuerpo 82
5. Los indicios faciales del engaño 128
6. Peligros y precauciones 167
7. El polígrafo como cazador de mentiras 196
8. Verificación de la me n tir a 249
9. Detectar mentiras en la década de 1990 289
10. La mentira en la vida pública 309
11. Nuevos descubrimientos y nuevas ideas sobre la
mentira y su detección 335
Epilogo 357
Apéndice 363
Notas bibliográficas 373
índice analítico y de nombres 387
Reconocimientos
7
Masón fue mi p r i me r a lectora y mi crítica paciente y construc• tiva .
Debatí muchas de las ideas presentadas en el libro con Ervin g Goffman,
quien estaba interesado en el engaño desde un ángulo sumamente diferente, y
pude disfrutar del contraste, aunque no la contradicción, entre nuestras diversas
perspecti• vas. Recibir sus comentarios acerca del manuscrito habría sido un
honor para mí, pero Goffman murió de manera imprevista poco antes de que se
lo enviase. El lector y yo nos hemos visto perjudicados por este hecho luctuoso,
a raíz del cual el diálogo entre Goffman y yo sobre este libro sólo pudo tener lugar
en mi propia mente.
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8
Prólogo a la nueva edición
10
"Cuando la situación semeja ser exactamente tal como se nos aparece,
la alter na ti va más probable es que sea una farsa total; cuando la farsa es
excesivamente evidente, la posibilidad más p robable es que no haya
nada de f a r s a . " — E r v i n g Goffman, Strategic Interaction.
11
1
Introducción
13
a quienes dudaban de la buena fe de Hitler , Chamberlain explica en un discurso
que su contacto personal con Hitler le permitía decir que éste "decía lo que
realmente pensaba".2
14
Los chicos habían crecido y ya no la necesitaban, su marido parecía enfrascado
totalmente en su trabajo... Mar y se sentía inútil. Para la época en que fue internada
en el hospital ya no era capaz de llevar adelante el hogar, no dormía bien y pasaba
la mayor parte del tiempo llorando a solas.
En las tres primeras semanas que estuvo en el hospital fue medicada e hizo
terapia de grupo. Pareció reaccionar bien: recobró la vivacidad y dejó de hablar
de suicidarse. En una de las entrevistas que filmamos, Mary le contó al médico lo
mejo• rada que se encontraba, y le pidió que la autorizara a salir el fin de semana.
Pero antes de recibir el permiso... confesó que había mentido para conseguirlo:
todavía quería, desesperada• mente, matarse. Debió pasar otros tres meses en el
hospital hasta recobrarse de veras, aunque un año más tarde tuvo una recaída.
Luego dejó el hospital y, por lo que sé, aparentemente anduvo bien muchos años.
La entrevista filmada con Mar y hizo caer en el error a la mayoría de
los jóvenes psiquiatras y psicólogos a quienes se la mostré, y aun a muchos
de los expertos. La estudiamos cente• nares de horas, volviendo atrás
4
15
engaño, pero no estábamos seguros de haberlos descubierto o imaginado.
Cualquier comportamiento inocente parece sospe• choso cuando uno sabe
que el sujeto ha mentido. Sólo una medición objetiva, no influenciada
por nuestro conocimiento de que la persona mentía o decía la verdad,
podía servirnos como prueba que corroborase lo que habíamos observado.
Además, para estar seguros de que los indicios de engaño descubiertos no
eran idiosincrásicos, teníamos que estudiar a mucha gente. Lógicamente,
para el encargado de detectar las mentiras —el cazador de me n t i r a s —
todo sería mucho más sencillo si las conductas que traicionan el engaño
de un sujeto fuesen eviden• tes también en las mentiras de otros sujetos;
pero ocurre que los signos del engaño pueden ser propios de cada
individuo. Diseñamos un experimento, tomando como modelo la
mentir a de Mary , en el cual los sujetos estudiados tenían una intensa
motivación para ocultar las fuertes emociones negativas experi• mentadas
en el momento de mentir . Les hicimos observar a estos sujetos una
película muy perturbadora, en la que apare• cían escenas quirúrgicas
sangrientas; debían ocultar sus senti• mientos reales de repugnancia,
disgusto o angustia y convencer a un entrevistador que no había visto el
film de que habían disfrutado una película documental en la que se
presentaban bellos j ard ines floridos. (E n los capítulos 4 y 5 damos cuenta
de nuestros hallazgos.)
No pasó más de un año —aún estábamos en las etapas iniciales de
nuestros experimentos sobre me n t i r a s — cuando me enteré de que me
estaban buscando ciertas personas intere• sadas en un tipo de mentiras
muy diferente. ¿Podían servir mis métodos o mis hallazgos para atrapar
a ciertos norteamerica• nos sospechosos de trabajar como espías para otros
países? A medida que fueron pasando los años y nuestros descubrimien•
tos sobre los indicios conductuales de los engaños de pacientes a sus
médicos se publicaron en revistas científicas, las solicitu• des
aumentaro n. ¿Qué opinaba yo sobre la posibilidad de adies• tra r a los
guardaespaldas de los integrantes del gabinete para que pudiesen
ind i vid u al iza r, a través de sus ademanes o de su modo de caminar, a un
terror ista dispuesto a asesinar a uno de
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estos altos funcionarios? ¿Podíamos enseñarle al FB I a entre• nar a sus
policías para que fuesen capaces de averiguar cuándo mentía un
sospechoso? Ya no me sorprendió cuando me preguntaron si sería capaz
de ayudar a los funcionarios que llevaban a cabo negociaciones
inter nacio nales del más alto nivel para que detectasen las mentiras del
otro bando, o si a p artir de unas fotografías tomadas a Patricia Hearst
mientras participó en el asalto a un banco podría decir si ella había tenido
o no el propósito de robar. En los cinco últimos años el interés por este tema
se internacionalizó: to maro n contacto conmigo representantes de dos
países con los que Estados Unidos mantenía relaciones amistosas, y en
una ocasión en que yo estaba dando unas conferencias en la Unión
Soviética, se me aproximaron algunos funcionarios que dijeron
pertenecer a un "organismo eléctrico" responsable de los interrogatorios.
No me causaba mucho agrado este interés; temía que mis hallazgos
fuesen aceptados acríticamente o aplicados en forma apresurada como
producto de la ansiedad, o que se utilizasen con fines inconfesables.
Pensaba que a menudo las claves no verbales del engaño no serían evidentes
en la mayor parte de los falseamientos de tipo c r i mi n a l , político o
diplomático; sólo se trataba de "corazonadas" o conjeturas. Cuando era
inter r o • gado al respecto no sabía explicar el porqué. Para lograrlo, tenía
que averiguar el motivo de que las personas cometiesen errores al mentir,
como de hecho lo hacen. No todas las me nti • ras fracasan en sus propósitos:
algunas son ejecutadas impeca• blemente. No es forzoso que haya indicios
conductuales —un a expresión facial mantenida durante un tiempo
excesivo, un ademán hab itual que no aparece, un quiebro momentáneo de
la voz—. Debía haber signos delatores. Sin embargo, yo estaba seguro de
que tenían que existir ciertos indicios generales del engaño, de que aun a
los mentirosos más impenetrables los tenía que traicio nar su
comportamiento. Ahora bien: saber cuándo una mentira lograba su
objetivo y cuándo fracasaba, cuándo tenía sentido indagar en busca de
indicios y cuándo no, significaba saber cómo diferían entre sí las mentiras,
los menti • rosos y los descubridores de mentiras.
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La mentir a que Hitle r le dijo a Chamberlai n y la que Mar y le dijo a
su médico imp licab an, ambas, engaños sumamente graves, donde lo que
estaba en juego eran vidas humanas. Ambos escondieron sus planes para
el futuro y, como aspecto c entral de su me n t i r a , si m ularo n emociones
que no tenían. Pero la diferencia entre la p r i me r a de estas mentiras y la
segunda es enorme. H i t l e r es un ejemplo de lo que más tarde denominaré
"ejecutante profesional"; además de su habilidad n a t u r a l , tenía mucho
más práctica en el engaño que Mar y.
Por otra parte, H i t l e r contaba con una ventaja: estaba engañando
a alguien que deseaba ser engañado. Chamberlain era una víctima bien
dispuesta, ya que él quería creer en la me ntir a de Hi tler , en que éste no
planeaba iniciar la guerra en caso de que se modificasen las fronteras de
Checoslovaquia de ta l modo que satisficiese a sus demandas. De lo
co ntrar io , Cha mb erlain iba a tener que reconocer que su política de apaci•
guamiento del enemigo había fallado, debilitando a su país. Refiriéndose
a una cuestión vinculada con ésta, la especialista en ciencia política
Roberta Wohlstetter sostuvo lo mismo en su análisis de los engaños que
se llevan a cabo en una carrera ar ma mentista. Aludiendo a las
violaciones del acuerdo naval anglo-germano de 1936 en que incurrió
Alemania, dijo: "Tanto el transgresor como el transgredido (...) tenían
interés en dejar que p e r s i s ti e r a el er ro r . Ambas necesitaban p reservar
la ilusión de que el acuerdo no había sido violado. El temor britá• nico a
una carrera ar ma me ntista, ta n hábilmente manipulado por H i t l e r , llevó
a ese acuerdo naval en el cual los ingleses (sin consultar ni con los
franceses ni con los italianos) tácitamente modificaron el Tratado de
Versalles; y fue ese mismo temor de Londres el que le impidió reconocer
o a d mi t i r las violaciones del nuevo convenio". 5
En muchos casos, la víctima del engaño pasa por alto los errores que comete
el embustero, dando la mejor interpretación posible a su comportamiento ambiguo
y entrando en conniven• cia con aquél para mantener el engaño y eludir así las
terribles consecuencias que tendría para ella misma sacarlo a la luz. Un marido
engañado por su mujer que hace caso omiso de los
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signos que delatan el adulterio puede así, al menos, posponer la
humillación de quedar al descubierto como cornudo y expo• nerse a la
posibilidad de un divorcio. Au n cuando reconozca para sí la infidelidad
de su esposa, quizá coopere en ocultar su engaño para no tener que
reconocerlo ante ella o ante los demás. En la medida en que no se hable
del asunto, ta l vez le quede alguna esperanza, por remota que sea, de
haberla j uz• gado equivocadamente, de que ella no esté envuelta en
ningún amorío.
Pero no todas las víctimas se muestr an tan bien dispuestas a ser
engañadas. A veces, ignorar una me nt ir a o co ntrib uir a su permanencia
no trae aparejado ningún beneficio. Ha y descubri• dores de mentiras que
sólo se benefician cuando éstas son expuestas, y en ta l caso nada pierden.
El experto en interro ga• torios policiales o el funcionario de un banco
encargado de otorgar los préstamos sólo pierden si los embaucan, y para
ellos cump lir bien con su cometido significa descubrir al embaucador y
averiguar la verdad. A menudo la víctima pierde y gana a la vez cuando es
descaminada o cuando la men tir a queda encu• bierta; pero suele ocurrir
que no haya un eq uilibrio entre lo perdido y lo ganado. Al médico de Mar
y le afectaba muy poco creer en su mentir a. Si realmente ella se había
recuperado de su depresión, ta l vez a él se le adjudicase algún mérito por
ello; pero si no era así, tampoco era mucho lo que habría perdido. Su
carrera no estaba en juego, como sucedía en el caso de Cham¬ berlain. No
se había comprometido públicamente y a pesar de las opiniones en contra
de otros con un curso de acción que, en caso de descubrirse la mentira de
Mar y, pudiera resultar equi• vocado. Era mucho más lo que el médico
podía perder si Mar y lo embaucaba, que lo que podía ganar si ella decía
la verdad. Para Chamberlain, en cambio, ya era demasiado tarde en 1938:
si Hi tl e r mentía, si no había otra manera de detener su agre• sión que
mediante la guerra, la carrera de Cha mb er lain estaba finiquitada y la
guerra que él había creído poder imp edir iba a comenzar.
Con independencia de las motivaciones que Chamb erlain tuviese
para creer en Hi tl er , la me nt ir a de éste tenía probabili-
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dades de lograr su propósito a raíz de que no le era necesario encubrir
emociones profundas. Con frecuencia, una me nt ir a falla porque se
trasluce algún signo de una emoción oculta. Y cuanto más intensas y
numerosas sean las emociones in vo l u • cradas, más probable es que el
embuste sea traicionado por alguna autodelación manifestada en la
conducta. Por cierto que H i t l e r no se habría sentido culpable —
sentimiento éste que es doblemente problemático para el mentiroso, ya
que no sólo pueden traslucirse señales de él, sino que además el tormento
que lo acompañaba ta l vez lo lleve a cometer errores fat ales—. Hitl e r no
se iba a sentir culpable de mentirle al representante de un país que le
había i n f l i g i d o una h u m i l l a n t e d er rota mi l i t a r a Alemania cuando
él era joven. A diferencia de Mar y, H i t l e r no tenía en común con su
víctima valores sociales impor• tantes; no lo respetaba ni lo ad miraba.
Mar y , por el contrario, debía ocultar intensas emociones si pretendía que
su mentir a triunfase; debía sofocar su desesperación y la angustia que la
llevaban a querer suicidarse, y además tenía buenos motivos para sentirse
culpable por m e n t i r l e a los médicos que ella quería y ad miraba, y que,
lo sabía muy bien, sólo deseaban ayudarla.
Por todas estas razones y algunas más, habitualmente será mucho más
sencillo detectar ind icios conductuales de un engaño en un paciente
suicida o en una esposa adúltera que en un diplomático o en un agente
secreto. Pero no todo diplomáti• co, c r i mi n a l o agente de información es
un mentiroso perfecto. A veces cometen errores. Los análisis que he
realizado permi• ten estimar la p r obabilidad de descubrir los indicios
de un engaño o de ser descaminado por éste. Mi recomendación a quienes
están interesados en atrapar criminales o enemigos políticos no es que
prescindan de estos indicios conductuales sino que sean más cautelosos,
que tengan más conciencia de las oportunidades que existen pero también
de las limitaciones.
Ya hemos reunido algunas pruebas sobre estos indicios conductuales del
engaño, pero todavía no son definitivas. Si bien mis análisis de cómo y por qué
miente la gente, y de cuándo fallan las mentiras, se ajustan a los datos de los
experi-
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mentos realizados sobre el mentir , así como a los episodios que nos
cuentan la historia y la l i t e r a t u r a , todavía no ha habido tiempo de
someter estas teorías a otros experimentos y argu• mentaciones críticas.
No obstante, he resuelto no esperar a tener todas estas respuestas para
escribir el presente libro, porque los que están tratando de atrapar a los
mentirosos no pueden esperar. Cuando es mucho lo que un error puede
poner en peligro, de hecho se intenta discernir esos indicios no verba• les.
En la selección de miembros de un j ur ado o en las entrevis• tas para
decidir a quién se dará un puesto i mp o r ta nt e, "exper• tos" no
familiarizados con todas las pruebas y ar gu mento s existentes ofrecen
sus servicios como descubridores de menti • ras. A ciertos funcionarios
policiales y detectives profesionales que uti liz a n el "detector de
mentir as" se les enseñan cuáles son esas claves conductuales del engaño.
Más o menos la mita d de la información utilizad a en los materiales de
estos cursos de capacitación, por lo que he podido ver, es errónea. Altos
em• pleados de la aduana siguen un curso especial para averiguar indicios
no verbales que les p er mi ta n capturar a los contraban• distas; me dijeron
que en estos cursos empleaban mis trabajos, pero mi reiterada insistencia
en ver tales materiales no tuvo otro resultado que la no menos reiterada
promesa "nos volvere• mos a poner en contacto con usted de inmediato".
Conocer lo que están haciendo los organismos de información del Estado
es imposible, pues su labor es secreta. Sé que están interesados en mis
trabajos, porque hace seis años el Dep artamento de Defensa me invitó
para que explicase cuáles eran, a mi juicio, las oportunidades y los riesgos
que se corrían en esta clase de averiguación. Más tarde oí rumores de que
la tarea de esa gente seguía su curso, y pude obtener los nombres de
algunos de los participantes. Las cartas que les envié no recibieron
respuesta, o bien ésta fue que no podían decirme nada. Me preocupan estos
"expertos" que no someten sus conocimientos al escrutinio público ni a
las capciosas críticas de la comunidad científica. En este libro pondré en
claro, ante ellos y ante las personas para quienes tr abaj an, qué pienso de
esas oportunida• des y de esos riesgos.
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Mi finalidad al escribirlo no ha sido d ir igir me sólo a quienes se ven
envueltos en mentiras mortales. He llegado al convenci• miento de que
el examen de las motivaciones y circunstancias que llevan a la gente a
me n ti r o a decir la verdad puede contri• b ui r a la comprensión de muchas
relaciones humanas. Pocas de éstas no entrañan algún engaño, o al menos
la posibilidad de un engaño. Los padres les mienten a sus hijos con
respecto a la vida sexual para evitarles saber cosas que, en opinión de aqué•
llos, los chicos no están preparados para saber; y sus hijos, cuando llegan
a la adolescencia, les ocultan sus aventuras sexuales porque sus padres
no las comprenderían. Va n y vienen mentiras entre amigos (n i siquiera
su mejor amigo le contaría a usted ciertas cosas), entre profesores y
alumnos, entre médicos y pacientes, entre mar id o y mujer, entre testigos
y jueces, entre abogados y clientes, entre vendedores y compra• dores.
Me nt i r es una característica tan central de la vida que una mejor
comprensión de ella resulta pertinente para casi todos los asuntos
humanos. A algunos este aserto los hará estreme• cerse de indignación,
porque entiend en que la me n t i r a es siempre algo censurable. No
comparto esa opinión. Proclamar que nadie debe me nt ir nunca en una
relación sería caer en un simplismo exagerado; tampoco recomiendo que
se desenmasca• re n todas las mentiras. La periodista Ann Landers está
en lo cierto cuando dice, en su columna de consejos para los lectores, que
la verdad puede utilizarse como una cachiporra y causar con ella un
dolor cruel. También las me n t i r a s pueden ser crueles, pero no todas lo
son. Algunas —muchas menos de lo que sostienen los mentirosos— son
altr uistas. Hay relaciones sociales que se siguen d isfrutando gracias a
que preservan determinados mitos. Sin embargo, ningún mentiroso
debería dar por sentado que su víctima quiere ser engañada, y ningún
descubridor de mentiras debería arrogarse el derecho a poner al
descubierto toda mentir a. Existen mentiras inocuas y hasta
h u ma n i t a r i a s . Desenmascarar ciertas mentiras puede provocar
humillación a la víctima o a un tercero.
Pero todo esto merece ser considerado con más detalle y
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después de haber pasado revista a otras cuestiones. Para empezar, corresponde
definir qué es mentir, describir las dos formas básicas de mentira y establecer las
dos clases de indi • cios sobre el engaño.
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