Lineamientos de Derecho Penal. 2020. Eugenio Zaffaroni
Lineamientos de Derecho Penal. 2020. Eugenio Zaffaroni
Lineamientos de Derecho Penal. 2020. Eugenio Zaffaroni
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E. RAÚL ZAFFARONI
LINEAMIENTOS DE DERECHO
PENAL
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Copyright by EDIAR
Sociedad Anónima, Editora Comercial, Industrial y Financiera
Tucumán 927, 6º piso
Buenos Aires
2020
*
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A los Sres. Profesores Dres.
Isidoro De Benedetti y Ricardo Levene (h)
in memoriam
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PRIMERA PARTE
I. INTRODUCCIÓN
3. (La primera parte: un sistema) Con ese objeto, esta exposición se divide
en dos partes. La primera muestra un sistema del derecho penal, porque
solo a partir de la comprensión de un sistema es posible la comparación con
otros.
Sabemos que la teoría del delito es lo que ofrece las mayores dificultades
al estudiante. Por esta razón, agregamos un cuadro general de esa parte,
que permite en todo momento saber en qué punto del sistema se halla el
lector. Lo completamos con un link al cual se puede acceder libremente,
donde explicamos el tema en quince lecciones.
Los paréntesis destacados en negrita indican los números de los párrafos
de este mismo texto a los que se remite. En una primera lectura no es
conveniente que se detengan en esas remisiones. En la segunda lectura es
imprescindible y permite comprender mejor que se trata de un sistema, o
sea, de un discurso que procura coherencia y muestra cómo se entrelazan
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los diferentes temas.
4. (Los textos legales) Las referencias legales que también se indican entre
paréntesis son de lectura obligatoria, porque siempre se debe conocer de
primera mano el texto de la ley que se quiere interpretar. En general, las
leyes penales especiales se encuentran en los apéndices de cualquier edición
del Código Penal y las convenciones y tratados internacionales en las
ediciones corrientes de la Constitución Nacional. Las que no se encuentren
en ellas se hallarán navegando en Internet.
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6. (La segunda parte: lecturas) La Segunda Parte de este trabajo son
lecturas. Tratamos de que quien se inicia se asome al debate doctrinario,
que se percate de la existencia de raíces ideológicas y amplios debates entre
sistemas diferentes y, sobre todo, que adviertan que ningún libro –y
tampoco este, por cierto– lo escribe el dueño de la verdad. Cada docente
sabrá hasta qué punto puede pretender que sus estudiantes profundicen en la
discusión doctrinaria, como también en la historia, las fuentes filosóficas,
etc.
Dado que para fundamentar la función y legitimidad del derecho penal es
necesario esquematizar algunos conceptos expuestos en un marco más
amplio, en la segunda parte se observarán algunas inevitables reiteraciones
que pueden parecer redundantes, aunque sirven también para reafirmar
ideas, lo que no es sobreabundante.
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universo es imposible y enseñarlo aún más, pero mostrarlo es posible.
8. (La falsa idea previa) Por lo general, los estudiantes que llegan al
derecho civil no tienen una idea muy clara acerca de la materia con la que
se encontrarán, salvo por previos contactos con personas vinculadas a la
actividad jurídica. Pero no sucede lo mismo con el derecho penal, pues
todos llegan con una idea generada por los medios masivos de
comunicación social, bastante confusa –por cierto– nacida de una voracidad
competitiva en procura de rating, dinero y votos, nutrida con información
de delitos muy graves, sangrientos o sexuales, o sea, capaces de despertar la
curiosidad del público, en ocasiones harto morbosa.
Esta diferencia cualitativa con el derecho civil requiere que la enseñanza
se haga cargo de ella y, por ende, que el estudiante aprenda a plantear y
responder preguntas ingenuas, entendiendo por tales las que interrogan
desde el principio acerca de todo, sin dar nada por supuesto. Por tal razón,
debemos comenzar por preguntarnos qué decimos o queremos decir cuando
hablamos de derecho penal.
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10. (Cada sentido tiene autores diferentes) Obsérvese que la (a) ley penal la
hacen los legisladores (diputados y senadores), (b) el poder punitivo lo
ejercen las policías (agencias ejecutivas), y (c) el cultivo de esta rama
jurídica (dogmática jurídico penal o ciencia o saber del derecho penal) es
obra de los doctrinarios o juristas (penalistas).
Para evitar confusiones hablaremos en adelante de ley penal y poder
punitivo, y se reserva la voz derecho penal al saber o doctrina del derecho
penal, que es lo que tratamos aquí y procuramos enseñar.
11. (El saber penal interpreta leyes) El derecho penal es una ciencia o saber
normativo, o sea, que se ocupa de la interpretación de las leyes que
interesan a lo penal.
Algunas de estas leyes contienen principios (por ej. el art. 2,1 DU), de los
que se deducen reglas que deben ser respetadas al interpretar otras leyes
(por ej. la ley penal no puede ser entendida en forma discriminatoria por
ninguno de los motivos mencionados en el 2,1 de la DU).
Otras leyes (por ej. los artículos de la parte especial del CP) contienen
descripciones de conductas penalmente prohibidas que, como luego
veremos, las llamamos tipos legales (142-143), de los que se deducen
normas (por ej. del art. 162 del CP se deduce no hurtar).
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interpreta la ley de cualquier manera, sino que construye un sistema o
teoría: descompone los elementos escritos y los recombina en forma
coherente (no contradictoria) en un sistema que permita derivar las
soluciones a los casos concretos de forma armónica (la amenaza del 34, 2 in
fine CP no puede ser diferente de la que sufre la persona amenazada del
108 CP). La primera idea de esta construcción –debida a Rudolf von
Jhering (*)– se inspiraba en el método de la química.
Este método (camino) de elaboración es lo que se llama dogmática
jurídico-penal. Esta denominación obedece a que los elementos en que se
descomponen los textos legales (leyes) mediante una interpretación
predominantemente gramatical (que se llama exégesis) no deben ser
tocados o alterados, sino que deben ser respetados como dogmas.
La química no inventa los elementos, sino que se limita a descomponer y
recomponer distintas substancias, pero siempre con los mismos elementos:
en dogmática se descompone el texto en elementos (dogmas) que luego se
recomponen en un sistema no contradictorio, sin alterarlos.
Metafóricamente, puede imaginarse que los legisladores descargan
camiones volcadores con ladrillos, cerámicas, vigas y tejas, que quedan
amontonados y confundidos sobre el terreno jurídico, siendo labor de los
juristas clasificarlos, ordenarlos y construir con ellos –armónicamente– los
muros y techos del edificio del sistema. Lo que el doctrinario no puede
hacer es modificar los ladrillos ni los demás materiales con los que procede
a la construcción dogmática.
La dogmática no debe confundirse con la exégesis (*), que es el análisis semántico y
gramatical de la letra de la ley, que es indispensable para obtener los ladrillos. Por ende, la
exégesis es un paso indispensable de la construcción dogmática, que permite separar, pulir
y limpiar los ladrillos que se dispondrán de manera armónica al construir los muros.
13. (De todas maneras, el penalista es libre de criticar las leyes) Es parte
de la tarea dogmática del penalista criticar toda ley que sea incompatible
con las leyes de superior jerarquía y sus principios y reglas derivadas, pero
no lo es la crítica de otra naturaleza, como la conveniencia política.
Por supuesto que esto no impide que el penalista critique políticamente
las leyes, pero eso no será parte de su tarea dogmática, sino ejercicio de su
innegable libertad ciudadana (art. 14 CN) a aportar críticamente sus
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conocimientos a la tarea de los legisladores.
Quede claro, pues, que la única crítica que es parte de la dogmática es la
que se lleva a cabo a partir de los principios del derecho constitucional o
internacional, porque su adecuación a estos siempre será legal. Al disponer
los materiales para construir el edificio, el penalista debe dar prioridad a las
reglas y límites que imponen esos principios y, por ende, es legítima
función de la dogmática (intradogmática) criticar los edificios construidos
en violación a reglas y principios que también son parte de la ley (87 a
117).
14. (El principal objetivo práctico del derecho penal) El saber penal no es
un entretenimiento lógico (un arte por el arte), sino que tiene un objetivo o
fin práctico al que aspira toda construcción doctrinaria: convertirse en
jurisprudencia, o sea, que los operadores del poder jurídico (jueces,
fiscales, abogados y trabajadores judiciales) contribuyan a que en las
sentencias se resuelvan los casos concretos conforme al sistema que este
saber le proporciona.
Este fin práctico –como toda la doctrina jurídica– proviene del derecho romano, donde los
juristas teorizaban las formas de resolver conflictos de derecho civil para que los jueces
legos de la República romana las aplicaran. Ahora los jueces no son legos, pero la doctrina
cumple la misma función.
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republicano de gobierno (art. 1 CN) impone que todo acto de gobierno sea
racional.
La construcción doctrinaria de sistemas de interpretación (dogmática) es
lo que posibilita la observancia del principio republicano en el área penal, al
proponer decisiones racionales (no contradictorias y, por ende, no
arbitrarias) para los casos concretos. No es republicano que cada juez
resuelva algo diferente frente a casos similares, porque permite la
arbitrariedad autoritaria por amistad o enemistad, por empatía o antipatía.
Por ende, toda construcción jurídico penal es un proyecto de
jurisprudencia racional y, como esta la produce un poder del Estado, es un
proyecto político republicano.
17. (El objetivo pedagógico) Para que los jueces, fiscales, abogados y
trabajadores judiciales (operadores jurídicos) puedan ejercer su poder
jurídico conforme a un sistema coherente, es necesario que previamente se
los entrene en esa práctica. Por eso el derecho penal cumple también una
función práctica pedagógica cuando se lo enseña en las universidades, para
entrenar a los futuros judiciales. En síntesis: el derecho penal se dirige tanto
a los actuales operadores judiciales como a los futuros.
18. (La cuestión de las fuentes) Suele decirse que hay fuentes de producción
y de conocimiento del derecho penal. Las de producción serían las
autoridades políticas competentes que sancionan las leyes. Las de
conocimiento serían las leyes, la jurisprudencia y la doctrina penales. Esa
terminología genera confusiones, siendo preferible distinguir:
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(a) Las leyes penales, cuya validez depende de su sanción por los órganos
constitucionalmente competentes, que configuran el material a interpretar
por el saber jurídico penal.
(b) Como la jurisprudencia es una aspiración del derecho penal, al
penalista le incumbe la tarea de criticar la que entiende que no es
compatible con su sistema de interpretación.
(c) La doctrina es producto de la discusión entre los sistemas de
interpretación propuestos por los penalistas.
En nuestro país, dados los graves defectos de la organización judicial en la CN, no existe
stare decisis (la jurisprudencia de la Corte Suprema no es obligatoria para el resto de los
jueces) ni existe una casación nacional (no hay instancia judicial que unifique los criterios
interpretativos de la justicia federal, de los tribunales superiores de las 23 provincias y de la
CABA, por lo que puede haber hasta 25 interpretaciones diferentes de la misma norma).
Por ende, el valor de nuestra jurisprudencia (bastante anárquica e inestable) es muy relativo
y su crítica siempre será difícil y parcial.
19. (Las tres preguntas básicas del derecho penal) El derecho penal se suele
dividir en general y especial. El especial se ocupa de la descripción de los
delitos en particular que se legislan en el libro segundo del CP y en las leyes
penales especiales.
La parte general del derecho penal debe responder a tres preguntas
básicas: (a) ¿qué es el derecho penal? (teoría del derecho penal), (b) ¿qué
caracteres debe reunir cualquier delito (teoría del delito), y (c) ¿cómo se
debe responder al delito? (teoría de la respuesta penal). En ese orden las
iremos respondiendo.
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20. (El deber ser y el ser: validez y eficacia formal y material de las
normas) A ningún legislador se le ocurre sancionar una ley que imponga
que los objetos pesados caigan hacia abajo o que el corazón esté a la
izquierda, sencillamente porque ninguna norma jurídica impone lo que es,
sino lo que debe ser. Si algo debe ser es porque no es o –al menos– no
siempre es como debiera ser.
Por ende, en la medida en que la norma se cumple, el deber ser jurídico
pasa a ser en la realidad social.
Toda norma es válida cuando se deduce de una ley sancionada por el
órgano constitucionalmente competente. En la medida en que una norma
válida se cumple, el deber ser se convierte en ser y eso es lo que suele
llamarse eficacia de la norma.
Pero a su vez, una norma es formalmente eficaz cuando se cumple en la
realidad (no fumar marihuana), pero su eficacia material dependerá de que
la eficacia formal sirva realmente a los objetivos declarados (manifiestos) y
también a los señalados en el Preámbulo (CN), que sintetiza los objetivos
de todo el orden jurídico argentino (¿no fumar marihuana evita el
narcotráfico y, por ende, consolida la paz interior, contribuye al bienestar
general? ¿Acaso no produce más problemas para estos objetivos? ¿No corre
el riesgo de convertirse en una norma paternalista?).
21. (La ilusión panpenal) Quien crea que todo lo que prohíbe una norma
penal siempre se pena en la realidad social (como también que nunca se
pena algo que ninguna norma penal prohíbe), sufre una ilusión, por no decir
una alucinación o grave alteración de la sensopercepión.
En psiquiatría se dice que ilusión es la falsa percepción de un objeto (mira un árbol y cree
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ver un camello), en tanto que la alucinación es la percepción de un objeto inexistente (ve
un elefante donde no hay nada). Estos fenómenos patológicos no solo son visuales, pueden
ser auditivos, olfativos, etc.
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jueces permiten, como también que:
(b) solo en unos pocos casos, previamente seleccionados por la
administración policial, se les pide permiso para ejercer poder punitivo.
La inmensa mayoría de las sentencias condenatorias son por delitos de hurto y robo. Sin
embargo, casi todos hemos sido víctimas de hurtos o robos y casi nunca se ha condenado a
nuestros victimarios y ni siquiera los hemos denunciado, de modo que el número de esos
delitos impunes es enorme. La criminología llama cifra oscura al enorme número de
delitos desconocidos. Esta cifra es menor en otros delitos, como el homicidio o el robo de
automotores, que suelen llamarse cifras duras, porque casi todos los que se producen se
registran (porque queda el cadáver en el homicidio y porque es necesario formalizar la
denuncia para cobrar el seguro en el robo de automotor). Por otra parte, todos tenemos
experiencias de ejercicio del poder punitivo fuera de toda habilitación judicial (detenciones
con pretexto de identificación, demoras para verificar que no portamos drogas en las
aduanas, etc.).
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se lo considere como una expropiación o confiscación del conflicto. Da
igual que el poder estatal de quien se apropia del conflicto sea ejercido por
un príncipe, por un parlamento o por las autoridades de una república con
gorro frigio, porque en cualquier caso –con mayor o menor arbitrariedad–
es la autoridad estatal la que dice la víctima soy yo.
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26. (Falsa imagen del poder jurídico) Existen falsas imágenes dominantes
que es necesario descubrir para que el derecho penal programe con la
mayor racionalidad republicana posible el ejercicio del poder jurídico de
habilitación (interrupción o permiso) del ejercicio del poder punitivo.
La primera imagen falsa que se difunde explica que las leyes
(legisladores) establecen prohibiciones y penas en abstracto, los jueces las
aplican en concreto y las agencias ejecutivas (administrativas) o policías en
sentido amplio (de seguridad, de investigación, fiscal, aduanera, servicios
de inteligencia, etc.) cumplen las órdenes de los jueces. Tan falso es esto
que, en la realidad, opera precisamente de modo exactamente inverso.
27. (El ejercicio del poder punitivo lo inicia la administración) Esta imagen
es por completo ilusoria y casi una alucinación panpenalista, pues la
realidad muestra exactamente lo inverso: los candidatos a ser juzgados, en
su amplísima mayoría, son seleccionados por las policías, es decir, por
autoridades administrativas, que ejercen el poder punitivo y llevan
esposados a los elegidos antes los jueces.
Jueces, fiscales, abogados y trabajadores judiciales no salen a la calle a
buscar ladrones, sino que los trae ante ellos la administración en coches
oficiales (llamados celulares y en argot lechoneras). Esta es la clarísima
evidencia cotidiana, pese a la cual se prefiere seguir explicando la realidad a
la inversa.
28. (El poder jurídico no ejerce poder punitivo) Frente a cada candidato a
ser condenado, los operadores judiciales disponen del poder jurídico de
decidir si ese poder punitivo –que ya está en marcha desde el momento de
la detención del supuesto autor– debe interrumpirse o continuar. Ese –y no
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otro– es el poder jurídico de habilitación de poder punitivo de esos
operadores y, en definitiva, de los jueces.
Ni siquiera los mayores sicarios disfrazados de jueces de la historia –como el payazo
asesino Roland Freisler (*)– ejercieron poder punitivo, o sea, que tampoco quienes bajo la
toga esconden el hacha del verdugo ejercen poder punitivo, por mucho que traicionen su
deber de ejercer el poder jurídico de contención.
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legal tan enorme que en sentido estricto abarcaría a casi toda la población.
Se trata de un programa irrealizable que puede cumplirse únicamente en
muy escasa medida, pues solo en un pequeño número de casos las agencias
ejecutivas (policías) tienen capacidad para seleccionar a personas sobre las
que ejercen el poder punitivo (esta selección se llama criminalización
secundaria).
Son innumerables las personas que se llevan perchas o ceniceros de los hoteles o se quedan
con el libro prestado por el amigo, los secretarios judiciales que dan fe de actos que no
presenciaron y de la presencia de jueces que no estuvieron. Sin embargo –felizmente–
nadie es criminalizado por eso. De lo contrario, estaría criminalizada casi toda la sociedad
y se paralizaría la actividad, incluso económica. Para este y los siguientes párrafos, es
importante ver la lectura 13 de la segunda parte.
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que son prefiguraciones negativas (prejuicios) acerca de cierta categoría de
personas que, por su apariencia o conducta de vida, pertenencia social, etc.,
se tienen por sospechosas. El portador de esos caracteres estereotipados
corre mayor riesgo de selección criminalizante que las otras personas.
Los estereotipos dominantes en la actualidad suelen ser varones adolescentes o jóvenes de
barrios precarios, con cierto aspecto externo y caracteres étnicos, o sea, con cara mediática
de delincuente, cuya mera presencia los hace sospechosos. El famoso olfato policial no es
más que el efecto del estereotipo, que se ha ironizado como portación de rostro.
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personas de las clases subalternas de la sociedad, tampoco es conflictiva su
selección.
Es tan inimaginable que un estereotipado intente crear una sociedad offshore para encubrir
evasión fiscal, como que quien tiene entrenamiento para eso quiera hurtar una billetera en
el subterráneo. Si lo intentasen, ambos fracasarían debido a su entrenamiento diferencial.
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la victimización. La vulnerabilidad a la victimización aumenta con la menor
capacidad de protección que –por regla– sufren los sectores de menores
ingresos, los habitantes de barrios marginales y precarios, etc.
También de las mismas capas sociales se selecciona a los policías de baja
jerarquía, que suelen sufrir físicamente las consecuencias de la violencia
urbana y son sometidos a condiciones arbitrarias de trabajo.
A los policías se les prohíbe la sindicalización, los reclamos colectivos, no tienen paritarias,
no pueden discutir sus condiciones de trabajo, se los militariza, se los somete a regímenes
autoritarios, etc. Son los trabajadores estatales a los que en mayor medida se les
desconocen sus más elementales derechos laborales.
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Los conceptos que utilizamos para explicar la legitimación del derecho penal se
complementan con las lecturas 12, 13 y 14 de la segunda parte.
43. (Las teorías de cómo debieran ser las penas) No obstante, la doctrina
dominante insiste en pretender legitimar al derecho penal, legitimando un
ejercicio de poder por completo ajeno a lo que puede programar el propio
derecho penal y, para eso, anuncia desde hace dos siglos las llamadas
teorías de la pena.
Por este camino se enreda en cuestiones filosóficas sin solución y acaba
en una disparidad enorme: para unos la pena se justifica por sí misma
(teoría absoluta); para otros debe perseguir la prevención general
retribuyendo el mal causado por el delito cometido (para asustar a los que
no han delinquido); para otros debe prevenir posibles delitos futuros
(prevención especial) del mismo autor (delitos no cometidos y ni siquiera
pensados).
Esta clasificación de las teorías de la pena se repite en todos los manuales y obras
generales y fue originalmente expuesta por Anton Bauer en 1830 (*). En el fondo, no son
teorías de la pena sino del derecho penal y hasta del propio Estado, porque según se
entienda el objetivo del poder punitivo se legitima la forma de ejercerlo. Sobre esto es
25
necesario ver la lectura 12 de la segunda parte.
44. (Todas estas teorías dicen cómo debería ser la pena) Todas estas teorías
que enuncian y defienden los penalistas en sus libros, sirven para que cada
autor elija alguna de ellas –según crea que así deberían ser las penas– y en
base a esa elección y creencia construya su sistema que, obviamente será
usado por los jueces para decidir en los casos concretos, al habilitar penas
que serán como son en la realidad social y no como creyó el penalista que
debían ser.
Por regla general, el derecho penal así construido dice a los jueces que
deben sentenciar como si la pena sirviese (a) para retribuir el mal del delito;
(b) para intimidar a los que no delinquieron; o bien (c) para corregir o
inutilizar al delincuente. No faltan quienes amontonan todos estos supuestos
fines realizables.
45. (Quiere indicar cómo ejercer el poder que los jueces no ejercen) De
este modo, la doctrina dominante quiere legitimar el poder punitivo (que los
jueces no ejercen) mediante un deber ser que no es, o sea, siempre como si
la pena sirviese para lo que a cada uno de ellos se le ocurre que debiera
servir, cuando en la realidad: (a) el poder punitivo no lo ejercen los jueces y
(b) tampoco funciona ni se ejerce en la realidad como cada penalista
ilusiona o alucina en su discurso.
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Cuando se trata de programar el ejercicio del poder jurídico de los jueces
(que es lo único que puede hacer el derecho penal), no es nada racional
pretender ilusionarlos, primero con un poder del que no disponen, y luego
con penas que no existen de ese modo ni cumplen ese objetivo en el mundo.
46. (El ser y el deber ser confundidos) Esto explica el abismo que separa
hoy al derecho penal de la sociología (*) y de la ciencia política (*). Cabe
insistir siempre en que el deber ser es un ser que no es (o que, por lo menos
aún no es), pero no por eso se debe desentender de lo que es, porque un
derecho racional (republicano) solo puede admitir un deber ser que pueda
llegar a ser (una norma que imponga caminar a la luna no es derecho). Pues
bien: para la sociología y la ciencia política (desde lo que es) toda teoría de
la pena es un deber ser que nunca puede llegar a ser.
La criminología sociológica muestra las cárceles superpobladas de América Latina, algunas
convertidas en campos de exterminio, la mayoría de los presos no condenados (en prisión
preventiva), la reproducción de violencia, el condicionamiento de carreras criminales a
través de la intervención del poder punitivo en delitos de menor gravedad, la amplia
prisionización (*) por delitos que no afectan la vida ni la integridad corporal ni sexual, etc.
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48. (El poder punitivo es un hecho político) De allí que, a la luz de los datos
de la sociología y de la ciencia política (datos ónticos o de la realidad), no
sea posible considerar al poder punitivo como un fenómeno jurídico
(racional) y deba tratárselo como un hecho de la realidad del poder, un
factum o hecho político, tal como en el siglo XIX lo caracterizara el notable
jurista brasileño Tobías Barreto (*).
En este sentido, el poder punitivo comparte la naturaleza de la guerra:
puede deslegitimarse por irracional –como algunos han hecho–, pero no por
eso desaparecerá, como no desaparece la guerra, por mucho que sea
irracional e incluso internacionalmente ilícita, según la Carta de la ONU. Ni
la guerra ni el poder punitivo desaparecen –simplemente– porque son
hechos del poder y ningún hecho de esta naturaleza desaparece por mucho
que lo deslegitimen en sus libros los internacionalistas y los penalistas.
Sobre esto ver lectura 14 de la segunda parte.
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derecho penal, es decir, que no hubiese posibilidad alguna de ejercer poder
jurídico por los jueces. Quienes los confunden, tendrían que concluir que en
ese caso desaparecería el poder punitivo.
Pero las tristísimas y mortales experiencias históricas nos muestran todo
lo contrario: cuando eso ha sucedido, cuando el poder de los jueces ha
desaparecido o se ha debilitado en demasía, las agencias ejecutivas (policías
administrativas en sentido amplio) quedaron completamente libres para
ejercerlo sin límite alguno.
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esta función, pierden legitimidad.
Cualquier derrumbe del poder de los jueces es una catástrofe institucional. Imaginemos que
se derrumba la justicia civil y el consiguiente desastre para el derecho de propiedad, o la
justicia laboral y el daño para las fuerzas del trabajo, pero todo eso se puede reconstruir si
permanece en pie algo del Estado de derecho. Pero si se derrumba el poder jurídico de
contención del poder punitivo de los jueces penales y este se dispara sin límites, pierden
eficacia todos los derechos y no queda a salvo ningún bien jurídico.
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Conforme a la experiencia del siglo XX, si el Estado de policía logra
eliminar del todo al poder jurídico, desaparece el Estado de derecho y las
propias agencias ejecutivas desbocadas cometen los peores crímenes, que
han causado más muertes que las propias guerras. A esto cabe agregar que,
según nuestra actual experiencia regional, cuando nuestros Estados de
derecho se deterioran y se pluralizan los sistemas punitivos, la consiguiente
caotización de la sociedad se traduce en una cronicización del
subdesarrollo que, a su vez, provoca un fenómeno continuo de genocidio
por goteo. Por ende, la función de contención del poder jurídico que
programa el derecho penal también es legítima porque, en último caso,
implica la prevención de genocidios (*).
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exclusivamente por ella, como por ej. en casos de abierta persecución
política), lo cierto es que presenta distintos grados de irracionalidad.
Es tarea propia del derecho penal evaluar estos grados y proyectar un
dique inteligente que impida el paso del poder punitivo más irracional, y
permita circular el de menor irracionalidad, para que la pulsión del Estado
de policía o del proceso de deterioro del Estado no destruya el dique y
provoque el desastre total.
Entre el poder punitivo que se habilita por el poder jurídico respecto de un homicida o un
violador, y el que se quiere ejercer sobre un adolescente que fuma un cigarro de marihuana
en una plaza, media una diferencia abismal en cuanto al grado de irracionalidad.
58. (El semáforo del juez penal) Como el juez penal no ejerce el poder
punitivo, sino que su poder jurídico solo dispone del manejo del semáforo
al que hicimos referencia, la tarea del derecho penal es la de tratar de
proporcionar reglas racionales para el manejo de ese semáforo.
Se trata de proyectar un control racional para reducir un fenómeno de
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poder que en esencia no es del todo racional. Por ende, a la función de la
CRI en el momento bélico le corresponde la del poder jurídico en el
momento político.
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En los casos extremos de Estados de policía la expansión ilimitada del derecho
administrativo se observa con toda claridad, debido a su brutalidad: recuérdese que los
millones de personas masacradas por el nazismo, no fueron enviadas a los campos de
concentración y exterminio en función de leyes penales manifiestas, sino de normas
administrativas.
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62. (Las sanciones a personas jurídicas) Pero las dificultades delimitadoras
se acrecientan porque también, a la inversa, se pretende convertir en penas
lo que no pueden ser más que sanciones administrativas. Esto sucede con la
penalización de las personas jurídicas, conminadas con supuestas penas
que en el plano óntico (en la realidad) son siempre sanciones
administrativas.
No sería problema admitir que los jueces penales ejercen también
jurisdicción administrativa sancionatoria sobre personas jurídicas, salvo en
cuanto al riesgo de doble punición (por el juez penal y por la autoridad
administrativa) (152), que puede dar por resultado una sanción pecuniaria
desproporcionada y ruinosa y, en último análisis, una doble sanción de
naturaleza administrativa (ne bis in idem administrativo).
Si por una misma infracción se le impone a una sociedad anónima una multa por el juez
penal y otra por la autoridad administrativa, la suma de las dos multas puede resultar
irracionalmente desproporcionada y, en definitiva, las dos son administrativas.
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65. (Los problemas en nuestro sistema) Por razones constitucionales, en su
origen no muy claras, pero ahora por costumbre constitucional, la
legislación contravencional es de competencia de las provincias argentinas
y de la CABA (aunque también hay contravenciones federales: aduaneras,
por ejemplo).
La insólita tesis administrativista permitió el juzgamiento por las policías,
en abierta violación constitucional (art. 109 CN). En la Ciudad de Buenos
Aires el jefe de policía fue legislador y juez de contravenciones hasta 1956,
en que la Corte Suprema declaró inconstitucional su facultad de legislar por
edictos, pero para evitar su nulidad –por decreto-ley de la dictadura de ese
momento– todos los edictos se declararon ley de la Nación y ese
funcionario ejecutivo ejerció funciones judiciales hasta que le puso fin la
autonomía de la CABA, con su Constitución de 1996 (*) y la sanción de un
código por su Legislatura.
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contravenciones que de delitos, dado que es muy difícil que un ciudadano
se sienta amenazado por penas graves, porque el común de las personas no
comete delitos graves, pero nadie está exento de verse involucrado en una
contravención.
El contacto directo con el poder punitivo más cercano a las personas tiene
lugar con motivo de estas infracciones, pues el resto es conocido por la gran
mayoría de las personas casi exclusivamente a través de los monopolios
mediáticos. De allí la importancia del derecho penal contravencional (como
rama del derecho penal), en general descuidada por la doctrina.
El ejercicio de poder punitivo contravencional por las policías es sumamente pernicioso:
nadie sabrá nunca si puede tomar cerveza en una esquina, juntarse a charlar, besar a una
mujer, organizar un baile o una fiesta, estar en un club nocturno, etc.
69. (Punición de niños y adolescentes) Una de las materias que sin duda
integra el derecho penal, aunque se pretenda que en parte no habilita el
ejercicio de poder punitivo, es la referida a niños y adolescentes, regulada
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en nuestro país por la llamada ley 22.278 (*) de 1980 con la reforma de la
llamada ley 22.803 (*).
Esto da lugar a la cuestión que los medios de comunicación denominan
imputabilidad de los menores y que suele ser materia de politiquería
electoralista. Jurídicamente, el menor (niño o adolescente) solo puede ser
inimputable por las mismas razones que el adulto (si fuese psicótico (*) u
oligofrénico (*), por ejemplo) (396 y ss.). Lo que en verdad la legislación
establece es un régimen penal parcialmente diferente, con algunas
particularidades para la habilitación del ejercicio del poder punitivo,
problema que en rigor no corresponde a la teoría del delito, sino a la
punibilidad (436).
71. (Una clarísima ley penal latente) Según la ley, a los menores de 16 años
y también a los mayores de esa edad y menores de 18 años que no fueran
punibles (estos últimos por haber cometido delitos de acción privada o cuya
pena no exceda de dos años), el juez los puede someter a estudios y, si de
tales estudios surgiera que el menor se encuentra abandonado, falto de
asistencia, en peligro material o moral, o presenta problemas de conducta,
38
el juez dispondrá del menor por acto fundado, previa audiencia con sus
padres o tutores (art. 1 de la llamada ley 22.278) (*).
(a) La expresión el juez dispondrá del menor, significa que lo puede
internar en una institución total (*) (instituto para menores).
(b) Para eso le basta con invocar que presenta problemas de conducta, lo
que equivale a decir por cualquier razón, dado que no hay ser humano que
desde los valores de otro no presente problemas de conducta.
(c) En consecuencia, el niño o adolescente que se pretende no punible no
está exento de poder punitivo, sino que una clarísima ley penal latente
permite que se lo ejerza sobre él en forma totalmente arbitraria y sin los
límites y garantías que el derecho penal y procesal penal señalan para el
adulto. Si bien la prudencia de los jueces evita muchas de estas
consecuencias, no elimina la violación a la CIDN (inc. 22 del art. 75 CN).
39
(a) relaciones necesarias por ser esenciales para su eficaz control
racional del poder punitivo (derecho procesal penal y de ejecución penal),
(b) otras, directamente las debe integrar a su materia (derecho
constitucional e internacional); y, por último,
(c) establece relaciones eventuales con todas las otras ramas jurídicas
(derecho civil, mercantil, laboral, administrativo, etc.).
Relaciones eventuales son las que el derecho penal muchas veces requiere para determinar
el alcance de sus propios conceptos, como por ejemplo con el derecho civil, para
determinar el concepto de cónyuge, de cosa ajena, etc., que van apareciendo en el curso de
su desarrollo y cuyo estudio corresponde principalmente a la parte especial.
40
una pena; a la de la ley procesal una nulidad.
Si bien en nuestro país (arts. 5, 121 y 123 CN) la legislación procesal
penal corresponde a las provincias y a la Ciudad de Buenos Aires (el
Congreso Nacional legisla solo el proceso penal ante la justicia federal),
conforme al criterio diferencial señalado, resulta claro que también hay
disposiciones procesales en el Código Penal, como las referidas al ejercicio
y prescripción de las acciones y la audiencia del inc. 2 del art. 41 in fine.
41
necesario enseñarle a no delinquir.
79. (La misión posible) En la realidad latinoamericana, cada país tiene una
cantidad de personas presas (en prisión preventiva y condenadas) por un
hecho político que en nuestra civilización no puede suprimirse (poder
punitivo). Una reducidísima minoría de esos presos son de alta agresividad,
a veces con deterioro serio de salud mental; pero la gran mayoría (ronda el
80 %) están presos por delitos contra la propiedad o tráfico minorista de
tóxicos prohibidos, en su mayor parte conductas sin violencia física.
De esta realidad estadística innegable resulta la necesidad de regular
legalmente el trato (no tratamiento) que debe darse a esos presos y de
elaborar jurídicamente la interpretación de esas leyes (derecho de ejecución
penal).
Esa elaboración adquiere coherencia a partir de la asignación de un
objetivo que oriente el trato y, dado que el fin resocializador (o cualquier
otro re ideológico) en el sentido tradicional es de imposible cumplimiento,
debe ser necesariamente otro.
80. (¿Por qué están presos la gran mayoría de los presos?) La mayoría de
los presos (salvo la mencionada minoría de alta agresividad) lo está por su
42
estereotipo, por su entrenamiento diferencial de clase y por su personalidad
lábil a las demandas de rol desviado (33). Es bien sabido que, por efecto de
la selectividad criminalizante secundaria (29), son muchísimas las personas
que cometen delitos más graves y no son criminalizadas ni están presas
(23).
En síntesis: si bien la prisionización presupone que el preso sea culpable
de un delito (condenado) o haya indicios de que lo sea (preventivo), se trata
de presupuestos necesarios, pero no suficientes para la prisionización,
puesto que en la gran mayoría de los casos esta no tendría lugar si la
persona no ofreciese un alto grado de vulnerabilidad al poder punitivo.
43
o no, según las leyes locales. De este modo, las leyes provinciales habilitan
diferentes grados de ejercicio del poder punitivo en el territorio nacional.
(b) Por otra parte, dos penas que se ejecutan de diferente modo son dos
penas diferentes (no es lo mismo disponer de salidas transitorias con la
mitad de la pena de prisión cumplida, que hacerlo con los dos tercios o no
hacerlo).
Si bien el problema no puede resolverse en su totalidad, un mínimo de
igualdad (art. 16 CN) exige que las leyes procesales y de ejecución
nacionales sirvan de marco, en forma que las provinciales puedan habilitar
igual o menor poder punitivo que estas, pero no mayor.
Leyes marco existen en otros sistemas federales, como el alemán, por ejemplo. Son leyes
que fijan los límites generales al que deben atenerse todas las legislaciones de los entes
federados al legislar en alguna materia. La regla de que todos los habitantes son iguales
ante la ley (art. 16 CN) es –en nuestro derecho– el fundamento para la solución de mínima
igualdad. Así, los códigos provinciales podrán prever la prisión preventiva en los mismos o
en menos casos que la ley nacional, pero no en mayor medida; los regímenes de ejecución
podrán ser menos o igualmente restrictivos que el nacional (ley 24.660), pero no más de lo
reglado para este.
83. (El derecho penal necesita conocer algo más que leyes) Las relaciones
necesarias del derecho penal con otros saberes, en la medida en que se
parta de una teoría del conocimiento mínimamente realista, no puede
agotarse en su vínculo con los otros saberes jurídicos, puesto que si el
derecho penal aspira a ser un programa de control racional (republicano)
del ejercicio del poder punitivo, le resultará imprescindible conocer los
datos reales que le informen cómo opera y qué efectos tiene en cada caso el
ejercicio de poder que debe controlar, porque nadie puede controlar
correctamente algo que desconoce. Nadie compraría un proyecto de dique,
elaborado sin tener en cuenta el caudal y la fuerza de las aguas que deberá
contener.
Para programar el poder jurídico como control y acotamiento del poder
punitivo, es indispensable incorporar los conocimientos acerca de los
efectos sociales y personales del ejercicio de ese poder, que es el que
aportan las ciencias sociales y de la conducta (sociología, ciencias políticas,
antropología, economía, psicología, psiquiatría).
44
84. (Criminología) Ese conjunto de información no jurídica que debe tomar
en cuenta el derecho penal (y transmitir a los jueces) acerca de la realidad
del poder punitivo, indispensable para evaluar en cada caso su nivel de
racionalidad (de republicanismo), es lo que se puede denominar
criminología.
Estos conocimientos no configuran una ciencia con método propio, sino
que se trata de los aportes de varias ciencias, cada una de ellas con su
propia metodología, pero que convergen en el objeto de conocimiento, es
decir, en el saber acerca de la operatividad real del ejercicio del poder
punitivo.
86. (El derecho penal sin criminología se psicotiza) Un derecho penal que
prescinda de esta información no tomará en cuenta los efectos sociales
reales de lo que programa y –en el mejor de los casos– quedará reducido a
una pura lógica normativa (deber ser) que, a su vez, da por cierto o
indiscutido el deber ser que haya elegido arbitrariamente para legitimar la
pena (43-44), o sea, que se aislará en un mundo virtual separado de lo que
45
es (del único mundo real), cayendo en una autosuficiencia de imprevisibles
consecuencias prácticas y políticas.
El derecho penal es un saber jurídico, pero, a la vez, como todo el
derecho, no deja de ser un saber social y, como tal, no es racional que
ignore su naturaleza política, cultural e histórica.
46
89. (La integración con el derecho constitucional) Como toda ley penal
manifiesta debe adecuarse a la ley constitucional –que es la ley suprema de
la Nación (art. 31 CN)–, se deduce que el derecho penal mantiene una
relación de subordinación con el constitucional.
Esto solo es correcto si se confunde ley penal con derecho penal, pero al
tratarse del saber jurídico penal no es válido, porque a este le es
imprescindible integrar a su conocimiento el saber del derecho
constitucional que interese a la habilitación o limitación del ejercicio del
poder punitivo. Tan innegable es esta integración al saber penal que, de lo
contrario, este se quedaría sin brújula y librado a cualquier arbitraria
racionalización supralegal.
Cuando el derecho constitucional no existía o era raquítico, los penalistas de fines del siglo
XVIII y del XIX se veían en la necesidad de acudir a principios supralegales. Así
Francesco Carrara (*) los deducía de la razón y Anselm von Feuerbach (*) consideraba a la
filosofía como fuente del derecho penal. Hoy esos principios están en los textos
constitucionales e internacionales, lo que reduce el efecto práctico de la disputa filosófico
jurídica entre jusnaturalismo (*) y positivismo jurídico (*).
90. (El contenido de los tratados de derechos humanos es parte del derecho
constitucional) Dado que desde 1994 los tratados internacionales
universales (*) y regionales (*) de derecho humanos (DU, DADDH,
CADH, PIDCP, CPG, ER, CIDR, CIDM, CCT, CIDN, CICGLH, CG) están
incorporados al texto constitucional (inc. 22 del art. 75 CN) (*), o sea, que
forman parte de la CN, sus mandatos configuran una única integración con
el derecho constitucional, pues del entramado de sus disposiciones con las
normas constitucionales históricas resulta la regla básica y los principios
constructivos para la elaboración del sistema del derecho penal.
Si bien pueden ensayarse distintos sistemas interpretativos, todos deben
respetar la regla básica y los principios constructivos, que operan de modo
análogo a la regulación municipal para la construcción de edificios.
Conforme a esta regla y principios deben interpretarse las leyes penales y
descartarse por inconstitucionales las que fuesen del todo incompatibles con
ellos.
Una ley es inconstitucional cuando ninguna interpretación posible la haga compatible con
la CN, porque también puede serlo solo alguna de sus posibles interpretaciones. En este
último caso el tribunal deberá emitir una sentencia interpretativa, que diga solo entendida
de este modo la ley es constitucional.
47
91. (Otras normas constitucionales integradoras del derecho penal) Hay
disposiciones de la CN que sin duda integran el derecho penal, como las
referidas a indultos y conmutaciones de penas (inc. 5 del art. 99 CN),
amnistías generales (inc. 20 del art. 75 CN), indemnidades e inmunidades
de los legisladores (arts. 68, 69, 70 CN), derecho de resistencia (art. 36
CN), además de los llamados delitos de definición constitucional descriptos
en los arts. 15, 22, 29, 36, 119 y 127 de la CN.
Los objetivos de esa tipificación constitucional son diversos: los arts. 15,
22 y 127 como garantía de orden institucional, los arts. 29 y 36 como
garantía del sistema republicano y el art. 119 como garantía para todo
ciudadano, vinculada a la prohibición de pena de muerte para delitos
políticos (art. 18). Con el texto del art. 119 se quisieron evitar las
ejecuciones de políticos justificadas en el concepto nebuloso de traición
que se manejaba en el derecho inglés. El análisis de estos delitos
corresponde a la parte especial.
Cabe observar que la CN (arts. 52 y 59) prevé también el juicio político (impeachment en
inglés) para la remoción del presidente, vicepresidente, jefe de gabinete, ministros y jueces
de la Corte Suprema. Pero la CN prevé también la posibilidad de que el Senado imponga
una pena de inhabilitación que sería inapelable. Esta última disposición no resiste el control
de convencionalidad (CADH), puesto que se trataría nada menos que de una pena
inapelable impuesta por un órgano político, con lo cual la CN entraría en
autocontradicción. Esto se resuelve considerando que se trata de una cláusula obsoleta, al
igual que otras que también son contrarias al derecho internacional de los derechos
humanos incorporado a la CN por imperio de ella misma (así, la incapacidad de los
eclesiásticos regulares para ser legisladores del art. 73 CN o el requisito de renta anual de
los senadores del art. 55 CN).
48
Observada en cualquier caso la regla básica, los principios constructivos
se derivan de tres mandatos fundamentales:
(a) de legalidad,
(b) de respeto elemental a los derechos humanos y
(c) del principio republicano de gobierno.
A efectos de mero ordenamiento expositivo los explicamos conforme a lo
que entendemos su derivación preferente, pero con la advertencia de que
cada uno de ellos responde también a los otros dos mandatos.
49
F.3. Principios derivados del mandato de legalidad
50
y urgencia, pues estos no pueden referirse a normas que regulen materia
penal (art. 99 inc. 3 CN). Tampoco puede hacerlo por delegación del
Congreso Nacional (art. 76 CN).
95. (Legalidad formal y ley penal en blanco) Se llama ley penal en blanco a
aquella que, para determinar su contenido prohibido remite a otra norma. Al
tratarse de una ley que remite a otra también emanada del mismo Congreso
Nacional, no hay ningún problema constitucional de legalidad formal (en
este caso suelen llamarse impropias leyes penales en blanco).
En los casos propios, o sea, cuando remite a decretos del Ejecutivo, a
leyes provinciales o a ordenanzas municipales, la cuestión es mucho más
discutible.
Los casos más claros en nuestro país son las remisiones a decretos del ejecutivo de la ley
de armas y explosivos (art. 3 de la ley 20.429) y de estupefacientes (art. 41 de la ley 23.737
que remite al art. 10 de la ley 20.771). En el primer caso es el decreto del ejecutivo el que
precisa cuáles son armas de guerra y, en el segundo, qué substancias son estupefacientes.
Cabe entender que esos decretos únicamente precisan esos conceptos, pero no pueden
desvirtuarlos: no podría el ejecutivo considerar arma de guerra a una honda ni
estupefaciente a la sal.
97. (Evaluación de la ley) Para saber si una ley es más gravosa o más
benigna, se compara la situación particular de cada persona en relación con
ambas leyes, pero no es posible crear una tercera ley mezclando las
disposiciones de las que se comparan.
Si hubiese habido una o más leyes intermedias, se aplica la que sea más
51
benigna entre todas (art. 2 CP). La ley más benigna opera de pleno derecho,
incluso después de la sentencia condenatoria y hasta la extinción de todos
los efectos de la pena.
Es dable observar que nuestra Corte Suprema decidió computar prisión preventiva
conforme a una ley que no estaba vigente al momento en que las personas podían ser
legalmente procesadas en vigencia de la ley (caso del llamado 2 × 1) (*). Si bien esta
decisión era insostenible, el Congreso sancionó una supuesta ley interpretativa que, en
realidad, es una ley posterior más gravosa, es decir, que fue peor la enmienda que el
soneto. Si bien esa ley puede explicarse como acto político positivo de nuestros
legisladores, no puede admitirse constitucionalmente que con el pretexto de interpretación
se sancionen leyes retroactivas más gravosas. Lo insólito fue que –si bien en votos
minoritarios– la Corte Suprema, en lugar de rectificar su anterior criterio, acogiese el
argumento y aplicase retroactivamente esa ley más gravosa, so pretexto de interpretación.
52
100. (Principio de preferente interpretación restrictiva) La ley penal es
sancionadora pero no constitutiva, es decir, que recorta del inmenso campo
de conductas ofensivas a bienes jurídicos solo unas pocas que los ofenden y
que tipifica (326), sin crear nuevos bienes jurídicos (331), es decir, que se
limita a estas excepciones.
En esto se distingue precisamente del derecho civil que, como debe
regular un continuo de vida, desde antes del nacimiento hasta después de la
muerte, no puede dejar ningún conflicto sin solución, porque implicaría
habilitar la violencia (guerra civil). De allí que el derecho civil imponga a
los jueces su integración analógica, indispensable para su modo de proveer
seguridad jurídica, en tanto que el derecho penal la deba prohibir
terminantemente, porque anularía su modo de proveerla.
El derecho penal, dada la excepcionalidad de los tipos penales, no solo
debe prohibir la analogía, sino incluso imponer como regla general la
interpretación más restrictiva de la ley penal prohibitiva, salvo en los casos
en que de esta resulte una solución manifiestamente irracional.
El hurto es de una cosa mueble. Descolgar las persianas de una casa y llevárselas, según el
concepto civil no sería hurto, pues se trata de un inmueble por accesión (interpretación
restrictiva), pero lo sería conforme al uso corriente del lenguaje (interpretación extensiva).
La manifiesta irracionalidad de la primera excepciona la regla general.
53
F.4. Principios derivados del mandato de elemental respeto a los derechos
humanos
54
Esto remite también a la regla básica y la complementa: solo se pueden
penar conductas o acciones, que son las únicas que pueden ofender un bien
jurídico, y nunca pensamientos, meras intenciones, características
personales o disposiciones del ánimo.
En nuestro derecho positivo se ha planteado la cuestión de la constitucionalidad de la
tenencia de tóxicos prohibidos para propio consumo, que es inconstitucional conforme a la
Corte Suprema, en razón de que la tenencia que no genera riesgo de expendio o
distribución solo puede lesionar al propio tenedor y la autolesión nunca es punible, salvo
que afecte otro bien jurídico ajeno (la vieja autolesión para eximirse del servicio militar
(CJM); o una autolesión para cobrar una indemnización, que configuraría una estafa del art.
172 CP).
55
(a) En un primer sentido, excluye toda imputación de un resultado por
mera causalidad (versari in re illicita) (305-306), o sea, toda habilitación de
ejercicio de poder punitivo que no responda a dolo (211) o negligencia
(287).
(b) En su segundo nivel, prohíbe cualquier habilitación de poder punitivo
que no guarde una adecuada proporción con el reproche de culpabilidad que
se le pueda formular al agente (458 y ss.), lo que está estrechamente
vinculado con el principio de autonomía moral de la persona (103).
56
corresponde una única punición y solo una. En cualquier caso, cuando las
circunstancias concretas muestren que se pretende ejercer por el mismo
delito más de un poder punitivo legalmente habilitado sobre la persona,
corresponde al derecho penal evitarlo o tomarlo en cuenta para deducirlo
del que se le imponga conforme a la ley penal manifiesta.
No hay doble punición cuando se trata de consecuencias del mismo hecho
reguladas por otras ramas jurídicas: la indemnización civil, el despido
laboral justificado, la cesantía justificada, el juicio político de destitución,
etc. La hay cuando en la realidad se ejerce poder punitivo más de una vez,
como cuando se desdobla el hecho único del concurso ideal (307).
57
el poder punitivo se ejerce siempre cuando el bien jurídico ya ha sido
afectado (la víctima está muerta y el juez ordena recoger el cadáver) o la
conducta ofensiva ha terminado: en el sentido de esta pretendida tutela, el
poder punitivo siempre llegó y seguirá llegando tarde.
Cabe advertir desde ahora que esta alquimia suele provocar la
desnaturalización del concepto limitador de bien jurídico y abrir paso a la
legitimación de lesiones al principio de humanidad (107), aunque será
necesario reiterarlo al profundizar el concepto de bien jurídico y de su
afectación (330 y ss.).
113. (Principio de acotamiento material del poder punitivo) Pese a todas las
dificultades no es imposible dar comienzo a la elaboración de un principio
de acotamiento material de la criminalización primaria (29), basado en
reglas de elemental racionalidad y que, por ende, no pueden dejar de
derivarse del principio republicano.
En particular cabe observar dos reglas elementales, para que el poder
jurídico declare la inconstitucionalidad de leyes penales, en razón de que su
contenido prohibitivo viola el principio republicano:
58
(a) No es republicana ninguna ley penal que habilite poder punitivo
cuando este sea groseramente inidóneo para obtener el fin proclamado.
(b) Tampoco lo es la criminalización cuando están disponibles modelos no
punitivos de solución eficaz del conflicto (civiles, administrativos, etc.).
Extremo del primer caso sería una ley que habilite poder punitivo para tratar una
enfermedad (algo así sucede con lo dispuesto en la vigente ley 23.737, que sanciona el
fracaso de un tratamiento). La violación a la segunda regla republicana sería una ley que
tipificase como delito no pagar las tasas municipales de alumbrado, barrido y limpieza.
59
derecho penal rastree los orígenes ideológicos de los tipos penales y de
otros límites, porque con frecuencia se ha perdido la memoria de su
gestación originaria, en países y contextos lejanos y ajenos a nuestro
sistema republicano y democrático. En estos casos, el derecho penal debe
ser cuidadosamente estricto en el ejercicio del poder jurídico.
Esto se impone porque deben manejarse con extrema prudencia las
habilitaciones de poder punitivo que reconozcan una genealogía ideológica
incompatible con el principio republicano, como por ejemplo la asociación
ilícita (art. 210 CP), cuyo origen se remonta a la persecución del
sindicalismo y cuya constitucionalidad es más que dudosa.
117. (Principio de código) Es sabido que la ley penal nacional solo puede
emerger del Congreso Nacional, pero no en cualquier forma, sino que,
conforme a la CN (inc. 12 del art. 75), este debe dictar los códigos Civil,
Comercial, Penal, de Minería, y del Trabajo y Seguridad Social, en cuerpos
unificados o separados. La última parte no indica al Congreso Nacional la
posibilidad de legislar en forma de leyes sueltas, sino que le manda que lo
haga siempre en cuerpos, o sea en códigos.
Código, en la concepción moderna –la propia del movimiento de
codificación (*)– es una única ley que contiene todas las normas de una
rama del derecho, para facilitar su conocimiento e interpretación. La
violación de este principio –volviendo a las viejas recopilaciones– da lugar
a una legislación caótica y muchas veces contradictoria. Las leyes penales
especiales y las disposiciones penales en leyes no penales (disposiciones
penales extravagantes) superan hoy en mucho el volumen de las
codificadas. Será función del derecho penal otorgar prioridad al código ante
las frecuentes contradicciones del legislador nacional.
60
humanos –como se ha visto– en nuestro derecho positivo se identifica con
la del derecho constitucional (89, 90). Solo resta por observar que esta
integración, además de responder al mandato constitucional, impone al
derecho penal y a los operadores jurídicos, el especial deber de cuidado de
evitar sanciones internacionales al Estado argentino.
Toda pretensión de elaborar el derecho penal desconociendo las normas
de los tratados y de la jurisprudencia internacional, implica una instigación
a que los operadores jurídicos (jueces) tomen decisiones por las que el
Estado argentino puede ser juzgado y sancionado por la jurisdicción
internacional.
120. (Integración con otras ramas del derecho internacional) Pero las
relaciones de integración del derecho penal con el internacional son mucho
más complejas.
Para proporcionar un panorama general –solo ejemplificativo y
elemental– de las relaciones secantes de integración con el derecho
internacional, simplificando al extremo el planteo, se podría sintetizar
señalando que –además de la señalada (118, 89, 90)– son tres las cuestiones
que dan lugar a los respectivos recortes secantes, atinentes a:
(a) la determinación espacial del derecho penal argentino (ley aplicable);
(b) el deber estatal de penar ciertos delitos; y
61
(c) el derecho penal aplicado por tribunales internacionales o
internacionalizados.
62
123. (Principio universal) Conforme al principio universal (art. 102 CN de
1853; art. 118 vigente; ER; costumbre internacional) los tribunales federales
juzgan aplicando la ley penal nacional a los autores de ciertos y
determinados delitos cometidos en cualquier lugar del mundo, cuando esos
delitos no hayan sido penados por el Estado en cuyo territorio se hubiesen
cometido, porque sus autoridades no hubiesen querido o podido hacerlo.
En gran medida este principio proviene del derecho internacional público
consuetudinario, que fue una de las primeras y más amplias fuentes de esta
materia. Como es natural, este jus cogens (*) también obliga al Estado: la
remisión al derecho de gentes del citado art. 102 CN de 1853-1860, sin
duda estaba referida al jus cogens, pues en esa época eran muy escasos los
tratados al respecto.
Este principio lo invocó España para solicitar y juzgar casos de genocidio y crímenes
contra la humanidad cometidos en la Argentina durante la dictadura de 1976-1983, como
también por otras dictaduras en diferentes países latinoamericanos. También fue luego
utilizado por la justicia federal argentina para intervenir en los crímenes cometidos en
España durante la dictadura franquista.
63
condición impuesta por este es que el hecho no quede legalmente atípico,
impune o ridículamente penado.
No debe confundirse el deber impuesto por el derecho internacional con virtuales
coacciones al Estado, como la llevada a cabo por el GAFI (Grupo de Acción Financiera
Internacional), que pese a carecer de facultades, amenazó a la Argentina –y a otros países–
con imponerle costos adicionales a las transferencias bancarias en caso de no tipificar el
delito de terrorismo, tipificación completamente inútil, dado que no había ningún acto
terrorista que no estuviese conminado con las más graves penas en la legislación penal
argentina.
127. (La ley penal aplicable por la Corte Penal Internacional) La CPI
juzga los crímenes de genocidio, lesa humanidad, guerra y agresión (art. 5
ER), cuando no han sido juzgados debidamente por ninguna jurisdicción
nacional (art. 17 ER), es decir que, en este sentido, se trata de una
jurisdicción complementaria y no sustitutiva de las nacionales.
Esa ley internacional contiene disposiciones de derecho penal general
propias (arts. 25 a 33 ER) (*), aunque las complementa con los principios
64
generales del derecho que derive la Corte del derecho interno de los
sistemas jurídicos del mundo, incluido, cuando proceda, el derecho interno
de los Estados que normalmente ejercerían jurisdicción sobre el crimen,
siempre que esos principios no sean incompatibles con el presente Estatuto
ni con el derecho internacional ni las normas y estándares
internacionalmente reconocidos (art. 21 ER).
128. (El poder punitivo habilitado por la CPI) Los crímenes que son de
competencia de la CPI (art. 5 ER) son imprescriptibles (art. 29 ER) (425,
431). La CPI puede habilitar penas de privación de libertad que no excedan
de treinta años, pero también a perpetuidad solo cuando lo justifiquen la
extrema gravedad del crimen y las circunstancias personales del
condenado (art. 77 ER). En este último caso, tampoco la llamada pena
perpetua lo es en estricto sentido, porque la CPI puede revisarla pasados
veinticinco años (art. 110 ER) y también periódicamente. Es claro que esa
pena revisable se establece como garantía de no repetición, es decir, para
asegurarse que la pena no cese mientras el criminal conserva poder para
reiterar el delito.
Es importante tener en cuenta que esas penas corresponden a los crímenes
de máxima gravedad. Al ser incorporadas a las legislaciones nacionales por
las leyes que ratifican el tratado, deberían marcar el límite máximo a las
penas de la ley nacional por delitos de menor gravedad que el genocidio y
los crímenes de lesa humanidad, de guerra y de agresión (447, 448, 450).
65
del derecho penal internacional y la máxima gravedad de los delitos por los
que habilita poder punitivo, motiva nuevas reflexiones sobre la legitimidad
y racionalidad de éste. En cuanto a la proporcionalidad, sin duda que es
racional, dada la extrema gravedad de los hechos, pero eso no basta para
restarle a ese poder punitivo el carácter de factum político, porque su
ejercicio continúa siendo selectivo.
La selectividad surge de los propios tratados (por ejemplo, el ER), pues la
jurisdicción de la CPI debe ser habilitada por el Consejo de Seguridad de la
ONU (que es un órgano político), sin contar con que las tres mayores
potencias mundiales no ratificaron el tratado. En otras palabras, la
internacionalización del ejercicio del poder punitivo no le quita su carácter
de selectividad por la vulnerabilidad. Esto no impide reconocer que la CPI
puede cumplir una importantísima función de orden, capaz de evitar una
eventual aplicación caótica del principio universal (123).
66
legitimidad ética para imponerle la pena a la víctima que elimina al genocida impune. Esto
es lo que claramente ha sucedido en la ejecución de Mussolini y sus acompañantes (*) y en
el caso del joven armenio ejecutor de Talat en la Alemania de Weimar (*). En el primer
caso se argumentó –como débil pretexto– que se trató de un acto de guerra; en el segundo,
sin fundamento alguno, que el injusto era inimputable por incapacidad psíquica del autor.
67
delincuentes menores.
La legitimación de Nürnberg y Tokio, por ende, no es exactamente la misma de los
tribunales internacionales e internacionalizados creados con posterioridad, por resolución
de la ONU, por negociación con los países del territorio de comisión o por tratados
multilaterales (ER). Las potencias vencedoras tenían la experiencia de la ejecución de
Mussolini por los partisanos, junto al cual estos ejecutaron también a su amante y a su
cuñado. Tampoco hoy se legitiman los tribunales de vencedores, como el triste tribunal
montado unilateralmente para Irak, que nada tuvo de internacional ni de mínimo respeto a
las formas y al fondo, y que culminó con la escandalosa difusión de las imágenes de la
ejecución de Saddam Hussein (*).
134. (¿Qué caracteriza a todo delito?) Para que el poder jurídico (jueces)
habilite el ejercicio de poder punitivo debe verificar en cada caso la
existencia de un delito. En consecuencia, la segunda pregunta básica que
debe responder la parte general del derecho penal (19) es cuáles son los
caracteres que debe reunir un hecho para configurar un delito.
Cabe aclarar que la respuesta a esta pregunta, en sentido estricto, no es un
concepto o definición jurídica del delito. Esta precisión es necesaria porque
el delito (en general) no existe en la realidad social ni tampoco en el
derecho penal, dado que, en ambos niveles, lo único que verdaderamente
existe son delitos en particular (robos, hurtos, homicidios, lesiones, estafas,
etc.).
Así, las leyes penales manifiestas (25) (parte especial del CP, leyes
penales especiales, disposiciones penales en leyes no penales) criminalizan
primariamente (29) ciertas conductas y sus resultados lesivos (pragmas
conflictivos) (143, 325), pero no reiteran en cada caso los caracteres que
debe reunir la respectiva conducta criminalizada para configurar un delito,
sino que estos se elaboran en un sistema que se pone a prueba frente a cada
caso concreto.
68
veces nos preguntamos ¿qué diablos es esto? En tales casos, procedemos
racionalmente conforme a cierto criterio de análisis de las características del
ente u objeto de conocimiento al que nos aproximamos.
Cuando se trata de un ente con la complejidad de los delitos, se impone
llevar a cabo un análisis pormenorizado de sus caracteres, que responda a
un orden de prelación lógica para que la verificación resulte lo más
coherente y racional posible. Por ende, siempre debe marcharse de lo más
general a lo más particular, en la misma forma en que iríamos accediendo
en un edificio con sucesivos pisos o niveles.
Este sistema de identificación de delitos es lo que el derecho penal
denomina teoría del delito, cuya esencia es la de una propuesta de análisis
de caracteres en forma estratificada. En definitiva, responde a la regla
popular y universal vamos por partes.
69
acabado.
Lo único invariable es la regla básica y los principios constructivos (92)
pero, precisamente, para adecuarse a ellos en un suelo cambiante, el edificio
debe perfeccionarse continuamente según las dinámicas configuraciones del
piso en que se asienta.
De allí que el derecho penal haya propuesto diferentes sistemas para
caracterizar el delito, según dispares criterios de clasificación
(objetivo/subjetivo; general/particular; etc.), pero todos ellos estratificados
conforme a la metáfora del edificio, procurando alcanzar la azotea.
70
principios constructivos y, por el contrario, sistemas regresivos, a los que se
aparten de estos o a los que, por cambiantes circunstancias de la dinámica
social, hayan perdido o disminuido esta capacidad.
141. (Los adjetivos del delito) Son tres los adjetivos (caracteres específicos)
de todo delito, siendo el primero la tipicidad.
Se llaman tipos o supuestos fácticos legales, a las fórmulas que emplea el
legislador para amenazar con pena una acción: el que matare a otro (art. 79
CP), el que ilegalmente privare a otro de su libertad personal (art. 141 CP),
el que se apodere de una cosa mueble total o parcialmente ajena (art. 162
CP), el testigo, perito o intérprete que afirmare una falsedad o negare o
callare la verdad (art. 237 CP), etc.
La conducta es el presupuesto fáctico real (el hecho que se da en el
mundo), cuya adecuación al presupuesto fáctico legal o tipo penal le otorga
el carácter de conducta penalmente típica o portadora del carácter de
tipicidad.
Siempre el tipo penal individualiza un conflicto, es decir, una conducta
71
humana que produce algún cambio en el mundo real que, por ofender un
bien jurídico ajeno, provoca un conflicto. A la conducta sumada a la
mutación conflictiva del mundo requerida por el tipo (usualmente llamada
resultado), lo llamamos pragma.
142. (La ley y la norma) De cada tipo penal (que está en la ley o texto legal)
se deduce una norma prohibitiva: del art. 79 CP no debes matar a otro, del
art. 162 CP no debes apoderarte de una cosa mueble total o parcialmente
ajena, etc.
En realidad, el sujeto activo que realiza la conducta típica no viola la ley,
sino la norma que se deduce del respectivo tipo legal. Por eso, la tipicidad
importa un primer paso en la desvaloración jurídico penal, porque toda
tipicidad implica la violación de una norma, o sea, que la tipicidad importa
antinormatividad.
72
hecho del modo querido o tolerado por el derecho (orden jurídico).
Una conducta de lesiones leves (art. 89 CP) es antinormativa y
conflictiva, porque lesiona la integridad física –bien jurídico– en la forma
típica, pero es conforme al derecho si fue en legítima defensa contra el
agresor que intentaba lesionar ilegítimamente a quien lo lesionó para
defenderse (art. 34 inc. 6 CP); quien se defendió no habrá hecho otra cosa
que resolver el conflicto de un modo jurídicamente satisfactorio y, por ende,
su conducta no será antijurídica y la tipicidad de su acción no tendrá
relevancia penal.
En el amplísimo espacio de libertad democrática resolvemos infinidad de
conflictos a cada momento, porque la regla es la general habilitación para
resolverlos. Las excepciones (pragmas típicos) son conflictos que afectan
bienes jurídicos y que no fueron resueltos conforme al derecho. Por ende, si
el conflicto se resolvió jurídicamente, la excepción no se legitima y, en
consecuencia, se reafirma la general habilitación o libertad ciudadana
(principio de reserva, art. 19 CN).
73
antijurídica) no agota los caracteres del delito, pues este requiere además la
posibilidad de reprocharlo al agente en forma personal y en la
circunstancia concreta. Esto último únicamente es posible cuando
correspondía exigirle al agente, en la concreta constelación situacional en la
que realizó la conducta, un comportamiento conforme al derecho.
Este reproche jurídico personalizado es la tercera adjetivación de la
conducta y se llama culpabilidad.
Así, no es culpable el agente que por un error invencible no pudo saber
que su conducta era antinormativa y antijurídica (406 y ss.) o cuando se
hallaba ante una situación de necesidad que, si bien no era justificante,
igualmente impediría el reproche, dada la severidad del mal amenazado
(412 y ss.), como tampoco cuando por una perturbación de su consciencia
(patológica o no) tampoco se le podía exigir la comprensión del carácter
ilícito de su acción (396 y ss.) o su conducción conforme a ella (421)
(ambos supuestos de inimputabilidad).
74
Así, en lo cotidiano, sería considerado un irracional quien pretendiese
inculpar a una persona en coma por lo que no hizo en ese estado. Lo mismo
sucede cuando alguien quiere imputar a otro un resultado que este no quiso
ni pudo prever. De igual modo, se comprende que alguien haga algo para
evitar un mal mayor, o que se disculpe al extranjero que responde
inadecuadamente porque no maneja bien el idioma o a la persona que a
todas luces es un enfermo mental.
Pensemos en un ejemplo que no tenga nada que ver con un posible delito. Un sujeto (A)
decide salir de juerga y le miente a su pareja, diciéndole que esa noche debía cuidar a otro
(B) enfermo. Al día siguiente la pareja de A llama telefónicamente a B y le pregunta cómo
está de salud y B le responde que nunca estuvo enfermo. La cuestión deriva en un conflicto
de pareja para A. Esa noche B concurre a la reunión habitual de café y los amigos le
reprochan su respuesta. B responde que no es cierto, que solo cortó la comunicación porque
en ese momento de atragantó con una pieza dental desprendida (ausencia de acto). Puede
ser que responda que dio esa respuesta porque A no le había avisado nada y no podía
sospechar a qué respondía la llamada (error invencible de tipo). También puede decir que
su pareja estaba escuchando la conversación telefónica y no podía mentir porque eso le
ocasionaría un problema de pareja a él (estado de necesidad justificante o exculpante). Por
último, también podía decir: lo hice porque Dios me trajo al mundo para velar por la
fidelidad de las perejas, en cuyo caso el grupo se disgregaría mirándolo con piedad
(inimputabilidad).
75
104), como reconocimiento de la autonomía moral inherente a la persona
humana, que se invoca en latín como el principio cogitationis poenam nemo
patitur (nadie puede sufrir pena por su pensamiento).
El fuero interno del sujeto únicamente se puede conocer mediante lo que el sujeto dice o se
infiere de su conducta externa. Verbalizar es también una conducta y como tal puede ser
prohibida (como en la injuria verbal) y, si bien en ocasiones no puede prohibirse conforme
al art. 14 CN, no es porque no se trate de una conducta, sino porque estas prohibiciones de
prohibir son limitaciones necesarias al poder punitivo en función del mandato republicano
(art. 1 CN).
76
únicamente los datos que necesita para elaborar su propio concepto de
conducta de forma tal que cumplimente tanto la función sistemática como la
doble función política (149).
De toda forma, si bien se trata de un concepto jurídico penal, no puede
admitirse ningún desconocimiento o falsedad respeto del material que
recoge del plano óntico o real. En otras palabras: el derecho penal puede
seleccionar de la realidad lo que le resulta necesario para que su concepto
de conducta cumpla con sus funciones, pero no puede inventar ningún dato
de la conducta que no exista en el plano de la realidad (óntico), o sea, que
no puede incorporar datos que no sean ónticos.
Ninguna de la ciencias de la conducta abarca la totalidad de la conducta humana, sino que
cada una de ellas selecciona preferentemente algún aspecto: así, la psicología, según las
escuelas, se ocupa de las manifestaciones (conductismo, reflexología) (*) o de las
motivaciones inconscientes (psicoanálisis) (*), la sociología de las interacciones, la
biología hace lo propio, etc. Ninguna de ellas crea o inventa datos que no pertenezcan a la
realidad (onticidad) de la conducta humana, pero ninguna pretende agotar su conocimiento
total, lo que científicamente es imposible. El derecho penal mínimamente realista debe
hacer lo mismo.
152. (El derecho penal y las ficciones) Pero el concepto de persona que
presupone la conducta jurídica penalmente relevante, se limita ónticamente
al ser humano, con independencia de los diferentes conceptos válidos en el
derecho civil, mercantil, administrativo, etc.
En este sentido, debe recalcarse que el derecho penal es reacio a cualquier
77
género de ficciones y, por ende, las únicas conductas que pueden ser
relevantes en su ámbito son las que en la realidad del mundo llevan a cabo
los seres humanos. Por esta razón, no pueden considerarse tales las
decisiones de órganos de las personas jurídicas, que solo metafóricamente
(teoría de la ficción) pueden asimilarse a la conducta humana. Por supuesto
que los humanos que operen esos órganos realizan conductas humanas y,
por ende, son posibles autores de delitos.
155. (Hechos que no son conducta para el derecho penal) Estos dos
elementos (voluntad y exteriorización) son necesarios y suficientes para
excluir desde la base del análisis:
(a) Todo hecho que no consista en una conducta humana –como melanina,
rasgos étnicos, edad, enfermedad, nacionalidad, orientación sexual, etc.– en
78
que el derecho penal de autor (contrario a nuestra regla básica
constitucional) (92) funda una discriminación (jerarquización) y el
consiguiente trato de seres humanos como menos personas o no personas,
en abierta violación al art. 1 DU.
(b) Todo lo que permanezca en el fuero interno de la persona
(pensamiento) y no se exteriorice como puesta en práctica de la voluntad.
(c) Los hechos humanos en que una persona es mera causa de algún
resultado, sin que su participación en el curso causal responda a su
voluntad.
79
cuáles son los requerimientos mundanos necesarios para su relevancia
típica, es imposible saber qué datos de ese magma mundano son los que
interesan para caracterizar específicamente a una conducta como típica.
La pregunta fue muchas veces referida como resultado, pero este es producto de la
causalidad y cualquier voluntad exteriorizada tiene múltiples resultados. Así, una persona
escribe un libro y lo publica, el libro puede decidir a un abogado o a un juez a sostener
cierta solución jurídica, pero también puede ser que alguien lo lea mientras cruza la calle y
lo atropella un automóvil, puede ser que un amante se lo regale a alguien con una
dedicatoria que provoque un divorcio y otro puede usarlo para pararse encima y alcanzar el
estante más alto de su guardarropas. Hasta no saber qué datos de todos estos interesan al
tipo, no es posible individualizar el resultado relevante.
80
En general, pertenecen a esta categoría los casos en que la persona es
permanente o transitoriamente incapaz de voluntad (involuntabilidad) (art.
34 inc. 1 CP) o cuando una fuerza interna o externa le impide actuar
conforme a su voluntad (fuerza física irresistible) (art. 34 inc. 2 CP).
81
capacidad psíquica de voluntad, que llamamos voluntabilidad y, por ende,
los casos de su ausencia, o sea, los supuestos de involuntabilidad, que
representan solamente el grado más profundo y radical de la incapacidad
psíquica de delito, porque elimina directamente su carácter genérico.
161. (Los casos dudosos) Hay supuestos dudosos en que no queda muy
claro si se trata de una perturbación o una privación de la consciencia. Tales
son, por ejemplo, los trances hipnóticos y otros similares (trances en
religiones de posesión) o los estados crepusculares del sueño (estados que
oscilan entre la vigilia y el sueño, que en unas personas son más amplios
que en otras). En función del principio conforme al cual, en caso de duda, el
tribunal debe decidir lo más favorable para el reo (favor rei), deben
considerarse supuestos de involuntabilidad.
Obsérvese que escribimos consciencia y no conciencia. Si bien esta distinción no se
reconoce en la lengua castellana, lo cierto es que se nos impone para no caer en
confusiones: consciencia es a lo que nos acabamos de referir, es decir, a ser consciente de
algo. En lugar conciencia denota algo muy diferente, como un super-yo o imperativo
moral, en el sentido en que se habla de la voz de la conciencia o del imperativo categórico
kantiano (*).
82
a su voluntad. Puede ser interna (una parálisis histérica, terror extremo,
agotamiento total) o externa (su cuerpo es usado o impulsado
mecánicamente). Suele ser más probable que estos casos se produzcan en
tipicidades omisivas, pero tampoco pueden descartarse casos de hechos
activos.
Quien por una parálisis o mutismo histérico no puede moverse y acudir en ayuda de
alguien en peligro ni advertirle a gritos del peligro, sufre una fuerza irresistible interna.
Sufre una fuerza física irresistible externa quien es empujado por una multitud o por un
huracán, o quien es arrojado desde una primera planta y cae sobre otro.
164. (Dos pasos necesarios) El poder punitivo solo puede habilitarse como
decisión vertical en un conflicto, pero no en cualquier conflicto, sino en uno
particularmente determinado y que afecta (por lesión o por peligro) un bien
jurídico. Tampoco basta con estas condiciones, sino que debe afectar al bien
jurídico en la forma y condiciones que la norma penal prohíbe (en los
83
límites de la prohibición normativa).
El tipo es el instrumento legal que fija la relevancia penal de la conducta,
para lo cual es indispensable valerse de este para constatar –ante todo– si el
supuesto fáctico (la conducta en el mundo real) es un pragma típico y, en
segundo lugar, si además ese pragma es conflictivo por afectar del modo
típicamente requerido al bien jurídico.
El tipo prohíbe una conducta que es parte de un pragma conflictivo, de
modo que la existencia de una prohibición típica no se verifica con la
simple constatación del pragma (conducta + resultado), sino que es
menester verificar también su conflictividad (ofensa al bien jurídico).
Para verificar la existencia del pragma (conducta + resultado) no se
requiere otra cosa que tomar en cuenta la norma tal como se deduce del
tipo. Al resultado positivo de esta verificación la denominamos tipicidad
sistemática.
No obstante, como una vez cumplido ese paso aún no sabemos si el
pragma típico es conflictivo, para eso será necesario conglobar la norma
deducida del tipo con la totalidad del orden normativo, dado que las normas
no pueden ser contradictorias, puesto que el principio republicano
(racionalidad de los actos de gobierno) impide interpretar su conjunto como
un caos, o sea que impone (ordena a los jueces) entenderlo como un orden
normativo.
84
puede surgir que se trató de un funcionario que allanaba la casa por orden judicial y, por
ende, cumplía con su deber jurídico. Cabe observar que, por esta razón, no existe una
interpretación inmutable y permanente de los tipos penales, puesto que toda nueva ley,
aunque no sea penal, puede afectar la tipicidad conglobada: toda nueva norma opera como
una gota de licor en una copa de agua, que le cambia el sabor y el color a todo el contenido.
167. (El supuesto de hecho legal y el real o fáctico) Cuando decimos que el
tipo o supuesto de hecho legal es una fórmula general y más o menos
abstracta que leemos en la ley, estamos indicando que la ley, para prohibir,
no toma en cuenta todo lo que rodea y en lo que está siempre inmersa una
conducta humana, sino solo lo que al derecho le interesa que se produzca
en el mundo para prohibirla y, eventualmente, algunas circunstancias
particulares. Nunca es un retrato de la conducta real, sino un boceto de ella.
El juez se vale del tipo legal cuando en un expediente o en una audiencia
encuentra que en el mundo real tuvo lugar un hecho producto de una
85
conducta humana: por ejemplo, que alguien le dio una puñalada a otro y
que esto le produjo la muerte porque le interesó el corazón. Este es el
supuesto de hecho fáctico, dado en la realidad del mundo. Cuando compara
esto con la fórmula abstracta que lee en la ley (tipo penal o supuesto de
hecho legal, en este caso art. 79 CP) verifica que se halla ante una
prohibición penal, porque se adecua a ella, y concluye que la conducta es
sistemáticamente típica. Siempre debe tenerse en cuenta que el tipo
pertenece a la ley, en tanto que la tipicidad pertenece a la conducta (es un
carácter de esta).
168. (El pragma típico) Hemos señalado antes que la conducta humana no
se da en el vacío, sino en el mundo real y con múltiples circunstancias,
entre las que el tipo legal señala siempre alguna mutación que en el mundo
real produce la exteriorización de esa conducta y que suele llamarse
resultado.
El tipo legal define un pragma, que se integra con la conducta más el
resultado y a veces con eventuales circunstancias, todo lo cual debe tener
capacidad para ofender un bien jurídico (330), o sea, que definen lo que en
la tipicidad sistemática parece ser un conflicto (aunque antes de analizar la
tipicidad conglobada no lo sabremos por completo) (165).
Por ende, como todos los delitos, tanto en las definiciones abstractas
(tipos) legales como en la realidad social, son conflictos que afectan (por
lesión o peligro) bienes jurídicos (104), el pragma que se individualiza
mediante los tipos penales debe tener en principio toda la apariencia de un
pragma conflictivo, aunque su conflictividad solo pueda verificarse en
definitiva con la tipicidad conglobada (325 y ss.).
Pragma es un neologismo: pragmático es lo que se refiere a la práctica o realización de las
acciones (*) y este neologismo indica esa práctica más la necesaria mutación del mundo
real o resultado, porque toda conducta exteriorizada cambia algo del mundo real. Se han
86
usado otras denominaciones (evento, por ej.) que son menos precisas, por lo que preferimos
este neologismo.
169. (Derecho penal de acto y poder punitivo de autor) Se debe aquí insistir
en que, si bien en el Estado de derecho y conforme a la regla básica (92),
los tipos siempre seleccionan conductas (derecho penal de acto), en la
realidad social el ejercicio del poder punitivo no siempre selecciona por
actos, sino que en la mayoría de los casos lo hace por personas, debido a su
inevitable selectividad estructural (37), que lo reparte en la criminalización
secundaria (29) según el grado de vulnerabilidad de cada habitante (32). Por
eso, cuantos más tipos penales haya en un Estado de derecho, mayor será el
ámbito que este concede al poder punitivo para seleccionar personas (y más
lejos se hallará del modelo ideal del Estado de derecho) (53).
Como el principio regulativo del Estado de derecho –que es la igualdad
ante la ley– se realiza en proporción inversa al ámbito de poder punitivo
abierto por el conjunto de las tipicidades (programa de criminalización
primaria) (29), resulta que a mayor número de tipicidades corresponde un
menor grado de realización del Estado de derecho (relación inversa).
170. (Antítesis funcional del tipo) En tanto que los tipos penales
(criminalización primaria) habilitan ámbitos de selección de personas por
parte de las agencias de criminalización secundaria (policías), el poder
jurídico de contención (que el derecho penal aspira a programar) y los
operadores jurídicos que lo ejercen, se valen precisamente de los mismos
tipos legales para limitar ese poder. Si bien el poder punitivo tiende a ser de
autor, el poder jurídico pugna por contenerlo y operar contraselectivamente.
Por consiguiente, el tipo penal tiene dos caras contrapuestas en
permanente antítesis sin síntesis.
87
En el juego de pulsiones entre el Estado de policía y el de derecho, cuando
el primero le tuerce el brazo al segundo y se acerca demasiado a su modelo
ideal, el poder jurídico de contención desaparece o se vuelve ínfimo o
despreciable, e incluso sus pseudojueces se convierten en agentes de las
agencias ejecutivas (policías).
En los casos extremos de Estados de policía se llega a eliminar toda
posibilidad de uso contentor del tipo penal mediante la integración
analógica, conforme a la cual sus pseudojueces pueden extender el ejercicio
del poder punitivo según fórmulas políticas generales, al integrar la ley
penal cuando el tipo legal obstaculice el ejercicio arbitrario del poder
punitivo (99). En ese caso, todos los tipos devienen tipos de autor, pues con
la analogía se va siempre en procura de enemigos del poder hegemónico.
Modelos completos de pseudojueces han sido el del llamado tribunal del pueblo nazi
(Volkksgericht) (*) y los que junto al fiscal Vischinski (*) legitimaron las grandes purgas
estalinistas de los años treinta del siglo pasado.
88
estos son casos de ejercicio del poder punitivo sobre conductas en definitiva atípicas y con
consecuencias irreparables, producto de la violación legislativa al principio de estricta
legalidad.
173. (Síntesis: funciones del tipo legal) Con las consideraciones anteriores,
estamos ahora en condiciones de precisar un poco más las dispares
funciones del tipo legal (supuesto de hecho legal), y verificar que es la
fórmula legal necesaria para relevar un pragma en principio conflictivo,
tanto para habilitar el ejercicio formal del poder, como para que el poder
jurídico pueda contenerlo mediante la interpretación limitante del campo
de lo penalmente prohibido.
Para cumplir la función contraselectiva y de contención que corresponde
al poder jurídico y que el derecho penal programa, es indispensable que este
provea interpretaciones racionales de los tipos, conforme a la regla básica y
a los principios constructivos antes indicados (92 y ss.).
175. (Los datos ónticos antes no relevados) Dado que el tipo señala cuáles
son los datos fenoménicos de la conducta que interesan para relevarla como
penalmente prohibida, en el juicio de tipicidad sistemática es donde se debe
verificar su presencia, pues allí es cuando pueden (y deben) ser extraídos
del magma mundano en que quedaron inmersos en el momento de
89
establecer la pura presencia del sustantivo del delito (conducta) (156, 157).
Antes del tipo no podemos saber qué resultados o efectos de la conducta
(mutaciones del mundo) interesan a la prohibición penal. Es el tipo legal el
que indica cuáles son relevantes y cuáles no interesan al desvalor
prohibitivo penal, aunque luego otros que no interesan al tipo puedan
también ser relevados para el análisis de la antijuridicidad o de la
culpabilidad de la conducta.
90
(d) puede señalárselo individualizando la conducta debida y, por
consiguiente, considerar prohibida toda otra diferente de esta, por lo que
resulta un tipo omisivo (por ej., art. 108 CP).
178. (Las cuatro estructuras típicas fundamentales) Como vemos, las dos
variables se combinan con las otra dos, y dan lugar a las cuatro estructuras
típicas fundamentales, que son los (a) tipos dolosos activos y (b) omisivos y
los (c) tipos culposos o negligentes activos y (d) omisivos.
En las leyes penales dominan numéricamente los tipos dolosos activos,
aunque esta no es la única razón –y quizá la menos válida– para
considerarlo el tipo modelo desde el cual el derecho penal deba comenzar el
análisis al avanzar en la construcción estratificada de su teoría del delito.
179. (Las razones que privilegian el análisis del tipo doloso activo) Las
razones más importantes por las que usualmente se considera al tipo doloso
activo como el tipo modelo son las siguientes:
(a) Se trata de los tipos con pragmas de mayor conflictividad, dado que
cuando la finalidad se dirige al resultado es mucho más probable que este se
91
produzca (quien dispara cinco balazos contra otro es muy probable que le
cause la muerte; quien conduce a exceso de velocidad es menos probable
que produzca ese resultado).
(b) Su estructura es más compleja que la del tipo culposo en cuanto a la
eventual riqueza de elementos subjetivos (como son las ultrafinalidades, por
ej., art. 80 inc. 7 CP) (230).
(c) La mayoría de los tipos omisivos requieren un pragma especial en que
el agente garantiza la incolumidad del bien jurídico (243), lo que en un
Estado de derecho constitucional resulta excepcional (salvo excepciones, no
estamos jurídicamente obligados a evitar todos los males de nuestros
semejantes).
(d) En el tipo activo doloso la conducta causa una mutación del mundo
conforme a la finalidad coincidente (211), en el culposo la voluntad se
dirige a un objeto diferente de la mutación del mundo (el que excede la
velocidad quiere llegar rápido y no matar a nadie) (288); y
(e) en el omisivo la conducta prohibida no es la causa del resultado (el
recitar versos en lugar de salvar una vida no causa la muerte de quien se
halla en peligro) (240).
92
no tiene sentido preguntarse por la dirección de la voluntad ni por ningún
otro componente subjetivo, cuando falta lo esencial de un pragma
conflictivo, que es la mutación del mundo exigida por el tipo.
Por esa razón, es válido afirmar que el tipo objetivo es el núcleo básico o
primario del tipo que indica la presencia de los más elementales caracteres
de un posible pragma conflictivo, porque señala la mutación del mundo
exigida para la prohibición. Si no se comienza por probar que en algún lado
existe o existió una cosa ajena, no tiene sentido preguntarse por la tipicidad
de una conducta de hurto consumado.
183. (Elementos del tipo objetivo) Como se acaba de ver, los elementos que
deben tomarse en cuenta para verificar la tipicidad objetiva sistemática son
los siguientes:
(a) el resultado de la conducta (o mutación del mundo) inherente a toda
conducta que se exterioriza en el mundo,
(b) el nexo causal entre la conducta y el resultado,
(c) la imputación del resultado como obra propia a la persona autora de la
93
conducta y
(d) otros elementos eventuales del tipo objetivo (otros datos fenoménicos
de la conducta, requeridos en algunos tipos).
Iremos desgranando estos componentes, comenzando por el resultado.
184. (Todo tipo exige una mutación del mundo: no hay tipo objetivo sin
“resultado”) El tipo penal exige siempre que haya una conducta
exteriorizada, para lo cual la individualiza valiéndose de las palabras que en
el lenguaje corriente sirven para señalar conductas: los verbos.
De toda forma, es inevitable que cualquier conducta que se exteriorice
produzca una mutación en el mundo. Si bien esto es una obviedad, lo cierto
es que dio lugar a infinitas discusiones en la doctrina penal, que continúan
hasta el presente.
94
esto se lo haga verbalmente, por escrito, etc. Es indiscutible que en todos estos delitos hay
un resultado en el mundo, solo que no lo precisa el tipo.
186. (Tipos con verbos resultativos) Para colmo hay una tercera categoría,
poco observada, en que el tipo emplea un verbo resultativo (*), o sea, un
verbo que implica siempre un resultado. En tal caso, ni siquiera se trata de
tipos que no individualizan el resultado, sino que este está individualizado
en el propio verbo que identifica la conducta.
Cuando en el tercer párrafo del art. 119 CP se dice hubiere acceso carnal,
en esa expresión está implícito el resultado. Es por completo absurdo
considerar que la violación es un delito de mera conducta o sin resultado; si
alguna duda cabe al respecto, sería oportuno preguntarlo a la víctima.
Precisamente, se trata de un tipo con un resultado muy preciso, solo que
inseparable de la conducta del agente. Lo mismo sucede en el tipo de
violación de domicilio (art. 150 CP), pues el resultado (la mutación del
mundo) está dado ya con entrar en morada o casa de negocio ajena.
187. (La relevancia del resultado para el pragma) El resultado forma parte
del pragma y es necesario para que en el posterior análisis de la tipicidad
conglobada (325 y ss.) se verifique en definitiva su conflictividad, dado que
no puede haber ningún conflicto que sea posiblemente relevante para el
derecho penal, sin que algo haya cambiado en el mundo, pues sería
violatorio del principio cogitationes poenam nemo patitur (149).
95
El pragma siempre es social y jurídicamente más grave cuando se logra el
resultado, porque el hecho tiene un mayor contenido injusto debido a la
lesividad de la conducta para el sujeto pasivo. Si bien en el resultado
siempre juega cierto papel el azar, por lo general su producción demuestra
una voluntad dirigida al fin de modo más certero, lo que también incide
sobre el desvalor de la conducta.
96
acerca del cual no lo sabemos todo ni mucho menos.
Piénsese en la medicina de la edad media, que aplicaba ungüentos en la espada que había
causado la herida, o en la más cercana de tiempos de Lombroso, que creía que la pelagra
(*) era un mal hereditario o, la cercanísima que daba por cierto que el HIV se contagiaba
por un beso. La causalidad siempre fue la misma, solo que su explicación, como categoría
del pensamiento, cayó en juicios relacionantes hipotéticos que eran falsos.
97
cuál es el criterio de imputación (204 y ss.), antes se debe tener claro que la
causación es solo su presupuesto.
Como la causalidad es un proceso que no tiene principio ni fin (191),
alguien observó hace más de un siglo –cuando el adulterio aún era delito–
que no podía imputárselo al carpintero que fabricó la cama y, a contrario
sensu, tampoco el adúltero podía eximirse de responsabilidad imputándolo
al carpintero, alegando que sin la cama no lo podría haber cometido.
Cuando se quiere usar la causación como criterio de imputación o autoría,
no puede menos que acabarse en Lucy (*), en Adán y Eva o directamente
en Dios, por haber creado al humano y al mundo.
98
actos de exhibiciones obscenas del art. 129 CP y la apología del crimen del
art. 213 CP. Este último es extremadamente peligroso cuando se trate de
delitos políticos o semejantes. En los códigos contravencionales abundan
estos elementos valorativos éticos, cuestionables o directamente lesivos de
la legalidad estricta (98) y del respeto a la autonomía moral de la persona
(art. 19 CN).
197. (El acuerdo como elemento normativo de recorte) Volenti non fit
injuria es la máxima que otorga relevancia a la aquiescencia del sujeto
pasivo cuando se trata de tipos que exigen la ofensa de bienes jurídicos
personales.
Nadie comete un delito de hurto cuando acepta un regalo ni incurre en una
violación cuando practica sexo con otra persona mayor de edad y que lo
hace con gusto. Por tal razón algunos tipos introducen elementos
normativos de recorte, en particular referidos al acuerdo del titular. No otra
cosa es la expresión ilegítimamente respecto del apoderamiento de la cosa
ajena en el hurto (art. 162 CP) y en el robo (art. 164 CP). Estos elementos
de recorte sirven para dejar claro que no pueden ser actos lesivos de ningún
bien jurídico, precisamente aquellos que resultan del ejercicio del derecho
de disposición de su titular, lo que configura la esencia misma de todo bien
jurídico (330).
99
199. (Elementos normativos en tipos abiertos) Existen especiales elementos
normativos en algunos tipos llamados abiertos. Tipos abiertos son los que
remiten a otra norma para completar el pragma (cerrar el concepto), que a
veces son verdaderas leyes penales en blanco (95) (como en los arts. 205 y
206 CP).
Algunos tipos dolosos son abiertos, pero la regla es que los tipos abiertos
sean siempre los negligentes o culposos (pues requieren la precisión de la
norma de cuidado debido) (289). Un tipo doloso abierto es el de estafa (art.
172 CP), que se vale de una ejemplificación no taxativa.
En el caso de los tipos abiertos debe indagarse con cuidado si respetan el
principio de legalidad estricta (98). En la estafa, se trata de la imposibilidad
de imaginar todas las formas en que un ser humano puede engañar a otro,
por lo que la ejemplificación opera como un recorte, indicativo de la
potencia o entidad que debe tener el ardid típico (la mera mentira no es un
ardid, la incuria de un sujeto no convierte en estafador al otro, etc.).
100
201. (Tipos de formulación casuística y de formulación libre) Los tipos
objetivos se clasifican como de formulación casuística (o circunstanciados)
y de formulación libre, según contengan (o no) referencias fenomenológicas
de la conducta: circunstancias de tiempo, lugar, modo, medio, ocasión,
características del sujeto activo, del sujeto pasivo, objeto del delito, etc.
Son tipos de formulación libre el de hurto simple (art. 162 CP), el
homicidio simple (art. 79 CP), etc. Son de formulación casuística o
circunstanciados en razón de tiempo, la piratería aérea practicada durante
las operaciones inmediatamente anteriores al vuelo (art. 198 inc. 2 CP), en
razón del lugar el daño en despoblado (art. 184 inc. 4), por el modo el
ensañamiento y la alevosía en el homicidio (art. 80 inc. 2), por el medio el
homicidio cometido con un medio idóneo para crear un peligro común (art.
80 inc. 5), por la ocasión el hurto calamitoso (art. 163 inc. 2 CP), por las
características del sujeto pasivo la circunvención de incapaces (art. 174 inc.
2 CP), por el objeto del delito el abigeato (art. 163 inc. 1 CP).
101
Los tipos objetivos también se suelen dividir en delicta propria (delitos
propios), cuando el sujeto activo debe tener ciertos caracteres (como en el
caso del inc. 1 del art. 80 CP), y delicta comunia (delitos comunes) cuando
pueden ser cometidos por cualquier persona.
También pueden ser básicos (arts. 79, 162, 164 CP) y calificados (arts. 80,
163, 167 CP). Es posible subdividir estos últimos en agravados (los
señalados antes) y atenuados o privilegiados (arts. 81, inc. 1, a; art. 112
CP). Hay pocos tipos atenuados en nuestro CP, debido a que en su versión
original se prefirió optar por establecer mínimos bajos en las escalas
penales. Las múltiples reformas punitivistas aumentaron estos mínimos,
pero la consabida torpeza de los legisladores –ávidos de publicidad y
sensacionalismo eficientista– les impidió contemplar la necesaria creación
de los tipos privilegiados y de este modo fueron destruyendo la armonía del
original.
102
únicamente es posible verificarlo en definitiva en el tipo subjetivo, puesto
que no hay autoría ni participación sin dolo o, dicho de otro modo, nadie es
autor o partícipe sin voluntad de serlo.
Como se trata de establecer si existe la posibilidad objetiva de que quien
haya llevado a cabo la conducta sea considerado autor o partícipe, es claro
que la respuesta está íntimamente vinculada a la teoría de la autoría y de la
participación (251).
103
válida como criterio de imputación en la tipicidad objetiva para esta
categoría de agentes, con exclusión de los otros intervinientes, respeco de
los cuales se les exige como criterio de imputación es que no se trate de un
aporte banal.
104
208. (Supuestos en que no hay dominabilidad) (a) La dominabilidad se
excluye –ante todo– en los cursos causales que, conforme al estado actual
de la ciencia y la técnica, no son dominables por nadie.
No se dominan hoy las erupciones de los volcanes ni los terremotos: si un niño muere en
un terremoto, el tutor que lo mandó a veranear a esa zona sísmica con la esperanza de que
sobrevenga el terremoto y el niño muera, no tuvo dominio del hecho, porque nadie podría
haberlo tenido.
105
requiere que el aporte al hecho sea objetivamente significativo o no banal.
Habrá un mero aporte banal cuando sea producto de roles cotidianos e
inocuos que no impliquen peligros de los que se deriven deberes de
abstención o de cuidado para evitar ofensas del género de las que la
conducta contribuye a causar.
Los roles sociales son siempre dinámicos –no son fijos ni estáticos– y, por
ende, el rol banal puede dejar de serlo cuando las circunstancias objetivas
concretas y presentes alteren notoriamente la normal banalidad del rol, en
cuyo caso la ofensa le será objetivamente imputable como propia.
El dueño o vendedor de un comercio que, entre otras cosas, vende cuchillos, desempeña un
rol banal cuando se limita a venderlo al sujeto que luego apuñala a otro. Pero si el mismo
vendedor observa que hay una enorme trifulca frente a su negocio y uno de los
intervinientes entra presuroso y exaltado y arroja dinero sobre el mostrador pidiendo que le
venda un cuchillo, de hacerlo su rol ha dejado de ser banal. No obstante, la banalidad que
se valora en el tipo objetivo como criterio de imputación es meramente objetiva, es decir, si
el vendedor de cuchillos no se enteró de lo que pasaba en la calle no habrá incurrido en una
complicidad, pero esto se verifica en el tipo subjetivo.
211. (Concepto de dolo) El núcleo central del tipo subjetivo es el dolo. Dolo
es la voluntad realizadora del tipo objetivo guiada por el conocimiento
106
efectivo de sus elementos.
Al requerir el dolo (la voluntad dirigida a la finalidad típica), el tipo limita
desde lo subjetivo al poder punitivo y, junto con la culpa, agota las
posibilidades de prohibición típica, pues excluyen cualquier posibilidad de
responsabilidad objetiva por vía de la fórmula quien quiso la causa quiso el
efecto (versari in re illicita) (305).
107
no pueden dejar de tenerse en cuenta (actualizar) conocimientos de datos
que necesariamente no se pueden separar de otros en los que se piensa (son
co-pensados).
No cabe duda de que todos conocemos que el gas es peligroso y que debemos cerrar las
llaves correspondientes. Son conocimientos efectivos que todos tenemos. Pero para que
haya dolo de provocar una explosión de gas, el sujeto debe actualizarlos, dejar la llave
abierta sabiendo que con eso está dirigiendo la causalidad a provocar la explosión. El
problema es que no siempre se actualizan los conocimientos de la misma manera: quien
tiene relaciones sexuales con una persona menor de trece años (art. 119 CP), en el
momento de su acción no está pensando en la edad de la víctima ni en su partida de
nacimiento. Sin embargo, si lo sabe o le resulta evidente, no puede dejar de co-pensar la
edad, lo que no significa que esté reflexionando sobre ella.
108
los medios elegidos (pone una bomba en un avión para matar a un pasajero;
el dolo respecto de la muerte de los otros pasajeros es directo de segundo
grado).
216. (Dolo eventual) Suele decirse que es dolo eventual aquel en que el
sujeto se representa la posibilidad del resultado y la acepta como posible,
sin importarle si este se produce (actuando a costa del riesgo de producción:
si pasa, mala suerte; si sucede, que se la aguante; etc.). En general, en la
doctrina más difundida, es el dolo que responde a una actitud subjetiva de
¡qué me importa!
Este concepto del dolo eventual tiene un serio inconveniente: esa actitud
no hace a la voluntad, sino a un ánimo, a una disposición interna del sujeto.
Se cae de esta manera en el llamado derecho penal de ánimo, es decir, que
una disposición interna convertiría a la conducta en dolosa, cuando el dolo
no puede nunca consistir en un mero ánimo, muy diferente de la voluntad.
Sin violar la regla básica (92) se admiten elementos subjetivos de ánimo o disposición
interna, pero fuera del dolo y únicamente para limitar el alcance prohibitivo, no para
fundarlo (231).
217. (Posible precisión del dolo eventual) Dadas las dificultades del
concepto tradicional, preferimos sostener que en cualquier caso se trata de
una cuestión de prueba del dolo, es decir, de establecer si realmente hubo o
no voluntad realizadora.
Así, cuando frente a una tipicidad objetiva, en que el observador tercero
(el juez) verifica la dominabilidad y se dan todos los elementos que
configuran el indicio de un plan destinado a producir el resultado (se
completa la tipicidad dolosa objetiva) (293), es cuestión de decidir si la
alegación de que no hubo voluntad realizadora es o no admisible. Esta
alegación será inadmisible cuando el agente no hubiese tenido razones
valederas para creer que evitaría la producción del resultado, en tanto que
será admitida cuando las hubiese tenido.
Siempre la voluntad realizadora –el dolo– se prueba por inferencia a partir
de datos objetivos, porque nadie puede meterse en la psiquis de otro (219),
lo que también sucede en el caso del dolo eventual (también llamado
indirecto o condicionado).
109
Por ejemplo, el que pone una bomba en un edificio y alega que creyó que
no causaría la muerte de alguien, no es creíble si le constaba que en el
edificio había varias personas, pero es creíble si antes verificó que no había
nadie, pero no logró saber que en el altillo se había escondido un
desamparado para protegerse del frío. Ningún juez razonable tomaría en
serio la alegación de que el agente no tuvo voluntad realizadora en el primer
caso, pero lo debería hacer en el segundo.
De la falta de una razón valedera y creíble en cuanto a la evitación del
resultado, deducirá el juzgador que el agente no pudo dejar de saber que
con altísima probabilidad se produciría el resultado (aspecto cognoscitivo
del dolo) y, por ende, si llevó a cabo la conducta fue porque tuvo voluntad
realizadora (aspecto conativo) (212).
Debe tenerse en cuenta que el dolo nunca requiere la absoluta certeza
respecto de la producción del resultado, puesto que en el dolo más directo
siempre existe cierto componente de azar, dado que, de lo contrario, no se
darían casos de tentativa (270). Lo mismo sucede en el caso del dolo
eventual: cuando en la tipicidad objetiva exista dominabilidad (207), pero el
agente hubiese tenido razones fundadas para creer que no se produciría el
resultado, solo habrá negligencia temeraria (293, 294) en la forma de culpa
consciente (301).
110
consecuencia de las mutilaciones, porque los necesitaban mutilados pero vivos, pero sin
razones serias confiaban en que sobrevivirían a las heridas mutilantes.
220. (El error de tipo vencible e invencible y sus efectos) Cuando la persona
desconoce los elementos del tipo objetivo sistemático, se afecta el aspecto
cognoscitivo del dolo y se dice que media un error de tipo. En este caso no
puede haber dolo, es decir, no puede haber finalidad típica, porque el
agente, debido a su error, desconoce lo que está haciendo (cree que hace
111
algo diferente).
Quien no sabe que está declarando delante de un juez no puede tener dolo de falso
testimonio; quien dispara flechas contra un árbol cuando en realidad se trata de una
persona, no puede tener dolo de herir ni de matar; quien por descuido se lleva el paraguas
ajeno en lugar del propio, no puede tener la finalidad de apoderarse de una cosa ajena, sino
de llevarse algo suyo; etc.
221. (El que duda actúa con dolo) No se trata de un error vencible de tipo el
caso en que el agente duda acerca de los elementos objetivos del tipo y, sin
embargo, actúa como si no estuviese dudando. Quien en la duda actúa lo
hace con voluntad realizadora y, por ende, no incurre en un error vencible,
sino en dolo (al menos eventual). La llamada ignorancia deliberada no es
otra cosa que una actuación con duda que no elimina el dolo: si prefiero no
saber o no asegurarme, es porque dudo.
Quien dispara su arma dudando acerca de si tiene al frente un lobo o un
hombre, no puede alegar que no tuvo la voluntad de matar a un hombre. Si
el agente dispara sobre un objeto dudando si es un hombre o un lobo, lo
hace con voluntad alternativa, pero con voluntad, porque sabe que su
disparo tendrá como resultado el cadáver de un lobo o el de un hombre, y
112
tiene la clara voluntad de producir alguno de ambos, que se concreta en la
segunda alternativa. Si en realidad mata a un lobo porque no había un
hombre, se tratará de una tentativa aparente (279).
Por supuesto que debe tratarse de dudas reales y ciertas en la psiquis del
agente, y no es duda la mera sospecha en el error sobre elementos
normativos del tipo de complejo conocimiento. La burocracia pretende que
estemos a su servicio y todos los días leamos sus intrincadas
reglamentaciones, pues si no lo hacemos esgrimen el galimatías de un
supuesto error voluntario. Dada la reglamentación de la vida que hoy
pretenden las burocracias, cada vez hay menos conductas que no habiliten
alguna sospecha que, en modo alguno, alcanza el grado de la duda.
113
223. (Errores de tipo sobre diferentes elementos) El error de tipo puede
recaer sobre cualquier elemento del tipo objetivo sistemático, y puede
afectar el conocimiento de elementos interpretables, normativos (199) y de
elementos de recorte (197), de la previsión de la causalidad (da lugar a la
aberratio ictus (225) y al dolus generalis (227)), de la calidad del sujeto
activo en los delicta propria, de la dominabilidad en la autoría, de la
banalidad del aporte en la complicidad secundaria (263), etc.
114
225. (Aberratio ictus o error en el golpe) Cuando en el desarrollo
cronológico del dolo la causalidad se aparta del plan trazado por el agente,
debe distinguirse si esa desviación es o no indiferente para este, para lo cual
debe tomarse en cuenta el plan concreto para su hecho y –por ende– al
grado de concreción del dolo conforme a ese plan.
El error en el golpe o aberratio ictus, conforme a este criterio de
concreción del dolo atendiendo al plan concreto, debe resolverse así: si el
sujeto quería alcanzar cualquier objeto de un conjunto o género y lo
alcanzó, el error es inesencial; si solo quería alcanzar un objeto
determinado y no lo alcanzó, será esencial.
Si alguien dispara contra una multitud, no hay error o es inesencial si
alcanza a lesionar a alguien. Si lo hace contra una persona que se halla junto
a otra y el disparo lesiona a la otra persona, el error será esencial y se
resolverá como tentativa de homicidio (o de lesiones, según el caso)
respecto de la persona a la que no alcanzó, en concurso ideal (307) con
lesiones por negligencia respecto de la que efectivamente fue lesionada.
115
227. (Dolus generalis) En el caso del llamado dolus generalis tiene lugar
una desviación temporal o cronológica, pues el resultado se produce antes o
después de lo planeado en concreto. Si el resultado se produce antes del
comienzo de ejecución, no hay dolo porque falta la tipicidad objetiva, que
solo comienza con la tentativa (275). Así, si la víctima se percata de que el
otro sujeto porta un arma en la cintura y muere de un infarto antes de que
este la empuñe, la conducta será atípica.
Cuando se planea la conducta hasta la producción de un resultado y se
comienza la ejecución, es indiferente que este se produzca antes o después
en el curso de sus actos parciales.
Quien para matar a alguien lo arroja desde un puente al río, pero la víctima no muere
ahogada, sino porque al caer se fractura el cráneo contra una columna del puente, esa
deviación del curso planeado es irrelevante.
116
encubierto, también incurre en la misma tipicidad privilegiada.
117
también delitos cortados de resultado.
118
233. (Diferencia con la culpabilidad) Las dos referidas clases de elementos
subjetivos del tipo diferentes del dolo no deben confundirse con los datos
subjetivos que hacen a la culpabilidad, como son en particular las
motivaciones (el de dónde), que no se toman en cuenta para la prohibición
típica, sino para el grado de reproche.
Las motivaciones son siempre una cuestión de culpabilidad, en tanto que
las ultrafinalidades (el hacia dónde) lo son de tipicidad subjetiva al igual
que los ánimos (el cómo interno).
Los dispositivos legales que agravan conductas en razón de motivaciones,
en realidad no son tipos diferentes de los básicos, sino casos particulares
especialmente legislados de previsión de mayor pena en razón de la mayor
culpabilidad (así los incs. 3 y 4 del art. 80 CP). Lo mismo puede decirse
respecto de la previsión particular de menor culpabilidad en el caso de la
emoción violenta (art. 81, inc. 1, a), que tampoco es un tipo diferente, sino
un supuesto especialmente legislado de culpabilidad disminuida (403).
Precisamente por resolver supuestos de mayor o menor culpabilidad,
también se los suele llamar tipos de culpabilidad, terminología que –al
menos en castellano– no es conveniente, porque puede generar confusiones.
119
diferente a la de rescatarlo. Esa conducta puede ser la de jugar con una pelota flotante en la
misma piscina y, como es obvio, no es jugar con una pelota lo que causa la muerte del niño
y ni siquiera genera el peligro en que este se halla. Además, fuera de ese contexto, jugar
con una pelota en una piscina es algo completamente inocuo.
120
totalitario.
240. (En la omisión hay causalidad, pero no causación) Admitido que por
causalidad puede entenderse tanto el hecho físico como la explicación de
ese hecho físico (concepto relacionante) (191), no puede negarse que en la
tipicidad omisiva media causalidad física, porque no hay mutación del
mundo (resultado) que no se produzca conforme a un proceso causal.
La diferencia estriba en que en el tipo activo la norma prohíbe que en el
121
mundo real se ponga en funcionamiento el proceso causal (causación del
resultado ofensivo), en tanto que el tipo omisivo ordena interferir (se
ordena la injerencia) en el proceso causal para evitar el resultado (se ordena
la evitación del resultado ofensivo). En ambos casos, dado que existe
causalidad física, esta es susceptible de ser dirigida (por causación o por
evitación) hacia el resultado. No se trata de una causalidad diferente (ni de
una no-causalidad) sino de dos modos diferentes de conducir, dirigir o
montarse sobre la causalidad como hecho físico: en el tipo activo se
requiere un nexo de causación y en el omisivo un nexo de evitación.
Quien quiere un resultado (dolo) puede dirigir su conducta a causarlo
(nexo de causación) o bien, observando hacia dónde va la causalidad, no
interferirla con igual propósito (nexo de evitación).
122
la regla procesal del beneficio de la duda.
123
activo doloso especular, pues no siempre presenta el mismo grado de
injusto no evitar un resultado que causarlo: ¿abandonar y no interferir un
proceso causal tiene el mismo contenido injusto que dar muerte a la víctima
con quince puñaladas? ¿Dejar morir es siempre lo mismo que matar? ¿No
denunciar equivale a encubrir por ayuda? Sin duda que son buenas
preguntas, especialmente porque son de difícil respuesta.
La ley puede reconocer esta disparidad de contenidos ilícitos (intensidad
de la antinormatividad) y traducirla en la escala penal conminada, pero
incluso cuando no lo haga, el juzgador debe siempre analizar la
equivalencia de injustos en el momento de establecer la penalidad (art. 41
CP) (459).
124
Pero lo que podría ser aceptable en ese género de delitos, en razón de la
naturaleza extrema del bien jurídico (de la vida dependen todos los demás),
no puede extenderse a todos los restantes, lo que da por resultado
construcciones tan artificiales como el hurto, la extorsión o la violación por
omisión que, por otra parte, son prácticamente casos de laboratorio
doctrinario casi inexistentes en la práctica judicial.
El caso de la madre que deja morir al niño por deshidratación o desnutrición, bien puede
resolverse en la ley vigente conforme al art.107 CP, sin necesidad de arriesgar el principio
de legalidad.
125
peligro para la persona en el art. 108 CP);
(b) la representación de la posibilidad de la conducta debida (no lo tiene
quien cree falsamente que no puede realizar la conducta, porque no sabe
nadar y cree que el niño está a mayor profundidad);
(c) el reconocimiento de la capacidad de evitación de la acción debida (no
lo tiene si cree que el niño ya está muerto); y
(d) el conocimiento de la situación o vínculo que lo coloca en posición de
garante en los impropios tipos omisivos (carece de él quien ignora que es
funcionario público en el art. 150 CP).
126
(a) uno es un dispositivo amplificador personal, la participación (o sea la
tipicidad de las conductas de quienes no son autores); y
(b) otro, que es de carácter temporal: la tentativa (casos en que la tipicidad
opera, aunque se interrumpa en el tiempo la conducta o no se complete el
pragma típico por no producirse el resultado).
Ninguno de ambos dispositivos amplificadores opera en la tipicidad
culposa.
(a) Dado que la tipicidad por culpa o negligencia se basa principalmente
(sin perjuicio de las limitaciones jurídicas a su relevancia) en la causalidad
y su característica es el defecto de cuidado, en ella puede suceder que todos
los intervinientes sean autores o bien que su conducta sea atípica. Por ello,
no es concebible la participación dolosa en delito culposo (puede ser autoría
mediata) (252) ni la participación culposa en delito doloso (será autoría
culposa) (287, 288).
(b) En cuanto a la tentativa en el delito culposo, dado que la tentativa
exige el fin de cometer un delito determinado (art. 42 CP), por definición
queda excluida su tipicidad culposa o negligente.
127
251. (Dominabilidad y dominio del hecho) En el tipo objetivo la autoría
requiere la dominabilidad (204) y en el tipo subjetivo se verifica en
definitiva si el autor ha dominado efectivamente el hecho. Autor es solo
quien con su dolo actualiza la dominabilidad (que en el tipo objetivo es
solo potencial) dominando el hecho, reteniendo en sus manos el curso
causal, porque pudo decidir en todo momento el sí y el cómo de la
configuración central del hecho.
En otras palabras: cada delito se lleva a cabo conforme a un plan
concreto; autor es quien puede seguir adelante o detener ese plan, es el
señor (dominus) del plan concreto del hecho (quien ejerce su señorío sobre
el hecho). El carterista mete sus dedos en el bolsillo ajeno, toca la cartera,
puede retirarlos y dejar la cartera o sustraerla. Domina el hecho de hurto
conforme a su plan concreto. Quien distrae a la víctima del carterista no lo
tiene, es un cooperador, no el autor del hecho, no es el hechor como
gráficamente se lo llama en alemán (Täter).
Este dato óntico (de la realidad de la vida) puede ser limitado por el
derecho, lo que sucede en algunos casos, en que quienes tienen el dominio
del hecho no son considerados autores por el derecho penal. Se trata de
limitaciones normativas o jurídicas al principio del dominio del hecho, que
se verán al analizar las formas de concurrencia diferentes de la autoría
(261).
No hay duda acerca de que tiene el dominio del hecho quien ejecuta
personalmente la totalidad de la conducta típica. También lo es quien se
vale de alguien que no realiza conducta (258), en cuyo caso solo utiliza el
cuerpo del otro como hubiera podido utilizar una piedra o un arma. En
todos estos casos la autoría es directa.
128
(b) que lo hace justificadamente (370) (amenazado de muerte por el autor
mediato: te mato si no firmas);
(c) o que actúa sin dolo, o sea, en error de tipo (220) (el que convence al
miope que dispare sobre el lobo, cuando en realidad se trata de un humano:
dispara que tienes al lobo).
En todos estos casos el autor mediato tiene el dominio del hecho porque
se presume que el interpuesto cumplirá con su deber o usará el permiso
justificante, como también lo tiene cuando es el único que dirige la acción
hacia el resultado porque el interpuesto actúa sin dolo.
129
dominaba su hecho y en conjunto el hecho total del robo.
130
Admitida esta categoría, los delitos de propia mano constituyen otra de
las limitaciones normativas al principio del dominio del hecho y –en
general– se considera que son tales los tipos de abuso sexual (el que
abusare sexualmente del art. 119 CP) y de falso testimonio (art. 275 CP).
Con referencia a estos tipos pueden presentarse tres supuestos diferentes:
(a) El primero tiene lugar cuando alguien recibe un aporte necesario a su
plan concreto del hecho (que implica dominio del hecho), pero el aportante
no realiza personalmente la conducta. Así, quien reduce o sujeta a la
víctima de una violación, sin cuya conducta el violador no podría llevar a
cabo su plan concreto del hecho, tiene el dominio del hecho pero no es
considerado coautor. En tal caso, se trata de complicidad necesaria (o
primaria) (259).
(b) El segundo se presenta cuando, en los mismos casos que limitan la
autoría mediata (252), quien tiene el dominio del hecho no puede
considerarse autor, precisamente por tratarse de delitos de propia mano,
dado que no realiza personalmente la conducta típica. Así, por ejemplo, el
que amenaza de muerte a un testigo para que mienta ante el tribunal.
(c) En el tercer supuesto, siempre en delitos de propia mano, tampoco
puede ser considerado autor quien se vale de otro que no realiza conducta,
como puede ser de una persona cuyo hecho es involuntable (159). Así,
quien se vale de un hipnotizado que abusa sexualmente de la víctima,
tampoco puede considerarse autor directo, porque se trata de un tipo que
requiere la realización personal del acto típico.
En los supuestos (b) y (c), si bien son pocos los tipos de esta clase, deben
tomarse en cuenta, en especial por la gravedad de algunos de ellos. ¿Al no
poder considerarlos autores típicos ni tampoco instigadores, significa acaso
que deben quedar impunes porque su conducta es atípica?
131
públicos: sin duda que tiene el dominio del hecho, pero no es funcionario y,
por ende, no puede ser considerado autor de ese delito.
¿Implica esto que también aquí debe considerarse que su conducta es
atípica? ¿Acaso no lo es porque en los casos anteriores el interpuesto tiene
dominio del hecho y, por lo tanto, no puede ser instigador (265) y tampoco
autor por tratarse de delitos de propia mano? ¿Significa esto también que el
que tiene el dominio del hecho no puede ser considerado autor en los
delicta propia porque no tiene las características típicas del autor y tampoco
puede ser instigador, porque domina el hecho?
132
259. (Cómplices necesarios) Hemos visto que tanto en los delicta propria
como en los delitos de propia mano, quien coopera en el hecho haciendo
una contribución necesaria para la concreción del plan, tampoco puede ser
autor si no realiza personalmente la conducta en el primer caso (el que
ejerce la violencia necesaria para el abuso sexual, pero no realiza ningún
acto libidinoso sobre la víctima) o si no presenta las características típicas
del autor en el segundo (el que hace un aporte necesario para el delito de un
funcionario, pero no es funcionario).
Conforme a nuestra ley vigente, tampoco pueden ser autores los que
contribuyen al hecho en la etapa preparatoria, aunque su contribución sea
necesaria y, por ende, tengan dominio del hecho. Tal es el caso del
planificador que no participa en la ejecución, como también el del
entregador, que se limita a facilitar la información sobre el día y hora en
que hay dinero en la tesorería o sobre los movimientos de la víctima de un
secuestro.
Dado que el art. 45 CP considera autores solo a los que toman parte en la
ejecución del hecho y esta comienza en la tentativa (art. 42 CP), los
aportantes necesarios anteriores no pueden ser considerados autores.
Se trata de las limitaciones jurídicas al principio del dominio del hecho
que nuestra ley considera cómplices, pero con la particularidad de que, en
razón de la necesidad de su aporte, los distingue de los cómplices simples,
los llama cómplices necesarios y les conmina con la misma pena que a los
autores.
133
propria, se vale de quien presenta esas características.
134
personal de la tipicidad, no hay autores de participación, sino que siempre
que existe participación lo es en una autoría. Tampoco hay tentativa de
participación, aunque sin duda puede haber participación en la tentativa.
No es típica la tentativa de complicidad (cuando el aporte no llega a
concretarse) ni la de instigación (cuando resulta ineficaz, porque no decide
al sujeto a iniciar la ejecución). Si bien ónticamente (en la realidad) puede
haber tentativas de participación (alcanzarle un arma al homicida, pero este
no se percata y no la toma; convencer a alguien de que cometa un robo,
pero este no se decide y no lo hace), lo cierto es que estas tentativas son
atípicas en nuestro CP.
Cabe aclarar que hay tipos de participación necesaria que exigen una autoría plural, o sea,
una pluralidad de sujetos activos (la bigamia del art. 134 CP), lo que no tiene ningún
vínculo con la idea de participación. Menos aún puede plantearse un supuesto de
participación cuando el tipo exige una conducta atípica de otra persona (la bigamia del art.
135 inc. 1 CP o la estafa del art. 172).
135
el arma en la creencia de que usarán para práctica deportiva de tiro, ignora
que incurre en una tipicidad objetiva de complicidad; en el mismo caso si el
que la recibe cree que quien la presta lo está invitando a cometer el hecho y
eso lo decide, es claro que quien la presta no tiene dolo de instigación).
No importa en estos casos si el error es invencible o vencible, porque no
existe participación culposa o negligente, aunque puede surgir autoría
culposa en caso de error vencible.
(b) Pero si sabe que está cooperando, pero cree que solo lo hace en el
hecho del autor, cuando en realidad, sin saberlo, tiene el dominio del hecho,
solo cabe penarlo por participación, pues carece del dolo de autor (el
conductor del vehículo que cree prestar una cooperación por comodidad,
pero en realidad su intervención es indispensable para el plan concreto del
hecho que desconoce).
(c) Si quiso determinar o cooperar con un hecho menos grave, no puede
penárselo por el injusto realmente cometido por el autor, porque no está
abarcado por su dolo de participación (47 CP). Si se trata de un tipo
calificado, será punible por el tipo básico, pero si son tipos conceptualmente
diferentes, su conducta será atípica (pues no puede participar de un injusto
que nunca existió).
No puede ser típica de complicidad la cooperación en un inexistente secuestro extorsivo
(art. 142 bis CP), en que el agente creía realmente que estaba conduciendo un vehículo
llevando a una persona secuestrada, si luego resulta que todo fue un simulacro en
connivencia con la pretendida víctima, para estafar a su padre. Creyó cooperar con un
secuestro y en realidad lo hizo con una estafa, por lo que no puede hablarse de dolo
respecto de una tipicidad objetiva inexistente (la de secuestro extorsivo) y tampoco de la
realmente existente (nunca tuvo el dolo de cooperar en una estafa).
136
personales del autor del injusto que hagan a la culpabilidad, no se
comunican a los partícipes (por ende, es posible ser partícipe del injusto
cometido por un inimputable o inculpable).
Las características típicas del autor se comunican al partícipe cuando este
las conoce (el pariente autor de parricidio comunica esta característica al
partícipe que las conoce y, por ende, será partícipe de un parricidio del art.
80 inc. 1 CP). No influyen las calidades del partícipe en el autor, porque la
accesoriedad permite que se comuniquen solo del autor al partícipe y no a la
inversa (48, CP) (el parentesco del partícipe no se comunica al autor del
homicidio).
137
con fines represivos. A partir de esto se derivan las siguientes conclusiones,
según las particularidades de cada caso.
(a) Cuando se trata de investigar delitos ya cometidos, la instigación
policial para cometer nuevos delitos es típica y no está amparada por
ninguna causa de justificación (se instiga a la ladrona habitual de tiendas –
mechera– para pescarla en flagrancia).
(b) Cuando se trata de un acuerdo con la víctima mientras el delito se
halla en etapa de preparación o tentativa, en realidad hay una simulación de
delito (es el llamado delito experimental) y, por ende, no hay instigación
porque no se determina a ningún delito verdadero.
(c) Cuando se trata de bienes jurídicos tales como la vida o la libertad
sexual y debe interrumpirse una cadena de delitos que los lesionan (casos
de delincuentes seriales), puede ser que no quede otro recurso que la
provocación, pero debe advertirse que no toda provocación es instigación
(la policía disfrazada de prostituta para detener a Jack de Londres no
configura una instigación, sino un delito experimental).
138
Cualquier otro reforzamiento moral o psíquico de la decisión del autor
tampoco es típico de complicidad secundaria (muy buena tu decisión de
llevarte el dinero de la caja, no es una instigación porque la decisión ya
está tomada, pero tampoco es una complicidad secundaria, porque no aporta
nada que ayude al plan concreto del autor).
270. (La tentativa o cinematografía del delito) Los tipos penales son
imágenes trazadas a grandes rasgos, o sea, fotografías simplificadas que
139
captan un momento, que es el de la consumación, una vez realizada la
conducta y producida la mutación del mundo.
Pero como toda fotografía, esa captación de un momento es una fijación
que presupone una dinámica, la que solo se puede captar
cinematográficamente.
La ley penal capta fotográficamente en los tipos penales, pero los extiende
cinematográficamente mediante la fórmula ampliatoria de la tentativa (art.
42 CP). No obstante, en esa cinematografía no capta toda la dinámica, sino
que el camarógrafo comienza a filmar en un momento e interrumpe la
filmación en otro.
El camarógrafo legislador filma el hecho doloso desde el comienzo de
ejecución y corta su registro en el momento inmediatamente anterior a la
consumación del hecho, que fija en la fotografía. Este registro
cinematográfico típico de la dinámica temporal es lo que se llama tentativa.
271. (La tentativa como peligro) La razón por la que el camarógrafo penal
filma la dinámica temporal del tipo es porque toda tentativa implica un
peligro de producción del resultado o mutación del mundo real en forma
ofensiva para un bien jurídico. El dominio de una causalidad dirigida a la
producción del resultado ofensivo genera un alto riesgo de producción de
este.
Que el fundamento de la prohibición de la tentativa sea el peligro para el
bien jurídico, no implica que no haya tentativa en los tipos de peligro,
puesto que –como vimos– en todo delito hay un resultado, solo que los
tipos a veces lo individualizan y otras veces no lo hacen o está implícito en
el verbo típico (185).
Tampoco debe creerse que los tipos individualicen siempre los resultados
en los delitos de lesión al bien jurídico y no lo hagan en los de peligro para
este (la depredación en la piratería del art. 198 CP no individualiza el
resultado en el tipo simple y es un claro delito de lesión; el envenenamiento
de aguas potables del art. 200 CP individualiza el resultado físico y es un
tipo de peligro).
140
como en lo subjetivo) Es necesario observar que la ampliación por
anticipación temporal consiste en una tipicidad incompleta tanto objetiva
como subjetivamente. Si bien por definición la tentativa es incompleta en lo
objetivo, también lo es subjetivamente, porque no siempre en ella el dolo se
desarrolla por completo guiando la causalidad hacia el resultado (se agota
solo en la tentativa acabada) (283).
La tentativa mantiene una relación dialéctica con la consumación (es su
negación), de modo que no hay en ella un tipo subjetivo completo y un tipo
objetivo incompleto, lo que equivaldría a dejar a un jinete sin caballo.
Precisamente, por ser temporalmente incompleta en ambos aspectos de la
tipicidad dolosa, su desvalor (contenido ilícito) es inferior al del delito
consumado. Conminar con la misma pena la tentativa y el delito consumado
es propio de sistemas autoritarios, siendo irracional (contrario al principio
republicano) en un derecho penal que respete la regla básica del derecho
penal de acto (92). Ni para el desvalor social ni para la víctima es lo mismo
que haya un muerto o que no lo haya.
273. (El iter criminis: los actos preparatorios) Desde que surge la idea
criminal hasta que se agota el resultado hay un camino o iter criminis, que
abarca concepción (podría robar las cosas), decisión (voy a robarlas),
preparación (compro la ganzúa), comienzo de ejecución (abro la puerta),
culminación de la acción típica (entro y tomo algunas cosas), producción
del resultado (las saco del lugar y me alejo) y agotamiento de esta (vuelvo y
me llevo las restantes cosas).
La tipicidad ampliada temporalmente por tentativa extiende la prohibición
a los actos que van desde el comienzo de ejecución (275, 278) (42 CP) hasta
el momento inmediatamente anterior a la consumación (pues con esta se
completa objetiva y subjetivamente la tipicidad dolosa) (274). Esto es lo
que filma el camarógrafo penal.
Los actos anteriores al comienzo de ejecución son los actos preparatorios,
que no son abarcados por la fórmula de la tentativa, sin perjuicio de que la
ley prohíba algunos mediante tipos anticipatorios especiales, que son
delitos de peligro que no admiten tentativa. Pretender considerarlos
tipicidades independientes –clonando bienes jurídicos– es inconstitucional
141
en muchos casos, aunque se insista legislativamente en eso en los últimos
tiempos (335). La regla es que los actos preparatorios son atípicos y los
ejecutivos son típicos de tentativa.
Existe una marcada tendencia legislativa muy peligrosa que avanza hoy tipificando actos
preparatorios, en razón de lo que se ha dado en llamar la sociedad de riesgo (*). Los actos
preparatorios por regla general son equívocos, no siempre es claro su sentido, o sea que no
siempre ponen en peligro bienes jurídicos, a veces ni siquiera remotamente. Este obstáculo
se quiere salvar apelando el peligro presunto (usualmente llamado peligro abstracto), que
en verdad es un no peligro (334). La más tradicional tipificación de actos preparatorios en
nuestra legislación es la asociación ilícita del art. 210 CP, usada generalmente para fundar
prisiones preventivas. Se trata de un tipo inconstitucional, en que la afectación del bien
jurídico está muy lejana y que, además, su pena es más grave que la propia consumación de
algunos de los delitos que abarca (asociación ilícita para cometer hurtos simples, por
ejemplo).
142
consumación: comenzar a matar exigiría una lesión, comenzar a robar
exigiría un apoderamiento, etc.
Siempre un delito se comete conforme a un plan concreto y este es
fundamental para determinar el comienzo de ejecución (de la misma
manera que lo es para delimitar el dominio del hecho en la autoría) (251).
Tomando en cuenta el plan concreto del hecho, puede afirmarse que el
comienzo de ejecución del delito no es estrictamente el comienzo de
ejecución de la acción del verbo típico, sino que también abarca los actos
que, según ese plan, son inmediatamente anteriores al comienzo de
ejecución de la acción señalada por el verbo típico.
Debe entenderse que hay un acto parcial inmediatamente precedente al
comienzo de ejecución de la acción típica cuando entre esta y aquel no
quepa otro acto parcial conforme al plan concreto del autor: quien comienza
a apuntar con un arma de fuego; quien comienza a romper la puerta para
entrar a apoderarse de una cosa; quien empieza a ejercer violencia sobre la
víctima de violación; etc.
276. (El dolo en la tentativa es el mismo del delito consumado, solo que sin
desarrollarse por completo) El dolo en la tentativa únicamente se
diferencia del dolo del delito consumado en que, al menos en parte, en la
llamada tentativa inacabada queda en potencia, dado que es abortado, pero
no por eso configura un dolo de tentativa, puesto que este último no existe.
El dolo de cometer solo una tentativa sería algo así como pretender que
quien quiere cruzar el río a nado tiene solo voluntad de ahogarse o de que se
lo impida la Prefectura.
La estructura del dolo en la tentativa no puede ser otra que la misma del
tipo consumado que, como se interrumpe, una parte queda en potencia, sin
pasar al acto. Media botella de vino no es un vino diferente al de la botella
llena.
277. (Tentativa con dolo eventual) Debido a que se trata del dolo
sustancialmente idéntico al del delito consumado, solo que interrumpido y
que, tanto en la tentativa como en el delito consumado el dolo debe dirigirse
a la consumación del tipo objetivo de un delito determinado (42 CP), este
143
puede ser tanto directo como eventual (216) porque, en el último caso, el
resultado eventual también lo es siempre de un delito determinado.
Quien arroja una bomba por la ventana de una casa, pensando sin ningún
fundamento (293) que no hay nadie adentro, pocas dudas caben de que si
hubiese algunas personas dentro de la casa y la bomba diese muerte a
alguien, ningún juez se atrevería a afirmar que no se trataría de un
homicidio. No hay razón para sostener que en los casos en que, casi
milagrosamente no causase la muerte de nadie, su conducta sea atípica de
tentativa de homicidio.
144
tentativa, como tampoco lo es cuando el medio elegido conforme al plan
concreto es absurdamente inidóneo, como en la llamada tentativa mágica.
En todos estos casos la pretensión de tipicidad choca contra el principio
de legalidad (falta el comienzo de ejecución exigido por la ley) y contra el
art. 19 de la CN (falta el peligro para el bien jurídico). Estos no son casos
de tentativa inidónea, sino de tentativa aparente.
145
de tentativa de homicidio, pero sí en la de lesiones consumadas) (284).
146
relevante.
El descubrimiento del hecho por parte de la autoridad competente por lo
general impide la relevancia del desistimiento, salvo que, aun así, resulte
decisiva la intervención del agente para evitar el resultado.
147
dolosa omisiva, cabe entender que el comienzo de ejecución tiene lugar
cuando el agente se halla en la situación típica (238), pues es en ese
momento que se inicia el peligro típico para el bien jurídico: si bien la
persona amenazada en la omisión de auxilio puede estarlo desde antes, solo
cuando el sujeto la encuentra en esa situación comienza la posibilidad de
ofensa típica al bien jurídico.
Si el autor se incapacita para la realización de operaciones complejas, la
tentativa tiene inicio con el comienzo de la conducta que lo incapacita, pues
allí surge la situación típica (402).
La tentativa aparente (279) tendría lugar en caso de falsa suposición de
una situación típica inexistente, o sea, de absoluta atipicidad objetiva.
El delito imposible (280) se presenta cuando ex-post se verifique la
absoluta y total imposibilidad de que la causalidad hubiese producido el
resultado.
148
288. (La estructura del tipo culposo) En toda conducta se siguen pasos:
(a) se propone una finalidad (llegar a algún lugar);
(b) se piensa cómo obtenerla (cómo se llega);
(c) se programa mentalmente una causalidad (los medios para llegar); y
(d) se domina la causalidad para llegar a ese objetivo.
289. (Los tipos culposos como tipos abiertos) Los tipos culposos son tipos
abiertos (199), porque por lo general no señalan (o lo hacen de modo
incompleto) los deberes de cuidado, sino que estos deben individualizarse
según la naturaleza de la respectiva conducta. Solo una vez averiguados, se
puede cerrar el tipo y apenas entonces será posible comparar el supuesto de
hecho fáctico con el legal.
Por consiguiente, para saber si una conducta es negligente es necesario
conocer previamente de qué conducta se trata, lo que solo puede saberse
atendiendo al fin que se proponía el autor, pues hay tantos deberes de
cuidado como clases de actividades: uno es el deber de cuidado al caminar,
149
otro al conducir, otro al dar una inyección, etc. Solo se puede saber de qué
conducta se trata en cada caso al conocer su finalidad, por lo que la
conducta culposa no solo tiene finalidad (como cualquier acto humano),
sino que también esta es indispensable para averiguar su tipicidad penal.
Por ende, afirmar que en el tipo culposo o negligente la conducta típica
carece de finalidad, no solo es falso en el plano óntico (de la realidad), sino
incluso en el jurídico, dado que la finalidad es indispensable para cerrar el
tipo.
Un automóvil sale de un garaje y lesiona a un peatón que circula por la acera. Puede haber
una violación del deber de cuidado al conducir atravesando una acera; pero también puede
ser que el vehículo se haya desplazado sin conductor por estar sin frenos (violación del
deber de cuidado al estacionar un vehículo o al asegurar cualquier cosa pesada); pero
también puede ser que alguien que no sabe conducir haya accionado por curiosidad la llave
de arranque (deber de cuidado que impone no accionar un aparato peligroso cuyo
funcionamiento se desconoce).
150
fortuito).
(c) En cuanto al aspecto imputativo, no solo es insuficiente el criterio de
dominabilidad (que solo existe en la negligencia temeraria) (293), sino que
(d) tampoco existe participación, pues todos los casos son de autoría o
bien son atípicos (249), puesto que
(e) la autoría en el tipo culposo tiene por base la causación y no la
finalidad, que solo es un indicador que permite conocer el deber objetivo de
cuidado.
292. (Causación del resultado) Una vez cerrado el tipo culposo mediante la
norma de cuidado debido en la conducta de que se trate (conducir, poner
andamios, demoler edificios, etc.), el primer requisito objetivo sistemático
de la tipicidad culposa es que esta haya causado el resultado típico. Si bien
no es desde el resultado que se llega a la tipicidad negligente, lo cierto es
que sin este no existe pragma y, por ende, no se abre la posibilidad de
conflicto.
Desde la perspectiva de la conflictividad social no es lo mismo causar una
catástrofe que no causarla. Si bien es cierto que el resultado culposo es un
claro componente de azar (lo que en buena medida también es común con
algunos resultados dolosos), el tipo no puede prescindir de él so pena de
ampliar el ámbito de la prohibición penal hasta convertir en delito casi
todas las faltas reglamentarias, aunque la violación reglamentaria no
importe por sí una violación del deber de cuidado, pues solo da lugar a un
indicio de esta. En cuanto a la causación, rige el principio de la conditio
sine qua non (192).
Es ineludible que para evitar esta ampliación el resultado culposo o negligente sea siempre
un componente de azar: si todas las tardes un sujeto conduce 50 metros en sentido contrario
para ahorrarse dar la vuelta a la manzana para acceder al garaje de su casa, lo habrá
reiterado en un año 365 veces, pero si en la 366ª vez que lo hace lesiona a alguien, apenas
entonces su conducta será típica.
151
Existe una negligencia cuya gravedad elimina toda duda respecto de la
violación de un deber de cuidado y la previsibilidad del resultado: es la que
se presenta cuando el juzgador, al colocarse en la posición de un tercero
observador ex-ante, hubiese podido tener la clara impresión de la
exteriorización de un plan dirigido a la producción del resultado.
En este supuesto la culpa o negligencia es temeraria (existe una tipicidad
objetiva dolosa) (218) que no se completa por falta de tipicidad subjetiva
(no hay dolo). La previsibilidad (posibilidad objetiva de previsión del
resultado) en este caso es muy clara y está implícita en la dominabilidad,
pero la conducta solo será temerariamente culposa cuando el agente hubiese
alegado razones valederas para haber creído seriamente que el resultado
sería evitado o que no se produciría (217).
Quien observa pasar un vehículo a exceso de velocidad y en sentido contrario por una ruta,
no puede menos que pensar en un suicida y, por ende, desde su perspectiva de observador
neutral creerá que el conductor domina la causalidad hacia la producción de un choque y su
muerte, buscando también la muerte del infeliz con que tope en su loca carrera. La
tipicidad objetiva sistemática estará completa en este caso. No obstante, no habrá dolo si no
se verifica la tipicidad subjetiva, si el conductor es el campeón más destacado de
automovilismo deportivo que confía plenamente en su probada capacidad de maniobra a
grandes velocidades y también sabe que, en razón de la hora, nadie circula por ese lugar, lo
que sumado a su acreditada pericia, confía en que podrá evitar cualquier obstáculo eventual
que se le presente.
152
En las últimas, cuando se carece de los conocimientos o medios
necesarios para prever el resultado, el deber de cuidado consiste en
abstenerse de realizar la conducta.
Cuando caminamos por la calle tenemos cierto deber de cuidado (mirar por dónde
caminamos, no empujar a otro, no pisar a nadie que esté en el piso, etc.). Hay personas con
dificultades motrices o visuales que no tienen la misma capacidad de prever resultados
(chocar con alguien), pero que no pueden por eso dejar de caminar por las calles y el deber
de cuidado debe establecerse conforme a su capacidad individual. Pero cuando se trata de
una intervención quirúrgica, el deber de cuidado del cirujano le impone prever el resultado
conforme a sus conocimientos y a las normas del arte médico y, por ende, si no es cirujano
o siéndolo no dispone de los conocimientos o del instrumental necesario para prever el
resultado, su deber de cuidado le impone no llevar a cabo la intervención. Es posible que el
cirujano no disponga de los medios y deba actuar con urgencia para salvar la vida del
paciente, pero en este caso incurrirá en una tipicidad culposa aunque justificada por estado
de necesidad (370).
153
es típica, pues lo contrario significaría penar el incumplimiento de deberes
inútiles.
Un sujeto conduce su vehículo excediendo la velocidad de 100 Km permitida (viola su
deber de cuidado), pues lo hace a 120 Km horarios. Un suicida espera el paso del vehículo
para lanzarse frente a él y resulta atropellado y muerto. ¿Si hubiese conducido a 100 Km
horarios hubiese evitado la muerte del suicida? Todo indica que, en este caso, la respuesta
deberá ser negativa y, por ende, la conducta será atípica por faltar la conexión de
antijuridicidad concreta, sin perjuicio de que se le imponga la multa administrativa
correspondiente.
154
peligrosas de la propia víctima. La conducta negligente es típica en razón de
la propia violación del deber de cuidado, pero no de la ajena y que resulta
en perjuicio de quien lo viola. Quien presta a la víctima el dinero para hacer
un vuelo en parapente un día de mucho viento, no es autor del homicidio o
de las lesiones culposas que pueda sufrir el imprudente cuando es llevado
por el viento contra un árbol o contra un muro.
Quien viola un deber de cuidado y crea un peligro tampoco incurre en
tipicidad si el peligro se concreta por una acción salvadora no institucional
(no impuesta por deber jurídico) y voluntaria de un tercero. Así, quien
causa negligentemente un incendio no incurre en tipicidad culposa por las
lesiones que pueda sufrir un vecino que se lanza a salvar a una persona cuya
vida o integridad estuviese en peligro como resultado del siniestro, pero lo
sería si las lesiones las sufre un bombero que tenía el deber de hacerlo.
300. (Asunción del control por un tercero) Por último, la conducta culposa
deja de ser típica cuando el control del peligro lo ha asumido un tercero
voluntariamente o por imposición de un deber jurídico y ha tenido la
efectiva posibilidad de neutralizarlo. Así, por ejemplo, quien causó un
choque vehicular por negligencia y sin otras consecuencias que los daños
materiales (no hay tipo de daño culposo) no es típicamente autor de las
lesiones que sufre alguien una vez que la autoridad competente se hizo
cargo de evitar mayores consecuencias del accidente (cortar la ruta,
remolcar los vehículos, apartarlos del asfalto, etc.).
155
evitará); e
(b) inconsciente o sin representación (podía y debía representarse la
posibilidad de producción del resultado y no lo hizo).
Como vimos (293, 294), la culpa consciente, cuando es temeraria, se
diferencia del dolo eventual (217) en que en ella el agente tiene fundados
motivos para creer que evitará el resultado cuya posibilidad ha previsto o se
ha representado, de los que carece por completo en el dolo eventual.
156
pedido de auxilio por considerar superficialmente que era una broma).
157
bis inc. 3 CP, o con homicidio del art. 142 bis penúltimo párrafo);
(b) tipos dolosos que se califican en razón de la producción negligente de
resultados más graves (secuestro con resultado de muerte del art. 142 bis
antepenúltimo párrafo);
(c) tipos culposos con resultados también negligentes más graves (el
estrago culposo con resultado de muerte del art. 189 CP) y, por último,
(d) concursos ideales (307) de tipos dolosos y culposos, lo que en la
tradición italiana se llama preterintención (art. 81, 1, b CP).
En ninguno de estos casos es admisible la agravación por un resultado no
abarcado en la producción dolosa o negligente. Cuando sea dudosa la
tipicidad (dolosa o culposa), lo que suele suceder en los tipos de delitos
contra la seguridad pública (por secular descuido de nuestra legislación en
una materia tan grave), una aproximación interpretativa relativamente
racional impone que se tome en cuenta la penalidad conminada, al entender
que si excede la suma de las penas del delito doloso con la del culposo, el
resultado más grave solo se podría imputar como doloso. Sería deseable que
una ley más cuidadosa no obligase a estos juegos malabares del intérprete.
307. (¿Qué es el concurso ideal?) Es casi una obviedad afirmar que a cada
delito corresponde una pena y que a quien comete un solo delito,
corresponde imponerle una sola pena y, si cometiese dos o más delitos, se le
deberían imponer dos o más penas.
Como todo delito es, ante todo, una conducta humana (acción o acto),
habrá un delito cuando haya una conducta y, por ende, dos o más delitos
cuando haya dos o más conductas.
La ley penal se elabora pensando conforme a ideas (quienes proyectan la
ley parten de cierta idea acerca de la conducta de robo, hurto, estafa, etc.) y
esa idea acaba siendo escrita en un tipo penal. Cuando una única conducta
es típica de dos o más tipos penales, es porque se juntan (concurren) en esa
conducta dos o más ideas legales (escritas en tipos). Por eso se dice
correctamente que en los casos en que en una conducta concurre una
pluralidad de tipicidades hay un único delito con una concurrencia ideal o
158
un concurso ideal (de ideas escritas en tipos).
1) Puede haber concurrencia ideal de dos tipos activos: una persona se presenta a un
comerciante con un documento de identidad falso a nombre de un acreedor y recibe el
dinero de la obligación de manos del comerciante, quien cree que le está pagando a su
acreedor o a un dependiente de este. Esa conducta es a la vez típica del artículo 292 párrafo
2 (uso de documento de identidad falso) y del artículo 172 (estafa). 2) También puede
haber concurso ideal de un tipo omisivo y de otro activo: alguien encuentra a un menor de
diez años perdido y aprovecha la situación para hurtarle las zapatillas (concurre el tipo de
omisión propia de auxilio del artículo 108 y la acción típica del hurto calificado del inciso 2
del artículo 163, hurto calamitoso en la hipótesis de infortunio particular). 3) También
pueden concurrir tipos dolosos y culposos, como en el caso de la aberratio ictus o error en
el golpe (225), cuando alguien dispara contra otro y la bala lesiona al que está al lado del
otro, caso en que concurre la tipicidad de tentativa de homicidio (artículos 42 y 79) con la
de lesiones culposas (artículo 94). 4) Hay casos de concurso ideal entre tipos dolosos y
culposos especialmente legislados en la parte especial, como son los de preterintención:
homicidio preterintencional (artículo 81, inciso 1 párrafo b), aborto preterintencional
(artículo 87) (306).
159
hiere a tres personas cometería tres delitos de lesiones culposas; el que con
una bomba mata a diez personas cometería diez delitos de homicidio y no
un único homicidio calificado por un medio idóneo para causar un peligro
común (artículo 80 inciso 5); una estafa cometida por la gerencia de un
banco, con tres mil víctimas, sería un concurso de tres mil estafas y no una
única estafa con mucho mayor contenido ilícito.
En el plano procesal, la tesis de la pluralidad de resultados tiene consecuencias
inadmisibles, pero lamentablemente frecuentes: una única conducta puede juzgarse en dos
procesos simultáneos, cuando un resultado es de competencia federal y otro de
competencia ordinaria, con riesgo de escándalo jurídico por decisiones contradictorias,
entre otras cosas.
311. (Principio de absorción) Dado que en el concurso ideal hay una sola
conducta y, por ende, un solo delito, también debe imponerse una sola pena.
Conforme a este criterio, el artículo 54 del CP establece que en el concurso
ideal se impone la pena más grave entre todas las previstas para las
diferentes tipicidades (474).
Esto se llama principio de absorción, o sea, que la pena más grave entre
las dos o más previstas absorbe (chupa) a las otras.
160
Si un sujeto cometió un hurto (art. 162 CP) el 10 de enero, el 4 de marzo
estafó a un vecino (art. 172 CP) y el 5 de mayo pagó el alquiler de su casa
con un cheque sin provisión de fondos (art. 302 CP), habrá tres conductas
independientes y, por ende, tres delitos. A esta presencia conjunta
(concurrencia) de delitos en una sentencia se la llama concurso real.
En la sentencia se deben penar todos los delitos que concurren y que no
hayan sido penados con anterioridad, cada uno con su pena. Por ende, cabe
pensar que las penas debieran sumarse (acumularse). Pero si las penas de
prisión se sumasen o acumulasen, se llegaría al absurdo de exceder (incluso
varias veces) toda posibilidad biológica de vida, al alcanzar niveles
ridículos.
Por eso, el artículo 55 CP evita el absurdo con una fórmula que no suma,
sino que asperja (riega) la pena de mínimo mayor con un máximo
problemático, que es la suma de los máximos, sin exceder cierta medida no
ridícula (474, 475). Por ende, en el concurso real, la pena única que debe
imponer quien juzga todos los delitos concurrentes responde al principio de
riego de la pena mayor (suele hablarse también de acumulación jurídica) y
no de acumulación aritmética o suma. Dado que el absurdo se pone de
manifiesto únicamente en la pena de prisión, en las otras penas rige la
acumulación.
313. (Casos en que no hay concurso real) Hay varias situaciones en que, en
principio, parece haber una pluralidad de delitos y, sin embargo, esta no
existe, porque hay una única conducta y, por ende, un único delito. Al
planteo de esta cuestión se lo conoce como el problema de la unidad de
conducta o acto, cuyo interrogante es: ¿en qué casos en que aparentemente
hay una pluralidad de conductas, en realidad debe considerarse que hay una
única conducta?
En principio, hay un límite óntico o real, en el que no puede caber
ninguna duda acerca de la existencia de una única conducta: esto sucede
cuando hay un solo movimiento (una sola inervación muscular), donde es
imposible que haya más de una conducta: una sola inervación basta para
apuñalar; una sola presión en el gatillo para disparar, un solo impulso para
arrojar una piedra, para presionar un botón, para empujar a una persona, etc.
161
Pero, por lo general, las conductas típicas requieren o pueden cumplirse
con muchos movimientos: un robo con fuerza en las cosas (art. 164 CP)
requiere al menos dos movimientos: la fuerza y el apoderamiento; el tipo
mismo requiere por lo menos dos movimientos. En los casos de pluralidad
de movimientos, la cuestión es saber cuándo todos esos movimientos
configuran una conducta y no varias.
162
actos como una unidad.
163
en la puerta (art. 183) y las lesiones leves (art. 89) son independientes, pero
ambas están abarcadas por el tipo de robo (art. 174) que las engancha (310).
(d) Cuando el tipo es asimétrico y contiene un elemento subjetivo de
ultrafinalidad (230) y esta es realizada, de modo que esa ultrafinalidad se
materializa en el dolo del siguiente tipo: en el caso de quien mata al sereno
para preparar un robo (art. 80 inc. 7 CP) y luego lo comete (art. 164 CP), el
homicidio calificado y el robo configuran un único delito.
164
del deber de cuidado. Quien conduce un automóvil defectuoso que se
descontrola y causa lesiones a alguien (art. 94 CP), no puede detenerlo y
causa lesiones a otro y finalmente da contra otro vehículo y provoca
lesiones al conductor de este, comete un solo delito, porque no tuvo la
posibilidad de observar el cuidado debido entre la producción de uno y otro
de los sucesivos resultados.
165
no si se cae en hurto (art. 162 CP) y estafa (art. 172 CP).
(b) Cuando no se afecta el mismo bien jurídico. Hay delito continuado si
en una violación se reitera el acceso carnal con la víctima bajo la misma
coerción ininterrumpida (art. 119 CP), pero hay concurso real si, además de
la coerción, también la lesiona gravemente (art. 90 CP).
(c) Cuando el sujeto pasivo no sea el mismo en los tipos que exigen que la
conducta tenga injerencia física en la persona. No es necesario para
configurar la unidad de desvalor penal que todas las cosas que se decide
hurtar pertenezcan al mismo propietario, pero sí lo es que la víctima sea la
misma en el caso de reiteración de abusos sexuales bajo la misma coerción
ininterrumpida.
166
321. (Concursos aparentes) Tampoco existe concurso ideal, por correcta
aplicación de los principios de interpretación de la ley penal, en tres
supuestos que, en conjunto, se denominan usualmente como casos de
concurso aparente.
Se trata de los supuestos en que se excluye toda posibilidad de
concurrencia ideal en función de los principios (a) de especialidad, (b) de
consunción y (c) de subsidiaridad.
167
323. (Principio de consunción) Tampoco hay ningún concurso cuando una
tipicidad consume (agota) el contenido ilícito de otra. No se trata –como en
la especialidad– de que los encierra o abarca conceptualmente, sino que lo
hace materialmente. Si alguien hurta una caja de caudales y luego, en su
casa, la rompe para sacar lo que había dentro, no hay un concurso real de
hurto y daño (art. 183 CP) ni un supuesto de robo (art. 164 CP), puesto que
se trata de lo que suele denominarse un hecho posterior co-penado.
Otra aplicación de este principio tiene lugar cuando la lesión que
acompaña al hecho se agota materialmente por su insignificancia
comparada con la lesión exigida e inevitable en el curso normal de los
hechos. Así, si un sujeto mata a otro de un balazo, al mismo tiempo le
perfora el traje, pero nadie pretende un concurso ideal de homicidio y daño
en propiedad ajena, como tampoco si lo envenena (art. 80 inciso 2 CP) y le
pone cianuro en su vino, concurriría con el daño en la propiedad del vino.
Uno de los casos dudosos de consunción es el del robo con arma de fuego (art. 166, inc. 2)
y la portación del arma (art. 189 bis inc. 2). Todo indica que se trata de una única conducta
en concurso ideal, puesto que no se puede robar con arma sin portar el arma. Se llegó a
juzgar el robo por la justicia ordinaria y la portación de armas por la federal, aunque en los
dos procesos y las dos competencias se juzgaba una única conducta. A estos fenómenos
indeseables se los suele denominar desdoblamiento del hecho único, cuando en realidad
son creaciones idealistas, que en definitiva multiplican los delitos conforme a tipicidades.
168
jurídico
327. (Funciones a las que aspira cumplir la norma) Toda norma que se
deduce de la tipicidad penal (sistemática y conglobada) aspira cumplir (no
significa que cumpla) dos funciones, para lo cual tiene dos destinatarios:
(a) La primera está dirigida a todos los habitantes y pretende motivarlos
para que no la violen. Es la llamada función determinante. Esta aspiración
normativa excede en mucho su ámbito y se agota con la posibilidad misma
169
de imponer la pena, puesto que esto es lo que en definitiva puede –sólo
eventualmente– llegar a tener algún efecto determinante sobre los
habitantes.
(b) La segunda aspiración funcional está dirigida al juez para que se funde
en ella ante cualquier caso en que haya señales de una violación de la
norma. Se trata de la llamada función valorativa.
Ninguna de estas aspiraciones normativas es lógicamente admisible sin
antes desentrañar el alcance prohibitivo de la norma, que solo se agota con
la verificación de su tipicidad conglobada.
170
puede ser penalmente típico en nuestro derecho, dado que pretender penar
una conducta inocua excede todo límite tolerable de irracionalidad y
corresponde a un Estado paternalista y a un concepto transpersonalista del
derecho, por lo cual el objeto a indagar con la tipicidad conglobada debe
ser la ofensividad (conflictividad) del pragma (164, 165).
Cabe observar que en la doctrina dominante no queda claro cuándo debe analizarse si la
conducta ofende o no al bien jurídico. La construcción teórica del concepto de tipicidad
conglobada tiende a establecer este momento de análisis, dado que en el derecho argentino
resulta indispensable, como resultado de la categórica disposición del art. 19 CN (104).
171
Disponer no es posibilidad de destrucción, que solo es un límite, y ni
siquiera admisible en los bienes jurídicos que por tradición se consideran
disponibles por excelencia, como la propiedad. Quien destruye todo lo que
ingresa a su patrimonio será declarado pródigo e inhabilitado por el CC.
Afirmar que la vida o el Estado son bienes jurídicos indisponibles implica identificar
disponibilidad con posibilidad de destrucción o aniquilamiento. Los límites a la
destrucción de la propia vida no son más que recaudos jurídicos para garantizar su
disponibilidad, dada la dependencia que todos los otros bienes jurídicos tienen de ella. En
cuanto al Estado, ponernos todos de acuerdo para destruirlo no deja de ser una distopía
absurda, por mucho que no falten gobiernos que parecen perseguirla.
331. (La ley penal no tutela bienes jurídicos) Cuando el derecho tutela una
relación de disponibilidad la convierte en un bien jurídico. Si al solo efecto
de argumentación imaginamos la derogación de todas las leyes penales, no
desaparecería del derecho ningún bien jurídico, pues todos seguirían siendo
tutelados por el derecho constitucional, civil, comercial, laboral,
administrativo, etc.
La ley penal no crea ningún bien jurídico ni condiciona su esencia
tutelar, sino que los recibe ya como tales (tutelados) por el orden jurídico.
Sin tutela no hay bien jurídico, pues es esta la que le da existencia y, por
ende, llegan a la ley penal ya existiendo como tales (tutelados
jurídicamente).
En consecuencia, no hay una tutela penal porque no hay bienes jurídicos
creados por la ley penal, debido a que esta tiene naturaleza sancionatoria y
no constitutiva (la ley penal recorta, del inmenso campo de lo antijurídico,
solo unos pocos injustos y los conmina con pena). Lo que la ley penal hace,
pues, es solo exigir en la tipicidad determinada forma y condiciones de la
ofensa al bien.
172
ser delito es una ofensa a un bien jurídico, independientemente de que eso
sea o no una falta moral.
173
335. (La invención de bienes jurídicos) Otras violaciones al principio de
ofensividad son las invenciones de bienes jurídicos (considerar tales a los
que solo son abstracciones comprensivas de otros bienes) y también las
clonaciones (se tipifica un acto preparatorio y se le asigna un bien jurídico
diferente).
Es dudoso que sea un bien jurídico la fe pública, pues por lo general es un
medio para cometer otros delitos. Un claro caso de clonación
inconstitucional de bienes jurídicos es la asociación ilícita del art. 210 CP,
que no puede ser más que un acto preparatorio remotamente lejano del
comienzo de ejecución propio de la tentativa (275).
174
principio varias hipótesis claras de ausencia de tipicidad, en especial
cuando: (a) no haya una ofensa a un bien jurídico ajeno; (b) la ofensa
hubiese sido insignificante; (c) el agente hubiese tenido el deber jurídico de
realizar la conducta (art. 34, inc. 4 CP); (d) la conducta realizada por el
agente fuese fomentada por el derecho; (e) el riesgo no estuviese prohibido;
(f) hubiese mediado consentimiento de quien dispone del bien; (g) este
hubiese asumido el riesgo; (h) se tratase de la acción de funcionarios dentro
del ámbito de valoración política que le otorga su competencia
constitucional o legal.
175
Cuando la prioridad sea de difícil determinación, el agente que yerra
acerca de la conducta debida se hallará incurso en un error de prohibición
invencible (406), porque si le ha costado a los juristas y a los jueces
determinar cuál es la norma que debe priorizarse, no puede exigírsele la
posibilidad de comprender la antijuridicidad al ciudadano que actuó
conforme a la no priorizada.
176
conforme al tipo sistemático y al correspondiente deber de cuidado y, al
valorar la tipicidad conglobada, se corrige su ámbito prohibitivo según el
alcance de la norma conglobada con la totalidad del orden normativo.
Así, cuando un deber jurídico impone la creación de un peligro, se tratará
de una atipicidad culposa conglobada, siempre que se observen los límites
reglamentarios y las reglas de la profesión, arte, oficio o función de que se
trate.
En la actividad policial y de bomberos, hay situaciones de urgencia
(peligros para la vida o integridad de las personas) que requieren que sus
vehículos excedan la velocidad reglamentaria o incurran en violaciones de
otras normas de tránsito. De cualquier manera, no es admisible un deber
jurídico que importe una negligencia temeraria (293) para terceros ajenos al
peligro.
177
Claros casos de normas fomentadoras son las que rigen la actividad
médica, especialmente quirúrgica. La lesión quirúrgica causada conforme a
las reglas del arte médico y con objetivo terapéutico, debe excluirse de la
tipicidad conglobada en razón de su fomento jurídico. Cuando se producen
con finalidad terapéutica (para curar o paliar), aún en contra de la voluntad
del paciente, tampoco serán típicas de lesiones, aunque eventualmente
pueden configurar una tipicidad contra la libertad.
No tiene sentido decir que el cirujano que opera para salvar al paciente afectado por una
apendicitis, comete una lesión grave justificada. Por cierto que el médico debe cumplir con
el deber de información al paciente o a sus familiares, según el caso. Pero si no lo hiciera y
procediera a la intervención, tampoco caería en una tipicidad de lesiones, sino
eventualmente en algún delito contra la libertad. Diferente es el caso de la cirugía
cosmética, que no tiene finalidad terapéutica (la tendría cuando fuese reparadora), en que la
tipicidad conglobada se excluye únicamente en función del consentimiento: si un cirujano
plástico le rectificase la nariz a una persona sin su consentimiento, solo porque a su juicio
le queda mejor, se trataría de una lesión típica.
178
hagan o dejen de hacerlo) es obvio que lo reglamenta, o sea, que no lo
prohíbe.
Se trata del enorme campo de los riesgos no prohibidos y que, por ende,
son penalmente atípicos a la luz de la tipicidad conglobada, aunque sus
materializaciones pueden dar lugar a reparaciones conforme al CC, puesto
que estas responden a otros criterios de responsabilidad jurídica.
179
jurídicos, pues si bien no es posible afirmar que cada persona tenga un
elemental deber de cuidado respecto de ellos, tampoco puede dejar de
considerarse que la incuria en extremo de irresponsabilidad no puede nunca
volver típica la conducta de otros.
180
público) (texto según la ley 26.551 de 2009).
181
conflictos expropie un Estado, menos verticalizará el modelo de sociedad y
más soluciones eficaces permitirá.
Pero lo cierto es que hay soluciones de conflictos que son problemáticas
porque las conductas que los resuelven implican lesiones típicas a bienes
jurídicos. Así, el mecánico que repara un automóvil y se niega a restituirlo a
su propietario hasta que le pague el trabajo, incurre en un tipo de retención
indebida, art. 173 inc. 2 CP, pero el derecho civil le autoriza a hacerlo para
resolver su conflicto.
182
obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no
prohíbe (principio de reserva), se trata de dar precisión a los límites exactos
de los derechos de los habitantes para resolver conflictos en forma jurídica,
en especial cuando se trata de soluciones problemáticas por implicar
antinormatividad típica, es decir, que reafirma la regla general de libertad
(entre otras cosas para resolver conflictos de modo jurídico) derivada de ese
principio.
183
halla reafirmada la regla general de la libertad, por tratarse del ejercicio de
un derecho) y, en último análisis, también ónticas o de relevancia social del
pragma conflictivo (no es lo mismo dejar de fiar a un cliente que retener su
vehículo, ni lesionar a un humano que espantar una mosca).
184
estaba ejerciendo un derecho, pues en tal caso la antijuridicidad solo
existiría en su imaginación.
Por ende, cuando estas causas de justificación operan frente a soluciones
problemáticas que implican antinormatividad derivada de tipos penales, lo
hacen como contratipos objetivos, pues para tener por jurídica la conducta
es suficiente verificar que el conflicto se resolvió del modo querido por el
derecho (se salvó el bien jurídico agredido o el de mayor jerarquía, etc.).
Por ello, no hay elementos subjetivos en los contratipos (solo serían un
animus de obrar jurídicamente). Ni siquiera se conciben cuando se trata de
justificaciones frustradas, porque el agente no haya logrado el objetivo.
Las expresiones equívocas de la ley positiva deben entenderse como
ámbitos de la precisión legal, por imperio de la CN, que no admite que la
falta de un ánimo defendendi o similares, configure un delito (231).
356. (La fórmula general de las causas de justificación) El inc. 4 del art. 34
CP dice: “El que obrare en cumplimiento de un deber o en el legítimo
ejercicio de su derecho, autoridad o cargo”. Se trata de una formulación
legal muy precisa y sintética, que debe ser descompuesta en las tres
hipótesis que abarca. En efecto: tal como hemos visto, el cumplimiento de
un deber es un supuesto de atipicidad conglobada (338); el legítimo
ejercicio de su autoridad o cargo (337) sirve para dejar atípicas las
conductas que entran en el ámbito de valoración política de los
funcionarios; por último, el legítimo ejercicio de un derecho es la fórmula
general común a todas las causas de justificación.
Mediante esta última expresión, la ley penal remite en general a las causas
de justificación previstas en otras ramas del derecho (como el ya
mencionado derecho de retención del CC; el derecho de resistencia a la
opresión del art. 36 CN; el derecho de abstenerse de declarar del art. 296
CPPN; etc.), pero también entran en esa definición las causas de
justificación contempladas en la propia ley penal, cuya esencia no es para
nada diferente del ejercicio de un derecho.
En la parte especial del CP se encuentra también alguna causa de
justificación (como el inc. 1 del art. 86, derecho al aborto terapéutico), pero
las generales son las previstas en el art. 34 del CP, de las que nos
185
ocuparemos aquí: la legítima defensa propia o de terceros y el estado de
necesidad justificante.
186
debajo de la cama y, por ende, puede despedir al personal que lo haga).
Como la agresión debe ser antijurídica, no es admisible la legítima
defensa contra acciones lícitas, por lo cual no cabe contra una acción
justificada (no hay legítima defensa contra la legítima defensa, por ejemplo)
ni contra quien cumple un deber jurídico, actúa en estado de necesidad
justificante o amparado por cualquier otra causa de justificación.
187
También puede ejercerse con posterioridad al cese de la agresión, cuando
es posible reparar de inmediato –sin solución de continuidad– la lesión por
este medio o cuando sea de temer una nueva agresión inminente. No es el
caso del que huye después de la agresión y que, si bien puede ser
perseguido y privado de libertad, no se trata de la legítima defensa del
agredido (que ya ha sufrido la agresión y no es posible evitar lo ya hecho),
sino del ejercicio de la coacción administrativa directa para efectos de la
justicia penal. De allí que dar muerte al agresor que huye sea un homicidio.
En los delitos permanentes o continuos (202) la agresión se mantiene
mientras se sostiene el estado consumativo. El secuestrado que aprovecha
que su secuestrador está de espaldas o dormido y le asesta un golpe en la
cabeza para huir y liberarse, actúa en legítima defensa (como se puede ver,
no es cierto que no puede haber una legítima defensa por la espalda ni
contra alguien dormido).
188
el agresor. No obstante, la balanza desequilibrada no puede serlo tanto que
haga saltar el platillo, pues la agresión no hace perder al agresor todos sus
derechos (ni siquiera los pierde el condenado por el más grave de los
delitos).
El requisito de que la defensa sea racional significa que, aunque la acción
resulte necesaria, no se admite la legítima defensa cuando entre el mal que
se quiere evitar y el que se causa media una desproporción aberrante e
inusitada.
Todo derecho encuentra su límite en la racionalidad republicana como
requisito de la coexistencia y el que se reafirma con la fórmula legal de la
legítima defensa tampoco es una excepción. La civilización no puede
olvidar que la necesidad y la defensa son la Celestina de todo discurso
legitimante de los peores crímenes. Toda defensa racional es necesaria,
pero no toda defensa necesaria es también racional.
Se ejemplifica con el caso del paralítico que tiene una escopeta en sus manos y ve a un niño
que está a punto de apoderarse de una manzana de su huerto a cuarenta metros del
propietario postrado. Si le dispara al niño y salva el bien jurídico manzana, en ese caso la
defensa sería necesaria, porque no dispone de otro medio menos lesivo para evitar el
apoderamiento en esas circunstancias, pero no sería racional, dada la enorme disparidad de
bienes jurídicos en juego (una manzana y la vida del niño).
189
En otro orden de cosas, desde el Digesto hasta nuestros días se hallan en
las leyes presunciones juris tantum de legítima defensa, que no alteran los
requisitos expuestos (art. 34, inc. 6, último párrafo CP).
Se trata de una mera cuestión de prueba, que en nada altera los requisitos
de la legítima defensa y, al tratarse de una presunción juris tantum –como
no podría ser de otra manera– no cabe entenderla en el sentido de que el
dueño de casa que sorprende al novio de su empleada entrando
subrepticiamente tenga derecho a darle muerte.
190
366. (Defensa de terceros) Fuera de esta última particularidad, la defensa de
terceros debe cumplir todos los requisitos del contratipo de la defensa
propia.
El problema particular que plantea es la posibilidad de defensa del Estado.
El Estado es defendible en su patrimonio como cualquier tercero; también
lo es en cuanto a su existencia, como por ejemplo frente a una agresión
extranjera. De toda forma, el art. 21 CN no faculta a cualquiera a armarse
en defensa de la patria y de la Constitución, sino que le impone ese deber,
pero según las leyes que al efecto dicte al Congreso y los decretos del
Ejecutivo.
En cuanto a la defensa del Estado como orden jurídico (que justificaría a
vengadores, justicieros, parapoliciales y otros delincuentes), implicaría
sustituir a los órganos de seguridad estatales por particulares, o sea,
deteriorar al Estado en cuanto a su monopolio del poder punitivo.
Por ello, la defensa del orden institucional y democrático solo es
admisible en la medida en que la habilita la CN, únicamente contra actos de
fuerza encaminados a interrumpir la observancia de la propia Constitución
y, más aún, si logran su propósito, pues la Constitución no pierde imperio
por actos de fuerza (art. 36 CN). Obviamente, esta habilitación debe
entenderse también dentro de los límites de la necesidad racional.
367. (¿El Estado puede ser agresor?) Sin duda que los funcionarios del
Estado pueden ser agresores si actúan fuera de sus límites legales, pero en
los últimos años se plantea otro problema, como resultado del creciente
deterioro de los Estados de bienestar.
Al tener en cuenta que en general la agresión también puede ser cometida
por omisión (el que deja ahogar al niño en la piscina puede ser compelido a
salvarlo mediante amenaza con arma de fuego por un tercero), el Estado
que omite prestar los servicios no puede ser considerado agresor por ese
simple hecho. No obstante, desde el art. 2 del Capítulo VII del Reglamento
Provisorio de 1817, el Estado argentino tiene el deber de aliviar la miseria y
desgracia de los ciudadanos, proporcionándoles los medios de prosperar e
instruirse, lo que en nuestro constitucionalismo vigente se le impone como
deber (art. 41 CN respecto del medio ambiente y, en general, el art. 26 de la
191
CADH, imponen a los Estados la progresividad de los derechos
económicos, sociales y culturales).
Si bien la mera omisión de estos deberes no constituye una agresión, no
puede asegurarse lo mismo en el caso en que no se trate de una omisión,
sino de una verdadera acción regresiva que alcance límites muy graves,
como dejar morir a personas (clausurar un hospital cuando no hay otro a
menos de 200 km o no proveer refugio en temperaturas bajísimas), bien
puede considerarse una agresión estatal, en particular cuando no se han
respondido todos los reclamos previos por vía legal o administrativa.
En tales extremos, las acciones que tuviesen por objeto obligar a los
funcionarios a realizar las muy elementales conductas debidas, podrían
encuadrar en la legítima defensa.
Por supuesto que frente a acciones de funcionarios dentro del ámbito de
valoración política que le otorga su competencia constitucional o legal y
que dan lugar a atipicidad conglobada (347) no cabe la legítima defensa.
368. (La defensa como límite del deber) La legítima defensa propia y de
terceros también opera como límite del deber de la policía de seguridad:
para el ciudadano común la defensa propia y de terceros es un ejercicio más
de derechos; para el policía de seguridad es un deber –atipicidad
conglobada–, que debe cumplir dentro de los límites señalados a la legítima
defensa propia y de terceros.
La coerción administrativa directa ejercida sobre un habitante para
detenerlo no autoriza el uso de armas letales, salvo que la resistencia de la
persona se traduzca en una agresión, en cuyo caso podrá hacer uso de armas
en la medida en que se establece para la defensa propia. Dar muerte o
lesionar con armas de fuego a la persona que solo trata de eludir la
detención sin agredir, son conductas típicas que no corresponden a su deber
ni están justificadas.
La pretensión de regular administrativamente el uso de armas por la
policía de seguridad es inconstitucional, como violatoria del derecho a la
vida y a la integridad física, siendo absurdo que la administración pretenda
reglamentar el art. 34 del CP.
192
369. (La legítima defensa es objetiva) El contratipo de la legítima defensa –
como el de las restantes causas de justificación– no requiere elementos
subjetivos (355): quien no sabe que se está defendiendo y en realidad se
defiende, está igualmente amparado por esta justificación.
Quien da muerte al agresor sin saber que escondía el facón bajo el poncho
a punto de darle una puñalada, igualmente está amparado por la legítima
defensa, como también quien golpea al secuestrador en la cabeza y, sin
saberlo, provoca la liberación del secuestrado, cuya presencia ignoraba. En
estos casos el conflicto se ha resuelto en forma objetivamente favorable al
derecho y la falta de animus defendendi del agente no excluye la legítima
defensa.
193
inculpablemente, el agredido podrá defenderse legítimamente contra él,
pero si actúa en estado de necesidad justificante no podrá hacerlo, porque
no cabe una acción justificada contra otra también justificada.
Esto conduce a soluciones bastante equitativas, pues no deja indefenso al
coaccionado (que es un inocente) e impide cualquier defensa de terceros
que pueda afectarle, en especial la invocación de la defensa del Estado o de
la justicia: en casos de toma de rehenes, la autoridad solo tiene el deber de
actuar cuando no ponga en peligro a las víctimas, que nada tienen que ver
con el delito que se comete.
194
impide la posibilidad de un estado de necesidad exculpante (413). Es
posible que una persona haya provocado un incendio y quede en medio de
las llamas, razón por la cual debe romper la puerta de la casa del vecino
para salvar su vida. Dado que ha provocado el mal, no puede ampararse en
el estado de necesidad justificante, pero quedaría amparada por el
exculpante.
195
la misma necesidad (aunque eventualmente pueda configurar un estado de
necesidad exculpante).
No obstante, el retroceso de los Estados de bienestar genera en los últimos
años necesidades generalizadas que son muy problemáticas en casos
extremos, cuando se hayan agotado sin respuesta los reclamos formulados
al Estado por las vías legales o estos resulten claramente tardíos para evitar
el mal. Así sería el caso del hurto famélico, como también el de los asaltos a
comercios para proveerse de alimentos para subsistencia, o a farmacias para
proveerse de medicamentos necesarios para padecimientos graves
(diabéticos insulinodependientes, por ejemplo). Obviamente, se trata de
supuestos que no persiguen fines de vandalismo, sino única y claramente de
supervivencia y que constituyen verdaderos casos de estado de necesidad
contra los que no cabe la legítima defensa.
No obstante, los propietarios de los bienes podrían reclamar la reparación
civil por parte del Estado, responsable de la situación de necesidad en razón
de sus omisiones, solución que en el siglo XIX ya propugnaba el buen juez
Magnaud (*) en Francia.
196
grave que el ocasionado por la interrupción del tránsito.
Estará siempre justificada la protesta que perturba o interrumpe la
circulación cuando tenga por fin llamar la atención –hasta ese momento
desoída– acerca del cierre de un hospital zonal, de la falta de ambulancias,
de la falta de reparación de una obra vial que provoca accidentes mortales,
pero no porque falte una peluquería en el barrio o no reparen un parque.
197
concurrencia contraria de causas de justificación (no puede haber
justificación contra justificación), bien puede haber concurrencia positiva
(una conducta típica justificada por dos o más causas de justificación), caso
en el que no hay razón para excluir a ninguna de ellas, aunque,
naturalmente, la conducta será amparada por la que reafirme una mayor
extensión de licitud.
380. (Exceso) El que hubiere excedido los límites impuestos por la ley, por
la autoridad o por la necesidad, será castigado con la pena fijada para el
delito por culpa o negligencia (art. 35 CP). Esto significa que cuando en
forma culpable se excedieren los límites legales de la legítima defensa, del
estado de necesidad, de cualquier otra causa de justificación o del
cumplimiento de un deber jurídico (338), disminuye el contenido ilícito del
injusto y, en consecuencia, se impone la pena correspondiente al tipo
culposo o negligente. En caso de no estar prevista, la conducta de exceso
quedará impune.
Debe quedar claro que la ley no dice que se trate de una tipicidad culposa
o negligente, sino que únicamente remite a la pena impuesta a esta, del
mismo modo que podría haber optado por establecer una escala
privilegiada.
198
cese de la agresión o de la necesidad, no cabe pena alguna en función del
error de prohibición invencible que elimina la culpabilidad (407).
La punición del exceso culpable no significa que se exijan elementos
subjetivos en las causas de justificación o de cumplimiento del deber
jurídico, pues lo culpable se refiere al exceso, que es objetivamente típico, y
no a la conducta amparada por la justificación o por tipicidad conglobada.
199
individual que indique un desvalor capaz de reflejarse en la pena.
Cabe aclarar que la construcción de este puente es una necesidad pura y exclusiva del
derecho penal, es decir, que se trata de un concepto en que este no puede ayudarse con
nada proveniente de otras ramas del derecho. Esto ha dado lugar a que se hayan intentado
las más dispares construcciones del puente entre injusto y pena, desde las posiciones
filosóficas y políticas más disímiles. La que se ensaya aquí corresponde a una culpabilidad
de acto, que consideramos la única compatible con la antropología constitucional e
internacional.
200
385. (Es un juicio solo formalmente ético) Pero este juicio solo toma de la
ética su forma, porque el juicio de culpabilidad así entendido no es
materialmente ético, en razón de que no se hace cargo de la selectividad
criminalizante del poder punitivo (37), con lo que lesiona el principio de
igualdad (art. 16 CN) y legitima un ejercicio de poder que siempre recae
predominantemente sobre los más vulnerables.
No obstante, la medida del ámbito de autodeterminación (catálogo de
posibles conductas del agente en el momento de la acción) no es
indiferente, pues señala un límite máximo que ninguna racionalidad puede
tolerar que se supere: a nadie se le puede reprochar nada más allá de lo que,
en las circunstancias del caso, era dable exigirle que hiciese o no hiciese.
Por ende, el reproche personalizado solo es admisible en la medida de la
inevitabilidad.
201
como antítesis y de cuya síntesis resulte la culpabilidad penal.
388. (No todo estereotipado es atrapado por el poder punitivo) Por ende,
toda persona estereotipada (como delincuente, peligroso, de mala vida,
etc.), siempre algo debe hacer –por poco que sea– para que el poder
punitivo la seleccione, puesto que es evidente que no basta con ser portador
del estereotipo.
A la inversa, cuando excepcionalmente alguien para quien la peligrosidad
del sistema penal es mínima (debido a su alto status social) es seleccionado
por el poder punitivo, por lo general debe haber hecho un enorme esfuerzo
para llegar a esa situación (como puede ser un banquero estafador –de otros
banqueros o poderosos– o un genocida).
Puede pensarse que en el caso de genocidas el poder punitivo no es selectivo, pero eso
tampoco es correcto. Por regla general un genocidio no lo cometen solo sus autores
materiales y ni siquiera únicamente quienes imparten las órdenes, sino que existe un
gobierno con todos sus partícipes. Sin embargo, la historia enseña que cuando se llega a
habilitar el ejercicio del poder punitivo sobre estos criminales, este se limita a caer sobre
las cabezas más visibles y no selecciona a los otros que concurrieron en el hecho,
especialmente a los cómplices e instigadores y a algunos coautores.
202
389. (Del estado a la situación de vulnerabilidad) De lo anterior resulta que
–según el grado de peligrosidad del poder punitivo en concreto–, si bien
hay un estado de vulnerabilidad que corresponde al status social de la
persona, también se requiere un esfuerzo personal de esta (pequeño o
grande, según el caso) para alcanzar la situación concreta de vulnerabilidad
(para que el poder punitivo la seleccione).
En conclusión, al tener en cuenta que no es posible reprochar el status
social, lo único que puede reprochársele a la persona (sin sobrepasar nunca
el máximo señalado por la culpabilidad de acto pura) es el esfuerzo
personal que, al partir de su estado de vulnerabilidad, esta haya realizado
para alcanzar la situación concreta de vulnerabilidad.
203
391. (El espacio de decisión de los jueces) Además, debe tenerse en cuenta
que esto es lo único que los jueces pueden hacer en su espacio de realidad
social, puesto que de hecho se verifica que la dimensión del ámbito de
decisión de que estos disponen para ejercer el poder jurídico que teoriza el
derecho penal (23), se halla en relación inversa con la magnitud del
esfuerzo que la persona seleccionada hubiese realizado para alcanzar la
situación concreta de vulnerabilidad.
Así, los jueces, no frente a la opinión manipulada por medios
oligopólicos, sino ante la natural indignación de una opinión pública sana
–que es lo que interesa como respetabilidad de su función– disponen de
mucho más poder ético social de contención del poder punitivo respecto del
hurto cometido por un ladronzuelo portador de rostro casi caricaturesco,
que frente al niño bien que organiza una banda para divertirse; frente al
estafador de barrio que vende la máquina de fabricar dólares, que frente al
banquero defraudador; frente a quienes venden tóxicos para sobrevivir, que
frente a quien los organiza para recibir la mayor ganancia; e incluso frente a
quien mata en una gresca, que frente al poderoso que manda matar a su
competidor en poder económico o político o al conyugicida por mero
machismo. Al menos por intuición ética, todo ciudadano mínimamente
racional comprende la diferencia entre estas situaciones e incluso es crítico
de la severidad punitiva en las primeras alternativas y de benignidad
judicial en las últimas.
204
aunque medie reproche en ambos casos.
El derecho penal no hace más que recoger en esto lo que son reglas
corrientes en la interacción social: la misma circunstancia no ampara
situaciones que imponen deberes diferentes (la lluvia puede exculpar la
inasistencia a una clase, pero no la inasistencia al registro civil el día y a la
hora fijados para la celebración de su matrimonio).
De acuerdo con lo anterior, las consideraciones sobre el grado de reproche
en razón correspondiente al esfuerzo realizado para alcanzar la situación
concreta de vulnerabilidad, debe entenderse siempre como
individualización en el marco de la culpabilidad adecuada a la respectiva
conducta típica y antijurídica (injusto) de que en cada caso se trate.
205
(basta con que sepa que la conducta está conminada con una pena).
206
E.3. Inexigibilidad por incapacidad psíquica de comprensión
207
No es admisible que sea exculpado el delirante que cree que tiene una pierna de vidrio y
que se defiende legítimamente de quien le quiere golpear esa pierna, pero que no lo fuese si
le hubiese querido golpear la otra pierna (ejemplo de Carrara (*)). Si alguien percibe que
una de sus piernas es de vidrio es porque padece una gravísima alteración de la
consciencia, siendo obvio que no se ubica en la realidad.
208
401. (La perturbación no necesariamente es patológica) A los efectos de la
culpabilidad no interesa si la perturbación proviene de fuente patológica o
no, de modo que la indicación diagnóstica en caso de patología mental es
importante para establecer el grado de perturbación, pero no concluye el
juicio.
Hay trastornos mentales transitorios que para nada son patológicas y todos
los humanos pasan o pueden pasar por situaciones de insuficiencia o
alteración de la consciencia no morbosos (estados crepusculares del sueño,
privación prolongada de sueño, agotamiento extremo, miedo no patológico,
etc.).
Inversamente, hay patologías que no excluyen la imputabilidad en el caso
concreto, puesto que la posibilidad de comprensión debe valorarse
conforme a cada injusto. Así, una histeria (*) no impide la comprensión de
la antijuridicidad penalmente relevante; una debilidad mental superficial (*)
no impide la comprensión del contenido ilícito de un hurto o de un robo,
pero quizá la puede impedir de un delito cambiario, que requiere mayor
capacidad de pensamiento abstracto.
209
puede conducir un vehículo, la misma conducta de embriagarse configura
una tipicidad culposa o negligente, aunque solo se completa si se produce el
resultado lesivo.
405. (La exculpación temporalmente parcial del injusto penal) Dado que la
causa de exculpación siempre debe coincidir con el momento de la acción,
210
es posible que el agente comience la conducta con capacidad, pero luego la
pierda en el curso de su desarrollo.
En tales casos debe considerarse que el injusto es reprochable, aunque la
culpabilidad sea de menor grado, porque una conducta que comienza y
termina sin estar amparada por ninguna causa de exculpación, siempre será
más reprochable que la que solo comience siéndolo, lo que se reflejará en la
cuantía de la pena (art. 41 CP). No puede considerarse que se trata de una
tentativa, porque la conducta es única y llegó a la consumación; si se lo
penase por tentativa se estaría dividiendo la conducta única. Esto no impide
que en estos casos, para adecuar la pena a la culpabilidad, se recurra
analógicamente a la escala penal de la tentativa.
211
Es obvio que no basta con que alguien alegue desconocer la prohibición, sino que su
alegación debe ser verosímil, es decir, creíble, según sus circunstancias particulares y la
naturaleza de la prohibición de que se trate. Los propios jueces no pueden ser condenados
por prevaricato por ignorar la ley en sus sentencias, sino solo la ley expresa invocada por
las partes o por él mismo (art. 209 CP).
212
por ende, supone que su conducta es lícita. Estos errores directos de
conocimiento, a su vez, también puede asumir formas particulares, porque
la persona puede creer:
(α) que actúa en el cumplimiento de un deber jurídico que no existe
normativamente (un policía cree que tiene el deber jurídico de actuar frente
a algo que no es delito;
(β) que su conducta está fomentada por el derecho (práctica irregular de
un deporte) o que crea riesgos que no son prohibidos (cree que puede girar
en 180 cuando en esa ciudad está prohibido);
(χ) que la conducta no es conflictiva porque la lesión al bien jurídico no
existe o es insignificante (se lleva un lapicero que cree de plástico dorado y
es de oro);
(δ) que la norma no es temporal o territorialmente válida (cree que fue
derogada);
(ε) que la norma es inconstitucional o que no tiene el alcance prohibitivo
que en realidad tiene (cree que retener el libro prestado no tiene relevancia
penal típica).
213
Este último error puede ser también culturalmente condicionado: una
persona perteneciente a otra cultura puede creer que los actos mágicos
(payé y similares) son una agresión real contra la que cree defenderse.
214
El grado de exigibilidad y, por ende, de culpabilidad (o reproche) siempre
está en relación con el contenido injusto del hecho, lo que explica que no se
produzca en el caso de bomberos, policías, militares, etc., en que existe el
deber de soportar cierto grado de riesgo, que nunca puede llegar a la casi
certeza de la muerte o de lesiones muy graves, al igual que en el justificante
(374).
414. (La previsión legal) La base legal del estado de necesidad exculpante
se halla en el inc. 2 in fine del art. 34 CP: El que obrare violentado por …
amenazas de sufrir un mal grave e inminente.
Si bien por amenazas en sentido limitado pueden entenderse solo las
provenientes de una acción humana (coacción), no hay razón para negarle
el alcance que le otorga el uso del lenguaje común, y abarcar de ese modo
todo mal, aunque no provenga de una conducta humana. Tampoco en
nuestra lengua la amenaza se limita estrictamente a acciones humanas, pues
nadie puede negar que un perro que muestra sus dientes y gruñe está
amenazando.
Pero más allá de la discusión meramente semántica, es obvio que la
vivencia de quien se halla ante el peligro de morir en un incendio no es
diferente a la de quien es amenazado por un criminal armado con un
lanzallamas, por lo cual la racionalidad republicana aconseja una
interpretación extensiva, conforme al principio de que dos situaciones
iguales deben resolverse de igual manera.
215
suelen ser de amenazas al empleo como fuente única de subsistencia: la
comadrona que denunciaba el nacimiento de los niños en día hábil, para que
el padre gozase de un día de licencia, en tiempos de paupérrimo derecho
laboral. Otro ejemplo es el del chofer del ministro que toma a contramano
por orden de este, que lo amenaza con despedirlo en tiempos de crisis de
desempleo.
Cabe aclarar que el mal que se evita no necesariamente debe recaer sobre
el autor, sino que también puede amenazar a alguna persona estrechamente
vinculada a este, como lo demuestra la exculpación expresamente
consagrada para el encubrimiento de parientes y allegados (art. 277, inc. 4
CP).
216
culpabilidad invertido) es más discutible y la doctrina se ha ocupado poco
de él: se trata de quien ignora que actúa en una situación objetiva de
necesidad exculpante. Si bien el juicio de reproche se basa en la
exigibilidad según la situación subjetiva de la persona, el principio
republicano prohíbe caer en la irracionalidad.
En principio –como vimos– no puede pasarse por alto que, en el estado de
necesidad exculpante, como siempre se salva un bien, el injusto suele ser
menor (413). En segundo lugar, también vimos que no es admisible
reprocharle a alguien que no se haya dejado matar o lesionar gravemente
(416). En tercer lugar, parece que se produce una inversión curiosa de las
reglas generales del error: cuanto más vencible sea este, menor será el
reproche.
En efecto: cuanto más grosera y vencible sea la ignorancia de la situación
de necesidad, mayor será la necedad del agente, y no es posible reprocharle
pura y simplemente su necedad. Quien cree que está arrojando gente al
suelo por puro gusto y no se da cuenta de que todos corren huyendo de un
incendio, no puede ser más que un necio (si no es un incapaz por
inimputabilidad) y, por ende, sería absurdo reprocharle su necedad.
217
(a) Así, si la orden del superior es legítima (en su forma y contenido) se
trata lisa y llanamente del cumplimiento de un deber jurídico, o sea, de una
atipicidad conglobada (338).
(b) Si la orden es ilegítima, puede ser que el subordinado no la reconozca
debido a un error invencible y, por ende, se tratará de una exculpación por
error de prohibición. Tal sería el caso antes mencionado del policía que
practica un allanamiento en razón de una orden emanada de un juez
competente y con todas las formalidades del caso, pero que el juez la emitió
dolosamente para perjudicar a alguien. El juez sería un autor mediato (252)
y el funcionario sería exculpado por error de prohibición.
(c) Si la orden es notoriamente ilegítima (o el funcionario lo sabe, aunque
no fuese notoria la ilegitimidad), puede hallarse en un estado de necesidad
justificante, si el mal que provoca es inferior al que evita (370). Así, el
cumplimiento de la orden del embargo judicial doloso, si bien perjudica la
propiedad del destinatario, salva el medio de vida del oficial de justicia
amenazado con cesantía en caso de incumplimiento.
(d) Pero solo en el supuesto en que el mal que evita sea análogo al que
causa, puede hallarse en estado de necesidad exculpante (371). Así al
soldado al que se le ordena integrar el pelotón de fusilamiento bajo
amenaza de ser él mismo ejecutado.
218
Cabe insistir en que no debe confundirse esta incapacidad con la
provocada por una fuerza irresistible interna, generadora de una
incapacidad absoluta de actuar, como puede darse en una parálisis histérica,
porque en tal caso directamente se tratará de una ausencia de conducta
(162).
219
o posteriores a este (causas de cancelación de la punibilidad).
El elenco completo es considerable, al tener en cuenta que emergen
también de las leyes penales especiales (derecho penal tributario, por ej.).
Nos limitamos a las previstas en el CP.
424. (Muerte del agente) Es obvio que en nuestros días la pena y la acción
penal se cancelan con la muerte. El principio de personalidad o mínima
trascendencia de la pena (108) impide que esta pase a los herederos, por lo
cual, la pena de multa impaga se extingue con la muerte del penado, no así
la reparación civil.
220
Para las medidas de seguridad (art. 34 inc.1 CP), la prescripción no está
prevista en la ley, pero debe entenderse que el término es igual al mínimo
de la escala penal del injusto cometido.
427. (Indulto) La pena se elimina por indulto (art. 68 CP), que es un acto
político exclusivo del Poder Ejecutivo al igual que la conmutación
(disminución de la pena) (art. 99 inc. 5 CN). No son indultables ni
conmutables las penas por crímenes contra la humanidad (ER), ni por los
delitos de los arts. 29 y 36 CN.
Dado que la prisión preventiva funciona en la práctica como una pena y la
CN no distingue entre penas impuestas o conminadas, basta con que haya
un proceso, o sea que es admisible el indulto a procesados. En tal caso, el
indulto cancela cualquier habilitación de poder punitivo, pero el procesado
conserva su derecho a la verdad y podrá exigir que el proceso continúe a
ese único efecto.
221
Ministerio Público (arts. 72, 119, 120 y 130 CP), como también de los casos
de delitos que solo son perseguibles por querella del sujeto pasivo, o sea, de
acción privada (art. 73 CP).
222
433. (Suspensión) La prescripción se suspende (no corre el término) (art. 67
1ª parte CP) por cuestiones previas o prejudiciales.
También se suspende cuando se trata de un delito cometido en el ejercicio
de la función pública mientras cualquiera de los que participaron en el
hecho continúe en ella. Esta disposición es de dudosa constitucionalidad;
debe entenderse, al menos, que la función que se desempeñe posibilite el
encubrimiento o la impunidad del delito: no tiene sentido que una acción
por hurto cometido en la calle por tres personas, no se prescriba para
ninguna de ellas porque una continúe siendo empleada de limpieza
municipal.
En los delitos contra el orden constitucional (arts. 226 y 227 CP), la
prescripción de la acción se suspende hasta que se restablezca el orden
constitucional.
223
por parientes o algunos convivientes (art. 185 CP).
También en la parte general del CP aparece alguna causa de cancelación
de la penalidad particular, como el incumplimiento de la promesa anterior al
delito (art. 46 CP) (262).
224
recae sobre causas de exclusión de la penalidad y no de cancelación de esta,
pues las primeras deben existir al momento del hecho, en tanto que las
segundas advienen con posterioridad a este (es irrelevante que el agente
crea que se ha prescripto la acción, por ejemplo).
Son casos de error de hecho de punibilidad el que recae sobre la edad (la
persona cree tener quince años y en realidad tiene diez y seis, porque hay
una falsedad en su partida de nacimiento), sobre la condición de pariente en
el art. 185 (cree que es su padre y no lo es, porque siempre le dio ese trato y
nunca lo verificó en la documentación). Es un caso de error juris de
punibilidad el del extranjero que cree que la edad de responsabilidad penal
comienza a los diez y ocho años.
439. (Efectos del error de punibilidad) Si bien es claro que las causas de
exclusión de la punibilidad no requieren que el agente las conozca, su falsa
suposición da lugar a este género de errores que, como generan
prácticamente la misma situación subjetiva que el error de prohibición,
razonablemente no pueden tener un efecto diferente a este, o sea, el de
eliminar la punibilidad cuando sean invencibles y de disminuir la escala
penal dentro de los límites del art. 41 CP si fuesen vencibles.
El fundamento legal de esta solución se halla en el propio inc. 1 del art. 34
del CP, que requiere la posibilidad de comprensión –lo que presupone el
conocimiento– de la criminalidad, expresión esta última que importa tanto
el conocimiento de la relevancia típica de la antijuridicidad como también
el de la punibilidad consiguiente, lo que, por otra parte, coincide con todos
los antecedentes legislativos de la disposición del CP.
225
441. (Pena de muerte) La pena de muerte ha desaparecido para siempre de
la legislación nacional con la derogación del CJM (ley 26.394 de 2008).
Conforme a la regla de la abolición progresiva de la CADH, una vez
abolida no puede restablecerse (art. 4.3 CADH).
226
444. (Las medidas para pacientes psiquiátricos) Las medidas del inc. 1 del
art. 34 CP plantean un problema constitucional muy grave, pues –en
verdad– se trata de un resabio de viejas doctrinas vigentes hace un siglo. Lo
cierto es que, a estar a la letra de la ley, esta impone penas indeterminadas a
pacientes psiquiátricos.
La ley se expresa en términos tales que permiten llegar al extremo de
imponer privaciones de libertad incluso a personas que pueden haber
causado un resultado sin realizar siquiera conducta, como en los casos de la
inconsciencia e involuntabilidad (159, 160), porque el art. 34, inc. 1 CP
abarca toda la incapacidad psíquica de delito y no solo la de culpabilidad.
Lo correcto sería derivarlas a la legislación civil o psiquiátrica y eliminar
toda intervención del poder punitivo, lo que hasta el presente no ha
sucedido. En la práctica se aplican muy selectivamente.
Dado que la ley no establece un término máximo, también tienen el
inconveniente de que es muy difícil ponerles fin, porque pocos jueces,
fiscales y peritos se animan a decidir que ha cesado el peligro, sin contar
con los casos de pacientes olvidados por años en manicomios.
227
peligrosidad penal policial (posibilidad de comisión de un nuevo delito)
(*), sino a la agresividad del paciente, dado que el peligro de daño a sí
mismo no es peligro de un delito, sino expresión de su autoagresividad. La
agresividad es verificable clínicamente, en tanto que la peligrosidad no es
más que un cálculo de probabilidades acerca de un hecho futuro e incierto
(464).
446. (La pena de prisión) La pena de prisión es la más grave que se puede
imponer a una persona, debido al inevitable efecto deteriorante de toda
institucionalización total (*).
Las condiciones carcelarias en América Latina aumentan en diez o quince
veces los riesgos para la vida y la salud, con lo cual se convierte en una
pena corporal. Además, en la amplísima mayoría de los casos no se cumple
como pena, sino como prisión preventiva, que se imputa luego a la pena
que se le impone en caso de condena (art. 24 CP).
228
se le habilite la libertad condicional).
A ello se suma que ni siquiera es claro cuál es el tiempo máximo de la
pena privativa de la libertad temporal (antes 25 años, ahora 50 años por el
máximo del concurso real (art. 55 CP); no falta quien al aprovechar la más
que descuidada torpeza legislativa en la reforma al art. 227 ter CP,
considera que es de treinta y siete años y seis meses).
La Corte Suprema ha sostenido que la incerteza acerca del máximo de la
más grave de las penas no es una materia de implicancia constitucional,
sino de derecho común, lo que resulta insólito, pues si no se conoce el
máximo posible de una pena, es imposible cuantificarla racionalmente.
229
Esta agravación establece una desigualdad de trato inexplicable (viola los
arts. 1 y 16 CN). Si se reconoce una competencia internacional para
crímenes que usualmente son masacres a las que solo por excepción puede
penarse con una pena perpetua revisable (pues normalmente la pena es de
treinta años), no puede admitirse que cuando esos delitos deban ser
juzgados por los tribunales nacionales en virtud del mismo tratado, las
penas sean más graves y, menos aún, que para delitos del orden común se
puedan usar las mismas penas que para los más excepcionales y
horripilantes crímenes masivos contra la humanidad.
230
graves. Así, la jurisprudencia consideró inconstitucionales los llamados delitos
inexcarcelables, o sea, casos en que la ley estableció que, pese a que la pena conminada lo
permitía, en algunos delitos la persona debía permanecer en prisión preventiva.
231
y no rigen para las de multa e inhabilitación, cuyo cumplimiento no
obstaculiza tampoco su operatividad.
232
no previstos en la parte especial.
La inhabilitación puede ser temporal o perpetua, aunque tampoco esta
última es materialmente perpetua, pues en ambos casos puede rehabilitarse
después de cumplida la mitad de la pena o diez años en la llamada perpetua
(art. 20 ter CP).
Como se ha visto (91), el art. 60 CN faculta al Senado Federal a imponer
una inhabilitación especial en juicio político, al parecer materialmente
perpetua, disposición que debe ser considerada obsoleta por contradecir
disposiciones de los tratados del inc. 22 del art. 75, dado que una pena no
revisable y materialmente perpetua impuesta por un órgano político nunca
puede superar el control de convencionalidad.
233
Descartado en la legislación comparada el sistema de penas fijas, en la
legislación nacional las normas que la rigen se jerarquizan conforme al art.
31 CN (primero la CN y los tratados del inc. 22 del art. 75 y en segundo
término las leyes infraconstitucionales, es decir, el CP y las leyes
especiales).
En general, el CP establece escalas con mínimos y máximos de pena para
cada delito, dentro de las cuales los jueces deben cuantificar las penas en
cada caso, conforme a las reglas del art. 41 CP. También establece reglas
que contemplan supuestos que modifican las escalas por mayor o menor
contenido injusto o por el grado de culpabilidad. Los límites mínimos que
resultan de las escalas o las reglas son obligatorios para los tribunales en
tanto no deban alterarse por imperio de las normas de la CN y de los
tratados a ella incorporados. No obstante, nuestros tribunales casi no han
prestado atención a las normas constitucionales e internacionales en materia
de mínimos de las escalas penales, invirtiendo la jerarquía normativa (466).
234
juega el ámbito de autodeterminación concreta del agente en el momento
del hecho, del que debe descontarse el estado de vulnerabilidad que no le es
imputable, no significa que se desconozca la magnitud del contenido ilícito
del injusto concreto. Por el contrario: la culpabilidad personalizada siempre
corresponde a un injusto concreto y conforme a su gravedad se hace más o
menos exigible el comportamiento conforme al derecho (392).
No existe una exigencia de fidelidad al derecho absoluta e inmutable
(como se ha pretendido en casi todos los totalitarismos), sino que el grado
de exigencia siempre corresponde a la magnitud del contenido ilícito: en
razón de eso, precisamente, se establecen escalas penales diferentes que, de
no mediar razones constitucionales, deben respetarse por los tribunales. Es
demasiado obvio que lo que alcanza para exculpar un estacionamiento en
lugar prohibido no es suficiente para exculpar un robo (392).
235
máximo de cualquier delito cometido por odio racial o religioso; la ley
24.192 de espectáculos deportivos agrava en un tercio la pena de algunos
delitos).
Cabe advertir que tomada a la letra la ley vigente –es decir, al desatender
su inconstitucionalidad y la ley posterior (ER)– el máximo en todos estos
casos podría alcanzar cincuenta años (art. 55 CP).
463. (La culpabilidad como criterio del art. 41 CP) Todo lo referido a las
motivaciones de la conducta delictiva es, en definitiva, el fundamento de la
culpabilidad. La miseria y la dificultad para ganarse el sustento es una
referencia a la culpabilidad por la vulnerabilidad (389); la mención de la
personalidad del agente (edad, educación) implica la necesidad de tomarla
en cuenta para estimar su ámbito de autodeterminación en el hecho; los
antecedentes y condiciones personales son clara referencia al status social,
o sea, al estado de vulnerabilidad.
236
El pronóstico de conducta de la persona es una negación de su condición
mediante la cosificación del ser humano, porque peligrosa es una cosa y no
una persona dotada de conciencia moral.
Además, nadie puede saber a ciencia cierta qué hará otro –y ni siquiera él
mismo– en el futuro. Solo puede emitir un juicio de probabilidad, pero este
se funda en grandes números (estadísticas), por lo que en el caso concreto
puede resultar completamente falso. En la práctica ni siquiera esto se hace,
porque no hay investigaciones que permitan aplicar pronósticos conforme a
grandes números y la supuesta peligrosidad siempre fue manejada intuitiva
y arbitrariamente como mayor punición para portadores de estereotipos (32
a 36). Todo esto sea dicho, sin contar con que penar por peligrosidad
implica no imponer pena por el hecho cometido sino por los futuros que
solo se imaginan, pero que no se han cometido y ni siquiera pensado.
237
Otra de las posibles interpretaciones compatibles con la CN es entender
que significa agresividad, la que es verificable.
467. (Los jueces deben basarse, ante todo, en la CN) A los jueces no les
está permitido usurpar la función del legislador, pero les está mandado
controlar que el legislador –por acción o por omisión– no usurpe la
función del constituyente al violar el mandato de racionalidad del ejercicio
del poder inherente al principio republicano de gobierno.
Este es el principio general de un Estado constitucional de derecho que,
de lo contrario, se reduciría a un Estado legal de derecho y la CN quedaría
degradada a una manifestación de buena voluntad librada al arbitrio de las
mayorías parlamentarias coyunturales. A pesar de la debilidad de nuestro
control de constitucionalidad (18), nuestro Estado constitucional de derecho
reconoce la inspiración norteamericana en la CN 1853-1860, que se le
opone al modelo de Estado legal de derecho bonapartista.
En función de este mandato constitucional, los jueces deberían habilitar
penas inferiores al mínimo indicado por la ley infraconstitucional en todos
los casos en que este señale una pena que –en el caso concreto– exceda la
medida indicada por el grado de culpabilidad de ese injusto, como por
238
ejemplo, puede suceder en los supuestos de imputabilidad o culpabilidad
disminuida antes referidos (403).
239
470. (Penas ilícitas ejecutadas) Así como los caballos blancos y negros son
caballos, las penas, sean lícitas o ilícitas, siempre siguen siendo penas, o
sea, castigos impuestos por un Estado en razón de un delito.
El derecho penal no puede negar que las penas crueles son penas. Así, la
tortura que se impone a una persona por un funcionario estatal, el maltrato
carcelario, las lesiones que sufra por descuido de los funcionarios en la
cárcel o en la prisión, los azotes que pueda recibir, los golpes innecesarios
para reducirlo o detenerlo, la tortura psicológica, etc., son penas ilícitas –
por cierto– pero siguen siendo penas, porque se ejecutan por funcionarios
del Estado y son motivadas por el delito cometido por quien las sufre.
Si bien en tales casos corresponde penar los delitos de los funcionarios, lo
cierto es que el Estado no puede alegar que solo es responsable de las penas
lícitas y que las ilícitas, ejecutadas por sus funcionarios, no han existido,
cuando en realidad la persona las ha sufrido. De lo contrario, el Estado sería
la persona jurídica más privilegiada del mundo: podrá tener una horda de
asesinos como policías y solo ser responsable de las acciones lícitas de sus
funcionarios y desentenderse de las atrocidades de estos.
En esos casos corresponde que, al tratarse de procesados, al momento de
imponerle la pena lícita por el delito cometido, se tenga en cuenta –para
descontarla– la pena ilícita ejecutada y, al tratarse de condenados que, por
vía de revisión extraordinaria, se proceda del mismo modo, reduciendo la
pena lícita que se le hubiese impuesto. No hacerlo importaría –además– una
clara violación al principio ne bis in idem, porque se le harían sufrir dos
penas (la lícita y la ilícita) por el mismo delito.
240
Desde 1955 la ONU se ocupa de la cuestión y el standard señalado se
concreta actualmente en las Reglas mínimas, conocidas como Reglas
Mandela. Pero al margen de esos indicadores, en esas condiciones, la
prisión pasa a ser una lesión al derecho a la vida, a la salud y, en definitiva,
una tortura en curso, pues el preso sufre un permanente miedo a la muerte.
Varios países han sido conminados a reducir el número de presos por
jurisdicciones nacionales e internacionales. Pero lo cierto es que los jueces
no pueden imponer penas ilícitas y, por lo tanto, estos deben proceder en
esas circunstancias del mismo modo que se señala para los casos
precedentes: el sufrimiento ilícito se debe compensar al penado o
procesado, acortando adecuadamente su tiempo de privación de libertad, sin
perjuicio de las medidas políticas generales que adopten las
administraciones.
241
tercio a la mitad es la que le hubiese correspondido como autor del hecho.
475. (Pena del concurso ideal) En el caso del concurso ideal (art. 54 CP)
rige la regla de la absorción: se impone solo la pena mayor, que es la que
compromete más bienes jurídicos del penado (la prisión es la mayor
siempre). En caso de diferentes penas de prisión, se toma en cuenta la de
promedio más alto. En caso de penas alternativas, todas deben reducirse a la
de naturaleza más grave.
476. (La lesión a la legalidad de la pena) Para la pena del concurso real
(art. 55) rige el principio de la aspersión (o de riego), conforme al cual el
mínimo es el mínimo mayor y el máximo la suma de todos los máximos, sin
exceder de treinta años, siempre que por inconstitucional o por derogado
por ley posterior más benigna (ER), no se tome en cuenta el de cincuenta
años de la ley vigente.
En cualquier caso, el art. 55 CP siempre fue inconstitucional, incluso
antes de la disparatada reforma de su máximo, porque lesiona el principio
de legalidad de las penas: una discreción judicial que va de un mes a
veinticinco o treinta años (y a la letra de la ley ahora a cincuenta), nunca fue
una escala penal, sino un ámbito de arbitrariedad ilimitado.
242
Piénsese que, por quince hurtos simples de calzoncillos, la escala penal sería de un mes a
treinta años y, a la letra de la ley, por veinticinco hurtos simples de igual magnitud, será de
un mes a cincuenta años. Una cosa es la normal flexibilidad de las escalas penales y otra
muy diferente la arbitrariedad disparatada.
478. (Unificación de condenas) Puede ser que todos los delitos que
243
concurren realmente se juzguen en el mismo proceso y se condene por ellos
en una única sentencia, lo que no es habitual, dada las diferentes fechas de
comisión y eventualmente los diferentes lugares o competencias. Por ende,
lo más común es que esto no haya sido posible por razones de competencia
o de tiempo y los delitos deban juzgarse en diferentes procesos.
En este caso, el tribunal que condena en último término tendrá como no
pronunciadas las penas impuestas en los otros procesos (cede la cosa
juzgada solo en cuanto a la pena) y deberá imponer una pena conforme a la
regla del concurso real.
Si ninguno de los tribunales lo hubiese hecho, a pedido de parte (nunca de
oficio) lo deberá hacer el que hubiere impuesto la pena más grave.
Todos estos son supuestos de unificación de condenas, pues se procede a
una única condenación, tal como debió haberse hecho de no mediar
obstáculos procesales (58 CP).
479. (Unificación de penas) Pero bien puede suceder que alguien cometa
otro delito después de haber sido condenado y mientras se halle cumpliendo
pena.
En tal caso, se procede de la misma manera (58 CP), pero los efectos son
diferentes, pues no se unifica la condena, sino que se procede a una mera
unificación de penas.
El juez que condena por el nuevo delito unifica lo que queda de la pena
anterior con la pena que impone por el nuevo delito. Aquí la pena anterior
no desaparece como en el concurso real, sino que la pena única no puede
ser inferior a lo que le reste cumplir por el primer delito, pues la comisión
de un nuevo delito no puede nunca operar como instancia de revisión.
244
de prisión (no juega entre las otras penas). No se toman en cuenta los
delitos políticos, amnistiados (desincriminados en general) ni los cometidos
por menores de diez y ocho años.
La reincidencia de nuestro art. 50 CP es genérica, o sea que no requiere
que se opere por condenas en delitos de igual naturaleza, a diferencia de la
específica que establecen otros códigos.
245
destrucción progresiva de nuestro CP por legisladores irresponsables y
ávidos de espacio publicitario o amedrentados por la amenaza de
linchamiento mediático, introduce no solo una contradicción con la letra del
art. 27 CP, sino que prevé un plazo superior al del propio art. 50 CP, al
tiempo que se refiere a una reincidencia ficta (porque el condenado
condicionalmente nunca cumplió pena).
Es obvio que los casos de suspensión de juicio a prueba tampoco dan
lugar a reincidencia, porque en ellos directamente no se pronuncia condena
alguna (arts. 76 bis y siguientes CP).
246
485. (¿Hay mayor culpabilidad?) El delito del reincidente no es más
culpable que el del primario. Por el contrario, por lo general puede ser una
fuente de menor culpabilidad, porque las anteriores intervenciones del
poder punitivo pueden haber provocado en el agente un deterioro y una
estigmatización que hayan elevado su estado de vulnerabilidad o hayan
reducido su ámbito de autodeterminación.
Por ello, cabe entender que la reincidencia mencionada en el art. 41 CP
bien puede indicar una menor culpabilidad del hecho. En cuanto a la
prohibición de libertad condicional (art. 14 CP) es inconstitucional por
importar una pena superior al grado de culpabilidad o reprochabilidad.
487. (La pena de relegación del art. 52 CP) En 1903 se introdujo en nuestra
legislación la pena de relegación, copiada casi a la letra de la ley francesa
de relegación en la Isla del Diablo (*), mantenida después en el art. 52 de
nuestro CP de 1921. Durante mucho tiempo se la denominó habitualidad y
preveía la relegación en el penal de Ushuaia (el más austral del mundo,
247
clausurado en 1947), del que no se podía salir por el resto de la vida, salvo
decisión del Poder Ejecutivo. Ninguna condena dejaba de relevarse a lo
largo de toda la vida del penado. Más tarde fue considerada una medida de
seguridad y se la reformó en 1984 al transformarla en una reincidencia
múltiple, o sea que las sucesivas condenas no debían ser interrumpidas por
los plazos del art. 50 CP. Finalmente, la Corte Suprema la declaró
inconstitucional en 2006, aunque conforme a nuestro débil sistema de
control de constitucionalidad el texto legal mantiene vigencia.
248
SEGUNDA PARTE
LECTURAS
(para estudiantes curiosos)
Advertencia: Es muy importante investigar en el espacio virtual la
información cada vez que se indica esto entre asteriscos del siguiente
modo (*). Esta facilidad actual ahorra el enojoso trabajo de otros tiempos,
en que el estudiante debía acudir a bibliotecas, consultar enciclopedias,
diccionarios, historias, etc. Si bien esta última forma de investigación
sigue siendo válida y necesaria en trabajos científicos, consideramos que
la curiosidad que le despierten algunas de estas referencias será un buen
síntoma de vocación de futuro investigador, pero por el momento es
suficiente con esta búsqueda. Al mismo tiempo nos permite ser más
ágiles en el texto, al ahorrarnos la sobrecarga de citas que, en general,
volcamos en otros textos con objetivos diferentes y a cuyas indicaciones
bibliográficas remitimos.
249
que debemos hacer lo que nos dé la gana y que me cabe esperar cualquier
cosa. Pero si estas fuesen las respuestas, no tendría sentido ni siquiera
formular las preguntas y dar por sentado que somos seres omnipotentes e
infinitos. Y, en efecto, no faltan quienes las responden de ese modo, y
buscan siempre principios infinitos; se los suele llamar románticos.
Pero si prestamos más atención a las tres primeras preguntas, veremos que
presuponen que hay cosas que no podemos saber, otras que no debemos
hacer y otras que no nos cabe esperar. Luego, la cuarta debería comenzar a
responderse, partiendo de que los seres humanos somos limitados, no
somos omnisapientes ni omnipotentes. Y cuando intentamos saber algo,
debemos –ante todo– tener esto en cuenta.
Como somos limitados, nadie es el dueño de la verdad científica. Así, la
primera parte de estos Lineamientos muestra un sistema de comprensión del
saber jurídico penal que, obviamente, no pretende ser perfecto y menos aún
definitivo. Por eso, tengo la elemental obligación de aclararles que es un
sistema entre muchos otros diferentes que se han expuesto y que se siguen
presentando en nuestros días.
No puede ser de otro modo, porque esto sucede en todas las ciencias,
pero, además, en las sociales, en el derecho en particular y –más todavía–
en el derecho penal, nadie debería dejar de tener presente en todo momento
que se trata de un saber cultural, histórico y político.
Por eso, la ciencia del derecho penal está condicionada siempre por la
cultura a que el investigador pertenece, por los problemas que le aquejan en
su tiempo histórico y por el marco de poder socioeconómico del contexto
en que se halla. Me atrevería a añadir que lo condiciona también la posición
geopolítica (*), o sea, si se investiga desde el hemisferio norte o sur, y no
porque el cielo del sur tenga más estrellas, sino porque el sur es
históricamente subdesarrollado por el norte (aunque en el norte haya
algunos pedazos del sur).
Todo lo que se juega en cada momento en una sociedad, en su cultura y,
sobre todo en el poder político y económico, no podemos evitar que se
refleje en el modo de entender el derecho penal. Quizá esta extrema
sensibilidad a la dinámica social (cambios y vaivenes de las sociedades),
mucho mayor que la de otras ramas del saber jurídico, lo vuelve más
250
fascinante.
Pero esto no implica que para entenderlo debamos comprender
acabadamente todo ese mundo cambiante y de infinita complejidad que nos
rodea y condiciona, porque sería imposible. De toda forma, recomiendo a
quien se inicia en derecho penal que trate de leer y aprender todo lo que
puedan acerca del mundo.
Para nada aconsejo que lean solo libros de derecho penal, porque, dado
que es indispensable fragmentar el mundo para adquirir saber, a medida que
nos entrenan para conocer la parte que nos interesa, también nos están
entrenando para no conocer el resto. Si bien esto es inevitable, lo más
prudente es atenuar sus efectos y no centrarse más de lo necesario en el
fragmento que científicamente tengamos delimitado.
De limitarse a leer libros de derecho penal, omitiendo los de historia,
filosofía, política, antropología, psicología, literatura y todo lo que puedan,
acabarían por no entender nada del mundo, lo que además de horrible sería
altamente peligroso, porque andarían por el mundo como quien atraviesa
calles sin ver los vehículos.
Ante la imposibilidad de comprender todo y, a la vez, enfrentarnos con un
saber inserto en el mundo, necesitamos una orientación primaria que nos
permita –por lo menos– una clasificación grosera de las diferentes maneras
de entender el saber penal, y esa no puede sino provenir de la filosofía y,
ante todo, de la pregunta sobre qué podemos saber, lo que se llama teoría
del conocimiento.
No puedo profundizar aquí esta cuestión, pero, en sus rasgos más
groseros, la pregunta se puede responder dando preferencia a las cosas del
mundo o a las ideas que tenemos de esas cosas. ¿Reconozco al perro porque
lo estoy viendo o lo que reconozco es la idea que tengo del perro cuando lo
veo? Los que dan la primera respuesta se llaman realistas y los que dan la
segunda idealistas. Aclaro que en medio hay opiniones y combinaciones
para todos los gustos.
Pero incluso cuando reconozco al perro mismo, hay un problema.
Supongamos que el Graf Zeppelin (*) sobrevuela el Amazonas y en su
canastilla tomamos el té y se nos cae una cuchara, que recogen los
miembros de un pueblo amazónico originario. Para nosotros la cuchara es
251
para tomar el té y el dirigible es para volar. Pero los amazónicos entienden
que el dirigible es el dios salchicha y la cuchara un regalo del dios
salchicha, es decir que, el primero es para adorar y la segunda para
cultuar, para reverenciar.
El material del mundo es el mismo, pero los para qué culturalmente
condicionados son extremadamente diferentes. Dentro de una misma
cultura puede suceder algo parecido: veo al perro en mi casa, es mi
compañía para sacarlo a pasear, pero si estoy en la montaña y me quedo
aislado y llega el perro con un barrilito de ginebra, es para salvarme. En
síntesis: el mundo tiene material, existe, no son ideas, pero, al mismo
tiempo se nos presenta en la forma de todos los para qué que asignamos a
sus entes.
Pero hay algunos entes a los que no les podemos asignar un para qué y,
entre ellos, ante todo a los seres humanos, porque somos nosotros mismos.
Creo personalmente que hay otros entes a los que tampoco podemos
asignarles un para qué, porque desconoceríamos los derechos de la
naturaleza, pero esa es otra cuestión de la que no me ocupo ahora. De
momento me basta con decir que –al menos– no podemos asignarle un para
qué al humano.
Por eso tenía razón Kant, todo se sintetiza en su cuarta pregunta: ¿Qué es
el ser humano?
A la respuesta que se dé a esta pregunta se la llama antropología filosófica
(*), o sea, el concepto del humano. Siempre, invariablemente, de la
respuesta que se dé a esta pregunta dependerá la forma en que se entienda y
elabore todo lo referente a la cuestión penal. No hay vuelta en esto. El
derecho penal es cultural, es histórico, es político y, por ende, todo lo que se
derive de estos marcos dependerá de cómo se responda la pregunta por el
humano, de la antropología filosófica de que parta el penalista o el
criminólogo.
Quien responde la pregunta antropológica (¿qué es el humano?) se está
respondiendo al mismo tiempo quién es él mismo (¿quién soy?).
Pero la respuesta a ¿quién soy? no puede darse sin una referencia al
mundo en que soy, porque el ser humano siempre está en un lugar del
mundo (en un país, en una cultura, en una sociedad con los otros) y no
252
puede dejar de estarlo, de modo que no puede entenderse a sí mismo sin
entender al mundo en que está, o sea, que siempre una antropología
filosófica condiciona una visión del mundo (cosmovisión), lo que los
alemanes llaman una Weltanschauung (*).
Pero si bien el material del mundo lo percibimos con los sentidos, vemos
venir el tren y por eso no nos paramos en los rieles, no lo definimos como
un conjunto de átomos y moléculas de hierro y acero, sino coma la cosa
para volver a casa, es decir, que se nos aparece el mundo a través de los
para qué de los entes (esto es más o menos lo que enseña la llamada
fenomenología) (*).
Los para qué con que se nos aparece el mundo los da la cultura y los
compartimos con todos los otros humanos de nuestras respectivas
sociedades. Pero no somos meros receptores de los para qué, sino que los
podemos cambiar, es decir, que puedo usar un plato (para comer), pero
también como cenicero (para echar las colillas y la ceniza).
Si no tuviésemos esta facultad, la cultura y la sociedad humanas serían
estáticas, algo así como un hormiguero o un panal de abejas. Los animales
no tienen esa facultad en su medio natural; cuando cambian el sentido de
sus para qué es por culpa de los humanos que los sacamos de su mundo
natural.
La conducta que cambia los para qué más o menos importantes suele
llamarse auténtica, por oposición a la que se limita a aceptarlos, que suele
llamarse inauténtica. Pero eso no significa que una sea mejor o superior a la
otra, porque no se puede optar por la primera sino partiendo de la segunda,
dado que todos estamos inmersos en una cultura. Un artista plástico bien
puede cambiar el para qué de su conducta de pintar, pero sigue
manteniendo el del tren como la cosa para volver a casa y muchos otros
más.
De este modo, estamos insertos en el mundo social, pero al cambiar los
para qué también lo vamos construyendo en forma constante. El mundo es,
en este sentido, una construcción humana.
Quienes cambian los para qué de algunos entes importantes suelen ser los
poetas y los filósofos, pero no solo ellos, los penalistas también lo hacen.
En el saber jurídico penal hay muchos para qué en cuestión y son muchos
253
los penalistas que los han cambiado o puesto en duda: así, hay muchas
respuestas diferentes al para qué de la pena, del poder punitivo, de la
prisión, de los tribunales, de la ley penal, del propio saber penal.
En síntesis, como consecuencia de lo anterior, cabe concluir que la forma
en que cada penalista entienda el saber penal y sus contenidos, dependerá
siempre de su concepción del mundo, la que –a su vez– estará
condicionada por la concepción antropológica por la que hubiese optado y
por la teoría del conocimiento que la sustente.
Por eso, aunque todo sistema siempre deba responder a la lógica, les
ruego que se cuiden mucho de no fascinarse con esa condición –necesaria,
pero en modo alguno suficiente– y acaben entendiendo al saber penal como
un juego de ajedrez, donde cada uno mueve las piezas para hacer la mejor
jugada, ni tampoco como un rompecabezas, en que alguien conseguirá
poner todas las piezas en orden definitivamente.
Las piezas nunca se movieron por azar ni porque se le ocurrió a cada
penalista mientras se afeitaba a la mañana. No olviden que se afeitaban
porque, desde la inquisición, al derecho penal lo vienen haciendo los
hombres, no las mujeres, lo que no es un detalle menor.
Siempre las piezas se mueven por algo, es decir, que hay una coherencia
filosófica y política en cada construcción, que se soporta en un conjunto de
ideas que tratan de ser no contradictorias, incluso con sus implicancias
políticas (de poder), culturales e históricamente condicionadas. Cada
sistema resulta de opciones políticas que responden a luchas de poder social
y económico y que, en un sentido más amplio, se insertan en un modelo de
Estado que también está condicionado por todo eso.
Por supuesto que hay múltiples constructores incoherentes en nuestro
campo del saber, al igual que en otros. No faltan quienes a ratos son
idealistas, después realistas, por momentos responden de un modo la
pregunta antropológica, pero que a poco extraen consecuencias de otra
concepción del humano que nada tiene que ver con la anterior. Tampoco
faltan quienes lo toman como el juego de ajedrez o el rompecabezas. Las
incoherencias son inevitables, porque nuestro saber es complejo y más
complejos somos los humanos que lo cultivamos.
Pero quienes a lo largo de un milenio dejaron huella buena o mala en
254
nuestra materia, fueron los que mostraron mayor coherencia ideológica –
redondeada por una concepción antropológica de base– y no los que se
levantaron una mañana y escribieron lo primero que se les ocurrió. Las
construcciones que se discutieron y discuten son, precisamente, las que
mantuvieron su coherencia con cierta concepción antropológica y sus
correspondientes presupuestos y, sobre esa base, construyeron un sistema en
forma lo menos contradictoria posible. Los demás fueron quedando al borde
de ese largo camino de diez siglos y los fuimos olvidando.
Nos iremos refiriendo a algunas de estas construcciones coherentes. El
objetivo con el que lo haremos es que ustedes tomen consciencia de la
magnitud de lo que suele discutirse en este campo. Quiero mostrarles que
entran en un mundo con una larga y riquísima historia de luces y sombras,
de luchas y de crueldades, y que frente a todo eso hubo respuestas
contractualistas (*), positivistas (*), hegelianas (*), neokantianas (*), etc., y,
como si esto fuese poco, además se metieron en la discusión médicos,
biólogos, sociólogos, psicólogos y ahora los economistas. Por supuesto que
nos referimos al campo científico, con el que nada tienen que ver los
charlatanes que hablan delante de una cámara o de un micrófono, sin tener
la menor idea de lo que dicen.
No se asusten, ya verán qué interesantes son todos estos debates, donde en
el fondo se discute quiénes somos, aunque a veces quienes discuten ni se
percaten de eso. Es que, aunque dicho de este modo parezca exagerado, lo
cierto es que el derecho penal es una filosofía o, por lo menos, una clara
derivación de esta.
En estas discusiones aparecen cosas racionales y razonables, pero
tampoco les voy a negar que hay otras que nos dan la sensación de viajar en
el tren fantasma. Es la propia humanidad que discute consigo misma y con
su destino. Nada menos que a eso se asoman hoy al atisbar el derecho
penal.
Verán la historia de crueldades y racionalizaciones increíbles, también de
penalistas poetas, de otros que riman muy mal o que escriben versos libres
y, también, de otros que es mejor que nunca hubiesen tomado la pluma. Hay
de todo y, por eso, no crean que con lo que han leído se agota el derecho
penal ni mucho menos. Dimensionen el mundo al que se asoman y, si
255
quieren seguirlo en el futuro, como elección académica o profesional, traten
de ser coherentes y responsables en su autenticidad de penalistas poetas.
Todo lo anterior da lugar a ideas que se discuten, lo que suele llamarse
ideología. Pero esta palabra puede entenderse en diferentes sentidos. Hay
algunos peyorativos, como el que proviene del bonapartismo, para el cual
eran las elaboraciones de teóricos alejados de la realidad que embarraban y
confundían todo. Otra proviene del marxismo, según la cual –más o menos–
serían las racionalizaciones con que se encubre la realidad del poder.
Es cierto que hay ideologías de ambas categorías, confusas y
embrolladoras, y también encubridoras y justificantes de lo inadmisible.
Pero también podemos entender por ideología al conjunto de ideas con las
que pretendemos acercarnos a la comprensión de la realidad, en forma más
o menos racional y coherente, y ese es para nosotros el sentido más amplio
y positivo del término, porque sin ideas no podemos acercarnos a la
realidad, aunque no por eso seamos idealistas. Si lo hacemos en forma
racional o irracional, en cada caso será un juicio de valor que corresponde a
la crítica de las ideologías, es decir, a la discusión sobre su respectivo
grado de racionalidad.
La coherencia y racionalidad de las ideologías es la cuestión central del
debate en torno de lo penal y su función. Veremos el largo y continuo
debate sobre la función de la pena que, dado que la pena delimita al derecho
penal, no es otra cosa que el debate acerca de la función misma de nuestro
saber de penalistas. También los diferentes caminos con que se
construyeron dispares teorías del delito y su necesaria conexión con el
debate anterior.
En todos los casos la coherencia dependerá, en el fondo, de la
correspondencia con la concepción antropológica que le sirve de punto de
partida y sustento, es decir, con la respuesta que se dé a la pregunta sintética
de la filosofía del viejo Kant.
Si buscamos otra explicación a la afirmación anterior, es bastante obvio
que tanto las leyes penales como el saber de los juristas a su respecto, son
cosas que hacemos los seres humanos y, al mismo tiempo, presuponemos
que lo que hacemos debe servir a los seres humanos. Nada de esto podemos
hacer con mínima coherencia, sin responder antes ¿qué es el humano?
256
Bibliografía. Hay buenos diccionarios de filosofía para ampliar conceptos. Sugiero, en este
sentido, el de Ferrater Mora. También historias de la filosofía; es recomendable la de
Abbagnano y su diccionario de filosofía. Muy útil es: Adolfo P. Carpio, Principios de
filosofía, Una introducción a su problemática, Paidós, Buenos Aires, 2018. Si en el
desarrollo buscan algunas referencias más precisas en relación con lo penal, mi antiguo
Tratado de Derecho Penal (EDIAR, Buenos Aires, 1987), en el tomo II contiene material y
citas muy amplias. A quienes interese la cuestión de las personas no humanas, que toqué de
pasada, mi monografía La Pachamama y el humano (ilustrada por Rep), Madres de Plaza
de Mayo, Buenos Aires, 2011.
257
Este poder tenía una larga historia en el continente de los colonizadores,
puesto que se había desarrollado con mucha fuerza en la antigua Roma,
cuya sociedad, al adquirir esa forma de ejército, se había dedicado a
colonizar a casi todo el continente. Pero esa verticalización tiene un
inconveniente: la sociedad en forma de ejército se solidifica, se petrifica, no
puede adaptarse para neutralizar los nuevos peligros que le presenta el
mundo.
Y así fue como Roma entró en crisis, se desbarató, los germanos ocuparon
Europa y lo que quedaba de Roma se refugió en la actual Turquía (el
llamado imperio romano de Oriente) (*), donde un emperador se ocupó de
ordenar que se recopilaran todas las leyes dictadas por los caudillos
militares que, asumiendo el nombre de emperadores, en materia penal
habían sancionado las normas más aberrantes que se puedan imaginar:
obtención de pruebas por torturas, penas de extrema crueldad, repartos de
muertes a granel, etc. Claro que no destinaban todo eso a los ciudadanos,
porque como eran prolijos, antes les quitaban la ciudadanía. Todo eso está
en los llamados libris terribilis del famoso Digesto de Justiniano (*).
Los germanos redujeron el poder punitivo al mínimo, pues prácticamente
se limitaban a colgar traidores del cuello, pero los conflictos entre
particulares los arreglaban entre los jefes de clanes o familias mediante
reparación, coaccionados por la amenaza de la guerra entre ellos (venganza
de la sangre o Blutrache) (*), que no convenía a ninguno.
Europa se dividió en pequeños feudos de señores que peleaban entre ellos.
En la Península Ibérica los islámicos estuvieron siete siglos ocupando
buena parte de su territorio, hasta que desde el norte comenzaron a
desplazarlos violentamente. Para eso fue necesario volver a verticalizar la
sociedad mediante el resurgimiento del poder punitivo para darle nueva
forma de ejército.
Así fue como se formaron reinos y uno de ellos mandó a Colón a
América, aunque sin saber que esta existía, porque en realidad vino a buscar
pimienta; no la encontró, pero igual creyó que había llegado a la India.
Cuando esos reinos, cuyas sociedades ya tenían bastante forma de ejército
en razón de su guerra contra los islámicos (que suelen llamar reconquista),
se dieron cuenta de que Colón había traído mucho más que pimenteros
258
vacíos, emprendieron con gran entusiasmo la empresa colonizadora en el
siglo XVI.
Al igual que cuando los romanos colonizaron a casi toda Europa por haber
adquirido mediante el poder punitivo estructura de ejército social, los
españoles y portugueses se lanzaron a la colonización sobre América.
Una colonia es un territorio extranjero ocupado policialmente –por
considerarlo habitado por seres humanos inferiores– para convertirlo en
un campo de trabajo forzado y, a decir verdad, sin que importe mucho si, al
mismo tiempo, se convierte en un campo de exterminio.
Para colonizar, España y Portugal destruyeron las economías propias de
los pueblos originarios y, por los excesos de explotación de sus hombres y
mujeres –y más aún por las enfermedades trasmisibles– casi extinguieron
sus poblaciones. Para compensar esta falta de mano de obra servil por
muerte, trajeron a varios millones de africanos esclavizados, como
máquinas humanas de trabajo. Cabe agregar que Europa seguiría
cometiendo estas atrocidades –con más o menos brutalidad– por todo el
planeta.
El poder punitivo que había provocado la verticalización de esas
sociedades colonizadoras en forma de ejército (lo que, a su vez, determinó
su expansión colonialista), había reaparecido lenta, pero firmemente en toda
Europa desde alrededor del siglo XI y, como todo ejercicio de poder,
necesitó un discurso y un aparato de producción y reproducción ideológica
que lo legitimase.
Los aparatos de producción ideológica que aparecieron fueron obra de las
universidades, en especial de las del norte de Italia. Pero no existía un
cuerpo legislativo sobre el que trabajar, porque el poder político feudalizado
no podía crear cuerpos orgánicos de normas de validez geográficamente
extensa.
Este comienzo es interesante, porque demuestra que el poder punitivo
siempre demanda un aparato de producción ideológica, pero que las leyes
(el deber ser) tienen una importancia secundaria.
De cualquier manera, las universidades no podían crear un saber jurídico
legitimante, sino sobre leyes y no las había en forma orgánica. ¿Cómo
259
hacerlo? Pues no tuvieron mejor idea que desempolvar el Digesto de
Justiniano, y dar lugar a lo que se conoce como la recepción del derecho
romano (*), muy celebrada por los civilistas, pero que en derecho penal
significó trabajar sobre los espantosos libris terribilis de los más
autocráticos emperadores romanos (caudillos militares empoderados).
Así fue como nuestros primeros antepasados penalistas se dedicaron a
comentar e interlinear –glosar– ese amontonamiento de normas aberrantes
y, por eso, se los conoce como glosadores. Como famosos se recuerda a
Guarnerius (*) (alrededor de 1120) y Accursius (*) (1183-1263), a los que
siguieron los posglosadores, como Bartolo de Sassoferrato (1313-1357) (*)
y Baldo de Ubaldis (*) (1327-1400). Con estos lejanos colegas comenzó el
saber jurídico penal, al que hasta el presente nos dedicamos.
Pero ellos no se limitaban a glosar (comentar), pues ante cada problema
contraponían los argumentos de dos posibles soluciones y, finalmente,
decían lo que les parecía, influenciados por la filosofía griega, que los
europeos acababan de redescubrir. De este modo, construyeron un saber
jurídico penal de culpabilidad bastante primitivo, pero en el que –en
general– la pena retribuía el mal uso que el infractor hubiese hecho de su
libertad.
Como en esos tiempos algunos grupos pretendían comunicarse
directamente con Dios sin la intermediación del clero, lo que debilitaba la
autoridad del Papa, este decidió declarar una guerra de exterminio a esos
grupos a los que se llamó herejes (*), que encargó a unos jueces/policías
bajo su directa autoridad, llamados inquisidores.
Pero después de matar a unos cuantos herejes, los inquisidores empezaron
a quemar brujas, a las que se les atribuían todos los terribles males de la
época, desde las pestes y las hambrunas hasta la impotencia de los maridos,
lo que era funcional para que nadie atribuyese esas desgracias a los
poderosos de ese tiempo, sino a Satán y sus muchachas que, por ser seres
inferiores pactaban con el Maligno.
A este respecto es menester aclarar algunas cosas, porque todo suele
aparecer confundido. En primer lugar, los métodos inquisitoriales no los
inventaron los inquisidores, sino que aplicaban el procedimiento romano
del interrogatorio bajo tortura, en este caso no para que las brujas
260
confesasen, sino para que diesen nombres de otras supuestas brujas y
reproducir de este modo su infinita clientela.
En segundo lugar, tampoco existió una única inquisición. En verdad, la
inquisición eclesiástica –que fue la primera– se debilitó y terminó
extinguiéndose a fines del siglo XV. Si bien inventó la cuestión de las
brujas y mató a muchas mujeres, no fue la que cometió el mayor número de
esos asesinatos, sin contar con que los calvinistas y luteranos competían en
esos crímenes con singular empeño.
Hubo otra inquisición, con la que no debe confundirse la eclesiástica, que
fue la española –que llegó a América–, dedicada a la persecución de judíos
conversos y que no dependía del Papa, sino del Rey, aunque de vez en
cuando también quemaba alguna bruja. Los conversos eran la nueva
burguesía española, que fue destruida por esta inquisición para reafirmar el
poder de la nobleza. El más conocido de sus inquisidores fue Torquemada
(*), que pertenecía a una familia de judíos conversos.
En 1542 –ya terminada la inquisición eclesiástica– se creó otra, la llamada
romana, con su Santo Oficio (*), también comandada por el Papa, pero que
tampoco se especializaba en quemar mujeres y se limitaba a Italia,
dedicándose a la persecución de los reformados en plena contrarreforma.
Pero el número mayor de brujas asesinadas en la hoguera se dio en
Europa central (Alemania, Austria, Suiza y el norte de Italia), donde esas
matanzas eran ordenadas por los tribunales laicos, que dependían de los
príncipes, llegando al máximo hacia 1630.
Aclarado esto, cabe preguntarse por qué las brujas. Al respecto es
necesario recordar que el poder punitivo jerarquiza verticalmente a las
sociedades en forma de ejército y, todo ejército encarga el comando de sus
unidades pequeñas a cabos y sargentos; pues bien: el cabo y sargento en
estos ejércitos sociales fue el pater familiae, con lo que se reafirmaba el
patriarcado (*), que venía de lejos y sigue hasta hoy.
La misoginia (*) de la época –que legitimaba la autoridad del pater
familiae– consideraba a la mujer como un ser inferior al hombre,
genéticamente incompleto (una especie de hombre sin terminar) tanto en
inteligencia como en virtudes. Pero esto creaba un serio problema a la hora
de penarlas: ¿cómo se explicaba una pena más grave para la mujer si, por su
261
inferioridad genética, era menos inteligente que el hombre? ¿Acaso por su
menor inteligencia no era menos libre? ¿No se le debía reprochar en menor
medida?
Como también los inquisidores necesitaban un discurso legitimante, capaz
de responder estas preguntas –porque el poder sin discurso no se sostiene–
aparecieron quienes se dedicaron a estudiar el origen (etiología) de la
brujería, producto del pacto de mujeres con Satán y sus muchachos (su
ejército de diablos). Estos estudiosos del mal fueron los primeros
criminólogos y se llamaron demonólogos (*).
Estos criminólogos recopilaron todos los argumentos misóginos
imaginables y concluyeron que la mujer era biológicamente inferior al
hombre, lo que las hacía más débiles a las tentaciones de Satán y sus
muchachos y, por ende, si bien eran menos reprochables conforme al
derecho penal de culpabilidad, eran más peligrosas que el hombre (derecho
penal de peligrosidad y de autor).
Así, tuvo lugar la contraposición entre un derecho penal de culpabilidad,
que se legitima al atender al acto realizado (que retribuye con la pena el
daño atribuible al mal uso de la libertad), y el que lo hace en razón de
posibles actos no ejecutados y ni siquiera pensados, siendo el realizado un
simple indicio de la probabilidad de estos, lo que siglos después de llamaría
derecho penal de peligrosidad.
En los manuales corrientes de nuestra materia verán ustedes que se hace
surgir esta dicotomía en las últimas décadas del siglo XIX, con la llamada
lucha de escuelas, pero en realidad la cuestión se planteó más de medio
milenio antes, entre el derecho penal retributivo de los glosadores,
posglosadores y prácticos, y la criminología preventivista de los
demonólogos.
La última bruja fue quemada en Polonia casi al mismo tiempo que se
producía la revolución francesa, de modo que la cuestión de las brujas duró
casi cinco siglos. En este tiempo se gestaron los elementos que hasta hoy se
manejan en las discusiones jurídicas, criminológicas y de política criminal.
Todo lo que discutimos en estos campos –no solo la dicotomía entre la
culpabilidad de los juristas y la peligrosidad policial de los criminólogos
etiológicos–, con uno u otro nombre, surgió hace siglos.
262
En 1496, cuando la inquisición eclesiástica llegaba a su fin, apareció una
obra denominada Malleus maleficarum (Martillo de las brujas) (*), con los
nombres de los demonólgos Sprenger y Krämer, pero en realidad fue escrita
por el segundo, que fue un personaje bastante oscuro y complicado, porque
Sprenger parece que solo prestó el nombre en razón de su prestigio
académico y las visiones que solía tener.
Se trata de una obra sintética que resume todo el saber criminológico
(demonológico) acumulado hasta entonces. Fue un best seller de la época,
porque hasta el siglo XVII fue el libro más impreso después de la Biblia. En
realidad, se trató del manual que usaron los jueces de la época más
sangrienta del asesinato de mujeres en Europa central.
En los años ochenta del siglo pasado, Alessandro Baratta (*) habló de un
sistema integrado de derecho penal y criminología. Pues bien, el Malleus es
un perfecto ejemplo de sistema integrado de etiología criminológica del
delito (brujería), tipicidad, manifestaciones del delito (derecho penal),
procedimiento (derecho procesal) y signos del mal (criminalística o técnica
policial). Más integrado sería imposible.
El pretendido origen biológico del delito y la herencia criminal, no son
inventos de Lombroso (*) y sus contemporáneos de fines del siglo XIX,
sino de los demonólogos, al igual que ese otro invento terrorífico que se
llamó eugenesia (*). No solo la inferioridad de la mujer era genética
(biológica), sino que, según los demonólogos, los hijos del Aquelarre (*)
eran producto de una selección de los muchachos de Satán, que sabían de
quien tomar semen, transportarlo y ponerlo en una mujer, para producir un
ser con predisposición a la brujería.
El funcionalismo sociológico (*) tampoco fue un invento de Durkheim (*)
en el siglo XIX, cuando afirmaba que el delito tiene una función también
positiva (el reforzamiento de la cohesión social frente a él). Krämer se
preguntaba por qué Dios autoriza los crímenes de Satán en pacto con sus
muchachas, y respondía en la más clara línea funcionalista, que el mal es
necesario porque permite conocer el bien.
En el siglo XVI, un médico holandés –Wier (*), discípulo de Agripa (*)–
sostuvo que las brujas eran histéricas (melancólicas), y que Satán se
aprovechaba de su enfermedad para sus tropelías. Por ende, debían ser
263
confiadas a los médicos, o sea, que inventó las que ahora llamamos medidas
de seguridad.
El libro de Wier produjo una reacción violenta del poder político de su
tiempo, al punto que le respondió Jean Bodin (*), el teórico de la idea de
soberanía, afirmando que siempre debían ser materia del príncipe cristiano,
que tenía el deber de defender la verdadera religión. Se trata de una
estatización de bienes jurídicos, muy similar a la del derecho penal fascista
italiano, plasmada en el Codice Rocco de 1930 (*).
El organicismo social (*) tiene larga historia, que los irresponsables que
parlotean delante de cámaras y micrófonos sin saber de qué hablan, por lo
general lo reivindican cuando mencionan los microbios y agentes patógenos
del organismo social. Esta idea orgánica de la sociedad, conforme a la cual
cada uno tiene un condicionamiento heredado de lo que debe hacer, la llevó
al extremo el nazismo, concibiendo un organismo social cuya voz última
encarnaba el conductor (Führer), conforme al Führerprinzip (*), cuyo
derecho penal se ocuparía de eliminar a los degenerados que perdían ese
condicionamiento propio de la raza aria (*). ¿Era esto nuevo? No, Johannes
Nider, en 1435 había escrito justamente una obra que llamó el Formicarius
(hormiguero), donde glorificaba la sociedad orgánica de las hormigas,
condicionadas biológicamente a hacer lo que hacen.
Cuando hoy se habla de satanizar, de fake news y de creación de
realidad, tampoco se refiere nada diferente de lo que hacían los
demonólogos. Ellos también creaban realidad mediante la comunicación,
pues desde los púlpitos se difundía una posverdad, necesaria para extender
el poder punitivo, se creaban enemigos (Satán y sus muchachas), o sea que
esto tampoco lo inventó el Kronjurist del tercer Reich (Carl Schmitt) (*).
Lo que se considera hoy una novedad que no reconoce precedentes, es la
llamada criminología crítica, que deslegitima el ejercicio del poder punitivo
y pone el acento en la selectividad, en las conductas de las agencias
ejecutivas, de los constructores de discursos legitimantes, etc., como
anticipamos al explicar la función de contención del derecho penal y
volveremos a ver aquí.
Debo decirles que tampoco es novedad, pues en 1629 hubo un alemán –
jesuita, poeta y teólogo– que en un libro que tituló Cautio criminalis,
264
denunciaba a los inquisidores como corruptos y vendedores de protección
mafiosa, a los confesores como borrachines y cómplices, a los autores de
discursos como instigadores, a los verdugos como perversos sexuales, a los
príncipes como negligentes, al asesinato de mujeres como análogo a la
persecución de cristianos por Nerón y, para colmo ni siquiera discutía a
nivel teórico si las brujas existían, puesto que se limitaba a decir –conforme
a la mejor metodología crítica– que no había conocido a ninguna, pese a
que se le había encargado acompañarlas a la hoguera. Se llamaba Friedrich
Spee (*).
Puede pensarse que las garantías penales y procesales son un producto del
Iluminismo del siglo XVIII, pero basta leer a Spee, para verificar que un
siglo y medio antes de Beccaria (*) reclamaba las mismas garantías e
incluso perfilaba la distinción neta entre pecado y delito.
Ni siquiera la crítica criminológica es nueva, o sea, nada nuevo hay en las
matrices de las ideas que hoy discutimos. Somos pues, el producto de la
inquisición y de los debates y conflictos que se generaron en torno a ella.
Por eso, si bien podemos mencionar a muchos otros ancestros diferentes, no
ocultemos en el altillo de nuestro antiguo edificio los retratos de los
indeseables.
Bibliografía: Todo lo mencionado aquí, con la bibliografía correspondiente, en Friedrich
Spee: el padre de la criminología crítica, estudio preliminar a la Cautio Criminalis,
EDIAR, Buenos Aires, 2017.
265
de industriales, comerciantes y banqueros, o sea, lo que se dio en llamar la
burguesía (habitantes de los burgos, las ciudades).
Esta clase fue cobrando fuerza al hacerse dueña del incipiente capital
industrial o productivo (el llamado proceso de acumulación originaria de
capital) (*) y chocó con los límites que le imponía el poder de la nobleza, al
generar una confrontación que, finalmente, acabó desplazando a esta última
de su posición hegemónica. Es paradojal, pero la nobleza fue víctima de su
propia avidez de riquezas y de sus crímenes colonialistas y esclavistas.
Pero peor fue el resultado para las potencias marítimas (España y
Portugal). España había expulsado a los judíos en 1492 (*) y el Rey había
montado su inquisición dedicada a perseguir a los que habían quedado
(cristianos nuevos, o sea, conversos, también llamados marranos) (*), para
reafirmar la hegemonía de la nobleza. De ese modo, cortó de cuajo la
posibilidad del surgimiento de una burguesía de industriales y comerciantes.
Vimos que toda sociedad que se verticaliza con el ejercicio del poder
punitivo refuerza su estructura de ejército social y luego se lanza a la
ocupación policial de territorios extranjeros –colonización–, pero presenta
el serio inconveniente de cristalizar esa estructura vertical, petrificarla y
generar una suerte de artrosis social que le impide adaptarse a nuevas
condiciones cuando cambia el ambiente. Este fenómeno –que había llevado
a Roma al desastre–, se repitió con la península ibérica.
En efecto: mientras en el centro y norte de Europa se iniciaba el
mencionado proceso de acumulación originaria de capital por efecto de la
revolución industrial (*), la sociedad española careció de la ductilidad
necesaria para adaptarse a los nuevos tiempos y, por ende, la hegemonía
europea pasó de esas potencias marítimas a los países que protagonizaban
esas transformaciones.
El debilitamiento de las sociedades colonizadoras de América Latina a lo
largo de los siglos XVII y XVIII facilitó nuestras independencias a
comienzos del siglo XIX. Otra paradoja de la historia: el propio efecto del
colonialismo originario y del esclavismo sobre la metrópoli europea,
precipitó finalmente la caída de su imperio.
Mientras tanto, las burguesías –especialmente inglesa y francesa– se
esforzaban por hacerse del poder y, por ende, por desplazar a las noblezas y
266
al alto clero, con la consiguiente resistencia de estos. Como todo poder, el
creciente empoderamiento de las burguesías necesitaba también discursos
deslegitimantes de los que hasta ese momento apuntalaban la hegemonía
política de las noblezas. En particular, les era indispensable deslegitimar el
discurso del fortísimo poder punitivo ejercido por estas, que no dejaba de
ser un serio instrumento de dominación y control social.
Los filósofos del siglo XVIII se encargaron de elaborar los discursos
críticos del poder hegemónico aristocrático , invocando la razón como eje
de su pensamiento, para contraponerla a la idea del origen divino de las
monarquías. Por eso se llama al siglo XVIII el siglo de las luces de la
razón, y al pensamiento crítico así elaborado iluminismo o ilustración (*).
Sin embargo, no es fácil orientarse entre los discursos elaborados para
sostener la legitimación de las burguesías europeas en su ascenso y lucha,
porque toman argumentos de distintas fuentes. Si bien se centraban en la
razón, también recogían elementos del empirismo (*), porque por un lado se
apelaba al llamado contractualismo, por una vía en general idealista –como
veremos seguidamente–, pero también por un camino empírico, cuya mayor
expresión fue el pragmatismo inglés de Jeremy Bentham (*), según el cual
se trataba de que el derecho sirviese para la mayor felicidad de la mayoría.
En este sentido, Bentham rechazaba todos los recursos idealistas y
buscaba los argumentos prácticos, al concebir al derecho penal como una
técnica de repartir castigos y también premios, para determinar al humano.
Alguien ha dicho que Bentham propiciaba un positivismo con cálculo de
rentabilidad.
Todo el iluminismo europeo oscila, pues, entre la búsqueda de la justicia
por vía idealista y de las soluciones prácticas por vía empírica y
pragmática.
De toda forma, la lucha de la burguesía en ascenso terminó en revolución,
primero en Inglaterra, pero luego –con mucha mayor repercusión
continental y mundial– en Francia en 1789 (*).
Los límites del pensamiento ilustrado y del revolucionario, usados en los
discursos deslegitimantes del poder punitivo de las noblezas, tampoco
quedan del todo claros. Más bien se trató de diferentes actitudes políticas:
algunos autócratas coronados trataron de ajustar sus sociedades al cambio y
267
salvar sus cabezas, en especial Federico de Prusia (*) y Catalina de Rusia
(*), lo que se conoce como despotismo ilustrado (*), que respondía a la
consigna todo para el pueblo, todo por el pueblo, pero sin el pueblo. Los
revolucionarios, por el contrario, legitimaban el corte de cabeza de los
autócratas y la toma del poder por el pueblo.
Al oponer la razón a la legitimación teocrática directa de la nobleza, la vía
idealista del discurso deslegitimante apeló a la idea del contrato social, no
como una realidad antropológica o histórica, sino como metáfora que
explicaba el origen de la sociedad. Aunque nadie creía que en algún
momento se reunieron los humanos –desnudos o con taparrabos– y
celebraron un contrato, era una buena metáfora que se oponía a la
legitimación proveniente del concepto aristocrático de la sociedad como
organismo.
Un contrato es una obra humana que puede ser modificada; un organismo
es algo natural e inmodificable. El contrato se celebra entre iguales; en un
organismo cada célula debe cumplir una función que no puede cambiar. El
contrato se puede modificar por mayoría; en el organismo las decisiones las
toman solo las células a las que naturalmente corresponde esa función.
Si bien no todos los ilustrados fueron contractualistas (Montesquieu (*)
no lo era), la metáfora del contrato social permea casi todo este
pensamiento y se recuerda en particular a Rousseau (*). Pero el propio
pensamiento contractualista daba para muy diferentes consecuencias.
Estas comenzaron a manifestarse en Inglaterra en el siglo anterior al de las
luces, cuando confrontaron las ideas de Locke (*) y Hobbes (*). Para Locke
el ser humano antes del contrato vivía en cierta armonía y si lo celebró fue
solo para asegurar esta situación; para Hobbes, por el contrario, antes del
contrato había una guerra de todos contra todos, a la que este puso fin.
Como nunca había existido esa guerra, Hobbes la inventaba en América.
De estas dos concepciones se derivan consecuencias muy diferentes:
conforme a la primera, la autoridad emanada del contrato tenía un objetivo
que debía cumplir y si lo traicionaba debía ser reemplazada (el pueblo
conservaba el derecho de resistencia a la opresión); para la segunda no
quedaba más remedio que dar todo el poder a esa autoridad para parar la
guerra (cualquier resistencia era volver a la guerra).
268
Los penalistas siguieron la huella de los filósofos y, por ende, legitimaban
la pena como consecuencia de la violación del contrato, con lo cual volvían
a la pena retributiva de nuestros viejos colegas glosadores, aunque por otro
camino.
Quien al hacer mal uso de su libertad viola una obligación de naturaleza
contractual debe indemnizar y, por tanto, si no paga se le secuestra algo de
su patrimonio. Pues bien, al violador del contrato social se le secuestra su
capacidad de trabajo –que es lo que puede ofrecer en el mercado– al
meterlo preso. La pena de muerte equivalía en definitiva a la confiscación
de todo su patrimonio.
De este modo, la pena privativa de libertad se volvía eje central de todo
sistema punitivo, abandonando el viejo criterio de las penas naturales (al
ladrón se le cortaba la mano, al perjuro la lengua, etc.) y se adoptaba una
pena lineal, simplificando la cuestión mediante una única unidad de pago
(el tiempo), lo que coincidía con el afán de la época por unificar pesas y
medidas para facilitar el comercio.
Cabe precisar que muchos de quienes se ocuparon de las cuestiones
criminales en esos tiempos también eran economistas: Beccaria (*),
Filangieri (*), Sonnelfels (*), Valentín de Foronda (*), Pietro y Alessandro
Verri (*), Pellegrino Rossi (*).
Pero, para completar el cuadro de dispares consecuencias del
contractualismo, el revolucionario francés, Jean-Paul Marat (*), en su
famoso Plan de législation criminelle de 1779 (*), sostuvo que en un
principio el contrato se celebró para que todos tuviesen algo y, sin embargo,
luego unos pocos se quedaron con todo y muchos sin nada. Por eso,
concluía que, si bien la pena retributiva solo sería justa a condición de que
se respetase la igualdad, dada la enorme desigualdad reinante en su tiempo,
toda pena de muerte sería un asesinato. Por esta razón, se considera a Marat
como un antecedente del derecho penal de un Estado socialista.
En síntesis: el contractualismo se esgrimió como metáfora tanto por
liberales (Locke), autoritarios (Hobbes) y hasta socialistas (Marat), pero
también sirvió para racionalizar las penas mediante la simplificación en
medida de tiempo de prisión, como columna vertebral de los sistemas
penales contemporáneos.
269
Si bien se trató de un movimiento complicado, que recibió aportes muchas
veces incompatibles, lo cierto es que hubo pensadores del penalismo
iluminista en todos los países europeos y para todos los gustos. Lo más
importante –sin duda alguna– es que con ellos nacieron las garantías como
límites contemporáneos al ejercicio del poder punitivo, que en el siglo XIX
continuaron los autores liberales y acabaron plasmándose normativamente
en las constituciones y mucho después en el derecho internacional de los
derechos humanos.
El más renombrado de los pensadores penales del iluminismo fue el
milanés Cesare Beccaria, con su famoso librito Dei delitti e delle pene
(1764) (*), pero en cada país los hubo: así, en España, Manuel de
Lardizábal y Uribe (*), que había nacido en Tlaxcala, México, pero vivió
toda su vida en la península, con su Discurso sobre las penas (1782); en
Nápoles, Gaetano Filangieri (*), con su Scienza della Legislazione (1780) y
Francesco Mario Pagano (*) con sus Considerazioni sul processo criminale
y Principi del codice penale y Logica dei probabili o teoria delle prove
(1787); en la misma Italia, Giandomenico Romagnosi (*), con su Genesi del
Diritto Peanle (1791); en Portugal, Pascoal José de Mello Freire (*), con
sus Institutionum Juris Criminali Lusitani (1789); en Francia, más
identificado con el despotismo ilustrado, Michel de Servan (*), con su
Discurso sobre la administración de la justicia criminal (1766); en
Alemania Karl Ferdinand Hommel (*), traductor de Beccaria (1778) y autor
de Pensamientos filosóficos sobre el derecho criminal (1784); en Austria
Josef von Sonnenfels (*), autor de Sobre la abolición de la tortura (1775).
Este movimiento desembocó –o se continuó– en otro del siglo XIX que se
puede denominar más propiamente como liberalismo penal, cuyos autores
no se dedicaron tan exclusivamente a la filosofía y a la política penal, sino
que –a partir de esta– construyeron sistemas basados en las ideas
iluministas, aprovechando las sistemáticas que habían elaborado los
llamados prácticos, que fueron los penalistas que siguieron a los
posglosadores.
Por cierto que los penalistas liberales del siglo XIX tampoco constituyen
una corriente unitaria, porque en su seno se hallan desde Anselm Feuerbach
(*), que era contractualista, con su Tratado de derecho penal común vigente
en Alemania, de 1799; pero también Giovanni Carmignani (*), que no era
270
contractualista, y cuya obra más importante son los Elementa Juris
Criminalis (1822); Pellegrino Rossi (*), que fue un ecléctico liberal cuyo
Tratado de Derecho Penal se publicó en 1829; y, por supuesto, el Maestro
de Pisa, Francesco Carrara (*), que seguía una inspiración bastante
aristotélica, con su monumental Programma, cuya publicación comenzó en
1859.
Es conveniente que busquen y se detengan en las biografías de estos
personajes, donde se encontrarán con un mundo fascinante de héroes y
luchadores por la libertad. Es innegable –como lo señalamos antes– que
este movimiento intelectual resultó de la lucha por la hegemonía de una
clase surgida merced a los crímenes del colonialismo y el esclavismo, o sea,
que tuvo su oculto rostro macilento de atrocidades, pero tampoco se puede
negar que estos personajes obraron con autenticidad en procura de la
dignidad y la libertad. A algunos su lucha les costó cara, como a Pagano,
que fue ahorcado por voluntad del absolutismo borbónico de Nápoles, a
Rossi que fue asesinado, o a Romagnosi, que debió soportar exilios. Se dice
que Feuerbach fue envenenado, pero no hay prueba de eso.
Pero es verdad que este movimiento no fue uniforme, que es difícil trazar
líneas divisorias netas entre ilustrados y revolucionarios, o entre estos y los
puros liberales, como que no todos fueron contractualistas, sin contar que –
como vimos– la metáfora del contrato social dio para todo, pero para
complicar más las cosas, también se volvió muy problemático el propio
concepto de razón, no ya entre pensadores de la cuestión penal, sino entre
los propios filósofos, dando lugar a nuevos debates.
Como los filósofos iluministas depositaban una confianza enorme en el
poder de la razón, era natural que se alcanzase el punto máximo con una
investigación de muy alto nivel de elaboración acerca de esta. Esta tarea la
cumplieron las dos investigaciones de Inmanuel Kant (*): la Crítica de la
razón pura y la Crítica de la razón práctica. Tengamos en cuenta que en su
tiempo Kritik significaba investigación.
Por supuesto que la razón era patrimonio de los blancos europeos –y en
modo alguno de los negros e indios–, que formaban parte de la naturaleza
irracional, como los animales, que para Descartes (*) eran máquinas.
Es imposible resumir el pensamiento de Kant sin deformarlo –al igual que
271
en cualquier síntesis–, de modo que, por anticipado, pedimos disculpas por
este intento que siempre será fallido, pero no podemos remitir a ustedes a la
lectura de sus obras, porque estamos estudiando nada más que nuestro
modesto saber penal y, por ende, no les podemos exigir ese esfuerzo, de
modo que intentaremos aquí lo imposible, para que, al menos, tengan cierta
idea aproximada de lo que nos interesa destacar.
La razón pura era para Kant la que permitía acceder al conocimiento de
las cosas, pero no de las cosas en sí, porque estas no son accesibles al ser
humano, dado que todas las cosas se dan siempre en un tiempo y en un
espacio, el primero objeto de las matemáticas y el segundo de la geometría.
De allí no se podía extraer ninguna regla para el comportamiento humano,
es decir, para la ética (palabra que viene del griego, éthos, que significa
comportamiento, costumbre).
Para Kant la ética se alcanza mediante la razón práctica (palabra
vinculada a praxis, acción). Para eso parte de que tengo una conciencia
moral (que me dice qué es lo éticamente bueno y malo) y me señala mi
deber ético. El deber ético se asume como imperativo categórico, es decir,
cuando hago lo que hago por un imperativo de conciencia no condicionado.
Así, no actúas conforme a esto cuando me das la razón solo porque soy el
profesor y quieres aprobar la materia. Este sería un imperativo
condicionado.
Pero al actuar conforme al imperativo categórico que me señala mi
conciencia moral, me doy cuenta de que vos también tenés una conciencia
moral que te puede señalar imperativos categóricos diferentes de los míos.
Por ende, tengo que respetarte y no puedo tratarte como un medio, sino
como un fin en vos mismo. Queda claro –recordemos– que para Kant y los
muchachos de su tiempo, este trato no te correspondería si tuvieses
demasiada melanina.
¿Pero no hay ninguna regla mínimamente objetivable? Kant la encuentra
–más o menos– en la siguiente fórmula: tratá a los demás como querrías
que te trataran a vos, o también enunciada negativamente como no hagas a
los demás lo que no quieras que te hagan a vos.
¿Y qué garantía hay de que se respete esta regla? Esta sería la tarea del
derecho: sería la garantía externa de respeto hacia el imperativo categórico
272
formulado en la regla antes indicada, porque esa sería, precisamente, la
razón de ser del Estado. Para eso se habría celebrado el contrato social, que
sacó al ser humano de la barbarie de la guerra de todos contra todos (el
invento de Hobbes, que situaba en América), para llevarlo al estado civil,
precisamente mediante ese contrato, que exige que quien viole el
imperativo categórico sea penado conforme a la regla del talión (ojo por
ojo, diente por diente), o sea, que legitimaba la pena retributiva que
devuelve un mal equivalente al causado por el violador del contrato.
Así, el Estado no podría disolverse (no podría rescindirse el contrato
social) sin penar antes al último delincuente, porque omitir esa retribución
talional, no sería una rescisión del contrato, sino su violación.
Como se puede observar, en esta legitimación de la pena talional o
retributiva hay un fuerte componente de Hobbes y nada de Locke. Esto se
lo objetó a Kant un penalista muy singular, quizá el más profundo pensador
penal del siglo XIX, que fue el antes mencionado Anselm von Feuerbach
(*), autor del código de Baviera que, a través de la traducción francesa de
Vatel pasó en su mayor parte a ser código penal argentino –por obra de
Carlos Tejedor (*), el primer profesor de derecho penal de la Universidad
de Buenos Aires– y luego también código de la República del Paraguay.
Feuerbach sostenía que si bien mi conciencia moral, mediante el
imperativo categórico, me indica lo que debo hacer éticamente, también me
señala que, dentro de ciertos límites, que no me marca la conciencia moral,
sino la conciencia jurídica, sé que tengo un espacio de derecho para
separarme de la ética.
Para Feuerbach –que en cierta medida seguía las huellas del mismo Kant
al que criticaba– en rigor no había dos conciencias (una moral y otra
jurídica), sino que la propia conciencia moral te indica lo que debes hacer
éticamente y, al mismo tiempo, te señala el espacio de que dispones para
actuar de modo no ético.
Esto es lo que muchos años después señalaría Gustav Radbruch (*), el
famoso filósofo del derecho del neokantismo liberal, en una de sus más
conocidas frases célebres: el derecho es moral, precisamente porque es la
posibilidad de lo inmoral. En efecto: si no tengo espacio para actuar de
modo no ético, si me veo obligado a actuar siempre éticamente, no existe
273
ningún mérito moral en que lo haga: si es malo salir por otra puerta, no
tengo ningún mérito al salir por la puerta correcta cuando las otras están
herméticamente cerradas.
Esto lo obligaba a Feuerbach a buscar otra legitimación de la pena,
diferente del retribucionismo kantiano y, aquí se pierde afiliándose a la tesis
de la prevención general negativa (la pena se dirige a amedrentar a los que
no delinquieron para que no delincan), se comporta como un sujeto
amenazando a un perro que le muestra los dientes. Fue su famosa y
desafortunada teoría de la coerción psicológica. En esta cuestión de la pena,
Feuerbach se pierde, compartiendo el destino de todos los que trataron de
legitimar el derecho penal legitimando el poder punitivo. Volveremos en
otra lectura sobre esto, pero de momento, digamos que en el fondo de la
crítica de Feuerbach a Kant renacía en Alemania la discusión de un siglo
antes en Inglaterra entre Locke y Hobbes.
En efecto: para Feuerbach existía el derecho de resistencia a la opresión
cuando la propia autoridad estatal traicionaba el contrato (lo violaba), en
tanto que para Kant este derecho de resistencia no era admisible, porque
implicaba volver a la guerra de todos contra todos y, por lo tanto, siempre
sería preferible soportar la opresión. El derecho de resistencia está
consagrado en el artículo 36 de nuestra Constitución Nacional.
Hasta el presente, abundan los penalistas que tratan de legitimar la pena y
el poder punitivo del Estado en general, apelando al talión kantiano. Pero lo
cierto es que el talión kantiano debía funcionar en un Estado ético, que
cumpliese su función de custodio externo del imperativo categórico.
¿Alguien se anima a afirmar que existe algún Estado real que responda a
ese modelo ético? Es obvio que el Estado ético kantiano sigue siendo un
Estado soñado, pero no realizado, y la pena retributiva solo funcionaría
legítimamente cuando se realizase ese sueño.
Bibliografía: En el tomo II de mi Tratado de Derecho Penal, EDIAR, Buenos Aires, 1987,
se recoge una amplia indicación bibliográfica para cada tema y autores. Es conveniente leer
a Beccaria, y hay varias traducciones de De los delitos y de las penas (por ej. la edición
bilingüe, Arayú, Buenos Aires, 1959); de Anselm v. Feuerbach es muy interesante la
lectura del Anti-Hobbes. O sobre los límites del poder supremo y el derecho de coacción
del ciudadano contra el soberano, Hammurabi, Buenos Aires, 2010. Se trata de textos
cortos, pero que hacen pensar.
274
4. El racismo neocolonialista
Como es sabido, las burguesías europeas llegaron al poder, las noblezas
tuvieron que ceder y se mezcló la descendencia de algunos burgueses más
ricos con la de los nobles empobrecidos. Al mismo tiempo, las nuevas
potencias europeas reemplazaron a las ibéricas y renovaron el colonialismo
en América Latina y África, mientras Estados Unidos se desarrollaba
independientemente.
En América Latina, el neocolonialismo adoptó la forma de imperialismo,
o sea, de utilización de la fuerza de los Estados imperiales en beneficio de
sus establishments. Para eso les fue necesario eliminar a los próceres de
nuestras independencias que, por ser verdaderos liberales políticos, les
resultaban molestos.
Nuestros próceres desaparecieron por efecto de la biología o fueron
asesinados o alejados en medio de guerras civiles, en que se enfrentaba el
modelo productivo tradicional con el mercantilista de los puertos, este
último a la medida de los nuevos intereses neocoloniales.
Como es sabido, se impuso el modelo mercantilista y se instalaron en toda
la región repúblicas oligárquicas, gobernadas por minorías proconsulares
adueñadas de tierras y humanos, con constituciones liberales y realidades
explotadoras y autoritarias: el porfiriato mexicano (*), la república velha
brasileña (*), el patriciado peruano (*), el gomecismo venezolano (*), los
barones del estaño bolivianos (*), la oligarquía vacuna argentina (*), etc.
En África el neocolonialismo se animó a colonizar el interior del
continente, lo que hasta ese momento no habían hecho –limitándose a
ocupar las costas–, porque los africanos podían contagiar a los europeos (al
revés de lo que sucedió con nuestros originarios, que fueron contagiados
por los europeos). No obstante, la fiebre amarilla llegó de África, como
precio del esclavismo, y les costó en parte el desastre del primer intento de
construcción del canal de Panamá (*).
Para llevar a cabo la ocupación policial de África, los poderosos se
repartieron ese continente como una pizza en la conferencia de Berlín de
1884-1885 (*). De ese reparto resultaron atrocidades como el Estado libre
del Congo (*), propiedad privada del rey Leopoldo II de Bélgica, que para
275
hacerse de caucho explotó a sus originarios en la forma más inhumana
imaginable, practicando un genocidio con más de dos millones de víctimas.
Como era lógico, semejante empresa mundial neocolonial necesitaba un
discurso legitimante.
Pero no era solo el neocolonialismo lo que se debía legitimar con la nueva
hegemonía europea, porque en las propias metrópolis surgían conflictos
muy serios. La lenta acumulación originaria de capital concentraba riqueza
en las ciudades, al tiempo que la racionalización de la explotación agrícola
desplazaba demasiada población del campo a las ciudades, que el escaso
capital no conseguía incorporar al sistema. En las ciudades se daba una
simultánea concentración de riqueza y de miseria.
Estas nuevas condiciones urbanas eran explosivas, pero su intensidad
disminuía a medida que la industria podía incorporar nuevas fajas de
población a su sistema productivo, aunque los que llevaban la peor parte
generaron movimientos más orgánicos: el sindicalismo, el socialismo y, el
más peligroso para el poder, el anarquismo, en especial en su variante
revolucionaria (*).
En toda Europa se reprimía a estos movimientos; quizá Bismarck (*) y
más aún Guillermo II (*) fueron los únicos que se decidieron por un
intervencionismo económico y algunos beneficios sociales, para contener el
avance socialista en Alemania, practicando una especie de keynesianismo
antes de Keynes (*), aunque sin dejar de reprimir. Fueron las pulsiones
represivas de Bismarck las que decidieron a Guillermo II a jubilarlo.
Los habitantes de los cordones de miseria de las metrópolis europeas eran
las nuevas clases peligrosas que debían ser controladas punitivamente. Para
eso, Europa reimportó de sus colonias el método de ocupación territorial
que había usado en ellas: las policías. Estas aparecieron en el viejo
continente a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, pero conforme
aumentó la conflictividad con las clases peligrosas, su poder –
especialmente de vigilancia– debió incrementarse y fue necesario
legitimarlo discursivamente.
Si en las colonias era eficaz el mismo método que en los suburbios, no es
raro que a algunos se les ocurriese que entre los habitantes de ambos
territorios (colonias y suburbios) había similitudes; nada más lógico.
276
Por ende, el neocolonialismo debía legitimar la superioridad de los
colonizadores y de las burguesías europeas, tanto sobre los habitantes
originarios de las colonias como sobre los excluidos de los suburbios de sus
grandes ciudades.
La expresión clases peligrosas (*) no es un invento socialista, sino de la
elite intelectual francesa, que convocó a un concurso sobre el tema en 1838,
que ganó un jefe de policía de París, aunque con un discurso desarticulado y
muy pobre.
Descartado por estar fuera de moda el argumento legitimante de
superioridad teocrática, quedaban dos caminos para construir el discurso
de superioridad neocolonialista, y ambos fueron ensayados: (a) uno
consistía en caer en un idealismo romántico y deformar el concepto de
razón del iluminismo hasta hacerlo irreconocible; (b) el otro, en abandonar
por completo las bases filosóficas del iluminismo y del liberalismo y apelar
a un burdo materialismo de reduccionismo biológico.
Por ambos se llegaba al mismo resultado, por el primero a una
jerarquización de humanos más bien cultural –diríamos hoy– y por el
segundo a lo mismo, pero por vía de un fundamento biológico falso. El
primero tuvo como artífice máximo a Hegel (*) y el segundo a Spencer (*).
Como Hegel era un filósofo y Spencer un ingeniero ferroviario, no es
posible ignorar la diferencia abismal entre los niveles de elaboración de
ambos discursos.
Como se sabe, siempre media una relación inversa entre la brutalidad e
irracionalidad de un ejercicio de poder y el nivel de elaboración del
discurso que lo legitime: a mayor brutalidad, menor nivel. Es obvio que, en
este caso, el mayor éxito correspondió a los disparates de Spencer, que
prácticamente devinieron verdades científicas del imperialismo británico.
De toda forma, es necesario que expliquemos también el primer camino,
porque repercutió con fuerza en el saber jurídico penal –donde tuvo muchos
seguidores– y también porque, en materia de ideologías penales, es
necesario advertir que ninguna está muerta, sino solo adormecida y se
despierta en cualquier momento.
No pretendemos aquí explicar lo que dijo Hegel, entre otras cosas, porque
se trata de uno de los filósofos más oscuros de todos los tiempos y hay
277
bibliotecas enteras dedicadas a explicarlo. Pero sí sabemos lo que significó
para el derecho penal, es decir, lo que los penalistas entendieron que decía.
Si en el siglo XVIII la metáfora contractualista se prestó para diferentes
racionalizaciones, en el siglo XIX fue el concepto mismo de razón el que se
problematizó y deformó, porque en tanto que Kant –y en general los
iluministas– la concebían como vía de acceso al conocimiento, pasó a
considerársela –por obra de Hegel– como un motor que propulsaba la
historia: la razón dejaba de ser una vía de conocimiento y pasaba a ser una
fuerza impulsora.
Esta es la diferencia fundamental entre Kant y Hegel. Pero debemos
aclarar que, para llegar a esto, Hegel se vuelve romántico idealista, o sea
que, en una visión intuitiva de la realidad, descubre un principio motor
infinito, que será su particular concepto de razón, a partir del cual deriva
toda su construcción ideológica.
Mientras Kant, al usar la razón buscaba límites en las respuestas a sus
preguntas fundamentales, Hegel despreciaba esa tarea, porque por vía de un
pantallazo intuitivo iluminante de la realidad, descubría la razón como
principio motor infinito, es decir, puro romanticismo, o sea, acceso al
infinito por la vía intuitiva.
En lo sustancial, Hegel entendía que el espíritu humano (el Geist)
avanzaba dialécticamente, es decir que, propulsión a razón, pasaba por un
momento subjetivo (tesis), por otro objetivo (antítesis) y, por fin, se
sintetizaba en otro absoluto. A este último correspondía el Estado, que
detentaba el máximo de la objetivación ética. No el Estado existente sino –
al parecer– el que Hegel soñaba que sería alcanzado por impulso de la
razón.
Entendámonos: alcanzo el momento subjetivo cuando salgo de la
naturaleza y tomo consciencia de mi libertad. Recién en ese momento
puedo vincularme con otro humano en una relación objetiva entre seres
libres –alcanzo el momento objetivo– y, por eso, a ese momento del espíritu
objetivo, es al que corresponde el derecho. Antes, si no superé el momento
subjetivo, no puedo actuar ni conforme ni contra el derecho, porque sigo
siendo un ente de la naturaleza y, por ende, puedo ser tratado como un puma
que se escapó del zoológico, pero no penado.
278
Esa condición –de quienes no alcanzan la autoconsciencia de libertad– es
atribuida por los penalistas hegelianos a los locos, a quienes consideran
incapaces de conducta o acción (la inimputabilidad es para los hegelianos
incapacidad de conducta), pero también a quienes reiteran comportamientos
que demuestran que no comparten los valores de la comunidad jurídica y –
obviamente– a todas las personas de las culturas colonizadas.
El racismo hegeliano se pone bien de manifiesto en su libro de filosofía
de la historia (*), donde hace avanzar a su espíritu dejando al borde del
camino a los orientales por teocráticos, a los islámicos por sensuales, a los
judíos por sometimiento a la voluntad absoluta, a los latinos por no alcanzar
la plenitud racional y, de ese modo, su mundo germánico es el único por
completo racional. Para Hegel los africanos eran casi animales y los
americanos solo tenemos historia desde la llegada del colonialismo
europeo.
Por ende, los colonizados, los locos, los que se apartan obcecadamente de
las normas, no realizan conductas jurídicas ni antijurídicas, están fuera del
derecho, por no haber alcanzado la autoconsciencia, que se supone solo en
la gente decente, blanca, con escasa melanina y germánica. Los otros –
entre ellos los colonizados– si molestamos, seremos materia de medidas
policiales, igual que el pobre puma que se escapa del zoológico en busca de
libertad.
La pena retributiva –y, por ende, con medida– era para Hegel un
privilegio, reservado a los que podían actuar en derecho, y se justificaba
porque su delito negaba el derecho, la pena negaba el delito y, por ende,
confirmaba el derecho (la negación de la negación es la afirmación), lo que
permite decir a algunos que la pena se justifica por sí misma. Podríamos
agregar que las medidas también, ante la supuesta evidencia de inferioridad
de los negros y de los indios, como también de los marginados, disidentes y
excluidos que se les parecen.
En síntesis, queda claro que tanto los colonizados como los
estigmatizados por locos y los integrantes de las clases peligrosas
suburbanas, no son sujetos del derecho –no son totalmente personas– y, por
ende, todos ellos son materia de puro control punitivo policial. De toda
forma, lo que también queda claro es que el Estado racional de Hegel
279
tampoco era una realidad, sino un proyecto, salvo que se entendiera que se
trataba del Estado prusiano de su tiempo.
El alto nivel de abstracción –y de abstrucidad– de este discurso filosófico
no lo hacía muy apto para popularizarse, lo que hizo que el otro camino, el
del reduccionismo biologizante de extrema grosería materialista, le ganase
en difusión y dominase los púlpitos académicos por muchos años: el
grosero ingeniero ferroviario inglés superó en popularidad al fino filósofo
alemán.
Herbert Spencer se las arregló para esconderse detrás del pobre Darwin
(*), al punto de que hasta hoy se repiten sus disparates con el nombre de
darwinismo social (*), cuando en realidad se trata de un spencerianismo
social, si se lo quiere llamar de alguna manera, porque se asienta sobre una
versión propia y arbitraria de Darwin.
La evolución biológica por medio de lucha –la llamada selección
natural–, en la que perecen los más débiles y quedan los más fuertes para
reproducirse, en términos darwinianos no implica que estos sean los más
brutos, sino los que tienen mayor capacidad de adaptación. Pero Spencer
entendió que eran los más brutos, que por serlo tenían el cerebro más
desarrollado y por eso se hallaban en la cúspide de la evolución, condición
que los legitimaba para colonizar a los de cerebro menor, incluso como obra
piadosa. En síntesis: como los más bestias sobreviven, eso demuestra que
son los más evolucionados, deben reproducirse para seguir evolucionando
y, mientras tanto, está bien que los menos bestias se mueran y extingan.
Spencer afirmaba –sin ningún fundamento– que el cerebro y el sexo
usaban el mismo combustible y el menor cerebro de los colonizados
obedecía a que, por ser razas sin moral, usaban demasiado el sexo. Como la
función hace al órgano, los colonizadores les impondrían usar menos el
sexo y más el cerebro; así, con unos milenios de colonización, alcanzarían
un mayor desarrollo craneano, sin contar con que a la colonización
sobrevivirían únicamente los más fuertes, a quienes los colonizadores no
hubiesen conseguido matar.
En cuanto a las poblaciones suburbanas –clases peligrosas–, sostenía
Spencer que no debían ser ayudadas, porque se les quitaba el derecho a
luchar y a evolucionar mediante la selección natural, aunque los más
280
débiles perecerían, lo que era inevitable como ley natural. Por eso no debía
haber ayuda social, enseñanza gratuita (porque leerían libros socialistas) y
ni siquiera filantropía, puesto que todo eso retrasaba su derecho a
evolucionar (y también a morir más rápido).
Dicho de esta manera, no queda duda que estas banalidades disparatadas
cumplieron exactamente la misma función que la complicada construcción
hegeliana: los inferiores internos (clases peligrosas) y los externos
(colonizados) debían evolucionar luchando para que se eliminen los más
débiles y sobrevivan los más fuertes, que se irían pareciendo a la cúspide de
la evolución, desde la que disertaban juntos Spencer y Hegel, aunque
habían llegado en autobuses intelectuales muy diferentes.
El hegelianismo no se difundió por nuestra región en el siglo XIX, sino
que circuló mucho más tarde y reservado a ámbitos académicos. El
spencerianismo –por el contrario– fue acogido de inmediato por las
oligarquías antes mencionadas.
Esta calurosa acogida de Spencer y sus muchachos respondía a que,
justamente, era el discurso pseudocientífico que permitía a las oligarquías
legitimar la obvia contradicción entre constituciones liberales y realidades
de servidumbre y esclavitud disfrazada.
La simpleza de esas argumentaciones era de fácil difusión en la prensa: no
podía entregarse el destino a pueblos incultos, analfabetos, de indios,
africanos, mestizos y mulatos, que harían una catástrofe. Solo después de
educarlos y hacerles crecer el cráneo –y achicarles el sexo- sería eso
posible. Hasta entonces las oligarquías cumplirían su piadosa función de
tutela de esos inferiores en forma de colonialismo interno.
Este discurso no solo llegaba ataviado de ciencia, sino que asumía la
forma de un paradigma, o sea, de un marco general obligatorio para
cualquier ideología. Poco importaba que quienes pretendiesen ingresar o
mantenerse en alguna posición académica fuesen conservadores, liberales o
socialistas, porque de no compartir el racismo spenceriano, eran excluidos
por el poder académico. Recordemos que los intelectuales que rodeaban la
dictadura de Porfirio Díaz en México, se autodenominaban el grupo de los
científicos (*) y que el fundador de la criminología brasileña –Edmundo
Nina Rodrigues (*)– era un confeso racista, como que el fundador de la
281
nuestra –José Ingenieros (*)–, quien pese a ser socialista, escribió a
principios del siglo pasado artículos racistas horrorosos.
Desde los tiempos de Wier en el siglo XVI, la corporación médica quería
sustraer a los juristas la hegemonía del discurso penal, pero no tenía poder,
aunque fue construyendo un discurso propio al respecto. Así, en el siglo
XIX, el inglés Pritchard con su teoría de la locura moral (*), el austríaco
Gall con la frenología (*), el francés Morel con la degeneración (*),
prepararon el terreno al ofrecer discursos en la vidriera de las ideologías,
pero necesitan alguien que los comprase. Fue necesario que las policías, que
crecían sin discurso, demandasen con urgencia uno, porque si bien habían
sido reimportadas de las colonias y cobraban poder autónomo en las
metrópolis, querían legitimarse y sacarse de encima a los jueces.
Fue en ese contexto cuando apareció el más famoso de estos médicos,
Cesare Lombroso (*), quien en 1876 publicó la primera edición de El
hombre delincuente, que en 1888 llegó a nosotros, traído por Luis María
Drago (*), luego famoso canciller.
Al seguir las huellas de los fisiognomistas (*), Lombroso explicaba la
conducta criminal a partir de rasgos físicos considerados atávicos
(regresivos o involutivos): prognatismo o mentón prominente, orejas
abiertas, pómulos marcados, asimetría facial, extremidades largas,
hiposensibilidad al dolor, etc.
Era verdad que Lombroso encontraba en cárceles y manicomios personas
con esos signos; en este sentido, fue un observador minucioso. Pero nunca
se percató de que esas personas daban en los estereotipos de la época,
porque se parecían a los colonizados (eran feos para los valores estéticos
europeos de ese tiempo) y que, por ende, los signos no eran causas del
delito, sino causas de que los seleccionasen las policías (portadores de
rostro).
Al no percatarse de esa selectividad, Lombroso lo explicó al mejor estilo
de Spencer: eran personas que nacían entre los más evolucionados de la
humanidad, pero sin terminar el desarrollo fetal, o sea, criminales natos, a
los que –por un accidente biológico– faltaba en su ontogenia (*) algo así
como el último golpe de horno o el último pespunte.
Pero un fino observador –como era Lombroso– también se dio cuenta de
282
la semejanza con los colonizados y, al respecto dijo que presentan
caracteres negroides y mongoloides, es decir, que se parecían a los africanos
y a nuestros originarios. No se engañaba y observaba que por eso eran feos,
aunque reconocía que algunos no lo eran tanto, pero de inmediato se
corregía para decir que, muchas veces, la fealdad la disimulaba la
abundancia de cabello.
En síntesis, la teoría del criminal nato de Lombroso se ajustaba
perfectamente al paradigma spenceriano, pues la visión racista que cabe
derivar de su teoría, era que en la parte más evolucionada de la humanidad
se producían raros casos de involución (atavismo) en que nacían unos pocos
subhumanos parecidos a los colonizados y que iban a dar a las cárceles. De
esto podemos derivar que una colonia, habitada por no evolucionados
parecidos a los involucionados europeos, no puede ser sino una enorme
cárcel, aunque esto no lo haya dicho nunca Lombroso.
Este discurso racista facilitó un acuerdo entre policías (con poder y sin
discurso) y médicos (con discurso y sin poder) y permitió que la
criminología adquiriese jerarquía académica, entrando a las universidades
con el nombre de antropología criminal (obsérvese este nombre), luego
criminalogía y por último criminología. Así nació una nueva criminología
etiológica, como estudio del hombre delincuente, entendido como un ente
biológicamente diferente dentro del género humano.
Conviene aclarar que Lombroso habló del hombre delincuente, no de la
mujer. Años después –con su yerno, Guglielmo Ferrero– publicó un libro
(La mujer normal, delincuente y prostituta), donde sostenía que la menor
frecuencia delictiva de las mujeres se debía a que en ellas la prostitución
reemplazaba a la delincuencia. Retomaba así la tradición inquisitorial
misógina con fundamento biologista.
De aquí –con ligeras variantes y algunos retoques– partió todo el derecho
penal de peligrosidad del siglo XIX y de la primera mitad del siglo pasado,
que no solo en la misoginia renovó el pensamiento inquisitorial y que, en
conjunto se conoce como positivismo penal y criminológico, acogido
calurosamente en nuestra región.
Debemos formular una advertencia final, porque llama la atención que
aquí hayamos hablado de dos discursos racistas y que en la cúspide de la
283
raza evolucionada estuviesen Hegel y el dúo Spencer-Lombroso, aunque,
como dije, llegados en autobuses diferentes.
Les ahorro la historia, pero esta cuestión de que el racismo se suba a
cualquier autobús discursivo viene de mucho más lejos. En la India, el
racismo siguió la vía más espiritualista imaginable: la reencarnación. Los
espíritus evolucionaban y a medida que se perfeccionaban se iban
reencarnando y volvían a la tierra en seres más perfectos, hasta reencarnar
en la casta superior, que así legitimaba su hegemonía y el sometimiento de
las otras castas. La más inferior –la de los parias– cumplía la función de
permitir que todas las intermedias se considerasen superiores a alguien.
Como siempre también sucede, un día alguien les arruinó el pastel,
diciendo que todos –por ser humanos– estaban igualmente capacitados para
llegar a la perfección. Ese fue Buda.
¿Estamos mezclando religión con ciencia? No, fueron otros los que
mezclaron los autobuses. No se asombren: no faltaron quienes vincularon la
teoría lombrosiana con la reencarnación, y el propio Lombroso se acercó al
espiritismo en sus últimos años.
Pero volvamos algunos milenios atrás: el idealismo y la dialéctica no los
inventó Hegel, sino Platón, en quien muchos reconocen contactos con las
ideas de la India.
No olviden nunca –y por cierto no solo en el derecho penal– que todo
ómnibus discursivo es bueno, cuando vende boletos que permiten legitimar
el ascenso a una posición privilegiada desde la que someter, explotar,
esclavizar o incluso matar al resto de los seres humanos.
Bibliografía: Remitimos al mismo tomo II del Tratado de Derecho Penal, EDIAR, Bs.
As., 1987; también La palabra de los muertos. Conferencias de criminología cautelar,
EDIAR, Buenos Aires, 2010; Darío Melossi y Massimo Pavarini, Cárcel y fábrica, Los
orígenes del sistema penitenciario (siglos XVI-XIX), Siglo XXI, México, 1985.
284
renombrado teórico de su época, los ricos en melanina eran razas y pueblos
de criminales natos, en tanto que los blancos refinaban sus sentimientos de
justicia y piedad; la defensa contra los degenerados internos equivalía a la
guerra contra el enemigo externo. Su obra racionaliza las peores violaciones
a los derechos humanos, escrita por una suerte de Platón en bruto, y lleva
precisamente el nombre de Criminología.
Enrico Ferri –de origen socialista, aunque en sus últimos años fue senador
fascista– dio entrada a las causas sociales, aunque siempre dentro del
general esquema etiológico y sin abandonar a Spencer (aunque invocando
al pobre Darwin y a ratos perdido mezclándolo con Marx). Fue el jurista
del trío, propulsor del reemplazo de la pena retributiva por la medida de
seguridad neutralizante de la peligrosidad del sujeto, o sea, del más puro
derecho penal de autor. Por influencia suya, el propio Lombroso matizó su
biologismo, al reconocer otras causas en un libro titulado El delito, sus
causas y remedios (*).
Ferri era un sujeto peligroso por su inteligencia y elocuencia, al punto que
su creación más genial fue la llamada lucha de escuelas, para lo cual
inventó una supuesta escuela clásica en que englobaba a todas las
ideologías de los discursos anteriores a él y su trío, para oponerle lo que
ellos pensaban: según Ferri, con ellos había llegado la ciencia y todo lo
anterior era espiritismo penal. Esa lucha solo existió en su imaginación. El
supuesto fundador de esa pretendida escuela clásica era Beccaria y su jefe
Carrara, ambos muertos cuando Ferri escribía. Pero el invento ganó
popularidad y cundió por el mundo.
El trío positivista impactó de lleno en nuestras cátedras, todos los
penalistas se volvieron positivistas, era la moda, el progreso, la ciencia.
Dominó la teoría jurídico penal argentina hasta pasada la mitad del siglo
XX y, en buena medida, se expandió desde aquí al resto de América Latina
de lengua castellana. Prueba de eso son las obras generales más difundidas
de esos años, especialmente las generales de Eusebio Gómez (*) y Juan P.
Ramos (*), al igual que el surgimiento de nuestra criminología que, luego
de algunas veleidades anarquistas, eclosionó con la Criminología de José
Ingenieros (*), que psiquiatrizaba todo el delito.
El positivismo retomó el esquema integrado de los inquisidores contra
285
brujas: la criminología explicaba las causas del crimen, ya no Satán y sus
muchachas inferiores biológicas, sino directamente la inferioridad biológica
(matizada con algunos otros factores) de hombres y mujeres, que revelaba
su peligrosidad, es decir, la alta posibilidad de cometer crímenes en el
futuro.
El delito cometido no creaba desvalor por sí mismo, sino que era mera
prueba de la posibilidad de crímenes futuros. La función del derecho penal
era neutralizar al sujeto peligroso, sea tratándolo (resocializándolo) o
inutilizándolo, es decir, pura prevención especial. El proceso penal era el
camino que debían seguir los jueces para verificar el delito y medir la
peligrosidad de la persona. Esos técnicos en peligrosidad no estaban ahora
iluminados e inmunes al delito por obra del Espíritu Santo, sino de la
ciencia racista, cuyo monopolio detentaban los médicos.
Pensándolo bien, si lo peligroso es el sujeto y su delito solo un síntoma de
su peligrosidad, puede haber otros síntomas y, en ese caso, no sería
necesario esperar que la persona cometa un delito. Por esta vía se abrió paso
la llamada peligrosidad sin delito y los correspondientes proyectos de
imponer penas (llamadas medidas) a los que evidenciaran peligrosidad con
su conducta de vida, que se llamó mala vida.
Por la mala vida desfilaban prostitutas, caftens, jugadores, manosantas,
vagos, mendigos, gays, alcohólicos, usuarios de otros tóxicos, etc., que
fueron objeto de libros escritos por criminólogos que visitaban prostíbulos
con pretexto de investigación en Roma, Madrid, Barcelona y, como no
podía ser de otro modo, también en Buenos Aires. Eusebio Gómez escribió
en 1908 La mala vida en Buenos Aires (*), con prólogo de Ingenieros.
En realidad, en Buenos Aires no era necesario establecer legalmente la
peligrosidad sin delito, porque la practicó la policía hasta fines del siglo
XX, mediante penas contravencionales impuestas por comisarios y
detenciones por averiguación de antecedentes contra cualquier ciudadano.
No faltó en el mundo quien pensó que esto se podía llevar al extremo y
hacer un código penal sin parte especial, porque la peligrosidad –como
cualquier patología– podía diagnosticarse sin una tabla legal de signos y
síntomas. Así, Nikolái Krylenko (*) elaboró un proyecto en esa línea para la
Unión Soviética. El proyecto no se sancionó, pero su autor fue fusilado en
286
las purgas estalinistas de 1938 (*), llevadas adelante por el tristemente
famoso fiscal Andréi Vyshinski (*).
Pero el derecho penal de la primera mitad del siglo pasado no solo se
enredó con el racismo spenceriano, sino que tuvo tristes y lamentables
contactos íntimos discursivos con otras versiones del racismo, legitimantes
no solo de genocidios colonialistas, sino de los cometidos en la propia
Europa y sobre personas que también eran blancas.
En realidad, el racismo spenceriano era evolutivo, o sea que la
inferioridad de los ricos en melanina la atribuía a que no habían alcanzado
el mismo grado de evolución que los pobres en melanina y, con la piadosa
ayuda del colonialismo, si bien demorarían algunos siglos, alcanzarían ese
grado evolutivo, aunque al mismo tiempo matase a los más débiles, y dejase
subsistir a los más fuertes, para acelerar la evolución.
Pero desde el siglo XIX también se venía inventando un racismo
involutivo, según el cual una raza superior (aria), proveniente de la India, se
habría ido mezclando con seres inferiores y se habría degradado. Los
blancos superiores serían los que aún conservaban mayores rasgos de la
supuesta raza aria originaria, que eran los germanos. Así nació el mito
germano, común a casi todos los pueblos europeos: los sajones británicos,
los visigodos españoles, los francos franceses, etc.
Al contrario de lo que suele pensarse, el más famoso divulgador de esta
mentira no fue un alemán, sino un diplomático y novelista francés de
dudosa aristocracia: el conde Arthur de Gobineau (*). Fue también
embajador en Brasil, donde vaticinó que por efecto del mestizaje con los
negros su población disminuiría (al parecer se equivocó muy feo). Terminó
su carrera diplomática fugándose con la mujer de un colega.
Según Gobineau la mezcla de razas había dado por resultado tres grupos:
uno superior, aristocrático, donde se conservaban más los caracteres arios y
estaba destinado a las grandes obras del espíritu (por supuesto, era el suyo).
El segundo grupo tenía marcada influencia china, o sea, era inclinado al
comercio y a ganar dinero, obviamente era la burguesía francesa. El tercero
era los sans-culottes, o sea, la plebe desordenada, que no usaba los
pantalones o calzones propios de la nobleza y en la que predominaban los
caracteres africanos.
287
Debemos aclarar que siempre en el racismo existieron estas dos
tendencias (evolutiva e involutiva), incluso en el mismo discurso racista
teocrático del colonialismo ibérico: se escribieron muchos libros en los
cuales se preguntaba si el Apóstol Tomás había llegado a América o no.
Unos afirmaban que sí, en base a las cruces prehispánicas; otros lo negaban.
La disputa no era insignificante: si Tomás no había llegado éramos infieles,
debíamos evolucionar hacia la verdad, y era tarea del Rey adoctrinar a los
infieles; pero si Tomás había llegado y habíamos despreciado su mensaje,
éramos herejes, involucionados, con quienes debía vérselas solo la Iglesia y
no el Rey. Recordemos que los jesuitas fueron expulsados por resistirse al
Rey, medio siglo antes de nuestras independencias.
Pero volvamos a lo nuestro: el racismo involutivo del siglo XIX entró en
el siglo XX, con el libro de cabecera del emperador Guillermo II (*), escrito
por un británico germanófilo que adoptó la ciudadanía alemana y se casó
con la hija de Wagner: Houston Stewart Chamberlain (*), quien siguió la
línea novelística de Gobineau, pero ya teñida de profundo antisemitismo.
Las patrañas de Chamberlain, remozadas con la cruz gamada nazista por
un criminal de guerra, Alfred Rosenberg (*) en El mito del siglo XX (*),
configuraron un delirio en que ni el mismo Hitler creía del todo, pues se
burlaba en privado de su autor.
Parece increíble que todo este entramado de delirantes ideologías racistas
haya sido asumido no solo por políticos, sino también por académicos, pues
es por completo incomprensible sin tener en cuenta la historia del siglo
pasado.
Quien pretenda comprender mínimamente qué pasó en el saber jurídico
penal en la primera mitad de ese siglo, no puede soslayar el marco político,
social, cultural y económico europeo, so pena de no comprender
absolutamente nada y terminar creyendo ingenuamente que todo se produce
por azar o poco menos.
De la Primera Guerra Mundial (1914-1918) (*) salieron beneficiados los
Estados Unidos, en tanto que la Unión Soviética ensayaba un problemático
camino propio. Europa había quedado arrasada, trató de recuperarse
imponiendo fuertes sanciones económicas a Alemania –ya republicana– y
lo que consiguió fue poner en crisis a la república de Weimar (*). En la
288
Italia subdesarrollada, un movimiento totalitario –el fascismo (*)– hacía sus
primeros pasos a partir de la marcia su Roma de 1922 (*). La Unión
Soviética se encaminaba desde 1924 al totalitarismo estalinista (*). La crisis
mundial de 1929 (*) agravó las cosas y, sumadas sus consecuencias a los
efectos de las sanciones impuestas a Alemania, propulsó el ascenso del
nazismo (*) que en 1933 se hizo del poder.
La Primera Guerra Mundial fue un suicidio interimperialista para Europa,
y la Segunda (1939-1945) fue la terrible consecuencia de la incalificable
ceguera política en las luchas de poder de entreguerras.
El saber jurídico penal también es político y, por supuesto, estuvo
enredado en todo eso. En nuestra región seguía imperando el positivismo y
las novedades jurídico penales y criminológicas que nos llegaban eran
inorgánicos desprendimientos de los avatares ideológicos europeos.
El nazismo había llevado al colmo la idea de superioridad racial en base al
antes mencionado racismo involutivo, cuyo paraíso perdido era el tiempo
de los germanos puros, cuyas virtudes se habrían debilitado por efecto de la
disolvente influencia de los judíos, considerados una raza enemiga. Todos
los hombres de raza aria (las mujeres también, pero como reproductoras)
tendrían en sus genes condicionado un sentimiento de justicia racial y por
eso eran miembros de la comunidad del pueblo, una suerte de hormiguero o
panal de abejas, con un intérprete supremo (legislador y juez), que era el
Führer (como abeja reina).
La función del poder punitivo era la neutralización o eliminación de todos
los degenerados que no respondían a los mandatos éticos de la comunidad
del pueblo que, de este modo, se convertían en mandatos jurídicos. Para
este derecho penal, al igual que para el positivismo, el delito no era
desvalorado en sí por la ofensa a bienes jurídicos, sino tomado como signo
de degeneración del ario-germano.
Para eso, bastaba que mostrase su voluntad contraria al mandato, incluso
antes de cualquier tentativa (derecho penal de voluntad), como tampoco era
necesario que su conducta fuese exactamente típica, pues si contrariaba los
mandatos de la comunidad del pueblo y no era típica, debía atenderse a esos
mandatos antes que a la ley escrita, puesto que la fuente del derecho nazi no
era el Estado sino la comunidad del pueblo, siendo el Estado un simple
289
instrumento de aquella. De allí que este derecho penal admitiese la
integración analógica cuando los jueces considerasen que la conducta,
aunque atípica, igualmente afectaba el sano sentimiento del pueblo alemán.
Si bien esta concepción del derecho penal era horripilante, el poder
punitivo habilitado por este en el régimen nazi no fue el más letal, aunque
parezca mentira. La eliminación masiva de enfermos mentales e incurables
no fue autorizada por jueces, sino como medida administrativa. La Shoá (*)
–eliminación de seis millones de personas– tampoco fue ejercicio de poder
punitivo habilitado por el derecho penal formal, sino como medida de
eliminación policial. Los jueces no intervinieron en ningún momento para
impedirla u obstaculizarla. Como señalamos muchas veces, se pluralizan los
sistemas punitivos, el formal es solo uno –no el más letal– y sus jueces,
para no verse en problemas, se desentienden del resto del poder punitivo,
que queda a cargo del derecho administrativo e incluso racionalizan esa
omisión.
En tanto esto sucedía con el derecho penal nazista, el soviético estalinista
no aportaba mayores novedades, pues sus autores se plegaban al
positivismo con algunas citas de pie de página marxistas o leninistas. El
teórico del derecho marxista que no siguió esta línea fue Eugenio B.
Pasukanis (*), que desde 1937 hasta la fecha es un desaparecido forzado.
Andréi Vyshinski, que se cargó a Pasukanis y después –como vimos– a
Krylenko, era por cierto un jurista y fue rector universitario, pero su
discurso no aporta nada más que la adaptación a su papel de sicario de
Stalin. La legislación penal soviética también consagraba la integración
analógica, que solo fue eliminada después del estalinismo.
La otra vertiente del totalitarismo de entreguerras que impactó en el
derecho penal fue la fascista italiana. A decir verdad, el fascismo no
respondía al mito germánico ni pretendió una superioridad racial italiana
sobre esa base, incluso no fue antisemita en sus comienzos. Esto no
significa que no haya sido racista, solo que fundado sobre el mito romano.
Su racismo blanco legitimaba las campañas de pretendida construcción de
un imperio africano con las conquistas brutales de Libia, Eritrea, Somalia y,
finalmente, Etiopía (Abisinia) en 1935 y 1936. Al final también incorporó
el antisemitismo, cuando se alió con los nazis.
290
A diferencia del nazismo, el derecho fascista reconocía como única fuente
al Estado, pues conforme a su ideología el pueblo solo se expresaba a través
de este. Mussolini decía: El pueblo es el cuerpo del Estado, y el Estado es
el espíritu del pueblo; en la doctrina fascista, el pueblo es el Estado y el
Estado es el pueblo; todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera
del Estado.
Debido a esto, el derecho penal fascista defendía el principio de legalidad
y no admitía la integración analógica, a diferencia del nazi. Los jueces
debían hacer lo que la ley mandaba y nada más. Pero no se trataba de la
legalidad de garantìa, como seguridad del ciudadano, sino de obediencia a
la ley como seguridad de la voluntad punitiva del Estado. Sus penalistas –
salvo alguno o algunas frases perdidas de expreso fascismo– fueron en
general positivistas jurídicos (*), apegados a los textos legales y hasta
enemigos de la filosofía, como Vincenzo Manzini (*).
No puede afirmarse que el fascismo haya tenido una fuente teórica única
ni mucho menos, pero es incuestionable que es heredero del hegelianismo
en cuanto a su glorificación del Estado. Para quienes distinguen un
hegelianismo de derecha y otro de izquierda, el fascismo deriva del
primero. Su más importante filósofo fue el neoidealista Giovanni Gentile
(*) y no puede negarse en todo el neoidealismo italiano (*) la inspiración
hegeliana, que en su vertiente gentiliana dio amplio fundamento discursivo
a la triste aventura colonialista africana de Mussolini.
Como puede verse, en el contexto de la convulsionada primera mitad del
siglo pasado, el saber jurídico penal fue alimentado por los racismos, tanto
por el evolutivo biologista, como también por el involutivo ario-germánico
y por el idealista neohegeliano.
Con cualquiera de estos autobuses discursivos se llegaba a la cima de la
raza blanca superior. Cada uno podía retirar de la vidriera de discursos
racistas el que mejor le convenía, o sea, subirse al autobús que lo dejaba en
la cima por el camino más corto: Spencer y Lombroso, Gobineau,
Chamberlein y Rosenberg, Hegel y Giovanni Gentile, todos facilitaron los
diferentes ómnibus ideológicos que legitimaban la superioridad del poder
con que la civilización cometió en el siglo pasado sus peores genocidios.
La Primera Guerra Mundial –sobre la que se repara poco– fue una
291
carnicería humana sin precedentes, guerra de trincheras inmundas, de
muertes por infecciones, no se conocían los antibióticos, hay fotografías de
pilas de extremidades amputadas, millones de lisiados por toda Europa, uso
de gases venenosos, etc. A su término, para colmo, azoló al planeta una
pandemia de gripe llamada española (*) (no porque tuviera origen español,
sino porque en España no se censuraron las noticias), que se calcula que
mató entre cuarenta y cien millones de personas.
Todo este horror no detuvo las brutalidades de las luchas por el poder ni
los racismos discursivos manifiestos como legitimación y, en consecuencia,
sobrevino la segunda guerra poco más de veinte años después de esas
catástrofes.
La segunda guerra dejó como saldo dos atrocidades que causaron más
miedo que todas las anteriores: por un lado, los nazis habían eliminado a
millones de personas inocentes (judíos, gitanos, enfermos, gays, etc.) que
tenían igual carencia de melanina que ellos y, además, lo habían hecho en
pleno territorio europeo; por otro lado, la energía nuclear y las bombas
sobre Hiroshima y Nagasaki mostraban por primera vez al mundo la
posibilidad de aniquilar a toda la especie humana. Los juicios de Nürnberg
y Tokio exhibieron también la verdad del genocidio.
El miedo –no la razón ni la reflexión– llegó al derecho internacional y en
1948 provocó –al menos– dos tímidos avances: la convención contra el
genocidio y la Declaración Universal de Derechos Humanos. Tímidos, por
cierto, porque la primera quiso evitar que cayesen en su tipificación los
genocidios coloniales europeos, los desplazamientos de población forzados
del estalinismo y las bombas de Hiroshima y Nagasaki y, por ende, la
definición internacional del genocidio –hasta el Estatuto de Roma de la
Corte Penal Internacional (*)– fue casi una caricatura de los genocidios
nazis.
En cuanto a la Declaración Universal, en su momento no fue más que una
declaración que, solo décadas después cobró valor normativo al
considerarla parte de la Carta de la ONU y complementarse con los Pactos
y con los sistemas regionales europeo, americano y africano.
De cualquier manera, fue altamente positivo que los jefes de manadas de
la especie humana de la orgullosa civilización occidental reconociesen que
292
todo ser humano es persona, lo que no le fue necesario a ninguna otra
especie animal para reconocerse entre sí.
En nuestra región el positivismo racista declinaba. Nuestras oligarquías se
habían debilitado por acción de movimientos populares (cardenismo
mexicano, APRA peruano, varguismo brasileño, velasquismo ecuatoriano,
MNR boliviano, yrigoyenismo y peronismo argentinos, etc.). En segundo
lugar, la nueva generación de penalistas, al igual que las europeas, estaban
hartas de su sometimiento a la criminología etiológica de los médicos. En
tercer lugar, la pretensión de resolver todos los problemas jurídico penales
apelando a una grosería policial e irracional como la peligrosidad, se volvía
insostenible. Por último, el nazismo había desprestigiado a todo el racismo
biologista (involutivo, pero de paso también al evolutivo) y los propios
científicos lo descartaban, aunque aún no se hubiese avanzado demasiado
en la genética.
El telón fue cayendo sobre esta etapa y todos los penalistas empezaron a
mirar hacia Alemania. En las dos décadas posteriores al final de la guerra,
el derecho penal positivista desapareció por completo entre nosotros,
aunque no sin dejar algunos residuos en la dogmática y muchos en los
medios de comunicación.
Bibliografía: La indicada en el tomo II del Tratado de Derecho Penal, EDIAR, 1987; en
Zaffaroni, Alagia, Slokar, Derecho Penal, Parte General, EDIAR, 2000, pp. 284 y ss.; en
La palabra de los muertos, op. cit., pp. 87 y ss.; Eusebio Gómez, La mala vida en Buenos
Aires, Colección “los raros”, Biblioteca Nacional, 2011; del mismo, Tratado de Derecho
Penal, EDIAR, Buenos Aires, 1942; también, Enrique Ferri (Aspectos de su personalidad.
Síntesis y comentario de su obra), EDIAR, Buenos Aires, 1947; Enrico Ferri, “El fascismo
en Italia y la obra de Benito Mussolini”, en Revista Argentina de Ciencias Políticas,
Buenos Aires, 1926, tomo XXXIII; Juan P. Ramos, Curso de Derecho Penal, Biblioteca
Jurídica Argentina, Buenos Aires, 1935.
293
positivista de la alianza médico-policial, cuya caída devolvió a los juristas
(penalistas) la hegemonía del discurso del derecho penal. Cabe observar que
desde mucho antes, los penalistas se sentían molestos, por ocupar en el
modelo integrado positivista una posición subordinada a la criminología
etiológica de médicos.
En Europa, estas tentativas de recuperación del derecho penal por parte
de los penalistas se habían producido desde las primeras décadas del siglo
pasado. En Italia, Arturo Rocco (*) había lanzado la llamada escuela
técnico-jurídica hacia 1910. En Alemania, cundía el neokantismo jurídico
con Gustav Radruch (*) y otros desde la primera década del siglo.
Estos movimientos, hasta mediados del siglo pasado no tuvieron
repercusión importante en el penalismo de nuestra región, que seguía atado
al positivismo, con diferentes matices que no alteraban su esencia, hasta que
el hundimiento del racismo manifiesto -y su reduccionismo
pretendidamente biologista- dejó sin base filosófica al derecho penal y fue
necesario reconstruirlo rápidamente.
La mirada penal se dirigió en esa emergencia a Alemania, no por un brote
de germanofilia, sino porque allí era donde el derecho penal de los
penalistas alcanzaba desde hacía mucho su mayor refinamiento discursivo.
En este sentido, la elección fue acertada, porque no podían acudir al
derecho penal anglosajón, extraño a nuestro sistema; tampoco al italiano,
que salía del positivismo y también miraba hacia Alemania; y menos aún al
francés, que en ese momento no ofrecía un grado aceptable de elaboración
teórica.
Esto explica algo que siempre es necesario aclarar a los estudiantes, que
ven sus manuales llenos de citas de autores alemanes y se preguntan a qué
se debe. La razón no es otra que el buen resultado de la metodología
aplicada por los penalistas alemanes. Frente a las groserías de la
peligrosidad positivista, la dogmática jurídico penal alemana ofrecía
soluciones mucho más racionales –o al menos razonadas– a los
interrogantes de nuestro saber.
La crítica al positivismo y la mirada hacia Alemania había comenzado
años antes de la segunda guerra, con autores como Sebastián Soler (*) en la
Argentina y Nelson Hungria (*) en Brasil, pero estos discursos terminaron
294
de desplazar al positivismo en la posguerra. A partir de ese momento,
nuestro derecho penal latinoamericano recibe el impacto directo del saber
jurídico penal alemán hasta el presente.
No obstante, cada nueva construcción dogmático jurídica que llega de
Alemania es recibida por el penalismo de nuestra región como de superior
calidad técnica, es decir, que se trata de un sistema más perfecto, menos
contradictorio que el precedente, como si importásemos ingenios
electrónicos de nuevas generaciones o sucesivos modelos de automóviles
con mejor tecnología incorporada.
Buena parte de verdad hay en esto, pues es cierto que, cuando observamos
el orden en que fueron llegando, vemos una superación en cuanto a la
coherencia interna (no contradicción o completividad lógica) de las
sucesivas construcciones.
Cada nueva elaboración dogmática debe someter a crítica la anterior y, de
ese modo, pone al descubierto sus contradicciones, pero necesariamente, de
inmediato, como no se agota en una crítica por la crítica misma, pasa a
resolverlas ofreciendo una nueva construcción, apoyada sobre otra base
discursiva.
Esta nueva base discursiva es la que –con demasiada frecuencia– pasa por
alto el penalismo latinoamericano, demasiado fijado –obsesionado y
deslumbrado se podría decir– por la mayor completividad lógica de la
recién llegada.
La búsqueda de racionalidad solo por la mayor observancia del principio
de no contradicción en la valoración de las sucesivas construcciones
importadas, es paralela a una menor atención a la base o fundamento
discursivo del nuevo sistema.
Ese fundamento discursivo es –precisamente– la antropología filosófica
en que se asienta, la teoría del conocimiento con que se lo construye, el
grado de legitimación o deslegitimación del poder punitivo que filtra, el
modelo de Estado en el que se inserta, o sea, en síntesis, el contexto de
poder político, social y económico –y el marco cultural– a que corresponde
o aspira corresponder. Dicho más claramente: al reparar solo en la
completividad lógica del sistema, se despolitiza al derecho penal.
295
Este no es un defecto de los penalistas alemanes –quede claro– sino del
penalismo latinoamericano que, cuando retira de las aduanas locales los
sistemas importados, se deslumbra únicamente con su mayor completividad
lógica y no repara en el resto.
Quienes elaboran esos sistemas no tienen la culpa de que nosotros los
recibamos y los valoremos fijándonos casi exclusivamente en su grado de
no contradicción, sin reparar en su funcionalidad política. Este problema lo
creamos nosotros, no los que elaboraron el sistema.
Para corregir esta omisión, que priva al derecho penal de su dimensión
fundamental –como es la política–, no nos queda otra alternativa que
averiguar qué fue lo que pasó en Alemania y cómo aparecieron allí los
sucesivos sistemas que importamos.
En principio, debe quedar claro que los penalistas no son escribas de los
políticos, no inventan sistemas por encargo de ningún comité o líder, sino
que elaboran sus sistemas, sin duda que condicionados por sus
circunstancias –su contexto cultural, social y político de cada momento
histórico–, pero no por comisión de nadie. Como se ha dicho, todo humano
es él y sus circunstancias. Que una construcción cumpla con una
funcionalidad política, no significa que quien la elabora sea un esbirro de
ningún régimen.
Por lo general, la historia del derecho penal demuestra que cada vez que
alguien quiso teorizarlo por encargo de algún régimen, la construcción
resultante fue también desastrosa en su completividad lógica. Pero de
ningún modo es este el caso de nuestro derecho penal importado.
Lo que sucede es que, como todos los sistemas de ideas o ideologías en
sentido amplio, se exponen en las vidrieras de las ideologías, según su
funcionalidad –sea crítica o legitimante-, algunas son compradas por
muchos, difundidas y marcan una época, diríamos que son epocales. Otras,
que no llaman la atención de la clientela, son ocasionales, quedan en el
escaparate hasta que son retirados y se archivan en el altillo. Esto no
significa que las ideologías ocasionales no sean importantes científica,
filosófica o políticamente, pues algunas van a dar al altillo solo por
adelantarse a su tiempo (la ropa de verano no se compra en invierno).
Es imposible detenerse en todos los sistemas del derecho penal
296
construidos con método dogmático en Alemania, es decir, todos los que se
han ofrecido en la vidriera, pues son muchísimos; sería algo así como
despanzurrar un colchón de plumas en un día de viento. Solo podemos
detenernos en los epocales (que marcaron épocas), porque fueron
funcionales en su momento histórico, conforme a su contexto político,
cultural y de poder social y económico.
No es difícil individualizar estos contextos y su correspondiente
funcionalidad en el país de origen, porque la historia alemana del último
siglo y medio es realmente dramática en cuanto a disparidad de momentos
políticos bien marcados.
Pensemos que Alemania, después de las tensiones entre Austria y Prusia,
(a) unificó sus treinta y nueve Estados en 1871, con el Imperio, bajo la
batuta de Prusia y la habilidad política de Otto von Bismarck (*). (b)
Guillermo II despachó a Bismarck en 1890, para evitar su tendencia
represiva e inició un período de intervencionismo económico importante,
que algunos –exagerando bastante– llamaron socialismo de Estado. (c) La
Primera Guerra Mundial provocó la caída del Imperio en 1918 y el
advenimiento de la República de Weimar (*), con socialistas y liberales,
acosada desde los extremos de izquierda por el comunismo y de derecha
por el nazismo. (d) El nazismo acabó con la República de Weimar al asumir
el poder en 1933, y se distinguió una etapa de preguerra y otra de guerra.
(e) La derrota de 1945 dejó ocupado el territorio por cuatro potencias:
Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y la Unión Soviética. (f) Las zonas
ocupadas por las tres primeras potencias constituyeron la República Federal
de Alemania, que sancionó su constitución –la Carta de Bonn– en 1949 (*),
y la de ocupación soviética la República Democrática Alemana (*). (g) La
República Federal se reconstruyó con el gobierno conservador de Konrad
Adenauer (*). (h) En los años setenta cobró fuerza la socialdemocracia en la
República Federal, con alternativas con la democracia cristiana. (i)
Finalmente, Alemania se reunificó (*) en 1990, lo que dio inicio a su etapa
actual de marcado liderazgo europeo. Las elaboraciones de su derecho
penal epocales están vinculadas a esta historia política tan dramática como
accidentada.
No es menester mucha penetración para descubrir en Karl Binding (1841-
1920) (*) su adecuación al momento político de Bismarck; en la dogmática
297
de Franz von Liszt (1851-1919) (*) al segundo momento del Imperio; en
Gustav Radbruch y Max Ernst Mayer (*) un liberalismo que corresponde a
la República de Weimar; en Edmundo Mezger (*) y en la llamada escuela
de Kiel (*) (Georg Dahm y Friedrich Schaffstein) (*) las dos vertientes del
derecho penal del nazismo; en el conservadurismo etizante de Hans Welzel
(*) su correspondencia con la etapa de reconstrucción de Konrad Adenauer
(*); y en Klaus Roxin (*) los ecos de la socialdemocracia alemana de Willy
Brandt (*).
Estas correspondencias son bastante claras, y no es conveniente avanzar
hasta el presente, porque la proximidad temporal puede hacernos caer en
valoraciones subjetivas, pero a nuestros efectos es suficiente con las antes
señaladas.
Ante la necesidad de seleccionar las construcciones en que nos
detendremos, nos limitaremos fundamentalmente a las epocales que
tuvieron impacto en nuestro derecho penal regional (Liszt, Mezger, Welzel,
Roxin) y la de Günther Jakobs, que, si bien no parece ser epocal en
Alemania, donde predomina la de Roxin y sus discípulos, ha impactado
fuera de sus fronteras.
El normativismo de Binding no llegó a nuestro derecho penal, como
lamentablemente tampoco lo hizo el liberalismo penal de Weimar, de cuyos
autores en castellano solo conocimos en su momento las obras de filosofía
jurídica. Felizmente, tampoco nos llegó la llamada escuela de Kiel.
Respecto de Binding, pese a que no llegó a nosotros, es ineludible
detenernos un instante, por las razones que exponemos a continuación. En
cuanto a las otras construcciones epocales y a algunas ocasionales (no
epocales) haremos solo algunas breves referencias, porque es conveniente
que, de cualquier modo, ustedes tengan una idea de la magnitud y riqueza
creativa del universo de construcciones dogmáticas que se propusieron,
discutieron y siguen discutiéndose en la dogmática jurídico penal alemana.
Antes de pasar a la primera dogmática epocal que llegó a nuestra región,
debemos señalar que en la historia del derecho penal alemán se habla de
una lucha de escuelas, planteada entre Binding y von Liszt, a fines del siglo
XIX y comienzos del siglo XX. Ante todo, es debido a esto que resulta
ineludible referirse a la posición de Binding para comprender en qué
298
consistió esa lucha.
A este respecto se puede decir que, en definitiva, mientras Binding era –a
su manera– un exaltador del positivismo jurídico (del derecho positivo),
von Liszt seguía siendo en buena medida un positivista criminológico, algo
así como un Ferri alemán, pero más dogmático.
Pero también es necesario detenerse en Binding, porque su positivismo
jurídico no es puro y su modalidad dejó huella en construcciones
posteriores hasta el presente, en cualquier versión de la teoría de las normas
que quiera ver, como esencia del injusto, la violación de una norma como
desobediencia a un imperativo, más que la ofensa a un bien jurídico.
Binding siempre buscaba la norma detrás de la ley positiva, pero no como
una deducción lógica que facilita la racionalidad de la construcción, sino
que en su violación como imperativo estatal hacía radicar la esencia misma
del injusto penal. Dicho más claramente, para este autor el injusto es
violación del mandato normativo, con lo que construye un derecho penal de
imperativos. De allí su afán de buscar todas las normas en el derecho
positivo: justamente por eso su monumental obra cumbre –nunca traducida
a nuestra lengua– se titula Las normas y su infracción.
Cabe hacer notar que, de esta centralización de las normas como
mandatos y de su violación como núcleo del injusto, se deriva casi todo el
llamado normativismo posterior, con su consiguiente pregunta acerca de a
quién se dirige la norma, si al ciudadano o al juez, y su posterior derivación
en normas primarias (dirigidas al ciudadano) y secundarias (dirigidas al
juez).
Pero Binding inventó una nueva norma que llamó de valoración, deducida
de la primaria: si la norma ordena no matarás (prohibición) es porque la
vida vale. En un horripilante trabajo póstumo en colaboración, teorizó sobre
la vida sin valor vital y legitimó la muerte de enfermos terminales y otros
incapaces. Algunos críticos atribuyen semejante escrito precisamente a su
particular teoría de las normas y, en especial, a esta supuesta norma de
valoración.
Esta centralización de la violación del imperativo normativo tiene varios
inconvenientes. Lo que se deduce de la ley en este imperativismo no es la
norma que prohíbe ofender un bien jurídico, sino el puro mandato. La
299
ofensa al bien jurídico desaparece o tiene inferior importancia: lo
fundamental es que se desobedece al Estado.
El derecho penal fundado en imperativos tiende a penar desobediencias, a
convertirse autoritariamente en disciplinante de la ciudadanía, con lo cual la
ofensa al bien jurídico deja de ser necesaria o es subestimada. Desde un
punto de vista más realista, podría decirse que se trata de la ofensa a un
único bien jurídico: la voluntad del Estado, o bien, que todos los bienes
jurídicos han sido confiscados por el Estado. Como es notorio, se trata de
una construcción que pone en seria crisis el principio de ofensividad.
En otro orden, la norma no puede dirigirse a quien no puede
comprenderla, o sea, que debería llegarse a la conclusión de que no se
dirige a los incapaces. En un desarrollo coherente del imperativismo penal,
los inimputables deberían quedar librados a la administración, al igual que
en el hegelianismo.
Además, al dejar de considerar a la norma como una deducción que tiene
por objeto precisar el alcance de lo prohibido por la ley, para –por el
contrario– hacer radicar el injusto en la violación del mandato, se corre el
riesgo de confundir lo principal con lo accesorio: la norma no sería una
precisión de la ley, sino la ley una expresión de la norma, con lo cual
pasaría a ser un indicio de la norma (que sería lo esencial), lo que Binding
expresaba diciendo que el juez debía terminar la tarea del legislador, tesis
poco compatible con el respeto al principio de legalidad estricta.
Por otra parte, al centralizar el injusto en la violación del mandato, se
corre el riesgo de desvirtuar el carácter de ente lógico de la norma y
confundir los entes ideales con los reales, diferenciados desde Aristóteles.
La norma, entendida como deducción lógica del tipo, es un recurso lógico,
es decir, un ente ideal. Dicho groseramente: si tengo tres perros los puedo
sacar a pasear con sus respectivas correas; el número tres existe como ente
ideal y me sirve para saber cuántos perros tengo, pero los perros son entes
reales, y si bien tanto el número tres como los perros existen, lo hacen de
manera diferente: no puedo poner una correa al número tres y sacarlo a
pasear.
Este autoritarismo disciplinante –propio de todo imperativismo
normativo– era muy marcado en Binding, porque cuando se planteaba su
300
legitimación, directamente la hacía derivar del mero hecho de provenir de la
autoridad del Estado. De este modo reafirmaba como pocos el poder estatal,
al punto que se ha dicho –no sin razón– que su ideario se mantenía vivo en
el derecho penal fascista.
Cabe aclarar, que en el siglo XIX hubo importantes penalistas hegelianos,
que legitimaban la pena en función de la dialéctica, o sea, en la necesidad
de cancelar lo injusto y con la pena reafirmar el derecho (así, por ejemplo,
Köstlin) (*). Pero Binding ni siquiera legitimaba el poder punitivo del
Estado de esta manera, sino directamente en la voluntad misma del Estado;
no había ninguna dialéctica que impusiese al Estado el deber de penar, con
lo cual su arbitrio se volvía absoluto.
Semejante empoderamiento del Estado se corresponde perfectamente con
los tiempos de Bismarck, en que el nuevo Estado (el Imperio), recién
unificado, debía consolidar su autoridad y sus corporaciones se montaban
verticalmente. A semejante verticalismo disciplinante, von Liszt –que
tampoco era ningún liberal– le oponía un modelo dogmático fundado en la
criminología etiológica que, por cierto, fue el primero en llegarnos desde
Alemania.
Es verdad que no fue sobre la dogmática de von Liszt que el penalismo de
la región dirigió su primera mirada al derecho penal alemán, pues mucho
antes Tobías Barreto en el nordeste brasileño había traído autores alemanes,
pero se trató de un ensayo aislado y sin ulteriores consecuencias en nuestra
doctrina. Tampoco influyó en la doctrina penal argentina que nuestro primer
código penal se basase en el código de Baviera de Feuerbach.
Bibliografía: “Política y dogmática jurídico penal”, en José I. Cafferata Nores y E. R.
Zaffaroni, Crisis y legitimación de la política criminal, del derecho penal y procesal penal,
Advocatus, Córdoba, 2002; la citada en Tratado de Derecho Penal, Parte General, EDIAR,
1987, tomo II, pp. 261 y ss.; E. R. Zaffaroni y Guido Croxato, El pensamiento alemán en el
derecho pernal argentino, en “Rechtsgeschichte”, Zeitschrift des Max Planck Institut für
europäische Rechtsgeschichte, 2014; Armin Kaufmann, Teoría de las normas.
Fundamentos de la dogmática penal moderna, Depalma, Buenos Aires, 1977; Karl
Binding y Alfred Hoche, La licencia para la aniquilación de la vida sin valor de vida,
EDIAR, Buenos Aires, 2009.
301
ese contrapunto era liberal, aunque suele atribuirse esa condición a Franz
von Liszt (1851-1919), en buena medida debido a que durante el régimen
nazi fue considerado un socialista y se burlaban de su famosa afirmación de
que el derecho penal es la Carta Magna del delincuente.
Liszt, en verdad, era un positivista y también un dogmático, de modo que
su sistema integrado (de criminología, derecho penal y política criminal)
tiene esa base, aunque con particularidades. Su idea de la criminología
corresponde a la versión etiológica del positivismo. Conforme a esta
etiología, la política criminal, concebida como la lucha contra el delito,
debía tener límites, para evitar caer en un Estado policial. En este esquema
es que Liszt oponía –como límite a la política criminal– el derecho penal.
Es en este marco que debe entenderse la famosa frase que después de su
muerte los nazis ridiculizaban. Pero lo cierto es que Liszt propugnó siempre
penas duras, incluso perpetuas para habituales y basadas en la peligrosidad,
de modo que la diferencia entre penas y medidas no era clara en su planteo.
En la dogmática jurídico penal y en cuanto a la teoría del delito, su
sistemática –expuesta en su Tratado a partir de la primera edición de 1881–
marcó el rumbo de los posteriores desarrollos del siglo XIX porque, en
definitiva, las categorías que manejaba Liszt –con el posterior agregado de
la tipicidad de von Beling– son las que se reiteran en las discusiones
penales hasta el presente. Cabe observar que su Tratado llegó por vez
primera a América Latina en 1898, traducido al portugués por el ministro
del Supremo Tribunal Federal de Brasil, José Higinio Duarte Pereira. Fue
esta la primera traducción de su obra a otra lengua.
Para Liszt el delito (acto punible) es una conducta humana, contraria al
derecho, o sea, antijurídica, lo que implicaba una ofensa a un bien jurídico,
y también culpable (dolosa o culposa). Entendía que la reprobación
jurídica recae sobre el acto en la antijuridicidad y sobre el autor en la
culpabilidad.
Pero actos antijurídicos dolosos o culposos hay muchísimos, por lo que el
legislador entresaca los que quiere punir y, por eso, no podía prescindir de
la punibilidad como carácter del delito.
Esta teoría estratificada tenía el inconveniente de que no se sabía si el acto
antijurídico y culpable interesaba al derecho penal hasta llegar a la
302
punibilidad. Este defecto lo superó Ernst von Beling (1866-1932) (*) e
incorporó el tipo en su Teoría del delito, publicada en 1906, aunque con un
concepto de tipo que nada decía aún acerca de la antijuridicidad.
Debido a eso, la teoría de Liszt se completa con el tipo penal en lo que
suele denominarse el sistema de Liszt-Beling, por algunos autores llamado
clásico. Esta denominación es exagerada, aunque sería admisible en el
sentido de que Beling incorporó con el tipo –por más que fuese objetivo y
avalorado– el último de los caracteres que hasta ahora se tienen en cuenta
en todas las discusiones, puesto que, desde entonces, siempre estas giran en
torno a la acción, la tipicidad, la antijuridicidad y la culpabilidad.
En este sistema, acto es la conducta que se manifiesta en el mundo
externo como causa voluntaria o no impediente de un cambio en el mundo
externo. La conducta es voluntaria cuando es libre de coacción, externa o
interna, movida por representaciones. La manifestación puede consistir en
la realización o en la omisión de un movimiento del cuerpo. Este
movimiento del cuerpo lo define como una inervación muscular, pero
siempre debe tener un resultado en el mundo, y considera un error la
distinción entre delitos de resultado y de mera actividad.
Hasta aquí se observa un aporte positivo al exigir siempre la ofensa a un
bien jurídico y la producción de un resultado. No obstante, la inervación
muscular voluntaria excluye del acto la finalidad, que destina a la
culpabilidad, lo que ocasionó luego largas discusiones dogmáticas.
Para Liszt, esa inervación voluntaria debe ser causal del resultado en los
delitos de comisión (activos), pero en la omisión, que conceptúa como no
impedir voluntariamente el resultado, la punibilidad no depende de la
causalidad. Explica que, bajo ciertas condiciones, el orden jurídico, del
mismo modo que la vida misma, equipara el hecho de causar un resultado
al de no impedirlo. Cabe observar a este respecto que la conducta puede ser
activa u omisiva, pero no se explica cómo puede determinarse la acción que
debía realizarse, sin una referencia normativa, es decir, antes de analizar la
antijuridicidad.
Ese acto voluntario, pero solo como inervación, es decir, como voluntad
de presionar el gatillo, pero sin contenido, o sea, sin preguntarse en este
nivel analítico si el autor lo hacía con el fin de tirar al blanco o de matar.
303
Para Liszt hay una antijuridicidad material y otra legal. Acto
materialmente antijurídico sería la conducta contraria a la sociedad
(antisocial), concepto problemático, porque parece ser tomado de la
criminología etiológica, o sea, prejurídico. Reconoce, sin embargo, que la
antijuridicidad material puede no coincidir con la legal (es decir, no ser
relevada por el legislador), en cuyo caso afirma que el juez debe atenerse
siempre a la legal.
Todo indica que el concepto material no lo emplea para violar el principio
de legalidad, sino que le resulta útil para construir causas de justificación
supralegales, cuando la conducta no contradice los fines del ordenamiento
jurídico total. Como causas de justificación legales menciona la legítima
defensa, el estado de necesidad, el cumplimiento de deberes y la autolesión.
Dado que la reprobación jurídica recae sobre el acto en la antijuridicidad
y sobre el autor en la culpabilidad, la primera es objetiva y la segunda
subjetiva, con lo cual queda claro que la sistemática de Liszt, en general,
responde al esquema básico objetivo/subjetivo.
Conforme a este esquema, considera que la culpabilidad es la relación
subjetiva entre el acto y el autor que, por ende, solo puede ser una relación
psicológica. De allí que este concepto de culpabilidad se difundiese como
teoría psicológica de la culpabilidad, al definir a la acción culpable como
la acción dolosa o culposa del individuo imputable. En este sentido, el
delito para Liszt sería lo que es el tipo complejo (tipicidad objetiva y
subjetiva) en las sistemáticas actuales limitado por las causas de
justificación, o sea, solo el injusto.
La imputabilidad o capacidad de imputación subjetiva era para Liszt la de
motivarse normalmente, es decir, conforme a las reglas de la moral, la
religión, la inteligencia, etc. La imputabilidad –así entendida– no forma
parte de la culpabilidad, sino que es su presupuesto.
Con este recurso a la normal motivación como criterio para saber si un
autor es imputable, termina inclinándose por el determinismo –al igual que
todo el positivismo– y, en definitiva, cae en una plena culpabilidad de
autor, por no decir en una normativización de la peligrosidad.
En efecto: la culpabilidad entendida como dolo y culpa no permite
graduar la culpabilidad (solo conocería dos grados), porque como relación
304
psicológica (subjetiva) sería la causación psíquica del resultado, en tanto
que la antijuridicidad sería su causación física.
Pero con el correr de las ediciones de su Tratado, Liszt fue agregando una
culpabilidad material, que terminaba asignando al acto culpable el valor de
síntoma revelador del carácter asocial del autor cognoscible por el acto
cometido (conducta antisocial), como indicador de la imperfección del
sentimiento de deber social necesario para la vida común en el Estado y en
la motivación antisocial generada por esa causa (proponerse un fin
contrario a los fines de la comunidad).
De esta forma, Liszt acabó esbozando un claro reproche de culpabilidad
de autor o de personalidad, que poco o nada tiene que ver con su originario
concepto psicológico o descriptivo y menos aún con los principios del
derecho penal liberal. Para mayor claridad, sostiene que el determinismo es
el único que está capacitado para la reprobación al autor, pues solo por
esta vía se consigue establecer una medida de la culpabilidad mayor o
menor, según que el acto sea, en mayor o menor grado, expresión de la
naturaleza propia y estable del autor, es decir que mide la intensidad de la
tendencia criminal (asocial).
En realidad, no hay mucha diferencia entre este recurso racionalizador de
Liszt y la peligrosidad abierta del positivismo italiano: en ambos, el delito
pierde importancia por sí mismo para adquirirla como síntoma de una
personalidad supuestamente asocial. Cabe aclarar que el derecho penal de
autor se construyó tanto por vía de la peligrosidad como de la culpabilidad
de autor.
En cuanto a los defectos sistemáticos, rápidamente se advirtió que el
criterio objetivo/subjetivo mostraba sus falencias: poco se puede decir de la
antijuridicidad de una tentativa si se desconoce lo que el autor quería hacer,
sin perjuicio de que hay múltiples tipos con elementos subjetivos. Resultaba
ilógico que si la bala pegase en la víctima el dolo estuviese en la
culpabilidad, pero si le pasase a cinco centímetros, hubiese que considerarlo
en el injusto, o que las ultraintenciones legalmente exigidas que van más
allá de la finalidad, quedasen en el injusto y la finalidad misma fuese a dar
en la culpabilidad.
Por otra parte, la idea de culpabilidad como relación psicológica entre la
305
acción y el resultado no explica la llamada culpa inconsciente, en particular
en los llamados delitos de olvido. Pensemos que cuando alguien olvida
cerrar la llave de gas y provoca un derrumbe que ocasiona lesiones, entre la
persona lesionada y la omisión del autor no hay ningún nexo psicológico: es
el juez quien le reprocha justamente que ese nexo no haya existido, que no
se haya representado lo que debía haberse representado.
Todo eso sin contar con que el concepto psicológico de culpabilidad no
resultaba tan descriptivo como se pretendió, pues el propio Liszt llegó a
proponer una culpabilidad material, consistente en un juicio de reproche, ni
siquiera del acto, sino de la autoritaria culpabilidad de autor (no reprocha lo
que el autor hizo, sino lo que el autor es).
En 1907, Reinhard Frank (1860-1934) enunció el concepto normativo de
culpabilidad como juicio de reproche, con lo cual, en definitiva, no hacía
más que recuperar al viejo Aristóteles.
Puede decirse que esta construcción dogmática de Liszt y su modelo
integrado de ciencia criminológica que nutre la política criminal (lucha
contra el delito), con el derecho penal como técnica de contención
limitadora de esta última, solo se alejaba del esquema positivista italiano y
del fundador modelo integrado inquisitorial, por la función que le asignaba
al derecho penal.
Este positivismo penal juridizado en un modelo dogmático jurídico,
planteaba la oposición entre la política criminal y el derecho penal como
limitación de ella, en una Alemania que había creado fortísimas burocracias
verticales. En la práctica, oponía a la corporación policial la contención de
la corporación judicial.
En los tiempos en que Guillermo II procuraba contener el avance de la
socialdemocracia por vía de un intervencionismo económico prekeynesiano
–que condicionase una distribución de riqueza que no fuese
extremadamente injusta– y le evitase caer en una represión demasiado
brutal y en un consiguiente Estado policial, es bastante obvio que el modelo
integrado de Liszt se ajustaba a los requerimientos de ese proyecto.
Pero con todo, pese a que Liszt pretendía poner a la criminología, la
política criminal y el derecho penal en un esquema igualitario de ciencia
total del derecho penal, la juridización del positivismo no eliminaba la
306
supremacía de la criminología sobre el derecho penal, pues en su esquema
era esta la verdadera ciencia y el derecho penal una mera técnica de
contención o filtro: el saber científico que nutría la lucha contra el crimen
(política criminal) lo aportaba la criminología, en tanto que la misión del
derecho penal se limitaba a una técnica de contención para evitar la caída en
exageraciones que desequilibrasen la contradicción entre corporaciones
burocráticas.
Esta supremacía de la criminología sobre el derecho penal seguía
significando el sometimiento de los juristas a los médicos, como en todo el
positivismo. Contra esta posición subordinada reaccionaron los penalistas
alemanes desde comienzos del siglo pasado, desarticulando el modelo de
Liszt, o sea, desintegrando el vínculo del saber jurídico penal con la
criminología o, si se prefiere, invirtiéndolo y colocando a la última en
posición subordinada al derecho penal, en condición de ciencia auxiliar.
Esta desintegración –o inversión– del modelo positivista integrado de
Franz von Liszt se operó cuando el penalismo alemán dejó de lado la
pretensión empirista (galileana decían los italianos) y pasó a adoptar como
teoría del conocimiento la proveniente del llamado neokantismo
sudoccidental (*). Sin explicar en qué consiste esta teoría del conocimiento
neokantiana, no se puede entender el debate posterior en nuestra materia,
por lo cual es recomendable que se ponga atención en la siguiente
explicación.
Vimos en su momento que Kant dejó abiertos dos caminos con sus
respectivas críticas (investigaciones): el de la razón pura y el de la razón
práctica. Los neokantianos se dividieron según su interés en uno u otro
camino. Los que se interesaron por la razón pura se centraron en temas
relativos a la epistemología (*), lo que dio lugar a la llamada escuela de
Marburgo (*). La que impactó fuertemente en nuestro saber –y creo que lo
sigue haciendo hasta el presente– fue la llamada escuela sudoccidental o de
Baden, que escogió profundizar por la vía de la razón práctica,
especialmente con los filósofos Wilhelm Windelband (1848-1915) (*) y
Heinrich Rickert (1863-1936) (*).
El neokantismo penal responde a esta última corriente. Su característica
mayor consistió en centrar su atención en los valores, es decir, en lo bueno,
307
lo malo, lo bello, lo feo, etc.
Para centrar su interés en los valores separaron radicalmente los métodos
de conocimiento de las ciencias de la naturaleza de los de las ciencias del
espíritu o la cultura. Aquí es donde, traído a nuestro campo, se separa
también en forma radical la criminología (etiológica) como ciencia natural,
del derecho penal como ciencia cultural.
Si bien la criminología seguiría siendo investigada con método empírico,
el derecho penal pasaba a ser investigado conforme a las particularidades de
cada cultura, sin que sea posible criticar la cosmovisión (Weltanshauung (*)
según la expresión introducida por Rickert) desde una ciencia natural, lo
que desintegraba el modelo de Liszt, integrado conforme al método
empírico (propio de las ciencias naturales).
Lo anterior parece muy confuso, pero trataremos de aclararlo. Los
neokantianos de Baden no negaban la realidad del mundo y, en
consecuencia, no se paraban delate de los tranvías de su época: los tranvías
existían y no era bueno pararse frente a ellos en movimiento, pues los entes
del mundo existen. No obstante, están desordenados, como si llegásemos a
una casa a la que recién llegan los muebles y efectos de una mudanza: está
todo, pero la casa no se puede usar (no se puede disponer de ella) porque la
heladera está en el baño, la cama en el living, la ropa en la cocina y los
libros en el dormitorio.
Para disponer de la casa (poder usarla como casa) es necesario ordenar las
cosas (los entes del mundo). ¿Y quién los ordena? Para los neokantianos el
orden lo proporcionan los valores. ¿Y qué son los valores? A esto
responden que los valores no son, sino que los valores valen. Pero si
pretendemos preguntar para quién valen, pensando que probablemente la
respuesta sea para quienes los imponen, o sea, para quienes tienen el poder
social para decidir qué es lo bueno o lo malo o lo indiferente, no hay
respuesta neokantiana, porque justamente sería una cuestión empírica, que
queda fuera de su filosofía. Tratar de responder esta pregunta, para el
neokantismo significa mezclar la ciencia del espíritu con la de la
naturaleza y, por ende, caer en un inadmisible error metodológico de
contaminación.
En rigor, no estamos muy seguros de que de este modo se haya
308
desintegrado el sistema de Liszt, porque de alguna manera pareciera que se
invirtió: el derecho penal señalaba cuáles eran las conductas delictivas, y la
criminología debía investigar su etiología. Si bien no parece muy coherente
dentro de este esquema que una ciencia cultural delimite el campo de una
ciencia natural, así estaban las cosas y, por ende, la criminología –que en
Europa siguió en manos de los médicos– se recluyó a un rincón de las
facultades de derecho, con sus horribles frascos de fetos y piezas
anatómicas en formol. Esa fue la criminología neokantiana, o del rincón de
las facultades de derecho europeas –y latinoamericanas– hasta los años
sesenta y setenta del siglo pasado.
Como puede comprenderse fácilmente, con base en semejante teoría del
conocimiento, es posible construir un derecho penal diferente, conforme a
cada cosmovisión, sea limitativa del poder punitivo o extensiva de este. De
hecho, lo que podía suceder, en efecto sucedió.
Hubo construcciones dogmáticas neokantianas liberales (limitadoras del
poder punitivo), tanto en los tiempos de Weimar como después, aunque las
fundacionales correspondieron a los juristas de ese período. El más
destacado –por su renombre como filósofo del derecho– fue Gustav
Radbruch (1878-1949).
Como autor de una exposición completa del derecho penal, bastante
limitativa del ejercicio del poder punitivo –considerando su tiempo y
circunstancias– se destaca el nombre de Max Ernst Mayer (1875-1923) (*),
quien elaboró una teoría del delito en que la acción era considerada en el
tipo, la tipicidad aparecía como un carácter separado de la antijuridicidad
(la tipicidad era un indicio de ella, se comportaba respecto de esta como el
humo y el fuego), en tanto que en una teoría de la imputación reúne tanto la
capacidad para ser imputado (imputabilidad en sentido estricto) como la
culpabilidad, que seguía abarcando el dolo y la negligencia (culpa) como
sus formas.
Eje central de su idea de culpabilidad es que el autor haya sido capaz de
reconocer que actuaba contra el derecho, o sea, que separa ese
conocimiento efectivo o potencial del dolo. Cabe aclarar que la cuestión de
la pertenencia del conocimiento de la antijuridicidad al dolo o a la
culpabilidad (la discusión entre las teorías del dolo y de la culpabilidad)
309
siguió por mucho tiempo.
Max Ernst Mayer no vinculaba demasiado ese conocimiento a normas
jurídicas, sino que se refería a normas de cultura, concepto que era central
en su concepción del derecho, que en este autor corresponde a la cultura de
una nación, o sea, que su cosmovisión –en los antes mencionados términos
neokantianos– es la de una cultura nacional y no cualquier ideología o
delirio más o menos exótico.
Mayer se daba cuenta de que no podía considerarse al injusto como
meramente objetivo y, por ende, admitió claramente los elementos
subjetivos del tipo en el injusto.
En los mismos años de Weimar (1929) fue otro neokantiano, Hellmuth
von Weber (1893-1970) (*), quien se percató de la dificultad de continuar
considerando al dolo como una forma de culpabilidad y, por ende, concibió
al tipo doloso como objetivo y subjetivo, lo que en los últimos cincuenta
años es casi regla en todos los penalistas alemanes. Años después lo
seguiría también como pionero del tipo complejo (objetivo y subjetivo)
Alexander Graf zu Dohna (1876-1944) (*). Weber consideraba que las
causas de justificación eliminaban la tipicidad (teoría de los elementos
negativos del tipo).
De cualquier modo, de las construcciones dogmáticas de M. E. Mayer
como de la de von Weber y el Graf zu Dohna, llegaron noticias hasta
nosotros, pero ninguna de ellas fue plenamente conocida en América Latina
en su tiempo. Hay solo traducciones recientes de las obras penales de M. E.
Mayer, de Gustav Radbruch y de Hellmuth von Weber, que presentan
interés para revisión histórica de la dogmática, pero en el momento de la
llegada del neokantismo penal a nuestra región, solo conocíamos las obras
filosóficas del primero y de Radbruch, en tanto que la obra del Graf zu
Dohna es esquemática.
El neokantismo que llegó a nuestras playas fue principalmente la versión
de Edmund Mezger, o sea, la línea más autoritaria de construcciones
elaboradas con base en la teoría del conocimiento neokantiana.
Bibliografía: Franz von Liszt, Tratado de Derecho Penal, Instituto Editorial Reus, Madrid,
s.d.; Tratado de Direito Penal Alemão, Campinas, 2003; La idea de fin en el derecho penal,
EDEVAL, Valparaíso, 1984; Carlos Elbert, Franz von Liszt: teoría y práctica en la política
criminal (1899-1919), Prosa y Poesía Editores, Buenos Aires, 2017; Francisco Muñoz
310
Conde, La herencia de Franz von Liszt, en RDPYPP, Buenos Aires, La Ley, 2011, pp. 22 y
ss.; Max Ernst Mayer, Derecho Penal, Parte General, IBdeF, Montevideo-Buenos Aires,
2007; Alexander Graf zu Dohna, La estructura de la teoría del delito, Abeledo-Perrot,
Buenos Aires, 1958; Gustav Radbruch, El concepto de acción y su importancia para el
sistema del Derecho Penal, IBdeF, Montevideo-Buenos Aires, 2011; Hellmuth von Weber,
Lineamientos de Derecho Penal Alemán, EDIAR, Buenos Aires, 2008.
8. El neokantismo de Mezger
Edmund Mezger (1883-1962) fue el penalista alemán que más influencia
tuvo en nuestra región hasta que empezó a difundirse la construcción de
Welzel, o sea, hasta los años setenta y ochenta del siglo pasado, momento
en que llegó a nosotros la polémica entre lo que se dio en llamar causalismo
y finalismo.
Esta polémica –al menos en América Latina– se centró en la cuestión de
la ubicación del dolo en la teoría del delito: para los causalistas debía
mantenerse en la culpabilidad, en tanto que los finalistas lo trasladaban al
tipo, con la actual configuración del tipo complejo, es decir, con un aspecto
objetivo y otro subjetivo al que, en los tipos dolosos, correspondía el dolo.
Esto repercutía en la teoría del error: para los causalistas todo error
vencible daba lugar a tipicidad culposa (de existir el tipo culposo), en tanto
que para los finalistas este efecto solo lo tiene el error de tipo, considerando
que el de prohibición vencible solo puede disminuir la culpabilidad.
Volveremos luego sobre esta polémica con mayor detalle.
El derecho penal neokantiano que llegó a nuestra región respondía al
esquema llamado causalista, con el que se difundió la dogmática jurídico
penal en la América de lengua castellana, en especial por la gran labor de
difusión que le dio Luis Jiménez de Asúa (1889-1970) (*) y el eco que en
México tuvo con Mariano Jiménez Huerta (1905-1987) (*), Raúl Carrancá
y Trujillo (1897-1968) (*) y Celestino Porte Petit (1910-2002) (*), entre
otros. En Brasil lo receptaron los comentarios al Código Penal de Nelson
Hungria (1891-1969) (*) y el libro de Basileu Garcia (1905-1985) (*),
aunque alcanzó mayor coherencia con la obra de Anibal Bruno (1890-1976)
(*). En la Argentina, aunque Sebastián Soler (1899-1980) (*) y en principio
Ricardo Núñez (1908-1997) (*) no estaban próximos a Mezger, creemos
que el esquema teórico del delito con el dolo en la culpabilidad logró su
mayor grado de exposición coherente en el último Manual de Núñez. En la
311
misma línea puede considerarse la obra de Carlos Fontán Balestra (1910-
1976) (*).
El neokantismo penal latinoamericano, incluso para marcar diferencias,
siempre tuvo como referencia importante la construcción dogmática de
Mezger, cuyo Tratado fue publicado en nuestra lengua en España y su Libro
de estudio en la Argentina.
En Alemania fue una obra epocal en su ciencia penal hasta el surgimiento
del llamado finalismo, con el que entró en polémica, en especial con su
trabajo breve Modernas orientaciones de la dogmática jurídico-penal
(1949). Mezger incursionó también en la criminología etiológica en la obra
que, con ese nombre, se publicó en castellano en España en los años treinta.
La sistemática del delito de este autor comenzaba con un concepto de
acción muy semejante al de Liszt, es decir, sin contenido final, que abarcaba
tanto el hacer como el omitir, pero sin el pretendido carácter naturalista de
Liszt, sino como construcción jurídica acorde al nekantismo. La omisión
llamada impropia la consideraba tan causal como la acción (la llamaba
omisión que causa el resultado).
El tipo se mantiene en general objetivo, pero consideraba que se trata de
un tipo de injusto, es decir, que es antijuridicidad tipificada. Por esta razón,
en su definición de delito no se refiere a una conducta típica, sino
típicamente antijurídica y culpable.
Da la sensación de que mira el injusto desde la perspectiva del legislador
y no del intérprete, por lo que no queda muy clara la diferencia entre el tipo
de injusto que sostiene y la tesis de los elementos negativos del tipo. Al
negar la concepción de M. E. Mayer (el tipo como indicio de
antijuridicidad) y afirmar que el tipo es la ratio essendi y no la simple ratio
cognoscendi de la antijuridicidad, daría la impresión de que el tipo es
antijuridicidad, pero que las causas de justificación quitan la
antijuridicidad.
Reconoce la existencia de los elementos subjetivos en el injusto, tanto
como en la justificación, que la excluye cuando no se actúa conforme a la
respectiva finalidad (por ej., no hay legítima defensa cuando no media
voluntad de defender).
312
Consideraba que la finalidad lesiva en la tentativa era un elemento
subjetivo del injusto típico, o sea, algo diferente al dolo en el delito
consumado: continuaba el mismo problema que con Lisyt, es decir, si la
bala pasaba rozando la cabeza, el dolo pasaba al tipo subjetivo convertido
en elemento subjetivo, de lo contrario subía a la culpabilidad.
Si bien admite que el injusto requiere un bien jurídico ofendido, distingue
el objeto de ataque (la vida de la víctima) del objeto de protección, que sería
el bien jurídico, lo que permite la conversión del bien jurídico en algo
diferente al concretamente lesionado del sujeto pasivo. De este modo, el
bien jurídico pasa a ser la vida en abstracto (no la vida de la víctima
concreta), lo que en el fondo no sería otra cosa que un interés del Estado en
que no se lesione la vida de sus habitantes.
Pero es en la culpabilidad donde se observa el giro más autoritario de la
construcción de Mezger. Si bien después de Reinhart Frank (1907) (*) se
generalizó en el saber jurídico penal alemán la idea de que la culpabilidad
no es una relación psicológica (al estilo de la concepción originaria de
Liszt), sino un reproche personalizado al autor, resultaba claro que la
culpabilidad de acto (el puro reproche del injusto) reduce el ejercicio del
poder punitivo. Para evitar esto y construir por vía neokantiana una
culpabilidad que cumpliese la misma función que la peligrosidad
positivista, o sea, que entienda que un injusto es más reprochable cuando se
corresponde más con la personalidad del autor (culpabilidad como reproche
del carácter o de la personalidad), le fue necesario dar una vuelta
complicada.
Mezger la ensayó mediante una suerte de generalización de la tesis de la
actio libera in causa. Esta tesis se usaba para explicar la culpabilidad en
casos de inimputabilidad provocada: el ebrio que se emborrachaba para
matar y luego mataba, era responsable por homicidio doloso, en tanto que
quien no lo hacía con ese objeto, lo era de homicidio culposo. Así, se
armaba un delito con dos conductas, una de las cuales era atípica: la
finalidad de un acto atípico (emborracharse) y la conducta típica y
antijurídica posterior, no culpable.
La culpabilidad de Mezger generalizó la actio libera in causa invocando a
Aristóteles que, como se sabe, siempre hallaba la virtud en el justo medio
313
(ni cobardía ni osadía, por ejemplo). Para el filósofo, quien se alejaba del
justo medio se apartaba de la virtud (iba cayendo en el vicio) y cuanto más
se deslizaba hacia el vicio menos libre era para volver a la virtud. Se
asemejaba esto a deslizarse por un lado de un techo a dos aguas. Si bien el
acto de apartarse había sido libre, no lo era cuando había avanzado mucho
por el lado del vicio: era libre en la causa, pero no lo era en el acto.
Mezger se aferraba a esto para construir una culpabilidad como reproche
de la conducción de la vida, o sea, que no se limitaba a reprochar al autor el
injusto cometido, sino la totalidad de su conducción de vida, o sea, su
elección existencial. Obviamente, esto le permitía reprocharle la vagancia,
la mendicidad, el uso de alcohol, de tóxicos, la mala vida y toda una serie
de actos atípicos.
Cabe observar que Aristóteles no podía –por obvias razones
cronológicas– protestar por el abuso de su ética, pero si hubiese podido, sin
duda le hubiese dicho que él –haciendo ética– no estaba limitado por la
tipicidad ni por el principio de legalidad. Este reproche no cabía en tiempos
del nazismo, porque la ley autorizaba la integración analógica de los tipos
penales, pero Mezger siguió sosteniendo su concepto de culpabilidad por la
conducción de la vida incluso después de ese período.
Es claro que por esta vía tortuosa se obtenía una culpabilidad con los
mismos resultados que la peligrosidad positivista. Con toda razón, Filippo
Grispigni (*), que fue uno de los últimos positivistas italianos –en plena
segunda guerra y en un vergonzoso debate– preguntaba a Mezger por qué
no usar directamente la peligrosidad positivista en lugar de esa compleja
construcción, pues hubiese servido igual o mejor a los fines de legitimar el
derecho penal nazi.
En rigor, en ese curioso debate entre los catedráticos de Milán y de
München, cada uno trataba de probar que su construcción era más idónea
para legitimar esa legislación aberrante (pena de muerte para menores,
reclusión perpetua para habituales, etc.) y Grispigni parecía salir vencedor.
La peligrosidad –por mucho que fuese una grosería policial– era más
simple que la sofisticada construcción de Mezger, pero lo cierto es que
ambas proponen dos formas de alienación delirante del derecho penal. En
efecto: para la peligrosidad del racismo positivista, este sufría un delirio de
314
anticuerpo que eliminaba los entes patógenos del cuerpo social; en tanto
que el reproche a la conducción de la vida lleva al derecho penal al delirio
omnipotente de considerase Dios, capaz de juzgar toda la elección
existencial de sus ciudadanos en una suerte de juicio final anticipado.
Al igual que todo el causalismo –que lo tomaba como referencia– Mezger
mantenía el dolo en la culpabilidad, pero integrado con la llamada
consciencia de la antijuridicdad, lo que dio lugar a que la doctrina hablase
de un dolo natural (sin consciencia de antijuridicidad) y de un dolo malo
(con esa consciencia), lo que confundiría mucho más la cuestión.
Para quienes no exigen la consciencia de antijuridicidad en el dolo –y la
dejan solo como elemento del reproche– esta es una posibilidad de
conocimiento, pero para los partidarios de la llamada teoría del dolo, se les
presenta el problema de que este requiere conocimientos efectivos y
actuales, lo que no siempre sucede. Para obviar este inconveniente, Mezger
inventó un supuesto equivalente de esa consciencia, al que bautizó alguna
vez como enemistad al derecho y otra como ceguera al derecho. En
síntesis, este equivalente se daba en aquellos casos en que la antijuridicidad
era tan evidente que a nadie podía pasarle por alto, lo que ejemplificaba con
supuestas obviedades tan claras como mantener relaciones sexuales con
judías o judíos.
El compromiso de esta construcción y su autor con el derecho penal del
período nazi (1933-1945) (*) fue investigado por el profesor de Sevilla,
Francisco Muñoz Conde (*), en trabajos muy prolijos –tanto en datos
biográficos como doctrinarios–, que lo sacaron a la luz, puesto que había
quedado opacado por la discusión alemana de ese mismo período.
En efecto, pese a ser la obra de Mezger la de mayor circulación en
tiempos del nazismo, se le opuso la llamada escuela de Kiel, que eran dos
autores: Georg Dahm (1904-1963) (*) y Friedrich Schaffstein (1905-2001)
(*). Estos autores sostuvieron algo que es verdad: a cada sistema político
corresponde una teoría del derecho penal. Mezger y los neokantianos de su
tiempo, por el contrario, sostenían que con su teoría del conocimiento se
podía legitimar y explicar el derecho penal de cualquier sistema político.
Los autores de Kiel postulaban un derecho penal políticamente
comprometido –en su caso con el nazismo–, en tanto que los neokantianos
315
nazis pretendían la neutralidad política de la ciencia penal, útil para
cualquier finalidad política.
Esto llevó a una polémica por la hegemonía del discurso penal de tiempos
del nazismo, en que los de Kiel desacreditaban a los neokantianos
considerándolos liberales, pues afirmaban que su construcción dogmática
había surgido para legitimar el derecho penal liberal y no el nazi.
Obviamente, también ridiculizaban a von Liszt, al que llamaban socialista,
en tanto que a Binding –con su particular teoría de los imperativos– lo
consideraban un antecesor del fascismo, pero no del nazismo.
Estas etiquetas lanzadas por los de Kiel sobrevivieron y en la posguerra
cobraron valor positivo, haciendo olvidar que habían sido lanzadas en un
debate por la hegemonía del discurso penal de tiempos del nazismo y, por
ende, llevando a creer que los únicos penalistas nazis habían sido los de
Kiel, lo que apenas en años recientes se desvirtúa, en particular con las
citadas investigaciones de Muñoz Conde y otras.
Aunque los de Kiel puede decirse que también pretendieron ser epocales,
si lo fueron o no es una cuestión puramente alemana, porque por suerte no
marcaron el derecho penal en América Latina. De toda forma, es menester
hacer una breve referencia a ellos para comprender la dinámica de las
discusiones de posguerra.
En especial, lo que interesa es que los dos autores de Kiel aprovecharon al
máximo las contradicciones lógicas del esquema de Mezger –y otros
semejantes–, para demoler el modelo de teoría del delito de la dogmática
más o menos tradicional y sostener su propia construcción irracional.
En realidad, lo que pretendieron fue descalificar la construcción
estratificada neokantiana, a partir de sus defectos: recriminaron que el
concepto de acción neokantiano es vacío, no tiene sentido reducir la
conducta a una inervación o movimiento muscular, el tipo y la
antijuridicidad no pueden ser objetivos, incluso requieren elementos
subjetivos, no se explica cómo estos elementos pueden separarse del dolo,
etc. A esto se agrega un embate contra la culpabilidad como exigibilidad y,
en definitiva, construyeron la teoría del delito como un injusto sin
culpabilidad, porque incorporaban los elementos de esta a la antijuridicidad
y todos juntos abarcados por un tipo intuitivo de autor.
316
En general, se valían de los defectos de la dogmática de Mezger para
demoler la distinción de tipicidad y antijuridicidad, por un lado, y la de esta
última con la culpabilidad, por otro. Todo debía confluir en un tipo
normativo de autor, definido irracionalmente conforme al sano sentimiento
del pueblo, en que no se podía contraponer el hecho al autor, puesto que sin
el uno no existe el otro: así, no hay un asesinato cuando no hay un asesino
y, pese a que haya muertes causadas por seres humanos, nadie podría decir
que los soldados en la guerra cometen homicidios justificados, porque el
pueblo no percibe en ellos la figura del asesino. Por el contrario, esta puede
revelarse con conductas que ni siquiera son de tentativa, conforme al
llamado derecho penal de voluntad, con lo cual, destruían el principio de
legalidad.
Negaban rotundamente la ofensividad al bien jurídico, pues todo el
derecho penal derivaba de mandatos éticos emergentes de la comunidad del
pueblo, integrada por todos los arios germanos, aunque viviesen fuera de
Alemania. Si todo delito consistía en el incumplimiento de un mandato
ético, era una omisión de cumplimiento de un deber y, por ende, toda
estructura del delito debería ser omisiva.
Lo que ahora llamamos posición de garante incumbía a todos los
miembros de la comunidad del pueblo, según las diferentes posiciones que
cada uno ocupaba dentro de ella: militar, maestro, médico, funcionario, etc.
Era claro que consideraban a la comunidad del pueblo como un sistema en
que cada ente (ser humano) estaba a cargo de un deber, al igual que en un
organismo y sus células. La función del derecho penal consistía en suprimir
las células que no asumían sus respectivos deberes. Los inimputables eran
células inútiles, a las que no se les podía exigir el cumplimiento de deberes
y, por lo tanto, al igual que en el planteo hegeliano, no realizaban conductas
penalmente relevantes.
En definitiva, los autores de Kiel destruyeron el concepto de culpabilidad,
descuartizaron la teoría neokantiana del delito, para construir confusamente
un injusto de autor abarcado por un tipo de autor, en consonancia con el
objetivo de detectar las células degeneradas dentro del sistema (organismo)
que formaba la famosa comunidad del pueblo.
Su crítica a la construcción neokantiana causalista no dejaba de ser
317
bastante racional, solo que a partir de la crítica, de inmediato saltaban a la
irracionalidad más plena con su apelación a la comunidad del pueblo y a la
consiguiente búsqueda de sus células degeneradas en forma de traidores o
infieles, pues la síntesis de todos los deberes de ella emergentes era la
exigencia de fidelidad al derecho, es decir, a la propia comunidad del
pueblo, cuyo intérprete máximo era el Führer (conforme al irracional
principio del conductor).
A los extranjeros se les exigía que no traicionasen la hospitalidad de la
comunidad del pueblo, pero a los judíos y gitanos no arios, se los dejaba
librados –como enemigos irreconciliables– a la represión administrativa
(policial). En 1944 –es decir, en las postrimerías de la guerra– Mezger fue
coautor de un proyecto sobre extraños a la comunidad que, como tales,
serían enviados a los campos de concentración.
En síntesis, de la segunda guerra mundial salió Alemania destruida, pero
también desbaratadas las teorías del delito que habían primado en su
dogmática tradicional, porque las críticas de los de Kiel en cuanto a sus
inconsecuencias internas eran muy precisas y no podían ser minimizadas.
Por mucho que su tarea de reconstrucción fuese irracional y hasta delirante,
no puede negarse la eficacia de su previa tarea de demolición.
Bibliografía: Edmund Mezger, Tratado de Derecho Penal, Editorial Revista de Derecho
Privado, Madrid, 1984; Derecho Penal, Libro de Estudio, Editorial Bibliográfica
Argentina, Buenos Aires, 1958: Modernas orientaciones de la dogmática jurídico-penal,
Tirant lo Blanch, Valencia, 2000; Criminología, Editorial Revista de Derecho Privado,
Madrid, s.d.; Francisco Muñoz Conde, Edmund Mezger y el derecho penal de su tiempo,
Estudios sobre el derecho penal en el Nacionalsocialismo, Tirant lo Blanch, Valencia,
2002; Filippo Grispigni y Edmund Mezger, La reforma penal nacional-socialista, EDIAR,
Buenos Aires, 2009; Georg Dahm y Friedrich Schaffstein, ¿Derecho penal liberal o
derecho penal autoritario?, EDIAR, Buenos Aires, 2011; Helmut Nicolai, La teoría del
derecho conforme a la ley de las razas. Lineamientos de una filosofía jurídica
nacionalsocialista, CLACSO, Buenos Aires, 2015; E. R. Zaffaroni, Doctrina penal nazi.
La dogmática penal alemana entre 1933 y 1945, EDIAR, Buenos Aires, Tirant lo Blanch,
Madrid, 2017; Roland Freisler, Derecho Penal de voluntad, EDIAR, Buenos Aires, 2017.
318
criticando la teoría del conocimiento nekantiana. Mezger seguía
defendiendo su sistema y, con el correr del tiempo, el finalismo triunfó en el
plano sistemático –generalizando la ubicación del dolo en el injusto–,
aunque el neokantismo con su teoría del conocimiento siguió vigente.
El debate nos llegó a comienzos de los años setenta. Hubo una primera
traducción argentina de la obra de Welzel, pero ganó difusión con la
traducción española del Tratado de Reinhart Maurach (1902-1976) (*),
aunque se distanciaba un tanto de Welzel. Consolidó su difusión finalmente
la traducción también española de El nuevo sistema del derecho penal
(1964) y la chilena de la 11 edición de su Derecho Penal Alemán (1970). En
nuestro país influyó a todos los penalistas de la generación posterior a los
primeros dogmáticos (Soler, Núñez, Fontán Balestra).
La discusión no estuvo exenta de confusiones, porque a veces se
consideraron finalistas a todos los autores que ubicaron al dolo en el
injusto, lo que distaba de ser cierto, puesto que esa ubicación se generalizó
en el penalismo alemán, y fue adaptada incluso por el continuador del
propio Tratado de Mezger (Mezger-Blei).
También es fuente de confusiones que en el debate alemán haya terciado
un llamado concepto social de acción que, en general, parecía atractivo,
porque sostenía que no toda acción es penalmente relevante, desde que los
tipos solo captan acciones que deben abarcar ciertos efectos sociales. Pero
este concepto, sostenido por autores como Werner Maihofer (*), fue lo
suficientemente difuso como para dar lugar a sistemas que conservaban el
dolo en la culpabilidad y también para otros que lo llevaban al tipo
subjetivo. Esta última posición es la desarrollada por Hans Heinrich
Jescheck (*) en su Tratado.
De toda forma, lo cierto es que con esta reubicación Welzel se había
hecho cargo de reordenar los restos de la teoría del delito demolida por los
de Kiel y que –a toda costa– Mezger seguía defendiendo en la posguerra.
Welzel fue un penalista conservador, al que se le imputan simpatías con el
nazismo –lo que es probable–, pero de todos modos no fue epocal en
tiempos de ese régimen, sino en la posguerra, como emergente del
momento político de la reconstrucción alemana, conducida por el premier
Konrad Adenauer (*). Esta versión de posguerra fue la que llegó a nuestra
319
región.
Como todos los penalistas de su tiempo, cuando legitimaba al derecho
penal, en realidad se refería al poder punitivo. Desde su realismo, cayó en la
cuenta de que era imposible seguir la opinión dominante, que le asignaba la
misión de tutelar bienes jurídicos, porque siempre llegaba tarde (el muerto
ya estaba muerto).
Por ende, optó por asignarle una función superior, de carácter ético-social,
que sería el reforzamiento de los valores ético-sociales elementales de la
sociedad, lo que tutelaría bienes jurídicos en forma indirecta. Así, por
ejemplo, al penar los homicidios, se reforzaría el valor ético-social de la
vida, y disuadía a los que no mataron a nadie para que no lo hagan
(prevención general negativa) y, por ende, se cometerían menos homicidios,
con lo que resultaría tutelado el bien jurídico vida.
Por eso afirmaba que la misión del derecho penal es proteger los valores
elementales de la vida en comunidad. La mera protección de bienes
jurídicos –escribía– tiene solo un fin preventivo, de carácter policial y
negativo. Por el contrario, la misión más profunda del derecho penal es de
naturaleza ético-social y de carácter positivo. Misión del derecho penal es
la protección de bienes jurídicos mediante la protección de los elementales
valores de acción ético-sociales.
De esta forma, Welzel invertía la exigencia ética que debe reconocerse en
todo el derecho y, en particular, en el derecho penal. De este modo, su
etización daba por descontado que el Estado es siempre ético, sin tomar en
cuenta para nada que, en el fondo, ante la forma selectiva en que opera el
poder punitivo, no es el Estado el que debe reclamarle ética al pueblo, sino
el pueblo que debe reclamarle al Estado que opere conforme a la más
elemental ética republicana.
Si se da por presupuesto que el Estado y sus leyes siempre son éticas, se
cae –como Welzel– en reclamar conductas éticas a los habitantes, en forma
de fidelidad al derecho (o al Estado). Esto es un claro arrastre de tiempos
del nazismo, que presupone que el Estado y todo su ejercicio de poder son
siempre éticos y, por ende, considera viciosa toda infidelidad a ese poder
por parte de los habitantes.
Aquí Welzel no era realista, porque alucinaba un Estado ético. En
320
definitiva, en su afán por legitimar al poder punitivo, caía en una ilusión
análoga a la del Estado ético kantiano o del racional hegeliano, pues su
legitimación del poder punitivo también correspondía a un Estado ideal,
completamente ético, que no existe en la realidad y quizá nunca llegue a
existir.
El más elemental realismo jurídico nos demuestra que nos encontramos
siempre con Estados reales, que ejercen poder político, a veces en forma
ética y otras viciadas. Es claro que la selectividad del ejercicio del poder
punitivo es contraria a la ética y, por consiguiente, debe ser la ciencia
jurídico penal y el poder jurídico de los jueces –en razón de la aspiración a
la igualdad republicana (art. 16 de la Constitución)– quienes deben etizarse
y exigir al Estado que se etice. La etización republicana del ejercicio de
poder no es una realidad, sino siempre una aspiración, que debe impulsarse
en la realidad con una lucha jurídica, en una confrontación permanente
contra las pulsiones del Estado de policía. Darla por realizada es una
peligrosa alucinación que neutraliza esa lucha.
De esta ilusión etizante del Estado y del poder punitivo, Welzel derivaba
la legitimación de una doble vía penal, análoga al código fascista:
consideraba que había delincuentes ocasionales, que debían ser retribuidos
con una pena adecuada a su culpabilidad, y delincuentes por estado
(multirreincidentes), que debían ser sometidos a una medida de seguridad
indeterminada por su peligrosidad.
Sin embargo, fue en la teoría del delito donde este autor tomó
decididamente la senda del realismo y confrontó con la teoría del
conocimiento neokantiana. Negaba que el mundo fuese un desorden y que
los valores lo ordenen y lo hagan disponible, y reconocía que, si bien el
derecho es un orden, existen otros múltiples órdenes (físico, social, ético,
político, etc.) y que cuando el derecho elabora un concepto no puede
desconocer su naturaleza, conforme al orden del mundo al que pertenece el
ente que conceptúa.
Dicho gráfica y torpemente: no podemos elaborar un concepto de la vaca
jurídica, definiéndola como un perro grande, negro, con colmillos y que
aúlla en la estepa, porque mandaremos a los jueces a ordeñar un lobo.
No se trata de un derecho natural –supralegal–, porque, por cierto, al
321
legislador ni al jurista le está prohibido hacerlo, solo que, cuando lo haga,
no obtendrá el fin u objetivo manifiesto de la norma, pues se estará
refiriendo a un ente diferente del mundo (porque llamamos vaca al lobo).
Si –como es de suponer– el derecho pretende operar sobre el mundo real,
deberá siempre respetar la estructura óntica (el cómo es en el mundo) del
ente al que se refiere; de lo contrario, estará errando u ocultando otro
objetivo o finalidad de la norma, con lo cual esta, en cuanto a su finalidad
manifiesta, será ineficaz, aunque siga siendo formalmente válida. Esto
implicaba un límite elemental al propio legislador, que Welzel postulaba en
tiempos en que, como resultado de la experiencia nazi, renacía en Alemania
el derecho natural en todas sus versiones.
Este es el aporte que creemos más importante e imperecedero de la
construcción welzeliana, que se conoce como su teoría de las estructuras
lógico-reales. En alemán las bautizó como sachlogischen Strukturen,
expresión que remite a las cosas (die Sache es la cosa), lo que en definitiva
muestra que el realismo de Welzel tiene una clara raíz aristotélica, que lo
vincula a la llamada naturaleza de las cosas (en alemán Natur der Sache).
Para Aristóteles, la naturaleza se identifica con el ser propio de las cosas,
con su esencia. (*)
Es innegable que el neokantismo, si bien no pretendía crear la realidad, en
la práctica lo hacía, pues de nada valían los entes mezclados y confundidos,
si no podíamos disponer de ellos hasta que el valor los ordenase y, por
ende, los ordenaba como quería (los liberales de un modo, los nazis de
otro), pues metológicamente rechazaba cualquier crítica formulada desde el
plano de la realidad del mundo, porque la consideraba proveniente de las
ciencias naturales (empíricas, como la sociología), lo que contaminaba a
las ciencias culturales o del espíritu, como sería la ciencia jurídica: dada la
separación tajante de las ciencias, no podían mezclarse.
Las estructuras lógico-reales de Welzel desarmaron este esquema al abrir
la ventana a la realidad, aunque ni el propio autor se haya percatado de
todas sus consecuencias, como lo demuestra su legitimación bastante
aberrante del poder punitivo. En verdad, no se dio cuenta de que, por esa
ventana a la realidad, entraba un ventarrón que le hacía volar todos los
papeles, incluyendo los de su propia legitimación del poder punitivo.
322
Sin embargo, hubo en nuestra región quienes lo intuyeron y –por lo bajo–
dejaron correr una versión insólita, según la cual el finalismo welzeliano
abría la puerta al marxismo. Esta imputación no era inofensiva en tiempos
de seguridad nacional. Ese disparate –que imputaba marxismo a un
realismo aristotélico–, solo lo puso por escrito un profesor uruguayo, único
defensor del derecho penal de seguridad nacional y ministro de la dictadura
de ese país.
Quienes hicieron correr ese dislate –sin escribirlo–, no eran ignorantes y
se percataban de que la teoría de las estructuras lógico-reales welzeliana
abría puertas, pero no al marxismo, sino a los datos del mundo aportados
por las ciencias sociales, lo que allanaba el camino a la crítica sociológica
al poder punitivo del Estado, de la que en los años ochenta se encargaría
Alessandro Baratta, como luego explicaremos.
Conforme a la teoría del conocimiento realista, Welzel afirmaba
correctamente que el concepto de acción (o conducta) voluntaria sin
contenido de la voluntad, en realidad, era un proceso causal, porque en el
mundo no existe ninguna acción humana sin finalidad (era el lobo, no la
vaca). Desde el neokantismo, Mezger seguía defendiendo a capa y espada
la posibilidad de construir un concepto jurídico-penal de acción sin
finalidad.
Welzel sostenía casi una obviedad: un proceso causal nunca puede ser
objeto de un desvalor jurídico Solo hay conductas antijurídicas, nunca
procesos causales: no es antijurídica la caída de un rayo o un tornado, por
lesivos que fuesen.
El llamado concepto óntico-ontológico de acción de Welzel, tampoco
pretendía ser un concepto universal de acción, sino un concepto jurídico,
pero con una elementalísima limitación óntica (del ser de toda acción
humana), o sea, que el derecho no puede permitirse el disparate de elaborar
un concepto jurídico de acción humana prescindiendo de lo más elemental
en toda acción, que es la finalidad, pues eso, en el mundo real, es un
proceso causal (ciego como decía) con el nombre de acción. Dicho
groseramente, llama vaca al lobo. Este –y no otro– es su concepto finalista
u óntico-ontológico de acción.
Aunque esto lo enlazaba con la misión ético-social con que legitimaba al
323
poder punitivo, no exageró en este sentido el llamado desvalor de acción,
pues reafirmaba que el tipo objetivo es el núcleo real-material de todo
delito.
Como no podía ser de otra manera, Welzel retoma el tipo complejo
(objetivo y subjetivo) de Hellmuth von Weber y clasifica los tipos en
dolosos y culposos, activos y omisivos. En el tipo doloso, el dolo sale de la
culpabilidad y pasa al tipo subjetivo, con lo cual salva la contradicción de
que los elementos subjetivos distintos del dolo perteneciesen al tipo y el
dolo a la culpabilidad, como en el esquema neokantiano de Mezger, al
tiempo que resuelve el problema de la tentativa.
De este modo, la teoría del error dejaba de ser unitaria y pasaba a
distinguirse nítidamente entre el error de tipo y el de prohibición, y
asignaba al primero la supresión del dolo y la eventual tipicidad culposa en
caso de vencibilidad del error, en tanto que el error vencible de prohibición
solo tendría el efecto de atenuar la culpabilidad.
En cuanto al tipo culposo, Welzel sostuvo que también se trata de una
conducta final, solo que no prohibida por la finalidad, sino por la violación
del deber de cuidado al seleccionar la causalidad. Tan final es la conducta
típicamente culposa, que es menester conocer la finalidad para identificar el
deber de cuidado correspondiente a ella.
Mantuvo firmemente la separación de la tipicidad y la antijuridicidad, y
distinguió entre antijuridicidad e injusto y sostuvo la tesis del llamado
injusto personal, o sea, que no hay un proceso causal injusto –lo que para el
neokantismo daba lugar a un injusto pretendidamente objetivo–, sino que a
cada interviniente (a cada acción) correspondía un injusto. Esto evitaba las
contradicciones insalvables del esquema de Mezger, como el caso del autor
mediato que, para cometer un delito, se vale de otro que cumple un deber
jurídico. Conforme a la tesis del pretendido injusto objetivo, no había forma
de evitar que el sujeto pasivo pudiese defenderse legítimamente contra
quien actuaba en cumplimiento del deber (jurídicamente). Para evitarlo,
desde la posición tradicional se llegó a sostener en nuestra doctrina la
insólita tesis según la cual quien cumple con su deber jurídico no realiza
conducta (como si fuese un caso de involuntabilidad).
Welzel no explicaba las causas de justificación conforme a la oposición de
324
regla-excepción, por considerarlo una cuestión estadística, sino como una
relación jurídica conforme a prohibición y permiso. Dada su posición
acerca de la supuesta función ético-social del poder punitivo, defendía los
elementos subjetivos de la justificación: quien se defendía legítimamente
debía saber que se estaba defendiendo.
Se había observado desde el siglo XIX que la mera causalidad no podía
ser un límite para la imputación del resultado, porque todo acabaría en
Adán y Eva. Para evitarlo se pretendió jerarquizar causas en el plano físico
(causas, concausas, etc.), lo que resulta infructuoso pues todo lo que
suprimido evita el resultado siempre es causa. Por eso se buscó limitar la
relevancia de la causalidad conforme a criterios normativos, con la teoría
de la causalidad adecuada, y dio relevancia en especial al verbo típico
(engendrar no es matar, por ejemplo, aunque se acelere la muerte de la
gestante). Si bien con el tipo complejo la tipicidad subjetiva ponía un límite
a la objetiva, siempre continuaba siendo una exageración inadmisible la
tipicidad objetiva de ciertas conductas, como podía ser el tránsito normal,
las lesiones insignificantes, etc.
Para resolver este problema que hoy llamamos de imputación objetiva,
Welzel fue elaborando la tesis de la adecuación social de la conducta como
atipicidad. Según este autor, la adecuación social constituye en cierto modo
la falsilla de los tipos penales: es el estado “normal” de libertad social de
acción, que les sirve de base y es supuesto (tácitamente) por ellos.
Como casos de adecuación social consideraba –entre otros– los
siguientes: las lesiones insignificantes, las privaciones de libertad
irrelevantes, el jugar pequeñas cantidades, la entrega habitual de presentes
de uso de escaso valor, las conductas meramente indecorosas o
impertinentes, etc.
En cuanto a la culpabilidad, Welzel sostenía el concepto normativo como
reproche, que exige en el autor la posibilidad de motivarse conforme a la
norma, lo que presupone su capacidad de motivación (imputabilidad) y de
reconocimiento de la antijuridicidad de la acción. No obstante, por una vía
muy complicada, aterrizaba en una culpabilidad de autor, o sea,
incompatible con el derecho penal de acto.
Cuando se habla de reproche, suele acabarse discutiendo la cuestión del
325
determinismo y del indeterminismo. Si la conducta humana fuese
determinada causalmente, no sería posible ningún reproche, como en el
positivismo de Ferri, que solo hablaba de peligrosidad. Pero tampoco es
posible ningún reproche en base al libre albedrío absoluto, porque quien
dispone de semejante libertad, dentro de un rato puede rehacerse y dejará
de ser el mismo del momento anterior, por lo que se estará reprochando a
una persona que ya no existe. Lo cierto es que, científicamente, ni el
determinismo ni el indeterminismo son verificables.
Para no caer en esa disyuntiva, Welzel construyó la culpabilidad
normativa sobre otra base, en consonancia con la misión que le asignaba al
poder punitivo. Para este autor, conforme a una complicadísima
argumentación que no tiene caso repetir aquí, el reproche debe tener lugar
porque el agente no reprimió las pulsiones profundas que lo llevaron al
delito. El delito –aunque no lo dice en esos términos– sería siempre
resultado de pulsiones no contenidas contrarias a la ética elemental de la
sociedad. Más aún, si estas pulsiones estuviesen arraigadas más
profundamente, el agente se convertirá en un delincuente por tendencia.
De este modo, Welzel caía en algo muy cercano a una culpabilidad de
autor, de personalidad o de carácter, no muy diferente –en cuanto a sus
consecuencias– con la culpabilidad por la conducción de la vida de
Mezger, es decir, que construyó un concepto de culpabilidad incompatible
con los principios del derecho penal de acto.
Hubiese sido más acorde con su realismo limitarse a verificar que en toda
la interacción social humana se presupone cierto grado de
autodeterminación, sin el cual no podríamos reprochar nada a nadie.
Cuando dos automóviles se abollan los guardabarros, los conductores no
suelen decir era el destino y, por cierto, no son filósofos liberoarbitristas.
También reconocemos que ese ámbito de decisión no es ilimitado y que hay
situaciones en que está reducido y otras en las que es más amplio. Esta
experiencia cotidiana en todos los comportamientos sociales es lo que
recoge el derecho penal cuando construye la culpabilidad normativa.
Pese a los claroscuros, el sistema de Welzel fue realmente epocal, al punto
que en los años posteriores se abrió lo que se dio en llamar el postfinalismo,
que siguió cuatro caminos principales para superar las cuestiones
326
sistemáticas no del todo resueltas dogmáticamente por este autor.
(a) Uno de ellos profundizó el desvalor de la finalidad hasta eliminar el
resultado del tipo, al considerar que este siempre es producto de un azar,
con lo cual todo tipo doloso pasaba a ser un tipo de tentativa. Este
subjetivismo del injusto hoy casi no tiene seguidores en Alemania, donde
fue enunciado por Zielinski y sostenido inteligentemente entre nosotros por
Sancinetti. (b) Otro –de insignificante trascendencia– postuló un concepto
negativo de acción, al sostener que todas las acciones eran omisiones.
Fueron principalmente dos autores: Behrendt y Herzberg. (c) Otro camino
prefirió centrarse en los problemas del tipo culposo y construyó un
complicado concepto de acción, y dio lugar al sistema de Roxin, del que,
por ser epocal y casi dominante, nos ocuparemos en la lectura siguiente. (d)
El cuarto camino es el de Jakobs, quien sociologizó la etización welzeliana
y se aproximó a hacer de la omisión el delito modelo. Aunque no es epocal
en Alemania, dada su difusión en nuestra región, también lo trataremos por
separado.
Bibliografía: Hans Welzel, El nuevo sistema del Derecho Penal. Una introducción a la
doctrina de la acción finalista, Ediciones Ariel, Barcelona, 1964; Estudios de filosofía del
derecho y derecho penal, IBdeF, Montevideo-Buenos Aires, 2004; Introducción a la
filosofía del derecho, Biblioteca Jurídica Aguilar, Madrid, 1971; Más allá del derecho
natural y del positivismo jurídico, Universidad Nacional de Córdoba, 1962; Derecho
Penal. Parte General, Buenos Aires, 1956; Derecho Penal Alemán. Parte General,
Editorial Jurídica de Chile, Santiago de Chile, 1970; Reinhart Maurach, Tratado de
Derecho Penal, Ariel, Barcelona, 1962; Diethart Zielinski, Disvalor de acción y disvalor
de resultado en el concepto de ilícito, Hammurabi, Buenos Aires, 1990; Marcelo A.
Sancinetti, Fundamentación subjetiva del ilícito y desistimiento en la tentativa, Temis,
Bogotá, 1995; Subjetivismo e imputación objetiva en derecho penal, Universidad
Externado de Colombia, Bogotá, 1996; Hans Heinrich Jescheck, Tratado de Derecho
Penal. Parte General, Granada, 1993; Fernando Bayardo Bengoa, Dogmática jurídico
penal, Ediciones Jurídicas Amalio Fernández, Montevideo, 1983; Protección penal de la
nación, Librería Editorial Amalio M. Fernández, Montevideo, 1975.
327
En esa discusión –de alta vivacidad en su momento–, confrontaron dos
proyectos: el oficial de 1962 y el llamado alternativo de 1966, este último
elaborado por un grupo de profesores de derecho penal y que también tuvo
estado parlamentario, presentado por el bloque socialdemócrata. Roxin fue
uno de los principales propulsores del proyecto alternativo.
En realidad, ambos proyectos respondían a dos momentos de la política
alemana: en tanto que el oficial de 1962 –que era considerado conservador–
respondía al contexto del momento reconstructor de Adenauer, el
alternativo se movía por los carriles de posterior contexto socialdemócrata.
Todo indica que el primero seguía una línea de penas retributivas, sea por
orientación más o menos kantiana o por el predominio de la prevención
general, en tanto que el segundo se apartaba de toda idea retributiva y se
orientaba a la prevención, con fuerte impronta de prevención especial
positiva o resocializadora.
También era dudoso que el primero atribuyese total importancia a la
función de tutelar bienes jurídicos, puesto que contemplaba algún tipo de
supuesta falta a la moral individual, dado que mantenía el tipo penal de
sodomía. Cabe aclarar que las relaciones homosexuales en Alemania
estaban penadas en el viejo Código Penal de 1871, que ese tipo se usó
profusamente durante el nazismo y se mantuvo en la posguerra, aunque al
parecer más bien con el objeto de evitar el pago de indemnizaciones a los
gays que habían sufrido persecución y reclusión en campos de
concentración.
En general, el proyecto alternativo parecía acercarse a la sociología
sistémica norteamericana, en la línea de Talcott Parsons (*), sociólogo
norteamericano que consideraba control social solo el que la sociedad
ejercía cuando habían fracasado o habían sido insuficientes los procesos
generales de socialización, es decir, que importaba una resocialización. De
allí los elementos de prevención especial positiva que permeaban el
proyecto alternativo.
Además, cabe destacar que, a poco más de dos décadas del fin de la
guerra, la República Federal se había recuperado y se perfilaba ya como una
potencia líder de Europa, y montó un Estado social de derecho en versión
de welfare State bastante respetable, por lo cual se sostenía que el bienestar
328
inherente a ese modelo reducía los factores sociales del delito y, por ende,
iban predominando como residuales los factores individuales. Esto también
determinaba que, en los académicos a tono con el momento, incidiesen en
mayor medida criterios de prevención especial positiva o resocializadora,
con efecto vicariante (posibilidad de reemplazo de penas por medidas de
seguridad de limitada duración).
En líneas generales, en cuanto a su metodología constructiva de la
dogmática jurídico penal, el sistema de Roxin retoma la línea del
neokantismo liberal de tiempos de Weimar y no es ajeno a la construcción
de Hellmuth von Weber (*), o sea que se sigue inspirando básicamente en la
concepción general que había fundado el proyecto alternativo de 1966.
Esa perspectiva ideológica fue llevada por Roxin a su construcción
dogmática del derecho penal en numerosos trabajos parciales hasta que –en
1994– les dio forma conjunta en su Tratado que, como dijimos, tiene hasta
el momento un enorme peso en todo el saber jurídico penal alemán.
Es bien manifiesta esta concepción en su formulación de los fines de la
pena, que descarta cualquier teoría absoluta y se inclina decididamente por
las preventivas, tanto especial positiva o resocializadora como general o
disuasoria, afirmando que la pena persigue ambos objetivos, por lo que
denomina a su concepto como teoría unificadora preventiva. Se trata de una
de las teorías llamadas mixtas, que trataremos aparte.
No deja de percatarse de la dificultad que presenta la prevención especial
positiva cuando el penado no se aviene a aceptar el programa
resocializador, que es el punto donde doctrinariamente choca esta
prevención con las garantías individuales. Para evitar esta consecuencia,
afirma que no puede forzarse al penado, aunque puede estimulárselo a la
cooperación. De toda forma, sostiene que incluso en caso de no cooperación
absoluta del penado, siempre perdurará el objetivo de prevención general.
Como es obvio, no toma en cuenta para nada el efecto inevitablemente
deteriorante de la pena de prisión y, menos aún, cualquier dato de
selectividad del ejercicio del poder punitivo o de criminalización
secundaria, como corresponde a su metodología neokantiana.
Se hace cargo de la contradicción existente en casos en que la magnitud
del daño o la lesión exige una pena alta para prevención general, pero en el
329
caso de la prevención especial exige una pena menor, y ejemplifica con el
supuesto de un homicidio en riña (art. 95 CP). En tal supuesto, hace
predominar la prevención especial, aunque sin anular del todo la general, y
aclara que –a veces– los mínimos de las escalas penales señalan el mínimo
de prevención general necesario. En este sentido, incorpora implícitamente
algún dato del efecto deteriorante de las penas cortas de prisión, cuestión
que se venía sosteniendo desde los tiempos de von Liszt.
De toda forma, Roxin rechaza por completo toda teoría retributiva de la
pena y afirma rotundamente que el llamado principio de retribución no
tiene vigencia en la actualidad. Al argumento de que sin retribución no se
podría penar a los criminales nazis, porque no hay necesidad de
resocializarlos –dado que no podrían volver a cometer esos crímenes–,
responde que siempre permanece la necesidad de prevención general.
La medida máxima de la pena la establece conforme al principio de
culpabilidad, que integra a su teoría de la unidad como limitador de la
pena. En este sentido, afirma que la duración de la pena no puede
sobrepasar la medida de la culpabilidad, aunque intereses de tratamiento,
seguridad o intimidación hagan deseable una detención más prolongada.
En cuanto a la culpabilidad, en lo que hace al problema del libre albedrío
o indeterminismo, lo deja fuera de la discusión por no ser verificable, y
considera suficiente constatar que el derecho ordena que se trate al ser
humano como si fuese libre. Esto generará algunos problemas serios,
porque al analizar la culpabilidad sostiene que se trata de una ficción
necesaria. Aquí se observa una limitación neokantiana: según esta posición,
el derecho crea esa ficción, lo que es muy diferente de verificar que el
derecho la recibe de la realidad de la interacción social, en la que todos nos
consideramos y tratamos como seres libres en nuestras relaciones
cotidianas. De tratarse de una pura ficción, habría que concluir que la
propia democracia (el derecho a elegir y ser elegido) se basa en una ficción
jurídica.
Roxin legitima también las medidas de seguridad y les asigna iguales
fines que a las penas, o sea, tanto de prevención especial como general,
aunque no se limitarían por la culpabilidad, sino por el principio de
proporcionalidad, que admite márgenes más amplios que la pena. La
330
dificultad –inherente a la indeterminación de las medidas– la trata de
resolver por vía del principio de ponderación de bienes (en realidad es
ponderación de males), entre los individuales y los preventivos sociales.
Como las penas y las medidas tendrían para Roxin los mismos fines, y se
distinguen solo en cuanto a los criterios de delimitación, busca evitar de
este modo la cuestión de la doble vía (pena retributiva de la culpabilidad y
medida preventiva neutralizadora de la peligrosidad), propia del derecho
penal más tradicional (código suizo y código fascista). En el fondo, dada la
identidad de fines, debería reconocer que las medidas son penas, aunque no
lo dice de esta manera, pues prefiere mantener la doble vía en cuanto a la
delimitación, lo que le permite limitar la duración de las medidas con
argumentos de prevención general.
La fibra liberal de su pensamiento se pone de manifiesto al asignar al
derecho penal la función de protección de bienes jurídicos, pero explica la
necesidad de su afectación –por lesión o por peligro– como impuesta por la
función tutelar, lo que no salva la objeción de que el bien jurídico del sujeto
pasivo está irremisiblemente comprometido cuando interviene el derecho
penal. Aunque no lo mira con simpatía, tampoco descarta del todo el
derecho penal de riesgo o de prevención.
Roxin mantiene en la teoría del delito la sistemática tradicional (acción,
tipicidad, injusto y culpabilidad), aunque enuncia un sistema propio que
denomina sistema teleológico-político criminal. Prevé que la lógica interna
del sistema puede llevar a soluciones injustas y, en tal caso, trata de
compatibilizar al máximo las necesidades sistemáticas de completividad
lógica (no contradicción) con la corrección de las soluciones, es decir, de lo
sistemático con lo valorativo. Para este autor, los criterios valorativos de
corrección (o justicia) solo pueden ser de naturaleza político-criminal, lo
que no parece proveer suficiente seguridad jurídica, pues por definición –o
tautología– lo político-criminal es político.
Conforme a este criterio, asigna objetivos político-criminales a los
caracteres del delito. Así, considera que el tipo responde al objetivo de
prevención general, pues prescinde de toda consideración personal del
sujeto activo y de la concreta situación en que actuó. En función del
principio de culpabilidad en el tipo, se excluyen de este todas las
331
causalidades fortuitas y el versari in re illicita, supuestos en que la punición
no cumpliría ninguna función de prevención general. Cualquier
consideración de la persona del sujeto activo, es ajena a la prevención
general y propia de la cuestión preventivo especial.
Considera que debe hablarse de juicio de injusto más que de
antijuridicidad. Conforme a este juicio el injusto (acción, típica e injusta)
cumpliría una triple función: resolver conflictos de intereses, apoyar las
medidas de seguridad y vincular al derecho penal con la totalidad del orden
jurídico. En cuanto al apoyo a las medidas de seguridad, cabe observar que
quedarían huérfanas de sustento en el caso de ausencia de acción
(involuntables).
El paso posterior de su análisis lo denomina responsabilidad, donde
decide si el injusto requiere la imposición de una pena. El más importante
presupuesto de responsabilidad es la culpabilidad, pero afirma que no es el
único, porque considera que quien actúa en estado de necesidad exculpante
tiene la posibilidad de actuar de otra manera y, por ende, su injusto es
culpable, pero lo que desaparece sería la necesidad de imponer la pena.
Hay dos aspectos de la teoría del delito de Roxin que merecen destacarse.
El primero es su llamado concepto personal de acción, que distingue del
causal tanto como del final, y que define como lo que es producido por un
ser humano como centro de acción anímico-espiritual o, más brevemente,
como exteriorización de la personalidad.
En realidad, Roxin siempre negó que hubiese finalidad en la tipicidad
culposa; por esa razón trata de construir un concepto abarcativo, conforme
al cual las acciones dolosas al igual que las culposas, serían manifestaciones
de la personalidad. De este modo, con la idea de exteriorización de la
personalidad intenta proporcionar un concepto prejurídico de acción. No
obstante, advierte que no puede ser totalmente pretípico, en particular en el
caso de la omisión, que siempre requiere que algo sea esperado, puesto que
una omisión nunca es un mero no hacer, sino siempre un no hacer algo.
De toda forma, este concepto de acción personal de Roxin no avanza
mucho más allá del propio del neokantismo, dado que, en definitiva, que la
acción tenga o no finalidad dependerá del tipo y no de la acción humana
misma. Además de que la idea de exteriorización de la personalidad no es
332
muy clara, lo cierto es que en la realidad no existe ninguna exteriorización
de esta naturaleza que no trate de hacer algo más o menos concreto en el
mundo, con independencia de que eso sea o no típico y, más aún, de los
requisitos que demande el tipo para prohibirla. Subir a un árbol siempre es
una acción, sea que se lo haga para recoger fruta, para hurtársela al vecino,
para ayudar a un niño en riesgo de caer, para contemplar el paisaje y, en
cualquiera de esos casos, que se lo haga también al violar un deber de
cuidado y caer y lesionar a quien está debajo del árbol.
La otra particularidad destacada de la teoría del delito de Roxin tiene
lugar en su desarrollo de la imputación al tipo objetivo, cuestión sobre la
que se ha generado un amplio debate en la dogmática de las últimas
décadas: si no basta con la causalidad ¿qué otros criterios deben aplicarse,
además de esta, para delimitar la tipicidad objetiva?
Como vimos, la pregunta no es nueva, puesto que desde el siglo XIX se
intenta limitar la relevancia de la causalidad entendida conforme a la
conditio sine qua non que, como es obvio, lleva a una cadena infinita que
terminaría en el origen mismo del universo. Lo cierto, pues, es que siempre
hubo en la teoría del delito un planteo de imputación objetiva, que era
resuelto a través de un único principio –la causalidad– limitado desde el
neokantismo como causalidad adecuada (o inadecuada) conforme al verbo
típico.
Desde que la causalidad dejó de ser un criterio único para determinar la
imputación objetiva, la doctrina alemana busca otro criterio y, por ende,
ensaya nuevas teorías de la imputación objetiva, con cierto grado de
nostalgia por la pérdida de la fórmula única.
La de Roxin es una de ellas y se basa en la creación o aumento del riesgo
no permitido para el bien jurídico. Así, no sería imputado el resultado
cuando se trata de riesgos permitidos (como el tránsito), como cuando no se
haya creado o aumentado el riesgo o cuando se lo disminuya. No obstante,
este principio encuentra una serie de limitaciones casuísticas en las que este
autor resuelve los problemas en forma bastante racional, pero que, en
definitiva, dejan la sensación de que el principio general se disuelve en
particularidades.
Así –en cuanto a la creación misma del riesgo– debe admitir que, aunque
333
no se incremente el riesgo debe haber imputación en los casos de cursos
causales hipotéticos (matar a la vaca que sería muerta por los agentes
sanitarios, apoderarse de una cosa cuando si no lo hiciese el agente otro lo
hubiese hecho, ejecutar sin proceso a una persona cuando de negarse otro lo
hubiese hecho en su lugar, apartar al verdugo y ejecutar al condenado, etc.).
Por el contrario, considera que no se realiza el riesgo no permitido en el
famoso caso de la víctima de lesiones que muere en el incendio del hospital.
Tampoco sería relevante el aumento del riesgo en los casos de acciones
inútiles (el famoso caso de los pelos de cabra, en que el empleador no
provee el desinfectante y las empleadas son víctimas de carbunclo, pero se
verifica luego que el desinfectante no hubiese evitado el resultado). Otro
supuesto sería el de resultados no cubiertos por el fin de protección de la
norma de cuidado (como sería no obedecer un mandato de iluminar o de
consultar a un médico especialista) o cuando el cumplimiento del deber de
la norma no hubiese evitado el resultado (aunque hubiese respetado el
límite de velocidad no hubiese podido esquivar al suicida).
Tampoco con las anteriores limitaciones Roxin logra cerrar el cuadro de
situaciones excluidas o limitadas de su nueva fórmula general del aumento
del riesgo, para lo cual debe excluir de la imputación el caso de quien
coopera o incita a otro a asumir un riesgo con plena consciencia del mismo
(autopuesta en peligro dolosa), o cuando se pone en peligro a otro que lo
acepta plenamente (el caso de juegos sexuales peligrosos) y, en especial,
cuando el riesgo se atribuye a la esfera de responsabilidad ajena (un choque
imprudente de vehículos con solo daños materiales, pero cuando la
autoridad vial o policial ya se hizo cargo del retiro de los vehículos se
provoca otro choque que causa lesiones).
Siempre en el campo de la teoría del delito, Roxin se ha destacado por ser
uno de los autores que desbrozó mejor en su momento las cuestiones
atinentes a la concurrencia de personas (autoría y participación), conforme
al principio del dominio del hecho. En este ámbito y con referencia a la
autoría mediata, expuso una teoría que ha tenido gran acogida
jurisprudencial, incluso en América Latina y en el juzgamiento de los
responsables de genocidios y crímenes contra la humanidad en las
dictaduras de seguridad nacional. Se trata de la teoría de la autoría mediata
en razón del dominio de la voluntad en aparatos organizados de poder,
334
también llamada de dominio de organización.
Esta teoría presupone tres requisitos: (a) que el autor mediato ejerza poder
de mando en el marco de una organización; (b) que la organización actúe al
margen del derecho en lo referente a los hechos penalmente relevantes; (c)
y que los ejecutores individuales sean reemplazables (fungibles), de tal
modo que, en caso de salir un ejecutor, se sepa que otro habrá de ocupar su
lugar conforme a las reglas de la organización.
Es obvio que en esta materia Roxin estaba pensando en las organizaciones
nazis y su tesis no es descartable. No obstante, parece peligrosa y –de
hecho– se la ha extendido a las sociedades y no parece muy difícil que se
pueda aplicar a sindicatos, pues todo depende de qué se entienda por
organización y actuación al margen del derecho. Cabe aclarar que estas
consecuencias fueron rechazadas expresamente por el autor.
En general, la premisa de la cual parte Roxin para elaborar toda su
construcción del derecho penal (el acatamiento de los valores que hacen a la
política criminal) es realmente atractiva, pero cuando observamos cómo la
aplica, resulta que se trata de los objetivos señalados en la ley (protección
de tal o cual bien jurídico), lo que conforme a la metodología neokantiana
no permite la entrada de datos de realidad, o sea que limita la política
criminal a verificar el deber de proteger, sin dar entrada a la pregunta
acerca de si en la realidad del mundo protege o no protege. Esta falencia
constructiva –propia de su metodología– es la que permite que el poder
punitivo, en lugar de proteger, se dirija a lesionar bienes jurídicos, en la
consabida experiencia de que –con demasiada frecuencia– los objetivos
legalmente manifiestos se traduzcan en funciones tácitas
constitucionalmente y jushumanísticamente antijurídicas ejercidas por el
poder punitivo.
Bibliografía. Son muchos los trabajos de Claus Roxin incluso traducidos al castellano. No
obstante, su visión de conjunto del derecho penal abarca todos los temas aquí mencionados,
desde que su sistema lo fue construyendo con base en esos trabajos parciales a lo largo de
décadas, de modo que, a los efectos prácticos, basta con recurrir a su Derecho Penal. Parte
General, especialmente al tomo I (Fundamentos. La estructura de la teoría del delito),
Editorial Civitas S. A., Madrid, 1997.
335
Günther Jakobs –catedrático de Bonn– es un extraordinario dogmático de
fino bisturí, con que penetra aspectos particulares de la teoría del delito –
que no la llama de esta manera–, pero su perspectiva general es
problemática, porque se vale de un vocabulario de procedencia sociológica
que a veces cambia el nombre habitual de los conceptos y, además, no se
compatibiliza muy bien con su normativismo extremo de naturaleza
idealista –que acaba en el hegelianismo–, sin contar con que en sus
sucesivos trabajos va modificando algunos puntos de vista.
Encabeza una corriente de la dogmática penal alemana que se ha
vinculado demasiado al funcionalismo sociológico, en especial en la
versión de Niklas Luhmann (1927-1998) (*) que, a su vez, se apoya en el
concepto de autopoiesis (*) de los biólogos chilenos Varela y Maturana (*).
En síntesis, concibe a la sociedad como un sistema, mientras los humanos
serían subsistemas que reclaman soluciones al sistema que –para no
desequilibrarse– las normaliza canalizando las demandas mediante la
producción de consensos. De esto deduce Jakobs que el poder punitivo es
un medio para producir consenso acerca de la vigencia de las normas,
reafirma la confianza en ellas y refuerza la fidelidad al derecho. Debido a
esto se denomina a su teoría como funcionalista sistémica.
Esta concepción no está realmente anclada en los sociólogos sistémicos
(como Luhmann o Parsons), porque confunde conceptos de teoría política
con otros de sociología.
Hemos visto que, en la teoría política, en el siglo XVIII, se contrapuso el
dogma de la sociedad como organismo a la idea de esta como contrato. Se
trató de una disputa filosófica claramente idealista: el antiguo régimen
sostenía su organicismo como dogma, al que los liberales oponían el
contractualismo como metáfora.
Lejos del idealismo, la sociología de nuestros días es una ciencia
básicamente empírica, que verifica e interpreta hechos sociales, solo que
para interpretarlos necesita ubicarlos en el marco de algún esquema
macrosocial (es decir, en alguna idea acerca de qué es la sociedad) y, para
eso, ensaya teorías macrosociales. Así, algunas conciben a la sociedad
como un sistema (concepto sistémico de sociedad) mientras otras lo hacen
como un conjunto de grupos en conflicto, aunque con cierto grado de
336
equilibrio (concepto conflictivista de sociedad).
Pero la sociología sabe muy bien que es imposible verificar
empíricamente si la sociedad es un sistema o un conjunto de grupos en
conflicto, solo que no le queda más remedio que ubicar sus hechos sociales
en alguno de esos armarios (o bien en combinar ambos, como hace en las
últimas décadas), pero nunca la sociología –como ciencia– puede asumir
como dogma cualquiera de ambas posiciones. Una cosa es elegir el armario
en el cual ubicar las tazas y otra, muy diferente, dar por presupuesto que el
armario crea las tazas, que es lo que hacía la teoría política idealista del
siglo XVIII al contraponer organicismo a contractualismo.
La confusión proviene, sin embargo, de que algunos caracteres del viejo
organicismo se filtran en los sociólogos sistémicos, porque entre ellos no
faltan algunos que los acentúan. De todos modos, lo cierto es que los
sistémicos explican mejor los hechos sociales más permanentes, en tanto
que los conflictivistas explican mejor el cambio social (la dinámica de los
hechos sociales que varían), pero ningún sociólogo –por sistémico que sea–
dirá que no le interesa la verificación empírica de los hechos sociales y,
menos aún, afirmará con Hegel –como lo hace Jakobs– que la función de la
pena es la reafirmación de la vigencia de la norma y que, por ende, la pena
se justifica por el propio hecho de penar.
Aclarado esto, cabe observar que la teoría de Jakobs parte de una idea de
sociedad ordenada como sistema de normas, con un Estado ideal, que
impondría ese orden, procurando solo la reafirmación de las normas en la
conciencia colectiva, para inducir fidelidad al derecho por el derecho
mismo, lo que no sería otra cosa que la vigencia de las normas como
organización perfecta.
De allí que lo importante para este autor no sea la tutela de bienes
jurídicos, sino la vigencia de las normas. Con toda razón niega que el
derecho penal pueda tener por función la tutela de bienes jurídicos (porque
siempre llega tarde), pero le asigna la de tutelar la vigencia de las normas
(la tutela de bienes jurídicos sería una eventual consecuencia de la vigencia
de las normas). A esta tutela de la vigencia de las normas la sintetiza en un
único bien jurídico que denomina bien jurídico-penal.
Por otra parte, al pasar a primer término la infracción a la norma, Jakobs
337
le resta importancia al vínculo de antijuridicidad en el delito culposo, pues
considera típica la omisión de cuidados inútiles (en el caso del carbunclo,
en que, aunque el empleador hubiese provisto el desinfectante, igual se
hubiesen enfermado las operarias, considera que incurrió en una omisión
típica).
Al negar al derecho penal la función tutelar de bienes jurídicos, admite
normas que no parecen destinadas a tutelarlos, con lo que desconoce el
principio de ofensividad como límite al poder punitivo, pues legitima toda
norma que sirva al bien jurídico-penal que, en definitiva, no parece ser algo
muy diferente de la etización welzeliana, ahora normativizada
jurídicamente.
De este modo, la alquimia que permitió a la dogmática tradicional saltar
del requisito de que haya una afectación de bien jurídico en todo delito
(principio de ofensividad) a la pretendida tutela de bienes jurídicos, si bien
la desbarata Jakobs con toda razón, usa ese mismo argumento para
desconocer el requisito de ofensividad y abre la puerta a tipos que prohíban
conductas solo contrarias a la moral, como sucedía en el viejo proyecto
oficial alemán de 1962, lo que entre nosotros sería lesivo del art. 19 CN.
En igual línea, admite los tipos de peligro abstracto, cuando se trate de
organizar un ámbito social normalizado de conducta. Aunque Jakobs lo
ejemplifica con la estandarización del tránsito, también incluye los casos de
acumulación (si todos fuésemos a orinar al río, lo contaminaríamos). Por
cierto, al apelar a la eventual o hipotética generalización de cualquier
conducta, se llegan a prohibir conductas meramente contrarias a la ética que
no lesionan bienes jurídicos (no fumar marihuana, porque si todos lo
hiciésemos no sería bueno).
Toda teoría que pretende revolucionar una ciencia trata de adosar a las
precedentes un rótulo común, como hizo en su tiempo Ferri con la
invención de la escuela clásica. Esa intención también se vislumbra aquí,
pues llama naturalistas a todas las teorías precedentes que asignan al poder
punitivo la función de tutela de bienes jurídicos y que, por ende, postulan
teorías de prevención general y especial de la pena, para autoproclamarse
normativista. Queda claro, pues, que de esta manera contrapone su
construcción dogmática a la de Roxin. En verdad, se trata de un
338
normativismo radical, puesto que su construcción parte de una
normativización de toda la sociedad, de la que se encargaría
peligrosamente el Estado.
Esta normativización total de la sociedad la basa este autor en los roles
sociales, o sea, en los distintos papeles que asumimos en la interacción
social (como médico, maestro, conductor de vehículo, padre, etc.). Observa
que cada uno de esos roles genera expectativas en los otros (lo que se exige
que haga el médico, el maestro, el conductor, el padre), o sea, lo que se le
demanda conforme a las normas derivadas del respectivo rol.
Al igual que en la tipicidad omisiva, también en la activa entiende que
siempre hay normas que debemos cumplir conforme al rol, porque los
demás esperan que respetemos las normas atinentes al rol que asumimos.
Virtualmente, estaríamos todos en posición de garante: el médico como
garante de la atención del paciente (pero no del cuidado de su patrimonio),
el maestro de la educación del niño (pero no de llevarlo al pediatra), el
conductor de observar los semáforos (pero no de ayudar a atravesar la calle
a una anciana), el padre de llevar al niño al pediatra (pero no
necesariamente de comprarle las zapatillas de marca). De este modo, se
normativiza la totalidad de la vida social según roles.
El Estado, mediante la ley penal, tipifica la violación de las normas que
corresponden a algunos de estos roles, lo que abarca desde las que se
derivan del rol de simple ciudadano o habitante, hasta las más específicas
(funcionario, juez, etc.). Si la función del poder punitivo es reafirmar la
confianza en la vigencia de esas normas, lo importante será averiguar qué
requisitos establecen las leyes para imputar al agente las infracciones a
ellas. En consecuencia, correspondería determinar qué exige el orden
jurídico para hacer que una infracción sea objeto de imputación.
Por eso, Jakobs no elabora propiamente una teoría del delito, sino de la
imputación del delito. En otras palabras: regularmente la dogmática penal
se pregunta por el delito para saber qué es lo que se debe imputar para
habilitar una pena. Jakobs, desde un punto de vista rigurosamente
normativista, procede en sentido inverso y se pregunta qué exige la norma
para imputar y, por ende, plantea la cuestión como una teoría de la
imputación, y da lugar a un análisis escalonado de los requisitos para la
339
imputación (que equivale al estratificado de la tradicional teoría del delito).
Como consecuencia de este criterio, en principio, no interesa tanto
preguntar por una acción pretípica, sino solo por la conducta que requieren
las normas (los tipos) y en qué forma lo hacen. Es así como el resultado
puede o no integrar el injusto, según lo requiera o no la imputación, por lo
cual resulta más fácil clasificar los delitos como de resultado y de pura
actividad.
Dado que siempre que se incumple una norma derivada de un rol no se
realiza lo debido, todos los delitos parecerían ser omisiones, tal como lo
postuló la teoría negativa de la acción de los años setenta y antes la escuela
de Kiel. Jakobs procura eludir esta consecuencia, para lo cual propone un
supraconcepto de comportamiento que abarque el concepto de acción como
causación evitable del resultado y de omisión como no evitación evitable
de un resultado. La diferencia radicaría siempre en cuanto al resultado que,
en cualquier caso, sería evitable. Cabe observar que este concepto de acción
dista demasiado de la realidad, pues es bastante insólito afirmar que quien
dispara cinco balazos a la cabeza de otro sea el causante evitable del
resultado de muerte.
La derivación más importante de esta perspectiva de normativismo
general y extremo tiene lugar en su teoría de la imputación objetiva, o sea,
al determinar los límites de la tipicidad objetiva, donde sigue un camino del
todo diferente al de Roxin.
Para señalar este límite objetivo de prohibición afirma que esta llega solo
hasta donde nos imponen las normas derivadas de los roles sociales. Parte
de la verificación de que no estamos obligados a neutralizar todos los
riesgos para los bienes jurídicos ajenos, pues hay ciertos riesgos permitidos
(el solo hecho de conducir un vehículo genera un riesgo, pero lo que se nos
manda es solo que lo hagamos no pasando semáforos en rojo).
Por otra parte, señala que tampoco estamos obligados a vigilar
constantemente a nuestros semejantes para verificar si observan las normas
conforme a sus roles, sino que debemos atender a lo que nos impone
nuestro rol y confiar en que los otros cumplen correctamente con los suyos,
hasta el momento en que, dentro de nuestra observación debida, notemos
que el otro no respeta sus normas, para recién entonces retirarle la confianza
340
(el niño comienza a atravesar la calle con el semáforo en rojo y debemos
frenar). Este es el llamado principio de la confianza, que la doctrina
tradicional emplea para señalar los límites del deber de cuidado en toda
actividad compartida.
También excluye la imputación objetiva cuando emprendemos una acción
lícita y estereotipada, aunque el otro la haga parte de una actividad ilícita,
puesto que en tal caso nuestro rol sería inocuo (el taxista que lleva al
pasajero hasta la esquina indicada, donde este le paga y deja el taxi, aunque
el pasajero fuese a ese lugar para asaltar un banco). Se trata de la llamada
prohibición de regreso. Por último, señala una cuarta limitación a la
imputación objetiva, en caso de consentimiento de la propia víctima, como
también cuando se trate de una voluntaria autopuesta en peligro o de un
grave descuido de los deberes de autoprotección.
Debemos tener en cuenta que Jakobs parece concebir los roles en forma
estática, cuando la teoría sociológica de los roles los muestra como
dinámicos, o sea, que estos cambian según las circunstancias. Se repite el
famoso ejemplo del biólogo que trabaja de mesero y sirve una fruta que
sabe que es venenosa. Según Jakobs, como no está en rol de biólogo sino de
mesero, no le incumbe controlar la calidad de lo que sirve, sino solo servirlo
y, por ende, no puede imputársele objetivamente la muerte de quienes
comen la fruta venenosa, siendo responsable solo por omisión de auxilio
(art. 108 CP).
En lo referente a la legitimación de la pena, Jakobs deduce de la
normativización de todas las relaciones sociales –sin ninguna prueba
empírica–, que cuando alguien viola una norma atinente a su respectivo rol,
se produce una decepción en la sociedad, y cuando efectivamente
(contrafácticamente) esto sucede (cuando alguien incumple el deber
impuesto por su rol), no por eso debe abandonarse la norma, razón por la
cual se pena al agente, para que quede bien manifiesta la incorrección de su
conducta. Por ende, la pena así concebida tiene la función de reafirmar a
quien confía en la norma y reforzar así su fidelidad al derecho. Todo esto –
insistimos– es pura deducción, sin ninguna verificación empírica.
Por lógica, para este autor la culpabilidad es la infidelidad al derecho que
el agente demuestra con la ejecución de su injusto, manifestada en su falta
341
la disposición para motivarse conforme a la norma jurídica. Por ende, para
darse un contexto exculpante, será necesario que, pese a haber incurrido en
un injusto, la motivación no demuestre un déficit de fidelidad al derecho;
así, la exculpación tendrá lugar cuando no sea posible exigirle al agente un
comportamiento conforme a la norma, por tratarse de una situación que no
revela un déficit de motivación jurídica.
El infractor culpable, para Jakobs, sería quien proyecta algún aspecto de
la sociedad (a estos los denomina ámbitos de organización) en forma
diferente o contraria a la querida por el Estado. Así, el Estado determinaría
ámbitos de organización y la infracción a la norma significaría que el agente
pretende imponer un ámbito de organización diferente. Por ejemplo: el
Estado establece un ámbito de organización conforme al cual todo cheque
tenga suficientes fondos en el banco, y quien libra un cheque sin que
existan esos fondos en el banco, estaría pretendiendo imponer un ámbito de
organización en el que los cheques pueden o no estar respaldados por
fondos suficientes, por lo que se hace necesario para el Estado reafirmar la
vigencia del ámbito de organización de cheques con provisión de fondos.
Como es dable observar, este camino conduce sin paradas a la vieja
legitimación de la pena de Hegel: el delito es la negación del derecho, la
pena es la negación de la negación del derecho, luego la pena es la
reafirmación del derecho, en función de que la negación de la negación es
la afirmación.
Para colmo, junto a los delitos de organización, se introduce una categoría
más complicada, que serían los delitos de infracción de deber, que
consistirían en la violación de los deberes de garantía institucionalmente
establecidos. No profundizamos en esto, que de por sí es bastante confuso.
La legitimación del poder punitivo de Jakobs es marcadamente hegeliana,
aunque se diferencia de Hegel en que este la fundaba en pura lógica, como
pretendida teoría absoluta, en tanto que Jakobs la funda como teoría
relativa, en forma de prevención, que se ha dado en llamar teoría de la
prevención general positiva que, a diferencia de la negativa, no se dirigiría
a disuadir de violar las normas, sino a reforzar en todos la confianza en su
vigencia, aunque no se descarte la eventualidad de cumplir también alguna
función de prevención general negativa. Pero como tampoco admite
342
ninguna comprobación empírica, en definitiva resulta tan absoluta como la
legitimación hegeliana. Por cierto, es tan cuestionable que la teoría de
Hegel sea absoluta como que la de Jakobs sea relativa, pero lo cierto es que
ambas rechazan cualquier verificación empírica.
De este modo, el derecho penal (entendido como poder punitivo)
cumpliría una función de mantenimiento de la configuración social y estatal
mediante la garantía de vigencia de las normas. Esta garantía impediría que
las condiciones que el Estado considerase imprescindibles para el
funcionamiento de la vida social se pierdan o debiliten cuando resulten
defraudadas por la conducta del infractor a la norma.
Como vimos antes, de este objetivo se deduce la existencia de un único
bien jurídico tutelado por el derecho penal, que sería la firmeza de estas
expectativas frente a la decepción que produce el infractor, y que Jakobs
llama bien jurídico-penal. ¿Pero, quién sería el titular de este bien jurídico
único? Podría responderse que la sociedad, como lo hace Jakobs. Pero
nadie puede aseverar en las sociedades complejas, multiculturales y
conflictivas de nuestro tiempo, que esas sean las expectativas que exige la
sociedad. ¿Cómo se expresan estas sociedades y quién habla en su nombre?
Está fuera de toda duda que se trata de normas estatales, o sea que, el titular
de ese bien jurídico único es el Estado, como estructura de poder, y no la
sociedad. Recordemos que toda confusión de sociedad con Estado es bien
peligrosa, en términos políticos y de modelo de Estado.
Es obvio que esta legitimación de la pena conforme al planteo
normativista responde a una teoría de la pena de las conocidas como
absolutas, como es la de Hegel. No obstante, con razón se ha puesto en
duda el carácter absoluto de esta teoría de la pena (así, Lesch) y, en realidad
–como veremos en su momento– no creemos que haya teorías absolutas en
el sentido de que las penas se legitiman por sí mismas, lo que sería
irracional.
Por el contrario, parece claro que desde esta perspectiva se legitima un
ejercicio del poder punitivo que pretende mantener un orden establecido por
un Estado que introduce en el orden jurídico toda la ética social, lo que de
suyo es altamente riesgoso, porque se halla muy cerca de la dictadura ética.
Por otra parte, solo sería válida en un Estado ideal –inexistente en el
343
mundo real–, en que el poder punitivo no reconozca ninguna selectividad,
pues en los Estados reales –y en particular en los latinoamericanos– es más
que obvio que no se refuerza la vigencia de la norma frente a la impunidad
de quienes son invulnerables al ejercicio del poder punitivo y a la extrema
vulnerabilidad de los sectores sociales inferiores y de las víctimas del
lawfare (*).
Más aún: podría decirse que su ejercicio sobre las personas vulnerables de
los sectores sociales subalternos y menos entrenadas para cometer delitos
sofisticados, refuerza la certeza de la invulnerabilidad de los más cercanos
al poder y más hábiles en la comisión de delitos.
La importación de esta construcción a nuestra región podría tener
consecuencias graves, pues la desnormalización (alarma social o
debilitamiento de la confianza en la vigencia de la norma) entre nosotros es
generada por los monopolios mediáticos y sus (de)formadores de opinión,
que son quienes marcan la agenda político criminal a los políticos
inescrupulosos y populacheros del punitivismo caotizante de nuestras
sociedades, cuya politiquería resultaría legitimada.
Por otra parte, una dogmática jurídico penal que obtura la incorporación
de datos de la realidad a la labor judicial, le impediría toda contención
eficaz al ejercicio del poder punitivo, lo que favorecería la caotización de
nuestras sociedades, con el consiguiente debilitamiento de los Estados y la
pluralización de sistemas punitivos.
Al margen de lo anterior, cabe recordar que, a fines del siglo pasado,
Jakobs propuso una suerte de derecho penal de contención con privaciones
de libertad preventivas, en especial para el terrorismo y la llamada
criminalidad organizada, alzando un enorme revuelo en la doctrina, en
particular debido a la terminología desafortunada que empleó al referirse a
no personas y a derecho penal del enemigo. Por cierto, su propuesta no era
aceptable, pero de haber empleado otro vocabulario, no hubiese provocado
la misma polémica pues, en definitiva, siempre existieron legitimaciones de
penas para indeseables con otro nombre y nada muy diferente significa la
triste función que cumple el increíble abuso de la prisión preventiva en
nuestra región.
La construcción dogmática de Jakobs no es epocal en Alemania, donde no
344
ha logrado predominar, aunque tuvo más eco fuera de su país de origen,
debido a la señalada tendencia a importar la última construcción, solo por
considerar que tiene mayor nivel de elaboración. Debido a que no es
epocal, no es posible señalarle con certeza un marco político social. Es
posible que en Alemania haya correspondido a un momento de reclamo de
reforzamiento normativo ante el aparente aluvión de europeos orientales –
generador de cierto temor en la población– posterior a la caída del Muro de
Berlín y a la reunificación. No obstante, esta identificación resulta
demasiado aventurada.
Bibliografía. Günther Jakobs, Derecho Penal. Parte General. Fundamentos y teoría de la
imputación, Marcial Pons, Madrid, 1997; Estudios de derecho penal, Civitas, Madrid,
1997; Moderna dogmática penal, Estudios compilados, Porrúa, México, 2002; La
imputación objetiva en derecho penal, Ad-Hoc, Buenos Aires, 1996 (también Universidad
Externado de Colombia, Bogotá, 1994); Heiko H. Lesch, Intervención delictiva e
imputación objetiva, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 1995; Zaffaroni, El
enemigo en el Derecho Penal, Universidad Santo Tomás, Bogotá, 2006 (también EDIAR,
Buenos Aires, 2006; Dykisson, Madrid, 2007; Ediciones Coyoacán, México D. F., 2007);
Michael Pawlik, Confirmación de la norma y equilibrio en la identidad. Sobre la
legitimación de la pena estatal, Atelier, Barcelona, 2019.
345
(criminalización secundaria) y ejecutar las penas.
Todos estos niveles están lógicamente vinculados, porque de las premisas
legitimantes debieran deducirse las condiciones del objeto y del sujeto
sobre el que recaerá el poder punitivo y los límites de su ejercicio,
conforme a cierto modelo de Estado (liberal, democrático, autoritario,
totalitario, etc.).
Por cierto, no todos los penalistas son coherentes a este respecto, lo que
no prueba nada contra la necesidad lógica de su entramado, sino solo las
fallas lógicas de quienes escribimos.
Los argumentos legitimantes se sintetizan en las diversas teorías de la
pena, que señalan su objeto y función, cuyo cuadro se suele presentar en
toda obra de nuestra materia, para que cada autor se posicione y escoja
alguna, de la que –si es coherente– deriva todo el sistema que construye con
el método dogmático.
La clasificación pionera del cuadro de las teorías legitimantes de la pena
fue obra de Anton Bauer (1772-1843) (*), profesor de Göttingen, quien la
formuló en una suerte de apéndice a la exposición de su propia teoría –que
llamaba de la advertencia– consistente en una corrección a la teoría de
prevención general negativa de Feuerbach. Si bien la teoría de Bauer pasó
inadvertida, su clasificación tuvo un éxito sensacional, pues es la base de
todas las que se repiten hasta el presente, aunque por lo general no se cita el
nombre de su autor.
La clasificación hoy más corriente no es exactamente la que expuso
Bauer, pero hay al menos cuatro contribuciones suyas que conservan
singular vigencia.
(a) La primera –no siempre relevada– es que cada teoría de la pena es, en
realidad, una teoría del derecho penal en su totalidad, aunque quien la
esboza no lo desarrolle de esta manera, por incoherencia o contradicción
interna de su sistema.
(b) La segunda es que cada una de esas teorías se vincula y depende de la
idea del Estado, es decir, que no se trata de un mero deber ser de la pena,
sino también del Estado, o sea que, en el fondo son programas político
criminales y algunas son también programas de política general.
346
(c) La tercera es la distinción básica entre teorías absolutas y relativas.
Caracteriza a las primeras como las que –sin atribuirle ningún fin– exigen
que causalmente al crimen le siga una pena. Esta caracterización se
conserva en todas las exposiciones posteriores hasta la actualidad,
considerando en general como teorías absolutas las de Kant y Hegel,
aunque Bauer entendía que la de su contemporáneo Hegel era una teoría de
la reparación y, por ende, relativa.
(d) La cuarta tiene enorme valor en la actualidad, en que casi no se
sostienen teorías puras, sino combinaciones llamadas mixtas, que Bauer con
razón criticaba sabiamente: Si fuese posible elaborar una teoría que
mediante una combinación aúne todas las ventajas de las teorías
particulares, lo cierto es que esta, simultáneamente, reuniría en sí todos los
defectos de las teorías particulares, que no serían saneados por la
combinación, sino que todavía aumentarían, tornándose aún más
estridentes.
El mero hecho de que desde hace dos siglos se discutan teorías de la
pena, o sea, teorías legitimantes del poder punitivo y fundantes de los
sistemas del saber jurídico penal, demuestra una alta endeblez
argumentativa, sin contar con su aporte de inseguridad de respuesta, pues
abre la posibilidad de que un juez pueda decidir primero si pretende
imponer más o menos pena, para luego echar mano de la teoría que mejor
legitime su decisión (esto se llama tópica) (*). Esta posibilidad se agrava
con los emplastos teóricos mixtos ahora predominantes.
La clasificación más sintética que suele predominar entre los doctrinarios,
sigue a Bauer en cuanto a la división general en: (a) teorías absolutas y (b)
relativas. Subdivide a las relativas en: (α) teorías de la prevención general
(con efectos sobre los que no han cometido delito) y (β) teorías de la
prevención especial (con efecto sobre los que han cometido el delito), cada
una de ellas subdividida, a su vez, en positivas y negativas. Este cuadro
general sintetiza todos los argumentos legitimantes del ejercicio del poder
punitivo.
Contra las teorías así clasificadas se alzan las teorías deslegitimantes del
poder punitivo, o sea, que argumentan para desbaratar las anteriores, sea en
forma de (a) deslegitimación parcial (minimalismo penal) o de (b)
347
deslegitimación radical (abolicionismo penal).
(a) En cuanto a las teorías absolutas, ya nos hemos referido a Kant y a
Hegel y a sus respectivas legitimaciones. No es verdad que para estas
teorías la pena se legitime por sí misma, lo que es un absurdo. Para ambos
filósofos, la pena se legitima como necesidad del Estado ético de Kant y del
Estado racional de Hegel. La pena debe seguir al delito como consecuencia
de esos modelos de Estado, lo cual presupone que estos existan en la
realidad.
Quienes en nuestros Estados legitiman la pena con esas teorías, en verdad
los alucinan, pues poco tiene de ético un Estado que reparte poder punitivo
en forma totalmente selectiva, y lo hace recaer casi exclusivamente sobre
los más pobres y peor entrenados de nuestras sociedades (o contra sus
enemigos políticos de turno), dejando impunes delitos tan graves como los
que cometen los agentes de las corporaciones transnacionales.
Tampoco responden a la razón ni la encarnan como síntesis nuestros
Estados, como lo pretendía Hegel, porque esa selectividad punitiva tampoco
tiene nada de racional, salvo que por racional se entienda la mera
racionalidad funcional para el poder arbitrario, o sea, para un modelo de
Estado alejado del de derecho.
En definitiva, el kantismo y el hegelianismo encarnan proyectos políticos
de Estados no realizados. Vale para ellos la misma objeción que hacía Jean
Paul Marat (*) al contractualismo: la pena retributiva que ambos postulan
sería la más justa en una sociedad de iguales, pero en sociedades tan
desiguales y con Estados que reafirman la desigualdad, la retribución
resulta palmariamente injusta.
(b) Las teorías relativas son las que legitiman al poder punitivo y le
asigna un fin específico a las penas.
(α) Las teorías relativas de la prevención general son las que pretenden
que la pena tiene por objeto operar sobre las personas que no han
delinquido.
La más difundida –por responder al sentido común– es la de la prevención
general negativa, que pretende disuadir a los que no delinquieron para que
no lo hagan. Se inspira en las reglas del mercado, o sea, presumir que todo
348
humano se comporta siempre conforme a un cálculo de costos y beneficios,
lo que incluso en los años setenta se pretendió esbozar con un modelo
económico del delito. El código penal sería un menú y cada uno de nosotros
vería cuánto le cuesta el placer de cometer un delito.
En la realidad, la operatividad selectiva del poder punitivo, más que
intimidar a los no delincuentes, los instiga a que si se deciden a delinquir lo
hagan con mayor elaboración técnica u organizándose, como enseñanza que
les brinda un poder punitivo que casi exclusivamente atrapa delitos groseros
y primitivos o conductas de disidentes.
Por otra parte, en cuanto a crímenes muy crueles, es ridículo creer que el
delincuente antes consultó el código o siquiera pensó en la amenaza penal.
Preocupa en nuestros días el feminicidio, que tiene las más altas penas de
nuestra ley, lo que no reduce su frecuencia. Es absurdo pensar que la bestia
femicida reflexiona antes sobre cuánto le va a costar penalmente semejante
barbaridad. Por el contrario: cuanto más grave y patológico es un hecho,
menos poder disuasorio tiene el derecho.
Por otra parte, la pena disuasoria es eminentemente utilitaria y su medida
solo puede ser la de la necesidad de disuasión misma, lo que llevaría a que
la mayor frecuencia de un delito determine mayor pena, cuando es claro que
la frecuencia es un hecho social ajeno al delincuente y al contenido injusto
o gravedad del delito. Además, se llegaría al terrorismo punitivo cuando,
pese a aumentar las penas, la frecuencia no ceda, o sea –como dijo Bettiol–
se llegaría a penar todos los delitos con la muerte, porque nunca habrá una
pena suficiente para disuadir a la totalidad de la población.
Hay otras consideraciones que operan contra esta teoría: la crueldad de
algunas penas podría despertar inconscientemente a Tánatos en
personalidades culpógenas y fomentar la búsqueda de pena (suicidio
triangular y similares); el espectáculo de penas crueles debilita la imagen
ética del Estado; la pena disuasoria en delitos menores fomenta la
reproducción de clientela prisional al degradar inútilmente al infractor
minúsculo con penas cortas; etc.
No puede negarse que –eventualmente– la pena pueda cumplir alguna
función disuasoria, sobre todo en delitos menores y económicos, pero la
disuasión no es tarea del derecho penal sino de todo el derecho y, quizá más
349
aún, de la ética social y de la cultura. Sería inhabitable una sociedad en la
cual cada uno estuviese dispuesto a hacer todo lo que la ley penal no
prohíba.
Además, cada rama del derecho tiene sus sanciones específicas que
operan como disuasión por medio de la reparación, del poder de coerción
directa, de las inhabilitaciones administrativas, profesionales, etc., pero el
derecho penal sería el único –como anormalidad jurídica– que no cumpliría
ninguna de estas funciones y solo se basaría únicamente en la disuasión
desnuda, pura y simple.
Sea dicho todo lo anterior, sin contar con que –por regla general– todo
delincuente delinque presumiendo que evitará la pena, pues de lo contrario
no lo haría, salvo caso de masoquismo, como que también es difícil de
rebatir la observación de que esta teoría, al dirigir la amenaza penal contra
todos, presume que todos los habitantes de la nación somos delincuentes
potenciales.
Otra variante a las teorías de la prevención general es la llamada
prevención general positiva de la que hemos hablado al referirnos a la
teoría de Jakobs, que en realidad se acerca tanto a Hegel que resulta difícil
establecer la diferencia.
Recordemos que Bauer no consideraba la teoría de Hegel como absoluta
sino reparadora. Distinguir entre la reafirmación de la vigencia de las
normas –sin base empírica o sociológica, sino como dogma– y la
cancelación idealista del delito como reafirmación del derecho, es
prácticamente imposible, debido a su superposición conceptual casi
completa.
(b) Las teorías relativas de prevención especial son las que asignan como
objetivo y función de la pena su efecto sobre la persona que ha delinquido.
(α) Las teorías de la prevención especial positiva son todas las que, desde
lo moral o lo social, consideran que la pena debe ser un mejoramiento del
penado. Se incluyen en ellas todas las teorías que podemos llamar re (re-
socialización, re-inserción, re-personalización, re-incorporación, etc.).
Desde el punto de vista meramente ideológico tienen el inconveniente de
considerar a la pena un bien, por lo que tienden a prescindir o subestimar la
350
importancia y necesidad de una medida máxima. Además, es discutible que
el Estado tenga el derecho de infligir un mal, pero es inadmisible que
imponga valores a una persona; cuando más nos acercamos a los delitos de
motivación política, esto se hace más patente. Dicho más gráficamente:
podemos discutir si el Estado le puede cortar la cabeza a alguien, pero no
podemos admitir que intente cambiársela.
No debe extrañar que estas teorías re hayan sido las preferidas del
positivismo, es decir, del reduccionismo biologista y racista que, como
hemos visto, retomó el modelo inquisitorial.
Cuando la pena es un bien para la persona penada, es innecesario un
proceso acusatorio y, más aún, tampoco es necesario un límite temporal y,
en última instancia, como el delito no es más que el signo que demuestra la
necesidad de este bien, tampoco es muy necesario definirlo con tanta
precisión. En síntesis: la pena de mejoramiento está asociada al inquisitivo,
a la supresión de límites en su aplicación y a la analogía legal en la
prohibición.
Desde el punto de vista de la realidad, hoy está fuera de duda que la
prisión, como institución total, por buena que fuese, tiene un efecto
inevitablemente deteriorante sobre el preso, lo sumerge en una sociedad
artificial, le impone adaptarse a reglas de convivencia que le reafirman el
rol desviado, lo estigmatiza y provoca una autopercepción negativa, lo hace
retroceder a etapas de adolescencia e infancia, etc. Si a todo esto sumamos
las condiciones degradas de prisiones superpobladas, muchas de las cuales
en nuestros países se hallan en vías de convertirse en campos de
concentración –si no se han convertido ya–, estos efectos se agravan y
hacen de la prisión una fuente de reproducción de clientela.
Estas teorías no son más que discursos que procuran mostrar a la pena
como instrumento de mejora y pacificación social, cuando en la realidad
social, por lo menos en lo que respecta a la institucionalización de personas
por delitos de mediana o menor gravedad –como es en la gran mayoría de
los casos–, fundamentalmente contra la propiedad y de comercio minorista
de tóxicos (delincuencia de subsistencia), su efecto es totalmente paradojal,
es decir, que condiciona, acentúa o agrava las desviaciones de conducta.
(β) Las teorías de la prevención especial negativa, quizá sean las únicas
351
en que la pena realmente desempeña la función que se le asigna: así, si se
somete a alguien a pena de muerte, con total seguridad nunca podrá volver
a cometer un delito. Se trata de legitimar por esta vía todas las penas que no
buscan el mejoramiento de le persona, sino su inocuización. Se trata de
impedimentos de carácter físico u orgánico (mutilaciones, esterilización,
tratamientos invasivos, etc.), que inutilizan a la persona para realizar cierta
actividad. Es obvio que no pueden generalizarse estas penas, sin contar con
su flagrante lesión a la dignidad de la persona.
Cabe observar que el propio encierro puede legitimarse de esta manera,
puesto que el sujeto privado de libertad no puede cometer ningún delito en
la sociedad libre. Por cierto, la prisión preventiva, que es la pena más
frecuente en la región –en especial para delitos menores– tiene esta
naturaleza, por mucho que se la disfrace como medida cautelar procesal.
Todas las que acabamos de ver hasta este momento, son teorías
legitimantes de la pena que se manejan en la manualística corriente de
nuestra materia. Pero frente a ellas se alzan las teorías deslegitimantes que,
sustancialmente, niegan o desbaratan los argumentos de las anteriores con
mayor o menor intensidad, al proponer programas de política criminal,
algunas (a) con alta reducción de las penas, y otras (b) de radical supresión
de estas.
(a) El minimalismo penal pone de relieve las críticas que hemos
formulado a las teorías legitimantes y, por ende, propone una reducción
muy considerable de las penas, hasta dejarlas limitadas únicamente para
delitos muy graves y, en general, de daño o lesión masiva o colectiva. No
postula su supresión total, porque considera que esta acarrearía males muy
graves en los casos en que culturalmente no se admita otra medida que no
sea punitiva, dado que repondría la venganza privada.
Sus principales sostenedores, a partir de quienes se difunde incluso en
nuestra región, son los italianos Alessandro Baratta (*) y Luigi Ferrajoli (*).
(b) El abolicionismo penal, al partir de las mismas críticas que hemos
formulado a todas las teorías legitimantes, propone directamente la
abolición del poder punitivo y su reemplazo por soluciones de tipo
reparador, restitutivo, terapéutico, etc.
Existió un abolicionismo antiguo, sostenido por anarquistas (*), aunque
352
con algunas propuestas fuera de esta corriente política. Entre estas
versiones, a principios del siglo pasado, Pedro García Dorado Montero (*),
catedrático de Salamanca, fue un positivista extremadamente coherente que
llegó a la conclusión de que un día los propios delincuentes, dadas las
ventajas de las prisiones, acudirían a ellas como se acude a los hospitales en
busca de asistencia médica, para lo cual proponía reemplazar al derecho
penal por un derecho protector de los criminales.
Las propuestas abolicionistas resurgieron en las últimas décadas del siglo
pasado, en especial por obra de movimientos de derechos de los presos en
los países nórdicos y también en Holanda y Francia. Estos movimientos se
vinculaban también a la llamada antipsiquiatría (*), de Thomas Szas (*) y
Franco Basaglia (*), entre otros. En general eran movimientos críticos de
las instituciones totales (manicomios y prisiones).
Entre los más destacados propulsores del abolicionismo penal se cuenta el
profesor de Rotterdam Louk Hulsman (1923-2009) (*), los noruegos Nils
Christie (1928-2015) (*) y Thomas Mathiesen (*) y la canadiense Ruth
Morris (1933-2001) (*).
La crítica al poder punitivo de estos autores no respondía a las mismas
raíces ideológicas. Así, puede decirse con cierta aproximación que Hulsman
se nutría de preferencia de la fenomenología, Mathiesen del marxismo,
Christie más bien de la antropología, etc. No obstante, todos coincidieron
en la abolición del ejercicio del poder punitivo y su reemplazo por
mecanismos de solución eficaz de los conflictos.
Tanto el minimalismo como el abolicionismo son algo más que proyectos
político criminales, son proyectos de sociedad y de Estados. Aunque
parezca una paradoja, comparten con las teorías absolutas legitimantes el
mismo problema: se refieren a Estados y sociedades que no existen, a
modelos imaginados, pero no reales de sociedad y Estado. La única
diferencia a su favor es que, como deslegitiman la pena, no son usados en
la dogmática penal.
Más aún: la lectura de los abolicionistas es cautivante por su imaginación,
pero en verdad requieren un auténtico cambio civilizatorio, un giro radical
en nuestra civilización actual. Nuestra civilización está anclada en la idea
lineal de tiempo que, como veremos más adelante, está vinculada a la
353
venganza y, hasta no cambiar esta perspectiva no podrá erradicarse la
pulsión vindicativa y, por ende, tampoco el poder punitivo.
Por cierto, el minimalismo y el abolicionismo son ideologías que impulsan
el pensamiento y la creatividad, pero una reducción tan considerable del
poder punitivo y, más aún su abolición, no son viables en la sociedad actual
y, como dijimos, tampoco en nuestra actual civilización. No se trata de
utopías a las que despreciar, pues es posible y deseable imaginar hacia
dónde debe marchar la construcción de un mundo futuro más habitable e
igualitario y menos represivo. Es más que sano imaginar un mundo sin
poder punitivo ni guerras, como posibilidad futura, como lo es también
luchar por la transformación del mundo actual hacia esos objetivos, pero
esa dinámica no la provocará ni impulsará la ciencia jurídico penal,
sencillamente, porque no es su tarea.
La única función que la dogmática jurídico penal puede cumplir a este
respecto –y que pese a su aparente modestia no es nada menor– es la de
contener el ejercicio del poder punitivo dentro de límites que permitan la
dinámica social para promover la transformación, pero como penalistas no
podremos hacer más, sin perjuicio de que, como ciudadanos y humanos,
desempeñemos al mismo tiempo otros roles en otros ámbitos.
Nada nos impide subir a una tribuna y proponer a nuestros vecinos nuevos
modelos de Estado, pero eso solo lo podremos hacer en la medida en que el
poder punitivo esté contenido y esa contención nos garantice que nadie nos
impedirá hacerlo ni nos reprimirá por eso. Este último es nuestro cometido
específico: garantizar el espacio de crítica y dinámica social, para que no lo
interfiera el poder punitivo.
Observemos que todas las teorías de la pena –legitimantes y
deslegitimantes– se refieren a un deber ser de la pena; ninguna de ellas dice
cómo es la pena, sino como el autor cree que debe ser.
El grave problema con las legitimantes es que los penalistas eligen alguna
de ellas –o varias– y construyen su sistema sobre la base de cómo alguien
creyó que debía ser la pena, pero esas construcciones están destinadas a los
jueces, que con ellas habilitan poder punitivo que se ejerce con penas que se
cumplen como son y no cómo alguien pensó en algún momento que debían
ser.
354
Bibliografía: Anton Bauer, Teoría de la advertencia y una exposición y evaluación de
todas las teorías del Derecho Penal, EDIAR, Buenos Aires, 2019; AAVV, Abolicionismo
penal, EDIAR, Buenos Aires, 1989; Franco Basaglia, La institución negada, Barral,
Barcelona, 1972; Nils Christie, Los límites del dolor, Fondo de Cultura, México, 1984; del
mismo, La industria del control del delito, Del Puerto, Buenos Aires, 1993; David Cooper,
Psiquiatría y antipsiquiatría, Paidós, Barcelona, 1967; Thomas Szas, La ética del
psicoanálisis, Gredos, Madrid, 12971; del mismo, La fabricación de la locura, Kairós,
Barcelona, 1974; Louk Hulsman y Jacqueline Bernat de Celis, Sistema penal y seguridad
ciudadana, Ariel, Barcelona, 1974; Thomas Mathiesen, Juicio a la prisión, EDIAR,
Buenos Aires, 2003; Ruth Morris, Abolición penal, Universidad Nacional del Litoral, Santa
Fe, 2000. Zaffaroni, Alagia, Slokar, Derecho Penal, pp. 53 a 65; Luigi Ferrajoli, Derecho y
garantías. La ley del más débil, Madrid, 1999; Alessandro Baratta, Criminología crítica y
crítica del derecho penal, cit.
355
correlaciones entre las formas de los cuerpos y la psicología individual. Con
buen humor alguien dijo que se había pasado del cráneo a los glúteos con la
biotipología. No le faltaba razón en esto: con la fisiognómica (*) se
pretendió deducir los caracteres psicológicos del rostro, con Gall (*) y
Lombroso del cráneo y con la biotipología del cuerpo y sus hormonas. En
este último intento se encuentran las obras de Ernst Kretschmer (*) en
Alemania, de Nicola Pende (*) y su discípulo Benigno Di Tullio (*) en
Italia y con los esposos Glueck (*) en Estados Unidos.
En cuanto a la sociología, desde el final de la Primera Guerra Mundial
(1914-1918) se hallaba decadente en Europa. Los grandes sociólogos
europeos –como Emile Durkheim (*), Max Weber (*), Georg Simmel (*),
Gabriel Tarde (*)– habían muerto y la guerra había dejado a Europa
arrasada. La tónica de la sociología europea era pesimista ante la catástrofe,
con autores como Vilfredo Pareto (*) y Oswald Spengler (*).
Pero al término de la primera guerra los Estados Unidos se habían
convertido en la meca para los pobres de Europa y se producía un aluvión
migratorio, que la administración norteamericana seleccionaba con criterio
racista, al tiempo que sus académicos se preguntaban seriamente qué
sucedía en su país.
Mientras los teóricos europeos se interrogaban por la decadencia social,
los norteamericanos lo hacían por su acelerado desarrollo: por un lado, en lo
antropológico, la influencia de Franz Boas (*) daba lugar a la antropología
cultural (*) –que se continuaría en las obras de Ruth Benedict (*) y de
Margaret Mead (*)– y, en lo sociológico con la llamada Escuela de Chicago
que, desde el departamento de esa universidad receptaba y remozaba las
corrientes europeas y daba impulso a la sociología de la ciudad (sociología
urbana).
Por diversos caminos –que no viene al caso analizar aquí, por ser propios
de la criminología– la teoría sociológica norteamericana, durante algunas
décadas, trató de explicar el delito, pero dejando al margen el análisis
sociológico del ejercicio del poder punitivo, es decir, el control social
punitivo. Al dejarlo fuera de sus límites epistemológicos, tácitamente daba
por cierto que nada tenía que ver con la producción del delito y, por ende,
por omisión daba a entender que funcionaba de modo natural, como la
356
lluvia o el viento.
Era obvio que este defecto sería observado en algún momento y, por
cierto, esto se produjo en particular a partir de los años sesenta del siglo
pasado, lo que dio lugar al desplazamiento del delincuente y el delito como
eje de atención de la criminología, que pasó a centrarse sobre la sociología
del sistema penal. Se inició así lo que se conoce como el giro copernicano
o cambio de paradigma criminológico, que dio comienzo a la criminología
de la reacción social. La criminología se volcó al estudio empírico y teórico
del sistema penal.
Lo primero que saltó a la vista es que no todos los que cometen delitos y
deben ser penados lo son en realidad, sino que únicamente se pena a una
minoría ínfima de ellos, por lo que esta criminología distinguió entre la
criminalización primaria (el deber ser en la ley penal) y la secundaria (la
individualización de las pocas personas sobre las que recae el poder
punitivo).
En verdad, todo programa legal de la criminalización primaria es
irrealizable, porque casi implicaría una criminalización de toda la
población. Es posible afirmar que sería deseable que el deber ser que prevé
el código civil pudiese realizarse automáticamente en la sociedad real,
porque tendríamos sociedades perfectamente organizadas, pero si lo mismo
sucediese con el deber ser que impone la ley penal, o sea, si todos los que
realizan conductas típicas fuesen penados, eso sería socialmente
catastrófico, porque se paralizaría la sociedad. Por ende, la criminalización
secundaria es inevitable y estructuralmente selectiva.
Al investigar los criterios de selección, la criminología crítica elaboró
varias explicaciones, pero la más difundida fue la del interaccionismo
simbólico (*), que describe la interacción social como dramaturgia, o sea,
como un teatro.
Si vemos lo que sucede en un aula, comprenderemos mejor el planteo
interaccionista: el profesor es el actor, los alumnos el público y la escuela y
sus funcionarios los empresarios. Cada uno dirige demandas de rol a los
otros: el profesor espera que los estudiantes atiendan y que la escuela no
corte la luz; los estudiantes esperan que este les imparta la clase; la escuela
que todo se desarrolle de ese modo. Mientras cada quien cumple su rol,
357
todo anda bien, pero si un grupo de alumnos borrachos se pone a gritar, el
profesor a cantar un tango o la escuela deja que las ratas caminen por el
aula, todo se complica y se produce lo que se llama una ruptura o
disrupción, es decir que, cuando alguien se sale de su rol, los demás
reaccionan agresivamente, porque con la disrupción nadie sabe ya cómo
sigue el libreto.
Pues bien: los roles son positivos (como los profesionales), pero también
hay roles negativos (como el de ladrón). Conforme al aspecto externo se
distribuyen y atribuyen los roles (al que lleva bata de médico se le atribuye
ese rol, al que lleva toga de juez ese otro) y, por ende, al que va vestido de
ladrón el de ladrón. A este vestido de ladrón se le adosa la etiqueta de tal
(por eso se llamó a esta tesis labeling theory o labeling approach, teoría del
etiquetamiento) (*).
Cuando se fija bien la etiqueta del rol negativo, se define un estereotipo
criminal (*), que se configura con todos los prejuicios de la sociedad y se
alimenta y difunde por los medios de comunicación masiva. Así, en nuestra
región, el estereotipo del delincuente suele ser el que responde al
adolescente de barrio precario (villa miseria, favela, etc.). Como la policía
selecciona por estereotipos –el llamado olfato policial– los estereotipados
son los más vulnerables a la criminalización secundaria.
Por otra parte, insistimos en que en nuestras sociedades estratificadas y
con marcada concentración de riqueza, hay entrenamientos diferenciales,
pues en el barrio precario no se entrena a nadie para inventar una sociedad
offshore y, en los estratos medios y altos, tampoco se entrena a nadie para
hurtar la cartera de otro pasajero en el autobús. Lógicamente, es mucho más
fácil detectar policialmente al que, por su entrenamiento, comete las
infracciones más groseras que a quien lleva a cabo las más sofisticadas: es
más fácil prender al asaltante de bancos que a quien los funda y quiebra.
Pero el etiquetamiento no es una cuestión meramente externa, sino que las
demandas de rol hacen que se interiorice o introyecte (se subjetivice),
porque cada uno de nosotros –en buena parte– somos como los demás nos
demandan ser, para que los demás no se pongan agresivos. En el caso del
estereotipo negativo, con la introyección o interiorización se pasa del yo
robé al yo soy ladrón.
358
Esta subjetivización del estereotipo (que otros llaman condicionamiento
de futuras conductas desviadas) es justamente el proceso reproductor que
produce y refuerza la prisión en los casos de delitos contra la propiedad y
menores, es decir, en la mayoría de los prisionizados.
La crítica más importante y pionera a la prisión en este sentido, es parte
de la crítica a las instituciones totales (prisiones y manicomios) que se debe
al sociólogo Ervin Goffman (*). Se denominan de ese modo las
instituciones de encierro, en las cuales lo que todos hacemos en diferentes
lugares (trabajar, descansar, recrearnos, etc.) se debe hacer en el interior de
la institución.
En el caso de la prisión, el preso es internado en una institución total
donde todos (guardias, jueces, fiscales y presos) lo ven como ladrón y le
reclaman que se comporte como tal, es decir, de conformidad con su
correspondiente estereotipo. Por otra parte, se lo somete a un ritual de
degradación que afecta seriamente su autoestima y le condiciona actitud y
conductas regresivas. La cultura tumbera lo retrotrae a etapas
cronológicamente superadas de su vida (adolescencia o infancia), pues todo
lo que podía hacer en libertad (desde dormir hasta ver televisión o tener
sexo) se le reglamenta y condiciona como en esas etapas y, además, se le
exime de las responsabilidades de la vida civil (trabajar, mantener a la
familia, etc.).
A esto se agrega que en el preso se debilita el sentido del espacio abierto y
con el encierro pierde también la dinámica de la sociedad libre, de modo
que a su egreso se halla en una sociedad diferente y también carga el
estigma de la pena cumplida, que reduce su espacio social notoriamente
(nadie da trabajo a un egresado de la prisión).
La pena tiene su origen –como lo afirmaba Radbruch– en las penas para
siervos y esclavos: los romanos no aplicaban estas penas a sus ciudadanos,
sin antes privarlos de la condición de tales y, por ende, hasta hoy la pena
deja una marca de infamia, estigmatizante. Toda pena es infamante hasta el
presente y la infamia penal genera la llamada prohibición de coalición, es
decir, que el infame solo puede reunirse con otros infames (en el barrio
prohíben a sus hijos e hijas la mala junta).
En síntesis: la prisionización se convierte en un instrumento de
359
degradación, fijación del rol desviado y regresión subjetiva. De allí, el alto
grado de recaída en el delito, es decir, de reproducción de clientela
prisional.
En general, esta criminología crítica interaccionista, que deslegitima el
discurso que pretende explicar jurídicamente al poder punitivo, fue llamada
criminología liberal. Como tal, fue criticada aduciendo que se limita a la
crítica de los under dogs (perros de abajo), pero no de los top dogs (los
poderes a los que es funcional este ejercicio reproductor de delincuencia).
Por esa razón, apareció una criminología crítica radical, que formula una
crítica macrosocial, en particular desde el marxismo no institucional (no
soviético), o sea, más o menos derivada de la llamada escuela de Frankfurt
(*), aunque no únicamente desde esta perspectiva (así, por ejemplo, todo el
abolicionismo presupone una crítica social macro, aunque desde otras
corrientes de pensamiento).
La criminología crítica –liberal o radical– retomó sin saberlo el camino
que había iniciado Friedrich Spee en el siglo XVII, pues no se detiene en las
abstracciones legitimantes del poder punitivo, sino que se ocupa de
describir y criticar su ejercicio y a sus protagonistas de todos los niveles
sociales.
Arrancó en los años sesenta del siglo pasado y, por cierto, no dejó en pie
ninguna de las legitimaciones especulativas del derecho penal vigentes
hasta ese momento, pues puso en crisis principios tales como el de
igualdad, de legalidad y de culpabilidad, al igual que la idea de prevención
y de tutela de bienes jurídicos. Las funciones tradicionalmente legitimantes
en que se basaban todas las construcciones dogmáticas del derecho penal
cayeron en pedazos, incluso con los aportes de la sociología más
tradicional, como lo puso de manifiesto Alessandro Baratta hace cuarenta
años, en una obra que conserva en este aspecto todo su valor.
Esta crítica –producto del llamado giro copernicano o cambio de
paradigma criminológico– tuvo fundamentalmente origen anglosajón y, en
particular, norteamericano, aunque con fuerte repercusión en Alemania,
Italia, España y América Latina. Se trataba de una crítica que tenía ante sus
ojos el modelo de control social punitivo de sociedades de consumo con
Estados de bienestar (welfare States) (*) en un mundo bipolar, en que esos
360
modelos generosos de Estados servían para contener el avance del mundo
comunista soviético. Como veremos más adelante, estas condiciones han
cambiado y los Estados de bienestar se hallan en crisis o en retroceso en la
actualidad.
Por otra parte, si bien estas criminologías sacaron a la luz cómo opera el
sistema punitivo –en especial la llamada liberal o interaccionista, que en
este aspecto conserva todo su valor crítico–, pasaron bastante por alto el
más grave de todos los delitos: el genocidio. Reflexionaremos más adelante
sobre esto, pero advertimos desde ahora que nunca la criminología se
ocupó adecuadamente del genocidio, desde sus orígenes académicos
etiológicos –en que con su racismo legitimaba los genocidios colonialistas–
hasta las criminologías críticas. La criminología etiológica –que reparaba
especialmente en los peores asesinos seriales– al igual que las críticas –que
se ocuparon en especial del poder– dejaron a los peores genocidas y
criminales de guerra bastante al margen de sus elaboraciones.
Además, las criminologías críticas, que se originaron y difundieron en
buena medida en las universidades de los Estados Unidos en la segunda
mitad del siglo pasado, a partir de los años setenta fueron contemporáneas
de un fenómeno norteamericano que se conoce como el encarcelamiento
masivo, que hizo que ese país fuese líder de los índices de prisionización
mundiales y que, con un 6 % de población negra, los negros llegasen a
superar el 50 % del total de los presos. Uno de cada tres jóvenes negros
hombres tiene alta probabilidad de ser condenado a prisión en los Estados
Unidos, con un método extorsivo de plea bargaining o negociación, que
elimina el juicio propiamente dicho. Los políticos norteamericanos y sus
presidentes (Nixon, Reagan, Clinton, Bush) jugaron a ver quién era más
duro con el crimen, como método populachero de obtención de votos,
acabaron consagrando legalmente la regla de three strikes and you are out
(tres golpes y afuera) que impone prisión perpetua a la tercera condena
penal por hechos menores.
El marcado racismo de este ejercicio del poder punitivo norteamericano,
así como los movimientos de resistencia de los negros (black panters (*) y
otros) y el actual Black lives matter (las vidas de los negros importan) (*)
no impactaron demasiado a esta crítica, al menos en sus primeras décadas.
Puede hablarse de una continuidad de la segregación racial y hasta de la
361
propia esclavitud en los Estados Unidos, en particular si tenemos en cuenta
la explotación de la mano de obra de los presos.
Esta criminología crítica llegó a América Latina, en especial por obra de
dos grandes criminólogas venezolanas: Lola Aniyar de Castro (1937-2015)
y Rosa del Olmo (1937-2000), conmoviendo el saber criminológico de la
región y con inevitables reflejos en la dogmática jurídico penal. Si bien
nuestros países no contaban con Estados de bienestar consolidados, al
menos había cierto desarrollo en ese sentido y confiábamos en su avance.
La criminología crítica regional se difundió desde los países menos
afectados por dictaduras de seguridad nacional (*) hasta el resto, a medida
que en los años ochenta del siglo pasado fueron despareciendo esos
regímenes genocidas.
En verdad, si bien esta crítica implicó un avance enorme en nuestro
conocimiento criminológico, lo cierto es que nosotros tampoco hemos
incluido en nuestra criminología académica las brutales modalidades
históricas del ejercicio del poder punitivo en nuestra región y, por
consiguiente, tampoco las luchas históricas de resistencia, no solo de
nuestros grupos excluidos y marginados, sino incluso de nuestras mayorías
populares: las rebeliones indias, la obra de Bartolomé de las Casas (*), los
quilombos brasileños (*), la independencia haitiana (*), los crímenes de las
dictaduras de seguridad nacional, la resistencia dominicana de Liborio (*),
la masacre salvadoreña de 1932 (*), la de El Mozote en la guerra
centroamericana (*), la masacre del perejil trujillista (*), el origen de
nuestro sindicalismo anarquista (*), la rebelión de Conselheiro y la historia
del Padre Cícero en el nordeste brasileño (*), la propia Revolución
Mexicana (*) y las múltiples ejecuciones sin proceso que continúan hasta la
actualidad. Nos queda mucho camino crítico criminológico por recorrer en
América Latina.
Lo cierto es que la crítica criminológica –e incluso la sociología más
tradicional– deslegitimaron el ejercicio del poder punitivo y, por ende,
todos los discursos penales que pretendían darle racionalidad. Si las
supuestas funciones del derecho penal y la pena eran falsas, el derecho
penal entraba en crisis. ¿Debía desaparecer el derecho penal? ¿No era acaso
un saber fundado sobre bases falsas? Se ampliaba enormemente la brecha
entre la ciencia jurídico penal y las ciencias sociales, pues la primera se
362
basaba en lo que las segundas –por vía de la criminología crítica–
mostraban que era falso. Las premisas del derecho penal no soportaban la
verificación de la sociología.
Al dejar de lado al penalismo que prefirió ignorar lo que la sociología
advertía, insistiendo sin fundamento alguno en las viejas premisas, la
reacción penal más científica consistió en volver al idealismo por vía del
neokantismo o del hegelianismo renovado del funcionalismo.
Hans Welzel –conservador y etizante– sin embargo, había abierto la
puerta al realismo con las estructuras lógico reales a que antes hicimos
referencia. Para las legitimaciones tradicionales del derecho penal, basadas
en la legitimación del poder punitivo, este camino se volvía intransitable si,
conforme a lo que mostraba la sociología en cuanto a la pena y al poder
punitivo, se lo llevaba hasta la teoría de la pena, pues todo se derrumbaba,
incluso las mismas premisas etizantes de Welzel.
Esto explica la vuelta al idealismo, como forma de salvar al derecho penal
así concebido del naufragio. En este trance, el derecho penal procura
salvarse mediante una encapsulación idealista. Se aleja de la historia, se
niega a incorporar cualquier dato sociológico sin importarle la brecha que
abre con las ciencias sociales y la realidad social. No es raro que se vaya
separando de la propia filosofía, para irse transformando en una técnica
cada vez más virtuosa para desmenuzar lógicamente conceptos particulares,
como si hubiese aprendido a agotar el conocimiento más minucioso acerca
de cada pieza de una locomotora que, por no saber hacia dónde se dirige, se
va precipitando en el abismo.
¿Y la criminología crítica? ¿La sociología criminal? Era verdad lo que
observaba la criminología radical: no podía quedarse en la mera crítica a los
perros de abajo; si bien esta servía para deslegitimar el discurso penal, era
obvio que respondía a funcionalidades que solo eran explicables desde lo
macrosocial, desde la configuración mayor del poder. La crítica debía llegar
al poder social mismo. Y al llegar a este, esa crítica debía traducirse en
nuevos modelos de sociedad y de Estado. La crítica pasaba a ser crítica
social, no ya de política criminal, sino de política directamente, que debía
traducirse en otra sociedad, reclamando una revolución, no en el sentido de
violencia, sino de transformación o cambio casi total.
363
En los extremos de esta consecuencia, la criminología crítica postulaba
una revolución como única solución para resolver las perversiones del
poder punitivo. Era necesario llegar a la revolución para resolver la
cuestión penal, pues solo en ese momento, al arrojar todo por la ventana y
la ventana también, se resolvería la cuestión del poder punitivo. Hasta ese
momento, muy poco se podía hacer, o sea, que la crítica radicalizada
llevaba a la impotencia a la propia crítica.
Poco alentador es el panorama de un derecho penal que se defiende de la
crítica encapsulándose en el idealismo y negando todo dato de realidad. Si
toda construcción dogmática es un programa político, ese derecho penal
producirá programas políticos sin datos de realidad, o sea, delirantes. Por
otra parte, una sociología que, por camino crítico, llega a la impotencia, al
postergar todo hasta la supuesta revolución que traería una sociedad nueva,
tampoco brinda una salida al presente.
El derecho penal encapsulado y la criminología crítica con sus posiciones
radicales parecen dar en un callejón sin salida, del que es menester hallar la
salida, al menos en América Latina.
Debemos advertir que el derecho penal refugiado en el idealismo
neokantiano e incluso en el funcionalismo, en Alemania bien puede servir
para que los jueces se las arreglen bastante bien para ejercer su función de
poder jurídico de contención del poder punitivo, porque allí este, si bien –
como en todo el mundo se aleja de lo programado y también es selectivo–,
este alejamiento no resulta escandaloso, la selectividad no alcanza límites
indignantes ni su ejercicio se cuenta por cadáveres.
Pero no sucede lo mismo en nuestra región, donde hay mortalidad
policial, ejecuciones sin proceso, autonomización de policías, grados de
selectividad intolerables, cárceles convertidas en campos de concentración,
la mayoría de los presos en prisión preventiva, etc. Renunciar al realismo e
ignorar estos datos de realidad de nuestro poder punitivo es prácticamente
suicida.
Si bien la ciencia y la técnica es una y con ella se pueden construir tanto
automóviles deportivos como fuertes vehículos de doble tracción, a nadie se
le aconseja que compre los primeros para transitar por caminos llenos de
pozos, baches, lagunas e irregularidades, como tampoco a otro que compre
364
los segundos para hacerlo por calles urbanas bastante bien pavimentadas.
Bibliografía: El panorama completo de la criminología crítica y otras vertientes en
Zaffaroni, La palabra de los muertos. Conferencias de criminología cautelar, EDIAR,
Buenos Aires, 2011; Alessandro Baratta, Criminología crítica y crítica del derecho penal,
Siglo XXI, México, 1986; Massimo Pavarini, Control y dominación. Teorías
criminológicas burguesas y proyecto hegemónico, Siglo XXI, México, 1983; Lola Aniyar
de Castro y Rodrigo Codino, Manual de criminología sociopolítica, EDIAR, Buenos Aires,
2013; Alejandro Alagia y Rodrigo Codino, La descolonización de la criminología en
América, EDIAR, Buenos Aires, 2019.
365
indeseables, neutralización de disidentes, preservación del patrimonio de
los más aventajados socialmente, caja de recaudación fiscal, impositiva,
contención de la protesta, reforzamiento de las discriminaciones, y
podríamos agregar muchas más, con la advertencia de que algunas ni
siquiera las sospechamos.
Pensemos, por ejemplo, en algunas que en apariencia son bastante
insólitas, pero no por eso menos reales: el poder punitivo incide sobre las
primas de seguros, porque estas varían según la frecuencia del robo y de los
delitos de tránsito; sobre el mercado de aparatos de seguridad (cámaras,
etc.); sobre el mercado de automotores, inclinando la preferencia por ciertos
modelos; sobre el precio de los inmuebles, según la frecuencia delictiva de
cada barrio, etc.
Además, las menciones de funciones que se le asignan manifiestamente
en los discursos legitimantes, al igual que las que acabamos de mencionar,
son relativamente microsociales, pero no es posible ignorar que también
desempeña una función macrosocial, que es la verticalización de la
sociedad.
En efecto: se considera por algunos antropólogos y sociólogos, que en las
sociedades antiguas predominaban las relaciones horizontales, lo que dio
lugar al modelo comunitario, en tanto que en las sociedades modernas
predominan las relaciones verticales, que dan lugar al modelo corporativo.
Aunque no haya razón alguna que permita valorar las sociedades de esa
manera, lo cierto es que en nuestras sociedades predominan los elementos
verticalizantes y, como dijimos antes, el poder punitivo termina modelando
la sociedad en forma de ejército –o al menos aspira a hacerlo–, con todas las
consecuencias inherentes a este condicionamiento.
Es suficiente con lo señalado para afirmar que es de toda evidencia que el
poder punitivo es altamente polifuncional. Por lo tanto, no es verdad –como
pretenden algunos– que la pena no sirva para nada, sino todo lo contrario, la
dificultad radica en que sirve para demasiadas cosas, tantas y en conflictos
tan diferentes, que no las conocemos todas y menos aún podríamos
generalizar cualquiera de sus funciones.
Sin embargo, la confianza en la función preventiva de la pena y la amplia
ignorancia del resto del ejercicio del poder punitivo, parecen estar
366
arraigados en la sociedad y son continuamente reforzados por los políticos,
los medios de comunicación masiva, los comunicadores sociales y la propia
academia. A este respecto, la sociedad parece ir a contramano de la razón,
al igual que el penalismo que legitima al poder punitivo con cualquiera de
las teorías mencionadas.
Contra lo que hemos señalado, da hoy la impresión de cundir una absoluta
confianza en la posibilidad de resolver mediante el poder punitivo todo lo
que es dañino, molesto o desagradable; se cree firmemente que es posible
quitar todo eso del medio mediante la criminalización primaria o por vía de
penas más graves.
Se cree que el poder punitivo evitará o eliminará la corrupción de
funcionarios, la evasión fiscal, los robos y hurtos callejeros, los delitos de
tránsito, la fuga de capitales, la destrucción del Amazonas, los abortos, los
mil tráficos ilícitos, el reciclaje de dinero, el machismo, la violencia
intrafamiliar y todo lo que se considere dañino en o para la sociedad.
Es bastante claro que, si alguien tuviese semejante poder social de
solución de todos los males, sería un ente omnipotente, vale decir que el
poder punitivo se convirtió en nuestros días en un ídolo o falso Dios. Como
observó Ruth Morris, esta fe idolátrica está impulsada por una suerte de
secta sumamente extendida, que tiene sus acólitos, integristas y fanáticos
porque, en el fondo, la confianza en el poder punitivo es ahora una cuestión
de fe: hay quienes creen en la omnipotencia del poder punitivo y, por ende,
más allá de la razón, lo idolatran en los altares televisivos y también
académicos.
Se trata de una fe idolátrica irracional, pero tampoco muy firme, porque –
como se ha observado– al mismo tiempo se llenan de artefactos de
seguridad cada día más sofisticados (desde rejas a alarmas, blindajes,
cámaras, etc.).
Frente a esta fe pseudorreligiosa y a todas las teorías legitimantes que la
racionalizan, corresponde alzar una teoría bien realista y que, al reconocer
la imposibilidad de saber cuáles son las múltiples y situacionales funciones
de las penas y del poder punitivo en general, manifieste su agnosticismo
penal, es decir, que niegue la fe absoluta en el ídolo punitivo. Esta sería una
teoría agnóstica de la pena (contraidolátrica) que respondería, con la
367
sinceridad que hasta el presente faltó en la ciencia jurídico penal y también
en la criminología, para tener el valor de confesar que no sabemos qué
funciones cumple la pena y, por lo tanto, no tenemos fe en la pena.
Este reconocimiento de nuestra limitación en cuanto a las funciones del
poder punitivo y su desacralización mediante una posición agnóstica frente
a la actual fe idolátrica, son el primer paso para salir del callejón sin salida
de un derecho penal refugiado en el idealismo y una criminología destinada
a imaginar sociedades futuras, mientras la realidad –especialmente
regional– nos muestra un panorama de prisiones superpobladas, ejecuciones
sin proceso, torturas, persecuciones políticas y un grado indignante de
selectividad punitiva y discriminatoria, incluso marcadamente racista en
buena parte del continente.
Lo que podemos afirmar es la naturaleza de la pena y del poder punitivo,
es decir, de qué clase de hechos sociales estamos hablando cuando los
mencionamos.
Ante todo, es innegable que se trata de un hecho político, un factum de
poder. Es un poder que –como dijimos– ejercen las agencias ejecutivas del
Estado, en la medida en que los jueces las habiliten y siempre que no se
hayan autonomizado y lo ejerzan estas y otras organizaciones fuera de toda
habilitación jurídica.
Es menester volver a recordar aquí que, en la segunda mitad del siglo XIX
y en el nordeste de Brasil, en la Universidad de Recife, hubo un gran
penalista que encabezó una escuela de pensamiento jurídico –la escuela de
Recife– y que tuvo intuiciones geniales: se llamaba Tobías Barreto (*).
Entre estas intuiciones, escribió muy contundentemente, que no valía la
pena justificar la pena y que, quien pretendiese hacerlo, antes debía –si es
que ya no lo había hecho– justificar la guerra.
Hoy la guerra es antijurídica conforme a la Carta de las Naciones Unidas,
pero pese a eso, sigue habiendo guerras. Esto se explica porque la guerra –
como bien lo había señalado Barreto– también es un hecho político, un
factum de poder y, por mucho que los internacionalistas deslegitimen la
guerra, esta no desaparece del mundo real, al igual que la pena.
Cabe aclarar que la pena no solo es un hecho político, sino también un
hecho social y civilizatorio. Resulta casi obvio que en alguna medida –en
368
particular frente a crímenes muy graves y crueles– la pena canaliza un
sentimiento social de venganza.
Esta es una de las causas del fracaso de todas las teorías de la pena, tanto
legitimantes como deslegitimantes; las primeras porque no llegan a
otorgarle racionalidad; las segundas, por pretender su desaparición
inmediata del mundo real. En especial, las primeras pasan por alto la
función de canalización de venganza y, por lo tanto, no pueden caer en la
cuenta de que la pena nunca puede ser racional, porque la venganza nunca
lo es. Seguramente, se preguntará por qué no erradicar directamente la
venganza.
Esta pregunta amerita una aclaración más detenida, porque lo cierto es
que –al menos de momento y a corto plazo– no hay forma de erradicar la
venganza, dado que está enraizada en nuestra civilización. Eliminar la
venganza en nuestras sociedades implica un cambio civilizatorio de enorme
magnitud.
Pero veamos esto: nadie sabe muy bien qué es el tiempo, tema de
discusión entre filósofos y físicos, pero lo cierto es que cada civilización
tiene un concepto o idea del tiempo. Así, hay culturas y civilizaciones
asentadas en conceptos circulares del tiempo –como las asiáticas–, otras
reconocen conceptos ondulantes o puntuales –como las africanas–, en tanto
que la civilización que nos impuso la colonización mantiene desde la edad
media un concepto lineal del tiempo como flecha, que responde a la idea de
un progreso supuestamente continuo e ininterrumpido hacia el futuro.
Se preguntará a qué viene esto del tiempo en relación con la venganza. La
relación es íntima y fue Nietzsche (*) quien, además de hablar con un
caballo –lo que no tiene nada de malo–, dio en la tecla en esto, cuando en su
Zarathustra (*) escribió que la venganza es venganza contra el tiempo.
El Zarathustra de Nietzsche se liberaba de la venganza cuando se
despertaba liberado del tiempo lineal, porque en realidad nos vengamos
debido a que, conforme a esa idea lineal del tiempo, nos desespera saber
que no podemos hacer que lo que pasó no haya pasado, que pasó para
siempre y no vuelve. Imaginemos la desesperación de cualquier pasajero
que se quedase dormido un minuto en el metro y se pasase de la parada en
que debía descender, si le dijesen que el subterráneo no parará más, que no
369
tendrá ninguna posibilidad más de volver a la parada perdida, porque
continuará al infinito. Esta es la desesperación que da lugar a la venganza, a
la misma irracionalidad con que damos un golpe a la ventana con la que
chocamos nuestra cabeza por pura torpeza y nos lastimamos la mano.
Cambiar la idea del tiempo es una tarea que supera ampliamente al
derecho penal y a la criminología, porque implica un completo cambio
civilizatorio que, si bien podemos soñar, no lo haremos desde nuestras
modestas ciencias ni mucho menos.
Por eso, no podemos afirmar que el abolicionismo sea imposible, sino
únicamente que presupone un cambio de esa envergadura, es decir, la
configuración de un mundo basado en una civilización diferente, muy
distinta de la actual. A nadie se puede privar de soñar e imaginar una
civilización distinta, incluso mucho más fraterna e integrada, pero debemos
advertir siempre que la actual –sin que se vislumbre cercanamente
semejante cambio– no es la imaginada o soñada, pero es en la que debemos
actuar.
Al destacar que, además de un factum de poder, la pena y el poder
punitivo son también una realidad social y civilizatoria, debemos señalar –
y nunca perder de vista– que se trata de un modelo de intervención en
conflictos que permea todas nuestras relaciones sociales. La expulsión del
alumno indisciplinado en la escuela es una decisión punitiva que, si bien se
puede racionalizar de muchas maneras, no es más que la aplicación de un
modelo generalizado e impulsado por la venganza. La dirección de la
escuela, por mucho que lo racionalice, lo cierto es que expulsa al alumno
como venganza contra el desafío a su autoridad, que su indisciplina
debilita ante los ojos de toda la comunidad escolar.
Vista la deslegitimación del poder punitivo y reconocido el carácter de
factum de poder de la pena y su enraizamiento con la venganza, parece que
todo el derecho penal se derrumba, porque una teoría agnóstica de la pena
no sirve para legitimarlo.
Si el poder punitivo es un hecho irracional de poder, del que ni siquiera
podemos conocer todas sus múltiples funciones, el derecho penal no puede
relegitimarse y, en consecuencia, se desmoronan todas las construcciones
dogmáticas, salvo que nos refugiemos en un idealismo que nos cierre el
370
acceso a la realidad social y nos reafirme románticamente –por vía intuitiva,
no racional– en la omnipotencia del poder punitivo como idolatría.
Este es –como vimos– el callejón en apariencia sin salida en que se halla
un derecho penal que elabora programas de ejercicio de poder político
prescindiendo de datos sociales, es decir, programas absurdos y paradojales
desde el punto de vista de sus efectos sociales, y también el de una
criminología crítica que termina postulando una sociedad nueva y, en tanto,
se muestra impotente frente a las atrocidades actuales del ejercicio del
poder punitivo. ¿Cómo salir de este estancamiento a dos puntas?
El pensamiento –incluso el más sofisticado científicamente– tiene
limitaciones de conocimiento y una de ellas –de no menor peso– es la
tradición, es decir, el paradigma o marco de pensamiento que, en nuestro
caso, es milenario. En esto, la tradición nos condiciona de tal manera que
nos impide ver que la solución está a la mano, tan cercana que por su
extrema proximidad no caemos en ella.
No es necesario repetir ahora lo que hemos sostenido desde que
formulamos las consideraciones previas a nuestra exposición dogmática del
derecho penal, o sea, la distinción entre el derecho penal como saber
dirigido a los operadores del sistema jurídico y el poder punitivo, ejercido
por las agencias ejecutivas.
Cuando reparamos que son dos poderes del todo diferentes y encontrados
y que el poder jurídico, en la realidad social, no ejerce el poder punitivo,
sino que únicamente se limita a habilitar o contener el que ejercen las
agencias ejecutivas, veremos con toda claridad que nuestra tarea no es la de
legitimar el poder de las policías, sino el jurídico, o sea, que lo que debemos
legitimar no es el poder punitivo sino el poder jurídico de contención que
pretendemos programar con el derecho penal. No tenemos ninguna
obligación de legitimar un poder que no planificamos ni ejercemos, sino
únicamente el poder jurídico, que aspiramos a planificar con el saber
jurídico penal: no debemos legitimar la gasolina que impulsa los vehículos
del tránsito, sino el funcionamiento de los semáforos que lo contienen.
Desde hace milenios la tradición pensante nos convence de la necesidad
de legitimar –por lo menos una parte de poder punitivo– para poder
legitimar al derecho penal, lo que es por completo innecesario. Cuando nos
371
liberamos de esa aparente necesidad y reconocemos que el poder punitivo
es un factum de poder, nos queda claro que la salida de la encrucijada del
derecho penal y la criminología crítica se encuentra en un replanteo de la
función del derecho penal, y no del poder punitivo que, en la realidad del
mundo y sin ninguna perspectiva cercana de cambio radical, seguirá siendo
un factum político, social y civilizatorio.
Tobías Barreto llevaba toda la razón cuando comparaba la pena con la
guerra, como hechos de poder, pues ambos plantean el mismo problema al
derecho, dado que un hecho de poder solo puede ser eliminado por otro
hecho de poder que, en ambos casos no existe en este momento y, por ende,
no desaparecen por mucho que ambos sean discursivamente deslegitimados.
El derecho no puede menos que reconocer esto como innegable dato de la
realidad: nadie tiene hoy poder para provocar un cambio social y
civilizatorio de tal magnitud que haga desaparecer la guerra o el poder
punitivo. ¿Qué puede hacer entonces el derecho? Sencillamente, lo que
hace el derecho internacional y nadie le puede exigir que haga más, porque
no se puede exigir lo imposible.
Desde los tiempos de Tobías Barreto hasta hoy, el derecho internacional
ha asumido su realidad. Si el derecho penal observase lo que está haciendo
el derecho internacional con la guerra, seguramente hallaría la salida del
callejón. Se trata de contener lo que no se puede eliminar, en una suerte de
macropolítica de reducción de daños. Es precisamente eso lo que hace el
derecho internacional, mediante los Convenios de Ginebra del 12 de agosto
de 1949 y sus protocolos adicionales. La Cruz Roja Internacional es la
agencia encargada de esta tarea, que trata de impedir las consecuencias más
crueles de la guerra (no rematar heridos, recoger náufragos, no maltratar a
los prisioneros, no bombardear hospitales, no matar población civil, no
ejecutar médicos, etc.), pero sin pretender extinguirla, porque carece de
poder para eso.
Carl von Clausewitz (*) sostuvo que la guerra es la continuación de la
política por otros medios, y Michel Foucault (*) afirmó que la política es la
continuación de la guerra por otros medios. No sabemos quién tenía razón,
pero quizá ambos, porque entre ellas existe un innegable vínculo. Por ende,
no es difícil percibir que la función que cumple la CRI en el momento
372
bélico, es análoga a la del poder jurídico de contención en el momento
político, que es precisamente lo que aspira a programar el derecho penal. En
síntesis, los operadores jurídicos (jueces, fiscales, abogados, personal
judicial) configurarían la CRI de la política.
¿Es nueva esta función del derecho penal? ¿Es acaso una genialidad
ponerla de manifiesto? En modo alguno: cuando nos liberamos del
condicionamiento que nos impone una milenaria tradición de pensamiento,
vemos que siempre que el derecho penal sirvió para programar algo útil, fue
en la medida en que lo hizo para acotar y contener al poder punitivo,
aunque sin necesidad alguna lo haya hecho al legitimar una parte de ese
mismo poder. Esta función es tan inherente al derecho penal que no la
vemos, como no nos vemos la nariz sino en el espejo.
Es tan obvia esta función que cuando el derecho penal no proyecta
contención y los jueces no ejercen el poder jurídico de contención, el poder
punitivo se desborda, las policías quedan sin contención jurídica y, al final,
se produce el genocidio. El genocidio –de diferente manera– tiene lugar
siempre que el poder punitivo se ejerce sin contención jurídica. Se produce
la paradoja de que las agencias que se supone tienen que prevenir los
delitos, terminan cometiendo el peor de los delitos, el más grave de todos.
Debemos insistir en el absurdo de imaginar que desaparecen los
tribunales, los jueces, los fiscales y los defensores, los penalistas y los
códigos penales. ¿Desparecería con eso el poder punitivo? No, todo lo
contrario, porque quedarían las agencias ejecutivas sin contención alguna y
el poder punitivo se expandiría anárquicamente o controlado únicamente
por la arbitrariedad del poder político, en un Estado debilitado al máximo o
en un Estado de policía casi conforme al modelo ideal.
Aquí llegamos a la conclusión de que el derecho penal tutela bienes
jurídicos, pero no los que pretende la tradición ni en la forma en que esta
afirma, sino la totalidad de estos, porque el desbaratamiento del Estado de
derecho se carga consigo la lesión más radical y cruel a todos los bienes
jurídicos.
Bibliografía: La indicada en La palabra de los muertos, op. cit.; también en Zaffaroni, En
busca de las penas perdidas. Deslegitimación y dogmática jurídico-penal, EDIAR, Buenos
Aires, 1989; reimpresión, 1993; Temis, Bogotá, 1990; Editorial Alfa, Lima, 1990;
Academia Boliviana de Ciencias Penales, La Paz, 2009.
373
15. Todo fluye: hacia el modelo de Estado deteriorado
En los mismos ríos entramos y no entramos, pues somos y no somos los
mismos, decía Heráclito (*). Todo fluye y no nos bañamos dos veces en la
misma agua del río. Y el poder fluye muy rápidamente.
Hemos apelado al realismo de Welzel, postulando seguir adelante con su
teoría de las estructuras lógico-reales hasta llevarlas a la pena y a todo el
ejercicio del poder punitivo, para destrabar una criminología que –por
crítica– llegaba a postular un cambio social y civilizatorio, al caer en una
casi total impotencia para intervenir en el presente violento, y, por otro lado,
a un derecho penal que, para defenderse de lo que vivencia como una
catástrofe, se encapsula mediante una vuelta al idealismo. Dos posiciones
radicales –que es menester superar– traban a la criminología y a la
dogmática penal.
Al destrabar esta rara y destructiva conjugación de antagonismos
radicales, llegamos a una nueva integración del derecho penal con la
criminología –a un nuevo modelo integrado–, porque al asumir este su
función política y constitucional positiva de contención del poder punitivo,
debe necesariamente basarse en los datos que le provee la criminología para
cumplirla con eficacia. Se trata –nada menos– que de asumir
conscientemente la tarea de tutelar globalmente a la totalidad de los bienes
jurídicos que, de otro modo, resultarían aniquilados por el poder punitivo
desenfrenado de las agencias ejecutivas.
Pero la criminología que sirvió en su momento para deslegitimar el
discurso idealista del derecho penal, no nos alcanza hoy para nutrir al
derecho penal con los datos de realidad necesarios para esta función, porque
en el medio siglo transcurrido desde el giro copernicano criminológico, el
poder ha cambiado en el planeta y en nuestra región y, por ende, han
cambiado los Estados, los sistemas penales, el control social y la sociedad
misma. La dinámica se acelera en las últimas décadas y el poder fluye
demasiado rápido; quien no esté atento al cambio perderá fácilmente el tren
de la historia.
Como vimos, la crítica criminológica del siglo pasado se desarrolló en
países con Estados de bienestar y sociedades de consumo y, por ende, con
sistemas penales que procuraban controlar a los que perturbaban el
374
consumo y a los que no consumían (por decisión propia o por ineptitud).
Si bien en América Latina no teníamos sociedades de consumo ni Estados
de bienestar plenos, algunos movimientos populares nos habían aproximado
a ese modelo y considerábamos que la exclusión era coyuntural y superable.
Los Estados de bienestar del hemisferio norte eran resultado del mundo
bipolar, porque mostraban la cara amable de un capitalismo productivo,
necesaria para bajar la tensión social y contener el avance de las pulsiones
del llamado socialismo real o mundo comunista, contrapuesto al llamado
occidente.
Con la implosión del mundo comunista, el capitalismo se liberó de esa
necesidad. Al verse libre de ataduras, el aparato financiero, que siempre
había existido pero condicionado y sometido al productivo y actuando
dentro de límites relativamente razonables, se descontroló y creció hasta
hipertrofiarse y volverse dominante. Los Estados de bienestar entraron en
crisis, el poder pasó a los ejecutivos de las grandes corporaciones, estos
condicionan a los políticos del hemisferio norte (donde las corporaciones
tienen sus sedes), van ocupando el lugar de la política y someten todo al
objetivo continuo de acrecentar renta financiera, al quebrar todos los
obstáculos éticos y legales, incluso depredando hasta poner en riesgo la
subsistencia de la especie humana en el planeta.
El poder de las corporaciones está en manos de gerentes que no son los
dueños del capital y que no pueden hacer otra cosa que cumplir la función
de obtener creciente renta, so pena de ser de inmediato reemplazados por
quienes aspiran a sus posiciones de privilegio. Por esa razón, el Estado no
puede negociar con ellos y cumplir la función que desempeñaba en el
capitalismo productivo, al mediar entre las fuerzas del capital y del trabajo.
Al mismo tiempo, la progresiva caída de obstáculos convierte la actividad
gerencial corporativa en delincuencial (extorsiones, administraciones
fraudulentas, endeudamientos abusivos, explotación de trabajo esclavo,
encubrimiento en refugios fiscales, aprovechamiento de información
privilegiada, monopolización, estafas macroeconómicas, competencia
desleal, operaciones de lawfare, divulgación de fake news difamatorias,
cohechos, evasión fiscal, crímenes ecológicos, etc.).
A la dialéctica de explotador-explotado, propia del capitalismo
375
productivo, la reemplaza la no dialéctica de incluido-excluido; el explotador
necesitaba la existencia del explotado; el incluido no necesita del excluido,
que pasa a ser un humano descartable. El modelo de sociedad que pretende
imponer el corporativismo financiero es de un 30 % de incluidos y un 70 %
de excluidos, o sea que la actual exclusión no es coyuntural, sino
estructural, es decir, tiende a ser permanente.
La pulsión corporativa financiera asume carácter totalitario y, por ende, se
encubre bajo una ideología única y reduccionista que, al igual que en
cualquier otro totalitarismo, pretende explicarlo todo a partir de su dogma
(la raza superior nazi, la dictadura del proletariado soviética, el racismo
biologista del neocolonialismo).
Ahora el reduccionismo ideológico es economicista, pretende que todas
las conductas humanas (desde elegir la profesión hasta casarse o tener hijos)
se rigen por la ley de oferta y demanda, con lo que aspira a suprimir la
sociología y las ciencias de la conducta y sostiene una antropología
aberrante, según la cual el objetivo de todo humano sería la obtención de
riqueza (homo economicus).
Esta ideología se autodenomina neoliberal (usurpa el nombre liberal) y es
ahora el discurso del momento que pretende deslegitimar a los derechos
humanos. Cumple ahora la misma función de negación de estos derechos
que en su momento cumplieron los discursos elaborados como legitimación
de los totalitarismos de entreguerras y del viejo racismo.
Como corresponde al modelo de sociedad que se quiere configurar, el
control social se orienta a la contención o neutralización del 70 % excluido
y a la eliminación de los disidentes que se oponen a ese programa, lo que se
procura mediante construcciones únicas de la realidad (monopolios u
oligopolios de medios de comunicación), subdesarrollo educacional, recorte
de presupuestos de salud y de investigación, difusión de ideologías
reaccionarias, desprestigio y persecución de ONG de derechos humanos y
ambientalistas y, naturalmente, el control social punitivo.
Este control social, a diferencia del vigente en la época del surgimiento de
la crítica criminológica, no pretende controlar a quienes no quieren
consumir en una sociedad de consumo, sino mantener a raya a los que
quieren, pero no pueden hacerlo en una sociedad de exclusión. Coherente
376
con el modelo de sociedad excluyente, los coeficientes de Gini de la región
(que miden la distribución de la riqueza) son los más altos del mundo como
indicadores de concentración y tienden a subir.
Desde el hemisferio norte estas pulsiones totalitarias descienden al sur en
una nueva forma de colonialismo, mediante endeudamiento astronómico y
consiguiente impedimento al desarrollo económico y humano de nuestros
países, lo que obtienen al imponer políticas económicas suicidas, a través de
la división y el odio en las sociedades del sur y de dirigentes locales
obedientes, sometidos y bien pagados.
El objetivo es condenar a nuestros países a un subdesarrollo crónico,
desbaratando el capital productivo nacional, lo que se logra caracterizando a
nuestro débil empresariado como corrupto, asociándolo con políticos
estigmatizados también como tales por pretender impulsar un desarrollo
industrial autónomo.
El subdesarrollo económico también es social y cuesta a la región un
enorme número de vidas humanas. Si lográsemos sumar los muertos por
violencia (tenemos algunos países con los mayores índices de homicidio del
mundo), por suicidios conscientes e inconscientes, por enfermedades
evitables, por atención selectiva de la salud, por falta de campañas
sanitarias, por inseguridad laboral, por inadecuación de nuestras vías de
comunicación a los vehículos que circulan, veríamos que estamos viviendo
un genocidio por goteo.
Esta etapa de colonialismo financiero es por completo diferente a las
anteriores: no se trata de la burda ocupación policial del territorio del
colonialismo ibérico originario, como tampoco del neocolonialismo que se
valió de nuestras oligarquías locales en tiempos de las repúblicas
oligárquicas y ni siquiera del que, posteriormente, alienó a nuestras fuerzas
armadas con la delirante tesis de la llamada seguridad nacional en tiempos
del mundo bipolar. Tampoco tiene preferencia por las intervenciones
militares en nuestra región, sino que se vale del endeudamiento
astronómico para llevarnos al subdesarrollo crónico, que tiene como
consecuencia el genocidio por goteo.
Para lesionar las autonomías de nuestros países (soberanía) debe debilitar
nuestras políticas nacionales y, por ende, nuestros Estados, que son los
377
lugares de la política. Aquí es donde juega un papel fundamental el poder
punitivo; si no comprendemos este marco nos equivocamos acerca de su
papel central actual.
En primer lugar, se provoca un debilitamiento de nuestras principales
autoridades políticas (Poderes Ejecutivos y Legislativos). Los Legislativos
se corrompen y confunden en disidencias y bandos internos, además de
subestimarse, como es tradición en los países con Ejecutivos que acaban
legislando por vía de delegación o de decretos-leyes o de emergencia. Una
constante campaña de publicidad negativa de la política (antipolítica)
favorece esta subestimación de los Poderes Legislativos en la región.
Los Poderes Ejecutivos se desestabilizan, sus titulares se hallan con
demasiada frecuencia al borde de la destitución e incluso de la
criminalización. Se tiene la impresión de que parecen domadores de potros
al viejo estilo brutal, solo ocupados en mantenerse sobre el animal que
corcovea sin cesar. Nuestros Estados no son totalitarismos encabezados por
Hitler o Stalin, sino, salvo excepciones, democracias muy débiles
encabezadas por personas que tratan de sostenerse en medio de constantes
amenazas de desestabilización.
Esta es la diferencia fundamental entre los genocidios totalitarios –como
el nazi y algunas de nuestras dictaduras de seguridad nacional– y el
genocidio por goteo de nuestros días. Los genocidios totalitarios debilitan o
neutralizan el control del poder jurídico (judicial) para autonomizar a las
agencias policiales, que montan un sistema punitivo paralelo (detenciones
arbitrarias por tiempo ilimitado en función de normas de supuesta
emergencia, estado de sitio y semejantes, como el art. 23 CN) y otro
subterráneo (secuestros, torturas, desapariciones forzadas, campos de
concentración, etc.).
Los genocidios totalitarios son producto de una autonomización policial,
pero siempre en el marco de su funcionalidad a un fortísimo poder
verticalizante, propio del modelo de Estado de policía. Si bien en estos
regímenes suelen competir entre las agencias autonomizadas, esta
competencia nunca llega a negar el vínculo estrecho de verticalidad.
Por el contrario, el descontrol y autonomización policial en nuestros
Estados actuales es producto de ejecutivos débiles e inestables. Nos vamos
378
alejando del modelo del Estado de derecho, pero no rumbo hacia el Estado
de policía, sino hacia otro diferente: el Estado deteriorado.
Nuestras agencias ejecutivas (policías y servicios de inteligencia) se
autonomizan fuera de todo marco de funcionalidad a los dictados de los
ejecutivos débiles: funcionan por cuenta propia y, por ende, llegan a crear
sus propios sistemas de recaudación fiscal (llamada usualmente
corrupción) que, como todo sistema de esta naturaleza, requiere una
coerción para recaudar y, por ende, un sistema punitivo propio, diferente y
autónomo respecto del sistema punitivo formal y que, en parte son también
paralelos (privaciones de libertad con pretexto contravencional,
persecución de minorías, etc.) y subterráneos (ejecuciones sin proceso,
torturas, extorsiones, etc.).
Este descontrol no funcionalizado verticalmente de las agencias ejecutivas
lo permite también el debilitamiento del poder jurídico de contención,
mediante una neutralización creciente del poder de los jueces y su
descrédito público, favorecido por la comunicación oligopólica.
El llamado lawfare instrumenta a un grupo de jueces, en posiciones claves
dentro de la estructura judicial, para llevar a cabo una persecución política
de opositores y disidentes, en general, so pretexto de corrupción (también
funcional para el discurso antipolítico), cayendo en situaciones
escandalosas, que tampoco se pueden ocultar por completo al público.
Además, la constante prédica de supuesta benignidad judicial hacia la
criminalidad alimenta una crítica pública a los jueces que pretenden
contener al poder punitivo de las agencias ejecutivas. Por otra parte, los
medios oligopólicos y los ejecutivos débiles –y molestos por las decisiones
judiciales contrarias a sus variables e imprevisibles designios– colocan a los
jueces ante una amenaza constante a su estabilidad funcional y a la de los
linchamientos mediáticos.
Estos son los primeros síntomas de debilitamiento básico de nuestros
Estados, pero si no se los contiene, este proceso avanza hasta la destrucción
total del Estado de derecho y la caotización de nuestras sociedades,
mediante la multiplicación de sistemas punitivos autónomos, todo lo cual
nos lleva al triste modelo del Estado deteriorado.
Cuando el proceso avanza, las agencias ejecutivas autonomizadas fuera de
379
todo marco de funcionalidad política vertical, pasan a tener como objetivo
principal el cuidado de sus sistemas de recaudación autónoma y, por
consiguiente, su ejercicio de poder punitivo se centra en sostener su
recaudación y eliminar brutalmente a quien le oponga resistencia, como
también a los marginales que la molestan. Para todo eso proporcionan una
imagen de eficacia: cunde la letalidad policial.
La eliminación física de la marginación del delito desorganizado (pena de
muerte ilegal o ejecuciones sin proceso) impulsa el reclutamiento grupal en
la llamada criminalidad organizada (en realidad, criminalidad de mercado,
consistente en oferta de servicios ilícitos, como distribución de tóxicos,
sicariato, etc.). Como esta criminalidad de mercado debe defender su
subsistencia y su fuente de recursos y recaudación, también monta su
propio sistema punitivo (mafioso).
A medio camino o, mejor dicho, con un pie en las policías autonomizadas
y otro en la llamada criminalidad organizada, en un paso más avanzado del
proceso destructivo del orden social, aparecen los grupos de autodefensa,
que finalmente desembocan en organizaciones parapoliciales (grupos de
exterminio), que también montan su propio sistema de recaudación
(explotación por extorsión a la población) y su correspondiente sistema
punitivo (ejecuciones) empático con los de las agencias autonomizadas y en
relaciones alternadas de conflicto y cooperación con la criminalidad
organizada.
La multiplicación de sistemas punitivos victimiza por regla general a los
mismos sectores pobres de la sociedad, que suelen reclamar mayor poder
punitivo que, en definitiva, se traduce en mayor autonomización policial y
mayor caos social. Esta espiral suele ser impulsada por políticos
inescrupulosos, lo que no hace más que retroalimentar el caos.
Al avanzar más el desorden social, las relaciones alternadas de conflicto y
cooperación de las agencias autonomizadas, la criminalidad organizada y
los grupos parapoliciales, deciden a algún ejecutivo precario y acosado por
el creciente reclamo de un mínimo de seguridad jurídica, a degradar a las
fuerzas armadas a función policial.
Como es obvio, las fuerzas armadas no están preparadas para esa función,
por lo que acaban cayendo en los mismos vicios que las agencias
380
autonomizadas, intervienen en forma violenta e incurren en gravísimos
hechos de violencia, lo que las desprestigia ante el público y les debilita su
función específica de defensa nacional, es decir, que se trata de una nueva y
profundísima lesión a un aspecto esencial de la soberanía estatal.
En este punto, el proceso de deterioro del Estado habrá alcanzado un
grado realmente crítico, porque la sociedad vive en un caos, como resultado
de la multiplicación de sistemas de recaudación autónoma y de sus
correspondientes sistemas punitivos (formal, policiales, de la criminalidad
organizada, de los grupos parapoliciales e incluso de las fuerzas armadas).
No obstante, el deterioro estatal puede ser aún mayor y la sociedad estar
todavía más caotizada y el orden más vulnerado, cuando aparecen
organizaciones contraestatales alegando ideologías radicales, fuera de toda
posibilidad cierta de guerra civil o de liberación, es decir, únicamente
alucinada, que no es raro que sean impulsadas por algunas de las anteriores,
porque su presencia legitima su intervención.
En tal caso, con los grupos contra-estatales surge también otro nuevo
sistema punitivo, que suele poner a las poblaciones de los territorios
eventualmente controlados en situaciones insostenibles, al exigírsele
lealtades contradictorias, con nuevos resultados letales. Estos grupos
prestan el inestimable servicio de legitimar en el discurso de los medios
oligopólicos el sostenimiento del caos social y de incentivar la pluralización
de sistemas punitivos. Nada hay más funcional a la autonomización de las
agencias ejecutivas que la alucinación de una guerra civil, lo que remeda la
vieja táctica de las dictaduras de seguridad nacional, solo que en un
contexto de poder sin marco verticalizante, sino disperso y por completo
diferente.
El Estado deteriorado es un modelo en que este pierde el monopolio del
poder punitivo e incluso parte de su poder de control territorial. No
necesariamente estas etapas de caotización de sociedades se cumplen en
totalidad en todos los países de la región ni en todos ellos se instala por
completo el modelo del Estado deteriorado en igual grado. No obstante, es
posible observar que por ese camino se avanza, aunque muchos de
momento no pasen más allá de la etapa de autonomización policial.
Quizá en algunas circunstancias, incluso es posible imaginar que el
381
proceso de caotización social mediante una excesiva pluralización de
sistemas punitivos, no avance más porque en la coyuntura resulte
localmente disfuncional a los intereses del actual colonialismo financiero.
No obstante, el avance del proceso hasta las etapas más avanzadas en otros
países de la región debe alertar, y es suficientemente demostrativo de que el
poder punitivo ejerce una función central en el debilitamiento de nuestros
Estados y, por consiguiente, en la lesión a su soberanía, como clave para la
cronicización del subdesarrollo.
El llamado neopunitivismo, o sea, el constante y machacón reclamo
mediático oligopólico sobre el que se montan los políticos oportunistas para
obtener algo de espacio público, traducido por efecto de estas
especulaciones en leyes irracionales (multiplicación de tipos penales,
adelantamiento de tipicidades a actos preparatorios confusos, deformación
de institutos tradicionales, etc.), ampliación insólita de la prisión preventiva,
sentencias prêt à porter para flagrancia, encarcelamiento masivo,
desaparición del juicio o plenario mediante la plea bargaining o
negociación y, en particular, la benignidad en la condena a muertes
policiales, la glorificación de estos personajes, la ampliación de las
facultades policiales hasta límites insólitos, el consabido discurso de mano
dura y el linchamiento mediático de jueces racionales, son todos elementos
que funcionan como motores de este proceso de caotización social, avalado
por una criminología mediática favorecida por la actual tecnología de
comunicación publicitaria, que se vale de una constante incentivación de la
venganza.
El discurso mediático intenta llevar a la llamada opinión pública la idea
de que todo sería seguro si la sociedad misma se convirtiese en una prisión,
en la que todos fuesen cada vez más y más controlados. Pero la pretendida
seguridad absoluta de la sociedad prisional es ilusoria, porque en tal
situación todos estaríamos sometidos al poder del director de la cárcel.
De cualquier manera, si bien esto impulsa la preferencia púbica por los
políticos populacheros, como proyecto es absolutamente inviable, porque
falta la verticalidad propia de los Estados de policía y, cada vez que se
pretende ejercer más poder punitivo en el modelo del Estado deteriorado,
esto no pasa de concretarse en una ampliación de la autonomía policial y,
consiguientemente, en la profundización mayor del modelo deteriorado y la
382
caotización de la sociedad, víctima de la pluralización de sistemas
punitivos.
Estos datos de realidad son los que ahora no puede ignorar el derecho
penal al construir sus sistemas de interpretación dirigidos a los operadores
de justicia.
Por cierto, como el panorama impresiona y atemoriza, no es de extrañar
que muchos se sientan tentados de afirmar que se trata de una crítica
política y no científica, para refugiarse de la tormenta en una supuesta
ciencia aséptica y apolítica. Lamentablemente, no la hay, porque todo saber
lo es en clave de poder y, mucho más, cuando de lo que se trata es de
programar las decisiones de un poder del Estado.
Toda dogmática, como lo hemos dicho antes, es un programa político: la
aplicación del derecho es –y no puede ser otra cosa– que el ejercicio de un
poder de gobierno de la polis. A nadie se le aconseja refugiarse de la
tormenta debajo de los árboles, porque tarde o temprano, atraerá los rayos
sobre sí.
Bibliografía: Zaffaroni, El derecho latinoamericano en la fase superior del colonialismo,
Ediciones Madres de Plaza de Mayo, Buenos Aires, 2015; en particular y la bibliografía
citada en E. R. Zaffaroni e Ílison Dias dos Santos, La nueva crítica criminológica.
Criminología en tiempos de totalitarismo financiero, EDIAR, 2019 (Bogotá, 2019; Quito,
2019; Lima, 2019).
383
aquellas para las que se pensaron. Los códigos penales parecen modelos de
prendas de vestir que antes se compraban por correo y ahora por Internet.
El estudio detallado de estos viajes e influencias corresponde a la
legislación penal comparada –aunque suele hablarse de derecho penal
comparado– y, centralmente, se trata de la comparación entre los diferentes
códigos a partir del movimiento de codificación.
El movimiento codificador tuvo su antecedente ideológico en la
Encyclopédie, ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des
métiers, que fue una obra de 28 volúmenes publicada entre 1751 y 1772 en
Francia, organizada por Diderot y d’Alembert, que se propusieron recopilar
conforme a un plan racional los conocimientos de todas las ciencias y las
artes, para facilitar su conocimiento. El afán por recopilar y ordenar los
saberes teóricos y prácticos para facilitar su comprensión era un producto
del racionalismo y la Encyclopédie (*) fungió como motor a toda la
Ilustración, contra la que se atrincheraban las elites del poder y el
oscurantismo de su tiempo. Este afán enciclopédico se trasladó a la
legislación como movimiento codificador, que acabó con el viejo concepto
de código (entendido como mera recopilación de leyes) para pasar a su idea
moderna, vigente hasta nuestros días (entendido como la reunión de todas
las disposiciones de una rama jurídica, ordenadas conforme a un sistema
racional, para facilitar su conocimiento y aplicación).
La necesidad de exponer ordenadamente las normas penales era la más
urgente para contener el poder punitivo, pues el desorden legislativo daba
lugar a la oscuridad de la ley y permitía las arbitrariedades. Por eso, no
puede extrañar que el primer código europeo –en el sentido moderno– fuese
penal: se trató del código penal de Gran Ducado de Toscana, de 1786,
establecido en tiempos de Pietro Leopoldo (*) y conocido también como
código leopoldino que, entre otras cosas, cabe destacar que fue la primera
legislación mundial que abolió la pena de muerte. Si bien se pone en duda
que haya sido un verdadero código en sentido moderno, en verdad no
dejaba de serlo.
La Revolución Francesa codificó su ley penal en 1791 (*), en un texto con
penas fijas, pero luego, con mucha mayor técnica legislativa, la codificación
penal se extendió por toda Europa en las primeras décadas del siglo XIX, y
384
se destacaron principalmente tres textos: el Código Penal austríaco de 1803
(*), obra de Franz von Zeiller (1751-1828) (*) y de Joseph von Sonnenfels
(1732-1817) (*), el Code Napoléon de 1811 y el Código de Baviera de
Anselm von Feuerbach de 1813 (*).
El Código austríaco de 1803, marcadamente ilustrado, seguramente
influyó en Feuerbach, quien produjo el modelo opuesto al de Napoleón.
Este último era un código de penas muy duras y no partía de una filosofía
contractualista, sino más bien del pragmatismo inglés de Bentham. Piénsese
que este código preveía la marca a fuego en la espalda del condenado a
trabajos forzados, penas infamantes, la amputación de la mano al parricida
antes de matarlo y demasiados casos de pena de muerte.
La parte especial del Código de Napoleón la encabezaban los delitos
contra el Estado, a diferencia del bávaro, que inauguró la modalidad de
encabezar la parte especial con los delitos contra las personas. Quizá esta
contraposición, entre un texto autoritario y cruel como el napoleónico y uno
de corte criticista (*) liberal como el bávaro, fue la más importante en su
tiempo.
El destino de los dos modelos fue dispar: en tanto que el Código
napoleónico inspiró el prusiano de 1851, que luego de la unificación del
Imperio pasó a ser el Código alemán de 1871, vigente con reformas hasta
1974, el bávaro inspiró a varios códigos alemanes preunitarios –que
perdieron vigencia a partir de 1871–, pero luego, a través de la traducción
francesa de Vatel, viajó a América, donde inspiró nuestro primer Código
Penal argentino y también paraguayo.
Por otra parte, en Estados Unidos, Eduard Livingston (1764-1836) (*)
preparó un código para Louisiana en 1825, que había pasado de Francia a
España y de esta a los Estados Unidos, y luego lo adaptó a la legislación
federal en 1828, y lo presentó al Senado Federal, aunque sin éxito. El Code
of crimes and punishments de Livingston fue traducido al francés y tuvo
particular influencia en su tiempo en América Central, donde en Guatemala
se lo tradujo al castellano. En 1837 fue sancionado un Código Penal en
Nicaragua sobre su modelo.
Livisgston había elaborado cuatro textos más: el de procedimiento, de
pruebas, de reforma de las prisiones y de definiciones. Seguía en general a
385
Bentham, pero lo combinaba con ideas liberales, por lo que eliminaba la
pena de muerte y las penas infamantes y, además, derogaba las penas para
el suicidio y la sodomía, respetando muy cuidadosamente el principio de
ofensividad. Dejaba fuera del Código a los indios y los esclavos, con lo
cual, cuando fue adoptado en Nicaragua, por primera vez, se reconoció el
sistema punitivo comunitario de los pueblos originarios en América Latina.
El proyecto de Livingston –al parecer– registra también la influencia de
Feuerbach. La de Bentham parece recibirla en parte a través del Código de
Napoleón. En su tiempo fue una bandera para los liberales
centroamericanos.
Tanto el Código austríaco (1803) como el de Baviera (1813) y el proyecto
de Livingston (1825) influyeron en el Código Criminal do Império do
Brasil de 1830, que fue elaborado sobre la base de dos proyectos, uno de
Clemente Pereira (que seguía de cerca el proyecto del ilustrado Pascoal José
de Melo Freire dos Reis (1786) para Portugal (*), pero preferentemente el
de Bernardo Pereira de Vasconcelos, que receptaba más las antedichas
influencias. El Código do Império tenía un sistema tabulado de agravantes y
atenuantes y, por ende, las penas resultaban de un cálculo matemático,
aunque atemperado por la diferente sensibilidad del condenado.
Entre sus particularidades, cabe observar que es la primera vez que se
introdujo para la multa el sistema llamado de días de multa (se calcula la
multa en días y se la cuantifica conforme al ingreso diario de la persona
condenada). Por lo general, se atribuye a este sistema un origen nórdico,
pero es una innovación brasileña. El Código imperial tuvo vigencia hasta la
sanción del Primer Código republicano en 1890, de calidad muy inferior a
su precedente.
En 1819 se sancionó para el Reino de las Dos Sicilias un Código General,
cuya segunda parte constituía un código penal completo, basado en el de
Napoleón, que había sido impuesto por la invasión francesa y permanecía
vigente hasta ese momento. Pese al rechazo final de los franceses y al
aniquilamiento de la Repubblica Partenopea o Napoletana en 1799 (*), se
había conservado el Código Penal del invasor, razón por la cual se
emprendió la tarea codificadora que, como era de esperar, no pudo apartarse
mucho del modelo que llevaba más de dos décadas de vigencia. No
386
obstante, el Código de 1819 suprimía la marca a fuego y la amputación de
mano, entre otras diferencias. De toda forma, respondía al absolutismo de la
restauración borbónica.
En 1822 los liberales españoles sancionaron el primer Código Penal
español, sobre modelo francés. Como el Código napolitano de 1819 –si bien
absolutista– mejoraba técnicamente al modelo de Napoleón, tuvo cierta
influencia en este primer Código español. Este Código tuvo un destino
singular, porque se discute si tuvo real vigencia en España, debido a la
restauración borbónica, que reafirmó la vigencia de las leyes penales de la
Novísima Recopilación de 1805, y retrasó el proceso codificador español.
No obstante, el Código viajó a América y fue sancionado como Primer
Código Penal Latinoamericano en El Salvador en 1826, posteriormente en
Bolivia (el Código Santa Cruz de 1831) y también en el Estado de Veracruz
en México en 1835 y como primer código ecuatoriano en 1837. En Bolivia
conservó vigencia hasta 1970.
El Código do Império fue una obra original que llamó la atención y fue
traducido en Europa. Ejerció gran influencia en la preparación del Código
español de 1848, que en verdad fue el primero con real vigencia en España.
En su elaboración participaron varios penalistas, pero el más conocido y
que luego unió su nombre al texto merced a su comentario, fue Joaquín
Francisco Pacheco (1808-1865) (*). Dado que el Código español de 1848,
con sus modificaciones de 1850 y de 1870 cundió como modelo en casi
toda América Latina, se produjo un curioso efecto: el Código do Império
fue a Europa y volvió en los modelos españoles de esos años a nuestra
región.
Fuera de Ecuador (que por influencia de García Moreno adoptó el modelo
del Código de Bélgica de 1867), de Haití y la República Dominicana (que
siguieron con el Código de Napoleón) y la Argentina (que se inclinó por el
Código de Baviera), en los otros países tuvieron vigencia en algún
momento códigos copiados a los españoles o textos muy cercanos a ellos,
como es el caso de Chile hasta la actualidad.
Son muchos los códigos del siglo XIX y hasta la primera mitad del siglo
pasado que ejercieron influencia como modelos o como aportes a la
codificación penal latinoamericana posterior. Así, cabe mencionar el
387
Código de Bélgica de 1867, de J. J. Haus, adoptado como modelo en el
Código García Moreno de Ecuador; el holandés de Modderman de 1881, el
húngaro de 1878 y los sucesivos proyectos suizos de Stooss que, al igual
que el Códice Zanardelli de 1889, son invocados en la elaboración del
Código Penal argentino. Los proyectos suizos se extendieron desde 1890
hasta 1939 en que, finalmente se sancionó el Código Penal para toda la
Confederación y también ejercieron particular influencia en el Código del
Perú de 1924, obra de Víctor M. Maúrtua, con vigencia hasta el Código de
1990.
El mencionado Codice Zanardelli –lleva el nombre del ministro de
justicia, pero fue elaborado por una comisión de penalistas– fue el primer
código del Reino de Italia sancionado después de la unidad y estuvo vigente
hasta 1931, en que fue reemplazado por el Códice Rocco, que con múltiples
reformas mantiene vigencia hasta nuestros días. No obstante, el Zanardelli,
de perfil liberal y que expresamente tomaba posición en favor del libre
albedrío –por lo que fue blanco de las críticas de los positivistas–, se
mantiene vigente con reformas (derogación de la pena de muerte entre
otras) como Código Penal del Estado Vaticano. Además de la influencia en
la Argentina y otros países, el Código Penal de Venezuela es, en gran
medida, una traducción de este Código.
El Códice Rocco es una obra claramente fascista y lleva el nombre de
Alfredo Rocco –hermano de Arturo Rocco (*)–, ministro de Justicia del
régimen. Tiene una clarísima inspiración en la filosofía de Giovanni Gentile
(1875-1944) (*), ministro de Educación del Duce. Para Gentile la libertad
absoluta solo se daba en Dios y, por consiguiente, los humanos eran más o
menos libres. Por ende, el Código italiano impone pena retributiva a los que
son bastante libres, medidas de seguridad indeterminadas a los que son
poco libres, y primero pena retributiva para retribuir la culpabilidad y luego
medida para neutralizar la peligrosidad, a los que son medio libres y medio
determinados, es decir, el sistema de la doble vía (doppio binario), que
permite la suma de penas y medidas de seguridad: primero se le hace
cumplir la pena por los años que corresponda, luego, se le dice que
permanecerá en la misma prisión, por tiempo indeterminado, pero que no se
preocupe, porque no es a título de pena, sino de medida.
El sistema del Códice Rocco fue receptado en gran medida en el Código
388
de la República Oriental del Uruguay en 1933, obra de José Yrureta Goyena
(1875-1947) y también en Brasil en el Código de 1940, donde luego se
derogaron las medidas de seguridad.
En los años sesenta del siglo pasado se puso en marcha la elaboración de
un Código Penal Tipo para América Latina, obra de profesores de casi
todos los países de la región, cuya secretaría general estaba a cargo del
Instituto de Chile. Se realizaron varias reuniones y se terminó una parte
general, hasta que en la década siguiente se extinguió la iniciativa, en
particular, después de una reunión agónica en Buenos Aires en tiempos de
dictadura y una última en Madrid.
La parte general de este Código Tipo mostraba una elaboración cuidadosa
de las disposiciones referidas al delito en general, en parte inspirada en los
modelos de la reforma penal alemana en curso. En cuanto a las penas, la
redacción ponía de manifiesto un alto grado de descuido, en particular en lo
referido a las medidas de seguridad. Ejerció cierta influencia en
codificaciones penales centroamericanas, pero hoy es un texto olvidado.
En Alemania, después de largos años y de discutir el proyecto oficial de
1962 y el alternativo de 1966, se sancionó el Código de 1974, ahora
vigente. Austria siguió de cerca las discusiones alemanas, pero con menor
esfuerzo sancionó casi simultáneamente su vigente Código Penal. Francia
hizo lo propio, aunque con continuas reformas (puede verse el llamado
texto consolidado) (*). España sancionó un nuevo Código Penal en 1995,
también sometido a frecuentes reformas.
Como puede observarse, la legislación penal comparada demuestra que la
reforma penal es casi la regla universal de esta legislación, puesto que
nadie parece satisfecho con la vigente en su país.
Si bien no se obtienen fácilmente los cambios de códigos, casi de
inmediato a su sanción se pone en marcha un proceso de reforma que, por
lo general fracasa, pero que deja abierta la posibilidad de reformas
parciales, muchas veces oportunistas. Más bien puede afirmarse que nos
hallamos en un proceso justamente contrario al movimiento de codificación
de los siglos XVIII y XIX, que se materializa en forma intratextual, con
reformas a los códigos casi permanentes (lo que desarticula su sistemática),
tanto como extratextual, con la sanción de múltiples leyes penales al
389
margen de los códigos (leyes penales especiales), como también por la
multiplicación de disposiciones penales en leyes no penales (las llamadas
disposiciones penales extravagantes).
El viejo afán enciclopedista se ha neutralizado y se camina hacia una
nueva confusión legislativa, que conspira contra la claridad de la ley penal
y, por ende, contra la facilitación de su comprensión, no ya por parte de la
ciudadanía en general, sino incluso de los propios especialistas, que muchas
veces se encuentran confundidos, además de la constante actualización de
las exposiciones doctrinarias.
Esta inestabilidad permanente de la ley penal, acompañada
frecuentemente por graves defectos de técnica legislativa, es resultado de
factores coyunturales y demandas de los medios de comunicación, o bien de
la tendencia a resolver –o a dar la sensación de que se resuelven– problemas
sin solución por vía de la ley penal, urgidos muchas veces por la
proximidad de elecciones y por el afán de demostrar preocupación por los
problemas sin solución. El resultado de esto es el populacherismo
punitivista, que va carcomiendo la seguridad jurídica, al sepultar en la
oscuridad legislativa toda pretensión de consciencia de criminalidad por
parte del ciudadano común, que se trata de neutralizar doctrinariamente
mediante la normativización del dolo, que no pasa muchas veces de un
regreso a la vieja y desprestigiada presunción de dolo.
Bibliografía: Zaffaroni, Tratado de Derecho Penal, op. cit., tomo I, pp. 257 y ss.;
Zaffaroni, Alagia, Slokar, Derecho Penal. Parte General, op. cit., pp. 226 y ss.; Bernardino
Bravo Lira, “El Código Penal de Austria (1803). Epicentro de la codificación penal en tres
continentes”, en Anuario de Filosofía jurídica y social, Sociedad Chilena de Filosofía
Jurídica y Social, Santiago de Chile, 2003, pp. 299 y ss.
390
poblado por nuestros pueblos originarios y todo se reducía a la
confrontación del puerto de Buenos Aires mercantilista con las provincias
que defendían sus economías tradicionales. En esas condiciones, no era
necesario un Código Penal, porque, en definitiva, el poder y el control
social eran policiales. Si bien había algunos jueces, funcionaban más bien
como notarios.
La Argentina fue el último país de América Latina en tener un Código
Penal: setenta y cinco años después de que acabase el último gobierno
español y a duras penas, el Congreso Nacional sancionó un Código.
Nuestras elites no necesitaban de eso para ejercer el control social y el
poder punitivo sobre las clases subalternas de la población, pues les bastaba
con las policías y el ejército en función policial. Desde ese momento se
decidió crear una policía de ocupación territorial sobre el modelo borbónico
francés, en lugar de la policía comunitaria del modelo norteamericano.
Durante esos tres cuartos de siglo, hubo un solo intento de elaboración de
un Código Penal, por parte del gobernador Dorrego, que lo encomendó a
Guret de Bellemare (*), un francés –incluso sospechado de espía–, quien
puso manos a la obra con inspiración benthamiana, pero que no llegó a
concretarse e incluso parte de su proyecto se ha perdido. Los encargos del
gobierno de la Confederación en Paraná, ni siquiera tuvieron comienzo de
ejecución. Desde que Carlos Tejedor (*) terminó su proyecto hasta que el
Congreso Nacional sancionó un Código, pasaron casi dos décadas. La
displicencia en esta materia indicaba que no había ninguna urgencia en
resolverla, pues al parecer todo funcionaba sin ley nacional penal. Incluso
después de la sanción de la Constitución Nacional –y también después de
1860– a los pocos jueces que había les bastaban las leyes coloniales que no
fuesen incompatibles con la Constitución Nacional, al menos en lo que hace
a los delitos del fuero ordinario.
En 1863 se instaló la primera Corte Suprema y se nombraron sus primeros
jueces. Entre otros la integraba Salvador María del Carril, quien había
aconsejado a Lavalle que fusilase al gobernador Manuel Dorrego y que
fraguase una suerte de proceso, lo que Lavalle no supo cómo hacer.
Como no había leyes, la propia Corte proyectó tres leyes: las 48, 49 y 50.
La ley 49 tipifica los delitos federales –aunque sin parte general– y
391
respondía a la necesidad de Mitre para reprimir las sublevaciones de
provincias. Para la parte general y los delitos del fuero ordinario seguían
rigiendo las leyes coloniales.
La llamada doctrina de facto, que invocaba poderes revolucionarios,
reiterada en 1930, 1943 y en todos los golpes de Estado posteriores, fue
enunciada por vez primera en 1865 con respecto a los poderes de facto de
Mitre después de Pavón (causa Martínez Baldomero c/ Otero, Manuel). La
invocación de poderes revolucionarios se reiteró muchas veces con
posterioridad, incluso para fusilar en 1956 (*).
El 5 de diciembre de 1864 el Ejecutivo encargó a Carlos Tejedor (1817-
1903) (*), profesor de derecho penal en la Universidad de Buenos Aires, la
redacción de un proyecto de código penal. Tejedor era autor de un Curso de
Derecho Criminal publicado en 1860, que fue nuestra primera exposición
doctrinaria del derecho penal. Por suerte, apartándose de ese texto ecléctico,
eligió un buen modelo para su proyecto: adoptó el Código de Baviera de
Feuerbach como línea básica, mediante la traducción francesa de Vatel –
publicada en París en 1852–, y también algunas referencias del Código do
Império. En 1866 remitió su parte general y en 1867 la especial. El proyecto
legislaba solo los delitos del fuero ordinario y dejaba vigente la ley 49 para
los federales.
Por la ley 250 se encargó al Ejecutivo que nombrase una comisión de tres
letrados que examinasen el proyecto de Tejedor e informasen al Congreso
en el término de un año. La comisión fue cambiando de integrantes hasta
que –finalmente– quedó formada por Sixto Villegas (1831-1881) (*),
Andrés Ugarriza (1838-1917) (*) y Juan Agustín García (1831-1907) (*),
quienes en 1881 –con doce años de atraso– no remitieron un informe, sino
un proyecto de código penal diferente y propio, que nada tenía que ver con
el proyecto, pues seguía de cerca al Código español de 1870. Esto se debe a
que nadie entendía la filosofía liberal de Feuerbach, dado que sus obras no
estaban traducidas y, por tanto, estos proyectistas prefirieron seguir un
modelo que estaba ampliamente comentado en castellano, con las obras de
Groizard, Viada, Pacheco y otros españoles.
Pero, en tanto el proyecto Tejedor había devenido Código por sanciones
provinciales en La Rioja (1876), Buenos Aires (1877), Entre Ríos, San
392
Juan, San Luis y Corrientes (1878), Mendoza (1879), Santa Fe y Salta
(1880) y Tucumán (1881). Además, al federalizarse la ciudad de Buenos
Aires en 1880, el propio Congreso Nacional lo puso en vigencia para la
capital por la ley 1.144 de 1881, y en Paraguay, por ley de 1880 fue
sancionado como Código Penal. En realidad, si bien se habla del proyecto
Tejedor, lo cierto es que fue Código en casi todo el país y también en
Paraguay.
La única excepción fue Córdoba, que en 1882 adoptó el proyecto de
Villegas Ugarriza y García, hasta la vigencia del Primer Código Nacional.
En 1886, apareció en Córdoba un libro sobre la parte general de ese texto,
escrito por el sanjuanino Adán Quiroga (1863-1904) (*), singularmente
apegado a los principios liberales. Cabe agregar que Quiroga fue uno de los
pioneros de la antropología en la Argentina.
En tanto había surgido también una dificultad política: Tejedor, como
gobernador de la Provincia de Buenos Aires, se había levantado en armas
contra el gobierno federal en 1880, resistiendo la federalización de la
ciudad de Buenos Aires, lo que dio lugar a la última guerra civil del siglo
XIX y, por tanto, no era personaje simpático al gobierno nacional.
Al parecer, en 1886 se despertó la urgencia por sancionar un Código Penal
y el ministro de Justicia, Filemón Posse, fue personalmente a las Cámaras a
urgir su sanción, que finalmente se obtuvo en noviembre de ese año,
adoptando el Código Tejedor como modelo con algunas reformas que, por
cierto, no lo beneficiaban en nada. Este fue nuestro primer Código Penal
nacional, el último de los códigos que el Congreso sancionó en
cumplimiento del mandato constitucional.
Conforme a la tradición en materia de legislación penal, en 1890 fueron
designados los tres fundadores de la Facultad de Filosofía de nuestra UBA
para proyectar un nuevo texto: Norberto Piñero (1858-1938) (*), Rodolfo
Rivarola (1857-1942) (*) y José Nicolás Matienzo (1860-1936) (*). El texto
que estos proyectaron y presentaron en 1891 era mucho más técnico que el
Código de 1886 y receptaba la influencia de los códigos de Zanardelli, de
Hungría, de Ginebra, de Holanda, etc., o sea, la segunda generación de
códigos europeos, sin abandonar la línea de Baviera. Lamentablemente,
mantenía la pena de muerte y preveía la pena de relegación por tiempo
393
indeterminado, copiada a la ley de relegación francesa.
Este proyecto no fue tratado por el Congreso, pese a que marcó la línea
que habrían de seguir los sucesivos intentos de codificación hasta
desembocar en el vigente Código de 1921.
En 1895 se publicó un proyecto privado –no encargado por nadie– del
civilista correntino Lisandro Segovia (1862-1923) (*) que, entre otras cosas,
introducía la condenación condicional, la reducción de la pena del hurto por
exigua cantidad y la supresión de la pena por reparación del daño y
restitución de la cosa antes de la acción judicial.
La resistencia al proyecto de 1891 provenía de los políticos, ávidos de
clientelismo y antiliberales. Esta tendencia y los reclamos de los jefes de
policía se tradujeron en una serie de leyes como la 3.335 (Ley Bermejo) de
1895, que estableció la relegación en el sur para reincidentes por segunda
vez (no se aplicó por un error técnico), la 4.097 de juegos de azar (permitía
a la policía allanar sin orden judicial, lo que se usó para allanamientos
políticos), la Ley de Residencia proyectada por Miguel Cané (*) –que no
solo escribió Juvenilia– (el Ejecutivo podía expulsar a cualquier extranjero;
se pensó contra anarquistas, pero se usó contra la marginalidad) –ambas de
1902– y, por último, la reforma al Código de 1886 por ley 4.189 de 1903.
Esta última reforma de 1903 no fue redactada por ningún penalista y –
como corresponde al populacherismo vindicativo–, al decir del senador
catamarqueño Julio Herrera (*), suprimió lo bueno y dejó lo peor, al tiempo
que introdujo las penas de destierro y de relegación en el sur para
reincidentes, que perdura en el art. 52 del Código de 1921, conforme a una
fórmula que es copia literal de la ley francesa de relegación en la Guayana
(Isla del Diablo) del 27 de mayo de 1885, que reemplazó a la de 1854.
Esta reforma de 1903 y el posterior artículo 52 del Código de 1921, dieron
lugar a que se construyera la prisión de relegación más siniestra de nuestra
historia: la cárcel de Ushuaia, proyectada por el arquitecto italiano Castello
Muratgia, que funcionó hasta 1947, cuando la clausuró la gestión de
Roberto Pettinato (*), aunque luego se reabrió temporalmente como prisión
de políticos por la dictadura de 1955. Hoy es un museo que recuerda
nuestra Siberia, como cárcel más austral del mundo. Finalmente, el art. 52
CP fue declarado inconstitucional por la Corte Suprema en los primeros
394
años de este siglo.
En Buenos Aires cundían los atentados anarquistas y los políticos –
siempre dispuestos al protagonismo– sancionaron apresuradamente en 1910
la llamada ley de defensa social (ley 7.029), precipitada al parecer por un
atentado en el teatro Colón de Buenos Aires. Basta leer las disposiciones de
esa ley para verificar que es el antecedente de toda la legislación represiva
posterior de nuestro país, especialmente en tiempos de dictaduras militares.
El debate legislativo fue calificado por Rodolfo Moreno (h) como un torneo
de moreirismo oratorio que, por cierto, no fue el único en nuestra historia.
De toda forma, justo es reconocer que los jueces federales de la época,
como buen producto del modelo agroexportador oligárquico, pero con
medida, prácticamente no hicieron uso de esta ley vergonzosa, lo que
muestra que incluso los jueces de nuestra oligarquía reconocían límites que
luego se violaron.
Ante la resistencia a discutir en el Congreso el proyecto de 1891, en 1904
el presidente Quintana nombró una comisión para redactar un nuevo
proyecto, integrada por Rodolfo Rivarola y Norberto Piñero (autores del
proyecto de 1891), junto a Cornelio Moyano Gacitúa (*), Francisco Beazley
(*), Diego Saavedra (*) y José María Ramos Mejía (*), y como secretario
José Luis Duffy. La comisión trabajó sobre el proyecto de 1891 y lo
simplificó bastante, introduciendo la condenación condicional sobre modelo
francés, presentando su texto en 1906.
El proyecto de 1906 tampoco fue tratado por el Congreso, pero en él se
puede observar claramente el esqueleto del Código de 1921 y, además, dio
lugar al extenso estudio que, en 1911, le dedicó un personaje singular: el
antes mencionado Julio Herrera (1856-1927), que fue senador y gobernador
de Catamarca. Aunque nunca fue profesor, su crítica hizo aportes muy
valiosos sobre temas particulares del proyecto, que no pudieron dejar de
tomarse en cuenta en la elaboración posterior. Su crítica a la pena de
relegación –que así la llama, por su verdadero nombre– era lapidaria.
En 1916, Rodolfo Moreno (h) (1878-1953) (*) presentó el proyecto de
1906 a la Cámara de Diputados y pidió la formación de una comisión
especial, al asumir el liderato del impulso reformador que culminaría en el
Código de 1921.
395
Moreno era el jefe del bloque opositor al oficialismo radical del momento,
pero tuvo la sagacidad de incorporar a la comisión a radicales y socialistas,
de modo que comprometió a todos los partidos de su tiempo. Después de un
trámite complicado de idas y vueltas en el proceso constitucional antiguo
entre las Cámaras, la de Diputados, que era iniciadora, rechazó algunas
reformas propuestas por el Senado, como la referida a pena de muerte y,
finalmente, sancionó el código.
De este modo, el presidente Hipólito Yrigoyen lo promulgó por decreto
del 29 de octubre de 1921, y se convirtió en la ley 11.179. El Código entró
en vigencia a los seis meses de su promulgación, es decir, el 29 de abril de
1922.
El Código de 1921 fue duramente criticado por todos los positivistas,
quienes patrocinaron proyectos de Estado peligroso sin delito,
especialmente remitidos durante la presidencia de Marcelo T. de Alvear,
pero que no fueron sancionados.
En 1930 se instaló la primera dictadura militar del siglo pasado, que fue
reconocida por la Corte Suprema en su acordada del 10 de septiembre de
ese año, y renovó la teoría de facto de los años de Mitre. La dictadura llevó
a cabo ejecuciones, proscribió al partido mayoritario, anuló las elecciones
de la Provincia de Buenos Aires de 1931 y relegó a políticos radicales en
Tierra del Fuego. Finalmente, en elecciones fraudulentas, entregó el
gobierno a Agustín P. Justo.
El secuestro y muerte de un joven de la elite porteña y militante de un
grupo militarizado de derecha determinó que –en 1932– el Ejecutivo
enviase al Senado dos proyectos de reformas represivas al Código Penal. El
Senado fue más allá de esos proyectos y dio media sanción a lo propuesto
por el Ejecutivo, además de establecer la pena de muerte por electrocución
(silla eléctrica). El proyecto con esa media sanción nunca fue tratado por
Diputados, en buena medida por obra de Rodolfo Moreno (h).
En 1937, Jorge Eduardo Coll (1882-1967) (*) y Eusebio Gómez (1883-
1954) (*) elaboraron un proyecto integral de Código Penal de neto corte
positivista. En 1941 José Peco (1895-1966) (*) presentó otro proyecto de su
elaboración, de corte neopositivista. En 1951 se elaboró otro proyecto
integral por Isidoro De Benedetti (1909-1991) (*) de corte también
396
positivista. En el ámbito del Ministerio de Justicia se elaboró en 1953 un
nuevo proyecto integral que finalmente quedó a cargo de Ricardo Levene
(h) (1914-2000) (*), que conservaba elementos de la teoría de la
peligrosidad. En 1960, Sebastián Soler (1899-1980) (*) presentó un nuevo
proyecto integral, encargado por el Ejecutivo. Ninguno de estos proyectos
fue tratado por el Congreso.
En 1963, por vía de decreto-ley (ley de facto) se introdujeron cerca de
cien modificaciones al Código Penal, lo que motivó una fuerte crítica del
profesor de Córdoba Rivardo C. Núñez (1908-1997) (*), las cuales fueron
derogadas por la ley 16.648 en 1964. En 1967, una comisión integrada por
Sebastián Soler, Carlos Fontán Balestra y Eduardo Aguirre Obarrio
proyectó una reforma también masiva que se sancionó por la ley de facto
17.567, que fue derogada al restablecerse la constitucionalidad en 1973.
Durante este régimen militar se proyectó una parte general de Código
Penal por Sebatián Soler, Eduardo Aguirre Obarrio, Eduardo Marquardt y
Luis Cabral en 1972.
En 1973 se creó también una nueva comisión para proyectar un futuro
Código Penal, integrada por Jesús H. Porto, Carlos Acevedo, Ricardo
Levene (h) y Alfredo Massi, con Enrique Bacigalupo como secretario. Esta
Comisión elaboró un proyecto de parte general, que tampoco tuvo
tratamiento.
La dictadura militar de marzo de 1976, entre otras muchas leyes de facto
represivas, sancionó la 21.338, que restableció todas las reformas de la
17.567 más algunas de propia cosecha y de autor desconocido,
restableciendo la pena de muerte.
En 1979 se elaboró un proyecto por una comisión integrada por Sebatián
Soler como supervisor y por Luis M. Rizzi, Eduardo Aguirre Obarrio y
Luis C. Cabral, que presentó su proyecto de Código Penal en 1980, al
seguir las líneas generales del proyecto de 1960.
Restablecido el orden constitucional, en 1984 se derogaron las reformas
de la ley de facto 21.338. Después de varias alternativas en el Senado, en
1990 el senador Jiménez Montilla presentó un nuevo proyecto de Código
Penal, harto confuso, que obtuvo media sanción de esa Cámara, pero que
nunca fue tratado por la de Diputados.
397
Con posterioridad y hasta la actualidad se han sucedido diferentes
proyectos de Código Penal: el de 2006, el de 2014 y el de 2019, ninguno de
los cuales ha sido considerado por el Congreso de la Nación.
Desde la sanción del Código de 1921 hubo al menos diez proyectos –
algunos no los mencionamos– de reforma integral, sin contar con las
innumerables modificaciones puntuales y las masivas con sus
correspondientes retrocesos.
A lo anterior se suma un número creciente de leyes penales especiales, o
sea, fuera del Código Penal, como también de disposiciones penales en
leyes no penales.
Lo que hemos afirmado acerca de la reforma continua de la legislación
penal en el mundo, tiene una clarísima muestra más –que confirma la regla–
en la nuestra.
El Código de 1921 parece ahora haber sido atropellado por una
locomotora; sus penas han perdido racionalidad y equilibrio, la jerarquía de
los bienes jurídicos afectados no guardan relación con las penas, los
mínimos se subieron sin crear tipos atenuados; su fórmula sintética se
bastardeó con agravantes tabuladas; su arquitectura se mantiene en forma
muy precaria, como un edificio salvado de varios terremotos, es decir, es
hoy casi irreconocible, aunque sus restos recuerdan todavía la impronta
original de Tejedor (Feuerbach), la ilustración del proyecto de 1891 de
Piñero, Rivarola y Matienzo, las críticas oportunas de Julio Herrera y la
sabia sobriedad y habilidad política de Rodolfo Moreno (h). Conserva aún
el esqueleto de esa arquitectura que le dio una elite intelectualizada del
modelo de país oligárquico, pero con el equilibrio que consiguió Moreno
con su inteligente maniobra pluripartidista, incluso con alguna puntada
socialista de Enrique del Valle Iberlucea (1877-1921) (*) en el Senado.
No se ha retomado esa tradición; más bien los esfuerzos oportunistas,
publicitarios y populacheros la han traicionado. Aún los movimientos
populares –amedrentados por los alaridos irresponsables de los
inescrupulosos– no supieron hacerse cargo de una sana política penal
legislativa.
No obstante, de momento y a pesar de la violación constitucional de los
legisladores –que contra la letra expresa de la Constitución legislan fuera
398
del Código– y a su negligencia técnica impuesta por la urgencia
publicitaria, debemos trabajar sobre los restos del Código y las normas
desperdigadas, lo que nos impone bajar cada día más los principios de la
CN y las convenciones de derechos humanos a ella incorporadas (art. 75
inc. 22), para lograr la elaboración de un sistema, es decir, para dar orden y
vida dogmática a este enjambre legislativo.
La racionalidad de que carece la ley infraconstitucional, solo puede
salvarse al bajar a ella con mayor insistencia las normas y principios
constitucionales e internacionales. Cabe insistir en que el juez –y el
doctrinario– no puede usurpar la función del legislador, pero el legislador
tampoco puede usurpar la función del constituyente.
Bibliografía: En detalle y con las correspondientes indicaciones bibliográficas puede verse
en Zaffaroni, E. Raúl / Arnedo, Miguel, Digesto de Codificación Penal Argentina, A-Z
Editora, Buenos Aires, 1996, tomo I, Introducción histórica. La obra contiene los códigos y
proyectos argentinos hasta la fecha de su publicación.
399
Política: derecho penal del acto:
ullum crimen sine conducta
Funciones del concepto y autonomía moral de la persona
No humanos
Hechos
Voluntarios (conducta)
Incapacidad de voluntad
Humanos (involuntabilidad)
Involuntarios
(no son conductas)
Fuerza física Interna
irresistible Externa
1) ejecutan el hecho personalmente es necesario conocer el fin para averiguar de qué conducta
la selección punitiva de las agencias
(función selectiva) 2) se valen de quien no realiza conducta se trata y cuál es el deber de cuidado que se debió observar
(a) directos
3) lo hacen simultáneamente con otros deber haber causado el resultado (conditio sine qua non)
El tipo sistemático como para
sirve tanto para 4) se reparten la empresa criminal
el resultado debe haber sido previsible
que el poder jurídico la contenga
(función contraselectiva) la conducta cuidadosa debería haber evitado el resultado
1) se valen de otros interpuestos que no El tipo
incurren en injusto (nexo de determinación)
(b) mediatos culposo
Autores
2) excepcionalmente de un interpuesto el deber de cuidado deber ser respecto de ese peligro
sin culpabilidad y no de otros (conexión abstracta de antijuridicidad)
Activos (describen la conducta prohibida por su fin)
son típicos los resultados producidos por acciones
Omisivos (describen la conducta debida y prohíbe todo hacer diferente, 1) en delito de propia mano se valen de víctimas en cumplimiento de deber jurídico
aliud agere) de quien no realiza conducta (no de las acciones salvadoras voluntarias)
Ampliación o de quien no incurre en injusto
Dolosos (prohíbe la conducta por su finalidad) (c) de determinación no son imputables los resultados producidos una vez que la
personal 2) en un delito propio, sin tener
de la autoridad o terceros se hicieron cargo de la situación de riesgo
Culposos (prohíbe la conducta que no cuida la forma los caracteres del autor, se valen
de selección de los medios para el fin) tipicidad de un interpuesto que los tiene
dolosa Además:
Tipos
sobre la error en el objeto (a) cuando no medie ofensa a un bien jurídico ajeno
causalidad aberratio ictus dolus generalis (b) cuando la ofensa hubiese sido insignificante
Errores de tipo (c) cuando la conducta fuese impuesta como deber jurídico
sobre agravantes (a) de especialidad (un tipo abarca
se resuelven como Supuestos (d) cuando fuese fomentada por el derecho
y atenuantes El concurso es conceptualmente al otro)
tipicidad subjetiva del tipo básico de atipicidad (e) cuando el riesgo no estuviese prohibido
sólo aparente (b) de consunción (un tipo consume
conglobada (f ) cuando hubiese mediado consentimiento del titular
conforme a los materialmente al otro)
(g) cuando el titular hubiese asumido el riesgo
principios (c) de subsidiaridad (una etapa posterior
(h) cuando se tratase de la acción de funcionarios dentro del ámbito
interfiere la tipicidad de la anterior)
simétricos (el tipo subjetivo de valoración política de su competencia constitucional o legal
se agota con el dolo)
Tipos
CULPABILIDAD
Culpabilidad es el reproche personalizado que se le formula a una persona (1, DU), (a) directos (ignora la norma prohibitiva)
como ente autodeterminable, dotado de conciencia moral, en razón de la medida
en que se le hubiese podido exigir una conducta conforme al derecho.
A) de conocimiento (a) supone que existe una causa de
(b) indirectos justificación que la ley no reconoce
Se concreta en el reproche del grado de esfuerzo personal que haya realizado desde
(supone una
su estado de vulnerabilidad social (bajo o alto) para alcanzar la situación concreta Exculpación (a) estado de necesidad exculpante
justificación) (b) supone hallarse en una situación
de vulnerabilidad al poder punitivo. por reducción
legal de justificación
del espacio de (b) incapacidad para adecuar la conducta
Errores de autodeterminación a la comprensión de la criminalidad
(a) a que no le sea exigible
prohibición (inimputabilidad por incapacidad de adecuación)
al agente la comprensión por razones culturales o subculturales
Todas las causas B) de comprensión
de la criminalidad del injusto conoce pero no puede comprender
de inculpabilidad
son supuestos
(b) o bien a que siéndole
de inexigibilidad
exigible (y aun comprendiendo), C) de necesidad supone una situación de necesidad
de otra conducta
haya actuado en una situación o culpabilidad exculpante
y pueden obedecer
de extrema conflictividad
reductora.