Conferencia 31 S Freud Resumen Final

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(1933 [1932])

31ª conferencia.
La descomposición de la personalidad psíquica
psicoanálisis: tuvo, iniciar su trabajo por el síntoma, lo más ajeno al yo
que se encuentre en el interior del alma. El síntoma proviene de lo
reprimido, es por así decir su subrogado ante el yo; ahora bien, lo
reprimido es para el yo tierra extranjera, una tierra extranjera interior,
así como la realidad -permítanme la expresión insólita- es tierra
extranjera exterior. Desde el síntoma, el sendero llevó a lo inconciente, a
la vida pulsional, a la sexualidad, y fue la época en que el psicoanálisis
tuvo que oír las agudas objeciones de que el ser humano no es mera
criatura sexual,

el ser humano enferma a raíz del conflicto entre las exigencias de la


vida pulsional y la resistencia que dentro de él se eleva contra ellas,

El yo es por cierto el sujeto más genuino: ¿cómo podría devenir objeto?


Ahora bien, sin duda ello es posible. El yo puede tomarse a sí mismo
por objeto, tratarse como a los otros objetos, observarse, criticarse. Para
ello, una parte del yo se contrapone al resto. El yo es entonces
escindible, se escinde en el curso de muchas de sus funciones, al
menos provisionalmente. Los fragmentos parcelados pueden
reunificarse luego. Si arrojamos un cristal al suelo se hace añicos, pero
no caprichosamente, sino que se fragmenta siguiendo líneas de escisión
cuyo deslinde, aunque invisible, estaba comandado ya por la estructura
del cristal. Unas tales estructuras desgarradas y hechas añicos son
también los enfermos mentales.

Después que bajo la fuerte impresión de este cuadro patológico hube


concebido la idea de que la separación de una instancia observadora del
resto del yo podía ser un rasgo regular dentro de la estructura del yo,
esa idea no me abandonó más, y me vi empujado a investigar los otros
caracteres y nexos de la instancia así separada. Enseguida se da el paso
siguiente. Ya el contenido del delirio de observación sugiere que el
observar no es sino una preparación del enjuiciar y castigar, y así
colegimos que otra función de esa instancia tiene que ser lo que
llamamos nuestra conciencia moral. No parece que dentro de nosotros
haya algo que separemos de nuestro yo de manera tan regular y lo
contrapongamos a él tan fácilmente como lo hacemos con nuestra
conciencia moral. Siento la inclinación de hacer algo que me promete
un placer, pero lo omito con el fundamento de que mi conciencia moral
no lo permite. 0 bien la hipertrófica expectativa de placer me movió a
hacer algo contra lo cual elevó su veto la voz de la conciencia moral, y
tras el acto ella me castiga con penosos reproches, me hace sentir el
arrepentimiento por él. Podría decir simplemente que la instancia
particular que empiezo a distinguir dentro del yo es la conciencia moral,
pero es más prudente considerar autónoma esa instancia, una de cuyas
funciones sería la conciencia moral y otra la observación de sí,
indispensable como premisa de la actividad enjuiciadora de la
conciencia moral. Y como cumple al reconocimiento de una existencia
separada dar a la cosa un nombre propio, designaré en lo sucesivo
«superyó» a esa instancia situada en el interior del yo.

No bien nos hemos familiarizado con la idea de un superyó así


concebido, que goza de cierta autonomía, persigue sus propios
propósitos y es independiente del yo en cuanto a su patrimonio
energético, se nos impone un cuadro patológico que ilustra de manera
patente la severidad, hasta la crueldad, de esa instancia, así como las
mudanzas de su vínculo con el yo. Me refiero al estado de la melancolía
más precisamente del ataque melancólico, del cual ustedes sin duda
habrán oído bastante, aunque no sean psiquiatras. El rasgo más
llamativo de esta enfermedad, acerca de cuya causación y mecanismo
sabemos muy poco, es el modo en que el superyó -digan ustedes sólo
para sí: la conciencia moral- trata al yo. Mientras que en sus períodos
sanos el melancólico puede ser más o menos severo consigo mismo,
como cualquier otra persona, en el ataque melancólico el superyó se
vuelve hipersevero, insulta, denigra, maltrata al pobre yo, le hace
esperar los más graves castigos, lo reprocha por acciones de un lejano
pasado que en su tiempo se tomaron a la ligera, como si durante todo
ese intervalo se hubiera dedicado a reunir acusaciones y sólo aguardara
su actual fortalecimiento para presentarse con ellas y sobre esa base
formular una condena. El superyó aplica el más severo patrón moral al
yo que se le ha entregado inerme, y hasta subroga la exigencia de la
moralidad en general; así, aprehendemos con una mirada que nuestro
sentimiento de culpa moral expresa la tensión entre el yo y el superyó.
En efecto, trascurrido cierto número de meses el alboroto moral pasa, la
crítica del superyó calla, el yo es rehabilitado y vuelve a gozar de todos
los derechos humanos hasta eI próximo ataque. Y aun en muchas
formas de la enfermedad se produce en los períodos intermedios algo
contrario; el yo se encuentra en un estado de embriaguez beatífica,
triunfa como si el superyó hubiera perdido toda fuerza o hubiera
confluido con el yo, y este yo liberado, maníaco, se permite de hecho,
desinhibidamente, la satisfacción de todas sus concupiscencias.

Si la conciencia moral es sin duda algo «en nosotros», no lo es desde el


comienzo. Es en esto un opuesto de la vida sexual, que efectivamente
está ahí desde el comienzo de la vida y no viene a agregarse sólo más
tarde. Pero el niño pequeño es notoriamente amoral, no posee
inhibiciones internas contra sus impulsos que quieren alcanzar placer.
El papel que luego adopta el superyó es desempeñado primero por un
poder externo, la autoridad parental. El influjo de los progenitores rige
al niño otorgándole pruebas de amor y amenazándolo con castigos que
atestiguan la pérdida de ese amor y no pueden menos que temerse por
sí mismos. Esta angustia realista es la precursora de la posterior
angustia moral; mientras gobierna, no hace falta hablar de superyó ni
de conciencia moral. Sólo más tarde se forma la situación secundaria
que estamos demasiado inclinados a considerar la normal: en el lugar
de la instancia parental aparece el superyó que ahora observa al yo, lo
guía y lo amenaza, exactamente como antes lo hicieron los padres con
el niño.

Ahora bien, el superyó, que de ese modo toma sobre sí el poder, la


operación y hasta los métodos de la instancia parental, no es sólo el
sucesor de ella, sino de hecho su legítimo heredero. El superyó, en una
elección unilateral, parece haber tomado sólo el rigor y la severidad de
los padres, su función prohibidora y punitoria, en tanto que su amorosa
tutela no encuentra recepción ni continuación algunas. Si los padres
ejercieron de hecho un severo gobierno, creemos lógico hallar que
también en el niño se ha desarrollado un superyó severo, pero la
experiencia enseña, contra nuestra expectativa, que el superyó puede
adquirir ese mismo carácter de rigor despiadado, aunque la educación
fuera indulgente y benévola, y evitara en lo posible amenazas y castigos.

En cuanto a la trasmudación del vínculo parental en el superyó. La


base de este proceso es lo que se llama una «identificación», o sea una
asimilación de un yo a un yo ajeno, a consecuencia de la cual ese
primer yo se comporta en ciertos aspectos como el otro, lo imita, por así
decir lo acoge dentro de sí. Se ha comparado la identificación, y no es
desatino, con la incorporación oral, canibálica, de la persona ajena. La
identificación es una forma muy importante de la ligazón con el
prójimo, probablemente la más originaria; no es lo mismo que una
elección de objeto. Podemos expresar la diferencia más o menos así:
cuando el varoncito se ha identificado con el padre, quiere ser como el
padre; cuando lo ha hecho objeto de su elección, quiere tenerlo,
poseerlo. En el primer caso su yo se alterará siguiendo el arquetipo del
padre; en el segundo, ello no es necesario. Identificación y elección de
objeto son en vasta medida independientes entre sí; empero, uno puede
identificarse con la misma persona a quien se tomó, por ejemplo, como
objeto sexual, alterar su yo de acuerdo con ella.

la institución del superyó se describa como un caso logrado de


identificación con la instancia parental. Ahora bien, el hecho decisivo en
favor de esta concepción es que esa creación nueva de una instancia
superior dentro del yo se enlaza de la manera más íntima con el destino
del complejo de Edipo, de modo que el superyó aparece como el
heredero de esta ligazón de sentimientos tan sustantiva para la
infancia. Lo comprendemos: con la liquidación del complejo de Edipo el
niño se vio precisado a renunciar también a las intensas investiduras
de objeto que había depositado en los progenitores, y como
resarcimiento por esta pérdida de objeto se refuerzan muchísimo dentro
de su yo las identificaciones con los progenitores que, probablemente,
estuvieron presentes desde mucho tiempo atrás. Tales identificaciones,
en su condición de precipitados de investiduras de objeto resignadas, se
repetirán luego con mucha frecuencia en la vida del niño; pero responde
por entero al valor de sentimiento de ese primer caso de una tal
trasposición que su resultado llegue a ocupar una posición especial
dentro del yo. Una indagación más honda nos enseña también que el
superyó resulta mutilado en su fuerza y configuración cuando el
complejo de Edipo se ha superado sólo de manera imperfecta.

En el curso del desarrollo, el superyó cobra, además, los influjos de


aquellas personas que han pasado a ocupar el lugar de los padres, vale
decir, educadores, maestros, arquetipos ideales. Lo normal es que se
distancie cada vez más de los individuos parentales originarios, que se
vuelva por así decir más y más impersonal. No olvidemos tampoco que
el niño aprecia a sus padres de manera diferente en diversos períodos
de su vida. En la época en que el complejo de Edipo deja el sitio al
superyó, ellos son algo enteramente grandioso; más tarde menguan
mucho. También con estos padres posteriores se producen después
identificaciones, pero lo común es que ellas brinden importantes
contribuciones a la formación del carácter; en tal caso, afectan sólo al
yo, y no influyen más sobre el superyó, que ha sido comandado por las
primerísimas imagos parentales.

Hay una importante función que adjudicamos a ese superyó: Es


también el portador del ideal del yo con el que el yo se mide, al que
aspira a alcanzar y cuya exigencia de una perfección cada vez más
vasta se empeña en cumplir. No hay duda de que ese ideal del yo es el
precipitado de la vieja representación de los progenitores, expresa la
admiración por aquella perfección que el niño les atribuía en ese tiempo
(su majestad el bebe: lugar que el niño ocupa cuando es bebé).

Volvamos al superyó. Le hemos adjudicado:


-la observación de sí,
- la conciencia moral y
- la función de ideal.
De nuestras puntualizaciones sobre su génesis se desprende que tiene
por premisas un hecho biológico de importancia sin igual y un hecho
psicológico ineluctable: la prolongada dependencia de la criatura
humana de sus progenitores, y el complejo de Edipo; a su vez, ambos
hechos se enlazan estrechamente entre sí. El superyó es para nosotros
la subrogación de todas las limitaciones morales, el abogado del afán de
perfección; en suma, lo que se nos ha vuelto psicológicamente palpable
de lo que se llama lo superior en la vida humana. Por regla general, los
padres y las autoridades análogas a ellos obedecen en la educación del
niño a los preceptos de su propio superyó. No importa cómo se haya
arreglado en ellos su yo con su superyó; en la educación del niño se
muestran rigurosos y exigentes. Han olvidado las dificultades de su
propia infancia, están contentos de poder identificarse ahora
plenamente con sus propios padres, que en su tiempo les impusieron a
ellos mismos esas gravosas limitaciones. Así, el superyó del niño no se
edifica en verdad según el modelo de sus progenitores, sino según el
superyó de ellos; se llena con el mismo contenido, deviene portador de
la tradición, de todas las valoraciones perdurables que se han
reproducido por este camino a lo largo de las generaciones. La
humanidad nunca vive por completo en el presente; en las ideologías
del superyó perviven el pasado, la tradición de la raza y del pueblo, que
sólo poco a poco ceden a los influjos del presente, a los nuevos cambios;
y en tanto ese pasado opera a través del superyó, desempeña en la vida
humana un papel poderoso, independiente de las relaciones
económicas.

Ustedes saben que en realidad toda la teoría psicoanalítica está


edificada sobre la percepción de la resistencia que nos ofrece el paciente
cuando intentamos hacerle conciente su inconciente. El signo objetivo
de la resistencia es que sus ocurrencias se le deniegan o se distancian
mucho del tema tratado. El mismo puede discernir la resistencia
también subjetivamente si registra sensaciones penosas cuando se
aproxima al tema. Pero este último signo puede faltar. Entonces
decimos al paciente que, según inferimos de su conducta, se encuentra
ahora en estado de resistencia, y él responde que no sabe nada de ella,
sólo nota la traba de las ocurrencias. Se demuestra que nosotros
teníamos razón, pero, entonces, su resistencia era también inconciente,
tan inconciente como lo reprimido en cuyo levantamiento trabajamos.
¿De qué parte de su vida anímica procede esa resistencia inconsciente?.
A lo reprimido tenemos que atribuirle más bien una intensa pulsión
aflorante, un esfuerzo por penetrar en la conciencia. La resistencia sólo
puede ser una exteriorización del yo que en su tiempo llevó a cabo la
represión y ahora quiere mantenerla.
Podemos afirmar que la represión es la obra de ese superyó, él mismo
la lleva a cabo, o lo hace por encargo suyo el yo que le obedece.
Entonces, si se da el caso de que en el análisis al paciente no le deviene
conciente la resistencia, ello significa o bien que el superyó y el yo
pueden trabajar de manera inconciente en situaciones importantísimas,
o bien -lo cual sería aún más sustantivo- que sectores de ambos, del yo
y el superyó mismos, son inconcientes. Pero en cualquiera de esos dos
casos tenemos que darnos por enterados de la desagradable intelección
de que (super) yo y conciente, por un lado, y reprimido e inconciente,
por el otro, en manera alguna coinciden.

En la duda sobre si el yo y el super yo mismos pueden ser inconscientes


o solo despliegan efectos inconscientes: si, grandes sectores del yo y del
superyó pueden permanecer inconcientes, son normalmente
inconcientes. Esto significa que la persona no sabe nada de sus
contenidos y le hace falta cierto gasto de labor para hacerlos concientes.
Es correcto que no coinciden yo y conciente, por un lado, y reprimido e
inconsciente, por el otro.
No nos hace falta elucidar lo que debe llamarse conciente, pues está a
salvo de cualquier duda.
El más antiguo y mejor significado de la palabra «inconciente» es el
descriptivo; llamamos inconciente a un proceso psíquico cuya
existencia nos vemos precisados a suponer, acaso porque lo deducimos
a partir de sus efectos, y del cual, empero, no sabemos nada. Por tanto,
nos referimos a él del mismo modo que si se tratara de un proceso
psíquico de otro ser humano, salvo que es nuestro. Si queremos
expresarnos de manera más correcta aún, modificaremos así el
enunciado: llamamos inconsciente a un proceso cuando nos vemos
precisados a suponer que está activado por el momento, aunque por el
momento no sepamos nada de él. Esta limitación nos lleva a pensar que
la mayoría de los procesos concientes lo son sólo por breve lapso;
pronto devienen latentes, pero pueden con facilidad devenir de nuevo
concientes. También podríamos decir que devinieron inconcientes,
siempre que estuviéramos seguros de que en el estado de latencia
siguen siendo todavía algo psíquico.
Ejemplo: ensalada de frutas.

De esa experiencia extraemos en sentido retrocedente el derecho de


declarar inconciente también lo designado como latente. Y si ahora
tomamos en cuenta estas constelaciones dinámicas, podemos
distinguir dos clases de inconsciente: una que, con facilidad, en
condiciones que se producen a menudo, se trasmuda en conciente, y
otra en que esta trasposición es difícil, se produce sólo mediante un
gasto considerable de labor, y aun es posible que no ocurra nunca. Para
evitar la ambigüedad de saber si nos referimos a uno u otro inconciente,
si usamos la palabra en el sentido descriptivo o en el dinámico,
recurrimos a un expediente simple, permitido.
Llamamos «preconsciente» a lo inconciente que es sólo latente y deviene
conciente con tanta facilidad, y reservamos la designación «inconciente»
para lo otro.
Ahora tenemos tres términos: conciente, preconsciente e inconciente,
con los cuales podemos desempeñarnos en la descripción de los
fenómenos anímicos, Repitámoslo: desde el punto de vista puramente
descriptivo, también lo preconsciente es inconciente, pero no lo
designamos así excepto en una exposición laxa o cuando nos
proponemos defender la existencia misma de procesos inconcientes en
la vida anímica.

por desdicha, el trabajo psicoanalítico se ha visto esforzado a emplear la


palabra «inconciente» aún en un tercer sentido, y es muy probable que
esto haya suscitado confusión. Bajo la nueva y poderosa impresión de
que un vasto e importante campo de la vida anímica se sustrae
normalmente del conocimiento del yo, de suerte que los procesos que
ahí ocurren tienen que reconocerse como inconcientes en el genuino
sentido dinámico, hemos entendido el término «inconciente» también en
un sentido tópico o sistemático, hablado de un sistema de lo
preconsciente y de lo inconciente, de un conflicto del yo con el sistema
Ice, y dejado que la palabra cobrara cada vez más el significado de una
provincia anímica, antes que el de una cualidad de lo anímico. El
descubrimiento, en verdad incómodo, de que también sectores del yo y
del superyó son inconcientes en el sentido dinámico produce aquí como
un alivio, nos permite remover una complicación. Vemos que no
tenemos ningún derecho a llamar «sistema Icc» al ámbito anímico ajeno
al yo, pues la condición de inconciente no es un carácter
exclusivamente suyo. Entonces, ya no usaremos más «inconciente» en el
sentido sistemático y daremos un nombre mejor, libre de
malentendidos, a lo que hasta ahora designábamos así. en lo sucesivo
lo llamaremos «el ello». Este pronombre impersonal parece
particularmente adecuado para expresar el principal carácter de esta
provincia anímica, su ajenidad respecto del yo. Superyó, yo y ello son
ahora los tres reinos, ámbitos, provincias, en que descomponemos el
aparato anímico de la persona, y de cuyas relaciones recíprocas nos
ocuparemos en lo que sigue.

No esperen que, acerca del ello, vaya a comunicarles mucho de nuevo


excepto el nombre. Es la parte oscura, inaccesible, de nuestra
personalidad; lo poco que sabemos de ella lo hemos averiguado
mediante el estudio del trabajo del sueño y de la formación de síntomas
neuróticos, y lo mejor tiene carácter negativo, sólo se puede describir
por oposición respecto del yo. Nos aproximamos al ello con
comparaciones, lo llamamos un caos, una caldera llena de excitaciones
borboteantes. Imaginamos que en su extremo está abierto hacia lo
somático, ahí acoge dentro de sí las necesidades pulsionales que en él
hallan su expresión psíquica, pero no podemos decir en qué sustrato.
Desde las pulsiones se llena con energía, pero no tiene ninguna
organización, no concentra una voluntad global, sólo el afán de
procurar satisfacción a las necesidades pulsionales con observancia del
principio de placer. Las leyes del pensamiento, sobre todo el principio
de contradicción, no rigen para los procesos del ello. Mociones opuestas
coexisten unas junto a las otras sin cancelarse entre sí ni debitarse; a lo
sumo entran en formaciones de compromiso bajo la compulsión
económica dominante a la descarga de energía. En el ello no hay nada
que pueda equipararse a la negación. Dentro del ello no se encuentra
nada que corresponda a la representación del tiempo, ningún
reconocimiento de un decurso temporal y -lo que es asombroso en
grado sumo y aguarda ser apreciado por el pensamiento filosófico-
ninguna alteración del proceso anímico por el trascurso del tiempo (ver
nota). Mociones de deseo que nunca han salido del ello, pero también
impresiones que fueron hundidas en el ello por vía de represión, son
virtualmente inmortales, se comportan durante décadas como si fueran
acontecimientos nuevos. Sólo es posible discernirlas como pasado,
desvalorizarlas y quitarles su investidura energética cuando han
devenido concientes por medio del trabajo analítico, y en eso estriba, no
en escasa medida, el efecto terapéutico del tratamiento analítico.
todo lo que dice del ello lo toma como características del ello como
sistema.

Desde luego, el ello no conoce valoraciones, ni el bien ni el mal, ni moral


alguna. El factor económico o, si ustedes quieren, cuantitativo,
íntimamente enlazado con el principio de placer, gobierna todos los
procesos. Investiduras pulsionales que piden descarga: creemos que eso
es todo en el ello. Parece, es verdad, que la energía de esas mociones
pulsionales se encuentra en otro estado que, en los demás distritos
anímicos, es movible y susceptible de descarga con ligereza mucho
mayor (ver nota), pues de lo contrario no se producirían esos
desplazamientos y condensaciones que son característicos del ello y
prescinden tan completamente de la cualidad de lo investido -en el yo lo
llamaríamos una representación

El mejor modo de obtener una caracterización del yo como tal, en la


medida en que se puede separarlo del ello y del superyó, es considerar
su nexo con la más externa pieza de superficie del aparato anímico, que
designamos como el sistema P-Cc {percepción-conciencia}. Este sistema
está volcado al mundo exterior, medía las percepciones de este, y en el
curso de su función nace dentro de él el fenómeno de la conciencia. Es
el órgano sensorial de todo el aparato, receptivo además no sólo para
excitaciones que vienen de afuera, sino para las que provienen del
interior de la vida anímica. Apenas si necesita ser justificada la
concepción según la cual el yo es aquella parte del ello que fue
modificada por la proximidad y el influjo del mundo exterior, instituida
para la recepción de estímulos y la protección frente a estos. El vínculo
con el mundo exterior se ha vuelto decisivo para el yo; ha tomado sobre
sí la tarea de subrogarlo ante el ello y por la salud del ello, que, en su
ciego afán de satisfacción pulsional sin consideración alguna por ese
poder externo violentísimo, no escaparía al aniquilamiento. Para
cumplir esta función, el yo tiene que observar el mundo exterior,
precipitar una fiel copia de este en las huellas mnémicas de sus
percepciones, apartar mediante la actividad del examen de realidad lo
que las fuentes de excitación interior han añadido a ese cuadro del
mundo exterior. Por encargo del ello, el yo gobierna los accesos a la
motilidad, pero ha interpolado entre la necesidad y la acción el
aplazamiento del trabajo de pensamiento, en cuyo trascurso recurre a
los restos mnémicos de la experiencia. Así ha destronado al principio de
placer, que gobierna de manera irrestricta el decurso de los procesos en
el ello, sustituyéndolo por el principio de realidad, que promete más
seguridad y mayor éxito. (Es un pasaje del principio de placer al
principio de realidad).

También el vínculo con el tiempo, tan difícil de describir, es


proporcionado al yo por el sistema percepción; apenas es dudoso que el
modo de trabajo de este sistema da origen a la representación del
tiempo. Ahora bien, lo que singulariza muy particularmente al yo, a
diferencia del ello, es una tendencia a la síntesis de sus contenidos, a la
reunión y unificación de sus procesos anímicos, que al ello le falta por
completo. Por sí solo produce aquel alto grado de organización que
necesita el yo para sus mejores operaciones. El yo se desarrolla desde la
percepción de las pulsiones hasta su gobierno, pero este último sólo se
alcanza por el hecho de que la agencia representante de pulsión es
subordinada a una unión mayor, acogida dentro de un nexo.

Hasta ahora nos hemos dejado impresionar por el recuento de las


excelencias y aptitudes del yo; es tiempo de considerar el reverso de la
medalla. En efecto, el yo es sólo un fragmento del ello, un fragmento
alterado de manera acorde al fin por la proximidad del mundo exterior
amenazante. En el aspecto dinámico es endeble, ha tomado prestadas
del ello sus energías, y alguna intelección tenemos sobre los métodos
-podría decirse: las tretas- por medio de los cuales sustrae al ello
ulteriores montos de energía. Sin duda que una de esas vías es, por
ejemplo, la identificación con objetos conservados o resignados. Las
investiduras de objeto parten de las exigencias pulsionales del ello. El
yo al comienzo se ve precisado a registrarlas. Pero, identificándose con
el objeto, se recomienda al ello en remplazo del objeto, quiere guiar
hacia sí la libido del ello. Ya hemos averiguado que en el curso de la
vida el yo acoge dentro de sí gran número de tales precipitados de
antiguas investiduras de objeto. En el conjunto, el yo se ve obligado a
realizar los propósitos del ello, y cumple su tarea cuando descubre las
circunstancias bajo las cuales esos propósitos pueden alcanzarse lo
mejor posible. Podría compararse la relación entre el yo y el ello con la
que media entre el jinete y su caballo. El caballo produce la energía
para la locomoción, el jinete tiene el privilegio de comandar la meta, de
guiar el movimiento del fuerte animal. Pero entre el yo y el ello se da con
harta frecuencia el caso no ideal de que el jinete se vea precisado a
conducir a su rocín adonde este mismo quiere ir.

El yo se ha divorciado de una parte del ello mediante resistencias de


represión {de desalojo}. Pero la represión no se continúa en el interior
del ello. Lo reprimido confluye con el, resto del ello.

Un refrán nos previene que no se debe servir a dos amos al mismo


tiempo. El pobre yo lo pasa todavía peor: sirve a tres severos amos, se
empeña en armonizar sus exigencias y reclamos. Estas exigencias son
siempre divergentes, y a menudo parecen incompatibles; no es raro
entonces que el yo fracase tan a menudo en su tarea. Esos tres
déspotas son el mundo exterior, el superyó y el ello. Si uno sigue los
empeños del yo por darles razón al mismo tiempo -mejor dicho, por
obedecerles al mismo tiempo-, no puede arrepentirse de haber
personificado a ese yo, de haberlo postulado como un ser particular. Se
siente apretado desde tres lados, amenazado por tres clases de peligros,
frente a los cuales en caso de aprieto reacciona con un desarrollo de
angustia. Por su origen en las experiencias del sistema percepción está
destinado a subrogar los reclamos del mundo exterior, pero también
quiere ser el fiel servidor del ello, mantenerse avenido con el ello,
recomendársele como objeto, atraer sobre sí su libido. En sus afanes
por mediar entre el ello y la realidad se ve obligado con frecuencia a
disfrazar los mandamientos icc del ello con sus racionalizaciones prcc, a
encubrir los conflictos del ello con la realidad, a simular con
insinceridad diplomática una consideración por la realidad, aunque el
ello haya permanecido rígido e inflexible. Por otra parte, el riguroso
superyó observa cada uno de sus pasos, le presenta determinadas
normas de conducta sin atender a las dificultades que pueda encontrar
de parte del ello y del mundo exterior, y en caso de inobservancia lo
castiga con los sentimientos de tensión de la inferioridad y de la
conciencia de culpa. Así, pulsionado por el ello, apretado por el superyó,
repelido por la realidad, el yo pugna por dominar su tarea económica,
por establecer la armonía entre las fuerzas e influjos que actúan dentro
de él y sobre él, y comprendemos por qué tantas veces resulta imposible
sofocar la exclamación: «¡La vida no es fácil!». Cuando el yo se ve
obligado a confesar su endeblez, estalla en angustia, angustia realista
ante el mundo exterior, angustia de la conciencia moral ante el superyó,
angustia neurótica ante la intensidad de las pasiones en el interior del
ello.
Aquí ven ustedes que el superyó se sumerge en el ello; en efecto, como
heredero del complejo de Edipo mantiene íntimos nexos con él; está
más alejado que el yo del sistema percepción (ver nota). El ello comercia
con el mundo exterior sólo a través del yo, al menos en este esquema.
Hoy nos resulta difícil, por cierto, decir en qué medida el gráfico es
correcto; en un punto seguramente no lo es. El espacio abarcado por el
ello inconciente debería ser incomparablemente mayor que el del yo o el
de lo preconciente. Les ruego que lo rectifiquen ustedes mentalmente.

Y ahora he de hacerles todavía una advertencia para concluir estos


difíciles y acaso no convincentes desarrollos. No deben concebir esta
separación de la personalidad en un yo, un superyó y un ello
deslindada por fronteras tajantes, como las que se han trazado
artificialmente en la geografía política. No podemos dar razón de la
peculiaridad de lo psíquico mediante contornos lineales como en el
dibujo o la pintura primitiva; más bien, mediante campos coloreados
que se pierden unos en otros, según hacen los pintores modernos. Tras
haber separado, tenemos que hacer converger de nuevo lo separado. No
juzguen con demasiada dureza este primer intento de volver intuible lo
psíquico, tan difícil de aprehender. Es muy probable que la
configuración de estas separaciones experimente grandes variaciones en
diversas personas, y es posible que hasta se alteren en el curso de la
función e involucionen temporariamente. Algo de esto parece convenir
en especial a la diferenciación entre el yo y el superyó, la última desde
el punto de vista filogenético, y la más espinosa. Es indudable que eso
mismo puede ser provocado por una enfermedad psíquica. Cabe
imaginar, también, que ciertas prácticas místicas consigan desordenar
los vínculos normales entre los diversos distritos anímicos de suerte
que, por ejemplo, la percepción logre asir, en lo profundo del yo y del
ello, nexos que de otro modo le serían inasequibles. Puede dudarse
tranquilamente de que por este camino se alcance la sabiduría última
de la que se espera toda salvación. De todos modos, admitiremos que
los empeños terapéuticos del psicoanálisis han escogido un parecido
punto de abordaje. En efecto, su propósito es fortalecer al yo, hacerlo
más independiente del superyó, ensanchar su campo de percepción y
ampliar su organización de manera que pueda apropiarse de nuevos
fragmentos del ello. Donde Ello era, Yo debo devenir. Es un trabajo de
cultura como el desecamiento del Zuiderzee.

Zuider-zee: significa Mar del Sur, en neerlandés. Antigua entrada poco


profunda del Mar del Norte en la zona de los Países Bajos, donde las
tierras más prósperas y fértiles se hallan bajo el nivel del mar, de ahí su
desecamiento, para conservarlo seco y habitable, sin la intrusión del
mar

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