Budismo Sin Creencias - Stephen Batchelor
Budismo Sin Creencias - Stephen Batchelor
Budismo Sin Creencias - Stephen Batchelor
ePub r1.0
Titivillus 06.09.18
Título original: Buddhism without Beliefs
Stephen Batchelor, 1997
Traducción: José Ignacio Moraza
BUDA
Kalama Sutta
El despertar
La primera charla de Buda convenció a los cinco ascetas de que tenía algo.
Así que se quedaron con él, escucharon sus enseñanzas y alcanzaron ellos
mismos el despertar. Ellos también comprendieron la angustia, soltaron el
ansia, realizaron la cesación y abordaron la cultivación del camino. Ellos
también lograron liberar el corazón y la mente de las obsesiones del ansia.
Las palabras utilizadas para describir su despertar son las mismas que se
usaron para describir el de Buda. En adelante, al concluir las charlas de
Buda, a menudo se comunicaba no solo cuántas personas habían llegado al
despertar mediante esa enseñanza particular, sino hasta qué grado.
Las primeras charlas sugieren que el despertar era una ocurrencia
común entre los que escuchaban a Buda y ponían en práctica lo que decía.
Se reconocía una diferencia de grado entre los que habían experimentado
el momento inicial del despertar y habían emprendido el camino, y los que
habían seguido cultivando el camino y habían alcanzado incluso el punto
en que se extinguía el hábito del ansia. Pero el acceso al proceso del
despertar mismo era relativamente directo y no suponía ninguna gran
conmoción.
Pero, según el budismo fue institucionalizándose como religión, el
despertar se volvió progresivamente más inaccesible. Los que controlaban
las instituciones mantenían que el despertar era algo tan sublime que en
general solo podía alcanzarse con el desapego y la pureza de corazón
conseguidos mediante la disciplina monástica. Incluso así, admitían, era
excepcional. Para explicar este estado de cosas apelaban a la idea india de
la «degeneración de los tiempos», un pensamiento que considera que el
curso de la historia es un proceso de declive inexorable. Según este
pensamiento, los que vivían en tiempos de Buda sencillamente estaban
menos degenerados, eran más espirituales que la corrupta masa de la
humanidad de hoy.
Sin embargo, esos puntos de vista eran cuestionados periódicamente.
Las puertas del despertar se abrían de par en par a aquellos a los que las
escrituras y los dogmas de una élite privilegiada se las habían vedado. Los
seglares, las mujeres, los iletrados —los privados de potestad— eran
invitados a saborear por sí mismos la libertad del dharma. El despertar no
era una meta remota que obtener en una vida futura. No: el despertar
estaba aquí mismo, desarrollándose en tu propia mente en este mismo
momento.
En pocas palabras, la cuestión central a la que se han enfrentado los
budistas desde el principio es esta: ¿el despertar está cerca o lejos? ¿Es
accesible sin dificultad o solo es asequible mediante un esfuerzo supremo?
Si se enfatizan su proximidad y facilidad de acceso, existe el peligro de
trivializarlo, de no concederle el valor y la significación que se merece.
Pero si se subrayan su distancia y dificultad de acceso, existe el peligro de
situarlo fuera del alcance, de convertirlo en un icono de perfección que
hay que venerar de lejos.
¿No nos engaña la pregunta misma? ¿No nos lleva su lógica de «o lo
uno o lo otro» a asumir engañosamente que solo una opción puede ser
cierta? ¿No podría ser que aquí resulte más apropiada la lógica ambigua de
«lo uno y lo otro»? Ciertamente, el despertar está cerca… y se requiere un
esfuerzo supremo para lograrlo. Ciertamente, el despertar está lejos… y es
accesible sin dificultad.
El agnosticismo
Como un sueño,
Todo lo que disfruto
Se convertirá en un recuerdo;
El pasado no se vuelve a visitar.
SHANTIDEVA
Como solo la muerte es segura y el momento de la muerte incierto, ¿qué debo hacer?
Cuando trato de girar la cabeza para ver a qué distancia está la catarata, no
puedo. Solo veo lo que pasa ante mis ojos. Puedo ver la muerte de otros,
pero no la mía. También a mí me llegará el momento, pero no sé cuándo.
Considera que aunque las estadísticas nos aseguran que tenemos
muchas posibilidades de alcanzar una edad «promedio», la posibilidad no
es certeza. No puede haber ninguna garantía de que viviré hasta la semana
que viene, y menos aún durante muchos años. ¿A quién conozco de mi
propia edad que haya muerto? ¿Había algo en él que lo hiciera un
candidato susceptible de morir repentina o tempranamente? ¿En qué se
diferenciaba de mí? Me imagino en su lugar. La muerte no les sucede solo
a los demás. Ni tampoco sucederá cuando yo quiera.
Este cuerpo es frágil. Es solo carne. Escucha los latidos del corazón.
La vida depende del bombeo de un músculo.
Puede pasar cualquier cosa. Cada vez que cruzo la calle, emprendo un
viaje o bajo por las escaleras, mi vida peligra. No importa lo cauteloso que
sea, no puedo prever la distracción del hombre que conduce un coche que
se acerca, el desplome de un puente, el deslizamiento de una falla, el curso
de una bala perdida, el rumbo de un virus. La vida es propensa a los
accidentes.
¿Para qué estoy aquí? ¿Estoy viviendo de manera que pueda morir sin
arrepentimiento? ¿Cuánto de lo que hago es una concesión? ¿Voy
posponiendo lo que «realmente» quiero hacer hasta que las condiciones
sean más favorables?
Hacerse semejantes preguntas interrumpe la complacencia en la
comodidad de la rutina y desbarata las ilusiones sobre un apreciado
sentido de la propia importancia. Me obliga a buscar de nuevo el impulso
que me anima desde las profundidades, y a apartarme de las sombras de
los patrones habituales. Me exige que examine mis apegos a la salud
física, la independencia económica, el cariño de mis amigos. Porque puedo
perder estas cosas fácilmente; a fin de cuentas, no puedo contar con ellas.
¿Hay algo con lo que pueda contar?
Podría ser que, al final, lo único en lo que puedo confiar es en mi
integridad para seguir haciéndome preguntas del tipo: Como solo la
muerte es segura y el momento de la muerte incierto, ¿qué debo hacer? Y
luego actuar basándome en ellas.
Una reflexión como esta no te dice nada que ya no sepas: que la muerte es
segura y que su momento es incierto. De lo que se trata es de considerar
estos hechos con regularidad y con calma, permitiendo que te impregnen,
hasta que surja una profunda sensación de su significado e implicaciones.
Incluso si haces esta reflexión a diario, puede que a veces no sientas nada
en absoluto; puede que los pensamientos te resulten repetitivos,
superficiales y sin sentido. Pero puede que otras veces te cautive una
urgente conciencia corporal de la inminente mortalidad. En momentos
semejantes, trata de dejar que se desvanezcan los pensamientos, y pon toda
tu atención en esa sensación.
Esta meditación contrarresta la profunda sensación psicosomática de
que hay algo permanente en tu centro que va a permanecer aún por algún
tiempo. Intelectualmente, puede que desconfiemos de semejantes
intuiciones, pero no es eso lo que sentimos la mayor parte del tiempo. Esta
sensación no es algo a lo que la información adicional o la filosofía
puedan afectar por sí solas. Hay que impugnarla en su propio terreno.
La meditación reflexiva es una manera de traducir los pensamientos al
lenguaje de la sensación. Explora la relación entre la manera en que
pensamos y percibimos las cosas y nuestra manera de sentirlas.
Descubrimos que incluso las intuiciones más poderosas, y en apariencia
evidentes, acerca de nosotros mismos se basan en suposiciones igualmente
asentadas. Aprender gradualmente a ver nuestra vida de otra manera
mediante la meditación reflexiva conduce también a sentirla de manera
diferente.
Irónicamente, puede que descubramos que la meditación sobre la
muerte no es un ejercicio morboso en absoluto. Solo cuando perdemos el
uso de algo que damos por descontado (ya sea el teléfono o un ojo) nos
vemos sacudidos al reconocimiento de su valor. Cuando arreglan el
teléfono, cuando nos quitan el vendaje del ojo, gozamos brevemente de su
restauración, pero no tardamos en volver a olvidarlos. Al darlos por
descontado, dejamos de ser conscientes de ellos. De la misma manera, al
dar la vida por descontado, dejamos de notarla. (Hasta el extremo de que
nos aburrimos y anhelamos que pase algo emocionante). Al meditar acerca
de la muerte, paradójicamente tomamos conciencia de la vida.
Qué extraordinario es estar aquí. La conciencia de la muerte puede
hacernos despertar a la sensualidad de la existencia. La respiración ya no
es una inhalación rutinaria de aire, sino una toma parpadeante de vida. El
ojo se sensibiliza al juego de luz y sombra y color; el oído, a la intricada
mezcla de sonidos. Ahí nos lleva la meditación. Permanece en ello;
descansa en ello. Observa cómo la distracción es una huida de esto, un
escape del asombro a la preocupación y los planes.
¿Dónde nos deja esto? Puede parecer que hay dos opciones: creer en la
reencarnación o no. Pero hay una tercera alternativa: reconocer, con toda
modestia, que no sé. No tenemos ni que adoptar las versiones literales de
la reencarnación presentadas por la tradición religiosa ni caer en el
extremo de considerar la muerte como la aniquilación. No importa lo que
creamos, nuestras acciones reverberarán más allá de nuestra muerte.
Independientemente de nuestra supervivencia personal, el legado de
nuestros pensamientos, palabras y obras permanecerá a través de las
impresiones que dejamos en las vidas de los que hemos influenciado o
afectado de cualquier manera.
La práctica del dharma requiere la valentía de afrontar qué significa
ser humano. Todas las imágenes que tenemos del cielo y el infierno o los
ciclos de la reencarnación sirven para suplantar lo desconocido con una
imagen de lo que ya es conocido. Aferrarse a la idea de la reencarnación
puede amortecer la indagación.
La incapacidad de armarnos de valor para arriesgarnos a tener una
postura no dogmática y no evasiva con respecto a estos cruciales asuntos
existenciales puede también enturbiar nuestra visión ética. Si queremos
que nuestras acciones en el mundo emanen de un encuentro con lo que es
central en la vida, no deben estar nubladas por el dogma o la
tergiversación. El agnosticismo no es una excusa para la indecisión. Ante
todo, es un catalizador para la acción; ya que, al desviar el interés de una
vida futura y volver a traerlo al presente, exige una ética de la empatía en
vez de una metafísica del miedo y la esperanza.
La determinación
La angustia surge de ansiar que la vida sea diferente de como es. Ante un
mundo cambiante, semejante ansia busca consuelo en algo permanente y
digno de confianza, en una personalidad capaz de controlar las cosas, en
un Dios que se haga cargo del destino. La ironía de esta estrategia es que
resulta ser la causa de lo que trata de ahuyentar. Al anhelar que la angustia
se mitigue de estas maneras, reforzamos lo que da lugar a la angustia en
primer lugar: el ansia de que la vida sea distinta a como es. Vemos que
estamos dando vueltas en un círculo vicioso. Cuanto más intensa es la
angustia, más queremos deshacernos de ella, pero cuanto más queremos
deshacernos de ella, más intensa se vuelve.
Semejante conducta no es simplemente un error tonto que podemos no
tomar en cuenta. Es un hábito profundamente arraigado, una adicción.
Persiste incluso cuando somos conscientes de su naturaleza
autodestructiva. Para contrarrestarlo se requiere la determinación
igualmente fuerte de vivir de otra manera. Sin embargo, no es probable
que esto haga que nos sintamos distintos inmediatamente. Puede que un
fumador determine fervientemente dejar los cigarrillos, pero eso no evita
el tirón del anhelo cada vez que entra en una habitación llena de humo. Lo
que cambia es su determinación.
La práctica del dharma se fundamenta en la determinación. No se trata
de una conversión emocional, ni un darse cuenta devastadoramente del
error de nuestra manera de vivir, ni de un deseo ardiente de ser buenos,
sino de una reflexión constante y sentida acerca de nuestras prioridades,
valores y propósito. Necesitamos seguir haciendo balance de nuestra vida
de manera inexorable y poco sentimental.
Un monje le preguntó a Yun Men: «¿Qué son las enseñanzas de toda una
vida?». Yun Men dijo: «Una declaración apropiada».
LOS ANALES DEL ACANTILADO AZUL
También hay momentos en los que no nos sentimos en pugna con los
demás, sino que nos vemos como participantes en una realidad
compartida. Como seres empáticos en una realidad participativa, no
podemos herir, abusar, robar o mentir a otros sin perder nuestra integridad.
La integridad ética se origina en la empatía, ya que entonces nos
tomamos en serio el bienestar de los demás y tendemos a ser generosos y
cariñosos. Nuestros pensamientos, palabras y actos se basan en un sentido
de lo que tenemos en común en vez de lo que nos separa. Pero el hecho de
que sintamos profundamente las dificultades de alguien y nos motiven las
intenciones más nobles no asegura que lo que hagamos será lo mejor para
todos. La empatía por sí sola no evitará que cometamos errores.
Aunque está enraizada en la empatía, la integridad requiere también
valentía e inteligencia, porque toda decisión ética importante entraña un
riesgo. Y aunque no podemos saber de antemano las consecuencias de las
decisiones que tomamos, podemos aprender a ser más éticamente
inteligentes.
La inteligencia ética se cultiva aprendiendo de errores concretos.
Podemos discernir cuándo aparece un hábito reactivo y nos apremia a
adoptar el camino familiar de la menor resistencia. Podemos darnos
cuenta de cuándo la empatía se rinde ante el miedo o el interés personal.
Podemos estar atentos a las palabras y gestos que guardan las apariencias
y dan la impresión de ser empáticos, liberándonos de la responsabilidad. Y
podemos percibir cuándo estamos eludiendo las crisis del riesgo.
¿Con cuánta frecuencia nos abstenemos de actuar por miedo a cómo
podrían ser recibidas nuestras acciones? Dejar pasar un momento
semejante puede ser angustioso. Combatir tales miedos requiere la
valentía de vivir de manera menos egocéntrica y más compasiva. No
importa lo atemorizante que pueda ser una situación, en cuanto decimos o
hacemos algo, de pronto se transforma. Cuando la puerta de la vacilación
está cerrada, entramos en un mundo dinámico y fluido, que nos desafía a
actuar una y otra vez.
La meditación que más reflexiona acerca de la ética deja el mundo
intacto; una sola palabra o acción puede transformarlo para siempre.
De igual manera que la madrugada es el heraldo del surgimiento del sol, así la
amistad verdadera es el heraldo del surgimiento del noble camino óctuple.
BUDA
TTSUN BA JE GOM
Consejos diversos de los Maestros Kadampa
La conciencia
Y, además, un monje, cuando va, sabe que «estoy yendo». Cuando está de
pie, sabe que «estoy de pie». Cuando está sentado, sabe que «estoy sentado».
Cuando está acostado, sabe que «estoy acostado».
BUDA
Abro el frigorífico y descubro que no tengo leche, así que decido bajar a la
tienda a comprarla. Cierro la puerta, giro a la izquierda en la calle, voy por
la acera dos manzanas, vuelvo a girar a la izquierda dos veces, entro en la
tienda, cojo un cartón de leche del estante, pago en la caja, salgo de la
tienda, giro a la derecha dos veces, regreso por la acera dos manzanas, giro
a la derecha, abro la puerta y vuelvo a entrar en la cocina.
La única evidencia que tengo de que eso ha sucedido es el cartón de
leche fría que sujeto en la mano con más bien demasiada firmeza.
Cuando trato de reconstruir estos diez minutos que se han esfumado,
recuerdo estar absorto acordándome de algo que S me dijo ayer y que he
estado intentando apartar de mi mente desde entonces. Me molestó y se
me ha quedado clavado como una punzada de desasosiego en la zona
superior del estómago. Recuerdo que mientras andaba estaba ensimismado
pensando en lo que le debería haber dicho cuando hizo el comentario y en
lo que le diría si lo repitiera. Las palabras exactas de mi respuesta se me
escapan. Pero recuerdo sentirme complacido por su mezcla punzante de
displicencia y crueldad, confirmada, en mi imaginación, por la mirada de
miedo en el rostro de S, que quedaba clavada al suelo de madera rugosa.
No recuerdo en absoluto el primer escalofrío, indicio del invierno, en
la ráfaga de viento que arrastró ante mí las últimas hojas mustias por la
acera mientras me apretaba la cálida solapa contra la piel de mi cuello. Y
aunque miraba fijamente en dirección a S, pasé por alto el gesto con el
brazo de mi amigo encaramado en su bici al otro lado de la calle, su
llamada y su silbido, su sonrisa cuando se fue al ponerse el semáforo en
verde.
Pasamos así gran parte de nuestro tiempo. Cuando nos damos cuenta de
ello, empezamos a sospechar que no estamos enteramente al mando de
nuestra vida. Gran parte del tiempo nos controla una oleada implacable e
insistente de impulsos. Nos percatamos de esto en ciertos momentos
calmados de reflexión, pero generalmente nos lleva consigo la cresta de su
ola. Hasta que, claro está, nos estrellamos una vez más contra las rocas de
la vergüenza recriminatoria, y de ahí caemos en estados emocionales y
depresiones.
Una de las cosas más difíciles de recordar es acordarse de acordarse.
La conciencia comienza cuando recordamos lo que tendemos a olvidar. Ir
flotando a la deriva por la vida sobre una oleada acolchada de impulsos no
es más que una de las muchas estrategias del olvido. No solo olvidamos
recordar, también olvidamos que vivimos en un cuerpo con sensaciones y
sentimientos y pensamientos y emociones e ideas. Preocuparse por lo que
dijo un amigo nos puede turbar tan completamente que nos aísla del resto
de nuestra experiencia. El mundo de los colores y formas, sonidos, olores
y sensaciones se vuelve apagado y remoto. Incluso la persona que nos
ofrece simpatía nos parece ajena y fuera de nuestro alcance. Nos sentimos
cerrados en nosotros mismos y a la deriva.
Parar y prestar atención a lo que está sucediendo en el momento es una
manera de librarse de semejantes fijaciones. Es también una definición
razonable de meditación.
Abro el frigorífico. El interior de la fría caja zumbante deja ver tarros con
etiquetas brillantes, platos cubiertos con papel de aluminio, bolsas de
plástico anónimas, una lata sudorosa de cerveza helada, todo ello
iluminado de una manera que me recuerda a las cárceles. Vuelvo la mirada
a donde debería estar la leche pero no está, recordando en ese momento
que ayer por la tarde usé la última que quedaba para el café cuando S vino
de visita. La puerta del frigorífico se cierra con el sonido de un débil
suspiro, y me pasa por la cabeza la imagen del tazón en el que estaba
fijando mi atención cuando habló S. Giro sobre mi talón derecho, captando
mientras lo hago una imagen borrosa de la cocina hasta que mi mirada se
asienta primero en el gancho vacío de la correa del perro y luego en las
llaves tendidas aún sobre el aparador donde las tiré ayer con desánimo y
cierta irritación. Con el destello pálido del metal de una llave, la misma
irritación pasa por mi plexo solar y se asienta en mi garganta. Toso,
fingiendo para mí mismo que esto podría ser el primer síntoma de un
catarro, y cojo la bufanda que hay sobre el respaldo de una silla, luego el
abrigo que está, por una vez, donde debería estar, en el perchero que hay
junto a la puerta. Tiro de esta, pero está cerrada con llave, y un músculo de
mi hombro se queja. Cruzo la habitación para recoger las llaves,
tropezando casi, pero imaginando que ese movimiento es un paso de baile
y viéndome, por un segundo, como Nureyev, hasta que mis dedos tocan las
llaves y recuerdo el rostro maquillado de un hombre negando su propia
muerte. Meto con tristeza la llave en la cerradura, por la que se desliza con
reconfortante facilidad, y abro la puerta para entrar una vez más en otro
mundo.
El devenir
La confusión…
El vacío está tan desprovisto de ser intrínseco como una vasija, un plátano
o un narciso. Y si no hubiera vasijas, plátanos o narcisos, tampoco habría
vacío. El vacío no niega que semejantes cosas existan; meramente
describe cómo están desprovistas de un ser intrínseco, separado. El vacío
no es algo aparte del mundo de la experiencia cotidiana; solo tiene sentido
en el contexto de hacer vasijas, comer plátanos y cultivar narcisos. Una
vida centrada en la conciencia del vacío es simplemente una manera
apropiada de estar en esta realidad cambiante, chocante, dolorosa, alegre,
frustrante, impresionante, tenaz y ambigua. El vacío es el camino central
que conduce al corazón de esta realidad, no más allá de ella. Es el sendero
por el que se mueve una persona centrada.
Y también nosotros somos impresiones dejadas por algo que estuvo
aquí. Hemos sido creados, moldeados, formados por una desconcertante
matriz de contingencias que nos han precedido. De la configuración del
ADN derivado de nuestros padres a la detonación de cien billones de
neuronas en nuestro cerebro, al condicionamiento cultural e histórico del
siglo XX, a la educación y formación que nos han dado, a todas las
experiencias que hemos tenido y las decisiones que hemos tomado: todo
ello ha conspirado para configurar la trayectoria única que culmina en este
momento presente. Lo que existe aquí y ahora es la impresión irrepetible
dejada por todo esto, a lo que llamamos «yo». Pero esta imagen es tan
vivida y asombrosa que confundimos lo que es una mera impresión con
algo que existe independientemente de lo que lo formó.
De manera que, ¿qué somos sino la historia que seguimos repitiendo,
modificando, censurando y embelleciendo en nuestra cabeza? El «yo» no
es como el héroe de una película del montón al que no le afectan las
tormentas de pasión e intriga que bullen en torno a él desde los títulos
hasta el final. El «yo» se parece más a los personajes complejos y
ambiguos que aparecen, se desarrollan y sufren a lo largo de las páginas de
una novela. No me parezco en absoluto a una cosa. Soy más como el
despliegue de una narrativa.
Cuando tomamos conciencia de todo esto, podemos empezar a asumir
una responsabilidad mayor por el rumbo de nuestra vida. En vez de
aferramos a la conducta y las rutinas habituales para afianzar la sensación
del «yo», percibimos la libertad para crear a quienes somos. En vez de ser
hechizados por impresiones, empezamos a crearlas. En vez de tomarnos
tan en serio, descubrimos la ironía juguetona de una historia que nunca
antes ha sido contada de esta misma manera.
La compasión
La captación del vacío y la compasión por el mundo son dos lados de una
misma moneda. Experimentarnos a nosotros mismos y al mundo como
procesos interactivos, en vez de como conglomerados de cosas
discontinuas, socava las maneras habituales de percibir el mundo, así
como los sentimientos habituales hacia él. La disciplina meditativa es
vital para la práctica del dharma justamente porque nos lleva más allá del
ámbito de las ideas hasta el ámbito de la experiencia sentida. No es
suficiente comprender la filosofía del vacío. Las ideas necesitan ser
traducidas, mediante la meditación, al lenguaje sin palabras del
sentimiento para aflojar los nudos emocionales que nos mantienen
agarrotados en espasmos de preocupación por nosotros mismos.
Según vamos liberándonos y entrando en la abertura dejada por la
ausencia de ansia egocéntrica, experimentamos la vulnerabilidad de estar
expuestos a la angustia y el sufrimiento del mundo. El sendero en el que
nos encontramos en los momentos de experiencia centrada incluye la
claridad mental y la calidez de corazón. De la misma manera que una
lámpara genera luz y calor simultáneamente, así el camino central es
iluminado por la sabiduría y nutrido por la compasión.
La vulnerabilidad desinteresada de la compasión requiere la protección
vigilante de la conciencia atenta. No es suficiente querer sentir de una
cierta manera por los demás. Necesitamos estar alerta en todo momento a
la invasión de pensamientos y emociones que amenazan con irrumpir y
robar esta resolución abierta y afectuosa. Un corazón compasivo sigue
sintiendo ira, avaricia, celos y otras emociones semejantes. Pero las acepta
como son con ecuanimidad, y cultiva la fortaleza mental para dejar que
surjan y que pasen sin identificarse con ellas o actuar bajo su influjo.
La compasión no está privada de discernimiento y valentía. De igual
forma que necesitamos valentía para responder a la angustia de otros, así
también necesitamos discernimiento para conocer nuestras limitaciones y
la habilidad de decir «no». Una vida compasiva es una vida en la que
usamos nuestros recursos para obtener el efecto óptimo. Igual que
necesitamos saber cuándo y cómo entregarnos completamente a una tarea,
así también necesitamos saber cuándo y cómo parar y descansar.
DOGEN
Genjo Koan
La libertad
[El] talento para hablar de manera diferente, más que para discutir bien, es el
instrumento principal del cambio cultural.
RICHARD RORTY
Las principales fuentes de este libro son aquellos con los que he estudiado
y me he adiestrado en la práctica del dharma. Me siento especialmente
agradecido a mis maestros, los difuntos Geshes Ngawang Dargyey y
Tamdrin Rabten, del Monasterio Sera Je de Lhasa, Tíbet, y el difunto
Kusan Pangjang Sunim, del Monasterio Songgwang Sa, cerca de
Suncheon, Corea del Sur.
Si bien las fuentes de todos los fragmentos citados se ofrecen en las
notas siguientes, estaría de más ofrecer una bibliografía completa de los
escritos que han servido de inspiración para este libro. Sin embargo, hay
dos libros que merecen una mención especial como fuente de varios
fragmentos citados y como introducción a las dos corrientes principales
del pensamiento budista:
EL FUNDAMENTO
EL DESPERTAR
EL AGNOSTICISMO
LA ANGUSTIA
LA MUERTE
LA REENCARNACIÓN
Pero si no hay otro mundo… es del Kalama Sutta (Anguttara Nikaya III:
65), en The Life of the Buddha [«Vida de Buda»], traducido por Nanamoli
Thera, p. 177.
Algunos de los argumentos que aparecen en este capítulo se
desarrollan más en mi artículo «Rebirth: A Case for Buddhist
Agnosticism» [«La reencarnación: Una defensa del agnosticismo
budista»], Tricycle, 2 (Otoño 1992), pp. 16-23. Para un estudio de las
pruebas budistas de la reencarnación, véase Rebirth and the Western
Buddhist [«La reencarnación y el budista occidental»], de Martin Willson
(Londres, Wisdom, 1987). Para informes de una investigación de casos de
personas que recuerdan vidas pasadas, véase la obra del doctor Ian
Stevenson, por ejemplo, su Cases of the Reincarnation Type [«Casos de la
categoría de la reencarnación»], tomos 1-4 (Charlottesville, VA, The
University Press of Virginia, 1975-1983). Para una crítica de la evidencia
usada para apoyar la teoría de la vida después de la muerte, véase Dying to
Live: Science and the Near-Death Experience [«Morirse por vivir: La
ciencia y las experiencias entre la vida y la muerte»], (Londres, Grafton,
1993).
«El karma es intención…», en la p. 56. Véase, por ejemplo, Anguttara
Nikaya VI: 13. La función psicológica de la intención se desarrolla en el
capítulo «El devenir». La negación de Buda de «que el karma era
suficiente para explicar el origen de la experiencia individual» se
encuentra en el Sivaka Sutta (Samyutta Nikaya: Vedana 21), en el que
habla de ocho condiciones (los tres humores corporales de la flema, la
bilis y el flato, por separado y juntos; el cambio estacional; los cuidados
inapropiados; el esfuerzo excesivo; la maduración de acciones anteriores)
que conducen a sensaciones de placer, dolor, etc., solo la última de las
cuales es karma. El pasaje se traduce en Clearing the Path [«Abriendo el
camino»], de Nanavira Thera (Colombo, Sri Lanka, Path Press, 1987), pp.
486-487.
LA DETERMINACIÓN
LA INTEGRIDAD
LA AMISTAD
EL CAMINO
LA CONCIENCIA
EL DEVENIR
EL VACÍO
EL FRUTO
LA LIBERTAD
LA IMAGINACIÓN
LA CULTURA