Budismo Sin Creencias - Stephen Batchelor

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En este sencillo aunque importante volumen, Stephen Batchelor nos

recuerda que Buda no fue un místico que afirmaba tener


conocimientos privilegiados y esotéricos del universo, sino que era
un hombre que nos retó a comprender la naturaleza de la angustia,
a deshacernos de sus orígenes y a llevar un tipo de vida que está
disponible para todos nosotros.
Lo que enseñó Buda, nos dice Batchelor, no es algo en lo que creer,
sino algo que hacer. Y tal como expone clara y convincentemente,
es una práctica que, independientemente de nuestra educación o
creencias, podemos adoptar día a día en el camino hacia el
despertar.
Stephen Batchelor

Budismo sin creencias


Una guía contemporánea para despertar

ePub r1.0
Titivillus 06.09.18
Título original: Buddhism without Beliefs
Stephen Batchelor, 1997
Traducción: José Ignacio Moraza

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
En memoria de
Osbert Moore (Nanamoli Thera), 1905-1960
y Harold Musson (Nanavira Thera), 1920-1965
El emperador Wu de Liang le preguntó al gran maestro Bodhidharma: «¿Cuál
es el significado más profundo de las verdades sagradas?». Bodhidharma
dijo: «El vacío, sin sacralidad». El emperador dijo: «¿Quién está ante mí?».
Bodhidharma respondió: «No lo sé».
The Blue Cliff Record
(Los Anales del Acantilado Azul)

No recibimos la sabiduría, debemos descubrirla nosotros mismos, tras una


travesía por territorio salvaje que nadie puede hacer por nosotros, que nadie
puede escatimarnos, ya que nuestra sabiduría es la perspectiva desde la que
por fin podemos apreciar el mundo.
MARCEL PROUST
Prólogo

He intentado escribir un libro sobre budismo en lenguaje corriente que


evite el uso de palabras extranjeras, términos técnicos, listas y jerga. La
única excepción es el término «dharma», para el que no puedo encontrar
un equivalente en inglés.
Ampliamente hablando, «dharma» alude a las enseñanzas de Buda así
como a aquellos aspectos de la realidad y la experiencia de los que se
ocupan sus enseñanzas. La «práctica del dharma» se refiere al modo de
vida emprendido por quien se inspira en tales enseñanzas.
Me siento agradecido a Helen Tworkov y Lorraine Kisly, que me
persuadieron para escribir este libro, y por la orientación editorial de
Lorraine, que mantuvo enfocada la tarea y refrenó mi tendencia a la
digresión. Estoy asimismo agradecido a Mary South, de Kiverhead, por la
edición final del manuscrito. Gracias también al Sharpham Trust de
Devon, Inglaterra, y al Centro de Retiro Budista de Ixopo, Suráfrica, que
me ofrecieron preciosos escenarios rurales en los que ocuparme del texto;
y a mi mujer, Martine, que me ofreció un apoyo firme y constante.
STEPHEN BATCHELOR
Sharpham College
Septiembre de 1996
EL FUNDAMENTO

No estéis satisfechos con lo que oís o con la tradición o


con el conocimiento legendario o con lo que se recoge en
las escrituras o con las conjeturas o con las deducciones
lógicas o con sopesar la evidencia o con la afinidad con
un punto de vista después de reflexionar sobre ello o con
la habilidad de alguien o con el pensamiento de que «el
monje es nuestro maestro». Cuando sepáis por vosotros
mismos: «Estas cosas son saludables, irreprochables,
encomendadas por los sabios, y cuando se adoptan y se
llevan a efecto conducen al bienestar y a la felicidad»,
entonces debéis practicarlas y observarlas.

BUDA
Kalama Sutta
El despertar

Hasta que mi visión no fue completamente clara […] acerca de cuatro


verdades ennoblecedoras, no afirmé que había alcanzado el despertar
auténtico.
BUDA

Volvamos al principio: al despertar de Siddharta Gautama, también


conocido como el Tathagata, Shakyamuni, el Honrado por el Mundo… el
mismo Buda. Él fue quien hizo girar la rueda del dharma en primer lugar.
Él fue quien señaló el camino central (el famoso «Camino Medio»). Él fue
el pionero. Suyas son las huellas que encontraremos al final del sendero.
Comencemos con la primera charla de Buda, ofrecida a sus cinco
compañeros ascéticos iniciales en el Parque del Ciervo de Sarnath, cerca
de Benarés. Fue ahí, varias semanas después del despertar y de su
resultante ambivalencia acerca de decir algo en absoluto, donde la
compasión le llevó a acoger la angustia de los demás. Lanzándose al
traicionero mar de las palabras, «puso en movimiento la rueda del
dharma».
Esta breve charla puede resumirse así: Buda declara que ha encontrado
el camino central evitando la autocomplacencia y la mortificación. Luego
describe cuatro verdades ennoblecedoras: las de la angustia, sus causas, su
cesación y el camino que conduce a su cesación. La angustia, dice, hay que
comprenderla, soltar sus causas, llevar a efecto su cesación y cultivar el
camino. Y esto es precisamente lo que él ha hecho: ha comprendido la
angustia, soltado sus causas, llevado a efecto su cesación y cultivado el
camino. Solo conociendo estas verdades, sabiendo cómo influir sobre ellas
y sabiendo que ha tenido efecto sobre ellas, puede afirmar que ha
encontrado el «despertar auténtico».

A pesar del conciso relato de Buda de su propio despertar, ha llegado a ser


representado (incluso por los budistas) como algo completamente
diferente. El despertar se ha convertido en una experiencia mística, un
momento de revelación transcendental de la Verdad. Las interpretaciones
religiosas reducen invariablemente la complejidad a la uniformidad, a la
vez que elevan lo práctico al nivel de lo sagrado. Con el paso del tiempo,
se ha dado cada vez más relevancia a una sola Verdad Absoluta, como «la
Inmortalidad», «lo Incondicionado», «el Vacío», «el Nirvana», «la
Naturaleza Búdica», etc., en vez de a un complejo entretejido de verdades.
Y la distinción crucial de que cada verdad requiere que se actúe sobre
ella de una manera particularmente propia (comprender la angustia,
soltar sus causas, llevar a efecto su cesación y cultivar el camino) ha sido
relegada a los márgenes del conocimiento doctrinal especialista.
Probablemente, pocos budistas de hoy son siquiera conscientes de la
distinción.
Sin embargo, al pasar por alto esta distinción, las cuatro verdades
ennoblecedoras que conducen a la acción se convierten garbosamente en
cuatro alegatos de hecho que hay que creer. La primera verdad se convierte
en: «La vida es sufrimiento»; la segunda en: «La causa del sufrimiento es
el ansia»… y así sucesivamente. Y precisamente en ese punto el budismo
se convierte en una religión. Un budista es alguien que cree en estas cuatro
proposiciones. Al igualar estas verdades con proposiciones que afirman
ser ciertas, los budistas se distinguen de los cristianos, los musulmanes y
los hindúes, que creen en series diferentes de proposiciones. Las cuatro
verdades ennoblecedoras se convierten en dogmas principales de un
sistema de creencias conocido como «budismo».
Buda no era un místico. Su despertar no fue un discernimiento
repentino y anonadante de una Verdad transcendente que le reveló los
misterios de Dios. Él no afirmó haber tenido una experiencia que le
confirió conocimientos privilegiados, esotéricos, de cómo late el universo.
Solo cuando el budismo se fue convirtiendo más y más en una religión se
atribuyeron semejantes alegaciones grandiosas a su despertar. Al describir
a los cinco ascetas lo que significó su despertar, habló de haber
descubierto la liberación completa del corazón y la mente de las
obsesiones del ansia. Llamó a esa libertad el sabor del dharma.

Buda despertó del sueño de la confusión existencial. Esta experiencia fue


tan impactante e inesperada que al principio consideró que si hablaba de
ella nadie le entendería. Una persona que está dormida está perdida en la
profunda inconsciencia o absorta en un sueño. Metafóricamente, así es
como Buda debió de haber visto tanto a su yo anterior como a todos los
demás que había conocido: o estaban ciegos a las cuestiones de la
existencia o buscaban consuelo de ellas en fantasías metafísicas o
religiosas. Sin embargo, su despertar enfocó lúcida e impremeditadamente
tanto las cuestiones como sus resoluciones.
Buda despertó a la naturaleza del dilema humano y a un camino a su
resolución. Las primeras dos verdades (la angustia y sus causas) describen
el dilema, las dos siguientes (la cesación y el camino), su resolución.
Despertó a un conjunto de verdades interrelacionadas y enraizadas en la
inmediatez de la experiencia aquí y ahora.
Buda experimentó estas verdades como ennoblecedoras. Despertar no
fue simplemente adquirir un punto de vista más iluminado. Confirió a su
vida una integridad, dignidad y autoridad natural. Aunque los cinco
ascetas habían jurado no reconocer a su antiguo compañero apóstata,
cuando entró en el Parque del Ciervo de Darnath y se acercó a ellos, se
encontraron a sí mismos levantándose para presentarle sus respetos. A
pesar suyo, fueron incapaces de resistir la autoridad de la presencia de
Gautama.

Una existencia no despierta, en la que vamos a la deriva, inconscientes, a


merced de la ola de impulsos habituales, es innoble y poco digna. En vez
de ejercer una autoridad natural y no coercitiva, imponemos nuestra
voluntad sobre los demás bien mediante la manipulación o la intimidación
o apelando a las opiniones de los que son más poderosos que nosotros. En
vez de ser una cuestión de integridad, la autoridad se vuelve una cuestión
de fuerza.
En lugar de presentarse a sí mismo como un salvador, Buda se
consideró alguien que curaba. Presentó sus verdades en forma de
diagnosis, prognosis y tratamiento médicos. Si te duele el pecho, primero
necesitas reconocerlo. Luego irás a un médico para que te examine. Su
diagnosis identificará la causa del dolor y te dirá si es curable. Si es
curable, te aconsejará seguir un tratamiento. De igual modo, Buda
reconoció la condición existencial de la angustia. Al examinarla descubrió
que sus orígenes radican en el ansia egocéntrica. Se dio cuenta de que esto
podía cesar, y recetó como tratamiento efectivo el cultivo de un modo de
vida que abarque todos los aspectos de la experiencia humana.

Mientras que «budismo» sugiere otro sistema de creencias, «práctica del


dharma» da a entender un curso de acción. Las cuatro verdades
ennoblecedoras no son proposiciones que hay que creer; son retos para
actuar.
Hay un episodio en Alicia en el País de las Maravillas en el que Alicia
entra en una habitación y encuentra una botella con una etiqueta que dice:
«Bébeme». La etiqueta no le dice a Alicia qué hay dentro de la botella,
sino que le dice qué hay que hacer con ello. Cuando Buda presentó sus
cuatro verdades, primero describió a qué se refería cada una de ellas, luego
les pidió a sus oyentes que las pusieran en práctica. Una vez que captamos
lo que quiere decir con «angustia», se nos pide que lo comprendamos…
como si llevara la etiqueta: «Compréndeme». La verdad de la angustia se
convierte en una pauta para actuar.
La primera verdad cuestiona nuestra relación habitual con la angustia.
En el sentido más amplio, cuestiona la manera en que nos relacionamos
con nuestra existencia como tal: nuestro nacimiento, nuestras
enfermedades, nuestro envejecimiento y nuestra muerte. ¿Hasta qué punto
no llegamos a comprender estas realidades y sus implicaciones? ¿Cuánto
tiempo pasamos distrayéndonos u olvidando? ¿Qué hacemos, por ejemplo,
cuando nos invade una preocupación? Puede que nos esforcemos por
deshacernos de ella. O intentamos convencernos a nosotros mismos de que
las cosas no son como parecen, y si no es así nos afanamos por
preocuparnos por alguna otra cosa. ¿Con cuánta frecuencia reconocemos
esa preocupación, aceptamos nuestra situación y tratamos de
comprenderla?
La angustia solo mantiene su poder mientras le permitimos que nos
intimide. Al considerarla temible y amenazadora habitualmente, pasamos
por alto las palabras que Buda grabó en ella: «Compréndeme». Si tratamos
de esquivar una ola poderosa que se cierne sobre nosotros en la playa, nos
estrellará contra la arena y en la orilla rompiente. Pero si le hacemos
frente y nos zambullimos directamente en ella, descubriremos que solo es
agua.
Comprender una preocupación es descubrir calmada y claramente lo
que es: efímera, contingente y carente de identidad intrínseca. Mientras
que no comprenderla es solidificarla como algo fijo, separado e
independiente. Preocuparnos por si aún nos aprecia un amigo, por ejemplo,
se convierte en algo aislado en vez de algo que forma parte de un proceso
que surge de una serie de eventualidades. A su vez, esta percepción induce
el estado de ánimo de sentirnos psicológicamente bloqueados, estancados,
obsesionados. Cuanto más persiste este estado tan poco digno, más
incapaces de actuar nos volvemos. El reto de la primera verdad es actuar
antes de que las reacciones habituales nos incapaciten.

Se puede aplicar un proceso similar a las demás verdades. De igual manera


que la presencia de la angustia es una oportunidad para comprender, así
también la presencia del ansia egocéntrica que es su base es una
oportunidad para soltar. Semejante ansia se manifiesta de varias maneras:
va del simple egoísmo y egolatría a ese afán arraigado y ansioso de
seguridad, del miedo al rechazo de los que amamos a las ganas
incontenibles de fumar un cigarrillo. Cada vez que afloran semejantes
sensaciones, la reacción habitual es consentir en ellas o negarlas. Lo que,
de nuevo, nos ciega a la frase grabada en ellas por Buda: «¡Suéltalo!».
«Soltar» no es un eufemismo de suprimir el anhelo por otros medios.
Como sucede con la angustia, soltar comienza con la comprensión: una
aceptación calmada y clara de lo que está sucediendo. Si bien puede que el
ansia (la segunda verdad) sea el origen o la causa de la angustia (la
primera verdad), esto no significa que sean dos cosas separadas; no más
que el brote está separado del narciso que surge de él. Igual que el ansia
cobra cuerpo en la angustia, así la comprensión florece en el acto de soltar.
Soltar un ansia no es rechazarla, sino permitir que sea lo que es: un
estado mental incidental que, una vez que ha aflorado, pasará. En vez de
liberarnos de él por la fuerza, percatarnos de su verdadera naturaleza es
liberarlo. Soltarlo es como soltar una serpiente que has estado agarrando
con la mano. Al identificarla con un ansia («yo quiero esto», «yo no quiero
eso»), la agarras con más fuerza e intensificas su resistencia. En vez de ser
un estado mental que tienes, se convierte en una obsesión que te posee.
Igual que con la comprensión de la angustia, el reto al soltar el ansia es
actuar antes de que las reacciones habituales nos incapaciten.
Al soltar el ansia, cesará por fin. Este cese nos permite darnos cuenta,
aunque solo sea momentáneamente, de la libertad, llaneza y bienestar del
camino central. Este lapso repentino en el arrebato de la compulsión y el
miedo egocéntricos nos permite ver con inmediatez y claridad inequívocas
la naturaleza efímera, voluble e incidental de la realidad. En ese momento,
la práctica del dharma ha desechado los últimos vestigios de creencia; se
fundamenta en la visión nacida de la experiencia. Ya no requiere el apoyo
de las normas moralistas y el ritual religioso; está enraizada en la
integridad y la autonomía creativa. Al poner de manifiesto toda la
vulnerabilidad de la vida, se convierte en la puerta de entrada a la
compasión.

Al cesar el ansia, nos ponemos en contacto con esa dimensión de la


experiencia que es intemporal: la contingencia juguetona y sin trabas de
las cosas que surge de ciertas condiciones solo para convertirse en
condiciones para alguna otra cosa. Esto es el vacío: no una nada cósmica,
sino la dimensión no nacida, que no muere, infinitamente creativa, de la
vida. Se conoce como el «útero del despertar»; es el claro en el centro
calmado del devenir, el sendero por el que se mueve la persona centrada.
Y susurra: «Percíbeme».
Pero en cuanto se vislumbra se aleja. El cese del anhelo es como un
claro momentáneo entre las nubes. El sol brilla con gran luminosidad
durante unos momentos, para volver a ser cubierto de nuevo. Nos hallamos
de vuelta en la niebla humillante de la angustia, el ansia, el hábito, la
inquietud, la distracción. Pero con una diferencia: ahora sabemos adónde
va este sendero. Hemos puesto los pies en el territorio del que estas
palabras son solo un mapa.
Caemos en la cuenta de que hasta ese momento no hemos estado
realmente en el camino en absoluto. Hemos estado siguiendo corazonadas,
haciendo caso de las palabras de los que respetamos, explorando
callejones sin salida, dando traspiés y haciendo conjeturas. No importa lo
fuertes que sean nuestra determinación y nuestra convicción, puede que
haya habido todo el tiempo el molesto desasosiego de no saber realmente
adónde íbamos. Cada paso nos pareció indeciso y forzado, y nos sentíamos
terriblemente solos. La diferencia entre entonces y ahora es como la idea
del sexo y la primera experiencia con él. Por un lado, el acto es un paso
crucial e irrevocable; por el otro, es simplemente parte de la vida.
En adelante, la determinación de cultivar este camino se vuelve
inquebrantable y, sin embargo, completamente natural. Es sencillamente lo
que hacemos. Ya no hay ninguna sensación de cohibición, argucia, torpeza
o vacilación. El despertar ya no se considera algo a alcanzar en un futuro
distante, porque no es una cosa, sino un proceso… y este proceso es el
camino mismo. Pero esto tampoco nos vuelve perfectos o infalibles en
modo alguno. Somos bien capaces de subvertir este proceso por los
intereses de nuestros deseos, ambiciones, aversiones, envidias y miedos,
que están muy lejos de haberse extinguido. No hemos sido elevados a las
alturas excelsas del despertar; el despertar ha sido derribado de su pedestal
hasta la agitación y ambigüedad de la vida cotidiana.
Este camino no tiene nada particularmente religioso o espiritual.
Abarca todo lo que hacemos. Es una manera auténtica de estar en el
mundo. Comienza con la forma en que comprendemos el tipo de realidad
en que vivimos y el tipo de seres que somos que viven en semejante
realidad. Esta visión da firmeza a los valores que documentan nuestras
ideas, nuestras decisiones, las palabras que decimos, las acciones que
realizamos, el trabajo que hacemos. Provee del fundamento ético para la
conciencia atenta y enfocada, que, a su vez, hace aún más profunda nuestra
comprensión del tipo de realidad en que vivimos y el tipo de seres que
somos que viven en semejante realidad. Y así sucesivamente.
Cultivar estos elementos diversos de nuestra existencia significa
nutrirlos como lo haríamos con un jardín. De igual forma que un jardín
necesita que lo protejan, lo cuiden, se ocupen de él, así también la
integridad ética, la conciencia enfocada y la comprensión. No importa lo
profunda que pueda ser nuestra comprensión de la naturaleza vacía y
contingente de las cosas, eso por sí solo contribuirá poco a cultivar estas
cualidades. Cada una de estas áreas de la vida se convierte en un reto, un
requerimiento a actuar. No hay espacio para la complacencia, ya que todas
ellas llevan una etiqueta que dice: «Cultívame».

Las acciones que acompañan a las cuatro verdades describen la trayectoria


de la práctica del dharma: comprender la angustia conduce a soltar el
ansia, lo que lleva a realizar su cese, lo que conduce a cultivar el camino.
No son cuatro actividades separadas, sino cuatro fases dentro del proceso
del despertar mismo. La maduración de la comprensión nos lleva a soltar;
soltar culmina en la realización; la realización impulsa la cultivación.
Esta trayectoria no es una secuencia lineal de «etapas» por las que
vamos «progresando». No dejamos atrás una etapa anterior para avanzar al
siguiente peldaño de alguna jerarquía. Las cuatro actividades forman parte
de un solo continuo de acción. La práctica del dharma no puede reducirse a
ninguna de ellas; se configura a partir de todas ellas. En cuanto la
comprensión se aísla del soltar, degenera en mera intelectualidad. En
cuanto el soltar se aísla de la comprensión, se rebaja a pose espiritual. La
trama de la práctica del dharma se teje con los hilos de estas actividades
interrelacionadas, y cada una de ellas se define mediante su relación con
las demás.

La primera charla de Buda convenció a los cinco ascetas de que tenía algo.
Así que se quedaron con él, escucharon sus enseñanzas y alcanzaron ellos
mismos el despertar. Ellos también comprendieron la angustia, soltaron el
ansia, realizaron la cesación y abordaron la cultivación del camino. Ellos
también lograron liberar el corazón y la mente de las obsesiones del ansia.
Las palabras utilizadas para describir su despertar son las mismas que se
usaron para describir el de Buda. En adelante, al concluir las charlas de
Buda, a menudo se comunicaba no solo cuántas personas habían llegado al
despertar mediante esa enseñanza particular, sino hasta qué grado.
Las primeras charlas sugieren que el despertar era una ocurrencia
común entre los que escuchaban a Buda y ponían en práctica lo que decía.
Se reconocía una diferencia de grado entre los que habían experimentado
el momento inicial del despertar y habían emprendido el camino, y los que
habían seguido cultivando el camino y habían alcanzado incluso el punto
en que se extinguía el hábito del ansia. Pero el acceso al proceso del
despertar mismo era relativamente directo y no suponía ninguna gran
conmoción.
Pero, según el budismo fue institucionalizándose como religión, el
despertar se volvió progresivamente más inaccesible. Los que controlaban
las instituciones mantenían que el despertar era algo tan sublime que en
general solo podía alcanzarse con el desapego y la pureza de corazón
conseguidos mediante la disciplina monástica. Incluso así, admitían, era
excepcional. Para explicar este estado de cosas apelaban a la idea india de
la «degeneración de los tiempos», un pensamiento que considera que el
curso de la historia es un proceso de declive inexorable. Según este
pensamiento, los que vivían en tiempos de Buda sencillamente estaban
menos degenerados, eran más espirituales que la corrupta masa de la
humanidad de hoy.
Sin embargo, esos puntos de vista eran cuestionados periódicamente.
Las puertas del despertar se abrían de par en par a aquellos a los que las
escrituras y los dogmas de una élite privilegiada se las habían vedado. Los
seglares, las mujeres, los iletrados —los privados de potestad— eran
invitados a saborear por sí mismos la libertad del dharma. El despertar no
era una meta remota que obtener en una vida futura. No: el despertar
estaba aquí mismo, desarrollándose en tu propia mente en este mismo
momento.
En pocas palabras, la cuestión central a la que se han enfrentado los
budistas desde el principio es esta: ¿el despertar está cerca o lejos? ¿Es
accesible sin dificultad o solo es asequible mediante un esfuerzo supremo?
Si se enfatizan su proximidad y facilidad de acceso, existe el peligro de
trivializarlo, de no concederle el valor y la significación que se merece.
Pero si se subrayan su distancia y dificultad de acceso, existe el peligro de
situarlo fuera del alcance, de convertirlo en un icono de perfección que
hay que venerar de lejos.
¿No nos engaña la pregunta misma? ¿No nos lleva su lógica de «o lo
uno o lo otro» a asumir engañosamente que solo una opción puede ser
cierta? ¿No podría ser que aquí resulte más apropiada la lógica ambigua de
«lo uno y lo otro»? Ciertamente, el despertar está cerca… y se requiere un
esfuerzo supremo para lograrlo. Ciertamente, el despertar está lejos… y es
accesible sin dificultad.
El agnosticismo

Imagina, Malunkyaputta, que un hombre fuera herido por una flecha


embadurnada con una capa espesa de veneno, y sus amigos y compañeros
trajeran un cirujano para que lo tratara. Y el hombre dijera: «No dejaré que el
cirujano me extraiga la flecha hasta que yo sepa el nombre y el clan del
hombre que me hirió; si el arco que me hirió era un arco largo o una ballesta;
si la flecha que me hirió era roma, curva o punzante».
Pero el hombre aún no podría saber todo esto y, entretanto, moriría. Sería
igual, Malunkyaputta, que si alguien dijese: «No llevaré la vida noble
conforme a Buda hasta que Buda me diga si el mundo es eterno o no eterno,
finito o infinito; si el alma es lo mismo o es diferente del cuerpo; si un ser
despierto continúa existiendo o deja de existir después de la muerte», y eso
permaneciera sin ser dicho por Buda y, entretanto, esa persona muriese.
BUDA

Si vas a Asia y visitas un wat (Tailandia) o un gompa (Tíbet), entrarás en


algo que se parece mucho a una abadía, una iglesia o una catedral, regida
por personas que parecen monjes o sacerdotes, que hacen gala de objetos
que parecen iconos, mostrados en recámaras que parecen capillas y
venerados por personas que parecen devotos.
Si hablas con una de las personas que parecen monjes, descubrirás que
tiene una visión del mundo que se parece mucho a un sistema de creencias,
revelado hace mucho tiempo por otra persona que es reverenciada como
un dios, después de cuya muerte individuos santos han interpretado las
revelaciones de maneras semejantes a la teología. Ha habido cismas y
reformas, y estos han dado lugar a instituciones que son como iglesias.
El budismo, según parece, es una religión.
¿O no?
Cuando le preguntaron qué estaba haciendo, Buda respondió que enseñaba
«la angustia y el fin de la angustia». Cuando le hicieron preguntas sobre la
metafísica (el origen y el fin del universo, la identidad o diferencia entre
el cuerpo y la mente, su existencia o no existencia después de la muerte),
permaneció en silencio. Dijo que el dharma estaba impregnado de un solo
sabor: la libertad. No se proclamó único o divino y no apeló a ningún
término que pudiera traducirse como «Dios».
Gautama propugnó una vida que trazara un curso medio entre el
desenfreno y la mortificación. Se describió a sí mismo como un maestro
generoso sin una doctrina esotérica reservada para una élite. Antes de
morir se negó a nombrar un sucesor, señalando que cada persona debería
ser responsable de su propia libertad. La práctica del dharma debería
bastar como guía.
Este agnosticismo existencial, terapéutico y liberador fue expresado en
el lenguaje del lugar y la época de Gautama: las culturas dinámicas de la
cuenca del Ganges en el siglo VI antes de Cristo. Aunque fue un crítico
radical de muchos puntos de vista profundamente arraigados en su tiempo,
no dejó de ser una criatura de ese tiempo. Los axiomas para vivir que
previo que durarían mucho después de su muerte los acuñó con los
símbolos, las metáforas y las imágenes de su mundo.
Elementos religiosos tales como la veneración de la persona de Buda y
la aceptación sin ningún sentido crítico de sus enseñanzas estaban
presentes indudablemente en las primeras comunidades que se
constituyeron en torno a Gautama. Aunque durante quinientos años
después de su muerte sus seguidores resistieron la tentación de
representarlo como una figura cuasidivina, a la larga lo hicieron. A medida
que el dharma fue puesto en tela de juicio por otros sistemas de
pensamiento enseñados en su tierra de origen, y propagado fuera de ella en
culturas extranjeras como China, ideas que habían formado parte de la
cosmovisión de la India del siglo VI antes de Cristo se convirtieron en
dogmas rígidos. No pasó mucho tiempo antes de que un budista que se
preciara tuviera que expresar (y defender) opiniones acerca del origen y el
fin del universo, si el cuerpo y la mente eran idénticos o diferentes y el
destino de Buda después de la muerte.

Históricamente, el budismo ha tendido a perder su dimensión agnóstica al


ir institucionalizándose como religión (es decir, un sistema revelado de
creencias válido para todos los tiempos, controlado por una élite de
sacerdotes). En ocasiones, este proceso ha sido impugnado e incluso
revocado (podemos pensar en los sabios tántricos iconoclastas indios, en
los primeros maestros zen en China, en los yoguis excéntricos del Tíbet,
en los monjes de los bosques de Birmania y Tailandia). Pero en las
sociedades asiáticas tradicionales esto nunca duró mucho. Rápidamente se
reafirmó —a menudo incorporando las ideas rebeldes en los cánones de
una ortodoxia modificada— el poder de la religión organizada para
proveer a los estados soberanos de un depósito adicional de legitimidad
moral y simultáneamente asegurarse la devoción desesperada de los
desheredados.
En consecuencia, según el dharma emigra hacia el oeste, es tratado
como una religión, si bien una religión «oriental». El mismo término
«budismo» (una invención de los estudiosos occidentales) refuerza la idea
de que se trata de un credo que alinear junto a otros credos. El cristianismo
en particular trata de entrar en diálogo con sus hermanos budistas, a
menudo como parte de un proyecto más amplio de encontrar puntos de
acuerdo con «los que tienen fe» para resistir la marea arrolladora del
laicismo ateo. En asambleas de confraternidad entre fes diferentes, se
espera que los budistas presenten sus puntos de vista con respecto a todo,
de las armas nucleares a la ordenación de las mujeres, y que luego
canturreen cánticos tibetanos en la sesión vespertina dedicada al culto
colectivo.
Esta transformación del budismo en una religión enturbia y distorsiona
el encuentro del dharma con la cultura agnóstica contemporánea. En
realidad, puede muy bien que el dharma tenga más en común con el
laicismo ateo que con los bastiones de la religión. El agnosticismo puede
proveer un terreno común más fértil que, por ejemplo, una tentativa
forzada de ver el sentido de Alá para el budismo.

El término «agnosticismo» ha perdido su fuerza. Ha venido a significar:


no emitir una opinión acerca de las cuestiones de la vida y la muerte; decir
«no sé» cuando lo que realmente quieres decir es «no quiero saber».
Cuando se asocia (y se confunde) con el ateísmo, se ha convertido en parte
de la actitud que legitima un consumismo indulgente y el conformismo
irreflexivo dictado por los medios de comunicación.
Para T. H. Huxley, que acuñó el término en 1869, el agnosticismo era
tan exigente como cualquier credo moral, filosófico o religioso. Sin
embargo, en vez de como un credo, lo vio como un método llevado a
efecto mediante «la rigurosa aplicación de un solo principio». Expresó
este principio positivamente de esta manera: «Sigue a tu razón hasta donde
pueda llevarte», y negativamente como: «No asumas que son ciertas las
conclusiones que no estén demostradas o no sean demostrables». Este
principio está presente a lo largo de toda la tradición occidental: de
Sócrates, pasando por la Reforma y la Ilustración, a los axiomas de la
ciencia moderna. Huxley lo llamó la «fe agnóstica».
Ante todo, Buda enseñó un método (la «práctica del dharma») en vez
de otro «-ismo». El dharma no es algo que hay que creer, sino algo que hay
que hacer. Buda no reveló una serie de hechos esotéricos sobre la realidad,
que podemos optar por creer o no. Desafió a la gente a comprender la
naturaleza de la angustia, a soltar sus orígenes, a llevar a efecto su cese y a
hacer realidad un modo de vida. Buda siguió a su razón hasta donde pudo
llevarle y no asumió que ninguna conclusión era cierta a menos que fuera
demostrable. La práctica del dharma se ha convertido en un credo (el
«budismo») de manera muy similar a como el método científico se ha
degradado en el credo del «cientifismo».

Lo mismo que el agnosticismo contemporáneo ha tendido a perder su


confianza y ha caído en el escepticismo, así el budismo ha tendido a
perder su filo crítico y a caer en la religiosidad. Sin embargo, lo que ha
perdido cada uno, el otro puede contribuir a restaurar. Al encontrarse con
la cultura contemporánea, el dharma puede recuperar su imperativo
agnóstico, mientras que el agnosticismo laico puede recuperar su alma.
Un budista agnóstico no consideraría el dharma como una fuente de
«respuestas» a cuestiones relacionadas con de dónde vinimos, adonde
vamos o qué sucede después de la muerte. Buscaría tal conocimiento en
los ámbitos apropiados: la astrofísica, la biología evolutiva, la
neurociencia, etc. Un budista agnóstico no es un «creyente» que afirma
poseer información revelada acerca de fenómenos sobrenaturales o
paranormales, y en este sentido no es «religioso».
Un budista agnóstico acude al dharma en busca de metáforas de
confrontación existencial en vez de metáforas de consuelo existencial. El
dharma no es una creencia que te salvará milagrosamente. Es un método
que hay que investigar y poner a prueba. Empieza afrontando la primacía
de la angustia, y luego pasa a aplicar un conjunto de prácticas para
comprender el dilema humano y actúa para conseguir una resolución. El
grado hasta el que la práctica del dharma ha sido institucionalizada como
una religión puede ser evaluado por el número de elementos consolatorios
que han entrado poco a poco: por ejemplo, garantías de una mejor vida
después de la muerte si realizas acciones virtuosas o recitas mantras o
cantas el nombre de un Buda.
Un budista agnóstico evade el ateísmo tanto como el teísmo, y está tan
poco dispuesto a considerar que el universo está carente de sentido como
investido de sentido. Porque negar a Dios o el sentido es simplemente la
antítesis de afirmarlos. Sin embargo, semejante postura agnóstica no se
basa en el desinterés. Se fundamenta en un apasionado reconocimiento de
que no sé. Afronta la enormidad de haber nacido en vez de ir en busca del
consuelo de una creencia. Va eliminando, capa a capa, las convicciones
que ocultan el misterio de estar aquí, ya sea afirmándolo como algo o
negándolo como nada.
Semejante agnosticismo profundo es una actitud vital refinada
mediante una constante conciencia atenta. Puede que lleve al
entendimiento de que en última instancia no hay ni algo ni nada en el
centro de nosotros mismos que podamos designar. O puede que se centre
en una intensa perplejidad que vibra a través del cuerpo y que a la mente
que busca certeza no le deja ninguna parte en la que descansar.

En una famosa parábola, Buda imagina un grupo de ciegos a los que se


invita a identificar un elefante. Uno coge la cola y dice que es una cuerda;
otro toca una pata y dice que es una columna; otro palpa un costado y dice
que es un muro; otro agarra la trompa y dice que es un tubo. Dependiendo
de qué parte del budismo captes, podrías identificarlo como un sistema de
ética, una filosofía, una psicoterapia contemplativa o una religión. Si bien
contiene todos estos elementos, no puede ser reducido a cualquiera de
ellos más que un elefante puede ser reducido a su cola.
Lo que contiene la variedad de elementos que constituyen el budismo
es lo que se denomina una «cultura». El término fue definido
explícitamente por vez primera en 1871 por el antropólogo Sir Edward
Burnett Tylor como «esa compleja totalidad que incluye conocimientos,
creencias, arte, moral, leyes, costumbres y cualquier otra capacidad y
hábito adquiridos por el hombre como miembro de una sociedad». Como
esta cultura específica se origina en el despertar de Siddharta Gautama y
aspira a cultivar un modo de vida que conduzca a un despertar semejante,
el budismo podría describirse como «la cultura del despertar».
Si bien el budismo ha tendido a ser identificado reductoramente con
sus formas religiosas, hoy corre el peligro adicional de ser identificado
reductoramente con sus formas de meditación. Si estas tendencias
continúan, corre el riesgo de marginalizarse progresivamente y perder su
potencial de cristalizarse como una cultura: un conjunto de valores y
prácticas internamente consistentes que animan creativamente todos los
aspectos de la vida humana. El desafío ahora es imaginar y crear una
cultura del despertar que apoye la práctica individual del dharma y se
ocupe de los dilemas de un mundo agnóstico y plural.
La angustia

Ninguna condición es permanente;


Ninguna condición es fiable;
Nada es ser.
BUDA

Se dice que hasta que Siddharta Gautama llegó casi a la treintena, su


padre, el rey Suddhodana, lo mantuvo confinado dentro de sus palacios.
Suddhodana no quería que su hijo se distrajera de su obligación con el
desasosiego que reinaba fuera de los muros del palacio. El joven se sentía
agobiado en su encarcelamiento y anhelaba salir. Suddhodana organizó
excursiones por la ciudad y el campo, asegurándose de que todo estuviera
perfectamente dispuesto y nada perturbador apareciera ante los ojos del
chico. A pesar de estas precauciones, Siddharta se topó fortuitamente con
una persona desfigurada por la enfermedad, otra imposibilitada por la
vejez, un cadáver y un monje errante. Se turbó al volver a las comodidades
de su hogar. Una noche, se escapó sigilosamente. Durante seis años,
vagabundeó por el país, estudiando, meditando, sometiéndose a rigores
ascéticos punitivos. Habiendo agotado las opciones convencionales, se
sentó al pie de un árbol. Siete días después experimentó un despertar en el
que comprendió la naturaleza de la angustia, se desprendió de sus
orígenes, llevó a efecto su cese y creó un modo de vida.

Hoy aún nos enfrentamos al dilema del príncipe Siddharta. Nosotros


también nos confinamos en los «palacios» de lo familiar y lo seguro.
También sentimos que hay algo más en la vida que entregarnos a los
deseos y apartarnos de nuestros miedos. También experimentamos la
angustia más intensamente cuando nos salimos de nuestras rutinas
habituales y nos vemos rondando entre el nacimiento y la muerte…
nuestro nacimiento y nuestra muerte. Descubrimos que hemos sido
arrojados, aparentemente sin elección, a un mundo que no hemos hecho
nosotros. No importa lo dolorosa que pueda ser la salida del útero de la
madre, la olvidamos indulgentemente. Pero al alcanzar la conciencia, nos
damos cuenta de que la única certeza en la vida es que acabará. No nos
gusta la idea; intentamos olvidar eso también.
Todos colaboran en el olvido de todos los demás. Los padres tratan de
preparar a sus hijos para la vida. Hay instituciones sociales y políticas para
beneficiar a los vivos, no a los muertos. Las religiones ofrecen en su
mayor parte consuelo: quizás haya una posibilidad de que no muramos
realmente después de todo.
De una manera u otra, nos las arreglamos para evadir las cuestiones
que plantea la existencia, tratando el nacimiento y la muerte como sucesos
físicos en el tiempo y el espacio: el jadeo de la primera respiración, la
expulsión de la última. Se convierten en hechos aislados, problemáticos
pero manejables, mantenidos a distancia del aquí y ahora, donde nos
sentimos seguros ocupándonos de los asuntos de cada día.
La vida se vuelve un ejercicio de gestión de asuntos específicos.
Tratamos de organizar los detalles de nuestro mundo de manera que nos
sintamos seguros: rodeados de lo que nos gusta, protegidos de lo que no
nos gusta. Una vez que nuestra existencia material está más o menos en
orden, puede que dirijamos nuestra atención a la psicogestión de nuestras
neurosis. Y si eso no va bien, podemos mantener a raya las peores
ansiedades con un uso ponderado de drogas.
Este curso de acción funciona bastante bien hasta que lo inmanejable
vuelve a hacer erupción en forma de enfermedad, envejecimiento, tristeza,
dolor, amargura, desesperación. No importa lo habilidosamente que
encaucemos nuestras vidas y lo convincentemente que proyectemos una
imagen de bienestar, seguimos viéndonos involucrados con lo que
odiamos y separados de lo que amamos. Seguimos sin conseguir lo que
queremos y seguimos obteniendo lo que no queremos. Es verdad que
experimentamos la alegría, el éxito, el amor, el gozo. Pero al final nos
sentimos una vez más propensos a la angustia.
Puede que sepamos esto, pero ¿lo comprendemos? Lo vemos, incluso
nos sentimos impresionados por ello, pero el hábito nos impele a
olvidarlo. Para taparlo y volver a escapar al cebo del mundo excitante.
Porque si lo comprendiéramos, incluso en una vislumbre, podría
cambiarlo todo.

Prueba este ejercicio. Encuentra un sitio tranquilo y cómodo. Puede ser


sencillamente la esquina de un dormitorio o estudio. Acomódate en una
silla o, si lo prefieres, siéntate con las piernas cruzadas sobre un cojín en
el suelo. Asegúrate de no tener la espalda apoyada y de que esté erguida
pero no tensa. Inclina la cabeza hacia abajo, de modo que tu mirada caiga
de manera natural unos noventa centímetros delante de ti.
Cierra los ojos. Posa las manos en tu regazo o sobre las rodillas.
Comprueba si quedan puntos de tensión en tu cuerpo: los hombros, el
cuello, alrededor de los ojos. Relájalos. Toma conciencia de tu contacto
físico con el suelo. Asegúrate de estar en una posición firme y equilibrada.
Nota la sutil polifonía de sonido a tu alrededor, advierte cualquier
sensación en el cuerpo, sé consciente de tu estado de ánimo en el
momento. No juzgues estas cosas o trates de cambiarlas: acéptalas como
son.
Inspira tres veces de manera prolongada, lenta y profunda. No
imagines la respiración como alguna cosa invisible que entra y sale por tus
fosas nasales; observa las sensaciones físicas (incluso las triviales como el
contacto fluctuante de tu piel con tu camiseta) que constituyen el acto de
la respiración. Y deja que la respiración recobre su propio ritmo, sin
interferir en ella ni controlarla. Simplemente permanece con ella, dejando
que la mente se asiente en el oleaje de la respiración, como una barca
fondeada, elevándose y cayendo dulcemente con el mar. Haz esto durante
diez minutos.
Puede que este ejercicio no sea tan sencillo como parece. No importa lo
fuerte que sea tu determinación de estar presente y concentrado, es difícil
evitar que la mente se desvíe y se vaya a recuerdos, planes o fantasías.
Puede que pasen varios minutos antes de que notes siquiera que te has
distraído.
Normalmente no somos conscientes del grado hasta el que nos
distraemos, por la sencilla razón de que la distracción es un estado de
inconsciencia. Este tipo de ejercicio puede forzarnos a reconocer que
durante gran parte del tiempo pasamos por alto lo que está sucediendo
aquí y ahora. Estamos reviviendo una versión revisada del pasado,
planeando un futuro incierto o dándonos el gusto de estar en otra parte. O
yendo en piloto automático, sin ser conscientes en absoluto.
Y, en vez de una personalidad coherente que se extiende en una línea
continua hasta la primera memoria y mira hacia delante a un futuro
indefinido, descubrimos un yo plagado de lagunas y ambigüedades. Quien
«soy» solo parece coherente debido al monólogo que seguimos repitiendo,
revisando, censurando y embelleciendo en nuestra cabeza.
El momento presente ronda entre el pasado y el futuro igual que la
vida ronda entre el nacimiento y la muerte. Respondemos a ambos de
maneras similares. Igual que huimos del encuentro tremendo con el
nacimiento y la muerte escapando a la seguridad de un mundo controlable,
así también huimos del pulso del presente escapando a un mundo de
fantasía. La huida es una resistencia a afrontar el cambio y la angustia que
implica. Algo dentro de nosotros insiste en mantener un yo estático, una
imagen fija, insensible a la angustia, que sobrevivirá intacto a la muerte o
será aniquilado sin dolor.
La evasión de la inmediatez de la vida sin adornos está profundamente
arraigada y es persistente. Incluso con un ardiente deseo de ser consciente
y estar alerta en el momento presente, la mente nos lanza a prosaicas y
fastidiosas elaboraciones del pasado y el futuro. Esta ansia de ser de otra
manera, de estar en otro sitio, impregna el cuerpo, los sentimientos, las
percepciones, la voluntad… la conciencia misma. Es como la radiación de
fondo del Big Bang del nacimiento, el temblor secundario de haber hecho
erupción en la existencia.

Si perseveras en observar la respiración, puede que después de un rato


notes que tu mente comienza a aquietarse. Experimentas periodos más
largos de concentración antes de que un pensamiento te distraiga. Te
vuelves más diestro para recordar volver al presente. Te relajas y
descubres una profunda tranquilidad. Es una quietud centrada desde la que
puedes involucrarte en el mundo con atención, con cariño.
Todo en la vida está en incesante mutación: surgiendo, modificándose,
desapareciendo. La relativa constancia de atención calmada, centrada, es
simplemente un ajuste permanente al flujo de lo que observas. No se
puede contar con nada que dé seguridad. En cuanto captas algo, se ha ido.
La angustia surge del ansia de que la vida sea distinta de lo que es. Es el
síntoma de la huida del nacimiento y la muerte, del pulso del presente. Es
el estado de ánimo roedor del desasosiego que se obsesiona con el
aferramiento a «mí» y «mío».
Quizá fuera mejor si la vida no trajera consigo el cambio; si se pudiera
contar con que proveyera de felicidad permanente. Pero como esto no es
verdad, un entendimiento sereno y claro de lo que es verdad —que
ninguna condición es permanente o fiable— debilitaría la sujeción en la
que nos mantiene el ansia. El ansia puede desaparecer al despertar al
absurdo de las suposiciones que lo fundamentan. Sin erradicarla ni
negarla, se puede renunciar al ansia de la misma manera que un niño
renuncia a los castillos de arena: no reprimiendo el deseo de hacerlos, sino
apartándose de un empeño que ya no le interesa.

Cuando se aquieta la mente alborotada, comenzamos a toparnos con lo que


está desarrollándose ante nosotros. Esto es familiar y misterioso al mismo
tiempo.
En un sentido, ya conocemos este mundo: en momentos excepcionales
con la naturaleza, un amante, una obra de arte. Pero también llega sin
avisar: mientras paseamos por una calle ajetreada, mirando una hoja de
papel sobre un escritorio, haciendo una vasija en un torno. Esta percepción
del mundo desaparece tan rápidamente como aparece. Es algo que no
podemos dirigir ni controlar.
Cuando dejamos de huir del nacimiento y la muerte, la sujeción de la
angustia se afloja y la existencia se nos revela como una pregunta. Cuando
Siddharta se encontró con una persona desfigurada por la enfermedad, otra
imposibilitada por la vejez, un cadáver y un monje errante, no solo quedó
desconcertado por la tragedia de la angustia, sino que tuvo que empezar a
cuestionar. Pero las preguntas que se hizo no eran del tipo de las que podía
mantener a distancia, reflexionar sobre ellas y alcanzar una respuesta
racional. Cayó en la cuenta de que él mismo estaba sujeto a enfermar,
envejecer y morir. El que cuestionaba no era sino la pregunta misma. El
momento fundamental de la conciencia humana: se vuelve una pregunta
para sí misma.
Semejante pregunta es un misterio, no un problema. No puede ser
«resuelta» con técnicas de meditación, o mediante la autoridad de un
texto, o la sumisión a la voluntad de un gurú. Tales estrategias meramente
sustituyen la pregunta con creencias en una respuesta.
Según este tipo de pregunta se vuelve más clara, se hace también más
enigmática. El entendimiento que genera no proporciona hechos
consoladores acerca de la naturaleza de la vida. Esta indagación ahonda
todavía más en lo que aún es desconocido.
La muerte

Como un sueño,
Todo lo que disfruto
Se convertirá en un recuerdo;
El pasado no se vuelve a visitar.
SHANTIDEVA

Encuentra de nuevo un lugar cómodo en el que sentarte, de manera que


tengas la espalda erguida y el cuerpo en posición estable y equilibrada;
entonces cierra los ojos y observa tu respiración. Siente cómo entra el aire
en tu nariz y expande tus pulmones y el diafragma. Haz una pausa, espira,
contrayendo el diafragma y los pulmones, y luego siente el aire más cálido
saliendo por la nariz. Mantén esta atención durante diez minutos,
siguiendo cada respiración de principio a fin.
Recapacita sobre tu determinación: ¿qué me ha llevado a este punto?
¿Por qué estoy sentado aquí? Intenta no quedar atrapado en secuencias de
pensamientos asociativos que te lleven a la distracción. Cuando la mente
esté calmada y centrada, considera esta pregunta:

Como solo la muerte es segura y el momento de la muerte incierto, ¿qué debo hacer?

Examina esto en tu mente, dejando que penetre su significación y desafío.


Observa si la pregunta resuena en el cuerpo y provoca un cierto estado de
ánimo no verbal, una sensación visceral. Presta más atención al matiz
corporal que evoca que a los pensamientos e ideas que genera. Si sientes
semejante matiz, permanece con él, en silencio, hasta que se desvanezca.
Aunque encuentres la pregunta estimulante intelectualmente, puede
que por lo demás te deje frío. O puede que solo provoque una vaga
insinuación de sus implicaciones. El propósito de esta meditación es
despertar la sensación de lo que significa vivir una vida que acabará. Las
siguientes reflexiones pueden ayudar a profundizar en la pregunta.

Como solo la muerte es segura…

Piensa en el comienzo de la vida en esta Tierra: organismos unicelulares


dividiéndose y evolucionando; el surgimiento gradual de peces, anfibios y
mamíferos, hasta que aparecieron los primeros seres humanos hace unos
cinco millones de años; luego los billones de hombres y mujeres que
precedieron mi propio nacimiento hace escasamente unos años. Cada uno
de ellos nació; cada uno de ellos murió. Murieron porque habían nacido.
¿Qué me diferencia a mí de cualquiera de ellos? ¿No sintieron ellos la
singularidad de su vida igual que yo siento la singularidad de la mía? Sin
embargo, el nacimiento conlleva la muerte con tanta seguridad como el
encuentro conlleva la separación.
Este organismo milagroso, compuesto de un número inconcebible de
partes interdependientes, de la célula más diminuta a los hemisferios del
cerebro, ha evolucionado a un grado de complejidad capaz de la
conciencia necesaria para comprender estas palabras. La vida depende del
mantenimiento de este delicado equilibrio, del funcionamiento de los
órganos vitales. Pero yo siento que cambia con cada pulsación de sangre,
que se desvanece con cada respiración. Soy testigo de mi envejecimiento:
la pérdida del pelo, el dolor en las articulaciones, las arrugas en la piel. La
vida merma a cada momento.
Es como si estuviera en una barca a la que lleva la corriente
continuamente. Miro por la popa, admirando el paisaje que se extiende
detrás de la embarcación. Estoy tan absorto en lo que contemplo que
olvido que la corriente me arrastra inexorablemente a una catarata que
tiene una caída de cientos de metros.
… y el momento de la muerte incierto…

Cuando trato de girar la cabeza para ver a qué distancia está la catarata, no
puedo. Solo veo lo que pasa ante mis ojos. Puedo ver la muerte de otros,
pero no la mía. También a mí me llegará el momento, pero no sé cuándo.
Considera que aunque las estadísticas nos aseguran que tenemos
muchas posibilidades de alcanzar una edad «promedio», la posibilidad no
es certeza. No puede haber ninguna garantía de que viviré hasta la semana
que viene, y menos aún durante muchos años. ¿A quién conozco de mi
propia edad que haya muerto? ¿Había algo en él que lo hiciera un
candidato susceptible de morir repentina o tempranamente? ¿En qué se
diferenciaba de mí? Me imagino en su lugar. La muerte no les sucede solo
a los demás. Ni tampoco sucederá cuando yo quiera.
Este cuerpo es frágil. Es solo carne. Escucha los latidos del corazón.
La vida depende del bombeo de un músculo.
Puede pasar cualquier cosa. Cada vez que cruzo la calle, emprendo un
viaje o bajo por las escaleras, mi vida peligra. No importa lo cauteloso que
sea, no puedo prever la distracción del hombre que conduce un coche que
se acerca, el desplome de un puente, el deslizamiento de una falla, el curso
de una bala perdida, el rumbo de un virus. La vida es propensa a los
accidentes.

… ¿qué debo hacer?

¿Para qué estoy aquí? ¿Estoy viviendo de manera que pueda morir sin
arrepentimiento? ¿Cuánto de lo que hago es una concesión? ¿Voy
posponiendo lo que «realmente» quiero hacer hasta que las condiciones
sean más favorables?
Hacerse semejantes preguntas interrumpe la complacencia en la
comodidad de la rutina y desbarata las ilusiones sobre un apreciado
sentido de la propia importancia. Me obliga a buscar de nuevo el impulso
que me anima desde las profundidades, y a apartarme de las sombras de
los patrones habituales. Me exige que examine mis apegos a la salud
física, la independencia económica, el cariño de mis amigos. Porque puedo
perder estas cosas fácilmente; a fin de cuentas, no puedo contar con ellas.
¿Hay algo con lo que pueda contar?
Podría ser que, al final, lo único en lo que puedo confiar es en mi
integridad para seguir haciéndome preguntas del tipo: Como solo la
muerte es segura y el momento de la muerte incierto, ¿qué debo hacer? Y
luego actuar basándome en ellas.

Una reflexión como esta no te dice nada que ya no sepas: que la muerte es
segura y que su momento es incierto. De lo que se trata es de considerar
estos hechos con regularidad y con calma, permitiendo que te impregnen,
hasta que surja una profunda sensación de su significado e implicaciones.
Incluso si haces esta reflexión a diario, puede que a veces no sientas nada
en absoluto; puede que los pensamientos te resulten repetitivos,
superficiales y sin sentido. Pero puede que otras veces te cautive una
urgente conciencia corporal de la inminente mortalidad. En momentos
semejantes, trata de dejar que se desvanezcan los pensamientos, y pon toda
tu atención en esa sensación.
Esta meditación contrarresta la profunda sensación psicosomática de
que hay algo permanente en tu centro que va a permanecer aún por algún
tiempo. Intelectualmente, puede que desconfiemos de semejantes
intuiciones, pero no es eso lo que sentimos la mayor parte del tiempo. Esta
sensación no es algo a lo que la información adicional o la filosofía
puedan afectar por sí solas. Hay que impugnarla en su propio terreno.
La meditación reflexiva es una manera de traducir los pensamientos al
lenguaje de la sensación. Explora la relación entre la manera en que
pensamos y percibimos las cosas y nuestra manera de sentirlas.
Descubrimos que incluso las intuiciones más poderosas, y en apariencia
evidentes, acerca de nosotros mismos se basan en suposiciones igualmente
asentadas. Aprender gradualmente a ver nuestra vida de otra manera
mediante la meditación reflexiva conduce también a sentirla de manera
diferente.
Irónicamente, puede que descubramos que la meditación sobre la
muerte no es un ejercicio morboso en absoluto. Solo cuando perdemos el
uso de algo que damos por descontado (ya sea el teléfono o un ojo) nos
vemos sacudidos al reconocimiento de su valor. Cuando arreglan el
teléfono, cuando nos quitan el vendaje del ojo, gozamos brevemente de su
restauración, pero no tardamos en volver a olvidarlos. Al darlos por
descontado, dejamos de ser conscientes de ellos. De la misma manera, al
dar la vida por descontado, dejamos de notarla. (Hasta el extremo de que
nos aburrimos y anhelamos que pase algo emocionante). Al meditar acerca
de la muerte, paradójicamente tomamos conciencia de la vida.
Qué extraordinario es estar aquí. La conciencia de la muerte puede
hacernos despertar a la sensualidad de la existencia. La respiración ya no
es una inhalación rutinaria de aire, sino una toma parpadeante de vida. El
ojo se sensibiliza al juego de luz y sombra y color; el oído, a la intricada
mezcla de sonidos. Ahí nos lleva la meditación. Permanece en ello;
descansa en ello. Observa cómo la distracción es una huida de esto, un
escape del asombro a la preocupación y los planes.

Cuando la meditación llegue a su fin, vuelve a tu respiración y postura.


Abre los ojos y absorbe lentamente lo que ves ante ti. Antes de levantarte
y volver a otras actividades, reflexiona unos momentos sobre lo que has
notado o aprendido.
Puede que estas reflexiones nos preparen para afrontar la muerte real
de otras personas. La muerte de alguien menoscaba la ilusión de
permanencia que tácitamente tratamos de mantener. No obstante, somos
muy habilidosos para encubrir tales reacciones con expresiones y
convenciones que contienen a la muerte dentro de un margen social
manejable. Meditar sobre la certeza de la muerte y la incertidumbre de su
momento ayuda a transformar la experiencia de la muerte de otra persona,
para que, en vez de una turbación molesta, pase a ser una conclusión
imponente y trágica de la transitoriedad que hay en el centro de toda vida.
Con el paso del tiempo, semejante meditación penetra en nuestra
percepción primaria de estar en el mundo. Nos ayuda a valorar más
profundamente nuestras relaciones con los demás, a los que llegamos a
considerar tan transitorios como nosotros. Evoca el patetismo implícito en
la transitoriedad de todas las cosas.
La reencarnación

«Pero si no hay otro mundo y no hay fruto y maduración de las buenas o


malas acciones, entonces aquí y ahora en esta vida seré libre de hostilidad,
aflicción y ansiedad, y viviré felizmente». Este es el segundo bienestar
adquirido…
BUDA

Lo que une a las religiones no es la creencia en Dios, sino la creencia en la


vida después de la muerte. Según el budismo religioso, volveremos a nacer
en una forma de vida que concuerde con la cualidad ética de las acciones
cometidas en esta o en una vida anterior. Las religiones monoteístas siguen
un principio similar, si bien las opciones post mortem tienden a limitarse
al cielo o el infierno. A lo largo de la historia, las religiones han explicado
que la muerte no es el fin de la vida, sino que alguna parte de nosotros —
quizá nuestra totalidad— se mantiene.
Buda aceptó la idea de la reencarnación. Se dice que, al despertar,
recordó toda la serie de nacimientos que habían precedido al presente. Más
adelante describió, a veces detalladamente, cómo las acciones consumadas
en el pasado determinan las experiencias en esta vida y cómo las acciones
realizadas ahora determinarán la calidad de nuestra vida venidera. Habló
del proceso de despertar en función de cuántas reencarnaciones le quedan
a una persona hasta liberarse del ciclo del nacimiento y la muerte
compulsivos. Aunque enseñó que la práctica del dharma es de importancia
crucial creamos o no en la reencarnación, y que la especulación acerca de
vidas futuras y pasadas es tan solo otra distracción, la evidencia no sugiere
que mantuviera un punto de vista agnóstico sobre el asunto.
Sin embargo, aunque las religiones pueden estar de acuerdo en que la
vida continúa de alguna forma después de la muerte, esto no significa que
la afirmación sea cierta. Hasta hace bien poco, las religiones mantenían
que la Tierra era plana, pero esa creencia tan extendida no afectó a la
forma del planeta. Al aceptar la idea de la reencarnación, Buda reflejó la
cosmovisión de su tiempo. En común con la tradición india, sostuvo que el
propósito de la vida es liberarse del angustioso ciclo de la reencarnación
compulsiva. (No deja de ser curioso que a los occidentales la idea de la
reencarnación les parezca consoladora). Ese punto de vista fue refrendado
por generaciones ulteriores de budistas de manera muy similar a como
ahora refrendaríamos muchos enfoques científicos que nos resultarían
muy difíciles de demostrar si tuviéramos que hacerlo.
Buda consideró la idea india prevaleciente de la reencarnación como
una base suficiente para su enseñanza ética y liberadora. Posteriormente,
el budismo religioso recalcó que la negación de la reencarnación socavaría
la base de la responsabilidad ética y la necesidad de moralidad en la
sociedad. Miedos similares fueron expresados en la época de la Ilustración
por las iglesias cristianas, que temían que la pérdida de la fe en el cielo y
el infierno conduciría a la inmoralidad rampante. Uno de los grandes
entendimientos de la Ilustración fue que un materialista ateo puede ser una
persona tan moral como un creyente… quizás incluso más. Esta
comprensión condujo a la liberación de las restricciones del dogma
eclesiástico, lo que resultó crucial para configurar el sentido de la libertad
intelectual y política que disfrutamos hoy.

Se afirma a menudo que no se puede ser budista sin aceptar la doctrina de


la reencarnación. Desde un punto de vista tradicional, resulta ciertamente
problemático cancelar la creencia en la idea de la reencarnación, ya que
entonces hay que replantearse muchos conceptos básicos. Pero si hacemos
caso al requerimiento de Buda de no aceptar las cosas ciegamente,
entonces la ortodoxia no debería ser un obstáculo al moldear nuestro
propio parecer.
Una dificultad que ha acosado al budismo desde el principio es la
cuestión de qué es lo que se reencarna. Las religiones que postulan un yo
eterno distinto del complejo cuerpo-mente evaden este dilema: puede que
el cuerpo y la mente mueran, pero el yo permanece. Sin embargo, una de
las ideas budistas centrales es que semejante yo no puede encontrarse por
medio del análisis ni percibirse en la meditación. Esta sensación de
identidad personal, tan profundamente arraigada, es una ficción, un hábito
trágico que constituye la base del ansia y la angustia. ¿Cómo conciliar esto
con la reencarnación, que implica necesariamente la existencia de algo que
no solo sobrevive a la muerte del cuerpo y el cerebro, sino que de alguna
manera atraviesa el espacio entre un cadáver y un óvulo fecundado?
Diferentes escuelas budistas han propuesto respuestas diversas a esta
pregunta, lo que ya en sí mismo sugiere que sus puntos de vista se basan
en la especulación. Algunas afirman que la fuerza del ansia, impulsada por
el hábito, reaparece inmediatamente en otra forma de vida; otras postulan
varios tipos de conciencia mental sin base física que pueden pasar varias
semanas antes de encontrar un útero adecuado.
Este tipo de especulaciones nos aleja de la perspectiva agnóstica y
pragmática de Buda y nos lleva a una consideración de puntos de vista
metafísicos que no pueden ni demostrarse ni refutarse, ni verificarse ni
desmentirse. Incluso si apareciera un día una evidencia irrefutable de la
reencarnación, tan solo plantearía otras cuestiones más difíciles. El mero
hecho de la reencarnación no implicaría ningún vínculo ético entre una
existencia y la próxima. Demostrar que a la muerte le seguirá otra vida no
es lo mismo que demostrar que un asesino renacerá en el infierno y un
santo en el cielo.
La idea de la reencarnación es significativa en el budismo religioso
solo en cuanto provee de un vehículo para la crucial doctrina metafísica
india de las acciones y sus resultados, conocida como el «karma». Aunque
Buda aceptó la idea del karma igual que aceptó la de la reencarnación,
cuando le preguntaron acerca de ese tema tendió a enfatizar sus
implicaciones psicológicas en vez de las cosmológicas. «El karma», dijo a
menudo, «es intención»: es decir, un movimiento de la mente que ocurre
cada vez que pensamos, hablamos o actuamos. Siendo conscientes de este
proceso, llegamos a comprender que las intenciones conducen a los
patrones habituales de conducta, que a su vez afectan a la cualidad de
nuestra experiencia. A diferencia de la perspectiva enseñada a menudo por
los budistas religiosos, él negó que el karma fuera suficiente por sí solo
para explicar el origen de la experiencia individual.
Sin embargo, todo esto no tiene nada que ver con la compatibilidad (o
no) del budismo y la ciencia moderna. Resulta extraño que una práctica
que se ocupa de la angustia y el fin de la angustia se vea obligada a
adoptar antiguas teorías metafísicas indias y, de esta forma, a aceptar
como artículo de fe que la conciencia no puede explicarse en cuanto a
función cerebral. La práctica del dharma nunca puede estar en
contradicción con la ciencia: no porque provea de alguna legitimación
mística a los descubrimientos científicos, sino porque sencillamente no le
interesa ni legitimarlos ni deslegitimarlos. Su único interés es la
naturaleza de la experiencia existencial.

¿Dónde nos deja esto? Puede parecer que hay dos opciones: creer en la
reencarnación o no. Pero hay una tercera alternativa: reconocer, con toda
modestia, que no sé. No tenemos ni que adoptar las versiones literales de
la reencarnación presentadas por la tradición religiosa ni caer en el
extremo de considerar la muerte como la aniquilación. No importa lo que
creamos, nuestras acciones reverberarán más allá de nuestra muerte.
Independientemente de nuestra supervivencia personal, el legado de
nuestros pensamientos, palabras y obras permanecerá a través de las
impresiones que dejamos en las vidas de los que hemos influenciado o
afectado de cualquier manera.
La práctica del dharma requiere la valentía de afrontar qué significa
ser humano. Todas las imágenes que tenemos del cielo y el infierno o los
ciclos de la reencarnación sirven para suplantar lo desconocido con una
imagen de lo que ya es conocido. Aferrarse a la idea de la reencarnación
puede amortecer la indagación.
La incapacidad de armarnos de valor para arriesgarnos a tener una
postura no dogmática y no evasiva con respecto a estos cruciales asuntos
existenciales puede también enturbiar nuestra visión ética. Si queremos
que nuestras acciones en el mundo emanen de un encuentro con lo que es
central en la vida, no deben estar nubladas por el dogma o la
tergiversación. El agnosticismo no es una excusa para la indecisión. Ante
todo, es un catalizador para la acción; ya que, al desviar el interés de una
vida futura y volver a traerlo al presente, exige una ética de la empatía en
vez de una metafísica del miedo y la esperanza.
La determinación

Cuando los cuervos encuentran una serpiente moribunda,


Se comportan como si fueran águilas.
Cuando me veo a mí mismo como una víctima,
Me siento herido por fracasos insignificantes.
SHANTIDEVA

La vida no está ni llena de sentido ni carente de él. El sentido y su


ausencia se lo dan a la vida el lenguaje y la imaginación. Somos seres
lingüísticos que habitamos una realidad en la que tiene sentido tener
sentido.
Para que la vida tenga sentido necesita un propósito. Incluso si nuestra
meta en la vida es estar totalmente en el aquí y ahora, libres del
condicionamiento del pasado y de cualquier idea de un objetivo que hay
que alcanzar, aún tendremos un propósito claro… sin el que la vida no
tendría sentido. Un propósito se constituye con palabras e imágenes. Y nos
resulta tan imposible salimos del lenguaje y la imaginación como salimos
de nuestro cuerpo.

El problema no es que nos falte determinación, sino que la mayoría de las


veces esta está mal enfocada. Los sentimientos cargados de sentido no
duran. Resolvemos hacernos ricos y famosos, y al final descubrimos que
tales cosas son incapaces de proporcionar ese bienestar permanente que
inicialmente proyectábamos sobre ellas. La riqueza y el éxito están muy
bien; pero una vez que los tenemos su atractivo se desvanece. Es como
trepar a una montaña. Gastamos mucha energía y confiamos en alcanzar la
cima, y cuando llegamos allí descubrimos que queda achicada por otro
cerro aún más alto.
En un mundo cambiante y ambiguo, ¿hay algo digno de un
compromiso total? Resulta tentador apelar, para que nos dé un propósito, a
un Dios fuera del tiempo y el espacio, un Absoluto transcendente que
asegure el sentido último. Pero ¿no es esta apelación un ansia del consuelo
de la religión? ¿No es caer en las garras del embelesamiento del lenguaje?
La práctica del dharma no empieza con la creencia en una realidad
transcendente, sino con la aceptación de la angustia que se siente en un
mundo incierto.
Puede que un propósito no sea más que una serie de imágenes y
palabras, pero, aun así, podemos estar totalmente comprometidos con él.
Semejante determinación implica aspiración, reconocimiento y
convicción: aspiro a despertar, reconozco su valor y estoy convencido de
que es posible. Esto es un acto enfocado que abarca a la persona entera. La
aspiración es tanto un anhelo corporal como un deseo intelectual; el
reconocimiento es tanto una pasión como una preferencia; la convicción es
tanto una intuición como una conclusión racional. Independientemente del
propósito con el que nos comprometamos, cuando se suscitan semejantes
sentimientos la vida se imbuye de sentido.

La angustia surge de ansiar que la vida sea diferente de como es. Ante un
mundo cambiante, semejante ansia busca consuelo en algo permanente y
digno de confianza, en una personalidad capaz de controlar las cosas, en
un Dios que se haga cargo del destino. La ironía de esta estrategia es que
resulta ser la causa de lo que trata de ahuyentar. Al anhelar que la angustia
se mitigue de estas maneras, reforzamos lo que da lugar a la angustia en
primer lugar: el ansia de que la vida sea distinta a como es. Vemos que
estamos dando vueltas en un círculo vicioso. Cuanto más intensa es la
angustia, más queremos deshacernos de ella, pero cuanto más queremos
deshacernos de ella, más intensa se vuelve.
Semejante conducta no es simplemente un error tonto que podemos no
tomar en cuenta. Es un hábito profundamente arraigado, una adicción.
Persiste incluso cuando somos conscientes de su naturaleza
autodestructiva. Para contrarrestarlo se requiere la determinación
igualmente fuerte de vivir de otra manera. Sin embargo, no es probable
que esto haga que nos sintamos distintos inmediatamente. Puede que un
fumador determine fervientemente dejar los cigarrillos, pero eso no evita
el tirón del anhelo cada vez que entra en una habitación llena de humo. Lo
que cambia es su determinación.
La práctica del dharma se fundamenta en la determinación. No se trata
de una conversión emocional, ni un darse cuenta devastadoramente del
error de nuestra manera de vivir, ni de un deseo ardiente de ser buenos,
sino de una reflexión constante y sentida acerca de nuestras prioridades,
valores y propósito. Necesitamos seguir haciendo balance de nuestra vida
de manera inexorable y poco sentimental.

Alguien podría decir: «Tomo la determinación de despertar, de llevar un


modo de vida que conduzca a ese fin, y de cultivar amistades que lo
alienten», pero puede que sienta exactamente lo contrario gran parte del
tiempo. A menudo nos contentamos con ir viviendo día a día, siguiendo
rutinas, consintiéndonos hábitos, e ir tirando, apenas conscientes del eco
de fondo de nuestra determinación más profunda. Sabemos que esto es
insatisfactorio y poco sincero… pero seguimos haciéndolo. Incluso
durante la meditación puede que repitamos mecánicamente la práctica, nos
pongamos a fantasear, nos aburramos. O nos creamos muy buenos y
piadosos.
Despertar es el propósito que abarca todos los propósitos. Lo que
hacemos es significativo en la medida en que nos lleva a despertar, y es
carente de sentido en la medida en que nos aleja de ello. La práctica del
dharma es el proceso mismo del despertar: los pensamientos, palabras y
actos que van tramando el tejido de experiencia, haciendo de él un todo
coherente. Y este proceso es participativo: sustentado y madurado por
comunidades de amistades.
El proceso del despertar es como andar por un camino. Cuando
encontramos tal camino después de horas de ir abriéndonos paso con
dificultad por la maleza, sabemos por fin que vamos a alguna parte.
Además, de pronto descubrimos que podemos movernos libremente sin
impedimento. Nos asentamos en un paso rítmico y fácil. Al mismo
tiempo, volvemos a conectar con otros: hombres, mujeres y animales que
han caminado por aquí antes que nosotros. El camino se mantiene como
camino solo por las pisadas. De la misma manera que otros han creado
este camino para nosotros, así también al andar por él lo estamos
manteniendo para los que vendrán después de nosotros. Lo que cuenta no
es tanto el destino, sino la determinación de dar el paso siguiente.
Ir por el camino del despertar puede abarcar una variedad de
propósitos. A veces, puede que nos centremos en los detalles específicos
de la existencia material: crear un medio de vida que esté de acuerdo con
nuestros valores y aspiraciones más profundos. A veces, puede que nos
repleguemos: liberándonos de presiones sociales y psicológicas para
reconsiderar nuestra vida en un contexto tranquilo y solidario. A veces,
puede que nos involucremos con el mundo: respondiendo con empatía y
creatividad a la angustia de otros.
No hay ninguna jerarquía entre estos propósitos; uno no es «mejor»
que otro; no «progresamos» de uno al otro. Cada uno de ellos tiene su
propio tiempo y lugar. Si buscamos el desapego y la claridad interiores
mientras nuestra vida externa no está en orden, puede que disfrutemos de
escapadas periódicas del barullo, pero no encontraremos ecuanimidad
duradera. Si nos dedicamos con empeño al bienestar del mundo mientras
que nuestra vida interior está hendida por ideales irracionales y obsesiones
no resueltas, podemos socavar fácilmente nuestra determinación.

El compromiso con el propósito más digno tiene poco valor si carecemos


de la confianza en nuestra habilidad para llevarlo a cabo. Puede que nos
consolemos con la idea de que en algún momento futuro se producirá el
despertar como recompensa por haber creído en él durante el tiempo
suficiente. Esto es literalizar el propósito: confundir un objetivo valioso
con una entidad dotada de una existencia oscura, metafísica. El ansia de
consuelo puede estar más profundamente arraigada de lo que quisiéramos
admitir. Hace posible que nos sintamos bien con nosotros mismos sin tener
que hacer mucho. Pero ¿podemos permitirnos el lujo del consuelo en un
mundo en el que la muerte es la única certeza, su momento es incierto y el
más allá es solo una hipótesis?
El compromiso con la práctica del dharma nos mantiene alerta.
Podemos darnos cuenta de cuándo nuestra determinación se mitiga en la
rutina acomodaticia, y observar cómo tratamos de justificarnos buscando
la aprobación de los demás. Podemos ser conscientes de cómo tendemos a
ignorar la angustia o a escaparnos de ella en vez de comprenderla y
aceptarla. Podemos tomar conciencia de que incluso cuando caemos en la
cuenta de estas cosas, raramente nos comportamos de manera diferente en
el futuro. A pesar de nuestra explícita determinación, seguimos siendo
criaturas de hábito.
La determinación es activada por la confianza en uno mismo, que a su
vez depende del tipo de imagen de nosotros mismos que tengamos. Si nos
consideramos insignificantes, siempre a la sombra de otros, entonces la
más ligera dificultad nos parecerá desalentadora. Nos sentiremos atraídos
por los que insisten en que el despertar es una meta lejana, accesible tan
solo para unos pocos privilegiados. A la inversa, si nos consideramos
superiores a los demás, entonces, aunque externamente nos mostremos
desdeñosos con respecto a las dificultades, nos atormentará la humillación
cuando estas nos venzan. Rehuiremos la amistad de los que podrían
ayudarnos a disipar el engreimiento que nos atrapa en otro ciclo más de
angustia.
La confianza en uno mismo no es una forma de arrogancia. Es
confianza en nuestra capacidad para despertar. Es tanto la valentía para
afrontar, sin perder la ecuanimidad, todo lo que la vida nos lance, como la
humildad para tratar cada situación que encontramos como una
oportunidad para aprender.
La integridad

Un monje le preguntó a Yun Men: «¿Qué son las enseñanzas de toda una
vida?». Yun Men dijo: «Una declaración apropiada».
LOS ANALES DEL ACANTILADO AZUL

La determinación de despertar requiere la integridad de no herir a nadie


durante el proceso. La práctica del dharma no puede abstraerse de la
manera en que nos relacionamos con el mundo. Nuestros actos, palabras e
intenciones crean un ambiente ético que sustenta la determinación o la
debilita. Si nos comportamos de una manera que hiere a otros o a nosotros
mismos, la capacidad de centrarnos en la tarea se debilitará. Nos
sentiremos alterados, distraídos, ansiosos. La práctica tendrá menos
efecto, como si la vitalidad de la determinación se estuviera agotando.
La integridad ética se arraiga en el sentido de quiénes somos y en qué
tipo de realidad vivimos. Puede que considerarnos criaturas aisladas y
ansiosas en un mundo hostil no sea una perspectiva filosófica consciente,
sino una sensación visceral oculta bajo la imagen de persona compasiva y
responsable que proyectamos al mundo. Solo cuando estamos asustados o
nos sentimos agobiados por la avaricia o el odio se trasluce esta actitud
subyacente. Entonces cada uno se experimenta a sí mismo enfrentado al
resto del mundo: un alma desesperada luchando por sobrevivir entre los
demás.
Hay muchas maneras de herir a otros cuando sentimos esto: desde
matarlos o herirlos físicamente, o privarlos de lo que es legítimamente
suyo, hasta abusar o aprovecharnos sexualmente de ellos; desde mentir,
hablando mal de ellos a sus espaldas, o hacer comentarios crueles o
cáusticos, hasta hacerles perder el tiempo con palabrerías sin sentido. La
integridad conlleva no solo abstenerse de actos manifiestos de este tipo,
sino también darnos cuenta de cómo nos planteamos semejante conducta
en nuestros pensamientos, la repetimos en nuestras fantasías o nos
preparamos para ella aunque luego nos amilanemos antes de llevarla a
cabo.

También hay momentos en los que no nos sentimos en pugna con los
demás, sino que nos vemos como participantes en una realidad
compartida. Como seres empáticos en una realidad participativa, no
podemos herir, abusar, robar o mentir a otros sin perder nuestra integridad.
La integridad ética se origina en la empatía, ya que entonces nos
tomamos en serio el bienestar de los demás y tendemos a ser generosos y
cariñosos. Nuestros pensamientos, palabras y actos se basan en un sentido
de lo que tenemos en común en vez de lo que nos separa. Pero el hecho de
que sintamos profundamente las dificultades de alguien y nos motiven las
intenciones más nobles no asegura que lo que hagamos será lo mejor para
todos. La empatía por sí sola no evitará que cometamos errores.
Aunque está enraizada en la empatía, la integridad requiere también
valentía e inteligencia, porque toda decisión ética importante entraña un
riesgo. Y aunque no podemos saber de antemano las consecuencias de las
decisiones que tomamos, podemos aprender a ser más éticamente
inteligentes.
La inteligencia ética se cultiva aprendiendo de errores concretos.
Podemos discernir cuándo aparece un hábito reactivo y nos apremia a
adoptar el camino familiar de la menor resistencia. Podemos darnos
cuenta de cuándo la empatía se rinde ante el miedo o el interés personal.
Podemos estar atentos a las palabras y gestos que guardan las apariencias
y dan la impresión de ser empáticos, liberándonos de la responsabilidad. Y
podemos percibir cuándo estamos eludiendo las crisis del riesgo.
¿Con cuánta frecuencia nos abstenemos de actuar por miedo a cómo
podrían ser recibidas nuestras acciones? Dejar pasar un momento
semejante puede ser angustioso. Combatir tales miedos requiere la
valentía de vivir de manera menos egocéntrica y más compasiva. No
importa lo atemorizante que pueda ser una situación, en cuanto decimos o
hacemos algo, de pronto se transforma. Cuando la puerta de la vacilación
está cerrada, entramos en un mundo dinámico y fluido, que nos desafía a
actuar una y otra vez.
La meditación que más reflexiona acerca de la ética deja el mundo
intacto; una sola palabra o acción puede transformarlo para siempre.

La integridad ética requiere la inteligencia para comprender la situación


presente como fruto de decisiones anteriores, y la valentía de
involucrarnos con ella como espacio para la creación de lo que está por
venir. Nos faculta para aceptar la ambigüedad de un presente que está
simultáneamente ligado a un pasado irrevocable y libre para un futuro
indeterminado.
La integridad ética no es una certeza moral. La certeza a priori acerca
del bien y el mal no se aviene con un mundo cambiante y voluble, en el
que el futuro está abierto, esperando nacer de decisiones y acciones.
Semejante certeza puede resultar consoladora y fortalecedora, pero puede
embotar la conciencia de la unicidad de cada momento ético. Cuando nos
confrontan las complejidades de este momento, sin precedentes e
irrepetibles, la cuestión no es: «¿Qué es lo correcto que debemos hacer?»,
sino: «¿Qué es lo compasivo que debemos hacer?». Esta cuestión puede
ser abordada con integridad, pero no con certeza. Al aceptar que cada
acción es un riesgo, la integridad acepta la falibilidad que la certeza evade
desdeñosamente.
La integridad ética se ve amenazada tanto por el apego a la seguridad
de lo conocido como por el miedo a la inseguridad de lo desconocido.
Corre el riesgo de ser amortiguada implacablemente por los vientos del
deseo y el miedo, la duda y la preocupación, la fantasía y el egoísmo.
Cuanto más nos rendimos a estas cosas, más se erosiona nuestra integridad
y nos vemos arrastrados por la ola del hábito psicológico y social. Cuando
respondemos a un dilema moral, repetimos simplemente los gestos y las
palabras de uno de nuestros padres, una persona con autoridad o un texto
religioso. Si bien el condicionamiento moral puede ser necesario para la
estabilidad social, es inadecuado como paradigma de integridad.
A veces, sin embargo, actuamos de una manera que nos sorprende. Un
amigo nos pide consejo acerca de una delicada decisión moral. Pero, en
vez de ofrecerle algún cliché consolador o la sabiduría de alguna otra
persona, decimos algo que no sabíamos que sabíamos. Semejantes gestos y
palabras surgen del cuerpo y la lengua con espontaneidad chocante. No
podemos llamarlos «nuestros», pero tampoco los hemos copiado de otros.
La compasión ha disuelto el control del ego. Y, durante unos estimulantes
segundos, saboreamos la libertad creativa del despertar.
La amistad

De igual manera que la madrugada es el heraldo del surgimiento del sol, así la
amistad verdadera es el heraldo del surgimiento del noble camino óctuple.
BUDA

La práctica del dharma no es tan solo una cuestión de cultivar la


determinación y la integridad en la intimidad de nuestro corazón. Se
encarna en las amistades. Nuestra práctica se nutre, se sustenta y se pone a
prueba mediante el contacto habitual con los amigos y guías que buscan
realizar el dharma en sus propias vidas.
Nacimos solos y moriremos solos. Pasamos gran parte de nuestro
tiempo absortos en sentimientos y pensamientos que nunca podemos
compartir totalmente. Pero, sin embargo, nuestras vidas se definen
mediante las relaciones con los demás. El cuerpo testifica a nuestros
padres y a innumerables generaciones de antepasados, el lenguaje testifica
a los que lo comparten, los pensamientos más íntimos testifican a los que
amamos y tememos. Simultáneamente y siempre, estamos solos con los
demás.
Somos seres participativos que vivimos en una realidad participativa,
buscando relaciones que realcen nuestro sentido de lo que significa estar
vivos. Desde el punto de vista de la práctica del dharma, un amigo
verdadero es más que simplemente alguien con quien compartimos valores
comunes y que nos acepta como somos. Un amigo semejante es alguien en
quien podemos confiar para redefinir nuestro entendimiento de lo que
significa estar vivos, alguien que puede guiarnos cuando estamos perdidos
y ayudarnos a encontrar el camino siguiendo un sendero, alguien que
puede aliviar nuestra angustia con la serenidad de su presencia.

Aunque semejantes amistades ocurren de manera natural entre personas


con aspiraciones e intereses similares, ciertas amistades cruciales se forjan
también con los que respetamos por haber alcanzado una madurez y un
entendimiento mayores que los nuestros. Tales personas ofrecen guía y
apoyo con cada aspecto de su ser. La manera en que mueven su cuerpo y
sostienen nuestra mirada con sus ojos, las cadencias de su habla, sus
respuestas a las provocaciones repentinas, la forma en que se relajan con
facilidad y se ocupan de sus tareas cotidianas: todas estas cosas nos dicen
tanto como sus palabras. Y a nosotros también se nos invoca a responder
así. En este tipo de relación no somos meros recipientes de conocimientos.
Se nos invita a la interacción, a confrontar y ser confrontados.
Estos amigos son maestros en el sentido de que son diestros en el arte
de aprender de toda situación. No buscamos la perfección en estos amigos,
sino más bien la aceptación sincera de la imperfección humana. Tampoco
buscamos la omnisciencia, sino una admisión irónica de la ignorancia.
Deberíamos tener cuidado de no ser seducidos por suplidores carismáticos
de Iluminación. Porque los amigos verdaderos no tratan de presionarnos,
ni siquiera afable o razonablemente, para que creamos aquello de lo que
nos sentimos inseguros. Estos amigos son como comadronas, que hacen
salir lo que está listo para nacer. Su tarea no es hacerse indispensables,
sino redundantes.
Estos amigos son nuestro vínculo vital con el pasado y con el futuro.
Porque también ellos fueron nutridos por amistades, en muchos casos con
personas que ya están muertas. La práctica del dharma ha sobrevivido
mediante una serie de amistades que se expande a lo largo de la historia…
hasta Gautama mismo. Por medio de esas amistades se nos confía un hilo
delicado que conecta las generaciones pasadas con las futuras. Estos
momentos frágiles, íntimos, están llenos de endeudamiento y
responsabilidad. La práctica del dharma florece solo cuando florecen tales
amistades. No tiene otro medio de transmisión.
Y estos amigos son nuestros vínculos vitales con una comunidad que
vive y forcejea hoy. A través de ellos, pertenecemos a una cultura del
despertar, una matriz de amistades, que se expande a círculos cada vez
más amplios para abarcar no solo a los «budistas», sino a todos aquellos
que real o potencialmente están comprometidos con los valores de la
práctica del dharma.

Las formas de esta amistad han cambiado a lo largo de la historia. El


dharma ha pasado por culturas sociales y éticas con ideales diferentes de
lo que constituye la amistad verdadera. Han surgido dos formas primarias:
el modelo de confraternidad del budismo temprano y el modelo de gurú-
discípulo de las tradiciones posteriores. En ambos casos, la amistad se ha
enmarañado con temas de la autoridad religiosa.
Antes de morir, Buda declaró que el dharma sería suficiente como guía
personal. En la comunidad inicial, la amistad se fundaba en la adhesión
común a las reglas de la disciplina que Buda diseñó para apoyar la práctica
del dharma. La comunidad era una confraternidad bajo la guía formal de
un preceptor paternal o preceptora maternal. Aunque el sistema reflejaba
la jerarquía de una extensa familia india, en la que todos respetaban la
ancianidad, la autoridad final no dependía de la posición de una persona en
la jerarquía, sino de las reglas de disciplina. La amistad verdadera se
modelaba en las relaciones entre los hermanos y entre padres e hijos, con
la diferencia de que todos eran iguales a los ojos del dharma y todos
estaban sujetos a su ley.
Después de unos quinientos años, ciertas escuelas adoptaron el modelo
indio del gurú-discípulo. En este, el maestro se convirtió en una figura
heroica a cuya voluntad se rendía el discípulo como medio para acelerar el
proceso del despertar. Esta relación reflejaba la del señor y el sirviente o la
feudal del noble y el vasallo. El diferente grado de poder entre el gurú y el
discípulo se utilizaba como un medio de transformación personal. Los
elementos de dominio y sumisión (y con ellos el peligro concomitante de
la coacción) llegaron a caracterizar el concepto de la verdadera amistad.
Si, después de un escudriñamiento detallado, aceptabas a alguien como tu
maestro, entonces se esperaba que lo reverenciaras y obedecieras. En
diversos grados, la autoridad del dharma era reemplazada por la autoridad
del gurú, que, en algunas tradiciones, llegó a asumir el papel del mismo
Buda.
A pesar de la naturaleza contradictoria de estos modelos, coexistieron
en la práctica. Como seguidor de las reglas de disciplina de Buda, un
amigo verdadero era responsable ante la comunidad y el dharma, pero
como gurú estaba libre de toda crítica formulada por la mente ilusa. La
mayoría de las tradiciones del budismo actual representan uno de estos
ideales de amistad o una mezcla de ambos.

En las sociedades democráticas laicas contemporáneas, semejantes


modelos tradicionales de amistad están abocados a ser cuestionados.
Porque puede que ya no nos sintamos a gusto con amistades definidas por
la jerarquía de una familia ampliada, los preceptos de la ley o la sumisión
a la voluntad de otra persona. Puede que ya no sintamos la necesidad de
llevar un uniforme o sacrificar de forma alguna nuestra normalidad. Los
nombres exóticos, las túnicas, las insignias distintivas, los títulos —los
atavíos de la religión— confunden tanto como ayudan. Refrendan el
supuesto de la existencia de una élite cuyo compromiso explícito le
confiere una excepcionalidad implícita.
No son solo las circunstancias diferentes las que plantean cuestiones
acerca de la naturaleza de la amistad verdadera. Es de mayor significación
que percibamos que las circunstancias son diferentes. La conciencia
histórica misma marca la diferencia. Ya no es posible mantener que la
práctica del dharma ha permanecido inalterada desde los tiempos de Buda.
Ha evolucionado y continúa evolucionando a formas distintivas que son
características de las condiciones de la época. Ha sobrevivido
precisamente debido a su habilidad para responder creativamente al
cambio.
¿Qué rasgos de la vida contemporánea son más propensos a afectar al
concepto de la amistad verdadera? El respeto mutuo a la autonomía
creativa de la experiencia individual tendría prioridad sobre la sumisión a
los dogmas de una escuela o la autoridad autocrática de un gurú. La
responsabilidad de un amigo sería la de alentar la individuación, la
confianza en uno mismo y la imaginación. Semejante amistad estaría
sustentada por conceptos como la relación «Yo-Tú» de Martin Buber, y el
ideal de «disponibilidad» para otro del filósofo católico francés Gabriel
Marcel. Su práctica puede acercarse a la experiencia de la psicoterapia, en
la que un «espacio libre y protector» permite un encuentro que es propicio
simultáneamente a la confianza, la apertura y el restablecimiento. Para
aprender y aleccionar, puede que tome como modelo la relación del artista
y el aprendiz, en la que se desarrollan habilidades para poder llevar a
efecto la creatividad con capacidad y pericia técnicas.
Cada vez que el budismo se ha convertido en una religión, la amistad
verdadera ha tendido a ser supeditada a cuestiones de poder. Tanto el
modelo de la confraternidad como el de gurú-discípulo han dado lugar a
organismos grandes, impersonales, jerárquicos y autoritarios gobernados
por élites profesionales. En muchos casos, estas instituciones se han
convertido en iglesias establecidas, avaladas y apoyadas por estados
soberanos. A menudo, esto ha llevado a un conservadurismo rígido y una
intolerancia a la disidencia.
Este proceso no es inevitable. También es posible imaginar una
comunidad de amistades en la que la diversidad se celebre en vez de
censurarse. En la que la pequeña escala se considere un éxito en vez de un
fracaso. En la que el poder sea compartido por todos en vez de recaer en
una minoría de expertos. En la que los hombres y las mujeres sean tratados
como iguales genuinos. En la que las preguntas se valoren más que las
respuestas.
EL CAMINO

Un día, un anciano estaba dando vueltas en torno al


Monasterio Reting. Geshe Drom le preguntó: «Señor, me
alegra verle dando vueltas, pero ¿no preferiría estar
practicando el dharma?».
Recapacitando sobre ello, el anciano sintió que sería
mejor que se protegiera leyendo algunas escrituras
budistas. Mientras leía en el patio del templo, Geshe
Drom le dijo: «Me alegra verle leyendo el dharma, pero
¿no preferiría practicarlo?».
Al oír esto, el anciano pensó que lo mejor que podía
hacer sería meditar asiduamente. Dejó de leer y se sentó
en un cojín, con los ojos entornados. Drom dijo: «Qué
bien verle meditando, pero ¿no preferiría estar
practicando el dharma?».
Como no le quedaba nada más que hacer, el anciano
preguntó: «Geshe-la, ¿cómo debo practicar el
dharma?».
«Cuando lo practicas», respondió Drom, «no hay
diferencia entre el dharma y tu mente».

TTSUN BA JE GOM
Consejos diversos de los Maestros Kadampa
La conciencia

Y, además, un monje, cuando va, sabe que «estoy yendo». Cuando está de
pie, sabe que «estoy de pie». Cuando está sentado, sabe que «estoy sentado».
Cuando está acostado, sabe que «estoy acostado».
BUDA

Abro el frigorífico y descubro que no tengo leche, así que decido bajar a la
tienda a comprarla. Cierro la puerta, giro a la izquierda en la calle, voy por
la acera dos manzanas, vuelvo a girar a la izquierda dos veces, entro en la
tienda, cojo un cartón de leche del estante, pago en la caja, salgo de la
tienda, giro a la derecha dos veces, regreso por la acera dos manzanas, giro
a la derecha, abro la puerta y vuelvo a entrar en la cocina.
La única evidencia que tengo de que eso ha sucedido es el cartón de
leche fría que sujeto en la mano con más bien demasiada firmeza.
Cuando trato de reconstruir estos diez minutos que se han esfumado,
recuerdo estar absorto acordándome de algo que S me dijo ayer y que he
estado intentando apartar de mi mente desde entonces. Me molestó y se
me ha quedado clavado como una punzada de desasosiego en la zona
superior del estómago. Recuerdo que mientras andaba estaba ensimismado
pensando en lo que le debería haber dicho cuando hizo el comentario y en
lo que le diría si lo repitiera. Las palabras exactas de mi respuesta se me
escapan. Pero recuerdo sentirme complacido por su mezcla punzante de
displicencia y crueldad, confirmada, en mi imaginación, por la mirada de
miedo en el rostro de S, que quedaba clavada al suelo de madera rugosa.
No recuerdo en absoluto el primer escalofrío, indicio del invierno, en
la ráfaga de viento que arrastró ante mí las últimas hojas mustias por la
acera mientras me apretaba la cálida solapa contra la piel de mi cuello. Y
aunque miraba fijamente en dirección a S, pasé por alto el gesto con el
brazo de mi amigo encaramado en su bici al otro lado de la calle, su
llamada y su silbido, su sonrisa cuando se fue al ponerse el semáforo en
verde.

Pasamos así gran parte de nuestro tiempo. Cuando nos damos cuenta de
ello, empezamos a sospechar que no estamos enteramente al mando de
nuestra vida. Gran parte del tiempo nos controla una oleada implacable e
insistente de impulsos. Nos percatamos de esto en ciertos momentos
calmados de reflexión, pero generalmente nos lleva consigo la cresta de su
ola. Hasta que, claro está, nos estrellamos una vez más contra las rocas de
la vergüenza recriminatoria, y de ahí caemos en estados emocionales y
depresiones.
Una de las cosas más difíciles de recordar es acordarse de acordarse.
La conciencia comienza cuando recordamos lo que tendemos a olvidar. Ir
flotando a la deriva por la vida sobre una oleada acolchada de impulsos no
es más que una de las muchas estrategias del olvido. No solo olvidamos
recordar, también olvidamos que vivimos en un cuerpo con sensaciones y
sentimientos y pensamientos y emociones e ideas. Preocuparse por lo que
dijo un amigo nos puede turbar tan completamente que nos aísla del resto
de nuestra experiencia. El mundo de los colores y formas, sonidos, olores
y sensaciones se vuelve apagado y remoto. Incluso la persona que nos
ofrece simpatía nos parece ajena y fuera de nuestro alcance. Nos sentimos
cerrados en nosotros mismos y a la deriva.
Parar y prestar atención a lo que está sucediendo en el momento es una
manera de librarse de semejantes fijaciones. Es también una definición
razonable de meditación.

Aunque la meditación puede cultivarse como una práctica formal una o


dos veces al día durante media hora o así, el objetivo es introducir una
conciencia nueva en todo lo que hacemos. Ya esté andando o parado,
sentado o tumbado, solo o con compañía, descansando o trabajando, trato
de mantener esa misma atención cuidadosa. De modo que cuando vaya a
comprar leche, percibiré el sonido rasposo de las hojas en la acera, así
como mi enfado y dolor por lo que dijo S.
La conciencia es un proceso de ahondar en la aceptación de uno
mismo. No es ni un examen frío o quirúrgico de la vida ni un medio para
volverse perfecto. Lo que observa, lo acepta. No hay nada indigno de ser
aceptado. Indudablemente, la luz de la conciencia iluminará cosas que
preferiríamos no ver. Y puede que esto conlleve un descenso a lo que está
prohibido, reprimido, negado. Puede que desenterremos recuerdos
inquietantes, errores irracionales de la infancia. Puede que tengamos que
aceptar no solo a un sabio potencial oculto en nuestro interior, sino
también a un potencial asesino, violador o ladrón.
A pesar de la percepción que puedo tener de mí mismo como una
persona afectuosa, observo que quiero darle un puñetazo en la cara a S.
¿Qué sucede generalmente con este odio? Me refreno de expresarlo, no por
el gran amor que siento por S, sino por cómo afectaría a la opinión que los
demás tienen de mí. Asimismo, el apego a mi imagen me lleva a rehusar y
olvidar esta crueldad. De una manera u otra, la niego. No permito que
entre en el campo de la conciencia. No la acepto.
O puede que la considere una fantasía, ya sea en mi imaginación o en
el diván del analista. Esto puede que alivie los síntomas del enfado y la
frustración, pero ¿cambiará algo cuando S me dirija su próximo
comentario mordaz? Probablemente no. Puede que semejantes fantasías
incluso refuercen el tipo de emociones que tratan de aliviar. Cuando el
rencor surge de nuevo, algo dentro de mí sabe inmediatamente cómo
mitigarlo. Esto se convierte en un hábito que exige dosis aún mayores de
ira para disfrutar al aliviarlas. Podría desarrollar un gusto sutil por la
violencia. Incluso podría ser que acabara por pegar a S.
Pero aceptar el odio no significa entregarse a él. Aceptar el odio es ver
lo que es: un estado de ánimo destructivo pero transitorio. La conciencia
observa cómo surge de pronto, coloreando la percepción y apoderándose
del cuerpo. El corazón se acelera, la respiración se vuelve superficial y
picuda, y un ansia casi física domina la mente. Al mismo tiempo, este
furor se asienta sobre un abismo oscuro y callado de daño, humillación y
vergüenza. La conciencia observa todo esto sin disculparlo o condenarlo,
sin reprimirlo o expresarlo. Reconoce que el odio se irá de la misma
manera que ha venido.
Al identificarnos con él («Estoy realmente furioso»), le damos alas. No
es que decidamos esto conscientemente. El arranque impulsivo tiene un
ímpetu tan abrupto que, para cuando nos damos cuenta del enfado, ya se ha
producido la identificación. De pronto nos percatamos de que estamos
sudando, el corazón nos late con más fuerza, se nos atragantan palabras
hirientes en la garganta y tenemos los puños apretados. Para entonces, lo
único que podemos hacer es observar cómo la ira nos zarandea y vapulea.
La tarea de la conciencia es discernir el impulso en su inicio, percibir el
primer indicio de resentimiento que colorea nuestros sentimientos y
percepciones. Pero semejante precisión requiere una mente enfocada.

La conciencia enfocada es calmada y clara a la vez. De igual manera que


la excitación y la distracción impiden la calma, el aburrimiento y el
letargo socavan la claridad. A la deriva entre estos dos polos, pasamos
gran parte de nuestro tiempo ligeramente acelerados o ligeramente
deprimidos.
La excitación es como un mono saltando por las ramas y atravesando
rápidamente el follaje. Cuando estamos a su merced, padecemos una
apremiante y urgente necesidad de estar en otra parte: si estoy dentro,
quiero salir; si estoy fuera, quiero entrar. Nos sentimos prisioneros.
Incluso si nos las arreglamos para sosegarnos físicamente, la mente sigue
frenética. En cuanto empezamos a meditar, nos ponemos a perseguir
quimeras. En vez de considerar la vida y la muerte, me empeño en
recordar el nombre del batería de Led Zeppelin.
La distracción nos droga hasta el olvido. Incluso cuando anhelamos
estar centrados en algo significativo, vuelve a surgir. No podemos
desconectarla; y cuando más frustrados nos sentimos, peor se vuelve.
En vez de luchar contra ella, acéptala. Acepta que así están las cosas
ahora mismo: me distraigo compulsivamente. Puede que la aceptación nos
lleve incluso a comprender de qué estamos escapándonos. En vez de
rendirte a la irritación, sigue volviendo ahí la atención suave y
pacientemente. Entonces puede que de pronto nos demos cuenta de que la
agitación ha cesado, como si hubiera pasado una tormenta. Puede que aún
haya alguna ráfaga esporádica, pero —al menos, por ahora— hay calma.
Por supuesto, en cuanto se asienta la calma, es probable que se afiance
el abatimiento. La distracción es reemplazada por el aburrimiento. En vez
de un exceso de energía, nos sentimos exhaustos. Queremos desplomarnos
en alguna parte, tumbarnos, amodorrarnos y dormir. Nuestros
pensamientos son borrosos, engorrosos, trabados en una niebla mental.
Esto podría ser simplemente agotamiento físico, en cuyo caso una siesta
surtiría efecto. Pero si no lo hace, entonces esta somnolencia podría ser la
sombra oscura de la excitación: otra estrategia de la evasión. Es fácil
saberlo: cuando suena el teléfono o anuncian que es hora de comer, de
pronto desaparece ese cansancio.
Ningún grado de pericia meditativa del oriente místico resolverá este
problema, porque semejante excitación y letargo no son meros lapsos
mentales o físicos, sino reflejos de una condición existencial. La
conciencia enfocada no es difícil porque seamos ineptos en alguna
tecnología espiritual, sino porque amenaza nuestro sentido de quién
somos. El acto, aparentemente poco amenazador, de asentar la mente en la
respiración y observar lo que ocurre en el cuerpo y la mente pone al
descubierto la contradicción entre el tipo de persona que deseamos ser y el
tipo de persona que somos. La excitación y el letargo son modos de evadir
el malestar de esta contradicción.
En tales momentos puede resultar inútil tratar de forzar la atención de
vuelta al objeto de la meditación. En vez de ello, necesitamos acrisolar la
determinación que sustenta la práctica del dharma. Necesitamos
reflexionar sobre nuestros motivos, preguntándonos: «¿Por qué estoy
haciendo esto?». O puede que consideremos la certeza de la muerte y la
incertidumbre acerca de su momento, concluyendo con la pregunta: «¿Qué
debo hacer?». Estas reflexiones nos pueden ayudar a asentarnos en la
realidad misma que la excitación y el letargo tratan de evitar con tanto
ímpetu.
Cuando estamos centrados en una resolución clara y firme, recordar
ser consciente puede llevar a una conciencia enfocada que impregna todos
los aspectos de la experiencia. Lo que comenzó como momentos
ocasionales de reminiscencia va convirtiéndose en una atención momento
a momento. Esto no quiere decir que nunca tengamos rachas de excitación
o letargo, pero a la conciencia le resulta posible estar cada vez más alerta.

Encuentra un lugar tranquilo y cómodo. Siéntate inmóvil. Asegúrate de


tener la espalda recta y sin apoyos, pero sin que esté tensa. Observa si hay
puntos de tensión en el cuerpo: los hombros, el cuello, en torno a los ojos.
Relájalos. Respira profunda y lentamente tres veces. Luego deja que la
respiración recobre su propio ritmo, sin interferencia ni control.
La práctica formal de la atención comienza con una conciencia
intensificada del conjunto sensorial que es el cuerpo. Lo crucial para esto
es la respiración. Cuando medites con la respiración, suelta toda imagen
que tengas de algo que los pulmones aspiran y luego expulsan. De igual
modo, si tienes una imagen de ti meditando, observando la respiración
desde lo alto de la cabeza, suéltala también. Percibe la respiración como la
experimenta el cuerpo: un ritmo de sensaciones que comienza con el
impacto del aire fresco que entra por la abertura de las fosas nasales y
acaba con una corriente cálida que sale por el mismo sitio momentos
después. Solo cuando empiezas a prestar atención cuidadosa a la
respiración te das cuenta de lo compleja y sutil que es la gama de
sensaciones que conlleva. Según tiene lugar cada aspiración y espiración,
ahonda en la complejidad multilateral de este acto vital.
Cuando estés calmado, centrado y alerta a la respiración, poco a poco
expande la conciencia para incluir cualquier otra sensación corporal que
esté presente. Centra tu atención en la coronilla y luego, con calma y
paciencia, recorre cada detalle de tu cráneo, rostro y cuello, y luego del
torso y los miembros, hasta llegar a la punta de los dedos de los pies. De
nuevo, no imagines estas cosas, experiméntalas sensualmente como
calidez o frescor, pesadez, tensión, movimiento, hormigueo, picor. Repara
en las partes en las que no hay sensación y explóralas también.
Aunque nuestra imagen mental del cuerpo puede ser idealizada y fija
(una versión de cómo posamos para nosotros mismos ante un espejo), la
experiencia sensual del cuerpo comprende procesos complejos e
interconectados que nunca permanecen igual por un momento. Estos
procesos tampoco son simplemente físicos. Reflejan conjuntamente
nuestros estados emocionales del momento: alegre, triste, animado,
deprimido. Algunos puntos específicos del cuerpo (la tripa, el plexo solar,
el corazón, la garganta) concentran especialmente nudos de emoción. Todo
estado mental se conoce también a través de una sensación física
correspondiente. Es como si este cuerpo fuera un árbol vivo con
sentimientos fugaces, ideas chirriantes, pensamientos parlanchines,
intuiciones gorjeantes.
Luego, de repente, perdemos el contacto con estas experiencias. Un
recuerdo, una fantasía, un miedo nos ha arrastrado a la penumbra pálida y
seductora de la inconsciencia. Pestañeamos mentalmente y el fascinante
conjunto de sensaciones se desvanece. Un solo momento de olvido hace
que la oleada de impulsos irrumpa de nuevo y nos arrastre. Pasan minutos
antes de que nos demos cuenta siquiera de que estamos distraídos.
Volvemos con una sacudida: nuestros pensamientos están muy acelerados
(aunque puede que hayamos olvidado por qué), el corazón nos late con
fuerza, nos suda la frente. Volvemos trémulamente a la respiración.
La práctica de la atención conlleva regresar pacientemente al objeto de
la meditación una y otra vez. Una vez que la respiración se haya asentado,
podemos volver a expandir la conciencia a las sensaciones corporales,
sentimientos, emociones y pensamientos hasta que la mente esté lo
suficientemente calmada y clara para detectar el primer indicio de un
impulso perturbador. Pero detectarlo no es suficiente. Es necesaria la
determinación de resistirnos a saborear el recuerdo o la fantasía durante
unos pocos deleitosos momentos antes de soltarlo. Porque una vez que te
tenga en su poder —aunque sea un solo momento— te arrastrará de nuevo.
La atención no es solo introspectiva. Una vez estén presentes la calma
y la claridad internas, expande tu atención al mundo que te rodea: la
mezcla de sonidos que asalta continuamente el oído; el juego de luz,
sombra y color discernible incluso a través de los párpados cerrados; la
entrada de olores flotantes en las fosas nasales; la permanencia de sabores
en el paladar. Cuando estés ocupándote de tus tareas cotidianas, de vez en
cuando para; suelta las tribulaciones, fantasías o planes que te estén
preocupando e imprégnate de la rica y sensual inmediatez del momento: la
llamada de un mirlo alarmado abriéndose paso entre el estruendo profundo
de un camión.
Meditar no es vaciar la mente y mirar boquiabierto las cosas con
pasmo similar a un trance. Mirar fijamente un objeto durante mucho
tiempo no revelará nunca nada significativo. Meditar es explorar con
sensibilidad intensa cada asomo de color, cada cadencia de sonido, cada
contacto con la mano de otra persona, cada palabra tentativa que trata de
articular lo que no puede ser dicho.
Cuanto más silenciosa está la mente, más palpable se vuelve el
torrente de la vida. Desde el borboteo de los pensamientos a la caída de los
imperios, este cambiante mundo sigue avanzando inexorablemente,
llevado por circunstancias, desviado por decisiones, anonadado por
accidentes. Al centrarse en cada detalle de la experiencia con el mismo
escrutinio, la conciencia revela que yo también formo parte de esto, que no
hay nada en ello con lo que pueda contar, nada a lo que pueda aferrarme
como «mí» o «mío».

Abro el frigorífico. El interior de la fría caja zumbante deja ver tarros con
etiquetas brillantes, platos cubiertos con papel de aluminio, bolsas de
plástico anónimas, una lata sudorosa de cerveza helada, todo ello
iluminado de una manera que me recuerda a las cárceles. Vuelvo la mirada
a donde debería estar la leche pero no está, recordando en ese momento
que ayer por la tarde usé la última que quedaba para el café cuando S vino
de visita. La puerta del frigorífico se cierra con el sonido de un débil
suspiro, y me pasa por la cabeza la imagen del tazón en el que estaba
fijando mi atención cuando habló S. Giro sobre mi talón derecho, captando
mientras lo hago una imagen borrosa de la cocina hasta que mi mirada se
asienta primero en el gancho vacío de la correa del perro y luego en las
llaves tendidas aún sobre el aparador donde las tiré ayer con desánimo y
cierta irritación. Con el destello pálido del metal de una llave, la misma
irritación pasa por mi plexo solar y se asienta en mi garganta. Toso,
fingiendo para mí mismo que esto podría ser el primer síntoma de un
catarro, y cojo la bufanda que hay sobre el respaldo de una silla, luego el
abrigo que está, por una vez, donde debería estar, en el perchero que hay
junto a la puerta. Tiro de esta, pero está cerrada con llave, y un músculo de
mi hombro se queja. Cruzo la habitación para recoger las llaves,
tropezando casi, pero imaginando que ese movimiento es un paso de baile
y viéndome, por un segundo, como Nureyev, hasta que mis dedos tocan las
llaves y recuerdo el rostro maquillado de un hombre negando su propia
muerte. Meto con tristeza la llave en la cerradura, por la que se desliza con
reconfortante facilidad, y abro la puerta para entrar una vez más en otro
mundo.
El devenir

La confusión condiciona la actividad, la cual condiciona la conciencia, la cual


condiciona la personalidad encarnada, la cual condiciona la experiencia
sensorial, la cual condiciona el impacto, el cual condiciona el estado de
ánimo, el cual condiciona el ansia, la cual condiciona el aferramiento, el cual
condiciona el devenir, el cual condiciona el nacimiento, el cual condiciona el
envejecimiento y la muerte.
BUDA

La confusión…

Me siento confuso. Me siento confuso por la pura irracionalidad,


ambigüedad y abundancia de cosas que vienen a la existencia. Me siento
confuso por haber nacido en un mundo del que seré expulsado al morir. Me
siento confuso en cuanto a quién o por qué soy. Me siento confuso por el
laberinto de opciones al que me enfrento. No sé qué hacer.
Esta confusión no es un estado de oscuridad en el que no puedo ver
nada. Tiene más de ceguera parcial que de invidencia. Al no ver bien,
malinterpreto cosas: como entrar al cobertizo de alfarería que hay en el
patio y descubrir una serpiente en una esquina. Solo cuando mis ojos se
acostumbran a la luz me doy cuenta de que es una manguera enrollada.
¿Puede ser que una confusión similar coloree la totalidad de mi
experiencia de la vida: una confusión que no solo me ciega a lo que está
sucediendo, sino que, a la vez, interpreta ansiosamente un mundo ficticio
que parece absolutamente real? Tengo la extraña sensación de habitar una
realidad en la que no parezco encajar del todo. Sospecho que sigo
enredándome en las cosas no porque no las vea, sino porque imagino que
estoy configurado de una manera distinta a la que soy. Creo que soy una
clavija redonda que trata de encajar en un agujero redondo, y no soy
consciente de que me he vuelto una clavija cuadrada.

La confusión condiciona la actividad, la cual condiciona la


conciencia, la cual condiciona la personalidad encarnada…

La primera vez que intentas hacer una vasija en un torno, la arcilla no


obedece a tus dedos. Solo consigues una informe masa húmeda y fangosa.
Con la práctica, sin embargo, te vuelves hábil para manipular la arcilla en
relación con el giro del torno y puedes crear cosas funcionales y bellas. De
la misma manera, me he vuelto hábil para configurarme a mí mismo con
la arcilla giratoria de mi existencia, creando una personalidad, un hogar,
amigos, hijos, ideas.
Qué pena que el empeño sea desfigurado por la confusión y la
agitación. Aumentan la frustración y la amargura en vez de la compasión y
el entendimiento. Me enfurezco silenciosamente con un mundo que no me
aprecia. Solo quiero que me dejen en paz, que me amen y me acepten,
pero, por alguna razón, la gente me ignora o me rechaza. Ponerme
sensiblero y sentir lástima de mí mismo tan solo empeora las cosas, pero
no lo puedo evitar.
De manera que acometo la tarea absurda de reordenar el mundo para
que se acomode a mis designios. Trato de crear una situación perfecta, en
la que tenga todo lo que quiero y nada de lo que no quiero. Sueño una vida
en la que todas las imperfecciones han sido eliminadas. Al hacer esto, me
siento en continua pugna con la mera presencia de las cosas.
Siento que me enfrento a la obstinación de la materia, la volubilidad de
los estados de ánimo, la ambigüedad de la percepción, la rigidez de los
pensamientos y los hábitos. Para controlar esto, divido la realidad en dos
partes: el pedazo que es mío y el pedazo que no es mío. Mi cuerpo está en
oposición no solo a tu cuerpo, sino a todo el resto de la materia. Mis
sentimientos son los únicos que cuentan realmente. Mi versión de los
hechos siempre es correcta. El imperativo de mi ansia se contrapone al
imperativo de la tuya.
No experimento la materia, los estados de ánimo, las percepciones y
los impulsos como tales, sino como momentos caóticos únicos
configurados de maneras irrepetibles y sin precedente. Esta compleja
especificidad se hace presente porque nombro lo que experimento.
¿Percibo alguna vez una configuración peligrosa de formas y colores? No.
¡Hay una serpiente en el cobertizo de alfarería!
Esto resulta especialmente evidente con la personalidad encarnada. Y
queda resumido todo ello en un nombre. Ya pronuncie alguien mi nombre
o lo lea yo en un sobre, me captura tan vívidamente como la imagen de un
espejo o una fotografía. «Sí, ese soy yo», pienso. Igual que miraría al otro
lado de la calle y diría: «¡Oh! Ahí está S».
Cuando la división entre yo y el resto del mundo está impulsada por la
confusión y la agitación, esta punzante diferenciación se endurece aún
más. Mi particularidad queda entumecida como absoluta soledad. Me
siento abandonado, atrapado en mi cuerpo.
De nuevo, necesito parar. Puede que sea capaz de empezar a derretir
este aislamiento considerando la complejidad que soy. Puede que sea
capaz de aflojar el espasmo del egocentrismo dándome cuenta de que no
soy una esencia fija, sino un conjunto interactivo de procesos.

Siéntate inmóvil y vuelve a la respiración. Centra tu atención en el ritmo


de sensaciones que componen el acto de respirar. Deja que se sosiegue la
mente agitada; luego expande tu conciencia para incluir el resto del
cuerpo. Con atención calmada aumenta el campo de la conciencia hasta
incluir la totalidad de tu experiencia en este momento: lo que oyes, ves,
hueles, saboreas y tocas, además de los pensamientos y las emociones que
surjan y se desvanezcan en tu mente.
Observa cómo tus sentidos son inundados por un raudal incesante de
colores, formas, sonidos, olores, texturas e ideas. El mundo en
movimiento se abalanza hacia este instrumento sensible desde todas las
direcciones. En cuanto entra en contacto con él, resuena dentro de ti con
un tono inefable pero característico. La experiencia del mundo está
coloreada con una rica serie de sentimientos y estados de ánimo que no
podemos evitar tener. Cada experiencia se registra en alguna parte a lo
largo de un espectro entre el éxtasis y la agonía. Presta atención a esta
cualidad tonal, observando cómo impregna tanto el cuerpo como la
mente… pero es extraordinariamente difícil de emplazar.
Observa también, a pesar de su diversidad y complejidad, cómo el
mundo está siempre presente de una manera coherente. Incluso cuando
oyes la canción de un pájaro que no reconoces, lo haces razonable
diciéndote a ti mismo: «Ese no lo conozco». Si un ciego de nacimiento
pudiera ver de repente, no abriría los ojos y contemplaría simplemente el
mundo de los que tienen vista. Contemplaría un conjunto desconcertante
de colores y formas, que luego aprendería a volver coherente. El mundo
está tan saturado de los significados que se le dan que esos significados
parecen residir en las cosas mismas. Asumimos habitualmente que el
mundo que nos presentan los sentidos existe fuera tal como se muestra.
Parece realmente, por ejemplo, que estos garabatos negros sobre fondo
blanco dicen algo acerca de la naturaleza de la percepción. Cuando
escuches los sonidos y observes las sensaciones del cuerpo, considera que
lo que estás experimentando está configurado por tus propios
condicionamientos, hábitos y puntos de vista.
Percibe también cómo el mundo es siempre una palestra de
posibilidades. Cuando estás sentado, te enfrentas a las posibilidades de
ponerte de pie, andar o tumbarte. Cuando estás en silencio, te enfrentas a
la posibilidad de hablar. En todo momento estamos inclinándonos hacia un
acto o involucrados en él: un movimiento físico, una frase, un
pensamiento. Incluso cuando decides no actuar, sigues haciendo algo:
contenerte. Observa cómo incluso cuando la mente está en silencio sigue
tensa, lista para entrar en acción.
El mero hecho de que la vida está siempre abierta a muchas
posibilidades te capacita para tener un sentido del propósito y la dirección.
Las intenciones que surgen en la privacidad de tus pensamientos pueden
ser realizadas posteriormente en el mundo. Cuanto estés sentado
meditando, date cuenta de que lo que estás haciendo es la realización de
una determinación anterior. Al ocuparte de los detalles de este momento
presente, optando por no recordar el pasado o planear el futuro, estás
involucrado en un proceso de crearte a ti mismo de una manera específica
y deliberada.
Pero ¿qué es el «yo» que creas? Repite tu nombre o di para ti «yo» o
«mí». ¿Qué imagen o sensación evoca esto? ¿Existe el yo en el cuerpo, en
la mente o en ambos? ¿O en algún lugar de ellos? Si lo buscas, ¿qué
encuentras?
Si el yo te parece una sensación física, explora esa sensación para
descubrir qué es. Si te parece un estado de ánimo, una percepción, una
voluntad, entonces explóralos también. Cuanto más atentamente mires,
más podrás descubrir que cada candidato a ser el yo se disuelve en alguna
otra cosa. En vez de un trozo fijo de «mí», descubres que experimentas
una mezcla de sensaciones, humores, percepciones e intenciones, que
trabajan juntos como la tripulación de un barco, timoneados por el capitán
de la atención.
Pero esta visión de procesos fluctuantes e interactivos se convierte
fácilmente de nuevo en la imagen habitual de un ego aislado. Parece muy
natural que la confusión irrumpa otra vez y se reanude el trabajo arduo de
una existencia angustiada.

… la personalidad encarnada condiciona la experiencia


sensorial, la cual condiciona el impacto, el cual condiciona el
estado de ánimo…

Me pierdo en la preocupación por mí mismo, mis miedos, mis anhelos,


mis recuerdos, mis planes. Ya esté andando, de pie, sentado o tumbado,
estoy atrapado en la prisión de mis propias obsesiones internas. Miro al
mundo como si fuera una tierra extraña.
La velocidad a la que el mundo impacta mis sentidos, junto a mi hábito
de tratarlo como a un aliado o como a un enemigo, provoca confusión con
respecto al origen de mis estados de ánimo. Si alguna pieza musical me
parece desagradable, tiendo a echar la culpa de mi malestar a las irritantes
notas (aunque alguien que está conmigo las disfruta). Cuando no hay
ninguna razón obvia para que me sienta triste, intento dar con alguien o
algo a lo que echar la culpa, y tiendo a encontrar un culpable (una noche
sin dormir, S, los zapatos nuevos). Lo mismo pasa con el placer… aunque
sé que un beso que se prolonga más allá de cierto punto se convierte en
una pamplina babosa y un calambre en la nuca.
El impacto y el estado de ánimo activan mis patrones habituales de
percepción y reacción. Igual que el agua de lluvia corre por los canalones
y alcantarillas diseñados para recogerla, así mi interacción con el mundo
tiende a seguir el curso más familiar y de menos resistencia. Cuando veo
la serpiente en el cobertizo, todo lo que alguna vez he sabido o temido
acerca de las serpientes configura mi sentido del mundo en ese momento.
Y mientras estoy ahí paralizado por el terror, centellean ante mí las
acciones posibles: ¿corro a la puerta?, ¿salgo lentamente de puntillas?, ¿la
asusto para que se vaya?, ¿la mato?
Pero estas sensaciones, percepciones e impulsos aparentemente
irresistibles no son las únicas opciones. Porque en la inmediatez de esa
experiencia radica la libertad de ver con más claridad. Puedo parar, prestar
atención a mi respiración, sentir cómo me late el corazón y recordar ser
consciente. Entonces puede que responda con cuidado e inteligencia a la
presencia de la serpiente. O que me dé cuenta de que es tan solo una
manguera enrollada.

… el estado de ánimo, el cual condiciona el ansia, la cual


condiciona el aferramiento, el cual condiciona el devenir…

Los estados de ánimo determinan mi conducta. Si algo hace que me sienta


bien, quiero tenerlo; si hace que me sienta mal, quiero deshacerme de ello;
si me deja indiferente, lo ignoro. Me encuentro en un estado de conflicto
permanente: empujado a un lado y arrastrado al otro emocionalmente.
Pero lo que sostiene tanto la atracción como la aversión es el ansia: la sed
infantil y utópica de una situación en la que por fin poseo todo lo que
deseo y he ahuyentado todo lo que no me gusta. En lo más íntimo de mí
insisto en que un yo permanente y separado tiene derecho a una vida en la
que las contingencias e incertidumbres de la existencia han sido
eliminadas.
E invisto a mis iconos del ansia con finalidad absoluta. Ya sean el
sexo, la fama o la riqueza, brillan ante mí con un atractivo intoxicante, sin
corromper por las ambigüedades de la experiencia vivida. No considero
sus implicaciones. Los pañales y las rabietas aparecen tan poco en mis
fantasías de conquista sexual como los periodistas y los impuestos en mis
ensueños de fama y riqueza.
Semejante ansia se plasma a partir de la agitación giratoria de la
confusión. En mi ceguera metafórica, trato desesperadamente de alcanzar
algo a lo que agarrarme. Anhelo algo que pueda aliviar la sensación de
pérdida, angustia, aislamiento, incertidumbre. Pero el ansia está
distorsionada y alterada por la misma confusión que trata de disipar.
Exagera el atractivo de lo que desea poseer y la repelencia de aquello de lo
que quiere deshacerse. Hechizada por sus propias proyecciones, eleva sus
metas hasta convertirlas en asuntos de suprema importancia. Bajo el
embrujo del ansia, toda mi vida está supeditada a la adquisición o el
alejamiento de algo. «Si pudiera…» se convierte en el mantra del deseo no
consumado.
Un mundo de contingencia y cambio solo puede ofrecer simulacros de
perfección. Cuando me guía el ansia, estoy convencido de que si pudiera
alcanzar tan solo este objetivo, todo iría bien. Aunque crea la ilusión de
una vida llena de propósito, el ansia es en realidad la pérdida de la
dirección. Es un proceso de devenir compulsivo. Me hacer girar en
círculos, recorriendo el mismo terreno una y otra vez. Cada vez que pienso
que he dado con una situación que resuelve todos mis problemas, de
pronto resulta ser una reconfiguración de la misma situación de la que
pensaba que estaba escapando. Mi sensación de haber encontrado un nuevo
derrotero en la vida resulta ser meramente una repetición del pasado. Me
doy cuenta de que estoy corriendo sin moverme del sitio, frenéticamente
estancado.
… el devenir, el cual condiciona el nacimiento, el cual
condiciona el envejecimiento y la muerte.

La vida se vuelve una sucesión de mininacimientos y minimuertes.


Cuando consigo lo que quiero, me siento renacido. Pero apenas me asiento
en esa sensación vuelven a salir a flote las viejas ansiedades. La nueva
posesión envejece velozmente al ser rebajada por el atractivo de algo más
deseable que no tengo. Bruscamente, lo que parecía perfecto es empañado
por atisbos alarmantes de sus imperfecciones. En vez de solucionar mis
problemas, esta nueva situación los sustituye por otros que no había
sospechado. Pero, en vez de aceptar esto como la naturaleza de vivir en un
mundo poco fiable, en vez de aprender a estar contento con el éxito y la
alegría y a no quedar abrumado por el fracaso y el dolor, en vez de
apreciar la belleza penetrante, trágica y triste de la vida, aprieto los dientes
y sigo luchando, esclavo de esa voz callada y seductora que susurra: «Si al
menos…».
El vacío

El vacío no nacido se ha desprendido de los extremos de ser y no ser. Así, es


el centro mismo y el camino central. El vacío es el sendero por el que se
mueve la persona centrada.
TSONGKHAPA

Coge un bolígrafo. Quítale la tapa y pregunta: «¿Es esto todavía un boli?».


Sí, por supuesto… aunque es un boli sin tapa. Desenrosca la parte superior
de la funda, retira el depósito de tinta y vuelve a enroscar la funda. ¿Es eso
un bolígrafo? Pues sí, más o menos. ¿Es el depósito un boli? No, es solo el
depósito de tinta… pero al menos puede funcionar como un boli, a
diferencia de la funda vacía. Separa las dos partes de la funda. ¿Es alguna
de ellas un boli? No, definitivamente no. De ninguna manera.
¿Qué le pasa a la cosa cuando la desmontas? ¿Cuándo dejan de ser (o
empiezan a ser) un bolígrafo los componentes? ¿Cuándo deja de ser un
plátano el plátano que estás comiendo? ¿Cuándo empieza a ser una vasija
el montón de arcilla que hay en el torno? Los nombres y los conceptos
sugieren que hay objetos en el mundo absolutamente demarcados en sí
mismos. Bolígrafos, plátanos y vasijas son cosas instantáneamente
reconocibles, evidentes por sí mismas. Pero somételas a un poco de
escrutinio y esa certeza empieza a flaquear. Las cosas no están tan
demarcadas como parece. No están ni circunscritas ni separadas unas de
otras por líneas. Las líneas se trazan en la mente. No hay líneas en la
naturaleza.
Siéntate en una silla, cierra los ojos y escucha atentamente la lluvia
que cae fuera. ¿Dónde acaba el sonido de la lluvia y empieza tu percepción
de él? Y a ese respecto, ¿dónde termina tu trasero y comienza el asiento de
la silla? Si bien conceptualmente el sonido de la lluvia es tan diferente de
mi oído como mi trasero lo es de la silla, experimentalmente es imposible
distinguirlos. La lluvia se difumina hasta hacerse mi oído; mi trasero se
difumina hasta hacerse la silla.
Considera el bulbo de un narciso enterrado en la tierra todo el invierno.
Cuando empieza a hacer más calor, comienza a germinar. Si llueve lo
suficiente, no hay heladas y nadie lo pisa, una mañana dirás: «¡Mira, han
salido los narcisos!». Pero ¿dejó el brote de ser un brote repentinamente y
apareció un narciso en su lugar? El mismo problema: aunque un brote no
es más un narciso que un narciso es un brote, de alguna manera el brote se
ha convertido en un narciso. La línea divisoria entre el brote y el narciso
es una conveniente distinción conceptual que no se encuentra en la
naturaleza.
En este sentido, los bolígrafos, los plátanos, las vasijas, la lluvia, el
oído, las sillas, los traseros, los brotes y los narcisos no tienen principio ni
fin. Ni empiezan ni acaban. Ni nacen ni mueren. Surgen de una matriz de
condiciones y a su vez se vuelven parte de otra matriz de condiciones de la
que surge alguna otra cosa.

En la experiencia cotidiana, una cosa lleva a la siguiente. Me molesta algo


que S me dijo y termino por querer pegarle. Imagino que veo una serpiente
en el cobertizo de alfarería y me quedo helado de terror. Todo lo que
sucede surge de algo que lo precedió. Todo lo que hacemos ahora se
convierte en una condición para lo que es posible después.
Podemos hablar de condiciones y consecuencias como si fueran cosas,
pero si las observamos con más atención resultan ser procesos sin realidad
independiente. La crudeza de un comentario cáustico que nos causa
obsesión durante días no es más que una breve circunstancia aislada de un
torrente de acaecimientos. Sin embargo, resalta en el ojo de la mente como
algo intrínsecamente real y aparte. Este hábito de aislar las cosas nos lleva
a vivir en un mundo en el que las separaciones entre ellas se vuelven
absolutas. La serpiente del cobertizo está realmente ahí, tan tajantemente
diferenciada de la persona asustada que la contempla como de los pedazos
de cerámica descartados sobre los que está enroscada.
Aferramos a nosotros mismos y al mundo de esta manera es un
prerrequisito para la angustia. Al considerar las cosas tan absolutamente
separadas y tan deseables o pavorosas en sí mismas, nos imponemos la
tarea de poseer algo que nunca podemos tener o de erradicar algo que
nunca ha existido. Darnos cuenta de que las cosas surgen de un flujo
ininterrumpido de condiciones, y vuelven a desvanecerse en él, comienza a
liberarnos un poco. Percibimos que las cosas son relativamente deseables
o pavorosas, no absolutamente. Se interconexionan e interactúan, cada una
dependiente de las demás, ninguna intrínsecamente separada del resto.
Todo lo que surge de esta manera está desprovisto de una identidad
intrínseca: en otras palabras, las cosas están vacías. No son tan opacas y
sólidas como parecen: son transparentes y fluidas. No son tan singulares y
claras como parecen: son complejas y ambiguas. No son solo definidas por
la filosofía, la ciencia y la religión: son evocadas mediante juegos de
alusiones, paradojas y bromas. No pueden ser fijadas con certeza:
provocan perplejidad, asombro y duda.

Lo mismo sucede con cada uno de nosotros. De igual manera que un


alfarero forma una vasija en un torno, así configuro mi personalidad con la
arcilla giratoria de mi existencia. La vasija no existe por derecho propio:
surge de las interacciones del alfarero, el torno, la arcilla, su forma, su
función (y cada uno de ellos emerge a su vez de las interacciones de sus
causas y componentes hasta lo infinito). No existe ninguna vasija esencial
a la que se adhieren sus atributos; de la misma manera que no existe
ningún narciso esencial al que se adhieren el tallo, las hojas, los pétalos y
los estambres. Las vasijas y los narcisos son configuraciones de causas,
condiciones, partes, funciones, lenguajes, imágenes. Están desprovistos de
una identidad marcada como un número de serie en el núcleo de su ser.
Y lo mismo sucede con cada uno de nosotros. Como ser humano, soy
más complejo que una vasija o un narciso, pero también he surgido de
causas y estoy compuesto de rasgos y atributos diversos y cambiantes. No
hay un yo esencial que existe aparte de su configuración única de procesos
biológicos y culturales. Incluso si estoy de acuerdo con esto
intelectualmente, puede que intuitivamente no tenga esta sensación de mí
mismo. En cualquier caso, la práctica del dharma no tiene que ver con
demostrar o refutar teorías del ego, sino con comprender y aflojar la
sujeción del egocentrismo que constriñe el cuerpo, las sensaciones y las
emociones en una masa apretada de angustia.
Imagina que estás en una exposición muy concurrida de porcelana
Ming. Alguien grita: «¡Eh! ¡Ladrón! ¡Detente!». Todo el mundo en la sala
se vuelve para mirarte. Aunque no has robado nada, las furiosas miradas
de acusación y reprobación te provocan una intensa cohibición. Estás tan
vulnerable como si estuvieras desnudo. Tú —o más bien la masa apretada
de angustia— exclama: «¡Yo no he sido! De verdad».
Es como si este yo —que es una mera configuración de contingencias
pasadas y futuras— hubiera sido cocido en el horno de la ansiedad para
surgir como algo fijo. Fijo pero también frágil. Cuanto más preciado se
vuelve para mí, más debo resguárdalo contra los ataques. Las
circunstancias en las que me siento a gusto se vuelven cada vez más
estrechas y más limitadas.

La conciencia de mi yo es el hecho más obvio y central de mi vida y a la


vez el más escurridizo. Si busco mi yo en la meditación, descubro que es
como tratar de agarrar mi propia sombra. Intento alcanzarlo, pero no hay
nada. Y luego reaparece en otra parte. Lo vislumbro con el rabillo del ojo
de mi mente, me vuelvo para mirarlo y ya no está. Cada vez que pienso
que lo he localizado, resulta ser alguna otra cosa: una sensación corporal,
un estado de ánimo, una percepción, un impulso o simplemente la
conciencia misma.
No puedo encontrar el yo señalando con el dedo algún rasgo físico o
mental y diciendo: «Sí, eso soy yo». Porque tales rasgos vienen y van,
mientras que la sensación de «yo» permanece constante. Pero tampoco
puedo señalar nada más que estos rasgos que —no importa lo efímeros e
incidentales que puedan ser— me definen a pesar de todo.
Puede que el yo no sea algo, pero tampoco es nada. Es simplemente
inaprensible, inencontrable. Soy quien soy, no debido a un yo esencial
escondido en el núcleo de mi ser, sino debido a la matriz, irrepetible y sin
precedente, de condiciones que me han formado. Cuanto más ahondo en
este misterio de quién soy (o qué es cualquier cosa), más tengo que seguir
haciéndolo. No tiene fin, solo una trayectoria infinita que evita caer en los
extremos de ser y no ser. Esta trayectoria no es solamente el centro, que
está libre de esta dualidad, sino también el camino central mismo.

«El vacío», dijo el filósofo tibetano Tsongkhapa en 1397, «es el sendero


por el que se mueve la persona centrada». La palabra que usa para sendero
es shul. Este término se define como «una impresión»: una marca que
permanece después de que pasa lo que la hizo; una huella, por ejemplo. En
otros contextos, shul se emplea para describir la cavidad rugosa que queda
donde solía haber una casa, el canal erosionado en la roca por la que ha
pasado la crecida de un río, la mella en la hierba donde durmió un animal
la noche pasada. Todas estas cosas son shul: la impresión de algo que
estuvo ahí.
Un sendero es un shul porque es una impresión en el suelo dejada por
el paso regular de pies, que se ha mantenido libre de obstrucciones y
conservado para que lo usen otros. Como un shul, el vacío puede
compararse a la impresión de algo que estuvo ahí. En este caso, semejante
impresión está formada por las mellas, cavidades, marcas y rugosidades
dejadas por la turbulencia del ansia egoísta. Cuando la agitación se
apacigua, experimentamos tranquilidad, alivio y libertad.
Conocer el vacío no es solo comprender el concepto. Es más como
encontrar por casualidad un claro en el bosque en el que puedes moverte
libremente y ver con claridad. Experimentar el vacío es experimentar la
chocante ausencia de lo que normalmente determina el sentido de quién
eres y del tipo de realidad en la que vives. Puede que solo dure un
momento hasta que los hábitos de toda la vida se reafirmen y vuelvan a
tomar el control. Pero en ese momento somos testigos de nosotros mismos
y del mundo, abiertos y vulnerables.
Este espacio calmado, libre, abierto y sensible es el núcleo mismo de
la práctica del dharma. Es inmediato, inminente y dinámico. Es un
camino, un sendero. Ofrece una intimación del punto invisible hacia el que
convergen las líneas de nuestra vida. Permite el movimiento sin
impedimentos. Y nos cerciora de que no estamos solos: conlleva
endeudamiento con los que han recorrido este camino antes y
responsabilidad con los que vendrán después.

«Vacío» es un término confuso. Aunque se usa como nombre abstracto, no


denota de forma alguna una cosa o un estado abstracto. No es algo que
«logramos» en un momento de visión mística que «se abre paso» a una
realidad transcendente oculta detrás del mundo empírico y que, sin
embargo, lo sostiene. Tampoco «brotan» cosas del vacío y vuelven a
«disolverse» en él como si fuera una especie de materia cósmica amorfa.
Estas son solo algunas de las maneras en que el vacío ha sido utilizado
como metáfora de consuelo metafísico y religioso.
«Vacío» es un término nada apetecible usado para socavar las ansias de
semejante consuelo. Pero, irónicamente, ha sido puesto al servicio de tales
anhelos. Shunyatta (vacío) es traducido al inglés como «the Void» (el
Vacío) por traductores que pasan por alto el hecho de que el término no
está precedido por un artículo definido ni exaltado con letra mayúscula,
dos rasgos ausentes en las lenguas clásicas asiáticas. De ahí hay solo un
respingo, un brinco y un salto a equiparar «vacío» con nociones
metafísicas como «lo Absoluto», «la Verdad» o incluso «Dios». El
concepto de vacío cae en las garras del mismo hábito de la mente que se
pretendía que socavara.

El vacío está tan desprovisto de ser intrínseco como una vasija, un plátano
o un narciso. Y si no hubiera vasijas, plátanos o narcisos, tampoco habría
vacío. El vacío no niega que semejantes cosas existan; meramente
describe cómo están desprovistas de un ser intrínseco, separado. El vacío
no es algo aparte del mundo de la experiencia cotidiana; solo tiene sentido
en el contexto de hacer vasijas, comer plátanos y cultivar narcisos. Una
vida centrada en la conciencia del vacío es simplemente una manera
apropiada de estar en esta realidad cambiante, chocante, dolorosa, alegre,
frustrante, impresionante, tenaz y ambigua. El vacío es el camino central
que conduce al corazón de esta realidad, no más allá de ella. Es el sendero
por el que se mueve una persona centrada.
Y también nosotros somos impresiones dejadas por algo que estuvo
aquí. Hemos sido creados, moldeados, formados por una desconcertante
matriz de contingencias que nos han precedido. De la configuración del
ADN derivado de nuestros padres a la detonación de cien billones de
neuronas en nuestro cerebro, al condicionamiento cultural e histórico del
siglo XX, a la educación y formación que nos han dado, a todas las
experiencias que hemos tenido y las decisiones que hemos tomado: todo
ello ha conspirado para configurar la trayectoria única que culmina en este
momento presente. Lo que existe aquí y ahora es la impresión irrepetible
dejada por todo esto, a lo que llamamos «yo». Pero esta imagen es tan
vivida y asombrosa que confundimos lo que es una mera impresión con
algo que existe independientemente de lo que lo formó.
De manera que, ¿qué somos sino la historia que seguimos repitiendo,
modificando, censurando y embelleciendo en nuestra cabeza? El «yo» no
es como el héroe de una película del montón al que no le afectan las
tormentas de pasión e intriga que bullen en torno a él desde los títulos
hasta el final. El «yo» se parece más a los personajes complejos y
ambiguos que aparecen, se desarrollan y sufren a lo largo de las páginas de
una novela. No me parezco en absoluto a una cosa. Soy más como el
despliegue de una narrativa.
Cuando tomamos conciencia de todo esto, podemos empezar a asumir
una responsabilidad mayor por el rumbo de nuestra vida. En vez de
aferramos a la conducta y las rutinas habituales para afianzar la sensación
del «yo», percibimos la libertad para crear a quienes somos. En vez de ser
hechizados por impresiones, empezamos a crearlas. En vez de tomarnos
tan en serio, descubrimos la ironía juguetona de una historia que nunca
antes ha sido contada de esta misma manera.
La compasión

Incluso cuando hago cosas por el bien de otros


No surge ninguna sensación de asombro o vanidad.
Es como alimentarme a mí mismo;
No espero nada a cambio.
SHANTIDEVA

Imagina tres personas sentadas enfrente de ti: un amigo, un enemigo y un


extraño. (No te preocupes por los detalles, simplemente siente su
presencia como si estuvieran allí, pero mantén los ojos cerrados). Asienta
la mente en la respiración, luego considera cada una de estas personas, una
por una, percibiendo cómo la imagen que tienes de ellas provoca un cierto
estado de ánimo. Así como el amigo hace que te sientas relajado y seguro,
el enemigo (o alguien como S) hace que te sientas incómodo y nervioso,
mientras que el extraño (la mujer de la caja del supermercado) solo te
provoca un desinterés cortés.
¿Qué hay en ellos que hace que te sientas así? Un solo incidente,
quizás —algo que te dijeron o hicieron, la manera en que te miraron una
vez—, se vuelve un momento decisivo en el que inmovilizas una imagen
de ellos como una foto. Con los que conoces bien, esta imagen es
modificada y actualizada continuamente; con los que meramente admiras
o desdeñas desde lejos, o con los que no significan nada para ti, un breve
encuentro puede confinarlos para siempre en una imagen que con el
tiempo se va volviendo más intransigente. En cada caso, tu impresión de la
otra persona se basa en cómo han hecho que te sientas: te gustan los que
hacen que te sientas bien, no te gustan los que no te hacen sentir bien, y no
te importan todos los demás.
Permanece un rato con estas imágenes y sus correspondientes
sensaciones. Observa que la manera en que percibes a las personas
refuerza tus sentimientos por ellas, y que lo que sientes por ellas refuerza
tus percepciones de ellas. La imagen que tenemos de otro se vuelve una
mezcla confusa de hechos objetivos (nariz larga, lleva gafas, se está
quedando calvo) y nuestras propias ideas acerca de él (arrogante, estúpido,
ya no le caigo bien). De manera que, además de ser alguien por derecho
propio, le damos un papel como actor en nuestro propio psicodrama
privado. Se vuelve cada vez más difícil desenmarañarlo de la imagen
cargada de emociones que formamos con nuestros propios deseos y
miedos.
Escapar de esta trampa no es pretender que sentimos otra cosa, sino
empezar a mirar las cosas de manera diferente. Somos libres para elegir
cómo percibimos el mundo. Reflexionando, puede que descubramos que
no importa lo poderoso que sea lo que sentimos por una persona, ese
sentimiento a menudo se basa enteramente en una imagen que nos hemos
formado de ella. Esta es la naturaleza del prejuicio: debido al color de la
piel, la nacionalidad, la religión, etc., de una persona, inmediatamente
tenemos ciertos sentimientos por ella. Este tipo de meditación desafía
directamente las imágenes fijas que tenemos de los demás. Al dejar de
juzgar, somos capaces de mirar a la persona desde una perspectiva nueva.
Empieza con la amiga. Imagínala como un bebé recién nacido, cubierta
de sangre. Lentamente, síguela según va creciendo de niña pequeña a
adolescente y a joven hasta el momento en que la conociste. Intenta
imaginar cuáles eran sus esperanzas y anhelos antes de que sospechara
siquiera tu existencia. Ahora piensa en ella como alguien que valora sus
propias ideas y sensaciones de la misma inescrutable manera que tú te
aferras a las tuyas. Luego considera el futuro y observa cómo se hace
mayor, enferma, envejece y muere.
Haz lo mismo con el enemigo y el extraño, hasta que haya tres seres
humanos sentados ante ti: iguales en el nacimiento e iguales en la muerte.
¿Afecta esta perspectiva a tu manera de sentir por cada una de estas
personas? ¿Eres capaz, aunque sea solo por un momento, de ver a estas
personas en toda su autonomía, misterio, majestad, tragedia? ¿Las ves
como fines en sí mismas en vez de como medios para tus fines? ¿Percibes
la naturaleza restrictiva y selectiva de la imagen que te has formado de
ellas? ¿Puedes desprenderte del ansia de estrechar al amigo y excluir al
enemigo? ¿Puedes amar al extraño?

Si tropiezo y me doy un golpe en la rodilla, mi mano va instintivamente a


ella para calmar el dolor. Me siento y la masajeo con ternura. Examino la
herida, me levanto y me voy a casa para tratarla, teniendo cuidado de no
agravarla poniendo demasiado peso en esa pierna. Pero solo tengo dolor en
la rodilla. La mano no se ha hecho daño, ni tampoco el ojo que inspecciona
la piel raspada, magullada, ni la otra pierna, que asume la carga de la
herida debilitada.
Cuando mi amiga aparece en mi puerta y me saluda con una sonrisa y
un abrazo, sé que está bajo gran estrés simplemente por el temblor de sus
párpados y su tono de voz cuando dice «¡Hola!». En ese momento, su
angustia me penetra y siento que es debido a algo que S le ha dicho o le ha
hecho. Me vuelvo un partícipe íntimo de su angustia mientras me cuenta
lo que ha pasado. Sin embargo, no sufrí el dolor que S le causó.
En semejantes momentos, la compasión es natural y resuelta: respondo
al sufrimiento de mi amiga de la misma manera que mi mano o mi ojo
responden al dolor de mi rodilla. Pero cuando me topo con un pobre
agazapado en un callejón, puede que solo sienta una punzada de
azoramiento o de lástima antes de echarle unas monedas y acelerar el
paso. O si me dicen que S ha sufrido una recaída, puede que me alegre
secretamente a la vez que me oigo decir lo mucho que lo siento por él.
Mi compasión se extiende sin esfuerzo a los que están a un lado de la
barrera invisible que me separa del resto del mundo. Mi rodilla, mis
amigos, mi familia, mi comunidad, mis colegas… todos ellos pertenecen
al ámbito de «mí» y «mío». Los vínculos que nos unen, ya sean padres
comunes o una preferencia arbitraria por el mismo equipo de fútbol, son
exagerados por el deseo de formar parte de algo y el miedo al rechazo.
Esto a su vez lleva al endurecimiento de la percepción de «nosotros» y
«ellos». Al erigir esta barrera invisible, la percepción determina de nuevo
mi estado de ánimo: tengo buenos sentimientos por «nosotros», y malos o
indiferentes por «ellos».
Pero no es siempre así. Hay momentos en los que se alza la barrera.
Me siento conmovido por los apuros de personas que no conozco y
probablemente nunca conoceré: el niño hambriento, el perro abandonado,
la oleada de refugiados. O mi mundo queda transfigurado de repente por la
sonrisa de una anciana en un banco del parque. Y cuando me encuentro
finalmente con S y me dice el miedo que ha tenido de contarle a alguien
que es VIH positivo, todo mi resentimiento se desvanece y su sufrimiento
y su terror se hacen también míos.
Mientras duran estos frágiles momentos, vivo en un mundo en el que
todos los seres vivos están unidos por su anhelo de sobrevivir y no ser
dañados. Reconozco la angustia de los demás no como suya, sino como
nuestra. Es como si la totalidad de la vida hubiera sido revelada como un
único organismo: acercarse a alguien afligido es tan natural y espontáneo
como el gesto de mi mano al tocar mi rodilla herida.
Cuando estamos bajo el poder del egocentrismo, la compasión
permanece restringida a los que nos parece que están de nuestro lado. No
hay que subestimar la fuerza de ese poder. Es como un espasmo que se
apodera del cuerpo, las emociones y el alma. Pero es tan familiar que no lo
notamos o lo consideramos «normal». Cuando se aminora su control
mediante la mirada de una anciana, el mundo queda transfigurado, y
sabemos lo que significa que se abra el corazón. Incluso la experiencia
momentánea de una perspectiva no egocéntrica de la vida viene
acompañada de expansión afectiva, alborozo y calidez… Como si se
hubiera relajado el espasmo.
La práctica del dharma es el cultivo de un modo de vida en el que tales
momentos no se dejan al azar. Por mucho que podamos apreciar y valorar
esos momentos, no tardamos en vernos deslizándonos de nuevo en las
corrientes del ensimismamiento irreflexivo. Pero hay otra opción:
podemos cuestionar continuamente la presunción de un «yo» fijo e
inmutable en el centro de la experiencia. Y podemos impugnar
persistentemente la validez de las imágenes del mundo lastradas
emocionalmente mediante las que definimos a los demás. Mediante la
meditación disciplinada y la indagación reflexiva asidua, podemos
aminorar el control que tienen sobre nosotros las percepciones habituales
del yo y de los demás.

La captación del vacío y la compasión por el mundo son dos lados de una
misma moneda. Experimentarnos a nosotros mismos y al mundo como
procesos interactivos, en vez de como conglomerados de cosas
discontinuas, socava las maneras habituales de percibir el mundo, así
como los sentimientos habituales hacia él. La disciplina meditativa es
vital para la práctica del dharma justamente porque nos lleva más allá del
ámbito de las ideas hasta el ámbito de la experiencia sentida. No es
suficiente comprender la filosofía del vacío. Las ideas necesitan ser
traducidas, mediante la meditación, al lenguaje sin palabras del
sentimiento para aflojar los nudos emocionales que nos mantienen
agarrotados en espasmos de preocupación por nosotros mismos.
Según vamos liberándonos y entrando en la abertura dejada por la
ausencia de ansia egocéntrica, experimentamos la vulnerabilidad de estar
expuestos a la angustia y el sufrimiento del mundo. El sendero en el que
nos encontramos en los momentos de experiencia centrada incluye la
claridad mental y la calidez de corazón. De la misma manera que una
lámpara genera luz y calor simultáneamente, así el camino central es
iluminado por la sabiduría y nutrido por la compasión.
La vulnerabilidad desinteresada de la compasión requiere la protección
vigilante de la conciencia atenta. No es suficiente querer sentir de una
cierta manera por los demás. Necesitamos estar alerta en todo momento a
la invasión de pensamientos y emociones que amenazan con irrumpir y
robar esta resolución abierta y afectuosa. Un corazón compasivo sigue
sintiendo ira, avaricia, celos y otras emociones semejantes. Pero las acepta
como son con ecuanimidad, y cultiva la fortaleza mental para dejar que
surjan y que pasen sin identificarse con ellas o actuar bajo su influjo.
La compasión no está privada de discernimiento y valentía. De igual
forma que necesitamos valentía para responder a la angustia de otros, así
también necesitamos discernimiento para conocer nuestras limitaciones y
la habilidad de decir «no». Una vida compasiva es una vida en la que
usamos nuestros recursos para obtener el efecto óptimo. Igual que
necesitamos saber cuándo y cómo entregarnos completamente a una tarea,
así también necesitamos saber cuándo y cómo parar y descansar.

La mayor amenaza para la compasión es la tentación de sucumbir a


fantasías de superioridad moral. Eufóricos por la efusión de altruismo
desinteresado por los demás, puede que lleguemos a creer que somos sus
salvadores. Nos vemos asumiendo humildemente la identidad de alguien
que ha sido escogido por el destino para curar las tristezas del mundo y
mostrar el camino hacia la reconciliación, la paz y la Iluminación.
Nuestras palabras de consuelo a los que están bajo gran estrés se
transforman imperceptiblemente en exhortaciones a la humanidad.
Nuestras sugerencias de una determinada forma de proceder se convierten
en una cruzada moral.
Cuando es subvertida de esta manera, la compasión nos expone al
peligro del inflamiento mesiánico y narcisista. El rechazo exagerado del
egocentrismo puede desconectarnos de la cordura de la visión irónica de
uno mismo. Una vez que el inflamiento se ha apoderado de nosotros —
especialmente si está respaldado por seguidores y admiradores— se
vuelve notablemente difícil ver su trasfondo.

La compasión es el verdadero alma y corazón del despertar. Si bien la


meditación y la reflexión pueden hacernos más receptivos a él, no puede
ser tramado o elaborado. Cuando brota dentro de nosotros, parece como si
hubiéramos dado con él por casualidad. Y puede desaparecer tan
repentinamente como apareció. Se vislumbra en los momentos en que se
alza la barrera del yo y entregamos la existencia individual al bienestar de
la existencia en su totalidad. Queda sobradamente claro que no podemos
alcanzar el despertar para nosotros: solo podemos participar en el
despertar de la vida.
EL FRUTO

El camino del Buda es conocerte a ti mismo;


Conocerte a ti mismo es olvidarte de ti mismo;
Olvidarte de ti mismo es estar despierto a todo.

DOGEN
Genjo Koan
La libertad

Por tanto, sabemos que, si no está despierto, incluso un Buda es un ser


impresionable, y que incluso un ser impresionable, si despierta en un
momento de pensamiento, es un Buda.
HUI NENG

Cuando un hombre es liberado de una prisión, recobra su libertad. En el


momento en que sale de la verja, está liberado de su sentencia, los
vigilantes, los muros, las rejas y las cerraduras de su celda. El mundo se
abre ante él; es libre para realizar las posibilidades que ahora le ofrece. Y
está libre para los demás: disponible para relaciones, disponible para todas
las exigencias y retos que le presenten los demás.
La libertad nunca es absoluta; siempre es relativa a alguna otra cosa:
libertad de restricciones, libertad para actuar, libertad para los demás. El
antiguo prisionero aún está constreñido por las leyes de la sociedad, los
recursos que tiene disponibles, los límites de su cultura, conocimientos y
habilidades, y finalmente por el estado de su cuerpo y las leyes de la
naturaleza.
Similarmente, la libertad del despertar es una libertad relativa de las
restricciones de la confusión y la agitación egocéntricas, del ansia de una
identidad fija, de la obsesión de fraguar una situación perfecta, de la
identificación con opiniones preconcebidas y de la angustia que se origina
en semejantes apegos. El mismo Buda seguía estando constreñido por la
visión del mundo de su tiempo; su propia lengua, conocimientos y
habilidades; su conciencia de lo que toleraría su sociedad; la
disponibilidad de recursos y tecnologías; las barreras geográficas y
políticas que le restringían a un área limitada del norte de India; su cuerpo
físico y las leyes de la naturaleza.
Sin embargo, el mundo se abrió ante él de una manera sin precedentes.
Era libre para realizar creativamente sus posibilidades sin los estorbos de
las ansias que antes habían determinado sus decisiones, libre para
imaginar una respuesta apropiada a la angustia de los demás, libre para
cultivar un camino auténtico que incluyera todos los aspectos de la vida
humana, libre para formar una continuidad de amistades, y libre para
crear una cultura del despertar que sobreviviera mucho después de su
muerte.
Y era libre para los demás. Entregó de manera altruista su bienestar
personal por ellos. Estuvo asequible a las exigencias y retos que le
presentaron los demás.

La libertad del despertar se basa en la cesación del ansia. Semejante


libertad es posible porque el carácter cambiante, contingente, ambiguo y
creativo de la realidad es libre por su misma naturaleza.
Somos nuestros propios carceleros. Nos mantenemos sin libertad
aferrándonos, por confusión y miedo, a un «yo» que exista
independientemente de toda condición. En vez de aceptar y comprender
las cosas como son, queremos ser independientes de ellas en la ficción de
una individualidad aislada. Irónicamente, este egocentrismo alienado se
confunde entonces con la libertad individual. El objetivo de la práctica del
dharma es liberarnos de esta ilusión de libertad. Esto se consigue
comprendiendo la angustia que acompaña a semejante independencia
engañosa, y desprendiéndonos de la confusión y el ansia que la mantienen
en su sitio.
El cultivo del camino comienza con una visión auténtica del carácter
cambiante, contingente, ambiguo y creativo del mundo y de nosotros
mismos. Aunque puede que inicialmente la experiencia de la libertad
intrínseca de la realidad sea momentánea y esporádica, la práctica del
dharma conlleva un modo de vida que valora esta experiencia como
normativa en vez de como excepcional. Si bien es posible que sigamos
sintiéndonos abrumados por los patrones turbulentos del hábito, nuestro
compromiso con esta visión de libertad permanece inquebrantable. Para
socavar la visión fija, inmovilizada de las cosas que nos atrapa en ciclos
de ansia y angustia, necesitamos cultivar la conciencia de la libertad
presente en cada momento de experiencia.

Mientras no eres consciente de la respiración, esta prosigue a su manera.


Pero en cuanto empiezas a prestarle atención, tiendes a contraerla. Incluso
si te dices a ti mismo: «Simplemente obsérvala tal como es», el acto
mismo de la observación autoconsciente la vuelve contenida y controlada.
Puede que tengas la sensación de que «estoy respirando» en vez de que
«sucede la respiración».
Prueba esto: al final de la próxima espiración, simplemente espera a
que ocurra la siguiente inspiración… como si fueras un gato esperando a
que salga un ratón de su agujero. Sabes que llegará la siguiente
inspiración, pero no tienes una idea precisa de cuándo lo hará. De manera
que, mientras tu atención permanece alerta y enfocada en el presente,
como la de un gato, está libre de cualquier intención de controlar lo que
sucederá a continuación. Simplemente espera, sin expectativas. Entonces
sucede de repente y percibes que «está» respirando.
Resulta extrañamente excitante (incluso inquietante) ser consciente de
la respiración de esta manera. Como foco de la atención, la respiración es
la única función corporal que puede ser tanto autónoma como volitiva (al
contrario, por ejemplo, de los latidos del corazón). Aunque al principio
puede que la respiración sirva como objeto para la concentración, al
desprendernos de todo afán de controlarla podemos presenciar en sus
movimientos rítmicos la libertad intrínseca de la realidad misma.
Respirar es el movimiento de la vida, el proceso vital que conecta el
cuerpo con su entorno. Cuanto más nos abrimos a la conciencia de la
respiración y el cuerpo y profundizamos en ella, más comprendemos el
dinamismo intrínseco de toda nuestra experiencia. Nada permanece
inmóvil ni un momento. La respiración, los latidos del corazón, el cuerpo,
los sentimientos, los pensamientos o el entorno son facetas de un
indivisible sistema interactivo, ninguna parte del cual puede ser reclamada
como «mí» o «mío».
¿Por qué entonces nos mantenemos obsesivamente ajenos y apartados
de todo esto? ¿Qué nos constriñe y nos inhibe de participar plenamente en
esta experiencia? Puede que sepamos perfectamente bien que semejante
participación no nos aniquilará; es absolutamente compatible con el sano
desapego de la visión irónica de uno mismo. Sin embargo, seguimos
identificándonos con este yo fantasmal, siempre inminente y eternamente
aislado de los procesos mismos de la vida. Como resultado, parece que
todo el sistema interactivo está atorado. Y nos sentimos entumecidos,
bloqueados, frustrados, sin libertad.
Abrazar repetidamente el flujo dinámico, precario y desinteresado de
la experiencia socava gradualmente esta arraigada creencia en nuestra
existencia separada. Para realzar aún más esto, resulta útil desprendernos
no solo del apego a un yo fijo, sino de todos los puntos de vista que
limitan y fijan la experiencia. Esto puede lograrse reconociendo que, no
importa cómo lo describamos (incluso como «dinámico, precario y
desinteresado»), lo que está sucediendo es absolutamente misterioso.

Según la conciencia atenta se va volviendo más silenciosa y clara, la


experiencia se vuelve no solo más vivida, sino a la vez más
desconcertante. Cuanto más hondamente conocemos algo de esta manera,
más hondamente no lo conocemos. Cuando escuchamos atentamente la
lluvia o miramos una silla, estas cosas familiares se vuelven no solo más
explícitas, sino también más enigmáticas. Cuando nos sentamos atentos a
la respiración, por un lado es normal y obvio, pero por otro es un misterio
que respiremos en absoluto. Prestar atención a esta dimensión de la
experiencia, en la que fallan las descripciones y las explicaciones,
cuestiona las premisas de nuestra capacidad de conocimiento. La
experiencia no puede ser explicada confinándola simplemente a una
categoría conceptual. Su ambigüedad suprema es que es simultáneamente
conocible e incognoscible. No importa lo bien que conozcamos algo,
percibir su libertad intrínseca nos impele a admitir humildemente: «No lo
conozco realmente».
Semejante desconocimiento no es el final del camino: el punto más
allá del cual el pensamiento no puede proseguir. Este desconocimiento es
la base del agnosticismo profundo. Cuando se suspenden las creencias y
las opiniones, la mente no tiene ningún sitio en el que descansar. Somos
libres para iniciar un tipo de indagación radicalmente diferente.
Esta indagación está presente en el desconocimiento mismo. En cuanto
la conciencia se queda perpleja y desconcertada ante la lluvia, una silla, la
respiración… todas estas cosas se presentan como preguntas. Fallan las
premisas y las descripciones habituales y oímos gritar a nuestras voces
balbucientes: «¿Qué es esto?». O simplemente: «¿Qué?» o «¿Por qué?». O
quizá ninguna palabra en absoluto, solo «¿?».
La mera presencia de las cosas es asombrosa. Provocan pasmo,
admiración, incomprensión, sobrecogimiento. No solo la mente, sino todo
el organismo se siente perplejo. Esto puede ser perturbador. Ahora la
conciencia puede ser descarrilada por destellos de pensamiento
especulativo, ráfagas espontáneas de poesía, que, no importa lo inspirados
u originales que puedan ser, nos devuelven al mundo categorizado y
familiar.
La tarea de la práctica del dharma es mantener esta perplejidad en el
contexto de la conciencia calmada, clara y centrada. Semejante perplejidad
no está ni frustrada ni meramente curiosa acerca de un detalle específico
de la experiencia. Es una indagación intensa, enfocada a la totalidad de lo
que está sucediendo en cualquier momento específico. Es el motor que
lleva a la conciencia al corazón de lo desconocido.
La indagación que surge del desconocimiento difiere del
escudriñamiento convencional, ya que no está interesada en obtener una
respuesta. Esta indagación empieza justo donde acaban las descripciones y
las explicaciones. Ya se ha desprendido de las restricciones y limitaciones
de las categorías conceptuales. Reconoce que los misterios no se resuelven
como si fueran problemas y luego se olvidan. Cuanto más hondamente
penetramos en un misterio, más misterioso se vuelve.
Esta indagación perpleja es el camino central mismo. Al rehusar ser
confinado en las respuestas «sí» y «no», «es esto» y «no es eso», se
desprende de los extremos de la afirmación y la negación, algo y nada.
Como la vida misma, simplemente sigue, libre de la necesidad de
agarrarse a ninguna posición fija… incluida la del budismo. Impide que la
cualidad de la conciencia se vuelva una posición pasiva, rutinaria, que
puede concordar con un sistema de creencias, pero hace que la experiencia
se vuelva insulsa y opaca. La perplejidad mantiene a la conciencia de
puntillas. Revela que la experiencia es transparente, radiante y sin
impedimentos. La indagación es el sendero por el que se mueve la persona
centrada.
Abrasada de intensidad, pero libre de turbulencias y de la obsesión por
las respuestas, la indagación se contenta con dejar que las cosas sean como
son. Ni siquiera hay un plan oculto que opera entre bastidores. Las
expectativas de metas y recompensas (como la Iluminación) se aceptan
como son: tentativas postreras del yo fantasmal de subvertir el proceso a
sus propios fines. Cuanto más conscientes nos volvemos del misterioso
despliegue de la vida, más claro se vuelve que su propósito no es satisfacer
las expectativas de nuestro ego. Solo podemos poner en palabras la
pregunta que plantea. Y luego soltarla, escuchar y esperar.

La realidad es intrínsecamente libre porque es cambiante, incierta,


contingente y vacía. Es un juego dinámico de relaciones. Despertar a esto
revela nuestra propia libertad intrínseca, porque también nosotros somos
por naturaleza un juego dinámico de relaciones. Una visión auténtica de
esta libertad es el fundamento de la autonomía creativa y la libertad
individuales. Esta experiencia, sin embargo, es algo que recobramos en
momentos específicos con el paso del tiempo. Mientras sigamos
encerrados en la premisa de que el yo y las cosas son invariables,
inequívocos, absolutos, opacos y sólidos, permaneceremos
respectivamente confinados, alienados, aletargados, frustrados y sin
libertad.
Sin embargo, en la práctica, la vida no puede ser dividida tan
nítidamente en las dualidades de «libre» y «no libre», «despierta» y «no
despierta». Aunque semejantes categorías están bien demarcadas, la vida
es ambigua. La libertad puede recuperarse y perderse de nuevo.
Despertar es recuperar esa impresionante libertad con la que nacimos
pero que hemos sustituido por la seudoindependencia de un yo separado.
No importa lo mucho que nos asuste, no importa cuánto nos resistamos,
esta libertad está siempre disponible. Puede irrumpir en nuestra vida en
cualquier momento, la busquemos o no, capacitándonos para vislumbrar
una realidad que es simultáneamente más familiar y más esquiva que
cualquier cosa que hayamos conocido, en la que nos encontramos
profundamente solos y profundamente conectados con todo. Pero la fuerza
del hábito es tal que de pronto la perdemos de nuevo y estamos de vuelta
en la normalidad no ambigua.
Contrarrestando esta fuerza del hábito, la práctica del dharma tiene dos
objetivos: desprendernos del ansia egocéntrica para que nuestra vida se
vuelva gradualmente más despierta; y ser receptivos a la erupción
repentina del despertar en nuestra vida en cualquier momento. El despertar
es un proceso lineal de libertad que se cultiva con el paso del tiempo y una
posibilidad de libertad siempre presente. El camino central es un sendero
con un principio y un final y la potencialidad sin forma en el centro mismo
de la experiencia.
La imaginación

[El] talento para hablar de manera diferente, más que para discutir bien, es el
instrumento principal del cambio cultural.
RICHARD RORTY

Permanecer en la perplejidad desconocedora ante la respiración, la lluvia,


una silla… es casi lo mismo que permanecer en la perplejidad
desconocedora ante un trozo de arcilla sin modelar, una hoja de papel en
blanco o una pantalla de ordenador vacía. En ambos casos, nos
encontramos gravitando sobre la cúspide entre nada y algo, lo informe y la
forma, la inactividad y la actividad. Nos balanceamos en un estado de
alerta calmado y vital en el umbral de la creación, esperando a que surja
algo (la siguiente respiración o la primera conformación tentativa de la
arcilla) que nunca antes ha sucedido de la misma manera y nunca volverá
a suceder del mismo modo.
Y en ambos casos temblamos justo entre el alborozo y el temor. Un
meditador puede estar simultáneamente extasiado por la libertad
intrínseca de la realidad y enervado por la cascada asimétrica de
experiencia a punto de irrumpir en el momento siguiente. Los alfareros y
los escritores pueden estar embelesados por las ilimitadas posibilidades
creativas de cada momento, pero también paralizados por su vacilación de
llevar a cabo siquiera una de ellas. De la misma manera que el meditador
se escapa a la seguridad de un recuerdo o una fantasía consoladores, así el
artista sale corriendo a por otra taza de café.
Podríamos decidir simplemente permanecer absortos en el misterioso
e informe juego libre de la realidad. Esta sería la opción del místico que
trata de extinguirse a sí mismo en Dios o en el Nirvana… comparable
quizá a la tendencia entre los artistas a obliterarse con alcohol u opiáceos.
Pero si valoramos nuestra participación en una realidad compartida en la
que tiene sentido tener sentido, entonces semejante negación de uno
mismo negaría un elemento central de nuestra humanidad: la necesidad de
hablar y actuar, de compartir nuestra experiencia con los demás.

La libertad conlleva responsabilidad. Ser libre del ansia egocéntrica es ser


libre para realizar creativamente las posibilidades del mundo para los
demás. Cuando el entendimiento y la compasión son dos caras de una
misma moneda, la visión auténtica de la naturaleza vacía y contingente de
las cosas trata de reflejarse a sí misma espontáneamente en las formas
concretas y vividas de la vida. Cara a cara con el mundo, nos esforzamos
por encontrar conceptos, imágenes o ideas con los que expresar la
impresionante inexpresabilidad de la realidad con lenguaje y actos
auténticos. Esta visión informe intenta lograr forma mediante la
imaginación.
Como experiencia de libertad, el despertar no nos provee de un
conjunto de ideas e imágenes completas; y mucho menos doctrinas
filosóficas o religiosas. Por su misma naturaleza, está libre de las
restricciones de las ideas, imágenes y doctrinas preconcebidas. No ofrece
respuestas, solo la posibilidad de nuevos comienzos. Al expresarlo, no
traducimos conocimientos esotéricos ocultos a declaraciones sabias más
que lo hace un escritor al volcar al papel frases completamente formadas
que estaban ocultas en su mente.
Las ideas y los pensamientos surgen mediante el proceso mismo de
expresarlos a una audiencia existente o implícita. Puede que sean una
sorpresa, una conmoción… incluso para la persona que las articula. No
llegan completamente formadas, o no más que un narciso sale
completamente formado de un bulbo germinado. Surgen de una matriz
irrepetible de contingencias: la autenticidad de nuestra propia visión y
compasión en ese momento, las necesidades de otras personas en un
determinado tiempo y lugar o nuestra habilidad para usar los recursos
técnicos y culturales disponibles.

La práctica del dharma se parece más a la creación artística que a la


resolución de problemas técnicos. La dimensión técnica de la práctica del
dharma (como el adiestramiento para ser más consciente y estar más
centrado) es comparable a las habilidades que debe aprender un alfarero
para volverse perito en su artesanía. Puede que ambas cosas requieran
muchos años de disciplina y duro trabajo. Pero, para las dos cosas,
semejante pericia es solo un medio, no un fin en sí mismo. De igual
manera que la destreza técnica en la alfarería no es garantía de bellas
vasijas, así la destreza técnica en la meditación no garantiza una respuesta
sabia y compasiva a la angustia.
El arte de la práctica del dharma requiere compromiso, habilidad
técnica e imaginación. Como con todas las artes, no podremos realizar
todo su potencial si falta alguna de estas tres cosas. La materia prima de la
práctica del dharma somos nosotros mismos y nuestro mundo, que hay que
comprender y transformar con arreglo a la visión y los valores del propio
dharma. No se trata de un proceso de transcendencia del yo y del mundo,
sino de creación del yo y del mundo.
La negación del «yo» cuestiona solamente el concepto de un yo
estático independiente del cuerpo y la mente; no el sentido corriente de
uno mismo como persona distinta de todas las demás. Este concepto de un
yo estático es el impedimento primordial para la realización de nuestro
potencial único como ser individual. Al disolver esta ficción mediante una
visión centrada de la transitoriedad, la ambigüedad y la contingencia de la
experiencia, somos libres para crearnos de nuevo. De igual modo, el
concepto del mundo como una realidad ajena compuesta de cosas
discontinuas y persistentes es el impedimento primordial para la creación
de nuestro mundo. Asimismo, al disolver este punto de vista mediante una
visón del mundo como una totalidad dinámica e interrelacionada de la que
formamos parte integral, somos libres para involucrarnos nuevamente con
el mundo.
Lograr semejantes visiones requiere poner en marcha la imaginación.
No importa lo a fondo que comprendamos la naturaleza transitoria y vacía
de la existencia, lo lúcidamente que experimentemos la libertad intrínseca
de la realidad, lo apasionadamente que anhelemos aliviar la angustia de
los demás; si no podemos imaginar formas de vida que respondan
eficazmente a la situación del momento, estaremos limitados en lo que
podemos hacer. En vez de encontrar una voz que hable a las contingencias
únicas de nuestra propia situación, repetimos los clichés y los dogmas de
otras épocas. En vez de participar creativamente en la cultura
contemporánea del despertar, nos limitamos a preservar las culturas de un
pasado desaparecido.
La creación de uno mismo conlleva imaginarse a uno mismo de otras
maneras. En vez de vernos como un fragmento fijo en una corriente
movediza de procesos mentales y físicos, podríamos considerarnos una
narrativa que transforma esos procesos en una historia en pleno desarrollo.
La vida entonces tiene menos de una postura defensiva para preservar un
yo inmutable y más de una tarea en marcha para completar una historia
inacabada. Como una narrativa coherente, la integridad de nuestra
identidad se mantiene sin tener que asumir un centro metafísico inmóvil
en torno al que gira todo lo demás. Semejante persona, arraigada en la
conciencia de la transitoriedad, la ambigüedad y la contingencia, valora la
sutileza de los contactos, la flexibilidad y la adaptabilidad, el sentido del
humor y de la aventura, el aprecio de puntos de vista diferentes, la
celebración de la diferencia.

En cuanto activamos la imaginación en el proceso del despertar,


recobramos la dimensión estética de la práctica del dharma. El cultivo de
la conciencia enfocada, por ejemplo, no puede entenderse adecuadamente
tan solo como un conjunto de transformaciones cognitivas y afectivas,
porque semejante conciencia es también una experiencia de la belleza.
Según se apacigua la agitación de la conciencia y podemos descansar
en la claridad intensificada de la atención, la belleza natural del mundo se
acentúa vívidamente. Nos maravillamos de la exquisita tracería de una
hoja, el juego de la luz sobre la corteza de un árbol, los reflejos y las ondas
en un charco de agua, el resplandor delicuescente de un ojo humano.
Nuestro aprecio de las artes también se enriquece: un pasaje musical, una
línea de un poema, una figura que danza, un bosquejo a lápiz o un jarrón
de arcilla pueden hablarnos con un sentimiento y una profundidad sin
precedente.
Las grandes obras de arte de todas las culturas logran capturar dentro
de las restricciones de su forma tanto el patetismo de la angustia como su
resolución. Considera, por ejemplo, las lánguidas frases de Proust o los
haikus de Basho, los últimos cuartetos y sonatas de Beethoven, las
pinceladas tragicómicas de Sengai o los amedrentadores lienzos de
Rothko, los luminosos autorretratos de Rembrandt y Hakuin. Semejantes
obras no alcanzan su resolución mediante imágenes consoladoras o
románticas con las que se transciende la angustia. Aceptan la angustia sin
ser doblegadas por ella. Revelan la angustia como lo que da a la belleza su
dignidad y profundidad.
Las cuatro verdades ennoblecedoras de Buda proporcionan no solo un
paradigma de libertad cognoscitiva y afectiva, sino un patrón para la
visión estética. Cualquier obra de arte que hace más profundo nuestro
entendimiento de la angustia, que nos lleva a relajar las constricciones del
ansia egocéntrica, que revela el juego dinámico del vacío y la forma y que
inspira un modo de vida conducente a tales fines lleva las marcas de la
belleza auténtica. Y así como obras no budistas pueden tener semejante
efecto, obras explícitamente budistas pueden no tenerlo.
La misma visión estética inspira las tareas imaginativas de la creación
del yo y del mundo. Las verdades ennoblecedoras no son solo retos para
actuar con sabiduría y compasión, sino retos para actuar con creatividad y
conciencia estética. Nuestras palabras, nuestros actos, nuestra mera
presencia en el mundo, crean y dejan impresiones en la mente de los
demás, de la misma manera que un escritor deja una marca con su pluma
en el papel, el pintor con su pincel en el lienzo, el alfarero con sus dedos
en la arcilla. El mundo humano es como un instrumento musical enorme
en el que todos tocamos nuestra parte simultáneamente mientras
escuchamos las composiciones de los demás. La creación de nosotros
mismos en la imagen del despertar no es un proceso subjetivo, sino
intersubjetivo. No podemos elegir si involucrarnos con el mundo o no, tan
solo cómo hacerlo. Nuestra vida es una historia que está siendo contada a
los demás continuamente mediante cada detalle de nuestras expresiones
faciales, nuestro lenguaje corporal, nuestra ropa, la inflexión de nuestras
palabras… nos guste o no.

Después de su despertar, Buda pasó varias semanas gravitando sobre la


cúspide entre el embeleso de la libertad y, en sus propias palabras, la
«vejación» de involucrarse. ¿Debía permanecer en el apacible estado del
Nirvana o compartir con los demás lo que había descubierto? Lo que le
decidió fue la aparición de una idea (en el lenguaje de la India antigua, un
«dios») que le forzó a reconocer en los demás el potencial para despertar,
así como su responsabilidad de actuar. En cuanto se accionó su
imaginación, renunció a la opción mística de la absorción transcendente y
fue a involucrarse con el mundo.
De este modo, Buda emprendió un camino que tuvo su origen en una
visión, fue traducido mediante ideas a palabras y acciones, y dio lugar a
culturas del despertar que continúan inspirando en nuestros días. Esta
evolución es análoga al proceso de la creatividad, que comienza asimismo
con una visión en cierne y es vertida a formas culturales mediante la
imaginación. El curso de la vida de Buda ofrece un paradigma de la
existencia humana, que ha sido realizado de diversas maneras a lo largo de
Asia durante los pasados dos mil quinientos años.
La genialidad de Buda radica en su imaginación. Logró verter su visión
no solo al lenguaje de su tiempo sino en términos lo suficientemente
universales para inspirar a generaciones futuras en la India y allende. Sus
ideas han sobrevivido de manera muy similar a las grandes obras de arte.
Aunque es posible que algunos de los rasgos estilísticos de sus enseñanzas
nos resulten ajenos, las ideas centrales nos hablan de un modo que
transciende su referencia a un tiempo y lugar específicos. Pero, a
diferencia de las estatuas antiguas de Egipto o Gandhara, la rueda del
dharma que puso en movimiento Buda continuó girando después de su
muerte, generando perpetuamente nuevas y sorprendentes culturas del
despertar.

Cada vez que el dharma entró en una civilización o periodo histórico


diferente, se enfrentó a un desafío doble: mantener su integridad como
tradición internamente coherente, y expresar su visión de una manera que
respondiera a las necesidades de la nueva situación. Para tener sentido,
tuvo que imaginarse de formas originales e inesperadas (compara los
discursos Pali, una colección de koans Zen y el Libro tibetano de los
muertos). Aunque este proceso gradual de transformación ocurrió a lo
largo de varias generaciones, se cristalizó invariablemente mediante la
genialidad de una sola persona o, a lo sumo, de unos pocos individuos.
La genialidad de esas personas consistió también en su imaginación:
su capacidad para expresar una visión auténtica del dharma de un modo
que respondiera creativamente a las necesidades de su situación particular.
Iniciaron culturas del despertar características que generaron originales y
abundantes corrientes de filosofía, literatura y arte. Sin embargo, estos
periodos de vitalización cultural no tendieron a durar mucho. Porque,
aunque los fundadores eran imaginativos y creativos, la imaginación y la
creatividad eran cualidades raramente alentadas en las escuelas y las
órdenes que establecieron. (Los mismos términos «imaginación» y
«creatividad» carecen de equivalentes exactos en las lenguas budistas
clásicas). Según sus tradiciones se convirtieron en poderosas instituciones
religiosas, la preservación de la ortodoxia se volvió la prioridad central.
Aunque se originaron en actos de la imaginación, paradójicamente las
ortodoxias tratan de controlar la imaginación para mantener su autoridad.
La autenticidad del entendimiento de una persona se mide de acuerdo a su
conformidad con los dogmas de la escuela. Si bien tales controles pueden
proveer de una salvaguardia necesaria contra el charlatanismo y el
autoengaño, también pueden usarse para suprimir tentativas auténticas de
innovación creativa que podrían desafiar el statu quo. La imaginación es
anárquica y potencialmente subversiva. Cuanto más jerárquica y
autoritaria sea una institución religiosa, más requerirá que las creaciones
de la imaginación se avengan a sus doctrinas y a sus normas estéticas.
Sin embargo, con la supresión de la imaginación se corta de raíz la
vida misma de la práctica del dharma. Aunque las ortodoxias religiosas
pueden sobrevivir e incluso prosperar durante siglos, al final se
fosilizarán. Cuando cambie el mundo en torno a ellas, carecerán del poder
imaginativo para responder creativamente a los retos de la nueva
situación.
La cultura

No hay nada que no sea practicado


Por los que están inspirados por Buda;
Cuando son capaces de vivir de esta manera,
No hay nada carente de valor.
SHANTIDEVA

Cuando el budismo se encuentra con el mundo contemporáneo, descubre


una situación en la que la creatividad y la imaginación resultan centrales
para la libertad individual y social. Aunque las tradiciones budistas han
refrendado consistentemente la libertad del ansia y de la angustia como la
razón de ser de una cultura del despertar, han sido menos consistentes al
refrendar la libertad para responder creativamente a la angustia del
mundo. Tanto internamente, convirtiéndose en ortodoxias religiosas, como
externamente, identificándose con regímenes autocráticos e incluso
totalitarios, las tradiciones budistas se han inclinado hacia el
conservadurismo político. Esto ha contribuido, por un lado, a la tendencia
al misticismo y, por el otro, a la postergación de la realización personal y
social hasta una reencarnación futura en un mundo menos corrupto.
En el núcleo del encuentro del budismo con el mundo contemporáneo
está la convergencia de dos visiones de la libertad. La libertad del ansia y
la angustia propugnada por Buda está convergiendo con la libertad del
individuo autónomo para realizar su capacidad de lograr su plenitud
personal y social.
En las democracias liberales actuales, se nos educa para realizar
nuestro potencial como individuos autónomos. Resulta difícil concebir una
época en la que tantas personas hayan disfrutado de libertades
comparables. Sin embargo, el ejercicio mismo de estas libertades al
servicio de la avaricia, la agresión y el miedo ha llevado al
resquebrajamiento de la comunidad, la destrucción del medio ambiente, la
explotación derrochadora de los recursos y la perpetuación de las tiranías,
las injusticias y las desigualdades. En vez de realizar creativamente sus
libertades, muchas personas optan por el conformismo irreflexivo dictado
por la televisión, la autocomplacencia en el consumismo masivo o el
entumecimiento de sus sentimientos de alienación y angustia por medio de
las drogas. En teoría, puede que se estime mucho la libertad; en la
práctica, se experimenta como una vertiginosa pérdida del sentido y la
dirección.
Parte de la atracción de cualquier ortodoxia religiosa radica en su
preservación de una visión de la vida segura, estructurada y llena de
significado, que está en extrema oposición con la inseguridad, desorden e
incertidumbre de la sociedad contemporánea. Al ofrecer semejante
refugio, las formas tradicionales del budismo proveen de una base sólida
para los valores éticos, meditativos y filosóficos que conducen al
despertar. Sin embargo, tienden a ser reticentes a la hora de participar en la
conversión de esta visión liberadora en una cultura del despertar que se
ocupe de la angustia específica del mundo contemporáneo. Se prefiere la
preservación de lo conocido y probado a la agonía de la imaginación, en la
que se nos fuerza a dar un salto arriesgado al vacío.

Las visiones budista y contemporánea de la libertad se apoyan y se critican


mutuamente. La visión budista trata de cultivar un camino de práctica
individual y social que conduzca a una experiencia liberadora de cada uno
y del mundo. No puede aceptar la idea de que la libertad auténtica pueda
realizarse en una vida guiada por el ansia egocéntrica. La visión
contemporánea se esfuerza por crear y mantener estructuras sociales y
políticas que respalden los derechos y optimicen las posibilidades
creativas del individuo. No puede aceptar la idea de que la libertad
auténtica pueda realizarse en una sociedad represiva e injusta.
Aunque sería vano tratar de describir la cultura del despertar que
podría resultar del encuentro de estas visiones, están empezando a surgir
dos temas amplios: las maneras contemporáneas características en las que
la práctica del dharma se está individualizando, por un lado, e
involucrándose socialmente, por el otro.
La individualización de la práctica del dharma ocurre siempre que se
da prioridad a la resolución de un dilema existencial personal por encima
de la necesidad de avenirse a las doctrinas de una ortodoxia budista. La
individualización es un proceso de recuperar la autoridad personal
liberándonos de las restricciones de los sistemas de creencias mantenidos
socialmente. Si el adiestramiento con un maestro de una cierta escuela
conduce a una creciente dependencia de esa tradición y la correspondiente
pérdida de autonomía personal, entonces puede que haya que poner fin a
esa fidelidad. Al mismo tiempo, el contacto con una amplia variedad de
tradiciones budistas que es posible hoy en día, que no tiene precedente,
hace que resulte difícil aceptar el postulado incuestionable de cada una de
las escuelas acerca de su propia superioridad. Al valorar la imaginación y
la diversidad, semejante visión individualizada potenciaría en última
instancia a cada practicante para crear su propio camino característico
dentro del campo de la práctica del dharma.
El compromiso social contemporáneo de la práctica del dharma se
fundamenta en la conciencia de que la confusión y el ansia egocéntricas ya
no pueden entenderse adecuadamente solo como impulsos psicológicos
que se manifiestan en estados subjetivos de angustia. Encontramos estos
impulsos encarnados en las mismas estructuras económicas, militares y
políticas que influyen en las vidas de la mayoría de las personas de la
Tierra. Enjaezados a tecnologías industriales, el impacto de estos impulsos
afecta a la calidad del medio ambiente, a la disponibilidad de recursos
materiales y el empleo, así como al tipo de instituciones políticas, sociales
y financieras que gobiernan las vidas de las personas. Semejante visión
comprometida socialmente de la práctica del dharma reconoce que cada
practicante está obligado, por una ética de la empatía, a responder a la
angustia de un mundo globalizado e interdependiente.
La individualización y el compromiso social no son solo
característicos de la situación contemporánea. Cada vez que se ha llevado
a efecto en el pasado una cultura del despertar, ha surgido por medio de la
visión original e imaginativa de un individuo y posteriormente ha sido
adoptada en estructuras sociales compatibles con la nueva situación. La
democracia, la ciencia y la educación modernas han ocasionado que el
papel del individuo en la sociedad y la naturaleza de las relaciones
sociales sean radicalmente diferentes hoy a como lo fueron en Asia en
tiempos pasados. Para llevar a efecto una cultura contemporánea del
despertar son necesarios procesos de individualización y compromiso
social conmensurablemente diversos.
La creación de uno mismo de la individualización y la creación del
mundo del compromiso social no pueden existir separadamente. Están
unidas dentro de una cultura común, que las configura en un todo
significativo y bien dirigido. Al mismo tiempo, es la tensión creativa entre
ellas lo que crea y da forma constantemente a esta cultura. La
individualización y el compromiso social se convierten en los dos polos de
una cultura del despertar.

Cultura, según el diccionario Chambers, es el «estado de ser cultivado».


Lo que hay que cultivar, según Buda, es un camino de visiones, ideas,
habla, acción, formas de vida, determinación, atención y conciencia
centrada auténticos. Por consiguiente, una cultura del despertar es un
estado en el que se cultiva este camino.
Una cultura del despertar se constituye a partir de la tensión entre la
deuda con el pasado y la responsabilidad con el futuro. Esta tensión es más
palpable durante las fases de transición como la nuestra. Para preservar la
integridad de la tradición, hay que distinguir entre lo que es central para
esa integridad y lo que es marginal. Hay que discernir qué elementos son
vitales para la supervivencia del dharma y cuáles son artefactos culturales
ajenos que podrían obstruir esa supervivencia. Un ejemplo contemporáneo
es si las doctrinas metafísicas del karma y la reencarnación son partes
integrales de la tradición o no. La decisión que se tome en semejantes
cuestiones constituye un riesgo. Estamos obligados a asumir la
responsabilidad de decisiones cuyas consecuencias, potencialmente
considerables para los demás, no podemos prever.
Una cultura del despertar no puede existir independientemente de las
culturas sociales, religiosas, artísticas y étnicas en las que se enclava.
Surge de las interacciones creativas con estas culturas sin rechazarlas ni
ser absorbida por ellas. Inevitablemente, asumirá ciertos rasgos de la
cultura contemporánea, quizás inspirando y revitalizando algunas de sus
dimensiones, a la vez que mantendrá una perspectiva crítica.
La práctica del dharma hoy en día se enfrenta a dos peligros
primordiales: resistiéndose a la interacción creativa, podría acabar como
una subcultura marginalizada, una reliquia bellamente preservada,
mientras que perdiendo su integridad interna y su aspecto crítico, podría
acabar siendo absorbida por alguna otra cosa, como la psicoterapia o el
cristianismo contemplativo.
No importa lo altamente individualizada que esté, una cultura del
despertar nunca puede ser un asunto privado. Semejante cultura es siempre
una expresión de una comunidad. Para alcanzar madurez y profundidad es
necesario que la cultiven varias generaciones. La comunidad es el vínculo
vivo entre la individualización y el compromiso social. Una cultura del
despertar sencillamente no puede ocurrir sin estar enraizada en una
conciencia coherente y vital de comunidad, ya que una matriz de
amistades es el terreno mismo en el que se cultiva la práctica del dharma.
Puede que la cuestión más importante a la que se enfrentan los que
practican el dharma hoy día sea cómo crear una comunidad auténtica que
proporcione una base sólida para el surgimiento de una cultura a la vez
que optimice la libertad individual.
Uno de los puntos fuertes del budismo religioso es su habilidad para
responder sin ambigüedad a esta cuestión mediante el establecimiento
continuado de instituciones jerárquicas que han sabido sobrellevar siglos
de agitación y cambio. Aunque tales instituciones pueden suministrar
excelentes contextos para el adiestramiento sostenido en la meditación y
la reflexión, resulta cuestionable si ellas solas pueden ofrecer una base
suficiente para la creación de una cultura del despertar contemporánea.
Los imperativos democráticos y agnósticos del mundo laico no requieren
otra Iglesia budista, sino una comunidad individualizada en la que la
imaginación creativa y el compromiso social se valoren tanto como la
reflexión filosófica y los logros meditativos.
Una visión budista agnóstica de una cultura del despertar cuestionará
inevitablemente muchos de los roles del budismo religioso consagrados
por el tiempo. Ya no considerará que el papel del budismo consiste en
proveer de una autoridad seudocientífica sobre temas como la cosmología,
la biología y la conciencia, tal como lo hizo en las culturas asiáticas
precientíficas. Tampoco considerará que su papel consiste en ofrecer
certidumbres consoladoras de una vida venidera mejor si se vive de
acuerdo con la visión del mundo del karma y la reencarnación. En vez de
la pesimista doctrina india de la degeneración temporal, pondrá el énfasis
en la libertad y la responsabilidad para crear una sociedad más despierta y
compasiva en esta Tierra. En vez de instituciones autoritarias y
monolíticas, podría imaginar un tapiz descentralizado de comunidades del
despertar autónomas y a pequeña escala. En vez de un movimiento
religioso místico regido por líderes autocráticos, vislumbraría una cultura
laica profundamente agnóstica basada en amistades y gobernada en
colaboración.
Fuentes y notas

Las principales fuentes de este libro son aquellos con los que he estudiado
y me he adiestrado en la práctica del dharma. Me siento especialmente
agradecido a mis maestros, los difuntos Geshes Ngawang Dargyey y
Tamdrin Rabten, del Monasterio Sera Je de Lhasa, Tíbet, y el difunto
Kusan Pangjang Sunim, del Monasterio Songgwang Sa, cerca de
Suncheon, Corea del Sur.
Si bien las fuentes de todos los fragmentos citados se ofrecen en las
notas siguientes, estaría de más ofrecer una bibliografía completa de los
escritos que han servido de inspiración para este libro. Sin embargo, hay
dos libros que merecen una mención especial como fuente de varios
fragmentos citados y como introducción a las dos corrientes principales
del pensamiento budista:

Nanamoli Thera (Osbert Moore): The Life of the Buddha [«Vida de


Buda»]. Kandy Sri Lanka, Buddhist Publishing Society 1992 (1.ª
edición 1972).
Shantideva: The Bodhicaryavatara. (1) Traducido del sánscrito[1] por
Kate Crosby y Andrew Skilton. Oxford/Nueva York, Oxford
University Press, 1996. (2) Traducido del tibetano por Stephen
Batchelor como A Guide to the Bodhisattva’s Way of Life [«Guía
al estilo de vida del bodhisattva»]. Dharamsala, India, Library of
Tibetan Works and Archives, 1979.
Para información de fondo acerca de la historia del budismo así como
esquemas de figuras, escuelas y doctrinas budistas, el lector puede acudir a
How the Swans Came to the Lake: A Narrative History of Buddhism in
America [«Cómo llegaron los cisnes al lago: Historia narrativa del
budismo en América»], de Rick Fields (Boston, Shambhala, 1981), y a mi
obra The Awakening of the West: The Encounter of Buddhism and Western
Culture [«El despertar de Occidente: El encuentro del budismo con la
cultura occidental»] (Berkeley Parallax, 1994).

EL FUNDAMENTO

No estéis satisfechos con lo que oís… proviene del Kalama Sutta


(Anguttara Nikaya III: 65), en The Life of the Buddha [«Vida de Buda»],
traducido por Nanamoli Thera, pp. 175-176.

EL DESPERTAR

Hasta que mi visión no fue completamente clara… proviene del


Dhammacakkappavatana Sutta (Samyutta Nikaya LVI: 11). Se puede
encontrar una traducción completa en The Life of the Buddha [«Vida de
Buda»], traducido por Nanamoli Thera, pp. 43-45.
Este capítulo, una reflexión sobre el Dhammacakkappavatana Sutta,
está en deuda con los escritos de Nanavira Thera (Harold Musson)
recogidos en Clearing the Path [«Abriendo el camino»] (Colombo, Sri
Lanka, Path Press, 1987). La analogía de Alicia en el País de las
Maravillas y la idea de que las cuatro verdades son retos para actuar en
vez de proposiciones que hay que creer se encuentran en Clearing the
Path, pp. 258-259, mientras que la idea de «derribar de su pedestal» al
despertar se encuentra en la p. 282. La crítica del budismo como
misticismo está asimismo influida por Nanavira. Para un estudio de la
vida y la obra de este notable monje budista inglés, véase mi artículo
«Existence, Enlightenment and Suicide: The Dilemma of Nanavira Thera»
[«Existencia, iluminación y suicidio: El dilema de Nanavira Thera»], en
The Buddhist Forum IV: Seminar Papers 1994-1996, ed. Tadeusz
Skorupski (Londres, School of Oriental and African Studies), pp. 9-34.
Todos los puntos de vista atribuidos en este capítulo y en los demás a
«Buda» o a «Gautama» aluden a Buda tal como lo representa el Canon
Pali.

EL AGNOSTICISMO

Imagina, Malunkyaputta, que un hombre… está resumido del


Culamalunkya Sutta (Majjhima Nikaya 63), en The Middle Length
Discourses of the Buddha [«Las charlas no muy extensas de Buda»],
traducido por Nanamoli Thera y Bhikku Bodhi (Boston, Wisdom, 1995),
pp. 534-536.
Estoy en deuda con The Buddha: Buddhist Civilization in India and
Ceylon [«Buda: La civilización budista en India y Ceilán»], de Trevor
Ling (Londres, Temple Smith, 1973), por la idea de la religión como
«civilización residual». Sin embargo, en vez de afirmar que el budismo es
una civilización, yo sostendría que el budismo es semejante a una cultura.
En la p. 33, «la rigurosa aplicación de un solo principio» y todas las
citas siguientes de T H. Huxley son de su ensayo de 1889 «Agnosticism»
[«Agnosticismo»], incluido en Science and the Christian Tradition [«La
ciencia y la tradición cristiana»] (Londres, Macmillan, 1904), pp. 245-246.
En menos de veinte años, el término recién acuñado por Huxley fue
aplicado al budismo por Ananda Metteyya (Allan Bennett), el segundo
europeo occidental que fue ordenado monje budista. En una carta al
Congreso del Pensamiento Libre de 1904, escribió: «La posición del
budismo acerca de estos problemas vitales coincide exactamente, en sus
ideas fundamentales, con el agnosticismo filosófico moderno de
Occidente…». Véase Buddhism: An Illustrated Review [«El budismo: Una
reseña ilustrada»], 2, (Octubre 1905), p. 86. El mismo número de esta
revista (editada por Bennet) contiene el artículo «Buddhism an Agnostic
Religion» [«El budismo, una religión agnóstica»], del profesor Alessandro
Costa, p. 79 y sig. La edición en uso de la Encyclopaedia Britannica
describe asimismo al budismo como una forma religiosa de agnosticismo.
En la p. 35, «esa compleja totalidad que incluye…» es de Primitive
Culture [«La cultura primitiva»], de E. B. Tylor (Londres, J. Murray,
1871), p. 1.

LA ANGUSTIA

Ninguna condición es permanente… es una paráfrasis del Pali: sabbe


sankhara anicca, sabbe sankhara dukkha, sabbe sankhara anatta
(literalmente: «todas las condiciones son transitorias; todas las
condiciones son dukkha, todas las condiciones están carentes de ser»).
Dukkha se traduce normalmente como «sufrimiento». Para explicar que
«todas las condiciones» son dukkha, uso el término «angustia» cuando se
habla de dukkha como experiencia personal del tipo de sufrimiento
ocasionado por el ansia egocéntrica, y «falta de fiabilidad» o
«incertidumbre» cuando se habla de dukkha como una característica de las
condiciones de la vida.
Para un análisis más detallado de la leyenda tradicional de Siddharta
Gautama, véase mi libro Alone With Others: An Existential Approach to
Buddhism [«Solo con los demás: Un enfoque existencial del budismo»]
(Nueva York, Grove, 1983), pp. 25-38. Otras ideas de este capítulo se
desarrollan más en Flight: An Existential Conception of Buddhism [«Fuga:
Una concepción existencial del budismo»], Wheel Publication n.º 316/317
(Kandy, Sri Lanka, Buddhist Publication Society 1984).

LA MUERTE

Como un sueño, todo lo que disfruto… es mi traducción del texto tibetano


Bodhicaryavatara II: 36 de Shantideva. Este fue un monje indio activo al
principio del siglo VIII. El Bodhicaryavatara es una obra seminal acerca
del camino budista, muy usada en todas las tradiciones tibetanas. Véanse
arriba las dos traducciones disponibles actualmente en inglés.
La meditación que reflexiona sobre la muerte está basada en la que se
encuentra en las tradiciones budistas tibetanas. Véase, por ejemplo,
sGam.po.pa, Jewel Ornament of Liberation [«La joya ornamento de la
liberación»], traducido por Herbert V. Guenther (Londres, Rider, 1970),
pp. 41-54.

LA REENCARNACIÓN

Pero si no hay otro mundo… es del Kalama Sutta (Anguttara Nikaya III:
65), en The Life of the Buddha [«Vida de Buda»], traducido por Nanamoli
Thera, p. 177.
Algunos de los argumentos que aparecen en este capítulo se
desarrollan más en mi artículo «Rebirth: A Case for Buddhist
Agnosticism» [«La reencarnación: Una defensa del agnosticismo
budista»], Tricycle, 2 (Otoño 1992), pp. 16-23. Para un estudio de las
pruebas budistas de la reencarnación, véase Rebirth and the Western
Buddhist [«La reencarnación y el budista occidental»], de Martin Willson
(Londres, Wisdom, 1987). Para informes de una investigación de casos de
personas que recuerdan vidas pasadas, véase la obra del doctor Ian
Stevenson, por ejemplo, su Cases of the Reincarnation Type [«Casos de la
categoría de la reencarnación»], tomos 1-4 (Charlottesville, VA, The
University Press of Virginia, 1975-1983). Para una crítica de la evidencia
usada para apoyar la teoría de la vida después de la muerte, véase Dying to
Live: Science and the Near-Death Experience [«Morirse por vivir: La
ciencia y las experiencias entre la vida y la muerte»], (Londres, Grafton,
1993).
«El karma es intención…», en la p. 56. Véase, por ejemplo, Anguttara
Nikaya VI: 13. La función psicológica de la intención se desarrolla en el
capítulo «El devenir». La negación de Buda de «que el karma era
suficiente para explicar el origen de la experiencia individual» se
encuentra en el Sivaka Sutta (Samyutta Nikaya: Vedana 21), en el que
habla de ocho condiciones (los tres humores corporales de la flema, la
bilis y el flato, por separado y juntos; el cambio estacional; los cuidados
inapropiados; el esfuerzo excesivo; la maduración de acciones anteriores)
que conducen a sensaciones de placer, dolor, etc., solo la última de las
cuales es karma. El pasaje se traduce en Clearing the Path [«Abriendo el
camino»], de Nanavira Thera (Colombo, Sri Lanka, Path Press, 1987), pp.
486-487.

LA DETERMINACIÓN

Cuando los cuervos encuentran una serpiente moribunda… es mi


traducción del texto tibetano de Shantideva Bodhicaryavatara VII: 52.

LA INTEGRIDAD

Un monje le preguntó a Yun Men… es el caso decimocuarto de The Blue


Cliff Record [«Los Anales del Acantilado Azul»], 3 tomos, traducido por
Thomas y J. C. Cleary (Boulder/Londres, Shambhala, 1977), I, p. 94. Los
Anales del Acantilado Azul es una colección china de koans del siglo XII
muy usada en el budismo zen.

LA AMISTAD

De igual manera que la madrugada… es una traducción anónima de un


pasaje de Samyutta Nikaya V.
P. 74, «un espacio libre y protector». Debo esta idea a mi analista
jungiana Dora Kalff. Véase Dora M. Kalff, Sandplay: A Psychotherapeutic
Approach to the Psyche [«Juegos de arena: Un enfoque psicoterapéutico de
la psique»] (Los Ángeles, Sigo, 1980).

EL CAMINO

Un día, un anciano estaba dando vueltas… proviene de dKa gdams kyi


skyes bu dam pa rnams kyi gsung bgros thor bu rnams (Miscellaneous
Advice of the Kadampa Masters) [«Consejos diversos de los Maestros
Kadampa»], ed. Tsun ba je gom, bloc tibetano, sin fecha, pp. 41-42. Esta
traducción es mi propia revisión de la que aparece en Geshe Wangyal, The
Door of Liberation [«La puerta de la liberación»] (Boston, Wisdom,
1995), p. 100. La respuesta final de Drom difiere de la del texto tibetano y
de la traducción de Geshe Wangyal; he utilizado una versión que oí a
lamas tibetanos.

LA CONCIENCIA

Y además, cuando va, un monje sabe… es una traducción de un pasaje del


Satipatthana Sutta (Majjhima Nikaya 10), en The Middle Length
Discourses of the Buddha [«Las charlas no muy extensas de Buda»],
traducido por Nanamoli Thera y Bhikku Bodhi (Boston, Wisdom, 1995), p.
146.
La práctica de la meditación de la conciencia atenta descrita en este
capítulo se basa en el Satipatthana Sutta, en el Bodhicaryavatara V de
Shantideva y en enseñanzas orales de la tradición «Insight» (Vipassana)
contemporánea. Para una descripción de la meditación vipassana, véase
Joseph Goldstein y Jack Kornfield, Seeking The Heart of Wisdom: The
Path of Insight Meditation [«Buscando el corazón de la sabiduría: El
camino de la meditación vipassana»] (Boston, Shambhala, 1987).

EL DEVENIR

La confusión condiciona la actividad… es mi traducción de la formulación


Pali de lo que se conoce comúnmente como «doce eslabones de la
originación dependiente».
La sección de meditación que comienza: «Siéntate inmóvil y vuelve a
la respiración» ofrece una reflexión acerca de los cinco componentes
primordiales de la vida mental: el impacto, el estado de ánimo, la
percepción, la intención y la atención. Estos se conocen como los factores
nama en el budismo Theravada. En el Canon Pali, Buda los enumera para
describir la dimensión nama (literalmente «nombre») de namarupa
(literalmente «nombre-forma»), parafraseado aquí como «personalidad
encarnada». En las tradiciones tibetanas, aparecen como los cinco
procesos mentales «omnipresentes», como se encuentran en el
Abhidharmasamuccaya de Asanga. Véase Geshe Rabten, The Mind and Its
Functions [«La mente y sus funciones»], traducido y editado por Stephen
Batchelor (Mont Pelerin, Suiza, Editions Rabten Choeling, 1992), pp. 110-
115.
La doctrina de los «doce eslabones de la originación dependiente» es
una enseñanza budista clave, explicada generalmente para describir un
proceso de devenir que ocurre a lo largo de tres vidas… aunque no parece
haber ninguna mención explícita de un modelo de tres vidas en las propias
charlas de Buda acerca del tema en el Canon Pali. Una descripción
tradicional asequible de los Doce Eslabones se encuentra en The Meaning
of Life from a Buddhist Perspective [«El sentido de la vida desde la
perspectiva budista»], de Su Santidad el Decimocuarto Dalai Lama,
traducido y editado por Jeffrey Hopkins (Boston, Wisdom, 1992).

EL VACÍO

El vacío no nacido se ha desprendido de… es mi traducción de un pasaje


de rTsa she tik chen rigs pa’i rgya mtso del lama tibetano de siglo XIV
Tsongkhapa (Sarnath, 1973), p. 431. Esta obra es contemporánea de un
comentario al texto del siglo II Mulamadhyamakakarika [«Versos básicos
sobre el centro»] de Nagarjuna. El fragmento citado forma parte del
comentario de Tsongkhapa del capítulo 24, verso 18, que dice: «Todo lo
que aparece contingentemente / Se dice que es vacío. / Está configurado
contingentemente, / Es el camino central».
Esta presentación de la doctrina del vacío se basa en las
interpretaciones de Tsongkhapa y sus seguidores en la escuela Geluk de
budismo tibetano. Véase Geshe Rabten, Echoes of Voidness [«Ecos de
vacío»], traducido y editado por Stephen Batchelor (Londres, Wisdom,
1983), y la introducción a Tsong Khapa’s Speech of Gold in the Essence of
True Eloquence: Reason and Enlightenment in the Central Philosophy of
Tibet [«La charla de oro en la esencia de la verdadera elocuencia, de Tsong
Khapa: Razón e iluminación en la filosofía central del Tíbet»], de Robert
Thurman (Princeton, Princeton University Press, 1984).
LA COMPASIÓN

Incluso cuando hago cosas… es mi traducción del texto tibetano de


Shantideva Bodhicaryavatara VIII: 116.
La meditación inicial se basa en enseñanzas orales del budismo
tibetano. La argumentación sobre la empatía sigue el Bodhicaryavatara
VIII: 90 y sig., de Shantideva. Para una perspectiva Theravada de este
tema, véase Sharon Salzburg, Loving Kindness: The Revolutionary Art of
Happiness [«Bondad amorosa: El arte revolucionario de la felicidad»]
(Boston, Shambhala, 1995).

EL FRUTO

El camino del Buda es conocerte a ti mismo… es una traducción de Genjo


Koan (Actualizing the Fundamental Point) [«Realizando el punto
fundamental»] 4, de Dogen, procedente de su obra maestra Shobogenzo.
Para una traducción de Genjo Koan, véase Moon in a Drewdrop: Writings
of Zen Master Dogen [«La luna en una gota de rocío: Los escritos del
maestro zen Gogen»], ed. Kazuaki Tanahashi (Berkeley, North Point Press,
1985), pp. 69-73.

LA LIBERTAD

Por tanto sabemos que, si no está despierto… proviene de Philip B.


Yampolsky, The Platform Sutra of the Sixth Patriach [«El sutra de la
plataforma, del sexto patriarca»] (Nueva York, Columbia University Press,
1967), p. 151.
Los tres capítulos finales del libro («La libertad», «La imaginación» y
«La cultura») están inspirados en la doctrina de los Tres «Cuerpos»
(trikaya) de Buda: a veces traducidos literalmente como el «Cuerpo del
Dharma» (dharmakaya), el «Cuerpo del Disfrute» (sambhogakaya) y el
«Cuerpo de la Manifestación» (nirmanakaya). Al mismo tiempo, estos
capítulos rastrean la trayectoria de las cinco primeras fases del «Noble
Camino Óctuple», de la visión auténtica, pasando por las ideas auténticas,
hasta el habla, la acción y las formas de vida auténticas.
La «libertad intrínseca de la realidad» es una paráfrasis de la doctrina
del budismo Mahayana de que todos los fenómenos son «intrínsecamente
nirvánicos» (en sánscrito: prakriti-parinirvrita). También alude a la idea
de la naturaleza «liberadora del ego» de los fenómenos, de la práctica
tibetana de Dzogchen. Para Dzogchen, véase The Flight of the Garuda [«El
vuelo del garuda»], traducido por Keith Dowman (Boston, Wisdom, 1994).
De los temas de la perplejidad, el desconocimiento y el misterio me
ocupo en mi libro The Faith to Doubt: Glimpses of Buddhist Uncertainty
[«La fe para dudar: Vislumbres de la incertidumbre budista»] (Berkeley,
Parallax, 1990).

LA IMAGINACIÓN

[El] talento para hablar de manera diferente… proviene de Richard Rorty,


Contingency, Irony and Solidarity [«Contingencia, ironía y solidaridad»]
(Cambridge, Cambridge University Press, 1989), p. 7. Este libro, como
otros escritos no especializados de Rorty, ha sido una gran fuente de
inspiración al escribir Budismo sin creencias. El estilo de pensamiento de
Rorty resulta particularmente útil en la tarea de encontrar una forma
contemporánea, no religiosa, de expresar las ideas budistas. Otros libros
que han tenido un efecto similar son: Milan Kundera, The Art of the Novel
[«El arte de la novela»] (Nueva York, Grove, 1986) y Testaments Betrayed:
An Essay in Nine Parts [«Testamentos traicionados: Un ensayo en nueve
partes»] (Londres, Faber, 1995), así como Don Cupitt, The Time Being [«El
ser del tiempo»] (Londres, SCM, 1992).
Este capítulo usa y desarrolla material explorado primeramente en mi
ensayo «A Democracy of the Imagination» [«La democracia de la
imaginación»], Tricycle 4, n.º 2 (Otoño 1994), pp. 70-75.
El concepto de «creación de uno mismo» es una traducción literal del
tibetano bdag bskyed, que se refiere tradicionalmente al proceso de
imaginarse a uno mismo como un «dios», una práctica Vajrayana de la
bskyed rim («fase de creación») en los Mahanuttara-yoga-tantras. Una
visión general de tales prácticas se encuentra en The Jewel in the Lotus: A
Guide to the Buddhist Traditions of Tibet [«La joya en el loto: Guía a las
tradiciones budistas del Tíbet»], ed. Stephen Batchelor (Londres, Wisdom,
1987), pp. 46-57.

LA CULTURA

No hay nada que no sea practicado… es mi traducción del texto tibetano


de Shantideva Bodhicaryavatara V: 100.
El concepto de individualización se basa en el uso del término en la
psicología analítica de C. G. Jung. Véanse, por ejemplo, los ensayos de
Jung: «Conscious, Unconscious, and Individuation» [«Consciente,
inconsciente e individualización»] y «A Study in the Process of
Individuation» [«Estudio del proceso de individualización»], en el tomo 9,
parte 1 de The Collected Works of C. G. Jung [«Obras recopiladas de C. G.
Jung»], traducción de R. F. C. Hull (Nueva York, Princeton, Bollingen
Foundation, 1968). Una obra seminal acerca del concepto del compromiso
social budista es Thich Hanh, Being Peace [«Ser paz»] (Berkeley, Parallax,
1987).
STEPHEN BATCHELOR nació en Escocia y se educó en monasterios
budistas de India, Suiza y Corea. Ha traducido y escrito varios libros sobre
budismo, incluidos A Guide to the Bodhisattva’s Way of Life [«Guía al
estilo de vida del bodhisattva»], Alone With Others [«Solo con los
demás»], The Faith to Doubt [«La fe para dudar»], The Tibet Guide [«Guía
del Tíbet»] (ganador del Thomas Cook Award 1988) y The Awakening of
the West [«El despertar de Occidente»] (coganador del Tricycle Award
1994). Da conferencias y dirige retiros de meditación por todo el mundo,
es editor y colaborador de Tricycle y director de estudios del Sharpham
College for Buddhist Studies and Contemporary Enquiry de Devon
(Inglaterra).
Notas
[1]A lo largo de toda la sección de «Fuentes y notas», las traducciones a
las que se refiere el autor son siempre en idioma inglés. <<

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