Yupanqui Atahualpa - Aires Indios

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ATAHUALPA YUPANQUI

AIRES INDIOS

EDICIONES SIGLO VEINTE


BUENOS AIRES

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UNIVERSITY OF MICHIGAN
LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA
Queda hecho el depósito que pre­
viene la Oey 11.723. Copjiright by
EDICIONES SIGLO VEINTE
Maza 177 ■
— Buenos Aires
IMPRESO EN LA ARGENTINA
P R I N T E D IN A R G E N T IN E

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ESCUCHAME, HOMBRE BLANCO:

Yo soy la cordillera, y el río, y el huanaco.


Yo soy la tierra y el pajonal de oro.
Y el maíz prodigioso, y el cebadal azul.

¿Has visto tú algo más poderoso


que mi gran esperanza?
¿Conoces tú algo más grande
que mi silencio?

Yo,
que sólo he salvado de las sombras
un puñado de niños,
color de eternidad, de bronce y piedra,
a ti te los entrego, hermano blanco,
jMejóralos!
¡Levántalos!
La tierra es ancha
como una pena india. . .
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EL R I O

— ¿Sabes qué está haciendo el Luis Vilte?


—Está durmiendo junto al río. ..
—No. Está aprendiendo música.
El río es el maestro de los muchachos pastores,
como el viento es el maestro de los hombres que
van a las cordilleras.
Cuando el rebaño baja de las lomas, la tarde
se llena de balidos que el oído recoge y el corazón
agradece. Es un descenso blando y musical, y en­
tre los verdes manchones del cerro, la línea en fila
india de las ovejitas ponen la nota clara, como si
fuera una senda donde la nieve se hubiera ani­
mado de pronto a cantar cosas.
Al llegar el rebaño junto al río, los corderos
retozan y beben. Los perros pastores corren de un
lado a otro, vigilando la inquieta tropa. Entonces,
el muchacho puestero tiene tiempo para tenderse un
momento y aprender la lección musical de la tarde.
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El agua viene con alguna fuerza, desde lejos,
desde las cumbres. Sus caminos se van ensanchan­
do a medida que alcanzan tierra llana, y entonces
ya no brinca en las piedras: ordena sus voces, y
su viaje, claro y fresco, está lleno de tonos.
Por momentos, el agua finge una ola breve y un
banderín de espumas se levanta como simbolizan­
do una senda de adioses.
A veces, el agua topa una piedra grande, y la
corriente se divide en dos. Por la derecha, va el
caudal superior, grave y seriamente. Por la iz­
quierda, se forma una sendita de agua saltarina,
burladora de guijarros, como un chango travieso. Y
al poco trecho vuelve otra vez a uniformarse el
viaje del río.
Y todo eso lo mira y lo oye el muchacho pastor.
El Luis Vilte sabe que cuando el río pasa sobre
piedras de colores, la luz se llena de cosas un poco
mágicas, como en un capricho de jugar a quién
pinta mejor una senda de músicas. Sabe que el tono
juguetón le sirve para hallar luego una alegría en
su charango. Y cuando la brisa peina a contrapelo
el viaje de las aguas, se levantan sonidos que ayu­
dan a comprender ciertas cosas que tienen las que­
nas cuando no quieren ser demasiado tristes.
Después, las corridas de los perros y las trave­
suras de las ovejitas hacen que el muchacho con­
cluya su aprendizaje del día. Y se marchan todos
por la senda fácil donde el matorral anuncia pri­
maveras y tibiezas.
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EL P O N C H O

Cuando el hombre que anda por los cerros siente


el cansancio de la marcha, se tiende sobre el apero
y se cubre con su poncho, que es como cubrirse
con los misterios y sentires de la tierra.
Y el poncho lo envuelve como una atmósfera ais­
ladora. De la prenda hacia afuera, el mundo in­
finito y complejo; y poncho adentro, el universo,
animando los sentimientos del hombre frente a la
noche abierta.
Los ocasos andinos tejen una trama pictórica.
La mujer tejedora va uniendo los hilos y concibien­
do los colores, fijando en su labor los ocasos y las
auroras de su comarca.
En el poncho no están solamente el hilo y la hi­
landera. Está la tierra callada y grávida, el canto
de las calandrias y la soledad del cardón; están los
sueños y las rebeldías del hijo de la tierra; está el
adiós del que nunca volvió; está la vidala otoñal,
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quejándose con aire de leyenda, y está el amor, he­
cho ternura y hermandad, en un sereno esperar.
Y el hombre se lleva luego ese poncho, y lo cui­
da y lo ama. Y lo descuida y lo mancha también;
porque pierde a veces la conciencia de lo que vale
esa prenda; pues, más que mera prenda, es un sím­
bolo: es la herencia de todas las fuerzas intraduc-
tibles que condicionan un alma y una existencia
con sentido americano.
Dormir con el solo abrigo del poncho significa
preparar el alma para el sueño alto, a costa de una
holgura física, de un confort a veces necesario. Es
el precio del sueño. Es la hondura de un primiti­
vismo que alimenta lo étnico del individuo; es una
manera de rezar, de hacer que aflore a la concien­
cia tanto sueño callado, tanta meditación olvidada,
tanta idea degollada en el laberinto de la vida mo­
derna.
El hombre que se tiende sobre la tierra con la
sola compañía de su poncho, se tiende sobre mu­
chos recuerdos de la infancia, sobre las últimas con­
sejas de la madre, sobre el adiós del Tata que se
marchó por caminos definitivos; se tiende sobre la
promesa de la primera novia en la montaña y so­
bre los dolores de la raza y las esperanzas del pue­
blo.

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NO QUEREMOS PAISAJES

Esta es la voz de la caravana india.


La voz que no resbala ni se arrastra.
La voz del gran silencio que baja a la llanura.
Esta es la voz del poncho, de la melena lacia,
de la ushuta incansable, de las manos sin nada.
“¡No queremos paisajes!”
Esta no es la voz de las Kantutas.
No tiene miel de lunas y suspiros de flautas.
Ignora el remolino de las puiskas
Y no sabe del blando caminar de las llamas.
“¡No queremos paisajes!”
Caracol de la tierra resonando pesares:
¡Limpia tu viejo llanto! ¡Rompe tu débil quena!
Huyan de la garganta destrozados silencios.
Que el runa de las cumbres y el kolla de la puna
Encontraron su voz:
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“¡No queremos paisajes!”
¡Tierra! ¡Tierra menuda y sucia!
¡Oh, tierra bien amada. .. .!
Manos tenemos, bravas, hechas para la tierra.
Sembraremos la quinua, la cebada, el maíz.
No importa que se apague la música del río
cuando veinte tractores con su bronca bramido
Llenen de nuevos cantos lomadas y bajíos.
“¡No queremos paisajes!”
¡No más policromías de ponchos y de ocasos!
¡No más lloros de flautas sobre los pedregales!
Que el canto de los indios tiene un dulzor amargo
de burlados amores, de promesas mentidas.
¡El yaraví resume todas las soledades!
“¡No queremos paisajes!”

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LA N O C H E F R I A

Las poblaciones agrarias, a lo largo del Ande,


adoptaron multitud de usos y costumbres hispanas.
Entre ellas la ritual fogata la noche de San Juan,
considerada “la más fría del año”.
Los hombres de estos tiempos, runas, kollas y
mestizos, ignoran el origen de esa costumbre. Para
ellos, viene del mundo antiguo, de su esplendor ya
desaparecido. Y así lo siguen practicando, año tras
año, con particular solemnidad.
Ha llegado el invierno a la montaña. El campo
ha cambiado su tono de oro vivo y verde grato, por
un cobrizo acento de cosa muerta. Los pájaros han
emigrado durante el otoño. Antes del tiempo frío,
el campo ha parido su fruto diverso. Su grito de
alumbramiento ha sido un grito de colores, gritado
por las polleras de las cholas y por los ponchos in­
dios; esos gritos subieron a las cuestas y al termi­
narse todos los caminos, quedaron petrificados. Y
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entonces los denominaron “cumbres”. Eso no más
son las cumbres cordilleranas: gritos petrificados;
gritos de la tierra regalando su cebada, su cerco
de papas, sus habas, su quinua, su preciado maíz.
Igual que la tierra, la india pare en otoño su
chango chillador.
Al mismo tiempo que asoman las plantitas y co­
mienza a sonreír el aire musical de la montaña, la
mujer labradora descubre una mirada de serena
angustia, suspira por las noches y cuando endereza
las matas torcidas por algún ventarrón, las acari­
cia y les habla.
Y poco tiempo después, mientras los hombres
trajinan llevando frutos al granero, la india muestra
a la espalda el “aguayo” multicolor donde asoma
un chango de ojos prietos y mejillas amoratadas.
Pasa un tiempo, breve, como la dicha. La tierra
y la mujer enmudecen, rendidas por la gran fatiga.
Es entonces cuando llega la noche más fría del año.
La noche de San Juan. Se prenden luminarias en
casi todos los pueblos del mundo. También en el
Ande esa noche se quema un poco de escasa leña.
Cuesta juntar montones de tola, cortar kéñuas, traer
la tramontana.
Cuesta trabajos y fatigas andar de loma en loma,
cortando la seca leña, para prepararse contra gran­
des nevadas. Pero en la noche de San Juan, queman
parte de su leña.
Frente a la puerta de la choza, donde comienza
el patio —que a veces es toda la tierra— los hom-
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bres preparan el montón de leña. Una hora después
de haber brillado la primera estrella, el hombre de
la casa enciende la fogata que comienza con un
vivo crepitar de la resinosa tola. Un grato aroma
de primavera reventada invade el caserío. Los pe­
rros corren ladrando; escapan al campo con gran
espectáculo y luego, poco a poco, se van acercando
al fuego, donde una hilera de changos, callados y
contentos, levantan sus ponchitos para que el calor
les inunde las carnes a través del harapiento ba-
rracán.
Allá, abajo, en el caserío quebradeño, ocurren
iguales cosas: y todos miran el fantástico mundo
de magia que se forma y derrumba a medida que
la fogata encuentra su tono alto. Hay un humo de
tibieza, grato y encariñador, que entra a los ran­
chos y dice que la vida es un algo buena. Este len­
guaje cálico lo entienden los mozos que buscan las
miradas de las cholitas.
Una flauta de caña lanza por ahí su gemido
antiguo. Le siguen otras. Es la música de la quena:
el hilo invisible, la cadena sensible y sonora que
ata esas almas a la soledad de la montaña. Y esa
sí que es una soledad, porque los hombres no han
gritado su drama ni su esperanza; porque todo es
infinito silencio; porque la hacienda no muge;
porque el río ha perdido su potencia y porque la
noche se ha presentado con ropaje de sombra he­
lada y eterna, que no sabe de tiempos ni de
auroras.
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De pronto, en cualquier momento, el hombre de
Ja casa desaparece. Lo mismo ocurre en otro ran­
cho. Y en otro. .. y en otro más.
Se reúnen en la senda y el mayor de ellos, en­
cargado de transmitir la consignas tradicionales de
la raza habla:
—Esta es la noche fría. Quemando leñita a la
puerta de nuestras chozas, nos irá bien. Nos cuesta
rigores juntar esa leñita. Pero es preciso hacerlo.
Y ahora, tenemos que cumplir con la tierra. ¡Ella
también tiene frío esta noche...!
Y los hombres se reparten hacia los cuatro rum­
bos. Unos atraviesan el río y comienzan a subir la
cuesta, lentamente. Otros ya trajinan la loma por
donde suelen irse los rebaños; otros se han metido
en los montecillos; han de comenzar la ascensión
casi junto con la luna.
Y de pronto comienzan a iluminarse los cerros
en todas las latitudes de la comarca.
Son los hombres que han prendido fuego al pa­
jonal de las lomas, para que la tierra se entibie
y goce como ellos en el cumplido rito.
¡Ella también tiene frío esa noche!
Arden los pastos resecos. Arde el dorado pajo­
nal cumbreño. Sobre la tierra vaga un aire tibio y
se deshacen las lágrimas que el rocío ha llorado
sobre todas las matas de los cerros.
A veces, las llamas lamen un peñasco gigante;
otras proyectan un resplandor, como saludando a
los potreros oscuros.
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Las fogatas de los ranchos se están extinguiendo.
En cambio, es una plena fiesta, alta y cálida, la
fogata del cerro. Seguramente, la tierra no sentirá
más frío esa noche. Y agradecida, preparará sus
jugos milagreros para darle a los hombres en su
tiempo, una feliz cosecha. Ya todo saldrá bien; y
los vientos traerán a la comarca un poco de espe­
ranza. Los niños crecerán y ayudarán a sus tatas
a sembrar la cebada y a cosechar el maíz y a cuidar
los rebaños. Los mozos levantarán nuevos ranchos
y las cholitas cantarán su alegría.
Y tal vez sobre los caseríos se levante esa musi­
calidad sutil e inolvidable, que sólo se logra cuan­
do el equilibrio entre el hombre y la tierra es una
cuestión de corazón humilde, mano cordial y vida
simple.
Todas estas cosas y muchas más, piensan y sien­
ten los pastores y los labriegos kollas, cuando pren­
den fuego al pajonal durante la noche más fría del
año.
Se conforman un tanto y llegan a creer que la
vida no es tan mala.
Y así pasan los días, y los años, padeciendo poi
la incomprensión de los abajeños, por el olvido de
los organismos y por la inclemencia del tiempo, a
lo largo de las cordilleras y a lo largo de la vida.

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LAS RAICES

Andábamos por los barrancos.


Nuestras hondas no lograban un solo trofeo, por­
que las sachas nos burlaban a cada instante. Las
sachas son las palomas más ariscas y de vuelo más
veloz. Cortan el aire casi sin batir las alas, y pare­
ciera que volaran en pronunciado zig-zag.
Cuando nos cansábamos, nos echábamos bajo un
árbol, al filo del barranco. Abajo, pasaba, ligero
y musical, el río comarcano.
Nadie dormía. Unos sentían ese encantamiento
de la siesta serrana y montaraz. Las abejas tenían
un zumbo dorado y el olor de las matas tenía algo
de tibio que nos hacía sentir la hora fuerte del
verano en esos tiempos lindos de la infancia.
Otros “yapaban” la gomera de la honda. Otros
buscaban guijarros.
Pero había entre nosotros un poeta y un obser­
vador extraordinario: Juancito Alancay. Este chan-
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go no tenía nunca interés en las sachas ni en co­
rretear y hacer enojar a las caraipucas, como lla­
man allá a las iguanas. Alancay miraba el río, las
nubes, los bichos pequeños, todo.
Una tarde de esas, reunidos bajo un sauce, nos
dio su primera gran lección, sobre las raíces.
—Miren las plantitas que dan lindas flores, y
miren después sus raicitas apareciendo al aire, al
borde de este barranco. Son flojas estas raíces. Son
coloraditas, amarillitas, y flojas. Con la uña se las
corta. Miren después esas matas pardas, con flores
que son una pura espina, y miren sus raíces: juer-
tes, bravas. Se precisa mano firme y muchos tirones
pa arrancarlas. . .
Esta lección nos impresionó a todos los mucha­
chos. No sé si alguno de ellos la recordará ahora;
por mi parte, puedo asegurar que no la olvidé
nunca.
Mozo ya, he andado caminos de claridad y de
sombras, de dichas y penas, de paz y de luchas.
Y cada vez que la vida me ponía frente a seres que
aflojaban ál primer ventarrón de infortunio, acu­
día a mí el recuerdo de aquella siesta, y sentía que
estaba mirando, en un hombre, las raicitas lindas,
pero débiles, de esas “que se rompían con la uña”.
Y también he superado cosas tristes admirando vi­
das heroicas, en los campos y en las ciudades, y
me he dicho:
— ¡Raíz de matas bravas y espinudas!
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Hace años que no me topo con Alancay. El mozo
le puso el anca a su pago y quién sabe por dónde
andará, trajinando terrones o abochornando potros.
Pero dondequiera que vaya, estoy seguro que el
Juan Alancay tiene la fuerza de esas raíces que él
admiraba, tal vez porque al mirarlas estaba con­
templando ciertas cosas que le bullían en el corazón.

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INDIECITO DORMIDO
(Arrullo montañés)

Poncho de cuatro colores


cubre su cuerpo cansado.
Y un alto sueño de cobre
está el changuito soñando.
Sueña que es tibia la nieve.
Que son blandos los guijarros.
Que el viento le cuenta cuentos
de pastores y rebaños.
¡Indiecito dormido!
P’acompañarte
se duerme el río.
¡Indiecito dormido!
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Junto a tu puerta
Pasa el camino.
Pasa el camino, sí.
Pasa el camino.
¡Cuando por él te vayas,
Chui, chui, qué frío!

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LA CUNA

¿Recuerdan aquellos baúles antiguos, “cabedo-


res”, cuyas tapas tenían la profundidad de una
batea? Bueno: esas tapas de baúles, viejas, quebra-
jeadas, sirven de cuna a muchos changuitos del
cerro. Sus padres han pedido esos pedazos de pe­
tacones, o de arcones viejos, a sus patrones de la
villa o de la estancia, y poniéndolos sobre la cabe­
cera del apero, se largan con ellos, cuesta arriba.
Van llevando la “camita pa la huahua”.
Cuando la criatura es de pecho, le llaman huahua,
indistintamente al varón o la hembra. Cuando ya
camina, la mujercita sigue siendo nombrada
“huahua’’. En cambio, el muchacho ya es un “chan-
guito”.
En esa cuna, entre un revoltijo de ponchos mul­
ticolores, rotos y sucios, pasan los niños los invier­
nos bravos. No falta un cájchi, como llaman a los
perros chicos, que duerma con el muchacho, para
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ayudarse ambos a aguantar las noches y comuni­
carse calor.
Si les ha tocado “cueriar” una oveja despeñada,
el chango tiene una expresión alegre, porque sabe
que tendrá “cuerito lanudo” para ablandar su
“cama”. La tierra es más blanda que la tapa del
baúl. Pero para dormir en la tierra hay que espe
rar el verano. Porque en invierno, la humedad y
el enorme frío hacen toser al muchacho. Vienen las
fiebres, los quejidos, el sueño de ojos abiertos, y
entonces el Tata sale hacia la quebrada, a buscar
la médica, mientras la madre lo mira a su chango,
pensando que tal vez Pachamama lo ande precisan­
do a su hijo:
— “Lo ha agarrao la tierra. . . ”
Si la desgracia ocurre, el chango cierra los ojos,
esos ojitos pequeños que sólo vieron miseria de ho­
gar e inmensidad de cerro. Entonces, entre el Tata
y otros vecinos (vecinos de dos leguas más allá),
comienzan a fabricar el ataúd para el niño muerto.
¿Y cuál puede ser la tabla mejor para ese ataúd?
¡La tapa del baúl! ¡La cunita del chango...!
CHANGOS ESCUELEROS

Unos a pie, otros a caballo o en apretado raci­


mo sobre un burro, los changos llegan a la escuela.
Parecen hombres con piernas cortas, porque a
poca distancia, son un bulto de ropas ajenas. El
sombrero, de anchas alas, ya no lo usa el abuelo.
Algo que fue blusa obrera, es hoy el saco del es­
tudiante montañés. Muchos calzan ushutas, el he­
roico calzado indio; otros, son “pata en el suelo”,
nomás.
El maestro los trata generalmente bien, y conver­
sa con ellos “a lo criollo”. Cuando el maestro es
nuevo en el cerro, se pone nervioso y por cualquier
cosa o travesura impone penitencias. Pero al tiempo
comprende por qué ese niño rompe tan a menudo
la mina de su lápiz: ^porque el chango andino no
tien e más juguetes que las piedras, los corderos, el
y el pajonal. Por eso sus manos, desde muy
niño, tienen la natural torpeza de la mano que sabe
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de terrón y raíces, de palas y rebenques. Esas ma­
nos nunca tuvieron el tibio temblor de una paloma.
Son manos “petisas”, bronceadas, fuertes. Manos
para la cordillera.
Había en una escuelita de Iruya, un chango que
no prestaba atención a su maestra porque todo el
tiempo se quedaba mirando un mapa de ríos y ca­
minos. El mapa estaba en la pared, cerca del chan­
go. Los ojitos pequeños, como tajo en cuero crudo,
recorrían el tono azul de la red fluvial y la línea
bermeja de los caminos. Cuando las penitencias se
agotaron, resolvieron quitar de ese lugar el mapa.
Y el muchacho, desde entonces, escuchó a su
maestra.
En los valles altos, las vacaciones comienzan con
el invierno y se reinician las clases el primer día
de la Primavera.
El maestro, campeón de soledades, usa barba y
viste ropas campesinas.
Cuando finalizan las clases, a las puertas del
invierno, la escuelita andina se viste de fiesta. Has­
ta algunos padres se allegan a la choza bien barrida,
que se diferencia de las demás por el escudo y una
banderita deshilachada flameando sobre el horcón.
Ese día, generalmente coincide con una fecha pa­
tria. Y los changos tienen su gran banquete, por­
que han traído pan del pueblo.
¡Pan del pueblo! Hay que verlos devorar la blan*
ca miga blanda, y hasta esconder en los enormes
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bolsillos de sus blusas, un pedazo para irlo gustan­
do en los caminos de vuelta.
A veces les reparten tricotas de dudosa lana, en
nombre de alguna sociedad de beneficencia. Algún
discurso, el himno patrio, dos canciones más, y se
acabó la fiesta.
Los changos llevan sus regalos al maestro. Al­
guien, niño jinete de cansado borrico, obsequia a
su maestro su única espuela, sin puntas casi, atada
con piola. Otro, dos piedritas de colores. Otros,
una gallina, o un corderito. El maestro se emocio­
na. Les agradece callado. Es que lps entiende y los
ama, y sufre con ellos, y por ellos. Se asoma a la
breve ventana de la escuela. El cerro está quieto,
como hinchando el lomo para aguantar el latigazo
del frío. El cielo, un poco gris, anuncia la pronta
nevada. Al?ún cóndor revuela en la tarde, aprisio­
nando azules desvanecidos bajo sus alas.
Y los changos se van por todas las sendas. No dis­
paran como otras veces. Algo de adentro les hace
pesada la marcha. Se desparraman hacia las cues­
tas. Después, la montaña devora poco a poco los
sombreros anchos y los ponchitos sin flecos. Se van
hacia el Ande. Hacia el invierno callado y tenaz, sin
fuegos ni canciones. ..

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BAGUALAS Y CAMINOS

Nunca se gabe dónde terminan los caminos y dón­


de comienzan las bagualas.
Porque son caminos también, esos rumbos del
canto montañés que el hombre busca, o halla, y
sigue por ellos, noche adentro y sueño arriba.
La marcha de la muía, heroica bestia del Ande,
tiene un ritmo que anda buscando un canto. Enton­
ces el hombre madura sus silencios para parir la
copla. Y la copla sale. Se hamaca en el viento, se
orienta, y se larga cuesta arriba, buscando no sé
qué estrella para hacerla comprender las viejas an­
gustias del pueblo y el desesperado anhelo del
hombre.
De día no nace la copla. El canto es cosa que
pertenece al río y al pajonal, y al pájaro, y al aire
limpio.
De noche es otra cosa. La sombra emponcha los
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cerros. Sólo queda, apenas blanqueando sobre el
pedregal, la cinta infinita del camino.
Cuando la noche le ha robado el paisaje de afue­
ra, el hombre se anima a abrir la ventana de su otro
mundo. Es entonces cuando escapa, asustada palo­
ma, la copla del arriero montañés.
Cuando el hombre salió por la montaña, anduvo
caminos en la tierra que lo llevaron lejos. Trabajó,
vio vacunos, ovejas, cercos, pastizales, bañados, po­
treros. Anduvo caminos. . .
Cuando regresa ya no ve el camino. No precisa
verlo. Tiene confianza en su muía. Y el hombre en­
cuentra los otros caminos, menos ásperos a veces,
porque hay un juego nostálgico y una espuma lírica
que le alivianan esa marcha azul de sus cantares.
Y “la baguala” se presenta en la noche, y se
adueña del cerro. El canto de la baguala domina
la voz de los ríos y el estremecimiento del pajonal.
Pero la copla, tierna o brava, rebelada o preñada
de saudades, duele, hiere, con ese puñal de verdades
angustiosas y de silencios malos y lindos que el
hombre junta en la tierra. Por eso es que están en
ese minuto alto, en la noche y en el cerro, unidos
los caminos y las bagualas. Unidos, consubstancia­
dos, dentro de ese tambor extraño y tenaz que es el
corazón del indio. Por eso, nunca se sabe dónde
terminan los caminos y dónde comienzan las ba­
gualas.

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BAGUALA

Para escuchar un canto en la montaña


se están abriendo todas las ventanas del cielo.
Sobre las cumbres
se mantiene el rastro del degüello del sol.
Ya la vertiente suelta sus pájaros de espuma
Que vuelan cuesta abajo, en vuelo limpio
encendiendo en las peñas un milagro de trinos.
Tranco lento de muías; tamboril de distancias.
Cruje la senda. Cruje.
Se fatiga, y se tiende
desde el valle a la cumbre.
La senda está dolida de distancia infinita.
La noche ha desplegado su bandera de vientos
para emponchar de nubes la canción del arriero.
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El canto sube. Sube...
No precisa caminos para ganar la cumbre.
Cárcel de tierra gris; una senda que sube.
Puñal azul, el canto desbarata las nubes.. .
La Baguala no quiere los guiños de la estrella.
Ni la flor que perfuma, ni la noche serena.
Ella viene de lejos, madura de sentires.
Sabe del nido tibio, y del niño que espera.
Del amigo lejano, del camino que duele. ..
La Baguala no quiere las blanduras
que le ofrece la luna.
Las muías van andando, cuesta arriba, en la noche.
Van pisoteando nieves para amasar un ritmo.
¡Qué lejos, oh, qué lejos del camino, la idea!
¡Qué esperanza infinita, más allá de la estrella!
El pan recién cortado, cordial como un abuelo.
Luchar por un destino, vivir con un sentido.
Madurar de veranos en el alma del niño.
¡Qué canciones de paz en las espuelas!
¡Qué de semilla blanda, para sembrar la vida...!
Si la vida cambiara. . .
Si floreciera el alma como florece el árbol. . .
Si la voz que nos nombra fuera música.
Si las muías que arreamos fueran nuestras.
Entonces sí que vengan mensajes de la luna,
Y guiños de la estrella.
Y se embriague de vida la luz de las calandrias.
Y el verde de las hierbas...
¡Que mientras duela adentro lo inútil, lo inseguro,
latigazos del hambre, desamparos y olvidos...
andarán cuesta arriba las muías con su ritmo,
rumbo a la noche oscura!
¡Y el hombre de los cerros gritará su Baguala.
Como un grito sin eco;
extranjero en la vida, perdido en la distancia.
Enardeciendo angustias
y degollando sombras. ..!
Con un destino igual al de los ríos:
cantar, llorar, y andar por los caminos.

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EL CERCO

Siempre que miro tapias bajas y cercos de rama­


zón, siento un extraño sentimiento de reproche ha­
cia las gentes que levantan esas murallas vecinales,
estableciendo “mi” mundo y “su” mundo.
El cerco es un “hasta aquí” en el que se estre­
llaron, desde niño, mis más dulces anhelos.
Cuando chango, la pobreza me condecoró con
diversos remiendos. Vivía, con mi familia, en el
barrio de los pobres, que se salvaba de ser subur­
bio por la gracia verde de los prados y el río; por
el campo, que comenzaba justamente ahí donde el
pueblo acercaba sus calles a beber el agua inquieta
del Korimayo.
Los muchachos de ese caserío igual y olvidado,
salíamos a vagar por las tardes. Y siempre nos lla­
maba la atención la casa de don Francisco, el hom­
bre rico del lugar.
Todos los domingos, en ese patio grande y bien
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regado, bajo la morera gigantesca, entre rosales
y helechos, sonaba un arpa su lloro simple y grato.
Era la reunión semanal del provincianismo cordial.
Los hombres conversaban cosas del campo, del
caballo y el cielo, mientras mozos y niñas baila­
ban la zamba allá, en el fondo de la galería.
Nosotros no podíamos entrar. Aunque en nues­
tros corazones teníamos todas las melodías que allí
jugaban con encanto y ceremonia familiar, no po­
díamos entrar. Y nos quedábamos, apiñados de
trás de los cercos espinosos, estirándonos sobre la
ramazón que a veces nos conquistaba como trofeo
un trozo de blusa pobre o un pedazo del guarda­
polvo escolar.
¡Y qué linda era esa fiesta! A cuarenta metros
de nosotros, se nos brindaba, velado detrás de plan­
tas y flores, un espectáculo maravilloso. Las parejas
danzaban sin ruido, lentamente. Cada nota del arpa
respondía a un ademán del pañuelo; cada rasguido
de la guitarra afirmaba la prestancia de un giro
delicado, de un saludo natural y rítmico.
Desde nuestro puesto, no alcanzábamos a obser­
var el trabajo de los ejecutantes. Sólo nos llegaba
de ellos, lo que después supimos que era lo mejor:
su espíritu.
Pero en aquellos tiempos queríamos verlo todo.
Yo imaginaba las manos de Cunea, en actitud de
garra, acercarse al cordaje infinito del arpa y vol­
verse caricia en el instante de tomar contacto con
el instrumento. ¿Cómo lograba aquello? ¿Por qué
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salía tan parejo el arpegio? Parecían sonidos que
tuvieron lucesitas; eran gotas de agua cayendo so­
bre una caja sonora, llena de tonos criollos.
¡Qué pena no poder estar cerca de Cunea, para
aprender su técnica!
¡Cómo nos dolía oírlo desde lejos, detenidos por
el cerco de ramas espinudas!
Estaban conmigo, Fabián, el hijo del domador
negro; Luisito, frágil y bello como un barco de
papel; el Ñato de la honda, terror de las palomas,
y El Siestero, chango vendedor de naranjas de aje­
nas huertas.
Estos recuerdos de la infancia se han actualizado
vigorosamente cada vez que la vida me ha llevado
por esas villas tucumanas, en función de arte.
Sobre tablados humildes, en los galpones de los
ingenios azucareros o en las sencillas bibliotecas
lugareñas, doy mis canciones al pueblo. Asisten
personas de toda condición.
Pero en las noches del verano lunado, observé
muchas veces pequeñas sombras inquietas detrás
de los cercos. Asomaban cabecitas oscuras y des­
peinadas. Changos que daban pequeños saltos para
poder sorprender una actitud del público, o del mú­
sico. o para ver la iluminación especialmente pre­
parada.
¡Son ellos! ¡Son ellos! Son los niños de las fa­
milias sin importancia ni dineros. Son los carre-
ritos del futuro; son los peladores de caña del
mañana; son los proletarios del campo tucumano,
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criados de la misma manera como yo me crié: ob­
servando cómo brillan las cosas hermosas de la
vida, desde la penumbra arbolada que comienza
siempre detrás de los cercos.
Y muchas veces mi guitarra, olvidando su tono
confidencial, su arpegio íntimo, cobraba una rara
fuerza. Era una fuerza sonora y alta nacida para
ellos, para los que parecen condenados a mirar
una flor, un juguete, un libro o cualquier cosa bella,
desde lejos, siempre a través de los cercos espinudos.

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EL S A L I T R A L

La cordillera se queda sin vientos cuando la tie­


rra comienza a empobrecer su savia y a enriquecer
sus brillazones, y nacen las grandes salinas.
Hacia ella marchan los hombres, arreando sus
burritos caminadores. Marchan hacia el Salar de
Atacama, hacia Campo Paciencia, hacia Tola-
pampa . . .
Las sendas se pueblan de voces de mando, y se
uniforman en la huella todos los colores: el de los
ponchos, el del instinto, el de la voluntad, el del
silencio.
El color del silencio es de un hondo tono pardo
en el que flotan vibraciones de una campana agita­
da por un infinito anhelo. Cosas del vivir solita­
rio, alto y olvidado, forman el tono y el color de
esos silencios indios, que a veces se transforman
en una canción de cuna, o se convierten, con dra­
mática alegría, en un enloquecido gritar de ba-
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guala que dispara hacia arriba, hasta que se ahorca
en el lazo inacabable del camino.
Pero en el salar, lejos de toda vertiente salva­
dora, los hombres deben trabajar durante todo el
dia: desde que los cóndores levantan la mañana,
hasta que el sol, abochornado de alumbrar tantas
miserias, se degüella en el filo de las últimas
cumbres.
Panes de sal, duros y ásperos, se cargan en los
burros. Las hachas parten los trozos. Las mujeres
y los changos los acomodan sobre las bestias, y
ajustan los aparejos y las riatas.
Nadie habla, porque la palabra trae la sed, y
allí no hay agua. Duelen los ojos, del relumbrón
permanente. Duelen las manos. Duele la vida. . .
Cuando la luz se pone dulce, una gran sombra
se extiende sobre el salitral. El sol se va yendo por
detrás de los cerros. La brillazón se atenúa, y el
frío se afirma mordiendo ponchos y batas.
Los kollas andan caminos de regreso. Todos los
pasos se hunden en la parte húmeda del desierto.
Marcha lenta, callada y terrible.
La vertiente de agua dulce, allá, sobre tierra
firme y piedra noble, los recibe. Los kollas mojan
sus melenas. Los changos ríen. Se conversa algo,
se organiza la caravana para el cuesta abajo.
No se sabe dónde hay más colores para el adiós
del día: si en las cumbres, o en los hombres. Parece
un ejército en derrota; pero son paisanos y kollas
que le han arrebatado “alguito” a la cordillera. Ya
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irán a los poblados para vender la sal. Ahora tie­
nen camino y más camino hasta sus ranchos.
Y el salar se queda solo, brillando bajo la luna.
¡El salar! Tierra sin canciones. Tierra sin tierra.
Belleza bárbara, donde la muerte juega su rara
gracia de mentidos diamantes y de estrellas rotas.
La luna, grande y sola, es un tamboril que vaga
sobre el desierto, buscando inútilmente la copla que
el hombre no ha podido cantar.

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¡VIENTO, TRAEME AGUACERO!

Los vientos de agosto siembran sobre la tierra


india anuncios de primavera. Los ranchos, que hin­
charon sus techumbres para aguantar ese invierno
de poca leña y noche larga, tienen ahora un viejo
tono dorado. La esperanza anda en el aire, como
una copla. La esperanza vuela por las mañanas, se
hace poncho en el hombre, y travesura en los chan­
gos, y se hace retoño en el duraznito de la loma, y
retoza, largamente, cuando balan las ovejas camino
de la represa. Todo aquello que tiene el tono pardo
del abandono y del olvido, hace de la esperanza, la
suprema dicha. Así en la tierra alta, así en el kolla.
Y el cebadal va creciendo. Al principio, es un
yuyito, nomás. Y luego, con la última humedad del
invierno, se levanta amagando buena altura y grano
perfecto. A la mitad de setiembre, siempre llueve.
Entonces, el cebadal larga su flor azul, y hasta
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tiene un rumor denso de agradecido canto para la
tierra y para el hombre.
Pero han calmado los vientos. La luna se pre­
senta anunciando sequía. El pajonal, crepitando, es
el primero en protestar. El balido de las majadas
ha cambiado su voz esperanzada por un tono menor
de oscura angustia. Los burrillos miran con largas
miradas hacia las pencas que pronto morderán. Allá
lejos, el río se marcha dando la espalda al grito
del pajonal. Ruedan los soles sobre un mismo si­
lencio. La represa se convirtió en barrial sobre el
que se revuelcan los corderos durante la siesta. La
madre, se ha quedado sin cantos para el chan­
go. Se le ha ido secando la voz, de tanto rogar
“p’adentro”.
El labrador amanece cansado de esperar la se­
renata del viento, y se pasa las noches, mirando
ese cielo implacable, pizarra azul donde sólo la
luna suele escribir su vidala de siempre.
De pronto, una tarde cualquiera, alguien des­
cubre en las lomas un remolino, y grita: ¡Huayra
muyuna! (Taladro del viento).
La puerta del rancho se llena de ponchos y de
ojos. Hasta el perro se anima a ensayar una co­
rrida sobre el patio reseco.
Hay un silencio total. Tensas están las cuerdas
del alma, mirando hacia las lomas del oeste. De
allí saldrán, rozando riscos, los nubarrones que
el viento empuje, si es que empuja nubarrones.
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¡Nubes! Gordas nubes están asomando. Nunca
ha sido más buena su sombra sobre el campo.
Hasta el cebadal que ya estaba inclinado para
morir, parece erguirse liviano y feliz.
El labrador quiere cumplir el rito desesperado
que acostumbran los indios en las tierras sin agua.
Toma su viejo tambor vidalero, y se lanza corriendo
hacia las lomas. La mujer y los changos amontonan
su anhelo en el hueco de la choza. El kolla va ha­
cia las nubes. Su figura pequeña, es toda poncho,
toda sombrero, toda ansia infinita. Ahora está sobre
el filo del cerro, de pie, como un cardón. Observa
la dirección del viento y mide la densidad del nu­
barrón. Y en un momento preciso, levanta su tam­
boril ofreciéndolo a la luz de la tarde. El instru­
mento oscila en el aire. Mirando desde abajo, pa­
reciera que el hombre ha descolgado la luna para
encenderla. Pero en seguida, llena los cerros el
alarido poderoso del sembrador:
— ¡Vientooo! ¡Traéme aguacero!
El tamboril retumba golpeado sin ritmo ni or­
den. Si el hombre pudiera golpear sobre el lomo
granítico del Ande, no lograría tal vez un sonido
tal de quejumbre y de fuerza. Las resonancias abar­
can todo el valle. Otros pastores andan por ahí, ob­
servando con respeto la ceremonia dramática. Los
nubarrones ruedan lentamente hacia los bosques
del oriente. Parece que se detienen, pero siguen,
siguen.
Todavía la noche no ha robado las cosas. Allá
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está la senda, blanqueando sobre la tierra parda.
Allí está el rancho, sin fogón ni sonidos. Allí está
la mujer del sembrador, mirando hacia las lomas.
Allá está el cebadal, de pie en la tarde, lleno de
sombra y anhelos.
Y allá, sobre el tope de las piedras, está el grito
del hombre, llamando al viento para que detenga el
viaje de las nubes y las haga llorar sobre su campo:
— ¡Vientooo! ¡Vientoooo! ¡Traéme aguacero...!

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BAGUALITA DEL CERRO

Bagualita del cerro, la de la copla humilde


como la miel de palo.
La que cantan los gauchos de toda condición:
el de espuelas de plata y el de apero chapeado.
El que usa guardamontes a la moda salteña;
sombrero con retobo, y barbijo de tientos.
Bagualita que cantan los que no tienen nada.
Nada más que una muía flaca y mal aperada.
Nada más que tristezas y un esbelto silencio.
Y van por las mañanas con una azada al hombro
a embarrarse en los surcos o a arreglar un corral.
Bagualita del cerro, la de la sola copla.
Tan sola y aromada como flor de cardón.
La que cantan los hombres camino de las cumbres;
el que tiene voz fuerte, y el que no tiene voz.
El que grita a las nubes la fuga de sus sueños.
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El que sufre y trajina, y aunque va dolorido
va mirándolo al sol.
¡Dame tu copla buena, Bagualita arribeña!
Sé de caminos largos y ásperos pedregales.
¡Todo en mí fue un adiós!
De sueños y distancias está mi vida llena.
Mi esperanza es la gota que ha caído en la arena.
Y así en el cuesta arriba o en el mejor camino,
Soy un poco la copla, y un poco el campesino. ..

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LA A P A C H E T A

Cuando el viajero gana las sendas altas, se topa


siempre, al vencer un repecho y alcanzar la cumbre,
con el lomo plano de la gran montaña. Y se le abre
un panorama de picos, hondonadas y cumbres, es­
calonadas, hasta donde la vista puede alcanzar.
Mirando hacia atrás y hacia abajo, suele verse el
punto amarillento de alguna techumbre, o el trazo
oscuro del potrero cultivado, o la cinta caprichosa
del río quebradeño.
Mirando hacia adelante, sólo caminos angostos,
en los que apenas caben un hombre, su caballo, y
un gran silencio.
Es allí, en la misma cumbre, donde se levanta un
montículo de piedras, de un metro de-alto, de forma
cónica, representando un cerro.
Para el hombre turista, poco dice ese mojón aban­
donado entre el pajonal y el cielo. Pero para el
hombre andino, tiene una especial significación. Es
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la Apacheta. Es el altar de las oraciones indias. Es
el más humilde altar junto al cual, el arriero, el
pastor y el que anda porque sí nomás, dejan su rue­
go a Pachamama, para que les vaya bien en su viaje,
para que no se le cansen los burros, o las llami-
tas, para que la cosecha abajeña resulte buena.
El kollá no pide nunca cosas que no sean de la
tierra y no tengan un sentido práctico para el campo
o el hogar. Las cosas y problemas de'l alma son
asuntos que ni la Apacheta debe conocer.
En cada cerro, al final de cada repecho, hay
Apachetas en el Ande. Unas, más altas que otras.
Algunas un poco derrumbadas, especialmente aqué­
llas que están cerca de las sendas ásperas donde se
va hacia las vicuñas que vagah en rebaños, cada
vez más lejos, corridas por los cazadores que a
veces llegan desde el pueblo.
El kolla caminador o el kolla jinete, no pasa ja­
más de largo por las Apachetas. Deja su rogativa,
y la frase ritual es ésta:
—“ ¡Pachamama! ¡Kusiya... kusiya!”
Pachamama, es la madre de los cerros, la divi­
nidad más respetada en todo el Ande. Kusiya, es
una voz que significa alégrame, o ayúdame.
Para el sentido del ruego, pueden entenderse
como “ayúdame”. Aunque la voz venga de “kusi”
o de “kusicha”, que quiere decir alegría.
El que formula el ruego, debe estar solo. Sus
compañeros, si los tiene, lo esperarán en una vuelta
cualquiera de la senda. El hombre se quita su ancho
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sombrero y su chucllo, ese gorro andino que le
protege las orejas y parte del rostro. El viento es
el señor de esas soledades. El viento y el frío. Casi
siempre, a la sombra pequeña de la Apacheta blan­
quea un poco de nieve detenida.
Hay que dejar “alguito”. Un fleco del poncho,
o unas hojas de coca.
El hombre tira sobre las piedras sus hojitas o
el fleco de su poncho, mientras musita su oración:
—“ ¡Pachamama. ..! ¡Kusiya... kusiya. . .! Pa
que no se cansen mis burros. Pa que todo salga con
bien. Pa que mi mujer se sane y mis changos sigan
juertes. Pa que se vayan alguna vez mis pobre­
zas. .. ¡Kusiya! ¡Kusiya...! ”
Dicho esto, “se va yendo”, caminando un par de
nasos hacia la senda, sin dejar de mirar la Apa­
cheta. Luego, se cala su chucllo y su sombrero, y
sigue andando esos caminos indios, como siempre^
como toda la vida. ..

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DINA

Ojos indios, boca grande, dientes blancos, y des­


parejos, manos fuertes y pies enormes. Así era
Dina.
La madre no podía atender a sus seis hijos. En­
tonces, Dina hacía de madre de sus hermanitos, y
de enfermera de su madre, que estaba tumbada, y
cía meses, con “un aire en la espalda”. El padre
andaba por esos cerros de nadie, trajinando de
arriero, peón, limpiador de acequias, y cualquier
otra cosa.
Dina tenía doce años. Sólo hablaba para repren­
der a los changos, o cuando corría a alguna oveja
porfiada, o cuando los perros, en días lluviosos,
ganaban el mejor sitio de la cocina, junto al fogón
de piedras. Después, callaba siempre. La madre no
la hablaba nunca, y el padre muy a menudo, lle­
gaba con la cabeza revuelta por la bebida, y la
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emprendía a rebencazos con ella, por cualquier
motivo.
En invierno y en verano, igual. Siempre descal­
za. En crudas noches, llegaba la médica, a asistir
a la madre. Entonces, Dina tomaba dos ponchos
viejos y se tendía, hecha un ovillo, bajo un árbol.
Allá lejos, y dos mil metros abajo, blanqueaban
en los días claros los ranchitos de la aldea. De vez
en cuando sonaban algunos tiros en las quebradas.
Eran los muchachos que salían a pillar perdices,
huáypos y liebres.
Una tarde, el tata de Dina llegó “máchao”, y
protestando:
— ¡Cuándo te compondrás, mujer, pa mandarla
a Dina a la ciudad! Me la han pedio pa criada.
Allá ganará plata y se hará gente.
Pero la pobre mujer no tenía remedio. Y murió
cuando llegaba el verano. El hombre cumplió con
las ceremonias serranas del caso. Luego trajo una
“parienta” que se hizo cargo del rancho, y ordenó
las cosas para enviar a Dina a la ciudad.
Cuando la muchacha llegó a nuestra casa a des­
pedirse, le deseamos suerte. Mis tías le regalaron
algunas ropas y le diéron mjichos consejos.
Dina callaba. Pero cuando montó sobre el viejo
burro, a manera de adiós, y con lq^.ojos bajos,
exclamó:
— ¡Rueguen pa que me muera...!
Y partió. Mis tías se escandalizaron.y esa fra?e
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de Dina fue el comentario de dos semanas en todo
el caserío.
La habíamos visto nacer, por así decir. La vimos
años trepando a las lomas con sus ovejas, corretean­
do los burros. Desde nuestra casa, se dominaban
las lomas vecinas y, por ellas andaba Dina, día
tras día, juntando leñitas, o buscando en el chacral
los mejores choclos, o por las tardes arreando la
vaca lechera, azotando de vez en cuando las ancas
de la bestia con una vara de sauce.
Su bata azul y el viejo pañuelo amarillo sobre
la cabeza, la destacaban de las cosas del cerro, en
el que nació y del que nunca se había alejado más
de una legua.
Ese era su mundo. Sus juguetes fueron los perros
y los borricos; sus ternuras, los hermanitos y la
madre enferma; sus temores, el padre, y algunas
voces que tienen los vientos del otoño en esas
regiones.
No era extraño, entonces, que mi corazón no par­
ticipara del horror de mis tías cuando esa tarde,
Dina, camino de abajo, hacia la ciudad, dijera lo
que dijo:
— ¡Rueguen pa que me muera. ..!

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LA CUMBRE DE LLAMPA

Camino más allá de la Cumbre Chica, sigue esti­


rándose el angosto sendero que une el caserío ra-
queño con los puestos de arriba y con los ranchos
de La Hoyada, donde se bifurcan los caminos que
llevan a Las Juntas, a Chasquivil y al Alto de
Anfama.
La penúltima cumbre antes de bajar a La Hoya­
da, se llama, desde hace un tiempo, la Cumbre de
Llampa.
Sin hondonadas profundas, se llega a una espe­
cie de altipampa llena de pajonales; frente, se alza
airoso el cerro de Cabra-Orko y se divisa, entre ro­
sado y gris, el inmenso macizo del Cerro Bayo, al
que llaman también el Cerro de Calchaquí.
Sobre el tope de la Cumbre, protegida por un
cerco de palos, hay una cruz que se divisa desde
lejos. Al pie de la cruz, una inscripción: “En me­
moria de Mercedes Llampa”. Y están los nombres
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de dos paisanos del lugar. Ellos han costeado ese
homenaje simple y significativo, levantando en ple­
na soledad, para perpetuar la memoria de un crio­
llo amaicheño, Don Mercedes Llampa, que murió
extraviado en esas cumbres durante un otoño de
peligrosas cerrazones.
Cuando los vientos están ausentes, la niebla de
las abras cubre toda la extensión de una manera
terrible. A cinco metros, por ejemplo, un hombre
no alcanza a ver a su caballo. La cortina de niebla,
densa, helada y sumamente molesta, parece eterni­
zarse en el justo límite impuesto por las pestañas.
La tierra se torna de color oscuro y el pajonal pa­
rece un blando césped resbaladizo y la muerte co­
mienza a rondar en las quebradas, en los apeaderos,
en los montes desparramados, quietos, sin un gor­
jeo, sin un balido que oriente, sin ningún mugido,
la hacienda, como ausente, se gana desde temprano
en un lugar llamado Rodeo de los Toros y allí se
apiñan, quietos, por temor al despeñadero, que en
cualquier momento se ofrece para tragarse al hom­
bre o* al animal que se atreve a caminar en la
cerrazón.
Don Mercedes Llampa, era un mozo nacido en
Amaicha del Valle, que llegó al caserío de Raco
para cambiar de pago y ganarse la vida. En asun­
tos de cordillera, no era un improvisado. Toda su
vida había andado por el Cerro Bayo, cazando vi­
cuñas, persiguiendo huanacos; había trajinado las
cuestas de Ampimpa, El Colorao, Laguna de los
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Kollas, Real de los Cazadores, Cerro Moreno y La
Lagunita. Cualquiera de estos sitios del predio cal-
chaqui era más arisco y más peligroso que las man­
sas serranías raqueñas. Pero con cerrazón en la
media tarde, estas cumbres mansas de Raco cam­
bian su fisonomía en pocos minutos y hasta los del
lugar procuran, prudentemente, estar de vuelta en
sus ranchos antes que comience a cercarse la cum­
bre grande.
Fue una tarde de esas, cuando se decidió el infor­
tunio de Llampa. Lo mandaron con un mensaje has­
ta La Hoyada, desde la Villa de Raco. Se le reco­
mendó urgencia para esta tarea y a la vez se le
previno sobre la posibilidad de la cerrazón, dicién-
dosele que en ese caso, debía quedarse en el puesto
de La Hoyada hasta que el tiempo limpio le per­
mitiera tomar la senda del regreso.
El hombre salió después del almuerzo. Antes de
oscurecer, estaba en el lugar de su destino. Cum­
plió con su mensaje y decidió regresar hasta la
Cumbre Chica. En vano fueron las prevenciones y
los ruegos de los criollos de La Hoyada. Llampa
ajustó la cincha a su muía parda y se largó cuesta
arriba, protegido con su poncho grueso, sus botas
fuertes y su alma de criollo aguerrido, contra el
mal tiempo y la mala suerte.
¿Qué razones tenía Llampa para querer retor­
nar tan enseguida. . . ?
Una sola razón, y poderosa: ¡El amor! Amaba
a la moza de Cumbre Chica; su condición de pobre
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criollo dado al peonaje, no le permitía verla sino
de cuando en cuando. Ya había fijado, en las pri­
meras lomas, el sitio para levantar su rancho y co­
menzar a vivir menos solo y menos triste.
Cuando iba a cumplir con su mensaje, pasó por
Cumbre Chica. Ella le dijo:
— ¡Lo espero pronto...!
Y Llampa prometió “pegar la vuelta” esa misma
noche.
Por eso no quiso quedarse en La Hoyada, a es­
perar que el mal tiempo amainase. Por ella miró
hacia la ijiebla y el amor le hizo ver floridas sen­
das como las de la primavera de su Amaicha le­
jana. Por ella saludó sonriendo y confiado al pai­
sanaje de La Hoyada y se largó cuesta arriba, por
un camino angosto que apenas se divisaba. Es cos­
tumbre, cuando se logra el repecho de una loma,
mirar hacia atrás, para levantar la mano en último
saludo a los que quedan allá abajo, en la quebra­
da, así sea un hombre, un rancho, un árbol, o un
río. solitario. Llampa habrá mirado hacia atrás y
sólo fio la niebla cerrándolo todo, envolviendo en
un solo mundo estrecho al jinete y a su cabalgadura.
Y hacia adelante, la misma cortina, tenaz, llenando
las cosas de la cumbre con un helado aliento de
fatalidad.

Tres días después, salió el sol. Un paisano que


recorría las cumbres dando un vistazo a la hacien-
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da, encontró el cadáver de Don Mercedes Llampa,
tirado en medio del pajonal. Había muerto de ham­
bre y de írío. Rastreando sobre huellas claras, des­
cubrieron parle de su itinerario. La muía parda,
con el apero casi a la rastra, pastaba, mansamente,
corno a tres kilómetros, junto al río de Cabra-Orko.
Los paisanos vieron señales de leñas húmedas,
amontonadas, y una serie de fósforos mojados, des­
parramados en distintas direcciones. Hasta se había
quitado el poncho, quizá para proteger las leñitas
en caso que hubiera podido encender algún lueguito.
Hoy, la Cumbre Grande de Raco, se llama Cum­
bre de Llampa.
Destacando su figura sobre los pajonales, junto
mismo a la senda que lleva a los valles altos, se
levanta la cruz que los paisanos pusieron para re­
cordar al amaicheno desaparecido en tan tristes
circunstancias. Los criollos que trajinan por esas
sendas, reciben a la vez un serio aviso, un anuncio
de precaución para el tiempo de las cerrazones.
De vez en cuando, la mañana limpia y soleada,
abierta como una ventana hacia un paisaje mara­
villoso, muestra junto a la cruz de Llampa un apre­
tado ramo de florecitas del campo, aromadas como
una promesa, sencillas como una lágrima.
Es alguien que a veces llega desde la Cumbre
Chica con un ramito de flores humildes, para vi­
sitar la cruz del mozo que regresando hacia el
Amor, se topó con la Muerte.

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LA Z A M B A

Una música en la noche


y en el aire una esperanza.
La zamba juega su juego;
ronda de amor sin palabra.
¿De dónde viene ese canto
brillando mieles tempranas?
Perdidas quenas lo lloran.
Criollas guitarras lo cantan.
Para que el viento la bese
la tierra se ha vuelto zamba.
Pollera de selva y fuego
y bata azul de montaña.
La nube se hizo pañuelo.
El aire se pobló de arpas.
Cada flor es una copla
que va aromando la danza.
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Por sendas de soles muertos
van bajando las majadas.
Por cauces de piedra y sueño
el río es canto que pasa.
La noche se hace más honda.
La estrella se hace más alta.
¡Y allá se llevan los vientos
todo el paisaje hecho Zamba!

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MALAMBO

Alguna vez, el hombre de las tierras anchas, el


gaucho de la llanura infinita, quiso tener su pro­
pia danza solista.
Seguramente se cansó de jotas, aires de contra­
danza y otros bailes que no traducían de ninguna
manera esa rara fuerza del matreraje en las re­
giones apartadas.
Por eso, allá, en las pulperías de tierra adentro,
de pampa adentro por mejor decir, comenzó de
pronto a quejarse la tierra bajo el amago de un
galope rítmico, con risa de espuela y jadeo de
hombre.
La guitarra arrinconó en sombras de olvido su
tragedia moruna y las reminiscencias hispanas, y
cobró un acento de tierra definitiva, de cielo alto
y viento libre.
Aprendió en soledad a decir las cosas y a co­
piar los ruidos de la llanura, de esa atrevida 11a-
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nura, larga y lisa, a la que fue necesario oponerle
una fuerza de mar para detenerla.
Y toda la tierra llana fue un enorme parche de
tambor heroico para reproducir el “zapateo” de
los hombres de campo, en esos domingos abiertos
al descanso y a la charla, a las carreras criollas,
al duelo de varonía y al baile de cotejo.
Malambo. Así nombraron el nuevo ritmo los
que aún conservaban la lengua pampa. Malambo:
galope alegre. Rivalidad con sentido rítmico y
apostura gaucha. Hombres de bota fuerte; hom­
bres de botas de potro; hombres de calzado hu­
milde. Todos se dieron cita en las viejas pulperías.
Y mientras el guitarrero se eternizaba en el solo
ritmo de un galope en Do o en Sol Mayor, los
paisanos copiaban y dibujaban giros y toda suerte
de mudanzas. El busto, erguido; los brazos caídos
junto al cuerpo.
Junto al palenque, con la tarde en las ancas, la
caballada dialogaba en sonidos diversos. Un zaino
tascando el freno, haciendo sonar la coscoja cuyo
timbre busca la hermandad de la espuela; un azu­
lejo, cinchado fuerte, manoteando inquieto; un ro­
sillo y un moro, cruzando los cogotes, tal vez porque
tenían la misma marca, o porque el mismo reben­
que les había quitado el orgullo hacía poco. Por
ahí, un tordillo viejo, aflojándose como para es­
perar largamente bajo la parva de su apero.
Por momentos, cualquier cosa del lugar o de la
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tarde despertaba un remolino que se estiraba po­
blado de ladridos.
Y la guitarra seguía, incesante, tenaz, hilando,
cuerda a cuerda, ese acorde rasgueado, apantallado
fuego de danza que una mano de hombre oscura y
grande, procuraba mantener con forzada suavidad.
El Malambo fue el padre de muchos bailes “de
dos”. Don Venancio Lara, viejo gaucho del Sur,
sabía decir: —“Si los bailes jueran potros, el Ma­
lambo sería el entero de la tropilla. .. ”.
Entre un pequeño cerco de velas prendidas solían
hacer mudanzas los hombres de la Pampa. El que
volteaba o apagaba una vela, pagaba una vuelta de
copas y perdía algo de su prestigio. También cla­
vaba facones de mango, con el filo hacia arriba,
o sobre un cajón.
La risa, el elogio y la admiración andaban jun­
tas con el peligro y el desafío. Juntos, el abrazo y
el tajo. El ademán de saludo y el hachazo de fren­
te estaban unidos por la misma ginebra.
Porque en las pulperías, los individuos no eran
bailarines. Eran hombres; hombres formados en
todo eso que el desierto tiene de desolador y de po­
deroso. Todos habían mamado de la ubre infinita
de la Pampa. Cada cual era un solitario, amigo
del viento y del galope largo.
Las preguntas de carácter personal estaban veda
das. El paisano escabullía las respuestas y ganaba
la huella de la burla, aunque muchas veces las co-
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sas salían de una manera muy desdichada para
alguno.
—¿De ande viene, amigo. .. ?
— .. .Del palenque.
O cuando en un brindis alguno atrevía su curio­
sidad por el apelativo:
—¿A' la salú de quién?
— .. .A la salú de los que no averiguan...
Y la paisanada se divertía, sobre todo cuando
caía gente de la ciudad. El caballo más manso era
capaz de dar en tierra con el pueblero más deci­
dido. Y cuando esto ocurría, no faltaba el paisano
que se acercaba al caído para ayudarlo, aunque
le decía:
—¿A qué hora quiere que lo dispierte, don.. . ?
¡Malambo!
En los tiempos actuales, el profesionalismo en
la danza y las cosas del teatro han conservado el
nombre, pero ya no el espíritu del malambo. Hoy,
esa danza de hombres, se ha convertido en un dis­
loque incomprensible al servicio de la vanidad hu­
mana. El alma del Malambo quedó allá, en la lla­
nura grande, salpicada de caldenes y cardos. Y de
años y olvidos.
Las alambradas le fueron degollando la libertad.
El galope se redujo. Los relinchos se- destrozaron
al tope de los domingos que ya no son gauchos, sino
que balbucean un tono de criollismo barato e in­
substancial, sin nada de aquella campechanía au­
téntica.
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No basta amar la tierra; hay que comprenderla.
Sólo en pocos hombres ya, sigue el parche de la
tierra latiendo simbólicamente una quejumbre de
malambos que se van yendo en un galope definitivo,
con la cara vuelta hacia la pampa que les dice adiós.

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CEMENTERIO KOLLA

En medio de un pequeño monte de algarrobillos


y pencales resecos, apuntan al cielo las cruces del
cementerio de los kollas.
Acaban de sepultar a la huahua de Santos. Para
cavar la fosa, se han turnado los hombres.
¡Dura la tierra! Mucha piedra.
Con una rama de nogal, arrancada al propio bos­
que sagrado, alguien ha construido una pequeña
cruz. Una criolla ha alistado la corona de flores
de papel. Flores azules, rojas, blancas, amarillen­
tas, como si para hacerlas hubiese tomado como
modelo los listones de un poncho de esos pagos.
Concluida la ceremonia del enterratorio, los ve­
cinos abandonan el campo santo. Marchan con paso
lento, entre recuerdos y refranes. Unos, detienen el
paso para quitar de sus ropas la molesta zaetilla.
El cerro, limpio bajo la mañana de aire inmóvil.
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En el cementerio de la Quebrada, queda un mon­
tón de piedras pircando un sueño definitivo. ..
Tal vez a la hora de la siesta, los changos escue­
leros que pasan por la senda cercana, atravesando
los potreros, vean sobre la tumba de la huahua, una
urpi'llita cansada, esponjando su cuerpo, dormitan­
do, con las tiernas plumas de su pecho ofrecidas a
la brisa y al silencio.
Tal vez los changuitos se queden mirándola como
lo hice yo en mi última tarde de Lozano. Parecía,
en la quietud del monte verdegrís, como si la urpilli-
ta y el alma de la niña muerta escucharan recóndi-
damente en la brisa, una historia de las hadas na­
tivas. Y a'l fondo, la música lejana escapada del
silbo travieso de algún changuito cuidador de
cabras. ..

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POEMA DE LA MADRE KOLLA

Venimos de lejos, guapeando caminos, Señor


Venimos de lejos, siguiéndolo al río
que corre entre piegras
con tono cantor.
Nosotros los kollas, somos como el cerro:
por juera.. . color.
¡Y un mundo llenito de canto y silencios
en el corazón!
Dale con mis manos, chancándolo al máis.
Dale con mis ojos, mirando la senda
ande mis huahuitas salen a jugar.
Soy la madre kolla de todos los tiempos.
¡Soy runa, Señor!
Mitar, piegra y sombra.
Mitar, piegra y sol. ..
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Dale con mis penas, viejas. .. como el río.
Dale con las cosas de mis sueños indios.
Y paso la vida, siempre igual... igual:
Invierno, es de nieves; verano, es de ríos,
¡Que es mesmo la nieve que dentra a viajar!
Vengan las arenas con sus remolinos;
vengan las nevadas con su garrotillo;
vengan las heladas malogrando siembras
allá en el chacral.
Vengan soles juertes, llenos de rigor.
Que se hagan de golpe
los ríos, barriales;
los sueños, dolor. . .
¡No le hace! ¡No le hace!
¡Soy kolla, Señor...!
Y el dolor más grande no mata en mis venas
la sangre del Sol.
Si a veces, se me hace que toditos somos
pedazos de un cerro
que se ha echao a andar. ..
¡Por algo los kollas, cerquitita estamos
de la Eternidad!
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Venimos de lejos...
Guapeando caminos, Señor.
Nosotros, los kollas, somos como el cerro:
por juera. . . color.
¡Y un mundo llenito de canto y silencios
en el corazón!

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CjCK )g le UNIVERSITY OF MICHIGAN
EL G U I T A R R I S T A

Los dos nacieron juntos:


camino y hombre.
Un día se perdieron
quién sabe dónde.. .

Así como unos changos nacen rubios, y otros mo­


rochos, Nabor nació guitarrista.
Todavía le temblaban inseguras las “chuecas”
cuando Nabor, aprovechando que los hombres de
la casa se iban a los campos, corría hasta un
cuarto y sacándole el poncho a la guitarra de tío
Gabriel, pasaba sus dedos sobre el fino cordaje,
produciendo un tono cualquiera que lo llenaba de
gozo.
Así se pasaba el chango las horas enteras, tara­
reando cosas que sólo él entendía, y amagando to­
nos y giros que en realidad no marcaba.
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Por ahí llegaba la voz de la madre:
— ¡Allá viene tu Tata!
Nabor cubría el instrumento, lo guardaba en su
lugar, y alcanzaba a salir al patio para recibir a
su padre, con unos aires de inocencia que compra­
ban a cualquiera.
Una vez lo pillaron “tocando”, y se tuvo que
aguantar esta advertencia:
— ¡Ninguno de mis hijos será nunca ni milico ai
guitarrero!
—Déjalo —decía la madre—. ¡Qué sabe el
chico. .. !
— ¡No, señor! Por ahí le dentra a gustar, y va
a salir tocando pa matarse el hambre. El será como
nosotros: callau y juerte.
Pero no había nada que hacer. Nabor había na­
cido guitarrista.
Una vez, cuando Nabor había cumplido los seis
años, el Tata se quebró una pierna en un encon­
tronazo de a caballo. Lo llevaron al hospital del
pueblo, y allí estuvo cerca de dos meses. Cuando
volvió a “las casas”, lo recibieron con música. Era
Nabor que había aprendido a endulzar las cosas
de la tarde con un aire de valsesito. Y el chango
lucía, además, “su” guitarra.
El tío Gabriel, hombre más criollo que el poleo,
informó:
—Fíjate lo que hizo este sabandija; lo mandó
la mama una tarde al almacén de don Pancho, a
comprar las cosas pa la semana. Agarró las alfor-
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jas, montó en el petiso zaino, y salió al galope. Vol­
vió de tardecita con la cabeza gacha y el petiso al
tranco. Dijo que “había perdido la plata. . . ” —Lo
retaron y lo mandaron a dormir. Pero desde esa
vuelta, Nabor agarraba pa’l maizal con su honda
y sus bolsillos llenos de piegras. Pero no era pa
cazar, que se iba. Era que con aquella platita “per­
dida”, el muy tunante se había comprao una guita­
rra y la tenía en el medio del chacral, tapaíta con
bolsas. Y a la siesta se largaba pa ese lao, hasta
que el Juan lo pilló y lo trajo de un ala con guita­
rra y todo. Y aquí lo tenes, versiador y guita­
rrero . . .
—Ta güeno. ..
Este fue el único comentario del Tata.

Pasaron los años.. .


Nabor creció entre potros y campos roturados. Y
creció también en ensueños y sonidos. Su academia
medía dos leguas a la redonda: la vertiente, el río,
el viento, los sauces, los peones, los gauchos rese­
ros, la primavera reventona, el invierno mudo. . .
Un día se puso a observar un caminito sencillo,
que se estiraba trabajosamente entre arenas y pie
dras desbaratadas, pasando cerca de su rancho.
Le entró una curiosidad muy parecida a la an­
siedad : quiso ver hasta dónde llegaba ese caminito.
Así fue que una tarde se plantó en medio de la
senda y se puso a caminar.
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Su gente, su rancho, su maizal, el árbol y el pe-
tiso, lo perdieron de vista, por años y años.
Alguna vez, volvió. Pero todo lo que antes tenía
de fuego aventurero y sueño limpio, se había con­
vertido en un corazón grandote, en el que cabían
todas las nostalgias.
La Mama lo observaba bien, y comentaba con el
tío Gabriel:
—¡Pobrecito m’hijo! Lo han “agarrao” los ca­
minos.
Nabor tocaba, como decía su Tata, “pa matarse
el hambre”.
Pero era otra su hambre. Le venía de adentro,
nacida en impulso infinito y complejo. Cuando an­
daba esos caminos, era como cuando sus dedo«
vagaban por las seis sendas sonoras de su guitarra.
Maneras de volar, que el hombre encuentra. . .
Se han de encontrar un día
quién sabe dónde
El camino, más ancho.
Más hondo el hombre.

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VIDALITA DEL DESENGAÑO

Por caminos largos,


Vidalitá,
galopaba.
Llenaba la Pampa
mi galopar
de esperanzas. ..
Por caminos largos,
Vidalitá,
regresaba.
Sin prisa ni rumbo
ni corazón,
ni distancia.. .

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EL SALUDO DEL SALINERO

Cada vez que un tropel despertaba en la senda,


yo abandonaba la choza en que vivía y me largaba
hasta el camino para saludar al viajero.
En esos tiempos, eran kollas que venían de la a
salinas, transportando sobre el lomo de sus burritos
los grandes trozos de sal. Iban hacia las villas a
vender ese producto, o a cambiarlo por las cosas
que anduvieran precisando.
Días y días ocupa este viaje de los kollas sali­
neros. Cuando tengan que viajar durante los fríos,
aparejarán llamitas en lugar de borricos. La llama
es más resistente durante el invierno, aunque no
puede llevar sobre su lomo la carga que soporta
un burro. Para entonces, la caravana de kollas y
sus ágiles llamitas pondrán el tono del color y la
gracia sobre la Quebrada sin flores, donde el viento
parece nacer detrás de cada peña.
Los kollas acampan siempre sobre el amplio cau-
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ce seco de los ríos quebradeños. Allí pueden vigilar
mejor a su tropa, y descansar sin peligro de víbo­
ras o arañas. En la playa pedregosa de los ríos todo
es limpio. El invierno congela las vertientes, y el
agua es apenas una sendita que huye lenta hacia
el sur, en un tímido viaje sin canciones.
¡Viejo kolla salinero!
Ese saludo tuyo, marcado y simple, sin intención
ni homenaje, tiene para mi corazón más valor que
todos los versos que tu símbolo me pudiera sugerir.
Tú, que nada tienes en valor material, tú, que
nunca recibiste nada que no fuera el olvido delibe­
rado de los hombres poblanos, emerges de tu mun­
do, te sales de ti cuando al pasar te topas con un
hombre que te mira en la senda con ojos amigos.
A ese “buen día”, que se escapa de tus labios
resecos, lo siento como la bendición que nunca me
dieron mis abuelos, que llevaban tu sangre y tu si­
lencio. Ellos están hoy tan lejos, que yo pienso en
lo mucho que debo aprender a quererte, kollita del
camino, para sentir alguna vez que desde el fondo
de las huacas, la voz antigua me ayuda con su
fuerza colgada en los vientos quebradeños:
—“¡Sigue adelante, muchacho.. .! ¡Sigue cum­
pliendo nuestro gran anhelo. ..! ”

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EL BRAMADERO

Terminada la ruda labor de los hombres, el co­


rral quedaba desierto sólo un momento. Porque en
cuanto salía el último ternero, y los criollos y ko-
lias comenzaban a devorar bajo el alero del puesto
los ricos asados, los muchachos, en ruidoso disparar
nos posesionábamos del corral.
Cada cual tenía su arma campera: un lazo, un
torzal hecho de crines o una piola cualquiera. Y
nuestro gusto era corretear luciendo la mejor arma­
da de nuestros lazos. Nadie escapaba a la rara pe­
ricia del gauchaje menor. Allá gritaba un perro,
pialado en una pata. Allí estaba llorando un chango
porque lo habían revolcado en plena carrera.
Pero nuestro objetivo más preciado, era el bra­
madero. Ese tronco vigoroso, que resistía todos los
tirones de los potros y los toros, nos atraía sobre­
manera. Había que armar bien la piola para vencer
su altura y enlazarlo gallardamente, haciendo pa-
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lanca en la cintura y procurando enterrar los pies
en el suelo, para aguantar el imaginario cimbro­
nazo.
Algunos hombres, asomados sobre las pircas, co­
mentaban nuestras hazañas:
—Están ensayando pa cuando sean gauchos de
verdad.. .
— ¡Aha...! —Están aprendiendo pa peones.
—O pa esclavos...
Años después, maduro de caminos y de luchas,
he asistido a muchísimas “yerras” a lo largo de
este mundo de kollas y paisanos. Y he visto repeti­
das cien veces las corridas de muchachos de la3
estancias y de changuitos andinos, enlazando y pia­
lando en los corrales, al caer de la tarde.
Por eso nunca he podido olvidar a aquellos de
mis tiempos. Pocos se salvaron. Unos se fueron a
la ciudad. Otros vagan por ahí, con el alma como
saeta. Pero los más quedaron en el cerro, padecien­
do nevadas y ventiscas, hambres y soledades. Los
he vuelto a ver. He visitado sus ranchos que en el
peñascal parecen monumentos al desamparo.
Son hombres ahora. Gauchos de verdad, peones
aguerridos, esclavos. . .
Viven atados al bramadero de la fatalidad, ape­
nas con un color en el poncho, con una sonrisa en
primavera, con una copla en la tarde. ..

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LA BAGUALA OLVIDADA

He conocido a un hombre. Bajó de los cerros


montado en un zaino flaco en cuyos ojos sin fuego
se reflejaban la sequía larga, el potrero sin flor, el
árbol mudo.
El hombre ostentaba una blusa gastada de tra­
jines. En su barba se habían eternizado las nie­
blas cumbreñas y era tanta la humildad de sus ushu-
tas que se arrastraban sobre la tierra sin eco ni
rastro.
Traía unos pesitos para su diversión abajeña.
Cuando sonó una zamba en el patio del boliche,
un par de viejas lo esquivaron para no bailar con
él. Se quedó mirando a los demás. Sus manos, in­
quietas, seguían el giro de la danza, en un incum­
plido revuelo de gracia. La música le entraba fuer­
te, por la ventana más alegre de la tarde. Se quedó
como un árbol, sintiendo sobre él la fuerza de un
canto y la vibración de unas alas.
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Se puso a beber. Y poco a poco, sin moverse, “se
fue yendo” de la fiesta.
Todas las soledades convergieron en el prisma
ordinario de su vaso.
Cuando la noche se hizo verdad, algo se quebró
en el corazón del hombre. Y se puso a cantar, para
él; para todo lo que vivía y moría en é l...
“Por fuera, nada parezca.
Por dentro, tal vez que sí. . . ”
Callaba un instante, y luego proseguía con su
media copla. A veces, sin cantarla, la estaba repi­
tiendo para su solo mundo. ¡Rezaba dentro suyo eso
pedazo de baguala!
No tenía más versos. La melodía buscaba el poe­
ma, y la noche la arrojaba hacia los montes de
abajo, para que el misterio de las quebradas crea­
ran las palabras que el hombre había olvidado, o
que nunca supo.
Y el canto, deshilachado, lento, sangrando sole­
dades, buscaba en el espacio el tamboril errante de
la luna:
“Por fuera, nada parezco.
Por dentro, tal vez que sí. . . ”
Cuando terminó la fiesta, los caminos se pobla­
ron de trajines, andares y galopes. El romance an­
daba travieso en las sombras, y más de una estrella
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se desmayó asustada por el fuerte alarido de un
gaucho.
Al hombre le dijeron “que se fuera”.
Miró al bolichero como si recién se hubiera des­
pertado; como regresando de un infinito viaje. Pa­
gó su gasto, y buscó a su zaino. Lo halló, quieto
bajo ,un tala, callado, como el destino.
Cinchó adelante.
Antes de montar se quedó un rato, pensando, y
terminando de fumar su chala cuyo fueguito ya se
estaba hermanando con la niebla de su barba.
Desde el alero, lo saludé: ¡Adiós, amigo!
Levantó la cabeza, mirando hacia la sombra. Tal
vez creyó que un árbol le había hablado. Y contestó
con voz lejana:
—Buena noche, pues señor...
Se fue..
No sé qué rara sensación se apoderó de mí. Algo
como un extraño bochorno de mi salud, de mi gran
esperanza, de mi confianza en la vida.
Por mis venas gritaba su oscuro grito el río de
mi sangre, y hubiera querido convertirme en som­
bra total de noche joven para envolver el aliento
del solitario.
Allá, desde la sombra abajeña, llegan relinchos
que el viento sublimaba. La casa “de los patrones”
estaba iluminada sobre la loma del sur, y el verano
despertaba una magia de tucu-tucus entre los sun­
chos, la retama y el tuscal.
Yo también me fui yendo, camino de mi rancho.
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Pero no me fui solo. Llevaba en el corazón el regalo
de ese hombre. La canción olvidada, la media co­
pla, temblaba dentro mío como una verdad profun­
damente humana. Había conocido a un hombre que
andaba por la vida, igual que una baguala trunca.
Pero esa media copla, no precisaba más versos.
Estaba perfecta así. El hombre se había expresado
totalmente.
Cuando mi caballo me pidió rienda, inquieto al
reconocer el chacral y el cerco viejo que rodean mi
choza de la cumbre, me di cuenta de que yo tam­
bién estaba cantando bajo las estrellas, ese pedazo
de baguala olvidada:
“Por fuera, nada parezco.
Por dentro, tal vez que sí. .. ”

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BAGUALA DEL SEMBRADOR

I
¡Qué lindo destino el mío
si lluvia pudiera ser!
Campito mío:
te quiero yo.
¡Besar la tierra sedienta,
y entre las piedras correr!
Campito mío:
te quiero yo.

II
La lluvia tiene un destino
que yo quisiera tener.
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Campito mío:
te quiero yo.
El sol la lleva a los cielos
para ser nube otra vez. ..
Campito mío:
te quiero yo.

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MAMA YUNGAY

Cuentan en el cerro que hubo una vieja india


que tenía la misma edad de la raza. Vaya uno a
saber cuántos años tendría. Porque los Tatas indi­
caban al cielo en las noches, cuando los changos
apuraban demasiado sus preguntas:
—Y ... Miren pa arriba. Cada estrella es un
año de “Mama Yungay... ”
Era la abuela de todos. Porque a la madre se
la nombra “mi mama”, pero si se le agrega el nom­
bre propio, es que se refiere a la abuela. Mama
Yungay era sembradora. Ayudaba a la semilla,
entibiando la tierra con la mirada. Entendía mu­
cho de estas cosas de la siembra y enseñaba a sus
kollas.
Cuando llovía en los cerros lejanos, los hombres
volvían a sus ranchos, y se quedaban mirando la
cortina de agua, gris y melancólica, atravesanda
la tarde. Y por ahí, en cualquier momento, alguno
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señalaba hacia las. lomas, más allá de los caminos.
Y asomaban a la puerta de las chozas, todos los la­
bradores, con sus mujeres y sus huahuas.
— ¡Por ahí anda la Mama Yungay!
—Ahá. Guapa la viejita. Ya está cuidando las
chacras. ..
Y se quedaban mirando hacia lejos donde, entre
cerro y cerro, en un abra de cielo limpio como un
sueño, aparecía el arco iris, que era el rebozo de
Mama Yungay.
El arco iris es la bandera de los kollas, desde
tiempos antiguos. Pero para los sembradores y
arrieros de Cerro Overo, el arco iris es el rebozo
de esa abuela india, a la que nadie vio nunca, pero
que recuerdan siempre que precisan un poco de rie­
go, o necesitan la tibieza de una lluvia, en reempla­
zo de la nieve invernal.
Cuando pasa mucho tiempo sin llover, los kollas
están tristes, porque piensan que a lo mejor se
ha muerto Mama Yungay. Pero en cualquier mi­
nuto de la tarde, asoma allá lejos,. “allú”, como
dicen ellos para indicar que es muy lejos, el rebozo
multicolor de Mama Yungay, que andará por ahí,
entibiando la semilla coji su mirada.
Nadie le prende velas! Porque esa abuela de1,
indio y de la tierra, no es cosa de otro mundo, ni
tampoco es un ser muerto. Ella simboliza la unión
del labrador y el surco, la semilla y la esperanza.
Basta verla de vez en cuando, aunque sólo sea un
trazo de su poncho, allá en lo alto de las cordille-
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ras, y entonces el corazón del hombre goza y filtra
esas mieles de la confianza en sus manos y la fe en
la buena siembra. Y el hombre sale a los potreros
cuando aparece el arco iris, y se queda mirando
las melgas, mientras piensa: “No te hemos de aban­
donar, semillita. Allá está la Mama Yungay, que
es igual que nosotros. Brotá linda, plantita, pa que
todo salga con bien. . . ”

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EL V I E N T O

Al amanecer, el viento es una gran luz plateada


levantando la esperanza del día por sobre las
cumbres.
El silbo, delgado, casi musical, se arrastra si­
giloso, persiguiendo el rastro de los huanacos, be­
sando la huella de los arrieros. Luego pasa sobre
el pajonal, sin despertarlo.
No tiene nubes el cielo, y el sol se levanta en
plenitud, esperanzado y generoso.
Pero de pronto, en la línea del horizonte el tala­
dro del remolino hiere el vientre azul del espacio.
¡Es la señal!
No tardará en desatarse el viento grande. Las
vicuñas otean el aire y se encaminan hacia el des­
peñadero; el pajonal se encrespa poco a poco con
un rumor alto, sin ritmo determinado; cambia la
luz, y el sol se llena de una bruma que lo envuelve
y lo arrastra hacia un ocaso tempranero.
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¡El viento!
Ahora se trepa en su carro sonoro; corceles ulu­
lantes lo llevan en la loca carrera, desde las cum­
bres hasta el fondo de las quebradas. El remolino
no se realiza ya en su espiral de siempre y las
peñas comienzan a no sentirse firmes.
El viento envuelve en su enorme caudal todos los
sonidos robados a la tierra. Los lleva hasta la gruta
de sus magias andinas y con ellos, compone sus
músicas; mezcla la rara voz del pasto-puna con el
¡ay! de los guijarros despeñados mezcla el aletazo
del cóndor con el blando balido de los corderos; la
queja de la rama tronchada; él adiós del río; el
relincho de los potros y los gritos del arriero;* el
chasquido del látigo, la furia, el canto interrumpi­
do. Con todo eso el viento compone su música. Y
se pone a cantar con poderosa voz, en precipitada
marcha.
Lejos quedan su silbo y su mansedumbre. Ahora
el viento desata su máxima fuerza, y corre, sin
freno alguno, mostrando la enorme y dramática
alegría de un gran sabueso desobediente. Sólo él.
vive.
Todo calla a su paso. Todo disminuye su conti­
nente frente al gran viento desatado. Pasan las ho­
ras; pasa una noche, y otra, y otra más que se van
sumando a los grandes misterios conquistados poi
el viento del Ande.
Hasta que la montaña resuelve levantar su grito
recóndito.
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De pronto algo cruje, en el laberinto cósmico de
su entraña.
Y la montaña grita, honda y poderosamente. Na­
da vence a su voz. Nada resiste a su orden.
El viento vuelve hacia ella su mirada de niebla
y poco a poco aminora su correr. Jadeando, se de­
tiene después frente a los picachos y se tiende, como
un gran perro travieso, sobre la arenisca y el pe­
dregal de las mesetas.
Todavía, de vez en cuando, lanza uno que otro
aullido protestador. Pero está vencido. Dominado.
La' tierra manda. La tierra dolida, callada, pacien­
te, esperanzada de semilla y de lloro; la tierra pa­
ridora de aromas y caminos, levanta alguna vez,
como una madre, su voz que todo lo abarca. Abarca
la furia del viento y el sueño del hombre.
La tierra recupera sus dispersos cantos, sus voces
innumerables.
Y renace la paz. Y el pajonal se mece, musical y
tierno, a la orilla de todas las sendas. Y pasan luego
los hombres, arrieros del silencio, arrastrando su
copla. Y el río se recobra, sonoro y firme. Y las
peñas vuelven a pensar su pensamiento de siglos.
Y amanece un nuevo día sobre la montaña eter­
na. Lejos y alto, un cóndor aparece en el azul sin
nubes, trazando en su vuelo un extraño mensaje
que acaricia el cansancio del gran viento dormido.

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EL R U E G O

¡Pachamama...!
Lastimao de ausencias
h’i llegao al abra,
rigoriao de soles,
curao de distancias.
No vengo a pedirte
nadita pa mí;
vengo por los pobres
que viven aquí. ..
Por tata Sandalio,
por Cháuqui, por todos
los que te han servido
de cualisquier modo.
Por la mama Rosa
que es igual que vos:
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vejez y silencio,
piegra y corazón.
¡Pachamama...!
Magre de los Cerros,
¡Ayúdamelos.. .!
Que todas sus penas
las reciba yo. . .
Yo que no soy nada,
nada más que senda.
Yo, que soy un sueño
lastimao de ausencias.
Yo que solo vivo
pa andar y sufrir,
que no tengo casa,
campos, ni maíz.
¡Pachamama. ..!
Ya se va la tarde,
ya voy a seguir.
¡Te dejo este ruego
pa que nunca sufran
los pobres de aquí!

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EL CARDON

En lo más bravo de los repechos, donde blan­


quea la sed de las arenas, se levanta el cardón,
desnudo al viento y al sol.
Sus dardos de punta dorada beben la humedad
escasa de esas noches andinas siempre frías, siem­
pre llenas de altos azules y de estrellas bajas.
El cardón no vive: dura.
Es un centinela que se quedó eternizado en la
montaña, y allí está montando guardia sin poncho
ni lanza.
El conoce todos los rincones del aire, donde va­
gan manadas de cantares y silbos. El sabe leer en
el yuelo de los cóndores y en el silencio del indio.
No suspira al paso de la nube ni sonríe al sol ma­
ñanero.
Cuando la niebla de octubre pasa por esas lomas
arrastrándose hacia las quebradas, el cardón bebe
en la savia del aire, silenciosamente. Y entonces da
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su flor,' y la ofrece al tope de su cuerpo espinudo,
para que la miren todas las cumbres. Como un
abuelo, le canta su ronda de zumbidos, y llama a
las calandrias del verano montañés para que jue­
guen con ella. Las “kéyuas”, abejitas del cerro, la
buscan para endulzar sus mieles solitarias.
Una noche cualquiera, el viento enamorado se
fuga con la flor.
Y el cardón se queda solo, arisco y espinudo, sin
kéyuas ni calandrias.
Pasan los hombres por los caminos. Ruedan las
lunas sin sueño.
Sobre el cielo sin nubes, otoño cuelga sus sole.«
entristecidos.
El cardón sigue allá, sobre las lomas, custodian­
do horizontes desmayados.

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CARNAVALITO

Los andares del tiempo, para el verano


producen un milagro de nubes blancas.
Y se fugan las nieblas, y un viento amigo
va despertando cantos del pueblo antiguo.
¡Carnaval quebradeño! Bajan los kollas
en un tropel de soles, coplas y espuelas.
Se ha roto un arco iris en la Quebrada,
y ha teñido los ponchos y las arenas.
Ya no reza Tumbaya con voz de luna
sobre las peligrosas cuestas de Huájra.
Maimará es un charango lleno de grillos,
y es azul la vidala de Purmamarca.
¡Carnaval quebradeño! Todos los cerros
son cráteres de mágicas policromías.
Llueven sobre Tilcara los seis colores
y retumban en Juella las alegrías.
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Por esos callejones humahuaqueños
suenan las voces claras de mis paisanos.
Y en el bronco gemido de los erquenchos
bajan acentos nuevos hasta los llanos.
¡Carnaval quebradeño! Tus coplas indias
vuelan como calandrias sobre las pencas.
Y mientras las penurias quedan dormidas,
todo es color y ritmo sobre la tierra.
DUERME, NIÑO INDIO

Duerme, duerme, niño indio,


Soñando con indias lunas.
Descansen tus ojos mansos
libres de duendes y brujas.
El río duerme entre piedras;
el valle sueña entre brumas.
Sobre las cumbres, la muerte
se está afilando las uñas.
Algún día, tu mañana
crecida en pujanza oscura
prenderá un sol en tus venas,
y en tu pecho, canto y luna.
Ya vendrán años cabales
de miel, amor y amarguras,
y rodará por el cielo
la maldición de la Puna.
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Escupirás en la tierra
tu silencio de centurias.
Luego te irás desangrando
de sueños, cantos y lunas,
¡Y morirás sin morir,
como el valle entre las brumas!
Duerme, duerme, niño indio;
sueña que la vida es tuya.
Grite tu sueño en el viento
tu libertad de vicuña.
Y vendrán tus cazadores
y en ti clavarán las uñas.
¡Ay, del destino y la pena
de haber nacido en la Puna!
¡Ay, de tu cerro de plata!
y de tu canto de runa.
¡Ay, del bendito pecado
de tener la sangre oscura!
Duerme, duerme, niño indio,
soñando con indias lunas,
que la estrella que te cuida
se está poblando de brujas...

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EL DOMADOR NEGRO

Era un hombre.
Y también era un árbol.
Gran domador de potros era el negro Fabián.
Irremediablemente perdido entre las piedras
Una oscura nostalgia de selva y de tambores
nunca pudo domar.
Sendas ensombrecidas lo parieron un día
y amaneció en la sierra, desnudo y vigoroso.
Alazanes, tordillos, zainos embravecidos.
Oleaje de corcovos y boleos.
En los potreros erizados de relinchos,
gaviotas de golillas saludaban al héroe.
Y el negro sonreía, y el potro se entregaba,
y el viento de la sierra le besaba el sudor.
Cuando rodó esa tarde, y lo apretó el tubiano,
los ojos de Fabián miraron hacia lejos.
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Hacia las nubes lerdas que buscaban la selva.
E l pajonal rezaba desgranando silbidos,
y un tamboril de truenos sonó el parche del cielo.
Fabián miraba lejos. La espuela enmudecía.
Un sombrero sangriento se quedaba en los pastos.
Alguien le hizo una cruz con los dos rebenques.

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LA SELVA Y SU POETA

“Me doy al barro,


para crecer en la, hierba que amo”.
W a lt W h it m a n .

Este verso, gota sonora en el inmenso torrente


poético de Whitmanr ha sido, por su sentido de
universalidad, el motor espiritual del poeta de la
selva guaraní, Manuel Ortiz Guerrero.
Lo expresó, sí, el gran viejo de Manhattan gol­
peando sobre el yunque del mundo para forjar la
poética democrática; pero bajo todos los cielos lo
tuvieron los hombres que pensaban en su pueblo o.>
como ocurría con Machado, hablajban por su pueblo.
Así como un eco que va en busca de su voz, per­
dido en la maraña, vivió su verso y su sueño este
mozo torturado y magnífico. Podríamos decir que
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sin proponérselo casi, Ortiz Guerrero tradujo el
paisaje y el verbo de su pueblo.
Sin proponérselo, porque él nunca intelectualizó
su vida. El rumbo lé venía porque sí, “como fluye
y triunfa la delicia fresca de la primavera que sube
en la vena”.
Üsó el español, pensó en español, escribió en
culta palabra el nombre del árbol y la estrella, la
romanza arisca que curva las caderas de las deida­
des indias “copiando un recodo de azul Paraná”.
Pero todo éso, sumado a lo intraducibie que que­
dó temblando dentro de él, lo sintió en guaraní. Su
inteligencia ordenaba ios impulsos que le venían
del fondo de su sangre, río crecido.
Antes que la flor, vivió el drama del árbol herido
bajo el hacha.
yio la savia brotando lloros sobre la corteza des­
trozada. Vio la arena ardiente absorber los jugo?
de la vida.

La selva es una prisión mágica. En ella se con­


juga el verbo de todas las religiones, porque caben
en ella todos los misterios.
No tiene lejanías. Todo está “ahí”.
Frente al árbol innumerable pinta el ave su gozo
mañanero con la voz todavía húmeda de ocasos.
Agonizan cerca todos los ecos. El sobresalto ofen­
sivo y defensivo marca un norte en la vida del
hombre, del animal y la planta.
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El hombre tiene la frente como modelada en el
atisbo del ave, y sus ojos se achican para descubrir
algo en la maraña, o para contener el torbellino de
su mundo interior.
Todo sonido queda prisionero de la selva. Todo
nace y muere en juventud. Belleza bárbara, que
ayuda a la definición de seres y cosas.
El que no sucumbe pronto es ya un héroe. Y de­
be ser doblemente heroico quien al morir logra
salvar su mundo.
Su mundo, su estrella o su flor, que son, al fin,
el alma del paisaje, la esencia de la selva.
Pero hay alguien de la selva que logra evadirse.
Y cuando lo hace, se larga a correr por el mundo
llevando el mensaje de su continente, la tragedia, el
canto y el ensueño del monte.
Ese burlador de prisiones, es el río.
Ancho camino que anda, el río tiene también su
alma guaraní. Y para fugar, marcha silencioso y
denso, con descalzo pie, como los indios.
Allá en los saltos pedregosos, en las barrancas
atrevidas, se quitó sus sandalias de espumas para
no ofender la arena, y se lanzó a través de la selva
con la intrepidez y la prudencia de un hijo de la
tierra.
El río es la fuga extraordinaria y única.
Por su milagroso poderío y por su indiscutida
majestad, congregó a su vera a todos los hombres
prisioneros de la maraña. Y les enseñó a fugarse,
con el cuerpo o con el alma. Les enseñó a huir, ya
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sea braceando en la noche sobre las aguas oscuras,
o rezando un poema con la sien inclinada sobre la
sonora vertiente de un arpa.
El pájaro y el río enseñaron a hablar al hombre
guaraní.
La selva le enseñó a vivir y a morir.
El indio tiene lenguaje de agua andariega. Por
la gruta de su garganta pasa la palabra, el suspiro
y el grito, y todo tiene un acento de vertiente aro­
mada de hierbas.
Una rama semihundida en la greda o en la arena,
cede al fin, y se lanza a la corriente, con un sereno
adiós. Y mientras define su viaje, girando lenta
en extravío de molinete, produce un sonido. Y ese
sonido, es ya una voz guaraní. Es una pequeña pa­
labra india que se incorpora a la variada musicali
dad de la maraña.
Porque la maraña tiene una música, una polifo­
nía que poco a poco va enfilando su tono para darso
en su minuto mejor. El río presta las arpas de sus
juncos y la magia de sus carrizos orilleros.
Los violines y las flautas pertenecen al monte.
Sus conciertos se entregan al pájaro y al viento.
Caá-Porá, el Dios de la maraña, resucita en la
tarde la antigua voz de ululantes violoncelos. La
araña y la serpiente y el yaguareté cumplen desde
la sombra con su entrega sonora.
La melodía total, variada, misteriosa de tragedia
y de sueño, es el lenguaje cotidiano de la selva.
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El río edifica la sonoridad armónica. Le da con­
sistencia, aliento, calidad. La prepara para lo gran­
de, para lo universal. Y cuando la obra está com­
pletada, es cuando la selva se encuentra en el justo
límite de la noche y el alba.
Un estremecimiento en lo hondo, del follaje, es
un pájaro madrugador. Rumor breve. Un ala ensa­
yó su fuerza. El aleteo produjo en un pedazo del
cielo, una claridad, un acento pictórico, un sonoro
trazo luminoso. Ese acento tira del carro esperan­
zado de la mañana, que crece y crece.
Y a medida que las alas multiplican sus vibra­
ciones, y las aves se saludan entre alegres y pere-
rozas, la mañana se bebe las estrellas, y las sombras
escapan corridas por las lanzas rosadas de un sol
sin timidez.
Queda sólo una sombra; la. necesaria para ali­
mentar el eterno misterio de la selva.
Todo lo antiguo y todo lo moderno cabe en esa
música. Y dialogan parejo y sin herirse, el hacha
del obrero y el giro de la mariposa. Y levantan su
esperanza el cazador de tigres y el tocador de arpa.
Y la semilla se vigoriza en la huerta cultivada, imi­
tando a su especie de la selva. Y los timbres diver­
sos juegan la forma sonora, expresando cosas de la
selva total y detalles de una flor que nace o de un
árbol que se desploma. Es guaraní la esencia y uni­
versal la forma. El árbol lugareño, solitario tam­
bién entre muchos, amando su necesaria soledad de
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comarca y dejando que la vida le ahueque su tron­
co, para que los tiempos depositen en él la roja
estrella de un mañana mejor.
La selva y el río no se recházan. Aquélla se afir­
ma, tenaz, en su continente. El río escapa lejos.
Quiere mundos nuevos. Lleva hacia ellos su men­
saje trágico, su canto de amor, su fuga de trópico.
Sobre todo, lleva su sueño, ese su enorme y deli­
cioso sueño, soñado bajo la tutela de los diosas
indios en una noche cualquiera de la selva.
La selva y el río, allá por el Guayrá, se unieron
para besar el corazón generoso de un poeta guara­
ní: Manuel Ortiz Guerrero. Este muchacho tradujo
sii gran esperanza, dijo su profecía y guardó su
dolor en la “salamapca” de su dignidad, donde to­
das las sombras se transmutaban en prodigiosas flo­
res de amor y galanura.
Ortiz Guerrero fue árbol de su tierra; maíz, talle
y aroma de su ramaje musical, progresista y va­
leroso.
Un día recibió el hachazo de la vida. Su corteza
lloro, con un lloro de savia noble. Se fue inclinan­
do, poco a poco. Una rama, como en el famoso
poema de Risso, tocó el suelo. La otra, la alta, la
que sabía de lunas y de auroras renovadas, quedó
hacia arriba, señalando el cielo por encima de la
selva. Y sobre la punta, un nido, una vida, un canto.

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UNIVERSITY OF MICHIGAN
El canto de su lirismo hondo, de su profunda
generosidad de alma; al acento de su sueño mejor,
la palabra más limpia de su sangre.
Manuel Ortiz Guerrero, estudiante y poeta, vagó
por la gran selva guaraní, hasta que enfermó de
lepra. Cuando no pudo escribir sus versos, los dic­
taba con ronca voz. Nunca le oyó nadie quejarse
de la vida. No expresó debilidades ni blanduras.
Su poesía fue siempre un canto a la luz y a la
flor, a la selva fuerte y a la idea que se lanza desde
la ventana más clara del pensamiento. Vivió en
perenne actitud de lucha. Estimuló a pintores y a
músicos.
Cuando se sintió morir, se hizo llevar en un carro
tirado por bueyes a través de la selva. Quería mirar
hacia arriba, oír ese acorde en verde mayor, de la
maraña. Sobre tierra bermeja y pantanosa, marcha­
ba la carreta hacia la aldea. El poeta dijo a sus dos
amigos:
—“No vayan callados: ¡Canten!”.
Y los muchachos cantaron una guarania dulce y
estrangulada, con la sola música de un carretón
que se arrastraba en la tarde.
El inmenso rumor de la selva se puso de rodillas.
Se iba su poeta.
Se fugaba callado, como el río.

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CHOROLKE

Chorolke bajaba de las cumbres cuatro veces al


año.
Se entretenía en Cóndor-Huasi un par de días.
El caserío, compuesto por catorce ranchos de ado­
be, se apretaba como para comunicarse calor.
Al almacén, único lugar de reunión de los ve­
cinos, llegaba Chorolke, llenaba sus alforjas de lo
que precisaba, y se daba a beber vino.
Allá, en la soledad del puesto de ovejería, sólo
bebía alcohol, pero muy sobriamente. Por lo gene­
ral, lo reservaba para el tiempo de las grandes ne­
vadas.
En el boliche, se desquitaba. Bebía sin control,
V al segundo día de estar en Cóndor-Huasi, resolvía
el regreso. Pagaba siempre con pepitas de oro, que
sacaba de su chuspa, una por una, con gran pru­
dencia.
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El bolichero y algunos kollas del caserío, se pre­
guntaban:
—¿En qué parte de la cordillera juntará Cho-
rolke el oro. . . ?
El indio no hablaba de eso. Cuando alguno se
atrevió a preguntarle, él contestaba:
—Me las trajo el viento. . .
Y se iba, andando sobre sus piernas fuertes, cor­
dillera arriba.
Una tarde llegó un gringo al que le decían el
Ingeniero. Conversó con el dueño del almacén, mos­
trándole papeles y recabando datos.
Bajó esa vez Chorolke, a comprar sus cosas. Be­
bió buen vino, que pagó el Ingeniero. Cantó el in­
dio su copla, deshilvanando versos de soledad con
la lentitud del que se emborracha fácil por no ha­
ber comido.
Hablaron; hablaron. El gringo dijo de un río
cerca de La Rinconada, donde él sacara una vez
arenita dorada. Chorolke, contento y borracho, nom­
bró “su” río y nombró también cierta quebrada
arribeña.
Dos días después, el indio volvió a sus cumbres.
Sobre cuatro mil metros, se levantan ranchos de
piedra, amplios, donde funciona la administración,
depósito y personal de vigilancia de la Mina del
Milagro. Hay grandes extensiones con pircas y
alambradas, y la custodia es rigurosa.
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El Ingeniero de la Compañía minera es un grin
go andariego, de sonrisa y canto fácil, gran bebe­
dor. Pero con los kollas es duro, implacable.
En toda esa extensión hay también grandes azu­
freras y una veta de estaño de buena ley apareció
hace poco.
Chorolke ha bajado de las cumbres, definitiva­
mente.
Vive ahora en el último rancho de Cóndor-Hua-
si, y trabaja de peón en el potrero donde se hacen
adobes. Pero esta tarea dura poquito tiempo, por­
que nadie edifica allí. Se remienda uno que otro
rancho, de vez en cuando, y nada más.
Chorolke está viejo. A veces, no tiene ni coca. Y
los kollas saben bien cómo duele esto de no teñe?
esas hojas sin las cuales un hombre no camina ni
aguanta hambre y sed en esos pagos.
Chorolke se va muriendo de puro callado. No
quiere hablar con nadie. Huye de los blancos, y des­
confía de los poblanos.
Mira, sí, por las mañanas, cuando amanece lim­
pio el día, hacia las cumbres altas. Más allá de su
rencor, hay una pena muy grande: la del trasplan­
tado.
Como no tienen noticia alguna de lo que es el
llanto, sus ojos siguen, oscuros y firmes, jnirando
la senda que trepa hacia el Cerro de las Vicuñas.
Claro está que conociendo estas cosas ocurridas,
no es difícil penetrar en el silencio de Chorolke.

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“ EL H U A N A C O ”

Cuando muere un hombre de prestigio, los dia­


rios dedican un espacio especial, historiando lo
mejor del personaje. También merece los honores
de la nota periodística el “gran hombre de empre­
sa”, el deportista de moda, etc. Pero cuando muere
un hombre del pueblo —a pesar de que es un poco
de pueblo que desaparece—, la noticia es un ca­
llado rumor lugareño que no llega más allá del río
comarcano. Lo lloran süs parientes, si los tiene; le
reza el sauce junto al arroyo, gime en la noche el
: viento dolorido, y la senda se arrolla en la monta­
ña para mostrarle al cardón la huella del hombre,
f en ese largo caminar del indio, puro poncho y si­
lencio, tristeza y paisaje.
¿Qué fama puede alcanzar un volteador de que­
brachos?
¿Qué homenaje recibirá nunca el pelador de
caña?
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¿Quién aplaudirá jamás al arriero de llamas o
al domador de caminos?
En un rincón de la puna jujeña ha muerto Alejo
Chauqui, conocido con el mote de “El Huanaco”.
Viejo como la piedra y el aire, desataba su paso
con la aurora y sólo se tendía sobre la tierra cuan­
do el ocaso y su poncho eran una misma cosa.
Andaba por Casabindo y Abra Pampa durante
los veranos; agostos endiablados lo vieron atrave­
sando plateados salitrales atacameños; las coplas
bagualeras le entibiaron el sueño en Rinconada, y
dos callados changos de Inca Cueva se asomaban al
camino para endulzar el retomo de “El Huanaco”.
La Felipa Aramayo, su mujer, solía reprocharle:
“ ¡Siempre mandao! ¡Siempre mandao! ¿Cuándo te
has de quedar quieto en tu pago?”.
“El Huanaco” respondía, sin broma ni drama:
“Sólo muriendo. . .
Su sueldo semanal se componía de un puñado
de monedas de diez y veinte centavos, algún frasco
de alcohol y una chuspa llenita de hojas de coca.
Cuando alguien precisaba avisar a las gentes de
una finca, quince leguas de distancia, con motivo
de cualquier asunto, acudía a Alejo Chauqui. “El
Huanaco” escuchaba o recibía el recado. Al pre­
guntársele cuánto cobraría, respondía con seriedad:
“Plata y coquita”.
No era comisionista. Era un recadero indio; era
un chasqui no oficializado. No iba y venía entre
determinadas aldeas puneñas, sino que tomaba cual-
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Google
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quier compromiso, aunque lo alejaran considera­
blemente de su pueblito. Nunca lo tentaron las za­
fras azucareras, ni los quebrachales cháqueños, ni
las tareas de peonaje en la Quebrada de Humahua-
ca. “El Huanaco” tenía un solo oficio: Andar.
Cumplía los encargos al pie de la letra, pero con
su lenguaje:
“Manda a decir el tata Cura que pa cuándo ge
van a arrimar a la misa, y que se vienen las elec­
ciones, y que si van a votar por Dios o por quién”.
Votar por Dios significaba apoyar al candidato
de la oligarquía azucarera.
Cierta veis, durante la gira de un candidato a
gobernador por el territorio puneño, llegó el auto­
móvil que conducía a dicho personaje al pueblo Je
Santa Catalina. Era un día sábado, víspera del ac­
to electoral.
Al proceder a la organización dé mesas y fisca­
les, los políticos se dieron cuenta que habían olvi­
dado los paquetes con votos y ¡boletas en una casa
de la aldea visitada anteriormente.
El problema era muy serio, y la nafta muy es­
casa. No era cuestión de volar en automóvil y traer
esos paquetes, pues luego no tendrían cómo regre­
sar de la* gira, por falta de combustible.
Eran las cinco de la tarde de ese sábado, y los
oolíticos estaban discutiendo, desesperados.
De pronto se les acercó un milico, diciendo:
“Señores, acabo de ver al “Huanaco” en el pueblo.
Si él no los saca de este apurón, no hay votos.
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A las corridas por ranchos y casas, ubicaron a
Chauqui. Lé hablaron. El hombre escuchó atenta­
mente; calculó las leguas y preguntó por el peso
de los paquetes. Luego decidió: “Son doce leguas
por el camino, pero conozco una cortadita. Demen
plata y coquita y les traigo las cosas..
Al día siguiente se constituyeron las mesas y no
faltaron las boletas en cuestión. Cuando el candi­
dato, que había pasado mala noche, apareció en el
patio de la casa, el primer “buen día” que escuchó
lo recibió de “El Huanaco”. Esa gauchada “lo tapó
de plata” a Chauqui, porque le dieron do* jjesos. ..
Esta anécdota es histórica. “El Huanaco” me
contaba muchas cosas de su vida, pero el caso de
las boletas perdidas me lo narró el propio candi­
dato, recordando con emoción la heroica maratón
de “El Huanaco”. En 1942, la última vez que visité
al kolla, me confirmó el asunto, y al recordar los
dos pesos de regalo, él mismo anotó: “Anduve unns
días tapao de plata..
Alejo Chauqui, “El Huanaco”, descansa ahora,
porque sólo muriendo podría descansar. Alguna
vez, alguien, un técnico, trabajará sobre la misma
roca, junto a una senda angosta, la figura de un
kolla caminando, de sol a sol, puro poncho y silen­
cio, pura tristeza y paisaje, pequeña alforja, chus­
pa con coca, menuda silueta de aflojadas rodillas,
sin actitud de “sprinter” ni músculo potente. La es­
tatua de un hombre montañés, cóndor de los ca­
minos.
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Si algún día vemos esa obra por ahí, en un per­
dido rincón de Casabindo, sin más pedestal que la
mera soledad del altiplano, desde lejos, los que
conocimos a Chauqui, señalaremos la roca traba­
jada:
¡Allá va “El Huanaco” ! ¡Andando, siempre
mandao!

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PENAS Y ALEGRIAS DEL CHARANGO

La bandurria de Galicia, de Asturias y Navarra,


no conocía la soledad. Nació en los romeros, para
cantar a la fiesta agraria, al amor de las mozas, al
vigor de los brazos labradores. Supo de espigas y
huertas florecidas, de risas abiertas sobre los pra­
dos y las vegas.
La bandurria española tenía ,una hermana me­
lancólica: la guitarra castellana.
Esta guitarra de las tierras secas ignoraba el fue­
go ,y la noche, ignoraba los misterios apasionados
de la guitarra andaluza. Era grave su voz, pausado
el ritmo, serio su romance, quedo su acento.
Cuando América india abrió su vientre para pa­
rir al cholo, el alma de los pueblos andinos vio na­
cer también su instrumento mestizo: El charango.
Acerado cordaje tenso, diapasón breve; caja ar­
mónica hecha con la caparazón del armadillo cor-
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dillerano —quirquincho— ; juntas unidas con ar­
cilla de las cumbres, mezcla de polvo gredoso y mi­
neral azufrero; clavija de kéñua, manzano o ta­
marindo. Ocho cuerdas. También diez, y también
doce, según la comarca, según el ingenio del corió-
tructor, según el lujo del hombre del Ande. He ahí
el charango.
Como el mestizo que lo tañe, el charango se ex­
presa en español, pero piensa y siente en quéchua
profundo, en lenguaje de silencio y viento libre, en
amanecer dolorido y prolongado ocaso. Su decir es
imperfecto como el español que hablan los hom­
bres. Es el idioma impuesto; es el caracol incrusta­
do en la roca milenaria. Ritmo de fabla bilingüe, y
melodía de madre inolvidable. Oro de tarde colo­
nial esparcido sobre cumbres desveladas, donde
mora Pachamama aconsejando a sus hijos de bron­
ce: Runáchay; ama conkáichu! (Indio mío: ¡No te
olvides de mí!).
El charango no ha nacido en los pueblos. No tuvo
alcoba. Ninguna pared recogió su primer grito. Na­
ció en los patios, grandes como todo el campo, de
frente a las cordilleras, junto a los ríos, oyendo al
viento latiguear los cardones con su honda invisible
y musical.
Nació como los indios. Nació como un sol de in­
vierno, para entibiar las piedras y los hombres, des­
pués de la nevada.
Cuando pudo cantar, dijo las cosas del maíz y la
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cebada, la quínua y el ají. Olió terrones de melgas
abiertas sobre los andenes de la sierra, y dijo: Esto
está bueno; aquí los hombres siembran la mañana
del mundo en cada semilla. Cuando llegó el amor,
apretó sus anhelos y dijo: ¡Llicta para mi coca! El
amor le dio sabor a su vida. Y su copla fue limpia,
áspera y alta como un barranco bermejo después
de una lluvia.
Cuando maduró su baqueanidad andina, se doc­
toró en caminos, altos y bajos, ondulantes, pedrego­
sos, abismales, eternos también, como el pajonal y
la esperanza. Entonces bajó a las aldeas acompa­
ñando procesiones, y remontó las cumbres con los
cazadores de vicuñas. Fue cien veces religioso, y
cien veces pagano. Rezó villancicos y alabanzas, y
en el mismo patio encendió la pasión de las cholas
y la sangre de los pastores. Arrullo del chango se­
pultado en el aguayo, sobre la espalda materna,
supo del destierro, la soledad, el desalojo, la injus­
ticia, el rigor de los capataces, la sordera de los
hombres. Se embriagó con alcoholes nocturnos, y
sus huáinos se hicieron dramáticos lejos de la tierra
olorosa, lejos de las papitas arenosas, amarillas,
perladas de rubíes picantes chancados sobre un ho­
yo de la peña. Entró en las tabernas, donde lo único
puro fueron sus yaravíes desgranados por dedos ca­
da vez menos hábiles. Es que el charango, crecido
sobre el lomo del Ande, a tiro de flecha del cielo,
era como el turpial, el ave india que muere a la
sombra del menor cautiverio.
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Penas y alegrías del charango hicieron crecer
toda la música del Ande. Todo cabía en su acerada
sonrisa rítmica, desde la crepitación del pasto-puna
en las horas del viento cálido, hasta el hondo rumor
de la esperanza del hombre en el minuto más im
portante de la vida.
Un día roncarán tractores abriendo surcos en los
altiplanos. Habrá escuelas técnicas, agricultura pla­
nificada, científicamente realizada. Habrán conser­
vatorios donde los niños indios aprenderán el mis­
terio de la música, que será menos misteriosa cada
vez, y más clara, más de todos, como la luna y el
sol.
Y siempre, como antes, en cada tarde de amplia­
da sombra, frente a las cordilleras, junto a los car­
dones, sonará el charango, joven instrumento de
quinientos años, mestizo nacido junto con el primer
cholo, bajo el signo Cháska, el lucero indio, la es­
trella más vieja, más hermosa, la que dictó más co­
plas para aliviar la marcha de los hombres.

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CANCION. DE CUNA INDIA

Sobre tu poncho puyo,


Duérmete, chango.
Duérmete, chango...
Sueña con las leñitas
Que voy quemando.
Que voy quemando.. .

Sobre su poncho puyo


Duerme el changuito.
Duerme el changuito. ..
El que sueña con fuego
No tiene frío.
No tiene frío. . .

121
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CABALLOS Y BAGUALAS

Todos los estados del alma son expresados por


el paisano de los valles en su copla, especialmente
cuando entona ese grito musical que llama “ba­
guala”.
Tres notas únicas', uniformes, alternadas, larguí­
simas, o breves, constituyen la melodía predilecta
del hombre montañés. Baguala la nombraron por
ser la canción arriera, melodía de breñal, de cami­
no alto, alarido más que canto, protesta más que
gemido.
El kolla de las punas, el arriero criollo, el mes­
tizo peón, todos, alguna vez, crearon las coplas para
el canto de la baguala. En la fragua de la emoción
popular, cada uno de los montañeses volcó el metal
de su rebeldía, de su esperanza, de su gracia y su
duda, de su encantamiento y de su soledad. Trató
en la copla los elementos del paisaje y los asuntos
de la vida rural; el gramillal y el salario; la peña
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alta y la nostalgia, la nube y el cañaveral. Ajustó
su verso apretado de tiempo y de silencio, para ha­
cerlo caber en la copla redonda de su baguala, única
luna en su noche larga. Con tamboril o sin él; con
guitarra o sin ella, lo mismo nacía el canto del pai­
sano, a la hora en que las estrellas se asoman a
contemplar el viaje de los ríos y el regreso de I03
labradores.
Y no dejaba el montañés de nombrar a su caba­
llo. ¿Cómo olvidarlo? El caballo es el compañero
eterno del paisano; mudo testigo noble del esfuerzo
del hombre; llevador de alegrías y silencios; tra-
jinador de las sombras en la pena, vareador de la
gracia en la esperanza.
Tolombón, el viejo pueblo calchaquí, tiene su
copla para el caballo:
“Caballito compañero
salgamos del Tolombón.
No hay cariño pa tu dueño
ni hay un potrero pa vos”.
Y allá, en las cumbres de Raco, bajo las bravas
cerrazones del Cabraorko, un raqueño cantaba la
copla dej amor tierno:
“Ensillando mi caballo,
ella se puso a llorar.
Y yo, para consolarla,
me puse a desensillar. . . ”
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Salta, tierra de gauchos ricos y pobres, donde los
peones lucen en sus espuelas todo el brillo que le
falta al rancho, hace rodar sus coplas por esos cam­
pos erizados de relinchos:
“Pa correr en las cuadreras
no hay plata contra mi oscuro.
Y dentramos a los montes
ande no dentra ninguno”.
Cuando llega el carnaval y bajan los gauchos de
las serranías, se amontonan junto a los palenques y
comienzan a desplazar a los que acercaron a sus
caballos flacos o no enseñados para el trabajo en
el aparte de hacienda. A este juego le llaman “pe­
char en las trincheras”. Y hay que tener buena cin­
cha, buenas riendas y buen flete, nervioso, decidido
y obediente. “Tengo caballo, c . ..! ” Este grito se
oye entre el resollar de las bestias y la protesta de
unos y la alegre burla de otros. Hay un estrépito
de cohetes disparados a las patas de la caballada,
de alaridos aindiados y ruido de caronas y cosco­
jas:
“Pa pechar en las trincheras
de derecho y de revés,
m’hi venío desde Cachi
en mi moro 33”.
Y se suceden las pullas para aquellos paisanitos
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pobres, que se llegan a las fiestas en caballos mal
aperados, flacos y cansados y con herraduras des­
parejas:
“¿Cuyo será ese caballo
que llora de sentimiento. .. ?
Atelo juerte, paisano,
que se lo ha’i llevar el viento”.
Y aquel criollo que solía llegar al rancho de
novia haciendo rayar a su sillonero respondedor,
después, cuando el tiempo y las cosas de la vida le
cambiaron el horizonte, suelta su copla al pasar
cerca de donde habita la moza que perdió:
“En esta ocasión, zainito,
solo una cosa te pido:
Pasemos los dos, callados.
Me hace daño tu relincho. . . ”
¡Caballos y bagualas! Siempre estuvieron unidos.
Porque el golpe de los cascos sobre la senda da
piedra, cuesta arriba o cuesta abajo, determinaba
el exacto ritmo de la canción arisca. La melodía,
extendida a lo largo de la noche, cobraba el nece­
sario misterio de los cantos errantes, y parecía ala­
da, nacida en la sombra, traída en el viento, robada
en la salamanca donde moran los dioses y las he­
chicerías del Ande. Pero el trajín de la marcha del
caballo, devolvía al Cerro la realidad de la copla,
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ajustada al camino, y disparada al infinito desde el
corazón del hombre montañés.
¡Caballos y bagualas! Cuando regresa el paisa­
no, el caballo tiene una marcha pareja. Va hacia la
querencia a tranco seguro, preciso. No sabe de tro­
piezo, ni duda en la sombra densa de la niebla que
emponcha las cosas. Anda, anda, y su marcha co­
bra el acento de un latido, acompasado, rítmico.
El gaucho puede ir distraído. Puede ahondar las
cosas de su mundo. Puede ir “dagüeltando” los
asuntos que lo preocupan. El ruido de la marcha lo
lleva a ajustar el ritmo del pensamiento al exacto
tiempo del andar. Lo demás, lo ha trabajado su
propio corazón, y el corazón de todos los que como
él, saben de caminos largos y pensares hondos. Y
de pronto, sin ser cantor, ni querer cantar, se des­
cubre a sí mismo en la copla que le está quemando
el alma y sale escapada hacia la noche, rebotando
en las peñas, estirándose en las quebradas, y ga­
nando la senda del alto, hacia el tope final de los
caminos, donde las cumbres no son más que gritos
petrificados:
“Caballito compañero:
tú conoces mi dolor.
Pero si vengo contento
te vuelves escarceador. . . ”

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LOS CANTARES DE LA PAMPA

Al hombre de la llanura, al gaucho pampeano,


le gustaban los temas extensos, los “asuntos tendi­
dos” a lo largo de sextillas o décimas.
Sin saberlo, el gaucho ponía toda la pampa en
su canto, y su voz era un espejo de leguas.
Llegaba de lejos, galopando. Había venido a la
Pampa, pero sólo externamente. Por dentro, la
Pampa seguía dominando al hombre. La tierra im­
primía su ritmo, filtraba sus rumores, cavaba su
pozo de angustia en el corazón del hombre.
Cuando el hombre cantaba en las pulperías, ya
sean cifras, milongas o aires sureros, la tierra llana
se prolongaba en la música.
A través del madero apretado de angustia o de
la conversación rimada, estaban presentes el sauce
y el arroyo.
Como no conocía el arpegio, el gaucho usaba el
rasgueo, y comenzaban a galopar potros sonoros
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sobre seis caminos sensibles, en los que la polvareda
de los refranes y versos cantados copiaban en todo
la vida de la Pampa.
Mano pesada y grande la del paisano. Mano pa­
ra la rienda y el lazo, para el boleo y la lanza.
Cualquier caricia era áspera, en la guitarra o en la
china amada. Aspera y tierna, como la flor del
cardo.
Porque su gracia era la gracia salvaje del cardo
florecido. Nunca supo de margaritas ni de maca-
chines, porque esas flores de la Pampa nacieron
para las muchachas enamoradas, para las chinitillas
del puesto. Para el gaucho había otras flores, áspe­
ras, de plantas con espinas. Parecía ser su destino
aquel de hallar la belleza sólo en lo que desgarra,
deslumbra, sorprende y ofrece combate.
Para narrar los temas del campo, usaba el mo­
do musical de la cifra. Para hablar de caminos, ca­
rreras, “yerras” y sucedidos, andaba el gaucho por
la huella de las décimas, ajustado al movimiento
de la milonga de los fogones.
Pero para oírse a sí mismo, en soledad; para
ahondar en su íntima pampa de cavilaciones y ma­
duras primaveras, buscó el estilo. Se inclinó sobre
la guitarra como quien se asomara al brocal de un
pozo para contar, él sólo, las estrellas reflejadas
en el agua profunda.
Si el gaucho buscó auditorio en todas las pulpe­
rías y íogones de la Pampa, para contar sucedidos
y combates, carreras y duelos de varonía, lo hizo
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sabiendo que eso interesaba a todos. Traducía a su
pueblo en la cifra y en la milonga, pero callaba y
escondía su Estilo, porque en el Estilo estaban su
miedo y su pena, su amor y su esperanza de hom­
bre, su orgullo de gaucho y su honor de caballero
de la Pampa.
Para cantar su Estilo, el hombre no tuvo más
compañía que la llanura llena de rumores disper­
sos, con sus gramillas y cardales, sus cañadones,
sus caminos infinitos.
Muchas veces, en algún rancho, fue sorprendido
por otro solitario, de esos hombres sin más queren­
cia que la huella larga. El gaucho, en ese trance,
abandonaba los versos y seguía entonando la simple
melodía de su Estilo, “tarareando” la música, co­
mo sin darle importancia.
Era pudor de hombre; orgullo de sufrir callado.
La pena, es un secreto gaucho.
Siempre escondió las heridas del cuerpo, y nadie
supo jamás las de su corazón.
“Hay leña que arde sin humo
Cada cual quema su leña. . . ”
Sólo en la medida que sus asuntos sean los asun­
tos del pueblo, el paisano abría su grito, amplio
como la Pampa, y desnudaba su canto.
Pero para su herida, que era su compañía, su
pudor y su orgullo, para su Estilo, buscaba la sole-
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dad, la misma importante soledad que buscan los
cóndores para morir.
Entonces, en la profunda soledad de sí mismo,
cantaba el Estilo.
Y también entonces, cuando quería ser suave,
cuando buscaba un arpegio traductor de su ternura
y de su recuerdo, la “ruda mano de peón” imponía
el rasguido pesado, imitador de galopes sobre la
Pampa. Hasta en ese momento —tan suyo— la
mano era pesada y lenta, incapaz de juegos técnicos
ni desarrollos lógicos. Tal vez su mano, cargara, en
el minuto alto de su canto de hombre, su propio
corazón, ayudándolo a decir su trova en medio del
campo callado.
“Con ruda mano de peón,
paisana—
Quise acariciar tu frente
y sólo supe ofenderte
sin quererlo, corazón.”
“Para ti fue manotón,
paisana—
Lo que para mí, ternura.
¡Hondo pozo de amargura
cavó mi mano de peón!
EL TAMBORIL MONTAÑES

En determinadas épocas del año, especialmente


durante el verano, la vasta zona de los valles cal-
chaquíes y los valles interiores del Tucumán incor­
poran a sus tardes el ronco gemir, misterioso y te­
naz, del tamboril montañés.
En los puestos lejanos de las viejas estancias, en
los ranchos del labrador, del peón, del arriero, del
minero, del hachador, del sieteoficios; en todos o
en casi todos los hogares campesinos, no pasa el
verano sin que retumbe, desde los patios a las lo­
mas, la quejumbre indiana de un tosco tambor gol­
peado rítmicamente por un paisano, acompañaiido
una copla lugareña, sentimental y huraña, aromada
de recuerdos de viaje, dolores, soledades y espe­
ranzas.
Los habitantes del campo norteño le llaman “la
caja”, para diferenciar el tamboril de “el tambor”
que tiene mayor tamaño, y que es el instrumento de
percusión intermedio entre la “caja” y “el bombo”.
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El bombo, enorme tambor que se oye a grandes
distancias, es el elemento insustituible para acom­
pañar las danzas en la montaña y la selva.
El “tambor”, hecho a imitación de los tambores
militares, se usa generalmente para las rogativas
cantadas y las procesiones o “misa-chicos”.
La “caja” o tamboril se utiliza sólo para acom­
pañar el canto del hombre en soledad, o el coro de
la canción carnavalera, en la fiesta popular.
El tambor y el bombo, pueden salir a menudo
de la casa, y andar por los caminos, despertando
el entusiasmo de los criollos o ayudando a mante­
ner la energía de la marcha en una procesión, mien­
tras llevan un santito hacia el pueblo, en tiempo
de enfermedad, de sequía o de peste en las ha­
ciendas.
La “caja”, en cambio es celosamente guardada
en el rincón más oscuro de la choza. Es hurtada a
la vista de viajeros y curiosos. Sale a veces a los
patios y busca la sombra del algarrobo o el sauce.
Es que la “caja” es depositaría de muchas cosas
y sentires que bullen en el alma del paisano. Mu­
chas coplas rotas; muchos sentimientos que no en­
contraron la huella de unos versos para salir al
aire de los valles, quedaron dando vueltas, “da-
güeltando”, en torno al tamboril siempre permeable
a la emoción humana en el alto minuto del pesar
o de la esperanza.
El paisano entiende que “la cajá” sabe el nom­
bre que no se pronuncia, nombre escondido y ama-
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do. Sabe que “la caja” adivina las dudas del cora­
zón; todo lo ve, todo lo sabe.
“Vieja caja india
golpeada,
sollozada,
gozada. . . ”
“La caja es la luna llena
de la vidala”.
Por eso la cuida de especial manera; no» la pres­
ta; no la muestra sino en contadas ocasiones. “La
caja” .es muy suya; forma parte de las cosas de su
templo íntimo. Lo más puro de su nostalgia, lo más
levantado de su rebeldía, está contenido en ese
parche gemidor que el paisano acerca a su sien para
sentir la resonancia de su propio corazón.
Sencilla, rudimentaria, es la factura de “la caja”.
Un angosto aro de madera, generalmente de man­
zano o algarrobo, y dos parches de piel de cordero,
unidos a través del aro por tientos delgados. Sobre
uno de los parches, se extiende un hilito o tiento
finísimo, que atraviesa la media cara de “la caja”.
Ese hilo o tiento tiene dos “huayruros”, porotos,
bolivianos rojinegros, o un par de dientes de perro,
o- sencillamente un pequeño botón común, para
ayudar a sostener “el tono”. Cuando se golpea del
otro lado, en el otro parche, la resonancia se des
pierta desde la cara que presenta el hilo o tiento,
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y se produce un particular sonido un tanto chirrian­
te al chocar el “huayruro” o botón contra el cuero
tenso. Ese hilo o tiento se llama “huajtána” o
“chirlera”.
“La caja” se denomina también “tinya”, espe­
cialmente en Puna jujeña y en zonas de Bolivia y
sur del Perú, voz de acentuado carácter onomato-
péyico.
Es posible que de haber sido otras las condicio­
nes de vida de los pobladores montañeses del
Noroeste argentino, “la caja” constituyera en estos
tiempos una pieza de tipo arqueológico, elemento
en desuso del temario folklórico calchaquí, y sería
tal vez la guitarra el elemento que la sustituya.
Pero una guitarra, por sencilla que sea, estuvo
siempre fuera del alcance de los jornales de nues­
tros hermanos peones. ¡No podían muchos comprar
un lazo, cómo iban a adquirir una guitarra!
Por eso, seguían la tradición andina de sus abue­
los, y conservaban o construían sus “cajas”, “tam­
bores” y “bombos”, proveyéndose así de los instru­
mentos necesarios para integrar la orquesta cam­
pesina o para entonar la copla de la baguala o la
vidala preferida.
La práctica de la guitarra entre los pobladores
de los altos valles hubiera traído la intensificación
del cancionero popular y la renovación de coplas,
temas de cantares, danzas y refranes diversos. La
aptitud musical del nativo montañés es ya una ver­
dad tradicional. Hemos estado perdiendo la oca-
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sión de acunar el nacimiento del gran artista tra­
ductor del alma de la montaña argentina, por haber
carecido nuestros vallistas de los elementos necesa­
rios para avanzar en el cultivo de su lírica popular.
Muchas veces, en tantos años, al escuchar a un pai­
sano en cualquier rincón de esos valles, golpeando
su “caja” largamente, pausadamente, como en ac­
titud ritual, para cantar luego una copla de nostal­
gia, esperanza y soledad, frente al infinito escena­
rio de cumbres atardecidas, hemos pensado con
dolor en la situación del cantor anónimo, Juan sin
Tierra, solitario como un cardón en la loma, ol­
vidado como una carona vieja, y cantando todavía
su copla bagualera, “miel de pesares”, extraña
canción, única joya cuyos destellos ayudan a disi­
mular la miseria del rancho y a apuntalar la espe­
ranza del corazón montañés.

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LA DANZA DE LA VIUDA

Van y vienen las comadres, haciendo cien veces


el camino entre el patio y el rancho, entre el árbol
y el horno, entre el corralejo y la enramada.
Hormiguitas parecen las mujeres. Una lleva una
fuente; otra llega desde la llema del monte por­
tando leña seca; otra está regando el patio con los
baldes que le alcanza la encargada del acarreo
entre la acequia y el rancho.
Los hombres están en los campos, trabajando; los
hombres están en la selva hachando; los hombres
están en el pueblo —pueblo norteño, de una sola
calle larga—, comprando cosas, alcohol, cigarri­
llos e invitando a determinados personajes, unos
músicos, otros caudillos políticos lugareños. Está
cambiando el viento. La selva, en la media tarde,
tenía una melena inquieta, que es el gesto de los
montes cuando hablan con las nubes para pedir la
ayudita de una lluvia. Pero ahora, la selva se ha
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calmado. Las nubes, lerdas, grises, van pasando
hacia el Este, y de pronto cambian el rumbo y an­
dan hacia cielos abajeños.
Los algarrobillos estaban cimbrándose en sus ra­
mas menores, pero ahora se durmieron al arrullo
de los primeros pájaros de sueño tempranero.
En los pencales se está operando el milagro de
la palabra y el vuelo, en el cotorreo de los loros que
confunden su verde parlotar con el verde callado y
arisco de las primeras tunas. En alguna penca en
la que bebió por sus dardos la mayor humedad de
la noche pasada, está sangrando una flor, agrade­
cida del aire y de la abeja.
Dos mujeres están peinando y arreglando a María
Juana, la dueña del rancho. Le han aceitado con
sachaunto la negrísima cabellera, que se derrumba
sobre la espalda y se amplía conformando el naci­
miento de las caderas de la mujer.
Manos tejedoras, manos sabias en color y nudo,
comienzan a trabajar un par de trenzas perfectas,
gruesas hasta la mitad, estilizadas y suspirantes
hacia el final del cabello, pero recias y elásticas,
graciosas y firmes como un látigo.
En un rincón están planchando el vestido ritual
de María Juana. Se lo pondrá para el preciso mo­
mento de la danza. Rojo, intensamente rojo, de bre­
ve escote, apretada cintura, ancho vuelo, de tipo
campesino y largo hasta un poco más arriba del
tobillo. Un angosto cinturón del mismo género
abrazará la cintura de mimbre. Con una yapa que
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sobre, se hará el pañuelo para el gran baile de
la mujer.
Mientras tanto, la tardecita ha comenzado a tra­
vesear con las sombras. Y la sombra es huraña.
Gruñe su oscuro gruñido, y al oírlo se callan las
palomas y se encienden las estrellas allá lejos. Y
cada paloma se lleva al nido un pedazo desmayado
de la tarde y la sombra vence, y la noche viene,
sin trinos ni vuelos, desnuda, abierta y ancha, desde
el fondo de los montes.
Retoman los hombres al breve rancherío. Llegan
aquellos que fueron al pueblo. A la rama del alga­
rrobo le han colgado el tucu-tucu de un candil. El
changuerío anda por ahí, curioseando todo, y es
ahuyentado por las viejas resquinchas: “Ite p’allá,
muchacho”.
La María Juana no asoma todavía. Luce su gas­
tado vestido negro, el hábito ceñido de su viudez
paisana.
Cuando murió “él”, se extendió un gran silencio
por ese patio que antes supo de albahacas y de
cantos. Comadres y vecinos respetaron el “luto
juerte” de la viuda. No asistió en las navidades a
las danzas de otros hogares. Los hacheros la extra­
ñaron durante el carnaval; y en las Telesitas, pro­
cesiones del monte, se la vio por ahí, colocando sus
candelas al pie de los árboles, para la niña santa
que murió quemada. Era una sombra, apagada en
silencios rituales.
Pero hoy, se cumple el año de la viudez bien
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guardada y ya puede la viuda recibir en su rancho,
oficialmente, la visita de vecinos, paisanos y co­
madres, porque “va a salir de la viudez”.
Para eso trabajan todos esa tarde. Para eso ven­
drán los músicos. Vendrá el violinista ciego; ven­
drá el tocador de bombo indio; vendrá el guitarrero
de los montes. Llegarán andando, a pie, a caballo,
en sulki.
Llegó la noche. Ya no se ven los pencales, y el
cotorreo de los loros es sólo un recuerdo disperso.
El candil asoma su vacilante luz, pintando sobre el
patio, en oro sombrío, la escena de la fiesta.
Sillas de paja, humildes; sillas retobadas con cue-
rito de cabra; troncos de árbol; restos de destro­
zadas carretas, constituyen los ocho o diez asientos.
Los demás, andarán por ahí, bajo el árbol, detrás
de los músicos, curioseando, callados, haciendo a
veces un comentario en quechua acriollado en un
susurro que no entorpece el silencio.
Comienza a rondar la jarra de vino comarcano.
Dulzón y cálido, juega su brujería el vinito nor­
teño. Como los vasos no abundan, nadie debe de­
morarse al beber. Todos conocen esto, tradicional­
mente. Entonces apuran el contenido hasta el final,
y devuelven el vaso a la comadre, que corre pre­
surosa hacia el interior del rancho, y al rato reapa­
rece con una nueva ofrenda líquida.
Poco después, alguien se acerca a los músicos.
Estos “igualan”, afinan, se combinan acerca del
tiempo y el matiz de la música. Para probarse,
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rompen con una chacarrera. El bombo, honda que­
jumbre de tierra antigua, no desata toda su fuerza
todavía. Mide su intensidad. Es temprano.
El guitarrero rasguea su guitarra dulcemente.
Por momentos acompaña con una escala en bordo­
nes el final de una frase que le agrada. El violín,
llora, agudo, agrio y tristón. Violín de ciego, toca
siempre igual una suerte de sonidos de gran ritmo,
de justísimo compás, pero sin matices ni colores.
El violín tiene los ojos cerrados, como su dueño.
Se suceden las danzas. A la chacarera, sigue un
“remedio” ; luego, un “escondido”. Bailan las pa­
rejas. El patio comienza a animarse y las palmas
que acompañan los compases finales, despiertan
un rumor en los árboles y acucian la sed de los
hombres. El tocador de bombo se está afirmando
mejor; el guitarrero se anima ya a cantar el estri­
billo de la danza. Lo festejan. Es el oportuno pre­
texto del rápido brindis. Otros curiosos, desde la
sombra donde no alcanza a dominar el candil, fu­
man y comentan en voz baja. De pronto, salen las
comadres del rancho, con gesto que reclama la
atención de todos. Los músicos callan. El silencio
es más grande que la noche, hasta el candil se man­
tiene quieto en su lucesita, de pie, como un signo
de admiración.
Y aparece en seguida la María Juana, vestida
de rojo intenso. Sólo sus ojos, almendrados y bri­
llantes, y sus trenzas magníficas, son el matiz de
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su figura, crisol de todos los soles y todas las au­
roras de un año de silencio centinela.
La saludan los hombres, y le alaban su belleza
y donosura. La viuda sonríe mesurada y gentil, con
una sonrisa un poco asustada. Una sonrisa que
guardó un año redondo para ofrendarla a los hom­
bres recién en su fiesta de “salida”. Recién ahora,
al año de muerto “él”, la viuda puede reincorpo­
rarse a la vida social del rancherío. Recién ahora
puede recibir una galantería, y considerar una
propuesta amorosa. Recién ahora podrá soltar sus
brazos en la danza, brazos que sólo se abrieron
sobre la tierra en el trabajo, y se cerraron sobre
su luto, en el recuerdo.
La voz de uno de los músicos, anuncia: ¡La zam­
ba de la viuda!
Es el momento de la danza ritual. Ella deberá
bailar la embrujada zamba después de la cual que­
dará liberada de cadenas, prejuicios y vigilias. Ella
deberá elegir el paisano para formar la pareja en
ía danza. Los hombres están quietos, espectantes.
Los mozos se acercan al candil para que ella los
vea. Los otros, permanecen en la sombra del patio.
Los músicos han comenzado los compases de la
introducción de la danza. Es una vieja zamba nor­
teña, pero parece dada en primera audición. Es
que ahora tiene un cumplido destino.
La viuda, mira a uno, a mozos y paisanos. Y se
dirige decidida, hacia un criollo que es su vecino.
Le ofrece su brazo y los dos van hacia el centro del
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patio, lentamente, un poco avergonzados, aunque
sonrientes.
Los espectadores exclaman diversas cosas, entu­
siasmados, y piden alcohol para regar su alegría.
Y el alcohol, llega, quema la gruta de las gargan­
tas, y se escapan de los pechos de los hacheros en­
diablados alaridos en los que el instinto disfraza
sus goces primitivos.
La pareja comienza el baile. .Nadie mira al hom­
bre. Todos miran a la viuda, incendiada en la no*
che. La sombra del algarrobo se derrumba sobre
las melenas de los músicos, y a los ojos de los
hombres les brota una suerte de candiles misteriosos
y tenaces que persiguen la ronda roja de la María
Juana.
El violín llora el ay de la zamba lugareña. El
bombo acrecentó su quejumbre, y ahora imita un
tropel de potros galopantes.
El guitarrero hiere, no con rasguidos, sino con
chirlos, el sonoro cordaje de su instrumento.
Y la voz del cantor se pone ronca. Ronca de
alcohol, de noche, de intención y de gracia dra­
mática.
Delgada y alta, la viuda danza sin mirar a nadie.
Mira al suelo, sin verlo. En realidad, está mirando
el misterio de su propia danza. Esclava de la ma­
gia, sacerdotisa de un rito de lujuria espirituali­
zada por la canción de los campos, la María Juana
siente que se está quemando con su propio incen­
dio. Y allí, sobre el tope del brazo moreno, flamea
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la candela roja de su lenguaje de esperanza, en el
pañuelo que llama y responde, y suplica y reta, y
gime también, en los mimos que aconseja la zamba
de la selva.
¿Quién logrará el amor de la María Juana?
¿A quién preferirá la mujer encendida, tea del
amor brotada del silencio?
Por momentos, cálidas oleadas llegan hasta el
patio, desde el fondo de los campos. Es el Zonda.
Es el viento del Norte, sacudiendo, excitante. El
viento que reseca las caronas, que endiabla los re­
molinos, que desorienta a los pájaros, se arrastra
ahora como queriendo desplazar al hombre y co­
menzar una dramática lucha de pañuelos y remo­
linos, entre la viuda y el deseo.
Pero no. El viento se revuelve en el patio, y se
va hacia la noche, donde la selva ha comenzado
a protestar con seco rumor de fronda sorprendida.
Y la viuda baila su danza, libre de viento y de
lutos, libre de puertas trancadas y de mirares bajos.
Baila la María Juana. Baila como un remolino
incendiado, libre de custodias rituales y de frena­
dos impulsos.
Libre, como la roja llamarada de su pañuelo,
que se agita en la noche, en “su” noche, llenando
la selva de esperanzas, promesas y deseos.

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GLOSARIO

Aguayo: Rebozo indio.


“Allu”: AHá.
Cájchi: Perro.
Caraipucas: Iguana.
Chacral: Maizal.
Chancar: Golpear.
Chasqui: Mensajero.
Chirlera: Hilo travesero del tamboril.
Chola: Mestiza.
Chuecas: Piernas. (Vocablo gauchesco).
Chuspa: Bolso indio.
Entero: Sin castrar.
Erquencho: Instrumento musical.
Huajtana: Ver chirlera.
Huáino: Danza.
Huaca: Tumba.
Huayruros: Porotos rojinegros.
Kéñua: Arbol.
Kéyua: Abeja del norte.
Llicta: Ceniza, estimulante.
¡Llicta para mi coca!: “¡Lo que precisaba!”.
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Pachamama: Madre Tierra.
Puyo: Pondho indio.
Quirquincho: Armadillo pequeño.
Roqueño: De Raco, lugar tucumano.
Runa: Salvaje, primitivo.
Sachas: Palomas veloces.
Suncho: Playa vegetaL
Tinya: Nombre indio del tamboril.
Tola: Arbusto.
Turpial: Ave andina.
Tuscal: De Tusca, bello arbusto del N. O.
Urpila: Paloma.
Ushuta: Calzado indio.
Yapar: Unir, agregar, añadir.

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INDICE

PÁG.

Escúchame, ¡hombre b la n c o .............................................. 7


El r í o ......................................................................................... 9
El poncho ................................................................................ 11
No queremos paisajes ........................................................ 13
La noche fría ......................................................................... 15
Las raíces ................................................................................ 20
Indiecito dormido ............................................................... 23
La cuna .................................................................................. 25
Changos escu eleros............................................................... 27
Bagualas ¡y ca m in o s............................................................ 30
Baguala ..................................................................................... 32
El cerco ..................................................................................... 35
El sa litra l.................................................................................. 39
¡Viento, tráeme aguacero! .............................................. 42
Bagualita del cerro ............................................................. 46
La ap ach eta............................................................................. 48
Dina ............................................................................................ 51
La cumbre de L la m p a ........................................................ 54
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La z a m b a .................................................................................. 59
Malambo .................................................................................. 61
Cementerio Kodla .................................................................. 66
Poema de la madre Kolla .............................................. 68
El guitarrista ......................................................................... 71
Vidalita del desengaño ...................................................... 75
El saludo del salinero ........................................................ 76
El bramadero ......................................................................... 78
La baguala olvidada .......................................................... 80
Baguala del sembrador ................................................... 84
Mama Yungay ...................................................................... 86
El viento .................................................................................. 89
El ruego .................................................................................. 92
El cardón ................................................................................ 94
Carnavalito .............................................................................. 96
Duerme, niño indio ............................................................. 98
El domador negro ............................................................... 100
La selva y su poeta ........................................................... 102
Chorolke .................................................................................. 109
“El huanaco” ......................................................................... 112
Penas y alegrías del charango ..................................... 117
Canción de cuna india ..................................................... 121
Caballos y b a gu ala s............................................................. 124
Los cantares de la Pampa .............................................. 129
El tamboril montañés ........................................................ 133
La danza de la viuda ..................................................... 138
Glosario ..................................................................................... 147

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SE ACABÓ DE IM PRIM IR
EN OCTUBRE DE 1967, EN I„OS
TALLERES GRAFICOS LU M EN , S.A .C.I.F.
HERRERA 527, BUENOS AIRES,
REPÚBLICA ARGENTINA

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