Sanación Interior
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Sanación interior
Yuly Rodríguez
mar ASAMBLEA
De
octubre
Vídeo y carta
10 minutos
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Yuly Rodríguez
subconsciente es la parte que siente, relacionada con las emociones, la intuición, las mejorías y
hábitos. Jesús se refiere al subconsciente cuando menciona el fondo del corazón. “El hombre bueno
dice cosas buenas porque el bien está en él, y el hombre malo dice cosas malas porque el mal está
en él” (Mt 12,35 DHH). La mayor parte de nosotros no nos damos cuenta de cantidad de dolor,
heridas y pesares que hemos arrojado al fondo de nuestras mentes.
También es difícil aceptar el amor de Jesucristo o recibir la plenitud de su Espíritu si tenemos un
almacén de dolores acumulador en lo profundo de nuestra mente. Esas experiencias que hemos
enterrado nos envían continuamente mensajes de alerta para que mantengamos nuestras defensas,
aún ante Dios, para protegernos de más dolor.
Sanación del corazón
El Salmo 147, ese hermoso himno al Todopoderoso nos dice: “Él (Yahveh) sana a los de roto corazón,
y venda sus heridas”. Por eso cuando Jesús leyó la Profecía de Isaías: “El espíritu del Señor Yahveh
está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yahveh. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha
enviado, a vendar los corazones rotos” (Is 61,1), dijo: “«Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha
cumplido hoy»” (Lc 4,21).
No es que el acto de nuestra concepción haya sido pecaminoso, sino que el pecado de nuestros
padres y de nuestros antepasados haya quizás dejado tales huellas en nuestros padres que les haya
impedido engendrarnos y concebirnos con perfección de amor y, en cambio, quizás lo hicieron con
sentimientos de egoísmo, de miedo o de rechazo materno que constituyeron ya nuestro primer
trauma. ¿Qué hacer entonces? Pidámosle a Jesús que Él, que estuvo presente en ese instante ponga
los sentimientos, las actitudes, los afectos y el amor debidos para que ese acto definitivo sea el
comienzo feliz de nuestra existencia. “Quita de nuestros padres en ese instante de nuestra
concepción todo sentimiento de angustia, de violencia, de 34 miedo, de egoísmo y llénalos de tu
amor. Sana Señor Jesús el momento y el acto de nuestra concepción. Que tanto mi padre como mi
madre deseen con amor muy grande mi concepción. Que anhelen mi concepción, Señor. Gracias
porque sé que nos oyes:
Recuerdo ahora las profundas palabras del Salmo 71: “Aún estaba yo en el vientre de mi madre y ya
me apoyaba en ti, ¡Tú me hiciste nacer!” “Desde antes que yo naciera, fui puesto bajo tu cuidado;
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desde el vientre de mi madre, mi Dios eres tú” (Sal 22) y entonces oramos así: “Señor Jesús, no sé si
mi madre sintió miedo, en lugar de alegría cuando comprobó que me había concebido. Tal vez
estaba sola y se sintió asustada al pensar en lo que esperaba. Acércate a ella en ese momento tan
importante y quita de su mente toda idea sombría y llénala de alegría al saber que va a ser madre.
Haz que sienta el deseo de ver a mi padre pronto para darle la buena noticia. Llénala de felicidad…
y que esa alegría se transmita a mi mente y la sane del trauma que recibió cuando fui rechazado sin
que mi madre tuviese la culpa, pero debió a su nerviosismo. “Señor, quizás en los meses posteriores
de la gestación, mi madre sintió pesar de llevarme en su seno, porque se sintió enferma, porque mi
padre la dejó sola por estar con amigos o por su trabajo. Fueron momentos de rechazo para mí que
repercutieron ya en mi mente y me traumatizaron profundamente. ¡Señor! Hazte presente en cada
uno de esos momentos y cambia los pensamientos y sentimientos negativos de mi madre por otros
positivos y alegres. Veo Señor cómo le das paz en ese momento, y haces que se sienta feliz al saber
que crezco en ella y que pronto será madre. Gracias Señor por la felicidad que le comunicas y que
yo experimento. Qué bueno eres Señor ¡Bendito seas Señor! Después de esto nuestro silencio fue
más largo mientras veíamos a Jesús efectuar esta serie de sanaciones, a la vez que
experimentábamos una gran paz interior que iba disipando y sanando ideas y traumas de rechazo.
Saboreamos de nuevo las palabras del Salmo: “Aún estaba yo en el vientre de mi madre y ya me
apoyaba en Ti” Señor Jesús! Tú estás allí en ese momento, derrama paz sobre mi madre en el
momento de darme a luz. Sana lo que me haya traumatizado en ese momento. Recuerdo ahora las
palabras del Salmo como escritas para mí: “Y así es: Tú me hiciste nacer del vientre de mi madre; en
su pecho me hiciste descansar. Desde antes que yo naciera, fui puesto bajo tu cuidado; desde el
vientre de mi madre, mi Dios eres Tú” (Sal 22,10-11).
Padre Celestial, hoy vengo a ti en oración, alabanza, veneración y adoración. Te pido que envíes al
Espíritu Santo. Lléname de la luz sanadora y el amor sanador. Padre, borra cualquier tipo de
negatividad que me haya sido transmitida, consciente o inconscientemente, cuando me encontraba
en el vientre de mi madre. Si mi madre trató de abortar, si deseó no haber estado embarazada y
sintió odio por mi padre y otros miembros de lajamilia, cualquier cosa que me haya transmitido
negativamente durante las cuarenta semanas en su vientre, te pido Señor, me toques y sanes.
Amadísima Virgen María, te pido estés conmigo desde el momento de mi concepción hasta la
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actualidad, protegiéndome, intercediendo por mí con los ángeles y los santos ante la Santísima 14
Trinidad. Toma mi mano derecha. Acompáñame en mi andar, querida y dulce Madre, durante todos
los años de mi vida, en cada paso hasta llegar al presente. Inúndame con el amor maternal que
necesité y que en muchas ocasiones no recibí. Perdono a mi madre por no haberme amado de la
manera en que lo necesitaba y deseaba. Hoy pido una bendición especial para ella. Señor Jesucristo,
vengo ante ti y te pido que estés presente desde que Jui concebido hasta este momento,
llenándome de tu infinito amor y misericordia, con cada gracia y don, y sanes cada herida y dolor.
Acompáñame en mi andar, divino Jesús, durante todos los años de mi vida. Bríndame el amor
paternal que necesité y no recibí. Perdono a mi padre terrenal por no haberme amado siempre de
la manera en que lo necesitaba y deseaba. Hoy, pido una bendición especial para él. A medida que
asciendo cada paso o año de mi vida, Señor Jesús, limpia, sana, 15 refresca e ilumina mi vida con el
Espíritu Santo, transfórmame en una perfecta imagen de ti. Retira de mí todo odio, amargura y
resentimiento, en especial hacia mí mismo. Ayúdame a amarme, aceptarme, ver el bien que hay en
mí para que pueda aceptar tu amor. Báñame con tu preciosa sangre. Padre Celestial, me veo nacer
en tus amorosas y tiernas manos, las mismas manos que me formaron dentro del vientre de mi
madre. Al sostenerme cerca de ti, te escucho decir: "Porque tú vales mucho más a mis ojos, yo te
aprecio y te amo mucho..." (Isaías 43:4) Deseo sentir que tu amor ilimitado e incondicional me
envuelve y rodea. Deseo sentir tu amor y completa aceptación de mí. Gracias, Padre amoroso, por
entrar en mí, envolverme y rodearme de tu infinito amor, tu Espíritu Santo. Gracias Padre, por
colocar mi mano derecha en la de María y mi izquierda en la de Jesús. Gracias por permitirles
acompañarme al ascender por 16 los escalones de mi vida. Rodéame, Padre, de ángeles que me
guíen y protejan, aléjame de todo mal y permite que los santos intercedan por mí. Señor Jesús, a
medida que camino por mi primer año de vida, retira cualquier temor de abandono, confusión o
rechazo que pueda haber sentido, especialmente de parte de mi padre y madre biológicos y de mis
hermanos y hermanas. Señor Jesús, borra todo rencor y frustración ante el hecho de haber sido
apartado gradualmente de mi madre, o cualquier culpa que pude haber sentido al creer que era
carga para mi familia y que todavía llevo conmigo de manera inconsciente, y la cual me afecta. Jesús,
mientras camino por mi segundo año de vida, sáname de cualquier frustración o confusión,
especialmente en lo relacionado con aprender a caminar, hablar o comportarme. Señor Jesús,
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mientras camino por mi tercer año de vida y descubro mi cuerpo y 17 aprendo a controlar mis
esfínteres, te pido retires cualquier culpa o vergüenza que haya sentido acerca de mi cuerpo, o mi
inhabilidad para controlarlo como era el deseo de los adultos, quienes me rodeaban. Borra cualquier
tipo de ansiedad o resentimiento que pueda haber sentido hacia un hermano o hermana mayor, o
profundo resentimiento ante la llegada de un nuevo bebé a mi familia. A medida que recorro el
cuarto año de mi vida, Señor Jesús, retira la amargura, frustración o resentimiento que pueda haber
sentido hacia mis padres por corregirme, enseñarme, regañarme o castigarme. Borra cualquier acto
de rebeldía que pude haber tenido en aquella etapa de mi vida y lléname con el deseo de ser
completamente obediente ante ti y mis padres. Señor Jesús, a medida que asciendo por el quinto
año de vida, elimina cualquier inseguridad que pueda haber sentido al comenzar el pre-escolar.
Retira cualquier 18 ira y frustración sentida al aprender a relacionarme con otros niños. Mientras
camino por el sexto año de mi vida, dulce Jesús, sáname de toda ira, amargura, confusión, temor,
culpa o resentimiento que pude haber sentido al tener que entrar al pre-escolar. Sáname de
cualquier ansiedad que sentí al ser separado de mi madre y quedar bajo el cuidado de una profesora,
en un ambiente distinto y rodeado de niños que no conocía. Señor Jesús, a medida que recorro el
séptimo año de vida, te pido sanes cualquier confusión al haberme sentido más pequeño, o más
grande que otros niños y quienes se burlaban de mí. Retira cualquier ansiedad y auto-condena que
haya sentido durante mi séptimo año, cualquier amargura hacia otros niños del colegio o del barrio,
con quienes no me sentía aceptado o era el último al que escogían para integrar los equipos
deportivos. 19 A medida que ando por el octavo año de vida, Señor, te pido me sanes de cualquier
tipo de ansiedad que pueda haber sentido durante mi primera confesión, mi primera comunión.
Cualquier ira, amargura o resentimiento que pueda haber sentido hacia mi profesor por haberme
dicho que mi escritura o lectura eran terribles y no ayudarme. Borra, Señor, cualquier odio hacia
otros niños y niñas. Lléname de una amorosa aceptación por la gente. Señor, mientras camino por
el noveno año de mi vida, retira cualquier tipo de ansiedad, temor o culpa que pueda haber sentido
a causa del traslado a una nueva ciudad. Por el divorcio de mis padres, mis calificaciones en el
colegio, o por la manera como me trataban otros niños. Sáname Señor. Deja que tu Espíritu me
libere. Toca especialmente cualquier odio hacia mí mismo. A medida que me desplazo por mi
décimo año de vida, Jesús, borra toda autocrítica. Lléname de una actitud sana y 20 amorosa hacia
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universidad. Por favor retira cualquier temor e inseguridad sexual que sentí cuando comencé a tener
citas amorosas serias y buscaba pareja. Sana, Señor, todas esas áreas de autocondenación sexual.
Señor, a medida que atravieso el año diecinueve de vida, sana toda ira y confusión, desafío, envidia,
temor, o actos de rebeldía que pude haber sentido. Libérame, Señor, de todo temor hacia el rechazo
al entrar a la universidad o al continuar teniendo citas amorosas serias. Mientras recorro los años
veinte de mi vida, Señor Jesús, libérame de toda ira, amargura, confusión, envidia, temor,
inseguridad, celos o resentimiento que pude haber sentido. Lléname, Señor, de tu plena 24
aceptación y renueva mi amor hacia mí mismo. Te agradezco Señor, el haber recorrido los primeros
veinte años de mi vida, sanándome, restaurándome y transformándome. Señor, continúa
sanándome de todo tipo de negatividad, especialmente en mis años veintiuno, en el momento del
matrimonio, el tiempo de adaptación al mismo, el rechazo en el matrimonio, la muerte de mis
padres, enfermedades, lo que sea, Señor. Cualquier trauma que produjo heridas y dolor, que todavía
hoy me afectan y se encuentran en las profundidades de mi subconsciente, sánalo Señor, libérame.
Tú dijiste: "Les dejo la paz, les doy mi paz..." (Juan 14:27) Señor, hoy te pido esa paz de una manera
nueva, impactante y que me transforme. Señor Jesús, te agradezco por el don de la sanación
interior, por permitir que tu Espíritu fluya dentro y a través de mí. Te agradezco por la "Escalera de
la vida," por las promesas hechas a mí mismo y que tú 25 rompiste y oro para que pueda continuar
creciendo cada vez más en tu amor, tu sanación, tu paz y tu alegría. Amén.
Sanación del miedo
La Hemorroisa cuando experimentó la curación y oyó las palabras de Jesús: “¿Quién me ha tocado?”,
·”Se acerco atemorizada y temblorosa y se postró ante Él, pero inmediatamente oyó estas palabras:
«Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y quedas curada de tu mal»” (Mc 5,31-34). A Jairo lo alienta
cuando le dice que ha muerto su hija, con estas palabras: “«No temas; solamente ten fe»” (Mc 5,36).
Sanación del odio
Difícil encontrar una sanación interior más plena y de una ofensa tan grande. Al terminar este llanto,
“José dijo a sus hermanos: «Yo soy José. ¿Vive aún mi padre?» Sus hermanos no podían contestarle,
porque se habían quedado atónitos ante él. José dijo a sus hermanos: «Vamos, acercaos a mí.» Se
acercaron, y él continuó: «Yo soy vuestro hermano José, a quien vendisteis a los egipcios. Ahora
bien, no os pese mal, ni os dé enojo el haberme vendido acá, pues para salvar vidas me envió Dios
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delante de vosotros. Porque con éste van dos años de hambre por la tierra, y aún quedan cinco años
en que no habrá arada ni siega. Dios me ha enviado delante de vosotros para que podáis sobrevivir
en la tierra y para salvaros la vida mediante una feliz liberación. O sea, que no fuisteis vosotros los
que me enviasteis acá, sino Dios, y él me ha convertido en padre de Faraón, en dueño de toda su
casa y amo de todo Egipto. Subid de prisa a donde mi padre, y decidle: "Así, dice tu hijo José: Dios
me ha hecho dueño de todo Egipto; baja a mí sin demora. Vivirás en el país de Gosen, y estarás cerca
de mí, tú y tus hijos y nietos, tus ovejas y tus vacadas y todo cuanto tienes. Yo te sustentaré allí,
pues todavía faltan cinco años de hambre, no sea que quedéis en la miseria tú y tu casa y todo lo
tuyo". Con vuestros propios ojos estáis viendo, y también mi hermano Benjamín con los suyos, que
es mi boca la que os habla. Notificad, pues, a mi padre toda mi autoridad en Egipto y todo lo que
habéis visto, y en seguida bajad a mi padre acá» (Gn 45,3-13). La escena termina de manera
conmovedora: “Y echándose al cuello de su hermano Benjamín, lloró; también Benjamín lloraba
sobre el cuello de José. Luego besó a todos sus hermanos, llorando sobre ellos; después de lo cual
sus hermanos estuvieron conversando con él” (Gn 45,14-15).
Sanación de las emociones
El plan del Señor es que nosotros con su gracia lleguemos a dominar nuestro mundo emocional, y
no que el nos esclavice. La primera gracia que debemos pedir es la de llegar a la convicción de que
podemos cambiar y mejorar en este campo. Con frecuencia sucede que hemos llegado a creer que
un temperamento violento es inmodificable. Que nuestras reacciones fuertes son incorregibles. Que
siempre seremos incapaces de enfrentarnos a las dificultades o de dominar determinados temores.
Hay quienes creen que sus enojos son parte de su personalidad y no ven el pecado que hay en ellos.
Con frecuencia después del “Bautismo en el Espíritu Santo” se experimenta un gran cambio positivo
en el mal genio, el miedo, la inseguridad, etc., y se ve que con la gracia del Señor si es posible
modificar lo que creíamos incorregible. La luz del Espíritu Santo nos hace descubrir la raíz de
nuestras fallas emocionales y nos indica la manera de destruirlas paulatinamente. Vemos por
ejemplo, como el amor propio herido nos hace explotar con palabras y actitudes agresivas. Como el
temor causado por humillaciones o fracasos pasados nos impele a huir cuando se presenta el menor
peligro de rechazo. El reconocimiento del Señorío de Jesús como una realidad que debe abarcas
toda nuestra persona y toda nuestra vida se convierte en una poderosa ayuda. Si empezamos a
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pedirle con fe a Jesús que sea el Señor de nuestras emociones y acudimos a Él con fe en los casos
concretos veremos como en realidad Él va ejerciendo su Señorío sobre aquellas áreas emocionales
que nos han dominado y atormentado tanto. Así podremos exclamar con alegría: ¡Él es el Señor!. Si
nos abrimos al poder del Espíritu Santo y usamos los medios que Él nos sugiera veremos como tantos
sentimientos de miedo, angustia, ira, decaimiento, etc. Irán quedando dominados y encauzados.
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Conversión para recibir sanación
El primer campo de la sanación que realiza Cristo es del pecado. “«He ahí el Cordero de Dios,
que quita el pecado del mundo…»” (Jn 1,29). Si no empezamos por pedirle al Señor que
perdone nuestros pecados, no podremos aspirar a otras sanaciones. Primero tiene que
desaparecer la causa mayor de nuestros males, los pecados que hemos cometido. Jesús
perdona primero los pecados al paralitico y luego lo cura de esta enfermedad. No podremos
disfrutar de la paz de Cristo sino cuando Él haya perdonado nuestros pecados y nosotros
estemos convencidos de su misericordia. Sólo entonces podremos exclamar con el Rey
Ezequías: “Entonces mi amargura se trocará en bienestar, pues tú preservaste mi alma de
la fosa de la nada, porque te echaste a la espalda todos mis pecados” (Is 38,1)
Pedir perdón
“Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas de que un hermano tuyo tiene algo
que reprocharte, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu
hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 5,23-24).
Fruto del pecado y fruto de la sanación
La Epístola a los Gálatas nos recuerda cómo los frutos de la carne son: “fornicación,
impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones,
disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes… mientras el fruto del
Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre,
dominio de sí” (5,19-24)
¿Cómo sabremos que una herida interior ha sido curada y cicatrizada por el amor de Jesús?
Cuando ese recuerdo que, antes era doloroso y nos causaba disgusto, viene ahora y nos deja
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en paz profunda y aún con alegría. Esta paz es el fruto del Espíritu cuando ha podido
penetrar profundamente en nuestra vida. Si antes la carne había dejado en nosotros:
“odios, discordias, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones y envidias” (Ga 5,20), el
Espíritu Santo fructifica en nosotros con “amor, alegría, paz, benignidad, bondad y
mansedumbre” (Ga 5,22).
El odio enferma y el perdón sana. Esta es la gran verdad que tdos debemos tener presente
en nuestras conducta. Solamente en la medida en que perdonemos de corazón, esto es, en
la medida en que lleguemos a amar al que nos ha ofendido, sanaran nuestras heridas
intimas. Pero esto no es posible sin la acción del Espíritu del Señor en nosotros. Sólo Él
puede capacitarnos para realizar el anhelo de San Francisco de Asís: “que donde haya odio
ponga yo amor”. Lo primero que se requiere para esto es que descubramos todo el odio
que hay acumulado en nosotros a lo largo de nuestra vida. Que sepamos en realidad a
¿Quién odiamos? y ¿En que grado?. Y esto no es fácil porque vivimos con ellas, las
respetamos, les prestamos servicios, oramos por sus intenciones muy profundos porque
nos ha rechazado muchas veces. Dediquemos el tiempo que sea necesario para clasificar y
determinar las personas contras las cuales tenemos resentimientos. Empecemos por Dios
Nuestro. ¿No estamos resentidos con Él porque creemos que no nos ama como a los demás?
¿Por qué ha permitido tal o cual pena? ¿Por qué no ha atendido aparentemente la suplica
que le hemos hecho por tal o cual intensión? Hay mas resentimiento contra Dios en muchas
personas del que creemos. Por eso vemos tantas actitudes negativas en el campo de la fe y
de la oración, y por eso también oímos a veces en los cristianos ciertas expresiones contra
Dios que son verdaderas blasfemias. Encontramos este resentimiento particularmente en
personas que han perdido un ser querido en circunstancias muy dolorosas; en quienes
padecen una enfermedad larga y penosa: en quienes sufren por una calumnia grave o por
un trato muy injusto; en quienes padecen los rigores de la pobreza, de la incomprensión o
del abandono. Cada día descubro en mi ministerio la necesidad que tienen muchas personas
de reconciliarse con el Señor por quien experimenta un profundo resentimiento. Y es en ese
campo donde comienza la acción salvífica del Espíritu Santo pues Él da testimonio a nuestro
espíritu de que somos hijos de Dios y en el Él gritamos: “¡Abba, Padre!” (Rm 8,15-16. Así se
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sana esta terrible 39 enfermedad que nos impide disfrutar de la Paternidad de Dios y
abandonarnos confiadamente en su Providencia.
Este proceso de sanación del odio tenemos también que perdonarnos. Hemos acumulado
más odio contra nosotros mismos del que suponemos. Defectos personales, fracasos, el
trato recibido en el hogar y fuera de el y otras causas nos han llevado a crear una imagen
personal muy mala. Así es imposible que nos amemos y que miremos el futuro con
optimismo. Los resultados de este autorrechazo son funestos y llevan a la
autoconmiseración, la que pronto desemboca en la depresión. El autorrechazo aviva el
fuego de la rebelión en nuestros corazones contra todo y contra todos. Esto sucede más,
ahora, cuando vivimos en una sociedad cuyo ambiente es la rebeldía. También crea un
exagerado interés por las cosas materiales y por el placer como única compensación del
fracaso interior que se experimenta. Estas personas nunca saborearán la vida del Espíritu,
ni el amor de Dios mientras no se contemplen en Él y reciban la gracia de amarse tales como
el Señor las hizo y no descubran con la luz del Espíritu sus valores y sus grandes
posibilidades. Sólo cuando nos miremos en el rostro de Dios podremos cambiar nuestra
mala imagen personal por una digna de un hijo de Dios. En la medida en que establezcamos
una relación personal con Dios a través de la oración mejoraremos nuestra imagen y
aprenderemos a apreciarnos y a amarnos. Poco a poco aprenderemos a alabar al Señor por
todo y a descubrir su amor en todos los acontecimientos.
Cuando Pedro pregunta a Jesús cuántas veces debe perdonar a su hermano, y pone el
número siete como uno muy alto, el Señor le contesta: “No digo yo hasta siete veces, sino
hasta setenta veces siete” (Mt 18,22). Sabia el Señor que son muchas las ofensas que todos
recibimos a lo largo de la vida y que es preciso perdonar siempre. Pero no se refería a un
perdón cualquiera sino profundo, al sincero, al perfecto. Por eso dice después: “Así hará con
vosotros mi Padre Celestial si no perdonare cada uno a su hermano de todo corazón” (Mt
18,35). Perdonar de corazón al hermano es la exigencia evangélica. Nada fácil por cierto.
No se trata de perdonar con la mente y con la voluntad únicamente. Hay que hacerlo con
el corazón, es decir, hay que amar al enemigo. Esto sólo es posible cuando el amor de Dios
se derrame de tal manera en nosotros como don del Espíritu, que con el podamos amar a
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quien no nos ha amado. Esta es la maravilla que solamente el Señor puede realizar en
nosotros. El Evangelio tiene exigencias como esta del perdón de corazón que son imposibles
para las solas fuerzas humanas, pero que son obligatorias y posibles con la gracia y con el
amor de Cristo. Jesús perdonó de corazón a sus verdugos y oró por ellos en la Cruz porque
estaba interiormente sano y porque estaba abrasado de amor por todos los hombres, sin
excepción. 40 Por esta misma razón no reaccionó con ira cuando la Samaritana le negó el
agua que Él le pedía, y en cambio, le ofreció y regaló la fuente de aguas vivas de su Espíritu.
¡Ese es Jesús! Por eso dice el Señor: “perdonad y seréis perdonados” (Lc 6,37) y San Pablo
escribe a los Efesios: “Sed más bien buenos entre vosotros, entrañables, perdonándoos
mutuamente como os perdonó Dios en Cristo” (4,32). Recordemos también lo que nos ha
dicho el Señor: “«Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará
también a vosotros vuestro Padre celestial»” (Mt 6,14)
Escuchadme, casa de Jacob, y todos los supervivientes de la casa de Israel, los que habéis
sido transportados desde el seno, llevados desde el vientre materno. Hasta vuestra vejez,
yo seré el mismo, hasta que se os vuelva el pelo blanco, yo os llevaré. Ya lo tengo hecho, yo
me encargaré, yo me encargo de ello, yo os salvaré. (Is 46,3-4)
A la puesta del sol, todos cuantos tenían enfermos de diversas dolencias se los llevaban; y,
poniendo él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba. (Lc 4,40)
Se le acerca un leproso suplicándole y, puesto de rodillas, le dice: «Si quieres, puedes
limpiarme». Compadecido de él, extendió su mano, le tocó y le dijo: «Quiero; queda limpio.»
Y al instante, le desapareció la lepra y quedó limpio. (Mc 1,4-42)
En esto, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años se acercó por detrás
y tocó la orla de su manto. Pues se decía para sí: «Con sólo tocar su manto, me salvaré.».
Jesús se volvió, y al verla le dijo: «¡Animo!, hija, tu fe te ha salvado.» Y se salvó la mujer
desde aquel momento. (Mt 9,20-22)
30 Cuando los apóstoles regresaron, le contaron cuanto habían hecho. Y él, tomándolos
consigo, se retiró aparte, hacia una ciudad llamada Bestsaida. Pero las gentes lo supieron, y
le siguieron; y él, acogiéndolas, les hablaba acerca del Reino de Dios, y curaba a los que
tenían necesidad de ser curados. (Lc 9,10-11)
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