A La Captura Del Shadowboy - Adrian Henriquez

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Ya

termina la Segunda Guerra Mundial… El imperio alemán se desmorona y


trata de poner a salvo sus riquezas y secretos… Un grupo de analistas
americanos descubre en los archivos ocultos de la Kriegsmarine, el faltante
de una enigmática flota de submarinos que desapareció con una carga
preciosa. Las últimas pistas que se tienen sobre ellos los ubican en las
inmediaciones del mar Caribe.
Manuel Mendoza es un anciano pescador que vive sus días rodeado de una
paz absoluta, en la Cuba comunista. Junto a su familia, mantiene una vida de
lo más corriente…, hasta que la inesperada llamada de una sobrina española
a quien no conoce lo obliga a viajar a España. Allí se reencuentra con un
hermano del que se separó a inicios de la Segunda Guerra Mundial. Su
repentina aparición dispara una alarma internacional…
Bajo la fachada del viejo pescador se oculta Heldrich (mundialmente
conocido como El «Shadowboy»), un exespía frío y calculador que carece de
nervios o escrúpulos y quien encabeza las listas de los hombres más
buscados en el planeta.
Nikita Sokolov, excoronel de la KGB, es uno de los pocos que conoce el
secreto del anciano espía. Sokolov acude a la HSI («High Security
International») una compañía especializada en rentar mercenarios de elite
para cualquier tipo de misiones. John Kruger, director de la sección de los
Alfa pone bajo las órdenes del excoronel a cinco de sus mejores
mercenarios. El comando, formado por cinco tropas especiales de diferentes
países parte hacia Cuba con una simple misión… capturar al «Shadowboy».
Pero lo que auguraba ser una simple tarea de búsqueda, captura y
extracción, rápidamente se sale de control y se transforma en una
carnicería… en donde los cazadores muy pronto comprenden que se están
enfrentando a un enemigo fuertemente armado y especializado en técnicas
de evasión y emboscadas.
A pesar de los años Heldrich no ha perdido sus habilidades y reflejos, y
armado siempre con su inseparable «Kerambit» (un cuchillo de hoja curva,
con el cual es considerado un experto en el combate cuerpo a cuerpo en
espacios cerrados), pronto hace uso de todas sus destrezas para protegerse
a sí mismo, a su familia, y a su misterioso secreto.
Lucía Mendoza, una joven española con ansias de conocer la otra mitad de
sus raíces, le hace una visita a su tío abuelo en Cuba… Pero el destino le
prepara varias jugadas inesperadas. Una de ellas es que conoce al Nava, un
mulato que, desde el primer encuentro, la deja sumida bajo sus poderes

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seductivos… (…) a Gerardo, un talentoso capitán de la policía cubana que
sueña con involucrarse en algún caso de alcance internacional, le ordenan
seguir de cerca a la chica… en lo que debía a ser una simple misión de
seguimiento pronto se mezclan las pasiones, los celos y la ira de uno de sus
subordinados… (…) los Gemelos, jóvenes que sobreviven bajo las leyes de
una selva de asfalto, reciben a su prima española, y junto al Nava, su
inseparable amigo, se ven involucrados de repente en una historia sepultada
en el tiempo…, sin detenerse a medir las consecuencias los cuatro jóvenes
se lanzan en la búsqueda de lo que podría ser el descubrimiento del siglo…
(…) Un búnker nazi en las profundidades de una montaña; un arsenal en
perfecto estado de conservación; túneles que conectan desde el mar…, y…
el encuentro de uno de aquellos submarinos perdidos, con toda su carga…

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Adrián Henríquez

A la captura del Shadowboy


A la captura del Shadowboy - 1

ePub r1.0
Titivillus 20.02.2018

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Título original: A la captura del Shadowboy
Adrián Henríquez, 2016
Diseño de cubierta: Ernesto Valdes

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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Para Lea.

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“Lo único que llegó a asustarme durante la guerra fue el peligro de los
submarinos alemanes…”
Sir Winston Churchill.

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El origen de una leyenda

Y la carnicería comenzó…

Como una ola de karma, todo el odio, dolor y sufrimiento que el ejército alemán
sembró durante sus sangrientas conquistas a todo lo largo de Europa, le regresó
triplicado. Pero los errores de sus líderes, como siempre ocurre, terminó pagándolos
el pueblo.
En la primavera de abril de 1945, el Ejército Rojo entró en Berlín.
Los soviéticos, apoyados por las tropas aliadas, comenzaron uno de los actos de
guerra más crueles y mejor camuflados de la historia…; “quienes conquistan cuentan
la historia, y el vencedor siempre hará lo que le plazca con el pueblo vencido”.
Valiéndose del poder que les brindaba ser los vencedores, los rusos impusieron una
de las leyes más antiguas de la guerra.
Como perros rabiosos, poseídos por una sed insaciable de venganza, los
soviéticos violaron a miles y miles de niñas y mujeres, obligando a sus padres y
esposos a mirar, para luego asesinarlos. ¿La intención…? Embarazarlas…, así, los
alemanes nunca más intentarían separar las razas.

***
Por su parte, americanos y británicos no se quedaron de manos cruzadas, también
estos se unieron al saqueo. Aunque muy pronto Gran Bretaña y Estados Unidos
hicieron varios tratados de comercio donde intentaron restablecer los negocios con la
Alemania vencida.
Pero el Ejército Rojo tenía otros planes para los vencidos, de ahí la presión
ejercida por Stalin para conquistar Alemania y anexarla a la Unión Soviética. La
principal intención del dictador era hacerse con las reservas de uranio del Tercer
Reich, de esta manera sus proyectos nucleares tendrían la materia prima necesaria
para llevarse a cabo.
Así, el resto de los Aliados comprendió que la conquista de Alemania se trataba
de repartirse el botín lo más rápido posible.
Los rusos se autonombraron dueños de las fábricas más importantes de
producción armamentista y laboratorios de última generación, incluyendo varias
flotas de aviones bombarderos con diseños nunca antes vistos y que, por suerte,
nunca llegaron a salir de sus hangares.
Mientras tanto, los americanos cambiaron su táctica, prefiriendo obtener
conocimiento a poder material; así, ante los mismos ojos de los rusos, trasladaron a
Washington —en una misión relámpago— todo un arsenal de misiles alemanes tipo

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V2. Los ingenieros americanos desmantelaron los misiles y los sometieron a
rigurosos experimentos, estudiando su diseño y alcance. Los resultados demostraron
que los alemanes desarrollaron un cohete que cambiaría la historia del mundo, capaz
de alcanzar los 320 km de distancia.
Si sus diseñadores ampliaban los modelos y estos caían en manos de los rusos, los
americanos y británicos estarían en total desventaja.
Para cuando el servicio de inteligencia americano avistó la magnitud de tener bajo
su control a estos científicos alemanes, ya los rusos habían trasladado algunas
docenas de ellos hacia campos de concentración. Allí eran torturados hasta ser
doblegados, con el único fin de que trabajaran bajo las órdenes de los comunistas.
Los americanos comprendieron que muy pronto tendrían que tomar cartas en el
asunto. De esa manera, a finales de 1945, fue montada la operación de espionaje y
traslado más grande que los servicios de inteligencia americanos hubieran hecho
hasta el momento… (Y hasta la actualidad).
La operación fue llamada, “Overcast”, posteriormente su nombre cambiaría por el
simple código de “PaperClip”.
Allen Dulles, abogado del Preston Bush, se convertiría en el cerebro de la
operación, logrando en tiempo récord el traslado de más de 700 científicos en
compañía de sus familiares. Dulles no solo trasladó a científicos y altos miembros del
gobierno nazi, sino también una serie de archivos secretos de la SS y la
Kriegsmarine, (Marina de Guerra alemana).
Al iniciar los estudios e interrogatorios, los analistas americanos empezaron a
descubrir extrañas irregularidades en los archivos de la Kriegsmarine, donde
aparecían submarinos de última generación con sus números alterados, como fue el
caso del U-734. Este número de identificación pertenecía realmente a otro submarino
que fue hundido a principios de febrero 1944.
El caso se repitió con el U-910, y el U-920, números correspondientes en realidad
a dos viejos submarinos que permanecían en reparaciones.
Poco a poco los números fueron aumentando hasta llegar a la escalofriante cifra
de 120 submarinos desaparecidos. Los analistas sabían lo competente que era el
ejército alemán, más aún los oficiales de la marina, así que no se trataba de un simple
error.
Tras la evidencia encontrada, los oficiales alemanes que habían sido trasladados a
los Estados Unidos, fueron sometidos a un “durísimo interrogatorio”. Las respuestas
que arrancaron de los oficiales tuvieron que ser compartidas, o al menos una parte de
ellas, con los países aliados, incluyendo a los soviéticos, con el fin de facilitar un
intercambio de información. Uno de los oficiales interrogados, quien a la vez era
procesado por crímenes de guerra, logró negociar un tratado de inmunidad a cambio
de la valiosísima información que brindó.
Según este oficial, a finales de 1944, tras el desembarco de Normandía y las
continuas victorias de los Aliados, los altos mandos del poder hitleriano dieron por

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perdida la guerra, Hitler ordenó activar el plan de escape, o el llamado “Neuberlin”,
(Nuevo Berlín). El plan consistía en cargar 100 submarinos, (equipados de una
tecnología aún desconocida para el mundo) con todas las riquezas que había ido
acumulando el gobierno alemán a lo largo de su campaña. Semejante botín permitiría
al Tercer Reich volver a preparar un ejército mayor que el anterior.
La flota partió a finales de 1944 con rumbo desconocido. Con ella desaparecieron
importantes oficiales alemanes que los Aliados habían declarado “desaparecidos en
combate”.
En cierta ocasión, durante uno de los discursos del almirante Doenitz, este
declaró: La flota alemana de submarinos está orgullosa de haber construido para el
Führer, en otra parte del mundo, un Shangri-La, una fortaleza inexpugnable.
Sin dudas, Doenitz se refería a algún tipo de base militar.
También el Almirante fue capturado y sometido a interrogatorios. Pero sin éxito
alguno.
El mismo oficial que propició la información, declaró además que fueron creadas
varias bases “inexpugnables” en diferentes lugares del mundo. Él solo tenía
conocimiento e información de materiales y abastecimientos que fueron trasladados
hacia dos puntos desconocidos. Uno en la Antártida, el otro en algún país de
Sudamérica.
Toda la historia se volvió más siniestra tras la muerte de Hitler en 1945.
El cuerpo del dictador más temido de todos los tiempos jamás fue encontrado, y
los analistas británicos y americanos tuvieron que conformarse con los testimonios y
“pruebas” presentadas por la NKVD soviética. Quienes juraron haber encontrado y
desaparecido el cuerpo del líder nazi.
Qué tesoros trasladaba esa flota, y hacia dónde los llevó…, se convirtieron en dos
de los más grandes misterios que el tiempo se encargó de arrastrar hasta los días de
hoy…

***
En 1948, cerca de la costa norte de Villa Clara, provincia de Cuba, dos pescadores
reportaron a las autoridades la presencia de un submarino en aguas nacionales. Al
momento todo el sistema de guardacostas de Cuba, apoyados por cazas submarinos
americanos, encabezaron una búsqueda por toda el área, pero sin éxito alguno.
La noticia se difundió en todos los medios de prensa del país. Sin embargo, muy
pronto fue olvidada debido a que por aquel entonces, se vivía “la fiebre de los
submarinos”. Creyendo que los pescadores solo buscaban su instante de fama, no se
volvió a escuchar del misterioso submarino.

***

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Capítulo 1
Un peligroso visitante

Mansión de John Kruger.

John Kruger no consiguió pegar un ojo durante toda la noche.


Frente a una copa de vino, sentado en el despacho de su mansión, recordó todo lo
sucedido durante las últimas horas y sintió que a su espina dorsal la atenazaba algo
parecido a una garra.
Apenas se había sentado esa noche a la mesa junto a su esposa Clara y su hija
Hether, que acababa de cumplir los catorce años, cuando lo interrumpió Abner, su
jefe de seguridad.
—Disculpe, señor, pero alguien desea verlo.
—¿A esta hora? —Kruger nunca recibía visitas en su casa. Así que algo grave
estaba ocurriendo—. ¿De quién se trata?
El guardaespaldas se acercó a su oído y le susurró un nombre.
John dejó caer el tenedor sobre el plato de porcelana italiana.
—¿Pasa algo? —preguntó Clara al verlo palidecer.
—Nada, cariño, cosas de trabajo. Lo siento, tendrás que comer sin mí —se paró
de la mesa y le dio un beso en la frente a su hija, seguidamente le dio instrucciones a
su escolta—. Háganlo pasar a mi despacho.
—¿Puedo esperarte? —preguntó su hija, pues le encantaba comer con su padre
para entablar conversaciones interesantes.
—No, no lo hagas, cariño. Tardaré un buen rato.
La joven asintió de mala gana.
John fue hacia su despacho, seguido por dos hombres más.
—Llama a los otros —le ordenó a Abner.
El escolta se tocó el auricular en su oído e impartió una serie de órdenes.
Para cuando John llegó a su despacho, ya tres hombres lo aguardaban frente a la
puerta. Ellos, más sus tres escoltas, sumaban seis. Y ni aun así se sentía del todo
seguro para tratar con la inesperada visita.
Rodeado por sus guardaespaldas, entró a su oficina.

***
Sentado cómodamente, cual si estuviera en su butaca favorita, Nikita Sokolov,
excoronel de la antigua KGB rusa, saboreaba un trago que él mismo se había servido.
—Espero que no te importe —dijo con absoluta naturalidad.
Claro que importa… ¡Estás en mi despacho! ¡En mi casa! ¡Bajo este techo están
mi esposa y mi hija…! ¿Quién demonios te has creído que eres?, Kruger miró al

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invitado con todo el odio que pudo introducir en sus ojos. Después se obligó a
calmarse. De nada servirían los insultos.
Mientras se sentaba en su sillón, dejando de por medio un amplio escritorio, John
observó que Sokolov lucía mucho más viejo desde la última vez que se vieron.
En esta ocasión el excoronel llevaba puesta una enorme gabardina que cubría su
cuello, junto con una bufanda negra que colgaba de sus hombros. Su voz también
había cambiado, por lo que John se imaginó que las cuerdas vocales debían estar
afectadas de tanto alcohol y habanos, o quizás algún tipo de cáncer.
El exmilitar venía acompañado por un simple escolta. John miró al
guardaespaldas de reojo y evocó mentalmente a un guerrero vikingo, de esos que
llevan bajo la capa un hacha gigante de doble hoja. Si ocurría un combate cuerpo a
cuerpo dentro del despacho, sus seis hombres tendrían las de perder, estaba
convencido de ello. A pesar de estar sentado en el sillón principal de su propia
oficina, por alguna razón Sokolov lo hacía sentirse como si fuera un mero invitado.
Nikita rondaba los setenta años, aunque sus anchos hombros y el entrenamiento
militar, que de seguro aún practicaba, lo mantenían en buena forma. Estaba
completamente calvo, y usaba unos espejuelos pequeños que no armonizaban con su
enorme cabeza. El ruso sacó una carpeta negra junto con una pequeña memoria flash
y la puso sobre la mesa.
—Quiero contratar tus servicios, viejo amigo —su voz sonó autoritaria y hueca,
como si algo le raspara la garganta.
—¿De qué se trata? —preguntó cautelosamente John, que ni por un instante
bajaría la guardia ante los halagos.
—En esa memoria está toda la información de la persona que quiero que tus
chicos busquen por mí, y lo quiero vivo.
¿Vivo?, pensó John mientras era asaltado por la imagen de Nadya.
Los enemigos de Sokolov no lo respetaban… le temían. Y parte de esa fama se la
debía a Kruger.
Años atrás Nikita contrató los servicios de John a espaldas de la HSI. La estafa no
era nueva, ya que muchos jefes de operación de la compañía hacían lo mismo
constantemente. Resultaba más fácil de lo que parecía. Sencillamente usaban los
recursos tecnológicos y el personal capacitado para llevar a cabo una misión. Solo
que al final, cuando todos recibían el pago, la misión jamás quedaba registrada en los
libros de contabilidad de la compañía.
En aquella ocasión que Nikita solicitó los servicios de Kruger, fue para atrapar a
Nadya, una hermosa joven que trabajaba como espía bajo las órdenes del excoronel.
Pero la chica cometió el error de jugar al doble agente, vendiéndole información a la
CIA. Para cuando Nikita se enteró, Nadya ya había escapado de sus garras, o eso
creía ella.
Los Wolfs de Kruger la capturaron en la frontera de Turquía, a solo unas millas de
la base aérea americana desde donde iba a ser extraída. Nikita pagó una suma muy

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generosa al comando que realizó la misión, y un cheque especial para Kruger por
todas las molestias. De la misión jamás quedó ningún registro.
Un mes después, John supo del destino de Nadya.
La bella joven fue llevada a una sala especial de torturas, donde fue,
“literalmente”, despellejada viva. El proceso estuvo bajo la supervisión de varios
cirujanos faciales. Ellos se encargaron de mantenerla viva mientras duró.
Amarrada a una cama de cirugía, a la joven le fueron seccionando tiras de su piel
con una precisión quirúrgica. No sintió dolor bajo los efectos de la anestesia, pero no
se podía decir lo mismo de sus sentidos… Le permitieron verse a sí misma a través
de un espejo que colgaba del techo.
Durante la tortura, tres camarógrafos se encargaron de filmarlo todo.
A medida que la piel era removida del cuerpo, la iban componiendo luego, a
retazos, sobre un maniquí de gel. Para cuando Nadya murió de un infarto, más del
noventa por ciento de su piel había sido removida exitosamente. El maniquí, vestido
con la piel de Nadya, y la cinta de grabación que mostraba todo el proceso de tortura
al que fue sometida, fue enviado al jefe de inteligencia de la base americana donde la
joven debió ser extraída.
El video con todo el proceso de tortura se volvió viral en las redes de Inteligencia
alrededor del mundo. Después de aquello, John jamás volvió a escuchar de alguien
que se atreviera a vender información bajo las órdenes de Sokolov.
Y ese monstruo estaba sentado en su sala.

***

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Capítulo 2
El contrato
A John le sobraba estómago para tratar con hombres así, pero la HSI nunca había
torturado a ninguno de sus empleados. Si alguien vendía alguna información, pues, le
ponían un plomo en el cerebro y ya…, pero nada de torturas.
—Ha de tratarse de alguien bien especial cuando viniste personalmente —John
comenzó a tantear el terreno.
—Sí, de alguien muy especial —por un instante Nikita pareció recordar algún
viejo chiste ruso que solo él entendía y en sus labios se esbozó apenas una sonrisa—.
De más está aclarar que tanto quienes me envían, como yo, no solo pagaremos tus
servicios, por supuesto, sino que estaremos en deuda contigo.
John sonrió. Aquella respuesta podía ser un halago y una amenaza, según como se
interpretara.
El director de operaciones del Z-Dos tomó la carpeta negra y comenzó a hojearla.
No tenía nada importante que revelara la identidad del objetivo, eran solo las migajas
de la verdadera operación, como el lugar de extracción, las condiciones de varios
factores que se debían considerar y otros detalles ya menos importantes, pero nada
acerca del nombre o al menos el alias del futuro objetivo. Esa información estaba en
la memoria portátil que había quedado sobre la mesa.
Al pie de la carpeta constaba la suma que se iba a pagar por la captura de aquel
individuo.
A pesar de estar adaptado a trabajar con sumas millonarias, John palideció.
—¡No! —fue su respuesta instintiva.
—¿Cómo dices?
—He dicho que no… por esta suma quieres que secuestre al Papa o al presidente
de los Estados Unidos —John consideró que sería mejor aclarar su respuesta—. La
HSI jamás se interesaría en un contrato así.
—Vine por tus servicios, no por los de la HSI —Nikita hizo una larga pausa para
darle tiempo a Kruger a que organizara sus ideas—. Además, no me gusta que me
den un no por respuesta.
—¡Estás de broma, verdad! —exclamó inconscientemente John. Al instante
hubiera querido corregir sus palabras.
—¿Te parezco chistoso?
Los dos hombres se miraron fijamente sin atreverse a romper el silencio que
colmó la sala.
—No sabía que aún quedaran personas con un precio semejante por sus cabezas
—una vez más John intentó sacarle alguna información de valor a su invitado—. Ni
la CIA paga tanto por la captura de sus terroristas.
—Es que se trata de una persona muy especial.

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—¡Sí que ha de serlo!
Ahora John estaba realmente intrigado por saber de quién se trataba. Aun así tuvo
que reprimir sus deseos.
—Creo que te has dirigido a la sección equivocada —solo Dios sabía cuánto le
costaba decir aquellas palabras—; quieres búsqueda, captura, y extracción de esta
misteriosa persona en un país del que por sí solo ya es difícil salir.
—Exacto.
—Mis muchachos son los mejores… Dame un blanco, una cara, y te mandaremos
su cabeza, pero no hacemos este tipo de trabajo.
—Con Nadya se portaron muy bien.
John saboreó un gusto amargo en su boca. No esperaba que Zokolov le jugara
aquella carta.
—Lo de aquella muchacha fue diferente; además, el terreno estaba a nuestro
favor. Para esta misión los Z-Uno son los adecuados, ellos están entrenados en el
trabajo de espiar…
—¡¡¡Escúchame bien!!! —amenazó Nikita dándole una palmada a la mesa. Los
hombres de Kruger se pusieron nerviosos y se llevaron las manos a los costados; sin
embargo, el vikingo que acompañaba al excoronel apenas se movió de su sitio—. No
se trata de una persona cualquiera, no quiero a simples espías para este trabajo: quiero
una unidad de asesinos profesionales, los mejores, el top de la clase… y tú los tienes.
John no se esperaba aquella respuesta. Se tomó varios minutos para analizar la
situación desde todos los puntos de vista que le fueran posibles. Aunque tampoco
podía hacer esperar mucho a su cliente.
Mierda, ya estoy pensando en él como si fuera un futuro cliente.
Para ganar tiempo, fue hasta un carrito que estaba lleno de botellas y se sirvió un
trago.
Aquella operación no era como el caso de Nadya. Había más en las sombras, así
que no podía permitirse el lujo de enviar a su cliente con los Z-Uno. Comenzó a
arrepentirse de haberlos mencionado. Por otra parte, el pago por la captura del
misterioso personaje de por sí era astronómico, incluso ridículo. Contemplar aquella
cifra lo obligó a imaginar a cuánto ascendería el bono extra de generosidad.
Aun así había demasiados ángulos que no cuadraban.
Si solo era búsqueda, seguimiento y captura, por qué no contratar a un grupo de
espías profesionales, los mejores en el mercado. En cambio, contratar a cinco de los
mejores mercenarios del mundo era algo totalmente distinto. Eso significaba que la
futura presa no iba a entrar de rodillas a la jaula.
Quedaba el último dilema. Negarse solo le sumaría un poderoso enemigo. Ya
había entrado al baile de manos del Diablo, ahora no podía dejarlo plantado.
Muy bien, quieres el mejor plato de la casa… pues págalo doble.
—¿Para cuándo quieres este trabajo?
—Antes de un mes.

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—Vas a tener a los mejores, te doy mi palabra…; pero quiero el doble de esta
cifra —John depositó la carpeta sobre la mesa. Para su sorpresa la respuesta no tardó.
—Hecho.
Sin mediar más palabras, Nikita se levantó y se despidió de John con un simple
gesto de la cabeza.
Por solo una vez, John se permitió un respiro. Aún la cabeza le daba vueltas e
imaginó que tardaría bastante en salir del shock… ¿Acababa de cerrar un contrato
multimillonario? Sin perder un segundo tomó la memoria portátil, con ademanes
temblorosos la conectó a su ordenador. Parecía ridículo, pero sus dedos le sudaban
tanto que hasta el mouse se le escapaba de la mano. Una carpeta amarilla apareció al
instante. Se trataba de un expediente. Movió el mouse y le dio dos clics, la carpeta se
abrió al momento mostrando una imagen junto a una serie de datos.
—¡Oh, por Dios…! —John se llevó los dedos a los labios, mezcla de nervios y
emoción—. ¡No lo puedo creer! ¡Es él!

***
Tardó una hora en asimilar toda la información.
Después, consciente de que no podía perder un segundo, llamó a su secretaria y le
ordenó que reuniera al equipo Uno. Los quería a todos listos en menos de 48 horas.
Dos días después sorprendió al personal de la HSI cuando tomó el elevador para
dirigirse a su cuartel general. A John le gustaba que esperaran por él y no era para
nada común verlo llegar de primero. Las pocas veces que esto ocurría, era porque
algo realmente grande se estaba cocinando.
El jefe atravesó el pasillo de los Hounds, una gigantesca sala llena de servidores
de última generación. Gigantescas pantallas LSD colgadas en las paredes con datos,
mapas y noticias en constante movimiento. Como hormigas laboriosas, los
especialistas informáticos se movían de un lado a otro. Pero todos se tomaron un
segundo de descanso para ver la entrada inesperada del jefe.
Su secretaria también quedó sorprendida al verlo.
John le ordenó que le trajera un café bien cargado. Sería una larga mañana.

***
Cuartel General de la HSI.

John Kruger tenía cincuenta y dos años, aunque aparentaba sesenta. Medía uno
noventa de altura y pesaba doscientas ochenta libras. En la oficina algunos solían
compararlo con un hipopótamo, aunque el animal adecuado sería un rinoceronte,
porque al igual que esos cuadrúpedos, él poseía un poderoso cuello que lo obligaba a
mirar constantemente hacia adelante.
Muchas cosas podían llamar la atención de quienes conocían bien a Kruger,

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aunque ninguna como su obsesión por demostrar cuán rico era. Esa mañana, como
tantas otras, iba luciendo un nuevo traje, un Brioni hecho a la medida. El traje, de por
sí, estaría valorado en más de veinte mil euros. De su mano colgaba un masivo Rolex
de oro con pequeñas esmeraldas. El reloj hacía juego con el color verde marino del
traje.
La oficina de Kruger, al igual que su dueño, también derrochaba lujo.
Estaba dividida en tres secciones: una sala de espera decorada de manera muy
excéntrica, con un carrito cargado de toda clase de bebidas en un rincón; la segunda
sala, la de reuniones especiales, tenía una enorme mesa de cristal pulido. En una de
las paredes colgaba una pantalla plasma de tamaño descomunal. Y al final, la tercera
sala, era donde estaba su escritorio junto con su ordenador.
Kelly, su hermosa secretaria, le trajo su taza de café.
—Se le nota contento esta mañana, señor Kruger —dijo la muchacha.
—Mejor no podría estar… En cuanto lleguen mis muchachos, diles que no llenen
los formularios, que pasen directo a mi oficina.
La secretaria asintió con la cabeza y se dirigía a la puerta cuando John la detuvo.
—Oh, una cosa más. Tráeme toda la información que tenemos sobre nuestro
contacto en Latinoamérica.
La joven pareció confusa.
—¿El contrabandistas de armas, o el vendedor de…?
—El contrabandista.
Kelly, con su minifalda ajustada, se dirigió a una de las computadoras para sacar
el archivo. Mientras lo hacía, John se permitió un segundo de disfrute al mirarle las
nalgas a la joven. A fin de cuentas, el cuerpo relleno de botox y silicona de la
despampanante secretaria era obra de su bolsillo.
Pero ni las nalgas ni las tetas de Kelly fueron suficientes esa mañana para liberar
la ansiedad que lo consumía. Intentó hacer varios ejercicios de respiración para
calmar sus nervios… sin éxito alguno.
—Aquí está, señor.
Kelly vio la tensión en el rostro de su jefe.
Sin una orden previa, la chica se arrodilló frente a las piernas de John y le bajó la
cremallera, este le sonrió, aunque la satisfacción no se demostró del todo en su rostro.
La secretaria, entrenada para aplacar cualquier molestia que apenara a su jefe, incluso
sin pedirlo, comenzó a aplicar los mejores placeres que su boca era capaz de crear.
Kruger se frotó varias veces las manos y se las pasó por su corto cabello. Pero la
tensión no desapareció.
—Está bien, ahora no —Kruger tomó entre sus manos el rostro sorprendido de la
chica y le guiñó un ojo.
Kelly se levantó orgullosamente y se sacudió su larga melena. Después se alisó la
minifalda y se dirigió a la puerta. Antes de salir, su mirada le demostró a John cuán
decepcionada estaba. Kruger tuvo que sonreírle.

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Por un instante fugaz reflexionó sobre los pensamientos de la chica, preocupada
quizás de no ser capaz ya de cautivar a su jefe, y de cómo tendría contadas las horas
en su puesto de trabajo. John ni se molestó en apaciguar los miedos a la joven. Mejor
así…, para la próxima ella haría hasta lo imposible por complacerlo más.
Una vez que Kelly hubo cerrado la puerta, John miró a través de un cristal a
prueba de balas hacia la zona de aparcamientos. Estaba a punto de iniciar la revisión
del archivo traído por su secretaria cuando advirtió la llegada de su primer Wolf.

***

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Capítulo 3
La HSI
La High Security International era una de las compañías militares privadas más
antiguas y respetadas del mundo. Formada en 1946, tras finalizar la Segunda Guerra
Mundial, brindó sus primeros servicios destinados a la búsqueda, captura, y muchas
veces eliminación, de ex militares y espías nazis.
Tras los primeros seis años de su formación, la HSI, —llamada así por sus siglas
— cambió su política interna y se abrió al mercado internacional. En un principio el
consorcio fue formado solamente con la intención de brindar ayuda profesional a
diferentes gobiernos, pero muy pronto sus fundadores comprendieron la necesidad de
expandirse al mundo.
En los nuevos servicios que comenzaron a ofrecer se incluía protección a
cualquier cliente que cubriera sus altos honorarios. La protección podía ser nacional o
internacional. También se exportaron comandos de seguridad a compañías que
operaban en países conflictivos; entrenamiento militar y asistencia a cualquier
persona que quisiera hacer su propia guerra privada iban incluidos en el paquete.
En otras palabras, se convirtieron en la primera compañía de mercenarios que
operaba bajo las leyes internacionales.
La propia Interpol los catalogó como los abuelos de la temida compañía
americana que tantos mercenarios rentaron a su propio gobierno durante su invasión a
Irak. Los famosos Black Water.
No obstante, a pesar de la mala reputación de la compañía, los trabajos les
llovían. Uno de sus principales clientes era CIA, quienes usaban sus servicios para la
extracción de espías capturados en el Medio Oriente. De esta manera, si algo salía
mal, el gobierno negaba cualquier vínculo con la HSI.
Con más de cincuenta años de experiencia, la High Security International había
separado sus departamentos por secciones. De esta manera, ninguna se mezclaba con
el trabajo de las demás, y así de paso florecía el espíritu competitivo entre sus
empleados, mientras las rivalidades internas permanecían a la orden del día.
Dos de los adversarios más temidos dentro de la compañía eran las secciones Z-
Uno y la Z-Dos…
La sección Z-Uno era la encargada de los seguimientos y captura de espías
internacionales; mientras que la Z-Dos, o como la mayoría del personal solía
llamarlos: los “Bounty Hunters” (Cazadores de Recompensas), eran los
especializados en la búsqueda y eliminación de esos mismos espías, si así lo pedía el
usuario.
Ambas secciones siempre pugnaban por sus clientes, la Z-Dos solía alegar que era
más rentable asesinar a un objetivo que secuestrarlo.
John Kruger era el Jefe de Operaciones de la sección Z-Dos.

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***
Los Bounty Hunters, eran un destacamento de talentos que permanecían divididos
en dos grupos. Los Hounds, (Sabuesos) y los Wolfs, (Lobos).
Los Hounds eran un ejército de analistas y especialistas en computadoras. Estos
genios del ciberespacio constituían los cerebros de cualquier misión. La función
principal de su trabajo se basaba en preparar el terreno para los Wolfs. Para esto
debían investigar, desarrollar y poner en maquetas digitales todos los planes con sus
respectivas opciones. Así, lo único que debían hacer los Wolfs era ejecutarlos.
Como las maquetas digitales no eran del todo infalibles, una vez más, el ejército
de informáticos tenía que encargarse también de los posibles contratiempos.
Los Wolfs, por su parte, eran comandos elites formados por Tropas Especiales
que se reclutaban alrededor del mundo. Solían operar en grupos de cinco, con un líder
llamado el Alfa.
Hasta el momento, Kruger tenía bajo sus órdenes cinco Alfas con sus respectivos
grupos.

***

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Capítulo 4
Los Wolves

Cuartel General de la HSI.

Un Cadillac negro SRX parqueó sobre las rayas amarillas reservadas para personal
especializado. Del poderoso auto bajó Alex Kozlov, el diamante en bruto de la
compañía. Para ojos inexpertos, el Cadillac pasaría por un simple auto de lujo…, pero
una observación más detallada por parte de un profesional podía demostrar todo lo
contrario.
Kozlov era un ex capitán ruso de las Brigadas Spetsnaz, el equivalente a los Seal
americanos. Y como todos los rusos, era obsesivo con su propia seguridad. Su
Cadillac contaba con cristales a prueba de balas, láminas de cerámica cubrían todas
sus puertas y el motor estaba protegido por acero balístico de máxima resistencia.
Así, literalmente, el auto fue transformado en un tanque antiminas. No había un solo
detalle en la carroza bélica que no se hubiera tenido en cuenta. Incluso las gomas
fueron diseñadas especialmente por Kevlar.
Alex entró a la sala también portando un carísimo traje, saludó a su jefe con un
gesto de la cabeza y tomó asiento sin decir una palabra. Kozlov era de esas personas
que vivían bajo un voto de silencio.
El gigantesco ruso usaba barba; pero se hacía un corte de cabello a lo militar, lo
que le daba más aspecto de matón que de hombre de negocios.
Kozlov era uno de los mejores francotiradores con los que contaba la HSI, y en
más de una misión había demostrado sus destrezas. A diferencia del resto del grupo
que estaba por llegar, el ruso no tenía familia, su único pasatiempo era pasarse los
meses que no estaba de misión en su Log home —una cabaña de troncos que tenía
entre la frontera de Alaska y Canadá, la cual estaba valorada en más de un millón de
dólares—. Para el ruso, con su vida de ermitaño, el dinero nunca era problema. Allí
se dedicaba a la caza de osos pardos.
Cada uno de los cinco integrantes del comando tenía un apodo; el de Kozlov, por
supuesto, era El Oso.

***
En el parqueadero apareció un Porsche Carrera GT, el pequeño auto se desplazó
entre las líneas amarillas a más de sesenta millas por hora, haciendo un peligroso giro
para parquear en su reservado.
Maldito imbécil, pensó Kruger al ver cómo se bajaba Roger Aldrich.
Minutos después Aldrich entró a la oficina y tomó asiento, no sin antes saludar al
jefe y pedirle a la secretaria una Coca Cola y dos aspirinas. Kruger sentía cierta

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repulsión hacia aquel hombre, a quien apodaron el Zombi, aunque si de él
dependiera, lo hubiera llamado el Ratón. Sus defectos como persona eran
balanceados con sus habilidades como soldado, ya que nadie podía negar que fuera
uno de los mejores especialistas en explosivos del mundo. En la compañía solían
decir que Aldrich era capaz de hacer una bomba con una soda, una pila y un cable…
John no lo dudaba.
Roger había sido uno de los mejores desactivadores de explosivos en la Special
Air Service (los famosos SAS), la elite de los comandos británicos. Pero el genio de
las bombas tenía una debilidad. Era adicto al sexo con menores. Aunque su
predilección era la de contemplar a niñas que tuvieran relaciones con adultos. Por ser
espectador en una de estas escenas, era capaz de aflojar una pequeña fortuna.
Como bien sabía John, ya que cada miembro de la HSI era sometido a un proceso
de investigación para conocer cada detalle de su vida, Roger coleccionaba fotos y
videos de chicas con las que se acostaba. Oscilaban entre once y catorce años; si eran
vírgenes, mucho mejor: por ellas pagaba su peso en miles de euros, el dinero no era
ningún problema para los miembros del comando, ya que sus trabajos eran muy bien
pagados. Que usaran sus fortunas para darse gustos excéntricos, pues ya ese no era su
problema.
En cuanto el ejército británico se enteró del tipo de adicción que padecía Roger,
fue acusado de pedofilia y sentenciado a prisión. Roger escapó del país y se refugió
varios meses en Alemania, donde comenzó a trabajar en una de las sucursales de la
HSI. A la compañía no le importaba la vida personal de sus trabajadores, siempre que
no afectara sus funciones.

***
El tercer miembro del comando llegó unos minutos después en un Range Rover.
De todos los autos que había en el parqueadero, aquel era el más modesto, al igual
que su dueño, Alí Hassan.
Como Aldrich y Kozlov, Hassan era un ex analista táctico de campo, que
perteneció a los comandos navales israelitas, el famoso Shayetet 13. En otras
palabras, era quien llegaba al lugar y decía la mejor manera de entrar y acabar con el
enemigo, en caso de que los planos se hubieran equivocado. A diferencia de los otros
dos, él si tenía una familia que atendía. Para Alí lo más importante era su esposa y sus
tres hijos: dos varones y una hembra que apenas tenía ocho meses de nacida. A
Hassan lo llamaban Cerebro.
La secretaria volvió a entrar y le preguntó a Hassan si quería tomar algo. Este
negó con la cabeza.
John se había percatado ya y sin mucho esfuerzo, de que cada auto coincidía con
la personalidad de sus dueños. Por esa razón, cuando Kruger vio llegar un Humvee
M998…, una especie de tanque de guerra con ruedas y permitido para civiles, no

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tuvo necesidad de mirar quién se bajaba de él.
Jack Knight, el americano ex Seal y único negro del grupo.

***
Knight, apodado Big Dog, era una mezcla de fuerza bruta y músculos. Entrenado
por los Seal americanos, era un especialista en operaciones submarinas y combate
cuerpo a cuerpo.
Big Dog, al igual que un tiburón, era un adicto a la sangre, necesitaba olerla. Su
pasatiempo preferido eran los combates de artes marciales mixtas. Pero no
profesionales, le gustaban las peleas clandestinas, donde al menos una vez en la
noche había algún que otro muerto. Muchas veces causado por él. Para celebrar sus
victorias siempre contrataba a la estrella porno que estuviera de moda en su país.

***
Segundos más tarde, la plaza de paqueos se estremeció ante el sonido de un
poderoso motor. Incluso, uno de los guardias de seguridad se permitió un segundo de
descuido para admirar la monstruosa máquina que atravesó los paqueos.
Un Lamborghini Murciélago de color amarillo canario y con puertas de tijeras se
detuvo en una zona especial; el auto era una especie de Jet de combate sin alas y con
ruedas diseñado para carretera. Su dueño era Giovanni, apodado El Italiano.
Cuando Giovanni entró en la sala de reuniones, John se percató de que era el
único que no llevaba un traje, solo tenía puesta una camisa de hilo, con una chaqueta
de cuero que debía de rondar los 3000 euros y unas gafas edición limitada de la Dolce
& Gabbana. El pantalón y los zapatos hacían juego con la chaqueta.
Estos italianos se ponen una maldita bufanda y te pueden dar clases de moda,
pensó Kruger con una mezcla de celos y admiración.
Giovanni, al volante de aquel monstruo con ruedas y luciendo su chaqueta cara,
sencillamente podía pasar por cualquiera de los modelos de la Christian Dior y no por
un asesino profesional. Era el más joven del grupo y el primero en convertirse, con
tan solo cuatro misiones, en Alfa. Tras servir por varios años como agente especial de
la Inteligencia Italiana, llamó con rapidez la atención del directivo de la HSI, y estos
le ofrecieron un cheque que no pudo rechazar.
Como todos dentro del grupo, el italiano también tenía sus adicciones. Le gustaba
coleccionar carros de más de un cuarto de millón de euros. Precisamente esa mañana
había llegado a la oficina manejando su nuevo juguete.
Al igual que Kruger, Giovanni disfrutaba el trabajo. No solo lo hacía por dinero,
sino por la pasión del juego al gato y el ratón. Poder ir acorralando durante meses a la
presa, hasta que llegara el momento de decirle: ¡Te atrapé! Ver el rostro del aludido,
los ojos y el miedo… Anticipar cuáles serían sus movimientos era la pasión de ambos
hombres. Como bien sabía John, Giovanni disfrutaba haciéndoles creer a sus víctimas

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que aún tenían una oportunidad de escapar; a otros, no les daba ni esa esperanza.

***
Por fin, con todo el grupo alrededor de la mesa, consciente de sus defectos y
vicios, pero satisfecho con sus virtudes, las cuales los instituían como una maquinaria
entrenada y lista para matar, John esperó que hicieran la primera pregunta. Hecho que
no demoró.
—Y bien, ¿a quién vamos a cazar esta vez? —Preguntó Roger—. Pues para una
llamada tan urgente, se debe de tratar de alguien bien importante.
John tomó un control remoto y pulsó varios botones. En la gigantesca pantalla
plasma que colgaba de la pared apareció una lista de nombres.

***

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Capítulo 5
La Lista Negra
—¿Y eso qué diablos es? —dijo Jack mientras apoyaba sus codos en la mesa para
leer algunos de los nombres.
—Es la Lista Negra, hecha por el mismísimo Simón Wiesenthal.
—¡No me jodas! —exclamó Giovanni, quien había escuchado de la famosa lista.
—La Lista Negra le pertenece al Mossad, y aunque se la hayan “cedido” a la HSI,
esta dejó de usarse desde 2001 —la voz de Hassan mostró cierto escepticismo. El
Mossad, como cualquier centro de inteligencia, no andaba por ahí regalando sus
documentos. Y Hassan tenía muchos amigos que aún trabajaban allí, por eso sabía
demasiado de aquella lista y del personaje de Simón.
Simón Wiesenthal, llamado por todos como El Cazanazis, fue uno de los
sobrevivientes del Holocausto. Tras haber pasado por doce campos de concentración
fue liberado en 1945 por las fuerzas estadounidenses. Desde entonces, el hombre se
dedicó en cuerpo y alma a la búsqueda y captura de todos los miembros de los
campos en los que fue torturado, a modo de una vendetta personal. Uno de sus
mayores éxitos lo consiguió al localizar a Adolf Eichmann, el encargado de la
organización y transporte de miles y miles de judíos a los campos de exterminio.
Eichmann despareció de Alemania tras la caída del régimen.
Pero a finales de los años 50, gracias a la persistencia de Simón, fue localizado en
Argentina.
Wiesenthal contactó inmediatamente al Mossad, quienes conjuntamente llevaron
a cabo la misión Garibaldi, para secuestrar y sacar del país al famoso criminal de
guerra, que posteriormente fue ejecutado en Israel, por crímenes contra la humanidad.
Desde entonces la fama y respeto hacia Simón creció al punto de que consiguió
fundar su propia agencia, el Centro Simón Wiesenthal.
—Pues no —dijo Kruger mientras usaba el control para llegar a los primeros
nombres—, nuestro cliente solicita la búsqueda y captura… vivo… de alguien que
está en esta lista.
—Eso es imposible —siguió insistiendo Hassan—, todas las personas de esa lista
han sido capturadas a excepción de Heinrich Müller.
—Ese sádico seguramente logró escapar a Argentina —agregó Giovanni.
—Algunos dicen que encontraron su cuerpo, que tenía su uniforme de general y
los documentos que lo identificaban —dijo Roger, quien también conocía la historia
—, lo irónico del caso es que supuestamente mató a miles de judíos y lo enterraron en
un cementerio judío.
—Eso nadie lo ha podido probar…
—¿Y quién coño es ese Heinrich Müller? —preguntó Jack, a quien la historia no
se le daba muy bien.

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—Heinrich Müller fue el jefe de la temida Gestapo —le dijo Kruger a Jack; en
ese momento apareció una foto de Müller en la enorme pantalla—, y como dice
Giovanni, nadie ha podido probar su paradero. Personalmente creo sí escapó.
—Entonces a qué viene esta lista ahora. ¿Vamos a cazar fantasmas? —Quiso
saber Roger—. Pues si alguno de esa lista estuviera vivo debe de rondar los cien
años.
John se paró de su silla y comenzó a caminar alrededor de la mesa, como si
estuviera dentro de un aula de estudiantes modelos y él fuera el profesor. Los
estudiantes guardaban silencio, esperando con ansiedad las notas de sus exámenes.
—Simón Wiesenthal no incluyó todos los nombres de los exnazis más buscados
en su famosa lista, le faltó uno. Y este nombre se lo dio al Mossad.
Todos quedaron atónitos. Pero nadie dijo una palabra.
—Nuestro cliente no es un país, o agencia de espionaje, es alguien que nos ha
proporcionado toda la información que necesitamos saber sobre nuestro objetivo.
Información que muchos de nosotros nos preguntaremos cómo diablos ha
permanecido oculta por tanto tiempo… Y créanme, la fuente es segura.
Si John decía que la fuente era segura, con eso bastaba. A nadie dentro de aquella
sala le interesaba saber el nombre de quien los estaba contratando; por lo general,
siempre que eliminaban a algún maldito, jamás sabían quién dio la orden, ni tampoco
les interesaba saberlo, mientras el cheque mantuviera sus ceros.
—Muy bien, entonces, ¿de quién se trata? —quiso saber Hassan.
En la pantalla apareció la imagen de un joven que no aparentaba tener más de
dieciséis años.
Era un rostro hermoso, de cabellos oscuros y un corte de pelo a lo militar. Tenía
una larga nariz que le daba la connotación de un animal, específicamente de un
águila. Una enorme frente, signo de inteligencia y de un fuerte carácter, surcada por
finísimas líneas de tensión. A pesar de la descolorida foto, todos pudieron observar un
par de ojos azules. Pero era la mirada calculadora y misteriosa del extraño personaje
lo que les llamó la atención a los reunidos en la mesa. El enigmático personaje
llevaba puesto un uniforme militar nazi.
Todos en la sala apoyaron los codos sobre la mesa.
—¿Y ese quién es? —preguntó al instante Giovanni.
Kruger los miró y se regodeó en silencio, disfrutando el momento, esforzándose
por retener la expresión de sus rostros cuando les dijera la respuesta.
—Ese… es el Shadowboy.
Por un instante nadie pareció comprender a quién se refería; pero tras ese instante
de desconcierto, Roger lanzó una maldición. Hassan inclinó el cuello como si la
imagen no fuera lo suficientemente grande; de igual manera hicieron Jack y el
italiano; solo el ruso permaneció inmóvil, aunque una expresión de temido respeto
ensombreció su rostro.

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Capítulo 6
El Shadowboy
El Shadowboy (Chico de las Sombras), era considerado en el mundo del espionaje
una leyenda viviente.
El abuelo de James Bond, reflexionó Giovanni, hipnotizado ante la foto.
Una serie de recuerdos transitaron por la mente del italiano. Durante sus años de
entrenamiento en la escuela de espionaje, sus profesores solían referirse al viejo espía
como si fuera el mismísimo Triángulo de las Bermudas: un lugar que todos sabían
que existía, en el que han acaecido innumerables hechos, pero nadie sabe realmente
qué es.
Esa era la definición de la imagen que ahora tenía frente a él.
Mientras todos continuaban absortos con la foto, John aprovechó para darse un
largo sorbo de café.
Giovanni conocía de memoria todos los gestos de su jefe. Aquel en particular,
significaba que la reunión iba para largo. Si algo apreciaba de John, era su obsesión
con los detalles de las misiones. Podía llegar a ser tan paranoico, al punto de
confirmarles, si fuera necesario, hasta el tamaño del pene de la futura víctima. Con
ese tipo de información los comandos solían hacer toda clase de chistes…, pero el
punto era claro: a Kruger no le gustaba cometer errores y mucho menos olvidar
detalles que les pudieran salvar la vida en el terreno.
Según él, conocer la historia personal de la futura presa era el equivalente a tener
varias ideas de cómo podría reaccionar el sujeto una vez que ellos cerraran el cerco.
—Si este informe llegó ahora a mis manos —comenzó a decir John—, la CIA y
los británicos no tardaran en iniciar su propia cacería, así que estamos contra reloj.
¡Esto es grande… realmente grande!, caviló Giovanni al escuchar las palabras de
su jefe. Sin poderlo evitar comenzó a fantasear con el cheque que recibiría tras
finalizar aquella misión. Le sobraría para su nuevo Ferrari.
—En estos momentos tengo tres expedientes en mi poder —la voz de Kruger era
todo negocio—, uno del Mossad, otro de la CIA y el último que perteneció a la
desaparecida KGB. Comencemos.
El comando se acomodó en sus sillas, solamente Hassan tomaría notas en su
microscópica laptop.
—Tras la captura de Eichmann en Argentina, el Mossad le encargó a Simón la
investigación del supuesto espía —Kruger apretó el control remoto y en la pantalla
aparecieron una serie de notas—. Este es un resumen de una carta enviada por
Wiesenthal al director del Mossad en aquel entonces:

Nombre en clave: Shadowboy; nombre en alemán: Heldrich.


Después de tres años de una minuciosa investigación, puedo presentar una

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serie de pruebas que demuestran la existencia del joven espía. Sin embargo, la
localización de Heldrich se me hace imposible, a menos que aparezca por sí
mismo, o cometa algún error que exponga su identidad, cosa poco probable en
un hombre como él.
Durante todo el proceso investigativo de su caso, no he encontrado
ninguna prueba que condene al espía como un criminal de guerra; todo lo
contrario, tras estos asombrosos descubrimientos, yo mismo lo recomendaría
para que el pueblo de Israel le diera una medalla…

En la pantalla aparecieron más fragmentos de la carta.


Giovanni se percató que apenas respiraban en la sala, incluso Kozlov, quien jamás
mostraba interés en ninguna de las misiones. El gigante se había llevado las manos al
pecho como único signo de tensión.
Todas las escuelas de espionaje del mundo solían contar sus propias leyendas
sobre el Shadowboy. Acostumbraban referirse a él como un espía de la Segunda
Guerra Mundial a quien le dieron ese nombre en clave debido a su aspecto juvenil.
Incluso entre militares existía la frase: Te lo pago el día que atrapen al Shadowboy.
Como siempre ocurría en estos casos, las leyendas que rondaban al espía iban de
lo sublime a lo ridículo. Ellos solamente tenían bien clara una realidad: su captura
estaba valorada en millones de dólares. Al menos cinco países pagarían de buena
gana su peso en oro. ¿Por qué? Esa pregunta también era parte de la leyenda.
Tras lograr el impacto deseado entre los presentes, John se tomó unos segundos
para disfrutar con sus expresiones.
—Este es nuestro nuevo caso —dijo sin prisa.
Nadie respondió.
Kruger volvió a tomar el control remoto y comenzaron a aparecer fotos y datos en
la pantalla. Era el expediente del espía.
¡Madre de Dios!, exclamó Giovanni para sus adentros.
—Antes de salir a capturar a esta leyenda del espionaje, tenemos que saber qué lo
hizo famoso.
Sin dudas…
—Esto va a ser interesante —anunció Aldrich mientras se acariciaba su barbilla.

***

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Capítulo 7
La leyenda
Kruger comenzó a mostrar fotos según hablaba. Se alternaban entre personas y
lugares específicos.
—El Shadowboy se cree que nació entre 1925 o 1926, en algún lugar de España
—Alí no interrumpió al jefe, pero sacó rápidamente la cuenta de que el joven espía
tendría en la actualidad ochenta y tantos años—. Fue reclutado en 1941 por la
Kriegsmarine y, según se cree, o él hizo creer, tenía dieciséis años, aunque todo
indica que solo eran quince. El joven demostró tener un don para los idiomas. Era
capaz de hablar fluidamente y escribir más de ocho idiomas, aunque esto no era lo
asombroso, sino la pronunciación de…
—¿La pronunciación? —preguntó Giovanni sin poder contener su necesidad de
interrumpir a Kruger. Aunque por lo visto este esperaba que alguien hiciera la
pregunta.
—Sí, lo que llamó la atención de los analistas alemanes era que el joven hablaba
los idiomas sin acento (una especie de genio políglota), podía hacerse pasar por
alemán, ruso, francés, o americano sin levantar sospechas.
Giovanni miró a Hassan, pues era el especialista lingüístico del grupo y hablaba
más de seis idiomas, pero todos con acento. Luego se percató de que un espía capaz
de aparentar cualquiera nacionalidad, podía ser invisible ante los ojos más expertos.
Sin dudas esa sería la peor pesadilla de cualquier servicio de inteligencia.
Kruger prosiguió:
—Nunca se supo el verdadero nombre del espía. Desde que arribó a Alemania, en
todos sus registros apareció su nombre como un tal Heldrich, un joven de madre
española y padre alemán.
Una vez más su habilidad lingüística atrajo la curiosidad de varios partidos
hitlerianos. Al instante lo promovieron por distintas unidades de analistas. Tras ser
sometido a varias pruebas, llegaron a la conclusión de que estaban ante un ario puro.
La Kriegsmarine fue la primera en ubicarlo en su sección de descodificadores, y en
muy poco tiempo llegó a convertirse en un analista especializado. Su habilidad para
los códigos y números siguió captando la atención hasta que el mismísimo Heinrich
Müller, el jefe de la Gestapo, se lo llevó a su sección.
En la pantalla apareció el joven sentado frente a una radio, sin dudas haciendo la
función de intérprete, Müller estaba a su espalda y apoyaba su mano sobre el hombro
del chico.
—En 1939, Leopold Trepper fundó la famosa Orquesta Roja (Die Rote Kapelle),
una red de espionaje comunista a lo largo de toda Europa. La idea era recopilar todo
la información viable y suministrársela a Stalin en el menor tiempo posible. Es en
esta red de espionaje internacional donde nuestro chico comenzó su carrera.

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—Pero parte de esa red fue desmantelada, por no decir masacrada —Hassan,
quien tenía un dominio absoluto de la historia, no quería dejar ningún detalle sin
confirmarlo. Pero antes de hacer su siguiente pregunta, Kruger prosiguió:
—Efectivamente, Heldrich informó al NKVD de lo cerca que se encontraba
Müller de capturar a varios espías rusos, pero los soviéticos llegaron a una simple
conclusión: mientras ellos pudieran mandar un último informe, era un sacrificio
necesario para la Patria.
—¡Vaya hijos de puta que son esos rusos! —exclamó Jack mirando fijamente a
Kozlov.
El ruso ni se dio por aludido.
—Como resultado, los alemanes capturaron y desmantelaron entre 1942 y 1944
parte de la red. ¿Y qué creen? Pues que la culpa recayó en Heldrich por no haber
informado a tiempo.
Todos en la sala conocían esas maniobras por parte de la inteligencia rusa. Eran
especialistas en pasar la papa caliente.
Kruger mostró más fotos y continuó:
—Decepcionado por tantos sacrificios innecesarios, nuestro joven dejó de
pasarles informes a los rusos y contactó con la inteligencia británica. Al principio
estos no podían creerse el gran golpe de suerte que acababan de tener.
En la pantalla apareció una nueva foto en donde se veía al joven hablando con un
agente británico.
—Desde el principio los británicos descartaron las sospechas de que se tratara de
un doble agente que estuviera trabajando para los alemanes, pues la información que
les brindó los ayudó a salvar miles de vidas —esta vez aparecieron en la pantalla una
serie de fotos de carros blindados que trasladaban personal y cajas a destinos seguros
—. También ayudó a escapar a varios agentes británicos que fueron descubiertos por
la SS. Algunos de ellos fueron rescatados por él personalmente —en esta ocasión
apareció una imagen del joven despidiéndose de un grupo—. Con esos alocados
rescates se creó la fama de agente especial de sangre fría. Y por supuesto que a sus
superiores no les gustó del todo. A pesar de las órdenes de los altos mandos de la
inteligencia británica con respecto a que se mantuviera lo menos expuesto posible, el
chico hacia lo que le daba la gana.
—Qué nervios —admitió Roger.
Todos los reunidos asintieron alrededor de la mesa.
—Se estima que la información pasada a las tropas británicas les costó a los
alemanes más de 20.000 soldados.
John tomó un segundo de respiro. Estaba tan sobreexcitado que apenas lo podía
disimular. Pero observó con cierto agrado que todos, al igual que él, permanecían
hipnotizados con la información.
—Aquí se pone más interesante la historia —en la pantalla aparecieron más
imágenes—, o se trataba de un adicto al peligro, o de un genio del espionaje. El

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hecho es que tras desempeñar un papel “ejemplar” en la captura de espías para la
Gestapo, la marina volvió a solicitar sus servicios. Esto representó un fuerte golpe
para los británicos que perdieron todo contacto con él durante un tiempo.
Entre 1940 y 1941, se desplegó una época de oro para los alemanes en su famosa
Guerra del Pacífico. En esa batalla sin igual, los temidos U-Boot (submarinos
alemanes), bajo las órdenes del Gran Almirante Doenitz, desarrollaron su
mundialmente famosa táctica de combate, bautizada como Rudel (Manada de lobos),
y en tan solo varios meses lograron hundir 1,600 000 toneladas de barcos mercantes y
estuvieron casi a punto de bloquear las vías de suministros a Gran Bretaña.
Giovanni se preguntó a qué venían todos aquellos datos históricos, pero no hizo
ninguna pregunta en espera del desenlace. Y justo como supuso, Kruger le sonrió
como si en aquel preciso instante pudiera leer sus pensamientos.
—A finales de 1941, Heldrich comenzó a trabajar como analista y decodificador
para la Kriegsmarine, bajo las órdenes directas del mismísimo Almirante Doenitz —
en la pantalla aparecieron más fotos de varios jerarcas militares. Y entre ellos, como
una sombra imperceptible, se podía distinguir al joven espía junto a los grandes
dirigentes nazis—. Esta vez, desde su nuevo y privilegiado puesto de trabajo,
Heldrich hizo contacto con la inteligencia americana. ¿Cómo lo logró? Continúa
siendo un misterio. El punto es que el joven comenzó a suministrarles las ubicaciones
de los submarinos alemanes en el Pacífico.
Jack no pudo resistir e hizo la pregunta que le martillaba el cerebro.
—Un momento… ¿Estaba trabajando para dos grupos de inteligencia a la vez?
¿Es eso posible?
John no se disgustó por ser interrumpido. Todo lo contrario, la pausa le permitió
tomar otro respiro. Además, aquella reunión no se parecía en nada a las anteriores,
donde solo se ponía el nombre y la información de quien iba a ser eliminado. En esa
ocasión el aire de la sala estaba cargado de tensión y nervios. Todos los reunidos
tenían plena conciencia de que harían historia.
—Creo que en toda la historia del espionaje de la Segunda Guerra jamás se dio un
caso como este… Sí, Jack, el maldito sangre fría sin dudas debía de tener las agallas
de un tiburón, pues comenzó a suministrarles información a los americanos. Al punto
que la balanza cambió en 1942, cuando los alemanes eran prácticamente los dueños
del Pacífico. Resulta que el Shadowboy les dio las coordenadas exactas a las fuerzas
navales americanas, así fue como les tendieron trampas mortales a los submarinos
alemanes. Como la vía de comunicación con los británicos estaba expuesta, los
americanos, quienes ahora tenían a la gallina de los huevos de oro, fueron los que
informaron a los británicos. Así, ambas potencias actuaron en conjunto, asestando
golpes estratégicos y devastadores a toda la marina alemana. Por tanto, tampoco
traicionó a los americanos.
—Es prácticamente increíble el hecho de cómo pudo trabajar para dos agencias…
—Trabajó para tres. Recuerda que comenzó dándoles información a los rusos, y

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aunque ya no se fiaba mucho de ellos, de vez en cuando les pasaba algún reporte.
Por un instante hubo un silencio en la sala mientras los Wolves asimilaban toda la
información; silencio que se vio roto ante la recia voz de Kruger.
—Como ya les mencioné, tras una nueva redada y la captura de varios agentes
soviéticos, a pesar de las advertencias de Heldrich, la NKVD necesitaba su chivo
expiatorio. Con lo cual el propio Stalin llegó a decir que en la guerra se confiaba en
los hombres, no en los niños, refiriéndose a él.
—Típico de los rusos: no confían en nadie —dijo Jack.
Todos se rieron alrededor de la mesa, excepto Alex, quien continuaba inmune a
los ataques verbales del americano.
Kruger aprovechó el momento para tomarse un vaso de agua. Sentía la garganta
seca, pero no dejaría de leer el expediente por nada del mundo.
—Bien, pues sucedió que nuestro joven espía alertó a la NKVD sobre un
bombardeo sorpresa a una unidad militar. Esta vez la información llegó a oídos del
mismísimo Stalin, quien aseveró se trataba de un movimiento fantasma del enemigo y
todos debían permanecer en sus puestos —John volvió a apretar el control y
aparecieron fotos del bombardeo, aunque más bien parecían imágenes de un basurero
gigante—. No mover las tropas le costó la vida a miles de soviéticos.
—Así es la guerra —sentenció Alí; el iraní estaba acostumbrado a ver imágenes
como aquellas—. Los líderes solo toman las decisiones que les convienen a ellos,
nunca al pueblo.
—Tras la terrible masacre, alguien debía de pagar los platos rotos. Así que desde
ese momento el Shadowboy pasó a formar parte de las listas negras de la NKVD por
no brindar una información más detallada del ataque.
En la pantalla aparecieron imágenes del joven en una habitación de
entrenamiento. La sala de entrenamiento captó la atención de Jack, el especialista en
combate cuerpo a cuerpo.
—Desde 1941 hasta finales de 1942, Heldrich permaneció en la marina bajo las
órdenes directas de Doenitz. Pero a finales de ese año fue trasladado por decisión de
Heinrich Himmler, Comandante en Jefe de las SS, hacia un campo de entrenamiento
para que formara parte de un selecto grupo. Allí fue sometido a un riguroso
entrenamiento en técnicas de comando y supervivencia. La idea era que formara parte
de las Tropas Especiales Elites del Tercer Reich.
—¡Vaya con el muchacho! —Murmuró Aldrich—. Sí que no anduvo de brazos
cruzados durante la guerra.
—¿Se especializó en algo? —preguntó Giovanni, quien iba tomando notas en su
mente.
—No solo se especializó —comenzó diciendo Kruger mientras volvía a apretar el
control remoto—; durante el entrenamiento los profesores siguieron muy de cerca la
evolución del joven cadete. Este había asimilado todas las tácticas de combate y se
especializó en una. En el combate cuerpo a cuerpo con cuchillos en espacios

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cerrados. Su arma preferida era un Kerambit.
—¡Mierda…! —Exclamó Jack, esa vez no se escuchó ninguno de sus pesados
chistes—. ¡No sabía que los alemanes tenían ese tipo de cuchillos!
—Los soldados comunes no tenían ese tipo de armas blancas y mucho menos el
dominio de su técnica —explicó John mientras apareció una foto de un grupo de seis
jóvenes portando cuchillos.
El Kerambit, de origen asiático, era un arma con forma de garra de tigre, su hoja
pequeña pero curvada y de doble filo permitía una maniobrabilidad única. Al final del
cabo tenía una anilla donde se introducía el dedo índice haciendo imposible el
desarme en manos de un experto.
—Los profesores de Heldrich advirtieron a sus superiores sobre la habilidad
creada por el joven en el dominio de aquella arma. Podía matar a tres personas en
cuestiones de segundos haciéndoles cortes en ligaduras, tendones y arterias
principales del cuerpo.
—Por suerte para nosotros ahora tiene ochenta y cuatro años —rio el Zombi.
El comentario de Aldrich no borró las arrugas del rostro del negro. Este,
especializado en combates con cuchillos, sabía las cualidades de un Kerambit.

***

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Capítulo 8
La misión
—A mediados de 1944 el ejército alemán le encargó su primera misión. Debía
penetrar en territorio ruso e infiltrarse en un campo de concentración soviético. Su
única tarea consistía en rescatar a dos altos miembros de la marina alemana.
—Una misión bastante rara —reflexionó Giovanni—. ¿Por qué eran tan
importantes estos dos militares?
En la pantalla aparecieron las fotos de dos capitanes de submarinos. Kruger negó
con la cabeza. Tampoco él sabía por qué era tan importante aquel rescate, ninguno de
los informes hablaba de ello.
—¿Lo logró? —se interesó Jack.
—Sí, logró sacarlos de la prisión sin causar una muerte. Bueno, el director de la
prisión fue fusilado bajo cargo de traición. Según el informe de la fuga, nuestro joven
espía estuvo cuatro días escondido en las letrinas de la prisión. O sea, no solo
dominaba idiomas y era un experto en combates cuerpo a cuerpo; también tenía
mucha, mucha paciencia.
—Y una carencia de olfato —Jack se rio escandalosamente de su propio chiste,
pero nadie le acompañó.
Por el contrario, todos en la sala continuaban cada vez más impacientes por saber
cómo terminaba la historia.
—Según el expediente, logró llevar a los capitanes de regreso a las líneas
alemanas. Aunque una vez allí volvió a regresar al territorio ruso. Donde se entregó a
una unidad de la NKVD.
—¿Qué diablos estaba pensando? —por primera vez Alex abrió su boca.
Al igual que el ruso, todos alrededor de la mesa pegaron los codos. Las preguntas
surgieron unas tras otras.
—Según parece indicar, simplemente perdió sus contactos con los agentes
británicos y americanos, quedándole solamente los rusos —esa era la única respuesta
más lógica que Kruger podía brindarles.
—Fue trasladado a una sala de interrogatorios donde se identificó como el
Shadowboy. Allí les explicó a los agentes de la NKVD de una importante misión que
iba a llevarse a cabo por parte de la marina alemana. Sin embargo, los agentes no le
creyeron una sola palabra y procedieron a torturarlo.
—Típico de los rusos —dijo Jack esperando una vez más alguna reacción de
Kozlov.
Por fin los deseos del negro Seal se cumplieron. Alex lo miró con cara de pocos
amigos y después le devolvió la mirada con una sonrisa irónica.
—De alguna manera logró soltarse las ataduras de las manos…, quedó frente a
seis hombres armados hasta los dientes, en una sala de máxima seguridad —y Kruger

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agregó—: una sala muy pequeña.
John presionó el botón del control y aparecieron imágenes de seis hombres en el
piso, todos sumergidos en una piscina de sangre. Cada uno de los cuerpos tenía
profundos cortes en las articulaciones…, tendones y muñecas habían sido
seccionados. Parecía más bien que hubieran soltado un tigre dentro de la diminuta
habitación.
—Solo hubo un sobreviviente, el agente de la NKVD Nicolás Petrov —en la
pantalla apareció la imagen de un hombre con una enorme cicatriz que recorría su faz
desde su ojo izquierdo, pasando por la nariz hasta terminar en el lado derecho del
cuello—. Nicolás explicó que todos en la sala cometieron un error —John pareció
imitar la voz del ex agente—, subestimaron al joven por tener ese aspecto de niño.
¡Gran error! Para cuando se soltó las manos fue muy tarde. Petrov también dijo en el
reporte que el espía alemán tenía en su mano un pequeño cuchillo curvado con forma
de garra de tigre.
John Kruger dio un último detalle:
—Nicolás Petrov jamás volvió a caminar.

***
En la sala todos se tomaron un respiro. Algunos se sirvieron un trago, otros
simplemente decidieron estirar las piernas. Al cabo de unos minutos regresaron a la
mesa.
Kruger tuvo tiempo para organizar el último informe.
—Muy bien, según el informe proporcionado por la KGB, después de este
incidente no se supo nada más de él. Varias fotos fueron tomadas unos meses después
en donde aparecía Heldrich junto al grupo del Almirante Doenitz —en la pantalla
aparecieron las imágenes en asombroso estado de conservación—. Según un informe
secreto de la SS, quienes mantenían bajo estricta vigilancia a los subordinados de los
últimos jerarcas nazis, el joven fue trasladado a la sección A, la cual estaba
preparando una ofensiva con submarinos sobre los barcos aliados. Entonces, para
finales de 1944, se le perdió por completo la pista…, como si se lo hubiera tragado la
tierra.
—¿Hasta…? —preguntó Giovanni.
Kruger le sonrió, nunca dejaba de sorprenderse ante la mente privilegiada del
Italiano para captar los pequeños detalles.

***

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Capítulo 9
El regreso de la leyenda
—Hasta hace tan solo un mes… —todos los presentes fijaron su vista en un video
del aeropuerto internacional de Madrid, en donde se veía a un hombre alto y lleno de
canas recogiendo su maleta de las esteras.
—¡Por Dios…! ¿Es él? —volvió a preguntar Giovanni.
El Italiano conocía bien la respuesta.
—Hace tan solo un mes el ciudadano español Manuel Mendoza visitó España
para reunirse con su hermano a quien no veía desde 1940. Manuel vive en Cuba
desde 1948.
En la pantalla aparecieron varias imágenes del pasaporte de Mendoza.
Contrapuestas al lado de las fotos del Shadowboy… No había que ser un experto para
determinar que se trataba de la misma persona.
—Algo no pinta bien en todo esto —por lo general Alí era el pesimista del grupo.
Aunque nunca sin una razón de peso.
—Nuestro cliente tiene agentes informáticos en todos los aeropuertos del mundo.
Y ellos tenían la foto del Shadowboy. Al someterla a un programa de identificación,
el rostro de aquel joven de quince años coincide cien por ciento con el de este señor.
Pero la prueba final la dieron las huellas digitales. Esas no cambian a pesar de los
años.
—Concuerdo con Alí —dijo Giovanni, quien presentía el peligro como si tuviera
una especie de octavo sentido—. Si estamos ante un genio sin precedentes del
espionaje, ¿cómo cometió un error así? A menos, claro está, que quisiera cometerlo
—las dudas del Italiano tenían toda la base del mundo. Pocos alrededor de la mesa
contaban con su experiencia. No por gusto su especialidad durante el tiempo que
estuvo trabajando para la inteligencia italiana fue la infiltración—. Hay demasiadas
preguntas que no encajan. Por ejemplo, ¿por qué nunca se sometió a ninguna cirugía
facial?
Las palabras de Simon Wiesenthal chocaron contra las paredes del cerebro del
Italiano, dándole más base a sus sospechas: … a menos que apareciera por sí mismo,
cometiendo algún tipo de error que exponga su identidad, algo poco probable en un
hombre como él.
—También pudiera tratarse de un viejo de ochenta años en estado senil y que solo
quiere ver por última vez a su familia.
—A mí no me parece senil —murmuró el Italiano. El video mostraba claramente
cómo el anciano, con pasos lentos pero firmes, caminaba por los pasillos.
Algo más que Giovanni prefirió no decir es que, sin dudas, quien estaba en el
video era alguien profesionalmente entrenado en el arte del espionaje. Podría tratarse
de un anciano, pero este no cometió ningún error. Se desplazaba pegado a las paredes,

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siempre cubriendo su frente y su lado, mientras que su punto ciego, la espalda, lo
protegía a través de los cientos de espejos que colgaban de los techos. Era una técnica
simple y básica que se enseñaba en las escuelas de inteligencia, pero que pocos
lograban dominar a la perfección.
—Sea cual sea la razón —la voz de Kruger devolvió los sentidos del Italiano a la
mesa de reuniones—, varios países aún pagan mucho por encontrar a este hombre.
Pero nuestro cliente en específico paga más. ¿Qué oculta Manuel Mendoza? No me
interesa… Me interesa cumplir con el trabajo y cobrar mi cheque.
—¿A qué vino a España? —preguntó Aldrich—. ¿Solo a reunirse con su
hermano?
—Con su hermano y los hijos de este. En especial con su sobrina que viaja dentro
de una semana para Cuba.
—Esto se pone más interesante: una joven que quiere conocer mejor al hermano
de su abuelo… —Aldrich miró la foto de la chica y se relamió los labios como un
gato saboreándose ante un plato de leche. ¡Una leche muy cremosa!
—No me importa la chica; quiero al viejo. Así que estén listos: dentro de una
semana vuelan para Cuba.

***

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Capítulo 10
Los últimos detalles
Giovanni se quedó en el despacho de Kruger.
Al instante la hermosa secretaria se apresuró a servirle un trago. A diferencia del
resto del comando, el Italiano era el único con autoridad para enfrentarse y ponerle
peros a su jefe, cosa que a John no le molestaba. Claro está, siempre que se
obedecieran sus órdenes. La realidad es que a Kruger no le gustaba imponerse. Por
eso prefería hablar con sus Alfas para que estos se sintieran seguros en cada una de
sus misiones. Ellos eran quienes estaban en el campo, los únicos que realmente veían
la realidad de las cosas.
Tras servirle el trago, Kelly desapareció del despacho, no sin antes regalarle su
mirada más coqueta al italiano. Kruger pretendió no darse cuenta. Pero no podía
culpar a la chica, el físico de Giovanni era irresistible ante cualquier mujer.
—John, esta misión no me gusta. Algo no encaja.
Por supuesto que algo no encaja… Es una misión fantasma. Nadie puede saber
que van a la isla, sobre todo la HSI.
—Lo sé, pero antes de pasarle toda la información a la Z-Uno, prefiero que mi
grupo lo haga.
No te mientas a ti mismo John… Admítelo: ¡quieres el dinero!
—Es que ahí está el problema —sin dudas Giovanni no acababa de tragarse el
cebo—. Mis hombres y yo estamos entrenados para matar, no para hacer trabajo de
espías. Además, estamos hablando de Cuba… ¡La Cuba de los comunistas!
—Vamos, ¿no me digas que un viejo de ochenta años te intimida?
—Sí, ser precavido me ha salvado el pellejo cientos de veces y no subestimar a
mi presa es uno de mis lemas. Además, ¡cómo quieres que no me intimide, es una
maldita leyenda…! Si ha permanecido tanto tiempo a la sombra, muy corriente no ha
de ser.
—Lo sé, lo sé —Kruger probó con otra técnica: mejor unirse a las sospechas de
su Alfa—; hay muchas cosas que a mí tampoco me encajan en este rompecabezas.
Pero de momento es lo único que podemos hacer. ¡Ya viste de cuánto será el cheque!
—De nada me va a servir si no lo puedo cobrar.
—Si no te crees capacitado para llevar a cabo esta misión, simplemente déjala.
Kruger sabía que si un Alfa denegaba una misión, automáticamente pasaba a
convertirse en la oveja negra de la compañía.
—La misión, he ahí otro maldito problema —Giovanni se levantó y comenzó a
dar grandes pasos por toda la oficina, sin dudas intentaba organizar sus ideas. No
pensaba rechazar la misión, solo quería aclarar todas sus sospechas—. John, me estas
enviando a capturar a un espía nazi… ¡Maldita sea, sin armas…! ¡Por Dios, John, es
Cuba, la Cuba de los rusos! Allí nos linchan y después nos hacen el juicio.

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—Por supuesto que van a tener armas, pero solo para usarlas en caso de extrema
necesidad. Vas a tener bajo tus órdenes a uno de los traficantes de armas más
importantes de Latinoamérica.
Se trataba de Shangó, Kruger recordó parte de la información del documento que
horas antes Kelly le había entregado. El tal Shangó les tendría preparadas cinco
“cajas negras”. Las cajas negras eran maletas de alta seguridad con códigos digitales
que la HSI tenía infiltradas por todos los países. Dentro llevaban un set completo de
armamento, incluyendo laptops y teléfonos satelitales.
Para cada duda de su Alfa, Kruger tenía preparada una respuesta. Aun así, este no
parecía convencido.
—Bien, terminemos esto de una vez —dijo el Alfa—, estamos hablando de un
trabajo de extracción. Nada de sangre. Entramos, analizamos el objetivo y luego…
—Luego lo sacan por la costa. Allí los estará esperando una lancha rápida. Este
tipo de lanchas entran a Cuba semanalmente para sacar cubanos que huyen del
régimen. Eso no será un problema.
—¿Dónde se va a hacer el intercambio?
—Un buque mercante los estará esperando en aguas internacionales. Por eso
tienen solo una semana para estudiar la rutina del anciano, secuestrarlo y llevarlo a la
costa.
—Parece pan comido —gruñó el Italiano—, pero te olvidas de la Inteligencia
cubana. A esos tipos los entrenaron los mismísimos agentes de la KGB. Podrán tener
una mierda de gobierno, pero dentro del país nada se mueve sin que ellos lo sepan.
Kruger sonrió de manera muy complacida. Su gesto calmó a Giovanni.
—Para eso tendrás un guía. Déjalo todo en manos de Shangó.
—¿El traficante de armas?
—El mismo, el tipo tiene muy buenos contactos en las altas esferas militares del
país. No habrá problemas. ¿Algo más?
—Sí, en el campo yo soy quien da las órdenes, por lo tanto también decido
cuándo usaremos las armas.
—Tú eres el Alfa —le dijo Kruger mientras levantaba su trago en señal de brindis
—; solo recuerda que no le puedes tocar un pelo al anciano.
Con esa última advertencia Giovanni salió de la oficina.
Kruger respiró satisfecho.
La primera parte de su plan había culminado de maravilla. Acababa de montar
una misión a espaldas de la HSI. Si todo salía bien, antes del término de un mes
tendría en su cuenta de Islas Caimán una suma considerable para un próspero retiro.

***

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Capítulo 11
Recuerdos

Cuba.

—Mierda, ¡qué calor!


La fina camiseta que llevaba bajo el uniforme se le pegaba con el sudor a la piel
de su espalda. De nada sirvió desabrocharse los botones del cuello y ponerse un
pañuelo húmedo en la nuca. Dentro de la pequeña habitación el calor era
insoportable. Un ventilador microscópico con una base improvisada de madera —una
reliquia que duplicaba su edad— le lanzaba bofetadas de aire pegajoso. Las aspas
hacían tal chirrido que semejaban a un enorme insecto moribundo.
—Dios, me estoy quemando vivo dentro de estas malditas paredes…
Se quitó el pañuelo y volvió a humedecerlo en un vaso lleno con cuadritos de
hielo que tenía sobre su escritorio. Una vez más, al poner la tela sobre su nuca, sintió
que su cuerpo refrescaba; era un alivio, aunque fuera por solo unos segundos.
Gerardo León, capitán de la inteligencia militar cubana, se encontraba en su
oficina del segundo piso de la PNR (Policía Nacional Revolucionaria), en el pueblo
de Tres Caminos. El edificio en sí contaba con solo dos plantas, aunque visto desde
fuera parecía el lugar perfecto para sobrevivir a un ataque de zombis.
Y no era broma, como muchos de los oficiales de la unidad solían decir.
La PNR o Jefatura, como la llamaban los locales, era una especie de fortaleza
diseñada para que nadie pudiera entrar…, ni salir.
Rejas de hierro formadas por barras de tres pulgadas aseguraban todas las
ventanas… Como resultado visual, para cualquier amante de la arquitectura
medieval, el edificio era lo más parecido a una prisión de la Santa Inquisición. Para
lograr un efecto más macabro, una cerca rodeaba todo el complejo. Los techos y
bordes estaban coronados por rodillos de alambres de púas y una enorme puerta de
barrotes y láminas de acero protegían la entrada.
Esa mañana en sí Gerardo se encontraba en su oficina con un humor digno de
espantar a un ogro. Siempre le ocurría lo mismo. Después de terminar una guardia de
más de 48 horas, donde apenas había dormido unas ocho a lo sumo, no era para estar
con una sonrisa de oreja a oreja.
Para colmo de males, su oficina parecía un maldito horno.
—¡Y todavía dicen que en el infierno hace calor!
El viejo ventilador, con su base adaptada de madera, continuaba haciendo intentos
por refrescar las paredes, aunque el resultado era más bien lo contrario. Olas de vapor
rebotaban en su rostro cada vez que giraba. Gerardo no perdía las esperanzas de que
algún día le aprobaran la instalación de una consola de aire, aunque sabía que eso
jamás iba a ocurrir. Pero hasta los peces sueñan con volar…

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La única sala con aire climatizado en todo el edificio era el laboratorio de
computadoras, donde a veces no se podía ni entrar porque más de la mitad de la
Unidad Militar estaba allí dentro tratando de refrescarse.
Gerardo buscó bajo su mesa un termo con café. Al removerlo se sintió
decepcionado… estaba vacío.
—¡Mierda! —gritó sin preocuparse de que alguien lo oyera.
Su cuerpo, adicto a la cafeína, necesitaba otra dosis. Y lo peor era que aún faltaba
una hora para que trajeran el desayuno a la Unidad.
Gerardo, con apenas veinticuatro años, ya ostentaba el grado de capitán. Algo que
de por sí era una especie de récord, pues a su edad existían muy pocos capitanes.
Además, con un metro ochenta de estatura, piel trigueña y ojos oscuros, también se
había ganado la fama de mujeriego. Al graduarse en la escuela de Inteligencia Militar
en La Habana, la capital, su padre movió todos sus contactos para garantizarle una
buena ubicación en la urbe.
El padre de Gerardo, Lucio León, era un ex capitán del MININT, que se cagó en
la madre de todos los santos cuando volvieron a mandar a su hijo para su pueblo
natal. El viejo ex militar nunca pudo comprender cómo su hijo, la única semilla de su
segundo matrimonio, fue rechazado.
Tampoco Gerardo quiso darle muchos detalles a su padre.
Con el grado de primer teniente, un título al mejor de la clase y un cinturón negro
en judo, tuvo que regresar al pueblo que lo vio nacer. Para muchos de los que lo
vieron partir, regresar con todos aquellos diplomas y títulos fue un gran triunfo…;
para él, no fue más que regresar como un perro con la cola entre las patas.
Gerardo miró detenidamente las paredes de su oficina. Estaban atestadas de
diplomas y reconocimientos. Admirar aquel recuento histórico de su corta carrera
militar le hizo experimentar un ataque de nostalgia.
Quizás fue el calor, o simplemente porque la extrañaba…, como fuera, el hecho
es que inconscientemente se llevó la mano a su bolsillo para sacarse una vieja
billetera de cuero. A pesar de estar despellejada y manchada, no se atrevía a
cambiarla por una nueva, pues la conservaba como un talismán de la suerte. En uno
de los compartimientos tenía una imagen de la Virgen María, debajo estaba la foto
semidesnuda de Isabel.
Gerardo pasó los dedos por la imagen desgastada como si esta le pudiera hablar.
Se la llevó a los labios, la besó con delicadeza y empezó a repetir el nombre de la
joven como si fuera una plegaria.
Fui una verdadera plasta de mierda, pensó, necesitaba un hombre que la
defendiera, no un imbécil y cobarde como yo.
Isabel Ortega, ese fue el nombre que originó todos sus problemas.
Gerardo volvió a quitarse el pañuelo para humedecerlo entre los cubitos de hielo.
Lo sacó y exprimió dejando que algunas gotas no se escurrieran, después se lo puso
en la frente. El nuevo contacto de su piel con la tela húmeda hizo que su cuerpo

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entrara en un estado de absoluta calma, así, estiró las piernas hasta ponerlas sobre su
escritorio y luego abrió las puertas de su mente, dándole paso a un torrente de
recuerdos.
Recordó cada detalle del día en que la conoció: fue en el comedor de la escuela.
Las imágenes le llegaron tan vívidas que incluso fue capaz de recordar hasta los
olores del lugar.
Gerardo cursaba su último año de la carrera de analista militar. Para ese entonces
ya sus notas habían acaparado la atención de más de un pez gordo. Los pronósticos
auguraban que iba a convertirse muy pronto en una especie de niño prodigio de la
contrainteligencia militar. Ese día en particular cenaba solo; prefirió apartarse de
todos pues los nervios no lo dejarían dialogar con nadie. Dentro de unas horas
participaría en una demostración de artes marciales frente a toda la escuela.
Justo cuando iba a llevarse la segunda cucharada a la boca, alguien acaparó su
atención.
En el centro del comedor, a varios metros de él, estaba una rubia descomunal, con
las curvas femeninas de las cubanas y la altura y belleza de una diosa nórdica. La
chica, estrenando su uniforme de cadete recién entrada a la escuela militar, sostenía
una bandeja y parecía desubicada, mientras todos a su alrededor se sentaban en
diferentes mesas, o saludaban a amistades que ya conocían; ella miró a varios lados
intentando buscar algún sitio para sentarse y por supuesto que no faltaron los
caballeros que le ofrecieron una silla a su lado.
Para asombro de Gerardo, la rubia caminó directo hacia él.
—¿Está ocupada? —le preguntó mientras señalaba con un gesto de cabeza el
puesto vacío a su lado.
—No.
La joven se sentó. Durante unos minutos que a Gerardo le parecieron horas, se
exprimió el cerebro intentando buscar algún tema de conversación, pero fue ella
quien rompió el hielo.
—¿Tú eres Gerardo?
—Sí… —se apresuró a responder—. Bueno, eso dicen. ¿Y tú eres…?
—Isabel.
—¿Cómo la reina?
—No tan famosa.
—¡Oh!, pues mucho gusto —al decirlo ambos se besaron en la mejilla.
Gerardo olió su perfume. Se trataba de alguna fragancia exquisita que no pudo
identificar. Seguramente importado.
—¿Cómo sabes mi nombre? —Preguntó, intentando sacarle conversación—. Ni
yo sabía que era tan famoso.
La joven le sonrió mostrándole una dentadura perfecta, digna de una actriz de
telenovelas… esas eran las frases clichés que le venían a la mente. Al reírse, movió
los hombros de una manera tan sensual y erótica, que Gerardo profesó el comienzo de

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una erección.
—No…, es que…; bueno, ¡sí!, sí eres famoso. Todos afirman que te van a dar tal
golpiza hoy, que ni tu madre te va a reconocer.
El comentario le bajó sus instintos sexuales.
—¡Ya…! ¡Entiendo! Aunque yo también tengo manos, ¿sabes?
Tras decirlo se arrepintió al instante. Tendría que haber dicho algo como:
Recuerda que son Tropas Especiales y yo un simple cadete de la sección de
Inteligencia Militar. Pero no lo dijo, su orgullo de hombre no se lo permitió. Y para
sus adentros le pidió a su ángel de la guarda que más tarde no tuviera que tragarse sus
propias palabras.
La joven pareció leerle los pensamientos y le sonrió como diciéndole: Está bien,
lo que tú digas, es tu funeral.
Esa misma tarde Gerardo y varios jóvenes más participarían como modelos de
entrenamiento (mascotas para coger golpes), en una clase teórico-práctica que
impartiría un grupo de Tropas Especiales. Los famosos Avispas Negras, una especie
de Navy Seal cubanos.
Aunque lo más peligroso de toda la exposición vendría a ser la última parte, en
donde Gerardo se iba a enfrentar cuerpo a cuerpo en una batalla de sumisión contra
uno de los Avispas. Para el combate solo se permitían tres estilos de artes marciales:
judo, lucha libre y jiu-jitsu. Como Gerardo era el alumno más aventajado de la clase
de judo, le dieron el honor de enfrentarse a uno de los tan temidos y respetados
soldados.
¡Vaya locura!
Gerardo miró su reloj: le quedaban cinco minutos para que tocara el timbre de
finalizar el almuerzo. Antes de irse debía hacer algo: aquella belleza de rubia no
tardaría en buscarse novio en la escuela, como todas las nuevas cadetes. Una
oportunidad como esa no la volvería a tener jamás. A toda prisa sacó una libreta y un
lapicero de su inseparable portafolio. Bajo la mirada curiosa de Isabel comenzó a
tomar apuntes. Mientras escribía miraba fijamente a la joven, como si estuviera
haciéndole un dibujo.
—¿Qué haces? —le preguntó la joven usando la risa más coqueta de su arsenal.
Gerardo no le respondió al instante y eso solo aumentó más la intriga. Ser original
y hacer reír a las chicas con sus ideas fuera de lugar siempre lo ayudaron a tener unas
piernas abiertas a su disposición. Esperó que con Isabel sus encantos siguieran
funcionando.
—Un perfil psicológico basado en tu físico —le respondió con tal seriedad en su
voz que hasta el mismo se sorprendió.
—¡Uff! A ti sí que te ha dado fuerte esto de la inteligencia militar —dijo ella
mientras arqueaba una ceja. A pesar de su tentativa por hacerse la desinteresada, no
dejó de mirar la libreta.
—¿Y entonces, qué has descubierto de mi personalidad…? ¿Soy una asesina en

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serie?
Gerardo sonrió mientras le pasaba la hoja.
Isabel comenzó a leerla en voz alta, pero asegurándose antes de que nadie más
pudiera escuchar.
—Mmm, la comisura de la boca y el fino corte de la barbilla manifiestan a una
persona segura de sí misma, incluso un poco obstinada, ¡auch…! —gimió la joven
como si alguien le hubiera herido. Miró a Gerardo y le plantó una mueca de fingido
disgusto—. Los ojos muestran dudas, inocencia y algo de sumisión, quizás a la
familia, a la religión, o a factores desconocidos…
Isabel dejó de reír y Gerardo pensó que se veía mucho más hermosa, lo cual ya
era demasiado. De repente los colores asomaron en sus cachetes y la respiración le
aumentó. Siguió leyendo pero no en voz alta. Al cabo de unos segundos lo hizo:
—Pero son sus labios los que siembran la duda, crean misterio e intriga por sí
solos. Yo te declarara culpable de besar bien…, aunque no existan pruebas
concluyentes para definir el caso.
El timbre sonó.
Gerardo recogió su bandeja y se levantó de la mesa esperando alguna respuesta;
para su decepción, la rubia lo miró intrigada pero no le dijo nada. Su única respuesta
fue el silencio de sus ojos verdes.
Frustrado y sin tiempo para poder hacer o decir algo más, Gerardo se unió a la fila
de sus compañeros que iban saliendo del comedor. Fue entonces cuando Isabel salió
como de la nada y se acercó a él.
—Espero que sobrevivas a los ejercicios con esos matones; de ser ese el caso —
una risa pícara asomó en sus labios—, deberías preparar los equipos necesarios para
hacer las pruebas…
La chica desapareció tan rápido como llegó, dejándolo con la palabra en la boca.
Uno de sus compañeros de fila le preguntó a qué pruebas se refería la despampanante
rubia.
Gerardo prefirió no darle detalles.

***

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Capítulo 12
Una batalla de hombría
Tres horas después la escuela se reunió en uno de los tabloncillos de entrenamiento.
Se trataba de un enorme salón con varias gradas para que todos pudieran observar
bien las demostraciones. El salón fue cubierto por mantas acolchonadas y sacos de
boxeo. En una de las gradas, a menos de cinco metros de distancia, Gerardo
reconoció a la inconfundible rubia.
Ver a la chica allí solo aumentó más sus miedos. Pero no al resultado del
entrenamiento, sino a quedar en ridículo delante de ella. Para evitar esto simplemente
debía vencer a su adversario.
¡Tarea facilísima!, pensó con sarcasmo.
El espectáculo comenzó.
La primera parte del show —por llamarlo de alguna manera, pues a juzgar por los
gritos del público en eso se convirtió el entrenamiento— finalizó con una serie de
ejercicios para primeros auxilios.
Después pasaron a mostrar unas coreografías previamente ensayadas de cómo
lograr diferentes tipos de desarmes. El instructor mostró cómo dejar inmovilizada a
una persona que ataca con un cuchillo, machete o pistola —y por supuesto, era
Gerardo quien recibía el golpe, estrellón, o torcedura de manos—, su humillación fue
tan grande que estaba deseoso de poder devolver las técnicas. Y sus deseos no se
hicieron esperar.
El tercer y último bloque de ejercicios dio inicio.
Ese era el momento más esperado por todos. Gerardo caminó hasta el centro del
colchón en donde lo esperaba un negro de casi dos metros de altura. Gerardo se
preguntó si aquel monstruo realmente era un soldado entrenado, pues parecía más
bien un levantador profesional de pesas.
El instructor y árbitro explicó las reglas: nada de golpes con codos o puños, el
derribe del oponente y sumisión de este eran las únicas reglas.
Antes de comenzar, Gerardo miró hacia las gradas: Isabel le guiñó un ojo.
Aquello le dio una vaga esperanza. Pero al caminar y quedar frente a su oponente,
este lo miró con desprecio y negó con la cabeza. Con aquel simple gesto, el Hércules
de ébano les demostró a todos los presentes que le estaban haciendo perder su tiempo.
El combate inició.
Gerardo enfocó todos sus pensamientos en cómo quedaría si no lograba derrotar
al esteroide con forma humana. Desde el comienzo, se percató de que Isabel lo
miraba como hipnotizada. Ante cada movimiento del negro para intentarlo atrapar,
ella se llevaba las manos a la boca, en espera de lo peor.
Un poco más confiado, ya controlada su respiración, se enfocó en hacer
desaparecer de su mente cualquier distracción visual; así, concentró todos sus

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sentidos solamente en su adversario. Por varios segundos los dos gladiadores se
buscaron las articulaciones para lograr alguna proyección, sin ningún éxito. El Avispa
Negra, confiado en su entrenamiento y musculatura, perdió la paciencia y en un pase
arriesgado logró atraparle una mano. Lo próximo que Gerardo sintió fue su cuerpo
volar por los aires. Supo romper la caída, pero para cuando logró reponerse ya era
demasiado tarde, pues su adversario lo tenía en el piso y comenzó a aplicarle un
triángulo de brazo. Aquella era una de las técnicas más simples de estrangulación que
Gerardo conocía, por desgracia también comprendió lo efectiva que era.
Mientras el poderoso hombro del negro se iba cerrando sobre su cuello, tuvo
tiempo de mirar a las gradas. El rostro de Isabel le dibujó lo mal que estaba su
situación. Sin perder un segundo en lamentaciones inútiles, dobló su codo para evitar
que le trancaran la entrada de oxígeno al cerebro. Así logró volver a controlar su
respiración, aunque bien sabía que solo le iba a servir para ganar un extra de tiempo.
Usando toda la fuerza de sus caderas movió sus piernas rápidamente y evitó el
pase de caderas de su oponente, esto dejó al Avispa con su técnica a medias. Lo
próximo fue hacer una palanca con su brazo sacrificando más aún su cuello…, y justo
como lo pensó, su contrincante era fuerte y técnico, pero no sabía elaborar un plan de
ataque. Este se lanzó a por su cabeza dándole la oportunidad de un giro.
Ese era el gran problema de las Tropas Especiales cubanas, pensó con cierto
regocijo Gerardo, ¡estos cabrones están bien entrenados, siempre y cuando no se
enfrenten a alguien también entrenado!
Ante el asombro de toda la clase, Gerardo logró salir del abrazo mortal e invirtió
la situación. Logró hacer una llave de triángulo con las piernas sobre el cuello de su
contrincante. Sus colegas de las clases de judo, sorprendidos por el inesperado
movimiento saltaron de sus asientos y comenzaron a gritar: “¡Sankaku Jime!
¡Sankaku Jime!”, el nombre de la técnica que el sensei les había enseñado.
El Avispa, tras comprender la trampa no tocó el tatami, solo lanzó maldiciones e
intentó en vano salir del agarre usando todo su peso muscular, con lo cual solo logró
que las piernas de Gerardo se fueran cerrando aún más sobre el cuello y el antebrazo.
Poco a poco el gigante fue perdiendo su fuerza, por lo que Gerardo supo que había
trancado el flujo de sangre a su cerebro: si su contrincante no tocaba el colchón caería
desmayado por falta de oxígeno.
Cinco segundos fueron suficientes: el Avispa Negra se desplomó con los ojos en
blanco. Una multitud comenzó a gritar su nombre y aplaudir como locos. ¡Había
ganado!
¡Oh Dios…! ¡Gané!
Aún sin comprender bien lo que había pasado, rodeado por los gritos de la
multitud, varios de sus compañeros lo ayudaban a levantarse. Gerardo miró a su
espalda y vio a un médico aplicándole técnicas de reanimación al Avispa Negra. Pero
este no volvió en sí hasta que el doctor puso en su nariz unas sales de carbonato de
amonio.

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Gerardo fue hasta donde estaba su adversario y le tendió la mano en señal de paz,
pero el negro lo miró de arriba abajo con ganas de querer partirle el cráneo. Después
se paró y salió de la sala seguido por sus compañeros. Gerardo se quedó con la mano
tendida.
Un segundo después el mayor Wilfredo Torres, Director de la Escuela de
Inteligencia se le acercó y le dijo al oído:
—No se suponía que el ejercicio acabara así —una sonrisa burlona cruzó los
labios del mayor. Gerardo lo miró y luego siguió la vista del Director. Este miraba a
las gradas, al capitán de las Avispas Negras—. Se supone que un analista del
Departamento de Inteligencia no es lo suficientemente bueno como para derribar a un
soldado de las Tropas Especiales.
Por el intercambio de miradas, Gerardo supo que entre el capitán y el director
habían hecho alguna apuesta a sus espaldas.
—Disculpe, director, nadie me dijo que debía bajar la cabeza.
Wilfredo lo miró de arriba abajo.
—Tienes un futuro grande, Gerardito; pero el día que bajes la cabeza yo mismo te
voy a traer para este tatami y te voy a dar una lección de verdad.
Ambos sonrieron.
Gerardo sabía que era el favorito del mayor, e imaginárselo en un combate cuerpo
a cuerpo le daba risa, pues el director andaba rondando los sesenta años, era gordo y
zambo. Y siempre se andaba quejando de sus problemas de artritis.
Tras pasar la emoción del momento, Gerardo reflexionó sobre todo lo que había
ganado ese día.
Sin dudas un enemigo en las Tropas Especiales, pero el ver la satisfacción en la
cara de Isabel lo convenció de que valía la pena el riesgo. Isabel desapareció entre la
multitud no sin antes guiñarle un ojo. Sin poder tomarla de la mano e intentar hablar
con ella, tuvo que conformarse con el sabor de la victoria y las celebraciones con sus
amigos.
Más tarde, cuando llegó la noche, aprendió tantas cosas de ella que si para volver
a tenerla cerca debía enfrentarse a todo un pelotón de Avispas Negras…, bueno,
quizás solo lo pensaría durante unos pocos minutos.
Isabel era tres años menor que él, estudiaba en la sección de idiomas para
convertirse, al igual que Gerardo, en analista, pero de asuntos internacionales, y lo
mejor de todo el asunto es que hacía el amor como una diosa del Kamasutra.

***

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Capítulo 13
La recompensa
Como estímulo estudiantil por haber participado en los ejercicios de artes marciales,
lo dejaron dormir una noche en el Hotel Cinco Estrellas. El hotel no era más que los
cuartos reservados para las visitas especiales a la escuela, se trataba de una habitación
con cama y baño incluido. Televisión por cable y aire acondicionado. Un paraíso para
un estudiante que debía dormir cada noche en un albergue junto a más de doscientos
de sus compañeros.
Pero lo mejor de la noche fue la madrugada, cuando tocaron a la puerta. Al abrirla
se encontró con Isabel. La sorpresa lo paralizó. A ella le tocó su primera guardia
estudiantil y por lo visto abandonó su posta para reunirse con él. Esa falta de
disciplina podía costarle la expulsión de la escuela, pero de momento eso no les
importó a ninguno de los dos.
—Pasa —Gerardo sintió como su voz temblaba por el deseo reprimido.
Ella entró sumisa, sin pedir permiso ni decir una palabra más.
Isabel estaba allí buscando algo: él lo tenía y se lo iba a dar; intentar llegar a un
acuerdo era algo sumamente ridículo. Gerardo cerró la puerta y al voltearse se la
encontró frente a la cama, de espaldas a él. Entonces sucedió un espectáculo visual,
un festín para su mente y sus instintos. Tal parecía que el tiempo se hubiese detenido
y todo a su alrededor se movía en cámara lenta.
Isabel se quitó la blusa y la dejó caer al suelo, luego le siguió el sujetador. Con los
gestos más sensuales que Gerardo jamás hubiera visto, la joven movió las caderas
hacia los lados y la saya se deslizó por entre sus esbeltas piernas, dejando a la vista
un diminuto triángulo de tela sujeto por tres finos hilos, y uno de ellos iba a morir
entre unas firmes nalgas. Sabiendo que había captado su atención, ella lo miró por
encima del hombro y le indicó con un simple gesto que la acompañara a la cama.
Por supuesto que no tuvo que repetir la invitación.
Varios segundos después ambos estaban completamente desnudos y enfrascados
en otro combate cuerpo a cuerpo…, mucho mejor que el de por la tarde, pensó
Gerardo.
Obviamente, Isabel no era virgen, pero tampoco muy experta; eso sí, estaba
dispuesta a jugar y hacer realidad todas sus fantasías como si de una experimentada
geisha se tratara. Ante la sorpresa de Gerardo, se montó sobre él y lo cabalgó
exigiéndole casi a gritos que le diera nalgadas. Aquello era nuevo para él, que jamás
había golpeado a una mujer tan fuerte, pero en este caso ella lo exigía a modo de
excitación. Asombrosamente, fue así como ella llegó a alcanzar el clímax.
Permanecieron abrazados, ella encima de él por un largo rato. Sin dudas ambos
necesitaban un descanso, pues a pesar del aire frío que llenaba la habitación estaban
empapados en sudor. Cuando por fin Gerardo fue a decir algo, ella le dio un beso en

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la mejilla y se fue tan rápido como vino.
Gerardo quedó desconcertado.
—¡Me he enamorado! —fue lo único que atinó a decir.

***
Desde esa noche los encuentros se hicieron más seguidos y prolongados. Como es
común en las escuelas militares, la nueva pareja no perdía un minuto y cada segundo
que les sobraba lo aprovechaban para quitarse las ganas de amar.
Hasta que sucedió el desastre…

***

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Capítulo 14
La traición
Gerardo se recostó en su silla plegable.
El calor seguía aumentado en su oficina de Tres Caminos. Esta vez de nada le
sirvió humedecer el pañuelo, pues los cubitos de hielo ya se habían disuelto dentro
del vaso. Volvió a mirar la foto y una vez más los recuerdos lo invadieron. Una ola de
temblores e ira contenida hizo que su cuerpo se estremeciera de pura impotencia.
—Cálmate, que ya pasó —se dijo—. No hiciste nada y ya no puedes hacer nada
para remediarlo. Todos arrastramos una cruz. Y esta es la tuya, Gerardo León.
Gerardo cerró los ojos y visualizó el último día que vio a Isabel.
Esa mañana estaba en el tatami, acababa de terminar los ejercicios básicos de
calentamiento e iban a pasar a la clase de proyecciones con cadera, cuando un
sargento entró corriendo.
—¿Qué pasa, sargento?
—Gerardo, algo grande pasó en la oficina. Dice el director que tienes cinco
minutos para estar allí —la expresión del sargento demostraba que no tenía la más
mínima idea de lo que estaba pasando, pero algo bueno no debía de ser.
Tres minutos fueron suficientes para llegar a la oficina. Gerardo tocó suavemente
con los nudillos en la puerta del director.
—Adelante —dijo una voz desde dentro.
Gerardo suspiró, no sabía por qué estaba tan nervioso pero podía presentir la
tensión que salía del interior del despacho. Al entrar a la oficina y peinarla con un
rápido vistazo, comprendió que las cosas eran peores de lo que imaginaba. En el sofá
de la esquina estaba Isabel hecha un mar de lágrimas. El director hablaba con otro
oficial, quien de repente lo miró con ganas de matarlo.
Se trataba de un hombre entrado en los sesenta que ostentaba el grado de coronel.
—¿Es este el hijo de puta? —preguntó el coronel.
—Cálmate, Orlando, son unos muchachos y a cualquiera… —el mayor Wilfredo
intentó aplacar la situación, fuera cual fuera; pero el coronel lo interrumpió.
—¡Cualquiera una mierda! —Vociferó el coronel—. ¡Acaba de entrar!
Gerardo dio varios pasos y se quedó en el centro de la oficina. Miró a Isabel, pero
esta tenía la cara oculta entre las manos. Luego se percató de que los ojos del coronel
y los de Isabel eran del mismo color.
—¡Firme! —le gritó el coronel.
Gerardo sintió como si un látigo golpeara su espalda. Al instante sonó el tacón de
sus botas.
—¿Tú sabes quién soy yo? —le gritó el coronel tan de cerca que pudo oler su
aliento a tabaco.
—No.

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—¿Acaso te di permiso para hablar? —rugió el coronel.
Aquella situación era ridícula: le estaba haciendo una pregunta pero a la vez
quería demostrarle su poder con su grado militar; por lo tanto, preguntaba sin querer
saber la respuesta.
Gerardo no supo qué responder.
—Soy el coronel Orlando Ortega. ¿Y sabes quién es esa puta de ahí?
Sin dudas se refería a Isabel. Gerardo hubiera querido gritarle que esa puta a él le
gustaba y si la volvía a llamar así, iba a escupir varios dientes…; pero no lo dijo. Sus
ojos se encontraron con los del mayor Wilfredo, este le dijo con la mirada que se
mantuviera callado.
—Sí, esa puta es mi hija —mientras le gritaba señaló a la joven.
Isabel continuaba con el rostro cubierto por sus manos, sin atreverse a levantar la
cabeza.
—¿Sabes qué le dije a la madre…? Pues que las escuelas militares son para los
hombres, no para las mujeres. Allí solo hay putas y mira, ¿tenía o no razón?
—Permiso para hablar, coronel —pidió Gerardo.
—¡Te callas la boca, pedazo de cabrón, o te juro que vas a pasarte un mes en una
celda de castigo!
Gerardo prefirió mantenerse callado en espera de que le expusieran el problema.
—Le cogiste las nalgas a mi hija… —Si fueran solo las nalgas…, Gerardo se
sorprendió a sí mismo al pensar de aquella manera, a pesar de la situación en la que
estaba metido. Aun así, el modo en que el coronel se expresaba con respecto a Isabel
lo obligó a tener que apretar los puños hasta sentir dolor en la palma de sus manos, la
rabia le puso los nudillos tan blancos como el color de las paredes—. Espero que la
hayas disfrutado, porque también la dejaste embarazada.
¡Embarazada!
Aquello fue una especie de gancho al estómago. ¡Ahora sí que estaba metido en
una buena! Su cerebro, entrenado para atar cabos en fracciones de segundo, elaboró
varias preguntas. Una: ¿cómo el coronel supo que Isabel estaba embarazada? Dos: ¿y
de él?; tres; cuatro; cinco…
Las preguntas comenzaron a amontonarse y algunas respuestas le fueron llegando
automáticamente.
¡Los análisis de sangre!
La semana pasada la escuela había tenido un chequeo médico. A todos los cadetes
les sacaron sangre, les midieron el peso y les hicieron otras pruebas físicas. De seguro
alguien del equipo médico descubrió que la joven estaba embarazada; pero antes de
decirle a ella, prefirió irle con el chisme al futuro abuelo para ganarse algún favor.
Así trabajaban los militares: dando y cobrando favores.
—¿Pero sabes qué…? ¡Ese muchacho se lo arranco yo con mis propias manos! —
el rugido de la voz del coronel sacó a Gerardo de sus reflexiones.
Para asombro de todos fue Isabel la que habló.

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—No me lo voy a sacar.
Gerardo hubiera querido sentarse junto a Isabel y echarse también a llorar. Sentía
cómo sus sueños de ser una analista de la inteligencia comenzaban a desvanecerse.
—¿Qué tú dijiste? —preguntó el coronel.
Parecía un enorme balón morado y a punto de estallar por la ira.
—Que no me lo voy a sacar.
Isabel hablaba sentada pero sin quitarse las manos de la cara. En un acto de valor,
más que el que Gerardo demostraba tener, miró directamente a su padre.
—¡No me lo voy a sacar! —Le gritó al coronel—. No puedes decidir en la vida de
mi bebé.
¡Ay, Dios!, pensó Gerardo, quien sentía cómo las piernas le temblaban. Isabel ya
estaba llamando bebé al feto.
La cachetada resonó en la oficina como si el domador de un león hubiera hecho
estallar su látigo.
Isabel fue lanzada hacia un lado del sofá, mientras se llevaba las manos a la cara.
Un grito de dolor se le escapó. Aun así Gerardo siguió paralizado por el miedo. En
otras circunstancias hubiera cogido a aquel imbécil y lo estrangularía, pero se trataba
de un coronel de las Fuerzas Armadas Revolucionarias: atacarlo era el equivalente,
como mínimo, a diez años de prisión…, fuera cual fuera el motivo.
Dios, ¿cómo me ha pasado esto? ¡Cuatro años, cuatro años tirados a la
mierda…!, Gerardo solo se repetía mentalmente el número cuatro, que eran los años
que tardó en pasar la escuela militar. Estaba tan cerca de graduarse.
Ortega tomó a su hija por el pelo y la obligó a mirarlo.
—Escúchame bien, puta de mierda, pues llamarte hija es deshonrarme a mí
mismo.
Isabel gemía de dolor y miedo. Sus ojos se encontraron por primera vez con
Gerardo, y en aquella mirada él vio la súplica: estaba esperando que interviniera; sin
embargo, lo único que hizo fue desviar la mirada.
Ortega hablaba apretando los dientes; daba la sensación de que si abría la boca
iba a estallar dentro de la sala.
—Aquí se hace lo que me sale a mí de mis cojones, y si digo que te metan unas
pinzas por el culo y te saquen el muchacho, vas a abrir las patas como mismo las
abriste para que este cabrón te la metiera.
—Suéltala… —Gerardo no creyó que aquellas palabras salieran de su boca.
Lleno de miedo buscó al mayor Wilfredo como apoyo, pero este estaba enfrascado en
una discusión por teléfono.
Justo cuando más necesitaba al mayor, no estaba disponible, ¡no lo podía creer!
Ortega lo miró como un matador de cerdos antes de darle una puñalada al animal.
—¿Y quién cojones te preguntó a ti? —El coronel caminó hasta donde estaba
Gerardo y lo miró a los ojos—. Aquí hablas cuando yo te dé permiso.
Aquello ya se había pasado de la raya, pensó Gerardo. Ortega estaba resolviendo

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un problema personal imponiendo su grado militar. Si la discusión se hubiera
efectuado en otro lugar las cosas hubieran sido diferentes; pero dentro de la escuela y
con su uniforme militar, Gerardo era un cadete y Ortega un coronel, con todo el
derecho a mandarlo a callar si lo consideraba necesario, pues su grado se lo permitía.
Cuatro años desperdiciados de su vida —volvió a recordarse—; por lo visto, fuera
cual fuera el fin de la situación, él iba a perder su carrera militar.
—Coronel Orlando Ortega —por primera vez el mayor habló—, le pido que se
controle y aguante sus comentarios.
Ortega pareció no escucharlo.
—Escúchame bien, ¡plasta de mierda! —al decir esto le dio dos leves cachetadas
en el rostro de Gerardo.
—Me vuelve a tocar…
—¿Te vuelvo a tocar y qué? —una vez más le dio otra cachetada, esta vez más
fuerte.
Gerardo perdió el control.
Le dio un empujón por el pecho usando las dos manos, una simple técnica de
impacto enseñada en las clases. Fue su cuerpo quien actuó, no su mente.
Ortega, tomado por sorpresa, perdió el equilibrio y fue lanzado varios metros
hacia atrás arrastrándolo todo a su paso, un jarrón lleno de flores artificiales se calló
esparciendo su contenido por todo el piso de losas. Miles de piedras de colores que
hacían de base para sostener las flores rodaron por el piso. Si no hubiera sido por el
escritorio del director, el coronel habría caído de nalgas sobre el suelo.
Gerardo quedó paralizado por el miedo ante lo que había hecho. En ese momento
se abrió la puerta y entraron cuatro oficiales.
El coronel Ortega parecía a punto de tener un infarto. En toda su carrera militar
jamás un cadete lo había empujado, aquello era un insulto que merecía ante los ojos
del coronel la orden máxima, como si se tratara de la antigua Unión Soviética. Atacar
a un superior se pagaba con el pelotón de fusilamiento.
—¡Hijo de puta, yo te mato! ¡Te mato! —gritó el coronel mientras se abalanzaba
sobre Gerardo.
En ese instante el mayor Wilfredo se interpuso entre Ortega y Gerardo.
Los cuatro recién llegados, como bien supuso Gerardo, fueron llamados por el
mayor. Estos parecían atónitos y fuera de lugar. No sabían qué hacer.
—Coronel Ortega, le pido que se retire de mi oficina —exigió Wilfredo.
Ortega volvió a ignorarlo.
—Les ordeno que arresten a este individuo por haber atacado físicamente a un
superior. Lo quiero seis meses en un calabozo de…
Wilfredo interrumpió al coronel.
—Aquí no se va a arrestar a nadie. Este es el momento de retirarse con orgullo,
coronel.
Ortega miró de arriba abajo al mayor, después introdujo en su cuerpo una calma

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que intimidó a Gerardo. Esta vez el coronel escogió sus palabras.
—Este cadete me atacó.
—Usted lo atacó primero.
—Pero está viendo lo que le hizo a mi hija.
—Nada que ella no quisiera. Las relaciones sexuales dentro de la escuela están
prohibidas. Por eso el cadete Gerardo pasará tres noches en una celda de castigo.
Mientras que la cadete Isabel…
—Se va de la escuela —puntualizó Ortega.
—¡No! No me puedes hacer eso —gimió la joven.
Su padre pareció no escucharla.
—No tengo por qué darle la baja de la escuela —dijo calmadamente Wilfredo—;
aunque, por otra parte, la escuela no le va a permitir seguir sus estudios en sus
condiciones físicas. La decisión que decidan tomar, si quiere o no quiere al bebé, a mí
no me incumbe; eso sí, en cuanto esté en condiciones puede regresar.
Los cuatro oficiales intercambiaron miradas, ya empezaban a entender algo de lo
que estaba pasando.
Ortega tomó a Wilfredo por la mano y lo llevó a un rincón.
—Escúchame, quiero a este muchacho de paticas en la calle en menos de…
—Nadie le va a dar la baja académica al cadete León, creo que ya se lo dejé claro.
El coronel miró al mayor con ganas de lapidarlo. Sin embargo, una simple sonrisa
cruzó la comisura de sus labios.
—Quiere una guerra de cargos, ¿sabe acaso cuántos amigos tengo?
—¿Sabe cuántos tengo yo?
De repente, Ortega pareció tener una idea. Se tardó solo unos segundos en
elaborar un buen plan mientras miraba a su hija y luego a Gerardo.
—Muy bien, quédate con el muchacho; pero mi hija se va hoy.
—Tampoco; esta es mi escuela y yo soy aquí…
—Esta será tú escuela; pero ese hijo de puta agredió a un superior y si quieres
llevar esto a una corte militar estoy seguro de que al final quien más va a perder es él.
Las palabras del coronel parecieron tocar algún lado sensible del mayor, este hizo
una mueca de dolor. Gerardo comprendió que el bonachón del director estaba a punto
de vender su alma.
—¿Quieres que saque a tu hija de la escuela?
—Sí. No sé cómo lo vas a hacer, pero no quiero que nada de esto aparezca en su
expediente.
Gerardo estaba escuchando parte de la conversación mientras simulaba estar
aturdido. Lo que realmente Ortega quería era que no apareciera nada que lo afectara a
él.
—Le vas a destruir la carrera a una joven que promete…
Ortega se acercó al oído de Wilfredo y le dijo:
—Es mi hija, hago con ella lo que me da la gana. Expúlsala de la escuela y este

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asunto se acabó aquí. De lo contrario te juro que le voy a hacer mierda la carrera
militar a tu muchacho.
Wilfredo miró a Gerardo lleno de vergüenza, después asintió.
Los siguientes minutos transcurrieron tan rápido que, a veces, Gerardo no creía
que realmente hubieran pasado.
Ortega sacó a su hija por el brazo, llevándosela de la oficina prácticamente
arrastrada. La joven siguió gritando y pidiendo ayuda. Nadie en la sala se movió. Los
ojos de Isabel se encontraron con los de Gerardo una vez más; pero en esa ocasión, él
solo vio desprecio en su mirada.
La tormenta de recuerdos dejó una capa de lágrimas en los ojos de Gerardo. Esa
fue la última vez que vio a Isabel. Orlando Ortega cumplió su promesa y lo dejó
tranquilo, no sin antes asegurarse de que lo enviaran de regreso a su pueblo natal.
Después de todo navegué con suerte…, por lo menos no me mandaron para el
Escambray.
El Escambray era una región montañosa en el centro de la isla. Allí estaba
instalada una unidad militar con ganada fama de que, quien entraba, podía dar por
terminada su carrera en el ejército.

***

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Capítulo 15
El precio de un cargo
Y allí se encontraba, en su oficina de la PNR de Tres Caminos, un pueblo
perteneciente al municipio del mismo nombre, dentro de la provincia de Villa Clara,
una de las catorce de la isla de Cuba… Eso no era para nada lo que Gerardo esperó
alcanzar con su graduación de título de oro.
Los viejos solían decir que el pueblo se llamaba así porque solo tenía tres
entradas.
Tum, tum, tum, tum…, cuatro fuertes golpes en la puerta de su oficina lo
devolvieron por completo a la realidad. Justo antes de que diera la orden de pasar, la
puerta se abrió y Sandra entró con una sonrisa de oreja a oreja.
Sandra era una hermosa mulata que ostentaba orgullosa el grado de sargento,
junto con las mejores nalgas de la Unidad Militar. A Gerardo se le metió en la cabeza
que aquellas nalgas serían suyas.
—Gerardo, ya me voy para la casa —le anunció la chica, quien también estuvo de
guardia toda la noche—. Dice el mayor Rogelio que vayas un momento a su oficina
antes de irte.
—Está bien, ¿no sabes si ya llegó el café?
—Deja ese vicio que te va a matar…
—Lo único que me va a matar eres tú.
La mulata le lanzó su sonrisa más coqueta. Después movió sus dedos como un
abanico frente a su cara, señalando con el gesto su anillo de matrimonio. Estaba
casada con un capitán de las Tropas Especiales que tenía fama de ser un perro celoso.
Gerardo se levantó de su sillón y caminó hacia la joven; pero antes de llegar a la
puerta, Sandra prácticamente salió corriendo. Ya en el pasillo le lanzó una carcajada y
se fue contoneando sus caderas, consciente de la mirada lujuriosa que le lanzaba el
capitán.
Gerardo cerró la puerta de mala gana.
—Yo te atrapo y no vas a tener un lugar público que te salve —murmuró a modo
de juramento.
Luego caminó por la pequeña oficina hasta la pared donde colgaba su cinturón
con su vieja pistola Makarov, sus dos cargadores y un espray de pimienta. Comenzó a
ponerse el cinturón cuando la mancha de agua en el techo atrajo su atención.
Aquella mancha era el origen de una filtración que ya tenía décadas en la jefatura.
Gerardo volvió a sumergir su mente en una laguna de recuerdos. Varios años
atrás, cuando le dieron aquella oficina, de inmediato comenzó a chocarle la dureza de
su nueva realidad. Una de las señales fue aquella mancha en el techo. Él reconocía
que era ambicioso, ¿pero quién no lo era? Antes soñaba con dirigir una oficina central
de inteligencia, trabajar codo a codo con la CIA, los británicos, o la mismísima

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Interpol. Luchar en la captura de terroristas, narcotraficantes, vendedores de armas…
Pero cuando recibió su pequeño cuarto, la realidad fue atronadora… aunque,
“deprimente” fue en verdad la palabra que en aquel entonces taladró su cerebro. Al
punto que tras cerrar la puerta —la cual no tenía picaporte y continuaba sin uno—
tuvo que apoyarse en una de las paredes para poder respirar y contener sus nervios.
Sin poderlo evitarlo, una humedad nacida de la rabia cubrió sus ojos. Apretó los
puños y se obligó a mirarlo todo con carácter positivo. En aquel entonces las paredes
sin pintar y las cucarachas y ratones que recorrían el piso fueron la respuesta a todas
sus ambiciones.
Ahora, al cabo de tres años, la oficina lucía diferente. Bueno, casi diferente, pues
seguía sin el condenado picaporte.
Por todo inmobiliario, tenía un viejo escritorio infestado de polillas; un sillón de
cuero cubierto por cinta adhesiva, que más bien se asemejaba a un paciente de una
sala de quemados con vendajes por todos lados; y dos sillas de estructura metálica
que gritaban a los cuatro vientos cuán incómodas eran. Pegado a una esquina
descansaba un casillero de metal, que en algún momento fue de color aluminio, ahora
estaba carcomido por manchas de herrumbre…, y al menos contenía seis amplias
gavetas, destinadas a guardar los archivos de sus informantes junto a varias familias
de cucarachas y algún que otro ratón vecino.
Encima del casillero tenía tres pequeñas estatuas reglamentarias de algunos
héroes nacionales. De las paredes colgaban los diplomas y reconocimientos que había
ido ganando durante los últimos tiempos. Aunque algunos de ellos no eran motivos
de orgullo.
Como el que se ganó por ayudar en una operación secreta antimotines de máxima
seguridad. Tras terminar de ponerse el cinturón se acercó a la pared y tomó en sus
manos el odiado diploma.
Junto con más de cuarenta oficiales recién graduados, él fue montado en un
camión y llevado a otra provincia. Allí se ocultaron en una casa secreta donde se
disfrazaron de civiles. Según la información que les brindó uno de los espías que
estaba infiltrado dentro de la “supuesta organización”, en unas horas se produciría
una manifestación en contra del sistema comunista imperante en la isla.
Según le explicaron, los manifestantes pensaban parar el tráfico y lanzar piedras
contra las vidrieras de las tiendas. De solo pensarlo a Gerardo le hirvió la sangre.
Cientos de miles de trabajadores iban a llegar tarde a sus puestos de trabajo solo
porque unas escorias pagadas por un grupo que no estaba de acuerdo con el sistema
decidirían la suerte de otros.
—¡Esos hijos de perra van a perder las ganas de manifestarse! —dijo uno de los
oficiales que estaba a su derecha.
Gerardo observó en su mirada aquel brillo nacido del entusiasmo por poner en
uso las técnicas aprendidas.
El objetivo principal de la manifestación era obstruir el tráfico y así atraer la

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atención de varios turistas. Quienes, deseosos de captar el show sacarían sus cámaras
para llevarse un recuerdo, y otros, mucho más inteligentes, venderían las cintas al
mejor postor.
Gerardo sintió como cada poro de su cuerpo se iba llenando de una energía
agresiva, a medida que seguía escuchando aquellas estupideces. Estaba listo para
actuar. Solo esperaba la orden.
Un mayor de las Avispas Negras entró en la casa y se presentó como el líder de la
operación. Gerardo aún podía recordar perfectamente sus palabras y su rostro…; de
hecho, recordaba el rostro de todos los presentes, a pesar de que eran de distintas
provincias. Que fueran llevados allí tan misteriosamente fue lo primero que llamó su
atención. Pero muy pronto comprendió de qué se trataba. Todos los reunidos fueron
escogidos de diferentes unidades militares de la isla con el objetivo de que jamás
volvieran a coincidir.
Esa fue su primera sospecha de que algo no iba bien.
Al mirar a su alrededor captó la mirada de los otros, que al igual que él, sabían de
sobra que el discurso aquel no era del todo real. Pero, al igual que ellos, esquivó sus
miradas y se enfocó en la arenga del oficial a cargo.
El mayor se dirigió a cada uno de los presentes.
—Esta misión es de suma importancia —comenzó diciendo—; pero lo más
importante es que bajo ningún motivo puede haber un muerto. Por eso midan sus
golpes, ustedes están entrenados y saben dónde y cómo golpear. ¿¡Entendido!?
—¡¡¡Entendido!!! —respondieron a coro.
—Una vez más, nada de golpes a la cara: codos, rodillas, cualquier articulación;
pero no a la cara —todos asintieron con cierto grado de excitación en las miradas—.
Y lo más importante: bajo ninguna circunstancia se identifiquen como oficiales del
gobierno.
Aquella fue la nota discordante del concierto.
¡Qué mierda está pasando aquí! ¡Podemos golpear pero sin dejar marcas! ¿Y no
identificarnos? ¿Acaso ahora somos la Gestapo?
Pero una vez más, prefirió silenciar sus opiniones.
Tras ultimar los detalles finales, los manifestantes aparecieron en la calle, con sus
pancartas y sus gritos.
—Denles a esos hijos de puta su merecido —fue el ultimátum del mayor.
La unidad antimotines fue saliendo discretamente de la casa y comenzó a
mezclarse entre la multitud que ya avanzaba por la calle. A una hora acordada
comenzarían a repartir golpes. La idea era crear un caos, y que ante ojos inexpertos,
quedara como que el pueblo cubano la emprendía a golpes contra unos traidores a la
Revolución.
Pero entonces ocurrió lo inesperado.
—¡Dios santo…! ¡¿Qué es esto?!
Gerardo quedó horrorizado al ver a los manifestantes. La realidad de la situación

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en la que se encontraba y en la cual sería algo más que un simple testigo, golpeó
salvajemente su conciencia.
Los manifestantes no eran más que mujeres vestidas de blanco y armadas con
claveles y rosas blancas. En sus pulóveres llevaban fotos de sus maridos, hijos o
nietos, quienes habían sido encarcelados, simplemente por no pensar de igual manera
que el sistema: los famosos “presos políticos”.
Ahora lo comprendía todo…, y lo peor es que ya no podía hacer nada.
Ellos estaban aplicando una de las técnicas más antiguas y efectivas usadas por la
KGB rusa. Mezclarse entre manifestantes para luego darles una paliza. Si algún
medio de prensa grababa algo, la respuesta de los líderes políticos sería que el pueblo,
encolerizado, había atacado a los reclamantes.
Sin poderlo evitar se acercó a una anciana y la sujetó por el brazo.
—Señora —le dijo a quien podría ser su abuela—, por favor, aléjese de aquí. Esto
se va a poner muy peligroso dentro de unos minutos.
Gerardo no podía creer que aquellas palabras hubieran salido de su boca. De igual
manera la anciana pareció sorprendida hasta que comprendió lo que estaba por
ocurrir. El miedo se reflejó en su rostro por unos segundos, luego la calma apareció
en su mirada.
—Está bien, joven —le dijo la anciana mientras lo sujetaba por la mano y se la
acariciaba—, ¿eres uno de ellos, verdad?
Gerardo no le respondió… No hacía falta.
—Haz lo que tienes que hacer muchacho —una sombra de tristeza cubrió el
rostro surcado de arrugas de la anciana—, quién sabe, a lo mejor algún día te toca
estar de este lado. La conciencia uno debe de tenerla blanca, como mis ropas.
¿Tendrás tu conciencia blanca después de que hagas lo que vas a hacer?
Gerardo no pudo evitar admirar a aquella mujer, aunque no se lo demostró.
De repente los golpes comenzaron.
Los gritos de aquellas madres, esposas y abuelas lo paralizaron y le impedían
reaccionar. Se sentía incapaz de golpear a una de aquellas mujeres. ¿Por qué? Se
preguntó en medio de la molotera. ¿Era este el trabajo que quería hacer? Golpear a
mujeres para que luego aflorara en las noticias internacionales que el pueblo se había
lanzado a la calle atacando a un grupo de contrarrevolucionarios.
Y efectivamente, la operación antimotines no era más que un espectáculo, una
obra de teatro en donde los actores principales no sabían que estaban actuando. Se
trataba de un maldito “show de Truman”.
Los turistas curiosos que por allí pasaban sacaron sus celulares y cámaras y
comenzaron a grabar…, justo como habían previsto. A ellos no les preocupaba que
alguien pudiera reclamarles, pues sabían que en Cuba a los extranjeros se les trata
como a dioses.
Mientras tanto, la función prosiguió.
Acto por acto, escena por escena, justo como habían ensayado cientos de miles de

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veces en las escuelas militares, los policías comenzaron a llegar. Pero estos solo
dijeron a las cámaras de los turistas que llevarían a aquellas mujeres a los carros y
autobuses que previamente habían puesto cerca de la zona. Ellos no estaban allí para
impedir la manifestación… ¡ya que en Cuba existía la libre expresión!
Su único objetivo —explicaron los policías— era evitar que el pueblo cubano les
siguiera dando una paliza a aquellos manifestantes que amenazaban a la sociedad
cubana.
Gerardo no pudo evitar hacerse muchas preguntas que no debía. ¿Dónde estaban
las armas? ¿Flores? ¿Para eso lo habían entrenado? ¿Para atacar a mujeres con flores?
Miró a su alrededor y vio cómo el grupo antimotines se daba gusto poniendo en
práctica sus técnicas de combate. La mejor parte era cuando alguien que iba pasando
intentaba defender a alguna de aquellas mujeres. La misión fue un rotundo éxito,
comentaron luego sus superiores.
Las manifestantes quedaron aplacadas al instante sin causar gran conmoción.
Aunque las miradas de aquellas mujeres, mientras eran arrastradas por el pelo para
meterlas dentro de un autobús, habían roto algo en su interior… para siempre.
Una semana después a Gerardo le llegó el diploma por su colaboración junto con
su ascenso a capitán. También se ganó quince días de vacaciones en una villa militar
que incluía todos los gastos pagados. Aquel fue el mayor insulto…, se sintió como
una vulgar prostituta.
En la calle no dejaba de escuchar los comentarios de cómo las “Damas de
Blanco”, el nombre de la organización que habían atacado, habían sido sometidas a
una paliza salvaje por parte de policías disfrazados de civiles.
Desde ese día, la realidad de su país, del sistema para el que trabajaba, comenzó a
afectarlo desde muchos ángulos. Y lo peor era que no podía hacer nada.
Para borrar su vergüenza, trató de enfocarse en los problemas que realmente
afectaban a los ciudadanos de su pueblo. Así montó una red de informantes, en
ocasiones pagados muchos de ellos con su propio dinero. Estos “chivatos” —como
los solían llamar— comenzaron a informarle de los robos ocurridos en el pueblo, ya
fuera en casas, o a personas en particular.
Con semejante red de espionaje local, comenzó a resolver problemas reales, no
causar otros ficticios. Si se enteraba de algún anciano que vendía dulces, lo dejaba
pasar por alto. Aunque vender dulces sin un permiso legal era condenado con una
multa muchas veces impagable, Gerardo llegó a la conclusión de que aquello era
absurdo, por lo que se hacía el de la vista gorda. De esta manera iba ganando amigos
y favores. Su mejor técnica fue la de mezclarse con los grandes traficantes del
mercado negro del pueblo. Estos lo ayudaban y a cambio él los protegía.
Gerardo terminó de ponerse el cinto, revisó el cargador de su pistola y chequeó
que todo estuviera en orden. Se dirigió a la puerta, pero antes le echó una mirada al
único tesoro que tenía entre aquellas cuatro paredes. Se trataba de un pequeño librero.
En el diminuto estante descansaba toda una colección de libros de espías que fue

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reuniendo a lo largo de su carrera.
Ese era su pasatiempo preferido…, a excepción de las mujeres. Solía pedir libros
como único obsequio a los amigos que viajaban constantemente al extranjero. Pues
conseguir buena literatura en Cuba era casi imposible.
A base de presentes y favores logró reunir casi todas las novelas de James
Patterson, Ken Follett, y Dan Brown. Precisamente por esos días estaba esperando la
última novela de Clancy, que se la traería un amigo de la contrainteligencia que se
encontraba impartiendo un curso en Venezuela.
Al mirar nuevamente el librero cayó en cuenta de por qué estaba de tan mal
humor ese día.
No tenía nada que leer.
Esas novelas eran el único escape para liberar toda su frustración. Soñaba con
verse involucrado algún día en la búsqueda y captura de un verdadero espía
internacional…, o al menos, algo que fuera trascendental, y hasta el momento, lo más
notorio en su carrera había sido la captura de una pandilla de ladrones de bicicletas.
Por eso, que Dios librase a quien se atreviera a tocar uno de aquellos libros.

***
Salió de su oficina con andar pesado y se dirigió al comedor.
Al llegar se encontró con la gorda Mercedes, la cocinera de la unidad, que con su
delantal lleno de parches pelaba ajos para el almuerzo. Cuchillo en mano iba
haciendo bulticos de dientes de ajo y separándolos en grupos de a seis. El joven trató
de recordar desde cuándo conocía a Mercedes. Tras un segundo llegó a la conclusión
que de toda la vida.
—Mercedes, ¿no ha llegado el desayuno?
—Todavía no, pero queda algo del pan de ayer y un poquito de café en el termo.
Gerardo entró a la cocina. Colgadas de la pared había tres calderas tiznadas. Pleno
siglo XXI y en la unidad militar del Municipio aún se cocinaba con fogones de carbón.
Gerardo sonrió, hacía mucho tiempo que ya esas trivialidades no llamaban su
atención. Cuando localizó la canasta del pan, se sintió decepcionado. Alguien la había
descubierto antes que él. Fue entonces hasta el termo, pero solo para confirmar sus
sospechas.
—¡Manda cojones esto…!
—Gerarditooo —gritó la gorda Mercedes—, ¡no hables groserías, cojones!
Gerardo se llevó las manos al rostro y ocultó una sonrisa. La cocinera de la
unidad militar regañando a un capitán.
Eso me pasa por haber regresado a este pueblo, pensó, bueno, no regresé, me
mandaron.
Cuando escuchó vociferar a alguien desde el otro lado de la cerca de alambres de
púas, le bajó el alma al cuerpo. Era Pellejo, el carretonero que traía el desayuno. Fue

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apodado así porque no había un trozo de piel en su cuerpo que no le colgara. Muchos
decían que el viejo carretonero rondaba los cien años y su caballo Rocinante los
doscientos.
Varios oficiales corrieron a abrir la puerta de alambrada para que el carretón
entrara. Sin dar tiempo a que bajaran las canastas de pan, el capitán cogió un termo
de café y un pan con mortadela.
—Capitán, ¿tiene hambre? —le preguntó Pellejo mientras le sonreía y mostraba
su encía como la de un bebé.
—¿A ti te dicen Pellejo o Payaso?
Sin esperar una respuesta entró al comedor. Tomó un vaso de aluminio y se sirvió
un poco de café. Luego se dirigió hacia las celdas.

***

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Capítulo 16
El campeón
El edificio de la Jefatura tenía seis celdas ubicadas en el sótano, con puertas de
barrotes corredizos y solo se podía acceder a ellas a través de una única escalera de
nueve escalones. Cada celda contaba con dos literas de madera ubicadas en sus
extremos.
Esa mañana solo tenían a un prisionero. Cosa poco común cuando había
temporada de Carnavales de verano.
Cada año, a inicios del mes de noviembre, el pueblo de Tres Caminos celebraba
unos carnavales que eran el tormento de los policías. Se reunían cerca de diez mil
personas: las borracheras, las peleas callejeras, y algún que otro robo, siempre
estaban a la orden del día.
Gerardo llegó a la primera celda y vio que desde el final del pasillo, donde
estaban los baños, venía el prisionero con paso vacilante. Un mulato de dos metros de
alto cruzó por su lado, el gigante iba armado de una coraza de músculos que
cualquier practicante de fisiculturismo envidiaría.
—Gerardito, muchacho —dijo el gigante al ver al capitán—, tuve que ir al baño,
pues no aguantaba más.
—No hay problema, Héctor, mira lo que te traje.
Héctor miró el pan y el vaso de café y casi se echa a llorar. Con manos
temblorosas cogió el desayuno y entró para su celda.
Aquel gigante con gestos torpes le recordó al musculoso John Coffey, en La Milla
Verde.
El capitán no le prestó atención a que el oficial de guardia de las celdas no
estuviera allí y mucho menos que la celda estuviera abierta. Es que de hecho, rara vez
las cerraban. Y no sería la primera vez que mandaran al prisionero a la tienda de la
esquina a comprar cigarros para los oficiales.
Gerardo pensó que lo mejor de haber regresado a su pueblo era que conocía a
todos, y todos se conocían.
Recostó su frente a los barrotes para mirar cómo Héctor devoraba el pan.
—Campeón, la bebida lo está matando —le dijo con tono cariñoso.
El gigantón bajó la cabeza con un gesto de culpa.
Gerardo fue invadido nuevamente por los recuerdos, en esa ocasión por los de la
noche anterior.

***
Estaba a punto de quedarse dormido sobre el escritorio de su oficina cuando la
puerta se abrió de repente.

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—¡Manda cojones esto! —Maldijo Gerardo—. ¡Aquí nadie toca…!
En la puerta apareció Jimena, la hija de Héctor. Traía todas sus trenzas paradas de
punta, como si hubiera sostenido por diez minutos un cable eléctrico con la boca.
—¿Y a ti qué cojones te pasó, Jimena? Me quieres matar del corazón…
—¡Gerardito, es el viejo! ¡Corre, que me lo matan…!
—¿Quién se va a atrever a matar a Héctor?
—Se volvió a emborrachar y esta vez cogió una botella —las borracheras de
Héctor eran famosas en el pueblo, pero nunca había agredido a nadie. Que Jimena
estuviera allí significaba que algo grave estaba pasando—. Está rodeado por tres
policías que vinieron en un Lada patrulla de Sagua…
Nada más mencionó Sagua, Gerardo saltó de su sillón como si tuviera un sistema
de resortes. Cogió el cinturón con su pistola Makarov y una tonfa. Sin perder un
simple segundo corrió por el pasillo hasta la escalera que conectaba con el primer
piso. Se voló los dieciséis escalones de seis en seis. Al llegar abajo miró hacia arriba
y le gritó a Jimena que ya casi lo alcanzaba:
—¿Dónde está Héctor?
—Está frente al Mandarín…
El Mandarín era una de las tres discotecas que tenía el pueblo, ubicada solo a
cuatrocientos metros de la unidad militar. Gerardo calculó mentalmente que no le
daría tiempo a sacar el Lada patrulla del garaje. En lo que los oficiales de guardia
abrieran el portón y sacaran el auto, para ese entonces ya él habría llegado.
Salió corriendo.
A pesar que eran solo cuatrocientos metros y él se mantenía en muy buenas
condiciones físicas, tuvo que aminorar su carrera para atravesar la multitud.
Los bafles de música estaban sobre tarimas cada veinte metros, y los DJ
competían unos con otros por ver quién ponía la música más alta. Como resultado,
avanzar entre la gentío, pidiendo permiso a cada segundo, era prácticamente
imposible. Por eso atravesó los grupos a puro empujón sin detenerse a pedir disculpas
ni mucho menos mirar atrás.
Mientras empujaba a la multitud para abrirse paso, recordó que los policías de
Sagua, un pueblo que quedaba a unos treinta kilómetros, no tenían jurisdicción en
Tres Caminos y ellos tampoco les habían pedido apoyo. Si un Lada patrulla estaba en
el pueblo era porque venían de la ciudad de Santa Clara y al regreso tomaron un
desvío para acortar tramo por el pueblo, que sabían estaba de carnavales.
Por fin, Gerardo llegó al Mandarín. Un segundo le bastó para identificar dónde
estaba ocurriendo la pelea.
La multitud había abierto un círculo alrededor de los gladiadores y como
espectadores de un circo romano, esperaban el desarrollo del espectáculo. Dos
jóvenes policías tenían rodeado a Héctor, mientras que un tercero intentaba razonar
con el gigante para quitarle la botella. Gerardo reconoció que los policías eran
jóvenes recién graduados de la academia, y por su actitud estaban deseosos de poner

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en práctica lo aprendido.
Héctor solo daba gritos mientras se tambaleaba a los lados. Juraba y maldecía que
a quien osara tocarlo, le iba a partir la botella en la cabeza. Los policías movieron sus
tonfas en señal de ataque.
Gerardo rompió el círculo y entró al centro.
El policía que intentaba quitarle la botella quedó sorprendido al ver al capitán.
—¡Héctor…! —gritó Gerardo, el gigante lo miró como tratando de reconocerlo
—. No hagas un show más grande y dame la maldita botella.
Ante el asombro de los tres policías el capitán llegó hasta donde estaba el
borracho y le quitó la botella. Seguidamente lo tomó del brazo y lo sacó del círculo
como si de un niño revoltoso se tratara. La multitud comenzó a abuchear a los tres
policías. El líder bajó su tonfa y sin poderlo evitar sintió como su rostro se ponía
morado de la vergüenza.
Mientras tanto, Gerardo condujo por la mano a Héctor, la multitud rompió en
aplausos, una vez más imitando a un coliseo romano que despedía a uno de sus
gladiadores predilectos. La música, que había parado, prosiguió y el vacío del círculo
quedó lleno de bailarines al instante.
Los tres policías hicieron una escolta alrededor del capitán y del borracho. Uno de
ellos sacó un par de esposas y se las ofreció a Gerardo. Este arqueó una ceja y las
rechazó con la mirada. Al ver cómo el capitán llevaba al gigante de la mano, como si
fuera un niño, comprendieron que las esposas estaban de más.
Una vez dentro del edificio militar, otro policía tomó por la mano a Héctor y lo
llevó a las celdas. El gigante no opuso resistencia.
De los tres policías, su líder, quien ostentaba el grado de sargento, pidió tener
unas palabras con el capitán.
—Vamos a mi oficina —dijo este. En las escaleras estaba Jimena, quien se
abalanzó sobre Gerardo y lo abrazó.
—Gracias, Gerardito…, que Dios te lo pague.
La joven no le dio las gracias al sargento, más bien lo quiso quemar con sus ojos.
Dentro de la oficina el sargento dijo:
—Con el debido respeto, capitán; pero mi grupo tenía controlada la situación.
—¿Cómo se llama, sargento?
—Ángel Rojas…
—Sargento Ángel Rojas, ¿usted conoce a Héctor Hernández?
—No capitán; pero entiendo su preocupación por él, ya que por lo visto es un
conocido del pueblo. Pero…
—Yo no me preocupaba por él…, me preocupaba por ustedes.
Una sonrisa cruzó los labios del sargento. Pero desapareció al instante al ver que
el capitán no se reía.
—Una vez más, con el debido respeto, capitán. Pero permítame recordarle que
éramos tres policías entrenados. No tenía que preocuparse…

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—Sí tenía, créeme, cuando te digo que sí tenía —le dijo Gerardo mientras se
quitaba el cinturón y lo colgaba en la pared—. El problema es que Héctor Hernández,
ese borracho que usted conoció hoy, fue durante los años noventa cuatro veces
campeón nacional de judo.
El sargento tragó en seco y palideció.
—Héctor estaba entrenando para ir a los Panamericanos cuando cierto día llegó a
su casa y se encontró a su esposa en la cama con otro —Gerardo comenzó a disfrutar
la historia con los cambios que iba mostrando el rostro del sargento—. Imagínese
usted, que al amante lo mandó por un año para una sala de terapia intensiva…, e
hicieron falta ocho policías para meterlo en un Lada patrulla.
El sargento bajó la cabeza sin saber qué decir.
En la verdadera historia, fueron cinco policías, pero Gerardo exageró solo un
poquito ese insignificante detalle.
—Ya ves, Ángel, me estaba preocupando por ustedes.
—Muchas gracias, capitán. Con su permiso…, me retiro.
Sin esperar la orden, el sargento salió de la oficina tirando la puerta tan fuerte
como pudo. Gerardo estalló en una carcajada.

***
—Gerardito —dijo Héctor desde adentro de la celda. La voz del negro lo trajo de
vuelta al presente—, gracias por lo de anoche. Tú sabes que cuando tomo a veces me
pongo un poco pesado, pero yo nunca… ¡Qué pena, por Dios! ¡Capaz que le hubiera
dado un mal golpe a esos muchachos! A fin de cuentas ellos estaban haciendo su
trabajo.
—No hay problema, campeón; pero para la próxima coja la borrachera en su casa
—sin más reproches el capitán fue hacia la puerta; pero antes de salir, su voz se
volvió amenazante—. Héctor, a las doce te vas para la casa. No te quiero ver más por
los carnavales. Y salúdame a Jimena, que anoche casi le provocas un ataque del
corazón.
El gigante asintió con la cabeza.
Antes de salir miró al campeón. No sintió lástima por él, la sintió por sí mismo.
Ver a aquel gigante convertido en un viejo borracho, hizo que algo se estremeciera en
su interior. Solamente de recordar cuánta fuerza tuvieron aquellos brazos cuando
joven… Esa imagen lo asustó. ¿No se estaría viendo a sí mismo, como reflejado en
un espejo futurista? ¿No sería ese su fin si continuaba en aquel pueblo? ¿Qué futuro
habría tenido el campeón? ¿Qué futuro tendría él? ¿Terminaría como Héctor,
borracho dentro de una celda? Tenía tanto que ofrecer, se dijo a sí mismo, sin dudas
el padre de Isabel había escogido su mejor venganza.
Lo encerró en aquel pueblo sin futuro ni expectativas, donde los jóvenes pasaban
los días en los parques hablando de sus bicicletas, donde las semanas se unían a los

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meses, donde los huecos en las carreteras solo se hacían más grandes, donde los
meses se hacían años…, donde las personas envejecían de adentro hacia afuera.
Gerardo salió de las celdas asustado por aquella tormenta de reflexiones. Una vez
que se calmó, ya en el pasillo, se dirigió a la oficina del mayor. Pero antes pasó por la
cocina. Mercedes seguía en el mismo lugar donde la había dejado; mientras tanto,
unos cuantos oficiales con sus vasos de café, habían formado un grupo al lado de
Pellejo para escuchar algunas de las mentiras que el viejo les solía contar: estaban
desternillados de la risa.
Sobre la mesa había tres termos, Gerardo fue tomándolos uno a uno y los
removía, solo para comprender con desilusión que no les quedaba ni una sola gota.
—¡Manda cojo…!
Mercedes lo miró con cara de pocos amigos. Gerardo prefirió irse a la oficina del
mayor.

***

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Capítulo 17
La misión del día
El mayor Rogelio Saldan ya rondaba los sesenta y se iba a retirar ese año. Era un
buen hombre, de la clase de personas que siempre tienen una sonrisa que regalar
aunque no se la pidan. Solía peinarse con una raya al lado para disimular su avanzada
calvicie. Sin embargo, su esposa, veinte años menor, no era tan buena. Todo el pueblo
sabía que en las noches, cuando el mayor estaba de guardia, ella aprovechaba para
meter a sus amantes en la casa.
Gerardo también lo sabía; pero ojos que no ven, corazón que no siente, y no iba a
ser precisamente él quien le abriera los ojos al mayor.
Entró en la oficina.
Como siempre, el mayor lo recibió con una amplia sonrisa mientras le hacía
gestos para que cerrara la puerta tras de sí, antesala de que algo importante iba a
ocurrir. Al cerrar la puerta, Rogelio puso sobre la mesa un termo de café con dos
pequeñas tazas de porcelana. El café para los cubanos significa más que el té para los
británicos, o el mate para los argentinos.
A Gerardo le regresaron los colores al cuerpo cuando el mayor le extendió una de
las tacitas repletas del preciado líquido negro. Con dedos temblorosos por la falta de
cafeína, el capitán se sintió el hombre más dichoso del mundo al ver cómo aún
humeaba el líquido dentro de la fina porcelana al llevársela a los labios.
—¡Néctar de los dioses!
—Me lo trajo mi esposa esta mañana, ¡junto a un tremendo desayuno! —Exclamó
Rogelio con una sonrisa de orgullo—. ¿Esa esposa mía no es un tesoro?
—Realmente lo es. ¡Sin dudas vale un millón de pesos…!
Gerardo siguió deleitando su paladar con cada sorbo. No podía negarlo: la esposa
le sería infiel, pero al menos lo mantenía contento.
Mientras Rogelio se servía su propia taza, colocó sobre la mesa dos carpetas
amarillas.
—Gerardo, te tengo dos importantes misiones —dijo para romper el hielo.
—Venga la primera.
—¿Tú sabías que Manuel Mendoza tiene una nieta en España?
La pregunta no sorprendió al capitán.
Cada persona del pueblo conocía a Manuel, algunos incluso decían que era un
perro comunista. Como él mismo sabía, Mendoza, que ya rondaba los ochenta años,
había bajado de las montañas con el Ejército Rebelde en el año 1959, cuando los
famosos barbudos dieron el golpe de estado.
En la actualidad, el viejo tenía tantas medallas como cualquier comandante de la
Revolución Cubana. También había participado en la guerra de Angola y varias
expediciones en el Congo, pero esas guerras le desgastaron su espíritu guerrero.

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Según muchos comentaban, el anciano vio los horrores que muchos generales
cubanos hicieron durante la campaña; decepcionado por ellos, se desvinculó del
Partido Comunista y de todo lo relacionado con el Comité Central. Eso sí, jamás se
perdía alguna reunión de los Comités de Defensa.
Hacía tan solo un año que su ficha había aparecido en una de las listas enviadas a
Gerardo con los nombres de ciudadanos españoles residentes en la isla. Para asombro
de todos, incluyendo a Gerardo, en menos de un mes al anciano le apareció un
hermano al que no veía desde los años cincuenta.
Al instante Manuel arregló sus papeles, sacó su pasaporte y se fue de visita a
España por una semana.
Lo que intrigó a Gerardo es qué tenía que ver una nieta en todo aquello… ¿Y por
qué el mayor se lo estaba diciendo?
—Bueno, pues resulta que el hermano de Manuel, un tal José Mendoza, es el
abuelo de Lucía Mendoza de la Cruz —al decir esto Rogelio le pasó la primera
carpeta, dentro había un archivo con todos los detalles de la joven, incluyendo varias
fotos de cuerpo completo—. ¡Preciosa la españolita, verdad!
Gerardo observó a una joven de tan solo veintidós años con rasgos finos y
delicados. Unos tirabuzones negros caían sobre sus hombros mientras le regalaba al
fotógrafo una amplia sonrisa. Los rasgos de su rostro le recordaron al capitán la
belleza incomparable de las mujeres árabes. Algo en sus ojos también le recordó a la
mirada fría y calculadora con que a veces el viejo Manuel solía intimidar a los
revendedores de pescado.
—Sí, es muy bonita, ¿y a qué viene este archivo?
—Pues resulta que la muchacha pertenece a un grupito que se llama Amnistía…
mmm, no sé qué mierda…
—Amnistía Internacional —Gerardo no había viajado nunca, pero se mantenía
bien informado de todas las asociaciones y grupos a favor de los derechos humanos
que operaban en el mundo.
—Eso mismo, ahí lo dice en el archivo.
—¿Y…?
—Bueno, que tras conocer a su tío abuelo, pues la joven se encariñó con el viejo
y ahora le quiere devolver la visita.
—¿Y…? —Gerardo comenzó a impacientarse.
—Pues que desde arriba —el mayor se tocó la charretera donde tenía señalado sus
grados militares con la punta de los dedos, código entre cubanos para señalar a
personalidades altas en el gobierno—, quieren que chequees a la españolita.
Gerardo se llevó las manos a la cara y reventó un suspiro contra sus palmas
abiertas; mientras tanto, experimentó una ola de rabia y decepción que fue inundando
cada centímetro de su cuerpo. Sus superiores en el Comité Central no tenían nada
más importante que hacer y por eso lo mandaban a él, un capitán de la inteligencia
militar a que siguiera a una chiquilla.

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Rogelio casi pudo leer los pensamientos de su colega y se apresuró a agregar:
—El problema es que la españolita ha estado en unos cuantos países durante
manifestaciones por los derechos de la libertad de expresión y todas esas
estupideces…, y los de arriba quieren que la sigas, que no le permitas que ande
tirando muchas fotos y haciendo preguntas sin sentido, ¡tú sabes!
¡Tú sabes!
Aquella frase parecía tatuada en las paredes de su cerebro. Se suponía que él sabía
la verdad de su país, pero le convenía hacerse el de la vista gorda. Hacerles creer a los
demás lo que los grandes dirigentes querían que todos creyeran.
Su país, pensó con cierta melancolía, era una especie de maquinaria gigante en la
cual él era uno de los engranajes que ayudaba a las piezas dentadas a continuar
moliendo su mentira. Cuba era perfecta, la salud y la educación eran gratis, esa era la
imagen vendida por años y años…; de hecho, esa era la imagen que vendían todos los
países comunistas desde tiempos inmemoriales.
Gerardo recordó una de las frases de Joseph Goebbles, el líder propagandístico de
los nazis: Más vale una mentira que no puede ser desmentida que una verdad
inverosímil.
Si a la españolita se le ocurría visitar un hospital cubano se daría cuenta de cómo
las ratas y cucarachas corrían por los pasillos, a no ser un hospital militar —por
supuesto—; irónicamente, los hospitales militares solo eran para los hijos de los hijos
de los dueños del país.
La burguesía cubana.
Por tanto, entrar a un hospital cubano era el equivalente a jugar a la ruleta rusa
con la magnum 44 de Harry el sucio. Y en la mayoría de los casos, los salones de
operación permanecían cerrados por falta de esterilización. Aunque otra de las
“verdades”, que todos sabían; pero a nadie se le permitía decirlo y mucho menos
quejarse, era lo referente al “hermoso” sistema médico de la isla.
¡Tú sabes!, volvió a repetirse la frase.
Sí, Gerardo sabía que los doctores no tenían los instrumentos necesarios para
hacer las operaciones. Por lo que los mismos pacientes debían pedírselos a sus
familiares en el extranjero y llevarlos consigo.
Con la educación pasaba lo mismo, pensó una vez más Gerardo, cada nueva
generación soñaba únicamente con largarse de Cuba, a nadie le interesaban los
estudios, ¿para qué?, si un vendedor de carne de cerdo ganaba en un día lo que no
ganaba un profesional en un mes de trabajo. La realidad que todos sabían, era que el
país estaba gobernado por un geriátrico de ancianos aferrados al poder, temerosos de
ser jubilados y enviados a un asilo. Y no existe nada en el mundo a lo que un anciano
tema más, que ser ignorado por los jóvenes.
Esos ancianos les temían a los cambios, a la tecnología, al futuro; por eso no
veían, o preferían no ver, cuán corrupto vivía el sistema de gobierno que ellos seguían
defendiendo. A algunos les convenía, sobre todo a los hijos y nietos de los

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gobernantes, quienes eran el equivalente a los príncipes de la realeza… Pues sí,
aunque Cuba siguiera vendiendo la imagen de igualdad en las clases obreras, una vez
más, la otra verdad, es que tenía más clases sociales que cualquier otro país del
mundo.
—Te veo pensativo, ¿quieres más café?
La voz del capitán sacó de sus reflexiones a Gerardo. Este le dio la taza para que
se la rellenara. Gerardo aún no podía creerse aquella misión que acababan de
encomendarle.
El país cada día tenía más tráfico de drogas y prostitución. Él no era el único que
lo veía, muchos de sus compañeros de escuela, quienes habían instalado redes de
espías por toda la isla, hablaban de cómo grandes capos de la droga venían al país a
cerrar sus negocios, sin preocuparse de la DEA o la Interpol. Cuba, como si fuera una
especie de zona neutral, ofrecía ron, tabaco, mujeres y discreción… el paquete
completo. Mientras tanto, a sus dirigentes les preocupaba más una chiquilla que venía
a tirar fotos.
Ya para nadie era un misterio que Cuba consumía tanta droga como cualquier otro
país de Latinoamérica, a pesar de que esa imagen de los cubanos, gente pura y sin
malicia, se seguía vendiendo por el mundo. Aunque, a decir verdad, esa quimera solo
era creíble entre los propios cubanos de a pie, la gente más simple y sencilla.
Pero una vez más, él no podía hacer nada al respecto.
Sí, realmente unas buenas fotos sí que afectarían la imagen de nuestra hermosa
isla, pensó el capitán mientras saboreaba el delicioso líquido negro.
Aún quedaba la otra carpeta.
Terminó de saborear su café y señaló el otro documento.
—Esa es la primera misión —le explicó el capitán, mientras le pasaba la carpeta
—. Esta es la segunda y más difícil.
En el fólder estaba el expediente de un oficial con grado de sargento.
—¿Y esto?
—Más bien, ¿quién es ese?
—Ok, ¿quién es este?
—Ese es el hijo del coronel Esteban Ramírez —Gerardo volvió a llevarse las
manos a la cara y a resoplar: ya aquello distaba mucho de una mañana perfecta—.
Ramírez nos manda a su hijo para que pase una temporada por acá y de paso aprenda
a procesar y captar a futuros agentes de la seguridad.
Gerardo conocía a Rogelio desde que él era un niño. Había jugado con sus hijos y
lo veía como a un viejo tío, por eso ambos se permitían un nivel de confianza que no
existe entre oficiales de sus rangos.
—Rogelio, háblame claro. ¿Qué cojones pasa con este sargento?
—Pues pasa que Duanys Ramírez, o el sargento Ramírez, empezó la escuela de
Criminalística en La Habana… —Gerardo sonrió, a Rogelio le encantaba contar
chismes militares y la voz maliciosa que usaba delataba cuánto lo disfrutaba—; pero

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el muchacho le salió bruto al coronel y en segundo año dejó la carrera.
El capitán sirvió más café.
—¿Tú no has desayunado nada…? —Las tripas de Gerardo rugieron a modo de
respuesta—. Mmm, no es bueno comenzar el día con el estómago vacío. Ahí me
queda un pedazo de pan con tomate que me trajo mi esposa.
Acabará de hacerme el cuento, se preguntó Gerardo, pero se levantó para buscar
el pan. Rogelio continuó.
—De ahí el sargentico pasó para las Avispas Negras…
Esta vez Gerardo sí quedó sorprendido, e incluso dejó de masticar por un segundo
para mirar la foto del sargento. Él bien sabía la ferocidad de estos guerreros. Pues uno
de ellos casi le parte el cuello en una ocasión.
—Pero lo volvió a dejar al mes, no aguantó el entrenamiento. —Por lo menos
resistió un mes, pensó Gerardo—. Ahora el padre quiere que el hijo sea agente de la
seguridad, y ahí entras tú…
—¡No puede ser! ¡Manda mierda esto…! —la confianza de Gerardo con el mayor
era tal que podía permitirse el lujo de maldecir frente él—. ¿Y qué se supone que
debo hacer? ¿Convertirme en niñera?
Tocaron en la puerta.
El mayor hizo un gesto llevándose el dedo a los labios para que se callara.
—Adelante.
La puerta se abrió y entró el sargento Duanys Ramírez.
Un segundo le bastó a Gerardo para comprender que jamás soportaría a aquel
hombre. El sargento lo miró y asintió con la cabeza.
Medía uno sesenta, calculó el capitán a tiro de ojo. Con poderosos brazos y un
ancho pecho que lo hacían parecerse a un perro bulldog. Gerardo, quien gustaba de
buscar las debilidades físicas de las personas con solo mirarlas, determinó que el
punto débil del sargento era la resistencia. Tenía una mandíbula cuadrada, signo que
lo convertía en el prototipo perfecto para interpretar a un matón de películas de
mafiosos. Pero fueron sus ojos lo que despertaron la sospecha en Gerardo. Su mirada
era fría y rencorosa, le recordó al instante los ojos de esos niños que no pierden
oportunidad para delatar a sus compañeros cuando estos lanzan una tiza al pizarrón.
El clásico abusador que en los horarios de recreo, junto a su pandilla, les arrebatan la
merienda a los más débiles.
Se trataba de un cabrón burgués, resumió Gerardo. El hijo de papá.
—Capitán Gerardo, le presento al sargento Duanys —dijo con palabras cautelosas
el mayor Rogelio. Para aliviar la tensión que se creó entre los dos hombres, el mayor
les dio varias palmadas en los hombros.
Capitán y sargento se dieron un fuerte apretón de manos.
—Es un placer conocerlo, capitán. He escuchado muchas historias de usted, sobre
todo su fama bien ganada en la Escuela de Inteligencia.
Gerardo solo asintió con la cabeza.

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—El sargento estará dándole seguimiento al caso que te acabo de dar.
Gerardo quiso comerse a Rogelio con los ojos.
Aquello era lo único que le faltaba. No solo tendría que hacer de niñero, sino que
debía enseñarle cómo hacer un seguimiento a un niño consentido.
—Pues los dejo para que se pongan al día, espero que pronto hagan un buen
equipo.
Sin más palabras de presentación, el mayor salió de su propia oficina dejándolos
solos.
Por un instante, Duanys estudió sin mucha contemplación el rostro de Gerardo.
—Bueno, ¿cuándo empezamos a seguir a la españolita?
Aquello fue la gota que derramó el vaso.
Gerardo tuvo que hacer acopio de toda la paciencia que no tenía y usarla para
calmarse. Que el sargento supiera cuál era el caso en el que iban a trabajar, solo
significaba que estaba por delante de él. Había leído un archivo que se suponía era
confidencial. Sin dudas su padre lo estaba apadrinando y de muy buena manera.
Gerardo se dio cuenta de que tendría que caminar con pies de plomo si no quería
quedar de ayudante del sargento.
—Cuando yo de la orden…
—Por supuesto, es su caso —se apresuró a añadir Duanys y una risa burlona se
dibujó en su rostro.
A Gerardo no le gustó para nada el tono sarcástico en aquellas palabras; pero una
vez más, tuvo que controlarse.

***

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Capítulo 18
“Amigas”, Revlon y un poco de historia

España.

—¡¿Qué te vas a Cuba?! —Exclamó Lola sin dar crédito a lo que escuchaba—.
¡Pero serás hija de puta! ¿Cuándo pensabas decírmelo?
—Cállate, por Dios, que nos van a echar de la sala —le dijo Lucía mientras le
tapaba la boca con una mano. Los ojos de su amiga querían salírsele de las órbitas y
por las aletas de la nariz, como si estuviera a punto de expulsar una llamarada. Sin
poderlo evitar, a Lucía se le escapó una de esas carcajadas que solo su amiga era
capaz de provocar. Y fue ese el momento que aprovechó Lola para morderle un dedo.
—Suelta, ¡caníbal!
Lola le soltó el dedo de mala gana.
Por unos segundos ambas chicas permanecieron en silencio.
Se encontraban acostadas en el único sofá que había en la habitación del hospital.
Frente a ellas había dos sillones más que servían de decoración a la gigantesca sala de
recuperación. Ellas eran las únicas que estaban en la sala privada pagada por Gonzalo
de Quiñones, padre de Lola.
Quiñones, siendo uno de los abogados más ricos y prósperos de España, no solo
podía permitirse el lujo de rentar una sala de recuperaciones privada, sino que
incluso, para su trasplante de hígado, hizo que desde Inglaterra volara en un jet
privado el mejor cirujano en la materia solamente para que lo atendiera a él.
Mientras Lola continuaba teatralmente enfurruñada, Lucía recorrió con la vista el
decorado de la sala. De las paredes colgaba una colección de excelentes copias de los
grandes de la pintura española. Había cuadros de Picasso, Goya y el inconfundible
estilo de Dalí.
Justo cuando Lucía pensaba decir algo, Lola exclamó:
—¡Ese es mi Revlon!
—¿Qué…? —a Lucía le subieron los colores al rostro.
—Ese lápiz labial que tienes es un Revlon de fresa… ¡mi favorito!
—Te estás equivocando, tía, este…
Lola se abalanzó sobre Lucía y le sostuvo con ambas manos el rostro, después, en
vísperas de que su amiga no tenía escape, la besó tiernamente. Por un instante el beso
de ambas chicas pareció eterno. Lucía no opuso ninguna resistencia; por el contrario,
dejó que los carnosos labios de Lola saborearan los suyos.
—Fresa, ¡lo sabía! —Lola se despegó, se saboreó con la lengua y la volvió a
besar—. Zorra, me robaste el creyón.
—No seas gilipollas, se te quedó en mi apartamento la otra noche. Joder, algo te
tenía que quitar —protestó Lucía—, no iba a dejar que Lucas me llevara todo de ti.

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Lola sonrió y volvió a besarla.
—Te lo puedes quedar, así, cuando lo quiera de vuelta, te lo quito de los labios.
Lucía enarcó una ceja, pero no puso ninguna objeción. Para terminar la pelea y
enterrar el hacha de la guerra, Lola simplemente atrajo a su amiga contra su pecho y
comenzó a acariciarle el pelo. Mientras lo hacía, Lucía meditó en su extraña relación
con Lola.
Lola era su mejor amiga…, bueno, lo que es amiga, “amiga”, no estaba muy
segura de hasta dónde se podía catalogar ese término de amistad. La verdad es que su
relación era un poco complicada. Quizás demasiado.
Todo comenzó el día que rompió con Ulises. Ese cabrón no solo le arrancó el
corazón, sino que se lo tiró a los perros. Lucía llevaba dos años de relación con él
hasta que descubrió que solía verse todos los fines de semana con una ex novia en un
motel de mala muerte. Lo peor era que pagaba con una tarjeta de crédito que ella le
había obsequiado, ya que el muy cabrón estaba en paro. Para colmos, Lucía lo estuvo
manteniendo prácticamente durante seis meses y eso incluía los gastos de su amante.
Cuando por fin descubrió todo el engaño, sin más lo mando a la mierda. No le
importaron ni sus lágrimas ni sus disculpas, le botó todas las cosas del apartamento y
le dijo que si volvía a acercarse a ella le iba a poner una orden de restricción…;
quizás exageró en esto último, pero en ese preciso instante ningún método de tortura
inventado por la Santa Inquisición le parecía suficiente castigo.
Después corrió al apartamento de Lola.
Desde que su amiga la vio entrar, supo lo que había ocurrido. No hubo necesidad
de que Lucía le contara la historia. Como siempre, Lola era más que su paño de
llanto. Al instante abrió una botella de vino, un Porto reservado para momentos
especiales. Aquella ocasión en particular no ameritaba gastar una botella de tan
excelente calidad, pero a Lola le gustaba tanto celebrar, como lamentarse con el sabor
de los vinos que su padre coleccionaba.
—Venga ya, joder, que ya pasó —la consoló Lola.
Iban por la tercera botella, estaban solas en el apartamento y entonces sucedió.
Con el gesto más maternal del mundo, Lola le apartó un cabello que caía sobre su
frente y después la besó en los labios. El beso fue leve e hizo que Lucía saltara como
si hubiera recibido una descarga eléctrica.
—¿Qué haces?
—No lo sé, simplemente tuve ganas de besarte… Lo siento, no sé…
Pero Lucía lo sabía. Bien que lo sabía. Hacía mucho tiempo que había
comprendido que su mejor amiga la miraba distinto. Sobre todo después de terminar
la clase de natación. Todo el equipo de chicas se duchaba al unísono, pero Lola y ella
siempre se rezagaban.
Al principio lo achacó a su imaginación algo exagerada, pero muy pronto
confirmó que Lola la devoraba con los ojos…, y aquello la excitó. Para Lucía era una
nueva sensación, alguna especie de capricho erótico que jamás había experimentado

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antes. Sentirse deseada por otra chica podía llegar a ser extremadamente intrigante.
Hasta ese día.
—No sé qué pasó… —continuó disculpándose Lola—. Creo que el vino…
Lucía tomó el rostro de la amiga entre sus manos y esa vez fue ella quien la besó.
De aquella noche Lucía no recordaba mucho, solo una agradable sensación de
éxtasis y una maraña de pensamientos. A su mente solo acudían imágenes de más
botellas de vino, risas, besos, dos chicas completamente desnudas sobre una alfombra
y después una paz eterna…, la paz que el cuerpo recibe solo después de un
prolongado orgasmo.
Desde esa noche todo cambió.
Lola se convirtió en algo más que su mejor amiga. Pero lo que sí les quedó más
que claro es que no eran lesbianas, no podían incluso pensar como bisexuales. A
Lucía le seguían gustando los chicos y Lola hasta se acostó con otra compañera de
clase solo para salir de dudas. Y, en efecto, confirmó sus sospechas.
—No me va el rollo de las tías —le dijo Lola en esa ocasión—, ¡joder! Lo que me
gustan son las pollas, blancas, negras, chinas; pero las pollas…, y tú, me gustas tú.
A Lucía también le gustaba Lola. Por eso no se mintieron ni jugaron a aparentar
que no se atraían. Pasaban la mayor parte del tiempo juntas o haciendo todo tipo de
cosas, desde ir de compras, al cine o hasta darse una noche loca de orgasmos y placer.
Quien desenmarañó un poco su extraña relación fue Lucas… ¡y de qué manera!
Cuando Lola conoció a Lucas quedó obsesivamente enamorada de él, y de igual
manera, Lucas quedó atraído por Lola.
“Los tórtolos”, los bautizó Lucía.
Ella también amó a Lucas desde el primer día, solo que de manera diferente. En
cuanto Lucas comprendió la relación que mantenían las dos chicas se lo tomó como
lo más normal del mundo. Incluso en ocasiones les pedía que se besaran para
alimentar su imaginación morbosa, y ellas le respondían entre risas que estaba
enfermo, que necesitaba ayuda siquiátrica…; pero al final solían complacerlo.
—¿Y cuándo piensas irte? —le preguntó Lola.
La voz de su amiga la trajo de regreso al presente.
—La semana que viene.
—Te vas a la Cuba comunista, a follar y a que te follen como Dios manda —Lola
fingió lágrimas de cocodrilo, aunque en realidad Lucía sabía que en el fondo se moría
de la envidia. Como era común en los cambios de ánimo de su amiga, esta se alisó
teatralmente el pelo y después agregó con ojos pícaros—. ¡Dicen que los cubanos
tienen unas pollas…!
—¡Lola, por favor! No voy a follarme a todo el que me pase por el lado, voy a ver
a mi familia.
—Que viven en un país comunista.
—Por desgracia.
—No puede ser tan malo.

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Lola era graduada de Economía; pero de Historia no sabía ni quién descubrió las
Américas.
—No tienes ni la más puta idea de lo que estás hablando.
—Y tú qué sabes, eres licenciada en Historia del Arte, lo tuyo es Leonardo da
Vinci, Miguel Ángel, Dónatelo, Rafael, y la rata samurái que crio a las tortugas ninjas
—Lucía no pudo contener la risa—. Ahora no me vengas con gilipolleces de que eres
licenciada en Comunismo-Leninismo y Kim Jong.
—Estás más loca que una cabra. Por cierto, Kim Jong es el presidente de Corea
del Norte, y sí, es un comunista medio loco. Además, el comunismo es lo mismo en
cualquier época, las causas que lo originan jamás van a cambiar, solo es una
combinación de factores sociales.
—Ya se te subió lo de licenciada para la cabeza —Lola hizo una mueca a modo
de que le importaba un comino quién fuera el presidente de Corea—. Bien,
especialista en temas comunistas, podrías iluminar a los menos cultos en cuáles son
estos factores.
Lucía amaba a Lola…, amaba a esa chica de ojos oscuros y facciones árabes tan
parecidas a las suyas, al punto que en ocasiones llegaban a confundirlas con
hermanas. Pero no era su físico lo que amaba, era esa capacidad que solo ella tenía
para hacerle preguntas, o más bien, para preguntarle exactamente de lo que ella
quería hablar. Otra persona se habría aburrido al instante de cualquier tema de
conversación de los que gustaba Lucía; pero Lola no: ella siempre quería escucharla.
Contenta de poder explicarle lo que había aprendido en varios seminarios que
impartieron en la universidad, Lucía hizo rápidamente un recuento mental de las
bases del sistema comunista creado por Lenin. Dicho sistema sería continuado años
después por el psicópata de Josef Stalin, el déspota soviético que impuso tales
medidas que hasta la fecha han sido imitadas por cualquier dictador en el mundo.
—¿Cómo hacer una revolución comunista? Pasos a seguir:
Lola apoyó su cara en el hombro de Lucía para escucharla mejor.
—El primer paso es fundamental —comenzó diciendo, a la vez que iba
exponiendo con gestos de sus dedos los puntos en cuestión—: los factores jamás
deben cambiar, todo es cuestión de saber organizarse y esperar un momento ideal de
inestabilidad en el gobierno. Esto suele suceder cuando el pueblo esté más
descontento con sus líderes, como fue la famosa Revolución Rusa de 1905, en donde
una masa de manifestantes marchó hacia el Palacio de Invierno.
—¿Y quiénes organizaron esa marcha? —preguntó Lola. Intentó hacerse la
desinteresada, pero Lucía la conocía demasiado bien. Su amiga ya había mordido el
anzuelo.
—Muchos factores influyeron, como te dije, todo era cuestión de esperar un
momento ideal. Los obreros rusos solo querían un aumento en los salarios y jornadas
más cortas de trabajo.
—¿Consiguieron el aumento?

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—No, realmente no. La Guardia Imperial Rusa los estaba esperando y
comenzaron a dispararles, creando una verdadera matanza. Ese día pasó a la historia
como el famoso “Domingo Sangriento”.
—Pero qué hijos de puta. De seguro los manifestantes iban desarmados —Lucía
asintió con un simple gesto de sus finas cejas—. ¿Y qué hizo el pueblo?
—Pues tras la masacre de los obreros, todo el pueblo comenzó a organizarse y a
lanzar ataques contra el régimen zarista. Hasta que en 1917 fue cuando estalló le
verdadera revolución.
—En la cual les dieron por el culo a los putos zares.
A Lola le encantaba expresarse de aquella manera.
—En fin, cuando todos esos elementos se unieron, aparecieron los líderes de la
nueva revolución. El más famoso de ellos fue Lenin.
—Ese era el calvo al que le gustaba dar discursos de una hora.
Lucía volvió a soltar una carcajada.
—Bueno… ¿y cómo acaba la historia?
—No, apenas comienza. La historia se repite una y otra vez; pero como te dije
antes, las bases empezaron con los rusos y sus líderes comunistas —por un instante
Lola pareció desconcertada, pero no interrumpió a su amiga—. Estos siempre
prometían lo mismo, promesas que para las masas pobres e incultas del pueblo jamás
deben cambiar. Salud y educación gratis, la repartición de las tierras privadas entre
los campesinos y la nacionalización de las industrias extranjeras y nacionales.
—¿Y quién diablos se va a creer toda esa basura?
—No te imaginarias cuántos. Los rusos le creyeron a Lenin, y luego a Stalin,
cayendo en uno de los gobiernos más sanguinarios de la historia. La Unión Soviética
podría haberle dado clases al imperio romano de cómo hacer un magnífico
espectáculo en el Coliseo. La historia se repite; no vayamos lejos en la conversación:
nosotros mismos con el loco de Franco, o ahí tienes un caso más reciente, en
Venezuela.
—Sí, dicen que cada día hay menos condiciones de vida, los alimentos y las
medicinas escasean —Lola no sabría mucho de historia, pero al menos veía las
noticias de la CNN—. Y ya hasta para comprar en los supermercados tienes que
llevar un librito al que le llaman “Libreta de abastecimiento”, por el cual te controlan
los alimentos. ¡Te imaginas una libreta de abastecimiento en España!
Lola puso una de sus mil caras para imitar unas muecas comiquísimas.
—Si eso llegara a ocurrir acá en España, al otro día también hacemos una
revolución. Aunque, ¡mmm!, mejor ni recordarlo; a fin de cuentas, nosotros ya
tuvimos nuestra propia dictadura —Lucía sabía que Lola pensaba en los miles de
desaparecidos durante el régimen fascista de Franco—. ¿Y entonces, cuál es el
siguiente paso?
Lucía analizó durante unos segundos para elaborar una amplia respuesta sobre la
base de lo que conocía.

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—El más importante, sin dudas… —iba a continuar, pero en ese momento sintió
un beso de Lola en su cuello y el poco vello que había en su cuerpo se irguió en
finísimas púas. Contenta por el resultado, Lola la dejó proseguir—. Como decía, una
vez en el poder, el nuevo gobierno comienza a apropiarse de todos los medios de
producción, así lo hizo Stalin. Es fundamental que en los primeros años de cualquier
revolución comunista, las tierras, las fábricas, el transporte y la vivienda pasen a ser
propiedad estatal —Lola la volvió a mirar incrédula, pero se abstuvo de abrir la boca
—. Luego le sigue el control absoluto de todos los medios de comunicación…: la
prensa, la radio, los periódicos e imprentas y la televisión.
—¡Ostias de la puta madre! Podrás decirme lo que te dé la gana, pero no me
puedes negar que el hijo de puta de Stalin, sí que era un tío inteligente —Lucía
comprendió que su amiga ya estaba realmente interesada en el tema, la conocía
demasiado bien; Lola no pudo contener el sentimiento de impotencia que afloraba en
su rostro—. Con el control de todos los medios de comunicación, solo él podía contar
a los rusos la verdad y la mentira… ¿Me equivoco?
Lola era demasiado lista cuando se lo proponía.
—Sí…, no lo niego, el tío era un genio macabro. Recuerda que la ignorancia de
las masas es lo que causa que sean controlados por la minoría culta. Teniendo el
poder de los medios te conviertes en dueño de todo sin necesidad de derramamientos
de sangre, aunque si ese fuera el caso también necesitas un plan B. Y uno de los
mejores logros de Stalin para mantenerse en el poder fue la creación de la famosa y
temida KGB.
—¿La KGB?
—¡Por Dios, Lola! No me digas que nunca habías oído hablar…; vale, olvídalo.
En su época fue una especie de CIA, pero rusa. Supuestamente, su objetivo era el
espionaje internacional, aunque lo principal de esta organización era mantener
vigilado al pueblo ruso. Para eso crearon los “Comités de Defensa Estatal”,
supuestamente para vigilar que no se cometiera ningún robo dentro de la madre
patria. Pero el verdadero objetivo era que cada ciudadano de a pie vigilara a su
vecino, y luego reportara al presidente del “Comité de Defensa”; este a su vez
reportaba a un oficial del KGB, la idea era que todos desconfiaran de todos.
—¡Una paranoia a nivel nacional! Pues sí que eran huevones esos putos rusos —
gruñó Lola sin atreverse a creer del todo aquella parte de la historia—. ¿Y jamás se
lanzaron a las calles, hicieron protestas, no sé…, se cagaron en la madre de Stalin?
La sala privada del hospital se abrió de repente y más de cinco globos llenos de
helio entraron por la puerta, tras ellos asomó Lucas. En una mano sostenía la cuerda
de los globos y en la otra llevaba una botella de Jack Daniels… La botella venía
cubierta por cintas de regalos enroscadas unas contra otras.
Uno de los globos decía: Para uno de mis suegros preferidos.
—¡Te estás cagando en mi padre! —casi le gritó Lola al ver la botella.
Lucía no pudo hacer otra cosa que contener la risa. Así era Lucas, sus ocurrencias

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a veces llegaban al extremo. Aunque quizás, solo quizás, en algunas ocasiones se le
iba un poco la mano.
Por su parte, Lucas ni se inmutó a responder a su adorada novia. Simplemente le
dio un beso en la boca y otro en la frente a Lucía, luego se sentó en uno de los
sillones. Esos gestos de despreocupación eran los que hacían que Lola lo amara tanto.
A él no le importaba que su chica estuviera abrazada con otra mujer; bueno, no con
otra…, con Lucía.
Por eso Lucía también adoraba a Lucas, y la verdad, envidiaba la suerte de su
amiga. Lucas sabía de la extraña relación de ambas, las había visto bañarse juntas y
besarse en más de una ocasión; pero jamás se había puesto celoso; todo lo contrario,
constantemente se la pasaba pidiéndoles que alguna vez lo invitaran a formar parte de
un trío. Ante aquella propuesta, ellas se besaban, y si él intentaba algo, ellas lo
atenazaban como podían y salían huyendo de la habitación.
Cuando las risas y el juego se calmaban, Lucía era capaz de comprender, y
admirar, que realmente Lucas amaba a Lola también de una manera diferente. Esto
convertía su relación en algo mágico, una atracción sin prejuicios, a él no le
interesaba nadie más, y con respecto al trío… Lola le había advertido que le cortaba
la polla si algún día llegaba a casa y lo sorprendía con otra, incluyendo a Lucía.

***
—¿Y ustedes dos en qué andan? —preguntó Lucas.
—Esta puta, que se nos va a Cuba.
—¡Ostias! —exclamó Lucas—. Tía, a ti como que los cables no te quedaron bien
sujetos cuando te sacaron de la placenta.
—Me estaba explicando que los putos cubanos se vigilan unos a otros hasta
cuándo van a cagar.
Lucía la miró a punto de hacer saltar chispas por los ojos.
—Te explicaba el sistema empleado por la Unión Soviética; yo jamás dije que eso
sucediera en Cuba —trató de defenderse Lucía—. Además, fuiste tú la que comenzó
todo.
Lola prefirió no responder.
En ese momento entraron varios periodistas y asaltaron a las enfermeras…,
buscaban información sobre la salud del abogado Quiñones. Los tres jóvenes
permanecieron callados e indiferentes ante las insistencias de los periodistas y
camarógrafos. Estos fueron controlados rápidamente por un enjambre de enfermeras
que salieron por todas las puertas y atajaron a la multitud.
Algunos instantes después, todo volvió a quedar en silencio.
A Lucía no le sorprendió para nada el espectáculo mediático que se estaba
llevando a cabo a las afueras del hospital. Después de todo, Gonzalo de Quiñones no
solo tenía uno de los bufetes de abogados más grandes de toda España, sino que

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también era un millonario muy generoso.
En sus oficinas jurídicas se tramitaban todo tipo de casos: desde crímenes
comunes, estafas y asesinatos, hasta cualquier asunto relacionado con emigración.
Precisamente en esta sección era donde trabajaba Lola. Como había sacado su
licenciatura en Economía Mundial, ayudaba a su padre en el Departamento de
Contabilidad de las oficinas migratorias.
Y fue en ese departamento que todo comenzó.
Debido a que Lola mantenía una conexión directa con la sección de emigración, a
sus manos llegó una lista de ciudadanos españoles residentes en Cuba. España estaba
dando ciudadanías a los cubanos descendientes directos de españoles, aquello se
había vuelto un negocio muy lucrativo y el director de la sección de emigración le
pidió que le echara un ojo. Fue en esa lista donde encontró el nombre de Manuel de
Mendoza. Intrigada, le dio la lista a su amiga, quien se la llevó a su abuelo José
Mendoza.
Lucía era capaz de recordar perfectamente el día en que le enseñó la lista a su
abuelo, a quien casi le dio un infarto al leer el nombre de su hermano. Ambos se
habían separado en 1940, cuando Manuel desapareció de repente.
Según la leyenda familiar que escuchó durante años, el tío abuelo Manuel se
había “unido” a los fascistas alemanes que necesitaban traductores. Como solía
contarle José Mendoza, su hermano hablaba un fluido alemán.
Hasta ahí la historia. Nunca se volvió a saber nada más de él.
Por eso, para no crearse falsas esperanzas, ya que fácilmente podía tratarse de una
mera coincidencia de nombres, a pesar de que la fecha de nacimiento coincidía a la
perfección, primero llamaron a la embajada española en Cuba para solicitar los datos
de Manuel.
Entonces, todo comenzó a encajar. Lo demás fue fácil.
Localizaron un teléfono en Cuba, donde pudieron comunicarse con Manuel, y
después de más de sesenta años los dos hermanos volvieron a escucharse la voz.
Lucía, abrazada por Lola, recordó la imagen del abuelo llorando en el teléfono.
—Solo va a ser una semana.
—¡Madre de Dios! —Exclamó Lucas—. Vas a regresar comunizada. Gritando:
¡Viva la Revolución…! ¡Abajo los americanos…! Pero lo peor es que voy a tener que
soportar solo a esta gilipollas durante toda una semana. ¡Joder, lo difícil siempre me
toca a mí!
Los tres jóvenes comenzaron a reírse.
Lola abrazó a su amiga y la besó una vez más en los labios, después se viró hacia
Lucas y le sacó la lengua.
—Puta, a España no regreses si no te follas al menos a un cubano —dijo su amiga
mientras miraba a Lucas con una mirada provocativa—. Dicen que son buenísimos en
la cama, mejores que algunos españoles.
—Por supuesto que son mejores folladores que los españoles —sonrió Lucas a la

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defensiva, para luego agregar—, viven en un régimen militar, lo único que necesitan
decirle a su polla es… ¡Firme!

***

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Capítulo 19
Bienvenida a Cuba

Cuba
Día 1… 6:15am

Desde que tomó asiento en el Boeing 706, en la Terminal Aérea Internacional de


Madrid, Lucía sintió una paz en su alma que solo experimentaba en los vuelos que
duran más de ocho horas.
La paz se extendió a cada músculo de su cuerpo, como cuando se fumaba un buen
porro de marihuana. Y reconoció, una vez más, que amaba volar. Esos momentos de
extrema tranquilidad eran sus preferidos para organizar sus ideas. Siempre a merced
de que su compañero de vuelo no fuera algún idiota, de esos que tienen fantasías con
tener sexo en el baño del avión. Lo pensó literalmente, pues le ocurrió en una ocasión
que volaba de España a Venezuela.
Por suerte, en este vuelo a su lado iba un señor de avanzada edad y de muy buena
pinta. El anciano le saludó con un simple gesto de la cabeza, se puso unas finísimas
gafas de montura de marfil y se concentró en la pequeña laptop que conectó sobre la
mesilla de trabajo.
Perfecto.
Con un erudito de los negocios a su lado, tendría todo el tiempo del vuelo para
liberar su mente de cualquier problema, abstraerse de la realidad. A diferencia de la
mayoría de las personas que padecen fobias a volar, si dependiera de ella, iría todos
los días a trabajar en avión. El capitán de la nave anunció que ajustaran sus
cinturones, pues estaban listos para despegar.
Una azafata avanzó por el pasillo asegurándose de que todos tuvieran las correas
de seguridad bien ajustadas. Terminado el proceso, la nave comenzó a moverse por la
pista.
Rumbo a Cuba… se animó a pensar Lucía en el momento en que el Boeing se
elevaba entre las nubes.

***
Cuando logró poner en calma sus pensamientos, buscó en su mochila todas las
opciones que trajo consigo para relajarse durante el largo trayecto.
Escogió un libro.
Las primeras dos horas las empleó leyendo: Cuba, la historia de sus raíces. Lo
había comprado siguiendo el consejo de su profesor preferido de Historia del Arte,
Eduardo Rodríguez.
Eduardo era una eminencia en el mundo de las artes. Una especie de profesor

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prodigio de la universidad. Era un poco gordo y con una calvicie muy prominente en
la frente, ya que el resto del cabello solía usarlo largo, al punto que le caía como una
gris cascada sobre sus hombros. Su aspecto físico no era el más prometedor, pero su
personalidad lo convertía en un banquete de ilimitados manjares de conocimientos.
Lucía conocía a pocos hombres que tuvieran la magia de Eduardo. Siempre estaba
dispuesto a hacer un chiste de cualquier situación… Quizás el más cercano a la
personalidad del profesor fuera Lucas.
—¡Oh, te vas a Cuba! —Exclamó el profesor en aquella ocasión cuando Lucía le
comentó sus planes—. Pues recuerda que un profesor de Historia jamás deja de
estudiar y aprender. Y Cuba es una escuela genial.
Lucía era graduada como profesora en Historia del Arte. Tan solo unos meses
atrás había obtenido su licenciatura en Historia de la Mitología Griega. Su
especialidad era el Surgimiento del arte en las comunidades primitivas. Con solo
ocho meses de graduada y mediante las recomendaciones de Eduardo, consiguió una
plaza como profesora temporal en su propia universidad.
Gracias a su título, Lucía tenía un amplio conocimiento de la historia
contemporánea. Y específicamente, le fascinaba la historia de Cuba, a pesar de que
jamás había visitado el país.
La imagen que tenía de Cuba era la de jóvenes semidesnudos danzando en las
playas de Varadero, o en los famosos cayos. Riéndose de todo y de todos.
Simplemente embriagados por la variedad de rones que se producían en la isla, como
su famoso Habana Club, o el ron Mulata, la Guayabita del… se le olvidó el resto del
nombre. El punto era que esos jóvenes vivían despreocupados de los problemas de la
vida, sumidos en sus eternas bacanales…
La voz de la azafata la hizo regresar al presente.
La azafata avanzó por el pasillo tomándole notas a los pasajeros y sirviéndoles
sus pedidos. Tras ella iba otro joven empujando un carrito repleto de bebidas.
—Buenos días —le dijo una joven de su misma edad—. ¿Qué deseas tomar?
Lucía pensó en una cerveza o en alguna otra bebida; pero no quería bajarse del
avión con aliento etílico: esa no era la impresión que quería dejar en sus primos.
—Una Coca Cola.
—Por supuesto —la chica tomó una lata y ya casi a punto de abrirla, Lucía la
detuvo.
—Disculpa, que sea de dieta, por favor.
—Oh, claro, no hay problema. En un momento te la traigo, es que no me quedan
más en el carrito —la azafata le indicó con su dedo que en un segundo se la traía,
después se dirigió al anciano que continuaba enfrascado en su laptop—. Disculpe,
señor, ¿desea tomar algo?
Por primera vez en todo el vuelo, el compañero de Lucía habló.
—Mmm, pues sí… No me vendría nada mal un jugo de naranja.
—Claro…

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—Con una botella de Bacardí, por favor.
—Por supuesto —repitió la joven, hecha toda cortesía.
En un instante le dieron un vaso plástico cargado de zumo de naranja y coronado
con cubitos de hielo. El ayudante de la joven le pasó una pequeña botellita de
Bacardí.
—Muchas gracias.
La azafata le volvió a sonreír y pasó a la siguiente fila de asientos con una tableta
digital en sus manos, en la que iba anotando las órdenes inconclusas.
Lucía se quedó pensando en que no era ninguna excentricidad pedir su Coca Cola
dietética. ¡Joder! Pasaba mucha hambre y eliminaba muchas calorías de su comida
solo para mantenerse en su peso actual. No es que tuviera un cuerpo para modelar a
lo Victoria Secret, pero se sentía muy orgullosa de sus nalgas y su abdomen.
De repente, algo a su lado acaparó su interés.
El anciano abrió su botellita y la vació completa en el zumo. El simple gesto no
fue lo que despertó la curiosidad en Lucía, sino el logo de la botellita. Entonces
recordó que hacía un instante había visto ese logo en las páginas de su libro.
Frenéticamente ojeó imagen por imagen hasta localizar el mundialmente
conocido logotipo de un murciélago con las alas abiertas. Sin aún comprender bien
qué diablos hacía ese ícono en un libro de historia cubana, comenzó a leer el capítulo.
“El ron Bacardí es considerado por muchos el ron más vendido del mundo, ya
que rompe récords de venta todos los años. Cuenta con más de 200 marcas y es
producido en 27 factorías. Su venta está distribuida en los 4 continentes, vendiéndose
así en más de 150 países. Se estima que la mega compañía vende anualmente más de
200 millones de botellas alrededor del mundo. Logrando de esta manera la súper cifra
de 5.5 billones de dólares en el 2007. Sus sedes principales radican en Hamilton,
Bermuda. Su logo es reconocido internacionalmente por un murciélago con las alas
abiertas. A pesar de la fama de este ron, pocos conocen sus orígenes. La empresa fue
fundada por Facundo Bacardí en 1862, en Santiago de Cuba”.
—¡Puta madre…! —Exclamó Lucía—. ¡El ron Bacardí es cubano!
Por lo visto su exclamación fue un poco más alta de lo que ella hubiera querido,
pues el anciano junto a ella la miró con una ceja levantada. Después miró su botellita
y se encogió de hombros despreocupadamente. Por lo visto a él le daba lo mismo que
fuera cubano como chino.
Lucía se disculpó con una sonrisa.
En ese momento las palabras de Eduardo volvieron a su mente como si el
profesor se las hubiera tatuado en el cerebro.
—Si realmente quieres aprender algo de la historia de un país,… jamás…; repito,
jamás te leas sus guías turísticas —agregó el profesor—, porque siempre están
modificadas y rescritas de manera tal que todo suene bonito y comercial.
Lucía se había quedado de una pieza.
Como amante de la historia, descubrir nuevos datos siempre era algo fascinante.

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Sencillamente asombroso.
Por suerte, había seguido los consejos de su profesor y encargó por Amazon el
libro que ahora tenía entre sus manos. A su regreso tendría que traerle un suvenir a
Eduardo, sin dudas. Irónicamente, después de leer aquel breve resumen, cayó en la
cuenta de que el ron Bacardí era el preferido de su padre. ¿Sabría este que la bebida
que tanto le gustaba saborear era cubana? Probablemente no.
Continuó leyendo.
“Facundo Bacardí fue un comerciante de vinos nacido en Sitges, España, en
1814, emigró a Cuba en 1830…”.
Lucía trató de memorizar los lugares y fechas.
A continuación el libro contaba los avatares del joven Facundo por abrirse camino
en el mundo de los negocios y los rones en la Cuba colonial. Tras el logro de poner
en uso un sistema de filtro de carbón para después añejar el ron en barriles de roble,
su fama comenzó a crecer. De esta manera, gracias a su ingenio, desarrolló un ron al
estilo cubano caracterizado por su sabor dulzón, seco y suave.
“… fueron sus hijos José Bacardí y Emilio Bacardí, quienes se hicieron cargo de
la compañía al ir pasando los años. Durante la insurrección independentista de 1868,
los hermanos apoyaron públicamente al ejército cubano. Metiendo a la compañía en
unos cuantos problemas con el gobierno de aquel entonces”.
En esa época Cuba pertenecía a España, recordó Lucía. Era una colonia…
Continuó leyendo:
“Hay una parte de la historia cubana que los propios cubanos desconocen. Y es
que fueron los Bacardí, una de las primeras familias de ricos en oponerse al dictador
Fulgencio Batista, ayudando monetariamente al nuevo Movimiento 26 de Julio. No
solo eso, sino que la prestigiosa familia, gracias a su legado histórico, fueron también
mediadores entre los jóvenes revolucionarios barbudos y la CIA. Precisamente Vilma
Espín, la difunta esposa del actual presidente cubano Raúl Castro, era hija del
contador de los Bacardí.
A cambio de su ayuda, los rebeldes prometieron no atacar las instalaciones de los
Bacardí, quienes ayudaron al nuevo gobierno comunista a establecerse en el poder.
Entonces sucedió la gran traición.
Fidel Castro, a espaldas de la familia Bacardí, nacionalizó sus industrias,
alegando que le pertenecían al pueblo y a sus trabajadores. Para ese entonces, los
Bacardí, atenidos a que algo así pudiera ocurrir, ya tenían registrada la marca fuera de
la isla, adelantándosele al gobierno cubano. También poseían varias destilerías en
Puerto Rico y México. La familia Bacardí huyó literalmente del nuevo gobierno
castrista, refugiándose en Puerto Rico, donde le compraron a la familia Arechabala,
los derechos del ron Habana Club. Los Arechabala eran competidores de los Bacardí
desde tiempos inmemoriales.
Por su parte, el Gobierno cubano, tras nacionalizar también las industrias de los
Arechabala, y estos no pelear por el nombre de la marca, comenzaron a vender su

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propio ron”.
¡Pero qué hijos de puta…! Esta vez Lucía exclamó para sí misma.
Lucía comenzó a sentirse estúpida al haber pensado antes, tan ingenuamente, que
Cuba solo iba a ser ron y salsa, risas y bromas. Olvidó por un minuto que era un país
comunista.
A la mierda, que les den por el culo a todos —se repitió mientras una sonrisa se le
dibujaba en la comisura de sus labios—, yo vengo a ver a mi familia, a mis primos,
así que no te atormentes más…, tonta.
Su ansiedad por llegar la obligaba a sonreír cada varios segundos. Decidió que
sería mejor, al menos por el momento, no continuar leyendo aquel libro. Lo menos
que deseaba era arribar indispuesta.
—¿Contenta? —preguntó la azafata como salida de la nada.
Lucía ni se percató de la presencia de la joven, ya casi al lado suyo. Con un
rápido gesto le abrió su Coca Cola de dieta y se la sirvió en un vaso plástico
transparente.
—Sí, muy contenta… más bien excitada —la azafata le sonrió con una risa pícara
que solo las jóvenes que comparten un secreto son capaces de entender.
—¿Es tu primer viaje a Cuba? —le susurró.
—Sí. ¿Tú has ido mucho?
—Soy del norte de Italia, pero estoy trabajando en esta línea durante todo este
año…, este es mi noveno viaje.
—¿Y qué tal Cuba?
—El país es una mierda…; pero los cubanos, ¡oh, por Dios! En la primera
oportunidad que tengas atrapa a un cubano, es como coger una langosta en un menú:
ninguna sabe mal.
A ambas chicas se les escapó una carcajada. La joven azafata siguió empujando el
carrito, y mientras se marchaba le guiñó un ojo a modo de que luego seguirían la
conversación.
Lucía debía sus conocimientos sobre el funcionamiento interno de algunos países
comunistas no solo por ser profesora de Historia, sino también por pertenecer al
grupo de Amnistía Internacional, una asociación que defendía desde tiempos
inmemoriales los derechos de los pueblos a la libre expresión. Seis meses atrás había
participado en una manifestación con estudiantes venezolanos que reclamaban sus
derechos. Estos alegaron que no querían una Venezuela a lo cubano. Pero ella no
entendía a qué se referían.
Supuso que muy pronto lo averiguaría.
Cuando el capitán anunció que ya volaban sobre aguas nacionales cubanas, a
Lucía comenzaron a atacarla unos terribles retortijones de estómago. Su primer viaje
a Cuba significaba mucho: no solo era el reencuentro con parte de sus raíces, sino
conocer la cultura y la sociedad de un país del cual tantas veces había escuchado.
La azafata pasó recogiendo los vasos de refresco y bebidas de cada uno de los

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pasajeros. Para ese entonces ya Lucía llevaba en el avión cerca de doce horas. Solo se
había comido un sándwich y una Coca Cola. Por eso la tensión hizo de las suyas. Con
unos temblores de estómago sintió cómo las tripas se le aflojaban. ¡Qué nervios,
joder!
La voz del capitán volvió a recorrer cada rincón de la nave. Esta vez anunciando
que pronto comenzarían a ver la isla. Y efectivamente, en un instante aparecieron en
la ventana grandes franjas de tierra verde.

***
—¡Bienvenidos a Cuba, cojones…! —gritó un negro cargado de collares
multicolores desde los asientos de atrás—. ¡Esta es la tierra más hermosa…; díganlo,
cojones…!
Prácticamente el avión completo respondió a coro:
—¡¡¡…que ojos humanos hayan visto!!!
Típico de los cubanos, pensó Lucía, cayendo en cuenta de que estaba rodeada por
cubanos que regresaban a la isla. Por lo visto todos conocían la frase.
A excepción de algunos hombres de negocios, como el anciano que iba junto a
ella luciendo su traje de etiqueta, el resto de la tripulación se podía distinguir
fácilmente por sus ropas inconfundibles. Algunos de ellos empezaron a cantar
mientras que otros les hacían el coro.
En ninguno de sus tantos viajes por Latinoamérica había visto semejante
espectáculo de bienvenida a un país. Y lo más interesante: amenizado por los mismos
pasajeros. Sin poderlo evitar se unió al clímax de alegría que estaba surgiendo en el
avión.
Eran las ocho de la mañana.
—¡Atención, señores pasajeros! Les habla el capitán de la nave. Dentro de varios
minutos vamos a comenzar el aterrizaje; por favor, comiencen a ponerse los
cinturones. Muchas gracias.
No hacía falta la orden: Lucía ya lo tenía puesto.
Un instante después el avión hizo un giro y calibró el centro de la pista. Lucía
sintió cómo la velocidad aumentó para luego experimentar una leve sacudida. La
fuerza de la inercia la empujó hacia atrás. El chirriar de los frenos se escuchó por
todo el avión seguido de otro estremecimiento. El Boeing no tardó en estabilizarse.
De repente, el avión se estremeció con los aplausos, gritos, y silbidos de los
cubanos.
¡A la mierda!
Lucía también se unió a los aplausos.
Los dolores de estómago desaparecieron, en su lugar solo quedó la ansiedad de
salir de aquel asiento de una condenada vez.
Tuvo que esperar varios minutos, pues los cubanos, apurados por salir primero,

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colmaron el pasillo y nadie podía sacar su equipaje de los portamaletas. Ella también
se sentía como el resto de los pasajeros. Sabía que fuera de la terminal la estaba
esperando… ¡su familia!
Mientras la ansiedad iba en aumento, recordó el día en que salió del trabajo lo
más rápido que pudo, con aquella tensión por llegar a casa, donde la aguardaba una
visita muy especial: el hermano del abuelo que acababa de llegar de Cuba.
Sin embargo, aquella tarde en particular hubo más tráfico que nunca. Se había
licenciado como profesora de Historia del Arte hacían tan solo dos semanas,
comenzando sus prácticas en la universidad gracias a la ayuda de Eduardo, por eso no
pudo escaparse del trabajo.
Al llegar a casa, ya toda la familia estaba reunida alrededor de la visita. Para verlo
tuvo que abrirse paso a empujones entre varios primos y algunos vecinos. Todos
tomaban vino y reían de algún chiste que no alcanzó a escuchar.
Lucía quedó sorprendida cuando vio a Manuel.
Se trataba de un hombre canoso y con grandes entradas en la frente, el signo de
una calvicie que comenzaba a hacerse notar. Manuel aparentaba tener cincuenta o
sesenta años, no los ochenta que pesaban en los hombros de su abuelo. Se le veía
fuerte y ejercitado, de seguro por la dieta de los cubanos muy bajas en grasa, pensó
Lucía al recordar los chistes de sus amigos.
—¿Y tú, debes de ser Lucía? —le dijo.
—Sí, es un placer conocerlo, señor Manuel…
Manuel Mendoza la miró con dos enormes iris de color aguamarina. Lucía sintió
cómo la fuerza y frialdad de aquella mirada hizo que se estremeciera de pies a
cabeza. Pero de repente la mirada del anciano pareció cubrirse por un telón de
tristeza. Entonces, a Lucía le parecieron los ojos más cansados y bondadosos que
jamás hubiera visto.
—Me vuelves a llamar señor Manuel y te juro que las nalgadas que te debo te las
doy delante de todos —por alguna extraña razón Lucía sintió que no bromeaba—. A
mí me llamas abuelo Mendoza… ¡Ahora venga acá y deme un beso!
No hizo falta que repitiera la orden. Abrazada al anciano se percató de lo flaco
que estaba, pero también de la resistencia de sus músculos… algo extraño en un
hombre de su edad.
—¡Vamos, moviéndonos! Esto va demasiado lento —gritó alguien desde el fondo
del avión.
Por fin el pasillo comenzó a despejarse. Sin tiempo que perder se levantó y abrió
el portamaletas. Trató de sacar su mochila de campaña, pues en el vientre del avión
traía otra más. La maldita mochila se trabó contra la puerta plástica del portamaletas.
Tras intentar sacarla dándole fuertes tirones, comprendió que estaba trabada a lo
grande.
A su espalda comenzó a formarse una línea de pasajeros. Estos, incómodos por la
demora, empezaron a lanzar maldiciones. Alguien le dijo que se moviera. Volvió a

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entrar a los asientos y tuvo que esperar a que pasara otra fila más.
Al volverlo a intentar un joven con acento italiano se le acercó.
—¿Me permites que te ayude?
Lucía le sonrió.
En un instante su héroe le sacó la mochila.
—¡Ups! Así de fácil. Pues muchas gracias.
—Es siempre un placer ayudar a una damisela en apuros —y le guiñó
descaradamente un ojo a la joven.
Lucía se tomó un segundo para observar mejor al Casanova.
¡Nada mal…! ¡Cálmate, Lucía, viniste a ver a la familia…!
El joven que le rescató su mochila era alto y muy bien parecido. Algo en su rostro
le hizo recordar a esos modelos de los comerciales de máquinas de afeitar Gillette,
con perfectas mandíbulas cuadradas a lo Batman.
—¿Es tu primer viaje a Cuba? —preguntó el modelo.
—Sí.
—¿Negocios o placer?
—Placer… ¿Y tú?
—Negocios.
Por algún raro motivo, Lucía presintió que la sonrisa perfecta del modelo
irradiaba peligro. Una serie de empujones procedentes de la fila la hicieron separarse
de su improvisado héroe.
Todos avanzaron como una corrida de toros por el estrecho pasillo hacia la puerta
de salida. Allí tuvo que tomar una escalera para bajar del avión. Algo que ella no
solía hacer, por lo general los aviones siempre conectaban su puerta con un pasillo
central que los guiaba directo a la terminal. Una vez que estuvo sobre la pista
asfaltada, no pudo reprimir las ganas de gritar.
¡Por fin tierra cubana!
Le pasó por la mente besar el piso y se imaginó lo ridícula que se vería, ella no
era el Papa, a él le quedaban mejor esas escenas.

***
Una larga fila de cubanos avanzaba en estampida hacia el interior de la Terminal.
Todos iban repletos de bolsas extras y gigantescas mochilas, que a Lucía no le
quedaron dudas de que dentro de ellas cabría una persona de pie con suma facilidad.
Se preguntó cómo la línea aérea permitió llevar en el área de pasajeros semejante
exceso de equipaje.
Aunque ese exceso no era nada comparado con el espectáculo que se avecinaba.
—Por aquí… por favor, por aquí…
Un oficial organizaba la línea, aunque algo de lo que dijo le pareció a Lucía un
poco racial.

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—Residentes de la isla, por favor, avanecen hacia esta línea.
De esa manera los extranjeros quedaron separados del resto de los cubanos.
Lucía llegó a la garita de chequeo. Allí una joven, aproximadamente de su misma
edad, la miró durante varios segundos, los suficientes para hacerla sentir incómoda.
Luego, sin más, le devolvió el pasaporte.
—Bienvenida a Cuba —dijo de mala gana.
—Gracias.

***

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Capítulo 20
Un aeropuerto cubano
El mal trato de los oficiales aduaneros no la sorprendió. Ya tenía demasiadas horas de
vuelo para saber que siempre se comportaban así, sin importar el país.
Por fin pasó por una segunda puerta, solo para chocar de frente con un ejército de
oficiales. Estos le ordenaron que depositara sus anillos, pulsos, su fina cadenita de
oro y hasta sus zapatos. Después tuvo que pasar por un detector de metales y un
segundo registro por parte de un oficial.
¿Estos tíos creen que traigo algo de fumar encima? ¡Quizás porque soy
española!
Por un instante creyó que quizás hasta podrían leer sus pensamientos…, y acto
seguido contuvo una sonrisa al haber tenido semejante ocurrencia.
—Prosiga, por favor —le indicó el inspector aduanero.
Tras ponerse sus zapatos, siguió caminando hasta llegar al centro de la terminal
aérea, donde una gigantesca estera vomitaba por un agujero de plástico maletas tras
maletas.

***
El espectáculo que se desarrolló ante ella fue sin precedentes.
Lucía estaba viajando con una mochila especial diseñada para largos viajes. Con
arneses de aceros y más de una docena de bolsillos extras. Había bautizado a esa
mochila como La Guerrillera, ya que junto a ella había visitado más de ocho países.
También llevaba una pequeña maleta de cuero en la cual traía sus ropas y algunos
regalos para los primos y su bolso personal, donde estaba su cámara fotográfica.
Había llegado a creer que, al menos en esa ocasión, viajaba con demasiado
equipaje… Muy pronto iba a comprender que ella era una simple amateur en esa
materia.
Mientras la estera continuaba dando vueltas y sacando nuevos paquetes, Lucía
escuchó una música tropical procedente de alguna de las esquinas de la terminal.
Buscó con la mirada y vio a un cuarteto, armados de guitarras y maracas, cantaban la
famosa Guantanamera. El vocalista en ese momento comenzó uno de los poemas:
—Yo quiero cuando me muera, sin patria pero sin amo, tener en mí tumba un
ramo…
—¡¡¡De flores y una bandera…!!! —repitió a coro un pequeño grupo de fanes que
se había congregado junto a los músicos.
Si dudas cubanos, pensó Lucía, ya que los turistas eran fácilmente reconocibles
por sus cámaras. Estos solo se enfocaban en tirar fotos a los músicos sin sobrepasar
su espacio musical, cosa que a los cubanos no se les daba muy bien.

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Por fin en la estera apareció su mochila y la maleta.
En cuando intentó tomarlas un joven encargado se le adelantó.
—No, no hace falta —le dijo.
El joven, que llevaba un chaleco luminoso, como los usados por los trabajadores
que reparan las calles, no le prestó atención. Con movimientos expertos cargó la
maleta y la mochila a la vez, luego las depositó sobre un carrito de tres ruedas.
—Vamos, vamos, que conmigo no tienes que hacer cola —agregó a toda prisa el
joven.
Lucía se dio cuenta que el chico estaba tras la propina.
¡Joder con los cubanos! Sí que les gusta luchar la pasta.
Mientras iba caminando tras el joven que llevaba su maleta, se percató de algo
que inconscientemente le había llamado la atención. A su alrededor toda una multitud
avanzaba hacia la puerta de salida y, de entre todos, ella era la que menos equipaje
llevaba. Todos los cubanos sacaban de la estera enormes maletines. A Lucía le pasó
por la mente que enormes no sería la palabra adecuada. Descomunales y gigantescos
maletines…
Asombrada, observó cómo algunos incluso recogían de las esteras bicicletas y
hasta monstruosas pantallas plasmas. Aquel nuevo descubrimiento no dejó de
asombrarla.
¿Quién diablos viaja de un país a otro con una TV? ¿Significaba eso que en
Cuba no había televisores?
Aún sumida en sus reflexiones con todo lo que estaba pasando a su alrededor,
llegó a la puerta de salida. A solo tres personas más por delante de ella, se encontró
con la mirada del italiano del avión. El modelo se despidió de ella con un gesto de la
cabeza. Iba acompañado de cuatro hombres más; uno de ellos, el más grande del
grupo, llevaba un corte militar de cabello que le recordó en físico y estatura al actor
Dolph Lundgren.
—No se aparte de mí, señorita —le advirtió el botones.
—¿Por qué?
Al instante supo la respuesta.
La puerta de corredera por sensor de movimiento se abrió…
—¡Joder!
Lucía se encontró que a las afueras del aeropuerto se había congregado una
multitud digna de una alfombra roja. Estos gritaban y alzaban carteles de bienvenida
para que sus familiares pudieran identificarlos. Solo los contenía una finísima cinta
amarilla de seguridad.
De repente algunos saltaron sobre la cinta y corrieron a abrazar a sus familiares.
El espectáculo fue escalofriante. Por un instante Lucía quedó en shock al ver las
expresiones en los rostros. Ver la pasión con que aquellas familias se abrazaban unas
a otras hizo que la piel se le volviera de gelatina. Muchos reían, lloraban, volvían a
abrazarse o se tocaban el rostro como si llevaran años sin verse…, aunque quizás era

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eso: llevaban años sin verse. Otros, algo más apenados por revelar sus sentimientos
en público, simplemente se separaron del grupo para llorar de alegría.
¿Qué diablos pasa aquí? Esto más bien parece la reunificación de las dos partes
separadas por el Muro de Berlín…
Lucía tuvo que reconocer que en los países que había visitado jamás presenció
algo semejante. Que las familias fueran a los aeropuertos a saludarse de aquella
manera era algo sin precedentes. Sin poder contenerse sacó su cámara y digitalizó
aquel momento de reunificaciones familiares.
Después le tocó su propio turno.
Lucía buscó en su bolso una foto en la que se veían dos gemelos abrazados: eran
sus primos cubanos, solo dos años mayores que ella.
Los gemelos no contaban con la ventaja de tener una foto, pues no le obsequió
ninguna al abuelo. Así que ella sabría quiénes eran ellos, pero sus primos tendrían
que adivinar al azar. Recorrió con la mirada la multitud hasta localizar a dos jóvenes
idénticos. Estos alzaban un cartel que decía: “Lucía Mendoza”.
Aun así, no corrió hacia ellos, sino que se mezcló entre las demás personas y se
acercó a los primos seguida por el joven del carrito.

***

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Capítulo 21
Los primos y su amigo

7:10 am

Miguel Ernesto y Mario Antonio eran tan iguales como dos gotas de agua…
Juntos tenían el sobrenombre de Los Gemelos; separados, a Miguel le decían
Miguel Ángel, el inventor, pues se la pasaba inventando con todo. Y a Mario, lo
nombraron Súper Mario…
El abuelo Manuel solo los podía diferenciar por un lunar que tenía Mario sobre
una ceja, lo cual no siempre era muy efectivo. Ya que en una ocasión, Miguel Ángel,
inventor al fin, se pintó un lunar con un lápiz negro de maquillaje de su madre, así
logró confundir al abuelo y repitió dos veces en la repartición de turrones de maní.
—¿Qué tú crees, cómo será la prima? —dijo uno de los gemelos.
Una hermosa joven se acercó a ellos desde una esquina.
Mario siguió levantando el cartel con el nombre de Lucía.
—Gordita y bajita…
—¡Hola tíos, qué honda…!
Los dos gemelos se miraron como reflejados en un espejo. Ante ellos tenían a una
joven hermosísima que les hablaba con un fuerte acento español. Arrastraba la zeta
de una manera que a ambos les arrancó una leve sonrisa. Llevaba el pelo recogido en
una larga trenza, con una finísima cintura y unos senos firmes y pequeños que se
moldeaban en la delicada blusa. También llevaba una gigantesca mochila a su
espalda, como la de los ciclistas que acampaban a todo lo largo de la isla.
—¿¡Prima!?
—¿Tú eres Lucía…?
—A menos que esperasen a Penélope Cruz…; si no es el caso, se van a tener que
conformar conmigo. Y ustedes deben de ser…, mmm, no me digan, tú eres Mario y
tú, Miguel, ¿es correcto?
Los dos gemelos no salían del asombro.
—No, bueno, yo soy Mario… —la joven se acercó y le miró el rostro.
—¡Ya, tío!, tú eres el del lunar.
Los dos hermanos le sonrieron, por lo visto la recién llegada conocía su secreto
para lograrlos identificar.
—Pues venga ese abrazo, prima —dijo Mario sin más.
Una vez más Lucía no esperó a que se lo pidieran dos veces y se lanzó sobre los
brazos de sus primos.

***

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Mario y Miguel eran lo máximo, pensó Lucía mientras se iban abriendo paso
entre la multitud. Hacía tan solo unos minutos que se reían imaginando la
“apariencia” de la prima, y ahora le hacían chistes de su acento y de todo cuanto ella
decía. Uno de ellos trató de tomar el control del carrito, pero el botones no lo dejó.
Al salir del edificio se dirigieron hacia los parqueos, en donde un auto los
esperaba para llevarlos de regreso al pueblo. Su avión la trajo hasta el aeropuerto José
Martí, en La Habana, la capital de Cuba. Ahora tenían que viajar hasta el centro de la
Isla. A la provincia de Villa Clara. Un viaje de casi seis horas, según le habían dicho,
y todo porque la mayoría de los autos en Cuba no sobrepasaban las sesenta millas por
hora.
Al llegar al parqueo, Lucía tuvo dos grandes sorpresas. La primera fue ver el
modelo del carro en que vinieron a buscarla. Se trataba nada más ni nada menos que
de un Chevrolet Bel Air del 53.
¡Puta madre, un clásico…!
Lucía era fanática a los autos americanos. A pesar de que manejaba un Toyota
Camry del 98. La segunda sorpresa, fue que dentro de la máquina había dos
pasajeros, el gordo Eduardo, quien sería su chofer y el Nava, el mejor amigo de los
gemelos.
La segunda sorpresa, sin dudas, era el Nava.
Un mulato de ojos color miel caminó directo hacia ella. Llevaba puesto un
pantalón ajustado y una finísima camisa de hilo. A través de la camisa Lucía vio los
músculos de un pecho definido. Por entre las mangas de la camisa salían venas que
surcaban los torneados brazos. Sin dudas el mulato debía de dormir en un gimnasio.
Lucía se estremeció al sentir cómo se le secaba la boca.
El Nava caminó hacia ella y no esperó una presentación y mucho menos un
permiso para darle un beso en los cachetes. En España también se saludaban con
besos en los cachetes, pero a ella no le pasó inadvertido que el mulato se demoró
unos segundos más de lo debido para inhalar su fragancia.
Esto la hizo sentirse como un frasco de miel frente a la cueva de un oso.
Por primera vez se arrepintió de no haberse bañado en perfume.
El mulato, a modo de sonrisa, le mostró unos dientes grandes y parejos que se
sostenían en una mandíbula cuadrada, casi un prototipo de Superman latino. Fue en
ese momento cuando Lucía advirtió la mirada calculadora del Nava. Los hermosos
ojos reflejaban el peligro, la malicia y la arrogancia tomados de la mano.
Y precisamente esa mirada fue la que la hechizó, la estremeció e hizo que su
cuerpo reaccionara a la sobredosis de testosterona que emitía la piel del mulato. De
improviso advirtió una humedad muy conocida entre sus piernas, e
inconscientemente las cruzó con un gesto inocente y travieso. Por un momento deseó
que la tierra se la tragara. Jamás había experimentado un deseo sexual tan fuerte
como aquel.
¡Joder, joder, joder…! ¡Me estoy volviendo una puta ninfomaníaca!

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No le quedaron dudas: acababan de arrancarle el corazón para cocinárselo en
salsa picante y servírselo como plato fuerte al maldito de Cupido.
¡Por Dios, qué semental, si Lola lo viera!, exclamó para sus adentros sin poder
disimular su hipnotismo por el joven.
—¿Entonces, tú eres la prima Lucía? —le preguntó el Nava.
Lucía lo odió y lo quiso a la misma vez. El cabrón estaba consciente del poder de
su sonrisa. Lo cual la ponía en una situación demasiado vulnerable.
—Todo parece indicar que sí.
—Qué buena estás, prima…
Ella le sonrió mientras sentía cómo sus orejas comenzaron a ponérsele rojas.
Los cubanos sí que no se andan por las ramas, pensó.
Por suerte los gemelos acudieron a su rescate, pues ya le estaba cayendo su risita
nerviosa que en tantos apuros la metía.
—Prima, como te decía, este es el Nava, otro hermano —le explicó Miguel
mientras los demás introducían su equipaje en el maletero—; y este es Eduardo, un
amigo de la familia.
El chofer la saludó también con otro beso.
—Por cierto, la advertencia no es para ti, es para el Nava —dijo Mario de la nada,
aunque una risa de oreja a oreja cubría su rostro—, míralas a todas menos a esta, que
es la prima, así que respétala.
Lucía miró a Mario con ganas de quererlo estrangular. Quizás sus intenciones se
hicieron demasiado evidentes, ya que fue el propio Nava quien habló:
—Tranquilo, si yo solo alababa la belleza de las mujeres españolas.
—A otro con ese cuento, cabrón.
El joven botones depositó el equipaje en el maletero. Sin hacerle esperar por unos
segundos embarazosos, Lucía sacó su cartera y le dio diez euros al joven.
—¡Oh! Muchas, muchas gracias, que Dios la bendiga. Espero que disfrute su
visita —entre risas y saludos, el botón desapareció en la multitud aún sorprendido por
la generosa propina.
Cuando se viró de espaldas, los gemelos la miraban con cara de incrédulos.
—Prima, afloja la propina, que te quedas con las manos atrás antes de que se te
acabe la semana.
Lucía sonrió al comprender y descifrar un problema con el dialecto de los
cubanos, “afloja”, no es que des…, es dar solo lo necesario.
Una vez dentro del Chevrolet, el chofer Eduardo resultó ser el hombre más gordo
y más alegre que jamás hubiera conocido. Sin poder resistirse, Lucía le dijo un elogio
sobre su carro:
—¿Usted debe sentirse muy orgulloso de manejar este clásico?
Todos estallaron en una sonora carcajada.
—A esto de clásico lo único que le queda es la carrocería —dijo Eduardo
mientras salían del parqueo—. Por cierto, diez euros en Cuba son el salario de

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muchos trabajadores al mes.
Lucía quedó sorprendida por ese dato, y se juró recordar aquellas palabras.

***
Diez minutos después, tras varias curvas y semáforos, lograron salir del
aeropuerto para desaparecer entre las bulliciosas calles de La Habana. Al mirar el
entorno, Lucía comprendió por qué ellos se rieron de su halago al chofer.
Tal como le habían descrito sus amigos en España, los que ya habían visitado la
isla, Cuba estaba paralizada en el tiempo —algo muy común en todos los países
comunistas—; pero había algo más, era como si existiera un portal entre el futuro y el
pasado. Pararon en un semáforo, junto a dos carros, uno a cada lado. En la derecha
estaba un modernísimo Audi A3…, y a la izquierda, un Cadillac del 50.
Así mismo sucedía en las calles, donde constantemente advertía grandes filas de
personas haciendo cola junto a un teléfono público, mientras que otros hablaban por
modernos celulares, que hasta en España serían difíciles de comprar.
La transculturación mezclada entre lo antiguo y lo moderno era desconcertante.
¿Pero qué cojones pasa en esta isla?
La mezcla incomprensible entre un pasado decadente y un presente carente de
sentido, predominaba en todo… menos en la ropa de los cubanos. Estos vestían
mucho mejor que cualquier otro país de los que había visitado. Al punto, que parecía
que todos los que caminaban por las calles estuvieran listos para asistir a alguna fiesta
sorpresa.
Cuando por fin lograron escapar del lentísimo tráfico, entraron a recorrer una
serie de calles menos transitadas. Esto le dio a Lucía una oportunidad única para ver
de cerca la arquitectura de la ciudad.
—¿Y qué te va pareciendo Cuba? —le preguntó Eduardo.
—Estoy sin palabras.
Era absolutamente verdad. No sabía cómo describir todo lo que veía.
Las edificaciones que se anunciaban ante sus ojos en esos momentos, semejaban a
esos cuadros de los pintores impresionistas, con los colores tristes de la época del
Renacimiento; otras permanecían sin terminar y con sus paredes al desnudo,
aumentando el desentono con algunas casas vecinas, que eran puros lujo y espacio.
A Lucía le pareció que las calles de Cuba y sus viviendas eran una mezcla entre
las favelas brasileñas y las casonas de Puerto Rico. Algunas finalizadas con hermosos
azulejos; otras, remachadas con pedazos de cartones. La ciudad en sí, junto con
algunos de sus edificios, parecía hablar de alguna belleza perdida en eras pasadas. Y
por alguna rara razón, se sintió triste.
Entonces le vino a la mente una imagen de los países árabes que estaban en
guerra en todo momento. Era eso…, por fin lo comprendió. Esa era la imagen que
llevaba minutos rondándole la cabeza, la ciudad parecía víctima de un bombardeo…,

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solo que su principal enemigo era el tiempo.
Poco a poco comenzaron a alejarse de los tristes edificios y de las casas sin
terminar, para entrar en la llamada Autopista Nacional. Se trataba de una carretera de
cuatro sendas infestada de baches y pantanos. Algunos tan grandes que obligaban al
tráfico a detenerse para bordearlos.
Muy pronto dejaron de verse los edificios y se anunciaron ante sus ojos
encantados los famosos campos cubanos.
Fue entonces que Lucía empezó a llorar.

***
—¿Eh, prima, qué pasa…? —le dijo Miguel con cierto asomo de miedo en su
voz.
—Nada —respondió Lucía mientras se aclaraba los ojos con la palma de la mano
—, que me he perdido de conocer esta familia y este país.
Los gemelos la abrazaron y la besaron en la frente. Aquella muestra rápida y
simple de ternura le demostró que los cubanos eran excesivamente sentimentales.
Todas sus muestras de cariño las expresaban con besos y abrazos, sin importar el
sexo.
—Tranquila, ya verás cómo nos ponemos al día —le dijo uno de los gemelos.
Durante el viaje hicieron una sola parada en un restaurante de comida rápida
llamado por los primos El Conejito, aunque ella no vio ningún conejo. Y de comida
rápida nada que ver con una de las mundialmente conocidas McDonalds.
Hubo un momento embarazoso a la hora de pagar, pero Lucía resolvió rápido el
dilema al dejar bien claro que si ella no pagaba se iba de vuelta a España.
Nadie protestó.
De antemano, sus amigos en España le explicaron que jamás dejara a un cubano
pagar, ya que la comida consumida en esos “establecimientos”, podría constarles el
salario de un mes.
A Lucía le parecieron un poco excesivas las cifras presentadas por sus amigos;
pero ahora, aprendiendo con sus propios ojos la realidad del sistema de vida de los
cubanos, no le parecían tan exageradas. Algo que le resultó un poco ilógico, fue que
en su propio país los ciudadanos no pudieran comer en un simple restaurante de
comida rápida.
¿Entonces, cuánto ganan los cubanos?
Llegó a la conclusión de que pronto lo descubriría.
Tras llenarse la barriga y saborear dos cervezas cada uno, menos el chofer que,
cosa también ilógica, no rechazó las cervezas, sino que las guardó en una bolsa de
nailon, alegando que se las tomaría después en la casa…, volvieron a tomar la
carretera.
Durante esta segunda etapa del viaje, a Lucía casi le da un colapso.

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Nada más que salieron del Conejito y tomaron la autopista rumbo al centro del
país, los autos de los años 50 y 60 fueron en aumento, al punto de convertirse en los
únicos vehículos que transitaban en la calle. De vez en cuando se veía algún moderno
Kia, un carro norcoreano que ella detestaba.
A medida que dejaban atrás kilómetro tras kilómetro, entre risas y bromas crearon
un juego a ritmo de fotos. El primero en localizar un modelo antiguo lo señalaba y
Eduardo pisaba el acelerador a fondo hasta ponerse a su lado, dándole a Lucía planos
perfectos para fotografiarlos. Cuando los choferes eran enfocados con la cámara, para
sorpresa de Lucía, estos bajaban la velocidad permitiéndole una mejor foto. Luego
sonreían orgullosos de su carro y pisaban el acelerador para demostrarle que aún su
clásico superaba con facilidad los setenta kilómetros por hora.
Con ese juego su colección fue aumentando considerablemente. Hasta las motos
eran reliquias dignas de un museo de la Segunda Guerra Mundial.
Cansada de tantas fotos pasaron a temas más importantes. Entre los cuatro
hombres comenzaron a “ponerla al día”, como decían los cubanos. Una manera de
informarle sobre las noticias de la familia y del pueblo.
Poco a poco le fueron explicando por qué el abuelo no pudo venir. El anciano
necesitaba resolver algunos problemas antes de su llegada. Por eso los envió a ellos
como comisión de embullo y bienvenida, incluyendo al Nava. Que el mulato se
hubiera unido al grupo fue una de las mejores ideas, pero Lucía se reservó su opinión.
También le explicaron que en el pueblo a ellos tres solían llamarlos: Los Tres
Mosqueteros.
Quizás yo sea la cuarta mosquetera, se imaginó ella.
Los gemelos continuaron explicándole que El Viejo, así era como llamaban al
abuelo, le estaba preparando una fiesta de bienvenida.
Lucía no se atrevió a preguntar por la madre de sus primos. El abuelo, o El Viejo,
le contó durante su visita que su única hija era una doctora muy respetada en la
ciudad. Rosa, aunque cariñosamente todos la llamaban Rosy.
Rosy sufrió un trauma del cual jamás se pudo reponer. Julián, el padre de los
gemelos, había muerto en un accidente de auto. Aquello fue una tragedia para todos,
con el tiempo Rosa logró asimilar la muerte de su marido. Ella misma se automedicó
una terapia: el resultado fue que se obsesionó con su trabajo, haciendo turnos de hasta
catorce horas diarias. En la primera oportunidad que se le presentó se unió a una
brigada de médicos internacionales que se la pasaban viajando por todos los países. A
veces visitaba Cuba dos veces al año. No era una mala madre, todos lo sabían, pues
nunca les faltó nada a sus hijos, excepto su cariño.
Al pasar los años y los gemelos crecer y transformarse en dos copias de su padre,
físicamente hablando, todos comprendieron el rechazo inconsciente que Rosa les
hacía a sus hijos. Sencillamente no podía ver las cosas que le recordaran a su marido.
Y Mario y Miguel, sin dudas, eran su mayor tortura.
Por eso, la solución que planteó Manuel fue la más sencilla. Los gemelos vivirían

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en su compañía y la de la abuela… Así fue desde que tenían ocho años.
Fue en aquella conversación con el abuelo, recordó Lucía, donde le surgió la idea
de visitar a sus primos. Tras conocer la historia, supo que no podría pasar una noche
más en España sin acabar de conocer a su familia cubana. Por eso, para ganarse
rápidamente el aprecio de los primos, le preguntó al abuelo que les gustaría que les
llevara de regalo.
—Cualquier cosa —dijo Manuel.
Lucía sonrió distraídamente mientras seguía escuchando las historias de los
gemelos. Aunque en realidad no estaba del todo concentrada en la conversación, sino
que recordó una vez más las respuestas del abuelo. Durante las largas charlas que
mantuvieron en España, se percató de que Manuel siempre daba respuestas cortas y
simples. Pero lo que realmente le llamó la atención fue su acento. Su español era
neutro, algo bien raro en una persona que llevara años viviendo con cubanos; podría
decirse incluso que no tenía ningún tipo de acento, algo que ella jamás había
percibido en nadie hasta el momento.
Debido a sus viajes al extranjero, había aprendido a reconocer rápidamente la
mayoría de los acentos más comunes, como el tono cantarín de los mexicanos, o la
bella pronunciación de los colombianos; pero el fuerte y escandaloso acento de los
cubanos era sin dudas el más inconfundible.
—Pero dígame algo, no sé, por ejemplo, ¿cuáles son sus gustos? —le insistió en
aquella ocasión al abuelo.
—Mmm, bien, pues pensándolo así, a Mario le encanta desarmar cosas, aunque
nunca las arregla.
Lucía pensó en el regalo perfecto al instante.
—Y a Miguel le gusta mucho leer.
Eso era perfecto.
—Pero qué tipo de libros. Fantásticos, de aventuras, de espías…
—No, nada de eso…, esos son libros para chicas —el abuelo sonrió—, estoy
seguro que eso es lo que te diría si le llevas una novelita de esas. A él le gusta leer de
tecnología militar. Todo lo relacionado con aviones, barcos, misiles… ¡en fin, de
historia!
También le vino a la mente el regalo adecuado para Miguel.
—Oh, y no te olvides del Nava —le recordó el abuelo—, ese es el mejor amigo
de los gemelos.
Los recuerdos desaparecieron tan rápido como el frenazo que dio Eduardo.
Sorprendida, Lucía miró al frente y no pudo creer lo que veían sus ojos. Sin salir
de su asombro, vio pasar por la carretera a una manada de carneros, indiferentes a los
peligros del tráfico. Estos iban guiados por un pastor que hasta saludó a los pasajeros
de la máquina.
¡Joder, esto parece el Medioevo!
—Bienvenida a Cuba —le dijo el chofer.

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En cuanto el pastor de carneros desapareció, volvieron a ponerse en marcha para
entrar a las inmediaciones del primer pueblo.

***
Si la sorpresa de ver un pastor cruzar una autopista con una manada de carneros
fue grande, mayor fue lo otro que tuvo que presenciar. Como una especie de
espectáculo, ante ella vio una calle repleta por cientos de ciclistas. Pero no eran los
típicos deportistas que tanto transitaban las calles en España, estos eran diferentes. Y
fueron precisamente sus bicicletas lo que captó de inmediato su atención.
—¡Ostias! ¡Qué bicicletas más raras!
Todos dentro del Cadillac lanzaron una carcajada.
Miguel, quien por lo visto era el único con dos dedos de masa gris dentro del
cráneo se tomó la delicadeza de explicarle.
—Prima, las bicicletas en Cuba son el primer medio de transporte. Por eso es que
llevan esos asientos improvisados en el caballo de la bicicleta.
—¿Cómo?
Miguel no necesitó explicarle más.
Una mirada más detallada le hizo comprender a qué se refería. Efectivamente,
todos los ciclistas eran personas comunes y corrientes que iban o salían de sus
trabajos. Por las vestiduras que llevaban Lucía comprendió que se trataban de obreros
y profesionales de todas las clases.
Con cierto disgusto vio a una joven en bata blanca pedalear angustiosamente en
una bicicleta de fabricación rusa o china. Al instante le vino a la mente cualquier
doctora española…, nada más de imaginársela pedaleando para ir a su laburo, le
pareció lo más absurdo y ridículo del mundo. Aun así, por increíble que pareciera, no
pudo quitarse la imagen de una doctora cubana, montada en una bici para ir a trabajar.
Antes de atreverse a plantear un simple comentario, prefirió hacer otra pregunta.
—¿Y entonces…, cuál es el segundo medio de transporte?
—Pues, taratatan tatan… “¡los carretones de caballo!” —el gesto teatral que el
Nava hizo para anunciar su respuesta, le arrancó una carcajada. Quizás un poquito
más exagerada de lo que ella hubiera querido, pero fue esa risa la que despertó una
chispa de deseo en los ojos del mulato. Y esa chispa a ella no le pasó inadvertida.
Por un momento sintió la mirada de posesión y deseo del Nava sobre ella. En
España nadie se atrevería a mirarla así…, y en ese intervalo ella era como una
inofensiva liebre acechada de cerca por un zorro hambriento. Ver cómo el mulato le
miraba la boca y los senos sin ningún decoro ni prudencia, la hizo recordar que no
estaba en España, sino en Cuba…, a saber cómo los cubanos trataban a una mujer.
—¿Me estás tomando el pelo, capullo?
Esta vez fue el Nava quien rio.
Unos segundos después, apenas dejaron atrás al grupo de ciclistas, llegaron a un

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embotellamiento de… carretones de caballos.
Por segunda vez, Lucía se sintió en una era primitiva, o en una ciudad que pasaba
por un proceso de actualización mundial, cual comunidad de aborígenes recién
descubiertos en el Amazonas por unos cuantos jóvenes exploradores. Mientras el
Chevrolet se abría paso entre los caballos que tiraban de carruajes modificados para
transporte público, Lucía no desaprovechó la oportunidad y comenzó a tomarles
fotos.
Con este nivel de anacronismos captados por su cámara, iba a formar una
colección única. Su profesor, Eduardo Rodríguez, quedaría en shock.
Diez minutos después, volvían a tomar la autopista.

***
Cuando el auto sobrepasó los setenta kilómetros por hora, Eduardo, el chofer,
aprovechó para contarle a Lucía de su abuela Catalina, la esposa de Manuel. A quien
todos habían apodado de igual manera: La Vieja.
Catalina era mucho más joven que Manuel, pero se conservaba menos. El abuelo
le llevó una foto de una vieja gorda y morena cubierta de mechones canosos que tenía
el rostro más bondadoso que jamás hubiera visto. Los gemelos le explicaron que La
Vieja padecía de una úlcera en su tobillo derecho, desde que se atravesó la piel con
una espina de aroma durante su juventud. Por eso se la pasaba clamando por pastillas
y pomadas para los dolores, incluso hasta cuando no los tenía.
Lucía se sentía desesperada por llegar y conocer a La Vieja.
Por último, le resumieron las características del pueblo en el que viviría durante
una semana.
Los dos hermanos, junto al Nava, describieron su pueblo natal durante más de una
hora y Lucía resumió mentalmente toda la información. “Tres Caminos” era un
pueblito de la provincia de Villa Clara. Con una población quizás de treinta mil
habitantes en donde todos se conocían. Las estructuras más altas del pueblo eran los
llamados Edificios, ubicados en la “Loma del Mango”. Según el Nava, eran nueve
cajones cuadrados de cuatro pisos y enormes tanques de agua en las azoteas. Aunque
más bien parecían estructuras rusas diseñadas para resistir ataques nucleares, o, de
igual manera, para ser convertidos en prisiones de concreto.
El resto de la arquitectura se la resumieron con enunciativos de una y un. Una
librería, una biblioteca, una panadería, un correo, una funeraria, un banco, un
parque…, y una línea de tren.
La línea del tren atravesaba literalmente el pueblo y el parque…, creando dos
bandos imaginarios que los habitantes llamaron El Barrio de los Chivos y El Barrio
de los Sapos. De esta manera, cuando había carnavales en el pueblo, ambos barrios se
enfrentaban y defendían un título, también imaginario.
Lucía contuvo la risa al pensar en dos bandos luchando por ser coronados bajo el

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título: El rey de los Sapos.
El chofer anunció que estaban a menos de una hora del pueblo.
También le contaron que tomando un camión que salía todas las mañanas, podían
visitar una playa llamada Ñones, que se ubicaba a solo 20 kilómetros del pueblo. Y
en donde el abuelo pasaba más de la mitad del año.
Entre chistes y bromas, Lucía no se percató del paso del tiempo ni del calor
asfixiante que había dentro del viejo Chevrolet, sin aire acondicionado. Mientras la
pieza de museo que los llevaba a su destino no sobrepasaba los 80 kilómetros por
hora, sus primos se encargaron de irle enseñando los pueblos a su paso. Atravesaron
la famosa Santa Clara, la ciudad liberada por el Che, un guerrillero muy conocido en
Latinoamérica. Lucía había escuchado de él. Pero no le interesaba mucho su historia.
Le llamaban más la atención los pintores y artistas cubanos.
A solo veinte minutos de llegar al pueblo, Lucía cayó en cuenta de algo que fue
observando durante todo el trayecto y no se había percatado conscientemente de
ello… hasta aquel momento. A cada lado de las carreteras, junto a los campos de
cañas, había cientos de carteles y propagandas militares: ¡Venceremos…! ¡Al enemigo
ni una cuarta…! ¡Patria o muerte…! ¡Viva la Revolución…!
A Lucía le pareció un poco cursi y falta de gusto estético, pero prefirió no decir
nada. Siguió conservando las esperanzas de ver una propaganda que anunciara alguna
bebida energética, alguna tienda deportiva, o incluso zapatos…; tras recorrer otros
tantos kilómetros, perdió la esperanza.
De repente, Eduardo anunció que al bajar la próxima loma llegarían al pueblo.
La emoción hizo que Lucía sintiera los mismos retortijones de estómago que
experimentó en el avión.

***

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Capítulo 22
Shangó
“Entre las arenas resecas de los desiertos de Australia, se encuentra una planta que
pertenece a la familia de los muérdagos, y que los locales la llaman Árbol de
Navidad. La característica más asombrosa de este espécimen es que sus raíces son
capaces de extenderse hasta más de cien metros a la redonda en busca de la preciada
agua. A la vez, la planta es una especie de parásito, ya que si encuentra las raíces de
otro árbol se adhiere a este, lo rodea y comienza a penetrarlo para robarle su fuente de
vida. No solo le roba el agua, sino que termina secando al árbol…”.
—¡Mierda! —Exclamó Shangó—. Yo soy como esa planta.
Sin poder contener una carcajada por su propia ocurrencia, colocó el iPod en una
esquina, después se movió hasta el otro extremo del yacusi y se sirvió una nueva copa
de vino.
El yacusi, una preciosidad de bañera construida completamente de mármol negro,
contaba con capacidad para ocho personas. En ese momento estaba a toda potencia,
burbujeaba como si tuviera millones de pastillas gaseosas en el fondo.
Shangó jamás tenía un segundo para relajarse, la carga de ocupaciones siempre lo
abrumaba —en su profesión no existían las vacaciones—, por eso se procuró como
pasatiempo ver curiosidades en el canal del Animal Planet, mientras disfrutaba de una
buena botella de vino de su extensa colección. Al menos esos diminutos instantes le
permitían equilibrar su mente.
Apenas llevaba diez minutos sumergido en su hobby, cuando escuchó el timbre de
uno de sus muchos buzones electrónicos que provenía desde una de las computadoras
en la sala.
—El trabajo llama… ¡maldita sea! Ni un segundo de relajamiento.
Salió del yacusi y fue directo a su oficina-escritorio.
Su “oficina” era un escritorio gigante con más de doce gavetas, donde seis
ordenadores y una telaraña de cables procesaban toda la información de sus negocios.
Tres pantallas de veintiuna pulgadas mostraban el tráfico informático. Más de cien
cuentas bancarias permanecían abiertas al unísono junto con casi doscientos correos
que le mostraban el flujo constante de depósitos y extracciones.
En el trayecto del yacusi a la sala tomó una toalla y comenzó a secarse. Al llegar
frente a uno de los monitores, todo su cuerpo aún desprendía una nube de vapor de
agua. Su piel, negra como una barra de chocolate Hershey’s, brillaba como si
estuviera cubierta por una fina capa de diamantes. Cientos de pequeñas gotas rodaban
por su pecho y hombros.
Caminó por la alfombra hasta la enorme habitación; la misma conectaba con el
baño, y justo en su centro había una descomunal cama de madera con pilares tallados
en caoba al estilo de los reyes medievales. Sobre un colchón California Queen, lo

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aguardaba Irina.
La hermosa trigueña de ojos castaños achinados seguía completamente desnuda,
tal como él la dejó. A excepción de los ligeros que le sostenían las medias pantis. La
joven tendría que estar desnuda hasta que Shangó le diera permiso para vestirse, cosa
que no ocurría hasta que fueran a salir de la habitación, y por lo visto, ese momento
iba a tardar.
Era paradójico, reflexionó Shangó. Todo el conjunto de ropa interior que ahora
decoraba el piso había costado una pequeña fortuna, se trataba de un diseño único,
hecho a la medida por uno de los diseñadores de la Victoria’s Secret.
¿Pero…, para que servía el dinero si no era para gastarlo?, reflexionó Shangó.
Irina lo miró desde la cama con una mezcla de odio, desprecio y satisfacción. Aún
sus senos, firmes y duros como enormes manzanas, tenían los pezones rojos por sus
mordidas. Cuando la mirada de Shangó se golpeó finalmente con los bellos ojos de
Irina, ella le dio la espalda y rodó por la cama en busca del control remoto.
Una vez que lo halló, encendió con pereza la pantalla plasma de ochenta
pulgadas.
Verla así, despreciándolo pero sin alternativas, era lo que más lo excitaba. Miró
sus caderas y sus poderosas nalgas —nada de cirugías ni implantes, solo belleza
natural—, sin dudas era el mejor trasero que había gozado en los últimos años.
Comenzó a sentir una erección. La joven le daba la espalda ajena a su conflicto
interno. Shangó tuvo que decidir entre ir a la cama y volver a follársela, o regresar al
trabajo… la última opción no era muy excitante.
Con Irina siempre le sucedía lo mismo: no era como sus otras putas, firmes tetas y
buenos culos… no. Irina lo despreciaba por haberla convertido en una prostituta sin
haberle dejado otra opción. Literalmente, era su esclava sexual, este pensamiento
hizo que Shangó se sintiera satisfecho de sí mismo. Pero había algo más que lo
fascinaba de la joven: no era lo suficientemente estúpida como para resistirse a no
tener sus propios orgasmos, una vez que la penetraba.
Shangó la comprendía, se imaginaba lo que ella debía pensar: Si ya la tengo
adentro, por qué no disfrutarla.
Una sonrisa cruzó sus labios mientras se relamía mirándole las nalgas. Para un
hombre de negocios como él, experimentado en el tráfico y consumo de sentimientos,
supo desde que la reclutó que ella iba a ser una de sus mejores inversiones.
Irina era una maldita obra de arte, un cuadro de Picasso que halló en un basurero,
ignorado por quienes no fueron capaces de apreciar su encanto. Desde cualquier
ángulo que se la mirara, la joven producía dinero. No era solo su cuerpo y sus
habilidades en la cama…; aunque eran excelentes, sin duda alguna.
Como prostituta le hizo ganar unos cuantos cientos de miles, pero muy pronto
comprendió que la chica poseía un talento mayor que el movimiento de sus caderas.
La joven tenía un don único para los negocios y los consejos administrativos.
Ante el asombro de muchos de sus consejeros, había convertido de la noche a la

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mañana en su contadora principal —jamás se arrepintió por haber tomado esa
decisión—; por un lado perdió enormes ganancias al sacarla del mundo de la
prostitución, por el otro, llegó a ganar el triple.
Después de eso, pues, solo tenía que acostarse con él…, por desgracia debía
mantenerla bajo amenaza para evitar que intentara fugarse.
¡A la mierda… follémonos a la puta…!, le dijo su voz interna.
Apenas dio un paso cuando el timbre del buzón electrónico sonó por segunda vez.
Miró por encima del hombro para ver la lista de más de doscientos correos
electrónicos que se habían acumulado. No pudo creerlo, llevaba una semana
esperando el que acababa de entrar.
—Mierda… ¡Justo ahora! —murmuró.
Lo mejor de tener a la puta en la cama, es que de allí no se podría marchar, y eso
le sirvió de auto consuelo.
Era la hora de trabajar. Regresó a su escritorio.
La cuenta pertenecía a Gmail… PajaritoAzul80.@gmail.com
Su equipo de programadores siempre era muy original escogiendo los nombres de
las direcciones electrónicas.
Abrió el buzón.
Se trataba de las tablas de estadísticas que tanto le urgían.
Al fin…

***
Shangó era como un Árbol de Navidad, justo como la planta que acababa de ver
en las curiosidades del Animal Planet. Sus raíces se extendían por toda
Latinoamérica, pero la planta en sí, vivía en Cuba.
Armando Morales, apodado Shangó —como el dios más poderoso de la religión
yoruba—, se había graduado quince años atrás en la Universidad de la Habana, donde
obtuvo un título de oro como Doctor en Ciencias Informáticas.
Un año después era considerado uno de los mejores programadores de la isla… y
quizás de Latinoamérica. Fue entonces cuando el servicio de inteligencia cubana lo
captó para que trabajara en el área de compras y ventas internacionales. En solo dos
años aprendió cómo funcionaba el complejo y enmarañado mundo de los negocios
cubanos.
Aunque en el fondo era más simple de lo que muchos creían. Los jerarcas
militares lo controlaban todo… y punto.
La isla tiene una cadena de negocios llamadas CIMEX S.A, las TRD-CARIBE, y
la GAVIOTA S.A, todas estas tiendas son la base que sostienen al gobierno militar.
Esta red de redes de cadenas es controlada por el MININT (Ministerio del Interior), y
por el MINFAR (Ministerio de Fuerzas Armadas Revolucionarias).
Shangó también aprendió que el principal proveedor de suministros de estas

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tiendas era el Canal de Panamá, donde se compraban al por mayor las ropas, zapatos
y mercancías en general con las cuales después abarrotaban las tiendas en la isla.
Debido a que el cubano de a pie —el común, el ordinario…, el simple ciudadano—
no tenía opciones para escoger en otras tiendas, las ganancias eran de hasta el ciento
diez por ciento.
¡Un negocio de solo ganancias!
Tras aprender las reglas del juego, muy pronto dejó de ser un experto
programador para convertirse en un máster de las lenguas. Su aventajada inteligencia
le permitió una facilidad para los idiomas que terminó por abrirle las puertas para
trabajar codo a codo con los cerebros y dueños del país… un pequeño grupo de
aristócratas llamados por esos mismos cubanos de a pie, los Intocables.
Armando Morales se convirtió en uno de ellos.
Él, al igual que cualquier consigliere de las mafias italianas, comenzó a
representar varios papeles en las luchas internas por el poder dentro de la isla. Por un
lado era una especie de consejero administrativo; por el otro, su propio jefe,
autorizado para cerrar o abrir negocios en el extranjero y dentro de la isla.
Su mayor responsabilidad fue la de convertirse en la cara de los negocios ilegales
que los generales y comandantes cubanos llevaban a cabo por toda Latinoamérica.

***
Shangó leyó detenidamente las cifras que aparecían en las tablas.
—Irina, alcánzame un trago.
La muchacha se levantó disgustada de la cama. Después de casi media hora
buscando en los quinientos canales, acababa de encontrar una buena película.
Pasó por su lado balanceando sus perfectas nalgas y fue hasta la cocina-bar. Las
medias pantis que le cubrían los muslos, y los tacones rojos que llevaba puestos, la
convertían en un espectáculo visual incomparable. A Shangó le gustaba que sus
chicas se comportaran como objetos decorativos y de placer… a fin de cuentas, eso es
lo que eran.
Justo debajo del aparador, copas y vasos de cristalería italiana colgaban como
sostenidos en el aire. Encima de estos había una enorme colección de rones, vinos y
champañas.
Irina solo tardó unos segundos en localizar la bebida preferida de Shangó.
Se trataba de una botella de ron Bacardí, añejo 8 años, Edición Limitada. Cada
botella estaba valorada en unos 450 euros. Irina rompió el sello de la botella y
derramó un largo chorro en el tragante.
—Para los santos —murmuró con ironía.
Los cubanos, cada vez que abren una botella de ron, santiguan la bebida
derramando un pequeño chorro en honor a sus santos. Irina creía en un solo Dios, no
le importaban los demás, ni Buda, ni Alá, ni los Yorubas, solo en un simple Dios.

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Aun así, se cuidaba mucho de no insultar a ninguna religión.
La joven le sirvió un trago adornado con hojas de menta y cristales de hielo,
luego se lo llevó hasta el escritorio.
Shangó tuvo que apartar la mirada del monitor para coger el vaso, frente a él
estaba Irina, desnuda y depilada. El día anterior le había pagado una sesión de
depilación, esa era otra de sus tantas excentricidades. Todas sus putas debían estar
afeitadas desde los tobillos hasta los párpados.
Cogió el vaso y le dio un beso en la suave y perfumada pelvis, luego con un gesto
de la cabeza, le ordenó que se fuera a la cama. Una vez más tuvo que obligar a sus
sentidos a concentrarse en el monitor.
Los números que aparecían en la pantalla eran datos que jamás deberían ser
revelados a la plebe cubana. Esa simple información valía millones. Por suerte,
gracias a que Cuba era el país con menos acceso a Internet del mundo, eso no sería un
problema.
Seis años atrás, a Shangó se le ordenó hacer un estudio de las remesas enviadas
por cubanos residentes en el extranjero a sus familiares en la isla.
El resultado fue escalofriante.
Los canales de información de la isla —llamados por muchos, canales de
desinformación—, eran controlados con dedos de hierro por el gobierno; gracias a
eso muchos como él podían hacer sus negocios tranquilamente.
Los canales gritaban a todas horas y a los cuatro vientos que la principal fuente
de ingresos de Cuba era el turismo, con más de dos mil millones de dólares al año,
seguido por la exportación de níquel, la producción y venta de medicamentos y, como
último factor, la exportación de azúcar. Aunque últimamente sacaban mucho a relucir
el alquiler de médicos y especialistas cubanos en otros países.
Por supuesto que jamás hablaban de las remesas enviadas desde el extranjero.
La realidad era cruda e irónica.
Durante mucho tiempo el gobierno cubano exilió a miles y miles de sus
ciudadanos alegando que eran traidores a la Patria y al glorioso momento histórico
que se estaba viviendo.
En la actualidad, eran esos emigrantes y exiliados quienes constituían la
verdadera y principal entrada de divisas a la Isla. Como resultado los números no
mentían: el dinero que enviaban los cubanos repartidos por todo el mundo superaba a
todas las fuentes de ingresos que el Estado Comunista notificaba a sus ciudadanos.
Cada cubano en el extranjero significaba un trabajador más para la isla, pues todo
cuanto hacían era enviar dinero a sus familiares, esos que dejaron atrás y que no
podían viajar. De esta manera entraban cada año al país millones y millones de
dólares.
Precisamente, en ese flujo de dólares descontrolados, fue donde Shangó hizo una
fortuna.
Cuando presentó sus proyectos a los dinosaurios —así llamaban cariñosamente a

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los ancianos que seguían controlando los hilos del poder—, estos clamaron sus gritos
al cielo…, sin embargo, después de hacer cálculos, al cabo de una semana aceptaron
la propuesta sin más regateos.
Desde entonces Shangó fue el encargado de lavarles el dinero a varios carteles de
la droga latinoamericanos y europeos. E incluso a algunos dictadores del Medio
Oriente. Sin prejuicios ni bandos, ya fueran mexicanos, colombianos o europeos,
todos recibían el mismo servicio.
El sistema fue lo más sencillo y simple de lo que nadie se pudo imaginar.
Simplemente, con cada cubano que regresaba a la isla a visitar a su familia y a gastar
mil dólares, la mega compañía que estaba bajo las órdenes de Shangó, duplicaba o
triplicaban esa cifra. Como Cuba no pertenecía al FMI (Fondo Monetario
Internacional), ni a ningún otro banco internacional que fuera capaz de revisarles sus
ingresos anuales, el país podía colocar los números que quisiera, ya que no habría
manera de comprobarlos. De esta forma el dinero se convertía en un producto limpio
y seguro, que luego continuaba siendo lavado en otras compañías de inversión que
tenía el gobierno en el extranjero.
Por lo menos dos veces al mes llegaban a puertos cubanos lanchas rápidas
cargadas con millones de dólares procedentes de México y Honduras. Desde allí se
transportaban las pacas de dinero a túneles seguros, de donde se iba extrayendo a
medida que fuera lavado.
De todo este negocio, Cuba solo cobraba un diez por ciento… Pero ese diez por
ciento era mucho, mucho dinero.
Sin embargo, los negocios de Shangó no solo estaban enfocados en lavado de
dinero. Apoyado por varios generales y tenientes coroneles, su grupo había montado
una red con más de 500 burdeles a todo lo largo y ancho de la isla.
Sus palacios del placer eran visitados por grandes figuras del contrabando
internacional. Famosos capos de las drogas, traficantes de armas y algunos
empresarios multimillonarios amantes de las negras cubanas eran parte de su
clientela.
Asombrosamente, en todo aquel mundo de corrupción, droga y armas, Shangó no
permitía la prostitución infantil.
Shangó era muy celoso en esa parte, la isla estaría podrida hasta la mismísima
raíz, pero él jamás prostituiría a los niños. Aunque ser niño, para él, era considerado
hasta los doce años. Con esa edad ya podían trabajar en cualquiera de sus
establecimientos.
La nueva red que acababa de montar hacía apenas tres años estaba más enfocada
en la pornografía. Diez salas de filmación actualizadas con cámaras y técnicos
profesionales. Un grupo selecto de editores, camarógrafos, directores y guionistas
formaban el elenco técnico.
La parte primordial del negocio, los actores, era la inversión más barata.
Una de sus principales fuentes de suministros de actores y actrices porno eran las

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escuelas de la ENA (Escuela Nacional de Arte) y el ISA (Instituto Superior de Arte).
Allí era fácil reclutar bailarines con excelentes condiciones físicas que necesitaban el
dinero extra para la mantención de sus estudios.
Por eso, cada vez que en las redes sociales insultaban a Cuba de producir
pornografía barata, Shangó se lo tomaba como algo muy personal. Él era un máster
en los negocios, un hombre actualizado en los mercados internacionales.
Bien sabía que el mayor productor de pornografía en todo el mundo eran los
Estados Unidos. El noventa por ciento de la pornografía que se hace en ese país era
grabada en el famoso Valle de San Fernando, llamado también: Valle de la Silicona.
Los estudios de pornografía del Valle eran capaces de producir hasta 13.000
películas al año, con una ganancia de hasta 11.000 millones de dólares anuales…
Sus estudios apenas producían trescientas películas al año.
—Qué hijos de puta —solía decir—, cualquier negocio que afloje dinero se lo
quieren coger esos cabrones capitalistas.
Uno de los estudios pornográficos que más le reportaba era el de la provincia de
Villa Clara. El encargado era el Chino, uno de sus hombres de plena confianza.
Precisamente Irina estaba ahora bajo sus órdenes.
El Chino no solo atendía los burdeles y la venta de droga, también controlaba una
red de restaurantes de comida criolla. Estos funcionaban como un “todo incluido”,
casa de juegos, comida y mujeres. Una especie de Las Vegas cubana.
Por último, le quedaba el estudio pornográfico, al cual el Chino le dedicaba
mucho tiempo.
Shangó recordó, mientras tecleaba a toda prisa, lo sucedido un año atrás.
Fue en una de sus visitas a Villa Clara, donde el Chino se apareció con una de las
películas recién filmadas. Tras compartir media botella, ante la insistencia de su
socio, no le quedó más remedio que echarle una ojeada para darle su visto bueno. Por
irónico que le pareciera, Shangó jamás había visto una de sus propias películas.
—Pues venga ese filme, y si me éxito mucho y no hay ninguna puta cerca —le
dijo entre risas—, tú vas a pagar las consecuencias.
—Tú serás de todo, de eso no hay dudas, menos maricón —el Chino lanzó una
carcajada y puso el DVD—. La película fue producida por un canadiense —le
explicó.
Los canadienses, como bien sabía Shangó, eran los principales productores y
exportadores del material. De la porno que hacían en Cuba, ellos controlaban las
redes de distribución por toda Europa. Solo cinco minutos de filmación bastaron para
que Shangó comprendiera que se trataba de un trabajo profesional y de excelente
calidad. Tanto editores como camarógrafos eran genios en su materia.
La actriz protagónica era una mulatica de no más de dieciséis años con unas
nalgas y un rostro angelical. La joven fácilmente podría competir en belleza con
cualquiera de las conejitas Playboy.
Eso le gustó a Shangó. Calidad ante todo.

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Cuba tenía las mujeres más hermosas de Latinoamérica; por desgracia y gloria
para él, también las putas más hermosas y baratas. El filme contaba con un guion
capaz de enrojecerle los cachetes a Pedro Almodóvar.
Una joven que huye de su casa intentando convertirse en una bailarina profesional
del famoso cabaret de Tropicana. Al llegar a La Habana, su mejor amiga, quien le
brinda desinteresadamente su casa, resulta ser una lesbiana adicta a los tríos. Desde
ese momento la película se convirtió en una orgía de penes y vaginas capaces de
satisfacer a las mentes más complejas.
Después de casi dos horas de escenas sexuales, por fin la chica consigue el
trabajo; pero antes debía cumplir la fantasía sexual de su futuro jefe.
—Ahora viene lo mejor —le advirtió el Chino.
—Lo que tú digas.
En la pantalla, la hermosa mulata entró en un cuarto, allí la esperaban cuatro
hombres, quienes la desnudaron y untaron lubricantes, literalmente, en cada orificio
de su cuerpo. Luego la amordazaron a una silla especial que dejaba su sexo expuesto
a quien quisiera penetrarla. Shangó comprendió que algo totalmente diferente estaba
a punto de ocurrir. Los editores habían escogido para la escena una música llena de
tensión al más puro estilo de Hitchcock. De repente uno de los hombres abrió una
puerta y en escena apareció un enorme doberman.
Shangó se puso rígido y miró desconcertado al Chino, pero este solo sonreía
hipnotizado por el espectáculo que estaba a punto de desarrollarse. Cuando la chica
vio al perro, y adivinó las intenciones del resto de los hombres en la habitación,
comenzó a gritar y a pedir auxilio.
Aquello no era un montaje, comprendió horrorizado Shangó.
Ante su asombro y perplejidad, justo delante de él se estaba desarrollando una
maldita escena de cine Snuff.
No se suponía que ese tipo de cine era el que estaba produciéndose en sus
estudios. ¿O sí? Continuó mirando el video, horrorizado y fascinado a la vez por lo
que estaba a punto de suceder.
Para opacar los gritos frenéticos de la joven, los editores decidieron poner una
música melodramática, con lo cual lograron aumentar más aún la tensión de la
escena. Shangó sintió que el corazón le iba a estallar.
Amordazada por las muñecas y los tobillos, la chica solo podía retorcerse en un
intento desesperado por escapar. El perro estaba entrenado y sabía exactamente qué
hacer. Como la silla tenía la forma de las que se usan en las salas de ginecología,
donde las piernas quedan sostenidas al aire, el enorme doberman no tuvo problemas
para lamerle el sexo a la chica.
Durante los siguientes cinco segundos de la filmación, la impotente mulata no
dejó ni un segundo de gritar y pedir ayuda. A una orden del entrenador, el perro subió
sobre la joven y comenzó a intentar penetrarla… al tercer intento lo logró.
Mientras era violada, la joven solo pudo engarrotar los dedos y mirar impotente

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hacia otro lado. Espasmos incontrolables hicieron que su cuerpo se estremeciera de
repulsión. Por si quedaba alguna duda de la veracidad del hecho, el camarógrafo hizo
varios acercamientos a la…
—¡Quita esa mierda! —gritó Shangó mientras se levantaba y buscaba el control
remoto.
Sus manos le temblaban por la ira y la excitación.
—Pero si ahora viene la mejor parte. ¡Aún el perro no se ha venido!
Shangó tomó el control y detuvo la película.
El Chino parecía desconcertado.
—¡No sé por qué te pones así!
—Serás imbécil, acabo de ver a una joven violada por un perro… ¿Cómo quieres
que me ponga? ¿O me vas a decir que eso era parte de la actuación?
—No…, pero el canadiense dijo que si la ponían sobre aviso a lo mejor ella se
negaba, por eso era mejor sorprenderla —el Chino se encogió de hombros a modo de
disculpas—. Es muy difícil encontrar modelos hermosas que quieran acostarse con
perros.
Shangó quedó sorprendido por su propia reacción. Él bien sabía que su profesión
se especializaba en el tráfico de sueños. Pero no podía quitarse de la mente la imagen
de la joven siendo violada…; a fin de cuentas, él también tenía una hija.
—¿Cuánto le pagaron?
—¿Por esa escena?
—Por la maldita película.
—Quinientos dólares.
Shangó se llevó las manos a los ojos.
Una simple copia de aquella película podría ser vendida en Europa hasta en diez
mil euros.
Lo verdaderos amantes de la zoofilia —quienes visitaban frecuentemente la isla
— por obtener una película donde apareciera una hermosa modelo siendo violada por
un perro, pagarían hasta el doble. El director canadiense tenía razón, era muy difícil
encontrar modelos hermosas que quisieran hacerlo con animales.
Para calmar su conciencia, Shangó sacó cuentas mentalmente. A la joven le
pagaron 500 dólares. Un médico especialista en atención primaria en Cuba gana 575
pesos cubanos, aproximadamente veinticinco dólares mensuales. La chica se había
ganado en solo dos semanas de filmación el salario de casi dos años de un profesional
de la salud.
Aquello calmó un poco su conciencia.
Esa clase de videos se filmaban diariamente en todo el mundo, Cuba no iba a ser
la excepción. El negocio de la pornografía cada día dejaba más ganancias, eso no
significaba que el producto que se vendiera fuera hermoso.
Las mentes enfermas siempre son las que mejor pagan.
El punto era que quizás la joven violada tardaría unos meses en recuperarse del

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shock, pero cuando el dinero se le agotara y volviera a la realidad de la vida —donde
no iba a importar el trabajo que consiguiera ni la honradez del mismo, pues jamás
sobrepasaría lo que ganó en dos semanas de filmación—, ella por sí solita iba a
regresar a los estudios. Incluso, puede que con un poco de suerte hasta pidiera un
aumento y de manera voluntaria estuviera dispuesta a filmar la segunda parte de la
película.
Así era el negocio, no iba a ser ni la primera ni la última vez que ocurriera algo
como eso.
Después de lo sucedido, Shangó no volvió a preocuparse más por el proceso de
filmación, una sola regla era inviolable: no se podían contratar menores de doce años
para hacer ninguna película.

***
Uno de los buzones especiales timbró cuatro veces seguidas. Aquello significaba
que era algo más que urgente… ¡Era una emergencia!
Shangó se llevó un trago a los labios, saboreó el ron mentolado por unos
segundos para después tragárselo de una vez.
—Malditos colombianos —murmuró mientras comenzaba a leer el contenido.
Los sembradores de coca, como él solía llamarlos, cada mes pedían más armas.
De las miles de redes de contrabandos que Shangó controlaba, el tráfico de armas
era otra de las más beneficiosas. Ya fueran los colombianos o los carteles mexicanos
—a estos últimos se les estaba haciendo un poco difícil pasar armas por la frontera
americana, así que les salía mucho mejor comprárselas a los cubanos— los
compradores siempre pedían más.
En Centroamérica, sus mejores clientes eran las guerrillas de la FARC (Fuerzas
Armadas Revolucionarias Colombianas), que tenían el dinero para comprar hasta un
bombardero B-2, si se les permitía.
Pero los recursos armamentísticos de Shangó eran muy limitados. Solo les podía
vender armamento soviético, sobre todo AK-47 —el fusil oficial de las guerrillas— y
los preciados RPG-7. Aunque de vez en cuando disponía de algunas cajas de minas y
granadas.
En una ocasión les vendió un helicóptero.
Lo malo de ese negocio era que las ganancias iban a partes iguales con los
traficantes norcoreanos, quienes se encargaban de esconder las armas en las bodegas
de los buques, junto a las toneladas de azúcar que cargaban en la isla. Muchas veces
los pagos de las guerrillas no eran en cash, sino con varios cientos de ladrillos de
drogas, los cuales eran de excelente calidad ya que aún no habían sido bautizados con
impurezas.
La droga inmediatamente era repartida en sus burdeles, y así triplicaba sus
ganancias.

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También, gracias al apoyo de los generales que le cubrían la espalda, los señores
de las drogas colombianas tenían paso seguro y puertos marítimos listos para hacer
entregas de enormes cargamentos. Ya fuera con submarinos o lanchas rápidas, el
cargamento era dejado en aguas nacionales cubanas, recogido por los guardacostas y
entregado una semana después a otra lancha mexicana.
Tras leer el correo dos veces, anotó en su agenda que debía llamar a su proveedor
de armas para hacerle un nuevo pedido. Estaba anotando la información cuando entró
un nuevo correo. Pocos mensajes lograban ponerle el bello de los brazos de punta,
aquel era uno de esos.

***
Dos semanas atrás, por órdenes de su principal jefe, recibió el encargo más
extraño de toda su carrera. También el más importante.
El Titiritero —apodado así por el séquito para el que trabajaba Shangó—, era el
hombre de las sombras, la mano que daba las órdenes para que Shangó las ejecutara.
En su última salida, tras permanecer tres semanas en Panamá cerrando una serie
de negocios, se le ordenó traer a su regreso cinco maletas de alta seguridad. Shangó
comprobó que el contenido era armas y accesorios de avanzada tecnología militar.
¿Para qué semejante arsenal?
Pero la misteriosa misión no acababa allí, y era esta la parte interesante. Un
representante de la High Security International se entrevistó a solas con él. Cuando el
desconocido se presentó, Shangó creyó que se trataba de alguna broma pesada.
Pronto comprobó que era un auténtico representante de la compañía mercenaria más
famosa del mundo.
El representante le explicó en pocas y sencillas palabras que deseaba hacerle un
contrato. Los servicios serían mínimos y básicos, pero las ganancias serían
inigualables. Además, la HSI le estaría agradecida por sus servicios, con lo que
garantizaba amplias recomendaciones para futuros contratos.
Ser recomendado por la HSI significaba cerrar negocios multimillonarios.
Aquello era equivalente a moverse entre los tiburones más grandes de las megas
compañías capitalistas.
—¿Qué se supone que debo hacer? ¿Solamente introducir estas maletas?
—Por supuesto que no —le dijo en aquella ocasión el representante—. Deberá
guardar las maletas como una especie de talismán, y entregarlas solo si son
requeridas. Su verdadera misión será servir como enlace y guía turístico a un grupo
de mercenarios que llegará a la isla.
—¿Estás de broma?
—No; puedes llamar a tu jefe.
En efecto, Shangó quedó sorprendido al comprobar que acababa de convertirse en
la niñera de un grupo de matones que visitarían la isla. Las órdenes fueron bien

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claras. Él sería el encargado de buscarles transporte y hospedaje, también les
facilitaría toda la información que el comando pudiera necesitar.
—Esto es ridículo —murmuró—. ¿Y en que radica la misión, si se puede saber?
—Por supuesto. Un comando elite de mi compañía efectuará una extracción en su
país.
—¿Extracción? Querrá decir secuestro.
—Preferimos trabajar con términos militares. Como le decía, se efectuará la
extracción de un ex espía que la compañía lleva años persiguiendo.
Tras hacer una fortuna en sus respectivos países, constantemente altos jefes de los
carteles de la droga huían hacia la hermosa Cuba.
Ya Shangó había servido como abogado del diablo en más de una ocasión.
Por una buena suma, el traficante les conseguía una residencia de
multimillonarios y un turno con un excelente cirujano facial —con esto se eliminaban
todos los rastros de su vida pasada—; luego podían vivir una vida de comodidades en
su nueva mansión… Por lo general cerca de las famosas playas de Varadero.
Cuando la entrevista terminó y el representante se fue, a Shangó poco le faltó para
dar saltos de alegría. Ya no le importaba mucho el tener que representar un papel de
niñera. El simple hecho de participar en un operativo de búsqueda y secuestro con la
mismísima HSI era uno de los pasos más importantes en su carrera.
Solo hubo una cosa que le molestó un tanto desde el principio. El presentante fue
muy claro al decir que lo querían solamente a él, nada de segundas personas.

***
Le dio doble clic al mensaje y este se abrió.
—Comienza el show —murmuró.
Un chorro de adrenalina recorrió cada centímetro de su cuerpo.
El mensaje explicaba que la próxima semana, en un vuelo procedente de España,
llegarían los mercenarios. Debía de tenerles lista la información que le solicitaron del
objetivo, transporte y un lugar donde alojarse.
—No problema, my friends.
Antes de enfocar por completo todos sus sentidos en los negocios, decidió
terminar el trago.
—¿Pero, qué mierda? —se sorprendió al encontrar que el vaso estaba vacío. Bajo
la tensión del mensaje se lo bebió sin darse cuenta.
Se levantó para ir a la cocina a prepararse otro trago y sus ojos se posaron sobre la
cama. Irina estaba boca abajo sobre una montaña de almohadas, tenía las piernas
cruzadas con una pose tan sensual que le arrancó a Shangó un gruñido de deseo al
instante.
Fue hasta la cama y se le subió encima.
Irina pareció no darse cuenta, y fue esa indiferencia precisamente lo que más

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excitó a Shangó.
Mejor follémonos a la puta y después hagamos los negocios, le dijo a su
conciencia.

***

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Capítulo 23
Comienza la cacería

Día 1… 10:05 pm

Giovanni aprendió a desconfiar de todos y de todo, a tal punto, que llegó a tornarse
para él en una especie de psicosis paranoica. Para un Alfa, desconfiar no era más que
un modo de vida.
Él era el líder, el hombre clave que daba las órdenes cuando todos los demás
pudieran caer presas del pánico. Mantener bajo control a un comando de mercenarios
elites en cada una de sus misiones era una especie de don, uno que sus hombres le
agradecían, sobre todo porque siempre los regresaba a casa con vida. Aunque gran
parte de ese don se debía a esa misma obsesión, a ese nivel de desconfianza conque
hilvanaba la vida…
Uno de sus lemas era: La información nunca es suficiente, jamás es suficiente…
En ello figuraba la necesidad de saber hasta los mínimos detalles de sus objetivos.
Todo… absolutamente todo. Eso incluía el nombre de las amantes, si pertenecía a
alguna secta o religión. Si era homosexual, pedófilo o castrado…, el nombre de sus
mejores amigos, restaurantes que acostumbra a visitar, gustos excéntricos, todo…,
hasta el nombre de las mascotas, si es que tenían alguna.

***
Para ir creando una perfecta coartada internacional, el comando de mercenarios
voló desde España con pasaportes canadienses usando una aerolínea de la Southwest
Airlines con rumbo a Cuba. Sus pasaportes los acreditaban como canadienses
legítimos.
Gracias a que la HSI tenía su propia oficina encargada de la falsificación de
documentos internacionales —no como otras agencias que debían comprar los
pasaportes—, los tan temidos códigos de barras no tuvieron problemas en ninguna de
las aduanas. Incluso llevaban las credenciales que los convertían en especialistas en
perforaciones. En apariencia, se harían pasar por técnicos que estaban haciendo un
estudio de posibles pozos de petróleos en diferentes zonas de la región central de
Cuba.
Giovanni ya tenía la localización de la casa que les alquilaría su contacto en
Cuba, el traficante apodado Shangó. En todas las misiones siempre precisaban de un
contacto, alguien que conociera el terreno, el idioma y, sobre todo, los abasteciera de
todo lo que les hiciera falta.
La casa, llamada por su propietario “La casa de la Colina”, era una especie de
lugar de citas. Su ubicación, a las afueras de Tres Caminos (nombre del pueblo donde

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vivía el objetivo) era el sitio perfecto, pensó Giovanni.
Con su obsesión por los detalles, hizo más de diez chequeos a la zona a través de
un satélite militar. La compañía contaba con ese tipo de tecnologías, a la que tenían
acceso todos los Alfas. Incluso, si necesitaban mejores detalles se les autorizaba un
vuelo privado con drones.
Ubicada encima de una colina, y protegida de las miradas de los curiosos por la
vegetación circundante, la casona permitía ver desde todos los ángulos a quien se
acercara a más de una milla, excepto por el este, precisamente por donde salía el sol.
Aquel simple detalle lo hizo sentirse incomodo durante toda una noche. Y aunque
iban a Cuba a una misión de secuestro, por lo que no tendrían que protegerse dentro
de la casa ni mucho menos crear un perímetro de seguridad, la idea de ese punto
ciego nunca le permitiría dormir con los dos ojos cerrados.
Otra de las cosas que lo mantuvo en vela fue el inconveniente de tener que dar sus
nombres y números de pasaportes. En una isla donde a los turistas no se les perdía ni
pie ni pisada, disponer de una casa en la cual no tuvieran que mostrar sus pasaportes
tenía miles de ventajas. La mayor de todas es que no estarían localizados, al menos
mientras no levantaran sospechas.
Para evitar malos entendidos con las autoridades de la isla, desde el mismísimo
aeropuerto tomarían taxis y se dirigirían a sus respectivas habitaciones en diferentes
hoteles.
Allí pagarían dos semanas por adelantado, y en cash.
Después, en un lugar acordado, el traficante los recogería para llevarlos a la Casa
de la Colina. Para cuando notaran la desaparición de los hoteles, y alguien notificara
a las autoridades, la pista solo los llevaría a un callejón sin salida.
Otra de las ventajas que Giovanni creó en su plan de escape, fue la salida directa
por la costa, desde el principio, la idea de sacar a Heldrich por avión fue descartada.
Con esta desaparición repentina no dejarían ni rastro de ellos. Excepto por esos
números de pasaportes y los nombres falsos que dejaron registrados en los hoteles.
Así, si en un futuro necesitaban regresar a la isla por causa de otra misión, solo
necesitarían pasaportes nuevos y un leve cambio de aspecto.
Como medios de transportes rentaron dos Ford del 57, y dos Cadillac, uno del 50
y el otro del 54. Los dos últimos iban a ser usados como trasporte de huida en caso de
un escape de emergencia. Podrían haber rentado autos más modernos, pero para pasar
inadvertidos en un país como Cuba, mientras más antiguos los autos, menos
llamarían la atención.
A pesar de que todas las precauciones fueron tomadas, aun así, Giovanni se sintió
como tigre en jaula desde que entró a la Casa de la Colina.
Giovanni le echó un rápido vistazo al lugar. Aún continuaba furioso con el
maldito Shangó. Aquel imbécil le mandó a un guía para que los condujera hasta allí,
que, temeroso, les explicó que su jefe había tenido un inconveniente.
Giovanni casi estalló de ira.

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Era la primera vez que se iban a encontrar con el traficante y ya este rompía la
primera cláusula de su contrato. Así que rechazó de inmediato al guía y solamente
tomó la llave de la casa… Y le envió un mensaje al traficante. Esa misma noche lo
iban a esperar en la casa… ¡y más le valía que estuviera a la hora acordada!
La casa en si no estaba mal. Era enorme y contaba con suficientes lujos,
comparada con otros lugares en los que el comando tuvo que acampar mientras
aguardaba por el momento idóneo para llevar a cabo alguna misión. Tenía dos
enormes camas, una nevera colmada de cervezas y comida enlatada. Un sofá, una
pequeña mesa de bambú y un televisor suspendido en la pared era todo su mobiliario.
Cuando recorrieron cada centímetro del local y se aseguraron de sentirse
cómodos, Giovanni dio la primera orden.
—Chicos, comencemos a prepararnos.
En pocos segundos todo se volvió un caos perfectamente organizado.
Colocaron los equipos técnicos en el piso de la sala —los que lograron pasar por
el aeropuerto—, explicándoles a los oficiales aduaneros que les eran necesarios para
sus funciones de trabajo. Cámaras fotográficas, microscópicas cámaras de grabación,
laptops, relojes especiales…, una multitud de artefactos tecnológicos cubrieron
rápidamente todo el suelo.
—¡Qué comience el show! —dijo Aldrich mientras encendía un cigarrillo
mentolado.
Giovanni observó con orgullo cómo su manada acondicionaba la guarida.
Mientras tanto, él se enfocó en revisar una vez más toda la información de la que
disponían. Debido a que Kruger no les dejó traer sus propias armas, tuvieron que
hacerle una visita a la Sala de Juguetes, allí era donde la HSI guardaba millones y
millones de dólares invertidos en armamento tecnológico.
Jack salió de la casa para hacer un recorrido por la zona. Su misión era aprenderse
las características del terreno y elaborar una vía de escape. Por su parte, Alí comenzó
a instalar, ayudado por Alex, todo un set de mini cámaras de grabación alrededor de
la casa.
—Ya tenemos ojos —anunció el iraní.
—Bien, muy bien.
Las cámaras fueron conectadas a dos laptops que dividieron sus pantallas en
cuatro secciones.
Aldrich encendió su segundo cigarrillo. Según él, la nicotina lo ayudaba a
concentrarse. Aquella teoría a Giovanni no acababa de convencerlo, sobre todo cada
vez que veía al británico trabajando con explosivos altamente inflamables.
El Zombi instaló alrededor de la casa una red de bombas de humo que explotarían
por control remoto.
Camuflados dentro de tubos de pasta y cremas para la piel, el especialista en
explosivos logró entrar por el aeropuerto una serie de químicos que mezclados
lograban hacer una gigantesca pared de humo. Las tapas de los pomos fungían como

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detonadores, los cuales podían ser activados por control remoto a través de los relojes
que cada uno llevaba encima.
—Estamos ensamblando la maldita casa de James Bond —gruñó el Zombi.
Ya era la segunda vez que el británico se quejaba, se percató Giovanni. Al igual
que Kruger, a él también le gustaba hablar con sus muchachos. Por el momento
estaba demasiado ocupado, en cuanto organizara todo tendría una charla con sus
lobos.
La idea de cubrir la casa con paredes de humo tenía un único propósito, ganar
tiempo ante un ataque inesperado, ya fuera de una brigada especial, la policía, o de
todos a la vez, incluyendo francotiradores. Si en algún momento se vieran
acorralados, aquel truco les brindaría los segundos necesarios para salir de la casa y
dirigirse por una de las colinas que Jack chequeaba en ese instante, hasta los otros dos
autos.
Colina abajo, a menos de una milla, Jack camufló los Cadillac.
—Aldrich, acércate un momento —dijo Giovanni.
—¡Diga usted! —el especialista en explosivos traía una navaja con la que
desmembraba un ramillete de cables.
—¿Qué te parece la protección de la guarida?
—Sinceramente… una maldita pérdida de tiempo.
—¿Y te basas en…?
—¡Por Dios, Giovanni! La compañía se está gastando una millonada al lanzarnos
hasta acá con todos estos equipos, por mí, bien, no es mi dinero. Mientras mi cheque
siga llegando con más ceros, no me importa.
—Ok, ¿y cuál es tu punto?
—Mi punto es que vinimos a capturar a un viejo, un anciano que participó en la
Segunda Guerra Mundial… Se supone que llegamos a la ofensiva, no a la defensiva.
¡Tal parece que estamos asegurando la puta casa de Bin Laden!
—¿Qué crees que deberíamos hacer entonces?
—¡Que conste, usted es el jefe! Sin embargo, para mí…, todo esto es una pérdida
de tiempo. ¿Y por qué? Porque esto es Cuba, aquí lo más avanzado que hay en
tecnología es un baño con sensor de movimiento…, aunque aún no he visto ninguno.
Giovanni se llevó dos dedos a los labios, gesto que sus hombres bien conocían,
significaba que estaba barajeando alguna idea.
El británico tiene razón, pensó, no estaban en una selva colombiana donde debían
montar un campamento con cámaras infrarrojas y sensores de sonido.
—¡Ehh…! No le des más vueltas al problema —aseguró el Zombi—, tus
corazonadas me han salvado muchas veces el culo, así que si quieres bombas de
humo alrededor de la casa, las vas a tener, aunque si dada la ocasión llegáramos a
necesitarlas, hasta la NASA podrá vernos desde el espacio.
Giovanni contuvo una sonrisa.
Aldrich encendió un tercer cigarrillo con el mismo que ya estaba finalizando. Sin

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dejar de murmurar maldiciones regresó a su mesa de trabajo, rebosante de cables y
explosivos.
Mientras tanto, Giovanni volvió a enfocarse en las cámaras.
Quizás el Zombi tuviera razón, pero aun así no iba a permitirse ningún desliz.
Una tercera laptop fue encendida. Con ella activaron un sistema de emisión para
bloquear cualquier señal de radio que estuviera a cincuenta metros a la redonda. La
laptop tenía como fondo de pantalla una foto de Shangó.
Giovanni leyó con parsimonia las características que venían adjuntas a la foto. Se
trataba de un negro que media uno setenta de estatura. Con pobladas cejas y una
amplia sonrisa cubierta por dientes extra blancos. Luego hizo un acercamiento a los
ojos del traficante. Leer la mirada de las personas es un arte, y en esa rama él era todo
un artista. Supo de inmediato que estaba ante una persona corrupta hasta los tuétanos,
pero no obstante, de fuertes principios. Aquellos ojos también reflejaban inteligencia,
habilidades ocultas, y lo peor es que estaban conscientes de ello. Eso podría
representar un problema en el futuro inmediato.
Continuó leyendo el expediente.
Shangó no solo era un máster de las computadoras, según la información adjunta,
también hablaba varios idiomas, incluyendo el alemán y el inglés.
Giovanni miró su reloj. Dentro de unos minutos tendrían la primera reunión con
el famoso traficante. Mientras continuaba la espera, recordó la conversación que
sostuvo con Kruger días antes de partir hacia España, cuando le dio el expediente de
Armando Morales.
—Tu contacto en Cuba es un hombre muy peligroso le advirtió.
—¿Qué tan precavido debo ser? —la pregunta no era más que un formalismo,
pues la palabra “precaución”, era otro de los lemas en las misiones del Italiano.
—Recuerdas la misión Doble filo.
Una sombra cruzó el rostro de Giovanni.
Doble filo fue la cacería de un espía ruso que había desertado y se refugió en
Colombia. En aquella misión el comando de Wolves de Giovanni fue guiado por
Ronaldo, un agente de la inteligencia colombiana. Ronaldo salvó dos veces al grupo
de caer en una emboscada de los narcotraficantes…, la misión fue todo un éxito.
Mientras esperaban, ya más confiados, en la casa donde serían recogidos,
Giovanni recibió la llamada.
Kruger le informó que Ronaldo era un doble agente que trabajaba para la CIA, y
que en menos de diez minutos un comando de Seal intentarían rescatar el cuerpo del
espía ruso, precisamente la prueba que necesitaban para desmantelar toda la
operación. La orden fue clara, Giovanni la dio y Jack la ejecutó.
En un instante recogieron el cadáver del espía y abandonaron la casa, dejando en
una de las paredes los sesos de Ronaldo.
La lección que aprendió Giovanni en aquella misión, fue a no confiar nunca en el
precio de un hombre, pues jamás sería suficiente lo que le prometieran, siempre

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habría alguien que pagaría el doble.
—Muy bien —le dijo a Kruger—, ¿quién es este Shangó?
Kruger le explicó en pocas palabras la historia de Armando.
Se trataba de uno de los mayores contrabandistas de armas de toda Latinoamérica.
Con clientes fijos en las guerrillas colombianas y los carteles de la droga mexicana, al
hombre se le sobraba el trabajo. Tenía doble ciudadanía, una cubana y otra panameña.
De esa manera podía salir de la isla sin llamar la atención. En uno de sus viajes a
Panamá, fue reclutado por la HSI a un precio excesivo, a pesar de que jamás le había
proporcionado ninguna ayuda a la compañía. Esta era su oportunidad de lucirse.
Fuera de Cuba, como le explicó Kruger, Shangó era un magnate de la mafia
cubana, pero dentro de la isla un ciudadano común y corriente…, quizás con algunos
privilegios.
Era el hombre adecuado.
Aunque a Giovanni no le gustaba depender de segundas personas en sus
misiones, esa vez no tuvo elección.

***
Eran las diez de la noche, la hora acordada para el encuentro con Armando.
Alrededor de la casa todo parecía una boca de lobo. La oscuridad era tal que apenas
podían verse sus propias manos. En apariencia, reinaba una calma absoluta.
Sobre el sofá estaba Jack. Este afilaba su cuchillo predilecto, un KA-BAR USMC
de último diseño.
El musculoso Seal pasó la hoja negra del puñal sobre la piedra amoladora con una
calma que desesperó a Giovanni. El sonido que produjo le recordó al italiano al de
una lima que pasa sobre un trozo de acero sin pulir.
Los KA-BAR fueron los cuchillos oficiales usados por la marina y la infantería
americana durante la Segunda Guerra Mundial. La calidad del cuchillo ganó tanta
fama que en la actualidad eran los más usados por todos los comandos alrededor del
mundo, incluyendo los Seal, de ahí la obsesión de Jack por ese modelo.
Giovanni miró su reloj. Armando estaba retrasado. La impuntualidad del maldito
traficante ya lo importunaba demasiado.
Como medida de seguridad, les ordenó a Roger, Alex y Alí, que se escondieran
fuera de la casa. Los tres comandos escogieron lugares tácticos que les permitían
tener ángulos perfectos desde donde pudieran observar a todo lo que se acercara.
De repente, escucharon a los lejos el ruido de un carro y los ladridos de varios
perros. Minutos después, apareció un viejo Moskovich.
Alí le envió un mensaje a Giovanni.

***
Dentro de la casa, vibró el celular de Giovanni.

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Miró la pantalla táctil, el contacto acababa de llegar.
—Nuestro hombre ya está aquí.
Jack miró una vez más su cuchillo, lo pasó sobre el dorso de su mano y el filo lo
afeitó. Aun así no parecía satisfecho.
—¿Lo quieres para afeitarte, o para matar…? —le preguntó Giovanni algo
molesto.
—Para cosas ambas… —su español no era muy bueno.
Giovanni no lo quiso corregir. Con un gesto le indicó que se escondiera tras la
puerta.
El Italiano miró una vez más su teléfono.
Se trataba de un Alcatel con pésima señal. Un celular que tuvo que comprarse en
una de las tiendas cubanas por divisas. Para colmo de males, no le quedó más
remedio que conectar la línea a la única compañía telefónica de la Isla.
Los imbéciles de las aduanas cubanas no les permitían pasar sus modernos
celulares por miedo a que los usaran como transmisores para filtrar información al
enemigo imperialista.
¡Comunistas! Siempre sospechando hasta del papel con que se limpian el culo.
Escribió rápidamente otro mensaje y se lo envió a Alí.
… estén listos…
Se acomodó en su silla de tal manera que cuando Shangó abriera la puerta solo
pudiera verlo a él. Este ángulo de visión impediría al traficante distinguir quién
estaba detrás.

***
El auto se detuvo.
La puerta se abrió y se bajó un negro con tantas cadenas de oro que
resplandecieron en la oscuridad como luciérnagas doradas. Shangó caminó hasta la
puerta y golpeó suavemente con los nudillos de una mano repleta de anillos con
piedras preciosas. La puerta se estremeció ante los autoritarios golpes.
Nadie abrió.
El negro pareció impacientarse; por puro instinto miró a los alrededores, como si
temiera una posible emboscada, e inconscientemente se llevó la mano a la espalda.
Ese detalle no pasó inadvertido a los expertos ojos del iraní, quien mandó otro
mensaje de texto.
El hombre volvió a tocar en la puerta.
Esta vez le abrieron.

***
Giovanni abrió la puerta y dio varios pasos hacia atrás.
—¡Come in…! —dijo en inglés.

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—Good evening —le respondió el negro.
Apenas dio dos pasos dentro de la casa y Jack, tomándolo por sorpresa, lo golpeó
en la rodilla. Shangó se vino abajo, hincándose fuertemente contra el suelo. El miedo
a lo desconocido lo hizo reaccionar tan rápido como pudo, aunque no lo suficiente.
Intentó buscar algo en su espalda, pero Jack ya estaba avisado. Con su víctima de
rodillas, le hizo una llave alrededor del cuello con su mano izquierda, con la otra
mano le colocó la afilada hoja justo sobre la carótida.
El traficante comprendió rápidamente lo delicado de su situación, y levantando
ambas manos comenzó a decir en español e inglés:
—¡Soy Armando, soy Armando…! ¡I am Shangó…!
Giovanni no le respondió y procedió a registrarlo.
No traía ningún micrófono, pero en su espalda le encontró una moderna Ruger de
9mm, una memoria flash, su billetera, y una navaja mariposa.
Por un instante, El Italiano quedó sorprendió al ver el arma, pues hasta donde
tenía entendido en Cuba nadie portaba armamento moderno. Al instante recordó que
el verdadero negocio de Shangó era el tráfico de armas. Sería ilógico que no tuviera
una de las mejores para él mismo.
Giovanni miró al traficante durante un minuto que a ambos les pareció muy largo.
La mirada del negro estaba cargada de desprecio, como si sintiera que ellos no eran
más que un simple grupo de matones a los cuales les estaba haciendo un favor.
Pero el Italiano no se sintió molesto, todo lo contrario, incluso le sonrió. Una vez
más sus miradas coincidieron, y Shangó, a pesar de estar de rodillas con un cuchillo
en el cuello se veía calmado. Como quien franqueara por ese tipo de situaciones
constantemente.
Un hombre confiado de sí mismo…, eso es bueno.
Mientras Jack sostenía a su presa, Giovanni observó el vestuario del famoso
contrabandista. Este debía traer encima más de veinte mil dólares en joyas. Una
cadena de gruesos eslabones sobresalía bajo el cuello de su camisa. De sus muñecas y
dedos colgaban pulseras y anillos, el brillo del oro resaltaba aún más teniendo como
fondo su piel oscura.
Giovanni no pudo resistirse a hacerle una pregunta.
—Para una persona de tu profesión… ¿no es demasiado llamativo traer tanto oro
encima?
Aquella pregunta rompió la inercia.
—Así es como se miden las clases sociales en Cuba —le respondió con
tranquilidad el traficante—, las cadenas y los anillos son el equivalente a los trajes
Armani en Europa.
Viéndolo de esa manera, el negro tenía razón. Giovanni recordó a su jefe,
pavoneándose con sus carísimos trajes por los pasillos de la HSI.
Como dicen en Italia: Un traje te abre puertas… aunque tuvo la impresión de que
los cubanos dirían: Con cadenas y anillos, te compras las puertas…

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Dejó de prestarle atención a Shangó para revisar la pistola. Esta traía incluidos
dos cargadores de dieciséis balas cada uno. Puso la Ruger sobre la mesa y dio una
señal a Jack, este liberó a su presa.
Armando se llevó las manos al cuello donde tenía un finísimo hilo de sangre.
—Disculpa a mi amigo, es muy desconfiado —dijo Giovanni, esta vez en
perfecto español.
Caminó hasta donde estaba Shangó y lo ayudó a ponerse de pie.
El mercenario se alisó su camiseta y miró a los dos hombres de frente, luego les
dijo:
—Yo hubiera hecho lo mismo —la tensión comenzó a desaparecer. El traficante
preguntó—. ¿Quién de ustedes es el Italiano?
—Yo.
—Muy bien, ya saben cómo funciona esto —hablaba calmadamente, como todo
un buen negociante, pero había algo en su actitud que no dejaba de ser arrogante—.
Todo cuanto necesiten solo tienen que pedirlo. Armas, transporte, hombres… lo que
sea…
Giovanni no dijo nada. Solo asintió con la cabeza.
Comenzaba a gustarle la manera tranquila y segura con que hablaba el
mercenario. Era el tipo de hombre que siempre tenía contactos para todo.
—En esta memoria portátil esta toda la información que me pidieron. En cuanto a
las “cajas negras”, en caso de que llegaran a necesitarlas, cosa que dudo, tendrán que
pedirme…
Giovanni reaccionó con una rapidez que a Shangó le pareció sobrenatural. El
puño del Italiano impactó justo debajo del esternón del traficante. Este, sorprendido
una vez más se desplomó sobre el piso luchando con todas sus fuerzas para llevar a
sus pulmones una gota de aire.
Una vez en el piso, Giovanni no tuvo compasión. Le sujetó una mano y le aplicó
una dolorosa llave de inmovilización, a la vez que le apoyaba la rodilla sobre el
cuello. Shangó apenas podía respirar y los ojos estaban a punto de salírsele de sus
orbitas. Pero Giovanni no aflojó. No hasta que vio el miedo a la muerte reflejándose
en el rostro del traficante.
Solo entonces volvió a soltarlo.
Como si nada hubiera pasado regresó a la mesa mientras que Jack ayudaba a
Shangó a levantarse.
—Vamos a dejar algo bien claro —comenzó a decir Giovanni—, tú trabajas para
mí, eso nunca lo pongas en duda. Me importa una mierda quien seas, o los contactos
que tengas. Si hago chasquear mis dedos ahora mismo, en un segundo te van a
rebanar la cabeza. ¿Do you understand?
Shangó asintió, con sus ojos aún inyectados en sangre.
—Quiero escucharlo.
—¡Me quedó claro!

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—Bien, no pruebes fuerzas: no soy ese tipo de hombre. Soy relajado, pacifista
incluso. Solo quiero que comprendas que no significas nada para mí, si tengo que
pegarte un tiro en la frente no lo voy a dudar un segundo.
Giovanni hizo una pausa para que el traficante entendiera y asimilara el efecto de
sus palabras.
—Simplemente limítate a hacer tu trabajo, nosotros haremos el nuestro —el
negro volvió a asentir con la cabeza. Aún hacía intentos por controlar su respiración
—. Se te va a pagar muy bien, lo sabes, así que no vuelvas a llegar tarde, y mucho
menos a decirme que tengo que pedirte algo. Si quiero mis armas…
—Son tuyas.
—Excelente, sabía que eras un hombre inteligente. Esto solo ha sido un simple
mal entendido, ¿correcto?
—Claro, correcto, solo un mal entendido.
—Perfecto, entonces a trabajar.
Jack tomó la memoria y la introdujo en la laptop.
Tras ingresar el código apareció la imagen del Shadowboy…, esta vez con un
uniforme militar cubano y algunos años de más. Comparada con la foto del joven
vestido de nazi que vieron en la oficina de Kruger, nada había cambiado en su mirada
de águila, excepto por algunos cabellos grisáceos que ya comenzaban a poblar su
cabeza.
—Manuel Mendoza —comenzó Armando— es un veterano de guerra…
Giovanni crucificó con la mirada al traficante.
Este comprendió que nadie le había dado órdenes para hablar y enmudeció al
instante.
En la laptop apareció todo el expediente militar de Manuel.
Giovanni sabía que de seguro Armando se habría leído más de cien veces el
expediente y de seguro ya había memorizado toda la información. Con un gesto le
indicó que hablara.
—Como les decía, es un veterano de guerra, estuvo con el Ejército Rebelde,
cuando dieron el golpe de estado en el año 1959. Después participó en la guerra de
Angola…
—¿Sigue vinculado al ejército?
—No, desde que regresó de Angola se ha dedicado a sus negocios y nada más.
—¿Qué tipo de negocios?
—Bueno, negocios, negocios… aquí los llamamos pequeños agricultores.
—¿Qué es un pequeño agricultor?
—Personas que se dedican a la siembra, pero no a nivel industrial. En su caso, él
se dedica a la siembra de café, lo recoge, lo muele y lo vende por onzas o libras.
Aunque su verdadero negocio es la pesca en el mar.
Al fin algo con lo que puedo trabajar, pensó Giovanni sin mostrar ningún interés.
Aún necesitaba más información.

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—¿Qué tipo de pesca?
—Todo tipo de pesca. A solo veinte kilómetros de Tres Caminos hay una playa
que se llama Ñones. Allí hay un pequeño pueblo de pescadores, no más de doscientas
casas. Una de ellas es de Manuel, también tiene un bote que lo usa…
—¿Qué tipo de bote? —Giovanni interrumpía constantemente al traficante
cuando encontraba una pregunta interesante.
—Pequeño, solo para pescar en los cayos cercanos a la playa. Es una embarcación
rústica de once pies, no usa motor, solo una pequeña vela.
Giovanni volvió a mirar fijamente a Shangó. El contrabandista, con sus casquillos
de oro en los dientes, sus cadenas y sus pulseras, estaba demostrando que valía cada
centavo que se le iba a pagar. Su relación comenzó de mala manera, pero el Alfa no
pudo negar que era un excelente informante.
La HSI no se equivocó al contratarlo.
Una idea comenzó a mover los engranes del cerebro de Giovanni. Pero antes
había más preguntas por responder.
—¿Cuántas veces va a pescar al mes?
—Uff, a veces se pasa semanas completas. Yo creo que si quieren capturarlo, lo
mejor sería…
—Shangó, limítate a responder lo que te pregunto.
El negro no dijo una palabra más. Aunque sus ojos soltaban chispas.
Giovanni ya había ideado un plan.
Una lancha rápida los esperaría escondida en los cayos. Allí le harían una
emboscada, todo dependía de con cuántos pescadores anduviera el anciano. Ya que
habría que eliminarlos para no dejar rastros.
—¿Normalmente cuántos pescadores van con él?
—Casi siempre va solo —Giovanni apretó su puño a modo de satisfacción,
aquello estaba saliendo demasiado fácil, entonces Shangó agregó—; aunque
últimamente está yendo con sus dos nietos y un mulato.
O sea, tres personas a eliminar.
—¿Cuándo sale de pesca nuevamente?
Shangó negó con la cabeza.
—Ahora hay carnavales en el pueblo. La gente no compra pescado, pero sí ostión
y masas de cangrejo.
—¿Y eso que significa?
Armando comenzó a relajarse, disfrutando de ser él quien tuviera las respuestas.
Giovanni dejó que disfrutara su momento de gloria, tampoco quería ganárselo de
enemigo.
—Pues que Manuel está saliendo todos los días para los manglares en busca de
cangrejos y de ostión.
Aquello cambiaba todos los planes. Aunque quizás no mucho.
—¿Qué tan grandes son esos manglares?

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—¡Oh, esa es la pregunta del millón! Son kilómetros y kilómetros de mangles,
canales de agua dulce que comunican con el mar, y un pinar de casi cinco kilómetros
cuadrados. Según afirman todos en el pueblo, el viejo se los conoce como la palma de
la mano. Ah, otra cosa… a los manglares sí va solo.
—Perfecto, justo lo que necesitamos —murmuró Giovanni, esta vez no se
preocupó de revelar sus pensamientos.
Ahora su plan ya no era un simple esqueleto: ya tenía músculos, tendones, y
estaba a punto de colocarle la piel. Solo faltaba una última pregunta:
—¿Cuándo va de nuevo a los manglares?
—Mañana mismo sale para Ñones, según me informaron, a pasarse tres días
completos. Se tomó el de hoy de descanso pues tiene visita en su casa. Una sobrina
española que acaba de llegarle.
Giovanni sonrió recordando a la joven que ayudó en el avión a bajar su maleta.
La chica jamás sabría cuán cerca estuvo del hombre que iba a secuestrar a su abuelo.
—Eso será todo por ahora —le anunció al traficante.
Shangó no supo qué hacer. Miró a todas partes como esperando alguna nueva
orden.
—Muy bien, entonces me retiro. Podría devolverme mi pisto…
Giovanni tomó la Ruger que estaba sobre la cama y se la guardó a la espalda.
Después lo miró.
—¿Decías?
Armando no dijo una palabra más. Solo lanzó una sonrisa y se dirigió hacia la
puerta.
—Una última pregunta.
Shangó se detuvo.
—Si algo te pasara, ¿dónde puedo recoger mis “cajas negras”?
—Nada me va…
—¿Dónde?
Shangó semejaba un volcán a punto de entrar en erupción. Suspiró un par de
veces, intentando no perder la calma. Sin dudas, recibir órdenes no era algo que le
ocurriera muy a menudo. Tras unos segundos de reflexión el negro recordó las
palabras del Italiano.
—En el Restaurante del Chino, es un restaurante clandestino que está en el
reparto Condado, en Santa Clara.
Dicha ciudad estaba a solo una hora en carro. Giovanni memorizó el nombre, aun
así hizo que Shangó escribiera las coordenadas satelitales.
—¿Y por quién pregunto?
—Por El Chino: solo tienes que decir que yo te mandé de cualquier manera, en
caso de que algo pasara mi gente está preparada para darles cualquier apoyo que
necesiten.
Aquel dato era muy interesante, pensó el Italiano, Shangó no trabajaba solo.

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Mientras le hacía varias preguntas más al traficante, Giovanni acarició la Ruger
que tenía a su espalda. Sabía que si el negro era detenido por la simple rutina de
algún policía, y este le revisaba el carro y le encontraban el arma, sería el equivalente
a encontrar una barra explosiva de C-4 en un aeropuerto americano.
En Cuba estaba prohibido el uso de armas, y él no quería correr riesgos
innecesarios. Pero tampoco quería capturar a Manuel con simples cuchillos. Quizás el
viejo tuviera algún arma escondida. Mejor evitar sorpresas.
—Quiero que vengas mañana en la noche; recogerás a Jack para llevarlo al
pueblo de… ¿Nones?
—Ñones —le corrigió Armando.
—Perfecto, puedes retirarte.
El contrabandista no esperó a que le repitieran la orden, se despidió caminando
hacia la puerta, pero sin darles la espalda.
Giovanni le mandó un mensaje al iraní para que todos se reunieran, excepto por
Aldrich, a quien le tocaba la primera guardia. Más tarde le explicarían el plan.
Con todo su grupo alrededor de la sala, el Alfa les expuso su idea.
—El plan será el siguiente: Jack seguirá al Shadowboy durante los próximos días.
Cuando conozca al dedillo su rutina, nos dará un reporte. Juntos iremos a esperarlo a
los manglares. Creo que no pasaremos trabajo capturando a un viejo de ochenta años.
—Tampoco nos confiemos —agregó Alí.
—Y no lo haremos, por eso no quiero que Jack haga ningún movimiento solo:
debe esperar por todo el grupo. Una vez que lo tengamos, llamaremos a una lancha
rápida para que nos saque por la costa.
—Parece sencillo —dijo Alex, quien nunca decía más palabras que las necesarias.
Es demasiado sencillo, demasiado…
Una extraña premonición asaltó a Giovanni. En toda su carrera este sería el caso
más famoso que hubiera hecho, y según parecían indicar las señas, también el más
fácil.
Irak, Turquía, Colombia, Venezuela, Tailandia… en todos los países que llevó
misiones a cabo, estas siempre habían sido a puro plomo y esquirlas de granadas.
Justo para lo que estaba entrenado su comando. Localizar el objetivo. Trazar una
pirámide de ataque. Por lo general, más del noventa por ciento de las misiones
consistían en tomar alguna fortaleza de algún espía millonario que huyó a un país
olvidado por Dios y se rodeó de un pequeño ejército.
Alí encontraba la forma más fácil de entrar. Aldrich hacía volar puertas y
cerrojos. Jack y él entraban creando una lluvia de balas mientras eran apoyados a
distancia por Alex, quien no dejaba centinela en pie. Las opciones de ataque siempre
variaban, pero la idea era la misma. Sin embargo, algo en esta misión le daba una
mala espina. De momento habría que continuar según lo planeado.

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Capítulo 24
La fiesta

Día 1… 3:35 pm

Para cuando Lucía llegó al pueblo, ya tenía una visión bastante clara de cómo era la
vida de los cubanos… o eso creía ella. La realidad fue otra, ya que nada de lo que vio
durante el viaje la ayudó a enfrentarse al nuevo espectáculo visual.
—¡Joder! —exclamó.
Una multitud bloqueaba la carretera principal. Tal parecía una manifestación de
miles y miles de personas, solo que se movía en todas direcciones.
El Chevrolet comenzó a abrirse paso lentamente entre la muchedumbre. Una
veces a puros gritos por parte de los gemelos y Eduardo, otras teniendo que tocar el
claxon. A medida que avanzaban, metro a metro, Lucía vio cómo todo el mundo
llevaba una extraña jarra en las manos…: era bebida, parecía cerveza. Y otros ni se
molestaban en ocultar sus botellas de ron.
Una música estridente penetraba por las ventanas del auto haciendo que todo el
cuerpo de Lucía se estremeciera con el efecto. Prácticamente a gritos, ya que la
música impedía que se escuchara su voz, Mario le explicó que el pueblo se
encontraba de carnavales.
Una rápida mirada a los alrededores y enseguida advirtió los quioscos de comida
rápida. Junto a las aceras, una gran variedad de mesas improvisadas servían toda
clase de sándwiches, aunque los que predominaban eran los de cerdo y perros
calientes. Alguien pasó gritando:
—¡Flores de cristal…! ¡Flores de cristal…!
Todo era un caos de música, gritos y risas.
Un borracho le dio dos palmadas al capó del auto tan fuerte que Lucía pensó que
lo acababan de atropellar.
—¡Comemierda…! ¡Hijo de puta! —le gritó Eduardo por la ventana. El borracho
se apresuró a desaparecer entre la multitud, no sin antes gritarle una sarta de
maldiciones al chofer.
Lucía no supo qué decir de todo aquello.
Al mirar a su derecha, vio a más de cien personas queriendo asaltar un tanque
gigantesco que permanecía acostado sobre una carreta con cuatro ruedas. El tanque
estaba protegido por una jaula de alambres de acero. Tras los barrotes había dos
hombres enfrascados en la terrible misión de complacer las exigencias de la multitud.
Aquella imagen le recordó a Lucía la escena de una película de zombis, donde los
muertos vivientes intentaban comerse a una pareja atrapados dentro de un auto.
—Puta madre, ¿qué diablos pasa allí?

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—Eso es una pipa de cerveza… —respondió tranquilamente el Nava, como si
fuera lo más natural del mundo.
¡Oh, qué bien! Nada fuera de lo normal, simplemente un tanque de cerveza móvil
asaltado por una multitud.
Lucía prefirió no seguir preguntando. Por lo visto los dos hombres dentro de la
jaula eran los encargados de venderle la cerveza al gentío que les gritaba con jarras y
galones en las manos.
Un joven se acercó a la ventana y les gritó a sus primos:
—Gemelos, ¿tienen algo para esta noche?
—Sí… —se apresuró a responder uno de ellos, y rápidamente agregó—. ¡Y del
bueno!
Miguel se viró en el asiento y le dijo a Lucía:
—Prima, esta noche tienes que venir a la fiesta con nosotros.
Lucía solo pudo sonreír, aunque en realidad estaba fascinada con todo a su
alrededor: sin dudas el ambiente comenzaba a metérsele por los poros.

***
Treinta minutos después lograron llegar a la casa del abuelo. Entonces Lucía pudo
apreciar la experiencia más gratificante de su vida.
Una segunda multitud rodeó al viejo Chevrolet.
Lo sorprendente de todo fue que aquella muchedumbre se había reunido allí solo
para conocerla. A Lucía jamás le habría pasado por la mente que tantas personas
quisieran saber quién era. El abuelo Manuel fue el primero en abrirle la puerta.
Miguel se bajó por el otro lado gritando:
—Gracias, pueblo, muchas gracias, acabamos de llegar de España, ha sido un
viaje agotador…
Alguien le gritó:
—Quítate del medio, payaso, déjanos ver a la española.
¡Ostias de la madre bendita! Esa debo de ser yo.
En un instante todos la rodearon. A dónde quiera que mirara le hacían preguntas y
la saludaban como si la conocieran de toda una vida. Incluso hasta los vecinos más
lejanos habían salido a los portales de sus casas y la saludaban levantando la mano.
Lucía no sabía qué decir, o cómo responder a más de diez preguntas a la vez.
La experiencia era indescriptible. En su mente se sentía como una famosa actriz
bajándose de su limusina para caminar por la alfombra roja rodeada de fanes, quienes
le gritaban elogios y preguntas. Lo que fuera que respondiera, incluso lo más sencillo,
le arrancaba al público exclamaciones de aceptación. Muchos simplemente movían la
cabeza con gesto afirmativo. Era como si todos estuvieran esperando su punto de
vista sobre cualquier cosa.
Diablos, ¡esto es lo que se siente cuando eres famosa!

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—Niña, ¿cómo estuvo el viaje? —le preguntó el abuelo mientras la abrazaba.
—Largo, son más de…
—¡Pasa para dentro de la casa…! —le dijo alguien que no conocía.
—¿Y esta es la casa? ¡Oh, se ve preciosa! Debe de…
—¿Debes de traer un hambre? —le preguntó una anciana, sin dudas alguna
vecina—. Ese viaje ha de ser agotador. Una sopita ahora debe de caerte buenísima en
el estómago.
—No gracias, si yo…
—¡Qué sopa ni sopa! ¡Esa mujer lo que tiene es hambre! Denle algo sólido.
Carne, carne es lo que necesita.
El “especialista en dietética” ni se tomó la molestia de presentarse.
Tutelada…, o más bien, arrastrada por la multitud, entró a la casa de su abuelo y
sus primos. Hubiera querido detenerse un momento para observar todo el entorno,
pero aquello tendría que esperar.
Dentro de la casa se hizo un silencio repentino. Todos se callaron a la vez en
espera de la reacción de la abuela. Era asombroso, un segundo antes la muchedumbre
no dejaba de gritar, reír y hacerle preguntas, ahora, como por arte de magia, todos se
habían callado a la vez.
Catalina permanecía sentada en un sillón.
Al ver a Lucía en la puerta, se levantó y fue a abrazarla.
—¿¡Rosa, cuándo llegaste!? —dijo la anciana.
Lucía sintió que la tierra se la tragaba. Algo se le trabó en la garganta,
impidiéndole respirar, o incluso decir una palabra. La abuela estaba teniendo una
crisis de alzhéimer, de lo cual, nadie se había percatado de advertirla.
Pero serán gilipollas estos capullos…, cómo se les olvidó contarme ese
“pequeño” detalle.
—Vieja —comenzó a decir suavemente Miguel—, ella no es Rosa; ella es Lucía,
la prima de España que vino a hacernos la visita.
Catalina miró extrañada a Miguel, como si este no supiera de lo que estaba
hablando, luego volvió a mirar a Lucía. Cualquiera que fuera la neblina que cubría
sus sentidos, desapareció al instante.
—Pues claro, es que te pareces tanto a tu tía Rosa.
En la sala a muchos se les escapó un suspiro.
La abuela la abrazó y se echó a llorar.
¡A la hostia…! ¿Y ahora qué hago?, pensó.
—¡Vieja, no te pongas así…! —por fin el abuelo llegó en su rescate.
Catalina seguía abrazándola y dándole besos. Lucía no soportó la tensión del
momento y también estalló en llanto.
No supo exactamente por qué, quizás por los años que se había perdido de haber
conocido a aquella familia, ¡¿o a saber Dios?! Una vez abierta la fuente de las
emociones, no pudo cerrarla.

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—¡Eh! ¿Pero qué cojones pasa aquí…? —gritó el Nava, quien entró en ese
momento arrastrando la mochila de Lucía. La reacción del mulato le demostró que no
era un simple amigo o vecino, justo como le dijeron sus primos, él era otro miembro
de la familia—. Arriba, partida de viejos, a jugar dominó que hay que celebrar, no
llorar.
Las palabras del Nava tuvieron efecto y la atmósfera se calmó al instante. La
abuela Catalina tomó a Lucía por la mano y la llevó hacia un cuarto.
—Este va a ser tu cuarto, es una pequeña habitación; pero…
—Está preciosa, abuela.
Catalina se estremeció cuando la llamó abuela, y Lucía temió que volviera a
echarse a llorar.
—Es tu pelo… No tienes idea de cuánto te pareces a Rosa, tú tía —volvió a
repetir la anciana.
Lucía tuvo un vago recuerdo de una foto que el abuelo le regaló donde estaba su
tía abrazada de los gemelos. Algo que recordó de aquella imagen, era que la tía tenía
las mismas facciones árabes de los Mendoza.
—Bueno, te dejo para que organices tus cosas.
Dándole otro beso en la frente salió del cuarto con un leve arrastrar del pie
derecho. Lucía se fijó en la venda que cubría la úlcera.
Por fin sola.
Tiró su mochila sobre la cama y se quitó la blusa.
La puerta se abrió.
—¡Puta madre! —exclamó mientras se cubría los senos con las manos, pues no
llevaba sujetador.
El Nava se quedó paralizado.
—Te juro que no sabía…
Tírame a la cama, viólame, hazme lo que quieras…, pensó Lucía; pero
recobrando su dignidad, le dijo:
—Ostias, tío, no sabes tocar a la puerta.
—Discúlpame, es que la puerta no tiene seguro —y desviando sus ojos hacia el
pasillo, prosiguió—. Dice el abuelo que te apures, que te tienen una sorpresa.
—Gracias… —el Nava le dio la espalda, aparentemente apenado, cosa que Lucía
no se creyó del todo—. ¡Eh, espera un momento!, ¿podrías decirles a los gemelos que
vengan a mi cuarto?
—Muy bien, ahora mismo te los mando para acá.
—Ven tú también, por favor.
El Nava asintió con la cabeza y se fue dejándola con las manos en los senos.
Lucía tuvo que contener las ganas de gritar. Aquel cubano le iba a provocar un ataque
al corazón. Y la erección de sus pezones le confirmó todas sus dudas; si su propio
cuerpo reaccionaba de esa manera a la testosterona que irradiaba el mulato, que
quedaría para su mente.

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Se cambió de ropa lo más rápido que pudo. En esa ocasión puso una silla tras la
puerta para evitar que alguien más entrara y la encontrara completamente desnuda.
Dejó su mochila sobre la cama y fue hacia el pequeño espejo que había colgado
en la pared. Mientras intentaba alisarse el pelo a toda prisa, recorrió de un vistazo su
nueva habitación. Esta, por lo visto, fue decorada a toda prisa. Tenía una cama, una
cómoda y un closet de puertas corredizas. Las paredes estaban recién pintadas. Al
punto que al pasarle el dedo aún se manchaba de pintura. Por eso es que toda la
habitación olía a cal mojada. Mirando más de cerca, se percató que la pintura tenía
muchas funciones, y una de ellas era intentar cubrir una mancha de agua que recorría
toda la pared.
Hasta el momento no había reparado en que nadie le contó nada de la vida del
Nava. De su familia, de sus padres, ¿tendría novia…? Mejor ni pensarlo, se dijo.
Las voces de sus primos se escucharon en el pasillo.
Lucía corrió y abrió su maleta para sacar tres regalos envueltos en papel de
navidad. Era el mismo que había utilizado para los regalos de ese año, todo por no
regresar a la tienda a por más.
Sus primos entraron a la habitación.
—¿Qué pasó? —preguntó Mario.
—Pues unos regalos que les traje.
Los tres jóvenes parecieron apenados.
—No hacía falta, prima, aquí…
—Por Dios, tíos, que son solo regalos —los cubanos eran un poco tímidos para
recibir regalos, se percató muy pronto Lucía, sin embargo les encantaba regalar—, si
no les gustan me los devuelven.
Mario fue el primero en hablar.
—Bien, a tanta insistencia y yo con un corazón tan débil.
Mario tomó el pequeño paquete como si este se fuera a deshacer entre sus manos.
—Rómpelo de una vez —le dijo Lucía exasperada por la calma de su primo.
Cuando lo hizo, se encontró con una caja de plástico, dentro tenía una navaja
multiusos.
—¡Ohhhhh, esto es lo máximo! ¡Una navaja suiza! —la alegría de su primo solo
era equivalente a cuando sus padres la llevaron a la tienda de Disney y le regalaron
una versión Barbie de la Sirenita Ariel que aún conservaba.
Mario, con manos temblorosas, comenzó a sacarle todas las paletas que traía la
navaja. Su hermano siguió su ejemplo y rompió el papel que envolvía su regalo.
Se trataba de un libro.
Miguel leyó:
—Enciclopedia bélica de… ¿Esto es…? ¡Oh, mierda, no lo puedo creer!
—Una enciclopedia de todas las armas, aviones, barcos, todos los cacharros que
usaron en la primera y segunda guerra mundial.
Miguel comenzó a ojear el voluminoso libro para encontrarse con cientos de

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miles de fotos en blanco y negro. Cada foto mostraba modelos de aviones o carros de
combates, al lado venían todas sus características y lugares donde fueron usados.
—Prima, no sé qué decirte. Este regalo no tengo maneras para…
—No seas gilipollas, tío, el abuelo me dijo que te gustaban esas cosas y te lo
compré en la primera librería que vi. Espero que te guste.
—¿Que me guste? ¡Esto es precioso, es perfecto!
Lucía miró el libro; al igual que Miguel, ella amaba la historia, solo que la parte
hermosa. Para ella aquel libro era algo cavernícola, solo contaba la historia de cuán
bueno era el hombre para diseñar máquinas de destrucción.
Pero Miguel no lo veía así.
Por último quedaba el Nava. Una mirada de la joven bastó para que este rompiera
el papel y se encontrara con otra caja de plástico igual que la de Mario.
—Guao… esto es… ¡es genial! —Exclamó el mulato al sacar su navaja del
mismo modelo que la de Mario—. Lucía, no hacía falta; pero gracias, de corazón.
A Lucía le pasó por la mente pedirles a sus primos que salieran del cuarto, y
decirle al Nava: Tu verdadero regalo soy yo… Una sonrisa pícara se posó en los
labios del mulato, y la joven tuvo la impresión de que este era capaz de leer sus
pensamientos. Lucía se apresuró a mirar a otro lado.
Al instante los tres la abrazaron y volvieron a darle las gracias.
En pocos segundos se dio unos retoques frente al espejo de la cómoda y anunció a
sus primos que estaba lista…, pero ellos ni la escucharon. Mario y el Nava seguían
investigando sus navajas. Miguel, por su parte, estaba tan abstraído del mundo que
haría falta una planta de trasmisión radial para llamarlo de regreso a la Tierra.
Los hombres y sus juguetes, pensó Lucía al ver con cuánto cariño sacaban cada
cuchilla para buscarles algún uso. Razón tenía su padre, la idea de comprarle las
navajas fue de él, pues le explicó a Lucía que una nueva herramientas para la
colección de un hombre, es el equivalente a un nuevo par de zapatos para una
mujer… ¡Nunca van a ser suficientes!
Pasada la emoción por los regalos, los cuatro salieron del cuarto. Los gemelos,
como guías profesionales, le dieron a Lucía un rápido tour por la casa.

***
Pocas palabras bastaron para explicarle su diseño y parte de su historia, que de
inmediato captó la atención de Lucía, ya que fue el propio Manuel quien diseñó y
construyó la casa con sus propias manos. Por lo visto el abuelo dominaba varias
profesiones: albañil, arquitecto y medio loco, como le dijeron en broma sus primos.
La casa contaba con tres cuartos y dos portales. Un techo especial de láminas de
cemento y paredes de bloques, sin dudas el lugar ideal para soportar huracanes. Como
todos los años Cuba era azotada por cuatro o cinco ciclones, la casa se convirtió en el
búnker del vecindario. Tras la casa había una enorme arboleda. Donde el abuelo

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mantenía un sembrado de matas de café, tomates, plátanos, aguacates…
—Este viejo es como un robot, no para de trabajar —le dijo Mario mientras le
indicaba con el dedo las demás construcciones que había hecho—; ves esa casita de
atrás, dentro tiene una meseta para matar y preparar cerdos.
Lucía observó el lugar que le señaló su primo. Vio que del techo colgaban
afilados garfios en formas de S, intrigada le señaló a Mario.
—Oh, ahí es donde se engancha la carne.
—Asombroso, nunca había visto un lugar así.
—Dice la Vieja que el día que el Viejo pare a tomar un descanso, se muere.
En el patio de la casa se habían reunido más de veinte personas. Todos vecinos y
amigos cercanos. Manuel se abrió paso entre la multitud y la tomó por una mano.
—Ven conmigo, quiero que conozcas a unos amigos.
Tras ella los gemelos y el Nava comenzaron a instalar un moderno equipo de
música con pequeñas bocinas a los lados.
La mirada del Nava buscó los ojos de Lucía y le hizo un guiño.
¡Hijo de puta…! Las piernas se me aflojan cada vez que me mira, gruñó Lucía.
El abuelo la guio por entre plantas de café y naranjos hasta un claro dentro de la
arboleda. Dos hombres alrededor de una fogata en brasas refulgían por el brillo de
tanto sudor, mientras asaban un cerdo sobre las menguantes llamas.
—¡Ostias, terrible! —exclamó Lucía sin creer lo que veía—. ¡Dios bendito, esto
debe de saber delicioso!
En su vida jamás había visto un cerdo asado a la parrilla. El abuelo tomó una
pinza y le arrancó un trozo de pellejo del lomo.
—Pruébalo, que esta tostadito.
La boca se le hizo aguas.
Mientras se embarraba de grasa y carne, el abuelo le indicó con la mano quienes
eran los dos hombres.
—Lucía, te presento a dos momias cubanas que son mis mejores amigos.
Cada uno de los presentes le dio un beso en los cachetes.
—Este es Rogelio, mayor de la policía del pueblo.
Un hombre pequeño y gordito que sostenía un trago en la mano le hizo un gesto
de saludo.
—Encan… encantada, lo siento —dijo con la boca repleta de carne.
—Y este es un genio de la historia, el profesor Agustín.
Un viejo alto y flaco como una jirafa le sonrió con unos dientes y dedos amarillos
por el exceso de la nicotina.
La música comenzó.
—¡Por todos los santos! —Exclamó el profesor Agustín—. Ya empezaron esos
tres con el dichoso reggaetón.
Lucía no pudo evitar una sonrisa. El ritmo era muy contagioso, e
inconscientemente comenzó a moverse.

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—Vaya, otra más —dijo con un gesto negativo el profesor—. ¿Qué dirían los
grandes de la música española si vieran a una de su propia raza contaminada por
semejante ruido?
Los gemelos salieron de detrás de unas matas de café y entraron al claro. Cada
uno le arrancó un trozo de masa al cerdo, sin tan siquiera mirar a los amigos de su
abuelo; tomaron a Lucía por la mano y la arrastraron de allí.
—Prima, deja a estos vejestorios comunistas —Mario le tendió un vaso lleno de
ron—. Ven para que escuches música de la buena.
Y ella, encantada, se alejó pidiendo disculpas.
Atrás quedó el abuelo junto a sus amigos, moviendo el cerdo y criticando la
música que seguía esparciéndose por el campo.
Entre risas y chistes le presentaron el resto de los presentes: jóvenes amigos de
los gemelos. Al ritmo de la música, los saludos y los tragos, se fue estableciendo una
pista de baile. Las chicas meneaban sus caderas y nalgas contra sus parejas, creando
una cadencia rítmica que ella solo había visto en videos musicales.
—Prima, te presento a “Blancanieve” —la voz de Miguel la sacó de su estado
hipnótico.
Un negro le sonó dos besos en los cachetes; aquel tipo debía medir casi dos
metros de altura y ostentaba unos drelos que le llagaban a la cintura.
—¡Joder con Blancanieve! —todos en el círculo sonrieron por la expresión en la
cara de Lucía.
—Este es nuestro chofer para negocios, mmm, digamos que un poco turbios —
esta vez todo el grupo lanzó una estruendosa carcajada.
Lucía no entendió el chiste, pero escuchó cuando Mario le dijo al Nava:
—Mira quien está en el medio de la pista.
Una jovencita de no más de trece años meneaba sus caderas provocativamente a
un hombre que le llevaría quizás unos diez años. La chica aún estaba en su etapa de
desarrollo, pues sus pequeños senos mostraban unos pezones erguidos a través de la
blusa sin sostén. Su piel morena era del mismo color del Nava, también sus ojos…
—Se armó la gorda —dijo Mario mientras le daba con el codo a su hermano para
que este no se perdiera el show.
El Nava lanzó una maldición y entró en el grupo, donde el hombre que ya estaba
algo pasado de tragos, intentaba abrazar a la chica y le ponía las manos en la cadera.
—¿Ella es…? —comenzó a interrogar Lucía.
—Nancy, la hermana del Nava.
El mulato tomó a la joven por la mano y prácticamente la arrastró para sacarla del
grupo. El hombre trató de decir algo; pero el Nava le apuntó con su dedo índice,
dándole así la advertencia de que si decía una palabra más, iba a marcharse de allí
con un diente de menos.
Lucía se quedó hecha una pieza.
¡Ostias, qué malas pulgas!

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El Nava siempre estaba sonriendo y haciendo chistes, nunca le pasó por la mente
que tuviera un carácter así. Pero reparar en aquel hermano sobreprotector, solo sirvió
para sentirse más atraída por él.
—¿Qué te dije de ponerte esa blusa? —le reprochó el Nava a su hermana, ya
fuera del grupo.
Lucía se fue acercando poco a poco hasta oír parte de la conversación.
—¡Tata, es que no tenía ninguna otra limpia…! —dijo la chiquilla con una voz
lastimosa y a punto de echarse a llorar.
—Vete para la casa ahora mismo y cámbiate de ropa, si no tienes ninguna limpia
ponte una sucia y un sujetador, que sea la última vez que te vea así.
—Hola Nava, ¿quién es esta preciosa chica? —preguntó Lucía lo más inocente
posible.
La joven le agradeció el rescate con la mirada.
—Esta princesa es mi hermana, Nancy.
—Y tú eres el ogro que quiere encerrarla en el castillo —Lucía le guiñó un ojo a
la chica—. Hola, Nancy, tienes unos ojos preciosos, como los de tu hermano —la
chica no era tan inocente como ella creyó, pues le hizo un gesto con los ojos que
entre mujeres quería decir: ¿qué, te gusta mi hermano?—. O sea, que… la blusa, ¿qué
pasa con la blusa? Discúlpame, pero escuché algo de una blusa.
—Nancy, esta es Lucía, la prima de los gemelos —el Nava las presentó, ambas
chicas se saludaron con un beso.
Lucía aprovechó y le dijo al oído:
—Tranquila, que te cubro la espalda —después se dirigió al Nava—. No tienes
que mandar a la chavala a su casa, yo le puedo prestar una blusa.
Los ojos de Nancy se iluminaron.
—No hace falta…
—Insisto; además, a las chicas nos encanta prestarnos la ropa.
Sin darle tiempo a que pusiera otro pero, Lucía tomó por la mano a Nancy y se la
llevó a su cuarto. Sobre la cama, vació su mochila y sacó una docena de blusas y
camisetas. La expresión de Nancy fue la de un niño en una tienda de caramelos. Aun
así no se atrevió a tomar ninguna.
—Venga, tía, escoge algunas que traje demasiada ropa.
—Gracias.
Lucía sonrió algo apenada por sus pensamientos.
Cuando quieras conquistar a un hombre, primero conquista a sus amigos, y si no,
a quién mejor que la hermana.
—Te gusta mi hermano, ¿verdad?
¡Por Dios, tanto se notaba!
—¿Qué dices…?
—Que si te gusta mi hermano —repitió la joven claramente por segunda vez
mientras comenzaba a escoger entre las blusas.

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La chica no le prestó mucha atención a su respuesta, pues estaba más enfocada en
probarse toda la ropa que pudiera.
—Bueno, tu hermano se ve que es un joven agradable…
—Entonces te gusta.
—¿Vives con él? —preguntó Lucía tratando de salir del apuro. Lo menos que
quería era dar una confesión.
—No, vivo con mi abuela por parte de madre. El Nava vive solo, él tiene su
propio cuartico.
¡Qué interesante!
—¿Y tus padres?
Una sombra cubrió los ojos color miel de Nancy.
Metí la pata en grande, pensó Lucía mientras intentaba solucionar lo dicho.
—Discúlpame si te hice una pregunta inadecuada… es, joder, lo siento.
—Está bien, es que nunca hablamos de eso. Mi mamá se fue en una balsa para los
Estados Unidos, pero nunca llegó. No sabemos qué le paso —la chica escogió tres
blusas—; y mi papá vive en Santiago de Cuba. Él nunca nos visita. El Nava es el que
mantiene la casa.
Ahora sí que era imposible no sentirse atraída por el mulato.
Tocaron en la puerta.
—Adelante.
Era el abuelo.
—Vamos a empezar a servir la comida. Apúrense ahí…
Nancy escogió una blusa y se la puso, pero acarició con un gesto excesivamente
teatral las otras dos.
—Préstame esta, y yo mañana te la traigo.
—No seas tonta tía, quédatela, y mañana vienes y buscas esas otras dos. Recuerda
que no tengo amigas en este país, y necesito una.
Nancy miró las otras blusas y no pudo contenerse. Corrió y se abrazó del cuello
de Lucía.
—Gracias.
—¡Anda, que no es para tanto! Y vamos a comer, que se me hace agua la boca
por probar ese cerdo.
Ambas chicas salieron tomadas de la mano. Al llegar a la pista se hizo un
pequeño silencio entre los jóvenes. En ese momento se abrió paso por entre los
reunidos una modelo de pasarelas.
La chica, con un cabello rizado y lleno de extensiones, estaba vestida de rojo, con
un short corto que mostraba sus poderosas nalgas, y una blusa más corta aún con un
lazo entre sus senos, la prenda dejaba a la vista sus caderas, su cintura de reloj de
arena y un abdomen plano, con un piercing en el ombligo. La modelo caminó hasta
donde estaba el Nava, le sonrió y de repente le dio un beso apasionado en la boca.
Luego se viró de espaldas y al ritmo de la música comenzó a menear sus caderas con

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un ritmo tan sensual como erótico.
Lucía hubiera querido en ese momento que un agujero negro se la tragara y la
enviara a una galaxia desconocida.
Para colmo, el Nava la buscó con su mirada.
Lucía observó una sombra de culpa en los ojos del mulato. ¿Estaba apenado?
—Esa es un camaleón… —dijo Nancy al ver que Lucía se había quedado sin
palabras—. Se llama Rebeca.
—Es… es la novia de…
—No, son amigos complacientes.
Aquello no cambiaba la situación.
—¡Arriba, a comer, a comer…! —gritó el abuelo Mendoza.
Lucía supo que tendría que hacer magia para que la comida no se le quedara
trabada en la garganta.

***

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Capítulo 25
Entre sombras

Día 2… 3:00 am

El reloj marcaba las tres de la madrugada cuando el Moskovich se detuvo a las


afueras del pueblo de Ñones.
En cuanto Jack puso un pie en el polvoriento camino, una ráfaga de aire cargada
de azufre le ayudó a ubicarse. El mar debía de estar a menos de una milla. Apretó el
arnés de su mochila y le dio la espalda al auto.
—Vendré a buscarte dentro de dos días —dijo Shangó en un susurro. Después
cambió la palanca de cambios a retroceso.
Jack asintió, pero no dijo una sola palabra. Su español era pésimo, y lo menos que
quería era ser corregido por el traficante. Mientras el auto desaparecía en la oscuridad
de la noche algunos perros comenzaron a ladrar.
Jack permaneció en las sombras durante unos tres minutos, lo suficiente como
para que sus ojos se adaptaran a la oscuridad. Sacó de su bolsillo un plano del pueblo
junto con unos binoculares de visión nocturna, ambos proporcionados por Shangó.
Los binoculares no estaban del todo mal, aunque a él le hubiera gustado más su
propio equipo DVN (Dispositivo de Visión Nocturna). Por lo general Jack usaba unas
gafas Googles de última generación para este tipo de misiones.
Usando los binoculares como una especie de antorcha mágica, capaz de
iluminarle el camino y mantenerlo a la vez oculto entre las sombras, caminó hasta la
calle principal del pueblo. Esta no era más que un terraplén sin asfaltar con varias
filas de casas a ambos lados. El silencio que lo envolvía todo era espectral, nada se
movía, ni un alma deambulaba por los alrededores. Aquello parecía un maldito
pueblo fantasma de los tiempos del antiguo Oeste… En medio del terraplén y a cierta
distancia, aparecieron unas sombras en movimiento.
Por un segundo Jack se llevó la mano a su cuchillo, pero al instante se relajó. Tras
enfocar mejor a las sombras comprendió que se trataba de unos pobres cangrejos que
intentaban llegar a sus cuevas, sin mucho éxito, pues eran martirizados por cuatro
cachorros de perros sarnosos y alborotadores que intentaban jugar con ellos.

***
Una sola hora le bastó para memorizar el lugar, hacerle correcciones al mapa que
le dio el traficante y anotar sus propios apuntes.
En su fugaz recorrido descubrió que el pueblo podía ser atravesado de extremo a
extremo en solo diez minutos. Su diseño era básico y primitivo. A derecha e izquierda
había un caserío de rusticas viviendas, algunas incluso parecían de diseño aborigen,

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con techos muy simples, otros de madera o láminas de cinc. Solo unas pocas eran
montañas de escombros, sin dudas a causa de los huracanes que golpeaban
fuertemente al pueblo todos los años. Como resultado de las poderosas tormentas
tropicales, la mayoría de las casas tenían cables de acero cruzados por encima del
techo y sujetos al piso, así evitaban que saliera volando por los aires.
En el centro del caserío, a unos quinientos pasos de donde el Moskovich lo dejó,
estaba el único poste de luz en todo el poblado. Se trataba de una simple bombilla de
neón que permanecía asediada por una nube de insectos.

***
Eran ya las cuatro y media de la madrugada y el pueblo continuaba sumido en las
tinieblas y los ladridos de perros.
Jack volvió a explorarlo todo. Pero esa vez más confiado y seguro. Se detuvo
delante de la casa del Shadowboy. A diferencia del resto de los pescadores, el viejo
espía había construido una pequeña fortaleza.
Hijo de perra, sin dudas te cuidas la espalda, rumió al ver las gruesas paredes de
bloques y ladrillos. Por si fuera poco, las ventanas estaban protegidas con rejas de
hierro. En apariencia para evitar los robos.
Otro perro ladró en la distancia.
Dentro de la casa, Manuel estaría durmiendo ajeno a los peligros de la noche.
Jack apretó sus dientes, impotente por la cruda realidad.
Todo aquel plan era una pérdida de tiempo, lo lógico sería entrar en la casa, lanzar
tres granadas de gases lacrimógenos y sacar a rastras al anciano… es lo que él
hubiera hecho. Pero por desgracia habían demasiados factores en los cuales la HSI no
quería inmiscuirse. Él odiaba esa parte de la política de la compañía. Según los
sesudos de la HSI, jamás se podían permitir el lujo de un ataque frontal.
Vaya estupidez.
Justo como le describió Shangó, el pueblo solo tenía unas veinte casas habitadas,
porque fuera de la temporada nadie visitaba Ñones. Para un secuestro no podrían
crearse mejores condiciones. El único problema que advirtió, y el cual no le afectaba
demasiado en la elaboración de su plan, fue que a cien metros de la costa había un
puesto de Guarda Costas. Aquello podría presentar algún que otro problema, desde el
punto de vista con que se mirara.
De momento, su misión solo consistía en valorar el terreno y preparar las posibles
vías de extracción.
Jack se acercó sigilosamente a la base militar y observó a dos guardias
soñolientos con sus pesadas AK-47, ambos encaramados en la única torre de
vigilancia que tenían. Los guardias eran prácticamente dos niños, demasiados jóvenes
e inexpertos para representar una amenaza. Pero tenían armas y no dudarían en hacer
ruido con ellas. Él solo tenía su afilado KA-BAR…; aunque con eso era más que

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suficiente para controlar la situación, lo mejor sería evitarlos.
Tras anotar todo lo que necesitaba, regresó a darle una segunda inspección a la
casa del espía. Aún le quedaban unos minutos antes del alba.
Este segundo vistazo le confirmó sus sospechas. La casa no tenía ningún punto
débil para penetrarla sin el inconveniente de despertar a todo el vecindario. La única
manera sería volando la puerta, pues no había otro modo de traspasar las pesadas
vigas de hierro de las ventanas.
Varias voces empezaron a escucharse desde el interior de las casas. El pueblo
comenzaba a despertar. Era tiempo de buscarse un escondite. Una vez que lo
localizara, tendría que estar listo para iniciar la primera ronda de seguimiento.

***
El plano que le dio Shangó marcaba una serie de casas que permanecían
deshabitas. Sus dueños solo las visitaban en la temporada vacacional. Eso era justo lo
que él requería. Escogió una de las más apartadas, perfecta para sus necesidades,
sobre todo porque contaba con una salida exterior que comunicaba con los manglares.
En caso de una huida de emergencia, nadie podría rastrearlo entre los pantanos que
comunicaban con el mar.
Pero al llegar a la puerta, descubrió que tenía una gruesa cadena con un enorme
candado. Sacó su cuchillo y lo utilizó como barra. Intentó rajar la madera de la puerta
sin éxito alguno. No contaba con tiempo para eso. Uso por segunda vez el cuchillo,
solo que ahora de manera diferente, aun así el ángulo no era el indicado.
¡Maldita sea!
A lo lejos escuchó más voces.
Lo único que me faltaba.
Las primeras luces del alba inundaron la costa. Jack prestó atención, las voces se
escuchaban cada vez más cerca. Sin perder la calma fue hasta un montón de
escombros. Tras un rápido vistazo localizó una larga y pesada barra de hierro con
algunos trozos de cemento aun adheridos a la punta.
Ahora se podían escuchar claramente las voces desde el otro lado de la casa. Al
menos tres personas se acercaban. Corrió hasta la puerta y no perdió un segundo.
Atravesó la barra y comenzó a hacer presión… el candado salió disparado.
En cuanto cerró la puerta, un grupo de pescadores apareció en el terraplén.

***
La casa olía a salitre y algas marinas.
Dentro no había nada de importancia, era el hogar típico de un pescador. Algunos
remos amarrados en las paredes, varios carretes de nylon de pescar, y algunos tanques
vacíos era toda la decoración. Supuso que los tanques serían para llenarlos de agua
potable, pues no había ningún sistema de recolección de agua en toda la casa; de

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hecho, carecía de cualquier tipo de tuberías. El baño tampoco contaba con muchos
lujos. No era más que un agujero en el piso. Lo mejor de todo era la cama, que
aunque no tenía el mejor colchón, Jack la sintió digna de reyes. Había dormido en
peores lugares.
Será un largo día, pensó mientras preparaba su mochila.
Desgraciadamente, aún no podía aventurarse a probar el colchón.

***
Cuando el amanecer llegó con todo su esplendor, como suele dibujarse en las
zonas cercanas al mar, Jack ya se encontraba camuflado y vigilando la casa de
Heldrich. Desde su escondite, a más de doscientos pies de la casa, observaba los
movimientos del anciano con sus binoculares.
Al cabo de un largo rato llegó a una conclusión bien simple: Heldrich era un
simple anciano como cualquier otro, con sus costumbres y rutinas.
Mejor de lo que pensaba.
Por lo visto el viejo solía levantarse todos los días a las seis de la mañana y salía a
cazar cangrejos. Lo que era un golpe de suerte. Podrían atraparlo en los manglares y
no en la casa.
Mientras el anciano se alejaba del pueblo de pescadores, inocente de cuán cerca
estaba de ser atrapado, Jack lo siguió a una corta distancia.
Con los primeros rayos del sol, Heldrich se introdujo en uno de los canales que
comunicaban con el mar, iba armado solamente con un tridente de más de un metro
de largo y un saco para echar sus presas. Las únicas prendas de vestir que llevaba
consigo eran un short corto, una camisa de color verde olivas y de mangas largas para
protegerse un poco de los mosquitos, y un sombrero de pajas. Iba descalzo.
Cuando Jack lo vio casi no pudo reprimir una carcajada.
¿Y este hombre es el que vale millones?
Durante toda la mañana lo siguió como una sombra, ocultándose constantemente
entre las raíces del mangle o dando largos rodeos para no perderlo de vista. Durante
todo el juego del gato y el ratón, no dejó de sorprenderse por la resistencia a las
largas caminatas que era capaz de soportar el anciano. A pesar de la edad, diez millas
de mangles, canales y ciénagas al parecer no representaban esfuerzo alguno para él.
Al caer la tarde, ya de regreso, el viejo se dio un chapuzón en uno de los canales
de agua dulce que había en el camino. Mientras se bañaba y limpiaba su tridente,
Heldrich no tenía ni idea de cuán próximo a él se mantenía camuflado con hierba y
fango la persona que lo cazaría.
Jack contuvo una sonrisa de triunfo.
Por desgracia las órdenes fueron claras. Seguir a Heldrich, escoger el lugar
adecuado para una emboscada, capturarlo junto con el resto del grupo, y desaparecer
por la costa, donde los estaría esperando una lancha rápida.

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Jack se sintió molesto, pero tuvo que contenerse. Allí, a menos de cincuenta
metros, estaba la presa. Jamás se había enfrentado a una cacería tan simple… y tan
bien pagada.
Mientras el anciano se alejaba rumbo al poblado, Big Dog diseñó el plan.
En los días siguientes seguirían al Shadowboy por los manglares en donde le
tenderían la emboscada —sin dudas en la casa era muy arriesgado—, luego lo
arrastrarían hasta la costa.
Satisfecho por el resultado de su seguimiento, regresó a su refugio. Entró usando
la puerta de atrás, que había dejado previamente abierta.
En ese momento el colchón le pareció lo más tentador que haya visto en los
últimos días. Se dejó caer suavemente. El día fue muy fructífero. Y lo mejor, a la
noche siguiente Shangó vendría por él, así que le quedaban unas cuantas horas para
descansar… o eso creía él.

***
Un perro comenzó a ladrar.
—¡Que te calles, Campeón! —gritó una voz.
Jack se despertó sobresaltado y con el cuchillo en una mano. Corrió hasta la
puerta y miró por un agujero. Eran las dos de la mañana y no había un alma por todos
los alrededores, excepto por el perro y su dueño.
Desde su escondite, Jack observó como el maldito no dejaba de ladrar en su
dirección. De seguro lo había olfateado. Su dueño, un viejo pescador que llevaba una
linterna en la mano, le gritaba al perro que se callara. Pero el animal solo respondía
con más insistencia.
Jack, en absoluto silencio, volvió a maldecir al can.
—Vete, perrito… —murmuró Jack.
—¿Qué pasa, Campeón? En esa casa no hay nadie —el viejo alumbró con la
linterna por los alrededores—; vámonos.
Tomando al perro por el cuello comenzó a arrastrarlo.
Jack suspiró aliviado, lo último que querría era matar a un viejo pescador. No era
un hombre de grandes principios, pero odiaba los daños colaterales sin sentido. Para
Jack, el disfrute estaba en una buena pelea, disparar sabiendo que también te
dispararían. La idea de boxear con un manco nunca le atrajo demasiado.
De repente, el perro se le soltó de las manos al pescador y corrió hasta la puerta,
donde comenzó a ladrar y a arañar la madera.
—¡Fuck! —exclamó Jack.
—¡Ven acá ahora mismo! —le gritó el viejo a su mascota, mientras se acercaba a
la puerta.
Al llegar, algo llamó su atención. Vio la cadena rota. Por unos segundos pareció
confuso. Alumbró con su linterna en busca de alguna explicación, luego le dijo al

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perro:
—¿Qué pasa, Campeón? —por el ligero temblor en la voz del pescador, Jack
comprendió que las sospechas acababan de asaltar al hombre. Este se acercó a la
puerta y vio el orificio donde antes había estado la cadena junto al candado—. ¡Qué
raro!
Jack maldijo con los puños cerrados por no haber dejado superpuesta la cadena
con el puñetero candado. ¿Cómo se le pasó semejante detalle? Aunque, ¿quién
diablos le chequea una cadena de seguridad a una casa abandonada a las dos de la
madrugada?
El ex-Seal guardó el cuchillo a su espalda mientras le pidió imaginariamente al
pescador que no entrara.
El pescador retrocedió varios pasos, permaneció indeciso por más de unos
minutos y luego caminó hasta la puerta. La empujo y entró.

***
Un haz de luz cortó de lado a lado la pequeña vivienda.
En apariencia todo estaba en orden. El pescador se iba a marchar, pero el perro
volvió a ladrarle a la oscuridad.
—¿Pero qué mierda te pasa, Campeón? ¿No ves que aquí no hay nadie?
Dio varios pasos hacia dentro de la casa para demostrarle al perro que sus miedos
eran infundados. De seguro se trataba de alguna rata o algo por el estilo… Fue
entonces cuando el rayo de su linterna alumbró la gigantesca sombra humanoide que
había tras la puerta.
—¡Pero qué…!
La puerta se cerró de golpe dejando afuera al perro.
El pescador apenas tuvo tiempo de reaccionar. Sintió cómo un monstruo se
abalanzaba sobre él, le quitaba la linterna y acto seguido comenzó a estrangularlo.

***
Jack le dio un manotazo a la linterna y esta voló por los aires hacia un rincón.
Sorprendido por el inesperado ataque, el pescador lanzó algunos puñetazos a la
oscuridad, los cuales Jack esquivó con suma facilidad. Agarró por el cuello a su presa
y la sumió en la posición que quería, después le aplicó una guillotina con sus
poderosos brazos.
—¡Hijo de puta…! —masculló entre dientes el pescador, mientras escupía y
pataleaba.
Jack no quiso romperle el cuello, aún, solo le cortó el suministro de oxígeno al
cerebro y el pescador se desplomó. Afuera, el perro parecía querer tumbar la puerta.
Si aquello continuaba así llamaría demasiado la atención.
Había que callar al perro cuanto antes.

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Jack buscó la barra de hierro que usó de palanca para abrir la puerta. Con ella le
desbarataría el cráneo al perro de un buen golpe. Abrió una rendija de la puerta y
visualizó a su objetivo. Con un rápido movimiento se abalanzó sobre el perro usando
la barra como garrote. Por suerte o por instinto, el perro esquivó el golpe mortal,
recibiendo solo un leve rasguño en el hocico, aunque con eso fue más que suficiente
para que saliera chillando por toda la carretera.
Al menos no regresará por un buen rato.
Jack maldijo en la oscuridad mientras observaba los alrededores.
Nadie había notado lo que pasó, el pueblo seguía sumido en su sueño de tinieblas.
Como siempre, ajenos a los peligros de la noche.
Jack entró a la casa y buscó por los rincones un buen trozo de cable. Encontró
varios, pero al probar su resistencia se le partieron entre los dedos. El pescador
comenzó a moverse, ya estaba saliendo del letargo. No le quedaba mucho tiempo, y
tampoco quería partirle el cráneo al pescador. Eso sería dejar demasiada sangre y
pistas de lo ocurrido. Él podía ser más original que eso, a fin de cuentas no era un
vulgar asesino. Tras un segundo vistazo se decidió por la soga que sujetaba los remos
de las paredes. Usando su cuchillo cortó un tramo de más de dos metros. Luego le
hizo un lazo en la punta.
Perfecto, justo lo que necesitaba.
Tiró la soga por encima de un tronco que atravesaba la casa de extremo a extremo
y amarró una punta firmemente de la pared. Luego, sin pensárselo dos veces, agarró
al pescador por el cuello y lo sometió otra vez a una llave de estrangulación, esta vez
le aplicó una mata león. En cuanto aplicó algo de presión con sus musculosos brazos,
escuchó el sonido inconfundible de los huesos de la nuca quebrándose.
—¡Fuck…! —exclamó.
Aquel imprevisto sin dudas cambiaba todos los planes. Justo lo que no hubiera
querido hacer. Levantando el cuerpo del pescador, puso su cabeza dentro del lazo y lo
dejó caer. También volteó una silla a los pies del muerto.
Dio varios pasos hacia atrás para observar la escena.
Un pescador, cansado de pasar trabajos y necesidades, decide romper la puerta a
la casa de un vecino para suicidarse dentro. La historia seria perfecta y jamás
levantaría sospechas.
El perro de seguro iba a regresar dentro de un rato, al final llamaría la atención.
También el calor ayudaría rápidamente a la descomposición del cuerpo y el olor
atraería a vecinos no deseados. Fuera como fuese, Heldrich no podía tener ninguna
sospecha de que ya estaban tras su pista.
Jack se vio forzado a tomar una decisión: lamentó tener que adelantar los planes,
pero era necesario. Él mismo capturaría esa mañana al Shadowboy.

***

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Capítulo 26
La historia que nadie cuenta

Día 2… 8:25 am

Cuando amaneció, Lucía comprendió que acababa de tener dos nuevas experiencias
únicas en su vida. La primera fue pasar una noche bajo un mosquitero…, algo que
solo había visto en películas, lo segundo fue dormirse sin revisar su cuenta de
Facebook o de Twitter. Y aunque esto último le parecía algo imposible, sobrevivió.
La vida social en España se hacía a través de las redes sociales, por eso, a pesar
de que sus primos le explicaron calmadamente que el Internet no existía en Cuba, ni
Facebook, ni la adicción a chatear por los celulares, Lucía no consiguió asimilarlo por
completo.
Sí, existía un acceso a la red de información más grande del mundo, le dijeron;
pero a la vez era inaccesible a los cubanos. Un lugar llamado Etecsa, que tenía varias
computadoras conectadas a la red, una especie de cibercafé. Lo malo es que se
pagaba a unos precios ridículos por el simple hecho de estar conectado varios
minutos con el resto del mundo. Según sus primos, un par de horas costaba más o
menos la mitad del salario de un mes para un trabajador promedio.
El famoso control sobre los medios de comunicación que imponen los países
comunistas, recordó.
Como le había explicado a Lola, a los comunistas siempre les gustaba mantener
ese tipo de control. Después de todo, las cosas en Cuba no eran tan diferentes de lo
que le explicó a su amiga.
—¿Pues…, cómo se las arreglan para hablar con un amigo?
La respuesta, por increíble que fuera, le encantó… hasta cierto punto.
Simplemente no necesitaban ese tipo de tecnologías.
Si querían ver a un amigo, iban hasta su casa, no le mandaban un mensaje y
mucho menos le pedían permiso para visitarlo. El resultado era que más que amigos,
los jóvenes creaban hermanos.
Pero cuando preguntó sobre amigos en otros pueblos, o países, la respuesta fue
más triste. Los cubanos no podían mantener amistades en otras latitudes simplemente
por los medios de comunicación. Se les hacía muy difícil visitar amigos en otras
partes del país, así que ni hablar del extranjero. Por eso lo más común era que las
amistades más cercanas debían ser del mismo pueblo o ciudad.
El atraso tecnológico sí los afectaba después de todo, aunque, en muchos casos,
ellos no lo notaban, y Lucía tampoco insistió en hacerlos comprender.
La noche anterior, sin llevar apenas doce horas en el país, el abuelo le anunció
que debía ausentarse al menos por tres días, pues necesitaba terminar unos encargos.

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En la madrugada regresaría al pueblo de Ñones.
—Cosas de viejos —le explicaron sus primos—, después que dan su palabra hay
que matarlos para que no la cumplan.
Mientras tanto, ella quedaría bajo los ojos protectores de los gemelos y el Nava.
Apenas el abuelo le dio la espalda, Miguel se le acercó.
—Ponte guapa para mañana en la noche —le dijo— que nos vamos de parranda.

***
Esa mañana tenía demasiadas cosas que hacer. ¡Joder, demasiadas!
De momento ya disponía de una aliada. Desde el día anterior habló con Nancy
para que pasara a buscarla y le sirviera como guía turística por el pueblo. Necesitaba
visitar las tiendas y hacer varias compras, tal como le advirtieron sus amigos en
España, los que ya conocían la vida en la isla y a los cubanos. Según ellos, lo primero
era abastecer de comida sus refrigeradores, pues para la mayoría de las familias era
casi imposible mantener un invitado extranjero.
Pero sobre todo, Lucía necesitaba alejarse un tanto de sus primos y del Nava. Por
mucho que lo intentó no pudo olvidar lo ocurrido el día anterior. Aún recordaba
claramente la culpa reflejada en los hermosos ojos del mulato.
¿Por qué la miró así? ¡Ellos no eran nada, él estaba en todo su derecho de pasar el
tiempo con la chica que estuviera de turno! Pues como bien le dijo Nancy, la tal
Rebeca no era más que una amiga complaciente.
¿Entonces por qué me miraste así? ¡Maldito capullo!
Lucía llevaba más de una hora despierta bajo el mosquitero; allí sentía una rara
sensación de resguardo. Era como si la tela transparente representara un campo de
fuerza que la protegiera de los peligros del exterior, sobre todo, de la peligrosa boca
del Nava.
Joder con esa boca…
Lucía se acarició los hombros y los senos. Por un instante jugó con la idea de
masturbarse.
Tum, tum, tum… tocaron a la puerta.
Lucía se apresuró a aclarar su mente y bajarle a sus instintos sexuales.
—Adelante.
—¿Se puede entrar? —preguntó Mario.
—Adelante —repitió Lucía.
En un instante ambos primos entraron en la habitación y se metieron bajo el
mosquitero. Lucía solo llevaba puesta una simple bata de seda con dragones chinos
que su mamá le regaló por Navidad. La situación era un poco rara y cómica a la vez.
Estaba con dos hombres semidesnudos —pues sus primos llevaban puestos solo
unos cortos short y una fina camiseta— en una misma cama.
Los gemelos no parecieron notar su turbación, en un instante se la comieron a

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preguntas. Querían saber hasta de las cosas más insignificantes de su vida. Al cabo de
varios minutos los tres estaban desternillados de la risa recordando situaciones
embarazosas y problemas en los que se habían metido.
Es el momento de mayor intimidad que he tenido con ellos, es como si nos
conociéramos de toda una vida, pensó Lucía mientras Mario le enseñaba una cicatriz
que tenía en su pierna.
La puerta se abrió y apareció la abuela con una bandeja en sus manos.
Miguel levantó el mosquitero.
La anciana cojeaba con su andar característico, en la bandeja traía tres pequeñas
tazas de café. Sus primos se abalanzaron sobre las tacitas de porcelana.
—Rosa —dijo la abuela—, coge la tuya, que si es por estos dos te quedas sin
café.
Lucía quedó paralizada sin sabes que hacer… una vez más.
—Vieja —dijo suavemente Miguel—, ella no es Rosa; es Lucía, la prima…
La anciana pareció desubicada por unos segundos, miró a cada gemelo como
intentando ganar tiempo, luego exclamó sencillamente:
—Claro Miguel, por supuesto que me acuerdo de Lucía.
La tensión desapareció y Lucía tomó su taza de café. Luego la anciana les repartió
a los tres sendos besos en la cabeza y salió del cuarto.
Por un instante nadie supo qué decir.
El silencio fue roto por el sonido de un silbido que provenía del pasillo.
—Ese es el Nava. ¡Pasa, estamos en el cuarto de Lucía! —gritó Mario.
¡Es que te mato como a un perro gilipollas!
Lucía quedó paralizada. Estaba hecha un desastre, no se había alisado el pelo, ni
lavado la cara… Con gestos rápidos y desesperados se desenredó el cabello y limpió
un poco sus ojos.
El Nava apareció en la puerta del cuarto.
—¡Así que hay fiesta y no me avisaron! —el mulato no esperó una invitación
para sentarse en la cama, se acomodó junto a Lucía y le dio un beso de buenos días en
un cachete, se detuvo un instante para olfatearla como si él fuera una especie de lobo,
tras terminar su rápido examen agregó—: Qué rico hueles.
—Ah sí, oh, ¡debe de ser la crema de almendras…!
Lucía le sonrió mientras cruzaba las piernas, podría haber jurado que estaba
mojada.
¿Cómo es posible que este hombre sea capaz de ponerme la piel más fina que la
de una medusa? ¿Y qué leches se trae con eso de qué rico huelo? ¿Quién demonios
le dice eso a una mujer acabada de levantar si no quieres follártela?
—Buenos días, española —le dijo el Nava mientras le quitaba la taza de café a
Mario y de un solo trago se la tomaba.
—Buenos días, cubano —en verdad no quiso que su voz sonara tan coqueta, pero
le era imposible evitarlo.

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El Nava le sonrió y luego puso su atención en los gemelos.
—Acaba de llegar el camión.
—¡Mierda! —gruñó Mario; Lucía no supo si era porque le tomaron su café o por
el tema del camión—. Son las ocho de la mañana, le dije que viniera a las doce de la
noche.
—Dicen que tienen que seguir para Placetas, están cargados de mercancía y
decidieron pasar primero a dejarnos lo nuestro.
—Pues hay que moverse lindo y bonito —dijo Miguel mientras se levantaban los
tres.
Por un momento Lucía se sintió excluida de la conversación.
—Eso es una locura en pleno día. Delante de todos, es como llamar por teléfono a
la policía.
—¿Y ustedes en qué andan? —quiso saber Lucía.
Ninguno de los tres supo cómo responderle.
—Digamos que en cuestiones de trabajo —intentó explicarle Mario.
—¿Se puede saber qué tipo de “trabajo”? —inquirió Lucía con un tono más que
sospechoso.
Los tres volvieron a mirarse.
—Mejor es que veas por ti misma cómo nos ganamos la vida, entre otras cosas —
aclaró Miguel.
Diez minutos después ya estaba maquillada, vestida y lista para seguir a sus
primos.
—Vieja —gritó Mario—, vamos a la casa del Nava, regresamos tarde.
—Tengan cuidado —dijo Catalina a través de una ventana— acuérdense que la
calle está mala. Hay muchos delincuentes.
—Yo creo que se refiere a nosotros —bromeó el Nava.

***
Lucía intentó no cruzar su mirada con la del Nava por miedo a revelar sus
pensamientos morbosos, pero en realidad estaba más que excitada por el simple
hecho de ir a conocer la casa del mulato.
¿Por qué tanto morbo? ¡Joder, ni yo misma puedo entenderme!
El mulato estaba comprometido, o al menos mantenía otra relación, por qué iba a
fijarse en ella, y en caso de que lo hiciera, ¿iba a convertirse en el postre? ¿Las papas
fritas que acompañan a la hamburguesa?
Mientras la tormenta de emociones que azotaba su mente iba creciendo de
categoría, Lucía intentó calmarse y seguir a sus primos. Estos avanzaban a buen paso
por entre las calles repletas de cubanos. Por lo visto la población se la pasaba sentada
en los portales, o en los contenes de las aceras viendo el tiempo pasar, haciendo
chistes y bromas, y criticando a todo el que les pasaba por delante. Sin prescindir de

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los españoles.
Aquella visión la hizo sentirse melancólica.
Ver a tantas personas derrochando el tiempo de su vida, dejando que las horas se
acumularan unas sobre otras, sin ningún otro propósito en la vida que esperar el
siguiente día para ver lo mismo, era algo aterrador. Y lo peor es que parecían
felices… ¡no, más bien conformes!
Se habían resignado a la realidad que les tocó vivir… ¡qué horror!
Al cabo de cinco minutos llegaron frente a lo que, quizás en algún momento,
podría llegar a ser una casa. Se trataba de una base de cemento con puntales y cabillas
lista para seguir construyendo. Fácilmente se podía identificar dónde iban a estar los
cuartos, la sala y la cocina. De momento solo había un cuarto terminado.
—Bienvenida a mi penthouse —le indicó el mulato.
Lucía pensó que iban a entrar; pero se quedaron en la acera, mirando en todas
direcciones.
A menos de cien metros del cuarto del Nava estaba parqueado un camión
Chevrolet del 51, Lucía pudo identificarlo al instante por su diseño. Dentro había dos
hombres aguardando por una señal.
En la esquina, bajo un poste de luz del cual colgaban varios cientos de gorriones,
una multitud de niños jugaban sin camisas y descalzos a las bolas y los trompos.
Como siempre, las calles estaban repletas, y los vecinos, parados en los portales de
sus casas, también miraban en todas direcciones; pero en este caso, a la espera de
algún acontecimiento.
—Hay demasiada gente a esta hora —maldijo Mario mientras simulaba a ojos
vistas una conversación de lo más trivial con su hermano.
—Esto me sigue pareciendo una locura —gruñó Miguel en señal de apoyo a su
gemelo—, si comenzamos a bajar la mercancía el barrio entero se va a enterar.
—Psss, como si no supieran.
—Pero tampoco podemos restregárselo en la cara. Por lo menos hay que
mantener las apariencias.
¿De qué coños están hablando?
El Nava se llevó las manos a las sienes, como si con ese simple gesto pudiera
encontrar alguna idea. Desde la esquina de la cuadra, el chofer del camión agitó las
manos en señal de desesperación.
Una anciana, a quien le faltaban todos los dientes superiores, no dejaba de
sonreírle a Lucía, a la vez que miraba a sus primos. Por fin la anciana se decidió y
desde el otro extremo de la calle gritó:
—¡Gemelos…! ¿Cómo sigue su abuela de la pierna?
¡Asombroso! Exclamó Lucía para sus adentros, los cubanos se preocupan por
todos sus vecinos y se conocen a pesar de que viven a dos cuadras.
Como Lucía se había separado de sus padres, y rentaba su propio apartamento,
jamás se había preocupado por saber quiénes eran sus vecinos. De hecho no sabía ni

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quién vivía frente a su puerta.
—Mucho mejor, doña Georgina —respondió Mario casi de forma automática—,
pase después por la casa…
—Lo único que falta es una patrulla —murmuró Miguel— y esa vieja es la más
chismosa del barrio, si no acabamos de movernos va a terminar preguntándonos hasta
por el número de los zapatos.
—Lo tengo —anunció el Nava mientras hacía una bocina con las manos—.
¡Clarea…! ¡Clarea…!
Un niño flaco y desnutrido sacó la cabeza por entre la multitud de jóvenes que
jugaban bajo el poste de luz.
—¡Ven acá! —le gritó el Nava.
Con solo diez zancadas el niño se puso al lado del Nava. Lucía observó los ojos
brillantes del chico, era el mismo brillo que veía en la mirada de sus primos y del
Nava. Una mezcla de picardía y malicia.
—¿Quieres ganarte cinco pesos? —le preguntó el Nava.
—Diez… —respondió maquinal el niño.
¡Pero de que va este chaval! Regatea más que un árabe.
El Nava volvió a formar la bocina con sus manos y gritó:
—¡Pepe Grillo!
Otro niño levantó la cabeza.
—Cinco o le digo a Pepe Grillo que venga.
El Clarea, en vez de enojarse con el Nava, miró al otro niño con ganas de
comérselo vivo.
—Está bien, ¿qué hay que hacer?
—Quiero que salgas gritando por toda la cuadra que llegó el sirope a la tienda.
—¿Sirope? —se interesó Lucía.
—Prima, sirope, refresco concentrado —Mario miró a Lucía como si esta hubiera
venido de Marte—; dos dedos de sirope mezclados en un vaso de agua y obtienes un
refresco.
—Tío, que tampoco soy tan estúpida, claro que sé qué es el sirope. Lo que no
entiendo es por qué quieren que el niño grite eso.
—¡Ah, ya verás! —sonrió Mario.
El Nava sacó cinco pesos cubanos y se los dio al niño. Este miró el billete unos
segundos y con rapidez se lo guardó todo estrujado en un bolsillo. Con una sonrisa
que derretiría al Polo Norte, le dio las gracias al Nava y salió corriendo.
—¡Prepárense! —anunció el mulato, mientras con una señal le indicó al chofer
del camión que estuviera listo.
Lucía sintió la electricidad de la tensión en el aire. Era como esa vez en que fue a
un concierto de Estopa. En aquella ocasión tuvo que esperar junto a Lola, por más de
una hora, el momento mágico en que el dúo saldría al escenario. Así, de repente, las
luces se apagaron y el silencio reinó entre la multitud. Prácticamente se podían

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escuchar las respiraciones de los presentes. De un momento a otro comenzaría el
concierto…, ahora, mirando a sus primos y al mulato, experimentó la misma
sensación, con la única diferencia que desconocía lo que iba a ocurrir.
Ante una señal del Nava, el niño comenzó a gritar y a llamar a diferentes personas
por su nombre.
—¡Cuca…! —una anciana se asomó por la ventana—. Vino sirope a la tienda.
Una joven que estaba barriendo la acera le preguntó al niño:
—Clarea, ¿de qué sabor?
El chico miró al Nava, este y los primos se viraron automáticamente de espaldas.
Lucía los escuchó lanzar una maldición mientras contenían la risa.
¡Qué cabrones!
—De… de… sabor a… de… —el Clarea, tartamudeando, no supo qué responder.
El niño miró a Lucía sin poder salir del apuro.
—Fre… sa… —dijo Lucía mientras abría la boca articulando cada letra.
—De fresa —volvió a gritar el Clarea.
—¡¡¡De fresa!!! —Exclamó la joven a la vez que lanzaba la escoba para el portal
de su casa— ¡Mami…! ¡Corre que vino sirope de fresa a la tienda! Bótale el agua a
los pomos…
¡A la ostia! Estos tíos sí que la han cagado en grande, de esta nos fusilan.
Lo que sigue ocurrió en cuestiones de segundos, fue algo así como una especie de
volcán humano. Las mujeres gritaban los nombres de sus esposos o hijos, quienes
venían a la carrera a recoger pomos vacíos que ya tenían preparados; ancianos, niños,
no había deferencias de edades o sexo, todos corrían y a la vez le gritaban a los que
podían correr más: ¡Márcame cola…!
Lucía quedó paralizada ante semejante espectáculo y temió que se les hubiera ido
la mano con la broma. Al voltearse hacia donde estaban sus primos se percató de que
estos tenían otros planes. Miguel hizo una señal al camión, que se puso en marcha al
instante. Tras hacer un giro en U, colocó la reversa y entró por un pasillo que daba a
la puerta trasera del cuarto del Nava.
—Rápido, que estamos contra reloj —ordenó el chofer. Su compañero subió con
la agilidad de un gato a la plataforma del camión.
Lo siguiente fue una secuencia de movimientos perfectamente coordinados: sin
dudas no era la primera vez que hacían algo como aquello. El chofer encendió un
tabaco y se puso a vigilar, mientras que su compañero, junto a los gemelos y el Nava,
formaban una cadeneta humana.
Del camión comenzaron a bajar cajas y cajas.
Todos estaban tan concentrados en hacer el trabajo con la mayor rapidez posible
que ignoraron a Lucía. La joven realmente no sabía qué hacer para ayudar. Su
conciencia la castigaba al pensar qué pasaría cuando la multitud llegara a la tienda y
se encontraran con que no había ningún sirope.
La operación duró menos de cinco minutos. Los dos hombres la saludaron con

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gestos de la cabeza y recogieron un sobre que Mario les entregó.
—¿No lo vas a contar?
—Hay confianza, salúdame al Viejo.
—¿Cuándo llega la próxima carga? —preguntó el Nava.
—El mes que viene.
—No, en eso no quedamos. Tú me prometiste que dentro de quince días.
El chofer movió intranquilo el tabaco en su boca.
—Eso no depende de mí, mulato…
—Yo lo sé; pero la carga me tiene que llegar dentro de quince días, yo tengo
clientes fijos, si no les doy mi mercancía dentro de ese tiempo ellos se van con otros.
—Mulato, no te pongas así, recuerda que nadie te trae la mercancía hasta la
puerta de tu casa —esta vez el chofer pareció satisfecho con su respuesta.
—Por eso mismo —intervino Miguel—, la mercancía tiene que llegarnos dentro
de quince días, de lo contrario vamos a tener que buscarnos otro abastecedor.
Recuerda que nadie te paga mejor que nosotros porque nos traigas la mercancía a la
puerta de la casa.
El chofer escupió un buche de saliva mezclada con tabaco y después les lanzó una
amplia sonrisa.
—Pues hasta dentro de quince días.
—Y la próxima entrega que sea de noche —aclaró Mario—: no podemos volver a
montar otro espectáculo como este.
El chofer y su ayudante volvieron a subirse al camión y desaparecieron tan rápido
como llegaron. Cuando el Chevrolet dobló por la esquina, Lucía advirtió cómo venía
de regreso parte de la multitud. Traían las cabezas bajas y lanzaban maldiciones.
Una niña de no más de cuatro años corrió en bragas hacia su mamá. La madre,
una gorda ya bien entrada en años, levantó con una facilidad asombrosa a la chiquilla
y se la puso a horcajadas en la cintura. Lucía no pudo escuchar que le decía la madre,
pero al instante la niña comenzó a dar unos chillidos terribles mientras los mocos le
corrían por los labios. Entre los gemidos de la chiquilla lo único entendible fue:
—¡Yo quiero sirope… sirope… yo quiero…!
Lucía quiso que la tierra la devorara en un segundo. Sin reponerse aún de la
mezcla de sensaciones por lo que acababan de hacer, los gemelos la invitaron a entrar
al cuarto del Nava.
—Pero serán huevones —les dijo una vez dentro—, a ustedes les extirparon la
conciencia.
Los tres jóvenes lanzaron una carcajada.
Lucía entró al pequeño cuarto.
La imagen de la niña, llorando a moco tendido, no se le iba de la mente. Tampoco
podía echarles toda la culpa a sus primos… ¿Acaso tendrían tanta hambre los
cubanos que corrían en masa cuando anunciaban un producto cualquiera? De
momento prefirió no seguir analizando el espectáculo que acababa de presenciar.

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***
Parecía que en el interior del cuarto del Nava hubieran lanzado una granada de
ropa. La primera impresión que tuvo Lucía es que la palabra “desorden” fue
inventada entre aquellas paredes.
El cuarto tenía una pequeña cocina, con varios calderos que colgaban encima de
una meseta improvisada. No se advertían pilas de agua por ningún lado, pero junto al
fregadero había un enorme tanque pintado de azul, seguro que para evitar la
herrumbre. Una cortina de mariposas rojas cubría la entrada al baño.
Lucía observó por entre la cortina que el baño no tenía lavamanos y el inodoro no
contaba con tanque, solo con un cubo lleno de agua que le robaba un buen tramo a la
bañera.
¡Ostias!
Intentó borrar de su mente la imagen penosa del baño, y recorrió con la mirada las
paredes de la pequeña habitación. Por doquier colgaban los percheros con pulóveres y
pantalones de marcas famosas…, copias seguramente. También en el piso había un
mar de tenis Nike, Pumas y Reeboks.
En una mesa con un diseño único sin duda hecha bajo órdenes de su propietario,
una computadora mostraba un lujoso carro como fondo de pantalla. Alrededor de la
mesa se amontonaban cientos y cientos de torres de DVD colocadas unas sobre otras.
—Tíos, ¿qué es todo esto? —preguntó Lucía.
—Este es nuestro centro de trabajo.
Lucía no comprendió del todo.
—Prima, el tráfico, el negocio, el mercado negro… eso es lo nuestro —le explicó
Mario mientras buscaba una libreta con que anotar la nueva mercancía que acababa
de llegar.
Por lo visto la libreta era el libro de contabilidad del supuesto “negocio”.
—Pero no entiendo… —insistió Lucía—. ¿Por qué se dedican a esto?
Lucía no quería parecer como caída de otro planeta, pero no acababa de asimilar
por qué sus primos se dedicaban al tráfico de ropas y zapatos. Y por lo visto, también
de discos piratas.
—¿Qué no entiendes, Lucía? —su nombre en la voz del Nava sonó como las
campanas de una iglesia llamando al mismísimo Papa a la misa de la tarde.
—¿Qué hacen con toda esta mercancía, la venden en un mercado negro o algo por
el estilo?
Sus primos sonrieron mientras buscaban las palabras adecuadas para explicarle
mejor la situación. De nuevo fue el Nava quien habló.
—Has escuchado que a Cuba le dicen La Llave del Golfo.
—Sí.
—¿Sabes por qué?
—En algún lugar lo escuché, es algo que tiene que ver con el Golfo de México

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y…
—Esa es la imagen que quieren vender —la interrumpió el mulato con su
característica risa de pícaro—, la verdad es que al cubano de a pie, o sea, a nosotros,
el gobierno nos cierra las puertas constantemente…
—Y constantemente inventamos “llaves” para abrirlas —terminó la frase Miguel.
—Sigo sin entender —mintió Lucía. Sabía mucho más que sus propios primos de
cómo funcionaban los gobiernos comunistas, pero les dejó que le explicaran con sus
palabras.
—Sencillo…: el gobierno nos sube los precios de la electricidad —le aclaró
Miguel.
—Pues nosotros inventamos un “cangrejo” —respondió Mario mientras le
enseñaba una pequeña caja de metal con varios cables en las puntas.
—¿Un “cangrejo”?
—Sí, una máquina que se instala al contador eléctrico y hace que gire la rueda
hacia atrás. De esta manera los números en vez de aumentar, disminuyen.
—¿Y qué pasa si cambian los contadores mecánicos por digitales?
—Pues seguimos inventando —anunció el Nava—, cuando hacen algo como eso,
pues nos la robamos directo del cable. ¡Esto es Cuba…!
¡Joder con los cubanos!
Entonces de eso se trataba todo. Inventar siempre la manera de robar dentro de un
sistema que de por sí también era corrupto. “¡Mierda, qué ingenua soy!”.
Una hora de conversación con sus primos le enseñó más que todos los libros de
historia de Cuba que había leído, o del funcionamiento interno de los países
comunistas.
—Lo mismo pasa con la televisión.
Lucía aún no había visto nada de la televisión cubana, pero se imaginaba que
fuera una basura. En todos los países comunistas siempre lo era. O hasta donde ella
sabía, la Unión Soviética solía enfocar todos sus programas basados en los logros
constantes del sistema. La salud y la educación eran los mejores del planeta, mientras
que el resto del mundo se debatía en una economía desastrosa y sobre todo, los niños
morían de hambre en las calles…, aunque, quizás la programación cubana fuera
diferente. Después de todo, la Unión Soviética se había desintegrado en los años
noventa.
—¿Qué pasa con la televisión?
—Es una mierda… —respondió tranquilamente Mario.
Aclarada la duda, se dijo a sí misma.
—Hay demasiada censura: solo ponen lo que le conviene al gobierno, como si los
cubanos fuéramos niños que tenemos que ver lo que los adultos creen que es
educativo.
—Más que canales de información, son canales de desinformación continuó
explicándole el Nava. Este fue a la cocina y comenzó a limpiar una cafetera.

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El mulato metió un jarro de aluminio en el tanque y lo llenó de agua, luego se
puso a colmar el embudo de la cafetera con el polvo de café.
—Joder con el vicio de café que tiene los cubanos —murmuró Lucía.
—Y este es del bueno —aclaró el Nava señalando con una cuchara el grano
molido—, bajado de las mismas lomas del Escambray.
—O sea, ¿qué es de mejor calidad quieres decir? —preguntó la joven.
—¡¿De mejor calidad?! No… no lo entiendes, ¡este es el mejor café del país! —
dijo el Nava, para finalizar agregó—. Por supuesto, traído de contrabando.
Lucía volvió a quedar perpleja.
—¡Pero joder!, ¿hay algo que no se trafique en Cuba?
Los gemelos y el Nava se miraron por primera vez sin lanzarle una carcajada.
Parecieran realmente hombres serios ante la pregunta, incluso reflexivos.
La expresión de sus rostros fue la gota que derramó el vaso.
¡Se lo están pensando…! ¡De veras que se lo están pensando!
—No —fue la respuesta de Miguel tras reflexionar unos segundos más—, no,
todo se consigue por contrabando.
—¡Madre de Dios! —exclamó Lucía, pero sus primos no parecían sorprendidos,
para ellos el tráfico parecía ser el único modo de vida que existía—. Y entonces,
¿para qué son todos esos DVD?
—Nosotros atendemos varios negocios —comenzó a explicarle Mario—: entre
los tres compramos y revendemos ropa, zapatos, perfumes, todo lo que se pueda
comprar y después revender.
—También los DVD, para eso tenemos a Frankenstein —aclaró Miguel.
—¿Frankenstein?
—Sí, así le decimos a la computadora…, es que está armada a pedazos, ¿sabes?
—Cuando te refieres a la computadora armada a pedazos, ¿significa eso que las
piezas fueron compradas en el mercado negro?
Los dos gemelos comenzaron a aplaudir.
—Perfecto —dijo Miguel—: ya estás pensando como una cubana.
—El café ya está —anunció el Nava mientras traía pequeñas tazas de porcelana.
—¿Qué ponen en los DVD? —quiso saber Lucía.
—De todo: las películas modernas y las telenovelas mexicanas es lo que más se
renta. Aunque no lo creas, en Cuba se ve más televisión que en cualquier país del
mundo. Y estamos más actualizados que cualquiera —para demostrar sus palabras,
Miguel le enseñó una lista de títulos en la computadora, acabados de salir en los cines
internacionales—. Las películas las estrenan en los Estados Unidos, y en tan solo dos
días hay una copia pirata alquilándose en toda Cuba.
Lucía miró detenidamente la lista. Efectivamente, había películas que apenas se
estaban anunciando en los cines de España. Aunque para ella la piratería no era nada
nuevo. En miles de ocasiones había descargado música de Pirate Bay, y conocía muy
bien cómo era el tráfico pirata en los países de México y Venezuela. Pero jamás se

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imaginó que ese negocio fuera la vía de actualización de todo un país para saber qué
ocurría fuera de sus fronteras; en este caso, de sus playas.
—Bien, como no tienen Internet se la pasan robando y pirateando películas —
aclaró Lucía antes de hacer otra pregunta—, me imagino que se roben el Internet de
algún lado, hasta ahí lo comprendo; ¿pero de dónde consiguen las ropas y los zapatos,
si hasta dónde tengo entendido a los cubanos no los dejan viajar?
Mario saboreó calmadamente su café. Después se aproximó a Lucía y se sentó
frente a ella.
—Prima, es una red gigante y demoraríamos días en explicártelo —comenzó a
exponerle Mario—: la mayoría de esta mercancía procede de los médicos cubanos
que salen de misiones y envían contenedores de ropas y zapatos. Desde el puerto,
donde llega esa mercancía, comienza una cadena de tráfico perfectamente elaborada.
Mario volvió a saborear su taza de café y su hermano prosiguió con la
explicación.
—Los “abastecedores”, o “Señores de la Ropa”, son los que traen la mercancía
desde el extranjero. No solo ropa, también piezas de computadoras, e incluso partes
de carros, todo depende de las posibilidades que tenga el “abastecedor” —Miguel
hizo un pausa para saber si Lucía tenía alguna duda, pero ella se limitó a permanecer
callada—. En la cadena de contrabando los próximos son los “suministradores”…
—El camión que se fue hace un rato —el Nava interrumpió a Miguel para darle
un ejemplo perfecto de la estructura del negocio—. Su chofer y su ayudante son
“suministradores”.
—¿Y dónde entran ustedes?
—Nosotros somos los siguientes en la lista. Los llamados “vendedores de primera
mano” —por la cara de Lucía, Mario supo que debía facilitarle más detalles a su
prima—. Eso significa que la mercancía nos llega directa, por lo que somos nosotros
los que fijamos el primer precio. Después siguen las “sucursales”, ellas son los
encargados de vender el producto y hacernos las listas de lo que se necesita…
—O sea, lo que el pueblo quiere o está de moda.
—Así mismo —le confirmó el Nava.
Lucía comprendió en pocas palabras lo que su profesor Eduardo trató de
explicarle. La mejor manera de conocer la cultura y el funcionamiento de un país era
mezclarse con sus habitantes, sobre todo, rechazar sus guías turísticas.
Escuchar al Nava y a sus primos le dio un millón de ideas con las cuales publicar
una tesis. Incluso, pensó hasta en el título ideal…: Como sobrevivir en un país
comunista.
—Pero… ¿por qué simplemente no montan una red de negocios y abren su propia
tienda…?
—Porque esto es Cuba, Lucía —la interrumpió el Nava; su voz sonó algo cansada
por tratar de explicarle cosas que ella no entendería en tan poco tiempo—, ese tipo de
negocios es ilegal, de hecho, todo tipo de negocios son ilegales en Cuba… Te aclaro,

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cuando me refiero a “negocios”, hablo de los que realmente dan dinero.
—Entonces, todo esto es ilegal… ¿o me equivoco? —sus manos abarcaron todo a
su alrededor, incluyendo a Frankenstein. Sus primos asintieron con la cabeza—.
¿Qué pasa si la policía llegara y encontrara todo esto?
—¿Por qué crees que formamos todo el show de hace un rato para meter la
mercancía sin llamar tanto la atención de los vecinos?
La puerta se abrió de repente y en lo único que pudo pensar Lucía es que acababa
de llegar la policía.
—¡Los cogí! —gritó Nancy.
A Lucía por poco le dio un infarto, y comprendió por experiencia propia cómo
debían de sentirse los cubanos en su lucha por el día a día.
—¿Y a ti que te pasó en el pelo? —le preguntó su hermano.
Nancy parecía acabada de salir de una pelea de la UFC para mujeres. Bajo el
brazo traía una bolsa llena de pomos vacíos. Lucía empezó a tener una sospecha.
—Nada —casi que le gritó Nancy a su hermano—, algún payaso dijo que había
venido sirope a la tienda y abuela me mandó corriendo para allá… ¡sin terminar de
plancharme el pelo…!
¡Ay, Dios…, la que ha ligado estos cabrones!
Mario y Miguel se desternillaron de la risa, mientras que el Nava hizo esfuerzos
sobrehumanos para contener una carcajada.
Sin embargo, Lucía aún no podía sacarse de la mente la imagen de aquella niña a
horcajadas sobre su madre, llorando sin consuelo por aquella ilusión rota de tomarse
un simple refresco.
Y supo que esa imagen la iba a perseguir por el resto de su vida.

***

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Capítulo 27
La primera misión

Día 2… 10:49 am

El celular comenzó a vibrar.


Precisamente en ese momento caminaba por uno de los pasillos más transitados
de la Unidad Militar, y todos los presentes se voltearon para ver de quién era el
artefacto que vibraba como un gigantesco insecto.
Duanys tenía dos celulares: uno para cuestiones de trabajo y asuntos personales; y
el segundo, solo para llamadas de emergencias… Era el que vibraba en aquel
momento. Miró disimuladamente la pantalla. Se trataba de su padre.
Mierda, justo ahora.
Siguió avanzando por el pasillo mientras ojeaba al interior de todas las oficinas.
Ninguna estaba vacía. Tendría que ir a la azotea… Entonces vio salir a una secretaria
de uno de los cubículos. En cuanto la joven se perdió de vista, Duanys se apresuró a
indagar si no había alguien más.
Perfecto, masculló ante la oficina vacía.
Entró y puso el seguro de la puerta.
En cuanto lo hubo cerrado escuchó a varios hombres correr por el pasillo.
Inmediatamente después, llamaron por las bocinas que colgaban de los techos a todos
los oficiales disponibles para que se presentaran en la entrada. Duanys sonrió
satisfecho: ahora sí tendría un momento de calma para atender la llamada de su padre.
En ese momento la entrada a la estación de policía se había convertido en un
hormiguero. Por lo general estas cosas ocurrían en temporada de carnavales.
Llegaban uno tras otro los ladas patrullas cargados con borrachos y carteristas. Hasta
el momento no había ningún muerto. Pero los policías solían bromear al respecto y
decían que si antes de terminar las fiestas no había un solo muerto, o al menos una
puñalada, entonces no estuvieron realmente buenas.
Que llamaran a todos los oficiales disponibles a la entrada solo significaba una
cosa: acababan de arrestar a un grupo de revoltosos que oponían resistencia a la
autoridad. A Duanys esas situaciones le encantaban. Era el momento prefecto para
poner en uso sus técnicas marciales. Nada como someter a un hombre con una barra
de brazo.
—Diga, viejo —respondió al tiempo que se sentaba sobre un buró.
—Hola, muchacho, cómo va el nuevo trabajo.
El coronel Esteban Ramírez no llamaba por sus buenas intenciones, y mucho
menos para saber cómo le iba a su hijo; Duanys no era estúpido: conocía demasiado
bien a su padre. El viejo solo quería asegurarse de que esa vez no volviera a meter la

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pata.
Duanys tragó un buche amargo mientras respondía con toda la calma posible.
—Todo bien, casualmente estoy bajo las órdenes de Gerardo…
—¿Quién es ese? —su padre jamás perdía la costumbre de interrumpirlo mientras
hablaba.
—Gerardo… ¿Recuerdas el asunto de Ortega?
Al otro lado de la línea hubo un silencio.
—Ya… bien, esos son asuntos secundarios, me imagino que sepas ponerlo en su
lugar.
Aquellas palabras arrancaron una sonrisa de triunfo a Duanys. Significaba que
podía actuar sin preocuparse de las consecuencias.
—Te habrás dado cuenta de por qué estoy usando esta línea.
Ambos celulares, el de su padre y el suyo, estaban bajo el nombre de personas
que ni siquiera existían en el registro de los muertos. Las cuentas telefónicas fueron
abiertas por terceras personas de manera que jamás llegarían a sus verdaderos dueños.
Los pagos se hacían desde el extranjero, a pesar de que la línea era nacional.
—¿Algo grave está pasando? —preguntó cauteloso.
—Demasiado. El juego comenzó y no quiero quedarme afuera. Ya contactaste al
tal Shangó.
—Aún no…
—¿Cómo? ¡Pero qué mierda estás esperando! Se supone que esa situación ya
estaría bajo control. ¿Por qué cojones crees que te mandé para ese pueblucho de
mierda?
—Tranquilo —trató de que su voz sonara convincente—, esta noche tengo una
cita con uno de sus hombres de confianza. No es tan fácil acceder a Shangó como
crees.
Hubo un largo silencio al otro lado de la línea. Duanys podía escuchar la
respiración acelerada de su padre.
La jerarquía militar cubana estaba compuesta por clanes, al igual que cualquier
mafia. Ellos eran el Clan Ramírez. Se trataba del padre y tres hijos. Por desgracia,
Duanys era el menor. Su hermano mayor, Felipe Ramírez, ya tenía el grado de
Capitán. Atendía una de las secciones del MITRANS (Ministerio de Transporte)
desde la cual hacía gigantescos desvíos de petróleo hacia otras organizaciones, y
lavaba después las transacciones en una segunda compañía fantasma. De esta manera,
con el apoyo de su padre, habían hecho una red de ventas de combustible a todo lo
largo y ancho de la isla. Las ganancias eran millonarias. Como el petróleo era
enviado desde Venezuela, ellos no tenían que hacer ninguna inversión, todo era
ganancias.
Los ingresos eran tales que la totalidad del cash no podría ser guardada en una
sola casa, por lo que iban sacando el dinero de a poco y enviándolo a varias cuentas
que tenían en el extranjero.

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En caso de que algún día hubiera un golpe de estado en el país, o simplemente
que los americanos decidieran levantar el embargo y permitieran la inversión por
parte de compañías extranjeras, el Clan Ramírez contaba con varias opciones. Una de
ellas era emigrar al extranjero, donde podrían reiniciar sus vidas como
multimillonarios capitalistas e invertir en la isla. A fin de cuentas, eran ellos los que
contaban con el capital.
Roberto Ramírez, el segundo hermano, era un agente especial de la Inteligencia
Cubana. Este también tenía una posición privilegiada dentro del Gobierno. Le había
costado sangre obtenerla, literalmente. Era uno de los principales negociadores de
paquetes turísticos en la prestigiosa agencia Havanatur S.A.
Roberto, junto a un grupo de genios informáticos, había montado varias agencias
de ventas en Miami y Panamá. Desde esos sitios web, vendían paquetes especiales
que incluían casa, carros y chicas… el sueño de cualquier turista.
Por su parte, Duanys…, bueno, él solo era la oveja negra del clan. De ahí su
obsesión por complacer a su padre y ganarse el respeto de sus hermanos.
—¿Cómo sigue mi nieta?
La voz del padre lo sacó de sus reflexiones.
—Bien, engordando como la madre.
—No creo que la madre engorde mucho: ella siempre ha mantenido su figura.
Hubo otro silencio prolongado. Duanys estaba consciente que su padre siempre
había mirado a su esposa con ojos lujuriosos.
—Muy bien, eso es todo, mantenme al tanto.
Colgó.
Siempre era así.
Sentado en la oficina puso el celular sobre el escritorio. Dejó que su mente se
sumergiera en la tormenta de pensamientos que azotaba su conciencia. A diferencia
de otras llamadas de su padre, esta no lo dejó con ganas de pegarle un tiro a alguien.
Por primera vez comprendía al viejo. Esta vez había demasiado en juego.
También era su oportunidad. La oportunidad de demostrarles a su padre y a sus
hermanos que ya no era un crío. Si les mostraba lo que ya era capaz de hacer, de
seguro comenzarían a darle negocios de más importancia, a depositar en sus hombros
decisiones realmente peligrosas. Él se sentía listo, solo necesitaba una oportunidad, y
el tal Shangó sería su boleto de triunfo.
Shangó era un hombre muy poderoso —de eso no le cabía dudas—; tanto, que era
capaz de ignorar a muchos dirigentes y altos funcionarios del Gobierno. Su poder
provenía de la inmensa red para la cual trabajaba. Él era el rostro de importantes
figuras que se ocultaban en las sombras. La prostitución y la droga eran sus mayores
mercados dentro de la isla; fuera de esta… ¡a saber Dios!
Para que su padre mostrara tanto interés en reclutar a aquel hombre, debía de
haber algo mucho, mucho más grande y poderoso que simples acciones de
contrabando.

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Y ahí era donde entraba él a desempeñar su papel. Tenía que hacer contacto con el
contrabandista y ponerlo bajo las órdenes de su padre, ofreciéndole cualquier cosa
que este pidiera.

***

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Capítulo 28
Cambio de moneda

Día 2… 10:45 am

—¿Dónde puedo cambiar dinero? —preguntó repentinamente Lucía, sin darle


mucha importancia al hecho.
El Nava apartó la vista de la computadora y miró a los gemelos.
—Prima, tú no necesitas dinero, lo que te haga falta, nosotros te lo compramos…
Ante aquella sobredosis de machismo quiso mandarlos a la porra, pero prefirió
controlar su boca… por el momento, al menos. Así que con una amplia sonrisa les
dijo lo más delicadamente que pudo.
—No sean gilipollas, ¡capullos machistas! Para eso trabajo y soy independiente,
no necesito del dinero de ningún hombre. No sean tan engreídos, tíos, ya la época de
la mujer sumisa pasó de moda.
Lucía habló de carretilla sin tomar un respiro, dejando a los gemelos y al Nava sin
respuesta.
—¡Así se habla, prima! —gritó Mario conteniendo una sonrisa de burla—. Solo
te faltó decir: ¡Y Patria o Muerte…!
—¡Venceremos! —respondieron a coro Miguel, Nancy y el Nava, para luego
agregar—. ¡O nos joderemos!
Lucía no pudo contener la carcajada a pesar de que no entendía el chiste.
Debe de ser alguna consigna militar, pensó.
—¿Qué es eso de, “Patria o Muerte, venceremos…”?
—Es la consigna militar que siempre gritaba el Comandante al terminar sus
discursos —le aclaró Nancy.
Ya… que hijo de puta, eso suena a una consigna suicida.
—¿Cuánto dinero quieres cambiar?
—Unos 500 dólares… quizás más.
—Uff, eso es mucho, nosotros no tenemos cambio para esa cantidad.
—Nancy —el Nava caminó por entre la montaña de cajas de zapatos hasta llegar
junto a su hermana—, ve con Lucía a la casa del Brujo, dile que nosotros te
mandamos. Y ándate con los ojos bien abiertos, recuerda que el Brujo es un
tramposo.
Nancy no esperó una segunda orden, tomando de la mano a Lucía ambas salieron
de la casa.

***
Por suerte en el pueblo todo quedaba cerca, así que en menos de diez minutos ya

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estaban frente a la casa del Brujo.
—Tú me dejas hablar a mí —le aclaró Nancy.
Lucía contuvo la risa.
No tiene más de trece años y se comporta como una mujer hecha y derecha.
Entraron por un pasillo que se formaba entre dos casas. ¿Serán así todos los niños
cubanos?
—¿Por qué no vamos a una casa de cambio? —preguntó Lucía viendo el aspecto
tenebroso que comenzaba a adquirir el lugar—. ¿No tienen una Casa de la Moneda?
Al final llegaron a un amplio portal colmado de personas. Por lo menos diez de
ellos tenían gallinas y chivos sujetos por correas. Todos aguardaban formando una
cola compuesta por gente y animales. La mayoría iban vestidos de blanco y con
enormes collares llenos de perlas diminutas con llamativos colores.
—Sí tenemos Casa de la Moneda, se llama Cadeca —dijo Nancy en respuesta a la
pregunta de Lucía, pero ya ella apenas la escuchó. La fascinación del espectáculo que
presenciaba la dejó como embrujada.
—¿Qué es este lugar?
—Una Casa de Consulta.
Sin dudas dentro de aquellas paredes se practicaba algún tipo de santería y
sacrificios de animales. Lucía bien sabía la fama que tenían los cubanos por ejercer
ese tipo de rituales de la cultura Afro.
Al entrar por un segundo pasillo que conectaba a otro solar, sus sospechas
quedaron esclarecidas. El olor inconfundible de la sangre estaba impregnado en las
paredes y el aire.
—Eh…, Ulises, llama al Brujo y dile que tengo a una muchacha que quiere
cambiar.
El tal Ulises —un albino de ojos rojos como los de un ratón de laboratorio—,
parecía ser el encargado de mantener el orden en la fila. Sin responderles a las chicas,
desapareció por una de las tres puertas que había justo al frente.
Dos segundos después, la puerta del medio se abrió y salió una mujer
completamente vestida de rojo. Zapatos, vestido, guantes, incluso, hasta llevaba un
velo que le cubría todo su cabello. Lo más llamativo es que era negra, y el color le
resaltaba más. En una de las manos sostenía un muñeco, también vestido de rojo.
Impresionante, caviló Lucía al ver el porte de reina con que la señora caminaba.
De manera inconsciente, se estremeció al mirar el muñeco de ojos vidriosos. Por un
momento le pareció que este la miraba y le sonreía. La señora pasó por su lado
envuelta en una aurora fantasmal, sus pies parecían flotar bajo el vestido sin producir
ruido alguno. Al llegar junto a las dos chicas, les dijo una bendición en un lenguaje
que Lucía no comprendió y sin más palabras desapareció tan rápido como había
llegado.
—¿Por qué no vamos a una Cadeca? —volvió a preguntar Lucía, intentando
controlar sus nervios.

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—Porque allí solo te roban. Por cada cien dólares te van a dar 87 chavos.
—¿Qué es un chavo?
—Es la moneda que vale en el país.
—¿No era el peso cubano?
Nancy la miró incrédula. Después Lucía se imaginó que la joven debía buscar las
palabras adecuadas para explicarle lo que ella desconocía del complicado mundo de
la moneda cubana.
—El peso cubano es una mierda —comenzó diciéndole—, con eso le pagan a los
trabajadores. Pero el que vale es el chavo —o moneda convertible—, para comprar en
las tiendas especiales, las llamadas “Shopping”, necesitas comprar chavos. Un chavo
te cuesta 25 pesos cubanos.
¡Madre de Dios! Cómo una adolescente sabe de estas cosas.
Quizás para otra persona la conversación habría sido un poco complicada. Pero
no para Lucía, ella tenía bastantes conocimientos relacionados con los cambios de
moneda. Ya había viajado bastante y sabía un poco del funcionamiento de las casas
de cambio. Pero la manera en que cambiaban la moneda en Cuba, en pleno siglo XXI,
tal como le estaba explicando Nancy, era lo más parecido…, de hecho, era
prácticamente el mismo sistema utilizado en la extinta Unión Soviética.
Estos hijos de puta han hecho lo mismo…; peor: lo siguen haciendo.
Antiguamente, la URSS pagaba a sus trabajadores en rublos, esta moneda estaba
prácticamente desvalorada dentro de su propio país, por lo que debían comprar bonos
que les permitieran comprar en las tiendas que vendían productos occidentales de
calidad.
Lucía tenía otra pregunta, aunque estaba segura de conocer parte de la respuesta.
—¿Sabes cuánto es el salario mínimo de un obrero cubano?
Nancy saludó a alguien que se asomó en la puerta.
—Dicen que pasemos —le respondió—; bueno… mmm, no sé bien, pero el
salario máximo de un doctor es unos 625 pesos cubanos. Serían como 25 chavos al
mes.
Esta vez la respuesta no sorprendió para nada a Lucía.
—¿Cuánto valen, mmm, digamos, un par de tenis de los que tiene tu hermano en
su cuarto?
—Unos 40 chavos —le respondió Nancy mientras echaba a andar—, pero el Nava
siempre deja que le paguen la mercancía a plazos.
O sea, un médico cubano debe trabajar dos meses para comprarse un par de
zapatos… ¡Joder!
Lucía siguió a Nancy a través de un pasillo que recorría toda la casa. Mientras
caminaban observó que las paredes estaban llenas de estatuas de yeso que
representaban a santos y vírgenes. Un olor fortísimo a tacaco y ron impregnaba el
lugar. Al final del pasillo los esperaba un negro vestido completamente de blanco.
Este tenía a su espalda una Virgen de tamaño real, y a sus pies había miles de regalos

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a modo de ofrendas para la Virgen y sus santos guardianes.
Las ofrendas incluían toda clase de comidas y bebidas, observó Lucía con
asombro.
—¡Buenos días, Brujo! —dijo Nancy.
—Buenos días, mulatica —respondió el santero mientras le daba un beso a la
chica. Lucía escuchó el sonido de cientos de collares y pulsos que colgaban del
hombre—. ¿Y esta belleza quién es?
Lucía iba a contestar pero Nancy se le adelantó.
—Ella es Lucía, la nieta española de Manuel. Estamos apuradas y queremos
cambiar un dinero.
—¿Pero por qué tanto apuro? Tómense un trago, un poquito de café. Quién sabe,
a lo mejor la joven quiere hacerse alguna limpieza, o atrapar con las redes de su
corazón algún amor imposible.
Lucía contuvo una sonrisa macabra, ¿el Brujo le estaría leyendo la mente? La
oferta le pareció tentadora, ganas no le faltaban de darle una poción al Nava.
—No, Brujo, estamos apuradas.
La voz de Nancy sonó autoritaria.
El Brujo pareció indeciso, luego caminó hasta Lucía.
—Pues encantado —le dijo mientras le daba un beso en un cachete—, me puedes
llamar el Brujo, es todo un placer. ¿Cuánto quieres cambiar?
—500 dólares.
—¡Oh! Eso es una cifra grande, te van a salir a 94 por cada 100.
Lucía calculó mentalmente. En Cadeca le daban 87 por cada 100: serían 435…;
con el Brujo salía ganando ya que se quedaba con 470. La diferencia era de 35… casi
el salario de dos meses de un doctor.
—Muy bien —exclamó sin poder ocultar su alegría.
—No, Brujo —reclamó Nancy con una expresión en el rostro que intimidó a
Lucía—, a 96 o nos vamos.
—¡Estás loca! —respondió el santero—. En la calle está a 94…
Lucía sintió la tensión en la sala. Al momento entraron dos hombres más. Pero
estos al ver a Nancy se mantuvieron pegados a la pared. Aunque parecía que de un
momento a otro le saltarían encima.
¡Pero qué gilipolleces estaba pensando al venir sola, o acompañada con esta
chiquilla!
Nancy no parecía intimidada con los recién llegados.
—A 96 o nos vamos, y se lo voy a decir al Nava y a los gemelos —Nancy
amenazó al hombre delante de sus compañeros—, cuando Miguel y Mario se enteren
de que trataste de hacerte el inteligente con la prima de ellos…
—¡Espera, espera, mulatica…! —el Brujo miró a los dos hombres y les dio una
orden—. Sírvannos un poco de café para la visita, ¿o dónde están esos modales?
Uno de los dos hombres salió de la sala.

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—Discúlpame… ¿Lucía? ¿Fue así como me dijiste que te llamabas? —la voz del
Brujo se volvió pastosa, como un vendedor de AT&T que quiere ganarse su comisión
—. Yo no me había dado cuenta de quiénes eran tus primos. En este pequeño pueblo
todos somos como familia.
Lucía no dijo nada: por lo visto sus primos y el Nava tenían ganada alguna
misteriosa reputación. Aunque en ese momento ella no quería realmente saber cómo
se la habían ganado.
Un minuto de silencio incomodo fue roto por la llegada del hombre con tres tazas
de café. Lucía miró a Nancy y esta le indicó que no lo tomara. El Brujo se percató,
por lo que no insistió. Introdujo su mano llena de pulsos de perlas amarillas y verdes
a un bolsillo y sacó un bulto de billetes amarrados por dos ligas.
Comenzó a contar los billetes con la agilidad de un repartidor de Blackjack en Las
Vegas, al final dejó sobre la mesa 480 chavos en billetes de 20. Por su parte, Lucía
sacó cinco billetes de cien dólares y los colocó al lado de los chavos.
Fue Nancy quien se adelantó y recogió los billetes.
Para asombro de Lucía, que ya creía el asunto terminado, Nancy dividió en
diferentes pilas el fajo de billetes y comenzó a contarlos de uno en uno. Con la calma
de un neurocirujano. El Brujo cruzó sus piernas y le sonrió a Lucía mientras Nancy
seguía contando.
—Está todo perfecto.
—Por supuesto, mulatica, cómo crees que voy a estafar a la hermana del Nava.
—Brujo, no te hagas, si tú estafas hasta a tu madre.
El sirviente que les trajo el café no pudo contener la sonrisa, que se esparció por
toda la pequeña sala y que concluyó en una sonora carcajada por parte del Brujo.
Lucía agradeció a la Virgen gigante y a todos sus santos que la tensión desapareciera.
Tras varios saludos de despedida y promesas de regresar si quería vender más,
salieron del lugar tan rápido como entraron. Nancy parecía relajada, como si aquello
fuera parte de su vida diaria. A Lucía aún le temblaban las piernas.
Ya en la calle, Nancy le entregó el dinero, mientras que tomadas de la mano
caminaron de vuelta a la casa del Nava.
Lucía recordó que desde hacía un buen rato una pregunta rondaba en su cabeza.
—¿Por qué el Brujo paga más que Cadeca?
—Porque después revende el dinero.
—¿A quiénes?
—A todo el que va a salir de la isla, sobre todo a los médicos que viajan por el
mundo, son ellos los que compran la ropa y zapatos que después le llegan al Nava y
tus primos.
—¡Qué bien…! Es así como funciona el mercado.
El Gobierno ponía sus leyes y los cubanos buscaban todas las ideas inimaginables
para poder burlarlas, por eso llamaban a Cuba La Llave del Golfo, tal como le
explicaron sus primos. Mientras más puertas les cierren, más llaves inventarían.

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Lucía sonrió al mirar a su alrededor. Estaba aprendiendo las reglas de una nueva
cultura que creyó solo existía ya en los libros de historia.

***

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Capítulo 29
La danza de los cuchillos

Día 3… 11:32 am

Durante las últimas tres horas Jack se mantuvo siguiendo al Shadowboy, este se
alejaba cada vez más del pueblo por entre pantanos y manglares.
Era su primer golpe de suerte.
El anciano, como cualquier otro día, estaba demasiado enfocado en la caza de sus
cangrejos para percatarse del peligro que lo acechaba.
Jack observó desde cierta distancia que Heldrich iba armado como el día anterior,
con su tridente, descalzo y con un saco al hombro. De vez en cuando se detenía para
revisar algún agujero de cangrejos o para aplastarle el carapacho a otro que se alejó
demasiado de su cueva.
En cierta ocasión le perdió el rastro y esto le puso los nervios de punta al
americano. Ese día no podía permitirse el lujo de cometer un error. Por suerte lo
volvió a localizar gracias a las huellas dejadas en el lodo. Tras ese pequeño desliz
decidió que no iba a perderlo de vista nuevamente. Además, ya casi era el momento
de actuar. Estaban lo bastante lejos de la civilización como para que el anciano
apelara por ayuda; así que apresuró el paso.
A medida que continuaban adentrándose en los manglares, Jack trazó su plan de
captura. Iba armado con su cuchillo y un traje especial de camuflaje. La mochila la
había dejado escondida en cuanto comenzó a seguirle el rastro al espía. Así podría
moverse con mayor facilidad. Aunque no creyó que necesitara de mucha pericia para
dominar a un anciano.
Heldrich desapareció tras unos árboles espinosos.
¡Oh no! No te vas a volver a desaparecer.
Jack apresuró el paso y varios segundos después, se perdió tras los mismos
árboles.

***
Ambos se encontraron de frente…, mercenario y espía. Y de igual manera, ambos
se quedaron sorprendidos.
Por su parte, Jack solo tardó un segundo en comprender lo que acababa de
ocurrir: El anciano se había detenido para chequear las raíces de un mangle en busca
de alguna presa y desapareció del ángulo de visión de Jack, mientras este creía que el
viejo había continuado su camino.
¡Well, this is the end! ¡Game over!, exclamó Jack para sus adentros.
Heldrich se convirtió en una roca.

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El miedo se reflejó en su rostro al ver a aquel gigante lleno de músculos y con un
traje de camuflaje. El anciano era muy ágil de mente y de inmediato intuyó la
identidad del desconocido. Sin pensárselo dos veces, ante el asombro de Jack, el
anciano se abalanzó sobre él con su tridente.
Jack esquivó las tres puntas de acero con facilidad, agarró el tridente con una
mano mientras que con la otra le propinaba un fuerte empujón a su dueño. El tridente
quedó en sus manos, lo lanzó contra un árbol alejándolo del alcance del anciano.
Bien, ya no tienes tu lanza, ¿ahora qué?
Heldrich pareció leerle los pensamientos, pues no se amilanó; todo lo contrario:
se abalanzó con los puños cerrados sobre el mercenario.
Los golpes fueron sorprendentemente rápidos y precisos, pero carentes de fuerza.
En sus tiempos el espía debió de ser un experto en el combate cuerpo a cuerpo, pero
los años no pasaban por gusto, ahora estaba convertido en Manuel, simplemente un
viejo pescador. El mercenario lamentó enfrentarse a aquel hombre. Sería como
golpear a un niño.
Jack retrocedió varios pasos hasta que decidió terminar con aquel juego en un
instante.
Uso un combo simple de Muay Thai —un estilo que dominaba a la perfección—,
un gancho a las costillas que estremeció a su oponente, un uppercut a la mandíbula, y
un codo de abanico contra la boca.
Heldrich se desequilibró y rodó por el piso.
Jack se limpió con la mano el codo embarrado de sangre. El anciano permaneció
tirado y el mercenario esperó no haberlo matado. Pero cuando se acercó, quedó
sorprendido al ver la resistencia de su adversario.
Apoyando los codos y luego una rodilla, el anciano se incorporó. Le hizo un gesto
con una mano para que se detuviera. Jack no lo pudo creer, el famoso espía estaba
pidiendo un segundo de descanso.
Heldrich comenzó a escupir fragmentos de dientes mezclados con saliva y sangre.
Miró a Jack y le sonrió. Le faltaban cuatro dientes del frente en la encía superior. A
pesar de la desfiguración de la boca, aún conservaba un brillo misterioso en su
mirada. Metiéndose los dedos entre los labios se sacó una dentadura postiza.
Esto es increíble, estoy golpeando a un viejo que hasta le faltan los dientes,
reflexionó Jack, algo decepcionado por cómo estaba finalizando aquella misión.
—¿Qué idioma hablas? —se interesó Manuel.
Jack pensó que no perdería nada con decírselo.
—Inglés.
—¿You know who I am? —preguntó el anciano con una perfecta pronunciación.
Jack sonrió.
Nadie podría negar que el anciano fuera un experto lingüista.
—Sé quién eres, Shadowboy —le respondió con su español acentuado.
Manuel cerró los ojos, como intentando recordar algo. Después de unos segundos

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asintió con la cabeza.
—Hacía años que nadie me llamaba así.
—¿De veras creíste que jamás te encontrarían?
—Me pasó por la mente.
Manuel suspiró, mientras intentaba ganar tiempo. Jack sintió lástima por él. Sabía
cuán resistente era a las largas caminatas, pero esta vez no tenía manera de escapar.
—Jamás podrás sacarme de estos manglares, y en caso de que lo intentes no
tendrás más salida que arrastrarme, pues no pienso caminar —el tono del anciano era
sarcástico—. Por cierto, el pueblo más cercano está a veinte millas.
Pobre viejo, aún tiene esperanzas de escapar. Su próximo movimiento podría ser
tratar de sobornarme.
El anciano guardó silencio por unos segundos, mientras se sumía en sus propios
pensamientos, por fin dijo:
—Si lo que buscas es dinero, puedo duplicarte la suma que te hayan ofrecido por
mí —Jack le sonrió con ironía—. ¿A menos que tu misión sea matarme?, lo cual dudo
mucho. Pero nunca se sabe, los tiempos cambian.
—No te preocupes, quien me pagó te quiere vivo, muy vivo… —le explicó Jack y
el espía no pareció sorprenderse—. Y por la caminata tampoco te preocupes, alguien
vendrá por mí esta noche.
La transformación en la mirada del Shadowboy fue sorprendente. Su rostro se
cubrió con una máscara sádica y carente de emociones. En su boca ensangrentada
apareció una macabra sonrisa, que sin razón aparente le recordó a Jack las fauces de
un tiburón. El mercenario retrocedió al instante. La personalidad del anciano se había
transformado de repente en una especie de psicópata.
Por rara que pareciera su situación, Jack se sintió como un personaje en una de las
películas de Hannival Lecter, en donde el maniático caníbal saboreaba a las personas
mientras aún permanecían vivas. Pero lo peor fue aquella sensación que lo dominó de
pies a cabeza, donde se veía a sí mismo como la cena.
Heldrich se levantó, se limpió la boca y se llevó la mano a su espalda. Jack se
puso en guardia esperando que el anciano sacara una pistola. Pero su sorpresa fue
mucho mayor. Suavemente, como si sus movimientos estuvieran en cámara lenta,
este sacó un cuchillo corto y curvo que Jack reconoció al instante.
¡El Kerambit!
Heldrich introdujo su dedo índice en el anillo que el arma tenía en el mango. De
modo que la afiladísima hoja asomó por la parte inferior de su puño.
Jack retrocedió varios pasos más. ¡Aquello sí que no se lo esperaba! De nada
valdría pedirle que abandonara la idea de un combate con cuchillos. El espía estaba
decidido. La suerte estaba echada.
—¿De veras quieres intentarlo? —le preguntó el mercenario mientras él también
sacaba su KA-BAR.
El anciano no le respondió, simplemente se puso en guardia. Su cuchillo hacia

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atrás, sujeto con su mano derecha y pegado al pecho, la izquierda la extendió hacia
adelante como si fuera un escudo. La posición que hizo con los pies fue algo
totalmente diferente, algo que Jack jamás había visto. Abrió extremadamente sus
piernas, apoyando todo su peso en los muslos. A Jack le recordó una posición
perfecta de plié, tal como lo haría un bailarín profesional. Solo que los talones
estaban exageradamente separados.
—Esa sí que es una rara guardia.
Heldrich no le respondió.
No puedo matarlo —pensó Jack—, pero nadie dijo que no podía darle algunos
cortes.
Al tomar conciencia de que estaba a punto de enfrentarse a una leyenda viviente,
la sangre de Jack comenzó a hervir en sus venas.
La danza comenzó.

***
Por una fracción de segundos intercambiaron simples estocadas y agarres. Jack
tenía todas las de ganar y lo sabía. ¡Esto es absurdo!, pensó mientras estudiaba a su
oponente. De su parte tenía las mejores cartas sobre la mesa: fuerza, rapidez y
juventud, todo lo que al viejo le faltaba. Aun así, no pudo ni acercarse al anciano.
Varios ataques más fueron suficientes para demostrarle a Jack cuán equivocado
estaba.
Con un suspiro aceptó que tendría que cambiar de táctica.
—¡Very good, old man! —le dijo—. Ok, lo admito, eres bastante rápido para ser
un viejo. Pero creo que ya es suficiente. Dame el cuchillo y te prometo que no te voy
a arrancar ningún…
El anciano le respondió abriendo más las piernas en busca de una mejor posición.
Jack no lo podía creer.
—Muy bien, quieres bailar. ¡Let’s dance!
Jack no se contuvo esta vez, usó sus mejores movimientos, cambiando de agarres
el cuchillo, o de mano, dando saltos, atacaba y retrocedía a la vez… las manos de
ambos se mezclaron como si se tratara de alguna coreografía. Al instante Jack
comprendió que Heldrich no atacaba, solo se defendía. Pero su defensa era lo que
desconcertaba al Seal, ya que defenderse con un Kerambit es el equivalente a atacar.
Cada vez que Jack lograba atraparle una mano, o una muñeca, la hoja curva aparecía
sin dejarle terminar el agarre o el corte.
Jack comenzó a impacientarse, pero no pudo negar cuánto disfrutaba de todo
aquello.
—Aún sigues en buenas condiciones —le dijo el mercenario a modo de elogio.
Heldrich continuó inmune a sus palabras.
Los ojos color aguamarina de Manuel se mantenían atrapados en un estado de

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hipersensibilidad, como si su mente viera las cosas de otra manera, tanta calma y
concentración irritaron a Jack, quien se percató de que el espía no seguía el
movimiento de las manos con la vista; todo lo contrario: sus ojos permanecían fijos.
¡Dios, está leyendo mi lenguaje corporal!
Hasta el momento Heldrich no había malgastado un simple movimiento, nada de
fintas ni ataques arriesgados. La rapidez y juventud de Jack, eran igualadas por la
práctica y la paciencia del espía, y esto sin dudas comenzó a molestar al mercenario.
De repente, Jack observó con horror y desconcierto la agilidad y fluidez con que
Heldrich estaba siguiendo el ritmo de la pelea. Semejaba una danza practicada
durante años, donde cada movimiento originaba un esquive o un empuje.
Jack aumentó la velocidad de sus ataques, obligando a que la coreografía del
espía se hiciera más lenta… y a la vez más sencilla. Heldrich simplemente le paraba
la inercia a las estocadas de Jack. Unas veces con su mano libre, otras con su
antebrazo, empujando los codos de Jack, obligándolo de esta manera a que cambiara
el ángulo de sus ataques.
¡Demonios! Demasiado simple y condenadamente efectivo.
Tras varios intercambios más, Jack intentó clavar la punta de su cuchillo en una
de las costillas de su oponente.
El mercenario sabía que era un ataque arriesgado, pues debía hacer un abanico
con su mano, aun así lo intentó. Pero el anciano, una vez más, detuvo el abanico del
Seal llevándose la rodilla al pecho para luego girarla a la derecha, así paró el brazo
con su tibia.
Jack retrocedió sorprendido ante lo que había pasado, pero más aún por lo que
acababa de descubrir.
—¡Silat…! —exclamó.
Por primera vez desde que comenzó el combate, Heldrich sonrió y dijo una sola
palabra.
—Silat —asintió.
Ahora todo quedaba claro. ¡¿Cómo hemos sido tan estúpidos?!
Las imágenes entraban en el cerebro de Jack a tal velocidad que no era capaz de
procesarlas. Aquella manera de pelear, la facilidad con que el anciano paraba sus
ataques a pesar de tener ochenta años, ¡el Kerambit!
—Maldito espía —le dijo Jack sin poder contener una sonrisa, pues había
descubierto algo de lo que nadie se había percatado antes—: eres un maestro de Silat.
Jack recordó sus clases de defensa personal, en las que fue adiestrado en más de
cinco estilos de combates con manos libres y con cuchillos. El arte marcial elite de
los Seal americanos era el Krav Magá, inventado y usado por las tropas especiales
israelitas. Sin embargo, en las clases se mencionaba mucho el Silat, de origen
indonesio. Este arte marcial era tan sanguinario como el Krav Magá, a diferencia de
que el último se especializaba en partir y astillar los huesos de sus oponentes,
mientras que el Silat trabajaba las articulaciones y tendones. Otra característica era

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que el noventa y cinco por ciento de sus técnicas eran de autodefensa.
Jack recordó la reunión en la sala de la HSI, donde nadie prestó atención a por
qué Heldrich usaba un Kerambit, el cuchillo insignia de los practicantes de Silat.
¿Qué más, que más, que más…?, la pregunta se repetía una y otra vez.
El Silat podía ser practicado por personas de todas las edades, pero mientras más
años tuviera el practicante, más peligroso se tornaba. Ya que a diferencia de otras
artes marciales, el Silat era una combinación de memoria muscular y poca fuerza
física, algo que la convertía en el arte de defensa perfecta para un anciano. De todas
las armas de combate que tenían sus practicantes, el Kerambit era el más temido, y a
la vez, perfecto para usarse en caso de ser atrapado in fraganti, ya que con solo dos
simples movimientos podía acabar con su agresor. Todas esas cualidades convertían
al Silat en el arte marcial perfecta para un espía.
¡Era el arte marcial perfecta para un espía!, las palabras se repitieron una y otra
vez en su mente.
Ahora todo le quedaba claro. El Tercer Reich no estaba preparando una unidad de
tropas especiales, sino de espías… ¿pero espías con un nivel tan alto de
autodefensa…, para qué? ¿Para infiltrase? ¿En qué? La guerra estaba prácticamente
perdida, ¿entonces para que entrenar una unidad…?
—¿Quién demonios eres? —le gritó Jack al anciano—. ¡No eres un simple espía!
Algo estás ocultando. Algo bien grande… ¡Fuck, of course! ¡Algo ocultas y por eso
pagan tanto dinero por tu maldita cabeza!
Sin pensárselo dos veces más, Jack decidió clavarle la punta de su cuchillo en la
clavícula derecha. Sería arriesgado, incluso podría córtale alguna arteria principal y el
anciano se desangraría en cuestión de segundos; pero era su única opción, pues
quitarle el cuchillo parecía algo imposible, y de esa manera, al menos le inmovilizaría
el brazo.
Saltó sobre el viejo e intentó cogerlo por sorpresa, confiado en su rapidez… Pero
lo que Jack no tuvo en cuenta fue que en ese preciso instante Heldrich decidió atacar.

***
Heldrich esquivó el ataque y avanzó sobre Jack, este retrocedió para volver a
contraatacar, pero el anciano se agachó con un gesto totalmente inesperado, con la
mano izquierda le inmovilizó la rodilla, mientras que con la derecha hizo girar su
cuchillo sobre su dedo índice, cambiando el ángulo y la forma. De esa manera el
curvado acero quedó transformado en una especie de hoz, con la que seccionó en un
corte rápido el tendón de Aquiles.
—¡Ahhhhh! —Gritó Jack—. ¡Fuck, fuck… fuck! ¡Hijo de puta! ¡Maldito viejo!
Con la misma rapidez con que llevó a cabo el ataque, de igual manera el anciano
se retiró a dos metros de distancia. Después sonrió satisfecho.
Desde una prudente distancia vio cómo se iba formando un charco de sangre

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alrededor del Seal.
Jack continuó maldiciendo y gritando de dolor sin poder coordinar bien sus
movimientos. Tuvo que hacer uso de toda su energía y entrenamiento para no
desplomarse allí mismo. Lo logró por un instante, pero sin poderlo evitar se derrumbó
dos veces, aunque volvió incorporarse para continuar manteniendo la distancia.
El dolor era insoportable, por lo que tuvo que pasar el peso de su cuerpo a su otra
pierna, para así crear un balance. Mientras lo hizo, tuvo que apoyarse para tomar
equilibrio y esto le causó una punzada terrible. Miró su pierna y la sangre que se
escapaba sin poderla contener, entonces, por primera vez, una tenaza de miedo atrapó
sus entrañas.
Horrorizado, Jack recordó la frase que constituía la raíz del Muay Thai: Destruye
la base de tu oponente para luego acabar con su cabeza…
¡Oh, maldito! —exclamó para sí—, pudo haberme cortado en otro lugar, pero
escogió inmovilizar mi pierna para evitar que escapara.
Ahora muchas cosas comenzaron a tener sentido.
Heldrich sonrió con su siniestra máscara. Le faltaban los dientes y se le podía ver
la lengua.
—Estas saboreando tu cena… ¡hijo de perra! ¡Pues vas a pasar trabajo! ¡Ven,
ven…! ¡Acércate! ¡Fuck you!
El espía no lo hizo esperar.
Caminó recto y seguro hacia él…, cuando casi estaba encima de su oponente,
simplemente se desvió hacia el lado donde Jack no podía apoyar su peso, este intentó
girar mientras le lanzaba una estocada, pero careciendo de un buen ángulo y apoyo el
anciano le atrapó la muñeca y le hizo una pirámide de cortes tan rápida como
sorprendente.
El filo curvo del Kerambit cortó los ligamentos de la muñeca, el tendón del bíceps
y la articulación del hombro… el cuchillo KA-BAR cayó al piso.
—¡Espera…! —gritó Jack, pero ya Heldrich regresaba con un nuevo ataque,
siempre desde el lado de la pierna que el mercenario no podía usar.
Con su brazo derecho totalmente inmovilizado, y su pierna también, Jack supo el
final que se le acercaba; aun así, no se la pondría tan fácil al anciano. Se tiró al suelo
rodando sobre su hombro para agarrar con la mano que le quedaba su cuchillo…; por
desgracia, Heldrich ya lo había previsto. Antes de que Jack llegara a su arma, la
afiladísima hoja curva volvió a saborear su piel.
Esta vez el espía escogió un músculo principal del hombro izquierdo. El cuchillo
entró, cortó y salió dejándolo completamente lisiado.
Ahora, arrodillado e impotente, el ex Seal sintió cómo Heldrich se paró a su
espalda. Con movimientos expertos el anciano le estabilizó el cuello, sosteniéndole la
mandíbula. El mercenario resoplaba y escupía, cual un semental herido que fuera
arrastrado al matadero.
Jack iba a decir algo cuando sintió el frío de la hoja recorrer la epidermis de su

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cuello de oreja a oreja. El corte fue largo y limpio; pero no profundo, pues Jack
siguió vivo… por el momento.
El cerebro del mercenario aún se resistía a trasmitir la orden al resto de su cuerpo:
Era el fin. Jack comenzó a convulsionar mientras se atragantaba con coágulos de su
propia sangre. En vano intentó proferir palabras.
Mientras tanto, Heldrich extrajo de su saco dos ganchos de acero con filos en las
puntas y con formas de S, igual a los usados por los carniceros para enganchar las
cabezas de los cerdos. Los ganchos tenían una soga atada en las puntas. Heldrich usó
sus dedos como punzones para localizar la clavícula entre los músculos del cuello del
mercenario. Al encontrar la parte blanda debajo del hueso, encajó los garfios en los
hombros de Jack por debajo de la clavícula, hizo un poco de presión hasta que la
punta rompió la piel al salir por debajo del hueso. Después le dio dos tirones para
asegurarse de que estuvieran firmes.
Repitió el mismo proceso con la otra clavícula, ni por un instante se preocupó por
los gemidos de Jack.
Al finalizar su tarea, pasó la soga por encima de su hombro y comenzó a arrastrar
el cuerpo moribundo hacia las profundidades de los manglares.

***
Ahora todo está claro —pensó Jack—, yo nunca fui el cazador. Desde el principio
fue una trampa, dejó que lo golpeara para sacarme la información que necesitaba…
¡Fuck!
Jack comprendió lo que había hecho.
¡Ahora por mi culpa el comando corre peligro…!
El mercenario intentó armar el rompecabezas de imágenes que tenía en su mente,
recordó las fotos de aquellos seis hombres asesinados por el anciano. El error de ellos
fue simple: lo subestimaron por creer que se trataba de un adolescente incapaz de
representarles algún peligro. Lo subestimaron porque lucía como niño en aquel
entonces, ahora él lo había vuelto a subestimar por parecerle demasiado viejo y
endeble.
Esa era la mejor táctica del Shadowboy: hacer que los demás lo subestimaran.

***
Heldrich se detuvo y miró hacia todos partes, levantando su nariz como si
intentara olfatear el aire. Muy cerca de ellos se escucharon sonidos entre los árboles:
alguien se estaba acercando.
¡Quizás aún tenga alguna oportunidad! Se ilusionó Jack.
Heldrich no se demoró un segundo, lo arrastró hasta unos troncos, lo ocultó
tirándole algunas ramas y hojas encima. Después regresó al camino. A través de un
agujero que quedó entre las ramas, Jack observó que otra persona llegaba al claro de

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árboles.
—¡Manuel Mendoza, caray! —dijo el recién llegado.
—Hola, Ignacio, ¿qué te trae tan lejos?
—Buscando mariscos igual que usted, pero yo no me meto mucho para el
manglar, yo busco por los canales… —el recién llegado trató de justificarse, pues los
pescadores y cazadores de cangrejos cuidaban celosamente sus rutas.
En caso de que alguien violara sus espacios o rutas establecidas, aquello podría
terminar mal. Manuel no representaba peligro para nadie; pero sí era muy respetado,
sobre todo por sus nietos y el Nava, quienes no dudarían un minuto en ir y darle una
paliza a quien se apropiara de una de las rutas de su abuelo.
—¿Y entonces qué haces aquí? —el tono del anciano era un poco molesto. Pero
sin dejar nunca de ser amigable.
—Escuché a alguien gritar, o al menos me pareció…
—Qué raro, yo no escuche nada.
—¿Qué le pasó en la cara?
El espía se tocó los labios, recordado el aspecto que debía de tener después de que
Jack le rompiera los dientes postizos.
—Para qué contarte, me resbalé en la uña del mangle y casi me saco un ojo con el
borde del canal. Por suerte solo me golpeé la boca.
Ignacio asintió con un rostro lleno de genuina preocupación.
—Manuel, ya usted no está para andar solo por estos parajes.
El anciano lanzó una carcajada.
—¿Y qué me aconsejas? Déjame adivinar, que te dé mis rutas y las ganancias las
vas a compartir a la mitad conmigo.
Ignacio no pudo ocultar una risa pícara.
—No lo creo —puntualizó Manuel—, si esperara por tu justa repartición creo que
me moriría de hambre.
Desde su rincón, Jack hizo acopio de sus últimas fuerzas e intentó decir algo, pero
su garganta solo emitió un gorgoteo, al instante le vinieron buches y burbujas de
sangre. El corte le había seccionado las cuerdas vocales.
—¿Escuchó lo que pasó en el pueblo? —le preguntó Ignacio a Manuel.
—No.
—Amaneció ahorcado el guardia de los botes, Arturo.
—¡¿No te lo creo…?!
—Anoche rompió la puerta de la casa de los Díaz, la familia que nunca viene al
pueblo —Jack tosió, y aunque intentó moverse por segunda vez fue en vano. Ya había
perdido tanta sangre que a duras penas podía mover los dedos—. Cogió una soga y se
ahorcó… Lo encontraron porque su perro no dejaba de ladrar en la puerta de la
casa… ¿No escuchó algo? —Ignacio miró hacia los troncos.
—Ignacio, estás oyendo demasiado —rio Manuel—. Lo que me acabas de contar
me ha dejado sin palabras. Yo conozco a la mujer de Arturo, a sus hijos y hasta a uno

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de sus nietos.
—Pues sí, qué tragedia.
El cazador comenzó a avanzar hacia los troncos, Jack solo veía una sombra
borrosa que se acercaba.
Tras la espalda de Ignacio, Manuel se transformó en Heldrich, quien no dudaría
una fracción de segundo en rebanarle el cuello al pescador. El espía deslizó su mano
tras la espalda e introdujo su dedo índice en la anilla de su cuchillo.
—Bueno, pues mejor voy regresando para el pueblo, de seguro esta tarde llevan a
Arturo para la funeraria. ¿Para dónde dices que ibas?
Ignacio se detuvo a un metro de los troncos donde permanecía escondido Jack.
—Tiene usted razón —dijo Ignacio mientras le deba la espalda a los troncos y se
marchaba por donde vino—. Que tenga buen día.
—Tú también, muchacho… Y espero que tengas más suerte por los canales.
Ignacio comprendió que aquella despedida era una especie de advertencia:
Manuel no lo quería volver a ver por allí.
El pescador se alejó por entre los arboles espinosos sin sospechar jamás cuán
cerca estuvo de perder su vida.

***
Jack vio la sombra desaparecer junto con su vana esperanza.
Heldrich comenzó a arrastrarlo de nuevo.
La agonía que le producía cada tirón no fue nada comparado con la voz del
anciano. Quien para su sorpresa, empezó a cantar en su perfecto inglés.
—¿Oh sinnerman, where you gonna run to? —Heldrich seguía tarareando,
indiferente a la carga que llevaba tras de sí— ¿Sinnerman, where you gonna run to?
¿Where you gonna run to?
Por fin llegaron al borde del canal.
El anciano se metió en el agua, después agarró el cuerpo por debajo de las axilas
y lo introdujo en el canal, no sin antes quitarle los ganchos. Entre la agonía y el poco
aire que entraba a su cuerpo, Jack se sintió como una marioneta a la cual terminaban
de cortarle los hilos.
Asombrosamente, su cuerpo flotó.
Sin previo aviso, Jack se sorprendió con el agua que entraba por la herida de su
garganta… y así, muy lentamente, comenzó a ahogarse. Por desgracia, aún no
acababa de perder la conciencia.
Heldrich le amarró a la cintura dos ruedas dentadas de acero que había escondido
previamente en aquel lugar; las ruedas serían el contrapeso que sumergiría el cuerpo.
Con un inesperado movimiento, el anciano puso sus manos en el pecho de Jack y lo
sumergió bajo las raíces de un mangle rojo. No hubo una palabra de despedida, o una
frase… simplemente no dijo nada.

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Jack aún no podía creer que tantos años de entrenamiento, tanta fuerza, tantas
energías, terminaran bajo aquellas oscuras aguas. Su cuerpo volvió a intentar subir a
la superficie; pero esa vez sin llegar a ella, pues ya era prisionero de las raíces del
mangle.

***

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Capítulo 30
En busca de aliados

Día 3… 1:05 am

Era la una de la madrugada cuando Duanys atravesó la reja de hierro que protegía la
entrada al cementerio. Al instante una fría ráfaga de aire le despeinó el cabello, y por
raro que le pareciera, tuvo la macabra sensación de que los muertos le daban la
bienvenida.
Mientras avanzaba, el sargento recordó cierta ocasión cuando alguien le dijo:
¿Por qué le pondrán rejas a los cementerios, si los de adentro no pueden salir, y los
de afuera no quieren entrar?
En aquel momento se rio a lo grande; ahora, rodeado de tumbas, el chiste no le
hacía tanta gracia.
La única luz artificial, a más de un kilómetro a la redonda, era la que iluminaba
apenas la garita del guardia; quien se suponía debía vigilar que no entraran animales
ni personas al camposanto; pero Duanys pasó junto a él sin que lo notara siquiera,
mientras el viejo se echaba una buena siesta.
El único sonido dentro del cementerio era el murmullo causado por las hojas
secas que caían de los abundantes árboles y que las ráfagas de viento arrastraban
después. Aunque a veces, la brisa creaba un tintineo como si miles de campanitas
tocaran a la vez. Aquel ruido captó de inmediato la atención de Duanys. Los
cementerios lo ponían nervioso. Pero muy pronto descubrió el origen de los sonidos:
se trataba de las láminas de aluminio con que etiquetaban las cruces de las tumbas.
Mientras menos tiempo este aquí, mucho mejor, pensó mientras caminaba por los
pasillos colmados de bóvedas.
De repente sintió la presencia de alguien más, como si lo observaran desde la
oscuridad; quizás fuera su imaginación, pero estaba convencido de que la mirada no
procedía de los querubines, algo molestos por ser importunados de su eterno sueño.
Sin detenerse a pensar más, caminó directo al lugar de la cita.
Se detuvo frente a una pared repleta de nombres, inmortalizados en placas de
bronce. Era el lugar y la hora, pero no había nadie.
Esperó por más de diez minutos… Se sentía molesto por el retraso de su cita.
Que se vaya a la mierda.
Justo cuando ya estaba a punto de marcharse, una silueta se materializó a su
espalda como por arte de magia. A Duanys poco le faltó para creer que se trataba de
un aparecido. Frente a él surgió un hombre que le sonreía de oreja a oreja. En ese
instante salió la luna.
Duanys observó con más calma los rasgos del recién llegado, que le recordaban a

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los de algún animal. Era bajo y gordo, con un tic nervioso que lo obligaba a sonreír
constantemente; tras varios segundos, supo a qué animal le recordaba: a una tortuga
sin cuello.
Duanys reparó en su cita durante varios minutos, sin decir una palabra. Por lo
visto el hombre con aspecto de tortuga hizo lo mismo, ambos se estudiaban
mutuamente, como si intentaran vislumbrar los pensamientos del otro a simple vista.
Habían escogido aquel lugar por muchas razones: podrían conversar sin llamar la
atención, dada la naturaleza del sitio en cuestión, y lo más importante es que ninguno
de los dos deseaba que lo vieran en compañía del otro.
Duanys fue el primero en romper el silencio:
—Muy bien, Raúl, ¿es así cómo te llamas, correcto?
—Correcto, aunque todos me dicen…
—El Manco —terminó de acotar Duanys.
Raúl asintió.
Duanys ya había hecho sus investigaciones: el tal Raúl era uno de los jefes de sala
de la fábrica de bebidas alcohólicas que estaba ubicada a la salida del pueblo, él y
otro grupo se dedicaban a robarse botellas de ron para revenderlas más baratas en la
calle.
El negocio, sin dudas, dejaba muchas ganancias.
—Entonces, ¿cómo será? —preguntó Duanys.
—Sencillo, yo le vendo las botellas dentro de una mochila al comprador, al rato tú
llegas y le confiscas la mochila. Al siguiente día mandas las botellas de nuevo a la
fábrica, donde yo las recojo y las pongo en el libro de pérdidas.
Duanys se lo pensó unos segundos. Al lado de aquel hombre podría hacer buenos
negocios, a la vez quedaba como un héroe, un oficial ejemplar. Pero el negocio de las
bebidas no le interesaba mucho —de hecho, solo era parte de su plan para ganar la
confianza del traficante—, él buscaba algo más grande, y el Manco lo ayudaría a
obtenerlo, pero aún no lo sabía.
—¿Cuánto me toca a mí? —dijo para hacerle creer que estaba interesado.
—El cincuenta por ciento, según la cantidad que logre vender.
—El sesenta y cinco…
Esta vez fue el turno de callar de Raúl, sin dudas estaba sacando números, pensó
Duanys.
—Sesenta —dijo Raúl—, pero con una condición…
La manera en que dijo “pero”, molestó a Duanys, aunque lo dejó correr por el
momento.
—Sesenta y cinco, con la condición.
El Manco volvió a aparentar que se lo pensaba.
—Muy bien, pero para que cobres tus sesenta y cinco, me tienes que llevar las
botellas personalmente, esa es la condición.
Aquello no sería difícil, reflexionó Duanys, aunque de esa manera se involucraba

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más, pero si algo pasaba iba a ser la palabra de un delincuente contra la de un oficial.
Llevando él las botellas, Raúl pondría en el libro de pérdidas que el sargento le
entregó diez botellas, cuando en realidad fueron veinte, así ya tendría diez botellas
más para sacar de la fábrica sin correr el riesgo por robárselas, pues automáticamente
aparecerían como perdidas.
—Muy bien, estoy de acuerdo.
—Pues trato cerrado.
Duanys no dijo nada, permaneció callado hasta que un búho comenzó a ulular.
—¿Cómo es el negocio de las casas de alquiler? —preguntó de repente.
El Manco palideció a pesar de la oscuridad.
Duanys supo que le había dado donde verdaderamente le dolía.
—Yo… yo, yo no sé… —el Manco no podía coordinar sus ideas.
Duanys no se compadeció de él. Sin dudas el traficante pensó que la cita se
trataba solo de un simple negocio de tráfico de ron; con aquello no contaba.
—Vamos a dejarnos de rodeos —Duanys prefirió ahorrarle los minutos de
tormento—, ya sé que trabajas para alguien en una red de casas de alquiler: qué
hagan, o quiénes entren en las casas, ¡no me importa!
El Manco dejó escapar un suspiro de alivio.
Duanys comprendió de inmediato que la preocupación del Manco se resumía a
una posible redada de menores de edad. Las chicas y chicos que el traficante llevaba
a sus clientes no pasaban de los quince años, y aquello sí podría meterlo en la prisión
a lo grande.
—También quiero mi porciento, y a cambio, les puedo ser de gran ayuda.
—Ese negocio no es mío, yo solo busco mujeres y se las llevó a los turistas que se
quedan en las casas; u hombres… dependiendo del consumidor.
—¿Cuántas casas son?
—Este, son… yo solo…
—Déjate de rodeos y habla claro, no me gusta tener que ir repitiendo las cosas —
su tono no le dejó dudas al Manco de que era mejor hablar que ocultar la verdad.
—Diez casas.
¡Oh, son más de las que pensaba! Esto se pone mejor.
—¿A quién le pertenecen?
La pregunta no era más que una formalidad, solo para confirmar que el Manco le
estuviera diciendo la verdad. Él bien sabía quién era el dueño.
El Manco, tras valorar sus opciones, se decidió por la verdad.
—Es un negro de La Habana; pero no sé cómo se llama, ni donde vive. Todos le
dicen Shangó.
¡Bingo…!
El Manco era primo lejano de Shangó, pero Duanys prefirió no caer en esos
detalles. A fin de cuentas, estaba obteniendo lo que quería. En menos de una hora ya
sabía suficiente como para chantajear de por vida al Manco. Este imbécil creyó que

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haría negocios conmigo, se dijo a sí mismo. Satisfecho con lo que acababa de lograr,
dejó escapar su mejor sonrisa de victoria, ahora será él quien trabaje para mí.
—¿Cómo le pagan a ese tal Shangó?
—¡No lo sé! —dijo sinceramente el Manco y Duanys le creyó—. Me imagino que
eso lo arregla en la Habana, a mí me pagan solo por atender con favores sexuales a
quienes estén en la casa.
De eso se trataba, Raúl no era más que un proxeneta. De seguro tenía una lista
de chicas del pueblo a quienes él mismo les pagaba, de esa manera se quedaba con
la mayor parte de las ganancias.
Como bien sabía Duanys, esos sitios no estaban registrados como casas de
hospedaje, así se evitaban pagar los impuestos. Y de seguro tampoco llevaban un
registro de los clientes.
—¿Cuántas casas tienen huéspedes en estos momentos?
—Solo una, la que le dicen La Casa de la Colina.
¿Serían esos huéspedes los nuevos jugadores a los que se refería su padre?
—¿Quiénes? —se aventuró a preguntar.
—¿No lo sé? Normalmente me llaman pidiéndome lo que quieren, pero esta vez
solo me demandaron que no los molestara.
Aquello no era raro, quien alquiló la casa podría haber traído sus propias
prostitutas. Duanys elaboró la pregunta que realmente le interesaba.
—Quiero que le digas a ese Shangó que necesito una entrevista con él
urgentemente.
El Manco negó con la cabeza, mientras se llevaba una mano a la frente; hasta ese
entonces Duanys no había visto el muñón que le daba el apodo, y sin poderlo evitar
hizo una mueca de disgusto.
—Imposible, a ese hombre no hay quien lo coja… Lo que pides es…
simplemente imposible —parecía decir la verdad—: es como pedir una cita al Papa
de parte de los musulmanes.
—Pues más te vale que me consigas una cita —rugió Duanys y su voz se
convirtió en una verdadera amenaza que estremeció las tumbas—, porque puede que
te quedes sin casas, sin chicas y sin negocio de ron… Recuerda que soy un aliado, no
un enemigo. Así que juega con la cadena, no con el mono…, o puede que el animal te
arranque los dedos que aún te quedan.
La frase no era genial, pero el mensaje si fue más que claro.
Sin darle tiempo a reaccionar, Duanys dejó al Manco rodeado de estatuas,
querubines, y ángeles…, y estos, a la luz de la luna, tenían el mismo rostro lastimoso
de Raúl.

***

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Capítulo 31
El Ojo del Pirata

Día 3… 9:46 pm

Lucía admiró su imagen en el espejo. Estaba perfecta. Una saya corta mostraba sus
definidas piernas que hacían juego con unas sandalias griegas. Una blusa de ancho
escote conformaba el resto de su atuendo. No se puso sujetador: quería que el Nava
se percatara de ello. Dejó suelta su larga cabellera, aunque… después de pensarlo
mejor, prefirió acomodársela con una simple hebilla.
Competir con la belleza natural de las cubanas no era tarea fácil, tenía que usar
todas las armas de su arsenal femenino. Esa noche saldría con sus primos, el Nava y
la víbora de Rebeca, y esta última no se la iba a poner fácil.
Lucía buscó en su bolsa de maquillaje algo sencillo pero sensual.
Diez minutos después aún no se decidía, y optó por escoger al azar. La suerte le
puso en sus manos un Revlon de color rojo mate.
—¡De veras, Lola!
Era el creyón preferido de su amiga.
Mientras se pintaba los labios, reflexionó acerca de todo lo que sentía por el
mulato. No iba a mentirse, estaba “muerta con el Nava”, palabras textuales de Nancy.
Su futura cuñada no tenía muchos pelos en la lengua.
Tocaron en la puerta.
—Prima, ¿lista…?
—Ya pueden pasar.
Mario y Miguel entraron.
Se quedaron paralizados al verla.
—Prima… —inquirió Mario, pero antes de que este dijera otra palabra ya Lucía
se estaba riendo—. Estás para comer, llevar y repartir…
En ese instante el Nava apareció en la puerta, junto con Rebeca.
—Lástima que todos no lo vean así —se arrepintió al instante de sus palabras,
pero ya estaba dicho.
¡Pero en qué leches estoy pensando!
Rebeca entró a su cuarto y la miró de arriba abajo, no sin detenerse en la blusa,
para después arquear un poco la ceja en señal de desacuerdo con la moda.
Ella también estaba esplendida —y Lucía lo comprendió con varias punzadas de
envidia—. Llevaba tacones rojos de aguja y un vestido del mismo color, este se
moldeaba a su figura sin dejarle espacio a la imaginación.
Rebeca la miró y con una sonrisa pícara le dijo:
—Casi que pasas por cubana…; bueno, casi.

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Se hizo un silencio incómodo en el cuarto. Ambas chicas entablaron un duelo de
miradas.
Joder con la tía, pensó Lucía, será hija de puta…
Rebeca fue hasta la cómoda y tomó el perfume de Lucía.
—¡Un Gloria Vanderbilt! —abrió la tapa y lo olió—. Huele riquísimo.
—Échatelo, te va a encantar… —le animó Lucía, aunque para sus adentros le
estaba pidiendo a Dios y a todos los santos cubanos que Rebeca fuera alérgica.
Rebeca, sin ninguna timidez, literalmente se bañó en perfume. Luego fue hasta
donde estaba el Nava y lo besó por unos segundos; el beso en sí no fue la gran cosa,
pero les dejó bien claro a todos los presentes que ella estaba marcando su territorio.
Convencida de que había captado la atención general, se volvió sumisa como la
víctima de un vampiro y con el gesto más sensual que pudo concebir, le ofreció su
cuello al mulato para que oliera su nueva fragancia.
Mario no disimuló su mala cara; pero Miguel, conocedor de la lengua de su
hermano, decidió ponerle fin a toda la escena. De solo ver los ojos de Lucía supo que
ya estaba al pegar un grito de rabia e impotencia.
—Bueno, acabaremos de irnos de una vez, ¿o vamos a seguir probándonos
perfumes? Si seguimos esperando, para cuando lleguemos ya no va a quedar ningún
quiosco en pie.
La calma regresó al cuarto. Mientras iban saliendo, Lucía se percató de que el
Nava llevaba una enorme mochila al hombro.

***
Los carnavales de los cubanos son únicos, se confirmó a sí misma Lucía.
Bien sabía que no se estaba mintiendo. Como puntos de referencias tenía a Brasil
y México. En ambas ciudades vio la euforia a que llegaban sus ciudadanos durante la
temporada de carnavales. También aprendió la más importante de las lecciones:
mientras más pobres, mejores las fiestas…, y los cubanos eran muy pobres.
A medida que fue avanzando por entre la multitud, vio posicionados en todas las
esquinas unos catres de ventas donde se hallaban, desde juguetes, hasta los artículos
más básicos para una casa. También por las aceras abundaban los puestos de comida.
El olor de los cerdos asados y los panes al horno flotaba en el aire al punto que se le
hacía la boca aguas. Por supuesto que no faltó las palomitas de maíz, solo que hasta
para eso los cubanos usaban una técnica rústica y original a la vez, pues las cocían al
fuego vivo. Nada de máquinas especiales, simplemente un enorme caldero de acero
puesto al fuego con los granos de maíz dentro.
A dónde quiera que mirara, sus ojos encontraban un sinfín de delicias de la
comida cubana. Pero los manjares y los olores no fueron lo que captó su atención,
sino la magia de no tener que pertenecer a ningún grupo étnico en particular para ser
aceptada al instante.

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Los gemelos se movían por entre la multitud como peces en el agua. Cada dos
metros llegaban a algún grupo, saludaban y la presentaban. Lo mejor era que todos
los grupos siempre reaccionaban de igual manera.
—¿De dónde eres? —le preguntaban.
—De España…
—¡Oleeee! —decían algunos chistosos, luego le pasaban una jarra de cerveza.
Al principio se negó a tomar de la jarra donde tomaban más de diez personas a la
vez, luego los gemelos la llevaron a un rincón y le explicaron que, en la cultura
cubana, negarse a una jarra de cerveza era una grosería.
No lo volvió a hacer. Como consecuencia, al andar menos de una milla ya podía
sentir los efectos de la cerveza. Pero le encantó. Era como llegar a una tribu y pasarse
la pipa de la paz…, solo le faltaba decir: “Yo, india Ojos de Águila, venir en paz…”.

***
Por fin, después de casi una hora dando vueltas y saludando amigos, llegaron a un
lugar llamado La Plaza. Allí formaron su propio conjunto, todos de pie y en la
calzada; al cabo de unos instantes se incorporaron varios jóvenes más. Como la
música era en la calle y desde varios puntos, los bafles colocados en cada esquina
semejaban una especie de duelo de DJ a gran escala. Ganaba quien lograra tener más
personas bailando.
Sin dudas, bailar no era el fuerte de Lucía, y se esforzaba por seguir el ritmo
marcando con leves movimientos de la cabeza.
Un gordo con aspecto de negociante se acercó al Nava.
—¿Tienes…? —le preguntó.
—Por supuesto, ¿cuántas…? —dijo el Nava.
—Dame dos.
El Nava abrió su misteriosa mochila y sacó dos botellas de ron. El gordo las miró
con expresión de glotón y las guardó en una bolsa.
—Después paso por tu casa y te las pago.
—Tranquilo, que hay confianza —le dijo el mulato mientras ambos se daban un
abrazo—. Salúdame a tu mujer.
El gordo volvió a despedirse de todos y desapareció entre la multitud.
Bastante curiosa, Lucía le preguntó a Miguel qué tipo de negocio tenía el Nava.
—Simple —le dijo el primo a su oído—: cerca del pueblo hay una fábrica de
bebidas alcohólicas. Allí hacen un ron que se llama Habana Club, las botellas varían
sus precios, esas que el Nava acaba de vender valen ocho chavos en las tiendas
nacionales por divisas; nosotros las vendemos a seis.
Lucía comenzó a entender.
—Alguien dentro de la fábrica se roba las botellas y nos las vende en cinco
Chavos.

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—Entonces ustedes las revenden a seis y le ganan a cada botella un Chavo —
Lucía se apresuró agregar—; un Chavo son veinticinco pesos cubanos.
—Exacto —intervino Mario, quien no disimuló su asombro al advertir cuán
rápido la prima iba entendiendo el funcionamiento de la moneda cubana—. Aunque
no olvides que un Chavo es más de lo que ganan muchos obreros al día. Por eso es un
excelente negocio.
—Pero es ilegal…
—Pues claro, ¡esto es Cuba! —Lucía hizo una mueca, no era la primera vez que
escuchaba esa frase, Mario agregó—: en este país el que no roba no vive.
Lucía recordó lo que le dijo Nancy refiriéndose a su hermano, era él quien
mantenía la casa. Y con un simple salario de obrero no podría mantener a su
hermana, su abuela y mucho menos a sí mismo.
Entonces el Nava era una especie de pirata de las calles, pensó Lucía, y sin saber
cómo, aquello la atrajo aún más. ¿Qué andaba mal con ella? ¿Acaso le atraía el
peligro?
Un gigantesco negro la tomó de la mano y la haló hacia el centro de la pista.
Lucía reconoció a Blancanieve.
—Vamos a bailar.
—¡Ostias, tío, te lo pido…! —sus ruegos apenas fueron escuchados, y el negro la
siguió arrastrando hasta un espacio entre la gente.
Tras ellos, los primos y el resto del grupo comenzaron a aplaudirle.
Lucía nunca visitaba clubes nocturnos latinos en España, a pesar de que había
miles, le gustaban más los europeos, la música tecno, la disco… Su pareja de baile la
tomó por la cintura y la apretó contra él. A Lucía le pareció sentirle una erección,
pero prefirió no pensarlo.
Para colmo, empezó una canción de salsa.
¡Dios bendito, ¿por qué me odias?!
Por mucho que Blancanieve se empeñó en decirle que lo estaba haciendo bien,
que ya le tenía cogido el paso, ella sabía que estaba haciendo el ridículo. Aun así,
nadie se burló, todo lo contrario. El grupo se unió alrededor de ella y comenzaron a
darle una clase de danza a lo cubano.
¡Puta madre, así aprendes o aprendes!
En menos de cinco minutos pasó por las manos de todos los hombres del grupo;
al llegar al Nava, este la tomó por la cintura y le dijo:
—Tú mírame a los ojos…
Lucía sintió las firmes manos del mulato en su cadera, estas parecían quemarle la
piel.
¡Ahora solo falta que me voy a desmayar!
Alguien la tomó por el hombro y la apartó del Nava. Cuando Lucía se viró, se
encontró frente a Rebeca.
—Tú mejor mira y aprende, cariño.

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Sin esperar respuesta, la hermosa trigueña la apartó a un lado y comenzó a bailar
con el Nava. Este le hizo una seña de disculpas, y ella un gesto con los hombros
como de que no le daba importancia.
La pareja comenzó a bailar… ¡y de qué manera!
—Baila bien Rebeca —le dijo a Mario, como si el espectáculo no le llamara
mucho la atención.
—Pues claro, es bailarina profesional en los Cayos —le respondió Mario con
cierto tono melancólico en su voz.
—¡Ah, mira qué bien!
Con razón la víbora tenía aquellas condiciones, murmuró para sí.
Tras acabar la rimbombante demostración de danza, la pareja regresó al grupo.
Durante toda la mañana Lucía se la pasó pensando como poder arreglárselas para
estar a solas con el Nava, pero nada original le venía a la mente. A todos lados que
iban, estaba Rebeca como una sombra. Debía de existir algún lugar donde esa
perdularia dejaría ir solo al mulato.
Mirando a Rebeca tuvo una inspiración. A la bailarina le gustaban las fiestas, pero
de seguro no tanto las excursiones.
—He escuchado que hay muchos lugares hermosos que visitar en Cuba, ¿no
tienen ustedes en el pueblo alguno de esos lugares?
—¿Restaurantes y ese tipo de cosas…? —preguntó Miguel levantando una ceja.
—No, montañas, ríos, cuevas…
—Hay que llevarla al Ojo del Pirata… —dijo Mario.
—¡Ni muerta entro yo ahí! —exclamó Rebeca.
¡Perfecto!, pensó Lucía, y poco le faltó para brincar de alegría.
—¿Qué es el Ojo del Pirata? —preguntó tratando de aparentar ingenuidad.
—Es un agujero que hay en una de las rocas de las lomas —comenzó a explicarle
Mario—; tienes que deslizarte hacia adentro prácticamente acostada, pues de rodillas
no cabes. Son unos cinco metros, pero al final hay una cueva gigante que tiene un río
con una cascada de casi seis metros de altura.
Aquel lugar sería perfecto para pasarla a solas con el Nava, solo faltaba que este
la quisiera llevar. Lucía comenzó a idear algún plan; pero nada se le ocurría, probó ir
al directo.
—¿Pues, cuándo vamos?
Los Tres Mosqueteros negaron con la cabeza.
—¿Por qué?
Miguel le explicó:
—La cueva está preciosa, pero es ilegal entrar allí —Miguel tomó la lata de
cerveza que pasaba de mano en mano y se dio un buche para mojarse los labios,
luego siguió explicándole—. El problema está en que a diez kilómetros del pueblo
hay una cantera de piedra.
Lucía no entendió que tenía que ver todo aquello. Pero no interrumpió a su primo.

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—La cantera es un molino: muele millones de toneladas de piedra al mes. Para
sacar la piedra de las lomas hay que poner explosivos —hizo una pausa para que ella
escuchara mejor, pues el sonido de la música era ensordecedor—, a consecuencia de
las explosiones, se han producido derrumbes en las cuevas, por eso nadie se atreve a
visitarlas.
—Aunque el abuelo nos llevaba cuando éramos unos muchachos… —dijo Mario.
Lucía no quiso desistir, probó una técnica de compasión, quizás apelando a los
sentimientos de los primos estos la llevarían.
—Qué lástima que yo no era de la familia en aquel entonces, me hubiera
encantado conocer el lugar —para rematar su escena puso unos ojos de gacela.
Mario y Miguel no hallaban dónde meterse. Fue el Nava quien puso fin al tema.
—Lucía, no te podemos llevar, créeme, es un lugar peligroso…, podría haber un
derrumbe.
—¡Ustedes lo que no tienen es huevos! —protestó Lucía, pero su fanfarronada
solo causo risas en el grupo.
Un hombre se acercó y tomó por el brazo al Nava.
—Hola, muchacho, ¿cómo andan mellizos? —dijo el recién llegado.
Mario y Miguel lo saludaron.
Sin esperar a que alguien lo presentara, el recién llegado se acercó a ella.
—¿Y tú debes de ser Lucía, la española…?
Lucía se sorprendió, por lo visto muchas personas sabían quién era ella.
—Sí, mucho gusto.
—Yo me llamo Raúl, pero todos me dicen el Manco —y le mostró su mano
derecha, la cual terminaba en un muñón.
—Y la suerte que le falta una mano —dijo Miguel y todos se echaron a reír—, si
llega a tener las dos ya se hubiera robado hasta las torres de los centrales.
La carcajada se repitió. El Manco, más que ofendido, parecía haber recibido un
elogio. Él también se unió a las risas.
—Tengo material para ti, mulato.
—¿Cuántas?
—Veinte, pero tienen que ser ahora mismo.
El Nava se llevó las manos a la frente, intentando sacar alguna cuenta mental.
—Te las puedo pagar…
—No —dijo tajante el Manco—, dime ahora o se las llevó a otro.
—Espérate, dame un segundo —el Nava se llevó las manos a su cartera.
Lucía le preguntó a Miguel:
—¿De qué están hablando?
—Este es el que nos vende las botellas.
Ahora lo entendía, para comprar las veinte botellas a cinco el Nava necesitaba
cien chavos. Una vez que vendiera las botellas a seis tendría una ganancia de veinte
chavos. Llevados a pesos cubanos la ganancia sería de 500 pesos cubanos.

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El Nava miró a los primos. Estos, como por arte de telepatía se llevaron las manos
a las carteras. Los tres se reunieron.
—He vendido dos botellas nada más —dijo el mulato—, pero no me las han
pagado. Así que cuento solamente con lo que traje. Llego a quince.
—Yo tengo veinte —dijo Miguel.
—Y yo cinco… —dijo Mario mientras buscaba en todos los compartimientos de
su billetera—; no, espera, me encontré cinco más.
—Son 45 en total.
—Véndenos nueve —le dijo Miguel al Manco.
—No, muchachos, hoy no funciona así —el traficante parecía nervioso y miraba a
todos lados, sin dudas desesperado por salir de la mercancía—. Las veinte o nada, no
puedo estar en esto, soy yo el que se la está jugando.
—Manco, deja esa mierda —le dijo el Nava con cara de pocos amigos.
—Si se van aponer así, me voy —los amenazó el traficante.
Lucía se metió en el grupo.
—Yo puedo poner los 55 chavos.
Los Tres Mosqueteros se miraron.
—¡Tú estás loca! —Exclamó Miguel—. Para que el Viejo nos mate.
—El abuelo no tiene por qué enterarse; además, es mi dinero y hago con él lo que
me da la gana.
—Uff, violenta la española —intervino el Manco—. Cójanle el dinero y después
se lo pagan de vuelta; pero apúrense, que estar aquí con esto al hombro es candela
pura: necesito irme cuanto antes.
Los tres jóvenes se miraron, el Manco tenía razón. Aun así continuaron indecisos.
—No, Lucía, no podemos abusar de la confianza —dijo el Nava que se había
puesto pálido. Su orgullo de hombre no lo dejaba decir que sí.
—No sean gilipollas los tres, ¡machistas cavernícolas! Esto es un negocio;
además, no les voy a regalar el dinero.
Viéndolo de aquella manera, los primos se relajaron.
Por suerte esa misma mañana en la casa del Brujo había cambiado quinientos
dólares por chavos; de lo contrario, no se habría podido anotar aquel punto. Mientras
sacaba el dinero de su bolso, sintió la mirada de Rebeca; esta parecía quererle prender
fuego.
¡Qué hierva, a ver si se evapora!, se dijo Lucía, feliz de poder prestar el dinero.
El Manco, a pesar de tener solo cinco dedos, les dijo que le organizaron los
billetes grandes primero, luego tomó el fajo entre sus dedos, y con la rapidez digna de
un banquero los contó en segundos.
—Está perfecto —miró a Lucía e hizo un gesto de caballero, aparentando que se
quitaba un sombrero imaginario—; ha sido un placer hacer negocios con España.
Lucía le sonrió.
El Manco depositó en el suelo tres mochilas cargadas de botellas.

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Mario cargó una y el Nava otra, dándole la más ligera a Miguel.
—Tenemos que llevar todo esto para la casa del Nava, ¡y rápido! —dijo Miguel.
Los tres jóvenes y las dos chicas comenzaron a abrirse paso entre el tumulto; pero
apenas habían avanzado cincuenta metros, cuando aparecieron de repente cuatro
policías.
Tal parecía que los estuvieran esperando. El Nava tomó por el brazo a Rebeca y
trató de salirse por un lado, de igual manera lo imitaron los gemelos con Lucía. Pero
uno de los policías, el más pequeño, agarró por el brazo al Nava y le dijo:
—Un momento ahí, ¿qué llevas en esa mochila?

***
Faltaban solo dos días más de carnavales, cuarenta y ocho horas de guardia para
Gerardo, que ya no hallaba que hacer o decir para quitarse a la sombra de Duanys de
encima. El sargento había resultado ser una combinación perfecta de todas las cosas
que él más odiaba.
Gerardo aprovechó unos segundos libres y sacó de su gaveta el libro nuevo que le
acababa de llegar. Se lo había traído un amigo de Venezuela, la última novela de
espionaje de Tom Clancy. Pero apenas comenzó a leer el primer capítulo, tocaron a la
puerta. Sin esperar la orden de pasar, como ya se había hecho costumbre, entró
Sandra.
—Permiso, capitán, dice Duanys que espera por usted, que ya es la hora de la
ronda.
—Muy bien, dígale que voy enseguida… Ah, Sandra, ¿recogiste el archivo?
La joven pareció confundida, una sonrisa le pasó por los labios; pero al ver la
seriedad del capitán supo que este hablaba en serio.
—¿Qué archivo?
—No te dieron el recado… —Gerardo se levantó de su sillón con cara de pocos
amigos, Sandra se apartó de la puerta y entró en la oficina—. Búscalo, está dentro de
la tercera gaveta, el documento es para el mayor…
Sandra fue hasta el estante de gavetas, alejándose de su única vía de escape…, la
puerta. Gerardo aprovechó ese momento para rodear su buró he interponerse entre la
joven y la puerta. La chica quedó sorprendida al principio; luego, una risa nerviosa
acudió a sus gruesos labios al darse cuenta de que todo había sido una trampa para
que entrara en la oficina. Al instante se sintió como una liebre que acaba de entrar en
la guarida del zorro.
Gerardo se la quería comer con los ojos, caminó hasta ella y tomándola por el
pelo le inclinó la cabeza, después comenzó a besarla y morderle los labios.
—Para… ¡Qué pares…! —dijo Sandra empujándolo por el pecho, a la vez que
trataba de mover su cabeza a los lados—. Para de una vez, por favor.
La resistencia de Sandra no podía ser más teatral: a medida que Gerardo la cubría

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de besos ella continuó gimiendo y pidiéndole que se detuviera. Sus súplicas solo iban
provocando más la excitación del capitán, y estaba seguro de que ella lo sabía.
—Soy una mujer casada… —Gerardo comenzó a besarle los lóbulos de las
orejas, luego le introdujo la lengua dentro—. ¡Ahhh, para, para, por Dios, para…!
Por fin Sandra dejó de poner resistencia y se abandonó al placer.
¡Ya eres mía!, pensó satisfecho Gerardo.
Sandra se dejó arrastrar hasta el buró, donde Gerardo la levantó por las nalgas y la
depositó suavemente sobre la mesa. En un instante le abrió la blusa y comenzó a
besar los firmes senos de la mulata. Tenía los pezones negros y erguidos como señal
inconfundible de los deseos reprimidos que ambos estaban a punto de liberar.
Gerardo se los llevó a la boca y los mordisqueó suavemente.
—¡Ay, Dios, qué es esto…! —exclamó Sandra mientras arqueaba la espalda, sus
manos buscaron sostenerse de algo: como resultado, derribó todos los papeles de la
mesa.
Gerardo, más excitado por los gemidos de la mujer, siguió besándole el abdomen
y bajando suavemente hasta su área pélvica…
La puerta se abrió de par en par.
—Capitán, estamos… —Duanys se quedó congelado ante la escena que
presenció.
—¡Mierda…! ¿¡Aquí nadie toca…!? —gritó Gerardo.
Sandra se puso tan pálida como una de esas estatuas de los héroes nacionales que
había en los pasillos. Se cubrió rápidamente los senos con las manos y les dio la
espalda a ambos. Con manos temblorosas comenzó a abrocharse la blusa.
Gerardo miró a Duanys y le hizo un gesto para que lo esperara afuera. Algo en la
mirada de aquel hombre lo hizo sentirse incómodo. Parecía demostrarle con los ojos
que ya sabía su secreto.
El sargento sonrió y cerró la puerta.
Será hijo de puta.
Sandra terminó de arreglarse la blusa y se aplanó la saya por los lados. Después
se arregló el pelo lo mejor que pudo.
—Si mi marido se entera de esto me mata, y a ti… ¡a ti te muele a palos! —
comenzó a decir la mulata; la mujer aún tenía los cachetes rojos y hablaba tratando de
coger bocanadas de aire, había perdido todo su lápiz labial y hacía intentos
desesperados por organizar sus pensamientos—. Esto fue una locura.
Gerardo la tomó por la cintura y la atrajo contra su pecho. Para él aquella
experiencia no era la primera vez. Había aprendido que las mujeres casadas y
carentes de pasión son las más fáciles de conquistar.
—Los locos son los únicos capaces de vivir sus fantasías —y sin darle tiempo a
que reflexionara, la besó suavemente.
—Me voy —dijo ella, pero antes le respondió el beso.
—¿No vas a volver?

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Sandra tardó unos segundos en darle una respuesta.
—Si para la próxima le pones un picaporte a la puerta… ¡tal vez!
Dejando escapar una sonrisa coqueta, la joven desapareció por el pasillo.
Gerardo esperó unos segundos hasta asegurarse de que nadie más abriría la
puerta. Entonces inició una danza silente que semejaba a la de los indios rindiéndole
culto a la lluvia.

***
Los cuatro policías caminaban por entre la multitud, saludando a su paso a todos
los que conocían, excepto por Duanys, que era el nuevo del grupo. Como hacía tan
solo dos semanas que fue trasladado al pueblo, aún no se relacionaba con los locales.
Durante todo el trayecto, Gerardo no le perdió un solo movimiento al sargento.
Este intentaba ser lo más cordial posible, pero su conducta demostraba a ojos
expertos que solo estaba allí para ganar tiempo. Miraba a sus compañeros con cierto
desdén, consciente de que ellos pertenecían a alguna raza inferior.
Y hasta cierto punto no se equivocaba.
Uno de los agentes informantes de Gerardo le hizo un breve informe con todo lo
relacionado al nuevo sargento. Este, para asombro de todos, desde que llegó al pueblo
fue trasladado a la Zona Especial. Se trataba de nueve casas que eran reservadas solo
para altos oficiales que permanecían de misión o regresaban de las mismas. Obtener
un pase a la Zona Especial era un verdadero lujo, y más aún poder instalarse de
manera indefinida en una de aquellas mansiones. Así que, sin dudas, el padre de
Duanys había movido algunos contactos.
El sargento no vino solo, como le explicó su informante. Duanys llegó
acompañado de su esposa y su hija, una pequeña de dos años; Gerardo aún no las
conocía.
—Vamos a la Plaza —sugirió Duanys de repente, y sin esperar respuesta desvió al
grupo.
A Gerardo no le molestó. Al fin y al cabo se trataría de una ronda más, y no iba a
contradecir al sargento, simplemente, porque este tomó otro rumbo sin contar con él.
Pero a medida que iban aproximándose a la Plaza, algo captó la atención de Gerardo.
En específico, lo que timbró la alarma de su sexto sentido fue el lenguaje corporal del
sargento. Este no cesaba de mirar su reloj, como si supiera que algo iba a ocurrir.
Sin tener la más mínima idea de qué podría ser ese algo, los tres oficiales
continuaron siguiéndole los pasos al sargento.
Al llegar a la Plaza, Gerardo se percató rápidamente de cómo se dirigían directo
hacia el grupo del Nava y los gemelos. Estos también se iban abriendo paso entre la
multitud, inconscientes de que caminaban de frente hacia los oficiales. Un segundo le
bastó para darse cuenta de lo que iba a pasar. Alguien había delatado a los gemelos en
su tráfico de ron.

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¡Maldición! Aquí se va a armar una buena. Algún informante se los vendió a
Duanys, de eso no había dudas. De ahí la insistencia del sargento en salir a la ronda…
por eso este cabrón no paraba de mirar el reloj.
—Vamos por aquí —ordenó Gerardo en un intento desesperado de alejar al
sargento del grupo.
—No, aquí estamos bien —respondió Duanys, que ni se molestó en mirar a la
cara a su superior.
Los otros dos policías no supieron qué hacer.
—¡Este imbécil va a destruirme años de trabajo…! —susurró Gerardo.
El capitán conocía a los gemelos y al Nava desde que eran niños. Cuando
pequeños solían ser inseparables. Hasta que él decidió comenzar la escuela de
Contrainteligencia. Aun así, sabía todo de sus amigos. En especial del Nava. Este fue
quien le facilitó la información para que desactivara la red de ladrones de bicicletas
que había en el pueblo. A cambio, Gerardo no se metía en los negocios del Nava, de
los cuales el capitán estaba consciente y sabía que eran muy amplios, abarcaban todo
tipo de mercado negro, iban desde el tráfico de ron, tabaco, piezas de computadoras,
hasta ropa y zapatos…; el acuerdo que ambos hicieron fue que mientras no matara o
robara un contenedor, con él las tenía todas: ese fue su lema.
Técnicamente, el Nava no robaba ron, él solo lo revendía; era el Manco quien lo
sacaba de la fábrica. Ante un juicio, si el Nava alegaba que las botellas las había
comprado de un amigo que a su vez le dijo se las había ganado en una rifa por el
trabajo, no podrían probarle nada. Además, siempre tenía a sus dos testigos, los
gemelos.
En ese momento el Nava los vio…, justo como se imaginó Gerardo, en el rostro
del mulato se reflejó el desconcierto, seguido del miedo y al instante una expresión de
ruda determinación. Sin perder un segundo se desvió bruscamente del grupo e intentó
perderse entre la multitud. Los gemelos, que iban siguiendo sus pasos,
comprendieron lo que pasaba y de igual manera se desviaron hacia los lados…, pero
ya era demasiado tarde.
—Sargento, le dije… —Gerardo trató de apartar la atención de Duanys; pero este
no lo escuchó: en un instante se abalanzó sobre el Nava, tomándolo por un brazo.
—Un momento ahí, ¿qué llevas en esa mochila? —le preguntó Duanys al Nava,
este palideció y buscó con la mirada a Gerardo.
—Disculpe, son unas… unas… —el Nava comenzó a tartamudear para ganar
tiempo y que los gemelos lograran escaparse.
—Ustedes dos, ¡deténganse ahí…! —gritó Duanys.
Los gemelos se quedaron paralizados.
El grito llamó la atención de todos los presentes, y en un instante una multitud los
rodeó curiosos por saber qué estaba pasando.
—Los tres, las dos muchachas también —dijo Duanys, quien estaba disfrutando a
lo grande con el grupo de curiosos que se acrecentaba—. Todos se van conmigo a la

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Jefatura, allí me van a enseñar qué tienen dentro de las mochilas.
—Sargento, conozco a estos muchachos —intervino Gerardo—, ellos son…
—Dame eso… —le dijo Duanys al Nava, y antes de que este pudiera reaccionar,
el sargento le arrebató la mochila.
Un tintineó de botellas emanó de su interior. La música paró, y acto seguido el
murmullo de las más de cuatrocientas personas que formaron el círculo alrededor de
los oficiales recorrió toda la plaza. La multitud se fue amontonando para ver el show.
El sargento abrió la mochila y una sonrisa de triunfo asomó en sus labios.
—Esto es tráfico de bebidas alcohólicas —le susurró a Gerardo.
Hasta ese entonces Duanys había hecho todo lo posible para llamar la atención,
¿por qué mantener el secreto ahora?, pensó Gerardo mientras la rabia le impedía
decir una sola palabra.
¿Qué quiere este imbécil?
—Capitán —siguió diciendo el sargento con el mismo murmullo—, por esto son
de cuarenta y ocho horas a setenta y dos en prisión, y una multa de tres mil pesos; y,
por supuesto, hay que confiscar el producto.
Gerardo prefirió seguirle el juego. La multitud ya estaba señalándolos y cada vez
eran más.
—¿Qué propones hacer? —la pregunta le dejó un sabor amargo en la boca.
—Son amigos suyos —con aquellas palabras Duanys relacionaba a Gerardo con
los detenidos—: usted dice la última palabra; como segundo al mando yo no tengo
problemas en decomisar las botellas solamente.
¡Serás hijo de puta!, exclamó Gerardo, consciente de que estaba haciendo un
pacto con el Diablo. Duanys prácticamente le hacía un chantaje, ¿pero qué opciones
le dejaba aquel imbécil? No podía arrestar al Nava, o se ganaba al pueblo de
enemigo, pero ahora tampoco le podía devolver las botellas, pues él quedaría como
un corrupto, sus ojos chocaron con la mirada fija de una joven. Al instante calló en
cuenta de que se trataba de Lucía, la española.
Esta lo miró con un desprecio que no se molestó en disimular, más bien poco le
faltaba para escupirle los pies. Aunque los ojos inyectados por la rabia de la española
no le molestaron tanto, sí le temía a la reacción de la multitud. Conocía muy bien
cada uno de aquellos rostros, y podía imaginarse lo que cruzaba por sus mentes en
aquel instante.
Mientras tanto, Duanys caminó hasta los gemelos y les quitó las mochilas, luego
fue hasta el Nava y le dijo:
—Váyanse de aquí…, estas mochilas y sus productos quedan confiscados, si
tienen alguna queja, o quieren plantear una reclamación, pueden acompañarme a la
Jefatura.
El Nava no le prestó atención al sargento, pero si fue directo hasta donde estaba
Gerardo. El mulato acercó tanto su rostro al del capitán que talmente parecía que lo
iba a besar. Rebeca trató de llevárselo halándolo por un brazo. Sin embargo, con un

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leve empujón el mulato se desprendió de la chica.
—¡Tremendo doberman te buscaste! —le dijo el Nava mientras señalaba a
Duanys.
—Fue el que me mandaron de la perrera, yo quería un pastor alemán.
—Bueno, pues ponle bozal, no vaya a ser que pierda los dientes.
—No te preocupes, la próxima vez que lo saque a pasear le voy a poner una
cadena.
Duanys se acercó y le dijo al Nava:
—Desaparece, mulato, ¿o quieres dormir esta noche en la Jefatura?
El Nava lo miró de tal manera que Duanys se vio obligado a dar un paso atrás.
—Te estás volviendo un mierda… —le dijo el mulato al capitán— recuerda que
marineros somos…, y en el mar andamos.
En ese momento Mario y Miguel tomaron por el brazo al Nava y se lo llevaron,
este no dejó de mirar a los cuatro policías con una macabra sonrisa.
Gerardo tragó un buche amargo, sintió que acababa de perder a un amigo.

***
Tras caminar varias cuadras el pequeño grupo se sentó bajo un poste de luz.
A Lucía aún le temblaban las piernas.
Durante la caminata nadie dijo una palabra. Ella no podía creer que estuvieron a
punto de dormir en una celda. Pero sus temores no eran nada comparados con la
expresión del Nava, quien parecía a punto de explotar. Para liberar un poco su
tensión, murmuraba maldiciones constantemente.
De repente tomó por la mano a Lucía y le dijo:
—Yo te prometo que te pago…
—¡No seas gilipollas! —lo interrumpió Lucía. Su tono no dejaba réplica alguna
—. Pero qué ostias les pasa a ustedes, tíos, ¡a la puta madre los policías…! Hicimos
un negocio de riesgo, una mala inversión, no me tienes que pagar nada, se fue a la
mierda, es todo.
Mario y Miguel estallaron en risas.
—¿Y ahora qué dije? —preguntó Lucía.
—Prima, repite gilipollas… —dijo Mario—, se te oye tan bonito.
—¡Váyanse a tomar por culo! —les gritó; luego añadió, reprimiendo una sonrisa
—. Partida de gilipollas.
Esta vez hasta el Nava se unió a la carcajada.
El mulato la tomó por el brazo y ella se sintió como un helado puesto al horno.
—¿Todavía quieres ir al Ojo del Pirata? —le preguntó.
Lucía miró a Rebeca, esta hizo una mueca con la boca.
¡Perfecto! ¡Gracias, diosito lindo!, se alegró; la víbora no va.
—Por supuesto —le respondió—, de todas formas iba a seguir insistiendo.

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—Pues no lo hagas más, esta noche prepárate la mochila y mete un biquini. —
Lucía se imaginó en un río subterráneo, desnuda y siendo abrazada por el Nava. Los
colores deben de habérsele subido pues el mulato le preguntó—: ¿Te encuentras
bien?
—La emoción del viaje —mintió.
Tras ella, Mario y Miguel negaban juntos con la cabeza. Lucía los miró y cruzó
las manos mientras parpadeaba en señal de súplica.
—¡No sean gilipollas…! —dijo el Nava, imitando el acento de Lucía.
Los gemelos no aguantaron la carcajada. Ambos asintieron en silencio.

***

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Capítulo 32
Seis clavos

Día 4… 2:10 am

Shangó miró a ambos extremos de la carretera, si es que a aquel camino sin asfaltar
podía llamársele carretera. Más bien se trataba de una ruta ocasional que solo era
transitada durante la temporada vacacional. El resto del año, la “carretera”
permanecía abandonada y solo la usaban algunos pescadores.
Por otro lado, la desolación del lugar era fantasmagórica.
Ideal, no obstante, para recoger a una persona sin dejar testigos. La única prueba
de civilización humana eran los postes que había a ambos lados del camino, los
cuales sostenían el único cableado que llevaba la electricidad al pueblo de Ñones.
Aunque podría parecer un tanto excesivo, Shangó prefirió no llamar mucho la
atención, así que ocultó su viejo Moskovich tras unos arbustos espinosos de marabú,
no fuera a ser que a algún campesino de por allí se le ocurriera ponerse grave a esa
hora de la madrugada y su propia misión se fuera a la mierda.
Miró su reloj. En vano: la oscuridad tan cerrada no le permitió ver los números…;
sin embargo, la noche estaba fresca. Apretó el botón para activar la luz interna del
reloj, no sin antes cubrir el cristal con la mano; lo último que quería es que alguien lo
descubriera. La esfera se iluminó de un verde fosforescente. Eran las dos y diez de la
madrugada… Jack estaba retrasado por diez minutos. ¿Le habría pasado algo?
Demasiado pronto para comenzar a preocuparse.
Una brisa de mar golpeó el rostro de Shangó, trayéndole una mezcla de olores.
Azufre y pescado podrido se mezclaron en el aire… también había otro olor que no
logró identificar. Sin poder evitarlo, se pasó la lengua por los labios, dejándole un
gusto amargo en la boca.
—Este aire sabe a huevos podridos.
Algo se movió en la oscuridad…
Instintivamente Shangó se llevó la mano a la espalda. Apretó la culata de su
nueva arma: una Beretta Nano de 9mm con silenciador incorporado. El mismo ruido
se repitió, ahora a su espalda; al virarse y prestar más atención a las sombras, pudo
distinguir cómo pasaban por el camino más de diez cangrejos a toda carrera.
Debían estar en temporada de corridas.
Uno de los cangrejos se acercó hasta sus pies y el traficante le sonó una patada. El
cangrejo voló por los aires y se estrelló a varios metros de él.
—Casi me matan del corazón, hijos de puta —murmuró para sí.
Otra vez miró su reloj: dos y quince.
De seguro alguna ronda de los guarda-fronteras lo ha retrasado, se dijo para

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darse ánimos.
El bolsillo de su camisa comenzó a vibrar.
¿Y ahora qué…?
Sacó su celular y vio un mensaje de su hija. No pudo evitar una sonrisa. Aquella
“molestia” siempre iba a ser bienvenida.
Shangó tenía conocimiento de tener seis hijos repartidos por Latinoamérica y uno
en Italia; pero su preferida era la cubanita, tan solo de ocho años. La chica era la
pupila de sus ojos. El mensaje decía: Papi, ¿recuerdas lo que me prometiste?
—¡Mierda! —exclamó, y su voz hizo un eco tan fuerte en las distancias de la
noche, que lo obligó a mirar en todas direcciones.
Fue en ese preciso instante cuando tuvo la sensación de que era observado desde
las sombras. De seguro algún perro salvaje o algo parecido; el traficante no quiso
admitir sus propios miedos y se centró en el mensaje de su hija. Había olvidado que
al día siguiente recogería a Rachel para llevarla al zoológico.
Con prisa le envió una respuesta: Por supuesto que no, pero si no te acuestas
ahora mismo, mañana te vas a dormir frente a la jaula de los monos…
De su último viaje a Colombia le había traído a Rachel un PlayStation 3, la niña
por poco lo estrangula del abrazo que le dio… A quien no le hizo ninguna gracia fue
a la madre. Pues desde entonces Rachel se acostaba a las dos o tres de la mañana
jugando en la consola. El resultado era que al día siguiente ni con todos los tambores
de los santos afrocubanos podían despertar a la niña.
Por eso Shangó no se sorprendió que su hija le estuviera mandando mensajes a
aquellas horas.
El celular volvió a vibrar. Era otro mensaje de Rachel.
Ya me voy a la cama, te espero mañana… XOXOXO…
Shangó escribió: Besitos… XOXOXO…
Reenvió el mensaje.
Al instante el celular le volvió a vibrar. El mensaje no se había enviado. En la
pantalla apareció un icono indicándole que no tenía cobertura.
Shangó lanzó una maldición.
Levantó la mano mientras buscaba al menos una barra de conexión con la cual
sería más que suficiente para mandar el mensaje. Después de varios intentos y de
moverse por todas partes mirando hacia el cielo logró encontrar dos barras. Pulso el
botón de enviar.
Entonces ocurrió lo inesperado.
Una sombra sin manos ni pies se abalanzó sobre él.
Shangó comprendió al instante que alguien, bajo una manta de camuflaje, lo
estaba atacando. En la oscuridad no pudo distinguir dónde estaban los brazos de su
atacante, por lo que empujó al extraño con todas sus fuerzas mientras ganaba tiempo
para sacar la pistola.
Todo ocurrió en una fracción de segundo. Logró forcejear con la sombra hasta

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sacar su pistola, pero su atacante era demasiado hábil en la lucha cuerpo a cuerpo, era
como si supiera qué iba a hacer antes de llevarlo a cabo. Quien fuera contaba con
demasiados factores a su favor. Ni por un instante pudo encañonar a la sombra, la
cual aferró su muñeca con la fuerza de una garra, como si de algún ser prehistórico y
deforme se tratara.
La sorpresa dio paso al miedo cuando sintió algo frio y puntiagudo penetrar en su
cuello, un chorro de líquido cálido recorrió sus venas haciéndole perder la
sensibilidad de su cuerpo. Sin poderlo evitar se desplomó sobre la hierba. A su
alrededor desaparecieron los sonidos, quedándose rodeado solamente de sombras.

***
El impacto del agua lo hizo recobrar el conocimiento al instante.
El agua, fría como lanzas de hielo, hirió su cuerpo y su rostro. La neblina que
cubría su vista se disipó, y de a poco, empezaron a retornar sus sentidos. Tan solo le
quedaba un extraño sabor a medicamento en la boca. Supuso que le habían
administrado alguna clase de droga. Sopló las gotas de agua que le rodaron por los
labios en un intento de protesta.
Poco a poco, un fluido constante de adrenalina comenzó a recorrer su cuerpo.
Shangó podía sentirlo, pues su corazón estaba a punto de reventársele en el pecho a
causa del miedo a lo desconocido.
¿Dónde estoy?
Delante de él se encontraba un hombre con una manguera… o más bien una
silueta, pues la luz que proyectaba la bombilla del techo le daba a contraluz, creando
una sombra chinesca. El individuo, fuera quien fuera, movió su dedo de la punta de la
manguera y lanzó otro chorro de agua a presión contra su rostro.
El líquido le golpeó la cara con tanta fuerza que le impidió respirar. A punto
estaba de quedar asfixiado cuando escuchó como su torturador lanzaba la manguera
al suelo.
Shangó comenzó a resoplar intentado ganar un poco de aire, y fue entonces
cuando vio por primera vez al causante de todo aquello. Este le dio la espalda y
comenzó a quitarse un enorme traje de tiras camufladas. El traje que quedó en el
suelo le recordó a los que usaban los francotiradores en las películas americanas. Su
captor también traía puesto un pasamontañas con la clásica abertura para los ojos. Al
quitarse la capucha, el hombre lo miró por encima de su hombro. Shangó reconoció a
aquellos dos ojos azules y carentes de cualquier emoción.
¡¿Manuel Mendoza?!
Manuel, el supuesto e inofensivo anciano le volvió a dar la espalda para continuar
quitándose el traje, dejando a Shangó sumido en un millón de preguntas.
¿Qué diablos está pasando? ¿Acaso este vejete fue capaz de capturar al
musculoso mercenario?, los pensamientos siguieron acumulándose en la mente del

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traficante sin poder encontrarle alguna lógica.
Aunque de momento la lógica tendría que esperar, ahora lo importante era
liberarse, salir de donde quiera que estuviera y pretender alterar las reglas del juego.
Mientras el anciano seguía quitándose el traje, Shangó hizo un estudio rápido de su
situación.
Lo primero era mantener la calma y encontrar sus opciones…: siempre había
opciones para escapar de una situación de peligro. ¡O casi siempre!
Shangó quedó horrorizado al revisar su propio estado físico. Estaba
completamente desnudo y amordazado a una silla de hierro.
Paso a paso, se dijo mientras intentaba controlar las olas de pánico que
invadieron su mente… Lo primero es liberarse, aunque me cueste partirme un
dedo…
Como el anciano le daba la espalda, pensó que quizás tuviera alguna oportunidad.
Intentó mover la silla hacia ambos lados, usando todo el peso de su cabeza como
péndulo.
El resultado no fue muy esperanzador.
La silla, reforzada con cabillas de acero, estaba incrustada al piso de cemento.
Para colmo de males, sus piernas permanecían fuertemente amarradas por los tobillos
y los muslos con un fino alambre dentado, este penetraba la piel si intentaba moverse
demasiado. Shangó comprendió que aquel alambre no era común. Estaba diseñado
para trozar la carne de las presas que cayeran en su lazo.
Sus manos, de igual manera, fueron doblemente amarradas por las muñecas, los
codos y los hombros.
La silla en sí le recordó a un pupitre de doble paleta, a las que estaban sujetas sus
manos. El anciano había tomado debidamente todas las precauciones, incluyendo el
diseño de aquella maldita silla. El pensamiento no fue para nada alentador al
comprender que alguien se había tomado el tiempo y esfuerzo de “crear” aquella
silla, fue eso precisamente lo que más lo asustó.
Tranquilo, hombre… tranquilo. Vas a salir de esta, ya verás.

***
Una cuerda trenzada le apretaba la boca impidiéndole mover la lengua. El nudo
era tan fuerte que le estaba cortando los extremos de los labios, y comenzó a sentir el
sabor inconfundible de su propia sangre.
La idea de una posible fuga quedaba descartada por completo; siguiente paso:
¿dónde estaba?
Recorrió de un solo vistazo la habitación, otra vez. No media más de varios
metros cuadrados: en un extremo había una cama sin colchón, solamente una parrilla
con muelles de acero la cubría. En un rincón había una mesa en la que el anciano
depositó la cartera de Shangó, su pistola y su celular.

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Si salgo de esta lo primero que haré es llamar a Rachel…
El contrabandista siguió analizando cada detalle, las paredes sin pintar estaban
hechas de trozos de bloques y ladrillos, y en la unión entre el piso y las paredes había
varios tubos de plástico incrustados en forma horizontal con el propósito de facilitar
la limpieza. De seguro el viejo conectaba la manguera de agua a presión para luego…
limpiar la sangre…
“¡Oh Dios… oh Dios…!”, unas tenazas invisibles, provocadas por el miedo,
apretaron y retorcieron las tripas del contrabandista.
Sin poder mantener la calma comenzó a mirar hacia todos lados, encontrando más
y más detalles que aclaraban sus dudas e intensificaban sus sospechas. Del techo
colgaban varias rondanas como las que se usan para sacar agua de los pozos; las
rondanas se veían engrasadas recientemente. A través de las ruedas pasaban unas
finísimas cuerdas de acero que tenían un garfio en una de sus puntas. De cada garfio
colgaba un cubo de plástico.
¡Mierda, mierda, mierda!, exclamó horrorizado para sí. ¡Estoy en una maldita
sala de torturas…!

***
Shangó, cada vez más atemorizado e impotente, observó como Manuel colocaba
una pequeña mesa justo delante de él. Puso sobre ella una bolsa y un recipiente de
acero inoxidable, igual a los que se usan en las salas de operaciones. La bolsa era de
color verde, también como las de los hospitales, en las que se transportan materiales
quirúrgicos.
¿Y esto ahora a qué viene?
En el recipiente de acero, el anciano vertió un líquido desde un galón, que a
juzgar por el olor, el contrabandista lo identificó como alcohol desinfectante. Dentro
de la vasija metió una mota de algodón. Levantó la bolsa en el aire sujetándola por un
lazo y comenzó a sacar su contenido. La bolsa, por extraña que le pareciera la
comparación, le recordó a Shangó sus propios testículos.
Manuel, con una parsimonia enfermiza, fue sacando de la bolsa unos largos
clavos de acero inoxidable. Las afiladas estacas debían medir aproximadamente ocho
pulgadas, en total fueron seis.
—Oh, qué bien… Creo que antes del amanecer vamos a tener una pequeña charla.
Estoy seguro que al final lograremos entendernos —el anciano comenzó a hablarle
como si fueran amigos de toda la vida—. ¿Quieres hablar de historia? Eh… ¿cómo
dices? Oh, no puedes hablar. No importa, entonces escucha.
¡Está chiflado!
El anciano, indiferente a las reacciones de Shangó, prosiguió con su monólogo.
—Sabías que durante la Segunda Guerra Mundial la Gestapo se especializó en
torturar prisioneros…, mmm, ya, ¡claro que lo sabías! —mientras hablaba, Manuel

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fue pasándole a cada clavo una mota de algodón empapada en alcohol. Después los
depositaba sobre una manta de color también verde—. Tuve un amigo que me llevó a
una clase…; parecerá raro, pero sí, en aquella época nos impartían clases de torturas;
bueno, ellos le llamaban “proceso intenso de interrogatorio”, o algo por el estilo. Esto
no significa que hoy día las clases no se sigan concediendo. ¡A saber cuántos
artefactos se habrán inventado gracias a la tecnología!
¡Dios, Dios, Dios… esto no me está pasando…! Estoy atrapado en una sala junto
a un viejo loco y ex nazi, Shangó intentó organizar sus pensamientos mientras
Manuel hablaba; el traficante también había asistido a cientos de procesos de tortura,
y sabía que la única manera de salir airoso era ganando tiempo. De un momento a
otro podían llegar el italiano y el resto del grupo. Además, el anciano aún no había
hecho sus preguntas.
De momento no debía entrar en pánico. Quizás, incluso Jack…
¡Jack…!
Hasta ese entonces no le había pasado por la mente dónde estaría Jack. ¿Habría
acabado el gigantesco negro en aquel cuarto de torturas al igual que él? Parecía poco
probable…, aunque por lo visto no imposible. Shangó recordó con cuánta facilidad
fue derribado por Jack en la Casa de la Colina, ¿cabía la posibilidad de que también
hubiera caído en una trampa del viejo?
Ya no estaba seguro de nada.
—Siempre han culpado a los alemanes de las mayores torturas, el hecho es que
todos los países tienen sus propias cámaras de tortura —Manuel terminó de limpiar el
último clavo y sacó un martillo de cabeza redonda—. Mi amigo, el que te
mencioné… sí, el de la Gestapo. Ya te acuerdas, sí, ese mismo. Pues en una ocasión
me regaló, por mi cumpleaños, uno de sus libros de cabecera. Creo que aún lo tengo
por ahí.
El anciano estaba vestido solamente con un pantalón, iba sin camisa y Shangó
evaluó el cuerpo delgado de Manuel, donde no había una gota de grasa de más. Los
músculos se le veían firmes y resistentes, de seguro debido a la estricta dieta de
mariscos a la que se sometía. Manuel prosiguió.
—El libro tiene la carátula de cuero; un clásico sin dudas, deberías verlo. Hasta
podría pasar por una vieja Biblia de esas que se ven en las películas antiguas bajo los
brazos de los monjes…, solo que el contenido no era muy religioso, aunque, mmm,
las iglesias también tuvieron sus propios libros de torturas… ¡Ah, ya, nuestro tema!
Como te decía, la Gestapo diseñó su propio libro de interrogatorios, incluso ilustrado.
La voz del anciano sonó lejana, como si hiciera un gran esfuerzo por traer al
presente aquellos recuerdos perdidos en las décadas.
—Mmm, sí, excelente trabajo de imágenes. Muy bien ilustradas.
Shangó sabía que mientras más tiempo el viejo hablara, más posibilidades él que
alguien notara su ausencia. Lamentaba una y mil veces haber cometido un error tan
estúpido. Ir solo, sin escolta… ¡pero quién diablos podría haberse imaginado aquello!

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En Colombia siempre andaba con dos carros de escoltas, lo mismo que en
Venezuela, donde único jamás había usado escoltas era en Cuba, pues se sentía
seguro en todo momento…
—El libro estaba separado por capítulos, por sexos, y por edades —de repente la
voz de Manuel pareció transformase en el sonido de un látigo, el tono de amenaza
estremeció las paredes como el leve gruñido de un oso—, un interrogatorio se divide
en dos sesiones. En este caso cada sesión será de diez minutos. Quizás hasta nos
saltemos algunas páginas del libro.
Manuel sonrió.
No se trataba de una simple sonrisa, había una mezcla de placer y sadismo en
cada uno de sus gestos. Sobre todo por la expresión de sus ojos. Shangó se tragó su
propia saliva mezclada con sangre al asumir finalmente que estaba frente a un
psicópata experimentado en el arte de la tortura.
El anciano puso sobre la mesa un reloj de cuerda, movió varias veces una de las
mariposas de acero que tenía tras los números y se escuchó un ringgg…; el campaneo
resonó por todo el cuarto. Solo había sido una prueba. Luego le dio cuerda al reloj y
calculó la alarma para que sonara dentro de diez minutos. Un tic, tac, tic, tac… se
escuchó en toda la habitación.
—Yo conduciré la parte práctica, un amigo mío vendrá a hacerte las preguntas —
el anciano estaba hablando a carretilla, sin hacer pausas, como si temiera que de un
momento a otro su presa se le lograra escapar—. En un interrogatorio el tiempo va
tomado de la mano con el dolor. El libro de interrogatorios explicaba que el
interrogado siempre debe de tener la opción de dar información para no recibir
dolor… esa es la base. En este caso recibirás dolor, a cambio de tu información se te
dará alivio.
Shangó no podía creer con cuánta frialdad aquel monstruo le hablaba de dolor y
alivio. Sin dudas no sabía quién era él. En cuanto le quitara la mordaza se lo dejaría
bien claro, sin irle a la contraria, eso nunca era bueno. Pero todos los hombres tienen
un precio. Todo era cuestión de saber qué quería Manuel.
—Serás sometido al interrogatorio de los “Seis Clavos” —Manuel tomó uno de
los clavos de la mesa y se lo mostró a Shangó. Lo sostuvo en su mano como si fuera
el asta de una bandera—. Iré introduciendo en tu cuerpo los clavos en puntos
vitales… Dos en las rodillas, específicamente a través de la rótula, dos en los tobillos,
dos en los codos…
Shangó palideció al punto que sintió que no podría contener su vejiga.
¿Aquel loco iba en serio?
—El interrogatorio no está basado en causar un dolor al punto que no puedas
coordinar tus palabras, sino en mantener el que se ha logrado; nadie ha llegado a los
seis clavos, máximo cuatro —un brillo apareció en los ojos agua marina de Manuel,
mientras una leve sonrisa le cruzó fugaz por la comisura de sus labios—. Pero quién
sabe, a lo mejor tú puedes romper el récord.

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***
Mientras Manuel caminaba hasta la mesa, Shangó no pudo contener su
respiración. Resoplaba como un toro de rodeo a punto de salir a la arena.
¡No se supone que un interrogatorio sea así! Debe de hacerme preguntas, yo no
las respondo y me rompe los huevos…, no rompérmelos antes de hacerme las
preguntas. ¿Y quién es el otro amigo?
Aquello significaba que el anciano no estaba trabajando solo, si tenía más
personas con él entonces cabía la posibilidad de que Jack hubiera caído en una
trampa.
Horrorizado, llegó a la conclusión de que nadie vendría por él.
Manuel tomó un clavo y el martillo y se puso frente a Shangó. Este sintió la punta
del acero contra su piel. Manuel uso dos dedos e hizo una pinza para sostener el clavo
como si fuera un carpintero profesional. Luego levantó el martillo…
—¡¡¡Mmmm, mmm, no… no…!!! —la mordaza solo permitía que Shangó
pudiera articular sonidos, desesperado le pidió a Manuel que se detuviera; pero el
anciano parecía no verlo.
Manuel levantó el brazo por encima de su cabeza, tomó aire como si fuera a
sumergirse en un profundo lago, y casi descarga todo el peso del martillo sobre la
puntilla…
—Lo siento, olvidé mis espejuelos… ¡Enseguida regreso!
El anciano fue hasta la mesa.
Shangó no pudo creer lo que le estaba pasando. La realidad era demasiado atroz
para asimilarla toda. Ya no podía controlar sus nervios, y estos estremecían su cuerpo
como si estuviera dentro de un congelador a veinte grados bajo cero.
Comenzó a gemir y a llorar.
Manuel regresó con el martillo y la puntilla. Antes miró el reloj.
—Solo le quedan cuatro minutos a esta sesión, tenemos que apurarnos.
Apuntaló el clavo en la rodilla del contrabandista y descargó todo el peso del
martillo con un movimiento rápido y experto. Un chasquido se escuchó en todo el
cuarto, semejante a cuando se destapa el corcho de una botella.
El clavo de ocho pulgadas atravesó con eficiente rapidez la rótula, el cartílago y el
fémur, y salió por la parte de atrás de la rodilla. El orificio de salida botó mucha más
sangre que el de entrada, el cual solo salpicó con algunas gotas los espejuelos de
Manuel.
Shangó se estremeció en su silla sin poder contener ni el dolor ni su vejiga.
Involuntariamente cerró la boca, trozándose sus labios. Movía el cuello hacia atrás y
hacia delante con intenciones de desprendérselo, pero de nada le sirvió.
Manuel observó el reloj.
—Queda un minuto.
Con suma rapidez tomó otro clavo y repitió la operación.

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Esta vez, antes de que el clavo atravesara la rodilla, Shangó ya se había orinado
dos veces encima. También sintió una pastosidad entre sus nalgas.
Manuel descargó el martillo por segunda vez.
El reloj sonó.
En ese momento Shangó perdió la conciencia.

***
Al despertarse, Manuel se había puesto una camisa. Aún llevaba los mismos
espejuelos manchados de sangre.
—¡Dios, Dios,…! ¿Qué te ha hecho? —dijo Manuel mientras corría hasta donde
estaba Shangó. En un instante le desató la boca. Mientras se pasaba la mano por el
rostro se preguntó a sí mismo—. ¿Cómo ha podido hacerte esto?
Shangó lo miró confuso, no entendía qué estaba pasando.
El anciano continuó haciéndose preguntas y lamentándose. Fue hasta la mesa y
tomó un recipiente llenó de alcohol. Luego regresó y le dijo:
—Siento que estés pasando por esto. De veras que lo siento. Voy a tener que
limpiarte la herida, te va a doler pero es la única manera de evitar una infección o
podrías perder las piernas.
Diciéndolo y haciéndolo fue lo mismo. En cuanto el alcohol tocó la piel de
Shangó, este comenzó a gritar. Miró sus rodillas, de las cuales emergían en forma
grotesca las cabezas de acero de los clavos.
Sus gritos estremecieron la habitación.
—¡Ahhhhhh, ahhhhh! ¡Imbécil, idiota, hijo de puta…! —los gritos no evitaron
que Manuel siguiera limpiándole la herida—. ¡Mírame… que me mires…! Sí, sabes
quién soy… no, no lo sabes… ¿qué quieres, cuánto quieres?
—Cálmate, muchacho; por favor, cálmate…
—Estás loco, hijo de puta. ¡Estás enfermo! Te van a matar…, yo soy tu única
ayuda, el único que pudiera ayudarte.
El anciano se cubrió la nariz y la boca como si estuviera rezando, parecía
asustado y miraba a todos lados, como si esperara la visita de alguien.
—Mira el reloj, por favor: solo tienes seis minutos…
El dolor era cada vez más intenso, involuntariamente Shangó contrajo las rodillas,
lo cual fue peor, pues sintió el acero dentro de sus huesos.
—¿Seis minutos…?
—Ahora son cinco…, esta es nuestra sesión, luego vendrá él, aún no te he hecho
ninguna pregunta…
—¿Él…? —Repitió Shangó. ¿Quién cojones es él?
—El que te hizo esto —Manuel le señaló los clavos en las rodillas—. Quedan tres
minutos.
Shangó no entendía qué estaba pasando. Aquel viejo estaba completamente loco.

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Le estaba aplicando la técnica de interrogatorio del policía bueno y el policía malo,
solo que él mismo era ambos policías a la vez.
—¿Él…? ¡Él eres tú, maldito loco…! ¡Hijo de perra! ¿Acaso no entiendes quién
soy yo…?
El reloj sonó: habían pasado los diez minutos.
Manuel lo miró con verdadera lástima en los ojos, fue entonces cuando Shangó
comprendió el error de haber perdido su tiempo. Aquel viejo estaba completamente
loco, tenía alguna rara esquizofrenia donde pensaba que era dos personas
completamente diferentes. Pero más valdría hablar con el bueno que con el malo.
—¡Espera un momento! —le dijo.
—Lo siento, sé fuerte, nuestra sesión ya terminó —sin decir más palabras salió
del cuarto.

***
Dos minutos después, Manuel regresó sin camisa y transformado en el psicópata
torturador.
—¡Espera, espera…, vamos a hablar…! —suplicó Shangó, pero el anciano no lo
escuchó.
Tomando la mordaza, volvió a ponérsela en la boca al traficante. Este no dejó de
dar gritos. Luego fue en busca de un cable de acero de los que tenían un lazo en la
punta y un garfio enganchado a un cubo plástico. Enganchó una horquilla tras cada
rodilla de Shangó para aguantar los clavos, de esta manera evitó que se salieran. Acto
seguido pasó el lazo por la cabeza de la puntilla.
El cable enlazado pasaba a través de varias rondanas en un ángulo vertical, al otro
extremo quedaba el cubo suspendido en el aire. El traficante entendió en qué
consistía la tortura. Manuel iría poniendo pesos en el cubo, y este haría la función de
contrapeso halando el cable que estaba sujeto a su rodilla… La fuerza de gravedad se
encargaría de hacer el resto.
Apenas había comprendido en qué iba a consistir su martirio, cuando Manuel
procedió a ponerlo en funcionamiento. Cargó otro cubo previamente lleno de agua y
comenzó a rellenar lentamente el otro. El cable se puso tan tenso como la cadena del
ancla de un buque. La presión ejercida hacia arriba por el clavo de acero comenzó a
destrozarle la rótula y sus ligamentos.
Shangó, al tener que reprimir los gritos de dolor comenzó a convulsionar. Sin
poder controlar ni sus nervios ni el dolor, vio cómo su cuerpo se estremecía de tal
manera que parecía estar poseído por una legión de demonios.
El reloj sonó justo en el instante en que Manuel ya iba a rellenar el segundo cubo.
El anciano dejó la cubeta en el piso y salió. No sin antes lanzarle una mirada a
Shangó. Los ojos de ambos se encontraron. El traficante sintió un miedo ante aquella
mirada como jamás había sentido por nada ni por nadie. Manuel lo miró lleno de odio

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y ansiedad, deseoso de que pasaran los próximos diez minutos para continuar justo
donde lo habían dejado.
—Espero que no olvides que aún nos quedan cuatro clavos.

***
La puerta se abrió dos minutos después.
Manuel regresó con la camisa puesta. Cuando Shangó lo vio comenzó a sollozar.
Ante la escena, Manuel pareció quedar en shock, corrió hasta donde estaba el
cubo e intentó desengancharlo. Aquello solo le causo más dolor al prisionero, viendo
que no lo podía zafar derramó toda el agua sobre el piso.
Shangó sintió el alivio al instante.
Manuel corrió y le quitó la mordaza.
—¡Pero Dios, ¿qué te ha hecho ese animal…?!
—Ahhh, ahhh, ayúdame… ayúdame… —comenzó a suplicarle Shangó. El
traficante sabía que no soportaría otra sesión—. Tengo una hija, se llama…
—¿Quieres agua?
—No, no, por favor, no… pregúntame, qué quieres saber…
La voz de Shangó era tan solo un balbuceo. Al hablar su propia saliva se le caía
sobre el pecho.
Manuel miró el reloj: aún les quedaban ocho minutos. Tomando de la mesa una
libreta buscó una hoja donde tenía anotadas las preguntas.
—¿Sabes quién es Manuel Mendoza?
La pregunta sorprendió a Shangó, pero se limitó a responder.
—No… no lo sé; pero tengo una hija… Tengo mucho dinero, mucho…
—Dos consejos —la voz del anciano se escuchó como la de un viejo profesor que
le explica un ejercicio al alumno más rezagado de la clase—. El primero es que mires
la situación desde este punto de vista: estas teniendo simplemente un conflicto de
intereses. Ambos quieren lograr un propósito. No tenses los hilos de la suerte. Dile lo
que quiere saber y ya… Ese es mi primer consejo. El segundo es mucho más simple
—el anciano miró hacia el reloj—: nos quedan siete minutos, aprovéchalos; si
Heldrich es capaz de hacerte esto a ti, ¿qué crees que le haría a tu hija?
Shangó experimentó esa vez un miedo diferente, nada más de imaginarse a
Rachel en aquella silla. La advertencia tuvo el resultado esperado.
Tengo que seguirle el juego, pensó el traficante, es mi única oportunidad.
—¿Para quién trabajas?
—Soy un contrabandista, yo solo vendo armas, rento autos, vendo información…
—Responde la pregunta.
—No lo sé, me contrataron en Panamá. Solo tenía que darles los suministros que
me pidieran. Llegado el momento ellos irían haciendo las órdenes y los pedidos.
El anciano no dejaba de anotar en la libreta y de mirar el reloj.

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—¿Cuántos vinieron a cazar a mi compañero?
—Cuatro, son cuatro… —se pensó la respuesta durante una fracción de segundo
y mintió, aún guardaba la esperanza de que Jack rompiera la puerta de un momento a
otro.
—Yo te creo;… pero mi amigo… —el reloj sonó.
Shangó no pudo evitar los temblores y comenzó a sollozar. La presencia de
Heldrich no la podría soportar. Inconscientemente ya había olvidado que se trataba de
la misma persona.
—¡Cinco, son cinco…! —gimió al ver que el anciano se disponía a marcharse.
Las palabras de Heldrich aún martillaban en su cerebro: Aún nos quedan cuatro
clavos…—. Yo tenía que recoger al quinto. Por favor, por favor…, no te marches, no
me dejes con él.
El anciano pareció dudar, miró varias veces a la puerta como indeciso.
—No te vayas, por favor.
—Entonces, ¿son cuatro, o son cinco?
—Cinco, son cinco… Yo debía recoger a uno de ellos hoy, se llama Jack.
El anciano tomó el reloj y volvió a darle cuerda, Shangó vio que esta vez tenía
quince minutos. Sin apenas darse cuenta, estaba deseoso de poder contar cuánto
sabía.
—¿Dónde se encuentran?
—En las afueras del pueblo de Tres Caminos, en la Casa de la Colina, la que
alquilan…
—Sé cuál es —Manuel anotó algo en su libreta—; la persona que venías a
recoger, ¿qué ibas a hacer con él?
—¿Iba…? Tenía que llevarlo de regreso junto a sus compañeros.
—¿Cuál es el plan B?
—¡¿Qué?!
—¿Cuál es el plan B? Siempre hay un plan B. Si abandonaran la Casa de la
Colina, ¿hacia dónde irían? ¿Cuál es el próximo lugar de encuentro? —hasta el
momento a Shangó no le había pasado por la mente no llegar al siguiente día, pero al
ver que el anciano miró el reloj respondió inmediatamente.
—Se reunirán en El restaurante del Chino, un restaurante clandestino ubicado en
el centro del reparto Condado, en…
—Santa Clara.
Como bien Manuel sabía, el reparto Condado pertenecía a Santa Clara, la
provincia de Villa Clara. El lugar quedaba a una hora aproximadamente del pueblo.
—¿Qué van a buscar allí?
El anciano se levantó y fue hasta la mesa donde estaban las pertenencias de
Shangó. Miró la pistola de este por varios segundos. Luego tomó su celular.
—¿Qué van a buscar allí? —Manuel repitió la pregunta mientras se acercaba al
traficante con el celular en la mano.

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—Cinco maletas, les tengo preparadas cinco maletas…
—¿Qué tienen dentro esas maletas? —preguntó Manuel sin apartar los ojos del
celular, concentrado en buscar algún número dentro del aparato—. Por suerte mis
sobrinos me han enseñado a usar estos artefactos, aunque soy un poquito más de la
vieja escuela; ya sabes, teléfonos con cables y números más grandes.
—Las maletas tiene… tienen…
—Rachel…
—¡¿Qué…?! —el miedo afloró en la voz de traficante.
—Tu hija se llama Rachel, ¿verdad…?
—Sí…
—Aprieto este botón verde con el signo del telefonito, y ya está —los ojos del
anciano se transformaron en la mirada de hielo del otro sujeto—. ¿Qué tienen las
maletas?
Manuel apretó el botón y puso el celular en alta voz. Shangó rogó a todos sus
santos que el celular no tuviera cobertura. Pero ese día sus santos no lo estaban
acompañando.
El celular comenzó a dar timbre. Manuel puso el teléfono entre los dos muslos del
traficante obligando a este a que bajara la cabeza para escuchar el tono. De un
momento a otro su hija podía levantarse y tomar la llamada.
—¿Qué tienen las maletas?
—Cada maleta tiene un kit completo de armamento modernizado.
El timbre siguió sonando.
—¿Qué tipo de armamento? —insistió Manuel.
—De todo. Granadas de humo y fragmentación, cuchillos, explosivos, un celular
satelital… una pistola, y un subfusil automático.
—¿Quién en el restaurante les va a entregar las maletas?
—El Chino —Shangó escuchó un sonido en el celular, como si alguien estuviera
intentando llevárselo al oído—, él es el dueño del restaurante.
—¿Es uno de tus hombres de confianza?
—Sí, podría poner mi vida en sus manos —al instante se arrepintió de haber
dicho aquello…, le acababa de poner un precio a la cabeza del Chino.
—Ese tal Chino… ¿va armado, tiene guardaespaldas?
¿A qué diablos venía aquello?
—Por supuesto, siempre va armado y lleva a su propio guardaespaldas.
Una voz soñolienta se escuchó al otro lado del celular.
—Sí, ¿papi?
—Hola…, hola, mi princesa…
Manuel tomó el celular y lo colgó.
Shangó dejó escapar el suspiro que estaba conteniendo.
—¿Quién sigue en la cadena de mando?
—¿Qué?

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Shangó intentó concentrarse en la pregunta, pero el dolor iba cada vez más en
aumento. Quería estirar los pies, pero el clavo que le atravesaba las rodillas era como
un cable eléctrico, cada vez que movía sus piernas le lanzaba electroshocks que
estremecían su cuerpo.
—¿Quién sigue en la cadena de mando? —repitió Manuel.
—Una de mis chicas de confianza.
—Una mujer —Manuel pareció decepcionado—. ¿Qué hace en el restaurante?
—De todo, es la recepcionista. Aunque también limpia y sirve mesas, pero su
verdadera función es la contabilidad del negocio —una risa cruzó los labios de
Shangó, el gesto no pasó desapercibido a Manuel.
—¿Cómo se llama?
—Irina.
—¿Confías en ella?
—Es una puta… —dijo con desprecio— una puta muy hermosa que está bajo las
órdenes del Chino, si este le dice que se acueste con algún cliente, tiene que hacerlo.
—¿Por qué? —La pregunta era genuina. Manuel estaba interesado en la chica,
aunque su cara solo mostraba desprecio. Por lo visto él tampoco confiaba mucho en
las mujeres.
Shangó se percató que mientras siguiera respondiendo las preguntas no habría
sesiones de dolor, y aunque le costaba creerlo, quería responder todo lo que le
preguntara.
—La muy puta es la mejor artesana de joyas en toda Santa Clara, es un genio de
la orfebrería. Pero si no hace lo que le diga tengo pruebas contra ella para enviarla de
vuelta a una prisión de mujeres.
Manuel asintió con la cabeza y volvió a marcar el número de Rachel.
—¿Qué haces? Ya te respondí todo lo que me pediste.
El celular comenzó a dar timbres.
Heldrich fue hasta la mesa y tomó uno de los clavos junto con el martillo. Shangó
no lo perdió de vista ni por un segundo. El anciano regresó y se ubicó tras el
traficante.
—Papá, ya es tardísimo… —la voz de una niña soñolienta se escuchó del otro
lado de la línea— es la segunda vez que me llamas, después no digas que me quedo
dormida frente a la jaula de los monos.
—Mí, mi princesa…, hay un problema, papá tiene un problema grande en el
trabajo, mañana no vamos a poder ir al zoológico.
Al otro lado de la línea la niña comenzó a sollozar con esa facilidad típica de los
niños.
—Pero me lo prometiste… me lo prometiste…
Shangó sintió la fría punta de acero contra su cráneo.
—Rachel, siempre recuerda que papá te quiere…, papá te quiere mucho, eres lo
más lindo que he tenido en la vida, eres mi niña… y mamá te quiere mucho.

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—Papá, ¿te encuentras bien?
—Te quiero, Rachel…
Heldrich descargó el martillo, no con tanta fuerza, sino aplicando un golpe de
carpintero profesional. La puntilla entró en el cráneo con igual eficacia que en las
rodillas. Shangó sintió una fuerte punzada, como un taladro de dentista cuando le
lastimaba un nervio.
El clavo le atravesó instantáneamente el lóbulo occipital, creándole una parálisis
inmediata. El cerebro dejó de mandar señales electromagnéticas creando un paro casi
total en todos sus sentidos. La sensibilidad y la vista se detuvieron al instante.
Antes de que todo su mundo desapareciera, continuó escuchando la voz cada vez
más lejana de Rachel, aunque ya no podía recordar su cara.

***
Heldrich tomó tres trozos de precinta y se los pegó a los clavos que tenía
repartidos por el cuerpo de Shangó, de esta manera evitaba que la sangre siguiera
manando, así le sería más fácil después la tarea de limpiar el piso. Desamarró el
cuerpo y lo dejó caer sobre un enorme nailon que ya tenía preparado.
Junto a la silla se había ido acumulando un enorme charco de sangre.
Heldrich no se molestó en rodear la mancha, simplemente caminó descalzo por
encima de la sangre del traficante, dejando huellas a su paso hacia la manguera que
había al otro lado de la habitación.
Abrió la llave del agua.
Un chorro grueso impactó contra el piso. Así comenzó a limpiar. Caminó por la
habitación quitando las manchas, y cuando la presión del agua no tenía la fuerza
suficiente para quitarlas, raspaba el piso con los dedos de los pies.
El reloj sonó.
Manuel fue hasta él y apretó la tecla para que dejara de sonar. Aún no amanecía,
pero sabía que le quedaba muy poco tiempo. La limpieza tendría que esperar, al igual
que el cuerpo de Shangó. Cerró la llave y fue a vestirse.
Se había tardado mucho en el interrogatorio, y cabía la posibilidad de que los
otros cuatro hombres ya se hubieran ido, pero quizás aún estuviera a tiempo. Y con
algo de suerte…
Fue hasta un armario que había en una de las paredes. Lo abrió y tomó su cuchillo
de hoja curva. Pasó varias veces su dedo por el filo. Hasta el momento no se había
percatado de que tenía una gota de sangre en los cristales de sus espejuelos. Chupó su
pulgar para humedecerlo de saliva y luego limpió la superficie del cristal.
—Las sombras del pasado nunca nos abandonarán, viejo amigo —le murmuró a
su chuchillo—. ¿Por qué se empecinarán tanto en buscar motivos para una nueva
guerra?
El celular de Shangó comenzó a sonar. Era un número desconocido. Alguien,

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pensó Manuel, se está cansando de esperar.
—Nos vamos de cacería —le murmuró Heldrich a su Kerambit, y la afilada hoja
resplandeció contra su rostro como si realmente le diera un sí por respuesta.
Mientras empacaba sus cosas en una mochila especial de campaña, el anciano
comenzó a tararear una canción…
—¿Oh, sinnerman, where you gonna run to? ¿Sinnerman, where you gonna run
to? ¿Where you gonna run to?

***

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Capítulo 33
El misterio del túnel

Día 4… 7:48 am

Cuando los padres prometen a los niños que los llevarán al día siguiente a la playa,
estos apenas pegan un ojo en toda la noche.
Lucía estaba despierta desde las cinco de la mañana, al igual que un niño. Ya se
había probado tres pares de bikinis y ninguno le pareció adecuado. ¿Por qué nada le
quedaba bien? En el fondo sabía que no se trataba de la ropa, solo buscaba la manera
más sexy de podérsele insinuar al mulato.
Tocaron a la puerta.
—Adelante.
—Buenos días, mi niña, ¿cómo dormiste?
Era la abuela que le traía una tacita de café. En el poco tiempo que llevaba en
aquel país había aprendido a querer a sus primos, al abuelo y en especial a la abuela.
La Vieja, como todos le decían, entró al cuarto con su cojera característica a causa
de la úlcera.
—¿Para dónde es la fiesta? —Preguntó al observar el volcán de ropa que había
sobre la cama de su nieta.
—Es que queremos ir…
—De excursión, Vieja… —Mario entró al cuarto y se quedó mirando a Lucía que
estaba en bikinis—. Prima, ¡estás buena! Si el Nava te coge te va a sacar el sumo…
Lucía sintió como los colores se le subían al rostro. Mario, con su falta de tacto
característica, siempre decía las cosas claras y sin rodeos.
—¡Sumo…! —Exclamó la abuela—. Oh, la niña quiere sumo, un sumito de
naranja, ahora mismo te lo voy a hacer.
—Vieja, estás sorda… —le gritó Mario a su abuela mientras le daba un beso en la
frente, en ese momento entró Miguel.
—Sorda ni sorda, yo lo oigo todo clarito, clarito… —la anciana seguía
sosteniendo la tasa de café y Lucía continuaba frente al espejo sin poder decir ni una
palabra. Si Mario pensaba de esa manera, significaba que sus deseos por el Nava ya
eran noticias de primera plana para todos. Entonces, ¿por qué el mulato no acababa
de decirle ni una palabra, aunque fuera para rechazarla?
—Vieja, ayer fuiste al médico por el turno para la vista y los oídos —le dijo
Miguel a la anciana—, ¿y por fin, que te mandaron para los oídos?
—Espejuelos… —respondió la abuela.

***

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Lucía cargó la mochila de tantas cosas como creyó necesarias. Incluyendo varias
cremas para evitar las quemaduras del sol, ya que su piel, excesivamente blanca por
la ausencia del astro rey, había comenzado a tomar un color rosado, como la piel de
los bebes. En uno de los bolsillos introdujo un paquete de condones, Dios quisiera
que tuviera la oportunidad de usarlos.
Con la mochila al hombro salió por el pasillo. Estaba llegando a la puerta de
salida cuando escuchó algunas voces provenientes del comedor. Dio la vuelta para
entrar a la cocina y en ese momento escuchó a alguien pronunciar el nombre del
Nava. Se quedó paralizada. Aquello de escuchar conversaciones ajenas en los pasillos
no era su rollo, pero prefirió esperar. Desde donde se encontraba no solo podía oír
claramente la conversación, sino que veía por el espejo de la repisa —en la que
abuela guardaba sus platos de porcelanas— a las personas que estaban reunidas.
Sus dos primos trataban de consolar a una anciana que estaba al límite de un
ataque de puros nervios.
—Miguel, tú que tienes mejor cabeza, aconséjenme al Nava —decía la señora.
—Doña Cecilia, usted tranquila, que si él se acerca al Nava o a Nancy le partimos
las piernas.
Él, ¿quién es él?, se preguntó Lucía. Por el tono de voz de Miguel, no
representaba nada bueno quien fuera la persona de la que estaban hablando.
—Ese hombre es malo, muchachos —siguió diciendo la anciana—; anoche
estuvo en la casa buscando al Nava. También me preguntó por Nancy.
Un chiflido sonó desde el portal de la casa. Ya Lucía había aprendido que los
cubanos no usan celulares para decirles a sus amigos que están a la parte de afuera de
la casa, lo que hacen es pegar un chiflido. Y cada chiflido es único, como una especie
de código que identifica a cada uno. Aquel era el del Nava.
Lucía entró a la cocina.
—Tíos, el Nava está esperando por nosotros —miró a la anciana y descubrió el
mismo color de ojos de Nancy—. Buenos días señora.
—Doña Cecilia —dijo Mario—, esta es nuestra prima…
—Lucía, ya me han hablado tanto de ti que me pareces conocida. —Doña Cecilia
la besó en los cachetes y le acarició un mechón de cabello—. Yo soy la abuela del
Nava y Nancy. Mi nieta tiene delirio contigo, se la pasa hablando de su nueva amiga,
la española.
Ahora quedaba más que claro el parecido de los ojos.
—Pues es todo un placer, Nancy y yo estamos haciéndonos muy buenas amigas.
—Qué bueno, que bueno, muchas gracias por las blusitas que le regalaste el otro
día.
—Todo un placer, a ella le van a quedar mejores que a mí.
—Ya me había dicho el Nava que eras de lo más buena…, y de lo más hermosa
también.
Lucía sintió el impacto de un meteorito en su estómago.

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A cagar leches con el mulato, ¡le ha hablado a su abuela de mí…!
Otro chiflido resonó.
—Bueno, basta ya de cotorreos que vamos a llegar tarde —Miguel finalizó la
conversación.
La anciana se despidió y salió por la puerta de atrás.
Una vez solos en la cocina, Lucía no pudo contener la tentación de preguntarles a
sus primos de que iba todo aquel misterio.
—¿Me pueden contar que pasa con el Nava y su hermana?
Mario y Miguel se miraron fijamente, indecisos. Pero de nada serviría mentir, sin
dudas ambos se percataron que su prima había estado escuchando.
—Se trata de Pablo, el padre del Nava.
—Pensé que era la abuela la que cuidaba de Nancy, y que el Nava vive solo…
—Y así es, Pablo es un alcohólico que le daba sendas golpizas al Nava cuando era
pequeño. Cuando la madre del Nava desapareció en el mar, el hombre se fue para su
tierra natal, Santiago de Cuba.
—Dejando sola a Doña Cecilia con los dos muchachos —continuó explicándole
Mario—; al Nava le tocó echarse la casa al hombro, con la ayuda del Viejo…
—¿El abuelo? —Preguntó Lucía.
—Sí, el Viejo quiere a ese mulato como a nosotros, si almorzábamos huevos, tres
iban para la casa del Nava.
—¿Tres?
—Sí, pues si le dábamos uno se lo llevaba para su hermana.
—¿Y qué querrá ese tal Pablo ahora? —Preguntó Lucía recelosa de la respuesta.
—Dinero, más dinero, me lo apuesto —afirmó Miguel mientras se besaba los
dedos en cruz.
—¿Cómo que más dinero?
—El Nava tiene un cuarto de cuatro por cuatro, le costó un ojo de la cara, pero es
de él. Sin embargo, la casa donde viven Nancy y Doña Cecilia es de Pablo —le
explicó Mario—. En Santiago de Cuba Pablo vive con otra mujer que se buscó, pero
entre el Nava y él hicieron un trato. A cambio de que deje a Doña Cecilia y Nancy
vivir en la casa, el Nava le envía todos los meses cuatrocientos pesos.
—¡Le está rentando la casa a su propio padre! —Lucía no salía de su asombro—.
¡Ustedes están de coñas tíos!
—Si Pablo regresó al pueblo y está preguntando por Nancy y el Nava, algo se
traerá entre manos. De esto ni una palabra al…
En ese preciso instante el Nava apareció en la cocina.
—¡Me desinflo de tanto chiflar y ustedes ni responden!
Lucía se quedó sin palabras, siempre le pasaba lo mismo al ver al Nava.
Dentro de cinco minutos recuperaré la facultad de hablar, se dijo mientras el
mulato le daba un beso en la mejilla como saludo de buenos días.
El beso estuvo a centímetros de sus labios, y no es que quisiera imaginarse

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fantasías, pero algo le decía que antes de terminar el viaje algo iba a ocurrir entre ella
y…
—Hay un cambio de planes —anunció el Nava.
—¿Y ahora qué? —Preguntó Miguel.
—Tenemos un nuevo miembro agregado a la excursión.
—¡Tatatannn… tatan! —Gritó Rebeca mientras entraba a la cocina y hacia una
reverencia— ¡yo, su servidora!
Mario y Miguel miraron con poco disimulo a su prima.
—Pues si estamos todos, ya creo que deberíamos irnos —gruñó Lucía. Aunque
no creyó que nadie se percatara de cuanto intentaba controlar su ira.
¡A tomar todos por el culo! ¡Santa ostias bendita!, pensó mientras le lanzaba su
más fingida sonrisa a Rebeca. ¡¿Acabará de salirme algo bien?!

***
Para la excursión compraron varias latas de carnes y refrescos gaseados en una de
las tiendas por divisas, por supuesto, fue Lucía quien los pagó.
Ya la joven había aprendido que era ella quien debía pagar las cosas que no
fueran en pesos cubanos, pues ninguno de sus primos podía darse el gusto de comprar
una lata de carne. A no ser que fuera para una comida especial, y ese no era el caso,
ya que ningún cubano de a pie se podía permitir el lujo de irse a acampar con
comidas enlatadas.
Tras llenar las mochilas con todo tipo de provisiones, incluso para más de un día,
la joven se percató que había gastado treinta “chavos”.
¡Joder!, pensó sin atreverse a revelar sus pensamientos, me he gastado el salario
del mes de un doctor cubano.
Cada uno, a excepción de Rebeca, llevaba una mochila cargada con suministros.
Mientras pasaban por el parque —una enorme plaza cargada de jóvenes sentados
junto a sus bicicletas—, estos se les quedaron mirando por unos segundos.
Los gemelos y el Nava saludaron a sus conocidos como si llevaran meses sin
verse, y no apenas unas doce horas. Fue en esta tertulia de saludos donde Lucía se
percató de algo que había aprendido y le fascinaba de los cubanos. Estos nunca
estaban apurados y siempre tenían tiempo para ponerse a conversar con un amigo en
el medio de la calle. ¿Acaso nunca llegarían tarde a los trabajos? ¿O es que no
trabajaban?
—¡Rebecaaaaa…! ¡Rebecaaaa…! —Gritó una joven desde el otro extremo del
parque.
El grupo se detuvo a esperar a la recién llegada, que para sorpresa de Lucía, se
trataba de un travesti.
Pero las sorpresas no acabaron allí. El recién llegado, o recién llegada, les dio
besos a todos y se detuvo ante el Nava, a este le besó el cachete mientras le acariciaba

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el rostro con una mano repleta de pulseras y de larguísimas uñas postizas.
—El día que quieras conocer a una puta de verdad… ¡llámame mulato, que me
tienes mal! Por ti sería capaz de batirme a las mordidas con el Cancerbero del
Infierno.
El Nava le dio una nalgada al travesti.
—Lo que pasa, Omega, es que todavía no me gusta el otro bando —le dijo el
Nava, mientras le lanzaba su sonrisa de dientes perfectos—, pero nunca digas nunca,
si decido pasarme de filas, con la primera que voy a probar es contigo.
—Tú podrás ser en esta vida de todo, menos maricón… ¡qué lástima!
Lucía intentó, pero no pudo contener la risa. Aquel conflicto amoroso formado en
un segundo era todo un show. De hecho, la recién llegada en si era un show.
—Y tú debes de ser la españolita que tienes al pueblo revuelto —le preguntó el
travesti.
—Mucho gusto, Lucía.
—El gusto es mío. Omega, como la constelación.
Lucía no tenía ideas que tuviera al pueblo revuelto, pero le agradó el tono con que
le hablaba el travesti, que parecía a punto de salir a escena a juzgar por su
gesticulación exagerada. Solo llevaba puesto un simple vestido corto y sin
sujetadores, donde se le marcaban la silueta de unos pequeños senos, seguramente a
base de pastillas hormónales. Unos tacones terminaban su disfraz. Pero lo que más
asombraba en su transformismo era que no llevaba maquillaje.
Lucía tenía muchos amigos travestis y transexuales, pero todos llevaban siempre
doble capa de bases, lo cual, la mayoría de las veces terminaba convirtiéndoles el
rostro en mascaras de polvos. Omega, a diferencia de otros, podía pasar
desapercibido ante cualquier ojo inexperto. Para rematar, tampoco llevaba peluca, su
pelo era original y cuidadosamente lavado y pintado. El cual le caía en tirabuzones
sobre los hombros.
—¿Qué quieres, pájara mala? —le preguntó Rebeca.
—¡Hay, que lengua tan venenosa! —Dijo Omega fingiendo escandalizarse—. Mi
princesa, ¿a dónde piensas que vas con esta cuadrilla?
—Nos vamos de excursión…
—Se van —Omega no dejó que Rebeca terminara de hablar—, tú te quedas.
Lucía no podía creer lo que estaba oyendo. Pero prefirió mantener la calma antes
de comenzar su danza de la victoria.
—No, yo me voy.
—Tú no vas a ningún lado cariño, acaso se te olvidó que tienes ensayo para la
danza del miércoles.
—Ya yo hable con Alejo, él dijo que todo estaba bien.
—Pues dice Alejo que te quites los tacones y te pongas las zapatillas de baile, que
te quiere en diez minutos en la casa de la Cultura para ensayar.
—Alejo es un coreógrafo de danza moderna muy conocido —le explicó Mario a

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Lucía en el oído—; todos los bailares de la provincia quieren estar en su compañía.
—Pero…
—Nada de pero…, Yelenys se torció un tobillo y vas a tener que aprenderte las
dos coreografías.
Lucía lamentó alegrarse de las desdichas de otros. Pero aquello significaba mucho
para ella. Quizás, después de todo, la suerte estaba empezando a sonreírle.
—No te preocupes, Rebeca —le consoló Mario, aunque a Lucía no le pasó
inadvertida la chispa de picardía en los ojos de su primo—, será para la próxima.
Rebeca se despidió de todos dándoles besitos apurados en la cara, cuando llegó al
Nava intentó besarlo en los labios, pero este le presentó un cachete. El gesto no pasó
por alto para nadie.
La bailarina se alisó el vestido y les dio la espalda. Omega hizo lo mismo, le dio
besos a todos dejando para última a Lucía, a quien le dijo en el oído:
—Cuídame al mulato, que yo sé que en España tienen debilidad por el café con
leche.
Lucía le sonrió cómplice al travesti.
—No te preocupes —le dijo—, yo te lo traigo completico.
—No, qué va, por mi te lo puedes quedar, a mí solo me hace falta una parte… —
mientras se iba le dijo al Nava—: ¡Hay mulato! es que te como y te chupo hasta los
huesitos.
Omega tomó por el brazo a Rebeca y se fueron juntas por la acera.
Lucía aún no podía creer cuánta suerte había tenido.
—¡Pues hacia el Ojo del Pirata! —Exclamó Mario.

***
Eran las diez de la mañana cuando por fin llegaron al famoso sitio.
El trayecto les tomó más de una hora, tiempo que emplearon esquivando árboles
espinosos de marabú y aroma. Como si las calamidades del terreno no fueran
suficientes, Miguel le pidió a Lucía que tuviera cuidado con los “dientes de perro”,
unas rocas gigantes llamadas así por sus filosos bordes. Las piedras estaban dispersas
por todo el terreno, pero el Nava, como un caballero, le tendió su mano para que ella
se apoyara en él mientras las franqueaba.
Pues que vengan los dientes de perro, se dijo Lucía mientras exageraba cada uno
de sus pasos, incluso, en más de una ocasión hizo como que se caía, y el Nava, con
reflejos de gato la sostuvo por la cintura.
El truco de la damisela que apenas puede dar un paso y que necesita apoyarse en
su héroe constantemente, seguía siendo efectivo a pesar de los años, como bien pudo
percatarse Lucía. Si no es porque andaba con sus primos, de seguro se hubiera torcido
un tobillo… y hasta algún desmayo del cual solo pudiera ser revivida mediante un
boca a boca.

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—¿Pues… satisfechos tus deseos? —Le preguntó el Nava a Lucía justo delante
del agujero.
—No del todo —respondió ella.
El Nava le sonrió con una de sus pícaras miradas.
—Prima, esto funciona de la siguiente manera —comenzó a explicarle Miguel—,
yo bajo primero, luego Mario me sigue, después tú, y de último el Nava.
Lucía notó que los tonos de conversación cambiaron de repente. Nadie dijo otro
chiste. Solo tenían tres linternas, Miguel llevaría una para iluminar el camino, ella
usaría la segunda para alumbrar la mitad de la línea, y el Nava cerraría la fila con la
tercera.
—Pues manos a la obra —concluyó Mario.
En un instante su hermano se coló en el agujero, de rodillas y unos metros más
adelante, tuvo que arrastrarse en cuclillas. Seguidamente le siguió Mario.
Cuando llegó el turno de Lucía, esta miró al Nava como si estuviera a punto de
entrar a las puertas del infierno.
—Vamos, que no se diga, ¿tú no eras la que quería venir? —Fueron las palabras
de consuelo del mulato.
—¡Pues con dos cojones! —Exclamó Lucía mientras se metía por el Ojo del
Pirata.

***
La luz al final del hoyo fue toda una bendición.
—Si ves una luz al final del pasillo… ¡síguelaaaa! —le gritaron a coro sus
primos.
Aquella broma no la ayudó mucho a relajarse.
Después de arrastrarse por una cueva tan estrecha, prácticamente en tinieblas
durante nada menos que ¡dos horas! —que irónicamente resultaron ser solo quince
minutos— por fin visualizó la luz de salida.
Pálida y sudorosa sus primos le tendieron la mano y la ayudaron a salir.
—¿Y qué tal el recorrido?
—No fue la gran cosa, ya me siento lista para repetirlo.
No quiso mencionar que durante el trayecto algo viscoso se le enroscó en uno de
sus tobillos, causándole un ataque de pánico.
Pero los sustos, y el doctorado que ganó en técnicas de claustrofobia, valieron la
pena.
Ante ella se presentaba una cueva digna de ser filmada por el Discovery Channel.
El techo, a más de diez metros de altura, descansaba todo su peso sobre gruesos
pilares de piedra. Una parte del mismo se había derrumbado, creando un círculo
perfecto que permitía el paso de la luz. En los bordes del inmenso agujero se
vislumbraba la vegetación exterior y un fragmento de cielo azul.

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—¡Ostias tíos…, esto es precioso! —Exclamó mientras recorría todo con su
mirada.
—La cueva se divide en tres partes —comenzó a explicarle el Nava, quien en ese
momento salió del agujero. Tomándola por una mano le fue mostrando las maravillas
que los rodeaban, mientras tanto, sus primos improvisaban una especie de
campamento a sus espaldas—; por donde entramos es…
—El Ojo del Pirata.
—Sí, correcto, esto aquí es la Cueva del Escenario.
—¿Del escenario?
La voz de Lucía se amplió diez veces más creando un efecto de eco que se repetía
contra las paredes hasta desaparecer en la oscuridad infinita de la cueva.
Algunos murciélagos protestaron ante los extraños visitantes.
El Nava, para demostrarle el por qué a esa parte de la cueva la llamaban así, se
subió a lo que parecía ser, efectivamente, un escenario de piedra natural. Mientras el
mulato se movía de un lado a otro, Lucía fue asaltada por una nostalgia repentina,
como si la cueva pudiera hablarle. La sensación fue rara y duró solo varios segundos,
pero no le quedaron dudas de que las paredes y techos —colmados de murciélagos y
pinturas hechas por otros que estuvieron allí antes que ellos y que dejaron las marcas
de sus nombres y fechas— la escrudiñaban desde las sombras.
—¿Te encuentras bien? —Le preguntó Mario de repente, quien llegó a su lado sin
que ella se percatara de su presencia.
—Sí, es solo que…
—Parece que la cueva te está hablando.
—Sí, ¿cómo lo sabes?
—Le pasa a todos los que vienen por primera vez —dijo Miguel quien traía unas
lascas de jamón en la mano para que todos fuera ejercitando las muelas—, quizás son
los fantasmas de la cueva que te dan la bienvenida.
—Fantasmas… —la voz de Lucía tembló por unos instantes.
—Los viejos del pueblo dicen que en esta cueva se escondían los cimarrones.
—¿Cimarrones?
—Así le decían a los negros esclavos que huían de las plantaciones de caña y se
escondían en cuevas como estas.
Lucía miró hacia los techos y las paredes, esta vez más preocupada por la historia
que podrían encerrar aquellos muros que por sus fantasmas. Por un instante se pudo
imaginar a negros esclavos danzando con sus tambores de cuero bajo la luz de una
fogata. Y la pregunta surgió en su mente: ¿Cuántas lágrimas y sueños frustrados
habrían visto aquellas paredes?
—Me dijeron que el abuelo venia mucho a esta cueva.
—Uff, eso mejor ni recordarlo —Miguel se llevó las manos a las nalgas.
—¿Por qué? Me lo tienen que contar.
El Nava tomó a Lucía de la mano y la condujo hacia el otro extremo de la cueva.

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Mientras tanto, Mario le contó la anécdota de cómo descubrieron aquel sitio.
En más de una ocasión habían visto al abuelo salir sigilosamente de la casa y
regresar por la noche. Cierto día lo siguieron hasta la cueva, pero el abuelo los
descubrió y los trajo desde la mismísima loma dándoles nalgadas. Les prohibió que
regresaran a aquel sitio, porque estaba bajo amenaza de derrumbe. Pero como todo lo
prohibido es lo que realmente causa placer, a los dos días los Tres Mosqueteros
estaban de vuelta en la cueva. Al pasar el tiempo se aburrieron y hacía años que no
regresaban.
—Esta es la parte más hermosa de la cueva, se llama Dos Lágrimas.
De repente el pasillo que estaban siguiendo se abrió para darle paso a un lugar
parecido a una piscina con forma de ovalo, el resplandor de las aguas y la
transparencia era tal que permitía ver las rocas en el fondo, e incluso algunos peces.
De dos agujeros en la roca salían dos chorros de agua, estos caían desde más de cinco
metros de altura, creando el efecto de dos cascadas.
—¡Las Dos Lágrimas! —Exclamó Lucía.
La joven permaneció inmóvil durante varios minutos, al girarse se encontró con
que su primo se había quitado la ropa quedándose en unos shorts. Mario fue el
primero en lanzarse en la pequeña laguna. Su hermano, un poco más tímido tardó en
quitarse sus ropas. Pero al hacerlo dejó horrorizada a Lucía.
Esta, inconscientemente, se llevó las manos a la boca.
¡Oh Dios mío…! ¿Qué demonios le pasó?
Miguel no notó la reacción de su prima, y en un segundo estaba dentro de las
cristalinas aguas. Pero Lucía, quien intentó disimular la impresión, tardó un poco más
en reponerse. El cuerpo de Miguel estaba repleto de cicatrices. Solamente en el
abdomen y la espalda debía de tener más de ochenta puntadas. Lucía no supo que
pensar.
¿Cómo Miguel se produjo esas marcas? ¿En un accidente? ¿En una pelea?
Ver el cuerpo de su primo desfigurado de aquella manera le trajo a su mente una
realidad que hasta el momento había intentado olvidar, o pretender que no existía.
Ella no conocía realmente a su familia. Mucho menos a sus primos.
A su mente acudió un detalle que hasta el momento le había pasado
desapercibido, o incluso no quiso verlo. Ahora, al ver los movimientos de Miguel y
sus cicatrices, se percató de que su primo tenía una leve cojera en su pierna derecha.
Mientras intentaba organizar la nueva imagen que debía elaborarse de Miguel, el
Nava pasó por su lado y le guiñó un ojo. Aquel simple gesto le devolvió la calma. El
mulato se quitó su camiseta dejando todo su torso desnudo. Llevaba puesto, al igual
que sus primos, un short cortísimo.
Lucía vio por primera vez su cuerpo bronceado. Quizás ella fuera una enferma
sexual, pero no pudo negar la reacción de su cuerpo, ni mucho menos aparentar que
no estaba sintiéndose mojada por el deseo.
¡Y de qué manera!

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El Nava avanzó hasta el borde de una roca con forma de estalagmita, se subió en
ella hasta la misma punta, con la viva intención de lanzarse de cabeza a la laguna.
Lucía no perdió ni uno de sus movimientos.
¡Ostias de la puta madre! ¡Qué semental!
Como si de una escena de película se tratara, el Nava captó la mirada de la joven
y por unos instantes sus ojos se encontraron, hasta que Lucía bajó la cabeza por temor
a que pudiera leerle la mente. Parece un dios griego, lo comparó Lucía al ver como el
Nava contrajo su cuerpo para lanzarse al agua. Los hombros, brazos y espalda del
mulato parecían un laberinto de curvas musculares. Su abdomen, perfectamente
definido, lo habría hecho millonario en España. Lucía se imaginó a sus amigas y
cuánto pagarían en los Club Nocturnos de Strippers para mujeres por un hombre
como aquel. Luego lo pensó mejor… A tomar por culo todas esas zorras, este mulato
no me lo toca nadie.
—Lucía, ¿vienes? —Le preguntó el Nava justo antes de tirarse al agua.
—Dios, estoy como una perra celosa por un hombre que ni me ha tocado —
murmuró por lo bajo—. ¡Ya voy!
Desde el agua, los tres mosqueteros comenzaron a gritarle que se acabara de
quitar la ropa y se lanzara de una vez.
—Ya voy tíos, pero tengo un problema… no sé nadar.
Los mellizos estaban sentados en una piedra justo debajo de las dos cascadas,
ambos estallaron en una carcajada, fue el Nava quien cruzó en cuatro brazadas la
pequeña laguna hasta llegar a su borde.
—De todas maneras no está tan profunda. Pero no importa, te aguantas de mi
cuello y yo te llevo hasta la otra orilla.
—Está bien, gracias.
Lucía fue triple campeona de natación en su época de estudiante…, pero por tal
de abrazar al Nava valía la pena omitir ese pequeño detalle. El mulato apoyó sus
brazos al borde de la laguna en espera de la joven. Esta sabía que tenía los ojos de él
a su espalda.
Ahora verás cabrón, vas a sufrir, a menos que tengas hielo en las venas.
Lentamente, comenzó a desvestirse.
Dejo caer su blusa con un gesto tan teatral como le fue posible. Llevaba puesto
unos bikinis a juego muy provocativos. Se soltó su larga cabellera con el movimiento
clásico de las películas para luego virarse y quedar de frente al mulato.
Este, por primera vez, demostraba tener sangre cubana en las venas. No la miraba,
la devoraba con la vista. Lucía suspiró, por un momento había llegado a pensar que
sus encantos iban a ser inútiles. Pero no era así, allí estaba un hombre para comer,
repartir, y llevar para la casa —palabras textuales de Mario— y lo mejor, la estaba
mirando como un psicópata sexual.
Esa mirada era la que la joven llevaba tiempo buscando.
Ahora venía la mejor parte.

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Con la atención del Nava, y sus primos ajenos al conflicto de miradas, la chica
comenzó a desabrocharse el pantalón. Tras intentar dos veces, la magia del momento
desapareció, el botón estaba trabado y no podía desabrochárselo por mucho que
intentaba.
Joder, joder, joder… ¡Esto no me está pasando!
—¿Te ayudo? —Preguntó el Nava.
—Yo puedo sola, gracias…
Aún le quedaba una gota de orgullo de femenino, aunque no lo suficiente para
oponer una verdadera resistencia. Lucía se percató de que la pregunta del Nava no fue
simple cortesía, pues ya había salido del agua y sin esperar su consentimiento le
agarró el pantalón. Tras intentarlo dos veces comenzó a negar con la cabeza.
—Parece que se descosió cuando te arrastraste por dentro del Ojo del Pirata. Si
quieres voy al final del pasillo y te busco un cuchillo…
—No, rómpelo.
¡Dios, que sexy suena eso!
—¿Segura?
El mulato chorreaba agua de sus hombros y su cabeza casi rapada. Las gotas
corrían revoltosas por todas las curvas de sus músculos como demostrando que ellas
sí lo podían tocar.
—Segurísima.
Lucía sintió aumentar su respiración cuando el Nava tensó sus bíceps, el botón
salió disparado como un corcho.
—Ya está. Ahora dudo que encontremos el botón. Tendrás que ponerle otro
cuándo regresemos.
—Por suerte traje un cinto.
—¿Eh, tíos, se meten al agua o que…? —Gritó uno de los gemelos imitando a
Lucía.
La chica sonrió y por fin logró liberarse del pantalón.
El juego de bikinis definía perfectamente todas sus curvas, e incluso procuraba
detalles para despertar la imaginación del hombre.
—Bonito bikini —le dijo el Nava.
—Es un modelo exclusivo de la Victoria Secret.
—Ya, pues muy bonito, espero que a ella le quede tan bien como a ti.
—¿A quién?
—A la Victoria Secret.
El Nava se lanzó al agua.
Lucía tuvo que contener la risa, lo menos que hubiera querido era herir los
sentimientos de su mulato, y mucho menos si la estaba piropeando. Por eso prefirió
no contarle que Victoria Secret era el nombre de una compañía dedicada al diseño de
ropa interior para mujeres, y sus modelos, las apodadas “Ángeles”, clasificaban en las
revistas de las mujeres más hermosas del mundo… por lo que ella ni remotamente se

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acercaba a uno de aquellos querubines. Pero la ignorancia en un hombre a veces tenía
sus ventajas.
La joven, asistida por el mulato, se dejó caer al agua. Su héroe la acomodó a su
espalda y empezó a cruzar la laguna. Ella lo sujetó con mucha firmeza, sintiendo las
contracciones de sus poderosos hombros.
En un instante estuvieron en la otra orilla. Sus primos la ayudaron a subir a una
roca, donde el agua la empujaba por la espalda con una fuerza tremenda. Aquello le
recordó de pronto una terapia de relajación y masaje. Con el agua cayéndole en su
espalda y su cuello, Lucía abrió sus manos para poder relajarse mejor.
—Tíos, esto es de puta madre… ¡Esto es lo máximo!
Los Tres Mosqueteros, que estaban sobre una roca gigante, comenzaron a reírse.
El Nava empujo a Mario, quien rápido como un gato antes de caerse al agua se
agarró de su hermano y los dos se fueron juntos.
—Soy el rey de la piedra —gritó el Nava.
Lucía, que estaba a su espalda, lo empujó con una de sus piernas por las nalgas y
el mulato se fue de cabeza a la laguna.
—Pues acabas de ser destronado por la reina.
Todos lanzaron una carcajada.
Entonces ocurrió lo inesperado.
De repente la cueva se estremeció.

***
Al principio solo fue un ruido lejano. Pero poco a poco comenzó a acercarse por
el pasillo seguido de una corriente de aire, como si un huracán en miniatura se
acercara. Miles de murciélagos salieron chillando de todos los rincones de la cueva
rumbo a la salida del techo. El espectáculo fue aterrador, aunque nada comparado con
lo que siguió a continuación.
El aumento de la presión de aire le recordó a Lucía el ruido de las turbinas de un
avión al despegar por encima de su cabeza. En un instante el ruido se hizo
ensordecedor. Varias piedras comenzaron a desprenderse del techo y caer en la laguna
levantando enormes olas de espuma.
—¡Es un derrumbe…! —Alcanzó a gritar Miguel.

***
Giovanni miró su reloj.
Shangó y Jack estaban muy retrasados. Deberían haber llegado desde hacía más
de una hora.
Chequeó varias veces las cámaras del exterior sin advertir nada fuera de lo
común. En la cama dormía el ruso, ajeno a cualquier preocupación. Fuera de la casa
el iraní se mantenía haciendo su ronda. Aldrich era el único que estaba despierto

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viendo porno en su tableta digital.
—Están retrasados —le dijo Giovanni al británico.
—¿Qué? —Preguntó el Zombi mientras se quitaba los audífonos.
—Que están retrasados, hace una hora que deberían de haber llegado.
—Podría haber ocurrido cualquier cosa, a lo mejor una llanta pinchada… ¡Jack se
atrasó, o se fueron de putas…!
—No seas imbécil. Si en una hora no están aquí, vamos a levantar el
campamento.
Aldrich apagó su tableta.
—Estas exagerando. Recuerda que esto es Cuba. ¿Qué querías, que te llamaran
diciéndote que están atrasados? Bien sabes que los celulares aquí son una mierda. Y
como no nos dejaron traer nuestros teléfonos satelitales ahora tenemos que atenernos
a las consecuencias. Podría seguir hablándote de las comunicaciones todo el maldito
día. ¿Cómo quieres que Jack se comunique con nosotros? Aquí solo tienen antenas de
baja intensidad, las señales se caen constantemente. Los medios de transporte que
usan son piezas de museo. ¿Entonces, cómo no quieres que se atrasen?
Giovanni no necesitaba que le repitieran lo que ya sabía, pero odiaba permanecer
así, impotente. El británico tenía razón, si la misión hubiera sido en alguna selva
amazónica, o dentro de alguna ciudad, no se habrían demorado cinco minutos en
levantar el campamento.
Además, ¿qué podría haberles pasado?
Jack era un ex Seal perfectamente entrenado para sobrevivir incluso en el medio
del Sahara, ¿una emboscada?, poco probable, y Shangó estaba recibiendo muy buen
paga para traicionarlos, aunque podía ser una opción.
Siempre alguien pagará más, recordó.
—No lo sé, los retrasos en este negocio siempre cuestan vidas.
—No vas a darnos una clase de filosofía mercenaria, ¿o sí?
Con Aldrich nunca se podía hablar en serio.
—Una hora más, si no están aquí recogemos todo.
—Lo que usted diga jefe, para eso es el Alfa.

***
Gerardo paró la lectura y colocó el libro sobre su escritorio.
No valía la pena seguir intentando descifrar quien era el malo en la novela cuando
no podía concentrarse en los detalles. Los sucesos de la noche anterior no se le iban
de la mente. Podía recordar la mirada de decepción del Nava y los gemelos. Pero lo
peor era su reputación, eso era lo único que le importaba, ¿ahora qué pensaría el
pueblo de él?
La puerta se abrió y Sandra entró de espaldas.
Al virarse traía una bandeja con un termo y dos tazas para servirse café. Por una

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vez, Gerardo no protestó porque abrieran la puerta sin tocar. La mulata le sirvió café,
pero sin dirigirle una palabra.
—¿A ti te comió la lengua el ratón?
La joven le ofreció una taza y tomó otra para ella.
Gerardo saboreó el café sin decir más palabras. Hacía mucho tiempo que había
aprendido que cuando una mujer no habla, mejor no preguntarle, hasta que ella
decida hacerlo.
—Te volviste una mierda ayer.
—Solo fue un beso, podría haber pasado más si tú…
—No seas imbécil —Gerardo puso la pequeña taza sobre el escritorio, la
conversación se estaba poniendo tensa—, lo de ayer pasó porque yo quería que
pasara, me refiero a lo que le hiciste al Nava.
—¿Y qué yo le hice?
—De lo único que habla hoy el pueblo entero es de la clase de mierda que te has
vuelto. Tanta gente robando por ahí, y un muchacho que tú sabes que se dedica a
inventar sin meterse en rollos gordos ni robarse nada…
—Sandra, por respeto vamos a dejar esta conversación.
—¡Qué cojones respeto! Tú que cada vez que tienes una oportunidad me tocas las
nalgas.
Gerardo se llevó las manos al rostro para luego estirarlas. No supo qué responder
a eso.
—Lo único que falta ahora es que…
—¡Sandra…! —Gerardo lanzó la taza contra la pared haciéndola añicos—. Deja
de comer tanta mierda y hablar sin saber.
La mulata palideció. Incluso Gerardo no se conocía aquella faceta de hombre
violento.
—Lo de ayer fue una trampa que me puso el sargento habanero. Acaso no te
distes cuenta cómo entró a la oficina —mientras lo decía, Gerardo comenzó a
analizar mejor su teoría—. ¿Por qué crees que tenía tanto apuro?
—Entonces tú no tuviste nada que ver con el decomiso de las botellas de ron —la
voz de Sandra aún se mantenía desafiante.
—Claro que no, además, yo sabía que el Nava estaba metido en ese negocio.
Mientras él no se robe las botellas de adentro de la fábrica, ni venda un camión de
bebidas alcohólicas, que gano yo con quitarle una maldita mochila cargada de
botellas.
—Discúlpame, yo no sabía…
—Nadie sabe, ese es el problema, es más fácil juzgar y después preguntar.
La mulata le sirvió más café en su propia taza y se la pasó.
Gerardo entendió que aquello era una tregua, Sandra acababa de enterrar el hacha
de la guerra, quizás ella quería la paz, pero él aún necesitaba arrancar algunos cueros
cabelludos.

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—Andrés, el sargento que está de guardia en la armería llamó diciendo que está
enfermo —dijo Sandra para cambiar de tema.
—¿Y?
—Y que tengo que cubrirle su guardia.
—¿Y…?
—Y que tengo la llave del cuartico de las armas, pero está en el sótano,
desgraciadamente me tengo que quedar… sola. ¡Y me da un miedo quedarme sola!
Gerardo experimentó una erección que logró disimular solo gracias al escritorio
que tenía delante. Sandra salió de la oficina sin agregar una palabra más. Tampoco
hacía falta, todo estaba dicho.
Una vez solo, sacó una hoja y comenzó a apuntar en orden cronológico todas las
preguntas sin respuesta que le iban asaltando la mente.
La raíz de sus problemas era Duanys. Alguien le había informado dónde, cuándo,
y en qué el Nava y los gemelos transportarían el ron. Ese “alguien”, era un nuevo
informante. Duanys solo quería ganarse puntos a costillas de los demás. Pero lo que
el sargento no sabía, era que el pueblo tenía sus reglas, y a jóvenes como el Nava y
los mellizos era mejor tenerlos como aliados.
Lo otro era la españolita, ya varias fuentes le habían dicho que la joven quería
comerse con los ojos al Nava.
Bueno, eso no era nada trascendental, el mulato creaba ese efecto con todas las
mujeres que se acercaran a él. Lo interesante es que quizás habría algunos conflictos
entre ella y Rebeca, cosas de mujeres, nada para abrirle un caso a la chica. Así que de
momento, su menor preocupación era Lucía.
También estaba el tal Shangó. Una pieza grande en el tablero. Aquel hombre era
una especie de Dios. Se movía en las grandes esferas como tiburón entre sardinas.
Hacía tan solo una semana que había llegado al pueblo y el movimiento de prostitutas
se descontroló por completo. Aumentando más de un quince por ciento.
Uno de sus informantes le dijo que la Casa de la Colina estaba ocupada por un
grupito de canadienses buscadores de petróleos. Esa Casa era intocable, por el
momento. Pero a la primera oportunidad que tuviera le iba a hacer una visita. Según
todos, la casa pertenecía a Shangó, y este la rentaba para hacer orgías y toda clase de
espectáculos que los clientes solicitaran.
Gerardo solo pedía una oportunidad.
También esa mañana le informaron que el padre del Nava, Pablo Navarro,
acababa de llegar al pueblo y estaba preguntando por su hija Nancy. En cuanto el
Nava chocara con él se iba a armar una buena. Y Gerardo tenía que estar preparado
para ese momento.
Cuando los problemas comenzaban a surgir, nunca venían de uno en uno.
Por otro lado seguía el problema de Duanys. De una manera u otra tendría que
invertirle las cartas. Por lo visto al sargento se le estaban yendo los cargos de su padre
para la cabeza.

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***
—¡Miguel…! ¡Miguel…! —Gritó Mario mientras buscaba a su hermano entre la
nube de polvo que los rodeaba.
—¡Aquí estoy…! —Exclamó Miguel tosiendo para aclararse la garganta—.
¿Dónde está Lucía?
—Está aquí conmigo —gritó el Nava saliendo de atrás de una pared. Lucía estaba
abrazada contra su pecho.
—Joder, ¿qué ha sido eso? —preguntó la española.
—No lo sé, pero no nos vamos a quedar para averiguarlo —respondió Mario.
A su alrededor el polvo lo cubría todo. Varias rocas se habían desprendido de las
paredes, pero lo realmente peligroso fue la lluvia de estalactitas que cayó del techo.
Por suerte, en el momento del derrumbe los cuatro jóvenes se encontraban en el
centro de la cueva, donde no había techo.
—Debe de haber sido una explosión en la cantera de piedras —argumentó
Miguel, intentando buscarle alguna lógica a lo que había pasado.
—Pero las explosiones son los domingos, a menos que las hayan adelantado.
—Como sea, vámonos de aquí antes de que ocurra otro derrumbe.
Lucía no quiso ni imaginarse que para salir tendrían que pasar por el Ojo del
Pirata. Y lo peor es que estaban allí por su culpa.
El grupo se encaminó rápidamente al otro extremo de la cueva donde habían
montado el campamento. En segundos recogieron sus pertrechos y se dirigieron al
agujero de salida.
Fue entonces cuando algo captó la atención de Lucía.
—¿Qué es eso? —Preguntó a la vez que señalaba una gigantesca roca partida en
dos. Lo curioso es que la roca parecía ser una concha que cubría una lámina de acero.
Alguna de las estalactitas de gran peso cayó sobre la concha haciendo el efecto de
cincel. De lejos no hubiera llamado la atención, pero debido a la cercanía, pudieron
corroborar que la roca cubría algo con bordes de metal.
—Lo que sea, vámonos… —comenzó a decir Miguel, aunque la duda se mezcló
con sus palabras.
—Mentira, eso no te lo crees ni tú mismo —le aclaró su hermano.
La curiosidad pudo más que el sentido de protección.
Como el temblor había cesado y ya no caían trozos de rocas del techo, los cuatro
jóvenes rodearon la piedra sin dejar de estar atentos, como en espera de otro
derrumbe. El Nava y Mario, tras intentar mover la roca con sus manos, sin éxito
alguno, cambiaron de táctica. Buscaron varios troncos y los usaron como palancas.
Luego de varios intentos, la palanca del Nava se partió en dos pedazos.
—Ves, no se trata de tenerla grande, sino de saberla usar —Miguel y Lucía se
echaron a reír al advertir la expresión de desconcierto del Nava.
Lucía comprendió que el susto había pasado. El ambiente de chistes regresó, y a

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todos se les olvidó que hacía apenas varios minutos casi mueren aplastados bajo un
derrumbe.
Efectivamente, al cabo de varios segundos Mario logró remover la roca. Lo que
encontraron debajo los dejó a todos tan sorprendidos como curiosos. Se trataba de
una escotilla de acero como las que usaban los barcos. Una enorme anilla coronaba su
centro.
—¿Y esto qué demonios es? —Preguntó Mario.
Se miraron unos a otros, pero nadie encontró una respuesta lógica.
Mario, quien de hecho era el más curioso de todos, fue el primero en tomar una
decisión. Agachándose sobre la anilla intentó hacerla girar…, desgraciadamente no
pudo moverla ni un centímetro. El Nava no aguardó a que se le pidiera ayuda, al
instante también se encontró tirando por uno de los bordes. Lucía se unió al grupo.
Fue Miguel, quien haciendo uso de sus neuronas, volvió a coger la palanca.
Solo así lograron mover un poco la anilla.
El chirrido metálico de la rosca, cediendo bajo tanta presión, recorrió toda la
cueva. Sin dudas aquella misteriosa puerta llevaba años sin ser abierta.
Por un instante, Lucía se sintió como un personaje de la serie Lost.
Al cabo de varios minutos, algunos cierres de seguridad se desprendieron de los
lados… y ellos ni se habían percatado de su existencia. Y como si tuviera un sistema
de resortes automáticos, la portezuela comenzó a levantarse sola. No obstante,
tuvieron que darle una ayudita; quizás a causa de los años que llevaba sin abrirse.
Una corriente de aire se escapó al exterior, erizándoles los pelos.
Ante ellos había un enorme agujero con una escalera descendente. La oscuridad
que envolvía al túnel no permitía ver su fondo.
Mario tomó una roca y la dejó caer.
Tras varios segundos, un eco metálico subió desde abajo.
—Uff, ¡está hondo! —exclamó Miguel.
—Bueno, ¿quién es el primero en bajar? —preguntó Lucía.
Los tres miraron a Mario.
—¿Quién, yo…? ¡Ni muerto! —Nadie le creyó—. No me miren, siempre pasa lo
mismo en todas las películas. El curioso baja al hueco, o sube al techo… ¿y qué pasa?
Se lo come el monstruo.
Su hermano buscó una linterna en su mochila. Al instante la sacó y se la dio.
—Yo lo que me cago en tu madre —le dijo Mario mientras tomaba la linterna.
—Es la misma que la tuya.
Mario miró el agujero por un instante.
—Allá abajo está la mamá Alíen… con su baba de ácido, poniendo huevos… me
van a comer vivo, voy a ser carne para los zombis.
—En la película de Alíen no aparecen zombis —lo corrigió tranquilamente su
hermano.
—Ya, bueno… ¿no deberíamos meditar sobre esto con más calma?

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Sin esperar una respuesta, y armado solo con la cuchilla que le regaló Lucía —
según él para morir al menos con un arma en la mano—, Mario comenzó el descenso.
Desde arriba todos siguieron la luz que reflejaba la linterna contra las paredes.
Por fin Mario se desprendió de la escalera, no sin antes sacar el cuchillo.
—¿Qué ves? —le gritó su hermano.
—Nada —le respondió—. ¡Espera… sí, aquí hay algo…!
Los tres jóvenes se inclinaron más sobre el agujero, en ese momento Mario
desapareció de su círculo de visión.
Luego le oyeron gritar.
—No es algo… es alguien…
—¿Qué? —gritó Miguel.
—¡No bajen… no bajen…! —Advirtió Mario y acto seguido todos pudieron
escuchar sus gritos, de dolor sin dudas. Lucía no lo pudo evitar y también gritó—.
¡Ahhhhhh… aquí hay algo!
—¡Espérame hermano, que voy! —Gritó Miguel mientras se abalanzaba por el
agujero.
Mario volvió a aparecer en el círculo de visión y alumbró con la linterna hacia
arriba.
—Ten cuidado no te partas un pie bajando por la escalera —luego tuvo que
recostarse a la pared para soportar sus propias convulsiones a causa de la risa—, ¿casi
te cagas, verdad?
Lucía escuchó cuando Miguel llegó abajo varios golpes y gritos. Los mellizos se
estaban dando una golpiza mutua.
—Dios, se van a hacer daño.
—¡Na, que va!, eso es amor cavernícola entre hermanos… Esa es la manera que
ellos tienen para expresarse el cariño —el Nava le extendió la mano para que ella
comenzara a bajar.
Desde abajo aún se escuchaban las risas de Mario y los golpes que se propinaban.
Cuando Lucía llegó, seguida del Nava, los cuatro jóvenes se quedaron en silencio.
Solo miraron absortos lo que tenían enfrente. Se trataba de un largo túnel reforzado
con láminas de acero en las paredes y soportes de cemento contra el techo.
El túnel continuaba sin que ellos pudieran distinguir su final.
—¿Qué creen que haya aquí? —Preguntó Lucía.
—Bueno, si no avanzamos no lo sabremos nunca —argumentó Miguel, a quien
ya se le había pasado el susto.

***

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Capítulo 34
Cripsis

Día 4… 4:45 am

«La palabra cripsis proviene del griego kryptos, que significa “lo oculto”, aunque en
la actualidad significa lo mismo que “camuflaje”. El cripsis es el fenómeno que
desarrollan los animales para pasar inadvertidos a los sentidos de otros animales. Ya
sea como cazador o como presa».

***
Heldrich detuvo el Moskovich.
Por unos instantes se sintió satisfecho consigo mismo. Tenía la ubicación, e
irónicamente, había llegado a la guarida de sus enemigos usando el auto del propio
Shangó.
Salió al exterior y recorrió las tinieblas con la mirada curiosa de un gato.
Lamentablemente, sus ojos no eran los mismos de hace veinte años.
Había manejado con las luces apagadas durante todo el trayecto, guiándose solo
por el resplandor de la luna, en parte porque conocía demasiado bien el terreno. Por
pura experiencia, aprendió que muchas guerras se han ganado gracias al
conocimiento del terreno; pero, sobre todo, al factor sorpresa. Por ahora él contaba
con esas ventajas.
Tras ubicarse en el lugar exacto donde quería estar, comenzó los preparativos para
llevar a cabo su misión. Abrió el maletero del auto y sacó su mochila junto con todo
su equipo. Incluyendo su rifle preferido, un Máuser Kar98k con mira telescópica
incluida.
Sin perder un segundo, acomodó el peso a su espalda y penetró en la maleza.
Caminó más de un kilómetro por entre los árboles y las ortigas, hasta llegar al lugar
que mentalmente se había imaginado para acampar.
Perfecto, mucho mejor de lo que recordaba.
Recostó la mochila junto a las raíces de una enorme ceiba; después, con gestos
militares memorizados solo por la práctica, comenzó a vaciar su contenido.
Debía actuar rápido, pues la oscuridad era su mejor aliada. Dentro de dos horas,
aproximadamente, llegaría el amanecer.

***
«Existen muchas variantes a la hora de usar las técnicas del cripsis; para muchos,
la más conocida es un verdadero arte: “la coloración”. Es la forma más sencilla de

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ocultación visual, se logra adaptando los colores del animal al entorno en que se
encuentre. El más famoso de estos animales que ha evolucionado hasta convertirse en
el maestro absoluto del camuflaje; es el camaleón, ya que puede cambiar de color a
medida que se desplaza por cualquier terreno».

***
Una vez más, usando rápidos y precisos movimientos, Heldrich quedó
completamente desnudo. Después abrió un frasco lleno de una mezcla de pinturas, las
aplicó a su rostro, cuello y manos. Sabía que la pintura eliminaría cualquier reflejo de
su piel. Era de un verde marrón… Estaba aplicándose a sí mismo una técnica de
coloración, su objetivo era mezclarse con los colores del entorno.
La pintura se secó prácticamente al instante. Después procedió a ponerse una
especie de pañal para adultos —en caso muy probable de que tuviera que orinarse
encima— y por último se metió en su traje especial Ghillie.
Los trajes Ghillie fueron desarrollados por los escoceses, y puestos en práctica en
1916. En la actualidad es el más usado alrededor del mundo por las tropas especiales
de francotiradores. Heldrich conocía de memoria la historia del traje y sus invaluables
cualidades. Su característica principal consistía en cientos de tiras que colgaban de él,
creando un efecto de mimetismo con el follaje y el entorno escogido para la misión.
Tras unos últimos arreglos, Heldrich decidió que ya estaba listo.
Rumbo a la acción…
Comenzó a adentrarse en el follaje como si fuera un espíritu del bosque,
dirigiendo sus pasos hacia La Casa de la Colina.

***
«La técnica principal para desaparecer ante los ojos de la presa… o el depredador,
es permanecer inmóvil. No basta con mezclarse con el entorno; en ocasiones, incluso,
hay que dejar hasta de respirar.
Muchos animales, tras detectar la presencia de alguna presa, son capaces de
permanecer inmóviles por tiempo indefinido. Aguardando el momento idóneo para
realizar el ataque. En el caso de las presas, basan su inmovilidad tras conocer las
características del depredador. Estos, para cazar, necesitan procesar algún
movimiento en su campo visual para lanzarse al ataque. Por tanto, mientras la presa
no se mueva, permanecerá viva…
Algunos animales han desarrollado el arte del “movimiento camuflado”, de esta
manera pueden moverse aparentando ser una rama movida por el viento, o cualquier
otra cosa que no llame la atención de sus depredadores».

***

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Aproximadamente a un kilómetro de distancia, La Casa de la Colina se veía
parcialmente escondida por las sombras.
Ya estaba a una distancia prudente, era momento de comenzar el juego.
Heldrich se acostó en el piso y comenzó a arrastrarse con tanta lentitud como
cualquier depredador, a sabiendas de que de la cautela de sus movimientos dependía
la cena. El traje Ghillie lo hizo desaparecer por completo en el entorno.
A medida que comenzó a avanzar, Heldrich puso en práctica todas las clases que
recibió sobre camuflaje y movimientos mimetizados. Lo más importante era lograr un
estado de cripsis, como el de los camaleones…

***

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Capítulo 35
Los diez mandamientos de un francotirador

Día 4… 5:50 am

Heldrich movió su pierna izquierda…, una pausa…, luego su mano derecha…, otra
pausa…, pierna derecha…, pausa…, mano izquierda.
Avanzar un metro podía tardarle hasta varios minutos, por eso, para distraer su
mente iba murmurando los diez mandamientos que le salvaron la vida tantas veces.
—Uno: combatir fanáticamente.
Su objetivo estaba aproximadamente a ochocientos metros de distancia.
—Dos: disparar con calma y cautelosamente —hizo una pausa para llenar sus
pulmones de aire—: los disparos rápidos solo delatan tu posición, hay que
concentrarse en un único disparo… ¡un disparo decisivo!
Simo Hayha debía de conocer perfectamente estos mandamientos, recordó
Heldrich.
Durante la Guerra de Invierno de 1939-1940, donde la Unión Soviética invadió a
su vecino Finlandia, Simo Hayha actuó como francotirador al servicio de Finlandia.
Heldrich admiraba al temido Hayha como a ningún otro francotirador reconocido
de la historia, quien no en vano se ganó el sobrenombre de The White Death (La
Muerte Blanca).
Se calcula que Hayha mató aproximadamente a 500 soldados rusos, aunque
fuentes no oficiales declararon que fueron 540. Armado solamente por un traje de
camuflaje blanco y un rifle Mosin-Nagat M91, Hayha cazaba a sus enemigos
ocultándose en la nieve, en lugares donde las temperaturas alcanzaban los 20 y 40
grados bajo cero.
Qué resistencia la del hombre, pensó el viejo espía a medida que iba reduciendo
la distancia de su objetivo.
Lo interesante de este personaje histórico, como bien Heldrich recordaba, es que
la súper cifra de muertos causados por sus disparos certeros fue en un plazo de solo
tres meses. ¡Unos escasos cien días! Estos números causaron una ola de terror entre
las tropas soviéticas.
El 6 de marzo de 1940, irónicamente, Simo Hayha fue herido por una bala al azar,
poniéndolo durante varios días en coma. Según dijeron quienes lo rescataron del
campo de batalla: Cuando lo encontramos y viramos su cuerpo, la mitad de su cara
había desaparecido, nadie creyó que estuviera vivo.
Simo sobrevivió para ver el tratado de paz entre Finlandia y la Unión Soviética,
once días después de haber sido herido.
—Tres: tú mayor oponente es el francotirador enemigo —Heldrich no iba a correr

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riesgos, había demasiado en juego, por lo que usando un par de binoculares en forma
de tijeras peinó el área alrededor de la casa—: sé más astuto que él.
Ya estaba a unos 750 metros de la entrada principal de la casa. Afuera, dos autos
parecían listos para salir en cualquier momento que lo necesitaran sus dueños.
—Cuatro: dispara un solo tiro desde tu posición, si no quieres ser descubierto.
Heldrich avanzaba con su rifle entre las manos, su inseparable Kar98k, el rifle por
excelencia de los francotiradores alemanes. Con sus balas de 7.92mm, en las manos
de un experto este rifle era capaz de impactar el pecho de un enemigo a 800 metros.
Heldrich no buscaba esa medida —hacía mucho que había perdido semejante
destreza—, por eso quería alcanzar los 400 metros, donde sus disparos fueran más
efectivos.
¿Por qué dar tres cortes con una espada, sin con uno puedes cortar la cabeza?
—Seiscientos metros —murmuró.
Algo estaba pasando en La Casa de la Colina. Heldrich se puso tenso al ver
sombras desde el interior que se movían frenéticas de un lado a otro.
—Cinco: las herramientas de trinchera prolongan tu vida —Heldrich solo llevaba
su pistola Luger P08 de 9mm, y su inseparable Kerambit, la pala de trinchera no la
trajo para esta misión—. Seis: solo el entrenamiento te da la ventaja.
Quinientos cincuenta metros. Se detuvo. Unos cien más, podía lograrlo, de eso
dependía todo. Prosiguió arrastrándose como la sombra de un reptil.
—Siete: conviértete en un maestro del camuflaje y el uso del terreno a tu favor.
Por fin llegó a la distancia correcta.
A 450 metros de su posición se veía perfectamente la casa y su salida principal.
Heldrich se acomodó llevándose el rifle a la cara, sus movimientos eran
excesivamente lentos. Estaba usando el poder de invisibilidad al extremo que le
brindaba su traje especial.
A su espalda las primeras luces de la mañana comenzaron a despejar las tinieblas.
Heldrich fue entrando poco a poco en un estado de calma, algo bien difícil debido
al calor atroz que le producía el traje, quemándolo vivo. Tanto calor, y la sudoración
excesiva, terminarían deshidratándolo, un error muy común entre los francotiradores
inexpertos. Para eso había diseñado su propia mochila de camello. Se trataba de dos
pomos de agua sujetos a su espalda. De los pomos salían dos mangueras que se unían
formando un tubo absorbente. Heldrich sabía que mantenerse hidratado era un
requisito para misiones de larga espera.
—Ocho: la paciencia solo conduce al triunfo.
Heldrich comenzó a graduar su mira, se trataba de un visor Carl Zeiss de 6
aumentos. Era una de las miras telescópicas más usadas durante la Segunda Guerra
Mundial, tenía como dibujo de referencia una T, en la unión entre la raya horizontal
con la vertical debía situarse el blanco.
—Nueve: nunca dejes tu rifle…
Inició un ejercicio de respiración. Llenaba sus pulmones de aire hasta el máximo,

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para luego dejarlo escapar en un lapso de diez segundos. La idea era controlar su
pulso, luego igualarlo con los latidos de su corazón. La técnica de respiración le
brindaba una calma absoluta, ya que el disparo debía efectuarlo entre latido y latido.
También tenía que jugar con los tres elementos claves de un disparo a larga
distancia: viento, temperatura y humedad. Lo menos que quería era fallar el disparo
debido a una ilusión óptica producida por el calor que emanaba de la ladera.
A través del visor observó a dos guardias vestidos de civiles que hacían una ronda
alrededor de la casa. Uno de ellos se llevó la mano al bolsillo para sacar su celular. La
orden que le dieron fue rápida y precisa, pues miró a su compañero y entró con
rapidez a la casa.
La puerta de salida se abrió al cabo de pocos minutos. Tres hombres corrieron
afuera para reunirse con el cuarto, quien ya los esperaba, luego intercambiaron varias
palabras y se dirigieron a los autos.
—Diez…: sobrevivir es camuflarse diez veces y disparar solo una vez…

***

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Capítulo 36
Plan de escape

Día 4… 7:15 am

Giovanni perdió la cuenta de la cantidad de veces que había chequeado su reloj.


No solía dejarse gobernar por los nervios; de hecho, sus hombres le agradecían su
sangre fría a la hora de enfrentarse a situaciones de máximo stress. Pero en esa
ocasión percibía que alguna amenaza se acercaba. Había aprendido a confiar en sus
instintos y estos le estaban enviando una señal de peligro. ¡Algo andaba mal!
—Código naranja —declaró por fin; Aldrich hizo una mueca de disgusto, pero se
levantó tan rápido como si fuera un resorte bajo cien libras de presión—. Diez
minutos, comienzo el conteo.
Aldrich llamó a Alí por el celular y le dio la orden de que entrara para evacuar la
casa. Giovanni le dio la espalda a sus dos compañeros y comenzó a recoger sus
propias cosas. Como una unidad perfectamente entrenada en técnicas de comandos,
todo lo hacían basado en códigos. De esta manera ahorraban palabras y discusiones.
Un código naranja era el equivalente a: ¡La casa está en fuego, todos afuera!
Nueve minutos bastaron para crear un caos perfectamente organizado. Sobre la
cama y el piso cayeron cientos de cables y cámaras que fueron recogidos y vueltos a
meter en sus paquetes originales.
—Listo. —Alí terminó de colocarse una mochila y levantó el pulgar a modo de
confirmación.
—Entonces larguémonos de aquí.

***
La mira telescópica, con una T dibujada en su centro, se movió de un cuerpo a
otro escogiendo el blanco ideal. Heldrich sintió el flujo constante de adrenalina que
recorrió todo su cuerpo, ¡adoraba esa sensación! Sentir las pulsaciones del corazón, el
peligro en el aire; pero sobre todo, el poder de sentirse como Dios.
¿Era Dios?
Quizás debía de ser esa la sensación que experimentara un ángel de la muerte. En
su dedo estaba el don de dar o quitar la vida. Heldrich sabía cuán peligrosa podía ser
esa sensación… En sus tiempos tuvo compañeros que se volvieron adictos a volarles
la cabeza a soldados enemigos.
De todo el comando, el primero que quedó fuera de su mira fue un gigante
cubierto de músculos, debía rondar casi los dos metros de estatura, probablemente se
trataba de un ex militar, ¿quizás un ruso, o un checheno? Heldrich le apuntó durante
un segundo… su vista ya no era tan buena como antes, por lo que también llevaba sus

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espejuelos. Pero se convenció de que un hombre con semejante altura y peso corporal
era un blanco perfecto —demasiada masa muscular—; por tanto, a ese lo dejaría para
último.
La puerta de la casa se abrió y comenzaron a salir sus ocupantes. Dos eran
bastante pálidos, sin duda europeos; el tercero tenía un color de piel aceitunado, como
las personas del Medio Oriente, Egipto, Iraq…, quizás Turquía.
Heldrich seleccionó a ese.
Dejó que el aire de sus pulmones comenzara a escapársele suavemente, mientras
que su dedo se posicionó sobre el gatillo del rifle, no había que presionarlo, más bien
lo acarició…

***
Giovanni salió de la casa seguido por Alí y Aldrich.
—Pon la dirección en tu GPS, vamos para…
Primero se escuchó el grito, luego el estallido de un disparo.
Alí se llevó las manos a la cadera mientras que el impacto del tiro le hacía dar un
giro contorsionista sobre sus propios pies. El rostro de Giovanni quedó cubierto por
partículas de sangre y huesos.
Su cerebro, por instinto y práctica, le ordenó a su cuerpo moverse.
—¡¡¡Sniper…!!! —gritó Giovanni mientras se lanzaba contra el piso, rodando
sobre su hombro para quedar oculto tras el Ford.
Aldrich y el ruso también rodaron sobre sus hombros quedando protegidos por la
carrocería de los autos. Nadie intentó ayudar al iraní. Este, sin poder contener el dolor
y sus gritos, pedía ayuda a sus compañeros. La bala destrozó su cadera derecha,
dejándolo inmovilizado en el lugar donde se encontraba. Junto a él, un enorme charco
de sangre comenzó a acumularse.
Intentar recogerlo era un suicidio. Bien que lo sabía Giovanni.
—¡Demonios, nos están cazando! —gruñó el Italiano. Automáticamente se llevó
los dedos a su reloj, pulsó varios botones y activó la pared de humo.
Una cadena de silenciosas explosiones creó un círculo alrededor de la casa.
Instantáneamente un anillo de humo se levantó de la tierra formando una gigantesca y
densa pared de color blanco.
Se escuchó un segundo disparo, Alí dejó de gritar.
Cubiertos por el humo, Alex arrastró el cuerpo de Alí, luego, de un tirón, lo
levantó y se lo echó sobre los hombros. Giovanni tenía la Ruger en su mano; pero
dispararle a un objetivo invisible era absurdo, por eso dio la orden de retirada. Juntos,
guiados por Aldrich, emprendieron la huida hacia los otros dos autos que tenían bajo
la colina.

***

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El impacto hizo que el hombre lanzara un grito escalofriante. La cadera se le
convirtió en una pulpa sanguinolenta.
Desde que hizo ese primer disparo, no intentó buscar a nadie con el visor,
sencillamente esperó a que alguien intentara rescatar al herido…; nadie lo hizo.
El rifle K98 fue uno de los más precisos de su época, pero como la mayoría de los
rifles de francotiradores, contaba con un mecanismo de cerrojo. A Heldrich solo le
llevó menos de dos segundos sacar el casquillo, dándole paso al siguiente cartucho
para que entrara en la recámara. El rifle, semiautomático, estaba alimentado por un
cargador de cinco cartuchos.
Al instante, el aire se cargó del familiar olor de la pólvora.
Tras el disparo, los otros tres hombres se movieron con la agilidad digna de un
felino. Sus movimientos estaban perfectamente coordinados. Actuar con tanta rapidez
y precisión le brindó mucha información a Heldrich. Y no precisamente muy
alentadora.
Pero lo que sucedió a continuación fue una de las cosas más sorprendentes a las
que Heldrich se hubiera enfrentado. Por muchas variantes que creó en el plan de
escape de su enemigo, lo que se desarrolló ante sus ojos fue sencillamente
extraordinario.
Una enorme explosión alrededor de la casa levantó una pared de humo que
convirtió a sus objetivos en blancos invisibles.
—Mmm, muy impresionante… ¡Esta escena sí que no estaba en el guion!
A pesar de la sorpresa, ni por un instante apartó de su mira al hombre caído.
Repitió el disparo y los gritos cesaron.
—Diez…: sobrevivir es camuflarse diez veces y disparar una vez —murmuró
Heldrich.
Acababa de hacer su segundo disparo.
Lo siguiente sería una operación Abanico, la manera más fácil y rápida de cazar a
un francotirador.
Ya me tienen ubicado, ahora todo es cuestión de quién se mueva más rápido.
Heldrich comenzó a moverse lentamente hacia atrás. Debía cambiar de posición
lo antes posible. Si tienen la tecnología para levantar semejante espectáculo de
humo, armas deben de sobrarles.
El anciano esperó de un momento a otro una ráfaga de ametralladora, o quizás
alguna granada de impacto sonoro. Tras ver aquella pared de humo, ello significaba
que sí tenían armas y tecnología. Después de todo, quizás Shangó no le dijo toda la
verdad…, aunque no lo creyó posible. Debía de ser que el propio traficante ignoraba
las armas en poder del comando.
Eso ha de haber sido.
Hasta el momento, en su larga carrera como espía, había tenido que someter a
más de una persona a cortas “terapias de interrogación”, como la aplicada al
traficante. Nunca nadie le dio una falsa respuesta…, aunque siempre hay una primera

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vez.
Una vez cambiada la posición, permaneció invisible, protegido por su traje y
mimetizando con el follaje. Ahí esperó el siguiente movimiento de su enemigo. La
densa nube de humo blanco comenzó a disiparse al cabo de unos minutos. Por los
pocos huecos que se fueron creando, observó que no quedaban rastros del herido, ni
de sus compañeros.
¿Por qué no han contraatacado?, la pregunta no tenía respuesta.
Heldrich siguió oteando la zona en busca de algún francotirador, o cualquier otro
movimiento. Desconcertado, llegó a la conclusión de que sus enemigos se habían
retirado.
¿No tendrían armas para contraatacar?, parecía poco probable. El tal Jack no
llevaba armas, solo un cuchillo. Y Shangó una pequeña pistola… ¡Tal vez la pared de
humo no era más que una distracción en caso que necesitaran huir!
Heldrich continuó reflexivo sin apartar su ojo de la mira.
Sí, es eso, no tienen armas y ahora se dirigen a buscarlas.
La situación acababa de volverse completamente inestable, habría que
reestructurar el plan. Heldrich no contó con que su enemigo pudiera salir de la casa.
Ahora debía cambiar e improvisar el nuevo plan.
Cuando la vida dependía de ello, improvisar nunca era una buena táctica.
Tres mercenarios perfectamente entrenados en el arte de la guerra no volverían a
bajar la guardia, y máxime ahora al saber que los estaban cazando.
El factor sorpresa ha desaparecido. Ahora deben de estar huyendo hacia el
Restaurante del Chino.
Heldrich acomodó la Luger en su espalda y salió de su escondite.
El factor sorpresa no se ha perdido del todo, se recordó a sí mismo, por lo menos
sé hacia dónde van.
La cacería aún no había terminado.

***

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Capítulo 37
Juego de poder

Día 4… 8:30 am

Gerardo, al igual que el noventa y nueve por ciento de los oficiales de Inteligencia,
jamás prestaba atención a las llamadas que le hacían. Por lo general siempre
terminaban en simples chismes de ancianas ociosas que gustaban de espiar por las
ventanas, acechando a sus vecinos, o de algún que otro paranoico anunciando una
invasión fantasma.
Pero en esta llamada algo sonó diferente. Incluso captó su atención.
—¿Cómo dices? —la voz de Sandra se oía desconcertada, justo como él en ese
momento, y esperó del otro lado de la línea a que la joven organizara sus ideas.
—Capitán —comenzó diciéndole la mulata— hace apenas cinco minutos que un
campesino llamó para notificar que había escuchado disparos y una enorme nube de
humo alzándose sobre La Casa de la Colina.
Disparos… nube de humo… ¿qué diablos estaba pasando?
—¿Qué tal te pareció el informante?
—Es precisamente eso lo que me llamó la atención, no es ninguno de nuestros
informantes. Es Aurelio, el campesino que atiende las tierras de la cantera.
Gerardo se rascó la barbilla. Aquello sí que estaba raro. Conocía muy bien a
Aurelio, no era hombre de andar inventando chismes para llamar la atención.
—Muy bien Sandra, dígale a Aurelio que pase por la Unidad Militar para tomarle
declaración —tras una pausa agregó—; mejor dígale que no venga, que nosotros
pasaremos personalmente por el área a echar una ojeada.
Algo olía sospechoso. Ante la duda, prefirió aclararla. Además, hacía bastante
tiempo que quería hacerle una visita a La Casa de la Colina. Sin más preámbulos se
puso su cinturón y salió hacia el parqueo en busca de un Lada patrulla.
En el pasillo se tropezó con Duanys.
Aún no había olvidado que necesitaba resolver la situación con el Nava y los
gemelos. Por culpa de aquel imbécil ahora él no contaba con la mejor reputación en
el pueblo.
—¿A dónde vamos? —preguntó Duanys.
—A dónde voy —le corrigió Gerardo—, usted va para la sala de expedientes,
revise los archivos de los delincuentes de la zona para que vaya familiarizándose con
ellos. Yo tengo otros problemas que resolver.
Sin más explicaciones le dio la espalda a Duanys.
Dos oficiales siguieron al capitán.

***

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Duanys tomó por el brazo a uno de los oficiales que iba con Gerardo. Esperó a
que este doblara el pasillo para preguntarle al joven.
—¿Hacia dónde van?
—Pues… a lo de la llamada…
—¿Qué llamada?
—Llamaron diciendo que hubo un tiroteo en La Casa de la Colina.
Duanys dejó que el oficial siguiera su camino.
¡Oh, Dios!, aquello podría complicarlo todo.
A toda prisa entró a uno de los despachos vacíos. Sacó su celular para llamadas de
emergencia y le marcó a su padre.
Solo tuvo que esperar dos timbres…
—¿Qué pasa?
—Parece que hubo un tiroteo en una de las casas de Shangó.
—¿Cómo? —la voz de su padre sonó realmente sorprendida, como si no pudiera
creer lo que estaba pasando—. ¿Hay muertos…, heridos…?
—No lo sé, pero el capitán Gerardo va hacia la zona…
—Pues qué esperas, ve con él.
—No puedo, intenté seguirlo; pero él es mi superior, no lo olvides.
—¡Mierda! —Maldijo su padre al otro lado de la línea—. ¿Ya salió para el lugar?
—Aún debe de estar en el parqueo llenando el papeleo para sacar uno de los
Ladas.
—Bien, no dejes que se marche, déjame hacer una llamada.
Le colgó.
Su padre siempre le hacía lo mismo.

***
Apenas Gerardo hubo abierto la puerta del pasajero cuando escuchó los gritos de
Duanys a su espalda.
—Capitán… capitán… —el sargento corrió a su encuentro.
—Diga.
—¿Podría esperar un momento?
—¿Disculpa? —Gerardo no lo podía creer, ¿ahora qué estaría inventando aquel
idiota?¬— creo que no tengo mucho tiempo.
Dentro del Lada, el chofer encendió el auto.
Gerardo terminó de abrir la puerta cuando alguien lo llamó. Era Sandra.
—Capitán Gerardo —le gritó la joven desde un balcón—, tiene una llamada del
Comité Central.
Gerardo miró a Duanys, este le sonrió con sorna.

***

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—Habla el capitán Gerardo, con…
—Buenos días, capitán, le habla el mayor Fernando —de la Sección de
Criminalística, pensó Gerardo sin comprender a qué venía aquella llamada—, tiene
usted bajo sus órdenes al sargento Duanys Ramírez.
—Correcto.
—Pues le agradecería que lo llevara con usted hacia La Casa de la Colina.
¡Ese hijo de puta me las va a pagar!, la rapidez con que se movió Duanys no dejó
de sorprender a Gerardo. Por cada hora que pasaba junto al sargento se percataba de
cuán inferior era él en la cadena de mando. Lo peor del asunto era que lo subestimaba
constantemente. Por suerte, Gerardo aprendía rápidamente de sus propios errores.
—Capitán… ¿se encuentra usted ahí?
—Sí, mayor, a sus órdenes, no tengo ningún inconveniente en llevar al sargento
Duanys conmigo.
—Muchas gracias, que tenga buen día.
Sin esperar una respuesta, el mayor colgó.
Gerardo golpeó varias veces el teléfono sobre la horquilla, y atrajo la atención de
todos en la sala.

***
Al salir al patio, Gerardo observó que Duanys, descaradamente, lo esperaba
sentado en el asiento delantero del Lada. Aquello acababa de pasarse de la raya. Las
palabras que escupió Gerardo fueron como navajas de doble filo.
—Sargento, ¿le gustaría acompañarme a echar un vistazo a La Casa de la Colina?
—Por supuesto, será todo un placer.
No se movió del asiento.
Gerardo se imaginó con cuánta facilidad le podría romper aquella sonrisa de
hipócrita.
—¿Podría pasar al asiento de atrás, por favor?
—No, aquí estoy bien.
El chofer parecía querer arrancar el auto y salir huyendo ante el duelo verbal de
aquellos dos hombres.
Gerardo le sonrió.
Si no se baja del auto le voy a partir la cara… ¡Por Dios que se la voy a partir!
La calma que lo invadió, la certeza de la determinación de lo que iba hacer
comenzó a asustarlo. Por suerte la gorda Mercedes, quien por lo visto estaba viendo
todo lo que estaba pasando desde la puerta del comedor, se acercó por detrás de
Gerardo.
—Te lo voy a repetir una vez más…, una sola…: bájate del auto y siéntate en el
asiento trasero.
El sargento lo miró fijamente, sin dejar de sonreírle. Algunos oficiales que

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pasaban por allí se fueron reuniendo para ver el desenlace.
—Capitán…, es que me gusta tomar el aire por la ventanilla; siéntese usted atrás,
que tiene más espacio.
¡Muy bien, imbécil, ya es suficiente…!
Abrió la puerta del Lada para sacar por el cuello a Duanys, en ese momento la
gorda Mercedes lo agarró fuertemente por el brazo. Gerardo quedó sorprendido por la
inesperada presencia de la cocinera.
—Gerardito —le dijo con una voz suave y convertida en un murmullo—, te estás
poniendo a su nivel, esa no es la manera de hacer las cosas. Piensa que eso mismo es
lo que él quiere.
Gerardo quedó paralizado ante el gesto de la cocinera, que acababa de salvarlo de
cometer una locura.
Podría fácilmente partirle la cara a aquel imbécil, pero no había medido la
magnitud de los amigos de Duanys, sobre todo su padre, quien con una sola llamada
podía hacer que lo trasladaran al Escambray.
—Recuerda que la venganza se sirve en platos bien fríos, como acostumbran a
decir los italianos —la gorda le guiñó un ojo.
Gerardo dejó escapar una sonrisa, esta gorda le puede dar clases de mafia a Vito
Corleone.
—Gracias, Mercedes, lo tendré en cuenta.
Ante la mirada de asombro de todos los reunidos, Gerardo abrió la puerta de atrás
y se sentó, después le dijo al chofer:
—Hacia La Casa de la Colina.

***

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Capítulo 38
Sospechas

Día 4… 9:41 am

Al llegar a la zona, lo primero que llamó la atención de Gerardo fue la densa nube de
humo que rodeaba La Casa de la Colina. Por lo visto Aurelio no les mintió. Tal
parecía que hubieran lanzado varias granadas de gases lacrimógenos.
El oficial que los acompañaba, un tal Marcos, junto con Duanys comenzó a
recorrer el área. Durante la primera inspección nadie dijo una palabra. Pero cuando
Marcos descubrió un pantano de sangre justo en el pasillo que conducía a la puerta
principal de la casa, el silencio se rompió.
—¿Qué habrá pasado aquí? —Preguntó nervioso Marcos—. Esto luce mal…
¡Hay demasiada sangre!
—Quizás mataron un cerdo y lo dejaron sobre el piso para que se desangrara —se
apresuró a improvisar Duanys—. Ustedes saben cómo son esos turistas, se la pasan
de fiesta en fiesta.
Podría tener razón, caviló Gerardo, aunque ese argumento no lo convenció del
todo. Habría considerado la respuesta como lo más lógico si no hubiera sido por el
tono insistente del sargento. Sus sospechas se confirmaron cuando algo llamó su
atención tras los pies de Marcos.
A tan solo un metro de donde se encontraba Duanys había un orificio en el suelo.
—Usted, vaya a la radio del auto y llame a la Central, haga una búsqueda de los
números de placas de estos dos autos. Necesito saber cuanto antes a nombre de
quienes están —el oficial salió disparado—; y, sargento, investigue dentro de la casa.
Si no le abren la puerta, rómpala.
Duanys pareció más que complacido.
Algún personaje bastante importante le está dando órdenes a este imbécil para
que compruebe que todo siga en su lugar, pensó Gerardo. Aquella era una de las
casas del famoso Shangó, y él no se tragaba para nada que aquella sangre fuera la de
un cerdo. Pero como a la mayoría de los policías cubanos, lo menos que a Gerardo le
pasaba por la mente era encontrarse ante la verdadera escena de un crimen.
En cuanto Duanys desapareció de su vista, Gerardo sacó una pequeña bolsa que
contenía una mota de algodón. Mojó varias veces la mota hasta asegurarse que estaba
bien embarrada de sangre, luego la volvió a meter en su bolsa y la ocultó en su
bolsillo. Después se apresuró a confirmar sus dudas con el misterioso orificio.
Apenas se agachó, escuchó cómo Duanys rompía la puerta de la casa.
Gerardo limpió con la palma de la mano la arena del piso, confirmando una vez
más que sus instintos no se equivocaban. Dentro del pequeño agujero había un

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pedazo de plomo. Sacó su navaja e intentó usarla como sacacorchos. A su espalda
escuchó los pasos de Duanys que regresaba.
Introdujo la navaja una vez más e hizo presión con la filosa punta, un trozo de
plomo salió en ese preciso instante. La arena esparcida frente a la casa sirvió como
gel de impacto, logrando así que Gerardo lanzara una exclamación al sostener entre
sus dedos la punta de una bala en perfecto estado de conservación.
—¿Encontró algo, capitán? —preguntó Duanys.
—Nada interesante —le respondió mientras dejaba caer el plomo en su bolsillo
—, ¿y usted?
—Nada, la casa está vacía, como si nadie la hubiera habitado.
—Capitán —gritó Marcos desde la radio de la patrulla—, el dueño de los autos es
un habanero, según me dijeron se dedica a rentarle estas antigüedades a los turistas.
—Muy bien. Eso es precisamente lo que me imaginaba, una pérdida de tiempo —
dijo Gerardo aparentando estar desilusionado. Se sorprendió al ver cómo el rostro de
Duanys se relajaba—. De seguro el humo es de algo que se quemó, y la sangre, como
dijo Marcos, de algún cerdo que se llevaron para hacer una fiesta.
Duanys afirmó con la cabeza, como si estuviera absolutamente de acuerdo con las
respuestas.
—Si quiere voy y hablo con el campesino que dice haber escuchado un disparo
—se ofreció voluntariamente Duanys.
Gerardo se encogió de hombros.
—Haga lo que le dé la gana. Es más, investigue usted quiénes son los dueños de
estos carros.
El rostro de Duanys liberó una vez más esa carga de tensión y, con ello, corroboró
definitivamente las sospechas de Gerardo. Tal parece que quiere encargarse de todo
esto personalmente.
—A la orden, capitán.
Los tres hombres se montaron en el Lada. Esta vez Gerardo no se enfrentó a
Duanys por decidir quién se sentaría delante.
De un simple vistazo, se percató de que Marcos no había quedado muy
convencido con su reacción, pero tampoco muy preocupado. Mientras Gerardo se
acomodaba en el asiento trasero, escuchó cómo el sargento entablaba una
conversación sin mucho sentido con el chofer, esto le permitió deslizar su mano en el
bolsillo sin llamar la atención.
¿Qué mierda está pasando aquí?, se preguntó para sus adentros al tener sobre su
palma abierta una bala de alto calibre.

***

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Capítulo 39
Contra reloj

Día 4… 10:38 am

Con la expresión en el rostro del personaje que había creado, llegó Gerardo a la
Unidad Militar. Un capitán desinteresado envuelto en situaciones sin mucha
importancia.
Aunque de momento, lo que realmente le importaba era que Duanys se tragara el
anzuelo. Apenas cruzaron el portón para entrar a la PNR, Duanys prácticamente se
lanzó del auto patrulla.
¿Apurado, sargento?
El sargento desapareció dentro de la Unidad Militar.
Gerardo se apresuró a mover la palanca de cambio, poniendo el Lada en neutro.
Marcos lo miró sorprendido.
—Apresúrate y sigue al sargento, que no lo note. Haga lo que haga regresa e
infórmame.
Marcos obedeció al instante.
Sin dudas demasiado apurado.
Una vez que puso el Lada en la zona de parqueo, Gerardo reflexionó sobre la
situación de Duanys. No hacía falta ser un experto para darse cuenta de que el
sargento estaba trabajando de forma independiente. Gerardo sonrió al ver que Marcos
regresaba.
—¿Y?
—Capitán, el sargento Duanys anda en algo. Se escondió en una de las oficinas
del segundo piso, las que están vacías —aclaró el oficial—, llevaba un celular en la
mano.
Gerardo había notado que Duanys usaba dos celulares; sin dudas, uno de ellos era
para llamadas especiales.
—Bien, gracias. De esto ni una palabra a nadie.
—¿De qué?
Marcos le sonrió y se encaminó rumbo a la cocina. Gerardo cayó en cuenta que el
oficial Marcos parecía ser más inteligente de lo que aparentaba. Solo tenía el grado de
cabo, pero el joven prometía.
—Si de intrigas se trata, pues comenzaré a crear la mía propia… —murmuró el
capitán.
Gerardo entró en la Unidad Militar y fue directo al escritorio de Sandra. Le anotó
en un pequeño papel amarillo los números de placas de los dos autos que había junto
a La Casa de la Colina. A pesar de que Marcos ya había hecho las primeras

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averiguaciones, a Gerardo no le costó ningún problema memorizar el número de las
placas.
—¿Y esto qué es? —preguntó sorprendida Sandra, y una sonrisa pícara se le
escapó a modo de invitación, pero Gerardo se hizo el desentendido.
—Escúchame bien, estoy contra reloj… —la voz del capitán borró la expresión
de alegría en el rostro de la joven, cubriéndola con una máscara de profesionalismo
—. Necesito que me identifiques estos números de placa lo antes posible.
—A la orden, capitán.
Gerardo agradeció que Sandra fuera capaz de separar con tanta rapidez el trabajo
de lo personal.
—Lo llamo a su oficina para…
—No —se apresuró a decir Gerardo, a la vez que recorría la sala llena de personal
atareadas en sus labores diarias—, llévamelo personalmente a mi oficina.
La joven recogió el papel con los números de placas y se dirigió a la sala de
computadoras para hacer una búsqueda en la base de datos.
—Sandra, lo necesito pronto —la mulata pareció intrigada, pero no hizo ni una
sola pregunta.

***
Una vez dentro de su oficina, Gerardo marcó desde el teléfono de su escritorio un
número que sabía de memoria. Mientras tecleaba el número, una sonrisa irónica se
dibujó en la comisura de sus labios.
Él, un capitán de la Inteligencia cubana que no pudiera usar su propio celular, y
todo debido a un plan de minutos que le asignaban para llamadas importantes.
Escuchó el timbre al otro lado de la línea, solo tres veces.
—Laboratorio de Criminalística de Santa Clara —respondió una voz con su
acento militar—, ¡ordene!
—Póngame con el Gord… con Ricardo, de parte del… mmm, dígale que es del
capitán judoca.
—Disculpe, ¿cómo dijo?
—De parte del capitán judoca, él va a entender.

***
Ricardo era un amante de las artes marciales, y su favorita era el judo.
Desgraciadamente, debido a sus continuos ataques de asma y a su sobrepeso —por el
cual se ganó el apodo del Gordo— a ningún sensei le gustaba correr el riesgo de
meterlo en su clase.
Cada vez que el Gordo tenía alguna oportunidad se anotaba en los talleres que
impartían sobre defensa personal en la Unidad Militar. Aunque el resultado siempre
era el mismo, nada más llevar un minuto de esparrin con algún compañero, tenían

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que sacarlo del ejercicio por su falta de aire.
Donde Ricardo era un campeón, y de eso nadie tenía dudas, era en los
laboratorios de Criminología. Su fama era tal, que en más de una ocasión lo
consultaban desde la mismísima capital, al punto, que tres veces intentaron
trasladarlo para La Habana. Pero el Gordo siempre se negaba.
Precisamente en La Habana, durante una de las conferencias que fue a impartir
sobre técnicas modernas que se usan en los laboratorios de Criminología, conoció a
Gerardo. Desde el primer momento ambos tuvieron química. Y cuando Ricardo se
enteró de que su nuevo amigo tenía un cinturón negro en judo, y que estaba en la
facultad para impartir un taller de autodefensa, se convirtió en la sombra de Gerardo.
Para alegría del Gordo, Gerardo no lo sacó de la clase; todo lo contrario, le
enseñó varios ejercicios básicos, sobre todo el control de la respiración, que era el
punto débil del Gordo.
Desde entonces la amistad entre ambos floreció. Y al menos tres veces al mes
solían reunirse en un tatami.
—Permiso —dijo un joven oficial con los grados de cabo—. Primer teniente, en
el teléfono están preguntando por usted.
El Gordo, con su rostro bonachón le sonrió al mensajero y apartó sus ojos de un
microscopio, nadie lo llamaba por su grado militar, siempre le decían el Gordo, o jefe
de Sala, aquel mensajero debía de ser nuevo.
—¿De parte? —preguntó mientras volvía a fijar la vista en su trabajo.
—De… mmm, ¿del capitán judoca?
—¡Oh! ¿Gerardo? —Ricardo apartó la mirada al instante mientras se quitaba los
guantes de látex para ir a tomar el teléfono.

***
—Si… ¿diga?
—¿Quién habla?
—Soy yo, el Gordo, ¿qué pasa, y esa sorpresa? Ya, no me digas… ¡Me
conseguiste las dos películas porno!
—Gordo, ¡por Dios, esta es una línea militar! —Gerardo lanzó una carcajada—.
Ahora sí voy en serio, necesito tu ayuda urgente…
—Lo que sea, menos matar una vaca.
—No hay que llegar a tanto drama.
—¿Qué necesitas?
—Dentro de una hora aproximadamente, quizás dos, una joven va a llegar a tu
laboratorio con dos muestras, necesito que me digas de qué se trata.
—¿Qué tipo de muestras?
—Sin comentarios, cuando las tengas en tus manos haz tu magia, luego llámame
y dame los resultados; pero lo más importante es que esta conversación quede entre

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nosotros.
—Lo que usted diga, capitán.
—Te debo una…
—Y te la voy a cobrar…, o mejor aún, simplemente consígueme las películas
porno. ¡Ya, no grites! Cuídate, hermano.
—Lo mismo… depravado.

***
Gerardo puso sobre la mesa la bolsita de nailon con la mota embarrada de sangre
y fragmentos de arena. Junto a la muestra, depositó a su lado la punta de la bala, la
cual había envuelto en un pedazo de tela. Buscó en una de sus gavetas un sobre
amarillo y metió dentro las dos muestras; cuando lo iba a cerrar tocaron a la puerta,
luego la abrieron.
Sandra asomó su hermoso rostro.
—¿Se puede?
—No me jodas, ya estás adentro.
La joven rodeó el buró y se sentó en una esquina, cruzando sus piernas de una
manera muy provocativa. Llevaba puesta una saya que hizo un triángulo entre los
pliegues de la tela y sus dos muslos.
Inconscientemente los ojos del capitán se fijaron en el triángulo.
Sandra sonrió complacida del efecto que sus encantos femeninos podían causar
sobre su jefe.
—Y bien, ¿qué encontraste?
—Los dos autos pertenecen a Marcelino Villas —dijo la chica mientras
organizaba unos papeles con fotos del propietario—, un habanero que tiene un largo
expediente. Se dedica a alquilar sus autos a los turistas, también se dedica a la
prostitución, tráfico de todo lo que caiga en sus manos; ha tenido dos condenas por…
—Sandra, perfecto tu trabajo —la interrumpió Gerardo—; pero lo que me
interesa saber es a quien le alquiló los dos autos.
—Eso no lo sabremos a menos que se lo preguntemos personalmente.
Gerardo negó con la cabeza, eso demoraría demasiado. Y él estaba contra reloj,
Duanys debía de estar en alguna sala del edificio marcando números y buscando
respuestas. Sandra depositó los papeles sobre sus piernas, con el dedo índice le señaló
un párrafo.
—Aquí dice que comúnmente alquila sus máquinas a clientes que visitan el
Restaurante del Chino…
Gerardo había escuchado hablar de ese restaurante. Estaba en el centro de uno de
los barrios más peligrosos de Santa Clara. Según le habían contado sus colegas,
comer en ese restaurante podría costarle el salario de un año. También había oído
rumores, aunque no había pruebas que lo demostraran, que el restaurante realmente

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pertenecía al famoso Shangó.
Gerardo comenzó a escuchar los sonidos de una maquinaria que empezaba a
despertar dentro de su cerebro. Miles de engranajes estaban poniéndose en
funcionamiento.
Los autos se los alquilan a turistas… turistas, extranjeros, traficantes… los
turistas se quedan en La Casa de la Colina…, la casa pertenece a Shangó… Shangó
es el supuesto dueño del Restaurante del Chino… el restaurante le recomienda
clientes para que alquilen autos al tal Marcelino…
De alguna manera sabía que todo estaba conectado, solo que aún no lograba
identificar el eslabón perdido. La cabeza comenzó a dolerle, siempre le pasaba
cuando no encontraba la pieza del rompecabezas…
Sandra lo miró preocupada.
—Necesito un favor tuyo —la joven quedó sorprendida e intrigada, una vez más.
—Tú dirás.
—Necesito que vayas ahora mismo a Santa Clara y me lleves este paquete —
Sandra lo miró de arriba abajo, luego reparó en el paquete—; no es broma, necesito
que me lo lleves al laboratorio de Criminalística… ahora.
—Pero voy a necesitar un…
—No te preocupes, ahora mismo llamo al garaje y les digo que te tengan un auto
preparado.
—Pero…
—Por favor —Gerardo empleó su mirada de cachorro abandonado en medio de
una tempestad—: eres la única en quien confío.
—Está bien —respondió la joven y volvió a mostrarle su dentadura perfecta—, no
tienes que rogármelo, con un beso será suficiente.
A veces rogar tiene sus ventajas, pensó Gerardo mientras acariciaba el rostro de la
joven.

***

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Capítulo 40
Hacia el Restaurante del Chino

Día 4… 8:00 am

Todo era un caos, una maldita broma del destino, irónica y cruel.
Giovanni intentó buscarle un sentido a lo que estaba ocurriendo. Jamás, en toda
su carrera, se había visto en un contexto semejante. Todos ellos, más que una unidad
especial de asesinos profesionales, parecían más bien un simple grupo de aficionados.
Bajo sus pies permanecía el cuerpo pálido e inerte de Alí. Todo el piso del
Cadillac quedó cubierto por varios litros de sangre. Levantó los pies para apoyarlos
sobre el cuerpo, así no se mojaría los zapatos.
Delante iba Alex al timón y Aldrich como copiloto. Hasta el momento nadie
había roto el silencio. El británico orientó en el GPS la dirección del Restaurante del
Chino. En un instante la pequeña computadora táctil se comunicó con uno de los
satélites de la compañía y les fue mostrando un camino digitalizado en un plano de
3D.
—Alex… —Giovanni solo tuvo que mencionar el nombre del ruso para que este
comenzara a darle una evolución de lo sucedido. Para eso era el francotirador del
grupo.
—Quien haya sido, es un profesional —el timbre áspero del ruso quedó opacado
por los ruidos del motor, así que tuvo que alzar más la voz—. El primer disparo le
destruyó la cadera, impidiéndole que se moviera; pero, sobre todo, quien lo hizo
quería que su víctima gritara.
A la mente de Giovanni acudieron las imágenes de Alí pidiendo ayuda. Todo pasó
tan rápido que si estaban vivos, se debía solo a que actuaron por instinto y
entrenamiento.
—El sniper debe de haber llegado durante la madrugada, se acomodó y esperó el
momento prefecto —Alex hizo silencio durante un largo minuto—. Fue muy
inteligente, escogió de antemano el lado este, así, con la salida del sol los reflejos de
su mira permanecerían a la sombra. Estamos vivos gracias a la cortina de humo.
Aldrich miró el cuerpo de Alí, luego al jefe del grupo. Giovanni no precisaba leer
la mente de Aldrich para saber lo que estaba pensando, él bien podría ser quien
estuviera en ese momento en el piso del auto.
Este ataque solo significa algo…, recapacitó Giovanni mientras acariciaba la
Ruger: Big Dog y Shangó están muertos, o en alguna sala de torturas. Ni por un
instante pasó por su mente que Shangó los hubiera traicionado. Era un traficante,
sabía que tratando de matarlos no ganaría nada. La pregunta era: ¿Quién… quién dio
la orden?

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—El disparo fue a corta distancia, yo diría que entre cuatrocientos o quinientos
metros —agregó Alex—, y el rifle que utilizó no es muy moderno, aunque sí preciso.
—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó Aldrich.
—Cuando escuché el grito me di cuenta de que era un disparo, en ese instante
apliqué la técnica Crack-Thump para localizar al sniper.
—¡Vaya, pues a joder contigo! —Exclamó Aldrich—. A mí ni por la mente me
pasó.
El Crack-Thump es la técnica usada por la infantería para identificar a un
francotirador.
Crack, es el sonido de impacto producido por la bala cuando viaja a velocidad
supersónica. Mientras que el Thump, es el sonido hecho por el arma al disparar. El
tiempo trascurrido entre el Crack y el Thump es la distancia entre el francotirador y
su objetivo. Cada segundo equivale aproximadamente a 275 metros.
—Además —prosiguió Alex—, a esa distancia yo hubiera usado un fusil
automático y con silenciador —Giovanni recordó que Cuba no tenía mucho
armamento moderno, pero tampoco estaban tan atrasados como para no tener un rifle
con silenciador—. Con el factor sorpresa y un silenciador habría dado tiempo a
tumbar a dos de nosotros. Sin embargo, el sniper escogió una táctica demasiado
antigua. Como resultado aprendió mucho de nosotros, pero de igual manera nosotros
aprendimos mucho de él.
—¡Si tú lo dices! —respondió con ironía el británico.
—El hecho de que se demorara tanto en el segundo disparo, significa que usó un
rifle de cerrojo. Además, no le voló la cabeza a Alí, sino que prefirió dispararle en la
cadera.
—El maldito quería que intentáramos ayudarlo…
—Exacto —le contestó Giovanni al Zombi—, cuando todos decidimos ocultarnos
comprendió que somos una unidad elite entrenada.
—Con el primer disparo localizamos la posición del francotirador —dijo como
para sí mismo Aldrich—; pero al no socorrer a nuestro compañero, le demostramos
que estamos entrenados; sin embargo, de igual manera, al no desplegarnos, le
confirmamos también que no tenemos armas.
—Por el momento.
Eso solo significa que quien lo haya hecho no pertenece al ejército.
Cuando el auto dobló a la derecha, tras pasar el primer semáforo que daba la
bienvenida a la ciudad, Giovanni tuvo que afrontar la única pregunta que no deseaba
plantearse.
—¿Heldrich tendrá algo que ver con esto?
Alex lo miró a través del espejo; por su parte, Aldrich se encogió de hombros y
arrugó la frente.
Ahora la idea de ir a cazar a un ex espía nazi no parecía tan divertida. Significaba
eso que el anciano trabajaba para alguien, o en el peor de los casos, personas muy

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poderosas lo estaban protegiendo. De cualquier manera Giovanni se iba a asegurar de
no recibir más disparos sin devolverlos.
—Usó una de las técnicas de White Feather —dijo de repente Alex, como si
acabara de recordar un detalle fundamental. Giovanni sintió una nota de admiración
en la voz del ruso.
White Feather (Pluma Blanca), era el nombre clave usado por uno de los
francotiradores más temidos de la historia americana. El famoso Carlos Hathcock,
quien creó la frase: Nadie espera que el enemigo te ataque desde tu propia base.
La característica que sembró el pánico entre las tropas vietnamitas por este
francotirador, era que nunca sabías realmente desde dónde provendría el disparo. Ya
que Hathcock era capaz de arrastrarse durante días hasta infiltrarse dentro de la base
de sus enemigos.
—“Una milla a la derecha y usted habrá arribado a su destino…” —anunció la
voz femenina del GPS.
Giovanni visualizó las “cajas negras” y el teléfono satelital; aún tenía que hacer
una llamada.

***
8:50 am

Envolvió el rifle en una manta protectora, pero sin desmontar la mira.


A Heldrich siempre le gustó tener sus armas listas para ser usadas. De momento el
K98 había perdido su propósito, por lo que lo enterró cerca de la ceiba donde una
hora antes se había puesto el traje Ghillie. Hizo varias marcas para no olvidar el
lugar, esperó poder retornar dentro de un mes. Si las cosas se calmaban y al final del
día aún su cabeza permanecía sobre sus hombros, quizás pudiera regresar por su
rifle…, quizás.
Tras esconder en el mismo sitio el traje de camuflaje y los artículos que usó para
maquillarse el rostro, regresó al Moskovich.
Para esta nueva misión necesitaría cambiar sus instrumentos de trabajo.
Heldrich sonrió al pensar en sus armas como instrumentos de trabajo. Abrió la
guantera del auto donde había depositado un silenciador. Lo sacó y conectó a su
Luger. Ahora la pistola no solo había aumentado su peso original, sino que también
perdió parte de su maniobrabilidad. En cambio, ganó las dos cosas que realmente
necesitaba: precisión y silencio.
Heldrich había aprendido mucho tiempo atrás que cada arma tiene su propósito.
Esto no significa que se sepan usar. Para convertirte en un experto tirador con una
pistola a la cual se le haya incorporado un silenciador, se debe crear un entrenamiento
rutinario. El punto es alcanzar la habilidad de desplazarse en espacios cerrados con la
pistola sin que el silenciador choque contra los bordes de las paredes.

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Más fácil decirlo que hacerlo.
Heldrich acomodó una vez más su pistola, después puso el auto en retroceso.
Dobló hacia la izquierda dirigiéndose a la carretera principal, que lo llevaría directo a
la ciudad de Santa Clara.
Mientras el aire que entraba por la ventana le acariciaba el rostro, dejándole una
sensación de calma absoluta, se permitió el lujo de perderse por unos segundos en sus
propios pensamientos. Tocó su pistola y el anillo de su cuchillo. Con esas dos armas
tendría que ser suficiente para hacerle una visita al Restaurante del Chino.
Aunque nunca se podía estar del todo seguro.

***
10:45 am

—¿Qué te pasa? —preguntó Sandra a punto de soltar humo por las orejas.
—Disculpa, no estoy concentrado —dijo Gerardo mientras improvisaba una
respuesta para nada ideal.
El rostro de Sandra se trocó en una mueca de dolor.
—¿Tienes que concentrarte para darme un beso…? ¡Vete a la mierda!
Sin esperar una disculpa, la joven se dirigió a la puerta. Gerardo la detuvo antes
de que lograra salir.
—Sandra, discúlpame…; pero tengo muchos problemas.
Esta vez ella lo miró diferente, incluso con algo de lástima. La expresión de
Gerardo no mentía.
—Pues resuelve tus problemas para que puedas concentrarte bien… —Gerardo le
sonrió, el tono enojado en la voz de la mulata había desaparecido.
—Haz lo que te pedí. Así podré enfocarme en otros problemas.
—Ahora mismo parto para Santa Clara… —hizo una pausa para ganar algo de
tiempo dentro de la oficina—; pero esta me la vas a deber.
—Y con gusto te la voy a pagar.
De pagarle al Gordo, mejor pagarle a Sandra, el retozo de sus pensamientos solo
le duró un instante. Todo indicaba que la respuesta a sus problemas, o parte de ellos,
se encontraba en el dichoso Restaurante del Chino.
Después de meditarlo tan solo por un segundo, cogió las llaves de su moto. Una
Suzuki de los años 80, un modelo GSX 1100 L. La vieja moto permanecía en
excelente estado de conservación debido a que el propio Gerardo era quien le daba
mantenimiento. Por su posición de trabajo no clasificaba para un auto personal, en
cambio, le asignaron una moto. En un país que, por cada mil personas, solo una de
ellas tenía un auto, disponer de una moto era el equivalente a tener tu propia limusina.
La costumbre es la madre de la precaución, así que, antes de salir de su oficina, se
acomodó su pistola Makarov a la espalda. Una vez que llegó al garaje, se cercioró de

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que no quedaran registros de hacia dónde iba. Por eso, en la planilla que todo oficial
debía llenar cada vez que salía de la Unidad Militar, escribió simplemente:
“Problemas personales”.
Después, arrancó la moto y salió guiado más por sus instintos que por la lógica.
Algo continuaba diciéndole que encontraría respuestas en la ciudad de Santa Clara.

***

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Capítulo 41
El enigma

Día 4… 11:45 am

Las luces proyectadas por las linternas danzaron contra las paredes.
Cuatro sombras deformes avanzaron unos cincuenta metros hasta que la
conciencia, o el instinto de protección, los hizo detenerse. Fue Miguel el primero en
suspender la marcha.
—Esto es demasiado peligroso —comenzó a decir Miguel mientras alumbraba las
paredes y el techo—, aún estamos a tiempo de…
—… seguir, es lo que ibas a decir…, a tiempo de seguir —finalizó la oración
Lucía.
—No, prima, esto parece ser alguna instalación militar. Simplemente por estar
aquí ya estamos metidos en una condena.
Mario y el Nava se miraron sin decir palabras.
Lucía no podía creer que estuvieran dudando de seguir adelante.
—¡Van de coñas! —Exclamó—. No me digan que no llevan un par de cojones
bien puestos. ¡Joder tíos, no tienen una puta idea de qué es este lugar! ¿O sí?
—No se trata de valentía —trató de defenderse el Nava—, pero Miguel tiene
razón. Si esto es alguna base militar subterránea del gobierno nos vamos a meter en
una buena, y digo una buena de verdad. Hasta podríamos ir a parar a prisión —el
mulato hizo una pausa para escoger sus próximas palabras—. Por otro lado, Miguel
Ángel, tú eres el genio del grupo. ¿Tienes idea de qué podríamos encontrar al final de
túnel?
—Lo que sea, no vale la pena correr el riesgo, ¿o acaso no recuerdan que
escapamos por los pelos de un derrumbe, que ocurriría si hubiera otro más? Es mejor
decir lo siento que mandar flores.
Una vez más, el Nava y Miguel parecían estar de acuerdo. Ambos negaron con la
cabeza.
Lucía buscó a Mario con los ojos, en un intento de conseguir apoyo, y para su
alegría este ni siquiera le prestaba atención a la charla; todo lo contrario, él siguió
adelante por su propia cuenta.
—¿Vienen o se quedan? —les gritó.
—Ya voy —le respondió Lucía, pero antes de alcanzarlo le susurró al Nava—:
¡Gilipollas, eso es lo que son ustedes dos, unos gilipollas…!
Luego salió disparada detrás de Mario.
—¡Gilipollas…! —repitió Miguel imitando a su prima—. Me tiene cansado con
el gilipollas ese.

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—Bueno, esperemos que al final no nos esté esperando un Alien o algo parecido.
Ambos siguieron a Lucía, que iba dejando un rastro de luz en su carrera.
—Estaba pensando en algo muy importante —reflexionó Miguel—: si hay un
Alien al final del pasillo, esperándonos con sus garras y su baba de ácido, al primero
que se va a comer es a mi hermano; entonces… ¿qué tú crees que debamos hacer?
El Nava se llevó las manos a la barbilla, imitando de forma burlesca al pensador
de Rodin.
—Creo que deberíamos dejar que fuera delante.
—Tienes razón —lo apoyó Miguel, reprimiendo apenas una risotada.

***

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Capítulo 42
Las maletas

Día 4… 12:25 pm

Alex detuvo el auto a veinte metros del restaurante.


Allí permanecieron durante dos largas horas, mientras chequeaban los
movimientos de todos los que entraban o salían, memorizando sus caras tanto como
les fuera posible. Cuando nada les pareció alarmante, decidieron que si se trataba de
una trampa, estaba muy bien preparada.
—Actuemos de una maldita vez.
La orden del Alfa puso en movimiento a su jauría.
Alex se apostó en una de las esquinas para ir asegurando el perímetro, mientras
tanto, Aldrich buscó en el maletero una manta para cubrir el cuerpo del iraní, en caso
de que algún curioso fisgoneara por las ventanas del auto. La visión de un cadáver
tumbado sobre un charco de sangre pondría en alerta a toda la ciudad.
La misión se había colapsado, así de simple; los tres comandos lo sabían, y
sobrevivir ahora dependía de con cuánta rapidez fueran capaces de actuar; pero sobre
todo, sin llamar la atención. Giovanni acomodó la pistola a su espalda, sus dos
compañeros solo iban armados con cuchillos. Aunque Aldrich había preparado una
especie de bomba termobárica. El artefacto estaba diseñado con una mezcla de
oxígeno, combustibles, y otros elementos químicos que hacían del recipiente, si no
hermano, por lo menos un primo lejano de un antiguo coctel molotov. Si volvían a
caer en una emboscada, el británico no iba a dudar ni un segundo en hacer estallar la
bomba.
Cada uno caminó separado del otro. De antemano habían preparado el plan para
recoger las maletas. El ruso cubriría la retirada desde su lugar estratégico. De allí
tenía acceso visual a la entrada del restaurante. En caso de que avistara cualquier
peligro le enviaría un mensaje de texto al italiano y al Zombi.
Por su parte, Aldrich, quien ya estaría dentro del restaurante en alguna de las
mesas, crearía un verdadero infierno. A Giovanni le tocó la parte de buscar las “cajas
negras”.
Al llegar a la puerta de entrada al restaurante, Giovanni no le prestó atención al
local. Se trataba de una vieja casa colonial, reconstruida y amueblada. Una vez dentro
se percató de que el espacio era gigantesco, con capacidad para más de cincuenta
mesas, algunas separadas por cubículos privados. En una esquina, perfectamente
ubicado, había un pequeño escenario donde un cuarteto tocaba la clásica
Guantanamera.
Giovanni le sonrió al cuarteto. Por lo visto, donde quiera que hubiera turistas

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debía de haber un trío o cuarteto cantando la Guantanamera.
—¡Muy buenos días! —le dijo una joven que podría fácilmente servir como
imagen de portada para una revista porno. La chica, conocedora de su encanto, se
acercó tan sensual como provocativa. Llevaba en las manos el menú del restaurante.
Debía de ser la recepcionista—. Bienvenido al Restaurante del Chino, ¿viene
acompañado?
—Solo…
La joven no lo dejó terminar de hablar, le dio la espalda por un segundo y le dijo
a una de las camareras.
—Mesa para uno…
—No quiero mesa —la joven lo miró intrigada—, necesito hablar urgentemente
con el Chino, dígale que es de parte de Shangó.
La mención de aquel nombre hizo que la joven se turbara por unos segundos.
—En un momento lo atienden, mientras… ¿desea ir tomando algo?
—No, haga lo que le pedí.
La voz de Giovanni sonó tan imperiosa, que la chica salió prácticamente a la
carrera. Desapareció con rapidez tras unas cortinas hechas de caracoles.
Giovanni recorrió la sala e intentó hacer un análisis del local a toda prisa…
Estaba repleto de clientes. Lo más importante era localizar las posibles salidas de
escape. Observó cómo las camareras se movían por entre las mesas como hormigas
laboriosas llevando en sus hombros bandejas repletas de mariscos. No había una sola
de ellas que no fuera capaz de ganar un concurso de belleza.
La recepcionista asomó su rostro a través de la cortina, con un simple gesto de su
cabeza le indicó que se acercara. Al llegar junto a ella, la joven le dijo que siguiera a
través de aquel pasillo.
—Al final doble a la izquierda, después siga derecho y se va a encontrar con las
puertas de un baño, a la derecha está la oficina.
La joven no esperó más, y sin que Giovanni tuviera la oportunidad de hacerle otra
pregunta, se apresuró a ir al mostrador para recibir a los nuevos clientes.
El Italiano miró hacia la entrada y vio que Aldrich acababa de entrar.

***
La puerta de la oficina del Chino era de acero reforzado, se trataba de un
frigorífico.
Giovanni no pudo contener la risa.
Solo espero que no quieran jugar a los mafiosos, y se imaginó, a manera de
chiste, que tras esa puerta podría toparse con la estampa de tres hombres y un cuarto
colgado de un gancho recibiendo una paliza descomunal. Así pasaba siempre en las
películas.
Al abrir la puerta y pasar al interior, quedó en verdad asombrado, y quizás algo

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sorprendido. En efecto, se trataba simplemente de una oficina. Lo que antiguamente
fue una nevera de unos siete metros cuadrados, ahora estaba remodelada y convertida
en una cómoda habitación para hacer negocios. Tres cajas fuertes cubrían toda una
pared. Frente a esta, había una gigantesca cava repleta de botellas de vino. Giovanni
calculó que debían de haber más de doscientas botellas.
Sobre una mesa se amontonaban pequeñas pirámides de billetes, unos sobre otros.
Varias máquinas contadoras de dinero formaban también parte de la decoración. La
“nevera oficina” cumplía con varias funciones, y una de ellas era contabilizar las
ganancias del día.
Tras un buró estaba sentado un hombre pequeño. De chino solo tenía unos
pequeños rasgos faciales. Junto a él había un negro que bien podría intimidar a Alex.
El Chino llevaba puestas unas finas gafas de marco dorado. Se las corrió hacia
abajo y miró detenidamente al recién llegado.
—¿Dices que te mandó Shangó?
—Así es —respondió tranquilamente Giovanni, aparentando no haber notado el
tono molesto del pequeño hombre.
—Qué raro, no me llamó para decirme nada —el Chino cruzó una mirada con su
guardaespaldas—. Shangó es muy reservado para los negocios, él jamás me da cita
con alguien que no la haya hecho previamente con él.
—No le dio la cita porque Shangó está muerto.
El Chino pareció desorientado por un momento. Una sonrisa nerviosa cruzó por
sus labios mientras se movía incómodo en su silla. Por primera vez reparó al detalle
en el intruso que permanecía ante él.
Giovanni estaba consciente de que entrar en aquel restaurante era una locura. Si
los habían descubierto en La Casa de la Colina, quien fuera que los estaba cazando
debía saber cuáles iban a ser sus próximos movimientos. Para bien o para mal no
tenía alternativas. Necesitaba aquellas maletas.
—¿Cómo dices…? —preguntó el Chino y no hubo manera en que pudiera
disimular su nerviosismo… El pequeño hombre se puso lentamente de pie, casi como
una vía para ganar tiempo y poder organizar sus pensamientos.
El gigante que estaba a su lado se movió intranquilo.
Es el momento de actuar.
Sin pensárselo un segundo, con un gesto simple y nada alarmante, Giovanni sacó
la Ruger, el guardaespaldas y el Chino palidecieron al ver la plateada pistola sobre la
mesa. El negro se llevó las manos a la espalda para sacar sin dudas su propio
revólver, algo en verdad estúpido, pensó Giovanni mientras lo crucificaba con una
mirada. El Italiano se limitó a poner el cañón de la pistola sobre el escritorio,
apuntando hacia abajo.
—Soy un tirador experimentado, créanme —habló tranquilamente, sin quitarle los
ojos de encima al guardaespaldas. Pero antes de proseguir hablando se aseguró de
que sus palabras fueran una verdadera amenaza—. Así que si no quieres que le vuele

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la maldita tapa de los sesos a tu jefe… mmm, digamos que simplemente no hagas
nada estúpido de lo que te puedas arrepentir.
La amenaza causó el efecto deseado.
El Chino miró a su guardaespaldas con ojos aterrorizados. Su mirada era una
orden clara y directa: pasara lo que pasara, le estaba pidiendo que no moviera ni un
solo dedo.
—¿Quién eres tú? —se atrevió a preguntar.
—Soy el Alfa, y vengo a buscar mis maletas.
—¿“Las maletas”? —la voz le tembló. Una máscara de miedo cubrió su rostro de
tal manera que Giovanni llegó a creer que podría desmayarse.
El Chino se levantó, se despegó suavemente de su buró y caminó hacia un rincón
de la nevera. Ni por un instante le dio la espalda.
—¿Qué le pasó a Shangó?
—No lo sé, pero anoche debía haberse reunido conmigo; si no lo hizo es porque
está muerto.
—No puede ser…, yo mismo…
—Busca las malditas maletas, no tengo tiempo para tus preguntas —le ordenó.
El hombre parecía aturdido y no lograba coordinar bien sus pensamientos.
Giovanni no quería estar ni por un segundo en el cerebro de aquel infeliz, pudo
imaginarse la lluvia de pensamientos que de seguro ya pasaban por la mente del
desdichado. Acababan de informarle que el pilar principal que sostenía su negocio
había desaparecido. Sin ese soporte, todo el peso caería sobre los demás como un
efecto de dominó, sin poderlo evitar.

***
¡Shangó muerto…! No puede ser, es imposible…, las manos del Chino temblaban
ante la perspectiva de la pérdida del jefe. Primero el protocolo… no se puede gritar:
¡Sálvese quién pueda!
El Chino recordó las palabras de su jefe y las advertencias de que si algo le
pasaba, cosa que en aquel entonces parecía poco probable, debía darle las maletas a
un tal Alfa.
Ahora el pasado era presente, y lo que parecía algo imposible, se hizo realidad.
Sin la ayuda de su guardaespaldas movió una caja de vino que había en el piso.
Bajo la caja apareció una puerta secreta. Tras levantar la tapa, apareció una segunda
puerta con dos cerrojos de combinación. Con manos temblorosas insertó los
números…, durante el proceso se equivocó tres veces. Por cada vez que cometía un
error la mirada del extranjero se tornaba más huraña.
—Ya está —anunció a la cuarta vez.
La puerta se abrió y el Chino percibió la tensión en el extranjero.
Allí estaban las maletas, sobre ellas había un revólver. Con un gesto suave apartó

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el arma y comenzó a sacar maleta por maleta. Eran cinco en total. Las fue
depositando sobre su escritorio. Aquel simple ejercicio lo hizo sudar a raudales, y lo
peor es que no sabía si era por el esfuerzo o por los nervios.
Al depositar la quinta maleta se percató de que las manos también le sudaban. El
esfuerzo físico realmente lo cansó, pues cada maleta debía de pesar casi cien libras.
Eran negras y de metal, deben de ser a pruebas de balas de cañón…
—Ahora dile a tu amigo que se dé la vuelta con las manos en la cabeza —pidió
cortésmente el Alfa.
El Chino miró a su guardaespaldas y este de mala gana hizo lo que se le pedía.
Luego el Alfa tomó una de las maletas. Resultaron ser más seguras de lo que él se
había imaginado. El Alfa no solo pulsó números en un candado digital, sino que
también imprimió su huella dactilar. De repente la maleta pareció cobrar vida. El
Chino escuchó un clic y la tapa se abrió automáticamente.
No pudo evitar mirar dentro.
Madre de Dios… ¿en qué mierda me estoy metiendo? ¿Quién es este hombre?
La maleta tenía un doble forro acolchonado, con una espuma especial diseñada
para sostener su contenido. En la parte superior había un paquete con cinco
pasaportes de diferentes países. Tarjetas de créditos, varios talonarios de cheques y
más de cinco paquetes de billetes estaban perfectamente acomodados a la espuma.
El Chino reconoció dólares, euros y libras esterlinas.
Si cada maleta tiene esa cantidad de dinero, entonces…, entre todas debe de
haber más de cien mil dólares…
El Alfa tomó dos paquetes de billetes y se los tiró al Chino.
—Ahí hay veinte mil dólares —agregó el extranjero al ver los ojos gandidos del
Chino—, veinte mil más te daré si la misión sale bien.
El Chino no respondió, pero sujetó los billetes contra su pecho.
El Alfa se quedó a la espera de una respuesta.
—¿Qué necesitas?
—De momento que te deshagas de un cuerpo.
—¿Cómo dices? —era la segunda vez que repetía la misma frase.
—A la salida, doblando a la derecha, al final de la calle hay un viejo Cadillac. En
el asiento de atrás hay un cadáver. Necesito que te deshagas de él.
El Chino barajó sus opciones como todo buen negociador. Desaparecer un cuerpo
no era problema, de todas maneras no era la primera vez que lo hacía.
—Desaparecerte el cuerpo te va a costar…
La mirada del Alfa no le permitió terminar la frase. Este tomó otro paquete de
billetes y se lo lanzó.
—Por el cuerpo, pero no trates de subir más el precio…; mi consejo: no sigas
tentando tu suerte.
El Chino apretó los tres paquetes de billetes, acababa de ganarse treinta mil
dólares en menos de diez minutos. Aunque había mucho en juego, incluyendo su

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propia cabeza.
—También necesito un nuevo auto —esta vez el extranjero no estaba pidiendo,
estaba ordenando.
El Chino abrió una gaveta y sacó un manojo de llaves. Por un segundo buscó
hasta encontrar la que deseaba.
—Toma —le dio la llave—, afuera vas a ver un Cadillac rojo del 58. ¿Algo más?
—Por ahora es todo.
Entonces fue cuando ocurrió lo inesperado.
El Alfa apretó algún botón secreto de la maleta y esta se abrió en diferentes
compartimientos como si fuera la caja de herramientas de un mecánico.
¡Ohhhh… por Dios…! exclamó el pequeño hombre para sus adentros al ver el
contenido.
Durante los viajes de Shangó al extranjero, a este le gustaba mantener a sus
subordinados bien actualizados. Constantemente traía de sus viajes catálogos con el
armamento más moderno que se ofertaba en los mercados internacionales. Entre las
diversas funciones que cumplía el Chino en la red de negocios de Shangó, estaba
incluida la del contrabando de armas y drogas. Por eso identificó cada una que había
dentro de la maleta.
Los compartimientos que se abrieron hacia los lados estaban separados por
secciones. A un lado había granadas de humo y de pimientos; sobre estas, en perfecto
orden, se amontonaban juegos de cuchillos; al otro lado había una pistola Hackler &
Koch MK23.
¡Dios mío…! ¡Esa es una de las malditas pistolas que usan los comandos Seal…!
La moderna H&K también incluía un largo silenciador.
Pero fue el arma que descansaba justo en el centro de la caja lo que hizo que el
Chino tuviera que sostenerse a la mesa.
¡Una P90…!
El subfusil automático parecía una ametralladora sacada de la saga Terminator. Y
con toda la razón del mundo. El Chino comenzó a experimentar unos temblores que
le recorrieron todo el cuerpo. El arma tenía más de seis cargadores de cincuenta balas
calibre 5,7mm. Él bien conocía la cadencia de disparo…: nada menos que de 900
balas por minuto, no por gusto era el subfusil oficial usado por los Servicios Secretos
Americanos destinados a proteger al presidente.
—¿Qué piensas hacer con todo este arsenal? —preguntó ingenuamente.
—No te preocupes —le sonrió el Alfa—, no venimos a matar al presidente de tu
país…; créeme, no pagarían lo suficiente.
La respuesta no calmó al Chino. Una cosa era vender drogas y viejas pistolas
calibre 45, otra muy diferente lo que tenía sobre la mesa. Con semejante armamento
podían entrar a cualquier unidad militar en Cuba, atravesarla e incluso parar en los
comedores a prepararse un sándwich.
Pero lo que puso definitivamente su piel de gallina, era lo que había debajo del

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subfusil futurista.
—¿Eso es lo que creo que es…? —preguntó el Chino mientras apuntaba con un
dedo acusador a un teléfono que había en la maleta.
—Es un Iridium, un simple teléfono satelital… ¿Algún problema?
—No, ningún problema.
El pequeño hombre sintió que la habitación se le iba a caer encima.
Era justo lo que me faltaba… ¡Un maldito teléfono satelital!
Tener un teléfono satelital en Cuba y ser atrapado con él, era ganarse un tique
directo a una prisión de presos políticos con una sentencia a cadena perpetua… sin
apelación.
El Alfa guardó la Ruger a su espalda y tomó la H&K, le instaló el silenciador y
después agarró el teléfono.
—Con su permiso, necesito hacer una llamada.
El Chino supo que tendría que esperar pacientemente a que su nuevo y peligroso
socio terminara su llamada. Después…, pues no lo sabía; extrañamente sintió que su
futuro dependía de aquella llamada.

***

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Capítulo 43
Un secreto atrapado en el tiempo

Día 4… 12:10 pm

—¿Y esto, qué es? —Preguntó Mario.


—Pues otra puerta, ¿no te das cuenta? —le respondió su hermano.
—Claro, imbécil, solo que, ¿una segunda puerta? ¿No creen que sea demasiada
seguridad?
El grupo se detuvo nuevamente. Frente a ellos había una segunda escotilla; pero a
diferencia de la otra, estaba ubicada en forma vertical. Pero lo que les llamó la
atención en sí fue su descomunal grosor. Sin dudas era de acero reforzado y su peso
debía fácilmente superar las dos toneladas. De igual manera que la primera, también
contaba con una llave en forma de anilla de acero en su centro. Miguel la empujó
antes de intentar abrirla, y para sorpresa de todos cedió sin mucho esfuerzo.
Un chirrido metálico recorrió el túnel junto con los suspiros de los cuatro jóvenes.
—¡Adelante, damas y caballeros!
Mario no esperó una segunda invitación.
Seguido por su hermano y los demás, atravesaron la misteriosa puerta.

***
Dentro la oscuridad era absoluta y no se veía más allá de lo poco que alcanzaban
a iluminar las linternas.
Lucía pudo escuchar claramente los latidos de su corazón… e incluso hasta la
sangre correr por sus venas como un río subterráneo bajo la piel. Aquello era lo más
impresionante que jamás le había pasado, y temió que al final todo aquello terminara
en una gran decepción. A pesar de los miedos de Miguel y el Nava, ella supuso que
aquel sitio no pasaba de ser un refugio abandonado. Una especie de bunker o algo por
el estilo.
Muy pronto se iba a topar con otra verdad.

***
Mario continuó alumbrando las paredes y el techo sin poder identificar algo en
concreto.
—Miren esto —dijo Miguel y apuntó a lo que parecía ser una palanca con forma
de interruptor eléctrico.
—¿Qué crees que ocurra si la bajamos? —preguntó Mario, algo temeroso por
primera vez en toda la jornada.
Lucía actuó sin pensar, y haciendo caso omiso de los temores y dudas del resto

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del grupo, bajó la palanca.
—¡Nooo…! —Le gritó Miguel.
Nada pasó.
Todos suspiraron.
Al mirarse unos a otros, con el miedo reflejado en sus caras a la luz de las
linternas, empezaron a reírse…; fue entonces cuando se escuchó un ruido procedente
del interior de la cueva.
Mario y el Nava sacaron sus navajas, aunque lo más posible era que se tratara
solo de otro derrumbe. El sonido comenzó como un simple chillido metálico, como si
varias ruedas dentadas chocaran unas con otras. Pero al cabo de unos minutos el
sonido aumentó hasta convertirse en el inconfundible ruido de un motor… o de varios
motores.
Cuando Miguel agudizó el oído: los sonidos cobraron forma en su mente. Era
como si las aspas de gigantescos ventiladores comenzaran a moverse. Por momentos
se paraban para luego seguir con fuerzas renovadas. Muy pronto Miguel cayó en
cuenta de lo que estaba ocurriendo.
—Es un generador —dijo—, Lucía encendió un generador.
En efecto, al cabo de varios segundos, se escucharon por todas partes los típicos
chasquidos de la electricidad circulando. Y ante ellos, se desarrolló de repente un
espectáculo que jamás olvidarían. Cientos de miles de tubos fluorescentes que
colgaban en los techos comenzaron a encenderse por secciones, aunque muchos
estallaron dejando caer una lluvia de fragmentes como estrellas en un mar de
oscuridad.
A Miguel le llamaron la atención los estallidos de las lámparas. De seguro, se
debía a los años que llevaban sin usarse.
Asombrosamente, muchas otras cumplieron su función.
—¡Santa Virgen bendita! —exclamó Lucía sin dar crédito a lo que veían sus ojos
—. ¿Qué es este lugar?
Ante ellos surgió desde las sombras una especie de almacén, con cientos y cientos
de montañas de cajas de madera organizadas perfectamente unas encimas de otras.
Era tan grade que no se podía ver el final de los pasillos. Lucía miró a sus primos
y vio reflejadas en sus caras las mismas preguntas que ya comenzaban a poblar su
cabeza. ¿Qué era aquel lugar? ¿Qué guardaban aquellas cajas? ¿Quién construyó
aquel inmenso bunker?
Más por curiosidad que por aclarar el enigma, todos avanzaron a la vez.
—¿Qué demonios es eso?
El Nava señaló varias puertas a lo largo de las paredes.
—Probemos con una.
Sin querer alejarse de la entrada por temor a perderse en aquel laberinto de
túneles, decidieron probar suerte en la primera puerta. Descendieron por una escalera
hasta una enorme sala.

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—¿Y este lugar es…?
El haz de las linternas se posó en las paredes de la enorme habitación, las cuales
estaban cubiertas por cientos de mapas a gran escala, que habían sido perforados por
miles de alfileres y notas en toda su extensión.
—¿Qué significa esto? —preguntó Mario una vez más.
—Significa que es un centro neurológico militar.
—¡¿Decías?! —murmuró Lucía.
—Miren hacia allí.
La luz de todas las linternas recaló en el lugar que señalaba Miguel.
Sin dudas el lugar señalado era una sala dentro de la misma sala. Esta tenía varias
mesas colmadas por montañas de teléfonos, radios y telégrafos. Por si fuera poco, las
paredes estaban cubiertas por antiguas máquinas de encriptación.
—Bien, ¿qué demonios es esta sala? —el Nava tomó por el brazo a Miguel y lo
obligó a mirarlo.
—Es simple, ya les dije, un centro neurológico militar —a Miguel le comenzó a
temblar la voz—, en tiempos de guerra esta es la sala más importante de un comando
de operaciones, “la sala de comunicación”.
El grupo de jóvenes retrocedió varios pasos, como si temieran que de un
momento a otro aquel sitio se infestara de comandantes y generales dando órdenes a
todo pulmón y secundados por un enjambre de operadores.
Poco a poco retrocedieron hasta el pasillo principal.

***
Tras la revelación de Miguel, ninguno se atrevió a dudar de que estuvieran dentro
de un búnker ciudadela, un lugar diseñado para ser el cerebro de cualquier operación
militar a gran escala.
Pero las revelaciones más sorprendentes apenas comenzaban.
Mario y el Nava se adelantaron hacia una sección que permanecía llena de
montículos camuflados. Las lonas cubrían lo que parecían ser alguna clase de
artefactos militares.
—Levanta aquella por allí…; no, no, por atrás —Mario le dio algunas
instrucciones al Nava y juntos tiraron de una de las lonas, dejando al descubierto un
tanque de guerra.
La pesada manta cayó al piso levantado una nube de polvo que obligó a todos a
llevarse las manos a la cara, pero sin cubrirse los ojos, pues quedaron hipnotizados
con el armatoste… no lo podían evitar. Durante varios segundos se miraron en espera
de alguna respuesta.
Fue Miguel el primero en reaccionar y darse cuenta que había más de cien lonas
cubriendo tanques de guerra, o alguna otra maquinaria bélica.
—¡Es un tanque de guerra! —exclamó Miguel.

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Su hermano y el Nava lo observaron asombrados, para luego mirarse entre sí y
lanzar una carcajada; aunque fue más a causa de los nervios exaltados que por la cara
de tonto que aún tenía Miguel.
—¿Un tanque de guerra? ¡No te lo puedo creer! Y yo pensaba que era un ómnibus
escolar —se mofó su hermano.
Miguel se hizo el desentendido.
Caminó hasta la gigantesca máquina de guerra y tocó una de sus ruedas orugas.
—No lo entienden —esta vez nadie se rio, la expresión de Miguel no era de
broma, y para acrecentar el dramatismo, sus ojos estaban llenos de lágrimas a causa
de la emoción—; es un tanque de guerra Panzer IV.
Todos pusieron esa expresión de… ¿sí, y qué?
Miguel se llevó las manos a la cabeza para evitar que se le escaparan sus
pensamientos. Luego salió corriendo con ese leve cojeo que hasta el momento le
había pasado desapercibido a Lucía. Su primo recorrió el pasillo quitando las lonas
que cubrían a cada tanque. En su carrera iba dejando una nube de polvo que de
momento opacó las luces. Sus pasos sobre el suelo de metal creaban olas de sonidos
que iban creciendo hasta semejar las pisadas de un gigante. El polvo se mezcló con
los rayos de luz que descendían de las lámparas y se fue creando una ilusión
fantasmagórica del lugar.
De hecho, todo parecía salido de una película de Indiana Jones: el misterio, las
preguntas, y el miedo. Hasta el momento, Lucía no se había percatado que estaba
agarrada al brazo del Nava. O más bien no quería darse cuenta, pero alcanzó a
percibir la tensión en los bíceps del mulato.
Sin que nadie diera una señal previa, los tres salieron corriendo tras Miguel, que
ya estaba a punto de desaparecer entre las sombras creadas por el polvo. Cansado y
sudoroso, Miguel se detuvo, había destapado más de seis tanques. Pero el pasillo era
enorme y quedaban muchos protegidos aún por sus lonas.
—¡Es toda una maldita división de Panzers! —gritó mientras llenaba sus
pulmones de aire y polvo.
El resto del grupo rodeó a Miguel, y este pudo leer en sus rostros que deseaban un
poco más de información.
Miguel realmente trató, pero sus palabras no eran más que gritos debido a la
emoción y la locura del descubrimiento.
—¡Este de ahí es un Panther…! —Señaló a uno de los tanques que tenía una
ametralladora instalada en la torre—. ¡Y este es un Panzer VI Tiger, en uno de estos
Michael Whittmann destruyó él solo en un día a 14 tanques de guerra y 15 vehículos
de transporte militar! ¡En un mismo ataque, pueden imaginárselo!
—Miguel… —le gritó Mario, al ver que este no reaccionaba—. ¿Qué es lo
asombroso de estos tanques?
Miguel regresó al presente, y les contestó con lentitud:
—Que son tanques alemanes.

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—Soviéticos —por primera vez Lucía habló—, querrás decir soviéticos. Todo el
mundo sabe que Cuba solo tiene los tanques de guerra que la Unión Soviética les
dejó.
—No, no… —la corrigió Miguel sin poder evitar una sonrisa que demostraba
cuán equivocada ella estaba—; los rusos nos dieron tanques T-55 y T-60, estos son
más antiguos aún.
—No entiendo —quiso saber el Nava—, si estos tanques no son rusos, y son
alemanes, ¿cuándo llegaron a Cuba? ¿Y por qué no les han dado mantenimiento?
Lucía comenzó a entender la reacción alocada de Miguel.
—Porque son tanques de la Segunda Guerra Mundial, son tanques nazis.
Las palabras de Miguel sonaron completamente fuera de lugar. Era como decir
que encontraron una nave extraterrestre debajo del Vaticano.
—No me toques los cojones, yo no sabré mucho de historia como tú; pero algo
sé, y Cuba no participó en esa guerra —puntualizó Mario.
—Chicos —gritó Lucía, y todos miraron a su alrededor solo para descubrir que la
joven había desaparecido—, vengan a ver esto.
Orientados por sus gritos llegaron hasta donde ella estaba.
Lucía les señaló su descubrimiento.
En una de las paredes colgaba una bandera con un fondo rojo y un círculo blanco,
dentro del círculo había una esvástica de líneas negras.
—¡¡¡Una bandera nazi!!! —exclamaron a coro Mario y el Nava.

***
Aquello era más grande de lo que ellos pudieron imaginarse.
Lucía hizo un recorrido visual prestándole suma atención a cada detalle del
almacén. Este sostenía su techo con monstruosos pilares de cemento reforzado. Los
pilares estaban rodeados por andamios de acero que a su vez ayudaban a sostenerlos.
No es un simple almacén, es un búnker militar a gran escala.
Sus sospechas quedaron más que confirmadas. Los andamios que reforzaban los
pilares cumplían la función principal de evitar que estos se derrumbaran ante un
posible bombardeo. De igual manera se percató de que el techo tenía varios
conductos de aire que debían contener complicados sistemas de filtros. Era como si
estuvieran dentro de una gigantesca máscara de gas.
Por todos los rincones se veían otros conductos de aire que debían comunicar con
niveles inferiores, lo que significaba que el lugar debía contar con varios subsuelos.
Eso sin imaginarse la descomunal red de túneles que muy posiblemente se
expandieran por el interior de las montañas.
El cerebro de Lucía solo creaba más y más preguntas, por desgracia no podía
esclarecer ninguna en aquel momento. Lo que sí llevaba rato martillándole en las
paredes de su cráneo, era la más importante de todas: ¿cómo diablos pudieron meter

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todos aquellos suministros y crear aquel monstruoso lugar?
Para descifrar al menos algunas de sus preguntas, resolvieron aclarar una vital
interrogante. Entre Mario y Miguel bajaron una de las cajas, que para sorpresa de
ambos, pesaba demasiado. Mientras tanto, el Nava buscó una barra de acero con
forma de pata de cabra que sin dudas fue dejada en una de las paredes con un solo
propósito.
—¿Qué creen que haya dentro? —preguntó el Nava antes de comenzar.
—¡Arráncale la tapa de una vez! —le ordenó Miguel exasperado, quien parecía a
punto de padecer un infarto.
Solo dos intentos bastaron para que las bisagras saltaran por los aires. Miguel se
apresuró a levantar la tapa. Dentro de la caja, envueltas en mantas especiales
previamente engrasadas, había tres ametralladoras y varias granadas.
—Una granada de mano —dijo Mario sin atreverse a levantar la granada con
forma de garrote.
—Es una M24 —gruñó Miguel—, la granada por excelencia de las tropas de
asalto alemanas.
—Está la he visto en las películas sobre nazis —señaló Lucía a la ametralladora.
Todos miraron a Miguel esperando que les diera el nombre oficial del arma.
—Sí, efectivamente, es un subfusil MP40, calibre 9mm.
Miguel respondía como una computadora. Su mirada estaba perdida en algún
lugar del tiempo y el espacio.
—¿Tienen la más remota idea de cómo todo esto vino a parar aquí? —preguntó
Mario, aunque la pregunta sin dudas era para su hermano.
—No lo sé —contestó, Miguel de manera casi automática—; pero si cada una de
estas cajas contiene armas, estamos dentro de un maldito arsenal.
—Este lugar debe de tener otro acceso —dijo el Nava mientras echaba a caminar
—, no pueden haber metido todo este armamento por el túnel que entramos.
Lucía siguió al mulato; la joven continuaba dándole vueltas al asunto y no
acababa de decirles a todos lo que estaba pensando. Primero quería estar más segura.
Recorrieron el pasillo principal hasta llegar al final, donde, tras una pared de
cajas, justo a la derecha, se encontraron con una plataforma.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó Mario, quien fue el primero en doblar por el recodo.
Los demás corrieron hasta el sitio y al llegar se quedaron sin palabras…: estaban
frente a un inmenso embarcadero.

***
El embarcadero, con un descomunal muelle hecho de acero y cubierto por cientos
de gruesas cadenas que se conectaban a enormes motores para jalar las cargas por
raíles de líneas, se adentraba en un inmenso lago subterráneo. Las cadenas parecían
pitones de acero dormidas tras digerir alguna presa.

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Cuando todas las miradas siguieron el amasijo de cables descubrieron que al final
del muelle, sujeto por enormes sogas trenzadas, había un…
—Eso se parece a un…
—¡Sí, eso mismo!
—A un submarino alemán de la Segunda Guerra Mundial —acabó la frase
Miguel.
Por primera vez, desde que quitaron la manta al tanque, Miguel no supo
identificar el modelo de la embarcación. Pero nadie necesitó muchas especificaciones
históricas para saber de qué se trataba.
Frente a ellos, a menos de diez metros de distancia, reposaba un submarino de
proporciones gigantes.
—¿Cuánto creen que tiene de largo? —inquirió el Nava para romper el hielo.
—Yo le calculo unos cien metros —respondió Miguel sin pensárselo dos veces.
—Esto no tiene lógica —dijo Mario, mientras señalaba hacia el submarino—,
estamos a veinte kilómetros de la costa. ¿Cómo diablos metieron ese armatoste aquí?
A menos que lo hayan ensamblado en esta cueva.
—O que exista un túnel bajo el agua, lo suficientemente grande como para que un
submarino pueda navegar por él —agregó el Nava.
—Eso sí tendría mucha más lógica.
—Se imaginan cuánto nos ganaríamos por cambiar todo el metal que hay aquí en
las Tiendas de Materias Primas —Mario dijo aquello a modo de chiste; sin embargo,
su tono era bastante serio, para asombro de Lucía.
Su hermano y el Nava asintieron con la cabeza, sin dudas barajando la idea.
Sus primos le habían explicado con anterioridad que por barras y trozos de
aluminio o bronce, ya fueran hallados, robados…, en fin, sin importar sus orígenes, el
gobierno se los canjeaba por refrescos y otros artículos en “tiendas especializadas”
para el cambio de materias primas.
Pero ahora, el escuchar a aquellos tres descerebrados la dejó atónita. ¿Realmente
los cubanos habían olvidado por completo el hábito de pensar en grande?
—¡Un momento…! ¡Un momento, tíos, ustedes tienen los cojones en el cerebro,
y el cerebro en los cojones!
Ninguno de los tres respondió.
—¡Pero serán gilipollas, hijos de puta! ¡Que nos hemos sacado la Lotería, tíos! —
Los tres jóvenes la miraron sorprendidos pero sin decir nada—. ¡Que nos hemos
hecho unos putos millonarios! ¡Nos hemos coronado como las grandes estrellas…!
¿O acaso no se han dado cuenta de que acabamos de hacer el descubrimiento del
siglo?
Lucía parecía que iba a perder la voz con tantos gritos.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Mario con un puro temblor. La mención
de volverse “millonarios”, en Cuba, donde el gobierno proclamaba que todos debían
pertenecer a la misma clase social…; aquello sonaba raro, pero interesante, sin dudas

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muy interesante.
—¡Pues tíos, que todo está claro como el agua! —Lucía no pudo contener sus
nervios y algunas lágrimas de alegría comenzaron a salírsele de los ojos mientras
caminaba de un lado hacia otro—. ¡El History Channel y el Discovery nos van a
pagar millones por una maldita entrevista! ¡Este descubrimiento va a cambiar los
libros de historia en todo el mundo…! ¡Pues claro…!
El Nava sujetó a Lucía por los brazos y luego dio varias palmaditas justo delante
de su cara.
—¡¿Qué pasa tío?!¡Por Dios, déjame en paz! —protestó la joven.
—¿De qué mierda estás hablando? —la abordó el Nava.
Lucía respiró profundo mientras organizaba sus pensamientos, la práctica con sus
estudiantes le ayudaba en algo. A fin de cuentas era graduada como profesora de
Historia del Arte.
Se ubicó de tal manera que el submarino quedara a su espalda, así, todos le
prestarían atención a la vez que miraban la gigante nave a modo de referencia.
—Está claro —comenzó diciendo—: estamos dentro de un búnker de guerra
hecho por los alemanes nazis. Esos locos estuvieron a punto de conquistar Europa;
sin dudas, su próxima campaña sería Latinoamérica. Para esto necesitaban una cabeza
de lanza, y Cuba sería el lugar perfecto. Como dijo Miguel, este lugar iba a ser el
centro neurológico de una operación militar jamás antes vista. Ya vieron la sala de
mapas y comunicaciones, desde aquí se dirigiría todo el plan de conquista.
Los Tres Mosqueteros se miraron entre sí, buscando la lógica a las palabras de la
joven, quién por lo visto parecía tener razón en todo.
—La teoría del Nava es perfecta, debe de haber algún túnel subacuático que
comunique con el mar. Por ahí comenzaron a introducir todo este armamento en
naves como esa.
Lucía señaló al gigante de acero, que escuchaba la conversación desde su sueño
de metal.
—Hay demasiados datos que debemos corroborar antes de precipitarnos con las
conclusiones —la seriedad en la voz de Miguel no dejó hueco para más bromas—,
aunque tuvieras razón, y creo que la tienes, ¿qué vamos a hacer?
—Pues alertar a todos los medios de comunicación, llamar a los historiadores…
Ante la emoción de la joven, se levantó una barrera en los rostros reservados de
sus primos y el Nava.
—¿Qué pasa?
—Esto es Cuba, prima —comenzó diciéndole Mario—: aquí no hay
“historiadores” por cuenta propia, en mi país hay “un” historiador.
—Tampoco hay medios de comunicación —agregó el Nava—, hay “un” medio
de comunicación que al fin y al cabo está controlado por el Gobierno.
—Desde que comuniquemos una noticia así, a este lugar lo declaran patrimonio
nacional, lo hacen un museo y se llevan todo lo que haya de valor.

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—Putos comunistas —gruñó Lucía, sabiendo que ellos tenían toda la razón—.
Pero… ¡Un momento, tíos!, este descubrimiento puede cambiar nuestras vidas, nos
podemos hacer millonarios y no pienso dejar que unos cabrones nos roben ese
derecho.
—¿Qué podemos hacer? —inquirió el Nava—. Estamos de manos atadas.
Lucía comenzó a pensar como una historiadora.
Y a la mierda con Indiana Jones.
Lo primero sería recolectar toda la evidencia posible, no sin antes llevar a cabo un
buen trabajo de investigación. Y esa simple tarea podría demorar meses, por no decir
años; sin embargo, ellos no contaban con ese valioso tiempo, por lo que tendrían que
hacerlo en horas. Hacer un sencillo plano de aquel lugar era menos que imposible, a
no ser que descubrieran los planos originales, colgados en alguna pared. A simple
vista, la red de túneles, subsuelos, cocinas y dormitorios con los que sin dudas
contaba el búnker, debían de tener capacidad para miles y miles de personas.
Por eso, durante las próximas dos horas estuvieron sentados entre cajas hablando
sobre todo lo que deberían hacer.
Primeramente, investigar lo referente a submarinos nazis en Latinoamérica,
después debían regresar para tomar fotos y sacar videos del lugar. Mientras las ideas
iban surgiendo, cada uno fue elaborando sus propios planes.
Con semejante noticia, los medios en España pagarían millones por los videos y
la oportunidad de tener la exclusiva, especuló Lucía.
—Debemos marcharnos —la voz realista de Miguel, como siempre, los devolvió
a la realidad—, mañana será un largo día, y aún tenemos que salir por el Ojo del
Pirata.
Mientras avanzaban por el pasillo, de regreso a la salida, Lucía observó aquellas
cajas y los tanques de guerra que permanecían inmóviles…, un escalofrió le recorrió
toda la piel, y al instante se preguntó si conseguiría dormir aquella noche.
Sin embargo, había una pregunta que nadie se atrevió a formularse y que sin lugar
a dudas la mantenía a ella bajo tanta presión…: ¿Dónde estaba el personal de aquel
búnker?

***

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Capítulo 44
La llamada
La llamada fue recibida por el satélite más cercano, que la codificó y la reenvió hacia
un router; este, a su vez, volvió a marcarle a otro satélite. Así, sucesivamente, la
llamada fue recibida y reenviada en fracciones de segundos por seis routers y seis
satélites alrededor del mundo. Todo en fracción de segundos. De esta manera la
llamada no solo se convertía en una línea segura, sino indetectable, ya que si por
cualquier motivo alguna agencia de seguridad cibernética era capaz de rastrearla, solo
seguiría un rastro de sombras viajando de un país a otro.
El controlador de turno, uno de los Houd que trabajaba en la sección de llamadas
de la High Security International, vio la señal parpadeante en su computadora.
—¡Mierda! ¡Un Código Azul…! —murmuró mientras redirigía la llamada a la
sala de su jefe—. Algo no va bien.

***
Kelly, la hermosa secretaria, abrió la puerta.
—Permiso —dijo una vez dentro.
John Kruger la miró atónito.
Estaba en la sala de reuniones, rodeado por dos comandos y sus respectivos Alfas.
Sobre una de las paredes se había montado una colección de fotos con el rostro de los
objetivos, a manera de árbol genealógico. En las próximas dos semanas llevarían a
cabo uno de los golpes más grandes hechos bajo las ordenes de Kruger. Debían
asesinar a tres de los señores de la droga latinoamericana, los llamados Capos. Las
guerras entre los carteles mexicanos se volvían cada día más sangrienta y despiadada.
Y todo por controlar las mejores rutas para el comercio de la droga.
Prácticamente todos los años surgía un nuevo cartel más poderoso que el anterior.
Y parte de ese nuevo surgimiento, muchas veces estaba vinculado a los Wolves de la
HSI, ya que la competencia solía contratar los servicios de la compañía para eliminar
a sus rivales.
—¿Qué pasa? —preguntó John sin apartar los ojos de la pantalla donde
mostraban la cara de la primera víctima.
—Señor, es una llamada entrante… Se trata de un Código Azul.
Esta vez Kelly captó la atención de su jefe.
John pareció desubicado por unos segundos, parpadeó un instante para ganar
tiempo en la organización de sus ideas. Luego se levantó y salió de la sala sin pedir
una disculpa a los presentes. Aunque nadie se la exigió. Tomó el teléfono y abrió la
línea segura.
—¿Diga?

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—Código Azul.
—Activado —John vio en la pantalla de su computadora el nombre y el país de la
llamada—. ¿Qué está pasando?
Un Código Azul significaba que la misión había sido descubierta, y que el
comando estaba corriendo grave peligro. En toda su carrera John solo había recibido
una llamada con ese código, recordó que en aquella ocasión fue para efectuar una
extracción inmediata en una selva centroamericana. El comando había sido
descubierto y huían dejando tras de sí un mar de cadáveres.
—Nos han descubierto —fue lo primero que dijo el Italiano.
¿Descubierto? ¿Por quiénes?
—¡La misión se ha ido a la mierda! —gritó el italiano—. ¡Acabo de perder a dos
de mis mejores hombres! El iraní y Big Dog…
Kruger no respondió. Pero mentalmente lanzó una maldición. Aquello destruía
todos sus planes. De hecho, ahora estaba caminando sobre el filo de una katana.
Cada uno de aquellos hombres estaba valorado en millones, de ahí que los
servicios de la compañía fueran tan caros. Y esto se debía a las habilidades de
hombres como los que acababan de desaparecer. Aunque aquello no era más que la
punta del iceberg de sus problemas. No podía justificar sus muertes ante la compañía,
ya que la misión nunca fue aprobada por el consejo.
Un problema a la vez.
Después vería cómo lidiar con el consejo —pensó rápidamente—, por ahora lo
único y verdaderamente importante es que la misión se lleve a cabo. Por ninguna
razón podía incumplir el contrato.
Kruger recordó quién era su cliente.
—También mi contacto desapareció, posiblemente esté muerto —hubo una pausa
—. Tengo las maletas conmigo, si decide que prosiga con la misión lo haré a mi
manera, sin intermediarios…
John se llevó las manos al rostro.
Si sus lobos actuaban por su cuenta no habría nada que los parara. Estaban
armados y eran muy peligrosos, lo peor era que aquello podía causar una crisis
internacional donde los focos mundiales apuntarían a la compañía.
—¿Cómo pasó? —preguntó para ganar tiempo.
—Big Dog… ¡No lo sé…! A Cerebro le volaron la cabeza, un sniper.
—¿Un francotirador? —John no lo podía creer.
¡Un maldito francotirador en Cuba había eliminado a uno de sus hombres!
—Así es, nos están cazando… Un momento…
—¿Qué pasa?
Se hizo un silencio en la línea…

***

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—Alfa a Oso, repita… ¿cómo dijiste?
—Que tenemos visita… —le respondió Alex a través del celular, el cual usaba en
aquel momento a manera de radio— no vas a creer quién acaba de entrar por la
puerta del restaurante.
—Inténtalo.
—El mismísimo Heldrich, nuestro idolatrado Shadowboy…
—Qué bien, esto se pone cada vez más interesante.

***
—Tenemos visita —escuchó Kruger decir a su Alfa—, dame una orden ahora
mismo para proceder.
John no lo dudó un segundo, se estaba jugando toda su carrera en esa respuesta.
Él era uno de los hombres más importantes dentro de la compañía, había ganado
mucho, mucho poder; pero con las rosas siempre vienen las espinas, y enemigos eran
los que le sobraban. En cuanto se supiera que llevó a cabo una misión a espaldas de la
compañía, su cabeza tendría un precio. A menos que compartiera las ganancias y
explicara sus razones. Eso si llegaba a terminar la misión.
Sintió un aliento de muerte erizar todos los pelos de su nuca.
¿Cómo diablos llegamos a esto?
Si a los oídos de la directiva de la compañía tan solo llegaban rumores de una
misión fracasada, estos comenzarían a rodearlo como hienas. No tenía opción. Por
otro lado, extraer a sus hombres significaba incumplir un contrato, eso en la HSI era
el equivalente a poner su cabeza en una guillotina con una pesada hoja de acero, y la
incertidumbre de no saber jamás cuando iba a caer.
—Proceda. Desde este momento está bajo sus propias órdenes.
—Confirmado. Espere mi próxima llamada para darle las coordenadas de un
punto de extracción.
La llamada se colgó.
Kruger creyó escuchar las burlas de alguna voz misteriosa en su cabeza.
Mi destino ahora depende de una llamada… ¿Cómo diablos pasó esto?

***

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Capítulo 45
El Restaurante del Chino

Día 4… 1:25 pm

Gerardo detuvo la moto a solo una cuadra del restaurante.


Miró a todos lados en busca de algún rostro conocido. Para asegurarse de no
llamar la atención, se había cambiado su uniforme en la oficina por una ropa de civil,
que le daba el aspecto de un simple transeúnte en busca de un lugar donde relajarse
un rato.
Gerardo no era estúpido, sabía que entrar en aquel restaurante vestido de militar
era como ponerse la soga al cuello y saltar al vacío…, aunque quizás eso
precisamente era lo que estaba haciendo, ya que no tenía ni la más remota idea de qué
buscaba exactamente.
Una corazonada… Eso no le sonó muy original.
Caminó por la acera hasta llegar a las puertas del restaurante. Echó un vistazo a
los autos que estaban parqueados a la orilla de la carretera. Había un mejunje de
placas de todas clases y colores. Autos de procedencia extranjera acompañaban a
otros de origen nacional. Por sus modelos, Gerardo se imaginó que debían de
pertenecer a deportistas destacados o algún que otro artista de la farándula. No se
sorprendió de ver chapas con el color de las embajadas.
Caminó hasta la entrada.
Ya no hay vuelta atrás.
Entró.
Una modelo de revista Playboy trabajaba como recepcionista.
—Bienvenido al Restaurante del Chino, ¿desea mesa, o barra?
—Mesa.
—¿Viene acompañado?
—Mi pareja llegará dentro de un rato —improvisó—; por favor, que la mesa sea
lo más apartada posible.
La joven le sonrió traviesa. Gerardo comprendió que muchos hombres debían
hacerle un pedido semejante.
—Por supuesto. Le buscaré una mesa muy discreta —la chica le guiñó un ojo—;
sígame, por favor.

***
Una vez en su mesa, Gerardo dejó escapar un largo suspiro.
¡Por Dios y todos los santos…! ¿Dónde estoy?
Cincuenta años atrás Cuba vivió uno de los momentos históricos más importantes

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del pasado siglo: la toma del poder por un partido comunista. La base para lograr
aquella Revolución, que estremeció los cimientos del país y del mundo, fue el intento
de cambiar todos los males que afectaban a la isla. Supuestamente, los nuevos
comunistas (los famosos Barbudos) juraron y gritaron a los cuatro vientos que el país
se había sumido en el juego, la prostitución y la desigualdad social… Con el nuevo
gobierno todo eso sería eliminado y el pueblo les creyó…
Ingenuos…, pensó Gerardo al mirar a su alrededor.
El Restaurante del Chino cumplía con todos los requisitos de aquella pomposa
década del 50.
Gerardo se acurrucó en las sombras y observó todo el local y a sus clientes.
Debían sobrepasar las cincuenta mesas. Muchas de ellas separadas por cortinas
para darles privacidad a sus clientes. El restaurante tenía una decoración internacional
que debía costar una fortuna. En una de las paredes colgaba la cabeza disecada de un
toro, mientras que en otra, había un enorme sombrero mexicano. En el centro,
montada sobre finísimos azulejos, se erguía una fuente de mármol en representación
de una orgía entre dioses y musas. Algunos semicapros tocaban arpas y danzaban
alrededor de la orgía lanzando chorros de agua por su boca o cuernos. La fuente,
como observó Gerardo sin necesidad de ser un experto en arte, debía de costar una
millonada. Y por supuesto que el fondo estaba cubierto por monedas de todas las
naciones, cual analogía a una fuente de los deseos.
Desde su rincón, Gerardo continuó observando los cubículos reservados para
diversos juegos de mesa. Un joven con traje y corbata repartía cartas como un digno
crupier de Las Vegas. Las mesas de juego estaban mejor iluminadas; pero el resto de
ellas permanecían entre las sombras, y eso le permitía a las parejas hacer lo que les
viniera en ganas sin llamar la atención.
Una de las camareras pasó y le indicó con un dedo que en un segundo lo atendía.
Hasta el momento, Gerardo no se había percatado de las meseras. Cuando les
prestó atención por primera vez, sintió que el corazón le iba a estallar en el pecho.
Cada una de las camareras, sin excepción, podían participar en un concurso de La
Belleza Latina… ¡Qué mierdas estaba pensando! No, mucho más, podían ser
verdaderas modelos de la revista Playboy, incluso hasta pasarse una semanita en la
mansión de Hugh Hefner.
Las chicas se movían por entre las mesas con gestos y rostros ensayados. Jamás
desaparecía de sus bocas una sonrisa demasiado provocativa o insinuante. Iban de un
lado a otro como laboriosas hormigas llevando en sus hombros bandejas repletas de
mariscos y cervezas. El olor a la langosta, las patas de cangrejo y los ostiones flotaba
en el aire como si fuera parte de la decoración. Cervezas y vinos de marcas
importadas cubrían las mesas de los clientes. Gerardo reconoció a varios artistas de la
televisión; entre ellos, a una joven llamada Yeny, que en esos momentos aparecía
cada noche en la telenovela de las nueve.
Yeny no debía de pasar de los veinte. Estaba sentada sobre las piernas de un

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gordo de cachetes rojos y una prominente calva. De su propia boca, le servía trozos
de langosta que al gordo se le caían sobre la panza por la borrachera que tenía.
Mientras más observaba el local, más se espantaba por todo lo que acontecía a su
alrededor. Algo irónico, ya que supuestamente, él mismo era la ley. Sentirse
intimidado dentro de aquellas paredes, le dejó bien claro una vez más cuán inferior
estaba en la escala de poder.
Esta no es mi liga, tuvo que admitir, aunque lo que realmente le preocupaba era la
situación en la que se estaba metiendo, pues continuaba sin saber dónde o cómo
buscar. En su cartera no llevaba el dinero suficiente ni para pagarse el plato más
barato de la casa…, y mucho una cerveza.
Miró hacia el final del pasillo y vio un cartel que indicaba la entrada a los baños.
Tratando de llegar inadvertido, se movió por entre las mesas, siempre buscando la
penumbra de las esquinas. Al llegar a los baños no se detuvo, y como si fuera un
cliente habitual siguió por el pasillo hasta la segunda sección del restaurante, que
estaba separada por un cartel que tenía escrito: Reservados.
En esta parte las mesas eran mucho más grandes e iluminadas de manera tal que
solo el centro era visible.
El escándalo y los gritos procedentes de la última mesa, provocaron que Gerardo
se girara con brusquedad hacia la izquierda, en espera de alguna pelea, y para su
sorpresa, resultó ser un grupo de viejos que lanzaban billetes para que una de las
camareras se desnudara sobre la propia mesa, ya servida. Desconcertado, observó que
a la joven solo le quedaban sus medias pantis. Pero más sorprendente aún fue cuando
reconoció que entre los viejos se encontraba el teniente coronel Armando Morales,
nada menos que la voz y mando de los servicios de Seguridad de la Provincia de Villa
Clara.
Sin poderlo evitar, admiró los movimientos sensuales y provocativos de la joven,
quien, como toda una profesional, meneaba sus nalgas perfectas al ritmo cadencioso
de la música.
La joven no debía pasar de los dieciocho años.
Desde entonces, a Gerardo le quedó claro cuál era el verdadero trabajo de las
hermosas camareras. Eran finas damas de compañía, geishas criollas… o
simplemente jineteras, como las llamaban los cubanos de a pie.
Sin saber muy bien qué hacer, regresó rápidamente a su mesa. Al llegar vio que
ya lo esperaba una hermosa trigueña de ojos verdes.
—Hola, me llamó Betty, seré la camarera a “tu” servicio; ¿qué quieres para
tomar?
—Mmm, pues, mmm… este… —Gerardo se tuvo que reponer primero de las
miradas insinuantes de la joven para después pensar con claridad—, por ahora una
cerveza estará bien.
¡Dios, por favor, que no me cueste mucho!
—¿De qué clase la desea, nacional o extranjera?

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—Una Cristal —se apresuró a decir Gerardo, con la esperanza de que una cerveza
nacional le saliera más barata. Luego agregó—: es que me gustan más las cubanas,
¡tú sabes!
—A mí también me gustan más…, las cubanas… —la insinuación casi le provoca
una erección—. ¿Quiere que le traiga el menú?
—No, gracias, estoy esperando por mi pareja.
—Su pareja… es… ¿es hombre o mujer?
—Mujer.
—Afortunada —la joven se sacó del bolsillo una tarjeta con su número telefónico
—: a mí no me importa compartir.
Diciendo esto la chica se alejó moviendo sus caderas tan provocativamente como
le fue posible. Por un leve momento, Gerardo llegó a creerse que la camarera
realmente quería pasar una noche con él, entonces recordó una de las canciones más
populares del trovador cubano Frank Delgado.
Gerardo no recordaba bien la letra, solo una parte del estribillo, que decía: … yo
quisiera estar contigo aunque sea un día de fiesta, pero lo bueno de Cuba siempre
algo verde te cuesta…

***

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Capítulo 46
Un amigo inesperado
Desde la escuela primaria, a René se le pronosticó que sería un homosexual
empedernido. Sus gestos excesivamente afeminados, y su gusto por la danza en vez
de por la pelota, llamaron la atención de los profesores. Estos se lo comunicaron a sus
padres, quienes a su vez llevaron al niño a varios psicólogos. En una sociedad donde
se trataba de imitar al máximo las doctrinas de los rusos, ser gay era considerado una
aberración, un futuro pervertido.
Pero ni profesores ni psicólogos pudieron cambiar los gustos del joven René,
pues le siguieron gustando los colores púrpuras y rosados, y ni hablar de los
espectáculos que montaba para los diferentes eventos celebrados en la escuela.
Tras terminar el preuniversitario, René entró en la Universidad “Marta Abreu”,
con sede en la provincia de Villa Clara, ubicada en la ciudad de Santa Clara. Muchos
la consideraban una de las mejores universidades de la isla de Cuba. Fue
precisamente allí donde su conducta se agravó.
Tras comenzar su tercer año universitario, fue sorprendido en la cama de otro
estudiante manteniendo una conducta sexual “inadecuada”, según las palabras del
director de la Universidad. Como castigo a sus actos fue sometido a un acto de
repudio frente a toda la escuela, donde cientos y cientos de jóvenes le gritaron:
Maricón… pájara loca… degenerado… Terminado el show, lo expulsaron de la
universidad.
Todos esperaban que el joven regresara al pueblo de Tres Caminos. Donde bajo la
sombra de sus padres intentaría reiniciar sus pasos. Pero en cambio, René se fue a
vivir a La Habana junto con una tía por parte de madre.
Varios años después regresó de La Habana convertido en una persona totalmente
diferente.
En la capital obtuvo el título de maestro artesano, y se especializó en las tallas de
madera, huesos, y coral, llegando a tener importantes exposiciones incluso en la Sala
Nacional de Bellas Artes de Cuba. Pero René no solo cambio de profesión, sino
también de físico y de nombre.
Regresó a su pueblo natal travestido y bajo el nombre de Omega.
Durante los primeros meses fue noticia de primera plana en la comidilla del
pueblo. Era el primer travesti que muchos alcanzaban a ver; gracias a ello, la policía
se lo llevó preso en dos ocasiones por alterar el orden público, pues algunos
consideraban un insulto a su hombría encontrárselo en la calle y la emprendían a
golpes contra él, o ella.
Omega no respondía a los insultos ni trataba de defenderse, simplemente se tiraba
al suelo mientras pedía ayuda. En una ocasión, uno de los oficiales se lo llevó a una
celda de castigo. Allí lo amenazó diciéndole que le iba a cortar el pelo si no dejaba de

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vestirse de aquella manera. Y para terminar de herir su orgullo le repitió varias veces
su verdadero nombre.
—Que no se te olvide que te llamas René, ¿te quedó claro?
Omega asintió.
—No te oí.
—Sí, oficial.
Desde aquella entrevista a la que fue sometido, si por alguna razón necesitaba ir
al pueblo —solía pasarse la mayor parte del tiempo en su taller de artesanía—, se
recogía el cabello de manera tal que no perturbara a nadie.

***
El pueblo de Tres Caminos celebraba todos los sábados una feria de ventas de
frutas, vegetales, y todo tipo de carnes… excepto la de ganado, ya que esa carne en
Cuba es más sagrada que en la propia India.
Fue durante una de estas ferias cuando Gerardo, que tan solo llevaba un mes en el
pueblo, hizo un giro totalmente inesperado en la mentalidad de los pobladores. Justo
en el medio de la plaza, donde se celebraba la feria, llamó a gritos a Omega, que se
encontraba en un puesto de ventas regateándole los precios al vendedor.
La multitud quedó paralizada, y al travesti hasta le entraron temblores.
—¡Omega, Omega…! Espérame ahí… —le gritó Gerardo.
Al llegar junto al travesti lo abrazó y le dio un sonoro beso en un cachete.
Omega palideció. Por primera vez alguien lo estaban tratando como si realmente
fuera una mujer. Para colmo, Gerardo llevaba puesto su uniforme militar.
—¿Pero qué es de tu vida? —le preguntó el capitán—. La última vez que te vi
estabas con tus danzas y tus locuras, y después me enteré que te fuiste para La
Habana.
—Bueno, Gerardito…, la gente cambia; disculpa, capitán Gerardo.
Ambos habían estudiado juntos en la escuela primaria, por eso a Gerardo se le
había quedado el apodo de Gerardito entre los de su generación.
—Qué cojones es eso de capitán Gerardo, ¿desde cuándo tú me has llamado así?
Omega sonrió.
A pesar de todo, los nervios no le permitían saludar cordialmente a su antiguo
compañero de clases. Gerardo se percató de que el travesti no paraba de mirar a todos
lados en espera de alguna trampa. Aunque sus instintos no le engañaban del todo.
Omega era consciente de que más de quinientos ojos observaban cada uno de sus
gestos. Incluso algunos de los visitantes de la feria lo señalaban sin importarles la
discreción.
—¿Tú andas apurada?
A Omega no se le pasó que Gerardo la trataba como a una mujer incluso cuando
se refería a ella.

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—Bueno, mi mamá Teresa me está esperando…, es que vamos…
—Que la vieja Teresa espere. A veces uno tiene que sacar tiempo para tomarse
una cerveza con un viejo amigo. Ven.
—¡No, Gerardo! De verdad, es que tengo…
—No te hagas de rogar, o te voy a poner las esposas.
Para asombro de la gente, Gerardo tomó a Omega del brazo, como si se tratara de
una verdadera mujer y fueron hasta una mesa que daba justo a la plaza, de manera
que todos podían gozar del espectáculo a sus anchas. Una anciana que pasaba tropezó
contra el borde de la acera por no apartar los ojos de la pareja. Horrorizada se retiró
lanzando maldiciones.
Muchos de los vendedores que tenían sus quioscos montados frente a la feria no
daban crédito a lo que veían sus ojos. Ni el mismo Omega entendía bien qué estaba
ocurriendo.
Por su parte, Gerardo la obligó a sentarse en la mesa y al instante regresó con dos
jarras de cervezas.
—Gerardito, ¿qué cojones es esto? ¿Tú quieres que me linchen? —dijo Omega
sin atreverse a llevarse la jarra a los labios.
—Escúchame bien, Omega: tú sabes que a mí me importa una mierda la gente y
los chismosos —Gerardo levantó la jarra en señal de brindis—. Si me da la gana de
tomarme una cerveza con una vieja amiga, ¿quién cojones en este pueblo me lo va a
impedir?
Omega acarició la jarra mojándose la punta de los dedos, pues la espuma se
desbordaba por el tope; aún así, goloseando su contenido, no se atrevió a levantarla.
Continuaba mirando de forma inconsciente en todas direcciones sintiéndose aplastada
por el peso de tantas miradas.
—Levanta la cerveza, que se me va a cansar la mano, y si no lo haces te voy a
caer a trompadas delante de todo el mundo para que digan que tu marido te está
matando.
Omega dejó escapar una carcajada.
Llenándose de valor levantó la jarra.
—Pues…, a la mierda el mundo —dijo Gerardo.
—A la mierda el mundo… y los chismosos —acotó Omega.
—Esto no es una advertencia, es una orden —la voz de Gerardo se endureció y
Omega sintió la frialdad de su mirada, lo siguiente que dijo no iba en broma—: no te
quiero volver a ver por el pueblo con el pelo recogido, quiero que te lo sueltes desde
hoy, que así es como se te ve más bonito.
A Omega le temblaron las manos y una lágrima se le escapó.
—Gracias. ¿Pero de veras crees que no me he dado cuenta de lo que estás
haciendo?
—Estoy recuperando amigos. Eso es todo.
En ese preciso momento, el oficial que una vez detuvo a Omega pasó frente a la

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mesa. Omega miró con rabia a Gerardo al suponer que desde el principio todo era
parte de un plan.
Gerardo quería que Ramón, que así era como se llamaba el oficial, lo viera
sentado junto a Omega. Y justo como se lo imaginó, Ramón se acercó a la mesa.
—¡Oh, esta si es buena! —Ramón lanzó una carcajada—. Gerardo, no sabía que
tú nadabas por estos mares.
Gerardo le sonrió y levantó la jarra de cerveza.
—Ya sabes, el buen marinero navega por todos los mares.
—Pues ten cuidado —dijo Ramón con una mirada pícara señalando a Omega—,
no sea que acabes con un agujero en las nalgas.
—Tranquilo, yo sé cuidarme mis nalgas, pero tú deberías de aprender a
cuidárselas a tú mujer.
De repente la conversación cambió de tono. Omega quería que la tierra se la
tragara. Para nadie era un misterio que el primer hombre de Ana, la actual esposa de
Ramón, había sido Gerardo. Desde que este regresó al pueblo, Ana no salía de la
Comisaría, según ella visitando a su esposo. El problema es que siempre que iba
hasta allá, quien la recibía era Gerardo. Y en un pueblo pequeño, era mucha comidilla
de qué hablar.
Ramón sonrió entre dientes y se alejó de la mesa sin decir una palabra más.
Aunque por la expresión de su rostro, podría decirse que estaba a punto de estallar.
Omega dejó escapar un largo suspiro.
Los posibles comentarios de Ramón sobre Gerardo, iban a caer en oídos sordos,
ya que la reputación que el capitán se había ganado, sin mucho esfuerzo, de ser uno
de los mujeriegos más grandes que tenía el pueblo no daba créditos ni argumentos
para creer que fuera homosexual; aunque, por otra parte, todos conocían el odio de
Omega hacia los policías… ¿entonces, a dónde llevaba aquel show? Los charlatanes
del pueblo, después de haber sacado unas mil deducciones, llegaron a una simple
conclusión: se trataba simplemente de dos amigos tomándose una cerveza.
Desde ese día la actitud de los pobladores cambió drásticamente hacia Omega. Y
a partir de entonces volvió a usar el pelo suelto sobre sus hombros.

***

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Capítulo 47
Negociaciones

Día 4… 1:25 pm

El restaurante Doña Delicias era realmente un lugar espectacular y único para una
entrevista discreta. Desde que Duanys entró, lo primero que le exigió a la camarera
fue una mesa lo más apartada posible. Una vez allí, comenzó a relajarse. Mientras
más observaba el local, más a gusto se sentía. Era perfecto, cumplía con todos los
requisitos que buscaba. Alejado del pueblo, sin nadie que los conociera, y con luces
ultravioletas para crear sombras fantasmagóricas.
La mayoría de las personas resultaban irreconocibles cuando alguien sonreía, así
que de forma inconsciente los demás se abstraían con sus espectrales dientes, y
apenas se fijaban en sus rostros.
Sin embargo, las mesas no estaban tan lejanas unas de otras como hubiera
querido, pero sí lo suficiente como para que nadie le prestara demasiada atención.
Además, él ya se había percatado de que algunas parejas estaban a punto de tener
sexo allí mismo. Estaba convencido que su presencia iba a pasar totalmente
inadvertida.
Duanys miró disimuladamente a su derecha. Había una rubia digna de ser modelo
de portada. La joven, creyendo que todos permanecían enfocados en sus propios
asuntos, masturbaba al hombre a su lado, algunas veces con la mano, otras con la
boca. Su pareja, un negro musculoso pero enano, gemía de vez en cuando sin
preocuparse en lo más mínimo de que lo escucharan.
El sargento pidió una lata de cerveza Cristal junto con un entremés a una de las
tres camareras que revoloteaban avispadas entre las mesas. Las chicas brindaban un
servicio excelente, pues traían los pedidos con tanta rapidez como discreción. Duanys
no tenía hambre en realidad, pero le serviría de fachada hasta que llegara el Manco.
De sorbo en sorbo, Duanys miraba cómo la rubia continuaba masturbando a su
compañero. Muy pronto sintió una erección. La rubia le recordó a su propia esposa.
Desgraciadamente, su esposa jamás haría una locura como aquella.
—Esa es una carta buena que te tengo guardada, capitán Gerardito —murmuró
mientras se acariciaba el pene.
Gerardo me está mortificando la vida, rumió Duanys mientras recordaba la noche
anterior cuando el capitán lo puso como un zapato tras regresar a la unidad. Según
Gerardo, por tomar la iniciativa sin tener ideas de las consecuencias.
Algún día te voy a invitar a mi casa para que conozcas a mi mujer y a mi hija.
Una risa de puro placer se dibujó en los labios del sargento, como los niños
cuando están a punto de hacer una travesura.

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La puerta de entrada se abrió y entró el Manco. La rubia se incorporó al instaste
de entre las piernas del enano, mientras disimulaba al beberse un trago de cerveza. El
negro enano protestó, la agarró cariñosamente por el cuello y la obligó a volver a
bajar.
El Manco solo tardó unos segundos en acostumbrarse a las tinieblas. Cuando
logró localizar a su compañero, echó una larga ojeada a toda la sala, sin dudas en
busca de algún rostro conocido. Tras convencerse de que nadie lo conocía fue directo
a la mesa del sargento.
—Pensé que no ibas a venir —le reclamó Duanys antes de que pudiera decir una
palabra.
—Tuve que llegar mirando por todas la calles, no quería que nadie me siguiera —
la respuesta no convenció al sargento, y el Manco se percató de ello, entonces sacó un
pequeño sobre y se lo pasó por debajo de la mesa—. Ahí está la parte que te toca, por
lo del asuntico del Nava.
—¿Quién?
—El mulato de las botellas.
—Ya te dije que esa mierda de negocio no me interesa, yo busco lo grande. Y
quedaste en hacerme una cita con el tal Shangó.
—Poquito a poco, primero hay que aprender a gatear para después correr.
La camarera regresó.
—¿Desean pedir algo?
—Tráiganos dos cervezas más.
—¿Del mismo tipo? —quiso saber la camarera.
—No —dijo el Manco—, a mí tráeme una Heineken.
—Al momento —le respondió eficiente la camarera.
—¿Qué pasa, no te gustan las bebidas nacionales? —le preguntó Duanys mientras
señalaba su cerveza.
Tanto la Cristal como la Bucanero, eran las dos cervezas de producción nacional
más vendidas en la isla.
—Tú bien sabes que aquí todo lo extranjero sabe mejor, y si es prohibido, mucho
más.
El negro enano soltó un quejido de placer, la rubia estaba terminando, y Duanys
volvió a experimentar otra erección, mezcla de morbo y de envidia.
—El de al lado se la está pasando bien —dijo el Manco mientras se llevaba un
queso a la boca. Con el muñón de la otra mano empujó el plato para que el sargento
se sirviera.
—Gracias, pero ya perdí el apetito. ¿Para cuándo es mi cita? —volvió a insistir
Duanys.
—Ya te dije…
—¡Me dijiste una mierda! —Hasta el momento habían charlado casi entre
susurros, pero a Duanys ya se le agotaba la paciencia—. Tengo a Gerardo tocándome

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los cojones las veinticuatro horas del día, así que deja de comer tanta mierda y
ayúdame para ayudarte. ¿O acaso quieres que el capitán sepa por qué hay tanto
faltante de ron?
—Habla bajito, ¡está bien, está bien…, tranquilo…! —dijo el Manco mientras
miraba por encima de su hombro.
En la mesa de al lado el negro soltó un largo suspiro. Dos segundos después, la
rubia sacó la cabeza de debajo de la mesa, se limpió los labios con una servilleta y se
bebió otro trago de cerveza.
—Préstame tu celular, necesito hacer una llamada —dijo la rubia con una voz de
ruiseñor.
—El celular no…, la vida te doy si me la pides —dijo el negro, sin dudas radiante
de felicidad.
La chica se levantó y se alisó el vestido, luego abandonó la sala seguida por las
miradas de todos los caballeros.

***

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Capítulo 48
El drenaje de una mente

Día 4… 1:40 pm

Heldrich detuvo el auto en una calle, a solo dos cuadras del restaurante.
El lugar estaba muy transitado por vendedores de frutas y golosinas, que habían
trasformado sus bicicletas en mercados móviles para desplazarse mejor con su
mercancía. Carros y camiones pasaban en ambos sentidos sin preocuparse por los
peatones que no respetaban las leyes del tránsito.
El mundo a su alrededor permanecía tan enfocado en sus rutinas diarias, que
nadie se percató de un anciano que revisaba tranquilamente el silenciador de su
pistola. Heldrich se aseguró varias veces que el mecanismo de retroceso funcionara
bien, y de paso, enroscó por segunda vez el silenciador. Se sentía nervioso y eso no
era un buen síntoma.
Tras asegurarse de los detalles más triviales, pasó a la parte más difícil de su plan:
el drenaje de su mente.
Su cerebro superdotado le permitió adquirir cualidades que a otras personas les
costaría una vida dominar. Una de aquellas virtudes era la técnica que estaba a punto
de poner en práctica. En las clases que recibió en la antigua Alemania nazi, donde sus
compañeros tardaron meses en perfeccionar aquella técnica de hipnotismo, a él solo
le tomó algunos días. Desde entonces, su vida dependió de su nivel de concentración
para llevar a cabo sus misiones.
Comenzó.
Cerró los ojos y apretó los puños con tanta fuerza como le fue posible. Fue
uniendo en su mente una mezcla de recuerdos, caras, sombras, miedos, odios… Una
vez que logró reunir aquel paquete mental, lo envió a sus puños. Entonces,
lentamente, como si un segundo fuera el equivalente a una hora, comenzó a abrir sus
puños. Mientras lo hacía iba dejando su mente en blanco, en un estado hipnótico. Si
alguien pasaba por la acera podría pensar que se había quedado dormido dentro del
auto.
Al menos durante un minuto se quedó en una claridad total; incluso, hasta los
sonidos a su alrededor se fueron haciendo cada vez más lejanos, hasta desaparecer
por completo.
Y de repente, abrió los ojos.
Ya no era Manuel, ni Heldrich, ni el espía alemán, ni el Shadowboy… Había
entrado en un trance hipnótico donde ni su propio cuerpo le pertenecía. Solo estaba
seguro de algo: no podría mantener ese estado mental durante mucho tiempo. Ya no
era tan joven como antes, su cerebro no lo resistiría.

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Abrió la puerta y se dirigió con paso rápido y seguro al restaurante. El mundo
había cambiado desde su perspectiva visual. Se había transformado en una esponja
que absorbía todo a su alrededor, cada fuente de información. Los olores, los reflejos,
los colores, las caras, todo se quedaba archivado en su mente fotográfica, donde se
clasificaban como archivos de computadora; sus sentidos mandaban la información y
la distribuían en secciones, en las cuales se decidía si era importante, peligroso, o
simplemente ordinario.
Al entrar al restaurante, se detuvo.
Algo envió una alerta a sus sentidos.
Justo en la esquina del restaurante había una señora que arrastraba un carrito lleno
de verduras… La anciana se detuvo, miró curiosa hacia “algo” que estaba escondido
tras la pared.
¿Qué llamó la atención a la señora?
Heldrich no miró hacia la esquina, miró al frente, a una vidriera en donde se
mostraban varios vestidos. Usando la vidriera como espejo, advirtió a un gigante con
aspecto de luchador escondido tras la pared.
Ya están aquí.
Heldrich volvió a entrar al restaurante.
Una recepcionista lo recibió con una radiante sonrisa. Antes que la chica dijera
una palabra él se adelantó.
—¿Te llamas Irina?
—Sí —respondió intrigada.
—He escuchado que eres una maestra en el arte de la orfebrería.
—Hace años que no lo práctico —dijo la joven, halagada.
—Lo que bien se aprende nunca se olvida. Necesito una mesa, lo más alejada
posible del centro. En una esquina estará bien. Vengo de parte de Shangó.
La sonrisa desapareció del rostro de la joven.
—Por supuesto, sígame.
La chica lo condujo hacia una mesa con cortinas a ambos lados.
—¿Desea tomar algo?
—No, gracias. ¿El Chino se encuentra?
—Ahora mismo está reunido, pero si quiere le llevo su mensaje.
—No, está bien, esperaré.
La joven desapareció.
Heldrich miró en derredor.
Sus pupilas se habían dilatado, y un chorro constante de adrenalina entraba en su
cerebro provocándole lo que los científicos llaman dilatación del tiempo; no es que
pudiera ver las cosas en cámara lenta, simplemente su visión era más rápida, dándole
la sensación a su cerebro que todo a su alrededor se movía lentamente.
De esta manera seguía almacenando un fluido incontrolable de información.
Todos los detalles eran importantes. Las jóvenes que se prostituían, vestidas de

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camareras…, los rostros, muchos de ellos conocidos, personas famosas de los
medios, turistas y negociantes, contrabandistas, proxenetas…, botellas de vino con
marcas importadas, cervezas, olores, risas…, dinero, armas, drogas…, el olor
inconfundible de la marihuana… Al final del restaurante, en una mesa esquinada,
alguien ocultó su rostro tras un menú. Semejante error solo se lo permitían los
novatos.
Dos mesas más a la izquierda, estaba sentado un pequeño hombre que lo miraba
disimuladamente. Ya lo habían reconocido. Heldrich recordó haber visto antes aquel
rostro… El rostro del pequeño hombre apareció antes en su mira telescópica… Era
uno de los cuatro que iban saliendo de la casona. Ahora faltaba solo el tercero, que
seguramente recogía las maletas en ese momento.
Había llegado demasiado tarde.
Heldrich no lo dudó un segundo. Se levantó y fue directo hacia donde estaba el
pequeño hombre. Aunque no era este el que le interesaba. Necesitaba saber quién se
ocultaba tras el menú.
Al verlo acercarse el hombre palideció.
—¿Tiene algún cigarro que le pueda brindar a un anciano? —Le preguntó
Heldrich en un perfecto inglés—. Lo siento, olvidé mi cajetilla.
—No hay problema —le respondió el hombre con un marcado acento británico,
ni por un instante apartó su contacto visual con el anciano—; en realidad, es un
placer.
El hombre se llevó la mano al bolsillo y sacó una cajetilla, luego se la ofreció.
Heldrich tomó uno, su anfitrión abrió un pequeño encendedor plateado y le ofreció la
llama. Heldrich acercó el cigarro al fuego y le dio una fuerte calada. Se percató de
que el británico, pues debía de ser británico por su acento, mantenía oculto un
paquete a un lado de su mesa.
¿Armas? No, algún artefacto explosivo para usarlo como distracción en caso de
que tuvieran que emprender una salida de emergencia.
Es lo que él hubiera hecho.
Una camarera iba pasando por su lado y Heldrich le puso una zancadilla.
El ruido inconfundible de vasos de cristal hechos añicos resonó a su espalda. Los
gritos y disculpas de la chica se escucharon en toda la sala. Más de un caballero se
apresuró a brindarle ayuda a la moza. Durante el tumulto, ninguno de los dos
hombres apartó la mirada del otro.
Heldrich le sonrió.
Sin embargo, el novato que se escondía tras el menú asomó su rostro para ver lo
que había pasado. Solo un segundo, pero fue más que suficiente. La mirada periférica
del anciano almacenó en su memoria fotográfica el rostro del individuo.
—Muchas gracias.
—Como le dije, ha sido un placer.
Heldrich regresó a su mesa.

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Su cerebro estaba a punto de estallar. Demasiada información. Pero necesitaba un
segundo más. ¿Dónde había visto aquel rostro oculto tras el menú?
La respuesta llegó de inmediato.
Gerardo…, el amigo de sus nietos, quien trabajaba como agente de la Seguridad
del Estado. ¿Estaría allí de casualidad o siguiendo alguna pista?
Heldrich no creía en las casualidades. Creía en la acción y reacción. Gerardo
estaba allí buscando algo…, por eso se ocultó de él al verlo entrar. Por algún motivo
no quería ser reconocido.
Heldrich cerró los ojos y liberó su mente. En un instante dejó atrás su estado
hipnótico. Para cuando abrió los ojos vio que un joven con aspecto de modelo se
dirigía hacia su mesa. Había visto aquel rostro antes. ¿Pero dónde?

***

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Capítulo 49
Un admirador

Día 4… 2:10 pm

Giovanni miró hacia el final del pasillo. Sus ojos se toparon con una mirada glacial y
calculadora.
Heldrich ladeó la cabeza con un gesto muy natural, aunque a Giovanni le recordó
al de un viejo felino que estudiara el terreno de caza…; en este caso, la presa sería él
mismo. También se percató de que las manos del anciano permanecían bajo la mesa,
de seguro sosteniendo algún arma. Una sonrisa irónica cruzaba la comisura de sus
labios.
Era un error y lo sabía, aun así avanzó directo hacia el espía.
En un reservado había una joven completamente desnuda danzando sobre una
mesa; en otra esquina, varios jugadores de cartas se jugaban el todo por el todo. El
mundo a su alrededor permanecía enfrascado en divertirse y disfrutar de las hermosas
camareras, por lo que nadie les prestó atención.
Al llegar frente a Heldrich, se percató de un joven que se escondía tras un menú,
en una mesa bien apartada. Memorizó su rostro, aunque no creyó que alguien tan
inexperto estuviera bajo las órdenes del espía.
—¿Puedo sentarme? —no esperó una respuesta, haló la silla hacia atrás y se
sentó. En el inexpresivo rostro del anciano, apareció por vez primera una amplia
sonrisa, Giovanni no supo cómo catalogarla—. ¿Me permite invitarle una copa?
Heldrich asintió.
Aquello parecía estúpido y carente de sentido. Giovanni tenía todos sus músculos
tensos como cuerdas de piano; sin embargo, Heldrich parecía tranquilo, relajado,
incluso seguro de sí mismo. La tranquilidad del espía lo molestó y a la vez lo llenó de
admiración. Heldrich hizo un simple movimiento que reveló los nervios de Giovanni.
Este se llevó rápidamente una mano a la cadera.
Para alivio de Giovanni, Heldrich puso ambas manos sobre la mesa.
Los dos hombres volvieron a mirarse calmadamente. Estudiando cada centímetro
de sus rostros, como si revivieran uno de esos duelos del viejo Oeste. Giovanni imitó
a su adversario y puso las manos sobre la mesa.
¡Las manos!
Giovanni miró las manos encallecidas del anciano, era flaco y con un cutis
curtido por el sol, la piel de sus dedos parecía papel de lijar. A pesar de los años,
Heldrich debía de estar sometido a una dieta espartana, eso sin contar con el ejercicio
físico de días y días pescando o cazando por los manglares: se le veía en muy buena
forma. Quien no se hubiera leído su expediente jamás creería lo viejo que era.

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Giovanni se preguntó si llegaría a esa edad.
Tras evaluar las condiciones físicas de su enemigo, llegó a la conclusión de que lo
habían subestimado. Heldrich tendría ochenta y tantos años, pero aparentaba tener
unos cincuenta o sesenta.
—Señorita —dijo Giovanni rompiendo el silencio, una joven camarera que iba
pasando se detuvo al instante—, me puede traer un… ¿qué desea tomar?
—Un vino estará bien.
—Tráigame el mejor vino de la casa.
—Tenemos un Pingus español, cosecha del 2006.
—Tráigalo, es perfecto.
La joven miró al italiano encandilada. No todos los días un galán de telenovelas le
dirigía la palabra, y mucho menos, compraban una botella de vino valorada en mil
euros.
—En un momento se lo traigo, con su permiso.
La joven desapareció tras el mostrador. Un segundo después, asomó su hermoso
rostro por la cortina y señaló hacia la mesa con la mirada.
Por fin a solas.
—Heldrich, ¿correcto?
—Puedes llamarme Manuel.
—Entonces, Heldrich… —el mercenario hizo una pausa para ver la reacción del
espía, pero este ni se inmutó, ni una sola arruga de preocupación apareció en su rostro
—. Quiero que sepa que es un honor para mí conocer a una leyenda como usted —
Giovanni pudo sentir las vibraciones en su propia voz causada por la emoción—.
¿Cuántos misterios ocultas? ¡Eras el mejor! ¿Entonces por qué, por qué
desapareciste? ¿Acaso temías terminar como Kim Philby?
Si hizo un silencio que pareció una eternidad.
—Si te lo dijera, tendría que matarte.
Giovanni dejó escapar una carcajada. El chiste le causó gracia, aunque supo que
el anciano no estaba bromeando. En ese instante regresó la camarera y la tensión
despareció en la superficie.
—Con su permiso —con los movimientos rápidos de una profesional, la chica
abrió la botella y sirvió el vino en copas con forma de óvalos—. ¿Desean algo más
los señores?
—Por ahora está bien, cariño, quizás más tarde.
La camarera pareció derretirse ante las palabras del italiano. Por suerte, se repuso
a tiempo y se despidió con una sonrisa que decía el número y lugar en donde podría
encontrarla. Giovanni volvió a poner sus sentidos en el viejo espía.
—Un brindis.
Ambos levantaron las copas.
—Que gane el mejor.
—Salud.

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—¿Por qué no nos ahorramos un poco de sangre? —Preguntó Giovanni mientras
saboreaba el vino—. Simplemente ven conmigo y…
—¡Ah, esa sí que es buena! —La actitud relajada del espía hizo que Giovanni
contrajera las mandíbulas—. ¡Mmm, ya!, creo que no has sacado muy bien tus
cálculos.
—¿Mis cálculos?
—Hummm, este vino es excelente —Heldrich saboreó calmadamente un largo
trago—. Sí, tus cálculos, ya que los números están a mi favor. Verás, llegaron
cinco…, mmm, sí, cinco; bueno, seis, contando al guía… ¡Excelente, sencillamente
delicioso! Ah, los números, con qué facilidad me distraigo…, pues sí, ahora solo
quedan tres.
Giovanni sintió cómo los músculos volvían a tensársele, a tal punto, que llegó a
pensar que le desgarrarían la epidermis. A su mente acudieron los rostros de Big Dog
y Alí. En vano intentó calmar su ira.
—Escúchame bien, no hago amenazas que no pueda cumplir —murmuró
apretando los dientes—, me importa una mierda quiénes estén protegiendo tu espalda.
¿Sabes por qué no te pego un tiro en estos momentos…?
—Porque no puedes —le interrumpió el anciano. Sus palabras continuaban
suaves y melódicas, pero firmes como bloques de acero—. Tus órdenes son llevarme
vivo…; recuérdalo: vivo.
Heldrich se llevó la copa a los labios. La sonrisa mordaz volvió a aparecer en su
rostro.
Toda la agresividad y el tono de amenaza de Giovanni desaparecieron al instante.
Tragó dos veces antes de volver a llenar la copa. En esa ocasión miró por vez primera
al anciano de una forma totalmente distinta. Por un instante pensó en sacar su pistola
y dispararle allí mismo, no tenía que matarlo, solo dejarlo herido. Pero tuvo que
calmar sus instintos. Hacer algo así no era más que un suicidio. No solo por el arma
que de seguro Heldrich llevaba consigo sino porque, a su alrededor, muchos de los
clientes también iban armados.
Una vez más, Heldrich pareció adelantarse a sus intenciones.
—Nunca se debe atacar por cólera y con prisa —le dijo el anciano como si fuera
su mentor—, lo aconsejable es tomarse su tiempo en la planificación y coordinación
de una buena estrategia.
Giovanni sonrió.
—Una frase de Sun Tzu. El arte de la guerra.
Era asombroso, pensó Giovanni, por mucho que tratara supo que no podría odiar
a aquel hombre. Su admiración por él crecía por segundos. Pero el trabajo era el
trabajo.
—¿Cuánto te pagaron por mi captura? —se interesó de repente el espía.
—Un número de siete cifras.
—¡Ah, qué bien! —el anciano levantó la copa para brindar—. Entonces eres

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bueno, muy bueno… ¡mmm, ya! Debes de ser excelente, quizás uno de los mejores
en el negocio para que proporcionen ese dinero por tu cabeza.
Heldrich volvió a saborear el vino.
—¿¡Disculpa!?
—Oh, aún no te has percatado que el dinero es el precio de tu cabeza, no de la
mía.
De repente se creó un silencio tajante entre los dos hombres.
Heldrich se recostó a su silla y miró fijamente a Giovanni, quien por primera vez
se sintió en la piel de sus víctimas. El Shadowboy no era arrogante, tampoco
autosuficiente, solo actuaba seguro de sí mismo, porque realmente lo estaba. Y era
esa seguridad lo que lo convertía en un adversario excesivamente peligroso.
Giovanni se sintió como si estuviera bajo el lente de un científico, como si él no
fuera más que un cachorro al cual iban a someter a algún tipo de experimento. Trató
de calmarse y actuar de manera segura. El espía estaba haciendo lo que mejor sabía
hacer: mentir y confundir a las personas. Él debía mantenerse con su mente tranquila
y enfocada.
El anciano saboreó el vino mientras asentía con la cabeza.
—No sé cómo lo hiciste, pero ya has eliminado a varios de mis hombres —
Giovanni dio varias palmadas—; te felicito, la próxima vez no será tan fácil, y si
lograras escapar, o eliminarnos, vendrán otros…: tú cabeza tiene un precio…
—No, joven, quien continúa equivocándose eres tú. Es que aún no lo entiendes —
Giovanni pareció confundido y esperó a que el anciano continuara—, mi cabeza ya
tenía precio; pero a la que acaban de ponerle un código de barras es a la tuya.
Giovanni se suavizó, pero sin bajar nunca la guardia.
—¿Qué quieres decir?
—Te lo explico de otra manera. ¿Por qué crees que escogieron a un comando de
mercenarios entrenados para matar? Dímelo tú, ¿qué lógica tiene contratar a los
mejores asesinos, si la misión consiste en traer vivo al objetivo? ¿No habría sido más
inteligente mandar una unidad especializada en secuestros?
Giovanni le sonrió sarcásticamente; no obstante, no pudo evitar esa sensación de
miedo que comenzaba a filtrarse por sus poros… ¿Cómo diablos sabe todo eso?
Por primera vez las palabras del anciano iban cargadas de sentimiento. Giovanni
se dio cuenta de que no mentía, y en el fondo valoró la opción de creerle. De hecho,
intuyó la verdad desde el principio. Algo no encajaba en aquel trabajo. Que el espía
se lo confirmara no resolvería su situación, pero sí le aclaraba varias incógnitas.
—Alguien te contrató, la pregunta es: ¿quién? Estoy seguro de que no lo sabes.
Heldrich continuaba sembrando su veneno.
—¿Para quién trabajas? —preguntó el anciano.
—Si te lo digo tendría que matarte.
—Es justo, pero ahora yo no soy tu enemigo… Créeme.
—Vine a hacer un trabajo, y no pienso marcharme sin terminarlo.

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—Si lograras finalizar tu misión, mmm, ¡recuerda la cuenta…! Pero como decía,
en caso de que lograras hacerlo, solo te estás poniendo tú mismo una bala en ese
hermoso rostro. Los escogieron a ustedes porque una vez que los desaparezcan nadie
va a preguntar, ¿me equivoco? —el anciano hizo una pausa muy teatral, pero la carga
dramática tuvo su propósito. Giovanni no dejaba de pensar en cada palabra—. En
realidad el problema no es tu equipo, soy yo…, por ser demasiado importante;
digamos que sé demasiado para que dejen cabos sueltos una vez que logren
entregarme…, así que ten cuidado cuando vuelvas a mirar por encima del hombro.
Giovanni supo que era el momento de marcharse. Las palabras de Heldrich
lograron su propósito. Sacó un billete de cien euros y lo dejó de propina sobre la
mesa.
—Termine la botella —le dijo cortésmente mientras se levantaba—, aprecio su
compañía, pero debo marcharme a planificar un secuestro.
—¡Oh, de veras! Mmm, ya, ok, pues buena suerte con eso.
Giovanni miró una vez más al novato que se escondía tras el menú. Se preguntó si
sería un guardaespaldas de Heldrich.
Fue a la barra y pagó en billetes de cien el precio de la botella.
Frente a él se había reunido un coro de camareras deseosas de ser llamadas para
brindar sus servicios. Giovanni les guiñó un ojo, y ellas le respondieron con risas y
besos lanzados con la palma de sus manos. Antes de salir del restaurante, miró una
vez más a Heldrich. El anciano lo saludó levantando la copa.
Salió del restaurante conteniendo su ira…; pero no hacia el espía, al menos no
totalmente. A fin de cuentas, quizás le estaba diciendo la verdad, o una parte de ella.
El problema real era que si todo aquel montaje no era más que una trampa en
realidad, él no podría hacer nada para evitarla.
Cinco minutos después, lo siguió Aldrich.

***

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Capítulo 50
Sobre aviso

Día 4… 2:30 pm

Gerardo sintió que su celular le vibraba en el bolsillo.


Aquello lo trajo de vuelta a la realidad. Miró el número con disimulo. Era un
desconocido. Qué raro, nunca le daba aquel número a nadie. Debía de ser algún
equivocado…, apenas lo colgó cuando el celular volvió a sonar.
Joder con el telefonito.
—Diga —murmuró lo más bajo posible.
Frente a él, Manuel seguía enfrascado en su conversación con el extranjero.
Al principio, cuando el anciano entró, tuvo un ataque de pánico y dudas, por lo
que actuó como un verdadero novato, un estúpido…, el rey de los imbéciles.
Esconderse detrás de un menú… ¡Vaya espía que era!
Gerardo conocía a Manuel de toda la vida. Aún recordaba sus maldades de niño
cuando solía brincar la cerca del anciano para robarle los mangos y las guayabas que
con tanto cuidado sembraba en su cafetal. Por eso, el verlo allí, sin sorprenderse de
todo cuanto ocurría a su alrededor, y al mantener aquella misteriosa conversación con
un extranjero…, aquello no tenía ningún sentido.
A menos que…
Manuel no podía permitirse el lujo de una cena en aquel restaurante. A menos que
sus familiares de España le hubieran dejado unos cuantos euros de más. Pero si este
fuera el caso, no vendría solo. Todo el pueblo sabía que el anciano veía por los ojos
de su esposa Catalina. No iba a ir solo a un restaurante de primera sin que ella lo
acompañara. Y sin embargo, allí estaba.
Más raro aún fue cuando un extranjero se sentó en su propia mesa, como si se
conocieran de antes. ¿Qué estaba pasando? ¿Estaría Manuel traficando personas?
Aquello sí podría tener lógica. Nadie se conocía los manglares como el viejo, y el
problema más grande que tenían los lancheros que se dedicaban al tráfico de personas
desde Cuba a Miami, eran los guías.
—Gerardo, ¿me escuchas?
Gerardo quedó sorprendido. Al otro lado de la línea había una mujer que le
reconoció la voz al instante; sin embargo, él no sabía de quién se trataba.
—Disculpe, ¿con quién tengo el placer? —quien fuera debía de conocerlo bien,
primeramente por reconocer tan rápido su voz; lo otro era la llamada: él no le daba
ese número a nadie que no fuera de absoluta confianza.
—No digas que no reconoces mi voz.
—No tengo ni idea, pero este número no es para jueguitos…

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—Soy yo, Omega, cállate y escúchame bien —la voz se transformó al instante.
Fue entonces cuando Gerardo cayó en cuenta de los timbres de voces femeninas que
Omega era capaz de imitar.
Gerardo vio cómo el extranjero pedía la orden a una camarera que ni se preocupó
por disimular su asombro. Al instante regresó con dos copas y una botella.
¡Virgen María! Si una cerveza aquí me cuesta una barbaridad, ¿en cuánto
saldría una botella de vino?
—Que te quede clara una cosa —gruñó Omega del otro lado de la línea—: ni
trabajo para ti, ni soy soplona, ni lengua de trapo.
A Gerardo le pasó una sonrisa por los labios. La amistad que cosechó con Omega
estaba dando frutos. Los mejores informantes son los verdaderos amigos, como le
enseñaron en las clases de reclutamiento.
—Claro como el agua, ¿qué pasa?
—Te están jugando una buena, y hay varios amigos nuestros involucrados.
—Háblame claro, pues no entiendo ni una palabra. ¿Quiénes me la están
jugando?
Cuando alguien le daba una información con tan escaso tiempo, la mejor opción
era que él mismo guiara las preguntas. Así lo habían entrenado en la escuela, saber
solo lo esencial, lo demás, era parte del chisme.
—El Manco, el que trabaja en la fábrica de bebidas —la voz de Omega se volvió
un susurro—, está trabajando para el sargento que entró nuevo a la unidad.
Duanys… ¡Me cago en su madre!
Gerardo apretó los puños para contener su ira.
—Tienen un negocio entre los dos, aunque el sargento lo que quiere es algo más
grande y gordo…, quiere conocer a Shangó.
Por lo visto hoy Shangó es el hombre del momento.
A Gerardo no le fue difícil imaginarse cuál era el negocio entre Duanys y el
Manco. Este último se robaba el ron y se lo vendía a jóvenes como el Nava, luego el
sargento los capturaba y les quitaba las botellas. Era perfecto. Un negocio sin
pérdidas, solo ganancias. Ya que después Duanys le regresaría la carga al Manco.
—¿Algo más?
—Sí, lo más importante —Omega suspiró—, como los tienes en la mira, la
manera en que hablaron de ti no me gustó nada…, me dio miedo.
La voz del travesti cambió por completo. Un timbre muy fino, semejante a la
melódica voz de una niña, se escuchó del otro lado del celular. Gerardo recordó por
qué Omega lo apreciaba tanto. Él fue el primero en tratarlo como lo que era, una
mujer.
—Gracias, esa es mi chica; tranquila, que yo me ocupo.
—Cuídate…, mi príncipe.
—Igualmente, y no te metas en problemas, mi reina, un beso… ¡Oh, y anótala,
que te debo una!

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Omega le lanzó un beso y colgó.
Gerardo se llevó el celular a los labios y lo besó.
—Omega, Omega… —dijo con la voz convertida en un susurro—. ¡Te debo una
grande!
En ese momento el extranjero se levantó y se despidió de Manuel. Nadie en la
sala se percató de la tensión que le brotaba por todos los poros. Sin lugar a dudas, no
había logrado cerrar un buen negocio con el anciano…, fuera cual fuera ese negocio.
Gerardo habría dado lo que no tenía por saber de qué diablos estuvieron conversando.
Aunque por el momento tenía otras preocupaciones.
Ese imbécil de Duanys quiere guerra, pensó Gerardo, pues la comenzó sin
declararla. Si al sargento le gusta jugar sucio y por debajo del telón, puede que se
lleve algunas sorpresas.
Gerardo sabía demasiado bien cómo llevar aquel juego.
Manuel llamó a la recepcionista con aspecto de chica playboy, y le murmuró algo
al oído. La joven pareció confusa por un instante, después desapareció tras la cortina
que daba al interior del restaurante. Al rato regresó y le indicó con un gesto de la
mano que lo acompañara.
Gerardo comprendió que ya había visto suficiente. Era hora de marcharse.

***

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Capítulo 51
Irina
Irina sabía reconocer el peligro…, y a sus portadores.
Aquel anciano, en apariencia todo un caballero, era el hombre más peligroso con
en el que se había topado.
En su profesión tuvo que desarrollar una especie de sexto sentido, para saber
cuándo enmudecer o salir de un local. Por eso, en cuanto vio desde su mostrador
como el anciano tomaba asiento en una de las mesas reservadas, supo que algo iba a
suceder. Un segundo después sus sospechas cobraron forma… y una forma muy
atractiva.
El apuesto extranjero llegó y se sentó frente al anciano, prácticamente sin pedirle
permiso. Desde que los dos hombres se miraron, Irina comprendió que eran
enemigos. Para ojos sin experiencia, allí solo tenía lugar una escena común…, dos
amigos que charlan o un abuelo que decidió darse una escapada con el nieto; pero
Irina no se tragó ninguna de esas historias. La artificiosa sonrisa del joven con
aspecto de modelo y los suaves gestos del anciano, escondían bajo la superficie un río
de lava humeante.
Aquellos dos hombres se pedían la cabeza… Incluso, desde la distancia en que se
encontraba podía sentir la energía negativa que irradiaba la mesa.
Como para sosegar los nervios, el extranjero pidió una botella del vino más caro
que tuviera el restaurante, sin dudas una manera simple para aflojar la tensión.
Una buena técnica, pensó Irina.

***
Por mucho que trató de convencerse a sí misma de que nada sucedía, no pudo
despegar sus ojos de la mesa en la que estaban sentados el modelo y el viejo.
Recogió algunas copas que algunos clientes dejaron sobre las mesas, e incluso fue
dos veces a la cocina para ver por qué la orden de la mesa seis continuaba
demorándose. A pesar de todos los ejercicios de distracción que uso para apartar sus
sospechas, no pudo quitarse de la mente la impresión causada por el anciano.
¿Qué era? ¿Sus ojos?
Era algo más profundo que eso.
¡La seguridad! Es eso…
Irina cayó en cuenta. La confianza que emanaba el anciano por cada poro fue lo
que llamó tan poderosamente su atención y lo que despertó todas sus sospechas. Ella
estaba acostumbrada a tratar con hombres de poder, hombres que se creían capaces de
intimidar al mismísimo Vito Corleone; conocía demasiado bien los detalles y gestos
de esa calaña.

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Pero aquel anciano era diferente: misterioso, esa fue la palabra que cruzó su
mente. Cuando entró, este dijo que venía de parte de Shangó. Ella no le creyó.
Aunque, después de todo, había aprendido por los golpes de la vida que de Shangó
jamás venía nada bueno.

***
Antes de trabajar como prostituta bajo las ordenes de Shangó, Irina era la maestra
orfebre más codiciada de la provincia de Villa Clara. Sus trabajos artesanales con el
oro y la plata le ganaron una merecida reputación a nivel nacional. Llegó a tener tres
joyerías y seis empleados. Aunque su talento no le hubiera bastado para triunfar en el
competitivo mundo de las joyas. Todo se lo debía a su marido, un gigantón que la
adoraba como a la niña de sus ojos.
Rubén el Mula era el vendedor de joyas y cueros más importante de la región
central de la isla. Un gigante que pesaba más de trescientas libras y con un corazón de
diamantes. El Mula, a diferencia de todos los hombres que anteriormente la habían
cortejado, fue el primero en escribirle un poema y regalarle un ramo de rosas.
Aquellos simples gestos hicieron que ella se enamorara, a pesar de que las malas
lenguas decían que andaba tras su dinero. La realidad era totalmente diferente: Irina
era feliz con Rubén, al punto que le dio un hijo que luego se convirtió en el sol de la
pareja.
En alguna ocasión, como todos, Irina llegó a escuchar que la felicidad no es
eterna… Por experiencia propia aprendió la dureza de aquella frase.
Como un castillo de naipes, todo su imperio desapareció tras el accidente de autos
que le causó la muerte a su marido. Y como las desgracias jamás vienen solas, tras la
pérdida de su soporte, la competencia comenzó a robarle su clientela.
Pero ahí no acabaron sus problemas. Sola, y con un niño de tres años, los
“amigos” desaparecieron, y las dificultades comenzaron a amontonarse. Para tratar de
salir adelante, lo primero que tuvo que hacer fue cerrar dos de sus joyerías, y
quedarse con la más pequeña. Solo de esa manera pudo concentrarse en los trabajos
pendientes.
Durante un tiempo las cosas se normalizaron…, pero no por mucho.
Algunos dicen que la belleza es una maldición. Si eso fuera verdad, Irina estaba
maldita por el resto de su vida.
Ella nunca lo pudo negar…, y estaba consciente de que fue su belleza lo que
atrajo al bonachón del Mula. Irina tenía unos ojos castaños y achinados que solo la
ayudaban a resaltar más sus carnosos labios. El uno ochenta de estatura tampoco le
permitía pasar muy inadvertida que digamos, y su cuerpo, mezcla de Barbie y la más
genuina de las criollitas de Wilson, hacía que por donde quiera que pasara todos los
hombres voltearan para mirarle las nalgas.
Uno de estos hombres fue Shangó.

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***
El día que entró en su pequeña joyería la vida de Irina cambió para siempre.
El hombre solo quería que le escribiera dentro de uno de sus anillos el nombre de
su hija. Pero al verla quedó cautivado.
—Rachel, un bonito nombre —le dijo Irina mientras estudiaba el anillo.
—Mi hija es preciosa, espero que cuando crezca sea tan hermosa como tú.
Irina se sintió halagada por los piropos, pero sabía bien que Shangó era un
hombre muy peligroso. Aunque jamás se imaginó cuánto.
El traficante quedó satisfecho con el trabajo, así que le pagó el triple.
—Es demasiado, no lo puedo aceptar.
—Tómalo como una propina —Shangó puso las manos por encima del mostrador
y le acarició los dedos—. Sabes que si trabajaras para mí ganarías en un día lo que te
ganas aquí en un mes.
Irina retiró a toda prisa la mano.
—Ya lo dijiste, en un mes…; pero al final lo gano.
—Como quieras.
Por ese día la conversación quedó ahí.
Pero al día siguiente Shangó regresó, y esa vez más decidido.
Irina había contratado a Eliel, un ex campeón panamericano de boxeo que hacía
la función de guardaespaldas y guardia de seguridad de la pequeña tienda.
Pero su guardia no le sirvió de mucho.
—Eliel, desaparécete de aquí —le ordenó Shangó en cuanto entró. El ex campeón
miró atemorizado a Irina. Con un gesto ella lo dejó ir—. Ahora tú y yo vamos a tener
una conversación.
—Sin faltarnos el respeto, y ya me lo estás faltando —Irina se escuchó más
segura de lo que en verdad estaba—, nosotros no tenemos nada de qué hablar.
Shangó apenas había comenzado.
—No seas idiota. No nades contra la corriente. Dame un precio. ¿Cuánto?
—¿Cuánto qué?
—No me hagas repetir las cosas. Cuánto por una noche contigo.
—Estás loco… ¡Vete a la mierda! ¡Lárgate de aquí ahora mismo o llamo a la
policía!
Shangó le sonrió. Por lo visto llamar a la policía no lo atemorizaba mucho.
El traficante se abalanzó sobre ella y le sostuvo las manos a la espalda. Después
la forzó a besarlo. Ella le propinó un rodillazo en los testículos que lo obligó a
separarse. El golpe no fue lo suficientemente fuerte como para noquearlo, pero sí para
que la liberara. Irina corrió hacia el mostrador y sacó un cuchillo de doble filo.
—¿Estás segura de que quieres hacer las cosas de esta manera?
Shangó se frotó sus testículos y la amenazó con un dedo.
Cuando el traficante cerró la puerta tras de sí, Irina se desplomó en el piso, presa

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del llanto y la histeria.
¡Dios mío! ¿Qué quiere ese hombre de mí?

***
Shangó no era hombre de darse por vencido.
Ahora lo sabía, aunque ya era demasiado tarde. La vida la enseñó a no ser tan
ingenua. Ya no confiaba en nadie, ni caía en trampas baratas.
Oculta tras el mostrador, continuó mirando a los dos hombres, al extranjero con
su sonrisa de modelo y al anciano con sus misteriosos ojos. Mientras los observaba,
se abandonó al recuerdo nuevamente, y de cómo fue que llegó a estar al frente de ese
maldito restaurante.

***
La trampa se la tendió uno de sus mejores amigos.
Irina había escuchado la frase: La traición real no proviene del enemigo, sino de
quien equívocamente llamas amigo…
Ella creyó que esas cosas nunca le pasarían…, y una vez más se equivocó.
Humberto, un “amigo” que también se dedicaba al negocio de las joyas, le pidió
que le guardara varias cadenas de oro de 24 quilates en la caja fuerte de su tienda,
porque la suya estaba en reparaciones.
Irina accedió.
A las tres de la madrugada llegaron los carros de la policía. Como su casa
conectaba con la tienda, la obligaron a que abriera la caja fuerte, encontrando así las
cadenas de un supuesto robo. Irina quedó paralizada por el pánico. Quiso explicarles
a los oficiales que todo era un mal entendido. Que aquellas cadenas no eran suyas,
pero de nada le sirvieron las súplicas.
Sus gritos se multiplicaron al ver ante sus propios ojos, cómo una trabajadora
social entraba en su casa, vestía a su hijo y se lo llevaba.
Todo pasó tan deprisa, que ella misma no podía entender su realidad; por un
momento llegó a creerse víctima de algún reality show macabro o algo por el estilo, y
que en cualquier instante aparecería alguien sonriente para decirle que aquello no era
más que una broma…; pero nadie apareció jamás.

***
Irina fue acusada de cómplice de robo y sentenciada a ocho años de prisión.
Humberto, su amigo, testificó en su contra y alegó que jamás había visto aquellas
cadenas. El supuesto ladrón, un hombre a quien ella no conocía, afirmó que le había
pagado las cadenas en cash. Irina comprendió que la estaban inculpando de un crimen
falso; pero por más que se esforzara en comprender, no encontraba las razones para

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ello.
Quien fuera el que se dedicó a montar todo ese circo, tenía muy fuertes
conexiones. Durante el juicio, una sola pregunta no dejaba de taladrar su cerebro:
¿por qué estaban haciéndole algo como eso?
A su hijo lo enviaron con unos primos de Pinar del Río que hacía años no veía,
prácticamente al otro lado del país. A ella la despacharon a Guamajal, la famosa
prisión de mujeres de la provincia de Villa Clara.
Pero la pesadilla apenas comenzaba.

***
En la primera semana de su nueva vida como reclusa, sus propias compañeras de
celda trataron de violarla dos veces.
El lesbianismo dentro de la prisión era una norma y estilo de vida. Quienes no lo
practicaran, eran obligadas a hacerlo. Su tamaño, y el hecho de estar en excelentes
condiciones físicas, la ayudaron a defenderse como una tigresa. El resultado: le rajó
la cabeza a otra reclusa contra una litera. Por este acto de violencia no justificada —
según la oficial a cargo de la prisión—, fue enviada al Bloque B.
Irina aún no podía comprender cómo aquella maldita cadena de malos
acontecimientos podía seguir estirándose…, y lo peor era no saber cuánto más ella
resistiría.

***
El Bloque B era la cream de la prisión.
Esa sección estaba solamente destinada a asesinas y violadoras… Irina jamás
había escuchado de mujeres violadoras. Solo la primera noche le bastó para saber que
no aguantaría mucho sin convertirse en la hembra de aquellos hombres con tetas y
vaginas, que la miraban con lujuria así fuera a defecar. Irina se sintió entre aquellas
mujeres como un trozo de carne frente a la jaula de las leonas.
Asombrosamente, sobrevivió sin más altercados. De hecho, no solo la primera
noche, sino toda una semana. Lo suficiente para sentirse confiada…: otro de sus
tantos errores. Al finalizar el séptimo día, por primera vez se llenó de valor y fue a las
duchas, llevaba todo ese tiempo sin bañarse, simplemente lavándose con un pequeño
baso. Esperó que todas salieran y cuando no hubo nadie se apresuró a meterse bajo
uno de los chorros.
—¡Oh, Dios! Esto lo necesitaba.
Irina pudo sentir la suciedad desprendiéndose de su piel, y al fin pudo relajarse y
estirar las…
En ese instante —como de la nada— se materializaron seis mujeres. Irina
comprendió demasiado tarde que desde el primer día aguardaban con suma paciencia
ese momento, como las leonas a sus presas.

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¡Era una trampa!
Estaba totalmente desnuda y con el cabello enjabonado. Frente a ella, sin decir
una sola palabra, las seis mujeres comenzaron a desnudarse a toda prisa. Irina estuvo
a punto de orinarse encima. Se restregó el cabello tan rápido como pudo, solo para
quitarse el jabón de los ojos, después, sin mirar a ninguna, intentó llegar a la salida.
Pero en eso las seis mujeres la rodearon. Sus intenciones eran más que claras.
—Por favor…; no hagan esto —suplicó.
Quizás, si intentaba razonar con ellas, podría hacerlas cambiar de opinión…; al
instante le dieron su respuesta.
—¿Qué tú creías, china…? —Dijo la jefa del grupo—. ¿Que con lo buena que
estás te nos ibas a escapar?
—Yo no…
La jefa del grupo, una flaca con aspecto de drogadicta y dientes manchados por la
nicotina, le agarró un seno y se lo estrujó con tanta fuerza que la obligó a gritar.
Reaccionó por instinto, empujó a la líder e intentó escapar. Pudo abrirse paso por
entre tres de ellas, pero una cuarta le agarró el pelo y la hizo perder el balance.
Como el piso estaba mojado y resbaloso, se cayó, golpeándose fuertemente en la
frente. El dolor fue intenso, pero el miedo la ayudó a reponerse. Quedó aturdida solo
por unos segundos. Al reaccionar, rodó por el piso e intentó levantarse a toda prisa;
sin embargo, para ese entonces las seis mujeres ya estaban encima de ella como si
fueran una jauría de lobos sobre una gacela.
Cuatro de ellas le sujetaron fuertemente las manos y las piernas, una quinta le
apoyó su cabeza contra las rodillas y le amordazó la boca con una toalla. La sexta, la
jefa, fue la primera en servirse del festín.
—Aquí cada regla la pongo yo… —le dijo la flaca mientras se acostaba
completamente desnuda sobre ella—. Cuando te diga que me abras las piernas, me las
tienes que abrir…, y si te digo que lo hagas con una sonrisa…, me tienes que
sonreír… ¿Te quedó claro?
Al terminar su discurso se metió los dedos en la boca, los mojó hasta que la saliva
le chorreó por ellos, luego bajó la mano y comenzó a acariciarle la pelvis.
¡Dios mío, me va a violar una mujer…!
Irina comenzó a gritar, pero de su boca solo salían leves gemidos…: la toalla le
apretaba tan duro los labios que llegó a saborear su propia sangre. Sus súplicas
parecían aumentar los deseos de la líder. Quien, extasiada por el placer que solo la
sumisión puede crear, comenzó a besarle los senos y a acariciarle el clítoris.
Irina comprendió, horrorizada, que un hombre solo se hubiera enfocado en
penetrarla y venirse…, pero ser violada por mujeres era mucho peor, pues estas
sabían dónde tocar y cómo hacerlo para causarle más dolor o placer.
La flaca, sin creerse la suerte que tenía por darse semejante banquete con aquella
hembra, le besó una vez más los senos y después le susurró al oído.
—Ahora viene la mejor parte, mi china…

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Su violadora se metió los dedos en la boca y una vez más se los mojó de saliva,
pero esta vez se escupió en la palma de la mano.
—¡Quiero que goces como una puta…! Como mi puta…
La mujer bajó la mano, lubricada por la saliva, y con dos dedos expertos, a
manera de pinza, le abrió los labios de su vagina. Seguidamente le introdujo uno…
dos… tres dedos… luego, rítmicamente, comenzó a penetrarla mientras le acariciaba
el clítoris con el pulgar.
Irina, impotente, no hacía más que llorar y pedir ayuda…
Y la ayuda llegó.

***
La enorme negra, con su nariz chata como la de un gorila, se aproximó al grupo
prácticamente sin que nadie la notara. Las seis mujeres estaban muy concentradas en
su víctima, para cuando vieron lo que se les abalanzó encima, ya fue demasiado tarde.
La negra escogió de primera a la flaca líder, la cogió por el pelo y la levantó en
peso; y esta, sorprendida, se retorció como una serpiente mientras le pedía ayuda al
resto del grupo.
Cuando la flaca vio quién la vapuleaba por el pelo, palideció al instante. Aun así
fue capaz de lanzarle un puñetazo. La negra paró fácilmente el golpe y con un puño
cerrado le golpeó sin piedad el rostro. Los golpes no fueron al azar, como comprendió
Irina. Cada puñetazo fue repetido en una continua secuencia hacia el mismo lugar.
Encima del ojo izquierdo.
Para cuando la flaca cayó al piso, su rostro estaba hecho trizas.
Una de las “tenientes” de la flaca, cometió el error de lanzarse en defensa de su
jefa. La negra retrocedió con la agilidad de un gato y esquivó la lluvia de puñetazos,
atrapando en el aire una de las manos. Lo siguiente que la “teniente” intuyó, fue que
su espalda iba a estallar contra el suelo.
Irina comprendió que su rescatista debía de ser una experimentada judoca. Pues
desequilibró a la mujer con tanta facilidad como si de un niño se tratara, para después
montársela en la cadera y hacerla volar por los aires.
El resto de las violadoras dio por finalizada la pelea.
La negra, con unos drelos que le llegaban a las nalgas, tenía un aspecto
imponente. También iba desnuda. Pero su cuerpo, a pesar de las cientos de libras de
más, solo mostraba músculos que sería mejor no retar.
—Lo voy a decir una sola vez —dijo la negra apuntando a las seis mujeres con su
dedo índice—: esa china de ahí es mi puta desde hoy…
Irina comprendió que había saltado del combustible al aceite hirviendo.
—No me gusta repetir las cosas, ¿quedó claro?
Ninguna de las seis mujeres dijo una palabra, pero todas asintieron con la cabeza
y salieron de las duchas.

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Cuando Irina se vio sola, junto a aquel orangután, simplemente rompió en llanto.
Ya no podía soportarlo más. La negra la tomó por un brazo y la llevó a un rincón,
justo debajo de la ducha.
—Siéntate aquí.
Irina obedeció dócilmente.
La negra buscó un pomo de champú y le quitó la tapa. Se echó un amplio chorro
en la mano y comenzó a restregarle el pelo. Desde su primer día en la prisión, aquel
era el primer gesto humano que alguien tenía con ella. Mientras la negra le restregaba
el pelo espumoso ella no dejaba de llorar y cubrirse los senos con las manos.
—Tranquila, china, tranquila…, ya todo pasó —la calmó la mujer—. Me llamo
Sandra, por cierto. Pero todas me dicen Sandy.
—Yo… me llamo… Irina.
—Bien, tranquila, te juro que aquí nadie te va a volver a poner un dedo encima.
No mientras yo esté aquí.
Los ojos de Sandra la hicieron llenarse de valor, así que le confesó abiertamente:
—Yo no soy lesbiana, Sandy.
—Yo sí…, —le negra le mostró una amplia y pícara sonrisa—; pero no te
preocupes, no me gustan las blancas. Te imaginas, sería como un bombón de vainilla
y chocolate, y ese es el problema, ¡a mí me gusta el chocolate puro!
Ambas mujeres se rieron de la ocurrencia.
Así, Sandra se convirtió en su guardaespaldas.

***
Un mes después Irina tuvo su primera visita.
Aquello era raro, pues no tenía quién la visitara. Sus padres murieron en un
accidente cuando solo tenía siete años. Desde entonces la crio una tía política hasta
que tuvo la edad suficiente para alquilarse su propia habitación. La tía murió de un
cáncer dos años después de que ella abandonó la casa. Así que no tenía familia
inmediata ni amigos, a excepción de su hijo. ¿Entonces, quién sería la visita?
Para salir al salón de reuniones tuvo que someterse a un cacheo. Una de las
carceleras le guiñó un ojo y le entregó un número escrito en un trozo de papel.
—¿Y esto?
—Es el número de tu mesa. Es un reservado.
—¿¡Un reservado!?
La carcelera la llevó hasta el salón de reuniones.
Como otras reclusas le habían contado, un “reservado” era una mesa especial
separada del resto del salón. Contaba incluso hasta con una pared. Quienes podían
acceder a esos lugares tan codiciados por su intimidad, siempre debían sobornar al
oficial de guardia.
Irina entró a una sala repleta. Los familiares, fácilmente identificables por sus

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ropas, se abrazaban unos a otros. El ambiente era de alegría.
Ella no se entretuvo en mirar a los lados. Fue directo a su “reservado”. Cuando
entró al pequeño cubículo con vista al exterior, quedó sorprendida al ver a Shangó. El
traficante le sonrió y la saludó. Con un gesto le indicó que entrara.
—¿Tú? ¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres? —no hubo saludos, solo preguntas.
—Primero siéntate, tenemos mucho de qué hablar.
Irina comenzó a sospechar lo inevitable.
¿Podría ser que…? No, no lo creo…
Shangó no se anduvo por las ramas, fue franco y directo al punto. Le confesó que
él era el causante de todos sus problemas.
—¡Y me lo dices así…! ¡Como si nada hubiera pasado! —Sin poder contener la
rabia, le gritó—. ¡Serás hijo de puta! ¡Por tu culpa me separaron de mi hijo!
¡Destruiste mi vida…!
En el salón se hizo un silencio repentino.
Tanto las presas como los visitantes miraron intrigados hacia el “reservado”. Una
de las carceleras se acercó y se asomó a la puerta; pero Shangó, con un simple gesto
de la mano, le indicó que se alejara. Para su sorpresa, la carcelera desapareció tan
rápido como pudo.
Irina quedó sorprendida por aquella demostración de poder.
¿Quién es este hombre?
Desde ese día en que Shangó entró a su pequeña tienda, supo que era un hombre
muy peligroso…; pero jamás, jamás se imaginó cuánto.
—Vamos a dejar los escándalos y los gritos. Por favor —su voz sonaba
autoritaria, como quien sabe que tiene todas las cartas a su favor—. Mira por esa
ventana.
—¿Cómo?
Shangó le indicó que mirara por la ventana.
Irina caminó hasta el cristal y miró al exterior. A unos doscientos metros, del otro
lado de la carretera, vio a su hijo. Se llevó las manos a la boca para opacar un grito.
¡Es mi bebé…!
Una señora lo cargaba y estaba jugando con él. El niño sonreía indiferente a lo
que pasaba a su alrededor. Irina se moría por las ganas de besarlo y abrazarlo… ¿pero
qué precio tendría que pagar por ello?
—Eres un monstruo, eso es lo que eres —un nudo en su garganta le impidió
continuar—. ¿Qué es lo que quieres?
—Te la voy a poner fácil —Shangó la tomó por la barbilla y comenzó a
acariciarle el rostro. Con la punta de los dedos le limpió una lágrima—. Puedo sacarte
de aquí hoy mismo…: hoy, ¿te quedó claro? Puedo hacer que borren tu expediente y
en menos de una hora estarás abrazando a tu hijo.
—¿A cambio de…?
—Simple…, solo mírate en un espejo… ¿no es evidente? —Irina comenzó a

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sollozar.
Se sentía impotente de ira, carente de opciones. ¿Qué podía hacer? Si aquel
monstruo fue capaz de montar todo aquel teatro, solo para poseerla, ¿qué otras cosas
sería capaz de hacer?
—¿Y si digo que no?
—Irina, cariño, yo no acepto un no por respuesta. ¡Me los han dado, no lo niego!,
pero las consecuencias has sido dramáticas. Mira tú ejemplo, no habríamos tenido
que llegar a esto si hubieras consentido desde el principio.
—¡Vete a la mierda! —las palabras se escaparon de su boca.
Sin más, cegada por la ira, se levantó y se dirigió hacia la puerta.
Shangó la sostuvo por una mano.
—¡Eh, tranquila! Soy tú única carta. ¿O acaso no te has dado cuenta?
—No me voy a convertir en tu puta… —sus palabras no sonaron tan seguras
como hubiera querido.
—Sí lo vas a hacer. De hecho, te vas a convertir en mi esclava sexual…, en una
puta más de mi harén —los ojos del traficante brillaron de lujuria mientras continuó
hablando en susurros—. No vas a sobrevivir aquí, créeme.
—Puedo intentarlo.
Para su sorpresa, Shangó no se enfureció, simplemente le sonrió.
—Creo que tienes demasiada fe en tu guardaespaldas.
—¿De qué estás hablando? —el miedo debió reflejarse en su rostro, pues el
traficante sonrió satisfecho.
—La visita que te hicieron en las duchas, mmm, solo era parte de un simple ritual
de iniciación. Una de las miles de visitas que te harán —Irina palideció al
comprender que aquel cabrón envió a aquellas mujeres a que la violaran—. Tuviste
suerte de que llegó… ¿Cómo se llama? Ah, ya me acuerdo: Sandra. Oh, no… Sandy,
¿verdad? Le dicen Sandy, ¿correcto?
Irina continuó callada.
—El punto es este. No tienes la más remota idea de quién soy, ni de los contactos
que tengo. Solo necesito hacer una llamada para que trasladen a tu guardaespaldas a
otra prisión —Shangó le acarició el cabello, y ella se dejó, de hecho, sentía como si
su cuerpo acabara de ser sometido a una inyección anestésica.
Shangó comenzó a acariciarle su labio inferior con el pulgar.
—Solo piensa, dime que no, y te volverán a hacer otra visita en las duchas…; en
la cama, mmm, digamos que una vez al mes. O mejor, una vez por semana, o todas
las noches —hizo una breve pausa para mirarle fijamente al rostro—. Y no trates de
cortarte la cara con una navaja…, precisamente tu cara es lo que me interesa. Si lo
haces, te vas a podrir en esta cárcel. Hasta el punto que para cuando salgas, ya serás
abuela.
Shangó hizo otra pausa para dejar que Irina asimilara sus palabras.
—Si intentas hablar con un abogado solo vas a perder el tiempo. Y esta vez mi

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castigo será peor. Créeme, puedo hacer que te trasladen a una prisión para reclusas
con trastornos mentales —Irina vio la amenaza real en sus ojos. Un sexto sentido le
advirtió que aquel hombre no estaba bromeando—. Allí vas a ser tú misma la que
suplique por mi ayuda. Una simple orden mía, y te prometo que te violarán todas las
noches… No habrá nadie para que te cuide las nalgas. ¿Qué prefieres, ser mi puta, o
ser esclava de esas mujeres? Por lo menos conmigo tendrás a tu hijo.
Estaba atrapada. Y lo peor es que no tenía idea de cómo podría salir de esa
situación…, si es que había alguna manera. La crudeza más radical de la vida la
estaba abofeteando una vez más. Iba a convertirse en una esclava sexual. Iba a perder
su voluntad para convertirse en el capricho de aquel enfermo…
Lentamente, bajó la cabeza y asintió.
—¿Qué?
—Sí…, tú ganas…
—No, dímelo al oído. Quiero escucharlo.
Irina se le acercó al oído. Las lágrimas rodaron por sus labios cuando murmuró:
—Soy tuya… soy tu puta, tu esclava sexual…, lo que se te ocurra. ¡Pero sácame
hoy mismo de aquí!
—Buena chica —Shangó se sintió satisfecho, se le notaba a ojos vistas—.
Vámonos, no tengo todo el día, y tu hijo te espera.
—Un momento, ¿puedo ir por mis cosas?
—Como quieras. No te demores.

***
Irina regresó a las celdas.
Durante el trayecto tuvo que detenerse dos veces para no caerse en el piso. Los
nervios la traicionaron y no podía contener el llanto. Acababa de venderle su cuerpo y
su alma al diablo, sin retorno.
Fue hasta el comedor principal, pues sabía que Sandra estaría comiendo a esa
hora. Caminó prácticamente guiándose con las manos, pues la neblina de lágrimas le
impedía ver el pasillo. Al entrar al comedor respiró profundo y se calmó un poco.
Sandy la miró con curiosidad al verla en semejante estado. En el comedor se hizo
un silencio cuando Irina, con su figura de modelo, atravesó las mesas y fue hasta
donde estaba su guardiana.
Para asombro de todas las presentes, incluida Sandra, Irina tomó el rostro
gigantesco de la negra y le dio un apasionado y largo beso en los labios. El comedor
comenzó a aplaudir.
—¿Y esto a qué viene, china?
—Me tengo que ir.
Sandra era demasiado lista y comprendió rápidamente la situación.
—El hijo de puta que te metió aquí te propuso un mejor trato, ¿verdad?

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Sandra conocía cada detalle de su encierro.
Irina asintió con la cabeza.
—Cuídate, china: allá afuera no voy a estar para cuidarte esa cara linda.
—Gracias, amiga, gracias por todo.
Ambos mujeres se abrazaron e Irina volvió a besar a la negra.
—Por culpa de esos dos besos que me acabas de dar, esta noche voy a tener una
fila de putas esperando por mí en las duchas. Todas estas perras locas van a querer
saber qué te hice.
Ambas volvieron a reírse.
Una hora después Irina abrazó a su hijo.

***
Shangó disfrutó de ella durante más de un año. Después, como si de una pieza de
arte se tratara, la subastó en una fiesta llena de importantes empresarios extranjeros.
Pagaron cincuenta mil dólares por una noche con ella.
Mientras la poseían, Irina supo al menos cuánto valían sus nalgas.
Después de aquel éxito, Shangó se encargó de prostituirla entre grandes
personalidades, tanto de la isla como del extranjero. Así fue como llegó a acostarse
con importantes empresarios de renombre internacional, quienes se daban una
escapadita de sus países para visitar Cuba y gozar de sus placeres.
También participó en las orgías de peligrosos coroneles y generales cubanos.
Precisamente en una de esas fiestas, fue donde su dueño le presentó al Chino, quien
era su mano derecha en todo lo relacionado con los restaurantes y juegos. Incluso,
hasta le atendía las salas de filmación, los nuevos estudios pornográficos que acababa
de inaugurar Shangó. Al ver que al hombre se le caía la baba por ella, Shangó le
ordenó que se lo llevara a la cama. Irina le sonrió a su dueño y cumplió sus órdenes.
Según él, su amigo se la merecía por todos los servicios prestados.
Para ese entonces, después de tres años trabajando bajo las ordenes de Shangó,
este supo apreciar sus talentos para la administración y los negocios. Entonces la
puso a trabajar bajo las órdenes del Chino. Así fue como pudo salirse de la
prostitución, aunque en ocasiones, algunos clientes del pasado la reclamaran.
Cuando comenzó a trabajar en el restaurante, Shangó le dio carta abierta…; o sea,
que podía hacer y deshacer a su antojo. Y por supuesto, su excelente administración
solo logró triplicarle las ganancias al traficante.

***
Y allí estaba, atenta con sus hermosos ojos a cada movimiento de aquel anciano.
¿Quién era? ¿Qué quería?
Shangó jamás enviaba mensajeros. Era extremadamente paranoico.
Cuando el joven se marchó, el anciano se permitió saborear la copa de vino por

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varios minutos más, hasta que otro extranjero se levantó y también salió del
restaurante. Irina se fijó en el hombre con cara de rata. No le cabían dudas de que
andaba con el modelo que se entrevistó con el anciano.
¿Qué estaba pasando?
De repente sus ojos se cruzaron con la mirada del viejo. Este le indicó que fuera a
su mesa.
—¿Crees que puedas darle mi mensaje al Chino?
—¿Y ese sería?
—Que necesito verlo personalmente… cuanto antes: es de parte de Shangó.
—Creo que ya debe de estar desocupado, deme un segundo.
Irina recorrió el pasillo hasta la oficina. Abrió la puerta sin tocar: ella era la única
que tenía autorización para eso. El Chino estaba sentado en su mesa contando tres
paquetes de billetes. De seguro se los había dado el joven extranjero que estuvo
hablando con el anciano. Frente a él se encontraba Orestes, su guardaespaldas; y a
juzgar por su expresión, tal parecía que le hubieran dado una muy mala noticia.
El Chino, al levantar la cara para mirarla, arqueó una ceja, un gesto muy
característico de él, significaba: ¡Que sea importante, pues estoy muy ocupado!
—Afuera hay un señor mayor que quiere verte.
—¿Para…?
—No lo sé, dice que trae un mensaje muy importante de Shangó.
A Irina no se le escapó la manera en que lo miró el guardaespaldas, como si ella
acabara de mencionar el nombre de un fantasma.
—Dile que pase.
—¿Algún problema?
—No…, nada, envíame a ese señor.
—Ahora mismo lo hago pasar.
Antes de cerrar la puerta se percató de cómo Orestes se acomodaba su revólver en
la cadera.
¿Qué diablos estará pasando?
Irina regresó junto al anciano y le dijo que la acompañara. En un instante sabría
cuál era el misterio.

***

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Capítulo 52
Planes para un futuro mejor

Día 4… 3:26 pm

Hacerlo de día era una locura, pero de noche aún más.


Pablo Navarro miró a ambos lados de la calle. Varios muchachos jugaban en las
esquinas junto a las aceras. Un grupo de ancianos también jugaba, pero al dominó.
Bajo un enorme almendrón que les brindaba una sombra protectora, los viejos
gritaban y maldecían cuando las jugadas no salían según lo planeado.
Si todo fuera tan sencillo.
Sin embargo, para Pablo las cosas nunca eran sencillas. En la última pelea de
gallos a la que asistió, la rueda de la fortuna lo favoreció durante toda la tarde… Debí
haberme ido con lo que había ganado…
Los jugadores siempre dicen lo mismo, él muy bien que lo sabía. Pero en eso
estaba la magia del juego: por muy buena que hubiera sido la racha, si no lo
apostabas todo, jamás triunfarías a lo grande. Y aquella tarde, por culpa de un gallo
de plumas naranjas, su vida cambió para siempre.
Un escalofrió recorrió toda su espalda y le erizó cada pelo del cuerpo. ¡Debía cien
mil pesos…! Tragó varias veces y siguió mirando a la carretera. De un momento a
otro debía de llegar Nancy.
Si su hija se portaba como una buena chica no tendría problemas. Juntos irían a la
terminal de trenes, donde ya tenía dos reservaciones. Una vez en el tren, comenzarían
a hacer escalas hasta llegar a Santiago de Cuba. Allí todo sería diferente. Nancy era
su boleto de la suerte. Tenía que irse con él… fuera como fuera.
Por fin Nancy apareció.
Dobló por la esquina con su andar característico, como siempre, distraída por
todo. Hasta el momento no se había percatado de la presencia de su padre. Sus dos
motonetas y una sonrisa sin motivo aparente la hacían parecer más niña de lo que era.
Pablo recordó los consejos de su amigo Lucíano: … con una mulatica de unos
trece a catorce años, te haces rico… son una mina, a los europeos se les cae la
babita por sus nalgas…
Lucíano tenía tres hijas, de catorce, dieciséis y veintiún años que trabajaban para
él en uno de los burdeles más famosos de Santiago. Las muchachas siempre iban
vestidas como princesas, y gracias a ellas la familia había salido adelante.
¿Por qué Nancy no podría hacer lo mismo por mí? A fin de cuentas, para eso soy
su padre.
Nancy saludó a una vecina y fue entonces cuando se percató de su presencia.
—Hola, Nancy.

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Instintivamente dio un paso atrás.
—¡Pablo…! ¿Qué… qué quieres? —su voz temblaba de tan solo dirigirle la
palabra.
—Pero cálmate, bebé… —la tranquilizó Pablo mientras le sujetaba fuertemente
una mano—. Parece como si hubieras visto un fantasma. Venga, dele un beso a su
viejo.
Nancy estaba pálida, aún no había olvidado las palizas que su padre le daba en la
vieja casa, de donde, en más de una ocasión, tuvieron que salir corriendo, su madre,
el Nava y ella.
—Pablo, suéltame —le ordenó la joven, pero su voz se quebró como una rama.
Pablo le apretó más la muñeca.
Si no la pongo en su lugar ahora mismo, luego se me va a convertir en un dolor
de cabeza.
—Sabes que no me gusta repetir dos veces las mismas cosas —sus dedos se
convirtieron en garras sobre la tierna piel de su hija, esta gimió de dolor hasta que le
brotaron las lágrimas—. Calladita la boca, maldita chiquilla… ¿De acuerdo? No me
vayas a hacer un escándalo, porque te juro que te arranco los dientes.
—¿Pero… qué… qué quieres…?
Pablo comenzó a arrastrar a la chica.
Si lograba montarla en el tren todo habría acabado. Miró su reloj. En Santiago le
daría una buena paliza, sin tocarle la cara, por supuesto, aquella cara lo sacaría de sus
apuros. Pero primero necesitaba llevársela del pueblo, y sobre todo, sin que el
hermano se enterara.
Nancy intentó soltarse la mano, pero Pablo ya estaba preparado. Le volvió a
apretar la muñeca con tanta fuerza que la chica comenzó a llorar incontrolablemente.
Algunos vecinos que iban de pasada se les quedaban mirando.
—¡Cállate la boca ya! —le ordenó—. ¿Acaso quieres que te dé un bofetón?
¡Sabes que te lo puedo dar!
—Me duele mucho… Suéltame ya… ¿Qué tú quieres?
Pablo siguió arrastrando a su hija, en silencio, no podía contar con la reacción de
la chica si esta llegaba a sospechar sus intenciones. Inconscientemente miró varias
veces el reloj, y fue en ese momento cuando se le escapó la única frase que no podía
haber dicho:
—¡Apúrate, que nos va a coger tarde!
Nancy se detuvo.
Pablo la miró y vio en su juvenil rostro una máscara de miedo y horror.
—¿Para dónde tú me llevas? —le gritó a todo pulmón.
Pablo hubiera querido caerle a patadas allí mismo. Tuvo que hacer acopio de toda
la paciencia que le fuera posible para no reventarle la cara contra una pared.
—¡Que te calles la boca o te juro que…!
—¡No…! ¡No… no… no…! —Nancy se puso histérica y comenzó a gritar— ¡Yo

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no voy contigo…! ¡Yo no voy contigo…!
Sus gritos provocaron que las personas que pasaban por allí se detuvieran para ver
qué ocurría. Algunos se rieron y negaron con la cabeza, como si entendieran los
apuros de un padre ante una niña caprichosa. Pablo también se reía y negaba con la
cabeza, intentando no llamar la atención de los que se detenían.
Ante los gritos crecientes de Nancy y la manera en que Pablo iba prácticamente
arrastrándola, fue formándose alrededor de ellos una pequeña multitud para observar
el desenlace del show. Desesperado, Pablo tomó medidas drásticas.
Con un rápido movimiento estalló la palma de su mano contra el rostro de la
chica.
—¡Te me callas la boca ya…! —Le murmuró al oído—. ¿Te quedó claro?
Nancy se llevó la otra mano al rostro sin poder evitar las convulsiones de un
llanto incontrolado.
Su cara se cubrió de lágrimas, mocos y saliva.
Pablo la siguió arrastrando.

***

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Capítulo 53
Desenmascarando enemigos

Día 4… 3:38 pm

Heldrich siguió a Irina por un estrecho pasillo que tenía las paredes cubiertas por
cajas y cajas de cervezas, vinos y rones.
Mientras caminaban, el espía observó atentamente el lenguaje corporal de la
chica. La joven avanzó segura y sin mirar ni una vez hacia los lados, en caso de que
le estuvieran tendiendo una emboscada ella no podría haberlo disimulado mejor.
Según la información que tenía sobre Irina, era una mujer muy inteligente, pero nada
que ver con una profesional capaz de conducir a un experimentado asesino a una
emboscada…, aunque siempre había una posibilidad de equivocarse.
Llegaron ante la puerta de la oficina del Chino.
Heldrich comprendió que se trataba de una nevera convertida en oficina. Palpó la
gruesa pared y contuvo una sonrisa. La pared de acero reforzado debía medir más de
cinco pulgadas. Lo que significaba que solo tenía una puerta de entrada y salida.
—Adelante —le indicó la chica.
—Usted primero; si no, qué clase de caballero sería yo.
Irina pareció indecisa.
—Al Chino no le gusta que las mujeres estén en las reuniones de negocios —con
una amplia sonrisa agregó—, ya sabe, “cosas de hombres”.
—Insisto: usted primero.
Irina no se hizo de rogar, lanzó un suspiro de impotencia y abrió la puerta.
Heldrich la siguió de cerca. Ni por un instante Irina se imaginó que estaba sirviendo
de escudo humano. Una rápida mirada al interior fue suficiente para ubicarse dentro
de la pequeña habitación, o nevera, ya que eso es lo que era.
A la izquierda estaba el Chino sentado en su escritorio, a pocos pasos de él, justo
a la derecha un gigante le protegía la espalda. El hombre se puso tenso al no poder
ver por unos segundos quién estaba entrando. Pero se relajó cuando vio que era Irina.
Relajarse fue el primer error que cometió Orestes.
Heldrich actuó rápidamente, usando el factor sorpresa como su arma preferida. Le
puso una zancadilla a la joven a la vez que le propinaba un fuerte empujón por la
espalda. Irina salió proyectada hacia adelante sin poder contener un grito de sorpresa.
En ese momento, Orestes cometió su segundo error: perdió de su campo visual a la
persona que venía entrando para contener la caída de la joven.
De igual manera el Chino se levantó, sorprendido ante la caída.
Por tres segundos lo perdieron de vista. Suficiente tiempo para que Heldrich
sacara su Luger con el largo silenciador. Después cerró la puerta tras su espalda, no

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sin antes asegurarla.
Cuando el Chino vio el arma se le escapó una leve sonrisa nerviosa, luego su
rostro se cubrió por un manto de miedo y perplejidad. Sus ojos se abrieron más de lo
normal. Con su mirada buscó los ojos de su guardaespaldas. Este le hizo un gesto
afirmativo.
Irina, desde el piso, se frotó la rodilla en donde se golpeó al caer, y aún aturdida
miró a los tres hombres. Con horror comprendió lo que estaba pasando. Vio cómo
Orestes se llevaba la mano a la cintura, mientras que el Chino movía lentamente su
mano hacia la gaveta de su escritorio donde guardaba su pequeño revólver
calibre.22…
—Orestes…, por favor, no te muevas.
El gigante hizo caso omiso a los consejos de Irina.
Y ese fue su tercer error.
Con un rápido gesto se llevó la mano a la cadera.
Dentro de la habitación se escuchó un puff, como la tos de un bebé. La bala de la
Luger, un calibre de 9mm, fue dirigida con precisión gracias al silenciador, impactó
contra la rótula y salió por detrás. La rodilla de Orestes se convirtió en una pulpa de
sangre y trozos de huesos.
—¡Ahhhh…! ¡Ahhhh…! ¡Ahhhh! —Gritó Orestes mientras se llevaba ambas
manos a la rodilla—. ¡Hijo de puta…! ¡Ahhh…! ¡Me has disparado, cabrón…!
Heldrich observó cómo el Chino se aconsejó al retirar la mano que ya tenía dentro
de la gaveta de su buró.
—¿Qué…, qué…, qué quieres? —tartamudeó—. ¿Qué… qué buscas…? ¿Dinero?
¿Shangó te mandó…? —el Chino intentó coordinar sus ideas mientras trataba
desesperadamente de controlar los temblores en su mano derecha.
—Quiero respuestas —dijo tranquilamente Heldrich—. Y creo que tú me las vas
a dar.
Irina seguía en el piso con la cara salpicada por gotas de sangre. A su lado,
Orestes agonizaba de dolor y pedía a gritos un doctor.
—Muy bien, muy bien… ¿Qué quieres saber?
Heldrich se movió hacia un ángulo de la habitación desde el cual también pudiera
controlar la puerta. Su entrenamiento lo había enseñado a nunca quedarse frente a la
única salida, pues esa también era la entrada. No se preocupó por los gritos de
Orestes. La oficina tenía paredes lo bastante gruesas como para no dejar escapar los
sonidos, eso sin mencionar la música de afuera.
—Hace unos minutos te visitó un extranjero —Heldrich prestó mucha atención a
las facciones del Chino, vio reflejado en ellas dudas y más miedos—. ¿Qué quería?
De su respuesta dependía la otra rodilla de Orestes, pensó Heldrich.
—Nada, solo negocios… —la voz le temblaba—, ya sabes, quieren mujeres y…
Heldrich volvió a disparar, ahora contra la otra rodilla de Orestes.
Esta vez la bala debió de haber cortado una arteria, pues un chorro de sangre salió

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contra la pared. Los gritos del gigante se multiplicaron, y a ellos se unieron los de
Irina. La joven se enroscó en su propio cuerpo al punto que se hacía bien difícil saber
dónde estaban las manos y los pies.
—¡Dios, para… para…! ¡Por favor, para ya de una puta vez! —gritó Irina desde
su rincón. Con ojos llenos de ira y miedo miró suplicante al Chino—. ¡Imbécil, dile
lo que quiere, no ves que está loco…! ¿Quieres que nos maten a todos?
El Chino no era capaz de coordinar sus ideas.
Heldrich decidió no ponérselo tan difícil.
—Sé que vinieron a buscar algo, ¿se lo diste?
—¿Qué…? ¿Si se los di?
—¿Qué era?
El Chino no respondió.
Irina lo miró suplicante una vez más.
—Eran armas.
—¿Qué tipo de armas?
—Armas modernas, subfusiles y pistolas.
—¿Cuántas armas?
—No lo sé…
Heldrich apuntó a la cabeza de Orestes.
—¡No, no, no… espera, espera…! —le rogó el Chino.
Se escuchó un tercer puff, de la punta del silenciador salió un fino hilo de humo.
Un pequeño agujero apareció entre los dos ojos de Orestes, el cuerpo se estremeció y
cayó hacia adelante. Pero la pared que había detrás, quedó embarrada por trozos de
masa gelatinosa.
Tal parecía que hubieran lanzado un melón contra ella.
Un silencio colmó toda la habitación.
Irina parecía que iba a desmayarse de un momento a otro. Estaba tan pálida como
una hoja en blanco. Por mucho que apretó sus puños no podía mantenerlos cerrados.
Y los temblores de su mandíbula hicieron que su hermoso cuerpo se estremeciera en
convulsiones incontrolables.
—¿Cuántas armas? —repitió suavemente Heldrich.
El Chino lo miró por unos instantes, su mente aún no asimilaba la realidad de lo
que estaba pasando, más bien le parecía que todo era parte de algo irreal, como el
efecto de un buen cigarro de marihuana…
—Eran cinco maletas.
—¿Las maletas tenían dentro un teléfono?
—Sí, un teléfono satelital, y sí, también hizo una llamada —por primera vez fue
el Chino quien interrumpió a Heldrich, este sonrió, sin dudas el pequeño hombre
quería acabar con todo aquello de una vez, sea cual fuera el final—; no sé a quién
llamó.
—Te creo. Otra pregunta. ¿Sabes para quién trabaja?

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—No.
—¿Cómo llegaron esas maletas a ti?
—Shangó me las trajo para que las guardara en la caja fuerte.
—¿Sabes para quién trabajaba Shangó?
—No.
Heldrich miró a Irina, esta esquivó su mirada.
—¿Sabe él para quién trabajaba Shangó? —le preguntó Heldrich a la joven.
El Chino se estremeció. Iba a decir algo pero la voz de Irina habló primero.
—Sí…; por favor, no me…
—¿Entonces, tú también sabes para quién trabajó Shangó?
—Sí…, pero…
Heldrich dio un paso al frente y le limpió con uno de sus callosos pulgares una
lágrima del rostro a la joven.
—¡No me hagas daño, por favor…! —Irina se estremeció como una hoja seca
dentro de un huracán— ¡Yo tengo…!
—Tranquila, a ti no te voy a hacer daño.
El Chino intuyó lo que iba a pasar a continuación y se abalanzó sobre la gaveta en
busca de su revólver. Pero Heldrich lo siguió tranquilamente con la mirada. A su
distancia y con el silenciador sus tiros eran sentencias de muerte.
El Chino apenas tuvo tiempo de abrir la gaveta.
Dos puff se escucharon.
Al principio, el pequeño hombre creyó que el anciano había fallado. Pero
entonces sintió cómo se desplomaba. Cayó sentado sobre su silla con sus brazos
fláccidos a los lados. No sentía dolor ni vio sangre. Supuso que algo le había
ocurrido, por aún no lo comprendía.
Entonces lo sintió…, al principio fue una pequeña punzada, después le pareció
que alguien introducía una barra de acero al rojo vivo en su cuerpo. En su pecho
aparecieron dos diminutas manchas de sangre que comenzaron a expandirse.
—Me muero… —fueron las únicas palabras que lograron salir de su boca antes
del primer vómito. Un coágulo de sangre le impidió seguir hablando. Al segundo
vómito le siguió una tos. De su boca comenzó a salir una baba espumosa y
sanguinolenta.
La bala le había atravesado un pulmón. Era una muerte lenta y dolorosa. El
pulmón colapsado iría llenándose de sangre hasta que muriera asfixiado. Heldrich no
tenía tiempo para verlo morir.
En otra ocasión será, se dijo a sí mismo.
Apuntó a la frente y le dio el tiro de gracia. La cabeza del Chino rebotó hacia
atrás.
A su espalda Irina comenzó a vomitar.
Heldrich sacó el cargador y le introdujo uno nuevo.
Caminó hacia Irina y tomándola por el brazo la obligó a levantarse. La llevó hasta

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una silla de plástico plegable y la sentó de espaldas a los dos cuerpos.
Era una lástima, sin dudas era una lástima, reflexionó Heldrich.
Después que obtuviera lo que necesitaba tendría que matarla. Algo rápido,
tampoco iba a deleitarse con el miedo de la chica. Le diría que mirara a la pared, o
que buscara la combinación de la caja fuerte, solo sería un segundo. Ella apartaría los
ojos de él, y pum…
Mientras Irina intentaba controlar los temblores de sus manos, él recorrió la sala
con una rápida mirada. Serían tres cuerpos para desaparecer. No tenía tanto tiempo, y
la opción de descuartizarlos para después llevárselos en piezas le tomaría unas
cuantas horas. También quedaba la posibilidad de prenderle fuego a la nevera, el
fuego atrapado contra las paredes de metal haría la función de horno, logrando
desaparecer gran parte de la evidencia. Pero siempre quedarían las balas dentro de los
cuerpos.
Ese siempre era el problema de actuar bajo la improvisación. Heldrich lo odiaba,
pero no le quedó otra opción. Por último, miró a Irina desde otra perspectiva. El
germen de una idea comenzó a brotar en su mente. Recordó lo que traía en su
bolsillo.
Las raíces de un plan comenzaron a crecer en el interior de su cerebro con tanta
rapidez como el bambú crece en la India. Después de todo, quizás con algo de suerte
no tendría que eliminar a la joven. Pero eso dependería de ella. Mientras no jugara a
tensar los hilos del destino.
—Bien —le dijo—, ahora necesito que te calmes y me escuches atentamente. Tú
y yo vamos a tener una pequeña conversación.

***

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Capítulo 54
Quiénes somos realmente

Día 4… 4:35 pm

Lucía no lograba organizar sus ideas. Lo intentaba, pero le era imposible.


Desde que salieron de la cueva a través del Ojo del Pirata —el cual
asombrosamente no se había derrumbado—, su mente no dejaba de trabajar en
proyectos para el futuro.
Miraba a sus primos y estos le respondían con una sonrisa; pero tampoco decían
nada, por lo visto, absortos también en sus pensamientos. Por su parte el Nava se
había quedado mudo. Los sucesos que presenciaron, el descubrimiento de un
submarino en una cueva, no era algo que pasara todos los días.
Lo más importante: aquello les cambiaría la vida. Todo era cuestión de actuar con
cautela e inteligencia.
Cuando entraron al pueblo, todos continuaban sin decir una palabra. El estado de
shock demoraría en abandonarlos. Los vecinos y personas conocidas los saludaban,
pero ellos solo les respondían alzando una mano o regalándoles una sonrisa.
Por fin Mario rompió el silencio, y no precisamente para hablar del tema.
—¿Qué estará pasando allí?
Mario señaló a una multitud que se había congregado más adelante.
—Seguro hay alguna rebaja de… ¡¿algo?! —intentó explicar Miguel, mientras
tomaba un desvío.
Comenzaron a caminar en dirección contraria. Pero a medida que iban avanzando
hacia el cuarto del Nava, el cual se había convertido en el centro de reunión para
todo, se percataron de que más personas corrían hacia el tumulto. Unos niños,
descalzos y sin camisa, pasaron corriendo por entre los gemelos como flechas.
Miguel estiró la mano y atrapó a uno por el brazo.
—Eh, ¿qué están vendiendo allá? —preguntó al niño, quien molesto por haberse
quedado rezagado, le gritó:
—¡Vendiendo nada…! Una muchacha que no se quiere ir con el padre.
Miguel soltó al niño y este volvió a salir disparado como una flecha.
—¡Por Dios! —Exclamó Lucía—. ¿Y por eso arman tanto barullo?
Sus palabras aún no habían desaparecido en el viento, cuando un grito conocido
le recorrió el alma.
Sus ojos se encontraron con los del Nava.
—¡¡¡Esa es Nancy!!! —dijeron todos a coro.
Mario y Miguel no tuvieron que escuchar un segundo grito para salir corriendo.
El Nava, sin embargo, quedó paralizado por unos instantes. Luego una descarga

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de energía explotó en su cuerpo con una fuerza tal que Lucía la creyó sobrehumana.
El mulato separó la distancia entre él y la multitud en tan solo unos segundos,
pasándoles a Mario y Miguel por el lado con suficiente ventaja.
Lucía jamás se imaginó que pudiera correr de aquella manera.
Por último, ella también se echó a correr. Al cabo de un minuto llegó al lugar.

***
Lucía observó cómo el Nava se abría paso a codazos y empujones perdiéndose
entre la multitud. Mario y Miguel lo siguieron.
Ella también tuvo que empujar a la pared humana que se había formado para
llegar al centro. El espectáculo que encontró hizo que su corazón latiera a mil
pulsaciones por segundo.
Nancy estaba de rodillas pegada a una pared. Tenía un ojo hinchado y no paraba
de llorar. Lucía no lo pensó dos veces y corrió hacia ella. La joven la reconoció al
instante y se abrazó de su cuello como si tuviera cinco años, dándole la espalda a la
escena que se desarrolló.
Sus dos primos se habían atrincherado de tal manera que no dejaban que el tal
Pablo, a quien Lucía reconoció como el padre de Nancy, se moviera o intentara
escapar. Quedaba solamente una salida y era a través del Nava.
Esto lo tienen ensayado, sospechó Lucía.
La confirmación de sus dudas la vio más que aclarada cuando Miguel y Mario se
levantaron sus camisas, dejando a la mirada de todos los presentes los cabos de
enormes cuchillos.
¿De dónde diablos sacaron esos puñales?, se horrorizó Lucía, mientras recordaba
que jamás se había percatado de que los usaran. El mensaje que proyectaron los
gemelos era claro: quien se metiera no iba a salir muy bien parado.
¡Pero qué ingenua he sido…! le había regalado a Mario y al Nava dos pequeñas
navajas de supervivencia, cuando ellos usaban cuchillos como el de Rambo.
El tal Pablo parecía un tigre acorralado, por lo que Lucía tuvo miedo por el Nava,
bien sabía que los animales más peligrosos son los que se sienten atrapados. Pero
entonces reparó en el rostro del Nava y temió por el desenlace.
Ante ella se mostraba la realidad de quiénes eran realmente sus primos y el
mulato.
¡Por eso el Brujo reaccionó de aquella manera! recordó la vez que cambió sus
dólares en la casa del santero.
Pablo se abalanzó sobre el Nava, pero este lo esquivó fácilmente y acto seguido le
puso una zancadilla. El hombre rodó por el piso. El Nava no fue caballeroso, Lucía
sabía que en una pelea callejera la caballerosidad no existía, y el Nava no iba a
romper las reglas.
Pero fue la manera en que se movió el multado, lo que le demostró que aquello no

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le había pasado una sola vez. Sin dudas, tendría que replantearse la imagen que se fue
creando de sus primos y el Nava desde su llegada.
El puño del mulato impactó contra el rostro de su propio padre, que sonó como la
maza de un carnicero cuando aplasta la carne para hacerla bistecs. Pablo quedó en
cuatro patas e intentó salir huyendo de aquella manera. El Nava se posicionó a su
lado y comenzó a darle patadas por las costillas.
La multitud solo miraba y murmuraba, algunos señalaban con sus dedos; pero
nadie estaba lo suficientemente loco, o valiente, como para salir en defensa de Pablo.
—¡Ya es suficiente! —gritó alguien, llenándose de valor.
—Pues váyase para la casa —le respondió Mario.
Lucía vio un brillo sádico en la mirada de sus primos. La pelea era del Nava; pero
si a estos se lo permitían, de seguro harían cola para repartirle patadas. Al cabo de
unos segundos, Pablo no era más que una masa sanguinolenta y llena de moretones
que se retorcía en el piso como una serpiente en sus últimos estertores.
A lo lejos, se escuchó la sirena de un auto de policía.
—¡Nava…! —gritó Lucía, el mulato le dio otra patada en el rostro a Pablo, luego
se viró y la miró—. ¡Ya es suficiente, por favor!
El Nava resoplaba como los toros de las corridas, sediento de sangre y
desorientado a la vez. Se retorció el cuello y regresó sobre su presa.
—Nava… —la voz de Lucía era una súplica—; por favor, ven…
El mulato pareció indeciso por un instante, luego se acercó a ella. Abrazó a su
hermana y le dio un beso en la frente. Nancy no dejaba de llorar.
El auto de la policía se detuvo con un sonoro frenazo, abriéndose paso entre la
multitud, quienes se dividieron en dos grupos para darle paso a la comitiva. Esta
venía compuesta por dos policías y el mayor Rogelio.
Lucía lo recordó de su fiesta de bienvenida.
—¿Qué cojones está pasando aquí…? —Rugió el mayor—. Arriba, arriba,
desalojen este lugar, no quiero una cara en esta carretera en los próximos cinco
minutos.
Para cuando Lucía miró a sus primos, ya estos habían guardado sus puñales y
llevaban una máscara puesta. Parecían asustados y desconcertados a la vez. Hacían
preguntas y trataban de dar explicaciones sin sentido a los policías.
¡Ostias! Estos hijos de la puta madre se pueden ganar un Goya.
Sus primos podrían engañar a los dos oficiales que acompañaban al mayor, pero
no a este.
—Cállense la boca los dos, ¡dúo de payasos! —les ordenó Rogelio.
Al mayor le bastó un minuto para analizar y procesar lo sucedido. Caminó hasta
Nancy y se arrodilló junto a la chica, aunque con bastante esfuerzo, debido a su
enorme barriga. Con su pulgar le levantó la barbilla y le examinó el rostro a la chica.
Luego se dirigió a Lucía.
—No es nada grave. Llévatela para su casa y que se dé un largo baño en la

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ducha… que sea con agua bien caliente. Mmm, mejor te metes en la ducha con ella
también, no la pierdas de vista —por lo visto el mayor tenía mucha experiencia en
cuanto a peleas callejeras. Tras darle las instrucciones a Lucía, se viró para
examinarle las manos al Nava, a quien aún le goteaba sangre de sus nudillos—. Y tú,
calladito la boca.
La multitud no se había movido ni un metro. Todo lo contrario, más y más
personas se habían ido reuniendo, haciendo un círculo que a Lucía le recordó una
especie de representación de Teatro Arena.
—Revísenlo —le ordenó Rogelio a sus dos oficiales.
Los dos policías recostaron el cuerpo sin sentido de Pablo contra una pared y
comenzaron a vaciarle los bolsillos. Le encontraron una navaja —Lucía agradeció
que no hubiera tenido oportunidad de usarla—, unos cuantos pesos sueltos, un bulto
de billetes, y dos boletos para tomar un tren.
Las sospechas del mayor parecieron confirmarse. Aun así no dijo nada.
Sencillamente llevó al Nava contra una pared y allí mantuvo una conversación
aparentemente privada con él. Aunque no lo suficiente, pues Lucía lo escuchó todo.
—Esto es lo que vamos a hacer —comenzó a decir Rogelio—, te llevas ahora
mismo a Nancy para la casa y aquí no ha pasado nada. ¿Está claro?
—Como el agua —respondió tranquilamente el Nava.
—Te repito, mulato —su tono era el de un amigo más que de oficial—, si pones
una demanda contra él, Pablo no se va a quedar de manos cruzadas. Tiene la de
perder, pues golpeó a una menor frente a varios testigos, y estos no van a dudar en
confirmarlo.
Lucía no podía entender cómo el mayor, de una sola mirada a la “escena del
crimen”, había entendido lo que estaba pasando.
—Por otro lado, la golpiza que le diste no es la que se le da a alguien cuando lo
separas en una pelea —Rogelio miró a Pablo, luego con un gesto de la cabeza ordenó
a sus oficiales que se lo llevaran—. Este puede presentar cargos contra ti. Y pruebas
no le van a faltar. Al menos debes de haberle partido unas tres costillas. Así que dudo
que vuelva a orinar parado en los próximos tres meses.
Rogelio hizo una pausa para mirar a todos los presentes. Mientras más rápido los
jóvenes se fueran a sus casas, más rápido desaparecería la multitud.
—Gracias —le dijo el Nava—, esta te la debo.
—Deja de comer tanta mierda y acaba de largarte de aquí —luego, apuntando
hacia Pablo, le dijo a sus oficiales—; y a ese imbécil lo voy a mandar para el hospital.
Lo tendrán en observación unas veinticuatro horas, después yo mismo lo mando en el
primer tren para Santiago.
El Nava fue hasta donde estaba Nancy, que ya había parado de llorar, pero no
soltaba el cuello de Lucía.
—Es Tata —le dijo suavemente a su hermana mientras le besaba la frente—. Ven,
ya se acabó, nos vamos a casa.

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Nancy no dijo una palabra; pero soltó el cuello de Lucía para abrazarse al de su
hermano, que la cargó como la bebe que aún era para él. Lucía no pudo evitar que las
lágrimas le corrieran incontrolables por sus cachetes.
Juntos caminaron por entre la multitud. Nancy escondió su rostro en el musculoso
cuello de su hermano; mientras tanto, los mellizos iban abriendo el paso. Al final de
la comitiva, Lucía los seguía aún impactada por lo sucedido.
Ha sido un largo día, sin dudas en Cuba no hay manera de aburrirse.

***

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Capítulo 55
Mata Hari

Día 4… 4:20 pm

Irina no podía controlar sus temblores.


Miró aterrorizada al anciano, que la observaba como si ella fuera algún espécimen
de laboratorio antes del experimento. Por mucho que intentó, no pudo definir qué
estaría pasando por la mente de aquel monstruo.
—Puedes llamarme Manuel.
Asesino a sangre fría suena mejor.
Irina se estremeció al oírlo hablar tan tranquilamente, y se le quedaron grabadas
la imagen de sus ojos azules y su nariz de águila. Por lo visto, matar a dos hombres y
conversar del clima para él era lo mismo.
Irina había escuchado de esos psicópatas, personas carentes de remordimientos,
capaces de asesinar y comer con la misma facilidad. Por supuesto que no era
estúpida, estaba consciente de que en su línea de trabajo de seguro había conocido a
unos cuantos; pero toparse de frente con la realidad era una cosa muy diferente.
—Ma… Manuel, yo… yo no tengo nada que ver con Shangó —comenzó a
decirle. Las palabras le temblaron y se le escapaban en silabeos de los labios—. Yo
solo trabajo en el restaurante…
Manuel se llevó una mano al bolsillo.
¡Va a sacar un cuchillo! fue lo primero que pensó.
Podría parecer una locura; pero si pudiera escoger, Irina prefería un tiro a morir
apuñalada.
—¡Por Dios, tengo un hijo! —le rogó.
Para su sorpresa, el anciano sacó una pequeña bolsa de cuero, parecida a esas que
aparecen en las películas medievales, donde los señores feudales transportaban sus
monedas. Incluso hasta tenía un lazo en la boca.
Manuel zafó el lazo.
—Abre las manos —le ordenó.
Irina extendió ambas manos con las palmas abiertas. El anciano vació el
contenido de la bolsa. Sobre sus palmas cayeron más de diez enormes piedras, que
resplandecieron en la habitación como si tuvieran luz propia. Irina supo al instante
que se trataba de diamantes genuinos.
Sintió cómo la boca se le secaba.
—¿Sabes de orfebrería, verdad?
—Sí.
¿A qué viene esto ahora?

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—Mmm, ya, qué bien, que bien. ¡Excelente! Quiero que me digas qué tipo de
diamantes son estos.
Por varios años se vio obligada a sepultar su alma de artesana, viviendo solo de
sus atributos femeninos. Era la primera vez, desde que la habían convertido en
prostituta, que alguien la trataba como la profesional que era.
Las rocas preciosas eran su vida, su pasión, nada la hacía emocionarse más que el
estudio y caracterización de un diamante o un rubí. Por eso olvidó completamente la
situación en la que se encontraba y enfocó todos sus sentidos en las piedras que tenía
en sus palmas.
Se llevó las manos al cuello. Tomó su medallón y se permitió un segundo de
placer al ver la sorpresa reflejada en el rostro del anciano, al cual creía exento de
emociones. El medallón se dobló sobre sí mismo, mostrando una lupa que ocultaba
en su interior.
Irina se colocó el lente de diez aumentos en su ojo derecho, luego, usando dos de
sus dedos como pinzas, observó una de las rocas contra la luz del techo.
¡Oh, Dios mío…! Estas piedras valen una fortuna…

***
Existen cuatro maneras de catalogar un diamante: acabado de la talla, peso,
pureza y color…
Irina inhaló aire y comenzó a dejarlo escapar como si en un suspiro se fueran a ir
todos sus problemas actuales. Después de mirar por casi treinta segundos cada roca
ya tenía un resultado.
Sin lugar a dudas, no necesitaba un espejo para saber que estaba pálida. Y no
precisamente porque hubiera dos muertos en la habitación.
—¿Y bien? —Preguntó Manuel—. ¿Qué te parecen?
Irina miró esta vez al anciano más intrigada que asustada.
—¿De dónde sacaste estos diamantes? —fue su única respuesta.
—¡Oh! ¿Interesada? Mmm, ya, qué bien; pero vamos a dejar algo claro —dijo
suavemente Manuel, no obstante, sin abandonar su tono de autoridad—: yo te hago
las preguntas, ¿de acuerdo?
Irina regresó a la realidad. Estaba frente a un asesino que no dudaría ni un
segundo en meterle una bala entre los ojos.
—Los diamantes… ¿de qué tipo son?
Cada pregunta la intrigaba más. Primero quería saber de unas maletas cargadas de
armas, ¿esto lo convertía en un traficante de armas que intentaba sabotear una
entrega? No realmente.
Después, ¿qué para quién trabajaba Shangó? ¿Acaso era un asesino enviado para
eliminar la competencia?
Ahora le preocupaba el precio de unos diamantes… ¿Qué quería en verdad?

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—Pues bien —Irina comenzó a darle su evaluación—, los diamantes son
catalogados por cuatro características. Cada una de estas rocas tiene corte de
princesa…
—Mmm, ya, corte de princesa… suena hermoso.
—De hecho lo es, el corte de princesa es el tallado —Irina estaba acostumbrada a
ese tipo de preguntas—, los cortes… para que me entiendas mejor, la forma, tiene
muchas características. Aunque los más famosos son el corte de brillante, de pera, de
corazón, marquesa, oval o de princesa, como estos.
El anciano asintió convencido. Si estaba haciéndole una prueba, esa la había
pasado.
Irina continuó.
—Necesitaría una balanza, pero a puro ojo podría decirte por el tamaño de la roca
que es de unos 2.25 a 2.50 quilates —Irina volvió a tomar una para mirarla de nuevo
—, el color en la escala de diamantes es D, un color muy raro. Pero la pureza es lo
asombroso de estas piedras.
Irina se permitió una pausa para mirar fijamente al anciano.
—La pureza de estos diamantes en su escala es de IF, eso significa que son cien
por ciento puros, que carecen de defectos internos o externos…
—¿Cuánto valen entonces estos diamantes?
Irina dejo escapar una leve sonrisa.
—En Cuba no hay mercado para estas rocas. A menos que un traficante
especializado en joyas venga exclusivamente a la isla solo para comprarlas. De lo
contrario, donde único podrías venderlas es en el extranjero, sobre todo en Europa.
—¿Cuánto valen…? Esa fue mi pregunta.
Irina se estremeció. Aunque el anciano no dejaba de sonreírle, le estaba dejando
bien claro a cada instante la posición de las cartas sobre la mesa.
—Pues yo diría, unos…, para salir rápido de ellas, dándolas al por mayor, mmm,
de entre 45 a 50 mil euros…
—¡Es todo! —exclamó Manuel decepcionado.
—Por cada una…
—Mmm, mucho mejor.
El anciano recogió las rocas y volvió a guardarlas en su bolsa. Tras apretarle el
lazo, se las lanzó a Irina. Está atrapó la bolsa en el aire como si se tratara de un
recipiente con nitroglicerina.
—Quédatelas, son tuyas.
—¡¡¡Qué!!!
—Son tuyas.
—No entiendo. ¿Qué está pasando? ¿Por qué?
—Irina, tú no escogiste esta profesión, sabes que fuiste obligada por las
circunstancias, en el fondo eres una empresaria, una profesional —por lo visto
Manuel había investigado algo de su vida, pensó la joven—. Necesito que esto te

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quede claro: yo no soy tu enemigo…, soy tu aliado. Yo también necesito amigos, y
ahora más que nunca.
Irina apretó con todas sus fuerzas la bolsa contra su pecho.
Manuel sonrió con sorna al ver ese gesto.
—¡Sigo sin entender!
—Mmm, ya, bien, bien. Míralo de esta manera. Estamos teniendo un conflicto de
intereses. Ambos queremos lograr un propósito. Aunque el verdadero conflicto radica
en el punto de vista con que enfoques el problema. Es simple: yo necesito
información, tú la tienes y me la vas a dar.
—¿Y cómo sé que una vez responda lo que quieras no me vas a disparar?
—No lo sabes, de hecho nada te lo asegura. ¿Pero qué otras opciones tienes?
—Podría callarme la boca, llevarme a la tumba cualquier pregunta que me
quisieras hacer.
—También podrías, mmm, sí, es verdad, bien pensado de hecho. Pero a mí me
queda otra carta bajo la manga: ¿qué tal si te disparo en una rodilla? ¿Soportarías la
tortura?
Irina comprendió que la conversación estaba yendo hacia un lugar que a ella no le
convenía. Disparos y torturas no sonaban nada bien; sin embargo, diamantes y euros
se escuchaban mejor.
—Si de todas maneras vas a sacarme lo que quieres saber, y no tengo seguridad
que después no me pegues un tiro, ¿para qué los diamantes?
—¡Ah, esa sí que es una buena pregunta! Simple, para comprar tu silencio…, y
tus servicios.
—Nada te asegura que no vaya a hablar después que salgas por esa puerta —Irina
tuvo que hacer uso de todo su valor para decir aquellas palabras.
—Nada te asegura que si hablas alguien no venga a buscar esos diamantes.
—Ya comprendo —por lo visto el anciano realmente quería sus servicios—.
¿Pero en sí qué quieres de mí?
—Que trabajes para mí, que seas mi informante. O mi espía, si así te suena mejor.
—¿Quieres convertirme en una Mata Hari?
Por segunda vez Irina vio una muestra de sorpresa en el rostro del anciano, al que
sin lugar a dudas ni le pasaba por la mente que ella tuviera conocimientos de historia.
—Cada vez me sorprendes más; así que conoces a Mata Hari. Mmm, ya, ¡pues
entonces serás como ella, una excelente espía!
—Era una cortesana, ¡una puta! —le respondió rabiosa, por primera vez se
atrevió a mirar fijamente a los ojos de Manuel—. Además, murió fusilada.
Irina reflexionó unos segundos. La verdad es que nada la diferenciaba de aquella
mujer. Ambas compartían una misma vida de lujos, solo que ella no escogió esa vida,
quizás la Hari tampoco. Y de igual manera ambas terminaron convertidas en espías, o
al menos ella estaba a punto de serlo. ¿Terminaría también como la bailarina?
El rostro burlón del anciano volvió a transformarse en su máscara de porcelana.

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—No quiero que seas mi Mata Hari, ni mucho menos que seduzcas a nadie bajo
mis órdenes. Pero tienes que comprender que has llegado a un punto de no retorno.
Irina lo comprendía. De eso no le cabían dudas.
Por lo visto, Manuel no era otro hijo de puta como Shangó o el Chino. ¡Era peor!
Los tres querían lo mismo de ella, solo que el anciano de otra “manera”. Y era
precisamente esa “manera” lo que la asustaba. Hasta el momento, en su actual
profesión a lo más peligroso que se había expuesto fue a ser penetrada por dos
hombres a la vez…; aunque afluyera a su mente de la forma más grotesca —como lo
fue en realidad—, aquello era mejor que ser penetrada por una bala…, sin dudas
mucho mejor.
—Entonces, si no trabajas para Shangó, ¿para quién trabajas?
Por respuesta solo obtuvo una leve sonrisa. Manuel se tocó con dos dedos su sien
mientras intentaba darse un masaje que ayudara a fluir mejor sus pensamientos.
—Por el momento solo te aclararé una duda —y señaló los cuerpos que había a su
espalda—: de Shangó no tienes que preocuparte más, donde sea que el alma de estos
dos vaya a ir, él ya ha de estar esperándolos.
¡Por Dios… también asesinó a Shangó!
En otro momento se hubiera alegrado; ahora estaba demasiado asustada para
comprender.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres?
—Vamos a puntualizar algo —Manuel señaló de nuevo, esta vez con su pistola
los cuerpos que habían a su espalda—. Esta noche vendré para deshacerme de ellos.
Por lo que tendrás que mantener cerrado este lugar durante el resto del día.
Irina no pudo evitar un estremecimiento. Se estaba convirtiendo en cómplice de
asesinato. Aunque tampoco era nada nuevo. Ella había visto sacar otros cuerpos de
aquella habitación. Para los negocios bien sucios, como el traslado de droga, armas, o
el dinero que lavaban dentro del restaurante, el Chino tenía un grupo seleccionado.
Por una buena cantidad estos desparecerían los cuerpos sin dejar pistas.
Lo mejor de este grupo es que jamás hacían preguntas.
En la situación en la que se encontraba no tenía otra opción que llamarlos, aunque
ella misma tendría primero que desfigurar los cuerpos.
—No hace falta que vengas —puntualizó. Lo menos que quería era volver a verle
la cara al anciano—. Yo misma puedo deshacerme de los cuerpos.
—¡Oh, excelente! Una chica con recursos.
La risa sarcástica que se posaba cada varios minutos en los labios de Manuel,
hacía que Irina sintiera ganas de vomitar.
—Conoces las reglas de este negocio —le dijo Manuel—, sabes todo lo que se
necesita saber, y lo más importante es que te conocen.
Era verdad.
—Sí —respondió. La bolsa con los diamantes estaba actuando como si fuera un
talismán, dándole una fuerza que desconocía.

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—No necesitas al Chino o a Shangó, ¿o me equivoco? —eso también era verdad.
Ninguno de sus dos antiguos jefes era mejor que el psicópata que estaba frente a ella
—. Por supuesto, siempre vendrá alguien a hacer preguntas. Tu respuesta está
incluida en el pago que acabo de hacerte. Debes responder que no sabes a dónde han
ido.
Irina había aprendido, gracias a los fuertes golpes de su vida, que la lealtad no
existe, se compra. Por lo que ayudaría al anciano mientras conservara sus rocas.
También se percató de que le había omitido parte de su veredicto sobre las rocas.
Los diamantes, puestos en monturas de oro y plata, y trabajados en conjunto para
crear un juego completo de pendientes, pulsera, y una hermosa gargantilla,
triplicarían su venta, quizás hasta por más de un millón de euros.
Aquella bolsa podía significar su tique al paraíso. Su plan de escape…
Irina comenzó a sentir unos temblores de emoción y miedos reprimidos. Manuel
tenía razón: aquello podría funcionar, y si algo iba mal, pues se largaba del país con
su hijo lo antes posible. Ya no tendría que prostituirse, y con la venta de los
diamantes podría montar cualquier negocio en el extranjero, incluso su propia
joyería…
Pero algo no acababa de encajar en todo aquel castillo de naipes.
—¿Y qué ganas tú con todo esto?
—Alguien está intentando atraparme, el extranjero que viste conmigo en la mesa
es el encargado del trabajo.
Irina tragó en seco.
Por supuesto que no se había equivocado en la valoración de los dos hombres.
Pero sin dudas, de entre los dos, el más peligroso seguía siendo el anciano. Ser
testigo en primera fila de su sangre fría, era razón más que suficiente para hacerla
temblar hasta los huesos.
¡Por Dios! Y cómo no iba a estar muerta de miedo, si hacía tan solo varios
minutos que acababa de ver con sus propios ojos la muerte de hombres que
consideraba intocables, y enterarse, además, de la desaparición del otro, que ya casi
consideraba como a un dios. Por si esto no fuera suficiente, el asesino le acababa de
confesar que se había sentado a la mesa junto al hombre que estaba intentando
cazarlo… ¡a tomarse una botella de vino!
—Mañana alguien vendrá preguntando por Shangó, o por el Chino, puede que
incluso hasta por mí.
Irina asintió.
—No quiero que mientas, solo omite esta parte.
—¿Cómo?
—Di que no sabes dónde están tus jefes, y si te hacen alguna pregunta sobre mí,
diles que me viste sentado en una de las mesas. No les mientas, respóndeles todo.
—¿Con qué fin?
—Yo te llamaré mañana en la noche, solo necesito que me digas quiénes están

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preguntando por mí. Eso es muy importante, necesito que se identifiquen, tú serás mi
contacto, mi espía —hizo una pequeña pausa—. ¡Oh, ya… casi lo olvidó! También
necesito saber para quién trabajaba Shangó.
Irina no pudo sostener los temblores de una risa nerviosa.
—Creo que ese no te va a ser tan fácil…
—Intentémoslo… ¿Para quién trabajaba Shangó?
Irina sintió miedo al pronunciar aquel nombre.
—Shangó trabaja… o trabajaba, para uno de los hombres más poderosos de Cuba.
Un “intocable” —hizo una pausa y miró a las paredes, como si estas tuvieran
micrófonos escondidos—, trabajaba directamente para el General Julio Sandoval.

***

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Capítulo 56
El titiritero
Tras lograr una victoria sin precedentes, Fidel Castro, líder del Ejército Rebelde
cubano, se alzó con el poder de la isla de Cuba en enero de 1959.
La isla jamás volvería a ser la misma.
El joven líder, con tan solo varios meses en el poder, comprendió rápidamente la
presión que todos ejercían sobre él. Tanto desde fuera como dentro de la isla, la
amenaza de que perdiera todo por lo que había luchado era constante. De ahí la
necesidad de eliminar —a toda prisa— a sus enemigos internos para luego enfocarse
en las otras amenazas.
Su primer paso fue crear un servicio de Inteligencia represivo que fuera capaz de
controlar al pueblo y desmontar los cientos de atentados que se preparaban en su
contra. Para finales de 1959, el nuevo Gobierno ya había creado al famoso y temido
Departamento de Seguridad del Estado, más conocido por sus siglas (DSE).
Este departamento fue desfragmentado en diferentes secciones, según las
necesidades que iban surgiendo. De todas las secciones, sin dudas, la más famosa era
la DGI (Dirección General de Inteligencia), también conocida como DI. Mientras que
el DSE funcionaba solo dentro del territorio cubano, encargado más de la búsqueda,
infiltración y destrucción de posibles grupos antirrevolucionarios, o simples
opositores al nuevo sistema, el DGI fue el encargado de crear servicios de
Inteligencia en el extranjero.
Sus cuatro áreas de operaciones eran: Europa Occidental, Europa del Este, África-
Asia y Latinoamérica, y Norteamérica.
Nikolai Leonov, jefe del KGB en México, fue uno de los primeros en comprender
la importancia de tener a los hermanos Castro como aliados de la Unión Soviética.
Leonov se apresuró en crear estrechos lazos de amistad, los cuales fortaleció con el
apoyo político y militar de la URSS a la naciente revolución cubana. Es así como
después de terminada la famosa Crisis de los Misiles en 1962, el KGB le pidió al
Gobierno cubano que enviaran a sus mejores agentes a la capital rusa, donde serían
entrenados en técnicas de espionaje y contraespionaje.
Contentos por semejante oferta, Cuba envió a 1500 agentes de la DI, incluyendo a
varios Comandantes de la Revolución, dentro de ellos iba el Che Guevara y Julio
Sandoval. Ambos fueron enviados al Centro de la KGB en Moscú, allí se les sometió
a un intenso programa de operaciones de Inteligencia y avanzadas técnicas de
espionaje.
A su regreso de Moscú, Sandoval fue ascendido a General de las Fuerzas
Armadas Revolucionaras. Con este nuevo grado militar y su larga trayectoria dentro
de las filas del Partido, automáticamente lo nombraron Jefe de la Dirección General
de Inteligencia…, uno de los puestos más importantes dentro de la estructura militar

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cubana.
Como resultado de este poderoso cargo, Sandoval logró convertirse en uno de los
hombres más temidos y ricos de Latinoamérica. Siendo el hombre tras las sombras, o
como sus compañeros lo apodaron: “El Titiritero de Hombres”.

***
Julio Sandoval había aprendido muy bien cómo mover los hilos que controlan las
almas de las personas. Durante su etapa en Rusia, la KGB le enseñó a reconocer,
catalogar y reclutar a los tres tipos de espías más famosos. Los primeros de su lista
eran los más comunes, aquellos que por dinero vendían hasta a su madre…
Ese tipo de espías solían ser los más reclutados por la CIA. Hombres y mujeres de
sangre fría capaces de robar y vender información. Por lo general, estos eran los que
menos tiempo duraban con vida en el peligroso negocio del espionaje.
Desgraciadamente para Sandoval, el DI no contaba con un amplio presupuesto.
Precisamente por eso, Julio ordenó crear un fondo monetario especial destinado
solamente a mantener contentos a sus informantes.
De dónde salía el dinero, siempre fue un misterio para todos.
Los segundos que estaban en su nómina de trabajo, eran los apodados
“inconformes”, aquellos que daban información de alguna agencia o gobierno solo
por el simple hecho de vengarse de su jefe, de una novia, de los extraterrestres, de la
vida, de lo que fuera… Por lo general, los “inconformes” no eran muy caros. Solían
adaptarse a cualquier oferta monetaria que se les ofreciera.
Por último estaban los “creyentes”.
Estos últimos ocupaban el tercer lugar en la lista. Eran los más peligrosos de
todos. Debido a que creían en el comunismo con una fe ciega, una fe tan extremista,
que en varias ocasiones llegaron hasta a cometer actos suicidas.
Durante los años cincuenta y hasta los noventa, la mayoría de los países
latinoamericanos creyeron en el comunismo como una verdadera religión, donde su
Dios era Lenin. Por eso al Titiritero no le faltaron excelentes espías a todo lo largo del
continente. Aprovechando ese fanatismo, Sandoval creó una de las redes de
Inteligencia más amplias y complejas a todo lo largo y ancho de los países
sudamericanos. La propia CIA abrió en su contra más de seis expedientes, tanto por
tráfico de armas como por apoyo a las guerrillas de la FARC.
Si en algo coincidían todos esos expedientes, era en que Sandoval estaba
catalogado como un Mastermind (mente maestra) del espionaje internacional.

***

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Capítulo 57
Un hallazgo asombroso.

Casa residencial Villa Alegre, Varadero, Cuba.


Seis meses antes.

La casa originalmente había pertenecido a Emilio Díaz Salazar, uno de los doctores
más reconocidos en Latinoamérica durante la década de los cincuenta. Considerado el
mejor en su rama; cirujano máster en operaciones renales. Su fama ya era reconocida
internacionalmente, por eso se pasaba más de la mitad del año viajando por el mundo
para impartir conferencias. La otra mitad se la pasaba en su mansión de Varadero.
Cuando la Revolución Cubana logró su triunfo en 1959, Emilio Díaz y su familia
tuvieron que exiliarse de la Isla, sus propiedades automáticamente pasaron a ser
nacionalizadas por el nuevo Gobierno castrista. En la nacionalización se incluyeron
grandes parcelas de tierra, cuatro restaurantes de lujo, dos hoteles, una clínica
privada, y la casa de Varadero.
La casa, llamada Villa Alegre, estaba ubicada frente a la playa más famosa de la
isla. Contaba con su propia bahía, donde tenía un muelle capaz de recibir un buque
mercante…, y junto al muelle, Díaz solía anclar su catamarán.
Para alguien que nunca hubiera estado en la casa, con un simple vistazo a los
alrededores le bastaría para comprender que la mansión fue diseñada exclusivamente
para los gustos más acérrimos de su dueño. Originalmente tuvo ocho habitaciones:
seis baños, tres cocinas, una terraza que daba a un acantilado con una vista directa al
mar, y una piscina de agua salada.
En 1988, Villa Alegre pasó a ser propiedad de Julio Sandoval como estímulo por
su excelente servicio a la Revolución Cubana. Este la convirtió en su residencia
personal, a pesar de que tenía seis casas más repartidas por cada rincón de la isla,
aquella era su favorita.
Sandoval, quien adoraba estar rodeado por su familia, mandó a hacer varias
remodelaciones a la casa a precios multimillonarios. El dinero no era problema para
él, por lo que escogió todo de puro lujo. Bajo la supervisión del general, y una cuenta
para gastos de construcción ilimitada, Villa Alegre fue remodelada desde sus
cimientos.

***
En los nuevos arreglos se le incluyeron ocho habitaciones más a la mansión.
También fueron construidas, a menos de cien metros, dos casas para visitas,
equipadas cada una con tres habitaciones. El área de recreación fue ampliada con dos
nuevas piscinas, una de ellas bajo techo y con aguas climatizadas —solo para el uso

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del general, quien padecía de artritis— y otra para los niños, equipada con cañones de
agua.
Como la mayoría de los dirigentes de Cuba, su mayor temor siempre era el de ser
atacado en una de sus casas mientras permanecía rodeado de su familia. Para evitar
esos temores, mandó a construir un búnker antinuclear bajo la primera casa, con
capacidad para cincuenta personas.
El búnker contaba con tecnología de punta: camas desechables, duchas portátiles,
sistemas de reciclaje de agua, y generadores y purificadores de oxígeno.
Sandoval solía reunirse con toda su familia unas cuatro veces al año en la
mansión. Especialmente en diciembre, para celebrar las Navidades, especialmente el
24 de diciembre, una fecha de celebración prohibida para el resto de los cubanos.

***
El general Julio Sandoval acababa de cumplir ochenta y cinco años.
Su avanzada edad no era un impedimento para continuar en su posición de
trabajo, ya que su mente seguía fresca y afilada como una navaja. Y que Dios librara
a quien osara mentarle el tan odiado “retiro”.
Sandoval había hecho su carrera bajo la doctrina comunista, y esta enseñaba que
los líderes dirigentes de las masas solo dejaban sus cargos de poder cuando se fueran
a la tumba.
Esa mañana estaba sentado frente a la piscina de los niños. Una fuerte brisa
proveniente de los acantilados le despeinó las pocas canas que le quedaban. Dentro
de la piscina había más de ocho niños de diferentes edades. Todos eran sus nietos y
bisnietos. Jugaban a dispararse con los cañones de agua que los diseñadores habían
incorporado en las esquinas. El resultado era una verdadera batalla naval. Dentro de
la piscina había un barco pirata hundido, el cual contaba con canales y toboganes. Por
suerte para los más pequeños, el barco les servía de base estratégica para impedir el
ataque de los mayores.
—¡Julito…! ¡Julito…! —gritó el general desde su trono: una banqueta con una
enorme sombrilla cubierta de girasoles. En esos momentos hacia la función de
guardián de la piscina—. Devuélvele el muñeco a tu hermana.
Un niño de casi nueve años le devolvió un tiburón inflable a su hermana pequeña.
La niña abrazó el muñeco y luego intentó treparse sobre él. Tras varios intentos lo
consiguió, solo para caerse al instante. Aquella momentánea derrota no la disuadió, y
tras escupir un poco de agua y arreglarse los cabellos que se le pegaban en la frente,
volvió a la carga.
Sandoval dejó escapar una carcajada de puro gusto. Orgulloso miró a uno de sus
guardaespaldas, quien sin abandonar su recorrido alrededor de la piscina, también se
rio.
—¿Viste eso? —Le comentó el general a su guardia—, ¡es una fiera la chiquilla!

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El guardaespaldas asintió sin apartar los ojos del acantilado.
Para Sandoval había pocas cosas que le causaran tanto placer como cuidar a sus
nietos. Era como un bálsamo para el alma…, incluso, llegaba a considerarlo el mejor
momento del día. Recibir sus quejas y verlos pelear, para luego correr hacia su regazo
en busca de un juicio justo, siempre lo hacían sentirse muy querido y deseado.
Mientras tanto, el resto de la familia permanecía dentro de las casas, en sus
trajines habituales y preparando el bufé para el almuerzo. A él siempre le tocaba la
tarea más difícil: cuidar a los niños. Aunque todos bien sabían que eso era
precisamente lo que él quería.
Desde su trono, observó a través del cristal que daba a la sala, como su nieta
intentaba darle de mamar a su bebe.
Raquel era una madre inexperta de solo veinte años que había traído al mundo a
una princesa de ojos azules. La bebita batallaba con sus rollizas manitos para sacarse
el pezón de la boca. Molesto por lo que estaba viendo, Sandoval llamó a su guardia.
—Alfredo, cuida a los muchachos por un momento.
El guardaespaldas se apresuró a darle la mano para ayudarlo a levantarse de la
silla.
Julio fue directo a la cocina donde estaba Estela, la madre de Raquel.
—Esa hija tuya no sabe ni dar la teta.
Estela se rio por las ocurrencias de su padre.
—Papi, tiene que aprender. Y esa es la única manera.
—Sí, sí…, lo dices tú, que no te están metiendo un pezón en la boca a la fuerza.
Sandoval tomó del refrigerador un pomo de sirope de chocolate marca Hershey’s,
de los usados para mesclar con la leche y los helados. Después regresó a la sala donde
Raquel estaba a punto de dar gritos junto al bebé.
Cuando la nieta vio a su abuelo se apresuró a cubrirse el seno.
—Bájate esa blusa antes de que te dé un manotazo.
A Raquel se le pusieron colorados los cachetes.
—Abuelo, ¡qué pena!
—¿Pena? Pero qué carajo de pena vas a tener conmigo, muchacha, ¿tienes idea de
cuántas veces te tuve que cambiar los pañales?
Sin mucho miramiento, Sandoval le bajó la blusa a Raquel. Exponiéndole un seno
juvenil y firme a pesar del embarazo. El anciano se embarró la yema de los dedos con
chocolate y le acarició con mucha ternura la punta del pezón. Raquel se cubrió la cara
con la mano mientras contenía la risa. La sala en ese momento se había llenado de
familiares que observaban el espectáculo.
—Dale la teta ahora.
Al principio, la bebe puso algo de resistencia, pero en cuanto sus labios
saborearon el pezón descubrió el dulce sabor del chocolate. Como todos los bebes
glotones, la chiquilla atrapó la teta de tal manera que parecía quererla arrancar.
Todos en la sala aplaudieron y comenzaron a reír.

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Sandoval le dio un beso en la cabeza a su nieta y regresó a su trono junto a la
piscina.

***
El ruido de los rotores de un helicóptero soviético Mi-24 hizo que los niños
detuvieran su juego y prestaran toda su atención al cielo. Al instante la poderosa nave
pasó cerca de la piscina, estremeciéndolo todo a su paso. Los pequeños infantes
comenzaron a gritar y aplaudir, mientras que otros improvisaron imaginarias armas
con sus manos y las dispararon contra el enemigo aéreo. Las niñas, un poco menos
agresivas en los juegos de guerra, se conformaron con hacer abanicos con sus manos
esperando que de alguna manera el piloto las viera y las saludara.
El Mi-24 se detuvo frente a la casa y apuntó su hocico hacia la piscina. Justo
debajo del morro, la torreta móvil que sostenía una ametralladora YakB de 12.7 mm
se movió amenazadoramente. La operación no duró más de cinco segundos. Tiempo
más que suficiente para ponerle los pelos de punta a Sandoval.
El general bien sabía que el piloto solo estaba haciendo su trabajo de
reconocimiento, ¿pero qué pasaría si el piloto fuera un renegado capitalista?
El helicóptero hizo un rápido giro y desapareció tan rápido como llegó. Julio dejó
escapar un leve suspiro de alivio. Por suerte nadie notaba sus miedos. Dentro de
cuarenta y cinco minutos el piloto regresaría y repetiría la misma operación.
Sandoval no podía evitar el odio que sentía hacia los pilotos de las Fuerzas
Armadas Revolucionarias. Verlos en esas poderosas naves era uno de los pocos
miedos que se atrevía a expresar públicamente. Mientras el helicóptero se alejaba
recordó un nombre.
Orestes Lorenzo.
¡Ese hijo de puta…! murmuró para sus adentros.
El exmayor Orestes Lorenzo fue un piloto que desertó de las Fuerzas Armadas el
20 de marzo de 1991. Sandoval recordaba perfectamente la fecha, ya que por culpa
del mayor, todo el servicio de Inteligencia de Cuba quedó en ridículo al no poder
impedir la fuga.
¡Pero quién diablos podía imaginarse que algo así iba a pasar! Esa fue su
respuesta en aquel entonces, aunque nunca le sirvió de mucho consuelo.
Lorenzo huyó nada más ni nada menos que con un caza MIG-23, en un vuelo que
se suponía sería de entrenamiento. Con la poderosa nave, el mayor cruzó en solo diez
minutos la distancia entre Cuba y el estrecho de La Florida. Su espectacular vuelo a
ras de agua no solo impidió que los radares cubanos detectaran la fuga, sino que
incluso los propios americanos descubrieron un avión caza artillado hasta los dientes
justo cuando aterrizó en la estación aeronaval de Boca Chica, en los Cayos de la
Florida.
La proeza del piloto se convirtió en un fenómeno mediático en pocos meses. Y

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por supuesto, los americanos no perdieron la oportunidad de gritar a los cuatro
vientos que hasta los pilotos cubanos querían huir del régimen castrista.
Incluso en la actualidad, Sandoval se retorcía cada vez que recordaba lo que aquel
traidor hizo. Un hombre a quien la Revolución le dio todo: estudios, trabajo… lo
enviaron a pasar varios cursos de adiestramiento a la mismísima Unión Soviética,
veterano de guerra de Angola…, todo el sacrificio de un pueblo en los hombros de un
solo hombre, ¿y cómo este les pagó? Nada menos que traicionando a su patria.
Le producía asco el recordarlo.
Pero ahí no acabó la historia. El desertor tuvo el coraje, después de haber recibido
asilo político por parte del Gobierno americano, de reclamar a su esposa y sus dos
hijos.
—¡Ah no…! Eso sí que no… —gritó Sandoval en cuanto recibió la descarada
petición.
Cuando la noticia de una posible reunificación familiar llegó a oídos de Raúl
Castro, Ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias cubanas en aquel entonces,
este le dijo a Sandoval:
—Envíale este mensaje a la esposa de ese hijo de puta… Dile a tu marido que si
tuvo los cojones para llevarse un avión cubano, que los tenga para venirte a
buscar…
Con esa respuesta la decisión quedó tomada, para alegría del general.
Sandoval no era un enfermo que disfrutara con el dolor ajeno, y más si se trataba
de un padre separado de sus hijos. Pero ante todo era un comunista, que defendía los
derechos de su país…, y Orestes era un traidor, un desertor que había preferido los
lujos capitalistas antes que pensar en su propia familia.
Muy pronto el servicio de Inteligencia le informó al general de todos los trámites
legales que estaba llevando a cabo el exmayor para recuperar a su familia. Lorenzo,
en un intento desesperado, acudió a la ONU para pedir que intercedieran en su caso,
le pidió a varios políticos americanos que lo ayudaran, hizo manifestaciones y hasta
se encadenó a una de las verjas del Parque del Retiro en protesta por la liberación de
su familia… sin éxito alguno.
Sandoval sabía que jamás sacaría a su familia…, y de eso él mismo se encargaría.
Un hombre en quien el Gobierno cubano depósito su fe y confianza, y que los
traicionara de aquella manera, merecía peores castigos.
Pero una vez más el hijo de puta nos sorprendió…
Sandoval miró hacia la piscina y a su pandilla de nietos, por un momento se
mente vagó entre miles de recuerdos. Hacía más de una década que había recibido
aquella llamada; aún así, de tan solo recordarlo, continuaba estremeciéndose de ira e
impotencia.
—¿Cómo dice?
—General —dijo la voz temblorosa del operador—, acaban de informar de una
avioneta que aterrizó, recogió una familia y despegó en una carretera central frente a

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la playa El Mamey, en Matanzas.
—¡Ese cabrón lo hizo de nuevo! —gritó Sandoval.
Horas más tarde, Julio Sandoval se enteró con lujo de detalles de la operación de
rescate llevada a cabo por el exmayor Lorenzo. Con ayuda de los anticastristas de
Miami, a Lorenzo le prestaron $30,000 dólares para que se comprara una avioneta
bimotor Cessna 310 fabricada en 1961.
Con la avioneta y una licencia de piloto deportivo…
—¡Piloto deportivo! —Gritó Sandoval al leer el informe, incrédulo por la
facilidad con que el exmayor sacó la licencia—. Es un maldito piloto de aviones
caza… ¿Qué pensaban, que no iba a pasar un examen?
El general quería estallar de ira por no haber sido informado de que el exmayor se
había presentado a sacar una licencia de “piloto deportivo”. Según resumía el resto
del informe, Lorenzo despegó desde Cayo Marathon, al sur de La Florida, el 19 de
diciembre de 1992. Con la ayuda de dos amigas mexicanas que previamente había
enviado a la isla, citó a su esposa y sus dos hijos en una de las carreteras centrales de
Matanzas.
Sandoval, impotente, lanzó el informe contra la pared y llamó al PMIC (Puesto de
Mando de Inteligencia Central). Estos terminaron por darle un resumen completo de
los acontecimientos.
Según le confirmaron, los transeúntes que pasaban quedaron absortos ante el
espectáculo que se desarrolló. Carros, rastras y hasta un autobús cargado de turistas
se detuvieron al ver una avioneta aterrizar en el medio de la carretera. La operación
de recogida no duró más de un minuto, ¡literalmente!
Un minuto le bastó a Lorenzo para hacer un espectacular doblaje en U y volver a
despegar antes de que pudieran lanzarle un misil para derribarlos. Durante la
arriesgada maniobra, no se aventuró a apagar el motor, por lo que sus hijos y su
esposa montaron en la avioneta mientras esta continuaba desplazándose. Para cuando
la avioneta pasó el paralelo 24, límite del espacio aéreo de Cuba, los cazas cubanos
habían despegado con minutos de atraso…, la familia ya estaba a salvo y en territorio
americano.
El ruido del MI-24 sacó de sus reflexiones a Sandoval. El helicóptero volvía a
hacer su ronda.
Solo una vez, en el silencio de su despacho, y con una copa de vino como único
testigo, consiguió admitirlo: ¡El tipo tiene cojones…!
Él, al igual que Orestes, no reparaba en gastos y movimiento de efectivo si se
trataba de la protección de su familia. Sencillamente no podía permitirse el lujo de
correr riesgos.
Por eso, alrededor de la casa había un destacamento de más de 100 Boinas Rojas
(tropas especializadas en protección y antimotines), iban armados con pequeños rifles
de asalto y alguna que otra Kalashnikov. Por si la protección fuera poca, una unidad
especial de Avispas Negras permanecía escondida y lista para actuar ante cualquier

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amenaza de peligro.
Un tercer bloque de protección lo componía la Guardia Costera. Dos lanchas
patrulleras clase Osa II, armadas con cañones doble de 4×30 mm, custodiaban la
entrada de la bahía.
Protegido por todo aquel ejército, se permitió unos minutos de paz, todo
marchaba bien, o eso creyó hasta ver la cara de su hijo Antonio, quien traía dos copas
de vino y una carpeta bajo el brazo.

***
Antonio tenía cincuenta y ocho años y era teniente coronel del DGI. No solo por
ser el primogénito, sino por su mente calificada para tomar duras decisiones, como la
de su padre, es que se había convertido en el favorito de Sandoval.
—¿Qué pasa, muchacho? —le preguntó su padre al ver la cara que traía.
Antonio le ofreció la copa y ambos brindaron.
—Papá, tenemos una situación.
Antonio jamás llevaba los problemas del trabajo a las reuniones familiares, sabía
muy bien cuánto molestaban esas cosas al viejo. Así que algo importante debía de ser.
Armándose de toda la paciencia que pudo, Sandoval le sonrió a su hijo.
—¿Cuál es el problema que no puede esperar a la semana que viene?
—Los muchachos del G-12 encontraron algo muy peligroso.
Sandoval frunció las cejas.
El G-12 era una organización de seguridad que se encargaba de asuntos de
máxima importancia a nivel internacional. En los papeles, esa sección no existía.
—¿Recuerdas la lista que te dieron los agentes del KGB?
Sandoval dejó escapar un gruñido. Aquella lista de agentes desertores de la
antigua y desaparecida Unión Soviética seguía activa a pesar de los años. Aunque la
KGB fue desactivada tras el derrumbe del campo socialista, muchos de sus generales
seguían contratados por todo el mundo. No había que ir muy lejos: el propio
presidente de Rusia era un ex agente del KGB.
—Los muchachos acaban de encontrar al más buscado de todos.
—¡No me jodas! ¿Cómo?
—Recuerdas el proyecto de la UCI.
La UCI (Universidad de Ciencias Informáticas de Cuba), no solo se especializaba
en graduar a futuros informáticos. La Universidad tenía una sección destinada a la
creación de programas que pudieran ser usados por los servicios de Inteligencia.
—¡Sigo sin entender!
—Uno de los genios de la universidad creó un programa de identificación facial y
huellas dactilares. Convirtieron los archivos que teníamos en papel en formato digital,
y solo así apareció nuestro hombre.
A Sandoval no se le daba muy bien la tecnología moderna, por lo que no insistió

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más en los detalles. Fue directo al grano.
—¿De quién estamos hablando?
Sandoval intentó recordar los nombres principales de aquella lista, por unos
segundos se quedó en blanco, su mente ya no era tan ágil como antes.
—Su nombre en clave era Shadowboy.
—¡Oh, ya! ¡El espía alemán! —exclamó Sandoval.
Antonio sonrió satisfecho al ver la mirada de curiosidad que acababa de despertar
en los sabios ojos de su padre.
—El mismo. Con todos los problemas que están surgiendo con esto de que
España les está dando ciudadanía a los hijos y nietos de ciudadanos españoles
residentes en Cuba, la embajada mandó una lista con las fotos y los nombres de
ciudadanos desaparecidos desde 1940. En esa lista apareció nuestro hombre.
—¿Pero…, cómo? —el general necesitaba muchos más detalles, por lo que su
hijo se apresuró a llenarle la copa. Luego procedió a explicarle punto por punto todo
lo que acababa de descubrir.
—En los registros aparece que entró a Cuba a finales de 1948, se hizo pasar por
ciudadano español; bueno, realmente lo es, el problema era que en Alemania aparecía
bajo el nombre de Heldrich, y así lo tenían los rusos —Antonio se dio una pausa para
saborear su vino chileno, uno de los favoritos de Julio—. El KGB le siguió la pista
sin creer que fuera un ciudadano alemán. Y tenían razón, el tal Heldrich tenía
documentación falsa, su nombre jamás apareció en ningún registro, pues lo buscaron
como ciudadano alemán, o español; pero nunca como un ciudadano cubano.
—¿Entonces, cómo queda todo?
—Pues que Manuel Mendoza, el espía más buscado por el KGB y varias
organizaciones de Inteligencia a nivel mundial, vive en nuestra isla desde 1948,
residiendo como ciudadano cubano de origen español.
—Mierda, esto sí que es importante —tras una pausa, el general agregó—; hiciste
bien en traerme esta información hoy. Sin dudas no podemos esperar a que algo así se
filtre.
Sandoval recordó que por algún motivo el viejo espía encabezaba la lista de
varios de sus más antiguos aliados.
—Creo que tengo a la persona indicada que pagaría una fortuna por saber la
ubicación de este hombre.
Antonio sonrió.
No es que a la familia Sandoval le hiciera falta el dinero. Ellos encabezaban la
burguesía comunista de la isla, con varias cuentas en las islas Bermudas que
superaban los 800 millones de dólares.
No se trataba de una cuestión de dinero, sino de mantener los lazos de amistad
con antiguos camaradas que recordarían los favores a las nuevas generaciones.
—Búscame el teléfono satelital, necesito hacer una llamada.
Antonio se paró y salió al instante. Varios minutos después regresó con el

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teléfono. Sandoval marcó un número codificado. Al otro lado de la línea se escuchó
una voz maltratada por la bebida.
—Hola, camarada, eres la última persona que esperaba me llamaría hoy.
Estos cabrones rusos toman vodka en vez de agua, pensó Sandoval al escuchar la
voz de su viejo compañero.
—Hola, camarada, y créeme cuando te digo que me vas a agradecer esta llamada.
Antonio se sintió más orgulloso que nunca al escuchar cómo su padre hablaba un
fluido ruso.
El viejo sigue siendo un genio, pensó entre trago y trago.
—Bien, ¿tú dirás?
—Mis muchachos acaban de encontrar a una persona que hace muchos años estás
buscando.
Al otro lado de la línea se hizo un silencio.
—¿Quién? —fue su única palabra.
—El Shadowboy.
Otro largo silencio.
—Dame unos minutos, ahora estoy ocupado, te devuelvo la llamada dentro de
una hora.
—Muy bien, como quieras, esperaré tu llamada.
—Camarada, creo que esta vez te voy a deber un gran favor.
—Lo sé, te lo cobraré.
Se escuchó una carcajada y luego colgó.
—Y, ¿quién era ese? —preguntó Antonio.
—Nikita Sokolov, excoronel del KGB, y uno de los hombres más temidos de
Europa.
Antonio había escuchado las historias del coronel. Quien según la leyenda era un
adicto a la tortura.
—Y entonces, ¿le vamos a servir en bandeja de plata al Shadowboy?
—Por supuesto que no, antes necesitamos saber por qué es tan importante ese
viejo espía —Sandoval sonrió con picardía—. No me importa cómo, pero tenemos
que hacerlo hablar.

***

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Capítulo 58
Revelaciones

Día 4… 9:15 pm

Lucía, con manos temblorosas, llenó el vaso plástico dentro del cubo de agua y
comenzó a dejarlo caer a través de su cuerpo desnudo. Volvió a llenarlo y levantó esta
vez más el brazo para que en su caída el agua hiciera la función de ducha. El pequeño
chorro cayó en sus senos, su rostro, su cuello y su espalda. Mientras lo hacía, dejaba
escapar un suspiro. En ese suspiro trató de que toda la tensión del día se le escapara,
pero sin mucho éxito.
Minutos antes, la abuela le había calentado un caldero de agua casi hirviendo, se
la había echado en un cubo, el cual debía llevarlo a un tanque para echarle agua fría,
hasta que tomara una temperatura adecuada.
Lucía jamás se había preguntado de dónde saldría el agua caliente de las llaves de
su apartamento. Sabía que en algún lugar había una caldera que la mantenía así, nada
más. En Cuba, un acto tan simple como tomar una ducha se tornaba algo primitivo.
Pero las sorpresas no acababan allí, a pesar de las advertencias de sus primos de
que no tomara agua de las pilas, ya que su estómago no estaba preparado para
asimilar las miles de bacterias que contenían los acueductos cubanos, ella los ignoró
y lo hizo. El resultado fue terrible: unos dolores insoportables de barriga seguidos de
una ola de diarreas le impidieron moverse del baño por varias horas… Después de
usar el inodoro, se percató de que el sistema de descargue no funcionaba. Pasó la
vergüenza de su vida al tener que llamar a sus primos para saber cómo diablos
descargar su propia mierda. La respuesta era sencilla: llenar un cubo de agua que
estaba justo a su lado y dejárselo caer a presión sobre el inodoro.
Volvió a llenar el vaso.
El pequeño baño contaba con una puerta y una ventana, desde la cual se veía el
patio. Afuera estaban sus primos y el Nava manteniendo una acalorada conversación.
Lucía recordó una vez más los acontecimientos del día.
Primero todo lo que pasó en la cueva, después, el descubrimiento que les
cambiaría sus vidas… ¡un submarino alemán! Aún lo pensaba y no asimilaba la idea.
Miró por la ventana y vio los gestos del Nava, no podía negarlo un segundo más.
Deseaba con todas las fuerzas de su alma que aquel mulato la poseyera. Era una
atracción hasta cierto punto obsesiva, algo que jamás había sentido por nadie.
Mientras veía cómo hablaba con sus primos y estos negaban con la cabeza, sintió
cómo sus pezones se erguían y su respiración aumentaba.
Tuvo una leve fantasía en la cual el Nava abría de repente la puerta del baño…
Sus manos húmedas comenzaron a tocarse los labios de su depilada vagina. Como

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si estos fueran los pétalos de una rosa, con suma delicadeza, usando la punta de sus
dedos, los separó y comenzó a acariciarse su clítoris; después, con la respiración
entrecortada comenzó suavemente a introducírselos…
De repente se dio cuenta de lo que estaba haciendo.
¡Tía, estás muy mal, muy mal…! le gritó su conciencia.
Volvió a llenar el vaso de agua y lo dejó caer en su rostro esperando que se le
pasara el calentón.
Hacía menos de una hora que se había metido a la ducha con Nancy, justo como
sugirió el mayor Rogelio. Había desnudado a la chica, que aún no dejaba de llorar.
Pero el baño, y una lavada de cabeza, le asentaron como un relajante muscular. Lucía
le prestó una de sus batas de dormir y luego la acostó en su propia cama.
El Nava, ni por un instante se apartó de su hermana. Y cada vez que se encontraba
frente a Lucía le daba las gracias por lo que estaba haciendo.
Lucía le dijo al Nava que esa noche ambas dormirían juntas.
—Noche de piyamas para chicas.
Inconscientemente, Nancy estaba viendo en ella a la madre y amiga que no tenía;
esperaba que le diera órdenes y la mandara a dormir, la besara en la frente y le
explicara que todo saldría bien, que aquello no era más que una pesadilla. Por su
parte, Lucía interpretó su papel lo mejor posible.
Escuchó un ruido en el patio.
Volvió a mirar por la ventana y vio a un recién llegado. Sus primos y el Nava se
pusieron a la defensiva.
¿Y ahora qué?
Desde la ventana, Lucía pudo sentir la tensión que reinó en el patio.
Tras mirar con más atención pudo reconocer al recién llegado. Era uno de los
oficiales que les quitaron las botellas de ron la noche anterior.

***
—O eres bien estúpido o tienes los cojones en la cabeza para venir hasta aquí —
esas fueron las palabras de bienvenida del Nava.
Gerardo le sonrió y saludó a los gemelos.
—¿Qué quieres? —le preguntó Mario mientras caminaba y se ponía a la espalda
de Gerardo.
Lucía miró desde la ventana y se llevó las manos a la boca. Esa era la posición
que los gemelos usaron para cortarle la retirada al padre del Nava. Sin embargo,
Gerardo no parecía asustado.
De repente el Nava empujó por el pecho a Gerardo.
—Te has vuelto una mierda…
Antes de que repitiera un segundo empujón, Gerardo se deslizó rápidamente hacia
un lado mientras empujaba al Nava y a la vez quedaba frente a Miguel, el

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movimiento fue tan rápido que nadie tuvo tiempo de reaccionar.
Lucía supo al instante que el joven oficial estaba bien entrenado, y que si se iban
a los puños pasarían trabajo para someterlo… si es que lo lograban.
—¿¡Yo, una mierda!? —Gritó Gerardo—. No, aquí las únicas mierdas son
ustedes.
Los gemelos no dijeron nada. Fue el Nava quien le respondió con otro grito.
—Por lo menos nosotros no chivateamos a nuestros amigos.
—¡Yo lo que me cagó en ti! —Le gritó Gerardo—. Esto que me están haciendo
no vale… no vale… yo pensé que éramos amigos.
Se hizo un silencio.
—¿De verdad se creen que los traicioné de esa manera?
—No sé: tú dinos. —Agregó Miguel.
Gerardo escogió cuidadosamente sus palabras. El tono de su voz se convirtió en
una especie de amenaza.
—Déjenme hacerles una pregunta a los tres: ¿quién es el más beneficiado con que
ustedes perdieran las botellas?
Nadie dijo nada.
—Otra pregunta —siguió diciendo Gerardo—, si las botellas regresaran al
vendedor, sería doble ganancia, ¿verdad? ¿Estoy o no estoy en lo correcto?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Mario.
—Que nos tendieron una trampa —gruñó Gerardo—, a los cuatro. El sargentico
hijo de puta que acaba de llegar puso al Manco a trabajar para él.
—¿Cómo? —preguntaron los gemelos a coro.
—Más claro ni el agua. El Manco vende las botellas, luego llega el sargento y se
las quita al comprador, para dárselas de nuevo…
—Al Manco —finalizó Miguel.
—Exacto. Y el sargento Duanys queda como un héroe.
—Ese cabrón no sabe en la que se acaba de meter —los ojos de Miguel se
convirtieron en la mirada de un buitre que observa desde las alturas a su presa
moribunda—, ¿y por qué nos cuentas esto?
Una vez más se hizo el silencio.
—Porque marineros somos y en el mar andamos —mientras decía la frase miró
fijamente al Nava—, hace mucho que aprendí que en el mar de la calle hay que ser
tiburón y piraña a la misma vez.
—¿De veras? No jodas…
—Así es —Gerardo fue hasta un rincón para quedar de frente a los tres—, hay
que ser tiburón para comerte al pez chiquito, y piraña para atacar en grupo y
comerte…
—Al pez grande —volvió a responder Miguel.
—¿Y en ese mar de la calle que peces somos nosotros? —quiso saber el Nava.
—Por separado, tiburones, y juntos, son tres putas pirañas —Gerardo soltó una

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carcajada y la tensión desapareció—; la verdad, es que solo quiero saber si aún me
quedan amigos.
—Pues no, no te quedan —le respondió seriamente el Nava—, solo te quedan tres
putas pirañas.
El Nava sacó los dientes y le hizo una mueca como si lo fuera a morder.
Miguel miró a Mario, y este intercambió una mirada con el Nava. Los tres
hicieron un círculo alrededor de Gerardo y abrieron las manos como si fueran a saltar
sobre él de un momento a otro.
—Dejen de comer tanta mierda… —les advirtió Gerardo, pero poniéndose a la
defensiva.
Lucía observó con horror y sorpresa cómo los tres se lanzaron sobre el oficial.
Al principio este empujó a uno y derribó a otro. Pero luego se volvieron una
mezcla de brazos y piernas, risas y gritos…
Desconcertada, Lucía volvió a llenar su jarro de agua. Mientras tanto, afuera en el
patio aquellos cavernícolas jugaban a partirse los brazos.
¡Hombres…!

***
—Hasta que no se partan un hueso no van a parar.
La voz de Manuel puso fin al juego.
Gerardo sintió un estrujón en su estómago. Como si acabara de tragarse una soga
llena de nudos. Los gemelos se levantaron del piso y corrieron a saludar a su abuelo.
El Nava los imitó.
Desgraciadamente, Gerardo se dio cuenta de que ya no eran los mismos niños de
años atrás.
Gerardo buscó la mirada de Manuel. Ese día, y en ese instante, descubrió cuanto
él había crecido. De un solo vistazo supo que nunca había conocido en verdad al
anciano. Los ojos de Manuel, de un azul intenso, solo le recordaron la oscuridad que
trasmiten las pupilas de los escualos.
Las aguas tranquilas suelen ser las más profundas, recordó Gerardo.
Llenándose de valor hizo la pregunta.
—Cómo está, Manuel —lo saludó cortésmente—, ¿todo bien por la playa?
Manuel dejó escapar un suspiro.
Aquí vamos.
Gerardo no estaba seguro de si Manuel lo había reconocido en el restaurante. Pero
no lo creía posible, ya que estuvo ocultando su rostro tras el menú todo el tiempo, y
ni por un instante sus miradas coincidieron.
—Todo bien, ya sabes, la pesca, la lucha del día a día.
Estaba mintiendo.
—¿Hoy se pasó todo el día en la playa? —preguntó Gerardo como quien no

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quiere las cosas— ¿Pudo pescar algo?
—Así es, la pesca no estuvo mal; pero se me fueron algunos peces grandes.
Ya lo creo.
—¿Desde qué hora salió a pescar?
Los gemelos comenzaron a incomodarse por el tono de las preguntas.
—Me pasé todo el día.
—¡¿Hasta la tarde?! —exclamó Gerardo tratando de ocultar una doble intención.
Manuel pareció meditar su respuesta. Gerardo le pidió a los cielos que el anciano
le dijera que también tuvo que hacer una entrega de pescado, saludar a un amigo…
cualquier cosa.
Sin embargo su respuesta fue su propia sentencia.
—Así es, me pasé toda la tarde pescando.
Confirmado, se lamentó Gerardo. El anciano estaba en tráfico de emigrantes, o
cualquier otra cosa; pero nada bueno era.
—Bueno, pues que tengan buenas noches —se despidió.
—Te acompaño —dijo de repente Manuel.
Gerardo sintió que los pelos de la nuca se le paraban como lanzas de indios.
Caminaron por el largo pasillo que comunicaba con la puerta de salida del patio.
Una vez afuera, Manuel le puso una mano en el hombro.
—Cuídate por ahí, Gerardito —la voz de Manuel era sincera, pero a la vez pudo
sentir un ligero tono de amenaza—, mira que anda mucha gente mala queriendo hacer
daño.
—Gracias por el consejo.
Y sin más le dio la espalda al anciano.
Una vez en la calle, se permitió soltar un suspiro.
¿Qué mierda le estaba pasando? Pero no se trataba de él, lo supo al rato. Algo
estaba cambiando en la actitud de Manuel. Cualquier ojo inexperto no podría notar el
leve cambio en la personalidad del anciano.
Pero Gerardo tenía ese don.
Las preguntas eran: ¿quién era realmente Manuel? ¿Y en que andaría metido?

***

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Capítulo 59
Frustración y deseo

Día 4… 10:12 pm

Duanys tardó varios minutos en introducir la llave en la cerradura. No estaba tan


borracho como para no saber lo que hacía y pensó en los chistes donde los borrachos
jamás encuentran los cerrojos de sus propias puertas… Entonces se le escapó una risa
involuntaria.
Por fin logró abrirla.
Se quitó los zapatos junto a la puerta y fue directo al baño. En cuanto entró se
abrió el zíper del pantalón tan rápido como pudo. Después, inclinando la cabeza hacia
atrás, sintió la presión del chorro y el alivio en su abdomen.
—¡Dios! Un minuto más y me habría orinado encima.
Se sacudió el pene y se bajó los pantalones, también se quitó la camisa, dejando la
ropa tirada en el piso. Observó con orgullo que la erección aún no desaparecía. En su
cabeza persistía la imagen de aquella rubia, chupándosela al negro enano. Sabía que
la erección no cedería hasta que no se masturbara… o lo masturbaran.
Empezó a acariciarse el pene…
—¡Qué mierda! Si quiero hacerme una paja, ¿para qué está mi esposa?

***
Isabel estaba leyendo una novela de espías acostada en la cama. Los libros de
suspenso eran sus favoritos. Por eso, una de las cosas que más disfrutaba del día era
el momento de acostarse. Junto a su lado de la cama tenía su lámpara artesanal, la
encendía, abría su libro en la página marcada, volvía un párrafo atrás para entrar en
circunstancia, y comenzaba a leer.
Esa noche había acostado a Isabela temprano, pero no sin mucho esfuerzo. Tuvo
que contarle tres veces la misma historia de la princesa, el príncipe encantado
convertido en sapo, y la bruja que lanzaba maldiciones a diestra y siniestra. Por fin,
justo cuando iba a comenzar por tercera vez, su hija acabó vencida por el sueño.
La tapó con la sabana de princesas, (su preferida) le dio dos besos en la frente y
se deslizó hasta su cama. Por mucho que Duanys insistiera, a ella no le gustaba que la
Nena durmiera en otra habitación.
Una vez acomodada, se apresuró a abrir el libro. Necesitaba terminar el capítulo
que estaba leyendo cuanto antes, de lo contrario le iba a dar un colapso. El
protagonista acababa de descubrir un complot para asesinar al presidente, ¿pero
llegaría a tiempo para evitarlo?
En ese momento, Isabel escuchó el cerrojo de la puerta, alguien intentaba

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introducir la llave.
¡Mierda, otra vez viene borracho!
Se apresuró a apagar la lámpara que estaba junto a la cama y puso el libro sobre la
mesita de noche, donde también ponía las pastillas para dormir. Luego, les pidió a
Dios y a todos los santos que el imbécil de su marido no despertara a Isabela con sus
ruidos.
Antes de que Duanys entrara al cuarto, intentó calmar su respiración y hacerse la
dormida. Con algo de suerte, quizás lo lograría.

***
No debí haberme tomado tantas cervezas con ese imbécil del Manco.
Apoyándose contra la pared entró a su cuarto.
En una esquina estaba la cuna con la bebé, que roncaba como un adulto. A pesar
de que la Nena tenía su propio cuarto con su cama, Isabel siempre insistía en que
durmiera en el cuarto con ellos.
Su madre, por otra parte, parecía estar dormida. ¡Quizás lo estuviera, quizás
no…! Él sabía de sobras que Isabel siempre estaba inventando pretextos para no
cumplir con sus deberes de esposa.
Al principio era diferente, recordó con cierta angustia. “Pero todo cambió desde
que regresó de aquella maldita escuela militar”.
Ella jamás le contó por qué la habían expulsado, y su suegro tampoco hizo
comentarios. Pero a Duanys le llegó la verdad de lo ocurrido.
Atraparon a la muy zorra en la cama de un cadete… Gerardo, el mismo capitán
que ahora se las daba de jefe.
Cuántas vueltas podía dar la vida. Hasta donde le habían contado, a Gerardo le
gustaba mucho Isabel —no pudo evitar una sonrisa compulsiva—. Capitán, algún día
te voy a enseñar a mi esposa y a mi hija, solo para disfrutar con tu cara de sorpresa.
Duanys estaba consciente de que Isabel no era más que una puta, y como a
cualquier puta de las tantas que había tenido, le habría encantado revolcarse con ella
en la cama y luego dejarle algunos billetes. Pero le tocó la maldita suerte de que en
los planes de su padre estuviera aquel matrimonio. A los dos viejos coroneles les
convenía la unión de sus hijos, al estilo de la época feudal. Y Duanys, evitando
oponerse a su padre, aceptó el matrimonio.
Por eso la boda se celebró en menos de una semana.
La luna de miel fue en un hotel cinco estrellas junto a las playas de Varadero. El
padre de Isabel, mediante sus amigos del turismo, consiguió reservaciones para la
pareja de recién casados. ¡Y nada menos que en una suite presidencial!
Duanys se relamió al recordar la primera vez que la vio completamente desnuda.
¡Qué hembra! fueron sus únicas palabras.
Aquella noche la poseyó tres veces. No era virgen, por supuesto, y qué lástima,

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pero tampoco muy experimentada. Para colmo, después que la poseyó como a una
perra, la muy puta se echó a llorar.
Ahora la veía allí, en la cama, haciéndose la dormida, y únicamente le provocaba
apatía. ¿Qué había pasado? No estaba seguro. Pero ella siempre se comportó muy
fría. Después vino lo del embarazo… ¡Y Dios librara a quien la tocara! Según ella,
tener relaciones era malo para el bebé.
De seguro son las hormonas femeninas del embarazo, pensó en aquel momento.
Pero al pasar los meses, ya después del paritorio, aún le era imposible llevarla a la
cama.
En más de una ocasión tuvo que golpearla, hasta que ella cedió. Golpear a las
mujeres no le causaba ningún placer. ¿Pero qué debía hacer? Si cada vez que tenía
ganas de metérsela a su esposa esta inventaba más y más excusas…
Al principio tuvo ataques de conciencia, y se sintió como una mierda al ver a la
hermosa rubia caminando por la casa con un ojo morado. Pero muy pronto sus
remordimientos se calmaron al comprender que la culpa realmente era de ella, pues la
muy zorra no le dejaba otra alternativa. Además, tras los primeros meses de
convivencia, ya había comprendido que tampoco tenían nada en común.
A ella le encantaba leer novelas de espías; él jamás se había leído un libro
completo en su vida. Por las mañanas, Duanys prefería un buen jugo de naranja, o de
cualquier otra fruta…; ella era adicta al maldito café…
Nada, que no estamos hechos el uno para el otro; pero tenemos que soportarnos,
te guste o no.
—Isabel… —su voz era un susurro, no quería despertar a la niña—. ¿Estás
despierta?
Ella no dijo nada.
—Isabel… —suavemente le quitó la sabana que tenía encima y comenzó a
acariciarle las nalgas.
—Ya…, déjame…, estoy durmiendo… —su voz sonó autoritaria y molesta. Con
un sencillo gesto le quitó la mano.
Duanys quedó indeciso. Se movió hacia el otro lado de la cama. Se puso la mano
en la frente y trató de respirar profundo. La maldita imagen de la rubia chupándosela
al negro no se iba de su mente. En ocasiones se imaginaba que era él, y todos en el
bar lo miraban llenos de envidia. La respiración comenzó a acelerársele. Sentía que
su pene le iba a estallar. Se lo tocó varias veces y sintió una secreción en la punta.
¡Maldita perra, me la vas a mamar por las buenas o por las malas!
Volvió a ponerle las manos en las nalgas, esta vez ella le empujó la mano con más
brusquedad. Aquello solo lo excitó más. Introdujo su mano entre su ropa interior y
comenzó a tocarle su pelvis. ¡Se había afeitado! Le encantaba su piel afeitada, sobre
todo esa área.
—¡Déjame tranquila ya…! —exigió ella.

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***
Isabel comprendió el error que había cometido cuando ya era demasiado tarde.
Negarle las cosas a Duanys solo le causaba más problemas. Los hombres eran así,
mientras le negaras algo, más lo querían. ¡Cerdos!
Si desde un principio se hubiera levantado de la cama diciéndole que se sentía
mal, que le dolía la cabeza, que tenía mareos y nauseas, cualquier cosa podría haberse
inventado, pero optó por el truco de hacerse la dormida. Ahora era demasiado tarde.
Duanys la viró sobre la cama, a pesar de que ella opuso resistencia. Luego,
usando sus piernas a modo de tijeras, le abrió sus muslos. Ya estaba perdida. Oponer
más resistencia solo haría que él se enojara más.
Conocía demasiado bien al cabrón de su marido. Sin dudas, había cogido un
calentón con alguna puta y no pudo quitárselo. Entonces venía a casa donde lo
esperaba su sumisa esposa. Lo siguiente que sintió fueron dos dedos dentro de ella.
Estaba demasiado seca y los dedos le rasparon la vagina.
Gimió de dolor, pero eso solo aumentó los deseos de su esposo.
Pronto comprendió que sus intenciones no eran penetrarla, quería que se la
metiera en la boca. Ella sintió asco al instante. Duanys la sujetó fuertemente por el
cuello y la empujó hasta ponerle su pene en la cara.
Isabel sintió el olor a orina y cerveza y se echó instintivamente hacia atrás.
Entonces él le dio una bofetada. Tuvo la sensación de que le hubieran pegado un
cable eléctrico en el cachete. Aún aturdida por el dolor, él la obligó a metérsela en la
boca. Al instante no pudo evitar las náuseas por el puñetero olor.
Maldito cerdo hijo de puta… se dijo a sí misma, mientras una lágrima corría por
su mejilla adolorida,… debería morderla hasta arrancársela…
Duanys la obligó a hacérselo más rápido mientras él mismo movía sus caderas.
Isabel sintió cómo la boca se le iba llenando de saliva, obligándola unas veces a
tragar, otras a escupir. La saliva tenía un sabor amargo y dulce, una mezcla de
esperma y orine. Pero lo que más nauseas le causaba era el olor.
—¡Así… así… no pares… no pares…!
Isabel sabía que de un momento a otro se iba a correr en su boca, siempre lo hace.
Aflojó la tensión de sus labios y fue rodeando el tronco con sus manos mientras
iba retirando de a poco la boca, pero él presintió sus intenciones y le sujetó la cabeza
por detrás, obligándola a tragársela completa.
El chorro de semen caliente estalló en su garganta.
Por fin Duanys la dejó libre, no sin antes embadurnarle los labios y la lengua con
los restos de sus últimos espasmos, sonrió satisfecho mientras disfrutaba de su propio
espectáculo de sumisión.
Ella quiso ir al baño a escupir, pero Duanys la sujetó por el cabello.
—Trágatela… toda —le ordenó.
Me encantaría escupirte la cara, imbécil.

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Tragó.
Los restos de semen, aún caliente y pastoso, la hicieron tragar varias veces más.
Por fin Duanys pareció complacido.
Sin una caricia, sin un beso, nada…, sencillamente le dio la espalda y comenzó a
quedarse dormido. Campante como un bebe después de recibir su biberón.
Isabel por fin se levantó y fue al baño. Primero se lavó la boca, una, dos, tres
veces, casi hasta descarnarse las encías; luego la cara. El reflejo del vómito la
sorprendió…; por suerte, tuvo tiempo de arrodillarse sobre el inodoro. Comenzó a
vomitar hasta que su cerebro le dijo a su estómago que ya estaba limpio.
Después se lavó la boca por segunda vez. Sin poder sostenerse más en pie, se
recostó a la pared y fue dejándose caer hasta quedar arrodillada. Y entonces lloró…
lloró por todo…
¿Cuándo acabará…? De todas mis opciones, esta nunca fue la vida que imaginé,
se repitió una y otra vez. Su hija Isabela era lo único que le deba fuerzas para seguir
adelante…, lo único.
¿Algún día sabrás todo lo que he hecho por ti, mi pequeña princesa…? No, en
verdad no lo iba a saber, ella bien sabía que no podría.
La voz de su padre resonó en sus recuerdos.
—¡Te vas a casar por mis cojones! —Su padre parecía que iba a reventar por tanta
furia contenida, mientras que su madre solo lloraba en un rincón—. ¡Te dije que yo
mismo te iba a abrir las patas y te iba a meter una pinza por el culo, hasta sacarte el
muchacho! ¿Pero sabes qué…? No, no lo voy a hacer, ¿y sabes por qué?
Isabel no respondió, aunque se imaginó la respuesta.
—Porque te vas a casar con el hijo del coronel Ramírez, y si tuviste el valor para
abrir las patas y dejar que cualquier hijo de puta te la metiera, pues vuélvelas a abrir
para Duanys… ¡y sin una queja!
Un brillo asesino resplandeció en su mirada.
—¡Sin una queja! —repitió—. Si alguien aparte de nosotros tres se entera de que
ese muchacho que tienes en la barriga le pertenece a otro…
No necesitaba más amenazas, Isabel le tenía un pánico real a su padre. Bien sabía
que no le costaría ningún problema cumplir su amenaza.
Y ahora estoy en este maldito pueblo…, el pueblo de Gerardo… Lo odio, lo
odio…, lo odio con todas mis fuerzas… Apretó las rodillas contra su pecho mientras
un suspiro se le escapaba,… pero me gustaría verte, aunque fuera de lejos…

***

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Capítulo 60
Peligrosas llamadas

Día 4… 10:12 pm

Como muchas de las carreteras del interior del país aquella también carecía de
alumbrado público, y esto beneficiaba al comando de mercenarios.
Tras asegurarse de que no los seguían, se introdujeron por un sendero junto a la
carretera. Avanzaron más de un kilómetro por un camino sin asfaltar y rodeados de
cañaverales hasta llegar a un claro.
—Es el lugar perfecto —dijo Giovanni mientras olfateaba el aire.
Cayeron algunas gotas de lluvia, mojando los surcos de cañas resecas; esto
provocó que el aire se cargara con su propia fragancia, una mezcla de tierra y
humedad. Era el anuncio de que una tormenta estaba a punto de estallar. Antes de que
comenzara a llover, Giovanni dio la orden de que montaran el campamento y crearan
un amplio perímetro.
Tener que acampar a la intemperie era una de sus tantas opciones. Pero Giovanni
la prefirió antes que reservar una habitación en una casa de hospedaje. Las palabras
del espía habían calado demasiado profundo en su mente. En esos momentos no
confiaba en nada ni en nadie. Por otro lado, estaba el verdadero problema: ¿quiénes
estaban ayudando a Heldrich y hasta dónde llegaban sus contactos?
Mientras abrían algunas latas para preparar algo de comer, Alex hizo el primer
recorrido. Como medida de prevención, Giovanni les dijo que se pusieran los
chalecos antibalas que llevaban dentro de las maletas. Desde el momento que salieron
del restaurante, todos se incorporaron una pistola a la cintura. A pesar de la
incomodidad, prefirieron colocarles los silenciadores.
Giovanni fue hasta su maleta y buscó el teléfono satelital. Marcó por segunda vez
el número de acceso directo a la oficina de Kruger.
Solo timbró dos veces.
—¿Sí?
Giovanni reconoció al instante la voz de su jefe.

***
—¡Por fin! Esta vez háblame claro. Quiero un reporte detallado.
Durante las últimas horas, Kelly no se había separado de su jefe. Suerte para
John, pues así tenía a alguien que soportara sus maldiciones. La chica fue y le sirvió
un vaso de té, que siempre lo ayudaba a pensar cuando se encontraba con situaciones
estresantes.
—Ni Jack ni Shangó regresaron del lugar de encuentro —comenzó a explicarle

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Giovanni—. Se suponía que Shangó recogiera a Jack…, lo más probable es que
alguien estuviera siguiendo a nuestro guía. En fin, el punto es que ninguno de los dos
regresó. Supuse que algo no iba bien. Pero me demoré demasiado en tomar una
decisión.
Las palabras del italiano iban cargadas de ira… y algo más que John no supo
reconocer.
—¡Alguien nos delató! Nos vendieron como a malditos aficionados —rugió
Giovanni desde el otro lado de la línea—. Al salir de la casa un sniper le cortó el
cuello a Alí.
Kruger lanzó su vaso contra la pared. El cristal estalló en diminutos fragmentos
esparciéndose por la alfombra. De manera casi automática, Kelly buscó una manta
para comenzar a limpiar los pequeños trozos de vidrio.
John suspiró y sacó a relucir una calma que jamás creyó tener.
—Estamos vivos gracias a que previamente había montado una pared de humo
que nos permitió distraer al sniper —tras una pausa el italiano prosiguió—. Fuimos al
lugar de encuentro, donde recogí las maletas. Lo interesante fue que en ese lugar me
topé de frente con Heldrich.
Kruger se desabrochó los botones del chaleco y estiró el nudo de su corbata.
Intentaba llevarles aire a sus pulmones sin resultado alguno.
—El maldito espía está siendo ayudado.
Se hizo una pequeña pausa.
—Si ya están armados, no hagan nada aún —al otro lado de la línea se escuchó un
gruñido—. Espera mi llamada de regreso para darte nuevas instrucciones. Quizás
pueda invertir la situación.
Kruger colgó el celular. Sin perder un solo segundo volvió a marcar otro número.

***
El guardaespaldas se aceró a la piscina y le alcanzó el teléfono satelital.
Nikita Sokolov dio varias brazadas hasta el borde, dejando atrás a cuatro chicos
que se bañaban completamente desnudos. Frunció el ceño al ver el nombre que
aparecía en la pantalla. Se suponía que dentro de unos días recibiría esa llamada.
Aquello solo podía significar dos cosas: se habían adelantado los planes, o arruinado.
Decidió aplacar sus dudas lo antes posible.
Apretó el botón de respuesta.
—¡Me han matado a dos de mis muchachos…! —Sokolov escuchó la voz de
Kruger como un rugido desde el otro lado. Nadie jamás le hablaba a él de esa manera.
Pero esa vez haría una excepción—. ¡Nos tendieron una maldita trampa!
—¿Y por qué me llamas a mí? Yo te pago para que resuelvas mis problemas, no
para que me cuentes los tuyos.
—El problema es que los contratiempos surgieron a partir del hombre que nos

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recomendaste, que a estas horas, ya ha de tener una hermosa habitación VIP en el
infierno.
Sokolov no rugió o lanzó cosas contra las paredes. Ese no era su estilo. Miró a la
piscina, en donde los chicos habían comenzado a penetrarse unos a otros. Una
punzada de placer recorrió todo su cuerpo, obligándolo a bajar el tono de su voz hasta
responder con un susurro:
—¿Dónde está el Alfa? —Sokolov conocía muy bien los términos militares
usados en la HSI.
—En estos momentos, escondido…, están esperando mis órdenes.
—Muy bien, espera tú las mías —luego agregó—; primero déjame hacer una
llamada.
Kruger fue a decir algo, pero se le perdieron las palabras. Nikita le colgó.
Salió de la piscina, él también estaba desnudo. Un guardia se apresuró a taparlo
con una bata.
—Márcale al general Julio —le ordenó a su guardaespaldas.

***
El general Julio Sandoval fue despertado por el jefe de sus escoltas, el incansable
Alfredo.
Sandoval tardó varios minutos en despabilarse del sueño. Miró a la mesa que
había junto a la cama y que sostenía la lamparita de noche. Bajo esta, un reloj de
cuerda anunciaba que eran las tres de la madrugada. Hacía tan solo una hora que se
había acostado.
Al ver cómo Alfredo le extendía el teléfono satelital se espabiló al instante. Vio el
número en la pantalla y gruñó para sí.
—Hola, camarada, ¿qué pasa?
—Muchas cosas, viejo camarada —Sandoval comprendió de inmediato que algo
no iba bien—. Tu muchacho está muerto.
—¿Cómo? ¿De qué estás hablando?
—El guía que me recomendaste, está muerto.
Sandoval no daba crédito a lo que estaba escuchando. ¡Shangó! ¡Muerto!
Imposible.
—Mandé a cinco de mis mejores muchachos, y me han eliminado a dos, los otros
están esperando mis órdenes.
—No puede ser —Sandoval se resistía a aceptarlo. Significaba aquello que
acababan de matar a su mejor hombre, a su mano derecha en cuanto a negocios
internacionales, y a la vez habían eliminado a dos mercenarios extranjeros. ¿Qué
demonios estaba pasando?
—Si no tienes nada que ver con esto —Sandoval sintió claramente la amenaza, y
le hubiera gustado cagarse en la madre del ruso, pero recordó que ambos tenían un

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nuevo enemigo en común—, tan solo quisiera que me ayudes a aclarar esta situación.
—Viejo camarada, dame una hora. Alguien tiene que responder por la vida de tus
hombres y del mío, créeme.
Ambos colgaron a la vez.
Julio Sandoval se levantó y se puso una piyama. Luego mandó a buscar a su hijo
mayor.
Cinco minutos después, Antonio entró en el cuarto.
—¿Qué está pasando?
—Necesito que comiences a hacer llamadas.
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—Mataron a Shangó.
—¿Qué…? —Antonio no podía dar crédito a aquellas palabras—. ¿Estás seguro?
—Acabo de recibir una llamada de Nikita, y créeme, él no tiene ni pizca de
sentido del humor.
—Por Dios, ¿pero quién tuvo los cojones para…?
—Lo sabremos pronto —Sandoval interrumpió a su hijo poniéndole una mano en
el hombro—, llama a uno de nuestros oficiales de confianza que estén en esa zona.
Que comiencen la búsqueda de Shangó cuanto antes. Diles que es asunto de vida o
muerte.
—¿Prioridad?
—Uno…, por supuesto. Quien haya atacado a Shangó, nos atacó a nosotros.
Antonio se llevó las manos al rostro mientras asentía con la cabeza sin parar,
como si tuviera un resorte en el cuello.
—Ahora mismo comienzo a hacer las llamadas.

***
Esteban Ramírez escuchó el zumbido del vibrador de su celular.
—¿Pero quién cojones está llamando a esta hora? —gritó. Al ver el número de la
pantalla su voz cambió automáticamente—. ¡Ordene!

***
Duanys aún no había pasado la resaca, y el jueguito con Isabel lo había dejado
más agotado aún. Por eso solo escuchó el celular al cuarto timbrazo.
Al ver las cuatro llamadas perdidas de su padre se le paralizó el estómago.
Aquella línea solo era para casos de emergencia… ¿Habría pasado algo? Fuera lo que
fuera, bien grave debía de ser para que su padre lo llamara a esa hora.
—¿Diga?
—Activa todos tus sentidos y escúchame atentamente —su padre no hablaba,
rugía—. ¡Y pon el jodido celular al lado de tu cama! ¡Última vez, te repito, última
vez que te llamo y no me contestas el puñetero teléfono!

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Duanys sintió la voz del viejo bastante alterada por la tensión y la ira…, pero
había algo más. Su padre estaba excitado por otra razón.
¡Qué bicho lo habrá picado!
Comprendió que estaba asustado, así que algo bien grande estaba pasando. Su
padre no se espantaba por cualquier cosa.
—¿Qué pasa, viejo?
—¡No me hagas preguntas estúpidas y escúchame! ¿Recuerdas el asunto de
Shangó?
—Sí, sigo trabajando en eso; pero…
—No quiero un pero más, necesito que hagas magia y localices a ese hijo de puta.
—Entiendo, ¿qué debo hacer entonces?
—La situación es la siguiente.
En pocas palabras, el coronel Ramírez lo puso al tanto de todo lo que estaba
ocurriendo. Incluido que era posible que Manuel, el abuelo de la chica española que
estaban siguiendo, estuviera relacionado con la desaparición, secuestro, o lo que sea
que le hicieron a Shangó.
—Mañana a primera hora vas a tener a tres oficiales bajo tus órdenes esperando
en la Comisaría —Duanys sonrió ante la idea de tener un grupo bajo sus órdenes, sin
dudas llamaría la atención y atraería la envidia de muchos otros oficiales de mayor
rango—. Tienes que remover cielo y tierra… ¡No me importa cómo lo hagas, ni los
recursos que uses! Te repito, tienes que encontrar a ese cabrón de Shangó. Por lo
menos una pista que indique dónde demonios está metido.
—Dalo por hecho.
—Hijo —Duanys palideció, su padre jamás usaba términos cariñosos con él. El
viejo debía de estar verdaderamente aterrado—. ¡No la vayas a cagar esta vez! Hay
demasiado en juego, que te quede claro.
Su padre colgó sin despedirse, como siempre.
Al viejo aún no se le había olvidado que no pasó el examen para convertirse en un
Tropa Especial. Esta era la tercera oportunidad que le daba. Además, conocía
demasiado bien a su padre para saber que algún peje gordo estaba tras todo aquello.
Como todo en el sistema militar, si lograbas el objetivo, vacaciones y un estímulo; de
lo contrario, te consumirías en la mierda.
Después de la llamada, Duanys no pudo conciliar el sueño. Isabel seguía en el
baño. Pensó que durante una semana su esposa lo trataría como si él no existiera,
hablándole en monosílabos y esquivando su presencia en todo momento.
A la mierda con ella, ahora tengo problemas más importantes.
Despejó su mente todo lo que pudo. Necesitaba dormir al menos cuatro horas. La
mañana iba a estar muy ajetreada. No podía ir simplemente y coger al anciano
Manuel por el cuello y obligarlo a decirle qué cojones sabía de Shangó. Tenía que ir
paso por paso, pero tampoco demasiado lento. Lo primero era encontrarle la pista al
negro traficante. Y para eso tenía al hombre ideal.

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El Manco tendría que ayudarlo a como diera lugar.

***

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Capítulo 61
El tiempo perdido

Día 4… 11:20 pm

Lucía se untó en las manos la crema de almendras y pepino por tercera vez. Después
la esparció sobre la espalda y los hombros desnudos de Nancy.
—¡Ah… esta fría!
—A callar, cierra el pico y los ojos.
Nancy obedeció, permitiendo así que Lucía le diera el mejor masaje de su vida.
Al cabo de un rato la piel de Nancy estaba suavizada como la de un bebé. Todos los
signos de tensión habían desaparecido y la chica se quedó completamente dormida.
Lucía tuvo una rara sensación que jamás había experimentado. Involuntariamente, le
besó la frente a la joven mientras le arreglaba un mechón de cabello.
Después de todo soy mujer, supongo que es el instinto materno que llevo
dormido.
En lo más profundo de su ser pudo comprender la lucha de sentimientos que
pujaban en la mente y el corazón de Nancy. Por un lado la veía como a una amiga
mayor, por el otro como a una madre. Realzadas ambas figuras por su imaginación,
de ambas la adolescente exigía un abrazo, un beso, un consejo y la seguridad de que
al día siguiente todo saldría bien. Que no debía de preocuparse por nada.
No tuvo que mentirse a sí misma. Le encantaba representar ambos papeles.
Una sombra se movió a su espalda y ella giró para ver de quién se trataba. Bajo el
marco de la puerta se encontró con una mirada, tierna y cariñosa, pero algo
posesiva… el Nava la observó de una manera que hasta entonces no lo había hecho.

***
—Gracias.
—¿Por qué?
—Por la manera en que te has comportado con mi hermana —el Nava quiso decir
algo más, pero no supo escoger bien las palabras—, es… es solo que ella, ella
extraña… Es complicado de resumir, pero Nancy necesita una madre.
Lucía percibió cuán difícil era para el Nava hablar de esos temas, ella hubiera
querido abrazarlo y poderlo consolar como acababa de hacer con su hermana, sin
embargo, rompió en un sollozo incontrolable.
—¿Pero…, y eso? Vamos, si te portaste hoy como la heroína de una película.
—Que… ¡qué te den por culo, capullo!
El Nava sonrió y la abrazó.
Hasta ese entonces Lucía no se había percatado del momento tan íntimo que

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estaba teniendo con el mulato. ¡Por fin solos! Miguel estaba dándose una ducha, los
abuelos ya se habían acostado. Mario andaría inventado de las suyas y Nancy estaba
dormida. Ellos dos habían quedado solos en el patio de la casa. Por único testigo
había un bombillo que hacía su máximo esfuerzo por no morirse, y su luz combatía
las tinieblas a intervalos, dejándolos por breves momentos a merced de una oscuridad
absoluta.
Lucía hubiera querido quitarse el vestido, dejar que el Nava le acariciara sus
senos, que le hiciera el amor como la zorra en que quería convertirse… sin embargo,
no pudo dejar de llorar.
—¿Por qué lloras?
—¿Por qué…? Por todo, por todo… Dios, no los conozco, no te conozco. ¿No sé
de dónde leches han sacado esos cojones? —El Nava le acarició el rostro, pero ella
pareció no darse cuenta—. La manera en que te moviste cuando golpeabas a tu
padre…, eso no se aprende en un día, y los gemelos, ¿de dónde cojones sacaron los
cuchillos? Jamás se los había visto encima… ¡y yo de imbécil trayéndoles navajitas
de manicura! ¡Y ustedes con cuchillos capaces de intimidar a un puto caballero Jedi!
El Nava le sonrió mientras negaba con la cabeza.
—Aún no has respondido mi pregunta, ¿por qué lloras?
Lucía intentó calmarse, pero unos suspiros incontrolados hacían que su pecho
saltara como el de un bebé.
—Es por el tiempo perdido. Nava, lamento no haberlos conocido antes, no saber
nada de ustedes, de mi familia, del abuelo y la abuela, de mis primos, de sus
problemas, sus miedos… sencillamente no sé quiénes son, por qué hacen las cosas
que hacen, siento que están actuando conmigo, mostrándome las cosas que yo quiero
ver, pero no como realmente son. Lloro por el odio y la rabia que no puedo
expresar… ¡y porque me gustas un montón…!
Lucía sintió que su corazón podía dejar de latir. No pudo creer que aquellas
palabras se hubieran escapado de su boca.
—Te entiendo —fue la simple respuesta del Nava.
¡Joder, acaso no me escuchó!
—¿De dónde sacaron esos cuchillos? —preguntó sin atreverse a mirarlo a la cara,
agradeciendo a la suerte que en ese instante la luz se hubiera apagado, así el Nava no
podría ver los colores que de seguro se le subieron al rostro—. No son cuchillos
normales, ¿y por qué Miguel cojea de su pierna derecha? ¿Por qué tiene todas esas
cicatrices en la espalda?
El Nava suspiró y se llevó la mano a la cadera. Desenvainó un pequeño pero
grueso cuchillo con cabo de madera tallada, o algún otro material que ella no supo
identificar.
—Lucía, las cosas no son nunca lo que parecen —por su tono de voz, ella supo
que el Nava iba a tener un momento realmente intimo con ella—, los jóvenes como
nosotros no podemos vivir de un trabajo común y corriente, eso ya lo sabes. Para

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sobrevivir en este país tienes que ingeniártelas, vivir el día a día, nadar como un
tiburón en el mercado negro.
—Eso ya me quedó claro.
—Bien, pues como debes de imaginarte, en ese mercado negro siempre hay
competencia. Hace cinco años atrás los gemelos y yo fuimos a Sagua, un pueblo
cercano al nuestro. La visita iba a ser rápida pues solo recogeríamos un cargamento
de tenis Adidas. Coincidió que en esos días había carnavales. Después que recogimos
nuestras mochilas repletas de tenis, nos dirigimos hacia la salida del pueblo. Para esto
hubo que atravesar toda una multitud. Una chica súper sexy tomó por la mano a
Miguel y lo invitó a bailar.
El Nava hizo una pausa. En ese instante la luz de la bombilla regresó. Lucía vio
un brillo del más puro odio en los ojos del mulato. Percibió la tensión en el aire, a
causa de la tormenta de imágenes que debían estar asaltando la mente del Nava.
Ella lamentó que por su culpa él tuviera que revivir esos recuerdos.
—Caímos en una trampa que nos puso una pandilla de sagüeros.
—¿La joven?
—Sí, la hija de puta era la novia del jefe de la pandilla, quien apareció como de
casualidad y vio a su novia bailando y restregándole las nalgas a otro. Al instante se
armó la pelea… yo realmente no sé cómo pasaron las cosas, pude tirar a varios para
el piso, pero no fui lo suficientemente rápido. Cuando nos viramos Mario y yo, vimos
a Miguel en el piso, con el jefe de la pandilla encima de él dándole puñaladas.
Lucía se llevó las manos a la boca para ahogar un grito.
—¡Por Dios!
—La policía llegó al rato y pudimos sacar a Miguel —el Nava hizo una pausa
mientras le ponía su cuchillo en las manos a Lucía—, le dieron siete puñaladas…
Por eso las cicatrices y la cojera…
—Al final comprendimos que todo había sido un montaje para robarnos las
mochilas…
—¿Casi matan a Miguel por unas mochilas de zapatos?
—Bienvenida a Cuba. Lo peor del caso fue que Miguel, tras ser sometido a ocho
operaciones quedó cojo de por vida. Pero ahí no acabó el problema.
—¿Qué pasó con el cabrón que los atacó?
—Lo llevaron a juicio, pero como su tío era un coronel del ejército, salió libre de
condena por falta de pruebas. Nadie testificó en su contra.
—¡Es que no lo puedo creer!
—Ni nosotros, pero como bien dice el viejo Manuel, la justicia es divina, pero en
ocasiones, los hombres deben intervenir.
—¿Qué quiso decir el abuelo?
—No lo sabemos aún, pero lo curioso fue que una semana después el jefe de la
pandilla apareció en una cuneta, desangrado y “desarticulado”. Después de todo sí
hubo justicia.

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—¿Desarticulado?
—Alguien se tomó el tiempo de cortarle con un filoso cuchillo las articulaciones
de los brazos y las piernas. Según el examen forense debió de tratarse de un carnicero
o un experto en combates con armas blancas.
Lucía no pudo evitar estremecerse.
—No me mires así, no tuvimos nada que ver con eso. Mario y yo estábamos con
Miguel en el hospital, y el abuelo estaba para la casa de la playa.
—¿Y los cuchillos?
—Los cuchillos, mmm, ok, para que no te sientas más fuera de lugar te contaré un
secreto de familia. Cuando Miguel regresó del hospital, el Viejo nos llevó a los tres
para el centro del cafetal. Allí nos entregó a cada uno estos cuchillos…
—¡El abuelo, no lo puedo creer!
—Así mismo, como te lo cuento. Los cuchillos son de cabo de venado y
diseñados para hacer cortes profundos, son armas para autodefensa.
—¡Joder con el abuelo! ¡Sigo sin poderlo creer!
—Pues sostente en la silla, que aún falta la mejor parte. Desde ese día, tres veces
a la semana tenemos clases privadas con el abuelo, de defensa personal con cuchillos.
Sí, como lo oyes, el Viejo es un experto en combate cuerpo a cuerpo con cualquier
tipo de armas blancas.
—¡Ostias! —Lucía reflexionó unos segundos—. ¿Crees que el abuelo tuvo que
ver algo con el asesinato del pandillero?
—¿No querías saber quiénes somos realmente?, pues ya sabes algunos secretos de
la familia. Nunca hemos hablado de eso, jamás… —el Nava hizo una pausa y ella
sintió el peso de su mirada en la oscuridad—. Tenemos nuestras sospechas, pero hasta
ahí…
Por primera vez, Lucía juzgó que ahora si pertenecía a la familia, pues ya
compartía con ellos un importante secreto.
Entonces pasó lo inesperado.
El Nava la tomó por el cuello y la atrajo hacia él, lo siguiente que Lucía sintió fue
la experta lengua del mulato recorriendo cada rincón de su boca. El mulato le apretó
su rostro con ambas manos, mientras que le mordisqueaba los labios, para luego
volver a besarla de una manera dominante y salvaje… A Lucía nunca antes la habían
besado así.
Se escucharon pasos por el lado de la casa.
Lucía se echó hacia atrás mientras intentaba recuperar el aliento. Miró hacia el
rincón donde aparecería Miguel, Mario o… ¡Rebeca!
¡¡¡Rebeca!!!
—¿Interrumpo algo? —Dijo inocentemente la bailarina—. Nava, nada más que
me enteré en el pueblo de lo ocurrido vine a saber cómo siguió tu hermana. Hay
varias personas que te están buscando. Omega también necesita hablar contigo, ella
está esperando frente a tu casa.

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—Vamos entonces.
El Nava se levantó y la miró fijamente.
—Nos vemos mañana.
Esas fueron sus únicas palabras.
Al salir por el lateral de la casa, la bailarina se encontró con Mario.
—Hola Rebeca.
—Hola Mario.
El Nava caminó hacia el pasillo seguido por Rebeca. Esta echó una última mirada
hacia atrás, donde estaban Mario y Lucía. Para sorpresa de Lucía, la mirada iba
dirigida a Mario. Este lanzó una maldición.
¿Qué está pasando aquí?, ironizó Lucía.
¿Debía sentirse enojada o alegre? El Nava la había besado al punto que aún sentía
el sabor de los labios en su boca, sin embargo, la mirada de Mario hacia Rebeca la
había distraído por completo de esas sensaciones.

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Capítulo 62
En busca de respuestas

Día 5… 7:45 am

Lucía leyó el cartel que había sobre la puerta: “Café Literario”.


Se trataba de una pequeña tienda con unas diez mesas para servir sándwiches y
refrescos. En España los llaman cibercafé. En una de las esquinas, cinco
computadoras separadas por cubículos formaban la esencia del lugar.
Una de esas computadoras era lo que necesitaban.
Durante todo el trayecto desde la casa, los primos permanecieron en silencio, el
Nava también parecía distraído, y evitaba que sus miradas coincidieran.
Lucía temió lo peor.
Si el mulato no quería nada con ella, podría sobrevivir; pero que la ignorara…
—Pues este es el lugar —señaló Miguel.
—Denme una hora.
—¿Crees que con eso sea suficiente?
—Necesito hacer una amplia investigación —explicó Lucía, ya comenzando a
molestarse por el silencio del mulato—, ustedes hagan lo que sea que vayan a hacer.
—En una hora pasaremos a recogerte —dijo Mario.
Los tres le dieron la espalda y comenzaron a alejarse.
Lucía se sintió como una olla de presión a punto de explotar, al menos hasta que
el Nava se volteó, le guiñó un ojo y le lanzó esa mirada que a ella le aflojaba las
piernas.
—¡Capullo…! —murmuró Lucía sin poder contener una sonrisa coqueta.
Entró a la tienda.
Un joven con toda la pinta de ser un nerd se acercó a ella.
—Buenos días, ¿en qué le podemos ayudar?
—Necesito una computadora con acceso a Internet.
Cinco minutos después se encontraba sentada frente a una página abierta de
Google.
Antes de comenzar la búsqueda, anotó las preguntas que necesitaba, pues quedó
horrorizada con las tarifas que el Gobierno cubano cobraba por navegar en la fuente
más grande y temida de información. Sin dudas, Cuba era el país que más caro vendía
el acceso a Internet.
Cuando tuvo la lista completa escribió en el buscador: Submarinos desaparecidos
durante la Segunda Guerra Mundial…, y con rapidez apretó Enter. Al cabo de un
minuto la pantalla se llenó de páginas web con links que se conectaban a artículos
relacionados con la pregunta.

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—¡Madre de Dios…!
No supo si estaba horrorizada por la lentitud del internet, o por la cantidad de
información.

***

8:10 am

Gerardo tomó la llamada.


—Ordene.
—Gerardo, es el Gordo.
—¿Qué pasa? ¿Ya me tienes alguna respuesta?
—Hermano, necesitamos hablar, es urgente.
—Ok, dame una hora para resolver un galón de gasolina y voy para…
—No, olvídalo, ya estoy llegando al pueblo.
—¿¡Cómo!? Oye, me estas asustando.
—Si tú tienes miedo, yo estoy cagado. En quince minutos te veo en el segundo
piso de la biblioteca.
—Ok, allí estaré.
El Gordo colgó.
Gerardo se quitó el uniforme y se vistió de civil. Como de costumbre, se guardó
la pistola a su espalda.

***

8:12 am

Duanys llegó a la estación de policías. Dentro ya lo estaban esperando tres oficiales.


Uno de ellos llevaba una tableta digital bajo el brazo.
—Buenos días, sargento —dijo el jefe del grupo, quien también ostentaba el
grado de sargento.
—Buenos días, ¿con quién tengo el gusto?
—Mi nombre es Ángel Rojas, y estos dos son mis subordinados: Yunior es el
grande del grupo, y este es Lalo, así le decimos todos —el sargento Rojas hizo una
pausa—. Sepa que me dejaron bien claro que debía ponerme a sus órdenes —y dicho
esto le entregó la tableta.
—Excelente, muchachos, encantado de conocerlos, ahora pongámonos a trabajar.

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—A sus órdenes: usted dirá.
—Lo primero es localizar a uno de mis contactos. Él conoce al hombre que
estamos buscando.
Duanys se metió la mano en el bolsillo y marcó el número del Manco.

***

8:14 am

El Manco llevaba más de tres meses acostándose con la esposa de Rogelio, el mayor
de la PNR.
Como de costumbre, durante la noche anterior la insatisfecha esposa lo llamó
pidiéndole que pasara por la casa, pues su marido estaba de guardia. A las doce de la
noche, después de todo un día de parranda, se apareció en la casa. Estuvo con ella
toda la madrugada, hasta que por fin creyó haber apagado el fuego uterino de la
insaciable mujer.
En cuanto amaneció, recogió sus cosas y salió de la casa sin despedirse.
Se conocía todos los rincones y atajos del pueblo, por eso prefería ir atravesando
los patios de las casas, saltar alguna que otra cerca hasta llegar al callejón de los
edificios. Esa siempre era la ruta que tomaba al escaparse de la casa del mayor.
El callejón de los edificios era un pasillo enjuto que le evitaba dar un rodeo de
más de cuatrocientos metros. Consistía de un lado por la pared de un viejo edificio de
forma cuadrada, con múltiples ventanas caídas, y por el otro se levantaba una cerca
de árboles espinosos hasta unos tres metros. Tenía apenas unos cuarenta pies de largo.
Cuando el Manco entró al callejón y caminó unos pasos, su celular comenzó a
sonar, con su única mano intentó sacarse el teléfono del bolsillo. Cuando por fin logró
sacarlo del estuche, dos sombras al final del pasillo llamaron su atención. En ese
momento supo que algo no iba bien.

***

8:05 am

—Mulato, es que te comiera vivo —dijo Omega mientras hacía un gesto de gata con
sus finas manos.
—No armes tanto alboroto, que después lo amarramos y te lo ponemos desnudo
en una cama —Miguel no pudo aguantar la risa al ver la cara del Nava—, ahora,

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dinos dónde está el Manco.
—Acaba de salir de la casa de la mujer del mayor Rogelio, seguro que hace su
recorrido habitual.
A nadie le asombró la respuesta. Que el Manco anduviera con la esposa del mayor
era el secreto peor guardado del pueblo.
—¿Tiene que pasar por el callejón de los edificios?
—Sí.
—Vales un millón de pesos —le dijo el Nava mientras le daba un beso en un
cachete, luego miró a los gemelos—. Vamos a hacerle una visita a nuestro amigo.

***

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Capítulo 63
Un encuentro inesperado

Día 5… 8:15 am

El Manco vio salir de las esquinas a los gemelos. Cada uno traía en sus manos un
pequeño garrote de madera. Se detuvo y miró hacia atrás…, pero ya sabía quién
estaría a su espalda. El Nava salió de entre las sombras cerrándole la retirada,
también llevaba un garrote de madera.
¡Mierda! Estos hijos de puta me tendieron una emboscada…, estaba metido en
una buena.
Por un instante tuvo la intención de pedir auxilio, pero a esa hora de la mañana
nadie transitaba por ese callejón, obvio, por eso él lo escogía para alejarse de la casa
de su amante sin llamar la atención. Caviló rápidamente las oportunidades que tenía,
quizás hablando a lo mejor podría resolverse la situación, quizás…
—Qué sorpresa más agradable, Miguel Ángel y Súper Mario… y por supuesto,
mi queridísimo amigo el Nava —los gemelos se acercaron más aún, estaba acorralado
—. ¿Amigos, a que debo esta visita?

***
El Nava apretó el garrote con más fuerza y midiendo la distancia para no fallar el
golpe.
—Que trates de sacar ventajas en los negocios te lo entendemos, e incluso te lo
admiramos —el mulato le estaba hablando desde su espalda, a pesar de que él miraba
directamente a sus dos compañeros—. Pero lo que sí no entendemos es que nos
vendas como ratas para robarnos en nuestra propia cara.
—Muchachos, ¡no sé de qué están hablando!
—Por lo menos ten cojones de admitir que nos vendiste —exigió Miguel.
El Manco se llevó su única mano con dedos al rostro y dio un largo suspiró,
después les apuntó con el dedo índice.
—Vamos a llegar a un arreglo: la pérdida que hayan tenido yo se las voy a
triplicar, pero no hay que llegar a estos extremos.
¡Y ahí está la confesión…! Ahora el muy hijo de puta quiere llegar a un arreglo,
se alegró el Nava.
Para sorpresa de los tres, el Manco reaccionó con una agilidad que ninguno de
ellos esperaba. Sacándose un largo cuchillo de su espalda lanzó varios tajos al aire,
obligando a los gemelos a retroceder; luego, con la misma rapidez se lanzó contra el
Nava. Este entendió claramente el plan desesperado del Manco: antes de tener que
atravesar a dos, mejor que fuera uno.

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Con lo que el Manco no contaba es que tanto los gemelos como el Nava ya tenían
previsto aquel movimiento.
El Nava retrocedió varios pasos solo para recoger uno de los tantos trozos de
ladrillos que ellos mismos habían esparcido por todo el callejón minutos antes. Tras
recoger la piedra no perdió un segundo y la disparó contra el pecho del Manco; este
esquivó el ladrillo por centímetros, teniendo que aminorar su carrera y chocando
contra una de las paredes.
Era la oportunidad que estaba esperando el Nava.
El Manco sintió cómo el garrote le partió varios nudillos, un grito de dolor se le
escapó junto con su cuchillo. Al mirar hacia atrás, vio que los gemelos llegaban con
sus garrotes levantados.
—¡Esperen, esperen…! —suplicó.
El Nava le aplicó una llave de inmovilización y lo lanzó al piso. Una vez allí,
Mario se tomó la calma de sujetarle una de las piernas y estirársela, dejándole un
ángulo perfecto de la rodilla a su hermano. Miguel levantó el garrote y lo descargó
con todas sus fuerzas sobre la rótula del Manco. Se escuchó un crack proveniente del
hueso partido o astillado.
—¡Ahhhh…, hijos de puta! —comenzó a gritar el Manco.
Miguel repitió la operación tres veces más para asegurarse de partir el hueso.
Asombrosamente el Manco no se desmayó. Mario cambio de posición, esta vez le
inmovilizó la cadera.
El Nava lo soltó para atrapar en el aire el garrote que le lanzó Miguel. El
intercambio tardó menos de un segundo. Miguel le inmovilizó su única mano. El
miedo pudo más que el dolor, el hombre dejó de gritar y suplicó con todas sus
fuerzas.
—¿Sabes lo que les hacen a los ladrones en los países de Arabia Saudita? —le
preguntó el Nava al Manco; este no respondió—. Les cortan las manos y los pies…,
qué salvajes. Nosotros solo te vamos a partir los huesos.
—No, no, no…; yo se lo juro, se lo juro…
—Escúchame bien, cabrón: te van a tener que limpiar el culo durante los
próximos meses, por chivato —Miguel le sostuvo la cara—. Dile de nuevo a tu
sargento que nos robe, y van a tener que limpiarte el culo el resto de tu vida.
Diciendo esto Miguel le dio la señal al Nava. Con un rápido movimiento Miguel
le torció el brazo dejándole expuesto la zona del codo. El Nava dio cuatro rápidos y
certeros golpes.
El hueso del codo salió repentinamente rompiendo la piel.
El Manco se desmayó.

***

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Capítulo 64
Información peligrosa

Día 5… 8:20 am

Gerardo subió, o más bien saltó los escalones de cuatro en cuatro hasta llegar al
segundo piso de la biblioteca. Sus saltos se parecieron a los de un tigre que sigue un
rastro de sangre dejado por una presa. Sus fuertes pisadas en los escalones llamaron
la atención de algunos lectores, quienes levantaron la cabeza para ver a qué venía
tanto apuro, pero en un santiamén el capitán desapareció por la escalera dejando a
todos sumidos en las dudas; aunque solo por un instante, luego volvieron a
concentrarse en sus lecturas.

***
El ejercicio de la carrera lo distrajo de sus pensamientos. Al salir de la PNR,
Gerardo reconoció a los tres oficiales sagüeros: eran los mismos que tuvieron el
problema con Héctor durante los carnavales. El trío iba siguiendo a Duanys, lo que
significaba que el sargento había comenzado a trabajar por su propia cuenta, el que
tiene padrinos se apadrina…
Al llegar al segundo piso vio a su amigo junto a la baranda.
—Gordo, trata de que sea algo urgente —resolló Gerardo prácticamente sin aire
en los pulmones.
Por la expresión de su amigo supo que sí… se trataba de algo verdaderamente
importante. El Gordo, quien siempre se guardaba un chiste para él, apenas lo saludó.
—¿Qué está pasando?
—Gerardo, ¿en qué mierdas estás metido?
—Vamos a armar esto por partes, como diría el doctor Frankenstein.
El Gordo intentó relajarse.
Sacó un cigarrillo y con manos temblorosas lo prendió. Después le dio una larga
calada, se acercó al borde de la azotea y desde allí vio los autos y personas que
caminaban de un lado a otro, como escarabajos apiñados en sus propios problemas.
Fuera lo que fuera debía de ser realmente importante para que el Gordo, quien
padecía de ataques de asma, rompiera su juramento de no volver a probar un
cigarrillo. Gerardo observó cómo su amigo se iba llenando de paciencia a medida que
la nicotina penetraba en su sangre; aun así, el miedo no desapareció de su rostro.
—Las pruebas que me mandaste a examinar ayer, ¿de dónde las sacaste?
Entonces se trata de eso…
—De lo que yo opino es la escena de un crimen, aunque nadie me crea.
—Pues deberían.

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—¡Acabarás de decirme qué encontraste!
El Gordo miró a ambos lados como si temiera que alguien pudiera escucharlos.
—Bien, primero la punta de la bala —el Gordo se sacó el proyectil del bolsillo,
que mantenía dentro de una pequeña bolsa de las que se usan para recoger muestras
—, se trata de un calibre 7.92 milímetros.
El Gordo hizo una larga pausa como si esperara alguna respuesta de su amigo.
Por su parte, Gerardo solo se encogió de hombros.
—¿Y?
—Gerardo, esta maldita bala pertenece a un rifle de francotirador. Para ser más
específico: un Mauser Kar, o un Kar-98 —por la cara de Gerardo, el Gordo supo que
no había entendido una sola palabra. Armándose de paciencia, el Gordo comprendió
que su amigo era cinta negra en judo, y un excelente detective; pero como
especialista en armas estaba frito—. Este calibre no se usa en ningún rifle moderno.
Como comprenderás, eso fue lo primero que me llamó la atención. Entonces sometí
al proyectil a varias pruebas, el primer resultado dio positivo.
—¿Y eso que quiere decir?
—Que tu bala fue disparada hace menos de 48 horas.
—¡Mierda!
—También le hice varias pruebas para determinar su año de fabricación —el
Gordo levantó la bolsa hasta la altura de sus ojos—. ¿Estás preparado?
—No, pero igual… venga la respuesta.
—Pues bien, aquí va lo asombroso: ¡este proyectil fue fabricado en 1944!
—¡Es una broma!
—Ojalá, tú eres el que me dio la muestra, yo solo hice mi magia.
—¿Pero cómo es posible que pueda conservarse una bala durante tanto tiempo?
—Eso no es problema. Solo necesitas conservar el proyectil y el casquillo, lo
demás sería rellenarlo. Y si eres un especialista en armas de seguro sabrás las
medidas y el proceso de fabricación. ¿Acaso no sabías que muchos francotiradores
hacen sus propias balas?
Gerardo se llevó las manos al rostro intentando organizar sus ideas. Pero su
amigo no le dio tiempo a poner orden en su cerebro.
—La otra muestra que me diste, la mota de algodón ensangrentado, también dio
positiva. Es sangre humana. ¿Cuánta encontraste en la escena?
—Suficiente como para no dejar dudas de que asesinaron a alguien, o por lo
menos quedó en muy malas condiciones.
Por un instante se hizo una larga pausa entre ambos amigos.
—Gerardo, ¿sabes lo que esto significa? —El Gordo fue el primero en romper el
silencio—. Que allá afuera hay alguien con un puto rifle de los años 40, y no
cualquier rifle. Una de las armas con mayor precisión fabricadas en la historia. Si
haces pública esta noticia, el Estado Mayor es capaz de hacer una alerta nacional.
El Gordo tenía razón, reflexionó Gerardo. Si a alguno de los generales del país le

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llegaba a sus oídos que alguien en la isla contaba con un rifle de francotirador…
¡Dios y todos los Santos…!
—Gordo, ya sé que te he pedido demasiado, pero necesito otro favor.
—Lo que sea, hermano —la voz del Gordo sonó cautelosa.
Lo que le iba a pedir sobrepasaba los lazos de amistad, y Gerardo estaba
consciente de ello. Pero necesitaba intentarlo. Si el Gordo se lo negaba, él no podría
reprochárselo.
—De esta conversación ni una palabra a nadie.
Su amigo tardó un largo minuto antes de tomar una decisión, por respuesta solo
asintió con la cabeza.
Pedirle al Gordo que omitiera aquella información era el equivalente a jugarse
toda su carrera militar. Incluso ambos podían terminar en prisión. Pero con aquel
simple gesto, su amigo le demostraba que era su escudo antibalas y mucho más. Se
estrecharon las manos y finalizaron la misteriosa reunión sellando su amistad con un
abrazo.
—Sea lo que sea, resuélvelo rápido —le advirtió el Gordo.
—En eso estoy, créeme.

***
Mientras bajaba la escalera, Gerardo escuchó el timbre de su celular.
—Dígame.
Era uno de sus agentes que trabajaba en el Café Literario. En pocas palabras le
contó que la española, la nieta de Manuel, acababa de imprimir una rara lista.
—Sácale una copia a todo lo que imprimió, dentro de media hora paso por allá a
recogerla, gracias. ¡Oh, y te debo una!

***

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Capítulo 65
Otro enigma

Día 5… 9:20 am

Cuando Lucía salió del cibercafé y vio el rostro de sus dos primos y la mirada curiosa
del mulato, ni le pasó por la mente cuál sería su propia expresión. La verdad es que
no estaba muy segura de sus ideas. No sabía si correr o caminar deprisa, si reírse o
llorar de felicidad. Bajo su brazo llevaba más de diez hojas impresas. ¡Diez hojas que
les cambiarían la visión que hasta el momento tenía de la historia universal!
—Y entonces, ¿qué descubriste?
—Tíos, esto es grande… ¡Joder, esto es demasiado grande!
—¡Pero cuéntanos de una vez!
—Primero, necesitamos un lugar donde podamos sentarnos con calma y sin ser
interrumpidos.
—El techo de la Terminal de Ómnibus —dijo rápidamente el Nava.
—Perfecto.
A Lucía no le quedó bien claro a que se referían hasta que estuvieron en el lugar.
Literalmente, subieron por una escalera de cabillas herrumbrosas hasta el techo de
una Estación de Ómnibus. Desde los bordes se podían ver los techos de los camiones
con sus cabinas adaptadas para pasajeros. Aquellas modificaciones mecánicas a los
modelos originales de los camiones ya no le llamaban tanto la atención a Lucía, quien
tras cinco días en Cuba, supo que los cubanos inventaban más que los chinos.
Los cuatro jóvenes se refugiaron del sol a la sombra de unos tanques de agua
cubiertos por el moho y plantas de hiedra. El lugar realmente parecía desolado y
perfecto para lo que ellos necesitaban, además de que los tanques les brindaban una
sombra larga y húmeda. El piso estaba lleno de botellas rotas o vacías, y no faltaban
los preservativos usados. Sin dudas aquel lugar debía de ser el escondite perfecto para
parejas clandestinas que buscaban su momento de intimidad.
Lucía sintió una punzada de celos al imaginarse cómo el Nava supo de aquel
lugar.
Desde los seis metros de altura que tenía la Terminal de Ómnibus, podían
observar una buena parte de la ciudad. En otro momento hubiera apreciado la
hermosa vista, pero ahora las manos de Lucía temblaban demasiado como para
enfocarse en los alrededores.
Los gemelos se percataron de los nervios de su prima.
—Saca el material —le apremió Miguel al Nava.
El mulato extrajo de su inseparable mochila cuatro vasos de plástico, tres latas de
una imitación barata de la Coca-Cola, llamada por los cubanos Tropicola, y una

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botella de Habana Club Añejo 7 Años.
El mulato abrió la botella y derramó un buen chorro en el piso.
—¿Y eso, por qué lo botas? —preguntó Lucía.
—Para que los santos no nos pidan.
Lucía pensó que debía de ser algún ritual de los cubanos.
El Nava echó tres dedos del ron color miel en uno de los vasos, luego lo mezcló
con dos dedos del refresco gaseoso. Repitió la operación en los otros tres vasos, y al
terminar, cada uno cogió su vaso y los levantaron en señal de brindis.
—Por la salud… —pidió Mario—, que belleza nos sobra.
—Salud —repitieron a coro.
Lucía probó cautelosamente la bebida, solo para descubrir que estaba riquísima.
Ante los ojos bien abiertos de sus primos se bebió más de la mitad del vaso.
—Suave prima, que engaña.
—¡Ostias! Esto está buenísimo, solo nos faltan cuatro buenos porros de
marihuana.
—¡Ole… y que viva España! —dijo Miguel imitando el acento de su prima—.
Ahora acaba de leer lo que descubriste.
Las palabras de Miguel la trajeron de vuelta a la realidad. Tras un segundo trago,
Lucía se ajustó a la seriedad del momento. La conversación que iban a tener a
continuación les cambiaría la vida… literalmente.
—Esto es lo que pude imprimir —comenzó a decir Lucía, a la vez que ordenaba
las hojas—. Bien, aquí vamos:
“Hasta la actualidad continúan desaparecidos más de 120 submarinos alemanes,
la lista sin dudas es menor, ya que sencillamente muchos de los números de las naves
fueron alterados por motivos desconocidos —Lucía hizo una pausa para mirarle el
rostro a sus primos, tanto ellos como el Nava estaban tensos como cuerdas de violín
en pleno concierto—; el 7 de mayo de 1945 el ejército alemán declaró su rendición,
dando por finalizado el gran conflicto bélico conocido como Segunda Guerra
Mundial. A pesar de la caída alemana y la llegada de muchos submarinos alemanes a
puertos de los Aliados, izando la bandera de la rendición, se perpetuó la duda de si
aún quedaban U-Boot navegando libremente por los mares del mundo”.
—Esto ahora se pone más interesante.
“En la mañana del 10 de julio de 1945, tres meses después de haber finalizado la
guerra, emergió en el Mar del Plata, a menos de dos kilómetros de la costa Argentina,
el submarino alemán U-530. Ante el asombro de las autoridades de todo el mundo,
toda la tripulación fue sometida a largos interrogatorios, sin poder sacarles nada de
provecho. Aparentemente, el submarino formaba parte de algún convoy que viajaba
hacia algún punto desconocido en Centroamérica, y debido a una fuerte tormenta
quedó separado del grupo”.
—Realmente, esto nos queda demasiado grande —dijo Miguel a la vez que
interrumpía a su prima—. ¿Creen que lo que encontramos esté relacionado con ese

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submarino?
—Creo que sí —confirmó Lucía—, escucha lo siguiente:
“La pregunta que estremeció a todos fue: ¿podría Hitler haber escapado en ese
submarino, o en algún otro? Más de cincuenta oficiales de alto rango que formaron la
base militar y la estructura política del Tercer Reich continúan desaparecidos,
¿podrían algunos de ellos haber viajado también en ese submarino?
Por si el misterio de un submarino aparecido de la nada en el Mar del Plata no
fuera suficiente, 38 días después, el 17 de agosto de 1945, subió a la superficie el U-
977, un submarino alemán de última generación en el mismo sitio que su compatriota
se había entregado. Con la aparición de este último, no quedaron dudas de que existía
una flota que estaba huyendo por los mares del Caribe”.
Lucía tomó el vaso y se dio otro trago para refrescarse la garganta. Ninguno fue
capaz de articular una palabra. Se podían escuchar claramente todos los ruidos
provenientes de la ciudad, pero ellos apenas eran capaces de respirar.
Ahora comenzaban a entender la magnitud de lo que habían descubierto. El
origen de un submarino oculto a más de 30 kilómetros tierra adentro en una cueva
submarina de Cuba, significaba posiblemente la llegada de nazis a la isla. Una vez
que los gobiernos supieran de semejante secreto, se iniciaría una mega investigación.
El fenómeno mediático de propaganda internacional arrasaría en la isla, poniéndola
en la portada de todos los periódicos del mundo. De la noche a la mañana las líneas
aéreas quedarían repletas por millones de turistas. Científicos e historiadores de todos
los lugares pagarían millones por ser parte del proyecto de investigación del búnker
nazi…
—¿Qué más encontraste? —preguntó el Nava.
Lucía llenó sus pulmones de aire y prosiguió:
“En septiembre de 1946, otra historia paralizó los nervios de millones de
personas. El Juliana II, un buque ballenero islandés, declaró haber sido interceptado
por un submarino alemán. El capitán del buque, Christian Hecla, dijo que un
submarino de gran tonelaje les ordenó que detuviesen su marcha, siendo abordados
por la tripulación y su Capitán. El suceso ocurrió entre la Antártida y las Islas
Malvinas, donde el capitán del submarino ordenó a su tripulación que descargaran
combustible y víveres.
Lo que parecía ser un robo en alta mar, resultó ser una venta forzosa, ya que el
capitán pagó todo lo que trasbordaron a su submarino, y como pago por las molestias
causadas, le entregó diez dólares a cada miembro de la tripulación del buque
ballenero. El capitán del submarino no solo pagó la carga tomada, sino que les
informó a Hecla y sus pescadores sobre la posición de una manada de cachalotes,
permitiéndole horas después al buque atrapar dos excelentes ballenas.
El avistamiento de este nuevo submarino, y las sospechas de una posible base
secreta nazi, siguen siendo temas recurrentes en el mundo, pero hasta el momento
nadie ha podido demostrar que tal teoría sea cierta”.

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—¡Dios, pues nosotros acabamos de encontrar la respuesta! —exclamó Miguel.
“Hasta la actualidad hay un sinfín de preguntas que surgen, aunque la única y más
importante es: ¿qué estaban transportando esos submarinos?”.
Finalizó Lucía.
Todos se miraron atontados. Por más de un minuto ninguno fue capaz de decir
una palabra.
—Tenemos la clave del enigma —anunció Mario—, solo necesitamos abrir el
submarino para ver qué tiene dentro.
Una vez más volvieron a encontrarse las miradas. Lucía sintió mareos, y no
estaba segura de si eran producidos por el ron o por la sugerencia de que debían
regresar a la cueva.

***

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Capítulo 66
Algunas cosas no son lo que parecen

Día 5… 11:45 am

Duanys les pidió a todos los dioses, santos y demonios, que su padre no lo llamara.
Simplemente porque aún no tenía ninguna respuesta para el viejo.
Desde la mañana estaba buscado como un loco al Manco. Llamó a su centro de
trabajo, a su casa, a la casa de tres de sus amantes, incluso llegó a amenazar a varias
chiquillas que se prostituían bajo sus órdenes; pero nadie, nadie sabía dónde estaba el
maldito proxeneta. Lo había llamado al menos unas cuarenta veces a su celular; pero
nada, sencillamente lo mandaban al buzón de voz. Decidió probar una vez más. A fin
de cuentas, era lo único que podía hacer.
Al cuarto timbre alguien le respondió.
—Diga.
Era una voz femenina.
¡Ese cabrón debe de haberse quedado dormido en casa de una de sus putas!
—¿Quién cojones es usted?
—¿Quién cojones quiere saber?
Duanys quedó sorprendido por el descaro de la respuesta. Después se percató de
que quizás se lo merecía. Pero eso solo le demostraba que quien tomó la llamada no
era una puta de alquiler.
—Póngame con el Manco —le ordenó.
—Eso no va a ser posible…
—¡Pero quién cojones eres tú para darme órdenes, haz lo que te digo!
—Señor, quien le habla es la enfermera María Martínez, del hospital de Tres
Caminos, y no le permito que me hable en ese tono… ¡O quién cojones se cree usted
que es! —aquello no tenía sentido, ¿qué hacía una enfermera con el celular del
Manco? La mujer agregó—: Para finalizar, los cojones te los metes en el culo.
Luego le colgó.
Duanys se llevó las manos al rostro y sintió su tic nervioso en su ojo derecho.
Hospital Tres Caminos…
—¿Se encuentra bien, sargento? —le preguntó uno de sus subordinados.
—No, realmente no; alístense, que vamos a visitar el hospital del pueblo.

***

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11:50 am

Atravesar el Ojo del Pirata fue mucho más difícil que la primera vez.
Y todo debido al miedo de un derrumbe. Lo único que les brindaba algo de
consuelo, fue saber que muy pronto tendrían la respuesta a uno de los misterios que
aún no habían sido resueltos por los detectives históricos. Una vez que estuvieron del
otro lado, los cuatro jóvenes se reagruparon y fueron directo a la escotilla con el
anillo de acero que coronaba su cima.
Esta vez sí que iban mejor preparados. Llevaron mochilas, sogas, palas, y hasta
un pico. Cada uno de los gemelos llevaba un largo y afilado machete. Por su parte,
Lucía tomó su cámara digital y cuatro juegos de pilas recargables Energizer.
También llevó dos memorias de 16 GB, las cuales pretendía llenar con miles de
fotos y videos. Quizás fuera un poco extremista de su parte, o los nervios la tenían
paranoica, pero ya había pensado en donde escondería las memorias en caso de que
alguien la detuviera e intentara confiscarle las tarjetas.
Como no pudieron recorrer gran parte de las secciones del búnker debido a la
falta de luz, esta vez Lucía compró dos faroles eléctricos junto con seis nuevas
linternas. La joven de la tienda que les vendió los productos, les preguntó que donde
iban a enterrar al muerto…

***
El primero en bajar, como siempre, fue Mario; luego le siguieron los demás.
Una vez dentro del búnker, Lucía volvió a tener aquella sensación de que alguien
o algo los espiaba. Y es que desde el primer momento estaba esa pregunta que todos
evitaron hacerse, pero que martillaba constantemente en sus cabezas. ¿Dónde estaban
los inquilinos de aquel lugar?
Todos sintieron de golpe la misma sensación: de pequeñez, de insignificancia,
como simples motas de polvo suspendidas en el aire, comparados con aquellas
paredes repletas de historia. Tras reponerse nuevamente de la impresión, acomodaron
los faroles y se armaron con las linternas. No perdieron un segundo más. Pasaron por
entre las filas de cajas y los tanques de guerra directo hacia el embarcadero del
submarino.
El agua de la laguna que rodeaba al coloso de acero resplandeció como un espejo
que se tragaba la luz de las linternas. Lucía sintió un miedo terrible al imaginarse caer
en aquellas aguas oscuras y ser arrastrada hasta las profundidades por las manos de
alguna criatura mitológica.
Miguel, como siempre, era el precavido del grupo. Hizo cuatro lazos y se los puso
a cada uno en la cintura.

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—¿Y esto? —preguntó Mario.
—Para que no nos perdamos dentro del submarino…, idiota.
—Yo me cago en tu madre —se defendió Mario.
—Es la misma que la tuya…, imbécil.
Mario quedó perplejo y no supo qué decir…, como siempre. Por su parte, Lucía
amaba cada vez más a sus primos, eran lo máximo…: podría derrumbarse el techo de
la cueva que ellos continuarían haciendo sus chistes.
—¡Pues yo la tengo más grande que tú! —dijo Mario sin permitir que la pelea
terminara a favor de su hermano.
Lucía tuvo que aguantar la risa, mientras Miguel se aseguraba de que su lazo
estuviera bien ajustado. La soga los unía a los cuatro dejando tan solo dos metros de
diferencia. Mario sería el guía. Amarraron la punta de la soga a un pilón, de esa
manera crearon su propio hilo de Ariadna.
—¡A la carga! —gritó Mario mientras ponía sus pies en una vieja y oxidada
escalera que conducía directo a la torreta del submarino.
El Nava era el último y el encargado de llevar en sus hombros el rollo de soga. A
medida que iban avanzando, este iba estirando la soga de manera tal que no se
enredara en nada. Cuando los cuatro estuvieron sobre la torreta, miraron hacia la
punta del submarino.
A sus lados había dos cañones que Miguel identificó rápidamente como dos
baterías antiaéreas de 20 milímetros. Protegidos por una baranda caminaron un poco
más hacia la punta, allí encontraron un tercer cañón más grande aún. Era otra
antiaérea de 37 milímetros. Miguel señaló la anilla de acero en la escotilla de entrada.
El Nava fue el primero en intentarlo, aunque sin éxito alguno. El anillo de acero
no se movió ni un centímetro. Desilusionados por solo un momento, en una segunda
tentativa el mulato se percató de que la puerta de entrada estaba abierta. Mario lo
ayudó a levantarla.
Una fuerte corriente de aire resopló desde el interior, como dándoles la
bienvenida al inframundo. Mario alumbró el agujero oscuro, que dejó a entrever una
escalera que conducía al interior.
—¿Quién es el primero? —preguntó nervioso Mario.
—El que más grande la tiene, por supuesto —le respondió Miguel.
Mario volvió a alumbrar la entrada.
—¿Y si eso allá adentro está lleno de zombis?
—Tranquilo, hermano —le dijo Miguel mientras abrazaba a su gemelo—, el
Nava va a tener listo el cuchillo para cortar la soga. De que se coman a cuatro, mejor
que se coman a uno.
—Ya…, gracias, esas son justo las palabras que necesitaba escuchar.
Sin más juegos ni risas, Mario se apoyó en la baranda y comenzó a bajar por la
escalera.

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***
12:20 pm

Duanys preguntó por el Manco en la recepción del hospital.


Una señora, canosa y con unas gafas que parecían los reflectores de una rastra,
hizo una mueca cuando escuchó el apodo. Por la apariencia de la mujer, que le
recordó a Duanys una especia de ogra, supo que esa era la enfermera que le tomó la
llamada. Por lo visto la señora debía de estar haciendo las dos funciones, de
enfermera y recepcionista a la vez.
—El pobre hombre está en la sala de recuperación.
—¿Dónde es eso?
La ogra, como si tuviera todo el tiempo del mundo, buscó con suma paciencia el
nombre del Manco en un enorme libro escrito a mano.
—Mmm, bien, sí…, no…; ya lo encontré: pasillo C, cama doce, pero dice…
Duanys la dejó con la palabra en la boca. Corrió por los pasillos guiándose por los
carteles indicativos de las puertas y los techos. Pasillo C… pasillo C… ya, bien, cama
doce… cama doce ¿dónde diablos está la cama doce? Cama seis… cama nueve… al
fin… ¡¿pero a este qué cojones le pasó?!
Cuando Duanys llegó frente a la cama no pudo contener una mueca de dolor,
entonces comprendió la expresión en la cara de la enfermera recepcionista. El Manco
tenía puesto un suero intravenoso, y una cadena le sostenía una pierna cubierta por un
yeso hasta la ingle. Su única mano con dedos, también estaba enyesada por el codo y
la muñeca.
En ese momento Duanys sujetó bruscamente por el hombro a un doctor que iba
de pasada.
—Doctor, ¿qué le pasó a este paciente?
El doctor lo miró un poco molesto por el gesto brusco; pero al ver la cara de
desesperación de Duanys, se tranquilizó. Fue hasta la cama del paciente y tomó la
tableta que había junto a sus pies. Leyó por unos segundos el historial clínico que
explicaba detalladamente la situación.
—¡Ah, ya me acuerdo! Hace como dos horas que lo ingresamos —comenzó a
explicarle el doctor, quien tenía unas enormes bolsas bajo los ojos. Duanys
comprendió que debía de haberse pasado la noche recibiendo heridos de los
carnavales—. Llegó diciendo que tuvo un accidente con un camión. Tres fracturas en
la rodilla y el fémur partido. El cúbito…, o sea, el hueso que queda en la parte
interior del antebrazo, ese también se le partió en dos trozos, debe de haber sido muy
doloroso. ¡Sin dudas un gran camión!
Duanys no podía creer lo que le estaba pasando. En cuanto el doctor se retiró, fue
hasta la cama del Manco. Este parecía estar muy sedado por los calmantes. Pero al
instante reconoció su rostro.

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—Hola, Manco, ¿qué te pasó?
—¡Vete a la mierda, hijo de puta!
Aquello no estaba iniciando bien. Duanys se llenó de paciencia, pero ya no le
quedaba mucha.
—Escúchame atentamente, tengo un problema…
—Pues es tu problema, resuélvelo; pero déjame tranquilo y fuera de toda tu
mierda.
Duanys no era ningún imbécil, y sabía que el brazo y la pierna del Manco no se
rompieron en un accidente, de seguro el hombre estaba cagado de miedo. Intentó
hacerlo hablar de otra manera.
—Shangó ha desaparecido, ¿lo sabías? —el Manco no respondió, simplemente
apartó su mirada hacia la pared—. Hay un grupo de personas muy importantes que
necesitan localizarlo. ¿Tienes idea de dónde pueda estar?
El Manco continuó sin responder.
—¿Quién te hizo esto?
—Tú…
—¿De qué estás hablando?
—De que eres un imbécil, un idiota…
—Cuida tu boca si no quieres que te parta también los dientes.
—Pues vete a la mierda, hijo de puta.
—Yo no tengo nada que ver con esto que te hicieron.
—Te equivocas: si supieras cuidar a tus informantes, esto no me habría pasado.
Duanys no tenía ni idea de lo que hablaba el Manco.
—Escúchame, imbécil, necesito localizar…
—¡Vete a la mierda! ¡Hijo de puta…! —le gritó el Manco.
Duanys no pudo soportar más y cogió al hombre por el cuello.
—Tú no tienes idea de con quién cojones estás hablando, ni te imaginas lo que
puedo ser capaz de hacerte.
—¿Qué vas a hacerme? —el reto y desprecio en la voz del Manco obligó a
Duanys a relajarse y soltarle el cuello—. Ya me partieron la única mano buena que
tengo, me importa una mierda lo que seas capaz de hacerme.
—¿Quién te hizo esto?
El tono de Duanys se volvió conciliador; a fin de cuentas, quizás el estado en que
se encontraba su informante sí tuviera algo que ver con él. El Manco notó el cambio
en el sargento y aflojó las palabras.
—Te recuerdas de los gemelos y el mulato —Duanys asintió con la cabeza, a su
mente vino la imagen de los jóvenes y la española—, pues ellos me enseñaron a hacer
bien los negocios. La regla principal: nunca confíes en un policía que no pueda
cuidarte el culo.
Duanys ya había investigado a los gemelos y al mulato, Mario, Miguel y el Nava,
recordó sus nombres. También sabía que de alguna manera trabajaban para Gerardo.

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—Si haces una declaración en contra de ellos ahora mismo…
—¡Vete a la mierda! —murmuró el Manco—. ¿Quieres que me partan cada hueso
que me quedó sano? No, te confundiste de pueblo, ese error no lo cometo de nuevo.
Si no eres capaz de cuidar a tus informantes, ¿cómo cojones quieres que trabaje para
ti?
—Al menos dime dónde está Shangó.
El Manco se viró de espaldas lo mejor que pudo.
Duanys comprendió que aquello era perder el tiempo. Su padre lo iba a matar, y
era eso lo que realmente lo asustaba. Su única fuente, la que podría darle una pista,
estaba muerta de miedo. No le diría una sola palabra, y lo peor es que no tenía como
intimidarlo. Y todo gracias al maldito trío que trabajaba para Gerardo. Más tarde se
ocuparía de ellos. Sin dudas, de alguna manera se vengaría por lo que le hicieron a su
informante. Por el momento tenía problemas más grandes. Pensó con horror que se
estaba hundiendo en unas arenas movedizas hechas de mierda.
¿Y ahora qué hago?

***
1:10 pm

Dentro del submarino, todo era un laberinto de pasillos, sombras y bordes filosos.
Mientras avanzaban por entre pequeñas puertas de seguridad, Lucía le dio gracias
a Dios por tener un primo tan inteligente. Si a Miguel no se le hubiera ocurrido la
idea de usar una soga a manera de hilo de Ariadna, se hubieran perdido hacía mucho
rato.
Las linternas alumbraban cualquier forma o sombra que les llamara la atención, lo
cual sucedía a cada paso. Nadie lo confesó, pero todos esperaban encontrarse de un
momento a otro un compartimiento lleno de esqueletos uniformados…; al menos eso
es lo que siempre pasaba en las películas.
Pasaron los minutos y Lucía comenzó a sentirse un poco decepcionada. No es que
quisiera encontrarse los huesos de antiguos militares nazis; pero a medida que
avanzaban, solo veían más puertas y tuberías colgadas de los techos. Lo único que
habían descubierto hasta el momento, era que sus pasos resonaban como tambores
chinos por dentro del submarino.
La soga que el Nava llevaba al hombro se aproximaba a su fin, y Lucía llegó a
intuir que nada extraordinario iba a ocurrir. Después de todo lo que habían pasado,
cabía la posibilidad de que el submarino no guardara algo de real importancia.
Debido a la oscuridad absoluta, en más de una ocasión tuvieron que proyectar la luz
de todas las linternas sobre un mismo punto y así poder avanzar a través de una
puerta o un recodo demasiado abrupto de los pasillos.
Miguel, una vez más, fue el de la idea de ir dejando linternas que iluminaran

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hacia el techo a medida que iban avanzando. El resultado fue que crearon su propio
camino. Así pudieron ganar distancia y a la vez dejar puntos de referencia.
Por fin llegaron ante una puerta distinta. Durante todo el trayecto a nadie le pasó
por la mente separarse del grupo y mucho menos ir abriendo las puertas que se
encontraban a ambos lados del pasillo principal.
—Esta puerta es diferente a las otras —anunció Mario—, me imagino que
comunique con algún almacén.
Efectivamente, tras abrir la puerta entraron en lo que parecía ser la bodega del
submarino. Cuatro enormes torpedos estaban sujetos por cadenas a las paredes. Lucía
se estremeció de pies a cabeza. Si a alguna de aquellas bombas le daba por estallar,
jamás encontrarían sus restos en aquel sitio.
Al fondo de la bodega vieron un montón de cajas.
—¿Creen que sean más armas? —preguntó Miguel.
El Nava sacó una pata de cabra que traía amarrada a la espalda.
—Lo sabremos en un momento.
Los cuatro avanzaron hasta la primera caja, para descubrir que no solo estaba
apuntillada, sino que varias correas la sujetaban para impedir que se moviera de un
lado a otro. El mulato introdujo la pata de cabra en uno de los bordes. En el primer
intento la madera se astilló. Después de dos enviones más, logró una excelente
posición. Entonces aplicó todo el peso de su cuerpo y la tapa se levantó suavemente.
Repitió la misma operación en las otras tres esquinas.
Luego Mario y Miguel levantaron la tapa.
Lucía creyó escuchar los latidos de todos los presentes. Su propio corazón debía
de estar a punto de explotarle en el pecho. No pudo evitar el temblor que recorrió su
cuerpo.
Todos alumbraron el interior de la caja. Una manta cubría lo que se ocultaba
dentro, fuese lo que fuera. Mario la removió con rapidez y una capa de polvo quedó
suspendida en el aire.
—¡Joder! —exclamó Lucía.

***
1:15 pm

Duanys escuchó el timbre de su celular y las tripas se le estrujaron por el miedo.


—Mierda.
Era la línea privada por la que lo llamaba su padre. Por un instante pensó en no
responderle. Pero aquello no iba a resolver el callejón sin salida en el que se
encontraba.
—Hola, viejo.
—¿Qué has descubierto?

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Duanys sintió la garganta seca.
—Bueno, es que… el hombre está desaparecido —hubo una pausa, su padre no
dijo nada—, he tratado con todos mis contactos, pero…
—Está bien, es muy posible que lo hayan asesinado.
Duanys recordó la sangre en el piso a la entrada de la Casa de la Colina. ¿Sería la
de Shangó? ¿Habría alguna relación?
—¿Qué hago entonces? —preguntó tímidamente.
—¿Has oído hablar del Restaurante del Chino?
—Todos en este pueblo lo han escuchado, pero pocos han entrado.
—Muy bien, el restaurante pertenece a Shangó; allí trabaja su mano derecha, su
hombre de más confianza, el dueño del restaurante.
—He oído hablar de él, lo apodan el Chino.
—Correcto, ve al restaurante e investiga si saben algo de Shangó. ¿Recibiste la
tableta digital?
—Sí.
—Bien, ahí están las fotos del tal Manuel, es muy posible que esté relacionado
con la desaparición de Shangó, o al menos esa es la información que me han dado.
Así que ten cuidado con ese hombre.
Duanys contuvo una mueca irónica.
—Ya vi la foto; pero no creo que ese anciano tenga algo que ver con…
—Usted limítese a seguir las órdenes, a veces las cosas no son lo que parecen, y
ese viejo puede sacarte algún susto.
—Pues entonces ahora mismo salgo para Santa Clara.
—Ten cuidado.
Su padre jamás se despedía…
El viejo podría ser un ogro, pensó orgulloso Duanys, pero en el fondo lo quería.
Duanys salió del hospital y fue hasta el Lada patrulla.
—Nos vamos para Santa Clara.
El chofer lo miró sorprendido, pero no dijo nada.
Durante el trayecto recibió una segunda llamada. Era del encargado del cibercafé
del pueblo. Este le contó de las investigaciones que estuvo haciendo la española.
Duanys anotó mentalmente que debía pasar por allí para verificar de qué se trataba.

***

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Capítulo 67
Resuelto un misterio

Día 5… 1:40 pm

Los cuatro se quedaron atónitos al ver el contenido de la caja.


Moteados por una fina capa de polvo, que desapareció en cuanto pasaron sus
manos sobre las superficies pulidas, encontraron cientos de lingotes de oro. La luz de
las linternas se reflejó en las enormes barras, proyectando un resplandor dorado
contra las paredes de la habitación.
Lucía tomó uno de los lingotes, solo para descubrir que debía de pesar entre 5 o
10 kilogramos. Miguel tomó otra barra y la sostuvo en su mano, intentando medirle el
peso, tras varios segundos dio su veredicto.
—Por lo menos casi veinte libras de oro.
—¡Veinte libras de oro puro! —exclamó Lucía y como puestos de acuerdo todos
observaron en derredor para descubrir exaltados que habían unas cien cajas
aproximadamente.
Los cuatro acercaron más sus ojos a los lingotes. Cada barra tenía una
numeración y el sello inconfundible de un águila sosteniendo un círculo, en su centro
estaba la temida esvástica nazi.
—Si cada caja está llena de lingotes de oro, ¿qué hay en estas bolsas? —la
pregunta de Mario sorprendió a los demás, que apenas si podían apartar los ojos de la
caja.
Cuatro rayos de luz alumbraron el bulto que sostenía Mario, mientras liberaba el
nudo y abría la bolsa. Introdujo la mano con sumo misterio, para sacarla luego repleta
de cristales blancos y brillantes.
—¡O son piedras transparentes, o son diamantes!
Todos se acercaron y metieron sus manos, llenándose los puños con más cristales.
—Creo que acabamos de resolver un misterio —dijo el Nava sin disimular el
temblor en su voz—, ya por lo menos sabemos qué transportaba el convoy de
submarinos.
—¿Pero con qué fin? ¿Financiar otra guerra? —preguntó Miguel—. ¿Y de dónde
los nazis sacaron todo este tesoro?
—No te preocupes de dónde lo sacaron, preocúpate sobre lo que vamos a hacer
con él —le respondió Mario, que comenzaba a experimentar los primeros síntomas de
la fiebre del oro.
—Eh… cabezas de chorlitos —les dijo Lucía captando la atención de los tres—.
¿Se han dado cuenta de lo que acaba de ocurrir?
—No…

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—¡Joder, tíos, que nos hemos vuelto millonarios! —gritó Lucía, y el eco de su
voz recorrió cada pasillo del submarino—. Si cobráramos nada más que el diez por
ciento de todo este tesoro, estamos hablando de millones…
Los gemelos y el Nava, como siempre, la miraron incrédulos. Es que de hecho, ni
ella misma se creía del todo sus propias palabras.
—Lo que hay fuera, los tanques de guerra, las armas, el descubrimiento de un
submarino, todo eso no es nada comparado con este tesoro.
—Y venga de nuevo la otra con los millones —Mario quiso lanzar un chiste, pero
la verdad es que los ojos le brillaban de la emoción.
Aún sin tomar plena conciencia de lo que les estaba ocurriendo, el asombroso
descubrimiento del que por casualidad eran autores, decidieron recorrer la bodega de
un lado a otro, abriendo nuevas cajas y chequeando las bolsas que estaban sujetas al
piso.
—¿Alguien ha revisado qué hay detrás de esto?
La pregunta de Mario los paró en seco. Los cuatro jóvenes se detuvieron frente a
una enorme colección de láminas cubiertas por mantas. Con movimientos expertos, el
Nava y Miguel cortaron las cuerdas que cubrían las mantas y dejaron al descubierto
unos paneles de color ámbar.
—¿Qué diablos es esto? —preguntó el Nava.
Ni siquiera Miguel, que ya había sido nombrado el historiador de armas del
grupo, supo identificar lo que tenían enfrente.
—Parecen ser paneles de color ámbar con formas talladas.
—Pura mierda, me quedo con las cajas de lingotes —Mario habló muy deprisa.
Reflexionó sobre sus propias palabras y llegó a una rápida conclusión—. Un
momento, retiro lo dicho. Si estos nazis se tomaron el tiempo de montar todas estas
cajas llenas de oro junto a esas láminas, algo bien importante deben de representar.
—Créanlo o no, mi hermanito está pensando por primera vez con el cerebro y no
con los huevos.
—¡Hermanito y una mierda! Háblame con respeto, que para eso yo soy el mayor.
Recuerda que nací primero.
Miguel se cayó la boca. Algo que sorprendió a Lucía. Por lo visto aquel era un
argumento ante el cual siempre perdía.
Por fin decidieron tomarse un descanso.
—¿Y entonces…, ahora qué hacemos? —le preguntó Miguel a Lucía.
—Lo primero será documentar el hallazgo. Ya saben, tirar fotos y grabar videos.
Ir creando una base de datos y pruebas que nos avalen como los primeros en la zona
del descubrimiento —hizo una pequeña pausa—; ya saben, en caso de que alguien se
pase por aquí antes de que nosotros volvamos —dicho esto sacó su cámara y la puso
en modo de grabación—. Después necesitaremos contratar un grupo de expertos que
nos puedan asesorar en cuanto a un descubrimiento de este tamaño.
—¿Pero cómo vamos a contratar a un grupo de expertos? ¿De dónde vamos a

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sacar el dinero?
Una sonrisa maliciosa cruzó por los labios de Lucía, mientras señalaba con sus
manos alrededor.
—Yo podría llevarme uno de estos lingotes y venderlo en España. Precisamente
el padre de mi mejor amiga tiene un bufete de abogados. Y uno de sus departamentos
se especializa en subastas de antigüedades.
A medida que hablaba se percató de que poco a poco un plan iba cobrando forma
en su cerebro.
—El verdadero problema va a estar en cómo podré pasar una de esas barras por el
aeropuerto.
—¿No será más fácil que te lleves algunos diamantes?
—No; los diamantes llaman más la atención, por lo general cuando alguien trata
de venderlos todos piensan que son robados de alguna tienda. Pero una barra de oro
con el sello nazi podría pasar por una antigüedad heredada de un abuelo, algo así
como una especie de reliquia histórica.
—Creo que antes deberíamos investigar un poco más de este lugar —sentenció
Miguel—, hay cosas que aún no me encajan.
Todos asintieron.
—Tienes razón —lo apoyó el Nava—, nadie se toma la molestia de viajar en un
submarino desde Alemania hasta la costas de Cuba llevando un tesoro solo para luego
desaparecer.
—Podríamos volver a ir al Café…
—No —la interrumpió Mario—, eso sería llamar demasiado la atención.
—Pero entonces… ¿cómo vamos a poder investigar…?
—Tranquila, prima —la calmó Miguel—, tenemos al hombre indicado para
aclararnos cualquier misterio histórico.
—¡Hermano, eres un genio! ¡Sin dudas teníamos que ser hermanos! —exclamó
Mario.
—¡¡¡Augusto!!! —gritaron a la vez Mario y el Nava.
—Pues hacia la casa de Augusto —dijo impaciente Lucía.
Pero antes de emprender el regreso, tomaron más de treinta minutos de videos,
fotos y dibujos del lugar. También se llevaron un pesado lingote de oro envuelto en
un trozo de tela.

***

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Capítulo 68
Atando cabos

Día 5… 3:25 pm

Duanys ordenó a sus subordinados que se cambiaran los uniformes. Lo menos que
quería era llamar la atención una vez dentro del restaurante. Aunque esa no era la
única causa en realidad. El Restaurante del Chino tenía fama de ser frecuentado por
altos dirigentes y oficiales, por lo que entrar con sus uniformes solo les traería
problemas.
Como bien él sabía, no existía un solo policía en la provincia de Villa Clara que
no estuviera al tanto de lo que pasaba dentro del famoso restaurante. Pero todos,
como por arte de magia, sabían, por su propio bien, que lo mejor era mantenerse
alejados del local.
Duanys entró al restaurante seguido por sus tres escoltas. Un simple vistazo les
bastó para comprender que el tráfico de drogas, prostitución y juegos ilícitos estaban
allí a la orden del día; pero Dios librara a quien tratara de hacerse el héroe. Sus tres
subordinados se comportaron en extremo nerviosos desde que pusieron un pie
adentro.
Duanys no pidió mesa ni fue a la barra de tragos, simplemente decidió no andarse
por las ramas. Necesitaba ir directo al problema. En la recepción no había nadie, por
lo visto la encargada debió de haber ido un momento al baño. Una supermodelo
disfrazada de camarera pasó junto a ellos y Duanys aprovechó para ordenarle que
buscara al encargado del local. La joven le guiñó un ojo y le dijo que en un segundo
se lo enviaban.
Tres minutos después, Duanys escuchó una voz a su espalda.
—Buenos días, ¿en qué le puedo ayudar?
El sargento se viró de súbito para quedar frente a la mujer más hermosa que jamás
hubiera visto. ¡La famosa Irina! La reconoció al instante. La mujer era toda una
leyenda. Había escuchado hablar de ella, pero nunca la había visto.
—Muy buenos días, señorita; necesitamos hablar con el Chino.
La joven hizo un gesto de disgusto y desconcierto.
—¿De parte?
Duanys no se esperaba aquello. Se suponía que fuera él quien hiciera las
preguntas; por otro lado, era común que la joven tuviera sus reservas.
—Dígale que es de parte del sargento Duanys Ramírez.
—¿Tiene algún documento de identificación?
Duanys la miró con cara de pocos amigos. Cosa que a ella no pareció intimidarla.
Armándose de paciencia sacó su billetera y le mostró su carnet de identificación.

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Convencida, Irina asintió.
—Entonces, ¿podemos ver al Chino?
—No.
—¡Pero qué mierd…!
—El Chino vino ayer a trabajar; o sea, estuvo un rato en su oficina y después
desapareció. Salió sin decir a dónde iba, y tampoco se molestó en aclarar a qué hora
regresaba.
Esto cada vez pinta más feo. ¿Será casualidad que el hombre de confianza de
Shangó decide desaparecer justo cuando su jefe continúa desaparecido?
—¿Podemos entrar a su oficina? —Irina pareció dudar—. Solo necesito mostrarle
unas fotos, no será más de un minuto.
—De acuerdo, vamos.
Todos siguieron a la joven por el estrecho pasillo con las paredes cubiertas por
cajas de vinos y rones. Mientras caminaba, con cierta excitación, Duanys se percató
de cómo le era imposible apartar sus ojos del movimiento de caderas de la famosa
Irina. Entraron a lo que años atrás fuera una nevera, ahora estaba remodelada y
convertida en una oficina.
Una vez dentro, Duanys sacó su tableta digital. Movió rápidamente sus dedos
sobre la pantalla táctil hasta encontrar el expediente de Manuel. Señaló una foto.
Justo antes de entregarle la tableta a la joven, recibió una llamada.
Miró la pantalla: ¡la Hiena!

***
4:02 pm

Mauricio Flores no era ni agente, ni oficial, y mucho menos espía del DTI. En la calle
simplemente lo catalogaban por un “chivatón”. Cuando Duanys lo reclutó, lo único
que pidió a cambio de “sus servicios” fue un celular.
Con la fiebre de celulares que estaba invadiendo la isla y las mentes de los
jóvenes cubanos, sobre todo los especuladores, quienes declararon que el último grito
de la moda era llevar un celular a la cintura —sin cobertura— pues la mayoría no
tenían dinero para pagar el servicio, Mauricio no se quedó atrás. Ante semejante
oferta, Duanys no se lo pensó dos veces: no podía perder una oportunidad como
aquella.
Pocos conocían a Mauricio por su nombre, pues todos lo llamaban la Hiena,
debido a una deformación que tenía en sus incisivos y molares. Los dientes,
demasiados grandes para sus pequeños labios, se desbordaban de su boca, dándole la
impresión de una sonrisa permanente.
—¿Qué pasa? —preguntó Duanys.
—Recuerdas que me dijiste que chequeara a la española —le respondió la Hiena.

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—Sí.
—Pues le acabo de ver, anda con sus dos primos y el Nava.
¡Los tres cabrones que golpearon al Manco!
—¿Qué están haciendo?
—Acaban de entrar en la casa de Omega.
—¿Y esa quién es?
—Ese —le corrigió—, es un travesti famoso del pueblo.
—¿Qué están haciendo allí?
—Pues a saber Dios.
—Yo no soy Dios, ¡comemierda! Cuando me llames dame un informe completo,
de lo contrario no me hagas perder el tiempo.

***
3:26 pm

La idea de que hubiera un francotirador rondando el pueblo no se le iba de la cabeza a


Gerardo. Aunque no tuviera las pruebas suficientes, estaba seguro de que nada tenía
que ver con algún atentado a los dirigentes del país. Por desgracia, estaba atado de
pies y manos. Alertar a sus superiores sería una guerra perdida. En caso de que le
creyeran, lo primero que pensarían era en un posible atentado por parte de la mafia
cubano-americana…; por tanto, mejor no perder el tiempo. Hacía mucho que ya él no
estaba para esas estupideces.
¡Shangó es la clave de todo!
Puso a todos sus agentes en búsqueda de información, la pista más mínima, un
rumor, cualquier comentario que indicara el paradero del hombre; pero nada…, como
si se lo hubieran tragado los manglares. Para distraer un poco su mente leyó por
segunda vez las hojas impresas por la española nieta de Manuel.
Interesantísimo.
Como todo buen lector, a Gerardo le fascinaba la historia, y conocer nuevos
descubrimientos o misterios no aclarados le fascinaban. Pero esa información era otro
callejón sin salida.
—¿Qué mierda es esto? —se preguntó en la soledad de su oficina.
La única respuesta que se le ocurría es que la española… (Lucía, recordó su
nombre), estuviera terminando alguna especie de tarea que le orientaron en su país o
algo por el estilo, algún trabajo de investigación… ¡Algo como eso!
… y Manuel… ¿qué cojones estaba haciendo Manuel en ese restaurante reunido
con aquel extranjero…?
Aún no podía creer…; no, no podía aceptar que el anciano estuviera metido en el
tráfico de personas.

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***
Duanys se obligó a apartar su vista del escote de Irina. La mujer debió notarlo,
pero aun así seguía actuando tan sensual como le fue posible. Su belleza era una de
sus mejores armas; para disgusto de Duanys, la muy puta sabía usarlas.
—Sargento…
—Me puedes llamar Duanys.
—Sargento Duanys, entiendo que está haciendo su trabajo; pero si no se ha dado
cuenta, afuera tengo una gran clientela.
La voz de la joven continuaba sensual, pero autoritaria a la vez.
—Esto solo tomará unos segundos —Duanys le mostró su iPad con la foto de
Manuel—. ¿Reconoce a este hombre?
Por un instante, Irina perdió un tanto el color de su rostro. Pero solo un instante,
rápidamente recuperó su tranquilidad.
—Sí, lo reconozco.
Duanys quedó impactado.
—¿De dónde lo conoce?
—Ayer estuvo en el restaurante.
—¿Y?
—Solo pidió una mesa; no le preste atención: no había nada sospechoso en él.
—Entiendo, entiendo.
Por supuesto que no habría nada sospechoso. Irina era una administradora, no
tenía por qué observar a sus clientes, a menos que estos pagaran por ese servicio.
—¿En algún momento vio al anciano hablar con el Chino?
Irina pareció dudar sobre su repuesta. Verla frágil e indecisa la tornaba mucho
más hermosa a los ojos de Duanys.
—Ahora que lo recuerdo, sí…, sí hablaron.
—¿Cómo lo sabes?
—Yo misma lo acompañé para que se reuniera con el Chino, pero después los
dejé solos.
—¿Dónde?
—En esta misma habitación —tras una pausa agregó—, parecía algo normal, el
Chino se reúne con muchos vendedores todos los días, así que supuse que el anciano
le estaba vendiendo algo.
—Está bien…
Alguien tocó en la puerta.
—Adelante —dijo Irina.
Otra joven modelo, de piel india, entró.
—Irina, te necesitan en la mesa seis.
—Diles que estoy con ellos en un momento —sin esperar alguna orden de
Duanys se levantó y fue hasta la puerta—. Sargento, ¿algo más?

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Sí, había algo más. Duanys supo que había algo más. Se lo podía notar en su
mirada y en los gestos nerviosos. El grupo que lo acompañaba solo tenía ojos para las
nalgas y las tetas de la chica; pero Duanys, una vez superado el hechizo que Irina
emanaba, supo que le estaba ocultando algo.
—No, por ahora eso es todo.
—Lupita, podrías acompañar a los caballeros a la salida.
La chica les sonrió.
—Por favor, chicos, síganme.
En la salida Irina le dijo a Duanys:
—Si sabe algo del Chino, dígale que lo necesito aquí con urgencia.
—Por supuesto, siempre es un placer servir.
Solo había caminado varios pasos, cuando tuvo una repentina inspiración.
—Una pregunta más.
Duanys notó la tensión en los hombros de la chica.
Buscó su iPad. Entró en la sección de agentes de la seguridad. Puso en la barra de
búsqueda: Gerardo León. Al instante apareció la foto del capitán.
—¿Reconoce a este hombre?
La joven miró la foto y su cara reflejó la sorpresa como un espejo; realmente no
se esperaba aquella pregunta.
—Sí…; él también estuvo ayer aquí.
—¡Maldita sea!
Y al instante se arrepintió de haberlo dicho. No le gustaba para nada mostrar sus
emociones a una desconocida, y mucho menos si tenía apariencia de estrella porno.

***

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Capítulo 69
Cobrando favores

Día 5… 4:00 pm

Desde que entraron por la puerta, Omega supo que algo no iba bien.
¡Definitivamente, nada bien!
Mientras la visita buscaba un espacio entre los regueros para poder sentarse,
Omega intentó poner algo de orden en su casa-taller, sin mucho éxito. Su sala estaba
cubierta de trozos de maderas, figuras de barro sin terminar, dos caballetes con
cuadros en bocetos, y una mesa de casi cinco metros de largo repleta de instrumentos
artesanales. Taladros, pinzas, martillos, mordientes y barras de acero con formas
únicas eran parte de la decoración.
Cuando todos lograron sentarse, donde pudieron, Omega les preguntó:
—Pues acaben de hablar, ¿o solo vinieron a ver este hermoso rostro?
El Nava fue el primero en tomar la palabra. Abrió su mochila y sacó un pesado
lingote de oro.
—Necesitamos tu ayuda —fueron sus primeras palabras. Acto seguido puso la
barra sobre los pliegues del vestido de Omega.
Omega miró el lingote más con ojos de curiosidad que de miedo. Luego observó
detenidamente a cada uno. Sin dudas, aquello no se trataba de una broma.
Un segundo vistazo activó sus sentidos de artista artesanal. El lingote no era algo
burdo ni con bordes que necesitaran ser emparejados. Se trataba de una barra de
forma rectangular achatada en los bordes y con el signo inconfundible de los nazis.
Quien fuera el que hizo aquella barra, sin dudas usó un molde profesional. No
necesitó ni cinco minutos para comprender que si había algún negocio entre manos,
este iba a ser muy lucrativo. El brillo de la codicia apareció en su mirada.
—Esto es grande, muy grande… ¡Ustedes dirán en qué los puedo ayudar!
—Necesito pasar este lingote por los aeropuertos sin llamar la atención —dijo
Lucía con cierto temblor en la voz—, una vez en España pretendo venderlo en una
subasta…
—Solo quiero el cinco por ciento de la venta —le interrumpió Omega—, yo me
encargo de hacerte un trabajo artesanal y que parezca que el lingote es parte de la
obra de arte; pero a cambio quiero un cinco por ciento.
La voz de Omega cambió totalmente. La sala se colmó de una atmosfera eléctrica.
Todos estaban emocionados y miraban como hipnotizados el brillo de la barra.
—¿No quieres saber de dónde lo sacamos? —Lucía fue la primera en romper el
silencio.
—Me muero de curiosidad… pero no, no quiero que me den ni un solo detalle.

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Omega sabía que en los negocios a veces es mejor no saber demasiado.
—Pues entonces nos vamos —anunció Mario—, te quedas con la barra, y
escóndela bien, que si se pierde vas a saber lo que es gritar una pájara.
—¡Por Dios, qué grosero! Hablarle a una dama de esa manera.
Lucía contuvo la risa ante los gestos exagerados de Omega.
—Solo necesito una cosa —dijo de repente Omega, como si acabara de tener una
inspiración—: mulato, voy a necesitar que me traigas unas cuantas cañas bravas.
—Hecho, mañana por la tarde te las traigo.
Omega, como todo buen artesano cubano, no podía dominar un solo estilo de
trabajo ya que la materia prima siempre escaseaba. Por eso, lo mismo trabajaba la
madera, el hierro, los corales, o la caña brava.
Salieron todos al portal de la casa sin volver a decir una palabra. Mientras se
despedían, Omega cogió por el cuello al Nava y le dio un largo beso tras la oreja.
—En la esquina —le dijo en un susurro—, la Hiena los está siguiendo. Ten
cuidado.
—¿Qué?
Miguel también escuchó el comentario.
Se fueron sin decir más, pero ahora estaban advertidos de que los seguían bien de
cerca. Omega se quedó en el portal, miró una vez más en derredor, y les pidió a sus
santos que esa vez al menos no fuera a meterse en ningún problema…, o al menos no
uno tan grave.

***
4:15 pm

A Irina aún le temblaban las manos. Les pidió a las chicas del restaurante que no la
molestaran, que necesitaba una hora a solas en la oficina.
Una vez dentro, se sirvió un largo trago de la reserva del Chino. Abrió una botella
Chiva Regal y la decoró con varios cubitos de hielo. Después se sentó en el escritorio
de su antiguo jefe. Mientras se daba pequeños sorbos, reconstruyó en su mente paso a
paso la entrevista con el sargento. Sin dudas este no se había tragado toda su historia.
Lo cual, a la larga, conllevaría a un segundo interrogatorio. Intentó calmar sus
alterados nervios, para esto buscó la bolsa llena de diamantes. Ver como las rocas
brillaban sobre la mesa le devolvió la calma, cual si los diamantes irradiaran algún
tipo de aura protectora.
Aquellas rocas titilantes representaban su plan B, su única vía de escape.
Sin reflexionar mucho más sobre su situación actual tomó varias decisiones. Pero
primero buscó el número de teléfono que le dio el anciano. Prefirió llamar desde el
celular del Chino. Más tarde rompería la tarjeta.
Al cuarto timbre escuchó la voz de Manuel.

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—Buenas tardes.
—Hola, Manuel, es Irina.
—Hola —como siempre, el anciano hablaba con una seguridad que la intimidó—,
¿ya fueron a visitarte?
Por lo visto también tenía poderes telepáticos.
—Sí…
—¿Quiénes?
—Son cuatro oficiales, el sargento Duanys Ramírez, y tres más.
—Mmm, ya, bien, muy bien… ¿algo más?
—Tienen fotos de usted, me hicieron varias preguntas…, no creo que se creyeran
todas mis respuestas.
—Tranquila…
Irina no pudo contener los nervios y comenzó a llorar.
—Manuel, esto es demasiado para mí… ¿Alguna vez ha tirado mierda contra un
ventilador? Sí, cuando salpique va a embarrar a todos, y yo soy la que más tiene que
perder. ¿Simplemente no sé qué hacer? Yo tengo un hijo, me entiende, un hijo, y ya
estuve en la prisión… No puedo regresar…
—Tranquila… Respira profundo, necesito que te concentres, un problema a la
vez. ¿Qué más te preguntaron?
—Si sabía algo de Shangó o el Chino —Irina se dio un largo trago para aclararse
la garganta—. Cuando ya se iban, el sargento me enseñó una foto de un joven que
ayer estuvo sentado en una de las mesas de atrás. Solo pidió una cerveza y se marchó
rápidamente.
—¿Crees que ese joven andaba con ellos?
—No, estoy segura de ello. Cuando se lo dije al sargento, se encolerizó mucho y
lanzó maldiciones. Creo que ese joven está trabajando por su cuenta.
Hubo una larga pausa.
Para cuando Manuel volvió a hablar, su voz era pastosa y tranquila, nada que ver
con la voz autoritaria y dominante. En esa ocasión le habló como si fuera el abuelo
que ella nunca tuvo y estuviera dándole los consejos más importantes de su vida.
—Irina… es tiempo que tomes las riendas de tu futuro —apenas el anciano
comenzó, Irina no pudo contener los sollozos—. Eres joven, hermosa, y tienes un don
divino. No lo malgastes, este país no tiene las puertas que tú necesitas abrir para
expandir tu talento. Abre la caja fuerte del Chino, saca todo el dinero. Vete del país lo
más pronto posible. Si necesitas algo, házmelo saber. Tienes mi número.
—Gracias…
No hubo más palabras, simplemente le colgó.
Irina se sirvió un segundo trago, pero no llegó a tomárselo. Acababa de acatar su
última decisión, y para llevarla a cabo, necesitaba su mente tranquila y relajada. El
anciano le dijo todo lo que necesitaba saber. Le dio el empujón que requería para
tomar la decisión que iba a cambiar completamente su vida y la de su hijo.

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Irina no lo pensó dos veces más.
—Es tiempo de tomar las riendas de tu destino… ¡Venga de una vez!
Fue hacia las tres cajas fuertes donde se guardaban los fondos del negocio. La
primera estaba repleta de dólares, las otras solo tenían pesos cubanos y moneda
convertible; en pocas palabras, papel moneda que solo le servía en Cuba. Estas dos
cajas contaban con cientos de miles, pero no tenía tiempo para cambiarlos por
dólares.
Dentro de la primera caja fuerte había un celular que se usaba solo para hacer
llamadas especiales. Entre los tantos negocios del Chino, también había montada una
red de tráfico humano. Por cada doce mil dólares que le entregaban, la persona tenía
un viaje seguro y rápido a los Estados Unidos. Irina no lo dudó un segundo. Había
hecho esas llamadas cientos de veces para coordinar el pasaje a los clientes. Esta vez,
ella y su hijo serían los pasajeros.
Varias palabras en clave fueron suficientes. A la mañana siguiente vendrían a
buscarla. Había dado el primer paso.
Se sorprendió a sí misma con la calma que estaba tomando la situación. Acto
seguido vació en una mochila todos los dólares de la caja fuerte. Habría
aproximadamente unos ciento veinte mil…, más sus diamantes…, sonrió
nerviosamente. Con mucha suerte quizás todo le saldría bien.
Como una medida extrema de precaución, cogió el pequeño revólver calibre 22,
la vida de su hijo podría estar en riesgo y no pensaba correr ninguna clase de peligros.
Al salir por el pasillo se encontró con Lupita. La joven llevaba de la mano a un gordo
colorado y sudoroso debido al exceso del alcohol. Este le iba tocando las nalgas y las
tetas sin preocuparse de la mirada de los demás.
Irina supo del mal rato que le esperaba a la hermosa india, pues iban para los
cuartos de alquiler que están ubicados tras el restaurante. Lupita le dio un beso en la
calva al gordo y le dijo que la esperara en el cuarto número dos. El hombre se fue
protestando y zafándose el cinto a la vez.
—¿A dónde vas? —le preguntó la india.
La joven la miró, y luego miró la mochila.
Irina sabía que trabajaba con mujeres demasiado hábiles. Un simple vistazo de la
india fue más que suficiente para comprender sus intenciones. Sin perder los nervios,
tranquilamente, metió la mano en su mochila y sacó un enorme fajo de billetes. Se lo
entregó a la muchacha. Esta se quedó turbada por unos segundos, luego tomó los
billetes y le respondió:
—Cuídate.
Lupita no pudo contener las lágrimas, pero sujetó fuertemente los billetes contra
su pecho.
—¿Cuánto tiempo necesitas?
—Tres días, —le mintió— ahora te quedas al frente del negocio.
—Muy bien, trataré de darte una semana. Ahora dame un beso, cuídate mucho…

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Suerte.
Ambas se dieron un abrazo y se voltearon para no volver a verse jamás.

***

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Capítulo 70
Cazando respuestas

Día 5… 4:20 pm

Estuvieron más de una hora esperando al profesor Augusto. Pero la casa estaba
cerrada a cal y canto. El profesor no aparecía por ningún lado, este no solo puso un
gigantesco candado a la puerta, sino que colgó carteles por todas partes con
advertencias que a Lucía le pusieron los pelos de punta.
“No entre… Hay perros entrenados para atacar”.
“No me hago responsable del ataque de los perros…”.
“Propiedad privada… No entre, y si entra mire a la derecha… El pitbull lo va a
saludar…”.
—¡Joder con el profe…! Acaso tiene a los hijos de Cujo allá adentro.
—No, qué va… El profesor no tiene perros.
—¿Pues a qué vienen todos estos carteles?
—Para asustar a los ladrones —le explicó Miguel—; tampoco es que tenga algo
de valor dentro de la casa, pero tiene un celo un poco excesivo con sus libros.
—¿Con sus libros?
—Cuando entres a la casa lo vas a entender.
Esperaron quince minutos más. Pero el profesor nunca llegó. Durante todo ese
tiempo el Nava no dejó de mirar hacia la esquina, desde donde la Hiena los seguía
vigilando.

***
4:45 pm

Duanys entró en la Comisaría con fotocopias de los artículos que imprimió la


española. Durante el trayecto los estuvo leyendo sin encontrarles alguna explicación.
¿A qué cojones viene todo esto?
Su informante le dijo que el grupo había estado en casa de un travesti y después
fueron a visitar a un famoso profesor de la localidad. Aquello tenía más sentido.
Quizás la joven solo estaba preparándose para alguna tesis o algo por el estilo.
Duanys tropezó con un hombre que era escoltado a la salida.
El desconocido lo miró de arriba abajo y gruñó una maldición. Pero en cuanto
caminó algunos pasos, Duanys cayó en cuenta de que había algo familiar en ese
individuo. Entonces, como un flash, supo lo que era…: los ojos, era la misma mirada
del mulato al que él le quitó las botellas. ¡El cabrón que golpeó a su informante!
¡Debe de ser el padre!

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Cuando se acercó más al hombre no le quedaron dudas.
Había olvidado el nombre del desconocido, pero no su historia. Recordó que el
día anterior el muy canalla golpeó a la hermana del Nava, o sea, a su propia hija. Pero
para su desgracia, el hermano lo atrapó con las manos en la masa, o en la cara de la
chica. Duanys sonrió al pensar en la paliza descomunal que le dio el mulato, estaba
bien dada, así aprendería a no golpear a una niña.
—Un momento —le dijo al oficial que lo escoltaba—, necesito unos minutos a
solas con el detenido.
El oficial se encogió de hombros y se marchó sin decir más.
—Buenas tardes —se presentó Duanys mientras lo tomaba por un brazo y lo
conducía a un cubículo, apartándolo de la mirada de los curiosos—, soy el sargento
Duanys. ¿Con quién tengo el gusto?
—Pablo… Pablo Navarro.
Duanys asintió.
La voz del hombre mostraba respeto y miedo, pero también curiosidad.
—Sepa que yo no tengo nada que ver con su caso, y hasta donde tengo entendido,
no se le van a levantar cargos.
Duanys pudo leer en el rostro de Pablo como la duda y el miedo comenzaba a
desaparecer.
—¿Entonces, para qué me trajo aquí?
Lo primero sería demostrarle al hombre que era su aliado. Después, le sacaría la
información que necesitaba.
—Mire, usted es mucho mayor que yo, y la verdad es que si golpeó o no a la
muchacha, no es mi problema ni me interesa —hizo una mueca de desprecio—; a
veces a los jóvenes de hoy día es bueno enseñarles a respetar a sus padres. Sabe, yo
también tengo una hija.
Con ese comentario creyó ganarse un poco su simpatía, pero Pablo permanecía
cauteloso y se resistía a relajarse. Sin dudas, el hombre se estaría preguntando de qué
iba todo aquel rollo. En caso de que fuera una posible trampa, lo mejor era
permanecer callado.
—Como le dije, ni usted ni su hija me interesan —prosiguió—; pero su hijo,
quien tengo entendido fue el que le dio esa paliza, pues sí me interesa.
Los ojos de Pablo brillaron con el reflejo de la venganza. Pero continuó sin decir
nada. Duanys supo que andaba pisando terreno seguro.
—El Nava y su dos amigos, los gemelos… ¿Los conoce?
—Sí, ellos fueron los que me aguantaron.
Duanys sonrió. El hombre empezaba a dialogar. Miró por el pasillo para
asegurarse de que nadie podría escucharlos.
—Tres hombres para atacar a uno —Duanys supo que la mejor técnica era atacar
el orgullo de Pablo, hacerle creer que él era la verdadera víctima—. ¡Qué hijos de
puta! Esta mañana esos cabrones atacaron a uno de mis hombres, al igual que a

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usted… ¿Y sabe lo que les voy a hacer?
Una esperanza de justicia apareció en la mirada de Pablo. Pero desapareció al
instante cuando escuchó la respuesta.
—Nada, nada de nada…, y todo porque no tengo pruebas. No tengo una maldita
prueba, no tengo nada que pueda incriminarlos para llevármelos a los tres a la cárcel.
Pablo comprendió al fin de qué iba todo aquello.
—Creo que ya estoy entendiendo: ¿usted lo que quiere es que le diga cómo
arrestar a mi hijo?
—¡Eureka!
—¿Cuánto?
Duanys pareció confundido.
—¿Cuánto qué?
—Cuanto me va a pagar por esa información.
Duanys le sonrió. Después de todo, Pablo sí era un hijo de puta. Armándose de
paciencia miró una vez más por el pasillo.
No había nadie.
—¿Cuánto quieres?
—Unos cien…
Duanys no dejó que terminara la frase.
Cogiéndolo de sorpresa, le dio un puñetazo una cuarta debajo de la mandíbula.
Duanys sabía cómo golpear sin dejar rastros, y sobre todo dar golpes sorpresas que
dejaran fuera de combate a su adversario. Después de todo, sí prestó atención a
algunas de las clases cuando estuvo en la escuela de Tropas Especiales.
Pablo se estremeció mientras se ponía morado y el aire se le escapaba de los
pulmones. Abrió la boca para intentar respirar, Duanys le levantó las manos para
ayudarlo. Cuando Pablo alcanzó a respirar de nuevo, Duanys lo golpeó con la rodilla
sobre la ingle, haciendo que el hombre se cayera al piso de rodillas. Como no le
quedaba aire no podía gritar. Por lo que se estremeció de dolor en el piso.
Duanys le dio la espalda y esperó tres minutos en el pasillo. Al regresar, Pablo
casi le imploró que lo escuchara.
—Por supuesto. Usted dirá.
—En la casa…, la casa del Nava… —dijo el hombre a punto de un desmayo—.
Lo que necesites lo vas a encontrar en su casa.
—¿Qué voy a encontrar?
Pablo sabía, al igual que la mitad del pueblo, en los negocios que andaba su hijo.
—Zapatillas robadas por contrabando, pulóveres, piezas de computadoras…
Duanys sonrió satisfecho. Después de todo no le fue tan difícil obtener lo que
necesitaba. Aun así dejó que el hombre hablara por varios minutos más. Cuando
Pablo terminó, lo ayudó a levantarse. Le estiró la camisa, que se le había embarrado
de saliva y lo llevó a la puerta de salida. Allí se encontró al policía que iba escoltando
a Pablo.

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—Ya terminé con él, ¿podrías acompañarlo?
El policía lanzó una mueca de disgusto y agarró a Pablo por la mano.
—Como siempre, es un placer que buenos ciudadanos como usted nos ayuden a
luchar contra la delincuencia.
Cada palabra de Duanys iba cargada de sarcasmo. Pablo lo miró con despreció y
salió de la Jefatura.

***
5:00 pm

La puerta se abrió y Duanys entró en la habitación sin ser invitado.


A Gerardo no le asombró que alguien pasara a su oficina sin tocar. Aquello ya se
había vuelto una costumbre. Tenía que poner una cerradura.
—Capitán, con su permiso.
—¿Usted dirá?
Gerardo se puso tenso. No imaginaba qué querría Duanys a aquellas horas; pero
lo que escuchó lo dejó completamente perplejo.
—Gerardo, disculpe el atrevimiento por llamarlo por su nombre; pero necesito
pedirle disculpas —Gerardo se congeló por la sorpresa—. Yo sé que usted debe
pensar que yo soy un cabrón a quien le sirven todo en bandeja de plata…
Tienes razón…, prosigue.
—Quiero que sepa que me he ganado las cosas con mucho esfuerzo, a pesar de lo
que la gente diga…, y usted y yo empezamos con el pie izquierdo, por eso le pido
disculpas y apreciaría mucho que esta noche fuera a comer a mi casa, en compañía de
mi esposa.
—Sargento…, no sé qué decirle; realmente creo que hemos tenido nuestras
diferencias —Duanys lo dejó sin palabras, no porque no fuera un cabrón, sino porque
no se esperó que le sacara aquella carta. Esto significaba que el sargento era más
inteligente de lo que él se había imaginado. Subestimar a una persona calculadora
siempre era un error—. Por supuesto, será todo un placer. ¿Necesita que lleve algo?
—Con su presencia será más que suficiente, ahora mismo llamo a mi esposa y le
digo que ponga a hacer unos garbanzos —hizo una pausa para llevarse los dedos a la
boca—. ¡Usted verá lo que son unos garbanzos de verdad, con chorizo y masas de
cerdo!
Gerardo asintió con la cabeza.
Sin más que decir, Duanys salió de la oficina dejando a Gerardo con la palabra en
la boca.
—¿Qué estarás tramando, maldita víbora?
Fuera cual fuera la trampa, de la cual a Gerardo no le cabían dudas, no podía
hacer nada para impedirla. Tendría que actuar como si nada pasara. Ver cuáles eran

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las intenciones de Duanys y después actuar…; sin embargo, para llegar a eso debía ir
a la misteriosa cena.

***

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Capítulo 71
A ritmo de jazz

Día 5… 5:20 pm

Heldrich admiraba al escritor y militar chino Sun Tzu, en especial a su inmortal obra,
“El arte de la Guerra”. Su frase preferida de este libro era: El supremo arte de la
guerra es someter al enemigo sin luchar. Pero para Heldrich, por mucho que
intentara llevar a cabo esa frase, nunca lo conseguía. Al menos lo intentó, se dijo a sí
mismo. ¿Fue ingenuo al creer que había logrado escapar sin dejar rastros?
Recostado en su sillón de la cocina, vio cómo su esposa lavaba el arroz en una
caldera. La anciana lo miró con un tono nostálgico, pero no le dijo nada.
Catalina era la única persona que comprendía los demonios internos de su marido.
Solamente de vislumbrar sus ojos perdidos, ya sabía que quién estaba sentado frente a
ella no era Manuel, el viejo pescador que se la pasaba viendo noticias y leyendo
periódicos.
Fue de esa mirada nostálgica de la que se enamoró Manuel, sin celos ni mentiras,
sin dudas ni temores. Catalina aprendió a quererlo sin preguntarle jamás quien era, o
de dónde había venido. Y Manuel la amaba por eso.
—Vieja, voy a la casa de los trastos —le dijo a Catalina.
Su esposa nunca le preguntaba qué hacía en ese lugar, o por qué tardaba tanto.
—En una hora va a estar lista la comida —le recordó Catalina, él la besó como
siempre solía hacerlo antes de salir de la casa, justo detrás de la oreja; la anciana se
estremeció de cosquillas y le dio un cariñoso empujón—; los muchachos a lo mejor
llegan antes.
Manuel salió por la puerta de la cocina sin darle la espalda a su esposa, justo
cuando iba a desaparecer de su ángulo visual le lanzó un beso.
Catalina había sido su único error en su carrera como espía. Simplemente se
enamoró de ella, un lujo que un espía no puede permitirse. Por aquella época creyó
que todo habría terminado. Solo varios años después, comprendió cuán equivocado
estaba.
Las guerras nunca acaban, al igual que las ambiciones. Están en la naturaleza
humana. El hombre necesita de la guerra tanto como del amor.
Manuel se rio de sus propias reflexiones.
La casa de los trastos medía tan solo cuatro metros de largo por seis de ancho.
Estaba formada por las habituales cuatro paredes, de las cuales solo tres fueron
construidas con trozos de ladrillos y bloques, mientras que el frente era de madera. El
techo, por otra parte, era totalmente distinto, estaba armado con retazos de láminas de
cinc y cartón.

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Como su nombre lo decía, la pequeña habitación solo era utilizada para guardar
sacos de café, de maíz, de arroz, y todo lo demás que no guardaban dentro de la casa
principal. Para poder conciliar el sueño y no tener que preocuparse por los ladrones,
cerraba la puerta con dos candados. Aunque esa en sí era la explicación que les daba
a sus vecinos y nietos…, la realidad era otra.
Antes de entrar se aseguró primero de que nadie estuviera en el patio. Una vieja
costumbre que aún mantenía. Cuando estuvo seguro de que estaba libre de ojos
fisgones, entró en la cabaña y cerró la puerta. Dentro de la casita había tarecos de
todo tipo, incluso hasta un arado que debía llevar allí más de veinte años sin uso. Del
techo colgaban varias poleas y cuerdas. Una soga con un lazo en la punta sujetaba un
pesado racimo de plátanos verdes.
Manuel separó una soga y la pasó por una anilla del techo, luego volvió a pasarla
por dos rondanas ocultas entre las paredes y una viga de madera. La punta de la soga
la sujetó a una anilla de hierro que había en el piso, fuera de la vista de cualquier
intruso.
Quien no entendiera todo el sistema de poleas y rondanas jamás encontraría su
huso. Una vez que todo estuvo en su lugar, haló la soga. La rondana, previamente
engrasada, lo ayudó a incrementar la fuerza. Lentamente, una pesada tapa fue
levantándose del suelo y dejó al descubierto la entrada a una especie de búnker.
Manuel enganchó la soga a otra anilla y bajó por la escalera hacia el agujero. La
puerta de entrada fue cerrándose lentamente mediante un sistema de contrapeso, el
mismo que usaría para salir. Mientras descendía hacia su búnker, se desprendió
completamente de su personalidad de Manuel, para adoptar la de Heldrich.

***
Más de ocho años le tomó construir aquel sitio. Por aquel entonces contaba con el
tiempo y los recursos. Bajo la “casa de los trastos”, había un pequeño búnker de diez
metros cuadrados, que estaba equipado con todos los implementos necesarios para
sobrevivir una larga temporada.
Había conectado una ducha a la tubería del acueducto de la ciudad, (que no por
casualidad pasaba por debajo del lugar), también le puso electricidad externa y para
casos de emergencia tenía varias baterías que recargaba cada cierto tiempo. De lujos,
solo una pequeña cama, un montón de libros en diferentes idiomas, un tocadiscos y
su gigantesca colección de discos de vinilo.
Un inodoro de acero pulido con dos paredes y una puerta quedaba junto a una de
las esquinas. En otra sección mucho más amplia, había un estante con toda clase de
comidas enlatadas. Las condiciones creadas dentro del búnker eran excelentes, pero
el verdadero propósito de aquel lugar era mantener en secreto todo el arsenal que
colgaba de sus paredes.
Heldrich fue hasta su colección de discos de vinilo y extrajo su favorito; “Grandes

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éxitos de Nina Simone”. Prendió el tocadiscos. Levantó el brazo y puso la aguja
sobre la superficie rayada. Un ritmo pegajoso comenzó a inundar cada fibra del
cuerpo del anciano. Mientras que la voz de la cantante afroamericana recorrió el
búnker acompañada por su banda.
Poseído por el jazz comenzó a tamborilear con sus dedos sobre las teclas de un
piano invisible a la vez que marcaba el ritmo con su pie.
Heldrich, dejándose arrastrar por la melodía de la canción, empezó a canturrear
acompañando a la voz que provenía del tocadiscos:

“¿Oh sinnerman, where you gonna run to?


¿Sinnerman, where you gonna run to?
¿Where you gonna run to?
All on that day…
Well I run to the rock, please hide me I run to the rock, please hide me I run
to the rock, please hide me Lord.
All on that day…”.

Mientras Heldrich dejaba que su mente se relajara con las melodías del jazz,
observó la pared que tenía justo enfrente. Sobre pequeños garfios, debían de colgar
más de veinte tipos de ametralladoras de diferentes clases. Todas reliquias históricas
de la Segunda Guerra Mundial. Cada una de aquellas armas estaba engrasada y en
perfectas condiciones para ser usada.
Sin perder el ritmo de la música, se desplazó hasta una de las cuatro mesas que
había en la pequeña sala. Sobre ella estaba su Luger desarmada en piezas. En otra
mesa, a solo un metro de distancia, había una Browning M2 calibre 50, la monstruosa
ametralladora, capaz de desmembrar a un hombre a más de mil metros (poseía una
cadencia de 450 a 635 disparos por minutos), y esta, en su posición de descanso,
parecía querer hablarle sobre victorias pasadas. Heldrich acarició la ametralladora. A
su lado aguardaban varias cajas cargadas con cintas de balas, amontonadas por
doquier, en perfecto orden y con etiquetas que enumeraban su tipo de munición.
Heldrich se sentó a la mesa.
Abrió una caja de ébano con cubierta de marfil, colmada hasta el borde con
pequeñas barras de acero en formas únicas. A las barras les puso una mota de algodón
en sus puntas y luego las humedeció en un recipiente lleno de aceite. También
disponía de varias mantas humedecidas en aceite, con las que comenzó a limpiar los
agujeros y bordes de su pistola.
Después, en los bordes y agujeros, donde las mantas no llegaban, introdujo las
pequeñas barras. La tarea de limpiar sus armas, aparte del mantenimiento, le brindaba
la oportunidad de organizar su mente.
No estaba seguro de por cuánto tiempo podría sostener aquella situación. Un
ataque era inminente, ya fuera por parte de los mercenarios o por el grupo que

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trabajaba para Sandoval. Pero aún faltaban muchas preguntas por hacer.
¿Quién andaba detrás de todo aquello? ¿Quién lo descubrió? ¿Y sobre todo, quién
pagó a los mercenarios?
Las preguntas continuaban amontonándose, pero hacía mucho aprendió que para
encontrar buenas respuestas, hay que buscarlas una a la vez.
Terminó de limpiar la pistola y volvió a unir todas sus partes. Revisó que el
sistema de retroceso funcionara a la perfección. El diseño de las pistolas
semiautomáticas Luger, más que un simple diseño, era una obra de arte. En cualquier
parte del mundo, su forma estilizada siempre llamaba la atención. No en vano los
coleccionistas de armas pagaban fortunas por diseños originales.
Heldrich puso la pistola a un lado, ahora le tocaba el turno a su viejo e inseparable
amigo. Humedeció otra manta en aceite y comenzó a limpiar su Kerambit.
Miró el reloj que colgaba en una de las paredes. Era tiempo de irse.
Conectó el silenciador a la Luger y la acomodó a su espalda. Después fue y apagó
el tocadiscos. Mientras subía la escalera, prosiguió su tarareo:
¿Oh sinnerman, where you gonna run to?

***

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Capítulo 72
Por fin solos

Día 5… 8:10 pm

Para agrado de Lucía, esa noche invitaron al Nava a cenar.


Y como siempre, la abuela se lució de lo lindo. Hizo frijoles negros, arroz blanco
y carne de cerdo asada. Una carne que Lucía jamás había probado tan deliciosa.
—¡A la mierda el filet mignon! —murmuró, mientras se servía una segunda
ración.
Para la cena, Lucía compró dos cajas de cervezas nacionales, la famosa Cristal y
la Bucanero. Mientras comían, se percató de la resistencia que tenían sus primos a la
bebida. Estos bebían las cervezas prácticamente de un trago, recordándole más a un
dúo de británicos que a dos gemelos cubanos. Ella se tomó solo una, no es que no le
gustaran, solo que prefería las cervezas europeas, sobre todo las alemanas. Su
preferida era la Schaetzbier, la famosa cerveza negra, fuerte pero agradable al
paladar, aunque la Budweiser americana también clasificaba en su lista de preferidas.
Después de la cena, todos salieron al portal para escuchar las travesuras de los
anfitriones. Tras media hora, Lucía tenía dolores en las tripas de tanto reírse. Las
historias de los gemelos y el Nava eran infinitas, y en todas ellas, el trío siempre
estaba involucrado en alguna diablura.
A Lucía le fascinó aquel momento. Los cubanos eran muy pobres y tenían
millones de necesidades, ya ella bien que las había visto; pero un instante como
aquel, bien que valía todo el dinero del mundo.
Al rato, la abuela se disculpó para anunciarles que se iba a acostar, y el abuelo no
demoró en seguirla. De igual manera se fueron los gemelos, alegando que
necesitaban resolver algunos problemillas pendientes. Por fin, se quedaron
completamente solos el Nava y ella.
El mulato terminó su cerveza y anunció que se iba. Aquello encolerizó a Lucía.
—Anoche me besaste —le dijo de repente.
—¿Y te arrepientes de ello?
El tono del Nava parecía molesto por algo que a Lucía le era totalmente ajeno, y
tuvo la sensación de que aquella conversación no iba a acabar bien.
—No.
—Sabes qué, mejor olvidemos lo que pasó, seamos los mismos amigos de
siempre.
Lucía no podía creer que estuvieran cortando con ella…; bueno, técnicamente no
había nada que cortar, a fin de cuentas ellos no eran ni novios, ni amantes…
—Como quieras.

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¡Joder, no te vayas!
—Pues hasta mañana.
Sin decir una palabra más, el mulato le dio la espalda dejándola con la palabra en
la boca. Lucía hubiera querido rogarle que no se fuera, que conversaran un poco más,
pero su estúpido orgullo no la dejó expresar lo que su mente y su cuerpo pedían a
gritos.
El Nava desapareció entre las sombras de la calle, dejándola sola y con un nudo
en el estómago. Pero fue peor el dolor que la quemó desde adentro, al punto, que
llegó a sentir algo quebrarse en su pecho. De repente, las lágrimas acudieron a sus
ojos sin poderlas contener.
—¡Pues que te den por culo, gilipollas!
Corrió a su cuarto y se escondió bajo la sábana.

***

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Capítulo 73
Una revelación impactante

Día 5… 8:15 pm

Antes de que Gerardo se diera cuenta, la noche lo cubrió todo de una manera lenta e
imperceptible. Y lo peor: aún seguía sin comprender cuáles eran las verdaderas
intenciones de Duanys. Por desgracia, para bien o para mal, lo sabría muy pronto.
Algunos perros salieron a ladrarle a medida que se iba acercando a la Villa
Militar. Se detuvo frente a la casa de Duanys. Observó cómo una fina capa de luz
escapaba por las rendijas de las ventanas fabricadas con láminas de aluminio.
Miró alrededor.
Sus sospechas se confirmaron. Aquella era la única casa habitada en el área. El
resto de los inmuebles permanecía reservado para visitas importantes. Un perro
volvió a ladrar. Debía de ser el único ser vivo por aquellos alrededores, aparte de
ellos dos y la familia del sargento.
Para la ocasión, Gerardo escogió su mejor camisa de hilo. También compró una
botella de vino para no llegar con las manos vacías. Frente a la puerta, justo antes de
chocar sus nudillos contra el metal, sintió una leve punzada de envidia. Cargó sus
pulmones de aire tanto como pudo…; después, con un largo suspiro, dejó escapar
todo el aire y la rabia contenida.
Para un hombre como Duanys, vivir en una de aquellas casas, que solo usaban los
coroneles y generales, era la prueba evidente del abuso de poder que sostenía al clan
Ramírez. A los cadetes recién graduados, sargentos, tenientes, e incluso hasta a
capitanes que debían ir a cumplir misiones en otras provincias del país, se les
destinaban albergues colectivos, o cuartos privados, los cuales no superaban los 200
pies cuadrados.
Pero la casa a la cual fue asignado Duanys, medía exactamente 2850 pies
cuadrados —Gerardo sabía las medidas pues en una ocasión tuvo que montar un
perímetro de seguridad para un general—, contaba con cuatro habitaciones, dos
baños, cocina y comedor independientes, separados por puertas, y una enorme sala de
estar. Pero el mayor lujo de todos era que disponía de una consola de aire
acondicionado.
Gerardo tocó tres veces en la puerta.
Escuchó desde el interior los pasos del sargento acercándose. Por alguna extraña
razón a su mente vino la frase: Nunca aceptes regalos de los griegos. Y exactamente
eso es lo que estaba haciendo.
Duanys abrió la puerta.
Una ráfaga de aire frío y aromatizante le golpeó el rostro a Gerardo.

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—¡Hombre, ya pensaba que no ibas a venir! —Duanys lo tomó por el brazo y lo
condujo al interior de la casa.

***
Duanys abrió un aparador lleno de finísima cristalería. Escogió con mucho tacto
tres copas con formas ovaladas, después abrió la botella usando un sacacorchos de
aire comprimido —algo que Gerardo solo había visto en las películas—, sirvió en
cada una de las copas tres generosas porciones de vino.
—En un momento regreso —le anunció—, voy a ayudar a mi esposa a terminar
de preparar la cena.
—Adelante —había algo raro en la actitud de Duanys y aquello comenzó a
asustar a Gerardo—, ¿necesitas mi ayuda en algo?
—Para nada, estás en tu casa. Sírvete más vino si lo deseas, ahora regreso.
Gerardo experimentó lo que debía sentir un hombre de campo, abandonado
dentro de una gran mansión, primitivo y carente de cultura. Si ese era el plan de
Duanys, estaba funcionando. Con algo tan simple como abrir una botella de vino y
servírsela en copas de cristal, el sargento le dejó bien claro su enorme diferencia en la
escala social. Gerardo jamás había tomado vino en copas de cristal.
¡Maldito hijo de puta!
Duanys, por mucho que lo intentara, no podía disimular su entusiasmo. Era como
si estuviera disfrutando una gran broma que solo él entendía.
Quedarse solo en la inmensidad de aquella sala, le permitió a Gerardo plantearse
una hipótesis sobre la esposa del sargento, pues la decoración era completamente
femenina y de muy buen gusto. Contra una de las paredes descansaba un enorme
librero; aquello al instante captó la atención de Gerardo. La sala en si parecía una
especie de museo griego. Jarrones de porcelana con figuras helénicas estaban
esparcidos por cada rincón… aunque, entre tantos lujos, no le fue difícil detectar que
el matrimonio del sargento no iba bien.
Para alguien como Gerardo —entrenado para percibir los detalles que a otras
personas les pasaban inadvertidos—, no tardó mucho en comprender que esa magia
de los enamorados no existía en aquella casa.
No había fotos.
Las imágenes clásicas de cualquier matrimonio, las fotos de la boda, algún viaje
de vacaciones, una visita de los padres…, cualquiera de esas cosas tan comunes que
son colgadas en las paredes de una pareja recién mudada… de repente algo más captó
su atención. En la pared al final del pasillo había una foto de una mujer sosteniendo
un bebé. Debía de ser la esposa de Duanys.
Mientras Gerardo se acercaba con curiosidad al cuadro, reflexionó acerca de
cómo sería la esposa del sargento, una heroína sin dudas, pues resistir a semejante
marido era seguramente toda una epopeya. Cuando ya estaba a solo dos metros del

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cuadro, una puerta se abrió.
Entró en la sala una niña de unos tres o cuatro años. Era preciosa, tenía el pelo
rubio y le caía sobre los hombros en gruesos bucles.
La niña lo miró intrigada.
—¿Y quién eres tú? —le preguntó con una voz cantarina.
—Pues… mmm, un amigo de tu papá.
Algo en la niña comenzó a ponerlo nervioso y sin saber por qué. Eran los ojos, sin
dudas: su mirada era demasiado suspicaz y calculadora. Le recordaba terriblemente a
alguien. No estaba seguro de a quién exactamente, pero algo en su interior le decía
que la posible respuesta podría llegar a ser peligrosa. Sacudió la cabeza e intentó
apartar aquellos pensamientos.
¡Por Dios, hasta una niña te asusta!
—Yo tengo tres años —dijo la niña y levantó cuatro deditos.
Gerardo no pudo contener la risa. Se arrodilló junto a la pequeña y le tomó la
mano, después le bajó un dedo.
En ese momento entró Duanys, seguido de su esposa.

***
Isabel quedó paralizada al ver a Gerardo en la sala, agachado junto a Isabela.
Cuando Gerardo la vio al fin, los colores desaparecieron de su rostro. Isabel se
imaginó que ella también debía parecer un fantasma. Sin poderlo evitar, sus ojos
saltaban simultáneamente de la Nena a Gerardo… Él captó cada movimiento de
Isabel, pero tardó mucho más en comprender lo que estaba ocurriendo.
Entonces Isabel experimentó un ataque de cólera que la desarmó por dentro, pues
tuvo que reprimirlo para no delatarse.
Por eso este hijo de perra me insistió tanto en que fuera yo quien cocinara hoy.
Desde el principio, toda la farsa montada por su marido no era más que una
trampa. Lo peor fue comprender que Duanys sabía de su historia con Gerardo. Esto le
provocó al instante otra pregunta: ¿también sabría el resto de la verdad? Ya llevaba
tres años viviendo con aquella víbora de marido, no le era difícil comprender sus
tácticas y estrategias.
Si vives en la jungla, debes aprender la diferencia entre un lobo y un coyote, se
recriminó Isabel.
El plan de Duanys, desde un principio, fue desmoralizar a Gerardo, mostrándole
así el poder que tenía; a tal punto, que hasta se había apropiado de la mujer que una
vez llegó a querer.
Isabel se sintió asqueada al ser parte de aquel derroche de poder.

***
A Gerardo se le tensaron todos los músculos como si acabaran de meterlo en un

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potro de tortura.
—¿Se encuentra bien, capitán? —preguntó Duanys, con un tono burlón.
Gerardo no lo escuchó.
Una mano con dedos gélidos comenzó a rasgarle las entrañas, lentamente; sintió
que una garra le apretaba el corazón. Le dolía el pecho y apenas podía respirar.
Es Isabel…, es Isabel…
La mujer lo miró horrorizada, y palideció tanto, que Gerardo llegó a temer que se
desmayara por la impresión. Sus ojos continuaban saltando de la niña a él, y de él a la
niña.
—Pues a comer —Duanys rompió el silencio—. Déjame presentarte a mi esposa,
Isabel…, este es Gerardo, mi jefe.
—Mucho gusto —las palabras se escaparon de la boca de Gerardo como un
susurro.
—El gusto es mío.
—Y esta preciosura es la Nena —Duanys levantó a su hija mientras la niña
intentaba correr entre carcajadas para escaparse del abrazo de su padre— se llama
Isabela, bastante parecido al nombre de la madre, ¿no crees?
Ahora Gerardo lo tenía claro. La niña era una copia en miniatura de la madre, de
ahí que sus ojos le hubieran resultado tan familiares.
—¿Ustedes no se conocían ya? —preguntó Duanys aparentando una ingenuidad
que rayaba en el descaro—. Gerardo, Isabel estuvo un tiempo en la escuela donde tú
te graduaste.
Gerardo iba a responder, pero Isabel se le adelantó.
—Sí, yo me acuerdo de él. Apenas nos conocimos de pasada.
Gerardo decidió seguirle el juego.
—Por supuesto, ya sabía que tu rostro me era familiar.

***
Durante la cena reinó un silencio espantoso, roto solo por las risas de la Nena y el
raspar de los tenedores sobre la porcelana. Duanys se empecinaba en tratar de
mantener una conversación, a la vez que él mismo le daba de comer a su hija. Isabel
apenas probó su comida.
Por su parte, Gerardo se atragantaba con cada bocado.
Miró varias veces a Isabel, pero esta nunca le devolvió la mirada. La tensión en la
mesa era evidente a pesar de que todos disimularan que nada ocurría. Prácticamente,
podía sentirse la atmósfera densa que arrastraba el aire.
—¿Y cuánto tiempo llevan de casados? —preguntó de repente Gerardo.
Las palabras se le escaparon de la boca, sin una gota de premeditación. Muy tarde
lamentó el haberlas dicho. Isabel lo miró con unos ojos tristes y llenos de reproche. Él
no debería estar tan celoso, pero no podía evitarlo. A fin de cuentas, por su culpa a

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ella la sacaron de la escuela.
—Alrededor de tres años —se apresuró a decir Duanys—, nos casamos en cuanto
Isabel salió de la escuela.
Gerardo experimentó un derechazo directo a la mandíbula. Por unos segundos, su
cerebro no atinó a reaccionar. Despacio, miró a la Nena con más atención que antes, y
una gigantesca duda continuó a creciendo en su cabeza.

***
Cuando todos terminaron, Isabel se levantó y comenzó a recoger los platos.
—¿Te ayudo? —se ofreció Gerardo.
—No, gracias.
—Vamos cariño, deja que el capitán te ayude —Duanys fingió que solo lo pedía
como algo casual, aunque Gerardo se percató del tono para con su esposa…, en
realidad le acababa de dar una orden—. Yo voy a dormir a la Nena.
Duanys cargó a su hija y la llevó al baño.
—Ahora a lavarse los dientes —le escucharon decir en el pasillo.
Mientras tanto, por primera vez en tres años, Gerardo quedó a solas con Isabel.
Había muchas cosas que no entendía, demasiadas preguntas, demasiadas dudas…;
solo algo tenía bien claro: Duanys no se había tomado tantas molestias para preparar
aquella farsa a menos que tuviera un plan.
Recogió a toda prisa los platos y vasos y los llevó a la cocina. Isabel ya había
preparado un caldero lleno de espuma y usaba una esponja para raspar el fondo de las
cubiertos.
—¡Déjame ayudarte!
—¡No…!
Su voz parecía a punto de quebrarse.
Gerardo sintió unas ganas terribles de abrazarla. Estaba tan hermosa, no había
cambiado nada, quizás solo había aumentado unas libras, de seguro a causa del parto.
Lo primero que Gerardo advirtió es que no andaba tan arreglada como solía hacerlo.
Isabel era muy vanidosa, recordó con nostalgia.
Gerardo se le acercó y tomó la esponja de fregar. Sus manos se rozaron e Isabel se
estremeció de tal manera que él tuvo que retroceder.
—No me toques —le dijo en un susurro. A pesar de todo, la voz le tembló por la
tensión contenida.
Gerardo no pudo seguir bajo tanta presión. Quería besarla, pedirle disculpas,
ahora ella parecía tan frágil… ¿O era él?
—Lo siento…, lo siento por todo.
Las palabras se le escaparon una vez más de la boca.
—Pues yo lo siento más.
Fue demasiado. Isabel rompió en llanto y le dio la espalda mientras salía casi que

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corriendo por el pasillo hacia uno de los tres cuartos. Gerardo sintió cómo sus propias
lágrimas le corrían por sus mejillas.
A su espalda, se escuchó una voz.
—¿Todo bien, capitán?
—Perfecto… ¿Dónde está el baño?
—Por aquí, a la izquierda, la primera puerta a la derecha.
Ni por un instante Gerardo miró de frente a Duanys, fue directo al baño. Aunque
pudo sentir el peso de la mirada del sargento a su espalda.

***
Gerardo abrió el grifo, un chorro de agua fría impactó contra la piel de sus manos.
Hizo un cuenco con los dedos y esperó a que se llenara de agua, luego sumergió su
rostro.
La sensación fue relajante; pero no lo suficiente para apaciguar la tormenta en que
se encontraba varado…, aunque tormenta no era la definición exacta para lo que
estaba arrasando con su interior. Un tornado de categoría cinco sería lo adecuado. Al
incorporarse para buscar una toalla, una mirada conocida lo intimidó desde el espejo.
Gerardo se estremeció y dio un paso hacia atrás.
El marco del espejo le ocultaba su nariz y su boca, solo se reflejaban sus propios
ojos. Unas náuseas se le vinieron encima y vomitó en el inodoro. Intentó respirar para
calmar sus nervios, mientras otro estremecimiento le devolvía la comida del
estómago a la garganta. Tragó un buche amargo de jugos gástricos.
Volvió a mirar al espejo. Había visto aquella imagen hacía solo un instante, pero
en otra persona… la Nena.
Por eso fue que la niña lo asustó al comienzo, con razón había algo misterioso en
su mirada. Si antes llegó a tener algunas dudas, ahora todo encajaba. ¡Por Dios…!
Isabela es mi hija.

***
Gerardo necesitaba salir de aquella casa cuanto antes. Pero también necesitaba
respuestas. Buscó en el baño los cepillos de dientes. Desconcertado comprendió que
aquel baño debía de usarse solo para las visitas. Abrió una gaveta y solo encontró
algunas piezas de repuesto para ser usadas en el inodoro.
Probó con la última gaveta. Nada, solo dos rollos de papel sanitario.
Los cepillos debían de estar en el segundo baño. Por suerte, Gerardo conocía la
casa. Pero para llegar allí tendría que cruzar por el pasillo que daba al dormitorio
principal. Allí debía de encontrarse Isabel. Si lo sorprendía, a saber Dios cuál podría
ser su reacción.
Tum, tum, tum…
Duanys le tocó en la puerta.

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—¿Todo bien por allá adentro?
—Sí, dame solo un segundo.
Gerardo escuchó los pasos que se alejaban.
Ahora o nunca…
Abrió la puerta.
El pasillo estaba despejado. Caminó rápido hasta el final y torció a la izquierda.
Pasó por delante de la puerta del dormitorio y tuvo que contenerse para no mirar
adentro.
Al entrar al baño localizó rápidamente lo que fue a buscar. Dentro de un porta
cepillos, había uno con el cabo tallado en la figura de la Bella Durmiente. Sin dudas,
ese debía de ser el cepillo de la Nena.
No conforme, buscó más pruebas.
Miró hacia el pasillo, que permanecía desolado. Volvió a entrar al baño, esta vez
tuvo más suerte con las gavetas. En la primera que abrió encontró una bolsa repleta
de hebillas y felpas para niñas. Eso era justo lo que buscaba. Escogió las más
llamativas, con formas de mariposas y caramelos. Fue muy cuidadoso en su
selección, pues se cercioró de que todas las muestras tuvieran adheridos fragmentos
de cabello.
Se sintió ridículo, pero necesitaba hacerlo.
Si Duanys lo sorprendía no tenía ni idea de lo que podría ocurrir. Recogió todas
las muestras y las ocultó en sus bolsillos. Después volvió a la sala.
Al verlo regresar, Duanys retrocedió varios pasos de forma inconsciente. El
aspecto de Gerardo debía de asustar a los muertos. No le dijo nada, pero Gerardo
reconoció un brillo de triunfo en los ojos del sargento.

***
—Le acompaño a la puerta, capitán —se ofreció Duanys.
Gerardo no respondió. Pero la sonrisa pícara en el rostro de su anfitrión lo
conminó a ponerse en guardia.
Desde que Isabel salió huyendo por el pasillo no volvió a regresar. Por lo que
Gerardo no se preocupó en seguir manteniendo la farsa. Caminaron hasta la puerta de
la casa. Una vez fuera, la oscuridad los envolvió a ambos.
Gerardo se sorprendió al ver justo en la entrada un auto patrulla, un viejo modelo
de Lada. De su interior salieron tres oficiales que reconoció al instante. Era el grupo
que estaba bajo las órdenes de Duanys.
Por primera vez desde su llegada a aquella casa, Gerardo tuvo una oleada de
miedo, y no precisamente a lo desconocido, sino un miedo físico.
¿Qué pensaba hacer Duanys? ¿Darle una golpiza allí mismo en la calle? El lugar
era perfecto y reunía todos los requisitos. ¿Pero después, qué?
Gerardo evaluó rápidamente la situación. Los tres oficiales comenzaron a

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acercarse. En sus actuales condiciones físicas, y el ser un experimentado cinturón
negro en judo le permitían el lujo de poderse enfrentar a dos hombres a la misma vez,
incluso hasta tres…; pero no a cuatro, y menos si esos cuatro también estaban
entrenados.
Un fuerte empujón por la espalda lo lanzó hacia adelante.
Las manos de Duanys se convirtieron en poderosas garras que obligaron a
Gerardo a girar sobre sus propios pies. Una fuerte cachetada lo lanzó contra uno de
los pilares que sostenían el techo de la entrada. Allí quedó paralizado por el miedo y
la sorpresa.
—Escúchame atentamente, pedazo de imbécil —rugió Duanys—. ¿Sabes por qué
no te muelo a golpes? ¿Lo sabes?
Gerardo no respondió.
Varios años atrás, en una situación como aquella, habría actuado de manera muy
diferente. A Duanys le habría partido la nariz de un frentazo, a los otros tres policías
de la entrada… ¡Bueno, esa sería otra historia! Pero de algo estaba seguro: en un
instante habría estallado como un misil sin rumbo ni preocupación del impacto.
—Me tienes harto, ¿me oíste? Me agotas los cojones, te me apareces en todos
lados con tu maldita sonrisa de idiota sabelotodo —Duanys hizo una pinza con sus
dedos y atrapó la mandíbula de Gerardo—. Pero lo peor de todo es que no acabas de
comprender a quién te estás enfrentado.
Duanys se acercó tanto al rostro de Gerardo que este alcanzó a sentir su aliento
cálido y aromatizado por el vino.
—Solo necesito hacer así… —chasqueó los dedos frente a Gerardo— y te
mandan a las malditas montañas del Escambray.
Gerardo miró a Duanys y se sorprendió de su propia sangre fría. El hombre que
tenía delante hablaba y hablaba pero él no podía escucharle. Ahora afrontaba
demasiados problemas. Uno de ellos, de hecho, el principal problema que acaparaba
todos sus sentidos, fue la reciente sospecha de que era padre.
Tenía muchas dudas; pero lo primero, la única idea que gobernaba su mente, era
aclararlas, aunque una voz interior le gritaba que sí…, sí: Isabela es tu hija.
—¿Sabes cuál es otra de nuestras grandes diferencias? —la voz de Duanys lo
devolvió a la realidad— Que siempre voy a estar por delante de ti. No solo me follo a
la mujer que te gusta, sino que es mi esposa, la que me la chupa todas las noches a la
hora que me da la gana.
Duanys soltó el rostro de Gerardo.
—Piérdete de mi vista, imbécil. Y espero que esto te sirva de experiencia. ¡No te
vuelvas a cruzar en mi camino!
Las palabras de Duanys no lo afectaron realmente. Le dio la espalda y echó a
caminar. Nunca te enfrentes a un enemigo en su territorio, y mucho menos si te
supera en efectivos.
Comenzó a andar pensando en que ya habría tiempo para cazarlos uno a uno.

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Dispersa la manada, los líderes son más débiles cuando se encuentran solos.
Había andado unos cien metros cuando se percató de que tenía su puño apretado
alrededor del pequeño cepillo dental de Isabela.

***
Duanys observó cómo Gerardo se iba arrastrando los pies, tal como se imaginó.
Igual que un perro con el rabo entre las patas.
Cuando el capitán dobló por la esquina, el sargento miró a sus tres oficiales.
Aquellos hombres tenían órdenes de secundarlo hasta el punto de ser capaces de
matar por él, y aun así, Duanys prefirió subirles un poco la motivación.
—De más está decirles que después de esta misión todos recibirán un ascenso,
eso sin mencionar el aumento de salario.
Nadie dijo una palabra, pero Duanys observó el brillo de la codicia en sus rostros.
Uno de sus planes ya estaba consagrado. Ahora tocaba el turno al próximo paso.

***

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Capítulo 74
Sombras, descubrimientos y una decisión

Día 6… 1:40 am

Por mucho que intentó atraerlo, el maldito Morfeo no acudió a su cama.


Lucía no podía quitarse de la mente el rostro del Nava. Seguía mintiéndose a sí
misma y buscando excusas para esa reacción del mulato; por otra parte, no estaba
muy segura de lo que había sido, pero el beso de la noche anterior significó algo
especial para ambos. Entonces… ¿qué cambió tanto las cosas?
Se removió una vez más y los muelles del colchón se quejaron con un chirrido
lastimoso. Fue en ese momento cuando vio una sombra que cruzó por debajo de su
puerta. Alguien, sigilosamente, acababa de entrar a la casa por la puerta de atrás. Por
un instante tuvo un momento de pánico, después recordó que el baño estaba al final
del pasillo. Así que la sombra debía de pertenecer a uno de los gemelos que
regresaban del inodoro.
Pensar en ello le dio ganas de entrar al baño.
Se levantó descalza y abrió suavemente la puerta. Toda la casa estaba en tinieblas,
excepto por una luz que había a mediados del pasillo. Cuando miró a su derecha vio
la sombra entrar en el cuarto de Mario. Luego escuchó un susurro de voces.
Algo estaba pasando.
Olfateó el aire y descubrió que sus instintos femeninos más básicos ya le habían
lanzado una información que al principio no entendió. El aire estaba cargado de un
perfume de mujer. Esta vez sí no pudo contener su curiosidad y fue directo al cuarto
de Mario.
Caminó suavemente para no alertar a la intrusa.
—Quédate otro rato… —suplicó Mario, con su voz convertida en susurro.
—No, me tengo que ir —respondió la voz.
Lucía no supo qué hacer, ya estaba a un palmo de la puerta que ni siquiera estaba
cerrada…; sin mucho sigilo alcanzó a mirar hacia adentro.
—¿Entonces para qué viniste? —preguntó molesto Mario.
—Para despedirme, lo nuestro se acabó…, punto; no más, olvida lo que pasó…
¡Ostias de la virgen…! ¡Joder, joder… y joder! ¡Puta madre, es Rebeca…!
Lucía quedó paralizada al recordar las miradas confusas que Mario había lanzado
a Rebeca en ciertas ocasiones…; por supuesto, más claro ni el agua.
Rebeca y Mario eran amantes, el mejor amigo acostándose con la novia de su
mejor amigo. Un triángulo amoroso repetido desde Adán, Eva y la serpiente… ¡Pues
que no jodan!, y por alguna extraña razón, Lucía recordó las frases de Lola, quien
según ella, a Eva y Adán los botaron del paraíso por hacer un trío con la serpiente.

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Desde el principio supo que Rebeca y el Nava no tenían una relación seria, como
le dijo Nancy, solo eran amigos complacientes. Eso la obligó a hacerse una pregunta:
¿no serían Mario y Rebeca también amigos complacientes?
Rebeca se aproximó a la puerta.
Lucía quedó petrificada. Sabía que no le iba a dar tiempo de regresar a su cuarto
sin que la bailarina la descubriera.
—Él no te quiere —dijo de repente Mario—, pero yo sí. Por favor, no te vayas.
Al principio no lo pudo creer, después se tuvo que convencer de que no estaba
escuchando locuras. Su primo le estaba suplicando a aquella puta de carroza.
Inconscientemente, pensó en ella misma, pues horas atrás poco le faltó para
suplicarle al Nava que no se fuera, ¿no se convertía ella en el ejemplo femenino de
Mario?
—Lo mío y lo del Nava es…
—El Nava no te quiere, ¿acaso no te has dado cuenta de cómo mira a mi prima?
Lucía quedó en shock. Si realmente el Nava la quería tenía una manera un poco
cavernícola de demostrárselo. Fuera como fuese, las palabras de Mario hicieron que
Rebeca se detuviera.
—Pasa la noche conmigo.
—No; me voy.
Lucía reconoció el tono de voz de Rebeca, ella misma lo había usado cientos de
veces. Era una manera muy femenina de decir: Si me besas, me quedo…
Al parecer Mario identificó el propósito oculto en las palabras de Rebeca, pues se
hizo un silencio en el cuarto. Fue en ese momento que Lucía decidió mirar por la
rendija que se formaba entre la puerta y el marco.
La poca luz que se filtraba por la ventana fue más que suficiente para dibujar dos
cuerpos que se desnudaban entre gemidos y besos.

***
Regresó a su habitación con temblores por la ira y la desesperación.
¡Pero qué cojones le pasa a la bailarina, se los quiere follar a todos…!
Caminó alrededor de la cama intentando calmarse. Ya había tomado una decisión,
solo que aún no lo sabía.
Iba a visitar al Nava.
No le importaba qué diablos fuera a pensar el mulato de ella…, le importaba más
cómo se sentiría cuando llegara a España y se mirara en un espejo recordando una y
otra vez lo que no fue capaz de hacer. Se cambió de ropa y se puso el salto de cama
más sexy que había traído. Se trataba de un pequeño short de seda con encajes en los
bordes y una blusa casi transparente. No se puso bragas ni sujetador. Se cubrió con
una de las sábanas que había en el closet y salió hacia el pasillo.
Del cuarto de Mario salían unos sonidos casi imperceptibles, pero muy

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particulares.
Por un instante se sintió como una vulgar prostituta de la Edad Media, de esas que
aguardaban en cualquier esquina por el arribo de un posible cliente, veladas con una
simple manta, y cuando algún aventurado pasaba frente a ellas, estas abrían la manta
y le mostraban su mercancía.
No le importó su pudor.
A fin de cuentas, ni el pudor ni la conciencia causaban orgasmos.

***
Lucía abrió la puerta de la cocina tan suavemente como pudo, pues el borde
inferior rosaba el piso causando un ruido patético en el silencio de la madrugada.
Tuvo que levantar la puerta para equilibrar las bisagras y eliminar el ruido… y ya
cuando estaba a punto de salir, descubrió que la abuela se le avecinaba.
¡Me cago en la madre de la ostia!
La anciana iba con la mano pegada a la pared para poder ubicarse en la oscuridad,
Lucía solo tenía segundos para tomar una decisión. Regresar a su cuarto y esperar a
que Catalina terminara de usar el baño, o abrir la puerta.
La imagen del mulato la ayudó a decidirse. Levantó la puerta tanto como pudo y
salió rápidamente hacia afuera. Una vez que el aire nocturno le acarició el rostro, se
preguntó quién era ahora la puta de carroza.

***
La noche era más fría de lo que Lucía se imaginó.
Por suerte, no había un alma en la calle. Una ráfaga de aire gélido se le coló por
debajo de la sábana y se enredó entre sus muslos, provocándole una rara sensación de
desamparo.
La pequeña habitación del Nava estaba a solo dos cuadras; pero de noche, y
guiada solo por algunas pocas farolas, el camino se hacía interminable. En todas las
esquinas le parecía que iba a toparse, o bien a un fantasma, o con un grupo de
violadores. A medida que avanzaba, las dudas la tentaron repetidamente, y estuvo a
punto de echarse a correr de vuelta a la casa. Pero como la primera vez, la idea del
regresar a España torturada por su conciencia, reprochándose constantemente de lo
que no se atrevió, fue más que suficiente para obligarla a seguir adelante.
—¿A dónde vas, muñeca?
Lucía sintió que el alma se le encogía.
Miró atrás y vio a un anciano borracho recostado a un poste. El hombre tenía una
curda tal, que apenas podía sostener sus pies.
—Eh, puta…, que adónde vas…
Lucía apresuró el paso sin atreverse a mirar atrás.
Por fin llegó a la puerta de la casa del Nava. Apenas podía respirar.

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Una luz se escapaba por la rendija inferior de la puerta. Pudo escuchar una música
que provenía desde adentro… Lucía se preguntó cuál sería la reacción del Nava. Por
primera vez la asaltó otra duda: ¿estaría solo? ¿Qué pasaría si estaba con otra chica?
¡Ahí si la habría cagado a lo grande!
Tocó a la puerta.
De nada servía ya seguir torturándose.
El Nava le abrió.
El mulato la miró durante unos segundos que a Lucía le parecieron semanas, y
pudo sentir cómo sus cachetes se ponían al rojo vivo.
—Pasa —le dijo por fin.

***

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Capítulo 75
Felicidades

Día 6… 2:10 am

Gerardo iba rumbo a Santa Clara en su vieja Suzuki a más de setenta kilómetros por
hora.
Sabía que era riesgoso avanzar a esa velocidad, sobre todo por la oscuridad de la
noche y las continuas curvas repletas de baches que desfiguraban la carretera. A lo
que más se exponía era a que algún animal se le atravesara en el camino y en un
intento desesperado por esquivarlo se despeñara por la cuneta.
Aunque con la tensión que llevaba, un accidente era lo menos que le preocupaba.
El aire frío de la madrugada era su único calmante para relajar el conflicto de ideas
que embotaban su cerebro. Como resultado, acelerar más solo lo ponía en una
situación más peligrosa. Por suerte, durante todo el camino no vio ni un solo auto en
sentido contrario. La única luz que rasgaba las tinieblas era el foco de su moto.
Un trayecto que normalmente duraba una hora, lo deshizo en solo treinta minutos.
Para cuando parqueó su moto, ni él mismo pudo creer que hubiera llegado ileso.

***
—Solo espero que esto sea realmente importante —le dijo el Gordo mientras
encendía las luces del laboratorio—. Te voy a cobrar en grande el madrugón, y no
precisamente con películas porno.
El Gordo se percató con rapidez que su amigo no estaba para chistes. Gerardo
parecía enajenado en una tormenta de pensamientos, como si en realidad no estuviera
allí, sino en cualquier otra parte.
—Pues bien, ¿dónde están las muestras?
Antes de salir para Santa Clara, Gerardo había llamado al Gordo y le dijo que
necesitaba su ayuda para confirmar unas muestras de ADN. Al principio, el científico
le sugirió que esperara al día siguiente, pero Gerardo no le dio cuartel. Acordaron que
se iban a encontrar dos horas después en los laboratorios de Criminología.
Gerardo sacó las felpas y hebillas con los mechones de cabello de Isabela,
incluyendo su pequeño cepillo.
El Gordo lo miró extrañado.
—Como todo lo tuyo —comenzó a decirle—, de esto no puede quedar ningún
registro, ¿o me equivoco?
—Correcto.
El Gordo le sonrió.
—¡Oh, qué misterio! ¿En qué estarás metido ahora? —el científico se movió por

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la sala y encendió cuánto artefacto se encontró a su paso—. Ok, estas son las
muestras B, son las que voy a comparar; ahora necesito la muestra A, ¿dónde está?
—Yo soy la muestra A, ¿qué necesitas de mí?
Por primera vez el Gordo no hizo un chiste. Miró a su amigo extrañado y confuso.
—Pues… esto… nada, solo que abras la boca.
Gerardo obedeció y el Gordo sacó un palillo con una mota de algodón en la
punta. Se la introdujo en la boca y raspó delicadamente sus encías, asegurándose de
que la mota quedara empapada en su saliva.
—Con esto será suficiente.

***
El Gordo regresó al cabo de unos minutos.
—Ahora solo nos queda esperar.
No habían pasado más de treinta segundos cuando el Gordo retomó la charla. No
estaba en su naturaleza el quedarse callado por más de un minuto.
—¿Quieres que te cuente algo interesante?
—No.
—Pues te lo voy a contar.
—No quiero escucharlo.
—Si insistes —Gerardo tuvo que cubrirse el rostro con las manos: cuando el
Gordo quería hablar, nadie se lo podía impedir—. Hay una mujer de tu pueblo que
está presentando una demanda contra varios hombres para que le paguen la
mantención de su hijo. Lo interesante es que el juez pidió una muestra de ADN para
que la demandante confirme la paternidad del verdadero padre. ¿Sabes cuántas
muestras de ADN presentó la madre?
—No.
—Dieciséis… —el Gordo lanzó una carcajada y Gerardo no pudo evitar sonreír
también. Esa era la magia de su amigo, no importaba cual fuera la situación o el
problema, él le encontraba siempre un lado cómico—. Lo interesante de la situación
es: ¿quién asegura que fueron solo dieciséis? A lo mejor aparece un diecisiete…
—Muy gracioso de tu parte.
La alarma del reloj de pulsera del Gordo comenzó a pitar.
—Listo, vamos a ver esos resultados.

***
Cinco minutos después, el Gordo regresó con varios papeles entre las manos. La
expresión de su rostro demostraba que las noticias no eran buenas, pero con el Gordo
uno no sabía que podía ser bueno o malo.
Gerardo prácticamente le arrancó los papeles de la mano.
Comenzó a leer una jerga científica que no entendía para nada, pero en el borde

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derecho de la primera página, había unas enormes letras azules escritas a lapicero y
en vertical. Gerardo reconoció la letra del Gordo. Giró la cabeza para leer mejor lo
que decían: Felicidades Gerardo: eres papá… =)

***

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Capítulo 76
Me enamoré de ti…

Día 6… 2:15 am

—¿Qué quieres, Lucía?


Esto no empezó bien.
Lucía no estaba segura de qué iba a decirle.
La pequeña habitación, con todas las funciones de una casa, desde comedor,
cocina y cuarto en un mismo lugar, quiso encogerse más aún. Y lo peor, con ella en
medio. Por un instante, se sintió como Alicia en el país de las Maravillas.
—Eres un cobarde —fue lo primero que le vino a la mente, después continuó—:
eres un verdadero gilipollas… y un cobarde… por no enfrentarte a los problemas
como un hombre.
El mulato la miró con ganas de comérsela viva. Esa mirada hizo que Lucía se
estremeciera bajo la sábana.
—Yo soy un cobarde… Yo… No me jodas, ¿qué sabrás tú de valentía? —el
mulato hizo una pausa que desconcertó a Lucía, ahora ella era la que no entendía
sobre qué él estaba hablando— Para ti todo es muy fácil.
—¡No te entiendo!
—Claro que no me entiendes, jamás me vas a entender —el Nava parecía a punto
de querer estallar—; vienes a Cuba, te la pasas de fiesta y carnaval, te follas al que te
dé la gana y luego regresas a tu país podrida de felicidad. Y cuando alguien te
pregunte de Cuba, tu respuesta sería algo como esto: “Cuba, un país precioso, donde
las pollas crecen en los árboles”.
Aquellas palabras hirieron a Lucía, tanto, como si la hubieran golpeado
físicamente.
—No, no es así —gimió Lucía mientras volvía a sentir el conocido nudo en su
garganta, y supo que con dos o tres palabras más, comenzaría a llorar sin remedio—;
eres cruel, eres muy cruel, yo solo…
No pudo terminar la frase. Los ojos del Nava parecían los de un águila a punto de
caer en picada sobre una liebre.
—¿Tú, qué?
Lucía comprendió que aquello era una estupidez. Las cosas había que cortarlas
por lo sano antes de hacerse más daño. Pero no podía salir de aquella habitación sin
antes hacerle una pregunta.
—Me gustas mucho, podría decirte que nunca antes he sentido una atracción tan
enfermiza por nadie…, por nadie… Si lo que quieres es que me vaya, me voy; pero
antes respóndeme algo: ¿sientes algo por mí?
La tensión de los hombros del Nava pareció relajarse; sin embargo, su respiración

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parecía la de un dragón a punto de lanzar llamas. Por un instante Lucía pensó que no
le diría nada.
—Me enamoré de ti…
Lucía parpadeó como si acabaran de darle con una maza en la cabeza. Aquello sí
que no se lo esperaba.
—Tienes una manera muy rara de manifestar tu atracción hacia una persona que
quieres.
—No se trata de eso, es más simple: no quiero ser utilizado, no quiero que me
uses, y luego te vayas dejándome como siempre me dejan. No soy tan fuerte como
crees…; pero ya no me importa admitirlo, al menos no contigo.
Lucía sintió el peso de las lágrimas mientras corrían por sus mejillas. Comprendió
que lo del Nava iba en serio. Después recordó cuando él la vio desde el marco de la
puerta, mirándola en silencio mientras ella acariciaba la cabeza de su hermana.
—¡Serás gilipollas, imbécil, idiota o estúpido…! —el Nava levantó las cejas en
señal de protesta— ¿Acaso no te has dado cuenta de que estoy…, de que estoy…?
Lucía comprendió que cuando dijera lo que iba a decir no habría vuelta atrás,
aunque todo ahora le quedaba muy claro.
—De que también estoy enamorada de ti, puto cubano. Lo estoy desde que me
bajé del puto avión. Desde que comenzaste a mirarme como lo hiciste —Lucía se
quitó la sábana y la dejó caer al piso sintiendo que la tela recorría su cuerpo con tanta
rapidez como los ojos del Nava— Desde…, desde… ¡Gilipollas, no puedo hablar;
desde…!
El nudo en su garganta no la dejaba articular las palabras.
El Nava se acercó a ella y le puso un dedo en los labios.
Lucía se calló obedientemente.
El mulato le sujetó el rostro con ambas manos y le dio el beso más apasionado
que jamás nadie le hubiera dado… por segunda vez. Después sintió los gruesos labios
del mulato recorrer su boca, su cuello y el pómulo de su oreja. Para ese entonces
apenas podía respirar.
El Nava no le dio tregua.
Metió sus dedos en los tirantes de su blusa y con un suave desliz se la sacó por
encima de su cabeza. Su cabello calló en cascadas sobre sus senos y hombros. Él se
los apartó con suma delicadeza.
Cuando los ojos del Nava se clavaron en sus pechos, Lucía sintió la humedad
entre sus piernas. Esperaba que él le tocara los senos, pero fue todo lo contrario.
Introdujo sus dedos en el elástico de su mini short, y se lo fue bajando tan
suavemente que Lucía hubiera querido quitárselo de un tirón.
El Nava dio un paso atrás para observarla completamente desnuda. Ella tuvo un
primer impulso de cubrirse un poco con las manos, pero algo la hizo erguirse y
llenarse de valor ante su desnudez.
La mirada del Nava se detuvo en su pelvis, y en ese momento, ella le envió las

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gracias telepáticamente a Lola por obligarla a depilarse todo el cuerpo. Dejándose
solamente una fina línea de vellos a modo de decoración.
Esperar completamente desnuda bajo la mirada enferma del mulato la hizo
sentirse más húmeda y vulnerable.
—Por Dios, qué hermosa eres.
Lucía no supo qué decir. Las cosas no se desarrollaban como ella esperaba. Su
experiencia con otras relaciones le había demostrado que para ese entonces ya estaría
debajo o encima de su pareja. Pero la calma con que el mulato manejaba la situación,
solo le acrecentaba los deseos. Por eso continuó desnuda y mojada, esperando el
próximo movimiento de su torturador.
El Nava se quitó la camisa con igual calma.
Lucía se mordió el labio inferior como hacían las actrices porno, (un segundo le
bastó para sentirse ridícula, por lo que prefirió continuar devorando con la vista al
mulato), ver el cuerpo, bronceado y cubierto por aquella armadura de músculos que
formaban su pecho, los hombros y el abdomen del hombre que estaba a punto de
poseerla activaron algo en su mente que hasta entonces desconocía.
Con la misma cadencia de movimientos, el Nava se despojó de su pantalón.
¡Ostias bendita…! ¡Qué polla!
Lucía quedó asombrada, aunque la palabra que afloró a su mente fue
“intimidada”: el pene del Nava era descomunal. Jamás había visto una polla de ese
tamaño, y una ligera duda brilló de nuevo en su mente: ¿tendría su vagina la
capacidad para…?
La duda solo aumentó más sus deseos.
El Nava se pegó a ella y comenzó a besarla. Le acarició por primera vez los
senos, su espalda, su cuello, le abrió las nalgas y se las apretó con tanta fuerza que la
hizo gemir de dolor. Pero ni por un instante ella le dijo que se detuviera.
Lucía sintió el calor del pene pegado a su abdomen. Sus manos tocaron los
muslos del Nava, sus musculosos brazos y por último su puño intentó cerrarse sobre
el falo del mulato. Comprendió que necesitaba de ambas manos para cubrirlo, y aun
así no sería suficiente.
Las ganas de besar aquella polla y de metérsela en la boca la asaltaron como un
deseo reprimido que acababa de aflorar, pero el Nava no la dejó.
Prácticamente, la arrastró hasta la cama donde la acostó suavemente.
—Métemela —le suplicó al oído.
—No…, aún no. Primero quiero saborearte.
Aquello era lo más morboso que nadie jamás le hubiera dicho, por lo que sus
fantasías y deseos la estremecieron. El Nava comenzó a besarle su cuello a la vez que
iba descendiendo con su lengua poco a poco, recorriendo con sus labios cada
centímetro de su cuerpo. La calma y la paciencia con que iba bajando solo
desesperaron a Lucía al punto que unas lágrimas de pura impotencia afloraron en sus
ojos.

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La boca del mulato llegó a sus pezones y los mordisqueó por unos segundos,
después siguió descendiendo hasta su abdomen, su ombligo, su ingle, su pelvis, el
interior de sus muslos…, su vagina.
—¡Ah…, ah…, ah, Dios…! ¡Dios, qué es esto! —su garganta se había secado
completamente. Y desesperada, se pasó la lengua por sus labios en busca de una gota
de humedad.
La lengua del Nava separó los labios de su vagina para llegar directo a su clítoris.
Aquel movimiento de una lengua experta solo logró que se estremeciera de
placer. Olas de temblores incontrolables estremecieron cada partícula de su cuerpo.
Sus muslos cayeron sobre la espalda del mulato mientras que los dedos de sus pies se
engarrotaban en espera del inminente orgasmo.
Su clítoris se volvió más carnoso a medida que los labios del Nava lo succionaban
y lo mordían, para luego volver a chuparlo.
—¡Ah…! ¡Ah…, para…, para, por favor, para…! ¡Me voy a correr, me voy a
correr…! —Lucía lanzó un grito incontrolado mientras que le llegaban las primeras
oleadas de su orgasmo— ¡Ostias, joder, me estoy corriendoooo!
El Nava jugueteó con sus nalgas, luego mojó sus dedos, en especial el del medio,
y fue acercándolo al orificio anal, formando anillos en su borde, y sin ponerla sobre
aviso, se lo introdujo sin que apenas Lucía se diera cuenta de lo que pasaba, ella no
estaba preparada para aquello, ni siquiera tuvo tiempo de protestar. A pesar del dolor,
el rápido movimiento la obligó a relajar sus nalgas para que el dedo entrara sin
hacerle presión, esto hizo que su abdomen se distendiera aún más, momento que
aprovechó el Nava para usar sus dedos índice y anular como pinzas que abrieron los
labios de su vagina, exponiendo más aún su clítoris, que emergió como un pezón
rosado y húmedo.
Con el dedo calando entre sus nalgas y la lengua del Nava sobre su clítoris, el
orgasmo de Lucía se prolongó como nunca antes lo había sentido.
Agotada por semejante ola de placer, los dedos de sus pies lograron por fin
estirarse y de a poco fueron perdiendo la rigidez. El Nava se incorporó a su misma
altura, alcanzando con su mirada el rostro más que satisfecho de Lucía, y la penetró
como si hubieran acabado de empezar.
Joder, no piensa darme un respiro.
El falo comenzó a horadarla muy lentamente, milímetro a milímetro. Para su
propio asombro, tuvo la capacidad de soportarlo completo. Aquello, de alguna
manera, la hizo sentirse orgullosa. El Nava la agarró por las caderas y la obligó a
sentarse encima de él.
—Ahora quiero que te muevas como una puta zorra, como una perra encima de
mí hasta que te vengas toda. ¡Quiero que me cabalgues como una puta!
Lucía se quedó con la boca abierta.
Jamás nadie la había llamado así. Si estaba esperando un te quiero, o un te amo,
se había equivocado a lo grande. Por lo visto los cubanos no hacían el amor de esa

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manera. Pero que la tratara como a una puta…, como a una zorra en la cama, ¡joder!,
aquello solo lubricó más sus deseos hasta límites desconocidos para ella. Sin dudas el
Nava conocía mejor que ella los secretos de su propio cuerpo.
Suavemente, comenzó a cabalgarlo, mientras ambos iban cogiendo el ritmo de sus
caderas a la vez.
—¡Más rápido, puta, más rápido!
¡Ostias, me encanta que me llame puta… que me llame zorra! ¡Joder con el
mulato, que quiere que sea una depravada…! ¡Venga pues, que me encanta…!
—¡Más rápido!
La orden vino acompañada de una nalgada tan fuerte como placentera. Lucía
gimió mientras obedecía y comenzaba a moverse descontroladamente a una
velocidad que jamás creyó poder alcanzar. El sudor empapaba su espalda como si
hubiera untado todo su cuerpo con aceites aromatizados. Solo que el aroma que
impregnaba el aire era de sexo… ¡Puro sexo!
—Me voy a correr —le dijo al mulato sabiendo que estaba a punto de venirse.
—Yo también, ¡no pares, no pares, sigue… sigue…! ¡Sácamela toda…!
—¡Ah Dios…! ¡Ah Dios…! ¡Me estoy viniendo…!
Lucía sintió el chorro de semen entrar en sus entrañas, el pene del Nava explotó
dentro de ella con unos temblores que hicieron que ella se viniera al instante. La
abrazó fuertemente por su cintura mientras que ella arqueaba su espalda para recibir
las olas de placer. Como la última vez, el mulato deslizó el dedo en su ano, logrando
así que el orgasmo de ella se hiciera mucho más largo.
Aún con el pene dentro de ella, el Nava se acostó obligándola a caer sobre su
musculoso pecho. Acostada sobre él, Lucía se percató de que hizo el amor sin velas
perfumadas, sin luces de colores y, mucho menos, una música romántica de fondo.
El Nava se la folló sin utilizar ninguna de esas estupideces que sus antiguos
novios habían usado para impresionarla en la cama. Nada de lazos para sujetarle las
manos, ni plumas para acariciarle los senos… y mucho menos lubricantes de sabor.
Simplemente se la folló de una manera primitiva, cavernícola, puro deseo de
posesión. Lucía se sintió como una hembra satisfecha, como nunca antes se había
sentido.
Joder con el mulato, que si así hacen el amor el resto de los cubanos, con razón
España está emigrando para Cuba.

***
Lucía no pudo evitar caer en un sueño hipnótico.
Su cuerpo quedó exhausto, no le quedaban fuerzas ni para moverse de encima del
Nava. Por eso descansó su cabeza sobre el pecho de su mulato. Ya no le cabían
dudas: era su mulato. El Nava tampoco hizo ningún intento por moverse, parecía feliz
de seguir dentro de ella, a pesar de que su pene ya no estaba tan erguido como una

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hora antes. Ella pudo sentir cómo la presión iba disminuyendo.
El Nava le besó la frente y le removió unos mechones sudorosos de su cara.
La puerta se hizo mil pedazos.
Lucía lanzó un grito… El Nava, a pesar del éxtasis que queda tras el sexo, se
movió con rapidez sobrehumana. Pero al estar ella encima, eso le impidió moverse
con la precisión necesaria. Con toda la delicadeza que pudo la empujó hacia un lado y
rodó por el piso hacia la mesa que estaba frente a ellos. Sobre la mesa, Lucía vio el
cabo del cuchillo.

***

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Capítulo 77
La importancia de ser español

Día 6… 3:05 am

Cuatro hombres entraron dando tropezones por la puerta he intentado ubicarse dentro
de la pequeña habitación. En un instante, estos quedaron tras la mesa, con lo que
cortaron el paso del mulato. Este, sin perder la calma, se lanzó sobre ellos.
La lucha comenzó.
Lucía, presa del pánico, tomó una sábana y se cubrió sus desnudos senos. Al
volver a mirar hacia el nudo de brazos y piernas en que se había convertido la pelea,
comprendió que el Nava estaba agotado y no lograba coordinar sus movimientos.
El mulato, completamente desnudo, saltó por encima de uno de sus atacantes y le
dio al segundo un fuerte puñetazo lanzándolo contra una pared. El hombre quedó
prácticamente sin sentido, pero aún quedaban tres.
Ver al Nava desnudo en el medio de la pequeña sala luchando contra tres matones
le arrancó gritos de miedo a Lucía. Pegada a la pared no lograba coordinar sus ideas.
Intervenir en la pelea solo le causaría más problemas al mulato, quien intentaría
protegerla a toda costa. El mulato le dio un codazo al más pequeño del grupo, empujó
con una patada al segundo y tomó por el cuello al tercero…; pero ese fue su error.
Al perder de vista a los otros dos, uno de estos le dio un barrido por el tobillo,
desequilibrándolo. Lucía le gritó una advertencia demasiado tarde. Una vez que cayó
al piso los tres hombres saltaron sobre él. Con técnicas expertas le inmovilizaron las
manos a la espalda y le pusieron unas esposas. Para lograr una mejor sumisión, el
líder le presionó una rodilla en el cuello mientras que los otros terminaban de
inmovilizarle las piernas.
Fue entonces cuando Lucía reconoció al oficial que les quitó las botellas de ron.
Este tenía una expresión de triunfo y satisfacción consigo mismo. Por lo visto, logró
lo que había venido a hacer. Andaban vestidos como civiles; pero debían de ser
policías, o agentes especiales.
—¡Estate quieto, negro de mierda, si no quieres que te raje la cara! —le gritó el
sargento mientras el Nava intentaba incorporarse.
Los otros dos lo ayudaron a levantarse.
Una vez que los tres estuvieron de pie, se alisaron un poco sus ropas.
Los cuatro hombres se sonrieron unos a otros.
Después miraron a Lucía. Por primera vez se percataron de que la joven estaba
completamente desnuda bajo la sábana. Una venda de lujuria cubrió las miradas de
los cuatro. Aquello debía de ser, sin dudas, una de las escenas más eróticas de toda su
vida. Contemplar a una mujer desnuda, escondida bajo las sábanas y muerta de

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miedo, podría ser la fantasía ideal de muchos hombres.
Lucía sintió tanto miedo como ira. Aquellos hijos de puta la miraban de tal
manera, que la hicieron sentirse aún más desnuda.
El Nava, impotente, lanzaba bufidos desde el piso como un toro salvaje.
—Mulato, ahora sí estas metido en una buena —comenzó a decirle el oficial…
Duanys, así se llamaba, recordó Lucía. El sargento recorrió la casa con una fría y
calculadora mirada hasta detenerse frente a ella—, esta casa es la sede del tráfico de
este pueblo. Y para colmo, prostitución también.
Lucía comprendió que con lo de prostitución se refería a ella; lo del tráfico era
obvio, solo tenía que girar la cabeza y adonde quiera que mirase había montones de
ropa y zapatos esparcidos por cada rincón. Pero… ¡prostitución! ¡Qué cojones se
había fumado aquel imbécil!
Ella hubiera querido gritarle a aquel hijo de puta, pero el miedo la paralizó.
—Llévense a ese cabrón para la Jefatura —ordenó Duanys.
Los tres hombres levantaron al Nava, que seguía completamente desnudo y
comenzaron a arrastrarlo hacia la puerta.
—Esperen —gritó Lucía—, por favor, dejen que se vista.
Duanys pareció dudar un segundo.
—Vístelo tú.
Los demás oficiales la miraron ansiosos y agradecidos por la brillante idea de su
jefe.
Lucía solo lo pensó un segundo.
Se levantó de la cama completamente desnuda, cubriéndose los senos con una
mano y con la otra su área pélvica. Después comprendió que sus intentos por cubrirse
solo excitaba más las fantasías de aquellos cabrones. Aun así no pudo evitar quitarse
las manos aunque fuera solo para cubrirse los pezones.
Encontró el pantalón del Nava y lo recogió del piso. Después se arrodilló frente al
mulato y con gestos torpes comenzó a introducirle los pies. Comprendió que, para
ponérselo, tendría que quitarse las manos de los senos.
Con el labio inferior temblándole por la ira, ayudó al Nava a vestirse. Le metió un
pie, luego el otro; al pararse le subió el pantalón y se lo abrochó. Cuando miró al
Nava vio que este le sonreía… aunque aquella extraña sonrisa por alguna razón le dio
miedo. Recordó cuán peligroso podía llegar a convertirse. Tuvo la sensación de que
los cuatro policías estaban jugando a ponerle el cascabel a un tigre.
—No los mires, a ti no te pueden hacer nada, eres española —le dijo el mulato.
Duanys gruñó desde una esquina—. Repite conmigo: soy una ciudadana española.
Lucía repitió con voz temblorosa.
—Soy una ciudadana española.
—Alto, que los cuatro te oigan —le gritó el Nava.
—¡Soy una puta ciudadana española! —le respondió con un grito a su mulato.
Este pareció complacido.

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—Perfecto —ella le cerró la cremallera y el Nava se le pegó para murmurarle al
oído—, ahora ve y busca a los gemelos y diles lo que ha pasado. Ellos saben lo que
hay que hacer.
Uno de los policías casi arrastró al mulato y lo sacaron del cuarto a empujones. Ni
por un instante le quitaron los ojos de encima a ella. Duanys fue el último en salir.
Una vez fuera de la casa el sargento habló con uno de sus ayudantes. Desde el
marco de la puerta, Lucía escuchó la conversación.
—Tú te quedas aquí, vigila que nadie entre o salga de esta casa.
—¿Y la española?
Duanys hizo un gesto de impotencia.
—Por supuesto que esa puta se puede ir, es española, no le podemos hacer nada.
Lucía se vistió a toda prisa, mientras lo hacía tuvo que respirar hondo para evitar
no romper en llanto. Todo se había convertido en una maldita pesadilla. Hacía menos
de una hora estaba teniendo orgasmos y ahora le acababan de arrebatar al hombre que
tanto placer le había dado. Para colmo, los cuatro cerdos se dieron el gusto de mirarla
desnuda como si ella fuera una prostituta barata.
Se cubrió con la sábana y salió de la casa. El policía se le quedó mirando con la
baba a punto de chorrearle, y Lucía se imaginó a aquel cerdo masturbándose mientras
la recordaba. No pudo soportar más y salió corriendo.

***

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Capítulo 78
Amigos y enemigos

Día 6… 3:20 am

Lucía entró a la casa del abuelo y fue directo a la habitación de Miguel. Prefirió la de
este antes que la de Mario, lo último que quería en ese momento era encontrarse con
Rebeca.
—Miguel, despiértate, Miguel…
Miguel dio un salto en la cama y encendió la lámpara de noche que había en una
mesita.
—¿Qué… qué está pasando? —le preguntó, pero al advertir la facha de Lucía y
como lloraba a moco tendido, el miedo le hizo apretar los dientes imaginándose lo
peor—. ¿Qué te pasó?
—Nada, a mi nada. Pero el Nava…
Los gemidos de Lucía debieron escucharse por toda la casa pues Mario apareció
en la puerta del cuarto de su hermano.
—¿Qué le pasó al Nava? —preguntó Mario.
Lucía comprendió que no era momento para pudores.
—Fui a su casa. Estaba junto a él cuando llegaron…
—¿Cómo dijiste? —preguntó la voz ronca del abuelo.
Manuel apareció de repente y se le quedó mirando con ojos llenos de reproches.
Mierda, ya solo falta que se despierte la abuela.
—Estaba en la casa del Nava, dormimos juntos toda la noche… —las lágrimas de
Lucía le corrían incontenibles, pero su mirada solo reflejaba pura rabia— entonces de
la nada apareció el policía del otro día. Rompió la puerta y entró seguido por tres
policías más.
—¡Duanys! —exclamó incrédulo Miguel.
—Sí, arrestaron al Nava y se lo llevaron para la Jefatura.
—¡Mierda, mierda, mierda…! —exclamó Miguel a la vez que se levantaba
rápidamente de la cama y comenzaba a vestirse.
—El Nava me dijo que ustedes sabrían que hacer.
—Lo primero es limpiar la casa —anunció Mario—. Hay que mover la
mercancía.
—No, lo primero es el Nava —protestó Lucía.
—Del Nava me ocupo yo —dijo el abuelo—, voy para la Jefatura ahora mismo, y
de paso llamo a Rogelio.
—Yo voy contigo —puntualizó Lucía.
El abuelo la miró de arriba abajo y solo le dijo cuatro palabras:

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—Pues vaya a vestirse.
—Yo voy a llamar a Gerardo —aclaró Miguel a la vez que comenzaba a organizar
un plan, miró a su hermano y le ordenó más instrucciones—, tú llama a Blancanieve.
Lucía recordó al gigantesco negro. Pero no se imaginó en que podría ayudar al
Nava. Antes de que sus primos pusieran manos a la obra, ella se acordó de algo.
—Duanys dejó un policía frente a la casa.
Los gemelos se miraron.
Por lo visto la telepatía entre ellos sí que existía, pues ambos clamaron a la vez:
—¡Omega!
—Llámalo y dile que traiga una amiga.
Lucía ya no podía decir o hacer nada más, así que corrió a su cuarto para
cambiarse. Al pasar por frente a la habitación de Mario, se percató de que Rebeca ya
no estaba por allí.

***
4:45 am

Gerardo continuaba en shock.


Los chistes y felicitaciones del Gordo no ayudaban mucho. Lo que necesitaba era
hablar con Isabel. Pero no sabía aún qué decirle o cómo enfrentarla.
Por supuesto que no podía exigirle nada y mucho menos reprocharle algo, pero
eso no calmaba la tormenta de ira que lo vapuleaba de un lado para otro. ¿Cómo pudo
ocultarle algo así? Después cayó en cuenta de que precisamente él fue quien no le dio
opciones. La pregunta ahora era: ¿qué hacer? ¿Podría simplemente olvidarla, olvidar
todo lo referente a que tenía una hija?
No, no podía.
Su celular timbró.
—¿No lo vas a coger? —le preguntó el Gordo.
—¡Eh…! ¡Sí, es que aún estoy…! Olvídalo.
Gerardo miró el número de la pantalla y se apresuró a tomar la llamada.
—Diga.
—Gerardo —gimió Miguel; sonaba desesperado—, acaban de pescar al Nava.
—¿Cómo? ¿De qué estás hablando?
—Duanys, el sargento habanero entró en la casa del mulato y se lo llevó
arrastrado para la Jefatura.
Gerardo comenzó a pensar con frialdad. Una cosa era atacarlo a él, otra muy
diferente empezar a darle caza a sus amigos.
—¿Bajo qué acusación?
—Pues no lo sabemos, a saber Dios…; pero cualquier cargo que le quieran poner,
de seguro el Nava clasifica. La casa estaba llena de mercancía.

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Gerardo se mordió el puño mientras comenzaba a exprimirse el cerebro en busca
de una posible salida. Recordó que el negocio principal de los gemelos y el mulato
era el tráfico de ropa y zapatos. Aquello no perjudicaba a nadie, pero Duanys sabía
que era ilegal; por tanto, podría presentar cargos por tráfico ilegal de mercancía y
enriquecimiento indebido.
—Lo primero es que ustedes desaparezcan la mercancía.
—Ya estamos en eso.
—Muy bien, de lo demás me encargo yo —hizo una pausa para sacar cuentas—.
A las siete de la mañana ya la casa tiene que estar limpia.
—Correcto, pues manos a la obra… Y una última cosa.
—¿Qué?
—Esta te la vamos a deber en grande. Gracias.
Miguel colgó.
—Una nochecita con bastante ritmo, ¿eh? —dijo el Gordo a la vez que lanzaba
una de sus carcajadas.
—No tienes idea.

***
5:35 am

Yúnior, el oficial que se quedó de guardia para vigilar la casa del mulato bajo las
ordenes de Duanys, observó a dos mujeres que venían por el medio de la carretera. A
esa hora era común que algunas trasnochadoras regresaran a sus casas después de una
noche de parranda.
Aunque algo no iba bien en las dos mujeres. Al principio solo se decían cosas y
manoteaban un poco. Pero cuando estuvieron casi frente al oficial comenzaron una
verdadera batalla campal.
—¡Hija de puta, eso es lo que tú eres! —le gritó una a la otra.
—Soy puta y bien, pero con el hombre que a mí me guste, y el tuyo me gusta.
Esto está buenísimo, pelea de gatas, se emocionó Yúnior, frotándose las manos al
poder disfrutar de un show gratis. Para no perderse un detalle caminó al frente
alejándose un poco de la casa.
Ante los gritos de las dos mujeres los vecinos comenzaron a asomarse por las
rendijas y verjas de sus casas. Algunos salieron a toda prisa para los portales, incluso
en ropa interior, el pudor no importaba mucho, lo importante era no perderse el
espectáculo. La rapidez con que los vecinos se pusieron en alerta le demostró a
Yúnior sus sospechas. Desde que habían entrado a la casa del mulato, de seguro que
cientos de ojos debían de estarlos mirando por todas las rendijas.
Al advertir la aglomeración de público, ambas putas aumentaron el ritmo del
show, como verdaderas artistas circenses.

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De insultos y gritos pasaron a golpes y alones de pelo.
Uno de los vecinos reconoció a Yúnior.
—Usted es policía, haga algo que para eso le pagan.
Yúnior se preguntó cómo diablos lo habían reconocido aún vestido de civil.
Molesto por aquel intruso que pretendía darle órdenes, comprendió que era hora
de finalizar el entretenimiento, así que se puso manos a la obra.

***
5:38 am

Mientras que frente a la casa del Nava se desarrollaba aquella algarabía, Miguel y
Mario entraron cautelosos por la parte trasera. Mario llevaba una copia de la llave, ni
siquiera había necesidad de forzar la puerta.
Una vez dentro, Miguel sacó su celular.
—Estamos listos, muévete.
Un segundo después llegó Blancanieve manejando un ruidoso camión. El
monstruo de fabricación rusa, un Kamaz, rugió como un tanque de guerra cuando se
detuvo ante la puerta trasera de la casa.
Con algo de suerte no llamaremos la atención con el escándalo que han formado
Omega y su amiga frente a la casa, especuló Mario.
Ambos gemelos iniciaron su labor como verdaderas hormigas; cargaron enormes
pilas de ropas y zapatos, para luego tirarlas en la sección de carga del camión. La
operación en si no duró más de quince minutos. Incluso, hasta les dio tiempo de
desenchufar la computadora y se la llevaron en piezas.
Quienes acertaron a pasar por detrás de la casa no se interesaron en lo más
mínimo con el cargamento que subían los gemelos al camión, pues a fin de cuentas,
el pueblo entero sabía que ellos se dedicaban a eso. Sin embargo, el escándalo que
había frente a la casa sí que les llamó la atención.

***
Duanys miró satisfecho al mulato, y este, desde el otro lado de las barras, le
sonrió como si nada ocurriera.
—Te crees muy valiente, incluso gracioso…, pues no lo tomes como amenaza, no
me gusta amenazar; pero te prometo que te voy a borrar esa sonrisa.
El mulato no le respondió.
Ese era su verdadero problema, recordó con cierta nostalgia. No le gustaba lo que
estaba haciendo, realmente se aborrecía por ello. Pero en la vida todo depende del
respeto… El respeto es poder.
Duanys estaba consciente desde hacía mucho que las personas no lo respetaban, y
cuando llegaban a hacerlo, era solo porque sabían quién era su padre. En lo más

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profundo de su alma lo envidiaba, también a sus hermanos.
—Sabes que ahora sí te tengo cogido por los cojones, y que si no fuera por estos
barrotes te…
—¿Qué, que me harías? Tu suerte es que están estos barrotes de por medio, pues
me encantaría verte aquí, del otro lado, tocándome los cojones.
El chiste no le causó ninguna gracia a Duanys.
Sencillamente, el Nava no lo respetaba. Y eso que había ordenado lo encerraran
en las celdas, que para su propio asombro permanecían abiertas todo el tiempo.
Antes de bajar a la sección de las celdas, se aseguró de que no hubiera nadie por
los pasillos, como una medida más de seguridad dejó en la puerta de entrada al
sargento Rojas. Quería mantener aquella conversación a solas, quería ganarse el
respeto del Nava…, costara lo que le costara.
—Te la voy a poner fácil, para que lo entiendas. Cometiste un error, uno solo,
pero demasiado grande.
—¿Y ese error fue…?
—Cruzarte en mi camino. No es la primera vez que me encuentro imbéciles como
tú a quienes tengo que poner en su lugar.
—Ya, ya entiendo; llamas poner en su lugar el entrar por la fuerza a la casa de un
hombre desnudo y con tres más para cuidarte el culo.
—Lo aprendí de ti, ¿acaso no es eso lo que le hiciste al Manco?
El Nava le sonrió, algo perplejo, pero no alcanzó a responder. Duanys le había
ganado en su propio juego. Pero el sargento aún no se sentía satisfecho.
—¿Sabes cuál es tu problema? —el mulato ladeó la cabeza hacia un lado con un
gesto de despreocupación—. Respeto, no sabes respetar. Yo te aprecio, aunque no lo
creas. Sí, incluso te admiro. Tampoco soy un monstruo ni nada por el estilo.
Mientras hablaba fue hasta una pared y descolgó una manguera de las que usan
los bomberos… Por primera vez el mulato lo miró de otra manera y se alejó de los
barrotes con un sobresalto.
Era esa expresión la que Duanys necesitaba ver.
—Los hombres como tú salen adelante en la vida. Pero… —el tono de Duanys se
convirtió en una fría amenaza— algunos tienen que aprender a respetar. “Tienes” que
aprender a bajar la cabeza cuando un superior te mira…
—¿Qué cojones te pasa? —el mulato miró horrorizado la manguera—. ¡Estás
enfermo!
—¡Enfermo! ¿Por qué? ¿Porque te estoy ayudando a que comprendas en la
mierda que estás metido?
Duanys apuntó la boquilla hacia el Nava. La manguera era conocida en la Unidad
Militar por el sobrenombre de Calma Locos… el chorro de agua que soltaba a presión
era tan temido por todos, que en cuanto varios reclusos se iban a los puños dentro de
una celda, solamente con escuchar que alguien se acercaba con el Calma Locos, se
desapartaban al instante.

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—¿Qué cojones vas a hacer?
—¡Oh! Ya verás. Vas a aprender a respetar… ¡Vas a aprender a respetarme!
Duanys apuntó la manguera hacia el pecho desnudo del mulato. Este cruzó las
manos sobre su cara como si esperara a que alguien lo fuera a golpear con una espada
invisible.
—¡Tú estás loco…! ¡Hijo de put…!
Duanys movió la palanca metálica, de la manguera salió un chorro fuerte pero
disperso. El mulato comenzó a dar gritos mientras el agua lo arrastraba contra la
pared. Entonces el sargento movió el regulador de la presión hasta ponerlo en un
finísimo chorro que aumentó diez veces más su potencia. El agua impactó contra el
cuerpo del mulato lanzándolo contra la pared con tanta fuerza que al instante Duanys
cerró el chorro.
En ese momento Ángel llegó corriendo por el pasillo.
—¿Qué has hecho? —preguntó horrorizado al ver el cuerpo inmóvil sobre un
charco de agua.
—Nada, simplemente lo enseñaba a respetar.
—No le estas enseñando respeto…, le estás enseñando a que te tema.
—Respeto, esa es la palabra que los valientes usan para referirse al miedo, no lo
olvides.

***

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Capítulo 79
Sin pruebas no hay crimen

Día 6… 7:10 am

Para cuando Gerardo llegó a la PNR de Tres Caminos, la Jefatura se había


transformado en un completo caos. Sin detenerse a llenar la hoja reglamentaria de
entradas y salidas a la Unidad Militar, entró por el pasillo como si un demonio
acabara de poseerlo. Fue directo a la oficina del mayor Rogelio.
Quedó sorprendido al encontrarse a tantas personas en un espacio tan reducido.
Allí estaba Manuel, su nieta la española, Rogelio y Duanys. En la puerta de entrada,
como dos perros guardianes, se encontraban dos de los oficiales asignados al
sargento. Gerardo los miró con desprecio cuando entró, pero no perdió ni un segundo
para dispararles alguna amenaza. Ya habría tiempo… de eso sí que no tenía dudas.
Al entrar a la oficina todos se le quedaron mirando por un momento; después,
Manuel prosiguió con su pelea. Gerardo no dijo una palabra, simplemente se dirigió
directo al termo de café.
Mierda… no queda.
—Lo que están haciendo aquí va en contra de la ley —decía Manuel con las
venas de su cuello a punto de reventar—. Yo exijo una explicación inmediata.
—Con el debido respeto, señor —comenzó a decirle Duanys al anciano en un
tono más bien sarcástico—, usted no es nadie para exigir. Por si no se ha dado cuenta,
este lugar es una unidad militar.
—Vamos a calmar los ánimos —intervino Rogelio—; Duanys, los cargos que
presentas contra el Nava necesitan un tiempo para ser procesados, así que si Manuel
paga una fianza el mulato puede salir libre.
—No lo creo —puntualizó Duanys—: el mulato, como ustedes lo llaman, está
siendo acusado de tráfico y prostitución.
Se hizo un silencio en la sala. Todos quedaron atónitos. Trafico de ropa y zapatos
era un delito menor, en todo los casos la mayor condena podría ser simplemente una
multa y el decomiso de la mercancía. Pero un delito de prostitución eran palabras
mayores. El Nava podía terminar en la cárcel con una condena de hasta cinco años.
—Eso es ridículo —dijo Gerardo al intervenir por primera vez—, yo conozco al
Nava tan bien como el propio mayor, y lo que estás diciendo no tiene ninguna base.
—Eso crees —esta vez el tono de Duanys no parecía tan seguro, constantemente
miraba a Lucía, la nieta de Manuel, cosa que despertó las sospechas de Gerardo—,
precisamente en esta habitación está la prueba.
Lucía caminó directo hacia Duanys y lo miró fijamente a la cara.
—Escúchame bien, maldito gilipollas depravado sexual, si estas acusando al

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Nava por haberlo encontrado en la cama conmigo, pues que te quede claro, es mi
novio, imbécil… ¡y los novios se meten en la cama a follar!
Tanto a Rogelio como a Manuel se les subieron los colores al rostro. Quedaba
claro que a la española no se le podían buscar las pulgas.
Gerardo, por otra parte tuvo que morderse los labios para no lanzar una carcajada
frente a Duanys. El sargento se puso morado como si le hubiera faltado el aire
repentinamente.
Quizás a otros les pasó desapercibida la reacción de Lucía, pero no a Gerardo.
Este comprendió que entre la española y el sargento debió de haber pasado algo más
grave para que ella le gritara y ofendiera de esa manera. La tensión que se creó en el
cuarto, fue dispersa por el sonido de un celular. Gerardo se llevó la mano al bolsillo y
sacó su teléfono.
—¿Diga…? Correcto…, afirmativo… Cambio y fuera.
Todos miraron a Gerardo en espera de alguna explicación.
—Pues bien —comenzó a decir—, aclarado el cargo que el sargento quería
imponer sobre el Nava, creo que es más que evidente que no va a ser procesado. Por
otra parte, está el cargo de tráfico. ¿Basado en qué presentas ese cargo, sargento
Duanys?
En la mirada de Duanys apareció una duda, como si presintiera que algo estaba
pasando a sus espaldas.
—La casa del sospechoso está repleta de mercancía ilegal y productos obtenidos
mediante el contrabando. Si se hace un inventario de seguro se encontrarán más
cosas, incluso hasta algunos productos hurtados de las tiendas nacionales.
—Pues resuelto el caso —dijo tranquilamente Gerardo, todos en la habitación lo
miraron incrédulos—, vayamos a la casa del Nava para hacerle un inventario a la
mercancía.
Mientras todos iban saliendo de la oficina, Duanys agarró por el brazo a Gerardo.
—Por lo visto anoche no tuviste suficiente, ¿verdad?
—Suéltame si no quieres que te saque los dientes uno a uno… —Duanys
retrocedió confuso ante la sonrisa inesperada de Gerardo—. Estate tranquilo, que este
baile apenas comienza. Después no digas que no te invitaron.
Gerardo siguió a Duanys por la escalera. Sintiendo cierto grado de satisfacción
por su respuesta… una respuesta con la cual acababa de ganarse al enemigo más
fuerte al que se hubiera enfrentado jamás.

***
Tres autos patrullas se detuvieron frente a la casa del Nava. Duanys fue el
primero en bajarse. Le siguió el mayor Rogelio y al cabo de unos segundos llegó
Gerardo en su moto. El resto de los policías que venían en las otras patrullas cerraron
el perímetro. Para asombro de los policías, toda una multitud se había aglomerado por

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los alrededores.
—¿Qué diablos pasó aquí que se han reunido tantos civiles? —le preguntó
Duanys al oficial que dejó a cargo.
—Pues que hace un rato hubo una pelea de dos mujeres. Todos salieron de las
casas para ver el espectáculo.
—Malditos chismosos.
—¿Entramos? —preguntó Gerardo.
Duanys le sonrió mientras él mismo hizo de guía.
Cuando entraron a la casa, esta parecía como si acabaran de lanzar una granada de
fragmentación. El piso estaba lleno de vasos rotos, las pocas sillas que tenía la
habitación quedaban hechas pedazos contra los rincones. Duanys recordó la pelea con
el mulato, pero no fue el desorden lo que le llamó la atención, sino que todo había
desaparecido.
Por un instante supo que debía mantener la calma, pero sus nervios se lo
impidieron.
—¿Fuiste tú, verdad? —un dedo acusador apuntó a Gerardo.
El mayor Rogelio se interpuso entre ambos hombres.
—¿Qué está pasando aquí? —quiso saber el mayor.
—No tengo ideas —aclaró ingenuamente Gerardo—, el sargento aquí presente es
el que lleva este caso.
Duanys se estremeció de ira. Para no saltarle sobre el cuello a Gerardo prefirió
morderse los labios y apretar sus puños.
—Y bien sargento, ¿dónde están esas pruebas?
La mirada de Duanys chocó con la de Gerardo. Ambos lanzaban descargas
eléctricas.
—Acabas de cometer el error más grande de tú carrera —el celular de Duanys
comenzó a vibrar, este comprendió que aquella batalla la había perdido, pero
precisamente en ese momento vio el número entrante, era una llamada de su padre—;
disfruta mientras puedas, pues te juro que te voy a desaparecer. Cuando termine
contigo no vas a poder trabajar ni como ayudante de un guardia de seguridad.
Sin más explicaciones se llevó el celular al oído y salió de la casa.
Mientras se iba, Gerardo le guiñó un ojo, aunque para sus adentros, la advertencia
había surtido efecto. Duanys no hacía amenazas en vano, pues tenía los medios para
cumplirlas.

***
En cuanto Duanys alcanzó la calle, pudo sentir el peso de las miradas sobre él.
—¿Qué pasa? —le preguntó a su padre dándole la espalada a la multitud.
—Detén cualquier investigación que estés haciendo. Tengo un trabajo mucho más
importante para ti.

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—¿De qué se trata ahora?
—Vas a ser el guía de un grupo muy importante. Lo primero es que te reúnas con
ellos. Busca a tus muchachos y en el camino te doy el resto de la información.
Su padre colgó.
Por su tono de voz, Duanys supo que esta misión era completamente diferente a
las anteriores.
Algo realmente grande está pasando, y tiene que ver con el tal Shangó.
Una vez que estuvieron los cuatro en el auto, y pusieron rumbo a la reunión con el
misterioso grupo, Duanys se juró a sí mismo que jamás olvidaría el bochorno que
Gerardo le hizo pasar. ¿Cómo podía ser tan estúpido el capitán? ¿Acaso dudaba de
sus influencias? ¿Tendría la más remota idea de lo que le iba a ocurrir?
—Tiempo al tiempo —murmuró para consolarse—, tiempo al tiempo…

***

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Capítulo 80
Refuerzos

Día 6… 9:40 am

De su maleta, Giovanni seleccionó un pequeño radiotransmisor de altísima calidad.


Una vez que se colocó el pequeño artefacto en el oído, este despareció por completo.
Al instante hizo las primeras pruebas.
—Alfa a Oso… ¿Me copias?
—Oso: alto y claro.
—Alfa a Zombi… ¿Me copias?
—Zombi: alto y claro.
Seguidamente, revisó el cargador de su pistola y ajustó el silenciador.
Una brisa del norte le trajo un olor a azúcar quemada y a guarapo destilado, que
se pegaba al viento desde el campo de cañas que le quedaba detrás. Sin dudas, debía
de haber algún central azucarero cerca de la zona. A su espalda, permanecía el viejo
Cadillac, este le serviría como escudo en caso de que fuera necesaria una retirada.
Giovanni miró disimuladamente hacia los sitios donde estaban ocultos Alex y
Aldrich. El británico tenía abierta una de las laptops, intentaba establecer una
comunicación directa con uno de los satélites de la HSI. De esta manera, tendrían
ojos en el aire para avisarles con suficiente tiempo en caso de que algún extraño se
aproximara.
—Zombi a Alfa… La visita se acerca.
—Aquí Alfa. Copiado.
Un minuto después, apareció un Lada en el claro. El auto se acercó dando saltos y
tumbos sobre la tierra arada. De él se bajaron cuatro hombres, estos caminaron
directo hacia Giovanni.

***
Aquella misión cambiaría su vida, Duanys se lo repetía constantemente para
ocultar sus miedos. Tanto su padre como sus hermanos lo respetarían una vez que
llevara a cabo la repentina operación en la que se iba a involucrar.
Caminó hasta donde estaba el mercenario. El hombre aparentaba una calma que le
erizó cada pelo de la nunca como si fueran lanzas.
—Buenos días; mi nombre es Duanys, y estos son mis muchachos.
—Buenos días; mi nombre es…, simplemente llámame el Italiano —por el acento
y el aspecto, a Duanys no le quedaron dudas que posiblemente el extranjero fuera
realmente de Italia.
—Me dijeron que serían tres.

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—Sí, los otros dos están asegurándose de que nadie los esté siguiendo.
Justo como su padre le había advertido. Aquellos hombres eran mercenarios
profesionales. Asesinos entrenados que no dudarían un segundo en estrangularlo si
sospechaban algo. Duanys se preguntó si estarían armados.
—Para evitarnos problemas, dejemos algo bien claro desde el principio —se
apresuró a decir Duanys—, el Gobierno cubano les brindará todo el apoyo que
necesiten para la extracción del ciudadano Manuel; pero, eso sí, no puede haber ni un
disparo y mucho menos un muerto.
—Por mí está bien. Ahora vamos al asunto.
¡Mierda!, murmuró para sus adentros. Había mencionado a propósito el término
“ni un disparo”, simplemente para ver la reacción del mercenario… y, dada su
reacción, podría dar por hecho que estaba armado.
Su padre olvidó mencionarle ese pequeñísimo detalle.
—Primeramente, necesitaremos un lugar de reunión. Podemos ir a mi casa —
Duanys recordó que Isabel no estaría en casa a esa hora—. Allí podemos
organizarnos mejor.
—Por mí está bien —repitió el extranjero.
Duanys vio cómo el mercenario daba una orden al aire; un segundo después, dos
hombres salieron de sus escondites. Fue en ese instante cuando comprendió que si
algo de ellos no les hubiera agradado en lo más mínimo a los tres mercenarios, no
habrían dudado en volarles a todos las cabezas.
El aspecto de uno de los mercenarios que llegó, impresionó al sargento. Este
parecía un campeón de los pesos pesados de la UFC, el otro tenía facciones en su
rostro que le recordaron a una rata… Sí, una rata con los ojos de un astuto zorro.

***

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Capítulo 81
Un encuentro con el pasado

Día 6… 8:45 am

Isabel no pudo pegar un ojo en toda la noche.


Le daba gracias a todos los santos porque Duanys no durmió en la casa. Habría
sido demasiado. Después que Gerardo se marchó, él hizo lo mismo. A ella no le cupo
la menor duda de que toda la cena fue un montaje previamente planeado y ejecutado
con maestría.
Su esposo era una rata que gustaba de jugar con las pasiones y los miedos de las
personas…; por desgracia, ella no podía hacer nada para evitarlo.
Dio dos vueltas más entres las sábanas. Miró el reloj que había sobre la cómoda,
eran casi las nueve de la mañana. Debía levantar a la Nena para prepararle su biberón
de leche; si de la chiquilla dependiera, podría quedarse hasta las doce sumida en el
sueño de los inocentes, ¡quién fuera como ella!
Mientras se levantaba y se vestía, pensó en la noche anterior. Escogió una fina
bata de seda roja —un regalo que su madre le dio tras su última visita a Europa; ser la
esposa de un coronel tenía muchas ventajas— y mientras se cubría los hombros con
la seda vino a su mente el rostro de Gerardo.
Ver al hermoso capitán no solo revivió la llama desde las cenizas, por supuesto
que no: fue peor.
Tocaron a la puerta.
¿Quién sería? Nadie la visitaba a esa hora. De hecho, nadie la visitaba.
Se cubrió el cuerpo con la bata y le hizo un lazo, después fue hacia la sala.

***
La puerta se abrió.
Frente a él estaba Isabel, cubierta por una finísima bata de dormir. Su rostro
demostraba que acababa de levantarse; pero aun así, a él le pareció más hermosa que
nunca.
—¡Gerardo, ¿tú…?! —exclamó Isabel, pero las palabras se ahogaron en su
garganta.
Por unos instantes pareció turbada, luego le tiró la puerta en plena cara.
Gerardo ya estaba preparado para esa posible reacción. No solo bloqueó la puerta
con el pie, sino que la empujó y se coló dentro de la casa.
—¡Estás loco, si Duanys llega…!
—A la mierda Duanys, me debes una explicación.
—¡Ah no! Eso sí que no lo voy a permitir —estalló Isabel—. Yo no te debo nada,

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hijo de puta, y ahora mismo te largas de mi casa.
—Por favor, Isabel, por favor… Solo dime la verdad.
Gerardo vio cómo Isabel se transformó de repente. Una expresión de miedo
cubrió aquel rostro que tanto amaba.
—De… ¿de qué estás hablando?
—Dejemos las mentiras en el pasado —Gerardo se dijo a sí mismo que necesitaba
serenarse—: sé que la niña es mi hija.
—Estás loco.
Gerardo sacó los papeles con las pruebas de ADN y las puso sobre la mesa junto
con las felpas y el cepillo dental.

***
Isabel comprendió que no tenía sentido seguir mintiendo. Por alguna extraña
razón se sintió enojada consigo misma. Después recordó que Gerardo tenía una mente
privilegiada para percatarse de los pequeños detalles. Nada de lo que había pasado
hasta el momento la sorprendió tanto como lo que ocurrió a continuación.
—¡Es mi hija…! ¡Mi hija…! —Rugió Gerardo mientras las lágrimas empezaron a
correrle—. Isabel, por favor, mírame a la cara. Soy un imbécil, soy un cobarde, lo
sé… y lo siento por no haber sido lo suficientemente hombre para haberme
enfrentado a tú padre.
Todo aquello era verdad, y aun así, nada de lo que él dijera la calmaría.
—Pero he cambiado, me importa una mierda la carrera militar, ahora solo me
importa una cosa —hizo una pausa, Isabel sintió cómo las manos de Gerardo le
apretaron el rostro, obligándola a mirarlo—: me importas tú, me importa la Nena.
Perdóname por todo lo que te he hecho pasar…, perdóname.

***
Isabel lo miró con lágrimas en los ojos, aquello hizo que Gerardo se relajara,
entonces vino la mano que impactó contra su rostro con una velocidad prodigiosa.
El chasquido resonó en todo la sala. Por un segundo, Gerardo sintió un calor
vibrante en su cara. Al instante, le siguieron varios manotazos más.
—¡Eres un mierda, hijo de puta! —le gritó Isabel sin dejar de golpearlo—. Me
dejaste sola, sola… ¡Yo sola con la bebé…!
Gerardo esquivó no con mucha facilidad los golpes y logró inmovilizarla; luego,
mediante una palanca de presión gobernó el cuerpo de Isabel —quién se retorcía
intentando escapar como una fiera de una jaula— hacia el piso.
Una vez en el suelo se sentó a horcajadas sobre ella y le sujetó los brazos.
—Lo siento, mi princesa vikinga —le dijo suavemente, recordando el apodo con
el que solía llamarla. Después, sujetándola con más fuerza, comenzó a besarle las
mejillas—; lo siento, lo siento…

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Isabel dejó de retorcerse con tanta furia, pero no pudo dejar de llorar.
Gerardo le soltó las manos para besarla mejor… Error si creyó que la fiera ya
estaba domada. La mano de Isabel le pasó a centímetros de su rostro, él se la capturó
en el retroceso. Le abrió la palma de la mano y se golpeó él mismo con la mano de
ella, una, dos… tres… cuatro veces…
—¡Ah…! —rugió como un tigre—. Si eso es lo que quieres, golpéame, pero nada
te va a librar de mis besos.
La cara le dolía, pero también lo excitaba.
Después no le importaron más los golpes de Isabel. Con ambas manos le aguantó
el rostro y la besó con furia y deseos salvajes. Los labios de Isabel estaban hinchados
y húmedos por las lágrimas. Gerardo se los mordisqueó; una vez satisfecho, comenzó
a besarle el cuello, las orejas, los ojos, la boca, los cachetes…; y aún con más hambre
de ella, volvió a repetir la secuencia de besos.
Isabel no dejó de golpearlo, pero comenzó a responderle los besos con tanta o
más pasión que él. Solo llevaba puesta una bata de dormir, él le abrió el lazo al
instante, dejando al descubierto toda su desnudez. Allí estaban aquellos senos que
tanto había añorado. Los acarició con ambas manos para luego introducirse los
pezones en la boca. Al principio los chupó como si fueran a brotar de ellos la esencia
de su vida, y luego se los mordisqueó suavemente.
Isabel lanzó un gemido que él conocía a la perfección.
Cuando se zafó el cinturón ella volvió a ponerle resistencia. Aunque de nada le
bastó. Gerardo bien sabía que estaba tan consumida por el deseo como él. Se
introdujo dentro de ella con suma facilidad. La humedad de Isabel lo excitó tanto que
tras penetrarla varias veces se estremeció. Mientras terminaba, la escuchó gemir y
contorsionarse por una oleada de temblores. Ella también estaba logrando el orgasmo.
¡Tan rápido! Recordó que comúnmente ella se tardaba mucho más que él, a
menos que los deseos la estuvieran matando.
Ambos quedaron agotados durante un momento. Gerardo hubiera querido seguir
y seguir, algo para nada común en él, y para su asombro, Isabel comenzó a acariciarle
el rostro. Apoyado en sus senos, la miró fijamente.
Verla desnuda, y con la bata abierta, lo hizo sentirse el hombre más estúpido del
mundo.
¿Cómo pude separarme tres años de esta mujer?
—¿Y ahora qué? —le preguntó Isabel.
—¿Eres feliz?
La respuesta no demoró una milésima de segundo.
—No.
—Entonces vente conmigo. Vamos a mi casa. Recoge tus cosas, recoge a la niña,
vámonos.

***

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Gerardo había madurado.
Era un hombre capaz de enfrentarse a cualquier peligro. Ya no era aquel
muchacho muerto de miedo frente a los gritos de un coronel. Isabel sabía que irse con
él significaba desatar una tormenta. Pero ya había sacrificado demasiado. No podía
continuar viviendo así.
—Prométeme una cosa, Gerardo —le pidió.
—Lo que sea.
—Dime que me vas a proteger, que nunca te vas a separar de mí, no importa lo
que te digan o hagan; prométeme…
—No tienes que pedirme lo que es mi deber —Gerardo la besó con tanta pasión
que Isabel no dudó más—. ¡Isabel, te amo! ¡Te amo! Eres lo mejor que me ha pasado
en mi vida y no volveré a perderte por nada del mundo.
Isabel escuchó unos gritos desde el cuarto.
Era la Nena pidiendo…, no, más bien exigiendo a gritos que le llevaran su
biberón de leche.

***
Gerardo observó desde el marco de la puerta cómo Isabel le llevaba el biberón a
la niña. La chiquilla, a pesar de estar semidormida, de tan solo de oler la tetera supo
localizar el pomo, abrió la boca con un gesto casi instintivo y comenzó a chupar a la
vez que se enroscaba un dedo en su propio cabello. Con aquel gesto tan tierno,
Gerardo comprendió de un solo golpe todo lo que se había perdido.
—Regreso dentro de dos horas —le anunció a Isabel—. Necesito arreglar algunos
asuntos pendientes en la oficina. ¿Estarás lista?
Dos horas serían demasiado tiempo. No quería darle un segundo a Isabel para que
reflexionara. Realmente temía que se echara para atrás. Su expresión pareció
delatarlo, pues Isabel fue hasta la puerta y lo besó.
—Estaré lista.

***

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Capítulo 82
Cartas sobre la mesa

Día 6… 9:10 am

En la cocina, la abuela terminaba de hacer un café espumoso, Lucía pretendiendo


ayudarla, aunque su verdadera intención era poder escuchar la discusión entre Rebeca
y el Nava, quienes mantenían una batalla campal en el patio de la casa.
Frente a ella, Miguel y Mario ignoraban todo lo que pasaba a sus alrededores.
Pero de vez en cuando, Mario la miraba curioso. La abuela era la única que no se
daba cuenta de la tensión que reinaba en la pequeña cocina. El abuelo había salido
con el mayor Rogelio a resolver unos problemas más con respecto a lo sucedido con
el Nava.
—Simple papelería —le explicó el anciano antes de irse.
—¡Es una puta! —gritó Rebeca desde el patio—. Y tú, un cabrón: en la primera
oportunidad que te abre las patas se la metes sin pensarlo dos veces.
Aquello fue demasiado.
Lucía se levantó y salió al patio. Miguel y Mario la siguieron.
—¿A quién estas llamando puta, zorra?
Rebeca quedó congelada. Lo menos que se esperaba era una reacción así por
parte de Lucía.
Incluso, la propia Lucía se quedó atónita al escucharse a sí misma.
Pero el estado de shock de la bailarina solo duró unos segundos.
—Te llamo puta a ti: desde que llegaste no le quitabas los ojos de encima a mi
mulato.
—Disculpa, ¿tu mulato? No sabía que el Nava era de “tu” propiedad.
—Chicas, cálmense, no hay que llegar a ofenderse —dijo Miguel intentando
apaciguar la tormenta, pero el muy desgraciado no podía contener la sonrisa.
Aunque a Lucía no le parecía para nada cómica aquella situación.
—No hay ofensa en llamar a una puta… ¡puta!
Aquello fue demasiado.
—¿Por qué? Solo aclárame el porqué.
—Porque eres una ramera: en la primera oportunidad que tuviste te le metiste en
la cama…
—Yo no soy la única que se mete por las noches en la cama de los hombres.
Rebeca quedó paralizada. El miedo asomó en su rostro. La ira de Lucía era tanta
que no pudo reprimirla.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Miguel confuso por el giro que acababa
de dar la conversación, aunque no pudo negar su curiosidad.

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—Que te cuente ella quién es la más zorra de las dos.
Rebeca levantó su frente orgullosa y miró detenidamente a Lucía.
—Mejor que te calles la boca, maldita perra —le amenazó—. ¿No te has dado
cuenta que desde que llegaste lo único que has hecho es crear problemas?
—No, prima, no te calles —Miguel apuntó a Rebeca—; creo que no eres la más
indicada para lanzar amenazas.
Lucía se extrañó que el Nava no hubiera dicho ni una sola palabra.
La tensión era demasiada, por fin el Nava preguntó:
—¿De qué estás hablando, Lucía?
—Mejor que te calles la boca —Rebeca retrocedió varios pasos.
—Anoche cuando fui a tu casa… ¿dónde diablos crees que estaba la princesa de
carroza?
Se hizo un silencio en el patio. Todos se miraron unos a otros, fue entonces
cuando Lucía vio por vez primera la mirada triste y avergonzada de Mario.
¡Oh, por Dios, qué he hecho!
—¿Dónde estabas, Rebeca? —preguntó tranquilamente el Nava. La calma con
que el mulato asumía la situación, exasperó a Lucía. Tal parecía que siguiera las
líneas de una obra teatral.
—Estaba conmigo —respondió Mario—. Rebeca pasó la noche conmigo.
El rostro del Nava se convirtió en una máscara de porcelana.
El mulato lanzó un suspiro, igual de teatral, para luego darles la espalda a todos.
Una vez más, con esa tranquilidad que exasperaba a Lucía, caminó hacia adentro del
cafetal, desapareciendo tras los naranjos.
Rebeca se llevó las manos a la cara para cubrir sus lágrimas. Se acercó a Lucía y
le dijo al oído:
—Espero que estés contenta: ya te lo puedes “follar”, pero recuerda que acabas de
separar a dos amigos. Buen provecho.
Sin más que decir, la bailarina se fue corriendo por el pasillo.
Lucía miró a Mario, pero este le esquivó la mirada.
Ella hubiera preferido una bofetada de Rebeca al rechazo de su primo.
Comprendió de súbito lo que había hecho y fue hasta donde estaba Miguel; este la
abrazó.
También él estaba en shock.
—Lo siento… —le dijo Lucía a su primo—, lo siento, yo no pensé… ¡Dios, soy
una estúpida! ¡Qué he hecho!
Tras un momento de reflexión, Mario fue hasta donde estaba su prima y le besó la
cabeza.
Ella no se atrevió a mirarlo.
—Tranquila, nada de esto es tu culpa, de una manera u otra iba a ocurrir.
Mario lanzó un suspiro y siguió el camino tomado por el Nava.
En ese momento la abuela gritó desde el interior de la casa:

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—El café está listo.

***
Mario llegó junto al Nava.
El mulato estaba esperando frente a una enorme mata de aguacates; a su
alrededor, quedaba toda una arboleda repleta de plantas y árboles frutales.
—Bueno —comenzó Mario—. ¿Cómo quieres resolver esto? ¿A golpes,
cuchillos, o machetes?
El Nava lanzó una carcajada.
—Qué comemierda tú eres. Ya yo lo sabía.
—¡¿Cómo?!… ¡No te entiendo!
—Hace tiempo que sé que te estás acostando con Rebeca.
Mario parpadeó sin comprender las palabras del Nava.
—Sigo sin entender.
—Quiero decir… Hace tiempo que sabía que te estabas follando a Rebeca. ¿Te lo
repito?
—No… pero, ¿por qué no me habías dicho nada? Digo, ¿por qué no me habías
partido la cara antes? —rugió Mario.
—Porque Rebeca te gusta. No quería hacerte daño.
—De que mierda estás hablando, soy yo quien te ha hecho daño.
—No, no me has hecho daño. El problema está en que a mí no me gusta Rebeca,
pero a ti sí.
—Sigo sin entender cojones, ¡aclárate!
—Rebeca te está utilizando —el Nava miró esta vez de frente a su amigo—: ella
solo quería tener un arma para herirme o separar nuestra amistad si algún día yo
decidía dejar de salir con ella.
Mario quedó completamente confundido. Tuvo que apoyarse contra un tronco
para no perder el equilibrio.
—A ver si estoy entendiendo: dejaste que ella se acostara conmigo…
—No; espera, yo no dejé a nadie. Ella lo hizo por su propia voluntad, al igual que
tú. Desde el primer momento que pasó…, y no me respondas esto, te convertiste en
su cómplice, justo lo que ella buscaba. ¿Qué querías que yo hiciera? Como la
situación se me fue de las manos, y tú no la pusiste a ella a elegir, yo opté por
hacerme el desentendido y dejar que la disfrutaras.
—Eres un cabrón —le respondió Mario con tono de broma, después la voz se le
quebró en la garganta—. Pero la quiero.
Esas palabras dibujaron una sombra en el rostro del Nava.
—Pero ella no te quiere a ti, hermano, ni a mí. Rebeca solo ama su carrera, tú
bien lo sabes, lo único que ella anhela es lograr un contrato con una compañía
extranjera. No nos engañemos. Pero su orgullo no le permite ser rechazada por

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ningún hombre.
Aquellas palabras arrancaron muchas ilusiones del pecho de Mario. Sabía que en
el fondo el Nava tenía toda la razón.
El mulato rodeó con sus brazos a su amigo y permanecieron abrazados por unos
segundos.
—Mejor suéltame —le advirtió Mario— que si alguien nos ve abrazados en el
medio de la arboleda, y yo con estas lagrimitas de puta en mi cara, la fama de
maricones no nos la quita nadie.
El Nava sonrió contento de tener a su amigo de vuelta.
—Y no seas tan gilipollas —dijo Mario imitando el acento de Lucía—. ¿Y mi
prima y tú qué?
—La verdad… tú prima me gusta demasiado. Tanto que me da miedo, pero lo
nuestro… No sé, creo que tenemos demasiadas limitaciones.

***
Cuando ambos regresaron del cafetal, Lucía los miró por un instante y salió
corriendo hacia el interior de la casa.
Mario y el Nava se miraron confundidos.
—¿Y ahora qué hicimos? —le preguntó Mario a su hermano.
—Qué drama, ¿verdad? Creo que deberían hablar con la prima —aconsejó
Miguel.

***

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Capítulo 83
Cambio de planes

Día 6… 10:30 am

Isabel recorrió la casa más de cuatro veces.


Buscó las dos maletas que su madre le trajo de regalo cuando regresó de uno de
los tantos viajes que hiciera con su padre a República Dominicana.
Las maletas tenían hebillas de acero y más de tres compartimientos. Las puso
sobre su cama y comenzó a vaciar los closets.
Por momentos se detenía para recordar lo sucedido en la mañana. Todo le parecía
tan lejano e irreal como uno de esos sueños de los cuales uno nunca quiere despertar.
Después se miró al espejo y se descubrió una sonrisa cómplice. No, no era un sueño,
era real: se iba a ir con Gerardo.
Miró la cama y las maletas, entonces una sombra cruzó por su mente dejándole
finas líneas de arrugas sobre la frente.
—¡Por Dios, qué estoy haciendo! Esto es una locura.
Se sentó sobre la cama y no pudo evitar que se le escapara un sollozo.
El miedo la detuvo, al punto, que las manos comenzaron a temblarle de forma
descontrolada. Acababa de caer en un ataque de pánico, duda y desesperación.
Después de varios minutos volvió a mirar su propio reflejo, como buscando esa
misma imagen de antes, tan segura de sí misma.
¿Es esta la vida que quieres? Comenzó a preguntarle una voz desde lo más
profundo de su alma. ¡No te casaste, te casaron! Por tres años has sacrificado tu
vida, tus ilusiones y tu cuerpo… ¿Acaso ya no es suficiente?
Por otro lado pensó en lo que podría perder. Pero, ¿realmente le importaba?
Los eventos sociales; dejaría de ser parte de la jerarquía cubana, los hijos de los
zares, ella era una de las pocas personas en la isla con acceso ilimitado a los mejores
hoteles y centros turísticos. El dinero y el derroche se acabarían… ¿Pero era eso
realmente vida? Tener que dejar que un hombre se la templara las veces que le diera
la gana…, un hombre a quien aborrecía, y solo por tener privilegios y no enfurecer a
su padre. ¿Acaso eso no la convertía en una rara especie de prostituta? O aún peor,
pues una prostituta solo vende su cuerpo, ella estaba vendiendo su alma.
A su mente afloró la imagen de su padre…, fue entonces cuando comprendió lo
que realmente la preocupaba.
Estaba asustada de la reacción de su padre.
Orlando Ortega no la dejaría vivir en paz. Como tampoco dejó vivir a su madre.
Isabel la recordó. Toda una vida de sufrimiento bajo las órdenes de su esposo,
¿era eso lo que ella quería?

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—Mami, ¿nos vamos de vacaciones? —preguntó Isabela recostada al marco de la
puerta.
La chiquilla apareció como de la nada, pero el verla allí, con el biberón en la
mano y los ojos aún soñolientos, la hicieron tomar su decisión.
—Sí, no vamos de vacaciones.
Isabel le sonrió a su hija, mientras que con un beso le agradecía por haberle
regalado el empujón que necesitaba. La Nena le dio el valor necesario para tomar la
decisión que cambiaría sus vidas.
No más Duanys, no más golpes ni violaciones…
Mientras doblaba la ropa con la mayor rapidez posible, se percató de que no
sentía ni pizca de lástima por abandonar a su marido.
Ese imbécil no me merece.
Fue entonces cuando el pánico recorrió cada centímetro de su cuerpo, al escuchar
el ruido inconfundible de la llave en la puerta.
¿Sería posible? No podía ser, él no llegaba hasta las cinco.
No se movió de donde estaba, como si repentinamente hubiera quedado atrapada
en un bloque de hielo. Su hija continuaba recostada al marco de la puerta, esta vez
con una mirada de curiosidad.
Isabel escuchó más ruidos provenientes de la sala y las voces de varios hombres.
Temerosa de lo que estuviera pasando, cargó a la Nena y la llevó a su cuarto. Allí la
acostó y le puso unos audífonos, para que la bebé tomara su biberón de leche
despreocupada por lo que pudiera acontecer en la sala.
Después, con pasos sigilosos, fue hasta el borde de la puerta y se asomó con
cautela.
Oculta tras la cortina vio a más de cinco hombres en la sala. Duanys iba con ellos.
El miedo la paralizó contra la pared al advertir sobre la mesa los papeles dejados por
Gerardo, con las pruebas de ADN.
Duanys estaba organizando a los demás, puso una mano sobre la mesa a solo una
cuarta de los papeles.
Desde su escondite, Isabel observó a seis hombres: tres de ellos eran sin duda
extranjeros. Los identificó no solo por los colores de su piel y el acento, sino por sus
ropas y las maletas que habían puesto sobre la mesa. Uno de ellos era un gigante de
aspecto feroz que delataba mediante sus gestos su porte militar.
Isabel sintió que unos temblores le recorrían toda su espina dorsal y el terror la
obligó a llevarse las manos a la boca para ahogar un grito cuando aquellos hombres
comenzaron a sacar armas de sus maletas.
¡Fueran quienes fueran aquellos extranjeros, no eran simples civiles!

***
Duanys detalló mejor a sus nuevos aliados.

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Sabía que eran mercenarios entrenados para matar. Hombres que se ganaban la
vida quitando la de otros. Mientras más los observaba, más les temía. En su interior,
convergía una batalla de sentimientos y dudas. Por un lado, estaba tan excitado por la
importancia de aquella misión, que hasta olvidó el verdadero sentido de la misma:
¡iban a secuestrar a un ciudadano cubano!
Por otro lado, punzaban las consecuencias que tendría a su favor si todo salía
bien.
Con una calma que no le era característica, intentó meditar sobre la situación.
Duanys no se preocupó por revisar los cuartos. Isabel estaba para el Círculo
Infantil junto con la Nena. El bien conocía las rutinas de su esposa. En la casa
anterior en que vivieron, cuando él estuvo cursando la escuela de Tropas Especiales,
jamás desaprovechó esas oportunidades. Mientras Isabel llevaba a la Nena para el
Círculo de Infantes, él se metía a la cama con alguna puta…, por tanto, la casa estaría
sola hasta las cuatro de la tarde. Confiaba en que para ese entonces la misión ya
habría acabado.
Por su parte, los mercenarios no perdieron un segundo. Pusieron sobre la mesa las
misteriosas maletas que traían consigo. Al ver su contenido, Duanys quedó paralizado
nuevamente.
El más pequeño de los tres, el de la cara de rata, sacó una laptop enchapada con
láminas de metal. Duanys sabía que aquella computadora debía de costar un ojo de la
cara; por su diseño tan exclusivo, hasta el más desentendido en tecnología digital
sabría que se trataba de algún artefacto militar. Junto a la laptop el italiano instaló una
pequeña antena con forma de plato en un ángulo vertical.
Duanys no quiso ni imaginarse que otras cosas tendrían en el resto de las maletas.
Sus dudas quedaron aclaradas al reconocer tres Heckler & Koch, uno de los
modelos de pistolas de asalto más temidas del mundo. Los mercenarios las pusieron
sobre la mesa para tenerlas a mano. Cada pistola llevaba instalado un largo
silenciador.
Aturdido por todo cuanto veía, intentó enfocarse en otras cosas. Para su propia
sorpresa, sus ojos se posaron en un extraño sobre que había sobre la mesa, justo al
lado de la laptop. Al principio no le prestó atención. Pero a medida que pasaron los
segundos y los mercenarios continuaban sacando cosas de sus maletas y armándose
hasta los dientes, de manera inconsciente leyó las primeras palabras.
—¿Qué mierda es esto? —murmuró.
Lo tomó en las manos y comenzó a leer con más detenimiento.
Análisis de paternidad… Pruebas presentadas confirmadas… Las muestras
coinciden noventa y nueve por ciento…
Duanys empezó a tener una vaga idea de lo que podrían significar aquellas notas.
Sintió de pronto una fuerte punzada en el pecho y temió seguir leyendo. Algo en su
interior le decía que no continuara…, pero lo hizo.
En la esquina inferior de la hoja, había una frase escrita con un bolígrafo.

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Felicidades, Gerardo, eres papá… =)
—¡Oh, no…! La Nena no… —el balbuceo se le escapó con un gemido que
acaparó la atención de todos. Pero a él no le importó.
Duanys estrujó el papel y miró hacia el cuarto. A través de la cortina vio el rostro
de Isabel que se escondía entre los pliegues de la tela casi transparente.
—¡Me las vas a pagar, hija de puta!

***
Isabel supo que estaba perdida.
Corrió hacia el cuarto tan rápido como pudo. Pero para su propio horror,
descubrió que la Nena había regresado y se había acomodado sobre la cama. Con sus
pequeñas manitos estrujaba la ropa y la echaba dentro de las maletas. Desde su punto
de vista, la niña ayudaba a su mamá.
Isabel entró en el cuarto y trató de cerrar la puerta. Lo hubiera logrado de no ser
por el biberón de la Nana que estaba en el piso y la bloqueó. Isabel le dio una patada
al pomo, pero ya era demasiado tarde.
Duanys empujó la puerta con todas sus fuerzas lanzándola a ella hacia atrás. Por
suerte no perdió el equilibrio. Al instante se separó de su marido todo lo posible.
—Nena —murmuró Duanys—, vete a tu cuarto y ponte a jugar con las muñecas.
—Pero no quiero, estoy ayudando a mamá, es que nos vamos de vacaciones.
Isabel quiso que la tierra se la tragara.
Duanys sonrió y miró hacia la cama. Sobre ella aguardaban dos maletas de cuero
a medio llenar.
—Nena, ve ahora mismo para tu cuarto, y ponte los audífonos.
Cuando Duanys le habló así a Isabela, la niña hizo un puchero y se fue llorando a
su cuarto.
Duanys cerró la puerta tras ella.
—¿Qué cojones significa esto? —preguntó Duanys señalando a la cama y las
maletas—. ¿Me estas abandonando?
Isabel no respondió.
—Cuando te hago una pregunta me gusta que me respondas.
Duanys caminó hacia ella y le agarró una mano. Isabel no hizo ademán de
zafarse, a pesar de que sentía los dedos como garras en su piel.
—¡Quiero que me respondas! —le gritó en la cara—. ¿Qué significan estos
papeles?
Duanys le enseñó las hojas con las pruebas de ADN.
—¿Isabela no es mi hija? —toda la rabia de Duanys desapareció al mencionar el
nombre de la Nena, incluso afloraron lágrimas en sus ojos.
Isabel estaba consciente de los mil millones de defectos que tenía su marido, pero
jamás podría negar el amor que sentía por la niña. Sin embargo, sus ojos le otorgaron

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la respuesta que Duanys no quería escuchar.
—Todo este tiempo le he estado criando la hija a otro.
—Duanys —Isabel estaba muy nerviosa y la voz le temblaba, aun así sacó valor
suficiente para organizar sus palabras—, podemos resolver esto sin ningún problema.
Déjame irme.
—¿Irte? ¿Con quién? No…, no me respondas, déjame adivinar —la ira comenzó
a aflorar en sus ojos al comprender que parte de la culpa era de él, por haber avivado
las llamas de una pasión que creyó extinguida—. Eres una puta, ¿lo sabes, verdad? Te
quieres ir con ese cabrón de Gerardo… ¿Correcto?
—Nuestro matrimonio nunca ha tenido sentido —dijo Isabel con el tono más
suave que pudo—, todo fue un arreglo. Tú lo sabes. Por qué seguir engañándonos.
Vamos a dejarlo claro: tú no me quieres…
—Pero quiero a la Nena. Isabela es mi hija.
Isabel no esperaba aquella reacción, y se quedó sin palabras.
—Pero tienes razón, nuestro matrimonio es un arreglo que lo conviene tanto a tu
padre como al mío. Así que si quieres irte, pues, te vas de la casa…; pero no con
Gerardo.
Isabel se estremeció al ver la expresión de triunfo en el rostro del monstruo con el
que la habían casado.
—Necesito resolver unos problemas primero —Duanys tuvo la gentileza de
explicarle sus macabros planes—. Luego te vas para la finca de tu padre. Que te
encierre y te ponga una escolta hasta que se te olvide esta locura.
Isabel comprendió que no estaba intentando asustarla. Duanys tenía el poder para
ejecutar sus planes, y con la ayuda de su suegro los pondría en función.
De la unión de su matrimonio se había creado la alianza de las dos familias
militares más poderosas de las Villas: el Clan Ramírez y los Ortega. Ella estaba
poniendo en peligro todos los planes de su propio padre al intentar separarse de su
marido. No había pensado que sus actos podrían tener reacciones a escala y
magnitudes inimaginables para ella.
—No me puedes obligar.
—Sí que puedo, para eso soy tu marido.
Desesperada corrió hacia la puerta, fue entonces cuando vino el primer golpe.
Duanys la había golpeado otras veces, pero jamás con el puño cerrado.
Isabel calló sobre la cama y sintió un ojo a punto de estallarle… Todo le daba
vueltas alrededor. Su mente viajó al pasado…

***
Recordó aquel día: se conmemoraba un año más del glorioso triunfo de la
Revolución cubana. Los jerarcas militares preparaban una fiesta por todo lo alto.
Hasta iban de invitados algunas de las más populares orquestas de la isla, y las

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esposas e hijas de los generales estrenarían sus mejores vestidos. Isabel llevaba
esperando aquella fiesta desde hacía meses, quería lucir un vestido escotado que era
una preciosidad. El vestido no era tan corto como ella hubiera querido, pero lo
suficiente para mostrar sus hermosas piernas.
Duanys entró al cuarto y la vio vestida.
—¿No pensarás ir a la fiesta con eso puesto?
—Pues claro que sí.
Duanys le sonrió.
—No me gusta, ¡quítatelo!
Llevaban solo un año de casados y él jamás se había interesado en su forma de
vestir.
—No…, me gusta el vestido…
El puñetazo salió tan rápido que el dolor llegó después de la sorpresa. Isabel
comenzó a llorar preguntándole por qué la golpeaba. Él la amenazó con volverlo a
hacer si no se quitaba el vestido.
Durante la fiesta, se percató de que ella era la única mujer con un vestido que le
llegaba al tobillo, a excepción de las viejas urracas, esposas de los generales seniles
que se prestaban para toda clase de chismoteos.
Para colmo, no le quedó más remedio que llevar también un par de gafas, y todos
los presentes sospecharon de inmediato que era para ocultar un ojo morado o algo
peor.
En el baño de las damas tuvo la oportunidad de encontrarse a solas con su madre.
Abrazada a ella se echó a llorar y le contó lo ocurrido. Ese día tuvo la mayor sorpresa
de su vida, cuando su madre le dijo simplemente que debió obedecer a su marido. Si
lo hubiera hecho, nada de aquello le habría pasado.
Isabel sintió como si alguien la mirara a través de un microscopio. No profesó
ningún odio hacia ella, o deseos de revelarse contra la sociedad y su esposo;
simplemente, experimentó una rabia incontrolada hacia su padre, por haber
convertido a su madre en un ser incapaz de tomar decisiones propias. Y estaban
haciendo lo mismo con ella.
Isabel comprendió que al acceder a los caprichos de Duanys, acababa de perder el
control de su vida.
Se había transformado en una Nora.
Ella no era más que una transacción, un negocio cerrado, un objeto más en la
Casa de muñecas de Duanys.

***
—¡Maldito cobarde, eso es lo que eres, un cobarde! —le gritó. Podría matarla a
golpes, pero esta vez no se callaría la boca.
—¿Desde cuándo te lo follas? ¡Respóndeme, puta de mierda!

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Isabel sintió que la ira y el dolor la dominaban. Él la mataría, pero ella no se iba a
quedar callada.
—Me lo follé esta mañana y me vine como una zorra, grité de placer mientras me
hacía suya, ¡lo que tú jamás has hecho!
Duanys comenzó a temblar de ira.
De repente le saltó encima y comenzó a darle golpes en el rostro con ambas
manos.
—¡Puta de mierda, yo te voy a enseñar a respetar…! Eso es lo que te voy a
enseñar, a que respetes a tu marido.
Ella se cubrió el rostro con las manos, pero aquello no le sirvió de nada.
—¡Hija de perra, te acostaste con ese cabrón! —le gritó Duanys mientras la
agarraba por el pelo y la arrastraba al piso.
—No me des más… —gritó por fin Isabel, acababa de perder toda su ira,
tampoco sintió ninguna pena por comenzar a suplicar.
Duanys le dio una patada en el abdomen que la hizo vomitar.
Por un instante todo se volvió oscuro. El aire no le llegaba a los pulmones y solo
escuchaba la voz del monstruo que la iba a matar.
—Para, para… —le suplicó.
De nada sirvió.
Duanys siguió dándole patadas en el abdomen y la cara.
Un manto de sombras la cubrió sumergiéndola en un mar de tinieblas.
Solo escuchó algunas voces.
—¿Qué estás haciendo, imbécil? ¿No ves que la vas a matar? Ahora tenemos
cosas más importantes, así que luego arregla tus malditos problemas.
Isabel comprendió que uno de los extranjeros entró en el cuarto y logró separar a
Duanys de ella.
Después no escuchó nada más.

***
A Duanys aún le temblaban las manos cuando regresó a la sala. El resto de los
hombres lo miraron solo unos segundos, todos habían escuchado los gritos de Isabel
y la golpiza que le había dado. Como ese no era su problema, nadie se interesó en
intervenir. Unos instantes después volvieron a sumirse en lo que sí era un problema
real.
—Hagamos esto lo más rápido y limpio posible —comenzó a decir el líder de los
extranjeros. Para crear una rápida camaradería, el Italiano presentó a sus dos hombres
por sus apodos. Tanto Duanys como sus chicos se percataron de que los
sobrenombres eran perfectos para ellos.
El Zombi y el Oso.
El Zombi caminó hasta la mesa y viró la laptop de manera tal que todos pudieran

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observar la pantalla. Desde un segundo teclado inalámbrico el mercenario fue
ampliando la imagen borrosa que apareció. Poco a poco la imagen fue cobrando
calidad y nitidez. Un segundo después, Duanys comprendió que se trataba de una
vista satelital al pueblo de Tres Caminos. Muy pronto comenzaron a definirse las
calles y los autos, incluso hasta personas que iban pasando quedaban atrapados por la
lente.
La imagen detuvo su acercamiento sobre la cuadra del anciano Manuel.
Duanys quedó tan asombrado como sus subordinados al escuchar las palabras del
Italiano.
—La imagen es en tiempo real.
Nadie dijo una palabra, pero no hacía falta. Aquello significaba que los autos y
coches de caballos que pasaban por el monitor lo estaban haciendo en ese preciso
instante. Era como estar mirando a través de una cámara de seguridad.
Duanys se preguntó, con cierta envidia, cuándo llegaría el día que los agentes de
la seguridad cubana podrían montar un operativo con satélites como aquel.
—Esta es la casa de nuestro objetivo —puntualizó el Italiano—, iremos en dos
carros. Mis dos hombres y tú se ubicarán aquí.
A Duanys no le gustó la idea de separarse de sus propios hombres. Pero no
encontró nada favorable que decir.
—Ustedes tres y yo iremos a la casa, entraremos por este callejón.
Visto que no lo dejarían impartir ninguna orden, Duanys necesitaba dejar claro
que él no solo estaba allí de guía turístico.
—Ángel, tú te quedas aquí —el oficial pareció tan sorprendido como el Italiano
—: necesito que vigiles a mi esposa hasta mi regreso.
El Italiano lanzó una exclamación de burla en algún idioma que Duanys no supo
identificar, pero sus dos mercenarios le rieron el chiste.
—Vamos a dejar algo bien claro —dijo Duanys mientras caminaba para situarse
frente al líder del equipo—: esta es tu misión. Tú organízalo todo y las cosas se harán
como decidas; pero —siempre hay un pero… ¿me entiendes?— mi país se está
haciendo el de la vista larga para que puedas operar a tus anchas, por lo que no puede
haber ni un muerto y mucho menos un disparo, ¿te quedó claro?
Duanys sintió que las manos le temblaban ante la mirada de aquel hombre. Por
eso apretó los puños y se obligó a controlarse. El italiano le lanzó su mejor sonrisa.
—Claro, sargento, transparente y claro como el agua.
Duanys dejó escapar un suspiro.
—Entonces vamos a atrapar a ese maldito viejo.

***

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Capítulo 84
Planes frustrados

Día 6… 11:35 am

Duanys se sentó en el asiento trasero del Cadillac de los mercenarios. Frente a él, el
Zombi y el Oso continuaban mirando la laptop. La pantalla les mostraba una imagen
satelital de todos los alrededores, excepto del pasillo por donde pensaban entrar.
Por desgracia, una ceiba gigante que crecía junto a la casa les impedía tener una
vista aérea de dicho pasillo. Al no poder confirmar ese ángulo de visión, surgieron las
dudas con respecto a los nietos del anciano. ¿Estarían en la casa?
Si ese fuera el caso, la misión se iría a la mierda. Ya que Duanys le dejó bien
claro al Italiano que no podía haber muertos.
—Tengo una idea —dijo Duanys al tiempo que buscaba su celular.
Los dos mercenarios lo miraron, pero ninguno dijo nada. Si de ellos dependiera,
entrarían por el pasillo vomitando plomo, de eso a él no le cabía la menor duda.
Duanys buscó en su lista de contactos el número del Hiena. Le marcó.
—¿Sí, diga?
—Necesito una confirmación inmediata.
—Dirá usted.
—¿Tienes idea de dónde están los nietos de Manuel, los gemelos?
—Acabo de verlos llegar a la casa del profesor Augusto.
—Perfecto, ¿quiénes van con ellos?
—La cuadrilla de siempre, el Nava y la prima española.
—Eso era todo.
Colgó y miró a los mercenarios.
—Comunícale al Italiano que Manuel está solo en la casa; bueno, de seguro su
esposa debe de andar por algún lado.
El Zombi se llevó dos dedos al oído.
—Zombi a Alfa: el Shadowboy está solo.
—Alfa a Zombi: recibido, listos para proceder.
Según el plan, en cuanto salieran por el pasillo arrastrando al anciano, Duanys y
su equipo debían de llegar en el auto lo más rápido posible para meterlo dentro.
Duanys observó cómo el Italiano y sus dos oficiales miraban a todos lados
esperando el momento adecuado. Tras unos instantes de vacilación, confirmaron que
todo estaba despejado y echaron a andar directo al pasillo.

***
11:22 am

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Mientras caminaban hacia la casa del profesor, un silencio incómodo reinaba en el
grupo. Lucía avanzaba cabizbaja, con ambos brazos cruzados sobre el pecho. La pena
y la angustia le impedían mirarle a la cara a Mario y mucho menos al Nava.
Ambos intentaron hablar con ella en dos ocasiones, pero Lucía simplemente les
respondió con monosílabos.
Fue Miguel el que logró captar su atención.
—La casa del profesor te va a sorprender, créeme, no es ni remotamente lo que te
imaginas —en ese mismo instante llegaron a la casa.
—¿Por qué?
—El profesor Augusto es considerando una de las mentes privilegiadas más
importantes del país. Ha escrito una docena de libros de Historia, y lo conocen en
todas las Ferias de Libros que se hacen a lo largo de Latinoamérica.
A medida que Miguel le seguía contando cosas del profesor, los deseos de
conocerlo aumentaron en la joven.
Lucía recordó su primer día en Cuba, cuando el abuelo se lo presentó, pero jamás
le pasó por la mente que aquel anciano cubierto de canas y con dedos amarillos por
las manchas de nicotina fuera un genio de la Historia.
—¿Y qué tiene de especial la casa?
—Pues que Augusto ha sido profesor por más de cincuenta años, ¿tienes idea de a
cuántos miles y miles de estudiantes les ha dado sus conocimientos?
—Joder, han de ser un montón.
—Pues sí, por eso todos los días tiene una o dos visitas de exestudiantes que
vienen a darle una vuelta a su viejo profesor. Cuando los estudiantes que viven en el
extranjero lo visitan, el profesor no pierde oportunidad y les pide lo único que se ha
convertido en la pasión de su vida.
Miguel hizo una pausa para mirar a Mario y al Nava, de esta manera los introdujo
a ambos en la conversación.
—¿Cuál es la pasión del profesor?
—Los libros —le confirmó Mario, Lucía comprendió que Miguel le hizo un juego
de palabras para que terminara la conversación con su hermano, pero mirar de frente
a su primo solo le subió los colores al rostro—, el viejo Augusto les pide libros. Por
eso sus estudiantes…, te aclaro, los que viven en el extranjero, siempre que lo visitan
le traen montones de ellos.
—¿Y por qué no los cubanos?
—Porque en Cuba no hay muchos libros que sirvan —le contestó el Nava
rápidamente, aprovechando la pregunta—, lo único que venden aquí, sobre todo en
las Ferias del Libro, son libros de política comunista o ficción para cerebritos
intelectuales y toda esa mierda, pero libros de historia actualizados, ciencia ficción o
espionaje, fantasías, aventuras…, de eso nada: los jóvenes cubanos tienen muy poco
acceso a esa clase de literatura.

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Lucía quedó intrigada por aquella respuesta.
—¿Entonces en Cuba los jóvenes no se han leído la colección de Harry Potter?
Los dos gemelos y el Nava lanzaron una estridente carcajada.
—Pues claro que no —le respondió Mario—, esa clase de libros en Cuba no
existen. A los pocos ejemplares que logran entrar al país les sacan fotocopias y se
pasan las hojas impresas de mano en mano; o si no léete una copia digital en el
monitor de una computadora. Así es como accedemos a ese tipo de libros en la isla
“más culta del mundo”.
El Nava tocó a la puerta.
Al instante se asomó el profesor.
—¡Oh, dignos pupilos! ¿A qué debo el semejante honor de esta visita? —Lucía
no pudo contener la sonrisa, el anciano hablaba como si estuviera en un proscenio
dirigiéndose a una multitud—. Pero no os detengáis afuera, pasen a mis humildes
aposentos.

***
11:25 am

Isabel apenas podía moverse.


Cuando recobró el conocimiento todo el cuerpo le dolía. No estaba segura de sí
tendría alguna costilla fracturada; pero adivinó los hematomas en su estómago, pues
cuando intentó levantarse no pudo.
Por varios minutos permaneció mirando el techo y compadeciéndose de ella
misma. Fue la amenaza de Duanys de mandarla a la finca de su padre lo que le dio el
valor necesario para sacar fuerzas de la nada.
Apretó los dientes y comenzó a arrastrarse hasta la mesa que estaba junto a su
cama. El esfuerzo la dejó agotada; en cambio, con ello solo aumentó su
determinación.
Abrió la gaveta y buscó el celular que Duanys le había dado para llamar a su
madre todos los días.
Marcó el número de la Jefatura.
—Buenos días, PNR de Tres Caminos, ¿en qué le podemos ayudar?
—Necesito hablar con el capitán Gerardo, dígale que es urgente… —Isabel
escuchó pasos acercándose—. Por favor, apúrese.
—¿De parte de…? —preguntó la voz femenina al otro lado de la línea, Isabel no
pudo creer que estuvieran preguntándole eso.
—De parte de Isabel.
Los pasos se acercaron más a la puerta.
—Capitán Gerardo, ¿con quién tengo…?
—¡Ayúdame…! —la puerta se abrió de repente e Isabel reconoció a uno de los

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hombres que andaba con Duanys. Por lo visto había dejado a un guardia para vigilarla
—. ¡Me tiene encerrada en el cuarto…!
En solo tres pasos el hombre recorrió la corta distancia y le arrebató el celular.
Miró el teléfono y se lo puso al oído. Al otro lado de la línea Isabel podía escuchar
los gritos de Gerardo.
Su guardián la miró con todo el desprecio que pudo acumular, luego sus ojos
cayeron sobre el celular. Lo colgó.
—Tu marido se va a enterar de esto, créeme.
El hombre se metió el celular en el bolsillo y salió de la habitación, no sin antes
asegurarse de que la puerta estuviera bien segura.
Cuando Isabel se quedó sola, no pudo evitar los gemidos y el ataque de llanto que
se le vino encima.

***

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Capítulo 85
La Sala de Ámbar

Día 6… 11:28 am

La imagen que se inventó Lucía del interior de la casa del profesor fue
completamente errónea. Una vez que ya estuvo dentro, poco faltó para que sus ojos
se le salieran de las órbitas.
Mientras ella recorría toda la sala con una mirada de asombro, Mario le dio una
bolsa al profesor, este miró el interior y comenzó a danzar de alegría.
—¡Gracias, muchachos! Me lo trajeron en el momento perfecto, pues ya no me
quedaba más.
El profesor desapareció en el interior de la cocina con la pequeña bolsa.
—¿Qué había dentro de la bolsa? —preguntó Lucía mientras comenzaba a
recorrer la sala.
—Un poco de marihuana —Lucía miró a su primo incrédula—; no, es broma.
Tres libras de café, no tienes idea de cuánto significa el café para los cubanos.
—De hecho sí, ya he aprendido lo mucho que les gusta. Es como la marihuana
para los españoles.
En el poco tiempo que llevaba en Cuba, había aprendido que el café era la
verdadera bebida nacional.
Sus primos tomaron asiento; por lo visto, la colección del profe ya no les llamaba
tanto la atención. Sin embargo, ella tuvo que recorrer inevitablemente toda la sala. La
atracción que sentía por los libros era algo obsesivo. Por lo que ver tantos ejemplares
en un mismo lugar era un verdadero banquete para sus ojos.
Las paredes de la casa estaban cubiertas por miles de libros. Los estantes se
comunicaban unos con otros creando una línea infinita. Pero lo que realmente
llamaba la atención, no era la cantidad desproporcionada, sino la organización de los
mismos.
Lucía había estado en casa de coleccionistas, quienes amontonaban manuscritos
sobre manuscritos, y el olor a polillas siempre pugnaba en esos lugares.
Pero la casa de Augusto no tenía nada de eso, tras echar una mirada más
detallada, vio que en un rincón había una mesa especial, la cual estaba diseñada con
varios compartimientos para poner pomos de alcohol y motas de algodón, agujas e
hilos especiales salían de los bordes. Un brazo articulado sostenía una lupa de escala
gigante.
Augusto no solo coleccionaba libros, sino que también los reparaba.
—Y bien, ¿qué te parece? —le preguntó el Nava.
—¡Joder, esto es hermoso!

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Lucía se acercó a uno de los estantes y leyó las laminillas de cartón que había a
modo de identificación.
Historia medieval, debía de haber más de cincuenta libros en esa sección.
Varios minutos después, el anciano regresó con una bandeja y cinco tazas de
porcelana repletas de café.
Tras repartir las pequeñas tazas, Augusto fue y se sentó en un sillón cubierto de
parches. Desde su trono, el anciano miró a los cuatro jóvenes.
—Muchas gracias por el café —les dijo amablemente—, ahora vayamos al grano,
¿qué quieren?
Joder, pensó Lucía, el profesor sí que no se anda por las ramas.

***
—Profe —Miguel tomó la palabra—, mi prima está trabajando en una tesis
sobre… sobre… ¿cuáles serían las palabras exactas, prima?
Lucía quedó sorprendida e improvisó.
—Tesoros nazis.
—¿Tesoros nazis? —repitió Augusto a la vez que se daba un sorbo de café—.
¿Qué tipo de tesis quieres hacer?
—Bueno, no es tanto como una tesis, es más bien un trabajo de investigación.
—Una tesis es un trabajo de investigación.
—Correcto, pero no tan investigativo. —De qué mierda estoy hablando, vamos
Lucía, tú puedes hacerlo mejor—. Digamos que es un artículo para publicar en una
revista de curiosidades.
Lucía comprendió que mientras más hablaba, más metía la pata.
—Mmm, muy bien, muy bien… ¿y qué quieres investigar de los tesoros nazis?
—Pues para comenzar… ¿existió algún tesoro nazi?
—¡Oh, existen miles! —exclamó el profesor y todos en la sala comprendieron
que Augusto comenzaba a disfrutar de la conversación—. Pero necesito que me hagas
la pregunta correcta.
—¿La pregunta correcta? —repitió Mario.
Lucía comprendió el juego del profesor. No les diría nada hasta que no le
formularan una pregunta correcta.
—Necesito saber qué tesoros robó la Alemania nazi y hacia donde los trasladó.
Los gemelos y el Nava miraron sorprendidos a Lucía.
—Eso sí es una pregunta —aclaró el profesor—. En cambio, tal respuesta podría
tardar semanas, por no decir meses, en ser contestada.
—Pero estamos seguros de que un “súper profe” como usted nos lo puede resumir
en unas horas, ¿verdad? —Mario tentó a la suerte.
—Creo que sí… sí, por qué no, de seguro les podría dar un resumen.
Todos se acomodaron en sus asientos, listos para escuchar la clase de Historia que

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les daría el profesor.
—Empecemos por el tesoro de Erwin Rommel.

***
—Erwin Rommel fue uno de los mariscales de campo más importantes del
ejército alemán. Considerado por la historia como uno de los genios estrategas más
grandes de su época…
—Estamos hablando del Zorro del Desierto, ¿correcto?
La interrupción de Miguel solo le causó una sonrisa de orgullo al profesor.
—Después de todo, alguien sí estaba atendiendo en mis clases —Augusto
prosiguió—. Rommel estuvo al mando del Afrika Korps, durante 1941 hasta 1943…
Para que los jóvenes lograran tener una visión más periférica de la historia que les
estaba narrando, fue a un estante y sacó un voluminoso libro. Buscó con manos
expertas el capítulo que necesitaba. Allí les mostró una imagen del famoso Zorro del
Desierto.
—El Afrika Korps fue una de las unidades militares alemanas mejores dirigidas
que operó en el Norte de África, con la importante misión de conquistar todo el
amplio territorio. Su principal objetivo era capturar sus reservas de combustible.
—Aparte de toda esa historia bélica —Augusto señaló con el dedo índice la foto
—, Rommel estuvo relacionado con uno de los misterios que dio paso a muchas
leyendas años después, conocida como “El Tesoro de la Isla de Córcega”.
—Esto comienza a ponerse interesante —interrumpió Mario, quien permanecía
bastante intranquilo en su silla.
—Durante el saqueo de las ciudades al Norte de África por parte del ejército
Alemán, estos llegaron a recolectar un botín de cientos de lingotes de oro, diamantes
y obras de arte. El tesoro fue inventariado antes de mandarlo a la capital alemana. Se
estima que el botín superaría en los tiempos modernos los 50 millones de euros —los
cuatro jóvenes lanzaron exclamaciones y bufidos pera nadie dijo una sola palabra—.
Cuando el tesoro llegó a Alemania y se revisó la lista de inventario, descubrieron que
faltaban seis cajas blindadas. Tras someter a todos los implicados a fuertes
interrogatorios se descubrió que las cajas fueron enviadas a Italia “por error”.
—Seguro que sí, error para los bolsillos de otro —Mario rio de su propio chiste,
pero al instante su hermano le tapó la boca.
—Pues bien, tras la caída del gobierno italiano en 1943, las cajas fueron
trasladadas a las costas de la isla de Córcega, en donde supuestamente un submarino
las trasladaría a un lugar seguro y desconocido. La lancha que trasladaba las cajas
cayó en una emboscada de la aviación americana, el coronel que estaba al mando de
la operación dio la orden de lanzar las cajas por la borda, logrando de esta manera
aumentar la velocidad de la lancha.
Augusto hizo una pausa y les miró el rostro a sus jóvenes oyentes. Estos parecían

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hipnotizados.
—Hasta el día de hoy, cientos de buceadores han intentado encontrar el tesoro de
Rommel en las costas de Córcega. Por desgracia lo único que han logrado obtener es
varias muertes en circunstancias misteriosas. Los historiadores como yo, nos
planteamos siempre la pregunta más lógica: ¿realmente tiraron las cajas por la borda,
o lograron trasladarlas al submarino?
—¡Dios, me va a dar un infarto! —exclamó Mario sin poder contenerse más—.
Profe, ¿por qué usted no nos contaba esas cosas en las clases, en vez de hacernos
aprender fechas y nombres que a nadie le importaban?
Augusto lanzó una carcajada ante la ocurrencia de uno de los pupilos más
intranquilos que jamás tuvo.
Lucía volvió al ataque: no quería que el tema de conversación cambiara.
—¿Qué otras historias sabe con respecto a tesoros robados por los nazis?
—Como les dije hace un momento, las historias de los robos y fechorías
cometidas por los nazis hasta el día de hoy son incontables, de vez en cuando se abre
alguna nueva investigación y se descubren nuevos robos y asesinatos —el profesor se
levantó de su sillón por segunda vez y fue hasta otro de sus libreros, escogió un
ejemplar, y durante unos minutos lo hojeo hasta dar con la imagen que quería. Luego
regresó y les mostró a todos—. Ese es el lago del tesoro nazi, el famoso Toplitz.
Lucía sabía que esa historia no les iba a interesar. Ellos buscaban pistas de tesoros
que se relacionaran con Latinoamérica. Fue entonces cuando cayó en cuenta de que
había formulado mal la pregunta desde el principio.
—¿Qué pasó en ese lago? —preguntó el Nava.
—Pues el lago Toplitz, está rodeado de leyendas y quizás algunos asesinatos. Las
continuas muertes y desapariciones solo han aumentado más el mito. La única
realidad de todo, y es precisamente eso lo que atrae a tantos cazatesoros, es la
confirmación de que existe algo en sus profundidades —el profesor les mostró más
imágenes del lago—. El lago está situado en la provincia de Salzburgo, tiene 2
kilómetros de largo, por 400 metros de ancho, sus oscuras aguas alcanzan en algunos
lugares profundidades de hasta 103 metros.
—Un poco profundo —interrumpió Miguel, esta vez su hermano se apresuró a
callarle la boca.
El anciano se tomó un respiro para organizar sus ideas, luego prosiguió:
—La leyenda surge cuando una noche de abril de 1945, a pocos días de finalizar
la guerra, campesinos que habitaban las cercanías del lago fueron sacados por tropas
de la SS y obligados a transportar numerosas cajas blindadas hasta la orilla del
Toplitz. Después de aquel raro suceso, muchos de aquellos campesinos fueron
sometidos a interrogatorios por las tropas aliadas, y todos coincidieron en la misma
respuesta. Fuera lo que fuera que estaban transportando en aquellas cajas, estas
fueron lanzadas al centro del lago. Así comenzó la famosa leyenda. —El profesor
hizo una pausa para ver la expectativa creada en su público—. ¿Qué contenían

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aquellas cajas? Pues era la pregunta del meollo. Para dificultar más el trabajo de los
buzos cazatesoros, a solo unos metros de profundidad la visibilidad se hace nula, a
esto se le suman las bajas temperaturas y un lecho cenagoso cubierto por metros y
metros de capas de troncos arrastrados por las fuertes corrientes. En otras palabras, es
el lugar perfecto para mantener un tesoro en excelente estado de conservación.
Para ese entonces los cuatro jóvenes se habían olvidado hasta de respirar. A pesar
de que Lucía quería trasladar la conversación hacia otro lugar, no pudo dejar de sentir
la fiebre de los cazatesoros. El profesor continuó:
—Las continuas búsquedas en las entrañas del lago dieron fruto a más y más
leyendas. Estas se sostenían en descubrimientos reales. Pero no es hasta el año 2000
que se logró cambiar la historia del lago para siempre. La compañía estadounidense
Oceaneering, especializada en trabajos a altas profundidades, consiguió un contrato
para investigar los fondos del lago… Interesante, ¿verdad?
Todos asintieron con las cabezas.
—Pues creo que deberían saber que esta famosa compañía debe gran parte de su
excelente reputación a su participación en la búsqueda de la avioneta de John F.
Kennedy JR…
—Profe, el lago…
—Ah, sí. Pues Oceaneering logró sacar del fondo cenagoso el descubrimiento
más importante que hasta el momento se había logrado…
—¿Sacaron el tesoro?
—Algo parecido —Mario pareció un poco decepcionado—. Un buzo profesional,
a bordo de un mini submarino llamado Avispa, trajo a la superficie restos de una caja
con las inscripciones: Banco de Inglaterra —Augusto hizo una larga y teatral pausa
para servirse otro poco de café. Los gemelos se movieron incómodos en sus asientos
y Lucía tuvo que sonreír por la paciencia del profe. Para este aquella simple visita de
sus antiguos alumnos le cambiaba un poco la monotonía de sus días. Tras beber dos
sorbos más de café, prosiguió—. Posteriormente, descubrieron dentro de la caja, pues
más cajas llenas de dinero en efectivo. Dinero falso que fue usado para desestabilizar
la economía inglesa durante la Segunda Guerra Mundial. También se encontraron
monedas británicas falsas, así como las placas usadas para la fabricación de los
billetes.
—Pero el tesoro no ha sido encontrado, ¿qué de las cajas blindadas? —preguntó
Miguel.
—Pues sigue siendo un misterio. Hace poco leí que se encontró una carta fechada
en 1972, donde un oficial de la SS explicaba cómo se trasladó el oro hacia el lago,
para posteriormente hacer explotar una montaña de rocas que sepultarían el oro para
siempre.
—¡Qué hijos de putas! —exclamó Mario.
—Profesor, ¿conoce usted alguna historia de una obra de arte robada por los
nazis, y que hasta el día de hoy continúe desaparecía?

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La pregunta de Lucía hizo que Augusto levantara una ceja en señal de
interrogación.
—Ahora que planteas una pregunta con ese enfoque… mmm, déjame recordar,
mmm, pues sí, sí conozco una que cumple con esos requisitos. Y es exactamente eso,
una obra de arte que continúa desaparecida.
—¿Cuál? —preguntaron los cuatro jóvenes a coro.
—La Sala de Ámbar.
La mención del ámbar hizo que los jóvenes se movieran intranquilos en sus sillas.
Aparentaron poca curiosidad, factor que no engañó a Augusto. Pero aun así el
profesor fingió no darse cuenta del cambio que operaba en ellos.
—¿Qué es la Sala de Ámbar? —preguntó ingenuamente Lucía, tratando de
disimular la tensión en su voz.
—¡Oh, es algo precioso! ¿O fue? Espero que continúe siéndolo… —las palabras
del profesor iban cargadas de emoción, comenzó a contarles los datos históricos
como si acabara de convertirse en un juglar de la Edad Media—. La Sala de Ámbar
fue el regalo más caro hecho por Federico Guillermo I de Prusia, al zar Pedro I,
apodado El Grande. La magnificencia de la sala se convirtió al instante en símbolo de
la belleza rusa. ¡Debe de haber sido un espectáculo visual indescriptible! ¡Qué
lástima…! Según cuentan se trataba de un conjunto de paneles de diferentes tamaños,
muebles y otras decoraciones, los cuales fueron cubiertos por miles de astillas de
ámbar, que en ese entonces superaba el precio del oro. En un principio la sala fue
ensamblada en el Palacio de Invierno, pero años después la emperatriz Elizabeth la
mandó a trasladar al Palacio de Catalina.
El profesor hizo una de sus largas pausas para buscar un tercer libro. Tiempo que
aprovecharon los cuatro jóvenes para mirarse e intentar comunicarse sus
pensamientos telepáticamente.
—¡Joder, creo que estamos hablando de lo mismo! —susurró Lucía.
En ese instante el profesor llegó con una enciclopedia ilustrada.
—Este es mi verdadero tesoro —dijo Augusto señalando el libro—, se trata de
una Enciclopedia histórica, resumen de las causas de la Primera y Segunda Guerra
Mundial, ¡una maravilla de literatura!
El profesor hojeó cuidadosamente el voluminoso libro hasta llegar a la página que
deseaba.
—El Salón de Ámbar… —les anunció mientras les enseñaba las imágenes.
Lucía se llevó las manos a la boca, reconociendo al instante los paneles y el color
brillante de la miel, por su parte, los gemelos y el Nava retrocedieron intranquilos
hacia los espaldares de sus sillas.
—¡Impresionados! A mí me pasó lo mismo.
—Profesor, mi pregunta es: ¿cómo semejante tesoro cayó en manos de los nazis?
El profesor volvió a tomar asiento.
—Pues durante la operación Barbarroja, emprendida por el ejército alemán en

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1941 para conquistar el imperio ruso, los alemanes llegaron al palacio de Catalina. La
sección del Estado Mayor Alemán, encargada de los saqueos y traslados de los
tesoros rusos, quedaron maravillados al llegar a la sala —Augusto levantó las manos
en señal de admiración—. Imagínense cuál habrá sido la impresión de los nazis al
verse con semejante tesoro en su poder. Inmediatamente procedieron a desmantelar y
trasladar los preciosos paneles de ámbar hacia el castillo de Konigsberg.
El profesor hizo otra de sus dramáticas pausas.
—¿Y entonces? —preguntó Mario.
—Nada, simplemente desapareció de la historia. Hasta el día de hoy se han hecho
millones de expediciones a minas de sal y de cobre, supuestamente lugares secretos
usados por los nazis para esconder sus tesoros robados a la humanidad. Pero ninguna
de estas misiones de rescate han dado resultados favorables, la Sala de Ámbar
simplemente continúa desaparecida.
—Una tragedia, realmente una maldita tragedia —dijo el Nava.
El profesor los miró intrigado a todos, pero fuera lo que fuese que estaba pasando
por la mente del anciano, prefirió reservárselo.
—Hace unos años leí en una revista del History Channel, que los rusos hicieron
una copia de la Sala con recursos de empresas alemanas, quienes a modo de pago por
el robo hecho 62 años atrás financiaron toda la operación. La cual costó más de 11
millones de dólares, y fue inaugurada en el 2003 por el presidente ruso Vladimir
Putin, junto al canciller alemán Gerhard Schroder. Recuerdo que el artículo decía: “A
pesar de la belleza inigualable de la nueva sala, los expertos afirmaron que jamás
podría superar a la original”.
—Profe, entonces hasta hoy no se ha encontrado ni una maldita pista de hacia
dónde fue a parar la Sala —Mario continuó insistiendo.
—Como les dije antes, existen varias teorías que aún se siguen investigando. Mi
favorita es que el 21 de enero de 1945, Hitler dio la orden de mover todos los tesoros
conquistados al centro de Alemania —donde serían cuidadosamente sepultados y
escondidos—, durante este traslado de millones de obras de arte, la Sala, según
algunos historiadores afirman, fue trasladada en un submarino alemán el cual resultó
hundido por las tropas aliadas que cerraban cada vez más el cerco tanto por mar como
por tierra sobre la Alemania nazi. Si la teoría del submarino fuera cierta, entonces la
Sala de Ámbar descansa en las profundidades del mar Báltico…, aunque siempre a
los historiadores nos encanta jugar con la imaginación. Mi pregunta es: ¿y qué si el
submarino se hubiera escapado?

***
Se despidieron del profesor en la puerta de su casa.
—Espero que hayan disfrutado de la visita, repítanla cuando quieran —les dijo
Augusto con una de sus pícaras sonrisas.

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—Créame, profe, nos vamos con la cabeza casi a punto de estallar —murmuró
Mario—, ahora tengo ganas de coger un pico y una pala y empezar a abrir huecos
dondequiera.
—Oh, pero siempre recuerda que para buscar tesoros se necesita un mapa… y la
parte importante, la X…
—¡Marca el lugar! —respondieron los gemelos a coro.
Lucía se estremeció de la risa… ¡Profe, si usted supiera!
—Ustedes tres váyanse para la casa de Omega —el Nava tomó el control de la
conversación y los organizó a todos—, yo voy para el campo de cañas bravas a
buscar lo que Omega necesita. Nos vemos dentro de un rato.
El profesor continuaba en la puerta, escuchándolos.
—Nos vemos, profe —le vociferaron los jóvenes a medida que se iban alejando
—, gracias por la clase de historia.
Mientras se alejaban, una chispa de curiosidad despertó en los ojos del anciano.
—¿Tras la pista de qué andarán?

***

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Capítulo 86
El Kerambit

Día 6… 12:56 pm

La calle estaba desierta, a excepción de tres perros que se peleaban por un trozo de
trapo en una de las cuatro esquinas. Que no hubiera nadie a esa hora del día
merodeando por los alrededores era algo bastante inusual. Giovanni pensó que quizás
se tratara de su primer golpe de suerte desde que llegó a la isla.
Aun así, confirmó con Aldrich, quien estaba cumpliendo la función de “Cíclope”,
término usado por ellos para referirse al satélite que chequeaba toda la zona.
Durante más de una hora estuvieron observando la casa y sus alrededores. Tras
confirmar que el anciano se encontraba acompañado solo de su esposa, procedieron
con el plan. Se dividieron en dos grupos y cerraron el perímetro. Duanys se quedó
con Alex y Aldrich, ellos serían los encargados de vigilar si algún sospechoso llegaba
por ese lado de la calle, también cumplirían la función de equipo de extracción. Por
su parte, Giovanni y los dos oficiales que estaban bajo las órdenes de Duanys
entrarían en la casa.
Había llegado el momento.
—Listos —les advirtió a ambos policías.
Estos asintieron con la cabeza.
Los tres se bajaron del auto y fueron directo al pasillo de la casa. El plan era
sencillo: entrar por el largo corredor, localizar a Heldrich y arrastrarlo hasta el carro
patrulla.
Siempre cabía la posibilidad de que el anciano estuviera armado, por eso
Giovanni usaría a ambos policías como escudos humanos. Aunque confiaba en que
sorprenderían al espía antes de que este llegara a notar su presencia.
La anciana esposa del viejo podría lanzar algunos gritos: eso podría representar
un inconveniente, aunque no un verdadero problema. Para cuando algún vecino
acudiera, ya se habrían alejado del lugar. Además, Duanys le dejó bien claro que el
Gobierno cubano los apoyaría para lograr la extracción del anciano siempre y cuando
no hubiese muertos.
A Giovanni no le convenía perder ese apoyo.
Mientras caminaban, recordó los pocos minutos de conversación que mantuvo
con Heldrich. El anciano parecía fuerte, pero los años debían de haberlo agotado. No
presentaría ningún problema. Además, Giovanni estaba convencido de que el espía
trabajaba con más personas. Fuera quien fuera ese grupo debían de haberle puesto
una emboscada a Bigdog y a Shangó.
Era la única respuesta lógica.

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Pero ese misterioso grupo que protegía al anciano no se encontraba ahora cerca de
la zona.
Llegaron al pasaje.
El lado derecho de la casa era impenetrable gracias a una gigantesca cerca de
matas espinosas. Por el izquierdo solo había una vía de acceso al patio, y esa era a
través de un pasillo de casi nueve metros de largo que se formaba con las paredes de
dos casas.
El pasillo tenía una herrumbrosa puerta de hierro.
Uno de los oficiales movió la manija y los tres entraron. La puerta rechinó por la
falta de aceite en las bisagras. También sonaron varios trozos de latas que estaban
amarradas a una cadena. El ruido se extendió por todo el pasillo.
¡Maldición!
Todos entraron y comenzaron a avanzar sigilosamente.
Giovanni se situó a la espalda de los dos hombres, ya para que le sirvieran de
escudo humano en caso de que algo fuera mal, y también porque solo podían caminar
de dos en dos.
Giovanni sintió unos fuertes escalofríos en su espina dorsal, producidos por los
chorros de adrenalina que comenzaron a bombear por todo su cuerpo. Estaba a solo
unos segundos de lograr el paso cumbre en su carrera dentro de la HSI. ¡Capturar al
espía más buscado de la historia!
Para asombro de los tres hombres, al final del pasillo, a solo dos metros de la
salida, apareció Heldrich.
—Buenos días —dijo el anciano.
La mirada de Giovanni se cruzó con la de Heldrich por entre los dos oficiales.
Giovanni presintió el peligro al ver cómo este ladeaba la cabeza hacia un lado y
les mostraba una rara y misteriosa sonrisa.
—Viejo —se escuchó un grito desde el interior de la casa. Era la esposa del
anciano—. ¿Quién anda ahí?
—Tenemos visita —respondió Heldrich—, pon a colar un poco de café.
La tensión en los hombros de los dos oficiales disminuyó… ¡Error, un gravísimo
error!
Por un instante, tan solo unas fracciones de segundo, los tres bajaron la guardia.
El anciano propició que se relajaran un tanto al pensar que de veras les iba a brindar
café.
Horrorizado por caer en ese truco de novatos, Giovanni observó cómo Heldrich
sacaba una pistola Luger con silenciador incorporado y la acomodaba entre sus dos
manos. Pero más asombroso aún fue que los dos oficiales reaccionaron con una
rapidez que él jamás hubiera imaginado. Ambos se corrieron hacia los lados
dejándole al espía una línea de disparo directa hacia Giovanni.
Su escudo humano había desaparecido.
Puff, puff, puff, puff… cuatro balas prácticamente escupidas por el silenciador

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impactaron contra el pecho del mercenario lanzándolo un metro hacia atrás.
A diferencia del Oso y el Zombi, Giovanni prefirió ponerse el chaleco antibalas
más pesado que llevaban en sus maletas. Un modelo Dragon Skin, compuesto por
escamas de cerámica balística capaces de recibir impactos hasta de AK-47, por lo que
la vieja Luger no significó peligro alguno.
Una sonrisa de triunfo se dibujó en sus labios al ver la expresión en el rostro del
anciano. Para cuando este cayó en cuenta de que su enemigo traía puesto un chaleco
antibalas, ya era demasiado tarde. Intentó apuntarle a la cabeza, pero los dos oficiales
le cayeron encima.
El más grande de los dos le sostuvo la mano de la pistola contra la pared, cuando
logró inmovilizarlo le dio un tirón y la pistola cayó al piso.
Todo había acabado. Fue más rápido de lo que Giovanni se había imaginado, y
sonrió satisfecho.
—¡Ah… maldición! —gritó el oficial que sostenía la mano de Heldrich.
¿Y ahora qué diablos estaba pasando?
Ante el asombro de Giovanni la situación cambió en solo unos segundos. El
hombre que había desarmado al anciano se estaba sosteniendo una mano, de su palma
manaba un chorro de sangre incontrolable.
El otro oficial observó la herida de su compañero, intercambiaron miradas y se
lanzaron sobre el anciano a puros puñetazos y patadas.
Con solo dos simples desplazamientos el anciano se ubicó entre los dos hombres,
usando a la vez las paredes para cerrarles los ángulos de retirada.
Lo que sucedió a continuación, es lo que los especialistas en artes marciales
denominan: memoria muscular.
Llevar el codo izquierdo al frente y cubrirte con la palma de la mano la oreja y
parte del rostro, formando un triángulo entre el codo, hombro y la palma de la mano,
a la vez que lanzas un puñetazo con la mano derecha, es lo que los practicantes de
Muay Thai llaman ataque defensivo.
Cuando un ataque defensivo se repite mil veces al día, siete días a la semana
durante varios años, la acción se convierte en memoria muscular, esto representa que
el cuerpo actúa sin pensar. Es el equivalente a levantarse de una silla para salir
caminando. Nadie sale caminando sin antes levantarse de la silla.
Heldrich estaba actuando sin pensar.
El cuchillo curvo sostenido por el anciano brilló entre los dos oficiales. Giovanni
reconoció al instante el Kerambit, recordó en los pocos segundos que duró el combate
que el anciano era un especialista en lucha con cuchillos en espacios cerrados.
Con suma facilidad esquivó un puñetazo, atrapó la mano de su adversario y le
hizo tres cortes, rápidos, precisos y profundos. Le seccionó la muñeca, el tendón del
bíceps y por último le rajó el cuello justo por debajo de la nuez de Adán.
El hombre no tuvo tiempo de gritar, se llevó su mano sana a la garganta
intentando contenerse la herida, pero el chorro de sangre continuó filtrándose a través

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de los dedos.
Cayó al piso poseído por convulsiones.
El otro oficial apenas asimiló que acababan de matar a su compañero. En un
intento desesperado atrapó por el cuello a Heldrich, pero el anciano no tuvo
problemas para cortarle los tendones principales de las manos de igual manera que
hizo con el primero.
Giró el Kerambit sobre su dedo índice de manera tal que el cuchillo curvo tomó la
forma de una hoz de cegar arroz.
Inmovilizó la cabeza del oficial, y con otro rápido movimiento pasó el filo del
cuchillo sobre la piel del cuello. La hoja curva penetró y salió con suma rapidez…,
cortando a su paso la carótida y algunos músculos de la garganta.
El chorro de sangre alcanzó más de un metro de distancia, salpicando los zapatos
de Giovanni.
Del primer cuerpo mutilado, comenzaron a emanar vapores de la herida.
Giovanni sacó rápidamente su pistola.
Heldrich lo miró durante un instante. La sonrisa no acababa de desaparecer de su
rostro, aunque el repentino esfuerzo lo hacía respirar con mayor dificultad.
—Sabes que no me puedes disparar —dijo mientras intentaba reponer el aire en
sus pulmones, sin dudas el rápido combate había hecho sus estragos—: para nada te
sirvo muerto.
Giovanni sabía que era verdad. Miró los cuerpos en el piso y maldijo para sus
adentros. Hacía menos de un minuto que creyó tener al anciano en sus manos. Ahora
comprendía el error que a tantas personas les había causado la muerte.
Subestimar al Shadowboy tenía un precio.
Sin dejar de apuntar al anciano comenzó a retroceder.
Dispararle en una pierna era algo absurdo, si le daba a una arteria y Heldrich
moría desangrado, nada de lo que habían hecho hasta ahora tendría sentido.
El anciano caminó hacia su pistola, recogió la Luger y se la guardó a la espalda.
—¿No quieres esperar el café? —le preguntó Heldrich.
—En otra ocasión será, dígale a su esposa que sentimos… —miró los dos cuerpos
en el piso del pasillo y se corrigió con rapidez— siento las molestias causadas. Hasta
la próxima.

***
Duanys observó desconcertado cómo el Italiano salía de la casa, solo, y se
montaba en el auto.
¿Qué mierda está pasando?
No se suponía que el plan se iba a desarrollar de esa manera.
El Oso asintió con la cabeza y Duanys supuso que su jefe le estaba comunicando
algo a través del radiotransmisor que tenía en la oreja. El gigantesco ruso miró a

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Duanys y le dijo que manejara de vuelta a su casa.
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde están mis hombres?
—Muertos.
—¿¡Qué!? —Duanys jamás se imaginó que una sola palabra llegara a
estremecerlo de aquella manera—. ¿De qué cojones estás hablando?
—Calla tu maldita boca y sácanos de aquí cuanto antes —la orden del mercenario
fue una simple y verdadera amenaza—. No me gusta repetir dos veces las mismas
palabras. A tus hombres acaban de matarlos. Están muertos y punto.
Duanys aceleró el auto sintiendo que era una especie de piloto automático.
¡Muertos…! ¡Mis hombres están muertos! ¿Pero cómo es posible? ¡No pasaron
ni tres minutos!

***

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Capítulo 87
Una promesa

Día 6… 1:02 pm

Cuando los cuatro jóvenes salieron de la casa de Augusto, ninguno fue capaz de
articular siquiera una palabra. Sus mentes habían quedado frisadas. Demasiada
información y muy poco tiempo para asimilarla.
El Nava fue el primero que logró tomar una decisión.
—Calma todos y que no cunda el pánico —aquellas palabras lograron arrancar las
primeras sonrisas en el grupo—. Vamos a seguir como lo teníamos planeado. Mario y
Miguel, ustedes se llevan a Lucía para la casa de Omega, díganle a esa pájara de
carroza que voy para el campo de cañas a buscarle sus materiales.
—De acuerdo —dijo Miguel—, y, mientras tanto, nosotros vamos a ir ayudando a
Omega con sus preparativos y diseños artísticos.
—Nos vemos dentro de un rato.
Mientras se alejaban, Lucía miró al Nava. Este comprendió que la española estaba
soltando chispas por los ojos. Cuando regresara tendría una buena conversación con
ella.

***
El Nava pidió prestada una bicicleta con un cajón plástico amarrado a la parte de
la parrilla, lo cual era ideal para sus necesidades. En la caja podría echar las cañas
bravas.
No había pedaleado más de un kilómetro, cuando en una intercepción casi tiene
un accidente con una moto.
La Suzuki apareció de la nada e hizo un giro tan cerrado que poco faltó para que
el motorista perdiera el control. Este puso un pie en la calle para estabilizar la moto a
la vez que apretaba el acelerador.
En ese instante, el Nava se le atravesó obligándolo a poner los frenos. El chillido
de las gomas y el olor a caucho quemado los rodeó a ambos.
—¡Tú estás loco comemierda! —le gritó el Nava—. ¿Quién cojones te crees que
eres; Mad Max?
En ese instante el mulato reconoció a Gerardo.
Gerardo lo miró confuso, y comprendió que no se había estrellado contra una de
las paredes de las casas que colindaban al borde de la calle solo por puro milagro.
—Necesito tu ayuda… —fueron sus primeras palabras— necesito que vengas
conmigo.
El Nava asintió con la cabeza. La expresión del capitán sin dudas lo asustó.

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Frente a él tenía a un hombre tembloroso, incapaz de organizar sus pensamientos,
nada que ver con el oficial entrenado que era su amigo.
—A dónde sea, hermano ¿qué te hace falta? —Hizo una pausa para agregar—
¡pero yo manejo!

***
Gerardo usó todo el peso de su cuerpo, proyectándolo a su hombro izquierdo.
Tomo impulso y se lanzó como un vikingo hacia las rejas de un castillo.
La puerta de madera se partió por el centro lanzando el picaporte por los aires.
Gerardo entró en la sala como un tigre herido y dispuesto a matar. Reconoció al
instante al sargento Ángel Rojas, este quedó petrificado y sin saber qué hacer. Se
levantó de su sillón e instintivamente se llevó la mano a su cadera donde tenía su
pistola.
Gerardo no le prestó atención y siguió por el pasillo hacia los cuartos.
—Isabel… Isabel… —comenzó a gritar—. ¿Dónde estás? Isabel…
El sargento Rojas se percató demasiado tarde que tras Gerardo había entrado el
mulato que había arrestado esa misma madrugada.
El mulato desenvainó un corto puñal de doble filo y se abalanzó contra Rojas. En
un segundo el sargento sintió el filo del cuchillo en su cuello.
—Dame la pistola y no trates de hacerte el valiente… ¡porque te juro que te rajo
el cuello, hijo de perra!

***
Cuando Gerardo entró en el cuarto y vio a Isabel sentada en la cama con los ojos
hinchados y el labio partido, sintió que algo se le quebraba en el pecho.
—¿Cómo se atrevió ese hijo de puta?
Se arrodilló frente a ella y le sujetó el rostro con ambas manos.
Ella gimió de dolor, se movió a un lado y escupió sangre.
—Lo siento, lo siento por no haber llegado antes… Yo te prometí que te iba a
proteger —las lágrimas se le escaparon a Gerardo, cargadas de ira, y tras una pausa
sus ojos se colmaron de un sentimiento hasta el momento desconocido para él—,
recoge a Isabela, te vas conmigo ahora mismo.
Isabel lo abrazó y comenzó a llorar.

***
Gerardo llegó a la sala y miró al sargento Rojas.
—Te voy a hacer una sola pregunta: a esta mujer la golpearon; mientras esto
sucedía, ¿dónde estabas tú?
El sargento lanzó una risa de desprecio.

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—Yo estaba aquí en la sala. Vamos a dejarlo claro: yo no la toqué.
—Pero tampoco hiciste nada para impedirlo.
—Por supuesto que no, esos son problemas de marido y mujer, y en esas cosas es
mejor no meterse.
—Serás hijo de puta, eres un oficial, tu trabajo es proteger los derechos de los
ciudadanos. ¡Si no para qué cojones te dieron una pistola!
El oficial no dijo nada.
Pero Gerardo no había terminado. Miró el rostro de Isabel y sintió que debía
desenterrar el hacha de la guerra. La ira invadió su cuerpo, al punto que supo que
tendría que descargar toda esa furia sobre algo, o alguien.
Por desgracia para el sargento Rojas, él era el único blanco presente.
—¡Tú vas a aprender a defender a las mujeres! —le gritó al sargento.
Cerró los puños y se lanzó sobre Ángel.
Sentir que Isabel estaba de espectadora, como aquella vez que venció al oficial de
las Tropas Especiales, lo hizo avanzar sin medir las consecuencias.
Le lanzó dos puñetazos al sargento, pero este los esquivó con facilidad
devolviéndole un derechazo justo encima de su ojo izquierdo. Gerardo retrocedió
aturdido y con un dolor insoportable.
Miró a su alrededor y vio las mesas, los jarrones que adornaban la sala y los
muebles. Después se calmó y tuvo un control completo de la situación. En ese
instante su mirada chocó con los ojos hinchados de Isabel, esta estaba junto a la
puerta sosteniendo a la niña. Acomodó la cabeza de la infanta contra su hombro de
manera tal para que no presenciara lo que estaba pasando.
Gerardo se fijó que en la puerta de salida, el Nava lo miraba con una sonrisa
sádica en los labios como diciéndole: ¿qué, te ayudo?
El mulato comprendió al instante lo que pasaba por la mente de Gerardo.
Tranquilamente, Gerardo comenzó a patear todo a su alrededor, mientras, iba
creando un círculo entre él y el sargento. Corrió la mesa principal de otra patada, y
algunos jarrones cayeron al piso haciéndose añicos. Isabel le tapó los oídos a su hija
mientras miraba cada movimiento de Gerardo con absoluta fascinación.
—Te prometí que te iba a proteger —le dijo a Isabel, su voz le temblaba por el
flujo constante de adrenalina—, y te lo voy a demostrar.
El sargento retrocedió instintivamente.
Gerardo miró su trabajo concluido. Había hecho suficiente espacio para moverse
dentro de la sala sin tener la preocupación de chocar con algo. Los dos puñetazos que
le lanzó al sargento y la rápida respuesta de este, le brindaron una información
valiosísima.
Para una persona entrenada en el combate cuerpo a cuerpo como él, conocer el
estilo de defensa de su adversario era fundamental. Ángel era un boxeador
experimentado, Gerardo jamás tendría una oportunidad de ganarle con simples
puñetazos, más aún si su radio de acción estaba limitado por tantos obstáculos.

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Pero un boxeador que se enfrente a un judoca en un espacio abierto tiene todas las
de perder, su única ventaja es mantener la distancia, si el judoca logra atraparle una
mano, una pierna… un dedo, fin de la pelea.
Una calma aparente rodeó a Gerardo. Este miró a Isabel.
—Dale una paliza a ese hijo de puta —rugió la mujer, conocedora de lo que él era
capaz de hacer.
Gerardo avanzó hacia el sargento. Este se llevó los puños a la cara levantando su
guardia. Le lanzó varios derechazos que impactaron como martillos sobre los ojos de
Gerardo. Pero el sargento cometió el error de permitir que este lo abrazara… fue su
primer y último error.
Por un instante ambos mantuvieron una danza macabra, el sargento se preocupó
más por golpearle las orejas a Gerardo que por evitar algún agarre.
Gerardo por su parte se aseguró de agarrar fuertemente la camisa del sargento por
el cuello y el hombro; luego, con una rapidez que desconcertó a su oponente le
introdujo su pierna en el interior de sus muslos aplicándole una técnica de judo
mundialmente conocida como uchi mata…
Ángel se vio levantado por los aires y sin saber cómo, hizo un giro espectacular
para impactar contra el piso; según el sensei de Gerardo, el uchi mata era una técnica
que no requería casi de energía…
… es todo cuestión de física, desequilibrar al enemigo, proyectar su peso sobre la
cadera para lanzarlo como una especie de polea por el lado de tu cuerpo —mientras
Gerardo proyectaba a su enemigo, recordó las palabras finales de su sensei—.
Aunque no lo crean, el impacto de tu oponente en ocasiones llega a alcanzar los dos
mil kilogramos de fuerza…
El sargento calló en el piso desconcertado y gimiendo de dolor, pero Gerardo aún
no había terminado.
—¡Párate, hijo de puta! ¡Qué te pares!
El sargento intentó levantarse como pudo, solo para volver a caer en otra técnica.
Esta vez Gerardo escogió de su amplio arsenal el juji gatame…, una técnica
decisiva.
Agarró la mano del sargento y lo proyectó contra el piso. Seguidamente lo
inmovilizó poniéndole una de sus piernas sobre el cuello y la otra en su abdomen.
Cada movimiento fue aplicado con tanta maestría que a Isabel llegó a parecerle por
un instante que ambos habían ensayado aquella coreografía.
Pero el grito de Ángel dejó claras las intenciones de Gerardo.
Este usó la mano del sargento como palanca invertida. Acomodó el codo contra
su ingle y levantó fuertemente sus caderas a la vez que hacía presión con sus manos.
Ángel volvió a gritar.
En la sala se escuchó un sock…, el hueso del codo se desarticuló. El brazo del
sargento quedó convertido en una figura grotesca.
Gerardo se levantó del piso dejando al otro sumido en gritos de dolor. Luego

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caminó hasta donde estaba Isabel.
—Te prometí que te iba a proteger, a ti y a mi hija.
—¿Tu hija? —preguntó el Nava desde la puerta. Luego miró a la niña y después a
la madre.
—Es una… complicada y larga historia.
—¡Qué drama! —exclamó el mulato, quien no podía dejar de sonreír ante los
gritos del sargento.
La niña no paraba de llorar, sin comprender que es lo que estaba pasando. Pero
Isabel le sostuvo la cabeza contra su hombro.
Gerardo la ayudó con las maletas y los cuatro salieron de la casa.
Al salir, la mirada de Isabel se encontró con los ojos de Ángel, este se retorcía de
dolor en el piso. Isabel le sonrió sin poder sentir ni una gota de lástima, sobre la mesa
estaba el celular que ella usaba para llamar a su madre y que el policía le había
arrebatado. Isabel lo tomó y lo introdujo en su bolso.
—¿Y ahora qué? —le preguntó Isabel a Gerardo una vez que estuvieron fuera de
la casa.
Gerardo comprendió que si Duanys había sido capaz de darle una paliza así a su
esposa, sería capaz de mucho más. De momento, lo único y verdaderamente
importante era encontrarle un lugar seguro a Isabel.
—Tengo una idea.
Gerardo miró al Nava y le agradeció con la mirada lo que había hecho por él.
—Ten cuidado —le advirtió el mulato—, ese cabrón de Duanys no se va a quedar
de manos cruzadas.
Gerardo lo sabía. Por eso tenía que actuar con la mayor rapidez posible.
Acomodó a Isabel y a su hija en la moto y se alejaron del lugar tan rápido como la
Suzuki les permitió.

***

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Capítulo 88
Un nuevo plan

Día 6… 1:48 pm

Todo era una secuencia de malas noticias, y lo peor es que no estaba preparado para
asimilarlas, ni mucho menos crear un plan para invertir la situación.
Duanys aún no podía comprender cómo la misión se había ido a la mierda. Era
imposible creer que un anciano hubiera eliminado a puñaladas a dos oficiales
entrenados por la Policía Nacional Revolucionaria.
¡Por todos los santos…, dos muertos! ¡Dos muertos!
Un temblor lo estremeció de solo pensar en cómo se lo explicaría a su padre.
Podría justificar las acciones de los dos ofíciales echándole la culpa a la Unidad
Militar que les dio el entrenamiento en defensa personal…, o bien podría…
—Estoy metido en la mierda hasta el cuello —sus palabras tampoco le brindaron
consuelo.
Al cabo de unos pocos segundos, comprendió que intentar culpar el
entrenamiento recibido por aquellos dos infelices sería una respuesta tan estúpida
como tratar de explicarle a su padre que un anciano degolló a los dos jóvenes.
Esteban Ramírez era un hombre al que le gustaba ser respetado y obedecido. Y con
Duanys fue bien claro… ¡No podía haber muertos!
Aún cavilaba en cómo darle la noticia a su padre, cuando el auto se detuvo frente
a su casa.
Por mala que sea una situación, siempre puede empeorar…, la frase cobró
sentido en la mente de Duanys cuando este advirtió la escena.

***
La puerta estaba hecha dos trozos, como si una cuadrilla de bomberos hubiera
entrado para rescatar a una víctima. Pero aún peor era el espectáculo del interior. La
sala fue totalmente rediseñada, tal parecía que hubieran soltado dentro de ella a dos
pitbull… El piso, los cuadros, las mesas y los adornos se habían convertido en una
montaña de escombros, la imagen que reinaba en la sala era la de un completo caos.
Para completar el cuadro, en una de las esquinas estaba tirado el oficial Ángel con
uno de sus brazos en un ángulo de más de 45 grados en sentido contrario.
El hombre se retorcía de dolor incapaz de poder levantarse.
Duanys corrió junto a él.
—¿Qué diablos pasó aquí?
—El capitán Gerardo, el hijo de puta llegó con el mulato de la noche anterior.
Ambos me atacaron.

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Duanys comprendió en un segundo lo que había pasado.
Al mirar a la mesa vio cómo los tres mercenarios parecían ajenos al desorden de
la casa o al dolor de su oficial. Simplemente volvieron a abrir sus maletas y
comenzaron a ponerse accesorios en sus chalecos antibalas. Incluyeron granadas de
humo y… ¡un subfusil!
Duanys quedó horrorizado al ver la pequeña arma. La reconoció al instante: era
una P90, uno de los mejores subfusiles para acciones de comando e infiltración.
—¡Un momento, denme un maldito momento! ¿Qué mierda piensan que van
hacer?
—¿Qué crees que vamos a hacer? —le preguntó el Italiano con tono de pocos
amigos—. Eres imbécil o qué…, vamos a sacar de la casa a Manuel. Punto, fin de la
misión.
—No pueden hacer eso y menos vestidos así. ¿Dónde cojones creen que están?
—Estamos en una misión donde se nos acabaron las alternativas. Además, ¿quién
me lo va a impedir?
Duanys comprendió que la situación se le estaba yendo de las manos. ¡Y en
grande!
Frente a él había tres hombres armados y peligrosos, estos no dudarían ni un
segundo en meterle una bala entre los ojos. Y aun así, tenía que volver a hacerse con
el control de la situación, por muy arriesgado que fuera. Además, su padre le encargó
una misión y tenía por todos los santos que llevarla a cabo, era la única manera de
ganarse su respeto.
—Tu plan fue el que salió mal —Duanys se propuso jugar su última carta, así que
improvisó tan rápido como pudo—. Pero tengo una idea de cómo sacar al anciano de
su casa sin llamar la atención ni derramar más sangre.
El Italiano se detuvo, miró por unos segundos al sargento y luego a sus hombres.
Estos se encogieron de hombros.
Duanys comprendió rápidamente que los mercenarios tampoco querían una
piscina de sangre.
—Bien, ¿cuál es tu plan?
Duanys dejó escapar un leve suspiro.
—Primeramente, necesito a mi hombre, ¿alguno de ustedes tiene algo para el
dolor?
El Zombi sacó una pistola de inyecciones y le introdujo una cápsula.
—No —lo detuvo su jefe—, nada de morfina. Lo vamos a necesitar con la mente
clara.
El Italiano miró al Oso. Este sacó de su maleta otra pistola de inyecciones, la cual
debía estar cargada con disparos de calmantes de menos potencia. Fue hasta donde
yacía Ángel y le pegó un disparo en el hombro. Casi al instante el oficial dejó de
gemir de dolor. Sin darle mucho tiempo a que el calmante hiciera efecto, el Oso de
las Cavernas agarró el brazo del sargento, se lo inmovilizó de tal manera que este

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lanzó un grito de dolor y acto seguido le dio un fuerte tirón.
En la sala se escuchó el sonido del hueso al regresar a su sitio.
—¡Ahhhh, hijo de puta! —volvió a gritar Ángel.
El Oso ni se sintió ofendido. Simplemente volvió a su maleta para guardar la
pistola.
Con el hueso de vuelta en su sitio, Ángel movió un poco mejor su mano y sus
dedos. Pero aun así no sería suficiente: necesitaría varias semanas para que el dolor
desapareciera por completo.
—Dame dos horas —le pidió Duanys.
El Italiano miró su reloj.
—Muy bien, ni un minuto más; si en dos horas no estás aquí, regreso a mi plan.
Duanys lo creyó justo.

***
Una vez en el auto patrulla, Duanys extrajo su celular y llamó a la Hiena.
—Hola, jefe, por lo visto hoy estamos bien ocupados.
—Cállate, imbécil, y escúchame bien —se hizo un silencio del otro lado de la
línea—: necesito que me localices urgentemente al Nava o al capitán Gerardo.
—A Gerardo no lo he visto en todo el día, pero el Nava hace un rato salió de la
casa del profesor Augusto.
—¿Hacia dónde fue?
—Ni idea.
—Pues investígalo, que para eso te pago.
—A la orden, jefe.
Duanys colgó.
—¡Mierda… pura mierda! —murmuró.
Las cosas no le estaban saliendo tan bien como esperaba. De hecho, todo era un
verdadero caos, y lo peor es que por más que tratara, no lograba tomar las riendas de
la situación. Ahora solo tenía dos horas para localizar al Nava o a Gerardo, eso si
quería poner en función el plan que acababa de improvisar.
Gerardo estaba huyendo de él, lo que haría su captura prácticamente imposible…,
a menos que capturara al mulato y lo hiciera hablar. Sin dudas este debía saber su
ubicación. Pero para localizar al Nava no podía depender simplemente de un
informante, tendría él mismo que tomar cartas en el asunto.
Tras reflexionar unos segundos, tuvo una inspiración.
—La casa del profesor.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Ángel.
—Tengo un nuevo plan: vamos para la casa del profesor de Historia.

***

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Capítulo 89
Perseguidos

Día 6… 2:40 pm

Isabela era la única que iba disfrutando del viaje.


Para la Nena, aquella era una tremenda aventura, la moto se desplazaba a cuarenta
y cinco kilómetros por hora con sus tres pasajeros. Gerardo, la Nena en el centro, e
Isabel detrás.
Hacía apenas veinte minutos que Gerardo llamó al Gordo para comunicarle que
iba para su casa. No tenía otro lugar seguro donde pudiera esconder a Isabel hasta que
la situación se controlara.
Ambos descartaron por completo llamar al coronel Ortega.
Para rematar la tensión y aumentar los niveles de estrés, Isabel le comentó lo que
había visto en la casa.
Tres hombres con aspecto de extranjeros cargando maletas militares, de las cuales
sacaron pistolas y una laptop enchapada con láminas de metal. Gerardo visualizó la
computadora: era el modelo clásico usado por mercenarios y Tropas Especiales.
¿En qué estarás metido, Duanys?, pensó Gerardo a medida que se iban acercando
a la casa del Gordo.
Su plan era dejar a Isabel en manos de su amigo y regresar al pueblo a tratar de
poner orden a lo que fuera que estaba intentando hacer el imbécil de Duanys. La
manera con que iba a ejecutar semejante plan, a Gerardo aún no le quedaba muy
clara.
Sin poderlo evitar, continuó con el raro presentimiento de que todo aquello le
estaba quedando demasiado grande. La conducta de Duanys era la de una persona
que no temía a las consecuencias, y quienes no temen a las consecuencias, es porque
saben que las mismas pueden ser justificadas por alguien de más arriba en la cadena
de mando.
Entonces la verdadera pregunta era: ¿quién estaba realmente detrás de todo
aquello?, y sobre todo, ¿qué buscaba?

***
2:42 pm

Omega abrió discretamente la ventana.


Allí estaba ese hijo de puta de la Hiena, seguía vigilándolos sin preocuparse
siquiera de disimularlo un poco al menos.
Los gemelos y la española se mantenían demasiado ocupados tejiendo una manta

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para cubrir la pieza artesanal que él mismo hizo la noche anterior, por lo que no
prestaron atención a sus gestos. Por su parte, ella no tenía nada más que hacer. Hasta
que el mulato no le trajera las cañas bravas no podía terminar su obra.
Desde la ventana donde estaba oculta, también se podía observar la casa del
profesor Augusto, a dos cuadras más a la derecha. Hacía tan solo una hora que el
grupo había salido de allí.
Omega se llevó la mano a la boca al ver cómo llegaba frente a la casa del profe un
auto patrulla y se bajaban dos policías. A uno de ellos no lo reconoció; pero el otro
era el tal Duanys, quien tantos dolores de cabeza estaba dando en el pueblo.
Ambos oficiales tocaron a la puerta de la casa del profesor. Cuánto este les abrió,
empujaron la puerta y entraron a la fuerza.
—¿Qué están haciendo esos hijos de puta? —murmuró.
Omega se viró de espaldas para ver cómo sus invitados seguían concentrados en
su trabajo, ajenos a lo que estaba pasando. Si les contaba a los gemelos lo que
acababa de ver, estos no dudarían ni un segundo en ir para la casa del profesor y todo
podría terminar en una verdadera tragedia.
Se obligó a pensar con rapidez.
Gerardo me debe una, creo que es tiempo de que me la pague.
Buscó su celular y marcó el número del capitán.

***
2:50 pm

—¿Qué pasó? —Gerardo sintió que su corazón quería salírsele del pecho.
Al instante pudo reconocer la voz de Omega. Si el travesti lo estaba llamando,
nada bueno significaba.
—Acabo de ver entrar a la casa del profesor Augusto al hijo de puta de tu amigo
el sargento.
—¿Duanys?
—¿Conoces a otro hijo de puta que sea sargento?
—Sí, a algunos. ¿Tienes idea de qué buscan?
—¡Yo soy pájara, no adivina! —Omega hizo una pausa, por lo que Gerardo se
imaginó que debía de seguir mirando por su ventana—. No lo sé, pero entraron con
cara de pocos amigos.
—Mierda, salgo para allá ahora mismo. Eh, y gracias, ponla en la lista, te sigo
debiendo una.
—Tranquilo, que yo te las cobro todas.

***

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Capítulo 90
Caminos que conducen a la tortura

Día 6… 2:54 pm

Duanys empujó al profesor fuertemente por el pecho, que trastabilló hacia el interior
de su propia casa sin poder reponerse del susto. A su espalda el sargento escuchó
cómo Ángel cerraba la puerta.
—¿Qué es esto? —preguntó Augusto alarmado.
Duanys no le respondió inmediatamente, más bien apreció la inmensidad de la
sala y los cientos de miles de libros colgados de las paredes.
—¡Dios poderoso, cuántos libros! ¿Es usted una especie de polilla gigante?
—¿Qué quieren? —volvió a preguntar el profesor, esta vez armándose de valor.
Duanys se centró en el negocio.
—Profesor, sepa que no tengo nada en su contra —Duanys usó un tono frío y
despreocupado, pero cargado de respeto—. Mi nombre es Duanys, soy sargento de la
PNR, y estoy haciendo una investigación en la cual apreciaría mucho su ayuda. Esta
mañana usted tuvo una visita, ¿correcto?
El profesor pareció dudar por unos segundos antes de contestar, llegando a la
conclusión de que negarlo no lo ayudaría mucho.
—Correcto.
—Empezamos bien… En un momento me iré de esta casa, créame. Solo necesito
saber hacia dónde fue el Nava, el mulato que…
—Sé quién es el Nava. Pero no sé hacia dónde fue.
Duanys hizo una mueca de disgusto.
Maldito viejo, no me la pongas difícil.
Recorrió lentamente la sala con una mirada calculadora mientras elaboraba un
plan que obligara al anciano a confesar. Quizás parte de la culpa la debía él mismo al
irrumpir de aquella manera. Pero tenía tanta presión encima, que el tratar a las
personas con buenos modales ya no estaba incluido en su agenda.
En esos momentos se encontraba contra reloj… Tres mercenarios esperaban por
su respuesta, y si no les mostraba un buen plan, estos no dudarían en crear una
masacre. Y lo peor es que no se atrevía a llamar a su padre para contarle que estaba
nadando en arenas movedizas sin un maldito punto de apoyo.
—Profe, por favor, colabore —Duanys se apoyó en uno de los libreros—,
simplemente dígame hacia dónde fue el mulato.
Para sorpresa de Duanys, el profesor tomó asiento.
—Crees que no conozco las técnicas de los cabrones comunistas —Duanys se
quedó de una pieza ante la frialdad y la calma que asumió el profesor—. Todos

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fueron recortados con la misma tijera, desde la SS alemana, Stalin, la KGB, la Stasi,
hasta los comunistas modernos; nada ha cambiado: siguen siendo la misma mierda,
los mismos abusadores. Pero te equivocaste conmigo, conozco sus técnicas:
intimidar, chantajear, y cuando ninguno de estos factores sirve, utilizan el factor
humano. Su técnica favorita. Torturarte mediante tu propia familia.
—Profe, sabe que lo que está diciendo pude ser considerado como una protesta
contrarrevolucionaria —dijo tranquilamente Duanys—, por cosas menores han
metido a personas mucho más importantes que usted a la cárcel. Además, yo no
pienso usar nada de lo que usted mencionó. Simplemente le estoy haciendo una
pregunta como oficial de la Policía Nacional Revolucionaria, y usted como buen
ciudadano cumplidor de la ley, debería respondérmela.
—La ley la comenzaste a violar tú desde que entraste a mi casa por la fuerza y sin
una orden. Si estoy bajo alguna acusación, simplemente hazme una citación y con
mucho gusto me presentaré en la Jefatura.
Duanys perdió la paciencia. Razonar con aquel viejo contrarrevolucionario no
tendría resultado alguno. A menos que lo pusiera realmente bajo presión.
Por un instante tuvo una de sus inspiraciones.
Sin pensarlo dos veces se apoyó con todas sus fuerzas en el librero y lo lanzó al
piso. La enorme mole de madera se vino abajo como si se tratara de un gigantesco
árbol al que hubieran talado de repente. El ruido de la caída fue estremecedor. La casa
vibró cuando más de 500 libros impactaron contra el piso.
El profesor se quedó hecho una pieza. Una mueca desfiguró su rostro mientras
que las lágrimas afloraron y corrieron a raudales por su apergaminada piel.
—¡No… no… qué has hecho! —gimió.
Duanys aún no había terminado.
Caminó hasta el centro de la sala, barriendo con los pies los libros que estaban
esparcidos por todo el piso. Llegó hasta una mesa que tenía una enorme enciclopedia
de historia de la Segunda Guerra Mundial y la hojeó por un instante.
El profesor no se percató de que Duanys había cogido la enciclopedia. Augusto se
lanzó al piso y comenzó a recoger sus libros sin poder evitar las convulsiones del
llanto. Cuando miró al sargento y vio lo que este tenía en las manos, se estremeció
más aún.
—¡No, por favor, ese no! —suplicó el anciano.
Duanys agarró el pesado libro por cada punta y lo rasgó por la mitad, quedándose
con dos trozos llenos de páginas a cada lado.
—¡Estalinista, comunista de mierda! Ustedes son peores que los nazis…; por lo
menos ellos eran cultos —gimió el anciano—. ¿Qué quieres de mí?
Por primera vez Duanys se permitió una sonrisa de triunfo. Al fin comenzaba a
dominar el orden de las cosas. Justo como lo hacía en ese momento el anciano,
debían tratarlo los demás. ¿Por qué las cosas nunca le salían tan fáciles? A fin de
cuentas, para eso él era un oficial entrenado; su misión, aunque muchos no lo

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comprendieran, era por el bien del país.
¿Acaso era tan difícil respetarlo? ¿Realmente fue necesario llegar a esos
extremos?
La verdadera culpa de todo la tenía el profesor. Él le pidió su ayuda, incluso le
aclaró que estaba incumpliendo con la ley… ¿Por qué entonces no lo respetó?
Ahora, sin embargo, no podía confiar en lo que el anciano le dijera. Por eso fue
hasta otro estante y se apoyó a los bordes. Sus intenciones fueron bien claras, también
lo lanzaría la piso si no le decía lo que necesitaba escuchar.
—El Nava está para el campo de cañas bravas… —susurró el anciano, como si
diciéndolo lo más bajo posible no estuviera traicionando a uno de sus ex estudiantes.
Duanys no quiso tentar la suerte y provocar que al anciano le diera un infarto.
—¿Ve? No fue tan difícil.
Su triunfo se volvió en una mueca de disgusto. El anciano abrazaba su
enciclopedia y lloraba a gritos. Aquella imagen le removió la conciencia.
—Vámonos de aquí —le ordenó a su oficial.
Ambos salieron de la casa a toda prisa y se montaron en el auto. Casi al instante
desaparecieron de la cuadra y dejaron atrás una estela de polvo.
—¿No cree que se le fue la mano? —le preguntó Ángel a medida que se iban
alejando.
El tono de voz del sargento demostraba lo enojado que se sentía. Incluso hasta
tenía las mejillas coloradas por la vergüenza.
Duanys recordó que aún no le había dicho que sus dos compañeros habían sido
asesinados. Ya habría tiempo para eso.
—Quizás, pero el fin justifica los medios. Ya tenemos lo que necesitábamos.
Además, recuerda que todo en esta vida se trata de respeto. Con la lección de hoy
estoy seguro que el anciano aprendió a respetarme.

***

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Capítulo 91
En busca de justicia

Día 6… 4:20 pm

Apenas Gerardo detuvo su moto frente a la casa del anciano profesor, supo que algo
iba mal.
Sus sospechas se aclararon al entrar y ver cómo había quedado la sala tras la
visita del sargento Duanys. La impresión fue tal, que una mueca de impotencia e ira
le transformaron el rostro en una sombra.
En el centro de la sala estaba el viejo profesor de Historia. Se encontraba
arrodillado entre los cientos de libros que aún permanecían desparramados por todo
el piso. Un llanto descontrolado lo estremecía en constantes convulsiones. Ver a su
viejo profesor tirado en el piso y rodeado de sus tesoros, le hizo recordar a Gerardo
cuán frágil era el anciano.
Cuando Augusto miró a la puerta y vio a Gerardo, al segundo comenzó a gritarle:
—¡Torturador, esbirro, comunista de mierda…!
Gerardo comprendió que las lágrimas cegaban al anciano y no le permitieron
reconocerlo. De inmediato corrió hacia los pies del profesor, tomó su rostro cubierto
de lágrimas y se las limpió con sus propias manos.
—Profe, soy Gerardo… —nada de lo que quiso decir acudió a sus labios,
simplemente le preguntó—. ¿El hijo de puta del sargento Duanys fue el que le hizo
esto?
Sabía la respuesta, pero quería que el profesor se la confirmara.
Una chispa de venganza surgió en el interior de las pupilas del anciano.
—¡Sí! —rugió este, su voz estaba cargada de ira y veneno—. No sé qué quiere
con el Nava, pero lo anda buscando.
Gerardo tuvo una sospecha.
—¿Les dijo dónde encontrarlo?
El anciano apartó el rostro y más lágrimas aparecieron en sus cansados ojos.
—Lo siento, Gerardito —su voz se quebró por la tensión y la pena—, lo siento;
pero hay muchas maneras de torturar a un hombre.
—No tiene de qué avergonzarse; de una manera u otra Duanys habría descubierto
dónde estaba el Nava. Mírelo de esta manera: lo que usted hizo fue ganarme tiempo a
mí para detener a ese cabrón.
El anciano se limpió la cara y por primera vez levantó su cabeza con orgullo.
—Les dije que el Nava estaba para el campo de cañas bravas. Tienes que
detenerlos antes de que le hagan algo al mulato. Si le tocan un dedo a ese muchacho,
no sé, yo no podría vivir con…

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—No se preocupe, profe. La justicia a veces tarda y viene de muchas formas
diferentes, pero siempre llega.
Gerardo se dirigió a la puerta.
—Una sola pregunta: ¿Duanys andaba solo?
—No, lo acompañaba otro joven que tenía un brazo con una venda.
—Muy bien, gracias.

***
Gerardo no perdió un segundo.
Aun en el portal de la casa del profesor llamó a Omega. Este le confirmó que el
Nava estaba para los campos de caña brava.
Una vez en la calle, a punto de montarse en su moto, tuvo un golpe de suerte.
Caminando hacia él, por la acera del frente, venía el negro Héctor.

***

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Capítulo 92
Atrapado

Día 6… 4:30 pm

Durante más de una hora, Duanys y el sargento Ángel buscaron por las orillas del
campo de cañas bravas sin resultado alguno.
Salieron con la dirección pero sin un destino en específico. Tras la segunda vuelta
al cañaveral, Duanys comprendió que encontrar al Nava en aquel mar de espesura
verde iba a ser prácticamente imposible sin un guía. Se trataban de kilómetros y
kilómetros de senderos y trillos que no conducían a ningún lugar. Era como buscar a
alguien en un maldito laberinto sin saber siquiera por dónde entró.
Ya estaba a punto de comenzar a maldecir su mala estrella, cuando algo le llamó
la atención.
Por pura casualidad, o quizás un golpe de suerte del destino, vio una carreta que
se les aproximaba. El anciano que la conducía iba sentado de lado y con las piernas
cruzadas sobre una carreta de dos ruedas tirada por una pareja de bueyes. Este los
miró curioso, como lo haría cualquier campesino que viera adentrarse a un Lada por
la guardarraya.
Duanys comprendió a juzgar por la expresión del anciano que, verlos a ellos allí,
perdidos por aquellos parajes, era lo más interesante que le había pasado en todo el
día.
—Buenas tardes, compañero —saludó cortésmente Ángel—. ¿Habrá visto usted a
un mulato por esta zona?
El anciano no les respondió, más bien se concentró en mascar con sus únicos tres
dientes, el trozo de tabaco que aún le quedaba.
Ante la mirada inquisidora del campesino, Duanys se alegró de que el Lada fuera
civil y no tuviera las luces de la patrulla. Súbitamente tuvo otra de sus inspiraciones.
—Abuelo, estamos buscando al Nava —con su voz fingió una genuina
preocupación—, es que a la hermana tuvieron que llevarla al hospital con una
emergencia.
Esta vez el anciano pareció realmente interesado.
—¡Oh sí! ¿Qué tiene?
Maldito viejo chismoso.
—Parece que algún problema interno por lo sucedido ayer con el padre, ya debe
de saber que el hombre…
—Ese no es un hombre —lo interrumpió el anciano a la vez que lanzaba un
escupitajo contra el suelo—, quien le da a una mujer es una rata.
Duanys no tenía tiempo para aquel anciano y sus clases de moral. Pero tampoco

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se sorprendió porque un carretonero supiera lo ocurrido en el centro del pueblo un día
antes, como bien decía el dicho: Pueblo chiquito, infierno grande.
—Vámonos —le susurró a Ángel.
El sargento Rojas comenzó a acelerar el auto cuando se detuvo ante la señal que
el anciano les hacía con la mano.
—Sí, el Nava, buen muchacho —comenzó a decir el viejo—. Lo vi hace unos
diez minutos.
—¿Dónde?
—Recto por el camino, yo diría que un kilómetro y medio, hagan derecha y se
van a encontrar con él, tiene una…
—Acelera —rugió Duanys.
El auto patinó dos veces hasta que las gomas se afincaron en la gravilla.
Una vez más el anciano se quedó sorprendido al ver el arranque de locura de los
dos hombres. Entonces se preguntó si habría hecho bien en darles la dirección del
muchacho.

***
El Nava se sorprendió al ver un auto entrar a toda velocidad por el camino directo
hacia él. Aunque al principio no vio los rostros de quienes venían dentro, su sexto
sentido lo alertó de que algo no iba bien.
El Lada se detuvo a pocos pasos de donde se encontraba.
Fue entonces cuando reconoció al instante a Duanys y al oficial que Gerardo le
había dado la paliza. Por su mente le pasó salir corriendo hacia el cañaveral, pero su
estúpido orgullo se lo impidió.
Los dos hombres se bajaron rápidamente del auto y cerrándole su única vía de
escape.
El Nava sintió cómo su corazón se le aceleraba en el pecho. Sin dudas, admitió
para sí mismo que Duanys lo asustaba. Era la segunda vez en el día que se encontraba
con el hijo de puta del sargentico. Sobre todo, recordaba claramente la clase de
respeto que este le impartió.
—¿Y ahora qué quiere, sargento?
—Cállate la boca, pedazo de imbécil —le rugió Duanys, el Nava le lanzó una
carcajada. Esa vez no se dejaría amedrentar; además, contaba con un machete—.
¿Qué es tan gracioso?
—Esta madrugada me sacaste de mi cama con tres hombres, y lo peor es que lo
hiciste frente a una muchacha que me gusta un montón y a la cual acababa de darle
una espléndida noche de placer.
Duanys lo miró intrigado…
—¿Y tu punto es?
—Ninguno —el Nava lanzó otra carcajada como si no pudiera contener la risa—,

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el problema es que usted se dedica a joderles la noche a los demás mientras a su
mujer se la follan en su propia casa.
Duanys sintió cómo su cuerpo se estremecía por la cólera y la rabia contenida.
Por lo visto, el mulato no había aprendido a respetarlo después de todo.
—¡Hijo de puta! —le gritó al Nava.
Caminó con los puños apretados directo hacia el mulato. Este no dejaba de reírse,
cuando estaba a solo dos metros recapacitó acerca de lo que iba a hacer.
Miró detenidamente al Nava.
El mulato estaba sin camisa. Tenía un pañuelo amarrado a la cabeza y todo su
cuerpo brillaba por el sudor. No había una parte de su anatomía que no estuviera
cubierta por una coraza de músculos. También estaba el machete, encajado en la
tierra a tan solo un pie de distancia del mulato, refulgiendo con su tremendo filo, así
que de repente a Duanys le vinieron a la mente los cuadros dibujados en los libros de
Historia sobre los cimarrones, aquellos negros esclavos que huían a los montes y que
usaban machetes cortos como armas de defensa. Sin dudas el Nava parecía la
reencarnación de uno de aquellos temidos salvajes.
El miedo debió aparecer en su rostro, ya que el Nava no dejó de reírse.
Duanys se llevó una mano a su cinturón y sacó un juego de esposas. Se las tiró a
los pies del Nava.
—Póntelas —le ordenó.
El Nava lo miró con ganas de comérselo vivo.
—Acércate y pónmelas tú.
—No te lo voy a repetir.
El Nava dio dos pasos al frente y Duanys sacó rápidamente su pistola. Apuntó la
Makarov hacia las piernas del mulato.
—Ríete de nuevo —lo retó—, ¿de veras crees que no te voy a disparar?
A pesar del color moreno de la piel, Duanys observó cómo su víctima palidecía.
—Eh, cálmate… ¡Ten cuidado no se le vaya un tiro a esa mierda!
Ya no parecía tan gracioso. Esta vez fue Duanys quien se rio.
Complacido, vislumbró que de una u otra manera le iba a enseñar a aquel cabrón
a respetarlo. Así fuera a puro plomo.
—Ponte las malditas esposas —gruñó Duanys.
El Nava pareció indeciso.
Duanys disparó dos veces ante los pies del mulato, obligando a este a que saltara
hacia la derecha. El ruido de los disparos creó una onda de eco que recorrió todo el
cañaveral, cientos de pájaros salieron volando de sus nidos, seguidos por una
algarabía de chillidos.
—¡Serás imbécil! Pudiste haberme dado un tiro.
—¿Pude? No, te equivocas, te voy a disparar a una pierna y luego alegaré que
opusiste resistencia —Duanys señaló con su mirada al sargento Ángel—. Tengo
testigos, así que será tu palabra contra la mía. ¿Quieres mi consejo? Acaba de ponerte

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las malditas esposas.
El Nava se agachó lentamente y cogió las esposas. Se hizo un silencio en el
cañaveral. Tal parecía que hasta el viento había dejado de soplar.
—Póntelas en la espalda, y no trates de hacerte el inteligente.
El Nava obedeció. Lentamente se escucharon los dientes metálicos como se iban
cerrando a través del cerrojo.
—Voltéate —le ordenó Duanys, para confirmar de que no estuviera fingiendo.
En cuanto el Nava se viró, Duanys avanzó rápidamente y lo golpeó en la cabeza
con la culata de su pistola. Este lanzó un grito de dolor y cayó al piso retorciéndose
de agonía.
Duanys no le dio cuartel. Al instante le propinó un puntapié en las costillas que lo
dejó sin aire.
Mientras el Nava se dobló sobre sí mismo e intentaba buscar una boconada de
aire, Duanys lo inmovilizó poniéndole una rodilla en el cuello.
—Te voy a hacer una sola pregunta —el Nava tenía la cara pegada a la tierra y
resoplaba de ira. Lágrimas de frustración e impotencia le empezaron a correr por el
rostro—. ¿Dónde está mi esposa?

***
Justo como el viejo carretonero les dijo, en cuanto doblaron a la derecha vieron al
Nava y a la pareja que también lo andaba buscando.
Pero lo que Gerardo encontró fue mucho más que eso.
A menos de diez metros, parqueado junto al cañaveral, estaba el Lada patrulla.
Frente al auto se encontraba Duanys, quién seguía encima del Nava dándole una
paliza y Ángel observaba el show como espectador indiferente.
El espectáculo hizo que Gerardo explotara de ira y lanzara una maldición.
—Sujétate —le advirtió a Héctor.
El excampeón abrazó a Gerardo mientras este aceleraba hasta el fondo la vieja
Suzuki. La moto recorrió los diez metros en cuestión de segundos.

***

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Capítulo 93
Una pelea sin reglas

Día 6… 4:45 pm

Tanto Ángel como Duanys se sorprendieron al ver aparecer la moto de la nada.


Aprovechando el momento de desconcierto, Gerardo sacó su pistola y apuntó directo
a la cabeza de Duanys. Este palideció y levantó las manos al instante.
—¿Qué coño estás haciendo, imbécil?
Héctor se puso junto al otro oficial.
—Ángel, ¿correcto? —dijo Gerardo sin dejar de mirar a Duanys.
—Sí.
—Hace apenas unas horas te disloqué el brazo, así que si tratas de hacer algo
estúpido, mi profesor de judo aquí presente —Gerardo señaló a Héctor— no va a
tener ningún inconveniente en partírtelo en tres trozos más. ¿Quedó claro?
Ángel asintió mientras miraba atemorizado a los brazos del poderoso negro. Ni
por un instante se le ocurrió que tal amenaza fuera una fanfarronería.
Mientras tanto el Nava comenzó a pararse trabajosamente. Gerardo sintió unas
ganas terribles de partirle la cara a Duanys al ver cómo este había esposado al Nava;
pero sobre todo, por lo que le había hecho a Isabel. Aunque tuvo una idea mejor.
—Pon tu pistola en el piso.
Duanys lo miró como si quisiera retarlo, pero pareció aconsejarse. Lentamente
dejó su Makarov a pocos pasos de él.
—No tienes idea en lo que te estás metiendo.
Gerardo sonrió y miró la pistola. No iba a ser lo suficientemente estúpido como
para dejar que la recogiera.
—Camina hacia atrás.
Duanys se alejó varios pasos.
Gerardo sacó un manojo de llaves de su bolsillo. Tardó solo un segundo en
localizar la de las esposas. Luego fue hasta el Nava y se las quitó, de paso recogió la
pistola de la tierra y la guardó a su espalda.
—Gracias.
—Gracias a ti, yo fui el que te metí en esto.
El Nava le sonrió.
—No lo creo…, por cierto, este cabrón anda buscando a su esposa —le dijo el
Nava, Gerardo asintió con un gesto de disgusto en su rostro—. Además, tarde a
temprano este sargentico y yo íbamos a chocar.
—Hablando de eso —Gerardo vio el moretón que comenzaba a aparecer junto a
las costillas del mulato—, ¿crees que puedas chocar con él de verdad?

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El mulato se relamió como si fuera un gato.
Gerardo conocía aquel gesto, significaba que estaba listo para comérselo vivo.
—Pues bien —hasta el momento la conversación había sido un susurro, esta vez
Gerardo se dirigió a todos—, utilizando mi grado militar, el cual me capacita para
ejercer la justicia, ya que soy el oficial con mayor rango entre los presentes, Duanys
Ramírez, te degrado como sargento ayudante.
Duanys sonrió estúpidamente sin saber a qué venían aquellas palabras.
—Esto significa que ya no eres oficial bajo mis órdenes ni bajo las órdenes de
nadie en la Jefatura de Tres Caminos —Duanys intuyó que algo no iba bien—. Eres
un simple civil.
—No puedes hacerme eso, ¿quién te crees que eres?
Gerardo no le prestó la más mínima atención a las quejas del sargento.
—Como simple civil, creo que estás teniendo un problema, un mal entendido con
este ciudadano.
El Nava dio un paso al frente.
—¿Qué mierda es esto?
—Si ustedes dos tiene algún problema, yo no soy nadie para meterme en sus
asuntos —Gerardo miró al sargento—. ¿No es así, Ángel? Usted precisamente fue
quien me explicó esa teoría. Por lo tanto, la vamos a poner en práctica. Así que
ustedes dos, arreglen sus problemas sin matarse.
Dicho esto, Gerardo dio un paso atrás y fue hacia donde estaba el sargento Ángel.
Duanys palideció al ver la expresión de triunfo en la cara del Nava.
—Ahora vamos a resolver esta situación solo con los puños. Sin esposas para
sujetar ni pistolas para amenazar. ¿Qué te parece?
—Espera un momento —Duanys comenzó a retroceder—, ¡tú no tienes la más
puta idea de quién soy yo!
El Nava se encogió como un gato montés a punto de saltar sobre su presa, Duanys
comprendió que la carga sería inminente. Se puso en guardia… Los primeros
puñetazos del mulato, sin coordinación ninguna, pasaron rozándole el rostro.
Gerardo recordó que Duanys tenía un entrenamiento militar un poco avanzado; a
fin de cuentas, estuvo un tiempo en las Tropas Especiales. Con bastante rapidez logró
esquivar los golpes del Nava, pero sin dejar de retroceder.
Gerardo comprendió que la estrategia de Duanys no estaba mal: cansar a un
adversario que te supere en masa muscular era una táctica excelente. Pero había un
error en ese plan. Gerardo conocía al Nava, sabía de la rapidez y resistencia que el
mulato era capaz de imponer cuando la situación lo requería.
Duanys se confió y dejó de esquivar al mulato para contraatacarle… Error, eso
era lo que el Nava estaba esperando. Duanys hizo una combinación de boxeo clásica,
un jab, seguido por un gancho y para rematar un crochet directo a la mandíbula.
Todos los golpes fueron perfectos, pero para horror de Duanys, el Nava le sonrió.
—¿Ya, eso era todo? Ahora me toca a mí.

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—¡Mierda!
El Nava atrapó con una garra la camisa de Duanys y lo zarandeó como si de un
niño se tratara. Luego comenzó a darle puñetazos carentes de nombre o técnica. El
mulato simplemente golpeaba el rostro de su adversario sin seguir ninguna regla de
boxeo. Algunas veces golpeaba con el puño cerrado en línea recta y otras lo usaba
como si fuera un machucador.
Duanys se cubrió el rostro lo mejor que pudo, lanzando patadas para intentar
zafarse del agarre, pero de nada le sirvió.
De repente, el Nava se agachó y abrazó a Duanys por la cadera, lo levantó en
peso y lo lanzó por encima de su propia espalda.
Gerardo miró a Héctor.
El gigantesco negro parecía tan perplejo como él.
—¿Qué cojones fue esa técnica?
Héctor se encogió de hombros y solo le sonrió a modo de respuesta.
Para cuando Gerardo volvió a prestarle atención a la pelea, milagrosamente
Duanys se las arregló para lanzar al piso al Nava con un barrido. Logrando así poder
sentarse sobre el pecho del mulato. Ahora le tocaba al sargento. Este no perdió la
oportunidad y comenzó a golpear al Nava usando los puños y los codos.
El mulato se cubrió el rostro con los codos usándolos como una máscara. A pesar
de lo difícil de su situación, no dejo de reírse y de gritarle insultos al sargento.
Cuando Duanys hizo una pausa para cargar sus pulmones de aire, el Nava tuvo
una explosión de adrenalina.
Una vez más, Gerardo recordó la resistencia del mulato. Este poseía un sistema
cardiovascular que muchos corredores de maratón le envidiarían.
Ante la leve pausa en el combate por parte de Duanys, el Nava simplemente abrió
su defensa, momento que aprovechó el sargento para golpearlo en el rostro. Desde su
posición, el mulato recibió solo el primer golpe, el segundo lo esquivó, introdujo sus
manos alrededor del cuello de Duanys y lanzó su frente contra la nariz del sargento.
Un plash se escuchó por todo el cañaveral.
Duanys cayó hacia atrás con el tabique de su nariz aplastado. Un torrente de
sangre negruzca comenzó a manar de la nariz y la boca del sargento.
El Nava invirtió la situación rápidamente, sentándose él sobre el pecho de
Duanys. De esta manera, con toda la calma del mundo, comenzó a golpearle los ojos
al sargento. Sobre todo, se aseguró de que cada puñetazo diera en el lugar correcto.
Algunas veces le acariciaba el rostro hasta acomodárselo como quería y después le
descargaba el golpe.
Gerardo comprendió que ya era suficiente. Pero a su mente afloró el rostro de
Isabel con los ojos hinchados por culpa de aquel imbécil, y la imagen del profesor
Augusto llorando sobre sus libros tampoco ayudaba mucho en favor del sargento. Él
también hubiera querido darle sus golpes a aquel maldito hijo de perra, pero su propia
venganza se la estaba cobrando el Nava… y a lo grande.

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Duanys ya no tenía fuerzas ni para cubrirse el rostro.
Sangraba profusamente por la nariz —sin dudas tenía el tabique fracturado en
varios trozos—, los ojos y las orejas eran cuatro masas ovaladas que salían del rostro
haciéndolo irreconocible por la hinchazón. El labio inferior estaba completamente
machucado y deforme.
—Ya es suficiente —le dijo Gerardo al Nava, pero el mulato parecía no
escucharlo. La adrenalina fluía por sus poros y si no actuaba rápido sería capaz de
matarlo a puñetazos—. ¡Ya es suficiente…! Déjalo.
Gerardo aplicó una llave sobre el brazo y el cuello del Nava. Lo inmovilizó
suavemente y luego lo arrastró hacia atrás.
El Nava no opuso ninguna resistencia.
Los cuatro hombres miraron a Duanys.
El sargento era una masa sanguinolenta que intentaba pararse sin encontrar
siquiera algún punto de apoyo.
—Esto… Esta… me la pagas… —murmuró Duanys mientras escupía coágulos
de sangre mezclados con fragmentos de dientes—, te juro que te mato… te mato…
Gerardo le hizo una seña al oficial para que se acercara.
—Llévalo al hospital, di lo que se te ocurra.
No hubo más palabras.
Gerardo, el Nava y Héctor le dieron la espalda a Duanys.
Mientras caminaban, Gerardo se permitió cargar de aire sus pulmones, las cosas
no habían salido tan mal después de todo.
¿Entonces, por qué persistía aquella sensación de peligro?

***
Ángel ayudó a Duanys a llegar al carro. El hombre apenas se podía sostener.
—¿Lo llevo directo al hospital?
—No —apenas podía articular palabras por la hinchazón que ya tenía en los
labios—, llévame de regreso a la casa.
Ángel se alegró de que le dieran una orden, así no tendría él que tomar ninguna
decisión. Puso el auto en marcha.

***

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Capítulo 94
¿Qué somos?

Día 6… 6:00 pm

—¡Dios mío! ¿Qué te pasó? —Omega se llevó las manos a la cabeza.


Omega fue la primera en reparar en el aspecto del Nava, así que era de esperar
que sus gestos y gritos fueran exagerados por partida doble.
Los mellizos y Lucía corrieron hasta la puerta para ayudar al mulato. Mario tomó
la carga de tubos de cañas bravas y los introdujo en la casa. Después regresó al lado
de su amigo.
—¿Quién cojones te hizo esto? —la pregunta de Miguel era más bien una
amenaza que le puso a Lucía los pelos de punta.
Ya conocía bastante bien a sus primos como para saber que no bromeaban con sus
amenazas.
Al Nava se le había hinchado un ojo y la oreja izquierda estaba algo deformada,
sin dudas porque le partieron varios cartílagos. Todavía un fino hilo de sangre seca
colgaba de su labio inferior; pero, fuera de eso, iba a sobrevivir. Aunque su aspecto le
recordó a todos los presentes a un peleador de la UFC que acababa de discutir el
título regional.
Mientras Omega corría a la cocina por una bolsa de hielo, Lucía se apartó del
grupo y se recostó a una pared. Unas cuantas lágrimas se le escaparon, aun en su
contra.
Ella siempre creyó ser una mujer fuerte y capaz de sobreponerse a cualquier
situación; pero los días en Cuba y la noche que pasó con el Nava, habían cambiado su
modo de asumir la vida. Y era eso precisamente lo que le causaba aquellas lágrimas
de rabia e impotencia.
Se dio cuenta de que en los últimos días, cualquier situación la hacía sentirse
frágil y llorosa. Después, tras reflexionar más fríamente sobre su reciente estado de
ánimo, comprendió que no era cualquier “situación”, sino todas aquellas que de una
forma u otra estuvieran relacionadas con el mulato.
—No es nada —les explicó el Nava sin dejar de mirar a Lucía—: el sargento
Duanys me hizo una visita.
—¡Ese hijo de puta! —gruñó Mario mientras sus ojos brillaron con alguna idea
sádica rondándole la mente—. Esto no se va a quedar así, a ese cabrón lo vamos a
velar y le vamos a partir…
—No hace falta —lo interrumpió el mulato—. Gerardo llegó a tiempo y desarmó
al sargento.
—¿Desarmó?

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—Sí, el cabrón me estaba apuntando con una pistola, cuando Gerardo se la quitó
me dijo que cualquiera que fuera mi problema con el sargento que lo arreglara en el
cañaveral.
Por primera vez Mario sonrió complacido.
—¿Y dónde está el sargentico?
—En este momento debe de estar llegando al hospital.
Los gemelos sonrieron satisfechos; sin embargo, Lucía permaneció apartada del
grupo.

***
—No me toques —le dijo Lucía al Nava.
El mulato retrocedió como si acabara de palpar un cable electrizado.
Ambos estaban en la cocina de la casa de Omega. Desde la sala, cada uno de los
presentes advirtió el conflicto sentimental que la pareja estaba llevando a cabo,
aunque todos aparentaban hacerse los sordos y ciegos…, excepto Omega.
Tras varios minutos de incertidumbre, el travesti fue hasta la cocina y los
interrumpió.
—Los dos, síganme —Lucía iba a protestar, pero el travesti la calló con un simple
gesto de su dedo índice—. Calladita la boca, ¡muy bien…, así te ves más bonita!
Recorrieron uno de los pequeños pasillos de la casa hasta llegar a un cuarto.
—Escúchenme los dos, cualquiera que sea su problema, resuélvanlo aquí adentro
—y antes de cerrar la puerta, agregó—. ¡Ah, los preservativos están en la gaveta del
lado derecho de la cama!
Lucía sintió cómo una ola de colores subía a su rostro, y ya iba a protestar; pero
Omega salió a toda prisa de la habitación.
—¿Qué diablos te pasa? —la interrogó el mulato.
—No lo sé, ¿tú dímelo?
—¿Qué quieres que te diga?
—Nava, lo de anoche me encantó, pero me dijiste cosas que… no sé, ¿qué soy
para ti?
El mulato retrocedió sin comprender bien la pregunta.
—No te entiendo. ¿A qué viene esto?
—¿Qué somos Nava, qué somos?
El mulato no dudo en segundo en dar su respuesta.
—Somos lo que tú quieras que seamos.
—No es eso lo que quiero que me digas… ¡Dios…, qué difícil es todo contigo!
El Nava la agarró por los hombros y la tiró sobre la cama. Aquella actitud
cavernícola y primitiva de imponerse a la fuerza excitó tanto a Lucía como si la
acabara de besar. Pero necesitaba más. Esta vez el mulato le respondería las cosas
claramente.

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Lucía se quedó acostada, y el mulato volvió a sentarse a horcajadas sobre ella,
apoyándose en la cama con sus codos y rodillas, de manera que el peso de su cuerpo
no descansara en el abdomen de la chica.
Lucía sintió el aliento del Nava en su rostro. Pudo sentir al instante la excitación
que emanaba de su cuerpo.
—Te lo dije ayer, y te lo repito hoy…: me gustas demasiado. ¿Qué somos? No lo
sé. ¿Qué me gustaría que fuéramos? —El mulato hizo una pausa que obligó a Lucía a
contener la respiración—. Me gustaría que fueras mi novia.
¡Por fin, lo dijo! ¡Lo dijo, lo dijo, lo dijo…!
Lucía no pudo disimular su alivio. Aunque al instante una sombra cubrió su
mirada.
—¿Pero…?
—Pero eso no va a poder ser.
¡Joder, eso si no me lo esperaba…!
Una vez más las lágrimas acudieron a sus ojos. Su voz se quebró cuando
preguntó:
—¿Por qué no?
El mulato le sonrió, algo cansado por la segunda pelea que ahora llevaba a cabo,
pero en esta ocasión de sentimientos encontrados.
—Lucía, por Dios, somos como agua y aceite: tú vives en España y yo en Cuba.
Por si no fuera suficiente, yo no puedo viajar…
—Pero eso no es problema, yo… yo puedo invitarte, te puedes ir a vivir a España
conmigo.
—Error, ese es el problema: que yo no quiero vivir en España.
—¿De qué cojones estás hablando, joder? No me digas que prefieres quedarte en
este jodido país —Lucía comprendió que estaba siendo egoísta, pero no quiso parar
de decir todo lo que sentía—. Este es un país sin leyes, joder, la gente sobrevive a
base de robo y violencia. ¡Por qué cojones no vas a querer salir de esta mierda!
Al Nava no parecieron ofenderle en lo más mínimo los puntos de vista de Lucía:
él sabía que ella tenía toda la razón en todo. Sin embargo, una máscara de tristeza
cubrió su rostro. En la mirada joven y carente de preocupaciones del mulato,
aparecieron arrugas de años y años de necesidades y sufrimientos. Lucía comprendió
que el Nava tenía un cuerpo hermoso y lleno de juventud, pero su alma estaba
cansada y vieja.
—Lucía, yo no puedo dejar este país. Aquí están mi abuela y mi hermana —
aquella sentencia fue como una bofetada en pleno rostro, y ella comprendió la
magnitud de su egoísmo; luego intentó justificarse a sí misma pensando que el amor
es egoísta, pero en el fondo sabía que no era así—. Sin ellas mi vida no tiene sentido.
Yo vivo por protegerlas, ellas son mi razón de ser… No creo que comprendas cuánto
significa esto para mí, pero…
—Sí te entiendo, no me tienes que explicar más —Lucía atrapó con un abrazo de

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piernas las caderas del mulato, mientras que a la misma vez rodeaba su cuello con sus
brazos—; si hay dos que se quieren, todo se puede lograr. Solo te necesito a ti, y si no
puedes irte a España, pues entonces, joder, me vengo yo a Cuba.
El Nava se quedó en silencio por unos minutos.
—Eso es una locura, en este país tú no tienes futuro; además…
—Tú no sabes qué nos guarda el futuro. ¿Acaso olvidaste en la que estamos
metidos? ¡Joder! ¡Qué quizás hasta salgamos de esta como unos cabrones
millonarios!
El Nava iba a decir algo más, pero Lucía atrajo su rostro al de ella y comenzó a
besarlo. Las manos del mulato entraron con suma rapidez por debajo de su blusa,
acariciaron sus firmes senos y se detuvieron sobre un pezón, torturándolo con placer
sádico. Lucía arqueó su espalda sintiendo cómo la punta de su pezón se erguía
excitada y molesta.
El Nava acarició su rostro y le susurró al oído:
—¿Quieres ser mi novia?
—Sí —gimió ella—, quiero ser tu novia, quiero ser tuya… y quiero que tú seas
mío.

***

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Capítulo 95
Rehenes

Día 6… 6:10 pm

Mientras Giovanni miraba con disgusto la cara deforme de Duanys, no pudo evitar
que lo invadiera una ola de rabia.
Habían golpeado al sargento casi hasta matarlo, por suerte solo le partieron el
tabique y los cartílagos de las orejas. Quizás también tuviera algún diente flojo, pero
sobreviviría y eso era lo importante.
Llenándose de paciencia como por novena vez, comenzó a interrogar al sargento.
—¿Repítame una vez más qué diablos estabas tratando de hacer? —le ordenó
Giovanni.
Mientras Duanys intentaba organizar sus respuestas, Aldrich le suministró una
inyección para el dolor y la inflamación del rostro. Junto a él estaba su oficial
ayudante, con su brazo en cabestrillo.
—Mi plan era simple y aún sigo creyendo que puede resultar —murmuró Duanys
con los labios desfigurados—, tú pensabas capturar a Manuel entrando en la casa y
exponiéndote a recibir un disparo. Hasta donde tengo entendido el maldito viejo está
armado, ¿correcto?
—Correcto.
—Pues si lográramos capturar a mi esposa, podríamos usarla como escudo
humano.
—¿De qué estás hablando? —por primera vez Giovanni sintió algo de curiosidad
por el plan de aquel imbécil.
El Alfa necesitaba agotar todas las posibilidades antes de verse obligado a
exponer al comando a la vista pública.
—Simple: capturando a Isabel podemos obligar a Gerardo, el capitán con quien se
fue mi esposa, a que haga el trabajo sucio por nosotros. Él es íntimo amigo de
Manuel y sus nietos…; bajo este chantaje hará lo que le digamos.
—¿Cómo?
—Diciéndole que si no coopera, ustedes matarán a Isabel.
—Isabel es tu esposa, ¿correcto?
—Así es.
Giovanni miró con asco e incredulidad al sargento. A lo mejor el muy necio
estaba pensado que ellos no serían capaces de matar a su mujer. Por semejante error
estaba poniendo en peligro no solo a la mujer, sino incluso a su hija.
El Italiano prefirió seguirle el juego y no aclararle los puntos.
Giovanni era un mercenario, un asesino entrenado para matar… Aunque en su

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código de ética estaba incluido el no matar a mujeres ni a niños, esto no significaba
que si la situación lo requería, no pudiera hacerlo.
El plan del sargento no estaba mal del todo. Usar a alguien para que capturara al
viejo espía sin exponerse ellos mismos tenía mucha lógica. Por la información que
había adquirido en los pocos encuentros que sostuvo con Heldrich, aprendió que el
anciano estaba fuertemente armado. Si tenía una pistola con silenciador de seguro
tendría algo más. Usar a otra persona para que hiciera el trabajo sucio, requería que
esa persona se creyera realmente de lo que eran capaces de hacer. En su mente
comenzó a formar un plan completamente distinto al del sargento.
—¿Entonces no tienes idea de donde pueda estar tu esposa?
—No.
Giovanni meditó unos segundos. Luego miró a Aldrich.
—Tu esposa tiene un celular, ¿no es así?
Ángel le había comentado que Isabel logró llamar a Gerardo a través de su propio
celular, y le aseguró que antes de irse, se lo llevó consigo.
—Sí, ¿por qué?
Aldrich fue hasta la laptop.
—Dale el número al Zombi.
Duanys se levantó con dificultad y fue hasta la laptop. Tecleó el número en una
barra especial que permanecía abierta en la pantalla. De alguna manera la laptop
logró triangular la señal del celular indicando la dirección exacta donde se
encontraba. En la pantalla apareció una vista satelital con un punto rojo señalando la
casa.
Aldrich tecleó la dirección en un banco de información y apareció el rostro de un
hombre joven obeso.
—¡Es Ricardo…! —exclamó Duanys—. Es el maldito Gordo del laboratorio de
Criminalística.
—¿Lo conoces? —preguntó Giovanni.
—No personalmente, pero he escuchado que es uno de los mejores amigos de
Gerardo. Tiene lógica: nadie iría a buscar a Isabel en la casa del Gordo.
—Perfecto, entonces vamos a hacerle una visita.

***
7:42 pm

Isabel jamás había sentido tanta gratitud hacia una persona desconocida.
Desde que Gerardo la dejó en la casa del Gordo, este se había convertido en el
mejor de los anfitriones. Le había hecho dos cafeteras de café y le buscó una bolsa de
hielo para que se la colocara encima del ojo hinchado; a su hija le arregló un biberón
de leche y en un cuarto que improvisó para la pequeña, le puso en su computadora

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unos videos infantiles. La niña se quedó tranquila al instante.
Pero no solo fueron por estas nimiedades de lo que nació tanto afecto hacia aquel
hombre, sino que el Gordo no le hizo ninguna pregunta incómoda sobre su actual
situación.
Por simple que parecía, era como si se conocieran de toda la vida.
Ante tanta amabilidad, Isabel se ofreció a cocinarle algo. Los ojos le brillaron al
Gordo, e Isabel comprendió que sin quererlo había tocado su punto más sensible…
Una vez en la cocina, se sitió más relajada.
El Gordo tenía una pequeña casa perfectamente repartida. La sala y el comedor
estaban juntos, la cocina estaba separada solo a un metro de distancia del comedor. Al
otro lado de la casa, estaban el cuarto y un baño, los cuales se comunicaban por un
diminuto pasillo. En total, serían unos setecientos pies cuadrados. El lugar perfecto
para un soltero.
—Gordo…, disculpa que te llame por tu apodo; pero Gerardo no me dijo tu
nombre.
—Está bien, no hay problema; además, con este físico tan bello… ¡sería un
desperdicio el llamarme por mi nombre!
Isabel sonrió por primera vez desde que llegó a la casa, aunque su sonrisa debió
parecerse más a una mueca debido a la hinchazón que tenía en el labio.
—Gracias, no sé cómo…
—¡Eh, eh! Nada hay que agradecer. Cualquiera que sea amigo de Gerardo es mi
amigo, y tú eres mucho más que una amiga.
Ella volvió a sonreírle agradecida.
—De nuevo gracias.
—Tranquila, pierde cuidado.
Él le guiñó un ojo y se fue para la sala.
Mientras tanto, ella comenzó a preparar los condimentos para la comida,
espaguetis en salsa Goya.
El Gordo prendió el televisor. Y apenas se sentó, cuando alguien derribó la puerta
de la sala.

***
Todo ocurrió en fracciones de segundos, a tal velocidad que sus ojos no pudieron
adaptarse a la secuencia de imágenes que se desarrollaron ante ella.
Los hombres entraron a la casa sobre la puerta derribada. Entre ellos, Isabel
reconoció de inmediato al gigante extranjero y su compañero con cara de rata. Iban
seguidos por el sargento Ángel, a quien Gerardo casi le arrancó un brazo esa misma
tarde y por otro completamente desfigurado, aunque con cierto aire familiar.
El Gordo se paralizó por unos segundos, pero para sorpresa de todos, incluyendo
a la propia Isabel, el voluminoso hombre se movió con una rapidez que desconcertó a

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los intrusos.
—¡Corre para el cuarto! —le gritó a Isabel, ella obedeció la orden al instante y
salió presa del pánico. Con el rabillo del ojo vio cómo los intrusos se lanzaban sobre
el Gordo.
Este cogió una silla y se la arrojó al sujeto con cara de rata, quien la esquivó con
los codos, pero antes de reponerse del golpe ya el Gordo estaba sobre él. Lo agarró
por las caderas y lo levantó en peso apoyándolo en su hombro como si fuera una
especie de bombero que rescata a una víctima; solo que en este caso, el bombero dio
un salto y cayó con todo el peso de su cuerpo sobre la víctima.
El Zombi soltó un grito de dolor. Isabel se imaginó que debió de haberle
fracturado algo más que unas simples costillas. Ella apenas había llegado a la puerta
cuando una mano la agarró con fuerza. El desfigurado le sujetó fuertemente la
muñeca obligándola a mirarlo.
Fue entonces cuando reconoció a Duanys.
Casi al instante, un fuerte golpe en la nuca le hizo caer. Era la segunda vez en el
día que la golpeaban hasta dejarla sin sentido. Mientras se desplomaba, vio un flash
de imágenes antes de perder otra vez el conocimiento.
El gigante se enfrascó en una batalla cuerpo a cuerpo con el Gordo. Ambos
rodaron por el piso… El Gordo clavó sus manos en el cuello de su atacante como las
garras de un depredador, pero dejó su espalda descuidada, momento que el jefe del
grupo —quien durante la pelea había permanecido en las sombras—, aprovechó para
agarrarle el cuello con una llave, inmovilizándolo por completo.
Entonces el gigante se levantó y le propinó al Gordo una fuerte patada en el
rostro…; después, Isabel no vio más que sombras.

***
7:46 pm

Gerardo aún estaba en su oficina cuando recibió la llamada.


Desde que vio el número del Gordo en su celular supo que algo no iba bien. Se
suponía que no lo llamaría a menos que…
—¿Qué pasa, Gordo?
—Hola, Gerardo —dijo una voz pausada y con acento extranjero a través del
celular—, no me conoces aún; pero yo he escuchado bastante sobre ti.
—¿Quién eres? —preguntó Gerardo intentando no alarmarse. Algo en la voz de
aquel extranjero le provocó escalofríos. Pero lo verdaderamente grave era que estaba
llamándolo desde el celular del Gordo.
Antes de que el hombre volviera a tomar la palabra, Gerardo comprendió
enseguida por qué aquella voz lo impresionó tanto, era la típica seguridad de quién
tiene el control de la conversación.

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—Poseo algo tuyo que vas a querer de vuelta, así que, seamos buenos
negociantes, sin alarmas precipitadas ni ofensas vanas… ¿Ok? —se hizo un silencio
en el celular que luego fue roto por los gritos de Isabel.
Sus sospechas se confirmaron.
Gerardo volvió a sentirse el hombre más desdichado del mundo. Por segunda vez
en el día escuchaba la voz desesperada de Isabel a través de un teléfono.
—¡Gerardo…! ¡Gerardo…! —gritó Isabel—. Duanys está aquí… ¡Todos están
aquí…!
¿Todos? ¿De qué estaba hablando Isabel?
—Creo que nuestro mensaje fue claro: tenemos a la mujer y a la niña…
—¡Escúchame bien, hijo de puta! Te juro que…
—¡Cállate de una vez! —rugió la voz, y Gerardo supo al instante, por la manera
de dar la orden, que se trataba de algún militar—. Te advertí que no teníamos que
ofendernos, ni perder tiempo en amenazas estúpidas. Esto es lo que vas a hacer: en
una hora te quiero en esta casa.
Se hizo una larga pausa en la que Gerardo siguió escuchando los gritos de Isabel.
Después le llegaron los chillidos estridentes de Isabela llamando a su madre.
La voz retornó al auricular:
—Gerardo, una hora. Ah, un detalle, no soy un hombre de mucha paciencia.
Sobra aclararte que no trates de hacer algo estúpido; por favor, ahórrame la necesidad
de tener que entregarle tu novia a mis hombres.
—¿Qué?
—¿Crees que Duanys podría hacer algo por impedir que mis hombres se violen a
su propia esposa…? Tú sabes la respuesta, no te demores. Oh, una cosa más: mejor
evita el drama de llamar refuerzos y todas esas estupideces…
La llamada se cortó.
Gerardo quedó paralizado en el centro de su oficina. Todo le parecía irreal, como
si la amenaza que acabaran de hacerle no fuera más que una broma de muy mal
gusto.
Todos están aquí… ¿Quiénes son todos? ¿Isabel estaría hablando de los militares
que estuvieron en su casa? ¿Tendría todo esto algo que ver con la desaparición de
Shangó y el asesinato de la Casa de la Colina?
No le quedaba otra opción que ir a la casa del Gordo.
Tomó el casco de motorista que estaba sobre la mesa y para su propio asombro,
observó que la mano no le temblaba.
Alguien estaba poniendo en peligro a su familia y no se iba a salir con la suya;
ese, sin dudas, era su único consuelo. Las prioridades en su vida habían cambiado en
las últimas veinticuatro horas como jamás creyó que fuera posible. Encontró a la
mujer que amaba y descubrió que tenía una hija.
Pero por encima de todo, les hizo la promesa de que las iba a proteger.
Gerardo no hace promesas que no pueda cumplir, se dijo a sí mismo para

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infundirse valor.

***

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Capítulo 96
La misión más importante de tu vida

Día 6… 9:07 pm

Apenas hubo entrado a la casa, alguien le cerró el paso por detrás.


Aquella era una sensación totalmente nueva para él.
Su único pensamiento fue de desamparo, como un cervatillo perdido que acaba de
internarse en una guarida de lobos.
Intentó reaccionar tan rápido como pudo, pero un gigante cubierto de músculos le
agarró con suma facilidad una mano y se la torció con tanta habilidad que
prácticamente él mismo se lanzó contra el suelo. El gigante le puso una rodilla en el
cuello para asegurar que no pudiera moverse.
Atrapado y sin poder mover ni tan siquiera sus dedos, Gerardo intuyó que quien
lo había sometido de aquella manera debía de ser un especialista en técnicas de
Aikido.
Un segundo hombre procedió a registrarlo.
Le quitaron el celular y su pistola reglamentaria. Después le permitieron volver a
ponerse en pie.
Gerardo se levantó con dificultad, pero con suficiente información que adquirió
en solo segundos. Para confirmar mejor su teoría, recorrió la sala de un vistazo.
El Gordo estaba en el centro de la habitación con manos y tobillos fuertemente
amarrados por esposas plásticas de avanzado diseño. Ese tipo de esposas solo eran
usadas por comandos de extracción. Desde un sofá, Isabel lo miró, a ella no la habían
amordazado pero tenía un nuevo moretón en su rostro. En sus brazos sostenía a
Isabela. La niña estaba profundamente dormida, y Gerardo supuso que aquellos hijos
de puta debieron de administrarle algún somnífero.
Miró hacia la otra esquina y vio a Duanys, que le devolvió una mirada cargada de
odio; y a pesar de lo desfigurado que tenía el rostro, sus ojos reflejaron un brillo
triunfal.
El sargento Ángel era el único que parecía fuera de lugar, con su brazo
entablillado, podía advertirse claramente su inconformidad con aquellas nuevas
circunstancias. Para él aquella misión ya sobrepasaba sus propios límites.
Gerardo miró a los tres hombres que quedaban. Uno con ojillos inteligentes y cara
de rata, el gigante musculoso, y un joven con aspecto de modelo…; precisamente, la
belleza en su rostro se contradecía con su mirada sádica.
Este rostro lo he visto antes.
El joven le sonrió.
—Sí, ya nos vimos en una ocasión —dijo el extranjero como si fuera capaz de

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leerle la mente. Sus palabras fueron claras y simples, de manera que él era el líder—,
en el Restaurante del Chino, recuerdo que tratabas de esconderte tras un menú.
Aquello no tenía ningún sentido, pensó Gerardo mientras intentaba organizar el
tornado de ideas que azotó su cabeza. ¿Qué demonios hace este hombre aquí? Sin
dudas era el extranjero que estaba en la mesa junto a Manuel. ¿Pero qué diablos tenía
que ver con todo lo que estaba pasando? ¿Y Duanys? ¿Qué tenía que ver Duanys con
aquellos hombres?
—¿Qué quieres?
Antes de responderle, el extranjero sacó una pistola con mira láser y un largo
silenciador.
Gerardo casi se congeló. Algo se le estrujó en el estómago y tuvo que apretar los
dientes para no trozarse la lengua sin querer. Aquella pistola era una de las temidas
H&K calibre 45, una de las pistolas reglamentarias más usadas por los comandos
elites en el mundo.
Por primera vez, todas sus teorías se confirmaron. Quienes fueran aquellos
hombres, se trataba de mercenarios profesionales. Algo con lo que la policía cubana
no estaba ni remotamente entrenada para enfrentarse. Si tenían una pistola de
semejante calibre y con todos sus accesorios, entonces qué más tendrían en las
maletas que Isabel le mencionó.
El cerebro de Gerardo seguía trabajando y uniendo fragmentos de más pistas a
toda velocidad. ¿Qué hacían tres mercenarios profesionales en un pueblo como Tres
Caminos? Ellos no ocultaban terroristas ni tráfico de armas…, al menos no a gran
escala. La droga que se movía por el pueblo y los alrededores no era suficiente para
que tres matones entrenados fueran a cobrar las deudas.
Tenía que ser algo más grande.
Por otro lado, estaba Duanys y su equipo. El padre de Duanys era uno de los
hombres más poderosos de la provincia. Así que su hijo debía estar actuando bajo sus
órdenes, ¿pero cómo podría ayudar un sargento con ilimitadas conexiones a tres
mercenarios?
La respuesta le vino clara y simple…: necesitaban un guía.
¿Pero un guía para qué?
—¿Qué quieren? —volvió a preguntar Gerardo.
El extranjero caminó hasta situarse a espaldas del Gordo, que estaba de rodillas y
no podía ver lo que pasaba detrás.
Lo siguiente acaeció con tanta rapidez, que Gerardo ni siquiera tuvo ocasión de
procesarlo. El joven mercenario con aspecto de modelo levantó la pistola y se
escuchó un simple puff… La bala le entró al Gordo por el cráneo y le salió por el ojo
derecho impactando contra el piso.
Isabel comenzó a gritar descontrolada mientras abrazaba a su hija. El mercenario
con cara de rata le apuntó con una pistola para que se callara la boca.
Isabel asintió con la cabeza sin poder dejar de temblar.

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Gerardo percibió cómo todo a su alrededor transcurría en cámara lenta. Unas
terribles náuseas le produjeron un cosquilleo en la comisura de la boca. El rostro del
Gordo no cambió de expresión, tal parecía como si nada le hubiera pasado, excepto
por la falta de su ojo derecho. El cuerpo sin vida se desplomó hacia un lado.
Gerardo iba a gritar para lanzarse sobre el asesino cuando una pesada bota golpeó
su abdomen dejándolo sin aire. El impacto fue tal que lo obligó a arquearse hacia
adelante. Sin perder un segundo, el gigante le agarró una vez más la mano, se la
dobló sumiéndolo en una posición de impotencia y apoyó su rodilla en su cuello. Su
rostro quedó pegado al piso y su vista directo hacia la cara del Gordo. Por el agujero
donde estaba su ojo comenzó a brotar un manantial de sangre y pulpa cerebral.
Inmovilizado en el piso siguió escuchando los gritos medio ahogados de Isabel.
Luego pusieron el rostro de ella en su ángulo de visión.
Gerardo escuchó a Duanys protestando. Reconoció un timbre de miedo e histeria
en los gritos de ira del sargento.
—¿Qué has hecho, maldito loco? Te dije que no podía haber un muerto.
Gerardo se enfocó en el rostro cubierto de lágrimas de Isabel.
—Mírame… sí, así. Te quiero…; todo va a salir bien, te lo prometo… ¡No…! ¡No
vuelvas a mirar hacia allá, enfócate en mis ojos!
—Levántalo —ordenó el jefe del grupo.
El gigante agarró con ambas manos el cuello de Gerardo y aplicándole una
cuchilla con los dedos lo obligó a ponerse de rodillas.
La aparente calma que hubo antes en la habitación había desaparecido.
Duanys y Ángel estaban siendo encañonados por el mercenario con cara de rata.
Sin dudas, el sargento no quería que hubiera muertes. Pues los muertos siempre hay
que justificarlos, no importa cuál sea el país.
En el piso, al lado del cuerpo del Gordo, estaba Isabel acostada con una rodilla en
su rostro. La Nena continuaba dormida sobre el sofá.
El mercenario apoyó el largo silenciador en su sien, luego miró a Gerardo.
—Respóndeme tú, ¿crees que no le dispararía?
—¡Sí, sí…! ¡Sí te creo! —se apresuró a decir Gerardo—. Cálmate, por favor, no
le hagas nada… ¿Solo dime qué diablos quieres? ¡Por dios, ¿dime qué quieres?!
—Quiero que vayas a la casa de Manuel, le pongas una pistola en la cabeza y me
lo traigas aquí.
Gerardo quedó en shock…
¿Manuel…? ¿El viejo pescador?
Gerardo recordó haber visto al anciano conversando con el mercenario. Pero en
ese entonces a él le parecieron amigos, incluso compartieron una botella de vino. Lo
único que llegó a imaginar en ese momento es que Manuel les serviría como guía.
Ahora resultaba que necesitaban capturarlo, ¿pero por qué?
Aquello no tenía ninguna lógica; de hecho, nada de lo que estaba pasando a su
alrededor tenía lógica. Ellos eran tres mercenarios entrenados y armados, ¿para qué

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diablos lo necesitaban a él?
¡Para capturar a un anciano de ochenta años no hace falta un personal
entrenado!, reflexionó Gerardo.
La duda perpetua en su rostro obligó al mercenario a aclararle sus puntos.
—¿Te preguntarás por qué te necesitamos a ti y no vamos nosotros mismos a
capturar a un anciano?
Gerardo no le respondió.
—La respuesta es simple…; pero tu vida, la de la bebé, y la de esta hermosa rubia
dependen de cuán rápido la asimiles —al referirse a Isabel le acarició el rostro y le
acomodó unos cabellos sudorosos que caían sobre sus ojos—. Manuel no es quien
dice ser.
¡No me jodas!
Gerardo comprendió que el mercenario iba a contarle información clasificada.
Escucharla solo los hundiría en arenas mucho más peligrosas.
—El anciano Manuel Mendoza es un asesino despiadado, muy inteligente y
perfectamente entrenado —el mercenario se mordió los labios en señal de disgusto—.
Dos de mis mejores hombres fueron asesinados por el maldito viejo. En total, desde
que llegué a esta isla he perdido a cinco hombres que han estado bajo mis órdenes, así
que no pienses ni por un segundo que explicándole la situación te va a perdonar la
vida.
El mercenario levantó del piso a Isabel y la condujo hasta el sofá. Esta abrazó a su
hija al instante, como si creyera que la Nena iba a estar más segura en sus brazos.
Gerardo sintió cómo le devolvían su pistola a la espalda, ajustada al cinturón,
después lo condujeron hasta la puerta.
—Tráeme al viejo y te llevas a la mujer con la pequeña moza —le dijo el
mercenario—. Pero no trates de hacerte el héroe. Recuerda a tu amigo.
Al decirlo señaló el cuerpo del Gordo.
Luego lo sacaron de la casa con un empujón.
Una vez en la calle, Gerardo caminó tambaleándose hasta su moto. Aún no podía
asimilar que el Gordo ya no estaría más con él. No le haría más chistes de pornografía
ni reclamaría sus clases de judo.
¿Acaban de asesinar realmente al Gordo?
¿Todo aquello le estaba sucediendo de verdad o era parte de una pesadilla de la
cual no conseguía despertar?

***
La frialdad de la noche golpeó su rostro obligándolo a reaccionar. Acababa de
perder a un hermano, y si no lograba enfocarse, perdería también al amor de su vida
junto con su hija.
Esos hijos de puta me subestiman demasiado, pensó con algo de satisfacción.

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Esta era la única ventaja que tenía sobre ellos, solo que no sabía cómo usarla. Si
capturaba a Manuel, no podría entregárselo así no más, pues sería como firmar un
acta de fusilamiento. El imbécil de Duanys no acababa de comprender que esos
mercenarios no dejarían testigos de su operación.
—¡Mierda, mierda y mierda…! ¿Qué voy a hacer?

***

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Capítulo 97
La última noche

Día 6… 10:20 pm

Cuando la pareja salió del cuarto de Omega, a ninguno en la sala le quedaron dudas
de que recién terminaban de hacer el amor. Aunque ella lo disimuló bastante bien y
de paso, se organizó algunos mechones revoltosos. Pero muy pronto, Lucía
experimentó como sus cachetes se le ponían al rojo vivo gracias a los chistes de los
mellizos.
Estos capullos no tienen pelos en la lengua.
Durante el resto de la noche, el Nava se volvió más cariñoso, una faceta que
Lucía desconocía por completo en él. A cada instante le daba un beso y le acariciaba
el cabello. Era muy extraña la manera en que comenzaba a desarrollarse aquella
relación, y Lucía tuvo una especie de aprensión de que algo desagradable pudiera
ocurrirle de un momento a otro. No obstante, por el momento lo principal era que
todos comprendieran que ya eran pareja.
En la primera oportunidad que se le presentó, tomó a Mario por el brazo y
salieron juntos al patio.
—Mario —comenzó a decirle, pero las palabras que había ensayado no acudieron
a su mente en el orden que imaginó—, yo… Es que… Joder, primo, lo siento. Lo
siento de veras… Me comporté como una gilipollas…
—Tranquila, sin rencores.
La reacción de Mario fue más serena de lo que ella esperaba.
—¡Joder! Al menos oféndeme, dime algo para así yo poder hincarme de rodillas y
suplicarte perdón.
—No tengo nada que decirte, las cosas son como son.
—¿Ahora no sé de qué estás hablando? —le respondió confusa.
—El Nava te quiere y tú lo quieres —dijo con tristeza Mario, y Lucía supo al
instante por el tono de sus palabras que el primo iba a abrirse con ella—, cuando la
suma es pareja el resultado es bueno. Lo mío y lo de Rebeca era solo sexo.
¡Excelente, por cierto! Pero solo eso: sexo. Yo la quiero demasiado, no me da pena
decirlo…; pero ella tiene otros planes.
—Nunca te avergüences por decirle a una persona que la quieres.
Mario le dio un repentino beso en la frente.
—Es verdad —afirmó Mario—; pero en mi caso, yo quiero más de lo que me
quieren a mí.
Tras decir aquello, ambos se abrazaron dejando en claro que no había rencores.
Aun así, cuando regresaron al interior de la casa, Lucía sintió que necesitaba ayudar a

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su primo, pero no sabía cómo.
Una vez dentro, para su propia sorpresa, Omega acababa de abrir una botella de
ron Habana Club, fue a una esquina y bautizó el piso con un chorro bondadoso.
—Para los santos —se apresuró a decir Lucía.
Todos la miraron y aplaudieron.
—¡Vaya con la española! —exclamó Omega haciendo una secuencia de sus
gestos exagerados—. ¡No solo nos follas al mulato más rico del pueblo, sino que
también nos robas las costumbres!
Las carcajadas estremecieron las paredes.
El ron mezclado con cola gaseosa comenzó a pasar de mano en mano en
pequeñas vasijas artesanales hechas por la propia Omega. Tras la primera ronda, el
travesti llamó a todos para que levantaran sus vasos en señal de brindis.
—Por un futuro próspero y lleno de salud.
—¡Por un futuro próspero y lleno de salud! —repitieron todos a coro.
Después del cuarto brindis, Omega anunció la presentación de su obra finalizada.
Sobre la mesa descansaba la pieza cubierta por una fina manta de hilo.
Todos se reunieron alrededor y esperaron el momento de la presentación. Para
hacerla aún más teatral, Omega apuntó varias luces de colores hacia su obra maestra.
Entonces el travesti levantó orgulloso la tela mientras hacía un gesto de presentación.
—¡Ostias benditas! —exclamó Lucía.
—¡Hermoso, esta vez te luciste! —dijo Miguel dándole un beso en la frente al
travesti.
Del proyecto inicial que presentó Omega, al resultado final, había una gran
diferencia.
La pieza, por sí sola, debía de valer una fortuna.
Se trataba de una negra esclava tallada en caoba, completamente desnuda, su piel
permanecía cubierta por varias capas de barniz de manera tal, que creaban en los
finos rasgos de la madera un efecto visual muy raro, como si la negra sudara a
raudales. Cada músculo de su espalda y hombros parecían a punto de moverse. Su
pose era sentada sobre un tronco, mientras limpiaba un enorme pescado. El tronco era
sólido en apariencia.
Omega les arrancó una segunda ola de exclamaciones cuando les enseñó un raro
sistema de compartimiento que se activaba al mover el pescado, el resultado: del
tronco hueco se abría una tapa secreta. Dentro estaba la barra de oro.
Por tercera vez el grupo aclamó al travesti.
Las cañas bravas sirvieron para crear el tronco hueco donde la negra se mantenía
sentada. Omega supo camuflar los diferentes tonos y colores de la madera, y solo los
ojos de un experto podrían notar la diferencia.
A Lucía no le quedaron dudas de que la obra de arte iba a pasar por las dos
aduanas sin ningún problema.
Omega les anunció que solamente le faltaban unos últimos retoques, y quedaron

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en pasar a recoger la pieza al día siguiente.
Estuvieron una media hora más en la casa de Omega, el tiempo suficiente para
terminarse la botella. Después todos se despidieron del travesti y salieron a la calle.

***
—Pues nos vamos para la casa —anunció Miguel—: ha sido un largo día.
Miguel y Mario miraron a Lucía esperando que ella tomara una decisión. Pero fue
el Nava quien respondió por ella.
—Váyanse ustedes, Lucía se va para mi casa.
Lucía levantó las cejas en señal de sorpresa, pero no dijo ni esta boca es mía.
—¿Ustedes dos saben que de ahí no sale petróleo…, verdad? —se apresuró a
decir Mario.
Al principio Lucía no comprendió, después cayó en cuenta de que Mario estaba
hablando de su vagina… Volvió a sentir como los colores se le subían al rostro, pero
los gemelos solo respondieron con una carcajada y les dieron la espalda.
—¡Qué par de gilipollas! —dijo Lucía al sentir que sus cachetes aún estaba rojos.
El mulato le sostuvo el rostro entre sus firmes manos por un momento. Con toda
la seriedad del mundo le dijo:
—Vamos a demostrarles que sí sale petróleo.
Aquello no era lo más sexy que le hubieran dicho en su vida, y aun así, aquellas
simples palabras provocaron que se sintiera mojada… ¿Se estaría volviendo una
ninfomaníaca?

***

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Capítulo 98
Una inesperada traición

Día 6… 10:36 pm

Tocaron a la puerta.
De todas las posibles estrategias que pudieran usar, tocar a la puerta fue la que
menos se esperó Heldrich; por lo tanto, les tuvo que reconocer la originalidad.
Esperaba un ataque con bombas de humo, o granadas de impacto sonoros… ¡Pero…
¿tocar a la puerta?!
Sin dudas no eran sus nietos, ellos entraban siempre por la puerta de la cocina.
—¿Lucía? —murmuró para sí—. Mmm, no lo creo.
Ni por un instante le cruzó por la mente que su nieta iba a pasar su última noche
en Cuba fuera de los brazos del Nava.
Heldrich era viejo, pero no estúpido. Sabía muy bien la atracción que ella sentía
por el mulato, pero quién podría culparla. Era joven y hermosa, y se encontraba en un
país donde el sexo era tan rutinario como comer o dormir, de hecho, pensó el anciano,
Cuba es uno de esos pocos países donde primero se tiene sexo y después se le
pregunta el nombre a la pareja… Sonrió maliciosamente: Que sea feliz…, solo se vive
una vez.
El toque se repitió.
Sujetó la pistola a su cintura, lista para sacarla si era necesario, después abrió la
puerta.
¡¿Gerardo?!
—Buenas noches, Manuel —dijo cortésmente el capitán—, con respecto a lo
sucedido esta mañana, este… ¿cree usted que pudiéramos tener una conversación?
—Pues claro, Gerardito, pasa.
Manuel llevó al joven capitán hasta la cocina. Al virarse se encontró con que
Gerardo había sacado su pistola.
No le apuntaba directamente, pero su rostro no dejaba dudas de sus intenciones.
—¿Qué haces, muchacho? —le preguntó tranquilamente.
—Manuel, ¡no tengo ni puta idea de quién cojones sea usted! —Gerardo apretó el
cabo de la pistola contra la mesa, sus nudillos se le pusieron blancos por la presión—;
pero le juro que si me veo en la necesidad de dispararle, lo voy a hacer.
Heldrich no se sintió enojado por cometer un error de novatos.
Los enemigos más temidos en ocasiones son los amigos más cercanos.
Con su mente fría y carente de emociones comenzó a pensar rápidamente en
varias opciones para deshacerse del muchacho, pero en todas terminaba matándolo…,
y no era eso lo que quería. O al menos no por el momento.

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Tranquilamente observó el lenguaje corporal del capitán para comprender cuán
desesperado estaba. Mientras aplicaba esta técnica de reconocimiento le dio la
espalda y comenzó a desarmar una cafetera de acero pulido.
La desenroscó y pacientemente llenó la base de agua. Luego lavó el embudo.
—De seguro necesitas un café.
—¿Qué?
Heldrich buscó el recipiente de café molido, lo destapó y usando una pequeña
cucharita comenzó a llenar el embudo.
Al virarse observó que Gerardo tenía enormes bolsas negras bajo los ojos, sin
dudas por la falta de sueño y el exceso de estrés; no dejaba de apretar la mandíbula
para sentirse seguro con lo que hacía y miraba constantemente en todas direcciones.
Pero fue el gesto de sus hombros lo que puso en alerta al anciano.
Gerardo tenía los hombros caídos y en actitud de completa indiferencia. Esto lo
convertía en una persona segura e impredecible, como un animal acorralado y herido
que toma la decisión de morir luchando.
Los impredecibles siempre son los más peligrosos.
—¿Qué te hicieron? —le preguntó Heldrich de la forma más común y corriente,
como si le hubiera preguntado por el clima o por el estado de salud de algún familiar.
Al capitán le corrieron lágrimas por los cachetes.
—Manuel, usted no lo entiende. Hace menos de veinticuatro horas que me enteré
de que soy padre, tengo una preciosa Nena de cuatro años —Gerardo se limpió el
rostro con la mano que sostenía la pistola—. Su madre me adora…
—En hora buena, te deseo toda la felicidad del mundo.
Heldrich encendió una pequeña hornilla eléctrica y depositó la cafetera sobre la
resistencia, ya roja.
Gerardo le sonrió.
—Aún no lo entiende: ambas están en peligro.
¡Oh! Mmm, ya, de eso se trataba.
Estaban usando al joven para atraparlo a él, luego cambiarlo por los rehenes.
Debían de estar desesperados para acudir a planes como esos. Un truco pasado de
moda, aunque siempre muy efectivo.
Bien jugado, admitió Heldrich, mientras tarareaba en su mente una de sus
canciones preferidas: ¡Oh sinnerman, where you gonna run to!
—Por eso le voy a pedir que no haga nada estúpido, algo que las pueda poner en
riesgo —Gerardo tiró sobre la mesa de la cocina un par de esposas plásticas—,
póngaselas.
Heldrich no obedeció.
Simplemente, empezó a caminar alrededor de la mesa. Intentó simular que estaba
concentrado en algún pensamiento, con lo cual logró acercarse lo suficiente a
Gerardo. En su cadera derecha estaba el anillo del Kerambit, introducir el dedo y
sacar la curvada hoja demoraría solo una fracción de segundo, solo que el filo

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encontraría la garganta de Gerardo.
Heldrich miró la mano donde sostenía la pistola. Sacar el cuchillo y rebanarle la
yugular sería un acto de puro reflejo; asimismo la mano de Gerardo reaccionaría,
pero el ángulo de disparo lo mantenía fuera de alcance. Con el cuello picado el
primer instinto del capitán sería apretarse la garganta. Heldrich había presenciado ese
momento muchas veces. Ni por un segundo le pasó por la mente que aquel joven se
había criado jugando con sus nietos en el patio de su casa.
—Póngase las malditas esposas…, se lo pido, no haga nada estúpido.
Hacer algo estúpido, repitió Heldrich para sus adentros. Comprendió que la
sangre que saldría de la garganta del joven sobrepasaría rápidamente un galón. Caería
al piso poseído por las convulsiones y en lo que él buscaba una manta para cerrar la
herida ya sería demasiado tarde.
Habría demasiada sangre en el piso, esto se convertiría en una cadena de
contratiempos. Mover el cuerpo hasta el búnker de la casa de los regueros, regresar a
limpiar la sangre. Todo eso contando con que Catalina no se levantara, o llegaran los
gemelos.
Sinnerman, cortarle la garganta al chico no es la mejor opción…
Además, una vez muerto Gerardo, se quedaría sin ninguna pista para seguir a los
mercenarios.
—Gerardo, ¿no tienes ni la más remota idea del embrollo en que acabas de
meterte? Llevarme a ellos no solucionará tu problema.
El capitán levantó la pistola.
—No lo voy a repetir otra vez, si no…
—¿Qué vas a hacer? ¿Dispararme? Te lo creo, no me lo tienes que demostrar;
pero me quieren vivo. Si llego desangrado, en caso de que te pasara por la mente el
dispararme en una pierna, terminarías de sentenciar a tu chica y a tu hija.
—Manuel, ¡por Dios! No me lo haga más difícil.
A sus espaldas la cafetera empezó a pitar: el café estaba listo.
Heldrich miró fijamente a Gerardo por un instante, y de repente, para sorpresa del
capitán, tomó las esposas e introdujo sus manos en los dos aros de plástico, pero no
corrió los dientes del seguro.
—Antes de hacer el intercambio, pues me imagino que ese sea el plan —Gerardo
asintió—, déjame hacerte una simple pregunta.
El anciano le dio la espalda y fue hasta la cafetera. Desconectó la hornilla y llenó
dos pequeñas tacitas de porcelana con café.
—Bien cargado —Heldrich le tendió la taza al capitán, por lo que este tuvo que
bajar la pistola para cogerla—, va a ser una larga noche, así que lo mejor será estar
bien despierto. Por cierto, mi pregunta.
—Adelante —Gerardo jamás iba a saber que de su respuesta dependía su propia
vida.
—¿Cómo piensas hacer el intercambio?

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Capítulo 99
Cambio de planes

Día 6… 11:05 pm

El celular de Duanys comenzó a vibrar en su cinturón de forma tan singular, que


todos en la sala no tuvieron otra alternativa que prestarle atención.
Se trataba del celular convencional, el que usaba para simples llamadas, por lo
tanto, no era su padre… Aunque al ver el nombre que apareció en la pantalla, se
sorprendió mucho más.
Era Gerardo. ¡Tan rápido!
—¿Tú dirás? —le dijo con tono burlón.
El sargento se extrañó ante la respuesta, luego miró a Giovanni.
Giovanni tomó el celular.
—¿Hola?
—Cambio de planes —dijo Gerardo a través de la línea—. Quieres al viejo, lo
tengo; pero haremos las cosas a mi manera.
En ese momento entró una foto al celular.
Giovanni quedó sorprendido.
La imagen mostraba a Heldrich con las manos fuertemente atadas por las esposas
plásticas a una silla.
No está mal…, nada mal…, pensó el Italiano con cierto grado de envidia.
—Creo que no has entendido, muchacho, las cosas son…
—¡Cállate la boca, imbécil, y escúchame bien! —se hizo una leve pausa que no
sorprendió al Italiano, pues ya estaba acostumbrado a esas bravuconadas y no lo
inmutaban en lo más mínimo—. Si te llevo a Manuel a dónde tú quieres me vas a
matar, y luego las matas a ellas. No pienso correr ese riesgo.
—No tienes opciones.
—Sí, sí las tengo… Tráeme a mis chicas a las coordenadas que te voy a enviar.
Simple, no lo hagas difícil. Simplemente hagamos un intercambio.
—Las cosas no funcionan así, ya te lo dije…, hola…, hola…
Giovanni sonrió: le había colgado. Al instante sonó el timbre de la bandeja de
entrada de mensajes en el celular. Abrió el mensaje y vio las coordenadas.
—Esto es increíble —Giovanni le lanzó el celular a Aldrich—; configura esas
coordenadas, dime que tan cerca están del lugar de extracción.
Aldrich tecleó los números rápidamente en la laptop.
—A menos de dos millas de la costa.
Giovanni no podía creer que tuviera tanta suerte. Mentalmente comenzó a
reestructurar el plan.

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—Es en el pueblo de Ñones —agregó Aldrich.
—¿La playa dónde desapareció Big Dog?
—Correcto; pero un poco antes de llegar, a una milla de la costa exactamente.
La conversación fue en inglés, por lo que Duanys solo entendió algunas palabras.
—¿Qué diablos está pasando? —preguntó al sentirse excluido.
—Pues que el capitán quiere jugar al experto negociador —le respondió Giovanni
—. Muy bien, vamos a hacer el intercambio como él quiere.
Giovanni se dirigió a sus hombres.
—Pónganse el uniforme de trabajo.

***
Duanys observó atontado cómo los tres hombres ponían sus maletas sobre la
mesa.
Las maletas comenzaron a separarse por compartimientos como las cajas de
herramientas de los mecánicos. Horrorizado, vio por primera vez todo el arsenal de
que disponían los mercenarios.
Cada uno se cambió los finos chalecos que llevaban bajo sus camisetas, para
colocarse un nuevo chaleco antibalas, y nada menos que un Dragon Skin. Duanys
conocía muy bien aquellos chalecos al haberlos visto en otras ocasiones, siendo
usados por generales que visitaban a su padre. Reforzados con escamas de porcelana
de la mejor calidad, el chaleco tenía incorporado un cinturón repleto de diferentes
tipos de granadas, aunque solo reconoció un par de XM84. Duanys sabía que esos
explosivos no eran letales, pero sí considerados unos de los mejores en cuanto a
iluminación y aturdimiento. Eran perfectos para ataques sorpresas.
Cada uno llevaba una pistola H&K con largo silenciador y una mira láser que le
incorporaron bajo el cañón. En el cuello se instalaron radiotransmisores de banda
larga, junto con gafas de visión nocturna. Los NVD (Dispositivo de Visión
Nocturna), creaban sobre sus rostros un aspecto de soldados futuristas.
A sus espaldas, incorporaron un subfusil P90, también con silenciador.
Cuando terminaron, Duanys se percató de que más que mercenarios parecían
soldados acabados de salir de algún videojuego.
—Listos —anunció el Italiano—, ahora vayamos a negociar.

***

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Capítulo 100
El intercambio

Día 7… 2:05 am

A más de veinte kilómetros a la redonda, la única luz visible era la que proyectaban
los faros de los dos automóviles que avanzaban en la densidad de la madrugada. A
medida que iban acercándose al lugar del encuentro, más se alejaban de la
civilización.
El primer auto era conducido por Duanys, Alex y el sargento ayudante del guía:
Ángel, recordó Giovanni.
En el segundo iban la madre y la hija, Aldrich como chofer, y Giovanni como
guardián.
Giovanni lamentaba en realidad tener que matar a la mujer y a la niña… Eso
nunca estuvo en sus planes. Por desgracia no le quedaba otra opción. No podía
quedar ni una sola pista de su visita a Cuba, ya tenía demasiados problemas con la
pérdida de dos de sus mejores hombres, dos oficiales cubanos, y un científico al que
él mismo tuvo que pegarle un tiro, eso sin contar a Shangó…
Lo único positivo de todo cuanto estaba pasando, era el lugar hacia donde se
dirigían.
Como solían decir sus colegas americanos: In the middle of nowhere (en el medio
de la nada)…, el lugar perfecto para desaparecer varios cuerpos.
Apenas avanzaron un kilómetro fuera de la carretera del pueblo de Tres Caminos
y el pavimento desapareció. Como ya se hacía a la idea, era algo muy típico el que
todas las carreteras rurales de Cuba carecieran de asfalto. Los continuos baches
obligaron a los autos a aminorar la marcha, al punto que en algunos tramos
avanzaban a menos de diez kilómetros por hora.
De repente, Giovanni notó que ya estaban aproximándose a la costa. A ambos
lados del camino aparecieron canales de agua dulce mezclados con agua salada, el
olor del salitre impregnó el auto…; sin dudas aquellos canales debían desembocar en
el mar, y permanecían ocultos en los manglares circundantes. Pero eran fáciles de
identificar por el resplandor que el agua producía cuando la luz de los focos saltaba
por encima de ellos, despertando a millones de ojillos curiosos que acechaban desde
la oscuridad.
La tórrida luz de los autos continuó iluminando el camino, que de improviso se
infestó de cangrejos que corrían de un lado a otro de la calle en una desbandada con
cierto orden, pero eso no evitó que constantemente se escucharan el crujir de los
carapachos bajo los neumáticos.
De repente, el primer auto se detuvo. Habían llegado al lugar del intercambio.

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A modo de bienvenida, un relámpago rajó el cielo y les permitió, por solo un
instante, el verse los rostros.

***
Gerardo apretó los puños hasta sentir cómo las uñas se le clavaron en sus palmas.
Justo frente a él, se detuvieron los dos autos y los focos le apuntaron directamente a
la cara. Del primer carro se bajaron tres hombres.
A pesar de que solo vislumbraba sus siluetas, reconoció de inmediato al gigante
que lo inmovilizó en la casa del Gordo, pero no supo quiénes eran los otros dos.
Del segundo auto bajaron cuatro personas.
Esta vez reconoció a Isabel, que cargaba un bulto en brazos…: la Nena, que
seguramente continuaba dormida bajo el efecto del somnífero.
El líder del grupo avanzó.
—¿Dónde está Manuel?
Gerardo supo que si le entregaba a Manuel, sus dos chicas estarían muertas al
instante, por eso mejor seguir las reglas de cualquier intercambio: dando y dando…
Pero incluso así, nada podría asegurarle que no terminarían con un plomo en el
cráneo.
Hasta el momento, Gerardo solo distinguía siluetas ocultas tras los faros de los
autos, que seguían apuntando hacia él y lo convertían en un blanco perfecto. Sabía de
sobra que no podía hacer ningún movimiento peligroso, no mientras Isabel continuara
en manos de aquellos sicarios.
—Vamos a hacer las cosas a mi manera —dijo por fin, aunque su voz no sonó tan
convincente como hubiera querido—: les daré a Manuel, una vez que las mujeres se
hayan ido.
Se hizo un silencio repentino.
La silueta del líder avanzó hasta quedar frente a los faros.
Gerardo quedó tan impresionado que sin querer retrocedió dos pasos.
Frente a él había un hombre disfrazado de Ironman.
Tras examinar detenidamente al mercenario, comprendió que solo se trataba de un
traje de alta tecnología equipado con visores infrarrojos, chaleco antibalas, rodilleras
y coderas, y un maldito cinturón repleto de granadas.
Una punzada de miedo lo estremeció por completo.
¡Por dios! ¿Quiénes son estos hombres?

***
Giovanni avanzó hasta quedar frente al capitán cubano.
—Escúchame bien —y su voz se escuchó como el graznido de un halcón antes de
lanzarse en picada sobre una liebre—: las cosas se hacen a “mí” manera, ¿te quedó
claro?

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Gerardo iba a decir algo, pero Giovanni lo interrumpió.
—¿Dónde está Manuel?
—Deja que las mujeres se vayan…
—Oso, pégale un tiro en la pierna a la mujer —el gigante sacó su pistola y
caminó hacia Isabel; esta comenzó a dar gritos y a retroceder; pero fue sujetada por el
tercer mercenario con cara de rata.
Para asombro de todos, Duanys sacó su pistola y le apuntó al gigante.
—Le pones un dedo arriba y te juro que te vuelo la cabeza, ¡gigante de mierda!
Alex miró a su jefe y ambos intercambiaron un gesto de aprobación.
Con una rapidez lograda solo por años de entrenamiento, el Oso se desplazó a los
lados y en solo dos pasos estaba sobre Duanys. Este no tuvo tiempo de reaccionar. El
gigante le agarró la muñeca y lo desarmó en un solo movimiento.
El sargento lanzó un grito de dolor.
Con su mano posiblemente fracturada, Duanys cayó de rodillas. Alex le tiró la
pistola a Aldrich, quien la atrapó en el aire. Luego avanzó hacia Isabel.
Gerardo no alcanzó ni a organizar sus ideas, todo había pasado en fracciones de
segundos.

***
—¡No le dispares! —gritó Gerardo, la voz le temblaba—. No le dispares, por
favor. ¡Está bien, tú mandas, las cosas se hacen a tu forma!
Hijo de puta me las vas a pagar… ¡lo juro por la memoria del Gordo!
Gerardo no olvidó la imagen de su amigo tirado en el piso, si fueron capaces de
volarle la cabeza al Gordo, no les costaría ningún esfuerzo dispararle a Isabel en una
pierna.
El mercenario le respondió con una sonrisa, como si acabara de leer sus
pensamientos. A un gesto de su mano, el gigante se detuvo.
—Entréganos a Manuel.
Gerardo comprendió que no había salida.
—Sígueme.
Apenas dio la espalda sintió el frío acero de un silenciador en su nuca.
Involuntariamente todo su cuerpo se estremeció. Supo que si aquel imbécil apretaba
el gatillo la bala le destrozaría la espina dorsal.
—Zombi, revísalo.
El pequeño hombre le hizo un rápido cacheo. En la cintura le encontró su
Makarov.
—Limpio —le dijo a su jefe mientras se guardaba la pistola.
—Ahora dime: ¿dónde diablos tienes a Manuel?
—¿Y ellas? —insistió.
—No pienso matarlas, a menos que no encuentre lo que vine a buscar —el líder

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se volteó hacia al resto del grupo y señaló a Ángel—. Tú, quédate y vigílalas, el resto
conmigo.
Antes de que Gerardo pudiera hacer otra pregunta, el Italiano le presionó la punta
del silenciador contra un cachete.
—Llévame con Manuel.

***

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Capítulo 101
Un giro inesperado

Día 7… 2:30 am

Caminaron durante varios minutos hasta llegar a un claro en medio de los manglares.
El grupo se detuvo. A solo treinta metros de ellos se advirtió una cabaña. Era de
madera y tenía un techo de láminas de cinc. Desde la distancia se podía apreciar el
deterioro y la falta de mantenimiento. Ni un solo rayo de luz salía de su interior.
—Y bien, ¿dónde está Manuel? —se impacientó Giovanni mientras se colocaba al
lado del capitán.
—Dentro de la casa.
—Avancemos entonces.
Giovanni observó cómo Gerardo se desplazó hacia un lado, “casi” de forma
casual…, de manera que todo el grupo quedó de frente a la casa.
¡Mierda! ¡Es una trampa!
—¡Al piso! —gritó Giovanni.
Lo siguiente que Giovanni alcanzó a ver, fue una secuencia de movimientos y
luces que se desarrollaron en menos de tres segundos.
Cuatro potentes reflectores se encendieron como de la nada alumbrando al grupo
desde todos los ángulos. A pesar de las incandescentes luces, Giovanni distinguió un
destello proveniente del interior de la casa, casi al instante se escuchó el sonido de un
disparo.
La bala impactó contra el pecho de Alex lanzándolo dos metros hacia atrás. El
gigante ruso cayó al piso como un enorme tronco que estremeció el suelo con su
caída.
Gerardo no perdió un segundo; sin dudas, sabía que aquello iba a pasar,
comprendió Giovanni al ver cómo el capitán giraba, atrapaba la mano de Aldrich y
golpeaba salvajemente con su codo el rostro del británico.
Aldrich no tuvo tiempo de reaccionar y solo recibía los golpes unos tras otros.
Giovanni rodó sobre su hombro y apuntó a Gerardo, pero no se atrevió a disparar
por temor a darle a su compañero. Esa duda momentánea, le otorgó al francotirador
que estaba dentro de la cabaña el tiempo suficiente para mover el cerrojo del fusil,
poner una segunda bala en la recámara y apretar el gatillo…
El plomo impactó contra el costillar de Giovanni como la patada de una mula, por
un instante se quedó sin respiración y tuvo que quedarse en el piso mientras buscaba
a gatas dónde cubrirse.
Solo cuando se recobró del intenso dolor, alcanzó a visualizar mejor la situación.
Lo primero que debía hacer era elaborar un plan de contraataque.

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Las luces… Lo primero es destruir las luces…
Cuando volvió a mirar a Aldrich, se percató de que ya estaba oculto tras unos
troncos. Gerardo había escapado hacia los manglares, sin dudas en dirección a los
autos; Duanys, que hasta el momento no se había movido del piso donde se acurrucó
tras escuchar el primer disparo, desapareció también tras Gerardo.
Alex se repuso del disparo, apoyó su rodilla y usando un árbol como escudo,
comenzó a devolver el fuego con su P90.
El gigante emplazó su subfusil en modo automático, el silenciador ayudó a
eclipsar el sonido de los disparos, y las ráfagas se escucharon como el aleteo de algún
gigantesco insecto.
Giovanni suspiró con alivio, pues de no haber llevado el chaleco, la bala lo habría
partido en dos. Un disparo así le habría licuado varios órganos, sin lugar a dudas.
—Que comience el show —dijo Giovanni a través del radiotransmisor que tenía
incorporado a su oreja. Con perfecta sincronización, los tres mercenarios dispararon
hacia los reflectores, creando una lluvia de chispas y fragmentos de vidrios para
quedar al instante sumergidos en una oscuridad absoluta. Con una reacción
automática se acomodaron sus dispositivos de visión nocturna. Una imagen verdosa,
pero perfecta de todo su entorno, apareció ante sus ojos—. Alex, ve tras el capitán,
elimínalos a todos.
Sin dejar de disparar, Alex se levantó y salió corriendo por donde Gerardo y
Duanys habían desaparecido unos segundos antes.
—Aldrich, despliégate por la derecha, yo voy por la izquierda.
Ambos mercenarios cruzaron fuego con sus subfusiles y avanzaron hacia la
cabaña.
Superado por las ráfagas de los P90, quien estuviera dentro de la casa no pudo
volver a disparar.

***
Gerardo corría como alma que se lleva el diablo por entre la maleza y los árboles
de aroma. En su desenfrenada carrera solo atinaba a guiarse por los continuos
relámpagos que anunciaban el comienzo de una poderosa tormenta. Constantemente
se caía o chocaba contra algo que no podía identificar; pero al instante se reponía del
impacto y volvía a la carrera, sin detenerse a chequear si se había cortado o roto algo.
Literalmente, estaba avanzando a tientas.
Solo unas horas antes, Manuel le explicó con detenimiento el camino que debía
tomar. Pero en ese entonces el anciano llevaba una linterna.
Ahora, rodeado por manglares y árboles espinosos todo le parecía igual. A su
espalda escuchó los pasos de alguien que lo venía siguiendo. En ese intervalo un
relámpago cruzó el cielo permitiéndole un segundo de claridad.
—Allí está —murmuró.

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Ese segundo de luz fue más que suficiente para reconocer el árbol que había
marcado con anterioridad.
Varios relámpagos más le permitieron llegar al lugar. Hasta ese momento no le
había pasado por la mente que la inminente tormenta lo ayudaría a encontrar la salida
de aquel laberinto de árboles.
Esos hijos de puta tienen gafas de visión nocturna y subfusiles con
silenciadores… maldijo Gerardo, tragó en seco a pesar de la humedad. La pelea no
era ni remotamente pareja.
Llegó al árbol y sacó una manta que permanecía oculta bajo sus raíces. Dentro
había una pistola Luger junto a un subfusil MP40. Las dos armas eran de las que
usaron los ejércitos nazis durante la Segunda Guerra Mundial; si lograba salir con
vida de aquella situación, Manuel tendría muchas cosas que explicarle.
De repente, a su espalda apareció Duanys como de la nada.
Gerardo se llevó el subfusil al hombro y le apuntó, y para su sorpresa, Duanys
solo le gritó:
—¡Corre! ¡Huye! Viene tras de mí…
Una ráfaga carente de sonido cortó por el medio a Duanys.
El sargento dio varios pasos más en dirección a Gerardo para luego caer
desplomado con la cara al suelo. Su espalda fue perforada por más de ocho agujeros
de bala, aun así, milagrosamente el sargento continuaba retorciéndose en el piso.
—¡Maricón hijo de puta! —le gritó Gerardo a quien hubiera disparado.
Salió de su escondite y descargó una ráfaga a las tinieblas. El subfusil, para su
asombro, era excesivamente ligero y su retroceso casi imperceptible. Nada que ver
con las AK-47 con las que estaba acostumbrado a disparar.
Sin detenerse a pensar en la estupidez que acababa de hacer —¡dispararle a un
mercenario que portaba gafas de visión nocturna y un subfusil con silenciador!—,
agarró a Duanys por el cuello de la camisa y lo arrastró hasta su escondite tras los
árboles.
Apenas lo hizo, una ráfaga de balas cruzó por encima de su cabeza obligándolo a
lanzarse al piso.
—Vete… —le dijo Duanys entre retortijones—. No puedes hacer nada por mí.
Gerardo estaba paralizado por el terror. Sin saber cómo, o quizás solo por puro
instinto para calmar sus nervios, levantó su metralleta por encima de su cabeza y
devolvió los disparos a la oscuridad.
Pero esta vez el subfusil le quedó prácticamente encima de su rostro. Sintió más
de cerca el estremecedor ruido. Una lengua de fuego salió por la punta del cañón
iluminándolo todo a su alrededor. Comparado con las balas de su enemigo que salían
invisibles desde cualquier parte, él tenía todas las de perder. Quedarse allí solo
causaría que lo localizaran usando los DVN.
Aquella pelea estaba perdida, reconoció Gerardo, si no hubiera sido por Duanys,
sin dudas lo habrían llenado de agujeros. Su cazador continuaba allí, agazapado en la

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oscuridad y con la ventaja de un maldito felino en sus ojos.
Irónicamente, Duanys le había salvado la vida… al menos por el momento.
—Vete —volvió a decirle Duanys—, salva a la Nena. Si llegan a dónde está
Isabel y…
Una tos repentina impidió al sargento terminar lo que iba a decir. A pesar de la
oscuridad, Gerardo vio el miedo reflejado en el rostro del sargento. Sabía a la
perfección que estaba muriéndose. Para confirmarlo, un vómito de sangre espumosa
salió por su boca. Acto seguido, los inconfundibles espasmos de la muerte hicieron
que el cuerpo del sargento comenzara a estremecerse.
Gerardo le sostuvo la mano contra su pecho.
—Sssshhh, ya, ya va pasando, tranquilo, tranquilo…
Duanys dejó caer su mano al piso. Gerardo comprendió que había muerto. En ese
momento un relámpago ramificado cruzó el cielo iluminándolo todo a su alrededor
por dos segundos. Gerardo vio a menos de diez metros una figura que levantaba un
arma hacia él.
Antes de que la luz desapareciera descargó todo el cargador hacia la sombra.
El gigante, a quien Gerardo identificó después, cayó al piso impactado por más de
seis disparos.
Gerardo miró por unos segundos el cuerpo inmóvil de Duanys, después le dio la
espalda y salió corriendo hacia los autos. Ni estando loco como una cabra iría a
confirmar si su cazador continuaba con vida. Para colmo de males, en ese instante la
tormenta estalló con toda su fuerza.
Al principio solo fueron gotas dispersas, bastante pesadas; después, como si
abrieran de repente un gran regadío, el agua se desbordó con mucho ímpetu sobre la
tierra.
Mientras corría por el lodo que ya iba formándose, alcanzó a identificar el
camino. Cambió el cargador sobre la marcha, lamentablemente solo había cogido dos
y ya había gastado uno.
—Maldita sea, si Manuel disponía de estas armas a lo mejor también tenía una
bazuca… ¡Por qué cojones no le pedí una bazuca!
Por fin salió a la carretera.
Tardó unos segundos en ubicarse debido a la fuerte lluvia. Los autos le quedaron
a la derecha, a unos veinte metros, un poco más lejos de lo que había calculado.
Corrió hacia ellos, preguntándose cuánto tardaría el gigante en aparecer. Con un
poco de suerte quizás le atravesó el cráneo con la ráfaga de disparos, pero Gerardo no
creía en la suerte. Y mucho menos si llevaba puesta un chaleco a prueba de misiles.
El chaleco antibalas, recordó Gerardo, el maldito chaleco sin dudas detuvo el
disparo de Manuel, esa era la única explicación para que el gigante hubiera podido
sobrevivir.
—¡Un paso más y te disparo! —gritó el sargento Ángel, que permanecía
escondido tras los autos.

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—Perfecto, solo esto me faltaba: una negociación.

***

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Capítulo 102
Cortinas de fuego

Día 7… 2:46 am

Las ráfagas de los dos subfusiles P90 impactaron contra la cabaña desmembrándola
en millones de astillas de madera. El techo de láminas de cinc se convirtió en pocos
segundos en un colador gigante.
Setenta disparos penetraron el casucho a 715 metros por segundos: ni siquiera los
tabiques resistieron…, y dejaron al descubierto el interior de la cabaña.
—¡Pero… ¿qué mierda es esto?! —exclamó Giovanni confuso.
Una sólida construcción de bloques y vigas de cemento apareció a la vista.
Ambos mercenarios se aturdieron durante unos pocos segundos. Comprendieron
tristemente que alguien se había tomado la molestia de camuflar la casa con paredes
exteriores de madera, mientras que el interior era una especie de búnker reforzado. A
pesar de que la cabaña no tenía más de diez metros cuadrados, parecía lo
suficientemente sólida como para resistir un ataque con fusiles de asalto.
Pero las sorpresas no acabaron allí.
Una parte de la pared se corrió dejando al descubierto una ranura rectangular
como las usadas en los bunkers de la Segunda Guerra Mundial.
Sin tiempo a reaccionar apenas, Giovanni vio asomarse el cañón de una
ametralladora de calibre pesado.
—¡Y justo cuando pensé que lo había visto todo!
Una Browning M2 estremeció la tierra.
Desde la ranura salió una lengua de fuego seguida por más de 400 balas calibre
50. Los proyectiles impactaron contra el suelo, los árboles y el cuerpo de ambos
mercenarios.
Las láminas de titanio y cerámica de los chalecos Dragon Skin, no solo
soportaron el impacto de los disparos, sino que desviaron la potencia hacia el resto de
las escamas, evitando lesiones demasiado graves. Aun así, uno de los proyectiles
atravesó el hombro de Giovanni en la zona que no estaba cubierta por el chaleco. Por
suerte la bala solo tocó los músculos del hombro y salió de igual manera dejando una
herida enorme pero no mortal.

***
—¡No seas imbécil! —gritó Gerardo—. Baja la maldita pistola.
Ángel pareció dudar.
—¿Dónde está Duanys?
—¡Lo acaban de matar! —en ese momento el sonido de una ráfaga de

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ametralladora de alto calibre estremeció la tierra—. ¿Quieres que nos maten a
nosotros también, idiota? Lo que necesitamos es marcharnos de aquí ahora mismo.
Ángel comprendió que no se trataba de una estratagema por parte de Gerardo para
rescatar a la mujer.
Por fin bajó la pistola.
Iba a decir algo…; pero en ese momento cuatro balas le explotaron el cráneo,
como un huevo que estalla cuando se lanza contra una pared. El impacto de las balas
también lo lanzó sobre el capó del Cadillac, cubriendo los parabrisas con trozos de
huesos, sesos y sangre.
Gerardo escuchó los gritos de Isabel en el interior del auto.
La lluvia comenzó a limpiar la sangre del cristal, pero el cuerpo continuaba sin
vida sobre el capó, inmóvil a excepción del pie izquierdo que no dejaba de
convulsionar. El espectáculo era aterrador, y paralizó cada músculo del cuerpo de
Gerardo.
Era el tercer hombre que veía morir en menos de veinticuatro horas.
Desde el otro lado de la carretera, el Oso levantó su rodilla del lodo, en donde se
había acomodado para no fallar el disparo, luego comenzó a andar con paso lento
hacia los dos autos.
Gerardo supo que solo tendría una oportunidad de escapar, y se obligó a
reaccionar. Corrió por el borde de la cuneta, pidiéndoles a todos sus santos que el Oso
no alcanzara a verlo desde el otro lado de la carretera.
Llegó al auto arrastrándose con las manos y las rodillas. Dentro pudo escuchar los
gritos de Isabel. Se asomó a la ventana lo suficiente para que Isabel lo reconociera…
Isabel quedó petrificada al verlo.
Gerardo comprendió de golpe que ya ella lo daba por muerto.
Le indicó que hiciera silencio. Después se asomó lo suficiente como para
localizar al Oso. El mercenario se detuvo frente al segundo auto, confirmó que estaba
vacío, recargó su arma y avanzó hacia el primero.
Era ahora o nunca.
Gerardo abrió la puerta, tiró su subfusil adentro y después se coló tan rápido
como pudo.
—¡Cúbrete bajo los asientos! —le gritó a Isabel.
Cuando fue a encender el auto, descubrió con horror que la llave no estaba allí.
—¡Esto no me puede estar pasando justo ahora! ¡Se supone que estas mierdas
solo pasan en las películas!
El Oso estaba a menos de quince metros del auto. Se acercaba muy lentamente,
con esfuerzo…, así que después de todo, su ráfaga a ciegas sí que tuvo alguna bala
cargada de suerte. Si el mercenario aún no había acribillado el auto, es porque la
lluvia le impedía visualizar bien lo que estaba pasando dentro.
Gerardo se bajó a toda prisa y arrastró el cuerpo de Ángel hacia el piso. Esta vez
no le quedaron dudas de que su enemigo vio cómo arrastraba el cuerpo. Desesperado

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buscó en los bolsillos del sargento la maldita llave.
Revisó los bolsillos de la camisa y los del pantalón.
Nada de nada…
Viró el cuerpo y buscó en los bolsillos de atrás.
¡Eureka!
Apretó las llaves en su puño y miró cuidadosamente por encima del capó. En ese
momento el mercenario se llevó el subfusil al hombro y le lanzó una ráfaga.
Las balas hicieron volar por los aires la ventana del asiento del pasajero y una
lluvia de fragmentos de cristal cayó sobre Gerardo. Este no perdió un instante. A
rastras se volvió a meter dentro del auto y prendió el motor.
Hizo un rápido cambio de velocidades, poniendo al Lada en retroceso y pisó el
pedal del acelerador a fondo. El motor rugió y el Cadillac salió disparado hacia atrás.
Con la fuerza del impulso, Gerardo dobló el timón todo lo que pudo. El chirrido de
las gomas sobre el fango le hizo contener la respiración por temor a que quedara
atascado; había puesto el Cadillac en un ángulo tan cerrado que por puro milagro
quedó de frente a la carretera.
Gerardo no pudo creer en su buena suerte.
Cambió a la directa, el auto volvió a rugir, sus gomas se fijaron al suelo y salió
como un misil hacia adelante. Hizo todo el proceso sin mirar siquiera, así que no
identificó bien la ruta de escape. Con tal de que el auto se alejara de allí lo más pronto
posible no le importaba si iba a parar al pueblo de Ñones o al de Tres Caminos.
Al sentarse sobre el asiento y pisar el acelerador a fondo, el auto patinó en el
lodazal durante una eternidad.
—¡Vamos, vamos, vamos…!
Por fin los neumáticos volvieron a asentarse. El auto salió a toda velocidad, por
segunda vez, solo para avanzar unos treinta metros… Tres balas impactaron en el
neumático derecho haciendo que perdiera todo el control y la fuerza de la inercia lo
lanzara contra una zanja.

***
Tanto Giovanni como Aldrich quedaron aturdidos por los disparos y
comprendieron al instante que un ataque frontal no les serviría de nada.
Habría que cambiar de táctica.
Una ráfaga constante de proyectiles pasaba a pocos centímetros de sus cabezas.
Giovanni sintió cómo la tierra se estremecía bajo sus pies por las vibraciones de la
ametralladora. Por suerte, la lluvia y la descarga de truenos camuflaban un poco los
ecos de tal escándalo. Eso evitaría que la guardia costera mandara alguna comitiva
hacia la zona para investigar.
Giovanni buscó en su cinturón dos granadas explosivas cargadas con gas
pimienta. Le quitó las espoletas y las lanzó contra la casa. Apenas tocaron el suelo las

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granadas estallaron a la vez.
Una enorme nube de gas se expandió en cuestión de segundos.
Las ráfagas de la ametralladora cesaron al instante. Giovanni sonrió imaginándose
cómo estaría de aturdido el imbécil que les disparó desde el interior de la casa.
Cuando el pimiento entrara en su sistema respiratorio, las convulsiones le impedirían
cualquier defensa.
Acto seguido, Giovanni imitó a Aldrich, que ya se había puesto su microscópica
máscara de gas.
—Avancemos —ordenó Giovanni.
Con los subfusiles al hombro se anticiparon hacia la puerta de la casa. A solo
cinco metros de distancia Aldrich se detuvo.
¿Y ahora qué?
—Mina…
La simple y única palabra que salió de la boca de Aldrich hizo que Giovanni se
detuviera al instante, a la vez que un escalofrío recorría su espinazo.
De forma inconsciente miró hacia el piso y luego hacia su compañero.
Aldrich se agachó suavemente y se quedó con una rodilla flexionada, mientras
que con las manos quitaba la tierra enfangada de alrededor de la mina. Bajo su pie
apareció la forma metálica e inconfundible de una mina antipersonal.
Giovanni apuntó hacia la puerta de la casa por si el atacante intentaba salir.
—¿Qué tan mala es la situación?
Prosiguió el silencio.
A través de su visión periférica, Giovanni vio cómo Aldrich comenzaba a
desmantelar el dispositivo que había bajo su pie.
—¿Y entonces?
—No me lo vas a creer —gruñó molesto Aldrich a través del radiotransmisor—:
estoy atrapado encima de una maldita mina antipersonal de la Segunda Guerra
Mundial.
—¡Mierda! ¿Cuánto tardarás en desactivarla?
—A lo máximo, unos cinco…
La puerta de la cabaña se abrió.
Giovanni quedó paralizado al ver una silueta que reconoció al instante. Era
Heldrich.
El Shadowboy llevaba puesta una enorme máscara antigás de la cual colgaba un
filtro que caía sobre su pecho. En sus manos sostenía una barra de metal conectada
por un cable a una mochila… ¿una mochila? No… Es un tanque de… ¡Mierda, es un
maldito tanque…!
Giovanni salió corriendo hacia un lado justo a tiempo para ver la expresión de
miedo en el rostro de Aldrich. Ambos mercenarios reconocieron lo que el anciano
llevaba a su espalda: un viejo Flammenwerfer 35 (un lanzallamas alemán, de los
artilugios más terroríficos en batalla durante esos años de la guerra).

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Heldrich presionó el gatillo.
Una bola de fuego salió disparada contra Aldrich. Antes de que las llamas lo
alcanzaran, el mercenario levantó el pie… Nada pasó.
La mina estaba desactivada, era solo un señuelo.
Una lluvia de líquido flameante cubrió el cuerpo del británico, y lo calcinó casi al
instante. Se convirtió en una antorcha humana que salió corriendo sin rumbo alguno y
lanzando los gritos más horrorosos que el propio Giovanni jamás hubiera escuchado.
El Alfa corrió hacia la protección de los manglares, seguido a corta distancia por
una cortina de fuego que se extendió a más de 20 metros de distancia.
Desde la puerta de la casa, cubierto por las paredes, el anciano continuó lanzando
chorros de fuego hacia el lugar donde se había ocultado Giovanni, quien escuchaba
impotente los gritos de su amigo sin poder hacer nada para evitarlo. Ni tan siquiera
pudo darle un tiro de gracia, porque las llamas se lo impidieron.

***

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Capítulo 103
Instinto de protección

Día 7… 2:48 am

Gerardo se tocó la ceja derecha. Estaba hinchada y pegajosa.


—Ah, maldita sea —gruñó—. ¿Están bien?
Desde el asiento trasero Isabel lanzó un grito.
—¡Gerardo, ya viene! ¡Viene hacia acá!
¿Quién cojones viene?
Gerardo aún seguía aturdido por el impacto que sufrió el Cadillac contra la
cuneta, y con el creciente dolor de cabeza que le punzaba a intervalos. Pero cuando
Isabel gritó por segunda vez, comprendió que estaban a punto de morir. Con el auto
inmovilizado, el mercenario que los perseguía se tomó el tiempo de acomodarse para
efectuar los disparos de gracia.
Gerardo tuvo que actuar a toda prisa.
El Cadillac había quedado de lado contra la cuneta. Salir por la puerta del chofer
era un suicidio, ya que el mercenario estaba a solo unos metros de ellos. Sin embargo,
el parabrisas estaba hecho añicos, se sostenía simplemente por los costados.
Gerardo le dio una patada y lo desprendió. Por suerte solo las ventanas de los
lados se hicieron astillas, el parabrisas continuaba en una pieza por puro milagro.
Pasó por encima de los cristales sintiendo cómo pequeños trozos de vidrio se
encajaban en sus codos.
—Apúrate, dame a la Nena —le ordenó a Isabel. Esta no perdió tiempo y con las
pocas fuerzas que le quedaban empujó a su hija—. Bien, la tengo, ahora tú.
Gerardo atrapó a la Nena por el cabello y sus caderas y la deslizó suavemente por
el capó del Cadillac. Depositó a la niña en la húmeda hierba y regresó por su madre.
En el momento en que ayudaba a Isabel a salir, una ráfaga impactó contra el
costado del auto. Isabel gritó y cayó sobre Gerardo. Este no la pudo sostener y ambos
rodaron por el piso.
La carrocería de hierro soportó milagrosamente los impactos, sirviéndoles como
una especie de chaleco a gran escala. Las balas no pudieron atravesarlo de lado a
lado, y esto le dio a Gerardo unos segundos para organizarse.
El Oso se detuvo para cambiar el cargador.
Gerardo actuó automáticamente, sin detenerse un segundo a reflexionar. Se
arrastró con tanta rapidez como una rata y volvió a entrar al auto por el agujero del
parabrisas. Desesperado buscó a ciegas el subfusil.
Cuando localizó el MP40, la rabia le hizo morderse los labios para no lanzar un
grito de impotencia.

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El subfusil se había incrustado contra el asiento delantero y la puerta de tal
manera que parecía una parte de la carrocería. Sin perder las esperanzas, hizo dos
intentos por liberar el arma, pero desde el primer empujón supo que no le sería
posible… entonces sacó la Luger que tenía en el cinturón.
Isabel lo vio dentro del auto y le señaló que el mercenario estaba del otro lado.
Quédate aquí, no te muevas, le indicó por señas.
El Oso dio la vuelta y quedó frente a Isabel.
No lo vio venir; pero al visualizar la enorme sombra ante ella lanzó un grito
estridente, y el gigante se sobrecogió, aturdido por unos segundos. Debió pensar que
estaban heridos o muertos. Gerardo aprovechó el segundo que tardó en reaccionar su
enemigo para descargarle todo el cargador en el pecho.
Ocho balas de 9mm impactaron contra el chaleco del ruso; por desgracia, ninguna
en un punto vital.
Gerardo aprendió de la peor manera que dispararle a una persona bajo la lluvia, a
menos de cinco metros de distancia y tratar de darle en la cabeza, no era tan fácil
como ocurría en el cine. Sin embargo, uno de los disparos le dio en un bíceps al Oso
y este dejó caer el P90, pero reaccionó al instante y se llevó la otra mano a su muslo,
donde tenía la funda de su pistola.
Gerardo se lanzó sobre el ruso impidiéndole que sacara el arma.
Ambos guerreros se abrazaron y cayeron al piso.

***
La reacción del Oso fue tan rápida como efectiva.
Por unos segundos ambos rodaron por el lodo; pero Gerardo, mucho más rápido,
logró atraparle la espalda al gigante, quien haciendo un alarde de sus poderosos
músculos, con un simple giro de caderas y una palanca con el brazo salió de su
posición de peligro.
Sin embargo, para cuando el ruso se volvió a llevar la mano a la funda, descubrió
que su pistola había desaparecido.
Desde un principio el ataque de Gerardo fue dirigido al cuello del gigante, pero al
comprender que no tendría éxito intentó robarle su propia arma. Por desgracia, el ruso
logró quitárselo de encima y la pistola se le cayó de la mano al capitán, perdiéndose
en la oscuridad de la noche.
Que el Oso hubiera perdido su pistola no significaba que con las manos no
pudiera matar a Gerardo. Este recordó la facilidad con que el gigante lo sometió en la
casa del Gordo. Aunque esta vez la pelea iba a ser un poco más pareja.
Para bien o para mal, la lluvia comenzó a caer con más fuerza sobre sus rostros,
impidiéndoles a ambos tener una visión muy clara del oponente, a pesar de que casi
estaban uno frente al otro.
Los dos hombres caminaron despacio, estudiado sus movimientos y cada uno

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evaluando a su contrincante, ninguno se atrevió a dar el primer paso. Como si
estuvieran en un ring del UFC, las luces del Cadillac —que milagrosamente aún
permanecían encendidas— creaban un círculo perfecto para desarrollar el combate.
Gerardo experimentó unas náuseas terribles, y supo al instante que se debían al
miedo. Tenía demasiados factores en contra para salir victorioso de aquella batalla.
Para colmo de males, comenzó a notar el aumento del lodo que se iba pegando a sus
zapatos, triplicándoles el peso.
Intentó calmarse, recordando los consejos de su viejo profesor de judo, la
respiración es el factor más importante en una pelea… controla la respiración… Su
adversario caminaba cojeando de su pierna izquierda, también una bala le atravesó el
bíceps del brazo derecho; la única oportunidad que Gerardo pudo visualizar, fue que
de alguna manera pudiera atraparle la mano herida al Oso, lo cual no iba a ser muy
fácil.
Desde la academia militar le enseñaron que en un enfrentamiento lo primero era
buscar las ventajas del enemigo, qué lo hacía fuerte, y esa misma ventaja sería
también su punto débil.
El mercenario apodado el Oso, debía rondar las doscientas diez libras, en las
cuales no había un solo gramo de grasa. Gerardo pesaba ciento ochenta; por lo tanto,
intentar técnicas de levantamiento y proyección serían muy difíciles —eso sin
agregar las pésimas condiciones del terreno—, si su cuerpo quedaba agotado en los
primeros segundos de la pelea, su reserva de oxígeno no sería suficiente para mover
sus músculos con la rapidez que necesitaba, y el simple peso de su enemigo lo
vencería.
También estaba el problema del uniforme: el mercenario llevaba puesto un
chaleco antibalas que le servía como coraza, rodilleras y coderas protegían sus
articulaciones…
¿Cómo diablos voy a vencer a un monstruo así?, consideró Gerardo sin dejar de
buscarle un punto débil a su enemigo.
Por fin el Oso se detuvo.
—Me llamo Alex —dijo en perfecto español, pero con un acento ruso
inconfundible.
—Gerardo.
Dichos los nombres, el ruso avanzó con todas las intenciones de aplastarle el
cráneo. Gerardo esquivó el primer puñetazo y se lanzó hacia la pierna sana de su
enemigo, la agarró, la sujetó contra su pecho y cruzó su tobillo por dentro de la pierna
herida que sostenía todo el peso del Oso.
El gigante se vino abajo.
Gerardo apenas podía respirar por el esfuerzo de hacer una palanca con el pie
para derribar a su contrincante, ya que por un instante tuvo que soportar todo el peso
sobre su espalda.
Una vez que cayeron al fangal en que se había convertido el terreno, Gerardo

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supo que contaba con solo unos segundos para actuar. Con la rapidez de un felino,
pasó su mano derecha por debajo del hombro del Oso, cruzó sus piernas en posición
inversa, y torció el codo de su enemigo con su otra mano. Después, sin detenerse,
agarró su propio bíceps con la mano que había pasado por debajo del hombro…
Kimura…, murmuró con los dientes apretados por el esfuerzo y la rabia.
La técnica le salió a la perfección, por mucha fuerza que el Oso pudiera tener, no
podría escaparse. Tras un segundo de respiro, Gerardo procedió a dislocarle el brazo.
La Kimura, una de las técnicas más comunes usadas por los practicantes de jiu-
jitsu, es una combinación de palanca y técnica. En manos de un experto puede dejar
fuera de combate a un enemigo superior en todos los aspectos… incluyendo a un
miembro de un comando elite.
El Oso lanzó un grito de impotencia e intentó liberarse del agarre, pero el fango y
la lluvia se combinaron para servirle a Gerardo como un aceite para la piel, así que la
única mano que le quedaba libre al gigante se le resbalaba constantemente. Con esa
ventaja, Gerardo mejoró su posición, y con un rápido movimiento giró el brazo del
gigante hasta sentir cómo los ligamentos del codo se le iban desprendiendo.
Gerardo, con cierto regocijo, sintió el sonido del hueso dislocado.
Alex se retorció de dolor, momento que Gerardo aprovechó para agarrarle la otra
mano. Si lograba hacerle otra Kimura, su enemigo estaría acabado.
Gerardo hizo un cambio de posición, atrapó la otra mano; pero Alex se movió
protegiendo su brazo contra el pecho; Gerardo no se turbó e hizo un segundo cambio,
aplicó una palanca con las piernas utilizando su pelvis como resorte, su intención era
por lo menos desarticularle el codo, con la misma técnica que venció a Ángel, un Juji
Gatame.
Alex adivinó la técnica, dejó que Gerardo hiciera su palanca y terminara de
acomodarse, mientras tanto él afincó sus piernas en el lodo; después, para sorpresa de
Gerardo, con un rápido movimiento se levantó del piso llevándose consigo el cuerpo
del capitán.
Demasiado tarde Gerardo comprendió que el impacto sería inminente. No podía
creer que el gigante, con un brazo desarticulado, tuviera tanta fuerza como para
levantarlo de esa manera.
Alex lo elevó a casi dos metros del suelo para luego dejarlo caer, aplicando a la
fuerza de la caída la de su propio peso. El impacto lo estremeció. El lodo amortiguó
un poco el golpe, pero aun así no fue suficiente. Gerardo sintió como si un caballo
acabara de patearlo en la espalda. Toda la fuerza escapó de sus músculos junto con el
aire de sus pulmones.
Lo próximo que vio fue el puño de Alex elevarse…
Maldición, es el fin…

***

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Ahora o nunca…, se dijo a sí misma.
Isabel supo desde el primer intercambio de golpes que Gerardo no era adversario
para aquel monstruo hecho de esteroides.
Tras ver cómo levantó el cuerpo de Gerardo por encima de su cabeza, y lo lanzó
contra el piso como si fuera una almohada de plumas, comprendió que lo próximo
sería machucarle el cráneo a puñetazos.
Ella no lo iba a permitir.
Sin pensarlo dos veces tomó una enorme roca del piso y corrió hacia la pelea.

***
El puño impactó justo al lado del rostro de Gerardo.
—¡Ah…! —gritó Alex.
La roca con que Isabel lo golpeó le aplastó la oreja, obligando al mercenario a
desviar el puñetazo. Alex se levantó de encima de Gerardo y le dio la espalda para
ver quién diablos lo había golpeado. Al ver a Isabel no pudo evitar lanzar una
carcajada ronca. Se llevó la mano a la oreja para comprender con disgusto que apenas
le quedaban sanos algunos cartílagos.
Alex murmuró alguna maldición en ruso.
Después quedó sorprendido por segunda vez al ver cómo la chica volvía a la
carga. Sonrió con disgusto y miró con rabia a Isabel.
Esta vez el gigante paró el golpe sosteniéndole la muñeca, luego se la torció con
un simple gesto. Gerardo pudo escuchar claramente el crujir del hueso. Isabel lanzó
un grito de dolor mientras caía impotente de rodillas. El grito de la joven hizo que
Gerardo reaccionara.
Este se levantó como pudo y saltó en un ataque desesperado sobre la espalda del
gigante.
No tenía bien claro lo que iba a hacer, pero era su última oportunidad.
Rápidamente cruzó sus piernas sobre las caderas de Alex, para luego asegurarlas
entrelazando su tobillo por dentro de su rodilla. Lo siguiente era atraparle el cuello
con una técnica de Mata León, pero Alex no se lo permitió, simplemente bajó el
cuello y se cubrió la cabeza con su única mano. Así, detuvo cualquier intento de
estrangulamiento por parte de Gerardo.
Desesperado, Gerardo liberó su instinto de supervivencia, y más aún en tales
circunstancias…: estaba en juego la protección de su familia.

***
Aquel monstruo ayudó a matar a su mejor amigo, ahora no solo quería matarlo a
él, sino a Isabel y a su hija… Sin detenerse a pensar lo que estaba haciendo,
completamente cegado por la rabia, mordió la oreja ensangrentada de Alex.
El Oso lanzó un grito al sentir cómo le arrancaban la oreja de una mordida.

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Levantó el cuello y con su único brazo intentó liberarse de su adversario caníbal.
Con el sabor de la sangre en la boca, Gerardo escupió el trozo de oreja y aseguró
el cuello de Alex. Luego curvó su espalda como un acordeón obligando al gigante a
caerse por el aumento de peso. Soltó el aire sus pulmones durante la caída: no quería
volver a quedarse sin sentido, ni hacerse daño en sus órganos internos.
Gerardo lanzó un gritó que opacó el estruendo de un trueno a pocos kilómetros.
—¡Ahhhhh! —gritó al tomar conciencia de lo que estaba a punto de hacer.
Gerardo experimentó unas terribles convulsiones que recorrieron cada centímetro
de su cuerpo. Sus glándulas suprarrenales le originaron suficiente adrenalina en
milésimas de segundos y aumentaron desproporcionadamente su frecuencia cardíaca,
dilataron su sistema respiratorio y enviaron suficiente oxígeno a sus músculos como
para hacerlo capaz de levantar un auto. Su cerebro dejó de pensar, más bien sus
pensamientos iban coordinados por sus instintos de protección y supervivencia.
Al cruzar su brazo por debajo del cuello del gigante y cerrar la llave de
estrangulación apoyándose en su bíceps, en vez de comenzar la estrangulación,
cambió de táctica.
Como un tigre que busca el cuello de su presa, de igual manera Gerardo clavó sus
dientes en el cuello de Alex. Este, horrorizado por las intenciones de su adversario,
intentó desesperadamente quitárselo de su espalda. Lanzándole puñetazos y todo lo
que encontraba a su alrededor.
De la primera mordida Gerardo desgarró la piel, con la segunda arrancó un trozo
de músculo del cuello. Su objetivo era la yugular. Alex se llevó una mano a su
cinturón y desenvainó un pequeño cuchillo táctico de doble filo, pero apenas logró
sacarlo de la vaina cuando sintió el peso de Isabel sentada sobre su pecho. La joven
no dejó de gritar ni un instante, mezcla de dolor y furia. Con sus manos y piernas
sostuvo la muñeca de Alex.
Gerardo siguió mordiendo y escupiendo trozos de carne, hasta sentir un chorro
tibio de sangre que estalló en su boca y su cara.
El cuerpo de Alex empezó a convulsionar y de su cuello manaba a intervalos un
fino pero potente chorro de sangre que salpicaba a más de un metro de distancia.
Gerardo gritó triunfante. Un segundo después se echó a llorar.
Jamás se lo confesaría a nadie, fue su primer pensamiento y acto seguido se lo
juró a sí mismo. Nadie jamás podría saber el éxtasis que recorrió su cuerpo en ese
instante. Era la mejor sensación que había experimentado en su vida.
Entonces tuvo miedo, mucho miedo por ese sentimiento, mezcla de adrenalina y
poder que recorría cada milímetro de su cuerpo. Acababa de arrebatarle la vida a una
persona… y se sentía bien.

***

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Capítulo 104
Una retirada a tiempo

Día 7… 2:49 am

En la primera oportunidad que tuvo levantó la cabeza desde su escondite. Las gafas
de visión nocturna habían perdido su propósito ya que todo a su alrededor era una
gigantesca cortina de fuego.
—¡¿Pero qué mierda pasó?! —Giovanni maldijo entre dientes. Sin perder de vista
la cabaña cambió el cargador de su P90.
La lluvia impedía que el fuego se expandiera a más velocidad, aun así el
espectáculo era aterrador. Desde la protección de la cabaña, el anciano continuaba
lanzando chorros de líquido flameante. Las llamas en ocasiones superaban los 20
metros de distancia. Acercarse era una locura, y Giovanni no pensaba terminar el día
como un pollo al horno.
Frente a la cabaña permanecía el cuerpo calcinado de Aldrich, el británico tenía
sus extremidades en posiciones grotescas, como si hubieran retorcido su cuerpo de las
maneras más caprichosas.
Giovanni comprendió que le sería imposible capturar al anciano, a menos que le
metiera un disparo en el cráneo, y eso significaba firmar él mismo su propia
sentencia. El contrato por la captura del viejo espía fue bien claro: pasara lo que
pasara, debían entregarlo vivo.
Tuvo que aceptarlo: la pelea estaba terminada, y él fue derrotado. Ahora lo más
importante era salir de allí con vida.
—Oso…, aquí Alfa… ¿Oso, me copias?
Giovanni tuvo un mal presentimiento al escuchar solo la estática del
radiotransmisor por toda respuesta.
Suavemente, sin levantar la cabeza, se fue arrastrando hacia atrás hasta quedar
fuera del alcance de las llamas. Cuando creyó estar a una distancia prudente, se
incorporó y salió corriendo en dirección a los dos autos.
Una vez que penetró entre los matojos de marabú y algún que otro manglar, la
oscuridad lo rodeó por completo. Fue entonces cuando se decidió a utilizar
nuevamente las gafas de visión nocturna.

***
La marcha la hizo con el subfusil al hombro, pues la lluvia mojaba los lentes
impidiendo visualizar bien las sombras que se ocultaban a la vuelta de cada esquina.
Los relámpagos tampoco le ayudaban mucho, porque delataban su posición
constantemente.

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En el camino se encontró el cuerpo acribillado de Duanys. Era una buena noticia;
pero recordó los disparos que había escuchado momentos antes…, algún nuevo
jugador había entrado en la partido, y por lo visto muy bien armado. Cuando llegó a
la carretera, por mucho que intentó aclararse la vista —pensó incluso que sus gafas de
visión nocturna lo engañaban— no pudo creer lo que veía.
El capitán Gerardo abrazaba a la joven, a sus pies estaba el cuerpo sin vida de
Alex.
¿Cómo diablos un simple capitán pudo matar al mejor hombre de mi comando?
Desde las sombras nadie podía verlo y sintió cómo la rabia y el instinto de
venganza iban llenando cada poro de su cuerpo. Sus mandíbulas se contrajeron
cuando levantó su H&K y apuntó a la cabeza de la chica. Ella sería la primera en
morir, así Gerardo sufriría antes de recibir él mismo un disparo…
—Black Bird a Alfa, ¿me copias? —Giovanni dejó escapar un suspiro de
frustración.
Lentamente bajó la pistola, después sonrió para sí mismo y le guiñó un ojo a
Gerardo. No ganaba nada con dispararle a la joven pareja, al menos ya no; a fin de
cuentas, ya no representaban ninguna amenaza que pudiera evitar. Había demasiados
muertos… Era vano cualquier intento para borrar tantas pistas.
—Aquí Alfa, copiado.
—Estaremos en la costa dentro de veinte minutos, cambio.
—Afirmativo.
Giovanni guardó su pistola.
Tenía un largo camino que recorrer y el hombro le dolía un montón.
Revisó su reloj y puso en su GPS las coordenadas de extracción que acababan de
enviarle.

***
John Kruger continuó sentado en su sillón. Su mente había entrado en un trance
de absoluta relajación. Ahora todo dependía de la llamada del Alfa.
Envió a Kelly a su casa, la chica se había portado como una verdadera
compañera, no solo por ser su secretaria y amante.
Una hora antes él mismo se preparó una enorme taza de café, ya el té no era
suficiente. Aunque de seguir a ese ritmo, era muy posible que se bebiera dos jarras
más antes de la llamada del Alfa.
Para efectuar la extracción sin contratiempos —no debido a las lanchas
guardacostas cubanas, sino a causa de los drones americanos que patrullaban
constantemente el estrecho de la Florida y el Golfo de México— Kruger tuvo que
acudir a todos sus recursos.
Lo primero fue llamar a uno de sus antiguos colaboradores de la CIA, quien le
facilitó el horario de vuelos de los drones. Basado en esos minutos preciados en que

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los americanos quedarían a ciegas, se debía de llevar a cabo la extracción.

***
A solo diez millas de la costa cubana, una lancha patrullera clase Skjold
(equipada con un radar 3D Thales MRR NG, con un alcance de 180 km, y dos
lanzadores cuadrúpedos con misiles antibuque), se detuvo entre dos cayos.
En su cubierta comenzó una carrera contra reloj.
Tres soldados armados con micro Uzis se montaron en un Zodiac FC-420 y
salieron a toda velocidad hacia la costa. El potente motor Mercury hizo rugir sus 300
caballos de fuerza, impulsando a la pequeña lancha de goma como un torpedo marino
sobre las olas.
La lancha llegó en solo minutos a la costa, donde tuvieron que esperar
camuflados entre los mangles hasta la llegada del comando.

***
Giovanni montó en el Zodiac.
—Alfa, ¿y el resto del grupo? —preguntó quién parecía ser el jefe de la
expedición.
—Olvídalos, necesito urgentemente un teléfono satelital.
—Alto y claro, señor.
Con la misma rapidez con que llegó la lancha, desapareció en la oscuridad del
mar.

***

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Capítulo 105
Sin opción

Día 7… 3:20 am

Gerardo perdió completamente la noción del tiempo. La lluvia persistía, cayendo


sobre su rostro y los relámpagos no dejaban de rajar el cielo; por mucho que hubiera
querido no podía mover un solo músculo: su cuerpo le pesaba toneladas.
A pesar del agotamiento físico, lo que más le molestaba era la persistencia del
sabor de la sangre de Alex en su boca.
—Ya pasó, ya pasó —le escuchó decir a Isabel. Por mucho que intentó concentrar
todos sus sentidos no pudo determinar si ella se encontraba a un kilómetro de
distancia, o a unos centímetros de su oreja—. ¡Por favor! Levántate… Por favor… ya
pasó todo…
La voz de la joven una vez más lo obligó a reaccionar.
—No, aún estamos en peligro —incluso él mismo se sorprendió de que todavía
fuera capaz de coordinar palabras lógicas—. Tenemos que salir de aquí lo antes
posible.
Isabel lo ayudó a incorporarse.
Le dolía cada centímetro de su cuerpo. Sobre todo la espalda y el lado derecho. Al
tocarse sintió una terrible punzada. Debía de tener al menos tres costillas fracturadas.
No sin mucho esfuerzo, Isabel logró por fin que se pusiera completamente en pie.
Cuando ambos miraron hacia adelante retrocedieron ante una sombra que se
aproximaba a ellos.
Isabel gimió de miedo y se ocultó tras su espalda.
Gerardo reconoció al instante a Manuel.
—Está bien —le anunció a Isabel—, es un amigo.
El mismo Gerardo no quedó muy convencido de su respuesta al ver que el
anciano avanzaba hacia ellos portando una pistola en su mano derecha. Era una Luger
con silenciador. La inexpresividad de Manuel se había transformado en una máscara,
en un rostro de póker. Sus ojos eran dos trozos de hielo, y fue el vacío de aquella
mirada lo que puso los pelos de punta al capitán.
Gerardo miró con disimulo a su alrededor, buscando algo con que defenderse si
fuera preciso; pero no encontró nada. Cuando sus pupilas se encontraron por fin,
aquel vacío le recordó a Gerardo el atisbo de un asesino psicópata al acecho de sus
víctimas. No requería ser un experto en lenguaje corporal para comprender que el
anciano atravesaba por un momento de dudas.
Isabel instintivamente se volvió a esconder tras la espalda de Gerardo.
Y fue ante aquella reacción de horror hacia su persona, que Manuel reaccionó

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finalmente.
—Yo no soy el enemigo —dijo con tranquilidad.
La lluvia comenzaba a ceder.
—Si quieren sobrevivir para morir de viejos uno junto al otro, cosa que dudo
después de los acontecimientos de hoy, mi consejo es que hagan con precisión lo que
yo les diga, esa será la única posibilidad que tendrán —el anciano hizo una pausa
para mirar el cuerpo desangrado de Alex—. Ya no luchas por ti, recuerda eso
muchacho: ahora tienes una familia que proteger… al igual que yo.
Manuel aguardó por la respuesta de Gerardo.
Este sabía que estaban metidos en la mierda hasta el cuello. Acceder significaba
contar con la ayuda de un experto. Y dados los últimos acontecimientos, Manuel
debía de ser un maldito asesino profesional de las grandes y putas ligas.
Si no, ¿cómo diablos fue capaz de deshacerse de tantos mercenarios?
—¿Qué hay que hacer?
Manuel sonrió con satisfacción ante la respuesta.
—Por el momento deshacernos de toda la evidencia.

***
Usando una cadena que encontraron en uno de los maleteros, lograron sacar de la
zanja el auto que perdió el control. Luego, de igual manera, lo arrastraron hacia el
centro de los manglares.
Manuel le explicó a Gerardo que él mismo se iría deshaciendo de los dos autos.
Iba a ser bien simple: les arrancaría los trozos y los repartiría por los canales y los
manglares. En menos de una semana no iba a quedar una sola pieza para atar un cabo.
Obraría de igual manera con los cadáveres.
Aquello instigó a Gerardo a pensar en cuántos cuerpos más descansarían
escondidos bajo las raíces de los mangles.
Por su parte, Isabel debía regresar a su casa, donde aparentaría que recibió una
paliza de su marido —que no era la primera, pero sí la última—, y que este se marchó
después seguido por sus tres oficiales.
Del cuerpo del Gordo, Manuel también se haría cargo. Gerardo no quiso ni
indagar sobre qué haría con él.
A medida que se fueron organizando, Gerardo asumió que estaban jugando con
sangre y miles de años de prisión. Pero ya no había nada que pudiera hacer.
Realmente no pudo nunca hacerse a la idea de cuán peligrosa era la situación en la
que se encontraban.
De momento, lo mejor era seguir todos los consejos de Manuel y dejarlo que
tomara las riendas de la situación. Más tarde aclararía sus dudas.

***

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El teléfono sonó al fin.
John se sobresaltó al ver que se trataba de la llamada que tanto esperó.
—Adelante —respondió ansioso—. ¿Lo tienen?
—Negativo.
Por un instante, Kruger tuvo la sensación de que acababan de golpearle el cráneo
con un martillo. Toda la oficina comenzó a encogerse sin que él pudiera evitarlo, un
efecto visual que solo creía posible en las películas. Intentó calmarse antes de entrar
en pánico. No era la primera misión que salía mal…, aunque jamás había tenido una
misión de esa envergadura.
—¿Qué sucedió?
—Todo fue una maldita trampa desde el principio —la voz a través del teléfono
estaba cargada de reproche, pero era la ira que destilaba el Italiano lo que obligó a
Kruger a ponerse en guardia—. Nos estaba esperando. Jamás tuvimos una
oportunidad, era como si supiera cada uno de nuestros pasos antes de darlos.
—¡No puede ser! —exclamó incrédulo. Sin percatarse comenzó a dar zancadas
por toda la oficina—. ¿Y el apoyo que iban a recibir de…?
—Muertos, los mató a todos. ¡Fue una maldita carnicería!
John Kruger dejó caer su pesado cuerpo sobre el fino sofá de cuero italiano.
Todo se había ido a la mierda. Intentó buscarle una lógica a lo ocurrido, pero ya
sabía todas las respuestas: cuando el barco se hunde todas las ratas saltan por la
borda.
Era tiempo de saltar.
—Ok, muy bien. Vamos a ir aclarando todo poco a poco. En cuanto llegues
necesito que redactes un informe de inmediato, hasta con los mínimos detalles…
—John… ¡vete a la mierda! —Kruger no se sorprendió con la respuesta. Eso solo
significaba una cosa: Giovanni ya sabía que todo era parte de un montaje—. Desde
que subí al maldito avión ya mi cabeza tenía un precio. Se suponía que debía regresar
con todo el comando y tu maldito espía, ¿me equivoco? ¿Sabes lo que me dijo
Heldrich? Que no solo mi cabeza tendría un precio, también lo tiene la tuya, ¿estoy
en lo correcto?
John colgó.
—¡Hijo de perra! —murmuró entre dientes.
No había tiempo que perder.
El viejo espía habló más de la cuenta. Si sus propios hombres desconfiaban de él,
no tardaría mucho para que enviaran un escuadrón de matones con la única misión de
silenciarlo. En cuanto la HSI descubriera que montó una misión a escondidas de los
líderes del corporativo, podía despedirse de este mundo.
La guillotina comenzaba a ascender.
Sin demora buscó en su caja fuerte un juego de pasaportes y su arma, una Micro
Uzi SMG, la pequeña subametralladora cabía perfectamente en su chaqueta.
Introdujo en su cinturón dos cargadores extras, aunque sabía de antemano que si

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enviaban a alguien antes de que pudiera llegar a su limusina, esos cargadores no le
servirían de mucho.
Desconectó su laptop personal. Allí guardaba suficiente información que le podría
servir como escudo y seguro de vida, ¡eso si lograba salir del edificio! No usó ningún
teléfono, simplemente oprimió un botón de pánico que guardaba colgado de su
pecho.
El botón envió una señal a sus tres guardaespaldas que esperaban en los paqueos,
incluyendo una alerta a su jefe de seguridad: Abner sabía de memoria los pasos a
seguir. Sin perder un segundo más, Kruger se lanzó hacia el elevador. Apenas cerró
su oficina cuando el teléfono de su buró comenzó a timbrar. Estuvo tentado de
regresar y tomar la llamada, pero los nervios no se lo permitieron. Salió de allí
prácticamente corriendo.
En el pasillo alguien le hizo una pregunta que ni se preocupó en responder.
Una vez en el elevador, se obligó a mantener la compostura, o al menos
intentarlo.
Puedo lograrlo…
De repente el elevador se abrió y entraron tres guardias de seguridad. Kruger trató
de mantener la calma, pidiéndole a su suerte que Abner lo estuviera esperando a las
puertas del elevador. Pero para su disgusto llegó al piso C, las puertas se abrieron y
Kruger se abrió paso entre los guardias, que no se bajaron en ninguno de los pisos
anteriores. Lo peor fue que no había señales de sus guardaespaldas.
Intentando controlar sus nervios, comenzó a caminar por entre las filas de autos
que permanecían estacionados a ambos lados. Eran autos de seguridad personal
diseñados para transportar a los altos ejecutivos de la compañía. Todos eran a prueba
de balas. En caso de que comenzara un tiroteo, los autos le servirían como escudos.
Mientras caminaba, no dejó de mirar por los espejos retrovisores de las limusinas
a su paso, a los tres guardias que lo seguían. Estos hacían bromas y estaban
distraídos, hasta que uno de ellos se llevó la mano a su oreja, de la que colgaba el
cable rizado de un micrófono.
Tras unos segundos, el guardia le dio una orden a sus dos compañeros.
—Señor, Kruger, disculpe…, necesito…
Kruger se viró tranquilamente para no alertarlos, pero ya había desenfundado su
Uzi. Terminó el giro y le apuntó directo al rostro del primer guardia, que apenas
estaba a diez pasos de él.
El ruido de la ráfaga automática inundó los paqueos. Catorce balas impactaron
contra los guardias, pero solo tres fueron letales, y por desgracia contra un solo
objetivo. El desdichado recibió tres disparos en la cara, y se desmoronó al instante;
sus dos compañeros tuvieron más suerte: las balas impactaron contra sus chalecos y
brazos, dejándoles solo heridas leves.
Kruger no perdió un instante y se ocultó tras una camioneta.
Apenas cubrió su cuerpo tras el auto, una lluvia de balas pasó por encima de su

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cabeza. Las balas impactaban contra las ventanas, creando ruidos secos por el
choque, pero nada de fragmentes de cristal.
John cambió de cargador a toda prisa, a derecha e izquierda tenía los flancos
descuidados, su única opción para sobrevivir era mantener a los guardias a distancia.
—¡Dónde diablos está Abner! —oprimió desesperado su botón de pánico.
Kruger vio por uno de los espejos cómo un guardia ya se encontraba a menos de
cinco pasos de él; sin pensarlo dos veces se levantó de su escondite y le disparó. El
guardia estaba previendo ese movimiento, por lo que rodó por el piso y se ocultó tras
un Mercedes Benz.
Era una trampa, y Kruger la descubrió demasiado tarde.
Ese primer guardia había sido un señuelo, el segundo le disparó dos veces con
una Glock calibre 45; por suerte solo una bala dio en su blanco, aunque fue más que
suficiente.
—¡Ah! —gritó mientras se desplomaba en el suelo. Era su fin, lo sabía.
La bala partió en fragmentos su clavícula derecha, y con el impacto, su Uzi fue
lanzada por los aires. La localizó bajo las gomas de un Audi que estaba frente a él, a
poca distancia. Para recuperarla tendría que pasar frente a los dos guardias. Eso de
por sí solo ya era un suicidio. Se maldijo a sí mismo por cometer el error de no llevar
dos armas. Hacía años que había perdido sus condiciones físicas y su agudeza en
combate, por lo que a duras penas logró recostar su enorme espalda contra la
camioneta.
Escuchó pasos acercándose… Venían cautelosos, sin dudas previendo que él
tuviera una segunda arma. El guardia se asomó sin bajar la suya: no quería caer en
otra trampa. Al examinar la escena sonrió satisfecho.
John respiraba con dificultad, a su lado se había formado un enorme charco de
sangre. Aun así, palideció al ver la pistola apuntándole. Obligó a sus ojos a no
cerrarse: quería ver el fogonazo.
Lentamente levantó la vista para mirar de frente a su atacante.
En ese instante la cabeza del guardia estalló como un melón que se rompe contra
el asfalto.

***

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Capítulo 106
Despedida

Día 7… 10:20 am

Desprenderse de los brazos del mulato era toda una tortura para Lucía; y los intentos
por encontrar su ropa interior fueron una tarea imposible.
La noche anterior comenzó con besos y abrazos, para terminar entre lágrimas,
semen y orgasmos. Aún Lucía lo recordaba y todo su cuerpo se estremecía de placer.
El Nava la había poseído con su característico estilo cavernícola, lo que era parte de
su hechizo. De un hechizo del cual Lucía no quería escapar.
—Joder, pues me voy sin bragas.
El Nava apoyó un codo sobre el colchón y le sonrió.
—Eso sería sexy.
Lucía miró aquella dentadura perfecta y no pudo contener las ganas de darle otro
beso… por lo que al cabo de una hora ambos estuvieron listos. Esa mañana sería la
primera vez que saldrían juntos a la calle. Lucía no podía controlar sus nervios de
solo pensar en cuál sería la reacción del Nava. ¿La tomaría de la mano? ¿Caminarían
juntos por la calle como una pareja de enamorados, o pretendería que nada pasó en
las últimas veinticuatro horas?
Cuando se acercaron a la puerta, el Nava le dio otro beso y le tomó la mano.
Juntos salieron a la calle. Las miradas de los vecinos no se hicieron cautas ni
tímidas… como era típico en los cubanos.
Lucía sintió las manos del Nava alrededor de su cintura, como si quisiera
demostrarles a todos que ella le pertenecía. Podría ser un gesto bastante machista —
de hecho lo era—, pero eso solo la hizo sentirse sexy y deseada por su hombre. Sin
soltarse de las manos, doblaron por la esquina rumbo a la casa de sus primos.
Lucía tuvo una rara sensación de éxtasis y erotismo…, no llevaba ropa interior y
hacía menos de una hora que había hecho el amor.
… nada, que me ha convertido en una ninfomaníaca… ¡Cuándo le cuente a Lola
no me lo va a creer!

***
Al llegar a la casa del abuelo, Lucía se sorprendió de que el anciano no la
estuviera esperando. La abuela, como siempre, ya había colado dos cafeteras de café.
A su llegada puso la tercera.
—Prima, ¿tú crees que estas son horas de llegar? —la regañó Miguel con un tono
de burla fingida.
La abuela, enfocada en la preparación del café, no se percató de que ella había

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dormido la noche anterior fuera de la casa, y si lo sabía, lo disimuló muy bien.
Mientras el Nava tomaba su café, ella fue al cuarto y se puso unas nuevas bragas.
Después, todos desayunaron un revoltillo con papas fritas y una enorme taza de café
con leche.
—Barriga llena, corazón contento —Mario se dio varias palmadas en su
abdomen, podría comerse toda la comida grasosa del mundo que por lo visto no
engordaba un gramo—; ahora hagámosle una visita a Omega.

***
En casa del travesti estuvieron hasta las dos de la tarde.
A pesar de que Omega y sus primos le hicieron toda clase de chistes y anécdotas,
ella no pudo dejar de mirar hacia su pequeño reloj de pulsera. Su vuelo salía a las 10
de la noche, y a partir de ahora cada minuto en Cuba le parecía solo segundos.
Por fin se despidieron de Omega y, por supuesto, como todos esperaban, este
lanzó sus gritos más teatrales y alguna que otra lagrimilla.
Con la estatua y su preciada carga regresaron a la casa del abuelo.
Pero antes pasó por una de las tiendas de divisas. Compró dos cajas de 24 helados
junto con varias botellas del ron Habana Club, la marca que tanto gustaba a sus
primos y que hasta ella había aprendido a tomar con Cola. Pretendía llevarle de
regalo a Lola una de aquellas botellas, las restantes se las dio al trío de mosqueteros.
Y al entregarlas, no pudo contener la risa.
—¿Qué es lo gracioso? —preguntó Miguel.
—Nada, nada, es que esta es la primera vez que ustedes van a tomar ron sin tener
que negociarlo por contrabando.
Los primos tuvieron que contener la risa, pues no faltaba veracidad a tales
palabras. Entre bromas y carcajadas, los cuatro llegaron a la casa del abuelo.

***
El silencio era casi sobrenatural: algo no andaba bien.
Desde que entraron a la casa, Lucía lo supo. Caminó hasta la cocina y no encontró
por ninguna parte a la abuela.
Al salir al patio lanzó un grito de alegría.
—¡¡¡Sorpresa!!! —le gritó una multitud.
Lucía no pudo contener la humedad que cubrió sus ojos. Algo que se estaba
volviendo común en ella.
El patio estaba repleto de personas que reían y lanzaban chiflidos. Allí estaban el
profesor Augusto, Omega, Blancanieve, Nancy y su abuela… Todos le sonrieron
mientras ella los comenzó a saludar. Algunos solo prefirieron abrazarla tímidamente,
otros le dieron besos en los cachetes y un fuerte abrazo de despedida.
Entre tanta multitud, el olor a comida y puerco asado flotaba en el aire. Eso la

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convenció de que el abuelo debía estar haciendo su magia. A puro empujón llegó al
final del pasillo, sus instintos no la engañaron. El abuelo estaba asando un pequeño
cerdo, a su lado un joven lo ayudaba.
Gerardo, recordó Lucía. El joven oficial que sacó al Nava de la prisión.
Gerardo sonrió al verla y le guiñó un ojo.
Lucía le devolvió la sonrisa intentando disimular su asombro, y no era para
menos. El capitán, si es que ella no recordaba mal su cargo militar, tenía los ojos
hinchados y el rostro lleno de moretones. Con los dedos cruzados, esperó que el otro
sujeto hubiese terminado peor que el capitán.
Tras Gerardo estaba el abuelo Manuel, cuyo aspecto también era bastante
maltrecho. Tenía unas enormes bolsas bajo los ojos, como si hubiera pasado la noche
en vela.
—Al fin llega mi nieta —le dijo el anciano disimulando una sonrisa pícara—, ya
me enteré de que has hecho muy buenos amigos. Y creo que hasta un novio te has
echado.
Joder, las noticias sí que andan rápido en esta isla… y todavía se quejan de que
no tienen Internet… Aunque, a fin de cuentas, ¡esto es Cuba!
Lucía sintió cómo una ola de calor subía a su rostro. En aquel momento debía de
parecerse a un pomo de Kétchup.
Al recorrer con la vista al resto de los invitados, le llamó la atención ver al Nava y
a sus primos manteniendo una acalorada discusión sobre algún tema del que sin
dudas ninguno tenía ni idea. Para quienes no los conocieran, podrían creerlos
expertos en diversas materias…; pero ya ella los conocía demasiado bien.
Y entonces, rodeada de risas y olores, de música y algunas que otras lágrimas,
sintió cómo una calma entraba en su cuerpo y se expandía a todos los rincones de su
alma… Por fin se sintió parte del grupo, de aquella familia que la aceptaba sin
prejuicios ni preguntas.
Mi familia cubana, pensó con orgullo.
Regresó al lado del Nava, que al verla llegar la abrazó y ante su propio asombro
le dio un apasionado beso. Ella simplemente cerró los ojos y le correspondió,
sintiendo a su alrededor los aplausos y chiflidos de la multitud.

***

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Capítulo 107
Te prometo…

Día 7… 9:15 pm

Desde la llegada al aeropuerto internacional José Martí, los nervios estaban de


puntas. Los chistes y las risas que durante todo el trayecto no pararon de decirse, en
ese momento se convirtieron en nudos que les aprisionaron las lenguas.
Pasaron a un lobby con gigantescas ventanas de cristal desde el cual se veía la
pista iluminada. En el momento que tomaron asientos en uno de los tantos bares que
había por todo el aeropuerto, un Boeing 757 atravesó la pista a toda velocidad. La voz
computarizada anunció por las bocinas la hora del despegue, fue entonces cuando
Lucía se acercó al brazo del Nava… De alguna manera necesitaba convencer a su
cuerpo de que en unos minutos aquel mulato no la besaría ni la abrazaría más.
—“Atención, señores pasajeros, el vuelo…”.
Lucía no escuchó el resto de la llamada. Sus primos comprendieron que era
momento de despedirse y ambos se levantaron a la vez.
—Cuídate, zorra —le dijo Miguel imitando su acento, y a Lucía se le comenzó a
nublar la visión por las lágrimas—, nada más llegues nos haces una llamada.
La abrazó y cedió el turno a su hermano.
—Lo siento por…
—Eh, venga ya —la detuvo Mario, quien la besó en la frente—, ya todo está
olvidado, ahora lo importante es que acabes de vender… tú sabes. Lo de hacerme
millonario me lo tomé muy en serio.
Lucía lo besó y no pudo contener una última sonrisa nostálgica por las
ocurrencias de Mario. A ese solo le importaban las ganancias. Los dos gemelos la
abrazaron a la vez y sin más palabras le dieron la espalda, ambos trataron de
disimular sus lágrimas.
Por fin llegó el turno del mulato.
Lucía iba a decir algo, pero el Nava le puso el dedo índice en sus labios.
—Sschhhss…, no digas nada —le susurró mientras le besaba la boca con
exquisita ternura.
¡Joder, adoro que me ordene cosas así!
Lucía era muy feminista, lo sabía, ya que a ninguna de sus parejas anteriores le
habría permitido que le prohibiera hablar, no importaba el momento o la carga
sentimental. Pero el Nava era diferente. ¡Y de qué manera! Había una magia de
posesión en sus movimientos que la hacía sentirse frágil y lista para hacer lo que él le
pidiera, cosa que le fascinaba, pues bien sabía que tras aquella coraza el mulato era
mucho más sensible que ella.

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El Nava puso sus manos tras su cuello y la obligó a mirarlo, le levantó la barbilla
suavemente, después la besó una vez más. El beso comenzó suave, cariñoso, con
algún que otro mordisco; pero cuando la operadora anunció la última llamada, el beso
se había convertido en algo salvaje y primitivo. ¡Justo como a ella le gustaba!
Tuvieron que separarse para respirar al cabo de una hora, o al menos eso fue lo
que le pareció a Lucía.
—¡Joder, mulato, me he enamorado de ti!
—Y yo de ti, española.
—Te prometo…
—No me tienes que prometer nada, no arruines el momento.
—Pero necesito decírtelo —Lucía lo abrazó y le introdujo algo en el bolsillo—,
es un regalo, sácalo cuando estés en el auto.
—Está bien.
—Solo cuatro meses, te pido cuatro meses, que se termine el semestre en mi
escuela, y te prometo que me aparezco en Cuba en el primer vuelo. Si la suerte nos
acompaña, con un chorro de dinero y un equipo de investigación.
—Señorita, disculpe —la voz del oficial de taquilla rompió la magia del momento
—, su vuelo está a punto de salir.
El Nava le dio un último beso y la empujó con suavidad hacia la entrada. Allí un
operador de aduanas le tomó el pasaporte, se lo acuñó y le dijo que pasara.
Lucía miró por última vez a su mulato.
Una vez que estuvo sentada en el avión rompió a llorar.
Quizás por la tensión de la despedida, no se percató de que su mochila con la
estatua de la negra esclava pasó por la cinta de rayos X sin ningún problema.

***
Durante el trayecto de regreso nadie dijo una palabra.
Apenas estaban llegando al pueblo cuando el Nava recordó el regalo de Lucía. Se
introdujo la mano en un bolsillo y suavemente deslizó un bulto de tela.
El Nava lanzó una carcajada que los gemelos no entendieron. Sin dudas era un
chiste que solo él comprendía. Ante las miradas curiosas de los gemelos, el mulato se
apresuró a poner las bragas de Lucía de regreso en su bolsillo.

***

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Capítulo 108
Corrigiendo errores
Abner no se detuvo a mirar el cuerpo del guardia: sabía que estaba muerto por el
impacto de seis balas en su cabeza. Kruger lo vio pasar llevando contra su hombro un
mini subfusil HK MP7, el cual escupía ráfagas a intervalos.
Desde el otro lado de los paqueos escuchó las ráfagas de sus otros
guardaespaldas. Entre todos combinaron su fuego y acribillaron al último guardia,
quien intentaba ocultarse tras una columna.
Un instante después su limusina parqueó frente a él, todos los sucesos se estaban
desarrollando a tal velocidad que John a duras penas los podía seguir. Abner regresó
y lo ayudó a levantarse. Mientras era montado en la limusina, John vio salir de todas
partes del edificio más de veinte guardias de seguridad; todos llevaban armamento
pesado.
Una vez dentro de la limusina, el chofer salió a toda velocidad. Abner se sentó en
el asiento de pasajeros. A través de su radio trasmisor daba órdenes al segundo auto
de seguridad, quienes le servían de escudo a la limusina.
Una ráfaga recorrió todos los cristales del lado derecho del auto. Kruger tuvo la
impresión de que les disparaban con balas de pintura, pues solo dejaron los
manchones contra las ventanas. Las puertas a prueba de balas y reforzadas con
paneles de cerámica contuvieron toda la embestida de plomo con absoluta eficiencia.
En menos de veinte segundos salieron del parqueadero.
Kruger se cruzó el cinturón para impedir que su cabeza chocara contra las
esquinas debido a los fuertes giros durante la huida. Cuando el auto logró
estabilizarse, Abner bajó la ventanilla que comunicaba con los asientos traseros.
—¿Se encuentra bien, señor?
Kruger sintió ganas de meterle un tiro en la cabeza.
—¡Acaban de atravesarme con una bala! —le gritó—. ¿Cómo diablos quieres que
me encuentre? ¿Y dónde demonios estabas metido tú?
—Lo siento, señor —dijo tranquilamente Abner—, pero nos dieron la orden de
mover nuestros autos. En ese momento entró su llamada de emergencia y comprendí
que usted estaba en apuros, pero no podía regresar al parqueadero.
Entonces había sido eso.
Kruger estaba con vida solo porque actuó a toda prisa. Un segundo más y lo
habrían atrapado en su propia oficia.
No puedo creer que esto me esté pasando… —se dijo a sí mismo—. Necesito
llamar a Clara y a Hether cuanto antes. Ambas tienen que tenerlo todo listo para que
salgan del país…
—¿Y mi esposa? —le preguntó a Abner.
—Ya las están evacuando, señor.

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Kruger asintió con la cabeza; mientras tanto, sería mejor atenderse la herida.
Buscó en el botiquín de emergencias un disparo de morfina y unas vendas. El
teléfono de la limusina comenzó a sonar.
John miró el número y dudó en tomar o no la llamada. Cuando se disparó una
inyección de morfina, y el dolor desapareció momentáneamente de su hombro, llegó
a la conclusión de que era momento de empezar a corregir sus errores. El primero
sería solucionar el problema con su cliente.
Pulsó el botón de la pantalla táctil.
—Hola, Nikita —le dijo al ruso como si nada estuviera pasando—, ¿a qué debo el
honor de tu llamada tan temprano?
La voz del ruso salió desde las bocinas tan alta y clara que dio la sensación de que
estuviera dentro del auto.
—Ya sabes, John, las malas noticias corren demasiado rápido; por cierto, ¿cómo
está tu hombro?
Kruger apretó los dientes mientras contenía una maldición. Se recordó a sí mismo
que estaba hablando con Nikita Sokolov, excoronel de la KGB.
Ese hijo de perra tiene ojos y oídos en todas partes.
—Pues ya debes de saber que las cosas no salieron tan bien como esperábamos —
comenzó a explicarle John a la vez que se desabrochaba su camisa para ponerse un
vendaje—, pero de los errores también se aprende. Estoy esperando la llegada de mi
hombre para saber exactamente qué sucedió.
—Oh, ya veo…; pues, John, creo que de aquí en adelante yo me haré cargo de la
operación.
John sintió cómo un escalofrió lo estremecía. Era una sensación que últimamente
había experimentado con bastante frecuencia. Algo parecido a estar bajo la mira de
un francotirador, a la espera de que de un momento a otro el estallido de un rifle
ponga fin a su vida.
—¡No te entiendo! —John intentó ganar tiempo—. Tenemos un trato. ¡Maldita
sea, lo arriesgué todo por ti!
—No, John, tú no arriesgaste nada por mí: lo arriesgaste por mi dinero —la voz
cancerosa de Nikita sonaba a despedida; John miró por las ventanas esperando el
impacto de algún coche, del cual saldría todo un comando—. Ya es momento de
limpiar todos los errores, ¿no crees?
—Espera, no hagas nada estúpido —John se odió a sí mismo por estarle
suplicando a aquel monstruo—. Aún puedo servirte de ayuda, mi laptop tiene
demasiada información que podría ser de mucha utilidad.
Se hizo un silencio en la línea.
John comprendió de súbito que tras esa calma de Nikita, para que sus palabras se
escucharan tan seguras, la limusina debía de tener una maldita bomba instalada
debajo.
—Es bueno saber que tienes bastante información de la HSI en tu laptop. Sí,

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tienes razón, esa laptop me será útil para cubrirme las espaldas, en caso de que la HSI
decida venir por mí —se hizo otra larga pausa y John sintió como si estuviera de pie
ante un juzgado, a punto de recibir una sentencia de muerte—. Abner, haz tu
trabajo… Y no te olvides de traerme esa laptop.
Para John fue como un puñetazo en la boca del estómago. La cabina del auto
comenzó a darle vueltas. Ahora todo tenía sentido. El espía de Nikita era su propio
jefe de seguridad. El cristal que separaba el asiento de pasajeros con la cabina del
conductor empezó a bajar lentamente. Del otro lado, los ojos inexpresivos de Abner
chocaron con la gélida mirada de Kruger.
—Lo que te haya pagado te lo…
Abner sacó una pequeña pistola con un largo silenciador incorporado.
Todo pasó en un instante.
Tres disparos sonaron dentro del auto, aunque el ruido fue prácticamente
imperceptible. Las tres balas calibre 22 impactaron contra el cráneo de John. No hubo
orificios de salida, así que los plomos rebotaron contra las paredes craneales haciendo
pulpa el cerebro de Kruger.
La muerte fue instantánea.

***
Dos días después

Giovanni miró a ambos lados de la habitación.


Sus manos esposadas bajo la mesa le impedían obtener un ángulo completo de
visión. Aunque, por lo poco que logró distinguir, debía de tratarse de algún cuarto de
torturas.
La puerta se abrió y entraron tres gigantes nórdicos, seguidos por… ¡Nikita
Sokolov!
¡Joder, ahora sí estoy muerto! Por fin veo la cara del hombre que se ocultaba en
las sombras.
Giovanni sintió por primera vez en su vida un miedo real a lo desconocido.
Recordó que fue precisamente él quien años atrás capturara a una joven que traicionó
al excoronel. La tortura que aquel enfermo sádico aplicó a la chica seguía
persiguiéndolo en sus pesadillas.
Él no creía en el karma; pero si existía en verdad, le estaba pagando las que
debía… y con intereses.
Sokolov parecía relajado.
Se sentó en la silla de metal que estaba frente a Giovanni y lo miró durante un
tiempo que le pareció toda una eternidad.
—¿Sabes quién soy? —fue su primera pregunta.
—Sí, por supuesto.

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—Muy bien, y sabes que me gusta que las personas colaboren conmigo, así nos
ahorramos tiempo y lágrimas. ¿Estás de acuerdo?
—Absolutamente.
—Mucho mejor. Ahora quiero que me respondas solo una pregunta.
—Usted dirá.
—¿Sabes por qué estoy siguiendo al Shadowboy?
—No, ni la más remota idea.
—Creo que no me convences —una gota de sudor corrió por la frente de
Giovanni al escuchar la respuesta—. ¿Seguro que Heldrich no te contó nada?
—Puedes arrancarme los dedos y la lengua, solo vas a torturar a un buen soldado,
y al único que conoce la manera de actuar de Heldrich. De mí no vas a obtener nada,
simplemente porque no sé nada. Pero sea cual sea el secreto que el Shadowboy
oculta, no es mi problema. A mí me contrataron para secuestrarlo, no para investigar
su vida privada.
Nikita pareció valorar las respuestas de Giovanni durante unos minutos, luego le
dijo:
—Continúa.
—Nadie en esta habitación es lo suficientemente hábil como para matar a ese
maldito viejo: su especialidad es lograr que todos lo subestimen, y créame cuando le
digo que es capaz de lograrlo, no importa cuán bien entrenadas estén las tropas que
envié para su captura. Todo mi comando pagó ese error.
—Pero no tú.
—Solo fue suerte… y que llevaba puesto un excelente chaleco antibalas.
Nikita sonrió como si le hubieran hecho el mejor chiste de su vida.
—No tengo idea de por qué quiere capturar al anciano, pero yo aún quiero mi
dinero.
Por primera vez Nikita asintió, como si la respuesta le convenciera.
—Muy bien, te pagaré tu dinero…
—No, esta vez el trato no será así.
Nadie interrumpía a Sokolov, y los guardias se pusieron tensos.
Incluso Giovanni pensó que se estaba jugando una carta demasiado fuerte, y más
que sobre la mesa no estaban fichas con números, sino sus malditas pelotas.
Sokolov asintió con una mueca de desprecio en sus ojos.
—Muy bien, ¿qué quieres a cambio?
—Ya sé lo que es capaz de hacer Heldrich, así que esta vez quiero el triple.
A Giovanni le importaba una mierda el dinero. Solo estaba intentando comprar
algo de tiempo. Si lograba salir con vida de aquella habitación, lo primero que haría
sería buscar un juego de pasaportes y volar a las Bahamas…, Groenlandia, o hasta el
mismísimo Congo. Ahora comprendía claramente las palabras del Shadowboy: desde
que aceptó ese trabajo, su cabeza tenía un precio.
—¿Y cómo sé que no piensas cambiar de idea?

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—Quizás porque soy un hombre avaricioso.
Di que sí, maldito viejo.
—Está bien: tenemos un trato.
Giovanni dejó escapar un suspiro imperceptible.
Nikita se levantó y salió de la habitación. Pero antes de cerrar la puerta miró
detenidamente a Giovanni.
—Espero que no trates de traicionarme, pues tengo los recursos para localizarte, y
créeme…, no te gustará lo que le hago a las personas que me traicionan.
Giovanni le sonrió.
—Ni por la mente me pasó.

***

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Capítulo 109
Una historia increíble
Si pasar drogas por el aeropuerto resultara tan fácil como a ella le resultó pasar el
lingote de oro, entonces el negocio del narcotráfico se iría a la mierda.
España no ha cambiado nada, pero yo sí que he cambiado…
Desde que salió del aeropuerto lo notó…, el impacto de colores la mareó a tal
punto, que le parecía haber venido de otro planeta. Todo, todo era tan distinto que
apenas podía adaptarse a las nuevas y ya familiares imágenes.
Las calles eran tan limpias, las personas moviéndose de un lado a otro —sin
saludarse o pegar un grito para llamar un bus—, y hasta los estanquillos de comida
rápida le parecían confortables cabañitas de recreo. No había animales en las calles.
Hacia donde quiera que mirara predominaban los colores fuertes, señales
inconfundibles de los millones de carteles propagandísticos que colgaban de los
techos y portales de los edificios como gritando a los cuatro vientos que acababa de
llegar a un país del primer mundo.
—Bienvenida a España —murmuró.

***
Lucía abrió la puerta de su apartamento y entró arrastrando la maleta. Solo quería
tirarse en una cama y dormir por las próximas 24 horas. El vuelo de Cuba a España se
había tardado más de catorce horas debido a una escala imprevista que tuvieron que
hacer. Por eso le había dicho a su familia que llegaría al día siguiente, de esa manera
tendría tiempo para acomodar las cosas en su apartamento y descansar un poco.
—¡Sorpresa! —gritó la voz inconfundible de Lola.
A Lucía se le calló el bolso de mano.
—¡Joder, hija de puta, ¿me quieres matar del corazón?!
Ambas chicas corrieron a abrazarse.
Pues a la mierda el descanso.
Ambas se abrazaron apasionadamente, como si llevaran años sin verse —y solo
fueron siete días—, se tocaron el rostro, se comenzaron a oler y acariciar el pelo;
ambas querían inspeccionar cada centímetro de la otra en busca de algún detalle que
solo ellas eran capaces de encontrar. Por último, Lola le sostuvo el rostro contra sus
manos y le dio un beso apasionado en los labios.
El beso fue tierno y sensual, justo como a Lucía le gustaba. Los labios carnosos y
húmedos de Lola nunca dejaban de atraerle. Pero esta vez faltaba algo más en el
beso… y Lola lo comprendió.
—¡Oh, Dios! Conozco esa mirada.
—Ustedes no se preocupen, pueden continuar besándose, que yo simplemente

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estoy aquí pintado en la pared.
Lucía se apartó de Lola y corrió hacia los brazos de Lucas.
—Joder, tío, cómo te he extrañado —le dijo mientras se colgaba de su cuello.
Lucas la abrazó con una mano, pues en la otra sostenía una botella de vino tinto,
junto con el sacacorchos.
—Y yo… ¡pues esta tía me tiene hasta los huevos, se la pasa el puñetero día
hablando de ti!
Lucía volvió a mirar a Lola y vio la mirada pícara y curiosa de su amiga… Tuvo
que sonreírle con complicidad.
Ostias, a esta zorra no le puedo ocultar nada, es como si tuviera poderes
telepáticos sobre mí.

***
Durante las próximas dos horas se tomaron dos botellas de vino y devoraron la
cena que Lucas les preparó en honor a su llegada.
Por supuesto que dos horas no serían suficientes para hacer todos los cuentos y
chismes que ellos querían saber; pero debido a que Lucas entraba dentro de media
hora a su trabajo, tuvieron que suspender la reunión.
—Ok, chicas, no se porten mal. Y si fueran a hacer alguna travesura, recuerden no
dejarme fuera.
Ambas jóvenes le sonrieron coquetamente mientras se llevaban el dedo índice a
los labios.
—Joder, lo que ambas necesitan es un buen porro de marihuana. Yo les brindaría
el mío, pero me queda muy poco y somos demasiados.
Lola lo abrazó y se dieron un beso de despedida.
Con aquella imagen, Lucía experimentó una sensación completamente nueva para
ella. Eran celos, sí, celos de no tener a su mulato para ella también poder acurrucarse
así.
Por fin Lucas se fue.
Entonces Lola la miró detenidamente.
—Pues bien, ¡zorra!, cuéntamelo todo… Y cuando digo todo, quiero saber los
detalles más morbosos. Eso incluye hasta el tamaño de su polla.

***
Para cuando terminó su relato, ya iban por la tercera botella de vino.
Lola la miraba intrigada, pero durante toda la narración no la interrumpió para
hacerle preguntas estúpidas. Simplemente dejó que ella le contara todos los detalles
de su viaje. Cuando le contó lo de la cueva con el submarino, Lola enarcó las cejas
pero tampoco dijo nada.
—Y bien, ¿qué te parece la historia?

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—Pues normal, lo de siempre, tampoco es para meter el grito en el cielo —Lola
se sirvió más vino y se aclaró la garganta—. Solo te tengo una pregunta.
—Dispara.
—¿Qué cojones te dieron esos cubanos a fumar?
Lucía lanzó una carcajada. Esa era su amiga.
Hasta el momento, Lola había aparentado ser la mejor oyente del mundo; pero
una vez que Lucía terminó su relato, comenzó a bombardearla a preguntas.
Lucía simplemente fue hasta su mochila y sacó la estatua de la negra esclava. En
este punto pasó algo insólito: por primera vez logró callarle la boca a su amiga.
Siguiendo los pasos que le enseñó Omega, Lucía abrió el compartimiento secreto.
Luego, cuidadosamente, extrajo el lingote de oro.
Con una mirada triunfal miró a Lola, esta apenas podía articular palabras.
—¿Y entonces, decías…?
—¡Ostias de la puta santísima madre! ¡Joder, tía, que te has forrado!
—Nos… Sin tu ayuda no puedo hacer nada.
—¿Yo? ¿Para qué diablos me vas a necesitar a mí?
Lola sostuvo el pesado lingote. A pesar de tener la prueba en sus manos seguía
mirando a Lucía como en espera de que esta le dijera que se trataba de una broma, o
alguna maldita cámara escondida.
—Necesito una especialista en contabilidad que me tramite todos los pagos de
venta, y a la misma vez me cree una cuenta internacional para grandes depósitos —
Lucía vio que su amiga comenzaba a emocionarse con la idea; aun así no tenía
muchas palabras que decir, ya que sus ojos seguían hipnotizados por el brillo del
lingote—. También necesito asesoría legal para contratar un grupo de investigadores,
es ahí donde entra el Buró de Abogados de tu padre.
—Ya, esto te lo venías pensando con calma.
—Paso a paso; de hecho, lo primero es vender este lingote, no sé, subastarlo, o
cualquiera que sea el trámite. No creo que uno pueda llegar a una joyería y decir:
¡Hola, chavales, ¿les interesaría comprarme este lingote de oro nazi?!
—No, definitivamente no —la voz de Lola cambio totalmente. Esa era la parte
que adoraba de su amiga. En un segundo era su mejor amiga y amante, y en otra
milésima su asesora económica—. Por eso no te preocupes, mi padre tiene una
sección del Buró destinada a las compras y subastas.
—Perfecto, ¿cuándo lo vamos a ver?
—No lo sé…, déjame pensar. Hoy es lunes; pues, si no estás muy cansada, ¿qué
te parece ahora mismo?.
—¡Joder, ¿ahora?!

***

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Capítulo 110
Coartadas perfectas

Dos semanas después

La vida de Gerardo había cambiado drásticamente en solo dos semanas.


La muerte de los dos comandos fue lo menos trascendental. Hasta donde Gerardo
sabía, Manuel desapareció los cuerpos de cinco oficiales, incluyendo a su amigo el
Gordo, que por suerte no fue relacionado con las demás desapariciones.
Desde los hechos ocurridos se comenzó una investigación a gran escala, y la
prioridad a nivel nacional en varios sectores de la policía, era la búsqueda de estos
oficiales. Aunque por irónico que parezca, nadie se lo tomó tan a pecho; la mayoría
de los colegas de Gerardo creían que esos oficiales simplemente se habían marchado
ilegalmente del país.
Pero no todos lo asumieron de esa manera.

***
La desaparición del sargento Duanys, junto con tres de sus subordinados, hizo
que enviaran desde la capital a un experimentado oficial. El mayor Juan Torres,
reconocido por ser el mejor detective que trabajaba en la sección de Criminalística.
Este llegó al pueblo con una lista bajo su brazo. El primer nombre de la lista era el del
capitán Gerardo.
Gerardo fue sometido a más de seis intensos interrogatorios en solo dos semanas.
Tanta fue la presión por parte de Torres, que incluso amenazó al capitán. Aunque de
poco le sirvió. El caso de Duanys continuaba sin dar respuestas claras.
Sin embargo, del resto de los interrogatorios se pudo sacar algo de luz. Lo
primero fue que durante el poco tiempo en que el sargento brindó sus servicios a la
Jefatura de Tres Caminos, se había ganado un raudal de enemigos.
Con eso solo se enturbiaban más las aguas del caso.
Para complicarle más las cosas al mayor Torres, el coronel Esteban Ramírez,
padre del desaparecido sargento, vino en persona para participar de las secciones de
interrogación.
El anciano no quedó conforme con ninguna de las respuestas, e incluso interrogó
a Isabel, su nuera. Dada su condición física, era innegable que había recibido una
paliza de su marido, con lo cual se convirtió en la principal sospechosa. Y aunque su
coartada era firme, Torres continuaba con sus dudas. Según ella, su marido le había
propinado la paliza y después la dejó tirada sobre la cama. Luego se marchó con uno
de sus oficiales.
Augusto, un profesor de Historia a quien Duanys había agredido sin motivo

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aparente, confesó la visita del sargento en su casa. La hora dada por el anciano
confirmaba la coartada de Isabel.
Lo segundo que llamó la atención al mayor Torres fueron los moretones y heridas
que recorrían cada centímetro del cuerpo de Gerardo. Pero la posibilidad de una
posible pelea entre el sargento y el capitán tuvo que ser descartada de inmediato, ya
que el Nava, un mulato del pueblo que tuvo un altercado con el capitán frente a más
de quinientos testigos, fue citado para un interrogatorio.
El Nava confesó que el capitán Gerardo le decomisó unas botellas de ron que él
había comprado. Como resultado ambos expusieron sus puntos de vista y terminaron
en una pelea. Como testigos estaban Miguel y Mario, dos gemelos que acompañaban
al mulato a todas partes.
Furioso por las respuestas y las coartadas perfectas, Torres le tuvo que suspender
los interrogatorios al capitán.

***
Gerardo estaba consciente de que las aguas poco a poco comenzaban a descender,
esto no significaba que en su descenso no arrastraran todo lo que no hubiera quedado
bien sujeto. La presión sobre él fue desapareciendo hasta hacerle creer que estaba a
salvo.
Pero a pesar de la aparente tranquilidad, el capitán se aseguró de no cometer
ningún error. Siguiendo al pie de la letra el consejo de Manuel, permaneció
totalmente separado de Isabel.
Su único contacto con ella era mediante Omega.
El travesti se encargaba de llevarle sus mensajes y de igual manera regresarle las
respuestas.
—Me dijo que te mandaba un beso —le dijo en una ocasión Omega—, ¿quieres
que te lo dé?
—No pierdes oportunidad.
Ambos sonrieron.
Sin lugar a dudas, mantenerse separado de Isabel y de su hija fue la parte más
difícil de todo aquel montaje. Pero era más que lógico. Si de repente comenzaban a
andar tomados de la mano, iba a ser como tirarle un hueso a un perro, con el rostro
del mayor Torres. Este no dudaría ni un segundo en encarcelar a Gerardo bajo
sospecha de asesinato.
Por duro que le resultara, la distancia era el factor clave para mantenerlos unidos.
En uno de los interrogatorios, un oficial dijo:
—Sin cuerpo no hay delito, ¿por qué no podemos sospechar que el tal Duanys se
dio a la fuga, tomó una lancha y se largó a los Estados Unidos?
El coronel Ramírez fue el primero en alegar que aquella hipótesis era estúpida y
sin sentido.

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***

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Capítulo 111
El filo de un secreto
En la tercera semana, cuando al fin hubo una pausa en medio de todo el caos,
Gerardo aprovechó la oportunidad.
Arriesgándolo todo, y a sabiendas de que las consecuencias podían ser terribles,
esa misma madrugada se apareció en la casa de Manuel. Tampoco fue tan estúpido,
pues ya había tomado ciertas medidas de precaución. Se aseguró de salir de su propia
casa de manera sigilosa. Tanto Manuel como él habían descubierto nuevas caras en el
pueblo; sin dudas, agentes entrenados en el arte del espionaje enviados por Ramírez.
En cuanto Gerardo se percató de que lo seguían en todo momento, sus medidas de
seguridad aumentaron al extremo…, e incluso se pasó un poco, llegando a la
paranoia. No solo memorizó la cara de los tres agentes que lo acechaban, sus horarios
y posiciones de espera, sino que a su vez, les montó un doble seguimiento a estos
mismos agentes.
Por eso, durante la madrugada en que se apareció en la casa de Manuel, (por la
parte de atrás), ya cuatro de sus propios agentes le habían confirmado que el cielo
estaba despejado. Como por un acto de predicción, Manuel lo estaba esperando.
Gerardo tenía demasiadas preguntas y no podía seguir aguardando por el
momento ideal, por eso tuvo que tomar aquel riesgo. Nada podía asegurarle que otro
comando de mercenarios no volviera a intentarlo. De hecho, puede que incluso ya
estuvieran en camino.
—Mañana, a las seis de la tarde, te espero en el Ojo del Pirata.
Esas fueron las palabras de bienvenida del anciano.
—¿En la cueva?
—No —le aclaró Manuel—, frente al agujero. Pero no entres. Ahora vete y
asegúrate de que nadie te siga.
Gerardo regresó a su casa, pero no entró por la puerta principal. Ya se le había
hecho costumbre el salir por los tejados. Frente a su casa observó un Lada con dos
oficiales dentro. Al ver el auto tuvo que contener la risa. Tal parecía que aquellos
cabrones tuvieran un cartel lumínico sobre sus cabezas: Somos de la G2.
Gerardo vivía en una casa de dos pisos; el de arriba era el suyo. La casa
comunicaba con la azotea de una tienda, así que no le era difícil salir por el techo,
saltar de un lado al otro y bajar por una escalera herrumbrosa que en algún momento
llegó a servir como salida de emergencia.
Esa noche en particular, una vez dentro de su casa, no hubo manera de que
pudiera conciliar el sueño. Tenía tantas preguntas que hacerle al anciano. Aunque la
principal de todas no dejaba de martillarle entre las paredes de su cráneo: ¿quién es
Manuel Mendoza?

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***
Por la mente de Gerardo cruzaron miles de ideas y teorías, cada una más loca que
la anterior. Y una de ellas estaba relacionada con las intenciones de Manuel.
¿Qué pasa si me pega un tiro? Nada… no pasaría nada.
Esa sería la solución perfecta a todos los problemas del anciano.
Miró a su alrededor.
Estaba frente al agujero llamado El Ojo del Pirata. No había ni un alma a más de
cinco kilómetros a la redonda. Era un lugar ideal para desaparecer a alguien. Por otra
parte, si Manuel hubiera querido deshacerse de él, lo habría hecho dos semanas atrás.
¿Por qué esperar ahora? Escuchó unos ruidos a su espalda y se viró esperando
escuchar el sonido de un disparo…
Manuel estaba a varios metros de él, no le disparó… por el momento.
El anciano le hizo un gesto con la mano para que lo siguiera.
Gerardo sintió unos retortijones de estómago debido al miedo; ni se molestó en
mentirse a sí mismo con absurdas ideas de valentía. La cruda realidad es que estaba a
punto de defecarse encima. Aun así le ordenó a sus pies, como un autómata, que
siguieran a Manuel.

***
Caminaron durante diez minutos, adentrándose cada vez más y más en las
montañas. Durante todo el trayecto no se dijeron una sola palabra. Los nervios de
Gerardo lo obligaban a mirar a todas partes, esperando de un momento a otro alguna
especie de emboscada. Pero el anciano simplemente seguía caminando sin prestarle la
menor atención al paisaje o a los nervios de Gerardo. De vez en cuando paraba, se
orientaba y retomaba el camino.
Sin dudas seguía algún trillo que solo él conocía.
—Es aquí —murmuró Manuel, después le señaló una enorme roca de diente de
perro—; córrete hacia un lado.
Gerardo obedeció las instrucciones.
Estaban en un claro, rodeados por cinco enormes rocas con afiladas puntas en su
superficie. A Gerardo, el sitio le recordó de pronto a un templo de un culto pagano
donde sacrificaban animales y…
—Justo detrás de la tercera piedra. Siempre mirando al norte.
Manuel buscó alrededor de una de las rocas y señaló algo que solo él podía ver.
Gerardo se puso rígido ante la expectativa a lo desconocido. No tenía la más
mínima idea de qué diablos estaría buscando el anciano, pero lo que encontró no fue
precisamente lo que él se esperaba.
Manuel desenterró una argolla de acero.
Luego buscó algo entre las otras rocas. Para asombro de Gerardo, quien no daba
crédito a lo que veía, el anciano desenterró una cadena de enormes eslabones de acero

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reforzado.
¡¿Qué demonios está haciendo…?!
Sin perderle un movimiento al anciano, Gerardo tuvo que admitir que quien
hubiese escondido aquellas cadenas, fue sin dudas muy ingenioso. La cadena y la
argolla estaban tan bien camufladas entre las rocas que ningún ojo las podría
localizar, a menos que supiera la posición exacta.
Con un fuerte tirón, Manuel corrió la cadena, luego la introdujo en la argolla y
aseguró su punta. Después regresó a otra roca y repitió la misma operación.
—¡Madre de Dios! —exclamó Gerardo.
Antes él, Manuel montó todo un sistema de cadenas corredizas, como las que se
usaban en las puertas de los castillos medievales. Y justo cuando Gerardo iba a
formular su pregunta, el anciano movió una palanca oculta entre las rocas. Un ruido
provino de las entrañas de la tierra.
El suelo bajo los pies de Gerardo se estremeció.
Las dos cadenas conectadas a las argollas comenzaron a desaparecer en dos
agujeros que había en las rocas. Gerardo comprendió que se trataba de un sistema de
contrapesos, y sus dudas quedaron más que aclaradas cuando la tierra comenzó a
ceder. Una especie de puerta secreta se abrió, con suficiente espacio como para que
tres hombres pudieran bajar sin tocarse los hombros.
—Sígueme —le ordenó Manuel, mientras pasaba a través de la puerta. Gerardo
no se atrevió a dar ni un paso—. ¡No tenemos tiempo que perder! Querías hacerme
preguntas, ¿no?, pues lo mejor es que veas las respuestas con tus propios ojos.
Gerardo miró hacia el agujero. Había una escalera de metal en forma de caracol
que descendía hacia… ¡A saber Dios a dónde!
—No; antes dime a dónde diablos vamos.
Como un acto inconsciente, Gerardo se llevó la mano a la espalda, donde traía
oculta su pistola. El gesto, por simple que pareciera, despertó las sospechas de
Manuel, quien levantó una ceja en señal de desaprobación.
—¿De veras, Gerardito? —Preguntó con cierto cinismo el anciano—. ¿Qué crees
que vas a hacer con esa pistola?
—Es por pura precaución.
Esta vez, Manuel le sonrió.
—¿No crees que si te quisiera muerto ya lo estarías?
Sus palabras tenían toda la base del mundo. Aun así, Gerardo no se atrevió a
avanzar.
—¿Qué hay en ese agujero?
—No es obvio… ¡la cueva de Batman! ¿Qué otra cosa esperabas? —le respondió
el anciano, quien no esperó más y comenzó a descender.
Bien, es demasiado tarde para regresar, pensó, ¡valor, valor y cojones es lo que
necesitas!
Gerardo apretó los puños y siguió a Manuel.

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Mientras descendían, guiados por unas misteriosas luces que se prendieron ante
su avance, Gerardo escuchó cómo la puerta secreta comenzaba a cerrarse tras de sí.
Ahora sí estoy atrapado.

***
No se detuvieron ni un segundo durante el descenso, por lo que Gerardo calculó
que debían estar a unos cuantos cientos de metros bajo tierra.
Por fin llegaron al fondo. Se trataba de una amplia sala que comunicaba con
varios portones. Solo de ver las puertas y mirar la escalera por la que acababa de
bajar, Gerardo comprendió que estaba en un lugar diseñado por un maestro de la
arquitectura militar.
Manuel no perdió tiempo y fue directo a la puerta que estaba justo frente a ellos.
Con un gesto guiado por la práctica, hizo girar una enorme anilla de acero que servía
como picaporte. Gerardo tomó nota mental de que aquellas puertas eran de metal,
igual a las usadas en los bunkers y en los barcos.
Cuando atravesó al fin, tuvo que buscar un punto de apoyo para sostenerse.
Ante él se desarrolló un espectáculo visual para el cual no estaba ni remotamente
preparado.
—¡Dios bendito! ¿Qué es este lugar?

***
Estaba dentro de un búnker militar que debía sobrepasar los dos kilómetros
cuadrados. Formado por gigantescos pasillos tan inmensamente largos, que no fue
capaz de discernir el final. Era como entrar a una película de Indiana Jones… o la
mismísima Guerra de las Galaxias, que para el caso era lo mismo.
Gerardo miró el techo y las paredes que se sostenían por monstruosos pilares
reforzados, capaces de sostener las miles y miles de toneladas de tierra y roca que
tenían encima. Luego prestó más atención a los pasillos y a sus colecciones de carros
bélicos, aunque la mayoría estaban cubiertos por lonas. Al cabo de varios minutos,
logró respirar a plenitud y efectuó su primera pregunta:
—¿Dónde diablos estamos?
—Ya te lo dije: en la cueva de Batman.

***
—¿Quién eres?
—Soy Manuel Mendoza, un simple anciano pescador —la calma de Manuel hizo
que Gerardo apretara los dientes e intentara acopiar la paciencia que ya no le quedaba
—. Tu pregunta debió de haber sido: ¿quién fui?
Sin embargo, Gerardo le respondió con otra pregunta.

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—¿Por qué esos mercenarios lo buscaban? ¿Es por quién fue usted, o por este
lugar?
—Por ambas cosas. Una conduce a la otra.
—Muy bien; entonces, Manuel Mendoza, ¿quién demonios fue usted?

***
Pasaron cuatro horas…, cuatro horas que desaparecieron como si fueran minutos
o segundos. Cuatro horas que no fueron suficientes para que Gerardo asimilara por
completo en lo que acababa de meterse. La historia que le contó Manuel era tan
asombrosa como increíble; de hecho, si el anciano le hubiera contado toda su vida en
otro lugar cualquiera, Gerardo lo habría tomado por un loco.
Después de todo, la cueva de Batman en sí era más fácil de asimilar que la propia
historia de Manuel.
Frente a un submarino de la Segunda Guerra Mundial, el anciano le contó a
grandes rasgos cómo fue diseñado el búnker. Los trabajos y sacrificios que miles de
hombres tuvieron que hacer para trasladar todo el arsenal que en esos momentos ellos
estaban viendo.
A Gerardo le resultó fácil ver las siluetas fantasmales de cientos y cientos de
hombres, vestidos con uniformes nazis y trabajando como hormigas laboriosas para
organizar aquel inmenso lugar.
Mientras el anciano continuaba explicándole, a Gerardo lo asaltaron más
preguntas: ¿dónde estaba el personal del búnker? ¿Por qué Manuel… o Heldrich… o
cualquiera que fuera su verdadero nombre, era el único sobreviviente…?
El anciano continuó con su relato.
A través de un río subterráneo que conectaba con la costa, cientos de submarinos
alemanes entraron y salieron trayendo los recursos que necesitarían para comenzar la
conquista de Latinoamérica. El búnker sería la punta de lanza, el eje central desde
donde se dirigiría una de las operaciones más grandes de la historia. Por suerte, los
alemanes fueron vencidos por los aliados; de lo contrario, la historia habría sido
contada de otra manera.
—Estoy en la lista de los hombres más buscados en al menos, mmm, digamos
que, pues, quizás unos diez países.
—¡Mierda! ¡Un simple pescador!
Gerardo se estremeció al ver cuán relajado hablaba Manuel. Tal parecía que todo
era para él una simple broma, nada realmente importante. Y que varios mercenarios
intentaran matarlos hacía poco menos de un mes… ¡Bueno, pues, tampoco era para
tanto!
—Algunos continúan llamándome Heldrich, otros prefieren seguir llamándome
por mi nombre en clave: Shadowboy.
—¡¿Chico de la Sombra?!

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Si la historia anterior, sobre los recursos trasladados para construir aquel
monumental búnker fue asombrosa, escuchar que estaba ante uno de los espías más
famosos y buscados del mundo hizo que la piel de Gerardo se le volviera gelatina.
Ahora lo comprendía todo, o una parte al menos. ¡De eso se trata! Estaban
tratando de cazar a una leyenda, ¿pero, por qué? Varias preguntas volvieron a surgirle
a Gerardo. Algo allí no acababa de encajar. Manuel, Heldrich, o cualquiera de los
cientos de nombres que debía de tener, ya no significaba ningún peligro para ningún
país, ¿o sí?
¿Ocultaba algo el anciano que pudiera alterar el curso de un país? Sin dudas el
revelar la existencia de un búnker nazi de aquellas magnitudes sería una noticia
sensacionalista. Pero no como para mandar a un comando de matones profesionales a
cazar al espía. Debía de haber algo más. ¿Pero qué?
Ante la lluvia de preguntas que acudieron a la mente de Gerardo, este empezó a
conectar algunas respuestas por sí solo, y el resultado hizo que se estremeciera de los
pies a la cabeza.
—¡Oh, Dios! —exclamó.
—¿Qué ocurre?
—¿Qué más trasladaron esos submarinos?
Por primera vez desde que entraron al búnker, Manuel pareció inquieto.
—¿Por qué lo preguntas?
—Hay algo que no acaba de decirme. ¿Dónde está el resto de la tripulación?
—Todas las respuestas no te las puedo dar a la vez. Tendrás que ser un poco
paciente y…
—¡No, no, no…! Esto es peor de lo que usted se imagina —esta vez el anciano
pareció realmente intrigado. Gerardo comprendió que él había descubierto algo que
sin dudas pasó inadvertido a los agudos sentidos del espía—. ¿Quién más sabe de este
lugar?
De repente Manuel sonrió, como si le acabaran de quitar un enorme peso de
encima.
—Nadie, eres el primero; créeme que…
—¡No…! No puede ser…
—¿Acabarás de decirme qué ocurre?
—Le haré solamente una maldita pregunta —Gerardo hablaba con tal rapidez que
le costaba trabajo entenderse a sí mismo—. ¿Qué tiene adentro ese submarino? No…
no me responda, yo sé la respuesta: trasladaron desde Alemania un maldito tesoro
nazi.
Por primera vez desde que conocía a Manuel, vio el miedo reflejado en el rostro
del anciano, a tal punto que tuvo que retroceder. No se trataba de un simple temor, o
miedo a lo desconocido: era algo más profundo, una especie de máscara de pánico y
angustia.
—¿Cómo…, cómo lo supiste?

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Gerardo se llevó las manos al rostro intentando organizar sus pensamientos, un
gesto que lo ayudaba siempre a concentrarse en los momentos de crisis. Conocer
aquel secreto era terrible, aquel maldito búnker, y todo el tesoro que hubiera dentro
del submarino podían ser más que suficientes para causar una crisis internacional.
Una guerra por capturar semejante botín.
Ahora todo tiene sentido.
Los mercenarios buscaban a Manuel porque sabía dónde estaba oculto el
submarino…, pero algo salió peor de lo que imaginaron. Alguien descubrió el lugar
antes.
—Su nieta…, el Nava y los gemelos, todos conocen este lugar.
—¿Qué dices? ¡No, no pude ser! —Manuel intentó convencerse a sí mismo, pero
ya la semilla de la duda calaba en su interior—. Es imposible, toda mi vida he sido
muy precavido en no dejar pistas ni huellas en la entrada…
—El búnker no tiene solo esta entrada, ¿o me equivoco?
Manuel hizo una mueca de dolor, Gerardo sabía que acababa de tocar fibras
sensibles en la coraza del anciano.
—¿Cómo pudo ocurrir algo así?
—No lo sé, pero temo que Lucía se llevó algo de este lugar para España. Sus tres
nietos y el Nava no dejaron de investigar sobre submarinos y tesoros alemanes.
Creo…; no, estoy seguro de que saben más de lo que nos imaginamos.
—Si este secreto sale a la luz, los daños podrían ser terribles para el mundo.
Gerardo pensó que ahora Manuel estaba exagerando un poco. Pero luego deliberó
que si Manuel fue capaz de ocultar un búnker lleno de armas y un submarino con un
tesoro, ¿qué más secretos tendría?
—Quizás sea lo mejor —dijo para tratar de calmar los nervios del anciano—,
después de todo…
—No lo entiendes, Gerardo.
—¿No entiendo qué?
—Los mercenarios que intentaron matarte, y capturarme a mí, no andaban
persiguiendo este submarino.
—¿Ah, no? ¿Y entonces qué diablos buscaban?
Manuel le dio la espalda y miró hacia el gigante de acero, la mole se reflejaba con
el brillo de las luces sobre la tranquila y oscura laguna.
—En total fueron cincuenta submarinos los que huyeron de Alemania. Cada uno
de ellos fue enviado a bases secretas como esta. Este submarino fue uno de los
encargados de trasladar el capital para poder comenzar una guerra, una vez que se
hubiera establecido un nuevo gobierno.
—Y el resto, ¿qué trasladaban el resto de los submarinos?
Manuel no tuvo fuerzas para responderle. Gerardo vio simplemente como dos
lágrimas afloraron en los cansados ojos del anciano. A veces, hay expresiones que
dicen más que un millón de palabras, y el rostro de Manuel decía lo que su voz no era

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capaz de pronunciar.

***
Gerardo jamás le había temido al futuro…, o al menos no hasta ese día. Era un
sentimiento totalmente nuevo para él. Por eso lo único que acudió a su mente fue el
miedo de verse separado una vez más de Isabel y de su hija. Tras meditarlo solo unos
segundos, llegó a la conclusión de que esa noche dormiría en los brazos de Isabel.
Ocurriera lo que ocurriese en un futuro, era en los brazos de ella donde quería
permanecer el mayor tiempo posible.

***

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Capítulo 112
Un misterioso comprador

Un mes después

Gonzalo de Quiñones miró durante unos instantes a la pareja de chicas. Lola, como
siempre, lo miraba desafiante —hiciera lo que hiciera, esta jamás perdía la
oportunidad para encarársele—, el caso de Lucía era totalmente distinto. Incluso
podría jurar que la joven estaba asustada.
Aunque no era para menos.
Ambas chicas tenían las manos entrelazadas en espera de su veredicto.
Gonzalo se acomodó en su estilizado sillón de cuero italiano y se aflojó el nudo
de la corbata.
—¡Por dios, papá, acabarás de hablar! —le exigió Lola, a quien ya apenas le
quedaban uñas para comerse.
Gonzalo sonrió: le encantaba torturar a las chicas.
Sin responderle a su hija abrió su laptop y la viró, de manera que las jóvenes
vieran la pantalla con claridad. Estaban en su oficina principal, un amplio despacho
decorado con pinturas de Picasso. Gonzalo había escogido su propio despacho para
mantener aquella conversación, porque su secretaria tenía órdenes explícitas de
impedir cualquier molestia.
—Lucía, ¿sabes lo que significa una Cruz de Hierro incorporada a un lingote de
oro con el nombre de Deustche Reichsbank?
—Ni puta idea… —respondió Lola por ella.
A Gonzalo no le sorprendió que su hija respondiera por Lucía.
—Bien, el lingote que me entregaste hace tres semanas se lo envié a un grupo de
expertos que se dedican a este tipo de trabajos —Gonzalo hizo una pausa para abrir
una botella de agua. Desde su operación el médico le insistió en que debía tomar,
mínimo, ocho botellas al día—. El lingote fue sometido a varias pruebas en un
laboratorio para determinar su valor y autenticidad.
—¿Y?
—Primero les voy a dar una clase de historia…
—No me jodas —protestó Lola, pero la mirada de Lucía fue suficiente para
hacerla callar—. Venga, pues. ¿De qué se trata?
Gonzalo no dejaba de sorprenderse nunca con ese poder mágico que Lucía tenía
sobre su hija, una simple mirada de la chica hacía que la rebelde y protestona Lola se
calmara al instante. ¡Si él tuviera ese poder sobre Lola!
Hacía mucho que había descubierto, con los ojos expertos de un padre que cría
solo a su hija, que entre Lola y Lucía existía algo más que una simple amistad. Por

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eso sorprendió a ambas chicas cuando les brindó su apartamento de lujo.
La pequeña villa, ubicada en la costa Smeralda de Italia, representó para las dos
muchachas una válvula de escape a sus sentimientos. Por eso durante los últimos tres
años iban al menos cuatro veces, una visita por cada estación. Aunque todo cambió
cuando apareció Lucas en la vida de Lola, y justo como él había predestinado, su hija
quedó prendada por los encantos del chico. A Gonzalo no le parecía muy cuerdo del
todo; pero si su hija lo quería, entonces él lo adoraba, (que remedio le quedaba). El
lazo de amistad entre las chicas se estrechó mucho más gracias a la mente abierta y
sin prejuicios de Lucas.
Gonzalo abandonó sus reflexiones y se enfocó en el caso de Lucía.
—Empecemos —anunció—: el 3 de febrero de 1945 más de 900 aviones aliados
soltaron sobre la ciudad de Berlín aproximadamente 3000 toneladas de bombas.
—¡A la Ostias! Eso es un montón de explosivos —Lola no se pudo contener—.
¿Y a qué viene eso?
Gonzalo no prestó atención a la interrupción de su hija.
—Semejante cantidad de explosivos convirtió a la cuidad en un montón de ruinas.
Incluyendo el famoso Reichsbank, conocido como el Banco Nazi —por primera vez
Gonzalo les mostró algunas imágenes en la laptop. Ambas chicas se acercaron para
ver mejor. Las imágenes mostraban un monumental edificio reducido a una pila de
escombros. El abogado prosiguió—. En sus bóvedas subterráneas sobrevivieron la
mayoría de sus empleados, incluyendo a su director, el famoso Walther Funk.
Quiñones pasó a una nueva diapositiva donde aparecía el rostro del director.
—Una vez que Alemania firmó su pacto de rendición, las tropas aliadas
comenzaron los inventarios del Banco. Pero se llevaron una gran sorpresa, pues todas
las bóvedas estaban vacías. Desconcertados, procedieron a los interrogatorios, y lo
que obtuvieron no les gustó. Todo el oro alemán había sido previamente removido
hacia lugares secretos antes del inminente ataque.
—¿O sea, que todo el oro nazi desapareció? —preguntó Lucía.
—Gran parte fue descubierta, pero aún continúa desaparecía una cantidad de
lingotes de oro que en la actualidad estarían valorados en mil millones de dólares.
Gonzalo miró a su hija en espera de su exclamación. Pero quedó sorprendido al
ver que la chica no le quitaba los ojos de encima, totalmente atrapada por el hilo de la
historia.
—Un grupo de expertos en Economía y administración lograron encontrar los
registros del Banco. Esos registros son la prueba más fuerte de que existe sobre la
existencia de un botín que desapareció ante las mismas narices de los Aliados.
—¿Qué dicen esos registros? —quiso saber Lola; su alma de especialista en
Economía le despertó la curiosidad.
—Hablan de cientos de cajas numeradas y perfectamente ordenadas. Una
operación de traslado que fue montada y ejecutada magistralmente. Las cajas estaban
llenas con lingotes de oro que fueron marcados con la Cruz de Hierro y el sello del

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Banco.
—El Deustche Reichsbank —agregó Lucía.
—Correcto.
—¿Eso a dónde nos lleva?
Gonzalo se levantó de su cómodo sillón para bordear su escritorio. Apoyó un
costado de su trasero sobre el mueble, quedando parcialmente sentado. De esa
manera las chicas quedaron frente a él, aunque su mirada predominaba sobre ellas
como si fuera una especie de juez.
—Lucía, como tu abogado y consejero te tengo que advertir que estás entrando en
un terreno peligroso.
—¡No lo entiendo!
—Ok, te explico mejor. Lo primero que debes saber es que el mundo del arte
negro, ese que comercializa obras o joyas que representan épocas de miedo y terror,
es el más perseguido por los coleccionistas, y también el más peligroso —Quiñones
aplicó una de sus magistrales pausas para darle tiempo a que la joven digiriera sus
palabras—. No has querido decirme cómo llegó a tus manos ese lingote. Pero estás en
todo tu derecho de no revelarme la fuente. Lo segundo que quiero que tengas en
mente es que sepas el valor monetario e histórico del lingote.
—¿De cuánta pasta estamos hablando? —interrumpió Lola. La joven abrió su
bolso y sacó una libreta para anotar las cifras que dijera su padre.
—El lingote pesa mil gramos…
—¿A cuánto está el gramo de oro?
—No funciona así. No puedes fundir una barra de oro, y menos esta. Sería como
derretir la corona de Baviera. Aunque ese no es el punto. El lingote ya tiene precio.
—Ostias, ¿tan rápido?
—¿Cuánto vale?
—Si lo lleváramos a una subasta el precio podría duplicarse, o triplicarse. Pero
eso no te conviene —Lucía dejó escapar un suspiro, agradeció a todos los dioses
tener al padre de su mejor amiga como consejero personal—. Lo más importante es
que tú permanezcas en el anonimato. Es ahí donde aparecen los coleccionistas
privados. Y uno de ellos en específico ha puesto una oferta que deberíamos
considerar.
—Papá, ¿cuánto van a pagar por el lingote?
—Setenta mil euros.
—¡Uff, eso es mucha pasta!
Lucía no pudo asimilar el número en su cabeza. Era casi cuatro veces el salario
que ganaba en la universidad; o sea… ¡más de cuatro años de trabajo!
—Tienes varias opciones. Otra sería que donaras el lingote a un museo y…
—¡Que le den por el culo al museo! —gritó Lola mientras anotaba números en su
libreta, la joven miró a Lucía—. ¿Te imaginas cuántos zapatos te vas a comprar?
—Si no fueras mi hija te juro que a veces me dan ganas de…

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—Gonzalo, termíneme lo del museo, no le haga caso a la loca de su hija.
—Como te decía, si donas el lingote a un museo, o lo pones bajo contrato, el diez
por ciento de las entradas irán directo a tu bolsillo. De esa manera nunca te faltará un
extra, aunque eso conllevaría hacer pública la noticia. Pero con esto te convertirás en
comida para las revistas sensacionalistas. Y nunca faltarán los cazadores de tesoros
que quieran usarte como link.
Lucía palideció.
—¿Qué me utilicen como un link?
—Sí, claro. Eres el enlace perfecto. Precisamente de eso es de lo que quería
hablarte, o más bien advertirte. Si esta noticia se hace pública vas a crear una
secuencia de preguntas. ¿De dónde sacaste el lingote? ¿Habrá más? ¿Y qué tal si
sabes dónde está la ubicación exacta del resto?
Por el rostro de Lucía, Gonzalo supo que estaba haciendo las preguntas exactas.
De momento prefirió no seguir presionando. Era solo cuestión de tiempo de que la
joven le hiciera las preguntas correctas, para entonces él darle la respuesta que
deseaba.
Como todo un profesional en su carrera, no se equivocó en su juicio.
—¿Qué usted me aconseja?
—Eso depende; pero si tuvieras acceso al resto del botín —Lucía fue a decir algo
pero tras analizarlo un segundo prefirió callarse—, lo mejor sería que vendas el
lingote a un coleccionista privado. Este cliente que ya se comunicó conmigo, es de
esas personas que disfrutará el tener esa pieza de arte en su colección personal, para
mostrársela a sus amigos y alardear de ello. A ese tipo de personas no les gusta hacer
sus negocios públicos, por lo que mantendría tu secreto el tiempo suficiente para que
logres administrar bien tu dinero y decidas con calma cuál es el siguiente paso que
quieres dar.
Lucía tardó unos largos minutos en tomar una decisión.
Mientras tanto, Gonzalo prosiguió llenando unos cuantos papeles para cerrar las
transacciones y el contrato.
—¿Y entonces?
—Sí, dígale al coleccionista que le vendo el lingote.
—Perfecto, procedamos a hacer el papeleo.
—¿Puedo hacerle una pregunta?
—No faltaría más cariño, lo que sea.
—¿Quién es el comprador?
—Eso es confidencial. Por eso se llama coleccionista privado. Ni yo mismo sé
quién es: su abogado se puso en contacto conmigo y me hizo la oferta.
—¿Pero, cómo lo supo?
—Muy fácil. Ese tipo de personas gastan millones al año solo para mantener a sus
informantes. Así, cuando alguien se entera de algo, el primer número de la lista es el
de ellos. De seguro algún empleado del laboratorio se fue de lenguas.

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—Oh, no me sospechaba que existiera un mundo tan complejo dedicado a las
obras de arte.
—¡Ni te imaginas!
Sin más preguntas, Lucía prestó toda su atención a Lola. Esta comenzó a ayudarla
a llenar hoja por hoja, aclarándole las preguntas del contrato; mientras tanto,
Gonzalo, desde un rincón, sintió un estremecimiento en su cuerpo de solo imaginar
en lo que se estaba metiendo.
Dejó escapar un suspiro y miró con cariño paternal a ambas chicas.
No hacía falta una bola mágica para saber que la muchacha había encontrado algo
durante su viaje a Cuba…, algo que les cambiaría la vida a todos. Para bien, eso
esperaba. Como todo viejo diablo experimentado en el mundo de las leyes, estaba
consciente que desde el momento en que la noticia se esparciera, Lucía perdería para
siempre su anonimato, se convertiría en una figura pública con amplias posibilidades
de tener una diana dibujada en su cabeza.
Pero él, Gonzalo de Quiñones, haría lo posible y lo imposible para proteger a la
mejor amiga de su hija. Aunque le costara su carrera.

***
Dos días después…

—¿Sí?
—Hola, soy yo.
—¿Quién es yo?
—Cómo te gusta ser gilipollas, cabrón.
El Nava lanzó una carcajada a través de la línea.
—No cambias. ¿Qué has hecho?
—Sigo preocupada por mis bragas, son mis favoritas.
—Pues ven a buscarlas cuando quieras, con mucho gusto te las devuelvo, incluso
te las pongo… y te las quito.
Lucía sintió cómo comenzaba a excitarse. A veces le parecía imposible que tras
solo cuatro palabras del mulato a través de un celular, profesara aquella reacción en
su cuerpo.
Desde que se fue de Cuba no pasaba un día en que no llamara a su mulato… a
pesar del precio de las llamadas. En solo una semana descubrió que llamar a Cuba era
más caro que llamar a China. Esto, sin dudas, convertía a Cuba en el país más caro
para comunicarse. Pero los comunistas siempre eran así. Trataban de sacarle dinero a
las necesidades más básicas.
—Sí estas parado, pues siéntate.
—Ya.
—Pues ahora deberías acostarte. ¡Vendí la estatua!
—Sí, ¿en cuánto?

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—Setenta dólares.
Se hizo un silencio en la llamada. Lucía hubiera querido pagar por ver el rostro
del Nava.
Cuando aún estaba en Cuba, habían establecido una serie de códigos para
trasmitir el valor aproximado del lingote. Sus cálculos iniciales, por pura apreciación,
superaban de entrada los mil euros, pero los acontecimientos habían demostrado cuán
lejos estuvo de la verdad.
Consciente de que todas las llamadas desde el extranjero a Cuba eran escuchadas
por el Gobierno cubano, lo mejor era hablar en códigos. Así llegaron a un acuerdo.
Uno significaba mil, pero la respuesta que le dio al Nava no estaba en los pronósticos.
—Eh, ¿sigues ahí?
—Repíteme el número.
—Setenta… siete cero… ¿lo escuchaste bien?
—No está mal…, no está nada mal —Lucía contuvo la risa, podía imaginarse al
Nava dando saltos de alegría, y a Mario hasta le daría un infarto—. Con eso ha de
alcanzar al menos para comprarse unos zapatos.
—Sí, pero bien baratos.
Ambos mezclaron una carcajada a través de la línea telefónica.
—Ahora, cambiando de tema —en la voz del Nava asomó un ligero tono de
preocupación—. ¿Cuándo crees que puedas venir?
—En cuanto me depositen el dinero en mi cuenta de banco y termine el semestre
de la escuela. ¿Por qué lo preguntas? ¿Pasa algo?
—Bueno, no es nada realmente grave; pero el abuelo Manuel ha hecho mucha
insistencia.
—¡Joder, ¿qué le pasa al abuelo?!
—No estamos seguros aún. Según un médico de la familia parece que tiene
alguna enfermedad medio rara, algo relacionado con las defensas bajas… A la verdad
yo no entendí muy bien. Pero ya sabes cómo son los viejos. Poco le faltó para
pedirme de rodillas que vinieras cuanto antes.
—¡Joder, joder, joder! Si es así, salgo dentro de dos semanas. Aunque antes
necesito hacer unos últimos arreglos.
—Ok, cuelga ya, que esta llamada te va a costar mucho.
Lucía sabía que el Nava jamás podría permitirse el lujo de llamarla desde Cuba, a
menos que fuera una emergencia. Comprar una tarjeta para llamar a un país en el
extranjero y hablar unos cinco minutos, costaba más de la mitad de un salario básico
en la isla. De ahí que los cubanos siempre estuvieran preocupados por la duración de
las llamadas desde el extranjero.
—No jodas, tío, ahora soy una chica con dinero.
Escuchó a través del celular la sonrisa del mulato.
—Muy bien, le diré a Mario que estás pagando estas llamadas con su parte del
dinero.

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—¡Ostias, no! Mejor lo dejamos así —había llegado el momento de colgar—.
Bien, a la cuenta de tres colgamos. Te quiero.
—Te quiero… coger por atrás, por delante, en la cama, en el piso…
—Uff, me has puesto cachonda, cabrón. Allá vamos: uno…
—Dos…
—Tres… —Lucía esperó el sonido característico, pero no llegó—. ¿Estás ahí?
—Lucía, cuelga…
—No puedo, cuelga tú.
—¡Por Dios! Bien, te quiero… voy a colgar.
—Te quiero…
Lucía escuchó el sonido de la línea al caerse.
—¡Hola! ¿Hola? ¡Qué gilipollas, me colgó el muy cabrón!

***

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Capítulo 113
Se avecina una tormenta
Aún no lo podía creer, y no solo eso, también le temblaban las manos por la emoción.
Tantos años de espera por este momento. Nikita dejó escapar una leve sonrisa
triunfal…, en realidad fue un simple gesto con la comisura de sus labios, pero bastaba
esa simple expresión para poner a sus guardaespaldas de buen humor.
Si el jefe estaba contento, lo demás no importaba.
Nikita caminó hasta el centro de la habitación donde había una mesa con una
maleta metálica de color plateado. La maleta estaba abierta y mostraba su contenido.
—¿Y entonces? —preguntó el excoronel.
El experto en reliquias históricas asintió con la cabeza. Se trataba de un hombre
diminuto que portaba dos gigantescos lentes a modo de espejuelos.
—Es auténtica, señor —confirmó una vez más el experto mientras sacaba de
adentro de la maleta el lingote de oro—; se trata de una de las barras desaparecidas
durante el traslado del botín. Pero para confirmarlo sin lugar a dudas, permítame solo
un segundo.
Incluso así, como si el examen visual no fuera suficiente, el experto escaneó la
barra y pasó la imagen a su laptop. Luego superpuso la imagen sobre un sello que
mostraba la insignia del banco nazi.
—¿Y?
—Yo podría equivocarme, (al hacer un simple examen visual) pero la imagen
digitalizada coincide con el sello original al cien por ciento —el experto se irguió con
aspecto triunfal—. ¡Felicidades, señor! Acaba de encontrar uno de los lingotes
desaparecidos del banco de Walther Funk.
—Perfecto.
Nikita no podía creer en su buena suerte. Aunque sus planes anteriores no
salieron tal como esperaba, no fueron un desastre del todo. Acababa de confirmar lo
que necesitaba. A pesar de que aún quedaban demasiados eslabones sueltos en la
cadena, estaba seguro que de a poco todo iría encajando. El lingote de oro era la
prueba de la existencia del convoy de submarinos que desapareció en 1944; pero,
¿cómo semejante joya fue a parar a las manos de una chica inexperta?
¿Cómo pudo suceder eso?
Para localizar el tesoro, o lo más importante, el resto de los submarinos, envió
como primera opción a un comando de mercenarios entrenados en el arte de matar.
Su misión era capturar al último sobreviviente del convoy, pero solo uno regresó con
vida.
Ahora aparecía esa joven con la prueba que necesitaba.
—¿Qué demonios pasó en Cuba? —murmuró.
De todos los intentos por capturar al Shadowboy, solo algo le quedó en claro: el

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tesoro existía y estaba siendo protegido por el viejo espía. Esta realidad solo le dejaba
una opción, y cuanto antes la ejecutara, mejor.
Volver a intentarlo.
Mientras elaboraba sus planes, llegó a una conclusión bien simple: el eslabón
perdido podría ser la chica. También le quedaba algo muy claro: esta vez no volvería
a confiar en sus camaradas cubanos. Como les hizo perder unos cuantos hombres y
les negó toda explicación del hecho, lo mejor sería cambiar de táctica.
El experto en arte le entregó el pesado lingote.
—Pesa bastante.
—Exactamente mil gramos señor, 2.2 libras de oro sólido.
—Mmm, qué interesante.
Uno de sus guardaespaldas se acercó y le murmuro al oído.
—¿Cómo? —preguntó interesado.
—La joven que nos encargó que vigiláramos, acaba de confirmar un vuelo hacia
Cuba dentro de dos semanas.
—¿Pero qué diablos está pasando? ¿Dio algún motivo?
—Aparentemente, su abuelo está enfermo.
Entonces no había tiempo que perder. Esta vez no repetiría los mismos errores, y
mucho menos subestimaría a Heldrich.
—Llama a Giovanni —le ordenó a su guardia—, dile que se reúna con el resto de
mi grupo en la sala de entrenamiento.
Nikita bien sabía que en la primera oportunidad que tuviera, el mercenario
escaparía sin dejar rastros. Pero ya él había anticipado ese movimiento. En caso de
que Giovanni se negara a cooperar…; bueno, en fin, había muchas maneras de
persuadir a un hombre. Por otro lado, quedaba la cuestión de Heldrich. Para resolver
ese otro dilema, en esta ocasión él dirigiría personalmente la operación.

***
La sala de reuniones, o el War-room, como muchos la llamaban, ya estaba repleta
del personal estratégico cuando entró el general Julio Sandoval. Como siempre este
iba acompañado de su guardaespaldas y su hijo Antonio.
El War-room era una sala destinada a reuniones de máxima importancia. Solo
tenían acceso a ella el grupo más cercano al general, y aun así, la sala era chequeada
dos veces al día en busca de micrófonos. Con paredes cubiertas por monitores y
enormes consolas conectadas a teclados inalámbricos de última tecnología, la sala
estaba ubicada a más de diez metros bajo tierra, en el búnker personal del general.
En el centro de la habitación había una mesa con capacidad para catorce personas.
Solían llamarla La mesa del rey Arturo…, aunque no era precisamente redonda.
Cuando el general entró, todos se levantaron como impulsados por resortes e
hicieron un saludo militar. Él les indicó con un simple gesto de la cabeza que

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volvieran a tomar asiento. Después hizo lo mismo.
Antes de comenzar la reunión, esperó como siempre a que le trajeran su taza de
café. Una costumbre que todos los presentes respetaban como una especie de ritual
sagrado. La anciana que entró arrastrando un carrito de bebidas y jugos era la única
persona dentro de la sala que no tenía un grado militar. Aun así, era de máxima
confianza. Cada uno de los presentes agarró algo del carrito y esperaron
pacientemente a que le sirvieran el café al general. Solo cuando la sirvienta cerró la
puerta fue que se dio inicio a la reunión.

***
Junto a la mesa estaba reunida la elite de la inteligencia militar del país, hombres
y mujeres que movía los hilos que controlaban el destino de millones de personas.
Los Titiriteros.
—Como todos saben, estamos ante un caso de máxima prioridad militar —
comenzó a decir Antonio a la vez que ordenaba a uno de sus colegas que repartiera
una serie de carpetas entre los presentes—. En el interior encontrarán las fotos de
nuestro objetivo.
—¿Este es el hombre que dicen eliminó a Shangó? —preguntó Luis, uno de los
analistas económicos y segundo al mando después de Shangó. Él sería quién ocuparía
el cargo—. A mí no me parece tan fiero. ¡Por Dios, si es un anciano!
Sandoval levantó una ceja inquisidora pero prefirió no decir nada. Al general no
le gustaban los chistes de ancianos. Las fotos de Manuel fueron pasando de mano en
mano. Sandoval observó que al final de la mesa se encontraba Esteban Ramírez.
Ramírez acababa de perder a su hijo —según por la poca información que
disponían, al parecer fue asesinado—, por lo que era el más interesado en que se
aclarara todo en cuestión. Sin dudas, el coronel estaba sediento de sangre, y Sandoval
no lo culpaba. Lo entendía perfectamente. Ramírez había sufrido un ataque directo a
su clan: eso no podía quedar impune.
—Primeramente, ¿quién es nuestro objetivo? —quiso saber Elena, mayor de las
fuerzas navales y única mujer en la mesa.
Elena, según sus colegas, tenía más cojones que cualquier hombre. Una sola
mirada de la mujer hacía que sus subordinados temblaran de pies a cabeza. En
especial los jóvenes cadetes. Como todos sabían, la mayor era adicta al sexo con sus
subordinados, jóvenes que cursaban el servicio militar y que se la “templaban” tan
solo por obtener un pase de fin de semana, o sea, Elena tenía para envidia de muchos
de los presentes, un harén de hombres a su disposición.
—No lo sabemos —le respondió Antonio—. Pero todo parece indicar que este
hombre asesinó a cinco de nuestros oficiales.
—Entonces, ¿a qué nos estamos enfrentando? —preguntó con incredulidad Elena.
—No a qué, sino a quién —aclaró Julio Sandoval.

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Todas las cabezas voltearon a la vez para mirar al general, como si este fuera una
especie de oráculo de Delfos.
—Quiero montar el mayor operativo de espionaje que hayamos hecho hasta el
momento. Pocas veces acepto que cometo errores, pero en este caso cometí uno —
nadie en la mesa se aventuró a preguntar—. Subestimé a nuestro objetivo. Quiero que
desde hoy no se le pierda ni pie ni pisada, conviértanse en su propia sombra…, quiero
saberlo todo, ¿qué come, quiénes son sus amigos, cuáles son sus lugares favoritos…?
Todo… ¡Quiero incluso saber hasta cuántas veces va a cagar en el día! ¿Quedó claro?
—Acaso no sería mejor capturarlo y someterlo a un fuerte interrogatorio —las
cabezas voltearon hacia el otro lado de la mesa, donde Esteban Ramírez estaba
dispuesto a tomar medidas drásticas.
—No; hay que seguirlo, aclarar de una vez y por todas por qué es tan importante
nuestro hombre, ¿qué oculta que lo hace tan valioso? —Sandoval hizo una dramática
pausa para hacer hincapié en sus próximas palabras. Cuando estuvo seguro de que
todos tenían sus sentidos en estado de alerta, les dio la orden—: ¡Necesitamos saber
quién es realmente Manuel Mendoza!

***
Cuando la sala quedó despejada, permanecieron solamente Antonio y Elena
alrededor de la mesa. El hijo del general fue hasta una de las repisas y sacó una
botella de vino argelino. Una cosecha de 1990, la preferida de su padre. Sirvió tres
copas y las repartió.
Elena le guiñó un ojo a modo de gracias.
Antonio sabía que la mayor, a pesar de sus gustos pedófilos y orgiásticos, sentía
cierta atracción por él. Los tres permanecieron durante varios minutos sumidos en el
éxtasis que les provocaba aquel vino dulzón al paladar.
—¿De veras es tan importante saber quién es Manuel Mendoza? —preguntó
Elena. Como siempre, la mujer sabía hacer las preguntas correctas. Y en esta ocasión
estaba segura de que toda la historia no fue contada.
—Realmente no —le aclaró Sandoval—, pero eso pondrá en alerta a los
muchachos. Será como darle el aroma al sabueso y ordenarle que siga la pista. No
quieres atrapar al zorro, sino encontrar su madriguera.
—No lo entiendo. Al parecer nuestro objetivo está bien entrenado en el arte del
espionaje. No será muy fácil sorprenderlo. Además, ¿qué puede ocultar que sea
realmente importante?
—Eso mismo pensé yo… —dijo Antonio.
—Pues ambos se equivocan —una vez más Sandoval demostró ser la mente
maestra oculta entre las sombras—, nada de esto hubiera llegado al límite de no haber
sido por mi camarada ruso. El muy imbécil me pagó una fortuna por dejar que sus
muchachos entraran en el país. Yo solamente le debía proporcionar un guía.

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—¿Por el dinero entonces?
—No, al principio pensé que debía de tratarse de algún viejo espía renegado que
huyó cuando las tropas aliadas rodearon a Berlín —Sandoval se dio un trago y aclaró
su garganta, después miró fijamente a sus oyentes—. Llegué a pensar incluso que
quizás se tratara de alguna deuda pendiente, algún acto de venganza. Ya saben cómo
son los rusos, esos tienen una larga memoria para guardar rencor. La verdad es que no
confié mucho en el sistema de reconocimiento digital.
Sandoval estaba disfrutando con los rostros de sus oyentes. Ambos ya estaban
desesperados por saber las conclusiones.
—¿Y entonces?
—La respuesta está en el personal que mandaron tras el viejo. Nikita envió a
cinco mercenarios, cinco asesinos perfectamente entrenados; hasta donde sabemos
ninguno regresó. De igual manera nosotros perdimos a cinco de nuestros muchachos
—Sandoval hizo otra pausa, como si esperara ser interrumpido. Decepcionado,
prosiguió—. ¿No lo entienden? Quien haya sido Manuel Mendoza, no es un simple
espía. En la lista negra que me proporcionó el KGB aparecía su foto y su nombre
clave: Shadowboy…, pero no decían por qué lo buscaban ni qué hizo que le ganó
tanta fama. Desgraciadamente, carecemos de esa información.
—Pues eso solo nos conduce a un callejón sin salida —murmuró para sí mismo
Antonio.
—Si hubieran querido capturarlo a como sea, le habrían pegado un tiro y punto —
como siempre, Elena veía más allá que Antonio. Lástima que no fuera su hija, pensó
Sandoval—. Y no obstante, trataron de llevárselo como a un bebé. Eso solo significa
una cosa.
—Lo necesitan vivo.
—¿Y por qué tanto dinero y riesgo solo para sacar a un viejo espía sin causarle un
rasguño?
—Porque oculta algo, o sabe dónde está ese algo…
—Exacto, muchacho —sonrió Sandoval, por fin orgulloso de la conjetura de su
hijo. Alzó su copa y saludó a ambos en señal de triunfo—. Ese algo es lo que
necesitamos encontrar.

***
Gerardo deslizó las manos por debajo de los hombros de Isabel y la empujó hacia
él, sintiendo cómo iba enterrándose dentro de ella… poco a poco, centímetro a
centímetro…, cada vez más profundo, más húmedo y más placentero. Ella se retorció
de goce mientras enlazaba sus piernas contra sus caderas.
—¡Ah, Dios! —comenzó a gemir Isabel.
Él conocía bien esa expresión, era la que ella usaba cuando estaba a punto de
lograr el orgasmo. Para que ambos alcanzaran el clímax a la vez, se apresuró y movió

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más rápido sus caderas, haciendo que Isabel explotara; como una lata de Coca
Cola…
Dos días atrás, cuando terminaron de hacer el amor, Gerardo le preguntó cómo
ella describiría uno de sus orgasmos.
—Sencillo —le explicó Isabel con una risa coqueta—: bate una lata de Coca Cola
por un minuto, luego ábrela apuntándola hacia ti…
—No me imagino que sea algo muy placentero el recibir un chorro de refresco
con gas en la cara.
—No, no lo es; pero pregúntale a la lata lo bien que se debe de sentir.
Gerardo estuvo riéndose toda la noche. Por eso en aquel momento, mientras ella
gemía y le mordía los hombros alcanzando su clímax, él le murmuró al oído:
—¿Te sientes como una lata de Coca Cola?
—Mucho mejor —murmuró ella ya sin fuerzas.
Siempre que Isabel tenía un orgasmo le pasaba lo mismo. Se quedaba con tan
poco vigor que apenas podía articular palabras. Gerardo se apartó de encima y se
recostó a su lado.
—Mmm, no me gusta que salgas de mí —gimió ella molesta, pero sin perder
oportunidad se sentó a horcajadas sobre él. Así descansó su cabeza sobre su pecho.
—Bueno, dame un descanso, que eso no es de pilas.
Ambos se estremecieron de la risa. Aunque solo bastaron unos segundos de
silencio para que sus mentes se abstraerse en sus pensamientos.
—¿Qué vamos a hacer?
No era el momento más idóneo para retomar la conversación de siempre. Y
mucho menos si estaba volviendo a excitarse. Pero si no la hacían ahora, durante el
día no tendrían oportunidad. Aún continuaban viéndose a escondidas por temor a los
agentes de la seguridad, quienes prolongaban el seguimiento a Gerardo… a todas
partes.
—No lo sé, pero nada me va a separar de ti y de Isabela.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo, te lo juro y hasta te lo firmo si me lo pides.
—No hace falta, solo demuéstramelo.
—¿Cómo?
—Que tal haciéndome sentir como una, mmm… —ella le sonrió con la cara de
una niña traviesa— no sé, quizás como una Coca Cola.
Continuaron haciendo el amor en un juego de placer constante, pero Gerardo no
dejó de experimentar esa rara sensación de que cada segundo era sumamente valioso.
Podía sentirlo en su piel, no tenía las palabras exactas, pero el presentimiento cada
vez era más fuerte… Se sentía como un viejo pescador en alta mar que olfatea el aire,
a sabiendas de que se avecina una peligrosa tormenta.
Junto a Manuel, uno de los mejores y más entrenados espías del mundo, podría
enfrentarse a cualquier enemigo; pero no era estúpido, y mucho menos pretendía

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engañarse. Se iban a enfrentar a personas muy, muy poderosas.
Su análisis y conclusión final fue que solo le quedaba una opción: prepararse para
ese futuro inmediato sin dejar de vivir el presente.

***

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Epílogo

Esteban Ramírez abrió los ojos, pero su vista no le sirvió de mucho. Solo veía
sombras y le llegó un ruido de pasos lejanos.
Al cabo de unos minutos la neblina que cubría sus ojos comenzó a despejarse.
—¿Qué… qué mierda pasó? —murmuró.
La cabeza le pesaba una tonelada, y tenía que balancearla hacia los lados para
poder mantenerla en una posición. También detectó un gusto amargo en su boca,
como si hubiera masticado algún medicamento.
¡Me han drogado!
En cuanto analizó que estaba en una situación de peligro, todos sus sentidos se
pusieron en alerta, y su mente se aclaró de inmediato.
—¡Hijo de puta! —gritó.
No lo podía creer. Con desesperación miró todo a su alrededor. Intentaba buscarle
una respuesta lógica a lo que estaba pasando. ¡Nadie en su sano juicio se atrevería a
secuestrar a un coronel de las Fuerzas Armadas! Pero se sorprendió más aún al
descubrir que estaba amordazado a una silla especial de hierro, ¡completamente
desnudo! Pudo sentir cómo su cuello se ponía cada vez más tenso por la ira y la
humillación. Frente a él se encontraba Manuel Mendoza, ya no le cabían dudas…
aquel psicópata era el asesino de su hijo.
Una segunda mirada, con la mente más despejada, le bastó para comprender que
el peligro era peor de lo que se imaginó. Se encontraba en una habitación, aunque
más bien era una especie de cabaña, con resistentes paredes de bloques y al menos
cinco rondanas colgaban del techo. ¿Para qué serían?
Por mucho que intentó buscarle una explicación lógica al significado de las
rondanas, no tuvo la menor idea.
Miró a Manuel.
Por primera vez sus ojos se encontraron…, fue entonces cuando Esteban intuyó
que muy pronto descubriría para qué eran las rondanas.

***
Mendoza estaba parado frente a una mesa con varios instrumentos en sus manos.
Ramírez reconoció unos clavos de acero inoxidable, como los que se usan en pesadas
vigas de madera.
—¿Qué mierda crees que vas a hacer?
Manuel mojó una mota de algodón en un pequeño recipiente de acero inoxidable
que tenía a su lado. Comenzó a limpiar uno de los enormes clavos. El olor del alcohol
le llegó a Ramírez como una bofetada.
¡Este imbécil no está jugando!, comenzó a reconocer el peligro.

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—¿Mataste a mi hijo?
Manuel lo miró una vez más, pero de igual manera se contuvo de responderle.
—¡Respóndeme…! ¡Respóndeme…! —le gritó.
—No, no fui yo.
Ramírez no se esperaba aquella respuesta.
—¿Entonces, quién lo hizo?
—Deberías haberle preguntado a tu propia gente.
—No entiendo.
Manuel terminó de limpiar el clavo y tomó otro. Con igual parsimonia humedeció
la esponja en el alcohol y procedió a pasársela desde la punta hasta la cabeza plana.
—A tu hijo lo mató uno de los mercenarios que Julio Sandoval permitió que
entraran a este país.
Ramírez palideció, no solo por encontrar la respuesta al enigma de la muerte de
Duanys, sino por cuanto Manuel sabía de lo ocurrido. Por primera vez desde que
recobró la conciencia empezó a temer por su propia vida. Hasta el momento no le
había cruzado por la mente para qué eran los clavos.
—Escúchame atentamente: estás embarrado de mierda hasta el cuello, estoy
seguro que no tienes la más puta idea de quién soy.
Manuel sonrió con desprecio.
—A todos ustedes les imparten las mismas clases. Eso mismo fue lo que me dijo
Shangó, casualmente en esa misma silla —el anciano clavó su mirada en las rodillas
de Ramírez—; creo que es mejor que empecemos desde el principio. No sé quién
eres, ni me interesa, solo tienes que recordar una cosa: las respuestas me las darás a
mí…, pero las preguntas no las haré yo.
Aquello intrigó a Esteban.
¿Significaba que Manuel trabajaba con alguien más? Debía de ser eso. ¿Acaso
aquel maniático pensaba jugar al policía bueno y el policía malo?
—Bien, solo por esta ocasión yo haré la primera pregunta: ¿sabes quién soy yo?
—Un maldito psicópata.
—Esteban, no estamos empezando bien, pero espero corregir muy pronto ese
pequeño detalle. Simplemente piensa en la pregunta. Una vez más: ¿sabes quién soy
yo?
—¡Un… maldito… psicópata…!
—Mmm, ya, aparte de eso, ¿tienes idea de quién realmente soy yo?
—No, no tengo una maldita idea de quién eres tú.
—Muy bien, yo te creo, todo lo que me digas yo te lo creo —Manuel miró un
reloj que había sobre la mesa, junto a los clavos y un… martillo. Hasta el momento
Ramírez no se había fijado en el martillo—. Cada una de nuestras sesiones durará
diez minutos. Al finalizar ese tiempo vendrá mi amigo y te hará las preguntas que él
desee.
—¿Tu amigo?

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—Sí, desgraciadamente para ti, a él no le gustan las mentiras.
El reloj sonó. Los minutos de la primera sesión habían terminado.

***

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Nota del autor

Estimado lector, espero que haya disfrutado de la novela, tanto como para dejarme
una reseña en Amazon. De ser este el caso, envíemela en un correo a la dirección
electrónica: adrian.henriquezescritor@gmail.com y yo le responderé
personalmente…, e incluso hasta podría adelantarle el primer capítulo de la segunda
entrega.

***
Amigo lector, ante las posibles dudas que puedan surgirle, no dude en
contactarme, ya que esta novela es una obra de ficción, y la mayoría de los personajes
que en ella aparecen son parte de mi imaginación. Cualquier semejanza con la vida
real… es porque son reales (solo cambié los nombres, pero que ese secreto quede
entre nosotros).
También son reales las historias narradas, como fueron los casos de los dos
submarinos alemanes aparecidos en el Mar del Plata en 1945, los misterios que aún
quedan bajos las turbias aguas del lago Toplitz, o el robo de la Cámara de Ámbar.
La ficción se mezcla con la realidad; por eso, amigo lector, si quiere saber más
detalles no dude en escribirme.

***
Espero que haya disfrutado con la lectura y, desde ya, esté dispuesto para otro
intento de capturar al Shadowboy.
Un abrazo.

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Agradecimientos

Esta novela no podría haber sido posible sin la ayuda de varias personas que no
aparecen en la portada. El Shadowboy, una vez terminada, pasó por las críticas de
amigos como Yurelvis Fermín, Willian Portal, mi papá Jorge y mi amigo Rodolfo
(este último por ayudarme a cambiar los capítulos). A todos, gracias por creer en este
proyecto.
Mi hermano Ariel se convirtió en mi primer fan… A mis hermanas Emily y
Melissa, por ser mis primeras seguidoras en Twitter. A mi familia, por su apoyo
indispensable y en especial a mi mamá Silvia y su esposo Carlos. También a mi
prima Taimí y su esposo Pepe, por las fotos de la contraportada. Al profesor Alberto
Rodríguez Copa, por su excelente trabajo de corrección en cada una de las páginas.
Y por último, al escritor y amigo Maykel Casabuena, por los meses y meses de
trabajo, por las tantas horas dedicadas al montaje de mi rompecabezas, sin él, la
novela que ahora sostienen en sus manos no habría sido posible.
A toda esta lista de amigos y hermanos, ¡gracias de corazón!

***
Este libro está dedicado a mi esposa Leanys (Lea).
Lea no solo fue mi mayor ayuda, sino que me obligó, (literalmente) a escribir esta
novela. Gracias por enviarme para el cuarto, prepararme el termo de café y exigirme
que superara las mil palabras…
Gracias, mi Chiquitica.

***
Y a usted, amigo lector, gracias por llegar al final. Lo espero en la siguiente
cacería, donde nunca queda muy claro quién es la presa y quién el cazador.
A todos, simplemente mil gracias por creer en mí.

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ADRIÁN HENRÍQUEZ (Villa Clara, Cuba, 1987) graduado de la escuela de arte
Manuel Ascunce Domenech en la especialidad de teatro, dedicó sus primeros años de
graduado a desempeñarse como actor, director y guionista de diferentes proyectos y
obras teatrales. En el 2009 ante la irresistible situación económica y política de su
país, escapa de Cuba por México, pidiendo asilo político en los Estados Unidos.
Como todo nuevo emigrante ha trabajado en múltiples oficios, desde cocinero en un
Mcdonald’s, cargador de maletas, vendedor de pasajes en una compañía de ómnibus,
limpiador de cine a estibador de computadoras Dell, nada de los cual lo ha alejado de
su pasión, los libros y escribir.
Aficionado a todo tipo de Artes Marciales, y adicto a las peleas de la UFC, reside con
su esposa en Nashville, Tennessee.
En el 2015 finaliza su primera novela, A la captura del Shadowboy, un relato que
sumerge a los lectores en una aventura de espías, acción, sexo y un trasfondo
histórico que ha cautivado a todos sus lectores…

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