A La Captura Del Shadowboy - Adrian Henriquez
A La Captura Del Shadowboy - Adrian Henriquez
A La Captura Del Shadowboy - Adrian Henriquez
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seductivos… (…) a Gerardo, un talentoso capitán de la policía cubana que
sueña con involucrarse en algún caso de alcance internacional, le ordenan
seguir de cerca a la chica… en lo que debía a ser una simple misión de
seguimiento pronto se mezclan las pasiones, los celos y la ira de uno de sus
subordinados… (…) los Gemelos, jóvenes que sobreviven bajo las leyes de
una selva de asfalto, reciben a su prima española, y junto al Nava, su
inseparable amigo, se ven involucrados de repente en una historia sepultada
en el tiempo…, sin detenerse a medir las consecuencias los cuatro jóvenes
se lanzan en la búsqueda de lo que podría ser el descubrimiento del siglo…
(…) Un búnker nazi en las profundidades de una montaña; un arsenal en
perfecto estado de conservación; túneles que conectan desde el mar…, y…
el encuentro de uno de aquellos submarinos perdidos, con toda su carga…
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Adrián Henríquez
ePub r1.0
Titivillus 20.02.2018
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Título original: A la captura del Shadowboy
Adrián Henríquez, 2016
Diseño de cubierta: Ernesto Valdes
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Para Lea.
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“Lo único que llegó a asustarme durante la guerra fue el peligro de los
submarinos alemanes…”
Sir Winston Churchill.
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El origen de una leyenda
Y la carnicería comenzó…
Como una ola de karma, todo el odio, dolor y sufrimiento que el ejército alemán
sembró durante sus sangrientas conquistas a todo lo largo de Europa, le regresó
triplicado. Pero los errores de sus líderes, como siempre ocurre, terminó pagándolos
el pueblo.
En la primavera de abril de 1945, el Ejército Rojo entró en Berlín.
Los soviéticos, apoyados por las tropas aliadas, comenzaron uno de los actos de
guerra más crueles y mejor camuflados de la historia…; “quienes conquistan cuentan
la historia, y el vencedor siempre hará lo que le plazca con el pueblo vencido”.
Valiéndose del poder que les brindaba ser los vencedores, los rusos impusieron una
de las leyes más antiguas de la guerra.
Como perros rabiosos, poseídos por una sed insaciable de venganza, los
soviéticos violaron a miles y miles de niñas y mujeres, obligando a sus padres y
esposos a mirar, para luego asesinarlos. ¿La intención…? Embarazarlas…, así, los
alemanes nunca más intentarían separar las razas.
***
Por su parte, americanos y británicos no se quedaron de manos cruzadas, también
estos se unieron al saqueo. Aunque muy pronto Gran Bretaña y Estados Unidos
hicieron varios tratados de comercio donde intentaron restablecer los negocios con la
Alemania vencida.
Pero el Ejército Rojo tenía otros planes para los vencidos, de ahí la presión
ejercida por Stalin para conquistar Alemania y anexarla a la Unión Soviética. La
principal intención del dictador era hacerse con las reservas de uranio del Tercer
Reich, de esta manera sus proyectos nucleares tendrían la materia prima necesaria
para llevarse a cabo.
Así, el resto de los Aliados comprendió que la conquista de Alemania se trataba
de repartirse el botín lo más rápido posible.
Los rusos se autonombraron dueños de las fábricas más importantes de
producción armamentista y laboratorios de última generación, incluyendo varias
flotas de aviones bombarderos con diseños nunca antes vistos y que, por suerte,
nunca llegaron a salir de sus hangares.
Mientras tanto, los americanos cambiaron su táctica, prefiriendo obtener
conocimiento a poder material; así, ante los mismos ojos de los rusos, trasladaron a
Washington —en una misión relámpago— todo un arsenal de misiles alemanes tipo
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V2. Los ingenieros americanos desmantelaron los misiles y los sometieron a
rigurosos experimentos, estudiando su diseño y alcance. Los resultados demostraron
que los alemanes desarrollaron un cohete que cambiaría la historia del mundo, capaz
de alcanzar los 320 km de distancia.
Si sus diseñadores ampliaban los modelos y estos caían en manos de los rusos, los
americanos y británicos estarían en total desventaja.
Para cuando el servicio de inteligencia americano avistó la magnitud de tener bajo
su control a estos científicos alemanes, ya los rusos habían trasladado algunas
docenas de ellos hacia campos de concentración. Allí eran torturados hasta ser
doblegados, con el único fin de que trabajaran bajo las órdenes de los comunistas.
Los americanos comprendieron que muy pronto tendrían que tomar cartas en el
asunto. De esa manera, a finales de 1945, fue montada la operación de espionaje y
traslado más grande que los servicios de inteligencia americanos hubieran hecho
hasta el momento… (Y hasta la actualidad).
La operación fue llamada, “Overcast”, posteriormente su nombre cambiaría por el
simple código de “PaperClip”.
Allen Dulles, abogado del Preston Bush, se convertiría en el cerebro de la
operación, logrando en tiempo récord el traslado de más de 700 científicos en
compañía de sus familiares. Dulles no solo trasladó a científicos y altos miembros del
gobierno nazi, sino también una serie de archivos secretos de la SS y la
Kriegsmarine, (Marina de Guerra alemana).
Al iniciar los estudios e interrogatorios, los analistas americanos empezaron a
descubrir extrañas irregularidades en los archivos de la Kriegsmarine, donde
aparecían submarinos de última generación con sus números alterados, como fue el
caso del U-734. Este número de identificación pertenecía realmente a otro submarino
que fue hundido a principios de febrero 1944.
El caso se repitió con el U-910, y el U-920, números correspondientes en realidad
a dos viejos submarinos que permanecían en reparaciones.
Poco a poco los números fueron aumentando hasta llegar a la escalofriante cifra
de 120 submarinos desaparecidos. Los analistas sabían lo competente que era el
ejército alemán, más aún los oficiales de la marina, así que no se trataba de un simple
error.
Tras la evidencia encontrada, los oficiales alemanes que habían sido trasladados a
los Estados Unidos, fueron sometidos a un “durísimo interrogatorio”. Las respuestas
que arrancaron de los oficiales tuvieron que ser compartidas, o al menos una parte de
ellas, con los países aliados, incluyendo a los soviéticos, con el fin de facilitar un
intercambio de información. Uno de los oficiales interrogados, quien a la vez era
procesado por crímenes de guerra, logró negociar un tratado de inmunidad a cambio
de la valiosísima información que brindó.
Según este oficial, a finales de 1944, tras el desembarco de Normandía y las
continuas victorias de los Aliados, los altos mandos del poder hitleriano dieron por
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perdida la guerra, Hitler ordenó activar el plan de escape, o el llamado “Neuberlin”,
(Nuevo Berlín). El plan consistía en cargar 100 submarinos, (equipados de una
tecnología aún desconocida para el mundo) con todas las riquezas que había ido
acumulando el gobierno alemán a lo largo de su campaña. Semejante botín permitiría
al Tercer Reich volver a preparar un ejército mayor que el anterior.
La flota partió a finales de 1944 con rumbo desconocido. Con ella desaparecieron
importantes oficiales alemanes que los Aliados habían declarado “desaparecidos en
combate”.
En cierta ocasión, durante uno de los discursos del almirante Doenitz, este
declaró: La flota alemana de submarinos está orgullosa de haber construido para el
Führer, en otra parte del mundo, un Shangri-La, una fortaleza inexpugnable.
Sin dudas, Doenitz se refería a algún tipo de base militar.
También el Almirante fue capturado y sometido a interrogatorios. Pero sin éxito
alguno.
El mismo oficial que propició la información, declaró además que fueron creadas
varias bases “inexpugnables” en diferentes lugares del mundo. Él solo tenía
conocimiento e información de materiales y abastecimientos que fueron trasladados
hacia dos puntos desconocidos. Uno en la Antártida, el otro en algún país de
Sudamérica.
Toda la historia se volvió más siniestra tras la muerte de Hitler en 1945.
El cuerpo del dictador más temido de todos los tiempos jamás fue encontrado, y
los analistas británicos y americanos tuvieron que conformarse con los testimonios y
“pruebas” presentadas por la NKVD soviética. Quienes juraron haber encontrado y
desaparecido el cuerpo del líder nazi.
Qué tesoros trasladaba esa flota, y hacia dónde los llevó…, se convirtieron en dos
de los más grandes misterios que el tiempo se encargó de arrastrar hasta los días de
hoy…
***
En 1948, cerca de la costa norte de Villa Clara, provincia de Cuba, dos pescadores
reportaron a las autoridades la presencia de un submarino en aguas nacionales. Al
momento todo el sistema de guardacostas de Cuba, apoyados por cazas submarinos
americanos, encabezaron una búsqueda por toda el área, pero sin éxito alguno.
La noticia se difundió en todos los medios de prensa del país. Sin embargo, muy
pronto fue olvidada debido a que por aquel entonces, se vivía “la fiebre de los
submarinos”. Creyendo que los pescadores solo buscaban su instante de fama, no se
volvió a escuchar del misterioso submarino.
***
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Capítulo 1
Un peligroso visitante
***
Sentado cómodamente, cual si estuviera en su butaca favorita, Nikita Sokolov,
excoronel de la antigua KGB rusa, saboreaba un trago que él mismo se había servido.
—Espero que no te importe —dijo con absoluta naturalidad.
Claro que importa… ¡Estás en mi despacho! ¡En mi casa! ¡Bajo este techo están
mi esposa y mi hija…! ¿Quién demonios te has creído que eres?, Kruger miró al
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invitado con todo el odio que pudo introducir en sus ojos. Después se obligó a
calmarse. De nada servirían los insultos.
Mientras se sentaba en su sillón, dejando de por medio un amplio escritorio, John
observó que Sokolov lucía mucho más viejo desde la última vez que se vieron.
En esta ocasión el excoronel llevaba puesta una enorme gabardina que cubría su
cuello, junto con una bufanda negra que colgaba de sus hombros. Su voz también
había cambiado, por lo que John se imaginó que las cuerdas vocales debían estar
afectadas de tanto alcohol y habanos, o quizás algún tipo de cáncer.
El exmilitar venía acompañado por un simple escolta. John miró al
guardaespaldas de reojo y evocó mentalmente a un guerrero vikingo, de esos que
llevan bajo la capa un hacha gigante de doble hoja. Si ocurría un combate cuerpo a
cuerpo dentro del despacho, sus seis hombres tendrían las de perder, estaba
convencido de ello. A pesar de estar sentado en el sillón principal de su propia
oficina, por alguna razón Sokolov lo hacía sentirse como si fuera un mero invitado.
Nikita rondaba los setenta años, aunque sus anchos hombros y el entrenamiento
militar, que de seguro aún practicaba, lo mantenían en buena forma. Estaba
completamente calvo, y usaba unos espejuelos pequeños que no armonizaban con su
enorme cabeza. El ruso sacó una carpeta negra junto con una pequeña memoria flash
y la puso sobre la mesa.
—Quiero contratar tus servicios, viejo amigo —su voz sonó autoritaria y hueca,
como si algo le raspara la garganta.
—¿De qué se trata? —preguntó cautelosamente John, que ni por un instante
bajaría la guardia ante los halagos.
—En esa memoria está toda la información de la persona que quiero que tus
chicos busquen por mí, y lo quiero vivo.
¿Vivo?, pensó John mientras era asaltado por la imagen de Nadya.
Los enemigos de Sokolov no lo respetaban… le temían. Y parte de esa fama se la
debía a Kruger.
Años atrás Nikita contrató los servicios de John a espaldas de la HSI. La estafa no
era nueva, ya que muchos jefes de operación de la compañía hacían lo mismo
constantemente. Resultaba más fácil de lo que parecía. Sencillamente usaban los
recursos tecnológicos y el personal capacitado para llevar a cabo una misión. Solo
que al final, cuando todos recibían el pago, la misión jamás quedaba registrada en los
libros de contabilidad de la compañía.
En aquella ocasión que Nikita solicitó los servicios de Kruger, fue para atrapar a
Nadya, una hermosa joven que trabajaba como espía bajo las órdenes del excoronel.
Pero la chica cometió el error de jugar al doble agente, vendiéndole información a la
CIA. Para cuando Nikita se enteró, Nadya ya había escapado de sus garras, o eso
creía ella.
Los Wolfs de Kruger la capturaron en la frontera de Turquía, a solo unas millas de
la base aérea americana desde donde iba a ser extraída. Nikita pagó una suma muy
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generosa al comando que realizó la misión, y un cheque especial para Kruger por
todas las molestias. De la misión jamás quedó ningún registro.
Un mes después, John supo del destino de Nadya.
La bella joven fue llevada a una sala especial de torturas, donde fue,
“literalmente”, despellejada viva. El proceso estuvo bajo la supervisión de varios
cirujanos faciales. Ellos se encargaron de mantenerla viva mientras duró.
Amarrada a una cama de cirugía, a la joven le fueron seccionando tiras de su piel
con una precisión quirúrgica. No sintió dolor bajo los efectos de la anestesia, pero no
se podía decir lo mismo de sus sentidos… Le permitieron verse a sí misma a través
de un espejo que colgaba del techo.
Durante la tortura, tres camarógrafos se encargaron de filmarlo todo.
A medida que la piel era removida del cuerpo, la iban componiendo luego, a
retazos, sobre un maniquí de gel. Para cuando Nadya murió de un infarto, más del
noventa por ciento de su piel había sido removida exitosamente. El maniquí, vestido
con la piel de Nadya, y la cinta de grabación que mostraba todo el proceso de tortura
al que fue sometida, fue enviado al jefe de inteligencia de la base americana donde la
joven debió ser extraída.
El video con todo el proceso de tortura se volvió viral en las redes de Inteligencia
alrededor del mundo. Después de aquello, John jamás volvió a escuchar de alguien
que se atreviera a vender información bajo las órdenes de Sokolov.
Y ese monstruo estaba sentado en su sala.
***
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Capítulo 2
El contrato
A John le sobraba estómago para tratar con hombres así, pero la HSI nunca había
torturado a ninguno de sus empleados. Si alguien vendía alguna información, pues, le
ponían un plomo en el cerebro y ya…, pero nada de torturas.
—Ha de tratarse de alguien bien especial cuando viniste personalmente —John
comenzó a tantear el terreno.
—Sí, de alguien muy especial —por un instante Nikita pareció recordar algún
viejo chiste ruso que solo él entendía y en sus labios se esbozó apenas una sonrisa—.
De más está aclarar que tanto quienes me envían, como yo, no solo pagaremos tus
servicios, por supuesto, sino que estaremos en deuda contigo.
John sonrió. Aquella respuesta podía ser un halago y una amenaza, según como se
interpretara.
El director de operaciones del Z-Dos tomó la carpeta negra y comenzó a hojearla.
No tenía nada importante que revelara la identidad del objetivo, eran solo las migajas
de la verdadera operación, como el lugar de extracción, las condiciones de varios
factores que se debían considerar y otros detalles ya menos importantes, pero nada
acerca del nombre o al menos el alias del futuro objetivo. Esa información estaba en
la memoria portátil que había quedado sobre la mesa.
Al pie de la carpeta constaba la suma que se iba a pagar por la captura de aquel
individuo.
A pesar de estar adaptado a trabajar con sumas millonarias, John palideció.
—¡No! —fue su respuesta instintiva.
—¿Cómo dices?
—He dicho que no… por esta suma quieres que secuestre al Papa o al presidente
de los Estados Unidos —John consideró que sería mejor aclarar su respuesta—. La
HSI jamás se interesaría en un contrato así.
—Vine por tus servicios, no por los de la HSI —Nikita hizo una larga pausa para
darle tiempo a Kruger a que organizara sus ideas—. Además, no me gusta que me
den un no por respuesta.
—¡Estás de broma, verdad! —exclamó inconscientemente John. Al instante
hubiera querido corregir sus palabras.
—¿Te parezco chistoso?
Los dos hombres se miraron fijamente sin atreverse a romper el silencio que
colmó la sala.
—No sabía que aún quedaran personas con un precio semejante por sus cabezas
—una vez más John intentó sacarle alguna información de valor a su invitado—. Ni
la CIA paga tanto por la captura de sus terroristas.
—Es que se trata de una persona muy especial.
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—¡Sí que ha de serlo!
Ahora John estaba realmente intrigado por saber de quién se trataba. Aun así tuvo
que reprimir sus deseos.
—Creo que te has dirigido a la sección equivocada —solo Dios sabía cuánto le
costaba decir aquellas palabras—; quieres búsqueda, captura, y extracción de esta
misteriosa persona en un país del que por sí solo ya es difícil salir.
—Exacto.
—Mis muchachos son los mejores… Dame un blanco, una cara, y te mandaremos
su cabeza, pero no hacemos este tipo de trabajo.
—Con Nadya se portaron muy bien.
John saboreó un gusto amargo en su boca. No esperaba que Zokolov le jugara
aquella carta.
—Lo de aquella muchacha fue diferente; además, el terreno estaba a nuestro
favor. Para esta misión los Z-Uno son los adecuados, ellos están entrenados en el
trabajo de espiar…
—¡¡¡Escúchame bien!!! —amenazó Nikita dándole una palmada a la mesa. Los
hombres de Kruger se pusieron nerviosos y se llevaron las manos a los costados; sin
embargo, el vikingo que acompañaba al excoronel apenas se movió de su sitio—. No
se trata de una persona cualquiera, no quiero a simples espías para este trabajo: quiero
una unidad de asesinos profesionales, los mejores, el top de la clase… y tú los tienes.
John no se esperaba aquella respuesta. Se tomó varios minutos para analizar la
situación desde todos los puntos de vista que le fueran posibles. Aunque tampoco
podía hacer esperar mucho a su cliente.
Mierda, ya estoy pensando en él como si fuera un futuro cliente.
Para ganar tiempo, fue hasta un carrito que estaba lleno de botellas y se sirvió un
trago.
Aquella operación no era como el caso de Nadya. Había más en las sombras, así
que no podía permitirse el lujo de enviar a su cliente con los Z-Uno. Comenzó a
arrepentirse de haberlos mencionado. Por otra parte, el pago por la captura del
misterioso personaje de por sí era astronómico, incluso ridículo. Contemplar aquella
cifra lo obligó a imaginar a cuánto ascendería el bono extra de generosidad.
Aun así había demasiados ángulos que no cuadraban.
Si solo era búsqueda, seguimiento y captura, por qué no contratar a un grupo de
espías profesionales, los mejores en el mercado. En cambio, contratar a cinco de los
mejores mercenarios del mundo era algo totalmente distinto. Eso significaba que la
futura presa no iba a entrar de rodillas a la jaula.
Quedaba el último dilema. Negarse solo le sumaría un poderoso enemigo. Ya
había entrado al baile de manos del Diablo, ahora no podía dejarlo plantado.
Muy bien, quieres el mejor plato de la casa… pues págalo doble.
—¿Para cuándo quieres este trabajo?
—Antes de un mes.
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—Vas a tener a los mejores, te doy mi palabra…; pero quiero el doble de esta
cifra —John depositó la carpeta sobre la mesa. Para su sorpresa la respuesta no tardó.
—Hecho.
Sin mediar más palabras, Nikita se levantó y se despidió de John con un simple
gesto de la cabeza.
Por solo una vez, John se permitió un respiro. Aún la cabeza le daba vueltas e
imaginó que tardaría bastante en salir del shock… ¿Acababa de cerrar un contrato
multimillonario? Sin perder un segundo tomó la memoria portátil, con ademanes
temblorosos la conectó a su ordenador. Parecía ridículo, pero sus dedos le sudaban
tanto que hasta el mouse se le escapaba de la mano. Una carpeta amarilla apareció al
instante. Se trataba de un expediente. Movió el mouse y le dio dos clics, la carpeta se
abrió al momento mostrando una imagen junto a una serie de datos.
—¡Oh, por Dios…! —John se llevó los dedos a los labios, mezcla de nervios y
emoción—. ¡No lo puedo creer! ¡Es él!
***
Tardó una hora en asimilar toda la información.
Después, consciente de que no podía perder un segundo, llamó a su secretaria y le
ordenó que reuniera al equipo Uno. Los quería a todos listos en menos de 48 horas.
Dos días después sorprendió al personal de la HSI cuando tomó el elevador para
dirigirse a su cuartel general. A John le gustaba que esperaran por él y no era para
nada común verlo llegar de primero. Las pocas veces que esto ocurría, era porque
algo realmente grande se estaba cocinando.
El jefe atravesó el pasillo de los Hounds, una gigantesca sala llena de servidores
de última generación. Gigantescas pantallas LSD colgadas en las paredes con datos,
mapas y noticias en constante movimiento. Como hormigas laboriosas, los
especialistas informáticos se movían de un lado a otro. Pero todos se tomaron un
segundo de descanso para ver la entrada inesperada del jefe.
Su secretaria también quedó sorprendida al verlo.
John le ordenó que le trajera un café bien cargado. Sería una larga mañana.
***
Cuartel General de la HSI.
John Kruger tenía cincuenta y dos años, aunque aparentaba sesenta. Medía uno
noventa de altura y pesaba doscientas ochenta libras. En la oficina algunos solían
compararlo con un hipopótamo, aunque el animal adecuado sería un rinoceronte,
porque al igual que esos cuadrúpedos, él poseía un poderoso cuello que lo obligaba a
mirar constantemente hacia adelante.
Muchas cosas podían llamar la atención de quienes conocían bien a Kruger,
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aunque ninguna como su obsesión por demostrar cuán rico era. Esa mañana, como
tantas otras, iba luciendo un nuevo traje, un Brioni hecho a la medida. El traje, de por
sí, estaría valorado en más de veinte mil euros. De su mano colgaba un masivo Rolex
de oro con pequeñas esmeraldas. El reloj hacía juego con el color verde marino del
traje.
La oficina de Kruger, al igual que su dueño, también derrochaba lujo.
Estaba dividida en tres secciones: una sala de espera decorada de manera muy
excéntrica, con un carrito cargado de toda clase de bebidas en un rincón; la segunda
sala, la de reuniones especiales, tenía una enorme mesa de cristal pulido. En una de
las paredes colgaba una pantalla plasma de tamaño descomunal. Y al final, la tercera
sala, era donde estaba su escritorio junto con su ordenador.
Kelly, su hermosa secretaria, le trajo su taza de café.
—Se le nota contento esta mañana, señor Kruger —dijo la muchacha.
—Mejor no podría estar… En cuanto lleguen mis muchachos, diles que no llenen
los formularios, que pasen directo a mi oficina.
La secretaria asintió con la cabeza y se dirigía a la puerta cuando John la detuvo.
—Oh, una cosa más. Tráeme toda la información que tenemos sobre nuestro
contacto en Latinoamérica.
La joven pareció confusa.
—¿El contrabandistas de armas, o el vendedor de…?
—El contrabandista.
Kelly, con su minifalda ajustada, se dirigió a una de las computadoras para sacar
el archivo. Mientras lo hacía, John se permitió un segundo de disfrute al mirarle las
nalgas a la joven. A fin de cuentas, el cuerpo relleno de botox y silicona de la
despampanante secretaria era obra de su bolsillo.
Pero ni las nalgas ni las tetas de Kelly fueron suficientes esa mañana para liberar
la ansiedad que lo consumía. Intentó hacer varios ejercicios de respiración para
calmar sus nervios… sin éxito alguno.
—Aquí está, señor.
Kelly vio la tensión en el rostro de su jefe.
Sin una orden previa, la chica se arrodilló frente a las piernas de John y le bajó la
cremallera, este le sonrió, aunque la satisfacción no se demostró del todo en su rostro.
La secretaria, entrenada para aplacar cualquier molestia que apenara a su jefe, incluso
sin pedirlo, comenzó a aplicar los mejores placeres que su boca era capaz de crear.
Kruger se frotó varias veces las manos y se las pasó por su corto cabello. Pero la
tensión no desapareció.
—Está bien, ahora no —Kruger tomó entre sus manos el rostro sorprendido de la
chica y le guiñó un ojo.
Kelly se levantó orgullosamente y se sacudió su larga melena. Después se alisó la
minifalda y se dirigió a la puerta. Antes de salir, su mirada le demostró a John cuán
decepcionada estaba. Kruger tuvo que sonreírle.
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Por un instante fugaz reflexionó sobre los pensamientos de la chica, preocupada
quizás de no ser capaz ya de cautivar a su jefe, y de cómo tendría contadas las horas
en su puesto de trabajo. John ni se molestó en apaciguar los miedos a la joven. Mejor
así…, para la próxima ella haría hasta lo imposible por complacerlo más.
Una vez que Kelly hubo cerrado la puerta, John miró a través de un cristal a
prueba de balas hacia la zona de aparcamientos. Estaba a punto de iniciar la revisión
del archivo traído por su secretaria cuando advirtió la llegada de su primer Wolf.
***
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Capítulo 3
La HSI
La High Security International era una de las compañías militares privadas más
antiguas y respetadas del mundo. Formada en 1946, tras finalizar la Segunda Guerra
Mundial, brindó sus primeros servicios destinados a la búsqueda, captura, y muchas
veces eliminación, de ex militares y espías nazis.
Tras los primeros seis años de su formación, la HSI, —llamada así por sus siglas
— cambió su política interna y se abrió al mercado internacional. En un principio el
consorcio fue formado solamente con la intención de brindar ayuda profesional a
diferentes gobiernos, pero muy pronto sus fundadores comprendieron la necesidad de
expandirse al mundo.
En los nuevos servicios que comenzaron a ofrecer se incluía protección a
cualquier cliente que cubriera sus altos honorarios. La protección podía ser nacional o
internacional. También se exportaron comandos de seguridad a compañías que
operaban en países conflictivos; entrenamiento militar y asistencia a cualquier
persona que quisiera hacer su propia guerra privada iban incluidos en el paquete.
En otras palabras, se convirtieron en la primera compañía de mercenarios que
operaba bajo las leyes internacionales.
La propia Interpol los catalogó como los abuelos de la temida compañía
americana que tantos mercenarios rentaron a su propio gobierno durante su invasión a
Irak. Los famosos Black Water.
No obstante, a pesar de la mala reputación de la compañía, los trabajos les
llovían. Uno de sus principales clientes era CIA, quienes usaban sus servicios para la
extracción de espías capturados en el Medio Oriente. De esta manera, si algo salía
mal, el gobierno negaba cualquier vínculo con la HSI.
Con más de cincuenta años de experiencia, la High Security International había
separado sus departamentos por secciones. De esta manera, ninguna se mezclaba con
el trabajo de las demás, y así de paso florecía el espíritu competitivo entre sus
empleados, mientras las rivalidades internas permanecían a la orden del día.
Dos de los adversarios más temidos dentro de la compañía eran las secciones Z-
Uno y la Z-Dos…
La sección Z-Uno era la encargada de los seguimientos y captura de espías
internacionales; mientras que la Z-Dos, o como la mayoría del personal solía
llamarlos: los “Bounty Hunters” (Cazadores de Recompensas), eran los
especializados en la búsqueda y eliminación de esos mismos espías, si así lo pedía el
usuario.
Ambas secciones siempre pugnaban por sus clientes, la Z-Dos solía alegar que era
más rentable asesinar a un objetivo que secuestrarlo.
John Kruger era el Jefe de Operaciones de la sección Z-Dos.
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***
Los Bounty Hunters, eran un destacamento de talentos que permanecían divididos
en dos grupos. Los Hounds, (Sabuesos) y los Wolfs, (Lobos).
Los Hounds eran un ejército de analistas y especialistas en computadoras. Estos
genios del ciberespacio constituían los cerebros de cualquier misión. La función
principal de su trabajo se basaba en preparar el terreno para los Wolfs. Para esto
debían investigar, desarrollar y poner en maquetas digitales todos los planes con sus
respectivas opciones. Así, lo único que debían hacer los Wolfs era ejecutarlos.
Como las maquetas digitales no eran del todo infalibles, una vez más, el ejército
de informáticos tenía que encargarse también de los posibles contratiempos.
Los Wolfs, por su parte, eran comandos elites formados por Tropas Especiales
que se reclutaban alrededor del mundo. Solían operar en grupos de cinco, con un líder
llamado el Alfa.
Hasta el momento, Kruger tenía bajo sus órdenes cinco Alfas con sus respectivos
grupos.
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Capítulo 4
Los Wolves
Un Cadillac negro SRX parqueó sobre las rayas amarillas reservadas para personal
especializado. Del poderoso auto bajó Alex Kozlov, el diamante en bruto de la
compañía. Para ojos inexpertos, el Cadillac pasaría por un simple auto de lujo…, pero
una observación más detallada por parte de un profesional podía demostrar todo lo
contrario.
Kozlov era un ex capitán ruso de las Brigadas Spetsnaz, el equivalente a los Seal
americanos. Y como todos los rusos, era obsesivo con su propia seguridad. Su
Cadillac contaba con cristales a prueba de balas, láminas de cerámica cubrían todas
sus puertas y el motor estaba protegido por acero balístico de máxima resistencia.
Así, literalmente, el auto fue transformado en un tanque antiminas. No había un solo
detalle en la carroza bélica que no se hubiera tenido en cuenta. Incluso las gomas
fueron diseñadas especialmente por Kevlar.
Alex entró a la sala también portando un carísimo traje, saludó a su jefe con un
gesto de la cabeza y tomó asiento sin decir una palabra. Kozlov era de esas personas
que vivían bajo un voto de silencio.
El gigantesco ruso usaba barba; pero se hacía un corte de cabello a lo militar, lo
que le daba más aspecto de matón que de hombre de negocios.
Kozlov era uno de los mejores francotiradores con los que contaba la HSI, y en
más de una misión había demostrado sus destrezas. A diferencia del resto del grupo
que estaba por llegar, el ruso no tenía familia, su único pasatiempo era pasarse los
meses que no estaba de misión en su Log home —una cabaña de troncos que tenía
entre la frontera de Alaska y Canadá, la cual estaba valorada en más de un millón de
dólares—. Para el ruso, con su vida de ermitaño, el dinero nunca era problema. Allí
se dedicaba a la caza de osos pardos.
Cada uno de los cinco integrantes del comando tenía un apodo; el de Kozlov, por
supuesto, era El Oso.
***
En el parqueadero apareció un Porsche Carrera GT, el pequeño auto se desplazó
entre las líneas amarillas a más de sesenta millas por hora, haciendo un peligroso giro
para parquear en su reservado.
Maldito imbécil, pensó Kruger al ver cómo se bajaba Roger Aldrich.
Minutos después Aldrich entró a la oficina y tomó asiento, no sin antes saludar al
jefe y pedirle a la secretaria una Coca Cola y dos aspirinas. Kruger sentía cierta
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repulsión hacia aquel hombre, a quien apodaron el Zombi, aunque si de él
dependiera, lo hubiera llamado el Ratón. Sus defectos como persona eran
balanceados con sus habilidades como soldado, ya que nadie podía negar que fuera
uno de los mejores especialistas en explosivos del mundo. En la compañía solían
decir que Aldrich era capaz de hacer una bomba con una soda, una pila y un cable…
John no lo dudaba.
Roger había sido uno de los mejores desactivadores de explosivos en la Special
Air Service (los famosos SAS), la elite de los comandos británicos. Pero el genio de
las bombas tenía una debilidad. Era adicto al sexo con menores. Aunque su
predilección era la de contemplar a niñas que tuvieran relaciones con adultos. Por ser
espectador en una de estas escenas, era capaz de aflojar una pequeña fortuna.
Como bien sabía John, ya que cada miembro de la HSI era sometido a un proceso
de investigación para conocer cada detalle de su vida, Roger coleccionaba fotos y
videos de chicas con las que se acostaba. Oscilaban entre once y catorce años; si eran
vírgenes, mucho mejor: por ellas pagaba su peso en miles de euros, el dinero no era
ningún problema para los miembros del comando, ya que sus trabajos eran muy bien
pagados. Que usaran sus fortunas para darse gustos excéntricos, pues ya ese no era su
problema.
En cuanto el ejército británico se enteró del tipo de adicción que padecía Roger,
fue acusado de pedofilia y sentenciado a prisión. Roger escapó del país y se refugió
varios meses en Alemania, donde comenzó a trabajar en una de las sucursales de la
HSI. A la compañía no le importaba la vida personal de sus trabajadores, siempre que
no afectara sus funciones.
***
El tercer miembro del comando llegó unos minutos después en un Range Rover.
De todos los autos que había en el parqueadero, aquel era el más modesto, al igual
que su dueño, Alí Hassan.
Como Aldrich y Kozlov, Hassan era un ex analista táctico de campo, que
perteneció a los comandos navales israelitas, el famoso Shayetet 13. En otras
palabras, era quien llegaba al lugar y decía la mejor manera de entrar y acabar con el
enemigo, en caso de que los planos se hubieran equivocado. A diferencia de los otros
dos, él si tenía una familia que atendía. Para Alí lo más importante era su esposa y sus
tres hijos: dos varones y una hembra que apenas tenía ocho meses de nacida. A
Hassan lo llamaban Cerebro.
La secretaria volvió a entrar y le preguntó a Hassan si quería tomar algo. Este
negó con la cabeza.
John se había percatado ya y sin mucho esfuerzo, de que cada auto coincidía con
la personalidad de sus dueños. Por esa razón, cuando Kruger vio llegar un Humvee
M998…, una especie de tanque de guerra con ruedas y permitido para civiles, no
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tuvo necesidad de mirar quién se bajaba de él.
Jack Knight, el americano ex Seal y único negro del grupo.
***
Knight, apodado Big Dog, era una mezcla de fuerza bruta y músculos. Entrenado
por los Seal americanos, era un especialista en operaciones submarinas y combate
cuerpo a cuerpo.
Big Dog, al igual que un tiburón, era un adicto a la sangre, necesitaba olerla. Su
pasatiempo preferido eran los combates de artes marciales mixtas. Pero no
profesionales, le gustaban las peleas clandestinas, donde al menos una vez en la
noche había algún que otro muerto. Muchas veces causado por él. Para celebrar sus
victorias siempre contrataba a la estrella porno que estuviera de moda en su país.
***
Segundos más tarde, la plaza de paqueos se estremeció ante el sonido de un
poderoso motor. Incluso, uno de los guardias de seguridad se permitió un segundo de
descuido para admirar la monstruosa máquina que atravesó los paqueos.
Un Lamborghini Murciélago de color amarillo canario y con puertas de tijeras se
detuvo en una zona especial; el auto era una especie de Jet de combate sin alas y con
ruedas diseñado para carretera. Su dueño era Giovanni, apodado El Italiano.
Cuando Giovanni entró en la sala de reuniones, John se percató de que era el
único que no llevaba un traje, solo tenía puesta una camisa de hilo, con una chaqueta
de cuero que debía de rondar los 3000 euros y unas gafas edición limitada de la Dolce
& Gabbana. El pantalón y los zapatos hacían juego con la chaqueta.
Estos italianos se ponen una maldita bufanda y te pueden dar clases de moda,
pensó Kruger con una mezcla de celos y admiración.
Giovanni, al volante de aquel monstruo con ruedas y luciendo su chaqueta cara,
sencillamente podía pasar por cualquiera de los modelos de la Christian Dior y no por
un asesino profesional. Era el más joven del grupo y el primero en convertirse, con
tan solo cuatro misiones, en Alfa. Tras servir por varios años como agente especial de
la Inteligencia Italiana, llamó con rapidez la atención del directivo de la HSI, y estos
le ofrecieron un cheque que no pudo rechazar.
Como todos dentro del grupo, el italiano también tenía sus adicciones. Le gustaba
coleccionar carros de más de un cuarto de millón de euros. Precisamente esa mañana
había llegado a la oficina manejando su nuevo juguete.
Al igual que Kruger, Giovanni disfrutaba el trabajo. No solo lo hacía por dinero,
sino por la pasión del juego al gato y el ratón. Poder ir acorralando durante meses a la
presa, hasta que llegara el momento de decirle: ¡Te atrapé! Ver el rostro del aludido,
los ojos y el miedo… Anticipar cuáles serían sus movimientos era la pasión de ambos
hombres. Como bien sabía John, Giovanni disfrutaba haciéndoles creer a sus víctimas
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que aún tenían una oportunidad de escapar; a otros, no les daba ni esa esperanza.
***
Por fin, con todo el grupo alrededor de la mesa, consciente de sus defectos y
vicios, pero satisfecho con sus virtudes, las cuales los instituían como una maquinaria
entrenada y lista para matar, John esperó que hicieran la primera pregunta. Hecho que
no demoró.
—Y bien, ¿a quién vamos a cazar esta vez? —Preguntó Roger—. Pues para una
llamada tan urgente, se debe de tratar de alguien bien importante.
John tomó un control remoto y pulsó varios botones. En la gigantesca pantalla
plasma que colgaba de la pared apareció una lista de nombres.
***
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Capítulo 5
La Lista Negra
—¿Y eso qué diablos es? —dijo Jack mientras apoyaba sus codos en la mesa para
leer algunos de los nombres.
—Es la Lista Negra, hecha por el mismísimo Simón Wiesenthal.
—¡No me jodas! —exclamó Giovanni, quien había escuchado de la famosa lista.
—La Lista Negra le pertenece al Mossad, y aunque se la hayan “cedido” a la HSI,
esta dejó de usarse desde 2001 —la voz de Hassan mostró cierto escepticismo. El
Mossad, como cualquier centro de inteligencia, no andaba por ahí regalando sus
documentos. Y Hassan tenía muchos amigos que aún trabajaban allí, por eso sabía
demasiado de aquella lista y del personaje de Simón.
Simón Wiesenthal, llamado por todos como El Cazanazis, fue uno de los
sobrevivientes del Holocausto. Tras haber pasado por doce campos de concentración
fue liberado en 1945 por las fuerzas estadounidenses. Desde entonces, el hombre se
dedicó en cuerpo y alma a la búsqueda y captura de todos los miembros de los
campos en los que fue torturado, a modo de una vendetta personal. Uno de sus
mayores éxitos lo consiguió al localizar a Adolf Eichmann, el encargado de la
organización y transporte de miles y miles de judíos a los campos de exterminio.
Eichmann despareció de Alemania tras la caída del régimen.
Pero a finales de los años 50, gracias a la persistencia de Simón, fue localizado en
Argentina.
Wiesenthal contactó inmediatamente al Mossad, quienes conjuntamente llevaron
a cabo la misión Garibaldi, para secuestrar y sacar del país al famoso criminal de
guerra, que posteriormente fue ejecutado en Israel, por crímenes contra la humanidad.
Desde entonces la fama y respeto hacia Simón creció al punto de que consiguió
fundar su propia agencia, el Centro Simón Wiesenthal.
—Pues no —dijo Kruger mientras usaba el control para llegar a los primeros
nombres—, nuestro cliente solicita la búsqueda y captura… vivo… de alguien que
está en esta lista.
—Eso es imposible —siguió insistiendo Hassan—, todas las personas de esa lista
han sido capturadas a excepción de Heinrich Müller.
—Ese sádico seguramente logró escapar a Argentina —agregó Giovanni.
—Algunos dicen que encontraron su cuerpo, que tenía su uniforme de general y
los documentos que lo identificaban —dijo Roger, quien también conocía la historia
—, lo irónico del caso es que supuestamente mató a miles de judíos y lo enterraron en
un cementerio judío.
—Eso nadie lo ha podido probar…
—¿Y quién coño es ese Heinrich Müller? —preguntó Jack, a quien la historia no
se le daba muy bien.
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—Heinrich Müller fue el jefe de la temida Gestapo —le dijo Kruger a Jack; en
ese momento apareció una foto de Müller en la enorme pantalla—, y como dice
Giovanni, nadie ha podido probar su paradero. Personalmente creo sí escapó.
—Entonces a qué viene esta lista ahora. ¿Vamos a cazar fantasmas? —Quiso
saber Roger—. Pues si alguno de esa lista estuviera vivo debe de rondar los cien
años.
John se paró de su silla y comenzó a caminar alrededor de la mesa, como si
estuviera dentro de un aula de estudiantes modelos y él fuera el profesor. Los
estudiantes guardaban silencio, esperando con ansiedad las notas de sus exámenes.
—Simón Wiesenthal no incluyó todos los nombres de los exnazis más buscados
en su famosa lista, le faltó uno. Y este nombre se lo dio al Mossad.
Todos quedaron atónitos. Pero nadie dijo una palabra.
—Nuestro cliente no es un país, o agencia de espionaje, es alguien que nos ha
proporcionado toda la información que necesitamos saber sobre nuestro objetivo.
Información que muchos de nosotros nos preguntaremos cómo diablos ha
permanecido oculta por tanto tiempo… Y créanme, la fuente es segura.
Si John decía que la fuente era segura, con eso bastaba. A nadie dentro de aquella
sala le interesaba saber el nombre de quien los estaba contratando; por lo general,
siempre que eliminaban a algún maldito, jamás sabían quién dio la orden, ni tampoco
les interesaba saberlo, mientras el cheque mantuviera sus ceros.
—Muy bien, entonces, ¿de quién se trata? —quiso saber Hassan.
En la pantalla apareció la imagen de un joven que no aparentaba tener más de
dieciséis años.
Era un rostro hermoso, de cabellos oscuros y un corte de pelo a lo militar. Tenía
una larga nariz que le daba la connotación de un animal, específicamente de un
águila. Una enorme frente, signo de inteligencia y de un fuerte carácter, surcada por
finísimas líneas de tensión. A pesar de la descolorida foto, todos pudieron observar un
par de ojos azules. Pero era la mirada calculadora y misteriosa del extraño personaje
lo que les llamó la atención a los reunidos en la mesa. El enigmático personaje
llevaba puesto un uniforme militar nazi.
Todos en la sala apoyaron los codos sobre la mesa.
—¿Y ese quién es? —preguntó al instante Giovanni.
Kruger los miró y se regodeó en silencio, disfrutando el momento, esforzándose
por retener la expresión de sus rostros cuando les dijera la respuesta.
—Ese… es el Shadowboy.
Por un instante nadie pareció comprender a quién se refería; pero tras ese instante
de desconcierto, Roger lanzó una maldición. Hassan inclinó el cuello como si la
imagen no fuera lo suficientemente grande; de igual manera hicieron Jack y el
italiano; solo el ruso permaneció inmóvil, aunque una expresión de temido respeto
ensombreció su rostro.
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Capítulo 6
El Shadowboy
El Shadowboy (Chico de las Sombras), era considerado en el mundo del espionaje
una leyenda viviente.
El abuelo de James Bond, reflexionó Giovanni, hipnotizado ante la foto.
Una serie de recuerdos transitaron por la mente del italiano. Durante sus años de
entrenamiento en la escuela de espionaje, sus profesores solían referirse al viejo espía
como si fuera el mismísimo Triángulo de las Bermudas: un lugar que todos sabían
que existía, en el que han acaecido innumerables hechos, pero nadie sabe realmente
qué es.
Esa era la definición de la imagen que ahora tenía frente a él.
Mientras todos continuaban absortos con la foto, John aprovechó para darse un
largo sorbo de café.
Giovanni conocía de memoria todos los gestos de su jefe. Aquel en particular,
significaba que la reunión iba para largo. Si algo apreciaba de John, era su obsesión
con los detalles de las misiones. Podía llegar a ser tan paranoico, al punto de
confirmarles, si fuera necesario, hasta el tamaño del pene de la futura víctima. Con
ese tipo de información los comandos solían hacer toda clase de chistes…, pero el
punto era claro: a Kruger no le gustaba cometer errores y mucho menos olvidar
detalles que les pudieran salvar la vida en el terreno.
Según él, conocer la historia personal de la futura presa era el equivalente a tener
varias ideas de cómo podría reaccionar el sujeto una vez que ellos cerraran el cerco.
—Si este informe llegó ahora a mis manos —comenzó a decir John—, la CIA y
los británicos no tardaran en iniciar su propia cacería, así que estamos contra reloj.
¡Esto es grande… realmente grande!, caviló Giovanni al escuchar las palabras de
su jefe. Sin poderlo evitar comenzó a fantasear con el cheque que recibiría tras
finalizar aquella misión. Le sobraría para su nuevo Ferrari.
—En estos momentos tengo tres expedientes en mi poder —la voz de Kruger era
todo negocio—, uno del Mossad, otro de la CIA y el último que perteneció a la
desaparecida KGB. Comencemos.
El comando se acomodó en sus sillas, solamente Hassan tomaría notas en su
microscópica laptop.
—Tras la captura de Eichmann en Argentina, el Mossad le encargó a Simón la
investigación del supuesto espía —Kruger apretó el control remoto y en la pantalla
aparecieron una serie de notas—. Este es un resumen de una carta enviada por
Wiesenthal al director del Mossad en aquel entonces:
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serie de pruebas que demuestran la existencia del joven espía. Sin embargo, la
localización de Heldrich se me hace imposible, a menos que aparezca por sí
mismo, o cometa algún error que exponga su identidad, cosa poco probable en
un hombre como él.
Durante todo el proceso investigativo de su caso, no he encontrado
ninguna prueba que condene al espía como un criminal de guerra; todo lo
contrario, tras estos asombrosos descubrimientos, yo mismo lo recomendaría
para que el pueblo de Israel le diera una medalla…
***
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Capítulo 7
La leyenda
Kruger comenzó a mostrar fotos según hablaba. Se alternaban entre personas y
lugares específicos.
—El Shadowboy se cree que nació entre 1925 o 1926, en algún lugar de España
—Alí no interrumpió al jefe, pero sacó rápidamente la cuenta de que el joven espía
tendría en la actualidad ochenta y tantos años—. Fue reclutado en 1941 por la
Kriegsmarine y, según se cree, o él hizo creer, tenía dieciséis años, aunque todo
indica que solo eran quince. El joven demostró tener un don para los idiomas. Era
capaz de hablar fluidamente y escribir más de ocho idiomas, aunque esto no era lo
asombroso, sino la pronunciación de…
—¿La pronunciación? —preguntó Giovanni sin poder contener su necesidad de
interrumpir a Kruger. Aunque por lo visto este esperaba que alguien hiciera la
pregunta.
—Sí, lo que llamó la atención de los analistas alemanes era que el joven hablaba
los idiomas sin acento (una especie de genio políglota), podía hacerse pasar por
alemán, ruso, francés, o americano sin levantar sospechas.
Giovanni miró a Hassan, pues era el especialista lingüístico del grupo y hablaba
más de seis idiomas, pero todos con acento. Luego se percató de que un espía capaz
de aparentar cualquiera nacionalidad, podía ser invisible ante los ojos más expertos.
Sin dudas esa sería la peor pesadilla de cualquier servicio de inteligencia.
Kruger prosiguió:
—Nunca se supo el verdadero nombre del espía. Desde que arribó a Alemania, en
todos sus registros apareció su nombre como un tal Heldrich, un joven de madre
española y padre alemán.
Una vez más su habilidad lingüística atrajo la curiosidad de varios partidos
hitlerianos. Al instante lo promovieron por distintas unidades de analistas. Tras ser
sometido a varias pruebas, llegaron a la conclusión de que estaban ante un ario puro.
La Kriegsmarine fue la primera en ubicarlo en su sección de descodificadores, y en
muy poco tiempo llegó a convertirse en un analista especializado. Su habilidad para
los códigos y números siguió captando la atención hasta que el mismísimo Heinrich
Müller, el jefe de la Gestapo, se lo llevó a su sección.
En la pantalla apareció el joven sentado frente a una radio, sin dudas haciendo la
función de intérprete, Müller estaba a su espalda y apoyaba su mano sobre el hombro
del chico.
—En 1939, Leopold Trepper fundó la famosa Orquesta Roja (Die Rote Kapelle),
una red de espionaje comunista a lo largo de toda Europa. La idea era recopilar todo
la información viable y suministrársela a Stalin en el menor tiempo posible. Es en
esta red de espionaje internacional donde nuestro chico comenzó su carrera.
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—Pero parte de esa red fue desmantelada, por no decir masacrada —Hassan,
quien tenía un dominio absoluto de la historia, no quería dejar ningún detalle sin
confirmarlo. Pero antes de hacer su siguiente pregunta, Kruger prosiguió:
—Efectivamente, Heldrich informó al NKVD de lo cerca que se encontraba
Müller de capturar a varios espías rusos, pero los soviéticos llegaron a una simple
conclusión: mientras ellos pudieran mandar un último informe, era un sacrificio
necesario para la Patria.
—¡Vaya hijos de puta que son esos rusos! —exclamó Jack mirando fijamente a
Kozlov.
El ruso ni se dio por aludido.
—Como resultado, los alemanes capturaron y desmantelaron entre 1942 y 1944
parte de la red. ¿Y qué creen? Pues que la culpa recayó en Heldrich por no haber
informado a tiempo.
Todos en la sala conocían esas maniobras por parte de la inteligencia rusa. Eran
especialistas en pasar la papa caliente.
Kruger mostró más fotos y continuó:
—Decepcionado por tantos sacrificios innecesarios, nuestro joven dejó de
pasarles informes a los rusos y contactó con la inteligencia británica. Al principio
estos no podían creerse el gran golpe de suerte que acababan de tener.
En la pantalla apareció una nueva foto en donde se veía al joven hablando con un
agente británico.
—Desde el principio los británicos descartaron las sospechas de que se tratara de
un doble agente que estuviera trabajando para los alemanes, pues la información que
les brindó los ayudó a salvar miles de vidas —esta vez aparecieron en la pantalla una
serie de fotos de carros blindados que trasladaban personal y cajas a destinos seguros
—. También ayudó a escapar a varios agentes británicos que fueron descubiertos por
la SS. Algunos de ellos fueron rescatados por él personalmente —en esta ocasión
apareció una imagen del joven despidiéndose de un grupo—. Con esos alocados
rescates se creó la fama de agente especial de sangre fría. Y por supuesto que a sus
superiores no les gustó del todo. A pesar de las órdenes de los altos mandos de la
inteligencia británica con respecto a que se mantuviera lo menos expuesto posible, el
chico hacia lo que le daba la gana.
—Qué nervios —admitió Roger.
Todos los reunidos asintieron alrededor de la mesa.
—Se estima que la información pasada a las tropas británicas les costó a los
alemanes más de 20.000 soldados.
John tomó un segundo de respiro. Estaba tan sobreexcitado que apenas lo podía
disimular. Pero observó con cierto agrado que todos, al igual que él, permanecían
hipnotizados con la información.
—Aquí se pone más interesante la historia —en la pantalla aparecieron más
imágenes—, o se trataba de un adicto al peligro, o de un genio del espionaje. El
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hecho es que tras desempeñar un papel “ejemplar” en la captura de espías para la
Gestapo, la marina volvió a solicitar sus servicios. Esto representó un fuerte golpe
para los británicos que perdieron todo contacto con él durante un tiempo.
Entre 1940 y 1941, se desplegó una época de oro para los alemanes en su famosa
Guerra del Pacífico. En esa batalla sin igual, los temidos U-Boot (submarinos
alemanes), bajo las órdenes del Gran Almirante Doenitz, desarrollaron su
mundialmente famosa táctica de combate, bautizada como Rudel (Manada de lobos),
y en tan solo varios meses lograron hundir 1,600 000 toneladas de barcos mercantes y
estuvieron casi a punto de bloquear las vías de suministros a Gran Bretaña.
Giovanni se preguntó a qué venían todos aquellos datos históricos, pero no hizo
ninguna pregunta en espera del desenlace. Y justo como supuso, Kruger le sonrió
como si en aquel preciso instante pudiera leer sus pensamientos.
—A finales de 1941, Heldrich comenzó a trabajar como analista y decodificador
para la Kriegsmarine, bajo las órdenes directas del mismísimo Almirante Doenitz —
en la pantalla aparecieron más fotos de varios jerarcas militares. Y entre ellos, como
una sombra imperceptible, se podía distinguir al joven espía junto a los grandes
dirigentes nazis—. Esta vez, desde su nuevo y privilegiado puesto de trabajo,
Heldrich hizo contacto con la inteligencia americana. ¿Cómo lo logró? Continúa
siendo un misterio. El punto es que el joven comenzó a suministrarles las ubicaciones
de los submarinos alemanes en el Pacífico.
Jack no pudo resistir e hizo la pregunta que le martillaba el cerebro.
—Un momento… ¿Estaba trabajando para dos grupos de inteligencia a la vez?
¿Es eso posible?
John no se disgustó por ser interrumpido. Todo lo contrario, la pausa le permitió
tomar otro respiro. Además, aquella reunión no se parecía en nada a las anteriores,
donde solo se ponía el nombre y la información de quien iba a ser eliminado. En esa
ocasión el aire de la sala estaba cargado de tensión y nervios. Todos los reunidos
tenían plena conciencia de que harían historia.
—Creo que en toda la historia del espionaje de la Segunda Guerra jamás se dio un
caso como este… Sí, Jack, el maldito sangre fría sin dudas debía de tener las agallas
de un tiburón, pues comenzó a suministrarles información a los americanos. Al punto
que la balanza cambió en 1942, cuando los alemanes eran prácticamente los dueños
del Pacífico. Resulta que el Shadowboy les dio las coordenadas exactas a las fuerzas
navales americanas, así fue como les tendieron trampas mortales a los submarinos
alemanes. Como la vía de comunicación con los británicos estaba expuesta, los
americanos, quienes ahora tenían a la gallina de los huevos de oro, fueron los que
informaron a los británicos. Así, ambas potencias actuaron en conjunto, asestando
golpes estratégicos y devastadores a toda la marina alemana. Por tanto, tampoco
traicionó a los americanos.
—Es prácticamente increíble el hecho de cómo pudo trabajar para dos agencias…
—Trabajó para tres. Recuerda que comenzó dándoles información a los rusos, y
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aunque ya no se fiaba mucho de ellos, de vez en cuando les pasaba algún reporte.
Por un instante hubo un silencio en la sala mientras los Wolves asimilaban toda la
información; silencio que se vio roto ante la recia voz de Kruger.
—Como ya les mencioné, tras una nueva redada y la captura de varios agentes
soviéticos, a pesar de las advertencias de Heldrich, la NKVD necesitaba su chivo
expiatorio. Con lo cual el propio Stalin llegó a decir que en la guerra se confiaba en
los hombres, no en los niños, refiriéndose a él.
—Típico de los rusos: no confían en nadie —dijo Jack.
Todos se rieron alrededor de la mesa, excepto Alex, quien continuaba inmune a
los ataques verbales del americano.
Kruger aprovechó el momento para tomarse un vaso de agua. Sentía la garganta
seca, pero no dejaría de leer el expediente por nada del mundo.
—Bien, pues sucedió que nuestro joven espía alertó a la NKVD sobre un
bombardeo sorpresa a una unidad militar. Esta vez la información llegó a oídos del
mismísimo Stalin, quien aseveró se trataba de un movimiento fantasma del enemigo y
todos debían permanecer en sus puestos —John volvió a apretar el control y
aparecieron fotos del bombardeo, aunque más bien parecían imágenes de un basurero
gigante—. No mover las tropas le costó la vida a miles de soviéticos.
—Así es la guerra —sentenció Alí; el iraní estaba acostumbrado a ver imágenes
como aquellas—. Los líderes solo toman las decisiones que les convienen a ellos,
nunca al pueblo.
—Tras la terrible masacre, alguien debía de pagar los platos rotos. Así que desde
ese momento el Shadowboy pasó a formar parte de las listas negras de la NKVD por
no brindar una información más detallada del ataque.
En la pantalla aparecieron imágenes del joven en una habitación de
entrenamiento. La sala de entrenamiento captó la atención de Jack, el especialista en
combate cuerpo a cuerpo.
—Desde 1941 hasta finales de 1942, Heldrich permaneció en la marina bajo las
órdenes directas de Doenitz. Pero a finales de ese año fue trasladado por decisión de
Heinrich Himmler, Comandante en Jefe de las SS, hacia un campo de entrenamiento
para que formara parte de un selecto grupo. Allí fue sometido a un riguroso
entrenamiento en técnicas de comando y supervivencia. La idea era que formara parte
de las Tropas Especiales Elites del Tercer Reich.
—¡Vaya con el muchacho! —Murmuró Aldrich—. Sí que no anduvo de brazos
cruzados durante la guerra.
—¿Se especializó en algo? —preguntó Giovanni, quien iba tomando notas en su
mente.
—No solo se especializó —comenzó diciendo Kruger mientras volvía a apretar el
control remoto—; durante el entrenamiento los profesores siguieron muy de cerca la
evolución del joven cadete. Este había asimilado todas las tácticas de combate y se
especializó en una. En el combate cuerpo a cuerpo con cuchillos en espacios
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cerrados. Su arma preferida era un Kerambit.
—¡Mierda…! —Exclamó Jack, esa vez no se escuchó ninguno de sus pesados
chistes—. ¡No sabía que los alemanes tenían ese tipo de cuchillos!
—Los soldados comunes no tenían ese tipo de armas blancas y mucho menos el
dominio de su técnica —explicó John mientras apareció una foto de un grupo de seis
jóvenes portando cuchillos.
El Kerambit, de origen asiático, era un arma con forma de garra de tigre, su hoja
pequeña pero curvada y de doble filo permitía una maniobrabilidad única. Al final del
cabo tenía una anilla donde se introducía el dedo índice haciendo imposible el
desarme en manos de un experto.
—Los profesores de Heldrich advirtieron a sus superiores sobre la habilidad
creada por el joven en el dominio de aquella arma. Podía matar a tres personas en
cuestiones de segundos haciéndoles cortes en ligaduras, tendones y arterias
principales del cuerpo.
—Por suerte para nosotros ahora tiene ochenta y cuatro años —rio el Zombi.
El comentario de Aldrich no borró las arrugas del rostro del negro. Este,
especializado en combates con cuchillos, sabía las cualidades de un Kerambit.
***
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Capítulo 8
La misión
—A mediados de 1944 el ejército alemán le encargó su primera misión. Debía
penetrar en territorio ruso e infiltrarse en un campo de concentración soviético. Su
única tarea consistía en rescatar a dos altos miembros de la marina alemana.
—Una misión bastante rara —reflexionó Giovanni—. ¿Por qué eran tan
importantes estos dos militares?
En la pantalla aparecieron las fotos de dos capitanes de submarinos. Kruger negó
con la cabeza. Tampoco él sabía por qué era tan importante aquel rescate, ninguno de
los informes hablaba de ello.
—¿Lo logró? —se interesó Jack.
—Sí, logró sacarlos de la prisión sin causar una muerte. Bueno, el director de la
prisión fue fusilado bajo cargo de traición. Según el informe de la fuga, nuestro joven
espía estuvo cuatro días escondido en las letrinas de la prisión. O sea, no solo
dominaba idiomas y era un experto en combates cuerpo a cuerpo; también tenía
mucha, mucha paciencia.
—Y una carencia de olfato —Jack se rio escandalosamente de su propio chiste,
pero nadie le acompañó.
Por el contrario, todos en la sala continuaban cada vez más impacientes por saber
cómo terminaba la historia.
—Según el expediente, logró llevar a los capitanes de regreso a las líneas
alemanas. Aunque una vez allí volvió a regresar al territorio ruso. Donde se entregó a
una unidad de la NKVD.
—¿Qué diablos estaba pensando? —por primera vez Alex abrió su boca.
Al igual que el ruso, todos alrededor de la mesa pegaron los codos. Las preguntas
surgieron unas tras otras.
—Según parece indicar, simplemente perdió sus contactos con los agentes
británicos y americanos, quedándole solamente los rusos —esa era la única respuesta
más lógica que Kruger podía brindarles.
—Fue trasladado a una sala de interrogatorios donde se identificó como el
Shadowboy. Allí les explicó a los agentes de la NKVD de una importante misión que
iba a llevarse a cabo por parte de la marina alemana. Sin embargo, los agentes no le
creyeron una sola palabra y procedieron a torturarlo.
—Típico de los rusos —dijo Jack esperando una vez más alguna reacción de
Kozlov.
Por fin los deseos del negro Seal se cumplieron. Alex lo miró con cara de pocos
amigos y después le devolvió la mirada con una sonrisa irónica.
—De alguna manera logró soltarse las ataduras de las manos…, quedó frente a
seis hombres armados hasta los dientes, en una sala de máxima seguridad —y Kruger
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agregó—: una sala muy pequeña.
John presionó el botón del control y aparecieron imágenes de seis hombres en el
piso, todos sumergidos en una piscina de sangre. Cada uno de los cuerpos tenía
profundos cortes en las articulaciones…, tendones y muñecas habían sido
seccionados. Parecía más bien que hubieran soltado un tigre dentro de la diminuta
habitación.
—Solo hubo un sobreviviente, el agente de la NKVD Nicolás Petrov —en la
pantalla apareció la imagen de un hombre con una enorme cicatriz que recorría su faz
desde su ojo izquierdo, pasando por la nariz hasta terminar en el lado derecho del
cuello—. Nicolás explicó que todos en la sala cometieron un error —John pareció
imitar la voz del ex agente—, subestimaron al joven por tener ese aspecto de niño.
¡Gran error! Para cuando se soltó las manos fue muy tarde. Petrov también dijo en el
reporte que el espía alemán tenía en su mano un pequeño cuchillo curvado con forma
de garra de tigre.
John Kruger dio un último detalle:
—Nicolás Petrov jamás volvió a caminar.
***
En la sala todos se tomaron un respiro. Algunos se sirvieron un trago, otros
simplemente decidieron estirar las piernas. Al cabo de unos minutos regresaron a la
mesa.
Kruger tuvo tiempo para organizar el último informe.
—Muy bien, según el informe proporcionado por la KGB, después de este
incidente no se supo nada más de él. Varias fotos fueron tomadas unos meses después
en donde aparecía Heldrich junto al grupo del Almirante Doenitz —en la pantalla
aparecieron las imágenes en asombroso estado de conservación—. Según un informe
secreto de la SS, quienes mantenían bajo estricta vigilancia a los subordinados de los
últimos jerarcas nazis, el joven fue trasladado a la sección A, la cual estaba
preparando una ofensiva con submarinos sobre los barcos aliados. Entonces, para
finales de 1944, se le perdió por completo la pista…, como si se lo hubiera tragado la
tierra.
—¿Hasta…? —preguntó Giovanni.
Kruger le sonrió, nunca dejaba de sorprenderse ante la mente privilegiada del
Italiano para captar los pequeños detalles.
***
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Capítulo 9
El regreso de la leyenda
—Hasta hace tan solo un mes… —todos los presentes fijaron su vista en un video
del aeropuerto internacional de Madrid, en donde se veía a un hombre alto y lleno de
canas recogiendo su maleta de las esteras.
—¡Por Dios…! ¿Es él? —volvió a preguntar Giovanni.
El Italiano conocía bien la respuesta.
—Hace tan solo un mes el ciudadano español Manuel Mendoza visitó España
para reunirse con su hermano a quien no veía desde 1940. Manuel vive en Cuba
desde 1948.
En la pantalla aparecieron varias imágenes del pasaporte de Mendoza.
Contrapuestas al lado de las fotos del Shadowboy… No había que ser un experto para
determinar que se trataba de la misma persona.
—Algo no pinta bien en todo esto —por lo general Alí era el pesimista del grupo.
Aunque nunca sin una razón de peso.
—Nuestro cliente tiene agentes informáticos en todos los aeropuertos del mundo.
Y ellos tenían la foto del Shadowboy. Al someterla a un programa de identificación,
el rostro de aquel joven de quince años coincide cien por ciento con el de este señor.
Pero la prueba final la dieron las huellas digitales. Esas no cambian a pesar de los
años.
—Concuerdo con Alí —dijo Giovanni, quien presentía el peligro como si tuviera
una especie de octavo sentido—. Si estamos ante un genio sin precedentes del
espionaje, ¿cómo cometió un error así? A menos, claro está, que quisiera cometerlo
—las dudas del Italiano tenían toda la base del mundo. Pocos alrededor de la mesa
contaban con su experiencia. No por gusto su especialidad durante el tiempo que
estuvo trabajando para la inteligencia italiana fue la infiltración—. Hay demasiadas
preguntas que no encajan. Por ejemplo, ¿por qué nunca se sometió a ninguna cirugía
facial?
Las palabras de Simon Wiesenthal chocaron contra las paredes del cerebro del
Italiano, dándole más base a sus sospechas: … a menos que apareciera por sí mismo,
cometiendo algún tipo de error que exponga su identidad, algo poco probable en un
hombre como él.
—También pudiera tratarse de un viejo de ochenta años en estado senil y que solo
quiere ver por última vez a su familia.
—A mí no me parece senil —murmuró el Italiano. El video mostraba claramente
cómo el anciano, con pasos lentos pero firmes, caminaba por los pasillos.
Algo más que Giovanni prefirió no decir es que, sin dudas, quien estaba en el
video era alguien profesionalmente entrenado en el arte del espionaje. Podría tratarse
de un anciano, pero este no cometió ningún error. Se desplazaba pegado a las paredes,
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siempre cubriendo su frente y su lado, mientras que su punto ciego, la espalda, lo
protegía a través de los cientos de espejos que colgaban de los techos. Era una técnica
simple y básica que se enseñaba en las escuelas de inteligencia, pero que pocos
lograban dominar a la perfección.
—Sea cual sea la razón —la voz de Kruger devolvió los sentidos del Italiano a la
mesa de reuniones—, varios países aún pagan mucho por encontrar a este hombre.
Pero nuestro cliente en específico paga más. ¿Qué oculta Manuel Mendoza? No me
interesa… Me interesa cumplir con el trabajo y cobrar mi cheque.
—¿A qué vino a España? —preguntó Aldrich—. ¿Solo a reunirse con su
hermano?
—Con su hermano y los hijos de este. En especial con su sobrina que viaja dentro
de una semana para Cuba.
—Esto se pone más interesante: una joven que quiere conocer mejor al hermano
de su abuelo… —Aldrich miró la foto de la chica y se relamió los labios como un
gato saboreándose ante un plato de leche. ¡Una leche muy cremosa!
—No me importa la chica; quiero al viejo. Así que estén listos: dentro de una
semana vuelan para Cuba.
***
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Capítulo 10
Los últimos detalles
Giovanni se quedó en el despacho de Kruger.
Al instante la hermosa secretaria se apresuró a servirle un trago. A diferencia del
resto del comando, el Italiano era el único con autoridad para enfrentarse y ponerle
peros a su jefe, cosa que a John no le molestaba. Claro está, siempre que se
obedecieran sus órdenes. La realidad es que a Kruger no le gustaba imponerse. Por
eso prefería hablar con sus Alfas para que estos se sintieran seguros en cada una de
sus misiones. Ellos eran quienes estaban en el campo, los únicos que realmente veían
la realidad de las cosas.
Tras servirle el trago, Kelly desapareció del despacho, no sin antes regalarle su
mirada más coqueta al italiano. Kruger pretendió no darse cuenta. Pero no podía
culpar a la chica, el físico de Giovanni era irresistible ante cualquier mujer.
—John, esta misión no me gusta. Algo no encaja.
Por supuesto que algo no encaja… Es una misión fantasma. Nadie puede saber
que van a la isla, sobre todo la HSI.
—Lo sé, pero antes de pasarle toda la información a la Z-Uno, prefiero que mi
grupo lo haga.
No te mientas a ti mismo John… Admítelo: ¡quieres el dinero!
—Es que ahí está el problema —sin dudas Giovanni no acababa de tragarse el
cebo—. Mis hombres y yo estamos entrenados para matar, no para hacer trabajo de
espías. Además, estamos hablando de Cuba… ¡La Cuba de los comunistas!
—Vamos, ¿no me digas que un viejo de ochenta años te intimida?
—Sí, ser precavido me ha salvado el pellejo cientos de veces y no subestimar a
mi presa es uno de mis lemas. Además, ¡cómo quieres que no me intimide, es una
maldita leyenda…! Si ha permanecido tanto tiempo a la sombra, muy corriente no ha
de ser.
—Lo sé, lo sé —Kruger probó con otra técnica: mejor unirse a las sospechas de
su Alfa—; hay muchas cosas que a mí tampoco me encajan en este rompecabezas.
Pero de momento es lo único que podemos hacer. ¡Ya viste de cuánto será el cheque!
—De nada me va a servir si no lo puedo cobrar.
—Si no te crees capacitado para llevar a cabo esta misión, simplemente déjala.
Kruger sabía que si un Alfa denegaba una misión, automáticamente pasaba a
convertirse en la oveja negra de la compañía.
—La misión, he ahí otro maldito problema —Giovanni se levantó y comenzó a
dar grandes pasos por toda la oficina, sin dudas intentaba organizar sus ideas. No
pensaba rechazar la misión, solo quería aclarar todas sus sospechas—. John, me estas
enviando a capturar a un espía nazi… ¡Maldita sea, sin armas…! ¡Por Dios, John, es
Cuba, la Cuba de los rusos! Allí nos linchan y después nos hacen el juicio.
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—Por supuesto que van a tener armas, pero solo para usarlas en caso de extrema
necesidad. Vas a tener bajo tus órdenes a uno de los traficantes de armas más
importantes de Latinoamérica.
Se trataba de Shangó, Kruger recordó parte de la información del documento que
horas antes Kelly le había entregado. El tal Shangó les tendría preparadas cinco
“cajas negras”. Las cajas negras eran maletas de alta seguridad con códigos digitales
que la HSI tenía infiltradas por todos los países. Dentro llevaban un set completo de
armamento, incluyendo laptops y teléfonos satelitales.
Para cada duda de su Alfa, Kruger tenía preparada una respuesta. Aun así, este no
parecía convencido.
—Bien, terminemos esto de una vez —dijo el Alfa—, estamos hablando de un
trabajo de extracción. Nada de sangre. Entramos, analizamos el objetivo y luego…
—Luego lo sacan por la costa. Allí los estará esperando una lancha rápida. Este
tipo de lanchas entran a Cuba semanalmente para sacar cubanos que huyen del
régimen. Eso no será un problema.
—¿Dónde se va a hacer el intercambio?
—Un buque mercante los estará esperando en aguas internacionales. Por eso
tienen solo una semana para estudiar la rutina del anciano, secuestrarlo y llevarlo a la
costa.
—Parece pan comido —gruñó el Italiano—, pero te olvidas de la Inteligencia
cubana. A esos tipos los entrenaron los mismísimos agentes de la KGB. Podrán tener
una mierda de gobierno, pero dentro del país nada se mueve sin que ellos lo sepan.
Kruger sonrió de manera muy complacida. Su gesto calmó a Giovanni.
—Para eso tendrás un guía. Déjalo todo en manos de Shangó.
—¿El traficante de armas?
—El mismo, el tipo tiene muy buenos contactos en las altas esferas militares del
país. No habrá problemas. ¿Algo más?
—Sí, en el campo yo soy quien da las órdenes, por lo tanto también decido
cuándo usaremos las armas.
—Tú eres el Alfa —le dijo Kruger mientras levantaba su trago en señal de brindis
—; solo recuerda que no le puedes tocar un pelo al anciano.
Con esa última advertencia Giovanni salió de la oficina.
Kruger respiró satisfecho.
La primera parte de su plan había culminado de maravilla. Acababa de montar
una misión a espaldas de la HSI. Si todo salía bien, antes del término de un mes
tendría en su cuenta de Islas Caimán una suma considerable para un próspero retiro.
***
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Capítulo 11
Recuerdos
Cuba.
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La única sala con aire climatizado en todo el edificio era el laboratorio de
computadoras, donde a veces no se podía ni entrar porque más de la mitad de la
Unidad Militar estaba allí dentro tratando de refrescarse.
Gerardo buscó bajo su mesa un termo con café. Al removerlo se sintió
decepcionado… estaba vacío.
—¡Mierda! —gritó sin preocuparse de que alguien lo oyera.
Su cuerpo, adicto a la cafeína, necesitaba otra dosis. Y lo peor era que aún faltaba
una hora para que trajeran el desayuno a la Unidad.
Gerardo, con apenas veinticuatro años, ya ostentaba el grado de capitán. Algo que
de por sí era una especie de récord, pues a su edad existían muy pocos capitanes.
Además, con un metro ochenta de estatura, piel trigueña y ojos oscuros, también se
había ganado la fama de mujeriego. Al graduarse en la escuela de Inteligencia Militar
en La Habana, la capital, su padre movió todos sus contactos para garantizarle una
buena ubicación en la urbe.
El padre de Gerardo, Lucio León, era un ex capitán del MININT, que se cagó en
la madre de todos los santos cuando volvieron a mandar a su hijo para su pueblo
natal. El viejo ex militar nunca pudo comprender cómo su hijo, la única semilla de su
segundo matrimonio, fue rechazado.
Tampoco Gerardo quiso darle muchos detalles a su padre.
Con el grado de primer teniente, un título al mejor de la clase y un cinturón negro
en judo, tuvo que regresar al pueblo que lo vio nacer. Para muchos de los que lo
vieron partir, regresar con todos aquellos diplomas y títulos fue un gran triunfo…;
para él, no fue más que regresar como un perro con la cola entre las patas.
Gerardo miró detenidamente las paredes de su oficina. Estaban atestadas de
diplomas y reconocimientos. Admirar aquel recuento histórico de su corta carrera
militar le hizo experimentar un ataque de nostalgia.
Quizás fue el calor, o simplemente porque la extrañaba…, como fuera, el hecho
es que inconscientemente se llevó la mano a su bolsillo para sacarse una vieja
billetera de cuero. A pesar de estar despellejada y manchada, no se atrevía a
cambiarla por una nueva, pues la conservaba como un talismán de la suerte. En uno
de los compartimientos tenía una imagen de la Virgen María, debajo estaba la foto
semidesnuda de Isabel.
Gerardo pasó los dedos por la imagen desgastada como si esta le pudiera hablar.
Se la llevó a los labios, la besó con delicadeza y empezó a repetir el nombre de la
joven como si fuera una plegaria.
Fui una verdadera plasta de mierda, pensó, necesitaba un hombre que la
defendiera, no un imbécil y cobarde como yo.
Isabel Ortega, ese fue el nombre que originó todos sus problemas.
Gerardo volvió a quitarse el pañuelo para humedecerlo entre los cubitos de hielo.
Lo sacó y exprimió dejando que algunas gotas no se escurrieran, después se lo puso
en la frente. El nuevo contacto de su piel con la tela húmeda hizo que su cuerpo
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entrara en un estado de absoluta calma, así, estiró las piernas hasta ponerlas sobre su
escritorio y luego abrió las puertas de su mente, dándole paso a un torrente de
recuerdos.
Recordó cada detalle del día en que la conoció: fue en el comedor de la escuela.
Las imágenes le llegaron tan vívidas que incluso fue capaz de recordar hasta los
olores del lugar.
Gerardo cursaba su último año de la carrera de analista militar. Para ese entonces
ya sus notas habían acaparado la atención de más de un pez gordo. Los pronósticos
auguraban que iba a convertirse muy pronto en una especie de niño prodigio de la
contrainteligencia militar. Ese día en particular cenaba solo; prefirió apartarse de
todos pues los nervios no lo dejarían dialogar con nadie. Dentro de unas horas
participaría en una demostración de artes marciales frente a toda la escuela.
Justo cuando iba a llevarse la segunda cucharada a la boca, alguien acaparó su
atención.
En el centro del comedor, a varios metros de él, estaba una rubia descomunal, con
las curvas femeninas de las cubanas y la altura y belleza de una diosa nórdica. La
chica, estrenando su uniforme de cadete recién entrada a la escuela militar, sostenía
una bandeja y parecía desubicada, mientras todos a su alrededor se sentaban en
diferentes mesas, o saludaban a amistades que ya conocían; ella miró a varios lados
intentando buscar algún sitio para sentarse y por supuesto que no faltaron los
caballeros que le ofrecieron una silla a su lado.
Para asombro de Gerardo, la rubia caminó directo hacia él.
—¿Está ocupada? —le preguntó mientras señalaba con un gesto de cabeza el
puesto vacío a su lado.
—No.
La joven se sentó. Durante unos minutos que a Gerardo le parecieron horas, se
exprimió el cerebro intentando buscar algún tema de conversación, pero fue ella
quien rompió el hielo.
—¿Tú eres Gerardo?
—Sí… —se apresuró a responder—. Bueno, eso dicen. ¿Y tú eres…?
—Isabel.
—¿Cómo la reina?
—No tan famosa.
—¡Oh!, pues mucho gusto —al decirlo ambos se besaron en la mejilla.
Gerardo olió su perfume. Se trataba de alguna fragancia exquisita que no pudo
identificar. Seguramente importado.
—¿Cómo sabes mi nombre? —Preguntó, intentando sacarle conversación—. Ni
yo sabía que era tan famoso.
La joven le sonrió mostrándole una dentadura perfecta, digna de una actriz de
telenovelas… esas eran las frases clichés que le venían a la mente. Al reírse, movió
los hombros de una manera tan sensual y erótica, que Gerardo profesó el comienzo de
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una erección.
—No…, es que…; bueno, ¡sí!, sí eres famoso. Todos afirman que te van a dar tal
golpiza hoy, que ni tu madre te va a reconocer.
El comentario le bajó sus instintos sexuales.
—¡Ya…! ¡Entiendo! Aunque yo también tengo manos, ¿sabes?
Tras decirlo se arrepintió al instante. Tendría que haber dicho algo como:
Recuerda que son Tropas Especiales y yo un simple cadete de la sección de
Inteligencia Militar. Pero no lo dijo, su orgullo de hombre no se lo permitió. Y para
sus adentros le pidió a su ángel de la guarda que más tarde no tuviera que tragarse sus
propias palabras.
La joven pareció leerle los pensamientos y le sonrió como diciéndole: Está bien,
lo que tú digas, es tu funeral.
Esa misma tarde Gerardo y varios jóvenes más participarían como modelos de
entrenamiento (mascotas para coger golpes), en una clase teórico-práctica que
impartiría un grupo de Tropas Especiales. Los famosos Avispas Negras, una especie
de Navy Seal cubanos.
Aunque lo más peligroso de toda la exposición vendría a ser la última parte, en
donde Gerardo se iba a enfrentar cuerpo a cuerpo en una batalla de sumisión contra
uno de los Avispas. Para el combate solo se permitían tres estilos de artes marciales:
judo, lucha libre y jiu-jitsu. Como Gerardo era el alumno más aventajado de la clase
de judo, le dieron el honor de enfrentarse a uno de los tan temidos y respetados
soldados.
¡Vaya locura!
Gerardo miró su reloj: le quedaban cinco minutos para que tocara el timbre de
finalizar el almuerzo. Antes de irse debía hacer algo: aquella belleza de rubia no
tardaría en buscarse novio en la escuela, como todas las nuevas cadetes. Una
oportunidad como esa no la volvería a tener jamás. A toda prisa sacó una libreta y un
lapicero de su inseparable portafolio. Bajo la mirada curiosa de Isabel comenzó a
tomar apuntes. Mientras escribía miraba fijamente a la joven, como si estuviera
haciéndole un dibujo.
—¿Qué haces? —le preguntó la joven usando la risa más coqueta de su arsenal.
Gerardo no le respondió al instante y eso solo aumentó más la intriga. Ser original
y hacer reír a las chicas con sus ideas fuera de lugar siempre lo ayudaron a tener unas
piernas abiertas a su disposición. Esperó que con Isabel sus encantos siguieran
funcionando.
—Un perfil psicológico basado en tu físico —le respondió con tal seriedad en su
voz que hasta el mismo se sorprendió.
—¡Uff! A ti sí que te ha dado fuerte esto de la inteligencia militar —dijo ella
mientras arqueaba una ceja. A pesar de su tentativa por hacerse la desinteresada, no
dejó de mirar la libreta.
—¿Y entonces, qué has descubierto de mi personalidad…? ¿Soy una asesina en
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serie?
Gerardo sonrió mientras le pasaba la hoja.
Isabel comenzó a leerla en voz alta, pero asegurándose antes de que nadie más
pudiera escuchar.
—Mmm, la comisura de la boca y el fino corte de la barbilla manifiestan a una
persona segura de sí misma, incluso un poco obstinada, ¡auch…! —gimió la joven
como si alguien le hubiera herido. Miró a Gerardo y le plantó una mueca de fingido
disgusto—. Los ojos muestran dudas, inocencia y algo de sumisión, quizás a la
familia, a la religión, o a factores desconocidos…
Isabel dejó de reír y Gerardo pensó que se veía mucho más hermosa, lo cual ya
era demasiado. De repente los colores asomaron en sus cachetes y la respiración le
aumentó. Siguió leyendo pero no en voz alta. Al cabo de unos segundos lo hizo:
—Pero son sus labios los que siembran la duda, crean misterio e intriga por sí
solos. Yo te declarara culpable de besar bien…, aunque no existan pruebas
concluyentes para definir el caso.
El timbre sonó.
Gerardo recogió su bandeja y se levantó de la mesa esperando alguna respuesta;
para su decepción, la rubia lo miró intrigada pero no le dijo nada. Su única respuesta
fue el silencio de sus ojos verdes.
Frustrado y sin tiempo para poder hacer o decir algo más, Gerardo se unió a la fila
de sus compañeros que iban saliendo del comedor. Fue entonces cuando Isabel salió
como de la nada y se acercó a él.
—Espero que sobrevivas a los ejercicios con esos matones; de ser ese el caso —
una risa pícara asomó en sus labios—, deberías preparar los equipos necesarios para
hacer las pruebas…
La chica desapareció tan rápido como llegó, dejándolo con la palabra en la boca.
Uno de sus compañeros de fila le preguntó a qué pruebas se refería la despampanante
rubia.
Gerardo prefirió no darle detalles.
***
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Capítulo 12
Una batalla de hombría
Tres horas después la escuela se reunió en uno de los tabloncillos de entrenamiento.
Se trataba de un enorme salón con varias gradas para que todos pudieran observar
bien las demostraciones. El salón fue cubierto por mantas acolchonadas y sacos de
boxeo. En una de las gradas, a menos de cinco metros de distancia, Gerardo
reconoció a la inconfundible rubia.
Ver a la chica allí solo aumentó más sus miedos. Pero no al resultado del
entrenamiento, sino a quedar en ridículo delante de ella. Para evitar esto simplemente
debía vencer a su adversario.
¡Tarea facilísima!, pensó con sarcasmo.
El espectáculo comenzó.
La primera parte del show —por llamarlo de alguna manera, pues a juzgar por los
gritos del público en eso se convirtió el entrenamiento— finalizó con una serie de
ejercicios para primeros auxilios.
Después pasaron a mostrar unas coreografías previamente ensayadas de cómo
lograr diferentes tipos de desarmes. El instructor mostró cómo dejar inmovilizada a
una persona que ataca con un cuchillo, machete o pistola —y por supuesto, era
Gerardo quien recibía el golpe, estrellón, o torcedura de manos—, su humillación fue
tan grande que estaba deseoso de poder devolver las técnicas. Y sus deseos no se
hicieron esperar.
El tercer y último bloque de ejercicios dio inicio.
Ese era el momento más esperado por todos. Gerardo caminó hasta el centro del
colchón en donde lo esperaba un negro de casi dos metros de altura. Gerardo se
preguntó si aquel monstruo realmente era un soldado entrenado, pues parecía más
bien un levantador profesional de pesas.
El instructor y árbitro explicó las reglas: nada de golpes con codos o puños, el
derribe del oponente y sumisión de este eran las únicas reglas.
Antes de comenzar, Gerardo miró hacia las gradas: Isabel le guiñó un ojo.
Aquello le dio una vaga esperanza. Pero al caminar y quedar frente a su oponente,
este lo miró con desprecio y negó con la cabeza. Con aquel simple gesto, el Hércules
de ébano les demostró a todos los presentes que le estaban haciendo perder su tiempo.
El combate inició.
Gerardo enfocó todos sus pensamientos en cómo quedaría si no lograba derrotar
al esteroide con forma humana. Desde el comienzo, se percató de que Isabel lo
miraba como hipnotizada. Ante cada movimiento del negro para intentarlo atrapar,
ella se llevaba las manos a la boca, en espera de lo peor.
Un poco más confiado, ya controlada su respiración, se enfocó en hacer
desaparecer de su mente cualquier distracción visual; así, concentró todos sus
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sentidos solamente en su adversario. Por varios segundos los dos gladiadores se
buscaron las articulaciones para lograr alguna proyección, sin ningún éxito. El Avispa
Negra, confiado en su entrenamiento y musculatura, perdió la paciencia y en un pase
arriesgado logró atraparle una mano. Lo próximo que Gerardo sintió fue su cuerpo
volar por los aires. Supo romper la caída, pero para cuando logró reponerse ya era
demasiado tarde, pues su adversario lo tenía en el piso y comenzó a aplicarle un
triángulo de brazo. Aquella era una de las técnicas más simples de estrangulación que
Gerardo conocía, por desgracia también comprendió lo efectiva que era.
Mientras el poderoso hombro del negro se iba cerrando sobre su cuello, tuvo
tiempo de mirar a las gradas. El rostro de Isabel le dibujó lo mal que estaba su
situación. Sin perder un segundo en lamentaciones inútiles, dobló su codo para evitar
que le trancaran la entrada de oxígeno al cerebro. Así logró volver a controlar su
respiración, aunque bien sabía que solo le iba a servir para ganar un extra de tiempo.
Usando toda la fuerza de sus caderas movió sus piernas rápidamente y evitó el
pase de caderas de su oponente, esto dejó al Avispa con su técnica a medias. Lo
próximo fue hacer una palanca con su brazo sacrificando más aún su cuello…, y justo
como lo pensó, su contrincante era fuerte y técnico, pero no sabía elaborar un plan de
ataque. Este se lanzó a por su cabeza dándole la oportunidad de un giro.
Ese era el gran problema de las Tropas Especiales cubanas, pensó con cierto
regocijo Gerardo, ¡estos cabrones están bien entrenados, siempre y cuando no se
enfrenten a alguien también entrenado!
Ante el asombro de toda la clase, Gerardo logró salir del abrazo mortal e invirtió
la situación. Logró hacer una llave de triángulo con las piernas sobre el cuello de su
contrincante. Sus colegas de las clases de judo, sorprendidos por el inesperado
movimiento saltaron de sus asientos y comenzaron a gritar: “¡Sankaku Jime!
¡Sankaku Jime!”, el nombre de la técnica que el sensei les había enseñado.
El Avispa, tras comprender la trampa no tocó el tatami, solo lanzó maldiciones e
intentó en vano salir del agarre usando todo su peso muscular, con lo cual solo logró
que las piernas de Gerardo se fueran cerrando aún más sobre el cuello y el antebrazo.
Poco a poco el gigante fue perdiendo su fuerza, por lo que Gerardo supo que había
trancado el flujo de sangre a su cerebro: si su contrincante no tocaba el colchón caería
desmayado por falta de oxígeno.
Cinco segundos fueron suficientes: el Avispa Negra se desplomó con los ojos en
blanco. Una multitud comenzó a gritar su nombre y aplaudir como locos. ¡Había
ganado!
¡Oh Dios…! ¡Gané!
Aún sin comprender bien lo que había pasado, rodeado por los gritos de la
multitud, varios de sus compañeros lo ayudaban a levantarse. Gerardo miró a su
espalda y vio a un médico aplicándole técnicas de reanimación al Avispa Negra. Pero
este no volvió en sí hasta que el doctor puso en su nariz unas sales de carbonato de
amonio.
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Gerardo fue hasta donde estaba su adversario y le tendió la mano en señal de paz,
pero el negro lo miró de arriba abajo con ganas de querer partirle el cráneo. Después
se paró y salió de la sala seguido por sus compañeros. Gerardo se quedó con la mano
tendida.
Un segundo después el mayor Wilfredo Torres, Director de la Escuela de
Inteligencia se le acercó y le dijo al oído:
—No se suponía que el ejercicio acabara así —una sonrisa burlona cruzó los
labios del mayor. Gerardo lo miró y luego siguió la vista del Director. Este miraba a
las gradas, al capitán de las Avispas Negras—. Se supone que un analista del
Departamento de Inteligencia no es lo suficientemente bueno como para derribar a un
soldado de las Tropas Especiales.
Por el intercambio de miradas, Gerardo supo que entre el capitán y el director
habían hecho alguna apuesta a sus espaldas.
—Disculpe, director, nadie me dijo que debía bajar la cabeza.
Wilfredo lo miró de arriba abajo.
—Tienes un futuro grande, Gerardito; pero el día que bajes la cabeza yo mismo te
voy a traer para este tatami y te voy a dar una lección de verdad.
Ambos sonrieron.
Gerardo sabía que era el favorito del mayor, e imaginárselo en un combate cuerpo
a cuerpo le daba risa, pues el director andaba rondando los sesenta años, era gordo y
zambo. Y siempre se andaba quejando de sus problemas de artritis.
Tras pasar la emoción del momento, Gerardo reflexionó sobre todo lo que había
ganado ese día.
Sin dudas un enemigo en las Tropas Especiales, pero el ver la satisfacción en la
cara de Isabel lo convenció de que valía la pena el riesgo. Isabel desapareció entre la
multitud no sin antes guiñarle un ojo. Sin poder tomarla de la mano e intentar hablar
con ella, tuvo que conformarse con el sabor de la victoria y las celebraciones con sus
amigos.
Más tarde, cuando llegó la noche, aprendió tantas cosas de ella que si para volver
a tenerla cerca debía enfrentarse a todo un pelotón de Avispas Negras…, bueno,
quizás solo lo pensaría durante unos pocos minutos.
Isabel era tres años menor que él, estudiaba en la sección de idiomas para
convertirse, al igual que Gerardo, en analista, pero de asuntos internacionales, y lo
mejor de todo el asunto es que hacía el amor como una diosa del Kamasutra.
***
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Capítulo 13
La recompensa
Como estímulo estudiantil por haber participado en los ejercicios de artes marciales,
lo dejaron dormir una noche en el Hotel Cinco Estrellas. El hotel no era más que los
cuartos reservados para las visitas especiales a la escuela, se trataba de una habitación
con cama y baño incluido. Televisión por cable y aire acondicionado. Un paraíso para
un estudiante que debía dormir cada noche en un albergue junto a más de doscientos
de sus compañeros.
Pero lo mejor de la noche fue la madrugada, cuando tocaron a la puerta. Al abrirla
se encontró con Isabel. La sorpresa lo paralizó. A ella le tocó su primera guardia
estudiantil y por lo visto abandonó su posta para reunirse con él. Esa falta de
disciplina podía costarle la expulsión de la escuela, pero de momento eso no les
importó a ninguno de los dos.
—Pasa —Gerardo sintió como su voz temblaba por el deseo reprimido.
Ella entró sumisa, sin pedir permiso ni decir una palabra más.
Isabel estaba allí buscando algo: él lo tenía y se lo iba a dar; intentar llegar a un
acuerdo era algo sumamente ridículo. Gerardo cerró la puerta y al voltearse se la
encontró frente a la cama, de espaldas a él. Entonces sucedió un espectáculo visual,
un festín para su mente y sus instintos. Tal parecía que el tiempo se hubiese detenido
y todo a su alrededor se movía en cámara lenta.
Isabel se quitó la blusa y la dejó caer al suelo, luego le siguió el sujetador. Con los
gestos más sensuales que Gerardo jamás hubiera visto, la joven movió las caderas
hacia los lados y la saya se deslizó por entre sus esbeltas piernas, dejando a la vista
un diminuto triángulo de tela sujeto por tres finos hilos, y uno de ellos iba a morir
entre unas firmes nalgas. Sabiendo que había captado su atención, ella lo miró por
encima del hombro y le indicó con un simple gesto que la acompañara a la cama.
Por supuesto que no tuvo que repetir la invitación.
Varios segundos después ambos estaban completamente desnudos y enfrascados
en otro combate cuerpo a cuerpo…, mucho mejor que el de por la tarde, pensó
Gerardo.
Obviamente, Isabel no era virgen, pero tampoco muy experta; eso sí, estaba
dispuesta a jugar y hacer realidad todas sus fantasías como si de una experimentada
geisha se tratara. Ante la sorpresa de Gerardo, se montó sobre él y lo cabalgó
exigiéndole casi a gritos que le diera nalgadas. Aquello era nuevo para él, que jamás
había golpeado a una mujer tan fuerte, pero en este caso ella lo exigía a modo de
excitación. Asombrosamente, fue así como ella llegó a alcanzar el clímax.
Permanecieron abrazados, ella encima de él por un largo rato. Sin dudas ambos
necesitaban un descanso, pues a pesar del aire frío que llenaba la habitación estaban
empapados en sudor. Cuando por fin Gerardo fue a decir algo, ella le dio un beso en
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la mejilla y se fue tan rápido como vino.
Gerardo quedó desconcertado.
—¡Me he enamorado! —fue lo único que atinó a decir.
***
Desde esa noche los encuentros se hicieron más seguidos y prolongados. Como es
común en las escuelas militares, la nueva pareja no perdía un minuto y cada segundo
que les sobraba lo aprovechaban para quitarse las ganas de amar.
Hasta que sucedió el desastre…
***
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Capítulo 14
La traición
Gerardo se recostó en su silla plegable.
El calor seguía aumentado en su oficina de Tres Caminos. Esta vez de nada le
sirvió humedecer el pañuelo, pues los cubitos de hielo ya se habían disuelto dentro
del vaso. Volvió a mirar la foto y una vez más los recuerdos lo invadieron. Una ola de
temblores e ira contenida hizo que su cuerpo se estremeciera de pura impotencia.
—Cálmate, que ya pasó —se dijo—. No hiciste nada y ya no puedes hacer nada
para remediarlo. Todos arrastramos una cruz. Y esta es la tuya, Gerardo León.
Gerardo cerró los ojos y visualizó el último día que vio a Isabel.
Esa mañana estaba en el tatami, acababa de terminar los ejercicios básicos de
calentamiento e iban a pasar a la clase de proyecciones con cadera, cuando un
sargento entró corriendo.
—¿Qué pasa, sargento?
—Gerardo, algo grande pasó en la oficina. Dice el director que tienes cinco
minutos para estar allí —la expresión del sargento demostraba que no tenía la más
mínima idea de lo que estaba pasando, pero algo bueno no debía de ser.
Tres minutos fueron suficientes para llegar a la oficina. Gerardo tocó suavemente
con los nudillos en la puerta del director.
—Adelante —dijo una voz desde dentro.
Gerardo suspiró, no sabía por qué estaba tan nervioso pero podía presentir la
tensión que salía del interior del despacho. Al entrar a la oficina y peinarla con un
rápido vistazo, comprendió que las cosas eran peores de lo que imaginaba. En el sofá
de la esquina estaba Isabel hecha un mar de lágrimas. El director hablaba con otro
oficial, quien de repente lo miró con ganas de matarlo.
Se trataba de un hombre entrado en los sesenta que ostentaba el grado de coronel.
—¿Es este el hijo de puta? —preguntó el coronel.
—Cálmate, Orlando, son unos muchachos y a cualquiera… —el mayor Wilfredo
intentó aplacar la situación, fuera cual fuera; pero el coronel lo interrumpió.
—¡Cualquiera una mierda! —Vociferó el coronel—. ¡Acaba de entrar!
Gerardo dio varios pasos y se quedó en el centro de la oficina. Miró a Isabel, pero
esta tenía la cara oculta entre las manos. Luego se percató de que los ojos del coronel
y los de Isabel eran del mismo color.
—¡Firme! —le gritó el coronel.
Gerardo sintió como si un látigo golpeara su espalda. Al instante sonó el tacón de
sus botas.
—¿Tú sabes quién soy yo? —le gritó el coronel tan de cerca que pudo oler su
aliento a tabaco.
—No.
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—¿Acaso te di permiso para hablar? —rugió el coronel.
Aquella situación era ridícula: le estaba haciendo una pregunta pero a la vez
quería demostrarle su poder con su grado militar; por lo tanto, preguntaba sin querer
saber la respuesta.
Gerardo no supo qué responder.
—Soy el coronel Orlando Ortega. ¿Y sabes quién es esa puta de ahí?
Sin dudas se refería a Isabel. Gerardo hubiera querido gritarle que esa puta a él le
gustaba y si la volvía a llamar así, iba a escupir varios dientes…; pero no lo dijo. Sus
ojos se encontraron con los del mayor Wilfredo, este le dijo con la mirada que se
mantuviera callado.
—Sí, esa puta es mi hija —mientras le gritaba señaló a la joven.
Isabel continuaba con el rostro cubierto por sus manos, sin atreverse a levantar la
cabeza.
—¿Sabes qué le dije a la madre…? Pues que las escuelas militares son para los
hombres, no para las mujeres. Allí solo hay putas y mira, ¿tenía o no razón?
—Permiso para hablar, coronel —pidió Gerardo.
—¡Te callas la boca, pedazo de cabrón, o te juro que vas a pasarte un mes en una
celda de castigo!
Gerardo prefirió mantenerse callado en espera de que le expusieran el problema.
—Le cogiste las nalgas a mi hija… —Si fueran solo las nalgas…, Gerardo se
sorprendió a sí mismo al pensar de aquella manera, a pesar de la situación en la que
estaba metido. Aun así, el modo en que el coronel se expresaba con respecto a Isabel
lo obligó a tener que apretar los puños hasta sentir dolor en la palma de sus manos, la
rabia le puso los nudillos tan blancos como el color de las paredes—. Espero que la
hayas disfrutado, porque también la dejaste embarazada.
¡Embarazada!
Aquello fue una especie de gancho al estómago. ¡Ahora sí que estaba metido en
una buena! Su cerebro, entrenado para atar cabos en fracciones de segundo, elaboró
varias preguntas. Una: ¿cómo el coronel supo que Isabel estaba embarazada? Dos: ¿y
de él?; tres; cuatro; cinco…
Las preguntas comenzaron a amontonarse y algunas respuestas le fueron llegando
automáticamente.
¡Los análisis de sangre!
La semana pasada la escuela había tenido un chequeo médico. A todos los cadetes
les sacaron sangre, les midieron el peso y les hicieron otras pruebas físicas. De seguro
alguien del equipo médico descubrió que la joven estaba embarazada; pero antes de
decirle a ella, prefirió irle con el chisme al futuro abuelo para ganarse algún favor.
Así trabajaban los militares: dando y cobrando favores.
—¿Pero sabes qué…? ¡Ese muchacho se lo arranco yo con mis propias manos! —
el rugido de la voz del coronel sacó a Gerardo de sus reflexiones.
Para asombro de todos fue Isabel la que habló.
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—No me lo voy a sacar.
Gerardo hubiera querido sentarse junto a Isabel y echarse también a llorar. Sentía
cómo sus sueños de ser una analista de la inteligencia comenzaban a desvanecerse.
—¿Qué tú dijiste? —preguntó el coronel.
Parecía un enorme balón morado y a punto de estallar por la ira.
—Que no me lo voy a sacar.
Isabel hablaba sentada pero sin quitarse las manos de la cara. En un acto de valor,
más que el que Gerardo demostraba tener, miró directamente a su padre.
—¡No me lo voy a sacar! —Le gritó al coronel—. No puedes decidir en la vida de
mi bebé.
¡Ay, Dios!, pensó Gerardo, quien sentía cómo las piernas le temblaban. Isabel ya
estaba llamando bebé al feto.
La cachetada resonó en la oficina como si el domador de un león hubiera hecho
estallar su látigo.
Isabel fue lanzada hacia un lado del sofá, mientras se llevaba las manos a la cara.
Un grito de dolor se le escapó. Aun así Gerardo siguió paralizado por el miedo. En
otras circunstancias hubiera cogido a aquel imbécil y lo estrangularía, pero se trataba
de un coronel de las Fuerzas Armadas Revolucionarias: atacarlo era el equivalente,
como mínimo, a diez años de prisión…, fuera cual fuera el motivo.
Dios, ¿cómo me ha pasado esto? ¡Cuatro años, cuatro años tirados a la
mierda…!, Gerardo solo se repetía mentalmente el número cuatro, que eran los años
que tardó en pasar la escuela militar. Estaba tan cerca de graduarse.
Ortega tomó a su hija por el pelo y la obligó a mirarlo.
—Escúchame bien, puta de mierda, pues llamarte hija es deshonrarme a mí
mismo.
Isabel gemía de dolor y miedo. Sus ojos se encontraron por primera vez con
Gerardo, y en aquella mirada él vio la súplica: estaba esperando que interviniera; sin
embargo, lo único que hizo fue desviar la mirada.
Ortega hablaba apretando los dientes; daba la sensación de que si abría la boca
iba a estallar dentro de la sala.
—Aquí se hace lo que me sale a mí de mis cojones, y si digo que te metan unas
pinzas por el culo y te saquen el muchacho, vas a abrir las patas como mismo las
abriste para que este cabrón te la metiera.
—Suéltala… —Gerardo no creyó que aquellas palabras salieran de su boca.
Lleno de miedo buscó al mayor Wilfredo como apoyo, pero este estaba enfrascado en
una discusión por teléfono.
Justo cuando más necesitaba al mayor, no estaba disponible, ¡no lo podía creer!
Ortega lo miró como un matador de cerdos antes de darle una puñalada al animal.
—¿Y quién cojones te preguntó a ti? —El coronel caminó hasta donde estaba
Gerardo y lo miró a los ojos—. Aquí hablas cuando yo te dé permiso.
Aquello ya se había pasado de la raya, pensó Gerardo. Ortega estaba resolviendo
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un problema personal imponiendo su grado militar. Si la discusión se hubiera
efectuado en otro lugar las cosas hubieran sido diferentes; pero dentro de la escuela y
con su uniforme militar, Gerardo era un cadete y Ortega un coronel, con todo el
derecho a mandarlo a callar si lo consideraba necesario, pues su grado se lo permitía.
Cuatro años desperdiciados de su vida —volvió a recordarse—; por lo visto, fuera
cual fuera el fin de la situación, él iba a perder su carrera militar.
—Coronel Orlando Ortega —por primera vez el mayor habló—, le pido que se
controle y aguante sus comentarios.
Ortega pareció no escucharlo.
—Escúchame bien, ¡plasta de mierda! —al decir esto le dio dos leves cachetadas
en el rostro de Gerardo.
—Me vuelve a tocar…
—¿Te vuelvo a tocar y qué? —una vez más le dio otra cachetada, esta vez más
fuerte.
Gerardo perdió el control.
Le dio un empujón por el pecho usando las dos manos, una simple técnica de
impacto enseñada en las clases. Fue su cuerpo quien actuó, no su mente.
Ortega, tomado por sorpresa, perdió el equilibrio y fue lanzado varios metros
hacia atrás arrastrándolo todo a su paso, un jarrón lleno de flores artificiales se calló
esparciendo su contenido por todo el piso de losas. Miles de piedras de colores que
hacían de base para sostener las flores rodaron por el piso. Si no hubiera sido por el
escritorio del director, el coronel habría caído de nalgas sobre el suelo.
Gerardo quedó paralizado por el miedo ante lo que había hecho. En ese momento
se abrió la puerta y entraron cuatro oficiales.
El coronel Ortega parecía a punto de tener un infarto. En toda su carrera militar
jamás un cadete lo había empujado, aquello era un insulto que merecía ante los ojos
del coronel la orden máxima, como si se tratara de la antigua Unión Soviética. Atacar
a un superior se pagaba con el pelotón de fusilamiento.
—¡Hijo de puta, yo te mato! ¡Te mato! —gritó el coronel mientras se abalanzaba
sobre Gerardo.
En ese instante el mayor Wilfredo se interpuso entre Ortega y Gerardo.
Los cuatro recién llegados, como bien supuso Gerardo, fueron llamados por el
mayor. Estos parecían atónitos y fuera de lugar. No sabían qué hacer.
—Coronel Ortega, le pido que se retire de mi oficina —exigió Wilfredo.
Ortega volvió a ignorarlo.
—Les ordeno que arresten a este individuo por haber atacado físicamente a un
superior. Lo quiero seis meses en un calabozo de…
Wilfredo interrumpió al coronel.
—Aquí no se va a arrestar a nadie. Este es el momento de retirarse con orgullo,
coronel.
Ortega miró de arriba abajo al mayor, después introdujo en su cuerpo una calma
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que intimidó a Gerardo. Esta vez el coronel escogió sus palabras.
—Este cadete me atacó.
—Usted lo atacó primero.
—Pero está viendo lo que le hizo a mi hija.
—Nada que ella no quisiera. Las relaciones sexuales dentro de la escuela están
prohibidas. Por eso el cadete Gerardo pasará tres noches en una celda de castigo.
Mientras que la cadete Isabel…
—Se va de la escuela —puntualizó Ortega.
—¡No! No me puedes hacer eso —gimió la joven.
Su padre pareció no escucharla.
—No tengo por qué darle la baja de la escuela —dijo calmadamente Wilfredo—;
aunque, por otra parte, la escuela no le va a permitir seguir sus estudios en sus
condiciones físicas. La decisión que decidan tomar, si quiere o no quiere al bebé, a mí
no me incumbe; eso sí, en cuanto esté en condiciones puede regresar.
Los cuatro oficiales intercambiaron miradas, ya empezaban a entender algo de lo
que estaba pasando.
Ortega tomó a Wilfredo por la mano y lo llevó a un rincón.
—Escúchame, quiero a este muchacho de paticas en la calle en menos de…
—Nadie le va a dar la baja académica al cadete León, creo que ya se lo dejé claro.
El coronel miró al mayor con ganas de lapidarlo. Sin embargo, una simple sonrisa
cruzó la comisura de sus labios.
—Quiere una guerra de cargos, ¿sabe acaso cuántos amigos tengo?
—¿Sabe cuántos tengo yo?
De repente, Ortega pareció tener una idea. Se tardó solo unos segundos en
elaborar un buen plan mientras miraba a su hija y luego a Gerardo.
—Muy bien, quédate con el muchacho; pero mi hija se va hoy.
—Tampoco; esta es mi escuela y yo soy aquí…
—Esta será tú escuela; pero ese hijo de puta agredió a un superior y si quieres
llevar esto a una corte militar estoy seguro de que al final quien más va a perder es él.
Las palabras del coronel parecieron tocar algún lado sensible del mayor, este hizo
una mueca de dolor. Gerardo comprendió que el bonachón del director estaba a punto
de vender su alma.
—¿Quieres que saque a tu hija de la escuela?
—Sí. No sé cómo lo vas a hacer, pero no quiero que nada de esto aparezca en su
expediente.
Gerardo estaba escuchando parte de la conversación mientras simulaba estar
aturdido. Lo que realmente Ortega quería era que no apareciera nada que lo afectara a
él.
—Le vas a destruir la carrera a una joven que promete…
Ortega se acercó al oído de Wilfredo y le dijo:
—Es mi hija, hago con ella lo que me da la gana. Expúlsala de la escuela y este
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asunto se acabó aquí. De lo contrario te juro que le voy a hacer mierda la carrera
militar a tu muchacho.
Wilfredo miró a Gerardo lleno de vergüenza, después asintió.
Los siguientes minutos transcurrieron tan rápido que, a veces, Gerardo no creía
que realmente hubieran pasado.
Ortega sacó a su hija por el brazo, llevándosela de la oficina prácticamente
arrastrada. La joven siguió gritando y pidiendo ayuda. Nadie en la sala se movió. Los
ojos de Isabel se encontraron con los de Gerardo una vez más; pero en esa ocasión, él
solo vio desprecio en su mirada.
La tormenta de recuerdos dejó una capa de lágrimas en los ojos de Gerardo. Esa
fue la última vez que vio a Isabel. Orlando Ortega cumplió su promesa y lo dejó
tranquilo, no sin antes asegurarse de que lo enviaran de regreso a su pueblo natal.
Después de todo navegué con suerte…, por lo menos no me mandaron para el
Escambray.
El Escambray era una región montañosa en el centro de la isla. Allí estaba
instalada una unidad militar con ganada fama de que, quien entraba, podía dar por
terminada su carrera en el ejército.
***
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Capítulo 15
El precio de un cargo
Y allí se encontraba, en su oficina de la PNR de Tres Caminos, un pueblo
perteneciente al municipio del mismo nombre, dentro de la provincia de Villa Clara,
una de las catorce de la isla de Cuba… Eso no era para nada lo que Gerardo esperó
alcanzar con su graduación de título de oro.
Los viejos solían decir que el pueblo se llamaba así porque solo tenía tres
entradas.
Tum, tum, tum, tum…, cuatro fuertes golpes en la puerta de su oficina lo
devolvieron por completo a la realidad. Justo antes de que diera la orden de pasar, la
puerta se abrió y Sandra entró con una sonrisa de oreja a oreja.
Sandra era una hermosa mulata que ostentaba orgullosa el grado de sargento,
junto con las mejores nalgas de la Unidad Militar. A Gerardo se le metió en la cabeza
que aquellas nalgas serían suyas.
—Gerardo, ya me voy para la casa —le anunció la chica, quien también estuvo de
guardia toda la noche—. Dice el mayor Rogelio que vayas un momento a su oficina
antes de irte.
—Está bien, ¿no sabes si ya llegó el café?
—Deja ese vicio que te va a matar…
—Lo único que me va a matar eres tú.
La mulata le lanzó su sonrisa más coqueta. Después movió sus dedos como un
abanico frente a su cara, señalando con el gesto su anillo de matrimonio. Estaba
casada con un capitán de las Tropas Especiales que tenía fama de ser un perro celoso.
Gerardo se levantó de su sillón y caminó hacia la joven; pero antes de llegar a la
puerta, Sandra prácticamente salió corriendo. Ya en el pasillo le lanzó una carcajada y
se fue contoneando sus caderas, consciente de la mirada lujuriosa que le lanzaba el
capitán.
Gerardo cerró la puerta de mala gana.
—Yo te atrapo y no vas a tener un lugar público que te salve —murmuró a modo
de juramento.
Luego caminó por la pequeña oficina hasta la pared donde colgaba su cinturón
con su vieja pistola Makarov, sus dos cargadores y un espray de pimienta. Comenzó a
ponerse el cinturón cuando la mancha de agua en el techo atrajo su atención.
Aquella mancha era el origen de una filtración que ya tenía décadas en la jefatura.
Gerardo volvió a sumergir su mente en una laguna de recuerdos. Varios años
atrás, cuando le dieron aquella oficina, de inmediato comenzó a chocarle la dureza de
su nueva realidad. Una de las señales fue aquella mancha en el techo. Él reconocía
que era ambicioso, ¿pero quién no lo era? Antes soñaba con dirigir una oficina central
de inteligencia, trabajar codo a codo con la CIA, los británicos, o la mismísima
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Interpol. Luchar en la captura de terroristas, narcotraficantes, vendedores de armas…
Pero cuando recibió su pequeño cuarto, la realidad fue atronadora… aunque,
“deprimente” fue en verdad la palabra que en aquel entonces taladró su cerebro. Al
punto que tras cerrar la puerta —la cual no tenía picaporte y continuaba sin uno—
tuvo que apoyarse en una de las paredes para poder respirar y contener sus nervios.
Sin poderlo evitarlo, una humedad nacida de la rabia cubrió sus ojos. Apretó los
puños y se obligó a mirarlo todo con carácter positivo. En aquel entonces las paredes
sin pintar y las cucarachas y ratones que recorrían el piso fueron la respuesta a todas
sus ambiciones.
Ahora, al cabo de tres años, la oficina lucía diferente. Bueno, casi diferente, pues
seguía sin el condenado picaporte.
Por todo inmobiliario, tenía un viejo escritorio infestado de polillas; un sillón de
cuero cubierto por cinta adhesiva, que más bien se asemejaba a un paciente de una
sala de quemados con vendajes por todos lados; y dos sillas de estructura metálica
que gritaban a los cuatro vientos cuán incómodas eran. Pegado a una esquina
descansaba un casillero de metal, que en algún momento fue de color aluminio, ahora
estaba carcomido por manchas de herrumbre…, y al menos contenía seis amplias
gavetas, destinadas a guardar los archivos de sus informantes junto a varias familias
de cucarachas y algún que otro ratón vecino.
Encima del casillero tenía tres pequeñas estatuas reglamentarias de algunos
héroes nacionales. De las paredes colgaban los diplomas y reconocimientos que había
ido ganando durante los últimos tiempos. Aunque algunos de ellos no eran motivos
de orgullo.
Como el que se ganó por ayudar en una operación secreta antimotines de máxima
seguridad. Tras terminar de ponerse el cinturón se acercó a la pared y tomó en sus
manos el odiado diploma.
Junto con más de cuarenta oficiales recién graduados, él fue montado en un
camión y llevado a otra provincia. Allí se ocultaron en una casa secreta donde se
disfrazaron de civiles. Según la información que les brindó uno de los espías que
estaba infiltrado dentro de la “supuesta organización”, en unas horas se produciría
una manifestación en contra del sistema comunista imperante en la isla.
Según le explicaron, los manifestantes pensaban parar el tráfico y lanzar piedras
contra las vidrieras de las tiendas. De solo pensarlo a Gerardo le hirvió la sangre.
Cientos de miles de trabajadores iban a llegar tarde a sus puestos de trabajo solo
porque unas escorias pagadas por un grupo que no estaba de acuerdo con el sistema
decidirían la suerte de otros.
—¡Esos hijos de perra van a perder las ganas de manifestarse! —dijo uno de los
oficiales que estaba a su derecha.
Gerardo observó en su mirada aquel brillo nacido del entusiasmo por poner en
uso las técnicas aprendidas.
El objetivo principal de la manifestación era obstruir el tráfico y así atraer la
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atención de varios turistas. Quienes, deseosos de captar el show sacarían sus cámaras
para llevarse un recuerdo, y otros, mucho más inteligentes, venderían las cintas al
mejor postor.
Gerardo sintió como cada poro de su cuerpo se iba llenando de una energía
agresiva, a medida que seguía escuchando aquellas estupideces. Estaba listo para
actuar. Solo esperaba la orden.
Un mayor de las Avispas Negras entró en la casa y se presentó como el líder de la
operación. Gerardo aún podía recordar perfectamente sus palabras y su rostro…; de
hecho, recordaba el rostro de todos los presentes, a pesar de que eran de distintas
provincias. Que fueran llevados allí tan misteriosamente fue lo primero que llamó su
atención. Pero muy pronto comprendió de qué se trataba. Todos los reunidos fueron
escogidos de diferentes unidades militares de la isla con el objetivo de que jamás
volvieran a coincidir.
Esa fue su primera sospecha de que algo no iba bien.
Al mirar a su alrededor captó la mirada de los otros, que al igual que él, sabían de
sobra que el discurso aquel no era del todo real. Pero, al igual que ellos, esquivó sus
miradas y se enfocó en la arenga del oficial a cargo.
El mayor se dirigió a cada uno de los presentes.
—Esta misión es de suma importancia —comenzó diciendo—; pero lo más
importante es que bajo ningún motivo puede haber un muerto. Por eso midan sus
golpes, ustedes están entrenados y saben dónde y cómo golpear. ¿¡Entendido!?
—¡¡¡Entendido!!! —respondieron a coro.
—Una vez más, nada de golpes a la cara: codos, rodillas, cualquier articulación;
pero no a la cara —todos asintieron con cierto grado de excitación en las miradas—.
Y lo más importante: bajo ninguna circunstancia se identifiquen como oficiales del
gobierno.
Aquella fue la nota discordante del concierto.
¡Qué mierda está pasando aquí! ¡Podemos golpear pero sin dejar marcas! ¿Y no
identificarnos? ¿Acaso ahora somos la Gestapo?
Pero una vez más, prefirió silenciar sus opiniones.
Tras ultimar los detalles finales, los manifestantes aparecieron en la calle, con sus
pancartas y sus gritos.
—Denles a esos hijos de puta su merecido —fue el ultimátum del mayor.
La unidad antimotines fue saliendo discretamente de la casa y comenzó a
mezclarse entre la multitud que ya avanzaba por la calle. A una hora acordada
comenzarían a repartir golpes. La idea era crear un caos, y que ante ojos inexpertos,
quedara como que el pueblo cubano la emprendía a golpes contra unos traidores a la
Revolución.
Pero entonces ocurrió lo inesperado.
—¡Dios santo…! ¡¿Qué es esto?!
Gerardo quedó horrorizado al ver a los manifestantes. La realidad de la situación
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en la que se encontraba y en la cual sería algo más que un simple testigo, golpeó
salvajemente su conciencia.
Los manifestantes no eran más que mujeres vestidas de blanco y armadas con
claveles y rosas blancas. En sus pulóveres llevaban fotos de sus maridos, hijos o
nietos, quienes habían sido encarcelados, simplemente por no pensar de igual manera
que el sistema: los famosos “presos políticos”.
Ahora lo comprendía todo…, y lo peor es que ya no podía hacer nada.
Ellos estaban aplicando una de las técnicas más antiguas y efectivas usadas por la
KGB rusa. Mezclarse entre manifestantes para luego darles una paliza. Si algún
medio de prensa grababa algo, la respuesta de los líderes políticos sería que el pueblo,
encolerizado, había atacado a los reclamantes.
Sin poderlo evitar se acercó a una anciana y la sujetó por el brazo.
—Señora —le dijo a quien podría ser su abuela—, por favor, aléjese de aquí. Esto
se va a poner muy peligroso dentro de unos minutos.
Gerardo no podía creer que aquellas palabras hubieran salido de su boca. De igual
manera la anciana pareció sorprendida hasta que comprendió lo que estaba por
ocurrir. El miedo se reflejó en su rostro por unos segundos, luego la calma apareció
en su mirada.
—Está bien, joven —le dijo la anciana mientras lo sujetaba por la mano y se la
acariciaba—, ¿eres uno de ellos, verdad?
Gerardo no le respondió… No hacía falta.
—Haz lo que tienes que hacer muchacho —una sombra de tristeza cubrió el
rostro surcado de arrugas de la anciana—, quién sabe, a lo mejor algún día te toca
estar de este lado. La conciencia uno debe de tenerla blanca, como mis ropas.
¿Tendrás tu conciencia blanca después de que hagas lo que vas a hacer?
Gerardo no pudo evitar admirar a aquella mujer, aunque no se lo demostró.
De repente los golpes comenzaron.
Los gritos de aquellas madres, esposas y abuelas lo paralizaron y le impedían
reaccionar. Se sentía incapaz de golpear a una de aquellas mujeres. ¿Por qué? Se
preguntó en medio de la molotera. ¿Era este el trabajo que quería hacer? Golpear a
mujeres para que luego aflorara en las noticias internacionales que el pueblo se había
lanzado a la calle atacando a un grupo de contrarrevolucionarios.
Y efectivamente, la operación antimotines no era más que un espectáculo, una
obra de teatro en donde los actores principales no sabían que estaban actuando. Se
trataba de un maldito “show de Truman”.
Los turistas curiosos que por allí pasaban sacaron sus celulares y cámaras y
comenzaron a grabar…, justo como habían previsto. A ellos no les preocupaba que
alguien pudiera reclamarles, pues sabían que en Cuba a los extranjeros se les trata
como a dioses.
Mientras tanto, la función prosiguió.
Acto por acto, escena por escena, justo como habían ensayado cientos de miles de
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veces en las escuelas militares, los policías comenzaron a llegar. Pero estos solo
dijeron a las cámaras de los turistas que llevarían a aquellas mujeres a los carros y
autobuses que previamente habían puesto cerca de la zona. Ellos no estaban allí para
impedir la manifestación… ¡ya que en Cuba existía la libre expresión!
Su único objetivo —explicaron los policías— era evitar que el pueblo cubano les
siguiera dando una paliza a aquellos manifestantes que amenazaban a la sociedad
cubana.
Gerardo no pudo evitar hacerse muchas preguntas que no debía. ¿Dónde estaban
las armas? ¿Flores? ¿Para eso lo habían entrenado? ¿Para atacar a mujeres con flores?
Miró a su alrededor y vio cómo el grupo antimotines se daba gusto poniendo en
práctica sus técnicas de combate. La mejor parte era cuando alguien que iba pasando
intentaba defender a alguna de aquellas mujeres. La misión fue un rotundo éxito,
comentaron luego sus superiores.
Las manifestantes quedaron aplacadas al instante sin causar gran conmoción.
Aunque las miradas de aquellas mujeres, mientras eran arrastradas por el pelo para
meterlas dentro de un autobús, habían roto algo en su interior… para siempre.
Una semana después a Gerardo le llegó el diploma por su colaboración junto con
su ascenso a capitán. También se ganó quince días de vacaciones en una villa militar
que incluía todos los gastos pagados. Aquel fue el mayor insulto…, se sintió como
una vulgar prostituta.
En la calle no dejaba de escuchar los comentarios de cómo las “Damas de
Blanco”, el nombre de la organización que habían atacado, habían sido sometidas a
una paliza salvaje por parte de policías disfrazados de civiles.
Desde ese día, la realidad de su país, del sistema para el que trabajaba, comenzó a
afectarlo desde muchos ángulos. Y lo peor era que no podía hacer nada.
Para borrar su vergüenza, trató de enfocarse en los problemas que realmente
afectaban a los ciudadanos de su pueblo. Así montó una red de informantes, en
ocasiones pagados muchos de ellos con su propio dinero. Estos “chivatos” —como
los solían llamar— comenzaron a informarle de los robos ocurridos en el pueblo, ya
fuera en casas, o a personas en particular.
Con semejante red de espionaje local, comenzó a resolver problemas reales, no
causar otros ficticios. Si se enteraba de algún anciano que vendía dulces, lo dejaba
pasar por alto. Aunque vender dulces sin un permiso legal era condenado con una
multa muchas veces impagable, Gerardo llegó a la conclusión de que aquello era
absurdo, por lo que se hacía el de la vista gorda. De esta manera iba ganando amigos
y favores. Su mejor técnica fue la de mezclarse con los grandes traficantes del
mercado negro del pueblo. Estos lo ayudaban y a cambio él los protegía.
Gerardo terminó de ponerse el cinto, revisó el cargador de su pistola y chequeó
que todo estuviera en orden. Se dirigió a la puerta, pero antes le echó una mirada al
único tesoro que tenía entre aquellas cuatro paredes. Se trataba de un pequeño librero.
En el diminuto estante descansaba toda una colección de libros de espías que fue
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reuniendo a lo largo de su carrera.
Ese era su pasatiempo preferido…, a excepción de las mujeres. Solía pedir libros
como único obsequio a los amigos que viajaban constantemente al extranjero. Pues
conseguir buena literatura en Cuba era casi imposible.
A base de presentes y favores logró reunir casi todas las novelas de James
Patterson, Ken Follett, y Dan Brown. Precisamente por esos días estaba esperando la
última novela de Clancy, que se la traería un amigo de la contrainteligencia que se
encontraba impartiendo un curso en Venezuela.
Al mirar nuevamente el librero cayó en cuenta de por qué estaba de tan mal
humor ese día.
No tenía nada que leer.
Esas novelas eran el único escape para liberar toda su frustración. Soñaba con
verse involucrado algún día en la búsqueda y captura de un verdadero espía
internacional…, o al menos, algo que fuera trascendental, y hasta el momento, lo más
notorio en su carrera había sido la captura de una pandilla de ladrones de bicicletas.
Por eso, que Dios librase a quien se atreviera a tocar uno de aquellos libros.
***
Salió de su oficina con andar pesado y se dirigió al comedor.
Al llegar se encontró con la gorda Mercedes, la cocinera de la unidad, que con su
delantal lleno de parches pelaba ajos para el almuerzo. Cuchillo en mano iba
haciendo bulticos de dientes de ajo y separándolos en grupos de a seis. El joven trató
de recordar desde cuándo conocía a Mercedes. Tras un segundo llegó a la conclusión
que de toda la vida.
—Mercedes, ¿no ha llegado el desayuno?
—Todavía no, pero queda algo del pan de ayer y un poquito de café en el termo.
Gerardo entró a la cocina. Colgadas de la pared había tres calderas tiznadas. Pleno
siglo XXI y en la unidad militar del Municipio aún se cocinaba con fogones de carbón.
Gerardo sonrió, hacía mucho tiempo que ya esas trivialidades no llamaban su
atención. Cuando localizó la canasta del pan, se sintió decepcionado. Alguien la había
descubierto antes que él. Fue entonces hasta el termo, pero solo para confirmar sus
sospechas.
—¡Manda cojones esto…!
—Gerarditooo —gritó la gorda Mercedes—, ¡no hables groserías, cojones!
Gerardo se llevó las manos al rostro y ocultó una sonrisa. La cocinera de la
unidad militar regañando a un capitán.
Eso me pasa por haber regresado a este pueblo, pensó, bueno, no regresé, me
mandaron.
Cuando escuchó vociferar a alguien desde el otro lado de la cerca de alambres de
púas, le bajó el alma al cuerpo. Era Pellejo, el carretonero que traía el desayuno. Fue
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apodado así porque no había un trozo de piel en su cuerpo que no le colgara. Muchos
decían que el viejo carretonero rondaba los cien años y su caballo Rocinante los
doscientos.
Varios oficiales corrieron a abrir la puerta de alambrada para que el carretón
entrara. Sin dar tiempo a que bajaran las canastas de pan, el capitán cogió un termo
de café y un pan con mortadela.
—Capitán, ¿tiene hambre? —le preguntó Pellejo mientras le sonreía y mostraba
su encía como la de un bebé.
—¿A ti te dicen Pellejo o Payaso?
Sin esperar una respuesta entró al comedor. Tomó un vaso de aluminio y se sirvió
un poco de café. Luego se dirigió hacia las celdas.
***
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Capítulo 16
El campeón
El edificio de la Jefatura tenía seis celdas ubicadas en el sótano, con puertas de
barrotes corredizos y solo se podía acceder a ellas a través de una única escalera de
nueve escalones. Cada celda contaba con dos literas de madera ubicadas en sus
extremos.
Esa mañana solo tenían a un prisionero. Cosa poco común cuando había
temporada de Carnavales de verano.
Cada año, a inicios del mes de noviembre, el pueblo de Tres Caminos celebraba
unos carnavales que eran el tormento de los policías. Se reunían cerca de diez mil
personas: las borracheras, las peleas callejeras, y algún que otro robo, siempre
estaban a la orden del día.
Gerardo llegó a la primera celda y vio que desde el final del pasillo, donde
estaban los baños, venía el prisionero con paso vacilante. Un mulato de dos metros de
alto cruzó por su lado, el gigante iba armado de una coraza de músculos que
cualquier practicante de fisiculturismo envidiaría.
—Gerardito, muchacho —dijo el gigante al ver al capitán—, tuve que ir al baño,
pues no aguantaba más.
—No hay problema, Héctor, mira lo que te traje.
Héctor miró el pan y el vaso de café y casi se echa a llorar. Con manos
temblorosas cogió el desayuno y entró para su celda.
Aquel gigante con gestos torpes le recordó al musculoso John Coffey, en La Milla
Verde.
El capitán no le prestó atención a que el oficial de guardia de las celdas no
estuviera allí y mucho menos que la celda estuviera abierta. Es que de hecho, rara vez
las cerraban. Y no sería la primera vez que mandaran al prisionero a la tienda de la
esquina a comprar cigarros para los oficiales.
Gerardo pensó que lo mejor de haber regresado a su pueblo era que conocía a
todos, y todos se conocían.
Recostó su frente a los barrotes para mirar cómo Héctor devoraba el pan.
—Campeón, la bebida lo está matando —le dijo con tono cariñoso.
El gigantón bajó la cabeza con un gesto de culpa.
Gerardo fue invadido nuevamente por los recuerdos, en esa ocasión por los de la
noche anterior.
***
Estaba a punto de quedarse dormido sobre el escritorio de su oficina cuando la
puerta se abrió de repente.
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—¡Manda cojones esto! —Maldijo Gerardo—. ¡Aquí nadie toca…!
En la puerta apareció Jimena, la hija de Héctor. Traía todas sus trenzas paradas de
punta, como si hubiera sostenido por diez minutos un cable eléctrico con la boca.
—¿Y a ti qué cojones te pasó, Jimena? Me quieres matar del corazón…
—¡Gerardito, es el viejo! ¡Corre, que me lo matan…!
—¿Quién se va a atrever a matar a Héctor?
—Se volvió a emborrachar y esta vez cogió una botella —las borracheras de
Héctor eran famosas en el pueblo, pero nunca había agredido a nadie. Que Jimena
estuviera allí significaba que algo grave estaba pasando—. Está rodeado por tres
policías que vinieron en un Lada patrulla de Sagua…
Nada más mencionó Sagua, Gerardo saltó de su sillón como si tuviera un sistema
de resortes. Cogió el cinturón con su pistola Makarov y una tonfa. Sin perder un
simple segundo corrió por el pasillo hasta la escalera que conectaba con el primer
piso. Se voló los dieciséis escalones de seis en seis. Al llegar abajo miró hacia arriba
y le gritó a Jimena que ya casi lo alcanzaba:
—¿Dónde está Héctor?
—Está frente al Mandarín…
El Mandarín era una de las tres discotecas que tenía el pueblo, ubicada solo a
cuatrocientos metros de la unidad militar. Gerardo calculó mentalmente que no le
daría tiempo a sacar el Lada patrulla del garaje. En lo que los oficiales de guardia
abrieran el portón y sacaran el auto, para ese entonces ya él habría llegado.
Salió corriendo.
A pesar que eran solo cuatrocientos metros y él se mantenía en muy buenas
condiciones físicas, tuvo que aminorar su carrera para atravesar la multitud.
Los bafles de música estaban sobre tarimas cada veinte metros, y los DJ
competían unos con otros por ver quién ponía la música más alta. Como resultado,
avanzar entre la gentío, pidiendo permiso a cada segundo, era prácticamente
imposible. Por eso atravesó los grupos a puro empujón sin detenerse a pedir disculpas
ni mucho menos mirar atrás.
Mientras empujaba a la multitud para abrirse paso, recordó que los policías de
Sagua, un pueblo que quedaba a unos treinta kilómetros, no tenían jurisdicción en
Tres Caminos y ellos tampoco les habían pedido apoyo. Si un Lada patrulla estaba en
el pueblo era porque venían de la ciudad de Santa Clara y al regreso tomaron un
desvío para acortar tramo por el pueblo, que sabían estaba de carnavales.
Por fin, Gerardo llegó al Mandarín. Un segundo le bastó para identificar dónde
estaba ocurriendo la pelea.
La multitud había abierto un círculo alrededor de los gladiadores y como
espectadores de un circo romano, esperaban el desarrollo del espectáculo. Dos
jóvenes policías tenían rodeado a Héctor, mientras que un tercero intentaba razonar
con el gigante para quitarle la botella. Gerardo reconoció que los policías eran
jóvenes recién graduados de la academia, y por su actitud estaban deseosos de poner
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en práctica lo aprendido.
Héctor solo daba gritos mientras se tambaleaba a los lados. Juraba y maldecía que
a quien osara tocarlo, le iba a partir la botella en la cabeza. Los policías movieron sus
tonfas en señal de ataque.
Gerardo rompió el círculo y entró al centro.
El policía que intentaba quitarle la botella quedó sorprendido al ver al capitán.
—¡Héctor…! —gritó Gerardo, el gigante lo miró como tratando de reconocerlo
—. No hagas un show más grande y dame la maldita botella.
Ante el asombro de los tres policías el capitán llegó hasta donde estaba el
borracho y le quitó la botella. Seguidamente lo tomó del brazo y lo sacó del círculo
como si de un niño revoltoso se tratara. La multitud comenzó a abuchear a los tres
policías. El líder bajó su tonfa y sin poderlo evitar sintió como su rostro se ponía
morado de la vergüenza.
Mientras tanto, Gerardo condujo por la mano a Héctor, la multitud rompió en
aplausos, una vez más imitando a un coliseo romano que despedía a uno de sus
gladiadores predilectos. La música, que había parado, prosiguió y el vacío del círculo
quedó lleno de bailarines al instante.
Los tres policías hicieron una escolta alrededor del capitán y del borracho. Uno de
ellos sacó un par de esposas y se las ofreció a Gerardo. Este arqueó una ceja y las
rechazó con la mirada. Al ver cómo el capitán llevaba al gigante de la mano, como si
fuera un niño, comprendieron que las esposas estaban de más.
Una vez dentro del edificio militar, otro policía tomó por la mano a Héctor y lo
llevó a las celdas. El gigante no opuso resistencia.
De los tres policías, su líder, quien ostentaba el grado de sargento, pidió tener
unas palabras con el capitán.
—Vamos a mi oficina —dijo este. En las escaleras estaba Jimena, quien se
abalanzó sobre Gerardo y lo abrazó.
—Gracias, Gerardito…, que Dios te lo pague.
La joven no le dio las gracias al sargento, más bien lo quiso quemar con sus ojos.
Dentro de la oficina el sargento dijo:
—Con el debido respeto, capitán; pero mi grupo tenía controlada la situación.
—¿Cómo se llama, sargento?
—Ángel Rojas…
—Sargento Ángel Rojas, ¿usted conoce a Héctor Hernández?
—No capitán; pero entiendo su preocupación por él, ya que por lo visto es un
conocido del pueblo. Pero…
—Yo no me preocupaba por él…, me preocupaba por ustedes.
Una sonrisa cruzó los labios del sargento. Pero desapareció al instante al ver que
el capitán no se reía.
—Una vez más, con el debido respeto, capitán. Pero permítame recordarle que
éramos tres policías entrenados. No tenía que preocuparse…
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—Sí tenía, créeme, cuando te digo que sí tenía —le dijo Gerardo mientras se
quitaba el cinturón y lo colgaba en la pared—. El problema es que Héctor Hernández,
ese borracho que usted conoció hoy, fue durante los años noventa cuatro veces
campeón nacional de judo.
El sargento tragó en seco y palideció.
—Héctor estaba entrenando para ir a los Panamericanos cuando cierto día llegó a
su casa y se encontró a su esposa en la cama con otro —Gerardo comenzó a disfrutar
la historia con los cambios que iba mostrando el rostro del sargento—. Imagínese
usted, que al amante lo mandó por un año para una sala de terapia intensiva…, e
hicieron falta ocho policías para meterlo en un Lada patrulla.
El sargento bajó la cabeza sin saber qué decir.
En la verdadera historia, fueron cinco policías, pero Gerardo exageró solo un
poquito ese insignificante detalle.
—Ya ves, Ángel, me estaba preocupando por ustedes.
—Muchas gracias, capitán. Con su permiso…, me retiro.
Sin esperar la orden, el sargento salió de la oficina tirando la puerta tan fuerte
como pudo. Gerardo estalló en una carcajada.
***
—Gerardito —dijo Héctor desde adentro de la celda. La voz del negro lo trajo de
vuelta al presente—, gracias por lo de anoche. Tú sabes que cuando tomo a veces me
pongo un poco pesado, pero yo nunca… ¡Qué pena, por Dios! ¡Capaz que le hubiera
dado un mal golpe a esos muchachos! A fin de cuentas ellos estaban haciendo su
trabajo.
—No hay problema, campeón; pero para la próxima coja la borrachera en su casa
—sin más reproches el capitán fue hacia la puerta; pero antes de salir, su voz se
volvió amenazante—. Héctor, a las doce te vas para la casa. No te quiero ver más por
los carnavales. Y salúdame a Jimena, que anoche casi le provocas un ataque del
corazón.
El gigante asintió con la cabeza.
Antes de salir miró al campeón. No sintió lástima por él, la sintió por sí mismo.
Ver a aquel gigante convertido en un viejo borracho, hizo que algo se estremeciera en
su interior. Solamente de recordar cuánta fuerza tuvieron aquellos brazos cuando
joven… Esa imagen lo asustó. ¿No se estaría viendo a sí mismo, como reflejado en
un espejo futurista? ¿No sería ese su fin si continuaba en aquel pueblo? ¿Qué futuro
habría tenido el campeón? ¿Qué futuro tendría él? ¿Terminaría como Héctor,
borracho dentro de una celda? Tenía tanto que ofrecer, se dijo a sí mismo, sin dudas
el padre de Isabel había escogido su mejor venganza.
Lo encerró en aquel pueblo sin futuro ni expectativas, donde los jóvenes pasaban
los días en los parques hablando de sus bicicletas, donde las semanas se unían a los
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meses, donde los huecos en las carreteras solo se hacían más grandes, donde los
meses se hacían años…, donde las personas envejecían de adentro hacia afuera.
Gerardo salió de las celdas asustado por aquella tormenta de reflexiones. Una vez
que se calmó, ya en el pasillo, se dirigió a la oficina del mayor. Pero antes pasó por la
cocina. Mercedes seguía en el mismo lugar donde la había dejado; mientras tanto,
unos cuantos oficiales con sus vasos de café, habían formado un grupo al lado de
Pellejo para escuchar algunas de las mentiras que el viejo les solía contar: estaban
desternillados de la risa.
Sobre la mesa había tres termos, Gerardo fue tomándolos uno a uno y los
removía, solo para comprender con desilusión que no les quedaba ni una sola gota.
—¡Manda cojo…!
Mercedes lo miró con cara de pocos amigos. Gerardo prefirió irse a la oficina del
mayor.
***
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Capítulo 17
La misión del día
El mayor Rogelio Saldan ya rondaba los sesenta y se iba a retirar ese año. Era un
buen hombre, de la clase de personas que siempre tienen una sonrisa que regalar
aunque no se la pidan. Solía peinarse con una raya al lado para disimular su avanzada
calvicie. Sin embargo, su esposa, veinte años menor, no era tan buena. Todo el pueblo
sabía que en las noches, cuando el mayor estaba de guardia, ella aprovechaba para
meter a sus amantes en la casa.
Gerardo también lo sabía; pero ojos que no ven, corazón que no siente, y no iba a
ser precisamente él quien le abriera los ojos al mayor.
Entró en la oficina.
Como siempre, el mayor lo recibió con una amplia sonrisa mientras le hacía
gestos para que cerrara la puerta tras de sí, antesala de que algo importante iba a
ocurrir. Al cerrar la puerta, Rogelio puso sobre la mesa un termo de café con dos
pequeñas tazas de porcelana. El café para los cubanos significa más que el té para los
británicos, o el mate para los argentinos.
A Gerardo le regresaron los colores al cuerpo cuando el mayor le extendió una de
las tacitas repletas del preciado líquido negro. Con dedos temblorosos por la falta de
cafeína, el capitán se sintió el hombre más dichoso del mundo al ver cómo aún
humeaba el líquido dentro de la fina porcelana al llevársela a los labios.
—¡Néctar de los dioses!
—Me lo trajo mi esposa esta mañana, ¡junto a un tremendo desayuno! —Exclamó
Rogelio con una sonrisa de orgullo—. ¿Esa esposa mía no es un tesoro?
—Realmente lo es. ¡Sin dudas vale un millón de pesos…!
Gerardo siguió deleitando su paladar con cada sorbo. No podía negarlo: la esposa
le sería infiel, pero al menos lo mantenía contento.
Mientras Rogelio se servía su propia taza, colocó sobre la mesa dos carpetas
amarillas.
—Gerardo, te tengo dos importantes misiones —dijo para romper el hielo.
—Venga la primera.
—¿Tú sabías que Manuel Mendoza tiene una nieta en España?
La pregunta no sorprendió al capitán.
Cada persona del pueblo conocía a Manuel, algunos incluso decían que era un
perro comunista. Como él mismo sabía, Mendoza, que ya rondaba los ochenta años,
había bajado de las montañas con el Ejército Rebelde en el año 1959, cuando los
famosos barbudos dieron el golpe de estado.
En la actualidad, el viejo tenía tantas medallas como cualquier comandante de la
Revolución Cubana. También había participado en la guerra de Angola y varias
expediciones en el Congo, pero esas guerras le desgastaron su espíritu guerrero.
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Según muchos comentaban, el anciano vio los horrores que muchos generales
cubanos hicieron durante la campaña; decepcionado por ellos, se desvinculó del
Partido Comunista y de todo lo relacionado con el Comité Central. Eso sí, jamás se
perdía alguna reunión de los Comités de Defensa.
Hacía tan solo un año que su ficha había aparecido en una de las listas enviadas a
Gerardo con los nombres de ciudadanos españoles residentes en la isla. Para asombro
de todos, incluyendo a Gerardo, en menos de un mes al anciano le apareció un
hermano al que no veía desde los años cincuenta.
Al instante Manuel arregló sus papeles, sacó su pasaporte y se fue de visita a
España por una semana.
Lo que intrigó a Gerardo es qué tenía que ver una nieta en todo aquello… ¿Y por
qué el mayor se lo estaba diciendo?
—Bueno, pues resulta que el hermano de Manuel, un tal José Mendoza, es el
abuelo de Lucía Mendoza de la Cruz —al decir esto Rogelio le pasó la primera
carpeta, dentro había un archivo con todos los detalles de la joven, incluyendo varias
fotos de cuerpo completo—. ¡Preciosa la españolita, verdad!
Gerardo observó a una joven de tan solo veintidós años con rasgos finos y
delicados. Unos tirabuzones negros caían sobre sus hombros mientras le regalaba al
fotógrafo una amplia sonrisa. Los rasgos de su rostro le recordaron al capitán la
belleza incomparable de las mujeres árabes. Algo en sus ojos también le recordó a la
mirada fría y calculadora con que a veces el viejo Manuel solía intimidar a los
revendedores de pescado.
—Sí, es muy bonita, ¿y a qué viene este archivo?
—Pues resulta que la muchacha pertenece a un grupito que se llama Amnistía…
mmm, no sé qué mierda…
—Amnistía Internacional —Gerardo no había viajado nunca, pero se mantenía
bien informado de todas las asociaciones y grupos a favor de los derechos humanos
que operaban en el mundo.
—Eso mismo, ahí lo dice en el archivo.
—¿Y…?
—Bueno, que tras conocer a su tío abuelo, pues la joven se encariñó con el viejo
y ahora le quiere devolver la visita.
—¿Y…? —Gerardo comenzó a impacientarse.
—Pues que desde arriba —el mayor se tocó la charretera donde tenía señalado sus
grados militares con la punta de los dedos, código entre cubanos para señalar a
personalidades altas en el gobierno—, quieren que chequees a la españolita.
Gerardo se llevó las manos a la cara y reventó un suspiro contra sus palmas
abiertas; mientras tanto, experimentó una ola de rabia y decepción que fue inundando
cada centímetro de su cuerpo. Sus superiores en el Comité Central no tenían nada
más importante que hacer y por eso lo mandaban a él, un capitán de la inteligencia
militar a que siguiera a una chiquilla.
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Rogelio casi pudo leer los pensamientos de su colega y se apresuró a agregar:
—El problema es que la españolita ha estado en unos cuantos países durante
manifestaciones por los derechos de la libertad de expresión y todas esas
estupideces…, y los de arriba quieren que la sigas, que no le permitas que ande
tirando muchas fotos y haciendo preguntas sin sentido, ¡tú sabes!
¡Tú sabes!
Aquella frase parecía tatuada en las paredes de su cerebro. Se suponía que él sabía
la verdad de su país, pero le convenía hacerse el de la vista gorda. Hacerles creer a los
demás lo que los grandes dirigentes querían que todos creyeran.
Su país, pensó con cierta melancolía, era una especie de maquinaria gigante en la
cual él era uno de los engranajes que ayudaba a las piezas dentadas a continuar
moliendo su mentira. Cuba era perfecta, la salud y la educación eran gratis, esa era la
imagen vendida por años y años…; de hecho, esa era la imagen que vendían todos los
países comunistas desde tiempos inmemoriales.
Gerardo recordó una de las frases de Joseph Goebbles, el líder propagandístico de
los nazis: Más vale una mentira que no puede ser desmentida que una verdad
inverosímil.
Si a la españolita se le ocurría visitar un hospital cubano se daría cuenta de cómo
las ratas y cucarachas corrían por los pasillos, a no ser un hospital militar —por
supuesto—; irónicamente, los hospitales militares solo eran para los hijos de los hijos
de los dueños del país.
La burguesía cubana.
Por tanto, entrar a un hospital cubano era el equivalente a jugar a la ruleta rusa
con la magnum 44 de Harry el sucio. Y en la mayoría de los casos, los salones de
operación permanecían cerrados por falta de esterilización. Aunque otra de las
“verdades”, que todos sabían; pero a nadie se le permitía decirlo y mucho menos
quejarse, era lo referente al “hermoso” sistema médico de la isla.
¡Tú sabes!, volvió a repetirse la frase.
Sí, Gerardo sabía que los doctores no tenían los instrumentos necesarios para
hacer las operaciones. Por lo que los mismos pacientes debían pedírselos a sus
familiares en el extranjero y llevarlos consigo.
Con la educación pasaba lo mismo, pensó una vez más Gerardo, cada nueva
generación soñaba únicamente con largarse de Cuba, a nadie le interesaban los
estudios, ¿para qué?, si un vendedor de carne de cerdo ganaba en un día lo que no
ganaba un profesional en un mes de trabajo. La realidad que todos sabían, era que el
país estaba gobernado por un geriátrico de ancianos aferrados al poder, temerosos de
ser jubilados y enviados a un asilo. Y no existe nada en el mundo a lo que un anciano
tema más, que ser ignorado por los jóvenes.
Esos ancianos les temían a los cambios, a la tecnología, al futuro; por eso no
veían, o preferían no ver, cuán corrupto vivía el sistema de gobierno que ellos seguían
defendiendo. A algunos les convenía, sobre todo a los hijos y nietos de los
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gobernantes, quienes eran el equivalente a los príncipes de la realeza… Pues sí,
aunque Cuba siguiera vendiendo la imagen de igualdad en las clases obreras, una vez
más, la otra verdad, es que tenía más clases sociales que cualquier otro país del
mundo.
—Te veo pensativo, ¿quieres más café?
La voz del capitán sacó de sus reflexiones a Gerardo. Este le dio la taza para que
se la rellenara. Gerardo aún no podía creerse aquella misión que acababan de
encomendarle.
El país cada día tenía más tráfico de drogas y prostitución. Él no era el único que
lo veía, muchos de sus compañeros de escuela, quienes habían instalado redes de
espías por toda la isla, hablaban de cómo grandes capos de la droga venían al país a
cerrar sus negocios, sin preocuparse de la DEA o la Interpol. Cuba, como si fuera una
especie de zona neutral, ofrecía ron, tabaco, mujeres y discreción… el paquete
completo. Mientras tanto, a sus dirigentes les preocupaba más una chiquilla que venía
a tirar fotos.
Ya para nadie era un misterio que Cuba consumía tanta droga como cualquier otro
país de Latinoamérica, a pesar de que esa imagen de los cubanos, gente pura y sin
malicia, se seguía vendiendo por el mundo. Aunque, a decir verdad, esa quimera solo
era creíble entre los propios cubanos de a pie, la gente más simple y sencilla.
Pero una vez más, él no podía hacer nada al respecto.
Sí, realmente unas buenas fotos sí que afectarían la imagen de nuestra hermosa
isla, pensó el capitán mientras saboreaba el delicioso líquido negro.
Aún quedaba la otra carpeta.
Terminó de saborear su café y señaló el otro documento.
—Esa es la primera misión —le explicó el capitán, mientras le pasaba la carpeta
—. Esta es la segunda y más difícil.
En el fólder estaba el expediente de un oficial con grado de sargento.
—¿Y esto?
—Más bien, ¿quién es ese?
—Ok, ¿quién es este?
—Ese es el hijo del coronel Esteban Ramírez —Gerardo volvió a llevarse las
manos a la cara y a resoplar: ya aquello distaba mucho de una mañana perfecta—.
Ramírez nos manda a su hijo para que pase una temporada por acá y de paso aprenda
a procesar y captar a futuros agentes de la seguridad.
Gerardo conocía a Rogelio desde que él era un niño. Había jugado con sus hijos y
lo veía como a un viejo tío, por eso ambos se permitían un nivel de confianza que no
existe entre oficiales de sus rangos.
—Rogelio, háblame claro. ¿Qué cojones pasa con este sargento?
—Pues pasa que Duanys Ramírez, o el sargento Ramírez, empezó la escuela de
Criminalística en La Habana… —Gerardo sonrió, a Rogelio le encantaba contar
chismes militares y la voz maliciosa que usaba delataba cuánto lo disfrutaba—; pero
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el muchacho le salió bruto al coronel y en segundo año dejó la carrera.
El capitán sirvió más café.
—¿Tú no has desayunado nada…? —Las tripas de Gerardo rugieron a modo de
respuesta—. Mmm, no es bueno comenzar el día con el estómago vacío. Ahí me
queda un pedazo de pan con tomate que me trajo mi esposa.
Acabará de hacerme el cuento, se preguntó Gerardo, pero se levantó para buscar
el pan. Rogelio continuó.
—De ahí el sargentico pasó para las Avispas Negras…
Esta vez Gerardo sí quedó sorprendido, e incluso dejó de masticar por un segundo
para mirar la foto del sargento. Él bien sabía la ferocidad de estos guerreros. Pues uno
de ellos casi le parte el cuello en una ocasión.
—Pero lo volvió a dejar al mes, no aguantó el entrenamiento. —Por lo menos
resistió un mes, pensó Gerardo—. Ahora el padre quiere que el hijo sea agente de la
seguridad, y ahí entras tú…
—¡No puede ser! ¡Manda mierda esto…! —la confianza de Gerardo con el mayor
era tal que podía permitirse el lujo de maldecir frente él—. ¿Y qué se supone que
debo hacer? ¿Convertirme en niñera?
Tocaron en la puerta.
El mayor hizo un gesto llevándose el dedo a los labios para que se callara.
—Adelante.
La puerta se abrió y entró el sargento Duanys Ramírez.
Un segundo le bastó a Gerardo para comprender que jamás soportaría a aquel
hombre. El sargento lo miró y asintió con la cabeza.
Medía uno sesenta, calculó el capitán a tiro de ojo. Con poderosos brazos y un
ancho pecho que lo hacían parecerse a un perro bulldog. Gerardo, quien gustaba de
buscar las debilidades físicas de las personas con solo mirarlas, determinó que el
punto débil del sargento era la resistencia. Tenía una mandíbula cuadrada, signo que
lo convertía en el prototipo perfecto para interpretar a un matón de películas de
mafiosos. Pero fueron sus ojos lo que despertaron la sospecha en Gerardo. Su mirada
era fría y rencorosa, le recordó al instante los ojos de esos niños que no pierden
oportunidad para delatar a sus compañeros cuando estos lanzan una tiza al pizarrón.
El clásico abusador que en los horarios de recreo, junto a su pandilla, les arrebatan la
merienda a los más débiles.
Se trataba de un cabrón burgués, resumió Gerardo. El hijo de papá.
—Capitán Gerardo, le presento al sargento Duanys —dijo con palabras cautelosas
el mayor Rogelio. Para aliviar la tensión que se creó entre los dos hombres, el mayor
les dio varias palmadas en los hombros.
Capitán y sargento se dieron un fuerte apretón de manos.
—Es un placer conocerlo, capitán. He escuchado muchas historias de usted, sobre
todo su fama bien ganada en la Escuela de Inteligencia.
Gerardo solo asintió con la cabeza.
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—El sargento estará dándole seguimiento al caso que te acabo de dar.
Gerardo quiso comerse a Rogelio con los ojos.
Aquello era lo único que le faltaba. No solo tendría que hacer de niñero, sino que
debía enseñarle cómo hacer un seguimiento a un niño consentido.
—Pues los dejo para que se pongan al día, espero que pronto hagan un buen
equipo.
Sin más palabras de presentación, el mayor salió de su propia oficina dejándolos
solos.
Por un instante, Duanys estudió sin mucha contemplación el rostro de Gerardo.
—Bueno, ¿cuándo empezamos a seguir a la españolita?
Aquello fue la gota que derramó el vaso.
Gerardo tuvo que hacer acopio de toda la paciencia que no tenía y usarla para
calmarse. Que el sargento supiera cuál era el caso en el que iban a trabajar, solo
significaba que estaba por delante de él. Había leído un archivo que se suponía era
confidencial. Sin dudas su padre lo estaba apadrinando y de muy buena manera.
Gerardo se dio cuenta de que tendría que caminar con pies de plomo si no quería
quedar de ayudante del sargento.
—Cuando yo de la orden…
—Por supuesto, es su caso —se apresuró a añadir Duanys y una risa burlona se
dibujó en su rostro.
A Gerardo no le gustó para nada el tono sarcástico en aquellas palabras; pero una
vez más, tuvo que controlarse.
***
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Capítulo 18
“Amigas”, Revlon y un poco de historia
España.
—¡¿Qué te vas a Cuba?! —Exclamó Lola sin dar crédito a lo que escuchaba—.
¡Pero serás hija de puta! ¿Cuándo pensabas decírmelo?
—Cállate, por Dios, que nos van a echar de la sala —le dijo Lucía mientras le
tapaba la boca con una mano. Los ojos de su amiga querían salírsele de las órbitas y
por las aletas de la nariz, como si estuviera a punto de expulsar una llamarada. Sin
poderlo evitar, a Lucía se le escapó una de esas carcajadas que solo su amiga era
capaz de provocar. Y fue ese el momento que aprovechó Lola para morderle un dedo.
—Suelta, ¡caníbal!
Lola le soltó el dedo de mala gana.
Por unos segundos ambas chicas permanecieron en silencio.
Se encontraban acostadas en el único sofá que había en la habitación del hospital.
Frente a ellas había dos sillones más que servían de decoración a la gigantesca sala de
recuperación. Ellas eran las únicas que estaban en la sala privada pagada por Gonzalo
de Quiñones, padre de Lola.
Quiñones, siendo uno de los abogados más ricos y prósperos de España, no solo
podía permitirse el lujo de rentar una sala de recuperaciones privada, sino que
incluso, para su trasplante de hígado, hizo que desde Inglaterra volara en un jet
privado el mejor cirujano en la materia solamente para que lo atendiera a él.
Mientras Lola continuaba teatralmente enfurruñada, Lucía recorrió con la vista el
decorado de la sala. De las paredes colgaba una colección de excelentes copias de los
grandes de la pintura española. Había cuadros de Picasso, Goya y el inconfundible
estilo de Dalí.
Justo cuando Lucía pensaba decir algo, Lola exclamó:
—¡Ese es mi Revlon!
—¿Qué…? —a Lucía le subieron los colores al rostro.
—Ese lápiz labial que tienes es un Revlon de fresa… ¡mi favorito!
—Te estás equivocando, tía, este…
Lola se abalanzó sobre Lucía y le sostuvo con ambas manos el rostro, después, en
vísperas de que su amiga no tenía escape, la besó tiernamente. Por un instante el beso
de ambas chicas pareció eterno. Lucía no opuso ninguna resistencia; por el contrario,
dejó que los carnosos labios de Lola saborearan los suyos.
—Fresa, ¡lo sabía! —Lola se despegó, se saboreó con la lengua y la volvió a
besar—. Zorra, me robaste el creyón.
—No seas gilipollas, se te quedó en mi apartamento la otra noche. Joder, algo te
tenía que quitar —protestó Lucía—, no iba a dejar que Lucas me llevara todo de ti.
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Lola sonrió y volvió a besarla.
—Te lo puedes quedar, así, cuando lo quiera de vuelta, te lo quito de los labios.
Lucía enarcó una ceja, pero no puso ninguna objeción. Para terminar la pelea y
enterrar el hacha de la guerra, Lola simplemente atrajo a su amiga contra su pecho y
comenzó a acariciarle el pelo. Mientras lo hacía, Lucía meditó en su extraña relación
con Lola.
Lola era su mejor amiga…, bueno, lo que es amiga, “amiga”, no estaba muy
segura de hasta dónde se podía catalogar ese término de amistad. La verdad es que su
relación era un poco complicada. Quizás demasiado.
Todo comenzó el día que rompió con Ulises. Ese cabrón no solo le arrancó el
corazón, sino que se lo tiró a los perros. Lucía llevaba dos años de relación con él
hasta que descubrió que solía verse todos los fines de semana con una ex novia en un
motel de mala muerte. Lo peor era que pagaba con una tarjeta de crédito que ella le
había obsequiado, ya que el muy cabrón estaba en paro. Para colmos, Lucía lo estuvo
manteniendo prácticamente durante seis meses y eso incluía los gastos de su amante.
Cuando por fin descubrió todo el engaño, sin más lo mando a la mierda. No le
importaron ni sus lágrimas ni sus disculpas, le botó todas las cosas del apartamento y
le dijo que si volvía a acercarse a ella le iba a poner una orden de restricción…;
quizás exageró en esto último, pero en ese preciso instante ningún método de tortura
inventado por la Santa Inquisición le parecía suficiente castigo.
Después corrió al apartamento de Lola.
Desde que su amiga la vio entrar, supo lo que había ocurrido. No hubo necesidad
de que Lucía le contara la historia. Como siempre, Lola era más que su paño de
llanto. Al instante abrió una botella de vino, un Porto reservado para momentos
especiales. Aquella ocasión en particular no ameritaba gastar una botella de tan
excelente calidad, pero a Lola le gustaba tanto celebrar, como lamentarse con el sabor
de los vinos que su padre coleccionaba.
—Venga ya, joder, que ya pasó —la consoló Lola.
Iban por la tercera botella, estaban solas en el apartamento y entonces sucedió.
Con el gesto más maternal del mundo, Lola le apartó un cabello que caía sobre su
frente y después la besó en los labios. El beso fue leve e hizo que Lucía saltara como
si hubiera recibido una descarga eléctrica.
—¿Qué haces?
—No lo sé, simplemente tuve ganas de besarte… Lo siento, no sé…
Pero Lucía lo sabía. Bien que lo sabía. Hacía mucho tiempo que había
comprendido que su mejor amiga la miraba distinto. Sobre todo después de terminar
la clase de natación. Todo el equipo de chicas se duchaba al unísono, pero Lola y ella
siempre se rezagaban.
Al principio lo achacó a su imaginación algo exagerada, pero muy pronto
confirmó que Lola la devoraba con los ojos…, y aquello la excitó. Para Lucía era una
nueva sensación, alguna especie de capricho erótico que jamás había experimentado
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antes. Sentirse deseada por otra chica podía llegar a ser extremadamente intrigante.
Hasta ese día.
—No sé qué pasó… —continuó disculpándose Lola—. Creo que el vino…
Lucía tomó el rostro de la amiga entre sus manos y esa vez fue ella quien la besó.
De aquella noche Lucía no recordaba mucho, solo una agradable sensación de
éxtasis y una maraña de pensamientos. A su mente solo acudían imágenes de más
botellas de vino, risas, besos, dos chicas completamente desnudas sobre una alfombra
y después una paz eterna…, la paz que el cuerpo recibe solo después de un
prolongado orgasmo.
Desde esa noche todo cambió.
Lola se convirtió en algo más que su mejor amiga. Pero lo que sí les quedó más
que claro es que no eran lesbianas, no podían incluso pensar como bisexuales. A
Lucía le seguían gustando los chicos y Lola hasta se acostó con otra compañera de
clase solo para salir de dudas. Y, en efecto, confirmó sus sospechas.
—No me va el rollo de las tías —le dijo Lola en esa ocasión—, ¡joder! Lo que me
gustan son las pollas, blancas, negras, chinas; pero las pollas…, y tú, me gustas tú.
A Lucía también le gustaba Lola. Por eso no se mintieron ni jugaron a aparentar
que no se atraían. Pasaban la mayor parte del tiempo juntas o haciendo todo tipo de
cosas, desde ir de compras, al cine o hasta darse una noche loca de orgasmos y placer.
Quien desenmarañó un poco su extraña relación fue Lucas… ¡y de qué manera!
Cuando Lola conoció a Lucas quedó obsesivamente enamorada de él, y de igual
manera, Lucas quedó atraído por Lola.
“Los tórtolos”, los bautizó Lucía.
Ella también amó a Lucas desde el primer día, solo que de manera diferente. En
cuanto Lucas comprendió la relación que mantenían las dos chicas se lo tomó como
lo más normal del mundo. Incluso en ocasiones les pedía que se besaran para
alimentar su imaginación morbosa, y ellas le respondían entre risas que estaba
enfermo, que necesitaba ayuda siquiátrica…; pero al final solían complacerlo.
—¿Y cuándo piensas irte? —le preguntó Lola.
La voz de su amiga la trajo de regreso al presente.
—La semana que viene.
—Te vas a la Cuba comunista, a follar y a que te follen como Dios manda —Lola
fingió lágrimas de cocodrilo, aunque en realidad Lucía sabía que en el fondo se moría
de la envidia. Como era común en los cambios de ánimo de su amiga, esta se alisó
teatralmente el pelo y después agregó con ojos pícaros—. ¡Dicen que los cubanos
tienen unas pollas…!
—¡Lola, por favor! No voy a follarme a todo el que me pase por el lado, voy a ver
a mi familia.
—Que viven en un país comunista.
—Por desgracia.
—No puede ser tan malo.
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Lola era graduada de Economía; pero de Historia no sabía ni quién descubrió las
Américas.
—No tienes ni la más puta idea de lo que estás hablando.
—Y tú qué sabes, eres licenciada en Historia del Arte, lo tuyo es Leonardo da
Vinci, Miguel Ángel, Dónatelo, Rafael, y la rata samurái que crio a las tortugas ninjas
—Lucía no pudo contener la risa—. Ahora no me vengas con gilipolleces de que eres
licenciada en Comunismo-Leninismo y Kim Jong.
—Estás más loca que una cabra. Por cierto, Kim Jong es el presidente de Corea
del Norte, y sí, es un comunista medio loco. Además, el comunismo es lo mismo en
cualquier época, las causas que lo originan jamás van a cambiar, solo es una
combinación de factores sociales.
—Ya se te subió lo de licenciada para la cabeza —Lola hizo una mueca a modo
de que le importaba un comino quién fuera el presidente de Corea—. Bien,
especialista en temas comunistas, podrías iluminar a los menos cultos en cuáles son
estos factores.
Lucía amaba a Lola…, amaba a esa chica de ojos oscuros y facciones árabes tan
parecidas a las suyas, al punto que en ocasiones llegaban a confundirlas con
hermanas. Pero no era su físico lo que amaba, era esa capacidad que solo ella tenía
para hacerle preguntas, o más bien, para preguntarle exactamente de lo que ella
quería hablar. Otra persona se habría aburrido al instante de cualquier tema de
conversación de los que gustaba Lucía; pero Lola no: ella siempre quería escucharla.
Contenta de poder explicarle lo que había aprendido en varios seminarios que
impartieron en la universidad, Lucía hizo rápidamente un recuento mental de las
bases del sistema comunista creado por Lenin. Dicho sistema sería continuado años
después por el psicópata de Josef Stalin, el déspota soviético que impuso tales
medidas que hasta la fecha han sido imitadas por cualquier dictador en el mundo.
—¿Cómo hacer una revolución comunista? Pasos a seguir:
Lola apoyó su cara en el hombro de Lucía para escucharla mejor.
—El primer paso es fundamental —comenzó diciendo, a la vez que iba
exponiendo con gestos de sus dedos los puntos en cuestión—: los factores jamás
deben cambiar, todo es cuestión de saber organizarse y esperar un momento ideal de
inestabilidad en el gobierno. Esto suele suceder cuando el pueblo esté más
descontento con sus líderes, como fue la famosa Revolución Rusa de 1905, en donde
una masa de manifestantes marchó hacia el Palacio de Invierno.
—¿Y quiénes organizaron esa marcha? —preguntó Lola. Intentó hacerse la
desinteresada, pero Lucía la conocía demasiado bien. Su amiga ya había mordido el
anzuelo.
—Muchos factores influyeron, como te dije, todo era cuestión de esperar un
momento ideal. Los obreros rusos solo querían un aumento en los salarios y jornadas
más cortas de trabajo.
—¿Consiguieron el aumento?
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—No, realmente no. La Guardia Imperial Rusa los estaba esperando y
comenzaron a dispararles, creando una verdadera matanza. Ese día pasó a la historia
como el famoso “Domingo Sangriento”.
—Pero qué hijos de puta. De seguro los manifestantes iban desarmados —Lucía
asintió con un simple gesto de sus finas cejas—. ¿Y qué hizo el pueblo?
—Pues tras la masacre de los obreros, todo el pueblo comenzó a organizarse y a
lanzar ataques contra el régimen zarista. Hasta que en 1917 fue cuando estalló le
verdadera revolución.
—En la cual les dieron por el culo a los putos zares.
A Lola le encantaba expresarse de aquella manera.
—En fin, cuando todos esos elementos se unieron, aparecieron los líderes de la
nueva revolución. El más famoso de ellos fue Lenin.
—Ese era el calvo al que le gustaba dar discursos de una hora.
Lucía volvió a soltar una carcajada.
—Bueno… ¿y cómo acaba la historia?
—No, apenas comienza. La historia se repite una y otra vez; pero como te dije
antes, las bases empezaron con los rusos y sus líderes comunistas —por un instante
Lola pareció desconcertada, pero no interrumpió a su amiga—. Estos siempre
prometían lo mismo, promesas que para las masas pobres e incultas del pueblo jamás
deben cambiar. Salud y educación gratis, la repartición de las tierras privadas entre
los campesinos y la nacionalización de las industrias extranjeras y nacionales.
—¿Y quién diablos se va a creer toda esa basura?
—No te imaginarias cuántos. Los rusos le creyeron a Lenin, y luego a Stalin,
cayendo en uno de los gobiernos más sanguinarios de la historia. La Unión Soviética
podría haberle dado clases al imperio romano de cómo hacer un magnífico
espectáculo en el Coliseo. La historia se repite; no vayamos lejos en la conversación:
nosotros mismos con el loco de Franco, o ahí tienes un caso más reciente, en
Venezuela.
—Sí, dicen que cada día hay menos condiciones de vida, los alimentos y las
medicinas escasean —Lola no sabría mucho de historia, pero al menos veía las
noticias de la CNN—. Y ya hasta para comprar en los supermercados tienes que
llevar un librito al que le llaman “Libreta de abastecimiento”, por el cual te controlan
los alimentos. ¡Te imaginas una libreta de abastecimiento en España!
Lola puso una de sus mil caras para imitar unas muecas comiquísimas.
—Si eso llegara a ocurrir acá en España, al otro día también hacemos una
revolución. Aunque, ¡mmm!, mejor ni recordarlo; a fin de cuentas, nosotros ya
tuvimos nuestra propia dictadura —Lucía sabía que Lola pensaba en los miles de
desaparecidos durante el régimen fascista de Franco—. ¿Y entonces, cuál es el
siguiente paso?
Lucía analizó durante unos segundos para elaborar una amplia respuesta sobre la
base de lo que conocía.
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—El más importante, sin dudas… —iba a continuar, pero en ese momento sintió
un beso de Lola en su cuello y el poco vello que había en su cuerpo se irguió en
finísimas púas. Contenta por el resultado, Lola la dejó proseguir—. Como decía, una
vez en el poder, el nuevo gobierno comienza a apropiarse de todos los medios de
producción, así lo hizo Stalin. Es fundamental que en los primeros años de cualquier
revolución comunista, las tierras, las fábricas, el transporte y la vivienda pasen a ser
propiedad estatal —Lola la volvió a mirar incrédula, pero se abstuvo de abrir la boca
—. Luego le sigue el control absoluto de todos los medios de comunicación…: la
prensa, la radio, los periódicos e imprentas y la televisión.
—¡Ostias de la puta madre! Podrás decirme lo que te dé la gana, pero no me
puedes negar que el hijo de puta de Stalin, sí que era un tío inteligente —Lucía
comprendió que su amiga ya estaba realmente interesada en el tema, la conocía
demasiado bien; Lola no pudo contener el sentimiento de impotencia que afloraba en
su rostro—. Con el control de todos los medios de comunicación, solo él podía contar
a los rusos la verdad y la mentira… ¿Me equivoco?
Lola era demasiado lista cuando se lo proponía.
—Sí…, no lo niego, el tío era un genio macabro. Recuerda que la ignorancia de
las masas es lo que causa que sean controlados por la minoría culta. Teniendo el
poder de los medios te conviertes en dueño de todo sin necesidad de derramamientos
de sangre, aunque si ese fuera el caso también necesitas un plan B. Y uno de los
mejores logros de Stalin para mantenerse en el poder fue la creación de la famosa y
temida KGB.
—¿La KGB?
—¡Por Dios, Lola! No me digas que nunca habías oído hablar…; vale, olvídalo.
En su época fue una especie de CIA, pero rusa. Supuestamente, su objetivo era el
espionaje internacional, aunque lo principal de esta organización era mantener
vigilado al pueblo ruso. Para eso crearon los “Comités de Defensa Estatal”,
supuestamente para vigilar que no se cometiera ningún robo dentro de la madre
patria. Pero el verdadero objetivo era que cada ciudadano de a pie vigilara a su
vecino, y luego reportara al presidente del “Comité de Defensa”; este a su vez
reportaba a un oficial del KGB, la idea era que todos desconfiaran de todos.
—¡Una paranoia a nivel nacional! Pues sí que eran huevones esos putos rusos —
gruñó Lola sin atreverse a creer del todo aquella parte de la historia—. ¿Y jamás se
lanzaron a las calles, hicieron protestas, no sé…, se cagaron en la madre de Stalin?
La sala privada del hospital se abrió de repente y más de cinco globos llenos de
helio entraron por la puerta, tras ellos asomó Lucas. En una mano sostenía la cuerda
de los globos y en la otra llevaba una botella de Jack Daniels… La botella venía
cubierta por cintas de regalos enroscadas unas contra otras.
Uno de los globos decía: Para uno de mis suegros preferidos.
—¡Te estás cagando en mi padre! —casi le gritó Lola al ver la botella.
Lucía no pudo hacer otra cosa que contener la risa. Así era Lucas, sus ocurrencias
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a veces llegaban al extremo. Aunque quizás, solo quizás, en algunas ocasiones se le
iba un poco la mano.
Por su parte, Lucas ni se inmutó a responder a su adorada novia. Simplemente le
dio un beso en la boca y otro en la frente a Lucía, luego se sentó en uno de los
sillones. Esos gestos de despreocupación eran los que hacían que Lola lo amara tanto.
A él no le importaba que su chica estuviera abrazada con otra mujer; bueno, no con
otra…, con Lucía.
Por eso Lucía también adoraba a Lucas, y la verdad, envidiaba la suerte de su
amiga. Lucas sabía de la extraña relación de ambas, las había visto bañarse juntas y
besarse en más de una ocasión; pero jamás se había puesto celoso; todo lo contrario,
constantemente se la pasaba pidiéndoles que alguna vez lo invitaran a formar parte de
un trío. Ante aquella propuesta, ellas se besaban, y si él intentaba algo, ellas lo
atenazaban como podían y salían huyendo de la habitación.
Cuando las risas y el juego se calmaban, Lucía era capaz de comprender, y
admirar, que realmente Lucas amaba a Lola también de una manera diferente. Esto
convertía su relación en algo mágico, una atracción sin prejuicios, a él no le
interesaba nadie más, y con respecto al trío… Lola le había advertido que le cortaba
la polla si algún día llegaba a casa y lo sorprendía con otra, incluyendo a Lucía.
***
—¿Y ustedes dos en qué andan? —preguntó Lucas.
—Esta puta, que se nos va a Cuba.
—¡Ostias! —exclamó Lucas—. Tía, a ti como que los cables no te quedaron bien
sujetos cuando te sacaron de la placenta.
—Me estaba explicando que los putos cubanos se vigilan unos a otros hasta
cuándo van a cagar.
Lucía la miró a punto de hacer saltar chispas por los ojos.
—Te explicaba el sistema empleado por la Unión Soviética; yo jamás dije que eso
sucediera en Cuba —trató de defenderse Lucía—. Además, fuiste tú la que comenzó
todo.
Lola prefirió no responder.
En ese momento entraron varios periodistas y asaltaron a las enfermeras…,
buscaban información sobre la salud del abogado Quiñones. Los tres jóvenes
permanecieron callados e indiferentes ante las insistencias de los periodistas y
camarógrafos. Estos fueron controlados rápidamente por un enjambre de enfermeras
que salieron por todas las puertas y atajaron a la multitud.
Algunos instantes después, todo volvió a quedar en silencio.
A Lucía no le sorprendió para nada el espectáculo mediático que se estaba
llevando a cabo a las afueras del hospital. Después de todo, Gonzalo de Quiñones no
solo tenía uno de los bufetes de abogados más grandes de toda España, sino que
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también era un millonario muy generoso.
En sus oficinas jurídicas se tramitaban todo tipo de casos: desde crímenes
comunes, estafas y asesinatos, hasta cualquier asunto relacionado con emigración.
Precisamente en esta sección era donde trabajaba Lola. Como había sacado su
licenciatura en Economía Mundial, ayudaba a su padre en el Departamento de
Contabilidad de las oficinas migratorias.
Y fue en ese departamento que todo comenzó.
Debido a que Lola mantenía una conexión directa con la sección de emigración, a
sus manos llegó una lista de ciudadanos españoles residentes en Cuba. España estaba
dando ciudadanías a los cubanos descendientes directos de españoles, aquello se
había vuelto un negocio muy lucrativo y el director de la sección de emigración le
pidió que le echara un ojo. Fue en esa lista donde encontró el nombre de Manuel de
Mendoza. Intrigada, le dio la lista a su amiga, quien se la llevó a su abuelo José
Mendoza.
Lucía era capaz de recordar perfectamente el día en que le enseñó la lista a su
abuelo, a quien casi le dio un infarto al leer el nombre de su hermano. Ambos se
habían separado en 1940, cuando Manuel desapareció de repente.
Según la leyenda familiar que escuchó durante años, el tío abuelo Manuel se
había “unido” a los fascistas alemanes que necesitaban traductores. Como solía
contarle José Mendoza, su hermano hablaba un fluido alemán.
Hasta ahí la historia. Nunca se volvió a saber nada más de él.
Por eso, para no crearse falsas esperanzas, ya que fácilmente podía tratarse de una
mera coincidencia de nombres, a pesar de que la fecha de nacimiento coincidía a la
perfección, primero llamaron a la embajada española en Cuba para solicitar los datos
de Manuel.
Entonces, todo comenzó a encajar. Lo demás fue fácil.
Localizaron un teléfono en Cuba, donde pudieron comunicarse con Manuel, y
después de más de sesenta años los dos hermanos volvieron a escucharse la voz.
Lucía, abrazada por Lola, recordó la imagen del abuelo llorando en el teléfono.
—Solo va a ser una semana.
—¡Madre de Dios! —Exclamó Lucas—. Vas a regresar comunizada. Gritando:
¡Viva la Revolución…! ¡Abajo los americanos…! Pero lo peor es que voy a tener que
soportar solo a esta gilipollas durante toda una semana. ¡Joder, lo difícil siempre me
toca a mí!
Los tres jóvenes comenzaron a reírse.
Lola abrazó a su amiga y la besó una vez más en los labios, después se viró hacia
Lucas y le sacó la lengua.
—Puta, a España no regreses si no te follas al menos a un cubano —dijo su amiga
mientras miraba a Lucas con una mirada provocativa—. Dicen que son buenísimos en
la cama, mejores que algunos españoles.
—Por supuesto que son mejores folladores que los españoles —sonrió Lucas a la
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defensiva, para luego agregar—, viven en un régimen militar, lo único que necesitan
decirle a su polla es… ¡Firme!
***
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Capítulo 19
Bienvenida a Cuba
Cuba
Día 1… 6:15am
***
Cuando logró poner en calma sus pensamientos, buscó en su mochila todas las
opciones que trajo consigo para relajarse durante el largo trayecto.
Escogió un libro.
Las primeras dos horas las empleó leyendo: Cuba, la historia de sus raíces. Lo
había comprado siguiendo el consejo de su profesor preferido de Historia del Arte,
Eduardo Rodríguez.
Eduardo era una eminencia en el mundo de las artes. Una especie de profesor
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prodigio de la universidad. Era un poco gordo y con una calvicie muy prominente en
la frente, ya que el resto del cabello solía usarlo largo, al punto que le caía como una
gris cascada sobre sus hombros. Su aspecto físico no era el más prometedor, pero su
personalidad lo convertía en un banquete de ilimitados manjares de conocimientos.
Lucía conocía a pocos hombres que tuvieran la magia de Eduardo. Siempre estaba
dispuesto a hacer un chiste de cualquier situación… Quizás el más cercano a la
personalidad del profesor fuera Lucas.
—¡Oh, te vas a Cuba! —Exclamó el profesor en aquella ocasión cuando Lucía le
comentó sus planes—. Pues recuerda que un profesor de Historia jamás deja de
estudiar y aprender. Y Cuba es una escuela genial.
Lucía era graduada como profesora en Historia del Arte. Tan solo unos meses
atrás había obtenido su licenciatura en Historia de la Mitología Griega. Su
especialidad era el Surgimiento del arte en las comunidades primitivas. Con solo
ocho meses de graduada y mediante las recomendaciones de Eduardo, consiguió una
plaza como profesora temporal en su propia universidad.
Gracias a su título, Lucía tenía un amplio conocimiento de la historia
contemporánea. Y específicamente, le fascinaba la historia de Cuba, a pesar de que
jamás había visitado el país.
La imagen que tenía de Cuba era la de jóvenes semidesnudos danzando en las
playas de Varadero, o en los famosos cayos. Riéndose de todo y de todos.
Simplemente embriagados por la variedad de rones que se producían en la isla, como
su famoso Habana Club, o el ron Mulata, la Guayabita del… se le olvidó el resto del
nombre. El punto era que esos jóvenes vivían despreocupados de los problemas de la
vida, sumidos en sus eternas bacanales…
La voz de la azafata la hizo regresar al presente.
La azafata avanzó por el pasillo tomándole notas a los pasajeros y sirviéndoles
sus pedidos. Tras ella iba otro joven empujando un carrito repleto de bebidas.
—Buenos días —le dijo una joven de su misma edad—. ¿Qué deseas tomar?
Lucía pensó en una cerveza o en alguna otra bebida; pero no quería bajarse del
avión con aliento etílico: esa no era la impresión que quería dejar en sus primos.
—Una Coca Cola.
—Por supuesto —la chica tomó una lata y ya casi a punto de abrirla, Lucía la
detuvo.
—Disculpa, que sea de dieta, por favor.
—Oh, claro, no hay problema. En un momento te la traigo, es que no me quedan
más en el carrito —la azafata le indicó con su dedo que en un segundo se la traía,
después se dirigió al anciano que continuaba enfrascado en su laptop—. Disculpe,
señor, ¿desea tomar algo?
Por primera vez en todo el vuelo, el compañero de Lucía habló.
—Mmm, pues sí… No me vendría nada mal un jugo de naranja.
—Claro…
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—Con una botella de Bacardí, por favor.
—Por supuesto —repitió la joven, hecha toda cortesía.
En un instante le dieron un vaso plástico cargado de zumo de naranja y coronado
con cubitos de hielo. El ayudante de la joven le pasó una pequeña botellita de
Bacardí.
—Muchas gracias.
La azafata le volvió a sonreír y pasó a la siguiente fila de asientos con una tableta
digital en sus manos, en la que iba anotando las órdenes inconclusas.
Lucía se quedó pensando en que no era ninguna excentricidad pedir su Coca Cola
dietética. ¡Joder! Pasaba mucha hambre y eliminaba muchas calorías de su comida
solo para mantenerse en su peso actual. No es que tuviera un cuerpo para modelar a
lo Victoria Secret, pero se sentía muy orgullosa de sus nalgas y su abdomen.
De repente, algo a su lado acaparó su interés.
El anciano abrió su botellita y la vació completa en el zumo. El simple gesto no
fue lo que despertó la curiosidad en Lucía, sino el logo de la botellita. Entonces
recordó que hacía un instante había visto ese logo en las páginas de su libro.
Frenéticamente ojeó imagen por imagen hasta localizar el mundialmente
conocido logotipo de un murciélago con las alas abiertas. Sin aún comprender bien
qué diablos hacía ese ícono en un libro de historia cubana, comenzó a leer el capítulo.
“El ron Bacardí es considerado por muchos el ron más vendido del mundo, ya
que rompe récords de venta todos los años. Cuenta con más de 200 marcas y es
producido en 27 factorías. Su venta está distribuida en los 4 continentes, vendiéndose
así en más de 150 países. Se estima que la mega compañía vende anualmente más de
200 millones de botellas alrededor del mundo. Logrando de esta manera la súper cifra
de 5.5 billones de dólares en el 2007. Sus sedes principales radican en Hamilton,
Bermuda. Su logo es reconocido internacionalmente por un murciélago con las alas
abiertas. A pesar de la fama de este ron, pocos conocen sus orígenes. La empresa fue
fundada por Facundo Bacardí en 1862, en Santiago de Cuba”.
—¡Puta madre…! —Exclamó Lucía—. ¡El ron Bacardí es cubano!
Por lo visto su exclamación fue un poco más alta de lo que ella hubiera querido,
pues el anciano junto a ella la miró con una ceja levantada. Después miró su botellita
y se encogió de hombros despreocupadamente. Por lo visto a él le daba lo mismo que
fuera cubano como chino.
Lucía se disculpó con una sonrisa.
En ese momento las palabras de Eduardo volvieron a su mente como si el
profesor se las hubiera tatuado en el cerebro.
—Si realmente quieres aprender algo de la historia de un país,… jamás…; repito,
jamás te leas sus guías turísticas —agregó el profesor—, porque siempre están
modificadas y rescritas de manera tal que todo suene bonito y comercial.
Lucía se había quedado de una pieza.
Como amante de la historia, descubrir nuevos datos siempre era algo fascinante.
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Sencillamente asombroso.
Por suerte, había seguido los consejos de su profesor y encargó por Amazon el
libro que ahora tenía entre sus manos. A su regreso tendría que traerle un suvenir a
Eduardo, sin dudas. Irónicamente, después de leer aquel breve resumen, cayó en la
cuenta de que el ron Bacardí era el preferido de su padre. ¿Sabría este que la bebida
que tanto le gustaba saborear era cubana? Probablemente no.
Continuó leyendo.
“Facundo Bacardí fue un comerciante de vinos nacido en Sitges, España, en
1814, emigró a Cuba en 1830…”.
Lucía trató de memorizar los lugares y fechas.
A continuación el libro contaba los avatares del joven Facundo por abrirse camino
en el mundo de los negocios y los rones en la Cuba colonial. Tras el logro de poner
en uso un sistema de filtro de carbón para después añejar el ron en barriles de roble,
su fama comenzó a crecer. De esta manera, gracias a su ingenio, desarrolló un ron al
estilo cubano caracterizado por su sabor dulzón, seco y suave.
“… fueron sus hijos José Bacardí y Emilio Bacardí, quienes se hicieron cargo de
la compañía al ir pasando los años. Durante la insurrección independentista de 1868,
los hermanos apoyaron públicamente al ejército cubano. Metiendo a la compañía en
unos cuantos problemas con el gobierno de aquel entonces”.
En esa época Cuba pertenecía a España, recordó Lucía. Era una colonia…
Continuó leyendo:
“Hay una parte de la historia cubana que los propios cubanos desconocen. Y es
que fueron los Bacardí, una de las primeras familias de ricos en oponerse al dictador
Fulgencio Batista, ayudando monetariamente al nuevo Movimiento 26 de Julio. No
solo eso, sino que la prestigiosa familia, gracias a su legado histórico, fueron también
mediadores entre los jóvenes revolucionarios barbudos y la CIA. Precisamente Vilma
Espín, la difunta esposa del actual presidente cubano Raúl Castro, era hija del
contador de los Bacardí.
A cambio de su ayuda, los rebeldes prometieron no atacar las instalaciones de los
Bacardí, quienes ayudaron al nuevo gobierno comunista a establecerse en el poder.
Entonces sucedió la gran traición.
Fidel Castro, a espaldas de la familia Bacardí, nacionalizó sus industrias,
alegando que le pertenecían al pueblo y a sus trabajadores. Para ese entonces, los
Bacardí, atenidos a que algo así pudiera ocurrir, ya tenían registrada la marca fuera de
la isla, adelantándosele al gobierno cubano. También poseían varias destilerías en
Puerto Rico y México. La familia Bacardí huyó literalmente del nuevo gobierno
castrista, refugiándose en Puerto Rico, donde le compraron a la familia Arechabala,
los derechos del ron Habana Club. Los Arechabala eran competidores de los Bacardí
desde tiempos inmemoriales.
Por su parte, el Gobierno cubano, tras nacionalizar también las industrias de los
Arechabala, y estos no pelear por el nombre de la marca, comenzaron a vender su
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propio ron”.
¡Pero qué hijos de puta…! Esta vez Lucía exclamó para sí misma.
Lucía comenzó a sentirse estúpida al haber pensado antes, tan ingenuamente, que
Cuba solo iba a ser ron y salsa, risas y bromas. Olvidó por un minuto que era un país
comunista.
A la mierda, que les den por el culo a todos —se repitió mientras una sonrisa se le
dibujaba en la comisura de sus labios—, yo vengo a ver a mi familia, a mis primos,
así que no te atormentes más…, tonta.
Su ansiedad por llegar la obligaba a sonreír cada varios segundos. Decidió que
sería mejor, al menos por el momento, no continuar leyendo aquel libro. Lo menos
que deseaba era arribar indispuesta.
—¿Contenta? —preguntó la azafata como salida de la nada.
Lucía ni se percató de la presencia de la joven, ya casi al lado suyo. Con un
rápido gesto le abrió su Coca Cola de dieta y se la sirvió en un vaso plástico
transparente.
—Sí, muy contenta… más bien excitada —la azafata le sonrió con una risa pícara
que solo las jóvenes que comparten un secreto son capaces de entender.
—¿Es tu primer viaje a Cuba? —le susurró.
—Sí. ¿Tú has ido mucho?
—Soy del norte de Italia, pero estoy trabajando en esta línea durante todo este
año…, este es mi noveno viaje.
—¿Y qué tal Cuba?
—El país es una mierda…; pero los cubanos, ¡oh, por Dios! En la primera
oportunidad que tengas atrapa a un cubano, es como coger una langosta en un menú:
ninguna sabe mal.
A ambas chicas se les escapó una carcajada. La joven azafata siguió empujando el
carrito, y mientras se marchaba le guiñó un ojo a modo de que luego seguirían la
conversación.
Lucía debía sus conocimientos sobre el funcionamiento interno de algunos países
comunistas no solo por ser profesora de Historia, sino también por pertenecer al
grupo de Amnistía Internacional, una asociación que defendía desde tiempos
inmemoriales los derechos de los pueblos a la libre expresión. Seis meses atrás había
participado en una manifestación con estudiantes venezolanos que reclamaban sus
derechos. Estos alegaron que no querían una Venezuela a lo cubano. Pero ella no
entendía a qué se referían.
Supuso que muy pronto lo averiguaría.
Cuando el capitán anunció que ya volaban sobre aguas nacionales cubanas, a
Lucía comenzaron a atacarla unos terribles retortijones de estómago. Su primer viaje
a Cuba significaba mucho: no solo era el reencuentro con parte de sus raíces, sino
conocer la cultura y la sociedad de un país del cual tantas veces había escuchado.
La azafata pasó recogiendo los vasos de refresco y bebidas de cada uno de los
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pasajeros. Para ese entonces ya Lucía llevaba en el avión cerca de doce horas. Solo se
había comido un sándwich y una Coca Cola. Por eso la tensión hizo de las suyas. Con
unos temblores de estómago sintió cómo las tripas se le aflojaban. ¡Qué nervios,
joder!
La voz del capitán volvió a recorrer cada rincón de la nave. Esta vez anunciando
que pronto comenzarían a ver la isla. Y efectivamente, en un instante aparecieron en
la ventana grandes franjas de tierra verde.
***
—¡Bienvenidos a Cuba, cojones…! —gritó un negro cargado de collares
multicolores desde los asientos de atrás—. ¡Esta es la tierra más hermosa…; díganlo,
cojones…!
Prácticamente el avión completo respondió a coro:
—¡¡¡…que ojos humanos hayan visto!!!
Típico de los cubanos, pensó Lucía, cayendo en cuenta de que estaba rodeada por
cubanos que regresaban a la isla. Por lo visto todos conocían la frase.
A excepción de algunos hombres de negocios, como el anciano que iba junto a
ella luciendo su traje de etiqueta, el resto de la tripulación se podía distinguir
fácilmente por sus ropas inconfundibles. Algunos de ellos empezaron a cantar
mientras que otros les hacían el coro.
En ninguno de sus tantos viajes por Latinoamérica había visto semejante
espectáculo de bienvenida a un país. Y lo más interesante: amenizado por los mismos
pasajeros. Sin poderlo evitar se unió al clímax de alegría que estaba surgiendo en el
avión.
Eran las ocho de la mañana.
—¡Atención, señores pasajeros! Les habla el capitán de la nave. Dentro de varios
minutos vamos a comenzar el aterrizaje; por favor, comiencen a ponerse los
cinturones. Muchas gracias.
No hacía falta la orden: Lucía ya lo tenía puesto.
Un instante después el avión hizo un giro y calibró el centro de la pista. Lucía
sintió cómo la velocidad aumentó para luego experimentar una leve sacudida. La
fuerza de la inercia la empujó hacia atrás. El chirriar de los frenos se escuchó por
todo el avión seguido de otro estremecimiento. El Boeing no tardó en estabilizarse.
De repente, el avión se estremeció con los aplausos, gritos, y silbidos de los
cubanos.
¡A la mierda!
Lucía también se unió a los aplausos.
Los dolores de estómago desaparecieron, en su lugar solo quedó la ansiedad de
salir de aquel asiento de una condenada vez.
Tuvo que esperar varios minutos, pues los cubanos, apurados por salir primero,
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colmaron el pasillo y nadie podía sacar su equipaje de los portamaletas. Ella también
se sentía como el resto de los pasajeros. Sabía que fuera de la terminal la estaba
esperando… ¡su familia!
Mientras la ansiedad iba en aumento, recordó el día en que salió del trabajo lo
más rápido que pudo, con aquella tensión por llegar a casa, donde la aguardaba una
visita muy especial: el hermano del abuelo que acababa de llegar de Cuba.
Sin embargo, aquella tarde en particular hubo más tráfico que nunca. Se había
licenciado como profesora de Historia del Arte hacían tan solo dos semanas,
comenzando sus prácticas en la universidad gracias a la ayuda de Eduardo, por eso no
pudo escaparse del trabajo.
Al llegar a casa, ya toda la familia estaba reunida alrededor de la visita. Para verlo
tuvo que abrirse paso a empujones entre varios primos y algunos vecinos. Todos
tomaban vino y reían de algún chiste que no alcanzó a escuchar.
Lucía quedó sorprendida cuando vio a Manuel.
Se trataba de un hombre canoso y con grandes entradas en la frente, el signo de
una calvicie que comenzaba a hacerse notar. Manuel aparentaba tener cincuenta o
sesenta años, no los ochenta que pesaban en los hombros de su abuelo. Se le veía
fuerte y ejercitado, de seguro por la dieta de los cubanos muy bajas en grasa, pensó
Lucía al recordar los chistes de sus amigos.
—¿Y tú, debes de ser Lucía? —le dijo.
—Sí, es un placer conocerlo, señor Manuel…
Manuel Mendoza la miró con dos enormes iris de color aguamarina. Lucía sintió
cómo la fuerza y frialdad de aquella mirada hizo que se estremeciera de pies a
cabeza. Pero de repente la mirada del anciano pareció cubrirse por un telón de
tristeza. Entonces, a Lucía le parecieron los ojos más cansados y bondadosos que
jamás hubiera visto.
—Me vuelves a llamar señor Manuel y te juro que las nalgadas que te debo te las
doy delante de todos —por alguna extraña razón Lucía sintió que no bromeaba—. A
mí me llamas abuelo Mendoza… ¡Ahora venga acá y deme un beso!
No hizo falta que repitiera la orden. Abrazada al anciano se percató de lo flaco
que estaba, pero también de la resistencia de sus músculos… algo extraño en un
hombre de su edad.
—¡Vamos, moviéndonos! Esto va demasiado lento —gritó alguien desde el fondo
del avión.
Por fin el pasillo comenzó a despejarse. Sin tiempo que perder se levantó y abrió
el portamaletas. Trató de sacar su mochila de campaña, pues en el vientre del avión
traía otra más. La maldita mochila se trabó contra la puerta plástica del portamaletas.
Tras intentar sacarla dándole fuertes tirones, comprendió que estaba trabada a lo
grande.
A su espalda comenzó a formarse una línea de pasajeros. Estos, incómodos por la
demora, empezaron a lanzar maldiciones. Alguien le dijo que se moviera. Volvió a
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entrar a los asientos y tuvo que esperar a que pasara otra fila más.
Al volverlo a intentar un joven con acento italiano se le acercó.
—¿Me permites que te ayude?
Lucía le sonrió.
En un instante su héroe le sacó la mochila.
—¡Ups! Así de fácil. Pues muchas gracias.
—Es siempre un placer ayudar a una damisela en apuros —y le guiñó
descaradamente un ojo a la joven.
Lucía se tomó un segundo para observar mejor al Casanova.
¡Nada mal…! ¡Cálmate, Lucía, viniste a ver a la familia…!
El joven que le rescató su mochila era alto y muy bien parecido. Algo en su rostro
le hizo recordar a esos modelos de los comerciales de máquinas de afeitar Gillette,
con perfectas mandíbulas cuadradas a lo Batman.
—¿Es tu primer viaje a Cuba? —preguntó el modelo.
—Sí.
—¿Negocios o placer?
—Placer… ¿Y tú?
—Negocios.
Por algún raro motivo, Lucía presintió que la sonrisa perfecta del modelo
irradiaba peligro. Una serie de empujones procedentes de la fila la hicieron separarse
de su improvisado héroe.
Todos avanzaron como una corrida de toros por el estrecho pasillo hacia la puerta
de salida. Allí tuvo que tomar una escalera para bajar del avión. Algo que ella no
solía hacer, por lo general los aviones siempre conectaban su puerta con un pasillo
central que los guiaba directo a la terminal. Una vez que estuvo sobre la pista
asfaltada, no pudo reprimir las ganas de gritar.
¡Por fin tierra cubana!
Le pasó por la mente besar el piso y se imaginó lo ridícula que se vería, ella no
era el Papa, a él le quedaban mejor esas escenas.
***
Una larga fila de cubanos avanzaba en estampida hacia el interior de la Terminal.
Todos iban repletos de bolsas extras y gigantescas mochilas, que a Lucía no le
quedaron dudas de que dentro de ellas cabría una persona de pie con suma facilidad.
Se preguntó cómo la línea aérea permitió llevar en el área de pasajeros semejante
exceso de equipaje.
Aunque ese exceso no era nada comparado con el espectáculo que se avecinaba.
—Por aquí… por favor, por aquí…
Un oficial organizaba la línea, aunque algo de lo que dijo le pareció a Lucía un
poco racial.
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—Residentes de la isla, por favor, avanecen hacia esta línea.
De esa manera los extranjeros quedaron separados del resto de los cubanos.
Lucía llegó a la garita de chequeo. Allí una joven, aproximadamente de su misma
edad, la miró durante varios segundos, los suficientes para hacerla sentir incómoda.
Luego, sin más, le devolvió el pasaporte.
—Bienvenida a Cuba —dijo de mala gana.
—Gracias.
***
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Capítulo 20
Un aeropuerto cubano
El mal trato de los oficiales aduaneros no la sorprendió. Ya tenía demasiadas horas de
vuelo para saber que siempre se comportaban así, sin importar el país.
Por fin pasó por una segunda puerta, solo para chocar de frente con un ejército de
oficiales. Estos le ordenaron que depositara sus anillos, pulsos, su fina cadenita de
oro y hasta sus zapatos. Después tuvo que pasar por un detector de metales y un
segundo registro por parte de un oficial.
¿Estos tíos creen que traigo algo de fumar encima? ¡Quizás porque soy
española!
Por un instante creyó que quizás hasta podrían leer sus pensamientos…, y acto
seguido contuvo una sonrisa al haber tenido semejante ocurrencia.
—Prosiga, por favor —le indicó el inspector aduanero.
Tras ponerse sus zapatos, siguió caminando hasta llegar al centro de la terminal
aérea, donde una gigantesca estera vomitaba por un agujero de plástico maletas tras
maletas.
***
El espectáculo que se desarrolló ante ella fue sin precedentes.
Lucía estaba viajando con una mochila especial diseñada para largos viajes. Con
arneses de aceros y más de una docena de bolsillos extras. Había bautizado a esa
mochila como La Guerrillera, ya que junto a ella había visitado más de ocho países.
También llevaba una pequeña maleta de cuero en la cual traía sus ropas y algunos
regalos para los primos y su bolso personal, donde estaba su cámara fotográfica.
Había llegado a creer que, al menos en esa ocasión, viajaba con demasiado
equipaje… Muy pronto iba a comprender que ella era una simple amateur en esa
materia.
Mientras la estera continuaba dando vueltas y sacando nuevos paquetes, Lucía
escuchó una música tropical procedente de alguna de las esquinas de la terminal.
Buscó con la mirada y vio a un cuarteto, armados de guitarras y maracas, cantaban la
famosa Guantanamera. El vocalista en ese momento comenzó uno de los poemas:
—Yo quiero cuando me muera, sin patria pero sin amo, tener en mí tumba un
ramo…
—¡¡¡De flores y una bandera…!!! —repitió a coro un pequeño grupo de fanes que
se había congregado junto a los músicos.
Si dudas cubanos, pensó Lucía, ya que los turistas eran fácilmente reconocibles
por sus cámaras. Estos solo se enfocaban en tirar fotos a los músicos sin sobrepasar
su espacio musical, cosa que a los cubanos no se les daba muy bien.
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Por fin en la estera apareció su mochila y la maleta.
En cuando intentó tomarlas un joven encargado se le adelantó.
—No, no hace falta —le dijo.
El joven, que llevaba un chaleco luminoso, como los usados por los trabajadores
que reparan las calles, no le prestó atención. Con movimientos expertos cargó la
maleta y la mochila a la vez, luego las depositó sobre un carrito de tres ruedas.
—Vamos, vamos, que conmigo no tienes que hacer cola —agregó a toda prisa el
joven.
Lucía se dio cuenta que el chico estaba tras la propina.
¡Joder con los cubanos! Sí que les gusta luchar la pasta.
Mientras iba caminando tras el joven que llevaba su maleta, se percató de algo
que inconscientemente le había llamado la atención. A su alrededor toda una multitud
avanzaba hacia la puerta de salida y, de entre todos, ella era la que menos equipaje
llevaba. Todos los cubanos sacaban de la estera enormes maletines. A Lucía le pasó
por la mente que enormes no sería la palabra adecuada. Descomunales y gigantescos
maletines…
Asombrada, observó cómo algunos incluso recogían de las esteras bicicletas y
hasta monstruosas pantallas plasmas. Aquel nuevo descubrimiento no dejó de
asombrarla.
¿Quién diablos viaja de un país a otro con una TV? ¿Significaba eso que en
Cuba no había televisores?
Aún sumida en sus reflexiones con todo lo que estaba pasando a su alrededor,
llegó a la puerta de salida. A solo tres personas más por delante de ella, se encontró
con la mirada del italiano del avión. El modelo se despidió de ella con un gesto de la
cabeza. Iba acompañado de cuatro hombres más; uno de ellos, el más grande del
grupo, llevaba un corte militar de cabello que le recordó en físico y estatura al actor
Dolph Lundgren.
—No se aparte de mí, señorita —le advirtió el botones.
—¿Por qué?
Al instante supo la respuesta.
La puerta de corredera por sensor de movimiento se abrió…
—¡Joder!
Lucía se encontró que a las afueras del aeropuerto se había congregado una
multitud digna de una alfombra roja. Estos gritaban y alzaban carteles de bienvenida
para que sus familiares pudieran identificarlos. Solo los contenía una finísima cinta
amarilla de seguridad.
De repente algunos saltaron sobre la cinta y corrieron a abrazar a sus familiares.
El espectáculo fue escalofriante. Por un instante Lucía quedó en shock al ver las
expresiones en los rostros. Ver la pasión con que aquellas familias se abrazaban unas
a otras hizo que la piel se le volviera de gelatina. Muchos reían, lloraban, volvían a
abrazarse o se tocaban el rostro como si llevaran años sin verse…, aunque quizás era
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eso: llevaban años sin verse. Otros, algo más apenados por revelar sus sentimientos
en público, simplemente se separaron del grupo para llorar de alegría.
¿Qué diablos pasa aquí? Esto más bien parece la reunificación de las dos partes
separadas por el Muro de Berlín…
Lucía tuvo que reconocer que en los países que había visitado jamás presenció
algo semejante. Que las familias fueran a los aeropuertos a saludarse de aquella
manera era algo sin precedentes. Sin poder contenerse sacó su cámara y digitalizó
aquel momento de reunificaciones familiares.
Después le tocó su propio turno.
Lucía buscó en su bolso una foto en la que se veían dos gemelos abrazados: eran
sus primos cubanos, solo dos años mayores que ella.
Los gemelos no contaban con la ventaja de tener una foto, pues no le obsequió
ninguna al abuelo. Así que ella sabría quiénes eran ellos, pero sus primos tendrían
que adivinar al azar. Recorrió con la mirada la multitud hasta localizar a dos jóvenes
idénticos. Estos alzaban un cartel que decía: “Lucía Mendoza”.
Aun así, no corrió hacia ellos, sino que se mezcló entre las demás personas y se
acercó a los primos seguida por el joven del carrito.
***
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Capítulo 21
Los primos y su amigo
7:10 am
Miguel Ernesto y Mario Antonio eran tan iguales como dos gotas de agua…
Juntos tenían el sobrenombre de Los Gemelos; separados, a Miguel le decían
Miguel Ángel, el inventor, pues se la pasaba inventando con todo. Y a Mario, lo
nombraron Súper Mario…
El abuelo Manuel solo los podía diferenciar por un lunar que tenía Mario sobre
una ceja, lo cual no siempre era muy efectivo. Ya que en una ocasión, Miguel Ángel,
inventor al fin, se pintó un lunar con un lápiz negro de maquillaje de su madre, así
logró confundir al abuelo y repitió dos veces en la repartición de turrones de maní.
—¿Qué tú crees, cómo será la prima? —dijo uno de los gemelos.
Una hermosa joven se acercó a ellos desde una esquina.
Mario siguió levantando el cartel con el nombre de Lucía.
—Gordita y bajita…
—¡Hola tíos, qué honda…!
Los dos gemelos se miraron como reflejados en un espejo. Ante ellos tenían a una
joven hermosísima que les hablaba con un fuerte acento español. Arrastraba la zeta
de una manera que a ambos les arrancó una leve sonrisa. Llevaba el pelo recogido en
una larga trenza, con una finísima cintura y unos senos firmes y pequeños que se
moldeaban en la delicada blusa. También llevaba una gigantesca mochila a su
espalda, como la de los ciclistas que acampaban a todo lo largo de la isla.
—¿¡Prima!?
—¿Tú eres Lucía…?
—A menos que esperasen a Penélope Cruz…; si no es el caso, se van a tener que
conformar conmigo. Y ustedes deben de ser…, mmm, no me digan, tú eres Mario y
tú, Miguel, ¿es correcto?
Los dos gemelos no salían del asombro.
—No, bueno, yo soy Mario… —la joven se acercó y le miró el rostro.
—¡Ya, tío!, tú eres el del lunar.
Los dos hermanos le sonrieron, por lo visto la recién llegada conocía su secreto
para lograrlos identificar.
—Pues venga ese abrazo, prima —dijo Mario sin más.
Una vez más Lucía no esperó a que se lo pidieran dos veces y se lanzó sobre los
brazos de sus primos.
***
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Mario y Miguel eran lo máximo, pensó Lucía mientras se iban abriendo paso
entre la multitud. Hacía tan solo unos minutos que se reían imaginando la
“apariencia” de la prima, y ahora le hacían chistes de su acento y de todo cuanto ella
decía. Uno de ellos trató de tomar el control del carrito, pero el botones no lo dejó.
Al salir del edificio se dirigieron hacia los parqueos, en donde un auto los
esperaba para llevarlos de regreso al pueblo. Su avión la trajo hasta el aeropuerto José
Martí, en La Habana, la capital de Cuba. Ahora tenían que viajar hasta el centro de la
Isla. A la provincia de Villa Clara. Un viaje de casi seis horas, según le habían dicho,
y todo porque la mayoría de los autos en Cuba no sobrepasaban las sesenta millas por
hora.
Al llegar al parqueo, Lucía tuvo dos grandes sorpresas. La primera fue ver el
modelo del carro en que vinieron a buscarla. Se trataba nada más ni nada menos que
de un Chevrolet Bel Air del 53.
¡Puta madre, un clásico…!
Lucía era fanática a los autos americanos. A pesar de que manejaba un Toyota
Camry del 98. La segunda sorpresa, fue que dentro de la máquina había dos
pasajeros, el gordo Eduardo, quien sería su chofer y el Nava, el mejor amigo de los
gemelos.
La segunda sorpresa, sin dudas, era el Nava.
Un mulato de ojos color miel caminó directo hacia ella. Llevaba puesto un
pantalón ajustado y una finísima camisa de hilo. A través de la camisa Lucía vio los
músculos de un pecho definido. Por entre las mangas de la camisa salían venas que
surcaban los torneados brazos. Sin dudas el mulato debía de dormir en un gimnasio.
Lucía se estremeció al sentir cómo se le secaba la boca.
El Nava caminó hacia ella y no esperó una presentación y mucho menos un
permiso para darle un beso en los cachetes. En España también se saludaban con
besos en los cachetes, pero a ella no le pasó inadvertido que el mulato se demoró
unos segundos más de lo debido para inhalar su fragancia.
Esto la hizo sentirse como un frasco de miel frente a la cueva de un oso.
Por primera vez se arrepintió de no haberse bañado en perfume.
El mulato, a modo de sonrisa, le mostró unos dientes grandes y parejos que se
sostenían en una mandíbula cuadrada, casi un prototipo de Superman latino. Fue en
ese momento cuando Lucía advirtió la mirada calculadora del Nava. Los hermosos
ojos reflejaban el peligro, la malicia y la arrogancia tomados de la mano.
Y precisamente esa mirada fue la que la hechizó, la estremeció e hizo que su
cuerpo reaccionara a la sobredosis de testosterona que emitía la piel del mulato. De
improviso advirtió una humedad muy conocida entre sus piernas, e
inconscientemente las cruzó con un gesto inocente y travieso. Por un momento deseó
que la tierra se la tragara. Jamás había experimentado un deseo sexual tan fuerte
como aquel.
¡Joder, joder, joder…! ¡Me estoy volviendo una puta ninfomaníaca!
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No le quedaron dudas: acababan de arrancarle el corazón para cocinárselo en
salsa picante y servírselo como plato fuerte al maldito de Cupido.
¡Por Dios, qué semental, si Lola lo viera!, exclamó para sus adentros sin poder
disimular su hipnotismo por el joven.
—¿Entonces, tú eres la prima Lucía? —le preguntó el Nava.
Lucía lo odió y lo quiso a la misma vez. El cabrón estaba consciente del poder de
su sonrisa. Lo cual la ponía en una situación demasiado vulnerable.
—Todo parece indicar que sí.
—Qué buena estás, prima…
Ella le sonrió mientras sentía cómo sus orejas comenzaron a ponérsele rojas.
Los cubanos sí que no se andan por las ramas, pensó.
Por suerte los gemelos acudieron a su rescate, pues ya le estaba cayendo su risita
nerviosa que en tantos apuros la metía.
—Prima, como te decía, este es el Nava, otro hermano —le explicó Miguel
mientras los demás introducían su equipaje en el maletero—; y este es Eduardo, un
amigo de la familia.
El chofer la saludó también con otro beso.
—Por cierto, la advertencia no es para ti, es para el Nava —dijo Mario de la nada,
aunque una risa de oreja a oreja cubría su rostro—, míralas a todas menos a esta, que
es la prima, así que respétala.
Lucía miró a Mario con ganas de quererlo estrangular. Quizás sus intenciones se
hicieron demasiado evidentes, ya que fue el propio Nava quien habló:
—Tranquilo, si yo solo alababa la belleza de las mujeres españolas.
—A otro con ese cuento, cabrón.
El joven botones depositó el equipaje en el maletero. Sin hacerle esperar por unos
segundos embarazosos, Lucía sacó su cartera y le dio diez euros al joven.
—¡Oh! Muchas, muchas gracias, que Dios la bendiga. Espero que disfrute su
visita —entre risas y saludos, el botón desapareció en la multitud aún sorprendido por
la generosa propina.
Cuando se viró de espaldas, los gemelos la miraban con cara de incrédulos.
—Prima, afloja la propina, que te quedas con las manos atrás antes de que se te
acabe la semana.
Lucía sonrió al comprender y descifrar un problema con el dialecto de los
cubanos, “afloja”, no es que des…, es dar solo lo necesario.
Una vez dentro del Chevrolet, el chofer Eduardo resultó ser el hombre más gordo
y más alegre que jamás hubiera conocido. Sin poder resistirse, Lucía le dijo un elogio
sobre su carro:
—¿Usted debe sentirse muy orgulloso de manejar este clásico?
Todos estallaron en una sonora carcajada.
—A esto de clásico lo único que le queda es la carrocería —dijo Eduardo
mientras salían del parqueo—. Por cierto, diez euros en Cuba son el salario de
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muchos trabajadores al mes.
Lucía quedó sorprendida por ese dato, y se juró recordar aquellas palabras.
***
Diez minutos después, tras varias curvas y semáforos, lograron salir del
aeropuerto para desaparecer entre las bulliciosas calles de La Habana. Al mirar el
entorno, Lucía comprendió por qué ellos se rieron de su halago al chofer.
Tal como le habían descrito sus amigos en España, los que ya habían visitado la
isla, Cuba estaba paralizada en el tiempo —algo muy común en todos los países
comunistas—; pero había algo más, era como si existiera un portal entre el futuro y el
pasado. Pararon en un semáforo, junto a dos carros, uno a cada lado. En la derecha
estaba un modernísimo Audi A3…, y a la izquierda, un Cadillac del 50.
Así mismo sucedía en las calles, donde constantemente advertía grandes filas de
personas haciendo cola junto a un teléfono público, mientras que otros hablaban por
modernos celulares, que hasta en España serían difíciles de comprar.
La transculturación mezclada entre lo antiguo y lo moderno era desconcertante.
¿Pero qué cojones pasa en esta isla?
La mezcla incomprensible entre un pasado decadente y un presente carente de
sentido, predominaba en todo… menos en la ropa de los cubanos. Estos vestían
mucho mejor que cualquier otro país de los que había visitado. Al punto, que parecía
que todos los que caminaban por las calles estuvieran listos para asistir a alguna fiesta
sorpresa.
Cuando por fin lograron escapar del lentísimo tráfico, entraron a recorrer una
serie de calles menos transitadas. Esto le dio a Lucía una oportunidad única para ver
de cerca la arquitectura de la ciudad.
—¿Y qué te va pareciendo Cuba? —le preguntó Eduardo.
—Estoy sin palabras.
Era absolutamente verdad. No sabía cómo describir todo lo que veía.
Las edificaciones que se anunciaban ante sus ojos en esos momentos, semejaban a
esos cuadros de los pintores impresionistas, con los colores tristes de la época del
Renacimiento; otras permanecían sin terminar y con sus paredes al desnudo,
aumentando el desentono con algunas casas vecinas, que eran puros lujo y espacio.
A Lucía le pareció que las calles de Cuba y sus viviendas eran una mezcla entre
las favelas brasileñas y las casonas de Puerto Rico. Algunas finalizadas con hermosos
azulejos; otras, remachadas con pedazos de cartones. La ciudad en sí, junto con
algunos de sus edificios, parecía hablar de alguna belleza perdida en eras pasadas. Y
por alguna rara razón, se sintió triste.
Entonces le vino a la mente una imagen de los países árabes que estaban en
guerra en todo momento. Era eso…, por fin lo comprendió. Esa era la imagen que
llevaba minutos rondándole la cabeza, la ciudad parecía víctima de un bombardeo…,
***
—¿Eh, prima, qué pasa…? —le dijo Miguel con cierto asomo de miedo en su
voz.
—Nada —respondió Lucía mientras se aclaraba los ojos con la palma de la mano
—, que me he perdido de conocer esta familia y este país.
Los gemelos la abrazaron y la besaron en la frente. Aquella muestra rápida y
simple de ternura le demostró que los cubanos eran excesivamente sentimentales.
Todas sus muestras de cariño las expresaban con besos y abrazos, sin importar el
sexo.
—Tranquila, ya verás cómo nos ponemos al día —le dijo uno de los gemelos.
Durante el viaje hicieron una sola parada en un restaurante de comida rápida
llamado por los primos El Conejito, aunque ella no vio ningún conejo. Y de comida
rápida nada que ver con una de las mundialmente conocidas McDonalds.
Hubo un momento embarazoso a la hora de pagar, pero Lucía resolvió rápido el
dilema al dejar bien claro que si ella no pagaba se iba de vuelta a España.
Nadie protestó.
De antemano, sus amigos en España le explicaron que jamás dejara a un cubano
pagar, ya que la comida consumida en esos “establecimientos”, podría constarles el
salario de un mes.
A Lucía le parecieron un poco excesivas las cifras presentadas por sus amigos;
pero ahora, aprendiendo con sus propios ojos la realidad del sistema de vida de los
cubanos, no le parecían tan exageradas. Algo que le resultó un poco ilógico, fue que
en su propio país los ciudadanos no pudieran comer en un simple restaurante de
comida rápida.
¿Entonces, cuánto ganan los cubanos?
Llegó a la conclusión de que pronto lo descubriría.
Tras llenarse la barriga y saborear dos cervezas cada uno, menos el chofer que,
cosa también ilógica, no rechazó las cervezas, sino que las guardó en una bolsa de
nailon, alegando que se las tomaría después en la casa…, volvieron a tomar la
carretera.
Durante esta segunda etapa del viaje, a Lucía casi le da un colapso.
***
Si la sorpresa de ver un pastor cruzar una autopista con una manada de carneros
fue grande, mayor fue lo otro que tuvo que presenciar. Como una especie de
espectáculo, ante ella vio una calle repleta por cientos de ciclistas. Pero no eran los
típicos deportistas que tanto transitaban las calles en España, estos eran diferentes. Y
fueron precisamente sus bicicletas lo que captó de inmediato su atención.
—¡Ostias! ¡Qué bicicletas más raras!
Todos dentro del Cadillac lanzaron una carcajada.
Miguel, quien por lo visto era el único con dos dedos de masa gris dentro del
cráneo se tomó la delicadeza de explicarle.
—Prima, las bicicletas en Cuba son el primer medio de transporte. Por eso es que
llevan esos asientos improvisados en el caballo de la bicicleta.
—¿Cómo?
Miguel no necesitó explicarle más.
Una mirada más detallada le hizo comprender a qué se refería. Efectivamente,
todos los ciclistas eran personas comunes y corrientes que iban o salían de sus
trabajos. Por las vestiduras que llevaban Lucía comprendió que se trataban de obreros
y profesionales de todas las clases.
Con cierto disgusto vio a una joven en bata blanca pedalear angustiosamente en
una bicicleta de fabricación rusa o china. Al instante le vino a la mente cualquier
doctora española…, nada más de imaginársela pedaleando para ir a su laburo, le
pareció lo más absurdo y ridículo del mundo. Aun así, por increíble que pareciera, no
pudo quitarse la imagen de una doctora cubana, montada en una bici para ir a trabajar.
Antes de atreverse a plantear un simple comentario, prefirió hacer otra pregunta.
—¿Y entonces…, cuál es el segundo medio de transporte?
—Pues, taratatan tatan… “¡los carretones de caballo!” —el gesto teatral que el
Nava hizo para anunciar su respuesta, le arrancó una carcajada. Quizás un poquito
más exagerada de lo que ella hubiera querido, pero fue esa risa la que despertó una
chispa de deseo en los ojos del mulato. Y esa chispa a ella no le pasó inadvertida.
Por un momento sintió la mirada de posesión y deseo del Nava sobre ella. En
España nadie se atrevería a mirarla así…, y en ese intervalo ella era como una
inofensiva liebre acechada de cerca por un zorro hambriento. Ver cómo el mulato le
miraba la boca y los senos sin ningún decoro ni prudencia, la hizo recordar que no
estaba en España, sino en Cuba…, a saber cómo los cubanos trataban a una mujer.
—¿Me estás tomando el pelo, capullo?
Esta vez fue el Nava quien rio.
Unos segundos después, apenas dejaron atrás al grupo de ciclistas, llegaron a un
***
Cuando el auto sobrepasó los setenta kilómetros por hora, Eduardo, el chofer,
aprovechó para contarle a Lucía de su abuela Catalina, la esposa de Manuel. A quien
todos habían apodado de igual manera: La Vieja.
Catalina era mucho más joven que Manuel, pero se conservaba menos. El abuelo
le llevó una foto de una vieja gorda y morena cubierta de mechones canosos que tenía
el rostro más bondadoso que jamás hubiera visto. Los gemelos le explicaron que La
Vieja padecía de una úlcera en su tobillo derecho, desde que se atravesó la piel con
una espina de aroma durante su juventud. Por eso se la pasaba clamando por pastillas
y pomadas para los dolores, incluso hasta cuando no los tenía.
Lucía se sentía desesperada por llegar y conocer a La Vieja.
Por último, le resumieron las características del pueblo en el que viviría durante
una semana.
Los dos hermanos, junto al Nava, describieron su pueblo natal durante más de una
hora y Lucía resumió mentalmente toda la información. “Tres Caminos” era un
pueblito de la provincia de Villa Clara. Con una población quizás de treinta mil
habitantes en donde todos se conocían. Las estructuras más altas del pueblo eran los
llamados Edificios, ubicados en la “Loma del Mango”. Según el Nava, eran nueve
cajones cuadrados de cuatro pisos y enormes tanques de agua en las azoteas. Aunque
más bien parecían estructuras rusas diseñadas para resistir ataques nucleares, o, de
igual manera, para ser convertidos en prisiones de concreto.
El resto de la arquitectura se la resumieron con enunciativos de una y un. Una
librería, una biblioteca, una panadería, un correo, una funeraria, un banco, un
parque…, y una línea de tren.
La línea del tren atravesaba literalmente el pueblo y el parque…, creando dos
bandos imaginarios que los habitantes llamaron El Barrio de los Chivos y El Barrio
de los Sapos. De esta manera, cuando había carnavales en el pueblo, ambos barrios se
enfrentaban y defendían un título, también imaginario.
Lucía contuvo la risa al pensar en dos bandos luchando por ser coronados bajo el
***
***
Shangó era como un Árbol de Navidad, justo como la planta que acababa de ver
en las curiosidades del Animal Planet. Sus raíces se extendían por toda
Latinoamérica, pero la planta en sí, vivía en Cuba.
Armando Morales, apodado Shangó —como el dios más poderoso de la religión
yoruba—, se había graduado quince años atrás en la Universidad de la Habana, donde
obtuvo un título de oro como Doctor en Ciencias Informáticas.
Un año después era considerado uno de los mejores programadores de la isla… y
quizás de Latinoamérica. Fue entonces cuando el servicio de inteligencia cubana lo
captó para que trabajara en el área de compras y ventas internacionales. En solo dos
años aprendió cómo funcionaba el complejo y enmarañado mundo de los negocios
cubanos.
Aunque en el fondo era más simple de lo que muchos creían. Los jerarcas
militares lo controlaban todo… y punto.
La isla tiene una cadena de negocios llamadas CIMEX S.A, las TRD-CARIBE, y
la GAVIOTA S.A, todas estas tiendas son la base que sostienen al gobierno militar.
Esta red de redes de cadenas es controlada por el MININT (Ministerio del Interior), y
por el MINFAR (Ministerio de Fuerzas Armadas Revolucionarias).
Shangó también aprendió que el principal proveedor de suministros de estas
***
Shangó leyó detenidamente las cifras que aparecían en las tablas.
—Irina, alcánzame un trago.
La muchacha se levantó disgustada de la cama. Después de casi media hora
buscando en los quinientos canales, acababa de encontrar una buena película.
Pasó por su lado balanceando sus perfectas nalgas y fue hasta la cocina-bar. Las
medias pantis que le cubrían los muslos, y los tacones rojos que llevaba puestos, la
convertían en un espectáculo visual incomparable. A Shangó le gustaba que sus
chicas se comportaran como objetos decorativos y de placer… a fin de cuentas, eso es
lo que eran.
Justo debajo del aparador, copas y vasos de cristalería italiana colgaban como
sostenidos en el aire. Encima de estos había una enorme colección de rones, vinos y
champañas.
Irina solo tardó unos segundos en localizar la bebida preferida de Shangó.
Se trataba de una botella de ron Bacardí, añejo 8 años, Edición Limitada. Cada
botella estaba valorada en unos 450 euros. Irina rompió el sello de la botella y
derramó un largo chorro en el tragante.
—Para los santos —murmuró con ironía.
Los cubanos, cada vez que abren una botella de ron, santiguan la bebida
derramando un pequeño chorro en honor a sus santos. Irina creía en un solo Dios, no
le importaban los demás, ni Buda, ni Alá, ni los Yorubas, solo en un simple Dios.
***
Uno de los buzones especiales timbró cuatro veces seguidas. Aquello significaba
que era algo más que urgente… ¡Era una emergencia!
Shangó se llevó un trago a los labios, saboreó el ron mentolado por unos
segundos para después tragárselo de una vez.
—Malditos colombianos —murmuró mientras comenzaba a leer el contenido.
Los sembradores de coca, como él solía llamarlos, cada mes pedían más armas.
De las miles de redes de contrabandos que Shangó controlaba, el tráfico de armas
era otra de las más beneficiosas. Ya fueran los colombianos o los carteles mexicanos
—a estos últimos se les estaba haciendo un poco difícil pasar armas por la frontera
americana, así que les salía mucho mejor comprárselas a los cubanos— los
compradores siempre pedían más.
En Centroamérica, sus mejores clientes eran las guerrillas de la FARC (Fuerzas
Armadas Revolucionarias Colombianas), que tenían el dinero para comprar hasta un
bombardero B-2, si se les permitía.
Pero los recursos armamentísticos de Shangó eran muy limitados. Solo les podía
vender armamento soviético, sobre todo AK-47 —el fusil oficial de las guerrillas— y
los preciados RPG-7. Aunque de vez en cuando disponía de algunas cajas de minas y
granadas.
En una ocasión les vendió un helicóptero.
Lo malo de ese negocio era que las ganancias iban a partes iguales con los
traficantes norcoreanos, quienes se encargaban de esconder las armas en las bodegas
de los buques, junto a las toneladas de azúcar que cargaban en la isla. Muchas veces
los pagos de las guerrillas no eran en cash, sino con varios cientos de ladrillos de
drogas, los cuales eran de excelente calidad ya que aún no habían sido bautizados con
impurezas.
La droga inmediatamente era repartida en sus burdeles, y así triplicaba sus
ganancias.
***
Dos semanas atrás, por órdenes de su principal jefe, recibió el encargo más
extraño de toda su carrera. También el más importante.
El Titiritero —apodado así por el séquito para el que trabajaba Shangó—, era el
hombre de las sombras, la mano que daba las órdenes para que Shangó las ejecutara.
En su última salida, tras permanecer tres semanas en Panamá cerrando una serie
de negocios, se le ordenó traer a su regreso cinco maletas de alta seguridad. Shangó
comprobó que el contenido era armas y accesorios de avanzada tecnología militar.
¿Para qué semejante arsenal?
Pero la misteriosa misión no acababa allí, y era esta la parte interesante. Un
representante de la High Security International se entrevistó a solas con él. Cuando el
desconocido se presentó, Shangó creyó que se trataba de alguna broma pesada.
Pronto comprobó que era un auténtico representante de la compañía mercenaria más
famosa del mundo.
El representante le explicó en pocas y sencillas palabras que deseaba hacerle un
contrato. Los servicios serían mínimos y básicos, pero las ganancias serían
inigualables. Además, la HSI le estaría agradecida por sus servicios, con lo que
garantizaba amplias recomendaciones para futuros contratos.
Ser recomendado por la HSI significaba cerrar negocios multimillonarios.
Aquello era equivalente a moverse entre los tiburones más grandes de las megas
compañías capitalistas.
—¿Qué se supone que debo hacer? ¿Solamente introducir estas maletas?
—Por supuesto que no —le dijo en aquella ocasión el representante—. Deberá
guardar las maletas como una especie de talismán, y entregarlas solo si son
requeridas. Su verdadera misión será servir como enlace y guía turístico a un grupo
de mercenarios que llegará a la isla.
—¿Estás de broma?
—No; puedes llamar a tu jefe.
En efecto, Shangó quedó sorprendido al comprobar que acababa de convertirse en
la niñera de un grupo de matones que visitarían la isla. Las órdenes fueron bien
***
Le dio doble clic al mensaje y este se abrió.
—Comienza el show —murmuró.
Un chorro de adrenalina recorrió cada centímetro de su cuerpo.
El mensaje explicaba que la próxima semana, en un vuelo procedente de España,
llegarían los mercenarios. Debía de tenerles lista la información que le solicitaron del
objetivo, transporte y un lugar donde alojarse.
—No problema, my friends.
Antes de enfocar por completo todos sus sentidos en los negocios, decidió
terminar el trago.
—¿Pero, qué mierda? —se sorprendió al encontrar que el vaso estaba vacío. Bajo
la tensión del mensaje se lo bebió sin darse cuenta.
Se levantó para ir a la cocina a prepararse otro trago y sus ojos se posaron sobre la
cama. Irina estaba boca abajo sobre una montaña de almohadas, tenía las piernas
cruzadas con una pose tan sensual que le arrancó a Shangó un gruñido de deseo al
instante.
Fue hasta la cama y se le subió encima.
Irina pareció no darse cuenta, y fue esa indiferencia precisamente lo que más
***
Día 1… 10:05 pm
Giovanni aprendió a desconfiar de todos y de todo, a tal punto, que llegó a tornarse
para él en una especie de psicosis paranoica. Para un Alfa, desconfiar no era más que
un modo de vida.
Él era el líder, el hombre clave que daba las órdenes cuando todos los demás
pudieran caer presas del pánico. Mantener bajo control a un comando de mercenarios
elites en cada una de sus misiones era una especie de don, uno que sus hombres le
agradecían, sobre todo porque siempre los regresaba a casa con vida. Aunque gran
parte de ese don se debía a esa misma obsesión, a ese nivel de desconfianza conque
hilvanaba la vida…
Uno de sus lemas era: La información nunca es suficiente, jamás es suficiente…
En ello figuraba la necesidad de saber hasta los mínimos detalles de sus objetivos.
Todo… absolutamente todo. Eso incluía el nombre de las amantes, si pertenecía a
alguna secta o religión. Si era homosexual, pedófilo o castrado…, el nombre de sus
mejores amigos, restaurantes que acostumbra a visitar, gustos excéntricos, todo…,
hasta el nombre de las mascotas, si es que tenían alguna.
***
Para ir creando una perfecta coartada internacional, el comando de mercenarios
voló desde España con pasaportes canadienses usando una aerolínea de la Southwest
Airlines con rumbo a Cuba. Sus pasaportes los acreditaban como canadienses
legítimos.
Gracias a que la HSI tenía su propia oficina encargada de la falsificación de
documentos internacionales —no como otras agencias que debían comprar los
pasaportes—, los tan temidos códigos de barras no tuvieron problemas en ninguna de
las aduanas. Incluso llevaban las credenciales que los convertían en especialistas en
perforaciones. En apariencia, se harían pasar por técnicos que estaban haciendo un
estudio de posibles pozos de petróleos en diferentes zonas de la región central de
Cuba.
Giovanni ya tenía la localización de la casa que les alquilaría su contacto en
Cuba, el traficante apodado Shangó. En todas las misiones siempre precisaban de un
contacto, alguien que conociera el terreno, el idioma y, sobre todo, los abasteciera de
todo lo que les hiciera falta.
La casa, llamada por su propietario “La casa de la Colina”, era una especie de
lugar de citas. Su ubicación, a las afueras de Tres Caminos (nombre del pueblo donde
***
Eran las diez de la noche, la hora acordada para el encuentro con Armando.
Alrededor de la casa todo parecía una boca de lobo. La oscuridad era tal que apenas
podían verse sus propias manos. En apariencia, reinaba una calma absoluta.
Sobre el sofá estaba Jack. Este afilaba su cuchillo predilecto, un KA-BAR USMC
de último diseño.
El musculoso Seal pasó la hoja negra del puñal sobre la piedra amoladora con una
calma que desesperó a Giovanni. El sonido que produjo le recordó al italiano al de
una lima que pasa sobre un trozo de acero sin pulir.
Los KA-BAR fueron los cuchillos oficiales usados por la marina y la infantería
americana durante la Segunda Guerra Mundial. La calidad del cuchillo ganó tanta
fama que en la actualidad eran los más usados por todos los comandos alrededor del
mundo, incluyendo los Seal, de ahí la obsesión de Jack por ese modelo.
Giovanni miró su reloj. Armando estaba retrasado. La impuntualidad del maldito
traficante ya lo importunaba demasiado.
Como medida de seguridad, les ordenó a Roger, Alex y Alí, que se escondieran
fuera de la casa. Los tres comandos escogieron lugares tácticos que les permitían
tener ángulos perfectos desde donde pudieran observar a todo lo que se acercara.
De repente, escucharon a los lejos el ruido de un carro y los ladridos de varios
perros. Minutos después, apareció un viejo Moskovich.
Alí le envió un mensaje a Giovanni.
***
Dentro de la casa, vibró el celular de Giovanni.
***
El auto se detuvo.
La puerta se abrió y se bajó un negro con tantas cadenas de oro que
resplandecieron en la oscuridad como luciérnagas doradas. Shangó caminó hasta la
puerta y golpeó suavemente con los nudillos de una mano repleta de anillos con
piedras preciosas. La puerta se estremeció ante los autoritarios golpes.
Nadie abrió.
El negro pareció impacientarse; por puro instinto miró a los alrededores, como si
temiera una posible emboscada, e inconscientemente se llevó la mano a la espalda.
Ese detalle no pasó inadvertido a los expertos ojos del iraní, quien mandó otro
mensaje de texto.
El hombre volvió a tocar en la puerta.
Esta vez le abrieron.
***
Giovanni abrió la puerta y dio varios pasos hacia atrás.
—¡Come in…! —dijo en inglés.
Día 1… 3:35 pm
Para cuando Lucía llegó al pueblo, ya tenía una visión bastante clara de cómo era la
vida de los cubanos… o eso creía ella. La realidad fue otra, ya que nada de lo que vio
durante el viaje la ayudó a enfrentarse al nuevo espectáculo visual.
—¡Joder! —exclamó.
Una multitud bloqueaba la carretera principal. Tal parecía una manifestación de
miles y miles de personas, solo que se movía en todas direcciones.
El Chevrolet comenzó a abrirse paso lentamente entre la muchedumbre. Una
veces a puros gritos por parte de los gemelos y Eduardo, otras teniendo que tocar el
claxon. A medida que avanzaban, metro a metro, Lucía vio cómo todo el mundo
llevaba una extraña jarra en las manos…: era bebida, parecía cerveza. Y otros ni se
molestaban en ocultar sus botellas de ron.
Una música estridente penetraba por las ventanas del auto haciendo que todo el
cuerpo de Lucía se estremeciera con el efecto. Prácticamente a gritos, ya que la
música impedía que se escuchara su voz, Mario le explicó que el pueblo se
encontraba de carnavales.
Una rápida mirada a los alrededores y enseguida advirtió los quioscos de comida
rápida. Junto a las aceras, una gran variedad de mesas improvisadas servían toda
clase de sándwiches, aunque los que predominaban eran los de cerdo y perros
calientes. Alguien pasó gritando:
—¡Flores de cristal…! ¡Flores de cristal…!
Todo era un caos de música, gritos y risas.
Un borracho le dio dos palmadas al capó del auto tan fuerte que Lucía pensó que
lo acababan de atropellar.
—¡Comemierda…! ¡Hijo de puta! —le gritó Eduardo por la ventana. El borracho
se apresuró a desaparecer entre la multitud, no sin antes gritarle una sarta de
maldiciones al chofer.
Lucía no supo qué decir de todo aquello.
Al mirar a su derecha, vio a más de cien personas queriendo asaltar un tanque
gigantesco que permanecía acostado sobre una carreta con cuatro ruedas. El tanque
estaba protegido por una jaula de alambres de acero. Tras los barrotes había dos
hombres enfrascados en la terrible misión de complacer las exigencias de la multitud.
Aquella imagen le recordó a Lucía la escena de una película de zombis, donde los
muertos vivientes intentaban comerse a una pareja atrapados dentro de un auto.
—Puta madre, ¿qué diablos pasa allí?
***
Treinta minutos después lograron llegar a la casa del abuelo. Entonces Lucía pudo
apreciar la experiencia más gratificante de su vida.
Una segunda multitud rodeó al viejo Chevrolet.
Lo sorprendente de todo fue que aquella muchedumbre se había reunido allí solo
para conocerla. A Lucía jamás le habría pasado por la mente que tantas personas
quisieran saber quién era. El abuelo Manuel fue el primero en abrirle la puerta.
Miguel se bajó por el otro lado gritando:
—Gracias, pueblo, muchas gracias, acabamos de llegar de España, ha sido un
viaje agotador…
Alguien le gritó:
—Quítate del medio, payaso, déjanos ver a la española.
¡Ostias de la madre bendita! Esa debo de ser yo.
En un instante todos la rodearon. A dónde quiera que mirara le hacían preguntas y
la saludaban como si la conocieran de toda una vida. Incluso hasta los vecinos más
lejanos habían salido a los portales de sus casas y la saludaban levantando la mano.
Lucía no sabía qué decir, o cómo responder a más de diez preguntas a la vez.
La experiencia era indescriptible. En su mente se sentía como una famosa actriz
bajándose de su limusina para caminar por la alfombra roja rodeada de fanes, quienes
le gritaban elogios y preguntas. Lo que fuera que respondiera, incluso lo más sencillo,
le arrancaba al público exclamaciones de aceptación. Muchos simplemente movían la
cabeza con gesto afirmativo. Era como si todos estuvieran esperando su punto de
vista sobre cualquier cosa.
Diablos, ¡esto es lo que se siente cuando eres famosa!
***
Pocas palabras bastaron para explicarle su diseño y parte de su historia, que de
inmediato captó la atención de Lucía, ya que fue el propio Manuel quien diseñó y
construyó la casa con sus propias manos. Por lo visto el abuelo dominaba varias
profesiones: albañil, arquitecto y medio loco, como le dijeron en broma sus primos.
La casa contaba con tres cuartos y dos portales. Un techo especial de láminas de
cemento y paredes de bloques, sin dudas el lugar ideal para soportar huracanes. Como
todos los años Cuba era azotada por cuatro o cinco ciclones, la casa se convirtió en el
búnker del vecindario. Tras la casa había una enorme arboleda. Donde el abuelo
***
Día 2… 3:00 am
***
Una sola hora le bastó para memorizar el lugar, hacerle correcciones al mapa que
le dio el traficante y anotar sus propios apuntes.
En su fugaz recorrido descubrió que el pueblo podía ser atravesado de extremo a
extremo en solo diez minutos. Su diseño era básico y primitivo. A derecha e izquierda
había un caserío de rusticas viviendas, algunas incluso parecían de diseño aborigen,
***
Eran ya las cuatro y media de la madrugada y el pueblo continuaba sumido en las
tinieblas y los ladridos de perros.
Jack volvió a explorarlo todo. Pero esa vez más confiado y seguro. Se detuvo
delante de la casa del Shadowboy. A diferencia del resto de los pescadores, el viejo
espía había construido una pequeña fortaleza.
Hijo de perra, sin dudas te cuidas la espalda, rumió al ver las gruesas paredes de
bloques y ladrillos. Por si fuera poco, las ventanas estaban protegidas con rejas de
hierro. En apariencia para evitar los robos.
Otro perro ladró en la distancia.
Dentro de la casa, Manuel estaría durmiendo ajeno a los peligros de la noche.
Jack apretó sus dientes, impotente por la cruda realidad.
Todo aquel plan era una pérdida de tiempo, lo lógico sería entrar en la casa, lanzar
tres granadas de gases lacrimógenos y sacar a rastras al anciano… es lo que él
hubiera hecho. Pero por desgracia habían demasiados factores en los cuales la HSI no
quería inmiscuirse. Él odiaba esa parte de la política de la compañía. Según los
sesudos de la HSI, jamás se podían permitir el lujo de un ataque frontal.
Vaya estupidez.
Justo como le describió Shangó, el pueblo solo tenía unas veinte casas habitadas,
porque fuera de la temporada nadie visitaba Ñones. Para un secuestro no podrían
crearse mejores condiciones. El único problema que advirtió, y el cual no le afectaba
demasiado en la elaboración de su plan, fue que a cien metros de la costa había un
puesto de Guarda Costas. Aquello podría presentar algún que otro problema, desde el
punto de vista con que se mirara.
De momento, su misión solo consistía en valorar el terreno y preparar las posibles
vías de extracción.
Jack se acercó sigilosamente a la base militar y observó a dos guardias
soñolientos con sus pesadas AK-47, ambos encaramados en la única torre de
vigilancia que tenían. Los guardias eran prácticamente dos niños, demasiados jóvenes
e inexpertos para representar una amenaza. Pero tenían armas y no dudarían en hacer
ruido con ellas. Él solo tenía su afilado KA-BAR…; aunque con eso era más que
***
El plano que le dio Shangó marcaba una serie de casas que permanecían
deshabitas. Sus dueños solo las visitaban en la temporada vacacional. Eso era justo lo
que él requería. Escogió una de las más apartadas, perfecta para sus necesidades,
sobre todo porque contaba con una salida exterior que comunicaba con los manglares.
En caso de una huida de emergencia, nadie podría rastrearlo entre los pantanos que
comunicaban con el mar.
Pero al llegar a la puerta, descubrió que tenía una gruesa cadena con un enorme
candado. Sacó su cuchillo y lo utilizó como barra. Intentó rajar la madera de la puerta
sin éxito alguno. No contaba con tiempo para eso. Uso por segunda vez el cuchillo,
solo que ahora de manera diferente, aun así el ángulo no era el indicado.
¡Maldita sea!
A lo lejos escuchó más voces.
Lo único que me faltaba.
Las primeras luces del alba inundaron la costa. Jack prestó atención, las voces se
escuchaban cada vez más cerca. Sin perder la calma fue hasta un montón de
escombros. Tras un rápido vistazo localizó una larga y pesada barra de hierro con
algunos trozos de cemento aun adheridos a la punta.
Ahora se podían escuchar claramente las voces desde el otro lado de la casa. Al
menos tres personas se acercaban. Corrió hasta la puerta y no perdió un segundo.
Atravesó la barra y comenzó a hacer presión… el candado salió disparado.
En cuanto cerró la puerta, un grupo de pescadores apareció en el terraplén.
***
La casa olía a salitre y algas marinas.
Dentro no había nada de importancia, era el hogar típico de un pescador. Algunos
remos amarrados en las paredes, varios carretes de nylon de pescar, y algunos tanques
vacíos era toda la decoración. Supuso que los tanques serían para llenarlos de agua
potable, pues no había ningún sistema de recolección de agua en toda la casa; de
***
Cuando el amanecer llegó con todo su esplendor, como suele dibujarse en las
zonas cercanas al mar, Jack ya se encontraba camuflado y vigilando la casa de
Heldrich. Desde su escondite, a más de doscientos pies de la casa, observaba los
movimientos del anciano con sus binoculares.
Al cabo de un largo rato llegó a una conclusión bien simple: Heldrich era un
simple anciano como cualquier otro, con sus costumbres y rutinas.
Mejor de lo que pensaba.
Por lo visto el viejo solía levantarse todos los días a las seis de la mañana y salía a
cazar cangrejos. Lo que era un golpe de suerte. Podrían atraparlo en los manglares y
no en la casa.
Mientras el anciano se alejaba del pueblo de pescadores, inocente de cuán cerca
estaba de ser atrapado, Jack lo siguió a una corta distancia.
Con los primeros rayos del sol, Heldrich se introdujo en uno de los canales que
comunicaban con el mar, iba armado solamente con un tridente de más de un metro
de largo y un saco para echar sus presas. Las únicas prendas de vestir que llevaba
consigo eran un short corto, una camisa de color verde olivas y de mangas largas para
protegerse un poco de los mosquitos, y un sombrero de pajas. Iba descalzo.
Cuando Jack lo vio casi no pudo reprimir una carcajada.
¿Y este hombre es el que vale millones?
Durante toda la mañana lo siguió como una sombra, ocultándose constantemente
entre las raíces del mangle o dando largos rodeos para no perderlo de vista. Durante
todo el juego del gato y el ratón, no dejó de sorprenderse por la resistencia a las
largas caminatas que era capaz de soportar el anciano. A pesar de la edad, diez millas
de mangles, canales y ciénagas al parecer no representaban esfuerzo alguno para él.
Al caer la tarde, ya de regreso, el viejo se dio un chapuzón en uno de los canales
de agua dulce que había en el camino. Mientras se bañaba y limpiaba su tridente,
Heldrich no tenía ni idea de cuán próximo a él se mantenía camuflado con hierba y
fango la persona que lo cazaría.
Jack contuvo una sonrisa de triunfo.
Por desgracia las órdenes fueron claras. Seguir a Heldrich, escoger el lugar
adecuado para una emboscada, capturarlo junto con el resto del grupo, y desaparecer
por la costa, donde los estaría esperando una lancha rápida.
***
Un perro comenzó a ladrar.
—¡Que te calles, Campeón! —gritó una voz.
Jack se despertó sobresaltado y con el cuchillo en una mano. Corrió hasta la
puerta y miró por un agujero. Eran las dos de la mañana y no había un alma por todos
los alrededores, excepto por el perro y su dueño.
Desde su escondite, Jack observó como el maldito no dejaba de ladrar en su
dirección. De seguro lo había olfateado. Su dueño, un viejo pescador que llevaba una
linterna en la mano, le gritaba al perro que se callara. Pero el animal solo respondía
con más insistencia.
Jack, en absoluto silencio, volvió a maldecir al can.
—Vete, perrito… —murmuró Jack.
—¿Qué pasa, Campeón? En esa casa no hay nadie —el viejo alumbró con la
linterna por los alrededores—; vámonos.
Tomando al perro por el cuello comenzó a arrastrarlo.
Jack suspiró aliviado, lo último que querría era matar a un viejo pescador. No era
un hombre de grandes principios, pero odiaba los daños colaterales sin sentido. Para
Jack, el disfrute estaba en una buena pelea, disparar sabiendo que también te
dispararían. La idea de boxear con un manco nunca le atrajo demasiado.
De repente, el perro se le soltó de las manos al pescador y corrió hasta la puerta,
donde comenzó a ladrar y a arañar la madera.
—¡Fuck! —exclamó Jack.
—¡Ven acá ahora mismo! —le gritó el viejo a su mascota, mientras se acercaba a
la puerta.
Al llegar, algo llamó su atención. Vio la cadena rota. Por unos segundos pareció
confuso. Alumbró con su linterna en busca de alguna explicación, luego le dijo al
***
Un haz de luz cortó de lado a lado la pequeña vivienda.
En apariencia todo estaba en orden. El pescador se iba a marchar, pero el perro
volvió a ladrarle a la oscuridad.
—¿Pero qué mierda te pasa, Campeón? ¿No ves que aquí no hay nadie?
Dio varios pasos hacia dentro de la casa para demostrarle al perro que sus miedos
eran infundados. De seguro se trataba de alguna rata o algo por el estilo… Fue
entonces cuando el rayo de su linterna alumbró la gigantesca sombra humanoide que
había tras la puerta.
—¡Pero qué…!
La puerta se cerró de golpe dejando afuera al perro.
El pescador apenas tuvo tiempo de reaccionar. Sintió cómo un monstruo se
abalanzaba sobre él, le quitaba la linterna y acto seguido comenzó a estrangularlo.
***
Jack le dio un manotazo a la linterna y esta voló por los aires hacia un rincón.
Sorprendido por el inesperado ataque, el pescador lanzó algunos puñetazos a la
oscuridad, los cuales Jack esquivó con suma facilidad. Agarró por el cuello a su presa
y la sumió en la posición que quería, después le aplicó una guillotina con sus
poderosos brazos.
—¡Hijo de puta…! —masculló entre dientes el pescador, mientras escupía y
pataleaba.
Jack no quiso romperle el cuello, aún, solo le cortó el suministro de oxígeno al
cerebro y el pescador se desplomó. Afuera, el perro parecía querer tumbar la puerta.
Si aquello continuaba así llamaría demasiado la atención.
Había que callar al perro cuanto antes.
***
Día 2… 8:25 am
Cuando amaneció, Lucía comprendió que acababa de tener dos nuevas experiencias
únicas en su vida. La primera fue pasar una noche bajo un mosquitero…, algo que
solo había visto en películas, lo segundo fue dormirse sin revisar su cuenta de
Facebook o de Twitter. Y aunque esto último le parecía algo imposible, sobrevivió.
La vida social en España se hacía a través de las redes sociales, por eso, a pesar
de que sus primos le explicaron calmadamente que el Internet no existía en Cuba, ni
Facebook, ni la adicción a chatear por los celulares, Lucía no consiguió asimilarlo por
completo.
Sí, existía un acceso a la red de información más grande del mundo, le dijeron;
pero a la vez era inaccesible a los cubanos. Un lugar llamado Etecsa, que tenía varias
computadoras conectadas a la red, una especie de cibercafé. Lo malo es que se
pagaba a unos precios ridículos por el simple hecho de estar conectado varios
minutos con el resto del mundo. Según sus primos, un par de horas costaba más o
menos la mitad del salario de un mes para un trabajador promedio.
El famoso control sobre los medios de comunicación que imponen los países
comunistas, recordó.
Como le había explicado a Lola, a los comunistas siempre les gustaba mantener
ese tipo de control. Después de todo, las cosas en Cuba no eran tan diferentes de lo
que le explicó a su amiga.
—¿Pues…, cómo se las arreglan para hablar con un amigo?
La respuesta, por increíble que fuera, le encantó… hasta cierto punto.
Simplemente no necesitaban ese tipo de tecnologías.
Si querían ver a un amigo, iban hasta su casa, no le mandaban un mensaje y
mucho menos le pedían permiso para visitarlo. El resultado era que más que amigos,
los jóvenes creaban hermanos.
Pero cuando preguntó sobre amigos en otros pueblos, o países, la respuesta fue
más triste. Los cubanos no podían mantener amistades en otras latitudes simplemente
por los medios de comunicación. Se les hacía muy difícil visitar amigos en otras
partes del país, así que ni hablar del extranjero. Por eso lo más común era que las
amistades más cercanas debían ser del mismo pueblo o ciudad.
El atraso tecnológico sí los afectaba después de todo, aunque, en muchos casos,
ellos no lo notaban, y Lucía tampoco insistió en hacerlos comprender.
La noche anterior, sin llevar apenas doce horas en el país, el abuelo le anunció
que debía ausentarse al menos por tres días, pues necesitaba terminar unos encargos.
***
Esa mañana tenía demasiadas cosas que hacer. ¡Joder, demasiadas!
De momento ya disponía de una aliada. Desde el día anterior habló con Nancy
para que pasara a buscarla y le sirviera como guía turística por el pueblo. Necesitaba
visitar las tiendas y hacer varias compras, tal como le advirtieron sus amigos en
España, los que ya conocían la vida en la isla y a los cubanos. Según ellos, lo primero
era abastecer de comida sus refrigeradores, pues para la mayoría de las familias era
casi imposible mantener un invitado extranjero.
Pero sobre todo, Lucía necesitaba alejarse un tanto de sus primos y del Nava. Por
mucho que lo intentó no pudo olvidar lo ocurrido el día anterior. Aún recordaba
claramente la culpa reflejada en los hermosos ojos del mulato.
¿Por qué la miró así? ¡Ellos no eran nada, él estaba en todo su derecho de pasar el
tiempo con la chica que estuviera de turno! Pues como bien le dijo Nancy, la tal
Rebeca no era más que una amiga complaciente.
¿Entonces por qué me miraste así? ¡Maldito capullo!
Lucía llevaba más de una hora despierta bajo el mosquitero; allí sentía una rara
sensación de resguardo. Era como si la tela transparente representara un campo de
fuerza que la protegiera de los peligros del exterior, sobre todo, de la peligrosa boca
del Nava.
Joder con esa boca…
Lucía se acarició los hombros y los senos. Por un instante jugó con la idea de
masturbarse.
Tum, tum, tum… tocaron a la puerta.
Lucía se apresuró a aclarar su mente y bajarle a sus instintos sexuales.
—Adelante.
—¿Se puede entrar? —preguntó Mario.
—Adelante —repitió Lucía.
En un instante ambos primos entraron en la habitación y se metieron bajo el
mosquitero. Lucía solo llevaba puesta una simple bata de seda con dragones chinos
que su mamá le regaló por Navidad. La situación era un poco rara y cómica a la vez.
Estaba con dos hombres semidesnudos —pues sus primos llevaban puestos solo
unos cortos short y una fina camiseta— en una misma cama.
Los gemelos no parecieron notar su turbación, en un instante se la comieron a
***
Lucía intentó no cruzar su mirada con la del Nava por miedo a revelar sus
pensamientos morbosos, pero en realidad estaba más que excitada por el simple
hecho de ir a conocer la casa del mulato.
¿Por qué tanto morbo? ¡Joder, ni yo misma puedo entenderme!
El mulato estaba comprometido, o al menos mantenía otra relación, por qué iba a
fijarse en ella, y en caso de que lo hiciera, ¿iba a convertirse en el postre? ¿Las papas
fritas que acompañan a la hamburguesa?
Mientras la tormenta de emociones que azotaba su mente iba creciendo de
categoría, Lucía intentó calmarse y seguir a sus primos. Estos avanzaban a buen paso
por entre las calles repletas de cubanos. Por lo visto la población se la pasaba sentada
en los portales, o en los contenes de las aceras viendo el tiempo pasar, haciendo
chistes y bromas, y criticando a todo el que les pasaba por delante. Sin prescindir de
***
Día 2… 10:49 am
***
Día 2… 10:45 am
***
Por suerte en el pueblo todo quedaba cerca, así que en menos de diez minutos ya
***
Día 3… 11:32 am
Durante las últimas tres horas Jack se mantuvo siguiendo al Shadowboy, este se
alejaba cada vez más del pueblo por entre pantanos y manglares.
Era su primer golpe de suerte.
El anciano, como cualquier otro día, estaba demasiado enfocado en la caza de sus
cangrejos para percatarse del peligro que lo acechaba.
Jack observó desde cierta distancia que Heldrich iba armado como el día anterior,
con su tridente, descalzo y con un saco al hombro. De vez en cuando se detenía para
revisar algún agujero de cangrejos o para aplastarle el carapacho a otro que se alejó
demasiado de su cueva.
En cierta ocasión le perdió el rastro y esto le puso los nervios de punta al
americano. Ese día no podía permitirse el lujo de cometer un error. Por suerte lo
volvió a localizar gracias a las huellas dejadas en el lodo. Tras ese pequeño desliz
decidió que no iba a perderlo de vista nuevamente. Además, ya casi era el momento
de actuar. Estaban lo bastante lejos de la civilización como para que el anciano
apelara por ayuda; así que apresuró el paso.
A medida que continuaban adentrándose en los manglares, Jack trazó su plan de
captura. Iba armado con su cuchillo y un traje especial de camuflaje. La mochila la
había dejado escondida en cuanto comenzó a seguirle el rastro al espía. Así podría
moverse con mayor facilidad. Aunque no creyó que necesitara de mucha pericia para
dominar a un anciano.
Heldrich desapareció tras unos árboles espinosos.
¡Oh no! No te vas a volver a desaparecer.
Jack apresuró el paso y varios segundos después, se perdió tras los mismos
árboles.
***
Ambos se encontraron de frente…, mercenario y espía. Y de igual manera, ambos
se quedaron sorprendidos.
Por su parte, Jack solo tardó un segundo en comprender lo que acababa de
ocurrir: El anciano se había detenido para chequear las raíces de un mangle en busca
de alguna presa y desapareció del ángulo de visión de Jack, mientras este creía que el
viejo había continuado su camino.
¡Well, this is the end! ¡Game over!, exclamó Jack para sus adentros.
Heldrich se convirtió en una roca.
***
Por una fracción de segundos intercambiaron simples estocadas y agarres. Jack
tenía todas las de ganar y lo sabía. ¡Esto es absurdo!, pensó mientras estudiaba a su
oponente. De su parte tenía las mejores cartas sobre la mesa: fuerza, rapidez y
juventud, todo lo que al viejo le faltaba. Aun así, no pudo ni acercarse al anciano.
Varios ataques más fueron suficientes para demostrarle a Jack cuán equivocado
estaba.
Con un suspiro aceptó que tendría que cambiar de táctica.
—¡Very good, old man! —le dijo—. Ok, lo admito, eres bastante rápido para ser
un viejo. Pero creo que ya es suficiente. Dame el cuchillo y te prometo que no te voy
a arrancar ningún…
El anciano le respondió abriendo más las piernas en busca de una mejor posición.
Jack no lo podía creer.
—Muy bien, quieres bailar. ¡Let’s dance!
Jack no se contuvo esta vez, usó sus mejores movimientos, cambiando de agarres
el cuchillo, o de mano, dando saltos, atacaba y retrocedía a la vez… las manos de
ambos se mezclaron como si se tratara de alguna coreografía. Al instante Jack
comprendió que Heldrich no atacaba, solo se defendía. Pero su defensa era lo que
desconcertaba al Seal, ya que defenderse con un Kerambit es el equivalente a atacar.
Cada vez que Jack lograba atraparle una mano, o una muñeca, la hoja curva aparecía
sin dejarle terminar el agarre o el corte.
Jack comenzó a impacientarse, pero no pudo negar cuánto disfrutaba de todo
aquello.
—Aún sigues en buenas condiciones —le dijo el mercenario a modo de elogio.
Heldrich continuó inmune a sus palabras.
Los ojos color aguamarina de Manuel se mantenían atrapados en un estado de
***
Heldrich esquivó el ataque y avanzó sobre Jack, este retrocedió para volver a
contraatacar, pero el anciano se agachó con un gesto totalmente inesperado, con la
mano izquierda le inmovilizó la rodilla, mientras que con la derecha hizo girar su
cuchillo sobre su dedo índice, cambiando el ángulo y la forma. De esa manera el
curvado acero quedó transformado en una especie de hoz, con la que seccionó en un
corte rápido el tendón de Aquiles.
—¡Ahhhhh! —Gritó Jack—. ¡Fuck, fuck… fuck! ¡Hijo de puta! ¡Maldito viejo!
Con la misma rapidez con que llevó a cabo el ataque, de igual manera el anciano
se retiró a dos metros de distancia. Después sonrió satisfecho.
Desde una prudente distancia vio cómo se iba formando un charco de sangre
***
Ahora todo está claro —pensó Jack—, yo nunca fui el cazador. Desde el principio
fue una trampa, dejó que lo golpeara para sacarme la información que necesitaba…
¡Fuck!
Jack comprendió lo que había hecho.
¡Ahora por mi culpa el comando corre peligro…!
El mercenario intentó armar el rompecabezas de imágenes que tenía en su mente,
recordó las fotos de aquellos seis hombres asesinados por el anciano. El error de ellos
fue simple: lo subestimaron por creer que se trataba de un adolescente incapaz de
representarles algún peligro. Lo subestimaron porque lucía como niño en aquel
entonces, ahora él lo había vuelto a subestimar por parecerle demasiado viejo y
endeble.
Esa era la mejor táctica del Shadowboy: hacer que los demás lo subestimaran.
***
Heldrich se detuvo y miró hacia todos partes, levantando su nariz como si
intentara olfatear el aire. Muy cerca de ellos se escucharon sonidos entre los árboles:
alguien se estaba acercando.
¡Quizás aún tenga alguna oportunidad! Se ilusionó Jack.
Heldrich no se demoró un segundo, lo arrastró hasta unos troncos, lo ocultó
tirándole algunas ramas y hojas encima. Después regresó al camino. A través de un
agujero que quedó entre las ramas, Jack observó que otra persona llegaba al claro de
***
Jack vio la sombra desaparecer junto con su vana esperanza.
Heldrich comenzó a arrastrarlo de nuevo.
La agonía que le producía cada tirón no fue nada comparado con la voz del
anciano. Quien para su sorpresa, empezó a cantar en su perfecto inglés.
—¿Oh sinnerman, where you gonna run to? —Heldrich seguía tarareando,
indiferente a la carga que llevaba tras de sí— ¿Sinnerman, where you gonna run to?
¿Where you gonna run to?
Por fin llegaron al borde del canal.
El anciano se metió en el agua, después agarró el cuerpo por debajo de las axilas
y lo introdujo en el canal, no sin antes quitarle los ganchos. Entre la agonía y el poco
aire que entraba a su cuerpo, Jack se sintió como una marioneta a la cual terminaban
de cortarle los hilos.
Asombrosamente, su cuerpo flotó.
Sin previo aviso, Jack se sorprendió con el agua que entraba por la herida de su
garganta… y así, muy lentamente, comenzó a ahogarse. Por desgracia, aún no
acababa de perder la conciencia.
Heldrich le amarró a la cintura dos ruedas dentadas de acero que había escondido
previamente en aquel lugar; las ruedas serían el contrapeso que sumergiría el cuerpo.
Con un inesperado movimiento, el anciano puso sus manos en el pecho de Jack y lo
sumergió bajo las raíces de un mangle rojo. No hubo una palabra de despedida, o una
frase… simplemente no dijo nada.
***
Día 3… 1:05 am
Era la una de la madrugada cuando Duanys atravesó la reja de hierro que protegía la
entrada al cementerio. Al instante una fría ráfaga de aire le despeinó el cabello, y por
raro que le pareciera, tuvo la macabra sensación de que los muertos le daban la
bienvenida.
Mientras avanzaba, el sargento recordó cierta ocasión cuando alguien le dijo:
¿Por qué le pondrán rejas a los cementerios, si los de adentro no pueden salir, y los
de afuera no quieren entrar?
En aquel momento se rio a lo grande; ahora, rodeado de tumbas, el chiste no le
hacía tanta gracia.
La única luz artificial, a más de un kilómetro a la redonda, era la que iluminaba
apenas la garita del guardia; quien se suponía debía vigilar que no entraran animales
ni personas al camposanto; pero Duanys pasó junto a él sin que lo notara siquiera,
mientras el viejo se echaba una buena siesta.
El único sonido dentro del cementerio era el murmullo causado por las hojas
secas que caían de los abundantes árboles y que las ráfagas de viento arrastraban
después. Aunque a veces, la brisa creaba un tintineo como si miles de campanitas
tocaran a la vez. Aquel ruido captó de inmediato la atención de Duanys. Los
cementerios lo ponían nervioso. Pero muy pronto descubrió el origen de los sonidos:
se trataba de las láminas de aluminio con que etiquetaban las cruces de las tumbas.
Mientras menos tiempo este aquí, mucho mejor, pensó mientras caminaba por los
pasillos colmados de bóvedas.
De repente sintió la presencia de alguien más, como si lo observaran desde la
oscuridad; quizás fuera su imaginación, pero estaba convencido de que la mirada no
procedía de los querubines, algo molestos por ser importunados de su eterno sueño.
Sin detenerse a pensar más, caminó directo al lugar de la cita.
Se detuvo frente a una pared repleta de nombres, inmortalizados en placas de
bronce. Era el lugar y la hora, pero no había nadie.
Esperó por más de diez minutos… Se sentía molesto por el retraso de su cita.
Que se vaya a la mierda.
Justo cuando ya estaba a punto de marcharse, una silueta se materializó a su
espalda como por arte de magia. A Duanys poco le faltó para creer que se trataba de
un aparecido. Frente a él surgió un hombre que le sonreía de oreja a oreja. En ese
instante salió la luna.
Duanys observó con más calma los rasgos del recién llegado, que le recordaban a
***
Día 3… 9:46 pm
Lucía admiró su imagen en el espejo. Estaba perfecta. Una saya corta mostraba sus
definidas piernas que hacían juego con unas sandalias griegas. Una blusa de ancho
escote conformaba el resto de su atuendo. No se puso sujetador: quería que el Nava
se percatara de ello. Dejó suelta su larga cabellera, aunque… después de pensarlo
mejor, prefirió acomodársela con una simple hebilla.
Competir con la belleza natural de las cubanas no era tarea fácil, tenía que usar
todas las armas de su arsenal femenino. Esa noche saldría con sus primos, el Nava y
la víbora de Rebeca, y esta última no se la iba a poner fácil.
Lucía buscó en su bolsa de maquillaje algo sencillo pero sensual.
Diez minutos después aún no se decidía, y optó por escoger al azar. La suerte le
puso en sus manos un Revlon de color rojo mate.
—¡De veras, Lola!
Era el creyón preferido de su amiga.
Mientras se pintaba los labios, reflexionó acerca de todo lo que sentía por el
mulato. No iba a mentirse, estaba “muerta con el Nava”, palabras textuales de Nancy.
Su futura cuñada no tenía muchos pelos en la lengua.
Tocaron en la puerta.
—Prima, ¿lista…?
—Ya pueden pasar.
Mario y Miguel entraron.
Se quedaron paralizados al verla.
—Prima… —inquirió Mario, pero antes de que este dijera otra palabra ya Lucía
se estaba riendo—. Estás para comer, llevar y repartir…
En ese instante el Nava apareció en la puerta, junto con Rebeca.
—Lástima que todos no lo vean así —se arrepintió al instante de sus palabras,
pero ya estaba dicho.
¡Pero en qué leches estoy pensando!
Rebeca entró a su cuarto y la miró de arriba abajo, no sin detenerse en la blusa,
para después arquear un poco la ceja en señal de desacuerdo con la moda.
Ella también estaba esplendida —y Lucía lo comprendió con varias punzadas de
envidia—. Llevaba tacones rojos de aguja y un vestido del mismo color, este se
moldeaba a su figura sin dejarle espacio a la imaginación.
Rebeca la miró y con una sonrisa pícara le dijo:
—Casi que pasas por cubana…; bueno, casi.
***
Los carnavales de los cubanos son únicos, se confirmó a sí misma Lucía.
Bien sabía que no se estaba mintiendo. Como puntos de referencias tenía a Brasil
y México. En ambas ciudades vio la euforia a que llegaban sus ciudadanos durante la
temporada de carnavales. También aprendió la más importante de las lecciones:
mientras más pobres, mejores las fiestas…, y los cubanos eran muy pobres.
A medida que fue avanzando por entre la multitud, vio posicionados en todas las
esquinas unos catres de ventas donde se hallaban, desde juguetes, hasta los artículos
más básicos para una casa. También por las aceras abundaban los puestos de comida.
El olor de los cerdos asados y los panes al horno flotaba en el aire al punto que se le
hacía la boca aguas. Por supuesto que no faltó las palomitas de maíz, solo que hasta
para eso los cubanos usaban una técnica rústica y original a la vez, pues las cocían al
fuego vivo. Nada de máquinas especiales, simplemente un enorme caldero de acero
puesto al fuego con los granos de maíz dentro.
A dónde quiera que mirara, sus ojos encontraban un sinfín de delicias de la
comida cubana. Pero los manjares y los olores no fueron lo que captó su atención,
sino la magia de no tener que pertenecer a ningún grupo étnico en particular para ser
aceptada al instante.
***
Por fin, después de casi una hora dando vueltas y saludando amigos, llegaron a un
lugar llamado La Plaza. Allí formaron su propio conjunto, todos de pie y en la
calzada; al cabo de unos instantes se incorporaron varios jóvenes más. Como la
música era en la calle y desde varios puntos, los bafles colocados en cada esquina
semejaban una especie de duelo de DJ a gran escala. Ganaba quien lograra tener más
personas bailando.
Sin dudas, bailar no era el fuerte de Lucía, y se esforzaba por seguir el ritmo
marcando con leves movimientos de la cabeza.
Un gordo con aspecto de negociante se acercó al Nava.
—¿Tienes…? —le preguntó.
—Por supuesto, ¿cuántas…? —dijo el Nava.
—Dame dos.
El Nava abrió su misteriosa mochila y sacó dos botellas de ron. El gordo las miró
con expresión de glotón y las guardó en una bolsa.
—Después paso por tu casa y te las pago.
—Tranquilo, que hay confianza —le dijo el mulato mientras ambos se daban un
abrazo—. Salúdame a tu mujer.
El gordo volvió a despedirse de todos y desapareció entre la multitud.
Bastante curiosa, Lucía le preguntó a Miguel qué tipo de negocio tenía el Nava.
—Simple —le dijo el primo a su oído—: cerca del pueblo hay una fábrica de
bebidas alcohólicas. Allí hacen un ron que se llama Habana Club, las botellas varían
sus precios, esas que el Nava acaba de vender valen ocho chavos en las tiendas
nacionales por divisas; nosotros las vendemos a seis.
Lucía comenzó a entender.
—Alguien dentro de la fábrica se roba las botellas y nos las vende en cinco
Chavos.
***
Faltaban solo dos días más de carnavales, cuarenta y ocho horas de guardia para
Gerardo, que ya no hallaba que hacer o decir para quitarse a la sombra de Duanys de
encima. El sargento había resultado ser una combinación perfecta de todas las cosas
que él más odiaba.
Gerardo aprovechó unos segundos libres y sacó de su gaveta el libro nuevo que le
acababa de llegar. Se lo había traído un amigo de Venezuela, la última novela de
espionaje de Tom Clancy. Pero apenas comenzó a leer el primer capítulo, tocaron a la
puerta. Sin esperar la orden de pasar, como ya se había hecho costumbre, entró
Sandra.
—Permiso, capitán, dice Duanys que espera por usted, que ya es la hora de la
ronda.
—Muy bien, dígale que voy enseguida… Ah, Sandra, ¿recogiste el archivo?
La joven pareció confundida, una sonrisa le pasó por los labios; pero al ver la
seriedad del capitán supo que este hablaba en serio.
—¿Qué archivo?
—No te dieron el recado… —Gerardo se levantó de su sillón con cara de pocos
amigos, Sandra se apartó de la puerta y entró en la oficina—. Búscalo, está dentro de
la tercera gaveta, el documento es para el mayor…
Sandra fue hasta el estante de gavetas, alejándose de su única vía de escape…, la
puerta. Gerardo aprovechó ese momento para rodear su buró he interponerse entre la
joven y la puerta. La chica quedó sorprendida al principio; luego, una risa nerviosa
acudió a sus gruesos labios al darse cuenta de que todo había sido una trampa para
que entrara en la oficina. Al instante se sintió como una liebre que acaba de entrar en
la guarida del zorro.
Gerardo se la quería comer con los ojos, caminó hasta ella y tomándola por el
pelo le inclinó la cabeza, después comenzó a besarla y morderle los labios.
—Para… ¡Qué pares…! —dijo Sandra empujándolo por el pecho, a la vez que
trataba de mover su cabeza a los lados—. Para de una vez, por favor.
La resistencia de Sandra no podía ser más teatral: a medida que Gerardo la cubría
***
Los cuatro policías caminaban por entre la multitud, saludando a su paso a todos
los que conocían, excepto por Duanys, que era el nuevo del grupo. Como hacía tan
solo dos semanas que fue trasladado al pueblo, aún no se relacionaba con los locales.
Durante todo el trayecto, Gerardo no le perdió un solo movimiento al sargento.
Este intentaba ser lo más cordial posible, pero su conducta demostraba a ojos
expertos que solo estaba allí para ganar tiempo. Miraba a sus compañeros con cierto
desdén, consciente de que ellos pertenecían a alguna raza inferior.
Y hasta cierto punto no se equivocaba.
Uno de los agentes informantes de Gerardo le hizo un breve informe con todo lo
relacionado al nuevo sargento. Este, para asombro de todos, desde que llegó al pueblo
fue trasladado a la Zona Especial. Se trataba de nueve casas que eran reservadas solo
para altos oficiales que permanecían de misión o regresaban de las mismas. Obtener
un pase a la Zona Especial era un verdadero lujo, y más aún poder instalarse de
manera indefinida en una de aquellas mansiones. Así que, sin dudas, el padre de
Duanys había movido algunos contactos.
El sargento no vino solo, como le explicó su informante. Duanys llegó
acompañado de su esposa y su hija, una pequeña de dos años; Gerardo aún no las
conocía.
—Vamos a la Plaza —sugirió Duanys de repente, y sin esperar respuesta desvió al
grupo.
A Gerardo no le molestó. Al fin y al cabo se trataría de una ronda más, y no iba a
contradecir al sargento, simplemente, porque este tomó otro rumbo sin contar con él.
Pero a medida que iban aproximándose a la Plaza, algo captó la atención de Gerardo.
En específico, lo que timbró la alarma de su sexto sentido fue el lenguaje corporal del
sargento. Este no cesaba de mirar su reloj, como si supiera que algo iba a ocurrir.
Sin tener la más mínima idea de qué podría ser ese algo, los tres oficiales
continuaron siguiéndole los pasos al sargento.
Al llegar a la Plaza, Gerardo se percató rápidamente de cómo se dirigían directo
hacia el grupo del Nava y los gemelos. Estos también se iban abriendo paso entre la
multitud, inconscientes de que caminaban de frente hacia los oficiales. Un segundo le
bastó para darse cuenta de lo que iba a pasar. Alguien había delatado a los gemelos en
su tráfico de ron.
***
Tras caminar varias cuadras el pequeño grupo se sentó bajo un poste de luz.
A Lucía aún le temblaban las piernas.
Durante la caminata nadie dijo una palabra. Ella no podía creer que estuvieron a
punto de dormir en una celda. Pero sus temores no eran nada comparados con la
expresión del Nava, quien parecía a punto de explotar. Para liberar un poco su
tensión, murmuraba maldiciones constantemente.
De repente tomó por la mano a Lucía y le dijo:
—Yo te prometo que te pago…
—¡No seas gilipollas! —lo interrumpió Lucía. Su tono no dejaba réplica alguna
—. Pero qué ostias les pasa a ustedes, tíos, ¡a la puta madre los policías…! Hicimos
un negocio de riesgo, una mala inversión, no me tienes que pagar nada, se fue a la
mierda, es todo.
Mario y Miguel estallaron en risas.
—¿Y ahora qué dije? —preguntó Lucía.
—Prima, repite gilipollas… —dijo Mario—, se te oye tan bonito.
—¡Váyanse a tomar por culo! —les gritó; luego añadió, reprimiendo una sonrisa
—. Partida de gilipollas.
Esta vez hasta el Nava se unió a la carcajada.
El mulato la tomó por el brazo y ella se sintió como un helado puesto al horno.
—¿Todavía quieres ir al Ojo del Pirata? —le preguntó.
Lucía miró a Rebeca, esta hizo una mueca con la boca.
¡Perfecto! ¡Gracias, diosito lindo!, se alegró; la víbora no va.
—Por supuesto —le respondió—, de todas formas iba a seguir insistiendo.
***
Día 4… 2:10 am
Shangó miró a ambos extremos de la carretera, si es que a aquel camino sin asfaltar
podía llamársele carretera. Más bien se trataba de una ruta ocasional que solo era
transitada durante la temporada vacacional. El resto del año, la “carretera”
permanecía abandonada y solo la usaban algunos pescadores.
Por otro lado, la desolación del lugar era fantasmagórica.
Ideal, no obstante, para recoger a una persona sin dejar testigos. La única prueba
de civilización humana eran los postes que había a ambos lados del camino, los
cuales sostenían el único cableado que llevaba la electricidad al pueblo de Ñones.
Aunque podría parecer un tanto excesivo, Shangó prefirió no llamar mucho la
atención, así que ocultó su viejo Moskovich tras unos arbustos espinosos de marabú,
no fuera a ser que a algún campesino de por allí se le ocurriera ponerse grave a esa
hora de la madrugada y su propia misión se fuera a la mierda.
Miró su reloj. En vano: la oscuridad tan cerrada no le permitió ver los números…;
sin embargo, la noche estaba fresca. Apretó el botón para activar la luz interna del
reloj, no sin antes cubrir el cristal con la mano; lo último que quería es que alguien lo
descubriera. La esfera se iluminó de un verde fosforescente. Eran las dos y diez de la
madrugada… Jack estaba retrasado por diez minutos. ¿Le habría pasado algo?
Demasiado pronto para comenzar a preocuparse.
Una brisa de mar golpeó el rostro de Shangó, trayéndole una mezcla de olores.
Azufre y pescado podrido se mezclaron en el aire… también había otro olor que no
logró identificar. Sin poder evitarlo, se pasó la lengua por los labios, dejándole un
gusto amargo en la boca.
—Este aire sabe a huevos podridos.
Algo se movió en la oscuridad…
Instintivamente Shangó se llevó la mano a la espalda. Apretó la culata de su
nueva arma: una Beretta Nano de 9mm con silenciador incorporado. El mismo ruido
se repitió, ahora a su espalda; al virarse y prestar más atención a las sombras, pudo
distinguir cómo pasaban por el camino más de diez cangrejos a toda carrera.
Debían estar en temporada de corridas.
Uno de los cangrejos se acercó hasta sus pies y el traficante le sonó una patada. El
cangrejo voló por los aires y se estrelló a varios metros de él.
—Casi me matan del corazón, hijos de puta —murmuró para sí.
Otra vez miró su reloj: dos y quince.
De seguro alguna ronda de los guarda-fronteras lo ha retrasado, se dijo para
***
El impacto del agua lo hizo recobrar el conocimiento al instante.
El agua, fría como lanzas de hielo, hirió su cuerpo y su rostro. La neblina que
cubría su vista se disipó, y de a poco, empezaron a retornar sus sentidos. Tan solo le
quedaba un extraño sabor a medicamento en la boca. Supuso que le habían
administrado alguna clase de droga. Sopló las gotas de agua que le rodaron por los
labios en un intento de protesta.
Poco a poco, un fluido constante de adrenalina comenzó a recorrer su cuerpo.
Shangó podía sentirlo, pues su corazón estaba a punto de reventársele en el pecho a
causa del miedo a lo desconocido.
¿Dónde estoy?
Delante de él se encontraba un hombre con una manguera… o más bien una
silueta, pues la luz que proyectaba la bombilla del techo le daba a contraluz, creando
una sombra chinesca. El individuo, fuera quien fuera, movió su dedo de la punta de la
manguera y lanzó otro chorro de agua a presión contra su rostro.
El líquido le golpeó la cara con tanta fuerza que le impidió respirar. A punto
estaba de quedar asfixiado cuando escuchó como su torturador lanzaba la manguera
al suelo.
Shangó comenzó a resoplar intentado ganar un poco de aire, y fue entonces
cuando vio por primera vez al causante de todo aquello. Este le dio la espalda y
comenzó a quitarse un enorme traje de tiras camufladas. El traje que quedó en el
suelo le recordó a los que usaban los francotiradores en las películas americanas. Su
captor también traía puesto un pasamontañas con la clásica abertura para los ojos. Al
quitarse la capucha, el hombre lo miró por encima de su hombro. Shangó reconoció a
aquellos dos ojos azules y carentes de cualquier emoción.
¡¿Manuel Mendoza?!
Manuel, el supuesto e inofensivo anciano le volvió a dar la espalda para continuar
quitándose el traje, dejando a Shangó sumido en un millón de preguntas.
¿Qué diablos está pasando? ¿Acaso este vejete fue capaz de capturar al
musculoso mercenario?, los pensamientos siguieron acumulándose en la mente del
***
Una cuerda trenzada le apretaba la boca impidiéndole mover la lengua. El nudo
era tan fuerte que le estaba cortando los extremos de los labios, y comenzó a sentir el
sabor inconfundible de su propia sangre.
La idea de una posible fuga quedaba descartada por completo; siguiente paso:
¿dónde estaba?
Recorrió de un solo vistazo la habitación, otra vez. No media más de varios
metros cuadrados: en un extremo había una cama sin colchón, solamente una parrilla
con muelles de acero la cubría. En un rincón había una mesa en la que el anciano
depositó la cartera de Shangó, su pistola y su celular.
***
Shangó, cada vez más atemorizado e impotente, observó como Manuel colocaba
una pequeña mesa justo delante de él. Puso sobre ella una bolsa y un recipiente de
acero inoxidable, igual a los que se usan en las salas de operaciones. La bolsa era de
color verde, también como las de los hospitales, en las que se transportan materiales
quirúrgicos.
¿Y esto ahora a qué viene?
En el recipiente de acero, el anciano vertió un líquido desde un galón, que a
juzgar por el olor, el contrabandista lo identificó como alcohol desinfectante. Dentro
de la vasija metió una mota de algodón. Levantó la bolsa en el aire sujetándola por un
lazo y comenzó a sacar su contenido. La bolsa, por extraña que le pareciera la
comparación, le recordó a Shangó sus propios testículos.
Manuel, con una parsimonia enfermiza, fue sacando de la bolsa unos largos
clavos de acero inoxidable. Las afiladas estacas debían medir aproximadamente ocho
pulgadas, en total fueron seis.
—Oh, qué bien… Creo que antes del amanecer vamos a tener una pequeña charla.
Estoy seguro que al final lograremos entendernos —el anciano comenzó a hablarle
como si fueran amigos de toda la vida—. ¿Quieres hablar de historia? Eh… ¿cómo
dices? Oh, no puedes hablar. No importa, entonces escucha.
¡Está chiflado!
El anciano, indiferente a las reacciones de Shangó, prosiguió con su monólogo.
—Sabías que durante la Segunda Guerra Mundial la Gestapo se especializó en
torturar prisioneros…, mmm, ya, ¡claro que lo sabías! —mientras hablaba, Manuel
***
Al despertarse, Manuel se había puesto una camisa. Aún llevaba los mismos
espejuelos manchados de sangre.
—¡Dios, Dios,…! ¿Qué te ha hecho? —dijo Manuel mientras corría hasta donde
estaba Shangó. En un instante le desató la boca. Mientras se pasaba la mano por el
rostro se preguntó a sí mismo—. ¿Cómo ha podido hacerte esto?
Shangó lo miró confuso, no entendía qué estaba pasando.
El anciano continuó haciéndose preguntas y lamentándose. Fue hasta la mesa y
tomó un recipiente llenó de alcohol. Luego regresó y le dijo:
—Siento que estés pasando por esto. De veras que lo siento. Voy a tener que
limpiarte la herida, te va a doler pero es la única manera de evitar una infección o
podrías perder las piernas.
Diciéndolo y haciéndolo fue lo mismo. En cuanto el alcohol tocó la piel de
Shangó, este comenzó a gritar. Miró sus rodillas, de las cuales emergían en forma
grotesca las cabezas de acero de los clavos.
Sus gritos estremecieron la habitación.
—¡Ahhhhhh, ahhhhh! ¡Imbécil, idiota, hijo de puta…! —los gritos no evitaron
que Manuel siguiera limpiándole la herida—. ¡Mírame… que me mires…! Sí, sabes
quién soy… no, no lo sabes… ¿qué quieres, cuánto quieres?
—Cálmate, muchacho; por favor, cálmate…
—Estás loco, hijo de puta. ¡Estás enfermo! Te van a matar…, yo soy tu única
ayuda, el único que pudiera ayudarte.
El anciano se cubrió la nariz y la boca como si estuviera rezando, parecía
asustado y miraba a todos lados, como si esperara la visita de alguien.
—Mira el reloj, por favor: solo tienes seis minutos…
El dolor era cada vez más intenso, involuntariamente Shangó contrajo las rodillas,
lo cual fue peor, pues sintió el acero dentro de sus huesos.
—¿Seis minutos…?
—Ahora son cinco…, esta es nuestra sesión, luego vendrá él, aún no te he hecho
ninguna pregunta…
—¿Él…? —Repitió Shangó. ¿Quién cojones es él?
—El que te hizo esto —Manuel le señaló los clavos en las rodillas—. Quedan tres
minutos.
Shangó no entendía qué estaba pasando. Aquel viejo estaba completamente loco.
***
Dos minutos después, Manuel regresó sin camisa y transformado en el psicópata
torturador.
—¡Espera, espera…, vamos a hablar…! —suplicó Shangó, pero el anciano no lo
escuchó.
Tomando la mordaza, volvió a ponérsela en la boca al traficante. Este no dejó de
dar gritos. Luego fue en busca de un cable de acero de los que tenían un lazo en la
punta y un garfio enganchado a un cubo plástico. Enganchó una horquilla tras cada
rodilla de Shangó para aguantar los clavos, de esta manera evitó que se salieran. Acto
seguido pasó el lazo por la cabeza de la puntilla.
El cable enlazado pasaba a través de varias rondanas en un ángulo vertical, al otro
extremo quedaba el cubo suspendido en el aire. El traficante entendió en qué
consistía la tortura. Manuel iría poniendo pesos en el cubo, y este haría la función de
contrapeso halando el cable que estaba sujeto a su rodilla… La fuerza de gravedad se
encargaría de hacer el resto.
Apenas había comprendido en qué iba a consistir su martirio, cuando Manuel
procedió a ponerlo en funcionamiento. Cargó otro cubo previamente lleno de agua y
comenzó a rellenar lentamente el otro. El cable se puso tan tenso como la cadena del
ancla de un buque. La presión ejercida hacia arriba por el clavo de acero comenzó a
destrozarle la rótula y sus ligamentos.
Shangó, al tener que reprimir los gritos de dolor comenzó a convulsionar. Sin
poder controlar ni sus nervios ni el dolor, vio cómo su cuerpo se estremecía de tal
manera que parecía estar poseído por una legión de demonios.
El reloj sonó justo en el instante en que Manuel ya iba a rellenar el segundo cubo.
El anciano dejó la cubeta en el piso y salió. No sin antes lanzarle una mirada a
Shangó. Los ojos de ambos se encontraron. El traficante sintió un miedo ante aquella
mirada como jamás había sentido por nada ni por nadie. Manuel lo miró lleno de odio
***
La puerta se abrió dos minutos después.
Manuel regresó con la camisa puesta. Cuando Shangó lo vio comenzó a sollozar.
Ante la escena, Manuel pareció quedar en shock, corrió hasta donde estaba el
cubo e intentó desengancharlo. Aquello solo le causo más dolor al prisionero, viendo
que no lo podía zafar derramó toda el agua sobre el piso.
Shangó sintió el alivio al instante.
Manuel corrió y le quitó la mordaza.
—¡Pero Dios, ¿qué te ha hecho ese animal…?!
—Ahhh, ahhh, ayúdame… ayúdame… —comenzó a suplicarle Shangó. El
traficante sabía que no soportaría otra sesión—. Tengo una hija, se llama…
—¿Quieres agua?
—No, no, por favor, no… pregúntame, qué quieres saber…
La voz de Shangó era tan solo un balbuceo. Al hablar su propia saliva se le caía
sobre el pecho.
Manuel miró el reloj: aún les quedaban ocho minutos. Tomando de la mesa una
libreta buscó una hoja donde tenía anotadas las preguntas.
—¿Sabes quién es Manuel Mendoza?
La pregunta sorprendió a Shangó, pero se limitó a responder.
—No… no lo sé; pero tengo una hija… Tengo mucho dinero, mucho…
—Dos consejos —la voz del anciano se escuchó como la de un viejo profesor que
le explica un ejercicio al alumno más rezagado de la clase—. El primero es que mires
la situación desde este punto de vista: estas teniendo simplemente un conflicto de
intereses. Ambos quieren lograr un propósito. No tenses los hilos de la suerte. Dile lo
que quiere saber y ya… Ese es mi primer consejo. El segundo es mucho más simple
—el anciano miró hacia el reloj—: nos quedan siete minutos, aprovéchalos; si
Heldrich es capaz de hacerte esto a ti, ¿qué crees que le haría a tu hija?
Shangó experimentó esa vez un miedo diferente, nada más de imaginarse a
Rachel en aquella silla. La advertencia tuvo el resultado esperado.
Tengo que seguirle el juego, pensó el traficante, es mi única oportunidad.
—¿Para quién trabajas?
—Soy un contrabandista, yo solo vendo armas, rento autos, vendo información…
—Responde la pregunta.
—No lo sé, me contrataron en Panamá. Solo tenía que darles los suministros que
me pidieran. Llegado el momento ellos irían haciendo las órdenes y los pedidos.
El anciano no dejaba de anotar en la libreta y de mirar el reloj.
***
Heldrich tomó tres trozos de precinta y se los pegó a los clavos que tenía
repartidos por el cuerpo de Shangó, de esta manera evitaba que la sangre siguiera
manando, así le sería más fácil después la tarea de limpiar el piso. Desamarró el
cuerpo y lo dejó caer sobre un enorme nailon que ya tenía preparado.
Junto a la silla se había ido acumulando un enorme charco de sangre.
Heldrich no se molestó en rodear la mancha, simplemente caminó descalzo por
encima de la sangre del traficante, dejando huellas a su paso hacia la manguera que
había al otro lado de la habitación.
Abrió la llave del agua.
Un chorro grueso impactó contra el piso. Así comenzó a limpiar. Caminó por la
habitación quitando las manchas, y cuando la presión del agua no tenía la fuerza
suficiente para quitarlas, raspaba el piso con los dedos de los pies.
El reloj sonó.
Manuel fue hasta él y apretó la tecla para que dejara de sonar. Aún no amanecía,
pero sabía que le quedaba muy poco tiempo. La limpieza tendría que esperar, al igual
que el cuerpo de Shangó. Cerró la llave y fue a vestirse.
Se había tardado mucho en el interrogatorio, y cabía la posibilidad de que los
otros cuatro hombres ya se hubieran ido, pero quizás aún estuviera a tiempo. Y con
algo de suerte…
Fue hasta un armario que había en una de las paredes. Lo abrió y tomó su cuchillo
de hoja curva. Pasó varias veces su dedo por el filo. Hasta el momento no se había
percatado de que tenía una gota de sangre en los cristales de sus espejuelos. Chupó su
pulgar para humedecerlo de saliva y luego limpió la superficie del cristal.
—Las sombras del pasado nunca nos abandonarán, viejo amigo —le murmuró a
su chuchillo—. ¿Por qué se empecinarán tanto en buscar motivos para una nueva
guerra?
El celular de Shangó comenzó a sonar. Era un número desconocido. Alguien,
***
Día 4… 7:48 am
Cuando los padres prometen a los niños que los llevarán al día siguiente a la playa,
estos apenas pegan un ojo en toda la noche.
Lucía estaba despierta desde las cinco de la mañana, al igual que un niño. Ya se
había probado tres pares de bikinis y ninguno le pareció adecuado. ¿Por qué nada le
quedaba bien? En el fondo sabía que no se trataba de la ropa, solo buscaba la manera
más sexy de podérsele insinuar al mulato.
Tocaron a la puerta.
—Adelante.
—Buenos días, mi niña, ¿cómo dormiste?
Era la abuela que le traía una tacita de café. En el poco tiempo que llevaba en
aquel país había aprendido a querer a sus primos, al abuelo y en especial a la abuela.
La Vieja, como todos le decían, entró al cuarto con su cojera característica a causa
de la úlcera.
—¿Para dónde es la fiesta? —Preguntó al observar el volcán de ropa que había
sobre la cama de su nieta.
—Es que queremos ir…
—De excursión, Vieja… —Mario entró al cuarto y se quedó mirando a Lucía que
estaba en bikinis—. Prima, ¡estás buena! Si el Nava te coge te va a sacar el sumo…
Lucía sintió como los colores se le subían al rostro. Mario, con su falta de tacto
característica, siempre decía las cosas claras y sin rodeos.
—¡Sumo…! —Exclamó la abuela—. Oh, la niña quiere sumo, un sumito de
naranja, ahora mismo te lo voy a hacer.
—Vieja, estás sorda… —le gritó Mario a su abuela mientras le daba un beso en la
frente, en ese momento entró Miguel.
—Sorda ni sorda, yo lo oigo todo clarito, clarito… —la anciana seguía
sosteniendo la tasa de café y Lucía continuaba frente al espejo sin poder decir ni una
palabra. Si Mario pensaba de esa manera, significaba que sus deseos por el Nava ya
eran noticias de primera plana para todos. Entonces, ¿por qué el mulato no acababa
de decirle ni una palabra, aunque fuera para rechazarla?
—Vieja, ayer fuiste al médico por el turno para la vista y los oídos —le dijo
Miguel a la anciana—, ¿y por fin, que te mandaron para los oídos?
—Espejuelos… —respondió la abuela.
***
***
Para la excursión compraron varias latas de carnes y refrescos gaseados en una de
las tiendas por divisas, por supuesto, fue Lucía quien los pagó.
Ya la joven había aprendido que era ella quien debía pagar las cosas que no
fueran en pesos cubanos, pues ninguno de sus primos podía darse el gusto de comprar
una lata de carne. A no ser que fuera para una comida especial, y ese no era el caso,
ya que ningún cubano de a pie se podía permitir el lujo de irse a acampar con
comidas enlatadas.
Tras llenar las mochilas con todo tipo de provisiones, incluso para más de un día,
la joven se percató que había gastado treinta “chavos”.
¡Joder!, pensó sin atreverse a revelar sus pensamientos, me he gastado el salario
del mes de un doctor cubano.
Cada uno, a excepción de Rebeca, llevaba una mochila cargada con suministros.
Mientras pasaban por el parque —una enorme plaza cargada de jóvenes sentados
junto a sus bicicletas—, estos se les quedaron mirando por unos segundos.
Los gemelos y el Nava saludaron a sus conocidos como si llevaran meses sin
verse, y no apenas unas doce horas. Fue en esta tertulia de saludos donde Lucía se
percató de algo que había aprendido y le fascinaba de los cubanos. Estos nunca
estaban apurados y siempre tenían tiempo para ponerse a conversar con un amigo en
el medio de la calle. ¿Acaso nunca llegarían tarde a los trabajos? ¿O es que no
trabajaban?
—¡Rebecaaaaa…! ¡Rebecaaaa…! —Gritó una joven desde el otro extremo del
parque.
El grupo se detuvo a esperar a la recién llegada, que para sorpresa de Lucía, se
trataba de un travesti.
Pero las sorpresas no acabaron allí. El recién llegado, o recién llegada, les dio
besos a todos y se detuvo ante el Nava, a este le besó el cachete mientras le acariciaba
***
Eran las diez de la mañana cuando por fin llegaron al famoso sitio.
El trayecto les tomó más de una hora, tiempo que emplearon esquivando árboles
espinosos de marabú y aroma. Como si las calamidades del terreno no fueran
suficientes, Miguel le pidió a Lucía que tuviera cuidado con los “dientes de perro”,
unas rocas gigantes llamadas así por sus filosos bordes. Las piedras estaban dispersas
por todo el terreno, pero el Nava, como un caballero, le tendió su mano para que ella
se apoyara en él mientras las franqueaba.
Pues que vengan los dientes de perro, se dijo Lucía mientras exageraba cada uno
de sus pasos, incluso, en más de una ocasión hizo como que se caía, y el Nava, con
reflejos de gato la sostuvo por la cintura.
El truco de la damisela que apenas puede dar un paso y que necesita apoyarse en
su héroe constantemente, seguía siendo efectivo a pesar de los años, como bien pudo
percatarse Lucía. Si no es porque andaba con sus primos, de seguro se hubiera torcido
un tobillo… y hasta algún desmayo del cual solo pudiera ser revivida mediante un
boca a boca.
***
La luz al final del hoyo fue toda una bendición.
—Si ves una luz al final del pasillo… ¡síguelaaaa! —le gritaron a coro sus
primos.
Aquella broma no la ayudó mucho a relajarse.
Después de arrastrarse por una cueva tan estrecha, prácticamente en tinieblas
durante nada menos que ¡dos horas! —que irónicamente resultaron ser solo quince
minutos— por fin visualizó la luz de salida.
Pálida y sudorosa sus primos le tendieron la mano y la ayudaron a salir.
—¿Y qué tal el recorrido?
—No fue la gran cosa, ya me siento lista para repetirlo.
No quiso mencionar que durante el trayecto algo viscoso se le enroscó en uno de
sus tobillos, causándole un ataque de pánico.
Pero los sustos, y el doctorado que ganó en técnicas de claustrofobia, valieron la
pena.
Ante ella se presentaba una cueva digna de ser filmada por el Discovery Channel.
El techo, a más de diez metros de altura, descansaba todo su peso sobre gruesos
pilares de piedra. Una parte del mismo se había derrumbado, creando un círculo
perfecto que permitía el paso de la luz. En los bordes del inmenso agujero se
vislumbraba la vegetación exterior y un fragmento de cielo azul.
***
Al principio solo fue un ruido lejano. Pero poco a poco comenzó a acercarse por
el pasillo seguido de una corriente de aire, como si un huracán en miniatura se
acercara. Miles de murciélagos salieron chillando de todos los rincones de la cueva
rumbo a la salida del techo. El espectáculo fue aterrador, aunque nada comparado con
lo que siguió a continuación.
El aumento de la presión de aire le recordó a Lucía el ruido de las turbinas de un
avión al despegar por encima de su cabeza. En un instante el ruido se hizo
ensordecedor. Varias piedras comenzaron a desprenderse del techo y caer en la laguna
levantando enormes olas de espuma.
—¡Es un derrumbe…! —Alcanzó a gritar Miguel.
***
Giovanni miró su reloj.
Shangó y Jack estaban muy retrasados. Deberían haber llegado desde hacía más
de una hora.
Chequeó varias veces las cámaras del exterior sin advertir nada fuera de lo
común. En la cama dormía el ruso, ajeno a cualquier preocupación. Fuera de la casa
el iraní se mantenía haciendo su ronda. Aldrich era el único que estaba despierto
***
Gerardo paró la lectura y colocó el libro sobre su escritorio.
No valía la pena seguir intentando descifrar quien era el malo en la novela cuando
no podía concentrarse en los detalles. Los sucesos de la noche anterior no se le iban
de la mente. Podía recordar la mirada de decepción del Nava y los gemelos. Pero lo
peor era su reputación, eso era lo único que le importaba, ¿ahora qué pensaría el
pueblo de él?
La puerta se abrió y Sandra entró de espaldas.
Al virarse traía una bandeja con un termo y dos tazas para servirse café. Por una
***
Día 4… 4:45 am
«La palabra cripsis proviene del griego kryptos, que significa “lo oculto”, aunque en
la actualidad significa lo mismo que “camuflaje”. El cripsis es el fenómeno que
desarrollan los animales para pasar inadvertidos a los sentidos de otros animales. Ya
sea como cazador o como presa».
***
Heldrich detuvo el Moskovich.
Por unos instantes se sintió satisfecho consigo mismo. Tenía la ubicación, e
irónicamente, había llegado a la guarida de sus enemigos usando el auto del propio
Shangó.
Salió al exterior y recorrió las tinieblas con la mirada curiosa de un gato.
Lamentablemente, sus ojos no eran los mismos de hace veinte años.
Había manejado con las luces apagadas durante todo el trayecto, guiándose solo
por el resplandor de la luna, en parte porque conocía demasiado bien el terreno. Por
pura experiencia, aprendió que muchas guerras se han ganado gracias al
conocimiento del terreno; pero, sobre todo, al factor sorpresa. Por ahora él contaba
con esas ventajas.
Tras ubicarse en el lugar exacto donde quería estar, comenzó los preparativos para
llevar a cabo su misión. Abrió el maletero del auto y sacó su mochila junto con todo
su equipo. Incluyendo su rifle preferido, un Máuser Kar98k con mira telescópica
incluida.
Sin perder un segundo, acomodó el peso a su espalda y penetró en la maleza.
Caminó más de un kilómetro por entre los árboles y las ortigas, hasta llegar al lugar
que mentalmente se había imaginado para acampar.
Perfecto, mucho mejor de lo que recordaba.
Recostó la mochila junto a las raíces de una enorme ceiba; después, con gestos
militares memorizados solo por la práctica, comenzó a vaciar su contenido.
Debía actuar rápido, pues la oscuridad era su mejor aliada. Dentro de dos horas,
aproximadamente, llegaría el amanecer.
***
«Existen muchas variantes a la hora de usar las técnicas del cripsis; para muchos,
la más conocida es un verdadero arte: “la coloración”. Es la forma más sencilla de
***
Una vez más, usando rápidos y precisos movimientos, Heldrich quedó
completamente desnudo. Después abrió un frasco lleno de una mezcla de pinturas, las
aplicó a su rostro, cuello y manos. Sabía que la pintura eliminaría cualquier reflejo de
su piel. Era de un verde marrón… Estaba aplicándose a sí mismo una técnica de
coloración, su objetivo era mezclarse con los colores del entorno.
La pintura se secó prácticamente al instante. Después procedió a ponerse una
especie de pañal para adultos —en caso muy probable de que tuviera que orinarse
encima— y por último se metió en su traje especial Ghillie.
Los trajes Ghillie fueron desarrollados por los escoceses, y puestos en práctica en
1916. En la actualidad es el más usado alrededor del mundo por las tropas especiales
de francotiradores. Heldrich conocía de memoria la historia del traje y sus invaluables
cualidades. Su característica principal consistía en cientos de tiras que colgaban de él,
creando un efecto de mimetismo con el follaje y el entorno escogido para la misión.
Tras unos últimos arreglos, Heldrich decidió que ya estaba listo.
Rumbo a la acción…
Comenzó a adentrarse en el follaje como si fuera un espíritu del bosque,
dirigiendo sus pasos hacia La Casa de la Colina.
***
«La técnica principal para desaparecer ante los ojos de la presa… o el depredador,
es permanecer inmóvil. No basta con mezclarse con el entorno; en ocasiones, incluso,
hay que dejar hasta de respirar.
Muchos animales, tras detectar la presencia de alguna presa, son capaces de
permanecer inmóviles por tiempo indefinido. Aguardando el momento idóneo para
realizar el ataque. En el caso de las presas, basan su inmovilidad tras conocer las
características del depredador. Estos, para cazar, necesitan procesar algún
movimiento en su campo visual para lanzarse al ataque. Por tanto, mientras la presa
no se mueva, permanecerá viva…
Algunos animales han desarrollado el arte del “movimiento camuflado”, de esta
manera pueden moverse aparentando ser una rama movida por el viento, o cualquier
otra cosa que no llame la atención de sus depredadores».
***
***
Día 4… 5:50 am
Heldrich movió su pierna izquierda…, una pausa…, luego su mano derecha…, otra
pausa…, pierna derecha…, pausa…, mano izquierda.
Avanzar un metro podía tardarle hasta varios minutos, por eso, para distraer su
mente iba murmurando los diez mandamientos que le salvaron la vida tantas veces.
—Uno: combatir fanáticamente.
Su objetivo estaba aproximadamente a ochocientos metros de distancia.
—Dos: disparar con calma y cautelosamente —hizo una pausa para llenar sus
pulmones de aire—: los disparos rápidos solo delatan tu posición, hay que
concentrarse en un único disparo… ¡un disparo decisivo!
Simo Hayha debía de conocer perfectamente estos mandamientos, recordó
Heldrich.
Durante la Guerra de Invierno de 1939-1940, donde la Unión Soviética invadió a
su vecino Finlandia, Simo Hayha actuó como francotirador al servicio de Finlandia.
Heldrich admiraba al temido Hayha como a ningún otro francotirador reconocido
de la historia, quien no en vano se ganó el sobrenombre de The White Death (La
Muerte Blanca).
Se calcula que Hayha mató aproximadamente a 500 soldados rusos, aunque
fuentes no oficiales declararon que fueron 540. Armado solamente por un traje de
camuflaje blanco y un rifle Mosin-Nagat M91, Hayha cazaba a sus enemigos
ocultándose en la nieve, en lugares donde las temperaturas alcanzaban los 20 y 40
grados bajo cero.
Qué resistencia la del hombre, pensó el viejo espía a medida que iba reduciendo
la distancia de su objetivo.
Lo interesante de este personaje histórico, como bien Heldrich recordaba, es que
la súper cifra de muertos causados por sus disparos certeros fue en un plazo de solo
tres meses. ¡Unos escasos cien días! Estos números causaron una ola de terror entre
las tropas soviéticas.
El 6 de marzo de 1940, irónicamente, Simo Hayha fue herido por una bala al azar,
poniéndolo durante varios días en coma. Según dijeron quienes lo rescataron del
campo de batalla: Cuando lo encontramos y viramos su cuerpo, la mitad de su cara
había desaparecido, nadie creyó que estuviera vivo.
Simo sobrevivió para ver el tratado de paz entre Finlandia y la Unión Soviética,
once días después de haber sido herido.
—Tres: tú mayor oponente es el francotirador enemigo —Heldrich no iba a correr
***
Día 4… 7:15 am
***
La mira telescópica, con una T dibujada en su centro, se movió de un cuerpo a
otro escogiendo el blanco ideal. Heldrich sintió el flujo constante de adrenalina que
recorrió todo su cuerpo, ¡adoraba esa sensación! Sentir las pulsaciones del corazón, el
peligro en el aire; pero sobre todo, el poder de sentirse como Dios.
¿Era Dios?
Quizás debía de ser esa la sensación que experimentara un ángel de la muerte. En
su dedo estaba el don de dar o quitar la vida. Heldrich sabía cuán peligrosa podía ser
esa sensación… En sus tiempos tuvo compañeros que se volvieron adictos a volarles
la cabeza a soldados enemigos.
De todo el comando, el primero que quedó fuera de su mira fue un gigante
cubierto de músculos, debía rondar casi los dos metros de estatura, probablemente se
trataba de un ex militar, ¿quizás un ruso, o un checheno? Heldrich le apuntó durante
un segundo… su vista ya no era tan buena como antes, por lo que también llevaba sus
***
Giovanni salió de la casa seguido por Alí y Aldrich.
—Pon la dirección en tu GPS, vamos para…
Primero se escuchó el grito, luego el estallido de un disparo.
Alí se llevó las manos a la cadera mientras que el impacto del tiro le hacía dar un
giro contorsionista sobre sus propios pies. El rostro de Giovanni quedó cubierto por
partículas de sangre y huesos.
Su cerebro, por instinto y práctica, le ordenó a su cuerpo moverse.
—¡¡¡Sniper…!!! —gritó Giovanni mientras se lanzaba contra el piso, rodando
sobre su hombro para quedar oculto tras el Ford.
Aldrich y el ruso también rodaron sobre sus hombros quedando protegidos por la
carrocería de los autos. Nadie intentó ayudar al iraní. Este, sin poder contener el dolor
y sus gritos, pedía ayuda a sus compañeros. La bala destrozó su cadera derecha,
dejándolo inmovilizado en el lugar donde se encontraba. Junto a él, un enorme charco
de sangre comenzó a acumularse.
Intentar recogerlo era un suicidio. Bien que lo sabía Giovanni.
—¡Demonios, nos están cazando! —gruñó el Italiano. Automáticamente se llevó
los dedos a su reloj, pulsó varios botones y activó la pared de humo.
Una cadena de silenciosas explosiones creó un círculo alrededor de la casa.
Instantáneamente un anillo de humo se levantó de la tierra formando una gigantesca y
densa pared de color blanco.
Se escuchó un segundo disparo, Alí dejó de gritar.
Cubiertos por el humo, Alex arrastró el cuerpo de Alí, luego, de un tirón, lo
levantó y se lo echó sobre los hombros. Giovanni tenía la Ruger en su mano; pero
dispararle a un objetivo invisible era absurdo, por eso dio la orden de retirada. Juntos,
guiados por Aldrich, emprendieron la huida hacia los otros dos autos que tenían bajo
la colina.
***
***
Día 4… 8:30 am
Gerardo, al igual que el noventa y nueve por ciento de los oficiales de Inteligencia,
jamás prestaba atención a las llamadas que le hacían. Por lo general siempre
terminaban en simples chismes de ancianas ociosas que gustaban de espiar por las
ventanas, acechando a sus vecinos, o de algún que otro paranoico anunciando una
invasión fantasma.
Pero en esta llamada algo sonó diferente. Incluso captó su atención.
—¿Cómo dices? —la voz de Sandra se oía desconcertada, justo como él en ese
momento, y esperó del otro lado de la línea a que la joven organizara sus ideas.
—Capitán —comenzó diciéndole la mulata— hace apenas cinco minutos que un
campesino llamó para notificar que había escuchado disparos y una enorme nube de
humo alzándose sobre La Casa de la Colina.
Disparos… nube de humo… ¿qué diablos estaba pasando?
—¿Qué tal te pareció el informante?
—Es precisamente eso lo que me llamó la atención, no es ninguno de nuestros
informantes. Es Aurelio, el campesino que atiende las tierras de la cantera.
Gerardo se rascó la barbilla. Aquello sí que estaba raro. Conocía muy bien a
Aurelio, no era hombre de andar inventando chismes para llamar la atención.
—Muy bien Sandra, dígale a Aurelio que pase por la Unidad Militar para tomarle
declaración —tras una pausa agregó—; mejor dígale que no venga, que nosotros
pasaremos personalmente por el área a echar una ojeada.
Algo olía sospechoso. Ante la duda, prefirió aclararla. Además, hacía bastante
tiempo que quería hacerle una visita a La Casa de la Colina. Sin más preámbulos se
puso su cinturón y salió hacia el parqueo en busca de un Lada patrulla.
En el pasillo se tropezó con Duanys.
Aún no había olvidado que necesitaba resolver la situación con el Nava y los
gemelos. Por culpa de aquel imbécil ahora él no contaba con la mejor reputación en
el pueblo.
—¿A dónde vamos? —preguntó Duanys.
—A dónde voy —le corrigió Gerardo—, usted va para la sala de expedientes,
revise los archivos de los delincuentes de la zona para que vaya familiarizándose con
ellos. Yo tengo otros problemas que resolver.
Sin más explicaciones le dio la espalda a Duanys.
Dos oficiales siguieron al capitán.
***
***
Apenas Gerardo hubo abierto la puerta del pasajero cuando escuchó los gritos de
Duanys a su espalda.
—Capitán… capitán… —el sargento corrió a su encuentro.
—Diga.
—¿Podría esperar un momento?
—¿Disculpa? —Gerardo no lo podía creer, ¿ahora qué estaría inventando aquel
idiota?¬— creo que no tengo mucho tiempo.
Dentro del Lada, el chofer encendió el auto.
Gerardo terminó de abrir la puerta cuando alguien lo llamó. Era Sandra.
—Capitán Gerardo —le gritó la joven desde un balcón—, tiene una llamada del
Comité Central.
Gerardo miró a Duanys, este le sonrió con sorna.
***
***
Al salir al patio, Gerardo observó que Duanys, descaradamente, lo esperaba
sentado en el asiento delantero del Lada. Aquello acababa de pasarse de la raya. Las
palabras que escupió Gerardo fueron como navajas de doble filo.
—Sargento, ¿le gustaría acompañarme a echar un vistazo a La Casa de la Colina?
—Por supuesto, será todo un placer.
No se movió del asiento.
Gerardo se imaginó con cuánta facilidad le podría romper aquella sonrisa de
hipócrita.
—¿Podría pasar al asiento de atrás, por favor?
—No, aquí estoy bien.
El chofer parecía querer arrancar el auto y salir huyendo ante el duelo verbal de
aquellos dos hombres.
Gerardo le sonrió.
Si no se baja del auto le voy a partir la cara… ¡Por Dios que se la voy a partir!
La calma que lo invadió, la certeza de la determinación de lo que iba hacer
comenzó a asustarlo. Por suerte la gorda Mercedes, quien por lo visto estaba viendo
todo lo que estaba pasando desde la puerta del comedor, se acercó por detrás de
Gerardo.
—Te lo voy a repetir una vez más…, una sola…: bájate del auto y siéntate en el
asiento trasero.
El sargento lo miró fijamente, sin dejar de sonreírle. Algunos oficiales que
***
Día 4… 9:41 am
Al llegar a la zona, lo primero que llamó la atención de Gerardo fue la densa nube de
humo que rodeaba La Casa de la Colina. Por lo visto Aurelio no les mintió. Tal
parecía que hubieran lanzado varias granadas de gases lacrimógenos.
El oficial que los acompañaba, un tal Marcos, junto con Duanys comenzó a
recorrer el área. Durante la primera inspección nadie dijo una palabra. Pero cuando
Marcos descubrió un pantano de sangre justo en el pasillo que conducía a la puerta
principal de la casa, el silencio se rompió.
—¿Qué habrá pasado aquí? —Preguntó nervioso Marcos—. Esto luce mal…
¡Hay demasiada sangre!
—Quizás mataron un cerdo y lo dejaron sobre el piso para que se desangrara —se
apresuró a improvisar Duanys—. Ustedes saben cómo son esos turistas, se la pasan
de fiesta en fiesta.
Podría tener razón, caviló Gerardo, aunque ese argumento no lo convenció del
todo. Habría considerado la respuesta como lo más lógico si no hubiera sido por el
tono insistente del sargento. Sus sospechas se confirmaron cuando algo llamó su
atención tras los pies de Marcos.
A tan solo un metro de donde se encontraba Duanys había un orificio en el suelo.
—Usted, vaya a la radio del auto y llame a la Central, haga una búsqueda de los
números de placas de estos dos autos. Necesito saber cuanto antes a nombre de
quienes están —el oficial salió disparado—; y, sargento, investigue dentro de la casa.
Si no le abren la puerta, rómpala.
Duanys pareció más que complacido.
Algún personaje bastante importante le está dando órdenes a este imbécil para
que compruebe que todo siga en su lugar, pensó Gerardo. Aquella era una de las
casas del famoso Shangó, y él no se tragaba para nada que aquella sangre fuera la de
un cerdo. Pero como a la mayoría de los policías cubanos, lo menos que a Gerardo le
pasaba por la mente era encontrarse ante la verdadera escena de un crimen.
En cuanto Duanys desapareció de su vista, Gerardo sacó una pequeña bolsa que
contenía una mota de algodón. Mojó varias veces la mota hasta asegurarse que estaba
bien embarrada de sangre, luego la volvió a meter en su bolsa y la ocultó en su
bolsillo. Después se apresuró a confirmar sus dudas con el misterioso orificio.
Apenas se agachó, escuchó cómo Duanys rompía la puerta de la casa.
Gerardo limpió con la palma de la mano la arena del piso, confirmando una vez
más que sus instintos no se equivocaban. Dentro del pequeño agujero había un
***
Día 4… 10:38 am
Con la expresión en el rostro del personaje que había creado, llegó Gerardo a la
Unidad Militar. Un capitán desinteresado envuelto en situaciones sin mucha
importancia.
Aunque de momento, lo que realmente le importaba era que Duanys se tragara el
anzuelo. Apenas cruzaron el portón para entrar a la PNR, Duanys prácticamente se
lanzó del auto patrulla.
¿Apurado, sargento?
El sargento desapareció dentro de la Unidad Militar.
Gerardo se apresuró a mover la palanca de cambio, poniendo el Lada en neutro.
Marcos lo miró sorprendido.
—Apresúrate y sigue al sargento, que no lo note. Haga lo que haga regresa e
infórmame.
Marcos obedeció al instante.
Sin dudas demasiado apurado.
Una vez que puso el Lada en la zona de parqueo, Gerardo reflexionó sobre la
situación de Duanys. No hacía falta ser un experto para darse cuenta de que el
sargento estaba trabajando de forma independiente. Gerardo sonrió al ver que Marcos
regresaba.
—¿Y?
—Capitán, el sargento Duanys anda en algo. Se escondió en una de las oficinas
del segundo piso, las que están vacías —aclaró el oficial—, llevaba un celular en la
mano.
Gerardo había notado que Duanys usaba dos celulares; sin dudas, uno de ellos era
para llamadas especiales.
—Bien, gracias. De esto ni una palabra a nadie.
—¿De qué?
Marcos le sonrió y se encaminó rumbo a la cocina. Gerardo cayó en cuenta que el
oficial Marcos parecía ser más inteligente de lo que aparentaba. Solo tenía el grado de
cabo, pero el joven prometía.
—Si de intrigas se trata, pues comenzaré a crear la mía propia… —murmuró el
capitán.
Gerardo entró en la Unidad Militar y fue directo al escritorio de Sandra. Le anotó
en un pequeño papel amarillo los números de placas de los dos autos que había junto
a La Casa de la Colina. A pesar de que Marcos ya había hecho las primeras
***
Una vez dentro de su oficina, Gerardo marcó desde el teléfono de su escritorio un
número que sabía de memoria. Mientras tecleaba el número, una sonrisa irónica se
dibujó en la comisura de sus labios.
Él, un capitán de la Inteligencia cubana que no pudiera usar su propio celular, y
todo debido a un plan de minutos que le asignaban para llamadas importantes.
Escuchó el timbre al otro lado de la línea, solo tres veces.
—Laboratorio de Criminalística de Santa Clara —respondió una voz con su
acento militar—, ¡ordene!
—Póngame con el Gord… con Ricardo, de parte del… mmm, dígale que es del
capitán judoca.
—Disculpe, ¿cómo dijo?
—De parte del capitán judoca, él va a entender.
***
Ricardo era un amante de las artes marciales, y su favorita era el judo.
Desgraciadamente, debido a sus continuos ataques de asma y a su sobrepeso —por el
cual se ganó el apodo del Gordo— a ningún sensei le gustaba correr el riesgo de
meterlo en su clase.
Cada vez que el Gordo tenía alguna oportunidad se anotaba en los talleres que
impartían sobre defensa personal en la Unidad Militar. Aunque el resultado siempre
era el mismo, nada más llevar un minuto de esparrin con algún compañero, tenían
***
—Si… ¿diga?
—¿Quién habla?
—Soy yo, el Gordo, ¿qué pasa, y esa sorpresa? Ya, no me digas… ¡Me
conseguiste las dos películas porno!
—Gordo, ¡por Dios, esta es una línea militar! —Gerardo lanzó una carcajada—.
Ahora sí voy en serio, necesito tu ayuda urgente…
—Lo que sea, menos matar una vaca.
—No hay que llegar a tanto drama.
—¿Qué necesitas?
—Dentro de una hora aproximadamente, quizás dos, una joven va a llegar a tu
laboratorio con dos muestras, necesito que me digas de qué se trata.
—¿Qué tipo de muestras?
—Sin comentarios, cuando las tengas en tus manos haz tu magia, luego llámame
y dame los resultados; pero lo más importante es que esta conversación quede entre
***
Gerardo puso sobre la mesa la bolsita de nailon con la mota embarrada de sangre
y fragmentos de arena. Junto a la muestra, depositó a su lado la punta de la bala, la
cual había envuelto en un pedazo de tela. Buscó en una de sus gavetas un sobre
amarillo y metió dentro las dos muestras; cuando lo iba a cerrar tocaron a la puerta,
luego la abrieron.
Sandra asomó su hermoso rostro.
—¿Se puede?
—No me jodas, ya estás adentro.
La joven rodeó el buró y se sentó en una esquina, cruzando sus piernas de una
manera muy provocativa. Llevaba puesta una saya que hizo un triángulo entre los
pliegues de la tela y sus dos muslos.
Inconscientemente los ojos del capitán se fijaron en el triángulo.
Sandra sonrió complacida del efecto que sus encantos femeninos podían causar
sobre su jefe.
—Y bien, ¿qué encontraste?
—Los dos autos pertenecen a Marcelino Villas —dijo la chica mientras
organizaba unos papeles con fotos del propietario—, un habanero que tiene un largo
expediente. Se dedica a alquilar sus autos a los turistas, también se dedica a la
prostitución, tráfico de todo lo que caiga en sus manos; ha tenido dos condenas por…
—Sandra, perfecto tu trabajo —la interrumpió Gerardo—; pero lo que me
interesa saber es a quien le alquiló los dos autos.
—Eso no lo sabremos a menos que se lo preguntemos personalmente.
Gerardo negó con la cabeza, eso demoraría demasiado. Y él estaba contra reloj,
Duanys debía de estar en alguna sala del edificio marcando números y buscando
respuestas. Sandra depositó los papeles sobre sus piernas, con el dedo índice le señaló
un párrafo.
—Aquí dice que comúnmente alquila sus máquinas a clientes que visitan el
Restaurante del Chino…
Gerardo había escuchado hablar de ese restaurante. Estaba en el centro de uno de
los barrios más peligrosos de Santa Clara. Según le habían contado sus colegas,
comer en ese restaurante podría costarle el salario de un año. También había oído
rumores, aunque no había pruebas que lo demostraran, que el restaurante realmente
***
Día 4… 8:00 am
Todo era un caos, una maldita broma del destino, irónica y cruel.
Giovanni intentó buscarle un sentido a lo que estaba ocurriendo. Jamás, en toda
su carrera, se había visto en un contexto semejante. Todos ellos, más que una unidad
especial de asesinos profesionales, parecían más bien un simple grupo de aficionados.
Bajo sus pies permanecía el cuerpo pálido e inerte de Alí. Todo el piso del
Cadillac quedó cubierto por varios litros de sangre. Levantó los pies para apoyarlos
sobre el cuerpo, así no se mojaría los zapatos.
Delante iba Alex al timón y Aldrich como copiloto. Hasta el momento nadie
había roto el silencio. El británico orientó en el GPS la dirección del Restaurante del
Chino. En un instante la pequeña computadora táctil se comunicó con uno de los
satélites de la compañía y les fue mostrando un camino digitalizado en un plano de
3D.
—Alex… —Giovanni solo tuvo que mencionar el nombre del ruso para que este
comenzara a darle una evolución de lo sucedido. Para eso era el francotirador del
grupo.
—Quien haya sido, es un profesional —el timbre áspero del ruso quedó opacado
por los ruidos del motor, así que tuvo que alzar más la voz—. El primer disparo le
destruyó la cadera, impidiéndole que se moviera; pero, sobre todo, quien lo hizo
quería que su víctima gritara.
A la mente de Giovanni acudieron las imágenes de Alí pidiendo ayuda. Todo pasó
tan rápido que si estaban vivos, se debía solo a que actuaron por instinto y
entrenamiento.
—El sniper debe de haber llegado durante la madrugada, se acomodó y esperó el
momento prefecto —Alex hizo silencio durante un largo minuto—. Fue muy
inteligente, escogió de antemano el lado este, así, con la salida del sol los reflejos de
su mira permanecerían a la sombra. Estamos vivos gracias a la cortina de humo.
Aldrich miró el cuerpo de Alí, luego al jefe del grupo. Giovanni no precisaba leer
la mente de Aldrich para saber lo que estaba pensando, él bien podría ser quien
estuviera en ese momento en el piso del auto.
Este ataque solo significa algo…, recapacitó Giovanni mientras acariciaba la
Ruger: Big Dog y Shangó están muertos, o en alguna sala de torturas. Ni por un
instante pasó por su mente que Shangó los hubiera traicionado. Era un traficante,
sabía que tratando de matarlos no ganaría nada. La pregunta era: ¿Quién… quién dio
la orden?
***
8:50 am
***
10:45 am
—¿Qué te pasa? —preguntó Sandra a punto de soltar humo por las orejas.
—Disculpa, no estoy concentrado —dijo Gerardo mientras improvisaba una
respuesta para nada ideal.
El rostro de Sandra se trocó en una mueca de dolor.
—¿Tienes que concentrarte para darme un beso…? ¡Vete a la mierda!
Sin esperar una disculpa, la joven se dirigió a la puerta. Gerardo la detuvo antes
de que lograra salir.
—Sandra, discúlpame…; pero tengo muchos problemas.
Esta vez ella lo miró diferente, incluso con algo de lástima. La expresión de
Gerardo no mentía.
—Pues resuelve tus problemas para que puedas concentrarte bien… —Gerardo le
sonrió, el tono enojado en la voz de la mulata había desaparecido.
—Haz lo que te pedí. Así podré enfocarme en otros problemas.
—Ahora mismo parto para Santa Clara… —hizo una pausa para ganar algo de
tiempo dentro de la oficina—; pero esta me la vas a deber.
—Y con gusto te la voy a pagar.
De pagarle al Gordo, mejor pagarle a Sandra, el retozo de sus pensamientos solo
le duró un instante. Todo indicaba que la respuesta a sus problemas, o parte de ellos,
se encontraba en el dichoso Restaurante del Chino.
Después de meditarlo tan solo por un segundo, cogió las llaves de su moto. Una
Suzuki de los años 80, un modelo GSX 1100 L. La vieja moto permanecía en
excelente estado de conservación debido a que el propio Gerardo era quien le daba
mantenimiento. Por su posición de trabajo no clasificaba para un auto personal, en
cambio, le asignaron una moto. En un país que, por cada mil personas, solo una de
ellas tenía un auto, disponer de una moto era el equivalente a tener tu propia limusina.
La costumbre es la madre de la precaución, así que, antes de salir de su oficina, se
acomodó su pistola Makarov a la espalda. Una vez que llegó al garaje, se cercioró de
***
Día 4… 11:45 am
Las luces proyectadas por las linternas danzaron contra las paredes.
Cuatro sombras deformes avanzaron unos cincuenta metros hasta que la
conciencia, o el instinto de protección, los hizo detenerse. Fue Miguel el primero en
suspender la marcha.
—Esto es demasiado peligroso —comenzó a decir Miguel mientras alumbraba las
paredes y el techo—, aún estamos a tiempo de…
—… seguir, es lo que ibas a decir…, a tiempo de seguir —finalizó la oración
Lucía.
—No, prima, esto parece ser alguna instalación militar. Simplemente por estar
aquí ya estamos metidos en una condena.
Mario y el Nava se miraron sin decir palabras.
Lucía no podía creer que estuvieran dudando de seguir adelante.
—¡Van de coñas! —Exclamó—. No me digan que no llevan un par de cojones
bien puestos. ¡Joder tíos, no tienen una puta idea de qué es este lugar! ¿O sí?
—No se trata de valentía —trató de defenderse el Nava—, pero Miguel tiene
razón. Si esto es alguna base militar subterránea del gobierno nos vamos a meter en
una buena, y digo una buena de verdad. Hasta podríamos ir a parar a prisión —el
mulato hizo una pausa para escoger sus próximas palabras—. Por otro lado, Miguel
Ángel, tú eres el genio del grupo. ¿Tienes idea de qué podríamos encontrar al final de
túnel?
—Lo que sea, no vale la pena correr el riesgo, ¿o acaso no recuerdan que
escapamos por los pelos de un derrumbe, que ocurriría si hubiera otro más? Es mejor
decir lo siento que mandar flores.
Una vez más, el Nava y Miguel parecían estar de acuerdo. Ambos negaron con la
cabeza.
Lucía buscó a Mario con los ojos, en un intento de conseguir apoyo, y para su
alegría este ni siquiera le prestaba atención a la charla; todo lo contrario, él siguió
adelante por su propia cuenta.
—¿Vienen o se quedan? —les gritó.
—Ya voy —le respondió Lucía, pero antes de alcanzarlo le susurró al Nava—:
¡Gilipollas, eso es lo que son ustedes dos, unos gilipollas…!
Luego salió disparada detrás de Mario.
—¡Gilipollas…! —repitió Miguel imitando a su prima—. Me tiene cansado con
el gilipollas ese.
***
Día 4… 12:25 pm
***
La puerta de la oficina del Chino era de acero reforzado, se trataba de un
frigorífico.
Giovanni no pudo contener la risa.
Solo espero que no quieran jugar a los mafiosos, y se imaginó, a manera de
chiste, que tras esa puerta podría toparse con la estampa de tres hombres y un cuarto
colgado de un gancho recibiendo una paliza descomunal. Así pasaba siempre en las
películas.
Al abrir la puerta y pasar al interior, quedó en verdad asombrado, y quizás algo
***
¡Shangó muerto…! No puede ser, es imposible…, las manos del Chino temblaban
ante la perspectiva de la pérdida del jefe. Primero el protocolo… no se puede gritar:
¡Sálvese quién pueda!
El Chino recordó las palabras de su jefe y las advertencias de que si algo le
pasaba, cosa que en aquel entonces parecía poco probable, debía darle las maletas a
un tal Alfa.
Ahora el pasado era presente, y lo que parecía algo imposible, se hizo realidad.
Sin la ayuda de su guardaespaldas movió una caja de vino que había en el piso.
Bajo la caja apareció una puerta secreta. Tras levantar la tapa, apareció una segunda
puerta con dos cerrojos de combinación. Con manos temblorosas insertó los
números…, durante el proceso se equivocó tres veces. Por cada vez que cometía un
error la mirada del extranjero se tornaba más huraña.
—Ya está —anunció a la cuarta vez.
La puerta se abrió y el Chino percibió la tensión en el extranjero.
Allí estaban las maletas, sobre ellas había un revólver. Con un gesto suave apartó
***
Día 4… 12:10 pm
***
Dentro la oscuridad era absoluta y no se veía más allá de lo poco que alcanzaban
a iluminar las linternas.
Lucía pudo escuchar claramente los latidos de su corazón… e incluso hasta la
sangre correr por sus venas como un río subterráneo bajo la piel. Aquello era lo más
impresionante que jamás le había pasado, y temió que al final todo aquello terminara
en una gran decepción. A pesar de los miedos de Miguel y el Nava, ella supuso que
aquel sitio no pasaba de ser un refugio abandonado. Una especie de bunker o algo por
el estilo.
Muy pronto se iba a topar con otra verdad.
***
Mario continuó alumbrando las paredes y el techo sin poder identificar algo en
concreto.
—Miren esto —dijo Miguel y apuntó a lo que parecía ser una palanca con forma
de interruptor eléctrico.
—¿Qué crees que ocurra si la bajamos? —preguntó Mario, algo temeroso por
primera vez en toda la jornada.
Lucía actuó sin pensar, y haciendo caso omiso de los temores y dudas del resto
***
Tras la revelación de Miguel, ninguno se atrevió a dudar de que estuvieran dentro
de un búnker ciudadela, un lugar diseñado para ser el cerebro de cualquier operación
militar a gran escala.
Pero las revelaciones más sorprendentes apenas comenzaban.
Mario y el Nava se adelantaron hacia una sección que permanecía llena de
montículos camuflados. Las lonas cubrían lo que parecían ser alguna clase de
artefactos militares.
—Levanta aquella por allí…; no, no, por atrás —Mario le dio algunas
instrucciones al Nava y juntos tiraron de una de las lonas, dejando al descubierto un
tanque de guerra.
La pesada manta cayó al piso levantado una nube de polvo que obligó a todos a
llevarse las manos a la cara, pero sin cubrirse los ojos, pues quedaron hipnotizados
con el armatoste… no lo podían evitar. Durante varios segundos se miraron en espera
de alguna respuesta.
Fue Miguel el primero en reaccionar y darse cuenta que había más de cien lonas
cubriendo tanques de guerra, o alguna otra maquinaria bélica.
—¡Es un tanque de guerra! —exclamó Miguel.
***
Aquello era más grande de lo que ellos pudieron imaginarse.
Lucía hizo un recorrido visual prestándole suma atención a cada detalle del
almacén. Este sostenía su techo con monstruosos pilares de cemento reforzado. Los
pilares estaban rodeados por andamios de acero que a su vez ayudaban a sostenerlos.
No es un simple almacén, es un búnker militar a gran escala.
Sus sospechas quedaron más que confirmadas. Los andamios que reforzaban los
pilares cumplían la función principal de evitar que estos se derrumbaran ante un
posible bombardeo. De igual manera se percató de que el techo tenía varios
conductos de aire que debían contener complicados sistemas de filtros. Era como si
estuvieran dentro de una gigantesca máscara de gas.
Por todos los rincones se veían otros conductos de aire que debían comunicar con
niveles inferiores, lo que significaba que el lugar debía contar con varios subsuelos.
Eso sin imaginarse la descomunal red de túneles que muy posiblemente se
expandieran por el interior de las montañas.
El cerebro de Lucía solo creaba más y más preguntas, por desgracia no podía
esclarecer ninguna en aquel momento. Lo que sí llevaba rato martillándole en las
paredes de su cráneo, era la más importante de todas: ¿cómo diablos pudieron meter
***
El embarcadero, con un descomunal muelle hecho de acero y cubierto por cientos
de gruesas cadenas que se conectaban a enormes motores para jalar las cargas por
raíles de líneas, se adentraba en un inmenso lago subterráneo. Las cadenas parecían
pitones de acero dormidas tras digerir alguna presa.
***
***
Kelly, la hermosa secretaria, abrió la puerta.
—Permiso —dijo una vez dentro.
John Kruger la miró atónito.
Estaba en la sala de reuniones, rodeado por dos comandos y sus respectivos Alfas.
Sobre una de las paredes se había montado una colección de fotos con el rostro de los
objetivos, a manera de árbol genealógico. En las próximas dos semanas llevarían a
cabo uno de los golpes más grandes hechos bajo las ordenes de Kruger. Debían
asesinar a tres de los señores de la droga latinoamericana, los llamados Capos. Las
guerras entre los carteles mexicanos se volvían cada día más sangrienta y despiadada.
Y todo por controlar las mejores rutas para el comercio de la droga.
Prácticamente todos los años surgía un nuevo cartel más poderoso que el anterior.
Y parte de ese nuevo surgimiento, muchas veces estaba vinculado a los Wolves de la
HSI, ya que la competencia solía contratar los servicios de la compañía para eliminar
a sus rivales.
—¿Qué pasa? —preguntó John sin apartar los ojos de la pantalla donde
mostraban la cara de la primera víctima.
—Señor, es una llamada entrante… Se trata de un Código Azul.
Esta vez Kelly captó la atención de su jefe.
John pareció desubicado por unos segundos, parpadeó un instante para ganar
tiempo en la organización de sus ideas. Luego se levantó y salió de la sala sin pedir
una disculpa a los presentes. Aunque nadie se la exigió. Tomó el teléfono y abrió la
línea segura.
—¿Diga?
***
***
—Tenemos visita —escuchó Kruger decir a su Alfa—, dame una orden ahora
mismo para proceder.
John no lo dudó un segundo, se estaba jugando toda su carrera en esa respuesta.
Él era uno de los hombres más importantes dentro de la compañía, había ganado
mucho, mucho poder; pero con las rosas siempre vienen las espinas, y enemigos eran
los que le sobraban. En cuanto se supiera que llevó a cabo una misión a espaldas de la
compañía, su cabeza tendría un precio. A menos que compartiera las ganancias y
explicara sus razones. Eso si llegaba a terminar la misión.
Sintió un aliento de muerte erizar todos los pelos de su nuca.
¿Cómo diablos llegamos a esto?
Si a los oídos de la directiva de la compañía tan solo llegaban rumores de una
misión fracasada, estos comenzarían a rodearlo como hienas. No tenía opción. Por
otro lado, extraer a sus hombres significaba incumplir un contrato, eso en la HSI era
el equivalente a poner su cabeza en una guillotina con una pesada hoja de acero, y la
incertidumbre de no saber jamás cuando iba a caer.
—Proceda. Desde este momento está bajo sus propias órdenes.
—Confirmado. Espere mi próxima llamada para darle las coordenadas de un
punto de extracción.
La llamada se colgó.
Kruger creyó escuchar las burlas de alguna voz misteriosa en su cabeza.
Mi destino ahora depende de una llamada… ¿Cómo diablos pasó esto?
***
Día 4… 1:25 pm
***
Una vez en su mesa, Gerardo dejó escapar un largo suspiro.
¡Por Dios y todos los santos…! ¿Dónde estoy?
Cincuenta años atrás Cuba vivió uno de los momentos históricos más importantes
***
***
El pueblo de Tres Caminos celebraba todos los sábados una feria de ventas de
frutas, vegetales, y todo tipo de carnes… excepto la de ganado, ya que esa carne en
Cuba es más sagrada que en la propia India.
Fue durante una de estas ferias cuando Gerardo, que tan solo llevaba un mes en el
pueblo, hizo un giro totalmente inesperado en la mentalidad de los pobladores. Justo
en el medio de la plaza, donde se celebraba la feria, llamó a gritos a Omega, que se
encontraba en un puesto de ventas regateándole los precios al vendedor.
La multitud quedó paralizada, y al travesti hasta le entraron temblores.
—¡Omega, Omega…! Espérame ahí… —le gritó Gerardo.
Al llegar junto al travesti lo abrazó y le dio un sonoro beso en un cachete.
Omega palideció. Por primera vez alguien lo estaban tratando como si realmente
fuera una mujer. Para colmo, Gerardo llevaba puesto su uniforme militar.
—¿Pero qué es de tu vida? —le preguntó el capitán—. La última vez que te vi
estabas con tus danzas y tus locuras, y después me enteré que te fuiste para La
Habana.
—Bueno, Gerardito…, la gente cambia; disculpa, capitán Gerardo.
Ambos habían estudiado juntos en la escuela primaria, por eso a Gerardo se le
había quedado el apodo de Gerardito entre los de su generación.
—Qué cojones es eso de capitán Gerardo, ¿desde cuándo tú me has llamado así?
Omega sonrió.
A pesar de todo, los nervios no le permitían saludar cordialmente a su antiguo
compañero de clases. Gerardo se percató de que el travesti no paraba de mirar a todos
lados en espera de alguna trampa. Aunque sus instintos no le engañaban del todo.
Omega era consciente de que más de quinientos ojos observaban cada uno de sus
gestos. Incluso algunos de los visitantes de la feria lo señalaban sin importarles la
discreción.
—¿Tú andas apurada?
A Omega no se le pasó que Gerardo la trataba como a una mujer incluso cuando
se refería a ella.
***
Día 4… 1:25 pm
El restaurante Doña Delicias era realmente un lugar espectacular y único para una
entrevista discreta. Desde que Duanys entró, lo primero que le exigió a la camarera
fue una mesa lo más apartada posible. Una vez allí, comenzó a relajarse. Mientras
más observaba el local, más a gusto se sentía. Era perfecto, cumplía con todos los
requisitos que buscaba. Alejado del pueblo, sin nadie que los conociera, y con luces
ultravioletas para crear sombras fantasmagóricas.
La mayoría de las personas resultaban irreconocibles cuando alguien sonreía, así
que de forma inconsciente los demás se abstraían con sus espectrales dientes, y
apenas se fijaban en sus rostros.
Sin embargo, las mesas no estaban tan lejanas unas de otras como hubiera
querido, pero sí lo suficiente como para que nadie le prestara demasiada atención.
Además, él ya se había percatado de que algunas parejas estaban a punto de tener
sexo allí mismo. Estaba convencido que su presencia iba a pasar totalmente
inadvertida.
Duanys miró disimuladamente a su derecha. Había una rubia digna de ser modelo
de portada. La joven, creyendo que todos permanecían enfocados en sus propios
asuntos, masturbaba al hombre a su lado, algunas veces con la mano, otras con la
boca. Su pareja, un negro musculoso pero enano, gemía de vez en cuando sin
preocuparse en lo más mínimo de que lo escucharan.
El sargento pidió una lata de cerveza Cristal junto con un entremés a una de las
tres camareras que revoloteaban avispadas entre las mesas. Las chicas brindaban un
servicio excelente, pues traían los pedidos con tanta rapidez como discreción. Duanys
no tenía hambre en realidad, pero le serviría de fachada hasta que llegara el Manco.
De sorbo en sorbo, Duanys miraba cómo la rubia continuaba masturbando a su
compañero. Muy pronto sintió una erección. La rubia le recordó a su propia esposa.
Desgraciadamente, su esposa jamás haría una locura como aquella.
—Esa es una carta buena que te tengo guardada, capitán Gerardito —murmuró
mientras se acariciaba el pene.
Gerardo me está mortificando la vida, rumió Duanys mientras recordaba la noche
anterior cuando el capitán lo puso como un zapato tras regresar a la unidad. Según
Gerardo, por tomar la iniciativa sin tener ideas de las consecuencias.
Algún día te voy a invitar a mi casa para que conozcas a mi mujer y a mi hija.
Una risa de puro placer se dibujó en los labios del sargento, como los niños
cuando están a punto de hacer una travesura.
***
Día 4… 1:40 pm
Heldrich detuvo el auto en una calle, a solo dos cuadras del restaurante.
El lugar estaba muy transitado por vendedores de frutas y golosinas, que habían
trasformado sus bicicletas en mercados móviles para desplazarse mejor con su
mercancía. Carros y camiones pasaban en ambos sentidos sin preocuparse por los
peatones que no respetaban las leyes del tránsito.
El mundo a su alrededor permanecía tan enfocado en sus rutinas diarias, que
nadie se percató de un anciano que revisaba tranquilamente el silenciador de su
pistola. Heldrich se aseguró varias veces que el mecanismo de retroceso funcionara
bien, y de paso, enroscó por segunda vez el silenciador. Se sentía nervioso y eso no
era un buen síntoma.
Tras asegurarse de los detalles más triviales, pasó a la parte más difícil de su plan:
el drenaje de su mente.
Su cerebro superdotado le permitió adquirir cualidades que a otras personas les
costaría una vida dominar. Una de aquellas virtudes era la técnica que estaba a punto
de poner en práctica. En las clases que recibió en la antigua Alemania nazi, donde sus
compañeros tardaron meses en perfeccionar aquella técnica de hipnotismo, a él solo
le tomó algunos días. Desde entonces, su vida dependió de su nivel de concentración
para llevar a cabo sus misiones.
Comenzó.
Cerró los ojos y apretó los puños con tanta fuerza como le fue posible. Fue
uniendo en su mente una mezcla de recuerdos, caras, sombras, miedos, odios… Una
vez que logró reunir aquel paquete mental, lo envió a sus puños. Entonces,
lentamente, como si un segundo fuera el equivalente a una hora, comenzó a abrir sus
puños. Mientras lo hacía iba dejando su mente en blanco, en un estado hipnótico. Si
alguien pasaba por la acera podría pensar que se había quedado dormido dentro del
auto.
Al menos durante un minuto se quedó en una claridad total; incluso, hasta los
sonidos a su alrededor se fueron haciendo cada vez más lejanos, hasta desaparecer
por completo.
Y de repente, abrió los ojos.
Ya no era Manuel, ni Heldrich, ni el espía alemán, ni el Shadowboy… Había
entrado en un trance hipnótico donde ni su propio cuerpo le pertenecía. Solo estaba
seguro de algo: no podría mantener ese estado mental durante mucho tiempo. Ya no
era tan joven como antes, su cerebro no lo resistiría.
***
Día 4… 2:10 pm
Giovanni miró hacia el final del pasillo. Sus ojos se toparon con una mirada glacial y
calculadora.
Heldrich ladeó la cabeza con un gesto muy natural, aunque a Giovanni le recordó
al de un viejo felino que estudiara el terreno de caza…; en este caso, la presa sería él
mismo. También se percató de que las manos del anciano permanecían bajo la mesa,
de seguro sosteniendo algún arma. Una sonrisa irónica cruzaba la comisura de sus
labios.
Era un error y lo sabía, aun así avanzó directo hacia el espía.
En un reservado había una joven completamente desnuda danzando sobre una
mesa; en otra esquina, varios jugadores de cartas se jugaban el todo por el todo. El
mundo a su alrededor permanecía enfrascado en divertirse y disfrutar de las hermosas
camareras, por lo que nadie les prestó atención.
Al llegar frente a Heldrich, se percató de un joven que se escondía tras un menú,
en una mesa bien apartada. Memorizó su rostro, aunque no creyó que alguien tan
inexperto estuviera bajo las órdenes del espía.
—¿Puedo sentarme? —no esperó una respuesta, haló la silla hacia atrás y se
sentó. En el inexpresivo rostro del anciano, apareció por vez primera una amplia
sonrisa, Giovanni no supo cómo catalogarla—. ¿Me permite invitarle una copa?
Heldrich asintió.
Aquello parecía estúpido y carente de sentido. Giovanni tenía todos sus músculos
tensos como cuerdas de piano; sin embargo, Heldrich parecía tranquilo, relajado,
incluso seguro de sí mismo. La tranquilidad del espía lo molestó y a la vez lo llenó de
admiración. Heldrich hizo un simple movimiento que reveló los nervios de Giovanni.
Este se llevó rápidamente una mano a la cadera.
Para alivio de Giovanni, Heldrich puso ambas manos sobre la mesa.
Los dos hombres volvieron a mirarse calmadamente. Estudiando cada centímetro
de sus rostros, como si revivieran uno de esos duelos del viejo Oeste. Giovanni imitó
a su adversario y puso las manos sobre la mesa.
¡Las manos!
Giovanni miró las manos encallecidas del anciano, era flaco y con un cutis
curtido por el sol, la piel de sus dedos parecía papel de lijar. A pesar de los años,
Heldrich debía de estar sometido a una dieta espartana, eso sin contar con el ejercicio
físico de días y días pescando o cazando por los manglares: se le veía en muy buena
forma. Quien no se hubiera leído su expediente jamás creería lo viejo que era.
***
Día 4… 2:30 pm
***
***
Por mucho que trató de convencerse a sí misma de que nada sucedía, no pudo
despegar sus ojos de la mesa en la que estaban sentados el modelo y el viejo.
Recogió algunas copas que algunos clientes dejaron sobre las mesas, e incluso fue
dos veces a la cocina para ver por qué la orden de la mesa seis continuaba
demorándose. A pesar de todos los ejercicios de distracción que uso para apartar sus
sospechas, no pudo quitarse de la mente la impresión causada por el anciano.
¿Qué era? ¿Sus ojos?
Era algo más profundo que eso.
¡La seguridad! Es eso…
Irina cayó en cuenta. La confianza que emanaba el anciano por cada poro fue lo
que llamó tan poderosamente su atención y lo que despertó todas sus sospechas. Ella
estaba acostumbrada a tratar con hombres de poder, hombres que se creían capaces de
intimidar al mismísimo Vito Corleone; conocía demasiado bien los detalles y gestos
de esa calaña.
***
Antes de trabajar como prostituta bajo las ordenes de Shangó, Irina era la maestra
orfebre más codiciada de la provincia de Villa Clara. Sus trabajos artesanales con el
oro y la plata le ganaron una merecida reputación a nivel nacional. Llegó a tener tres
joyerías y seis empleados. Aunque su talento no le hubiera bastado para triunfar en el
competitivo mundo de las joyas. Todo se lo debía a su marido, un gigantón que la
adoraba como a la niña de sus ojos.
Rubén el Mula era el vendedor de joyas y cueros más importante de la región
central de la isla. Un gigante que pesaba más de trescientas libras y con un corazón de
diamantes. El Mula, a diferencia de todos los hombres que anteriormente la habían
cortejado, fue el primero en escribirle un poema y regalarle un ramo de rosas.
Aquellos simples gestos hicieron que ella se enamorara, a pesar de que las malas
lenguas decían que andaba tras su dinero. La realidad era totalmente diferente: Irina
era feliz con Rubén, al punto que le dio un hijo que luego se convirtió en el sol de la
pareja.
En alguna ocasión, como todos, Irina llegó a escuchar que la felicidad no es
eterna… Por experiencia propia aprendió la dureza de aquella frase.
Como un castillo de naipes, todo su imperio desapareció tras el accidente de autos
que le causó la muerte a su marido. Y como las desgracias jamás vienen solas, tras la
pérdida de su soporte, la competencia comenzó a robarle su clientela.
Pero ahí no acabaron sus problemas. Sola, y con un niño de tres años, los
“amigos” desaparecieron, y las dificultades comenzaron a amontonarse. Para tratar de
salir adelante, lo primero que tuvo que hacer fue cerrar dos de sus joyerías, y
quedarse con la más pequeña. Solo de esa manera pudo concentrarse en los trabajos
pendientes.
Durante un tiempo las cosas se normalizaron…, pero no por mucho.
Algunos dicen que la belleza es una maldición. Si eso fuera verdad, Irina estaba
maldita por el resto de su vida.
Ella nunca lo pudo negar…, y estaba consciente de que fue su belleza lo que
atrajo al bonachón del Mula. Irina tenía unos ojos castaños y achinados que solo la
ayudaban a resaltar más sus carnosos labios. El uno ochenta de estatura tampoco le
permitía pasar muy inadvertida que digamos, y su cuerpo, mezcla de Barbie y la más
genuina de las criollitas de Wilson, hacía que por donde quiera que pasara todos los
hombres voltearan para mirarle las nalgas.
Uno de estos hombres fue Shangó.
***
Shangó no era hombre de darse por vencido.
Ahora lo sabía, aunque ya era demasiado tarde. La vida la enseñó a no ser tan
ingenua. Ya no confiaba en nadie, ni caía en trampas baratas.
Oculta tras el mostrador, continuó mirando a los dos hombres, al extranjero con
su sonrisa de modelo y al anciano con sus misteriosos ojos. Mientras los observaba,
se abandonó al recuerdo nuevamente, y de cómo fue que llegó a estar al frente de ese
maldito restaurante.
***
La trampa se la tendió uno de sus mejores amigos.
Irina había escuchado la frase: La traición real no proviene del enemigo, sino de
quien equívocamente llamas amigo…
Ella creyó que esas cosas nunca le pasarían…, y una vez más se equivocó.
Humberto, un “amigo” que también se dedicaba al negocio de las joyas, le pidió
que le guardara varias cadenas de oro de 24 quilates en la caja fuerte de su tienda,
porque la suya estaba en reparaciones.
Irina accedió.
A las tres de la madrugada llegaron los carros de la policía. Como su casa
conectaba con la tienda, la obligaron a que abriera la caja fuerte, encontrando así las
cadenas de un supuesto robo. Irina quedó paralizada por el pánico. Quiso explicarles
a los oficiales que todo era un mal entendido. Que aquellas cadenas no eran suyas,
pero de nada le sirvieron las súplicas.
Sus gritos se multiplicaron al ver ante sus propios ojos, cómo una trabajadora
social entraba en su casa, vestía a su hijo y se lo llevaba.
Todo pasó tan deprisa, que ella misma no podía entender su realidad; por un
momento llegó a creerse víctima de algún reality show macabro o algo por el estilo, y
que en cualquier instante aparecería alguien sonriente para decirle que aquello no era
más que una broma…; pero nadie apareció jamás.
***
Irina fue acusada de cómplice de robo y sentenciada a ocho años de prisión.
Humberto, su amigo, testificó en su contra y alegó que jamás había visto aquellas
cadenas. El supuesto ladrón, un hombre a quien ella no conocía, afirmó que le había
pagado las cadenas en cash. Irina comprendió que la estaban inculpando de un crimen
falso; pero por más que se esforzara en comprender, no encontraba las razones para
***
En la primera semana de su nueva vida como reclusa, sus propias compañeras de
celda trataron de violarla dos veces.
El lesbianismo dentro de la prisión era una norma y estilo de vida. Quienes no lo
practicaran, eran obligadas a hacerlo. Su tamaño, y el hecho de estar en excelentes
condiciones físicas, la ayudaron a defenderse como una tigresa. El resultado: le rajó
la cabeza a otra reclusa contra una litera. Por este acto de violencia no justificada —
según la oficial a cargo de la prisión—, fue enviada al Bloque B.
Irina aún no podía comprender cómo aquella maldita cadena de malos
acontecimientos podía seguir estirándose…, y lo peor era no saber cuánto más ella
resistiría.
***
El Bloque B era la cream de la prisión.
Esa sección estaba solamente destinada a asesinas y violadoras… Irina jamás
había escuchado de mujeres violadoras. Solo la primera noche le bastó para saber que
no aguantaría mucho sin convertirse en la hembra de aquellos hombres con tetas y
vaginas, que la miraban con lujuria así fuera a defecar. Irina se sintió entre aquellas
mujeres como un trozo de carne frente a la jaula de las leonas.
Asombrosamente, sobrevivió sin más altercados. De hecho, no solo la primera
noche, sino toda una semana. Lo suficiente para sentirse confiada…: otro de sus
tantos errores. Al finalizar el séptimo día, por primera vez se llenó de valor y fue a las
duchas, llevaba todo ese tiempo sin bañarse, simplemente lavándose con un pequeño
baso. Esperó que todas salieran y cuando no hubo nadie se apresuró a meterse bajo
uno de los chorros.
—¡Oh, Dios! Esto lo necesitaba.
Irina pudo sentir la suciedad desprendiéndose de su piel, y al fin pudo relajarse y
estirar las…
En ese instante —como de la nada— se materializaron seis mujeres. Irina
comprendió demasiado tarde que desde el primer día aguardaban con suma paciencia
ese momento, como las leonas a sus presas.
***
La enorme negra, con su nariz chata como la de un gorila, se aproximó al grupo
prácticamente sin que nadie la notara. Las seis mujeres estaban muy concentradas en
su víctima, para cuando vieron lo que se les abalanzó encima, ya fue demasiado tarde.
La negra escogió de primera a la flaca líder, la cogió por el pelo y la levantó en
peso; y esta, sorprendida, se retorció como una serpiente mientras le pedía ayuda al
resto del grupo.
Cuando la flaca vio quién la vapuleaba por el pelo, palideció al instante. Aun así
fue capaz de lanzarle un puñetazo. La negra paró fácilmente el golpe y con un puño
cerrado le golpeó sin piedad el rostro. Los golpes no fueron al azar, como comprendió
Irina. Cada puñetazo fue repetido en una continua secuencia hacia el mismo lugar.
Encima del ojo izquierdo.
Para cuando la flaca cayó al piso, su rostro estaba hecho trizas.
Una de las “tenientes” de la flaca, cometió el error de lanzarse en defensa de su
jefa. La negra retrocedió con la agilidad de un gato y esquivó la lluvia de puñetazos,
atrapando en el aire una de las manos. Lo siguiente que la “teniente” intuyó, fue que
su espalda iba a estallar contra el suelo.
Irina comprendió que su rescatista debía de ser una experimentada judoca. Pues
desequilibró a la mujer con tanta facilidad como si de un niño se tratara, para después
montársela en la cadera y hacerla volar por los aires.
El resto de las violadoras dio por finalizada la pelea.
La negra, con unos drelos que le llegaban a las nalgas, tenía un aspecto
imponente. También iba desnuda. Pero su cuerpo, a pesar de las cientos de libras de
más, solo mostraba músculos que sería mejor no retar.
—Lo voy a decir una sola vez —dijo la negra apuntando a las seis mujeres con su
dedo índice—: esa china de ahí es mi puta desde hoy…
Irina comprendió que había saltado del combustible al aceite hirviendo.
—No me gusta repetir las cosas, ¿quedó claro?
Ninguna de las seis mujeres dijo una palabra, pero todas asintieron con la cabeza
y salieron de las duchas.
***
Un mes después Irina tuvo su primera visita.
Aquello era raro, pues no tenía quién la visitara. Sus padres murieron en un
accidente cuando solo tenía siete años. Desde entonces la crio una tía política hasta
que tuvo la edad suficiente para alquilarse su propia habitación. La tía murió de un
cáncer dos años después de que ella abandonó la casa. Así que no tenía familia
inmediata ni amigos, a excepción de su hijo. ¿Entonces, quién sería la visita?
Para salir al salón de reuniones tuvo que someterse a un cacheo. Una de las
carceleras le guiñó un ojo y le entregó un número escrito en un trozo de papel.
—¿Y esto?
—Es el número de tu mesa. Es un reservado.
—¿¡Un reservado!?
La carcelera la llevó hasta el salón de reuniones.
Como otras reclusas le habían contado, un “reservado” era una mesa especial
separada del resto del salón. Contaba incluso hasta con una pared. Quienes podían
acceder a esos lugares tan codiciados por su intimidad, siempre debían sobornar al
oficial de guardia.
Irina entró a una sala repleta. Los familiares, fácilmente identificables por sus
***
Irina regresó a las celdas.
Durante el trayecto tuvo que detenerse dos veces para no caerse en el piso. Los
nervios la traicionaron y no podía contener el llanto. Acababa de venderle su cuerpo y
su alma al diablo, sin retorno.
Fue hasta el comedor principal, pues sabía que Sandra estaría comiendo a esa
hora. Caminó prácticamente guiándose con las manos, pues la neblina de lágrimas le
impedía ver el pasillo. Al entrar al comedor respiró profundo y se calmó un poco.
Sandy la miró con curiosidad al verla en semejante estado. En el comedor se hizo
un silencio cuando Irina, con su figura de modelo, atravesó las mesas y fue hasta
donde estaba su guardiana.
Para asombro de todas las presentes, incluida Sandra, Irina tomó el rostro
gigantesco de la negra y le dio un apasionado y largo beso en los labios. El comedor
comenzó a aplaudir.
—¿Y esto a qué viene, china?
—Me tengo que ir.
Sandra era demasiado lista y comprendió rápidamente la situación.
—El hijo de puta que te metió aquí te propuso un mejor trato, ¿verdad?
***
Shangó disfrutó de ella durante más de un año. Después, como si de una pieza de
arte se tratara, la subastó en una fiesta llena de importantes empresarios extranjeros.
Pagaron cincuenta mil dólares por una noche con ella.
Mientras la poseían, Irina supo al menos cuánto valían sus nalgas.
Después de aquel éxito, Shangó se encargó de prostituirla entre grandes
personalidades, tanto de la isla como del extranjero. Así fue como llegó a acostarse
con importantes empresarios de renombre internacional, quienes se daban una
escapadita de sus países para visitar Cuba y gozar de sus placeres.
También participó en las orgías de peligrosos coroneles y generales cubanos.
Precisamente en una de esas fiestas, fue donde su dueño le presentó al Chino, quien
era su mano derecha en todo lo relacionado con los restaurantes y juegos. Incluso,
hasta le atendía las salas de filmación, los nuevos estudios pornográficos que acababa
de inaugurar Shangó. Al ver que al hombre se le caía la baba por ella, Shangó le
ordenó que se lo llevara a la cama. Irina le sonrió a su dueño y cumplió sus órdenes.
Según él, su amigo se la merecía por todos los servicios prestados.
Para ese entonces, después de tres años trabajando bajo las ordenes de Shangó,
este supo apreciar sus talentos para la administración y los negocios. Entonces la
puso a trabajar bajo las órdenes del Chino. Así fue como pudo salirse de la
prostitución, aunque en ocasiones, algunos clientes del pasado la reclamaran.
Cuando comenzó a trabajar en el restaurante, Shangó le dio carta abierta…; o sea,
que podía hacer y deshacer a su antojo. Y por supuesto, su excelente administración
solo logró triplicarle las ganancias al traficante.
***
Y allí estaba, atenta con sus hermosos ojos a cada movimiento de aquel anciano.
¿Quién era? ¿Qué quería?
Shangó jamás enviaba mensajeros. Era extremadamente paranoico.
Cuando el joven se marchó, el anciano se permitió saborear la copa de vino por
***
Día 4… 3:26 pm
***
Día 4… 3:38 pm
Heldrich siguió a Irina por un estrecho pasillo que tenía las paredes cubiertas por
cajas y cajas de cervezas, vinos y rones.
Mientras caminaban, el espía observó atentamente el lenguaje corporal de la
chica. La joven avanzó segura y sin mirar ni una vez hacia los lados, en caso de que
le estuvieran tendiendo una emboscada ella no podría haberlo disimulado mejor.
Según la información que tenía sobre Irina, era una mujer muy inteligente, pero nada
que ver con una profesional capaz de conducir a un experimentado asesino a una
emboscada…, aunque siempre había una posibilidad de equivocarse.
Llegaron ante la puerta de la oficina del Chino.
Heldrich comprendió que se trataba de una nevera convertida en oficina. Palpó la
gruesa pared y contuvo una sonrisa. La pared de acero reforzado debía medir más de
cinco pulgadas. Lo que significaba que solo tenía una puerta de entrada y salida.
—Adelante —le indicó la chica.
—Usted primero; si no, qué clase de caballero sería yo.
Irina pareció indecisa.
—Al Chino no le gusta que las mujeres estén en las reuniones de negocios —con
una amplia sonrisa agregó—, ya sabe, “cosas de hombres”.
—Insisto: usted primero.
Irina no se hizo de rogar, lanzó un suspiro de impotencia y abrió la puerta.
Heldrich la siguió de cerca. Ni por un instante Irina se imaginó que estaba sirviendo
de escudo humano. Una rápida mirada al interior fue suficiente para ubicarse dentro
de la pequeña habitación, o nevera, ya que eso es lo que era.
A la izquierda estaba el Chino sentado en su escritorio, a pocos pasos de él, justo
a la derecha un gigante le protegía la espalda. El hombre se puso tenso al no poder
ver por unos segundos quién estaba entrando. Pero se relajó cuando vio que era Irina.
Relajarse fue el primer error que cometió Orestes.
Heldrich actuó rápidamente, usando el factor sorpresa como su arma preferida. Le
puso una zancadilla a la joven a la vez que le propinaba un fuerte empujón por la
espalda. Irina salió proyectada hacia adelante sin poder contener un grito de sorpresa.
En ese momento, Orestes cometió su segundo error: perdió de su campo visual a la
persona que venía entrando para contener la caída de la joven.
De igual manera el Chino se levantó, sorprendido ante la caída.
Por tres segundos lo perdieron de vista. Suficiente tiempo para que Heldrich
sacara su Luger con el largo silenciador. Después cerró la puerta tras su espalda, no
***
Día 4… 4:35 pm
***
Lucía observó cómo el Nava se abría paso a codazos y empujones perdiéndose
entre la multitud. Mario y Miguel lo siguieron.
Ella también tuvo que empujar a la pared humana que se había formado para
llegar al centro. El espectáculo que encontró hizo que su corazón latiera a mil
pulsaciones por segundo.
Nancy estaba de rodillas pegada a una pared. Tenía un ojo hinchado y no paraba
de llorar. Lucía no lo pensó dos veces y corrió hacia ella. La joven la reconoció al
instante y se abrazó de su cuello como si tuviera cinco años, dándole la espalda a la
escena que se desarrolló.
Sus dos primos se habían atrincherado de tal manera que no dejaban que el tal
Pablo, a quien Lucía reconoció como el padre de Nancy, se moviera o intentara
escapar. Quedaba solamente una salida y era a través del Nava.
Esto lo tienen ensayado, sospechó Lucía.
La confirmación de sus dudas la vio más que aclarada cuando Miguel y Mario se
levantaron sus camisas, dejando a la mirada de todos los presentes los cabos de
enormes cuchillos.
¿De dónde diablos sacaron esos puñales?, se horrorizó Lucía, mientras recordaba
que jamás se había percatado de que los usaran. El mensaje que proyectaron los
gemelos era claro: quien se metiera no iba a salir muy bien parado.
¡Pero qué ingenua he sido…! le había regalado a Mario y al Nava dos pequeñas
navajas de supervivencia, cuando ellos usaban cuchillos como el de Rambo.
El tal Pablo parecía un tigre acorralado, por lo que Lucía tuvo miedo por el Nava,
bien sabía que los animales más peligrosos son los que se sienten atrapados. Pero
entonces reparó en el rostro del Nava y temió por el desenlace.
Ante ella se mostraba la realidad de quiénes eran realmente sus primos y el
mulato.
¡Por eso el Brujo reaccionó de aquella manera! recordó la vez que cambió sus
dólares en la casa del santero.
Pablo se abalanzó sobre el Nava, pero este lo esquivó fácilmente y acto seguido le
puso una zancadilla. El hombre rodó por el piso. El Nava no fue caballeroso, Lucía
sabía que en una pelea callejera la caballerosidad no existía, y el Nava no iba a
romper las reglas.
Pero fue la manera en que se movió el multado, lo que le demostró que aquello no
***
Día 4… 4:20 pm
***
Existen cuatro maneras de catalogar un diamante: acabado de la talla, peso,
pureza y color…
Irina inhaló aire y comenzó a dejarlo escapar como si en un suspiro se fueran a ir
todos sus problemas actuales. Después de mirar por casi treinta segundos cada roca
ya tenía un resultado.
Sin lugar a dudas, no necesitaba un espejo para saber que estaba pálida. Y no
precisamente porque hubiera dos muertos en la habitación.
—¿Y bien? —Preguntó Manuel—. ¿Qué te parecen?
Irina miró esta vez al anciano más intrigada que asustada.
—¿De dónde sacaste estos diamantes? —fue su única respuesta.
—¡Oh! ¿Interesada? Mmm, ya, qué bien; pero vamos a dejar algo claro —dijo
suavemente Manuel, no obstante, sin abandonar su tono de autoridad—: yo te hago
las preguntas, ¿de acuerdo?
Irina regresó a la realidad. Estaba frente a un asesino que no dudaría ni un
segundo en meterle una bala entre los ojos.
—Los diamantes… ¿de qué tipo son?
Cada pregunta la intrigaba más. Primero quería saber de unas maletas cargadas de
armas, ¿esto lo convertía en un traficante de armas que intentaba sabotear una
entrega? No realmente.
Después, ¿qué para quién trabajaba Shangó? ¿Acaso era un asesino enviado para
eliminar la competencia?
Ahora le preocupaba el precio de unos diamantes… ¿Qué quería en verdad?
***
***
Julio Sandoval había aprendido muy bien cómo mover los hilos que controlan las
almas de las personas. Durante su etapa en Rusia, la KGB le enseñó a reconocer,
catalogar y reclutar a los tres tipos de espías más famosos. Los primeros de su lista
eran los más comunes, aquellos que por dinero vendían hasta a su madre…
Ese tipo de espías solían ser los más reclutados por la CIA. Hombres y mujeres de
sangre fría capaces de robar y vender información. Por lo general, estos eran los que
menos tiempo duraban con vida en el peligroso negocio del espionaje.
Desgraciadamente para Sandoval, el DI no contaba con un amplio presupuesto.
Precisamente por eso, Julio ordenó crear un fondo monetario especial destinado
solamente a mantener contentos a sus informantes.
De dónde salía el dinero, siempre fue un misterio para todos.
Los segundos que estaban en su nómina de trabajo, eran los apodados
“inconformes”, aquellos que daban información de alguna agencia o gobierno solo
por el simple hecho de vengarse de su jefe, de una novia, de los extraterrestres, de la
vida, de lo que fuera… Por lo general, los “inconformes” no eran muy caros. Solían
adaptarse a cualquier oferta monetaria que se les ofreciera.
Por último estaban los “creyentes”.
Estos últimos ocupaban el tercer lugar en la lista. Eran los más peligrosos de
todos. Debido a que creían en el comunismo con una fe ciega, una fe tan extremista,
que en varias ocasiones llegaron hasta a cometer actos suicidas.
Durante los años cincuenta y hasta los noventa, la mayoría de los países
latinoamericanos creyeron en el comunismo como una verdadera religión, donde su
Dios era Lenin. Por eso al Titiritero no le faltaron excelentes espías a todo lo largo del
continente. Aprovechando ese fanatismo, Sandoval creó una de las redes de
Inteligencia más amplias y complejas a todo lo largo y ancho de los países
sudamericanos. La propia CIA abrió en su contra más de seis expedientes, tanto por
tráfico de armas como por apoyo a las guerrillas de la FARC.
Si en algo coincidían todos esos expedientes, era en que Sandoval estaba
catalogado como un Mastermind (mente maestra) del espionaje internacional.
***
La casa originalmente había pertenecido a Emilio Díaz Salazar, uno de los doctores
más reconocidos en Latinoamérica durante la década de los cincuenta. Considerado el
mejor en su rama; cirujano máster en operaciones renales. Su fama ya era reconocida
internacionalmente, por eso se pasaba más de la mitad del año viajando por el mundo
para impartir conferencias. La otra mitad se la pasaba en su mansión de Varadero.
Cuando la Revolución Cubana logró su triunfo en 1959, Emilio Díaz y su familia
tuvieron que exiliarse de la Isla, sus propiedades automáticamente pasaron a ser
nacionalizadas por el nuevo Gobierno castrista. En la nacionalización se incluyeron
grandes parcelas de tierra, cuatro restaurantes de lujo, dos hoteles, una clínica
privada, y la casa de Varadero.
La casa, llamada Villa Alegre, estaba ubicada frente a la playa más famosa de la
isla. Contaba con su propia bahía, donde tenía un muelle capaz de recibir un buque
mercante…, y junto al muelle, Díaz solía anclar su catamarán.
Para alguien que nunca hubiera estado en la casa, con un simple vistazo a los
alrededores le bastaría para comprender que la mansión fue diseñada exclusivamente
para los gustos más acérrimos de su dueño. Originalmente tuvo ocho habitaciones:
seis baños, tres cocinas, una terraza que daba a un acantilado con una vista directa al
mar, y una piscina de agua salada.
En 1988, Villa Alegre pasó a ser propiedad de Julio Sandoval como estímulo por
su excelente servicio a la Revolución Cubana. Este la convirtió en su residencia
personal, a pesar de que tenía seis casas más repartidas por cada rincón de la isla,
aquella era su favorita.
Sandoval, quien adoraba estar rodeado por su familia, mandó a hacer varias
remodelaciones a la casa a precios multimillonarios. El dinero no era problema para
él, por lo que escogió todo de puro lujo. Bajo la supervisión del general, y una cuenta
para gastos de construcción ilimitada, Villa Alegre fue remodelada desde sus
cimientos.
***
En los nuevos arreglos se le incluyeron ocho habitaciones más a la mansión.
También fueron construidas, a menos de cien metros, dos casas para visitas,
equipadas cada una con tres habitaciones. El área de recreación fue ampliada con dos
nuevas piscinas, una de ellas bajo techo y con aguas climatizadas —solo para el uso
***
El general Julio Sandoval acababa de cumplir ochenta y cinco años.
Su avanzada edad no era un impedimento para continuar en su posición de
trabajo, ya que su mente seguía fresca y afilada como una navaja. Y que Dios librara
a quien osara mentarle el tan odiado “retiro”.
Sandoval había hecho su carrera bajo la doctrina comunista, y esta enseñaba que
los líderes dirigentes de las masas solo dejaban sus cargos de poder cuando se fueran
a la tumba.
Esa mañana estaba sentado frente a la piscina de los niños. Una fuerte brisa
proveniente de los acantilados le despeinó las pocas canas que le quedaban. Dentro
de la piscina había más de ocho niños de diferentes edades. Todos eran sus nietos y
bisnietos. Jugaban a dispararse con los cañones de agua que los diseñadores habían
incorporado en las esquinas. El resultado era una verdadera batalla naval. Dentro de
la piscina había un barco pirata hundido, el cual contaba con canales y toboganes. Por
suerte para los más pequeños, el barco les servía de base estratégica para impedir el
ataque de los mayores.
—¡Julito…! ¡Julito…! —gritó el general desde su trono: una banqueta con una
enorme sombrilla cubierta de girasoles. En esos momentos hacia la función de
guardián de la piscina—. Devuélvele el muñeco a tu hermana.
Un niño de casi nueve años le devolvió un tiburón inflable a su hermana pequeña.
La niña abrazó el muñeco y luego intentó treparse sobre él. Tras varios intentos lo
consiguió, solo para caerse al instante. Aquella momentánea derrota no la disuadió, y
tras escupir un poco de agua y arreglarse los cabellos que se le pegaban en la frente,
volvió a la carga.
Sandoval dejó escapar una carcajada de puro gusto. Orgulloso miró a uno de sus
guardaespaldas, quien sin abandonar su recorrido alrededor de la piscina, también se
rio.
—¿Viste eso? —Le comentó el general a su guardia—, ¡es una fiera la chiquilla!
***
El ruido de los rotores de un helicóptero soviético Mi-24 hizo que los niños
detuvieran su juego y prestaran toda su atención al cielo. Al instante la poderosa nave
pasó cerca de la piscina, estremeciéndolo todo a su paso. Los pequeños infantes
comenzaron a gritar y aplaudir, mientras que otros improvisaron imaginarias armas
con sus manos y las dispararon contra el enemigo aéreo. Las niñas, un poco menos
agresivas en los juegos de guerra, se conformaron con hacer abanicos con sus manos
esperando que de alguna manera el piloto las viera y las saludara.
El Mi-24 se detuvo frente a la casa y apuntó su hocico hacia la piscina. Justo
debajo del morro, la torreta móvil que sostenía una ametralladora YakB de 12.7 mm
se movió amenazadoramente. La operación no duró más de cinco segundos. Tiempo
más que suficiente para ponerle los pelos de punta a Sandoval.
El general bien sabía que el piloto solo estaba haciendo su trabajo de
reconocimiento, ¿pero qué pasaría si el piloto fuera un renegado capitalista?
El helicóptero hizo un rápido giro y desapareció tan rápido como llegó. Julio dejó
escapar un leve suspiro de alivio. Por suerte nadie notaba sus miedos. Dentro de
cuarenta y cinco minutos el piloto regresaría y repetiría la misma operación.
Sandoval no podía evitar el odio que sentía hacia los pilotos de las Fuerzas
Armadas Revolucionarias. Verlos en esas poderosas naves era uno de los pocos
miedos que se atrevía a expresar públicamente. Mientras el helicóptero se alejaba
recordó un nombre.
Orestes Lorenzo.
¡Ese hijo de puta…! murmuró para sus adentros.
El exmayor Orestes Lorenzo fue un piloto que desertó de las Fuerzas Armadas el
20 de marzo de 1991. Sandoval recordaba perfectamente la fecha, ya que por culpa
del mayor, todo el servicio de Inteligencia de Cuba quedó en ridículo al no poder
impedir la fuga.
¡Pero quién diablos podía imaginarse que algo así iba a pasar! Esa fue su
respuesta en aquel entonces, aunque nunca le sirvió de mucho consuelo.
Lorenzo huyó nada más ni nada menos que con un caza MIG-23, en un vuelo que
se suponía sería de entrenamiento. Con la poderosa nave, el mayor cruzó en solo diez
minutos la distancia entre Cuba y el estrecho de La Florida. Su espectacular vuelo a
ras de agua no solo impidió que los radares cubanos detectaran la fuga, sino que
incluso los propios americanos descubrieron un avión caza artillado hasta los dientes
justo cuando aterrizó en la estación aeronaval de Boca Chica, en los Cayos de la
Florida.
La proeza del piloto se convirtió en un fenómeno mediático en pocos meses. Y
***
Antonio tenía cincuenta y ocho años y era teniente coronel del DGI. No solo por
ser el primogénito, sino por su mente calificada para tomar duras decisiones, como la
de su padre, es que se había convertido en el favorito de Sandoval.
—¿Qué pasa, muchacho? —le preguntó su padre al ver la cara que traía.
Antonio le ofreció la copa y ambos brindaron.
—Papá, tenemos una situación.
Antonio jamás llevaba los problemas del trabajo a las reuniones familiares, sabía
muy bien cuánto molestaban esas cosas al viejo. Así que algo importante debía de ser.
Armándose de toda la paciencia que pudo, Sandoval le sonrió a su hijo.
—¿Cuál es el problema que no puede esperar a la semana que viene?
—Los muchachos del G-12 encontraron algo muy peligroso.
Sandoval frunció las cejas.
El G-12 era una organización de seguridad que se encargaba de asuntos de
máxima importancia a nivel internacional. En los papeles, esa sección no existía.
—¿Recuerdas la lista que te dieron los agentes del KGB?
Sandoval dejó escapar un gruñido. Aquella lista de agentes desertores de la
antigua y desaparecida Unión Soviética seguía activa a pesar de los años. Aunque la
KGB fue desactivada tras el derrumbe del campo socialista, muchos de sus generales
seguían contratados por todo el mundo. No había que ir muy lejos: el propio
presidente de Rusia era un ex agente del KGB.
—Los muchachos acaban de encontrar al más buscado de todos.
—¡No me jodas! ¿Cómo?
—Recuerdas el proyecto de la UCI.
La UCI (Universidad de Ciencias Informáticas de Cuba), no solo se especializaba
en graduar a futuros informáticos. La Universidad tenía una sección destinada a la
creación de programas que pudieran ser usados por los servicios de Inteligencia.
—¡Sigo sin entender!
—Uno de los genios de la universidad creó un programa de identificación facial y
huellas dactilares. Convirtieron los archivos que teníamos en papel en formato digital,
y solo así apareció nuestro hombre.
A Sandoval no se le daba muy bien la tecnología moderna, por lo que no insistió
***
Día 4… 9:15 pm
Lucía, con manos temblorosas, llenó el vaso plástico dentro del cubo de agua y
comenzó a dejarlo caer a través de su cuerpo desnudo. Volvió a llenarlo y levantó esta
vez más el brazo para que en su caída el agua hiciera la función de ducha. El pequeño
chorro cayó en sus senos, su rostro, su cuello y su espalda. Mientras lo hacía, dejaba
escapar un suspiro. En ese suspiro trató de que toda la tensión del día se le escapara,
pero sin mucho éxito.
Minutos antes, la abuela le había calentado un caldero de agua casi hirviendo, se
la había echado en un cubo, el cual debía llevarlo a un tanque para echarle agua fría,
hasta que tomara una temperatura adecuada.
Lucía jamás se había preguntado de dónde saldría el agua caliente de las llaves de
su apartamento. Sabía que en algún lugar había una caldera que la mantenía así, nada
más. En Cuba, un acto tan simple como tomar una ducha se tornaba algo primitivo.
Pero las sorpresas no acababan allí, a pesar de las advertencias de sus primos de
que no tomara agua de las pilas, ya que su estómago no estaba preparado para
asimilar las miles de bacterias que contenían los acueductos cubanos, ella los ignoró
y lo hizo. El resultado fue terrible: unos dolores insoportables de barriga seguidos de
una ola de diarreas le impidieron moverse del baño por varias horas… Después de
usar el inodoro, se percató de que el sistema de descargue no funcionaba. Pasó la
vergüenza de su vida al tener que llamar a sus primos para saber cómo diablos
descargar su propia mierda. La respuesta era sencilla: llenar un cubo de agua que
estaba justo a su lado y dejárselo caer a presión sobre el inodoro.
Volvió a llenar el vaso.
El pequeño baño contaba con una puerta y una ventana, desde la cual se veía el
patio. Afuera estaban sus primos y el Nava manteniendo una acalorada conversación.
Lucía recordó una vez más los acontecimientos del día.
Primero todo lo que pasó en la cueva, después, el descubrimiento que les
cambiaría sus vidas… ¡un submarino alemán! Aún lo pensaba y no asimilaba la idea.
Miró por la ventana y vio los gestos del Nava, no podía negarlo un segundo más.
Deseaba con todas las fuerzas de su alma que aquel mulato la poseyera. Era una
atracción hasta cierto punto obsesiva, algo que jamás había sentido por nadie.
Mientras veía cómo hablaba con sus primos y estos negaban con la cabeza, sintió
cómo sus pezones se erguían y su respiración aumentaba.
Tuvo una leve fantasía en la cual el Nava abría de repente la puerta del baño…
Sus manos húmedas comenzaron a tocarse los labios de su depilada vagina. Como
***
—O eres bien estúpido o tienes los cojones en la cabeza para venir hasta aquí —
esas fueron las palabras de bienvenida del Nava.
Gerardo le sonrió y saludó a los gemelos.
—¿Qué quieres? —le preguntó Mario mientras caminaba y se ponía a la espalda
de Gerardo.
Lucía miró desde la ventana y se llevó las manos a la boca. Esa era la posición
que los gemelos usaron para cortarle la retirada al padre del Nava. Sin embargo,
Gerardo no parecía asustado.
De repente el Nava empujó por el pecho a Gerardo.
—Te has vuelto una mierda…
Antes de que repitiera un segundo empujón, Gerardo se deslizó rápidamente hacia
un lado mientras empujaba al Nava y a la vez quedaba frente a Miguel, el
***
—Hasta que no se partan un hueso no van a parar.
La voz de Manuel puso fin al juego.
Gerardo sintió un estrujón en su estómago. Como si acabara de tragarse una soga
llena de nudos. Los gemelos se levantaron del piso y corrieron a saludar a su abuelo.
El Nava los imitó.
Desgraciadamente, Gerardo se dio cuenta de que ya no eran los mismos niños de
años atrás.
Gerardo buscó la mirada de Manuel. Ese día, y en ese instante, descubrió cuanto
él había crecido. De un solo vistazo supo que nunca había conocido en verdad al
anciano. Los ojos de Manuel, de un azul intenso, solo le recordaron la oscuridad que
trasmiten las pupilas de los escualos.
Las aguas tranquilas suelen ser las más profundas, recordó Gerardo.
Llenándose de valor hizo la pregunta.
—Cómo está, Manuel —lo saludó cortésmente—, ¿todo bien por la playa?
Manuel dejó escapar un suspiro.
Aquí vamos.
Gerardo no estaba seguro de si Manuel lo había reconocido en el restaurante. Pero
no lo creía posible, ya que estuvo ocultando su rostro tras el menú todo el tiempo, y
ni por un instante sus miradas coincidieron.
—Todo bien, ya sabes, la pesca, la lucha del día a día.
Estaba mintiendo.
—¿Hoy se pasó todo el día en la playa? —preguntó Gerardo como quien no
***
Día 4… 10:12 pm
***
Isabel estaba leyendo una novela de espías acostada en la cama. Los libros de
suspenso eran sus favoritos. Por eso, una de las cosas que más disfrutaba del día era
el momento de acostarse. Junto a su lado de la cama tenía su lámpara artesanal, la
encendía, abría su libro en la página marcada, volvía un párrafo atrás para entrar en
circunstancia, y comenzaba a leer.
Esa noche había acostado a Isabela temprano, pero no sin mucho esfuerzo. Tuvo
que contarle tres veces la misma historia de la princesa, el príncipe encantado
convertido en sapo, y la bruja que lanzaba maldiciones a diestra y siniestra. Por fin,
justo cuando iba a comenzar por tercera vez, su hija acabó vencida por el sueño.
La tapó con la sabana de princesas, (su preferida) le dio dos besos en la frente y
se deslizó hasta su cama. Por mucho que Duanys insistiera, a ella no le gustaba que la
Nena durmiera en otra habitación.
Una vez acomodada, se apresuró a abrir el libro. Necesitaba terminar el capítulo
que estaba leyendo cuanto antes, de lo contrario le iba a dar un colapso. El
protagonista acababa de descubrir un complot para asesinar al presidente, ¿pero
llegaría a tiempo para evitarlo?
En ese momento, Isabel escuchó el cerrojo de la puerta, alguien intentaba
***
No debí haberme tomado tantas cervezas con ese imbécil del Manco.
Apoyándose contra la pared entró a su cuarto.
En una esquina estaba la cuna con la bebé, que roncaba como un adulto. A pesar
de que la Nena tenía su propio cuarto con su cama, Isabel siempre insistía en que
durmiera en el cuarto con ellos.
Su madre, por otra parte, parecía estar dormida. ¡Quizás lo estuviera, quizás
no…! Él sabía de sobras que Isabel siempre estaba inventando pretextos para no
cumplir con sus deberes de esposa.
Al principio era diferente, recordó con cierta angustia. “Pero todo cambió desde
que regresó de aquella maldita escuela militar”.
Ella jamás le contó por qué la habían expulsado, y su suegro tampoco hizo
comentarios. Pero a Duanys le llegó la verdad de lo ocurrido.
Atraparon a la muy zorra en la cama de un cadete… Gerardo, el mismo capitán
que ahora se las daba de jefe.
Cuántas vueltas podía dar la vida. Hasta donde le habían contado, a Gerardo le
gustaba mucho Isabel —no pudo evitar una sonrisa compulsiva—. Capitán, algún día
te voy a enseñar a mi esposa y a mi hija, solo para disfrutar con tu cara de sorpresa.
Duanys estaba consciente de que Isabel no era más que una puta, y como a
cualquier puta de las tantas que había tenido, le habría encantado revolcarse con ella
en la cama y luego dejarle algunos billetes. Pero le tocó la maldita suerte de que en
los planes de su padre estuviera aquel matrimonio. A los dos viejos coroneles les
convenía la unión de sus hijos, al estilo de la época feudal. Y Duanys, evitando
oponerse a su padre, aceptó el matrimonio.
Por eso la boda se celebró en menos de una semana.
La luna de miel fue en un hotel cinco estrellas junto a las playas de Varadero. El
padre de Isabel, mediante sus amigos del turismo, consiguió reservaciones para la
pareja de recién casados. ¡Y nada menos que en una suite presidencial!
Duanys se relamió al recordar la primera vez que la vio completamente desnuda.
¡Qué hembra! fueron sus únicas palabras.
Aquella noche la poseyó tres veces. No era virgen, por supuesto, y qué lástima,
***
Día 4… 10:12 pm
Como muchas de las carreteras del interior del país aquella también carecía de
alumbrado público, y esto beneficiaba al comando de mercenarios.
Tras asegurarse de que no los seguían, se introdujeron por un sendero junto a la
carretera. Avanzaron más de un kilómetro por un camino sin asfaltar y rodeados de
cañaverales hasta llegar a un claro.
—Es el lugar perfecto —dijo Giovanni mientras olfateaba el aire.
Cayeron algunas gotas de lluvia, mojando los surcos de cañas resecas; esto
provocó que el aire se cargara con su propia fragancia, una mezcla de tierra y
humedad. Era el anuncio de que una tormenta estaba a punto de estallar. Antes de que
comenzara a llover, Giovanni dio la orden de que montaran el campamento y crearan
un amplio perímetro.
Tener que acampar a la intemperie era una de sus tantas opciones. Pero Giovanni
la prefirió antes que reservar una habitación en una casa de hospedaje. Las palabras
del espía habían calado demasiado profundo en su mente. En esos momentos no
confiaba en nada ni en nadie. Por otro lado, estaba el verdadero problema: ¿quiénes
estaban ayudando a Heldrich y hasta dónde llegaban sus contactos?
Mientras abrían algunas latas para preparar algo de comer, Alex hizo el primer
recorrido. Como medida de prevención, Giovanni les dijo que se pusieran los
chalecos antibalas que llevaban dentro de las maletas. Desde el momento que salieron
del restaurante, todos se incorporaron una pistola a la cintura. A pesar de la
incomodidad, prefirieron colocarles los silenciadores.
Giovanni fue hasta su maleta y buscó el teléfono satelital. Marcó por segunda vez
el número de acceso directo a la oficina de Kruger.
Solo timbró dos veces.
—¿Sí?
Giovanni reconoció al instante la voz de su jefe.
***
—¡Por fin! Esta vez háblame claro. Quiero un reporte detallado.
Durante las últimas horas, Kelly no se había separado de su jefe. Suerte para
John, pues así tenía a alguien que soportara sus maldiciones. La chica fue y le sirvió
un vaso de té, que siempre lo ayudaba a pensar cuando se encontraba con situaciones
estresantes.
—Ni Jack ni Shangó regresaron del lugar de encuentro —comenzó a explicarle
***
El guardaespaldas se aceró a la piscina y le alcanzó el teléfono satelital.
Nikita Sokolov dio varias brazadas hasta el borde, dejando atrás a cuatro chicos
que se bañaban completamente desnudos. Frunció el ceño al ver el nombre que
aparecía en la pantalla. Se suponía que dentro de unos días recibiría esa llamada.
Aquello solo podía significar dos cosas: se habían adelantado los planes, o arruinado.
Decidió aplacar sus dudas lo antes posible.
Apretó el botón de respuesta.
—¡Me han matado a dos de mis muchachos…! —Sokolov escuchó la voz de
Kruger como un rugido desde el otro lado. Nadie jamás le hablaba a él de esa manera.
Pero esa vez haría una excepción—. ¡Nos tendieron una maldita trampa!
—¿Y por qué me llamas a mí? Yo te pago para que resuelvas mis problemas, no
para que me cuentes los tuyos.
—El problema es que los contratiempos surgieron a partir del hombre que nos
***
El general Julio Sandoval fue despertado por el jefe de sus escoltas, el incansable
Alfredo.
Sandoval tardó varios minutos en despabilarse del sueño. Miró a la mesa que
había junto a la cama y que sostenía la lamparita de noche. Bajo esta, un reloj de
cuerda anunciaba que eran las tres de la madrugada. Hacía tan solo una hora que se
había acostado.
Al ver cómo Alfredo le extendía el teléfono satelital se espabiló al instante. Vio el
número en la pantalla y gruñó para sí.
—Hola, camarada, ¿qué pasa?
—Muchas cosas, viejo camarada —Sandoval comprendió de inmediato que algo
no iba bien—. Tu muchacho está muerto.
—¿Cómo? ¿De qué estás hablando?
—El guía que me recomendaste, está muerto.
Sandoval no daba crédito a lo que estaba escuchando. ¡Shangó! ¡Muerto!
Imposible.
—Mandé a cinco de mis mejores muchachos, y me han eliminado a dos, los otros
están esperando mis órdenes.
—No puede ser —Sandoval se resistía a aceptarlo. Significaba aquello que
acababan de matar a su mejor hombre, a su mano derecha en cuanto a negocios
internacionales, y a la vez habían eliminado a dos mercenarios extranjeros. ¿Qué
demonios estaba pasando?
—Si no tienes nada que ver con esto —Sandoval sintió claramente la amenaza, y
le hubiera gustado cagarse en la madre del ruso, pero recordó que ambos tenían un
***
Esteban Ramírez escuchó el zumbido del vibrador de su celular.
—¿Pero quién cojones está llamando a esta hora? —gritó. Al ver el número de la
pantalla su voz cambió automáticamente—. ¡Ordene!
***
Duanys aún no había pasado la resaca, y el jueguito con Isabel lo había dejado
más agotado aún. Por eso solo escuchó el celular al cuarto timbrazo.
Al ver las cuatro llamadas perdidas de su padre se le paralizó el estómago.
Aquella línea solo era para casos de emergencia… ¿Habría pasado algo? Fuera lo que
fuera, bien grave debía de ser para que su padre lo llamara a esa hora.
—¿Diga?
—Activa todos tus sentidos y escúchame atentamente —su padre no hablaba,
rugía—. ¡Y pon el jodido celular al lado de tu cama! ¡Última vez, te repito, última
vez que te llamo y no me contestas el puñetero teléfono!
***
Día 4… 11:20 pm
Lucía se untó en las manos la crema de almendras y pepino por tercera vez. Después
la esparció sobre la espalda y los hombros desnudos de Nancy.
—¡Ah… esta fría!
—A callar, cierra el pico y los ojos.
Nancy obedeció, permitiendo así que Lucía le diera el mejor masaje de su vida.
Al cabo de un rato la piel de Nancy estaba suavizada como la de un bebé. Todos los
signos de tensión habían desaparecido y la chica se quedó completamente dormida.
Lucía tuvo una rara sensación que jamás había experimentado. Involuntariamente, le
besó la frente a la joven mientras le arreglaba un mechón de cabello.
Después de todo soy mujer, supongo que es el instinto materno que llevo
dormido.
En lo más profundo de su ser pudo comprender la lucha de sentimientos que
pujaban en la mente y el corazón de Nancy. Por un lado la veía como a una amiga
mayor, por el otro como a una madre. Realzadas ambas figuras por su imaginación,
de ambas la adolescente exigía un abrazo, un beso, un consejo y la seguridad de que
al día siguiente todo saldría bien. Que no debía de preocuparse por nada.
No tuvo que mentirse a sí misma. Le encantaba representar ambos papeles.
Una sombra se movió a su espalda y ella giró para ver de quién se trataba. Bajo el
marco de la puerta se encontró con una mirada, tierna y cariñosa, pero algo
posesiva… el Nava la observó de una manera que hasta entonces no lo había hecho.
***
—Gracias.
—¿Por qué?
—Por la manera en que te has comportado con mi hermana —el Nava quiso decir
algo más, pero no supo escoger bien las palabras—, es… es solo que ella, ella
extraña… Es complicado de resumir, pero Nancy necesita una madre.
Lucía percibió cuán difícil era para el Nava hablar de esos temas, ella hubiera
querido abrazarlo y poderlo consolar como acababa de hacer con su hermana, sin
embargo, rompió en un sollozo incontrolable.
—¿Pero…, y eso? Vamos, si te portaste hoy como la heroína de una película.
—Que… ¡qué te den por culo, capullo!
El Nava sonrió y la abrazó.
Hasta ese entonces Lucía no se había percatado del momento tan íntimo que
Día 5… 7:45 am
***
8:10 am
***
8:12 am
***
8:14 am
El Manco llevaba más de tres meses acostándose con la esposa de Rogelio, el mayor
de la PNR.
Como de costumbre, durante la noche anterior la insatisfecha esposa lo llamó
pidiéndole que pasara por la casa, pues su marido estaba de guardia. A las doce de la
noche, después de todo un día de parranda, se apareció en la casa. Estuvo con ella
toda la madrugada, hasta que por fin creyó haber apagado el fuego uterino de la
insaciable mujer.
En cuanto amaneció, recogió sus cosas y salió de la casa sin despedirse.
Se conocía todos los rincones y atajos del pueblo, por eso prefería ir atravesando
los patios de las casas, saltar alguna que otra cerca hasta llegar al callejón de los
edificios. Esa siempre era la ruta que tomaba al escaparse de la casa del mayor.
El callejón de los edificios era un pasillo enjuto que le evitaba dar un rodeo de
más de cuatrocientos metros. Consistía de un lado por la pared de un viejo edificio de
forma cuadrada, con múltiples ventanas caídas, y por el otro se levantaba una cerca
de árboles espinosos hasta unos tres metros. Tenía apenas unos cuarenta pies de largo.
Cuando el Manco entró al callejón y caminó unos pasos, su celular comenzó a
sonar, con su única mano intentó sacarse el teléfono del bolsillo. Cuando por fin logró
sacarlo del estuche, dos sombras al final del pasillo llamaron su atención. En ese
momento supo que algo no iba bien.
***
8:05 am
—Mulato, es que te comiera vivo —dijo Omega mientras hacía un gesto de gata con
sus finas manos.
—No armes tanto alboroto, que después lo amarramos y te lo ponemos desnudo
en una cama —Miguel no pudo aguantar la risa al ver la cara del Nava—, ahora,
***
Día 5… 8:15 am
El Manco vio salir de las esquinas a los gemelos. Cada uno traía en sus manos un
pequeño garrote de madera. Se detuvo y miró hacia atrás…, pero ya sabía quién
estaría a su espalda. El Nava salió de entre las sombras cerrándole la retirada,
también llevaba un garrote de madera.
¡Mierda! Estos hijos de puta me tendieron una emboscada…, estaba metido en
una buena.
Por un instante tuvo la intención de pedir auxilio, pero a esa hora de la mañana
nadie transitaba por ese callejón, obvio, por eso él lo escogía para alejarse de la casa
de su amante sin llamar la atención. Caviló rápidamente las oportunidades que tenía,
quizás hablando a lo mejor podría resolverse la situación, quizás…
—Qué sorpresa más agradable, Miguel Ángel y Súper Mario… y por supuesto,
mi queridísimo amigo el Nava —los gemelos se acercaron más aún, estaba acorralado
—. ¿Amigos, a que debo esta visita?
***
El Nava apretó el garrote con más fuerza y midiendo la distancia para no fallar el
golpe.
—Que trates de sacar ventajas en los negocios te lo entendemos, e incluso te lo
admiramos —el mulato le estaba hablando desde su espalda, a pesar de que él miraba
directamente a sus dos compañeros—. Pero lo que sí no entendemos es que nos
vendas como ratas para robarnos en nuestra propia cara.
—Muchachos, ¡no sé de qué están hablando!
—Por lo menos ten cojones de admitir que nos vendiste —exigió Miguel.
El Manco se llevó su única mano con dedos al rostro y dio un largo suspiró,
después les apuntó con el dedo índice.
—Vamos a llegar a un arreglo: la pérdida que hayan tenido yo se las voy a
triplicar, pero no hay que llegar a estos extremos.
¡Y ahí está la confesión…! Ahora el muy hijo de puta quiere llegar a un arreglo,
se alegró el Nava.
Para sorpresa de los tres, el Manco reaccionó con una agilidad que ninguno de
ellos esperaba. Sacándose un largo cuchillo de su espalda lanzó varios tajos al aire,
obligando a los gemelos a retroceder; luego, con la misma rapidez se lanzó contra el
Nava. Este entendió claramente el plan desesperado del Manco: antes de tener que
atravesar a dos, mejor que fuera uno.
***
Día 5… 8:20 am
Gerardo subió, o más bien saltó los escalones de cuatro en cuatro hasta llegar al
segundo piso de la biblioteca. Sus saltos se parecieron a los de un tigre que sigue un
rastro de sangre dejado por una presa. Sus fuertes pisadas en los escalones llamaron
la atención de algunos lectores, quienes levantaron la cabeza para ver a qué venía
tanto apuro, pero en un santiamén el capitán desapareció por la escalera dejando a
todos sumidos en las dudas; aunque solo por un instante, luego volvieron a
concentrarse en sus lecturas.
***
El ejercicio de la carrera lo distrajo de sus pensamientos. Al salir de la PNR,
Gerardo reconoció a los tres oficiales sagüeros: eran los mismos que tuvieron el
problema con Héctor durante los carnavales. El trío iba siguiendo a Duanys, lo que
significaba que el sargento había comenzado a trabajar por su propia cuenta, el que
tiene padrinos se apadrina…
Al llegar al segundo piso vio a su amigo junto a la baranda.
—Gordo, trata de que sea algo urgente —resolló Gerardo prácticamente sin aire
en los pulmones.
Por la expresión de su amigo supo que sí… se trataba de algo verdaderamente
importante. El Gordo, quien siempre se guardaba un chiste para él, apenas lo saludó.
—¿Qué está pasando?
—Gerardo, ¿en qué mierdas estás metido?
—Vamos a armar esto por partes, como diría el doctor Frankenstein.
El Gordo intentó relajarse.
Sacó un cigarrillo y con manos temblorosas lo prendió. Después le dio una larga
calada, se acercó al borde de la azotea y desde allí vio los autos y personas que
caminaban de un lado a otro, como escarabajos apiñados en sus propios problemas.
Fuera lo que fuera debía de ser realmente importante para que el Gordo, quien
padecía de ataques de asma, rompiera su juramento de no volver a probar un
cigarrillo. Gerardo observó cómo su amigo se iba llenando de paciencia a medida que
la nicotina penetraba en su sangre; aun así, el miedo no desapareció de su rostro.
—Las pruebas que me mandaste a examinar ayer, ¿de dónde las sacaste?
Entonces se trata de eso…
—De lo que yo opino es la escena de un crimen, aunque nadie me crea.
—Pues deberían.
***
Mientras bajaba la escalera, Gerardo escuchó el timbre de su celular.
—Dígame.
Era uno de sus agentes que trabajaba en el Café Literario. En pocas palabras le
contó que la española, la nieta de Manuel, acababa de imprimir una rara lista.
—Sácale una copia a todo lo que imprimió, dentro de media hora paso por allá a
recogerla, gracias. ¡Oh, y te debo una!
***
Día 5… 9:20 am
Cuando Lucía salió del cibercafé y vio el rostro de sus dos primos y la mirada curiosa
del mulato, ni le pasó por la mente cuál sería su propia expresión. La verdad es que
no estaba muy segura de sus ideas. No sabía si correr o caminar deprisa, si reírse o
llorar de felicidad. Bajo su brazo llevaba más de diez hojas impresas. ¡Diez hojas que
les cambiarían la visión que hasta el momento tenía de la historia universal!
—Y entonces, ¿qué descubriste?
—Tíos, esto es grande… ¡Joder, esto es demasiado grande!
—¡Pero cuéntanos de una vez!
—Primero, necesitamos un lugar donde podamos sentarnos con calma y sin ser
interrumpidos.
—El techo de la Terminal de Ómnibus —dijo rápidamente el Nava.
—Perfecto.
A Lucía no le quedó bien claro a que se referían hasta que estuvieron en el lugar.
Literalmente, subieron por una escalera de cabillas herrumbrosas hasta el techo de
una Estación de Ómnibus. Desde los bordes se podían ver los techos de los camiones
con sus cabinas adaptadas para pasajeros. Aquellas modificaciones mecánicas a los
modelos originales de los camiones ya no le llamaban tanto la atención a Lucía, quien
tras cinco días en Cuba, supo que los cubanos inventaban más que los chinos.
Los cuatro jóvenes se refugiaron del sol a la sombra de unos tanques de agua
cubiertos por el moho y plantas de hiedra. El lugar realmente parecía desolado y
perfecto para lo que ellos necesitaban, además de que los tanques les brindaban una
sombra larga y húmeda. El piso estaba lleno de botellas rotas o vacías, y no faltaban
los preservativos usados. Sin dudas aquel lugar debía de ser el escondite perfecto para
parejas clandestinas que buscaban su momento de intimidad.
Lucía sintió una punzada de celos al imaginarse cómo el Nava supo de aquel
lugar.
Desde los seis metros de altura que tenía la Terminal de Ómnibus, podían
observar una buena parte de la ciudad. En otro momento hubiera apreciado la
hermosa vista, pero ahora las manos de Lucía temblaban demasiado como para
enfocarse en los alrededores.
Los gemelos se percataron de los nervios de su prima.
—Saca el material —le apremió Miguel al Nava.
El mulato extrajo de su inseparable mochila cuatro vasos de plástico, tres latas de
una imitación barata de la Coca-Cola, llamada por los cubanos Tropicola, y una
***
Día 5… 11:45 am
Duanys les pidió a todos los dioses, santos y demonios, que su padre no lo llamara.
Simplemente porque aún no tenía ninguna respuesta para el viejo.
Desde la mañana estaba buscado como un loco al Manco. Llamó a su centro de
trabajo, a su casa, a la casa de tres de sus amantes, incluso llegó a amenazar a varias
chiquillas que se prostituían bajo sus órdenes; pero nadie, nadie sabía dónde estaba el
maldito proxeneta. Lo había llamado al menos unas cuarenta veces a su celular; pero
nada, sencillamente lo mandaban al buzón de voz. Decidió probar una vez más. A fin
de cuentas, era lo único que podía hacer.
Al cuarto timbre alguien le respondió.
—Diga.
Era una voz femenina.
¡Ese cabrón debe de haberse quedado dormido en casa de una de sus putas!
—¿Quién cojones es usted?
—¿Quién cojones quiere saber?
Duanys quedó sorprendido por el descaro de la respuesta. Después se percató de
que quizás se lo merecía. Pero eso solo le demostraba que quien tomó la llamada no
era una puta de alquiler.
—Póngame con el Manco —le ordenó.
—Eso no va a ser posible…
—¡Pero quién cojones eres tú para darme órdenes, haz lo que te digo!
—Señor, quien le habla es la enfermera María Martínez, del hospital de Tres
Caminos, y no le permito que me hable en ese tono… ¡O quién cojones se cree usted
que es! —aquello no tenía sentido, ¿qué hacía una enfermera con el celular del
Manco? La mujer agregó—: Para finalizar, los cojones te los metes en el culo.
Luego le colgó.
Duanys se llevó las manos al rostro y sintió su tic nervioso en su ojo derecho.
Hospital Tres Caminos…
—¿Se encuentra bien, sargento? —le preguntó uno de sus subordinados.
—No, realmente no; alístense, que vamos a visitar el hospital del pueblo.
***
Atravesar el Ojo del Pirata fue mucho más difícil que la primera vez.
Y todo debido al miedo de un derrumbe. Lo único que les brindaba algo de
consuelo, fue saber que muy pronto tendrían la respuesta a uno de los misterios que
aún no habían sido resueltos por los detectives históricos. Una vez que estuvieron del
otro lado, los cuatro jóvenes se reagruparon y fueron directo a la escotilla con el
anillo de acero que coronaba su cima.
Esta vez sí que iban mejor preparados. Llevaron mochilas, sogas, palas, y hasta
un pico. Cada uno de los gemelos llevaba un largo y afilado machete. Por su parte,
Lucía tomó su cámara digital y cuatro juegos de pilas recargables Energizer.
También llevó dos memorias de 16 GB, las cuales pretendía llenar con miles de
fotos y videos. Quizás fuera un poco extremista de su parte, o los nervios la tenían
paranoica, pero ya había pensado en donde escondería las memorias en caso de que
alguien la detuviera e intentara confiscarle las tarjetas.
Como no pudieron recorrer gran parte de las secciones del búnker debido a la
falta de luz, esta vez Lucía compró dos faroles eléctricos junto con seis nuevas
linternas. La joven de la tienda que les vendió los productos, les preguntó que donde
iban a enterrar al muerto…
***
El primero en bajar, como siempre, fue Mario; luego le siguieron los demás.
Una vez dentro del búnker, Lucía volvió a tener aquella sensación de que alguien
o algo los espiaba. Y es que desde el primer momento estaba esa pregunta que todos
evitaron hacerse, pero que martillaba constantemente en sus cabezas. ¿Dónde estaban
los inquilinos de aquel lugar?
Todos sintieron de golpe la misma sensación: de pequeñez, de insignificancia,
como simples motas de polvo suspendidas en el aire, comparados con aquellas
paredes repletas de historia. Tras reponerse nuevamente de la impresión, acomodaron
los faroles y se armaron con las linternas. No perdieron un segundo más. Pasaron por
entre las filas de cajas y los tanques de guerra directo hacia el embarcadero del
submarino.
El agua de la laguna que rodeaba al coloso de acero resplandeció como un espejo
que se tragaba la luz de las linternas. Lucía sintió un miedo terrible al imaginarse caer
en aquellas aguas oscuras y ser arrastrada hasta las profundidades por las manos de
alguna criatura mitológica.
Miguel, como siempre, era el precavido del grupo. Hizo cuatro lazos y se los puso
a cada uno en la cintura.
***
1:10 pm
Dentro del submarino, todo era un laberinto de pasillos, sombras y bordes filosos.
Mientras avanzaban por entre pequeñas puertas de seguridad, Lucía le dio gracias
a Dios por tener un primo tan inteligente. Si a Miguel no se le hubiera ocurrido la
idea de usar una soga a manera de hilo de Ariadna, se hubieran perdido hacía mucho
rato.
Las linternas alumbraban cualquier forma o sombra que les llamara la atención, lo
cual sucedía a cada paso. Nadie lo confesó, pero todos esperaban encontrarse de un
momento a otro un compartimiento lleno de esqueletos uniformados…; al menos eso
es lo que siempre pasaba en las películas.
Pasaron los minutos y Lucía comenzó a sentirse un poco decepcionada. No es que
quisiera encontrarse los huesos de antiguos militares nazis; pero a medida que
avanzaban, solo veían más puertas y tuberías colgadas de los techos. Lo único que
habían descubierto hasta el momento, era que sus pasos resonaban como tambores
chinos por dentro del submarino.
La soga que el Nava llevaba al hombro se aproximaba a su fin, y Lucía llegó a
intuir que nada extraordinario iba a ocurrir. Después de todo lo que habían pasado,
cabía la posibilidad de que el submarino no guardara algo de real importancia.
Debido a la oscuridad absoluta, en más de una ocasión tuvieron que proyectar la luz
de todas las linternas sobre un mismo punto y así poder avanzar a través de una
puerta o un recodo demasiado abrupto de los pasillos.
Miguel, una vez más, fue el de la idea de ir dejando linternas que iluminaran
***
1:15 pm
***
Día 5… 1:40 pm
***
Día 5… 3:25 pm
Duanys ordenó a sus subordinados que se cambiaran los uniformes. Lo menos que
quería era llamar la atención una vez dentro del restaurante. Aunque esa no era la
única causa en realidad. El Restaurante del Chino tenía fama de ser frecuentado por
altos dirigentes y oficiales, por lo que entrar con sus uniformes solo les traería
problemas.
Como bien él sabía, no existía un solo policía en la provincia de Villa Clara que
no estuviera al tanto de lo que pasaba dentro del famoso restaurante. Pero todos,
como por arte de magia, sabían, por su propio bien, que lo mejor era mantenerse
alejados del local.
Duanys entró al restaurante seguido por sus tres escoltas. Un simple vistazo les
bastó para comprender que el tráfico de drogas, prostitución y juegos ilícitos estaban
allí a la orden del día; pero Dios librara a quien tratara de hacerse el héroe. Sus tres
subordinados se comportaron en extremo nerviosos desde que pusieron un pie
adentro.
Duanys no pidió mesa ni fue a la barra de tragos, simplemente decidió no andarse
por las ramas. Necesitaba ir directo al problema. En la recepción no había nadie, por
lo visto la encargada debió de haber ido un momento al baño. Una supermodelo
disfrazada de camarera pasó junto a ellos y Duanys aprovechó para ordenarle que
buscara al encargado del local. La joven le guiñó un ojo y le dijo que en un segundo
se lo enviaban.
Tres minutos después, Duanys escuchó una voz a su espalda.
—Buenos días, ¿en qué le puedo ayudar?
El sargento se viró de súbito para quedar frente a la mujer más hermosa que jamás
hubiera visto. ¡La famosa Irina! La reconoció al instante. La mujer era toda una
leyenda. Había escuchado hablar de ella, pero nunca la había visto.
—Muy buenos días, señorita; necesitamos hablar con el Chino.
La joven hizo un gesto de disgusto y desconcierto.
—¿De parte?
Duanys no se esperaba aquello. Se suponía que fuera él quien hiciera las
preguntas; por otro lado, era común que la joven tuviera sus reservas.
—Dígale que es de parte del sargento Duanys Ramírez.
—¿Tiene algún documento de identificación?
Duanys la miró con cara de pocos amigos. Cosa que a ella no pareció intimidarla.
Armándose de paciencia sacó su billetera y le mostró su carnet de identificación.
***
4:02 pm
Mauricio Flores no era ni agente, ni oficial, y mucho menos espía del DTI. En la calle
simplemente lo catalogaban por un “chivatón”. Cuando Duanys lo reclutó, lo único
que pidió a cambio de “sus servicios” fue un celular.
Con la fiebre de celulares que estaba invadiendo la isla y las mentes de los
jóvenes cubanos, sobre todo los especuladores, quienes declararon que el último grito
de la moda era llevar un celular a la cintura —sin cobertura— pues la mayoría no
tenían dinero para pagar el servicio, Mauricio no se quedó atrás. Ante semejante
oferta, Duanys no se lo pensó dos veces: no podía perder una oportunidad como
aquella.
Pocos conocían a Mauricio por su nombre, pues todos lo llamaban la Hiena,
debido a una deformación que tenía en sus incisivos y molares. Los dientes,
demasiados grandes para sus pequeños labios, se desbordaban de su boca, dándole la
impresión de una sonrisa permanente.
—¿Qué pasa? —preguntó Duanys.
—Recuerdas que me dijiste que chequeara a la española —le respondió la Hiena.
***
3:26 pm
***
Día 5… 4:00 pm
Desde que entraron por la puerta, Omega supo que algo no iba bien.
¡Definitivamente, nada bien!
Mientras la visita buscaba un espacio entre los regueros para poder sentarse,
Omega intentó poner algo de orden en su casa-taller, sin mucho éxito. Su sala estaba
cubierta de trozos de maderas, figuras de barro sin terminar, dos caballetes con
cuadros en bocetos, y una mesa de casi cinco metros de largo repleta de instrumentos
artesanales. Taladros, pinzas, martillos, mordientes y barras de acero con formas
únicas eran parte de la decoración.
Cuando todos lograron sentarse, donde pudieron, Omega les preguntó:
—Pues acaben de hablar, ¿o solo vinieron a ver este hermoso rostro?
El Nava fue el primero en tomar la palabra. Abrió su mochila y sacó un pesado
lingote de oro.
—Necesitamos tu ayuda —fueron sus primeras palabras. Acto seguido puso la
barra sobre los pliegues del vestido de Omega.
Omega miró el lingote más con ojos de curiosidad que de miedo. Luego observó
detenidamente a cada uno. Sin dudas, aquello no se trataba de una broma.
Un segundo vistazo activó sus sentidos de artista artesanal. El lingote no era algo
burdo ni con bordes que necesitaran ser emparejados. Se trataba de una barra de
forma rectangular achatada en los bordes y con el signo inconfundible de los nazis.
Quien fuera el que hizo aquella barra, sin dudas usó un molde profesional. No
necesitó ni cinco minutos para comprender que si había algún negocio entre manos,
este iba a ser muy lucrativo. El brillo de la codicia apareció en su mirada.
—Esto es grande, muy grande… ¡Ustedes dirán en qué los puedo ayudar!
—Necesito pasar este lingote por los aeropuertos sin llamar la atención —dijo
Lucía con cierto temblor en la voz—, una vez en España pretendo venderlo en una
subasta…
—Solo quiero el cinco por ciento de la venta —le interrumpió Omega—, yo me
encargo de hacerte un trabajo artesanal y que parezca que el lingote es parte de la
obra de arte; pero a cambio quiero un cinco por ciento.
La voz de Omega cambió totalmente. La sala se colmó de una atmosfera eléctrica.
Todos estaban emocionados y miraban como hipnotizados el brillo de la barra.
—¿No quieres saber de dónde lo sacamos? —Lucía fue la primera en romper el
silencio.
—Me muero de curiosidad… pero no, no quiero que me den ni un solo detalle.
***
4:15 pm
A Irina aún le temblaban las manos. Les pidió a las chicas del restaurante que no la
molestaran, que necesitaba una hora a solas en la oficina.
Una vez dentro, se sirvió un largo trago de la reserva del Chino. Abrió una botella
Chiva Regal y la decoró con varios cubitos de hielo. Después se sentó en el escritorio
de su antiguo jefe. Mientras se daba pequeños sorbos, reconstruyó en su mente paso a
paso la entrevista con el sargento. Sin dudas este no se había tragado toda su historia.
Lo cual, a la larga, conllevaría a un segundo interrogatorio. Intentó calmar sus
alterados nervios, para esto buscó la bolsa llena de diamantes. Ver como las rocas
brillaban sobre la mesa le devolvió la calma, cual si los diamantes irradiaran algún
tipo de aura protectora.
Aquellas rocas titilantes representaban su plan B, su única vía de escape.
Sin reflexionar mucho más sobre su situación actual tomó varias decisiones. Pero
primero buscó el número de teléfono que le dio el anciano. Prefirió llamar desde el
celular del Chino. Más tarde rompería la tarjeta.
Al cuarto timbre escuchó la voz de Manuel.
***
Día 5… 4:20 pm
Estuvieron más de una hora esperando al profesor Augusto. Pero la casa estaba
cerrada a cal y canto. El profesor no aparecía por ningún lado, este no solo puso un
gigantesco candado a la puerta, sino que colgó carteles por todas partes con
advertencias que a Lucía le pusieron los pelos de punta.
“No entre… Hay perros entrenados para atacar”.
“No me hago responsable del ataque de los perros…”.
“Propiedad privada… No entre, y si entra mire a la derecha… El pitbull lo va a
saludar…”.
—¡Joder con el profe…! Acaso tiene a los hijos de Cujo allá adentro.
—No, qué va… El profesor no tiene perros.
—¿Pues a qué vienen todos estos carteles?
—Para asustar a los ladrones —le explicó Miguel—; tampoco es que tenga algo
de valor dentro de la casa, pero tiene un celo un poco excesivo con sus libros.
—¿Con sus libros?
—Cuando entres a la casa lo vas a entender.
Esperaron quince minutos más. Pero el profesor nunca llegó. Durante todo ese
tiempo el Nava no dejó de mirar hacia la esquina, desde donde la Hiena los seguía
vigilando.
***
4:45 pm
***
5:00 pm
***
Día 5… 5:20 pm
Heldrich admiraba al escritor y militar chino Sun Tzu, en especial a su inmortal obra,
“El arte de la Guerra”. Su frase preferida de este libro era: El supremo arte de la
guerra es someter al enemigo sin luchar. Pero para Heldrich, por mucho que
intentara llevar a cabo esa frase, nunca lo conseguía. Al menos lo intentó, se dijo a sí
mismo. ¿Fue ingenuo al creer que había logrado escapar sin dejar rastros?
Recostado en su sillón de la cocina, vio cómo su esposa lavaba el arroz en una
caldera. La anciana lo miró con un tono nostálgico, pero no le dijo nada.
Catalina era la única persona que comprendía los demonios internos de su marido.
Solamente de vislumbrar sus ojos perdidos, ya sabía que quién estaba sentado frente a
ella no era Manuel, el viejo pescador que se la pasaba viendo noticias y leyendo
periódicos.
Fue de esa mirada nostálgica de la que se enamoró Manuel, sin celos ni mentiras,
sin dudas ni temores. Catalina aprendió a quererlo sin preguntarle jamás quien era, o
de dónde había venido. Y Manuel la amaba por eso.
—Vieja, voy a la casa de los trastos —le dijo a Catalina.
Su esposa nunca le preguntaba qué hacía en ese lugar, o por qué tardaba tanto.
—En una hora va a estar lista la comida —le recordó Catalina, él la besó como
siempre solía hacerlo antes de salir de la casa, justo detrás de la oreja; la anciana se
estremeció de cosquillas y le dio un cariñoso empujón—; los muchachos a lo mejor
llegan antes.
Manuel salió por la puerta de la cocina sin darle la espalda a su esposa, justo
cuando iba a desaparecer de su ángulo visual le lanzó un beso.
Catalina había sido su único error en su carrera como espía. Simplemente se
enamoró de ella, un lujo que un espía no puede permitirse. Por aquella época creyó
que todo habría terminado. Solo varios años después, comprendió cuán equivocado
estaba.
Las guerras nunca acaban, al igual que las ambiciones. Están en la naturaleza
humana. El hombre necesita de la guerra tanto como del amor.
Manuel se rio de sus propias reflexiones.
La casa de los trastos medía tan solo cuatro metros de largo por seis de ancho.
Estaba formada por las habituales cuatro paredes, de las cuales solo tres fueron
construidas con trozos de ladrillos y bloques, mientras que el frente era de madera. El
techo, por otra parte, era totalmente distinto, estaba armado con retazos de láminas de
cinc y cartón.
***
Más de ocho años le tomó construir aquel sitio. Por aquel entonces contaba con el
tiempo y los recursos. Bajo la “casa de los trastos”, había un pequeño búnker de diez
metros cuadrados, que estaba equipado con todos los implementos necesarios para
sobrevivir una larga temporada.
Había conectado una ducha a la tubería del acueducto de la ciudad, (que no por
casualidad pasaba por debajo del lugar), también le puso electricidad externa y para
casos de emergencia tenía varias baterías que recargaba cada cierto tiempo. De lujos,
solo una pequeña cama, un montón de libros en diferentes idiomas, un tocadiscos y
su gigantesca colección de discos de vinilo.
Un inodoro de acero pulido con dos paredes y una puerta quedaba junto a una de
las esquinas. En otra sección mucho más amplia, había un estante con toda clase de
comidas enlatadas. Las condiciones creadas dentro del búnker eran excelentes, pero
el verdadero propósito de aquel lugar era mantener en secreto todo el arsenal que
colgaba de sus paredes.
Heldrich fue hasta su colección de discos de vinilo y extrajo su favorito; “Grandes
Mientras Heldrich dejaba que su mente se relajara con las melodías del jazz,
observó la pared que tenía justo enfrente. Sobre pequeños garfios, debían de colgar
más de veinte tipos de ametralladoras de diferentes clases. Todas reliquias históricas
de la Segunda Guerra Mundial. Cada una de aquellas armas estaba engrasada y en
perfectas condiciones para ser usada.
Sin perder el ritmo de la música, se desplazó hasta una de las cuatro mesas que
había en la pequeña sala. Sobre ella estaba su Luger desarmada en piezas. En otra
mesa, a solo un metro de distancia, había una Browning M2 calibre 50, la monstruosa
ametralladora, capaz de desmembrar a un hombre a más de mil metros (poseía una
cadencia de 450 a 635 disparos por minutos), y esta, en su posición de descanso,
parecía querer hablarle sobre victorias pasadas. Heldrich acarició la ametralladora. A
su lado aguardaban varias cajas cargadas con cintas de balas, amontonadas por
doquier, en perfecto orden y con etiquetas que enumeraban su tipo de munición.
Heldrich se sentó a la mesa.
Abrió una caja de ébano con cubierta de marfil, colmada hasta el borde con
pequeñas barras de acero en formas únicas. A las barras les puso una mota de algodón
en sus puntas y luego las humedeció en un recipiente lleno de aceite. También
disponía de varias mantas humedecidas en aceite, con las que comenzó a limpiar los
agujeros y bordes de su pistola.
Después, en los bordes y agujeros, donde las mantas no llegaban, introdujo las
pequeñas barras. La tarea de limpiar sus armas, aparte del mantenimiento, le brindaba
la oportunidad de organizar su mente.
No estaba seguro de por cuánto tiempo podría sostener aquella situación. Un
ataque era inminente, ya fuera por parte de los mercenarios o por el grupo que
***
Día 5… 8:10 pm
***
Día 5… 8:15 pm
Antes de que Gerardo se diera cuenta, la noche lo cubrió todo de una manera lenta e
imperceptible. Y lo peor: aún seguía sin comprender cuáles eran las verdaderas
intenciones de Duanys. Por desgracia, para bien o para mal, lo sabría muy pronto.
Algunos perros salieron a ladrarle a medida que se iba acercando a la Villa
Militar. Se detuvo frente a la casa de Duanys. Observó cómo una fina capa de luz
escapaba por las rendijas de las ventanas fabricadas con láminas de aluminio.
Miró alrededor.
Sus sospechas se confirmaron. Aquella era la única casa habitada en el área. El
resto de los inmuebles permanecía reservado para visitas importantes. Un perro
volvió a ladrar. Debía de ser el único ser vivo por aquellos alrededores, aparte de
ellos dos y la familia del sargento.
Para la ocasión, Gerardo escogió su mejor camisa de hilo. También compró una
botella de vino para no llegar con las manos vacías. Frente a la puerta, justo antes de
chocar sus nudillos contra el metal, sintió una leve punzada de envidia. Cargó sus
pulmones de aire tanto como pudo…; después, con un largo suspiro, dejó escapar
todo el aire y la rabia contenida.
Para un hombre como Duanys, vivir en una de aquellas casas, que solo usaban los
coroneles y generales, era la prueba evidente del abuso de poder que sostenía al clan
Ramírez. A los cadetes recién graduados, sargentos, tenientes, e incluso hasta a
capitanes que debían ir a cumplir misiones en otras provincias del país, se les
destinaban albergues colectivos, o cuartos privados, los cuales no superaban los 200
pies cuadrados.
Pero la casa a la cual fue asignado Duanys, medía exactamente 2850 pies
cuadrados —Gerardo sabía las medidas pues en una ocasión tuvo que montar un
perímetro de seguridad para un general—, contaba con cuatro habitaciones, dos
baños, cocina y comedor independientes, separados por puertas, y una enorme sala de
estar. Pero el mayor lujo de todos era que disponía de una consola de aire
acondicionado.
Gerardo tocó tres veces en la puerta.
Escuchó desde el interior los pasos del sargento acercándose. Por alguna extraña
razón a su mente vino la frase: Nunca aceptes regalos de los griegos. Y exactamente
eso es lo que estaba haciendo.
Duanys abrió la puerta.
Una ráfaga de aire frío y aromatizante le golpeó el rostro a Gerardo.
***
Duanys abrió un aparador lleno de finísima cristalería. Escogió con mucho tacto
tres copas con formas ovaladas, después abrió la botella usando un sacacorchos de
aire comprimido —algo que Gerardo solo había visto en las películas—, sirvió en
cada una de las copas tres generosas porciones de vino.
—En un momento regreso —le anunció—, voy a ayudar a mi esposa a terminar
de preparar la cena.
—Adelante —había algo raro en la actitud de Duanys y aquello comenzó a
asustar a Gerardo—, ¿necesitas mi ayuda en algo?
—Para nada, estás en tu casa. Sírvete más vino si lo deseas, ahora regreso.
Gerardo experimentó lo que debía sentir un hombre de campo, abandonado
dentro de una gran mansión, primitivo y carente de cultura. Si ese era el plan de
Duanys, estaba funcionando. Con algo tan simple como abrir una botella de vino y
servírsela en copas de cristal, el sargento le dejó bien claro su enorme diferencia en la
escala social. Gerardo jamás había tomado vino en copas de cristal.
¡Maldito hijo de puta!
Duanys, por mucho que lo intentara, no podía disimular su entusiasmo. Era como
si estuviera disfrutando una gran broma que solo él entendía.
Quedarse solo en la inmensidad de aquella sala, le permitió a Gerardo plantearse
una hipótesis sobre la esposa del sargento, pues la decoración era completamente
femenina y de muy buen gusto. Contra una de las paredes descansaba un enorme
librero; aquello al instante captó la atención de Gerardo. La sala en si parecía una
especie de museo griego. Jarrones de porcelana con figuras helénicas estaban
esparcidos por cada rincón… aunque, entre tantos lujos, no le fue difícil detectar que
el matrimonio del sargento no iba bien.
Para alguien como Gerardo —entrenado para percibir los detalles que a otras
personas les pasaban inadvertidos—, no tardó mucho en comprender que esa magia
de los enamorados no existía en aquella casa.
No había fotos.
Las imágenes clásicas de cualquier matrimonio, las fotos de la boda, algún viaje
de vacaciones, una visita de los padres…, cualquiera de esas cosas tan comunes que
son colgadas en las paredes de una pareja recién mudada… de repente algo más captó
su atención. En la pared al final del pasillo había una foto de una mujer sosteniendo
un bebé. Debía de ser la esposa de Duanys.
Mientras Gerardo se acercaba con curiosidad al cuadro, reflexionó acerca de
cómo sería la esposa del sargento, una heroína sin dudas, pues resistir a semejante
marido era seguramente toda una epopeya. Cuando ya estaba a solo dos metros del
***
Isabel quedó paralizada al ver a Gerardo en la sala, agachado junto a Isabela.
Cuando Gerardo la vio al fin, los colores desaparecieron de su rostro. Isabel se
imaginó que ella también debía parecer un fantasma. Sin poderlo evitar, sus ojos
saltaban simultáneamente de la Nena a Gerardo… Él captó cada movimiento de
Isabel, pero tardó mucho más en comprender lo que estaba ocurriendo.
Entonces Isabel experimentó un ataque de cólera que la desarmó por dentro, pues
tuvo que reprimirlo para no delatarse.
Por eso este hijo de perra me insistió tanto en que fuera yo quien cocinara hoy.
Desde el principio, toda la farsa montada por su marido no era más que una
trampa. Lo peor fue comprender que Duanys sabía de su historia con Gerardo. Esto le
provocó al instante otra pregunta: ¿también sabría el resto de la verdad? Ya llevaba
tres años viviendo con aquella víbora de marido, no le era difícil comprender sus
tácticas y estrategias.
Si vives en la jungla, debes aprender la diferencia entre un lobo y un coyote, se
recriminó Isabel.
El plan de Duanys, desde un principio, fue desmoralizar a Gerardo, mostrándole
así el poder que tenía; a tal punto, que hasta se había apropiado de la mujer que una
vez llegó a querer.
Isabel se sintió asqueada al ser parte de aquel derroche de poder.
***
A Gerardo se le tensaron todos los músculos como si acabaran de meterlo en un
***
Durante la cena reinó un silencio espantoso, roto solo por las risas de la Nena y el
raspar de los tenedores sobre la porcelana. Duanys se empecinaba en tratar de
mantener una conversación, a la vez que él mismo le daba de comer a su hija. Isabel
apenas probó su comida.
Por su parte, Gerardo se atragantaba con cada bocado.
Miró varias veces a Isabel, pero esta nunca le devolvió la mirada. La tensión en la
mesa era evidente a pesar de que todos disimularan que nada ocurría. Prácticamente,
podía sentirse la atmósfera densa que arrastraba el aire.
—¿Y cuánto tiempo llevan de casados? —preguntó de repente Gerardo.
Las palabras se le escaparon de la boca, sin una gota de premeditación. Muy tarde
lamentó el haberlas dicho. Isabel lo miró con unos ojos tristes y llenos de reproche. Él
no debería estar tan celoso, pero no podía evitarlo. A fin de cuentas, por su culpa a
***
Cuando todos terminaron, Isabel se levantó y comenzó a recoger los platos.
—¿Te ayudo? —se ofreció Gerardo.
—No, gracias.
—Vamos cariño, deja que el capitán te ayude —Duanys fingió que solo lo pedía
como algo casual, aunque Gerardo se percató del tono para con su esposa…, en
realidad le acababa de dar una orden—. Yo voy a dormir a la Nena.
Duanys cargó a su hija y la llevó al baño.
—Ahora a lavarse los dientes —le escucharon decir en el pasillo.
Mientras tanto, por primera vez en tres años, Gerardo quedó a solas con Isabel.
Había muchas cosas que no entendía, demasiadas preguntas, demasiadas dudas…;
solo algo tenía bien claro: Duanys no se había tomado tantas molestias para preparar
aquella farsa a menos que tuviera un plan.
Recogió a toda prisa los platos y vasos y los llevó a la cocina. Isabel ya había
preparado un caldero lleno de espuma y usaba una esponja para raspar el fondo de las
cubiertos.
—¡Déjame ayudarte!
—¡No…!
Su voz parecía a punto de quebrarse.
Gerardo sintió unas ganas terribles de abrazarla. Estaba tan hermosa, no había
cambiado nada, quizás solo había aumentado unas libras, de seguro a causa del parto.
Lo primero que Gerardo advirtió es que no andaba tan arreglada como solía hacerlo.
Isabel era muy vanidosa, recordó con nostalgia.
Gerardo se le acercó y tomó la esponja de fregar. Sus manos se rozaron e Isabel se
estremeció de tal manera que él tuvo que retroceder.
—No me toques —le dijo en un susurro. A pesar de todo, la voz le tembló por la
tensión contenida.
Gerardo no pudo seguir bajo tanta presión. Quería besarla, pedirle disculpas,
ahora ella parecía tan frágil… ¿O era él?
—Lo siento…, lo siento por todo.
Las palabras se le escaparon una vez más de la boca.
—Pues yo lo siento más.
Fue demasiado. Isabel rompió en llanto y le dio la espalda mientras salía casi que
***
Gerardo abrió el grifo, un chorro de agua fría impactó contra la piel de sus manos.
Hizo un cuenco con los dedos y esperó a que se llenara de agua, luego sumergió su
rostro.
La sensación fue relajante; pero no lo suficiente para apaciguar la tormenta en que
se encontraba varado…, aunque tormenta no era la definición exacta para lo que
estaba arrasando con su interior. Un tornado de categoría cinco sería lo adecuado. Al
incorporarse para buscar una toalla, una mirada conocida lo intimidó desde el espejo.
Gerardo se estremeció y dio un paso hacia atrás.
El marco del espejo le ocultaba su nariz y su boca, solo se reflejaban sus propios
ojos. Unas náuseas se le vinieron encima y vomitó en el inodoro. Intentó respirar para
calmar sus nervios, mientras otro estremecimiento le devolvía la comida del
estómago a la garganta. Tragó un buche amargo de jugos gástricos.
Volvió a mirar al espejo. Había visto aquella imagen hacía solo un instante, pero
en otra persona… la Nena.
Por eso fue que la niña lo asustó al comienzo, con razón había algo misterioso en
su mirada. Si antes llegó a tener algunas dudas, ahora todo encajaba. ¡Por Dios…!
Isabela es mi hija.
***
Gerardo necesitaba salir de aquella casa cuanto antes. Pero también necesitaba
respuestas. Buscó en el baño los cepillos de dientes. Desconcertado comprendió que
aquel baño debía de usarse solo para las visitas. Abrió una gaveta y solo encontró
algunas piezas de repuesto para ser usadas en el inodoro.
Probó con la última gaveta. Nada, solo dos rollos de papel sanitario.
Los cepillos debían de estar en el segundo baño. Por suerte, Gerardo conocía la
casa. Pero para llegar allí tendría que cruzar por el pasillo que daba al dormitorio
principal. Allí debía de encontrarse Isabel. Si lo sorprendía, a saber Dios cuál podría
ser su reacción.
Tum, tum, tum…
Duanys le tocó en la puerta.
***
—Le acompaño a la puerta, capitán —se ofreció Duanys.
Gerardo no respondió. Pero la sonrisa pícara en el rostro de su anfitrión lo
conminó a ponerse en guardia.
Desde que Isabel salió huyendo por el pasillo no volvió a regresar. Por lo que
Gerardo no se preocupó en seguir manteniendo la farsa. Caminaron hasta la puerta de
la casa. Una vez fuera, la oscuridad los envolvió a ambos.
Gerardo se sorprendió al ver justo en la entrada un auto patrulla, un viejo modelo
de Lada. De su interior salieron tres oficiales que reconoció al instante. Era el grupo
que estaba bajo las órdenes de Duanys.
Por primera vez desde su llegada a aquella casa, Gerardo tuvo una oleada de
miedo, y no precisamente a lo desconocido, sino un miedo físico.
¿Qué pensaba hacer Duanys? ¿Darle una golpiza allí mismo en la calle? El lugar
era perfecto y reunía todos los requisitos. ¿Pero después, qué?
Gerardo evaluó rápidamente la situación. Los tres oficiales comenzaron a
***
Duanys observó cómo Gerardo se iba arrastrando los pies, tal como se imaginó.
Igual que un perro con el rabo entre las patas.
Cuando el capitán dobló por la esquina, el sargento miró a sus tres oficiales.
Aquellos hombres tenían órdenes de secundarlo hasta el punto de ser capaces de
matar por él, y aun así, Duanys prefirió subirles un poco la motivación.
—De más está decirles que después de esta misión todos recibirán un ascenso,
eso sin mencionar el aumento de salario.
Nadie dijo una palabra, pero Duanys observó el brillo de la codicia en sus rostros.
Uno de sus planes ya estaba consagrado. Ahora tocaba el turno al próximo paso.
***
Día 6… 1:40 am
***
Regresó a su habitación con temblores por la ira y la desesperación.
¡Pero qué cojones le pasa a la bailarina, se los quiere follar a todos…!
Caminó alrededor de la cama intentando calmarse. Ya había tomado una decisión,
solo que aún no lo sabía.
Iba a visitar al Nava.
No le importaba qué diablos fuera a pensar el mulato de ella…, le importaba más
cómo se sentiría cuando llegara a España y se mirara en un espejo recordando una y
otra vez lo que no fue capaz de hacer. Se cambió de ropa y se puso el salto de cama
más sexy que había traído. Se trataba de un pequeño short de seda con encajes en los
bordes y una blusa casi transparente. No se puso bragas ni sujetador. Se cubrió con
una de las sábanas que había en el closet y salió hacia el pasillo.
Del cuarto de Mario salían unos sonidos casi imperceptibles, pero muy
***
Lucía abrió la puerta de la cocina tan suavemente como pudo, pues el borde
inferior rosaba el piso causando un ruido patético en el silencio de la madrugada.
Tuvo que levantar la puerta para equilibrar las bisagras y eliminar el ruido… y ya
cuando estaba a punto de salir, descubrió que la abuela se le avecinaba.
¡Me cago en la madre de la ostia!
La anciana iba con la mano pegada a la pared para poder ubicarse en la oscuridad,
Lucía solo tenía segundos para tomar una decisión. Regresar a su cuarto y esperar a
que Catalina terminara de usar el baño, o abrir la puerta.
La imagen del mulato la ayudó a decidirse. Levantó la puerta tanto como pudo y
salió rápidamente hacia afuera. Una vez que el aire nocturno le acarició el rostro, se
preguntó quién era ahora la puta de carroza.
***
La noche era más fría de lo que Lucía se imaginó.
Por suerte, no había un alma en la calle. Una ráfaga de aire gélido se le coló por
debajo de la sábana y se enredó entre sus muslos, provocándole una rara sensación de
desamparo.
La pequeña habitación del Nava estaba a solo dos cuadras; pero de noche, y
guiada solo por algunas pocas farolas, el camino se hacía interminable. En todas las
esquinas le parecía que iba a toparse, o bien a un fantasma, o con un grupo de
violadores. A medida que avanzaba, las dudas la tentaron repetidamente, y estuvo a
punto de echarse a correr de vuelta a la casa. Pero como la primera vez, la idea del
regresar a España torturada por su conciencia, reprochándose constantemente de lo
que no se atrevió, fue más que suficiente para obligarla a seguir adelante.
—¿A dónde vas, muñeca?
Lucía sintió que el alma se le encogía.
Miró atrás y vio a un anciano borracho recostado a un poste. El hombre tenía una
curda tal, que apenas podía sostener sus pies.
—Eh, puta…, que adónde vas…
Lucía apresuró el paso sin atreverse a mirar atrás.
Por fin llegó a la puerta de la casa del Nava. Apenas podía respirar.
***
Día 6… 2:10 am
Gerardo iba rumbo a Santa Clara en su vieja Suzuki a más de setenta kilómetros por
hora.
Sabía que era riesgoso avanzar a esa velocidad, sobre todo por la oscuridad de la
noche y las continuas curvas repletas de baches que desfiguraban la carretera. A lo
que más se exponía era a que algún animal se le atravesara en el camino y en un
intento desesperado por esquivarlo se despeñara por la cuneta.
Aunque con la tensión que llevaba, un accidente era lo menos que le preocupaba.
El aire frío de la madrugada era su único calmante para relajar el conflicto de ideas
que embotaban su cerebro. Como resultado, acelerar más solo lo ponía en una
situación más peligrosa. Por suerte, durante todo el camino no vio ni un solo auto en
sentido contrario. La única luz que rasgaba las tinieblas era el foco de su moto.
Un trayecto que normalmente duraba una hora, lo deshizo en solo treinta minutos.
Para cuando parqueó su moto, ni él mismo pudo creer que hubiera llegado ileso.
***
—Solo espero que esto sea realmente importante —le dijo el Gordo mientras
encendía las luces del laboratorio—. Te voy a cobrar en grande el madrugón, y no
precisamente con películas porno.
El Gordo se percató con rapidez que su amigo no estaba para chistes. Gerardo
parecía enajenado en una tormenta de pensamientos, como si en realidad no estuviera
allí, sino en cualquier otra parte.
—Pues bien, ¿dónde están las muestras?
Antes de salir para Santa Clara, Gerardo había llamado al Gordo y le dijo que
necesitaba su ayuda para confirmar unas muestras de ADN. Al principio, el científico
le sugirió que esperara al día siguiente, pero Gerardo no le dio cuartel. Acordaron que
se iban a encontrar dos horas después en los laboratorios de Criminología.
Gerardo sacó las felpas y hebillas con los mechones de cabello de Isabela,
incluyendo su pequeño cepillo.
El Gordo lo miró extrañado.
—Como todo lo tuyo —comenzó a decirle—, de esto no puede quedar ningún
registro, ¿o me equivoco?
—Correcto.
El Gordo le sonrió.
—¡Oh, qué misterio! ¿En qué estarás metido ahora? —el científico se movió por
***
El Gordo regresó al cabo de unos minutos.
—Ahora solo nos queda esperar.
No habían pasado más de treinta segundos cuando el Gordo retomó la charla. No
estaba en su naturaleza el quedarse callado por más de un minuto.
—¿Quieres que te cuente algo interesante?
—No.
—Pues te lo voy a contar.
—No quiero escucharlo.
—Si insistes —Gerardo tuvo que cubrirse el rostro con las manos: cuando el
Gordo quería hablar, nadie se lo podía impedir—. Hay una mujer de tu pueblo que
está presentando una demanda contra varios hombres para que le paguen la
mantención de su hijo. Lo interesante es que el juez pidió una muestra de ADN para
que la demandante confirme la paternidad del verdadero padre. ¿Sabes cuántas
muestras de ADN presentó la madre?
—No.
—Dieciséis… —el Gordo lanzó una carcajada y Gerardo no pudo evitar sonreír
también. Esa era la magia de su amigo, no importaba cual fuera la situación o el
problema, él le encontraba siempre un lado cómico—. Lo interesante de la situación
es: ¿quién asegura que fueron solo dieciséis? A lo mejor aparece un diecisiete…
—Muy gracioso de tu parte.
La alarma del reloj de pulsera del Gordo comenzó a pitar.
—Listo, vamos a ver esos resultados.
***
Cinco minutos después, el Gordo regresó con varios papeles entre las manos. La
expresión de su rostro demostraba que las noticias no eran buenas, pero con el Gordo
uno no sabía que podía ser bueno o malo.
Gerardo prácticamente le arrancó los papeles de la mano.
Comenzó a leer una jerga científica que no entendía para nada, pero en el borde
***
Día 6… 2:15 am
***
Lucía no pudo evitar caer en un sueño hipnótico.
Su cuerpo quedó exhausto, no le quedaban fuerzas ni para moverse de encima del
Nava. Por eso descansó su cabeza sobre el pecho de su mulato. Ya no le cabían
dudas: era su mulato. El Nava tampoco hizo ningún intento por moverse, parecía feliz
de seguir dentro de ella, a pesar de que su pene ya no estaba tan erguido como una
***
Día 6… 3:05 am
Cuatro hombres entraron dando tropezones por la puerta he intentado ubicarse dentro
de la pequeña habitación. En un instante, estos quedaron tras la mesa, con lo que
cortaron el paso del mulato. Este, sin perder la calma, se lanzó sobre ellos.
La lucha comenzó.
Lucía, presa del pánico, tomó una sábana y se cubrió sus desnudos senos. Al
volver a mirar hacia el nudo de brazos y piernas en que se había convertido la pelea,
comprendió que el Nava estaba agotado y no lograba coordinar sus movimientos.
El mulato, completamente desnudo, saltó por encima de uno de sus atacantes y le
dio al segundo un fuerte puñetazo lanzándolo contra una pared. El hombre quedó
prácticamente sin sentido, pero aún quedaban tres.
Ver al Nava desnudo en el medio de la pequeña sala luchando contra tres matones
le arrancó gritos de miedo a Lucía. Pegada a la pared no lograba coordinar sus ideas.
Intervenir en la pelea solo le causaría más problemas al mulato, quien intentaría
protegerla a toda costa. El mulato le dio un codazo al más pequeño del grupo, empujó
con una patada al segundo y tomó por el cuello al tercero…; pero ese fue su error.
Al perder de vista a los otros dos, uno de estos le dio un barrido por el tobillo,
desequilibrándolo. Lucía le gritó una advertencia demasiado tarde. Una vez que cayó
al piso los tres hombres saltaron sobre él. Con técnicas expertas le inmovilizaron las
manos a la espalda y le pusieron unas esposas. Para lograr una mejor sumisión, el
líder le presionó una rodilla en el cuello mientras que los otros terminaban de
inmovilizarle las piernas.
Fue entonces cuando Lucía reconoció al oficial que les quitó las botellas de ron.
Este tenía una expresión de triunfo y satisfacción consigo mismo. Por lo visto, logró
lo que había venido a hacer. Andaban vestidos como civiles; pero debían de ser
policías, o agentes especiales.
—¡Estate quieto, negro de mierda, si no quieres que te raje la cara! —le gritó el
sargento mientras el Nava intentaba incorporarse.
Los otros dos lo ayudaron a levantarse.
Una vez que los tres estuvieron de pie, se alisaron un poco sus ropas.
Los cuatro hombres se sonrieron unos a otros.
Después miraron a Lucía. Por primera vez se percataron de que la joven estaba
completamente desnuda bajo la sábana. Una venda de lujuria cubrió las miradas de
los cuatro. Aquello debía de ser, sin dudas, una de las escenas más eróticas de toda su
vida. Contemplar a una mujer desnuda, escondida bajo las sábanas y muerta de
***
Día 6… 3:20 am
Lucía entró a la casa del abuelo y fue directo a la habitación de Miguel. Prefirió la de
este antes que la de Mario, lo último que quería en ese momento era encontrarse con
Rebeca.
—Miguel, despiértate, Miguel…
Miguel dio un salto en la cama y encendió la lámpara de noche que había en una
mesita.
—¿Qué… qué está pasando? —le preguntó, pero al advertir la facha de Lucía y
como lloraba a moco tendido, el miedo le hizo apretar los dientes imaginándose lo
peor—. ¿Qué te pasó?
—Nada, a mi nada. Pero el Nava…
Los gemidos de Lucía debieron escucharse por toda la casa pues Mario apareció
en la puerta del cuarto de su hermano.
—¿Qué le pasó al Nava? —preguntó Mario.
Lucía comprendió que no era momento para pudores.
—Fui a su casa. Estaba junto a él cuando llegaron…
—¿Cómo dijiste? —preguntó la voz ronca del abuelo.
Manuel apareció de repente y se le quedó mirando con ojos llenos de reproches.
Mierda, ya solo falta que se despierte la abuela.
—Estaba en la casa del Nava, dormimos juntos toda la noche… —las lágrimas de
Lucía le corrían incontenibles, pero su mirada solo reflejaba pura rabia— entonces de
la nada apareció el policía del otro día. Rompió la puerta y entró seguido por tres
policías más.
—¡Duanys! —exclamó incrédulo Miguel.
—Sí, arrestaron al Nava y se lo llevaron para la Jefatura.
—¡Mierda, mierda, mierda…! —exclamó Miguel a la vez que se levantaba
rápidamente de la cama y comenzaba a vestirse.
—El Nava me dijo que ustedes sabrían que hacer.
—Lo primero es limpiar la casa —anunció Mario—. Hay que mover la
mercancía.
—No, lo primero es el Nava —protestó Lucía.
—Del Nava me ocupo yo —dijo el abuelo—, voy para la Jefatura ahora mismo, y
de paso llamo a Rogelio.
—Yo voy contigo —puntualizó Lucía.
El abuelo la miró de arriba abajo y solo le dijo cuatro palabras:
***
4:45 am
***
5:35 am
Yúnior, el oficial que se quedó de guardia para vigilar la casa del mulato bajo las
ordenes de Duanys, observó a dos mujeres que venían por el medio de la carretera. A
esa hora era común que algunas trasnochadoras regresaran a sus casas después de una
noche de parranda.
Aunque algo no iba bien en las dos mujeres. Al principio solo se decían cosas y
manoteaban un poco. Pero cuando estuvieron casi frente al oficial comenzaron una
verdadera batalla campal.
—¡Hija de puta, eso es lo que tú eres! —le gritó una a la otra.
—Soy puta y bien, pero con el hombre que a mí me guste, y el tuyo me gusta.
Esto está buenísimo, pelea de gatas, se emocionó Yúnior, frotándose las manos al
poder disfrutar de un show gratis. Para no perderse un detalle caminó al frente
alejándose un poco de la casa.
Ante los gritos de las dos mujeres los vecinos comenzaron a asomarse por las
rendijas y verjas de sus casas. Algunos salieron a toda prisa para los portales, incluso
en ropa interior, el pudor no importaba mucho, lo importante era no perderse el
espectáculo. La rapidez con que los vecinos se pusieron en alerta le demostró a
Yúnior sus sospechas. Desde que habían entrado a la casa del mulato, de seguro que
cientos de ojos debían de estarlos mirando por todas las rendijas.
Al advertir la aglomeración de público, ambas putas aumentaron el ritmo del
show, como verdaderas artistas circenses.
***
5:38 am
Mientras que frente a la casa del Nava se desarrollaba aquella algarabía, Miguel y
Mario entraron cautelosos por la parte trasera. Mario llevaba una copia de la llave, ni
siquiera había necesidad de forzar la puerta.
Una vez dentro, Miguel sacó su celular.
—Estamos listos, muévete.
Un segundo después llegó Blancanieve manejando un ruidoso camión. El
monstruo de fabricación rusa, un Kamaz, rugió como un tanque de guerra cuando se
detuvo ante la puerta trasera de la casa.
Con algo de suerte no llamaremos la atención con el escándalo que han formado
Omega y su amiga frente a la casa, especuló Mario.
Ambos gemelos iniciaron su labor como verdaderas hormigas; cargaron enormes
pilas de ropas y zapatos, para luego tirarlas en la sección de carga del camión. La
operación en si no duró más de quince minutos. Incluso, hasta les dio tiempo de
desenchufar la computadora y se la llevaron en piezas.
Quienes acertaron a pasar por detrás de la casa no se interesaron en lo más
mínimo con el cargamento que subían los gemelos al camión, pues a fin de cuentas,
el pueblo entero sabía que ellos se dedicaban a eso. Sin embargo, el escándalo que
había frente a la casa sí que les llamó la atención.
***
Duanys miró satisfecho al mulato, y este, desde el otro lado de las barras, le
sonrió como si nada ocurriera.
—Te crees muy valiente, incluso gracioso…, pues no lo tomes como amenaza, no
me gusta amenazar; pero te prometo que te voy a borrar esa sonrisa.
El mulato no le respondió.
Ese era su verdadero problema, recordó con cierta nostalgia. No le gustaba lo que
estaba haciendo, realmente se aborrecía por ello. Pero en la vida todo depende del
respeto… El respeto es poder.
Duanys estaba consciente desde hacía mucho que las personas no lo respetaban, y
cuando llegaban a hacerlo, era solo porque sabían quién era su padre. En lo más
***
Día 6… 7:10 am
***
Tres autos patrullas se detuvieron frente a la casa del Nava. Duanys fue el
primero en bajarse. Le siguió el mayor Rogelio y al cabo de unos segundos llegó
Gerardo en su moto. El resto de los policías que venían en las otras patrullas cerraron
el perímetro. Para asombro de los policías, toda una multitud se había aglomerado por
***
En cuanto Duanys alcanzó la calle, pudo sentir el peso de las miradas sobre él.
—¿Qué pasa? —le preguntó a su padre dándole la espalada a la multitud.
—Detén cualquier investigación que estés haciendo. Tengo un trabajo mucho más
importante para ti.
***
Día 6… 9:40 am
***
Aquella misión cambiaría su vida, Duanys se lo repetía constantemente para
ocultar sus miedos. Tanto su padre como sus hermanos lo respetarían una vez que
llevara a cabo la repentina operación en la que se iba a involucrar.
Caminó hasta donde estaba el mercenario. El hombre aparentaba una calma que le
erizó cada pelo de la nunca como si fueran lanzas.
—Buenos días; mi nombre es Duanys, y estos son mis muchachos.
—Buenos días; mi nombre es…, simplemente llámame el Italiano —por el acento
y el aspecto, a Duanys no le quedaron dudas que posiblemente el extranjero fuera
realmente de Italia.
—Me dijeron que serían tres.
***
Día 6… 8:45 am
***
La puerta se abrió.
Frente a él estaba Isabel, cubierta por una finísima bata de dormir. Su rostro
demostraba que acababa de levantarse; pero aun así, a él le pareció más hermosa que
nunca.
—¡Gerardo, ¿tú…?! —exclamó Isabel, pero las palabras se ahogaron en su
garganta.
Por unos instantes pareció turbada, luego le tiró la puerta en plena cara.
Gerardo ya estaba preparado para esa posible reacción. No solo bloqueó la puerta
con el pie, sino que la empujó y se coló dentro de la casa.
—¡Estás loco, si Duanys llega…!
—A la mierda Duanys, me debes una explicación.
—¡Ah no! Eso sí que no lo voy a permitir —estalló Isabel—. Yo no te debo nada,
***
Isabel comprendió que no tenía sentido seguir mintiendo. Por alguna extraña
razón se sintió enojada consigo misma. Después recordó que Gerardo tenía una mente
privilegiada para percatarse de los pequeños detalles. Nada de lo que había pasado
hasta el momento la sorprendió tanto como lo que ocurrió a continuación.
—¡Es mi hija…! ¡Mi hija…! —Rugió Gerardo mientras las lágrimas empezaron a
correrle—. Isabel, por favor, mírame a la cara. Soy un imbécil, soy un cobarde, lo
sé… y lo siento por no haber sido lo suficientemente hombre para haberme
enfrentado a tú padre.
Todo aquello era verdad, y aun así, nada de lo que él dijera la calmaría.
—Pero he cambiado, me importa una mierda la carrera militar, ahora solo me
importa una cosa —hizo una pausa, Isabel sintió cómo las manos de Gerardo le
apretaron el rostro, obligándola a mirarlo—: me importas tú, me importa la Nena.
Perdóname por todo lo que te he hecho pasar…, perdóname.
***
Isabel lo miró con lágrimas en los ojos, aquello hizo que Gerardo se relajara,
entonces vino la mano que impactó contra su rostro con una velocidad prodigiosa.
El chasquido resonó en todo la sala. Por un segundo, Gerardo sintió un calor
vibrante en su cara. Al instante, le siguieron varios manotazos más.
—¡Eres un mierda, hijo de puta! —le gritó Isabel sin dejar de golpearlo—. Me
dejaste sola, sola… ¡Yo sola con la bebé…!
Gerardo esquivó no con mucha facilidad los golpes y logró inmovilizarla; luego,
mediante una palanca de presión gobernó el cuerpo de Isabel —quién se retorcía
intentando escapar como una fiera de una jaula— hacia el piso.
Una vez en el suelo se sentó a horcajadas sobre ella y le sujetó los brazos.
—Lo siento, mi princesa vikinga —le dijo suavemente, recordando el apodo con
el que solía llamarla. Después, sujetándola con más fuerza, comenzó a besarle las
mejillas—; lo siento, lo siento…
***
***
Gerardo observó desde el marco de la puerta cómo Isabel le llevaba el biberón a
la niña. La chiquilla, a pesar de estar semidormida, de tan solo de oler la tetera supo
localizar el pomo, abrió la boca con un gesto casi instintivo y comenzó a chupar a la
vez que se enroscaba un dedo en su propio cabello. Con aquel gesto tan tierno,
Gerardo comprendió de un solo golpe todo lo que se había perdido.
—Regreso dentro de dos horas —le anunció a Isabel—. Necesito arreglar algunos
asuntos pendientes en la oficina. ¿Estarás lista?
Dos horas serían demasiado tiempo. No quería darle un segundo a Isabel para que
reflexionara. Realmente temía que se echara para atrás. Su expresión pareció
delatarlo, pues Isabel fue hasta la puerta y lo besó.
—Estaré lista.
***
Día 6… 9:10 am
***
Mario llegó junto al Nava.
El mulato estaba esperando frente a una enorme mata de aguacates; a su
alrededor, quedaba toda una arboleda repleta de plantas y árboles frutales.
—Bueno —comenzó Mario—. ¿Cómo quieres resolver esto? ¿A golpes,
cuchillos, o machetes?
El Nava lanzó una carcajada.
—Qué comemierda tú eres. Ya yo lo sabía.
—¡¿Cómo?!… ¡No te entiendo!
—Hace tiempo que sé que te estás acostando con Rebeca.
Mario parpadeó sin comprender las palabras del Nava.
—Sigo sin entender.
—Quiero decir… Hace tiempo que sabía que te estabas follando a Rebeca. ¿Te lo
repito?
—No… pero, ¿por qué no me habías dicho nada? Digo, ¿por qué no me habías
partido la cara antes? —rugió Mario.
—Porque Rebeca te gusta. No quería hacerte daño.
—De que mierda estás hablando, soy yo quien te ha hecho daño.
—No, no me has hecho daño. El problema está en que a mí no me gusta Rebeca,
pero a ti sí.
—Sigo sin entender cojones, ¡aclárate!
—Rebeca te está utilizando —el Nava miró esta vez de frente a su amigo—: ella
solo quería tener un arma para herirme o separar nuestra amistad si algún día yo
decidía dejar de salir con ella.
Mario quedó completamente confundido. Tuvo que apoyarse contra un tronco
para no perder el equilibrio.
—A ver si estoy entendiendo: dejaste que ella se acostara conmigo…
—No; espera, yo no dejé a nadie. Ella lo hizo por su propia voluntad, al igual que
tú. Desde el primer momento que pasó…, y no me respondas esto, te convertiste en
su cómplice, justo lo que ella buscaba. ¿Qué querías que yo hiciera? Como la
situación se me fue de las manos, y tú no la pusiste a ella a elegir, yo opté por
hacerme el desentendido y dejar que la disfrutaras.
—Eres un cabrón —le respondió Mario con tono de broma, después la voz se le
quebró en la garganta—. Pero la quiero.
Esas palabras dibujaron una sombra en el rostro del Nava.
—Pero ella no te quiere a ti, hermano, ni a mí. Rebeca solo ama su carrera, tú
bien lo sabes, lo único que ella anhela es lograr un contrato con una compañía
extranjera. No nos engañemos. Pero su orgullo no le permite ser rechazada por
***
Cuando ambos regresaron del cafetal, Lucía los miró por un instante y salió
corriendo hacia el interior de la casa.
Mario y el Nava se miraron confundidos.
—¿Y ahora qué hicimos? —le preguntó Mario a su hermano.
—Qué drama, ¿verdad? Creo que deberían hablar con la prima —aconsejó
Miguel.
***
Día 6… 10:30 am
***
Duanys detalló mejor a sus nuevos aliados.
***
Isabel supo que estaba perdida.
Corrió hacia el cuarto tan rápido como pudo. Pero para su propio horror,
descubrió que la Nena había regresado y se había acomodado sobre la cama. Con sus
pequeñas manitos estrujaba la ropa y la echaba dentro de las maletas. Desde su punto
de vista, la niña ayudaba a su mamá.
Isabel entró en el cuarto y trató de cerrar la puerta. Lo hubiera logrado de no ser
por el biberón de la Nana que estaba en el piso y la bloqueó. Isabel le dio una patada
al pomo, pero ya era demasiado tarde.
Duanys empujó la puerta con todas sus fuerzas lanzándola a ella hacia atrás. Por
suerte no perdió el equilibrio. Al instante se separó de su marido todo lo posible.
—Nena —murmuró Duanys—, vete a tu cuarto y ponte a jugar con las muñecas.
—Pero no quiero, estoy ayudando a mamá, es que nos vamos de vacaciones.
Isabel quiso que la tierra se la tragara.
Duanys sonrió y miró hacia la cama. Sobre ella aguardaban dos maletas de cuero
a medio llenar.
—Nena, ve ahora mismo para tu cuarto, y ponte los audífonos.
Cuando Duanys le habló así a Isabela, la niña hizo un puchero y se fue llorando a
su cuarto.
Duanys cerró la puerta tras ella.
—¿Qué cojones significa esto? —preguntó Duanys señalando a la cama y las
maletas—. ¿Me estas abandonando?
Isabel no respondió.
—Cuando te hago una pregunta me gusta que me respondas.
Duanys caminó hacia ella y le agarró una mano. Isabel no hizo ademán de
zafarse, a pesar de que sentía los dedos como garras en su piel.
—¡Quiero que me respondas! —le gritó en la cara—. ¿Qué significan estos
papeles?
Duanys le enseñó las hojas con las pruebas de ADN.
—¿Isabela no es mi hija? —toda la rabia de Duanys desapareció al mencionar el
nombre de la Nena, incluso afloraron lágrimas en sus ojos.
Isabel estaba consciente de los mil millones de defectos que tenía su marido, pero
jamás podría negar el amor que sentía por la niña. Sin embargo, sus ojos le otorgaron
***
Recordó aquel día: se conmemoraba un año más del glorioso triunfo de la
Revolución cubana. Los jerarcas militares preparaban una fiesta por todo lo alto.
Hasta iban de invitados algunas de las más populares orquestas de la isla, y las
***
—¡Maldito cobarde, eso es lo que eres, un cobarde! —le gritó. Podría matarla a
golpes, pero esta vez no se callaría la boca.
—¿Desde cuándo te lo follas? ¡Respóndeme, puta de mierda!
***
A Duanys aún le temblaban las manos cuando regresó a la sala. El resto de los
hombres lo miraron solo unos segundos, todos habían escuchado los gritos de Isabel
y la golpiza que le había dado. Como ese no era su problema, nadie se interesó en
intervenir. Unos instantes después volvieron a sumirse en lo que sí era un problema
real.
—Hagamos esto lo más rápido y limpio posible —comenzó a decir el líder de los
extranjeros. Para crear una rápida camaradería, el Italiano presentó a sus dos hombres
por sus apodos. Tanto Duanys como sus chicos se percataron de que los
sobrenombres eran perfectos para ellos.
El Zombi y el Oso.
El Zombi caminó hasta la mesa y viró la laptop de manera tal que todos pudieran
***
Día 6… 11:35 am
Duanys se sentó en el asiento trasero del Cadillac de los mercenarios. Frente a él, el
Zombi y el Oso continuaban mirando la laptop. La pantalla les mostraba una imagen
satelital de todos los alrededores, excepto del pasillo por donde pensaban entrar.
Por desgracia, una ceiba gigante que crecía junto a la casa les impedía tener una
vista aérea de dicho pasillo. Al no poder confirmar ese ángulo de visión, surgieron las
dudas con respecto a los nietos del anciano. ¿Estarían en la casa?
Si ese fuera el caso, la misión se iría a la mierda. Ya que Duanys le dejó bien
claro al Italiano que no podía haber muertos.
—Tengo una idea —dijo Duanys al tiempo que buscaba su celular.
Los dos mercenarios lo miraron, pero ninguno dijo nada. Si de ellos dependiera,
entrarían por el pasillo vomitando plomo, de eso a él no le cabía la menor duda.
Duanys buscó en su lista de contactos el número del Hiena. Le marcó.
—¿Sí, diga?
—Necesito una confirmación inmediata.
—Dirá usted.
—¿Tienes idea de dónde están los nietos de Manuel, los gemelos?
—Acabo de verlos llegar a la casa del profesor Augusto.
—Perfecto, ¿quiénes van con ellos?
—La cuadrilla de siempre, el Nava y la prima española.
—Eso era todo.
Colgó y miró a los mercenarios.
—Comunícale al Italiano que Manuel está solo en la casa; bueno, de seguro su
esposa debe de andar por algún lado.
El Zombi se llevó dos dedos al oído.
—Zombi a Alfa: el Shadowboy está solo.
—Alfa a Zombi: recibido, listos para proceder.
Según el plan, en cuanto salieran por el pasillo arrastrando al anciano, Duanys y
su equipo debían de llegar en el auto lo más rápido posible para meterlo dentro.
Duanys observó cómo el Italiano y sus dos oficiales miraban a todos lados
esperando el momento adecuado. Tras unos instantes de vacilación, confirmaron que
todo estaba despejado y echaron a andar directo al pasillo.
***
11:22 am
***
11:25 am
***
Día 6… 11:28 am
La imagen que se inventó Lucía del interior de la casa del profesor fue
completamente errónea. Una vez que ya estuvo dentro, poco faltó para que sus ojos
se le salieran de las órbitas.
Mientras ella recorría toda la sala con una mirada de asombro, Mario le dio una
bolsa al profesor, este miró el interior y comenzó a danzar de alegría.
—¡Gracias, muchachos! Me lo trajeron en el momento perfecto, pues ya no me
quedaba más.
El profesor desapareció en el interior de la cocina con la pequeña bolsa.
—¿Qué había dentro de la bolsa? —preguntó Lucía mientras comenzaba a
recorrer la sala.
—Un poco de marihuana —Lucía miró a su primo incrédula—; no, es broma.
Tres libras de café, no tienes idea de cuánto significa el café para los cubanos.
—De hecho sí, ya he aprendido lo mucho que les gusta. Es como la marihuana
para los españoles.
En el poco tiempo que llevaba en Cuba, había aprendido que el café era la
verdadera bebida nacional.
Sus primos tomaron asiento; por lo visto, la colección del profe ya no les llamaba
tanto la atención. Sin embargo, ella tuvo que recorrer inevitablemente toda la sala. La
atracción que sentía por los libros era algo obsesivo. Por lo que ver tantos ejemplares
en un mismo lugar era un verdadero banquete para sus ojos.
Las paredes de la casa estaban cubiertas por miles de libros. Los estantes se
comunicaban unos con otros creando una línea infinita. Pero lo que realmente
llamaba la atención, no era la cantidad desproporcionada, sino la organización de los
mismos.
Lucía había estado en casa de coleccionistas, quienes amontonaban manuscritos
sobre manuscritos, y el olor a polillas siempre pugnaba en esos lugares.
Pero la casa de Augusto no tenía nada de eso, tras echar una mirada más
detallada, vio que en un rincón había una mesa especial, la cual estaba diseñada con
varios compartimientos para poner pomos de alcohol y motas de algodón, agujas e
hilos especiales salían de los bordes. Un brazo articulado sostenía una lupa de escala
gigante.
Augusto no solo coleccionaba libros, sino que también los reparaba.
—Y bien, ¿qué te parece? —le preguntó el Nava.
—¡Joder, esto es hermoso!
***
—Profe —Miguel tomó la palabra—, mi prima está trabajando en una tesis
sobre… sobre… ¿cuáles serían las palabras exactas, prima?
Lucía quedó sorprendida e improvisó.
—Tesoros nazis.
—¿Tesoros nazis? —repitió Augusto a la vez que se daba un sorbo de café—.
¿Qué tipo de tesis quieres hacer?
—Bueno, no es tanto como una tesis, es más bien un trabajo de investigación.
—Una tesis es un trabajo de investigación.
—Correcto, pero no tan investigativo. —De qué mierda estoy hablando, vamos
Lucía, tú puedes hacerlo mejor—. Digamos que es un artículo para publicar en una
revista de curiosidades.
Lucía comprendió que mientras más hablaba, más metía la pata.
—Mmm, muy bien, muy bien… ¿y qué quieres investigar de los tesoros nazis?
—Pues para comenzar… ¿existió algún tesoro nazi?
—¡Oh, existen miles! —exclamó el profesor y todos en la sala comprendieron
que Augusto comenzaba a disfrutar de la conversación—. Pero necesito que me hagas
la pregunta correcta.
—¿La pregunta correcta? —repitió Mario.
Lucía comprendió el juego del profesor. No les diría nada hasta que no le
formularan una pregunta correcta.
—Necesito saber qué tesoros robó la Alemania nazi y hacia donde los trasladó.
Los gemelos y el Nava miraron sorprendidos a Lucía.
—Eso sí es una pregunta —aclaró el profesor—. En cambio, tal respuesta podría
tardar semanas, por no decir meses, en ser contestada.
—Pero estamos seguros de que un “súper profe” como usted nos lo puede resumir
en unas horas, ¿verdad? —Mario tentó a la suerte.
—Creo que sí… sí, por qué no, de seguro les podría dar un resumen.
Todos se acomodaron en sus asientos, listos para escuchar la clase de Historia que
***
—Erwin Rommel fue uno de los mariscales de campo más importantes del
ejército alemán. Considerado por la historia como uno de los genios estrategas más
grandes de su época…
—Estamos hablando del Zorro del Desierto, ¿correcto?
La interrupción de Miguel solo le causó una sonrisa de orgullo al profesor.
—Después de todo, alguien sí estaba atendiendo en mis clases —Augusto
prosiguió—. Rommel estuvo al mando del Afrika Korps, durante 1941 hasta 1943…
Para que los jóvenes lograran tener una visión más periférica de la historia que les
estaba narrando, fue a un estante y sacó un voluminoso libro. Buscó con manos
expertas el capítulo que necesitaba. Allí les mostró una imagen del famoso Zorro del
Desierto.
—El Afrika Korps fue una de las unidades militares alemanas mejores dirigidas
que operó en el Norte de África, con la importante misión de conquistar todo el
amplio territorio. Su principal objetivo era capturar sus reservas de combustible.
—Aparte de toda esa historia bélica —Augusto señaló con el dedo índice la foto
—, Rommel estuvo relacionado con uno de los misterios que dio paso a muchas
leyendas años después, conocida como “El Tesoro de la Isla de Córcega”.
—Esto comienza a ponerse interesante —interrumpió Mario, quien permanecía
bastante intranquilo en su silla.
—Durante el saqueo de las ciudades al Norte de África por parte del ejército
Alemán, estos llegaron a recolectar un botín de cientos de lingotes de oro, diamantes
y obras de arte. El tesoro fue inventariado antes de mandarlo a la capital alemana. Se
estima que el botín superaría en los tiempos modernos los 50 millones de euros —los
cuatro jóvenes lanzaron exclamaciones y bufidos pera nadie dijo una sola palabra—.
Cuando el tesoro llegó a Alemania y se revisó la lista de inventario, descubrieron que
faltaban seis cajas blindadas. Tras someter a todos los implicados a fuertes
interrogatorios se descubrió que las cajas fueron enviadas a Italia “por error”.
—Seguro que sí, error para los bolsillos de otro —Mario rio de su propio chiste,
pero al instante su hermano le tapó la boca.
—Pues bien, tras la caída del gobierno italiano en 1943, las cajas fueron
trasladadas a las costas de la isla de Córcega, en donde supuestamente un submarino
las trasladaría a un lugar seguro y desconocido. La lancha que trasladaba las cajas
cayó en una emboscada de la aviación americana, el coronel que estaba al mando de
la operación dio la orden de lanzar las cajas por la borda, logrando de esta manera
aumentar la velocidad de la lancha.
Augusto hizo una pausa y les miró el rostro a sus jóvenes oyentes. Estos parecían
***
Se despidieron del profesor en la puerta de su casa.
—Espero que hayan disfrutado de la visita, repítanla cuando quieran —les dijo
Augusto con una de sus pícaras sonrisas.
***
Día 6… 12:56 pm
La calle estaba desierta, a excepción de tres perros que se peleaban por un trozo de
trapo en una de las cuatro esquinas. Que no hubiera nadie a esa hora del día
merodeando por los alrededores era algo bastante inusual. Giovanni pensó que quizás
se tratara de su primer golpe de suerte desde que llegó a la isla.
Aun así, confirmó con Aldrich, quien estaba cumpliendo la función de “Cíclope”,
término usado por ellos para referirse al satélite que chequeaba toda la zona.
Durante más de una hora estuvieron observando la casa y sus alrededores. Tras
confirmar que el anciano se encontraba acompañado solo de su esposa, procedieron
con el plan. Se dividieron en dos grupos y cerraron el perímetro. Duanys se quedó
con Alex y Aldrich, ellos serían los encargados de vigilar si algún sospechoso llegaba
por ese lado de la calle, también cumplirían la función de equipo de extracción. Por
su parte, Giovanni y los dos oficiales que estaban bajo las órdenes de Duanys
entrarían en la casa.
Había llegado el momento.
—Listos —les advirtió a ambos policías.
Estos asintieron con la cabeza.
Los tres se bajaron del auto y fueron directo al pasillo de la casa. El plan era
sencillo: entrar por el largo corredor, localizar a Heldrich y arrastrarlo hasta el carro
patrulla.
Siempre cabía la posibilidad de que el anciano estuviera armado, por eso
Giovanni usaría a ambos policías como escudos humanos. Aunque confiaba en que
sorprenderían al espía antes de que este llegara a notar su presencia.
La anciana esposa del viejo podría lanzar algunos gritos: eso podría representar
un inconveniente, aunque no un verdadero problema. Para cuando algún vecino
acudiera, ya se habrían alejado del lugar. Además, Duanys le dejó bien claro que el
Gobierno cubano los apoyaría para lograr la extracción del anciano siempre y cuando
no hubiese muertos.
A Giovanni no le convenía perder ese apoyo.
Mientras caminaban, recordó los pocos minutos de conversación que mantuvo
con Heldrich. El anciano parecía fuerte, pero los años debían de haberlo agotado. No
presentaría ningún problema. Además, Giovanni estaba convencido de que el espía
trabajaba con más personas. Fuera quien fuera ese grupo debían de haberle puesto
una emboscada a Bigdog y a Shangó.
Era la única respuesta lógica.
***
Duanys observó desconcertado cómo el Italiano salía de la casa, solo, y se
montaba en el auto.
¿Qué mierda está pasando?
No se suponía que el plan se iba a desarrollar de esa manera.
El Oso asintió con la cabeza y Duanys supuso que su jefe le estaba comunicando
algo a través del radiotransmisor que tenía en la oreja. El gigantesco ruso miró a
***
Día 6… 1:02 pm
Cuando los cuatro jóvenes salieron de la casa de Augusto, ninguno fue capaz de
articular siquiera una palabra. Sus mentes habían quedado frisadas. Demasiada
información y muy poco tiempo para asimilarla.
El Nava fue el primero que logró tomar una decisión.
—Calma todos y que no cunda el pánico —aquellas palabras lograron arrancar las
primeras sonrisas en el grupo—. Vamos a seguir como lo teníamos planeado. Mario y
Miguel, ustedes se llevan a Lucía para la casa de Omega, díganle a esa pájara de
carroza que voy para el campo de cañas a buscarle sus materiales.
—De acuerdo —dijo Miguel—, y, mientras tanto, nosotros vamos a ir ayudando a
Omega con sus preparativos y diseños artísticos.
—Nos vemos dentro de un rato.
Mientras se alejaban, Lucía miró al Nava. Este comprendió que la española estaba
soltando chispas por los ojos. Cuando regresara tendría una buena conversación con
ella.
***
El Nava pidió prestada una bicicleta con un cajón plástico amarrado a la parte de
la parrilla, lo cual era ideal para sus necesidades. En la caja podría echar las cañas
bravas.
No había pedaleado más de un kilómetro, cuando en una intercepción casi tiene
un accidente con una moto.
La Suzuki apareció de la nada e hizo un giro tan cerrado que poco faltó para que
el motorista perdiera el control. Este puso un pie en la calle para estabilizar la moto a
la vez que apretaba el acelerador.
En ese instante, el Nava se le atravesó obligándolo a poner los frenos. El chillido
de las gomas y el olor a caucho quemado los rodeó a ambos.
—¡Tú estás loco comemierda! —le gritó el Nava—. ¿Quién cojones te crees que
eres; Mad Max?
En ese instante el mulato reconoció a Gerardo.
Gerardo lo miró confuso, y comprendió que no se había estrellado contra una de
las paredes de las casas que colindaban al borde de la calle solo por puro milagro.
—Necesito tu ayuda… —fueron sus primeras palabras— necesito que vengas
conmigo.
El Nava asintió con la cabeza. La expresión del capitán sin dudas lo asustó.
***
Gerardo usó todo el peso de su cuerpo, proyectándolo a su hombro izquierdo.
Tomo impulso y se lanzó como un vikingo hacia las rejas de un castillo.
La puerta de madera se partió por el centro lanzando el picaporte por los aires.
Gerardo entró en la sala como un tigre herido y dispuesto a matar. Reconoció al
instante al sargento Ángel Rojas, este quedó petrificado y sin saber qué hacer. Se
levantó de su sillón e instintivamente se llevó la mano a su cadera donde tenía su
pistola.
Gerardo no le prestó atención y siguió por el pasillo hacia los cuartos.
—Isabel… Isabel… —comenzó a gritar—. ¿Dónde estás? Isabel…
El sargento Rojas se percató demasiado tarde que tras Gerardo había entrado el
mulato que había arrestado esa misma madrugada.
El mulato desenvainó un corto puñal de doble filo y se abalanzó contra Rojas. En
un segundo el sargento sintió el filo del cuchillo en su cuello.
—Dame la pistola y no trates de hacerte el valiente… ¡porque te juro que te rajo
el cuello, hijo de perra!
***
Cuando Gerardo entró en el cuarto y vio a Isabel sentada en la cama con los ojos
hinchados y el labio partido, sintió que algo se le quebraba en el pecho.
—¿Cómo se atrevió ese hijo de puta?
Se arrodilló frente a ella y le sujetó el rostro con ambas manos.
Ella gimió de dolor, se movió a un lado y escupió sangre.
—Lo siento, lo siento por no haber llegado antes… Yo te prometí que te iba a
proteger —las lágrimas se le escaparon a Gerardo, cargadas de ira, y tras una pausa
sus ojos se colmaron de un sentimiento hasta el momento desconocido para él—,
recoge a Isabela, te vas conmigo ahora mismo.
Isabel lo abrazó y comenzó a llorar.
***
Gerardo llegó a la sala y miró al sargento Rojas.
—Te voy a hacer una sola pregunta: a esta mujer la golpearon; mientras esto
sucedía, ¿dónde estabas tú?
El sargento lanzó una risa de desprecio.
***
Día 6… 1:48 pm
Todo era una secuencia de malas noticias, y lo peor es que no estaba preparado para
asimilarlas, ni mucho menos crear un plan para invertir la situación.
Duanys aún no podía comprender cómo la misión se había ido a la mierda. Era
imposible creer que un anciano hubiera eliminado a puñaladas a dos oficiales
entrenados por la Policía Nacional Revolucionaria.
¡Por todos los santos…, dos muertos! ¡Dos muertos!
Un temblor lo estremeció de solo pensar en cómo se lo explicaría a su padre.
Podría justificar las acciones de los dos ofíciales echándole la culpa a la Unidad
Militar que les dio el entrenamiento en defensa personal…, o bien podría…
—Estoy metido en la mierda hasta el cuello —sus palabras tampoco le brindaron
consuelo.
Al cabo de unos pocos segundos, comprendió que intentar culpar el
entrenamiento recibido por aquellos dos infelices sería una respuesta tan estúpida
como tratar de explicarle a su padre que un anciano degolló a los dos jóvenes.
Esteban Ramírez era un hombre al que le gustaba ser respetado y obedecido. Y con
Duanys fue bien claro… ¡No podía haber muertos!
Aún cavilaba en cómo darle la noticia a su padre, cuando el auto se detuvo frente
a su casa.
Por mala que sea una situación, siempre puede empeorar…, la frase cobró
sentido en la mente de Duanys cuando este advirtió la escena.
***
La puerta estaba hecha dos trozos, como si una cuadrilla de bomberos hubiera
entrado para rescatar a una víctima. Pero aún peor era el espectáculo del interior. La
sala fue totalmente rediseñada, tal parecía que hubieran soltado dentro de ella a dos
pitbull… El piso, los cuadros, las mesas y los adornos se habían convertido en una
montaña de escombros, la imagen que reinaba en la sala era la de un completo caos.
Para completar el cuadro, en una de las esquinas estaba tirado el oficial Ángel con
uno de sus brazos en un ángulo de más de 45 grados en sentido contrario.
El hombre se retorcía de dolor incapaz de poder levantarse.
Duanys corrió junto a él.
—¿Qué diablos pasó aquí?
—El capitán Gerardo, el hijo de puta llegó con el mulato de la noche anterior.
Ambos me atacaron.
***
Una vez en el auto patrulla, Duanys extrajo su celular y llamó a la Hiena.
—Hola, jefe, por lo visto hoy estamos bien ocupados.
—Cállate, imbécil, y escúchame bien —se hizo un silencio del otro lado de la
línea—: necesito que me localices urgentemente al Nava o al capitán Gerardo.
—A Gerardo no lo he visto en todo el día, pero el Nava hace un rato salió de la
casa del profesor Augusto.
—¿Hacia dónde fue?
—Ni idea.
—Pues investígalo, que para eso te pago.
—A la orden, jefe.
Duanys colgó.
—¡Mierda… pura mierda! —murmuró.
Las cosas no le estaban saliendo tan bien como esperaba. De hecho, todo era un
verdadero caos, y lo peor es que por más que tratara, no lograba tomar las riendas de
la situación. Ahora solo tenía dos horas para localizar al Nava o a Gerardo, eso si
quería poner en función el plan que acababa de improvisar.
Gerardo estaba huyendo de él, lo que haría su captura prácticamente imposible…,
a menos que capturara al mulato y lo hiciera hablar. Sin dudas este debía saber su
ubicación. Pero para localizar al Nava no podía depender simplemente de un
informante, tendría él mismo que tomar cartas en el asunto.
Tras reflexionar unos segundos, tuvo una inspiración.
—La casa del profesor.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Ángel.
—Tengo un nuevo plan: vamos para la casa del profesor de Historia.
***
Día 6… 2:40 pm
***
2:42 pm
***
2:50 pm
—¿Qué pasó? —Gerardo sintió que su corazón quería salírsele del pecho.
Al instante pudo reconocer la voz de Omega. Si el travesti lo estaba llamando,
nada bueno significaba.
—Acabo de ver entrar a la casa del profesor Augusto al hijo de puta de tu amigo
el sargento.
—¿Duanys?
—¿Conoces a otro hijo de puta que sea sargento?
—Sí, a algunos. ¿Tienes idea de qué buscan?
—¡Yo soy pájara, no adivina! —Omega hizo una pausa, por lo que Gerardo se
imaginó que debía de seguir mirando por su ventana—. No lo sé, pero entraron con
cara de pocos amigos.
—Mierda, salgo para allá ahora mismo. Eh, y gracias, ponla en la lista, te sigo
debiendo una.
—Tranquilo, que yo te las cobro todas.
***
Día 6… 2:54 pm
Duanys empujó al profesor fuertemente por el pecho, que trastabilló hacia el interior
de su propia casa sin poder reponerse del susto. A su espalda el sargento escuchó
cómo Ángel cerraba la puerta.
—¿Qué es esto? —preguntó Augusto alarmado.
Duanys no le respondió inmediatamente, más bien apreció la inmensidad de la
sala y los cientos de miles de libros colgados de las paredes.
—¡Dios poderoso, cuántos libros! ¿Es usted una especie de polilla gigante?
—¿Qué quieren? —volvió a preguntar el profesor, esta vez armándose de valor.
Duanys se centró en el negocio.
—Profesor, sepa que no tengo nada en su contra —Duanys usó un tono frío y
despreocupado, pero cargado de respeto—. Mi nombre es Duanys, soy sargento de la
PNR, y estoy haciendo una investigación en la cual apreciaría mucho su ayuda. Esta
mañana usted tuvo una visita, ¿correcto?
El profesor pareció dudar por unos segundos antes de contestar, llegando a la
conclusión de que negarlo no lo ayudaría mucho.
—Correcto.
—Empezamos bien… En un momento me iré de esta casa, créame. Solo necesito
saber hacia dónde fue el Nava, el mulato que…
—Sé quién es el Nava. Pero no sé hacia dónde fue.
Duanys hizo una mueca de disgusto.
Maldito viejo, no me la pongas difícil.
Recorrió lentamente la sala con una mirada calculadora mientras elaboraba un
plan que obligara al anciano a confesar. Quizás parte de la culpa la debía él mismo al
irrumpir de aquella manera. Pero tenía tanta presión encima, que el tratar a las
personas con buenos modales ya no estaba incluido en su agenda.
En esos momentos se encontraba contra reloj… Tres mercenarios esperaban por
su respuesta, y si no les mostraba un buen plan, estos no dudarían en crear una
masacre. Y lo peor es que no se atrevía a llamar a su padre para contarle que estaba
nadando en arenas movedizas sin un maldito punto de apoyo.
—Profe, por favor, colabore —Duanys se apoyó en uno de los libreros—,
simplemente dígame hacia dónde fue el mulato.
Para sorpresa de Duanys, el profesor tomó asiento.
—Crees que no conozco las técnicas de los cabrones comunistas —Duanys se
quedó de una pieza ante la frialdad y la calma que asumió el profesor—. Todos
***
Día 6… 4:20 pm
Apenas Gerardo detuvo su moto frente a la casa del anciano profesor, supo que algo
iba mal.
Sus sospechas se aclararon al entrar y ver cómo había quedado la sala tras la
visita del sargento Duanys. La impresión fue tal, que una mueca de impotencia e ira
le transformaron el rostro en una sombra.
En el centro de la sala estaba el viejo profesor de Historia. Se encontraba
arrodillado entre los cientos de libros que aún permanecían desparramados por todo
el piso. Un llanto descontrolado lo estremecía en constantes convulsiones. Ver a su
viejo profesor tirado en el piso y rodeado de sus tesoros, le hizo recordar a Gerardo
cuán frágil era el anciano.
Cuando Augusto miró a la puerta y vio a Gerardo, al segundo comenzó a gritarle:
—¡Torturador, esbirro, comunista de mierda…!
Gerardo comprendió que las lágrimas cegaban al anciano y no le permitieron
reconocerlo. De inmediato corrió hacia los pies del profesor, tomó su rostro cubierto
de lágrimas y se las limpió con sus propias manos.
—Profe, soy Gerardo… —nada de lo que quiso decir acudió a sus labios,
simplemente le preguntó—. ¿El hijo de puta del sargento Duanys fue el que le hizo
esto?
Sabía la respuesta, pero quería que el profesor se la confirmara.
Una chispa de venganza surgió en el interior de las pupilas del anciano.
—¡Sí! —rugió este, su voz estaba cargada de ira y veneno—. No sé qué quiere
con el Nava, pero lo anda buscando.
Gerardo tuvo una sospecha.
—¿Les dijo dónde encontrarlo?
El anciano apartó el rostro y más lágrimas aparecieron en sus cansados ojos.
—Lo siento, Gerardito —su voz se quebró por la tensión y la pena—, lo siento;
pero hay muchas maneras de torturar a un hombre.
—No tiene de qué avergonzarse; de una manera u otra Duanys habría descubierto
dónde estaba el Nava. Mírelo de esta manera: lo que usted hizo fue ganarme tiempo a
mí para detener a ese cabrón.
El anciano se limpió la cara y por primera vez levantó su cabeza con orgullo.
—Les dije que el Nava estaba para el campo de cañas bravas. Tienes que
detenerlos antes de que le hagan algo al mulato. Si le tocan un dedo a ese muchacho,
no sé, yo no podría vivir con…
***
Gerardo no perdió un segundo.
Aun en el portal de la casa del profesor llamó a Omega. Este le confirmó que el
Nava estaba para los campos de caña brava.
Una vez en la calle, a punto de montarse en su moto, tuvo un golpe de suerte.
Caminando hacia él, por la acera del frente, venía el negro Héctor.
***
Día 6… 4:30 pm
Durante más de una hora, Duanys y el sargento Ángel buscaron por las orillas del
campo de cañas bravas sin resultado alguno.
Salieron con la dirección pero sin un destino en específico. Tras la segunda vuelta
al cañaveral, Duanys comprendió que encontrar al Nava en aquel mar de espesura
verde iba a ser prácticamente imposible sin un guía. Se trataban de kilómetros y
kilómetros de senderos y trillos que no conducían a ningún lugar. Era como buscar a
alguien en un maldito laberinto sin saber siquiera por dónde entró.
Ya estaba a punto de comenzar a maldecir su mala estrella, cuando algo le llamó
la atención.
Por pura casualidad, o quizás un golpe de suerte del destino, vio una carreta que
se les aproximaba. El anciano que la conducía iba sentado de lado y con las piernas
cruzadas sobre una carreta de dos ruedas tirada por una pareja de bueyes. Este los
miró curioso, como lo haría cualquier campesino que viera adentrarse a un Lada por
la guardarraya.
Duanys comprendió a juzgar por la expresión del anciano que, verlos a ellos allí,
perdidos por aquellos parajes, era lo más interesante que le había pasado en todo el
día.
—Buenas tardes, compañero —saludó cortésmente Ángel—. ¿Habrá visto usted a
un mulato por esta zona?
El anciano no les respondió, más bien se concentró en mascar con sus únicos tres
dientes, el trozo de tabaco que aún le quedaba.
Ante la mirada inquisidora del campesino, Duanys se alegró de que el Lada fuera
civil y no tuviera las luces de la patrulla. Súbitamente tuvo otra de sus inspiraciones.
—Abuelo, estamos buscando al Nava —con su voz fingió una genuina
preocupación—, es que a la hermana tuvieron que llevarla al hospital con una
emergencia.
Esta vez el anciano pareció realmente interesado.
—¡Oh sí! ¿Qué tiene?
Maldito viejo chismoso.
—Parece que algún problema interno por lo sucedido ayer con el padre, ya debe
de saber que el hombre…
—Ese no es un hombre —lo interrumpió el anciano a la vez que lanzaba un
escupitajo contra el suelo—, quien le da a una mujer es una rata.
Duanys no tenía tiempo para aquel anciano y sus clases de moral. Pero tampoco
***
El Nava se sorprendió al ver un auto entrar a toda velocidad por el camino directo
hacia él. Aunque al principio no vio los rostros de quienes venían dentro, su sexto
sentido lo alertó de que algo no iba bien.
El Lada se detuvo a pocos pasos de donde se encontraba.
Fue entonces cuando reconoció al instante a Duanys y al oficial que Gerardo le
había dado la paliza. Por su mente le pasó salir corriendo hacia el cañaveral, pero su
estúpido orgullo se lo impidió.
Los dos hombres se bajaron rápidamente del auto y cerrándole su única vía de
escape.
El Nava sintió cómo su corazón se le aceleraba en el pecho. Sin dudas, admitió
para sí mismo que Duanys lo asustaba. Era la segunda vez en el día que se encontraba
con el hijo de puta del sargentico. Sobre todo, recordaba claramente la clase de
respeto que este le impartió.
—¿Y ahora qué quiere, sargento?
—Cállate la boca, pedazo de imbécil —le rugió Duanys, el Nava le lanzó una
carcajada. Esa vez no se dejaría amedrentar; además, contaba con un machete—.
¿Qué es tan gracioso?
—Esta madrugada me sacaste de mi cama con tres hombres, y lo peor es que lo
hiciste frente a una muchacha que me gusta un montón y a la cual acababa de darle
una espléndida noche de placer.
Duanys lo miró intrigado…
—¿Y tu punto es?
—Ninguno —el Nava lanzó otra carcajada como si no pudiera contener la risa—,
***
Justo como el viejo carretonero les dijo, en cuanto doblaron a la derecha vieron al
Nava y a la pareja que también lo andaba buscando.
Pero lo que Gerardo encontró fue mucho más que eso.
A menos de diez metros, parqueado junto al cañaveral, estaba el Lada patrulla.
Frente al auto se encontraba Duanys, quién seguía encima del Nava dándole una
paliza y Ángel observaba el show como espectador indiferente.
El espectáculo hizo que Gerardo explotara de ira y lanzara una maldición.
—Sujétate —le advirtió a Héctor.
El excampeón abrazó a Gerardo mientras este aceleraba hasta el fondo la vieja
Suzuki. La moto recorrió los diez metros en cuestión de segundos.
***
Día 6… 4:45 pm
***
Ángel ayudó a Duanys a llegar al carro. El hombre apenas se podía sostener.
—¿Lo llevo directo al hospital?
—No —apenas podía articular palabras por la hinchazón que ya tenía en los
labios—, llévame de regreso a la casa.
Ángel se alegró de que le dieran una orden, así no tendría él que tomar ninguna
decisión. Puso el auto en marcha.
***
Día 6… 6:00 pm
***
—No me toques —le dijo Lucía al Nava.
El mulato retrocedió como si acabara de palpar un cable electrizado.
Ambos estaban en la cocina de la casa de Omega. Desde la sala, cada uno de los
presentes advirtió el conflicto sentimental que la pareja estaba llevando a cabo,
aunque todos aparentaban hacerse los sordos y ciegos…, excepto Omega.
Tras varios minutos de incertidumbre, el travesti fue hasta la cocina y los
interrumpió.
—Los dos, síganme —Lucía iba a protestar, pero el travesti la calló con un simple
gesto de su dedo índice—. Calladita la boca, ¡muy bien…, así te ves más bonita!
Recorrieron uno de los pequeños pasillos de la casa hasta llegar a un cuarto.
—Escúchenme los dos, cualquiera que sea su problema, resuélvanlo aquí adentro
—y antes de cerrar la puerta, agregó—. ¡Ah, los preservativos están en la gaveta del
lado derecho de la cama!
Lucía sintió cómo una ola de colores subía a su rostro, y ya iba a protestar; pero
Omega salió a toda prisa de la habitación.
—¿Qué diablos te pasa? —la interrogó el mulato.
—No lo sé, ¿tú dímelo?
—¿Qué quieres que te diga?
—Nava, lo de anoche me encantó, pero me dijiste cosas que… no sé, ¿qué soy
para ti?
El mulato retrocedió sin comprender bien la pregunta.
—No te entiendo. ¿A qué viene esto?
—¿Qué somos Nava, qué somos?
El mulato no dudo en segundo en dar su respuesta.
—Somos lo que tú quieras que seamos.
—No es eso lo que quiero que me digas… ¡Dios…, qué difícil es todo contigo!
El Nava la agarró por los hombros y la tiró sobre la cama. Aquella actitud
cavernícola y primitiva de imponerse a la fuerza excitó tanto a Lucía como si la
acabara de besar. Pero necesitaba más. Esta vez el mulato le respondería las cosas
claramente.
***
Día 6… 6:10 pm
Mientras Giovanni miraba con disgusto la cara deforme de Duanys, no pudo evitar
que lo invadiera una ola de rabia.
Habían golpeado al sargento casi hasta matarlo, por suerte solo le partieron el
tabique y los cartílagos de las orejas. Quizás también tuviera algún diente flojo, pero
sobreviviría y eso era lo importante.
Llenándose de paciencia como por novena vez, comenzó a interrogar al sargento.
—¿Repítame una vez más qué diablos estabas tratando de hacer? —le ordenó
Giovanni.
Mientras Duanys intentaba organizar sus respuestas, Aldrich le suministró una
inyección para el dolor y la inflamación del rostro. Junto a él estaba su oficial
ayudante, con su brazo en cabestrillo.
—Mi plan era simple y aún sigo creyendo que puede resultar —murmuró Duanys
con los labios desfigurados—, tú pensabas capturar a Manuel entrando en la casa y
exponiéndote a recibir un disparo. Hasta donde tengo entendido el maldito viejo está
armado, ¿correcto?
—Correcto.
—Pues si lográramos capturar a mi esposa, podríamos usarla como escudo
humano.
—¿De qué estás hablando? —por primera vez Giovanni sintió algo de curiosidad
por el plan de aquel imbécil.
El Alfa necesitaba agotar todas las posibilidades antes de verse obligado a
exponer al comando a la vista pública.
—Simple: capturando a Isabel podemos obligar a Gerardo, el capitán con quien se
fue mi esposa, a que haga el trabajo sucio por nosotros. Él es íntimo amigo de
Manuel y sus nietos…; bajo este chantaje hará lo que le digamos.
—¿Cómo?
—Diciéndole que si no coopera, ustedes matarán a Isabel.
—Isabel es tu esposa, ¿correcto?
—Así es.
Giovanni miró con asco e incredulidad al sargento. A lo mejor el muy necio
estaba pensado que ellos no serían capaces de matar a su mujer. Por semejante error
estaba poniendo en peligro no solo a la mujer, sino incluso a su hija.
El Italiano prefirió seguirle el juego y no aclararle los puntos.
Giovanni era un mercenario, un asesino entrenado para matar… Aunque en su
***
7:42 pm
Isabel jamás había sentido tanta gratitud hacia una persona desconocida.
Desde que Gerardo la dejó en la casa del Gordo, este se había convertido en el
mejor de los anfitriones. Le había hecho dos cafeteras de café y le buscó una bolsa de
hielo para que se la colocara encima del ojo hinchado; a su hija le arregló un biberón
de leche y en un cuarto que improvisó para la pequeña, le puso en su computadora
***
Todo ocurrió en fracciones de segundos, a tal velocidad que sus ojos no pudieron
adaptarse a la secuencia de imágenes que se desarrollaron ante ella.
Los hombres entraron a la casa sobre la puerta derribada. Entre ellos, Isabel
reconoció de inmediato al gigante extranjero y su compañero con cara de rata. Iban
seguidos por el sargento Ángel, a quien Gerardo casi le arrancó un brazo esa misma
tarde y por otro completamente desfigurado, aunque con cierto aire familiar.
El Gordo se paralizó por unos segundos, pero para sorpresa de todos, incluyendo
a la propia Isabel, el voluminoso hombre se movió con una rapidez que desconcertó a
***
7:46 pm
***
Día 6… 9:07 pm
***
La frialdad de la noche golpeó su rostro obligándolo a reaccionar. Acababa de
perder a un hermano, y si no lograba enfocarse, perdería también al amor de su vida
junto con su hija.
Esos hijos de puta me subestiman demasiado, pensó con algo de satisfacción.
***
Día 6… 10:20 pm
Cuando la pareja salió del cuarto de Omega, a ninguno en la sala le quedaron dudas
de que recién terminaban de hacer el amor. Aunque ella lo disimuló bastante bien y
de paso, se organizó algunos mechones revoltosos. Pero muy pronto, Lucía
experimentó como sus cachetes se le ponían al rojo vivo gracias a los chistes de los
mellizos.
Estos capullos no tienen pelos en la lengua.
Durante el resto de la noche, el Nava se volvió más cariñoso, una faceta que
Lucía desconocía por completo en él. A cada instante le daba un beso y le acariciaba
el cabello. Era muy extraña la manera en que comenzaba a desarrollarse aquella
relación, y Lucía tuvo una especie de aprensión de que algo desagradable pudiera
ocurrirle de un momento a otro. No obstante, por el momento lo principal era que
todos comprendieran que ya eran pareja.
En la primera oportunidad que se le presentó, tomó a Mario por el brazo y
salieron juntos al patio.
—Mario —comenzó a decirle, pero las palabras que había ensayado no acudieron
a su mente en el orden que imaginó—, yo… Es que… Joder, primo, lo siento. Lo
siento de veras… Me comporté como una gilipollas…
—Tranquila, sin rencores.
La reacción de Mario fue más serena de lo que ella esperaba.
—¡Joder! Al menos oféndeme, dime algo para así yo poder hincarme de rodillas y
suplicarte perdón.
—No tengo nada que decirte, las cosas son como son.
—¿Ahora no sé de qué estás hablando? —le respondió confusa.
—El Nava te quiere y tú lo quieres —dijo con tristeza Mario, y Lucía supo al
instante por el tono de sus palabras que el primo iba a abrirse con ella—, cuando la
suma es pareja el resultado es bueno. Lo mío y lo de Rebeca era solo sexo.
¡Excelente, por cierto! Pero solo eso: sexo. Yo la quiero demasiado, no me da pena
decirlo…; pero ella tiene otros planes.
—Nunca te avergüences por decirle a una persona que la quieres.
Mario le dio un repentino beso en la frente.
—Es verdad —afirmó Mario—; pero en mi caso, yo quiero más de lo que me
quieren a mí.
Tras decir aquello, ambos se abrazaron dejando en claro que no había rencores.
Aun así, cuando regresaron al interior de la casa, Lucía sintió que necesitaba ayudar a
***
—Pues nos vamos para la casa —anunció Miguel—: ha sido un largo día.
Miguel y Mario miraron a Lucía esperando que ella tomara una decisión. Pero fue
el Nava quien respondió por ella.
—Váyanse ustedes, Lucía se va para mi casa.
Lucía levantó las cejas en señal de sorpresa, pero no dijo ni esta boca es mía.
—¿Ustedes dos saben que de ahí no sale petróleo…, verdad? —se apresuró a
decir Mario.
Al principio Lucía no comprendió, después cayó en cuenta de que Mario estaba
hablando de su vagina… Volvió a sentir como los colores se le subían al rostro, pero
los gemelos solo respondieron con una carcajada y les dieron la espalda.
—¡Qué par de gilipollas! —dijo Lucía al sentir que sus cachetes aún estaba rojos.
El mulato le sostuvo el rostro entre sus firmes manos por un momento. Con toda
la seriedad del mundo le dijo:
—Vamos a demostrarles que sí sale petróleo.
Aquello no era lo más sexy que le hubieran dicho en su vida, y aun así, aquellas
simples palabras provocaron que se sintiera mojada… ¿Se estaría volviendo una
ninfomaníaca?
***
Día 6… 10:36 pm
Tocaron a la puerta.
De todas las posibles estrategias que pudieran usar, tocar a la puerta fue la que
menos se esperó Heldrich; por lo tanto, les tuvo que reconocer la originalidad.
Esperaba un ataque con bombas de humo, o granadas de impacto sonoros… ¡Pero…
¿tocar a la puerta?!
Sin dudas no eran sus nietos, ellos entraban siempre por la puerta de la cocina.
—¿Lucía? —murmuró para sí—. Mmm, no lo creo.
Ni por un instante le cruzó por la mente que su nieta iba a pasar su última noche
en Cuba fuera de los brazos del Nava.
Heldrich era viejo, pero no estúpido. Sabía muy bien la atracción que ella sentía
por el mulato, pero quién podría culparla. Era joven y hermosa, y se encontraba en un
país donde el sexo era tan rutinario como comer o dormir, de hecho, pensó el anciano,
Cuba es uno de esos pocos países donde primero se tiene sexo y después se le
pregunta el nombre a la pareja… Sonrió maliciosamente: Que sea feliz…, solo se vive
una vez.
El toque se repitió.
Sujetó la pistola a su cintura, lista para sacarla si era necesario, después abrió la
puerta.
¡¿Gerardo?!
—Buenas noches, Manuel —dijo cortésmente el capitán—, con respecto a lo
sucedido esta mañana, este… ¿cree usted que pudiéramos tener una conversación?
—Pues claro, Gerardito, pasa.
Manuel llevó al joven capitán hasta la cocina. Al virarse se encontró con que
Gerardo había sacado su pistola.
No le apuntaba directamente, pero su rostro no dejaba dudas de sus intenciones.
—¿Qué haces, muchacho? —le preguntó tranquilamente.
—Manuel, ¡no tengo ni puta idea de quién cojones sea usted! —Gerardo apretó el
cabo de la pistola contra la mesa, sus nudillos se le pusieron blancos por la presión—;
pero le juro que si me veo en la necesidad de dispararle, lo voy a hacer.
Heldrich no se sintió enojado por cometer un error de novatos.
Los enemigos más temidos en ocasiones son los amigos más cercanos.
Con su mente fría y carente de emociones comenzó a pensar rápidamente en
varias opciones para deshacerse del muchacho, pero en todas terminaba matándolo…,
y no era eso lo que quería. O al menos no por el momento.
Día 6… 11:05 pm
***
Duanys observó atontado cómo los tres hombres ponían sus maletas sobre la
mesa.
Las maletas comenzaron a separarse por compartimientos como las cajas de
herramientas de los mecánicos. Horrorizado, vio por primera vez todo el arsenal de
que disponían los mercenarios.
Cada uno se cambió los finos chalecos que llevaban bajo sus camisetas, para
colocarse un nuevo chaleco antibalas, y nada menos que un Dragon Skin. Duanys
conocía muy bien aquellos chalecos al haberlos visto en otras ocasiones, siendo
usados por generales que visitaban a su padre. Reforzados con escamas de porcelana
de la mejor calidad, el chaleco tenía incorporado un cinturón repleto de diferentes
tipos de granadas, aunque solo reconoció un par de XM84. Duanys sabía que esos
explosivos no eran letales, pero sí considerados unos de los mejores en cuanto a
iluminación y aturdimiento. Eran perfectos para ataques sorpresas.
Cada uno llevaba una pistola H&K con largo silenciador y una mira láser que le
incorporaron bajo el cañón. En el cuello se instalaron radiotransmisores de banda
larga, junto con gafas de visión nocturna. Los NVD (Dispositivo de Visión
Nocturna), creaban sobre sus rostros un aspecto de soldados futuristas.
A sus espaldas, incorporaron un subfusil P90, también con silenciador.
Cuando terminaron, Duanys se percató de que más que mercenarios parecían
soldados acabados de salir de algún videojuego.
—Listos —anunció el Italiano—, ahora vayamos a negociar.
***
Día 7… 2:05 am
A más de veinte kilómetros a la redonda, la única luz visible era la que proyectaban
los faros de los dos automóviles que avanzaban en la densidad de la madrugada. A
medida que iban acercándose al lugar del encuentro, más se alejaban de la
civilización.
El primer auto era conducido por Duanys, Alex y el sargento ayudante del guía:
Ángel, recordó Giovanni.
En el segundo iban la madre y la hija, Aldrich como chofer, y Giovanni como
guardián.
Giovanni lamentaba en realidad tener que matar a la mujer y a la niña… Eso
nunca estuvo en sus planes. Por desgracia no le quedaba otra opción. No podía
quedar ni una sola pista de su visita a Cuba, ya tenía demasiados problemas con la
pérdida de dos de sus mejores hombres, dos oficiales cubanos, y un científico al que
él mismo tuvo que pegarle un tiro, eso sin contar a Shangó…
Lo único positivo de todo cuanto estaba pasando, era el lugar hacia donde se
dirigían.
Como solían decir sus colegas americanos: In the middle of nowhere (en el medio
de la nada)…, el lugar perfecto para desaparecer varios cuerpos.
Apenas avanzaron un kilómetro fuera de la carretera del pueblo de Tres Caminos
y el pavimento desapareció. Como ya se hacía a la idea, era algo muy típico el que
todas las carreteras rurales de Cuba carecieran de asfalto. Los continuos baches
obligaron a los autos a aminorar la marcha, al punto que en algunos tramos
avanzaban a menos de diez kilómetros por hora.
De repente, Giovanni notó que ya estaban aproximándose a la costa. A ambos
lados del camino aparecieron canales de agua dulce mezclados con agua salada, el
olor del salitre impregnó el auto…; sin dudas aquellos canales debían desembocar en
el mar, y permanecían ocultos en los manglares circundantes. Pero eran fáciles de
identificar por el resplandor que el agua producía cuando la luz de los focos saltaba
por encima de ellos, despertando a millones de ojillos curiosos que acechaban desde
la oscuridad.
La tórrida luz de los autos continuó iluminando el camino, que de improviso se
infestó de cangrejos que corrían de un lado a otro de la calle en una desbandada con
cierto orden, pero eso no evitó que constantemente se escucharan el crujir de los
carapachos bajo los neumáticos.
De repente, el primer auto se detuvo. Habían llegado al lugar del intercambio.
***
Gerardo apretó los puños hasta sentir cómo las uñas se le clavaron en sus palmas.
Justo frente a él, se detuvieron los dos autos y los focos le apuntaron directamente a
la cara. Del primer carro se bajaron tres hombres.
A pesar de que solo vislumbraba sus siluetas, reconoció de inmediato al gigante
que lo inmovilizó en la casa del Gordo, pero no supo quiénes eran los otros dos.
Del segundo auto bajaron cuatro personas.
Esta vez reconoció a Isabel, que cargaba un bulto en brazos…: la Nena, que
seguramente continuaba dormida bajo el efecto del somnífero.
El líder del grupo avanzó.
—¿Dónde está Manuel?
Gerardo supo que si le entregaba a Manuel, sus dos chicas estarían muertas al
instante, por eso mejor seguir las reglas de cualquier intercambio: dando y dando…
Pero incluso así, nada podría asegurarle que no terminarían con un plomo en el
cráneo.
Hasta el momento, Gerardo solo distinguía siluetas ocultas tras los faros de los
autos, que seguían apuntando hacia él y lo convertían en un blanco perfecto. Sabía de
sobra que no podía hacer ningún movimiento peligroso, no mientras Isabel continuara
en manos de aquellos sicarios.
—Vamos a hacer las cosas a mi manera —dijo por fin, aunque su voz no sonó tan
convincente como hubiera querido—: les daré a Manuel, una vez que las mujeres se
hayan ido.
Se hizo un silencio repentino.
La silueta del líder avanzó hasta quedar frente a los faros.
Gerardo quedó tan impresionado que sin querer retrocedió dos pasos.
Frente a él había un hombre disfrazado de Ironman.
Tras examinar detenidamente al mercenario, comprendió que solo se trataba de un
traje de alta tecnología equipado con visores infrarrojos, chaleco antibalas, rodilleras
y coderas, y un maldito cinturón repleto de granadas.
Una punzada de miedo lo estremeció por completo.
¡Por dios! ¿Quiénes son estos hombres?
***
Giovanni avanzó hasta quedar frente al capitán cubano.
—Escúchame bien —y su voz se escuchó como el graznido de un halcón antes de
lanzarse en picada sobre una liebre—: las cosas se hacen a “mí” manera, ¿te quedó
claro?
***
—¡No le dispares! —gritó Gerardo, la voz le temblaba—. No le dispares, por
favor. ¡Está bien, tú mandas, las cosas se hacen a tu forma!
Hijo de puta me las vas a pagar… ¡lo juro por la memoria del Gordo!
Gerardo no olvidó la imagen de su amigo tirado en el piso, si fueron capaces de
volarle la cabeza al Gordo, no les costaría ningún esfuerzo dispararle a Isabel en una
pierna.
El mercenario le respondió con una sonrisa, como si acabara de leer sus
pensamientos. A un gesto de su mano, el gigante se detuvo.
—Entréganos a Manuel.
Gerardo comprendió que no había salida.
—Sígueme.
Apenas dio la espalda sintió el frío acero de un silenciador en su nuca.
Involuntariamente todo su cuerpo se estremeció. Supo que si aquel imbécil apretaba
el gatillo la bala le destrozaría la espina dorsal.
—Zombi, revísalo.
El pequeño hombre le hizo un rápido cacheo. En la cintura le encontró su
Makarov.
—Limpio —le dijo a su jefe mientras se guardaba la pistola.
—Ahora dime: ¿dónde diablos tienes a Manuel?
—¿Y ellas? —insistió.
—No pienso matarlas, a menos que no encuentre lo que vine a buscar —el líder
***
Día 7… 2:30 am
Caminaron durante varios minutos hasta llegar a un claro en medio de los manglares.
El grupo se detuvo. A solo treinta metros de ellos se advirtió una cabaña. Era de
madera y tenía un techo de láminas de cinc. Desde la distancia se podía apreciar el
deterioro y la falta de mantenimiento. Ni un solo rayo de luz salía de su interior.
—Y bien, ¿dónde está Manuel? —se impacientó Giovanni mientras se colocaba al
lado del capitán.
—Dentro de la casa.
—Avancemos entonces.
Giovanni observó cómo Gerardo se desplazó hacia un lado, “casi” de forma
casual…, de manera que todo el grupo quedó de frente a la casa.
¡Mierda! ¡Es una trampa!
—¡Al piso! —gritó Giovanni.
Lo siguiente que Giovanni alcanzó a ver, fue una secuencia de movimientos y
luces que se desarrollaron en menos de tres segundos.
Cuatro potentes reflectores se encendieron como de la nada alumbrando al grupo
desde todos los ángulos. A pesar de las incandescentes luces, Giovanni distinguió un
destello proveniente del interior de la casa, casi al instante se escuchó el sonido de un
disparo.
La bala impactó contra el pecho de Alex lanzándolo dos metros hacia atrás. El
gigante ruso cayó al piso como un enorme tronco que estremeció el suelo con su
caída.
Gerardo no perdió un segundo; sin dudas, sabía que aquello iba a pasar,
comprendió Giovanni al ver cómo el capitán giraba, atrapaba la mano de Aldrich y
golpeaba salvajemente con su codo el rostro del británico.
Aldrich no tuvo tiempo de reaccionar y solo recibía los golpes unos tras otros.
Giovanni rodó sobre su hombro y apuntó a Gerardo, pero no se atrevió a disparar
por temor a darle a su compañero. Esa duda momentánea, le otorgó al francotirador
que estaba dentro de la cabaña el tiempo suficiente para mover el cerrojo del fusil,
poner una segunda bala en la recámara y apretar el gatillo…
El plomo impactó contra el costillar de Giovanni como la patada de una mula, por
un instante se quedó sin respiración y tuvo que quedarse en el piso mientras buscaba
a gatas dónde cubrirse.
Solo cuando se recobró del intenso dolor, alcanzó a visualizar mejor la situación.
Lo primero que debía hacer era elaborar un plan de contraataque.
***
Gerardo corría como alma que se lleva el diablo por entre la maleza y los árboles
de aroma. En su desenfrenada carrera solo atinaba a guiarse por los continuos
relámpagos que anunciaban el comienzo de una poderosa tormenta. Constantemente
se caía o chocaba contra algo que no podía identificar; pero al instante se reponía del
impacto y volvía a la carrera, sin detenerse a chequear si se había cortado o roto algo.
Literalmente, estaba avanzando a tientas.
Solo unas horas antes, Manuel le explicó con detenimiento el camino que debía
tomar. Pero en ese entonces el anciano llevaba una linterna.
Ahora, rodeado por manglares y árboles espinosos todo le parecía igual. A su
espalda escuchó los pasos de alguien que lo venía siguiendo. En ese intervalo un
relámpago cruzó el cielo permitiéndole un segundo de claridad.
—Allí está —murmuró.
***
Día 7… 2:46 am
Las ráfagas de los dos subfusiles P90 impactaron contra la cabaña desmembrándola
en millones de astillas de madera. El techo de láminas de cinc se convirtió en pocos
segundos en un colador gigante.
Setenta disparos penetraron el casucho a 715 metros por segundos: ni siquiera los
tabiques resistieron…, y dejaron al descubierto el interior de la cabaña.
—¡Pero… ¿qué mierda es esto?! —exclamó Giovanni confuso.
Una sólida construcción de bloques y vigas de cemento apareció a la vista.
Ambos mercenarios se aturdieron durante unos pocos segundos. Comprendieron
tristemente que alguien se había tomado la molestia de camuflar la casa con paredes
exteriores de madera, mientras que el interior era una especie de búnker reforzado. A
pesar de que la cabaña no tenía más de diez metros cuadrados, parecía lo
suficientemente sólida como para resistir un ataque con fusiles de asalto.
Pero las sorpresas no acabaron allí.
Una parte de la pared se corrió dejando al descubierto una ranura rectangular
como las usadas en los bunkers de la Segunda Guerra Mundial.
Sin tiempo a reaccionar apenas, Giovanni vio asomarse el cañón de una
ametralladora de calibre pesado.
—¡Y justo cuando pensé que lo había visto todo!
Una Browning M2 estremeció la tierra.
Desde la ranura salió una lengua de fuego seguida por más de 400 balas calibre
50. Los proyectiles impactaron contra el suelo, los árboles y el cuerpo de ambos
mercenarios.
Las láminas de titanio y cerámica de los chalecos Dragon Skin, no solo
soportaron el impacto de los disparos, sino que desviaron la potencia hacia el resto de
las escamas, evitando lesiones demasiado graves. Aun así, uno de los proyectiles
atravesó el hombro de Giovanni en la zona que no estaba cubierta por el chaleco. Por
suerte la bala solo tocó los músculos del hombro y salió de igual manera dejando una
herida enorme pero no mortal.
***
—¡No seas imbécil! —gritó Gerardo—. Baja la maldita pistola.
Ángel pareció dudar.
—¿Dónde está Duanys?
—¡Lo acaban de matar! —en ese momento el sonido de una ráfaga de
***
Tanto Giovanni como Aldrich quedaron aturdidos por los disparos y
comprendieron al instante que un ataque frontal no les serviría de nada.
Habría que cambiar de táctica.
Una ráfaga constante de proyectiles pasaba a pocos centímetros de sus cabezas.
Giovanni sintió cómo la tierra se estremecía bajo sus pies por las vibraciones de la
ametralladora. Por suerte, la lluvia y la descarga de truenos camuflaban un poco los
ecos de tal escándalo. Eso evitaría que la guardia costera mandara alguna comitiva
hacia la zona para investigar.
Giovanni buscó en su cinturón dos granadas explosivas cargadas con gas
pimienta. Le quitó las espoletas y las lanzó contra la casa. Apenas tocaron el suelo las
***
Día 7… 2:48 am
***
La reacción del Oso fue tan rápida como efectiva.
Por unos segundos ambos rodaron por el lodo; pero Gerardo, mucho más rápido,
logró atraparle la espalda al gigante, quien haciendo un alarde de sus poderosos
músculos, con un simple giro de caderas y una palanca con el brazo salió de su
posición de peligro.
Sin embargo, para cuando el ruso se volvió a llevar la mano a la funda, descubrió
que su pistola había desaparecido.
Desde un principio el ataque de Gerardo fue dirigido al cuello del gigante, pero al
comprender que no tendría éxito intentó robarle su propia arma. Por desgracia, el ruso
logró quitárselo de encima y la pistola se le cayó de la mano al capitán, perdiéndose
en la oscuridad de la noche.
Que el Oso hubiera perdido su pistola no significaba que con las manos no
pudiera matar a Gerardo. Este recordó la facilidad con que el gigante lo sometió en la
casa del Gordo. Aunque esta vez la pelea iba a ser un poco más pareja.
Para bien o para mal, la lluvia comenzó a caer con más fuerza sobre sus rostros,
impidiéndoles a ambos tener una visión muy clara del oponente, a pesar de que casi
estaban uno frente al otro.
Los dos hombres caminaron despacio, estudiado sus movimientos y cada uno
***
***
El puño impactó justo al lado del rostro de Gerardo.
—¡Ah…! —gritó Alex.
La roca con que Isabel lo golpeó le aplastó la oreja, obligando al mercenario a
desviar el puñetazo. Alex se levantó de encima de Gerardo y le dio la espalda para
ver quién diablos lo había golpeado. Al ver a Isabel no pudo evitar lanzar una
carcajada ronca. Se llevó la mano a la oreja para comprender con disgusto que apenas
le quedaban sanos algunos cartílagos.
Alex murmuró alguna maldición en ruso.
Después quedó sorprendido por segunda vez al ver cómo la chica volvía a la
carga. Sonrió con disgusto y miró con rabia a Isabel.
Esta vez el gigante paró el golpe sosteniéndole la muñeca, luego se la torció con
un simple gesto. Gerardo pudo escuchar claramente el crujir del hueso. Isabel lanzó
un grito de dolor mientras caía impotente de rodillas. El grito de la joven hizo que
Gerardo reaccionara.
Este se levantó como pudo y saltó en un ataque desesperado sobre la espalda del
gigante.
No tenía bien claro lo que iba a hacer, pero era su última oportunidad.
Rápidamente cruzó sus piernas sobre las caderas de Alex, para luego asegurarlas
entrelazando su tobillo por dentro de su rodilla. Lo siguiente era atraparle el cuello
con una técnica de Mata León, pero Alex no se lo permitió, simplemente bajó el
cuello y se cubrió la cabeza con su única mano. Así, detuvo cualquier intento de
estrangulamiento por parte de Gerardo.
Desesperado, Gerardo liberó su instinto de supervivencia, y más aún en tales
circunstancias…: estaba en juego la protección de su familia.
***
Aquel monstruo ayudó a matar a su mejor amigo, ahora no solo quería matarlo a
él, sino a Isabel y a su hija… Sin detenerse a pensar lo que estaba haciendo,
completamente cegado por la rabia, mordió la oreja ensangrentada de Alex.
El Oso lanzó un grito al sentir cómo le arrancaban la oreja de una mordida.
***
Día 7… 2:49 am
En la primera oportunidad que tuvo levantó la cabeza desde su escondite. Las gafas
de visión nocturna habían perdido su propósito ya que todo a su alrededor era una
gigantesca cortina de fuego.
—¡¿Pero qué mierda pasó?! —Giovanni maldijo entre dientes. Sin perder de vista
la cabaña cambió el cargador de su P90.
La lluvia impedía que el fuego se expandiera a más velocidad, aun así el
espectáculo era aterrador. Desde la protección de la cabaña, el anciano continuaba
lanzando chorros de líquido flameante. Las llamas en ocasiones superaban los 20
metros de distancia. Acercarse era una locura, y Giovanni no pensaba terminar el día
como un pollo al horno.
Frente a la cabaña permanecía el cuerpo calcinado de Aldrich, el británico tenía
sus extremidades en posiciones grotescas, como si hubieran retorcido su cuerpo de las
maneras más caprichosas.
Giovanni comprendió que le sería imposible capturar al anciano, a menos que le
metiera un disparo en el cráneo, y eso significaba firmar él mismo su propia
sentencia. El contrato por la captura del viejo espía fue bien claro: pasara lo que
pasara, debían entregarlo vivo.
Tuvo que aceptarlo: la pelea estaba terminada, y él fue derrotado. Ahora lo más
importante era salir de allí con vida.
—Oso…, aquí Alfa… ¿Oso, me copias?
Giovanni tuvo un mal presentimiento al escuchar solo la estática del
radiotransmisor por toda respuesta.
Suavemente, sin levantar la cabeza, se fue arrastrando hacia atrás hasta quedar
fuera del alcance de las llamas. Cuando creyó estar a una distancia prudente, se
incorporó y salió corriendo en dirección a los dos autos.
Una vez que penetró entre los matojos de marabú y algún que otro manglar, la
oscuridad lo rodeó por completo. Fue entonces cuando se decidió a utilizar
nuevamente las gafas de visión nocturna.
***
La marcha la hizo con el subfusil al hombro, pues la lluvia mojaba los lentes
impidiendo visualizar bien las sombras que se ocultaban a la vuelta de cada esquina.
Los relámpagos tampoco le ayudaban mucho, porque delataban su posición
constantemente.
***
John Kruger continuó sentado en su sillón. Su mente había entrado en un trance
de absoluta relajación. Ahora todo dependía de la llamada del Alfa.
Envió a Kelly a su casa, la chica se había portado como una verdadera
compañera, no solo por ser su secretaria y amante.
Una hora antes él mismo se preparó una enorme taza de café, ya el té no era
suficiente. Aunque de seguir a ese ritmo, era muy posible que se bebiera dos jarras
más antes de la llamada del Alfa.
Para efectuar la extracción sin contratiempos —no debido a las lanchas
guardacostas cubanas, sino a causa de los drones americanos que patrullaban
constantemente el estrecho de la Florida y el Golfo de México— Kruger tuvo que
acudir a todos sus recursos.
Lo primero fue llamar a uno de sus antiguos colaboradores de la CIA, quien le
facilitó el horario de vuelos de los drones. Basado en esos minutos preciados en que
***
A solo diez millas de la costa cubana, una lancha patrullera clase Skjold
(equipada con un radar 3D Thales MRR NG, con un alcance de 180 km, y dos
lanzadores cuadrúpedos con misiles antibuque), se detuvo entre dos cayos.
En su cubierta comenzó una carrera contra reloj.
Tres soldados armados con micro Uzis se montaron en un Zodiac FC-420 y
salieron a toda velocidad hacia la costa. El potente motor Mercury hizo rugir sus 300
caballos de fuerza, impulsando a la pequeña lancha de goma como un torpedo marino
sobre las olas.
La lancha llegó en solo minutos a la costa, donde tuvieron que esperar
camuflados entre los mangles hasta la llegada del comando.
***
Giovanni montó en el Zodiac.
—Alfa, ¿y el resto del grupo? —preguntó quién parecía ser el jefe de la
expedición.
—Olvídalos, necesito urgentemente un teléfono satelital.
—Alto y claro, señor.
Con la misma rapidez con que llegó la lancha, desapareció en la oscuridad del
mar.
***
Día 7… 3:20 am
***
Usando una cadena que encontraron en uno de los maleteros, lograron sacar de la
zanja el auto que perdió el control. Luego, de igual manera, lo arrastraron hacia el
centro de los manglares.
Manuel le explicó a Gerardo que él mismo se iría deshaciendo de los dos autos.
Iba a ser bien simple: les arrancaría los trozos y los repartiría por los canales y los
manglares. En menos de una semana no iba a quedar una sola pieza para atar un cabo.
Obraría de igual manera con los cadáveres.
Aquello instigó a Gerardo a pensar en cuántos cuerpos más descansarían
escondidos bajo las raíces de los mangles.
Por su parte, Isabel debía regresar a su casa, donde aparentaría que recibió una
paliza de su marido —que no era la primera, pero sí la última—, y que este se marchó
después seguido por sus tres oficiales.
Del cuerpo del Gordo, Manuel también se haría cargo. Gerardo no quiso ni
indagar sobre qué haría con él.
A medida que se fueron organizando, Gerardo asumió que estaban jugando con
sangre y miles de años de prisión. Pero ya no había nada que pudiera hacer.
Realmente no pudo nunca hacerse a la idea de cuán peligrosa era la situación en la
que se encontraban.
De momento, lo mejor era seguir todos los consejos de Manuel y dejarlo que
tomara las riendas de la situación. Más tarde aclararía sus dudas.
***
***
Día 7… 10:20 am
Desprenderse de los brazos del mulato era toda una tortura para Lucía; y los intentos
por encontrar su ropa interior fueron una tarea imposible.
La noche anterior comenzó con besos y abrazos, para terminar entre lágrimas,
semen y orgasmos. Aún Lucía lo recordaba y todo su cuerpo se estremecía de placer.
El Nava la había poseído con su característico estilo cavernícola, lo que era parte de
su hechizo. De un hechizo del cual Lucía no quería escapar.
—Joder, pues me voy sin bragas.
El Nava apoyó un codo sobre el colchón y le sonrió.
—Eso sería sexy.
Lucía miró aquella dentadura perfecta y no pudo contener las ganas de darle otro
beso… por lo que al cabo de una hora ambos estuvieron listos. Esa mañana sería la
primera vez que saldrían juntos a la calle. Lucía no podía controlar sus nervios de
solo pensar en cuál sería la reacción del Nava. ¿La tomaría de la mano? ¿Caminarían
juntos por la calle como una pareja de enamorados, o pretendería que nada pasó en
las últimas veinticuatro horas?
Cuando se acercaron a la puerta, el Nava le dio otro beso y le tomó la mano.
Juntos salieron a la calle. Las miradas de los vecinos no se hicieron cautas ni
tímidas… como era típico en los cubanos.
Lucía sintió las manos del Nava alrededor de su cintura, como si quisiera
demostrarles a todos que ella le pertenecía. Podría ser un gesto bastante machista —
de hecho lo era—, pero eso solo la hizo sentirse sexy y deseada por su hombre. Sin
soltarse de las manos, doblaron por la esquina rumbo a la casa de sus primos.
Lucía tuvo una rara sensación de éxtasis y erotismo…, no llevaba ropa interior y
hacía menos de una hora que había hecho el amor.
… nada, que me ha convertido en una ninfomaníaca… ¡Cuándo le cuente a Lola
no me lo va a creer!
***
Al llegar a la casa del abuelo, Lucía se sorprendió de que el anciano no la
estuviera esperando. La abuela, como siempre, ya había colado dos cafeteras de café.
A su llegada puso la tercera.
—Prima, ¿tú crees que estas son horas de llegar? —la regañó Miguel con un tono
de burla fingida.
La abuela, enfocada en la preparación del café, no se percató de que ella había
***
En casa del travesti estuvieron hasta las dos de la tarde.
A pesar de que Omega y sus primos le hicieron toda clase de chistes y anécdotas,
ella no pudo dejar de mirar hacia su pequeño reloj de pulsera. Su vuelo salía a las 10
de la noche, y a partir de ahora cada minuto en Cuba le parecía solo segundos.
Por fin se despidieron de Omega y, por supuesto, como todos esperaban, este
lanzó sus gritos más teatrales y alguna que otra lagrimilla.
Con la estatua y su preciada carga regresaron a la casa del abuelo.
Pero antes pasó por una de las tiendas de divisas. Compró dos cajas de 24 helados
junto con varias botellas del ron Habana Club, la marca que tanto gustaba a sus
primos y que hasta ella había aprendido a tomar con Cola. Pretendía llevarle de
regalo a Lola una de aquellas botellas, las restantes se las dio al trío de mosqueteros.
Y al entregarlas, no pudo contener la risa.
—¿Qué es lo gracioso? —preguntó Miguel.
—Nada, nada, es que esta es la primera vez que ustedes van a tomar ron sin tener
que negociarlo por contrabando.
Los primos tuvieron que contener la risa, pues no faltaba veracidad a tales
palabras. Entre bromas y carcajadas, los cuatro llegaron a la casa del abuelo.
***
El silencio era casi sobrenatural: algo no andaba bien.
Desde que entraron a la casa, Lucía lo supo. Caminó hasta la cocina y no encontró
por ninguna parte a la abuela.
Al salir al patio lanzó un grito de alegría.
—¡¡¡Sorpresa!!! —le gritó una multitud.
Lucía no pudo contener la humedad que cubrió sus ojos. Algo que se estaba
volviendo común en ella.
El patio estaba repleto de personas que reían y lanzaban chiflidos. Allí estaban el
profesor Augusto, Omega, Blancanieve, Nancy y su abuela… Todos le sonrieron
mientras ella los comenzó a saludar. Algunos solo prefirieron abrazarla tímidamente,
otros le dieron besos en los cachetes y un fuerte abrazo de despedida.
Entre tanta multitud, el olor a comida y puerco asado flotaba en el aire. Eso la
***
Día 7… 9:15 pm
***
Durante el trayecto de regreso nadie dijo una palabra.
Apenas estaban llegando al pueblo cuando el Nava recordó el regalo de Lucía. Se
introdujo la mano en un bolsillo y suavemente deslizó un bulto de tela.
El Nava lanzó una carcajada que los gemelos no entendieron. Sin dudas era un
chiste que solo él comprendía. Ante las miradas curiosas de los gemelos, el mulato se
apresuró a poner las bragas de Lucía de regreso en su bolsillo.
***
***
Dos días después
***
***
Lucía abrió la puerta de su apartamento y entró arrastrando la maleta. Solo quería
tirarse en una cama y dormir por las próximas 24 horas. El vuelo de Cuba a España se
había tardado más de catorce horas debido a una escala imprevista que tuvieron que
hacer. Por eso le había dicho a su familia que llegaría al día siguiente, de esa manera
tendría tiempo para acomodar las cosas en su apartamento y descansar un poco.
—¡Sorpresa! —gritó la voz inconfundible de Lola.
A Lucía se le calló el bolso de mano.
—¡Joder, hija de puta, ¿me quieres matar del corazón?!
Ambas chicas corrieron a abrazarse.
Pues a la mierda el descanso.
Ambas se abrazaron apasionadamente, como si llevaran años sin verse —y solo
fueron siete días—, se tocaron el rostro, se comenzaron a oler y acariciar el pelo;
ambas querían inspeccionar cada centímetro de la otra en busca de algún detalle que
solo ellas eran capaces de encontrar. Por último, Lola le sostuvo el rostro contra sus
manos y le dio un beso apasionado en los labios.
El beso fue tierno y sensual, justo como a Lucía le gustaba. Los labios carnosos y
húmedos de Lola nunca dejaban de atraerle. Pero esta vez faltaba algo más en el
beso… y Lola lo comprendió.
—¡Oh, Dios! Conozco esa mirada.
—Ustedes no se preocupen, pueden continuar besándose, que yo simplemente
***
Durante las próximas dos horas se tomaron dos botellas de vino y devoraron la
cena que Lucas les preparó en honor a su llegada.
Por supuesto que dos horas no serían suficientes para hacer todos los cuentos y
chismes que ellos querían saber; pero debido a que Lucas entraba dentro de media
hora a su trabajo, tuvieron que suspender la reunión.
—Ok, chicas, no se porten mal. Y si fueran a hacer alguna travesura, recuerden no
dejarme fuera.
Ambas jóvenes le sonrieron coquetamente mientras se llevaban el dedo índice a
los labios.
—Joder, lo que ambas necesitan es un buen porro de marihuana. Yo les brindaría
el mío, pero me queda muy poco y somos demasiados.
Lola lo abrazó y se dieron un beso de despedida.
Con aquella imagen, Lucía experimentó una sensación completamente nueva para
ella. Eran celos, sí, celos de no tener a su mulato para ella también poder acurrucarse
así.
Por fin Lucas se fue.
Entonces Lola la miró detenidamente.
—Pues bien, ¡zorra!, cuéntamelo todo… Y cuando digo todo, quiero saber los
detalles más morbosos. Eso incluye hasta el tamaño de su polla.
***
Para cuando terminó su relato, ya iban por la tercera botella de vino.
Lola la miraba intrigada, pero durante toda la narración no la interrumpió para
hacerle preguntas estúpidas. Simplemente dejó que ella le contara todos los detalles
de su viaje. Cuando le contó lo de la cueva con el submarino, Lola enarcó las cejas
pero tampoco dijo nada.
—Y bien, ¿qué te parece la historia?
***
***
La desaparición del sargento Duanys, junto con tres de sus subordinados, hizo
que enviaran desde la capital a un experimentado oficial. El mayor Juan Torres,
reconocido por ser el mejor detective que trabajaba en la sección de Criminalística.
Este llegó al pueblo con una lista bajo su brazo. El primer nombre de la lista era el del
capitán Gerardo.
Gerardo fue sometido a más de seis intensos interrogatorios en solo dos semanas.
Tanta fue la presión por parte de Torres, que incluso amenazó al capitán. Aunque de
poco le sirvió. El caso de Duanys continuaba sin dar respuestas claras.
Sin embargo, del resto de los interrogatorios se pudo sacar algo de luz. Lo
primero fue que durante el poco tiempo en que el sargento brindó sus servicios a la
Jefatura de Tres Caminos, se había ganado un raudal de enemigos.
Con eso solo se enturbiaban más las aguas del caso.
Para complicarle más las cosas al mayor Torres, el coronel Esteban Ramírez,
padre del desaparecido sargento, vino en persona para participar de las secciones de
interrogación.
El anciano no quedó conforme con ninguna de las respuestas, e incluso interrogó
a Isabel, su nuera. Dada su condición física, era innegable que había recibido una
paliza de su marido, con lo cual se convirtió en la principal sospechosa. Y aunque su
coartada era firme, Torres continuaba con sus dudas. Según ella, su marido le había
propinado la paliza y después la dejó tirada sobre la cama. Luego se marchó con uno
de sus oficiales.
Augusto, un profesor de Historia a quien Duanys había agredido sin motivo
***
Gerardo estaba consciente de que las aguas poco a poco comenzaban a descender,
esto no significaba que en su descenso no arrastraran todo lo que no hubiera quedado
bien sujeto. La presión sobre él fue desapareciendo hasta hacerle creer que estaba a
salvo.
Pero a pesar de la aparente tranquilidad, el capitán se aseguró de no cometer
ningún error. Siguiendo al pie de la letra el consejo de Manuel, permaneció
totalmente separado de Isabel.
Su único contacto con ella era mediante Omega.
El travesti se encargaba de llevarle sus mensajes y de igual manera regresarle las
respuestas.
—Me dijo que te mandaba un beso —le dijo en una ocasión Omega—, ¿quieres
que te lo dé?
—No pierdes oportunidad.
Ambos sonrieron.
Sin lugar a dudas, mantenerse separado de Isabel y de su hija fue la parte más
difícil de todo aquel montaje. Pero era más que lógico. Si de repente comenzaban a
andar tomados de la mano, iba a ser como tirarle un hueso a un perro, con el rostro
del mayor Torres. Este no dudaría ni un segundo en encarcelar a Gerardo bajo
sospecha de asesinato.
Por duro que le resultara, la distancia era el factor clave para mantenerlos unidos.
En uno de los interrogatorios, un oficial dijo:
—Sin cuerpo no hay delito, ¿por qué no podemos sospechar que el tal Duanys se
dio a la fuga, tomó una lancha y se largó a los Estados Unidos?
El coronel Ramírez fue el primero en alegar que aquella hipótesis era estúpida y
sin sentido.
***
Caminaron durante diez minutos, adentrándose cada vez más y más en las
montañas. Durante todo el trayecto no se dijeron una sola palabra. Los nervios de
Gerardo lo obligaban a mirar a todas partes, esperando de un momento a otro alguna
especie de emboscada. Pero el anciano simplemente seguía caminando sin prestarle la
menor atención al paisaje o a los nervios de Gerardo. De vez en cuando paraba, se
orientaba y retomaba el camino.
Sin dudas seguía algún trillo que solo él conocía.
—Es aquí —murmuró Manuel, después le señaló una enorme roca de diente de
perro—; córrete hacia un lado.
Gerardo obedeció las instrucciones.
Estaban en un claro, rodeados por cinco enormes rocas con afiladas puntas en su
superficie. A Gerardo, el sitio le recordó de pronto a un templo de un culto pagano
donde sacrificaban animales y…
—Justo detrás de la tercera piedra. Siempre mirando al norte.
Manuel buscó alrededor de una de las rocas y señaló algo que solo él podía ver.
Gerardo se puso rígido ante la expectativa a lo desconocido. No tenía la más
mínima idea de qué diablos estaría buscando el anciano, pero lo que encontró no fue
precisamente lo que él se esperaba.
Manuel desenterró una argolla de acero.
Luego buscó algo entre las otras rocas. Para asombro de Gerardo, quien no daba
crédito a lo que veía, el anciano desenterró una cadena de enormes eslabones de acero
***
No se detuvieron ni un segundo durante el descenso, por lo que Gerardo calculó
que debían estar a unos cuantos cientos de metros bajo tierra.
Por fin llegaron al fondo. Se trataba de una amplia sala que comunicaba con
varios portones. Solo de ver las puertas y mirar la escalera por la que acababa de
bajar, Gerardo comprendió que estaba en un lugar diseñado por un maestro de la
arquitectura militar.
Manuel no perdió tiempo y fue directo a la puerta que estaba justo frente a ellos.
Con un gesto guiado por la práctica, hizo girar una enorme anilla de acero que servía
como picaporte. Gerardo tomó nota mental de que aquellas puertas eran de metal,
igual a las usadas en los bunkers y en los barcos.
Cuando atravesó al fin, tuvo que buscar un punto de apoyo para sostenerse.
Ante él se desarrolló un espectáculo visual para el cual no estaba ni remotamente
preparado.
—¡Dios bendito! ¿Qué es este lugar?
***
Estaba dentro de un búnker militar que debía sobrepasar los dos kilómetros
cuadrados. Formado por gigantescos pasillos tan inmensamente largos, que no fue
capaz de discernir el final. Era como entrar a una película de Indiana Jones… o la
mismísima Guerra de las Galaxias, que para el caso era lo mismo.
Gerardo miró el techo y las paredes que se sostenían por monstruosos pilares
reforzados, capaces de sostener las miles y miles de toneladas de tierra y roca que
tenían encima. Luego prestó más atención a los pasillos y a sus colecciones de carros
bélicos, aunque la mayoría estaban cubiertos por lonas. Al cabo de varios minutos,
logró respirar a plenitud y efectuó su primera pregunta:
—¿Dónde diablos estamos?
—Ya te lo dije: en la cueva de Batman.
***
—¿Quién eres?
—Soy Manuel Mendoza, un simple anciano pescador —la calma de Manuel hizo
que Gerardo apretara los dientes e intentara acopiar la paciencia que ya no le quedaba
—. Tu pregunta debió de haber sido: ¿quién fui?
Sin embargo, Gerardo le respondió con otra pregunta.
***
Pasaron cuatro horas…, cuatro horas que desaparecieron como si fueran minutos
o segundos. Cuatro horas que no fueron suficientes para que Gerardo asimilara por
completo en lo que acababa de meterse. La historia que le contó Manuel era tan
asombrosa como increíble; de hecho, si el anciano le hubiera contado toda su vida en
otro lugar cualquiera, Gerardo lo habría tomado por un loco.
Después de todo, la cueva de Batman en sí era más fácil de asimilar que la propia
historia de Manuel.
Frente a un submarino de la Segunda Guerra Mundial, el anciano le contó a
grandes rasgos cómo fue diseñado el búnker. Los trabajos y sacrificios que miles de
hombres tuvieron que hacer para trasladar todo el arsenal que en esos momentos ellos
estaban viendo.
A Gerardo le resultó fácil ver las siluetas fantasmales de cientos y cientos de
hombres, vestidos con uniformes nazis y trabajando como hormigas laboriosas para
organizar aquel inmenso lugar.
Mientras el anciano continuaba explicándole, a Gerardo lo asaltaron más
preguntas: ¿dónde estaba el personal del búnker? ¿Por qué Manuel… o Heldrich… o
cualquiera que fuera su verdadero nombre, era el único sobreviviente…?
El anciano continuó con su relato.
A través de un río subterráneo que conectaba con la costa, cientos de submarinos
alemanes entraron y salieron trayendo los recursos que necesitarían para comenzar la
conquista de Latinoamérica. El búnker sería la punta de lanza, el eje central desde
donde se dirigiría una de las operaciones más grandes de la historia. Por suerte, los
alemanes fueron vencidos por los aliados; de lo contrario, la historia habría sido
contada de otra manera.
—Estoy en la lista de los hombres más buscados en al menos, mmm, digamos
que, pues, quizás unos diez países.
—¡Mierda! ¡Un simple pescador!
Gerardo se estremeció al ver cuán relajado hablaba Manuel. Tal parecía que todo
era para él una simple broma, nada realmente importante. Y que varios mercenarios
intentaran matarlos hacía poco menos de un mes… ¡Bueno, pues, tampoco era para
tanto!
—Algunos continúan llamándome Heldrich, otros prefieren seguir llamándome
por mi nombre en clave: Shadowboy.
—¡¿Chico de la Sombra?!
***
Gerardo jamás le había temido al futuro…, o al menos no hasta ese día. Era un
sentimiento totalmente nuevo para él. Por eso lo único que acudió a su mente fue el
miedo de verse separado una vez más de Isabel y de su hija. Tras meditarlo solo unos
segundos, llegó a la conclusión de que esa noche dormiría en los brazos de Isabel.
Ocurriera lo que ocurriese en un futuro, era en los brazos de ella donde quería
permanecer el mayor tiempo posible.
***
Un mes después
Gonzalo de Quiñones miró durante unos instantes a la pareja de chicas. Lola, como
siempre, lo miraba desafiante —hiciera lo que hiciera, esta jamás perdía la
oportunidad para encarársele—, el caso de Lucía era totalmente distinto. Incluso
podría jurar que la joven estaba asustada.
Aunque no era para menos.
Ambas chicas tenían las manos entrelazadas en espera de su veredicto.
Gonzalo se acomodó en su estilizado sillón de cuero italiano y se aflojó el nudo
de la corbata.
—¡Por dios, papá, acabarás de hablar! —le exigió Lola, a quien ya apenas le
quedaban uñas para comerse.
Gonzalo sonrió: le encantaba torturar a las chicas.
Sin responderle a su hija abrió su laptop y la viró, de manera que las jóvenes
vieran la pantalla con claridad. Estaban en su oficina principal, un amplio despacho
decorado con pinturas de Picasso. Gonzalo había escogido su propio despacho para
mantener aquella conversación, porque su secretaria tenía órdenes explícitas de
impedir cualquier molestia.
—Lucía, ¿sabes lo que significa una Cruz de Hierro incorporada a un lingote de
oro con el nombre de Deustche Reichsbank?
—Ni puta idea… —respondió Lola por ella.
A Gonzalo no le sorprendió que su hija respondiera por Lucía.
—Bien, el lingote que me entregaste hace tres semanas se lo envié a un grupo de
expertos que se dedican a este tipo de trabajos —Gonzalo hizo una pausa para abrir
una botella de agua. Desde su operación el médico le insistió en que debía tomar,
mínimo, ocho botellas al día—. El lingote fue sometido a varias pruebas en un
laboratorio para determinar su valor y autenticidad.
—¿Y?
—Primero les voy a dar una clase de historia…
—No me jodas —protestó Lola, pero la mirada de Lucía fue suficiente para
hacerla callar—. Venga, pues. ¿De qué se trata?
Gonzalo no dejaba de sorprenderse nunca con ese poder mágico que Lucía tenía
sobre su hija, una simple mirada de la chica hacía que la rebelde y protestona Lola se
calmara al instante. ¡Si él tuviera ese poder sobre Lola!
Hacía mucho que había descubierto, con los ojos expertos de un padre que cría
solo a su hija, que entre Lola y Lucía existía algo más que una simple amistad. Por
***
Dos días después…
—¿Sí?
—Hola, soy yo.
—¿Quién es yo?
—Cómo te gusta ser gilipollas, cabrón.
El Nava lanzó una carcajada a través de la línea.
—No cambias. ¿Qué has hecho?
—Sigo preocupada por mis bragas, son mis favoritas.
—Pues ven a buscarlas cuando quieras, con mucho gusto te las devuelvo, incluso
te las pongo… y te las quito.
Lucía sintió cómo comenzaba a excitarse. A veces le parecía imposible que tras
solo cuatro palabras del mulato a través de un celular, profesara aquella reacción en
su cuerpo.
Desde que se fue de Cuba no pasaba un día en que no llamara a su mulato… a
pesar del precio de las llamadas. En solo una semana descubrió que llamar a Cuba era
más caro que llamar a China. Esto, sin dudas, convertía a Cuba en el país más caro
para comunicarse. Pero los comunistas siempre eran así. Trataban de sacarle dinero a
las necesidades más básicas.
—Sí estas parado, pues siéntate.
—Ya.
—Pues ahora deberías acostarte. ¡Vendí la estatua!
—Sí, ¿en cuánto?
***
***
La sala de reuniones, o el War-room, como muchos la llamaban, ya estaba repleta
del personal estratégico cuando entró el general Julio Sandoval. Como siempre este
iba acompañado de su guardaespaldas y su hijo Antonio.
El War-room era una sala destinada a reuniones de máxima importancia. Solo
tenían acceso a ella el grupo más cercano al general, y aun así, la sala era chequeada
dos veces al día en busca de micrófonos. Con paredes cubiertas por monitores y
enormes consolas conectadas a teclados inalámbricos de última tecnología, la sala
estaba ubicada a más de diez metros bajo tierra, en el búnker personal del general.
En el centro de la habitación había una mesa con capacidad para catorce personas.
Solían llamarla La mesa del rey Arturo…, aunque no era precisamente redonda.
Cuando el general entró, todos se levantaron como impulsados por resortes e
hicieron un saludo militar. Él les indicó con un simple gesto de la cabeza que
***
Junto a la mesa estaba reunida la elite de la inteligencia militar del país, hombres
y mujeres que movía los hilos que controlaban el destino de millones de personas.
Los Titiriteros.
—Como todos saben, estamos ante un caso de máxima prioridad militar —
comenzó a decir Antonio a la vez que ordenaba a uno de sus colegas que repartiera
una serie de carpetas entre los presentes—. En el interior encontrarán las fotos de
nuestro objetivo.
—¿Este es el hombre que dicen eliminó a Shangó? —preguntó Luis, uno de los
analistas económicos y segundo al mando después de Shangó. Él sería quién ocuparía
el cargo—. A mí no me parece tan fiero. ¡Por Dios, si es un anciano!
Sandoval levantó una ceja inquisidora pero prefirió no decir nada. Al general no
le gustaban los chistes de ancianos. Las fotos de Manuel fueron pasando de mano en
mano. Sandoval observó que al final de la mesa se encontraba Esteban Ramírez.
Ramírez acababa de perder a su hijo —según por la poca información que
disponían, al parecer fue asesinado—, por lo que era el más interesado en que se
aclarara todo en cuestión. Sin dudas, el coronel estaba sediento de sangre, y Sandoval
no lo culpaba. Lo entendía perfectamente. Ramírez había sufrido un ataque directo a
su clan: eso no podía quedar impune.
—Primeramente, ¿quién es nuestro objetivo? —quiso saber Elena, mayor de las
fuerzas navales y única mujer en la mesa.
Elena, según sus colegas, tenía más cojones que cualquier hombre. Una sola
mirada de la mujer hacía que sus subordinados temblaran de pies a cabeza. En
especial los jóvenes cadetes. Como todos sabían, la mayor era adicta al sexo con sus
subordinados, jóvenes que cursaban el servicio militar y que se la “templaban” tan
solo por obtener un pase de fin de semana, o sea, Elena tenía para envidia de muchos
de los presentes, un harén de hombres a su disposición.
—No lo sabemos —le respondió Antonio—. Pero todo parece indicar que este
hombre asesinó a cinco de nuestros oficiales.
—Entonces, ¿a qué nos estamos enfrentando? —preguntó con incredulidad Elena.
—No a qué, sino a quién —aclaró Julio Sandoval.
***
Cuando la sala quedó despejada, permanecieron solamente Antonio y Elena
alrededor de la mesa. El hijo del general fue hasta una de las repisas y sacó una
botella de vino argelino. Una cosecha de 1990, la preferida de su padre. Sirvió tres
copas y las repartió.
Elena le guiñó un ojo a modo de gracias.
Antonio sabía que la mayor, a pesar de sus gustos pedófilos y orgiásticos, sentía
cierta atracción por él. Los tres permanecieron durante varios minutos sumidos en el
éxtasis que les provocaba aquel vino dulzón al paladar.
—¿De veras es tan importante saber quién es Manuel Mendoza? —preguntó
Elena. Como siempre, la mujer sabía hacer las preguntas correctas. Y en esta ocasión
estaba segura de que toda la historia no fue contada.
—Realmente no —le aclaró Sandoval—, pero eso pondrá en alerta a los
muchachos. Será como darle el aroma al sabueso y ordenarle que siga la pista. No
quieres atrapar al zorro, sino encontrar su madriguera.
—No lo entiendo. Al parecer nuestro objetivo está bien entrenado en el arte del
espionaje. No será muy fácil sorprenderlo. Además, ¿qué puede ocultar que sea
realmente importante?
—Eso mismo pensé yo… —dijo Antonio.
—Pues ambos se equivocan —una vez más Sandoval demostró ser la mente
maestra oculta entre las sombras—, nada de esto hubiera llegado al límite de no haber
sido por mi camarada ruso. El muy imbécil me pagó una fortuna por dejar que sus
muchachos entraran en el país. Yo solamente le debía proporcionar un guía.
***
Gerardo deslizó las manos por debajo de los hombros de Isabel y la empujó hacia
él, sintiendo cómo iba enterrándose dentro de ella… poco a poco, centímetro a
centímetro…, cada vez más profundo, más húmedo y más placentero. Ella se retorció
de goce mientras enlazaba sus piernas contra sus caderas.
—¡Ah, Dios! —comenzó a gemir Isabel.
Él conocía bien esa expresión, era la que ella usaba cuando estaba a punto de
lograr el orgasmo. Para que ambos alcanzaran el clímax a la vez, se apresuró y movió
***
Esteban Ramírez abrió los ojos, pero su vista no le sirvió de mucho. Solo veía
sombras y le llegó un ruido de pasos lejanos.
Al cabo de unos minutos la neblina que cubría sus ojos comenzó a despejarse.
—¿Qué… qué mierda pasó? —murmuró.
La cabeza le pesaba una tonelada, y tenía que balancearla hacia los lados para
poder mantenerla en una posición. También detectó un gusto amargo en su boca,
como si hubiera masticado algún medicamento.
¡Me han drogado!
En cuanto analizó que estaba en una situación de peligro, todos sus sentidos se
pusieron en alerta, y su mente se aclaró de inmediato.
—¡Hijo de puta! —gritó.
No lo podía creer. Con desesperación miró todo a su alrededor. Intentaba buscarle
una respuesta lógica a lo que estaba pasando. ¡Nadie en su sano juicio se atrevería a
secuestrar a un coronel de las Fuerzas Armadas! Pero se sorprendió más aún al
descubrir que estaba amordazado a una silla especial de hierro, ¡completamente
desnudo! Pudo sentir cómo su cuello se ponía cada vez más tenso por la ira y la
humillación. Frente a él se encontraba Manuel Mendoza, ya no le cabían dudas…
aquel psicópata era el asesino de su hijo.
Una segunda mirada, con la mente más despejada, le bastó para comprender que
el peligro era peor de lo que se imaginó. Se encontraba en una habitación, aunque
más bien era una especie de cabaña, con resistentes paredes de bloques y al menos
cinco rondanas colgaban del techo. ¿Para qué serían?
Por mucho que intentó buscarle una explicación lógica al significado de las
rondanas, no tuvo la menor idea.
Miró a Manuel.
Por primera vez sus ojos se encontraron…, fue entonces cuando Esteban intuyó
que muy pronto descubriría para qué eran las rondanas.
***
Mendoza estaba parado frente a una mesa con varios instrumentos en sus manos.
Ramírez reconoció unos clavos de acero inoxidable, como los que se usan en pesadas
vigas de madera.
—¿Qué mierda crees que vas a hacer?
Manuel mojó una mota de algodón en un pequeño recipiente de acero inoxidable
que tenía a su lado. Comenzó a limpiar uno de los enormes clavos. El olor del alcohol
le llegó a Ramírez como una bofetada.
¡Este imbécil no está jugando!, comenzó a reconocer el peligro.
***
Estimado lector, espero que haya disfrutado de la novela, tanto como para dejarme
una reseña en Amazon. De ser este el caso, envíemela en un correo a la dirección
electrónica: adrian.henriquezescritor@gmail.com y yo le responderé
personalmente…, e incluso hasta podría adelantarle el primer capítulo de la segunda
entrega.
***
Amigo lector, ante las posibles dudas que puedan surgirle, no dude en
contactarme, ya que esta novela es una obra de ficción, y la mayoría de los personajes
que en ella aparecen son parte de mi imaginación. Cualquier semejanza con la vida
real… es porque son reales (solo cambié los nombres, pero que ese secreto quede
entre nosotros).
También son reales las historias narradas, como fueron los casos de los dos
submarinos alemanes aparecidos en el Mar del Plata en 1945, los misterios que aún
quedan bajos las turbias aguas del lago Toplitz, o el robo de la Cámara de Ámbar.
La ficción se mezcla con la realidad; por eso, amigo lector, si quiere saber más
detalles no dude en escribirme.
***
Espero que haya disfrutado con la lectura y, desde ya, esté dispuesto para otro
intento de capturar al Shadowboy.
Un abrazo.
Esta novela no podría haber sido posible sin la ayuda de varias personas que no
aparecen en la portada. El Shadowboy, una vez terminada, pasó por las críticas de
amigos como Yurelvis Fermín, Willian Portal, mi papá Jorge y mi amigo Rodolfo
(este último por ayudarme a cambiar los capítulos). A todos, gracias por creer en este
proyecto.
Mi hermano Ariel se convirtió en mi primer fan… A mis hermanas Emily y
Melissa, por ser mis primeras seguidoras en Twitter. A mi familia, por su apoyo
indispensable y en especial a mi mamá Silvia y su esposo Carlos. También a mi
prima Taimí y su esposo Pepe, por las fotos de la contraportada. Al profesor Alberto
Rodríguez Copa, por su excelente trabajo de corrección en cada una de las páginas.
Y por último, al escritor y amigo Maykel Casabuena, por los meses y meses de
trabajo, por las tantas horas dedicadas al montaje de mi rompecabezas, sin él, la
novela que ahora sostienen en sus manos no habría sido posible.
A toda esta lista de amigos y hermanos, ¡gracias de corazón!
***
Este libro está dedicado a mi esposa Leanys (Lea).
Lea no solo fue mi mayor ayuda, sino que me obligó, (literalmente) a escribir esta
novela. Gracias por enviarme para el cuarto, prepararme el termo de café y exigirme
que superara las mil palabras…
Gracias, mi Chiquitica.
***
Y a usted, amigo lector, gracias por llegar al final. Lo espero en la siguiente
cacería, donde nunca queda muy claro quién es la presa y quién el cazador.
A todos, simplemente mil gracias por creer en mí.