El Simbolismo Del Apocalipsis PDF
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2. EL SIMBOLISMO DEL APOCALIPSIS.
Fr. Ricardo Guzmán Mendoza, OSA
A. INTRODUCCIÓN.
El simbolismo ocupa, en la interpretación del Apocalipsis, un lugar central; para comprender el libro
es necesario interpretarlos. Pero el sistema lingüístico en el que el autor opera no es sencillo de definir: su
lengua es el griego de la koinh,, pero su matriz cultural es sustancialmente veterotestamentaria, donde
encontraba una multiplicidad de símbolos ya elaborados. Pero, sea en lo que respecta a los contactos con el
AT en general, sea, de manera marcada, por cuanto se refiere al símbolo, el autor muestra una pronunciada
originalidad creativa.
B. EL SIMBOLISMO CÓSMICO.
El cambio de significado propio del símbolo es evidencia sobre todo en el ambiente cósmico. Los
términos que lo explican –como «cielo», «estrella», «sol», «mar», etc.– presentan en el Apocalipsis dos
niveles de significado, el real y el simbólico, que aparecen normalmente en el AT, permitiendo así seguir el
paso de uno a otro en el proceso de simbolización
Así, por ejemplo, «cielo» significa a veces el firmamento (cf. 6,14; 16,21; etc.), pero pasa a significar
la zona ideal de la trascendencia de Dios; es el lugar donde reside Dios. Es típica en el Apocalipsis la
insistencia sobre este último aspecto (cf. 3,1; 4,1.2; 5,3.13; 8,1; etc.). La tierra, es el lugar donde se
enfrentan cielo y mar, Dios y Satanás.
Las estrellas han tenido, ya en el ámbito del AT, una evolución significativa. Son las estrellas en
sentido físico y son símbolo de la trascendencia de Dios reproducida de alguna manera en la acción creativa.
El mismo desarrollo se evidencia en el Apocalipsis, pero la simbolización es prevalente en el sentido real y
presenta una elaboración original. El significado nuevo que adquiere es siempre, fundamentalmente, el del
cambio de un elemento celeste que se encuentra sobre la tierra. Posteriormente el contexto lo específica:
se trata de la dimensión celeste, trascendente, que compete a la iglesia en la historia concreta, de la tensión
hacia la plenitud del día escatológico en el que Cristo resucitado, sentido como presente en la iglesia, le
comunica. O bien se tratará, con un procedimiento a la inversa, de una realidad de por sí trascendente, pero
que se encuentra, porque cayó, sobre la tierra.
Otro ejemplo se ve en el rayo y el trueno, presentes en el AT, referidos a la trascendencia y
significativamente a la voz de Dios. Esta simbolización embrionaria asume en el Apocalipsis un desarrollo
nuevo: los «rayos y truenos» que parten del trono de Dios son explícitamente también «voces» (cf. 4,5; 8,5,
11,19; 16,18). Siempre en esta línea se aplica al trueno, cambiado simbólicamente en voz de la
trascendencia, la terminología del lenguaje humano. La referencia genérica a la voz de Dios del AT se
transforma en un hablar articulado, con un contenido preciso, aunque misterioso.
El mar es símbolo del mal (Israel es un pueblo de campesinos: no habrá mar en la nueva Jerusalén),
del mar vienen los invasores, el mar es el lugar donde habita la bestia (abismo).
U. VANNI, L’apocalisse. Ermeneutica, esegesi, teología, Bologna 2001, 31-54. E. CUVILLIER, “El Apocalipsis de Juan”, en MARGUERAT Daniel (ed.),
Introducción al Nuevo Testamento. Su historia, su escritura, su teología, Bilbao 2008, 392-393.
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(8,12), o totalmente (cf. 16,8), hasta que, en la fase escatológica, la nueva Jerusalén no tendrá más
necesidad de él (cf. 21,23).
La luna se vuelve “toda de sangre” (6,12), también es golpeada parcialmente (8,12), dominada por
la mujer (cf. 12,1), y, no menos que el sol, se volverá también ella superflua en la nueva Jerusalén renovada
(cf. 21,23). El cielo se repliega (6,14), debe desaparecer para dar lugar a un cielo nuevo (cf. 21,1).
Las estrellas tiene el cielo como su lugar natural (6,13). Pero no permanecen allí: una parte de ella
es arrancada del cielo y arrojada sobre la tierra por la fuerza del dragón (cf. 12,4); también son golpeadas
parcialmente (cf. 8,12), caen sobre la tierra. También la tierra puede ser dañada (cf. 7,2.3), quemada (8,7)
aunque parcialmente, es golpeada con toda suerte de flagelos (cf. 11,6), deberá desaparecer y será
renovada (cf. 21,1).
La interpretación violenta de la realidad cósmica terrestre encuentra muchos otros ejemplos en el
ámbito del Apocalipsis: los árboles, la hierba son quemados (cf. 8,7), los montes, la islas son desplazadas (c.
6,14), y, en un cierto punto, no se encuentran más (cf. 16,20).
Se encuentra un indicio claro para una valoración interpretativa cuando se afirma que los hombres,
reaccionado a la transformación cósmica, blasfeman el nombre de Dios (16,9; cf. también 16,21b). Incluso
en este contexto negativo es clara e intensa la convicción de que Dios es el patrón absoluto de la naturaleza.
Las alteraciones el curso normal explican una presencia particular, estimulante, «provocativa» de parte de
Dios.
Las devastaciones cósmicas en el Apocalipsis no terminan es sí mismas, sino que enganchan
explícitamente al hombre, provocando la reacción. La presencia activa y transformadora de Dios en la
historia es todavía parcial, limitada en sus efectos. La alteración parcial, la novedad de la relación agua y
fuego que coexisten, dice que se está desarrollando una nueva creación.
Cuando posteriormente, como en Ap 16,1-16, se tienen alteraciones cósmicas mayores respecto a
aquella causante de la tempestad, la presencia de Dios y su acción transformadora se hacen sentir con más
fuerza: se está por alcanzar al “gran día” (16,14).
Cuando finalmente se tiene el máximo de alteración –sol negro, luna que se convierte en sangre,
estrellas que caen sobre la tierra (cf. 6,12-17 y 16,1-21) etc.– se tiene el máximo de la presencia
trasformadora de Dios: el “gran día” está en acto (6,17).
Las transformaciones violentas más allá de toda referencia y de toda coordinación expresan la
transformación radical de la historia del hombre y del ambiente en el cual se desarrolla. La presencia activa
de Dios que indican lleva al mundo hacia la meta de una novedad desconocida. El mundo debe cambiar,
cambiará, está ya cambiando bajo el influjo de Dios que se altera en la historia humana.
D. EL SIMBOLISMO TERIOMORFO.
En el Apocalipsis se encuentra un abanico terminológico respecto a los animales que aparece tan
amplio como el cómico y el natural. Se habla de «animales» (20 veces), «cordero» (29), «león» (6), «águila»
(3), «langostas» (2), «dragón» (13, las únicas en todo el NT), «monstruo» o «bestia» (38), «caballo» (16);
«serpiente» (5), «ranas» (1), «escorpiones» (3), «perro» (1), «pájaro» (3). En algunos casos los animales son
vistos en un sentido real y propio.
Los «animales», además de tener una identidad que, así combinada, no tienen ninguna
correspondencia en la realidad (cf. 4,6b-8a), ejercitan funciones doxológicas (cf. 4,8b; etc.), conminan (cf.
6,1-7), entregan las copas a los ángeles (cf. 15,7), adoran (cf. 19,5).
Los animales protagonistas, sea de tinte negativo o positiva, se comportan según modalidades
siempre sorprendentes, con frecuencia humanamente inexplicables. Sus acciones presionan sobre los
hombres y sobre la historia, pero siempre bajo el control de Dios. Explican una fuerza que, positiva o
negativa que sea, se introduce en la historia humana, siguiendo el desarrollo hasta la conclusión
escatológica. En la Jerusalén celeste desaparecerán todos los animales: quedará solamente, y en posición
central, la figura del «cordero». Habrá una salvación activa, causada vitalmente por Cristo como proyección
escatológica de su resurrección.
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El cuerno indica el poder. Cordero contra bestia: Cristo contra Satanás. El dragón, la serpiente
(alusión al relato de los orígenes): imágenes de Satanás. Existe una «trinidad diabólica»: dragón, bestia,
falso profeta.
El autor del Apocalipsis usa la formula teriomorfa para indicar la heterogeneidad, casi una cierta
trascendencia respecto al hombre, de una realidad superior que estimula y mueve. Cada expresión
simbólica teriomorfa lleva al desarrollo, al vivo de la historia, pero no da una clave de lectura al minuto.
E. EL SIMBOLISMO ANTROPOLÓGICO.
Hay, en el ámbito de su vocabulario, muchas expresiones que se refieren al hombre considerado en
su individualidad: el hombre es vitalidad, persona corpórea, tiene sangre como elemento determinante de
su vida, puede sufrir el hambre y la sed, etc.
El autor no deja jamás al hombre aislado. El hombre mira siempre al otro, y el autor lo piensa
inserto en el devenir de la historia. Habla, así, de la dimensión relacional: el hombre y la mujer, el amor, las
bodas, la fecundidad, el parto. Pone en resalto ciertos comportamientos, como estar de pie o sentado;
insiste sobre las partes del cuerpo, como la cabeza, la frente, el rostro, la mano, los pies y, más
detalladamente, los dientes, los cabellos, la voz, el fémur. Es sensible a lo que puede agradar e irrita: se
habla frecuentemente de pasión (10 veces), a veces de ira (6 veces).
El hombre, visto en la óptica de la historia, convive con otros. El autor sabe muy bien que la relación
interhumana de la historia cae frecuentemente en la tensión y en la violencia: el hombre que guía el caballo,
combate, vence y es vencido, quien instrumentaliza al otro, quien asesina. Pone atención al sufrimiento, por
el grito de la opresión, la fatiga y el llanto.
En fin, la convivencia humana no es completa a los ojos de un autor que ha madurado su
mentalidad en el ámbito del AT sin la dimensión vertical que pone en contacto con Dios: el culto, la liturgia
pertenecen al cuadro del hombre.
Pero, más allá de la parte realista, existen, en el cuadro antropológico del Apocalipsis, una parte
simbólica, cuando los verdaderos elementos referidos al hombre sufren del desplazamiento de la identidad
típica del símbolo.
El vestido en el Apocalipsis, como en el resto de otras partes de la Biblia, presenta una simbolización
constante: no es jamás la tela material. Pero tal simbolización es más o menos acentuada en proporción al
cambio operado por el autor en relación al nivel real del vestido como tela. Así el vestido de saco de los dos
testamentos explica un comportamiento de romper con el ambiente. El vestido de purpura escarlata de la
mujer indica el lujo consumista.
El vestido blanco del sumo sacerdote quiere expresar la nueva función de Cristo como sumo
sacerdote en el NT. El vestido manchado de sangre y con el escrito sobre el vestido y el fémur es vista como
la capacidad permanente de Cristo, visto como personaje histórico y como individuo presentado en sí, de
llevar sobre los enemigos una victoria no contratada.
El vestido indica la situación de la persona, pero casi proyectada hacia el exterior, se podría decir
que es en función de los otros que se puede percibir. Así, Cristo es sumo sacerdote y debe ser visto,
percibido como tal por la comunidad eclesial. El cinturón de oro representa el poder real.
La mujer, de sus 19 apariciones sólo 3 se refieren a la mujer en sentido real y siempre con un
impulso hacia la simbolización. En todas las otras ocasiones se muestra el desplazamiento de significado
típico del simbolismo. Así en 12,1-17, la capacidad de hacerse amar, de sufrir, de donarse, de ser madre,
han suscitado en el autor –también aquí a partir del AT– el cuadro ideal del pueblo de Dios que, acogiendo
el amor de Dios y devolviéndolo, afronta la dificultad del camino en el desierto, se esfuerza por expresar, en
la situación histórica de conflicto en la cual se encuentra, su parte del Cristo escatológico.
Pero se encuentra, con respecto a la mujer, también un desarrollo simbólico en sentido inverso, una
idealización invertida. El cuadro grande de la «gran prostituta» de 17,3-18: la belleza se ha vuelto lujo
desvergonzado y fascinación provocativa, la maternidad es alterada, la mujer se presenta como la «madre»
de todas las prostitutas y de todas las abominaciones de la tierra (17,5b). El autor retoma los valores
antropológicos más significativos de la mujer, los invierte, para expresar adecuadamente esta línea.
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La mujer es relacionada en todas las literaturas con el amor. También el Apocalipsis se mueve
explícitamente en esta línea.
El hombre apocalíptico no se pude presentar jamás aislado vive junto con los otros y el lugar natural
de la convivencia es la ciudad. También la ciudad es un término estimado por el autor del Apocalipsis,
aparece 27 veces. El autor entiende la ciudad también en sentido real y lo hace cuando, por ejemplo, habla
de la “ciudad de los paganos” que cae (16,19). Pero es una impresión que va profundizada y
redimensionada. Un ejemplo más atento muestra como, en el ámbito referido a Jerusalén a Roma, se obra
el salto de significado que se mueve del nivel realista al símbolo.
Los elementos típicos de la ciudad son retomados puntualmente, pero tiene un significado nuevo:
sus puertas indican, en su apertura a los cuatro puntos cardinales, la universalidad; los cimientos sobre los
que se apoyan los muros son los doce apóstoles del Cordero (21,14).
La puerta y el muro retomados en un segundo giro, son medidos. La medida se expresa en términos
humanos: “media de hombre”, pero es una medida que es superada, cambiada desde dentro,
convirtiéndose en “medida de ángel” (21,17). La forma cúbica que resulta de la medida y sus enormes
dimensiones, desconciertan si se permanece en el nivel del realismo humano, indican en cambio, a un nivel
nuevo y superior, la perfección absoluta de la ciudad.
Hay un tercer giro: la puerta, el muro, los cimientos, la plaza, son todos de material preciosísimo,
símbolo antropomórfico de la «gloria» de Dios, presente en la ciudad.
La vida del hombre como la siente el autor del Apocalipsis es también convivencia con Dios. Esto, en
la mentalidad del AT en el que el autor se inspira, muestra el culto. De hecho se encuentra en el Apocalipsis
una sorprendente abundancia de términos cultuales, algunos muy precisos y propios del AT: se habla de
templo (16 veces), altar (8), incensario e incienso (2 y 4 respectivamente), candelabro (7), copas litúrgicas
(12), cítara y cantores litúrgicos (3 y 2), arca de la alianza (1).
Las grandes escenas litúrgicas que el autor describe no tienen puntos de contacto con el desarrollo
ceremonial en el templo y mucho menos en la liturgia de la sinagoga. Las escenas litúrgicas, aun
desarrollándose en el nivel celestial, no se concluyen en la trascendencia, sino tiene un gancho explícito en
la tierra. La única acción litúrgica descrita fuera del cielo se sitúa en el contexto terrestres de la nueva
creación (cf. 15,2-4).
El desplazamiento de significado típico del símbolo ejecutado por el autor en el ámbito de la
dimensión antropológico-litúrgica presenta así una doble tendencia. Partiendo de aquel contacto del
intercambio entre Dios y su pueblo que ocurre en el templo, aumenta por una parte el contacto con Dios,
situándolo constantemente en la trascendencia; aumenta también el contacto con los hombres, llevando la
sacramentalidad en el desarrollo de los acontecimientos. La litúrgica del Apocalipsis se convierte así en una
liturgia de la historia.
F. EL SIMBOLISMO CROMÁTICO.
El autor del Apocalipsis muestra una sensibilidad por los colores. Dando un vistazo a la gama de
colores de los que habla, se encuentran el blanco (15 ocasiones), el rojo (2), el «rojo incandescente» (1), el
«rojo escarlata» (4), el verde (3) y otros colores de particular interés, pero difíciles de precisar: «color
jacinto» (1) y «color sulfuroso» (1).
La atención relevante que el autor muestra por el color no es sólo estética: más allá de la sensación
visiva que suscitan se tiene el salto cualitativo que determina el símbolo: los colores adquieren una
dimensión cualitativa de significado, explicable en términos intelectuales.
El verde, en la línea del verde hierba, quiere sugerir ya, también antes de la presentación de la
muerte (cf. 6,8b), la sensación de la caducidad. El rojo manifiesta asesinato, violencia, sangre de los
mártires, la crueldad que no escatima la vida humana. El negro indica una negatividad que sólo el contexto
especifica posteriormente (cf. 6,12), muerte, impiedad.
El blanco expresa victoria, pureza y –al menos globalmente– la trascendencia. Tal cualidad en el
Apocalipsis se refiere a Cristo resucitado, en 1,18, se presenta explícitamente como tal. El blanco indica,
entonces, la realidad a nivel divino, trascendente, propia de Cristo resucitado. Esta equivalencia es
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confirmada por el uso de los Evangelios: el Cristo transfigurado está revestido de blanco y el blanco también
aparece en el contexto típico de la resurrección (cf. Mt 28,3; Mc 16,5; Jn 20,12). Hay una correspondencia
inherente entre el blanco de los hábitos y Cristo resucitado considerado personalmente. El blanco
pertenece a él. Los cabellos blancos expresan la eternidad (¡y no la vejez!).
G. SIMBOLISMO ARITMÉTICO.
El simbolismo referido a los números encuentra también en el Apocalipsis un espacio relativamente
amplio. El número se despoja completamente del valor cuantitativo para asumir otro del todo diverso. Así
el artificio de la gematría: los componentes materiales del número expresados en letras dan como
equivalente un nombre propio. El ejemplo más explícito –probablemente el único– que se encuentra en el
Apocalipsis es el 666 de 13,18. El 6 representa la imperfección total (7-1), de ahí 666, el número de la bestia;
los numerosos cálculos realizados para descubrir el significado de este número misterioso son siempre
aleatorios. El cálculo más plausible sería el de la suma de este valor para la expresión Cesar Nerón (Qesar
Nero) daría 666. Se tendría una alusión a la imagen de Nerón grabada en la memoria colectiva de los
cristianos como la bestia perseguidora.
4 representa el mundo de lo creado (7,1). El número 7 ya en el ambiente veterotestamentario
indica la plenitud, la totalidad, el número divino. Contrapuesto a siete es 3½. Se habla de una totalidad
partida a la mitad, es decir, una parcialidad. También aquí será el contexto a indicar un contenido preciso:
se tendrá una parcialidad de duración, una parcialidad de intensidad, etc. Indica también imperfección,
sufrimiento, tiempo de prueba y de persecución. Tres y medio pude aparecer de varias formas, por su valor
simbólico es siempre el mismo: “un tiempo, dos tiempos y un medio tiempo”, o tres años y medio son la
misma duración de tres días y medio o 42 meses o 1,260 años.
Los 42 meses en los que será pisoteada la «ciudad santa» (11,2) indican, por ejemplo, la duración
limitada, la emergencia de aquella situación. El hecho que se exprese en meses en lugar de años acentúa la
duración en sentido distributivo: se sentirá el peso de esta situación; el tiempo parecerá larguísimo pero en
la consciencia de que se trata de una emergencia.
La totalidad partida por la mitad sobre la línea del tempo –3 años y medio– es distribuida también
en días. Este procedimiento artificioso subraya, puntualizando hasta lo cotidiano, las características de una
situación que, como quiera, está pensada como fundamentalmente transitoria. La misma idea de una
totalidad fragmentada se expresa mediante las fracciones: la tercera parte (cf. 8,7-12), la cuarta parte (6,8).
Mientras el número 7 indica diversos tipos de totalidad, que sólo el contexto precisa, el número
1000 expresa, como sugiere lo elevado de la cifra y algunas documentaciones de su uso, la totalidad propia
del nivel de Dios y de la acción de Cristo. El tiempo, neutro al estado de pura sucesión cronológica, se vuelve
sagrado si se considera la presencia y la acción de Cristo (cf. 20,1-6).
Más difícil es establecer el equivalente realista de otras alteraciones numéricas. El número 10
parece indicar –como sugiere 2,10– una limitación no obstante la apariencia de lo contrario. Lo mismo se
puede decir del 5 (cf. 9,5.10). El número 12 no tiene equivalencias en la literatura apocalíptica y parece una
derivación directa del autor a partir de las 12 tribus de Israel y de los 12 apóstoles, implicando siempre,
excepto cuando parece ser usado en sentido real (cf. 22,2 indicando los 12 meses del año), o uno u otro o
ambos (cf. 7,58; 12,1; 21,12-21).
Típica del Apocalipsis –y aquí parece más claro el proceso creativo en el que el autor quiere implicar
al lector– es la combinación de los números mediante operaciones aritméticas siempre artificiales, pero
relativamente simples. El ejemplo más interesante es la cifra 144,000 resultado de la multiplicación
12x12x1000. Según las indicaciones dadas anteriormente, se tendría una multiplicación ideal entre las 12
tribus de Israel y los 12 apóstoles del cordero: Antiguo y Nuevo Testamento se complementa así al punto de
formar un único pueblo de Dios, pero que resulta acrecentado por una unidad superior y dinámica. La
sucesiva multiplicación por 1000 reproduce este pueblo de Dios –pero no entendido en toda su extensión–
a los 1000 años propios de la presencia activa de Dios y de Cristo en la historia del hombre. Existen también
las hipérboles numéricas que sólo quieren sugerir la idea de una dimensión más allá de los imaginario:
miríadas de miríadas, millares de millares (5,11), doscientos millones (9,16).