La Noche de Los Cuervos - Adriana Rubens-Holaebook
La Noche de Los Cuervos - Adriana Rubens-Holaebook
La Noche de Los Cuervos - Adriana Rubens-Holaebook
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Cuando no puedas ver la luz,
me sentaré contigo en la oscuridad.
El Sombrerero
Alicia en el país de las maravillas
Prólogo 1
Nunca he creído en Dios porque, si realmente existiera, ¿cómo habría podido crear a un ser tan
abominable como él? Es algo que me he preguntado muchas veces y que continúo preguntándome
ahora, mientras siento la fusta golpeando mi espalda. Las lágrimas se derraman por mis mejillas,
calientes y saladas, y me muerdo el labio en cada latigazo para no gritar, hasta sentir el sabor de la
sangre en mi boca.
Mi cuerpo adolescente está desmadejado sobre una bala de heno, con la espalda desnuda,
aceptando un castigo que no merezco. Uno de tantos.
Arqueo la espalda y alzo el rostro con un gemido quedo ante un azote especialmente fuerte y,
entonces, los veo.
Cuervos.
Están posados sobre uno de los travesaños del techo del granero y observan impávidos la
escena. Miro con fijeza esos pequeños ojillos redondos y oscuros y, por un momento, creo
distinguir mi reflejo en ellos.
¿Qué sentirán al ser espectadores de esta tortura? ¿Serán conscientes del dolor y lo rechazarán
o, por el contrario, se sentirán atraídos por él? Decido que debe de ser lo último, de lo contrario,
¿qué hacen allí parados sin apartar la mirada de mí?
Por un segundo, mi mente abandona mi cuerpo y se alza en el aire hasta posarse al lado de
aquellos pajarracos negros. Por un instante, me convierto en uno de ellos y paso a ser testigo
silencioso de esta violenta escena.
Y la sensación me gusta. Me gusta tanto que provoca una excitación morbosa en mi interior.
Siendo un cuervo, controlo todo lo que me rodea desde las alturas.
Siendo un cuervo, no siento dolor.
Siendo un cuervo, nadie podrá hacerme sufrir.
Siendo un cuervo, puedo ser libre.
Y así, en ese momento, decido convertirme en un cuervo. Porque solo los monstruos sádicos y
los cuervos sienten excitación ante el dolor ajeno. Y yo no soy un monstruo sádico, ¿verdad?
¿O sí?
Prólogo 2
Boston, Massachusetts.
30 de abril de 1980.
Bethany Wells metió en una mochila todos los objetos personales que tenía en el mundo y aún le
sobró espacio. ¿Qué decía eso de ella? Pues que no era una adolescente normal.
Había crecido en un hogar desestructurado, con una madre adicta a las drogas que vivía en un
continuo intento por desengancharse y un padre con el que estaba más segura cuando estaba
ausente, que era lo usual, y eso había marcado su vida para siempre.
Tomar la decisión de escaparse de casa había sido lo más difícil que había hecho en su vida,
no porque tuviese miedo del futuro incierto que le esperaba viviendo en la calle, sino por todo lo
que había dejado atrás. Y como «todo» se refería a lo único que le importaba en el mundo: su
hermano pequeño.
Lo reconocía, había mentido a esa gente en el formulario de acceso al asegurar que no había
nadie en el mundo que se preocuparía por ella si un día desapareciera. Su hermano sí que la
echaría de menos. De hecho, aguardaba impaciente su vuelta, ya que Bethany le había prometido
que regresaría a buscarle en cuanto encontrara un hogar en el que pudiesen crecer felices. Y ella
nunca rompía una promesa.
De hecho, pensó que le quedaba poco para conseguirlo porque había tenido mucha suerte… o
eso había creído hasta hacía unas horas.
¡Qué idiota había sido!
Idiota, confiada y crédula. Por eso se había metido en aquel lío. Sin embargo, como ella no era
una adolescente normal, estaba decidida a escapar de él.
Así que cogió una horquilla del pelo y la intentó introducir en el agujero de la cerradura, tal y
como su exnovio le había enseñado. Se dio cuenta de que algo no iba bien en ella cuando su
mirada se tornó borrosa impidiéndole atinar al primer intento.
¿Qué le había hecho aquel malnacido?
Intentó enfocar la vista, volvió a probar y, en esa ocasión, atinó a meter los extremos de la
horquilla en el diminuto orificio. Estuvo tanteando durante unos segundos y la puerta finalmente se
abrió con un suave chasquido que atronó en sus oídos como si hubiese sido un bombazo.
Cuando salió de su cárcel, y enfiló por el pasillo, todo dio vueltas a su alrededor y tuvo que
apoyar la mano en la pared para conseguir equilibrarse y continuar avanzando.
Aquello confirmaba sus sospechas: la habían drogado. Lo único bueno de su estado era que
debía de tener las pupilas muy dilatadas porque, a pesar de que el pasillo estaba en penumbra,
conseguía ver bastante bien.
Con todo, no se rindió. Tenía que escapar de allí.
No supo cuánto tiempo estuvo andando por esos pasillos interminables. Le parecieron horas,
pero seguramente solo fueron unos minutos. La cuestión fue que, cuando ya estaba pensando que se
hallaba en un laberinto sin salida, giró y encontró unas puertas dobles.
El alivio fue tal que, al cerrar los ojos con un suspiro, casi se queda dormida. Para ahuyentar
aquel estado de estupor en el que estaba, Bethany se pellizcó el brazo con saña, hasta que el dolor
agudo la espabiló lo suficiente para correr hacia la puerta.
La abrió y se encontró con otro pasillo, aunque en esa ocasión uno muy diferente: había un
montón de puertas y, al fondo, pudo distinguir un teléfono colgado en la pared. También estaba
más iluminado, tanto que al adentrarse en él sintió pinchazos en los ojos al tratar de que se
adaptasen a la luz.
Guiándose por la pared, consiguió llegar hasta el teléfono y cogió el auricular rezando para que
fuese una línea externa. Después, se lo llevó a la oreja y dejó escapar un sollozo al escuchar el
pitido que marcaba la línea. Por lo menos funcionaba.
Tuvo que probar dos veces antes de conseguir marcar el número de su casa. Tal vez lo más
inteligente hubiese sido llamar a emergencias, pero su cerebro obnubilado por la droga lo único
que quería era escuchar de nuevo su voz.
Se removió nerviosa mientras sonaba un tono tras otro, hasta que, segundos después, escuchó
una voz infantil cargada de sueño desde el otro lado de la línea:
—¿Diga?
Cerró los ojos mientras dejaba escapar un sollozo de alivio y al volver a abrirlos, un instante
después, una silueta oscura estaba frente a ella, a solo un par de metros de distancia.
Entrecerró los párpados en un intento por agudizar la mirada y la vio con más nitidez. La figura
tenía el tamaño de un hombre, aunque no era tal. Un largo pico sobresalía de lo que debería ser su
rostro, justo debajo de unos ojos redondos, brillantes y tan negros como la capa que lo envolvía
de pies a cabeza.
En un principio, pensó que se trataba de alguna clase de alucinación, pero pronto intuyó que no,
que era muy real.
—¿Bethany? Bethany, ¿eres tú? —Oyó la voz esperanzada de su hermano a través del auricular.
—Un cuervo —susurró cuando consiguió encontrar la voz—. Un cuervo me va a atrapar.
—Y un cuervo te va a matar —gruñó aquel monstruo con voz metálica justo antes de caer sobre
ella.
Prólogo 3
Hingham, Massachusetts.
2 de mayo de 1995.
Los cuervos la perseguían. Ella corrió, corrió y corrió, pero sentía que aquellas bestias estaban
cada vez más cerca. Sus pies descalzos volaban sobre la tierra húmeda, hiriéndose con las piedras
y ramas que se clavaban en la delicada piel de sus plantas a cada paso que daba. Dolía. Mucho.
Sin embargo, no disminuyó el ritmo. No se lo podía permitir porque sabía que su vida estaba en
juego.
No supo cuánto tiempo pasó ni la distancia que recorrió. A su alrededor solo había árboles y
oscuridad, una oscuridad que parecía engullirla con voracidad y, al mismo tiempo, la estaba
protegiendo de sus perseguidores. Y, entonces, el bosque acabó.
Por un segundo, se sintió desnuda. Expuesta. La tela blanca de la bata que llevaba brillaba bajo
la luz de la luna llena como una luciérnaga en medio de la penumbra. Sin el cobijo de los árboles,
tuvo que correr más rápido hacia un horizonte extrañamente despejado.
A sus oídos llegó el sonido lejano de las olas y el olor del salitre pronto llenó su olfato.
Cuando descubrió el motivo, ya fue demasiado tarde. Se detuvo de forma abrupta y dejó escapar
un sollozo de angustia cuando sus ojos descubrieron el abismo que se abría bajo sus pies: un
acantilado.
Trastabilló hacia atrás y dio media vuelta con la intención de buscar otra vía de escape, pero,
en ese momento, dos figuras oscuras emergieron del bosque. Eran ellos, los cuervos, que
avanzaron raudos hasta acorralarla.
Abrió los ojos con horror al darse cuenta de que no tenía escapatoria. Retrocedió despacio sin
apartar la mirada de ellos, hasta que estuvo en el borde del acantilado, y observó el fondo, donde
las olas rompían con rudeza contra las rocas. Si saltaba, aquella sería su tumba.
—Debes venir con nosotros.
—Estás enferma y podemos ayudarte si nos dejas.
Sus voces razonables y sus sonrisas conciliadoras no la engañaron. No cuando sus ojos
brillaban con tanta maldad.
Negó con la cabeza mientras las lágrimas comenzaban a descender silenciosas por sus mejillas.
Una tumba de agua salada sería mejor destino que el que tendría si caía en sus garras. Solo
esperaba que algún día alguien descubriera la verdad.
Por un segundo, alzó su mirada hacia la luna llena y observó el halo rojizo que tenía a su
alrededor. Una vez escuchó que era un augurio de muerte.
«Muy apropiado», pensó.
Después, saltó.
Prólogo 4
Boston, Massachusetts.
5 de mayo de 1995.
Un halo rojizo alrededor de la luna llena era un augurio de muerte. Era algo que su abuela le
había enseñado de pequeño y que había podido verificar en los veinte años que llevaba en el
cuerpo de policía de Boston. Y aquella noche no podía ser una excepción.
El aviso llegó mientras escuchaban The man who sold the world de Nirvana —cuyo cantante,
Kurt Cobain, se había suicidado un año atrás— y discutían si el tema original de David Bowie era
mejor o no.
«A todas las unidades: una niña ha notificado un 10-72 dentro de su domicilio en el bulevar
William J. Day número treinta y dos».
El agente Brown contestó por radio al instante, pues la dirección indicada se encontraba a solo
un par de minutos de donde estaban y, sin pérdida de tiempo, activó la sirena y dio un volantazo
para hacer un cambio de sentido y tomar la dirección correcta.
A su lado, su compañero tuvo que agarrarse del manillar que había sobre la puerta para poder
mantener el equilibrio. Si no fuese porque la situación no pintaba bien, hubiese reído de su cara de
susto ante su sorpresiva maniobra.
Harvey O’Sullivan llevaba solo dos meses en el cuerpo y todavía tenía mucho que aprender.
Era muy joven, acababa de cumplir veintitrés años, pero mostraba muy buenas aptitudes para
convertirse en un gran policía. Poseía lo que él consideraba los cinco rasgos que todo buen agente
debía tener: coraje, sentido del deber, lealtad, cabeza fría en situaciones difíciles y, lo más
importante de todo, intuición. La intuición era clave en aquel trabajo; tanto para prevenir posibles
altercados, como para resolver casos. No dudaba de que en poco tiempo el novato dejaría de ser
un patrullero y ascendería a inspector de policía. Tenía madera para ello.
—Un 10-72 es…
—Agresión con arma blanca —completó Brown mientras conducía a toda velocidad.
—¿Ha dicho que lo ha notificado una niña?
—Eso ha dicho, novato.
—¿Será una broma de críos?
—Lo dudo. No te haces a la idea de la cantidad de niños que llaman a emergencias diciendo:
«Vengan rápido, mi papá ha cogido un cuchillo y está haciendo daño a mi mamá», aunque también
se da a la inversa. Un crío nunca tendría que ser testigo de ese tipo de escenas —masculló y sus
manos apretaron el volante con fuerza de forma inconsciente mientras su mente era arrasada por
visiones del pasado.
Todos los policías se encontraban al menos una vez en la vida con un caso que se les grababa a
fuego en el alma y cuyo recuerdo arrastraban hasta el día de su muerte. Cuando recibían el aviso
de una agresión en un domicilio familiar, la mayoría de las veces era por algún caso de violencia
contra la mujer. Aunque no siempre era así… El caso que más le marcó a él fue el de los Wells, un
matrimonio tormentoso de dos deshechos humanos. La mujer, drogada hasta las cejas, había
acorralado en un rincón a su marido, recién salido de la cárcel, y lo amenazaba con un cuchillo.
Avisados por un vecino, llegaron justo a tiempo para presenciar cómo lo mataba a cuchilladas
mientras gritaba que su hija se había ido por su culpa. Estaba tan puesta de cocaína que, cuando se
percató de la presencia de la policía, se lanzó contra ellos, y tuvieron que abatirla. El hijo de la
pareja, de ocho años, fue testigo de todo. Un niño nunca debía presenciar algo así. De la chica
desaparecida nunca más se supo, pasó a ser una más de los miles de adolescentes que huían cada
año de sus hogares azuzados por el maltrato.
Aquella fue la primera vez que Brown mataba a alguien y, quince años después, todavía tenía
pesadillas al respecto. Por eso, cada vez que recibía algún aviso denunciando algún altercado
doméstico en el que hubiese algún niño implicado, un escalofrío recorría su columna vertebral.
Poco después, detuvo el vehículo frente a una bonita casa de estilo colonial de dos plantas
situada frente a Carson Beach, que tenía una cuidada fachada de madera en tono azul claro, un
amplio porche de color blanco y las contraventanas del mismo color. Todas sus luces estaban
apagadas, a excepción de la que había sobre la puerta y de otra que se filtraba a través de las
níveas cortinas de una de las ventanas de la primera planta.
A su alrededor, una valla blanca limitaba un cuidado jardín con un montón de rosales llenos de
exuberantes rosas amarillas que brillaban a la luz de la luna. Un hogar en apariencia agradable
que al cruzar su puerta les mostraría la realidad de las personas que vivían allí, pues era
asombrosa la cantidad de monstruos que se escondían detrás de una fachada idílica y una sonrisa
amable.
Descendieron del vehículo, y Brown le hizo señas a su compañero para que avanzara junto a él
entre las sombras por el camino empedrado que cruzaba el jardín.
El silencio que imperaba era tan apacible que, por un momento, pensó que se podía tratar de
alguna clase de broma, pero entonces oyeron una risa siniestra escapando a través de la ventana
de la primera planta que estaba iluminada. Una risa que le erizó el vello de la piel.
O’Sullivan y él intercambiaron una mirada antes de desenfundar el arma al unísono. Después,
subieron las escaleras del porche haciendo crujir la madera bajo sus pies. Como si hubiese
intuido su presencia, la luz que emanaba el aplique que había en el techo comenzó a parpadear.
—Esto está empezando a darme mal rollo —musitó el novato en un eco de sus pensamientos.
Al llegar a la puerta, Brown tomó aire y golpeó la superficie con el puño dos veces mientras
anunciaba con voz potente:
—¡Policía de Boston, abran… la puerta! —La voz le falló en mitad de la frase cuando esta se
abrió como por arte de magia, pues pronto descubrieron que al otro lado no había nadie.
Miró a su compañero de reojo a ver si aquello también le había parecido cosa de fantasmas.
—Debía de estar entreabierta —razonó O’Sullivan con un encogimiento de hombros.
Se adentraron con cautela en un recibidor en penumbra que se abría a la izquierda y a la
derecha. En el centro, una escalera de madera conducía a la primera planta. Todo parecía desierto.
Brown agudizó la mirada tratando de percibir algo en la oscuridad sin lograrlo. Entonces, la
luz se encendió de pronto y él dio un respingo sobresaltado. Su compañero, todavía con la mano
en el interruptor de la luz, le dedicó una breve sonrisa de burla que lo hizo gruñir.
—Tú revisa esa zona —ordenó señalando hacia la izquierda mientras él iba hacia la derecha.
Se abrió paso a una bonita sala de estar decorada en tonos neutros y toques amarillos. Encima
de la chimenea que dominaba la estancia, un retrato familiar compuesto por un matrimonio y dos
niñas: una, de unos catorce años, y la otra, de unos siete. La niña pequeña abrazaba a su padre y
en su mirada había devoción. La adolescente tenía la cabeza apoyada en el hombro de su madre
mientras esta le rodeaba la cintura con un brazo. Observó durante unos segundos aquella imagen
de felicidad, impresionado por la belleza de la mujer, antes de dirigirse a una puerta entreabierta
que había al fondo. Pronto comprobó que era un despacho y que estaba vacío. Sus ojos vagaron
por la habitación de muebles sobrios y masculinos, hasta posarse en una orla de la ilustre
promoción de doctorados en Psiquiatría por Harvard del año ochenta y tres que estaba colgada en
la pared de detrás del escritorio. A los lados, se podían ver varios títulos enmarcados, retazos de
los diferentes logros académicos del que parecía ser el cabeza de familia. En un lateral de la
habitación había una chimenea sobre la que colgaba un cuadro con un paisaje un tanto lúgubre y,
frente a esta, una gran estantería con un montón de volúmenes sobre medicina, la mayoría
referentes a la especialidad de psiquiatría.
Como todo se veía despejado, volvió sobre sus pasos hasta el recibidor, donde al segundo
apareció O’Sullivan.
—Cocina, comedor y aseo despejados —anunció el novato.
No había terminado de vocalizar la última letra cuando, por el rabillo del ojo, Brown se
percató de un movimiento en la escalera. Con los sentidos alerta, se giró, pistola en mano, y
apuntó a la figura que bajaba en silencio. En cuanto fue consciente de a quién estaba apuntando
apartó el arma de inmediato.
Una niña de unos ocho o nueve años descendía escalón a escalón. Parecía una muñeca con el
cabello largo y oscuro enmarcando un rostro de facciones delicadas y marfileñas, en el que
destacaban unos enormes ojos de color gris que mantenían una mirada vacía. Su cuerpo delgado y
menudo estaba cubierto por un pijama rosa de unicornios. Aquel aire inocente e infantil de su
vestuario contrastaba vívidamente con las diferentes manchas de sangre que la cubrían.
La pequeña descendió en silencio hasta el último escalón para después sentarse en él como una
autómata. Era obvio que estaba en estado de shock.
—¿Cómo te llamas, pequeña? —preguntó O’Sullivan con voz suave mientras se acuclillaba
para quedar a la altura de sus ojos.
—Alice. Alice Donovan —respondió la niña después de unos segundos en los que parecía que
no iba a contestar.
—¿Estás herida? —La niña negó con la cabeza—. ¿Has sido tú la que ha llamado a
emergencias? —Ella asintió—. ¿Y tus padres?
—Arriba, en su habitación —susurró con voz queda—. Mi papá… —La voz se le quebró y una
lágrima comenzó a deslizarse por su mejilla.
—Está bien. Quédate aquí mientras vamos a echar un vistazo, ¿de acuerdo?
Alice volvió a asentir.
O’Sullivan comenzó a subir las escaleras con el cuerpo alerta. Brown se disponía a seguirlo
cuando recordó la foto que había visto en la sala de estar.
—¿Y tu hermana mayor?
—En el País de las Maravillas —musitó Alice y pudo ver cómo parecía encogerse sobre sí
misma al decirlo.
«¿Y eso qué demonios significa?», pensó Brown confuso, pero lo dejó pasar por el momento y
siguió ascendiendo tras O’Sullivan hacia el primer piso.
Justo cuando llegaron al último escalón escucharon una voz que tarareaba una cancioncilla. Un
sonido inquietante y femenino que los condujo hacia la puerta entreabierta del fondo del pasillo.
A una señal, O’Sullivan abrió la puerta, y los dos irrumpieron en la estancia al grito de
«¡Policía!», sin embargo, ambos se quedaron paralizados al descubrir la escena que se
desarrollaba ante ellos.
Una mujer, de pie encima de la cama, pintaba afanosa un dibujo de lo que parecía ser un pájaro
en la pared sobre la que reposaba el cabecero mientras tarareaba una canción. Estaba tan
concentrada en su trabajo que no se había percatado de su presencia; eso o simplemente los estaba
ignorando. Aquel acto pasaba de curioso a macabro si se tenía en cuenta que pintaba con la mano
y que la pintura que estaba utilizando era la sangre que brotaba del cuerpo masculino que yacía a
sus pies, tendido en la cama, con la mirada estática clavada en el techo, sin vida.
Estaban tan desconcertados que tardaron un segundo en darse cuenta de que en la mano
izquierda todavía sostenía el cuchillo con el que parecía haber destripado a su marido.
—Señora, ¡suelte el arma! —ordenó Brown con voz tajante.
Para su asombro, la mujer obvió su mandato y se puso a cantar mientras mojaba otra vez la
mano en sangre y continuaba su dibujo. Una tonadilla lóbrega que los hizo estremecer.
En la noche de los cuervos,
un cuervo te atrapa.
En la noche de los cuervos,
tres cuervos te atan.
En la noche de los cuervos,
un cuervo te observa.
En la noche de los cuervos,
todos ellos te matan.
O’Sullivan y él intercambiaron una mirada, y el novato le hizo un gesto señalando que debía de
estar loca.
«Muy observador», pensó.
—Señora, ¿no me ha oído? ¡Suelte el arma! —repitió Brown.
—No puedo, la necesito para protegerla de los cuervos —repuso la mujer con voz razonable
sin detener su tarea.
—¿Qué cuervos? —inquirió O’Sullivan en un intento por conectar con ella. Su actitud se había
vuelto tensa, como si hubiese percibido algo que a él se le escapaba.
Lo consiguió.
La mujer dejó caer la mano a un lado y se giró despacio hacia ellos. Por primera vez pudo
verle el rostro con claridad y la belleza serena de sus facciones lo impresionó en contraste con el
brillo atormentado que había en sus ojos. Al igual que su hija, su cabello era oscuro y largo,
aunque a ella le caía enmarañado sobre los hombros. Sin duda, era la hermosa beldad que había
visto en el retrato familiar de la sala de estar, aunque muy desmejorada.
—Él era un cuervo —contestó y señaló hacia el cadáver de su marido como si fuese algo
evidente—. Y, por su culpa, ella… saltó —agregó y su voz se quebró por una profunda tristeza.
Por un momento sus ojos se clavaron en la figura inerte que yacía a sus pies y el rostro se le
demudó. Agachó la cabeza de forma que su pelo le tapó el rostro y sus hombros comenzaron a
temblar.
—Suelte el arma, señora —volvió a insistir Brown con voz suave—. El cuervo ya está muerto
—añadió siguiéndole el juego—. Todo ha terminado.
—Te equivocas. Todavía no ha terminado —contradijo ella y alzó el rostro lo justo para
mirarlo a través de los mechones de su cabello. Una mirada llena de odio que le produjo un
escalofrío de inquietud y, por qué negarlo, también de miedo—. Yo solo he matado a un cuervo,
pero todavía quedan más.
Prólogo 5
Boston, Massachusetts.
15 de enero de 2015.
Richard Ford necesitaba hacer aquella venta. El año dos mil catorce había sido una pesadilla
para él. Entre una racha de mala suerte laboral, un divorcio que le había costado una fortuna y la
obligación de pagar una cuantiosa renta a su exmujer para la manutención de dos adolescentes que
lo odiaban y lo culpaban del fracaso matrimonial de la pareja; contaba con la comisión que se
llevaría por vender la casa para poder hacer frente a sus próximos gastos.
—No hace falta que les diga que Beacon Hill es una de las zonas más exclusivas de Boston —
comentó para presionar de forma sutil a sus clientes—. Una casa por este precio es una verdadera
ganga, no creo que esté mucho tiempo en el mercado.
Los Bradford intercambiaron una mirada. Se trataba de una pareja joven, de poco más de
treinta años, que acababa de conseguir el gran sueño americano: ganar la lotería.
De la noche a la mañana se habían encontrado con un buen pellizco y, aunque Sam Bradford era
profesor en la Universidad de Suffolk y aseguraba que quería continuar trabajando allí porque era
su vocación, habían decidido darse el capricho de mudarse a una casa de acuerdo con su nueva
condición económica. Y no había mejor barrio en Boston que aquel.
—No sé si es mi estilo —murmuró Rachel mordiéndose el labio—. Es demasiado…
Demasiado.
—Entiendo que la pueda abrumar, pero encontrar una vivienda unifamiliar de cinco
habitaciones y cinco baños, en esta zona y por este precio, es un chollo —afirmó y, en esa
ocasión, no mentía—. En cuanto al estilo, es una casa colonial de ladrillo rojo recién renovada
con unos acabados de lujo: tecnología Smart Home, suelos de madera natural, molduras en las
paredes, electrodomésticos de gama alta y una fabulosa terraza con vistas al río Charles. Rezuma
sofisticación y buen gusto, créame si le digo que sí es su estilo —agregó con un guiño.
La mujer se sonrojó suavemente, y Richard supo que con ese comentario se la acababa de
ganar.
—A mí me parece perfecta —terció Sam mientras recorría la habitación principal, que era
donde estaban en aquellos momentos—. Y Suffolk está a solo cinco minutos de aquí.
—Pase otra vez al vestidor, señora Bradford —propuso Richard y abrió las puertas dobles que
había en el fondo de la habitación. El amplio vestidor con armarios de suelo a techo era el sueño
de cualquier mujer. Su exmujer hubiese vendido a uno de sus hijos por tener aquel vestidor, tal vez
a los dos—. Todo está hecho a medida con madera de nogal estadounidense y tiene un sinfín de
artilugios de almacenamiento.
Se hizo a un lado y dejó que la pareja volviese a explorar la habitación con más detenimiento y,
al percibir que la reticencia en la expresión de la mujer se iba diluyendo, comenzó a hacer
cálculos mentales sobre en qué iba a destinar la comisión.
«Lo primero es un injerto capilar», pensó al ver su reflejo en uno de los muchos espejos que
había en la estancia.
El estrés le había pasado factura y su cabello comenzaba a ralear por las entradas. Era algo que
no se podía permitir, pues parte de su técnica de ventas era coquetear de forma sutil con sus
clientas y se aprovechaba para ello de su físico. A sus cincuenta años recién cumplidos, cada vez
le resultaba más difícil conservar el atractivo que lo caracterizaba.
Un chasquido seco lo hizo volver a la realidad y, al girarse hacia los Bradford, supo que había
algún problema.
—¿Qué ha sido eso?
—Estaba tocando los estantes para comprobar el acabado y creo que un trozo de la madera ha
cedido un poco —explicó Sam con cara de apuro mientras señalaba un lugar en concreto.
Richard fue hasta el tramo de armario que le apuntaba y pasó la mano por debajo del estante
que le indicó el señor Bradford hasta dar con un pequeño desnivel en la superficie. Se agachó
para mirarlo: era una especie de interruptor encajado en la madera.
—No se preocupe, es un botón, supongo que para activar alguno de los artilugios que les he
comentado antes —explicó y lo apretó para comprobar su teoría.
Los tres se quedaron asombrados cuando uno de los espejos de pie que había integrados se
deslizó a un lado para descubrir una puerta.
—¿Es una de esas habitaciones del pánico? —preguntó Rachel con entusiasmo.
Richard frunció el ceño. No figuraba ninguna habitación del pánico en los planos, y la señora
Allen, la propietaria, tampoco le había hablado de ella. La mujer llevaba varios años viviendo en
California, donde residía su único hijo, y había pasado casi una década sin poner los pies allí, de
ahí el motivo de querer vender aquella casa. Según entendió, esa residencia se había convertido
en «el pisito de soltero» de su difunto marido, un conocido y muy querido filántropo de la ciudad.
—Se necesita un código de acceso —comentó Sam al ver el pequeño teclado numérico que
había a un lado.
—Permitidme un minuto y desentrañaré el misterio —aseguró Richard con una sonrisa.
Sonrisa que se borró en cuanto salió de la habitación. No le gustaban aquella clase de
sorpresas: primero, porque le dejaban en mal lugar, pues se suponía que él debía conocer cada
pequeño detalle de la casa que vendía; segundo, porque, de haber sabido que la casa contaba con
una habitación del pánico, habría podido pedir un poco más por ella. Esos detalles les encantaban
a sus clientes.
Consultó la hora. Entre Massachusetts y California había una diferencia horaria de tres horas,
la señora Allen ya se habría levantado, así que cogió su iPhone y la llamó.
La mujer contestó al tercer timbrazo.
—Querido Richard, ¿llamas para darme una buena noticia sobre la venta?
—Espero poder hacerlo pronto. Verá, estoy en la casa con unos clientes muy interesados y
hemos descubierto una habitación secreta en el vestidor.
—¿Una habitación secreta? —repitió la mujer y había genuina sorpresa en su voz.
—Debe de ser una habitación del pánico, necesitamos una clave numérica para poder entrar.
—No sabía que había una de esas en la casa, aunque Carlton no me mantenía al tanto de sus
cosas. Si hay una clave numérica debe de ser el año de su nacimiento: mil novecientos cuarenta y
dos —esclareció la señora Allen—. Siempre la usaba para todo porque su memoria empezaba a
fallarle.
Richard le dio las gracias y volvió al vestidor. Marcó la clave que le había dado la propietaria
y esperó un milagro, pero nada.
—La propietaria me ha dicho que su marido siempre usaba el año de nacimiento para sus
claves numéricas.
—Prueba a marcarlo al revés, yo lo hago de vez en cuando para que no resulte tan obvio —
propuso Sam.
Lo hizo así y… ¡bingo! La puerta se abrió con un clic.
Los tres se asomaron curiosos al interior. Todo estaba a oscuras y olía a cerrado. Cuando
Richard entró en busca del interruptor de la luz, esta se encendió automáticamente.
—Debe de tener algún sensor de movimiento —comentó con el corazón acelerado por el susto
que le había producido—. En este tipo de espacios de seguridad todo está automatizado para…
Su voz se fue apagando al descubrir el contenido de la estancia. Le bastó un simple vistazo
para saber que aquello no era una habitación del pánico, más bien parecía una mazmorra de
BDSM[i]: una cama con cadenas y manchas oscuras en las sábanas, que no había que ser muy listo
para identificar como sangre seca; una cruz de San Andrés con argollas; un expositor en la pared
con todo tipo de látigos y fustas; una cámara de vídeo…
—¿Quién dice que vivía aquí? —inquirió Rachel con voz apagada.
—Una de las personas más ricas y respetadas de Boston —respondió Richard sin entrar en
detalles.
Maldijo en silencio. Esa habitación podía estropear la venta si sus clientes se escandalizaban
con ese tipo de prácticas, pero se sorprendió al ver que la pareja se adentraba en la estancia y
miraba todo con fascinación morbosa.
—¿Qué habrá en ese armario? —preguntó Sam señalando un mueble que había al lado del
expositor.
—Eso solo lo sabremos si lo abrimos —respondió Richard con una sonrisa. —Se acercó hasta
él, rezó en silencio para que no hubiese un cadáver o algún fetiche desagradable y abrió una de las
puertas dobles.
»Son solo cintas VHS —descubrió con un suspiro de alivio—. Al parecer, al propietario le
gustaba grabar sus… —La voz se le quedó atascada en la garganta cuando, al abrir la otra puerta,
descubrió varios tarros de cristal perfectamente alineados con un contenido de lo más inquietante.
—¡Dios mío! —exclamó horrorizada Rachel y se llevó la mano a la boca presa de una arcada.
—Será mejor que llamemos a la policía —masculló Sam con voz lúgubre.
Richard Ford se quedó petrificado mientras observaba el contenido de los recipientes.
Menuda atrocidad: acababa de perder la venta.
Prólogo 6
Hingham, Massachusetts.
4 de julio de 2015.
Dorian Harrington observó por el espejo retrovisor al niño que leía, concentrado, uno de sus
cómics preferidos de Marvel mientras se alumbraba con una linterna. Después, miró de reojo a su
exmujer. Parecía estar manteniendo una conversación muy interesante por WhatsApp. Por la forma
en que curvaba los labios, su interlocutor debía de ser una persona muy especial. Él conocía muy
bien ese gesto, mezcla de sensualidad e inocencia. Hacía mucho tiempo, ella también le había
sonreído así, aunque él nunca lo había sabido apreciar de verdad.
—¿Y de quién dices que es este coche? —preguntó en referencia al Buick Regal que estaba
conduciendo en aquellos momentos.
—Me lo ha prestado un amigo mientras el mío está en el mecánico.
—¿Y no le importará que lo esté conduciendo yo?
—Claro que no, ¿por qué iba a importarle? Sabe tan bien como tú que no me gusta conducir de
noche.
Esperó a que ella dijera algo más, pero la mujer no dio muestras de hacerlo, y Dorian terminó
por lanzar un suspiro exasperado.
—¿Cuándo piensas decirme que estás saliendo con alguien, Linda?
Ella levantó la vista hacia él, como activada por un resorte, y lo miró con una ceja arqueada.
—¿Quién te lo ha dicho?
Dorian mantuvo la mirada al frente cuidando de mantener una expresión hierática, hasta que
escuchó brotar una risita desde el asiento trasero.
—Con esa risa te acabas de delatar, Jay —señaló con una mueca al niño que ahora se escondía
detrás del cómic.
Linda se giró al instante y observó con fingido reproche a su hijo.
—Mocoso traidor, ¿ahora te dedicas a espiar a tu madre? —inquirió y alargó el brazo para
hacerle cosquillas al niño, que dejó escapar una carcajada.
—No soy un traidor —protestó Jay entre risas—, pero ya sabes que no hay secretos entre papá
y yo —afirmó, y Dorian sintió que su pecho se hinchaba de emoción al escucharlo.
El divorcio había sido un golpe duro para su familia. No por el hecho de separarse de Linda,
pues su ruptura fue amistosa y racional. Se querían, aunque no estaban enamorados. Tal vez ella sí
lo había estado en un primer momento, sin embargo, amar a un hombre como él era difícil y se
había cansado de decir «te amo» sin obtener nunca la misma respuesta, así que un día se había
dado por vencida. Simplemente, él no podía darle lo que ella necesitaba. Otro tipo de mujer se
habría sentido rechazada, frustrada o amargada, y habría convertido su relación en una batalla
campal, pero Linda no. Ella había terminado por aceptar el hecho de que su relación sentimental
no tenía futuro y le había ofrecido su amistad. Siempre había tenido un corazón de oro.
Su mayor preocupación había sido Jay. Fue muy difícil hacer comprender a un niño de seis
años que, a pesar de que sus padres se querían, habían decidido divorciarse. Al principio fue duro
para el pequeño ir de una casa a otra, maleta a rastras y con su muñeco preferido bajo el brazo.
Sin embargo, algunos niños podían sorprender por su capacidad de adaptación y, después de un
año, Jay había terminado por acostumbrarse.
Dorian y Linda le habían explicado que, aunque a partir de entonces vivían en casas distintas,
seguían siendo una familia. Por eso, los dos se esforzaban por estar presentes en las actividades
del niño y, sobre todo, en ir juntos para que continuara sintiendo la seguridad que proporcionaba
la unidad familiar. Razón por la que ese día estaban allí, en aquel coche, de regreso a casa
después de pasar la festividad del cuatro de julio en Cape Cod.
Linda había pasado a recogerlo de buena mañana por su casa en Cohasset para compartir lo
que se había convertido en una tradición familiar para ellos: ver el desfile de Provincetown, hacer
un picnic en la playa, y terminar el día contemplando los fuegos artificiales sobre el puerto de
aquel pintoresco pueblo.
Era parte del acuerdo de divorcio: ella se había quedado con la casa de Boston y el
monovolumen, y Dorian, con la segunda vivienda que tenían en Cohasset, que poseía una preciosa
vista de la bahía de Massachusetts, y con el Ram Pickup. Una repartición justa que los dos habían
decidido de mutuo acuerdo.
—¿Lleváis mucho juntos? —preguntó Dorian.
—Tres meses. Lo conocí en la librería —explicó Linda y su expresión se iluminó al hablar de
él—. Vino preguntando por un libro, uno de esos thrillers comerciales que tienen éxito por la
campaña de marketing que los impulsa y no por la calidad en sí. Yo le aconsejé otro, me hizo
caso y a los dos días regresó para que le recomendase uno nuevo porque se lo había leído de un
tirón. Imagina; una librera y un devorador de libros. ¿Puede haber pareja más perfecta?
—¿Y a qué se dedica el devorador de libros?
—Es inspector de policía. Sí, lo sé, es complicado ser la pareja de un poli —agregó al ver su
mirada de preocupación—. Pero te aseguro que él vale la pena.
—¿Tú qué dices, Jay? ¿Qué te parece el amigo de mamá?
—Es un poco viejo —sentenció con esa inocencia sin filtros que tenían los niños.
—¡Tiene cuarenta y tres años! Solo seis más que yo —protestó Linda—. Y no me vengas con
tus guasas, que te conozco —advirtió a Dorian mirándolo de reojo.
Dorian compuso una expresión inocente. Linda era cinco años mayor que él y era un tema
frecuente de bromas entre ellos.
—Pero me cae bien, la hace reír —admitió Jay cauteloso, tal vez temiendo que aquella
confesión pudiese molestar a su padre de alguna forma—, aunque prefiere los comics de DC a los
de Marvel —añadió con una mueca de disgusto para compensar el halago anterior.
—¿En serio? —preguntó Dorian con un tono de exagerada incredulidad—. Bueno, no se lo
tendremos en cuenta. Si mamá y tú le dais el visto bueno, por mí está bien.
Vio por el retrovisor que Jay esbozaba una sonrisa parcialmente desdentada aliviado por su
aceptación y después el niño volvió a sumergirse en su cómic.
Dios, ¡cómo amaba a ese crío! Era la luz de su vida. La única persona en el mundo que había
conseguido abrirse paso en la oscuridad de su alma y darle paz a su espíritu.
—¿Sabes? Cuando lo conocí me atrajo porque me recordaba a ti. Soy así de masoca —confesó
Linda en voz baja después de unos segundos—. También tuvo una infancia difícil y había
levantado una muralla a su alrededor que mantenía a raya sus sentimientos. Sin embargo, decidió
abrirme la puerta y dejarme entrar o tal vez yo supe escalar ese muro y llegar a él de una forma
que no pude hacer nunca contigo. —No había ningún tipo de reproche en su voz, tan solo estaba
exponiendo un hecho—. La cuestión es que se abrió a mí y… en un par de semanas ya estábamos
enamorados como dos adolescentes —concluyó con una tímida sonrisa.
—Me alegro mucho por ti.
—Gracias. Espero que algún día tú también encuentres a una mujer que sepa sortear ese muro
que te envuelve.
—Debería de estar loca para intentarlo siquiera —bufó Dorian y frunció el ceño cuando vio
las luces de un coche por el retrovisor. Parecía acercarse a demasiada velocidad y lo azuzó de
forma inconsciente a ir más rápido.
Con la vista clavada en el espejo para controlar al idiota que tenía detrás, se percató de que
Jay inclinaba la cabeza hacia el suelo como buscando algo.
—¿Qué ocurre, Jay?
—Hawkeye se me ha caído.
Hawkeye era un muñeco articulado de unos veinticinco centímetros del superhéroe de Marvel
Ojo de Halcón, el favorito de Jay y también de Dorian. El niño siempre iba con él a todas partes,
era su aliado a la hora de vencer los típicos miedos infantiles como el de la oscuridad.
—¿Lo ves? —preguntó Linda girándose hacia él.
—Sí, pero no lo alcanzo, está debajo de tu asiento —masculló el niño mientras se estiraba todo
lo que el cinturón de seguridad le permitía.
El coche que iba detrás de ellos estaba cada vez más cerca y, de repente, giró el volante con
brusquedad, adelantándolos mientras pitaba con violencia, como si ir a sesenta millas por hora,
justo el límite de velocidad en aquel tramo, no fuese suficiente para él.
—¡Será capullo!
—Papá, ¡has dicho una palabrota! —acusó Jay al instante.
—No llego —musitó Linda que seguía intentando coger el muñeco.
De repente, se encendió un testigo en el cuadro de mando.
—¿Te has desabrochado el cinturón de seguridad, Jay? —inquirió Dorian con el ceño fruncido
al percatarse de la luz que era.
—Es solo un momento —respondió el niño mientras se agachaba para recoger su muñeco.
—Jay Harrington, ¡ponte el cinturón ahora mismo! —rugió Dorian.
Se arrepintió al instante cuando vio por el espejo retrovisor que el niño se sobresaltaba, pues
no solía gritarle, pero consiguió que volviera de inmediato a su asiento.
Y, justo entonces, ocurrió.
Un ciervo cruzó la carretera.
El coche que iba delante de ellos freno con brusquedad en un chirrido de neumáticos, dejando
una estela de humo y goma quemada en el asfalto.
Dorian pisó el pedal del freno hasta el fondo, sin embargo, en lugar de detenerse, el vehículo
continuó avanzando hacia el obstáculo, por lo que se vio obligado a dar un volantazo en un intento
por evitar el impacto.
Todo giró a su alrededor en medio del caos mientras el coche daba vueltas de campana. Se
percató de los gritos aterrorizados de su familia, de los cristales que estallaban a su alrededor, del
sonido quejumbroso del metal haciéndose añicos…
El cinturón de seguridad lo mantuvo pegado al asiento, pero su cabeza danzó al son de la
inercia del movimiento hasta acabar golpeándose contra el cristal de su ventanilla. Un dolor agudo
explotó en su sien izquierda antes de que la oscuridad lo envolviera.
Una melodía familiar anegó sus oídos, tirando de él hacia la consciencia y, poco a poco, abrió
los ojos. Tardó un par de segundos en reconocerla: Happy together, un éxito de los sesenta del
grupo The Turtles. Era una de las canciones del USB que habían conectado al vehículo, la favorita
de Linda.
Parpadeó desorientado, tratando de enfocar su mirada, pero no lo consiguió. Todo a su
alrededor se veía borroso. Rasgando el velo de su aturdimiento, un nombre se abrió paso en su
dolorido cerebro: «Jay». Giró el rostro con dificultad en un intento por saber qué había sido de él.
De Linda.
En medio de aquella escena, se encontró mirando con fijeza el cabello rubio de su exmujer.
Había algo extraño en él. Le costó un par de segundos percatarse de la razón: colgaba en sentido
contrario al que debería. Después, tardó otro tanto en darse cuenta de que lo hacía porque el coche
estaba boca abajo. Entonces, se percató de sus propios brazos también colgaban hacia el techo.
—Linda —susurró, aunque su voz sonó como un graznido apagado—. Linda —volvió a llamar
y no obtuvo respuesta.
Lo que sí vio fue la sangre que comenzaba a gotear del cuerpo exánime de su exmujer, que
colgaba del cinturón de seguridad como el suyo propio.
Alarmado, al percatarse de que estaba sangrando mucho, trató de desabrochar su propio
cinturón para poder ayudarla. Le costó un gran esfuerzo mover los brazos hacia el interruptor. Los
notaba muy pesados, como si tuviese una pesa de veinte kilos atada en cada muñeca; tanto que al
cabo de varios segundos infructuosos volvió a perder la conciencia por el agotamiento.
Varias voces desconocidas se abrieron paso en su mente, despertándolo otra vez.
—Amigo, despierte. ¿Se encuentra bien?
—¿Se puede mover?
Unas manos fuertes lo liberaron por fin y lo sacaron del vehículo con cuidado. Dorian abrió los
ojos y consiguió enfocar el rostro preocupado de dos hombres. Logró asentir e incluso se puso de
pie, tambaleante, pese a las protestas de sus salvadores.
Miró a su alrededor.
Varios coches se habían detenido y sus luces iluminaban el tramo de carretera donde estaban.
El Buick se encontraba a unos metros de distancia, boca abajo. Por absurdo que pareciese, le
dio por pensar que el novio de Linda se enfadaría cuando se enterase de que le había destrozado
el coche.
Linda.
La buscó con la mirada y la encontró tendida en el suelo mientras una pareja le practicaba la
reanimación cardiopulmonar.
Ni siquiera pudo procesar aquella escena antes de que sus ojos continuaran explorando en
busca de Jay.
—Mi hijo —susurró.
Vio que dos de los hombres cruzaban una mirada y luego la dirigían a un punto a unos metros
de donde estaban, donde una manta de cuadros roja y blanca, muy parecida a la que ellos habían
utilizado para hacer el picnic ese día, cubría un cuerpo menudo.
Se aproximó despacio a él. Cada paso avivaba el frío que empezaba a sentir en su interior
brotando de sus entrañas y extendiéndose por su cuerpo, entumeciéndolo hasta el punto de que
dejó de sentir su propio cuerpo como tal hasta caer de rodillas a su lado.
Después, extendió una mano temblorosa para apartar la manta y descubrió el rostro
ensangrentado de su hijo, con la mirada vacía clavada en él.
No supo cuánto tiempo estuvo allí parado, observándolo. Ni siquiera escuchó las voces de los
hombres que le aseguraron que la ayuda ya estaba en camino.
Era demasiado tarde. Todo daba igual.
La luz de su vida se había apagado.
Y, entonces, algo en su interior se rompió.
Capítulo 1
Hingham, Massachusetts.
Viernes, 4 de septiembre de 2015.
No recuerdo muchas cosas de mi infancia, mi mente ha bloqueado gran parte en un intento por
protegerme de emociones a las que me cuesta mucho enfrentarme. Sin embargo, me acuerdo a la
perfección del día en que tomé conciencia de que mi madre estaba loca. No una loca divertida e
irresponsable, como lo pueden ser muchas otras madres. No, la mía estaba loca de verdad, como
si algo en su mente no terminase de funcionar bien.
Lo supe cuando tenía siete años y entró en mi habitación una noche de invierno mientras yo
estaba durmiendo plácidamente en mi cama. Aquella no fue la primera vez que hacía algo extraño,
solo fue la gota que colmó el vaso.
—Despierta, cariño. Tenemos que irnos —susurró en mi oído.
—¿Qué pasa, mamá? —pregunté desorientada al despertar mientras me frotaba los ojos para
eliminar los restos de sueño—. ¿Dónde tenemos que irnos?
—Deprisa, están aquí —insistió mi madre, apremiante.
—¿Quiénes? —inquirí confusa y oteé asustada por la habitación en busca de la amenaza.
—Los cuervos —respondió ella, y percibí algo en su expresión que me aterró—. Venga,
apresúrate.
Me sacó de la cama y comenzó a quitarme el pijama de felpa con gestos bruscos, sin dejar de
observar a su alrededor, como si esperase que fuese a salir alguno de esos pájaros negros de
algún rincón. No paraba de hablar, aunque no lo estaba haciendo conmigo. Decía cosas
ininteligibles para mí.
Comencé a llorar en silencio, desnuda en medio de la habitación. No comprendía nada, pero
tenía miedo y no precisamente de esos cuervos que parecían estar solo en su imaginación. Tenía
miedo de ella. Me abracé temblorosa, pues el frío estaba empezando a incidir sobre mi piel
desprotegida.
La aparición de mi hermana Karen en la habitación, como un ángel salvador, hizo que dejase
escapar un sollozo de alivio.
—Mamá, ¿qué has hecho? —musitó mientras la apartaba para abrazarme. Al sentir el temblor
de mi cuerpo volvió a ponerme el pijama entre susurros de consuelo. Después, miró a mi madre
con reproche—. La has asustado.
Mi madre me observó y, por primera vez, pareció percatarse de mi temor. Su rostro palideció y
trastabilló hacia atrás.
—No lo entendéis… Los cuervos os cogerán y… —farfulló consternada.
—No hay ningún cuervo, mamá —atajó Karen y se acercó a ella hasta poner una mano
reconfortante sobre su brazo—. No tienes de qué preocuparte. Estamos a salvo. ¿Te acuerdas de lo
que te dije la última vez? —preguntó mientras le tendía el dedo índice. Mi madre lo miró y luego
lo enlazó con el suyo propio.
»Formamos una cadena inquebrantable —le recordó Karen—. Juntas, en lo bueno y en lo malo.
Confía en mí. Todo irá bien.
Su voz era tan dulce, su expresión tan serena, que mi madre acabó relajándose con un suspiro
entrecortado. Mi hermana tenía aquel efecto en ella, parecía transmitirle la paz que le faltaba a su
espíritu. A pesar de que solo tenía quince años, era tan responsable y madura que aparentaba
mucha más edad.
Sacó a mi madre de la habitación y, poco después, volvió junto a mí. En ese momento, yo
estaba hecha un ovillo sobre la cama, con la cabeza enterrada entre mis brazos doblados sobre las
rodillas.
Karen se sentó a mi lado y me abrazó.
—¿Estás bien?
—¿Dónde está papá?
Así como ella se entendía muy bien con mi madre, yo sentía adoración por mi padre, estaba
muy unida a él. Siempre me hacía sentir a salvo.
—Está en su despacho reunido con unos colegas. No se le puede molestar y tampoco hay razón
para hacerlo —comentó mi hermana y su expresión se había vuelto ceñuda—. Mira, mamá ha
cometido un error esta noche, pero no hay por qué chivarse. ¿Te acuerdas de la vez que entraste en
el despacho de papá a escondidas y se te cayó al suelo uno de sus libros?
Por supuesto que lo recordaba. Su padre les tenía prohibido entrar en aquella habitación, sin
embargo, Karen y ella se habían colado a escondidas en alguna ocasión, movidas por la
curiosidad.
—Se le salieron varias hojas —susurré con la cabeza gacha.
—Cuando mamá te encontró dentro, ¿se lo dijo a papá? —Yo negué con la cabeza. Mi madre
había colocado las hojas en su sitio y luego había vuelto a poner el libro en la estantería de donde
lo había sacado. Jamás le había contado a mi padre ese incidente—. Pues esto es lo mismo —
concluyó Karen.
—Pero es que ella está loca —susurré, por si mi hermana no se había percatado de ello.
—¿Recuerdas el libro que leímos el otro día, el de Alicia en el país de las maravillas?
Yo asentí. Se había convertido en mi preferido y siempre le pedía que me leyera un poco antes
de dormir.
—¿Qué dijo el Gato de Cheshire cuando Alicia le comentó que no le gustaba tratar con gente
loca?
—Que todos estábamos locos —contesté yo después de pensarlo durante un segundo.
—Exacto. A nuestra manera, cada uno tenemos algún tipo de locura. Creo que todo iría mejor
si, en lugar de fijarnos en la locura de los demás, aceptáramos la nuestra.
Sí, mi madre estaba loca, pero mi hermana Karen cuidaba muy bien de ella. De mí. Por eso
nunca entendí lo que hizo.
El pitido insistente de una bocina me saca de mis pensamientos de golpe. El semáforo está en
verde y no me he movido, lo que está impacientando al coche que tengo detrás. Le hago un gesto
de disculpa con la mano, meto primera y me pongo en marcha.
Una persona nunca sabe de lo que es capaz por hacer realidad sus sueños. En mi caso, nunca
pensé que volvería a los Estados Unidos, mucho menos a Massachusetts, ya que en aquel rincón
del mundo residía mi mayor pesadilla. Sin embargo, aquí estoy, cruzando el condado de Hingham
en dirección a Braine House, una de las más reputadas instituciones psiquiátricas privadas del
país. Y es que me ha sido imposible rechazar la oferta de trabajo de George Thomas Braine, uno
de los psiquiatras más reconocidos de Estados Unidos y al que admiro muchísimo.
Sus artículos sobre la esquizofrenia son mundialmente conocidos, aunque a mí lo que más me
fascinan son sus estudios sobre el trastorno de identidad disociativo, una verdadera rareza dentro
de la psiquiatría, y que el doctor Braine ha tenido el privilegio de tratar en varias ocasiones. Pese
a que el llamado desorden de personalidad múltiple es un recurso muy utilizado en películas y
libros de suspense, en la vida real, la gran mayoría de especialistas nunca se ha topado con
ninguno a lo largo de sus carreras.
Estoy deseando enfrentarme a algún caso así de curioso.
Atenta a la carretera y con la radio de fondo emitiendo Mad world de Gary Jules, una de mis
canciones preferidas, sigo una de las señales indicadoras y giro a la izquierda, adentrándome por
un camino estrecho bordeado de hermosos abedules cuyos troncos se alzan solemnes hacia el
cielo engalanados con hojas de un verde intenso.
Un par de kilómetros después, la majestuosa silueta de Braine House aparece recortada en el
horizonte. Su serena belleza simétrica inspirada en el Renacimiento italiano me resulta
sobrecogedora y extrañamente familiar.
Detengo mi pequeño utilitario azul delante de la enorme puerta doble enrejada que da acceso al
recinto. Un alto muro protector de piedra gris lo bordea todo hasta donde alcanza la vista.
Un hombre uniformado, cincuentón y un poco calvo, sale de una caseta que hay en el lateral, al
otro lado, y se acerca a mí con expresión inquisitiva.
—Lo siento, señorita, la hora de visitas no empieza hasta las diez.
—Buenos días, soy Alice Donovan. Tengo una cita con el doctor Braine.
El guarda saca su móvil, hace una llamada y, después, abre las puertas.
—Frente a la casa verá una zona de aparcamiento, deje el coche allí; luego, suba las escaleras
hasta el hall y espere. El señor Moore, el secretario del doctor Braine, se reunirá con usted lo
antes posible —indica con amabilidad.
Le doy las gracias y sigo sus instrucciones. En el parking, mi recién adquirido Volkswagen
Beetle de segunda mano, rodeado de vehículos impolutos de gama alta, se ve bastante
destartalado. Es lo que tenemos la mayoría de los recién doctorados, que hasta que no
encontremos un trabajo bien remunerado nos toca apretarnos el cinturón para hacer frente a un
cuantioso préstamo derivado de los estudios universitarios.
Esa es otra de las razones por las que estoy aquí: el sustancioso sueldo que acompaña a este
trabajo. En mi opinión, tener una vocación está bien, pero solo si te da para vivir de ello. Así soy
yo, más práctica que soñadora.
No puedo evitar contener el aliento de emoción al subir la escalinata de la entrada por primera
vez, aunque, al mismo tiempo, me vuelve a invadir esa sensación de familiaridad, como si ya
hubiese hecho este recorrido en mi pasado.
Es muy extraño.
Capítulo 2
Cruzo el arco de entrada y traspaso el portón abierto hasta un hall diez veces más grande que el
piso que compartía en la universidad con otras dos chicas. No sé por qué me había hecho a la idea
de que Braine House sería un lugar frío y anodino, sin embargo, es lo que es: una mansión
palaciega que destila sofisticación y opulencia.
Arañas colgando de los techos adornados con hermosos frescos y artesonados de madera,
alfombras orientales vistiendo los suelos de mármol, obras de arte en las paredes… Si no supiera
dónde estoy, pensaría que me encuentro en la residencia de algún poderoso ricachón.
Giro sobre mí misma mientras capto con los ojos cada pequeño y cuidado detalle. Tengo ganas
de gritar para comprobar si hay eco, pero reprimo el impulso de hacerlo. Soy experta en eso.
—Impresiona, ¿verdad?
La voz masculina me sorprende a medio giro y termino tropezando con mis propios pies. El
culpable es un hombre de unos cuarenta y cinco años con el pelo oscuro ligeramente encanecido
por las sienes y unos profundos ojos castaños que me observan desde detrás de las lentes de unas
gafas de pasta de color negro. No es alto ni bajo; tampoco es gordo ni flaco. Es de esas personas
capaces de pasar desapercibidas incluso en una habitación vacía.
—Mucho —respondo al fin, después de recuperar el equilibrio, y siento que me ruborizo un
poco por mi torpeza.
—Es una copia exacta de The Breakers, la mansión Vanderbilt que hay en Newport, Rhode
Island —comenta él con una sonrisa amable, y agradezco en silencio que haya obviado mi desliz
—. Los Braine la mandaron construir a finales del siglo XIX y pidieron a su arquitecto particular
que «copiara» los planos de Richard Morris Hunt, pero añadiendo cinco centímetros más en cada
una de las setenta habitaciones que la componen. Durante un tiempo hubo mucha rivalidad entre
las dos familias —añade en tono confidente para justificar aquella «travesura».
»Usted es la señorita Donovan. —Es una afirmación acompañada de un minucioso escrutinio.
He elegido para la entrevista un traje de pantalón y chaqueta en color negro, sobrio y anodino, y
llevo el cabello castaño recogido en un apretado moño. Mi aspecto es asexuado y profesional y,
aun así, me tenso bajo su mirada. Por suerte, no detecto ningún interés sexual, solo simple
curiosidad, y eso me relaja de forma inconsciente. Así que asiento y aguardo expectante a que siga
hablando.
»Soy Theodore Moore, secretario del doctor Braine —se presenta al fin y me tiende la mano,
que yo estrecho al instante—. El doctor me ha pedido que la acompañe mientras espera.
—Parece que esto está desierto —comento mientras miro de nuevo a mi alrededor.
—Es la hora del ejercicio físico. Como hoy hace buen día nuestro personal está en el jardín
trasero con los residentes —explica Moore mientras cabecea hacia una puerta acristalada que se
ve al final de un pasillo abovedado—. Venga, se lo mostraré.
Le sigo por un amplio corredor en el que están apostados los bustos de varias figuras ilustres
de la psicología y la psiquiatría: Wilhelm Wundt, Sigmund Freud, Lightner Witmer, Johann
Cristian Reil, Emil Kraepelin… Cada uno de ellos ha contribuido un poco a lo que soy ahora, ya
que he pasado innumerables horas enfrascada en sus escritos y han sido mi guía en estos últimos
años, así que es como si estuviera viendo a mis propios maestros.
Cruzamos la gran puerta acristalada que da a una amplia terraza exterior y la luz me ciega por
un momento. Parpadeo para aliviar la sensación de escozor y acabo poniéndome las gafas de sol.
Siempre he tenido los ojos muy sensibles al sol. He leído en algún sitio que es algo frecuente en
las personas con los ojos claros, ya que suelen tener menos melanina en la retina, y yo los tengo
grises.
Con la vista protegida, puedo apreciar que la terraza es más bien un mirador, un par de metros
por encima del nivel del suelo, desde donde se puede apreciar la belleza del entorno que envuelve
Braine House.
—La casa está rodeada de unos doce acres de terreno que limitan al oeste con los acantilados
que dan a la bahía de Hingham y al norte con el parque de World’s End —explica el señor Moore
—. Tenemos bosques y un lago, aunque nuestro mayor orgullo son los jardines barrocos.
Observo los lechos florales y los setos cuidadosamente recortados; los parterres están trazados
de forma geométrica, delimitando los caminos de gravilla que confluyen en una gran glorieta
central, presidida por una enorme fuente de estilo barroco italiano en la que se puede ver al dios
Neptuno blandiendo su tridente.
Mis ojos se detienen en la gran extensión de césped que hay justo al final de la escalinata que
conecta la terraza con los jardines, en el que un grupo de unas quince personas siguen una
coreografía de movimientos pausados.
—¿Qué están haciendo?
—Taichí. También tenemos clases de yoga —explica señalando a otro grupo parecido que hay
más allá en el que hacen estiramientos sobre unas esterillas—. Hemos comprobado que son
disciplinas que contribuyen mucho a regular el estrés y la ansiedad de los pacientes, sobre todo,
de los esquizofrénicos.
Sí, he leído sobre ello y me parece fascinante que se apliquen ese tipo de terapias
complementarias en Braine House, lo que demuestra que es una institución abierta a innovaciones.
Justo lo que estoy buscando.
Por el rabillo del ojo veo a una mujer de mediana edad que hace aspavientos con la mano en un
intento por llamar nuestra atención; por su expresión, no parece muy contenta. Cuando el señor
Moore detecta su presencia, lanza un suspiro.
—Es la señora Blake, la jefa de cocina. La última vez que tenía el ceño así de fruncido, alguien
había metido la mano en una de sus tartas. —Suspira el secretario—. Espere un segundo. —El
señor Moore habla unos segundos con la cocinera y luego regresa a mi lado. En su expresión se
puede intuir un atisbo de preocupación.
»Me tendrá que disculpar por unos minutos, señorita Donovan. Parece ser que ha desaparecido
uno de los tenedores de la vajilla y tengo que revisar las cámaras de vigilancia para ver quién es
el responsable. Siéntase en la libertad de disfrutar de nuestros jardines mientras tanto —añade con
amabilidad.
No me sorprende tanto revuelo por un simple tenedor. Es un utensilio en apariencia inofensivo,
pero se puede convertir en un arma mortal en las manos inadecuadas. Y estoy segura de que, en
este lugar, abundan.
Alentada por la concesión del secretario, desciendo las escaleras y me adentro en el jardín.
Ando sin rumbo, ensimismada con el paisaje que me rodea, cuando, de repente, detecto un destello
blanco moviéndose por el suelo, a un par de metros delante de mí. Parpadeo por la sorpresa. Es
un conejo. Un conejo de pelaje níveo que corretea juguetón entre los parterres y, llevada por la
curiosidad, lo sigo.
Sé que tiene guasa: me llamo Alice y estoy siguiendo a un conejo blanco por un jardín, pero no
por eso voy a dejar de hacerlo. Lo único que espero es no tener testigos de mi peculiar
persecución.
Estoy tan concentrada en no perderlo de vista que no me percato de que alguien se me acerca
por detrás y, de repente, siento una mano que me tapa la boca mientras un brazo de acero me
aprieta contra un torso fornido, levantando mis pies del suelo por un segundo.
—¿Cómo me habéis encontrado? —pregunta la aterradora voz de un hombre en mi oído.
No tengo ni idea de a qué se refiere, sin embargo, no se lo puedo decir porque me está
impidiendo hablar. Me revuelvo en un intento por escapar, aunque lo único que consigo es que él
me constriña más. A este paso, tampoco voy a poder respirar.
Busco con los ojos a ver si alguien se ha percatado de la situación en la que me encuentro, pero
me he adentrado tanto en el jardín que he perdido de vista cualquier atisbo de humanidad, y estoy
en un rincón en el que los setos son más altos que yo, por lo que es difícil que alguien me vea.
—¿Dónde está tu compañero? Sé que siempre vais de dos en dos.
No sé de lo que habla, pero ojalá fuese cierto porque me temo que me va a tocar afrontar esta
situación sola. Como siempre.
En un último intento por escapar, arqueo mi cuerpo y cabeceo hacia atrás al tiempo que le
suelto una patada, sin embargo, lo único que consigo es que mis gafas de sol salgan volando, y que
el gigante que tengo a mi espalda apriete más mi cintura hasta el punto de hacerme jadear contra su
mano. Mi prolijo moño se ha aflojado y algunos mechones terminan cayéndome sobre el rostro.
—¿A quién has atrapado, Darwin? —pregunta una voz en tono casual.
Esa inesperada intervención me sorprende tanto como a mi captor, que se gira sin soltarme para
enfrentar al hombre que ha hablado.
De repente, me libera la cintura, y yo cierro los ojos de alivio, hasta que, un instante después,
siento algo punzante que me presiona el cuello, justo sobre la yugular. Los abro de golpe cuando
caigo en la cuenta de lo que es: el tenedor. Y por un estúpido segundo pienso que el señor Moore
se alegrará de que lo haya encontrado.
Capítulo 3
Al posar la mirada en el hombre que acaba de aparecer ante nosotros, me encuentro con los ojos
más impactantes que he visto en mi vida. Tal vez sea por el arco atrevido de sus cejas azabache o
por el color de sus iris, de un azul tan límpido y claro como el cielo en invierno, rodeado por un
anillo negro que les aporta profundidad. La cuestión es que su intensidad me provoca un
estremecimiento.
—¿Es que no lo ves? Es una de ellos, de los hombres de negro —contesta el tal Darwin, como
si la respuesta fuese evidente. A mi mente acude la imagen de Will Smith y Tommy Lee Jones en
Men in Black. Supongo que, con las gafas de sol y el traje chaqueta negro, bien puedo formar
parte del elenco de la película. «Esto me pasa por querer mostrarme seria y profesional», pienso
con disgusto.
»Llevo días sintiendo que me observan y, de repente, la encuentro aquí, siguiéndome —
continúa farfullando mi captor en su delirio.
Porque sí, sé reconocer lo que es un delirio paranoide y acabo de convertirme en la
protagonista involuntaria de uno de ellos.
Mirada Penetrante me observa durante un segundo antes de desviar la atención hacia Darwin.
—Mírala bien, no trabaja para el Gobierno. Es solo una chica asustada.
Es una tontería, pero su comentario hiere mi orgullo. No soy «solo una chica asustada». Hace
mucho tiempo que dejé de serlo. Así que, pese a la situación, lo fulmino con la mirada, cosa que a
él parece divertirle porque sus labios tiemblan en un amago de sonrisa.
Sin embargo, su expresión se oscurece cuando Darwin aprieta con más fuerza el tenedor sobre
mi piel en un gesto que es de pura amenaza y que a mí me provoca un gemido apagado de dolor.
Con la fuerza que tiene, estoy segura de que es capaz de clavármelo como si estuviese pinchando
una croqueta.
Mirada Penetrante da un paso hacia nosotros y solo consigue que Darwin aumente la presión,
lo que empieza a acojonarme a pesar de mi orgullo.
—No te acerques o le atravieso la yugular —advierte mi captor con un gruñido.
—Está bien, no lo haré —acepta mi aspirante a salvador mientras se detiene y alza las manos
en un gesto tranquilizador—, pero suéltala. Te aseguro que ella no trabaja para el Gobierno, ¿a
que no, preciosa?
Con la mano en la boca que me impide hablar, y el tenedor en mi cuello, ni siquiera puedo
negar con un gesto. Tampoco lo intento, me he quedado paralizada. Muy a mi pesar, después de
ese «o le atravieso la yugular» me he convertido en «solo una chica asustada».
Siento la mirada de Darwin sobre mí, como evaluando las palabras del otro y, por un segundo,
la presión se afloja. Sin embargo, sacude la cabeza y vuelve a apretar.
—Los hombres de negro suelen ir en parejas. ¿Quién me dice que no eres tú su compañero y
estás tratando de engañarme? —pregunta, desconfiado.
—¿Es que acaso me parezco a uno de ellos? —resopla el proyecto de héroe. A eso puedo
contestar yo. No. Desde las greñas rebeldes de su cabello negro, hasta la cazadora de cuero y los
vaqueros desgastados, ese hombre tiene un aspecto desenfadado e insolente que no encaja dentro
del canon de agente secreto gubernamental.
»Me conoces, Darwin. Soy Barton, tu amigo —continúa diciendo Mirada Penetrante con tono
persuasivo, al tiempo que da otro paso hacia nosotros—. Sabes que yo…
—¡He dicho que no te acerques! —exclama mi captor y, por el tono de su voz y la forma en la
que tiembla, siento que cada vez está más tenso, algo que no me beneficia.
—Si crees que alguien te está siguiendo, aquí corres peligro —señala Barton en un evidente
cambio de estrategia y consigue que Darwin se remueva con nerviosismo mientras mira a nuestro
alrededor—. Déjala libre, y tú y yo buscaremos un refugio, así puedes contarme…
—No soy tan tonto para irme contigo y hablarte sobre la nueva aplicación móvil que estamos
desarrollando. Puedes llevar un micro oculto o un arma escondida debajo de la ropa.
Barton me dirige otra de sus miradas intensas, lanza un suspiro y, para mi total asombro,
comienza a desnudarse. Primero se quita la cazadora y, después, el suéter con cuello de pico. Para
cuando se baja los pantalones casi doy las gracias a Darwin por mantener su mano sobre mi boca,
porque es lo único que impide que esté babeando por este improvisado estriptis.
El cuerpo de Barton es delgado, pero fibroso. No es un despliegue de asteroides andante, como
se pueden ver en muchos gimnasios. En él, cada músculo está marcado de forma elegante, pero
muy masculina. Justo mi ideal de chico perfecto.
—¿Hace falta que me quite los calzoncillos?
«¡Sí!», quiero gritar, pues parece que mis hormonas han ganado la batalla a mi sentido común y
he olvidado la delicada situación en la que me encuentro.
—Supongo que ahí no puedes esconder ningún arma —murmura en cambio Darwin. Por un
segundo, los labios de Barton se curvan en una sonrisa canalla que me hace pensar que bajo el
bóxer ajustado de color negro esconde un arma de destrucción masiva.
»Pero sí un micro, así que mejor quítatelos —añade, y estoy a punto de darle las gracias.
Barton se quita los calzoncillos y levanta las manos.
—Ni armas ni micros —afirma mientras gira sobre sí mismo para demostrarle que no lleva
nada encima.
Mi ética personal me insta a que no mire de cintura para abajo, que no es adecuado, más aún,
teniendo en cuenta que se ha desnudado para ayudarme. Sin embargo, a mis ojos les trae sin
cuidado los juicios morales y devoran el cuerpo masculino de arriba abajo. Por eso no tardo en
reparar en las cicatrices, finas y blanquecinas, que recorren su espalda profanando su piel.
Sé que mi captor ha bajado la guardia porque dejo de sentir la presión del tenedor sobre mi
cuello y suspiro de alivio. Entonces, veo que Barton hace una señal casi imperceptible y detecto
un movimiento por el rabillo del ojo.
Todo sucede en cuestión de un segundo: dos celadores aparecen a izquierda y derecha, y cada
uno sujeta un brazo de Darwin mientras un enfermero se acerca por detrás y le pincha algo en el
cuello; al mismo tiempo, Barton me coge del brazo y me impulsa hacia él, liberándome.
Darwin todavía tiene tiempo de zafarse y soltar un buen puñetazo a uno de ellos antes de
desplomarse por el sopor inducido por el tranquilizante que deben de haberle puesto.
No soy una persona impresionable ni especialmente emotiva. Todo lo contrario, mi exnovio
siempre se quejaba de que parecía un témpano de hielo. No obstante, me encuentro temblando sin
control. Tal vez por eso, cuando siento que mi salvador me abraza, no me resisto.
—Buena maniobra de despiste, Barton —oigo que dice el enfermero.
Así que era eso. Su numerito de estriptis no era más que una forma de mantener la atención de
Darwin mientras los hombres se acercaban para reducirle. Muy hábil.
No lo voy a negar, estoy disfrutando del abrazo. Me resulta extrañamente confortante y muy
placentero, pero ha llegado el momento de que vuelva a tomar el control. Cierro los ojos, inspiro
profundamente y suelto el aire poco a poco. Es todo lo que necesito para recomponerme. Luego,
pese a que una parte de mí protesta, doy un paso hacia atrás.
Por un instante, Barton parece reacio a soltarme, sin embargo, termina por bajar los brazos.
—¿Estás bien?
—Sí —respondo de forma escueta y, para mi horror, vuelvo a abrir la boca y comienzo a
parlotear soltando un batiburrillo de frases inconexas—. He sido una tonta, no debería haberme
alejado tanto. Menos aún, cuando se ha perdido un tenedor. Pero el señor Moore me invitó a ver
los jardines y no me pude resistir. Entonces, he visto un conejo blanco, lo he seguido y cuando me
he dado cuenta…
Ceso mi verborrea de golpe cuando Barton alza la mano y comienza a acariciarme justo donde
presionaba el tenedor. Un roce suave con el pulgar que eriza mi piel y me produce un delicioso
estremecimiento por la columna vertebral.
—Te va a salir un buen moratón aquí —susurra y parece estar en trance mientras observa la
curvatura de mi cuello. Después, clava sus ojos en mí, y soy yo la que se queda embobada por
unos segundos, presa de su mirada—. ¿Quién eres?
—Soy Alice… Alice Donovan… La nueva psicóloga —balbuceo como una quinceañera
cuando el chico que le gusta le presta su total atención.
—Alice —repite Barton y parece saborear la palabra al decirlo—. Bienvenida a Wonderland
—añade con una sonrisa burlona antes de girarse a por su ropa.
Wonderland. El País de las Maravillas.
«Muy original», pienso con ironía. Aunque después de que le haya contado sobre mi
persecución a un conejo blanco tampoco me extraña la mofa.
Justo en ese momento veo llegar corriendo al señor Moore y a la señora Blake. Todo es un
revuelo a mi alrededor mientras descubren lo que ha pasado y expresan sus disculpas. Por un
instante, mi mirada se vuelve a cruzar con la de Barton y, cuando él me guiña un ojo, a mí me
entran ganas de sonreír a pesar de todo. Después, se vuelve a poner la ropa, se despide con una
inclinación de cabeza y se aleja de allí.
En lo único que puedo pensar al verlo marchar es que ese hombre tiene una mirada capaz de
atravesarme el alma… y un culo de primera. Entonces, pienso en las cicatrices irregulares que
recorren su espalda y siento que el estómago se me revuelve al percibir el dolor que contienen y
mi cabeza se llena de preguntas en lo referente a ese misterioso individuo.
Capítulo 4
Cuando, minutos después, el señor Moore me guía hasta el despacho del doctor Braine, vuelvo a
ser la personificación de la eficiencia y el comedimiento.
El secretario me abre la puerta y me invita a pasar con un gesto:
—Espere aquí, por favor, el doctor Braine vendrá enseguida.
Me adentro con paso vacilante en los dominios del hombre que admiro y doy un respingo
cuando oigo que la puerta se cierra tras de mí. Observo a mi alrededor con curiosidad. El
despacho es amplio y elegante, tal y como lo había imaginado. Muebles de rica caoba, sólidos y
masculinos, compuestos por un amplio escritorio con tres sillones orejeros de piel verde, uno
detrás y dos enfrente; un cómodo diván en un rincón junto a la ventana; un sofá frente a la
chimenea; cuadros elegantes, antigüedades y libros, muchos libros, dispuestos en una pared llena
de estanterías.
Me acerco a ellas y mis ojos son atraídos por una figura que hay sobre una se las repisas. Se
trata de una máscara de pico de color negro hecha de piel rígida y, por el aspecto, tiene muchos
años. No sé qué me impulsa a tomarla entre mis manos y llevármela al rostro, pero lo hago. La
sensación de asfixia que me invade es total y me la quito con un jadeo.
—Il dottore della peste.
La voz, potente y masculina, me hace dar un brinco por el susto. Dejo la máscara en su sitio y
me giro con expresión de apuro por haber sido pillada fisgoneando, pero la disculpa que tengo en
los labios se queda atascada en ellos y no consigue salir.
Llevo tanto tiempo esperando este momento que casi no me puedo creer que por fin esté frente
a George Thomas Braine. Lo he visto en un sinfín de fotografías académicas y tenía una idea de
cómo era su aspecto físico. Sesenta y siete años, afroamericano, pelo cano, al igual que la barba
pulcramente recortada, alto y de complexión más bien gruesa. Lo que no me esperaba era que su
presencia resultase tan cercana. Es de esa clase de hombres que te hacen sentir a gusto, aunque no
los conozcas de nada.
—El doctor de la peste —traduce ajeno al tumulto de emoción y respeto que estoy sintiendo
ahora mismo—. Este singular objeto era parte de la indumentaria que se creó en la primera mitad
del siglo XVII para proteger a los médicos del aire podrido que decían que era el que propagaba
la enfermedad. Por eso, idearon una máscara con unas lentes que protegiesen los ojos y con un
compartimento en el pico para poner hierbas aromáticas que mitigasen el hedor y que sirviesen de
filtro —explica mientras coge la máscara en cuestión y me enseña el espacio en donde se ponían
las hierbas—. Esta particular forma picuda también servía para evitar que el rostro de los
enfermos se acercase demasiado al de los médicos —añade mientras se pone la máscara y acerca
su rostro al mío. Cuando me veo reflejada en las lentes oscuras de la máscara, siento un escalofrío
y retrocedo un paso. Él parece percatarse de mi incomodidad porque se quita la máscara y la
deposita con cuidado en su lugar. Después, se me queda mirando con fijeza.
»Alice Donovan —susurra con un suspiro y, para mi sorpresa, me da un rápido abrazo. Por
muy campechano que parezca, esa actitud tan familiar me descoloca por completo y me tenso.
Creo que él lo nota porque cuando me suelta me mira con el ceño fruncido, como si hubiese estado
esperando otra reacción por mi parte.
»Toma asiento, por favor —me pide con amabilidad mientras me señala uno de los sillones
frente al escritorio—. El señor Moore me ha contado sobre el incidente que has tenido con uno de
nuestros residentes —comenta mientras se acomoda en su propio sillón— y quiero pedirte
disculpas personalmente. Supongo que no hace falta que te explique que Darwin Grey padece
esquizofrenia paranoide. Su caso es crónico y, por desgracia, hemos necesitado recurrir a los
psicofármacos más potentes, aunque, visto lo visto, mucho me temo que los ha estado escupiendo
—añade con un suspiro. Esa es una lucha diaria en las instituciones psiquiátricas. Los pacientes
que no quieren medicarse se las ingenian para esconder las pastillas debajo de la lengua o en el
valle entre los dientes y el interior de la mejilla, por eso normalmente se revisa la boca por
dentro, pero siempre hay quien las vomita después.
»Me veo en la obligación de preguntártelo: ¿Seguro que no has cambiado de opinión a la hora
de trabajar aquí?
—No tiene por qué disculparse, supongo que son gajes del oficio —declaro mientras me
encojo de hombros. No quiero que ese suceso trascienda más de lo necesario—. Y, sí, quiero
trabajar aquí. Este pequeño incidente no me ha hecho cambiar de idea, doctor Braine.
—¡Oh, por favor! Siéntete en la libertad de tutearme cuando estemos a solas. Yo lo he hecho
contigo. —Agradezco la cortesía, pero no lo voy a hacer. Su presencia me impone demasiado.
»Menos mal que Barton pasaba por allí en aquel momento —comenta de pasada—. La
tendencia que tiene a vagabundear por el jardín en busca de inspiración ha sido muy útil en este
caso.
Sus palabras captan todo mi interés, aunque trato de disimularlo.
—¿Inspiración para qué?
—Para sus obras. Barton es pintor y dirige la terapia artística del centro.
—He leído que colorear mandalas es muy beneficioso para los esquizofrénicos.
—Los pacientes de Braine House no se limitan a hacer mandalas. Se ha demostrado que
técnicas artísticas, como la pintura sobre lienzo, ayuda a los pacientes a expresar emociones que
son incapaces de definir con palabras. Muchos de nuestros residentes incluso plasman sus
visiones o pesadillas en la tela, lo que mejora nuestro entendimiento de sus delirios y, a la larga,
conseguimos que se enfrenten de forma más efectiva a sus problemas. Por otra parte, otras
técnicas, como la alfarería o la escultura sobre barro, les resulta muy relajante. También
desarrollamos la musicoterapia y la terapia asistida con animales a través de los caballos. Si
sabes montar, puedes elegir una montura de las cuadras y dar un paseo por los alrededores —
agrega, y me muerdo el labio para contener la sonrisa de alegría que su comentario me provoca.
Adoro los caballos.
»Como podrás comprobar por ti misma, en ciertos aspectos, este lugar es más parecido a un
taller ocupacional que a una institución psiquiátrica —continúa diciendo el doctor—. No
buscamos aislar a nuestros pacientes ni mantenerlos en un estado de inactividad inducida por las
drogas. Se mantienen recluidos mientras demuestren que son un peligro para ellos mismos o para
los demás, pero, en cuanto se estabilizan, dejamos que se muevan libres por aquí bajo las medidas
de seguridad adecuadas. Nuestra finalidad es la reinserción en la sociedad, enseñarles a llevar
una vida productiva en la medida de lo posible y mostrarles la mejor manera de gestionar el estrés
diario, algo necesario como complemento de una medicación correcta. Para ello, contamos con un
equipo multidisciplinar de psiquiatras, psicólogos, terapeutas y trabajadores sociales del que
pronto formarás parte.
—Es todo un honor que me haya elegido para el puesto, doctor Braine —afirmo con voz
moderada, aunque mi yo interior está aplaudiendo mientras salta de alegría, pues la descripción de
su metodología de trabajo me ha entusiasmado.
—La decisión fue fácil. Tus logros académicos son impresionantes —continúa diciendo
mientras ojea un documento que supongo que es mi currículum—. Fuiste la primera de tu
promoción en Oxford, realizaste el doctorado en Psicología Clínica bajo la supervisión de Mark
G. Williams y las prácticas en el Departamento de Psiquiatría del Hospital Warneford, con unas
referencias más que notables. Además, se lo debía a tu padre.
Ese último comentario me pone súbitamente alerta.
—¿Perdón?
—No te acuerdas de mí, ¿verdad? Claro que no, eras muy pequeña —responde él mismo, sin
esperar a que yo lo haga—. Tu padre y yo éramos buenos amigos. Estuvo trabajando aquí durante
un tiempo, pero cuando tu madre enfermó prefirió montarse una consulta en casa para tenerla
vigilada.
—Yo… no lo sabía.
—Es normal, fue hace mucho.
—Entonces, ¿he estado aquí antes?
—Sí, viniste varias veces con él. —Eso explica la sensación de familiaridad que he percibido
al llegar—. La última vez que te vi fue en el funeral —añade él y su expresión se oscurece,
supongo que al igual que la mía.
Tengo pequeños retazos de aquel aciago día.
Primero, en el cementerio: la intensa lluvia y un sinfín de figuras oscuras bajo paraguas negros.
En mi mente, todo lo relacionado con ese día se ve en blanco y negro; el único detalle de color es
la rosa amarilla que dejé sobre el ataúd porque pensé que a mi padre le gustaría llevarla consigo
al cielo. Es curioso, no recuerdo qué vestido llevaba, pero sí el frío en las piernas cuando los
leotardos se empaparon y calaron hasta mis pies. También recuerdo la calidez de la mano de tía
Emma, la hermana de mi padre, sujetando la mía en un intento por hacerme entender que no me
había quedado sola. No lo logró.
Después, en casa, cuando un montón de personas, la mayoría extraños para mí, trajeron comida
y se pasearon por el comedor y la sala de estar, observando y cuchicheando a mi alrededor. Fue la
primera vez en mi vida que vi una tarta de manzana, mi preferida, y no sentí ningún deseo de
probarla. Me senté en la escalera y observé a todos sin ver a ninguno, como si sus caras se
hubiesen borrado para mí.
Sin embargo, lo que más recuerdo de aquel día es la sensación de abandono, fría y asfixiante,
que me envolvió desde entonces.
Después del entierro, tía Emma se hizo cargo de mí y me llevó con ella a Inglaterra, donde
residía con su marido en una bonita granja en las afueras de Brighton. Allí, en los momentos en los
que conseguí obviar el pasado, rocé la felicidad. Tal vez por eso me hice una experta en olvidar.
—Perdona —murmura al percatarse de mi silencio—. Supongo que es un tema delicado para ti.
«Delicado» es el eufemismo del siglo.
El pasado me incomoda, prefiero no pensar en él. De hecho, me esfuerzo cada día por dejarlo
atrás. Es ilógico porque, cuando más te esfuerzas por hacer algo, más difícil resulta olvidarlo. Y
yo presumo de ser una persona muy lógica, salvo en esto.
El gran problema es que las heridas siguen abiertas y lo único que hice fue taparlas, no
curarlas, algo irónico teniendo en cuenta mi profesión. Aunque el dicho ya lo advierte: «En casa
de herrero, cuchillo de palo».
—Tu padre estaría muy orgulloso de ti —agrega el doctor Braine con emoción—. Le alegraría
ver la mujer brillante, hermosa y capaz en la que te has convertido y saber que, en cierta forma,
has seguidos sus pasos.
De repente, suena un pitido desde el interlocutor que está en la mesa y, al apretar el botón, la
voz del señor Moore se oye alta y clara.
—Doctor Braine, acaba de llegar su cita de las diez.
«Salvada por la campana», pienso con alivio, pues la conversación está tomando un camino
por el que no quiero andar.
—Dígale que espere un minuto —responde el doctor. Después, me mira con un gesto de
disculpa—. Me encantaría continuar charlando contigo, pero el deber me llama. El señor Moore te
acompañará hasta el despacho de Mason Wallace, el jefe del Departamento de Psicología. A
partir de ahora responderás ante él, aunque si te surge cualquier problema no dudes en acudir a
mí. Tal vez podrías venir a cenar a casa el sábado —continúa diciendo mientras se pone de pie
para acompañarme hasta la salida—. A mi mujer, Charlotte, le encantará volver a verte. Bueno,
seguramente te la encuentres antes, ella es una de las trabajadoras sociales del centro.
—Se lo agradezco, pero este fin de semana estaré ocupada con el trasiego de la mudanza.
—¿Has alquilado algo cerca de aquí? —pregunta con curiosidad.
Eso hubiese sido lo más cómodo y seguro que lo más económico también; alquilar una
habitación o algún pequeño apartamento en las cercanías que estuviese totalmente amueblado. Sin
embargo, en esta ocasión, algo me ha impulsado a optar por el camino difícil.
—Solo por un par de noches. Mi intención es instalarme en la casa de mis padres.
—No sabía que todavía la conservabas.
—Sí, aunque supongo que tendré que hacerle unos arreglos.
De hecho, el contratista con el que he contactado a mi llegada al país hace un par de días debe
de estar haciendo la inspección de la casa en estos momentos.
No he vuelto a poner un pie en ella desde hace veinte años. No obstante, no la he vendido ni
alquilado en todo este tiempo. Lo lógico hubiese sido hacerlo, sin embargo, como ya he dicho
antes, en lo referente al pasado no soy razonable. Lo que hice fue cerrar sus puertas como si de
aquella forma pudiese enterrar sus secretos, como si de un cadáver se tratase. El problema es que,
a diferencia de los muertos, los secretos no se descomponen hasta desaparecer cuando los
entierras, sino que permanecen intactos hasta que vuelven a salir a la luz.
—Bueno, entonces el siguiente y no admitiré negativas. No creo que lo recuerdes, pero te
volvía loca la tarta de manzana que hacía mi mujer. Recuerdo una vez que viniste a nuestra casa de
visita con tu padre y te colaste en la cocina para…
Su voz se va apagando a medida que habla hasta quedar en silencio. Mantiene la mirada
clavada en mí con tanta fijeza que comienza a ponerme nerviosa.
—Gracias por la invitación —atino a responder, incómoda por la forma en que me observa.
Al escucharme, parpadea. Después, sacude la cabeza y parece salir de su trance.
—Perdona, yo… Es que te pareces tanto a ella.
Ahora la que parpadea soy yo.
—¿A quién? —pregunto confusa.
—A tu madre.
No hace falta que me mire en un espejo para saber que he empalidecido.
Tal vez ese sea el peor insulto que me puedan decir.
Odio a mi madre. La llevo odiando desde los ocho años, tal vez antes. No la he vuelto a ver
desde la noche en que asesinó a mi padre y espero no volver a verla nunca.
—Será mejor que me vaya ya, su cita le espera —le recuerdo e intento que mi voz no suene tan
tirante como me siento mientras yo misma abro la puerta.
Mi madre es un tema del que no estoy dispuesta a hablar.
Con nadie.
Capítulo 5
Miro la casa que fue mi hogar durante mi niñez y siento una opresión en el pecho. La pintura azul
de la fachada está desconchada; el reluciente blanco de la valla, el porche y las contraventanas se
ve ajado, y el cuidado jardín de rosas amarillas que era el orgullo de mi padre es un amasijo de
hierbajos secos.
La última vez que estuve allí, Bill Clinton era el presidente de los Estados Unidos, y yo
escuchaba el CD de TLC en un bucle infinito a través de mi discman. Ahora, el hombre que se
sienta en el despacho oval de la Casa Blanca es Barak Obama, y yo tengo una lista de canciones
en Spotify para cada uno de mis estados de ánimo que escucho desde mi smartphone.
Las cosas cambian con el tiempo.
Sin embargo, cuando abro la puerta por primera vez, me siento igual que la niña confusa y
herida que abandonó aquel lugar hace veinte años, arrastrando una maleta con sus pertenecías, y
tuvo que cruzar el océano lejos del que fuese su hogar. Puede que haya crecido, pero continúo
igual de confusa y herida, y sigo arrastrando una maleta tras de mí.
A veces, las cosas no cambian tanto por mucho tiempo que pase y lo único que consigues al
alejarte de los problemas es incrementar el peso del equipaje que te acompaña a tu regreso.
Me detengo en el hall de entrada y miro a mi alrededor. Quitando la capa de polvo que parece
envolverlo todo, y el olor rancio a cerrado, no parece estar tan mal.
—¿Hola? ¿Señor Proust? —pregunto con tono dubitativo, pues la casa está sumida en el
silencio.
—Estoy en el piso de arriba —responde una voz grave.
Cuando contacté con un contratista para que inspeccionara la casa, y arreglara los posibles
desperfectos que pudiesen haber aparecido con el tiempo, en mi mente tenía la imagen de Scott
McGillivray o los gemelos Scott. Por eso, encontrarme con el trasero orondo del señor Proust al
cruzar la puerta del baño, que debido a su posición agachada me otorga un primer plano de la
cinturilla desgastada de sus calzoncillos y de la hendidura que divide sus cachetes peludos, es un
jarro de agua fría sobre las expectativas de mi libido. Qué cruda es a veces la realidad.
A su lado, un muchacho de unos dieciséis años, flaco y con el rostro lleno de granos, me dedica
una tímida sonrisa antes de pasarle una llave inglesa al que deduzco que es su jefe.
—¿Todo bien por ahí abajo? —pregunto al ver que el buen hombre está trajinando debajo del
lavabo.
—El desagüe goteaba un poco, pero ya está solucionado —añade con un último giro de la llave
inglesa.
Se levanta con dificultad y se limpia las manos en el pantalón antes de ofrecerme la derecha
que yo me apresuro a estrechar.
—Buenas tardes, señorita Donovan.
—¿Y bien? ¿Cuál es el veredicto? —pregunto con impaciencia para saber a lo que me enfrento.
—La verdad es que está mejor de lo que esperaba. Las casas envejecen mal cuando están
deshabitadas y, por lo que me ha dicho, esta lo ha estado durante mucho tiempo. Sin embargo, está
construida con materiales de primera y se ha conservado bastante bien —comenta mientras coge la
carpeta que le pasa su joven ayudante y la abre para leer lo que supongo que es el informe de
daños—. No he detectado goteras ni filtraciones de agua en los techos ni en las paredes, aunque,
al estar frente al mar, el salitre ha deteriorado mucho la pintura de la fachada y convendría
volverla a pintar para proteger la madera. Las tuberías son de cobre y, quitando un par de
desagües que he tenido que apretar, no parece que tengan pérdidas. La caldera está como nueva,
por lo que supongo que la cambiaron poco antes de que la casa quedara deshabitada. En cuanto al
cableado, está en buen estado, aunque le recomiendo que no tarde en cambiar el cuadro eléctrico
por uno más moderno. Supongo que todo está en óptimo estado por la ausencia de ratas. Ha tenido
suerte, esas cabronas son devastadoras —agrega, y yo suspiro de alivio al escucharlo—. Por
cierto, la mayoría de las bombillas estaban fundidas y se las he cambiado por unas led que
consumirán menos.
Bueno, puede que el señor Proust no tenga un físico de ensueño, pero me acaba de demostrar
que es un profesional de lo más eficiente.
La siguiente hora la pasamos recorriendo la planta baja mientras me explica los detalles de su
inspección. Yo procuro no mirar las decenas de fotos familiares ni los objetos personales que voy
encontrando y centro mi atención en lo que el señor Proust me muestra, como si fuese un caballo al
que le han puesto anteojeras para que no se asuste o distraiga de su camino. Después, me entrega
la factura de los trabajos que ha realizado durante todo el día, que es mucho más económica de lo
que había esperado, y un presupuesto de las mejoras que me aconseja hacer.
—Lo que sí le recomiendo es que cambie el papel pintado de las paredes y las moquetas del
suelo. En caso de que no pueda permitirse hacerlo, contrate un buen servicio de limpieza. Las
manchas de sangre son muy difíciles de eliminar —musita antes de irse y detecto un atisbo de
compasión en su mirada.
Aunque no haya estado en «la habitación», que no creo que sea el caso porque ha
inspeccionado todo, seguro que sabe lo que sucedió en esta casa. Tampoco me sorprende, el
incidente fue explotado a conciencia por los medios de comunicación debido al tono macabro del
asesinato. El morbo vende, es un hecho.
Una vez me quedo sola, vuelvo a recorrer las estancias mientras hago una lista con todo lo que
voy a necesitar para que la casa vuelva a ser habitable. Al llegar a la sala de estar, mi mirada se
clava en el retrato familiar que cuelga sobre la chimenea. La foto fue tomada un año antes de la
fatídica noche del asesinato, justo antes de que mi madre enfermase. Veo mi rostro inocente, la
sonrisa despreocupada que esboza mi boca mientras abrazo a mi padre, y siento ganas de vomitar.
Unas náuseas que se acrecientan cuando mis ojos se detienen en las otras mujeres que están a mi
lado. Las observo, paralizada. El doctor Braine tiene razón, soy la viva imagen de mi madre: el
mismo cabello castaño e idéntico tono de gris en los ojos. En cambio, Karen se parecía más a mi
padre: rubia y con los ojos azules. Qué curioso que nuestra afinidad con ellos fuese contraria a
nuestro parecido físico.
Con paso decidido, me acerco, lo descuelgo de la pared y lo llevo al garaje que hace las veces
de trastero. Si voy a vivir aquí, es mejor que quite de mi vista todo lo que me pueda perturbar.
Bueno, todo no o tendría que guardar la casa entera, solo aquello que aviva sentimientos negativos
en mí.
Seguidamente, me dirijo al despacho de mi padre. No puedo evitar que la mano me tiemble
cuando hago girar el pomo de la puerta. Casi puedo escuchar su voz autoritaria, pero cariñosa:
«Alice, el despacho es mi lugar de trabajo, no un cuarto de juegos. No es un sitio adecuado para
una niña». Qué suerte que ahora sea una mujer, porque estoy decidida a entrar, aunque al hacerlo
sienta que estoy invadiendo la intimidad del hombre al que más he querido en el mundo.
Al igual que el resto de la casa, la habitación está impregnada de ese peculiar aroma a
marchito, como si se hubiese mustiado por falta de vida. Hay quien dice que los edificios se
nutren de las energías de las personas que lo habitan y que, cuando algo malo ocurre, deja su
impronta. Solo de pensar que el espíritu de mi padre pueda estar encerrado entre estas paredes,
siento que se me eriza la piel. Sin embargo, descarto la idea al instante. En los únicos fantasmas
en los que creo son en los que te invitan a una copa en un bar mientras tratan de aparentar aquello
que no son.
Nada más entrar abro la ventana para ventilar la estancia. En vista de lo sucios que están todos
los cristales de la casa, las telarañas en los rincones y de la capa de polvo que lo envuelve todo,
tal vez no sería una locura aceptar el consejo del señor Proust y contratar a un servicio de
limpieza, porque hacerlo yo sola todo me llevará semanas. Pienso en ello mientras mis ojos se
pasean con curiosidad por ese territorio que siempre había estado vedado para mí. De pronto, se
detienen en el cuadro que hay sobre la chimenea: un paisaje boscoso con la luna llena de fondo en
el que los protagonistas son varios cuervos. Me recuerda mucho al estilo de Caspar David
Friedrich, es hermoso y macabro a partes iguales.
Después, diviso una orla y me acerco con curiosidad a ella. Observo los rostros en blanco y
negro, y siento un pequeño pellizco en el pecho al descubrir la cara sonriente de mi padre entre
ellos. ¡Qué joven y qué guapo era!
A continuación descubro la estantería llena de libros y me acerco atraída de forma
irremediable como una polilla a la luz.
Mis ojos danzan sobre las decenas de títulos que hay perfectamente dispuestos hasta que me
detengo en uno de un llamativo tono azul pavo real. Así habló Zaratustra de Friedrich Nietzsche.
Aquel fue el libro que se me cayó al suelo el día que me colé en el despacho. ¿Por qué cogí ese
y no otro? Supongo que por el color de la cubierta; el azul siempre ha sido mi favorito.
Lo abro y descubro una dedicatoria en la primera página y la leo con un nudo en el estómago:
«A mi amado Bruce, el superhombre. Tuya, C.H.». Deduzco que esas iniciales corresponden a
Calista Holmes, el nombre de soltera de mi madre.
«Mi amado Bruce». Sí, supongo que mi madre lo amó en algún momento de su vida, pero lo
que no he conseguido nunca entender es lo que pasó en su relación para que llegase al punto de
destriparlo de aquella forma tan macabra.
«Tu madre estaba enferma».
He perdido la cuenta de las veces en que mis tíos me hicieron ese comentario para ayudarme a
asimilar lo ocurrido. Y, sí, ahora comprendo que mi madre es una esquizofrénica y posiblemente
fuese un brote psicótico lo que la llevó a cometer esa salvajada, aun así, una parte de mí no
consigue entender el detonante de tanta violencia.
A veces pienso que el impulso de enviar mi currículum a Braine House fue un disparate. Que
aceptar el trabajo cuando me lo ofrecieron fue un error. Que estar ahora aquí, en esta casa, en
Massachusetts, incluso en Estados Unidos, es una completa equivocación. Pensándolo de forma
racional, podría haber aceptado cualquiera de las ofertas de trabajo que había recibido en
Inglaterra y no tendría por qué haber cruzado nunca el océano Atlántico. Sin embargo, esa misma
parte de mí, la racional, lleva pidiendo a gritos desde hace un tiempo una aclaración del pasado.
No es curiosidad, es la necesidad de tomar conciencia de lo que realmente sucedió.
Mi mente infantil no supo entender todo lo que ocurrió en aquella casa ni las razones que
llevaron a que mi familia se hiciese añicos como un vaso de cristal que cae al suelo.
Necesito comprender lo que pasó. Sin embargo, para poder hacerlo, antes tendría que abrir las
heridas que he estado esforzándome en tapar durante veinte años y tengo miedo a desangrar mi
alma en el proceso. Así que, de momento, viviré aquí, pero sin abrir las puertas de las
habitaciones de mis padres ni la de Karen.
Sobre todo, la de Karen.
Capítulo 6
Después de dos semanas en Braine House, empiezo a sentirme a gusto con mi nueva rutina.
Mason Wallace es en parte responsable de ello. El jefe del Departamento de Psicología, mi jefe
directo, es la persona más organizada que he conocido en mi vida, aunque también posee una de
las personalidades más extravagantes con las que me he encontrado. Según su propia definición,
es hedonista con rasgos narcisistas y un toque de fetichismo. Que él mismo sea consciente de esos
atributos, y que esté tan orgulloso de ellos, al principio me resultó un tanto desconcertante. Ahora,
que lo conozco más, me sigue desconcertando igual.
Se ha negado a decirme cuántos años tiene, pero intuyo que estará más cerca de los sesenta que
de los cincuenta. Es uno de esos hombres que, sin ser especialmente guapo, sabe sacarse el
máximo partido hasta resultar atractivo, aunque estoy convencida de que su nariz patricia y sus
pómulos marcados son fruto de la cirugía estética.
Tiene un estilista que se encarga de que su cabello cano esté perfectamente recortado, sus cejas
y su perilla bien perfiladas y de eliminar cualquier rastro de vello de cuello para abajo. Lo sé
porque él mismo me lo dijo y me ha recomendado que le pida cita. Según Mason, como ha
insistido en que le llame, soy una mariposa que se empeña en no salir de su crisálida y podría
llegar a ser un bombón si cuidara un poco más mi aspecto y dejara de vestir como un marimacho.
Creo que no se da cuenta de que ese tipo de comentarios tan «sinceros» pueden llegar a ser
ofensivos, aunque mucho me temo que sí que lo sabe y le da igual.
—Es un crimen cubrir un traje de Tom Ford con una bata blanca anodina —masculla mientras
se la abotona.
La prenda en cuestión está lejos de ser anodina puesto que, a diferencia de la del resto de los
que allí trabajamos, la suya está diseñada a medida y hasta tiene sus iniciales en los botones.
Mason Wallace tiene ese tipo de excentricidades.
—Lo que es un crimen es que te pongas un traje de cinco mil dólares para trabajar —señalo
con más confianza de la que debería, pero desde el principio me ha dado pie a decir lo que pienso
en cada momento y disfruto de esa libertad. Si él no tiene filtro en sus comentarios, he decidido
que yo tampoco voy a tenerlo.
—¿Has oído eso que dicen de que algunas mujeres de países fundamentalistas islámicos llevan
ropa de alta costura debajo de los burkas?
—No creo que sea una analogía demasiado acertada.
—Yo creo que sí. Me gusta la ropa de diseño y no voy a dejar de ponérmela porque las normas
de este sitio me obliguen a llevar una bata —razona él mientras se mira en el espejo de cuerpo
entero que tiene en su despacho—. Además, no tengo trajes que valgan menos que eso. La tela de
mala calidad me provoca sarpullido.
—Es un fastidio tener la piel tan delicada.
—No me refería a la piel. Provoca sarpullido en mi espíritu —refuta él con uno de sus
habituales comentarios esnobs a los que ya me estoy empezando a acostumbrar—. ¿Alguna
novedad con la señorita Seymour? —pregunta en un repentino cambio de tema.
Después de que el primer día me explicase las directrices del centro, y me presentase al resto
del equipo, Mason me asignó a varios pacientes con los que llevo trabajando desde entonces.
Primero, bajo su supervisión y, ahora que ya me han cogido confianza, los trato según mi criterio,
pero tengo que informarle periódicamente de mis progresos. Por eso estoy en su despacho ahora.
Con todos estoy consiguiendo avances en mayor o menor grado. Con todos menos con una:
Elizabeth Mary Grace Seymour, la hija menor de Horace Seymour, senador de Massachusetts. Fue
ingresada en Braine House después de un intento de suicidio que su familia ha procurado a toda
costa que no tenga repercusión mediática.
Según ellos, el incidente fue debido a un supuesto acoso escolar por una compañera de la
prestigiosa escuela privada donde cursa sus estudios.
Según mi opinión… Ni idea. Mason me la derivó alegando que teníamos la misma falta de
estilo para vestir —así de «sensible» es a veces— y, después de tres sesiones, todavía no he
conseguido conectar lo suficiente con ella para que se abra a mí y me cuente qué es lo que la ha
llevado a cortarse las venas.
—Todavía no. Solo consigo silencios o respuestas monosilábicas a mis preguntas.
Con el que Elizabeth parece no tener ningún problema de conexión es con Barton. Los he visto
charlar en más de una ocasión y no puedo negar que me ha molestado, no por el hecho de verlos
juntos en sí, sino porque él ha podido conectar con ella con aparente facilidad. No sé cómo, ha
conseguido que la adolescente, que siempre se muestra a la defensiva conmigo, se ría a carcajadas
con él.
Barton.
Ese hombre me atrae tanto que intento evitarlo en la medida de lo posible, algo harto difícil
cuando pasamos una media de diez horas al día en Braine House. Nos cruzamos en las reuniones
multidisciplinares, en el comedor de empleados, en la sala de descanso y por los pasillos.
Él se muestra tan irreverente como el primer día que nos conocimos. Yo sigo con mi actitud
distante y profesional, cosa que parece encontrar sumamente divertida.
Soy consciente de su mirada apreciativa y sus sonrisas veladas. Puedo sentir su interés por mí
y eso empeora la situación. No aspiro a empezar ninguna relación sentimental, mucho menos en el
trabajo.
Lo que sí necesito es echar un polvo.
—Tal vez Barton te pueda ayudar en eso.
—¿Perdón? —pregunto, azorada.
«¿Tanto se nota que ese hombre me atrae?».
—Que, tal vez, Barton te pueda ayudar a conectar con la señorita Seymour —aclara Mason.
Siento que me ruborizo por mi lapsus mental y me esfuerzo por dejar a un lado mi turbación,
cosa fácil, puesto que el comentario de mi jefe ha captado todo mi interés.
—¿En qué sentido?
—Tiene un don a la hora de establecer contacto con los pacientes. Consigue que confíen en él
de forma natural. Creo que la señorita Seymour ha demostrado intereses artísticos. Habla con
Barton para que te enseñe sus dibujos y que te dé alguna pista para que puedas acercarte a ella.
Acepto la idea ocultando mi reticencia al respecto y salgo de allí. A los pocos pasos, giro por
el pasillo y me doy de bruces con el señor Moore. El choque hace que las carpetas que él llevaba
en las manos terminen en el suelo.
—Cuánto lo siento —farfullo mientras me agacho a recoger los documentos—. Iba con prisas
y…
—La culpa ha sido mía, que iba distraído —se apresura a replicar él, tan cortés como siempre,
y se acuclilla junto a mí.
Me hago con un par de expedientes y me levanto para entregárselos, pero, al hacerlo, mis ojos
se detienen en el que está arriba y frunzo el ceño cuando descubro un nombre en la etiqueta
identificativa de la cubierta que no me suena de nada: Dorian James Harrington. Actualmente hay
cuarenta residentes en Braine House y ese nombre no pertenece a ninguno.
—¿Es algún paciente nuevo?
—Es un paciente privado del doctor Braine —responde el señor Moore al tiempo que arranca
de mis manos los papeles. ¿Paciente privado? No sabía que aquí hubiera de eso. De hecho, la
política de este lugar es multidisciplinar, por lo que un mismo paciente pasa por diferentes
profesionales. Es extraño.
»¿A dónde iba con tanta prisa? —inquiere mientras se acomoda las gafas sobre el puente de la
nariz.
Me doy cuenta de que la pregunta es un cambio de tema poco sutil por su parte, sin embargo,
pongo a raya la curiosidad que me ha despertado el misterioso paciente.
—Iba en busca de Barton. Necesito que me muestre los dibujos que ha estado haciendo
Elizabeth Seymour en arteterapia.
—A esta hora seguro que lo encuentras en su estudio —comenta él mientras consulta el reloj de
su muñeca—. No tiene clase de pintura hasta dentro de una hora, así que te podrá atender.
—¿Dónde está su estudio?
—En el invernadero tropical que hay anexo al ala izquierda de la casa. Puedes acceder a él por
un pasillo que hay junto a la biblioteca —indica el señor Moore antes de despedirse con una
sonrisa y una inclinación de cabeza.
Me dirijo allí sin dudar, decidida a conseguir algo que me permita un acercamiento con mi
paciente en la sesión que tendré con ella en un par de horas, pero al enfilar por el pasillo dudo al
escuchar la melodía de una canción que se filtra a través de la puerta entornada que diviso al
fondo.
Tardo unos segundos en reconocerla: Crazy de Gnarls Barkley. En vista de que está a todo
volumen, no me planteo llamar antes de abrir, ya que no se escucharía el sonido, así que abro con
sigilo.
Entiendo enseguida por qué ha elegido el invernadero como estudio. A pesar de que el día ha
salido un tanto nublado, la luz que se filtra a través de los cristales que cubren las paredes y el
techo es espectacular.
El lugar es completamente diáfano y los caballetes están dispuestos en él sin ningún tipo de
orden aparente.
Distingo distintas variedades de orquídeas, zamias y bromelias. Las reconozco porque tía
Emma es una fanática de la botánica y en su casa tiene un invernadero tropical con todas esas
especies, aunque este será como veinte veces más grande que el de ella.
A pesar de que el lugar es muy espacioso, no tardo es descubrir a Barton rodeado de esa
exuberante vegetación, y en seguida secuestra toda mi atención hasta el punto de que casi me
olvido de respirar.
Está bailando al son de la música sin nada más encima que unos vaqueros desgastados. No me
extraña. La temperatura es más elevada en este lugar para conservar las plantas en un ambiente
óptimo.
Mece su cuerpo con soltura al tiempo que da pinceladas sobre un lienzo enorme en el que se
empieza a apreciar la voluptuosidad de unas orquídeas. Observo hipnotizada la forma en que sus
músculos se contraen en cada movimiento y el suave balanceo de sus caderas mientras mueve los
hombros siguiendo el ritmo, y pienso que en mi vida he visto algo más sexi que él en este
momento.
No sé cuánto tiempo me quedo ahí, mirándole embobada, hasta que lo veo coger su móvil. Acto
seguido, la música desciende considerablemente de volumen.
—Ya que has venido a mirar, al menos acércate —le oigo decir y, si tengo alguna duda de si me
lo dice a mí o no, la descarto al instante cuando me clava sus ojos azules—. Te prometo que no te
morderé… si tú no quieres.
¿Quiero?
«¡Sí!», afirma sin dudar una parte recóndita de mi interior.
«No», se apresura a corregir mi lado racional.
Puede que esté indecisa en esa cuestión, pero lo que sí tengo claro con cada fibra de mi ser es
que quiero estar más cerca de Barton. Así que trago saliva y comienzo a andar hacia él.
Capítulo 8
Siento que mi corazón se va acelerando a medida que me acerco a Barton. Supongo que es
normal, ya que él mantiene sus ojos en mí con la intensidad que lo caracteriza.
Tanto me afecta que me veo obligada a apartar la mirada para poder respirar. Gracias a Dios,
él decide darme algo de tregua y se pone la camiseta, de forma que mis ojos traidores le lanzan un
último repaso subrepticio a su torso antes de que él lo cubra.
Sé que no debo, pero…
—¿Te puedo hacer una pregunta personal?
—Dispara.
—¿Cómo te hiciste las cicatrices de la espalda?
—¿Qué cicatrices? —replica él con el ceño fruncido.
Vale, capto la indirecta. No quiere hablar de ello y lo comprendo. No somos tan íntimos.
—Olvídalo —musito y aprovecho el lienzo que tengo frente a mí para cambiar de tema—. Es
buena.
Salí casi un año con un estudiante de arte y aprendí dos cosas de esa relación: la primera fue
saber apreciar el talento, y Barton lo tiene; la segunda, que, cuando un hombre siente más interés
por una estatua griega que por tu cuerpo desnudo, es señal de que algo no funciona como debería
entre vosotros.
—Es mediocre.
Me sorprende esa valoración de su propio arte.
—¿Por qué piensas eso?
—Porque le falta sentimiento. Últimamente no consigo pintar nada bueno —gruñe y se pasa la
mano por el pelo en un gesto frustrado.
—¿Estás falto de emociones? —pregunto con una ceja arqueada y no oculto el tono escéptico
de mi voz, pues siento que tiene una personalidad tan impulsiva y vibrante que me cuesta creerlo.
—A lo mejor es que me falta una musa que me inspire —murmura mientras da un paso hacia mí
y mi corazón comienza a latir descontrolado. Antes de darme cuenta, coge un mechón de mi
cabello y lo frota entre sus dedos, como cerciorándose de su suavidad. Está coqueteando de forma
descarada. Lleva haciéndolo desde que lo vi por primera vez. Y, como siempre, doy un paso hacia
atrás y me alejo.
»¿Tienes planes para el sábado por la noche?
Esa inesperada pregunta me hace parpadear.
—¿Por qué lo quieres saber?
—¿No es evidente? Me gustaría invitarla a cenar, señorita Donovan —contesta con ese tono
burlón que nunca lo abandona.
—Pues la verdad es que sí tengo planes —me alegra responder—. El doctor Braine me ha
invitado a cenar. En su casa, con su esposa —agrego al ver que su ceja se arquea en una
espléndida imitación de mi gesto de antes—. Parece ser que mi padre y él eran amigos.
—¿Y ya no lo son?
—No… Bueno, mi padre falleció cuando yo era pequeña.
Por un instante, la mirada de él se oscurece.
—Lo siento, mi pregunta ha estado fuera de lugar —musita y por primera vez desde que lo
conozco lo veo incómodo.
—Tranquilo. He venido a ver si me puedes enseñar los dibujos de una paciente.
—Claro, ¿de quién?
—Elizabeth Mary Kate Seymour.
—Ven, sígueme. Liza es una chica muy especial y con mucho talento —comenta Barton
mientras se dirige hacia una puerta a un lado del invernadero. Por ella accedemos a una habitación
que parece estar acondicionada como almacén. Hay una enorme estantería con casilleros en donde
se guardan los lienzos, y otra con pinturas, pinceles y otros muchos productos. Un fuerte olor ataca
mis fosas nasales y arrugo la nariz de forma instintiva, cosa que no pasa desapercibida al hombre
que me acompaña, que parece estar atento a cada una de mis reacciones.
»Pedí que instalaran un sistema de ventilación, pero, aun así, el aroma a aguarrás sigue siendo
muy fuerte —comenta con una sonrisa ladeada—. Supongo que para alguien que no está
acostumbrada a ello puede resultar desagradable. Si quieres esperar fuera…
—Sobreviviré —replico con voz seca, pues no quiero que crea que soy tan delicada.
No lo soy.
La sonrisa de él se amplía por un segundo mientras me mira, como si le hubiese gustado mi
respuesta. Después, se gira y empieza a otear entre los casilleros hasta dar con el que busca y
comienza a extraer lienzos de él.
Siento una sensación de asfixia solo con verlos, sobre todo, uno en el que se refleja una figura
pequeña entre muchos árboles que se ciernen amenazantes a su alrededor. Esa imagen corrobora la
teoría familiar, ya que concuerda con la emoción que puede derivarse de un caso de acoso escolar.
—Solo con verlos te puedes hacer una idea de lo que está sufriendo, ¿verdad? —murmura él
con la vista clavada en el dibujo y su expresión es una mezcla de pena y furia.
Supongo que la mía es igual.
—He observado que Elizabeth y tú os lleváis bien. ¿Puedes darme algún consejo para conectar
con ella? —pregunto tragándome mi orgullo. Ayudar a esa chica es más importante.
—Puedes empezar por dejar de llamarla Elizabeth. Lo odia. Prefiere Liza. —Asiento con
interés mientras saco del bolsillo de mi bata una libreta y un boli para comenzar a apuntar—. ¿Qué
haces?
—Tomo notas, no quiero que se me olvide nada. —Otra sonrisa socarrona y fugaz—. No soy
tan divertida —mascullo con enfado.
Creo que me oye porque suelta algo parecido a una risita que se apresura a disimular con una
tos cuando yo lo fulmino con la mirada.
—Que sienta que te interesas por ella de verdad —continúa diciendo Barton.
—Me intereso por ella, he tratado de que me hable de sus problemas y…
—Por ella, no por sus problemas —rectifica él—. Eso puedes abordarlo después, cuando
confíe más en ti. ¿Es que no te han enseñado nada en la solemne universidad de Oxford?
«Desapego emocional hacia el paciente para tratarlo con objetividad, pero sin dejar de
empatizar con él. Escucha activa. Asertividad. Ofrecer soluciones concretas…».
Mi mente repasa de forma automática las directrices que he estudiado para afrontar una terapia,
sin embargo, también he aprendido que cada paciente es un mundo y es muy posible que, lo que
funciona con uno, no funcione de igual modo con otro.
En el caso de Elizabeth —«Liza», me apresuro a rectificar en mi mente—, no está funcionando
nada de lo que me enseñaron en Oxford.
Eso me lleva a otra cuestión.
—¿Cómo sabes que he estudiado allí?
—Me gusta mantenerme informado sobre lo que me interesa.
Está admitiendo abiertamente que yo le intereso, y eso me descoloca un poco. No estoy
acostumbrada a que alguien sea tan franco ni tan transparente en sus deseos o emociones.
—¿Quién te lo ha dicho?
—No sería ético que revelase mis fuentes —señala con un encantador mohín.
Es difícil mantenerse seria o distante a su lado.
—¿Y qué le interesa a Liza? —indago centrándome en lo que realmente me ha llevado hasta
allí.
—Le encanta el dibujo, el aire libre y los animales. En especial, los caballos —añade,
mientras me enseña un par de bocetos en los que aparecen esas espléndidas criaturas corriendo
salvajes por una playa—. De hecho, si te das cuenta, deambula casi siempre por las cuadras. Creo
que, si la terapia la hicieses en un entorno en el que ella se sintiese a gusto en lugar de hacerlo en
una habitación cerrada e impersonal, tal vez se sintiese más receptiva contigo.
«Habitación cerrada e impersonal» supongo que describe bastante bien mi despacho. Aunque
Mason me ha dicho que puedo poner objetos decorativos o personales en él para hacerlo más
confortable, todavía no lo he hecho.
Abro la boca para darle las gracias y así poder salir de allí antes de hacer alguna tontería,
como quitarle con una caricia el mechón rebelde que le cubre la frente, pero la cierro de golpe
cuando diviso un cuadro de grandes dimensiones que está parcialmente tapado con una lona en un
rincón.
Algo en él captura mi atención y me acerco como atraída por un imán. Después, aparto la tela
para descubrirlo a mis ojos.
Soy yo.
Es un retrato mío a todo color, en el que me muestro de perfil con expresión pensativa. Es
intimista, delicado y muy hermoso.
Miro a Barton y alzo una ceja de forma inquisitiva.
—¿Lo has pintado tú?
—Yo… no lo había visto nunca —farfulla con el entrecejo fruncido y, por la intensidad con la
que mira el lienzo, parece cierto.
Observo que la lona todavía cubre la parte inferior derecha y la aparto para verlo en su
totalidad. Y, al hacerlo, descubro una firma en la que se puede leer con claridad un nombre:
«Dorian JH».
—Dorian Harrington —musito recordando al paciente privado del doctor Braine.
—¿Qué has dicho? —pregunta Barton súbitamente tenso.
—Creo que el doctor Braine tiene un paciente que se llama Dorian James Harrington. Dorian J.
H. Tal vez lo haya pintado él. ¿Lo conoces? —pregunto al detectar un brillo fugaz en su mirada.
—No —responde. Parece sincero, aunque leo algo en sus ojos que no termino de descifrar—.
Tendrás que disculparme, va a empezar la clase y tengo que prepararla —masculla de pronto y
casi me empuja fuera de allí en su prisa por deshacerse de mí.
Cuando salgo del invernadero, tengo bastante claro mi siguiente paso para tratar con Liza. Sin
embargo, en lo único que soy capaz de pensar es en dos preguntas que me rondan el pensamiento:
¿Quién es el misterioso Dorian Harrington?
Y lo que más me intriga de todo: ¿cómo es posible que haya pintado un retrato mío si no me
conoce?
Capítulo 9
Un par de horas después, deambulo por las cuadras junto a Liza. Cuando acudió a mi despacho
para la terapia diaria, y le propuse ir a dar un paseo por las caballerizas, la expresión resignada
que tenía al entrar se convirtió en una de absoluta felicidad. Ha sido un segundo, pero casi me ha
llevado a buscar a Barton y darle un beso por su sugerencia.
Aunque Liza se ha apresurado a esconder su emoción detrás de una máscara de indiferencia, y
todavía me mira con desconfianza, sé que he dado un gran paso con ella con ese simple gesto.
Al llegar, vemos a varias personas trajinando por allí como parte de la terapia asistida con
animales. En eso consiste precisamente, en comprometerse con las rutinas y necesidades de los
caballos. No se trata solo de montarlos para dar un paseo; lo que se busca es inculcar a los
pacientes una responsabilidad, de forma que colaboren en la limpieza, la alimentación y cualquier
otra tarea que pueda surgir en las caballerizas.
No es la primera vez que voy allí. A los pocos días de empezar a trabajar decidí aceptar la
invitación del doctor Braine y he salido a montar varias veces en mis ratos libres siempre que el
tiempo lo ha permitido.
Caminamos por el gran pasillo central mientras ella se acerca a cada cubículo para saludar a su
ocupante equino, y yo aprovecho para analizarla con disimulo. El largo cabello cobrizo se ve
desgreñado y la ropa que lleva le queda un par de tallas más grandes, supongo que en un intento
por ocultar su figura. Anda encogida y se abraza a sí misma, como si se tuviese que proteger de
todo lo que la rodea. También he notado que su mirada suele apuntar al suelo, lo que hace que
tenga que estar continuamente recolocándose las gafas.
Según su familia, Liza busca llamar la atención y siempre hace lo posible por montar dramas
que la pongan en el punto de mira, pero la chica que tengo delante es todo lo contrario a esa
descripción. Es discreta en cada una de sus acciones y parece que intente pasar desapercibida en
todo momento.
Repaso mentalmente el informe médico que recibimos: cortes transversales en ambas muñecas
y marcas de antiguas lesiones autoinfligidas en los brazos y en el interior de los muslos. Se le ha
diagnosticado como trastorno límite de la personalidad y todavía no sé si estoy de acuerdo con
esa valoración. También tengo que verificar si el detonante de esa necesidad de autolesionarse es
el acoso escolar, tal y como afirma su familia, o hay algo más oscuro enterrado en su interior.
—Así que te gustan los caballos —comento mientras la veo acercarse a uno de los establos
para acariciar con reverencia la cabeza de un potro zaino.
—Los adoro —susurra ella.
—¿Sabes montar?
—No, nunca me han dejado hacerlo —musita Liza con la mirada gacha—. Mi tía Robin, la
hermana pequeña de mi madre, se casó con un ranchero y viven en Montana. Ella me ha invitado
varias veces a visitarla, pero mi madre no me deja ir. Dice que los caballos son bestias apestosas
y que tía Robin se ha casado muy por debajo de sus posibilidades.
—¿Y tú qué crees?
—Qué más da, opine lo que opine, nadie lo tendrá en cuenta —susurra mientras se despide del
potro con una última caricia.
Acabo de tener la conversación más larga con ella después de una semana de terapia y, aunque
en verdad ha sido breve, estoy satisfecha. «Cada baldosa define el camino», es algo que siempre
repetía uno de mis profesores en la universidad. Y yo acabo de asentar la primera.
La observo dirigirse hacia una yegua blanca de cuerpo delicado y veo que su rostro se ilumina
cuando el animal se acerca a ella, como atraído por su presencia. Enseguida entiendo la razón
cuando veo que, del bolsillo de su chaqueta, saca un trozo de manzana envuelta en un papel que la
yegua se apresura a comer cuando Liza lo desenvuelve y se lo ofrece.
—Esta glotona se llama Brillo de Luna.
Es la primera vez que ella inicia una conversación y eso me anima todavía más.
—Parece que le gustas.
—Porque la soborno con comida —confiesa con una tímida sonrisa—. Cuando nos dan
manzana de postre me suelo guardar un trozo para dárselo cuando la veo —agrega mientras
levanta las manos para acariciarle la cabeza con ternura.
No puedo evitar clavar los ojos en las vendas que todavía cubren sus muñecas, y ella, al
notarlo, baja los brazos y estira las mangas hasta casi taparse las manos.
—¿Te gustaría montarla? —pregunto para recuperar el terreno que acabo de perder con ese
pequeño desliz.
Ella tensa el cuerpo de forma súbita y me lanza una mirada de furia en un repentino cambio de
humor.
—Ya te lo he dicho, no sé hacerlo —sisea al tiempo que cruza los brazos sobre su pecho.
—Pero yo te puedo enseñar —replico con voz calma.
—No llevo ropa adecuada —protesta con hosquedad.
Parece que está poniendo excusas para no hacer algo que se muere por hacer. A mí me pasa
muchas veces.
—Basta con que lleves ropa cómoda, y el chándal que llevas lo es —aduzco con tono
razonable—. Con que te cambies las zapatillas por unas botas de montar será suficiente, y aquí
tienen un surtido de todos los números.
Al oír mis palabras, suspira y su iracundo ceño fruncido es sustituido por una expresión de
recelo y un brillo de esperanza en la mirada.
—¿De verdad entiendes de caballos?
—Sé todo lo que hay que saber. En la granja de mis tíos, donde vivía, había cuatro caballos, y
yo ayudaba a cuidarlos. De hecho, eran parte de mis tareas diarias. Además, ya he hablado con el
señor MacGregor, el responsable de las caballerizas, y me ha dado total libertad para prepararte
una montura —explico mientras abro el portón de Brillo de Luna.
De hecho, cuando le pedí consejo apenas una hora antes sobre el animal adecuado para Liza,
me recomendó esa misma yegua, puesto que era de las más mansas que tenía en las cuadras.
—No creo que mi madre lo apruebe —susurra mordiéndose el labio.
No se me escapa que ha mencionado dos veces a la mujer y eso me hace pensar que su opinión
es muy importante para la adolescente.
—Le diré que es parte de tu terapia, seguro que así no pone objeciones —afirmo con un guiño
cómplice.
Poco después, estoy en el centro de uno de los cercados, y Brillo de Luna gira a mi alrededor
con paso tranquilo, guiada por una cuerda que sujeto entre mis manos, mientras le doy consejos a
Liza sobre cómo mejorar su postura.
Me sorprende el cambio que se produce en ella en esos pocos minutos. Ha pasado de ser una
adolescente hosca y desconfiada a reír de puro entusiasmo. Y lo mejor es que acepta mis
indicaciones sin reticencia y se muestra abierta a mis comentarios. Por el rabillo del ojo veo a
Barton, que se acerca con paso indolente, apoya los codos en el travesaño superior de la valla y
nos observa. Me resulta tan atractivo que me cuesta mantener la mirada lejos de él y, aun así, lo
consigo.
Durante un rato más mantenemos esa dinámica y, cuando veo que ya toma las riendas con
soltura, desengancho la cuerda del cabestrillo para que ella recorra el cercado sola. Después, me
dirijo hacia donde está el artista.
—No sé cómo darte las gracias —comento cuando llego hasta él.
—Se me ocurren varias formas muy interesantes —murmura con la vista hacia adelante, en
apariencia atento a la adolescente.
Lo ha dicho tan bajito que no sé si he oído bien, pero de repente gira la cabeza hacia mí y
puedo leer con claridad el deseo en sus ojos. Siento que me ruborizo y que se me seca la boca y,
en un gesto instintivo, me humedezco los labios con la lengua.
Los ojos de él se clavan allí al instante y veo cómo sus pupilas se dilatan ligeramente. Por una
vez, no hay ni rastro de humor en su semblante.
—¿Qué haces aquí? —pregunto para romper el tenso silencio que se ha instalado entre
nosotros mientras nos miramos.
—He visto que el cielo se despejaba y quiero aprovechar el sol para hacer un ejercicio al aire
libre con mi próximo grupo. Lo he preparado en el césped que hay detrás de la casa y he venido a
avisar a Liza para que acuda cuando acabe aquí.
—Te la mandaré en cuanto terminemos.
Barton asiente y se despide con un gesto. Mis ojos lo siguen con la mirada mientras se aleja,
admirando la espalda ancha y la forma en que sus vaqueros le modelan el trasero. Y, entonces, se
gira.
¡Menuda pillada!
Él no dice nada, solo arquea una ceja con sorna. Un simple gesto que me hace enrojecer hasta
la punta de los pies.
—Si te apetece, tú también puedes venir, va a ser divertido. Y te dejaré mirarme el culo todo lo
que quieras —añade con un guiño para mi total bochorno.
—No te miraba el culo —protesto de inmediato.
—Mentirosa —musita con una sonrisa acariciadora antes de volver a girarse para continuar su
camino.
Esta vez, consigo mantener la mirada lejos de él y centrarme en mi paciente, que en estos
momentos me saluda con la mano desde su montura cuando pasa cerca de mí.
—¿Crees… que lo he hecho bien? —pregunta Liza minutos después, ya de regreso a las
cuadras.
Su mirada es insegura y vulnerable, y otra vez vuelve a clavar los ojos en el suelo. Necesita
una reafirmación positiva, y yo se la doy con sinceridad.
—Lo has hecho muy bien —afirmo sin rastro de duda. Solo son cinco palabras, pero consiguen
que ella levante la mirada y camine más erguida. Otra baldosa más en el camino.
»Se nos ha hecho tarde —digo mirando mi reloj mientras la ayudo a desmontar—. Será mejor
que te vayas a arteterapia —la apremio—. Barton ha organizado una actividad detrás de la casa.
Liza se cambia el calzado a toda prisa y se despide con un gesto. Da dos pasos y luego se
queda quieta. La veo apretar los puños y tensar la espalda.
—Gracias —susurra sin girarse y luego se va.
Desensillo a la yegua y comienzo a cepillarla mientras repaso cada detalle de nuestra sesión
para luego hacer las anotaciones oportunas en cuanto llegue al despacho.
—¿Necesitas ayuda? —Oigo una voz ronca a mi espalda, y Brillo de Luna da un respingo,
sobresaltada, supongo que igual que yo.
La reconozco al instante y me quedo paralizada. Solo la he escuchado en una ocasión, pero es
difícil olvidar la voz de alguien que te ha estado a punto de clavar un tenedor en la yugular
mientras te susurraba en el oído.
Darwin.
Capítulo 10
Con movimientos lentos, me vuelvo hacia él. Intento mantener una apariencia tranquila, aunque
siento el corazón atronando en mis oídos.
No lo he visto desde el primer día que llegué, lo han mantenido en aislamiento desde entonces
hasta que estuviese estable y supongo que si está aquí es porque lo han conseguido, pero al
mirarlo a la cara no puedo evitar pensar que directamente se ha escapado.
Durante el incidente no pude verlo con claridad porque se mantuvo detrás de mí y, cuando
Barton me salvó, estaba tan agitada que evité hacerlo.
Ahora lo contemplo con detenimiento. Rondará los cuarenta y cinco años, tiene el pelo rapado
al cero, los ojos negros y su piel es de color canela; por sus rasgos, y el tatuaje tribal que cubre su
brazo, detecto que posee algo de sangre polinésica. Con todo, lo primero que llama la atención de
él es su envergadura. La vez en que me atacó sentí que era fuerte, pero es que es enorme. He oído
que fue jugador de rugby y que llegó a ser la estrella de los Utah Warriors, un equipo de la
National Football League.
Y ahora está aquí, ocupando el vano de la puerta, que es mi única vía de escape.
Miro a mi alrededor en busca de algún arma con la que defenderme, y él lo debe de notar
porque sus ojos destellan y su expresión parece teñirse de… ¿tristeza?
—No te asustes —murmura mientras alza las manos en son de paz—. Solo he venido a
disculparme. La verdad es que no recuerdo muy bien lo que pasó, pero me han contado lo que hice
y… lo siento.
Me relajo de forma inmediata, no por su pequeño discurso, sino porque veo que Darwin
acaricia con ternura el hocico de Brillo de Luna, y la yegua le responde con un suave empujón.
Siempre he pensado que los animales tienen un sexto sentido para detectar la naturaleza de las
personas y, por la forma en que busca su contacto, Brillo de Luna parece no encontrar ningún
peligro en él.
Podría decirle que acepto sus disculpas y, a partir de ahora, evitarle durante su estancia en
Braine House. Eso sería el camino fácil. Sin embargo, algo me impulsa a elegir la vía más
compleja.
—No tengo ningún paciente hasta dentro de… —Miro mi reloj antes de añadir—: Cuarenta y
cinco minutos. ¿Te apetece que demos un paseo por el jardín?
Es mi forma de demostrarle que acepto sus disculpas. Siempre he pensado que los hechos
valen más que las palabras. Además, es una buena excusa para que me deje salir del establo y
vayamos a un lugar abierto. Si se descontrola, como en la última ocasión, esta vez quiero estar
rodeada de gente.
Darwin me mira con gratitud, y algo más que no sé identificar, y asiente. Así que salimos juntos
de las caballerizas.
—¿Te doy miedo? —pregunta de repente.
Esa pregunta me hace retroceder al pasado de golpe, a la época en la que todavía pensaba que
mi familia era normal, y yo era una niña feliz, sin más preocupaciones que las propias de mi edad.
Por aquel entonces yo tenía siete años, y mi madre me vino a buscar al colegio como cada
tarde. Vivíamos muy cerca, por lo que el trayecto lo hacíamos a pie los días en los que el tiempo
acompañaba. Aquella tarde era uno de esos días. Sin embargo, cuando la vi, supe que algo no iba
bien.
—Ven conmigo, Alice —murmuró con voz tensa mientras miraba alrededor.
—¿No podemos ir a jugar al parque? —protesté con un mohín—. Lauren y Corine van a ir a
merendar allí.
—No, tenemos que volver enseguida a casa —apremió mi madre con impaciencia.
—¿Ha pasado algo? —inquirí con el ceño fruncido, pero ella estaba distraída y no contestó.
No dejaba de mirar hacia atrás mientras me arrastraba calle abajo cogida de la muñeca.
—Date prisa —urgió. Yo seguí su mirada, cada vez más nerviosa, aunque no pude discernir
ninguna amenaza, tan solo una calle residencial tranquila llena de gente normal. No entendía tanta
urgencia y, cuando no entendía algo, me ponía difícil. Así que ralenticé el paso adrede.
»¡Joder! ¿Es que no puedes hacer lo que te digo por una puta vez sin protestar? —rugió
enfadada y me dio un tirón brusco que puso fin de inmediato a mi rebeldía.
Hasta el momento, mi madre nunca se había mostrado violenta conmigo. Todo lo contrario, era
una persona muy cariñosa y no alzaba la voz. Y nunca, nunca, decía palabrotas.
Sentí la mirada de varias personas sobre nosotras, algunas curiosas, otras de censura y algunas,
las que más me dolieron, de pena por lo que a todas luces era un trato innecesariamente rudo. Eso
hizo que me sintiera abochornada, así que bajé los ojos al suelo para que nadie viese las lágrimas
que habían anegado mis ojos y me dejé arrastrar con sumisión calle abajo.
El trayecto de cinco minutos se me hizo eterno mientras escuchaba a mi madre susurrar frases
inconexas.
Cuando llegamos a casa, no había nadie en ella. Karen iba al instituto y llegaba una hora más
tarde en el autobús escolar, y mi padre no volvía hasta la noche del trabajo. Por lo que estábamos
solas ella y yo.
Me dio un empujón que casi me tira al suelo en su prisa por cerrar la puerta después de entrar y
luego se asomó con disimulo por la ventana.
—Siempre están vigilando. Siempre ahí —farfulló mientras pasaba de una ventana a otra del
salón, espiando entre las cortinas.
—¿Quiénes? —pregunté en un intento por comprender lo que pasaba.
—Los cuervos —susurró con voz lúgubre—. Son unos malditos monstruos todos ellos,
sedientos de sangre, y sienten debilidad por las niñas bonitas como tú.
Aquello me aterró.
—¿Dónde está papá? ¡Quiero que venga! —sollocé asustada mientras me acurrucaba en un
rincón.
—¡Ssshhh! No hables tan alto o te oirán —me acalló y se llevó un dedo a la boca instándome a
que guardara silencio—. Ellos siempre están al acecho, esperando un momento de debilidad para
atraparte.
—Quiero que venga papá —repetí llorosa.
Mi madre se acercó a mí con esa mirada ida que tenía desde que me recogió en el colegio, y yo
me acurruqué sobre mí misma para evitar su contacto.
—¿Te doy miedo? —preguntó con el rostro demudado al percatarse de mi reacción.
La miré con los ojos dilatados. Era mi madre, la misma que me cantaba canciones, me hacía
trenzas por las mañanas y me leía cuentos por las noches. Ella me comía a besos, me cuidaba
cuando me ponía enferma y me preparaba tortitas con caramelo los fines de semana.
Sí, era mi madre.
Y, sí, en ese momento me daba miedo.
Pero aquella fue solo la primera vez.
—¿Te doy miedo? —vuelve a preguntar Darwin, sacándome de mis pensamientos.
Tardo unos segundos en responder porque quiero encontrar las palabras adecuadas para
hacerlo.
—Me da miedo todo lo que no comprendo.
—¿Eso es un sí?
—Eso es un «no lo sé» —respondo con sinceridad.
No lo conozco. No sé si es una persona con una vena violenta o solo una persona enferma.
Él asiente en silencio. Por su expresión, sé que algo le ronda por la cabeza.
En ese instante nos cruzamos con uno de los celadores, que nos mira con el ceño fruncido.
—¿La está molestando, señorita Donovan? —pregunta con preocupación.
—No, todo está bien, señor…
—Watts, aunque puede llamarme Ron —responde el hombre solícito—. Me quedaré cerca por
si necesita algo —añade, y no me pasa desapercibida la mirada de odio que le dirige a Darwin.
Entonces caigo en la cuenta, Ron es el hombre al que Darwin asestó un puñetazo el día en que
llegué a Braine House. Por lo que oí, le rompió la mandíbula y ha estado de baja hasta ahora.
—Me guarda rencor, y no le culpo —comenta Darwin como si me hubiese leído el
pensamiento. Tracy también. Me tiene miedo, ¿sabes? —añade en un susurro dolido.
—¿Quién es Tracy?
—Mi hija. Tiene doce años —comenta con voz queda mientras saca una foto del bolsillo y me
la enseña.
Veo el rostro feliz de una mujer y una niña, las dos con unos llamativos ojos verdes. La mujer
es rubia y de piel clara, pero la niña ha heredado el tono tostado de la de su padre y hace que el
color de sus ojos sea todavía más espectacular.
—Es preciosa. Las dos lo son.
—Tuve el primer episodio de esquizofrenia a los diecinueve años, aunque los médicos al
principio pensaron que era algún tipo de alucinación inducida por las drogas —explica mientras
avanzamos con paso tranquilo hacia la parte trasera de la casa—. Por aquel entonces esnifaba
cocaína y tomaba pastillas aderezadas con alcohol.
—Pensé que eras un deportista.
—Sí, pero también era muy joven, acababa de firmar un contrato millonario para jugar en los
Warriors y no me perdía una fiesta —confiesa y me dedica una sonrisa pícara de dientes tan
blancos que destellan al sol.
—¿Qué pasó?
—Pues que comencé a desvariar. Oía voces y tenía delirios conspirativos.
—¿Los hombres de negro? —adivino.
—Sí, esa era mi paranoia más recurrente —admite con una sonrisa de burla hacia sí mismo
teñida de amargura—. Se dieron cuenta de que tenía un problema serio cuando me desnudé en
medio de un partido televisado. Estaba convencido de que el Gobierno me había puesto
microchips en la ropa para controlar mis movimientos y así conseguir que perdiera el partido. Tal
vez te suene, los medios de comunicación del país estuvieron explotando el vídeo durante
semanas, aunque mi representante les convenció para que pensasen que había sido por una
apuesta, no porque había perdido la cabeza.
—No, he vivido en Inglaterra hasta hace poco.
—Mejor. No es algo de lo que me sienta orgulloso —musita con una mueca—. Después de eso
me ingresaron durante meses en un psiquiátrico hasta que me estabilicé a base de un potente cóctel
de psicofármacos. Sin embargo, los efectos secundarios eran tremendos. Como no podía rendir
físicamente al nivel que me exigía la NFL[ii], dejé de tomarme la medicación para sentirme mejor
físicamente, lo que originó un deterioro a nivel psíquico que a larga derivó en un nuevo brote
paranoico. Caí en un círculo vicioso que me llevó a dejar el fútbol profesional —explica con un
suspiro—. La gente pensaba que los escándalos que protagonizaba eran fruto de las drogas, no de
una enfermedad, y yo no les saqué del error en ningún momento. El único que sabía la verdad era
mi representante y me convenció para que lo mantuviese en secreto. Decía que era preferible que
la opinión pública me tildase de «chico malo» que de «loco de atar» —agrega y se encoge de
hombros—. Aun así, tuve suerte. Parte del dinero que había ganado durante esos años lo invertí en
la empresa de desarrollo de aplicaciones de un amigo y fue un éxito que me hizo todavía más rico.
Conocí a Helen, nos casamos y tuvimos a Tracy. Sin embargo, en mi interior seguía hecho un
desastre.
—¿Tu mujer sabía de tu enfermedad?
—Ese fue mi error, no se lo dije. Me daba vergüenza, tenía miedo… Elije la excusa que
prefieras. La cuestión es que se lo oculté y ya sabes lo que pasa con estas cosas: se enteró de la
forma más funesta.
Llegamos a la parte trasera de la casa y nos sentamos en uno de los banquitos que tienen vistas
al jardín. Como ya ha empezado el horario de visitas, se ven a algunos pacientes que ya pueden
recibirlas acompañados de algún familiar mientras pasean o se sientan como nosotros a disfrutar
del hermoso día.
En la explanada de césped, Barton dirige el grupo de arteterapia. Ha colocado cables entre dos
farolas para colgar una gran sábana blanca en la que todos están colaborando en la creación de un
gran mural. Una actividad estupenda para fomentar el trabajo en equipo.
Mis ojos le siguen en cada uno de sus movimientos, observando la forma en la que interactúa
con los pacientes. Sonríe, bromea y les trata de forma cercana y amable. Se nota que disfruta
trabajando con ellos, y eso me gusta.
—Compramos una casa antigua y empleamos a un contratista para que hiciera la reforma a
nuestro gusto —continúa relatando Darwin, y vuelvo mi atención a él—. A mí me entró la
paranoia de que Axel Williams, el contratista en cuestión, era un espía de la competencia que
pretendía robarnos nuestras ideas para próximas aplicaciones, y que nos estaba llenando la casa
de micros y cámaras, así que me puse a buscarlos. Cogí un mazo y agujereé las paredes y techos
para encontrar esos chismes. Cuando Helen intentó detenerme, la acusé de ser cómplice y sin
querer le di un empujón que la estrelló contra la mesa. Casi la mato. —Se mira las manos y luego
cierra los puños con fuerza—. Soy demasiado fuerte para permitirme perder el control.
—No eras consciente de lo que hacías.
Me percato de mi propia incoherencia. No tengo problemas en disculpar a ese hombre, un
desconocido, por dejarse llevar por su enfermedad y, en cambio, soy incapaz de excusar a mi
propia madre por lo que hizo. Parece que, cuanto más quieres a una persona, más difícil te resulta
perdonarla.
—Mi mujer me pidió el divorcio en cuanto se recuperó, no porque no me quisiera ni porque la
hubiese agredido, sino porque se sentía traicionada. Es comprensible. En cuanto a mi hija… —Se
le quiebra la voz y guarda un segundo de silencio antes de continuar—. Tracy fue testigo del
incidente y desde entonces me tiene miedo —murmura con voz ronca—. Es curioso, no recuerdo
mucho de lo que pasó, pero tengo grabado a fuego en la mente su rostro aterrado mientras me
miraba.
—Te quitaron la custodia —adiviné.
—Por eso estoy aquí. Me gustaría recuperar a mi familia y, para eso, tengo que aprender a
vivir con esta enfermedad; responsabilizarme de ella. Según el doctor Braine, además de la
terapia, en mi caso, lo importante es dar con la medicación adecuada. El problema es que los
psicofármacos que me he tomado hasta el momento no me han sentado bien y por eso hasta ahora
los he evitado.
—¿Hasta ahora?
—El doctor ha empezado a tratarme con un nuevo medicamento que, según me dijo, solo
requiere una inyección cada tres meses. Todavía es pronto para comprobar los resultados, pero
llevo dos días en los que me siento casi normal —confiesa con una sonrisa vacilante.
—Me alegro —aseguro y le devuelvo el gesto—. Respecto a tu pregunta de antes… No, no te
tengo miedo.
La sonrisa de él se amplía y viene acompañada de una mirada de gratitud.
—¿Sabes? Me resulta fácil hablar contigo. En cambio, no termino de conectar con Harris. ¿Te
importaría si le propongo al doctor Braine la posibilidad de que seas tú mi psicóloga?
Conozco a Harris, el psicólogo que lo trata, y es un buen profesional, pero un poco estirado. Es
muy importante la conexión entre ambas partes, y Darwin y yo la hemos conseguido con una
facilidad poco habitual. En media hora he logrado saber más de él que en todas las terapias que
llevo con Liza.
—No creo que haya problema porque el doctor Braine tiene previsto traspasarme pacientes de
mis otros compañeros para cubrir mi horario y así aligerar el trabajo de ellos.
Darwin asiente y compone una expresión satisfecha.
Permanecemos en un silencio cómodo, viendo cómo Barton trabaja con su grupo. En un
momento dado, alguien derrama un cubo de pintura azul sin querer y, supongo que para que no se
sienta mal, él se moja las manos en el charco y hace trazos con ellas sobre la sábana, animando a
los demás a hacer lo mismo.
Una forma sutil de que entiendan que, aunque a veces las cosas no vayan como uno quiere y
algo se descontrole, hay que ver el lado positivo y buscar una forma constructiva de continuar
haciendo lo que te habías propuesto.
Pronto las risas llegan a nosotros cuando el ejercicio se convierte en una alegre batalla de
pintura alentada por el pícaro artista.
—Barton está loco.
—Cierto grado de locura es interesante, incluso divertido. El problema llega cuando la locura
domina tu vida. Entonces se vuelve terrorífica.
—¿Qué grado de locura tienes tú?
—Yo vivo aterrorizado.
Capítulo 11
Hay compromisos ineludibles y aceptar la invitación de mi jefe para cenar con él y su esposa es
uno de ellos. Así que aquí estoy, subiendo la escalinata de entrada de su hogar.
La casa de los Braine está a la altura de su apellido: una mansión de estilo renacentista
colonial con la fachada de ladrillo rojo y la entrada compuesta por un frontón neoclásico asentado
sobre cuatro columnas dóricas.
Me paro ante la puerta, respiro hondo y llamo al timbre. Estoy un poco nerviosa, lo reconozco,
y más ahora al ver la suntuosidad del lugar. Llevo un vestido de cóctel negro muy elegante que me
he comprado en Wallmart por un precio irrisorio; puede que el corte de cuerpo entallado y falda
acampanada hasta las rodillas favorezca mi figura, pero no deja de ser una prenda de saldo y eso
es algo que sabe reconocer alguien con dinero.
Mientras aguardo a que abran, me aliso la falda y rezo para que no haya quedado demasiado
arrugada después del trayecto en coche. Al mirar hacia abajo, detecto una pequeña carrera en la
media.
—¡Me cago en…! —mascullo, frustrada.
—Buenas noches a ti también.
Reconozco esa voz burlona. Alzo la mirada de golpe y me encuentro con el rostro sonriente de
Barton, que ha abierto la puerta sin que me haya percatado de ello. Por primera vez, lo veo sin sus
vaqueros desgastados; va vestido de modo formal con camisa, pantalones de pinzas y una
americana. Está impresionante.
—¿Qué haces aquí?
—Vivo aquí. Bueno, mejor dicho, en la casa de invitados. —Me escruta de arriba abajo y
puedo ver una mirada de aprobación y deseo que me hace ruborizar—. Estás muy hermosa,
woman in black —concluye en una clara alusión a nuestro primer encuentro.
—Barton, hazte a un lado y deja entrar a Alice —ordena una voz femenina con tono firme, pero
cariñoso.
Fiel a su rol de pícaro desvergonzado, él me invita a entrar con una exagerada reverencia que
me hace lanzarle una mirada asesina y solo sirve para divertirle más.
Al segundo siguiente, me encuentro frente a Charlotte Braine. Pese a estar cerca de los sesenta,
aparenta diez años menos. Es de esas mujeres que saben envejecer bien y que se limitan a hacerse
algunos «arreglillos» para mitigar las arrugas en lugar de abusar de las operaciones de cirugía
estética en un intento desesperado por conservar la juventud perdida.
Observo su cabello rubio peinado en un perfecto recogido, su figura delgada favorecida por un
vestido de color azul que apostaría un año de sueldo a que es de algún diseñador conocido, y la
sutil capa de maquillaje que ensalza sus facciones aristocráticas. Y no puedo dejar de pensar que
espero conservarme tan bien cuando llegue a su edad.
—¡Estás preciosa! —asegura con cariño y la sinceridad que leo en sus ojos borra de un
plumazo las inseguridades en lo referente a si mi vestido está a la altura de tan distinguida
compañía.
Adoro a esa mujer. Desde que me cruzara con ella en Braine House, poco después de la
reunión con su marido, me ha tratado de una forma maternal, pero sin resultar cargante. Realmente
parece tenerme aprecio, intuyo que porque también conocía a mi padre. Es algo que espero
averiguar esta noche.
Tía Emma casi no hablaba de mi padre, parecía incómoda cada vez que le hacía alguna
pregunta sobre él, así que dejé de hacerlo. Ahora tengo la ocasión de conocerle un poco más a
través de sus viejos amigos y no voy a desaprovechar la oportunidad.
—Querido, ¿por qué no acompañas a Alice al salón y le sirves una bebida mientras yo voy a
buscar a George para avisarle de que ya ha llegado?
No se me pasa por alto el apelativo cariñoso con el que se ha referido a Barton, ni que él ha
afirmado que vive en la casa de invitados, y eso despierta mi curiosidad, pero todo se me olvida
cuando él me coge de la mano y me arrastra hacia el salón. Ha sido un gesto natural y, al mismo
tiempo, demasiado íntimo para la clase de relación que tenemos, y por eso me suelto en cuanto
tengo la menor oportunidad y escondo la mano para que no me la vuelva a atrapar.
Veo un brillo de diversión en su mirada. Me descoloca esa actitud burlona que tiene ante todo
lo que le rodea. Tal vez porque he pasado la mayor parte de mi vida en Inglaterra y allí son todos
más… ingleses.
Nos paramos junto al mueble bar y me muestra una variedad surtida de licores y una neverita
donde se ven botellines de cerveza y botellas de vino.
—¿Qué te apetece tomar?
Mis ojos se van hacia los relucientes botellines de Samuel Adams, con su característica
etiqueta azul. Soy una chica de cerveza. Ahora me vendría genial una bien fría, pero es poco
glamuroso y opto por pedir una copa de Forthave Spirits Red con un poco de soda.
Barton me mira con algo parecido a la decepción mientras me sirve lo que he pedido. ¿Es
posible que haya intuido que he elegido mi bebida por apariencia en lugar de por preferencia?
Después, veo que él se hace con uno de los botellines que yo deseaba en secreto, me dedica un
brindis silencioso y da un largo trago. Observo el movimiento de su garganta al tragar y la boca se
me reseca tanto que tengo que dar un sorbo a mi bebida. Al acabar, se relame los labios con la
vista clavada en mí.
Entrecierro los ojos. Sé que me está provocando, y él sabe que lo sé.
—¿Te lo estás pasando bien?
—Tengo mil ideas para pasarlo bien en una velada contigo y créeme si te digo que cenar con
mis tíos no es ninguna de ellas —musita él con voz ronca mientras da un paso hacia mí.
La intensidad de sus ojos me hipnotiza.
Es curioso cómo funciona eso de la química entre dos personas. Travis, mi exnovio, no
conseguía excitarme tanto con un beso como Barton con una sola mirada. Él parece hacerme el
amor con los ojos cada vez que posa su vista sobre mí, besando mis labios y acariciando mi piel
hasta erizarla solo con sus pupilas.
Lo veo acercar su rostro al mío y todo parece moverse a cámara lenta. Me va a besar. Lo sé. Y
debería detenerle, pero aquí estoy, esperando el roce de sus labios con el aliento contenido.
—Ya veo que mi sobrino te está cuidando bien.
Esa voz potente e inesperada nos sobresalta. Bueno, a mí, porque Barton retrocede un paso en
un movimiento disimulado y centra su atención en el doctor Braine con absoluta normalidad.
Yo, en cambio, siento cómo el rubor se vuelve a extender por mis mejillas, puesto que no sé si
su comentario hacía referencia a que ya me había servido algo de beber o que estaba a punto de
besarme. Espero que sea lo primero.
Entonces, me percato de que se ha referido a Barton como «mi sobrino» y caigo en la cuenta de
que el artista antes ha mencionado «cenar con mis tíos».
—No sabía que eráis familia —comento y me abstengo de decir que físicamente no se parecen
en nada.
—Barton es el hijo del hermano de Charlotte —aclara el doctor Braine mientras acepta una
copa que le tiende el susodicho—. Aunque vive con nosotros desde los quince años, así que es
más bien como el hijo que nunca hemos tenido —añade, y los dos hombres hacen un brindis
mientras intercambian una sonrisa confidente teñida de cariño.
Después de una charla agradable, pero intrascendente, pasamos al comedor donde el personal
de servicio ha dispuesto la cena. Mientras disfrutamos de unos suculentos platos, los Braine no
tardan en derivar la conversación hacia el pasado. Parecen tan ansiosos por hablar de mi padre
como yo por escucharlos hacerlo.
—Bruce hizo las prácticas de doctorado en Braine House. Era brillante y estaba deseoso por
cambiar el mundo —explica George—. Siempre estaba dispuesto a ayudar a los demás, por eso
repartía su tiempo entre el trabajo y el voluntariado en albergues de menores.
—¿Albergues de menores?
—Son refugios seguros para menores, víctimas de abusos o malos tratos, que se han escapado
de casa —aclara Charlotte—. Permanecen allí hasta que Servicios Sociales decide qué hacer con
ellos o les encuentra un hogar de acogida.
—Braine House colabora con esos albergues de forma gratuita para proporcionar ayuda
psicológica a esos jóvenes, y los casos más graves son derivados a nuestras instalaciones para un
tratamiento que les permita llevar una vida lo más normal posible —relata el doctor—. Es nuestra
pequeña contribución social, y tu padre era de los más concienciados con ese proyecto. Siempre
estaba buscando posibles donantes económicos para mantenerlos a flote.
—Por desgracia, esos lugares sobreviven gracias a la caridad de las personas —tercia
Charlotte—. Y digo por desgracia porque cada vez cuesta más encontrar personas dispuestas a
colaborar de forma económica. —No tenía ni idea de que mi padre estuviese involucrado en una
labor social tan loable, y eso solo hace que lo quiera más… y que odie más a mi madre por
habérmelo arrebatado.
»Cambiando de tema… —La voz de Charlotte hace que deje a un lado esa cuestión—.
¿Adivinas lo que hay de postre? —pregunta con una sonrisa entusiasmada y aparece una criada
con un plato entre las manos.
La reconozco al instante: tarta de manzana.
—Es mi preferida.
—También lo era de tu padre —murmura la mujer y un destello de tristeza ilumina sus ojos.
—Tía Charlotte la ha hecho personalmente para ti y créeme que solo se mete en la cocina
cuando intenta impresionar a alguien —revela Barton con una sonrisa irónica.
La mujer en cuestión le lanza una servilleta. Se nota que hay mucho afecto entre ellos, la cena
ha estado teñida de una camaradería muy cómoda y natural, aunque Barton no ha participado
demasiado en la conversación y se ha dedicado a observarme.
Durante el postre, la charla deriva hacia mí, en mi vida en Inglaterra después del incidente que
los anfitriones han obviado mencionar durante toda la velada y sobre mis años de estudiante en
Oxford. Ahí sí, Barton va saltando de una pregunta a otra de forma casi casual: amistades,
aspiraciones, novios… Está aprovechando que me siento en la obligación de mostrarme educada y
responder a todas las cuestiones porque los Braine están presentes. Parece que siente una gran
curiosidad por mí, supongo que la misma que yo siento por él.
Así que no tardo en volver las tornas en su contra.
—¿Qué me dices de ti? ¿Cuál es tu historia? —pregunto después de su poco sutil
interrogatorio.
De repente, la mesa se queda en un absoluto silencio. Esta vez, la tensión se puede palpar.
Charlotte ha bajado la mirada a su plato, y George, en cambio, aguarda expectante la respuesta.
¿Qué está pasando?
—Yo no tengo historia, me gusta vivir el presente sin pensar en nada más —responde por fin
Barton y se encoge de hombros en un gesto despreocupado.
—Pues piensas bien poco. El presente es el instante más efímero que existe porque, en cuanto
tomas conciencia de que lo estás viviendo, ya se ha convertido en pasado —rebato sosteniéndole
la mirada.
—Entonces, prefiero vivir en un eterno futuro inmediato —replica él con una sonrisa ladeada
sacando a relucir su habitual humor.
Me muero de curiosidad por saber qué oculta bajo esa fachada socarrona que siempre lo
acompaña. Sin embargo, en ese momento la criada llega con los cafés, y Charlotte redirige la
conversación hacia otro tema más trivial.
Tendré que indagar más sobre él en otra ocasión.
Cuando la velada termina, y pese a mis reticencias, Barton insiste en acompañarme hasta el
coche. Así que me despido de los Braine y salgo de la mansión con él a la zaga.
Las temperaturas han descendido considerablemente y me arrebujo en mi abrigo mientras
observo el cielo estrellado. Este lugar es tan apacible que solo se escucha el canto de los grillos y
el croar de alguna rana, intuyo que proveniente de la gran fuente que hay en el patio de entrada. Si
no estoy mal orientada, Braine House no queda muy lejos de allí, en dirección norte.
—Tus tíos son encantadores —susurro mientras caminamos con lentitud hacia la zona del
aparcamiento.
Ralentizo el paso más de la cuenta. Mi coche está a escasos treinta metros de la casa y no
quiero separarme de él tan pronto.
Barton parece estar en la misma tesitura porque anda a un ritmo tan pausado como el mío.
—Tengo mucha suerte de tenerlos en mi vida.
—¿Cómo acabaste viviendo con ellos?
Esa es una de las mil preguntas que han surgido esta noche en mi mente respecto a él y a las que
no he podido dar respuesta.
—Siempre han cuidado de mí —responde de forma automática.
Es una respuesta tan evasiva que es como si no hubiese contestado nada.
—Sí, pero… ¿te encuentras bien? —pregunto al ver que frunce el ceño de repente.
—No es nada, solo un dolor de cabeza —murmura Barton mientras se lleva dos dedos a la sien
izquierda—. Me pasa de vez en cuando.
—Será mejor que regreses a casa y te metas en la cama.
Empiezo a abrir la puerta del coche, pero él la vuelve a cerrar con gesto decidido.
Lo miro de forma interrogante.
—Si hago eso, ¿te meterías en la cama conmigo? —murmura y se acerca a mí hasta que mi
cuerpo queda apoyado contra el lateral del Beetle.
—Claro… que no —agrego después de un segundo en el que le dejo masticar la victoria.
—Eres cruel, mujer —gruñe y su mohín frustrado me hace reír.
Mi risa parece despertar algo en él porque, de repente, se pone serio y me mira con intensidad.
Alza la mano y me acaricia la mejilla con suavidad. Después, baja por el mentón hasta posar
sus dedos en la base de mi cuello. Parece hipnotizado por el tacto de mi piel. Entonces, la traslada
detrás de mi nuca y acerca mi rostro hacia él. Sus movimientos son pausados, como si no tuviese
prisa alguna o como si me estuviese dando tiempo a decir que no.
No voy a decir que no. Deseo ese beso.
El primer contacto es tentativo, pero electrizante. Demasiado breve. Levanta la cabeza y me
acaricia el labio inferior justo en la zona que todavía conserva el tacto de su boca. Después, me
mira a los ojos y me pierdo en él por un segundo. Su mirada es límpida y, al mismo tiempo,
cargada de sombras. Unas sombras que no había visto hasta ahora.
Empiezo a comprender que su actitud desenfadada y burlona es solo un escudo para protegerse
y que en su interior hay vulnerabilidad y dolor. Mucho dolor.
Sin embargo, dejo de pensar cuando vuelve a besarme, esta vez de una forma completamente
diferente.
Intenso, minucioso, profundo… Un beso que hace que me ponga de puntillas y rodee su cuello
con los brazos para acercarlo más a mí; para aproximarme más a él. Nuestros alientos se mezclan
mientras nuestras lenguas se exploran con hambre en un duelo sensual que nos hace separarnos
jadeantes en busca de aire.
—Será mejor que te vayas o corres el riesgo de terminar esto en el asiento trasero del coche —
suelta con voz ronca.
—¿Cuántos años tienes? —pregunto con un bufido porque no he vuelto a montármelo en un
coche desde que estaba en el último año del instituto.
—Veintidós —responde él tan serio que vuelvo a reír.
Me despido de Barton y todavía me roba un beso breve antes de que pueda entrar en el coche.
Mientras el vehículo se pone en marcha, lo observo por el espejo retrovisor con una sonrisa
boba en la cara que se me borra cuando descubro la silueta del doctor Braine en una de las
ventanas de la planta baja. Entre la distancia y la oscuridad no puedo leer su expresión, pero algo
en su postura me resulta inquietante.
¿Habrá visto cómo nos besábamos? ¿Le habrá molestado? Tal vez no estén permitidas las
relaciones interpersonales dentro de Braine House, aunque nadie me lo ha advertido, o puede que
le disguste que esté surgiendo algo entre su sobrino y yo.
Capítulo 12
El lunes acudo a Braine House una hora antes de mi horario laboral. Después de pasarme el
domingo encerrada en casa, dándole vueltas al beso con Barton, necesito quemar un poco de
adrenalina y no se me ocurre mejor forma de hacerlo que con una cabalgada al amanecer.
Saludo al señor MacGregor, que ya está por las caballerizas, y nos quedamos hablando un par
de minutos sobre la liga del fútbol inglesa, de la que él es forofo, y yo sé algo porque mi tío es un
fiel seguidor del Brighton & Hove Albion y más de una vez le he acompañado al Farmer Stadium
a ver un partido.
Según me ha contado, dejó su amada Escocia por amor a la temprana edad de veintidós años y
después de treinta y cinco años viviendo allí, con cuatro hijos y dos nietos a sus espaldas, asegura
que todavía se siente más escocés que estadounidense.
Lo comprendo. Yo he pasado la mayor parte de mi vida en Inglaterra, pero nunca he dejado de
sentirme una inmigrante en un país extraño por mucho que mis tíos me ofreciesen un hogar.
Después de la breve charla, ensillo a Shadow, una briosa yegua azabache, y la conduzco al
trote hacia el oeste, a los acantilados. Me gusta ese camino porque bordea el lago y abundan los
robles que están comenzando a engalanarse con los colores del otoño y forjan un paisaje
espectacular.
A esta hora tan temprana, una suave neblina envuelve todo creando una atmósfera casi mística.
Respiro hondo y disfruto de los sonidos de la naturaleza: de la suave brisa matinal que mece las
hojas, del canto de los pájaros y del ritmo constante de las pisadas de mi montura sobre la tierra
húmeda, que hace crujir las ramitas que están en el suelo.
No sé en qué punto exactamente siento que alguien me observa. Miro nerviosa a mi alrededor.
Los hermosos árboles que me rodean de pronto parecen amenazadores, como si tuviesen ojos que
me siguen en cada paso, acechantes. Oigo un chasquido fuerte y giro mi cabeza con brusquedad,
pero no detecto nada. Un segundo después, Shadow relincha corcoveando, como si hubiese intuido
también algo o tal vez está respondiendo a mi estado de alteración. Los animales son muy
sensibles con esas cosas.
Tomo aire y cuento hasta diez para templar los nervios. El problema es que me estoy
autosugestionando y me imagino cosas donde no las hay. Estoy sola en medio del bosque. Y, justo
cuando empiezo a convencerme de ello, una sombra cruza el aire muy cerca de mí hasta acabar
posándose en una rama con un atronador aleteo que rompe la bucólica quietud y que hace que el
corazón casi se me salga del pecho.
Un cuervo. Un maldito cuervo de plumas negras que se me queda mirando con fijeza. Hay algo
en él que me atrae de una forma irracional y azuzo a la yegua para que se acerque hasta la rama y
así observarlo más de cerca. El pájaro no despega sus ojos de mí, parece que analice mis
movimientos y, cuando estoy a solo un par de metros de distancia, de pronto grazna con fuerza,
sobresaltándome a mí y espantando a Shadow, que se alza sobre sus patas traseras. El movimiento
repentino me coge desprevenida y no consigo mantener el equilibrio, por lo que termino cayendo
de espaldas contra el suelo.
Por un instante, todo se oscurece a mi alrededor. Cuando vuelvo a abrir los ojos, tengo frente a
mí el rostro preocupado de Barton. Me doy cuenta de que debo de haber perdido el conocimiento,
y de que él me está hablando, así que me concentro en sus palabras.
—Alice, por Dios, responde, ¿estás bien?
—Estoy bien. Solo… me caí —farfullo y trato de incorporarme.
—¡No te muevas, puedes tener algo roto! —masculla mientras me empuja con suavidad, pero
con determinación, contra el suelo—. Será mejor que permanezcas inmóvil mientras llamo a una
ambulancia y… ellos nos ayudarán. Aguanta. En seguida vendrán. Aguanta, por favor.
Lo observo con la mente más despejada. Está balbuceando frases inconexas y tiene la mirada
perdida, cargada de dolor y preocupación.
—Barton, estoy bien, de verdad —aseguro con voz firme mientras me incorporo, puesto que no
siento más dolor que el de mi orgullo por una caída tan tonta—. Aterricé en este montón de hojas y
no me he hecho ningún daño, mira —añado moviendo mis extremidades para que él mismo lo
pueda comprobar—. Estoy bien —vuelvo a insistir.
Barton parpadea, como si le costase enfocar mi rostro.
—Estás bien —musita cuando al fin su mente asimila mis palabras. De repente, sacude la
cabeza y me mira con el ceño fruncido—. ¡Joder, Alice, no vuelvas a darme un susto así! —
exclama con voz ronca y, acto seguido, me rodea con sus brazos y me besa con ímpetu.
¿Ese beso es una especie de castigo por haberlo preocupado? Porque, si es así, me merezco
una condena mucho más dura. Tal vez incluso una cadena perpetua contra sus labios.
Esta vez no es suave ni juguetón. En esta ocasión me está mostrando un puntito de rudeza que
me excita más de lo que estoy dispuesta a admitir. Me enloquece la forma en que su lengua
incursiona dentro de mi boca, demandante. Y la manera en que me inmoviliza la cabeza,
enroscando su mano a mi pelo, para que no pueda escapar a su asalto.
«Como si quisieses hacerlo», resopla una voz en mi interior.
No tardo en rodear su cuello con mis brazos en un intento por acercarlo más, y él parece que
está esperando esa señal para maniobrar nuestros cuerpos de forma que acaba tendido sobre mí.
Pese a las capas de ropa que nos separan, jadeo de gusto al sentir su peso y abro las piernas para
acomodarlo mejor. Una invitación que él agradece profundizando todavía más el beso.
Un instante después, siento que impulsa sus caderas contra las mías con un golpe certero que
me hace jadear. Si no fuese por la ropa, ese movimiento lo habría llevado bien profundo dentro de
mí. El estómago se me tensa solo de pensarlo y alzo la pelvis en respuesta, pidiendo más.
Barton comienza entonces un lento vaivén, rozando su dureza contra el punto más sensible entre
mis piernas, en una emulación del acto sexual que lo único que consigue es avivar las llamas que
empiezan a consumir mi cuerpo.
Su mano se abre paso por debajo de mi ropa hasta alcanzar mi piel y, cuando siento su palma
sobre mi seno, me arqueo con un gemido quedo, buscando un mayor contacto. Algo que él no duda
en ofrecerme amasando mi pecho para luego pellizcar con suavidad el pezón.
—Tengo tantas ganas de ti que te follaría aquí mismo, contra el suelo —masculla con crudeza
contra mis labios y arremete con sus caderas al decirlo, esta vez con más intensidad.
«¡Hazlo!», quiero gritar, aunque lo único que hago es arañar su espalda por encima de la tela
mientras enrosco las piernas a sus caderas.
Puede que mi mente sea reticente a que ocurra, pero mi cuerpo lo está deseando.
Estamos perdidos el uno en el otro cuando escuchamos un relincho cercano que nos hace
levantar la cabeza, alertas. Shadow piafa, nerviosa, como si intuyese la presencia de algún
peligro.
Barton otea alrededor con el ceño fruncido. De pronto, su cuerpo está tenso mientras se alza
protector sobre mí.
—¿Qué pasa? —pregunto mientras observo en la dirección en donde él mantiene la mirada
clavada.
—Me ha parecido ver una sombra entre los árboles. Allí —añade con un cabeceo.
Miro hacia donde me señala, pero no veo nada.
—Antes he sentido que alguien me observaba, aunque después, al verte, he pensado que eras tú
—me obligo a decir.
—No he sido yo —responde él al tiempo que se levanta y me ofrece la mano para ayudarme a
ponerme en pie—. Estaba haciendo running cuando he escuchado un relincho y, al acercarme, te
he encontrado en el suelo.
Lo observo de arriba abajo. Va vestido con una sudadera con capucha gris y un pantalón de
deporte negro. El sudor ha humedecido su cabello y ha perlado su piel. Con todo, es el hombre
más atractivo que he visto en mi vida.
—¿Sueles correr por el bosque de buena mañana?
—De vez en cuando, aunque desde que empezaste a trabajar en Braine House lo hago mucho
más. Es una buena forma de mantener a raya la excitación frustrada —añade con una sonrisa
ladeada a modo explicativo.
Me río para evitar mi turbación. No he conocido a nadie tan directo a la hora de expresar sus
deseos. Es como si no tuviese filtro. Dice y hace lo que quiere o lo que piensa en cada momento,
como si no tuviese miedo a nada.
—Será mejor que vuelva ya.
—Todavía es pronto. ¿No te apetece que demos un paseo por los acantilados? —propone
Barton.
—Se nos hará demasiado tarde —replico reticente.
—No, si compartimos la montura. ¿Qué me dices, Alice, te atreves a cabalgar conmigo? —
pregunta con una sonrisa provocativa.
Cada poro de mi piel me impulsa a aceptar su desafío, pero esta vez gana la cordura y termino
por rechazar su oferta. Es hora de dejar las cosas claras con él.
—Mira, Barton, me atraes mucho. Supongo que después de lo que acaba de pasar entre
nosotros sería una estupidez negarlo —agrego con una sonrisa irónica—, pero no creo que deba
haber nada entre tú y yo. Somos compañeros de trabajo y…
—Y no hay ninguna regla que impida que podamos salir juntos.
—No veo adecuado cruzar ese límite —concluyo sin tener en cuenta su alegato.
Él me observa durante unos segundos en silencio, y tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano
para mantener su mirada con el mentón en alto.
—¿De qué tienes miedo? —pregunta de repente con los ojos entrecerrados.
Intento convencerme a diario de que no le tengo miedo a nada, pero mi mismo empeño por
conseguirlo me asusta. Después de todo, dicen que si no temes nada es porque nada te importa. En
ese caso, ¿realmente quiero vivir sin miedo?
—No tengo miedo, es solo que… no quiero complicarme la vida.
—La vida se complica cuando piensas demasiado y vives poco —replica Barton al tiempo que
hace un ademán para restar importancia a mi excusa. A veces envidio ese carácter despreocupado
con el que se enfrenta a las cosas.
»Está bien, respetaré tu decisión de guardar las distancias —concede con un suspiro—. Por
hoy —añade truncando la amarga sensación de triunfo que he empezado a sentir al escucharlo.
—¿Cómo que «por hoy»?
—¿Qué clase de hombre sería si no intentase hacerte cambiar de opinión? —inquiere con una
sonrisa canalla.
—Uno normal.
—La normalidad está sobrevalorada.
—¿Y cómo piensas hacerlo? —inquiero divertida por su descaro.
—Ya lo verás —musita con voz ronca y un brillo diabólico en la mirada.
Capítulo 13
El día ha amanecido lluvioso y hoy me he visto obligada a hacer la terapia con Liza en mi
despacho. Cuando la hacemos al aire libre, la actitud de la adolescente es más abierta. Más
relajada. Aquí, en cambio, parece que tengo que arrancarle cada respuesta.
—Háblame sobre tu colegio.
—¿Qué quieres saber? —pregunta la adolescente mientras dibuja con el dedo sobre el cristal
de la ventana.
—Lo que te apetezca contarme. No sé… ¿Cuál es tu asignatura favorita?
—Biología —responde ella sin dudar—. Se me da bien, ¿sabes? Y me parece muy interesante.
Sobre todo, las prácticas de laboratorio. Una vez diseccionamos un corazón, y a Barbara
Rushmore y a sus dos amigas les dieron arcadas y tuvieron que salir de clase para no vomitar.
Supongo que solo se les da bien hacerlo de forma metafórica —añade con voz seca.
—¿Qué quieres decir?
—Que esas tres hienas son capaces de arrancarte la piel a tiras con sus palabras sin perder la
sonrisa, pero luego se marean con una gota de sangre. Jodidas hipócritas —masculla con enfado.
Ahí es justo donde yo quería llegar.
—¿Se meten contigo? —indago en tono neutro.
—Yo soy blanco fácil: soy gorda y fea —responde ella con un gruñido.
No me sorprende que se vea a sí misma de esa manera, aunque la realidad sea muy diferente.
Es una joven de constitución sana y está lejos de tener sobrepeso, pero tampoco tiene la figura
delgada que sale en las revistas y a la que la mayoría de las adolescentes aspiran.
Hay tanta presión social en ese aspecto que muchas personas viven acomplejadas por su físico.
Con el tiempo, unos pocos, los afortunados, acaban por gustarse tal y como son; algunos, la
mayoría, aprenden a aceptarse, aunque no sean del todo felices con lo que son y busquen cambiar
a base de dietas o de operaciones estéticas menores, y luego están los otros, los que se odian a sí
mismos, tanto que no pueden mirarse en el espejo sin sentir desprecio, que son incapaces de
encontrar la felicidad en sus vidas y que, si la economía se lo permite, pueden llegar a someterse a
tantas cirugías que ni su propia madre los reconocería y, aun así, no gustarse. Con esos últimos
son con los que más solemos trabajar los psicólogos.
Ahora tengo que descubrir si las palabras de Liza son fruto de los complejos naturales de una
adolescente o de un sentimiento insano que la lleva a autolesionarse.
—Aunque también se meten con cualquiera que se les cruce por delante por la razón más
estúpida —continúa diciendo Liza para mi sorpresa—. Una vez mi amiga Pam fue a clase con
unos pendientes de Tiffany que le había regalado su madre por sus Sweet Sixteen[iii] y resultó que
Barbara los tenía igual. La machacó tanto aquel día que Pam no se los volvió a poner —musitó
mientras trazaba una carita triste sobre el cristal.
No tenía ninguna necesidad de proporcionarme esta información, pero lo ha hecho. Además, es
la primera vez que nombra a su amiga, así que intuyo que es alguien relevante en su vida.
—No habías mencionado antes a Pam —comento mientras apunto en mi libreta el nombre.
Durante las sesiones aparecen detalles que parecen nimiedades, pero que pueden abrir el
camino hacia el verdadero problema. Lo más cómodo es grabar las sesiones en vídeo para
recopilar todos los datos, sin embargo, hay muchos pacientes que se inhiben con las cámaras, y
Liza es una de ellos. Por eso, con ella me limito a las grabaciones de voz y a hacer anotaciones
complementarias, porque hay reacciones que la voz no recoge. Como, por ejemplo, la forma en
que su cuerpo se acaba de tensar al escuchar el nombre de su amiga.
—Pam no es importante —masculla con una emoción que desmiente sus palabras—. Además,
ya no es mi amiga. Mi madre dice que estoy mejor sin ella —añade y tacha con saña la carita
triste que antes había dibujado.
«Mi madre dice…».
«Mi madre piensa…».
No hay conversación en la que Liza no mencione a su progenitora, y mis deseos por conocerla
van en aumento. Lo usual es mantener una entrevista con los familiares cuando se hace el ingreso
forzoso de un paciente, como en el caso de Liza, pero, como es un paciente al que me han asignado
con posterioridad, no he podido conocer todavía a sus padres. Con algunos de mis otros pacientes
he podido conocer a sus familiares cuando vienen de visita y así les hablo de sus progresos, por el
contrario, la adolescente no ha recibido ninguna hasta el momento. Tengo que hablar con Mason al
respecto.
—¿Por qué cree eso?
—Porque, según ella, su familia no está a nuestro nivel moral ni social. Su madre saltó a la
fama por uno de esos realities televisivos y es una persona un poco controvertida que siempre
aparece en los titulares de las revistas del corazón. Sale con muchos hombres, algunos casados —
aclara en tono confidente al ver mi mirada de incomprensión.
—¿Y tú qué piensas?
—No sé… Pam decía que su madre solo hacía un rol de cara al público, como una actriz, pero
que en privado se comportaba de forma normal —explica Liza—. Un día fui a su casa porque
teníamos que hacer un trabajo en equipo y… nos hizo galletas caseras.
Lo dijo como si fuera un hecho extraordinario, lo que me hace cuestionarme cómo es su propia
madre en la intimidad del hogar.
—¿Tu madre nunca te ha hecho galletas?
—¿Mi madre? —Suelta una carcajada con cierta amargura de trasfondo—. Creo que no sabe ni
dónde está la cocina —bufa con ironía—. Tenemos varias personas encargadas del servicio
doméstico.
En mi libreta escribo «MADRE» y lo redondeo varias veces para darle más énfasis.
—¿Y cómo es Pam?
—Es alegre y muy guapa, creo que por eso Bárbara Rushmore la tomó con ella, porque es la
única de la clase capaz de hacerle sombra. Tiene el pelo oscuro, los ojos castaños y una sonrisa
contagiosa. No sé por qué razón alguien como ella se acercó a mí, la verdad, pero lo hizo y
acabamos siendo muy buenas amigas hasta que… —Liza baja la mirada y vuelve a tensar los
hombros. Permanece en silencio durante unos segundos con los puños apretados, luego levanta los
ojos hacia mí y puedo ver que la muralla que he ido derribando piedra a piedra vuelve a estar ahí,
más inamovible que nunca.
»Es una puta y una mentirosa —masculla con rabia y puedo intuir que está haciendo eco de las
palabras de su madre—. Creo que nuestra sesión de hoy ya ha terminado —concluye con frialdad
y el mentón en alto, con la actitud de una reina que se encuentra ante un súbdito molesto.
Me fascina esa dualidad en ella; la de adolescente tímida, vulnerable y dulce, y la princesa de
hielo que aparece de vez en cuando, arisca y condescendiente.
En cuanto sale de mi despacho, voy en busca de Mason.
—¿Crees que los padres de Liza estarían dispuestos a hacer una sesión en familia? —pregunto
en cuanto me permite el acceso a su despacho.
—¿Quién es Liza?
—Elizabeth Mary Kate Seymour. Por las sesiones que he tenido con ella, he deducido que la
clave de su problema puede estar en el seno familiar y no en el colegio al que va.
—¿No crees que la causa de su intento de suicidio sea el acoso escolar como decía su familia?
—Sospecho que no. No digo que no haya tenido algún encontronazo con alguna compañera y
eso haya podido derivar en un brote de depresión, pero creo que hay algo más.
Mason apoya los codos sobre la mesa y entrelaza los dedos delante de su boca, pellizcándose
el labio con los dos índices. Es un gesto que hace cuando está sopesando algo importante.
—Supongo que sabes quién es el padre de Elizabeth.
—El senador Horace Seymour.
—Lo que no sabes es que está planteándose presentar su candidatura en las próximas
elecciones a la presidencia —revela en tono confidente.
—No sabía nada.
—No se ha hecho público todavía, oí que Charlotte y George hablaban sobre ello. El senador
es amigo de los Braine, por eso trajo a su hija aquí, porque sabe que la confidencialidad será
absoluta.
—¿Y qué hay de la madre?
—Larissa Seymour es la asesora de campaña de su esposo, está muy implicada en su carrera
política.
Por sus palabras entiendo que el matrimonio debe de estar absorbido por sus compromisos y,
según parece, la salud mental de su retoño no es tan importante como sus aspiraciones políticas.
—Aun así, creo que debería contactar con ellos para hacer una sesión en familia. Me gustaría
observar cómo interactúan entre ellos.
Mason termina por asentir.
—Habla con el doctor Braine. Por cierto, antes me preguntó por ti y parecía algo preocupado.
Me ha dicho que vayas a su despacho en cuanto estuvieses libre —añade y me mira intrigado—.
¿Has hecho algo indebido que deba saber?
«¿Además de liarme con su sobrino?».
—No, que yo sepa —respondo con fingida inocencia y bajo la mirada para que no vea que me
he sonrojado.
Me pongo en pie con las piernas temblorosas, por una parte, porque ahora me voy a tener que
enfrentar a mi jefe y, por otra, porque me ha venido a la memoria el beso que compartimos Barton
y yo en el bosque, y que se ha repetido algunas veces más a lo largo de esta semana.
Pese a la firme intención de mantener nuestra relación en un plano profesional, Barton está
consiguiendo que me replantee la idea. ¿Cómo lo está logrando? Beso a beso. Y es que ese
hombre tiene una facilidad natural para robarlos, y yo tengo una tendencia poco juiciosa de
dejarme arrastrar por él.
—Por cierto, ¿te has hecho algo en el pelo?
—No, ¿por? —Al decirlo, me recoloco un mechón detrás de la oreja en un gesto automático.
—No sé, te veo diferente.
No es la primera persona que me lo dice esta semana. Charlotte también lo ha mencionado. De
hecho, sus palabras exactas fueron: «Se te ve radiante». Y es que he de reconocer que el
jueguecito que hay entre Barton y yo me hace sentir como una adolescente que sale a escondidas
con un chico al que sus padres no aprueban, solo que nuestras salidas a escondidas son en verdad
pequeños magreos en horas de trabajo y los padres están personificados en la figura del doctor
Braine.
Con todo, me noto… viva.
Más viva de lo que he estado en mucho tiempo.
La cuestión es: ¿qué precio voy a tener que pagar por ello?
Capítulo 15
Minutos después, el señor Moore me conduce hasta el despacho del doctor Braine, y yo le sigo
como un condenado que se acerca al patíbulo.
—Espere dentro, por favor, el doctor vendrá enseguida —indica el secretario mientras abre la
puerta.
Después, se despide con una inclinación cortés y cierra tras de sí.
Su actitud me hace gracia. Tiene más flema inglesa que John Bates, uno de los personajes de
Downton Abbey, una serie de televisión a la que estuve enganchada, aunque Moore me ha jurado y
perjurado que es de Illinois.
—Me siento como un adolescente que ha hecho una travesura y aguarda su castigo en el
despacho del director. —La voz de Barton me sobresalta, no esperaba que estuviese allí. Me giro
y lo veo recostado contra uno de los sillones—. Y justo acaba de aparecer mi compañera de
travesuras —añade con esa sonrisa canalla que me pone a mil.
—Esto es por tu culpa —gruño y me acerco a él para encararlo.
—¿Qué he hecho yo? —inquiere él con expresión inocente.
—Me besaste el sábado, cuando me acompañaste al coche. Y, el lunes, en el bosque y, después,
en las caballerizas —añado y le clavo un dedo acusador en el pecho mientras intento que las
imágenes que acuden a mi mente relacionadas con esas escenas no atenúen mi enfado—. También
el martes —prosigo con otro toque dactilar—, cuando nos cruzamos en el pasillo y me arrastraste
al cuarto de la limpieza. Y…
—Y ahora… —concluye Barton justo antes de coger mi mano y atraerme hacia él de repente
para atrapar mis labios en un apasionado beso.
No sé por qué me derrito contra él en cuanto me toca, pero lo hago. Desconozco la razón de
que me afecte tanto su cercanía, pero lo hace. Tampoco entiendo la sensación de vacío que siento
después, cuando nos separamos, como si intuyese que hay una parte en su interior a la que no
consigo llegar a pesar de todo, y sé que la hay.
Con un último atisbo de cordura, me alejo de él.
—¡Por Dios, estamos en el despacho del doctor Braine! —exclamo mientras me llevo las
manos al rostro—. Nos vio el sábado… Por eso nos ha llamado aquí.
—Tranquilízate. Ya te lo dije, no hay ninguna regla que diga que dos compañeros de trabajo no
puedan salir juntos.
—¿Estás seguro? —pregunto un tanto incrédula. Después, asimilo lo que acaba de decir y lo
miro con una ceja arqueada—. Tú y yo no estamos saliendo juntos.
—¿Quieres salir conmigo? —inquiere Barton al punto.
—¡No!
—Para ser una psicóloga, lo tuyo no es la sutileza. —Oigo a mi espalda. Me muero de la
vergüenza al ver al doctor Braine parado en el vano de la puerta, mirándonos. No lo hemos oído
entrar y seguro que ha escuchado lo que acabamos de decir. El problema es que no consigo
descifrar la expresión de su rostro para saber si está enfadado. Parece divertido, eso sí, pero
también preocupado y nervioso. Abro la boca para entonar el mea culpa, pero Braine se adelanta.
»Sentaos, por favor —indica mientras se acomoda en su sillón detrás del escritorio—. Os he
mandado llamar porque necesito vuestra ayuda con un paciente. —Barton y yo intercambiamos una
mirada curiosa antes de tomar asiento en los sillones que hay frente a él. La situación ha tomado
un cariz inesperado y muy interesante. Braine me mira con fijeza durante unos segundos, como si
estuviese meditando sobre cómo plantear lo que va a decir a continuación.
»¿Te suena el nombre de Dorian Harrington? —Debería decir que sí, pero acabo negando con
la cabeza. Miro por el rabillo del ojo a Barton, parece absorbido por las palabras del doctor
porque no mueve ni un músculo.
»Tuvo un trágico accidente de coche en julio y en cuanto se recuperó de las lesiones físicas,
que fueron leves, ingresó aquí. Debido a diferentes circunstancias, su estancia en esta institución
se ha llevado en secreto y su terapia la estoy realizado personalmente —explica Braine.
—¿Sufre de estrés postraumático? —pregunto con interés.
—Su caso es algo más complicado que eso —musita el doctor— y debo decir que mis
resultados no son los esperados —admite con una mueca—. Sin embargo, en la última sesión que
tuvimos, dijo algo que me hizo pensar que tal vez tú pudieses llegar a él mejor de lo que yo lo he
hecho hasta el momento. —Esas palabras me plantean un montón de cuestiones que no tengo más
remedio que reprimir porque el doctor continúa con su discurso.
»Después de mucho meditarlo, he pensado que podrías acompañarme en mi próxima sesión con
él porque, por mucho que te explique, creo que será mejor que seas testigo de primera mano de la
situación. ¿Estás de acuerdo?
Asiento en silencio, súbitamente nerviosa.
Trabajar mano a mano con alguien de la talla del doctor Braine es una oportunidad que me
honra, me entusiasma y me asusta a partes iguales. Espero no defraudarle.
—Y yo, mientras, ¿qué se supone que debo hacer? —tercia Barton, que ha quedado en un
segundo plano durante unos instantes.
—Tu intervención es imprescindible, pero por ahora permanece sentado y en silencio.
Barton me mira con el ceño fruncido, y yo me encojo de hombros en respuesta. Luego suspira y
se recuesta en el sillón con petulancia, en esa actitud tan suya que raya el descaro con la mala
educación.
El doctor Braine activa el metrónomo que tiene encima de la mesa, y la atención del artista y la
mía quedan captadas de forma involuntaria por el pequeño objeto que tenemos delante.
Tac…, tac…, tac…, tac…
El sonido, regular y pausado, y la aguja, que se mueve de un lado a otro, crean un conjunto
relajante e hipnotizador.
Después, Braine toma su móvil y pone una canción. La reconozco de inmediato: Happy
together del grupo de The Turtles. Es una de las canciones favoritas de tía Emma.
—¿Puedes apagar la música? Me está dando jaqueca —farfulla Barton, que se ha llevado la
mano a la frente y ha cerrado los ojos.
—Es solo un momento —responde el doctor.
Para mi sorpresa, sube un poco más el volumen, ignorando su petición. Seguidamente, abre un
cajón y saca una pequeña grabadora. La pone en marcha y comienza a hablar:
—Jueves, veinticuatro de septiembre del dos mil quince. Grabación del doctor George Thomas
Braine, acompañado por la psicóloga Alice Donovan, de la sesión duodécima con el paciente
Dorian James Harrington.
»Dorian, ¿puedes oírme? —pregunta de repente. Yo miro a mi alrededor, pero no veo a nadie.
Observo a Braine con el ceño fruncido sin comprender lo que está ocurriendo. Entonces, me doy
cuenta de que el doctor tiene la mirada clavada en Barton.
»Dorian, ¿estás ahí? —insiste con voz acerada.
—Dios, ¡creo que la cabeza me va a estallar! —se queja Barton con voz dolorida, y esta vez se
lleva las dos manos a las sienes y se inclina hacia adelante, encogido sobre sí mismo.
—¿Es que no le oye? ¡Baje la música! —ordeno incapaz de verlo sufrir.
Me levanto con la intención de aproximarme y ofrecerle algún gesto de consuelo, pero el
doctor me detiene con un latigazo de su voz.
—¡No te acerques a él! —ordena mientras se alza también de su asiento.
—¿Por qué razón, siempre que vengo aquí, suena esa jodida música?
Esa voz, desconocida para mí, hace que los dos nos giremos al unísono hacia… ¿Barton?
Sin embargo, no es Barton, al menos no el que yo conozco. Puede que su físico lo sea, pero su
actitud ha cambiado por completo. El hombre que tengo delante es frío; su postura, tensa, y su
talante denota cierta agresividad. Incluso su voz parece distinta, con un tono un punto más ronco.
—Sabes que es la única forma que conozco de hacerte despertar —responde el doctor con
calma y retoma su asiento con movimientos lentos, como si estuviese delante de una fiera al
acecho.
Por inercia, lo imito y vuelvo a sentarme sin apartar la mirada de Barton.
—¿Y esta vez has traído refuerzos? —inquiere el artista en tono mordaz.
Se refiere a mí, pero no me mira.
—Le prometí a tu tía que haría lo que fuera para traerte de vuelta —reconoce el doctor sin
atisbo de vergüenza—. Déjame presentarte a Alice Donovan, es una psicóloga clínica muy
capacitada. —Entonces sí, Barton se gira hacia mí y me mira. Me mira como nunca antes lo había
hecho.
»Alice… —continúa el doctor, y puedo leer un atisbo de culpabilidad en sus ojos. Comprendo
todo un segundo antes de que lo diga y, aun así, el impacto que provocan en mí sus palabras es
igual de devastador—. Este es Dorian James Harrington.
Capítulo 16
Por la noche, cuando regreso a casa, me hago un sándwich rápido para cenar y voy directamente
al despacho de mi padre con el dosier completo sobre Dorian James Harrington bajo el brazo.
El doctor Braine me ha proporcionado todo el material sobre el que se va a convertir en mi
próximo paciente: una copia del informe policial sobre el accidente, un informe médico, otro
psiquiátrico y la transcripción de todas las sesiones grabadas, así como una copia de estas en un
USB.
Estoy ante un reto. Posiblemente, el mayor con el que me vaya a enfrentar en mi profesión, y
estoy ansiosa por sumergirme en él. Aunque también he de reconocer que hay algo más que me
provoca sentimientos encontrados: Barton. No puedo decir que esté enamorada de ese hombre,
pero sí he llegado a cogerle cariño, y me duele que pueda desaparecer de mi vida de una forma
definitiva, sobre todo, sustituido por alguien que no despierta mis simpatías.
Lo primero que empiezo a leer es lo que más me interesa: el informe psiquiátrico, que incluye
un resumen detallado de la vida del paciente.
Como muchas otras personas con trastornos mentales, Dorian Harrington arrastra a sus
espaldas una niñez cargada de abusos. Su abuelo por parte de padre era lo que se conocía como
«basura blanca»: un borracho violento que maltrató a sus hijos con impunidad. Al parecer,
Charlotte escapó, pero John, el padre de Dorian, continuó viviendo en la granja familiar, en
Wisconsin, junto a su progenitor, incluso después de casarse y tener a Dorian.
En muchas ocasiones, lo niños maltratados se convierten en adultos maltratadores y, por
desgracia para Dorian, fue el caso de John. A mi mente acude la imagen de la espalda llena de
cicatrices del artista y mi corazón se encoge de dolor al imaginar al niño que fue y lo mucho que
debió de sufrir en manos de dos personas que lo deberían haber protegido de todo mal.
El informe también cuenta que la madre falleció en un accidente de tráfico en el que conducía
su padre bajo los efectos del alcohol. Al parecer, lo condenaron a prisión por homicidio
involuntario y, mientras estuvo en la cárcel, mató a un guardia en un altercado, por lo que le cayó
la perpetua. Mientras tanto, Dorian se quedó a cargo de su abuelo.
Cuando Dorian tenía quince años, James se emborrachó una noche y acabó ahogado en el lago
Winnebago. Entonces, Servicios Sociales logró localizar a Charlotte, que ni siquiera sabía que
tenía un sobrino, y, por suerte para él, accedió a acogerlo proporcionándole una nueva
oportunidad en la vida.
En los años siguientes, Dorian demostró ser un adolescente inteligente y tenaz: sacaba buenas
notas en el instituto y consiguió plaza para hacer el Grado en la Escuela de Artes Visuales de
Nueva York y, más tarde, realizó un posgrado en la Academia de Arte de esa misma ciudad. Tras
lo cual, regresó a Massachusetts y abrió una exitosa galería de arte en Boston.
Durante esa época, parece que la vida le sonrió. Se casó y tuvo un hijo.
En ese punto me detengo, estupefacta: ¿Dorian tiene una mujer y un hijo? Braine no me ha
hablado de ellos. Solo me ha entregado su expediente con un gruñido: «Léelo este fin de semana
con tranquilidad. Si te sientes preparada para enfrentarte a este caso, comenzarás el lunes».
¡Dios! Me he liado con un paciente, que además está casado. ¿Puede complicarse todo más?
Continúo leyendo y no tardo en descubrir que se divorció hace un año, hecho que me hace lanzar
un suspiro de alivio.
El informe prosigue con una breve descripción de su carácter. Por lo que veo, Dorian no es una
persona violenta ni tiene adicciones conocidas, todo un logro después de la infancia que ha tenido,
aunque me resulta extraño. El nivel de maltrato que ha sufrido suele derivar en drogas o alcohol,
algo que acalle el dolor de su interior, o suele llevar al abusado en abusador. Ese tipo de personas
«explotan» de alguna manera. Sin embargo, no hay nada de ello en el informe. Lo que sí tiene son
problemas para expresar sus emociones que le han llevado a fracasar en su intento por mantener
una relación sentimental estable.
En ese punto supongo que él y yo somos iguales.
Después, cojo el informe policial sobre el accidente y comienzo a leer.
Sobre las 11 de la noche del 4 de julio. Dorian Harrington conducía un vehículo sedán acompañado por su exmujer,
Linda Morgan, que en aquel momento iba de copiloto, y por su hijo, Jay Harrington, de siete años, que iba en el asiento de
atrás en una silla infantil homologada.
Circulaban por la autopista MA-3 en dirección a Boston después de pasar el día en Cape Cod. A la altura de Bloody
Pond, el conductor dio un volantazo para evitar la colisión con el coche de delante, que había frenado de forma brusca cuando
un ciervo se cruzó en su camino, y perdió el control del vehículo.
Linda Morgan murió antes de que llegase la ambulancia debido a las heridas sufridas.
Jay Harrington murió en el acto.
Dorian James Harrington presentaba una lesión en la cabeza, pero estaba consciente. Sin embargo, al descubrir el
cadáver de su hijo, quedó en estado de shock y dejó de responder a estímulos externos. Fue llevado al hospital South Sore en
estado de estupor para una valoración médica.
No había rastros de alcohol en sangre ni motivos para creer que no se tratase más que de un desafortunado accidente.
¡Joder! Cierro los ojos y me llevo las manos a la cara con un suspiro de angustia al imaginar la
escena. Sin duda, ver a su hijo muerto fue lo que causó la fragmentación en la mente del artista.
Después de leerme todos los documentos un par de veces, me recuesto en el sillón de piel y
dejo que mi mente asimile todos los datos.
Si me esfuerzo un poco, casi puedo percibir la energía de mi padre a mi alrededor en un abrazo
protector. Me siento cómoda rodeada de sus cosas. No me había dado cuenta de cuánto lo echaba
de menos hasta que he regresado.
Es irónico que esta habitación, que antaño era un territorio prohibido para mí, ahora se haya
convertido en mi propio despacho. Aquí trabajo cada noche preparando las sesiones del día
siguiente e investigando.
Lanzo un suspiro y abro mi portátil para conectar el USB que me ha dado Braine. Encuentro los
archivos de todas las grabaciones de voz y comienzo a escucharlas una a una. Y, una a una, la
fascinación por Harrington va creciendo en mi interior. En sus palabras se detecta ira y dolor.
Tanto que le ha llevado a perderse a sí mismo.
Tal y como me ha dicho Braine, Dorian siente algún nexo que lo atrae hacia mí, aunque de
forma inconsciente. Tal vez por eso, el doctor piensa que yo soy la única persona capaz de hacerlo
regresar.
Esa va a ser mi misión: encontrarlo y traerlo de vuelta. Porque sí, voy a aceptar este caso. Me
es imposible negarme a ello, aunque tengo el presentimiento de que enfrentarme a Dorian
Harrington me va a cambiar la vida para siempre.
Capítulo 18
Ese es el problema. Doy muy buenos consejos, pero rara vez los
sigo.
Alicia.
Alicia en el país de las maravillas.
Una hora después, de nuevo sola, consulto el reloj con impaciencia. Tengo terapia con Darwin,
pero llega quince minutos tarde, algo raro en él.
Cansada de esperar, decido salir a buscarle. Pregunto a uno de los celadores, y me indica que
lo ha visto en uno de los bancos del jardín. Sé cuál. Aquel banco, en el que nos sentamos el primer
día, se ha convertido en nuestro lugar preferido para hablar.
Al llegar al exterior, me arrebujo en mi abrigo y miro al cielo. El otoño ha traído una bajada
considerable de temperaturas y mucha lluvia. De hecho, aunque ahora mismo no llueve, se
aproximan unas nubes negras que auguran una buena tormenta.
Sin embargo, a Darwin no parece importarle ni el frío ni la amenaza de lluvia. Está allí
sentado, con la mirada perdida en el jardín, tan inmóvil que parece una estatua. Por su posición,
parece que el peso del mundo acaba de posarse en sus hombros, y eso solo puede significar una
cosa.
Me siento a su lado, en silencio, solo ofreciéndole mi compañía para que comprenda que, a
pesar de todo, no está solo.
—No han venido a verme —musita al cabo de unos segundos, confirmando mis sospechas—.
Mi exmujer me ha dicho que no van a venir y que Tracy no quiere ni oír hablar de mí. —Esas eran
palabras muy duras para que las escuchara un padre.
»¿Sabes? Las enfermedades del cuerpo normalmente despiertan la compasión de las personas,
su piedad. Aunque te comportes de forma cruel con los que te rodean, la gente piensa: «¡Pobre, es
que tiene cáncer!». Ojo, no estoy diciendo que el cáncer no sea una putada, pero, si lo tuviese
ahora mismo, mi familia estaría aquí, conmigo —reflexiona con voz suave—. En cambio, las
enfermedades mentales suelen conllevar miedo y rechazo incluso en tus seres queridos. Sí, hice
algo que estuvo muy mal, pero no fui yo el que lo hizo, era como si alguien hubiese tomado el
control de mi cuerpo, de mi mente y hubiese movido los hilos a su antojo, convirtiéndome en una
marioneta violenta.
Siento un nudo en la garganta al escucharlo.
—¿Por qué no tratas de explicárselo a tu exmujer y a tu hija?
—¿Cómo? Mi exmujer me odia, y mi hija me teme. Nunca dejarán que me acerque a ellas. Ya
me ha dicho cuando hemos hablado por teléfono que, si lo intento cuando salga de aquí, pondrá
una orden de alejamiento contra mí. Tal vez sea lo mejor —añade con un suspiro frustrado—.
Sería capaz de dar mi vida por protegerlas y, al mismo tiempo, sé que podría llegar a matarlas si
pierdo la conexión con la realidad al igual que estuve a punto de hacerlo contigo.
Pienso en sus palabras durante unos segundos y, entonces, se me ocurre una idea.
—Como parte de tu terapia, les vas a escribir una carta al día y se la mandaremos por correo
—propongo y, por la forma en que me mira, no le convence mucho la idea—. Puedes contarles lo
que me acabas de decir, cómo te sientes, tus miedos, tu deseo de obtener su perdón… También
puedes hablarles de cómo va la terapia y lo que haces aquí. Tal vez así terminen por comprender
que te estás esforzando en volver a ser el hombre que ellas quisieron una vez.
—¿Crees que eso funcionará? —pregunta Darwin y puedo ver un atisbo de esperanza en sus
ojos.
—Eso espero, aunque nunca lo sabremos si no lo intentas —respondo para avivar su ilusión.
«¿Acaso funcionó contigo?», se burla una vocecita en mi interior.
No.
Meses después de que llegara a Brighton, recibí una carta de mi madre. En cuanto mi tía me la
dio la lancé a las llamas de la chimenea sin ni siquiera abrirla. Después de esa llegaron muchas
más, cientos a lo largo de los años, hasta que perdí la cuenta. Y todas fueron destruidas de forma
sistemática sin que leyese su contenido.
Ahora, viéndolo desde la perspectiva de Darwin, debería sentirme avergonzada por mi
comportamiento.
Lo estoy.
Y solo se me ocurre una forma de redimirme al respecto, por eso, en cuanto salgo del trabajo,
me dirijo a MCI-Framingham; actualmente, una de las instituciones correccionales femeninas más
antiguas de Estados Unidos y también una de las más masificadas.
Mi corazón retumba con tanta fuerza que hace eco en mis oídos mientras avanzo hacia el gran
edificio de ladrillo rojizo y cruzo las medidas de seguridad pertinentes.
Minutos después, estoy sentada en un cubículo frente a un cristal de seguridad, esperando la
llegada de mi madre. Estoy tan nerviosa que siento náuseas, así que me concentro en la imagen que
se refleja en el cristal.
Me enfrento a mi propia mirada, asustada, pero decidida, y mi mente retrocede en el tiempo, un
flashback de la época en que mi madre empezaba a hacer cosas raras.
Estábamos en un parque al que íbamos después del colegio, merendando en uno de los
banquitos, las dos sentadas, mientras varias palomas revoloteaban a nuestro alrededor en busca de
alguna migaja.
De repente, mi madre se levantó y comenzó a bailar.
—¿Qué haces? —pregunté sorprendida
—Bailar —dijo ella mientras se movía de un lado al otro.
—Pero si no hay música —susurro, por si no se había percatado de ello.
—Lo sé, pero ¿qué más da? —repuso ella con un grácil encogimiento de hombros. La observé
durante unos segundos: allí, girando sobre sí misma entre las palomas, tan hermosa que solo le
faltaba cantar para parecerse a una princesa Disney—. Venga, Alice, baila conmigo. Es divertido.
Me mordí el labio, indecisa. Miré a mi alrededor y no vi a nadie. Entonces, me levanté del
banco y, cuando estaba a punto de unirme a ella, aparecieron un par de niñas del colegio junto a
sus madres.
Recuerdo sus sonrisas condescendientes al ver la locura de la mía, y eso me volvió a sentar en
el banco de golpe.
—Mamá, deja ya de bailar, me estás avergonzando —la reprendí con el ceño fruncido—. ¿Es
que no te puedes comportar como una madre normal?
Mi madre se detuvo, confusa, mientras la sonrisa que había esbozado se desvanecía. Me miró a
mí y luego a las madres que cuchicheaban entre ellas sin perderla de vista y acabó por sentarse a
mi lado de nuevo, en silencio.
Aquella fue la última vez que la vi bailar.
Vuelvo en mí y miro mi reflejo, solo que ya no es tal. Estoy viendo cara a cara a mi peor
pesadilla de la infancia: mi madre.
Somos tan parecidas que es como verme en un espejo dentro de treinta años, salvo por esa
mirada atormentada que todavía no la ha abandonado.
—Alice —susurra y pone la mano sobre el cristal.
Sé que está esperando que yo haga lo mismo, que ponga la palma sobre la suya en señal de
unión, pero soy incapaz de hacerlo. Y, al darse cuenta, mi madre termina bajando la mano con una
mueca de dolor que me pellizca el corazón por dentro, sobre todo al ver cómo ella trata de
disimularlo con una sonrisa trémula.
—Has crecido tanto… ¿Estás bien? ¿Eres feliz?
¿Soy feliz? Lo intento, pero me cuesta mucho, cada vez más. Sin embargo, no consigo decírselo
porque soy incapaz de emitir ninguna palabra.
En cambio, me viene a la mente el rostro de mi padre, siempre con una sonrisa para mí, y la
forma en que me consolaba cuando me hacía daño o simplemente me sentía triste.
«No llores, princesa. El dolor pronto pasará», me susurraba en el oído y su voz me hacía sentir
bien al instante. O las veces en que me hacía girar en el aire, haciéndome reír y sintiéndome volar
entre sus brazos.
Llevo tanto tiempo echándolo de menos…
—Tú me lo quitaste —susurro con la voz atenazada por el dolor—. Me lo arrebataste de la
forma más cruel. ¿Por qué?
—Hija, yo…
—No, no soy tu hija. Ya no —mascullo con rabia—. Esto ha sido un error, tengo que irme —
farfullo cuando el dolor que he sentido al verla comienza a asfixiarme hasta el punto de que no me
deja ni respirar.
Salgo corriendo de allí mientras oigo cómo ella me llama y me tapo los oídos para no tener que
escuchar su voz. No quiero escuchar su voz.
Conduzco dándole vueltas al asunto. Una parte de mí piensa en Darwin y me reprocha que no
haya tenido la fuerza suficiente para oír lo que ella tenía que decirme. La otra está disgustada por
el simple hecho de haber ido a verla y haberle pedido una explicación.
Las nubes que están todo el día amenazando lluvia han traído una tormenta bastante intensa que
me obliga a dejar mis pensamientos a un lado y a centrarme en la carretera. Tal vez por eso, me
fijo en los faros del coche que va detrás de mí. Por un segundo pienso que son curiosos, ya que,
por la forma, parecen dos ojos luminosos en medio de la noche.
Avanzo por la interestatal 90-E bajo la intensa lluvia y, minutos después, cojo la salida quince
desde la 93-S. En un momento dado miro por el retrovisor y ahí están, los faros con forma de ojos.
Frunzo el ceño. Puede ser una casualidad, que la persona se dirija al sur de Boston como yo, o
puede que sea un coche con los mismos faros.
«O puede que te estén siguiendo», me dice una vocecita en mi interior.
Para salir de dudas, decido girar a la derecha por la primera calle que me permite hacerlo. Si
rodeo la manzana y el vehículo va detrás de mí es señal de que me sigue.
Giro una vez, otra y otra. Miro por el retrovisor y ahí están: los ojos brillantes al acecho.
Suelto un taco que haría sonrojar a tía Emma y piso el acelerador. Las persecuciones son cosa de
películas, no suceden en la vida real. No obstante, aquí estoy, intentando despistar a un coche que
me sigue.
De repente, tengo una inspiración y en lugar de conducir en dirección a mi casa, me desvío
hacia un lugar que seguro que le desalienta a continuar siguiéndome. Dos minutos después,
detengo mi vehículo frente al edificio de la Jefatura de Policía del distrito C-6 del sur de Boston.
Tal y como esperaba, mi perseguidor esta vez no se detiene y continúa calle arriba con
disimulo. Debido a que la calle está iluminada puedo distinguir que es un Chrysler Neon de color
gris, pero no consigo ver a su ocupante. Eso sí, no se me escapa el número de matrícula y lo
apunto para que no se me olvide.
Después, espero unos diez minutos y retomo mi camino, sin apartar la mirada del retrovisor,
nerviosa, mientras me pregunto a quién le puede interesar seguirme.
Por primera vez, cuando llego a casa y cierro la puerta, me siento a salvo.
Capítulo 20
La «línea de implicación óptima» es un término que se utiliza en psicología para definir el grado
de compromiso personal adecuado para que una terapia sea productiva. Se trata de una línea
imaginaria que determina el ideal de implicación emocional entre un psicólogo y su paciente.
Si trabajas por debajo de esa línea es porque te muestras demasiado distante y es posible que
tu paciente piense que no te preocupas lo suficiente por él y abandone la terapia. Si, por el
contrario, trabajas por encima de la línea, corres el riesgo de perder la imparcialidad profesional
y la terapia dejará de ser efectiva.
Hasta ahora, nunca he tenido problemas en mantenerme en ella, pero he de reconocer que con
Dorian no lo estoy logrando, me hace perder la paciencia, y con Liza tampoco, aunque por razones
distintas.
Es muy difícil no encariñarse con la adolescente, parece tan falta de cariño, tan necesitada de
una amiga, que me es imposible no implicarme más de lo que debería.
Estamos en mi despacho mientras la lluvia repiquetea contra el cristal. Llevamos una semana
en la que parece que se hayan abierto las compuertas del cielo. MacGregor dice que es uno de los
meses de octubre más fríos y lluviosos que recuerda en Massachusetts, pero que no es más que el
equivalente a un verano templado en sus amadas Highlands. Es una exageración, por supuesto,
pero no se lo discuto. Los escoceses tienden a alardear de esas cosas, y a mí me resulta muy tierno
que lo haga.
Supongo que este tiempo es un reflejo de mi estado de ánimo actual, tal vez el de todo Braine
House. Los pacientes acusan el hecho de no poder salir al jardín bajo la calidez del sol y la
mayoría está más apático y triste.
La verdad es que me siento un poco desanimada y la razón se reduce a un nombre: Dorian.
Después de dos semanas, todavía no he conseguido llegar a él. Las sesiones han tomado una
dinámica que no termina de gustarme porque no tengo control alguno sobre ellas. En cuanto Dorian
se manifiesta, mis buenas intenciones se tuercen y me dejo arrastrar por sus pullas. Tal y como
pasó en la primera ocasión, nuestra conversación se reduce a una batalla dialéctica en la que, en
cuanto tocamos un tema personal, él se encierra en sí mismo y corta la comunicación. Es como si
tuviese un interruptor que no duda en apagar cada vez que le interesa.
Si las personas pudiésemos hacer eso, desconectarnos de la realidad cada vez que no nos
gusta, viviríamos en el modo stand-by la mayor parte del tiempo.
—¿Cómo es tu relación con tu hermano? —pregunto retomando mi conversación con Liza, que
garabatea cosas sin sentido en una hoja mientras hablamos.
—Supongo que buena. No podía ser de otro modo con Oliver.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que Oliver es perfecto —explica con fastidio—. Guapo, inteligente, carismático… Era
el capitán del equipo de fútbol y el rey del baile del instituto. Todo parece más fácil para él —
masculla con rabia contenida.
—¿Por qué crees eso?
—Porque parece que no se esfuerza por conseguir las cosas: le basta con sonreír y ya tiene un
batallón de chicas a sus pies; se lee algo una vez y lo retiene en la mente; todos parecen adorarle.
—¿Tus padres también?
—¿Bromeas? —pregunta y resopla—. Es el preferido de mi padre, tal vez porque parece un
clon suyo, y el ojito derecho de mi madre. Sobre todo, ahora que ha conseguido entrar en Harvard.
—¿Y tú qué opinas de él?
—¿Es que no escuchas? —replica de malos modos—. Es el único de casa que me hace caso y
parece que sepa que existo. ¿Cómo no lo voy a adorar?
Me desconcierta esa actitud tan brusca en ella.
—Liza, ¿ha pasado algo? ¿Estás bien?
—Yo… lo siento, es que no he dormido bien —musita desinflando su enfado en uno de sus
repentinos cambios de humor—. He vuelto a tener… esa pesadilla —añade mientras se abraza a
sí misma y agacha la mirada.
—Háblame de esa pesadilla —propongo interesada por su actitud.
—Hacía tiempo que no la tenía y anoche regresó —murmura ella con voz monocorde—. Es
como si mi cuerpo estuviese paralizado y yo escapase de él.
—¿Eso te hace sentir libre?
—No, todo lo contrario. Es una sensación asfixiante porque veo lo que me hace y no puedo
hacer nada por detenerlo. Me toca, me acaricia, me… hace daño.
Siento un sudor frío recorriendo por mi espalda al intuir lo que esconde esa pesadilla. ¿Acaso
es una manifestación de un abuso sexual que pueda haber sufrido?
—¿Quién te hace daño, Liza?
—El cuervo —susurra con voz tan bajita que casi no la oigo.
—¿Quién es el cuervo?
—Yo… no lo sé. Es una estúpida pesadilla, ¿vale? —agrega en otro arranque de ira repentino
que la hace apretar con fuerza el lápiz que sostiene y trazar con tanta violencia sobre el papel que
me sorprende que no lo haya traspasado. Después, arranca la hoja de su libreta, hace una bola de
papel y la lanza en la papelera.
Ese tipo de cambios de humor son habituales en ella. En ocasiones se muestra dulce y dócil y,
al segundo siguiente, si la presiono demasiado, es capaz de estallar en cólera y lanzarme un libro
a la cabeza. Lo sé por experiencia. Por suerte, la vez que lo hizo, tuve buenos reflejos y pude
esquivarlo. Después lloró y me pidió perdón, una disculpa sentida y sincera, pero sé que puede
volver a hacerlo en cualquier momento. Es incapaz de controlarlo.
—¿Y dices que no es la primera vez que la tienes?
—No, creo que empezó hace casi un año. Durante un tiempo la tuve casi a diario y ahora solo
aparece cuando estoy nerviosa.
—¿Sabes si te pasó algo que provocase la primera pesadilla?
—No que yo recuerde —responde y algo en su tono me hace saber que miente.
Por ahora lo dejo ahí, porque sé que, si insisto, se pondrá a la defensiva y perderé la
oportunidad de que me responda a algo sobre lo que sí quiero incidir.
—Has dicho que aparecen cuando estás nerviosa. ¿Lo estás?
—Sí.
—¿Es por la sesión que vamos a tener dentro de unos días con tu familia?
Solo puse una condición al doctor Braine para llevar el caso de Dorian y fue que intercediese
con los padres de Liza para que acudieran a una sesión de terapia familiar.
—Tal vez. No los he vuelto a ver desde que me ingresaron aquí. Supongo que estarán
decepcionados por lo que hice. Creo que se avergüenzan de mí —añade con la mirada triste.
—Estoy segura de que no es esa la razón —afirmo y espero no equivocarme—. Sabes que las
primeras semanas de internamiento los pacientes tienen las visitas restringidas y, por lo que sé, tus
padres han estado muy ocupados con su trabajo.
—Puede ser —acepta, aunque sé que lo ha dicho para que deje el tema, no porque de verdad lo
crea.
Cuando sale del despacho, voy a la papelera y recojo la bola de papel que ha tirado. Al
desplegarla, un montón de cuervos me devuelven la mirada. Algunos con las alas extendidas, otros
de perfil, comiendo, reposando sobre una rama… Una decena de esos pájaros cuyos ojos oscuros
observan acechantes a las personas.
Siento un escalofrío al verlos. En Massachusetts es un pájaro muy común, la verdad, pero
todavía tengo reciente mi encontronazo con uno de ellos en el bosque. Sin embargo, me resulta una
casualidad extraña, sobre todo, cuando mi mente retrocede hasta la fatídica noche en la que mi
madre perdió la cabeza del todo.
Sacudo la cabeza para deshacerme de aquel indeseado recuerdo y vuelvo a centrar mi atención
en el papel. Esta vez, en el símbolo que está dibujado en medio de la hoja, con un trazo insistente,
como si lo hubiese repasado una y otra vez mientras hablábamos. En principio pienso que es un
tenedor, pero luego a mi mente acude la imagen de la fuente que hay en el jardín, la de Neptuno
con su tridente. ¿Tiene alguna relación el tridente con los cuervos? La verdad es que siempre hay
alguno posado en ese elemento de la fuente. ¿Por eso los habrá relacionado Liza?
Intrigada por el tema, voy al invernadero en busca de Barton para que me enseñe los últimos
dibujos que ha hecho la adolescente para ver si me dicen algo más de su pesadilla. Al llegar, lo
encuentro en una de sus clases de arteterapia.
Como no quiero molestar, entro en silencio, pero en cuanto lo hago él clava los ojos en mí,
como si hubiese intuido mi cercanía, y me guiña un ojo que me acelera el corazón. Con un gesto
me dice que aguarde mientras termina la charla que está dando, y yo me siento en una de las sillas
a esperar. Está explicando algo sobre la perspectiva, y me quedo embobada escuchándolo. Es
locuaz y paciente, y sabe cómo motivar a sus oyentes hasta el punto de que a mí me entran ganas
de coger un pincel y ponerme a pintar con ellos.
Se le da bien. Muy bien. Tanto que me hace sospechar si no ha tenido experiencia al respecto.
También me pregunto si Dorian tiene esas mismas aptitudes para la enseñanza o es algo que ha
desarrollado Barton al estar trabajando allí. Por lo que yo sé, Dorian solo tiene una galería de
arte, pero tal vez también haya trabajado dando clases.
En cuanto termina la explicación, y sus alumnos comienzan a poner en práctica sus
indicaciones, se acerca a mí.
—¿Qué te trae por mis dominios? Nos vemos dentro de un rato, ¿no?
Le he propuesto hacer la terapia a última hora de la tarde con la esperanza de que Barton esté
más cansado y pueda tener más tiempo para hablar con Dorian. Tal vez sea una tontería, pero estoy
dispuesta a todo por lograr resultados.
—Sí, vengo por Liza. Ha tenido arteterapia a primera hora, ¿verdad?
—¿Te ha contado lo que ha pasado?
—No.
—Te iba a hablar yo sobre ello cuando nos viésemos. Ven, te lo enseñaré.
Barton me conduce hasta el almacén y luego busca entre los casilleros.
—Verás, esta semana estamos estudiando la perspectiva y les he pedido que dibujen una
habitación en la que se sientan seguros. Liza lleva varios días trabajando en esto —comenta
mientras saca un lienzo pintado totalmente de negro.
—¿Qué es?
—Hasta ayer creo que era su propia habitación. La había pintado con mucho detalle, ya sabes:
cortinas estampadas a juego con la colcha, un par de pósteres de animales en la pared… No sé,
más o menos, lo típico en una chica de su edad —añade con un encogimiento de hombros—. Hoy
al llegar ha continuado pintando y, de repente, ha cogido la pintura negra y ha comenzado a
cubrirlo todo con ella. Parecía rabiosa.
—¿Te ha dado una explicación?
—Solo me ha dicho que ya no se sentía segura en ella.
Ese comportamiento me hace volver a pensar en que Liza haya podido sufrir algún tipo de
abuso sexual y, por lo que parece, ha sido en su casa. ¿Tal vez su padre? ¿Su hermano? Debo estar
muy segura de ello antes de lanzar una acusación y para ello necesito tener más datos antes de
sacar conclusiones, y eso solo lo podré hacer con un poco más de tiempo. Sé que la terapia
familiar va a ser clave en este caso y estoy deseando que llegue el día en que la hagamos.
Por el momento…
—Gracias por la ayuda. Nos vemos luego.
Capítulo 21
Nunca he creído que sea justo juzgar a una persona a simple vista, no sin haber hablado al menos
una vez con ella, pero me basta una mirada a Larissa Seymour para saber que la detesto.
No es por el hecho de que sea una verdadera muñeca de silicona, perfecta en cada uno de sus
detalles, pues cada cual es libre de hacer lo que quiera con su cuerpo para sentirse a gusto con él,
aunque es evidente que la mujer del senador tiene esa belleza artificial que solo se consigue tras
varias —muchas— visitas al quirófano; tampoco es el hecho de que mire a todos por encima del
hombro enfundada en un traje rojo que seguro que cuesta lo mismo que mi sueldo de un mes; lo
que me ha hecho aborrecerla es que, después de más de un mes sin ver a su hija, el primer
comentario que le ha dedicado ha sido: «Tienes el pelo hecho un asco, ¿es que en este sitio no
tienen secador?». Ni si quiera le ha dado un abrazo, solo un frío beso en la mejilla que dudo
mucho que le haya rozado la piel.
—Así que usted es la hija de Bruce —comenta el senador Seymour mientras estrecha mi mano
y toma asiento—. No sé si me recordarás, pero tu padre y yo fuimos amigos.
—¿Se conocieron en Harvard?
—Oh, no. Nos conocimos antes, en…
—¿Cuánto tiempo nos va a llevar esta tontería? —interrumpe la señora Seymour mientras se
sienta tiesa en uno de los sillones que he preparado en círculo para que podamos hablar los cuatro
cara a cara—. Nuestra agenda está muy apretada.
—Ruego disculpe a mi esposa, señorita Donovan —añade el senador y le lanza a su mujer una
mirada de advertencia que al segundo siguiente se convierte en una sonrisa de anuncio cuando
vuelve a dirigir su atención hacia mí—. No sé si George le ha informado de que me presento a la
presidencia de los Estados Unidos en las elecciones del año que viene, así que estamos todos un
poco nerviosos.
—No tienes que pedir disculpas, querido —replica Larissa con un mohín—. Este lugar nos
cuesta una fortuna y se supone que es porque George sabe hacer bien su trabajo. No entiendo por
qué esta chiquilla nos tiene que molestar, debería… ¡Por Dios, Elisabeth, siéntate recta! Como
sigas encorvando tanto los hombros, te va a salir chepa.
—Entiendo que pueda parecer una chiquilla a una mujer de su edad —comento con voz neutra,
aunque por dentro no paro de repetirme que soy una profesional y que no debo coger de los pelos
a esa idiota y sacarla de mi despacho a patadas. Al menos, tengo el placer de ver su mirada
ofendida ante mis palabras—, pero le aseguro que estoy altamente capacitada en psicología
clínica, de lo contrario no estaría trabajando aquí —continúo diciendo—. ¿Su hijo Oliver no va a
venir?
—¿Acaso no tiene suficiente con molestarnos a nosotros? —bufa la mujer—. Oliver está
demasiado ocupado con sus clases para perder el tiempo. Está en Harvard, ¿sabe? —añade altiva.
Decido ignorarla y centrarme en lo importante.
—Si les he pedido que vengan es porque necesito determinar el tipo de ambiente en que está
viviendo Liza.
Omito decir que en solo cinco minutos con ellos ya me he hecho una idea de lo que tiene que
aguantar la adolescente: un padre demasiado preocupado por lo que puedan pensar de él y que
vive de cara a la galería, y una madre criticona, controladora y narcisista, que no tiene ningún
reparo en minar la autoestima de su hija. También intuyo que la terapia familiar no va a funcionar
con ellos. Larissa Seymour no tiene la suficiente empatía como para que se preste a realizar los
ejercicios de rol que tenía preparados.
Miro de reojo a Lisa. La adolescente mantiene la mirada gacha y no para de estirar la goma que
lleva en la muñeca. Es un regalo que le he hecho. Se supone que cuando tira de ella es porque está
desarrollando algún pensamiento negativo. El dolor que siente ante el latigazo producido por la
goma en su piel pretende que la ayude a desviar su atención de los malos pensamientos.
—Liza, ¿por qué no nos esperas fuera mientras comento un par de cosas con tus padres? En
cuanto te necesite, te avisaré —añado y le guiño un ojo cuando ella me dedica una mirada de
gratitud.
—El ambiente en el que vive Liza es inmejorable —asegura el senador Seymour con
contundencia en cuanto la adolescente abandona la habitación.
Está acomodado en el sillón con las manos en los reposabrazos y una pierna cruzada sobre la
otra en una postura relajada y tranquila. Eso es lo que quiere proyectar. Se nota las horas que ha
pasado modulando su voz y dominando sus gestos inconscientes, algo clave en la política.
La señora Seymour, en cambio, no tiene tantas tablas como él y se remueve nerviosa en la silla.
—Vivimos en una mansión en Beacon Hill y va a uno de los mejores colegios de Boston —dice
a la defensiva—. Tiene todo lo que puede desear: ropa y zapatos de las mejores marcas, un iPhone
de última generación, un iPad… Más de lo que se merece —añade enfadada.
—¿Qué quiere decir?
—No sé si se ha dado cuenta de que es una niña un poco rara. No le atrae nada de lo que les
gusta a las adolescentes de su edad.
—Yo diría que eso la hace interesante, no rara.
—Además, es un desastre con todo —continúa diciendo como si no me hubiese oído—. Su
pelo siempre parece un nido de pájaros, nunca consigue combinar los colores de la ropa que tiene
y se ha negado a operarse de la vista por mucho que le he insistido en que lo haga. Y, a pesar de
eso, obtiene todo lo que desea.
Eso lo dudo mucho, pero no lo digo.
—Me ha comentado que usted no la deja montar a caballo ni pintar, que son dos de sus
aficiones preferidas.
El senador mira con un atisbo de sorpresa a su mujer.
—Los caballos son peligrosos y huelen mal —aduce la mujer con gesto de desagrado—. Y, en
cuanto a la pintura, siempre acababa con alguna mancha en la ropa y se le impregnaba ese
asqueroso olor a aguarrás en la piel. —Son excusas tan endebles que ella misma se da cuenta de
que no se sostienen. Simplemente, esa mujer disfruta controlando a su hija y pretende amoldarla a
su imagen. Sus siguientes palabras así lo demuestran.
»He intentado que venga conmigo al club de tenis. Mi amiga Jaqueline Rushmore y su
encantadora hija Barbara juegan al tenis juntas, y me encantaría hacer algún partido de dobles con
ellas.
—¿Barbara Rushmore no es la chica que molesta a Liza en el colegio? —inquiero sorprendida.
—Oh, eso son las disputas típicas de adolescentes —responde la mujer restándole importancia
—. Si Elizabeth pusiese de su parte y se comportase de un modo más normal, si dejase de ser tan
rara, no se meterían con ella —concluye.
Con esa afirmación no solo ha restado importancia a un posible caso de acoso escolar, sino que
además ha culpado a su propia hija, la víctima, de provocarlo y merecerlo. Desde luego, está muy
lejos de ganar el premio a la madre de año.
—Pero ustedes comentaron cuando la ingresaron que su intento de suicidio fue debido al
bullying que estaba sufriendo —señalo confusa.
—Sí, pero no de Bárbara. Toda la culpa es de esa chica latina, Pamela Méndez. Creo que se
juntó con mi hija por puro interés, por escalar socialmente —responde la mujer—. Y, cuando
prohibimos a Elizabeth que fuese con ella, esa… niñata comenzó a difundir rumores sobre nuestra
familia.
—¿Qué rumores?
—Mentiras que no pensamos alimentar —contesta el senador de forma tajante—. Lo importante
es que nos hemos asegurado de que esos rumores no se hagan públicos. —Descarta el tema con un
ademán y me observa con impaciencia—. Mire, si el problema es que Elizabeth necesita pintar y
montar a caballo para desahogarse, podemos ser más permisivos. —Levanta una mano al ver que
su esposa tiene la intención de replicar para que guarde silencio, y la mujer lo obedece en el acto
—. Incluso hemos encontrado una escuela para ella en la que creemos que estará más cómoda. Se
trata de uno de los internados más prestigiosos del país.
Tal vez eso sea positivo para Liza, salir de la influencia nociva de su madre, aunque sin perder
el vínculo con su familia, y eso es algo en lo que todavía no hemos profundizado.
—Su mujer ha comentado que va al club de tenis, ¿usted comparte alguna afición en familia? —
pregunto al senador.
—Oliver y yo salimos a navegar un fin de semana al mes, pero es algo que hacemos los chicos
para hablar de nuestras cosas de hombres, ya sabe cómo funciona —responde él con tono
condescendiente.
«No, no tengo ni idea de cómo funciona», le quiero replicar, pero opto por una vía más
diplomática.
—Está muy bien que preste atención a su hijo, senador Seymour, siempre y cuando le dedique
el mismo tiempo a su hija. ¿Lo hace?
Veo que el hombre descruza las piernas y deja a un lado su postura indolente para mirarme con
el ceño fruncido.
—Cubrimos todas sus necesidades —insiste la señora Seymour.
—Puede que las materiales sí, pero no las emocionales.
—Usted no puede saber…
—¿Cuándo fue la última vez que hablaron con Liza? —pregunto antes de que la mujer se lance
en una perorata llena de excusas.
—Lo acabamos de hacer al entrar —responde el senador.
—No, me refiero a sentarse juntos y hablar de verdad. A que le den una oportunidad de que les
cuente cómo le ha ido el día, de si le gusta algún chico, de si algo la preocupa. No sé si saben que
la desatención emocional también se considera una forma de abuso infantil a nivel psicológico.
En cuanto lo digo, me arrepiento. La palabra «abuso» siempre pone a los padres a la defensiva
y las posibilidades de llegar a un entendimiento se reducen.
La única reacción del señor Seymour es un leve endurecimiento en la mirada, señal de que lo
he molestado un poco. Su mujer, en cambio, es mucho más explícita.
—¿Acaso nos está acusando de abuso? —inquiere levantándose del sillón mientras me mira
con furia.
No sé por qué razón, en mi mente la visualizo como a la Reina de Corazones de Alicia en el
país de las maravillas. Solo falta que chille: «¡Que le corten la cabeza!». Aunque, a decir verdad,
en físico no se le parece demasiado. Larissa es más del tipo Cruella de Vil, pero en rubio.
—No les acuso de nada, solo digo que…
—¡Esto es increíble! Hemos venido aquí de buena fe para tratar de ayudar a nuestra hija —
asegura con tono victimista, como si le tuvieran que poner un monumento por aparecer—, y lo
único que ha hecho desde que llegamos es faltarnos al respeto —añade muy digna.
—Yo no he hecho tal cosa —murmuro con voz suave en un último intento por aplacarla, aunque
tampoco me esfuerzo demasiado.
—No la vamos a escuchar más. Nos vamos de aquí —masculla mientras coge su Luis Vuitton
con un gesto brusco.
»Esto no va a quedar así, ¿me oye? —amenaza antes de salir de mi despacho seguida de su
esposo, que me dedica una última mirada de frialdad.
Me asomo a la puerta, donde Liza permanece en una de las sillas que hay en el pasillo,
observando a sus padres, desconcertada, mientras se alejan en la otra dirección.
Se han ido tan indignados que ni siquiera se han despedido de ella.
La adolescente me mira y se encoge de hombros, como si no le importase nada. Pero sí
importa.
Me acerco a ella en silencio. Ha golpeado tantas veces su piel con la goma que tiene la zona
muy enrojecida y, aun así, no deja de hacerlo.
—El objetivo de esa goma es alejar los pensamientos negativos, no el de autolesionarte con
ella —observo y detengo su movimiento.
—El dolor me hace sentir mejor —confiesa Liza.
Intuyo que si tuviese acceso a una cuchilla, ahora estaría cortando su propia piel.
—Nada de lo que ha pasado ahí dentro es culpa tuya. Lo sabes, ¿verdad? —susurro
poniéndome de cuclillas frente a ella para quedar a su nivel. Ella se encoge de hombros rehuyendo
mi mirada. Le cojo las manos y la obligo a mirarme—. No es culpa tuya —repito con voz firme.
Ella termina asintiendo, aunque con un gesto dubitativo. Tengo que trabajar para conseguir que
ella misma se lo crea.
Capítulo 23
Si hay algo más difícil que hacer la terapia con Dorian es tener que contestar a sus preguntas.
—¿Quién es la persona a la que más odias en el mundo?
—La persona a la que más odio en el mundo es a mi madre.
Creo que es la primera vez que digo esto en voz alta y tengo sentimientos encontrados. Por una
parte, noto cierto alivio por atreverme a exteriorizarlo, por otra, siento miedo de lo que pueda
pensar Dorian de mí.
Vamos progresando despacio, pero estoy consiguiendo resultados, que es lo que el doctor
Braine quería. Con nuestro pequeño juego, seguimos buceando en el pasado de cada uno,
explorando recuerdos que decidimos enterrar. Todavía no hemos llegado al accidente, que es el
punto crítico que Dorian tiene que superar, pero estoy logrando que confíe en mí, algo que sé que
no es fácil en él.
—¿Estás segura?
—Claro —me apresuro a responder—. Asesinó a mi padre.
«¿Qué hay peor que eso?», pienso ofuscada.
—¿Qué fue de ella? —pregunta Dorian asumiendo mi rol.
—Está cumpliendo su condena en el MCI-Framingham[v]. Y antes de que lo preguntes, sí, fui a
visitarla hace unas semanas, pero no pude ni emitir una palabra. Solo la tuve unos segundos ante
mí y la sensación de asfixia fue tan intensa que tuve que salir corriendo de allí.
Dorian me mira con fijeza mientras se muerde el interior de la mejilla. Es un gesto suyo, solo
suyo, que hace cuando se queda pensativo. Barton no lo comparte.
Es curioso, pero, día a día, descubro pequeños detalles en él que no he apreciado en su otra
personalidad.
La mente humana es tan compleja que nunca deja de sorprenderme. Que una pequeña parte del
cerebro, donde ahora se sabe que es la responsable de gestionar la personalidad de un individuo,
sea capaz de crear diferentes identidades que pueden llegar a ser incluso de diferente género, raza
o edad, es fascinante. Terrorífico y fascinante.
El caso de Dorian es pueril en comparación con otros como el de Kim Noble, por eso creo que
la teoría del doctor Braine de que es posible llegar a una integración entre Dorian y Barton es más
que plausible.
—¿Era una mala madre?
La pregunta me coge por sorpresa.
—¿Perdón?
—Reformularé la pregunta: ¿crees que soy una mala persona?
—No —respondo sin dudar.
Dorian es complejo, rudo a veces, pero no creo que sea una mala persona. Guarda mucho dolor
en su interior y eso lo ha vuelto introvertido y huraño, pero no es perverso.
Él me mira durante unos segundos en silencio. Creo que mi respuesta tan tajante lo ha
descolocado un poco.
—¿Y si te dijera que maté a mi abuelo?
El estómago se me contrae ante su mirada acerada. Me está probando, lo sé. ¿Verdad? Debe de
ser un farol…, ¿o no?
—¿Lo hiciste? —consigo decir y me siento orgullosa conmigo misma al preguntarlo sin que mi
voz tiemble como lo está haciendo mi cuerpo.
—Cuando hacía buen tiempo, mi abuelo solía pescar en el lago —empezó a relatar Dorian sin
desviar la mirada de la mía—. Después de comer, se sentaba en el extremo del embarcadero con
su caña y pasaba allí el tiempo hasta que anochecía. Nunca pescó nada, pero sí vació muchas
botellas de whisky. De hecho, solía beber hasta perder el conocimiento —agrega con una mueca
—. Yo preparaba la cena e iba a buscarlo. La mayoría de las veces tenía que ayudarlo a llegar
hasta la casa. ¿Crees que me lo agradecía? Nunca. Incluso me llevé algún golpe en el proceso
porque cuando estaba borracho se ponía muy violento. Un día me azotó con el cinturón porque no
quedaba yogur del que a él le gustaba —menciona con el rostro inexpresivo—. Tenía quince años:
iba al instituto, ayudaba en la granja, hacía la compra, cocinaba… Y me dio una paliza porque
olvidé comprar sus yogures. —Siento un impulso casi incontrolable de salvar los dos metros que
nos separan y abrazarlo, tocarlo de alguna manera, aunque sea un pequeño roce de la mano, pero
me contengo. No porque no sea profesional, pues hemos cruzado ese límite hace tiempo. Sino
porque sé que él lo tomaría como una muestra de compasión y se pondría a la defensiva. Así que
me reprimo, continúo en silencio y dejo que siga con su historia.
»Un día salí de casa para avisarle de que la cena estaba preparada. Empezaba a anochecer y,
como siempre, vi su figura al final del embarcadero. Aunque estaba a cierta distancia, por la
forma en la que estaba recostado en la tumbona, sabía que se había vuelto a quedar dormido o
inconsciente. De repente, lo vi caer hacia un lado y precipitarse al agua. Me acerqué corriendo
porque sabía que, en su estado, no podría salir del lago solo. Sin embargo, al llegar hasta allí, me
quedé paralizado. No fui capaz de tirarme a salvarlo. Lo observé mientras se hundía y no hice
nada para ayudarlo, dejé que se ahogara —confiesa en un murmullo sin apartar ni un segundo la
mirada de mí, como si buscase algún signo de condena en mi rostro—. Y ahora, dime, Alice —
musita y mi nombre en sus labios suena tan íntimo que me estremece—, ¿crees que soy un mal
hombre?
Llevo semanas escuchando las vejaciones y abusos que Dorian sufría a manos de su abuelo:
golpes, insultos, palizas con el cinturón… He visto las cicatrices que tiene en la espalda.
—No, no creo que lo seas —y lo afirmo con la misma seguridad que he mostrado antes de
haber escuchado su historia.
Suelta el aire, como si hubiese estado conteniendo el aliento a la espera de mi respuesta. Me
mira perplejo, tal vez porque había esperado algún tipo de condena que no ha recibido de mis
labios.
—Porque no crees que un hecho aislado determine la naturaleza de una persona, ¿verdad? —
prosigue después de unos segundos.
—Exacto —respondo con reticencia ya que intuyo a dónde quiere llegar.
—¿Tu madre era una mala persona? ¿Te maltrataba?
Rememoro el día que me recogió del colegio a rastras y nos encerró en casa; la noche en que
me sacó de la cama y me desnudó, y otros ejemplos parecidos que me vienen a la mente en el
último año antes del asesinato y abro la boca para decir: «Sí».
Entonces, millones de imágenes inundan mi mente: ella sonriéndome con paciencia al escuchar
cómo le cuento mi día en el cole; ella tarareando una canción mientras me baña en la bañera; ella
besando mis mejillas entre risas sin ninguna razón; ella preparando una tarta de cumpleaños,
aunque no se le daba bien la cocina; ella susurrándome al oído: «Te quiero, bichito»…
Ella, mi madre.
¿Era una mala persona? ¿Me maltrataba?
—No era mala —reconozco más para mí misma que en respuesta a su pregunta—, creo que
estaba enferma.
—¿Crees?
—Bueno, sé que estaba enferma. Según me ha contado mi tía, era… es —me corrijo porque
debo dejar de pensar en ella como si hubiese muerto— esquizofrénica.
—¿Según te ha contado? ¡Eres una comecocos! ¿Me estás diciendo que nunca has sentido
curiosidad por su caso? ¿Que no has intentado averiguar qué le provocó el brote psicótico que la
llevó a asesinar a tu padre?
Me avergüenza reconocer que no he intentado indagar sobre lo que pasó. No sé qué tipo de
traumas arrastraba mi madre o si fue un hecho fortuito y aislado fruto de una paranoia porque, tal
vez, en el fondo siempre he intuido que había algo que se me escapaba en aquella historia.
Durante mucho tiempo he convivido con el odio porque es más fácil que hacer frente a la
verdad. La cuestión es que no conozco la verdad y tal vez ya va siendo hora de que la averigüe.
—¿Qué me dices de tu hermana?
La pregunta me coge tan desprevenida que tardo unos segundos en reaccionar.
—No te he contado nada de ella.
—Exacto. Casi no la has nombrado, solo de refilón. ¿Cómo era vuestra relación?
—Estábamos muy unidas —es lo único que consigo decir.
—¿Qué sientes por ella?
—Karen… se escapó de casa —respondo con voz apagada.
—No has contestado a mi pregunta. ¿Qué sientes por ella?
—La quería.
—¿Pero?
—Me abandonó —sentencio con un nudo en el estómago—. Me dejó sola con mi madre. Karen
era la única capaz de calmarla, la que mantenía unida a la familia, y se fue.
Algo destella en los ojos de Dorian, un atisbo de ternura, como si mi declaración lo hubiese
conmovido de alguna manera, pero un segundo después desaparece por un brillo de implacable
determinación.
—¿Qué sientes por ella?
Me está apretando hasta el límite. Como artista es bueno, pero como psicólogo creo que es
incluso mejor que yo. Y sé a dónde quiere llegar.
—Esa no es la pregunta —respondo desafiante—. Vuelve a hacerme la pregunta de antes.
—¿Quién es la persona a la que más has odiado en el mundo?
—Karen —contesto con rabia, una rabia que llevo años reprimiendo hasta el punto de que no
sabía ni que existía en mí—. Odio a mi hermana por irse sin mirar atrás.
Con todo, en el fondo no la puedo culpar de ello porque yo tampoco he empezado a hacerlo
hasta ahora.
Y es que, a veces, es necesario mirar hacia atrás para poder seguir avanzando.
Capítulo 24
Cada vez que el doctor Braine me hace llamar a su despacho, me siento como una adolescente a
la que el director de su instituto la aguarda para soltarle un rapapolvo.
—He recibido una queja de ti. —Arqueo una ceja porque me parece de mala educación poner
los ojos en blanco. Solo hay una persona que haya podido hacer algo así.
»Larissa Seymour —continúa diciendo George con lo que confirma mis sospechas—. Cree que
no tienes la suficiente experiencia como para tratar a su hija. Además, dice que cuando se
reunieron contigo fuiste condescendiente y grosera.
«¿Yo?», bufo en mi interior.
—¿Puedo hablar con libertad sobre esa mujer?
—Por favor.
—Es tóxica. Es una arpía amargada que enmascara sus propias inseguridades a base de minar
la autoestima de su hija.
—Pero es la madre de Elizabeth.
Es un hecho indiscutible, aunque no se merezca ser la madre de nadie.
—Hay algo más —murmuro y dudo a la hora de enfocar mi preocupación, porque no sé cómo
se va a tomar el tema—. Liza sufre una pesadilla. Por los detalles que me ha contado, me hace
sospechar que sea algún reflejo de un abuso sexual que pueda haber sufrido en su seno familiar.
Veo que el rostro de Braine se oscurece.
—¿Estás segura?
—No —reconozco con sinceridad—, es solo una corazonada.
—Conozco a Horace Seymour desde hace años, lo considero uno de mis mejores amigos —
afirma el doctor con los ojos entrecerrados—. Es una acusación muy grave como para que nos
dejemos guiar por una corazonada —continúa diciendo con dureza, y yo bajo la cabeza—, pero
tampoco es algo que se pueda obviar. —Esa última afirmación hace que levante la vista de golpe,
con cierto asombro. Sabía a lo que me arriesgaba al contarle mis sospechas. Las buenas
intenciones muchas veces se ven mermadas por los intereses y, en el caso del senador Seymour,
estamos hablando de intereses personales, políticos y económicos.
»Profundiza en esas pesadillas y mantenme informado al respecto —indica y detecto
preocupación en su mirada—. ¿Le has hablado a Mason sobre tus sospechas?
—Todavía no. Antes quería hablarlo contigo.
—No lo comentes con él. Es un tema demasiado delicado, así que, cuantas menos personas
estén al tanto, mejor. Y hablando de temas delicados… ¿Cómo va la terapia con Dorian?
Esperaba ese cambio de tema. Cada jueves me reúno con el doctor Braine para hablarle de mis
progresos con su sobrino y le hago un breve resumen de mis avances. Reconozco que estoy
omitiendo muchos detalles y es que hay cosas que nos contamos en un plano personal que creo que
deben quedar fuera de mis informes.
—Vamos progresando. Continúo necesitando un estímulo auditivo para hacerle emerger, pero
lo veo más predispuesto a colaborar y se muestra más abierto. —«Siempre y cuando yo responda
a sus preguntas antes», omito decir.
»Si me das permiso, me gustaría dar un paso más en la terapia —agrego con tono cauteloso.
—¿El qué?
—Me gustaría llevarlo a Cape Cod y visitar los lugares con los que estuvo con su familia por
última vez, a ver si consigo el estímulo suficiente para que Dorian se manifieste.
—Me parece muy buena idea —concede George, y me sorprende que no haya puesto ninguna
objeción—. Mañana es viernes, te doy permiso para que te cojas el día entero y lo dediques
exclusivamente a Dorian. Hablaré con Mason y le diré que estás haciendo un recado para mí para
que no sospeche nada. —Nos pasamos un par de minutos hablando de los detalles y luego veo que
me mira de forma inquisitiva.
»¿Hay algo más de lo que quieras hablarme?
—¿Cómo puedo conseguir el expediente médico de mi madre?
El doctor Braine me mira durante unos segundos en silencio y luego esboza una mueca.
—Empezaba a pensar que no eras humana —comenta mientras abre uno de los cajones de su
escritorio y saca una carpeta—. Lo tengo en mi cajón desde que aceptaste el trabajo porque pensé
que sentirías curiosidad por verlo, pero al no comentar nada no quise presionarte. Imagino que es
un tema muy delicado para ti. —Yo me quedo parada frente al escritorio, miro la carpeta y
después a él. Luego me muerdo el labio, sin atreverme a dar el paso.
»¿Qué quieres saber? —pregunta mientras hace un gesto hacia uno de los sillones para que me
siente.
Es justo el empujón que necesito.
—Supongo que todo. No recuerdo muy bien aquella época, y tía Emma no me ha contado nada,
tal vez porque nunca he dado muestras de querer saber lo que ocurrió —añado, para ser justa,
porque supongo que, si le hubiese preguntado, me habría hablado de ello—. Solo sé que mi madre
era esquizofrénica y entiendo que tuvo un brote psicótico cuando asesinó a mi padre.
—Como ya sabes, tu padre hizo las prácticas de doctorado aquí, en Braine House —explica
George—. Por aquel entonces, Calista estaba ingresada tras haber sufrido un primer episodio
psicótico y se le diagnosticó esquizofrenia paranoide. Cuando tu padre la vio… fue un flechazo.
Calista era una mujer muy hermosa. Además, poseía un halo de dulzura y un magnetismo muy
potente.
»Tu madre se recuperó bien y era responsable a la hora de tomar sus medicinas, así que pudo
retomar su vida con un control cada cierto tiempo —relata el doctor—. Como te he comentado, se
enamoraron casi al instante. Después de eso, no tardaron en casarse y os tuvieron a Karen y a ti.
—¿Ellos… eran felices?
—Nunca se sabe lo que hay dentro de un matrimonio cuando lo ves desde fuera, pero, si tuviera
que responder con mi opinión, diría que sí.
—¿Qué pasó?
—Algo cambió, no sé decirte qué. Después de la muerte de tu abuelo, el padre de tu madre,
creo que ella sufrió una recaída. Cada vez estaba más nerviosa y comenzó con sus paranoias. Un
día tu padre llegó del trabajo y se encontró con que se había encerrado en la casa contigo. Decía
algo así como que los cuervos iban tras vosotras, y tú no parabas de llorar.
Lo recuerdo. Aquel fue el día en que mi madre me recogió del colegio y me llevó a rastras a
casa.
—Le recomendé que la volviera a internar en Braine House. Por aquel entonces, tu padre ya
era un miembro fijo en nuestra plantilla. Sin embargo, él decidió mantenerla en casa y lo que hizo
fue abrir un gabinete privado allí para continuar tratando a sus pacientes. Parecía que estaba
progresando y, luego, ocurrió lo que nadie esperaba.
—Mi hermana se escapó de casa —adivino.
Veo que el doctor se remueve incómodo en la silla. Parece como si quisiera decir algo, pero
termina por asentir.
—Creo que eso fue el detonante que llevó a tu madre a romper con la realidad —susurra al fin.
Le doy las gracias y salgo de allí mientras un nombre da vueltas en mi cabeza, reavivando un
montón de emociones encontradas.
Karen.
Karen fue la culpable de todo.
Capítulo 25
Abro los ojos y, por un instante, el sol me deslumbra. Me reincorporo y oteo a mi alrededor.
Estoy en la playa, una que me es muy familiar. Si miro hacia atrás, cruzando el bulevar, sé que
veré mi casa.
A mi lado aparece mi madre. Es curioso, hace un momento no había nadie.
—Mira qué guijarro más bonito he encontrado —me dice mientras me muestra una preciosa
piedra negra—. ¿Me ayudas a buscar más? —pregunta mientras me tiende la mano. La miro. La
devoro con los ojos. Es tan guapa que parece una reina y tiene que serlo puesto que mi padre dice
que yo soy una princesa. Asiento y tomo su mano entusiasmada mientras me levanto.
»Karen, ¿vienes con nosotras? —pregunta mi madre por encima de mi cabeza.
Solo entonces me percato de que no estamos solas, mi hermana está con nosotras. Su cabello
rubio reluce con los primeros rayos de sol.
Ella no contesta. Está inmersa en algo que está escribiendo en su diario mientras tararea una de
sus canciones favoritas: Smells like a teen spirit de Nirvana. Últimamente no se separa de esa
libreta roja. Así que mi madre y yo nos encogemos de hombros y nos vamos solas.
Durante unos minutos, las dos paseamos descalzas por la orilla en busca de nuestros
particulares tesoros, mientras las olas juegan a atraparnos los pies.
En un momento dado, levanto la mirada y veo una sombra en el horizonte que se acerca hacia
nosotras. Por un instante, me estremezco asustada al contemplarla, pero de pronto reconozco la
figura de mi padre.
Él llega hasta nosotras con un trote firme. Si mi madre es una reina, mi padre es un verdadero
rey, tan apuesto y con esa aura de seguridad que me hace sentir siempre a salvo. En cuanto nos
alcanza, besa a mi madre hasta hacerla sonrojar y luego me coge en brazos y me hace girar en el
aire.
Giro, giro y giro, y no puedo dejar de reír. Cierro los ojos y me siento volar. Y, cuando los
vuelvo a abrir, no encuentro ante mí el rostro sonriente de mi padre, sino el de un cuervo de ojos
negros.
Grito, aterrorizada, mientras me revuelvo entre sus brazos, que pronto se convierten en alas que
se ciernen amenazantes sobre mí. Miro a mi alrededor en busca de mi madre, pero no la veo por
ningún sitio. Mi hermana aparece de pronto a mi lado, me coge de la mano y me arrastra lejos de
él.
Un instante después, me suelta y se me queda mirando con seriedad.
—Búscame en el País de las Maravillas —susurra en mi oído.
Luego, se gira y se adentra en el agua. La llamo, grito hasta perder la voz, pero ella no me oye y
sigue avanzando paso a paso, hasta que desaparece mar adentro.
Oigo un gruñido y me giro. Aquel monstruo está a punto de alcanzarme.
Entonces, mi madre aparece de la nada blandiendo un cuchillo cuyo filo acerado resplandece al
sol.
—Tu padre es un cuervo. Tenemos que matarlo —sentencia y entierra la hoja en su pecho una y
otra vez.
Me incorporo en la cama de golpe con el corazón desbocado, la piel perlada por el sudor y la
voz de mi madre resonando en mi mente.
Ha sido una pesadilla, pero tan vívida que siento las mejillas mojadas por las lágrimas que he
derramado mientras dormía y que continúan resbalando por mi rostro.
Sabía que si abría la puerta a los recuerdos volverían las pesadillas y ahora comprendo mejor
lo que trataba de explicarme Dorian: «Te meterás en la cama y dormirás profundamente con la
mente tranquila, mientras nosotros tendremos que lidiar con los monstruos que nos has obligado a
invocar». Compartiendo mis recuerdos, él me ha obligado a invocar a mis monstruos.
Maldito Dorian.
Con todo, ahora que he rememorado el pasado, soy incapaz de dejar de pensar en él.
Es curioso, cuando le hablé de aquel día, no recordaba el nombre de la canción que tarareaba
mi hermana, sin embargo, en el sueño lo he vuelto a rememorar. Es fascinante cómo la mente
puede rescatar recuerdos que de forma consciente no conseguimos evocar.
Eso me trae a la mente un detalle del sueño, algo que mi hermana me ha susurrado al oído:
«Búscame en el País de las Maravillas».
¿Es fruto del sueño o es en realidad un recuerdo olvidado? Y, de ser un recuerdo real, ¿qué
puede significar?
Solo tengo una forma de averiguarlo.
Me levanto de la cama y salgo de mi habitación hasta detenerme en la puerta que hay frente a la
mía. Por un segundo, apoyo la frente en la tibia superficie de madera para coger fuerzas; después,
inspiro hondo y la abro.
Se nota que la habitación no ha sido aireada por el olor que abofetea mi olfato al entrar, el
mismo que tenía la casa la primera vez que entré después de tanto tiempo.
Lo primero que hago es encender la luz. Lo segundo, abrir la ventana para que la fría brisa
nocturna borre ese peculiar aroma a clausura.
Paseo la mirada por la habitación y observo todo con atención mientras rememoro cada
pequeño detalle: las paredes pintadas de lavanda con varios pósteres de Nirvana, Pearl Jam y
Soundgarden, cuyo vocalista, Chris Cornell, ocupa un lugar de honor justo encima de la cabecera
de la cama. Eso me hace recordar que Karen estaba loca por él. También hay uno al lado de su
mesa de Expediente X y su mítica frase: «La verdad está ahí fuera».
Sobre el escritorio veo un par de ejemplares de Tiger beat, una de esas revistas de
adolescentes. En una aparece en portada una foto de los protagonistas de Beverly Hills - 90210,
una serie que tenía enganchada a Karen y supongo que a la mayoría de las chicas de su edad y, en
la otra, el rostro imberbe de un jovencísimo Leonardo di Caprio.
El armario está lleno de su ropa, sus libros del instituto, sus CD de música… Aquella
habitación es como un baúl de los recuerdos. Todo se conserva intacto, tal y como Karen lo dejó
antes de irse.
Y eso suscita una gran incógnita en mi mente: ¿por qué se fue dejando todo esto atrás? Entiendo
que no se pudiese llevar todo, pero no se hubiese marchado por voluntad propia sin su discman y
su CD de Nirvana.
«Búscame en el País de las Maravillas».
¿Qué demonios significa?
Para poder llegar al fondo de esto todavía tengo otra puerta por abrir y allí voy antes de que el
temor venza mi resolución y me haga cambiar de idea. Así que salgo de allí y me dirijo a la
habitación de mis padres.
Esta vez no me detengo y abro sin pensar. Si en la habitación de Karen olía a cerrado, allí hay
un sutil hedor a muerte. O tal vez solo sea mi cerebro autosugestionado, no lo sé, pero al dar el
primer paso hacia el interior tengo que reprimir las ganas de vomitar. Sobre todo, cuando al
encender la luz, descubro el cuervo pintado en la pared con las alas extendidas.
Mi mente retrocede sin querer a aquella noche y me sumerjo en los recuerdos.
Un sonido me despierta. Un timbre repetitivo y molesto. Un teléfono. A mi alrededor todo es
oscuridad, al parecer, todavía es de noche. Algo grave ha tenido que suceder para que alguien
llame a casa a estas horas. Tal vez alguna noticia de Karen. Lleva cinco días sin venir a casa y no
sé dónde ha ido. Antes de irse, vino a mi habitación a despedirse, pero no recuerdo lo que me
dijo. Tenía demasiado sueño para prestarle atención. Sé que dijo algo sobre papá que me dejó
intranquila. Tal vez discutiera con él.
Mamá se puso muy nerviosa el primer día de su desaparición y ahora parece una muñeca rota,
como si le hubieran arrancado el corazón.
Karen también llevaba unos días un poco rara, parecía afligida y estaba muy callada.
Le he preguntado a papá por ella, y me ha dicho que no me preocupe, que pronto regresará,
aunque no ha entrado en detalles. ¿Cómo no me voy a preocupar? Es mi hermana. Sobre todo,
cuando sé que no me están contando lo que realmente pasa.
Abro la puerta una rendija, lo suficiente para espiar sin que me descubran, y lo hago justo para
ver a mi padre descendiendo las escaleras con premura para responder a la llamada. A los pocos
segundos, mi madre baja tras él con cautela, como si no quisiese que él se enterase de que lo
estaba siguiendo.
Estoy tentada a hacerlo yo también, pero no me atrevo, así que aguardo a ver lo que sucede. Un
par de minutos después, mi padre vuelve a subir. Parece abatido. Mi madre le sigue de cerca, con
el mismo sigilo, pero en esta ocasión parece acecharlo, como si estuviese esperando una
oportunidad para… No sé.
Y, de pronto, lo veo: un cuchillo. Lleva un cuchillo en la mano, de esos que tengo prohibido
tocar porque son muy grandes y afilados.
Dejo escapar un jadeo asustado, y ella debe de escucharlo porque se gira hacia a mí y se lleva
un dedo a los labios:
—Tu padre es un cuervo. Tenemos que matarlo —susurra con voz pausada y tranquila, como si
no acabase de decir una barbaridad.
Abro los ojos de par en par, aterrorizada, pero antes de que pueda reaccionar, ella alza la mano
que blande el cuchillo. Por un instante creo que me lo va a clavar a mí, sin embargo, se gira y
entra en su habitación como alma que lleva el diablo.
Entonces, oigo a mi padre gritar.
Me escabullo corriendo escalera abajo y llamo a emergencias. Es algo que Karen me enseñó a
hacer el año pasado, cuando mi madre empezó a hacer cosas raras. Doy los datos de la casa y
cuelgo. Me han dicho que espere al lado de la puerta o que salga al exterior, a casa de un vecino,
si creo estar en peligro. Sin embargo, lo que hago es ir hasta los pies de la escalera y mirar hacia
arriba mientras agudizo el oído.
Lo que menos quiero es subir, pero empiezo a hacerlo, escalón a escalón, hacia el piso de
arriba. Mi mente grita que me detenga, pero mi cuerpo continúa avanzando, como en trance.
Llego al descansillo, miro hacia la puerta que hay al final del corredor y ando hacia ella hasta
entrar en la habitación. Llego justo en el instante en el que mi madre saca el filo del estómago de
mi padre, con tanta energía que la sangre emerge de él y salpica a su alrededor. Me salpica a mí,
que estoy a un par de metros de distancia. No sé cuántas veces lo habrá hecho, pero hay sangre por
todas partes.
Noto unas gotas húmedas en mi mejilla, las recojo con los dedos y me quedo mirando las
yemas teñidas de escarlata.
Debería estar gritando.
Debería estar histérica.
Sin embargo, no puedo reaccionar.
No siento nada.
Mi madre se gira hacia mí. Tiene el rostro lleno de sangre y sus ojos grises me miran
desorbitados.
—Mírame, Alice. Lo he matado. He matado a un cuervo —dice con orgullo. La veo ponerse en
pie encima del colchón y, con las manos empapadas de rojo, comienza a dibujar un pájaro en la
pared mientras tararea una canción que habla de cuervos. De repente, vuelve a clavar los ojos en
mí y esboza una sonrisa que me estremece—. ¿Quieres ayudarme a pintar?
Un timbre me trae de vuelta a la realidad con un susto que me hace dar un respingo. Me doy
cuenta de que es el despertador que tengo programado en el móvil. Genial. Es la hora de empezar
el día y casi no he dormido.
Vuelvo a echar una mirada distraída por la habitación antes de apagar la luz, pero la vuelvo a
encender cuando mi cerebro procesa una imagen que he visto.
Me acerco a la cabecera de la cama, al dibujo que hay en la pared, y me percato de que hay
algo que me resulta familiar. En un primer momento, me habían parecido líneas trazadas al azar,
pero luego me doy cuenta de que es un símbolo integrado en el dibujo. Y no cualquier símbolo: es
un tridente.
Capítulo 26
El sol se está poniendo por el horizonte, sobre el mar, creando una estela de tonalidades
anaranjadas que ni el más diestro pintor podría emular con tanta belleza.
—Creo que me estás dando señales contradictorias.
La voz de Barton me sobresalta. Estaba tan abstraída contemplando el atardecer que me he
olvidado de su presencia. Lo miro de reojo. Está sentado a mi lado, sobre el capó de mi pequeño
Beetle, y me observa con fijeza.
—¿Qué quieres decir?
—Dices que no quieres una cita conmigo, pero me propones que faltemos al trabajo para pasar
el día en uno de los lugares más románticos de Massachusetts.
—Estamos en una playa frecuentada por familias con niños —protesto con una risita—. No es
romántico —afirmo, aunque en estos momentos, con el sol cayendo como telón de fondo, sí que
tiene un puntito novelesco— y no es una cita —agrego para que no se haga una idea equivocada
—. Simplemente necesitaba desconectar por un día y, como siempre vas en busca de inspiración,
pensé que te gustaría acompañarme.
No le puedo decir que lo he llevado a Cape Cod porque es el mismo lugar donde estuvo con su
exmujer y su hijo antes del accidente para ver si Dorian hace acto de presencia al estar en un
entorno que debe de estar cargado de emoción para él. Braine me ha dicho que iban a aquel rincón
de la playa cada cuatro de julio como una especie de tradición familiar. Pese a eso, el
experimento no ha funcionado: Dorian permanece dormido.
Lo más curioso es que le estoy echando de menos. Barton es divertido, sexi e interesante, pero
Dorian es… Dorian. Tiene una intensidad emocional que me resulta fascinante y, después de tantas
sesiones compartiendo los secretos más recónditos de mi interior con él y escuchando los suyos,
se ha establecido una conexión entre nosotros que me resulta imposible obviar.
Estoy intentando que Dorian emerja sin necesidad de estímulos auditivos o hipnóticos, pero no
hay manera y, llegados a este punto, ya me he dado por vencida.
De repente, siento el brazo de Barton rodear mi cintura y me revuelvo para evitar su contacto.
—Está anocheciendo y parece que se acerca una tormenta, creo que ya es hora de que
volvamos.
Tal vez he sonado un poco borde, pues Barton tensa los labios y nos metemos en el coche en un
incómodo silencio. Pongo la radio y tomo la autopista US-6 para salir de la península. Para
cuando cogemos el desvío hacia la MA-3, que nos lleva rumbo a Hingham, ya es noche cerrada.
En ese punto, los dos estamos cantando a pleno pulmón How to save a life del grupo The Fray.
Siempre he pensado que no hay nada como la música para distender la tensión.
—No puedo continuar callándome esto —dice de repente Barton y contengo la respiración ante
la seriedad con la que me observa—. He intentado guardármelo para mí, dado que insistes en
dejar a un lado los temas personales, pero no puedo seguir ocultándotelo. Creo que… cantas fatal.
Suelto el aire de mis pulmones de golpe. Por un momento, he temido que me iba a soltar alguna
declaración de amor. Le echo una mirada de reojo. Intento mostrarme ofendida, pero siento
demasiado alivio para lograrlo, aunque él se esté carcajeando de mí sin pudor.
Abro la boca para espetarle algo que lo ponga en su sitio, pero la cierro de golpe cuando
detecto unas luces en el espejo retrovisor. Las reconozco al instante: son las de mi acosador. Su
forma, como dos ojos brillantes, es inconfundible. Y esta no es la segunda vez que las veo
siguiéndome. En alguno de mis trayectos de Braine House a casa he creído verlo.
—¿Qué ocurre? —pregunta Barton súbitamente serio.
—Creo que un coche nos está siguiendo.
Barton mira por el espejo y tensa el cuerpo de forma visible.
—El cinturón —susurra de repente.
—¿Qué?
—Ponte el cinturón —repite él con un gruñido.
—Lo llevo pue…
—Jay, ¡he dicho que te pongas el cinturón! —ruge de pronto con la mirada perdida.
Me pega tal susto que doy un volantazo. Asimilo lo que acaba de decir. Ha nombrado a Jay, su
hijo, y Barton no es consciente de que tiene un hijo.
El hombre que tengo a mi lado suelta un gemido mientras cierra los ojos y se lleva las manos a
las sienes.
—Dios, ¡mi cabeza va a estallar! —masculla con voz dolorida.
—¿Dorian?
Abre los ojos de repente y sé que es él. Mira por la ventanilla y palidece.
—Sal de la carretera —musita—. Sal de la maldita carretera, Alice —repite esta vez con un
tono que no admite réplicas.
Por suerte, estamos cruzando el área de conservación Bloody Pond y, justo en este tramo, no
hay barreras quitamiedos. Así que pongo las luces de emergencia y desvío el coche hacia un
pequeño terraplén que hay al lado del andén derecho de la carretera.
Observo que el vehículo que nos seguía pasa de largo y frunzo el ceño. ¿Y si realmente no me
estaba siguiendo? ¿Y si me estoy convirtiendo en una paranoica? Sin embargo, olvido el tema
cuando oigo que la puerta del coche se cierra con violencia. Me giro y veo que Dorian ha salido
del vehículo sin que me diera cuenta y se mueve de un lado a otro con gestos nerviosos,
enfadados.
Salgo yo también y me acerco a él.
—¿Qué hago en un coche contigo? —pregunta con un gruñido.
Está tan oscuro a nuestro alrededor que no consigo verle la cara. No me hace falta para saber
que está muy enfadado.
—Hemos pasado el día en Cape Cod —respondo con cautela.
—¡Maldita comecocos entrometida! —masculla y lo veo venir hacia mí. En un segundo, me
quedo sin respiración al sentir que apoya su cuerpo contra el mío, apretando mi espalda contra el
lateral de mi coche, dominándome con su cercanía.
»¿Tanto te cuesta dejar las cosas como están? —continúa gruñendo—. Barton es un buen tipo,
no tiene sombras que oscurezcan su alma. ¿Por qué insistes en traer de vuelta a alguien como yo,
que vive rodeado de tinieblas?
—Porque, si no hubiese sombras en nuestra vida, no sabríamos apreciar la luz —respondo con
voz débil, pero el mentón bien alto.
Noto que sube sus manos por mis brazos hasta posarse en mis hombros y tiemblo al sentir el
tacto de sus dedos sobre la piel delicada de la base de mi garganta. Es una caricia excitante y al
mismo tiempo amenazadora porque, si mueve las manos un poco, podría rodearme el cuello con
ellas hasta quitarme la vida.
Para mi asombro, gana la excitación y tiemblo en respuesta.
—¿Me tienes miedo? —pregunta él con los ojos entrecerrados, pues creo que ha
malinterpretado mi estremecimiento.
—No —respondo sin apartar la mirada de la suya.
Él tantea mis ojos, como buscando la veracidad de esa declaración.
—Tal vez estés tan loca como yo —murmura justo antes de apresar mi boca en un beso.
Esta es la primera vez que me besa Dorian y la experiencia me resulta muy similar a cuando lo
hace Barton y, al mismo tiempo, muy diferente. Similar, porque su olor y su tacto me son
familiares. Diferente, porque tiene un toque de dureza y un puntito dominante que me resulta muy
sensual.
Las manos que acariciaban mi cuello ahora suben para apresar mi rostro y así profundizar el
beso con un gruñido ronco que me pone a mil, sobre todo, cuando siento que una de sus rodillas se
abre paso entre mis piernas hasta abrirlas para él.
Con todo, siento que hay algo contenido en él que consigue que me controle lo suficiente como
para poner fin al beso.
—¿Qué quieres de mí? —gruñe contra mis labios.
—Quiero ayudarte.
Separa su rostro del mío y me mira con fijeza. Sus ojos azules brillan de forma casi
sobrenatural en la oscuridad de la noche.
—Pobre Alice, deseosa de ayudar a los demás, pero incapaz de ayudarse a sí misma —musita
mientras acaricia mi labio inferior—. ¿Por qué piensas que voy a dejarte hacerlo?
—Porque te sientes tan atraído por mí que eres incapaz de continuar ocultándote detrás de la
muralla que has creado —respondo porque acabo de comprender lo que había llevado a Braine a
asignarme el caso de Dorian.
—¿Cómo estás tan segura de eso?
—Porque a mí me sucede lo mismo contigo —revelo con reticencia para que entienda que
estamos en igualdad de condiciones.
—Entonces estás más loca que yo —masculla y se aparta de mí.
Lo veo dar vueltas de un lado a otro, mientras hace crujir las ramitas del suelo bajo su paso. Su
silueta se recorta en la oscuridad como una sombra más en la noche. De repente, se queda parado
dándome la espalda. Tiene el cuerpo tenso y los puños apretados a los lados.
Me recuerda a uno de los cuadros de Caspar David Friedrich, El caminante sobre el mar de
nubes, solo que, en lugar de un horizonte infinito y nublado, Dorian tiene la mirada perdida en el
bosque envuelto en sombras que nos rodea, aunque lo que en verdad sé que está haciendo es mirar
en su interior.
Al verlo luchar contra sus propios miedos de esa manera, me viene a la mente una cita del libro
que encontré en el despacho de mi padre, Así habló Zaratustra, de Nietzsche: «Solo puede ser
intrépido quien conoce el miedo, pero lo supera; quien ve el abismo con orgullo. Quien ve el
abismo con ojos de águila; quien con garras de águila se aferra al abismo; ese tiene valor». En ese
instante, Dorian se está midiendo con su propio abismo interior. Y se necesita tener mucho valor
para ello, para aceptarlo.
De repente se gira y anda hacia mí, planta sus manos a ambos lados de mi cuerpo,
aprisionándome, y me mira con determinación.
—Está bien, Alice. Tú ganas. ¿Qué quieres saber?
Acabo de descubrir a la clase de hombre que tengo frente a mí: no es ningún cobarde, es
valiente. Es un luchador. No está roto como cree él; solo está herido. Muy herido. Y yo sé cómo
curarle.
—Quiero que me hables sobre Jay.
Se aparta de mí con una mueca como si le hubiese dado un puñetazo en el estómago. Sé que mi
petición le ha dolido incluso más.
Se lleva las manos al rostro y por un momento creo que lo he vuelto a perder, que Barton va a
volver a aparecer, pero luego las aparta y me mira en silencio.
—Para hablarte de Jay, tengo que llevarte a mi casa —susurra por fin con un suspiro.
Entonces sí, sé que he vencido. Igual que sé que me estoy empezando a enamorar de él.
Capítulo 27
El cielo se abre sobre nosotros poco después y tengo que concentrarme en la carretera porque la
lluvia es tan intensa que me dificulta la visibilidad. Siguiendo las indicaciones de Dorian,
conduzco mi coche hasta Cohasset, un pueblo al este de Hingham, y, tres cuartos de hora más
tarde, nos detenemos frente a una casa un tanto alejada del resto.
Un rayo ilumina de repente el cielo y tengo un atisbo del lugar. Es una construcción de madera
blanca con contraventanas azules. Tal vez con la luz del día aparente otra cosa, pero en este
momento parece recién sacada de una película de terror, en una de esas escenas en las que los
protagonistas se detienen en un lugar deshabitado para protegerse de la tormenta y acaban todos
muertos.
—De noche y con la tormenta tiene un aspecto un poco lúgubre, pero te aseguro que, solo por
las vistas que hay durante el día, este lugar no tiene precio —comenta como si me hubiese leído el
pensamiento.
Dorian se estira el abrigo hasta cubrirse parte de la cabeza y sale corriendo hacia el porche
delantero. Segundos después, hago lo mismo y voy tras él. Pese a que solo recorremos una
distancia de unos tres metros, al llegar a cubierto los dos estamos empapados.
—¿Guardas la llave ahí? —inquiero, incrédula, al ver que saca el pequeño objeto metálico de
una de las macetas.
—La de repuesto.
Abre la puerta, entra y activa el interruptor, pero la luz no funciona.
—Una de dos: o el cuadro de luces está desconectado, o es cosa de la tormenta —musita—.
¿Me dejas tu móvil para usarlo de linterna? —Lo pongo en esa función y se lo tiendo—. Espérame
aquí, ahora vuelvo —indica y desaparece hacia el interior.
Me abrazo a mí misma en un intento por darme calor, pues entre el frío y la lluvia tengo el
cuerpo helado. No tengo intención de adentrarme sola en la oscuridad de la casa, pero mi atención
es atraída por un destello que ilumina la estancia por unos segundos. El origen es una enorme
pared acristalada que hay al fondo, en concreto, la luz de los relámpagos ocasionales que se
filtran a través de ella.
Me acerco guiada por ese resplandor y observo a través del ventanal. La negrura nocturna es
rasgada una y otra vez por los rayos que se ven en el cielo y se reflejan en el océano. Esas deben
de ser las vistas a las que se refería Dorian, estamos al lado del Atlántico y desde el porche que
vislumbro detrás del cristal al que estoy asomada debe de disfrutarse de un paisaje espectacular
por el día.
Estoy absorta en mi contemplación cuando la luz se enciende de repente. El primer vistazo a la
casa por dentro me enamora, es muy diferente a lo que había imaginado. La estancia en la que me
encuentro es un espacio completamente diáfano que aúna la cocina, el comedor y la sala de estar,
esta última en una altura dos escalones por debajo del resto. Todo está decorado en una paleta de
blancos, grises y turquesas en un estilo fresco y desenfadado, muy playero.
No veo restos de polvo en los muebles, por lo que entiendo que los Braine se han encargado
del mantenimiento de la casa durante la ausencia de Dorian.
Las paredes están salpicadas por cuadros de diferentes artistas conocidos. Uno me llama la
atención, no por lo bueno que es, sino por todo lo contrario, más bien parece pintado por un niño
de unos diez años. Me acerco pensando que debe de ser de Jay, pero en la firma solo pone «CS».
Lo miro inclinando la cabeza hacia un lado y hacia otro, pero soy incapaz de descifrar lo que
representa el batiburrillo de colores con una forma esférica.
Sin embargo, me olvido de él cuando mi atención se centra en un lienzo enorme que hay encima
de la chimenea que se encuentra en la sala de estar: una imagen con dos manos entrelazadas. Una,
la de un hombre adulto y, la otra, la de un bebé. Padre e hijo. Dorian y Jay. Rezuma tanto amor que
el corazón se me encoge de dolor por el artista, porque no me hace falta ver la firma para saber
que es una de sus obras.
Estoy tan absorbida en mi exploración del lugar que no he caído en la cuenta de que él todavía
no ha regresado. Agudizo el oído a ver si escucho alguna señal de su presencia, pero no.
—¿Dorian? —llamo, pero no contesta.
Giro sobre mí misma y veo una puerta abierta en un lado, a un par de metros de la chimenea.
Me asomo por ella y veo que da a un pasillo lleno de puertas, supongo que del baño y las
habitaciones. Todas cerradas menos una, la que está al fondo, por donde se ve el resplandor de
alguna lámpara.
Vuelvo a llamar a Dorian, pero esta vez tampoco responde, así que decido ir a buscarle y me
dirijo hacia la luz hasta llegar a lo que supongo que era el garaje, pero que ha sido remodelado
como estudio pictórico.
El techo tendrá algo más de cuatro metros de altura y una de las paredes está totalmente
acristalada, igual que la de la estancia que acabo de dejar, deduzco que para aprovechar el
máximo de luz para pintar. Hay lienzos por todas partes: en una estantería llena de casilleros
parecida a la que hay en el almacén del invernadero, apoyados en las paredes, sobre caballetes…
Dorian está parado en medio del espacioso lugar, frente a uno de ellos, dándome la espalda.
Me acerco despacio hacia él. Está tan tenso que parece que se va a resquebrajar con el mínimo
roce. Abro la boca para llamarle otra vez, pero dudo. ¿Es Dorian? Tal vez la impresión de estar
allí ha sido demasiado para él y se ha vuelto a esconder tras la máscara de Barton.
Contengo el aliento cuando por fin veo la pintura que observa con tanta atención y que antes me
tapaba con su cuerpo. No está acabada, pero distingo dos figuras, la de un niño y un adulto,
cruzando el mar en un barco de vela.
—El otoño pasado fuimos a navegar juntos. Linda y yo nos acabábamos de divorciar y quería
hacer algo especial para animar a Jay y para demostrarle que siempre iba a estar ahí para él, que
las cosas entre nosotros no habían cambiado. Cuando regresamos de la excursión, me dijo que
había sido el mejor día de su vida —explica en un susurro ronco, como si cada palabra fuese
arrancada de su garganta a la fuerza—. Lo estaba pintando para regalárselo por su cumpleaños, el
mes que viene. Hubiese cumplido ocho años.
Es él, es Dorian, y eso me alivia tanto que dejo escapar un suspiro entre mis labios.
—¿Qué es lo que lleva en la mano? —pregunto al ver que, en el cuadro, el niño sostiene una
figura.
—Su muñeco favorito: Hawkeye[vi], un superhéroe de Marvel —responde Dorian y sonríe con
tanta nostalgia que me da un vuelco el corazón—. Iba con él a todas partes. No era un dios como
Thor o un genio multimillonario como Tony Stark. Era un tipo normal llamado Clint Barton que
consiguió ser la mejor versión de sí mismo. —La pieza encaja en mi mente al instante. Ahí está el
origen de la personalidad de Barton. No es que sea una versión más joven del artista como
pensaba Braine. Es lo que a Dorian le gustaría ser en el fondo: un hombre despreocupado y alegre,
sin nada que lo atormente, sin cicatrices.
»¿De verdad quieres que te hable de Jay? —murmura.
—Me gustaría, sí, pero solo si tú quieres.
—El día en que Linda me dijo que estaba embarazada fue el más aterrador de mi vida. Incluso
intenté disuadirla para que abortara —confiesa con una mueca—. Ella me gustaba, sí, pero no
estaba enamorado y mucho menos preparado para ser padre, solo tenía veinticinco años y era un
desastre a nivel sentimental, era incapaz de expresar mis emociones y…, bueno, hacía cosas de
las que ahora me avergüenzo. —Su comentario despierta mi curiosidad. Según su expediente, no
bebía ni consumía drogas. ¿Qué podía haber hecho en aquella época que lo avergonzara tanto?
»Sin embargo, Linda quiso tenerlo —continúa explicando y dejo mis reflexiones a un lado—.
Tenía treinta años y decía que era su mejor momento, aunque yo no estuviese a su lado.
—¿Era cinco años mayor que tú?
No sé por qué me sorprende. Hoy en día no es inusual que, en una pareja, la mujer sea más
mayor que el hombre, y la diferencia no es tanta.
—En aquella época, los de mi edad me parecían unos críos y solía juntarme con gente más
mayor.
—Pero al final te quedaste a su lado.
—No me pude desentender: era mi hijo. ¿Sabes lo irónico? Nunca quise tener descendencia
propia. Después de los abusos que sufrí de niño, del carácter violento de mi padre y de mi
abuelo…
—Tenías miedo a que pudieras trasmitir algo de esa maldad —adivino, y Dorian me mira con
sorpresa—. No te asombres tanto de que te entienda. Te recuerdo que mi madre es esquizofrénica
y es una enfermedad hereditaria. Aunque eso no signifique que yo la vaya a desarrollar, sí que
estoy más predispuesta a ella. Desde que fui consciente de ese hecho he vivido con el miedo a que
pudiera aparecer algún síntoma en mí —revelo—, por eso a veces resulto demasiado…
reprimida. Lo que siempre he tenido claro es que no quiero hijos, al menos no propios.
—Yo pensaba igual, pero en cuanto sentí que él se movía en el interior de Linda, que era real,
empecé a desearlo. Y cuando por fin lo tuve en brazos… ¡Dios! ¿Cómo se puede querer tanto a
alguien? Era diminuto y frágil, un desconocido, pero lo amé desde el primer instante en que abrió
sus ojitos y los clavó en mí. Su primera sonrisa borró todas las sombras que oscurecían mi alma.
Era mi luz. Mi oportunidad de ser feliz. Y… lo perdí.
Su voz se quiebra y su cuerpo empieza a temblar de forma visible.
—Lo siento mucho —musito y, pese a que sé que como profesional tengo que guardar cierta
distancia emocional, soy incapaz de no acercarme y abrazarlo.
—No, no quiero consuelo —rechaza con un gruñido. Me inmoviliza cogiéndome de los brazos,
manteniendo cierta distancia entre nosotros, y me zarandea. No de forma violenta, pero con rabia
contenida.
»No quiero abrazos ni palabras amables ni miradas de compasión —masculla con furia—.
Mucho menos quiero tus jodidas lágrimas —agrega y solo en ese momento me doy cuenta de que
estoy llorando—. Quiero que vuelva. ¡Quiero que Jay vuelva a mí! —ruge y pierde el control.
Coge el cuadro que estaba pintando y lo arroja contra una pared. Empieza a destrozar todo lo
que tiene a su alrededor: rasga los lienzos con sus propias manos, los lanza de un lado a otro de la
habitación, pero parece que eso no aplaca su ira. Agarra un bote metálico y lo estrella contra el
ventanal. Repite la misma acción con un segundo bote, con un tercero… Hasta diez veces. El
cristal empieza a agrietarse debido a los continuos impactos y, segundos después, se hace añicos
con un estruendo.
Una ráfaga de viento entra con fuerza por el agujero creado acompañada por gotas de lluvia. La
tormenta está en pleno apogeo. Dorian se acerca hasta allí con paso lento, con el cuerpo
estremecido, no sé si por el frío o por la descarga de adrenalina. Los cristales del suelo crujen a
su paso, pero eso no lo detiene. Llega hasta el borde del ventanal y, entonces, sí, se para. Y grita.
Grita hacia el exterior. Grita hasta quedarse sin aliento. Un grito ronco que es el eco de un
tormento infinito. Un grito que se pierde entre los truenos que resuenan a nuestro alrededor. Y
luego se resquebraja igual que el cristal cayendo de rodillas estremecido por intensos sollozos
que recorren su cuerpo.
Ese es Dorian: un hombre que sale del abismo y se enfrenta a la tormenta. Puede que se haya
derrumbado por el dolor, pero no está vencido. Lo sé. Y, ahora, tengo que ayudarle a ponerse en
pie y recomponerse.
Cueste lo que cueste.
Me acerco a él en silencio y lo ayudo a levantarse. Tiene el cuerpo entumecido por el frío, tan
helado como el mío. Lo arrastro hasta la sala de estar, y él se deja llevar, sumiso. Puede que ya no
grite, pero continúa llorando en silencio. Unas lágrimas que supongo que no ha derramado hasta
ahora y que deben aflorar para que expulse toda esa emoción que lo bloqueaba.
Me las apaño para encender la chimenea y voy en busca de ropa seca.
Recorro el pasillo hasta que doy con la que intuyo que es su habitación. Se trata de una estancia
muy amplia con una ventana grande y dos puertas a un lado. En el centro hay una gran cama y dos
mesitas de noche. También hay un sillón con un reposapiés al lado de la ventana. Un rinconcito
ideal para leer.
Abro una de las puertas y descubro que es de un baño completo con una bañera enorme debajo
de un tragaluz. La otra da a un enorme vestidor con una gran armariada en forma de U. La parte
derecha está llena de lo que deduzco que es la ropa de Dorian. En la parte izquierda supongo que
antes estaban las cosas de la exmujer del artista, pero ahora permanece tristemente vacía.
Busco hasta encontrar un par de mudas de ropa, una para él y otra para mí. Nada estiloso,
prendas cómodas y calentitas. Eso me hace caer en la cuenta de que no estaría de más encontrar
unas mantas, al menos para envolvernos en ellas hasta que la casa se caldee.
En los armarios del fondo descubro un poco de todo: una maleta negra, una caja con perchas,
sábanas, toallas y… mantas. Cojo un par y salgo de allí.
Cuando vuelvo a él, continúa donde lo dejé, pero con la mirada perdida en el fuego.
Está tan callado que temo que la explosión emocional ha sido demasiado para él o, tal vez,
solo está exhausto. Espero que sea esto último.
—¿Dorian? —Él levanta la mirada, pero permanece en silencio—. Voy a quitarte la ropa,
¿vale? Necesitas entrar en calor —explico y comienzo a desnudarle.
A pesar de que ya lo he visto desnudo, no puedo evitar ponerme nerviosa por la situación. No
por el cariz sexual que pueda tener, ninguno de los dos estamos de humor para eso, pero sí porque
resulta muy íntima.
Una vez vestido, lo dejo en el sofá y voy en busca de un cuarto de baño para cambiarme con la
ropa que le he cogido prestada mientras me preparo mentalmente para afrontar las siguientes
horas.
Porque una cosa tengo clara: la noche va a ser muy dura.
Capítulo 28
Dorian tenía razón: las vistas del Atlántico que hay desde este lugar no tienen precio. Por el olor
a salitre, sabía que el océano no estaba lejos. Lo que no imaginaba es que la casa se alzase sobre
un terraplén a unos tres metros del nivel del mar en cuya base rompían las olas o que tuviese
acceso a una preciosa cala de arena situada a mano derecha, a unos cincuenta metros de allí.
Desde el porche en donde estoy, tengo un primer plano del horizonte despejado. La tormenta
que azotó la casa durante la noche ha quedado atrás y el amanecer ha traído consigo una apacible
calma.
A mi mente acude una de mis citas favoritas: «Nunca una noche ha vencido al amanecer, y
nunca un problema ha vencido a la esperanza» de Bern Williams y, en este instante, su sabiduría
no puede ser más acertada.
La noche ha sido dura, muy dura.
Envueltos en las mantas, y frente al fuego, Dorian continuó hablando de Jay. Detalles sencillos:
lo que le gustaba comer, los cómics que le encantaban o las travesuras que le habían costado un
castigo. Incluso me contó cosas de Linda y de sus años de universidad.
Dorian necesitaba hablar, y yo, escucharle.
En algún punto se quedó dormido, pero a mí me resultó imposible conciliar el sueño. Lo que
hice fue escribir un mensaje a George y contarle lo que había pasado. Y, sobre todo, tenía que
decirle que ya no puedo continuar con la terapia de Dorian y que tendrá que retomarla él.
Algo me saca de mis pensamientos, no sé muy bien qué, pero siento que ya no estoy sola. Me
giro y me encuentro cara a cara con él. Me observa en silencio. Tiene la mirada tan límpida, su
expresión es tan apacible, que por un momento dudo.
—¿Dorian?
Se acerca a mí sin decir nada hasta quedar solo a unos centímetros de distancia. Tengo que
alzar el rostro para mirarlo y lo hago con el corazón desbocado y el aliento contenido.
—Sí, soy yo —responde al fin—. Creo que a partir de ahora voy a ser solo yo —añade y me
envuelve entre sus brazos. Suspiro de alivio mientras entierro la cara en su pecho, y él estrecha el
abrazo. Siento que encajamos a la perfección—. Gracias —susurra en mi oído con la voz cargada
de emoción.
—Es mi trabajo —musito para restarle importancia.
—¿Soy solo trabajo para ti? —pregunta buscando mi mirada.
—Sabes que no —admito con un mohín, lo que me lleva a recordar algo—. No voy a poder
seguir llevando tu terapia, Dorian.
—¿Por qué?
—No sería ético, la implicación emocional…
—¿Te estás enamorando de mí, comecocos? —pregunta él con la sonrisa ladeada y tono burlón.
Es la sonrisa canalla que siempre he asociado a Barton, pero entiendo que siempre ha sido la
de Dorian. Después de todo, Barton solo era una versión incompleta del mismo hombre.
—Sí.
La sinceridad de mi respuesta parece descolocarlo por un segundo porque su sonrisa tiembla
hasta extinguirse. Luego su expresión se torna intensa, tanto que me estremece.
—Pues, si ya no vas a ser mi psicóloga, no hay ninguna jodida razón para no hacer esto —
masculla con crudeza.
Y entonces me besa.
Un beso diferente a los que me ha dado hasta ahora.
¿De cuántas formas distintas se pueden besar dos amantes? Me pasaría el resto de mi vida
respondiendo a esa pregunta con él.
Esta vez, él no contiene sus emociones ni yo tampoco. Y, el puntito dominante con el que me
coge de la nuca para profundizar el beso, tiene un toque de ternura.
Sin separar su boca de la mía, me coge en brazos y me lleva al interior, hasta el amplio sofá en
donde hemos pasado la noche, y allí vamos descubriendo nuestros cuerpos entre caricias hasta
quedar abrazados y desnudos en el sofá.
La primera vez que siento su peso sobre mí, suspiro de puro placer.
—Llevas semanas volviéndome loco —masculla contra mis labios—. No sabes las ganas que
tenía de hacer esto —musita y su lengua incursiona en mi boca de una forma muy carnal,
moviéndola de forma seductora para que me una a su erótica danza—. Y esto —agrega segundos
después, descendiendo hasta mis pechos, que explora con sus labios y sus manos hasta hacerme
gemir de necesidad—. Y, sobre todo, de esto —concluye mientras toma posición entre mis piernas
y se desliza en mi interior con una acometida certera.
El impacto de la primera penetración me hace arquear el cuerpo y jadear de gozo, y la segunda,
más profunda todavía, me enrosca a él como una boa constrictor en busca de más.
Dorian entierra la cara en mi cuello y se hunde en mí una y otra vez, casi con desesperación,
con un ritmo rápido y duro. Está siendo egoísta y lo perdono. Me está follando fuerte y me
encanta, pero esta vez necesito más. Con él necesito sentir algo diferente.
Le pongo las manos sobre el pecho para detenerlo y lo hace al instante. Levanta la cabeza y
busca mi mirada, confuso.
Sin mediar palabra, lo insto a que cambie de posición hasta que se queda sentado en el sofá y
luego me pongo a horcajadas sobre él para introducirlo dentro de mí lentamente.
Los ojos de Dorian se nublan por el deseo y la expresión de placer de su rostro, esa forma
picante de morderse el labio inferior, casi me hace llegar al orgasmo.
Cierra los ojos, y yo me paro al instante.
Los vuelve a abrir y me muevo de nuevo sobre él de una forma lenta y seductora.
Cada vez que intenta romper el contacto visual me detengo.
—No me vas a dejar mantener ninguna muralla entre nosotros, ¿verdad? —protesta frustrado
mientras me mira con un atisbo de vulnerabilidad que no creo que haya mostrado nunca a nadie
más.
Le cojo el rostro entre las manos y lo beso con suavidad.
—Si eriges alguna muralla entre nosotros, encontraré la forma de escalarla, el modo de
derribarla o la manera de traspasarla —susurro sin dejar de balancear mis caderas sobre él.
—Entonces, sería una pérdida de tiempo hacer el esfuerzo.
—Eso me temo.
—Vuelves a ganar, Alice. —Suspira mientras busca mis manos para entrelazar los dedos con
ellas en un gesto tan tierno que me derrite.
—Ganamos los dos —replico y lo beso.
Hacemos el amor con hambre.
Con hambre de intimidad.
Con hambre de amor.
Movemos nuestros cuerpos cada vez con más necesidad por alcanzar el placer que llevamos
tiempo anhelando y, cuando por fin llega, nos besamos con desespero hasta perder el aliento.
Todavía temblorosa, me dejo caer desmadejada sobre su torso y me esfuerzo por normalizar la
respiración mientras mi corazón se calma.
Noto sus manos vagando con suavidad por mi espalda, en una caricia absorta que me indica
que todavía hay algo más que le preocupa. No quiero presionarlo, así que aguardo en silencio a
que se abra a mí.
—¿No hubiese sido más fácil enamorarte de Barton?
Ahí estaba, la gran pregunta. Algo en lo que yo también había pensado mucho durante las horas
en vela y por eso podía darle una contestación clara y sincera.
—Tal vez, pero sería como poseer la pieza más bonita de un puzle y no tener el resto. Prefiero
tener el puzle completo, aunque no todas las piezas me gusten por igual. Barton solo es una parte
incompleta de ti, y tú, Dorian, eres el puzle completo. Eres todo lo que quiero.
Capítulo 29
Cuando Dorian me propone pasar el fin de semana juntos, no me puedo negar. Y menos aún si eso
implica acompañarlo a su galería de arte.
Estoy impaciente por conocer más facetas del hombre que me está robando el corazón con cada
esquiva sonrisa y cada caricia de sus ojos.
El local se encuentra en Thayer Street, una calle peatonal del barrio de South End, una de las
zonas más bohemias de Boston, que se ha convertido en el epicentro de la actividad artística de la
ciudad.
Los edificios de ladrillo rojo y líneas rectas otorgan un aire industrial a la calle que contrasta
con el encanto del suelo adoquinado y de los parterres ajardinados.
La gente que pasea por allí tiene esa sofisticación moderna, pero con un toque clásico que es
tan propia de los bostonianos, de los bostonianos puros como mi madre. Recuerdo que mi padre,
que era originario de Nueva York, se reía de ello. Según decía, como Boston era la capital de uno
de los estados más antiguos del país, sus habitantes se creían los primeros en todo: la primera
escuela, el primer puente, el primer equipo de béisbol… Y, cuando no eran los primeros, se
consideraban los mejores.
Andamos cogidos de la mano, algo que me gusta. Pensé que Dorian sería más introvertido en
sus muestras de cariño, sin embargo, me equivoqué. Es cariñoso. Creo que guarda muchísimo
amor dentro, pero le cuesta confiar lo suficiente en alguien como para sentirse cómodo
demostrándolo.
Con Jay se mostraba abierto en sus emociones, por eso era tan buen padre. El niño había
derrumbado sus barreras y se había colado en su corazón.
Y yo tenía la intención de hacer lo mismo.
—Es aquí —anuncia frente a un bajo acristalado de techos altísimos.
Al lado de la puerta hay un cartel en letras doradas con el nombre del lugar: Dorian’s Dream
Art Gallery. El sueño de Dorian. Un nombre que me resulta muy evocador.
Al entrar, nos encontramos con un distribuidor muy amplio en donde hay un mostrador de
recepción de un diseño moderno y discreto y unas escaleras flotantes que dan al piso de arriba. A
cada lado se ve una sala enorme y diáfana llena de obras de arte. Por el estilo de los cuadros
expuestos se ve que son dos exposiciones muy diferentes.
Detrás del mostrador, un hombre de unos cuarenta y cinco años teclea en su pequeño portátil.
Es un claro exponente de la cultura hípster con las gafas de pasta negra de estilo retro, los tirantes
por encima de la camisa, una cuidada barba negra y el cabello peinado a la perfección.
—Todavía estamos cerrados, nuestro horario comercial es de… Oh, my Good! —exclama con
los ojos verdes desencajados cuando, al levantar la mirada, descubre a Dorian—. ¡Cuánto me
alegro de verte! Gigi me comentó que te ibas a tomar unos meses de vacaciones después del
accidente y… —Su rostro se ensombrece de repente—. Lo siento, lo siento mucho —añade con
verdadero pesar.
Dorian asiente con rigidez, pero es incapaz de articular palabra. Está tan tenso que parece que
se haya olvidado hasta de respirar y me aprieta la mano de forma inconsciente, tan fuerte que me
cuesta no intentar deshacerme de su agarre.
Llevo todo el camino concienciándolo de que retomar su vida va a ser difícil al principio
porque tiene que pasar por el periodo de duelo que ha omitido al esconderse tras Barton. Sus
amigos y conocidos no saben nada de él desde el accidente y, al verlos, va a tener que aceptar sus
pésames y dar algún tipo de explicación plausible a su desaparición.
Decido intervenir para darle tiempo a recomponerse.
—Este lugar es impresionante —comento con una sonrisa.
El hombre me mira de arriba abajo y luego detiene su mirada en nuestras manos entrelazadas.
—¿Y tú eres…? —pregunta mientras alza una ceja de forma inquisitiva.
—Disculpa, soy Alice Donovan, la…
Dudo sin saber cómo completar la frase. ¿Qué soy para él? ¿Su psicóloga? ¿Su amiga? ¿Su
ligue?
—Es mi novia —tercia Dorian de repente y cruza una mirada conmigo que me llena de calidez.
Por suerte, ha recuperado la voz y la compostura a tiempo—. Alice, te presento a Trey, uno de mis
ayudantes.
Hay personas a las que el término «novia» no les termina de gustar. No es mi caso. A mí me
parece acertado en una pareja que ha llegado a cierto compromiso personal.
Trey me mira con asombro y vuelve a evaluarme de los pies a la cabeza. Por suerte, antes de ir
a la galería hemos pasado por mi casa a cambiarme de ropa y a coger lo necesario para pasar el
fin de semana.
Al igual que Dorian, voy vestida de modo informal con vaqueros. Puede que no tenga un cuerpo
espectacular y que solo me haya dado tiempo a ponerme un poco de máscara de pestañas y una BB
Cream, pero sé que resulto atractiva sin mucho esfuerzo.
El brillo de aprobación en la mirada de Trey así lo confirma.
—Encantado, de veras —afirma mientras me da dos besos a la europea—. ¡Dios! Esto va a ser
divertido —musita como para sí mismo y a continuación grita de pronto: —¡Gigi! ¡El jefe está
aquí!
Siento que Dorian se vuelve a tensar otra vez, pero en esta ocasión me mira a mí.
—Lo siento, se me olvidó contarte que…
—¡Dorian! —Una mujer de unos cuarenta años, tan explosiva como la actriz Sofía Vergara,
pero en versión nórdica en lugar de latina, se asoma por el descansillo del piso de arriba. Lleva
un vestido entallado que moldea sus curvas sin dejar espacio a la imaginación y un maquillaje
perfecto que resalta la belleza de sus facciones.
»¡Estaba tan preocupada por ti! ¡Siento tanto lo que pasó! Quise ir a consolarte, pero no
contestabas a mis llamadas, y tu tía no me quería decir dónde estabas —comenta con un mohín
mientras desciende por las escaleras.
Por su mirada hambrienta, parece que no hubiese nadie más allí salvo Dorian. Creo que ni
siquiera repara en mí ni en nuestras manos entrelazadas. ¿Por qué si no iba a llegar hasta el artista
y se iba a enroscar a él para comerle la boca con un beso?
Me quedo descolada, sobre todo cuando Dorian me suelta para poner las manos sobre aquella
mujer, aunque en seguida me doy cuenta de que lo hace con el único propósito de apartarla. En
cuanto lo consigue, vuelve a buscar mi mano y me acerca a él para envolverme con su brazo por la
cintura.
—Alice, esta es Gigi, mi representante —me dice con una mirada de disculpa—. Gigi, ella es
Alice, mi novia.
La mujer dilata los ojos levemente por la sorpresa. Su rostro deja entrever por un segundo una
expresión de dolor antes de ser sustituida por una sonrisa edulcorada al posar su mirada en mí.
—Qué noticia más… inesperada. Por lo que me dijo Charlotte, necesitabas desconectar de
todo durante un tiempo para superar el dolor de tu pérdida, pero ya veo que te has recuperado con
asombrosa rapidez y has conseguido rehacer tu vida con esta… personita tan encantadora.
Lo de «personita» en tono condescendiente no me ofende, más bien me hace gracia. Lo bueno
de haber estudiado Psicología es que te aporta una inteligencia emocional considerable que te
permite reconocer las actitudes pasivo-agresivas como esa y armas para responder de la misma
manera.
—Es un placer conocerte, Gigi. Dorian no me ha contado que tenía una representante tan
atractiva, aunque la verdad es que últimamente solo hemos hablado de temas importantes.
—Touché —murmura Trey sottovoce.
Me mira con admiración y una expresión divertida. Todo lo opuesto a Gigi, que ha entrecerrado
los ojos con rabia y su sonrisa afectada ha pasado a convertirse en una línea tensa de los labios.
—Mi amor, ¿qué te parece si Trey te muestra las exposiciones mientras subo a la oficina para
que Gigi me ponga al día con la galería? —propone Dorian mientras me besa con suavidad.
Asiento con la cabeza. El término cariñoso me ha dejado tan desconcertada que me he quedado
sin palabras. No sé si lo ha hecho porque de verdad lo siente o por afianzar mi posición ante los
otros. Solo atino a mirar cómo el artista sube las escaleras donde supongo que está su oficina,
seguido de cerca por una Gigi enfurruñada.
—Me declaro fan tuyo.
—¿Perdona?
—Creo que es la primera vez que veo que alguien pone en su sitio a Gigi con tanta sutileza —
confiesa con una mueca divertida—. Eso sin contar lo que has conseguido con Dorian.
—¿Lo que he conseguido?
—Sí, en los cinco años que lo conozco creo que es la primera vez que lo he visto exteriorizar
su cariño por alguien que no sea Jay. Ni siquiera en los buenos tiempo con Linda se mostraba
tan… afectuoso.
Debería sentirme satisfecha por esta declaración, sin embargo, no siento más que tristeza. Pena
por Dorian, por todo el sufrimiento que tuvo que padecer en su infancia para hacerlo tan
introvertido en sus emociones y, sobre todo, porque ha perdido a la única persona capaz de
hacerlas aflorar.
Mientras pienso en ello, mi mirada se dirige de forma inconsciente al piso de arriba.
—No tienes de qué preocuparte, nunca ha habido nada entre ellos dos —comenta Trey
malinterpretando mi gesto—. Y no por falta de ganas de ella, te lo aseguro. Gigi lleva años detrás
de Dorian, pero él nunca ha caído en sus redes. Primero, porque el jefe estaba casado y que yo
sepa, y créeme que termino enterándome de todo, nunca le fue infiel a Linda ni en los peores
momentos de su matrimonio —explica y, sin darse cuenta o tal vez sí, acaba de sumar más puntos
al marcador del artista—. Segundo, porque a pesar del carácter apasionado de Gigi, o gracias a
él, es una estupenda profesional con muchos contactos y ha conseguido colgar una obra de Dorian
en los hoteles, locales y clubs más exclusivos de la ciudad. El jefe no es tan tonto para hacer
peligrar su relación profesional por un polvo sin importancia, que es lo que Gigi sería para él —
concluye y se encoge de hombros—. Y, una vez aclarado esto, ¿empezamos por aquí?
El asistente me conduce a la sala de la derecha, donde me explica que hay una exposición con
fines sociales. Según me cuenta, Dorian tiene un lado filántropo del que no le gusta hablar mucho y
del que Trey, en cambio, no tiene ningún inconveniente en alardear. Resulta que el artista colabora
como voluntario en un centro de acogida de menores, donde da clases de arteterapia a los niños y
adolescentes, y un par de veces al año organiza una exposición con sus obras para recaudar
fondos para el lugar. También me habla de Chloe, una de las huérfanas por la que Dorian siente
especial cariño.
No voy a mentir, aquello me termina de enamorar.
Después de dar una vuelta por la sala en la que Trey me habla un poco de los cuadros
expuestos, pasamos a la de la izquierda. En esta estancia en forma de L se exponen única y
exclusivamente las pinturas de Dorian: algunas están a la venta, otras, según me explica, solo
están aquí con fines expositivos para que los clientes puedan apreciar la trayectoria del artista.
Lo primero que me sorprende es el precio de los cuadros. Cada uno vale una suma más que
considerable, no sabía que Dorian estuviese tan cotizado. Lo segundo, la evolución de su estilo.
Sus primeras obras son más oscuras y desgarradoras, después se vuelven más luminosas y
emotivas. Y creo que no me equivoco en afirmar que el punto de inflexión fue el nacimiento de
Jay.
Y de repente, al girar la esquina, lo veo: un lienzo enorme en la pared del fondo, sin duda de
sus primeras obras, que representa a un cuervo. Un cuervo negro con las alas extendidas de una
forma que me resulta amenazadora y una mirada tan penetrante que parece adentrarse en mi alma.
No puedo evitar un estremecimiento al observarlo.
—¿Te gustan los cuervos, Alice? —susurra de repente la voz de Dorian a mi espalda, dándome
un susto de muerte—. Hay quienes piensan que son mediadores entre la vida y la muerte. Son unos
animales fascinantes, ¿no te parece? —comenta mientras me abraza por detrás y entierra el rostro
en mi cuello para aspirar mi aroma.
—Me resultan un poco perturbadores —respondo con sinceridad.
—¿Qué sientes cuando lo ves?
—Que quiere penetrar en lo más recóndito de mi ser para arrancarme todos mis secretos.
—Entonces considérame un cuervo —replica Dorian con voz ronca—, porque es justo lo que
yo quiero hacer contigo.
Capítulo 30
El lunes, durante el trayecto en coche a Braine House, pienso en que el fin de semana ha sido un
punto de inflexión en mi vida. Sé que todavía tengo mucho que trabajar con Dorian, su mente
todavía es inestable, y Barton puede hacer su aparición en cualquier momento, pero el nuevo cariz
que ha tomado nuestra relación creo que será ventajoso para él: George podrá seguir con su
terapia psicológica, y yo reforzar sus avances desde un enfoque más personal.
No puedo evitar acordarme de la cara de felicidad de sus tíos cuando ayer fuimos a visitarlos.
Charlotte estaba tan emocionada que casi no podía darme las gracias, lo que sí me dio fue su
bendición para salir con su sobrino. De hecho, al enterarse del giro de nuestra relación se mostró
entusiasmada con la noticia.
El único inconveniente de todo es que Dorian no va a poder seguir ayudando con la arteterapia
en Braine House. Ahora que vuelve a ser él, está ansioso por retomar su pintura, su trabajo en la
galería y, sobre todo, la arteterapia en el centro de menores. Incluso me habló un poco de su labor
altruista, aunque no entró en detalles, ni siquiera mencionó a Chloe.
Sus tíos están totalmente de acuerdo. Después de todo, la idea de que Barton realizase aquella
función había sido siempre temporal, una manera de mantenerlo entretenido y controlado.
La única que va a salir perdiendo en todo esto es Liza. Estaba muy encariñada con Barton y sé
que no se va a tomar bien su «desaparición».
Estoy ensimismada en esos pensamientos mientras escucho la emisora de radio Beam FM, que
ahora mismo emite The man who can’t be moved de The Script, cuando al acabar la canción dan
paso a un breve resumen de noticias, agudizo el oído para enterarme de lo que ha pasado durante
el fin de semana fuera de mi burbuja de felicidad.
Entonces oigo algo que me deja en shock:
—Noticia de última hora: fuentes de la Policía de Boston confirman el encarcelamiento de
Axel Williams, uno de los contratistas más afamados de Massachusetts, por su presunta
vinculación en varios casos de espionaje industrial. Según parece, Williams utilizaba su acceso a
las viviendas de varios empresarios tecnológicos para colocar cámaras y micros sin el
consentimiento de los propietarios y luego vendía la información que recopilaba al mejor postor.
Parpadeo, incrédula. Esa era la paranoia que había detonado el comportamiento violento de
Darwin, y resulta que no era tal. Era real. Algo real, pero tan descabellado que con sus
antecedentes de esquizofrenia había parecido una verdadera locura.
¿Qué supondrá para Darwin enterarse de la noticia? ¿Le aliviará saber que no está tan loco
como él cree o reafirmará sus futuras paranoias? Lo que sí tengo claro es que esa noticia puede
significar el puente que su mujer y su hija precisan para reconciliarse con él, y eso es justo lo que
ahora necesita, una oportunidad con ellas.
En cuanto traspaso las puertas de Braine House, el señor Moore me intercepta. Por la
expresión de su rostro, intuyo que algo malo ha sucedido.
—Señorita Donovan, el doctor Braine requiere su presencia de inmediato. Por favor,
acompáñeme.
Mi primer pensamiento es que ha sucedido algo con Dorian, pero, al entrar en el despacho de
Braine y encontrarme al doctor acompañado por Mason Wallace y por un hombre pelirrojo que no
conozco, deduzco que quieren hablarme de otro tema porque se supone que la dualidad
Dorian/Barton es un secreto.
—Alice, permíteme presentarte al inspector Harvey O’Sullivan, de la policía de Boston —
anuncia George señalando al desconocido—. Inspector O’Sullivan, ella es la psicóloga de la que
le hablé, la señorita Alice Donovan. —Los dos nos estrechamos las manos con firmeza, y el
inspector me tiende una tarjeta de visita con sus datos. Mientras le echo un vistazo, trato de
disimular la curiosidad que siento en esos momentos. El hombre debe de tener cuarenta y tantos y,
aunque se lo ve en forma, no tiene un físico especialmente atractivo, salvo por unos impactantes
ojos de color aguamarina que, sin embargo, esconde detrás de unas gafas de montura metálica que
le otorgan un aire intelectual.
»Siéntate, por favor, Alice —me pide George indicándome el sillón al lado de los otros dos
hombres. Obedezco al instante, me acomodo y pongo las manos extendidas sobre mis rodillas. Eso
me ayuda a concentrarme en respirar hondo para aliviar la tensión que me está produciendo la
incertidumbre de esta reunión. Que Mason se mantenga callado y con el rostro apesadumbrado no
ayuda.
»Supongo que te preguntarás lo que está ocurriendo —empieza a decir George y se aclara la
garganta—. No es fácil decirte esto porque sé que le tenías mucho aprecio, pero…
El corazón se me encoge.
—¿Le ha pasado algo a Liza?
—No, Elizabeth está bien —responde al momento Braine para mi tranquilidad—. Se trata de
Darwin.
—El señor Grey ha sido hallado muerto esta noche en su habitación —informa O’Sullivan con
rostro inexpresivo. Mantiene la vista clavada en mí, como si tratara de analizar mi reacción ante
la noticia—. Según las evidencias, se trata de un suicidio, aunque todavía tenemos que esperar los
resultados del laboratorio de criminalística para poder confirmarlo.
Clavo la vista en mis manos sin verlas en realidad mientras mi cerebro trata de asimilar el
suceso.
—¿Cómo… ha sido? —pregunto con voz quebrada.
—Se ahorcó con una de sus sábanas —explica Mason con pesar—. El guardia nocturno lo
encontró.
—Señorita Donovan, el señor Braine me ha informado de que era usted la que llevaba la
terapia de Darwin desde hace casi dos meses, y me gustaría hacerle unas preguntas, si no le
importa. La primera es si… —La voz del inspector se difumina a mi alrededor mientras imágenes
de Darwin bombardean mi cerebro con recuerdos de nuestras conversaciones juntos y siento que
los ojos se me llenan de lágrimas.
»Señorita Donovan —insiste O’Sullivan.
—Perdone, no he oído la pregunta —farfullo con la mente abotargada.
—Le he preguntado si tenía indicios de que el señor Grey tuviera intención de suicidarse.
—¿Cree que si hubiese pensado que había algún riesgo de suicidio no lo hubiese notificado a
mis superiores para que se tomasen las medidas oportunas? —pregunto con voz gélida.
—Ya le he dicho que Darwin no tenía el perfil de un suicida —corrobora Mason mirando al
inspector con esa altanería tan suya.
—Tenía que cerciorarme. Debido al asunto de Axel Williams, todos sus posibles clientes están
en el punto de mira.
»¿Se le ocurre alguna razón para que actuara así?
—No, llevaba un mes más animado. Había empezado a escribir cartas a su hija con la
esperanza de convencerla para que viniese a verlo, y…
—¿Se refiere a estas cartas?
El inspector saca del bolsillo interior de su chaqueta una bolsa de plástico transparente con
varios sobres en el interior. Para mi asombro, veo que son las cartas que Darwin escribió a Tracy.
Todas llevaban el cuño de «Devueltas por el destinatario».
—¿Cómo las ha conseguido? —pregunto confusa.
Yo filtro el correo que les llega a mis pacientes y nunca hubiese permitido que le entregasen
esas cartas devueltas a Darwin sin prepararlo antes anímicamente. Sabía que todas sus esperanzas
de ver a su hija estaban puestas en ellas.
—Estaban en la habitación de la víctima. Según ha declarado… Ron Watts —nombra tras mirar
en una libretita—, le entregó las cartas ayer.
—¡Hijo de puta! —mascullo por lo bajo.
Sin mediar palabra, y para asombro de los hombres, me levanto y salgo de allí. Oigo que me
llaman, pero ignoro las voces. Siento la furia invadir cada partícula de mi ser mientras busco al
responsable de esta desgracia.
Lo encuentro en la sala de personal, tomándose un café con otro compañero, compartiendo unas
risas. Verlo así, en una actitud tan despreocupada, me enfurece más todavía.
—¡Cómo has podido hacerlo! —le reprocho encarándome a él—. Di órdenes de no entregarle
correspondencia directamente.
—Que yo sepa, el filtro se aplica para las cartas de remitente ajeno —se defiende Watts—,
este caso era diferente porque el remitente era el mismo paciente. Lo único que hice fue
devolvérselas —añade mientras se encoge de hombros con inocencia.
—No me engañas —gruño con los ojos entrecerrados—. Sabías cómo le afectaría que le
devolvieses esas cartas, ¿verdad?
—No sé de lo que hablas —replica él manteniendo su postura.
Aprieto los puños contra los costados de mi cuerpo reprimiendo el impulso de borrarle de un
puñetazo la expresión condescendiente del rostro.
—Vamos, Alice, será mejor que volvamos al despacho de Braine —interviene Mason, que al
parecer me ha seguido.
Me giro y veo que no solo él está siendo testigo de la escena, el doctor y el inspector
O’Sullivan también están allí, sin perder detalle.
—No te preocupes, llegaremos al fondo de esto —asegura George para mi tranquilidad.
—Esto no va a quedar así —le advierto a Watts, pues es lo único que puedo hacer por el
momento.
—Un loco menos en el mundo, ¿qué más da? —musita él por lo bajito.
Creo que no piensa que lo voy a oír, pero lo hago.
Me lanzo contra él dispuesta a sacarle los ojos, pero Mason me detiene cogiéndome de la
cintura y me saca de allí.
—Tranquilízate, ¿quieres? Lo que menos te interesa es que ese desgraciado te acuse por
agresión —me susurra en el oído.
Tiene toda la razón. No le puedo dar ningún arma para que se defienda de lo que ha hecho. Así
que hago un esfuerzo para templar los nervios.
—¿Alguien puede explicarme lo que está pasando? —pregunta O’Sullivan.
—Ron Watts guardaba rencor a Darwin porque le golpeó en uno de sus episodios paranoicos
—explico y no puedo evitar pensar que tendría que haber prestado más atención a la animosidad
del hombre—. Estoy segura de que le entregó esas cartas a conciencia, sabiendo que le afectarían
mucho.
—Ahí tiene su detonante —afirma Braine, captando enseguida la situación, y yo asiento,
conforme.
Siento que mis ojos se llenan de lágrimas y bajo la mirada para que los hombres que tengo a mi
alrededor no las vean. Pobre Darwin, no se merecía un final así, quitándose la vida solo en su
cuarto, abandonado por su familia y sin esperanza de recuperarla. Pienso en la ilusión con la que
escribía aquellas cartas y me enfado. Me enfado con Tracy, con una niña de doce años, por no
haberle dado una oportunidad a su padre de enderezar las cosas.
Y, entonces, me doy cuenta de que soy una jodida hipócrita porque yo llevo años
comportándome igual que ella.
Sí, mi madre hizo algo horrible, pero nunca le he dado la oportunidad de explicarse. Y ahora lo
que más me aterra es que, al igual que la de Darwin, su paranoia tenga algo de realidad.
Tengo que ir a verla de nuevo.
Se lo debo a Darwin.
Se lo debo a mi madre.
Y, sobre todo, me lo debo a mí misma, aunque todavía no lo sepa.
Capítulo 31
El jueves, después del trabajo, por fin encuentro tiempo para ir a ver a mi madre. La semana ha
sido dura. Triste y dura. La muerte de Darwin fue un golpe difícil de soportar y su funeral estuvo
plagado de lágrimas.
Su mujer y su hija lloraron. No sé si lo hicieron por su fallecimiento o por no haberle dado una
oportunidad en vida. La cuestión es que sus lágrimas eran sentidas, señal de que en algún momento
lo quisieron.
Como último gesto hacia Darwin, les volví a dar las cartas. Se merecía ser escuchado. No sé si
las leerán, pero esta vez sí las aceptaron. Tengo la esperanza de que encuentren la fuerza para
abrirlas.
Con Liza la semana tampoco ha ido mejor. Sus padres se la llevaron de Braine House ayer,
pese a la insistencia de George de que todavía no estaba preparada para abandonar su terapia. Los
Seymour aseguraron que su hija iba a recibir una atención «inmejorable» en el nuevo internado.
En ellos lo inmejorable tiene mucho que mejorar. Solo espero que esté bien.
No me da vergüenza decir que lloré. No solo porque la iba a echar de menos, sino por la
impotencia de saber que no he podido ayudarla como me hubiese gustado. Aunque no lo hice
delante de ella. Frente a Liza me mostré optimista y traté de infundirle valor y ánimos. Lo hice
luego, cuando Dorian apareció en mi casa dispuesto a consolarme. Esta vez ha sido él el que se ha
sentado a mi lado dispuesto a llevar luz a mis sombras.
Sentada detrás del cristal protector, observo cómo mi madre se acerca hasta mí con una
expresión cautelosa, aunque sin poder ocultar un brillo de esperanza en su mirada.
Soy psicóloga. Entre otras cosas, estoy formada para hacer hablar y extraer información de una
forma sutil. Para ello debo encontrar las preguntas adecuadas para obtener lo que deseo. Por
mucho que la niña que está dentro de mí lo único que quiera gritar es: «¿Por qué?», soy lo
suficiente fuerte para reprimir ese impulso y hacer uso de mi experiencia.
Para lo cual me esfuerzo en dejar a un lado los sentimientos y lograr el desapego necesario
para encararla.
—Hola, Alice —susurra ella con una sonrisa temblorosa y pone una mano en el cristal, como
la otra vez, en busca de un simulado contacto. Y, como la otra vez, soy incapaz de corresponder a
su gesto.
»Me alegra mucho verte de nuevo —musita y quita la mano con la mirada un poco turbia.
—Hola —respondo de forma escueta—. He venido porque necesito entender lo que pasó —
anuncio, directa al grano.
Calista se frota las manos con nerviosismo y la mirada clavada en ellas.
—Yo… no sé si puedo darte las respuestas que buscas.
—Inténtalo. Por favor —agrego y la voz me sale tan fina que no sé si me ha oído.
—¿Qué quieres saber?
—¿Cómo conociste a papá? —pregunto y sé que la he tomado por sorpresa al ver su expresión
de desconcierto.
—Cuando tenía diez años mi madre y mi hermana gemela murieron en un accidente —empieza
a relatar y siento que el estómago se me revuelve al conocer ese dato—. La muerte de mi madre
fue muy dura, pero la de mi hermana me destrozó. Yo siempre había sido muy introvertida, y ella
era la única capaz de sacarme de mi burbuja. Se llamaba Alice, ¿sabes? Te pusimos tu nombre en
su honor. —Se detiene un momento, como si le costase encontrar las palabras para continuar—.
Sabía que ya no estaba viva, pero una parte de mí continuaba sintiéndola a mi lado, como si me
acompañase a todas partes, y me reconfortaba esa sensación. Así que continué con mi vida y me
refugié en algo que siempre me había apasionado: la ciencia —explica y se encoge de hombros—.
Recuerdo que siempre estaba haciendo experimentos en casa. Mi padre creía que algún día la
haría saltar por los aires, pero nunca me limitó en ese aspecto, decía que era bueno que
desarrollara mis capacidades. Me llamaba su pequeña «Einstein» —añade y una sonrisa de
nostalgia acaricia sus labios. Entiendo que la tragedia que sufrieron padre e hija los había unido
de una forma muy especial.
»El día en que recibí la carta de admisión en el MIT[vii] fue el más feliz de mi vida, y mi padre
no cabía en sí de orgullo —continúa narrando Calista. La miro con sorpresa. El conocimiento que
tengo sobre mi madre se basa en la percepción difuminada de una niña de ocho años, pero
realmente no sé nada sobre ella.
»Sabía que iba a ser difícil, pero nunca imaginé cuánto. Siempre fui la lista de mi clase. No
solo eso, en el colegio privado al que asistía me consideraban un verdadero genio y estaba
acostumbrada a destacar a nivel intelectual. Pero, de repente, me encontré en una clase en la que
todos eran genios, y yo solo era una más. La competitividad era brutal, no solo a nivel académico,
sino también en un plano psicológico. Comía mal, casi no dormía y estaba sometida a mucho
estrés para aguantar el ritmo que me imponían o, más bien, el que yo misma me exigía, en un
intento por ser la mejor. También ocurrió que mi padre comenzó a salir con una mujer y ya no me
prestaba tanta atención —admite con una mueca—. Y entonces sucedió: comencé a escuchar la
voz de mi hermana. «Él ya no te quiere». «Lo estás decepcionando». «Debiste morir tú en lugar de
yo». —Lanza esas frases nocivas en tono insidioso, supongo que imitando la forma en la que ella
las escuchaba—. Sabía que era imposible que fuese realmente Alice, pero era tan real…
—Tuviste un brote psicótico —deduzco.
Calista se muerde el labio y asiente.
—Tuve una discusión con ella en medio de una clase, a pleno pulmón —rememora y parece
avergonzada—. Mi padre me ingresó en Braine House, y allí conocí a tu padre. Él… —Su voz se
quiebra por un momento—. Era tan guapo y considerado que me sentí flotar cuando se interesó por
mí. Me ayudó mucho, y yo… me enamoré de él. Me gustaba tanto hablar con él, era tan fácil, me
comprendía tan bien…
Frunzo el ceño mientras las palabras de mi madre van invadiendo mi cerebro. No es algo
inusual que un paciente se enamore de su terapeuta, es lo que se conoce como «amor de
transferencia». Se da cuando un paciente proyecta en la persona que lo trata alguna emoción
inconsciente. En el caso que cuenta mi madre, el sentimiento de abandono que le había provocado
a Calista la nueva relación de su padre bien podría haberlo provocado.
Eso me hace plantearme una cosa: ¿es posible que haya estado tan cegada por mis propias
emociones que haya pasado por alto que Dorian haya desarrollado un amor de transferencia por
mí?
—Bruce siempre me dijo que lo nuestro había sido amor a primera vista —concluye mi madre
con un suspiro, y me obligo a dejar a un lado mis reflexiones y concentrarme en la persona que
tengo delante de mí.
—¿Qué sucedió después?
—Me diagnosticaron esquizofrenia paranoide. Después de eso, no me vi con fuerzas para
terminar mis estudios y abandoné la universidad. Por suerte, mi madre me había dejado una suma
sustanciosa en un fideicomiso y no tenía de qué preocuparme a nivel económico durante un
tiempo. Pese a que mi padre no lo aprobaba, mi relación con Bruce siguió adelante.
—¿El abuelo no aprobaba vuestra relación?
—Tu padre había pasado una infancia difícil y terminó escapándose de casa a los dieciséis
años. Por suerte, acabó en un hogar para menores donde tuvo la oportunidad de continuar sus
estudios. No sé cómo lo hizo, pero consiguió entrar en Harvard y prosperar. Aun así, tu abuelo
tenía miedo de que fuese un cazafortunas —confiesa ella y algo oscurece su mirada.
—¿Lo era? —pregunto sintiendo un nudo en mi estómago.
—Nunca lo creí. Tampoco es que fuésemos especialmente ricos. Teníamos dinero, sí, y mi
padre poseía un par de propiedades que había heredado de su familia, pero lo que se dice una
gran fortuna… Había chicas al alcance de Bruce con más —musita ella con la mirada otra vez
clavada en sus manos—. Nos casamos, tuvimos dos niñas preciosas y… —Se le quiebra la voz y
levanta los ojos de repente con una expresión de intensa angustia mientras una lágrima se derrama
por su mejilla—. Él me tuvo que querer, ¿verdad? Tantos besos compartidos, tantas risas… ¿Por
qué lo hizo, Alice? ¿Por qué?
Había tanto dolor en su rostro que se me encogió el corazón al verla.
¿Eso había sido? ¿Mi padre la había utilizado? ¿La había traicionado de alguna manera?
—¿Qué hizo?
—Se la llevó.
—¿A quién?
—A Karen —responde, y siento que el mundo se tambalea a mis pies.
—Karen se escapó de casa —le recuerdo.
—Noooo —canturrea de repente—. Los cuervos querían que pensáramos eso. Yo sabía que no
era verdad, traté de decirlo, pero nadie me creyó. Solo él.
—¿Quién?
—Ese policía irlandés tan amable. Siempre me han caído bien los pelirrojos.
Al instante, me viene un nombre a la mente.
—¿Harvey O’Sullivan?
—Sí, me ha asegurado que él atrapará a los cuervos —revela en tono confidente—. ¿Lo
conoces?
—Lo he conocido hoy en Braine House.
El rostro de mi madre se demuda de pronto.
—No, no, no… ¡No! —grita de repente, poniéndose en pie. —Golpea el cristal con los puños,
casi con violencia, y doy un respingo hacia atrás. Al momento, dos guardias acuden para tratar de
inmovilizarla. Comienzan a arrastrarla hacia la salida, pero ella consigue deshacerse de ellos y
vuelve hasta mí.
»Aléjate de allí, ¿me oyes? —farfulla con voz apremiante antes de que los guardias la
volviesen a retener—. ¡Karen fue allí y nunca regresó! —grita medio histérica—. ¡No confíes en
ellos! ¡No confíes en ninguno de ellos!
Me quedo mirando impotente como se la llevan fuera de allí mientras mi cabeza trata de
analizar lo que acaba de pasar y una duda se abre paso en mi mente entre todo el caos.
¿Karen estuvo internada en Braine House?
Capítulo 32
Cuando salgo de la prisión, ya está empezando a caer el sol y, además, llueve. Últimamente
parece que no para de hacerlo. Cada vez que tía Emma me llama para preguntarme cómo estoy y
comenta con ironía si echo de menos el clima de Inglaterra me entra la risa. Puede que allí esté
casi siempre nublado, pero aquí llueve más y las temperaturas son más bajas los meses de frío.
Conduzco por la carretera dándole vueltas a mi encuentro con mi madre y, cuando me doy
cuenta, estoy frente a la casa de Dorian en Cohasset. Es curioso, no recuerdo haber decidido ir allí
de forma consciente, pero es el único sitio donde quiero estar en estos momentos. Aun así, cuando
salgo del coche, me quedo inmóvil a medio camino, incapaz de entrar en la casa, a pesar de que la
lluvia cae inmisericorde sobre mí.
No sé cuánto tiempo pasa hasta que Dorian aparece frente a mí. Veo la expresión de
preocupación en su mirada y cómo sus labios se mueven. Me está hablando. Tal vez está diciendo
algo así como: «¡Por Dios, Alice! ¿Te has vuelto loca? ¿Qué haces aquí parada bajo la lluvia?
¿Por qué no entras?», pero no le oigo. Intento hablar, sin embargo, mis dientes castañetean tanto
que no puedo hacerlo. Solo entonces me doy cuenta del frío que tengo.
Casi no siento cuando me levanta en brazos y me lleva al interior, lo que sí noto es la calidez
que golpea la piel de mi rostro cuando entramos en el calor de su hogar. Dorian me deposita de
pie en el suelo y desaparece, para luego volver al cabo de unos segundos con una toalla y una
manta. Después, comienza a desnudarme en silencio. Agradezco ese mutismo. La visita a mi madre
me ha dejado agotada psicológicamente y, ahora mismo, mi cabeza está siendo arrasada por un
tornado de preguntas que soy incapaz de responder.
En cuanto me quita la ropa, me envuelve en la manta y me insta a que me siente en la mullida
alfombra que hay frente a la chimenea. Después, se pone de rodillas detrás de mí y me seca el
cabello con una toalla para luego empezar a desenredarlo con un cepillo.
La sensación es tan placentera que cierro los ojos con un suspiro.
—Mi madre me cepillaba el pelo cada noche antes de ir a dormir y luego me hacía una trenza
mientras me contaba algún cuento o cantaba alguna canción —me oigo decir de repente con voz
monocorde—. Después de que enfermara, dejó de hacerlo. Creo que sabía que yo le tenía un poco
de miedo y no me quería incomodar.
—¿Has ido a ver a tu madre? —pregunta Dorian intuyendo el origen de mi malestar.
—Sí —respondo y subo las rodillas para apoyar los brazos doblados en ellas mientras mis
ojos se clavan en las llamas que danzan frente a mí en la chimenea—. ¿Sabes? En mi mente, mi
madre siempre ha sido el monstruo que asesinó a mi padre y que me acechaba en mis pesadillas.
Él, en cambio, era el gran héroe que tuvo un trágico final. Lo idolatraba.
—¿Qué te preocupa? —susurra y deposita un beso muy suave en mi hombro.
—La muerte de Darwin me ha hecho replantearme muchas cosas —reconozco después de unos
segundos—. ¿Y si mi madre no es un monstruo y mi padre no es tan bueno como yo creía? ¿Y si lo
he idealizado en mis recuerdos infantiles? Mi madre lo mató, sí, pero ¿y si tuvo algún motivo para
hacerlo que quedase enmascarado en su locura? Tal vez la haya odiado todos estos años sin darle
una oportunidad de explicarse, y ella solo intentaba protegerme.
El cepillo se detiene al instante.
—¿Protegerte de qué?
Dudo de si contarle todo sobre mi conversación con Calista, de cómo me ha advertido sobre
Braine House, pero entonces oigo que su voz resuena en mi cabeza: «No confíes en ninguno de
ellos».
Así que decido reservarme esa información por el momento. No es que le esté mintiendo, es
que no le voy a contar todo, que es diferente.
—No lo sé —respondo con sinceridad—. Creo que le estoy dando demasiadas vueltas a lo que
ha sucedido hoy.
—Se me ocurre una forma de que dejes de pensar en todo por unos minutos —musita Dorian en
mi oído con tono sensual y me provoca un estremecimiento.
Coloca mi cabello hacia un lado y, al instante, siento la calidez de su boca dejando un reguero
de besos húmedos desde mi cuello hasta mi hombro que me hace encoger los dedos de los pies
por el placer que me provoca.
Cierro los ojos y luego los vuelvo a abrir cuando otra de mis preocupaciones fustiga mi mente.
—Dorian, ¿sabes lo que es el amor de transferencia?
—Claro, es… —Se queda callado de repente y noto que se tensa detrás de mí. Después, me
coge de la barbilla y vuelve mi rostro hacia él para buscar mis ojos—. Alice, ¿crees que lo que
siento por ti no es real?
—No lo sé, ¿lo es?
Sus ojos azules arden con una emoción que hasta entonces no había visto.
—No soy consciente de la primera vez que vi tu rostro ni de la primera vez que escuché tu voz,
pero había algo en ti que me hacía tomar conciencia de mí mismo cuando lo único que quería era
desaparecer —musita mientras pone sus manos en mis hombros y acaricia mi piel desnuda con
suavidad—. Un día, desperté en el invernadero de Braine House con un pincel entre las manos y
un lienzo en blanco frente a mí, y me puse a pintar la imagen que tenía en la mente. Y resultó que
eras tú. Te pinté cuando no te conocía, te escuché sin oírte, te vi sin verte y te besé, Alice. Cada
vez que Barton te besaba, tu calidez llegaba a mí. Tu deseo —añade mientras su pulgar acaricia
mis labios. Abro la boca para él y lamo de forma sensual su piel hasta que sus ojos se convierten
en ascuas.
»Odié a Barton por estar cerca de ti —continúa diciendo— y también te odié a ti —masculla y
me arranca la manta de forma tan súbita que me hace jadear de sorpresa.
Maniobra mi cuerpo hasta dejarme de rodillas, con la espalda apoyada contra su torso y mis
caderas encajadas entre sus muslos abiertos.
Me resulta muy erótico estar entre sus brazos cuando yo estoy desnuda y él completamente
vestido, sobre todo, cuando comienza a acariciarme con un toque posesivo y carnal.
Sus manos son osadas al explorar cada curva y cada valle de mi carne expuesta, hasta que una
acaba amasando mis pechos y la otra se abre paso entre mis piernas, buscando la humedad que ha
empezado a brotar de allí.
Me arqueo con un gemido quedo cuando siento sus dedos incursionando en mi interior. Hecho
la cabeza hacia atrás, contra su hombro, y él aprovecha para apropiarse de mi boca con la misma
maestría con la que está tomando posesión de mi cuerpo.
Noto cómo aparta su ropa con rapidez y, segundos después, tras apartarse rápidamente la ropa,
su miembro se introduce despacio dentro de mí. En esta posición, la penetración es tan profunda
que resuello en busca de aire. Permanece inmóvil durante unos instantes, aguardando a que me
acostumbre a su presencia, y luego comienza a moverse de una forma deliciosa, balanceándose
contra mí sin salir del todo.
—¿De verdad dudas de si esto es real? —susurra ronco en mi oído.
—Yo…
No respondo, no puedo. Quiero creer que sí, pero tengo miedo de que pueda equivocarme.
—Entonces tendré que hacerte el amor hasta que tú misma te des cuenta de ello —declara
Dorian implacable.
Su cuerpo busca el mío con ansia, penetrándome una y otra vez sin descanso. Poco a poco, va
aumentando los envites hasta que sollozo por la intensidad del placer que estoy sintiendo. Sin
embargo, él parece no tener suficiente con eso. Me empuja hacia adelante hasta que apoyo las
manos en la alfombra, toma mis caderas e intensifica las embestidas.
Cada acometida es más profunda, más placentera, hasta que gimo presa de un orgasmo
desgarrador y, un segundo después, él gruñe de placer con la cara enterrada en mi espalda.
Me desplomo sobre la alfombra con los ojos cerrados, jadeante, y él se tiende a mi lado,
abrazándome.
—Te odio, Alice —lo oigo susurrar. Abro los ojos de golpe, desconcertada por su declaración,
y me encuentro con los suyos, que me miran con un brillo de ternura que contradice sus palabras.
»Te odio por haber sido la única capaz de derribar mis defensas, pero te amo tanto que soy
incapaz de reconstruirlas de nuevo si eso me puede alejar de ti. Dime tú si eso no es real.
Y la claridad de su mirada disipa mis dudas…, al menos durante un tiempo.
Capítulo 33
Después de volver a hacer el amor, esta vez de forma más dulce y pausada, decido volver a casa,
pero Dorian insiste en que me quede a pasar la noche allí. Al final, opto por hacer algo
intermedio: cenar con él e irme después.
Pone música y comenzamos a hacer la cena al ritmo de Stolen dance de Milky Chance, con esa
clase de camaradería especial que hace que te sientas tan a gusto con una persona como si la
conocieses toda la vida en lugar de solo un par de meses, por muy intensos que hayan sido.
Después, cenamos y recogemos la cocina.
—¿Qué es esto? —pregunto al ver un álbum encima de un aparador.
—Estaba mirando fotos cuando vi las luces de tu coche.
—¿Puedo?
—Claro.
Abro el álbum y veo que son fotos de la galería de arte. Dorian se pone a mi lado para verlas
junto a mí, como si quisiera compartir conmigo esa parte de sí, y eso me gusta.
—Son imágenes de la última exposición que hicimos del centro de acogida de menores, un par
de meses antes de… la muerte de Jay.
Le voz se le quiebra de emoción al decirlo, pero lo dice. Es un paso enorme en su
recuperación, que lo acepte de esa manera, que hable de ello.
En las fotos aparecen diferentes niños posando al lado de lo que, deduzco, son sus respectivas
obras.
—¿Quién es Chloe?
—¿Cómo sabes…? —empieza a preguntar con tono extrañado, pero se interrumpe con una
mueca cuando deduce la respuesta—. Déjame adivinar: Trey.
—No se lo tengas en cuenta. La gente suele contarme cosas, ya sabes —bromeo guiñándole un
ojo.
Dorian me mira con ternura por un segundo y luego pasa las fotos hasta dar con la niña en
cuestión.
La adoro al instante, puede que porque me recuerda un poco a Liza. También es pelirroja y un
poco desgarbada, y viéndola entiendo que tal vez Barton se llevase tan bien con la adolescente
porque en algún lugar de su corazón tenía presente a esta niña.
Reconozco el cuadro que la acompaña. Es el que me llamó la atención la primera vez que fui
allí, el que tenía la firma «CS».
—Tal y como puedes ver, no tiene ni un ápice de talento artístico —comenta con una mueca
divertida refiriéndose el cuadro que la acompaña.
—Y, aun así, lo compraste —señalo cabeceando hacia el lienzo que ahora cuelga en una de las
paredes del comedor.
—¿Cómo no lo voy a hacer? Aunque es imposible que lo veas, porque ni yo mismo lo hice y
eso que tengo mucha imaginación —admite—, lo que Chloe quiso representar en esta imagen es la
esperanza. Según dice, no sabía lo que era hasta que me conoció. —Me derrito de amor al oírlo,
pero no lo digo. Dejo que Dorian siga hablando porque intuyo que tiene mucho más que decir.
»Sus padres eran drogadictos y no la trataban demasiado bien, así que terminaron quitándoles
la custodia. Su madre acabó muriendo por sobredosis y su padre desapareció. Ha estado en varias
casas de acogida, pero no ha tenido suerte y por diferentes circunstancias regresó al centro de
acogida —explica Dorian y guarda silencio un instante. Lo veo morderse la mejilla por dentro,
señal de que está dándole vueltas a algo—. Me planteé adoptarla, ¿sabes? —confiesa finalmente
—. Aunque lo descarté enseguida.
—¿Por qué?
—Es una niña que ha sufrido mucho.
—Sí, esos niños suponen mucho trabajo porque requieren una mayor atención para suplir todo
el cariño que no han tenido.
—No, no descarté la idea porque supusiese más trabajo. Eso lo tenía claro. Lo hice porque
pensé que Chloe se merecía una familia de verdad que le ofreciese todo el amor que se necesita
—musita y se encoge de hombros—. Después de todo, yo solo soy un hombre con un montón de
demonios en mi interior.
Supongo que lo de «demonios» lo ha dicho por la canción que está sonando en este momento:
Demonds de Imagine Dragons, uno de sus grupos predilectos y una de mis canciones preferidas.
—No me dan miedo los demonios que hay en ti, Dorian —afirmo con convicción.
—Eso es porque todavía no los conoces todos —replica él con un susurro quedo. Ese
comentario despierta mi curiosidad, pero él cambia de tema antes de que le pueda preguntar.
»Supongo que Chloe es una espinita en mi vida que no sé si es mejor sacar y olvidarme de ella
o dejar que se me hunda en el corazón para siempre.
—Te entiendo —susurro mientras pongo mi mano sobre la suya y se la aprieto. Creo que Liza
es la mía. Aunque ya no sea mi paciente sé que no voy a poder olvidarme de ella. Necesito saber
que, allá donde esté, se encontrará bien. Y me temo que hay un monstruo acechando en su vida que
seguirá ahí si yo no hago nada por detenerlo—. Se está haciendo tarde, creo que ya es hora de que
me vaya a casa.
—¿Por qué no te quedas a pasar la noche? —insiste Dorian con un mohín.
—Ya te lo he dicho, no puedo presentarme mañana en el trabajo con la misma ropa que he
llevado hoy.
Sé que es una excusa endeble, pero es la única que se me ocurre. Necesito asimilar todo lo que
me ha contado mi madre, y debo hacerlo en aquella casa. Tal vez encuentre allí alguna respuesta.
—Podrías plantearte venir a vivir aquí —comenta Dorian con descuido mientras me ayuda a
ponerme el abrigo. Lo miro con una ceja arqueada y veo que frunce el ceño, como si él mismo
estuviese sorprendido porque esa propuesta hubiese salido de su boca.
»Braine House está solo a diez minutos. Ahorrarías tiempo y gasolina —añade en tono
razonable, aunque noto un suave sonrojo en sus mejillas.
—No voy a mudarme contigo solo por razones prácticas —repongo con calma y le doy un beso
rápido de despedida.
Me giro y abro la puerta para salir, pero él la cierra antes de que pueda hacerlo. Lo miro
interrogante.
—No sería solo por razones prácticas —susurra con voz ronca.
Nos quedamos mirando durante unos segundos en silencio. Intuyo que tiene algo que decir, pero
no le salen las palabras.
—¿De qué tienes miedo, Dorian?
—De que un día salgas por esa puerta y no vuelvas más. De que descubras todos los demonios
que habitan en mí y te des cuenta de que no merezco tu amor.
—Eso no pasará —le aseguro mientras cojo su rostro entre las manos y le mantengo la mirada
para que vea que lo digo de verdad.
Él asiente en silencio, pero su cuerpo está tenso y aprieta los puños contra su cuerpo, como si
tuviese que hacer uso de todo su autocontrol para dejarme marchar.
Cuando salgo de la casa, la lluvia parece que ha dado algo de tregua. Subo al coche y me dirijo
a Boston por la estatal MA-3A tarareando Somebody that I just to know de Gotye, que en este
momento suena por la radio.
A la altura de Quincy, miro por el retrovisor y lo veo. Dos ojos brillantes: las luces del coche
de mi acosador. Mi primer impulso es acelerar para despistarle, igual que hice la última vez, pero
estoy cansada de huir. Así que planto el pie en el freno y lo aprieto hasta el fondo.
El chirrido que emiten mis neumáticos al frenar queda eclipsado por el de mi perseguidor en el
intento que hace por evitar el golpe y, por suerte, lo consigue.
Hago ademán de abrir la puerta de mi coche, pero veo la figura oscura de mi acosador saliendo
del suyo. Por el portazo que da, y sus movimientos, parece enfadado. Por si acaso, compruebo que
el coche esté bien cerrado.
Aguardo con el corazón desbocado, rezando para que no esté cometiendo una locura. Agudizo
la mirada para ver si detecto algún tipo de arma en sus manos, pero nada.
Se acerca.
Cada vez está más cerca.
Entonces, llega hasta mí. Miro a través del cristal y me encuentro con el ceño fruncido del
inspector Harvey O’Sullivan.
—¿Acaso ha perdido la cabeza? —me chilla a través del cristal—. ¿Por qué ha detenido su
coche de esa manera? ¡Casi la empotro por detrás!
Bajo la ventanilla y lo miro con el ceño fruncido.
—He reconocido las luces de su coche. Lleva semanas siguiéndome, aunque no sabía que era
usted, creí que era algún acosador.
—¿Y no se le ocurrió una idea mejor que detener su coche y enfrentarse a un posible peligro en
medio de una carretera, sola y de noche?
Visto así, acabo de hacer una tontería enorme, pero no lo pienso admitir.
—Tal vez no lo habría hecho si usted no me hubiese puesto nerviosa siguiéndome. ¿Se puede
saber por qué lo hace?
Un coche pasa a nuestro lado en ese momento y nos pita.
O’Sullivan mira a su alrededor y frunce el ceño.
—No podemos hablar aquí, parados en medio de la carretera —masculla—. Un poco más
adelante, en la salida del pueblo, hay una cafetería a un lado de la carretera, a mano derecha. Nos
vemos allí.
—Pero yo…
—Necesito hablar con usted, señorita Donovan —me corta él sin darme opción a réplica.
—Está bien —accedo—. Pero pase usted delante que, por una vez, quiero seguirle yo —añado
con la barbilla en alto.
El inspector esboza una mueca divertida y acepta mi petición con una inclinación de cabeza.
Capítulo 34
Minutos después, los dos nos medimos cara a cara sentados en una de las mesas de una cafetería
que ha visto mejores tiempos, con dos tazas de humeante café entre nuestras manos.
—¿Puedo tutearte? —Lo miro con el ceño fruncido, pero termino asintiendo. Si tengo que
acabar insultándole después de esta conversación, prefiero hacerlo de tú a tú. Él me observa
expectante, como si esperara alguna reacción más por mi parte—. Creo que no te acuerdas de mí.
—Claro que te recuerdo, nos conocimos el lunes, en Braine House.
—Sí, pero esa no fue la primera vez que nos vimos. —Frunzo el ceño y trato de hacer
memoria, pero no lo consigo—. El cinco de mayo de mil novecientos noventa y cinco, respondí a
una llamada en el bulevar William J. Day número treinta y dos.
Lo miro con los ojos de par en par. Esa era la dirección de mi casa y esa fecha…
—No recuerdo mucho de aquella noche —musito con voz apagada.
—Lo sé. Te tocó vivir una situación que nadie debería presenciar jamás —comenta y su tono se
suaviza al decirlo.
Una voz se abre paso en mis recuerdos, acompañada del rostro de un hombre que me mira con
preocupación: «¿Estás herida?».
—Recuerdo a un hombre negro.
—El sargento Brown, mi compañero. Un buen tipo. Se jubiló hace unos años y ahora vive en
Florida. Estaba conmigo aquella noche —explica O’Sullivan.
—¿Es por eso por lo que has visitado a mi madre en varias ocasiones?
—Llevo mucho tiempo investigando la desaparición de una adolescente de diecisiete años:
Bethany Wells. Se supo de ella por última vez hace treinta y cinco años —revela con seriedad—.
Su padre abusaba de Bethany en cuanto tenía la menor oportunidad, y la chica huyó de casa —
explica con la mirada fija en el café.
—Si en casa sufría abusos es normal que escapara. ¿Qué tiene eso de extraño para que la
policía lo investigue?
—Tenía un hermano de siete años. Bethany prometió que lo llevaría a vivir con ella en cuanto
se estableciese. Y siempre cumplía su palabra —añade con seguridad—. Pero ella nunca regresó,
algo le tuvo que suceder.
—¿Cuándo te cambiaste el apellido de Wells a O’Sullivan? —pregunto al intuir la identidad
del hombre que tengo delante.
El inspector levanta la cabeza y me mira con sorpresa.
—Mi madre acabó matando a mi padre cuando se enteró de lo que le había hecho a Bethany.
Siempre estaba tan drogada que no se había percatado de nada. Y estaba tan colocada que cuando
lo asesinó acabó arremetiendo contra la policía y la abatieron. Acabé en manos de Servicios
Sociales, que me encontraron un hogar nuevo junto a una familia de acogida. A los pocos años me
adoptaron de modo formal y decidí cambiarme el apellido al de ellos para dejar atrás esa parte
oscura de mi pasado —relata O’Sullivan—. Me hice policía. Algo dentro de mí siempre me ha
impulsado a llegar al fondo de las cosas, y lo que le ocurrió a mi hermana era una espinita que no
me conseguía quitar —explica y se encoge de hombros—. ¿Sabes lo más irónico? Brown fue el
policía que abatió a mi madre, aunque nunca le he dicho quién era yo de verdad. El pobre hombre
ha vivido toda la vida atormentado con ello. —«Para que luego digan que las casualidades no
existen», pienso para mí.
»Una noche, llamaste a emergencias. Tengo grabada a fuego la imagen de tu madre pintando en
la pared con sangre —musita, y los dos nos estremecemos al recordar—. Y entonces ella
mencionó a los cuervos.
—¿Qué tiene que ver eso con Bethany Wells?
—Mi hermana me llamó. Parecía asustada. Lo único que consiguió decirme fue: «Un cuervo me
va a atrapar».
Un flashback repentino hace brotar una melodía de mi mente y, con ella, una estrofa:
En la noche de los cuervos,
un cuervo te atrapa.
La voz de mi madre irrumpe en mi mente: «Tu padre es un cuervo, tenemos que matarlo».
—¿Crees que mi padre… pudo estar involucrado en todo esto? —pregunto con voz temblorosa.
—No lo sé. No tengo pruebas, solo es una corazonada —admite con un suspiro—. No he
conseguido sacar respuestas claras de tu madre, que a priori sería nuestro único testigo. De todas
formas, aunque las obtuviera, su testimonio no se tendría en cuenta vistos sus problemas
psiquiátricos —aduce frustrado—. Dejé aviso de que, si recibía alguna visita, me avisaran, por
eso di contigo, no sabía que habías vuelto al país. Llevo siguiéndote desde que visitaste por
primera vez a tu madre.
—¿Y por qué no has venido antes a contarme todo esto?
—Este caso se está llevando con total discreción, ya que sospechamos que las snuff movies
pueden salpicar a las más altas esferas de la ciudad. Ni siquiera tenemos la certeza de que siga en
funcionamiento debido a que la última película está grabada hace veinte años, sería muy fácil
ocultar las pocas pruebas que puedan haber —explica—. No estaba seguro de si debía
involucrarte o no, sobre todo, cuando descubrí que estabas trabajando en Braine House —agrega
con el ceño fruncido.
—¿Qué pasa con Braine House?
—Lo único que pude deducir de las conversaciones con tu madre es que Karen no se fue de
casa, asegura que tu padre se la llevó a Braine House.
Recuerdo lo nerviosa que se puso hoy cuando mencioné dónde trabajaba y frunzo el ceño.
—¿Es cierto?
—No lo he podido verificar, el doctor Braine me denegó el acceso a los archivos del centro
sin una orden de registro. Y no puedo solicitarla sin una prueba que justifique su necesidad, algo
que no encontraré sin esa orden. ¿Entiendes mi dilema? —masculla exasperado—. Sospecho que
el doctor Braine está metido hasta el cuello en esto. Allen y él eran amigos, se movían en los
mismos círculos sociales.
—¿Solo por eso sospecha de él? —inquiero estupefacta.
—No es solo por eso. Cuando hablamos con las familias de las chicas desaparecidas
descubrimos que siete de ellas habían sido diagnosticadas con algún trastorno mental poco antes
de su desaparición. Siete de diez. Es un porcentaje demasiado alto para obviarlo.
Es cierto. De repente, me viene a la memoria que el doctor Braine tenía una máscara de cuervo
en su despacho. ¿Otra coincidencia?
—Estas son las fotos de las siete chicas en cuestión —continúa diciendo mientras saca de la
carpeta las fotos en cuestión.
Son todo fotos de instituto, de las que te hacen para el anuario. Peinados ochenteros en su
mayoría, pelos cardados, permanentes, cortos, largos, rubias, morenas, pelirrojas, piel oscura,
piel clara… A simple vista, no hay un patrón físico. Debajo de cada una, hay un nombre: Amanda
Bates, Josephine Wilson, Margot Roberts, Samantha Harris, Mary Jane Chambers, Meredith Perry
y April Walsh. Lo único que tienen en común es que son todas jóvenes y guapas.
—¿Y ninguna de las familias notificó la desaparición de las chicas? —pregunto porque me
resulta muy difícil de creer.
—Tú sabes lo que es convivir con alguien con problemas psicológicos, sabes lo duro que
puede llegar a ser.
Lo sé. Igual que sé lo que el inspector quiere dar a entender, que muchas de esas familias se
sintieron aliviadas de que ellas desapareciesen de sus vidas.
Nadie las había echado de menos.
Nadie las había llorado.
Pero alguien tenía que descubrir quién había sido el responsable de su muerte.
Lo que tenía claro es que, pese a las evidencias, no podía ser mi padre. Y solo tenía una forma
de demostrarlo.
—Si decidiese echarte una mano, ¿qué tendría que hacer?
—Confirmar si estas chicas ingresaron en Braine House —responde O’Sullivan, y me tiende un
listado con el nombre y el año en que desaparecieron—. Y buscar algo que pueda relacionarlas.
—¿Buscar qué exactamente?
—¡No lo sé! —exclama frustrado—. Solo sé con cada fibra de mi ser que hay algo turbio allí.
Seguro. Y estoy cerca de averiguar la verdad, de lo contrario… —Se queda callado de repente y
sus ojos reflejan una gran angustia.
—De lo contrario, ¿qué?
—Nada —masculla—. Alice, ayúdame, por favor. Se lo debemos a todas esas chicas. A
nuestras hermanas. A… —La voz se le quiebra.
—Te ayudaré en tu investigación, pero necesito algo a cambio.
—¿Qué?
—Necesito que localices a Pamela Mendoza.
Capítulo 35
Si algo he aprendido desde que estoy en Braine House es que no hay nada allí que no pase por las
manos del señor Moore en algún momento o que él no sepa. Por eso, al día siguiente, lo primero
que hago es ir a verle.
—Señor Moore, si quisiera consultar el ingreso de un paciente de hace algún tiempo…
—Todos los historiales clínicos de los pacientes que hemos tratado desde el año dos mil están
informatizados. Puede consultar los datos de ingreso tecleando la clave de seguridad que le debe
proporcionar el jefe de su departamento. Es parte de nuestra política de privacidad para que
cualquier consulta quede registrada —informa solícito—. Ya sabe cómo son estas cosas.
—¿Y si el expediente es de años anteriores?
—Si es así estará en el archivo del sótano, aunque el acceso es restringido por la misma razón.
Necesitaría saber el nombre del paciente que quiere consultar y tener una autorización por escrito
del jefe de su departamento o del doctor Braine. Entonces, yo mismo le proporcionaría la copia
del expediente —explica con amabilidad—. Si sabe el nombre, puedo ir buscándolo mientras le
pide la autorización a uno de los dos —propone mientras abre el primer cajón de su escritorio y
saca un llavero en forma de herradura con un par de llaves.
—No, no quiero consultar ningún nombre en concreto, era simple curiosidad.
Moore hace un sonido ininteligible con la garganta y me mira como si fuese un mosquito
molesto.
—En ese caso… —Abre el cajón y vuelve a dejar las llaves en él, para después cerrarlo con
un gesto seco—. Si su curiosidad ya está satisfecha, tengo mucho trabajo que hacer —añade con
tono envarado.
Disimulo mi frustración tras una sonrisa y un gesto de despedida, y voy en busca de un plan B
o, mejor dicho, a idear uno.
Poco después, regreso con un café y se lo dejo encima de la mesa.
—¿Qué es esto? —pregunta el secretario con una ceja arqueada.
—Mi agradecimiento por su amabilidad de antes —respondo con una sonrisa.
Luego, me despido con un gesto, voy hacia el pasillo y tomo el corredor de la derecha, pero, en
lugar de continuar andando, me quedo detrás de la esquina donde, al asomarme con disimulo,
tengo una visión perfecta del escritorio de Moore.
La enfermera que me ha proporcionado el potente laxante que le he puesto al café me ha dicho
que el efecto aparece a los pocos minutos, así que espero con paciencia.
Lo veo beber el café con cara de satisfacción mientras teclea en el ordenador con diligencia.
Un par de minutos después empieza a removerse en la silla. De repente, se lleva la mano a la
tripa, pone cara de apuro y se levanta corriendo en dirección al baño, que está a unos metros de
allí.
Solo entonces, voy rauda hacia su mesa, abro el cajón, me hago con las llaves y salgo pitando
de allí.
Con disimulo, voy hacia las escaleras de servicio. Abro la puerta que da acceso a ellas
mirando hacia atrás para asegurarme de que nadie me sigue y me choco con dos personas que
están al otro lado: el doctor Braine y Mason Wallace.
El impacto me hace trastabillar hacia atrás y se me caen al suelo las llaves que llevaba en la
mano. Me apresuro a recogerlas rezando para que no reconozcan el llavero.
—Alice, ¿te encuentras bien? —pregunta George con el ceño fruncido.
—Se te ve un poco pálida —señala Mason, que está a su lado.
—Sí, yo… Iba un poco distraída, lo siento —farfullo—. Últimamente me cuesta concentrarme.
—Tal vez te vendría bien tomarte un par de días de vacaciones —propone el doctor—. Esta
semana ha sido muy dura para ti y sería conveniente que desconectaras un poco.
—Me lo pensaré, gracias —murmuro.
Me despido de ellos con una sonrisa y un ademán y comienzo a descender las escaleras.
Suspiro de alivio cuando llego al descansillo del primer tramo y, en ese instante, siento una mano
en mi hombro que me detiene. Me giro con el corazón en un puño y me encuentro cara a cara con
George, que me ha seguido sin que me diera cuenta.
Por un segundo los dos nos miramos en silencio.
—Se me ha olvidado decirte que ayer despedí a Ron Watts. Después de hablar con él, acabó
confesando. Tenías razón, al parecer entregó las cartas a Darwin como una pequeña venganza,
aunque no pensó que le afectaría hasta el punto de que se suicidara. Sé que no es un consuelo, pero
quería que lo supieras.
—Gracias —susurro con emoción.
No es consuelo, pero sí un alivio. Me resultaba muy difícil cruzarme con ese hombre por los
pasillos sabiendo lo que ha hecho.
George acusa mi agradecimiento con una inclinación de cabeza y comienza a subir las
escaleras.
Espero unos segundos hasta que lo pierdo de vista y renuevo mi descenso mientras pienso en la
difícil vida de los espías y en lo fácil que parece en el cine. Siento que mi corazón me va a saltar
del pecho y eso que solo voy a colarme en un archivo.
Una vez en el sótano, me cuesta un par de minutos avanzar por el laberinto de pasillos y
puertas. Por suerte, en cada planta hay un plano detallado de la distribución de las habitaciones y
consigo encontrar la que estoy buscando.
Al llegar a la puerta, la mano me tiembla tanto que me cuesta colar la llave en la cerradura. Lo
logro al segundo intento y abro. Cuando enciendo la luz me llevo una sorpresa: en mi mente
peliculera, me había imaginado que los archivos, al estar situados en el sótano, tendrían un
aspecto más siniestro, con telarañas y polvo por todas partes.
Todo lo contrario, son modernos, funcionales y están impolutos. Se trata de una habitación
enorme con un montón de estanterías metálicas dispuestas en paralelo formando pasillos.
Paso la mirada por los distintos ficheros: registro de personal, nóminas, contratos de empresas
externas, facturación… Todo está perfectamente ordenado, pero no veo nada relacionado con los
pacientes. Al final, descubro un montón de archivadores que están apoyados en la pared del fondo,
dispuestos de la A a la Z, con un cartel sobre ellos que reza: «ADMISIONES».
Cojo la lista que me ha dado O’Sullivan y me pongo a buscar.
Amanda Bates aparece en la cinta del año mil novecientos setenta y nueve y busco en el
archivador del año correspondiente. Voy pasando las carpetas y —¡Bingo!— encuentro una con su
nombre. Saco la hoja de admisión y la ojeo con interés. En seguida veo un par de cosas que
llaman mi atención.
La primera es que ha sido derivada del Centro de Acogida de Menores CW Allen a Braine
House. CW Allen no puede ser otro que Carlton Walter Allen. ¿Coincidencia? No lo creo.
La segunda es que la derivación ha sido solicitada por Bruce Donovan y aprobada por George
Thomas Braine. Las firmas de ambos así lo demuestran.
Según el informe, se le dio el alta y se la volvió a trasladar al Centro CW Allen dos semanas
después.
Hago una foto con mi móvil y busco el siguiente expediente: Josephine Wilson, en el año mil
novecientos ochenta y uno. Y los dos datos que me han llamado la atención del otro expediente se
repiten en este.
Fotografío el expediente y paso a otro y luego a otro. Así hasta dar con los siete nombres de la
lista.
Cuando estoy sacándole la foto al último, un chirrido me hace dar un respingo. Ha sonado
como si se acabase de abrir una puerta. Contengo la respiración mientras asomo la cabeza por el
pasillo central, pero no veo a nadie.
Guardo el informe dispuesta a salir de allí antes de que alguien me descubra, pero un impulso
me obliga a mirar en el año mil novecientos noventa y cinco.
El corazón se me detiene cuando encuentro una carpeta con el nombre de mi hermana.
Mi madre tenía razón.
Lo cojo con manos temblorosas y lo leo. Según consta, Karen fue ingresada en Braine House el
uno de mayo de mil novecientos noventa y cinco por un brote psicótico con delirios paranoides.
Aseguraba que su padre era un cuervo y que la quería matar porque había descubierto su secreto.
Un leve sonido me hace levantar la cabeza. ¿Pisadas? Con el expediente de Karen en la mano,
vuelvo a asomar la cabeza hacia el pasillo central, solo que esta vez no está vacío: una silueta
negra está al final, justo delante de la puerta, bloqueándola.
Un cuervo.
Miro estupefacta la figura oscura. Sé que debe de ser un hombre el que se oculta detrás de esa
máscara de pico puntiagudo y de ojos negros, brillantes y redondos. Va envuelto en una capa negra
que lo cubre hasta los pies y que está ribeteada en el cuello con plumas azabache completando su
disfraz.
Alguien que pretende asustarme… y que lo ha conseguido con creces.
Lo veo avanzar hacia mí y me meto por uno de los pasillos transversales para esquivarlo.
Durante unos minutos, jugamos al gato y al ratón, porque sé que está jugando conmigo. Justo
cuando creo que he conseguido despistarlo, lo veo aparecer delante de mí, obligándome a
retroceder y cambiar de camino.
—¿Te gustan los cuervos, Alice?
Su voz llega hasta mí con un fondo metálico, como si tuviese algún distorsionador, pero lo que
me deja en shock no es su tono, sino las palabras que ha utilizado. Me ha hecho la misma pregunta
que me hizo Dorian en su galería de arte.
Me escondo en el cabecero de una de las filas y me asomo con precaución para localizar a mi
perseguidor. No lo veo. Vuelvo la vista al frente y ahí está. A solo unos centímetros de mí,
observándome en silencio. Por un segundo, me veo reflejada en la superficie brillante de sus ojos.
Luego grito. Grito fuerte.
Le pego un empujón que lo desestabiliza por un momento debido a lo sorpresivo de mi
reacción y escapo trastabillando.
Corro por el pasillo y miro hacia atrás. No lo veo. Entonces choco con algo de frente, con tanta
fuerza que termino cayendo hacia atrás por la inercia del golpe.
El suelo me abraza con brusquedad, arrancándome el aire de los pulmones y oigo el sonido que
hace mi cabeza al chocar con las baldosas color crema, justo antes de que un dolor agudo la
atraviese. Después, la nada.
Capítulo 36
No vale la pena tratar de creer, nadie puede creer cosas que son
imposibles.
Alicia.
Alicia a través del espejo.
Sin pérdida de tiempo, me visto con un suéter maxi y unas mallas, prendas cómodas para ir por
casa, y me hago algo rápido de comer. Después, con el diario en la mano, me voy al despacho de
mi padre —todavía me es imposible pensar en esta habitación como mi despacho porque todas las
cosas de mi padre siguen aquí—, me siento en su escritorio y empiezo a leer.
La sensación es extraña, siento que estoy invadiendo la intimidad de mi hermana, pero, por otra
parte, ella me ha pedido que lo haga.
El diario empieza el uno de enero de mil novecientos noventa y cinco, y Karen escribió casi a
diario en él. Algunas veces, solo una frase; otras, un par de páginas. Hoja a hoja, día a día, voy
redescubriendo a mi hermana como una niña de ocho años nunca lo hubiese podido hacer. Habla
sobre sus amigos; sobre lo poco que le gusta el señor Roberts, su profesor de matemáticas, y lo
mucho que adora a la señorita Crawford, de literatura; cuenta que está pensando en estudiar
Periodismo porque ha descubierto que se le da bien investigar; habla sobre Paul, un chico de su
clase del que está enamorada; escribe sobre mí y lo mucho que la saco de quicio algunas veces,
cosa que no me enfada, sino que me llena de nostalgia al recordar nuestras ocasionales peleas,
también cuenta cosas de mi padre, pero, sobre todo, de mamá.
Una frase en concreto me llega al corazón:
A veces la odio, pero la quiero tanto que se me olvida.
Nunca imaginé que Karen pudiese sentir odio hacia mi madre, supongo que porque se lo
guardaba muy profundo en su interior y la quería demasiado para exteriorizarlo. Para una
adolescente, no debió de ser fácil convivir con una madre inestable. Y, aun así, siempre cuidó de
ella.
Después de leer esto tengo más claro que mi hermana nunca se hubiese escapado de casa. Nos
quería demasiado para hacerlo.
Sigo avanzando en el diario, hasta que una de las anotaciones llama mi atención.
Sábado, 8 de abril de 1995.
Hoy ha sucedido algo que me tiene muy intrigada. Papá se ha ido al supermercado a hacer la compra, y yo me he
quedado en casa cuidando de mamá y de Alice.
Al rato han llamado a la puerta. He abierto y me he encontrado frente a mí a un hombre mayor. Me ha recordado
mucho a John Hammond, el abuelito que sale en Parque Jurásico. Era bajito, algo rechoncho, con el pelo y la barba blancos,
gafas y una sonrisa bonachona. De esas personas que te caen bien al instante.
Me ha dicho que se llamaba Carlton Allen y que era amigo de papá.
Cuando le he dicho que todavía tardaría unos quince minutos en volver me ha respondido que, si no me importaba,
prefería esperarle. Como no lo podía dejar entrar (tengo dieciséis años, soy consciente de que no debo dejar pasar a
desconocidos), pero me sabía mal dejarlo en el porche sin más, le he preguntado si quería beber algo mientras esperaba. Lo
reconozco, lo he hecho más por curiosidad que por amabilidad porque, mientras le servía el vaso de agua que me ha pedido, le
he preguntado de qué conocía a papá.
Según me ha contado, papá era uno de sus protegidos. Al parecer, el señor Allen (me pidió que lo tutease y lo llamase
Carlton, pero no me siento cómoda haciéndolo) acogió a papá cuando se escapó de casa y ha velado por él desde entonces.
Eso me plantea varias preguntas:
Primera: ¿por qué nunca he sabido hasta ahora que papá se escapó de casa cuando era un adolescente?
Segunda: ¿qué le impulsó a hacerlo?
Tercera: ¿por qué no he conocido al señor Allen hasta ahora si ha tenido una relación estrecha con papá?
Cuarta: ¿por qué papá se ha puesto tan nervioso cuando, al llegar, me ha visto en el porche con él? Pero nervioso de
verdad hasta el punto de que ha empalidecido y se le ha caído la bolsa de la compra que llevaba en brazos cuando ha visto al
señor Allen a mi lado.
Cuatro misterios que estoy decidida a resolver. Lo que está claro es que tengo vena periodística o incluso policial, me
encantan los trabajos de investigación.
¡Dios! Con solo pensar en un monstruo como Carlton Allen cerca de mi hermana hace que el
vello del cuerpo se me erice. Por la reacción de mi padre, para él debió de ser también un shock,
y eso solo podía significar una cosa: conocía la naturaleza sádica del hombre y su preferencia por
las jovencitas como Karen.
Hago memoria sobre lo que mi madre me contó de mi padre la última vez que fui a verla: «Tu
padre había pasado una infancia difícil y terminó escapándose de casa a los dieciséis años. Por
suerte, acabó en un hogar para menores donde tuvo la oportunidad de continuar sus estudios. No sé
cómo lo hizo, pero consiguió entrar en Harvard y prosperar».
De repente, tengo una corazonada. ¿Y si el hogar para menores era el Centro CW Allen? Tal
vez allí hubiese conocido a Carlton Allen. Algunos filántropos se involucran personalmente en sus
proyectos. ¿Y si Allen convenció a mi padre de alguna manera para que le ayudara con sus
prácticas sádicas a cambio de proporcionarle los medios para poder ir a la universidad?
Recuerdo que cuando fui a cenar con los Braine me dijeron que mi padre colaboraba de
voluntario en varios albergues de menores, que eran lugares ideales para seleccionar chicas
jóvenes, bonitas y desprotegidas.
¿Y si su fachada altruista enmascaraba a un depredador?
¿Y si…? ¿Y si…? ¿Y si…? Son todo teorías, pero ninguna certeza, así que continúo leyendo.
Viernes, 14 de abril de 1995.
Mi padre está muy raro. Desde que vino el señor Allen, algo ha cambiado en él. No sé cómo describirlo, pero me
resulta siniestro. El otro día entró en su despacho con una maleta grande de color negro, como si fuese uno de esos maletines
de ejecutivos pijos, pero bastante más grande. Lo curioso es que después, por la noche, cuando se fue a dormir, bajé a
hurtadillas y me colé en su despacho para ver lo que contenía, pero no la encontré por ninguna parte. Como es imposible que
se pueda haber volatilizado, y estoy segura de que no lo ha sacado de allí, solo me queda una posibilidad plausible: que haya
algún escondite secreto en el despacho de mi padre.
Y, si hay algún secreto, lo voy a descubrir.
Levanto la mirada y observo a mi alrededor. ¿Un escondite secreto? Tal vez una habitación del
pánico como la de Allen.
Sigo leyendo, a ver si más adelante Karen me da una pista de su ubicación.
Jueves, 20 de abril de 1995.
Estoy emocionada. ¡He encontrado el escondite secreto de papá!
Esta tarde, me metí en su despacho aprovechando que había salido y me puse a buscarlo. Sin embargo, no lo hallé.
Estaba a punto de salir de allí, dándome por vencida, cuando mi padre regresó a casa y me tuve que esconder detrás de las
cortinas.
En mi vida he pasado tantos nervios.
Espié por detrás de la tela y pude ver cómo se sentaba en su sillón y apretaba algún punto del borde del escritorio, justo
por encima de los cajones. Un segundo después, escuché un chasquido y uno de los paneles de madera de la pared se abrió.
Mis ojos vuelan a la zona en cuestión. El escritorio de mi padre es de diseño barroco, una
imponente pieza de madera de roble macizo y con diferentes florituras talladas a mano. Sigo con
los dedos la enrevesada filigrana floral que hay sobre la línea de los cajones, apretando cada
centímetro en busca de algún resorte, y de repente siento que, en un punto, la madera cede bajo
mis dedos. Al instante, oigo un clic detrás de mí.
Giro la cabeza y veo que una parte de la pared ha cedido. Me levanto y voy hacia allí. Palpo
con las manos y me basta un pequeño empuje para que el panel de madera se hunda unos diez
centímetros, y luego se deslice a un lado, descubriendo una caja fuerte de aproximadamente un
metro y veinte centímetros de altura por un metro de ancho con un teclado digital en la puerta.
¡Mierda! No tengo ni idea de cuál puede ser la combinación para abrirla.
Retomo el diario y continúo leyendo, a ver si Karen menciona la combinación.
Viernes, 21 de abril de 1995.
Hoy he escuchado una llamada telefónica de lo más interesante. Mi padre la ha cogido en su despacho. Entonces, he
ido a la cocina y he descolgado con cuidado el aparato que hay allí para poder espiar la conversación.
Papá estaba hablando con un hombre y era como si lo estuvieran haciendo en clave. El hombre le ha dicho que la noche
de los cuervos estaba cerca y que mañana se tenían que reunir después de cenar para ultimar detalles.
¿Qué será «la noche de los cuervos»?
Cierro los ojos. Mi hermana no era más que una niña jugando a detectives con verdaderos
monstruos. Ni siquiera era consciente realmente del peligro que corría ni de en qué se estaba
metiendo. Y lo único que espero es que nunca experimentase en carne propia lo que significaba
«la noche de los cuervos».
En este momento, mi única esperanza es que encontrase algo que la asustase tanto que la
hiciese huir. Sin embargo, sé que, de haberlo descubierto, nunca nos hubiese abandonado a mi
madre y a mí sabiendo que podíamos correr peligro.
Abro los ojos y me obligo a proseguir.
Sábado, 22 de abril de 1995.
Mi padre es un cuervo. No sé muy bien lo que significa eso, pero lo es. Esta noche lo he visto dirigirse al garaje con la
misteriosa maleta negra en la mano y la ha dejado en el asiento del copiloto de su pickup. Esta vez la he podido ver mejor.
Parece que lleva un símbolo grabado en ella, algo así como un tridente.
Me ha extrañado que fuera a coger ese coche, no lo suele utilizar, pero a mí me ha venido de perlas porque, mientras
abría la puerta del garaje, me he metido con sigilo en la parte trasera y me he tapado con una manta, decidida a no perderme
su «reunión». Ha sido un acto impulsivo y arriesgado, pero la curiosidad ha podido conmigo.
Papá ha conducido unos veinte minutos hasta llegar a las afueras de Chelsea, hasta una zona industrial llena de naves.
De repente, ha parado el coche en una calle oscura y ha abierto la maleta. Me he quedado de piedra cuando he visto que
sacaba de ella una máscara, y no una máscara cualquiera: una en forma de pájaro.
Ha vuelto a arrancar el vehículo y ha girado por la calle hasta una nave con una valla metálica llena de carteles
avisando de que era un área de acceso restringido. El vigilante apostado en la puerta de la valla lo ha mirado de forma
inquisitiva hasta que mi padre ha dicho: «Soy un cuervo», y entonces lo ha dejado entrar.
No he reconocido su voz. Sonaba metálica. Aunque no me extraña. Últimamente no lo reconozco en nada.
Ha dejado el vehículo en la zona de aparcamiento y, antes de salir, lo he visto ponerse una especie de capa negra que lo
ha cubierto entero.
Iba a ir tras él, pero han llegado más coches y no me he querido arriesgar. Tal vez en otra ocasión.
Después de una interminable hora, mi padre ha vuelto al coche y ha salido de allí. Al llegar a la calle oscura se ha
quitado la máscara y la ha vuelto a dejar en la maleta junto a la capa, y luego ha proseguido su camino a casa como si nada.
«Mi padre es un cuervo». Siento que las lágrimas ruedan por mis mejillas. El hombre al que
idolatraba de pequeña y al que he idealizado de adulta era un verdadero monstruo.
No quise creerlo, pero acabo de leer la prueba de ello.
Me seco las lágrimas y continúo con la lectura.
Domingo, 30 de abril de 1995.
He vuelto a espiar a mi padre por teléfono. Ha hablado con el mismo hombre de la otra vez. Lo único que he
conseguido descubrir es que van a ir esta noche a Braine House, y papá tiene que llevar allí a «la palomita» porque es «la
noche de los cuervos». Parece alguna clase de código de espías. Pienso averiguar lo que significa, cueste lo que cueste. Y,
para ello, no me queda más remedio que volver a seguirlo.
Esa es la última anotación. Ella no sabía quién era «la palomita», pero yo sí. April Walsh, la
protagonista de la cinta del año mil novecientos noventa y cinco. Algo pasó aquella noche que
impidió que Karen regresara a casa, tal vez la descubrieran espiando o… no sé.
Lo único que tengo claro es que debo llamar a Harvey y contarle todo lo que he descubierto.
Cojo el móvil y veo que es casi la hora de cenar. He pasado toda la tarde inmersa en el diario sin
que me percatara del paso del tiempo. De hecho, miro por la ventana y ya ha anochecido.
Busco el contacto del inspector y, justo cuando voy a marcar, oigo el timbre de la puerta. Voy
hasta allí, abro, pero no veo a nadie.
Entonces, oigo golpes en la puerta trasera, la que hay en la cocina y que da al jardín. Me dirijo
allí con el ceño fruncido, pero tampoco veo a nadie. Tal vez sean algunos críos gastando una
broma. Esta casa ha estado tanto tiempo desalojada y tiene un suceso tan macabro en su haber que
se ha granjeado cierta fama en el barrio. Me asomo, pero el jardín trasero está vacío.
Llaman al timbre de nuevo y, esta vez, voy hasta allí mascullando un par de maldiciones
durante el trayecto. No estoy para perder el tiempo con travesuras infantiles.
Vuelvo a abrir y… nadie.
Puedo pegar cuatro gritos, pero lo único que haré será parecer una loca y divertir a los niños.
Incluso puede que me graben con sus móviles mientras despotrico y lo cuelguen en las redes.
Ahora los críos hacen ese tipo de cosas. Así que decido cerrar e ignorarles por muchas veces que
llamen.
Me giro y descubro a un cuervo a dos metros de mí.
Un cuervo con un cuchillo en la mano.
Capítulo 38
La venganza es mía.
La Reina de corazones.
Alicia a través del espejo.
Cuando descubro al cuervo frente a mí, trastabillo hacia atrás hasta que mi espalda choca con la
puerta. Estoy tan asustada que ni siguiera puedo gritar, solo atino a mirarlo horrorizada al ver que
avanza hacia mí, hasta que su pico, puntiagudo, negro y de unos treinta centímetros de longitud; se
queda rozando la punta de mi nariz.
Por un segundo, veo mi cara de terror en el brillo cristalino de sus ojos redondos y oscuros.
—¿Quieres jugar un poco, Alice? —pregunta con la misma voz metálica que usó esta misma
mañana en el archivo. Veo horrorizada que me acerca el cuchillo a la cara y desliza la punta
afilada por la piel de mi mejilla. No me corta, solo me deja sentir el frío del acero en una caricia
amenazadora. Después, continúa bajando por mi cuello hasta descender por el valle entre mis
pechos.
»Porque a mí me están entrando ganas de jugar contigo —continúa diciendo. —De repente,
llaman al timbre. Al estar tan cerca de la puerta, el sonido nos sobresalta a los dos. Él baja el
cuchillo por un segundo, y aprovecho para asestarle un rodillazo en la ingle. El golpe hace que
suelte el arma y retroceda encogido sobre sí mismo, y así logro girarme y abrir la puerta. Atisbo
el rostro de Dorian antes de sentir que me agarran del pelo desde atrás y tiran de mí. Entonces sí,
grito.
»Hija de puta, ¡me las vas a pagar! —gruñe mi captor.
Todo sucede en cuestión de segundos. El cuervo intenta cerrar, pero Dorian reacciona rápido y
cuela el pie antes de que pueda hacerlo. Después, embiste con fuerza contra la puerta y entra.
Le basta un vistazo para comprender lo que ocurre y se lanza sobre mi agresor como un toro
enfurecido justo en el instante en el que el cuervo se vuelve a hacer con el cuchillo y se ve
obligado a soltarme para poder repeler su ataque.
Por un momento, me quedo mirando cómo los dos forcejean por el arma hasta que Dorian
queda tendido de espaldas, y el cuervo se pone a horcajadas sobre él.
—Una ayudita no vendría mal —masculla el artista, que está haciendo verdaderos esfuerzos
por no ser atravesado por el filo de acero que tiene justo apuntándole el pecho.
Eso me hace reaccionar.
Cojo lo primero que veo, que es una lámpara alargada con la base de bronce que hay sobre el
mueble del recibidor, la empuño como si se tratase de un bate de béisbol y se la estrello en el
lateral de la cabeza. El sonido que hace es parecido al de una calabaza cuando cae al suelo y, un
instante después, el cuervo se desploma hacia un lado.
Dorian se levanta resollando y me abraza. Los dos estamos temblando.
—Lo has dejado fuera de juego con un solo golpe —bromea al ver que el cuervo está KO.
Comienzo por reír y termino llorando. Entierro el rostro en el pecho del hombre al que amo y
dejo que sus brazos me aprieten con fuerza proporcionándome el consuelo y la seguridad que
necesito.
—¿Estás bien?
—Sí, es solo que… me he asustado —reconozco con un susurro.
—Te aseguro que no más que yo. Si te llega a pasar algo… —No termina la frase, como si ni
siquiera pudiese concebir esa posibilidad, y por un instante me aprieta tanto que casi me cuesta
respirar—. Será mejor que llamemos a la policía.
Comienza a marcar, pero lo detengo.
—Espera, tengo un amigo que es inspector, me sentiré mejor si viene él directamente —explico
y llamo a Harvey. Dorian me mira con curiosidad, pero no dice nada. Estoy en un dilema. Si su tío
está implicado, y por las evidencias así lo parece, no sé hasta qué punto puedo hablarle a Dorian
de la investigación de O’Sullivan. Creo que es conveniente no decirle nada hasta que tenga
pruebas de la participación de George en todo esto.
»¿Crees que lo he matado? —murmuro mirando de reojo la figura negra que yace en el suelo.
—Por desgracia, no —replica Dorian en tono caustico—. Me he fijado y el pecho se le mueve
al respirar.
—Creo que deberíamos quitarle la máscara para comprobar si está sangrando por la cabeza.
—Por mí como si se desangra —gruñe con dureza. Lo miro con asombro y veo que tensa la
mandíbula—. Quería matarte, Alice. No esperes que sea compasivo con él. He perdido a
demasiada gente que quería y no estoy dispuesto a perderte a ti. ¡Oh, está bien! —masculla
finalmente.
Se acuclilla junto a él y, pese a todo, le quita la máscara con cuidado.
Cuando veo el rostro de mi agresor, suelto un jadeo.
—¿Lo conoces? —pregunta Dorian alertado por mi reacción.
—Es Ron Watts, el celador que provocó la muerte de Darwin. Tu tío me ha dicho que lo
despidió ayer. Supongo que pensará que yo soy la culpable de todo.
A lo lejos, escucho el sonido de las sirenas y, unos minutos después, mi casa es tomada por los
servicios de emergencias, encabezados por Harvey O’Sullivan.
—Alice, ¿te encuentras bien? —pregunta el inspector nada más llegar—. ¿Estás herida?
Su rostro refleja genuina preocupación.
—Estoy bien; por suerte, Dorian apareció de improviso y me salvó.
—Di mejor que me salvaste tú. Si no llegas a batearle la cabeza me hubiese ensartado como a
un pollo —comenta el artista con una mueca. Después, mira a O’Sullivan de forma inquisitiva—.
Hola, me llamo Dorian Harrington, soy el novio de Alice —dice con naturalidad mientras le
tiende la mano—. Y usted es…
—Inspector Harvey O’Sullivan, de la policía de Boston —se presenta el hombre mientras le
corresponde el gesto.
Se me da bastante bien el lenguaje corporal, hice un curso en la universidad sobre ello, y noto
cómo el inspector adopta una postura defensiva, cruzando los brazos sobre el pecho, pero
mantiene los pulgares hacia arriba, algo que expresa confianza en sí mismo y dice mucho de su
carácter. Su sonrisa se ha vuelto tensa, un indicio de que está reprimiendo sus emociones en este
momento. También parpadea repetidamente, señal de que desconfía de la persona que tiene
delante o de que guarda algún secreto que no quiere que el otro descubra. Supongo que alguno no.
Serán muchos los secretos que oculta ese hombre.
Dorian, en cambio, mantiene una actitud receptiva y relajada, con las manos a los lados del
cuerpo y las cejas levantadas. Su seguridad en sí mismo es palpable.
—¿De qué os conocéis? —pregunta con curiosidad.
—Alice me está asesorando como psicóloga en un caso que tengo entre manos.
Al instante, detecto sutiles cambios en él, como que cierra los puños, baja las cejas agudizando
la mirada y tensa la mandíbula.
—Espero que no sea nada que la ponga en peligro —comenta con voz sedosa que es una clara
advertencia al hombre.
—Por supuesto que no —replica él sin titubear. Luego dirige su mirada hacia mí—. Está bien,
cuéntame lo que ha pasado.
Se lo cuento con todo detalle, obviando lo del diario y la caja fuerte que he encontrado, eso lo
reservo para cuando estemos a solas. También le hablo de mi encuentro con el cuervo en el
archivo de Braine House, algo que le he omitido decirle cuando le he pasado las fotos de los
expedientes antes.
Al mencionarlo, los ojos de O’Sullivan brillan de interés, pero no me hace preguntas, supongo
que por el mismo motivo que yo estoy ocultando información: Dorian está presente.
El artista, en cambio, no se toma a bien la noticia.
—¿Me estás diciendo que alguien intentó atacarte en horas de trabajo?
—No lo puedo asegurar. Tal vez solo fue una jugada de mi mente, como dice el doctor Braine.
—Chorradas, eres la persona más equilibrada que conozco, si dices que un cuervo te persiguió
es porque un cuervo te persiguió —refuta Dorian y esa forma absoluta de creer en mí me
reconforta—. ¿Por qué no me llamaste para contarme lo que había sucedido?
—No te quería preocupar por una tontería —respondo y le resto importancia con un ademán.
Dorian oscurece la mirada y tensa la mandíbula. No le ha gustado mi respuesta, pero no dice
nada.
—Voy a ir al hospital con el señor Watts, a ver si consigo que responda a algunas preguntas en
cuanto despierte —comenta O’Sullivan interrumpiendo el duelo de miradas en el que nos hemos
quedado inmersos Dorian y yo por un segundo—. Si no te importa, me gustaría que vinieras a la
comisaría mañana por la mañana para prestar declaración.
Sé que es un modo sutil de decirme que necesita hablar conmigo.
—Claro, nos vemos mañana —acepto si dudar, pues estoy deseando contarle todo lo que he
descubierto en el diario Minutos después, no puedo evitar dejar escapar una risita nerviosa
cuando por fin cierro la puerta y me quedo a solas con Dorian.
»George me había pedido que me fuera a casa para relajarme y mira. —El artista me observa,
pero ni siquiera sonríe para seguirme la broma. Es más, entrecierra los ojos y se va hacia la
cocina sin decir palabra.
»Estás enfadado —adivino mientras sigo sus pasos. Veo que empieza a sacar alimentos de una
bolsa de papel. Al parecer, su muy oportuna aparición ha sido debida a que quería darme una
sorpresa y traerme la cena. Me pongo junto a él y apoyo la cadera en la encimera. Estoy muy cerca
y, aun así, evita el contacto visual. Está muy enfadado.
»Es por lo que he dicho antes, ¿verdad? —continúo diciendo al ver que él sigue callado—.
Cuando he comentado que no te he llamado para contarte lo del cuervo porque no te quería
preocupar por una tontería.
Entonces sí, me mira. No está enfadado. Tampoco está muy enfadado. Está realmente furioso.
Se pone frente a mí y apoya las manos en la encimera, a cada lado de mis caderas, acorralándome
con su cuerpo.
—Cualquier cosa que te incumba no es una tontería para mí —gruñe con rabia—. Has
derribado mis defensas, te has colado en mi corazón y ahora dices que no quieres preocuparme.
¡Joder, Alice! ¿Cómo no me voy a preocupar por ti si eres mi razón de ser?
Al ver las emociones que cruzan sus ojos lo entiendo. No está furioso, está aterrado, y soy una
idiota por no haberlo entendido antes. Las personas que han perdido a alguien se vuelven más
conscientes de lo frágil que es la vida. De lo rápido que te pueden arrebatar a un ser al que amas.
Y Dorian me ama.
Le pido disculpas con un beso. Un beso dulce y tierno que pronto prende la llama de algo
mucho más intenso hasta terminar arrancándonos la ropa con urgencia. Es como si los dos nos
hubiésemos percatado de lo cerca que hemos estado de perdernos y necesitásemos afianzar que
estamos vivos. Vivos y juntos.
En cuanto cae al suelo la última prenda, Dorian me pone sobre la encimera, se coloca entre mis
piernas y me penetra. Solo entonces, los dos conseguimos respirar.
Capítulo 39
O’Sullivan y yo intercambiamos una mirada. Ya no hay nada más que podamos hacer por el
momento, parece que ha vuelto a desconectar de la realidad.
—Mamá, ahora me tengo que ir, pero te prometo que regresaré.
Mi madre da un respingo y me mira horrorizada.
—Eso me dijo Karen y no regresó —masculla—. Se la llevaron a ella y te llevarán a ti. No
podré soportarlo, Alice. No puedo perderte también —exclama cogiéndome de la ropa, tirando de
mí para que no me vaya.
Si la dejo en ese estado la volverán a sedar y volverán a ponerle la camisa de fuerza. Pienso en
algún modo de calmarla y, entonces, recuerdo. Me planto frente a ella y le tiendo el dedo índice.
Mi madre lo mira y se calma al instante mientras lo entrelaza con el mío.
—Formamos una cadena inquebrantable —le susurro transmitiéndole la confianza que necesita
—. Juntas, en lo bueno y en lo malo. No dejaré que nadie me vuelva a separar de ti.
Ni yo misma.
Capítulo 40
Por la tarde, cuando Dorian me pregunta si quiero acompañarle a hacer unos recados, acepto
encantada, sobre todo porque una de las paradas es en el orfanato. Estoy deseando ir y conocer a
Chloe.
Primero nos detenemos en una tienda de suministros artísticos y recogemos un pedido que
había hecho de pinturas, pinceles y lienzos. Después, pasamos por Oakleaf Cake, según Dorian,
una de las mejores pastelerías de la ciudad, para comprar un pequeño surtido de deliciosos
cupcakes. Y, por último, nos dirigimos al orfanato. Por lo que me cuenta, casi todos los cuadros de
la galería ya están vendidos y está pensando en preparar otra exposición.
—La fundación funciona a base de fondos privados. El problema es que nuestro principal
benefactor murió hace unos meses y debemos encontrar la manera de encontrar nuevos fondos —
comenta Dorian mientras aparcamos delante de un edificio de cinco plantas de ladrillo caravista
marrón que está enfrente del Boston Common.
Frunzo el ceño al oír aquello, pues sus palabras me hacen pensar en una descabellada
casualidad, y entonces veo el cartel que hay en la entrada: Fundación CW Allen – Orfanato y
Centro de protección de menores.
—¿Qué ocurre? —pregunta Dorian con una mirada inquisitiva, supongo que al detectar mi
expresión de desconcierto.
—Cuando me dijiste que eras voluntario en un orfanato no sabía que era aquí —farfullo.
—¿Conoces este lugar?
—He oído hablar de Carlton Allen —musito sin saber qué decir.
—Era un buen hombre, hizo mucho por ayudar a los niños. La verdad es que fue una gran
pérdida —comenta Dorian con pesar.
O’Sullivan ya me ha advertido que la investigación sobre Allen se está llevando con la máxima
discreción para no alertar a sus cómplices, así que me tengo que morder la lengua para no contarle
a Dorian lo «buen hombre» que era en verdad. Un lobo con piel de cordero, como muchos otros
que van por la vida, solo que este escondía unas garras muy afiladas y un apetito enfermizo por el
dolor ajeno.
Le ayudo a descargar la pickup y entramos en el edificio.
La primera impresión que me llevo es buena. Aunque se nota que no son unas instalaciones
modernas, sí están bien cuidadas.
Dorian me presenta al hombre que está en el vestíbulo, que hace las veces de portero y
vigilante, y me conduce a lo que deduzco que son las aulas de clase. Por el camino nos cruzamos
con varios adolescentes que saludan a Dorian con cariño y me miran con curiosidad. Luego,
giramos por un pasillo y nos encontramos de cara con un hombre rubio de unos sesenta años. Es
de complexión fuerte y tiene una llamativa cicatriz en la ceja.
—Dorian Harrington, ¿qué haces por aquí un sábado por la tarde? —inquiere con una sonrisa
mientras le palmea el hombro.
—He venido a traer el material para la clase del lunes. Alice, este es Daniel Byrne, el director
de este lugar.
—Puedes llamarme Dan —comenta el hombre mientras estrecha mi mano con energía—. Así
que tú eres la famosa Alice. Últimamente Dorian no deja de hablar de ti.
Veo que el artista se sonroja un poco y siento un pellizquito en el corazón.
—Espero que diga cosas buenas.
—Casi siempre —responde Dorian dedicándome esa sonrisa ladeada que me vuelve loca.
—¿Has estado alguna vez aquí?
—La verdad es que no.
—¿Qué te parece si dejamos que Dorian organice el material mientras te muestro nuestras
instalaciones? —propone Dan.
—Para una vez que me traigo a una ayudante y me la quieres robar —bufa el artista de broma
—. Anda, ve. Seguro que te diviertes más con él que conmigo.
Lo dudo mucho, pero me interesa conocer cómo funciona este lugar y tal vez pueda descubrir
más pistas sobre el caso.
—El edificio tiene cinco plantas. Las tres primeras son para las clases y zonas comunes. En las
dos últimas están los dormitorios —expone Dan mientras hacemos el recorrido—. Actualmente,
tenemos cincuenta niños de edades entre tres y dieciocho años. Los menores de diez tienen más
facilidad de encontrar una familia de acogida o de ser adoptados. Los otros… —Hace una mueca
de pesar—. Algunos consiguen una familia de acogida, pero la adaptación es tan difícil que
muchos terminan regresando. Muchos permanecen aquí hasta que cumplen la mayoría de edad. La
fundación les proporciona lo básico: cama, comida, ropa y la posibilidad de continuar sus
estudios. Incluso hay una beca anual para que el alumno con mejores notas pueda ir a la
universidad.
—He oído que Braine House ofrece sus servicios a los chicos que lo necesitan.
—Sí, muchos de los adolescentes que llegan aquí provienen de familias desestructuradas y
arrastran muchos traumas que, en algunos casos, desembocan en algún tipo de trastorno mental. El
doctor Braine lleva colaborando con nosotros desde el principio proporcionando un tratamiento
psiquiátrico gratuito a los chicos que lo requieren, así como muchos otros profesionales que
ofrecen de forma voluntaria sus servicios para mejorar la vida de estos chicos, Dorian entre ellos
—explica y, por lo que cuenta, todo parece perfectamente organizado—. Mira, en esta pared están
las fotos de todos los niños a los que hemos ayudado durante todos estos años —añade con
orgullo.
Tengo ante mí una inmensa pared llena de fotos. La mayoría son grupales, aunque también las
hay individuales. Niños y niñas sonrientes y aparentemente felices. Supongo que entre todas esas
imágenes estarán los rostros de las siete adolescentes de la lista. Tal vez también las del resto.
Algunas fotos parecen bastante antiguas.
—¿Cuándo se creó la fundación?
—Bueno, se creó como tal en mil novecientos setenta y ocho, pero antes Carlton Allen ya
acogía a chicos sin hogar. Se cuenta que un día paseaba por la calle y un grupo de adolescentes
trató de robarle. No contaban con que tenía guardaespaldas —agrega con una mueca—. Los
atraparon, pero, en lugar de llamar a la policía, cuando Allen se enteró de que estaban viviendo en
la calle decidió proporcionarles un hogar. Él los llamaba «sus protegidos».
Según el diario de Karen, mi padre era uno de esos protegidos. Miro la zona de la izquierda,
donde parecen estar las fotos más antiguas y busco con la mirada.
—¿Hay alguna foto de ellos? —pregunto y tan pronto como lo digo una fotografía llama mi
atención.
Es un retrato de un hombre rubio de unos treinta años acompañado de cuatro chicos de entre
dieciséis y dieciocho años.
—Ahí los tienes —confirma Dan, cabeceando hacia la foto que tengo frente a mí.
Reconozco a mi padre al instante, es la viva imagen de Karen. También al chico que está a su
lado y que le pasa el brazo sobre los hombros. Lo tengo justo al lado.
—Eras uno de los protegidos de Allen —observo en un susurro al identificar la cicatriz de la
ceja.
—Sí, yo fui uno de los protagonistas de la historia que te he contado —admite él con una
sonrisa—. La foto nos la hizo… —Se queda callado de repente y su sonrisa se extingue sustituida
por una mirada de cautela—. Haces demasiadas preguntas, ¿eres periodista?
—No, soy psicóloga —contesto distraída mientras clavo la mirada en los otros dos chicos. A
uno no lo reconozco: es moreno y no tiene nada distintivo con lo que pueda identificarlo. En
cuanto al otro, me resulta muy familiar. Es pelirrojo y desgarbado, con gafas y… Parpadeo cuando
por fin lo reconozco. Y lo hago porque se parece un montón a su hija Liza. Es nada más y nada
menos que el ahora senador Horace Seymour.
Tengo ante mí la prueba de que sí hay una relación entre el senador y los cuervos.
—Si no le importa, voy a tomar una foto a esta imagen —digo mientras saco el móvil y, antes
de que pueda negarse, la hago.
—Alice, no… —Frunce el ceño y su cuerpo se tensa—. Lo siento, pero debo pedirte que
borres esa foto.
—Lo siento, pero no —replico devolviéndole sus disculpas—. Tengo intereses personales al
respecto. Verás, el chico al que abrazas era mi padre.
Dan levanta las cejas, asombrado.
—¿Eres la hija de Bruce Donovan?
—Sí, bueno, una de ellas. Mi hermana mayor se llamaba Karen, tal vez te acuerdes de ella —
rezongo y tengo el placer de ver cómo empalidece. Algo me dice que tengo ante mí a uno de los
responsables de la desaparición de todas esas adolescentes y de Karen. Uno de los cuervos. Y me
supone un esfuerzo enorme no saltar sobre él y arrancarle los ojos de la misma forma que ellos lo
hicieron con esas pobres chicas.
»¿Por un casual podrías decirme el nombre del chico que está al lado del senador Seymour?
Dan boquea como un pez y luego cierra la boca en una línea tensa.
—No recuerdo su nombre —masculla en una clara mentira.
—Lo suponía.
Por un momento nos quedamos en silencio, midiéndonos con la mirada. Intuyo que él está
valorando cuánto sé. Y sé mucho, pero no lo suficiente. Todavía hay muchas preguntas por
responder.
—Señor Byrne, ¡por fin le encuentro! —Una mujer de mediana edad llega corriendo hasta
nosotros, interrumpiendo nuestro particular duelo—. Debe venir rápido, Josh y Ryan están
peleándose otra vez.
Dan mira a la mujer y luego a mí. Es como si se resistiese a dar por finalizada la conversación
y, al mismo tiempo, estuviese aliviado porque le acababan de dar una buena excusa para no
continuar hablando. Al final asiente y sigue a la mujer después de dedicarme una última mirada
ceñuda.
En cuanto desaparece de mi vista, mando la foto que he hecho por WhatsApp a O’Sullivan con
una breve explicación de quiénes son los cuatro chicos que acompañan a Allen en la imagen.
Después, vuelvo sobre mis pasos para encontrar a Dorian.
Cuando me acerco a la clase donde hace el taller de pintura, oigo una voz infantil que sale de la
puerta entreabierta. Me asomo en silencio y no puedo evitar una sonrisa tierna al contemplar la
imagen.
Dorian y Chloe están sentados uno frente al otro, con la bandeja de cupcakes en medio y, por
los restos de chocolate que sus caras, ya han dado cuenta de alguno.
—Sí, la Viuda Negra es genial, pero no creo que se pueda comparar a Mulán —razona la niña
con seriedad siguiendo la conversación que están manteniendo—. Estamos hablando de una chica
normal que fue a la guerra sin ningún tipo de habilidad, haciéndose pasar por hombre, y consiguió
salvar a todo el Imperio chino. ¡Eso sí que es ser una jodida heroína!
—No digas palabrotas.
—¡Oh, vamos! A ti también se te escapan de vez en cuando.
—Chloe…
—Está bien, perdón.
—¿Habéis dejado algún pastel para mí? —pregunto mientras entro con cautela, pues se los ve
tan cómodos que por un momento me siento una intrusa, hasta que la sonrisa de Dorian me da la
bienvenida.
—Tu preferido —responde el artista y me señala un cupcake de manzana y canela que tiene una
pinta estupenda—. Aunque si llegas a tardar un poco más… —Deja la frase en el aire mientras
guiña un ojo de forma confidente a Chloe.
»Ven, que te quiero presentar a alguien muy especial —me dice mientras me tiende la mano—.
Alice, esta es Chloe. Chloe, te presento a Alice.
La niña, que ha adoptado una postura tensa en cuanto he entrado, estrecha mi mano con
reticencia. Puedo sentir el temblor de su cuerpo cuando aprieta la mía. No le gusta que la toquen,
algo común en los niños que han sufrido abusos. En sus ojos hay sombras cuando deberían brillar
con claridad, pero no baja la mirada en ningún momento. Es valiente.
Me siento en un punto medio entre Dorian y ella. No lo hago al azar. Si me sentase a su lado, se
pondría incómoda. Si lo hiciese al lado de Dorian, podría sentir de forma inconsciente que
amenazo su relación con el artista y se pondría a la defensiva.
Después, tomo el pastel que me han guardado y solo con olerlo ya se me hace la boca agua. Veo
que la niña lo mira con fijeza.
—¿Quieres un trozo?
—No he probado nunca uno de ese sabor —reconoce Chloe en un susurro.
Lo parto por la mitad y le tiendo un trozo que ella se apresura a coger. Entonces, las dos
mordemos a la vez y luego sonreímos cuando dejamos escapar el mismo sonido de placer al sentir
cómo su delicioso sabor inunda nuestras papilas gustativas.
Compartir un pastel y una sonrisa, no hay mejor forma de romper el hielo con un niño.
—¿De qué estabais hablando? —pregunto mientras doy otro mordisco.
—De heroínas —responde Dorian, que no ha perdido detalle de lo que estoy haciendo desde
que he entrado y ha permanecido en silencio para dejarme conectar con Chloe de forma natural.
—¿Tú qué opinas? —pregunta la niña—. Si tuvieras que elegir entre la Viuda Negra y Mulán,
¿con cuál te quedaría?
—Mulán, sin duda —respondo con sinceridad—. Quitando que es mi película de dibujos
preferida, ¡esa chica es la leche! Además, representa una de las frases que más me han motivado
desde que era pequeña. «La flor que crece en la adversidad…»
—«… es la más hermosa de todas» —completa la niña con una tímida sonrisa que ilumina sus
enormes ojos verdes y llena de calidez mi corazón.
Y así es como Chloe entra en mi vida y sé, desde este mismo instante, que se quedará en ella
para siempre.
Capítulo 41
Como el fin de semana casi no había descansado, opto por seguir el consejo del doctor Braine y
cogerme un par de días libres. Aunque, lo que se dice descansar, tampoco es que tenga demasiada
intención de hacerlo. El lunes por la mañana me dedico a embalar mis pertenencias para ir
preparando la mudanza y luego decido darle una sorpresa a Dorian y pasar a recogerlo por la
galería de arte para comer juntos y así compensar el abandono del día anterior.
En cuanto cruzo las puertas de cristal, un Trey muy efusivo sale a mi encuentro.
—Alice Donovan, ¡qué alegría verte de nuevo! —exclama mientras besa mis mejillas
saludando con su forma habitual.
—Quería darle una sorpresa a Dorian, ¿está aquí?
—Pues tendría que haber llegado ya del orfanato, pero ha llamado diciendo que se retrasaría
un poco. No creo que tarde mucho más.
—Perfecto. Le esperaré aquí, gracias —respondo con una sonrisa—. ¿Dónde está el aseo?
—Por ese pasillito al fondo —indica Trey y, para mi asombro, comienza a cantar.
Ocho cerditos salieron a jugar,
tres de ellos quisieron nadar,
cuatro cerditos comenzaron a saltar,
mientras el último se puso a cantar.
Me quedo quieta parpadeando sin saber a qué ha venido eso ni qué decir.
—El aseo tiene clave de acceso —aclara Trey con una risita—, así evitamos que se pueda
colar algún listo que pase por aquí y ni siquiera se moleste en mirar los cuadros. La canción es
para recordar la numeración de la clave: 8341. Es un truco que me enseñaron en el colegio —
agrega y se encoge de hombros.
No puedo evitar reírme ante la ocurrencia del hombre mientras voy al aseo. Cuando salgo,
pienso en escribirle un mensaje a Dorian para decirle que estoy aquí, pero, luego, se me ocurre
una idea.
—¿Gigi está?
Trey señala con el dedo índice hacia arriba.
—Tienes suerte porque últimamente no viene mucho por la galería. Creo que por fin se ha dado
por vencida en lo que al jefe se refiere —añade con un guiño.
Subo para hablar con ella. He recordado el comentario que hizo el ayudante sobre que la mujer
tenía muchos contactos y que había conseguido colgar una obra de Dorian en los hoteles, locales y
clubs más exclusivos de la ciudad. Tal vez, ella sepa de algún club frecuentado por cuervos y que
tenga de logo la letra Psi.
Gigi hace una mueca en cuanto me ve aparecer. Es tan despampanante como la recordaba y
reconozco que siento un poco de comezón al pensar en esa mujer rondando continuamente a
Dorian, por mucho que Trey diga que se ha dado por vencida respecto al artista.
—Pero si es la mosquita muerta —rezonga con un tono que es puro veneno.
—Hola a ti también —replico con ironía y me atrevo a dedicarle una sonrisa descarada.
—Dorian no está —gruñe envarada.
—La verdad es que he subido para hablar contigo.
Gigi eleva una de sus elegantes y perfiladas cejas rubias y me mira expectante.
—Trey me ha comentado que conoces los locales más exclusivos de la ciudad.
—Trey habla demasiado —masculla por lo bajo y continúa trabajando en el ordenador,
ignorándome.
—Déjalo, de todas formas, no creo que puedas ayudarme. El club que busco es muy selecto y
está envuelto en secretismo, no creo que…
—Conozco los clubs más selectos y secretos de Boston —asegura Gigi mientras alza el mentón
con soberbia—, por supuesto que te puedo ayudar.
«Bravo por la psicología inversa», pienso y reprimo una sonrisa.
—Verás, he oído hablar de un club que tiene como logo la letra griega Psi.
—Perdona, pero no sé mucho de griego, al menos del alfabeto —añade con retintín.
—Es así, un símbolo con forma de tridente —respondo mientras cojo un bolígrafo y me lo
dibujo en el dorso de la mano.
De repente, su expresión se demuda y me mira con suspicacia.
—Se llama justo así, club Psi. ¿Y quién dices que te ha hablado de él?
—Un… amigo.
La mujer se recuesta en su silla y me mira pensativa durante varios segundos.
—Mira, no me caes bien —reconoce al fin—, pero pareces una buena chica y no me gustaría
que un corderito como tú se metiera en la cueva del lobo sin saber lo que le espera —agrega y
parece que le cueste admitirlo—. Te voy a contar lo que sé y luego tú decides. Supongo que has
oído hablar de los clubs BDSM. —Asiento con cautela.
»Pues el club Psi es un paso más en la escala. Allí se practica el sado más extremo, es solo
para un tipo de personas que no tengan… escrúpulos —explica la mujer—. Hay una zona que es
de BDSM convencional, y luego está lo que llaman la zona VIP, en donde hacen espectáculos en
vivo entre otras cosas. Ahí solo entran los cuervos.
—¿Cuervos?
—Sí, los socios VIP van disfrazados de cuervos, con máscaras y capas negras que los cubren
por completo, entiendo que para proteger su identidad. Antes iba allí de vez en cuando, por
romper un poco la rutina, ya sabes. Me parecía divertido. Pero una noche me colé en la zona VIP
y… —Su expresión se oscurece—. Me acojoné con lo que vi y eso que me considero una mujer
bastante morbosa en el sexo.
—¿Qué viste?
—Estaban haciendo uno de esos espectáculos en vivo y vi cómo violaban a una chica. Era
joven, tendría poco más de dieciséis años, pero no paraba de gritar y llorar y… —Se estremece
—. Sé que era una escenografía interpretada por actores, entendí que tenía que serlo porque todos
miraban y nadie hacía nada para intervenir, pero parecía tan real que me provocó náuseas, aunque
los que estaban allí parecían disfrutar mucho con ello. De hecho, en las pantallas que había
colocadas en cada rincón se podía ver en bucle varias de esas snuff movies. La cuestión es que me
dio tan mal rollo que no volví a pisar ese club.
Siempre he pensado que solo una persona con cierta psicopatía podía disfrutar de ese tipo de
espectáculos.
—¿Sabes dónde está el club?
—Sé que ha estado en varias ubicaciones diferentes, la última que yo conozco es en un edificio
del distrito portuario y creo que todavía siguen allí. Algo lujoso y muy discreto —dice mientras
me apunta la dirección en un papel. Al parecer habían prosperado, pasando de una nave en la zona
industrial de Chelsea a un edificio de lujo en la zona portuaria de Boston.
»Aunque si quieres saber algo más, mejor pregunta a Dorian —añade mientras me tiende la
nota.
—¿Perdón?
—Que le preguntes a Dorian. Lo conocí allí. ¿No era él el «amigo» al que te referías? —No
hace falta que me mire a un espejo para saber que he empalidecido, y ella suelta una risita
maliciosa al darse cuenta.
»Vaya, vaya, creo que acabas de descubrir que tu chico juega en una liga muy diferente a la tuya
—canturrea en tono de burla—, pero soy de la opinión de que nunca es tarde para experimentar
cosas nuevas. A lo mejor te gusta si lo pruebas. Si te sirve de consuelo, él no estaba en la zona
VIP —agrega cuando empiezo a descender las escaleras.
Bajo los escalones sin ser consciente de ello, mientras mi mente trata de encajar la información
que me ha dado Gigi con lo que yo sé.
«Después de todo, yo solo soy un hombre con un montón de demonios en mi interior».
¿Serían esos los demonios a los que se refería Dorian?
Lo conozco, sé que no es perfecto, que arrastra muchos traumas, pero no he notado ningún
indicio de que sea un psicópata o un sádico que disfrute viendo cómo una adolescente es violada.
Él no es así, estoy segura.
En el sexo, a veces, puede resultar dominante y muy intenso, sin embargo, nunca me ha hecho
daño ni ha hecho nada con lo que me haya sentido incómoda. Hacemos el amor de manera
apasionada, a veces de forma dulce y otras, salvaje, casi como animales, hasta acabar jadeantes y
sudorosos.
Y no es malo.
Es sexo.
«Si te sirve de consuelo, él no estaba en la zona VIP», recuerdo que ha dicho Gigi.
Puede que solo le guste el BDSM y que fuese a ese club a explorar esa opción, algo
completamente respetable. Lo que me sorprende es que nunca me ha dado la impresión de que le
guste ese tipo de tendencias sexuales.
¿Es posible que esté reprimiéndose conmigo?
—Ahí está el jefe —informa Trey en cuanto bajo y cabecea hacia la cristalera que da a la calle.
Miro y lo veo fuera, discutiendo nada más y nada menos que con Daniel Byrne. Parece
enfadado, los dos lo están.
Como si hubiese intuido que lo observo, de repente, Dorian se gira hacia mí. Por un instante, su
expresión es indescifrable mientras me observa. Entonces, veo que su silueta se va transformando,
poco a poco, en la de un cuervo con las alas extendidas.
Lo miro con los ojos dilatados.
Tardo un segundo en darme cuenta de que la mente me está jugando una mala pasada y lo que
estoy viendo en realidad es el cuadro del cuervo que hay en la galería de arte reflejado en el
cristal, justo donde está Dorian.
Enfoco la mirada en el artista y veo que me saluda con la mano mientras me sonríe con calidez.
Yo correspondo al gesto de forma vacilante mientras las preguntas bombardean mi mente.
¿Es casualidad que Dorian colabore en la fundación CW Allen?
¿Es casualidad que también esté relacionado con Braine House?
¿Es casualidad que haya un cuadro gigante de un cuervo en esta galería?
¿Es casualidad que sea un miembro del club Psi?
O’Sullivan no cree en las casualidades.
Yo necesito creer en ellas porque, de no hacerlo, implicaría que no conozco al hombre del que
me he enamorado.
Capítulo 43
Noto la mirada especulativa de Dorian sobre mí y trato de actuar como si no pasara nada.
—¿Estás segura de que estás bien? —inquiere en cuanto traspasamos el umbral de su casa.
Es la tercera vez que me lo pregunta desde que nos hemos encontrado en la galería. La primera
vez fue cuando nos vimos y, de forma inconsciente, me tensé cuando me saludó con un beso.
La segunda, después de comer. Esa es la razón por la que el artista ha decidido cogerse la tarde
libre para, según él, ayudarme a ir trasladando mis cosas a su casa. Así que hemos recogido las
cajas que llené por la mañana, las ha cargado en su Ram Pickup, y nos hemos ido a dejarlas en
Cohasset.
Creo que nota que algo me preocupa y es reacio a dejarme sola. No se da cuenta de que, si
estoy así, es por su culpa. De todas formas, he intentado disimular el tumulto que tengo ahora
mismo en mi cabeza, pero se ve que estoy fracasando de manera estrepitosa.
—Sí, es solo que estoy cansada —respondo de forma evasiva a su tercer intento por averiguar
qué me pasa.
—Y, además, hay algo que te preocupa —adivina Dorian mientras me ayuda a quitarme el
abrigo y se despoja del suyo—. ¿Tiene algo que ver con ese misterioso caso en el que estás
ayudando a la policía?
—Yo… Más o menos —farfullo. Me muerdo el labio, indecisa, y luego decido abordar el tema
de forma indirecta—. Dorian, ¿estás satisfecho con nuestra vida sexual?
Dorian da un pequeño respingo de auténtica sorpresa y luego me observa con intensidad. Su
mirada es tan potente que me cuesta mantener el contacto visual.
—Creo que la pregunta más importante aquí es: ¿estás tú satisfecha con nuestra vida sexual? —
musita al fin con la voz enronquecida.
Parpadeo cuando lanza la pelota a mi campo. Eso no lo esperaba.
—Sí, claro que estoy satisfecha.
—¿Solo satisfecha o más que satisfecha? —pregunta mientras da un paso hacia mí.
Yo retrocedo de forma automática. Hay algo en su forma de mirarme y en su postura al moverse
que me recuerda a una pantera, negra y elegante, dispuesta a saltar sobre mí en cualquier momento.
Y para mi frustración, en lugar de miedo o incertidumbre, solo me provoca excitación.
—Más que satisfecha —aseguro sin dudar—. El sexo contigo es mejor de lo que nunca imaginé
que pudiese ser.
Mi confesión parece restar tensión a su cuerpo, aunque oscurece más su mirada.
—Entonces, ¿qué te preocupa?
—Que no sé si es bastante para ti. Tal vez tengas algún deseo que te dé miedo compartir
conmigo porque no sea… demasiado convencional —explico con voz entrecortada mientras él
sigue avanzando hacia mí, y yo, retrocediendo—. Solo quiero que sepas que estoy dispuesta a
satisfacer todas tus… fantasías —agrego justo antes de que mi espalda choque con la pared
impidiendo que dé un paso más.
Dorian llega hasta mí un segundo después y me inmoviliza con su cuerpo.
—¿Lo dices en serio? —pregunta mientras me coge de la barbilla y alza mi rostro hacia él para
profundizar en mis ojos.
—Sí.
—¿Por muy oscuras y depravadas que sean? —inquiere él con una voz que es puro morbo.
¡Joder, joder, joder!
Estoy a punto de decirle que no, pero ¿qué mejor forma hay de conocer la verdadera naturaleza
de un hombre que ofrecerse a él sin condiciones?
—Sí.
Entrecierra los ojos por un segundo, tratando de ver hasta dónde quiero llegar, y luego me besa
de un modo lento y minucioso, saboreándome sin respirar, como si tuviera bastante con mi sabor
para vivir.
Abandona mis labios de forma tan súbita que me resulta cruel.
—Tú lo has querido. Desnúdate —ordena con voz dura.
Trago saliva. Tiene la mirada velada y no consigo descifrar sus emociones.
—¿Vamos al dormitorio?
—No, mejor aquí —dice mientras va hacia la chimenea y la enciende para caldear la estancia
—. No quiero ensuciar la cama.
El comentario me paraliza por un segundo, con el suéter enroscado en la cabeza. ¿Ensuciar la
cama? ¿Qué diablos quiere hacer conmigo?
Me lo quito al instante y busco a Dorian con la mirada. Está oteando a su alrededor, pensativo.
Después, sus ojos se detienen en la mesa y esboza una sonrisa diabólica. Sin mediar palabra, va
hasta el aparador, saca un mantel de color granate y lo pone sobre ella.
—Mejor tiéndete aquí —indica mientras pasa las manos por la tela para eliminar las arrugas
—. Desnuda, por favor.
Bajo su atenta mirada, me voy quitando una a una las prendas de ropa que envuelven mi cuerpo
hasta quedarme en ropa interior.
—¿Todo? —pregunto con voz ahogada.
—El sujetador sí. Las braguitas puedes conservarlas…, de momento.
Suspiro de alivio. Es un pequeño trozo de tela, pero llevarlo me hace sentir más segura. Es
más, creo que él lo sabe y por eso no me ha pedido que me lo quite. En cuanto me despojo del
sujetador, se acerca a mí.
De forma lenta, recorre mi piel con sus manos, empezando por las muñecas y subiendo por los
brazos hasta los hombros. Luego, desciende por mi torso hasta acabar erizando el vello de mi
cuerpo y endureciendo mis pezones.
—Siempre he pensado que tienes una piel preciosa… Tan blanca —susurra con voz queda—.
Ni te imaginas lo que tengo pensado hacerte.
El problema es que tengo demasiada imaginación: golpes de fusta, vara o pala; azotes con la
mano… Nunca he entendido el placer que obtienen algunos hombres al hacer enrojecer la piel de
sus mujeres a base de golpes.
—Antes que nada, debo decirte que no tengo mucha tolerancia al dolor.
Mi declaración arranca un brillo en su mirada que no puedo interpretar.
—Lo tendré en cuenta —promete mientras se aclara la garganta. Después, me coge en brazos
para tenderme él mismo sobre la mesa. Entonces, da un par de pasos hacia atrás y me observa—.
Pareces la ofrenda de un dios pagano.
—¿Eso te convierte en un dios?
—Eso me convierte en el hombre más afortunado del mundo.
Veo que va hasta la ropa que he dejado sobre el sofá y coge el pañuelo de seda que llevaba
puesto. Luego, se acerca a mí y me lo ata sobre los ojos.
Privarme de ese sentido me intranquiliza.
—¿Es necesario esto?
—Confía en mí —susurra en mi oído.
Estoy confiando en él más de lo que se imagina. Oigo que camina a mi alrededor mientras mi
imagen se llena de cuervos que me observan, amenazadores.
—¿Dorian?
—Espera un minuto, que estoy preparándolo todo.
Agudizo el oído. Los pasos van y vienen, creo que incluso ha salido de la habitación. Me
revuelvo, incómoda. Esto está empezando a darme mala espina. Y, justo cuando estoy a punto de
quitarme el pañuelo de los ojos, lo siento a mi lado.
—¿Estás preparada para empezar?
—Creo que sí. ¿No tendríamos que acordar una palabra de seguridad?
Él se queda callado por unos segundos.
—¿Piensas que la necesitas? —pregunta después de aclararse la garganta de nuevo.
—Si va a ser muy doloroso, supongo que sí —confieso avergonzada—. Ya te he dicho que no
tengo demasiada tolerancia al dolor.
—Está bien, ¿qué palabra de seguridad quieres usar?
—¿Qué tal «rojo»? Algo así como en un semáforo. El rojo significa parar.
—Me gusta, «rojo», entonces.
»Voy a quitarte el pañuelo de los ojos. Si crees que eres capaz de soportarlo, ábrelos. De lo
contrario, mantenlos cerrados. —Asiento. Me da una pequeña concesión que me supone un
dilema. Si los cierro, las sensaciones se magnifican. Si los abro, puede que el dolor se
intensifique al ver de antemano lo que me va a hacer.
»Pase lo que pase, permanece inmóvil —continúa diciendo él.
—Tal vez me deberías haber atado.
—Eso lo dejaremos para otro día —asegura con voz ronca—. Y, ahora, relájate que voy a
empezar.
Como es natural, ignoro sus últimas palabras y me tenso de pies a cabeza esperando el primer
golpe.
A mis oídos llega la suave cadencia de una melodía. Genial, ha puesto música. Tal vez ayude a
amortiguar mis gritos.
Y de pronto llega el primer contacto con mi piel, pero no es un golpe. Es más bien una caricia
tan sutil como el aleteo de una mariposa. Una caricia que se desliza por el centro de mi torso,
bajando desde el cuello hasta la línea del ombligo. La siento cálida, húmeda y muy agradable.
Abro los ojos, confundida, y veo a Dorian de pie, a mi lado, con la mirada concentrada en el
trazo que está pintando con su pincel. Está desnudo, le encanta pintar así, una de sus
excentricidades que a mí, personalmente, más me gusta. Reconozco por fin la música que está
sonando: The kiss de Trevor Jones, perteneciente a la banda sonora de El último mohicano, una
de las que más utiliza Dorian como ambientación mientras pinta. Dice que lo inspira.
Ha llenado todo de velitas que titilan a mi alrededor, creando una luz cálida que acaricia mi
cuerpo con suavidad.
—Siempre supe que tu piel sería un lienzo perfecto sobre el que dar color a mis sueños.
Se me llenan los ojos de lágrimas mientras lo veo extender la pintura sobre mi torso con
delicadeza, pincelada a pincelada, dejando libre su creatividad sobre mi piel, mimando cada valle
y curva de mi cuerpo con su pincel.
Y, poco a poco, va prendiendo la llama dentro de mí.
Cuando las cerdas blandas acarician las crestas de mis senos con un toque de pintura blanca,
tengo que morderme el labio para no dejar escapar un gemido.
Cuando se desliza por mi vientre, en trazos amarillos y azules, encojo los dedos de los pies.
—Si crees que es demasiado para ti, acuérdate de la palabra de seguridad —susurra y veo un
brillo divertido en su mirada.
Entonces, lo entiendo: el muy cretino me ha estado tomando el pelo. De ahí tanto carraspeo,
estaba aguantando la risa. En ningún momento ha tenido intención de provocarme dolor. Me
enfado, pero el enfado se me pasa tres segundos después. Lo que tarda su pincel en comenzar a
explorar el interior de mis muslos, una de mis zonas más sensibles.
Pierdo la noción del tiempo. Estoy tan excitada que creo que puedo llegar al orgasmo sin que
me haya tocado todavía con las manos y, cuando ya no aguanto más, lo veo cogerme de las caderas
y llevarme hasta el borde de la mesa. Sin mediar palabra, hace a un lado la tela de mis braguitas y
me penetra.
No aparta su mirada de mí mientras embiste una y otra vez en mi interior, conduciéndome a un
rápido orgasmo que al instante provoca el suyo. Después, deja caer su torso sobre el mío.
—Vas a estropear tu obra y ni siquiera me has dejado verla —protesto entre resuellos.
—Dame unos minutos y la volveré a pintar —replica él con un suspiro de satisfacción mientras
entierra el rostro en mi cuello. Segundos después, cuando ya ha normalizado la respiración, se
incorpora lo suficiente para mirarme a la cara.
»Espero que mi fantasía haya estado a la altura de tus expectativas de depravación —susurra
con una sonrisa canalla mientras deposita un beso en mi nariz.
Y, en este momento, estoy más convencida que nunca que las casualidades existen.
Capítulo 44
Estamos los dos tumbados en la cama, mientras la lluvia repiquetea contra el cristal y los truenos
de la tormenta que tenemos sobre nosotros hacen estremecer las paredes. Pero allí, en nuestra
pequeña burbuja, nos sentimos a salvo.
—¿Tienes hambre?
Después de una ducha para eliminar los restos de pintura en la que empezamos unos besos que
acabaron revolviendo la cama hasta el anochecer, solo hay una respuesta posible a esa pregunta.
—Mucha.
Dorian besa de forma perezosa mi cuello provocándome escalofríos de placer.
—Está bien, ¿qué te parece si hago la cena mientras tú vas colocando la ropa que has traído en
el vestidor? —propone y se levanta para vestirse—. Puedes organizarlo como quieras, es tu casa
—añade mientras me roba un último beso y sale de la habitación.
Yo me quedo unos segundos tumbada con la mirada fija en el techo. Pese a todas las sombras
que acechan a mi alrededor, en este momento me siento feliz y saciada. Después, me pongo algo
cómodo y voy al vestidor a colgar mi ropa.
O’Sullivan me llama por teléfono un par de minutos después. Al parecer, la investigación va
avanzando a buen ritmo, gracias en parte a toda la información que les he ido aportando y también
por ciertas revelaciones en el caso de Axel Williams. No me da muchos detalles, pero me ha
dicho que ya está investigando la información que le he pasado a mediodía por WhatsApp sobre el
club Psi. También me comunica que su experto en cajas fuertes podrá ir a mi casa la semana que
viene.
Cuando empiezo a vaciar la segunda caja con mi ropa me doy cuenta de que me van a faltar
perchas. Entonces, recuerdo que cuando estuve allí la primera vez encontré una caja con muchas
en el armario del fondo. Voy hasta allí, abro las puertas y la cojo. Al hacerlo, veo la maleta negra.
Recuerdo haberla visto con anterioridad y me pasó totalmente desapercibida. Ahora, con el
diario de Karen muy presente en mi mente, esa maleta negra activa todas mis alarmas.
Saco la maleta con cuidado del armario y siento un nudo en el estómago al verla bien. Es tal y
como la describe mi hermana: hecha de piel negra; del estilo de un maletín ejecutivo, pero más
grande, y con la letra Psi grabada en plata a los lados.
La mano me tiembla cuando maniobro los pestillos hasta abrirla y, en el momento en el que
descubro lo que guarda su interior, una sensación de frío va extendiéndose por mi cuerpo hasta
dejarme desensibilizada.
Mi mente grita, mi corazón llora, pero yo sigo allí de pie, impávida, con los ojos clavados en
la máscara de cuervo que me devuelve la mirada con indiferencia.
Siento un zumbido en los oídos mientras la cojo y salgo de allí para ir en busca de Dorian. Lo
encuentro en la cocina. Está de espaldas a mí, preparando la cena mientras mueve su cuerpo al son
de Hall of fame de The Script.
Me muevo como en trance mientras me acerco a él por la espalda, deposito la máscara encima
de la isla de la cocina y me siento en uno de los taburetes, observándolo en silencio.
Sé que no he hecho ningún ruido, pero él percibe mi presencia porque se gira brevemente para
mirarme por encima del hombro.
—He vuelto a encender las velas. Cuando hay tormenta de vez en cuando se va la luz. Por
cierto, estoy preparando ensalada con aguacate y bistec a la pimienta. El tuyo al punto, como te
gusta —informa con una sonrisa y un guiño. ¿Cómo una sonrisa tan cálida puede acrecentar aún
más el frío de mi interior?
»Si quieres puedes ir sirviendo dos copas de vino —propone mientras da la vuelta a los
bistecs que están en la sartén y luego coge el cuchillo para cortar el aguacate. —No quiero vino.
No quiero ensalada ni bistec. Quiero gritar. Quiero respuestas a preguntas que tengo atascadas en
la garganta. Y, sobre todo, quiero saber la verdad sobre el hombre que tengo delante de mí.
»¿Me has oído? Te he dicho que… —Dorian se gira y ve la máscara que hay en la encimera. Su
rostro se demuda. Palidece. Me mira en silencio, conmocionado.
»Alice… —susurra al fin con voz ahogada. Veo que tensa la mano sobre la empuñadura del
cuchillo que sostiene y trago saliva. En ese momento me doy cuenta de que enfrentarlo de esta
manera no ha sido lo más inteligente. Él es más fuerte, va armado y puede ser un jodido psicópata.
Dorian sigue mi mirada asustada, que está clavada en el cuchillo, y su mandíbula se tensa hasta
vibrar.
»Mierda, Alice… —gruñe con rabia. Un rayo rasga el cielo, iluminando la habitación por un
segundo, y de repente todo se apaga. Se acaba de ir la luz. Eso activa los interruptores de «sentido
común» y «autoprotección» que parecían haberse desconectado de mi cerebro al encontrar la
máscara y por fin tengo una reacción normal: salto del taburete y corro hacia la puerta, dispuesta a
huir, pero solo consigo abrir unos centímetros antes de que él la cierre de golpe—. ¿Dónde crees
que vas? —masculla detrás de mí.
Me coge del brazo y me gira para encararlo. Su rostro está lleno de sombras. Antes de que me
pueda ensartar con el cuchillo, consigo atinarle un puñetazo en el estómago. Eso hace que me
suelte y se lleve las manos a la tripa con un quejido de dolor, lo que me permite escapar.
Como bloquea la puerta con su cuerpo, no tengo más remedio que buscar otra vía de escape.
Corro hacia la puerta del pasillo para tratar de salir por la que hay en su estudio, pero no he dado
más de tres pasos y me vuelve a atrapar.
Forcejeamos hasta acabar en el suelo, encima de la alfombra, frente a la chimenea. Le lanzo
golpes a diestro y siniestro mientras él los esquiva como puede y trata de inmovilizarme, hasta
que, al final, consigue sujetar mis manos contra el suelo mientras se pone a horcajadas sobre mí.
—Mírame, Alice —urge mientras se cierne sobre mí—. Soy yo, soy Dorian. Nunca te haría
daño. Por favor, Alice, créeme. Por favor.
La angustia de su tono penetra en mí antes que sus palabras. Enfoco la vista en su rostro y lo
encuentro bañado en lágrimas. Parpadeo, alejando el ataque de pánico que me había dominado al
ver el cuchillo.
Pero no hay cuchillo. Solo lágrimas.
Dorian apoya su frente en la mía y empieza a llorar. Su cuerpo se estremece en sollozos que
alejan el frío de mi interior.
Volvemos a ser él y yo.
No entiendo lo que hace con esa maleta, pero tengo el convencimiento de que él no es un
cuervo. Y, sobre todo, sé que no me haría daño.
Lo abrazo y dejo que se vacíe y luego se recomponga. Entonces, empiezan los besos. La
descarga de adrenalina sufrida nos empuja a enredar nuestros cuerpos en busca de la conexión
que, por un momento, habíamos perdido.
Después nos quedamos allí tendidos, mientras me abraza desde atrás, mirando el fuego.
—¿En serio has pensado que te quería matar?
—Se me pasó por la cabeza, sí. Pero tú no eres el cuervo que me persiguió en Braine House.
—¡Joder, Alice, claro que no!
—Pero sí que eres miembro del club Psi.
—Sí —reconoce con un suspiro.
Me giro hacia él. Esta conversación debemos mantenerla cara a cara.
—Esos son los demonios de los que me hablabas, los que están dentro de ti —intuyo.
—La convivencia con mi abuelo me dejó tan roto que no conseguía empatizar con nada ni con
nadie —empieza a explicar en voz baja—. Es como si algo dentro de mí hubiese dejado de
funcionar con normalidad, como un interruptor que se hubiese apagado. Las relaciones normales
que disfrutaban los chicos de mi edad me hacían sentir vacío. Me hablaron de ese club y pensé
que, si iba, tal vez conseguiría sentir algo.
—¿Y conseguiste sentir algo?
—Al principio, la zona de BDSM me dio morbo, no te lo voy a negar. Probé diferentes cosas.
Provoqué dolor, Alice, a muchas mujeres. Siempre consentido, pero no por ello dejaba de ser
real. Ellas se deshacían en placer cuando les golpeaba con la fusta, y yo me torturaba por dentro
con cada golpe. Descargaba en ellas el sufrimiento y la rabia por lo que mi abuelo me había
hecho, y me di cuenta de que aquello me hacía sentir mal. Entonces, la noche en que decidí no
volver más a ese lugar, se me acercó una mujer. «Sé que has sido malo y me gustaría castigarte»,
me dijo. Fue como si hubiese visto en mi interior. Era justo lo que yo necesitaba, lo que había
buscado sin saberlo: no ser el que azotara, sino el que debía ser azotado. Yo era malo, había
dejado morir a mi abuelo, y mi alma pedía un castigo a gritos. Me flageló y sentí tal alivio que
volví cada noche a por más. No buscaba placer sexual, solo expiación. —Escuché sus palabras y
lo entendí: el sentimiento de culpabilidad lo había estado carcomiendo durante años y buscó la
redención a base de dolor.
»Cuando Jay nació, todo cambió. Algo tan jodidamente bueno no podía haber salido de un
monstruo, ¿verdad? Su sonrisa mantenía a raya a mis demonios y su mirada me llenaba de luz.
Pero los demonios están ahí, Alice. Nunca se han ido. Luego llegaste tú. ¿Puedes imaginar cómo
me sentí el día que te conté que había dejado morir a mi abuelo y me dijiste que no te parecía una
mala persona por ello? Me diste tu absolución sin dudar, Alice.
—¿Sigues teniendo la impresión de que mereces ser castigado?
—Ya no —susurra él y sonríe con timidez, con un aire infantil que me llena de ternura.
—¿Y cómo conseguiste el maletín con el traje de cuervo?
—Un día llegué a casa y me lo encontré en la puerta. Había oído rumores de lo que se hacía en
la zona VIP y no me interesaba lo más mínimo presenciar ese tipo de espectáculos. Además, por
aquel entonces Linda se acababa de quedar embarazada y decidí que no quería volver al club. Así
que cogí el maletín y lo guardé sin más.
—¿No tuviste que pagar un plus ni nada por ser VIP? —pregunto, desconcertada.
—No, en ese club uno no es VIP porque quiera serlo, por mucho que pague de más. Solo
puedes serlo si recibes el maletín, y eso solo sucede cuando un socio propone tu candidatura, y los
demás socios la aceptan. Además, las identidades de los VIP se guardan en absoluto secreto, solo
se conocen entre ellos.
—Eso suena a secta, ¿no?
—Tal vez. Y, ahora, ¿me vas a contar de una vez qué sabes tú de todo esto? ¿Tiene algo que ver
con la investigación del inspector O’Sullivan?
—Está bien, te lo contaré todo, pero con una condición —propongo después de pensarlo unos
segundos.
—¿Cuál?
—Llévame al club Psi. Ahora.
Capítulo 45
Volvemos al ascensor y, en esta ocasión, Dorian saca una tarjeta iridiscente de color plata que
pasa por un lector que hay al lado de los botones. Un instante después, el ascensor cierra sus
puertas y comienza a ascender.
—Escúchame bien, aquí estoy tan perdido como tú, no sé lo que nos vamos a encontrar cuando
se abran las puertas —suelta Dorian con premura—. Y todos los que estén allí irán vestidos igual
que yo. Así que, pase lo que pase, veas lo veas, no me pierdas de vista.
Justo cuando lo dice, llegamos a nuestro destino.
El vestíbulo que nos recibe es muy parecido al de la primera planta. Nos adentramos en él y
avanzamos por el corredor, hasta llegar a una enorme sala con decoración sofisticada y ampulosa:
maderas oscuras, colores granates y dorados, y un aire barroco en el mobiliario y las arañas del
techo.
Una enorme cama de dosel está ubicada en el centro de una tarima giratoria de unos cincuenta
centímetros de altura, que se encuentra en medio de la estancia. A su alrededor, hay un montón de
sillones y mesas dispuestos de forma estratégica para tener buena visibilidad. Supongo que ahí es
donde hacen los espectáculos en vivo de los que me habló Gigi, pero ahora está vacía.
Me tenso cuando veo que dos cuervos se acercan a nosotros. Me miran de arriba abajo, luego
saludan a Dorian con una inclinación de cabeza y toman asiento.
En la mesa de al lado, hay otro cuervo con una chica de unos veinte años totalmente desnuda,
salvo por la máscara, sentada a sus pies. El hombre sujeta una correa que la joven lleva atada en
un collar que tiene en el cuello, como si fuese un perro.
Tres cuervos más aparecen por el pasillo que hay al fondo y también se acomodan en diferentes
sillones.
—Creo que el espectáculo va a comenzar —susurra Dorian—. Será mejor que nos sentemos si
no queremos llamar la atención.
Justo en ese momento, se oye el grito de una mujer. Miro a mi alrededor, alarmada, y veo a dos
hombres aparecer arrastrando a una rubia hasta subirla a la tarima. Ella llora y se resiste,
revolviéndose, pero, aun así, comienzan a arrancarle la ropa.
Por instinto, hago ademán de levantarme para ir a ayudarla, pero Dorian me detiene
poniéndome una mano en la rodilla.
—Tranquilízate, es una actuación.
Pues a mí me parece muy real, sobre todo, cuando ella da una patada y consigue soltarse.
Comienza a gatear por la cama antes de que la cojan de un tobillo y la vuelvan a arrastrar hacia el
borde.
—¿Estás seguro? —pregunto no muy convencida.
—Últimamente Jaqueline sobreactúa mucho, ya veremos cómo lo hace esta noche —oigo que
comentan los dos cuervos que tenemos sentados al lado.
Eso confirma las palabras de Dorian y me alivia un poco, pero no tanto como para que pueda
ver esa atrocidad sin sentir arcadas. Aunque sepa que no es real, no deja de ser igual de violento.
No lo resisto y me levanto. Me da igual llamar la atención, no puedo ver esto.
En cuanto me pongo en pie todos los cuervos se giran al unísono hacia mí. Por un momento, me
siento como Tippi Hedren en la película Los pájaros de Alfred Hitchcock. Si me muevo, ¿se
lanzarán sobre mí?
—Las nuevas siempre son muy impresionables, pero terminan disfrutándolo —comenta el
cuervo con la «mascota» a Dorian y, para enfatizar su afirmación, da unas palmaditas en la cabeza
de la chica susurrando «buena perra».
¿Se puede ser más capullo?
Lo fulmino con la mirada y salgo de allí. Estoy asqueada solo de pensar en que mi padre podía
formar parte de un lugar así, que incluso puede que él mismo fuese uno de los fundadores de ese
club.
Salgo por el corredor y tropiezo con otro cuervo en mi prisa por alejarme de aquella sala
mientras; pronto me doy cuenta de que este no es el mismo por el que hemos entrado, pues, en
lugar de conducir al ascensor, da a un amplio distribuidor con varias puertas, un par de sofás y
varias pantallas.
Oigo a Dorian detrás de mí, pero no lo espero. No me detengo hasta sentarme en uno de los
sofás, quitarme la máscara para respirar mejor y poner la cabeza entre las rodillas, en un intento
porque se me pase el mareo que siento.
—¿Te encuentras bien? —pregunta poniendo su mano en mi espalda en una caricia
reconfortante.
—No teníamos que haber venido —farfullo—. Y ahórrate el «ya te lo dije». —La parte de
abajo no me ha parecido mal, incluso me ha resultado interesante, pero esto… me ha
impresionado más de lo que esperaba, y eso que Gigi ya me había puesto sobre aviso—. ¿Podrías
traerme un vaso de agua mientras me recompongo?
—Está bien, pero ni se te ocurra levantar el culo de aquí o juro que te bajaré a una de las
habitaciones de BDSM y te lo pondré colorado.
—Pensaba que no te gustaban esas cosas. —Resoplo más divertida que intimidada por esa
amenaza.
—Tampoco me gusta ponerte en peligro, y aquí estamos —gruñe él—. Lo digo en serio, Alice.
No te muevas hasta que vuelva —advierte muy serio antes de irse.
No pretendo hacerlo, pero, cuando pasado un minuto levanto la cabeza y capto la imagen que
hay en una de las pantallas, me levanto sin pensar. Me acerco despacio con la vista clavada en el
rostro de la chica llorosa que hay en el televisor. Reconozco ese cabello pelirrojo; los ojos
grandes y de un intenso color aguamarina; la mandíbula cuadrada. Es como ver a Harvey
O’Sullivan, pero en una versión delicada y femenina.
Si no me equivoco, estoy ante una de las snuff movies que encontró el inspector en casa de
Allen.
Sin pérdida de tiempo, cojo mi móvil y lo llamo. Harvey contesta al segundo timbrazo.
—Inspector O’Sullivan.
—Harvey…, la tengo delante de mí —susurro con voz rota y los ojos clavados en la escena
que se desarrolla en la pantalla.
—¿A quién?
—A Bethany. Estoy viendo su película, la que grabaron mientras la mataban —farfullo
conmocionada con los ojos anegados en lágrimas mientras veo cómo uno de los tres cuervos que
aparecen junto a ella coge un cuchillo y empieza a torturarla con pequeños cortes en el abdomen.
—¿Dónde estás?
—En la zona VIP del club Psi.
—¡Joder, Alice! ¿Qué demonios haces ahí? —gruñe el inspector—. Voy de camino, justo acabo
de levantar a un juez de su cama para que me firme la puta orden de registro. Llegaré en cinco
min…
De repente, alguien me pasa un brazo por el cuello, ahogándome desde atrás. El teléfono se me
cae de las manos mientras me retuerzo para tratar de escapar. Me llega la voz de Harvey que grita
mi nombre una y otra vez, y luego suelta una retahíla de tacos capaz de avergonzar al mismísimo
Jonah Hill en su actuación en El lobo de Wall Street[ix].
—Maldita entrometida, tenías que meter las narices aquí también, ¿verdad? —resuella la voz
metálica en mi oído.
Aprieta fuerte, pero consigo asestarle un codazo. No es suficiente para que me suelte, pero sí
logro que afloje su agarre durante un segundo, lo justo para poder separar un poco el brazo de mi
cuello y clavarle los dientes en el antebrazo con saña. El hombre suelta un gemido de dolor y me
suelta, trastabillando hacia atrás.
Corro para escapar, pero me alcanza al segundo, me coge del pelo y me lanza contra la pared
cubierta de un elegante papel adamascado, dejándome sin aliento. Entonces, me da un fuerte
bofetón, que provoca que mi visión se nuble por un segundo y todo me dé vueltas.
Antes de que pueda reaccionar, me coge de un brazo y me arrastra a una de las habitaciones, me
empuja hacia el interior y cierra la puerta tras de sí. No podía ser una habitación inocua, no. Tiene
una gran cruz de San Andrés en el centro con una especie de presillas metálicas en el extremo de
cada aspa, un potro, un columpio y un expositor con un montón de utensilios de BDSM y tortura.
Me dirijo hacia el mueble sin dudar en busca de un arma, pero mi agresor me coge del pelo
antes de que pueda hacerme con una.
—Intenté ser bueno y solo asustarte, me caías bien, pero está visto que no te vas a dar por
vencida; así que no me dejas otra opción que la de hacerte daño —declara mientras me lleva a
empujones hasta la cruz de San Andrés—. Al menos, me divertiré un poco —añade y me coge de
las muñecas para inmovilizarlas con las presillas, que se cierran sobre ellas de forma automática
con el mínimo contacto.
Al levantar los brazos para inmovilizar los míos puedo verlos con claridad y me quedo de
piedra al distinguir los gemelos que llevan los puños de su camisa: una elegante creación en oro
con las iniciales M.W. grabadas.
Solo conozco a un hombre que lleve algo así.
—¿Mason?
Él se da cuenta de que me he fijado en sus gemelos y suelta una maldición.
—Supongo que ya no hace falta esto. —Suspira mientras se quita la máscara—. Mejor, no te
imaginas el calor que da —comenta mientras se pasa la mano por el cabello húmedo por el sudor.
Luego, me mira con intensidad—. Bueno, pequeña Alice. Ahora en lugar de hacerte un poco de
daño, voy a tener que matarte.
Entonces lo comprendo todo. Él es el cuarto adolescente que acompañaba a Allen en aquella
fotografía. El problema es que se ha hecho tantos retoques estéticos que es imposible reconocerlo.
—Tú eras uno de los protegidos de Allen, junto con Seymour, Byrne y mi padre.
Mi acusación lo impacta tanto que lo dejo sin palabras por un segundo. Después, frunce el
ceño.
—¿Y tú como has averiguado eso?
—Vi una foto vuestra en la fundación —respondo. Cuanto más hablemos, más tardará en
cumplir su amenaza—, pero no te reconocí.
—He mejorado mucho desde aquella época, ¿verdad? —declara con esa arrogancia que es
habitual en él.
—Si esto es mejorar…
—Tendrías que habernos visto entonces —rezonga y sonríe con ironía, ignorando mi pulla—.
Nos conocimos en la calle, todos huíamos de algo o de alguien, y formamos una especie de
pandilla. Nos protegíamos entre nosotros y robábamos para sobrevivir.
—Sí, ya me sé la historia: robasteis a Carlton Allen, y él os sacó de la miseria.
—Pero lo que no te puedes ni imaginar es lo que tuvimos que pagar por ello —musita mientras
se acerca al expositor y coge un cuchillo largo y afilado—. Abusó de nosotros, nos utilizó con las
promesas de un futuro mejor, de riquezas… Entró en nuestras mentes hasta encontrar nuestros
mayores deseos y nos los puso en bandeja a cambio de un pequeño servicio.
Agudizo el oído. He creído escuchar a Dorian gritar mi nombre desde el otro lado de la puerta.
Debe de haberse dado cuenta ya de que no estoy y seguro que está buscándome. Tengo que seguir
entreteniendo a Mason hasta encontrar el momento oportuno para hacerle saber que estoy aquí.
—¿Llamas «pequeño servicio» a violar, torturar y matar a un montón de chicas?
—Quid pro quo. Allen tenía sus necesidades, y nosotros las nuestras —susurra mientras
desliza la punta afilada por el valle entre mis senos—. A la larga, todos salimos ganando.
—Eso díselo a Bethany Wells, Amanda Bates, Josephine Wilson, Margot Roberts, Samantha
Harris, Mary Jane Chambers, Meredith Perry y April Walsh.
—¿Cómo sabes esos nombres? —inquiere con los ojos como platos por el asombro.
—Siento decirte que la policía encontró un montón de pruebas en la casa de Allen, pruebas
incriminatorias contra todos vosotros —aseguro, aunque por desgracia no es cierto—. Prepárate
porque están a punto de irrumpir en el club y no tienes escapatoria.
Justo en ese instante, suena el móvil del hombre.
—No es buen momento —contesta con un gruñido. Frunce el ceño de repente y clava sus ojos
en mí—. ¿La policía? —Aprieta la mandíbula con rabia—. Me importa una mierda si traían una
orden de registro o no. ¡No tenías que haberlos dejado entrar, maldita sea! —grita a la persona
que está al otro lado y lanza el teléfono, enfurecido, contra el otro lado de la pared.
Ya no hace falta que yo grite pidiendo ayuda. El estallido de Mason debe de haber alertado a
Dorian porque se oyen unos golpes en la puerta.
—¿Alice? ¿Estás ahí?
—Mason, ríndete —exhorto en voz alta para que mi voz llegue hasta Dorian—. Estás acabado
y lo sabes, la policía llegará aquí en cuestión de segundos —aseguro en un intento por
convencerle para que baje el cuchillo—. Si te entregas y confiesas, tal vez puedas salvarte —
miento porque nadie lo indultaría después de todo lo que ha hecho.
Y él parece saberlo porque endurece la mirada.
—¿Salvarme? Hace años vendí mi alma al diablo —masculla con voz ronca mientras se acerca
a mí.
Los golpes en la puerta han pasado a convertirse en violentos embistes, pues parece que el
artista está intentando tirar la puerta abajo a base de patadas.
—¿Y sabes lo que ocurre cuando un hombre pierde su alma? —continúa diciendo Mason
mientras levanta el cuchillo hacia mí—. Que se convierte en un monstruo sin posibilidad de
redención.
Aunque parece que el tiempo se haya ralentizado, todo sucede en cuestión de segundos.
La puerta por fin cede bajo los golpes y por ella acceden Dorian y Harvey, que parecen haber
unido sus fuerzas para tirarla abajo. Justo en ese momento, el cuchillo que empuña Mason
comienza a deslizarse por mi garganta.
Siento un dolor agudo en el cuello.
Oigo gritos.
Un disparo.
Mason cae.
Algo cálido y húmedo desciende por mi torso.
Harvey pide a voces un médico.
Desatan mis muñecas y me tumban en el suelo.
Presionan mi cuello con fuerza, provocándome dolor.
Y, entonces, veo el rostro aterrorizado de Dorian y solo pienso en que esto es demasiado para
él. Que no va a soportar perder a otra persona en su vida. Y que, si muero, sé que Barton volverá
y esta vez para siempre.
—Quédate a mi lado, Dorian, no me dejes —susurro y casi no me oigo ni yo misma. Empiezo a
sentir frío. Un frío intenso que me va entumeciendo poco a poco.
—Me quedaré hasta el final —promete, coge mi mano y la besa—. Lucha, Alice, por favor —
me ruega entre lágrimas.
Su cordura está en mis manos. No le puedo fallar.
Capítulo 47
Al día siguiente consigo que me den el alta, justo para poder celebrar el día de Acción de
Gracias en Cohasset, en la que se ha convertido oficialmente en mi nueva casa, ya que Dorian me
ha informado de que no me piensa perder de vista porque siempre que lo hace me meto en un lío.
Los Braine vienen a cenar con nosotros. Han insistido en ello, puesto que afirman que, pese a
todo, hay que dar las gracias porque estoy viva. Detecto una extraña tensión entre ellos, como si
les costase mirarse a la cara. Supongo que es debido a la conmoción. Enterarse, de la noche a la
mañana, de que varias personas de su círculo íntimo, de sus mejores amigos y compañeros de
trabajo, están metidos en un escándalo de esas proporciones, es difícil de asimilar. Sobre todo,
porque, cada día, los periódicos van revelando nuevos detalles del caso y, debido a que uno de
los implicados ostenta un cargo político tan importante, está teniendo mayor repercusión.
Yo solo espero que O’Sullivan consiga descubrir qué fue de Karen.
Lo peor de todo es que, como Daniel Byrne es uno de los implicados, la fundación CW Allen
está en el punto de mira y, si la cierran, los niños y adolescentes que han hecho de aquel lugar su
hogar serán reubicados por Servicios Sociales a destinos inciertos.
Dorian no me lo ha dicho, pero sé que está preocupado por el futuro de esos chicos, sobre todo
por Chloe.
—¿Has hablado con tu madre? —pregunta Charlotte después de la cena, mientras jugamos los
cuatro a una partida de Scrabble.
—La llamé desde el hospital, pero no quiero ir a visitarla en persona hasta que no me quiten la
venda del cuello y desaparezcan los hematomas que tengo en la cara. No quiero que se altere al
verme.
El bofetón que me dio Mason me ha dejado la mejilla toda amoratada y sé que mi madre se
preocupará si lo ve. Lo que menos quiero es que se ponga nerviosa en estos momentos. He
hablado con O’Sullivan y, en base a que mi madre ha colaborado en el caso y en vista de lo que se
ha descubierto, está moviendo hilos con la fiscalía para que revisen su condena y la puedan
trasladar a un centro psiquiátrico. Y, si por mí depende, ese centro será Braine House, donde
pueda verla a diario y asegurarme de que está bien.
—¿Ya sabes lo que vas a hacer con la casa de tus padres? —pregunta George.
—He decidido ponerla en alquiler —respondo mientras estudio posibles combinaciones con
las letras que tengo frente a mí—. Mañana por la mañana, iré a embalar lo que queda de mis cosas
y a coger los efectos personales que quiero conservar. En cuanto al resto, contrataré a una empresa
de mudanzas para que lo traslade todo hasta que decida qué hacer con ello —explico y esbozo una
sonrisa de victoria cuando pongo sobre la mesa una palabra que me da setenta y tres puntos de
golpe—. Después, contactaré con el señor Proust, el contratista que me hizo la puesta a punto,
para que la deje en condiciones para los posibles inquilinos —continúo diciendo después de
sacarle la lengua a Dorian por el gruñido que ha soltado al ver que lo acabo de superar en puntos
—. Según la inmobiliaria con la que he hablado, las casas con vistas al mar están tan cotizadas
que me será fácil alquilarla, aunque esté marcada por un trágico suceso.
—Haces bien. Ya es hora de pasar página —asegura Charlotte.
Y lo haré, en cuanto descubra qué fue de Karen.
Cuando la partida acaba, y pese al frío, George sale al porche a fumarse un puro, y Dorian le
acompaña. Si lo conozco, que sí, va a tratar de convencer al doctor Braine para que asuma la
carga económica de la Fundación CW Allen.
No me pasa desapercibida la mirada ceñuda que le dirige Charlotte a su marido por un
momento.
—Perdona que me entrometa, pero ¿van bien las cosas entre George y tú?
—No lo sé —responde la mujer con un suspiro de pesar—. Imagina que un día miras a la
persona con la que has compartido la mayor parte de tu vida, a la que amas sobre todas las cosas y
a la que crees conocer, y sospechas que hay un lado oscuro que ignorabas en ella. Tienes la
sospecha de que es un monstruo, pero ninguna prueba que lo demuestre. Creo que en ese punto
estamos George y yo.
Clavo los ojos en la espalda de Braine mientras reflexiono sobre lo que me acaba de decir
Charlotte. ¿Acaso está insinuando que sospecha que el doctor pueda estar involucrado con los
cuervos?
Abro la boca para preguntarle sobre ello, pero en ese momento los hombres regresan y la
oportunidad se me escapa. Sin embargo, su declaración perturba mi sueño, sobre todo porque no
quiero hablar a Dorian acerca de ello para no preocuparlo sin motivo hasta que no averigüe más.
La oportunidad me llega al día siguiente. Siguiendo el plan, voy a casa de mis padres con
Dorian, que ha decidido tomarse el día libre para ayudarme a embalar mis cosas, y los Braine
también se prestan a echar una mano, alegando que es mejor que yo no haga esfuerzos.
Tengo pensado encontrar una excusa para quedarme a solas con Charlotte y retomar la
conversación de ayer, pero recibo una llamada de O’Sullivan que relega esa idea a un segundo
plano. Según me cuenta, viene de camino con su «especialista en cajas fuertes» para tratar de abrir
la de mi padre. Por fin.
La llamada centra mi atención en aquel armatoste metálico.
Voy hasta el despacho y me planto frente a ella, con la mirada clavada en el teclado numérico.
No sé por qué, me viene a la mente la cancioncilla de los cerditos de Trey. La verdad es que es
una forma ingeniosa de recordar un número y…, de repente, en mi mente oigo la voz de mi madre.
En la noche de los cuervos,
un cuervo te atrapa.
En la noche de los cuervos,
tres cuervos te atan.
En la noche de los cuervos,
un cuervo te observa.
En la noche de los cuervos,
todos ellos te matan.
¿Sería posible que todo este tiempo ella me hubiese estado dando la combinación que abre la
caja fuerte?
Mi cabeza empieza a elucubrar:
Un cuervo te atrapa.
Uno.
Tres cuervos te atan.
Tres.
Un cuervo te observa.
Uno.
Todos ellos te matan.
Uno más tres más uno es igual a cinco.
Mil trescientos quince.
¿Podría ser esa la clave?
Sin darle más vueltas me lanzo a apretar las teclas y luego el botón de apertura. Al instante, la
puerta se abre con un clic. Mi estómago se atenaza con una mezcla de nervios y emoción. No
pierdo un segundo en abrirla para ver el interior y… me la encuentro vacía.
No me lo puedo creer. Observo el espacio con detenimiento, en busca de algo. Cualquier cosa.
Pero no hay nada.
Cojo mi móvil para llamar a Harvey y darle la mala noticia, pero antes de poder hacerlo oigo
la voz de Charlotte detrás de mí.
—La has conseguido abrir.
—Sí, pero está vacía —barboto frustrada—. Pensé que aquí hallaría alguna prueba sobre… —
Iba a decir Karen, pero lanzo un suspiro—. En fin, todo está en manos de O’Sullivan ahora. —
Miro a la mujer. Estamos solas en el despacho de mi padre. Es mi oportunidad para retomar la
conversación de ayer.
»Charlotte, sobre lo que me dijiste anoche… —Me cuesta continuar. Es difícil hacerle esta
pregunta.
—¿Sí? —me anima a proseguir.
—¿Crees que George está implicado con los cuervos?
—Claro que no —responde con sorpresa—. George es un hombre íntegro y con un corazón de
oro.
Eso me confunde totalmente.
—Pero ayer insinuaste que te habías dado cuenta de que estabas casada con un monstruo.
—¡Oh, querida! Malinterpretaste mis palabras —declara con una risita—. Cuando lo dije no
me refería a George, me refería a mí.
Me quedo parada, sin comprender, hasta que la veo sacar una pistola.
Capítulo 49
Se acabó el tiempo.
El Tiempo.
Alicia a través del espejo.
Eso no me lo esperaba, aunque luego recuerdo la canción de mi madre y caigo en la cuenta: los
cuervos eran cinco, no cuatro.
—Tú… Tú eres uno de ellos —balbuceo.
—Siempre hemos sido cinco —confirma y se encoge de hombros—. Cuando me escapé de la
granja de mi padre a los dieciséis años fui dando tumbos de una ciudad a otra: Chicago, Detroit,
Cleveland, Nueva York… No encontraba un lugar en el que me sintiese a salvo. Después, llegué a
Boston y conocí a tu padre. Fue la primera persona en el mundo que se portó bien conmigo sin
pedirme nada a cambio. —Sonríe con nostalgia—. Él me presentó a sus amigos, que también
había conocido en la calle: Horace Seymour, Daniel Byrne y Mason Wallace. Aunque vivíamos en
la indigencia, formamos una pequeña familia: nos protegíamos los unos a los otros, reíamos y
llorábamos juntos, y aprendimos que debíamos hacer lo necesario para sobrevivir. Allen nos
llamaba «sus protegidos».
—Pero vi la foto en la Fundación CW Allen, y tú no aparecías.
—Eso es porque era yo la que hacía la foto —revela en tono confidente—. Nunca me ha
gustado ser la protagonista, siempre he preferido ponerme detrás de las cámaras.
Veo que empieza a ojear los libros de la estantería y aprovecho para encender la grabadora del
móvil con disimulo.
—Verás, cuando Allen nos sacó de la calle, al principio pensamos que nos había tocado la
lotería —continúa diciendo la mujer—. Nos llevó a su mansión, nos dio ropa, comida caliente y
todo lo que pudiésemos desear, y nos aseguró que podríamos estudiar en las mejores
universidades y vivir con tantos lujos como él. El problema es que luego descubrimos el precio
que debíamos pagar por ello —rezonga con una mueca—. Verás, el bueno de Allen era un sádico
voyeur. Le gustaba grabarnos mientras nos imponía jueguecitos sexuales, y créeme que tenía una
imaginación de lo más sucia y morbosa. —Había deducido algo así de la confesión de Mason, así
que no me sorprendió.
»Durante años se divirtió con nosotros, éramos como sus mascotas, pero también las piezas
clave para su retorcida mente. Verás, a cada uno nos puso en el camino del heredero o heredera de
una notable familia de la ciudad de la que quisiese conseguir algo —esclarece para mi asombro
—. La de Larissa, la mujer de Seymour, tenía contactos; los Braine, como sabes, es una de las
familias más ricas de la ciudad…
—Pero mi abuelo no tenía contactos ni era especialmente rico —señalo.
—No, pero provenía de uno de los linajes más antiguos de Boston y conservaba una propiedad
que le interesaba a Allen y de la que no podía apropiarse. En cuanto tu abuelo murió, y tu madre la
heredó, tu padre la convenció para que se la vendiera. No importaba cuánto tiempo le costase
hacer las cosas. Lo importante era conseguirlas. Ese era su lema.
—¿Y Byrne y Wallace?
—Byrne no consiguió su objetivo, y Wallace ni siquiera lo intentó, siempre ha sido demasiado
narcisista para tener una pareja estable. Por eso se les ocurrió crear un club, para compensar a
Allen y que pudiese entretenerse en él. Como por aquel entonces Mason estudiaba Psicología,
decidió llamarlo Psi. Siempre bromeó diciendo que muchos de sus socios tenían tantos trastornos
mentales que hubiese ganado más dinero haciéndoles terapia.
—¿Y las snuff movies?
—Eso fue un daño colateral —responde con una mueca—. En aquella época, tu padre tenía en
la cabeza la creación de un hogar para menores, un sitio donde chicos que se habían escapado de
casa pudiesen sentirse a salvo de personas como Allen. —En ese momento, un libro llama la
atención en su estantería y lo saca. Reconozco al instante las tapas azules. Es Así habló Zaratustra
de Friedrich Nietzsche.
»Mi amado Bruce, mi superhombre —susurra mientras acaricia la tapa con ternura.
Recuerdo la dedicatoria que había en aquel libro: «A mi amado Bruce, mi superhombre. Tuya,
C.H.».
Había pensado que eran las iniciales de mi madre, Calista Holmes. Ahora entiendo que en
verdad eran las de Charlotte Harrington, el nombre de soltera de la mujer que tenía ante mí.
Otra pieza más encaja en el puzle.
—Allen le propuso un trato a Bruce —prosigue relatando la mujer—. Crearía una fundación
con fondos más que suficientes para llevar a cabo su proyecto a cambio de que le ayudásemos a
hacer realidad su fantasía más oscura: violar y matar a una adolescente. Una vida por el bienestar
de cien. ¿Tú qué hubieses hecho?
—Pero no fue solo una vida —repongo con el ceño fruncido.
—Una vida cada año. Tal y como te contó George, tu padre ofrecía diagnósticos psiquiátricos
voluntarios en diferentes albergues de menores, incluida la fundación, y derivaba los casos más
graves a Braine House. Eso le permitía hacer una selección de nuestra víctima: una chica guapa y
sin familia que la pudiese echar de menos. Eran nuestras «palomitas». Como Bruce trabajaba en
Braine House, se encargaba de hacer los ingresos y las altas. Aunque la chica que era
seleccionada nunca salía de Braine House, era víctima de «La noche de los cuervos». Se me
ocurrió a mí el nombre, ¿no te parece muy adecuado? —pregunta con una sonrisa.
Estoy empezando a pensar que Charlotte Braine desvaría. O eso, o es una verdadera psicópata.
Solo espero que me conteste a la pregunta más importante para mí.
—¿Qué fue de Karen?
—Esa cría era tan metomentodo como tú. Se coló en el coche de Bruce y lo siguió hasta aquí.
Cuando vio lo que le hacíamos a nuestra palomita en «La noche de los cuervos» intentó
detenernos, ¿te lo puedes creer?
—Entonces la matasteis —musito imaginando el destino de mi hermana.
—Eso es lo mejor, que no tuvimos que hacerlo. Tu padre nos convenció para que la
retuviésemos mientras pensaba en cómo solucionar aquel percance. Verás, Bruce realmente os
había llegado a amar y no quería que os pasara nada, resultó que se había enamorado como un
tonto de la mosquita muerta de tu madre —bufa—, pero Karen acabó escapándose y ella misma se
suicidó tirándose del acantilado cuando vio que la íbamos a atrapar. —Cierro los ojos al imaginar
el miedo que debió de sufrir y lo desesperada que debía de estar para acabar saltando y noto
cómo las lágrimas se derraman por mis mejillas.
»Tardamos un par de días en recuperar su cadáver y, cuando llamamos a Bruce para decírselo,
fue la noche en que tu madre lo mató. Después de su muerte, regresé un día para vaciar esa caja
fuerte y destruir las pruebas que contenía. A partir de su fallecimiento, nada fue igual. Decidimos
dejar de actuar en Braine House y nos centramos en el club Psi. A Horace se le ocurrió organizar
espectáculos en vivo cada noche e intercalar alguna violación real de vez en cuando para
mantener contento a Allen. ¿Puedes creer que nadie se dio cuenta nunca? Y, si alguien se percató,
no lo dijo, lo disfrutó.
—¿Así que el senador Horace Seymour tuvo la idea de organizar violaciones reales en el club
Psi? —pregunto porque quiero que la respuesta quede bien grabada en mi móvil.
—Sí. Siempre he pensado que Horace tenía un punto sádico, él era el único que disfrutaba
realmente con todo lo que nos obligó a hacer Allen, y su hijo no es mucho mejor —agrega con
disgusto—. Aunque supongo que, de tal palo, tal astilla. —La mujer me mira y por un momento su
rostro refleja verdadero odio—. A pesar de que los cinco éramos muy diferentes entre nosotros,
éramos una familia. Nos complementábamos a la perfección, tal vez por eso hicimos tan buen
equipo: tu padre era un idealista; Horace era ambicioso; Daniel era práctico, y Mason, un
hedonista.
—¿Y tú qué eras?
Charlotte ladea la cabeza y me observa con tanta fijeza que me hace temblar.
—¿Yo? Yo siempre he sido un cuervo, a mí me gusta observar. —La miro y me pregunto si
realmente piensa que es un cuervo de verdad. Lo sorprendente es que creo que sí.
»Nunca he participado de forma activa en las snuff movies, solo me ponía detrás de la cámara
—se defiende la mujer—. Aunque ahora que por tu culpa se ha destapado todo, no creo que tarde
en salpicarme. Además, George comienza a sospechar y, si ata cabos, estoy perdida. Y, ¿sabes
qué? No pienso ir a la cárcel sabiendo que la culpable de la destrucción de mi familia tiene una
vida plena y feliz.
Justo en ese momento levanta la mano y me apunta con la pistola.
Me va a matar.
Cierro los ojos y oigo la detonación.
Espero el impacto, pero este no llega.
Abro los ojos y me encuentro con Harvey empuñando la pistola con la que acaba de abatir a
Charlotte, aunque, por los quejidos de la mujer, no de forma mortal. Detrás de él, un preso
esposado nos mira con sorpresa.
—Mujer, a este paso te voy a tener que poner protección policial —gruñe O’Sullivan mientras
oigo las voces de Dorian y George que se acercan a la carrera.
—No refunfuñes tanto, que te acabo de conseguir una confesión completa —replico mientras le
tiendo mi móvil.
Harvey me mira con asombro.
—¿Cómo puedo convencerte para que te unas a la policía de Boston?
—Asegurándote de que metan a los cuervos en la cárcel y tiren la llave.
Un instante después, Dorian y George aparecen jadeando por la puerta.
—¿Qué ha pasado?
—¡Oh, Dios mío! —Como única respuesta, Harvey comienza a leerle los derechos a Charlotte
—. Tenía la sospecha, pero no quería creerlo… ¿Cómo has podido? —farfulla George con
lágrimas en los ojos.
—No tienes ni idea de lo que me hizo mi padre, de la clase de monstruo que era. Más incluso
que Allen porque, después de todo, yo era su hija —sisea la mujer con furia mientras se sujeta el
brazo herido—. Me rompió. Me rompió tanto que nunca he conseguido encontrar la felicidad aun
después de tenerlo todo. —Clava su mirada en Dorian—. Tú sí que sabes de lo que hablo.
También fuiste su víctima.
—Sí, pero hay una gran diferencia entre tú y yo, tía Charlotte —musita Dorian y veo lástima en
su mirada—. Ser una víctima no me convirtió en un monstruo.
Lo miro con orgullo.
Por fin se ha dado cuenta de que los demonios que tiene en su interior no lo convierten en un
monstruo, solo en humano.
Epílogo
El coche se detuvo frente a una bonita casa de madera blanca y contraventanas azules que estaba
a orillas del mar.
—Mamá, ¡Jay me ha tirado del pelo!
—¡Porque Karen me ha sacado la lengua!
—¿Podéis dejar de pelear, por favor? —masculla Sean con los ojos en blanco mientras sale
del coche y da la vuelta hasta el otro lado—. Casi me dan ganas de dejarlos encerrados aquí
dentro —comenta al abrir la puerta del copiloto.
—Es normal que estén inquietos, llevamos una hora en el coche —intercede Chloe para
templar los ánimos—. En cuanto corran un rato por el jardín, dejarán de pelear.
Acepta la mano que le tiende su marido para ayudarla a salir y, al ponerse en pie, hace una
mueca al sentir un dolor agudo en la tripa.
—¿Estás bien? —inquiere Sean con preocupación.
—Este pequeñín también está inquieto —responde con un mohín mientras se acaricia la
abultada barriga en la zona en la que su bebé le acaba de patear.
Su marido la abraza desde atrás hasta poner las manos sobre la suya en un gesto protector.
—Por mucho que venga aquí, nunca dejan de impresionarme las vistas —susurra Sean al mirar
la casa y su entorno.
Chloe observa el lugar con cariño. Aquel había sido su primer hogar, donde por fin había
conocido la felicidad. Su refugio. Siente que los ojos se le llenan de lágrimas cuando miles de
recuerdos inundan su mente atraídos por el olor a salitre y el sonido de las gaviotas.
—¡Eh! ¿Qué pasa? —pregunta su marido al escucharla suspirar de emoción.
—Son las hormonas, ya sabes que me ponen muy sensible.
Irónico, pues, en su trabajo como ayudante de fiscal del distrito, tiene fama de ser una zorra fría
e implacable.
Sean le levanta la barbilla y la besa con suavidad, aunque el instante romántico dura lo que
tardan sus hijos en verlos a través de las ventanillas abiertas del coche.
—Ya están otra vez besuqueándose —protesta Karen.
—¡Qué ascazo! —secunda Jay.
—Será mejor que suelte a las bestias —musita Sean con una mueca y abre la puerta del
vehículo.
—¿Así es como llamas a mis adorables sobrinos? —pregunta una voz divertida desde la puerta
ahora abierta de la casa.
—¡Tío Matt! —gritan los dos niños al unísono y se lanzan corriendo a los brazos del hombre
que se arrodilla para recibirlos.
—¡Pero miraos! Habéis crecido tanto que casi no os reconozco.
Jay, de cinco años, se estira aún más, ufano por el cumplido. Karen, en cambio, que ya tiene
siete y lo razona todo, no se deja engañar por la exageración.
—¡Si nos vimos hace menos de un mes! —protesta la niña.
—Y habéis crecido mucho desde entonces —repone Matt.
—Tío Matt, ¿me enseñas tu pistola? —pregunta Jay y le lanza una mirada digna del gato de
Shrek.
—Lo siento, campeón, pero no me la he traído —miente Matt mientras le revuelve el cabello.
Matthew es inspector de policía en Boston, y uno de los mejores. Aunque está tan absorbido
por su trabajo que no ha conseguido mantener nunca una relación sentimental estable, y eso que,
con su cuerpo atlético, su piel mulata y sus ojos verdes; no le falta compañía femenina. Había sido
así desde el instituto.
—Dios, ¡Chloe! —exclama de repente Matt con la vista clavada en su barriga—. Estás… —
Ella alza una ceja—. ¡Preciosa! —farfulla, y a la mujer no se le pasa por alto el ademán que ha
hecho Sean con la mano para que Matt cuide sus palabras.
—Estoy gorda, lo sé —declara Chloe y alza la barbilla con orgullo—, pero es como debo estar
en el octavo mes de embarazo. ¿Los demás ya han llegado? —inquiere cambiando de tema
mientras entran todos en el interior de la casa.
—Darren, sí. Está en el estudio, dejando los lienzos y la pintura que ha comprado para papá.
—¿Y Murray?
—Tiene guardia en el hospital, vendrá luego.
Darren es el mediano de los hermanos, tiene treinta y siete años y es contratista. Murray, su
pareja, es enfermero en Braine House.
Chloe se para, de repente, al ver a la pareja que está en el porche de atrás, y su corazón se
hincha de cariño al contemplarlos mientras el hombre abraza a la mujer y mueven sus cuerpos en
un baile lento con las miradas perdidas el uno en el otro y el mar de fondo.
¿Quién podría imaginar que una niña con el alma rota podría encontrar a dos personas expertas
en puzles con la suficiente paciencia y amor como para armarla de nuevo? Y no solo eso. También
le proporcionaron un hogar a Matt y a Darren, otros dos niños maltratados por la vida que habían
encontrado un refugio seguro con ellos. Juntos, los cincos habían formado una preciosa familia
que no paraba de aumentar. No había más que ver las innumerables fotografías que colgaban en las
paredes.
Algunos de esos rostros amados ya solo estaban en sus recuerdos y corazones, como el de
George Braine, que falleció hace unos años. Gracias a ese hombre maravilloso se había podido
crear la Fundación Braine, que cogió el relevo de la Fundación CW Allen, disuelta después del
gran escándalo que se destapó sobre el conocido «filántropo». Con Dorian Harrington a la cabeza,
la Fundación Braine había ayudado a muchos niños y adolescentes durante aquellos años y, a día
de hoy, lo sigue haciendo.
También había fotos de Calista Donovan, que hizo las veces de abuela para ellos. La mujer
pasó sus últimos años de vida feliz en Braine House hasta que, por desgracia, un cáncer acabó con
ella.
Incluso había fotos de buenos amigos, como el jefe de Matt, el capitán de policía O’Sullivan,
su mujer y sus dos hijos. O de Liza Seymour, una conocida activista de los derechos de los niños,
y de los veranos en los que habían ido a verla en el rancho ecuestre de Montana donde residía
feliz con su familia.
Sí, aquellas eran las fotografías de personas que habían logrado vencer las adversidades y
seguir adelante hasta conseguir la felicidad, cada uno a su manera, pero unidos por lazos
invisibles e inquebrantables: familia, amistad, amor.
—¿Qué hacen los abuelos? —pregunta Karen al descubrir a la pareja que está en el porche.
—Están bailando.
—¿Por qué?
—Porque les gusta.
—Pero si no hay música. —Se extraña la niña con el ceño fruncido.
—Lo sé.
—¿Están locos? —inquiriere después de pensarlo durante unos segundos.
—¿Por qué lo dices?
—Porque están bailando sin música —responde como si fuese lo más evidente del mundo.
—Una persona no está loca por bailar sin música. Está loca si deja de hacerlo por lo que los
demás piensen de ella.
—¿Eso quién te lo ha dicho?
—Me lo dijo la abuela. Es una de las muchas lecciones que aprendió de su madre.
—Pues yo creo que están locos —insiste la niña.
—Puede ser, pero están locos de amor —responde Chloe mirando a sus padres adoptivos con
ternura—. ¿Y sabes qué? Es una locura maravillosa.
Nota de la autora
Si has llegado hasta este punto es que has terminado el libro y solo espero que lo hayas
disfrutado. Es la primera vez que incursiono en el thriller y me he esforzado por crear una historia
adictiva y que mantenga el suspense hasta el final, pero sin perder ese toque romántico que me
caracteriza, aunque en esta ocasión haya quedado en un segundo plano. Espero haberlo logrado.
Tengo que señalar que no soy psicóloga ni psiquiatra., pero me he intentado documentar todo lo
posible sobre estas profesiones y sobre el funcionamiento de las terapias y de las propias
instituciones psiquiátricas, y también he consultado con profesionales al respecto. Eso sí, he de
reconocer que me he tomado alguna licencia literaria para poder mantener el hilo de la historia.
Después de todo, lo que he escrito es una novela de ficción, no un tratado académico.
Una de esas licencias ha sido respecto al trastorno de identidad disociativo. Realmente es una
enfermedad muy poco común y las personas diagnosticadas con ella sufren cuadros muy distintos
unas de otras. Todos los casos que nombro —menos el de Dorian, claro— son reales y están
documentados. Según he leído, la «integración» de personalidades sí es posible en algunas
ocasiones, pero con años de terapia, no en unos pocos meses, como sucede con Dorian/Barton.
También quiero mencionar que he intentado reflejar los diferentes trastornos mentales con el
mayor respeto posible, espero no haber ofendido a nadie en el proceso.
Otra pequeña licencia literaria que me he tomado es sobre el acantilado que hay al oeste del
ficticio Braine House. Realmente, el mencionado acantilado no existe. Las tierras que rodean la
bahía de Hingham están a nivel del mar, pero necesitaba crear un toque dramático para la muerte
de Karen y decidí adaptar un poco el paisaje a mi propósito.
Una última aclaración: me encantan los cuervos. Aunque en la novela he elegido a este pájaro
para personificar a «los malos», lo he hecho más por su estética oscura que por lo que realmente
piense de estos animales. De hecho, por si no lo sabéis, os diré que son fascinantes. Son de los
pájaros más inteligentes que existen, comparables a los delfines o a los chimpancés. Son hábiles
en usar herramientas para sus propios fines; pueden jugar y divertirse; están capacitados para
reconocer rostros y recordar si alguien se ha portado bien o mal con ellos. Y ojo con esto último
porque son muy, muy rencorosos.
Y ahora me gustaría hacerte una petición personal. Siempre digo que las opiniones en redes,
Goodreads y Amazon son una muestra de apoyo muy importante para un escritor y estaré muy
agradecida de recibirlas, pero en esta ocasión os pido que tengáis especial cuidado a la hora de
escribirlas para que no deis pistas sobre la dualidad Barton/Dorian y, sobre todo, que no hagáis
mención del trastorno de identidad disociativo. Creo que es un giro importante en la novela y sería
una pena hacer un spoiler de ello y estropear la sorpresa a un futuro lector. Dicho esto, espero tu
opinión con ansias para saber lo que te ha parecido el libro.
Agradecimientos
La idea para este libro surgió hace varios años gracias a una buena amiga llamada Natalia, que
es trabajadora social. Una tarde, las dos paseábamos con nuestros respectivos niños alrededor,
mientras me comentaba que le había tocado supervisar varias terapias con pacientes
esquizofrénicos y sus familias. Me pareció un tema tan fascinante que supe que tenía que indagar
sobre él y, poco a poco, esa idea se transformó en la historia de Dorian y Alice. Así que mi primer
agradecimiento no podía ser para otra persona más que ella.
Tampoco puede faltar en este apartado la maravillosa profesional que ha corregido este libro,
Raquel Antúnez, que también es compañera de letras. La he hecho trabajar bajo presión y por
fascículos y, a pesar de los innumerables «momentos» que ha encontrado, me ha subido un montón
la moral con los mensajes de WhatsApp que hemos compartido. Eres maravillosa, Raquel.
Gracias, como siempre, a mis dos lectoras cero: Carmen Martínez y Mª José Pla, por leer tan
rápido, aunque nunca lo suficiente para mis nervios, y por compartir conmigo vuestra opinión sin
miramientos. Tengo mucha suerte de que siempre estéis dispuestas a leer mis historias.
A mi familia y mis amigos, que durante estos últimos meses no me han oído más que decir: «No
puedo quedar, tengo que acabar la novela». Mil gracias por vuestra paciencia.
Una mención especial a mis tres chicos, que están aprendiendo a vivir compartiéndome con el
portátil. Os amo hasta el infinito y más allá.
Y, como siempre, gracias a Érika Gael, por enseñarme a dar el primer paso.
Biografía de la autora
Adriana Rubens nació en Valencia en 1977 y se licenció en Bellas Artes por la Universidad
Politécnica de Valencia, dónde le concedieron diferentes becas de estudios en el extranjero, que le
permitieron vivir unos años entre Italia e Irlanda.
Apasionada de la novela romántica desde muy joven, decidió dar un giro a su vida y ahora se
dedica profesionalmente a la escritura y a criar a dos niños pequeños, llamados Adrián y Rubén,
de cuyos nombres sacó la inspiración para su seudónimo.
Su primera novela, Detrás de la máscara, fue galardonada con el VI Premio Vergara-RNR y
su segunda novela, Mi nombre es Pecado, obtuvo una mención especial en el IV Premio
Internacional HQÑ. A estas le siguen varias novelas más que han conseguido excelentes críticas
entre sus lectores, entre las que se encuentran Detrás de tu mirada, ganadora del Premio Rincón
Romántico al mejor romance histórico nacional del 2018 y La sombra de Erin, que consiguió el
Premio Rincón Romántico al mejor romance de fantasía nacional del 2018.
Si quieres conocer más de ella o de sus próximos lanzamientos, visita su web
www.adrianarubens.com.
También puedes seguir su página de autora en Amazon: Adriana Rubens.
[i] Es un término creado en 1990 para abarcar un grupo de prácticas eróticas. Se trata de una sigla formada a partir de las
iniciales de los siguientes pares de palabras: Bondage y Disciplina; Dominación y Sumisión; Sadismo y Masoquismo.
[ii] Son las siglas de National Football League, la liga estadounidense de fútbol americano.
[iii] En ingles, Dulces Dieciséis. Es una fiesta por motivo del dieciséis cumpleaños de un adolescente, que en Estados Unidos se
suele celebrar de una manera especial.
[iv] La película en cuestión se ha pospuesto varias veces y, a fecha de hoy, todavía no se ha empezado a rodar. Los últimos datos
son que será dirigida e interpretada por Leonardo di Caprio y que se estrenará en 2025 con el nombre de The Bartonded room. En
2016, el director M. Night Shyamalan dirigió la película Split (Múltiple en España) basada también en la vida de Milligan.
[v] Massachusetts Correctional Institution Framingham es una cárcel de seguridad media para mujeres.
[vi] Ojo de Halcón.
[vii] Son las siglas en inglés del Instituto Tecnológico de Massachusetts (Massachusetts Institute of Technology), una de las
universidades más prestigiosas del mundo que ha conseguido el puesto número uno en el ranking de la clasificación mundial de
universidades QS durante siete años consecutivos.
[viii] Traducción: «Y la vida es como una tubería y yo soy un pequeño penique
rodando por sus paredes
[ix] Esta película tiene el dudoso honor de ser la más grosera de todos los tiempos, con un total de 715 palabras mal sonantes, y
Jonah Hill, uno de los actores que aparecen en ella, es el que más palabrotas ha dicho en el cine sumando todos sus guiones.