Gentes Profanas en El Convento
Gentes Profanas en El Convento
Gentes Profanas en El Convento
EL CONVENTO
DR. ATL
GENTES PROFANAS EN
EL CONVENTO
DR. ATL
SENADO DE LA REPÚBLICA
Primera edición: Ediciones Botas, México, 1950.
Segunda edición: diciembre de 2003, Senado de la República
ISBN: 970-727-034-9
PRÓLOGO ....................................................................................... 9
LOS PRIMEROS PROFANOS ............................................................. 11
DERROTA ..................................................................................... 13
UN PRISIONERO EN MARCHA ......................................................... 14
ANDAR SIN RUMBO ........................................................................ 17
EL ÁNGEL DEL SEÑOR Y EL CONVENTO ....................................... 19
UNA COMIDA FORMAL ................................................................... 21
SUEÑO PROFUNDO ....................................................................... 23
BAÑO LITÚRGICO .......................................................................... 25
ADAEQUATIO REI ET INTELLECTUS ..............................................28
EL CORONEL ................................................................................ 31
EL MERCADO DE LA MERCED ....................................................... 34
LA SANTA BIBLIA ........................................................................... 36
EL FANTASMA Y EL CORONEL ........................................................ 37
MIEDO INFUNDADO ....................................................................... 43
EN BUSCA DE LA FORTUNA ........................................................... 44
LAS TAQUÍGRAFAS DE LA LERDO ................................................... 47
LEONOR ....................................................................................... 49
SINFONÍAS CURSIS .......................................................................... 50
LOS GRANDES VOLCANES .............................................................. 50
LA LLUVIA EN EL BOSQUE ............................................................. 51
EL VIENTO CONTRA EL CRÁTER .................................................... 53
EL CORAZÓN DE ANÁHUAC .......................................................... 53
TURISTAS EN EL CONVENTO .......................................................... 54
LA COLECCIÓN PANI ..................................................................... 57
ARTES POPULARES ........................................................................ 59
UNA TEORÍA COMO OTRA CUALQUIERA ......................................... 61
EL PAISAJE Y LAS NUEVAS TÉCNICAS ............................................... 62
LA PINTURA A LA “PETRO-RESINA” ................................................ 63
LOS ATL-COLORES ....................................................................... 63
TEMPLE AL ÓLEO .......................................................................... 66
PETRÓLEO EN EL VALLE DE MÉXICO .......................................... 66
UN HOMBRE MÁS ALLÁ DEL UNIVERSO ......................................... 68
ARQUEÓLOGOS CLANDESTINOS .................................................... 73
LA LEY Y EL ROSARIO ................................................................... 77
UNA LETRA MISTERIOSA ................................................................ 79
CARTAS DEL OTRO MUNDO ........................................................... 84
UNA HISTORIA DE AMOR ............................................................... 85
EL MISTERIO DE LOS AMANTES ................................................... 133
LOS MELONES DE AMECA Y LAS MUCHACHAS DE LA ESCUELA .... 134
LAS NUEVAS AMIGAS ................................................................... 137
UN VUELO INESPERADO ............................................................. 140
LA NUEVA SECRETARIA ............................................................... 141
CUENTOS DE TODOS COLORES .................................................. 143
I. EL HOMBRE Y LA PERLA ......................................................... 143
II. EL ORADOR MIXTECO ............................................................. 146
III. LA MUCHACHA DEL ABRIGO ................................................... 150
IV. EL CUADRO MEJOR VENDIDO ................................................. 155
COMENTARIOS ........................................................................... 158
NUEVOS LIBROS, LA ACTIVIDAD DEL POPOCATÉPETL ................ 159
EL PADRE ETERNO ..................................................................... 159
OPTIMISMO ................................................................................ 160
ÉXITOS Y FRACASOS DE LOS LIBROS ........................................... 165
LA FAMILIA INNUMERABLE .......................................................... 166
BANQUETES ............................................................................... 168
LOS GRANDES NEGOCIOS ........................................................... 170
ORO MÁS ORO ........................................................................... 172
MERCEDES ................................................................................. 175
UNA PROFANA EXCEPCIONAL ..................................................... 179
BOMBAS VOLCÁNICAS ................................................................. 180
UNA EXPOSICIÓN Y UNA MONOGRAFÍA ....................................... 183
PANEGÍRICO DE LAS IGLESIAS ..................................................... 186
DIATRIBAS CONTRA LA IGLESIA .................................................. 190
UNA EXCURSIÓN AL POPOCATÉPETL .......................................... 195
CAMBIO DE FORTUNA ................................................................ 204
LUCIO ........................................................................................ 207
LA MUERTE DE LUCIO ............................................................... 208
LA BELLA DAMA DE ENFRENTE ................................................... 210
EL MISTERIO DEL NICHO ............................................................ 213
LA LIGA DE ESCRITORES DE AMÉRICA ...................................... 214
OTRA VEZ LAS ARTES POPULARES .............................................. 216
LA EXPOSICIÓN DE CALIFORNIA ................................................. 218
PROFANOS DESILUSIONADOS ....................................................... 221
LA MUERTE DE OBREGÓN ......................................................... 222
PROFANAS ILUSTRES ................................................................... 225
HASTÍO ...................................................................................... 229
VISIÓN APOCALÍPTICA ................................................................. 230
¡A NAVEGAR! ............................................................................... 232
PRÓLOGO
Dr. Atl
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DERROTA
En Algibes, el gobierno de Venustiano Carranza había hecho
el punto de una defensa desesperada, después de una serie de
escaramuzas que tuvieron lugar desde la salida de la Ciudad
de México a lo largo de la vía del ferrocarril mexicano, con la
mira de abrirse paso hasta el puerto de Veracruz y establecer
ahí la capital provisional de la República. La lucha se desa-
rrolló con furia alrededor de los largos trenes que conducían
empleados y familias, archivos y el tesoro de la nación, el
tesoro en numerario, bien entendido. Las líneas de defensa
fueron destrozadas rápidamente, los campos se cubrieron de
muertos y heridos y algunos generales gobiernistas encontra-
ron la muerte frente al enemigo. La moral de las tropas estaba
deshecha. Se conocía la superioridad de los atacantes y se
carecía de planes para la defensa. Los archivos fueron que-
mados, se abandonaron las impedimentas y las cajas que
contenían treinta o cuarenta millones de pesos en oro. El Pre-
sidente Carranza se vio obligado, a pesar de sus esfuerzos, a
dejar el campo a los que lo habían traicionado y a remontarse
en compañía de algunos de sus partidarios por las abruptas
sierras, donde fue asesinado.
Antes de que el gobierno se disgregase, yo propuse al Presi-
dente entablar negociaciones con el General Obregón, jefe
de la revuelta, y aceptó. El licenciado Berlanga, ministro de
gobernación, redactó el documento que me autorizaba, escri-
biéndolo con dificultad sobre las ásperas paredes de un furgón
de carga, y precisamente en el momento de un ataque de las
fuerzas del General González, que se habían dado cuenta de
la retirada del Presidente y pretendían capturarlo. Los muer-
tos y los heridos caían a uno y otro lado del furgón, y en
medio de una nutrida balacera, Carranza montó a caballo,
13
seguido de un grupo de fieles amigos, militares y civiles, fir-
me en su propósito de continuar la lucha.
UN PRISIONERO EN MARCHA
Pancho Serna, intendente de las residencias presidenciales y
yo, que no ostentaba ningún título, nos mezclamos entre los
soldados que huían cargados de bultos y seguidos de mujeres
que llevaban en brazos niños despavoridos. Multitud de em-
pleados con el espanto en el rostro, se atropellaban formando
un tumulto que se precipitaba por un camino polvoso hacia
las casas de una hacienda. A cada paso tropezábamos con
rifles y cananas, con bolsas llenas de monedas que los prófu-
gos trataban de salvar en su derrota. Entre el polvo se veían
chorros de monedas de plata, como serpientes luminosas, pron-
to sepultadas por las pisadas de los fugitivos. De repente,
entre el gentío se oían gritos de dolor. Alguien caía. La mu-
chedumbre pisoteaba al caído. Otro grito desgarrador: ¡Mi
hijo! Era el grito de una madre enloquecida que apretaba con-
tra su pecho la cabeza de un niño convertida en flor de sangre
por una bala expansiva... “¡Corran, corran!, decía otra madre
a varias criaturas asustadas, corran, que nos alcanzan”.
Los soldados que habían hecho pedazos a las tropas del
gobierno avanzaban sobre los fugitivos y disparaban sin mi-
sericordia. Se acercaban con rapidez, pero el pavor daba alas
a nuestros pies, y volamos hasta ponernos fuera del alcance
de los perseguidores. En una pequeña hacienda nos reuni-
mos, jadeantes, pero ya lejos del alcance de las tropas
victoriosas. En medio del desorden cada quien tomó la deter-
minación que le pareció más conveniente. La mayor parte de
las mujeres se quedaron en la finca. Los soldados se despoja-
ron de sus arreos militares y tomaron diversos rumbos. Los
empleados públicos no sabían qué hacer.
14
Por la noche Pancho Serna y yo nos propusimos caminar
apartándonos de la línea del ferrocarril. Cerca del amanecer
nos refugiamos bajo un pirul y esperamos el nuevo día. Su luz
nos descubrió un campamento de fuerzas rebeldes. Sería me-
jor decir que la luz del día nos descubrió a nosotros: los
soldados del campamento se dieron cuenta de nuestra pre-
sencia y nos prendieron. A Pancho Serna se lo llevaron hacia
una ranchería y a mí me rodearon seis o siete soldados. Un
capitán me sujetó al interrogatorio de rigor, arbitrario y estú-
pido, y me despojó de cuanto llevaba de valor, que no era
mucho. Luego dio orden de conducirme al cuartel general, a
veinte kilómetros de distancia. Nuevo interrogatorio en el
cuartel general, esta vez lleno de formalidades, las que no se
usaron para despojarme de algunas prendas de vestir. Más
órdenes: yo debía ser conducido a otro cuartel general, claro,
había muchos cuarteles generales porque había muchos ge-
nerales autónomos.
Algunos soldados seguidos de sus mujeres me custodiaron
y me condujeron por una angosta vereda que corría en la fal-
da de una loma. De repente se oyeron algunas descargas de
fusilería. Un breve silencio siguió. Oímos el correr de caba-
llos entre los matorrales, luego gritos, imprecaciones, y otras
descargas.
Los que me custodiaban no sabían qué partido tomar y cuan-
do se resolvieron a obrar, escogieron la peor de las
resoluciones: disparar contra los que se nos echaban encima.
Éstos contestaron rápidamente. Eran muchos. Yo me resguar-
dé detrás de un nopal, mientras mis guardianes hacían gala de
un heroísmo absurdo, exponiéndose a las balas enemigas. En
pocos minutos fueron cayendo uno a uno hasta que se queda-
ron tirados sobre el suelo y bañados en sangre. A una de las
dos mujeres que los acompañaban, la bala de un rifle la tum-
bó sobre un montón de tierra. Cayó sentada, lanzó un quejido
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y luego se encogió como si tuviera un terrible dolor en el
vientre. Algunos de los que venían a caballo nos rodearon.
—¿Ustedes quiénes son?
—Ya pa' qué preguntan, dijo la otra mujer, si los mataron a
todos. Yo soy la mujer de ése que está ahí tirado, agregó seña-
lando a un muerto, mírenlo nomás cómo se quedó.
—¿De qué fuerzas son? —preguntó uno de los de a caballo.
—De las de don Pablo Gónzález —contestó la mujer.
—Pos son las mesmas que las nuestras. ¡A qué brutos son
ustedes! (Debía de haber dicho: eran, porque los representan-
tes de esas fuerzas ya no existían.)
—¿Y usté? —dijo dirigiéndose a mí.
—Yo —respondí con cierto orgullo— ¡soy prisionero!
—¡Ajá!, ¿con que prisionero? Lo vamos a tronar.
—Bueno... Truénenme.
No me tronaron, pero me desnudaron. No me dejaron más
que los zapatos. En medio de risotadas le quitaron los panta-
lones a uno de los soldados muertos y me dijeron: pongáselos
pa' que no vaya encuerado a ver al jefe. Un soldado, muy jo-
ven y muy risueño, con un espíritu humorístico que yo fui el
primero en celebrar, se adelantó hacia el cadáver de la mujer
que yacía muerta sobre el montón de tierra, le quitó la blusa,
una blusa color de rosa llena de encajes y me dijo muy satisfe-
cho: ¡póngasela! Me la puse. No había otra cosa que hacer.
Luego, el capitán que mandaba la tropa de a caballo me
gritó:
—Ora, amigo, camine, lo vamos a llevar hasta Ometusco.
Durante el camino, que duró más de dos horas, yo no hacía
más que considerar mi triste aspecto. Tal vez en la época del
rey Luis XIV de Francia, aquella blusita color de rosa llena de
encajes me hubiera sentado bien: entonces hasta los genera-
les usaban colores románticos y prendas llenas de adornos
femeninos, pero en estos tiempos de vestidos tiesos, y sobre
todo en pleno campo, entre un grupo de soldados a caballo, la
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blusita de la viuda me daba más que un aspecto ridículo, una
apariencia equívoca.
En Ometusco fui entregado a un capitán, que se rió de mí a
sus anchas, y cuando me preguntó de dónde era yo y le con-
testé con cierta humildad, no exenta de socarronería, que era
de Guadalajara y del barrio de San Juan de Dios, el capitán
tuvo que cogerse de la barriga para no estallar de risa. ¡Claro,
dijo, ya me lo figuraba yo!
Entre risotadas y empujones me metieron a un furgón de
carga y fui a dar a México. Prisión en Santiago Tlatelolco;
más interrogatorios cargados de petulancia. Dos semanas pri-
sionero, y una escapada venturosa que me llevó sin rumbo
por calles y plazas hasta las barracas del mercado de la
Merced, donde pasé una noche a la intemperie pero sin
guardias militares.
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Una mañana dejé a mis pequeños compañeros lamiendo
cuidadosamente unas cáscaras de plátano y me alejé dispues-
to a cometer cualquier atentado para poner fin a una situación
desesperada. Me alejé lleno de odio reconcentrado y oscuro
contra todas las cosas y me detuve, sin saber por qué, en la
esquina de las calles de Roldán y de Uruguay, mirando estú-
pidamente a todos los rumbos del Universo.
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delante de él, como una sombra. Por fin dijo sonriendo, y su
sonrisa exhibió una boca desdentada.
—Señor, yo soy Ángel Gutiérrez, uno de aquellos soldados
que usted se llevó a la Revolución para formar Batallones
Rojos, ¿no se acuerda usted de mí?
—Ángel, Ángel —repetí yo mentalmente...—, no recuer-
do, ¿quién va a recordar a tanta gente que yo llevé a la
Revolución? Pero de cualquier manera, ángel o soldado, tú
eres un espíritu divino, un ser misericordioso, el primero que
encuentro en mis tribulaciones, y sonriéndole con algo que
más que una sonrisa debe haber sido una mueca, le contesté:
—Sí, recuerdo. Usted es uno de aquellos que se fueron a
batir en defensa de la Revolución, mientras yo me quedaba
en la ciudad echando discursos.
—Sí, señor, afirmó con alegría, y aquí estoy para servirlo
ahora, como antes.
¿Qué podría yo decir a quien se me ofrecía para servirme
en medio de mi desgracia? Sólo pensé contarle mis penas.
Nadie las conocía. Yo las había devorado en un silencio amar-
go, y en aquel instante hubiera brotado mi historia de mis
labios resecos, si Ángel no hubiera interrumpido mis pensa-
mientos con la palabra y con el gesto.
—Yo estoy ahí, dijo señalando los vetustos muros del con-
vento que se elevaban frente a nosotros, estoy de portero.
Véngase a vivir conmigo: hay muchos cuartos vacíos, y en la
portería no le faltarán frijolitos y café con leche.
Aquel hombre, a quien yo había mandado a la Revolución
para que lo mataran, me pagaba dándome hospitalidad, pre-
cisamente en el momento en que mi desesperación me iba a
poner al borde del crimen. Incliné la cabeza, hice un gesto
vago con las manos, pero no tuve la fuerza de hablar, ni si-
quiera de sonreír. Ángel me cogió de un brazo y con suavidad
me condujo al convento.
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Verdaderamente no fueron las puertas del claustro, sino las
del cielo las que se abrieron ante mí. Un ángel sin alas y sin
espada flamígera las rasgó, y un portero —Pedro sin llave de
oro de la mansión del Señor— me brindaba un asiento a la
entrada del Paraíso, frente a la mesa de los escogidos donde
iba a humear un jarro de café con leche. ¡Cómo se engrande-
ció ante mí la figura de aquel modesto empleado que desde
las filas de los Batallones Rojos y arrastrando los laureles de
las victorias del Ébano y Tampico había llegado, en premio
de sus servicios, a guardián de un claustro en ruinas!
Nunca morada alguna me pareció más espléndida. El gran
patio con sus dobles arcadas de cantera labrada, los amplios
corredores sumidos en el silencio, los antiguos refectorios, las
salas capitulares, las celdas vacías y los vetustos muros de la
iglesia, todo aquel conjunto barroco y ruinoso se me presentó
como la más estupenda obra de arquitectura entre todas las
que yo había contemplado en mi vida.
Dentro de ella me quedé desde el momento en que mi ángel
tutelar me introdujo de la mano, como el ángel del Señor lleva
piadosamente las almas de los privilegiados a la gloria celestial.
Ya iba yo a reposar y a dormir tranquilo sin ser despertado
por la curiosidad de un perro callejero o por la autoridad de
un ocioso guardián del orden público. Era yo un nuevo profa-
no que entraba en el claustro, y sin sospecharlo, el primero
entre otros muchos profanos que habrían de mancillar la san-
ta morada.
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nes incontables, dramas de la inconsciencia, desastre, pero
irreductible la fe de Venustiano Carranza.
Alrededor de la humilde mesa, ante la indignación del san-
to portero y el asombro de su mujer, mi triste figura se elevaba
cubierta de gloria y dolor como la de un héroe de leyenda, pero
en realidad, ante mí mismo, yo era solamente un miserable.
La noche nos encontró conversando. Ángel estaba conmo-
vido, más que por la suerte del gobierno al cual había servido
en otro tiempo, por la desgracia que me envolvía. Le pareció
que el remedio más eficaz para empezar la curación de mi
alma y de mi cuerpo era bebernos una botella de tequila. ¡Gran
acierto! Ángel tuvo que pedirla fiada porque carecía de dine-
ro —acto heroico suficiente para borrar todos mis heroísmos
de actor de carpa de barrio y transformar mi estómago en una
caldera de ebullición.
SUEÑO PROFUNDO
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—¿Matar a una sombra? —comenté yo—, me parece un
poco difícil. Desde luego no creo que a los espíritus les en-
tren las balas como a nosotros los mortales, pero es posible
que el coronel disponga de balas fantasmicidas...
—Yo no sé —contestó Ángel—, pero el coronel anda per-
siguiendo esa sombra desde hace mucho tiempo.
—¿Quién es ese coronel? —pregunté un poco intrigado.
—Es uno que vino de Oaxaca y que perteneció a las fuer-
zas federales, y como esas fuerzas fueron licenciadas por la
Revolución, vino aquí por órdenes de la Secretaría de Guerra
que lo amnistió y le pasa una pensión, porque dizque ha pres-
tado muchos servicios a la Patria. Yo no me fío de él. Es un
tipo muy mal encarado, muy altanero y anda siempre
empistolado. Lo acompaña uno que dice es su asistente y que
tiene facha de pobre diablo.
—Ángel, dije yo interrumpiendo la descripción del militar,
usted comprende que después de tantas semanas de no dor-
mir y con los humos del tequila, se me ha echado encima un
sueño que no lo puedo espantar. Dígame, por favor, dónde
me puedo acostar.
—El mejor cuarto está allá arriba, en la azotea. Voy a ir
a buscar un sarape y un petate, que es lo único que puedo
ofrecerle.
Ángel fue a la portería, trajo lo ofrecido, y cargando ambas
cosas atravesamos un gran vestíbulo, subimos por una esca-
lera amplia, de dos rampas, y al llegar a su parte superior mi
ángel custodio me hizo observar que por ese sitio
deambulaban procesiones de sombras que no se veían, pero
cuyo rumor de rezos podía escucharse muy entrada la noche.
Yo tenía tanto sueño que apenas podía caminar. Subimos por
una estrecha escalera de madera que conducía a las azoteas, y
ya en ellas nos dirigimos hacia un cuarto blanqueado y entra-
mos. Era bastante grande, muy limpio, pero sin alumbrado.
Ese cuarto iba a ser mi morada.
24
—Gracias, Ángel, dije a mi conductor. Aquí voy a reposar
como una piedra en un pozo.
—Señor, si algo necesita hágame el favor de gritarme, fuer-
te para que yo lo oiga.
¡Qué iba yo a necesitar después de acostarme! Extendí el
petate, y por primera vez después de muchas semanas me
quité los zapatos. Creí que todo el queso Limburgo del mun-
do había caído dentro de la estancia y expandido su peste, y
comprendí que no iba a poder dormir en una atmósfera satu-
rada de cloruro de potasio, pero como todas las cosas tienen
remedio cuando son malas, saqué un extremo del petate fue-
ra de la puerta, y después de cubrir mi lacerado cuerpo con el
sarape, dejé los pies al aire libre para que la brisa nocturna
extendiera sobre las ruinas del convento el perfume con que
la miseria había ungido mis extremidades inferiores. Apenas
tuve tiempo de hacer la maniobra porque el sueño me venció.
Tanto dormí y tan profundamente que ya muy entrado el
día, Ángel tuvo necesidad de sacudirme fuertemente para que
pudiese despertar. Me sentí terriblemente cansado, y ayudado
por Ángel salí a las azoteas.
BAÑO LITÚRGICO
El esplendor del sol acabó de aturdirme. Me sentí mareado.
Me tambaleaba como un ebrio y Ángel tuvo que sostenerme.
—Está usted muy débil, me dijo, y todavía tiene usted sueño.
—No Ángel, éste es el cansancio de la derrota y la miseria;
es el colapso final producido por el agotamiento de mi resis-
tencia.
Ángel me miraba como se mira a los moribundos, con una
angustia callada. Me veía con sus ojos llenos de compasión y
no encontró nada mejor para consolarme que decirme:
—Señor, ya María (María era su mujer) tiene listo el café, y
los niños quieren desayunar junto con usted.
25
Las palabras de mi amigo me sacaron de mi adormecimien-
to, pero obedeciendo a una necesidad que casi podía calificar
de milenaria, le dije en un tono malhumorado:
—¿Qué no hay aquí dónde bañarse?
Ángel sonrió recordando otros tiempos, cuando él me veía
bañar en los arroyos y en los ríos y meterme bajo las cascadas
de las altas montañas...
—Señor aquí no hay más que un gran depósito de agua que
está ahí, al ras de la azotea...
Yo no esperé más. En un impulso instintivo me separé de
mi guardián y me dirigí a una pila cuadrada llena de agua, y
rápidamente empecé a despojarme de mis pobres prendas.
—¡No, no!, gritó, ¡ese es el tinaco que surte de agua a todo
el vecindario!
Acabé de desnudarme y cogido de los bordes del gran reci-
piente me zambullí en el líquido helado. Algo me subió desde
los pies hasta la cabeza cuando mi cuerpo se sumergió en el
agua; algo mordía mis carnes y electrizaba mis nervios. Saqué
la cabeza fuera del agua y volví a zambullirme. Sentía una
alegría loca.
Ángel me ayudó a salir, trajo jabón y algo semejante a una
toalla, pero necesité largo tiempo para que el jabón pudiese
hacer espuma sobre mi piel, que había adquirido la consisten-
cia y el aspecto de esos cacharros largamente sepultados entre
las inmundicias de un basurero.
Toda esta maniobra, que había durado bastante tiempo, atra-
jo las miradas de las gentes que vivían en las casas de los
alrededores de la azotea, y algunas mujeres me empezaron a
lanzar injurias.
¡Cochino!, gritaban. ¿Cómo vamos a beber esa agua llena
de mugre? ¡Inmoral!
¿Yo inmoral? ¿Cómo puede ser inmoral un esqueleto que
exhibe su osamenta en la azotea de un convento bajo la luz
del sol?
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¿Cochino yo? ¿Cómo puede llamarse cochino a un espíritu
que se baña en un tinaco?
Aquellas mujeres no comprendían que mi baño era, en rea-
lidad, una verdadera ceremonia litúrgica con todos los
requisitos de un oficio divino: agua lustral, iluminación celes-
te, santidad del neófito y presencia de un ángel verdadero,
aunque disfrazado con pantalones de mezclilla.
Nuevo San Juan Bautista, yo ofrecí a las mujeres que me
miraban, el agua que había de purificarlas del pecado, pero
sordas a mi llamado seguían injuriándome.
¡Pobres mujeres! Ellas no sabían que el agua es el reactivo
más poderoso sobre el organismo del hombre y sobre el de
algunos animales, el de los pájaros por ejemplo.
El agua templa nuestros músculos y nuestros nervios como
el acero de una hoja toledana. A mí me ha gustado siempre el
baño frío, no por lo que pueda tener de higiénico o de civili-
zado, sino precisamente por todo lo contrario: por lo bárbaro.
Siempre he borrado la fatiga de una ascención por las lade-
ras de una alta montaña, o la amargura de un dolor, bajo las
cascadas que descienden de las nieves de un monte. La gente
no sabe que el cuerpo desnudo bajo un chorro de agua helada
que cae desde las altas rocas se carga de una energía cósmica
que lo convierte en una fuerza de la naturaleza.
El dolor, la fatiga, la desesperanza, no son más que el resul-
tado de un desequilibrio orgánico. Una descarga eléctrica —un
baño en agua helada no es otra cosa— restablece el equilibrio.
Al que yo acababa de tomar le restó fuerza la higiene de la
jabonadura, pero era necesario realizarla: ya la mugre me ha-
bía cubierto con una coraza de rinoceronte.
En los baños ordinarios, tomados en un establecimiento
público o en el cuarto de la casa, limpio y desinfectado como
un autoclave y a una temperatura médico-familiar, el organis-
mo no recibe más beneficios que el de la limpieza superficial
que nada tiene que ver con la potencia de la vida.
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A pesar del agotamiento en que me encontraba, el baño en
el tinaco tuvo la virtud de provocar una tremenda reacción:
me sentí renacer, grité, corrí por las azoteas del convento
como una cabra a quien se pone en libertad después de lar-
go cautiverio.
Ángel debe haber creído que yo me había vuelto loco. Me
miraba algo azorado, a pesar de conocer mis costumbres un
poco salvajes, pero no me dijo nada.
Cuando bajé a saborear el jarro de café con leche que la
mujer de mi ángel protector me ofreció, yo era otro hombre.
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ble la opinión, el juicio o la creencia de cualquier persona
sobre cualquier asunto. La convicción personal es siempre
una verdad absoluta para quien la lleva adentro. Es un siste-
ma de razonamiento adecuado a la organización cerebral y es
la educación del sujeto. El carácter de la convicción no im-
porta, porque el fenómeno mental es el mismo en cuanto a su
mecanismo, y tampoco debe tomarse en consideración el tiem-
po que esa convicción pueda mantenerse íntegra en un
individuo o en una sociedad, o en los campos de la ciencia o
de la religión. Las convicciones son verdades que van dando
tumbos durante la vida individual o en el transcurso de la
historia, y forman en su conjunto las infinitas modalidades de
la evolución humana. La verdad es una convicción intelec-
tual que el sujeto pensante adapta a una circunstancia, a un
hecho, a un objeto.
Adaequatio rei et intellectus, dice con mayor precisión Santo
Tomás de Aquino, tomando la definición del hijo de Honain
ben Isahak, historiador de Bagdad.
En efecto, “la adecuación de la inteligencia y de la cosa”, es
la forma lógica para sentar una verdad individual, que puede
convertirse en colectiva.
Yo me puse dentro del pensamiento mismo de Ángel para
comprender y admitir la adecuación de los espantos a la inte-
ligencia de mi santo portero.
Este sistema de hacer transmigrar el propio criterio al cere-
bro de un individuo cualquiera y unificarlo con su propio
pensamiento es una de las cosas más divertidas de la vida.
Usted entra a las circunvoluciones cerebrales de multitud de
gentes como a las atracciones de una feria, y sube usted a la
rueda de la fortuna, o se sacude en las canastillas del marti-
llo eléctrico o se topetea en las carrozas del circo loco o
sube usted a los caballitos de un volatín para niños, pero
con la diferencia de que en la feria mental no paga usted ni
un centavo.
30
Me parece evidente que en las puras posiciones del pensa-
miento no cabe más que una adecuación única. Por ejemplo:
cualquier sección plana de una esfera es un círculo; o cinco y
cinco son diez. Pero en lo puramente sensible, la interpreta-
ción es indeterminada. Por ejemplo: Ángel apreciaba los
espantos como fluidos invisibles, mientras que el coronel los
miraba como seres tangibles. Ángel se limitaba a espiarlos,
pero el coronel los perseguía pistola en mano, y estaba decidi-
do a mandarlos de nuevo al otro mundo mediante cuatro o
cinco balazos. Se equivocaba: fueron los espantos los que
mandaron al coronel al cementerio.
EL CORONEL
32
coronel traía colgado en una canana llena de tiros. Así que,
cuando el perseguidor de la sombra del fraile estuvo casi en-
frente de mí, yo, ahuecando la voz le dije: buenos días, señor
coronel.
El mentecato no contestó, ni siquiera volvió la cabeza, y
despreciativamente pasó de largo, seguido de su asistente. Yo
me volví a mirar a Ángel interrogativamente.
—Es un hombre de muy mal carácter, muy grosero, y ade-
más, muy matón, comentó Ángel. El asistente me ha contado
que allá en su tierra ha matado a mucha gente, nomás porque
sí. (Este “nomás porque sí” es uno de los más poderosos re-
sortes que mueven la voluntad de la gente de México y que
en el terreno puramente literario corre parejas con el chistoso
mote de la universidad: “Por tu raza hablará tu espíritu”).
Como se acercaba la hora de comer nos dirigimos a la por-
tería, y mientras María terminaba de preparar la comida
dominguera, que hasta en las gentes más pobres es mejor que
la de todos los días, Ángel y yo nos dedicamos a comentar la
presencia y las fechorías de los espantos conventuales, cuya
fama había traspuesto los muros del claustro extendiéndose
por el populoso barrio de la Merced, en el que no había hom-
bre ni mujer ni un niño que dudase de la presencia de los
espíritus frailunos.
Ángel, a pesar de su vida de soldado, y no obstante las ob-
servaciones que había hecho en torno de los seres del otro
mundo, en el fondo de su conciencia dudaba de que fuesen
reales, tangibles, y así me lo dijo en medio de circunloquios y
reticencias que me hicieron comprender el estado de contra-
dicción en que el santo portero vivía dentro de aquellas ruinas,
obligado por la necesidad de no perder su sueldo, único me-
dio a su alcance para dar de comer a su familia.
33
EL MERCADO DE LA MERCED
Durante los pocos días de mi permanencia en el claustro, yo
había logrado trabar amistad con los puesteros de los alrede-
dores, que me confiaban algunas veces el cuidado de sus
comercios o me ocupaban en llevar recados o bultos de un
lugar a otro, con lo cual yo lograba ganar algún dinero.
El nuevo trabajo me proporcionaba, además, muchas di-
versiones: charlas amenas con las verduleras de Xochimilco,
discusiones y pleitos con los cargadores, coqueteos con las ga-
tas que venían de las lejanas colonias a comprar sus comestibles.
El mercado de la Merced, que tomó su nombre del convento, es
el centro comercial más desorganizado, más incómodo, más
populoso y más sucio del mundo entero. Los puestos, barra-
cas improvisadas o tendederos de frutas y legumbres al ras
del suelo, están casi siempre atendidos por mujeres agresivas,
que por la menor diferencia injurian a todo el mundo.
Estos puestos se levantan y se amontonan sobre las aceras
y en medio de la calle, obstruyendo el paso. Una india que
llega de Xochimilco con un cargamento de yerbas lo deshace
en una esquina, y no lo levanta hasta que ha terminado su
venta. Otra mujer que trae en el rebozo una gran cantidad de
limones se establece entre el hueco que dejan dos puestos,
único paso en una larga fila de barracas, y desencadena una
serie de injurias contra todos los que quieren quitarla para
pasar. Otra mujer que tiene necesidad de traer su niño recién
nacido al puesto, lo ha colocado en un cajón, justamente a la
orilla de los rieles del tranvía y cada vez que éste pasa, rocía a
la criatura con un chorro de lodo.
El gentío es enorme, la aglomeración insoportable. Criadas
que llegan de compras desde las colonias ricas; amas de casa
acompañadas de un cargador mugroso; cocineros de restau-
rantes con sus mozos cargando enormes canastos llenos de
verduras; muchachos ociosos en cantidad; innumerables car-
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gadores con bultos muy pesados en la espalda que le gritan a
uno ¡golpe! cuando ya se lo han dado. Bullicio y apretujamiento,
gritería de los vendedores...
Sesenta calles atascadas de barracas, alfombradas de lodo
apestoso sobre el que se revuelca una multitud abigarrada.
Es curioso que en medio de ese desorden, los robos de los
puestos que tienen siempre su mercancía al alcance de la mano,
sean punto menos que desconocidos. Es que si alguien se
atreve a tomar algo, una naranja o un plátano, sin pagarlo, se
encuentra inmediatamente circundado por los que cuidan un
puesto, bloqueado en una grande extensión por gente de los
otros puestos. Cuando una mujer grita: ¡agárrenlo!, el ladrón
está perdido, lo agarran, le dan una golpiza fenomenal, pero
nunca lo entregan a la policía.
La inmensa mayoría de las vendedoras y la mitad de los
vendedores comercian rutinariamente y no saben contar.
Cuando uno les compra algo más de lo que ya tienen contado
y con precio, por ejemplo diez lechugas en vez de cinco, se
enredan y tienen que ir a preguntar a otro más sabio cuánto
vale lo que venden.
En cambio, en los grandes comercios y en las encomiendas
que abren sus puertas delante de estos puestos primitivos, los
propietarios se pasan de la raya haciendo cálculos por encima
de los intereses y de la sabiduría de los compradores. Las tien-
ditas, aun las más pequeñas, que venden sistemáticamente
productos muy baratos, como jabón, cigarros o dulces, obtie-
nen ganancias que sorprenden. Un estanquillo que comercia
únicamente con los objetos que acabo de nombrar y que ocu-
pa ocho metros cuadrados, vende mil quinientos y dos mil
pesos diarios de mercancías y las grandes tiendas, casi siem-
pre propiedad de españoles, pletóricas de toda clase de
comestibles nacionales y extranjeros, alcanzan ventas coti-
dianas de cincuenta y setenta mil pesos. Las encomiendas
son las bodegas en donde se depositan los frutos que vienen
35
de tierra caliente, como el plátano, y se encargan de surtir
todos los mercados de la capital. El comercio diario en el
perímetro de la Merced, alcanza más de tres millones y medio
de pesos al día.
El ambiente de este mercado puede sintetizarse en dos pa-
labras: desorden y porquería. Cuando oscurece, el bullicio cesa,
y al entrar la noche un profundo silencio reina entre las calles
y los callejones sombríos, pero perdura en el aire una peste
agria de fruta podrida.
LA SANTA BIBLIA
Con el dinero que me pude ganar durante una semana, me
compré una toalla, unos huaraches, porque no alcanzó para
zapatos, un jabón y una blusa de mezclilla.
Con estos artefactos, me parecía entrar nuevamente al campo
de la civilización, y en esas condiciones nada tenía de extraño
que también me entrase el deseo de leer. Temía haber olvida-
do esa costumbre que ha secado tantos cerebros, antes y
después de don Quijote. Se imponía la compra de un libro.
En la estrecha puerta de una casa de vecindad lóbrega y
sucia, un pobre señor vendía libros muy maltratados y entré a
curiosear. Novelas pornográficas al por mayor; tratados para
curar la impotencia; algunos textos escolares y números atra-
sados de revistas. En una mesita había varios volúmenes
empastados, evidentemente los tesoros de aquella librería
miserable. Empecé a leer los títulos: Aritmética práctica; Geo-
grafía de México, Diccionario alemán-español y un grueso
volumen en pasta negra con un título grabado en oro en el
lomo “La Biblia”. Sentía por ella una repugnancia como la
que experimenté ante un platillo muy elogiado pero que nun-
ca se ha comido y que repugna por instinto. Además, el daño
que esta obra ha causado en el mundo, era más que suficiente
para aterrorizarme.
36
—¿Cuánto?— dije al librero, un hombrecillo flaco y mugroso.
—Dos pesos— me dijo.
—No, hombre, ni todos los libros que usted tiene valen dos
pesos. Le doy cincuenta centavos.
Me lo dejó en cincuenta centavos y salí con mi libro bajo el brazo.
¿Qué lugar más apropiado para leer el libro sagrado de los
cristianos que un claustro mercedario? Entre sus ruinas me
asombré hojeándolo, me indigné leyéndolo, y estudiándolo
comprendí por qué la humanidad, esclava de sus doctrinas,
no ha podido resolver sus problemas espirituales ni menguar
sus angustias, durante veinte largos siglos.
Se puede argumentar que tampoco ninguna otra doctrina
moral, filosófica, social o política ha podido remediar los males
humanos. Cierto. Pero todas ellas son productos exclusivos
del hombre, mientras que la Biblia, y especialmente los
Evangelios, son el verbo de un Dios omnipotente comunica-
do a los hombres por su propio hijo. Ahora esos Evangelios
se han cerrado. Pero el pueblo elegido ha escrito un evangelio
nuevo: Das Kapital. Otra iglesia judaíca surge: el comunis-
mo. Y tendremos otros veinte siglos de judaísmo si la
conciencia humana sigue sumida en el aburrimiento de la vida
fácil, como lo estaba la conciencia greco-italiana cuando Pa-
blo de Tarso apareció en el Mediterráneo hace 1900 años.
EL FANTASMA Y EL CORONEL
La mañana de un domingo que yo pensaba emplear en un
largo paseo por la cordillera del Ajusco, amaneció nublada, y
me quedé en mi celda, temeroso de mojar los únicos trapos
que cubrían mi cuerpo.
Pero Ángel y su familia, que tenían varios vestidos y podían
cambiárselos después de recibir un aguacero, salieron a visi-
tar a ciertos compadres en el pueblo de Atzcapotzalco, y el
coronel y su asistente no regresaban de la comisión que ha-
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bían ido a cumplir a otro pueblo del Estado de México, donde
una banda de asesinos tenía aterrorizados a los pobres habitantes.
Cerca de mediodía salí a comer a uno de los puestos que
llaman “Los agachados”, porque tiene uno que inclinarse para
entrar a ellos, y donde yo poseía un sólido crédito hasta por
cuarenta o sesenta centavos. Poco después de las dos de la
tarde volví a mi convento, cerré su portón y me dediqué a
deambular por los corredores y la vieja iglesia, donde sólo
encontré un gato que huyó ante mi presencia.
Cerca del atardecer, me acodé sobre el barandal de uno de
los corredores superiores, y en el silencio gris de una atmósfe-
ra nublada, fulguró, de pronto, la figura de Jehová —que tantos
golpes dio a mi cerebro durante muchos días— omnipotente
y terrible. El Dios milenario llegaba desde las profundidades
de la historia dominando el mundo, y sobre las azoteas del
convento su figura trágica se movía como los nubarrones de
una tempestad. Los frailes mercedarios la veneraron, y en el
nombre de la madre de Jesucristo, edificaron el convento. En
él estaba también Jehová, como una sombra, como una som-
bra, como la sombra trágica del fraile que el coronel quería
balacear. ¿Cuál de las dos sombras era la más real? La del
fraile la había visto sólo el coronel, pero la de Jehová la han
contemplado y adorado decenas de generaciones.
Dos sombras, la del Dios de Israel y la de uno de sus adora-
dores vestido de mercedario, vivían en la imaginación de las
gentes, en distintas formas. La sombra frailuna se desvanecía
por intervalos, mientras que la del Dios hebrero envuelve al
mundo de día y de noche, y sus palabras —por qué la sombra
divina no es muda como la que veía el coronel— truenan en
las páginas del libro sagrado. Pero ambas eran asesinas. Me
estaba yo engolfando en un mar de pensamientos fúnebres
cuando oí que el viejo portón se abría, y luego se cerraba con
estrépito. Debe ser Ángel que regresa —pensé—. No, eran el
38
coronel y su asistente, que volvían de la comisión que habían
ido a desempeñar al pueblo del Estado de México.
Ambos subieron a su cuarto y a los pocos minutos regresa-
ron, atravesaron el patio y se dirigieron hacia el gran boquete
que se abría en uno de sus muros interiores. A mitad del ca-
mino se detuvieron, el asistente justamente en medio del patio,
pero el coronel avanzó hasta colocarse bajo una de las arca-
das. Parecía muy atento a algo que sucedía del otro lado del
gran boquete.
Desde el lugar en que yo me encontraba, en un corredor
superior y a unos veinte metros de la escena, podía observar
con precisión los movimientos del militar. Lo vi avanzar des-
pacio y luego detenerse. Con movimiento lento extrajo el
revólver de su funda y extendió el brazo hacia la oquedad del
muro. Apuntaba a algo que yo no veía. Avanzó un poco, con
el brazo tendido hasta colocarse debajo de un arco, y de re-
pente disparó. Otros cuatro tiros más sonaron. El coronel
trató de cargar rápidamente su arma, pero algo se lo impidió.
El revólver cayó al suelo y el militar se llevó bruscamente las
manos al pecho, como tratando de desasirse de algo que le
apretaba la garganta. Movía la cabeza con desesperación, y vi
una cosa extraña; su cuerpo fue cayendo lentamente hacia
atrás sostenido por algo, por alguien que no se veía, hasta que
tocó el suelo y ahí se debatió violentamente. Un gruñido sor-
do, como el de una bestia herida, puso fin a la lucha. El
asistente se había desplomado presa del terror.
La escena se desarrolló con tal rapidez, que no pensé si-
quiera en moverme de mi sitio, pero cuando el coronel lanzó
aquel gruñido sordo me precipité por las escaleras y me acer-
qué a su cuerpo. Estaba flojo e inmóvil, con el rostro amoratado
y la lengua de fuera. Me incliné a ver el cuello: estaba lleno de
araños y se veían en la garganta las huellas de tres grandes
dedos. ¿Qué había pasado? ¿Quién había estrangulado al co-
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ronel? ¿Cómo pudo caer su cuerpo lentamente, si nadie lo
sostenía? Esa caída lenta era lo más extraño.
En medio de mi asombro pensé, quizá demasiado tarde,
que había que registrar la iglesia, hacia donde el coronel ha-
bía disparado. Nadie había en ella...
No hubo tiempo de hacer más conjeturas ni más
rebúsquedas: el portón se abrió y Ángel entró precipitada-
mente y tras él su mujer y un grupo de gente. Habían oído los
disparos desde una casa vecina donde estaban de visita. Fui a
su encuentro y le conté rápidamente lo sucedido. Ángel mo-
vía la cabeza y decía, como hablando consigo mismo: ¡tenía
que suceder, tenía que suceder!
Era necesario dar parte a la policía. No tuvimos tiempo. De
la comisaría que estaba detrás del convento, a unos cuantos
metros, el comisario salió en persona a investigar, y cuando
llegó al patio acompañado de algunos policías, yo le conté
suscintamente lo que había visto, en medio de la incredulidad
de los agentes. Ángel dijo lo que sabía del coronel, y el comi-
sario ordenó, indicándonos a Ángel y a mí: quedan detenidos.
Levantaron al muerto y al desmayado y fuimos a la comisa-
ría, donde se nos interrogó nuevamente.
Las huellas digitales.— primero declaró Ángel. Dijo cómo
había llegado a portero del convento, y por qué el coronel y
sus asistente vivían en él. Refirió prolijamente cuanto aque-
llos hombres hacían y, finalmente, con un vivo sentido
descriptivo, habló de los espantos, entre las sonrisas irónicas
del comisario y de los gendarmes. Sólo el médico parecía dar
una grande importancia de las opiniones del portero sobre los
seres del otro mundo.
Me tocó mi turno y relaté con precisión y sin comentarios
todo lo que había visto. Se sucedieron las preguntas y el co-
misario insistió en saber si realmente no había ninguna otra
persona fuera de las víctimas y del testigo en el interior del
convento, dudé un momento antes de contestar. Se trataba
40
de una afirmación que podía favorecerme o perjudicarme.
Yo estaba convencido de que nadie había en el convento fue-
ra de nosotros tres.
—Señor comisario —dije—, si había alguien en el conven-
to a más de nosotros tres, no lo sé, pero aseguro que quien
estranguló al coronel no era visible.
El comisario sonrió despectivamente y dijo con un aire de
suficiencia:
—La declaración de usted lo compromete, la justicia no
puede admitir la intervención de fantasmas en un crimen.
—Yo no he hablado de fantasmas: me he limitado a contar
con precisión lo que vi.
En la sala había un ambiente hostil para mí, y con razón. Mi
salvación estaba en el testimonio de aquel estúpido asistente
que se había desmayado y no podían hacerlo volver a la vida.
El cadáver de su jefe, colocado sobre una camilla, había
permanecido en el patio de la inspección cubierto con una
sábana. Cuando el comisario dio orden de que fuera traslada-
do a la pequeña morgue del edificio, yo me volví a ver la
maniobra y tuve una inspiración.
—Señor comisario —dije—, puesto que ese hombre ha sido
estrangulado según mi propia versión y según el dictamen del
médico de guardia, ¿por qué el doctor no comprueba si las
huellas de los dedos del estrangulador corresponden a las mías?
El comisario y el médico de guardia me llevaron junto al
cadáver para realizar esta diligencia, que era de una impor-
tancia decisiva. Los camilleros descubrieron el rostro del
muerto y su cuello robusto, en el que aparecieron las huellas
de tres grandes dedos. Yo puse los míos encima. No corres-
pondían.
—Las huellas que presenta el muerto —dijo el médico de
guardia— no corresponden a los dedos de usted.
41
—Además —agregué yo— considerando el estado de debi-
lidad en que me encuentro, no podría yo sostener con una
sola mano, ni con las dos, el pesado cuerpo del coronel.
El comisaria me miró fijamente y me dijo:
—Sin embargo, es indispensable la declaración del asisten-
te; por lo tanto, sigue usted detenido.
Ángel fue puesto en libertad.
Al día siguiente, que era lunes, cerca del mediodía, el comi-
sario, el médico de guardia, que llevaba un molde de yeso de
las huellas, y varios policías que me custodiaban, nos dirigi-
mos al convento. Ya estaba ahí el asistente, medio muerto de
miedo.
—A ver —le dijo el comisario— póngase usted en el lugar
en donde estaba cuando el coronel disparó.
El pobre hombre fue a colocarse, temblando, en el sitio que
ocupó la víspera. Un policía sustituyó al coronel y yo ocupé
mi sitio en el corredor superior.
—¿A quién disparaba su jefe?, asistente —preguntó el co-
misario.
—Al fraile, al fraile, señor; estaba ahí enfrente, en aquel
agujero. Era una sombra con un hábito blanco y una franja
negra que le caía desde el cuello. Nunca vi su cara. Mi jefe le
disparó un tiro y luego otros cuatro. La sombra avanzaba y yo
tenía un miedo horrible. Me di cuenta de que mi jefe cargó de
nuevo el arma y cuando levantó el brazo para disparar, una
mano grande salió de entre la sombra, agarró a mi jefe por el
cuello, se lo apretó y lo fue dejando caer poco a poco hasta
que quedó tendido en el suelo. Quise gritarle al señor —agre-
gó señalándome—, que estaba en un corredor de arriba, pero
no pude y me desmayé.
—El testigo volvió a desmayarse después de su declara-
ción, pero yo me había salvado.
Miré al comisario.
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—Los hechos —le dije— están definidos, aunque no pue-
dan explicarse.
—Así es, sin duda alguna, ¿pero como voy a inculpar a un
fantasma de un asesinato? Usted no fue el autor y a mí me
toca encontrarlo un poco más acá del mundo de los espíritus.
Queda usted en libertad con las reservas de ley.
Terminada la diligencia, los agentes policiacos se volvieron
a su guarida, el asistente, pálido y tembloroso, subió a su cel-
da acompañado de Ángel, a recoger sus cosas y las de su jefe.
MIEDO INFUNDADO
Este extraño suceso causó un revuelo enorme en toda la ciu-
dad y principalmente entre el pueblo innumerable de
vendedoras y comerciantes que tienen sus puestos y sus habi-
taciones en los alrededores del convento. No había entre
aquellos millares de gentes una que dudara, ni por un mo-
mento, que el coronel fue estrangulado por un fantasma. Ahora
resultaba que todo el mundo había visto los espantos y cono-
cía sus fechorías. ¡Quién sabe cuántas cosas habría hecho aquel
militar taciturno y mal encarado!, decían las viejas. Fue un
castigo de Dios. Y agregaban: cualquier día le pasa lo mismo
al portero que también ha sido soldado, o a ese señor nuevo
—el señor nuevo era yo— que no sabe dónde se ha metido.
(Aquí fallaba la exactitud de los juicios populares. En primer
lugar yo no era nuevo. Podía, en rigor, considerarme como
bastante usado y en segundo lugar yo no me había metido al
convento: un ángel del Señor me había conducido de la mano
a la santa casa, lo que era muy diferente.)
La prensa se posesionó de aquel acontecimiento tan sensa-
cional y los reporteros invadieron el recinto mercedario. Yo
me vi obligado a sustraerme a la curiosidad de los
periodiqueros. Me encerré en mi cuarto de la azotea, hice que
Ángel retirara la escalera de madera que a él conducía y sólo
43
por las noches salía a recorrer el patio, los corredores, las cel-
das vacías, la iglesia en ruinas y unos sótanos que había debajo
del altar mayor, siempre guiado por la idea de encontrarme
con algún espanto.
Por las noches permanecía junto al gran boquete del que
había salido la sombra del fraile que mandó al otro mundo al
militar oaxaqueño, o me sentaba entre los montones de es-
combros que cubrían el piso de la nave, pero a pesar de mis
largas esperas y de mi buena voluntad, nunca pude ver ni oír
nada que pudiera ser tomado como cosa del otro mundo.
Sin embargo, una noche me pareció que alguno sucedía.
Después de una larga espera, un aullido prolongado y lasti-
mero, muy semejante al aullido de los perros que le ladran a la
luna, flotó por unos momentos sobre las ruinas de la iglesia, y
una racha de viento atravesó la nave ruinosa, zumbó al pasar
por el gran boquete del corredor, invadió el patio y sacudió
violentamente unas plantas que crecían en él.
La gente que diga que nunca se ha asustado en su vida,
miente. Por más desaprensivo que uno sea, por más raciona-
lista y reflexivo, por mejor templados que se mantengan
nuestros nervios, de repente, cuando menos se espera, un
hecho insignificante que hubiera pasado inadvertido en cual-
quier otra ocasión, nos llena de terror. Aquel aullido, y el golpe
del viento me aterrorizaron. Creí que surgían de repente las
sombras vengadoras de los frailes. Pero nada sucedió.
EN BUSCA DE LA FORTUNA
El escándalo que suscitó la muerte del coronel se fue borran-
do y después de dos semanas nadie se acordaba del
estrangulado, pero hizo el milagro de sacarme del nirvana
conventual y ponerme ante los ojos del público y de mis ami-
gos, muchos de los que formaban parte del gobierno
victorioso. Creí que la ocasión era propicia para hacer mi pri-
44
mera salida al tinglado de la farsa citadina. Pero era necesa-
rio, ante todo, vestirme.
María lavó mis trapos, me di dos o tres bañadas, pero ya no
en el tinaco, y como los huaraches no se limpian, los dejé
como estaban y salí a la calle en busca de fortuna.
Lo primer que había que hacer era pedir dinero a alguien. Si
ese alguien me lo daba, podía considerar que mi buena suerte
empezaba. Recorrí la lista de mis amigos. Me pareció que aún
no era tiempo de confiarme a muchos y elegí al que en tiem-
pos no lejanos había editado algunos de mis libros.
Derechamente fui a su imprenta. Ahí estaba. Cuando me vio
abrió desmesuradamente los ojos, levantó las manos y excla-
mó, con el acento del más grande asombro: ¡Tú! Rafael Loera
Chávez saltó el mostrador, me abrazó muy emocionado y me
dijo: ¿qué necesitas?
La contestación la traía yo escrita en mi propia vestimenta.
Necesito dinero —le dije—. Dame lo que sea necesario para
vestirme y algo más para comer.
Rafael me dio dinero y salí a vestirme, esta vez literalmente
“de pies a cabeza”. Ya vestido me invitó a comer. Yo tenía
mucho miedo a ensuciar mi traje nuevo y como la servilleta
que me dieron era muy pequeña me puse un periódico desde
el cuello hasta las rodillas y así comí, sin preocupaciones,
plenamente, junto al primer amigo que había encontrado más
allá de los muros del claustro.
Era perfectamente natural que después de aquel primer
triunfo, yo pensase automáticamente en mi ángel guardián.
Banquete en la portería, juguetes a los niños, repartición del
dinero hasta su agotamiento.
Cuando al día siguiente salí a la calle, la ciudad me pareció
pequeña. La recorrí a grandes zancadas, alegre y confiado. Ya
no buscaba espantos, sino generales y coroneles para echar-
les bala, porque me proveí de una pistola y me había vuelto
agresivo.
45
Al atravesar la plaza de Santo Domingo, alguien me llamó.
Volví la cabeza. Era Chucho González, poeta y editor, hom-
bre inteligente, amable y generoso. Abrazos efusivos, torrentes
de preguntas y de respuestas, reproches a mi conducta y fi-
nalmente esta pregunta:
—¿Tienes algún libro para que yo lo edite?
—Ninguno —contesté desconcertado—. ¿Qué libro quie-
res que tenga después de un desastre en que todo lo he perdido,
hasta el honor?
—Precisamente: escribe tu odisea y tu deshonor. Será un
libro terrible.
—No querido hermano: si escapé de las balas en Algibes,
con el libro firmo mi sentencia de muerte.
—Pues entonces traduce aquellos poemas que escribiste
en París...
—¡Gran idea! Cuenta con el libro.
Cuando nos separamos reflexioné que había prometido de-
masiado. Sería imposible encontrar esos poemas, y luego
¿quién me los escribiría? No tengo máquina, ni tampoco sé
usarla, y mi escritura es tan enredada, que en ninguna im-
prenta admiten un original escrito por mi propia mano.
Me eché a andar soñando en el libro, en una máquina de
escribir y en un taquígrafa —guapa naturalmente— y muy
hábil. Era demasiado.
Cogí por una calle que abría hacia el oriente y mi decisión
me pareció de buen agüero. ¡El Oriente! Por el Oriente ha
nacido siempre la luz —y todavía sigue naciendo— y por
consiguiente el Oriente es, claro está, el símbolo de la orien-
tación, ¿o no es cierto? Además, por ese rumbo se elevan en
el límite del Valle de México los volcanes cuya belleza yo iba
a cantar en los poemas que Chucho González quería imprimir.
Pero después de caminar un poco por aquella calle que iba
hacia un rumbo tan prestigiado, me pareció prudente no fiar-
me mucho de la rutina y torcí hacía el sur, que no tiene ningún
46
prestigio orientador, por la calle del Carmen. Inmediatamen-
te mis ideas se volvieron prácticas: si yo no sé escribir a mano
ni en máquina y tengo la desgraciada costumbre de dictar,
hay que buscar una mecanógrafa, pero con máquina. ¿Dónde
diablos encontrar las dos cosas?
48
—¡Muy bien, muy bien! —gritaron muchas—. Pero duda-
ron algunas que no estaban acostumbradas a tomar
conferencias en público.
—De eso se trata: de abandonar el dictado rutinario. Ade-
más, con la habilidad que demostraron ayer, les aseguro que
pueden desempeñar puestos de taquígrafas parlamentarias.
Desde el día siguiente empezaron las conferencias. La habi-
lidad de todas las chicas para captarlas y transcribirlas me
desconcertaba. En dos meses habíamos reunido 22 conferen-
cias. Algunas fueron dadas dentro de la misma escuela y
exclusivamente para las alumnas. A mí, toda aquella elocuen-
cia me resultaba falsa y ampulosa, pero aquel entrenamiento
tuvo la virtud de desempolvarme.
LEONOR
Una mañana recibí la visita del secretario del gobernador del
Estado de México, Riva Palacio, que me invitaba a dar una
conferencia en Toluca, el día de la raza. Dos de mis veinte
secretarias fueron escogidas para tomarla. Eran dos entre las
más pequeñas del grupo, activas como abejas y bonitas como
ángeles. Por primera vez iba yo a hablar en serio frente a un
público totalmente desconocido. Hablé en la plaza principal
ante una gran muchedumbre que me pareció no gustar, o no
entender lo que yo decía, pero cuando tres horas más tarde el
discurso fue impreso y fijado en los muros de las calles, el
público comprendió y se levantaron protestas, y las protestas
llovieron ante el gobernador Riva Palacio, que rió de ellas... y
de la conferencia. Pero yo había logrado dos éxitos: interesar
a una ciudad y hacer la selección automática de las chicas
que habrían de convertirse en mis colaboradoras en cosas más
serias. De las dos que acababan de desempeñar su labor con
tanta eficiencia, solo una, la más grandecita, una rubia delga-
da y graciosa de ojos de pervinca, activa y alegre, pudo
49
prestarme su ayuda. Al volver de Toluca se despidió de sus
compañeras, abandonó la escuela y entró al convento.
Un nuevo ángel, un ángel de verdad, de sonrisa, claro está,
angelical, con las alas ocultas bajo la blusa de gasa, planeó
sobre el claustro y se posó frente a una máquina de escribir en
el vasto refectorio de los mercedarios.
El ángel vestido con traje de mezclilla se quedaba en la
portería para que la clausura no fuese violada.
La pequeña profana que entraba en el convento parecía que
se había sacado el premio mayor de la lotería, tan grande era
su gozo al encontrarse en aquel vasto edificio en ruinas, libre,
ante el misterio de lo desconocido y con un sueldo. En reali-
dad quien se había sacado la lotería era yo.
SINFONÍAS CURSIS
Reuní diversos viejos poemas y al conjunto le puse un nom-
bre bastante pretencioso: “Las Sinfonías del Popocatépetl”,
Chucho González las editó. Pero la verdad sea dicha sin amba-
ges: cuando yo leí los poemas encerrados dentro de la seriedad
de un libro, me parecieron insignificantes, y hasta cursis, con
excepción de dos o tres. En realidad la obra, en su conjunto,
carecía de valor literario y era muy poca cosa para ensalzar a tan
gran señor como es el Popocatépetl. Veamos cuatro ejemplos:
50
vulsiones de la tierra se levantan incomparables de belleza y
de desprecio los grandes volcanes de México.
Otras arrugas del globo se alzan a mayor altura, otras han
sido más admiradas. Existe una cadena de los Alpes llena de
encantos y rodeada de civilización; un Pico de Tenerife aisla-
do en medio del mar, desde cuya cima, el océano parece un
embudo; un Vesubio prodigioso, sepultador de ciudades, te-
rror y admiración de las gentes, flor de fuego erguida en medio
del jardín de las civilizaciones mediterráneas; un Cotopaxi so-
berbio; un Chimborazo augusto, un Gorisankar enorme,
nebuloso, casi invisible, rey de las montañas...
Pero ninguno entre los esfuerzos de la dinámica terrestre,
tiene la armonía ni los aspectos maravillosos de los grandes
volcanes que del Pacífico al Atlántico atraviesan la vieja tie-
rra de México —joyas de piedra y nieve de simbólicos y
complicados nombres.
LA LLUVIA EN EL BOSQUE
Bajo la sombra de un espeso bosque de oyameles, que cubre
un monte enorme, he vivido largo tiempo.
Esta selva es un lugar aislado entre dos profundas cañadas,
silencioso, envuelto en perenne penumbra, sin pájaros, sin
animales, intensamente perfumado de resina.
En el fondo de una cañada corre un arroyo.
Por entre peñascos baja una cascada, cuyo rocío mantiene
en constante verdor los musgos de las piedras y los helechos
que crecen entre los intersticios de las rocas. Junto a la casca-
da construí una choza con troncos y yerbas que me sirvió de
abrigo durante el tiempo lluvioso.
En el cielo pasan lentamente las nubes y suavemente se
posan sobre las lomas y en la cima del monte...
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Llovizna, llovizna apenas. El bosque está callado y quieto.
La cascada ondula y canta. Tenues golpecitos agitan las hojas
de algunas plantas asomadas a la orilla de la selva...
Pero las nubes se acumulan en el cielo y se oscurece.
Llueve...
Gruesas gotas caen pesadamente sobre los árboles, poco a
poco las ramas, grises por el polvo de larga sequía, se tornan
verdes y brillantes.
Entre el follaje la lluvia produce un rumor oscilante y por el
bosque bañado se extiende un aroma húmedo.
Entre la oscuridad de la selva surge una enorme roca
negruzca, rodeada de plantas de hojas largas y lisas. El agua
la ha bañado y está lustrosa. En sus sinuosidades crecen es-
beltas yerbecitas y se han acomodado las ramitas secas caídas
de los cedros. La roca está tan lustrosa que parece cubierta
con una capa de cristal. Jóvenes árboles empapados por la
lluvia la rodean custodiando su augusta vejez.
Llueve... Un rumor fresco y monótono invade la espesura
reconcentrando en el hombre que escucha y contempla, los
recuerdos de la vida que se fue y las esperanzas de la vida que
viene....
Por los ramajes de los oyameles se desprenden hilillos cris-
talinos, y por sus troncos, antes cenizos, el agua chorrea
lustrándolos y transformándolos en fuentes bruñidas, donde
la tenue luz del cielo tiembla.
Llueve, llueve... tan tupidamente llueve que el bosque en-
tero parece un bosque sumergido en el mar.
Entre el húmedo rumor de la lluvia, bajo el bosque ador-
mecido en nebulosa claridad, entre aquel vaho vigoroso y
fresco, se mueve en ondulaciones apagadas una misteriosa
sinfonía vivificante.
52
EL VIENTO CONTRA EL CRÁTER
Entre la atmósfera enrarecida la nieve reverbera bajo los ra-
yos del sol.
Alrededor de las masas maravillosamente luminosas que
parecen incandescentes, el cielo está negro.
Fajas enormes de hielo se escalonan hasta el vértice del
volcán sumergido en el profundo abismo del firmamento.
Tras una enorme muralla de hielo aparece repentinamente
otra roja, de estratificaciones horizontales, silenciosa y so-
lemne como una ruina. Del filo cortante de los hielos bajan
paredes rojizas y grises formando un pozo enorme que se
abre desesperadamente. Este agujero fantástico está callado,
y sus muros carcomidos revelan la antigüedad de su silencio,
los espasmos de su pasado, la tristeza de su presente y la tra-
gedia terrible que ha desgarrado su boca desmesuradamente
abierta en la frialdad de la altísima atmósfera.
Chimenea apagada —hornaza extinguida por donde salió la
conciencia ardiente de la tierra—, el viento implacable te co-
rroe. Los labios de tu boca que el fuego esculpió en la cima
del monte augusto, son los labios de un cadáver carcomidos
por el pico de un biutre.
EL CORAZÓN DE ANÁHUAC
¡Piedras, piedras, piedras! Piedras pulverizadas, piedras en
fragmentos, ríos de piedras bajando por las cañadas, piedras
desgajadas erguidas sobre los declives como inmensas flores
cristalizadas... Enormes murallas negruzcas, corroídas, agrie-
tadas, desquebrajadas... Amontonamiento de peñascos,
cubiertos de arena gris, muros color de sangre por entre cuyas
grietas asoman chorros de lágrimas congeladas...
Grandeza torturada —resignación trágica— dura aridez.
53
La montaña parece un corazón con la punta vuelta hacia el cie-
lo, congelada por la frialdad del destino indiferente y luminoso.
Desolación fatal —grandeza de muerte— resistencia cons-
tantemente vencida y una nueva esperanza sobre la cúspide!
¡Oh montaña! Tu cono formidable, como el corazón de este
pueblo, ha sangrado desde la noche de los más lejanos tiem-
pos. Tu corazón combatido por la perfidia, desgarrado bajo la
grandeza de tu cielo purísimo puede resistir aún...
A veces esta cúspide trágica me parece el corazón de una
víctima puesto por la mano sacrílega de un sacerdote azteca
sobre la piedra de los sacrificios...
¡Pero no! Está viviente. De su punta elevada en el cenit,
sale a borbotones una nueva fuerza.
TURISTAS EN EL CONVENTO
Recuperaba mi energía y saturado de optimismo, reanudé las
expediciones, por largo tiempo suspendidas, al monte que
acababa de poner en ridículo en una serie de poemas chirles.
Seguiré otro camino, me dije: copiaremos en dibujos y en pin-
turas sus maravillosas modalidades. Al cabo de algunos meses,
había colgados en los muros del viejo refectorio muchas pin-
turas y dibujos. Las pinturas me parecían desagradables. Tenían
un aire de falsedad y eran poco emotivas. En cambio, los di-
bujos me parecieron excelentes. De éstos habían centenares,
pero permanecían ocultos a la admiración de las gentes.
Se seguirían amontonando hasta formar una montaña, sin
alcanzar la virtud de producirme unos cuantos pesos para
comer y para pagar a mi secretaria. Me equivocaba.
54
—¿Por qué todos los pintores venden sus cuadros y tú no?
—me dijo un día.
—Porque yo no sé vender.
—Pero yo sí —replicó con viveza la criatura—.
Hagamos un catálogo con sus precios. Yo llamo a tus ami-
gos y voy a buscar a esos tipos que pastorean a los turistas.
Con una comisión que les demos, se interesarán en traerlos.
Fíjate: el convento es una joya artística de la colonia digna de
ser visitada. Entre estas ruinas tus cuadros van a llamar mu-
cho la atención. Yo les cuento las leyendas del convento y tú
las tuyas y me canso de vender dibujos.
Ese me canso era una simple figura de retórica mexicana: Leo-
nor nunca se cansó de vender dibujos. Los turistas afluían y los
dibujos se vendían y a precios que yo jamás había soñado. Era
increíble la cantidad de pesos que entraba todos los días.
Leonor había visto claro el negocio: el romanticismo del convento
y las leyendas que revestían de falsedades a mi persona, atrajeron no
solamente a los turistas sino a muchas gentes de la ciudad.
Esas gentes de la ciudad —mis antiguos amigos, mis nue-
vos conocidos, gentes que se la daban de conocedores en
asuntos de arte— estaban en condiciones de apreciar mis di-
bujos, pero los turistas no sabían lo que compraban.
El turista es un ciego que camina conducido por la mano de
un cicerone idiota. No está capacitado para comprender. Sólo
admira lo que le dicen que debe admirar.
Yo había visto turistas de todas las nacionalidades en las
más diversas partes del mundo y me parecieron siempre gen-
tes de otra especie animal, pero no me habían molestado
porque jamás tuve contacto con ellos.
El turista inglés se distinguía siempre por su traje exótico,
su aire de superioridad que le impedía ver las cosas de la vida
tal como son. Cuando volvía a su país de un viaje por Egipto
o por Italia, lo único que había aprendido eran las noticias y
55
las historias de Baedeker —que bien hubiera podido leer có-
modamente en su casa.
El turista alemán era exactamente todo lo contrario. Feroz-
mente estudioso y observador, se metía en todas partes, todo
lo indagaba, trataba de hablar la lengua del país y ante la esta-
tua de un museo indagaba hasta la composición química de la
piedra. Era extremadamente parco en el gastar y furiosamente
ambicioso para aprender. Vestía también exóticamente, mu-
chas veces traje de alpinista y estaba siempre revestido de
una bonhomía de bárbaro amansado.
El francés es turista por excepción. Viaja poco y mientras
viaja, está siempre pensando en París.
Pero el turismo que recibíamos en el convento de la Mer-
ced era distinto, típicamente americano, profesores de las
escuelas de California, impecables y fríos como el maniquí de
un escaparate, industriales de Chicago o de Denver que ante
una ruina náhuatl se ocupan de calcular cuánto hubiera sido
mejor hacer un rascacielos o una fábrica de chicles; estudian-
tes de las universidades, saturados de preceptos bíblicos y de
prejuicios cintíficos y filosóficos, serios y reflexivos, adorme-
cidos por la cursilería de una leyenda prehistórica; señoras
ricas, en el último período otoñal, muy alhajadas, conducidas
a la contemplación de las obras de arte por la varita mágica
de un cicerone azteca con aspecto de “macró”.
El turista americano, solo o en manada, es siempre un signo
de admiración trazado en el vacío. Un ¡ohhh! O un ¡ahhh!
constituyen la síntesis de la emoción.
Cuando a uno de estos turistas les da por investigar, especial-
mente si es una mujer, se vuelve insoportable: tiene el “porqué”
de los niños siempre en la boca, y no hay manera de satisfacerlas.
Al principio, cuando al conjuro de Leonor empezaron a lle-
gar rebaños guiados por un pastor al servicio de una agencia
de viajes, yo me sublevé. Aquellas masas amorfas de seres en
conserva, químicamente puras, me aburrían, y a veces me
56
indignaban. Toda aquella ansia ficticia de sabiduría, aquel
investigar sin finalidades, aquella suavidad forzada de hom-
bres y mujeres limpios como un lienzo acabado de salir de
una autoclave, no era otra cosa que una farsa de la cultura, y
me dediqué a divertirme.
Si a mis compradores de chueco —mis cuadros y mis dibu-
jos eran cosas mal habidas en el seno de la naturaleza— les
daba por la investigación histórica, yo tomaba la cosa en bro-
ma. A través de mis palabras el convento era una obra maya;
la Ciudad de México, la habían fundado los atlantes; el primer
emperador azteca hablaba fenicio y los dibujos que me com-
praban habían sido hechos con un procedimiento heredado
de mis antepasados los aztecas.
Se iban muy contentos con las explicaciones, y con un di-
bujo bien pagado.
Yo me preguntaba: ¿un hombre está obligado a tratar a un
turista como a un semejante? De ninguna manera. Un turista
no es un ser humano: es una unidad amorfa en un rebaño sin
dueño; un fantasma con ojos puestos malévolamente sobre
su rostro por una agencia comercial; un ser infrahumano que
camina por el mundo como un sonámbulo, un ser extraño, en
suma, que no tiene nada que ver ni con el arte, ni con la
belleza del mundo, ni con las gentes que piensan.
Sin embargo, los admitía. ¿Por qué los admitía? Porque a
pesar mío me estaba volviendo comerciante, y un comercian-
te es un bellaco que soporta cualquier humillación con tal de
ganarse un peso.
LA COLECCIÓN PANI
Pero el ángel salido de las aulas de la escuela Lerdo, velaba
por mi dignidad. Un día llegó precipitadamente y me dijo:
—acabo de encontrar al ingeniero Pani. Quiere que veas la
colección de cuadros antiguos que trajo de París. Yo me figu-
57
ro que ha de querer que tú los clasifiques y que hagas un
catálogo. (Esta niña lo pensaba todo ella, todo se lo imagina-
ba, todo lo daba por hecho, y lo más curioso era que todo se
realizaba.)
Al día siguiente fui a ver al ingeniero Pani. Alberto J. Pani y
yo, siendo casi unos niños, fuimos compañeros en el Instituto
de Ciencias de Aguascalientes, y desde nuestro primer con-
tacto nos sentimos animados por una mutua simpatía que se
convirtió, en el decurso de los años, en una perfecta amistad.
Hombre de una vasta cultura y de una gran experiencia polí-
tica y social, amante de las artes y gran dibujante, acababa de
llegar a México después de una larga estancia en Europa, donde
representó muy dignamente a México, habiendo logrado re-
unir una importante colección de cuadros antiguos, que era la
que yo iba a ver. Me la mostró. Había en ella valiosas obras
de la época de oro de las escuelas francesas, españolas, ho-
landesas e italianas, dignas de un museo. Como mi secretaria
lo había previsto, Pani me encargó la clasificación de su co-
lección, y yo le indiqué la conveniencia de redactar un catálogo.
Cuando la colección fue valorizada y catalogada la propuse
en Nueva York a diversos mercaderes judíos, uno de los cua-
les ofreció cien mil dólares por diez de las más importantes
obras, pero el ingeniero Pani no quiso fragmentarla y prefirió
cederla íntegra al Gobierno de México por una suma muy
inferior. (Hoy todas esas obras se exhiben en la escuela de
Bellas Artes diseminadas en los salones).
Dada la posición oficial y la personalidad del coleccionista,
así como la clase de mi labor, enteramente ajena a la política,
el contacto social con el viejo amigo me permitió volver a la
circulación humana.
Mis antiguos amigos de la Revolución, generales, políticos
y mercaderes enriquecidos, me abrieron las puertas de sus
casas y las de las cantinas. Esto último era muy importante,
porque en México la cantina es una sancta sanctorum de la fra-
58
ternidad exagerada, y de la chismografía, y una oficina donde
es muy fácil ponerse de acuerdo sobre cualquier cosa o
dirimirla a balazos. Faltaba, sin embargo, algo para que mi
penetración en la sociedad fuera definitiva, algo que me qui-
tase de encima el san benito de réprobo, la aprobación oficial
de mi conducta: faltaba que el Señor de México, vulgarmente
llamado “Presidente de la República”, no hiciese un gesto agrio
cuando yo me encontrase delante de él. Un libro hizo el milagro.
ARTES POPULARES
60
Pero era necesario seguir pintando, y en un rato de buen
humor inventé una teoría pictórica, semejante a muchas de
las que pusimos de moda en París algunos años atrás diversos
camaradas y yo, las que invariablemente eran aceptadas con
entusiasmo por los críticos que creían ingenuamente en una
renovación del arte.
LA PINTURA A LA “PETRO-RESINA”
Es bien simple. Se muelen los pigmentos con petróleo y una
resina adecuada, y sobre una superficie blanca, preparada al
temple, se pinta como a la acuarela o al fresco, sin usar blan-
co. Enseguida se van engrosando las capas hasta obtener la
calidad o el tono que se busca, y encima se trabaja con los
Atl-colors obteniendo óptimos resultados: gran transparen-
cia, ricas calidades y una seguridad completa en todo lo que
concierne a la no inalterabilidad de los colores.
LOS ATL-COLORES
Están hechos con la fórmula de la encáustica griega, pero
convertida en una barrita dura que pinta. Esa fórmula se com-
pone de resinas, cera y el pigmento. Fundido y molido el
conjunto, se hace la barrita y se usa en forma semejante al
pastel, pro como los tonos no se mezclan, el trabajo se realiza
superponiendo capas, las que siempre están secas. Así se ob-
tiene una gran riqueza de materia, solidez y potente
luminosidad. Pueden usarse sobre cualquier superficie seca:
papel, cartón, tela áspera, madera, cemento, etc., a condición
de que la superficie que recibe el color no sea blanda ni flexi-
ble. Pueden usarse también sobre pinturas al óleo, a la acuarela,
al temple o al fresco, con resultados sorprendentes.
Someramente conocidos los procedimientos para pintar,
conviene explicar cómo ejecuto los grandes y pequeños pai-
63
sajes, porque creo que el conjunto de mi modo de operar pue-
de interesar a más de un artista, y construir la iniciación de
una escuela de pintura.
Por principio de cuentas, yo nunca salgo “a buscar un pai-
saje”: siempre dejo que el paisaje me busque a mí, que se
eche violentamente sobre mi sensibilidad. Me detengo ante
esa sensación, mejor dicho, ante ese estado que me produjo
la sensación, lo analizo rápidamente y hago un esquema en
blanco y negro, también muy rápido. Ambas cosas, con raras
excepciones, no duran más de diez minutos.
Con el esquema o apunte, y lo que guardo en mi memoria,
empiezo el paisaje inmediatamente, o después de un mes o
un año —la sensación prístina perdura sin debilitarse por lar-
go tiempo. Dejo punto menos que completo el trabajo y lo
abandono durante dos o tres semanas, al cabo de las cuales lo
termino definitivamente usando los Atl-colors.
Yo no soy partidario de hacer muchos estudios para ejecu-
tar, sea un paisaje, un retrato, un cuadro cualquiera o un mural,
porque en esos estudios se quedan la espontaneidad y la emo-
ción, y la obra final resulta fría, inexpresiva y amanerada,
mientras que si se ejecuta directamente, con la sensación pal-
pitante de lo que se vio, arrojándola toda entera sobre la
superficie de la tela o del muro, la obra vibrará.
Dos ejemplos colosales demuestran la exactitud de mi afir-
mación: las obras de Rafael y las de Miguel Ángel.
Rafael hacía muchos preparativos para pintar un cuadro o
un mural, como en el caso de los frescos de Las Estancias en
el Vaticano. Las composiciones que iban a extenderse sobre
los muros fueron dibujados primero en cartones, de tal mane-
ra completos y perfectos que ya no era posible hacer mejor.
Los calcó, los copió después, pero ya no pudo salirse del
modelo y las obras resultaron un poco frías, a pesar del prodi-
gio de las composiciones, de la extraordinaria elegancia del
dibujo y de la nobleza de los personajes.
64
Miguel Ángel al contrario: se echó sobre el techo de la capi-
lla Sixtina como una fiera hambrienta sobre su presa. Su
imaginación parió directamente en las superficies de cal y arena
húmedas al Super-hombre que había concebido. Agarró con
las tenazas de su mente el cuerpo humano, y desesperada-
mente lo transformó en un organismo más potente, más
perfecto que el que Dios hizo de carne y hueso. La naturaleza
empleó millones de años para realizar la evolución del simio
al atleta de los Juegos Olímpicos; a Miguel Ángel le bastaron
unos cuantos meses para realizar la evolución física y anímica
del atleta de los Juegos Olímpicos al Super-hombre de la
Sixtina —superación de la naturaleza que no puede alcanzarse
solamente copiándola.
Veamos ahora lo que es el paisaje significa:
Para el agricultor, una promesa de cosechas;
para el ingeniero, un campo de medición;
para el militar, claro, un campo de batalla;
para el excursionista, una serie de distancias que recorrer;
para el geógrafo, una complicada fracción del planeta;
para el automovilista, un panorama inmenso cortado por
una serpiente de cemento que está obligado a tragarse;
para el alpinista, un manto azul que se extiende a sus pies;
para un presidente municipal, el área de sus fechorías.
Para el citadino el paisaje no existe.
Pero para un pintor, para el artista, para aquel que pueda
captar un fragmento a la vasta extensión de los cielos y la
tierra, para un caminante, para un indio —ser contemplativo
por excelencia—, el paisaje es el ritmo de ondas que la natu-
raleza extiende, tal vez generosamente, donde saturamos el
espíritu de excelsas sensaciones de belleza y de energía.
Además de los Atl-colors y la Petro Resina, pude lograr la
fabricación de un blanco muy útil, que mezclándose con los
colores al óleo comunes y corrientes, producen un temple de
una calidad muy especial, sin ninguna de las desventajas de
65
este procedimiento, admirable bajo muchos puntos de vista,
pero muy afectable por la humedad y el roce.
Me pareció conveniente dar a esta técnica el nombre de
“Temple al óleo”.
TEMPLE AL ÓLEO
El blanco especial para esta técnica se usa con los colores al
óleo que se venden en el comercio, se pinta sobre superficies
muy absorbentes preparadas al temple, usando un vehículo
especial y el resultado que se obtiene es un mate perfecto y
de una calidad de materia muy rica y vigorosa.
Si sobre la superficie así pintada, se usan las barritas de
Atl-colors, pueden obtenerse resultados de una luminosidad
superior a la que se obtiene con cualquier otro procedimiento.
(Muchas de las notas que anteceden fueron publicadas en
algunos catálogos de mis exposiciones, y los procedimientos
que en ellas se explican han sido perfeccionados, permitién-
dome producir, en el género paisaje, obras que pueden
considerarse de primer orden en la historia de la pintura).
66
un yacimiento petrolero, del cual extraían un producto casi
puro, utilizándolo como medicamento.
Pocos años después de la conquista de la ciudad por los
españoles, los padres jesuitas que fundaron el monasterio y la
iglesia de Guadalupe donde antes se encontraba un templo
indígena dedicado a Tonantzin, siguieron extrayendo del ma-
nantial descubierto por los aztecas, un petróleo muy puro que
vendían a los fieles como una medicina infalible para las reu-
mas. Desde entonces y durante muchos años, hasta las
exploraciones técnicas de los ingenieros Pollens y Ragozzy,
en 1919, surgió petróleo en la hacienda de Guadalupe cerca-
na al Tepeyac, y, en muchas ocasiones, su abundancia y su
buena calidad permitieron a muchos vecinos de esa hacienda
y de la misma Villa de Guadalupe embotellarlo y venderlo a
las gentes de los alrededores que aún no tenían instalaciones
eléctricas en sus casas. Ese petróleo, al que se daba el nombre
de kerozene, era muy barato y apreciado y yo lo vi arder en
aquellos quinqués heredados de nuestros abuelos.
El ingeniero De la Cerda, en 1920, hizo perforaciones en la
hacienda de Guadalupe y logró encontrar dos importantes
mantos petrolíferos que, por la oposición decidida de la Se-
cretaría de Industria y la mala fe de un aventurero llamado
Zaccani, que engañó a medio mundo, no pudieron explotar-
se. La gente confundió las estafas de Zaccaani con las
exploraciones técnicas del ingeniero De la Cerda, y el nego-
cio se vino abajo.
Pero las exploraciones de Pollens y Ragozzy tuvieron una
base rigurosamente científica y una grande amplitud. Pollens
era un agricultor, muy conocedor del Valle de México, hom-
bre de dinero, y Ragozzy fue durante muchos años perforador
de pozos petroleros en la Huasteca Petroleum Company y
durante varios años se había dedicado a investigaciones su-
perficiales sobre una vasta zona del mismo Valle de México.
67
En 1925 las exploraciones se formalizaron y se llevaron a
cabo en una línea que corre desde Xochimilco hasta Pachuca,
encontrando en diversos puntos indicios importantes de pe-
tróleo y en algunos, especialmente cerca de los Reyes grandes
formaciones calizas a un profundidad no mayor de seiscien-
tos metros.
La muy larga experiencia de Ragozzy en los terrenos petro-
líferos y el fuerte capital con que contaba, lo pusieron en
condiciones de traer al Valle de México la maquinaria más
moderna para perforar y los instrumentos que le permitiesen
detectar los mantos petrolíferos.
En el momento preciso en que los trabajos de exploración
iban a realizarse, ambos ingenieros murieron y el asunto se
detuvo.
Aprovechando los planos de esos previators y las noticias
que de sus propios labios yo recogí y uniéndolas a los trabajos
que el ingeniero De la Cerda había realizado en la hacienda
de Guadalupe y al pie de la cordillera del Ajusco, entre Tlalpan
y Xochimilco, yo pude establecer un plan de exploración pe-
trolífera en el Valle de México, y comencé los trabajos cerca
de Tlalpan y en los Reyes Acosac con resultados sorprendentes.
El General Francisco Mújica, Secretario de Comunicaciones,
prestó grande ayuda a la empresa pero la política se metió
entre las ruedas de mi carro que rodaba por un camino am-
plio y despejado, y el negocio se paralizó bruscamente.
Hice todos los esfuerzos para reanimarlo, escribí un folleto
intitulado “Petróleo en el Valle de México”, llamé a todas las
puertas inútilmente, y el petróleo está todavía intacto en el
subsuelo del Valle de México.
69
“Mi sorpresa fue grande esta mañana al leer en la revista
Coronet, un artículo de Waldemar Kaempffert, cronista cientí-
fico de The New York Times, en que expone y comenta las
teorías y observaciones del profesor Harlow Shapley, de la
Universidad de Harvard. Ellas corresponden fundamental-
mente a todo lo que yo pensé en 1929 y publiqué en 1933.
“Shapley concibe ahora un universo con un centro en lugar
desconocido, en torno del cual giran las nebulosas. He aquí lo
que escribe Kaempffert:
“Shapley, después de 15 años de medir y comparar las pla-
cas fotográficas del cielo, ha llegado a formar el diagrama de
la estructura del firmamento en que vivimos.
“¿Y cuál es la conclusión?, pregunta Kaempffert. La no-
ción de que, lo mismo que nuestros planetas giran alrededor
de nuestro sol, todo el universo invisible gira a su vez alrede-
dor de un centro invisible y desconocido; es decir, toda una
inmensidad cogida en las garras de una gravitación tan pode-
rosa que ningún sistema escapa a ella.
“Imagínese la nueva concepción de las cosas que tamaña
enormidad implica. Los sabios creen hoy que el universo in-
mediato, vecino del nuestro —porque hay otros universos—
tiene la forma de rueda, más o menos; rueda inmensa que
serían necesarios tres mil siglos de años luz para atravesar su
diámetro y mil trescientos siglos de luz de los mismos años,
para atravesar todo su espesor.
“Y esta inmensa rueda, continúa Kaempffert, el universo
inmediato vecino al nuestro, está girando vertiginosamente
alrededor del cubo de un eje que los observadores de las es-
trellas sitúan en un lugar de la constelación del Sagitario y a
una velocidad de doscientas millas por segundo, y emplea
doscientos millones de años todo ese sistema para completar
una revolución en torno de su centro.
“¿Cuál es ese centro misterioso? Nadie lo sabe. Según
Einstein existe un límite definido para la magnitud y la masa
70
de una estrella; así que parece una imposibilidad que un sol
tan gigantesco pueda ser visto en ese lugar invisible del Cos-
mos: es algo que sólo los matemáticos pueden apenas
contemplar en sus ecuaciones. Todo un velo de polvo cósmi-
co, de estrellas cósmicas, de distancias cósmicas, oculta de
nosotros al sol de los soles. Esto es quizá lo que se puede
decir de una manera aproximada”.
Hace siete años —continúa la carta al ingeniero Gallo— yo
dije todo eso, y más aún. Todo el libro Un hombre más allá del
Universo gira en torno de la suposición de un centro universal
desconocido. He aquí alguno de los párrafos:
“Empiezo a perder la noción de arriba y abajo. De ella mi
estructura humana conserva todavía el sentido. La circula-
ción de mi sangre, determinada por la acción de la gravitación
terrestre, me obliga a considerar un punto arriba y un punto
abajo. Iré hacia abajo, hacia el punto de donde parecen partir
las radiaciones curvilíneas del éter sólido...
“Un momento...”
* * *
* * *
71
éter, nacer las nebulosas fantásticas que se desplazan en la
hipótesis del espacio”.
* * *
* * *
“Pero hay algo más señor ingeniero Gallo, que las descripcio-
nes literarias transcritas: los dibujos. Yo pinté ese universo y
empecé a construir una máquina para demostrar su mecanis-
mo. Era claro que los dibujos tenían que ser más demostrativos
que las palabras. Ellos expusieron con más precisión que las
fotografías telescópicas de los sistemas estelares, la estructu-
ra que ahora viene considerándose”.
* * *
72
copios, ni hacer cálculos, ni fotografías del cielo durante quin-
ce años para conocer de un golpe las formas y el movimiento
de las cosas)”.
* * *
ARQUEÓLOGOS CLANDESTINOS
En uno de mis paseos por el claustro, noté que debajo de los
escombros que cubrían el piso de la iglesia había lápidas
tumbales. Se lo avisé al santo portero, y al cabo de dos días
dejamos al descubierto un verdadero tapiz de losas sepulcrales.
Me pareció cosa extraña que los soldados de la República,
cuya tendencia al saqueo es innata, no hubiesen removido
aquellas lápidas con la esperanza de encontrar debajo algu-
73
nas cosas de valor. Seguramente no lo hicieron porque al po-
sesionarse del convento se vieron obligados a derribar
inmediatamente el techo de plomo a dos aguas que cubría el
templo para usar ese metal con fines de guerra, lo que ocasio-
nó el derrumbe de los altares y de algunas cornisas de la nave.
—Ángel —dije a mi protector—, aquí hay una herencia para
nosotros. Seguramente que no somos, como los soldados
de la República, saqueadores por instinto, pero creo que
no será difícil convertirnos en violadores de tumbas, por
mero accidente.
—Ya había yo pensado remover los escombros y abrir las
sepulturas, pero me contuve porque ya ve usted cómo son las
mujeres: de todo se asustan, y todo les parece mal. A la “niña”
Leonor no le ha de gustar que desenterremos a los muertitos,
ni tampoco a mi mujer.
—Es fácil engañarlas. Les diremos que van a tirar la iglesia y
a construir un edificio en su lugar y que es conveniente sacar
los huesos de los muertos para enterrarlos en un camposanto.
La idea pareció muy bien al santo portero, a su mujer y a la
“niña” Leonor, con lo cual desaparecía el único obstáculo
que se nos presentaba para realizar el saqueo, digo mal, una
exploración que tenía más bien un carácter arqueológico, pues-
to que buscábamos joyas antiguas.
Dimos una magnífica barrida a todas las losas, que mostra-
ron claramente sus inscripciones.
Las había de cantera color gris, proveniente del Púlpito del
Diablo, cerca de Amecameca, de granito rojo y mármol, éstas
muy ornamentadas con grecas, angelitos, coronas y letras grie-
gas. Centenares de muertos se habían amparado bajo la
techumbre del templo mercedario seguros que desde ahí, el
día de la resurrección, serían llevados más rápidamente a la
presencia del Señor. Pero no contaron con que gentes ociosas
y malvadas habían de preceder al juicio del Eterno; unos bár-
baros llegaron sobre los sepulcros y adelantaron la resurrección.
74
¿Por qué bárbaros? Los bárbaros son supersticiosos y les
tienen a los muertos veneración y miedo.
Un bárbaro que no está civilizado, no viola un sepulcro.
¿Nos guiaba un instinto de hienas al escarbar las tumbas?
De ninguna manera: las hienas van tras de las carnes
putrefactas, y de las tumbas que teníamos a nuestros pies, la
carne había ya desaparecido y sólo quedaban los huesos, se-
guramente algunos girones de ropa y quizá algunas joyas. Eso
era lo que nos atraía, pero yo dudaba de que los mercedarios,
gentes ambiciosas y sin escrúpulos, no hubiesen saqueado las
tumbas antes que nosotros.
Sin embargo, dado el poquísimo trabajo que nos costaría
desenterrar muertos, decidimos poner mano a nuestra empre-
sa, desde luego. Una gran lápida de cantera colocada a la
derecha del altar mayor, nos llamó la atención por su tamaño
y por su inscripción. En la parte superior, en relieve, dos gran-
des alas salían de una nube, y abajo, en letras realzadas se
leía: “Señor, los desventurados hijos de los hombres bajo la
sombra de tus alas esperan”. Y más abajo: “1840”.
¿Qué esperaban aquellos desventurados? Evidentemente la
resurrección de la carne, pero no a nosotros.
Levantamos la losa y aparecieron dos ataúdes. Les quita-
mos las tapas. En uno había el cuerpo de un hombre con traje
negro, y en otro el cuerpo de una dama con un traje de seda,
también negro. Seguramente eran marido y mujer a quienes
una desgracia común e instantánea los llevó a la muerte.
Urgamos con un palo entre las vestiduras arrugadas y los girones
de piel apergaminada, y no encontramos más que huesos.
—¡Qué muertos tan pobres!, comentó Ángel mientras ajus-
tábamos la lápida en su antiguo lugar.
A corta distancia de donde estaban los muertos esperando
bajo las sombras de unas alas, había otra tumba con lápida de
mármol y una inscripción de un sentido religioso profundo:
“Madre, desconsolados hasta la muerte tus hijos esperan la
75
misericordia de Dios para reunirse contigo en un más allá sin
separación”. Y abajo: “Aquí yace doña Ángela Pérez Salazar
de Covarrubias —1702-1757—”.
Al tratar de levantar la lápida con unas barras de hierro, se
partió en dos pedazos y uno de ellos cayó sobre el sarcófago
rompiendo la tapa y levantando un polvillo amarillento y
maloliente.
La tumba era profunda y toda blanqueada con cal. Cuando
quitamos el pedazo de lápida y las astillas del ataúd, apareció
un vestido de seda blanco manchado de amarillo, sembrado
de guirnaldas de rosas artificiales. Tuvimos que hacer una lim-
pieza de todo el ataúd para descubrir la osamenta de la muerta
que salía entre girones de seda y encajes, pero el cráneo os-
tentaba todavía la piel apergaminada y algunos mechones de
pelo negro sujetados con una cinta de plata. Entre hilachos
podridos y tierra húmeda salieron los huesos de las manos
enredadas en un gran rosario y sosteniendo una cruz.
Quitamos trapos y tierra con un periódico hecho rollo y
desprendimos el rosario. Era bastante largo, de diez misterios
y sus cuentas parecían de vidrio rojo. Ángel y yo nos mira-
mos, y al unísono, alegremente dijimos: ¡Leonor! (Queríamos
decir que aquel hallazgo era el ángel escolar que estaba te-
cleando en el refectorio de arriba, convertido en oficina, y
enteramente ajena a nuestra labor de arqueólogos sospechosos).
Cuando extendí el rosario entre los dedos de mis manos, vi
que se trataba de una fina obra de orfebrería, ejecutada en
oro, y que los granos rojos de los misterios que habíamos creí-
do de vidrio, eran rubíes. Nuestra alegría creció, y seguimos
urgando, pero la ilustre muerta ya no rindió más.
Nos pareció prudente, no sé por qué, rellenar todo el hoyo
con tierra, y ajustamos la lápida lo mejor que se pudo.
Fuimos a la fuente, que estaba en medio del patio, y lava-
mos el rosario. Era realmente una hermosa joya y la habría
podido llevar, a guisa de pectoral, cualquier arzobispo aristó-
76
crata. Con ella nos encaminamos a la oficina de Leonor,
chuscamente revestidos de seriedad funeraria. Y fue tanta,
que la “niña” se sorprendió.
—¿Pero qué les pasa? ¿Los asustó algún muerto?
—No —dije—, venimos a traerte la herencia de una dama.
—¿Herencia? —dijo asombrada.
Por toda respuesta yo pasé el rosario, que todavía destilaba
agua, ante los ojos azorados de la chiquilla.
—¡Qué preciosidad! —dijo—. ¿Dónde se encontraron esta
joya?
—La trajo la sombra de una difunta y en su nombre te la
regalamos.
Leonor me vio maliciosamente, y luego dijo con enojo:
—Ustedes han de haberla robado a una muerta.
—No hemos robado nada: debajo de una piedra había unos
huesos y entre los huesos un rosario; lo cogimos, lo lavamos y
te lo trajimos. La posesión de la joya no puede ser más legal.
Ángel y Leonor rieron, pero yo me quedé preocupado por el
término “legal”. ¿Qué tenía qué ver la ley en un asunto donde
dos aficionados a la arqueología habían encontrado un objeto
y regaládolo a una muchacha bonita? ¿Había acaso una parte
lesionada, una víctima?
LA LEY Y EL ROSARIO
—Ángel —pregunté—, ¿tú sabes qué cosa es la ley?
Ángel hizo un movimiento de hombros, frunció la boca y
dijo: la ley es el gendarme que nos lleva a la cárcel.
—Enteramente conforme. Mientras el gendarme ignore el
delito, la ley no existe.
—¡Qué barbaridad! —dijo Leonor indignada—. La ley existe
siempre: es algo inmanente; es la base del orden social.
La ley —dije yo—, es la adecuación de un principio esta-
blecido al cerebro anquilosado de un juez, o a los intereses de
77
un político o a la astucia de cualquier gente. ¿Dónde está la
inmanencia?
—Pues en los códigos, dijo Leonor, un poco vacilante.
—Los códigos son un acordeón que se toca según la sabi-
duría del músico. Viola la ley todo el mundo, y no existe
mientras el gendarme de la esquina no ejerza su autoridad.
Inmanente la ley de la gravitación; inmanente la tendencia
del hombre a robar, como lo estamos haciendo nosotros.
—Bueno —comentó Leonor—, yo lo que deseo es que el
gendarme de la esquina no los descubra, porque si los ve en
estos trabajos, los mete al bote, y después los curas los man-
dan al infierno por sacrílegos. Además, hay que tenerles respeto
a los muertos.
—¿Respeto? ¿Qué significa, o qué valor tiene un montón
de huesos en una cripta, en la tumba marmórea de un templo
o en una capilla suntuosa de un camposanto, o sobre un cam-
po de batalla? Todo para los deudos, pero nada para los
extraños. Para los deudos es un símbolo, una reliquia casi di-
vina; para los extraños la osamenta de un ser humano es como
la de cualquier animal. Todo lo que sostenía: carne, múscu-
los, nervios, espíritu, desapareció y eso era lo que tenía vida y
debía respetarse.
El respeto a los muertos es una de las más arraigadas su-
persticiones del hombre. El hombre cree que en las osamentas
de sus semejantes hay algo que es todavía sagrado. No hay
nada, pero están revestidas del deseo de perpetuar en los otros
lo que quisiéramos para nosotros mismos.
Las supersticiones religiosas y filosóficas han mantenido
durante toda la vida de la especie ese respeto por los huesos
de los muertos, y la humanidad seguirá poniendo sobre ellos
cruces y lápidas, capillas y mausoleos, estatuas y templos.
Quiere conservar la única reliquia que dejó la muerte.
78
—Es mucha filosofía —dijo Leonor enfadada—. Mejor va-
yan a buscar otro rosario. Yo a los muertos con rosario no les
tengo miedo.
—Pero antes —agregué yo—, es indispensable desinfectar
ese que tú tienes en las manos porque ha de tener extracto de
cadaverina.
80
Grande fue la impresión que me produjo la lectura de esos
documentos de amor, y tanto el interés que en mi ánimo des-
pertaron, que la luz del nuevo día me encontró leyendo.
Ya con el sol alto me paseaba por las azoteas oyendo toda-
vía los gritos de la pasión escrita, que deben de haber sido
terribles en la boca de los amantes.
¿Quién sería aquella mujer, cómo sería aquella mujer, y quién
el hombre que pudo despertar tan grande amor y sufrir sus
consecuencias?
Si las cartas no lo decían, de la losa sepulcral no podía
obtenerse ninguna noticia.
Mientras me libraba a esos pensamientos, Ángel se acercó
con un bulto en la mano y me dijo:
—Señor, en una de las cabeceras del pozo donde estaban la
tinaja y el cajón de palo, había una división y adentro este
paquete.
Lo miré, lo tenté. Tenía unos setenta centímetros de ancho
por casi ochenta de altura, era bastante grueso y estaba en-
vuelto en tela embreada. Allí mismo, en la azotea, rompí con
mucho cuidado la envoltura y aparecieron tres cuadros. El
primero ostentaba una pintura cubierta con tela. La quité.
Era un retrato de mujer, mejor dicho de una joven.
Dos retratos.— Era el retrato de una muchacha rubia con el
pelo bárbaramente trenzado sobre la frente, bajo la que ar-
dían dos astros, dos ojos verdes prodigiosamente bellos.
Ofuscaban la cara. Un poco más pequeño que el natural, es-
taba pintado, indudablemente por un artista de primer orden,
que había puesto, se veía, un interés muy especial para ejecu-
tar su obra y dejar sobre una superficie blanca la extraña
hermosura de aquel modelo que la suerte le puso delante de
los ojos. Su técnica acusaba un riguroso estudio de la manera
de pintar de los primitivos venecianos, pero el autor había
agregado nuevos elementos que daban a su obra un carácter
muy personal.
81
La joven retratada, cuya efigie se destacaba en el fondo blan-
co de una superficie de yeso, aparecía con los hombros y el
pecho cubiertos por una espesa túnica negra, de la cual surgía
un cuello nervioso y blanco y un óvalo al mismo tiempo sua-
ve y firme; la nariz pequeña y recta y la boca contraída,
autoritaria, cerrada por una violenta contracción nerviosa, y
parecía, bajo el esplendor de los ojos, una tempestad conteni-
da bajo el sol.
¿Cuántos años tendría esta muchacha, diez, quince, veinte,
un millón? Tenía la edad de todas las mujeres trágicas: la edad
del amor, de la pasión, de la inteligencia —la edad de una
estrella fugaz en una límpida noche—, la edad de un sol que
arrastra en el espacio los planetas esclavizados.
Mientras yo contemplaba y admiraba, vino a mi mente el
recuerdo de otro retrato que yo había visto en una galería del
Museo de Viena cuando la estaban reorganizando.
Contra los muros de la galería vienesa había amontonados
cuadros de las más diversas escuelas y entre ellos, un retrato
a la encáustica, proveniente de Fayún, que me detuvo de un
golpe.
¡Qué extraña mujer!, me dije... y seguí adelante, pero al cabo
de unos minutos volví la cabeza para buscar entre los cua-
dros el que tanto me había sorprendido. Y sin apartar la vista
me fui acercando hasta tenerlo al alcance de mi mano. Era el
retrato de una mujer parecida a todas las mujeres que habían
salido de la técnica de Fayún, pero de cuyas facciones ema-
naba un fluido extraño, una atracción de que carecían todos
los otros retratos de mujer. Me aparté impresionado, pero al
día siguiente, instintivamente, volví al museo y supliqué al
director que me permitiese contemplarlo más a mi gusto. Lo
coloqué sobre un cajón, y me di a la contemplación. El director
me miraba con curiosidad y al cabo de cierto tiempo me dijo:
—Me doy cuenta de que usted está embelesado ante esa
pintura.
82
—Me fascina: tiene una vida interna, un algo que no se
encuentra generalmente en los retratos por buenos que sean...
—¿Sabe usted quién es esa mujer? —dijo el director inte-
rrumpiendo mis elogios.
—No sé.
—Es Cleopatra, y este es el único retrato auténtico que de
ella se conserva.
¡Extraño! Después de veinte siglos, la belleza y la pasión
que aniquilaron a un emperador romano, transmitidas por el
arte, volvieron a cautivar a un hombre común y corriente.
El retrato que yo tenía hora ante mis ojos en las azoteas del
convento me fascinaba como el de Cleopatra: de él emanaba
también algo extraordinario.
¿Un dibujo de ingres?— Mientras yo me reconcentraba en la
contemplación y en los recuerdos, Ángel, sentado en una bar-
da cercana, me contemplaba a mí, y desde su lugar me dijo:
—¡Qué bonita muchacha! Vamos a ver qué hay en los otros
paquetes.
Abrimos uno y apareció un magnífico dibujo a lápiz, pre-
cioso, finamente modelado. Representaba a la misma
muchacha del retrato en colores, pero de cuerpo entero, apo-
yada en la cornisa de una chimenea. Era una joven esbelta
vestida con un traje de noche y había en su actitud más que
distinción, fiereza contenida. Sus grandes ojos parecían no
mirar. Representaba dieciséis o diecisiete años. El dibujo te-
nía todas las características de una obra de Ingres.
Ángel no parecía conforme con la posesión de aquellas dos
obras de arte y abrió el tercer paquete. Contenía un paneaux
con tres daguerrotipos, pero, desgraciadamente, los tres esta-
ban hechos pedazos y fue imposible reconstruirlo.
—¡Cuántas cosas se encuentran en los sepulcros! —dijo
Ángel, no sé si ingenuamente o con malicia—. Vamos a se-
guir buscando.
83
—No, le dije, me basta con estos retratos y las cartas. No
quiero más, le regalo todos los muertos que hay en la iglesia.
Ángel rió y ambos bajamos al mercado para ir a desayunar
en uno de esos horrendos cafés de chinos donde el café huele
a medicina y los panes semicrudos exhalan un olorcillo a moho.
Sobre los panes y el vaso de café surgían, como por ensalmo,
las vibraciones solares de los ojos verdes del retrato, y me
parecía oír la voz cálida de la mujer que había escrito las car-
tas encontradas en una tumba sin nombre.
No pude contener mi deseo de volver a la lectura y me diri-
gí al convento. Ángel se quedó indigestándose con los
productos de la repostería china falsificada.
86
“Julio 30.— Ella vino sola. Recorrió las estancias ornadas
de cosas de arte admirando todo con una alegría infantil, pero
se advertía, a cada paso, que ella estaba en posesión de una
verdadera cultura artística. Me ha parecido extremadamente
joven para estar casada y se lo dije. Ella sonrió haciendo re-
lampaguear sus grandes ojos. De lo demás... nunca podré saber
de qué le hablé y cómo salió de mi morada”.
“Agosto 2.— Hoy, en medio del más terrible asombro, he
recibido una carta suya, extraña, inexplicable”:
87
que sólo puede saludarte al pasar frente a ti y desvanecerse como una
sombra— una sombra que tú amas.
Encore de l’amour
Oui tresor
Toujours de l’amour
pour remplir l’infini
Qui est mon coeur, le coeur qui
t’appartient toujours.
La vida,
la fuerza,
La inteligencia.
Todo nuestro propio ser
todo tú, toda yo.
88
Engrendraremos el infinito en una noche de amor,
la primera, la eterna.
89
IV.— Con el cuerpo ondulante misterioso y esquivo
escondido en un vestido
viene caminando hacia ti
el amado
esta mujer
que trae el alma convertida en perfume de nardos
y en las manos su corazón
lo arranqué de mi seno porque no pude encontrar
en ningún lugar
una flor para ofrecerte digna de ti
sólo mi corazón sangrante y perfumado es digno
de ti Perfume que se exhala sin cesar es mi amor, sangre es mi amor
sangre que inunda el mundo. Eugenia.
91
VI.— Pierre: amor mío, tu debes morir porque cada palabra tuya,
cada mirada, cada movimiento abre en mí una nueva herida de amor
—y mi cuerpo no tiene ya un lugar para otra herida más.
Estoy llena de sangre como un mártir. Mi juventud se deshace entre
la furia de tu pasión y mi pasión se exalta y gira alrededor de tu falo
como una mariposa alrededor de la luz y en las noches calladas, en-
vuelta en tu lujuria, mi razón se ofusca y mi boca grita te amo, te amo,
te amo. Eugenia.
92
Que se abren al calor intenso del amor
El camino de tu vida está tapizado de flores
El camino de tu vida está tapizado de las maravillas
que ha creado el esplendor de mis ojos —y sobre esas maravillas
caminas tú como un Dios cubierto con la túnica de mi deseo
Ven
Ven... Eugenia.
93
A veces todo mi cerebro está en mi sexo y a veces todo mi sexo está en
el cerebro —recibo el semen de tu miembro como tu propio pensamiento
y tu pensamiento se derrama en mi cerebro como tu propio semen.
Noche maravillosa —realización de todos los sueños— noche en
que adoré la carne como la excelsitud de la vida.
Noche maravillosa en que odié la carne como una esclavitud
—noche de pasiones y de pensamientos encontrados, de furia y de contención.
Noche maravillosa en que me pareció haber nacido a la vida—
Noche de placer y de espasmos ideales —brutales— en que el cuer-
po y el espíritu se fundieron en un sonido luminoso.
Noche prodigiosamente maravillosa en que mi inteligencia omnipo-
tente se reconcentró en un acto de voluntad y en que toda mi carne se
reconcentró en otro acto de voluntad y fui tuya como nunca lo había
sido.
Deja, Pierre, adorado mío, que el porvenir venga como quiera venir
—yo seré siempre tuya y mi pasión bajará de los cielos como una luz
del sol para envolverte en una caricia luminosa siempre renovada.
Eugenia.
IX.— Eres la vida de todo lo que existe —eres las cosas mismas—
los mundos, los astros, todo El Universo— eres la única razón de mi
existencia.
—Pierre Dios de los dioses— infinito hecho hombre —sólo tú pu-
diste contener la grandeza de mi espíritu y admirar la belleza de mi
cuerpo en toda su inconmensurable magnitud— y mi rebeldía es ahora
tu esclava.
Pierre eres incurable locura de mi ser —incurable locura de mi espí-
ritu—
y mi espíritu y mi cuerpo tiene loca sed
dame siempre de beber —aplaca siempre mi sed—
quiero siempre sentir quiero siempre gustar el agua de tu divino
amor,
quiero siempre bañarme en los remolinos de tu pasión.
Bésame siempre desde la cabeza hasta los pies
94
quiero el jugo de tu vida —ese jugo inagotable hirviente, siempre en
la caldera de mi amor
yo te ofrezco mis ojos—
báñate en el verde prodigioso de mis ojos —nada en las profundida-
des de sus abismos y me amarás más.
Quiero ahogarme dentro de ti mismo en el mar inconmensurable de
tu virilidad y surgir de nuevo más amorosa para decirte: te amaré más
que ayer —te amaré siempre—. Déjame llorar, déjame llorar de pla-
cer. Eugenia.
95
creado un nuevo amor —un amor que yo nunca había soñado— un
amor que va fuera de mí y que vuelve a mí engendrando una seguridad
de que siempre me amarás y de que ante ti arderá siempre mi deseo
como una llama cuya lumbre te alcanzará hacia donde vayas.
Si algo malo o desagradable nos ha torturado, en realidad sólo ha
servido como un motivo de intensificación de nuestro amor. —Crée-
me— sé que me amas, sé que me amas —sé que me amas intensamente
y que yo sola lleno tu vida— sé que tu fidelidad es absoluta porque sé
que tu ardimiento no encontrará nunca nada en que derramarse más
que en mí y porqué sé que mi belleza es superior a todas las bellezas
que tú pudieras encontrar. Tus sentimientos de esteta los arrastró la
belleza de mi cuerpo —el esplendor de mis ojos— la cadencia de mi
ritmo al andar —el oro de mi cabellera, la furia de mi sexo— y
ninguna otra belleza podría alejarte de mí.
Volví a casa y encontré las últimas flores que me trajiste —símbolo
aromático de los últimos instantes en que estuvimos juntos— instantes
donde se generó un calor que siempre nos envolverá. Los muebles —las
telas— los cuadros, los libros en los estantes reflejaban tu imagen y en
el ambiente había ese olor a tabaco inglés que tanto me gusta aspirar y
que me es más agradable que el incienso de los templos y el perfume de
los salones.
En esta casa vacía todo me habla de ti y a cada rato me parece que
vas a aparecer para hablarme y para amarme. Tengo una tristeza
resignada y dulce porque sé que volverás pronto.
He salido a la calle como una autómata —como una sombra— y
sobre mi sombra cayó de repente la desesperación. —No, no es cierto
que esté triste y resignada—. Te amo —te amo terriblemente— y
quien ama y no tiene el objeto del amor entre sus brazos no puede
resignarse. —Cómo no fui la retina de tus ojos— para nunca dejarte y
que siempre vieras a través de mí —o la esencia de tu espíritu para ser
tú mismo hasta más allá de la muerte.
Pierre, Pierre estoy desesperada —loca por tu ausencia—, algo me
empuja a huir, a huir siempre y para siempre porque no puedo sopor-
tar este dolor.
96
No, no temas, no lo haré nunca —no podré hacerlo nunca— porque
yo no soy más que la huella de tus pies.
Dos días sin ti y ya me siento vencida. Ven por mí, ven por mí.
Apenas te has ausentado y ya grito desesperadamente a la muerte, ¿por
qué sufro?, porque la ausencia es como la muerte y yo prefiero la verda-
dera a esta ficción que me atormenta. Con la muerte todo se acaba y con
tu ausencia todo es dolor.
Estoy como un muerto en su sepulcro, pero el muerto no siente y yo
vivo en la angustia eterna de no tenerte siempre junto a mí.
Ayer toda la noche tuve bruscos despertares y te buscaba en el lecho
—me revolvía como una serpiente— y al amanecer me sentí cansada,
llena de dolor buscándote en vano. En unas cuantas horas mi juventud
se ha gastado y mi corazón está lleno de dolor. A veces cierro los ojos y
me parece contemplarte sentado dentro de ese horrible coche que te sepa-
ró de mí, mirando los montes y las arboledas verdes —las nubes blancas
que caminan en el cielo como mundos de ensueño— cosas que te dis-
traen y te alejan de mí.
Pero a mí nada me distrae, estoy reconcentrada en mí misma, en casa
lo único que se me ocurre hacer es desnudarme delante de un espejo y
admirar mi belleza, que es tuya. Besos, besos. Eugenia.
XI.— Todos los días espero tus noticias y todos los días permanecen
vacíos de vida y de esperanza, mi corazón empieza a debilitarse, como
si se le extrajeran constantemente gotas de sangre.
Nunca pensé, nunca pude suponer que la ausencia fuera el mal más
grande entre todos los males —mal que lleva consigo la tortura de una
cosa que no hubiera podido ser— una tortura mayor que el dolor
definitivo de la muerte: cuando la muerte llega todo acaba, cuando la
ausencia nos separa todo empieza, la zozobra, la desconfianza, la
angustia de que algo terrible suceda, la muerte en un aniquilamiento
97
en que todo lo que somos desaparece, la ausencia es un crisol donde se
están fundiendo todos nuestros dolores, y cuando los dolores nos han
adormecidos somos uno solo.
Dolor oscuro del fondo de mi alma no salen ya gritos de desespera-
ción porque está cansada de tanto gritar, sólo un lamento lleva todo mi
deseo, vago y oscuro de volverte a tener junto a mí para que me restitu-
yas a la vida.
Soy una caldera cuyo líquido caliente se está enfriando porque le
falta el fuego de tu amor. Eugenia.
XII.— Es de noche,
hace frío
toda helada
en un lecho,
que es un lecho de muerte sin ti.
mi corazón ya no puede sangrar
porque ha derramado toda la sangre que tenía
y ya nadie canta ni habla a mi alrededor,
y mi espíritu permanece mudo, martirizado por el ansia de hablarte
y de cantarte su amor infinito. Pro todo tu ser.
El amor de la carne no me basta, ni el amor del espíritu, quiero los
dos y para gozarlos es necesario que vuelvas... Eugenia.
XIII.— ¿Por qué, por qué ignoras el dolor que me invade cuando te
alejas de mí, cuando te pierdes como una exhalación en el cielo estrellado,
dejando un rastro de luz que pronto se extingue?
Pero te alejas de mí sin piedad —y yo también sin piedad me olvido
de ti—. Preferiría degollarte y guardar tu cabeza en un frasco lleno de
alcohol para estarte viendo siempre y te abriría los ojos para que tú me
vieras a mí, y poco a poco llenaría el frasco con mis lágrimas
y dentro de mis lágrimas vivirías siempre
cerca de mí teniendo tus ojos abiertos
y tu boca lívida
y tu cráneo vacío
98
y en el fondo de tuso ojos habría un relámpago oscuro
que sería tu llamada.
¿Por qué ignoras el dolor que raja mis entrañas cuando te alejas?,
¿por qué tu ausencia me trastorna más que el miedo a perder mi propia
vida?, ¿por qué me privas del calor de tu cuerpo? ¿No lo puedes incen-
diar, quemar, destruir para siempre con esa fuerza que llevas en ti
mismo, y que yo deje de sufrir?
Letras, letras, cartas y cartas... ¿de qué sirven?
Cuando te las escribía frente a ti mismo y yo misma te las entregaba,
letras y cartas un complemento de nuestro amor. Pero ahora son formas
vacías, heladas y sin elocuencia.
No me queda más recursos, Pierre, que amarte más, amarte hasta
morir. Eugenia.
99
Yo me siento capaz de amar sólo una vez y para siempre. Yo te he
amado infinitamente, y te sigo amando con un amor que no puedo
matar a pesar de lo que sufro.
Te perdono que me hayas injuriado públicamente, que hayas querido
ofenderme. ¿Tienes celos?, ¿o tienes envidia de mi talento? Ambas
cosas se desprenden de tus actos. ¿Por qué me pegaste, por qué pegaste
a quien todo lo ha sacrificado por ti y a quien todo te ha dado?
Pero mi corazón no ha sido tocado por tu vileza y te ama ardientemente
—faltalmente—, sí, así es, fatalmente, porque tú eres mi destino ¿y qué
puedo hacer sino perdonar hasta tus crímenes y seguirte amando, no sólo
en el recuerdo y a través de lo que nos separa, sino a ti directamente?
¿Por qué desprecias esta cosa tan maravillosa que soy yo, este amor
que siento por tí?
Tú no puedes despreciarme. Pero no puedo pedirte que vuelvas a mí
porque sólo aceptaré lo que nazca de tus propios sentimientos.
Me aturdiré a mí misma escribiendo, divirtiéndome, aunque conside-
ro que estas cosas serán un martirio lejos de ti.
Ahora que estoy aplastada bajo múltiples desgracias, estás lejos para
poder consolarme como cuando yo te consolaba a ti en momentos terri-
bles. Ahora tú no me das la mano, ni me estrechas en tus brazos.
Necesito consuelo: mi hermano, mi hermano tan querido agoniza, y yo
he tenido que permanecer sola a su lado. ¡Oh Pierre, Pierre! Piensa un
poco lo que has hecho conmigo. Tú eres el fuerte. Yo soy una virgen
perversa y abandonada.
Siempre te he dicho que mi destino eres tú, y eres mi destino en el
amor y en la desgracia, en el dolor.
En el dolor seguiré viviendo y me quedaré siempre solamente tuya.
Lo que tocaste, lo que te perteneció, lo que amaste, toda yo, permanece-
rá intacto y perfumado con tu último beso y tu última caricia.
Mi recuerdo te acompañará como si yo hubiese muerto, te acompaña-
rá en el tumulto de tu vida, y en la serenidad de tus reposos.
Estoy abatida por el dolor, con mi hermano moribundo, alejada de
mi familia que me desprecia, sólo un gato, mi pobre gato, un animal,
está presente en esta catástrofe, mirándome con mansedumbre. Horri-
100
bles momentos. Sólo a ratos siento que mi corazón grita en las profun-
didades del abismo. Te amará, te amará. Tuya, tuya hasta más allá
del dolor. Eugenia.
XV.— ¿Pierre, por qué me has hecho volver a ti? ¿Por qué has
vuelto a cogerme entre tus brazos con toda tu fuerza de hombre y me
obligaste a llorar sobre tu pecho?
Yo te he amado con la espontaneidad y la fuerza con que un torrente
se precipita entre las peñas que nada puede detenerlo.
Déjame, déjame de nuevo. Yo te amo y soy capaz de matarte. Yo soy
capaz de matarte en un arranque y haré bien. No, no haré bien porque
no te mereces la muerte.
Tú me dijiste ayer que las cosas no son eternas. Para ti no, pero para
mí sí hay algo eterno, y es mi amor. Espantosa cosa amar, amar como
una fuerza de la naturaleza, sinceramente, espontáneamente y si tú
alguna vez me dijiste que no podrías vivir sin mí, yo te diré siempre que
nunca podré vivir sin ti.
La eternidad sólo existe para amarte, Pierre, Pierre, tú eres todo
para mí, tu Eugenia, tu Eugenia.
101
unos instantes y Eugenia se ponía a escribir de nuevo delante
de mí. Yo le propuse que reuniera los poemas que estaban
escritos en francés, para componer un libro y editarlo. Lo hice
con grande orgullo”.
(Junto con el inciso anterior estaba el libro editado por Pierre
con buen gusto, muy original al mismo tiempo, con una cará-
tula hecha al pochoir, que representa a la poetisa con sus grandes
ojos y su gesto de diosa. Copio de este libro cuatro poemas
conservando su forma tipográfica, y además su traducción
literal.)
ou j’ecris
les adrenes
des messieurs
Et ma bourse
qui est aussi grande
que moi
est comme le poids
de la vie
qu’on méne
toujours
avec
soi
QUELQUEFOIS
je mets
un revolver
chargé
de balles
qui donne
la mort
103
aux assassins
qui volent
le coeur
je renferme
une douleur
une mort
est mon cour
dans ma bourse
pour mes courses
en la que anoto
las direcciones
de los señores
104
es todo
un
mundo
que tengo
en mi bolsa
para mis viajes
mi casa
que está
en mi saco
va a todas partes
y
me instalo
con ella
como una casa
que transporto
adonde quiero.
Y mi bolsa
que es más grande
que yo
es como el peso
de la vida
que se lleva
siempre
consigo.
ALGUNAS VECES
pongo
un revólver
cargado
de balas
que dan
la muerte
a los asesinos
105
que roban
el corazón
ALGUNAS VECES
guardo
un dolor
una muerte,
es mi corazón
en mi bolsa
para mis compras.
PARIS
PARIS
s’ecrit
Comme on veut
tous les mots
rentrent á
PARIS
Comme des sots
et
sortent
avec
de
l’esprit
Les bruits
les nuits
les folies
les femmes jolies
les paradis
sont á Paris
des
surnoms
jolis
106
qui
rentrent
dans
un
nom
ESPIRIT
PARIS
tu
est
la
vie
des
mondes
qui
répand
de l’esprit
pour
dire
qu’on peut écrire
PARIS
Comme on veut
PARÍS
PARÍS
se escribe
Como se quiere
todas las palabras
entran a
PARÍS
Como necios
y
salen
con
sprit
107
Los ruidos
las noches
las tandas
las mujeres bonitas
el paraíso
están en PARÍS
Los
sobrenombres
alegres
que
vuelven
en
un
nombre
SPRIT
PARÍS
Tú
eres
la
vida
del
mundo
que
difunde
el ingenio
para
decir
que se puede escribir
PARÍS
Como se quiera
“El libro, editado con un estilo muy original, gustó entre los
escritores, periodistas y poetas, pero causó escándalo en esta
sociedad hipócrita e ignorante, que a pesar de sentirse bajo el
108
imperio de las transformaciones religiosas causadas por las
Leyes de Reforma que acaban de expedirse, sigue tan fanáti-
ca y estúpida como en los tiempos virreinales.
“Sin embargo, la publicación de los poemas de Eugenia,
escritos en francés, produjeron un resultado verdaderamente
extraño: despertaron interés en donde yo menos hubiera po-
dido sospecharlo: en un colegio de monjas.
“Una mañana se presentó en mi vieja mansión de la calle de
Capuchinas una dama de aspecto monacal, llena de dignidad,
de modales suaves, de voz firme, que pronunciaba un francés
de París. Yo estaba solo. Ella me dijo:
—Yo soy Marie Louise, maestra en el colegio francés, y
tuve a mi cargo las primeras enseñanzas de la que es ahora
amiga de usted, y le traigo a usted un regalo que le sorprende-
rá, seguramente. (Antes de conocer el regalo, yo estaba ya
sorprendido. La visita de una monja, profesora de una escue-
la francesa que va espontáneamente a la casa de un réprobo,
como era yo, debía necesariamente causarme estupor).
—Madame —le dije—, cualquiera que sea el regalo que
usted va a poner en mis manos, tendrá para mí el mérito pri-
mordial de haberlo traído usted misma.
—Esta visita y este regalo —dijo con elegancia—, no re-
presentan solamente la expresión del afecto que yo tuve
siempre por su amiga de usted, desde muy pequeña: son tam-
bién una manifestación cordial de la gratitud mía y de mis
compañeras, por los servicios que tan desinteresadamente
prestó usted a nuestra institución durante la persecución reli-
giosa del señor Juárez. Y agregó, sacando de su bolso un
paquete que puso en mis manos: “este paquete encierra lo
que la pequeña Eugenia escribió cuando tenía 10 años, y na-
die mejor que usted podría apreciarlo”.
Cogí el paquete y supliqué a la dama que pasase a mi vieja
mansión. La dama recorrió con la mirada el gran salón lleno
de porcelanas chinas y de cuadros antiguos y se sentó. Yo
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desenvolví el paquete y empecé a hojear los pequeños cua-
dernos que lo formaban. Leía en voz alta y la profesora
comentaba:
—“Esta niña era extraordinaria. Todo lo comprendía, todo
lo adivinaba. Su intuición era pasmosa. A los diez años ha-
blaba el francés como yo, que soy francesa, y escribía las cosas
más extrañas del mundo, algunas completamente fuera de
nuestra disciplina religiosa”.
Yo leí:
INCOMPRISE
—Je suis un être incompris qui s’ etouffe par le volcan de passions,
d’idees, de sensations, de pensees, de creations qui ne peuvent plus être
contenues dans mon sein, suis— je donc destinée a mourir d’amour, de
l’amour unique que mon âme fut creé pour entretenir et dont je dois être
la plus fidèle vestale de mon temple sacre d’amour.— Mais que dis—
je? Je suis hereuse et je ne le suis pas. Pourquoi ne le suis je? Non je ne
suis pas hereuse parce que la vie n’a pas été faite pour moi, parce que
je suis une flamme devorée par elle même et que rien ne peut eteindre;
parce que je n’ai pas veçu avec liberté la vie en m’ enlevant les droits de
gourte les plaisirs, etant destinee a être vendue comme autrefois les
esclaves, a un mari. Je proteste malgre mon âge qui est sous la tutelle
des parents.—
INCOMPRENDIDA
Soy un ser incomprendido que se ahoga por el volcán de pa-
siones, de creaciones que no pueden contenerse en mi seno, y
por eso estoy destinada a morir de amor, del único amor para
el cual mi alma fue creada a soportar y para el que debo ser la
vestal más fiel en mi templo sagrado de amor. ¿Pero qué digo?
Soy dichosa y no lo soy: ¿Por qué no lo soy? No soy feliz
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porque la vida no ha sido hecha para mí, porque soy una lla-
ma devorada por sí misma y que no se puede apagar; porque
no he vencido con libertad la vida teniendo el derecho de
gustar los placeres, estando destinada a ser vendida, como
antiguamente los esclavos, a un marido. Protesto a pesar de
mi edad por estar bajo la tutela de mis padres.
—Eso que usted acaba de leer, dijo la profesora, es lo pri-
mero que ella escribió en francés, poco antes de cumplir los
diez años, y dos después de haber entrado en el colegio.
Enseguida, al volver de vacaciones escribió otro capítulo en
el cual hay este párrafo curioso: lea usted:
J’aime l’étude mais je ne puis m’y soumettre; mon esprit est trop vagabond
et le jour quand sur mon pupitre accoundée j’essaye de lire, mon esprit
se révéle, mon imagination se montre indomptable et me voila deja
plongee dans mes propres inquietudes sur toute cause; et l’avenir me
fait penser a ne pas le gacher inutilment comme mon passé. J’espere par
de nouveaux efforts me soumettre aux clases sans devier mon attention
a ma personalité.—
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LES AMIS
—Les bons amis sont comme les bijoux on en trouve rarement surtout
parmi le sexe feminin; heureux celui qui au milieud des tenebres trouve
des allies a ses sentiments, idees et convictions, rare est l´amitie sans
interets, rare est le devoument absoludes hommes qui tiennent trop a
leur personalite.— L’amitie est une affinite d’idees. En somme
l’humanite se recherche elle même partout elle s’aime dans les choses et
les hommes. Pourrons-nous competer an jour en combien de faces l’esprit
change? La nature de l’homme est le plus incomprehensible, chaque
jour le rend different, il est la plus difficile de toutes les etudes; seul sa
misere nous explique sa constitution morale.—
LOS AMIGOS
Los buenos amigos son como las alhajas que raramente se
encuentran, sobre todo entre el sexo femenino, dichoso aquel
que en medio de las tinieblas encuentra aliados a sus senti-
mientos, ideas y convicciones; rara es la amistad sin interés,
rara es la devoción absoluta de los hombres que tienen dema-
siado a su personalidad. La amistad se busca ella misma pero
encima de todo se ama en las cosas y los hombres. ¿Podremos
algún día contar en cuántas caras cambia el espíritu? La natu-
raleza del hombre es más incomprensible, cada día la vuelve
diferente, es la más difícil de todos los estudios; sólo su mise-
ria nos explica su constitución moral.
—Ciertamente, comentó la profesora, es un serio pensar
tratándose de una niña tan pequeña. Pero hay otros que salen
completamente de la mentalidad de una criatura, llenos de
pesimismo, de melancolía, de furia y de pasión, como este
que se titula “Mi alma está triste hasta la muerte”. Haga el
favor de leerlo y estará usted acorde conmigo en que este es
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un caso de verdadera intuición psicológica y podríamos decir
hasta literaria:
—Había en esta niña, siguió comentando madame Marie
Louise, un sufrimiento extraño de desesperación por haber
venido a este mundo, un deseo de morir engendrado por la
opresión de las cosas terrenales, incapaces de contener, de
comprender la grande inteligencia de que ella había sido do-
tada. Voy a leerle dos párrafos de lo que contiene este
cuadernito y que ella intituló “Je desire la mort”.
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impotentemente encadenada a nuestra miserable existencia;
en tal caso sólo la muerte puede librarla del yugo al que está
sujeta. Nuestro espíritu vuela siempre hacia el ser que nos
comprende; su espíritu siente las mismas impresiones, sufre
las mismas confusiones, vive de las mismas notas divinas que
nuestra inteligencia produce. Una voz interior me repite fre-
cuentemente: mueres, porque tu espíritu es demasiado grande,
y la tierra, el universo no lo pueden contener; mueres, porque
el infinito no puede contener lo que posees, la intensidad de
tu pensamiento, y te desencadenas del cuerpo que te oprime
y vuelas hacia lo que es más grande, el éter.
—Esa exaltación de sí misma —ese egocentrismo tan po-
tente, en una criatura tan pequeña, comenté yo, es realmente
el fenómeno psicológico más extraño encerrado en estos es-
critos infantiles, y debo decir a usted, madame, que ha
perdurado hasta hoy. Ella, a veces, se siente más que el cen-
tro del Universo, la envoltura del Universo. Ella lo abarca
todo, y todo es nada frente a su furia y a su ambición.
—Pobre pequeña, dijo la profesora, moviendo ligeramente
la cabeza.
Y no dijo más. Me tendió la mano y me miró con una pro-
funda intención, que yo creí comprender...
Alegría infantil.— la gentileza de madame Marie Louise, si-
gue diciendo el inciso del amante, educadora de gentes ricas,
revelaba una psicología profunda, un seguro conocimiento
del alma humana y una apreciación perfecta de las circuns-
tancias para aprovecharlas con el mejor resultado espiritual.
¿Qué mejor introducción para realizar la conquista de la ove-
ja descarriada que ofrecer a los dos amantes un fruto de la
inteligencia salido a luz tan prematuramente? Considero, sin
embargo, que la monja anda también muy descarriada en sus
propósitos.
Cuando Eugenia llegó y le mostré el obsequio, no podía dar
fe a lo que veía, ni a mis comentarios.
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—¿Cómo mi maestra pudo haber venido hasta aquí, expo-
niéndose a las críticas del mundo y de sus propios superiores?
—dijo aceleradamente.
—Es que ella es una conductora de almas, y busca a las
ovejas que se han apartado del redil en cualquier lugar.
—Yo nunca he pertenecido a ningún redil —dijo con eno-
jo, pero estoy sorprendida, muy sorprendida. Yo ignoraba que
estos escritos míos tuvieses algún interés, y jamás pensé que
mi maestra hubiera podido conservarlos —gesto de francesa,
dijo con cierto orgullo.
Seguimos hojeando los cuadernitos.
— Estas líneas —dijo ella— las escribí después de un cas-
tigo de mi madre para corregir mi espíritu caprichoso. Yo
estaba triste, acongojada y con ganas de matarme. Oye lo
que escribí sobre mi pupitre:
—Mon âme est triste jusqu’a a la mort: comme una rose aux rayons
du solei vient d’eclore, comme une note vivrante et plaintive s’exale
d’un piano, comme un oiseau qui apeine sorti du nid prend ses ailes
incertaines pour voler. Ainsi, mon enfance, mon esprit endormis viennent
d’eclore a la brillante lumiere du jour a l’ennivrante et delicieuse nature.
Pour mes yeux la nuit et finie; les ténèbres de mon intelligence se sont
transformees en lumiere transparente, et enfant de coeur, d’esprit, d’agé
la passion ardente, l’esperance, d’illusión, l’amour surtout m’emportent
comme un formidable ourangan au milieu d’un desert. Maintenant que
je percois, que je subis et suis sensible a tout, j’ai soif de tout ce qui est
beau, grand et ennivrant. Avec une ardeur extreme, una ilusion folle
de jeunesse et de vie: je xeux faire vibrer mon corps, mon esprit jusqu’
aux derniers sons.
Mi alma está triste hasta la muerte: como una rosa a la que los
rayos del sol viene a abrir; como un piano que exhala una
vibrante nota lastimera, como un pajarillo que apenas salido
del nido tiende sus alas inciertas para volar. Así, mi niñez, mi
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espíritu adormecido despierta con la brillante luz del día a la
fascinante y deliciosa naturaleza.
Para mis ojos la noche ha terminado; las tinieblas de mi
inteligencia se han transformado en luz transparente, y la in-
fancia del corazón, del espíritu, de la edad de la pasión
ardiente, la esperanza, la ilusión, el amor sobre todo me arras-
tran como un formidable huracán en medio del desierto. Ahora
que siento que sufro y soy sensible a todo, tengo sed de todo
lo que es bello, grande y cautivador. Con un ardor extremado,
una ilusión loca de juventud y de vida: quiero hacer vibrar mi
cuerpo, mi espíritu hasta sus últimos sonidos.
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samientos que me pueden responder; muero de dolor, cansa-
da de mendigar el bálsamo que alivia las llagas del corazón,
que calma los sufrimientos de los seres incomprendidos, siento
que mi voz se apaga como un sonido en el Universo.
(Los fragmentos que anteceden son suficientes para apre-
ciar la tremenda inquietud de esta niña de diez años que al
crecer aumentó sus ansias, sus ternuras y su inconformidad
con todas las cosas de la vida hasta la locura.)
—¿Qué te parece? —dijo cuando acabó de leer con aquel
su acento parisiense—. Mira las correcciones de mi maestra
escritas con tinta roja. Mira esta otra página toda manchada:
son mis lágrimas. Entusiasmada leyó todos los cuadernos y
luego se echó a llorar. La cogí en mis brazos y siguió llorando
hasta que el caudal de sus lágrimas se agotó bajo la violenta
acción de una idea:
—Vamos a ver a mi maestra —dijo enjugándose los
ojos—. Y desasiéndose de mí recogió sus preciosos cuader-
nos, los envolvió en el papel que los contenía y los guardó en
un estante.
—Estupenda idea la de hacer una visita a madame Marie
Louise. Vamos enseguida.
Eugenia corrió a su antigua alcoba y después de desnudarse
se cubrió con una bata y quiso bañarse. Bajo los chorros de la
regadera su cuerpo asomaba entre su cabellera como un mar-
fil entre hilos de oro. Aquel cuerpo con ondulaciones de
serpiente, provocativo y terrible, fue transformándose poco a
poco ante los relámpagos de mi deseo en una criatura de diez
años, vestida con un traje escolar, peinada con trenzas ceñi-
das con grandes moños azules. Luego me pareció que la
pequeña se inclinaba sobre su pupitre y escribía. Todo en ella
se había transformado, menos los ojos. Aquella chiquilla te-
nía los mismos ojos de la fiera apocalíptica que yo estaba
contemplando en su maravillosa realidad. Cuando levantó la
cabeza y los asomó entre las guedejas de oro de su pelo, tuve
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un sacudimiento de terror. Algo había en ellos que venía del
otro mundo —quizá de las radiaciones de algún sol lejano—
quizá de las profundidades de un deseo inextinguible. Ella
pareció adivinar mis pensamientos.
—Estás pensando en los cuadernos que te trajo mi maestra.
—Estoy pensando en que el regalo que ella trajo, ha hecho
retroceder el tiempo: estoy junco a ti cuando tenías diez años.
—Yo no tengo edad —dijo—, la pasión no tiene edad. Ni
la inteligencia. Yo soy toda inteligencia y toda amor...
Electrizado la cogí entre mis brazos y su cabellera larga nos
cubrió.
Por la tarde Eugenia se visitó con la máxima elegancia, como
si se dispusiere a encontrar el amante preferido. Se puso un
precioso traje de seda blanco ornado de un cuello gris perla
con rosas bordadas que le sentaba maravillosamente, y enre-
dó sus guedejas sobre su pequeña cabeza, ciñéndolas con una
cinta de plata. En su sencillez era la representación de todas
las primaveras de la tierra iluminadas por las luces de todos
los soles del Universo entre las que brillaban con fulgores
terribles sus verdes ojos.
—Vamos —dijo—, tengo ansias de ver a mi maestra. ¿Cómo
la encontraré? ¡Hace tantos años que no la veo, lo menos diez!
Y diez que tenías cuando la dejaste, son los veinte que aho-
ra tienes.
—Las mujeres sólo tienen la edad de su pasión en flor. Cuan-
do esa flor se marchita, la mujer perece —dijo con violencia.
Se arrojó sobre mí, pero yo la contuve.
—¡No, no! Vas a arrugar ese precioso vestido. Necesitas ir
intacta ante tu maestra, como si fueras a hacer tu primera
comunión.
Me miró, me cogió del brazo y salimos.
(Los párrafos del largo inciso que antecede no contienen
ninguna noticia sobre el encuentro de la discípula y la maes-
tra, no nos revelan si el paréntesis de calma y de dicha que
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abrieron las cartas de la pequeña se prolongó durante largo
tiempo, pero es posible conjeturar que el amor reinó como
único soberano en la señorial morada de la calle de Capuchi-
nas, por lo menos durante un año, mas, al cabo del cual el
amante nos abre una ventana sobre su vida.)
Inciso de Pierre.— “La vida se ha vuelto imposible. Los celos
nos torturan. Yo, más dueño de mí mismo, me contengo, pero
ella es un vendabal. Esta mañana dos pobres muchachas, que
después de abandonar mi consultorio se atrevieron a subir a
la azotea para contemplar el panorama de la ciudad, provoca-
ron una furia terrible en Eugenia, que allí estaba. Apenas las
vio se les echó encima. Trató de empujarlas hacia el borde de
la cornisa con la intención de arrojarlas al patio. Me interpu-
se. Hubo escenas violentas, injurias de Eugenia, lloriqueos
de las muchachas, que bajaron las escaleras asustadas. Tuve
que acompañarlas hasta el portón y suplicarles perdonaran
el incidente.
“Cuando subí al gran salón, encontré a Eugenia dando vuel-
tas como fiera enjaulada, con los ojos iluminados por
relámpagos de rabia. Traté de calmarla inútilmente.
“Esa primera tempestad anunciaba el tiempo de lluvias,
los truenos y las tormentas, y los rayos que habían de
fulminarme.
“Ella ha vuelto a vivir en mi casa. Por las noches, en el
silencio de la vasta estancia dormíamos en nuestro antiguo
lecho, testigo y víctima de nuestros amores. Ella espiaba to-
dos mis movimientos. Una de esas noches, después de una
breve discusión, yo me dormí profundamente, pero en medio
de mi sueño empecé a sentirme inquieto, como si fuese vícti-
ma de una pesadilla y abrí los ojos. Eugenia estaba sobre mí,
desnuda, con su cabellera revuelta sobre mi cuerpo, empu-
ñando un revólver cuyo cañón se apoyaba en mi pecho. Tuve
miedo de moverme, el revólver estaba amartillado y el más
leve movimiento mío hubiera provocado una conmoción ner-
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viosa en ella y el gatillo hubiera funcionado. Todo esto lo
pensé en un milésimo de segundo. Me la quedé mirando, como
mira un muerto. Poco a poco ella fue retirando el revólver, y
cuando mi cuerpo estuvo fuera de su alcance, rápidamente le
cogí la mano y le doblé el brazo fuera de la cama. Cinco tiros
que perforaron el piso pusieron fin a la escena. Cogí el arma
descargada, la puse debajo de la almohada y me volví a dor-
mir sin decir una palabra.
“A la mañana siguiente, durante el desayuno, le hablé del
regalo de su maestra, del buen tiempo, de todo, menos de lo
que había pasado la noche anterior. Ella no despegaba los
labios, pero de repente dijo: dame el revólver. Se lo di y le
dije: no me amenaces más, carga el arma, tira y se acabó. Ella
lo metió en su bolso. Salimos cogidos del brazo y nos dirigi-
mos a la cercana calle de Cadena, donde estoy construyendo
una clínica para mis enfermos. Desde ese día, todos los días,
mientras yo dirigía los trabajos, ella iba a injuriarme cara a
cara o desde el piso bajo si yo andaba en los andamios. Tanto
me enfureció en una ocasión, que le arrojé un bote de pintura
que uno de los pintores tenía a su lado. Se lo arrojé con tanto
tino que la bañé de la cabeza a los pies.
Se vengó de aquella violencia mía escribiendo una carta
con gruesos caracteres, que al día siguiente pegó en la puerta
de entrada de la clínica en construcción. Decía así:
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“Yo dejé la carta pegada en su lugar durante varios días
hasta que alguien la destruyó.
“Un abismo se abrió entre nosotros, pero sus cartas conti-
nuaron llegando a mi casa. Cuando nos encontrábamos en
algún lugar público, ese lugar se convertía en un escenario de
carpa. Su violencia no tenía límites y la gente que nos rodea-
ba intervenía para calmarla. Otras veces era la policía. Nuestra
vida era el escándalo máximo de la ciudad, de esta ciudad
que entre las reformas de los legisladores a la sombra de Be-
nito Juárez, y las manifestaciones reaccionarias de la sociedad
hipócrita, vivía una existencia contradictoria.
La tempestad arrecia.— “Hoy ha vuelto a mi casa. La he vis-
to subir por las anchas escaleras, ondulante, felina como una
tigresa. La esperé en la entrada del gran salón, inseguro de mí
mismo, vacilante. Se detuvo a pocos pasos de mí. En su faz
enrojecida, sus ojos verdes centellaban y en sus labios apreta-
dos asomaba una injuria. El desenlace iba a verificarse, pero
desgraciadamente en esos precisos momentos dos muchachas,
hijas de un amigo mío, aparecieron detrás de Eugenia. Ésta
se volvió violentamente, se arrojó sobre ellas, y a una la hizo
rodar por las escaleras. No pude evitarlo. Corrí tras la caída y
la llevé al consultorio. Afortunadamente no tenía más que
algunas escoriaciones y un susto fenomenal. La otra se en-
frentó a su atacante, que la golpeaba con una sombrilla.
Intervine, sin conmiseración. Arrojé a Eugenia al suelo, la
arrastre al baño y la bañé vestida. No hay nada mejor para
calmar la furia de quien sea, que un cubetazo de agua. La
amarré, mojada como estaba, y la encerré en un cuarto.
“Las pobres muchachas y yo bajamos a la portería, di mil
explicaciones a mis amigas y las acompañé a su casa, donde
conté, sin omitir detalle, todo lo que había sucedido y me
entregué como un culpable —como lo que era—. Se me per-
donó, pero los padres de las chicas me reprocharon mi
debilidad.
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“Volví a la casa después del anochecer, abrí el cuarto y me
encontré a Eugenia tirada en el suelo, completamente dormi-
da. La desamarré, se cambió de ropa y sin decir nada se puso
a escribir.
“Yo me imaginé que estaba escribiendo su testamento o
una denuncia a la policía. Era esto último. Yo leí su escrito y
le hice algunas correcciones para que la acusación fuese ente-
ramente formal. Ella guardó en su bolso el papel.
“Pareció sorprendida de mi actitud, quizá por sencilla, pero
desde ese momento yo veía aumentar su odio hacia mí.
“En una ocasión, durante una comida a la que fuimos invi-
tados por amigos a quienes ambos teníamos grande afecto,
Eugenia se convirtió en mi acusadora. Sus acusaciones fue-
ron tan vehementes frente a aquella mesa donde se habían
congregado gentes totalmente ajenas a nuestras tragedias, que
todos nos mirábamos azorados pensando que el odio había
rebasado todos los límites. No hubo más remedio que levan-
tarme y sacarla de la casa. Las disculpas salían sobrando. Mi
conciencia me acusaba a mí mismo, inexorablemente. Eugenia
tenía razón: yo era un cobarde, un miserable, un vil.
“Durante el camino, que no fue largo, no hablamos una sola
palabra, pero tan pronto como llegamos a casa, yo me desaté
en invectivas, con una furia que no me conocía. En medio de
mi rabia yo comprendía la injusticia de mi actitud —actitud
violenta, fuera de tiempo—. Una situación como la mía no se
resuelve a gritos ni con amenazas: se resuelve con un gesto
heroico, con un acto de voluntad, en silencio, sacrificando de
un golpe todos los intereses, toda la vanidad del macho, to-
dos los deseos, todo el amor. ¿Podría yo hacer ese gesto?
“¿Estaba yo sumido en el más profundo abismo de la pa-
sión? ¿Había yo perdido definitivamente el dominio de mí
mismo? ¿A dónde se había ido la voluntad indomable, la ex-
periencia, el espíritu de libertad? ¿Estaba yo realmente bajo
el dominio de aquella extraña mujer?
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“Mucho de todo esto había, y había también un estúpido
sentimiento de amor propio, de vanidad, un orgullo de sentir-
me el dominador de aquella mujer —petulancia inconcebible
en un hombre civilizado.
“He pensado muchas veces si todo esto, en su complejo
conjunto, no es el verdadero amor, el amor humano, el amor
completo, el sentimiento que funde todos nuestros vicios y
todas nuestras virtudes en un supremo capricho. Lo otro, la
tolerancia, la suavidad, las buenas maneras, la eterna 'com-
prensión mutua', el deseo moderado y satisfecho, son las
virtudes para el matrimonio, para el hogar —y el hogar es la
negación del amor.
“Pero cualquiera que sea la clase, el carácter, el espíritu, las
formas de mi amor, hay que acabar con él, mas no sé cómo.
Esa ignorancia es precisamente la característica de los que
están vencidos.
“Yo he tratado de escudar mi debilidad detrás de una frase
estúpida: 'quiero vencerla en su propio terreno', decía yo a
mis amigos. Ellos me contestaban: a las mujeres nunca se les
vence en su propio terreno. Y la prueba de esta aserción vino
muy pronto”.
XVII.— Pierre: vine a ver a mamá y he estado con ella todo el día
en el jardín. Me dijo: ven, hijita, vamos a ver las flores, pero antes
déjame peinarte —estás muy bonita— tanto como cuando eras peque-
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ñita y yo te llevaba de la mano a la escuela. Me peinó muy suavemente
y me dio una muñeca. Ésta, me dijo, es para la niña de tu hermano que
Dios se llevó al cielo —no es como tú que llora y dice cosas feas. En el
jardín, mi madre me dijo: mira qué flores tan preciosas; córtalas para
que las lleves a la tumba de papá y de tu hermano— son las últimas
flores de la vida —de la vida mía y de la vida tuya— se secarán sobre
sus tumbas, pero sus perfumes llegarán hasta el cielo donde viven junto
a Dios nuestro Señor. ¿Quién es Dios nuestro Señor?, le pregunté a mi
mamacita. Es el que nos ha hecho, hija, al que todo le debemos.
Yo nací contra mi voluntad y nada le debo a ese señor. ¿Pero tú no le
rezas? Yo no sé rezar mamacita. Reza tú por mí y déjame ver las flores
que me hablan de amor. Eugenia.
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como nadie ha podido amar y soy tuya con cuanto poseo. Vuelve a mí
porque mi cuerpo te llama, porque la lujuria preside mi vida —soy
tuya no únicamente en mi carne sino en mi espíritu. Eugenia es tuya
para siempre.
Pero sé bueno y amoroso conmigo. No temas nunca perderme. Ven,
háblame, no me tortures con tu silencio. Injuriame si quieres, pero há-
blame. Abreme tus brazos otra vez —bésame otra vez y mil veces
más— yo seré para ti la dulzura y el fuego al mismo tiempo y seré tu
esclava pero ya no me regañes. Eugenia.
XIX.— Hoy quise hablarte para decirte cosas que seguramente nos
interesan a los dos, pero tu actitud paró de un golpe mi noble deseo.
Aquí te las escribo.
A pesar de haberme enviado todo lo que te pedí, junto con mis car-
tas, mis libros y mis retratos, lo que en realidad significa que ya nada
te interesa de mis cosas, yo no estoy conforme, pues Consuelito me ha
dicho que tú has hecho copias de todas cuantas cosas yo he escrito y que
vas a conservarlas. Eso no lo permitiré nunca. Tú no debes conservar
nada, ni la sombra de mi pensamiento porque no quiero que nadie la mancille.
Puedes seguir desacreditándome contando nuestra vida a tu modo
—los miserables obran siempre de esa manera— no tienen otro des-
ahogo que hablar mal de las gentes que los quieren y a quienes les
deben servicios. Me debes el servicio de haberte iluminado con mi inte-
ligencia y el de tener todavía sobre tu espíritu la potencia de mi amor.
Puedes deturparme, puedes escribir contra mí en estos inmundos perió-
dicos liberales y puedes reirte de mis amenazas —todo lo que quieras—
pero lo que no te he tolerado ni puedo tolerar ni te toleraré jamás es tu
infidelidad, tu engaño, tu falta de valor para decirme: Eugenia, mi amor,
no está ya contigo. Odio a los cobardes como tú porque yo soy franca,
sincera, brutal como todo lo que es grande, como todo lo que es único.
Mi belleza y mi inteligencia no han podido ni podrán ser nunca
comprendidas por un hombre como tú, vil y rastrero que vive de la
limosna intelectual de sus amigos y de los plagios hechos en los libros.
¡Pobres de tus enfermos!
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Yo vivo en el esplendor de mi propia belleza como una diosa de las
fábulas griegas y tú no llegarás más a ella ni arrastrándote como un
réptil.
Nunca volverás a besar mis labios —esos labios que tanto te besa-
ron y que fueron la abertura por donde mi espíritu salía a ensalzarte y
a envolverte de amor. Ya nunca volverás a mirar mis ojos verdes ni a
sumirte en sus profundidades como un pez en el mar.
Tú nunca me has comprendido ni me comprenderás jamás porque mi
inteligencia está más allá de lo que pueda alcanzar tu mente obtusa
saturada de vulgaridades.
Tú nunca me comprendiste ni me amaste porque si me hubieras ama-
do verdaderamente no podrías dejarme como me has dejado —y me
odias ahora porque comprendes que mi talento es superior al tuyo— lo
odias pero has sabido sacar provecho de él robando mis propias pro-
ducciones. Nada has podido hacer para nulificarme —ni nada podrás
hacer porque estoy muy lejos de ti, muy arriba de ti, como una nube está
lejos de un gusano.
Tu amarás a otras mujeres y comprenderás a otras mujeres porque tu
poder no llega más allá de esa misma vulgaridad. Yo soy superior a
toda miseria.
Yo también tengo quien me admire y quien me comprenda y mi triun-
fo es completo.
Pero en medio de tus desprecios y de la adoración universal, mi inte-
ligencia resplandece en las profundidades del infinito como un sol, como
una estrella y esa estrella seguirá siempre sola y todos bajarán los ojos
ante su esplendor, como tú, que ni siquiera pudiste resistir su reflejo.
Soy fuerte. Hoy soy más fuerte porque he regresado del error —del
error de amar a un hombre que es solamente una bestia. Y si yo quise
arrojar sobre ti mi esplendor fue por mi propio placer, por el placer
sobrenatural de amar infinitamente.
¡Besos! Nunca tendrás más mis besos porque tu boca ha sido
mancillada y mi sexo no volverá nunca a abrirse entre mis piernas
redondas y maravillosas y volverá a la tierra que perversa nos parió y
traicioneramente nos devorará, intacto.
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Entre los millares de mujeres que tu podrás tocar ninguna será como
yo y siempre me recordarás con amargura, lo mismo cuando trabajes
que cuando te emborraches con las prostitutas que son ahora el manjar
de todas tus noches.
Voy a dejarte. Me siento con el terrible deseo de alejarme de ti, pero
al mismo tiempo nace del fondo de todo mi ser una voluptuosidad
perversa. Antes de irme quiero que vengas un día, antes de irme para
siempre, que vengas por última vez a verme, después que has probado
la carne putrefacta de otras mujeres —ven a mi casa, que la he arre-
glado para ti y cumpliré la idea perversa que me enloquece— quiero
que vengas para que yo te arranque los botones de tu bragueta y mis
dientes muerdan y desgarren tu miembro como un perro una piltrafa.
Dulce y sombría voluptuosidad. Ven a esa noche de amor, que será
la última y al calor de mi deseo y de mi odio yo abriré mi matriz y
caerás en ella para no vivir más.
No tengas miedo —sí, tendrás miedo porque eres un cobarde.—
Eugenia.
127
Cómo radiaron hacia el oriente los grandes volcanes y cómo los cre-
púsculos los engalanaron de tintas rosadas. Todo era prodigioso desde
tu magnífica terraza: las nubes blancas rodando en el aire, las estre-
llas misteriosas, la incomprensible profundidad del firmamento.
Hace muchos años, llena de alegría yo puse un papel, Pierre queri-
do, en tu mesa de trabajo, que decía simplemente: “te amo”. “Hoy,
llena de tristeza vuelvo a poner otro papel pero sólo encuentro la mis-
ma frase: “yo te amo”.
He venido furtivamente a saturarme de recuerdos pero nunca más
volveré a introducirme en tu morada —aquí te dejo el papel. Bésalo
con ternura —respeta mis palabras como una máxima armonía de los
mundos y perdóname. Eugenia.
128
y las tentaciones cubrieron de voluptuosidad mis ojos y mi cuerpo
tembló
y quise darme a ti cerrando los ojos
y sentí el espasmo cuando en ti pensé
y sentí un terror agotante
porque vi mi corazón chorreando sangre envuelto en tu ayate dejar un
rastro en tu camino hacia lo desconocido.
Eres un asesino que lleva en tu ayate la sangre de una inocente
pero mi inteligencia
palpitante de dolor y de amor siguió tu rastro
y en la desolación del olvido y del silencio, mi amor implacable florece
y el viento del desierto no puede borrar ni tus huellas ni mis huellas de
sangre, de la sangre de mi corazón.
De mi corazón que te llevaste con rumbo desconocido.
Yo amo a un asesino que me hizo pedazos el corazón pero lo perdo-
na, y cojo mi corazón y lo meto dentro de mi cuerpo para darle nueva
vida y no lo volveré a sacar.
La fuerza que me tiene clavada junto a ti es superior a todas las
fuerzas —y te amo aún odiándote— porque el amor es contradicción,
es absurdo.
Y te amo de lejos, de cerca, te amo con locura, con la locura de mi
inteligencia y de mi deseo, con los ojos cerrados y el corazón otra vez
palpitante. Eugenia.
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haz de mí lo que quieras: yo soy tuya, no puedo negarme a tus más
violentos o a tus más leves deseos—
tus deseos son un florecer de satisfacciones que alegran mi corazón
amo hasta tu crueldad—
ese es el verdadero amor.
Soy fuerte porque tengo fe en ti y el martirio entre tus manos sería
una gloria—
te deseo infinitamente pero ahora no me es necesaria la realidad. Te
he robado a la vida y estás conmigo, adorado tesoro.
Señor, estoy para acatar tu voluntad como una esclava: que mi belle-
za sirva de alfombra a tus pisadas— que mi inteligencia sea tu trono.
Eres mi Dios, el único Dios que ha existido y debo adorarte. Eugenia.
130
oraciones de amor que se transformaron en cargas para ti hombre
adorado
y para que nunca mi sabiduría pudiese parecer como una imposición,
mis palabras y mis pensamientos se volvieron caricias,
caricias de niña inocente que salía de la perversidad para no hacerte
daño.
He puesto a tus pies cuanto poseo dentro de mí, fuera de mí.
Mi madre, a la que he negado mi presencia... ha servido de holo-
causto para ensalzarte en una fiesta mística,
una fiesta mística,
una fiesta mística en la cual tú eres el único Dios.
Las cenizas de mi padre que yo conservo como el recuerdo de su
grandeza,
las sacaría de su reposo para regarlas a tus pies, o ponerlas en un
sahumador el día de los difuntos
mandaría cortarme la cabeza, partir mi cráneo y convertirlo en una
jícara donde tú pudieses beber hasta la última molécula de mi amor
todo esto lo daría yo
Pero mi amor es ya una potencia sobrehumana
y mañana
día de muertos
será la resurrección
de todo el amor del Universo,
de los universos
para regalarte
Señor la síntesis de ese amor, que es mi carne. Eugenia.
131
labios ardientes que la revistan de nueva carne. Sólo tu boca, que
adoro, es la única fuerza existente que puede revestirla de una materia
nueva hecha de amor— tú me perteneces, tú me perteneces.
Tú eres la embriaguez del amor y lo creas o no te adoro con pasión
irrefrenable y quisiera consumirme en el fuego de tu corazón. Eugenia.
132
(Esta carta extraña y misteriosa parece encerrar una deci-
sión. Es la última de las seiscientas que Eugenia escribió a su
amante. Esa postrera misiva es para nosotros el punto final
de la tragedia que envolvió a dos seres en un remolino de
pasiones cuyas últimas volutas se perdieron en las oscurida-
des del misterio.)
134
desapareció el silencio legendario. Y desaparecieron también
los espantos y los turistas. La vida en borbotones, despreocu-
pada y alegre, llega en torrentes.
El patio y los corredores eran tan amplios que podían deam-
bular por ellos verdaderas multitudes, o reunirse en grupos
bajo las amplias arcadas, y por consiguiente las chicas decla-
raron el convento el más adecuado lugar para su esparcimiento
y en él se instalaron mejor que en su propia casa. Muchas
faltaban constantemente a la escuela y se desentendían de la
gimnasia, derramando despreocupación y alegría por todo
aquel recinto, hecho para las procesiones litúrgicas, y ahora
convertido en una inmensa pajarera.
Leonor y yo mirábamos desde las azoteas aquel bullicio que
vivificaba el ambiente, pero siempre tuvimos la precaución
de poner una barrera entre el patio y nuestras salas de trabajo
del primer piso y de la azotea, barrera que, dicho sea en honor
de las pequeñas estudiantes, nunca fue franqueada.
Los domingos eran los únicos días que el convento reco-
braba su silencio. Y fue precisamente un domingo por la
mañana que al salir yo por el viejo portón de la calle, un señor
de aspecto pueblerino, serio y cortés, me preguntó con mu-
cha timidez de quién era el convento.
—Es mío —le contesté.
—¡Qué bueno! —replicó—, ¿podría Ud. darme permiso de
descargar aquí unos melones que traje de Ameca, Jalisco, y
que están llegando en este momento de la estación en unos
camiones?
—Descargue usted todos los melones de la tierra y amon-
tónelos donde mejor le parezca —le contesté.
Llamé al santo portero y le rogué que ayudara a descargar y
colocar los melones donde más conviniera, y me dirigí al cen-
135
tro de la ciudad donde permanecí todo el día. Al regresar por
la noche, el señor de los melones me esperaba para darme las
gracias.
—No sabe usted cuánto le agradezco este servicio. Tenía
los camiones detenidos en las calles cercanas, y no sabía adón-
de meter mi fruta. Aquí se los dejo, y si usted quiere comerse
todos los melones, cómaselos.
—Diablo —contesté yo—, muchas gracias. ¿Pero por qué
no los vende usted?
—Porque han llegado tantos melones de todas partes del
país que ya nadie los quiere ni regalados. Y tampoco he en-
contrado un lugar donde meterlos.
Inquirí si los había colocado en un buen lugar y me contes-
tó vagamente que estaban bien en cualquier parte y se fue
muy agradecido.
Cuando entré al patio me quedé estupefacto. Todos los co-
rredores, los pisos de los ocho corredores, que eran enormes,
estaban llenos de montones de unos melones amarillos que
aromatizaban la atmósfera. Eran millares y millares. Segura-
mente el hombre que los trajo, desesperado por alguna mala
operación comercial, prefirió regalarlos. ¿Quién iba a comer-
se tanta fruta? Automáticamente me contesté a mi mismo:
las muchachas de la escuela. Mañana cuando vengan, no va a
ser sorpresa la que se lleven.
En efecto, al día siguiente me di el gustazo de presenciar la
llegada de las escolares. No se acababan los ¡oh! y los ¡ah! de
aquellas chicas frente a la enorme cantidad de fruta. Cuando
estuvieron todas juntas les dije:
—Todos esos melones, son de ustedes.
—¿Todos, todos? —inquirieron asombradas.
—Hasta el último de todos.
Ese día no hubo gimnasia. Maestras y alumnas se dedica-
ron a comer melones hasta la saciedad. Eran exquisitos, de
los que se llaman valencianos, grandes y aromáticos como no
136
los había visto ni olido ni en Valencia. Las chicas, que no
estaban prevenidas para llevar melones a sus casas, se agen-
ciaron la manera de cargar con el mayor número. Desde ese
día, y todos los días subsiguientes, había un banquete vegeta-
riano. La escuela entera se dedicó a comer melones. Muchas
chicas se enfermaron. Al cabo de un mes había todavía mu-
chos melones en los corredores de arriba, y en cuanto alguno
se pudría lo apartábamos para que no contaminara a los otros.
La directora acabó por protestar, porque las muchachas ni
hacían gimnasia ni iban a la escuela, pero como tuvo el poco
tino de hacer su protesta en persona, cuando yo la conduje
junto a un montón de aquella fruta deliciosa, le ofrecí una, la
abrí y nos la comimos, no acababa de elogiarlas, tanto le gus-
tó. Pedí un canasto, lo llené, y Ángel se lo llevó a la escuela.
Se acabaron las protestas, y como la directora no podía ve-
nir todos los días con las muchachas, me pareció prudente
enviarle una canasta llena de melones, con cierta frecuencia.
Me había convertido en una especie de Diosa Ceres, con
barbas, dispensadora de la generosidad de la tierra, es decir,
de la generosidad de un hombre arruinado.
138
En poco tiempo “la Chata” alcanzó el prestigio de ser la
alumna más inteligente y más aprovechada de la escuela, de
lo cual, naturalmente, yo estaba muy orgulloso.
Pero antes de terminar el año escolar, los profesores dieron
a las alumnas un tema muy complicado: el resumen de la gue-
rra de 14-18. Yo vi la puerta abierta para una venganza muy
justificada. “La Chata” llegó y me dijo:
—Ahora sí vas a tener trabajo: mira que tema tan precioso
nos han dado.
—¿Sí? —le observé—, la que va a tener trabajo eres tú,
porque no voy a darte ni la más pequeña ayuda. Te tiene que
salir talento y gana de trabajar. Ya me harté, agregué poniéndo-
me serio, de que andes haciendo caravanas con sombrero ajeno.
Hizo un mohín entre enfadada y burlona y me dijo con mucha
gracia:
—Talento me sobra, y llevándose a la boca la punta del
lápiz que traía en la mano agregó con coquetería: ya ves que
te he escogido a ti para que trabajes... y sin sueldo.
Yo reí hasta más no poder, pero la obligué a que hiciera la
monografía sobre la guerra. Y la hizo admirablemente, fue el
mejor trabajo de todo el año y obtuvo el primer premio. Sus
compañeras y yo le dimos una fiesta en las Fuentes de Tlalpan,
en donde los números principales consistieron en comer mu-
chos tacos de frijol, quitarnos los zapatos y chapotear todo el
día en un arroyo.
A Miriam le daba por el amor romántico. Tenía un cuerpo
admirable y las piernas más bonitas entre todas las mucha-
chas de la escuela.
Nagyibe era una muchacha persa que parecía una princesa
arrancada de una miniatura oriental, con su tez apiñonada y
unos ojos negros y profundos, pero sin expresión. Era alta, un
poco seca y de un temperamento helado. Tenía muchos pre-
tendientes y acabó mal: se casó muy joven con un mercader
árabe que la metió a vender telas detrás de un mostrador.
139
Chepa era el tipo opuesto. Una rubia preciosa, pequeñita,
con ojos azules y unas manos admirables. Vivía para derra-
mar su espíritu generoso y su gracia. Bondadosa y dulce, a
pesar de los grandes sufrimientos que tenía que soportar en
su casa, nunca se le veía triste. Era la niña mimada del grupo.
Raquel era también rubia como Chepa, pero más expresiva.
Tenía unos extraños ojos claros, grandes y sonrientes como
un amanecer y una boca sensual. Era tan bonita que nunca se
acababa de saber cuánto lo era.
Muchas más había, encantadoras. Una de tipo indígena,
morena, morena, de ojos negros, siempre seria, con una serie-
dad de retrato, mejor dicho de escultura, llena de un encanto
legendario y de una dignidad de princesa de cuento. Todas
eran alegres, claro está, a los quince años, quién no es alegre,
y si esta chica de la dignidad de princesa aparecía seria, era
sólo cuando estaba en reposo, porque cuando jugaba o íba-
mos a excursión se convertía en un vendaval.
Todas estas muchachas formaban un grupo muy numeroso
y se convirtieron en las propietarias del convento y en las
promotoras de certámenes escolares, de fiestas campestres,
de banquetes en los corredores del claustro. Una divisa pare-
cía estar escrita en su bandera: vivir, vivir llenas de alegría,
sin llegar nunca al puerto. ¡Sabio programa!
UN VUELO INESPERADO
Mientras las pequeñas profanas escolares, de la escuela
reconcentraban sus vuelos al convento, de sus amplias azo-
teas el ángel escolar, que había llegado de la escuela Lerdo,
desplegó sus alas, planeó un momento sobre el viejo claustro
y se lanzó sobre las casas rumbo al hogar. El hogar la llama-
ba, y yo me quedé solo, en medio de tanta muchacha.
Leonor se marchó contra su deseo —contra todos mis de-
seos— en los precisos momentos en que yo emprendía una
140
serie de trabajos literarios. Y no podían realizarse sin ella.
Todo aquel innumerable ejército de muchachas no me ser-
vían para escribir en máquina, aunque la estuvieran estudiando
con grande empeño. Además, no me adivinaban el pensamien-
to como Leonor, ni me corregían mis faltas de ortografía, ni
vendían mis dibujos. Me iba a ver precisado a una rebúsqueda
enojosa y probablemente estéril.
Debía conformarme con la vieja sentencia: “todo tiene su
fin en este mundo”, pero ese fin llegaba para mí en el momen-
to de principiar una labor para la cual me había preparado. La
abandoné y me puse a pintar. Una pequeña exposición selló
la partida de la secretaria.
LA NUEVA SECRETARIA
142
guno había plegado sus alas bajo las arcadas de los corredores
con la majestad de esta águila caudal, que se posó de repente
frente a una máquina de escribir.
En pocas semanas la nueva secretaria había escrito treinta
o cuarenta cuentos, pero les faltaba un editor. Me pareció que
el más accesible era Gabriel Botas. Lo fui a ver y le propuse
editar una serie de setenta u ochenta cuentos, aceptó y una
noche vino al convento para que yo se los leyese.
Un nuevo profano, uno, entre los más discutidos, entraba al
claustro. Oyó los cuentos y me dijo: los edito. No hubo rega-
teo. Al cabo de una año Gabriel Botas había editado los tres
volúmenes y hoy, mientras escribo estas líneas, se prepara a
imprimir el cuarto tomo de la serie.
Se le critica a Botas el sistema de pagar poco a los autores.
En principio, la crítica podría justificarse, pero si tomamos en
consideración el misérrimo ambiente lectoril en México, la
justicia de la crítica disminuye y desaparece totalmente cuan-
do consideremos que bien o mal pagados, en nuestro país no
hubieran salido a luz cerca de mil quinientos escritores si Botas
no los hubiera lanzado al mercado. Entre ellos iba a estar yo.
143
Era un placer verlo nadar entre aquellas aguas verdes y trans-
parentes, y salir a la superficie gozoso como un tritón, cargando
en una pequeña red las conchas que sus hábiles manos ha-
bían cogido. Su buena fortuna le daba después de cada
temporada de pesca, abundante cosecha. Algunas veces ex-
traía de las ostras, perlas que alcanzaban un precio elevado,
las que vendía fácilmente entre sus clientes americanos.
Ganaba mucho dinero, pero su juventud y su buen humor
lo empujaban al despilfarro entre sus amigos y con las muje-
res, pero jamás su corazón había detenido sus palpitaciones
delante de ninguna, hasta que un día topó de manos a boca
con una chica de Ensenada, sensual y coqueta, de la que se
enamoró perdidamente. No había duda de ello. La prueba
más evidente era que ya no gastaba el dinero en parrandas, se
había vuelto, como él decía, economista. Tenía un vivo deseo
de economizar dinero para la boda.
Gran conocedor de los criaderos de ostras perlíferas, deci-
dió ir a pescar al más rico, pero al más peligroso, el de la
pequeña isla de Cerralvo, situada a larga distancia del puerto.
Pocas horas después de haberlo abandonado, una furiosa tem-
pestad se desencadenó con esa rapidez característica en las
costas del Pacífico, y al anochecer, la barca, juguete de las
olas y del viento, fue a estrellarse entre las rocas de la isla. El
náufrago corrió a refugiarse en una pequeña gruta, y ahí espe-
ró, tiritando de frío, el fin de aquel furioso temporal, como no
había visto otro igual en toda su vida.
Las aguas del Golfo de Cortés salieron de su cauce y barrie-
ron las playas. Del fondo rocoso del océano desentrañaron
las medréporas y las conchas, los peces y las algas.
Algunos poblados fueron arrasados y las arenas de la costa
parecían cubiertas de extraños moluscos.
Cuando el pescador pudo salir de su refugio corrió a buscar
almejas, las encontró en abundancia, las abría con precipita-
ción y devoraba los gelatinosos moluscos con fruición. De
144
repente tropezó con una gran concha, la examinó con ojos de
conocedor, y la abrió cuidadosamente. Sus ojos se dilataron
ante la aparición de una perla enorme de un oriente maravi-
lloso. Lleno de satisfacción juzgó que aquel hallazgo
extraordinario aseguraba su matrimonio y todo su futuro. En
su imaginación, ataviada como nunca la había soñado, apare-
ció la novia lejana...
En su pequeña barca destrozada, volvió al puerto, y exhi-
bió su tesoro entre sus amigos, pero todos dudaron que fuese
una perla verdadera. Los marrulleros comerciantes se pusie-
ron de acuerdo para clasificarla como una perla artificial hecha
en California.
—Tú nos engañas, le decían. ¿Cómo es posible que hayas
encontrado en el fondo del mar semejante maravilla?
Todos, sin embargo, trataban de obtenerla por unos cuan-
tos pesos. El pobre pescador no podía venderla y en pocas
semanas, las gentes, sus amigos, y hasta su misma novia que
lo vio derrotado, lo repudiaron. Ella le dijo con un gesto des-
preciativo que no se casaría con un estafador.
La desgracia crecía alrededor de su tesoro, llegó al colmo
cuando se supo que el pescador pedía ochenta mil dólares
por su perla. Los valía, pero nadie aceptaba que aquel mu-
chacho pudiera embolsárselos, en primer lugar por un natural
espíritu de desconfianza, y enseguida por una cierta envidia,
también muy natural entre las gentes de una población inca-
paces de admitir que uno de sus coterráneos se volviese rico
de la noche a la mañana por una verdadera casualidad.
—Está loco de remate —decía un comerciante—. ¡Una perla
de ochenta mil dólares! ¡Ni que la hubiera traído del tesoro de
un rajá de la India!
—Pero es que los vale, replicaba el muchacho. Es verdade-
ra. Yo la he sacado de la concha. ¿Cómo ha de ser falsa la
perla extraída de una ostra?
145
Herido constantemente por las burlas de los mercaderes y
por los sarcasmos de los marineros que le indilgaban letanía
de chistes al rojo vivo, y abatido por el desprecio de su pro-
metida, el pescador a quien se le había apagado la alegría y
acabado el dinero, llegó a ofrecer su hallazgo por la insignifi-
cante suma de cinco mil dólares. Pero nadie le hacía caso. El
más fiel de sus amigos, compadecido de su situación, le ofre-
ció veinte pesos por aquella imitación tan perfecta.
Paco el pescador, doblegado por las oleadas de increduli-
dad, sepultado bajo la mala fe de los comerciantes, se abatió
hasta el aniquilamiento.
Una mañana, perseguido por un grupo de chicuelos, corrió
a refugiarse ante las rocas de la punta. Los chicos brincaban
alrededor del hombre de la perla y lo befaban. Pronto el tu-
multo se hizo enorme, y cuando la muchedumbre llegó hasta
las rocas, el pescador se detuvo espantado. En sus ojos se
reflejaban los relámpagos de la desesperación acumulados en
su alma durante muchos días. Quiso gritar, injuriar a las gen-
tes, escupirles en la cara, demostrarles que él nunca mentía y
que su perla era verdadera. De repente, un brusco sacudi-
miento lo agitó, trepó por los peñascos, levantó una de sus
manos y arrojó la perla al mar y tras ella, de cabeza se echó al
océano.
Cuando el gentío, pasado el primer momento de estupor
trepó por las rocas para buscar el cuerpo del suicida, sólo
pudo contemplar el verde ritmo del mar que al chocar contra
los peñascos levantaba blancos penachos de espuma. Alguien
comentó: ¡pobre muchacho, matarse por una perla falsa!
Pero la perla, desde el fondo del océano, irradiaba entre las
aguas su prodigioso oriente.
146
Yo quería mirar, a ojo desnudo, sin el vidrio de
convencionalismos oficiales, la verdadera situación de los
millares de indígenas que se habían congregado en el pueblo
de Nochistongo en espera de que el Señor de México llegase
para exponerle sus miserias y obtener el remedio.
Y los vi, cubiertos de harapos, silenciosos y hambrientos.
No había necesidad de hacer averiguaciones. Su sola presen-
cia era una dramática exposición de un mal que difícilmente
podría remediarse. No bastarían los discursos oficiales, ni las
promesas envueltas en una palabrería apostólica, ni la buena
voluntad por grande que fuese. Pero muchos se me acerca-
ron, o a través de un intérprete me dijeron que no querían
más que una sola cosa: trabajar.
Así es —dijo un muchacho de aspecto muy humilde—. Ya
no creemos en nada ni en nadie, pero puesto que se nos lla-
ma, vamos a explicar lo que queremos y agregó en un tono
brusco: tú no podrás explicar al Presidente lo que necesita-
mos, porque no has vivido entre nosotros, y porque no eres
de nuestra raza. Déjame, que cuando llegue mañana, yo lo
reciba en nombre de estos hermanos míos. Yo sí podré decir-
le lo que necesitan.
No me extrañó aquel lenguaje. Era justo, y además yo sabía
por experiencia adquirida durante los largos días de nuestra
gira, que el indio de Oaxaca, lo mismo el de raza mixteca que
el de estirpe zapoteca, sabe decir lo que quiere, en privado y
en público. En público, sobre todo. Estos indios son de una
inteligencia muy clara. Su espíritu de observación los lleva
constantemente al análisis, y cuando hablan en público su
elocuencia es sorprendente.
El indio zapoteca es mucho más refinado, más espiritual
que cualquier otro indio de las razas aborígenes de México y
posee una lengua tan sutil y tan elegante como la china o la
francesa, y la maneja con extraordinaria facilidad.
147
Aunque el muchacho que me habló no era zapoteco, yo
supuse que tendría cualidades semejantes y que podría inter-
pretar elocuentemente lo que sus hermanos de raza
necesitaban. Y no me equivoqué.
Al día siguiente la inmensa caravana oficial llegó al pueblo
de Nochistongo en medio de aclamaciones delirantes. Difí-
cilmente el Señor de México se habría paso entre la tupida
multitud, y sólo después de dos horas de una marcha sofo-
cante pudo llegar a la puerta del palacio municipal, donde la
comisión de políticos pueblerinos lo recibió con frases
adulatorias, falsas y vulgares.
Al aparecer en el balcón del palacio para recibir el homena-
je del pueblo, me acerqué y le dije que un representante de los
indígenas iba a hablarle en nombre de todos ellos. Ya estaba
enfrente, sobre un gran tablado erigido ante el balcón. Cu-
bierto de harapos, insignificante, el orador con las manos
metidas entre las cuerdas que le servían para cargar los bultos,
destacaba su mísera figura sobre las galas de los militares y los
trajes burgueses de los invitados que llenaban el tablado.
El Presidente esperaba. Yo hice una seña al orador. Era un
muchacho de unos veinte años, macizo, de pura cepa indíge-
na, con su cara bronceada y sus ojos de abismo. Avanzó.
Pausadamente levantó los brazos, los abrió, extendió sus
manos y dijo con una voz que parecía salir del alma de toda la
mixteca:
—Presidente: tú no conoces nuestra lengua, ni nuestras cos-
tumbres, y seguramente tampoco te das cuenta de nuestros
anhelos ni de nuestras necesidades. No pueden llegar a tus
ojos porque estás demasiado alto, como Dios en los cielos.
Voy a hablarte, primero en mi idioma, para poder decir bien
lo que yo siento y para que todos los hermanos de mi raza me
entiendan, y luego te diré en tu lengua todo lo que he dicho
en la mía. (Su voz era clara, poderosa, cálida: salía del fondo
de su dolor, desesperada. El breve exordio causó sensación).
148
Y el orador habló en su lengua ante la multitud de indios
mixtecos. Habló durante dos horas sin que ninguno de los
miembros de la caravana presidencial hubiera comprendido
las sílabas de aquel idioma, pero al alma de todos llegó el
calor, la angustia de los acentos de aquel hombre que acom-
pañaba sus palabras con gestos llenos de nobleza.
A intervalos recorría el frente del tablado con los brazos
extendidos y la cabeza en alto sin pronunciar una palabra.
Aquellas largas pausas tenían en suspenso al auditorio.
Yo contemplaba al orador, y en mi mente se desarrollaba
como una cinta cinematográfica, el recuerdo de los grandes
tribunos que había admirado en Francia y en Italia, y la ima-
gen que me había forjado de los oradores de otros tiempos.
Así como aquel que tenía delante fueron seguramente los que
hablaron en el Areópago de Atenas. Así, con esa potencia en
los gestos, con esa solemnidad trágica en sus actitudes, con
esos acentos múltiples. Así nos los figuramos. Yo tenía delante
una de esas visiones históricas sobre gente de otros tiempos. Pero
si no eran así los oradores de Atenas, así deberían haber sido.
Cuando empezó su traducción a la lengua española la aten-
ción pública creció, juntamente con mi admiración. Era una
traducción literal, vigorosa, de una elocuencia cortante, y la
empujaban sobre la atención de los oyentes aquellos adema-
nes engendrados por una nobleza que venía de muy lejos.
Su discurso fue una filípica sin misericordia, aplastante.
Cuando se hizo el silencio nadie osó moverse, ni aplaudir. No
había lugar al aplauso de aquel dolor expresado con una tre-
menda sinceridad. El silencio del convencimiento paralizó al
auditorio, y los que venían a remediar las necesidades de una
raza oprimida por la civilización, se sentían anonadados. Sus
actitudes lo demostraban.
El pobre cargador de Nochistongo, recubierto de miseria
parecía un torrente, uno de aquellos tumultuosos torrentes
que bajan de las montañas después de una tempestad.
149
Ante la multitud doblegada, el orador mixteco levantó la
mano, hizo un saludo altivo como el de un rey que se despide
a su corte, bajó del tablado y se perdió entre la multitud.
Tres días después, cuando la caravana oficial se alejaba del
pueblo y yo me precipitaba para alcanzarla, vi en el atrio de la
iglesia parroquial al hombre de la elocuencia, revestido con
su misma miseria, silencioso, insignificante, recargado en el
tronco de un árbol. Me acerqué y con la más profunda con-
vicción pero envuelta en frases rebuscadas, le dije:
—Hermano, no tengo palabras con que expresar mi admi-
ración. Jamás he oído hablar con mayor calor ni supuse que
hubiese hombres que poseyeran esa extraña potencia que tú
tienes. Y lo abracé —lo abracé realmente emocionado—.
Aquella inteligencia próvida herida como un pájaro maravi-
lloso en el repliegue de una sierra oaxaqueña, apocaba al
hombre que llegaba de la civilización.
El orador mixteco me miró sin verme. Estaba seguramente
en otra parte —su pensamiento estaba ausente—. Y como si
su voz viniera de muy lejos, me dijo con suavidad, llevándose
las manos a las cuerdas que le servían para cargar los bultos:
—Mi elocuencia no es más que un grito, es sólo un grito sin
eco en la noche eterna en que vivimos los indios.
* * *
150
dibujado con tinta roja en estilo de monograma de cojín esco-
lar —luego, rápido encenderse de focos— iluminación violenta
de una sala destartalada llena de gente que se levantaba de
sus asientos con lentitud...
Aire mefítico, pesado, aliento a pañales de niños y a tortas
compuestas —un ambiente de cine de barrio.
En la fila de sillas opuesta a la que yo ocupaba, había una
mujer joven y una chica vestida de azul. Ambas charlaban
animadamente.
De repente, como un torbellino, se echó sobre ellas una
muchacha envuelta en un abrigo de cuadritos blancos y ne-
gros, muy arrugado —de esos abrigos que venden los aboneros
turcos a $ 21.50 en plazos hiperbólicos, y que apenas puestos
aparentan tener diez años de uso.
La chica del abrigo se sentó en una de las sillas delanteras a
las otras dos jóvenes y entre las tres entablaron una conversa-
ción rápida acompañada de gestos descompasados. Yo no veía
más que la cabellera negra de una muchacha moverse sobre
el abrigo informe, y de vez en cuando las manos finas y more-
nas asomar entre sus pliegues, pero un movimiento brusco
hizo resbalar el abrigo hasta el suelo, y una figura ondulante,
vestida de negro, surgió como una serpiente entre la hojaras-
ca —tuve la vívida sensación de que era una serpiente— y un
calosfrío recorrió mi cuerpo...
Pero no: era una chiquilla, una extraña chiquilla, extrema-
damente flexible, que al volver su cara hacia mí me hizo
temblar. Su faz asimétrica, indescriptible, sus ojos extraños,
de mirar profundo, su cuerpo onduloso ceñido por el traje
muy estrecho dibujaba las ancas de una mujer apenas púber y
modelaba los senos erectos.
Había no sé qué de terriblemente sensual, de fascinante, de
violentamente atractivo en sus movimientos, en su mirar, en
todo. Yo la miraba con esa atención tenaz y estúpida con que
se contempla a los animales raros de un parque zoológico.
151
Ella encontró mi mirada que le penetraba, se volvió brusca-
mente hacia sus compañeras y les dijo algo.
Súbitamente la luz se apagó y apareció en la pantalla un
título banal: “Llévame a casa”.
A pesar de la oscuridad yo volvía la cabeza con insistencia
para mirar a la muchacha. Ésta se levantó violentamente y
dando vuelta por detrás de la sillería se dirigió al sitio donde
estaban los músicos. La seguí con la vista en la penumbra y la
vi llamar a uno que tocaba el banjo. ¿Qué lío se traerá esta
criatura? —pensé.
Al volver la chica a su asiento, advertí que un joven preten-
dió detenerla y decirle alguna cosa, pero ella se alejó haciendo
un gesto despreciativo y volvió a reunirse con sus amigas. El
joven, muy nervioso, quiso alcanzarla, pero se contuvo a los
primeros pasos.
Las tres muchachas se engolfaron en una discusión inter-
minable —y la película que me había parecido estúpida al
comenzar, se volvió insoportable, eterna—, ¿cuándo iba a
terminar? Al cabo de un tiempo medido a cada instante, ter-
minó, y en la pantalla volvieron a aparecer las palabras
salvadoras fin-end.
Y la luz se hizo con mayor facilidad y rapidez que el primer
día de la creación.
Salí precipitadamente al vestíbulo. Ella debía seguramente
pasar por allí.
Ya la esperaban el músico y el joven despreciado. En la fila
los tres aguardábamos la misma cosa. La chica no tardó en
salir cubierta con un abrigo de cuadritos.
El músico fue el más afortunado, la cogió del brazo y salió
con ella por delante de las otras jóvenes.
Era realmente de una belleza extraña, arrebatadora —uno
de esos tipos que no se sabe nunca jamás como son— pero
cuyos movimientos engendra en nuestro ser violentos deseos,
una ansia aguda que seca la boca y la amarga.
152
La muchacha, al salir a la calle, notó que yo la seguía y
frecuentemente volvía la cabeza. Dejé que se alejara un poco
y esto bastó para que el joven despreciado dentro del cine se
me adelantara. Apresuré el paso y seguí al joven.
Al llegar a la calle de Correo Mayor, la joven pareció darse
cuenta de que dos hombres la seguían con el mismo interés, y
demostraba en sus movimientos una gran nerviosidad. Al
querer atravesar la calle una línea de Hospital la detuvo y nos
detuvo al joven despreciado y a mí, yo detrás. Bruscamente,
el joven se llevó la mano a la bolsa trasera del pantalón y
extrajo un revólver. Instintivamente le cogí la mano y le torcí
el brazo. El joven se volvió a mí obligado por el dolor. Yo le
dije en voz baja:
—¿Qué va usted a hacer?
Y forcejeando me contestó:
—¡Voy a matarla!
—¡Qué barbaridad! Yo no lo suelto. Reflexioné un instante,
y si después usted quiere matarla, ¡mátela!
El joven se sentía perplejo. Yo esperé sin soltarle la mano.
La muchacha atravesó la calle, se detuvo un momento en-
frente de nosotros. En la expresión de su rostro, que iluminaba
vivamente un foco eléctrico, comprendí que ella se había ima-
ginado una disputa por ella entre el joven y yo. Parecía indecisa
pero luego, con paso rápido se adelantó a su acompañante y
echó a andar, sola, por la acera desierta.
Solté la mano de mi víctima y le dije:
—Permítame que lo acompañe hasta la esquina. Si al llegar
ahí usted persiste en matarla, mátela, pero yo me figuro que
esta chica no se lo merece. (Yo decía esto, en parte, porque
me dejara libre el campo).
La muchacha caminaba de prisa, de prisa, y a las luces de
los focos mostraba su excitación. Ya cerca de El Volador,
dije al joven:
153
—Dispénseme. Mi intervención ha sido involuntaria, pero
creo que usted me la agradecerá. Lo mejor es que usted se
vaya a casa.
—Sí, contestó, inclinando la cabeza, se lo agradezco. Estoy
como loco, ¡me ha hecho sufrir tanto! Me voy a mi casa.
Y tomó un camión de la línea de Peralvillo, yo esperé a que
el camión se alejase un largo trecho, en la plaza, y convencido
de que mi protegido accidental no se había bajado, corrí hacia
aquella fuerza que me atraía y que a menudos pasos se enca-
minaba hacia el Portal del Ayuntamiento.
De prisa seguimos por las calles de 16 de Septiembre, luego
por las de Isabel la Católica, hasta dar vuelta a la plaza de San
Jerónimo. Allí nos detuvimos, y pude ver a la muchacha del
abrigo. Era casi una niña —tendría dieciséis años— pero su
magnífico desarrollo y su fiereza sexual agarraban como gar-
fios mis sentidos exaltados. Había en ella la radiación de un
dinamismo sexual irresistible.
Al verme solo ante ella pareció gozarse de mi triunfo sobre
el otro y sonrió —una sonrisa que me nubló la vista—. Atra-
vesó el jardín y entró en su casa; poco después entraron sus
acompañantes. Esperé. A los pocos instantes salió. Yo estaba
seguro de que saldría.
Era ya muy noche y el pobre jardín rodeado de casas bajas
y pintadas de rojo y de la vieja iglesia, estaba sumido en el
silencio, en un silencio triste iluminado por la violenta luz de
un foco voltaico. Temblando de emoción me acerqué y ape-
nas pude decirle con palabras cortadas:
—Dispénseme usted, pero no he podido resistir... Aquí es-
toy... Quiero mirarla de cerca...
La muchacha, en su faz asimétrica, tenía la boca contraída
y los ojos con un incendio oscuro. De su traje negro salían los
brazos desnudos y asomaban, bajo sus faldas cortas, las pier-
nas admirables, largas, flexibles. La blusa negra ceñía sus senos
154
erectos. Me sentí fuera de mí. Le cogí bruscamente una mano,
pero no pude decirle nada.
Ella con mucha naturalidad me dijo con voz suave:
—Vamos hasta la esquina —y andando— despacio cami-
namos en silencio hasta la esquina.
—¿Por qué me ha seguido usted con tanta insistencia? ¿Qué
ha pasado con el joven con quien usted se disgustó? La ver-
dad es que me ha puesto usted nerviosa. Pero dígame, ¿quién
es usted?
Un poco sosegado pude sonreír, pero mi boca estaba seca.
Trate de responder, cuando la muchacha dio un grito, se llevó
las manos a la cabeza y echó a correr hacia su casa.
Por la esquina opuesta apareció repentinamente el joven
que quería matarla. Corrió tras ella. La alcanzó al llegar a la
puerta, la cogió por los brazos, la arrojó al suelo con furia, y
ya caída disparó sobre ella cinco balazos. Sentí flaquear mis
piernas. Mis ojos se nublaron. Me recargue contra la pared,
desfallecido... Como en sueños veía gentes que corrían y oía
voces que pedían auxilio.
Cerré los ojos, la vi, la vi junto a mí, fascinante, terrible,
sentí su mirada oscura penetrar mi vida entera y pensé vaga-
mente: si no la mata él, ¡yo la hubiera matado algún día!
155
El artista trabajaba de pie en un pequeño espacio que se
extendía delante de una casita de adobes, la última en el ex-
tremo del pueblo de Santa María Aztahuacán, viejo poblado
de los antiguos aztecas, próspero hacía muchos siglos con su
fabuloso comercio de plumas de garza, hoy pobre, silencioso,
adormecido en el abandono sin remedio.
El lago que se extendía en la maravillosa cuenca del Valle
de México, se alejó del pueblo de Aztahuacán al llamado de
la civilización que necesitaba tierras y más tierras para sem-
brar en ellas ilusiones y más ilusiones. Sobre ellas —sobre las
tierras y sobre las ilusiones— viven ahora una vida miserable
los antiguos comerciantes de las albas y elegantes aves que
dieron renombre y bienestar a todos los pueblos de la margen
oriental de las lagunas de Anáhuac.
Algunos de los habitantes de Aztahuacán conservan muy
puro su tipo azteca, las costumbres y el lenguaje de aquella
raza, especialmente las mujeres. Las dos que vivían en la pe-
queña casita de adobes grises junto a la cual el pintor trabajaba
en su paisaje, era de este tipo. Serias, casi adustas, revestidas
de una dignidad un poco religiosa, suaves en sus maneras,
muy cuidadosas de sus palabras y de una cortesía espontá-
nea, pero sobria, se deleitaban mirando, desde lejos, el
desarrollo de la obra del artista, al que no se atrevían a inte-
rrumpir. Cuando el cuadro estuvo ya bastante adelantado, una
de las mujeres, precisamente la dueña de la casa, se acercó
despacito y le preguntó si podía mirar el cuadro más a su
gusto.
—Seguro, me complacerá mucho que usted lo vea con
detenimiento.
Y colocando la tela junto a una cerca de piedra, puso ante
los ojos de aquella admiradora indígena lo que sus pinceles
de artista enamorado de la naturaleza había podido fijar en
una insuficiente superficie plana. La mujer contempló la pin-
tura detenidamente, con un interés profundo. La comparaba
156
con el paisaje real, y esta comparación engendraba ciertos
movimientos admirativos de sus manos. El examen fue largo.
Cuando hubo terminado se volvió hacia el pintor y dijo esta
frase profunda:
—No es el mismo, pero está más bonito aquí en la pintura
que allá donde lo hizo Dios nuestro Señor. Será, agregó en un
tono de duda, que en estas cosas ponemos la inteligencia que
Dios nos dio.
Al pintor no le sorprendió aquel lenguaje porque conocía el
sentir de esta gente india, su profundo espíritu de observa-
ción, su amor por las cosas de arte, virtudes heredadas por
generaciones y generaciones que no ha podido destruir la bár-
bara educación contemporánea.
* * *
157
de los cinco pesos. Mejor hagamos un trato: yo le doy a usted
los cinco pesos y me lo deja usted aquí algunos días prestado,
para estarlo viendo.
Esta serie de razonamientos ingenuos, pero que revelaban
un interés profundo, conmovieron al pintor, que replicó con
firmeza:
—No señora, se lo vendo a usted por ese dinero y con todo
y marco.
La mujer, obedeciendo al deseo de que aquella obra no fue-
se ya tocada, objetó con mucha cortesía:
—Yo quiero el cuadro sin marco. Así está muy bien. Ya no
necesita nada más.
—Bueno el cuadro es suyo.
La admiradora indígena cogió la tela con un respeto religio-
so y la colgó en un lugar que ya había escogido de antemano.
Luego se dirigió a un pequeño baúl de madera, y entre los
objetos que contenía sacó una ollita de monedas —monedas
de níquel, de plata y de cobre—. Apenas se ajustaron los cin-
co pesos.
Y como quien pone una ofrenda en un altar, la admiradora
puso en las manos del pintor aquella suma que seguramente
había costados muchos sacrificios reunir.
—Aquí está señor, dijo profundamente conmovida, y diri-
giendo los ojos al cuadro agregó: ¡nunca me cansaré de verlo!
Y el cuadro se quedó dentro de aquella pequeña casita de
adobes grises, colgado de la pared, más honrado y más lleno
de gloria que en el más famoso museo del Universo.
* * *
COMENTARIOS
Botas ha hecho varias ediciones de estos cuentos y muchos
se han publicado en revistas francesas e italianas. El arqui-
158
tecto Spratling hizo una magnífica traducción de cuarenta y
cinco cuentos al inglés, en un vigoroso slang estadounidense,
pero ignoro si se habrán editado.
El General Juan Azcárate, director de Ema, está a punto de
llevar a la pantalla, y en una forma muy original, cincuenta de
estos cuentos, los más mexicanos, es decir, los más bárbaros.
* * *
EL PADRE ETERNO
159
Cuando acabé de escribirla y la leí de corrido, me di cuenta de
que tenía un no sé qué de Anatole France, en el espíritu sar-
cástico, y aunque está muy lejos de alcanzar la magnificencia
literaria de las obras del gran autor francés, sin parecérsele, lo
recuerda.
Mi opinión fue corroborada, tan pronto como la novela sa-
lió a luz, por críticos y amigos.
Y lo más curioso del caso es que yo apenas había leído uno
de dos cuentos de France. La influencia, por consiguiente, no
se explicaba claramente, y menos se entiende estableciendo
una comparación entre el lenguaje empleado por los dos au-
tores. Mientras el lenguaje de France es una síntesis prodigiosa
de las bellezas de la lengua francesa, el lenguaje empleado en
El padre eterno, satanás y Juanito García es un slang lleno de arbi-
trariedades. Esto por una parte. Por otra, el tema de mi obra
es esencialmente antirreligioso, y esa antirreligiosidad sobre-
pasa los límites del sarcasmo para entrar en el campo de la
más completa irreverencia hacia las cosas sagradas.
En fin, era halagador que los lectores de la obra, y l mismo
autor, encontraran afinidad entre las dos producciones. Pero
ahora que he leído y releído al autor francés, me parece que
todos nos hemos equivocado. No hay tal semejanza.
* * *
OPTIMISMO
Los estudiantes de la preparatoria, capitaneados por Chano
Urueta, un chico muy inteligente, lleno de ardimiento, audaz
y pendenciero, me pidieron que les escribiese algunas hojas
para llevar en el bolsillo como “libro de horas”. Escribí una
especie de canto lírico, ultraoptimista y desorbitado, que aco-
gieron con entusiasmo, al que Chano puso por título “Arriba,
arriba”. Se componía de veinte capítulos, algunos de los cua-
160
les reproduzco a continuación como una muestra del lirismo
agudo.
“LUCHAR ES VIVIR”.
¡EL HOMBRE, CREYENDO QUE EL UNIVERSO
ES UNA PERPENDICULAR, DICE SIEMPRE ARRIBA!
CANTEMOS LA ASCENSIÓN.
¡ARRIBA! ¡ARRIBA!
I
¡VIVE! NO TENGAS MIEDO DE VIVIR.
Abre todos tus sentidos a las sensaciones de la existencia.
Abre tu conciencia a las manifestaciones del Cosmos y con-
viértete en un receptáculo de todas las cosas.
Conviértete en una antena que recibe de todas partes las
vibraciones eléctricas de la vida y acumúlalas en tu receptor
para traducirlas a los hombres.
La vida es un empuje.
Vive y has que vivan los demás —el goce de los otros es
una de las más grandes satisfacciones de la conciencia.
Cuando tú te desprendes de una parte de tu ser o de todo tu
ser para dársela a otros, tú has vivido.
La vida es una emanación —un movimiento hacia fuera,
una rotación, una saturación de felicidad tuya y de los demás.
La vida es un arcoiris producido por un sol ilusorio obre
movibles nubes. Brilla como un arcoiris, con todos sus colo-
res, y alegra la tierra con obras.
Cuando tengas un dolor quémalo sobre el ara de tu volun-
tad para que su llamarada ilumine tu camino.
Transforma las contrariedades en una vibración eléctrica
que destruya las tinieblas de tu conciencia.
Cuando tengas un dolor coge el camino más áspero de la
más alta montaña y sube, sube por entre los pinos, por entre
161
las piedras, por sobre las nieves... Cuando llegues a la cima
estarás libre de tu pena.
II
VIVE
III
162
pensamiento ilumine a cada instante los lejanos y desconoci-
dos abismos de lo desconocido.
Duerme bajo el pino, satura tus pulmones con la esencia de
los bosques.
Baña tu cuerpo en la lluvia, báñalo de energía eléctrica en-
tre las terribles tempestades.
Arda tu cuerpo, como brasa, extendido sobre una roca, que-
mado por los rayos del sol.
Bebe el agua de las fuentes que brotan de la tierra.
Bebe el agua de los manantiales que salen de las rocas.
Bebe el agua de los frescos arroyos que descienden de la
cima nívea entre redondos peñascos...
Coge con tus labios, de los pistilos de las flores y de las
hojas de los árboles, las gotitas de agua que la lluvia ha deja-
do como diamantes sobre los árboles y sobre las plantas...
La noche estrellada, la luz del sol y el agua de los manantia-
les convertirán tu cuerpo en una fuerza de la naturaleza.
IV
AMA
163
Pero si tú pretendes absorber totalmente el amor, morirás,
porque el amor destruye invariablemente la envoltura que
trata de contenerlo.
Todo tu organismo está impregnado de amor y a cualquier
esfera de la actividad que tú lleves tu inteligencia y tu volun-
tad, llevarás ineludiblemente un mundo de voluptuosidad.
V
NO CREAS EN LA FAMILIA
VI
ARMA TU BARCA Y EMPÚJALA AL
OCÉANO
164
Si el corazón de una mujer ha destruido tu voluntad, coge
ese corazón y conviértelo en un arma, pónlo en la punta del
asta rota de tu lanza y con él aniquilarás la falange de todas
las dificultades.
VII
NO TEMAS A LA MUERTE
165
El fracaso de mis dos libros se debió, en gran parte, a la
falta de propaganda. Los editores en México se conforman
con imprimir el libro, mal distribuirlo entre los libreros, y se
satisfacen con las vacuas reseñas que semanariamente publi-
can en las ediciones dominicales de los diarios, algunos
improvisados y pretenciosos críticos, las que nadie lee.
En cuanto a mi pobre grito a la vida, considero que su fra-
caso se debió a la inconsistencia moral de los estudiantes, a la
pereza, que los obliga a seguir la rutina familiar marcada por
un tradicionalismo de comodidades y por desconocimiento
total de la energía que la naturaleza puede transmitirnos cuan-
do nos acogemos a su seno magnánimo. El estudiante odia la
naturaleza.
Hube de convencerme a mí mismo, de que yo había hecho
tres obras de una cierta importancia. ¡Estúpido consuelo!
LA FAMILIA INNUMERABLE
Entretanto, había llegado a tocar a las puertas del convento
una mujer joven y graciosa cargando un niño. Quería trabajo
—un trabajo cualquiera— y le di la chamba de cocinera.
Se instaló, adoptando un estilo muy popular, es decir, muy
pobre, en un ángulo de los corredores bajos, y en dos días
arregló lo necesario para cocinar. La primera comida que me
ofreció era suculenta y abundante. Enseguida llamó a varios
cargadores de los que tanto molestan en las afueras del con-
vento, los puso a juntar palos y piedras, de lo que había mucho
entre las ruinas, con lo que se construyó un cuarto.
Esta mujer era muy activa, sencilla, agradable, y precioso
su niño. Cuando aquel nuevo hogar estuvo completamente
terminado, me dijo que si le permitía traer a vivir con ella a su
hermana y a su marido con otros niños. Claro que no había
inconveniente.
166
Llegaron los nuevos huéspedes y me pareció conveniente
que aquel núcleo familiar se instalase cómodamente. El ma-
rido de la recién llegada se llamaba Lucio. Era un muchacho
grande y fuerte, que desde el primer momento daba la impre-
sión de serenidad, y de una bonhomía sorprendente. Le
encargué hiciese un jacalón para habitación de su familia. En
una semana Lucio hizo tres cuartos bastante cómodos, los
tapizó con papel de periódico y les puso un piso con la made-
ra vieja que había tirada por todas partes del convento.
Cuando la nueva habitación familiar estuvo terminada, las
dos mujeres me preguntaron “si no había inconveniente en
admitir a su madre con otros niños”. Que vengan —dije—
mientras más profanos, mejor. Tras de la madre —doña
Crescencia— y los nueve niños, llegaron primas, tías y coma-
dres de las muchachas en número de siete, pero a doña
Crescencia, que era la protectora de toda aquella gente, no le
pareció justo que otras mujeres, a quienes ella amparaba, se
quedasen abandonadas en el lugar donde las había dejado, y
después del consabido permiso, las trajo a vivir con ella. Eran
dos mujeres en el último grado de la miseria, llenas de paz
espiritual y de una habilidad sorprendente para hacer cuanto
trabajo se les encomendaba.
Esta doña Crescencia era una mujer de pequeña estatura,
enjuta de carnes, de cara arrugada, empenachada de un greñero
blanco y rebelde, de carácter firme y de una extraordinaria
inteligencia servida siempre por un raro sentido común. Toda
aquella familia heterógenea compuesta de diecisiete perso-
nas, la obedecía sin parpadear, y doña Crescencia dirigía todos
los asuntos domésticos, menos aquellos que se relacionaban
con el amor: sus hijas, sus sobrinas y sus protegidas, eran total-
mente autónomas en sus sentimientos sexuales: podían tener
todos los amantes que les diera la gana. Así, en pocos meses, el
pueblo infantil aumentó, con gran complacimiento mío.
167
BANQUETES
Como la prosperidad —nueva profana— había entrado en el
convento, no había nada mejor que ofrecer a las amigas y a
los amigos que pantagruelescos banquetes cotidianos en el
patio o en los corredores, para lo cual todo aquel gentío, hábil
en el cocinar, expedito en el servir, incansable, me fue el más
preciso auxiliar.
Hubo comidas íntimas de cinco o seis personas, con vino
de Chipre, y pipián estilo Jalisco, matrimonio al parecer ab-
surdo, pero que en realidad se llevaba muy bien. Hubo
pequeños banquetes de quince o veinte personas en que mis
conocimientos culinarios se combinaban con los de doña
Crescencia y sus hijas, obteniendo la aprobación unánime de
los comensales, gentes muy conocedoras en asuntos culinarios.
Pero hubo, sobre todo, grandes banquetes de cincuenta,
setenta y cien personas, en que todo el menú era completa-
mente mexicano.
El gran número de cocineras y galopinas permitía preparar
los manjares con gran cuidado y servirlos mejor que en cual-
quier restaurante del mundo.
Muchos amigos contribuían a la magnificiencia de estas fies-
tas del paladar. El escultor Ponzanelli enviaba por barriles un
delicioso vino de su tenuta de Toscana. Mi amigo Quirós, vie-
jo español radicado en Querétaro, mandaba los más exquisitos
quesos de sus rancherías; mi compadre Gumersindo, famoso
pulquero de Apan, no se conformaba con mandar el suave
licor, sino que lo traía personalmente, en parte por galantería
y en parte por gozar de la compañía de aquel mundo de gente
que venía a comer al convento llena de buen humor y con
ganas de emborracharse. A mi compadre Gumersindo había
que curarle la cruda después de cada fiesta; la señora Pearson,
una dama inglesa de mucho postín, nos enviaba unas delicio-
sas mermeladas de naranja como no es posible encontrarlas
168
en ninguna parte, de buenas que eran. En una ocasión,
Agapito Croce, propietario del restaurante “Toma”, recibió
una gran partida de barriles de vino procedentes de Frascati y
Castel Gandolfo, y llevó tres al convento. El regalo merecía
un banquete especial. Se preparó un estupendo menú a base
de platillos italianos y vinieron a comerlos más de doscientas
personas. La fiesta duró tres días. Las gentes que podían, re-
gresaban a sus casas, pero al día siguiente estaban de vuelta
para continuar el jolgorio; otras preferían quedarse para no
perder ni el aroma de los vinos que quedaba flotando bajo las
arcadas de los corredores. Íbamos del refinamiento de una
comida francesa servida por un gran chef de París, a la abun-
dancia de las Bodas de Camacho y a la barbarie de nuestros
antepasados de las cavernas.
Los concurrentes eran periodistas, poetas, pintores, escri-
tores y en algunos casos se admitían hasta políticos —toda
gente de buen humor, llena de sprit y con estómagos de aves-
truz—. Claro está que el ornamento maravilloso de estos
festivales lo formaba la mujer: chicas de las escuelas, alegres
y malcriadas, jóvenes señoras recién casadas, todavía sin hi-
jos, que entraban a la vida llenas de esperanza y revestidas de
belleza, otras muchachas, más formales que las primeras, ar-
tistas, recitadoras, pianistas, muchas de las cuales son ahora
célebres; viejas señoras elegantes, cuajadas de joyas, ansiosas
de expansión —un mundo femenino sin preocupaciones y sin
más finalidades que gozar plenamente.
El patio y los corredores se habían convertido en una feria
perenne de la alegría, del buen comer y del mejor beber.
La familia innumerable que se había congregado en cuartos
de madera bajo un corredor del claustro contribuía a realzar
el milagro de la creación de otra familia más numerosa, la
más sólida, la única digna de respeto: la familia de los amigos.
169
LOS GRANDES NEGOCIOS
La planificación de la Ciudad de México.— Entre banquete y ban-
quete hubo tiempo de planear grandes empresas —“barriga
llena corazón contento”— y mente activa, debería agregarse.
Fernando Galván, fundador de revistas ilustradas que al-
canzaron un gran éxito, y ducho comerciante en antigüedades,
era entre los más asiduos a los festivales. En uno de ellos me
dijo, llamándome aparte:
—Ya basta de banquetes. Vamos a emprender un negocio
en grande.
—Emprendamos el negocio —le contesté— y si lo realiza-
mos, aumentaremos el esplendor de nuestras fiestas y agregué
con el interés que el caso exigía para crear confianza en el
ánimo de mi amigo: —¿qué negocio me propones?
—Desde hace mucho tiempo —me contestó—, tengo la
idea de proponer la erección de dos estaciones de ferrocarri-
les, una para pasajeros y otra de carga.
—Tu proyecto es muy oportuno. La capital de la República
carece de ambas cosas. Las estaciones actuales son insufi-
cientes para satisfacer las necesidades del público y del
comercio, y además, son horribles. Tu idea es magnífica. Va-
mos a plantearla.
Desde el día siguiente nos pusimos a trabajar. Instalamos
unas oficinas en la calle de Madero número 28 y empezamos
a desarrollar la idea de Galván. Pero a medida que nuestros
trabajos avanzaban, fuimos llevados, por el carácter mismo
del proyecto y por las condiciones especiales de la Ciudad de
México, a establecer un programa completo para la planifica-
ción de la capital y sobre él se organizaron definitivamente
los proyectos, empezando por el primitivo de erigir las dos
estaciones centrales de pasajeros y de carga.
Llamamos a colaborar a jóvenes arquitectos de gran empu-
je y amplios conocimientos en planificación: Carlos Contreras
170
y Mendiolea, entre otros; el ingeniero León Salinas, director
de los ferrocarriles, nos proporcionó los ingenieros técnicos
para la transformación de las terminales, y ayudó a la empre-
sa con dinero; obtuvimos en opción, dentro de la Ciudad de
México y sus alrededores, cincuenta y ocho millones de me-
tros cuadrados para la erección de las estaciones, colonias
para los ferrocarrileros y otras colonias populares y se ultima-
ron los proyectos generales para la planificación de la ciudad.
El proyecto global fue presentado al señor ingeniero Pani,
Ministro de Hacienda, y por él aprobado.
Nuestro plan fue expuesto al señor Elischa Walker, Presi-
dente de la firma Blair and Co., de Nueva York, quien lo
aprobó también y envió al señor Wisse a la Ciudad de México
para formalizar la empresa. La casa Blair and Co. la financia-
ba con sesenta millones de dólares. Recuperaba el capital
invertido mediante el aumento del valor de los terrenos que
nosotros ofrecíamos y de las construcciones que en ellos se
levantaran, obteniendo una ganancia del 10 al 20%. El señor
ingeniero Pani pasó la proposición al señor licenciado Fer-
nando de la Fuente, entonces Jefe de crédito de la Secretaría
de Hacienda, quien dio un informe favorable.
Galván volvió a Nueva York con el señor Wisse y se ulti-
maron los arreglos de la empresa, ofreciendo al señor Elischa
Walker depositar inmediatamente diez millones de dólares en
el banco que el gobierno de México designase, para garanti-
zar el contrato.
Entre tanto Galván y yo habíamos traído a los más presti-
giados peritos norteamericanos en la construcción de
estaciones ferrocarrileras, en la planificación de ciudades, en
la organización del drenaje y en la construcción de caminos.
Cuando todo estaba listo, una inexplicable cortina de silen-
cio cayó sobre la empresa, y no la pudimos romper ni el señor
Walker con sus millones ni nosotros con nuestra influencia
en México, y como el silencio se prolongó, las opciones sobre
171
terrenos fueron perdiéndose, la dirección de los ferrocarriles
abandonó nuestras proposiciones y elaboró otros proyec-
tos por su cuenta, y perdimos el apoyo de la fuerte casa
neoyorquina.
Todas nuestras gestiones cerca del gobierno fracasaron y la
Ciudad de México perdió la única ocasión que se le presenta-
ba para transformarse en una urbe verdaderamente moderna.
173
Pero el gobierno consideró que nuestra empresa no tenía
carácter comunista, y después de que el ingeniero Sr. Marte
R. Gómez, Secretario de Hacienda, la sostuvo contra viento
y marea en vista de los importantes resultados obtenidos, su
sucesor, el licenciado Suárez, tuvo a bien cancelar el contrato
que yo había firmado y se me dio una indemnización por los
daños que me causaban.
En realidad, los daños los sufrió el país, porque el gobierno
tiró el dinero, y destruyó la posibilidad de acumular en la Te-
sorería de la nación un stock de oro —finalidad de mi proyecto.
Los esfuerzos hechos posteriormente para renovar la ex-
plotación en Cerro Colorado fracasaron en Estados Unidos y
en Inglaterra, porque ninguna compañía tuvo confianza en el
gobierno que acababa de aniquilar una empresa floreciente
patrocinada por el gobierno mismo.
* * *
174
Ante esta vergüenza, y ante mi formidable desastre finan-
ciero, era necesario demostrarme a mí mismo, y demostrar al
gobierno que no sólo de oro vive el hombre, sino también de
arte y de belleza.
MERCEDES
Después de las nueve de la noche, todo el barrio de la Merced
permanece sumido en un profundo silencio. El tremendo aje-
treo cotidiano termina poco después del oscurecer y todo
queda en una calma oscura y pestilente.
Las barracas de madera que se levantan sobre las aceras
forman callejones estrechos, oscuros y llenos de cajones va-
cíos abandonados. La luz escasea y la policía nunca aparece
por estos lugares, donde los asaltos y los escasos transeúntes
se verifican una noche sí, y otra también.
Por uno de esos callejones sombríos avanzaba a pasos rápi-
dos una mujer, no, una jovencita: pude verla cuando al
atravesar el claro entre dos barracas, la luz de un foco la ilu-
minó plenamente.
Me pareció muy extraño que a hora tan avanzada, y en aquel
lugar tan peligroso, anduviese sola una muchacha tan joven,
e instintivamente me detuve. Ella se escondió en el espacio
vacío de un puesto, y enseguida corrió al extremo opuesto de
la calle, a ocultarse detrás de otra barraca, y allí permaneció
quieta, tal vez tenía miedo. Yo suponía donde estaba, pero
ella me veía claramente porque la luz de un gran foco me
iluminaba.
—Señorita —le dije en voz alta—, es imprudente que us-
ted ande a estas horas por estos lugares. Voy a acompañarla
hasta que salga de estos callejones.
—No se moleste —contestó una voz infantil, de tono pro-
fundo y armonioso—. Voy a mi casa. Vengo del convento, a
donde fui a buscar al doctor.
175
—Pues el doctor del convento soy yo —le dije—, ¿en qué
puedo servirla?
Salió corriendo del escondite y vino hacia mí.
—Sí, usted es el doctor, lo reconozco porque lo he visto en
los periódicos. Vine a que me regalara unos libros.
—¿A estas horas? —eran más de las diez de la noche.—
Vamos por ellos.
Caminamos en silencio hasta el portón, lo abrí y la invité a
pasar.
Los corredores del convento estaban siempre iluminados
por grandes focos colgados de los techos, y a su luz pude ver
a mi pequeña admiradora. Era una preciosa criatura. De cuer-
po grácil y flexible, y caminaba con mucha gracia. Cuando en
el gran refectorio mercedario que me servía de oficina yo le
entregué los libros que me pidió, le vi las manos. Me parecie-
ron maravillosas, manos largas y flexibles, de una prodigiosa
armonía lineal. No pude menos que decírselo. Ella se vio la
mano que tenía libre, la observó por todos lados y mirándo-
me, entre inocente y coqueta, me dijo:
—Nunca se me había ocurrido que yo tuviera manos boni-
tas, ni nadie me lo había dicho. Y con el manifiesto deseo de
evitar nuevos elogios, se puso a examinar los dibujos y los
cuadros que había colgados en las paredes. Miraba despacio,
pasando de un cuadro a otro, y volviendo hacia los que ya
había visto, para hacer comparaciones. Yo la dejaba hacer.
—¡Cuántos, cuántos son! ¡Y qué raros! Yo nunca he ido a
los cerros, pero así los he soñado —y luego agregó, obede-
ciendo a un pensamiento muy espontáneo: ¿es muy difícil
dibujar?
—No —contesté—, es tan fácil o tal difícil como cualquier
otra cosa. Depende de nuestro modo de ser, del interés que
tengamos, de nuestra íntima disposición.
—Yo creo que podría hacer unos dibujos tan bonitos como
éstos, con un poco de empeño.
176
—Con esas manos que usted tiene, puede hacerlos mucho
mejores.
Ella rió y con la mayor sencillez me dijo:
—¿Me quiere usted regalar uno?
Ante el deseo de aquella muchacha tan bonita, mi vicio de
regalar mis dibujos se intensificó hasta el paroxismo y
quise regalarle cuanto había en el salón y ponerlo a sus pies
—que seguramente eran tan bonitos como sus manos— pero
me conformé con decirle: —escoja usted los que quiera.
Yo pensé que iba a descolgar uno cualquiera y decirme:
éste me gusta, pero después de una larga inspección, empezó
a descolgar dibujos, y los iba colocando en el suelo contra los
muebles, y cuando ya tuvo una gran cantidad seleccionada,
empezó a escoger los que le gustaron, los fue poniendo apar-
te, y siguió repitiendo la operación hasta que seleccionó dos,
que eran entre los mejores, y entonces sí me dijo: estos dos
me gustan más. Yo alabé la selección que había hecho, y fi-
nalmente se me ocurrió ofrecerle un asiento. No nos habíamos
sentado en cuatro horas. Se sentó y me dijo que quería que yo
la llevase a los montes todos los domingos, y quiero, también,
que me lleve usted al Popocatépetl.
—Iremos a todos los montes del mundo, desde el cerro de
la Estrella al Himalaya, pero mucho me temo que desde este
momento estamos preparando mal el terreno para que a us-
ted la dejen salir de su casa a un paseo conmigo.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque va usted a regresar muy tarde y la van a reprender.
—¿Qué hora es?
—Las dos de la mañana.
Abrió los ojos desmesuradamente, hizo una aspiración, se
llevó la mano a la boca y repitió:
—¿Las dos de la mañana?... Me van a dar una regañada
terrible, y seguramente me pegarán. No me gusta que me re-
177
gañen y mucho menos que me peguen. Si me pegan, me ven-
go a vivir aquí.
—De cualquier manera, concluí yo, vámonos, la voy a acom-
pañar a su casa.
Salimos, ella muy alegre con sus dibujos y sus libros y yo,
francamente, muy mortificado porque me consideraba res-
ponsable del daño que yo iba a causar a aquella pequeña tan
bonita, tan entusiasta, y tan extraña.
Por las calles desiertas y silenciosas me iba contando las
cosas de su familia, cómo vivía y cuán grande era su pobreza.
De repente se detuvo y me dijo: se me había olvidado decirle
cómo me llamo: soy Mercedes, y tengo una abuelita muy bue-
na pero muy regañona.
—Y ¿no tiene usted papá? —le pregunté.
—Sí señor, cómo no he de tener, nomás que es muy malo y
a mí y a mis dos hermanas, que somos hijos de la primera
señora, nos tiene abandonados y vive con otra señora y otra
familia.
—Pero, ¿por qué no va usted a verlo, sea o no un hombre
de recursos y le cuenta usted su situación?
—Él debía venir a verme a mí, dijo con fiereza. Yo soy una
mujer y él es un hombre muy rico, es dueño de la tienda “El
río Duero”, aquí, por las calles de Uruguay, y tiene muchas
casas y automóviles.
—¿“El río Duero”? Entonces su padre de usted es el señor
don Fernando Fernández...?
—El mismo.
—¡Pero criatura —dije en un tono de reproche multifor-
me—, su padre de usted es uno de los gachupines más ricos
de México!
—¡Y a mí qué me importa! Mi abuelita y yo trabajamos, mis
hermanos nos ayudan y comemos muy a gusto, nada más que
no me dejan la libertad que yo quisiera, y por la menor cosa
me regañan.
178
—Pues ahora le van a echar a usted un chorro de regañadas.
En estas pláticas llegamos a su casa y yo le dije: si la rega-
ñan a usted o la corren de su casa, allí está el convento a su
disposición.
BOMBAS VOLCÁNICAS
181
cuerdos a mí me pesaba bastante, porque era yo quien los
cargaba.
Una vez, caminando por las vertientes del pequeño volcán
apagado de San Pablo, se encontró una piedra partida que le
llamó la atención, y me preguntó:
—¿Por qué tiene esta piedra un corazón como de esponja?
Me incliné y vi la piedra. Era un bomba volcánica partida
en dos pedazos, que contenía, en forma muy visible, su anti-
guo núcleo esponjoso.
Le expliqué con todos sus detalles lo que era la bomba,
cómo había salido del cráter, a cuya vera estábamos, se la
mostré por el exterior, con su aspecto de corteza de pan, y le
hice notar cómo parecía algo hecho a mano, especialmente su
parte inferior, que mostraba una verdadera espoleta tan per-
fecta como si hubiese sido fundida en un molde.
—Ésta, dijo Mercedes, después de escuchar con mucha
atención, la vamos a poner encima de tu escritorio.
La colocamos en el ayate, pero como desgraciadamente mi
lección había fructificado, Mercedes, durante toda la excur-
sión no hizo más que buscar bombas, y quería que yo cargara
con todas las que encontró. Tres escogimos como muy her-
mosas, las acomodamos en el ayate y me lo eché a la espalda,
estilo indio, pero cuando llegué a la estación del ferrocarril yo
tenía el lomo matado como el de un burro pobre y trabajador.
En otra ocasión la llevé al Pico de Orizaba, arriba de la
Cueva del Muerto, donde puede admirarse una exposición
lateral, muy reciente, que arrojó una inmensa cantidad de bom-
bas. Estaba seguro que la pequeña amante de estos curiosos
proyectiles haría grande acopio, y en previsión me llevé dos
mulas con canastos para que la niña no me convirtiese, como
de costumbre, en una acémila.
Mercedes llenó los canastos de bellos ejemplares, casi to-
dos del tipo que los geólogos llaman de croutte de rain, pero no
me escapé de seguir ejerciendo las funciones que yo había
182
creído delegar completamente a otros animales más fuertes
que yo, y me cargó con una bomba que pesaba diez kilos, y
que en realidad era un ejemplar admirable.
La oficina y la celda conventuales se habían convertido en
un museo vulcanológico, pero por un extraño fenómeno de la
dinámica geológica, las bombas explotaron de nuevo en mi
corazón.
184
Yo dije esto muy formalmente, y la mujer se quedó medi-
tando largo rato, luego declaró:
—No tengo tanto dinero, ¿pero si me llevo uno me lo pone
a precio de docena?
—Claro está.
La mujer dejó el canasto en el suelo y se puso a mirar de
nuevo muy atentamente dibujo por dibujo, y yo esperé. Al
cabo de un rato volvió a donde yo estaba y me dijo:
—Señor, la verdá, no sé cual escoger. Todos me gustan,
pero yo no me voy sin un dibujo. Al precio de docena, ¿cuán-
to sale uno?
—Oiga usted señora, para que usted se vaya contenta, le
voy a dejar el que usted escoja, en diez pesos.
La mujer se quitó un pañuelo de la cintura, desamarró el
nudo que traía en una de sus puntas y extrajo el dinero que
dentro había. Contó con mucha dificultad seis pesos cincuenta
centavos.
—No me ajusta, pero le voy a pedir prestado a mi comadre
doña Petrita, que está aquí nomás junto a la puerta, orita vengo.
Me dejó los seis pesos cincuenta centavos en la mano, y
salió en busca del faltante. Al poco rato volvió y me lo entre-
gó. Descolgué el dibujo elegido, se lo di y la mujer se fue
diciendo: ¡lástima que están tan caros, si no me llevaba la
docena!
Nunca hice una exposición que me produjese mayores sa-
tisfacciones que ésta, y no ciertamente por los beneficios
pecuniarios que me dejó o por las críticas atrabiliarias publi-
cadas en diarios y revistas, sino porque fue iluminada por la
admiración inconsciente de millares y millares de gentes inge-
nuas que gozaron plenamente ante las obras que yo había hecho,
también ingenuamente, frente a los montes y los llanos.
El éxito pecuniario y las críticas de la prensa me dejaron
indiferente, pero lo que me llenó de amargura fue la actitud
185
de la señorita que se había convertido en la administradora
de la exposición, y la de Mercedes, cuando supieron que yo
había vendido un dibujo a la mujer del pueblo en diez pesos.
Se pusieron furiosas y renunciaron a seguir patrocinando lo
que ellas llamaban “un negocio”. Afortunadamente, a las po-
cas horas reconsideraron la renuncia, y volvieron a sus puestos
temerosas de que yo vendiese toda la exposición por un vaso
de café con leche.
187
de la catedral metropolitana, la que le ha servido de ejemplo
a las obras posteriores que se ocupan del mismo asunto.
Manuel Toussaint realizó en este volumen la más justa
valorización que se haya hecho de la máxima iglesia me-
tropolitana, y el fotógrafo Kahlo colaboró con sus fotografías.
El tercer volumen.— Está dedicado a los tipos que pueden
considerarse como mexicanos y que se levantan en el Valle
de México, a los que di la denominación de “tipos
ultrabarrocos”.
Al hacer el estudio comparativo entre el barroco italiano, el
español y el mexicano, encontré que este último, absurda-
mente definido como “churrigueresco”, tenía características
muy especiales que lo diferencian de los tipos europeos y lo
presentan con modalidades exageradas, más audaces, y no
sabría yo decir precisamente si es un producto decadente o
algo nuevo.
El grupo que comprende las innumerables iglesias
pueblerinas y las grandes iglesias citadinas, ornadas de prodi-
giosos altares dorados y policromados, no cabe dentro de
ninguna denominación de las que se habían adoptado antes
de que apareciese este volumen.
Evidentemente que la parte puramente arquitectónica, al
mismo tiempo que el ornamental, provienen, a veces del ba-
rroco español, y en muchas ocasiones directamente del italiano,
pero albañiles, canteros y ornamentistas mexicanos hicieron
con los elementos importados un estilo nuevo, arbitrario, po-
lícromo, y en el caso de los altares de una fantasía y de una
riqueza verdaderamente prodigiosas. La mayor parte de las
ilustraciones de este volumen se deben al fotógrafo Kahlo.
El cuarto volumen.— Está dedicado a definir y poner en va-
lor el tipo de la arquitectura poblana religiosa, dentro de la
que caben templos magníficos como La Merced y San Fran-
cisco, centenares de pequeñas iglesias hechas como maquetas
de escultor, con fachadas, campanarios y cúpulas
188
policromadas, interiores verdaderamente magníficos como la
capilla del Rosario y preciosos templos erguidos sobre las co-
linas de los valles de San Francisco Acatepec y Santa María
Tonanzintla.
En ninguna región de México el policromismo alcanzó un
desarrollo tan importante y una correlación tan completa con
el ambiente como en Puebla, y tampoco en ninguna ciudad
de la República la cúpula alcanzó un desarrollo tan amplia-
mente como en estos valles y montes del estado de Puebla.
Este volumen está ilustrado con las fotografías de Kahlo,
siempre excelentes y gran número de dibujos del autor.
Volumen quinto.— Está dedicado a los altares. En él se hace
una clasificación de todos los tipos de ornamentaciones inte-
riores de las iglesias y se definen con precisión las
características de la exornación ultrabarroca, a cuyas modali-
dades pertenecen la mayor parte y los más bellos altares de
los templos mexicanos.
Volumen sexto.— El volumen sexto es una recopilación de
tipos religiosos arquitectónicos de 1525 a 1925 y está redac-
tado e ilustrado por los señores Manuel Toussaint, el ingeniero
I. R. Benítez y el que esto escribe.
Toussaint hace una síntesis muy clara del carácter de las
iglesias y conventos que se erigieron durante la segunda mi-
tad del siglo XVI, y su trabajo constituye, junto con el del
ingeniero Benítez la parte más importante de este último vo-
lumen. El ingeniero Benítez expone un cuadro estadístico
sobre el desarrollo de las construcciones religiosas en el
virreinato, que pone ante nuestros ojos el desarrollo de las
construcciones eclesiásticas en México durante 1700. De prin-
cipios de 1700 a fines de 1750 se construyeron cinco iglesias
por mes, o sea tres mil en cincuenta años. Esta furia religiosa
explica por qué México se empobreció desde esa época, no
sólo por la inversión casi total de los capitales y de la mano
de obra en trabajos que no aportaban utilidad pública, sino
189
porque se descuidó totalmente el cultivo de los campos, el
fomento de las industrias y la política fue, fundamentalmen-
te, una política al servicio de la iglesia.
Epílogo de Iglesias de México.— Estas monografías editadas
por la Secretaría de Hacienda, empezadas por iniciativa del
señor ingeniero A. J. Pani, durante el desempeño de su cargo
como Secretario, y terminadas por el señor don Luis Montes
de Oca al hacerse cargo de la jefatura de la misma Secretaría
de Hacienda, están hechas como las iglesias que describen
—sin un plan fijo— pero con vigor y con el espíritu nuevo
—tiene un carácter fundamental crítico— una finalidad bien
clara: determinar con precisión, y lógicamente, el valor de los
componentes plásticos de los diversos tipos que forman la
arquitectura levantada durante el virreinato.
—Encierran errores y contradicciones— que los críticos ve-
nideros corregirán.
—Les falta exposición gráfica y crítica de diversos monu-
mentos importantes.
—Pero es el único trabajo en el cual puede encontrarse una
clasificación racional de la arquitectura post-azteca.
En los seis volúmenes que componen esta serie, están defi-
nidos y clasificados los tipos que forman nuestro estilo
nacional —el ultra barroco.
La importancia histórica, literaria, crítica y artística de la
obra que se elaboró dentro del convento, fue encerrada en
una magnífica edición dirigida por el ingeniero Rafael Loera
Chávez, la que le valió cálidos elogios del Instituto d’Arti
Grafiche di Bergamo y de la prensa de México.
191
cho por los redactores de l’Asino en el Baldachino de la Basí-
lica de San Pedro, en donde Bernini y sus discípulos contaron,
en relieves de mármol, la bellaquería de la familia del Pontífi-
ce y del Pontífice mismo. Este descubrimiento causó sensación
en el mundo, y los que en él tomamos parte y lo expusimos a
la consideración de los pueblo, nos cubrimos de gloria, de la
cual formaba parte una solemne excomunión del Vaticano.
Así pues, el joven italiano que llegaba recomendado por
mis amigos, cayó en un terreno propicio; iba a contar con la
colaboración de un hombre que ya había hecho en Italia una
labor semejante a la que el recién llegado pretendía realizar
en México, que se había convertido oficialmente en un país
anticlerical. El licenciado Portes Gil, dado su alto puesto, es-
taba en condiciones de patrocinar la obra propuesta por
Guillermo Dellhora.
Traduje al español las palabras candentes de santas y san-
tos, de pensadores del Renacimiento, de filósofos franceses,
de políticos italianos del Resurgimiento, y agregué las mías.
Se organizaron las ilustraciones, que si no eran vigorosas
expresiones plásticas sí alcanzaban a despertar los sentimien-
tos de la mayoría de las gentes. Se hizo un volumen de
cuatrocientas páginas, que Rafael Loera Chávez editó magní-
ficamente, y del seno del convento mercedario salió una de
las obras más elocuentes y populares contra la Iglesia de Jesu-
cristo. Los diez mil ejemplares que formaron la edición se
agotaron rápidamente, y hoy la obra de Dellhora se cotiza en
el mercado librero, diez o doce veces más alto que su valor
primitivo, es decir, hoy vale cuatrocientos o quinientos pesos.
Un profano suicida.— Guillermo Dellhora, una vez termina-
da su obra, que llevó por título: La Iglesia católica ante la crítica
—en el pensamiento y en el arte— entró en una especie de receso
mental y en un estado de depresión nerviosa que, si era fácil
de explicar después de un triunfo en un hombre débil, no era
explicable en un hombre joven lleno de vigor, de una vasta
192
cultura y, al parecer, de sentimientos firmes. Yo traté de ave-
riguar lo que pasaba a mi amigo, con quien había colaborado
con tanto entusiasmo, y un día, paseando por los corredores
del claustro, Dellhora, espontáneamente, tal vez confiando
en nuestra amistad o seducido por la ayuda que yo le había pres-
tado para llevar a cabo su trabajo, me abrió todo su corazón.
Había abandonado Italia por asuntos políticos. Su odio al
régimen de Mussolini le había proporcionado duras persecu-
ciones, y en vísperas de ser sujetado a un proceso se exilió en
Francia. Le fue necesario abandonar a su mujer, con quien se
acababa de casar, y al venir a México perdió toda esperanza
de volver a Italia.
Al terminar su obra contra la Iglesia, recibió una serie de
cartas de diversos amigos, donde le comunicaron que su mu-
jer se había convertido en la amante de uno de los fascistas
que más lo persiguieron en Roma.
Dellhora tenía dinero para volver a Italia, pero el régimen de
Mussolini le impedía la entrada. Yo le di el único consejo que
un hombre puede darle a otro en circunstancias semejantes:
—Regrese usted a Italia, a riesgo de su propia vida, y mate
a la infiel o a su amante, o a los dos, según se presenten las
circunstancias.
—No puedo, me objetó. Amo demasiado a mi mujer, siem-
pre he estado loco por ella y me considero impotente para
hacerle el menor daño. Intentaré persuadirla, dijo con una
voz suave, para que venga a reunirse conmigo.
—No vendrá nunca, aunque tuviera todas las facilidades.
Es posible que su mujer lo quiera todavía, pero en ella, como
en cualquier otra mujer en las mismas condiciones, se impo-
ne más un capricho que el amor.
—Entonces —dijo Dellhora, interrumpiéndome—, me mataré.
—Esa solución debe ser exclusiva del sujeto desilusionado.
193
Mi amigo me miró con sus ojos claros y potentes y ponién-
dome sus manos sobre los hombros, me dijo con lágrimas en
los ojos:
—No sé qué hacer.
Durante varios días estuvo yendo al convento y a cada
momento me parecía más deprimido. ¿Qué podía yo decir a
mi pobre amigo? ¿Cómo podía yo consolarlo si yo no dispo-
nía de un lenguaje suficientemente persuasivo para llevar a
su ánimo un consuelo cualquiera?
Una noche, mientras cenábamos en silencio, Dellhora,
disimuladamente, extrajo de su bolsillo una pequeña caja, y
de ella unas pastillas que dejó caer en un vaso de vino, cre-
yendo que yo no había visto su maniobra. Cuando consideró
que las pastillas estaban disueltas, cogió el vaso y trató de
llevárselo a la boca. Yo se lo impedí bruscamente.
—Guillermo, querido amigo, en este mundo todo ser cons-
ciente, hombre o mujer, no tiene más que una sola propiedad
verdadera: su propia vida, y cada cual puede disponer de ella
como mejor le plazca. Suicidarse es un derecho natural. Us-
ted puede hacerlo, aquí, delante de mí, pero ¿ya lo ha
reflexionado usted suficientemente? Y poniéndole la copa con
las pastillas que él había echado dentro junto a su mano, agre-
gué: estoy dispuesto a hacer el papel del verdugo de Sócrates
dándole el vaso con la cicuta, pero éste que pongo al alcance
de su mano no es la sentencia de muerte impuesta por un
tribunal, sino la que usted mismo se impone.
Dellhora estaba pálido, con la boca contraída. Lentamente
bajo la cabeza y la apoyó en los brazos que tenía recogidos
sobre la mesa y lloró largamente. Yo tiré el vino y el vaso.
Tres días después el mozo de la casa de asistencia don-
de vivía Dellhora llegó muy emocionado al convento y
me dijo con voz entrecortada: ¡señor, señor, don
Guillermo se ha matado!
194
La misma noche en que mi desgraciado amigo trató de sui-
cidarse en mi presencia, se metió en un baúl, cerró fuertemente
la tapa por dentro y se pegó un tiro en la sien. Durante tres
días el cadáver estuvo encerrado en el baúl, y al cuarto, la
peste lo denunció. Cuando lo destaparon, Dellhora se había
convertido en una gusanera.
Muchas gentes me dijeron que aquella muerte era un casti-
go de Dios. No me extrañó la afirmación: Jehová ha matado
tanta gente a través de los milenios, que no puede sorprender
a nadie otra muerte más por escribir un libro contra sus repre-
sentantes en la tierra.
195
A mediodía nos reunimos Felipe, el más viejo de todos mis
compañeros, Irineo, un indio de raza pura, y Leonardo, el más
letrado.
—Ahora —les dije—, no vamos a llevar a un grupo de
amigos por las veredas conocidas: queremos ir por el lado
poniente sur, ascender al pico de Teopixcalco y atacar la mon-
taña por sus glaciares.
—Para nosotros es un paseo —dijo Leonardo—, pero para
la señorita es demasiado fuerte. Son cinco horas de peligro
continuo.
—¡Qué importa! —dijo Mercedes con firmeza y agregó—:
si ustedes suben, ¿por qué no he de subir yo que soy más
joven?
—Lo de joven, no se discute, refunfuñó Leonardo, pero us-
ted no sabe de estas cosas. No es lo mismo subir por donde
usted quiere que por donde suben los excursionistas
domingueros.
—Pero la señorita —comenté yo—, está muy entrenada y,
además, nosotros la conduciremos.
Al día siguiente salimos, ya bastante entrada la mañana,
seguidos de dos mulas que llevaban los bastimentos y los tras-
tos para cocinar. Por si fuese necesario llevamos un caballo
para que Mercedes lo montase en las cuestas muy pronuncia-
das, pero el animal, que era el mejor caballo de Amecameca,
sólo sirvió al regreso, para cargar los famosos “recuerdos” de
Mercedes, que seguía entusiasmada con las piedras volcánicas.
El camino que sale de Amecameca hacia la parte poniente
sur del volcán es un verdadero río de arena floja, muy moles-
to para recorrerse y al llegar al pueblo de San Pedro Nexapa se
transforma en otro río de piedras que avanzan por los flancos
de grandes lomas cubiertas de oyameles. Dentro de estos bos-
ques el camino es angosto, suave y cómodo, todavía no muy
empinado y se detiene a la entrada de una hermosa cañada.
En ella pasamos el resto de la tarde y la noche. Antes del
196
amanecer emprendimos la marcha que había de terminar en
los arenales de Cuahuatzla, donde acamparíamos. Antes de
alcanzar ese punto, y al abandonar los grandes bosques de
pinos, la naturaleza se vuelve áspera y aparecen los primeros
derrames de arena que bajan de los altos declives del volcán,
sembrados aquí y allá los pinos retorcidos por el viento. Cer-
ca del mediodía llegamos a Cuahuatzala, segunda etapa de
nuestra excursión, bajo un sol que, en esta altura —cuatro
mil doscientos metros sobre el nivel del mar— y en este día
claro, quema más que el sol del desierto de Sahara.
Cuahuatzala es, como lo dice su nombre náhuatl, “lugar donde
abundan los troncos secos de los árboles”, y está formado
por grandes declives arenosos y sembrado de enormes esque-
letos de pinos inclinados sobre la tierra —un paisaje gris,
cubierto por un cielo azul extrañamente profundo—; el vol-
cán se oculta detrás del alto lomerío.
A pesar del calor se encendió una gran hoguera y se calentó
el almuerzo. Los indios de estos montes, salvo casos muy
excepcionales, nunca comen sus alimento fríos: siempre en-
cienden su hoguera para calentarlos.
Almorzamos, y Mercedes se durmió. Poco antes del atarde-
cer la desperté y la conduje por el filo de una loma arenosa a
uno de los repliegues superiores de la barranca de Nexpayantla.
Durante el camino no veíamos más que las lomas de arenas y
el cielo azul, pero al descender por un repliegue sembrado de
pequeñas lajas, Mercedes se quedó estupefacta.
Ante ella se abrió un abismo de arena rodeado de rocas que
subían hasta los grandes acantilados del volcán, y, sobre ellos,
la gran cúpula de hielo se levantaba como una inmensa joya,
llena de luz y de silencio. Junto a nosotros dos rocas rojizas
encuadraban el paisaje, paisaje terrible como el dolor.
Bajamos un poco hasta colocarnos al borde del abismo. El
paisaje se amplió. Hacia abajo se extendían las grandes faldas
del volcán cubiertas de bosques de pinos, y más abajo exten-
197
sas llanuras dilatadas hasta los horizontes dibujados sobre un
cielo luminoso. Mercedes tenía las lágrimas en los ojos y no
podía hablar. La sensibilidad de esta criatura ante los espec-
táculos de la naturaleza era extraña, dada su edad. Es que
toda ella era sentimiento inmaculado y optimismo. Yo me
emocioné más con la emoción de la criatura que por la con-
templación del paisaje prodigioso, tal vez porque lo había
admirado ya centenares de veces.
Cuando el sol traspuso las lejanas cordilleras, toda la tierra
quedó envuelta en una penumbra azul de la que emergía como
un faro la cima rojiza del Popocatépetl. Mercedes estaba más
fatigada de la contemplación de este prodigioso panorama
que de las siete horas de ascención que habíamos hecho para
llegar a Cuahuatzala.
La conduje al campamento y se sentó junto al fuego. La
temperatura había descendido 45 grados en pocos minutos.
La ascención.— Durante el tiempo que duró nuestro paseo,
mis compañeros habían construido dos chozas con grandes
astillas de pino recubiertas de manojos de zacate, cortado en
el bosque que teníamos a nuestros pies. La más grande se
destinó a los guías y en la más pequeña nos acomodamos
Mercedes y yo. Frente a la hoguera, cenamos.
Cuando los guías y yo hacíamos esta misma excursión para
escalar el volcán, no nos dábamos a tantos preparativos, pero
como se trataba de conducir a una muchacha que nunca ha-
bía realizado una empresa semejante, era necesario
proporcionarle todas las facilidades.
Al día siguiente los muchachos y yo establecimos un segun-
do campamento en el cuello de Teopixcalco, 400 metros
más arriba. El objeto de este segundo campamento era pro-
porcionar a Mercedes un descanso lo más largo posible
antes de emprender la última ascención, y un lugar de re-
poso al descender.
198
El cuello que liga el Pico de Tteopixcalco con la parte su-
perior del cono del volcán, está formado por espinazos muy
erosionados que terminan en diques cubiertos de piedras muy
agudas. Más arriba, entre los diques, hay siempre ligeras ca-
pas de hielo. Por esta zona atravesamos en plena noche
fulgurante de estrellas y azotados por un viento sutil y helado.
Después de una hora de marcha lenta encontramos el pri-
mer declive de hielo, cortado a pico sobre los pedregales, y
hubo necesidad de rodearlo hacia el norte para encontrar un
paso. Ascendimos, ligados con cuerdas. Yo guiaba y Leonardo
e Irineo seguían a Mercedes. Pronto alcanzamos una grande
crevasse, en cuyo extremo superior se abría una hermosa gru-
ta de hielo llena de estalactitas y estalacmitas, que en la suave
oscuridad nocturna brillaba extrañamente.
Desde esta cueva hacia arriba, las capas de hielo se van
volviendo más y más lisas y su inclinación obliga a cortar
escalones para poder subir. Después de cuatro horas de mar-
cha habíamos alcanzado el borde del cráter. Cuando Mercedes
se asomó al enorme abismo tuvo una contracción involuntaria.
En la noche profunda el cráter oscuro parecía no tener fondo.
Seguimos por el borde superior y cerca de las cuatro de la
mañana llegamos a la punta más elevada del volcán (5,600
metros), cuando las estrellas empezaban a palidecer y el cielo
se cubría de una suave luminosidad aperlada.
En las sinuosidades de las rocas que forman esta punta nos
colocamos, al borde del abismo, mientras el cielo fue vol-
viéndose más claro y las estrellas apagándose bajo capas de
luz venidas del oriente. Soplaba un viento helado y el frío
había descendido ocho grados bajo cero. (A cinco kilómetros
y medio de altura, en una noche despejada y con viento, ocho
grados molestan más que 50 en Finlandia).
Lentamente fueron ascendiendo del Oriente largas fajas de
luz rojas y amarillas y la tierra inundándose de luz. De las
profundidades de los valles surgían los lomos azulosos de las
199
cordilleras y la cima del Iztaccíhuatl parecía retorcerse en el
espacio. Mercedes era una contracción. La emoción la tenía
contraída como si su cuerpo hubiese estado sometido a una
corriente eléctrica. Acercándome, la cogí suavemente de un
brazo y le dije: mira hacia el Poniente. A los pocos instantes
la sombra cónica del Popocatépetl se proyectó en la atmósfe-
ra sobre un cielo rojo y amarillo, y se movía como un fantasma.
Mercedes estaba muda. Su imaginación se paralizó ante una
realidad superior a todas las fantasías, y en silencio siguió
mirando la sombra del volcán que descendía lentamente del
aire y se aplastaba sobre la tierra hasta formar una península
oscura y fluida, a cuyo alrededor el sol iluminaba campos y
montes con una luz nacarada.
El sol ascendía rápidamente y su luz desentrañaba cordille-
ras y serranías, valles y bosques, iluminándolo todo con una
luz dorada, pero hacia el Oriente las ondulaciones de la tierra
se destacaban unas tras de otras en masas azulosas hasta to-
car las costas del Golfo de México a trescientos kilómetros
de distancia y cuando el sol estuvo ya muy alto Mercedes se
llevó las manos a la cara y se tapó los ojos. Luego dijo:
—Me voy a volver loca. No puedo más. Creí que después
de haber visto lo que vi ayer, nada podía sorprenderme. El
calor del sol la había reanimado y quiso seguir mirando y di-
ciendo lo que sentía, pero el viejo Irineo la interrumpió.
—Mire usted aquellas nubecitas que están sobre la sierra:
son las que anuncian las primeras lluvias y aquí arriba se for-
mará una tempestad en un momento. Sería mejor que
bajáramos.
Las primeras nevadas.— Irineo tenía razón: en pocos ins-
tantes aquellas nubecillas crecieron y se convirtieron en
grandes cúmulos que rodaban hacia el volcán. Era necesa-
rio descender.
Nos atamos con cuerdas en diversa forma de como lo ha-
bíamos hecho al ascender y enfilamos por el largo declive en
200
medio de una nublazón cerrada. Esta vez Irineo guiaba y
Leonardo y yo íbamos detrás, sosteniendo a Mercedes con
dos distintas cuerdas. En los declives muy pronunciados que
forman las gruesas capas de hielo, el descenso es más peligro-
so que el ascenso y hubimos de aumentar nuestras
precauciones, sobre todo porque la niebla era muy espesa y
sólo alcanzábamos a ver hasta diez o doce pasos adelante.
Afortunadamente el rastro de nuestras pisadas y los escalo-
nes que habíamos hecho, facilitaban la bajada. Sin embargo,
había pendientes muy pronunciadas en que era necesario que
Mercedes se colgase de las cuerdas que nosotros sosteníamos.
El descenso fue lento. No era posible precipitar la marcha
sobre el hielo resbaladizo, cortado por pequeñas crevasses y
enmedio de una semioscuridad peligrosa.
De repente empezó a nevar y las dificultades aumentaron.
Comprendíamos que Mercedes estaba muy fatigada y necesi-
taba un reposo que no podíamos darle en aquellas
circunstancias. Finalmente llegamos al campamento de
Teopixcalco cerca del mediodía y envueltos en rachas de nie-
ve, acompañadas de grandes relámpagos.
Reavivamos el fuego que habíamos dejado cubierto y
Leonardo preparó el café. Lo bebimos con delicia, saturado
de coñac y arrojamos a la hoguera cuanto quedaba por que-
mar hasta que Mercedes tuvo la ilusión de que se calentaba.
Cerca de las cuatro de la tarde volvimos al primer campa-
mento, donde una comida espléndida nos esperaba.
Con el descenso Mercedes se había reanimado, y como la
tempestad había cesado, pudo calentarse efectivamente; se
quitó los guantes empapados, se descalzó y se cubrió con
gruesos calcetines de lana secos, lo que le dio un gran con-
suelo. Habíamos hecho muchas excursiones por los montes,
pero ninguna tan interesante y peligrosa como la que acabá-
bamos de realizar.
201
Comió en silencio, lentamente, como siempre lo hacía, y
cuando hubo terminado se retiró bajo la entrada de la peque-
ña choza y nosotros reanimamos el fuego para que su calor la
alcanzase.
De su figura deformada por los gruesos sarapes que la en-
volvían, no se veía íntegramente más que sus ojos negros,
donde se reflejaban las llamaradas de la hoguera, pero yo creí
adivinar detrás de los fuego oscilantes el tremendo asombro
de aquella criatura. Me acerqué y le pregunté:
—¿Volverías a hacer esta misma excursión?
—Mil veces la volvería a hacer, me contestó, pero no creo
que sea posible, porque ahora hay muchas nubes y franca-
mente, es muy peligrosa y agregó: pero la volvería a hacer de
todos modos, con peligros y con nubes. Te voy a pedir un
favor, concluyó, quedémonos aquí algunos días más.
—Todos los que quieras. Verás otras cosas, diferentes, pero
siempre maravillosas, las grandes tempestades en algunas al-
turas son magníficas y te gustará contemplarlas, y hasta
sufrirlas.
—No se apuren por las tempestades, dijo Irineo, que nos
había escuchado, no faltarán.
Y así fue. Desde el día siguiente, después de una noche de
calma en que Mercedes durmió tan profundamente que no se
movió hasta el amanecer, la madre naturaleza se complació
en cumplir los pronósticos de Irineo.
Toda la mañana siguiente al día de la excursión la emplea-
mos en pasear por los arenales humedecidos con la lluvia,
que aparecían negruzcos, y desde sus lomos le mostré las gran-
des zonas devastadas por los vendavales y los torrentes de
piedras y de arena que bajaban desde los hielos hasta tocar
los bosques destruidos.
Los muchachos habían reforzado las pequeñas chozas con
manojos de zacate y acarreado grandes ramazones secas de
pinos que el viento, las lluvias y el sol habían destruido hacía
202
muchos centenares de años, con las que formaron una ho-
guera que parecía un incendio capaz de resistir las más furiosas
tormentas.
Toda la mañana, sobre la cima del volcán, se habían acu-
mulado las nubes y el cielo a su alrededor permaneció
despejado, pero poco después de mediodía grandes masas
vaporosas empezaron a subir por entre las cañadas y mientras
almorzábamos cubrieron los lomeríos. De repente un relám-
pago iluminó la niebla y un trueno profundo y prolongado
sacudió el aire. Instantes después empezó a granizar y en bre-
ves momentos las arenas se cubrieron de una capa blanquecina.
Las nubes estaban tan bajas y eran tan espesas que podían
tocarse. Mercedes hizo el intento de meter las manos en una
nube oscura y apretada que rodaba lentamente junto a las
chozas y yo le grité:
—No hagas eso: puedes provocar una descarga. Bajó los
brazos y yo le conté cómo en una ocasión semejante, uno de
mis mozos metió las manos en una de esas nubes y la descar-
ga que provocó lo dejó muerto, retorcido sobre la arena.
Al granizo sucedió una nevada muy molesta, a la que los
indígenas dan el nombre de plumilla, y está compuesta de
cristales planos, muy deleznables, que se presentan siempre
en estas zonas antes de que los copos de nieve desciendan de
las nubes.
Así sucedió en esta ocasión. Una silenciosa y abundante
nevada empezó a descender sobre las lomas y extendió rápi-
damente una capa suave y blanquísima a nuestro alrededor.
De repente en la atmósfera grisácea, en silencio, estalló un
globo de color verde intensísimo, y luego otro, y después
muchos, aquí y allá, sobre las lomas, entre los esqueletos de
los pinos, sobre nuestras cabezas. Eran del tamaño de los
grandes focos eléctricos de las ciudades y estallaban sin rui-
do, dejando un fuerte olor a ozono.
Mercedes estaba azorada.
203
—¿No matan esos rayos? —preguntó.
—No son rayos —le contesté—, no son chispas produci-
das por un choque, sino acumulaciones de ozono electrizado
que explotan en el mismo lugar donde nacieron, siempre a
muy poca altura del suelo.
—¡Cuántas cosas extrañas se ven en este volcán! —dijo
juntando las manos y agregó—: voy a salir para ver si puedo
tocar uno.
No fue necesario. Un globo verdoso estalló en la puerta de
la cabaña sin causar el menor daño, pero por rápido que fue el
movimiento de la mano de Mercedes, no pudo alcanzarlo.
Las tempestades en esta altura y en este tiempo duran poco.
Un viento poderoso del sur se arrojó sobre las nubes que los
cubrían, las empujó sobre las lomas de arena, las levantó con-
tra el cono del volcán, las rasgó contra los acantilados llenos
de nieve y con furia mítica fue despejando el cielo hasta de-
jarlo limpio. El sol volvió a iluminar la montaña transformada
en una tumba cubierta con un blanco sudario.
Los días siguientes, Mercedes los dedicó a dibujar. Cubrió
papeles y más papeles de ingenuos pero elocuentes trazos
infantiles que la llenaban de satisfacción. En todo era una
mujer, menos en su voz y en su manera de dibujar: en ambas
cosas fue siempre una niña.
* * *
CAMBIO DE FORTUNA
Los meses habían pasado y formaron años llenos de felici-
dad, de trabajo, de esperanzas. Mi vida intensa y
despreocupada no era el mejor sistema para llevarme a la ple-
na seguridad de vivir —a esa seguridad de que todos los
hombres ambicionan como la única medida para no caer en el
abismo de la miseria. A mí, en realidad poco me importaba la
204
seguridad y mucho menos la miseria. Pero en medio de mi
despreocupación, esta vieja mujer que acecha siempre no
desde las sombras, sino desde el esplendor de la vida misma,
extendió sus garras sobre el convento. Ya era tiempo.
Fracasos, despilfarros, fiestas... me condujeron fatalmente
a la pobreza. Los cuadros no se vendían, ni los libros.
Las deudas se acumularon de un golpe.
No teníamos reservas ni en los bancos ni en la despensa.
Una hermosa mañana no hubo dinero para comprar la le-
che y el pan para los niños. Y otra faltaron las tortillas para
los grandes.
Era evidente que no podíamos quedarnos sin comer los
habitantes del claustro mercedario, y Mercedes recurrió a un
crédito que yo creía inexistente.
Las vecinas de los puestos de fruta de los alrededores del
convento y los españoles de las tiendas abiertas junto a esos
puestos cedieron a nuestras solicitudes y hubo en abundancia
latas de sardinas, café de garbanzo, frutas y legumbres. Du-
rante dos meses vivimos del crédito, que bien visto,
merecíamos porque en los lugares donde lo solicitábamos ha-
bíamos derramado el dinero poco tiempo antes.
Estábamos acostumbrados a comer con abundancia y las
cuentas en las tiendas de comestibles subían fantásticamen-
te, ante nuestro temor de que los creditores nos cerrasen las
puertas, lo que un día sucedió en un lugar, otro día en otro,
hasta que no hubo dónde llamar. Nosotros habíamos perdido
totalmente nuestro prestigio, los fiadores temían por su dinero.
Las cuentas de las tiendas empezaron a llegar en número
abrumador y pudimos seguir viviendo gracias a que Merce-
des y las muchachas de la Colonia patieril habían acumulado
algunas mercancías, casi podría decirse que habían estableci-
do una tienda particular bajo los arcos del convento.
Pero las reservas también se agotaron, y en vista de la im-
posibilidad en que yo me encontré de obtener dinero como
205
en otras épocas, Mercedes tuvo un golpe genial: puso un pues-
to con mis cuadros, un puesto igual y en medio de los fierros
viejos o de jabón.
En la esquina del convento más transitada por los compra-
dores había una barraca donde vendían zapatos, propiedad
de una comadre de doña Crescencia. Mercedes le propuso
adjuntarlo. Se quitarían los zapatos y se colgarían en su lugar
dibujos y pinturas. La mujer aceptó mediante la ganancia de
un 15% neto sobre las ventas.
El puesto estaba exactamente en la esquina de Jesús María
y Uruguay y Mercedes se puso al frente, amparada por su
belleza y su gracia extraordinaria y por un rótulo que decía:
“Los mejores dibujos del mundo a precios de plaza”, claro
que todo el mundo entendía que estos precios eran los de la
plaza de la Merced, es decir, en relación con el valor de un
kilo de jabón o de una docena de naranjas.
El primer día se vendieron tres dibujos a cinco pesos cada
uno y una pequeña pintura en diez. El segundo día la venta
aumentó al doble y a los mismos precios, y al tercero se hu-
biera vendido toda la mercancía, pero la vendedora
comprendió que la valorización de los cuadros no era justa y
que podían alcanzar precios muy superiores. Puso un anuncio
en un periódico, hizo unos pequeños volantes para llevarlos a
los amigos y cerró el puesto.
—Verás cuánta gente vendrá —dijo.
A mí, francamente me satisfizo completamente el resulta-
do de la venta de los dos primeros días. Finalmente yo sabía a
ciencia cierta cuánto valían mis cuadros ante el criterio y las
posibilidades pecuniarias del público, sin inflarlo y sin la mise-
en-scene de una exposición rastacuera ni a la réclame de los
periódicos.
En el puesto clausurado Mercedes puso un anuncio: “ce-
rrado por balance. Reapertura el jueves...” El jueves se abrió,
pero contra lo previsto, la gente no quiso pagar más de diez
206
pesos por un dibujo ni más de veinte por una pintura pero los
cuadros subieron enormemente de valor. Algunos dibujos se
vendieron a cincuenta y cien. Como había muchos dibujos y
muchas pinturas, en un mes vendimos cerca de 2,000 pesos,
que se me fueron como agua entre los dedos.
Esta venta fue nuestro último recurso. Después las gentes
ya no querían dibujos ni regalados y sufrimos otro colapso
económico, que terminó en un desastre cuando se acabaron
los dos mil pesos. La miseria, hija de la despreocupación, en-
tró sin misericordia y definitivamente en el claustro mercedario.
LUCIO
La imprevisión —la imprevisión total frente a todos los pro-
blemas de la vida, cualquiera que sea su carácter y su
importancia— es una de las modalidades más visibles del
modo de ser de la gente de México, pero entre esas gentes hay
un gran número que ha convertido esa virtud nacional en un
alegre sistema de vivir, y entre ese grupo de elegidos, yo me
he considerado como su máximo representante.
Pero en el desastre que sufríamos existían circunstancias
especiales que me lo hicieron sentir muy agudamente: mi ex-
celente amigo Lucio cayó gravemente enfermo y no había
posibilidad de atenderlo.
Este Lucio era para mí y para el pueblo innumerable que
vivía al amparo de las arcadas del convento, un ser indispen-
sable. En él descansaban nuestros trabajos materiales, y él
era el consejero, lo mismo para encontrar la forma de evitar
los pagos a la compañía de luz, que para preparar un banque-
te o para servirlo, o si era conveniente o no hacer un negocio
con cualquier gente. Tenía una extraordinaria habilidad de
manos, un claro sentido común y un sólido espíritu de justi-
cia. No sabía leer ni escribir —tal vez por eso juzgaba y hacía
tan bien las cosas—.
207
Él gobernaba con mano suave y justa aquel mundo de mu-
jeres y de niños que se habían acogido a la misericordia del
claustro, y desde que él llegó nunca hubo discusiones ni plei-
tos familiares, y los amantes de las chicas le obedecían
mansamente.
No tenía, en realidad, nada de extraordinario en su aparien-
cia: era un tipo vulgar, de pómulos salientes, ojos pequeños,
frente estrecha y una gran cabellera negra, de fuerte com-
plexión, pero de movimientos suaves, y lo que podía
considerarse como un defecto singular, su boca, era precisa-
mente de donde emanaba una extraña fuerza. Doña
Crescencia, abuela de toda aquella tribu, decía con mucha
justicia: “Lucio trae el alma en la boca, por eso la tiene tan
grande”.
Lucio tenía realmente un alma grande y, además, una pode-
rosa inteligencia, incultivada, y precisamente por eso, pura.
Su enfermedad, un padecimiento del hígado, se complicó y
sus padecimientos lo iban llevando fatalmente a la muerte.
Le prodigamos los escasísimos recursos de que disponíamos,
pero todo fue en vano.
LA MUERTE DE LUCIO
¡Qué terrible desconsuelo —oscuro desconsuelo—, agonía
arrinconada en un antro de dolor; el espíritu colgado como
telaraña desgarrada en un ángulo de un muro; amargor en la
boca...!
Dando traspiés había caminado todo el día por las calles de
la gran urbe, tratando de conseguir dinero para comprar me-
dicinas y llevarle algo de comer a mi amigo, que se moría bajo
los arcos del viejo convento, aplastado en un sucio camastro.
¡Nada había podido obtener! Todas las puertas del mundo
se habían ido cerrando delante de mí con fría parsimonia. Me
había quedado solo en un desierto con los girones del alma
208
flotando como nubarrones en una atmósfera pesada y triste.
A veces me sentía como un gusano en un tubo de ensaye,
moviéndome inútilmente dentro de infranqueables paredes
de vidrio. Por todas partes, dentro y fuera de mi conciencia,
una sola cosa visible: la impotencia.
Ya muy noche, vacilante, idiotizado, borracho de amargu-
ra, llegué hasta el viejo portón del convento. Volvía sin dinero,
sin medicinas y sin pan. Sabía con profundo dolor que mi
amigo se moría entre mujeres que lloraban y niños que chilla-
ban de hambre.
Mi amigo era Lucio, un muchacho que me servía de mozo,
de ayudante y de compañero, siempre risueño, de voz suave,
robusto, inteligente, de un optimismo radiante, siempre dis-
puesto a comprender todas las cosas que pasaban delante de
su atención alerta.
Un silencio de camposanto abandonado circundaba los car-
comidos muros del claustro, un silencio alumbrado a trechos
por la fría claridad de un arco voltaico y roto, a ratos, por los
pasos acelerados de algún transeúnte.
Cuando introduje la llave para abrir la apolillada puerta un
calosfrío me sobrecogió. El golpe seco de un pasador dio so-
bre mis nervios como un hachazo sobre mi cabeza. Abrí. Mi
cuerpo se quedó clavado en el dintel. Lucio estaba delante de
mí, tendido sobre el suelo sobre un petate, cubierto con un
pedazo de trapo blanco. Sus pies desnudos, iluminados por la
llama agonizante de una vela, parecían enormes. Allí estaba
mi amigo, muerto de miseria. Dos mujeres sentadas en el sue-
lo y arrebujadas en sus rebozos, aniquiladas por el dolor,
dormían profundamente.
En torno del muerto danzaban las sombras movidas por la
llama vacilante de la vela y corrían a ocultarse en el fondo de
las grandes arcadas del patio.
Yo miraba al hombre que me esperó largas horas para sal-
varse, tendido sobre el suelo, abatido por la mano implacable
209
de su destino, inmóvil y yerto, en medio del silencio de las
piedras labradas, rodeado de cansancio, circundado de muje-
res que dormían aplastadas por el dolor y de niños que habían
llorado todo el día pidiendo de comer.
Cerré la puerta, me acerqué al muerto, le destapé la cara. Su
faz serena parecía perdonarme. Un instante pasó, un siglo, un
tiempo sin medida... Bruscamente la luz de la vela se apagó y
la muerte salió del cadáver y se extendió bajo las bóvedas del
claustro.
Sobre las manos unidas y yertas del difunto puse las mías y
lloré largamente.
De repente un niño gritó. Su lamento me volvió a la vida; el
grande vacío oscuro se iluminó como la noche tenebrosa con
la luz de un relámpago.
Amanecía. La vida parecía renacer, pero cuando quise reti-
rar mis manos de las del difunto, el frío de la resignación las
había paralizado.
210
Frente al gran portón del convento existía una vecindad
típicamente popular, formada por dos hileras de viviendas
pequeñas, incómodas y sucias, ligadas eternamente por lar-
gos tendederos de ropa bajo los que pululaban chiquillos,
mujeres, gritones y malcriados. Sobre esas viviendas del patio
se extendían dos corredores que daban acceso a viviendas
más amplias y de mejor aspecto, ocupadas en su mayor parte
por dueñas de puestos de frutas que habían alcanzado un
cierto estado de prosperidad. Entre estas mujeres, general-
mente madres de una numerosísima familia, había una dama
de aspecto provinciano, muy digna, siempre bien vestida, un
poco gruesa pero muy bonita. La leve sordera que padecía
aumentaba la viveza de su rostro y disminuía el tono de su
voz. Era madre de dos preciosas niñas y de dos muchachos
que trabajaban de dependientes en una tienda. Muchas veces
fui a visitarla, y otras, aunque siempre llena de timidez, asis-
tió a nuestros banquetes. Era amable sin exageración y
extremadamente servicial.
Una mañana se presentó en el patio de mi morada conven-
tual y suplicó a las muchachas que me hablasen. Fui a su
encuentro. La bella dama me dijo a media voz: quisiera ha-
blarle a solas. Subimos a mi oficina, y cuando la dama
comprendió que nadie nos escuchaba, me dijo:
—Señor, le extrañarán a usted mis palabras, vengo a comu-
nicarle que aquí, en uno de estos corredores, hay dinero
enterrado, o por mejor decir, emparedado.
—Señora, le contesté, todos los muros del convento han
sido picados por los albañiles para recibir un nuevo aplanado.
No hay una sola pulgada que no haya sido removida. ¿Dónde
cree usted que pueda estar emparedado ese dinero?
La dama me miró con esa mirada aguda de los sordos y
comentó:
—Lo sé, lo sé que todos los muros han sido picados, pero el
lugar en donde está el dinero lo han dejado intacto. ¿Usted
211
cree que yo, sabiendo lo que hay aquí, no he estado pendiente
de todos los trabajos que se han hecho? Le aseguro que el
lugar donde está el dinero no ha sido tocado.
—¿Cuál es ese lugar? —pregunté, por preguntar algo.
—Alrededor de un nicho que está en el fondo del corredor
enfrente de nosotros. Voy a contarle como está el negocio.
—En 1913 los soldados que tenían su cuartel aquí en el
convento lo abandonaron y se quedó custodiado por un por-
tero y su familia. Este portero tenía amistad con un pagador
del Ejército federal, que lo visitaba con frecuencia. Una no-
che, ya muy tarde, llegó un carro cargado con varias cajas y
entre el portero, el pagador y otras personas las bajaron y las
metieron a la portería. Todo esto yo lo vi desde el balcón de
mi casa y me quedé muy intrigada. Poco tiempo después, el
portero, que se llamaba Juan, se metió a la Revolución y lo
mataron.
Un día su viuda vino a verme y me contó que las cajas eran
seis, las habían emparedado en un corredor, junto al nicho.
No queríamos decir nada a nadie por temor de que nos co-
mieran el mandado, pero yo me propuse averiguar el sitio
donde las cajas fueron escondidas y con mucha frecuencia
venía por las noches a platicar con la mujer del nuevo porte-
ro, que era muy afecta al espiritismo. Yo le daba por su lado y
hacíamos sesiones con cualquier pretexto. Yo procuraba que
fueran siempre junto al nicho, con el objeto de inspeccionar,
sin levantar sospechas, sus alrededores, pero nunca llegué a
convencerme de que allí habían sido escondidas las cajas.
Mi interés en torno del nicho provenía de que en una oca-
sión, a la mujer del antiguo portero se le escapó decirme que
ella había visto a su marido reparar el muro, precisamente
abajo de ese nicho. El dato era de interés, concluyó la dama.
—Señora, dije a la dama después de su relato, el nicho está
ahí y no ha sido tocado por los albañiles que repararon el
muro. Realmente vale la pena hacer una exploración. ¿Quiere
212
usted que la hagamos el domingo próximo? Si encontramos
dinero, vamos a medias.
La dama asintió con una sonrisa y un “gracias” lleno de
seguridad.
215
Grupos de esta naturaleza están destinados al fracaso por-
que ni responden a un movimiento revolucionario profundo,
ni están sostenidos por una institución oficial. Nuestro espí-
ritu revolucionario era, a fin de cuentas, puramente literario.
Una de las causas del fracaso de la Liga se debió a que cuan-
do quisimos hacer frente a la expansión comunista patrocinada
por el gobierno, muchos de nuestros miembros se separaron
para pescar una chamba y los que quedamos tuvimos que
recurrir a explicarnos en los diarios.
De cualquier manera, nuestro fracaso fue un caso típico de
esa clase de grupos que se lanzan a los campos de las letras
para conquistar la gloria, con el corazón ardiente, pero sin
reservas de combustible.
217
dependencias, y en esas condiciones se encontró totalmente
maniatado.
Hubo más: la Secretaría de Industria afirmó que había otras
cooperativas más importantes al desarrollo de la economía
nacional que las de artes populares, y se les dio el dinero que
a las nuestras correspondía.
Los cooperativistas indígenas se creyeron engañados por el
Comité y volvieron a sus antiguas prácticas de venderse por
un plato de lentejas a los eternos acaparadores.
El capítulo de las exposiciones encierra párrafos muy amargos.
La señora Rabbe organizó en San Antonio, de acuerdo con
la Cámara de Comercio, una gran exposición basada exclusi-
vamente en nuestros productos. Se trataba de una empresa
en gran escala, en la cual estaban interesados muchos ele-
mentos del estado de Texas, pero la Secretaría de Industria
desaprobó mis trabajos y la exposición no se llevó a cabo. Era
la primera que iba a realizarse en el extranjero, con los más
importantes productos de nuestras artes populares.
LA EXPOSICIÓN DE CALIFORNIA
El señor Richard S. Requa, arquitecto de mucha nota en los
Estados Unidos, vino a México para estudiar nuestra arqui-
tectura, pero al visitar el convento de la Merced y enseñarle
yo las colecciones de cerámica, tejidos, muebles, juguetes,
etc., que había recogido a través de todo el país, se entusias-
mó a tal grado que propuso a las Cámaras de Comercio del
estado de California que patrocinaran una exposición de ar-
tes populares mexicanas en la ciudad de Santa Bárbara, con
motivo del aniversario de su fundación.
El señor Requa fue a Los Ángeles, habló con los directores
de esas Cámaras de Comercio y con algunos miembros del
gobierno del estado, y en mayo de 1930 me anunció oficial-
mente que no sólo las Cámaras de Comercio, sino los artistas
218
de California y la ciudad de Santa Bárbara patrocinaban la
exposición, la que se instalaría en el nuevo palacio municipal
que iba a inaugurarse en la próspera ciudad californiana.
Se acordó el programa de las fiestas, los arquitectos de
California acondicionaron los salones del palacio municipal y
la ciudad ofreció una fiesta especial al abrir la exposición.
Se empacaron los objetos, se escribió una monografía y se
contrataron los carros de los ferrocarriles para llevar la mer-
cancía. Pero el gobierno de México se opuso porque dijo que
el dinero de las cooperativas de artes populares se había des-
tinado a otros usos y, además, “que no se creía digno que
México fuese representado por cacharros y sarapes”.
Había tal interés en California por esta exposición, que in-
tervinieron cerca de nuestro gobierno, el Alcalde de San Diego,
las autoridades de Santa Bárbara, los representantes de las
Cámaras de Comercio unidas, todo inútilmente.
Pocas semanas antes de la fecha en que la exposición debía
abrirse, el señor General José María Tapia, gobernador de la
Baja California, hizo gestiones para que la exposición no fra-
casara, tanto por su importancia intríseca, cuanto porque se
le había dado un carácter oficial y, claro está, también en vis-
ta de los grandes gastos hechos por los organizadores de la
fiesta en California.
La Secretaría de Relaciones se interesó por el asunto, y el
teléfono funcionó por varios días entre San Diego y México
por llevar a cabo la exposición. Nada pudo romper el silencio
de la Secretaría de Industria.
Finalmente, el señor Requa, en nombre del estado de
California, y las aduanas norteamericanas, proporcionaban
todas las facilidades para que las mercancías que iban a exhi-
birse pasaran libremente por la frontera.
Los ferrocarriles mexicanos pusieron a disposición del Co-
mité un tren especial para su transporte, todo en vano.
219
Esta clase de enredos y de trastornos político-económicos
son posibles solamente en México y totalmente inadmisibles,
incomprensibles para cualquiera que no los haya visto con
sus propios ojos.
Resumen: no solamente hicimos un papel ridículo ante el
pueblo de California, sino que se nos cerraron las puertas para
darles salida a nuestros productos vernáculos, pues el señor
Requa había establecido una serie de oficinas en California y
en otros estados para lanzar al mercado, en gran escala, los
productos de las artes populares de México.
Este fracaso, no por ser oficial, me consuela. Y no sola-
mente no me consuela, sino que me indigna.
Golpe de muerte.— La absurda actuación de la Secretaría de
Industria y el fracaso de la exposición de Santa Bárbara, traje-
ron como consecuencia la ruptura de nuestros compromisos
para abrir exposiciones en Estocolmo y en París, la disolu-
ción de la Cooperativa, y la pérdida de todos los objetos que
se habían coleccionado destinados a esas exposiciones.
Pero hay algo más grave que todo lo anterior: el colapso de
las industrias populares.
En muchos de los centros productores, grandes y peque-
ños, los indígenas habían sido refaccionados por nuestra
Cooperativa y se habían organizado para producir objetos de
mejor clase y en abundancia. Muchos trajeron sus productos
al convento, que ya había sido convertido en mercado, y cuan-
do toda esa gente conoció el fracaso que habíamos sufrido, al
volver a sus pueblos tuvo que caer en manos de los industria-
les extranjeros y nacionales, que transformaron una de las
cosas más bellas de México en una mercancía para turistas.
De estos tristes acontecimientos data la decadencia de las
Artes Populares en México.
220
PROFANOS DESILUSIONADOS
LA MUERTE DE OBREGÓN
Hubo una época en que los corredores del convento se trans-
formaron en un taller de pintura, no porque yo me hubiese
constituido en un profesor, sino porque un grupo de mucha-
chas comprendió que la amplitud del claustro podía
albergarlas, y en él trabajaron largos meses. Muchas demos-
traron gran talento y dedicación, especialmente, en el arte del
retrato, la güerita Urueta y Laura Garza Galindo sobre todas.
222
La güerita Urueta era una chica preciosa, chispeante en su
conversación, muy observadora, con un verdadero tempera-
mento de artista, pero sus pocos años y su extremada
ambición le impedían llegar de un salto a ese descanso que
está al final de una larga escalera y al cual sólo es posible
ascender subiendo escalón por escalón. Lo comprendió a tiem-
po, se disciplinó y después de múltiples rebúsquedas ha
logrado ser una de las mejores pintoras de México y una de
las más originales.
Laura Garza Galindo era una chica delgada y elegante, siem-
pre muy bien vestida, muy reconcentrada y una gran retratista.
Estas dos chicas guiaban al pequeño grupo, en el cual había
otras muchachas que no sabían hacer otra cosa más que lucir
sus belleza y llenar de alegría los ámbitos del convento. Dos
de entre ellas eran admirables: Elvia y María Luisa.
Elvia era una chica de pura raza zapoteca que hubiera po-
dido servir de modelo a las más rientes máscaras de la escultura
de su estirpe. Pero su acometividad la transformaba en una
fiera de las selvas tropicales, y nadie podía resistir su orgullo
de acción. Gran nadadora, acabó por ser la mejor profesora
de natación de México, lo que no le impedía que su inquietud
se manifestase constantemente en las letras, y en el dibujo, en
el cual se expresó con elocuencia.
María Luisa era una gacela, ágil y nerviosa, alegre y retozo-
na, siempre llena de optimismo, realmente muy bonita, y su
gracia y su talento la llevaron al estrellato del cine nacional.
Con frecuencia nos reuníamos a comer en el antiguo refec-
torio de los mercedarios, y honraban nuestra mesa algunas
grandes señoras de mucho postín, que ponían alrededor de
nuestros ágapes una atmósfera de seriedad aristocrática.
En una ocasión, mientras discutíamos delante de un extra-
ño plato de hongos que a Laura no le gustaban, sonó el teléfono
y la güerita tuvo un sobresalto. ¡Una desgracia! ¡ay! una des-
223
gracia, algo ha sucedido, dijo muy azorada. Me levanté y des-
colgué el audífono. Una voz angustiosa se escuchó:
—¡Doctor, doctor, mataron a Álvaro!
—¿Pero, cómo, cuándo?
—Ahora, hace un momento (eran las dos y media de la tar-
de), en la Bombilla.
Era la voz de una vieja criada del General Obregón que me
comunicaba la noticia.
Colgué la vocina y le dije a la güerita: tu presentimiento era
exacto, acaban de matar al General Obregón. Conmoción ge-
neral y comentarios que nos impidieron seguir comiendo.
El General Álvaro Obregón, que de un modesto taller en
su pueblo natal se lanzó a la Revolución contra el gobierno
del General Huerta y se abrió paso desde el norte del país
hasta la capital, tras una serie de victorias contra las tropas
federales, era un hombre de fuerte complexión, bien planta-
do, cabeza más bien grande con una nariz elegante, ojos muy
penetrantes, boca autoritaria, pero fácil a la sonrisa —aspec-
to de hombre pleno de voluntad, de firmeza—. Su inteligencia
era clara y su memoria verdaderamente prodigiosa. En ella
conservaba con la mayor facilidad largos documentos, tele-
gramas recibidos o enviados años antes y era capaz de retener,
íntegra, una composición poética después de haberla oído la
primera vez. Como Napoleón se sabía no sólo los nombres de
sus oficiales, sino de muchísimos entre sus soldados.
Las anécdotas que se cuentan en torno de la memoria de
Obregón son innumerables, y es a todas luces evidente que
fue un auxiliar de primer orden en el desarrollo de sus campa-
ñas militares.
Ellas lo elevaron a la más grande altura entre los caudillos
del continente. Sus campañas contra la División del Norte,
comandada por el General Villa asesorado de un Estado Ma-
yor compuesto de famosos militares del ejército federal, no
han sido todavía analizadas técnicamente, ni apreciadas en
224
su verdadero mérito. A mí me pareció que alguien debía juz-
garlas, alguien verdaderamente competente y envié sus
descripciones y algunos planos al General francés Mangín,
quien me comunicó su opinión en una extensa carta, en la
que una sola frase sintetiza su juicio: “la marcha del General
Obregón en el territorio mexicano, hacia Trinidad, León y el
norte del país, tiene todas las características de las marchas
de Julio César en las Galias”.
Durante todas esas campañas, y en otras varias, pude acom-
pañarlo como observador y nuestra amistad se estrechó día
tras día. Pero cuando Obregón se levantó contra Carranza,
entonces Presidente de la República, yo consideré que come-
tía un grave error y en un mitin público, en Hermosillo, lo
dije. Tuve que escapar de las zonas dominadas por sus fuer-
zas, y nuestra amistad se convirtió en un odio que parecía
inextinguible. Sin embargo, ciertos afectos familiares y la in-
tervención del ingeniero Pani hicieron presión en el ánimo de
Obregón, y en el mío, y nos reconciliamos bajo las arcadas
del claustro mercedario. Me invitó a tomar parte en la campa-
ña que iniciaba para alcanzar la Presidencia de la República y
formar parte del gobierno después del triunfo. Me rehusé. La
amistad, toda entera, de política nada.
Sin esa reconciliación, tal vez el anuncio de su muerte no
me hubiera causado ninguna pena, como no la causó al pue-
blo de México, que odiaba al General Obregón después de
haberlo exaltado como un gran soldado.
PROFANAS ILUSTRES
226
La elevación de Amalia se debe fundamentalmente a su ex-
traordinario talento circundado de sus encantos femeninos.
Isabella.— Arquetipo de mujer pasional, poseedora de esa
extraña belleza peculiar de las almas torturadas y ardientes
que tuvieron Safo y la Duse, desde muy pequeña se dedicó
espontáneamente a la recitación, pero no entre grupos de
amigos, sino en la escuela Lerdo, donde apareció siempre, lo
mismo en las fiestas del plantel que en los festivales de los
teatros, como la más alta expresión de la cultura escolar.
Sus grandes dotes de comedianta la llevaron desde tempra-
na hora a los estudios cinematográficos, y al presentarse en
su primera película se reveló con todas las características de
su temperamento poderosamente apoyadas por su voz apa-
sionada y armoniosa.
Desgraciadamente esas grandes dotes teatrales de Isabella
no fueron plenamente aprovechadas por sus directores, que
acostumbrados a la cursilería de las artistas disfrazadas de
chinas poblanas y a la sosería de las niñas bonitas recomen-
dadas por algún productor, no alcanzaron poner en valor todo
el tesoro que Isabella encerraba en su gran alma de artista,
pero no pudieron impedir que aquella su voz maravillosa, de
inflexiones profundas y apasionadas, no llegase a conmover
los sentimientos de las gentes. Esa voz de Isabella llega siem-
pre al alma de las multitudes con la prodigiosa armonía de
una fuerza de la naturaleza. Tampoco pudieron impedir, a
pesar de cerrarle el camino frecuentemente, que Isabella apa-
reciese en la pantalla como la más grande trágica del cine
nacional.
Maria Luisa.— Sólida en su estructura fisica, poseía tam-
bién una vigorosa estructura mental. Cuando empezó a escribir
para las revistas y para el teatro entraba apenas en la juven-
tud, y su aspecto era semejante al de aquellas muchachas que
vemos en los fescos de Pompeya llenas de dignidad.
227
Las amplias y profundas cuencas de sus ojos, su nariz recta
y su boca firme se encerraban en un óvalo fuertemente dibu-
jado. Una gran cabellera negra y alborotada coronaba su
armoniosa figura.
Y así eran sus comedias y sus dramas, sobrios, bien organi-
zados. Estilo conciso y claro, escenificación espontánea y
elocuente. ¿Cómo ha sido posible que con todas estas dotes
que le habían llevado rápidamente al primer plano entre los
escritores teatrales del país, María Luisa haya abandonado
tan inesperadamente una labor para la que había sido creada?
María Luisa dejó de escribir precisamente en el momento en
que lo único que necesitaba era proseguir.
Adela.— Siendo casi una niña la conocí en un recital y me
pareció tan inteligente y tan activa, y era tan bonita, que la
invité a formar parte de la Liga de Escritores Revoluciona-
rios, acabada de fundar. Llegó a la vieja casa donde nos
albergamos aquellos que creíamos en las virtudes de las letras
y de las artes. Su presencia llenó de alegría la mansión y sus
recitales la honraron. Era pequeña y graciosa, sencilla en el
vestir, y su voz clara y su risa retozona revelaban una mucha-
cha llena de vida.
Pronto se revelaron su espíritu de organizadora y su don de
gentes. En la lucha por vencer era siempre optimista, cuali-
dad que a través de su vida se ha intensificado llevándola a
ocupar un puesto envidiable y envidiado en las esferas socia-
les, en la promoción y sostenimiento de las grandes obras de
beneficencia, y pronto también conquistó el corazón de las
gentes a quienes prodigaba la dádiva de su presencia. Porque
la sola presencia de Adela era, como es ahora, una dádiva
divina de belleza y de optimismo y de elegancia.
Tuvo la fortuna de encontrarse, al iniciar el camino de su
vida consciente, un hombre que supo comprenderla y amarla,
un hombre cuyo prestigio de arquitecto se había ya consoli-
dado en todo el país, y cuyo nombre era una garantía para la
228
muchacha que llegaba al mundo de las realidades llena de
ilusiones, de ideales humanitarios y de esas raras virtudes pro-
picias a la formación de lo que yo considero como la más
quimérica de las empresas: la creación de un hogar feliz.
Adela es un tipo excepcional en nuestro medio social. No
es una diletante del trabajo. En las obras de beneficencia,
trabaja por la cosa misma y no por lo que pudiera decirse de
ella. Es inmune a las diatribas y a los ataques de los escritores
venales. Lo que hace, lo hace siempre bien, desde recibir a
sus amigos en su magnífica casa de San Ángel, hasta consoli-
dar la existencia del Hospital para los ciegos, y más alto
todavía, hasta crear la Universidad Femenina.
En todas partes y en todas las épocas las universidades han
surgido al amparo de un gobernante, de las instituciones reli-
giosas o de grupos de gente poderosa. Adela ha hecho surgir
la Universidad Femenina con su sola y prodigiosa voluntad
iluminada por su claro talento.
En cualquier país, la Universidad Femenina tal y cual Ade-
la la ha organizado, sería un fenómeno extraordinario, pero en
México es un verdadero milagro, un milagro de la inteligencia
y de la voluntad.
Adela, en los tiempos que corren, ha dejado atrás todas las
dificultades y cultiva sus bellas obras como un jardinero las
plantas de su jardín y tiene, como la Virgen del Apocalipsis, al
dragón de la envidia y de la estulticia aplastado bajo sus pies.
HASTÍO
Años de rudo trabajo, de luchas, de fracasos, de jolgorio, en
los que no pudo surgir un triunfo completo, me hastiaron.
¿Cómo había de surgir un triunfo cualquiera en medio del
desorden y en la alegría desorbitada? Los triunfos son hijos
del dolor. Los triunfos son fruto de nuestra voluntad
reconcentrada puesta en acción fuera del placer y de la dicha.
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Los triunfos los producen solamente los chorros de sangre
que brotan de las heridas recibidas en el combate. El triunfo,
en las luchas de la vida, es lo opuesto del placer, a la vanidad,
a la despreocupación. El triunfo es siempre amargo, cuando
es grande.
Los años pasados en el convento fueron una fiesta donisíaca,
y nada más. ¿Cómo no había de sentirme hastiado?
Era necesario vivir otra vida, buscar otra cosa, otra cosa, se
encuentra en todas partes.
Y una mañana radiosa decidí abandonar el claustro, monje
desilusionado de la vida conventual.
VISIÓN APOCALÍPTICA
Sentado al borde de la fuente que ornaba el centro del patio,
me pareció que las arcadas de los corredores se esfumaban en
una tiniebla luminosa. Junto a mí, un pequeño muchacho del
vecindario aplicaba su ojo al vidrio de un caleidoscopio.
—¡Préstame tu juguete —dije al niño.
—Tómelo usted, verá cuántas cosas se ven, parecen como
mosaicos.
Yo apliqué mi ojo al juguete y empecé a darle vueltas. For-
mas geométricas compuestas con piedras preciosas aparecieron
en su fondo, triángulos amarillos rodeados de prismas rojos
que forman un brillante mosaico, combinación de prismas
verdes enmarcadas en diamantes y luego unas arcadas que se
multiplican alrededor de un centro donde parece que estoy yo.
¿Qué ha sucedido? Sigo dando vueltas al pequeño tubo de
vidrio y de repente aparecen figuras humanas que se mueven
en desorden. Extraños tipos vestidos de militares apuntan
con sus revólveres hacia el centro del patio. Dos preciosas
bailarinas danzan sobre el piso rojo de un gran salón. Tienen
centenares de brazos y de piernas: son como diosas hindúes,
230
una es morena y la otra rubia y sonríen como si estuvieran en
el palco escénico de un teatro.
Una mujer vestida con un peplo de lino escancia en una
copa el vino de amor. Otras mujeres la acompañan llevando
ánforas. Luego aparecen muchachas que recitan versos de
Rubén Darío. Sombras de frailes se entrelazan en la penum-
bra de una capilla.
Dos relámpagos verdes surgen de una tumba en cuyo fondo
una muerta grita: ¡amor, amor!
(La geometría de las figuras caleidoscópicas se había trans-
formado en una suceción de figuras humanas deformadas por
el tiempo).
Un fraile mercedario empujaba su propia sombra y me gri-
taba: ¡Maté al coronel por asesino!
Mi ojo pegado al vidrio del juguete veía la vida tumultuosa
y complicada dar vueltas en un extremo sin dimensiones don-
de las mujeres se disolvían en la nada y las ambiciones se
sepultaban en el fondo de una tumba, como un ataúd...
Vuelven a girar entre las arcadas muchachas de las escue-
las, viejas señoras cargadas de joyas, amigos que traen en las
manos una pluma o un pincel y en las sombras del misterio
brotan de los muros chorros de plata...
¡Cuánta gente, cuántas cosas, cuántos acontecimientos. Gen-
tes profanas giraban desorbitadamente alrededor de las mesas
llenas de manjares o ante los cuadros colgados de los muros!
Gentes, cosas, hechos inverosímiles, ilusiones luminosas,
cadáveres envueltos en el dolor —el mundo que pasó por el
convento gira en el fondo del tubo de vidrio—. Aparté mi ojo
y la visión desapareció.
—Gracias niño, tu juguete es milagroso.
—¿Milagroso? —dijo—. ¡Me costó quince centavos!
—Pero lo que el tiempo le puso dentro ha costado algo más
de quince centavos.
* * *
231
¡A NAVEGAR!
FIN
232
Gentes profanas en el convento, del Dr. Atl, se terminó de imprimir
en diciembre de 2003, en los talleres de Mexicana Digital de
Impresión, S.A. de C.V. Av. de la República 145-A, Col. Tabacalera,
México, D. F. Se tiraron 1,000 ejemplares en papel cultural de 45
kilogramos. Se usó tipografía Garamond en 10 y 14 puntos.
Cuidado de la edición: Laura Guillén.
Formación: María Luisa Soler Aguirre.