La Bestia
La Bestia
La Bestia
COLECCIÓN AE&I
FORMATO 15 x 23
Carmen Mola
TD
SERVICIO
LA
IMPRESIÓN 5/0 cmyk + pantone 1805 (rojo)
de series como Feria, la luz más oscura o La Caza Corre el año 1834 y Madrid, una pequeña ciudad que trata y tan inquietante como esas descripciones de-
(Monteperdido y Tramuntana), y autor de las de abrirse paso más allá de las murallas que la rodean, sufre menciales: el miedo.»
novelas Monteperdido y La mala hierba. una terrible epidemia de cólera. Pero la peste no es lo único
que aterroriza a sus habitantes: en los arrabales aparecen PAPEL
Antonio Mercero (Madrid, 1969) ha
Carmen Mola
cadáveres desmembrados de niñas que nadie reclama. Todos
llevado en paralelo la escritura de guiones de los rumores apuntan a la Bestia, un ser a quien nadie ha PLASTIFÍCADO brillo
cine y televisión (Felices 140, Hospital Central, visto pero al que todos temen.
Hache) con la publicación de novelas, entre UVI
Cuando la pequeña Clara desaparece, su hermana Lucía,
cuyos títulos se encuentran Pleamar o El final
junto con Donoso, un policía tuerto, y Diego, un periodista
del hombre. buscavidas, inician una frenética cuenta atrás para encontrar RELIEVE
38 mm
Carmen Mola
La Bestia
Premio Planeta
2021
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masculla sin cesar la anciana. Él ha bajado despacio por
el desnivel del terreno y ahora tiene a sus pies los restos
de un cuerpo que evocan los despojos de un carnicero:
un torso con un brazo descoyuntado, pero aún unido a
él por un hilo de músculos y carne desgarrada. La pierna
derecha no parece haber sufrido daño. Donde debería
estar la izquierda, hay un muñón, un agujero que deja a
la vista la blancura del hueso de la pelvis. Las partes que
faltan las han arrancado de manera violenta, no hay nin
gún corte limpio. Ni siquiera en el cuello, donde entre el
amasijo de carne se adivinan las cervicales partidas. Sólo
los incipientes pechos permiten imaginar que se trata de
una niña de no más de doce o trece años. La lluvia ha
lavado los restos y apenas hay sangre; se podría pensar
que es una muñeca rota y abandonada, manchada de
barro.
—La Bestia está aquí.
La anciana se repite como una rueca que gira sin ce
sar. Donoso la separa del cadáver con un empujón.
—¿Por qué no se va a su covacha y deja de alarmar a
la gente?
Le duele la cabeza; la tormenta sigue retumbando
contra la chapa de los tejados y siente que la humedad se
le ha filtrado en el cerebro. Le gustaría estar muy lejos
de allí. Nadie quiere estar en el Cerrillo del Rastro más
tiempo del necesario, sólo los más pobres, los desharra
pados, los que no tienen ningún otro lugar en el mundo.
Los que han levantado las barracas de ese poblado con
sus propias manos, con el orgullo y la desesperación del
que carece de un techo.
Hoy, esta noche, será la Noche de San Juan. Otros
años los vecinos, llegados de todas partes de España y
fieles a las costumbres de sus pueblos, habrían encendi
do hogueras y saltado o bailado alrededor del fuego. No
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es lo habitual en Madrid, aquí se celebra San Antonio de
la Florida unos días antes, con la verbena y la tradición
de los alfileres de las modistillas. Pero hoy, la lluvia impi
de cualquier fiesta. La lluvia y las medidas sanitarias que
prohíben las reuniones tumultuosas. Este maldito año
de 1834 todo parece salir mal: el cólera, la guerra de los
carlistas, la Noche de San Juan y la Bestia, también la
Bestia.
Donoso Gual fue celador real, pero perdió un ojo en
un duelo por amor y le dieron de baja. Ahora ha sido
reclutado como refuerzo policial mientras dure el cólera
para vigilar las puertas de la ciudad y ayudar en lo que
haga falta. Viste el uniforme del cuerpo: casaca roja cor
ta con cuello, pantalón azul con barras encarnadas, cha
rreteras de algodón blanco que, con la lluvia, parecen
dos mofetas empapadas y chorreantes. Debería llevar
carabina, dos pistolas de arzón y sable curvado, pero las
armas las tuvo que devolver cuando le dieron la baja y no
se las repusieron al reclutarle como refuerzo. Si los veci
nos se le echaran encima, no sabría cómo defenderse.
Lo mejor es mantenerlos a raya haciéndoles creer que es
más fuerte, que tiene más poder y más arrestos que ellos.
—Es sólo una niña, ¿qué estáis haciendo? Salid a por
la Bestia. Id a cazarla antes de que nos cace a todas.
La vieja no deja de gritar bajo el aguacero y pronto
otros vecinos se unen a sus imprecaciones; embarrados y
sucios, son como cuervos histéricos en esta tarde que la
tormenta ha convertido en noche.
Donoso se pregunta cuándo vendrán a recoger el ca
dáver. Duda mucho que una carreta se adentre por estos
pagos con la que está cayendo. El que sí llega es Diego
Ruiz, a él le pagan en el periódico por las noticias que le
publican y no puede desaprovechar una tan golosa como
esta. Se ha puesto en marcha en cuanto le ha llegado el
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mensaje de su amigo Donoso, compañero de francache
las nocturnas. Diego cruza el barrizal, en el que se mez
clan charcos de lodo y escorrentías de aguas fecales de un
grupo de casucas cercanas. No es la primera vez que visita
la zona: escribió un artículo sobre el Cerrillo del Rastro
hace unos meses en el que denunciaba la falta de aten
ción de las autoridades hacia los necesitados, una de las
pocas veces que el director de su periódico le ha permiti
do tocar temas sociales. Es posible que el poblado dure
poco tiempo, porque el ayuntamiento quiere derribarlo
y mandar a sus habitantes más allá de la Cerca de Felipe IV,
la muralla que rodea Madrid. Culpan a los pobres de la
epidemia de cólera que ha llegado hasta ahí tras arrasar
otras zonas de España y Europa. Es su falta de higiene la
que está matando a la ciudad, dicen en los salones madri
leños.
Diego ya puede distinguir a Donoso a un par de de
cenas de metros, tras la cortina de lluvia. Intenta acele
rar el paso, pero no es barrio para andar con prisas: res
bala en el fango y da con los huesos en el suelo. Dos
chicos de siete u ocho años se ríen, dejando ver las bocas
melladas. Muy pocos allí conservan todas las piezas de la
dentadura.
—De mojino, se ha caído de mojino —se burla uno
de ellos.
—¡Todos atrás!
Donoso aleja a los niños con aspavientos mientras
Diego se sacude en vano el calzón, el chaleco, los faldo
nes. Las manchas no se van a quitar tan fácilmente.
—¿Otro cuerpo? —pregunta.
—Con este ya van cuatro, o eso dicen.
Diego no llegó a ver los anteriores; los enterraron an
tes de que ningún gacetillero pudiera ser testigo. A pesar
de eso, escribió una nota en el periódico sobre esa Bestia
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que despedaza a sus víctimas. Tuvo buena acogida y, de
camino al Cerrillo, pensaba que esta sería una buena
oportunidad para ganar lustre en los ambientes perio
dísticos. Podría contar de primera mano lo que hace la
Bestia, pero, ahora que tiene ante sus ojos el cuerpo des
membrado y embadurnado en barro, sabe que nunca en
contrará las palabras justas para describir este horror. Su
talento no llega tan lejos.
—¡Aquí! ¡Vengan aquí!
Una moza grita desesperada desde un bancal.
—¡Es la cabeza! ¡Se la va a comer el perro!
Diego sale corriendo. Entre las patas del perro escuá
lido, que chorrea empapado como un espantajo, está la
cabeza de la niña. El chucho, muerto de hambre, desga
ja la carne de la mejilla. Uno de los chavales lanza una
piedra al animal y le acierta en el costado. El perro deja
escapar un gemido de dolor y huye del aluvión de pie
dras que los niños siguen tirando.
—Es Berta, la hija de Genaro.
Un anciano enjuto es quien ha dicho su nombre:
Berta. Diego siente una punzada al mirar esa cabeza con
los párpados abiertos en mitad del bancal, con la huella
del mordisco del perro en la mejilla y la melena negra y
rizada extendida sobre el barro. Durante un instante re
cuerda a una de esas vírgenes de las iglesias, con la mira
da extasiada y perdida en el cielo. En este cielo negro
que no deja de vomitar agua. ¿Es posible imaginar el do
lor de Berta? Los vecinos se han enredado en una con
versación desordenada que va aplicando pinceladas so
bre la vida de la niña: tenía doce años y hace unos tres o
cuatro se fue a vivir a esas barracas con su padre, Genaro.
Hace más de un mes que no sabían de ella. Sin embar
go, la carne está intacta: si llevara muerta más de un día,
los animales, como el perro que la mordisqueaba, se ha
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brían dado un festín. No habrían hallado más que unos
huesos.
—Ha sido la Bestia, la Bestia le dio caza.
Un lamento que se repite entre los vecinos. Diego no
quiere creer el cuento de la Bestia; alrededor de ese
nombre se enmaraña un galimatías de descripciones de
supuestos testigos. Algunos han hablado de un oso, otros
de un lagarto de proporciones imposibles, hay quienes
creen que se trata de algo parecido a un jabalí. ¿Qué
animal mata sólo por placer? Hasta donde él sabe, todas
sus víctimas habían sido violentamente desmembradas,
pero ninguna tenía signos de haber servido de alimento
para esta especie de animal quimérico que habita en los
poblados de Madrid. Lo único que se esconde tras el
nombre de la Bestia es una sensación pegajosa, tan ausen
te de forma y tan inquietante como esas descripciones
demenciales: el miedo.
Otro vecino llama a gritos: ha encontrado la pierna
que faltaba. Del cuerpo van a la cabeza, de la cabeza a la
pierna... En algún sitio tiene que haber otro brazo, quizá
aparezca. Los niños mellados corretean de un rincón a
otro buscándolo, como si se tratara de un juego.
Las ruedas de un carro tirado por una mula se hun
den en el barro y el conductor grita a Donoso que hay
que llevar el cuerpo hasta allí. No puede arrimarse más.
Se oye llorar a tres plañideras que se han dado cita cerca
de las casucas. Una madre intenta que los niños vuelvan
a la covacha, pero el atractivo de ver un cadáver desmem
brado es superior a cualquier castigo que pueda impo
ner la mujer, y los niños se niegan a cumplir sus órdenes.
La búsqueda del tesoro continúa: ¿dónde está el brazo
que falta? El primero que lo descubra puede dar pesco
zones a los demás.
Diego ve y escucha todo como si estuviera dentro de
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una pesadilla absurda: las premoniciones agoreras de las
ancianas y la falta de empatía de los más pequeños. La
indiferencia de algunos hombres, que rodean el cuerpo
sin mirarlo, ocupados en sus quehaceres. ¿Acaso él es
mejor? De camino al Cerrillo sólo pensaba en cuántos
reales podría sacarse por esta noticia. Hasta había fanta
seado con un titular: «La Bestia vuelve a matar», en la
primera página de El Eco del Comercio, mientras todo el
mundo en Madrid se estaría preguntando quién era El
Gato Irreverente, seudónimo con el que siempre firma
sus artículos. Se siente un reflejo del perro famélico, ali
mentándose de la muerte.
Como si ya hubiera cumplido su propósito de dar
dramatismo al momento, la lluvia cesa, el cielo escampa
y deja a la vista el horror de la zona, los pedazos del cuer
po de la muchacha.
Donoso carga con el torso de Berta y, ayudado por el
conductor, lo deja caer en el carro.
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