Las Máscaras de La Patria Corregido VM 150819
Las Máscaras de La Patria Corregido VM 150819
Las Máscaras de La Patria Corregido VM 150819
Quito, 2017
1
Este trabajo está dedicado a las mujeres que lo animaron durante largos y
extenuantes años, con su paciencia, comprensión y devota generosidad. Este pequeño
triunfo es de ustedes, María Isabel Moncayo y Clara Isabel Carrión.
2
Agradecimientos
3
Contenido
Introducción ...................................................................................................................... 7
1.1. Siluetas del territorio nacional: el cuerpo de la heroína y el templo religioso ....... 113
4
3. Algunos retratos de la nación emergente: el registro de la vida cotidiana ............... 201
Capítulo tercero. La novela ecuatoriana del siglo XIX, territorio de batallas y disputas
...................................................................................................................................... 226
5
2. El catolicismo como fundamento de la nacionalidad ............................................... 307
Anexo. Las primeras novelas ecuatorianas del siglo XIX (apuntes para una renovación
del archivo, 1855-1893) ................................................................................................ 334
6
Introducción
1
Pablo Herrera, Ensayo sobre la historia de la literatura ecuatoriana (Quito: Imprenta del Gobierno,
1860); y Juan León Mera, Ojeada histórico-crítica de la poesía ecuatoriana, desde su época más remota
hasta nuestros días (Quito: Imprenta de J. Pablo Sanz, 1868).
7
entendían que era o debía ser la recién nacida República del Ecuador. En esta
investigación, se responderá desde qué especificidad los primeros novelistas ecuatorianos
hicieron este trabajo y, consecuentemente, se señalará por qué una nación en ciernes,
como el Ecuador del siglo XIX, recurrió a las novelas para apuntalar su proceso
fundacional.
Como respuesta a esos vacíos dejados por la crítica y la historia de la literatura
ecuatoriana, son tres los objetivos que alientan la presente investigación. En primer lugar,
rebatir los cánones críticos con que se ha construido la historia de la literatura ecuatoriana
del siglo XIX, con la finalidad última de provocar un cambio en el modo de leerla e
interpretarla. Este ejercicio implica la proposición de una nueva perspectiva de análisis,
que, además de ubicar los textos literarios en el contexto cultural, procura describir el
modo concreto en que la cultura misma se manifiesta por medio de aquellas obras. De
esta manera, las novelas se pueden leer como documentos históricos y testimonios
políticos, más que como meros artefactos estéticos, susceptibles de exámenes
esencialmente lingüísticos o retóricos. En segundo lugar, y como consecuencia de la
primera acción, esta investigación procura ampliar el repertorio de las novelas escritas a
mediados del siglo XIX. Al extender el archivo de las novelas estimadas por la tradición,
inevitablemente se construye un nuevo objeto material para futuras investigaciones. Y,
en tercer lugar, una vez establecido el nuevo corpus y posicionada la nueva perspectiva
de análisis, se plantea revelar el modo en que se construyó la idea de nación ecuatoriana
mediante las novelas escritas a mediados del siglo XIX. Estas directrices llevan a
constatar que las primeras novelas ecuatorianas acompañaron la consecución del proyecto
nacional conservador, liderado por Gabriel García Moreno, de tres formas distintas: la
mayoría de ocasiones, para apoyar sus tesis; otras tantas, para reformarlas; y, muy pocas,
para plantear alternativas. Fueran liberales o conservadores, es decir, rivales, disidentes o
compañeros de partido, todos los novelistas ecuatorianos de aquellos años trazaron un
mismo horizonte: la creación de una república católica e hispánica, heredera directa de la
Colonia.
Bien se puede intuir que la cristiandad colonial europea modeló las nacionalidades
americanas que emergieron en los siglos XVIII y XIX. Y tal vez se tenga la certeza de
que, en el caso ecuatoriano, fue precisamente la cristiandad hispánica la que impuso
modelos políticos y culturales. Lo que no ha quedado claro todavía es el modo en que la
8
ficción novelesca intervino para que esa realidad se consumara. Esas novelas, entendidas
como signos ideológicos, fueron espacios de pugna por el reconocimiento, posesión y
manejo de las instituciones republicanas. Consecuentemente, también se observa la forma
en que la conciencia individual de los autores, expresada en la ficción, se convirtió en
ideología y conciencia de comunidad y clase. Aquellos textos influyeron en la formación
cívica de los individuos, transformándolos en sujetos nacionales. Las novelas ayudaron a
convertirlos en ciudadanos ecuatorianos. Al menos para los grupos dominantes, la
fundación literaria de la nación ecuatoriana se consumó a mediados del siglo XIX.
Aquellas primeras narraciones nacionales constituyeron discursos ideológicos de
una colectividad cuya certeza de ser una nueva comunidad nacional se basó en la
presunción de la existencia de raíces precolombinas que la hispanidad colonial reagrupó
y reinterpretó desde la dominación política. Por esa razón, aquella incipiente comunidad
nacional fue integrada en igual medida por los liberales y conservadores, e
indistintamente por aquellos que consideraron o despreciaron a los indígenas, los negros,
las mujeres, los subalternos. Su visión sobre el arte literario es más o menos la misma, y
sus ideas sobre la nación ecuatoriana no implican diferencias relevantes, aunque los
sutiles matices puedan mostrarse como visiones políticas opuestas. De ahí que el
contenido sobre las culturas indígenas o afrodescendientes tienda a desaparecer en esa
época, o a manifestarse como una peculiaridad que distingue a la ecuatoriana de las otras
nacionalidades hispánicas. La concreción del relato nacional del siglo XIX no da cuenta
del origen heterogéneo de los habitantes del Ecuador. Por el contrario, disimula su interés
colonizador, que no es otra cosa que blanqueamiento cultural de las raíces amerindias,
silenciamiento de las raíces africanas y olvido voluntario de cualquier tipo de diferencia
de género, clase o etnia.
Estas evidencias han obligado a limitar el horizonte de esta investigación a las
novelas publicadas en la época política del llamado conservadurismo (incluida la etapa
de transición denominada progresismo), ubicado entre 1830 y 1895, porque luego de esa
fecha, una vez consumado el triunfo del liberalismo radical, empezaron a generarse otros
entendimientos de los conceptos de nación y literatura nacional, y de la misión que debía
cumplir la narrativa de ficción en la construcción de la nación ecuatoriana. Y estas
diferencias se expresan claramente en los textos de ficción. Cronológicamente, el período
histórico que se examinará va desde 1855 hasta 1893, fechas entre las que se publicaron
9
la primera novela (El pirata del Guayas, de Manuel Bilbao) y la última del período
(Relación de un veterano de la Independencia, de Carlos R. Tobar). A partir de 1895, no
solo que cambia el manejo político del Gobierno y se inicia la implantación de un nuevo
tipo de Estado nacional, como lo han establecido los historiadores, sino que también se
modifican los relatos nacionales expresados en la ficción novelesca. Esta última
evidencia marca el límite temporal de este análisis. Los autores de finales del siglo XIX
e inicios del XX son tema de otra reflexión. Los modelos religiosos y morales que
sustentaron los primeros universos ficcionales fueron reemplazados por paradigmas de
otra especie.
A partir de estos antecedentes, se examinará la idea de nación ecuatoriana tal y
como aparece en las primeras novelas del siglo XIX: no como el conjunto de formas de
gobernar la sociedad, sino como un sistema de significación cultural, constituido por
discursos de valor alegórico y didáctico. Veremos de qué manera aquellos textos
establecieron un marco de integración social, que operó tanto en el ámbito familiar cuanto
en la instrucción pública administrada por el Estado y la Iglesia. Esos discursos formaron
y regularon aquello que aún en nuestros días denominamos cultura nacional. Se
describirán las estrategias de construcción discursiva de la nación, que se expresan en
esas novelas, y que funcionaron sobre todo mediante olvidos selectivos; es decir,
mediante restricciones sobre el contenido ficcional, que pretendieron exponer cierta
homogeneidad cultural, demográfica e histórica que, en la práctica, jamás existió. Buena
parte de esta reflexión teórica se apoya en los trabajos de diversos autores que estudian la
relación entre historia, nación y literatura, recopilados por el crítico Homi Bhabha, en el
libro Nación y narración.2
Se constatará que las primeras novelas ecuatorianas del siglo XIX no ocultan sus
intenciones políticas detrás de gestos estéticos. Por el contrario, las articulan a las fuentes
coloniales de los discursos historiográficos, políticos y religiosos de su proyecto nacional.
Consecuentemente, hay que partir del principio de que los objetos del pensamiento son
esencialmente formas discursivas, y no simples objetos ya formados, que esperan a su
observador. Se entiende que, entre las novelas y aquella realidad que denominamos
nación ecuatoriana, no existe una relación refleja ni una homología plena, sino un proceso
2
Homi K. Bhabha, comp., Nación y narración: Entre la ilusión de una identidad y las diferencias
culturales, trad. María Gabriela Ubaldini (Buenos Aires: Siglo XXI, 2010).
10
de interconstitución. Por lo tanto, se reconoce que la relación entre novela y sociedad no
es mecánica ni unívoca. Por ende, se considera que, entre el proceso de enunciación y el
evento de la recepción de todas ellas ocurre una auténtica polémica. Pues si es verdad que
toda palabra literaria depende de una ideología, solo puede concebirse como un diálogo.
Esto quiere decir que las ideas expresadas en las novelas llevan en sí mismas su propia
respuesta o réplica, porque todas ellas, entendidas como signos ideológicos, están
compuestas de palabras comunes resignificadas por los novelistas. En este mecanismo de
apropiación, ocurren disputas entre facciones ideológicas y clases sociales. De manera
que las novelas poseen una variedad de significados potenciales y adquieren poder de
significación en los procesos sociales que las regulan. Por estas razones, al analizar la
composición de cada una de ellas, se observa el lugar de enunciación de sus autores, y
señalaremos de qué manera interactúan texto y contexto en la producción de
significados.3
En otras palabras: así como ocurre con cualquiera de los relatos nacionales del
siglo XIX, tales como la Historia, la Geografía o la Jurisprudencia, las novelas adquieren
legitimidad y funcionalidad solamente al interior de los sistemas sociales en los cuales
son pronunciados. Por lo tanto, se analizarán también las ideas de novela y literatura de
las que partieron los distintos autores del siglo XIX en Ecuador, para descubrir las
principales estrategias que usaron al tramar sus obras. Esta reflexión se vuelve inevitable,
porque la novela misma era en esos años un género y concepto literario que apenas se
encontraba en gestación en toda Latinoamérica. Al parecer, nación y novela
evolucionaron juntos, y de allí que los críticos e historiadores no hayan identificado con
claridad más que unas cuantas en todos esos años. Todo parece indicar que, a una
comunidad nacional en formación, corresponde ineludiblemente una narrativa de ficción
igual de dubitativa, precaria, incluso experimental.
En suma, la novela ecuatoriana del siglo XX actúa a la vez como agente y testigo
de la historia. Esto quiere decir que construye la realidad que imagina al tiempo que
recoge y muestra una realidad previa a su existencia. Tal realidad imaginada y
representada no es otra que la nación ecuatoriana, concebida en el seno de las élites
letradas, fundadoras del Estado nacional. Esta perspectiva de lectura me lleva a considerar
3
Esta parte de la visión teórica está inspirada en el libro de Valentín Nikoláievich Volóshinov, El marxismo
y la filosofía del lenguaje, trad. Tatiana Bubnova (Buenos Aires: Godot, 2009).
11
la cultura de dos formas simultáneamente: por una parte, como un legado de creencias y
prácticas sociales, tal como la entienden los científicos sociales, y, por otra parte, como
un campo de experimentación discursiva, tal como la asumen los artistas, en este caso,
los escritores. No existe contradicción posible entre estas dos ideas, como pudiera
pensarse en un principio, sino un estado de continua tensión, que se resuelve generalmente
por el lado de la imaginación. En otras palabras, la ficción novelesca representa los
intereses de las élites, que ocultan y disimulan las diferencias culturales entre ellas y los
grupos subalternos, casi siempre silenciándolos, con el fin de componer un discurso
monolítico y presentar a la nación como un hecho, en gran medida, consolidado, cuando,
en realidad, la identidad nacional constituye un proceso de continuo cambio y
transformación social y cultural.
Tomando en cuenta las nociones y hallazgos conceptuales referidos, la presente
tarea interpretativa exige el análisis de al menos tres niveles de organización discursiva,
que condicionaron la escritura de las novelas ecuatorianas del siglo XIX: en primer lugar,
la conformación del concepto de lo literario (en otras palabras, de qué entendimiento de
literatura, literatura nacional y de género literario de la novela partieron los autores de la
época); en segundo lugar, la estructura narrativa de las novelas (vale decir, con qué
maneras textuales compusieron aquellos escritores sus discursos novelescos); y, en tercer
lugar, la alineación política a la que respondían los autores (o, dicho de otro modo, qué
ideologías expresaron, en relación con la historia social y literaria de su tiempo). En
correspondencia con esta perspectiva metodológica, esta exposición está dividida en tres
capítulos.
En el capítulo uno, se explica la relación que existe entre las primeras novelas y
la invención literaria de la nación ecuatoriana. Es decir, se expone de qué ideas de nación,
literatura, literatura nacional y género novelesco partieron los autores de la época, y al
mismo tiempo se revela cuál ha sido el procedimiento de búsqueda conceptual. A lo largo
de este capítulo, se discuten los presupuestos en los que la crítica e historiografía literaria
han fundamentado su trabajo, para brindar al mismo tiempo nuevas vías de entrada al
estudio de las novelas del siglo XIX. Se realiza una revisión exhaustiva del estado del
arte, estableciendo un diálogo crítico y una reubicación de las fuentes y métodos de
lectura vigentes. Este capítulo es, a un tiempo, una reseña crítica del estado de la cuestión
y un posicionamiento conceptual y metodológico que se estima inédito en Ecuador. Se
12
renuncia, por ello, a utilizar la teoría de las generaciones, presente en casi todos los
estudios sobre el siglo XIX hasta la fecha, cuyo método ha obligado a dibujar una línea
temporal progresiva, que ignora o desconoce las disidencias, excentricidades y
excepciones, y ha ubicado bajo la etiqueta del Romanticismo, definido de un modo laxo
y confuso, toda la producción literaria del primer siglo republicano. Por el contrario, se
propone observar con atención los contenidos religiosos, morales, políticos y cívicos que
dan forma a las novelas escritas entre 1855 y 1893. Y, como consecuencia, se descubre
que la división por generaciones, escuelas e incluso por géneros literarios constituye un
instrumento insuficiente para entender la literatura del siglo XIX en general y, de manera
particular, la novela ecuatoriana.
En el segundo capítulo, se examinan las estrategias narrativas mediante las cuales
aquellas ficciones ayudaron a crear modelos de ciudadanía, novelando al mismo tiempo
un pasado y un presente idealizados, enriquecidos de nociones patrióticas, que se
erigieron como directrices del porvenir nacional. Se enlista los principales recursos que
el lenguaje novelesco de la época usó para educar a los ciudadanos en sus deberes cívicos,
por medio de la invención de personajes novelescos y del retrato de los ideales que
apuntalaron aquel proyecto de nación ecuatoriana. Esta tentativa lleva a proponer una
tipología de héroes divididos en dos grupos según el nivel de cercanía que tienen con el
ideal de ciudadano: varón, criollo, católico, terrateniente, ilustrado y conservador.
También se presta atención a los primeros intentos de describir e integrar los componentes
populares de la cultura en el proyecto de las élites, aunque hayan resultado tímidos o
liminares, porque estuvieron condicionados por la visión de clase de los oligarcas. De
manera transversal, se empieza a describir la relación entre historia y ficción, sobre la
cual se profundiza en el tercer capítulo, cuando se explica el modo en que la novela se
transforma en suplemento de la Historia nacional, que se encontraba tan poco desarrollada
como la misma novela.
En el último capítulo, se profundiza en la misión didáctica y proselitista de las
primeras novelas del siglo XIX para ofrecer una visión más clara de las cercanías y
diferencias entre las facciones ideológicas en pugna, y describir en alguna medida el
alcance político de las novelas en cuestión. Se procura en todo momento desmontar los
binarismos que dividen el escenario entre liberales y conservadores, o entre románticos y
realistas, y que encuentran en estas designaciones, más bien imprecisas, una serie de
13
certezas irrebatibles. Lejos de aquellos sectarismos, el estudio se concentra en señalar de
qué otros modos, además de los establecidos en el capítulo anterior, la novela ecuatoriana
del siglo XIX constituyó un suplemento legítimo de la Historia nacional, al llenar los
vacíos simbólicos y emocionales que aquella disciplina no podía atender. Finalmente, y
a raíz de las exploraciones precedentes, se advierte de qué formas la novela ecuatoriana
del siglo XIX llegó a ser el vehículo de una auténtica crítica social trascendental.
Antes de empezar la exposición, resulta indispensable detenerse brevemente en la
explicación del levantamiento del corpus que, de por sí, constituye una llamada de
atención sobre las deficiencias que persisten en los estudios literarios ecuatorianos sobre
el siglo XIX. Al enfrentar la virtual ausencia de novelas en ese largo período, se realizó
un barrido por todos los estudios sobre el tema que existen hasta la fecha. Las evidencias
resultaron categóricas: hasta antes de 2011, no existía certeza de cuántas novelas se
habían escrito en el Ecuador del siglo XIX. En su mayoría absoluta, los estudiosos no han
explorado con suficiente diligencia los archivos: muy pocos han revisado con atención
las revistas y periódicos del siglo XIX, donde aparecieron, por entregas o como separatas,
gran parte de las primeras novelas ecuatorianas antes de ser editadas en formato de libro.
De entre todos esos estudios, cabe hacer una sola excepción, de donde se obtuvo todas
las pistas necesarias para explorar los repertorios de la época y recomponer el acervo
novelístico del período. Se trata del trabajo de Flor María Rodríguez-Arenas y su equipo
de investigación de la Universidad de Nuevo México, publicado en la revista Kipus de la
UASB, en 2011.4
De esta autora, se recuperó especialmente la lista de novelas que consigna en un
trabajo anterior, de 2009, en que registra un total de 32 obras, publicadas entre 1863 y
1898.5 No comparto la idea de que todos esos textos sean novelas, muchos no lo son en
absoluto, y desde ningún punto de vista, pero la claridad meridiana de los argumentos de
Rodríguez-Arenas y los abundantes datos de sus colaboradores brindaron el valor
suficiente para iniciar una búsqueda propia. Como se podrá observar en esta exposición,
varios de aquellos artículos de 2011 ayudaron a fortalecer las hipótesis de este trabajo.
Con todo, el criterio cronológico que constriñe esta muestra y el enfoque de este estudio
4
Flor María Rodríguez-Arenas, coord., “La novela ecuatoriana del siglo XIX” [dossier], Kipus: revista
andina de letras 29 (2011): 17-152.
5
Flor María Rodríguez-Arenas, “Representación y escritura: el realismo en La emancipada de Miguel
Riofrío”, en La emancipada, de Miguel Riofrío, ed. Flor María Rodríguez-Arenas (Doral, FL: Stockcero,
2009), viii-ix, en nota al pie.
14
libran de polemizar con mayor profundidad sobre la naturaleza del género novelesco, y
de establecer con precisión una lista definitiva de novelas ecuatorianas publicadas a lo
largo del siglo XIX. Por el momento, la creación, derogación o reforma definitiva del
canon novelístico ecuatoriano no interesa. Se trata de una resolución que se deja pendiente
para futuras investigaciones.
Así, pues, de 1855 a 1893, se escribieron en Ecuador innumerables narraciones,
entre leyendas, crónicas de viajes y textos de ficción, que apenas se han comentado y
estudiado. Hay que insistir en que casi todas ellas aparecieron primero en periódicos y
revistas, por entregas o como separatas, y solo después fueron editadas en formato de
libro. De todas ellas, las narraciones que se acercan al género literario de la novela son
las que con mayor claridad, densidad y cantidad de información retratan los ideales
patrióticos de sus autores. Algunas de las obras seleccionadas podrían catalogarse sin
ningún problema como novelas. Otras tantas han pasado prácticamente inadvertidas por
la crítica, precisamente porque su estatuto genérico es confuso y el término novela no
parece hacerles justicia. De todas maneras, las obras escogidas para estas reflexiones
cumplen con la condición esencial de ser relatos nacionalistas. Además, todas ellas,
excepto la novela de folletín escrita por José Peralta, son relativamente más extensas que
cualquier cuento o relato contemporáneo, y la complejidad de su estructura supera con
mucho la de aquellos géneros narrativos.
En todos los casos, se ha determinado como fecha de la novela el año de la primera
edición conocida, a menos que se tengan datos certeros de que su escritura se haya
iniciado antes de su publicación, o su aparición se haya extendido a lo largo de varios
años. En este último caso, se consigna ambas fechas: la de inicio y finalización de su
publicación en periódicos y revistas, y la fecha de publicación como libro.
Excepcionalmente, se consigna también el año en que se inició la escritura de la novela
si es anterior a su aparición en los medios escritos y si se posee suficientes evidencias.
Este criterio ayuda a ubicar con precisión el momento mismo en que surgieron las
preocupaciones literarias y políticas que cada autor manifiesta en su obra,
independientemente del momento exacto del inicio de su recepción que, se supone,
coincide con el año de publicación de cada novela. Asimismo, se ha procurado utilizar
las ediciones príncipes, que se cita fielmente, respetando la ortografía y puntuación
originales, a menos que incurran en errores evidentes, en cuyo caso simplemente se
15
corrige el texto. De esta manera, se evita excesivas digresiones, propias de la crítica
textual que, por otro lado, sigue siendo una materia pendiente.
En un anexo ubicado al final de este libro, titulado “Las primeras novelas
ecuatorianas del siglo XIX (apuntes para una renovación del archivo, 1855-1893)”, se
señala y comenta las principales ediciones descubiertas a manera de invitación a realizar
trabajos de crítica textual y análisis de la recepción literaria. Allí también se resume
brevemente la línea argumental de cada una de las novelas, porque, excepto las obras
canónicas, que han sido reeditadas en numerosas ocasiones, la mayoría de ellas son
prácticamente inasequibles para el lector contemporáneo. De esta manera, se informa al
lector de los contenidos narrativos fundamentales de cada obra, y se evita resumir o
recordar cada tanto las tramas y argumentos de todas las novelas, a menos que sea
indispensable en el decurso de la exposición y el análisis. El lector de esta investigación
podrá remitirse a esta adenda si quiere recordar en detalle la anécdota de alguna de las
novelas en cuestión.
La primera novela ecuatoriana publicada en el siglo XIX que se ha encontrado en
los archivos y bibliotecas es El pirata del Guayas (1855), de Manuel Bilbao (Santiago,
1827-Buenos Aires, 1895). A pesar de no ser la primera escrita por un autor ecuatoriano,
es la primera basada en hechos reales ocurridos en Ecuador y la primera escrita en el
territorio nacional. Desde el punto de vista de la invención de la nación, esta novela aporta
tanto como cualquiera de las posteriores, tal como lo comprobaremos en su momento. 6
Cuenta con seis ediciones. Se usa la de 1855.7
La segunda novela es La emancipada (1863), de Miguel Riofrío (Loja, 1819-
Lima, 1879). Se usa las ediciones críticas y anotadas de 2009 y 1992,8 porque todas las
demás reproducen el texto mutilado que se publicó en 1974,9 sin los marcos narrativos
(nota introductoria y epílogo) que incluyó originalmente el autor.
6
Los acontecimientos históricos que se narran en esta novela, en particular la existencia del pirata Briones,
están reseñados en el trabajo de Le Gohuir y Rodas, José, Historia de la República del Ecuador. Tomo
primero de 1822 a 1861, 2.a ed. (Quito: Ecuatoriana,1935), 475-6. También se puede hallar referencias a
esta y otras fuentes que recogen el incidente en el artículo de Magnus Mörner, “The Swedish Frigate
Eugenie and the Flores Expedition against Guayaquil”, Pacific Historical Review 34, n.o 1 (1965): 54-5.
En la bibliografía, consigno una traducción al español de este artículo, así como la investigación de Julio
Estrada Ycaza, que sirve para contextualizar la situación del puerto de Guayaquil, continuamente asediado
por corsarios y piratas.
7
Manuel Bilbao, El pirata del Guayas (Lima: La Voz del Pueblo, 1855).
8
Miguel Riofrío, La emancipada, 2.a ed., ed. Flor María Rodríguez-Arenas (Doral, FL: Stockcero, 2009);
Miguel Ríofrío, La emancipada (Quito: Libresa, 1992).
9
Miguel Riofrío, La emancipada (Loja: Consejo Provincial de Loja, 1974).
16
La tercera obra encontrada es el relato titulado El hombre de las ruinas: leyenda
fundada en sucesos verdaderos acaecidos en el terremoto de 1868, publicado en 1869
por Francisco Javier Salazar Arboleda (Quito, 1824-Guayaquil, 1891). Se ha utilizado la
primera edición,10 una de las tres que existen. Se ha incluido este texto, porque resulta
especialmente últil para contextualizar y afianzar algunos de los hallazgos de esta
investigación. Sin embargo, es un texto de género literario ambiguo. Según diversos
criterios, se lo podría catalogar como novela corta, relato o cuento largo. Tal definición
no es relevante para los propósitos de esta investigación, como se vera en el transcurso
del libro.
La cuarta obra en cuestión es la novela religiosa titulada Plácido (1871), de
Francisco Campos Coello (Guayaquil, 1841-1916). Esta obra cuenta con cuatro
ediciones, todas impresas en Guayaquil. Sucesivamente, recibió el subtítulo de novela,
novela religiosa y novela original. Fue editada en formato de libro el mismo año que
apareció por entregas (1871), pero solo el libro la contiene íntegramente, por lo que se ha
utilizado esa versión.11
La quinta novela de la época es La muerte de Seniergues, leyenda histórica (1876
[1871]), del escritor cuencano Manuel Coronel (Cuenca, 1833-1907). Se ha fechado con
dos años distintos para señalar la distancia que existe entre la primera versión conocida y
el año de la primera impresión disponible en los periódicos de la época. La edición usada
en este trabajo es la que data de 1906, 12 la primera disponible en formato de libro.
La siguiente novela del archivo elaborado es Capítulos que se le olvidaron a
Cervantes: Ensayo de imitación de un libro inimitable (1871-1895), de Juan Montalvo
(Ambato, 1832-París, 1889). Se ha fechado esta obra entre 1871 y 1895 para señalar el
año en que Montalvo empezó a escribirla y el año en que se publicó por primera vez. Se
ha usado la edición crítica de Ángel Esteban (2004), 13 debido a que, en sus notas al pie,
10
Francisco Javier Salazar Arboleda, El hombre de las ruinas, leyenda fundada en sucesos verdaderos
acaecidos en el terremoto de 1868 (Quito: Imprenta de Juan Campuzano, 1869).
11
Francisco Campos Coello, Plácido, novela (Guayaquil: Imprenta i encuadernación de Calvo i Ca., 1871).
12
Manuel Coronel, La muerte de Seniergues, leyenda histórica (Cuenca. Imprenta de la Alianza Obrera,
1906).
13
Ángel Esteban, “Introducción”, en Capítulos que se le olvidaron a Cervantes: Ensayo de imitación de
un libro inimitable, de Juan Montalvo (Madrid: Cátedra, 2004).
17
revisa los criterios más relevantes que la crítica ha pronunciado sobre los Capítulos... Sin
embargo, se cita los fragmentos de la edición de 1895.14
La séptima novela es la más famosa de todas, Cumandá o un drama entre salvajes,
de Juan León Mera (Ambato, 1832-1994), escrita en 1877 y publicada dos años más tarde,
en 1879. Esta novela ha sido la más estudiada y reeditada en lo que va de vida republicana.
Se usa la primera edición, de 1879. 15
La octava obra es la novela de folletín titulada Soledad (1885 [1881]), escrita por
José Peralta (Gualleturo, provincia del Azuay, 1855-Quito, 1937). Soledad apareció por
primera vez en 1881, con el subtítulo de Leyenda tomada de una colección de tradiciones,
hasta el capítulo V, en el número 19 de El Correo del Azuay (Cuenca).16 Luego se publicó
íntegramente con el subtítulo de Apuntes para una leyenda, en 14 entregas del periódico
El Progreso (Cuenca), desde el 5 de marzo hasta el 23 de noviembre de 1885.17 Esta es
la única versión completa que he encontrado hasta la fecha.
La siguiente novela se titula Entre el amor y el deber: escenas de la campaña de
1882 y 1883 en el Ecuador (1886), de Teófilo Pozo Monsalve. Esta obra cuenta con cuatro
ediciones: las dos primeras impresas en Cuenca (1886 y 1986), y las dos restantes, en
Azogues (1997 y 2003).18 Para el presente trabajo, se ha utilizado la primera, porque su
texto no ha sufrido modificaciones a lo largo del tiempo.
La siguiente es la novela corta titulada Timoleón Coloma: Dibujos de costumbres
quiteñas (1886-1888), escrita por Carlos R. Tobar (Quito, 1853-Barcelona, 1920). Esta
novela ha tenido muchas ediciones, pero se publicó en formato de libro independiente
14
Juan Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes: Ensayo de imitación de un libro inimitable
(Besanzón: Imprenta de Pablo Jacquin, 1895).
15
Juan León Mera, Cumandá, o un drama entre salvajes (Quito: Imprenta del Clero, 1879).
16
José Peralta, “Soledad: Leyenda tomada de una colección de tradiciones” (capítulos I-V), El Correo del
Azuay, n.° 19 (1881).
17
José Peralta, “Soledad: Apuntes para una leyenda”. El Progreso, n.° 19, 5 de marzo de 1855 [sin
paginación]; n.° 20, 18 de marzo de 1885 [s. p.]; n.° 21, 31 de marzo de 1855 [s. p.]; n.° 22, 10 de abril de
1855 [s. p.]; n.° 23, 26 de abril de 1885 [s. p.]; n.° 24, 2 de mayo de 1855 [s. p.]; n.° 25, 19 de mayo de
1855 [s. p.]; n.° 26, 14 de junio de 1855 [s. p.]; n.° 27, 26 de junio de 1855 [s. p.]; n.° 29, 22 de julio de
1855 [s. p.]; n.° 31, 5 de agosto de 1855 [s. p.]; n.° 38, 8 de noviembre de 1855 [s. p.]; n.° 39, 16 de
noviembre de 1855 [s. p.]; n.° 40, 23 de noviembre de 1855 [s. p.].
18
Teófilo Pozo Monsalve, Entre el amor y el deber: escenas de la campaña de 1882 y 1883 en el Ecuador
(Cuenca: Impreso por Andrés Cordero, agosto de 1886); Teófilo Pozo Monsalve, Entre el amor y el deber:
escenas de la campaña de 1882 y 1883 en el Ecuador, editado por Antonio Lloret Bastidas (Cuenca:
Municipalidad de Cuenca, 1986); Teófilo Pozo Monsalve, Entre el amor y el deber: escenas de la campaña
de 1882 y 1883 en el Ecuador (Azogues: Casa de la Cultura Ecuatoriana (CCE) Núcleo del Cañar, 1997);
Teófilo Pozo Monsalve, Entre el amor y el deber: escenas de la campaña de 1882 y 1883 en el Ecuador
(Azogues: Gobierno Municipal de Azogues, 2003).
18
apenas en 1984.19 Si bien se ha tomado la mayor parte de las citas de esta versión, se ha
usado como apoyo en todo momento la primera edición íntegra, de 1888, 20 que
corresponde a un libro que recoge otros trabajos del mismo autor.
La undécima novela es Naya o la Chapetona: Leyenda tradicional (1878-1887),
de Manuel Belisario Moreno (Loja, 1842-1917).21 Fausto Aguirre22 asegura que Moreno
no pudo publicarla cerca del año en que la escribió, debido a la censura clerical. Lo más
probable es que haya aparecido por entregas y por primera vez en la publicación mensual
Álbum Literario, fundada en 1904 por Manuel Ignacio Toledo, Máximo Agustín
Rodríguez y José Alejo Palacio, como lo afirma el mismo Aguirre. A pesar de que no se
ha comprobado si la novela de Moreno se imprimió a finales del siglo XIX o en los
primeros años del XX, lo más probable es que haya sido escrita dentro del período que
nos ocupa. Además, y tal como veremos más adelante, esta obra dialoga perfectamente
con las otras y responde a las mismas inquietudes que las motivaron. Se ha utilizado la
primera edición disponible en formato de libro, impresa en 1912.
La duodécima es la novela corta titulada Entre dos tías y un tío: Costumbres y
sucesos de antaño en nuestra tierra, de Juan León Mera, publicada por primera vez en
1889, en el número 9 de La Revista Ecuatoriana (Quito) y como folleto aparte ese mismo
año.23 Veinte años después, en 1909, se publicó como parte del libro titulado Novelitas
ecuatorianas, editado en Madrid, en el que también constan las otras novelas cortas de
Mera: Porque soy cristiano y Un matrimonio inconveniente: Apuntes para una novela
psicológica.24 Se citará la versión en separata de 1889.
19
Carlos R. Tobar, Timoleón Coloma (Quito, El Conejo, 1984).
20
Carlos R. Tobar, “Timoleón Coloma. Dibujos de costumbres quiteñas”, en Más brochadas, malos
dibujos. Tres discursos, de Carlos R. Tobar, 48-185 (Barcelona, Imprenta de Luis Tasso Serra, 1888).
21
Manuel Belisario Moreno, Naya o la Chapetona: Leyenda tradicional, 2.a ed. con licencia eclesiástica
(Loja: Imprenta del Clero, 1912).
22
Fausto Aguirre, “Manuel Belisario Moreno Coronel [Loja, 1842/̣+1917] Naya o la Chapetona/El grito
realista en la literatura”, en Naya o la Chapetona, de Manuel Belisario Moreno Coronel (Loja:
Universidad Técnica Particular de Loja (UTPL), 2009).
23
Juan León Mera, “Entre dos tías y un tío”, La Revista Ecuatoriana 1, nº 9 (1889); Juan León Mera, Entre
dos tías y un tío (Quito: Imprenta de la Universidad, 1889).
24
Juan León Mera, Novelitas ecuatorianas (Madrid: Est. Tip. de Ricardo Fé, 1909).
19
De modo similar, Porque soy cristiano se publica primero en 1890, en el número
24 de La Revista Ecuatoriana (Quito)25 y en las ediciones de 1909 y 1974 de Novelitas
ecuatorianas.26 Se utiliza la versión de 1890.
La tercera y última de las novelitas de Juan León Mera es Un matrimonio
inconveniente: Apuntes para una novela sicológica, que también apareció por primera
vez en La Revista Ecuatoriana (Quito), en el tomo V, de 1893.27
La decimoquinta y última novela de este corpus es la segunda y última novela
escrita por Carlos R. Tobar: Relación de un veterano de la Independencia. Se publicó por
primera vez, por entregas, en La Revista Ecuatoriana (Quito), entre 1891 y 1893.28 Se ha
usado la primera edición en formato de libro, de 1895, debido a su fidelidad con la versión
publicada por entregas, y a la facilidad de encontrar todo el texto en un solo documento. 29
A pesar de lo extensa que pueda parecer esta colección de obras, las sutiles
diferencias estéticas y desacuerdos políticos que existen entre ellas saltan de inmediato a
la vista. Son muy escasas las oposiciones y antagonismos irreconciliables. Ha sido
relativamente sencillo encontrar características comunes entre los elementos de este
conjunto de novelas que, a la postre, ha resultado bastante armónico. Así pues, ha sido
perfectamente posible realizar un mapeo general de las formas discursivas, que
construyeron una auténtica retórica de época. Hay que insistir en que las novelas
escogidas se pueden hallar después de una dedicada exploración por los periódicos y
revistas de la época. Se debe decir también que todas atestiguan las polémicas del
momento histórico de formación del Estado Terrateniente u oligárquico. Así, pues, el
lector tiene en sus manos la demostración de que la novela ecuatoriana del siglo XIX es
un auténtico relato del surgimiento de la nación.
25
Juan León Mera, “Porque soy cristiano”, La Revista Ecuatoriana 2, n.o 24 (31 de diciembre de 1890).
26
Mera, Novelitas ecuatorianas, 1909; Juan León Mera, Novelitas ecuatorianas (Guayaquil: Ariel, circa
1974).
27
Juan León Mera, “Un matrimonio inconveniente: Apuntes para una novela sicológica”, La Revista
Ecuatoriana 5 (1893).
28
Carlos R. Tobar, “Relación de un veterano de la Independencia”, La Revista Ecuatoriana 3 (1891): 21-
30, 56-61, 109-15, 153-7, 190-6, 236-42, 271-76, 352-7; 4 (1892): 29-37, 56-62, 158-63, 231-34; 5 (1893):
21-7, 135-142, 202-7, 281-6.
29
Carlos R. Tobar, Relación de un veterano de la Independencia (Quito: Imprenta de la Universidad
Central, 1895).
20
Capítulo primero
Las primeras novelas y la invención literaria de la nación ecuatoriana
21
del arte y una exposición de los presupuestos teóricos y metodológicos que guían toda
esta reflexión.
La teoría política de la “nación”, surgida a finales del siglo XVIII —en especial
durante la Revolución francesa—, desarrollada por Diderot y Condorcet y
registrada por el abate Sieyès en 1789 (“una unión de individuos regidos por la
misma ley y representados por la misma asamblea legislativa”), habla de un
conjunto de individuos reunidos en torno a un interés percibido. 30
30
James Snead, “Linajes europeos, contagios africanos: nacionalidad, narrativa y comunitarismo en
Tutuola, Chebe y Reed”, en Bhabha, comp. Nación y narración, 307.
22
sociales, los lazos de parentescos eran fuertes y el matrimonio generalmente se realizaba
como un hecho de reforzamiento de esos vínculos con un fuerte carácter patrimonial.” 31
Las diferencias sociales heredadas de la Colonia se preservaron y criticaron muy poco,
mediante la afirmación explícita o la práctica de un silencio cómplice, que protegió las
viejas estructuras.
Esta fragmentación y debilidad del proyecto nacional criollo, expresado en los
temas reiterativos de la ficción del siglo XIX, se puede observar como síntoma de una
actitud ideológica, cuyo origen es sobre todo económico: “Los comerciantes del puerto
presionaban por un abierto librecambismo, en tanto que los terratenientes serranos veían
en el proteccionismo una garantía para sus productos amenazados por la introducción de
artículos importados”. 32 Esta mayor apertura hacia la modernidad capitalista, que
mostraron las clases dominantes de la Costa en comparación con las élites de la Sierra, se
replica muchas veces en la mayor apertura estética de los literatos liberales, la mayoría
de ellos de origen costeño. Los escritores serranos fueron correlativamente más
conservadores y reaccionarios, contra la irrupción del Realismo de corte francés en la
narrativa de ficción y el Modernismo hispanoamericano en la poesía lírica. Curiosamente,
uno de los más enconados contrincantes y críticos del melodrama y el realismo de cuño
francés fue un escritor liberal de origen serrano: Juan Montalvo.
No obstante, tal constatación no debería producir ninguna sorpresa: aquel escritor
ambateño fue uno de los defensores más destacados de la matriz hispánica de la cultura
letrada nacional; con su silencio y poco entusiasmo frente al componente indígena y
popular, aunque quizá en menor grado que Juan León Mera y otros escritores oficiales,
Montalvo y los liberales católicos fueron también cómplices del mantenimiento de los
“mecanismos de diferenciación racial y estamentario” de los que han hablado ya los
historiadores.33 Asimismo, la poca integración económica entre las regiones geográficas
y la consecuente inestabilidad de las alianzas entre las oligarquías locales retrasaron el
nacimiento de auténticos partidos políticos que, en la práctica, funcionaron como meras
“alianzas caudillistas”. 34 Debido a estas circunstancias, el surgimiento del ejército como
31
Enrique Ayala Mora, “Historia y sociedad en el Ecuador decimonónico”, en Araujo Sánchez, Historia
de las literaturas del Ecuador, 31.
32
Ibid., 34.
33
Ibid., 35.
34
Ibid., 37.
23
árbitro de las disputas resultó inevitable. La narración de rebeliones, insurgencias y
batallas fue una constante en la ficción de la época, tanto como tema central cuanto como
anécdota suplementaria de las novelas.
En un principio, podríamos afirmar que la debilidad del Estado nacional
ecuatoriano es correlativa a la precariedad simbólica de la nación emergente: “Los
criollos latifundistas que lideraron la separación de España tuvieron éxito al fundar el
nuevo Estado y mantenerlo unido en medio de la inestabilidad inicial, pero no lograron
consolidar un proyecto nacional como conductores de una unidad históricamente
constituida que pondría las bases de un Estado-nación”.35 Tal fracaso se percibe en la
debilidad de una tradición novelesca nacional, que bien pudo haber nacido en aquellos
momentos de necesidad espiritual. No hubo abundantes ni grandes novelas nacionales,
aunque existiera una narrativa de ficción, que pretendía apuntalar el proyecto nacional de
una pequeña fracción de los habitantes de los territorios que entonces empezaron a
llamarse Ecuador. Las novelas ecuatorianas del siglo XIX escritas entre 1863 y 1893 son
un testimonio diáfano de aquella intención de construir simbólicamente una nación,
mediante la invención de una tradición literaria: “Los criollos veían a la nación
ecuatoriana como una continuidad hispánica, como la presencia y la superioridad del
‘occidente cristiano’ de espaldas a la realidad andina, indígena y mestiza, a su lengua e
identidad”.36
Un ejemplo claro de aquella defensa a ultranza de la hispanidad es la novela de
Juan Montalvo Capítulos que se le olvidaron a Cervantes. Tal continuidad cultural se dio
también en la fundación de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, que se proyectó a
imagen y semejanza de la Real Española. Desde este punto de vista, se comprende que
no hayan existido obras de gran aliento entre las filas del Liberalismo, pues los autores
de esta tendencia se dedicaron al combate político directo, tras las trincheras del
periodismo, el panfleto y la conspiración. En contraste, los conservadores tuvieron la
protección del Estado y el auspicio de la Iglesia, y constituyeron el “eje del pensamiento
oficial de la época”:37 Juan León Mera, Pablo Herrera, Miguel Moreno, Honorato
Vázquez, Luis Cordero, Julio Matovelle, entre otros. Las novelas que analizaremos se
encuentran precisamente dentro del período denominado, por unos historiadores, como
35
Ibid., 35.
36
Ibid., 36.
37
Ibid., 53.
24
de “consolidación del Estado oligárquico (1860-1895)”38 y, por otros, como de
“formación del Estado terrateniente (1830-1895)”39, cuya figura política más destacada
fue el caudillo conservador Gabriel García Moreno (Guayaquil, 1821-Quito, 1875).
Sin embargo, no todo es negativo para la cultura nacional en este período: “El
impulso dado a la educación en los años del garcianismo dio fruto en las décadas
subsiguientes”, cuya evidencia más notable es el “florecimiento de la literatura, la
historiografía y el conocimiento científico”.40 No es una coincidencia que en los años
posteriores al garcianismo, una vez muerto el dictador y superados los momentos de
transición liderados por los presidentes Antonio Borrero e Ignacio de Veintemilla, la
literatura de ficción también emergiera. La formación de más y mejores lectores y la
consolidación de la prensa como medio de difusión de la nueva literatura suscitó el
surgimiento de más escritores. Entre los años que comprenden el llamado período del
progresismo (1884-1895), se escribieron y publicaron más de la mitad de las narraciones
que analizaremos; lo que quiere decir que, en 10 años, se duplicó la producción literaria
de los 20 anteriores. Esta idea se refuerza si se observa que las revistas, periódicos y
suplementos literarios que aparecieron en la época del progresismo constituyen la
mayoría de los que existieron en el siglo XIX. Todo indica que en la década de 1880 no
fueron solamente la economía y la política las que gozaron de cierto dinamismo; la
literatura también hizo de la bonanza su signo definitorio. El impulso educativo del
régimen conservador de García Moreno, paradójicamente, impulsó el desarrollo literario
del fin de siglo, consagrado en los años del liberalismo posterior.
En suma, podríamos decir que son al menos 10 los problemas fundamentales que
los ideólogos nacionalistas del siglo XIX tuvieron que enfrentar en la fundación de los
Estados nacionales latinoamericanos,41 entre ellos Ecuador: 1) El poliglotismo y
multiculturalismo, que frenó la instauración de una sola cultura vehiculada por una sola
lengua nacional. 2) La infraestructura deficiente, que imposibilitó llevar a todos los
38
Enrique Ayala Mora, Lucha política y origen de los partidos en Ecuador, 4.a ed. (Quito: Corporación
Editora Nacional, 1988).
39
Rafael Quintero y Erika Silva, Ecuador: una nación en ciernes, 2.a ed. (Quito: Editorial Universitaria,
1995).
40
Ayala Mora, “Historia y sociedad”, 51.
41
Ute Seydel, “Nación”, en Diccionario de estudios culturales latinoamericanos, coord. Mónica Szurmuk
y Robert McKee Irwin (México DF: Siglo XXI/Instituto Mora, 2009), 189-96.
25
indígenas el español y, por lo tanto, también los términos de esa cultural nacional criolla.
3) El rezago educativo, sobre todo de los indígenas y campesinos, que produjo altas tasas
de analfabetismo, lo que impidió que fueran enunciadores directos del relato nacional. 4)
Varios sistemas judiciales heredados del pacto colonial, que distinguían entre blancos y
mestizos por un lado, e indígenas por otro. 5) La falta de unidad de valores culturales y
éticos: mientras las élites copiaban e interpretaban los modelos europeos, las clases
populares tenían otros puntos cardinales. 6) La existencia de varias prácticas religiosas: a
pesar del catolicismo generalizado, fue normal la mezcla con las prácticas paganas
ancestrales. 7) La acentuada desigualdad económica, muchas veces identificada con las
identidades étnicas. 8) La enorme diversidad racial, que provocó la discriminación de las
clases criollas, que detentaban exclusivamente los puestos directivos. 9) Los diversos
regímenes económicos: para los pueblos indígenas, la noción de propiedad privada fue
inconcebible hasta que la legislación liberal del siglo XIX la impuso. 10) La memoria
histórica fragmentada y heterogénea, que reflejaba la desintegración social heredada de
la época colonial. De una u otra manera, las primeras novelas ecuatorianas intentaron
sortear estos escollos, imaginando un país nuevo, inventado su tradición literaria.
Llegado este punto, resulta indispensable aclarar el significado que los términos
nación, patria y Estado nacional tenían entonces, sobre todo para comprender el modo
en que los escritores ecuatorianos de la época los usaban, a partir de los modelos europeos
que habían adoptado como propios desde finales del siglo XVIII. Aunque en muy pocos
casos se refieran a estas nociones explícitamente, es innegable que aluden a ellas en todo
momento:
La noción de patria es más popular que la de nación y su utilización fue mucho más
precoz. Los hombres del siglo XVIII se formaron, en los colegios, con la lectura de los
autores latinos. Estos, especialmente los historiadores del período republicano, como Tito
Livio, evocan el amor de los romanos por su patria y ofrecen de ello numerosos ejemplos.
En Inglaterra, en el siglo XVIII, se emplea el concepto patriota para designar a los amigos
de la libertad, en oposición a los de la monarquía absoluta […] La palabra patria se
encuentra relacionada con la de libertad y la de felicidad: su resonancia afectiva parece
más profunda que la del concepto nación, de carácter más abstracto.42
42
Michel Péronnet, Vocabulario básico de la Revolución francesa, trad. Pablo Bordonava (Barcelona:
Crítica, 1985), 235.
26
Los narradores invocan el nombre de la patria cuando hablan del pasado o el futuro
del país, sobre todo si retratan los sentimientos heroicos de sus personajes. Sin embargo,
en ningún momento distinguen entre patria y nación. Esta última idea funciona más bien
como un marco conceptual mucho más amplio, sobre el cual las novelas no reflexionan
directamente mediante las palabras de sus personajes o narradores.
Los autores ecuatorianos del siglo XIX tienden a confundir voluntariamente patria
y nación, e incluso Estado nacional y nación ecuatoriana, quizá porque con ello ocultan
la artificiosidad del primer concepto y la debilidad del segundo. Quizá también por eso
algunos ubican los ancestros de la espiritualidad nacional en la antigüedad europea (como
ocurre en la novela Plácido, de Francisco Campos) 44 o en la Edad de Oro del imperio
español (como sucede en el trabajo de Juan León Mera sobre la poesía de Sor Juana Inés
de la Cruz).45 Al percibir esos siglos pasados como épocas privilegiadas, en que el
cristianismo triunfó en Europa y América, aquellos escritores apelaron a dos rasgos que
en su criterio debían compartir los distintos pueblos que conformarían Ecuador: la
religión católica y la lengua castellana. El discurso nacionalista que impulsaron las
novelas ecuatorianas del siglo XIX fue, en gran medida, un procedimiento de simulación,
invención y ocultamiento.
De manera que la nación que encontraremos en las primeras novelas ecuatorianas
no será aquella definida desde un punto de vista político, geográfico o jurídico, sino
aquella que aparece en los textos como un sistema de significación cultural, que implica,
por un lado, concebir la nación como mito originario y ficción, y, por otro, como
comunidad imaginada. Ahora bien, si “el advenimiento de la nación como un sistema de
significación cultural, como representación de la vida social más que como la disciplina
43
Timothy Brennan, “La nostalgia nacional de la forma”, en Bhabha, comp., Nación y narración, 66.
44
Campos, Plácido.
45
Juan León Mera, “Biografía y juicio crítico”, en Obras selectas de la célebre monja de Méjico, sor Juana
Inés de la Cruz, comp. Juan León Mera (Quito, Imprenta nacional, 1873).
27
de la organización social, pone de relieve [la] inestabilidad del conocimiento”46 del
origen mismo de la nación, no nos queda más remedio que dejar a un lado las
especulaciones y discusiones teóricas al respecto, y entregarnos al encuentro de la “la
nación tal como está escrita”47 en las obras de ficción de sus intelectuales fundadores.
Este abordaje [sic] pone en tela de juicio la autoridad tradicional de aquellos objetos
nacionales del conocimiento —la Tradición, el Pueblo, la Razón del Estado, la Cultura
de la Elite, por ejemplo— cuyo valor pedagógico a menudo reside en el hecho de que son
presentados como conceptos holísticos, situados dentro de una narrativa evolucionista de
la continuidad histórica”48
46
Homi K. Bhabha, “Introducción. Narrar la nación”, en Bhabha, comp., Nación y narración, 12.
47
Ibid., 13.
48
Ibid.
49
Edward Said, citado por Bhabha, “Introducción”, 14.
50
Timothy Brennan, “La nostalgia nacional de la forma”, en Bhabha, comp., Nación y narración, 71.
51
Ibid., 73.
28
una nación incompleta y en ciernes parece corresponderle un género novelesco
igualmente dubitativo, cuyos límites recién se definieron después del primer cuarto del
siglo XX. En Europa, la novela se asienta como género literario unas décadas antes, quizá
porque el nacimiento de los Estados nacionales empezó primero. En cambio, las naciones
americanas tuvieron que enfrentar en sus primeros años una dolorosa separación de las
metrópolis europeas, de las cuales debían diferenciarse a cualquier costo.
De allí proviene el inmenso poder creativo de los discursos nacionales
americanos: “El nacionalismo no es el despertar de las naciones a su autoconciencia;
inventa naciones allí donde no existen”.52 Siguiendo las huellas de José Carlos
Mariátegui, veremos que “la nación misma es una abstracción, una alegoría, un mito, que
no corresponde a una realidad constante y precisa, científicamente determinable.” 53 La
necesidad que tenían las élites de encontrar un pasado mítico y legendario, más que
plenamente histórico, impulsó a los escritores a novelar la nación, remitiéndose a menudo
a tiempos inmemorables, poco o nada sustentados en evidencias arqueológicas o
documentales. En las instituciones, así como en los discursos nacionalistas, “la
continuidad histórica tuvo que ser inventada, por ejemplo, al crear un antiguo pasado más
allá de la efectiva continuidad histórica, tanto mediante la semificción [...] como por la
falsificación”.54 Por esto, las narrativas nacionalistas acompañan la creación de símbolos
como los himnos y las banderas, los escudos y los emblemas patrios.
Por estas razones, la nación que encontramos en las novelas ecuatorianas del siglo
XIX es también una comunidad imaginada, que consiste en “[u]na representación cuya
compulsión cultural reside en la unidad imposible de la nación como fuerza simbólica”,
y que es el resultado “persistente de los discursos nacionalistas de producir la idea de
nación como una narrativa continua del progreso nacional, el narcisismo de la
autogeneración, el presente primitivo del Volk”.55 En este sentido, los escritores
nacionalistas hablan de los orígenes de la nación como de “un signo de la ‘modernidad’
de la sociedad”, desconociendo a propósito que “la temporalidad cultural de la nación se
inscribe en una realidad social mucho más transitoria”,56 que no responde a esencialidades
52
Ernest Gellner, citado por Brennan, “La nostalgia nacional”, 72.
53
José Carlos Mariátegui, citado por Brennan, “La nostalgia nacional”, 72.
54
Eric Hobsbawn y Terence Ranger, citados por Brennan, “La nostalgia nacional”, 72.
55
Bhabha, “Introducción”, 11.
56
Ibid.
29
ni ontologías irrefutables, sino a la historicidad y las contingencias de cualquier narración.
El error esencial de los discursos nacionalistas es que “presumen siempre de un pasado
inmemorial y miran un futuro ilimitado”.57 Esta noción temporal, innegablemente
moderna, de la marcha de la humanidad hacia el futuro, posibilitó la instauración de los
discursos nacionalistas en el siglo XIX.
57
Benedict Anderson, citado en Bhabha, “Introducción”, 11.
58
Homi K. Bhabha, “DisemiNación: Tiempo, narrativa y los márgenes de la nación moderna”, en Bhabha,
comp., Nación y narración, 406.
59
Ernest Renan, “¿Qué es una nación?”, en Bhabha, Nación y narración, 27.
30
guayaquileñidad, la cuencanidad y otras tantas identificaciones locales, las marcas
ancestrales de lo ecuatoriano.
A esta noción dinástica, afín también a la noción de raza, está afiliada la existencia
de los señoríos locales (cuyo origen se encuentra tanto en los cacicazgos precolombinos
como en las alianzas de ellos con las familias de los conquistadores, adelantados y
encomenderos), que configuraron el desarrollo de las culturas regionales del Ecuador. La
identidad nacional ecuatoriana nace fragmentada también por esta razón, y quizá por eso
las novelas de aquella época no reflejaron esas identidades múltiples, so pena de fracasar
como signos funcionales de un proyecto nacional unitario. “Por lo tanto, debe admitirse
que una nación puede existir sin un principio dinástico, e incluso que las naciones que se
conforman a partir de dinastías pueden separarse de estas sin por ello dejar de existir”,60
sobre todo en las naciones poscoloniales como el Ecuador del siglo XIX. La nación
ecuatoriana que examinaremos es sobre todo un espacio y un tiempo delimitados por la
ficción literaria.
60
Ibid., 28.
61
Benjamín Carrión, El nuevo relato ecuatoriano: Crítica y antología, 2.a ed. (Quito: CCE, 1958), 13.
31
Ecuador es un caso anómalo o aislado, como se colige de muchas de las afirmaciones de
Carrión. En el pensamiento de este autor, el desarrollo de la cultura nacional está signado
por un destino inevitable: Ecuador siempre llega tarde a la Historia. Para este crítico
literario, la novela ecuatoriana nació tardíamente, tanto como él piensa que lo hizo el
Modernismo o el Realismo. Ecuador aparece aislado dentro de los Andes, en una especie
de cerco religioso que no puede transmontar.
Esta visión de la literatura ecuatoriana como naturalmente tardía, atrasada o
anacrónica tiene un doble origen: por un lado, la persistencia de las ideas coloniales sobre
la función social del arte y la literatura hasta finales del siglo XIX e inicios del XX; y, por
otro lado, la impronta colonial que esas mismas ideas dejaron en los críticos que, como
Benjamín Carrión, intentaron escribir el relato de la cultura nacional, superando aquellas
estructuras epistemológicas. En muchas ocasiones, podemos observar que los modos de
leer, interpretar y valorar la realidad literaria, que tuvieron críticos de “izquierdas” como
Carrión, no distan mucho de los modos que practicaron los ideólogos de la nación
ecuatoriana del siglo XIX. Con las obvias sutilezas que cada momento histórico demandó
de ellos, casi todos leyeron la literatura nacional como naturalmente tardía y marginal,
amparados por criterios que los obligaron a concebir al Ecuador como la periferia de
alguna metrópoli.
Al no encontrar en su acervo personal ninguna ficción ecuatoriana digna de ser
equiparada con las grandes novelas europeas o americanas, Benjamín Carrión lleva su
argumentación a un territorio aún más subjetivo y abstracto: compara la imaginación del
historiador o cronista Juan de Velasco con la imaginación del antiguo Herodoto, quien,
según sus palabras, fue “el primer novelista de Grecia”. Así pues, queda saldada la deuda
con la Historia. Quizá Velasco no haya sido un escritor de ficción, en el estricto sentido
del término, pero el portento de su imaginación es tan grande como el de cualquier autor
de la Antigüedad Clásica. En consecuencia, nada tendría que envidiar Ecuador a los
griegos, considerados los fundadores de la civilización occidental; y, por lo tanto, casi
nada le haría falta a la literatura ecuatoriana para ser tan grande como la de cualquier
nación del mundo. Tal es la actitud que define el talante de estos críticos e historiadores
ecuatorianos: frente a la ausencia de pruebas con las cuales puedan celebrar la grandeza
de la cultura nacional, acuden a las comparaciones que les resultan más naturales para
suplir los vacíos que encuentran. Es muy posible que se dieran cuenta del artilugio
32
tropológico que estaban elaborando, pero la urgencia política de inventar un pasado
nacional del cual poder sentirse orgullosos les disculpaba de cualquier exceso retórico.
No obstante, es mucho más probable que no se dieran cuenta de que el origen de tal
necesidad, que les obligaba a suplir las evidencias históricas con la imaginación poética,
no radicaba en una deficiencia intrínseca del ser de la nación o la cultura ecuatorianas,
sino en el particular punto de vista que adoptaron como lectores de la cultura nacional.
En otras palabras, el problema central no es que la novela en Ecuador haya sido
un fenómeno tardío o deficitario, sino que los críticos como Carrión no encontraron textos
que pudieran encasillar dentro de la categoría de novela, toda vez que aquella noción
literaria la habían aprendido leyendo relatos europeos. En un principio, se trata de un
problema de perspectiva: querer parecerse a los otros nos niega con frecuencia la
posibilidad de reconocernos como otros; ni mejores ni peores, tan solo distintos.
Probablemente, aquellos libros que escribieron los primeros narradores ecuatorianos del
siglo XIX no fueron precisamente novelas. Acaso eran interpretaciones más o menos
eficientes de los modelos metropolitanos, y en tanto imitaciones fallidas devinieron por
exceso de significación en productos falsamente originales, o en tanto imitaciones fallidas
devinieron por defecto de significación en productos verdaderamente originales. En
cualquier caso, y tal como veremos a lo largo de la presente investigación, el debate sobre
el origen y naturaleza de la novela en Ecuador debe reubicarse en el contexto original de
su enunciación, porque solo desde allí podremos entender los problemas que ha tenido la
recepción de la novela en tanto género literario.
Antes de cualquier valoración, debemos comprender qué entendían los escritores
ecuatorianos del siglo XIX por novela, y en qué medida esos preceptos les ayudaron a
construir y promover sus ideas sobre la nación. Para los críticos e historiadores
ecuatorianos ha existido desde el inicio una relación consustancial entre el origen de la
novela y el nacimiento de la idea misma de nación ecuatoriana. Esta primera constatación
no es de ninguna manera un descubrimiento original ni una interpretación polémica, sino
el resultado de un propósito moral y político declarado explícitamente por los autores del
siglo XIX, mediante las palabras de sus narradores y personajes, y que constan también
en los prólogos, dedicatorias, ensayos y artículos escritos por esos mismos autores. Esta
es la misión que le asignaron a la ficción literaria: edificar la nación ecuatoriana.
33
Pero antes de explicar con mayor detalle la perspectiva de este análisis en la última
parte del capítulo, hay que detenerse en la descripción de las primeras ideas sobre el
origen de la novela ecuatoriana, para poder explicar luego los entresijos de la identidad
literaria e importancia histórica de este género. Solo de esta manera se podrá probar que
la lectura que se ofrece constituye una auténtica alternativa. Por lo tanto, se debe regresar
sobre las ideas de Carrión y sus contemporáneos, y en ellas encuentrar una vez más
afirmaciones tajantes, para matizar de a poco. Carrión asevera, por ejemplo, que nada
tuvo tanto éxito entre los autores de la época como el romanticismo de Pablo y Virginia,
de Bernardino de Saint Pierre. Y tan cierta es esta idea para el célebre crítico, que la
novela que él mismo considera como la primera escrita en el país, Cumandá, de Juan
León Mera, a sus ojos no es más que una pálida imitación de la Atala de Chateaubriand.
¿Cuál es entonces la razón por la cual el romanticismo dominó el escenario literario del
primer siglo republicano? Carrión encuentra una identidad casi innegable entre novela y
realismo. ¿Por qué entonces el realismo en Ecuador fue también un fenómeno “tardío”?
La lectura de Benjamín Carrión es la siguiente: “En este continente, la época del
realismo europeo no tuvo correspondencia considerable, ni en cantidad ni en calidad. Era
época de agitación para nosotros”. 62 Es precisamente esa “agitación” a la que se refiere
Carrión la que impidió la gestación de una novela realista, y produjo una literatura de
ficción de tímidas actitudes realistas desde el punto de vista expresivo, y de una pesada
factura didáctica desde el punto de vista temático. “Estábamos, en suma, acumulando
material para la novela del mañana”. 63 Para Carrión, no existía todavía suficiente material
histórico como para crear una narrativa equiparable a la europea. Sin nada que contar en
la ficción novelesca, la realidad política en sí misma era el ámbito de la creación literaria
de los ecuatorianos del siglo XIX: de allí que haya predominado el periodismo político y
el ensayo. Y Carrión vuelve a sentenciar: “La novela se escribe cuando un pueblo tiene
que decir algo. Cuando sabe que tiene que decirlo”.64 Por esa razón habría calado tan
profundamente el romanticismo en el ámbito de la ficción: la nación misma se estaba
edificando; toda ella era un proyecto, una ensoñación. La nación se podía novelar solo
después de empezar a caminar por los senderos de la Historia.
62
B. Carrión, El nuevo relato, 23.
63
Ibid.
64
Ibid., 35.
34
Pero Carrión no se limita a estas explicaciones, pues de inmediato se apoya en
otras de orden más bien histórico. En primer lugar, encuentra en la censura clerical de la
Colonia el primordial origen del atraso de la novela en América: “No tuvo España,
diremos, mucho empeño en traernos al Quijote, acaso también por aquello de que, largo
tiempo, en la misma España, la obra mayor de Cervantes, del idioma y de la raza, no había
conquistado el crédito definitivo que adquiriera después”.65 Y a esta explicación suma al
menos otro factor, además de la agitada situación política de las jóvenes naciones
americanas en el siglo XIX: la llegada del modernismo lírico, que domina en el panorama
literario de entre siglos, y a su modo también retrasa la maduración del realismo y, por lo
tanto, de la novela. Carrión señala dos casos paradigmáticos: Juan Montalvo y Juan León
Mera.
Del primero, sobre Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, afirma: “[E]s un
panfleto terrible”,66 con lo que demuestra que cualquier prodigio de la ficción estuvo
supeditado al combate político, antes que al cultivo de la imaginación. Al segundo lo
acusa de ser regresivo en todo sentido; de haber sido influenciado sin mayores matices
por Chateaubriand; de haber sido una suerte de diplomático consagrado literariamente,
más que por sus méritos artísticos, por sus habilidades y entronques políticos e
institucionales. Finalmente, Carrión afirma que la novela de Mera es puramente
doméstica, si se la compara con la María de Jorge Isaacs: “Es simplemente, lo que ahora
se dijera, un relato evasivo, de intención apologética”.67 Como veremos en detalle en el
siguiente capítulo, es precisamente este tipo de lecturas las que cuestionan fuertemente
los más recientes críticos, porque descubren en Cumandá una metáfora de la colonización
de nuevos territorios geográficos y simbólicos para la nación ecuatoriana, y la
construcción de otros significados en la concepción del cuerpo de la mujer como metáfora
de la nación.
Benjamín Carrión también critica duramente la intención de Mera de crear tipos
novelescos con sus personajes: “[E]se es, realmente, el sentido y la intención de
Cumandá: propaganda ideológica que utiliza el arte, que hace del arte un vehículo para
llegar más pronto, mejor, más ampliamente, a las conciencias”. 68 ¿Existió en realidad otra
65
Ibid., 37.
66
Ibid., 45.
67
Ibid., 49.
68
Ibid., 50.
35
posibilidad para la novela latinoamericana del siglo XIX? Lamentablemente, Carrión
juzga las pocas primeras novelas ecuatorianas que conoce desde el punto de vista del siglo
XX, y desde su particular posición como ideólogo nacionalista de “izquierdas”. En ningún
momento contextualiza históricamente sus apreciaciones o las matiza con suficiente
energía: simplemente vapulea y pontifica. Afirma sin más que Mera no tuvo
continuadores, excepto Quintiliano Sánchez (quizá por su libro Amar con
desobediencia).69 Para Carrión, el novelista ecuatoriano típico es por definición un “anti-
Mera” (1958: 55).70 Si lo pensamos bien, enfriando un tanto la fiebre sectaria, esta
afirmación es francamente contradictoria, sobre todo si observamos la convicción
combativa del realismo social que defiende Carrión en sus ensayos, y que él mismo ayudó
a instaurar como canon estético nacional a mediados del siglo XX.
En este sentido, muchos de los textos realistas de la década de 1930 son tan
panfletarios como las novelas de Mera. Del mismo modo, como veremos más adelante,
el legado de Mera está precisamente en aquellos tipos novelescos que instalan detrás de
cada personaje la posición de una determinada clase social o determinado grupo político,
tal como sucede en las novelas del llamado realismo social ecuatoriano. La novela de
Mera es tan alegórica como cualquier otra novela ecuatoriana de las primeras décadas del
siglo XX. La efigie del escritor civil decimonónico no se diluye del todo con la entrada
del nuevo siglo; antes bien, camina por otros derroteros ideológicos igual de intrincados.
Pero, para Benjamín Carrión, parece que con García Moreno muere el romanticismo. Lo
que haría pensar que, a partir de 1875, toda la literatura ecuatoriana fue algo más que
romántica, cuando en realidad, lo fue en gran medida desde los albores de la República.
Otro escritor que interviene con entusiasmo en estos primeros debates sobre el
origen de la novela en Ecuador es Isaac J. Barrera. Su Historia de la Literatura
Ecuatoriana es el primer esfuerzo totalizador sobre este tema. Los volúmenes I y II
aparecieron bajo el auspicio de la Academia Ecuatoriana de la Lengua en 1944 y el
volumen III en 1950, según se informa en el prólogo de 1953. Pero su vasto proyecto se
inició alrededor de 1942, según la fecha del primer prólogo.71 Barrera es el primero en
intentar consistentemente una cronología de toda la producción literaria nacional, y, por
69
Quintiliano Sánchez, Amar con desobediencia, novela original (Quito: Tipografía Salesiana, 1905).
70
B. Carrión, El nuevo relato, 55.
71
Isaac J. Barrera, Historia de la literatura ecuatoriana (Quito: CCE, 1960).
36
lo tanto, el primero en abrir el debate sobre el origen de la novela en Ecuador. Los autores
que mayor atención le merecen son también Montalvo y Mera. Mediante el trazo de una
línea biografista, Barrera reconstruye el desarrollo de la obra del primero, y gracias a su
esfuerzo tenemos un primer dato relevante: los Capítulos habrían sido escritos en la época
del exilio de Montalvo entre 1874 y 1875, lo que prueba que este escritor habría sido el
primero en intentar una novela, incluso antes que Mera. Barrera además le concede un
mérito: “Montalvo no se propuso imitar, sino evocar el alma del héroe para seguir
contraponiendo lo real a lo ideal”. 72
De la misma manera, defiende al autor de Cumandá contra aquellos que aseguran
que su obra es un mero sucedáneo de El genio del cristianismo de Chateaubriand. Barrera
tampoco cree que la novela de Mera sea una mala compañía de la María de Isaacs:
“Cumandá es la novela de la selva, ante todo [...] En Cumandá, la naturaleza es una
decoración solemne y encantadora: impone y sugestiona”. 73 Ahora bien, resulta evidente
que la idea que tiene Barrera sobre el significado de la selva es tan ingenua y citadina
como la del mismo Mera; no puede distanciarse de su objeto de estudio: “Es la selva el
personaje principal de la novela”. 74 Con todo, desde su punto de vista, el tema selvático
hace de la novela de Mera un texto fundacional de la nación literaria. En este sentido,
para Barrera, Mera supera a Montalvo de cierta manera, y se posiciona como el primer
novelista ecuatoriano.
Para Barrera, la originalidad del tema de la obra de Mera construye la inédita
nacionalidad ecuatoriana en el ámbito literario: “Un recorrido del mismo intento de
nacionalización de la literatura son sus novelas cortas, que además persiguen un nuevo
propósito, el de convertir el tema indígena en nativo”.75 Por primera vez, un crítico
literario reconoce que el entorno cultural de un autor lo supera y condiciona. Barrera
también es el primero en ubicar las ideas del autor en el contexto de su obra, y, por lo
tanto, el primero en intentar leer la novela de Mera como la parte de un todo más complejo
que las simples declaraciones políticas que contiene. Nos recuerda que, en el prólogo de
La novia de una aldea ecuatoriana, publicada, según él, en 1872, y reimpresa en parte
(solo 10 capítulos) en las Memorias de la Academia Ecuatoriana de la Lengua en 1933,
72
Ibid., 763.
73
Ibid., 807.
74
Ibid., 810.
75
Ibid., 812.
37
Mera manifiesta abiertamente su intención educadora y proselitista, como escritor de
ficción. Barrera comprende mejor que Benjamín Carrión, aunque quizá en el mismo
sentido, la función de las novelas del siglo XIX en la región:
Barrera utiliza un verbo muy preciso: “parece”. Tal indefinición espacial y temporal
resulta fundacional para este historiador: el novelista del siglo XIX se encargaba de
dibujar simbólicamente los límites territoriales de la nación. En las ficciones novelescas,
el tiempo y el espacio de las naciones se expanden y contraen según los avatares políticos
que atraviesan.
Esta perspectiva abarcadora de Barrera le permite considerar otros nombres
fundacionales de la novela ecuatoriana, además de Mera y Montalvo. De Alfredo
Baquerizo Moreno dice, por ejemplo, “y publicó también una serie de novelas cortas, con
títulos extravagantes, que señalaban los caminos que seguían sus lecturas, así como sus
preocupaciones intelectuales de joven”. 77 Entiende perfectamente que “[e]l tema de sus
novelas es el cotidiano; no necesita de trama, o si existe es de tan pequeña contextura que
fácilmente se adivina el contenido”, 78 porque Baquerizo Moreno, tanto como sus
contemporáneos, no buscaba la consecución de un mundo novelesco autónomo y
consistente, sino la construcción de una herramienta educativa eficaz. Con todo, Barrera
llega a desdecirse en cierta medida, cuando afirma que las ficciones de Baquerizo Moreno
“No son novelas, sino fantasías novelescas, carrera de la imaginación y de la pluma de un
escritor ingenioso que trata de romper la gravedad de su compostura con la anotación
ligeramente humorística [...] Pero no es un novelista en el sentido estricto del término”. 79
Y del mismo modo que Carrión, Barrera juzga las ficciones del siglo XIX desde un
criterio retroactivo.
Aunque sin mayores pruebas, Barrera suelta de nuevo su pluma para afirmar, en
favor de la tradición ecuatoriana, que existen otros novelistas y otras novelas. Reconoce
76
Ibid., 813.
77
Ibid., 896.
78
Ibid.
79
Ibid., 897.
38
que “Francisco Campos es un meritísimo escritor, que ha dejado varias novelas:
Narraciones fantásticas, Plácido, La receta, Un viaje a Saturno, en que dio muestras del
vigor de la pluma y de la facilidad de su concepción”.80 Incluso se arriesga un poco
cuando sugiere que “[l]a novela histórica ha tenido un representante de alta calidad en la
obra de Carlos R. Tobar, uno de los ecuatorianos más eminentes de los últimos
tiempos”.81 Con todo, el carácter totalizador de su obra le impide a Barrera entrar en
mayores detalles, citar fuentes o referir con precisión el origen de sus hallazgos. Su mérito
consiste en haber intentado un primer registro exhaustivo de la producción literaria del
Ecuador. La polémica se volvería a encender décadas más tarde, cuando nuevos lectores
intentaron sumergirse en los archivos y las bibliotecas.
Este primer ciclo de apologías y censuras en torno de la novela ecuatoriana del
siglo XIX se cierra en 1967 con un libro muy influyente en su época y que durante al
menos 20 años constituyó una pródiga fuente de polémicas y discusiones: Entre la ira y
la esperanza de Agustín Cueva. En el prólogo de la quinta edición, de 1987, su autor
confesó la sorpresa que a él mismo le provocó constatar que un libro primerizo como ese
haya tenido tal impacto. Transcurrido más de medio siglo, aquel “casi temerario proyecto
[...] de repensar en apenas 200 páginas todo el devenir histórico-cultural del Ecuador”,82
según las palabras del mismo Cueva, resulta todavía inquietante, sobre todo porque
constituye un testimonio inmejorable de cómo aquellas generaciones de intelectuales
estaban pensando la cultural nacional ecuatoriana. Si bien el componente literario es
apenas uno de los variados objetos materiales de la reflexión de Cueva (por momentos el
más importante), al menos un puñado de ideas destacan, muy a tono con el ánimo sumario
y categórico de Benjamín Carrión y sus contemporáneos. A pesar de que sus tesis han
sido matizadas y rebatidas en más de un sentido por innumerables estudiosos a lo largo
de décadas, no puedo pasar por alto la mención que Cueva hizo de dos autores del período
que estamos estudiando, Juan León Mera y Juan Montalvo, sobre todo, por una idea que
nutre muy bien el presente debate: la conciencia de clase de la que participan Mera y
Montalvo, más allá de sus diferencias.
En sintonía con las palabras que alguna vez utilizó Benjamín Carrión, aun cuando
fuera para rebatirlo, Cueva asegura que la novela apareció “tardíamente en la literatura
80
Ibid., 905.
81
Ibid., 912.
82
Agustín Cueva, Entre la ira y la esperanza, 5.a ed. (Quito: Planeta del Ecuador, 1987), 10.
39
ecuatoriana con Cumandá de Mera, y corresponde a la toma de conciencia de la clase
dominadora de su historicidad”. 83 Tal aparición de la autoconciencia de las clases
dominantes estaría mediada por el casticismo de la lengua de autores como Mera y
Montalvo, entre quienes habría más similitudes que distancias, toda vez que “esta división
es todavía, en el plano ideológico, una división dentro de la unidad: no se discuten los
grandes principios cristianos, solo se pone en duda o se justifica la validez de su presente
aplicación”.84 Tal casticismo constituye para Cueva una “falta de consecuencia” en el
mensaje literario de Montalvo, puesto que, tal como sucedía en su tiempo, “mestizos y
zambos aún debían acreditar su humanidad”. 85 Con todo, Cueva equipara a Montalvo con
el prócer Eugenio Espejo (Quito, 1747-1795), debido a sus dotes de polemista y
combatiente antiautoritario, y así lo salva como precursor de causas más nobles: “Escribió
en lenguaje ‘cervantino’, y no americano, porque ese era el único medio de ser escuchado.
[...] En un mundo totalmente feudal, no disponía de otras armas que la del feudalismo.
Todo es perdonable, entonces; o al menos comprensible. Y en esa perspectiva hay que
juzgarlo”.86 Pero otra es la visión que tiene de Mera.
Agustín Cueva no aporta ninguna prueba textual ni acude al contexto literario con
precisión para explicarse y, en el mismo tono de Carrión cuando habla de Cumandá,
vapulea y pontifica, hasta el punto de apelar a la figura retórica de la reticencia: “En fin...
no vamos a ponernos a enumerar todos los defectos de esta novelita”. 87 Para este
ensayista, Mera no fue más que un imitador de las corrientes y modas europeas, a las que
acudió en busca de prestigio y aprobación cultural. Cueva entiende la novela de Mera
como un testimonio del primero de los períodos que él denomina los Tres momentos de
la conciencia feudal ecuatoriana: “El mea culpa sin eco”. Y quizá con esta noción acierte
en más de un sentido, cuando afirma que Mera no hace otra cosa que representar la
conciencia de la clase terrateniente que, arrepentida de sus pecados, se retira al campo a
reconciliarse consigo misma, tal como hace el cura Orozco, el célebre personaje de
Cumandá, cuando sus hijos han muerto como consecuencia de sus pecados. Con cierta
clarividencia, Cueva sentencia: “La selva ecuatoriana es en Cumandá la plasmación del
83
Ibid., 48.
84
Ibid., 50.
85
Ibid.
86
Ibid., 152.
87
Ibid., 70.
40
purgatorio”.88 Y este simbólico presidio estaría edificado con aquello que Cueva
denomina poesía, en contraste con otros discursos más entregados a la anécdota, y menos
plagados de retórica y juicios morales.
Más allá de la enconada diatriba que este pensador ecuatoriano lleva a cabo contra
la obra de Mera, sus palabras confluyen en una opinión que resuena con actualidad y
alimenta la presente reflexión: “Al tomar conciencia de su agonía, la clase feudal descubre
una dimensión que hasta entonces le fuera desconocida: su conflictiva historicidad. Por
eso hay en Mera un intento desesperado de volver la Historia reversible: el Oriente de
Cumandá es por momentos un edén donde se escribe otra historia, no conflictiva, el
cristianismo”.89 Tal sería el ejercicio que lleva a cabo la primera novela ecuatoriana que
registra este autor: un mea culpa que no tiene eco, porque es tardío, porque la clase que
la enunció iba ya de retirada del campo de la historia. Consecuentemente, las novelas del
siglo XIX, que acompañan o preceden a Cumandá, podrían asimismo constituir
testimonios de esa conflictiva historicidad que liberales y conservadores edificaron con
sus disputas y desencuentros. No obstante, hay algo que Cueva quizá no enfatiza lo
suficiente: el cristianismo era ya el centro mismo de la nacionalidad ecuatoriana, al menos
para aquellas élites letradas del siglo XIX que imaginaron que Ecuador podía o debía ser
una nación independiente y soberana, y en esta ensoñación participaron por partidas
iguales conservadores como Mera y liberales del mismo cuño de Montalvo. Y así habría
de ser durante muchas décadas más.
Las revisiones sobre este asunto llegarían apenas en los últimos años del siglo XX
y los iniciales del XXI. El primero y más enérgico de todos los revisionistas ha sido
Rodrigo Pesántez Rodas.90 Con la intención de reordenar la cronología de la novela en el
Ecuador, enumera “nuevamente” las obras escritas por autores ecuatorianos desde la
época colonial. A pesar de sus esfuerzos por definir el género novelesco desde sus
características formales, no queda del todo claro si aquellas estrategias discursivas que
registra son suficientes para aceptar que al menos uno de los textos que enlista pueda
concebirse como una auténtica novela. En primer lugar, porque no da pruebas suficientes
de que dichos libros cumplan con todas las virtudes textuales que propone. Y, en segundo
88
Ibid., 73.
89
Ibid., 76.
90
Rodrigo Pesántez Rodas, Visión y revisión de la Literatura Ecuatoriana (México D.F.: Frente de
Afirmación Hispanista, 2006), vol. 1.
41
lugar, porque no nos brinda datos suficientes para comprender las situaciones específicas
de emisión y recepción de esos libros. Así, pues, se quedan sin responder algunas
preguntas elementales: ¿aquellos textos fueron leídos como novelas por los primeros
lectores?, ¿sabían esos lectores que las ficciones que estaban leyendo eran en realidad
novelas?, ¿esos textos fueron concebidos por sus autores originalmente como novelas? Y
lo más relevante: ¿existe en realidad una definición universal, textualmente intrínseca e
inequívoca de lo que es y debe ser una novela? En opinión de este crítico, lo más
importante es construir una línea cronológica consistente, que obedezca sin mayores
matices los criterios de la historiografía tradicional, cuyo axis conceptual se origina en
cierto entendimiento de la Historia del Arte europeo, que divide el desarrollo de la cultura
en escuelas estéticas, generaciones artísticas, autores epónimos y obras canónicas.
Siguiendo estos criterios, Pesántez Rodas afirma que son cuatro las primeras novelas
ecuatorianas.
La primera sería el Viaje de Enrique Wanton al país de las monas, publicada en
Alcalá de Henares en 1769, por Ignacio Flores (Latacunga, 1733-Buenos Aires, 1786).91
Este crítico sustenta sus afirmaciones en dos fuentes indirectas: Jorge Carrera Andrade 92
y Alejandro Carrión.93 Si este descubrimiento fuera cierto, la novela ecuatoriana llevaría
la delantera en todo el continente, y la historia de la cultura nacional podría definirse
como la suma de los hallazgos de individuos visionarios y valientes como Flores: el Viaje
de Enrique Wanton al país de las monas es una ingeniosa sátira del sistema colonial de
la España de los austrias. El afán de Pesántez Rodas es claramente reivindicativo: intenta
sugerir que la literatura del Ecuador no ha llegado tarde a la Historia. Pero Pesántez Rodas
se equivoca. La verdad llega de la mano de un lector menos justiciero, pero más ordenado
y cauteloso, que nos recuerda la liviandad con que los procesos históricos de la literatura
ecuatoriana se han examinado a la luz de excesivas pasiones y sectarismos. En un artículo
titulado “Don Ignacio Flores sin novela y un académico de la historia”, Hernán Rodríguez
Castelo94 nos cuenta que, en la biblioteca de los mercedarios en Quito, tuvo acceso a la
edición de este libro, realizada en Madrid por Antonio de Sancha, en 1781. El libro en
91
Ibid., 166-9.
92
Jorge Carrera Andrade, Galería de místicos e insurgentes (Quito: CCE, 1959).
93
Probablemente, Alejandro Carrión, La otra historia, 2.a ed. (Quito: Banco Central del Ecuador (BCE),
1983). Pesántez Rodas no es preciso al consignar esta fuente.
94
Hernán Rodríguez Castelo, “Don Ignacio Flores sin novela y un académico de la historia”
[mecanografiado inédito], Biblioteca del Centro Cultural Benjamín Carrión (no catalogado).
42
cuestión es en apariencia la traducción de un manuscrito inglés al italiano, y de este al
español, firmada por Joaquín de Guzmán y Manrique, un ilustre jurista y letrado de la
época. Este tortuoso camino entre varias lenguas nos plantea un problema filológico
elemental, que Pesántez Rodas no se molestó en resolver: ¿en qué idioma fue escrito
originalmente este libro y dónde se publicó su primera edición?
Rodríguez Castelo realiza una exploración detenida sobre el origen del texto, y
encuentra en el camino algunas sorpresas. Para empezar, nos recuerda que Pablo Herrera
fue el primero en atribuirle a Flores la autoría de Viaje de Enrique Wanton al país de las
monas, en 1860, siguiendo una opinión muy difundida entre los literatos ecuatorianos del
siglo XIX.95 Y a continuación nos explica su propio proceso de recepción. Rodríguez
Castelo encontró que el texto en español está lleno de laísmos, más propios del dialecto
peninsular que de las variantes americanas, aún para una novela escrita a finales del siglo
XVIII. El ámbito literario ecuatoriano en general parecía no compartir su desconfianza:
Rodríguez Castelo señala que los hermanos Barriga, en su Diccionario de la literatura
ecuatoriana,96 en la entrada correspondiente a Ignacio Flores, comentan la referida novela
sin el más mínimo asomo de duda sobre su autoría. Para esos críticos, la escritura de esta
novela habría sido una de las causas de la condena a prisión que recibió Flores en los
tribunales de Buenos Aires, en donde finalmente murió. De esta manera, el origen de la
supuesta primera novela ecuatoriana resultaría ciertamente heroico, pues habría nacido
desde la oposición al régimen imperial español.
Sin embargo, Rodríguez Castelo concluye que la centenaria atribución es
completamente falsa: Ignacio Flores no es el autor de Viaje de Enrique Wanton al país
de las monas. Se trata originalmente de una obra de Zaccaria Seriman (Venecia, 1708-
1784), aparecida por primera vez en Venecia, en 1749, bajo el título de Viaggi di Enrico
Wanton alle terre incognite Australi, ed al paese delle Scimie, ne quali si spiegano il
caracttere li costumi, le scienze, e la polizia di quegli straordinari abintati. Tradotti da
un manoscritto inglese, con figure in rame. Para Rodríguez Castelo, resulta evidente
entonces que el manuscrito inglés al que se refiere el título de la obra es en realidad un
recurso del escritor italiano, con el que pretendió sortear la censura del Santo Oficio. El
Viaje de Enrique Wanton fue escrito originalmente en italiano, por un autor totalmente
95
Herrera, Ensayo sobre la historia.
96
Franklin Barriga López y Leonardo Barriga López, Diccionario de la literatura ecuatoriana (Guayaquil:
CCE Núcleo del Guayas, 1980).
43
ajeno a las colonias españolas en América. La reivindicación patriótica de Pesántez Rodas
pierde sustento. Esta falsa atribución se pudo haber evitado verificando el título del libro
y el nombre de su presunto autor en los motores de búsqueda del internet y en los servicios
de los repositorios y bibliotecas digitales de cualquier universidad. El libro de Pesántez
Rodas data de 2006. No existe excusa para tal descuido.
Pero ¿cuál pudo haber sido el origen de esta centenaria confusión? Luego de la
edición en Venecia de 1749, Rodríguez Castelo registra una segunda, impresa en Nápoles,
en 1750, y otra en el mismo lugar, de 1756. Después está la de Berna, de 1764, y otra más
en Nápoles, publicada entre 1756 y 1775. Solo después de estas primeras cinco
impresiones, el Viaje de Enrique Wanton al país de las monas se tradujo al español:
aquella versión que apareció en Alcalá de Henares, los primeros tomos entre 1769 y 1771,
y el tercero y el cuarto en 1778. Ciertamente existe una edición en inglés, aparecida en
Londres, pero data recién de 1772. Finalmente tenemos las dos ediciones madrileñas, de
1778 y 1781-1785, la última de las cuales es la que Rodríguez Castelo descubre en la
biblioteca de los mercedarios en Quito. Después de todo este tráfago, queda sin resolver
la siguiente duda: ¿la sentencia que recibió Flores en Buenos Aires tuvo que ver con el
hecho de haber sido partidario de la causa criollista cuando fue Presidente de la Real
Audiencia de Charcas, en la entonces Chuquisaca, la actual Sucre? Es probable que una
de las acusaciones por las cuales se lo llevó a la cárcel haya sido la injusta atribución de
este furioso libelo contra la Corona española. Tal podría haber sido el origen del rumor
que Pablo Herrera y sus contemporáneos tenían por certeza, y que Alejandro Carrión y
Pesántez Rodas recogieron sin cuestionar. Rodríguez Castelo nos cuenta que Manuel de
Guzmán Polanco llevó al Archivo Jijón y Caamaño un sinnúmero de hojas sobre el caso
de Flores, que reposan a la espera de que algún investigador termine de aclarar este
asunto. Para nuestros intereses, apenas cabe dejar sentada una evidencia: el entusiasmo
patriótico le ganó la partida a la seriedad filológica. Pesántez Rodas no verificó ni
contrastó sus fuentes, y tampoco lo hicieron sus antecesores. La historia de la novela
ecuatoriana está llena de este tipo de tropiezos.
Similares imprecisiones ocurren con la apreciación de la siguiente obra, pues,
adoptando de nuevo las opiniones de Alejandro Carrión,97 Pesántez Rodas asegura que la
segunda novela ecuatoriana fue Cartas riobambenses, de Eugenio Espejo, escrita en
97
A. Carrión, La otra historia.
44
1787,98 en la cual se narra los amoríos adúlteros de Madamita Monteverde. Pero de nuevo
sale al paso Rodríguez Castelo, para desmentir estos juicios superficiales, cuyo origen
ubica en otro trabajo de Carrión:99
Alejandro Carrión ha querido ver en las Cartas riobambenses novela. […] Hay,
sin duda, elementos y calidades [sic] novelescas en la obra, pero intención y aliento son
de polémica —sobre todo si se repara en que la sátira llevaba los nombres de los actores
del escándalo—. Más cerca estaría esto de ser periodismo de combate. Pero no vemos
razón alguna para sacar esto de su propio género: el panfleto, el “papel satírico”, que se
decía en el tiempo.100
98
Pesántez Rodas, Visión y revisión, 169-71.
99
Alejandro Carrión, “La novela”, en Trece años de cultura nacional (Quito: CCE , 1957).
100
Hernán Rodríguez Castelo, Literatura en la Audiencia de Quito: Siglo XVIII (Ambato: CCE Núcleo del
Tungurahua, 2002), 2: 1027-8, en nota al pie de página.
101
Ibid., 2: 1016-26.
102
Pesántez Rodas, Visión y revisión, 171-2.
103
Fausto Aguirre, “Estudio introductorio”, en La emancipada, de Miguel Riofrío (Quito: Libresa, 1992).
104
Pesántez Rodas, Visión y revisión, 172-4.
45
Una vez más, la única certeza con la que contamos a raíz de estos trabajos críticos es la
relación consustancial entre el surgimiento de la novela y la nación ecuatoriana.
Si se acepta este primer supuesto, se puede entender mejor el espíritu que anima
la reflexión más extensa que se ha publicado hasta la fecha sobre este problema: el libro
titulado La novela ecuatoriana, de Ángel Felicísimo Rojas.105 La perspectiva de Rojas ha
condicionado la mirada de los críticos ecuatorianos de tal forma que se podría afirmar
que, en su ensayo, están prefiguradas todas las sucesivas polémicas y futuras
interpretaciones, sea porque recogen sus criterios de análisis, sea porque pretenden
distanciarse de ellos. Este libro de Rojas se divide en tres partes, que separan
cronológicamente las épocas de la novela ecuatoriana, desde un punto de vista histórico-
político, según las etapas de las hegemonías ideológicas que construyeron el Estado
nacional ecuatoriano, a saber: 1830-1895, conservadurismo; 1895-1925, liberalismo; y
1925-1945, socialismo. Esta división responde no solo a la realidad social y cultural de
cada época, sino a la visión histórica más tradicional, que separa la vida de la República
en estancos fijos. La división cronológica empieza en 1830, con la fundación del Estado
ecuatoriano, y no en 1863, con el aparecimiento de la primera novela escrita por un
ecuatoriano, La emancipada, de Miguel Riofrío, que ni siquiera aparece en el estudio de
Rojas. Allí se evidencia que sus fuentes bibliográficas son los historiadores que le
antecedieron y las novelas que a partir de esos registros logró examinar. Es evidente que
Rojas no realizó ningún trabajo exhaustivo de archivo ni se acercó a los periódicos y
revistas del siglo XIX, donde aparecieron las primeras novelas, publicadas como anexos,
por entregas, o en las secciones de folletín.
Rojas establece una relación refleja entre la política y la literatura nacional:
Los escritores de esta parte de América, como de ninguna otra quizá, rara vez han
escatimado la intervención activa en la política nacional y, por lo mismo, las obras de
ficción del Ecuador son una forma de esta actitud. El conocido apotegma de que la
literatura es una traducción de un estado político y social, sentido por ellos más que
deliberado, está presente en lo más representativo de sus producciones novelescas.106
105
Ángel F. Rojas, La novela ecuatoriana (México D.F.: Fondo de Cultura Económica (FCE), 1948).
106
Ibid., 7.
46
novelesco, y la biografía del novelista no es otra cosa que un nivel particular de las
razones históricas que la contienen. Y quizá esta lectura acierte en más de un sentido,
pues, en el caso de los novelistas del siglo XIX, la literatura fue concebida esencialmente
como un instrumento político.
Rojas empieza reseñando la situación política del primer período, comprendido
entre 1830 y 1895.107 Afirma que, luego de la emancipación del imperio español, las
repúblicas americanas, entre ellas Ecuador, sufrieron no solo el embate de los
caudillismos y el enfrentamiento entre facciones liberales y conservadoras, sino que
además esta división político-ideológica se agravó en el caso ecuatoriano, debido a una
suerte de natural identificación entre regiones geográficas, procedencia étnica e ideología
política. De manera que los habitantes de la costa habrían sido, desde el inicio del
Ecuador, preponderantemente liberales, y los serranos, conservadores:
Esta identidad no resulta muy forzosa y es una de las primeras pistas que debemos
seguir al interpretar las novelas: efectivamente, la mayor parte de las obras más
conservadoras, tanto en su temática cuanto en su factura textual, fueron escritas por
autores serranos. No obstante, veremos que las pocas excepciones nos iluminan respecto
de un problema que no examina Rojas: las ideas sobre la nación que encontramos en estas
ficciones apenas sufren variantes sutiles, provengan de autores serranos o costeños. Tanto
liberales cuanto conservadores responden a una misma matriz cultural, que privilegia la
moral de origen religioso, por sobre otras ideas políticas o filosóficas presentes en aquella
época. El salto hacia la defensa de una ética liberal, que privilegie la agencia del
individuo, al margen de la mediación institucional de la Iglesia, se encuentra en las
novelas posteriores a 1893. Tenemos dos ejemplos paradigmáticos de este monótono
clima moral: en primer lugar, Juan Montalvo, quien a pesar de haber sido el escritor liberal
más destacado de su tiempo, escribió la novela más casticista del periodo, Capítulos que
se le olvidaron a Cervantes; y, en segundo lugar, el guayaquileño Francisco Campos, otro
107
Ibid., 7-46.
108
Ibid., 10.
47
destacado católico liberal, quien publicó una extensa novela religiosa, titulada Plácido, 109
basada en la vida del santo mártir. En suma, esta identidad entre etnia, procedencia
geográfica e ideología política es apenas una modesta guía de lectura.
Rojas también recuerda que, luego de constituida la República del Ecuador,
quedaron emplazadas dentro del territorio nacional gran parte de las tropas
independentistas, que eran colombianas y venezolanas en su mayoría. El nuevo Estado
ecuatoriano tuvo que mantenerlas y ocuparlas en el servicio público de alguna manera.
Tal fue, según Rojas, el soporte militar que permitió al primer presidente, Juan José
Flores, mantenerse en el gobierno como un líder despótico y autoritario por un largo
período. El antimilitarismo que se expresa en las novelas Porque soy cristiano, de Mera,
y El pirata del Guayas, de Bilbao, puede tener su origen en esta particular circunstancia.
Especialmente en la novela de Bilbao, que Rojas no conoce ni nombra, el dictador Flores
representa una especie de amenaza a la consolidación del proyecto nacional. Sobre este
mismo tema, Rojas recuerda que el reclutamiento de tropas para la guerra de
Independencia se había hecho a la fuerza por parte de ambos bandos, realistas y
republicanos, y que el dinero recaudado para la campaña libertaria se había conseguido
con igual violencia. Este método siguió vigente durante el Gobierno de Flores, y, en
menor o mayor medida, muchas décadas después.
Para ilustrar esta realidad histórica, Rojas cita una carta de Bolívar a Santander,
en la que cuenta cómo Quito y Guayaquil habían quedado desiertas de hombres y cómo
el dinero se había obtenido “a fuerza de bayoneta”. La recaudación de impuestos y
contribuciones fue desproporcionada desde el inicio de las campañas libertarias, pues el
distrito del Sur (llamado luego Ecuador) aportó con más del doble que Colombia y
Venezuela.110 “Libertarse de los libertadores”, separarse de Colombia, resultó un mal
negocio para los primeros ecuatorianos. El lado cruel de las guerras de independencia se
reseña detalladamente en la novela de Carlos R. Tobar, Relación de un veterano de la
Independencia, y en aquella titulada Porque soy cristiano, de Juan León Mera.
109
Con el propósito de remediar la cronología de la novela ecuatoriana del siglo XIX, se debe señalar una
notable imprecisión de Rojas. Ubica la novela Plácido, de Campos Coello, como parte del período que él
denomina liberal. Pero la novela en cuestión fue publicada en 1871, más de 20 años antes del inicio
cronológico de aquel período. Con todo, vale la pena poner atención a cierta pista que nos brinda sobre
los antecedentes literarios de la obra de Campos: “[N]ovela cuya acción se desenvuelve en tiempo del
imperio romano, sin duda bajo el influjo de Fabiola, del cardenal Wiseman” (Ibid., 107).
110
Ibid., 12.
48
Quien se adentre en estas novelas constatará que otro de los grandes temas sociales
que recogen es la pervivencia de la estructura social estamentaria heredada de la Colonia.
La misma constitución promulgada por el floreanismo dividía la sociedad ecuatoriana en
castas, según su origen económico y étnico, perpetuando el pacto colonial contra el que
supuestamente se habían revelado aquellos dirigentes políticos. La crítica a la creación de
ese Estado y país clasista está también retratada en la Relación de Tobar. En repetidas
ocasiones, el narrador protagonista de la novela recuerda que la Independencia fue hecha
por hijos de españoles contra españoles, sin la plena participación de indígenas, negros y
mestizos, de las clases medias, obreras y campesinas, quienes no tuvieron más remedio
que tomar partido y unirse a uno de los bandos en disputa, según la inmediata
conveniencia, y en el fondo, ajenos a los ideales libertarios bolivarianos.
Asimismo, al final de la novela de Tobar, los afrodescendientes aparecen como
parte de los contingentes realistas provenientes del Perú. La visión final que le queda al
lector sobre este grupo étnico es claramente negativa: los esclavos libertos son vasallos
del rey de España, no son más que sicarios oportunistas, no merecen ser ciudadanos. La
ciudadanía ecuatoriana fue en los primeros años de la República una excepción y un
privilegio sancionado en la Constitución Política, del que muy pocos gozaron, puesto que
para ser ciudadano se debía ser alfabetizado y tener rentas fijas o extensas propiedades.
Esta segregación se profundizó cuando Gabriel García Moreno llegó al poder, pues desde
entonces se debía también ser católico. Este ejemplo novelesco no merece la atención de
Rojas, que apenas nombra a Carlos R. Tobar.
Otro de los temas que tratan las primeras novelas ecuatorianas es la definición de
los límites geográficos y simbólicos del nuevo territorio nacional. Sabemos que la
indefinición de los mapas de las nuevas naciones trajo consigo una larga serie de disputas
territoriales entre Estados, algunas de las cuales empezaron a resolverse recién a finales
del siglo XX. Esta liquidez de las fronteras se tradujo en un afán por hacer de las
descripciones de los escenarios naturales una estrategia de colonización simbólica, que
legitimara la expansión política del Estado. Incluso para Ángel F. Rojas, los límites
nacionales no estaban todavía bien definidos: en su ensayo, afirma que son
exclusivamente la costa y la sierra las regiones de la vida nacional, puesto que la región
oriental “[e]s una zona que pertenece al porvenir”. 111 En este aspecto, su pensamiento es
111
Ibid., 22.
49
heredero de la visión evangelizadora del siglo XIX, que pretendió ocupar la selva
amazónica colonizándola con la ecuatorianidad. Este trabajo simbólico lo iniciaron las
novelas de Mera (Cumandá) y Manuel Belisario Moreno (Naya o la Chapetona).
Aquellas ideas colonizadoras se construyeron sobre la base de ausencias u olvidos
selectivos, cuidadosamente elaborados. Toda la Amazonía, junto con las etnias no
quichuas de la Sierra y la Costa, conformaban una zona de frontera y, por lo tanto, no
entraba cabalmente en el mapa simbólico de la ficción literaria del siglo XIX. Excepto
Mera y Moreno, ningún novelista habló de estos sectores de la población. Al adentrarse
en la Amazonía, la nación ecuatoriana penetraba un amplio espacio de penumbra y
silencio.
Con todo, el panorama político que pinta Ángel F. Rojas nos ubica en la realidad
literaria de la época y nos obliga a aceptar la primera y tal vez más importante de sus
condiciones: los novelistas ecuatorianos de los primeros años escribieron para un
reducido grupo de la población; escribieron desde las élites, para las élites. Ahora bien,
debemos alejarnos de cualquier tono acusatorio al respecto, toda vez que aquellos
primeros novelistas no pudieron haber escrito desde otro lugar enunciativo. Pues además
de las circunstancias políticas y económicas, debemos tomar en cuenta la realidad
demográfica del Ecuador de aquellos años. Los primeros censos de la época arrojan cifras
determinantes: las dos terceras partes del total de la población ecuatoriana eran
analfabetas. De ahí se deduce que solo un tercio del total de habitantes (unos 75 077
alfabetizados) habría conformado el posible público lector de la emergente literatura
nacional. Pero este número se reduce drásticamente si pensamos en el acceso limitado a
los libros y revistas del que se padecía en la época, debido a la poca fluidez comercial
interna y el mínimo número de imprentas con que se contaba. A estas circunstancias
debemos sumar el factor de la instrucción pública. En este primer período, en el año de
1873, existían en el país apenas 600 alumnos secundarios y 300 universitarios. El resto
eran personas que apenas habían terminado la escuela primaria. Más de un millón de
personas no sabían leer. Y es claro que no todos los que sabían leer tenían acceso a las
novelas y muchos menos tenían la educación formal suficiente para apreciarlas, de
manera que podemos conjeturar que el volumen real del público lector de esas primeras
50
ficciones no podía superar el millar personas. Estos datos, recogidos por Ángel F. Rojas
quizá sean de los más importantes de su investigación.112
Por supuesto que estas cifras crecerían con los años, conforme la instrucción
pública penetraba en las capas populares, y conforme el índice de natalidad aumentaba.
Las cifras de 1863 no son las mismas que las de 1893. Sin embargo, resulta innegable que
las primeras novelas estaban destinadas a circular entre un pequeño segmento de la
población, que encontraba en las ficciones novelescas argumentos adicionales para
reflexionar acerca de la construcción del Estado y la naturaleza y origen de la nación
ecuatoriana. A todo esto hay que sumar preguntas difíciles de responder y que sobrepasan
el ámbito de las indagaciones del presente trabajo: ¿existía ya en las capas populares, el
campesinado y los indígenas una conciencia de nación en algo similar a las ideas que
circulaban entre las élites letradas?, ¿en qué medida esas ideas fundacionales se nutrieron
del conjunto diverso y heterogéneo de pueblos y colectivos que habitaban los territorios
que ahora denominamos República del Ecuador? Es un problema cultural que desborda
lo literario, y cuya resolución apenas se puede vislumbrar con la lectura de las novelas
que ocupan esta reflexión. Queda como tarea pendiente.
Podemos concluir que, para Rojas, la historia de la novela ecuatoriana empieza de
la mano de cuatro autores: Juan León Mera, Juan Montalvo, Carlos R. Tobar y Marieta
de Veintimilla, a quien incluye por su libro titulado Páginas del Ecuador que, si bien no
es un libro de ficción, gira en torno de la creación de la nación ecuatoriana y, por lo tanto,
abona al debate que le interesa iniciar. 113 Por mi parte, no tomaré en cuenta esta obra de
Veintimilla, porque la variable literaria que se intenta analizar, y que limita el objeto de
este estudio, es la ficción literaria. 114 De todas maneras, se podría relativizar el peso
112
Ibid., 39-40.
113
Ibid., 46-65.
114
Además de la novela, Rojas reconoce la existencia de otro género narrativo en la época, que, junto a la
autobiografía de Veintimilla, engrosa el cuerpo de la narrativa del siglo XIX: la leyenda, que, en su
criterio, es una derivación del género español del mismo nombre, adaptado a los contenidos americanos.
Según Rojas, este americanismo literario se inspiraba en las leyendas indígenas, con el fin de identificar
raza y civilización, idealizando el pasado de los pueblos precolombinos. De entre todas las primeras
leyendas, destaca La virgen del sol de Mera, Nina Yacu de Riofrío, y La Hija del Schiri de Quintiliano
Sánchez; todas ellas, sucesoras de la Historia del Reino de Quito, del sacerdote Juan de Velasco. A estos
nombres debo sumar al menos dos recopiladores de leyendas que no considera Rojas: Francisco Campos
y José Peralta. La leyenda, tanto en prosa cuanto en verso (en este último caso catalogado frecuentemente
bajo el nombre de romance o romance histórico), constituye todo un género literario en el siglo XIX
ecuatoriano, que no se ha estudiado en profundidad, y que resulta estimulante por su contacto con los
saberes populares y la oralidad. Algo se ha escrito sobre los trabajos de Mera como folclorista, pero
además de él existieron otros autores que se interesaron en recoger historias y reconstruirlas desde su
51
absoluto que en ocasiones los estudiosos asignan a la dimensión política de textos que,
como estas novelas, acompañaron la construcción del Estado nacional. Sin duda, mucho
de puramente estético hay en ellos, mucho de plenamente “literario” y poco serio. Pero
las evidencias demuestran que todas estas obras son, esencialmente, herederas del cariz
didáctico de la tradición barroca de nuestra literatura. Y, en el caso de que la construcción
de la nación no fuera el argumento principal de todas ellas y no emergiera de ellas hacia
el ámbito político, cabe resaltar, de cualquier modo, que todas tienen a la nación como un
motivo transversal que les da forma y legitima socialmente.
Antes de hablar de la obra de quienes considera los fundadores de la novela
ecuatoriana, Rojas identifica en el ambiente cultural de la época dos clases de
romanticismos, según sean liberales o conservadores sus autores. Por lo tanto, ubica a
Montalvo y Mera en los dos polos de esta disputa; pero la producción literaria de la época
rebasa con mucho la supuesta hegemonía de estos dos autores, tal vez más visibles que
otros por su explícita y pública oposición o adherencia a la figura de García Moreno, el
político epónimo de aquellos años. Con frecuencia, el término romanticismo se vuelve
una muletilla conceptual y metodológica, que nos impide ver en las novelas de esos años
la presencia de estrategias discursivas y motivos por completo contrarios a los ideales
románticos. Tal como hicieron Barrera y Benjamín Carrión, Rojas se limita a asegurar
que las fuentes literario-políticas de Mera son Chateaubriand, “reaccionario en política y
revolucionario en literatura”, y Rousseau, “enamorado de los bosques”.115 Nuevamente,
la única idea en firme que se repite una y otra vez, entre estos historiadores y críticos, es
que la novela Atala de Chateaubriand es la fuente primaria de Mera, así como se dice que
Bernardino de Saint-Pierre fue el maestro inspirador de la María de Jorge Isaacs. De Juan
Montalvo, Rojas se limita a recordar lo poco que se le ha estudiado como autor de ficción
y la necesidad de volver la mirada sobre su novela. 116 Finalmente, Rojas le reclama a
Mera repetidas veces el haber desconocido el problema del indio en su literatura, pues
nunca habló de las matanzas de los comuneros de Colta y Guamote de 1790, y tampoco
particular punto de vista. En términos muy generales, el vocablo “leyenda” designaba los relatos que se
encontraban a caballo entre la Historia y la ficción: eran anécdotas de eventos reales, interpretadas con
mucha libertad por la imaginación del autor. Este importante asunto queda pendiente para futuras
investigaciones.
115
Ibid., 48.
116
Ibid., 49.
52
del asesinato del cacique Fernando Daquilema, ocurridos en plena Presidencia de Gabriel
García Moreno.117
Cumandá, de Juan León Mera, es la novela que más llama la atención de este
crítico. Rojas es el primero en señalar la ajenidad de la anécdota de esta narración, pues
se basa en una leyenda que el viajero Richard Spruce le contó a Mera, de regreso de la
selva ecuatoriana.118 Nada consistente se ha dicho todavía sobre la génesis legendaria de
esta novela, y la información de la que disponemos es insuficiente para arriesgar una
interpretación novedosa. Lo más importante para Rojas es que la ambientación y
caracterización de Cumandá no son del todo verosímiles, porque se parecen demasiado a
las falsificaciones de Chateaubriand y las novelas de la época, que trataban del mismo
modo a los espacios y escenarios: El infierno verde de Rangel, La vorágine de Rivera.119
Pero Rojas olvida que Mera pudo ser perfectamente consciente de este “defecto”, y que
pudo practicarlo deliberadamente como una virtud, con el fin de escribir su novela según
la moda de la época, y con ella ubicarse en el centro del escenario hispánico de aquellos
años. Rojas se suma al reproche que se le ha hecho de desconocer el drama de los
indígenas andinos en medio de quienes el autor vivió. Posiblemente, su catolicismo y
conservadurismo le impidieron a Mera aceptar lo evidente. 120 Sin embargo, esta y otras
opiniones no toman en cuenta que el desplazamiento geográfico del tema indiano de la
Sierra al Oriente le permitió a Mera evitar la reflexión realista sobre la situación de los
indígenas andinos, y proteger su novela de la coyuntura política, pues estaba destinada a
ser una alegoría moral sobre la nación, antes que un testimonio histórico de su tiempo.
Rojas termina el extenso espacio que le dedica a Mera, comentando sus novelas breves:
Entre dos tías un tío, Un matrimonio inconveniente: Apuntes para una novela
psicológica, y Porque soy cristiano, la cual asegura que está basada en El capitán Veneno,
de Pedro Antonio de Alarcón. 121
Menor atención le dedica a Carlos R. Tobar y Marieta de Veintimilla. Del primero
celebra que haya sido un notable político y ejercido diversas actividades, pues en la época
no se podía, como en la de Rojas tampoco, ser un escritor “profesional”. Tal como todos
los letrados de su época, Tobar fue un escritor civil, comprometido con la vida pública.
117
Ibid., 96.
118
Ibid., 52.
119
Ibid., 54.
120
Ibid., 55.
121
Ibid.
53
Sus novelas fueron una extensión más de su misión política: fue lingüista, médico y autor
de la llamada doctrina Tobar, que definió en algún momento la política internacional del
Ecuador.122 De su Timoleón Coloma, Rojas apenas dice que reseña la vida al interior de
los internados católicos y se suma en términos generales al romanticismo de la época. 123
Y de Relación de un veterano de la Independencia, Rojas destaca el retrato de Sucre y
las descripciones de las batallas. 124 Igual de sucinto es con Marieta de Veintimilla, y,
siguiendo el ejemplo de Barrera, la ubica entre los primeros novelistas, a pesar de que ni
el núcleo semántico de su obra ni el significado que buscaba eran plenamente novelescos.
No deja de admirar en ella la energía y calidad de su estilo, que ante sus ojos resulta tan
digno de celebrar como el de Ricardo Palma.
Para Rojas, Mera es el fundador de la novela ecuatoriana, junto con el cuento,
géneros totalmente inexistentes en la Colonia, según sus palabras. Rojas encuentra los
bandos políticos de la época reflejados en los bandos literarios. Mera y Tobar,
conservadores y académicos católicos, pautan en su registro como novelistas; mientras
que Montalvo y Veintimilla pasan por “relatistas” liberales y anticlericales. Rojas no
impugna del todo esta categorización, ya canónica para mediados del siglo XX. ¿Por qué
no estudió la novela de Montalvo, por qué se limitó a nombrarla? Destaca que Mera y
Montalvo evadieron el tema histórico del indio, y celebra la valentía de Veintimilla y
Tobar, por tratar temas históricos complejos. Se sorprende del dominio de la lengua que
tenían estos escritores. Señala a la Academia de la Lengua como una institución meritoria,
pero políticamente reaccionaria desde sus orígenes. Clasifica a Mera y Montalvo como
clase media, y a Tobar y Veintimilla (por ascenso social) como dominante. Y aquí se le
escapa que tanto Mera cuanto Montalvo eran parte de esa clase dominante que detentaba
el poder simbólico: los únicos y verdaderos preteridos eran los indios y negros (a los
primeros los nombra Rojas; a los segundos, no). Asegura que Mera traicionó a su clase,
la clase media, para sumarse a la aristocracia clerical. Para Rojas no existen grandes
personajes novelescos, pues los de Mera son simples imitaciones de arquetipos
122
“Se llama así a la exhortación hecha en 1907 por el canciller del Ecuador, doctor Carlos R. Tobar, en
defensa de la legitimidad democrática, para que los gobiernos de América Latina se abstuvieran, ‘por su
buen nombre y crédito’, de reconocer a los regímenes de facto surgidos de acciones de fuerza”. Rodrigo
Borja, Enciclopedia de la política, 4.ª ed. (México D.F.: FCE, 2012), 1 A-G, 621.
123
Rojas, La novela ecuatoriana, 58.
124
Ibid., 60.
54
románticos. En resumen, para Rojas, el Ecuador del siglo XIX era todavía una colonia
simbólica de España por vía de la Academia, y de Francia por vía de la novela.125
Es importante insistir en que, durante todo el siglo XIX las editoriales propiamente
dichas no existieron, sino una serie de servicios de impresión, que los mismos autores
costeaban y camuflaban con nombres de pie de imprenta inventados. 126 Este último dato
es fundamental: cada tiraje contaba con un promedio de 100 ejemplares. En consecuencia,
podemos afirmar que las circunstancias de la recepción de las novelas no habían cambiado
sustancialmente entre 1863 y 1893: leer narraciones de ficción era un pasatiempo
extraordinario, que solo los letrados acomodados de las urbes podían practicar. Rojas
recuerda que las librerías propiamente dichas en Ecuador eran solo dos, una en Guayaquil
y otra en Quito, y que apenas distribuían unos pocos títulos de ficción. La mayoría de
periódicos y revistas, en donde aparecieron por primera vez la mayoría de las novelas que
se estudian aquí, empezaron a publicarse a mediados de la década de 1880. Por todo lo
que hemos dicho, quizá la mayor lección que debemos recoger de las reflexiones de Ángel
Felicísimo Rojas sea que las primeras novelas ecuatorianas deben leerse tomando en
cuenta la situación precaria de su publicación, y las circunstancias marginales de su
recepción. Una razón más para leerlas como documentos ideológicos e instrumentos
políticos, como textos panfletarios y didácticos, y no exclusivamente como artefactos
estéticos o artísticos.
El debate sobre el origen de la novela en Ecuador podría seguir por estos
derroteros, pero prefiero señalar con claridad el punto de partida de este estudio. No se
puede afirmar sin más que la aparición de este género en el país haya sido tardía. En
primer lugar, porque la primera novela de tema ecuatoriano se publicó en 1855, de la
mano de un chileno residente en Guayaquil: El pirata del Guayas, de Manuel Bilbao. La
liquidez de los límites políticos y culturales de las naciones americanas a inicios del siglo
XIX se muestra precisamente en este ejemplo: un autor nacido en Chile, que vive en
Guayaquil, publicó en Lima una narración ambientada en el Gobierno del presidente
Urbina, sobre el legendario pirata ecuatoriano de apellido Briones. ¿Se trata de una novela
chilena, peruana o ecuatoriana? La ingenuidad y violencia de los límites estrictos, que
separan las literaturas nacionales sin tomar en cuenta estas circunstancias específicas, nos
125
Ibid., 65-8.
126
Ibid., 90.
55
han impedido analizar textos como esta novela, la primera de tema ecuatoriano escrita en
el siglo XIX, como parte de la herencia literaria del país, y como parte del proceso de
construcción del discurso nacional. Las identidades patrióticas entonces eran todavía muy
laxas y apenas empezaban a construirse. En 1855, los habitantes de la antigua Audiencia
de Quito, conocida luego como el departamento colombiano del Sur, habían pasado
apenas 25 años llamándose a sí mismos ecuatorianos. El pirata del Guayas es la primera
narración novelesca del siglo XIX escrita en Ecuador, ambientada en sus territorios y
protagonizada por personajes inspirados en hombres y mujeres de la vida real, todos ellos
ecuatorianos.
Tampoco se puede afirmar que la novela en Ecuador sea tardía sin más, porque en
1863 Miguel Riofrío ya había escrito La emancipada. Y aun en el caso de que estas fechas
(1855 y 1863) signifiquen muy poco, queda la evidencia de que el relato novelesco
aparece en toda América como un soporte del discurso estatal de la construcción de la
nación, tal como las nuevas lecturas críticas han empezado a enfatizar. 127 Las novelas
ecuatorianas aparecieron cuando pudieron y debieron aparecer, ni antes ni después:
cuando la edificación de la nación ecuatoriana rebasó el ámbito jurídico-político y
empezó a calar en la conciencia de la población letrada. No se puede llegar tarde a la
Historia, simplemente se llega. Insistir en una fecha exacta para el nacimiento de la novela
en Ecuador resulta un ejercicio inútil. El nacimiento de la novela en todo el continente es
un proceso paulatino y complejo, tanto como el surgimiento de la nación, entendida como
comunidad reunida en torno de un principio de autoidentificación. Desde el punto de vista
crítico, resulta más productivo hablar de hitos y, en este sentido, ampliar el archivo de
novelas fundacionales del siglo XIX, algunos años antes de la canónica Cumandá. Antes
de ella encontramos varios textos que cumplen con los requisitos del género novelesco:
además de las obras de Bilbao y Riofrío, hallamos las de Salazar Arboleda, Manuel
Coronel, Francisco Campos y Juan Montalvo. El surgimiento de la identidad nacional es
un proceso lento y desigual, que también podría verse reflejado en la aparición de textos
anteriores al género de la novela, cuyas características narrativas los ubiquen como
antecedentes históricos. Tal sería el caso de los textos de Eugenio Espejo y, aún más, los
127
Fernando Balseca, “En busca de nuevas regiones: la nación y la narrativa ecuatoriana”, en Crítica
literaria ecuatoriana: Hacia un nuevo siglo, compilado por Gabriela Pólit Dueñas, 141-55 (Quito:
Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), 2001).
56
relatos de viajes y retratos de costumbres, cuyos orígenes se remontan a las Crónicas de
Indias.
No existe una única novela fundacional, porque ninguna de las primeras que
aparecieron en Ecuador sintetiza el complejo surgimiento de la nación, ni siquiera la
célebre Cumandá. A pesar de esta evidencia, resulta difícil rebatir la creencia de que
aquella debe ser considerada la primera novela ecuatoriana, debido al “paquete cultural
que entrega”.128 Lo cierto es que dicho conjunto de características del imaginario nacional
emergente está disperso en una pequeña multitud de novelas, mucho mayor que el
conjunto de tres o cuatro que los historiadores y críticos han estudiado hasta la fecha. El
desconocimiento o ignorancia de estos otros textos tiene diversos orígenes. En primer
lugar, la poca exploración que los críticos han tenido en los archivos del siglo XIX: no
buscaron con suficiente afán en los periódicos y revistas, que es donde se publicaban
primero las novelas de la época. Casi siempre se conformaron con evaluar y releer el
canon ya conocido y celebrado por los primeros estudiosos. Este problema nos remite
casi de inmediato al siguiente: si los críticos desconocieron las fuentes bibliográficas
fundamentales, en donde podían encontrar las primeras novelas fue también porque
ignoraban cómo entendían los escritores del siglo XIX el género novelesco. Esto quiere
decir que, en segundo lugar, y salvo recientes y muy pocas excepciones, los historiadores
de la literatura ecuatoriana han juzgado la novela del siglo XIX con los ojos críticos del
XX, sin apenas preguntarse cuál era su estatuto genérico, cuáles sus características, cuáles
sus medios de difusión. Como consecuencia, en tercer y último lugar, no se percataron de
la naturaleza heterodiscursiva y heteróclita de las primeras narraciones de ficción de largo
aliento que aparecieron en el siglo XIX en Ecuador. Esto se debe, entre otras razones, a
que olvidaron o desconocieron que el núcleo del fenómeno literario de la época no se
encontraba en la ficción. Precisamente por este último problema se empeiza a explicar la
genealogía de la novela ecuatoriana del siglo XIX: por su poco prestigio social, su carácter
marginal y emergente, y su naturaleza evidentemente híbrida.
128
Ibid., 144.
57
Si bien la definición de la novela en tanto género literario no es uno de los
objetivos de la presente investigación, para continuar con ella es indispensable reflexionar
sobre un supuesto elemental: la novela es un género de ficción. Esta aseveración es una
obviedad solo en apariencia, pues nos remite a uno de los problemas que la crítica y la
historiografía de la literatura ecuatoriana ha evadido tradicionalmente, sin brindarnos
respuesta alguna: en toda Latinoamérica, hasta antes del siglo XIX, la literatura no tuvo
como eje central la ficción. De allí que la novela haya sido considerada una forma
discursiva marginal o poco importante, incluso entre quienes empezaban a cultivarla
como alternativa estética o trinchera política. La novela era un mero complemento o
anexo de las múltiples funciones que cumplía el escritor civil del primer siglo
republicano, entre otras razones, porque constituía una estrategia poco conocida en el
ámbito de las letras hispánicas. Así se puede constatar en el Ensayo sobre la historia de
la literatura ecuatoriana de Pablo Herrera, la primera obra dedicada exclusivamente a la
historia de las letras ecuatorianas.
Este libro es fundacional en varios sentidos, pues utiliza por primera vez el
término “literatura ecuatoriana” para identificar la producción escrita por autores nacidos
en el país o en los territorios identificados luego bajo el nombre de Ecuador. Herrera
empieza su trabajo con una reflexión sobre el estrecho vínculo que tenían la instrucción
pública y la literatura en el siglo XVI. Luego analiza el estado social y literario en el siglo
XVII, mostrando el progresivo impulso que la literatura empezó a recibir de las urgencias
políticas locales. Herrera termina sus reflexiones con algunas notas sobre el nacimiento
de la Historia como disciplina del pensamiento y la biografía como una de sus variantes
en el siglo XVIII, cuando se gestaron, al interior de las clases letradas, las ideas
republicanas que desembocarían en las gestas libertarias de las primeras décadas del siglo
XIX. Para Herrera son fundamentales las obras de Juan de Velasco y Eugenio Espejo, a
quienes cita y celebra constantemente, porque en ellas encuentra el germen de las ideas
independentistas. Para este autor, los fundadores de la literatura nacional son
precisamente aquellos autores cuya obra no orbita en torno de la ficción. Para Pablo
Herrera, la novela no existe o no es relevante y, por lo tanto, ni siquiera la nombra en su
estudio.
58
El criterio y la visión de Pablo Herrera no son excepcionales. Durante los siglos
XVIII y XIX, en todo el ámbito hispánico, la novela gozaba de muy poco prestigio. Más
importantes eran los sermones, las crónicas de viaje, las coronas funerarias, todo texto de
naturaleza religiosa, moral o didáctica y, por supuesto, la poesía lírica, cuya centralidad
como modelo de logro estético era indiscutible. El mismo estatuto genérico de la novela
estaba apenas construyéndose y el término mismo que lo designaba a menudo se
confundía con otros vocablos como cuento, leyenda o novela corta. “Lo que hoy
significamos con tales conceptos no se corresponde con lo que dichas palabras designaban
durante el siglo XVIII [e inicios del XIX]. Desde el punto de vista de la preceptiva,
literatura era lo escrito en verso; la prosa no tenía valor. La novela, desde ese mismo
punto de vista, no existía porque no tenía consideración literaria: estaba escrita en
prosa.”129 Por eso sorprende e interesa que Herrera se haya fijado en los escritores de
prosa, y les haya asignado una importancia que hasta antes del siglo XIX no poseían. En
su Antología de prosistas ecuatorianos,130 Herrera ubica el origen de la prosa del Ecuador
en el siglo XVII. El primer escritor que antologa es fray Gaspar de Villarroel (nacido en
1587) y el último, Mariano Ontaneda (nacido en 1740). Herrera demuestra que, en aquella
época, las crónicas históricas y las oraciones fúnebres eran calificadas de literarias en el
mismo sentido. Cuando recopila y comenta a los autores del siglo XIX, Herrera registra
como el primero a José Ignacio Moreno (nacido en 1767) y a Benigno Malo (nacido en
1807) como el último.131 Si bien Pablo Herrera fue el primer crítico que buscó los orígenes
de la literatura ecuatoriana en la prosa y no en el verso, al contrario de lo que lo hizo Juan
León Mera en su Ojeada histórico crítica de la poesía ecuatoriana, en realidad no se
interesa por las narraciones de ficción, no solo porque eran escasas y poco relevantes,
sino porque, a los ojos de los estetas de la época, eran prácticamente invisibles. En
definitiva, esta es una de las principales razones por las cuales los críticos e historiadores
ecuatorianos del siglo XX no hallaron motivación para buscar más allá de lo que era
evidente. No tuvieron la capacidad de situarse en la época y reconocer que la novela era
un género emergente y marginal, tanto como lo era la idea misma de nación ecuatoriana
129
Joaquín Álvarez Barrientos, citado por Flor María Rodríguez-Arenas, “La imaginación, lo fantástico y
la ética en El hombre de las ruinas… (1869), de Francisco Javier Salazar Arboleda”. Kipus: revista andina
de letras 29 (2011): 25.
130
Pablo Herrera, Antología de prosistas ecuatorianos (Quito, Imprenta del Gobierno, 1895/1896), vol. 1.
131
Ibid., vol. 2.
59
que la acompañaba. Al no encontrar entre los prosistas fundacionales escritores de
ficción, ¿por qué molestarse en averiguar si alguno de ellos había escrito novelas?
La novela padeció durante más de un siglo y en toda la región continental una
definición muy poco concreta, sea por la tradición hispánica (que no discriminaba entre
los distintos subgéneros narrativos y ponía a la prosa en último lugar, muy por debajo del
verso) o sea por la influencia de otras lenguas (en donde tales distinciones se hicieron de
formas y con ritmos muy diferentes). De allí que numerosas narraciones de ficción,
muchas de las cuales se podría considerar en nuestros días auténticas novelas, hayan
pasado inadvertidas ante los ojos de los críticos e historiadores de los siglos XIX y XX:
Esta indefinición persistió al menos desde 1786 hasta 1900. Incluso grandes
nombres de la literatura hispánica de la época como Varela, Pardo Bazán y Clarín no
sabían bien cuáles eran sus límites, de manera que, entre novela, novela corta, relato y
cuento, los márgenes apenas se estaban definiendo.133 De ahí se derivan las distintas
denominaciones que la novela adquirió en todo el continente: historia fingida, ficción
imposible, novela, romance, leyenda, cuento inverosímil, pequeños romances, sátira
menipea o varrónica, historia de…, lectura(s), folletín, episodios, ficciones, historia, obra,
producción, texto.134 Un buen ejemplo de este suceso lo encontramos en México, donde,
en 1893, empezó a difundirse una terminología más o menos precisa: novelita, pequeña
novela, esbozo de novela, esquema de novela, tentativa de novela, ensayo de novela,
leyenda de costumbres, apuntes para una novela, datos para una novela, novelín, novelas
132
Carlos García Gual, citado por Rodríguez-Arenas, “La imaginación”, 25-6.
133
Flor María Rodríguez-Arenas, “Del romanticismo al realismo en Soledad (1885), novela de José
Peralta”, en La novela ecuatoriana del siglo XX, coord.. y ed. Flor María Rodríguez-Arenas (Doral, FL:
Stockcero, 2012), 75.
134
Ibid.
60
y bocetos de este género, esbozos a la brocha. 135 Por supuesto, el mismo fenómeno ocurrió
en Ecuador, donde los autores subtitularon sus narraciones novelescas con diferentes
apelativos, tal como ya hemos visto: leyenda fundada en sucesos verdaderos, novela
relijiosa, novela original, leyenda histórica, drama entre salvajes, apuntes para una
leyenda, escenas, dibujos de costumbres, apuntes para una novela psicológica. En
conclusión, “la ahora tajante división entre los que se considera: cuento, leyenda, novela
corta, novela, etc., no existía ni en España ni en los países hispanoamericanos durante el
siglo XIX, como tampoco durante las décadas iniciales del siglo XX”. 136
Este proceso de germinación estética, que motivó la existencia de diversas
designaciones, ocurría al mismo tiempo que el nacimiento de la prensa comercial y
literaria. Muchas novelas aparecieron primero como anexos de revistas o periódicos, o
como parte de la sección de folletín. Al buscar las novelas ecuatorianas del siglo XIX, los
críticos ecuatorianos del siglo XX olvidaron observar en primer término estos medios de
difusión. Más de la mitad de las narraciones que analizaremos aparecieron primero en la
prensa, antes de ser publicadas como libros independientes. La voluntad de los autores de
publicar sus obras de ficción en revistas y periódicos reflejaba su interés de captar un
público nuevo, quizás algo distinto del letrado tradicional, debido a su raigambre popular,
cuya cultura era predominantemente oral, y cuyo consumo de revistas y periódicos estaba
apenas iniciando en los albores de la República. Para comprender la precaria recepción
de la novela ecuatoriana del siglo XIX, resulta muy útil revisar brevemente ciertas
valoraciones que han recibido las narraciones de ficción aparecidas primero en
publicaciones periódicas de la época. Tomaré como ejemplo dos casos del todo opuestos:
La emancipada de Miguel Riofrío y Campana y campanero de Honorato Vázquez.137 De
la primera, al menos un crítico ha dudado de que sea una novela; y, de la segunda, al
menos un lector ha dicho que se trata de una. Pero ambos lectores yerran: por defecto el
primero, pues La emancipada es sin duda alguna una novela (aunque sea, eso sí, una
novela corta); y por exceso el segundo, pues Campana y campanero es un relato muy
corto de apenas unas pocas páginas (10 de una revista) y no, definitivamente, no es una
novela.
135
Óscar Matta, citado ibid., 76.
136
Ibid.
137
Honorato Vázquez, “Campana y campanero”, Revista Ecuatoriana, tomo 3, vol. 36 (1891): 482-92.
61
Más allá de cualquier disquisición de orden formal, que no interesa para nuestros
fines, este paréntesis resulta útil para señalar que los textos escogidos como objeto de
nuestra reflexión, además de tratar el asunto de la nación, tienen cierto grado de densidad
que solo se logra por efecto de la acumulación. Difícilmente un texto breve puede
transmitir la misma cantidad de ideas que una obra de cientos de folios. Detenerse
brevemente en esta discusión ayuda también a aclarar que los textos escogidos como
objeto de estudio, aunque no fueran novelas, se acercan en términos generales al género
novelesco, debido a su complejidad y extensión. En esa medida, son capaces de intervenir
enérgicamente en la invención de la nación ecuatoriana. No se quiere distinguir entre
subgéneros novelescos ni formular tipologías. Apenas se intenta demostrar cómo la falta
de perspectiva histórica ha provocado en muchos lectores equívocos graves, que les han
imposibilitado examinar la literatura ecuatoriana con una mirada más amplia y un anhelo
menos preceptivo y determinista.
El primer fragmento que se va a comentar en detalle corresponde a Bruno Sáenz
Andrade. Se lo ha escogido porque es parte de un proyecto colectivo de largo aliento, que
pretende revisar el conjunto total de la literatura ecuatoriana, desde sus orígenes:
La emancipada de Miguel Riofrío pasa, desde hace algunos años, por la primera
novela escrita en Ecuador. Publicada, inicialmente, en 1863, como folletín en La Unión,
es un relato nada desdeñable, una ‘moralidad’ que poco tiene de novela: cuenta con un
planteamiento —la protagonista, Rosaura, se emancipa de la tutela paterna mediante el
matrimonio, abandona al marido, simple instrumento de su liberación y al novio que
desconoce los entretelones de la boda— y un desenlace —el suicido de Rosaura, tras una
vida de aventuras sentimentales, a la que se alude en las cartas cruzadas con el antiguo
novio, ahora sacerdote—; carece de cualquier intento de desarrollo. Las figuras típicas —
el padre, por ejemplo—, la personalidad de Rosaura, la atmósfera gazmoña, están trazadas
con acierto. La confrontación de mentalidades —Rosaura y su novio—, a través del
diálogo epistolar, se constituye en un logro narrativo y psicológico. Es encomiable la
intención feminista y antiautoritaria. Falta, únicamente, la novela.138
En términos generales, se puede decir que Sáenz Andrade no se molesta en apoyar sus
afirmaciones con pruebas documentales. Varias, si no todas sus afirmaciones, son
inexactas. En primer lugar, el texto de Riofrío no se publicó en el periódico de La Unión.
Esto es falso y ya lo han aclarado sus editores más recientes. 139 En segundo lugar, el novio
no desconoce o ignora los entretelones de la boda, y tanto es así que un grupo de sus
138
Bruno Sáenz Andrade, “La literatura en el período”, en Araujo Sánchez, Historia de las literaturas del
Ecuador, 83-4.
139
Aguirre, “Estudio introductorio”; Rodríguez-Arenas“Representación y escritura”.
62
amigos ofrece apoyar a Rosaura en el caso de que ella decida resistirse a la decisión de
su padre, de casarla contra su voluntad con alguien más que no sea su amado. En tercer
lugar, no existe la tal “aventura sentimental” de Rosaura, sino el fracaso de la unión con
su primer pretendiente y su posterior perdición en la prostitución. En cuarto lugar, si la
falta de extensión en el desarrollo de las acciones de La emancipada le quita su estatuto
novelesco, como sugiere Sáenz Andrade, habría que pensar en similares actitudes
narrativas en un sinnúmero de novelas igual de sintéticas, que han sido modelos del
género en los siglos XX y XXI, como Niebla (1907) de Miguel de Unamuno o The Road
(2006) de Cormac McCarthy. Tanto es así, que la sola alusión al género epistolar, que
Sáenz Andrade recuerda que existe en el texto de Riofrío, es motivo suficiente para
recordar la noción de géneros intercalados, que haría de este texto lo suficientemente
complejo140 como para ser algo más que un relato o un cuento.
En definitiva, el cruce de perspectivas y el tratamiento diverso de un mismo
asunto, que dan forma a la breve narración de Miguel Riofrío, son esencialmente
novelescos, porque apuran el texto más allá de la unidad de acciones y el límite de
perspectivas narrativas propias de un cuento o una leyenda. Este crítico ignora o
desconoce las abundantes referencias y guiños históricos y políticos que están detrás del
texto de Riofrío, y que las ediciones críticas y anotadas de Aguirre y Rodríguez-Arenas
han puesto al descubierto, la primera de las cuales salió a la luz 10 años antes de que se
publicara el texto crítico de Sáenz Andrade. Este comentarista está pensando en las
novelas de acciones desarrolladas largamente, como aquellas del género de aventuras o
del realismo posterior de finales del siglo XIX. Evidentemente, no investigó en los
archivos del siglo XIX ni contrastó las distintas ediciones de La emancipada.
El segundo texto crítico que referiré brevemente corresponde a Danilo García
Bernal, escogido porque es parte también de un libro colectivo, que procura revisar la
historia de la novela ecuatoriana del siglo XIX, deconstruyendo algunos lugares comunes
y resituando algunos textos dentro del género novelesco de la época. 141 La tesis de este
estudioso es que el texto narrativo de Honorato Vázquez es una novela, porque posee una
focalización compleja, de “diferentes planos y niveles y compuesta por diferentes voces”.
140
Utilizo el término géneros intercalados, en el sentido en que lo hace Mijaíl Bajtín, en Teoría y estética
de la novela, trad. H. S. Kriúkova y V. Cazcarra (Madrid: Taurus, 1989).
141
Danilo García Bernal, “La ‘intención preexistente’ del intelectual y la focalización en Campana y
campanero (1891), de Honorato Vázquez”, Kipus: revista andina de letras 29 (2011): 101-27.
63
Sin embargo, una focalización compleja, por sí misma, no es condición suficiente para
calificar este brevísimo texto como novela. Podemos hallar estas y otras características
en textos de diversos géneros, incluso de épocas anteriores. No cumple, por ejemplo, con
la idea fundamental de Bajtín, de que
El texto de Vázquez, por el contrario, expone desde una sola visión, una sola
lengua y una dicción específica y excluyente las palabras de los otros, representados en
los personajes, que asoman como meras funciones discursivas de la exposición ideológica
del autor. La diversidad social no aparece figurada ni representada en ningún momento
ni en ningún nivel. Por el contrario, en este relato, el dinamismo de la focalización
narrativa oculta la diversidad social del entorno en que surge la anécdota. Este
procedimiento no es auténticamente novelesco: es la afirmación del dominio absoluto del
narrador omnisciente, que por momentos juega a complejizarse, cuando se inmiscuye en
la historia, justo al final del discurso, en una especie de moraleja didáctica. Es, por otra
parte, un texto brevísimo, que pasaría en la actualidad como un cuento de mediana
extensión. En términos generales, se puede aceptar que Campana y campanero de
Honorato Vázquez sea un texto precursor de la novela posterior, pero se debe decir
asimismo que no es plenamente novelesco, a pesar de lo que dice García Bernal acerca
de la alternancia entre la focalización interna, externa y omnisciente (se trata en realidad
de un cuento de tema navideño):
Esta técnica narrativa compleja le permite al autor varias ventajas: primero, brinda una
sensación de mayor verosimilitud e inmediatez a lo relatado desde la percepción del
protagonista; segundo, el recurso del diálogo citado complementa y refuerza la sensación
de inmediatez de los eventos presentados e incrementa la verosimilitud; tercero, el recurso
de permitir la percepción del interior del protagonista y los juicios y sensibilidades del
narrador, delimita el mundo representado para poder resaltar la intención preexistente en
esta novela de exaltar a Dios como explicación y razón de la vida humana.143
142
Bajtín, Teoría y estética, 81.
143
García Bernal, “La intención preexistente’”, 111-2.
64
La cadena de argumentos y contraargumentos sobre la verdadera naturaleza de la
novela puede no tener fin. En lo que concierne a este estudio, se ha querido mostrar que
el carácter precario y emergente de la novela del siglo XIX en Ecuador la volvió invisible
para los ojos críticos del siglo XX, y que, en el intento de rescatarla del olvido, algunos
críticos se han excedido en su afán de hallar una vasta tradición, que es en realidad muy
modesta. Lo cierto es que la ficción, y en definitiva la novela misma, se convirtió en el
centro de las disquisiciones teóricas de los estudios literarios ecuatorianos ya bien entrado
el siglo XX. En Ecuador, ya se ha visto de la mano de Ángel F. Rojas: el primer ensayo
sobre la novela ecuatoriana apareció en 1948, casi un siglo después de la publicación de
la primera novela escrita en el país y sobre el país. Esto lleva necesariamente a la última
consideración que se debe resaltar sobre la naturaleza de las primeras novelas
ecuatorianas: su factura heterodiscursiva.
El espacio marginal que ocupó la novela en el ámbito literario del XIX se refleja
en los textos mismos. La novela se fue abriendo campo a empellones, entre un mar de
discursos religiosos, morales y políticos. No es raro entonces que las primeras novelas
llevaran como impronta las estrategias expresivas de esos discursos con los cuales
convivió. Como consecuencia, las primeras narraciones de ficción de largo aliento
escritas en Ecuador mezclan la ficción literaria con otros ingredientes, que hacen de ella
un mero pretexto narrativo, un simple vehículo de la moral, la religión y la política. Los
primeros novelistas ecuatorianos estaban interesados en fabular, en inventar historias,
solo en la medida en que les permitiera educar y formar a un nuevo lector modelo: el
ciudadano ecuatoriano. Por lo pronto, se puede adelantar que aquellas primeras novelas
fueron una hibridación de varios modos narrativos vigentes en la época: leyenda,
melodrama y folletín, cuadro de costumbres, relato de viajes, hagiografía. Asimismo, se
podrá ver que todas ellas, en mayor o menor medida, son el resultado de la hibridación
de varios subgéneros novelescos, que solo ahora, gracias a la distancia temporal, se
pueden identificar con alguna claridad: novela de romance, novela histórica, novela de
tesis, novela religiosa, novela fantástica, novela de aprendizaje, novela de caballerías.
Ahora bien, estas distinciones han sido tradicionalmente desestimadas por los
críticos e historiadores, porque han colocado todos los relatos de ficción de la época bajo
el membrete del romanticismo. Para la mayoría de ellos, sin mayores matices, todos los
autores ecuatorianos del siglo XIX son románticos y, como consecuencia, toda su
65
producción literaria cabe dentro de esa categoría. Más allá de la pertinencia de esta
mirada, que considera al romanticismo un horizonte cultural más que una escuela literaria
o una tendencia estética, el romanticismo en sí mismo es insuficiente para explicar la
literatura del Ecuador del siglo XIX. Si bien es cierto que casi todas las novelas en
cuestión tienen elementos de esta escuela literaria, también es verdad que casi todas
sobrepasan con mucho dicho territorio expresivo. El realismo, el naturalismo, el
modernismo, la persistencia de ciertas miradas preceptivas propias del clasicismo, y el
enfoque moral y religioso heredado del barroco, son visiones que enriquecen un
fenómeno cultural, que sobrepasa el horizonte del romanticismo literario. Posiblemente,
los críticos se han visto atrapados por su innegable eurocentrismo, y se han sentido
cómodos utilizando nociones metodológicas que les han servido para explicar casi todo.
Para sortear este escollo, se debe explicar a continuación por qué no se acude a la
categoría del romanticismo, adoptada desde una visión persistente y probablemente
deficitaria: la teoría de las generaciones.
66
La literatura del Ecuador ha tenido las mismas fases que las literaturas de otros países
hispanoamericanos; pero la intransigencia, producto del desconocimiento, de las
generaciones presentes ecuatorianas, continúa mostrando una situación de estancamiento
y ranciedad sobre el quehacer literario decimonónico del país, que nunca existió. Este es
un fenómeno que han creado los historiadores de la literatura y los mismos profesores
universitarios del país [,] anclados en la concepción de la teoría de las generaciones,
quienes la defienden obstinadamente y la continúan aplicando en los libros de la historia
de la literatura ecuatoriana.144
144
Flor María Rodríguez-Arenas, “La novela ecuatoriana del siglo XIX. Presentación”, en La novela
ecuatoriana del siglo XX, coord. y ed. Flor María Rodríguez-Arenas (Doral, FL: Stockcero, 2012), 7-8.
145
Diego Araujo Sánchez, coord. Historia de las literaturas del Ecuador: Volumen 3 Literatura de la
República, período 1830-1895 (Quito: UASB / CEN, 2002).
146
Sáenz Andrade, “La literatura en el período”, 75.
67
nacidos entre 1820 y mediados de los 1830, y aquellos nacidos entre 1845 y 1860.147 Más
allá de este agrupamiento, presuntamente elaborado sobre la base de las afinidades
estilísticas de los autores, se intentará demostrar la poca eficacia e imprecisión de este
método, toda vez que los temas y elecciones expresivas de las novelas en cuestión son
mucho más diversos y ricos que la división binaria que propuso Barrera. Con algunos
tímidos matices, Sáenz Andrade es de los que acepta que el romanticismo ecuatoriano
puede ser leído como un fenómeno tardío, irregular y persistente, cuyas profundas huellas
e influencias se pueden encontrar en el modernismo lírico de inicios del siglo XX y el
realismo de entre siglos, e incluso más allá de la segunda década del siglo XX. Todo esto,
por supuesto, teniendo como patrón comparativo y modelo de lectura el romanticismo
europeo.
Tal subordinación conceptual obliga a este mismo crítico a aceptar los límites de
su propio ejercicio: “No es tan sencillo determinar —o concretar— la multiplicidad de
influencias que pesan sobre los autores del siglo XIX: una síntesis por el estilo de la actual
se arriesga a borrar las diferencias, la riqueza de una actividad que engloba a
personalidades divergentes, hasta enemigas, aunque compartan algunos —muchos—
rasgos”.148 A pesar de este mea culpa, no se plantea para nada la posibilidad de leer las
obras por fuera de su mapa metodológico. El problema más grave no se encuentra en las
“personalidades divergentes” de los autores que conforman el horizonte literario del
primer siglo republicano. El problema se encuentra en reducir tales divergencias al plano
de la autoría particular, cuando en realidad son productos de un intenso y complejo
intercambio cultural, que se puede encontrar expresado de forma muy concreta en las
novelas del siglo XIX. ¿Cómo ha limitado la potencia de los críticos e historiadores la
común adopción de la teoría de las generaciones? La recepción de La emancipada es un
claro ejemplo, como se explica a continuación.
Incluso los lectores más minuciosos se han mostrado renuentes a abandonar la
teoría de las generaciones. La lectura que Fausto Aguirre realiza de La emancipada de
Miguel Riofrío constituye un caso paradigmático de cómo este instrumento
historiográfico ha resultado una limitación. Al contrario de sus predecesores, Aguirre
afirma que Riofrío pertenece a una generación prerromántica, y con ello discute en algo
147
Barrera, Historia de la literatura ecuatoriana.
148
Sáenz Andrade, “La literatura en el período”, 75.
68
la visión evolucionista y progresiva de la literatura ecuatoriana. Lamentablemente, se vale
también del argumento cronológico, mediante el cual apela al método generacional. La
necesidad de los críticos e historiadores de hacer coincidir el nacimiento jurídico de la
República del Ecuador con el surgimiento de las primeras generaciones de escritores en
un año específico (1930) habla de su sesgo nacionalista y empeño normativo.
Nacionalismo y eurocentrismo parecerían dos nociones contradictorias, pero, en el
discurso de este y otros críticos, parecen convivir armónicamente. Por su parte, Aguirre
se justifica señalando que “la mayor parte de las influencias, en materia de lectura, [fue]
romántica”149 para los autores de aquella época, con lo cual sugiere que el marco de la
llamada generación romántica obedecería a factores de orden cultural antes que a la
secuencia de las fechas de nacimiento de los autores. Incluso podríamos afirmar que
Aguirre no se queda del todo atrapado por el método generacional, cuando recupera la
idea de Hernán Rodríguez Castelo 150 de que La emancipada es precursora de la novela
del período liberal e incluso del realismo social del siglo XX. Pero su estudio inicia
irremediablemente con una revisión de las características generales del romanticismo
europeo, seguida de algunas particularidades del romanticismo que tiene lugar en
Latinoamérica, como si el segundo fuera apenas un sucedáneo del primero.
La hipótesis de Aguirre es que el romanticismo extiende su radio de influencia por
fuera del siglo XIX hasta bien entrado el siglo XX, especialmente en las novelas y cuentos
del realismo social ecuatoriano, debido a su contenido mayoritariamente nacionalista o
patriótico. Aguirre está convencido de que las características generales del romanticismo
lo identifican como el paradigma de la modernidad literaria de Occidente. 151 Así pues, La
emancipada sería una novela esencialmente romántica, porque reacciona contra el
cosmopolitismo literario, apela al sentido de la conciencia y diversidad nacional, estudia
a los hombres en lugar de estudiar a la humanidad en abstracto y, por lo tanto, muestra
“al hombre contemporáneo, como un producto de su medio”.152 Y, lo más importante,
porque plantea problemas resueltos anteriormente por la religión, como nuevos retos
éticos, morales y existenciales que se deben resolver en ausencia de la fe. En otras
149
Aguirre, “Estudio introductorio”, 9.
150
Hernán Rodríguez Castelo, Literatura ecuatoriana (1830-1980) (Otavalo: Instituto Otavaleño de
Antropología, 1980), 10.
151
Aguirre, “Estudio introductorio”, 12-3.
152
Ibid., 12.
69
palabras, la literatura de la época en general, y la novela de Riofrío en particular, “apunta
a reformar la sociedad”, antes que “a estimular las virtudes privadas”. 153 Pero tal como
veremos en las primeras novelas ecuatorianas, la dirección moral de la literatura no es ni
exclusiva del romanticismo ni, en la tradición hispánica, se inicia con él. Por el contrario,
es en su mayor parte es herencia del espíritu didáctico del barroco, y la influencia que las
ideas religiosas tuvieron durante el siglo XIX. Si hubo romanticismo en Ecuador, fue uno
muy particular y anómalo.
Para la crítica ecuatoriana, La emancipada ha sido, desde el principio, una novela
romántica, fundamentalmente debido a la fecha de nacimiento de su autor (1819). El
origen de esta lectura se encuentra en el prólogo de su primer editor, que la rescató apenas
en 1974 del olvido en que se encontraba: Alejandro Carrión, 154 quien fue el primero en
afirmar que la novela salió a la luz en un folletín del diario La Unión de Quito en 1863,
“el mismo año en que se escribió”. 155 Pero Carrión estuvo equivocado desde el inicio:
hacia 1863, Miguel Riofrío ya vivía en Perú. Difícilmente pudo haber publicado en Quito,
en un diario que no existió como tal, sino como órgano de difusión del colegio La Unión,
regentado por los mismos pedagogos neogranadinos que lo habían fundado uno años
antes en Loja. Carrión afirma que La emancipada es sin duda la primera novela escrita
en la época republicana, pero que no es la primera escrita en los territorios nacionales,
pues da noticia de la existencia del Viaje de Enrique Wanton al país de las monas, cuya
errónea atribución a Ignacio Flores ya hemos desmentido. También señala la inclusión
que Eugenio Espejo hace en sus Cartas riobambenses de la historia de Madamita
Monteverde, como otro de los primeros relatos novelescos del Ecuador, cuyo carácter
novelesco también hemos discutido. Este juicio de Carrión se repitió sin mayores matices
hasta hace muy pocos años: “Novela romántica, didáctica y edificante, como es natural;
novela de costumbres también, La emancipada crea una vigorosa figura femenina,
153
Ibid., 13.
154
Alejandro Carrión, “Semblanza y sentimiento poético”, “La emancipada una rebelde con causa”
(Prólogo y nota introductoria), en, La emancipada, de Miguel Riofrío (Loja: Consejo Provincial de Loja,
1974), 5-6, 7-8 y 36-37. En el prólogo, Alejandro Carrión asegura que Riofrío nació el 7 de septiembre
de 1822 de José María Riofrío y Custodia Pedreros, mujer mulata. Esta información ha sido ya desmentida
por Rodríguez-Arenas (“Representación y escritura”, xx y ss.): Riofrío fue inscrito en el libro de blancos
como hijo sin padre de Custodia Sánchez, nacido el 19 de junio de 1819 en Landangui, anejo de
Malacatos. Carrión reseña brevemente las peripecias de Riofrío por la política y el periodismo, hasta que
sus ideas liberales lo llevaron a enfrentar en el Gobierno de García Moreno a los conservadores, por cuya
causa fue perseguido y huyó a Piura, donde se dedicó también al periodismo además de la docencia.
Riofrío murió en octubre de 1879.
155
Ibid., 36.
70
apasionada y trágica”. 156 Pero esta novela no es estrictamente romántica ni costumbrista;
en todo caso, podría considerarse una novela realista, que goza inevitablemente de
algunos rasgos románticos. Y lo es sobre todo por el tipo de verosimilitud construida en
varios niveles: desde la caracterización de los personajes hasta la ambientación cultural,
social y política de la época. Podría ser, eso sí, una precursora del realismo social de
inicios del siglo XX, debido a la defensa de la figura de la mujer en medio de una sociedad
patriarcal y opresora.
Una vez adoptada la visión generacional, es difícil salir de ella. Alejandro Carrión
intenta justificar que La emancipada es esencialmente romántica debido a los monólogos,
la epístola, el diario íntimo (¿?) y “la rebelión total contra la sociedad y el medio, guerra
contra lo establecido, clamor por la libertad y batalla por la humanidad de la vida”. 157
Pero esta batalla ¿no es acaso la aspiración de todo arte humano, aun cuando no fuera
romántico? Carrión intenta ajustar su lectura al canon generacional de la crítica
ecuatoriana, sin brindar razones contundentes: para él, cronológicamente, esta novela
debe ser romántica. Con esa convicción, afirma que la novela de Riofrío inicia la tradición
liberal consagrada luego por Montalvo y Zaldumbide a mediados del siglo XIX. La
novela de Riofrío se ensarta, según Carrión, en la tradición pedagógica y política de
Eugenio Espejo, del conjetural Ignacio Flores y por tanto conecta perfectamente con el
romanticismo. Sin duda, se le escapa que es precisamente la herencia hispánica, por vía
del barroco, y no el ajeno y trasplantado romanticismo europeo, el que tiene en su núcleo
semántico el rigor político y ético, que reclama como mérito innovador.
Si bien podemos reconocer el ánimo difusor de Alejandro Carrión, primer editor
de La emancipada en el siglo XX, también debemos señalar su apresuramiento y poca
atención a detalles tan importantes como los marcos narrativos que decidió no incluir en
su versión. La advertencia inicial y el epílogo con que termina Riofrío su novela son
indispensables para percatarnos de que el texto cumple con las convenciones editoriales
con que aparecían las novelas publicadas como folletín de los diarios del siglo XIX. 158
Además, nos ayudan también a entender el ánimo realista, más que romántico, que insufla
de vida la historia de Rosaura. Desde 1974 hasta 1992, cuando Aguirre vuelve editar la
novela de Riofrío, incluyendo por primera vez los marcos narrativos (introducción,
156
Ibid.
157
Ibid., 37.
158
Rodríguez-Arenas, “Representación y escritura”.
71
epílogo), La emancipada circuló en ediciones e impresiones incompletas y mutiladas. El
texto original de la novela ha desaparecido de la luz pública. Su custodio, Ecuador
Espinosa, lo prestó primero a Carrión y luego a Aguirre para que copiaran el texto y
editaran la novela. Nada se ha sabido de ese documento desde entonces. Nadie ha podido
encontrar los números del periódico en que apareció por primera vez. Lo más probable,
como señala Aguirre, es que se trate de un periódico de Piura.159 Lo cierto es que, frente
al descuido del primer editor, la conjetura sobre el carácter romántico de la novela fue
durante un tiempo la más cómoda. Sin embargo, ya una vez con el texto completo, gracias
a su segundo editor, no existe pretexto alguno para, por lo menos, contemplar la
posibilidad de que La emancipada sea algo más que una novela romántica, incluso si
fuera solo un texto en transición hacia el realismo. Lo cierto es que resultó mucho más
cómodo ubicarla en la cronología tradicional, según la teoría de las generaciones. Esta
herramienta nos ha impedido aceptar que un autor de poemas y otros textos de factura
romántica, como Miguel Riofrío, haya coqueteado con el realismo narrativo, y gracias a
su novela se haya ubicado como uno de sus precursores.
Las características realistas de La emancipada han sido ya señaladas por lectores
recientes, desde la observación detenida del texto mismo, antes que desde la ubicación
estrictamente temporal que le asigna la teoría de las generaciones. La novela de Miguel
Riofrío podría leerse perfectamente como una obra realista, por tres razones generales
bastante claras, que la crítica reciente ya ha identificado. 160 En primer lugar, por su
capacidad mimética; vale decir, porque posee “una correspondencia bastante cercana
entre el mundo real y el literario”. 161 En segundo lugar, por la ética realista que se
encuentra detrás de ella, que persigue presentar lo que se ha observado, sin alteraciones
figurativas o fantasiosas. De ahí que sus temas sean banales, en comparación con las
idealizaciones del romanticismo. Y, en tercer lugar, por el protagonismo de los personajes
bajos, pues, hasta antes del realismo, los personajes literarios estaban reservados a los
nobles y reyes. Pero, además, existen dos razones específicas por las cuales el texto de
Riofrío no es una novela romántica.
159
En el anexo al final del presente estudio, señalo con detenimiento el complejo proceso de edición y
recepción que ha sufrido la novela fundacional de Riofrío.
160
Ibid.
161
Ibid, xx-xxi.
72
En primer lugar, por el predominio de técnicas representativas propias del
realismo, como las que reseño a continuación. Al mostrar la sociedad ecuatoriana de la
época como un “complejo social dinámico”, 162 Riofrío procuró “evitar olvidos y
silencios”163 en el futuro, sobre la percepción de la realidad histórica que le tocó vivir.
Esta conciencia sobre el pasado alentaba los cambios sociales, mediante la superación de
viejos paradigmas heredados del régimen colonial. Por eso la construcción de la
verosimilitud hace que los lectores reconozcan en el mundo ficcional los
comportamientos sociales de su entorno conocido.164 En ese mismo sentido, el narrador
en tercera persona, omnisciente, casi siempre no focalizado y extradiegético, es quien
construye la ilusión de objetividad narrativa. Y, por esa misma razón, Riofrío ubica su
novela en una provincia y un país específico, para compensar la técnica realista europea
de referirse al lugar de las acciones mediante una sola letra: “parroquia de M…”.165 De
esta manera, el lector ubica el lugar de los eventos ficticios como parte de una generalidad
social, antes que como parte de una especificidad geográfica. En esta novela, el ámbito
influye decisivamente en el carácter de la protagonista (este es un rasgo compartido con
las novelas románticas del siglo XIX). Así, pues, el origen social de la heroína es
determinante: Rosaura es hija de un campesino, de un pequeño propietario, y una mujer
noble y educada. Esta relación desigual de clases causa la reacción autoritaria del padre
y precipita a Rosaura a su final trágico.
Y, en segundo y último lugar, podríamos afirmar que La emancipada es una
novela más realista que romántica, debido a la representación no idealizada de la mujer.
Su figura es crítica y denunciante, casi positivista, nunca melodramática. Rosaura está
constreñida en espacios cerrados (la casa, el jardín), descritos parcamente por el narrador,
como lugares propios de la domesticidad y la sumisión femenina. La descripción
fisonómica de Rosaura se adscribe plenamente a la fisiognomía de los siglos XVIII y
XIX, tan popular en las novelas de la época, que identificaba los rasgos físicos con el
carácter y la personalidad de hombres y mujeres. Esta disciplina, de origen muy
antiguo,166 se hizo popular entre los escritores del XIX, especialmente entre Balzac,
162
Ibid., xxiii.
163
Ibid.
164
Ibid., xxv.
165
No obstante, para los ecuatorianos es evidente que se refiere a Malacatos, en la provincia de Loja.
166
Ibid., xxiv.
73
Stendhal y Dickens, adalides del realismo literario, quienes recibieron la influencia de un
famoso tratado de Johann Casper Lavater, publicado a finales del siglo XVIII (1775-
1778).167 “En la ficción del siglo XIX, el cuerpo declaraba lo que al sujeto no se le
permitía decir, de ahí que los indicios que expresaba el semblante de la joven fueran
complejos”.168
La tortuosa recepción de La emancipada nos demuestra que más importante que
la ubicación cronológica de la novela, e incluso el año mismo del nacimiento de su autor,
que nos brinda la perspectiva generacional, es el modo en que la cultura se manifiesta en
la anécdota y las estrategias narrativas. Así, pues, podemos afirmar que la novela de
Miguel Riofrío no es una novela esencialmente romántica, además de las razones ya
descritas, por el contenido político partidista que se encuentra detrás de la anécdota. Es
en gran medida también una novela de tesis. Nada más lejano del romanticismo
idealizante que el combate político de Riofrío. El narrador ubica la historia en 1841, en
el primer período floreano, que, además de ser un momento de despotismo militar, resistió
las reformas liberales que se estaban impulsado desde varios sectores como la instrucción
pública, desde los últimos años de la Gran Colombia. Debemos recordar que Riofrío fue
parte de la Escuela Democrática Miguel de Santiago, hermandad de ilustrados liberales
afines a los revolucionarios marcistas, que se opusieron al dictador Juan José Flores. Sus
ideas políticas se expresan y defienden claramente en la voz de Rosaura, y en la debilidad
con que se formulan los argumentos del padre y el cura párroco. La experiencia del
desarraigo del autor, reflejada en el desarraigo de los personajes de Rosaura y Eduardo,
es un reflejo del fracaso político de los primeros liberales ecuatorianos. En efecto, la
experiencia del exilio fue un hecho real en el caso de Riofrío, que tuvo que emigrar al
Perú, después de vivir la virtual disolución de la nación ecuatoriana en 1859, y la posterior
gesta despótica y restitutiva de Gabriel García Moreno. Incluso ciertas referencias
autobiográficas del autor se podrían hallar en esta breve novela. Ciertamente, el
calificativo de romántico es muy pobre para definir este texto fundacional.
En el caso de la novela de Riofrío, lo más difícil de todo es que la teoría de las
generaciones nunca nos ayudó a mirar con atención aquellos modos alternativos de vivir
la política republicana que practicaban las mujeres, y que en parte se defienden en La
167
Según Graeme Tytler, citado en ibid., xxix.
168
Ibid., xxx.
74
emancipada. Aquellos modos alternativos de la participación política, que fueron formas
de intervenir en el proyecto nacional, fueron apagados por la ley patriarcal de la Iglesia,
mediante estructuras sociales y mentales heredadas de la Colonia. Así sucedió cuando las
ideas conservadoras empezaron a ganar terreno desde el exilio que Rocafuerte le impuso
a Manuela Sáenz, y asimismo se pueden ver en el doloroso desprestigio que padeció
Dolores Veintimilla de Galindo (y que finalmente la llevó al suicidio), por haber
defendido públicamente a un indígena ajusticiado en la plaza pública en Cuenca. Los
paralelos de estas mujeres con Rosaura son evidentes y ponen de manifiesto lo que
Rosemarie Terán Najas sugiere que sucedió con el triunfo del conservadurismo garciano:
la “masculinización de la política” en el siglo XIX. 169 Tal como se verá a partir del
siguiente capítulo, estas tesis de Terán Najas se pueden confirmar en varias fuentes
literarias posteriores escritas por autores conservadores como La escuela doméstica
(1880) de Juan León Mera170, o por miembros de la Iglesia como La lectura de novelas
(1891) del presbítero Alejandro Mateus. 171 Para ser buenos ciudadanos, Mera aseguraba
que la lectura del catecismo era suficiente. Para evitar que contenidos excesivamente
liberales suscitaran comportamientos inadecuados, no se debía pasar el tiempo leyendo
novelas, auténticas fantasías pervertidas que no edificaban el alma del buen cristiano,
según Mateus. Ser buen cristiano equivalía a ser un buen ciudadano. El estudio de estas
ideas, que condicionaron la escritura y lectura de las novelas del siglo XIX, son mucho
más importantes que los debates sobre las generaciones artísticas, las escuelas estéticas y
sus correctas denominaciones.
169
Según Carmen Mc Evoy, citada por Rosemarie Terán Najas, “La emancipada: las primeras letras y las
mujeres en el Ecuador decimonónico”, Historia de la Educación: revista interuniversitaria, n.o 29 (2010):
53.
170
Juan León Mera, La escuela doméstica: Artículos publicados en “El Fénix” (Quito: Imprenta del Clero,
1880).
171
Alejandro Mateus, Lectura de novelas (Quito: Imprenta de las EE. CC. por J. Sáenz R., 1891).
75
en 1920 y en 1933, y seguidos por su discípulo Julián Marías en 1949; pero difundidos
como dogma en Ecuador; situación agravada por el empleo sistemático e indiscriminado
del libro de Arrom (1963)”.172 Como sugiere Rodríguez-Arenas, esta aplicación acrítica
del modelo generacional ha causado enormes desfases historiográficos. Aquellos críticos
parecen haber entendido que la historia funciona como una linealidad sucesiva de
períodos fijos que se pueden limitar sin mayores matices ni complejidades. ¿No es acaso
aquella una decisión ideológica antes que una impericia metodológica? En mi criterio lo
es, porque el método generacional les ha permitido a los estudiosos ecuatorianos construir
un relato nacional monolítico y cronológicamente progresivo, que, a pesar de mostrar las
polémicas internas entre conservadores y liberales, les ha librado de analizar esa polémica
desde otras perspectivas. La persistencia de este mismo binarismo reductor es una
muestra de dogmatismo crítico.
Pero lo más peligroso de esta muletilla metodológica es el “imaginario
eurocentrista que moviliza”, 173 porque empobrece el multiforme y heteróclito panorama
del siglo XIX, entendiéndolo como una repetición de modelos extranjeros. La ubicación
generacional de los autores ecuatorianos se hace comparándola con la que recorre el resto
del continente y Europa, sin tomar en cuenta en primer lugar las realizaciones concretas
de los textos, es decir, sus características textuales específicas. La novela del siglo XIX
ecuatoriano no fue esencialmente ni exclusivamente romántica. Desde los albores de la
República, los intentos de inventar lo propio fueron muy abundantes; bien logrados o no,
desde un punto de vista formal, todos ellos son parte del desarrollo cultural de América:
“nuestros escritores fueron lectores, sujetos cosmopolitas que fundaron la autonomía
artística latinoamericana”. 174 El método generacional es del todo inconveniente en
nuestro caso, porque nos obliga a caer
172
Rodríguez-Arenas, “Representación y escritura”, ix.
173
César Andrés Ospina Mesa, “El sueño de la modernidad en Titania (1892) de Alfredo Baquerizo
Moreno”, en La novela ecuatoriana del siglo XIX, coord. y ed. Flor María Rodríguez-Arenas (Doral, FL:
Stockcero, 2012), 190-2.
174
Ibid., 210.
175
Santiago Castro-Gómez, citado ibid., 211.
76
Valorar la literatura ecuatoriana desde estos miradores conceptuales afirma “la
colonialidad del poder, en la medida en que se oculta al otro, invisibilizando sus
conocimientos y formas de ver el mundo y, en consecuencia, [sigue] reproduciendo la
idea de que la región es la periferia cultural o el pasado ‘salvaje’ de Europa”.176 Así, pues,
para distanciarse aún más de este método canónico en los estudios literarios del Ecuador,
se debe explicar por qué la categoría del romanticismo, en parte producida y apuntalada
desde la teoría de las generaciones, resulta insuficiente para llevar a cabo las reflexiones
propuestas.
Uno de los argumentos que diversos críticos han esgrimido para validar la
pertinencia del membrete del romanticismo ha sido la afirmación de la naturaleza
“vernácula” del movimiento ecuatoriano, 177 que se habría estado gestando en el seno de
la cultura local en la época de la Independencia de España, a la espera del impulso que la
influencia de los escritores europeos le brindó. Esta visión crítica concibe que cualquier
tipo de romanticismo es inherente a los movimientos revolucionarios. El romanticismo
en sí mismo sería un tipo de manifestación social, cuyos orígenes tienen una explicación
antropológica, y pueden tener una aplicación universal. Visto de esta manera, el
romanticismo sería un signo de los momentos revolucionarios, de los cambios de
paradigmas culturales, políticos y económicos, que todas las sociedades humanas
atraviesan en determinado momento histórico. Desde este punto de vista, se podría
aceptar que el término romanticismo es el más idóneo para designar fenómenos tan
disímiles como el nacimiento de los Estados nacionales americanos y el despertar de las
nacionalidades europeas a su autoconciencia. El romanticismo sería el signo estético
inequívoco de un momento específico del desarrollo del capitalismo y su consagración
global: la aparición del Estado nacional. Así las cosas, toda manifestación estética
nacionalista sería esencialmente romántica. Y el romanticismo, más que un momento
176
Ibid., 211.
177
Susana Aguinaga Zumárraga, “La lírica romántica”, en Araujo Sánchez, Historia de las literaturas del
Ecuador, 91-124.
77
histórico, sería un modo discursivo y una generalidad temática; en otras palabras,
constituiría un síntoma de las transformaciones políticas y económicas que acompañan el
surgimiento de las naciones. El problema con esta estimulante idea es que por esta misma
vía podríamos vaciar de su contenido original cualquier tipología histórica, extraviándola
de su sentido etimológico y suscitando innumerables confusiones. El romanticismo, en
estricto sentido, nació en el centro de Europa, y, de manera precisa, en la Alemania del
siglo XVIII. Al desconocer esta realidad, se empobrece el vocabulario crítico, en vez de
enriquecerlo.
Ahora bien, quizá esta hipótesis lleve algo de razón, si se piensa en el
“enraizamiento al terruño” que comparten los romanticismos de diversas geografías. 178
La mirada hacia el medioevo de los europeos y la mirada hacia la herencia amerindia
precolombina de los criollos coinciden con el encuentro y la invención de la tradición,
que inaugura el relato de lo nacional en las bellas letras y los discursos del Estado nacional
emergente, tan necesitado de un sustento simbólico y espiritual que lo justifique
históricamente, atenuando las diferencias étnicas, religiosas y de toda índole que poseían
sus habitantes. De esta manera, la inclusión de los indígenas en el relato nacional de los
románticos americanos, antes que un gesto incluyente y democrático (y en esa medida
espiritualmente desinteresado), es ante todo una necesidad política. El discurso del Estado
nacional ecuatoriano debía borrar las diferencias que hervían al interior del territorio, lo
suficiente como para que la nueva nación se mostrara sólida frente a sus rivales. Pero, al
mismo tiempo, debía incluir esas incómodas diferencias, para afirmar su individualidad
y reclamar su legitimidad simbólica. Sin embargo, la supervivencia de las tradiciones
precolombinas debe verse también como resultado de la resistencia de los diversos grupos
étnicos, marginados por el Estado nacional emergente, y no como el mero resultado de la
recuperación arqueológica de los letrados nacionalistas.
Un ejemplo de este comportamiento es el indianismo que, inspirado en la época
colonial, “había creado la imagen de un indio europeizado, más parecido a la idealización
de un héroe épico o romántico, que el pobre explotado que deambulaba por los sitios más
miserables de nuestra patria”. 179 El indianismo, a pesar de ser la marca distintiva de gran
parte del romanticismo americano, fue esencialmente atópico y anacrónico, pues ni el
178
Ibid.
179
Ibid., 97.
78
tiempo ni el espacio históricos se vieron reflejados con fidelidad en sus anécdotas o
dicciones. La realidad del indígena americano es, en la época del llamado romanticismo
literario, parte de un olvido selectivo, cuidadosamente resguardado por los escritores
oficiales del Estado nacional. En este mismo sentido, se ha dicho que “[e]l romanticismo
en América responde a una actitud sentimental del continente: algunos han visto incluso
en las supervivencias de la literatura precolombina un anuncio de la predisposición del
poeta americano al romanticismo”. 180 ¿No es ya demasiado afirmar que los poetas
americanos estuvieron naturalmente dispuestos al romanticismo durante décadas,
embaucados por las ilusiones que la tierra fértil e inexplorada de América suscitó en su
imaginación? Estas afirmaciones son otro modo de etnocentrismo, el mismo que condenó
a los escritores latinoamericanos a ser colonizadores del territorio, y estar
indefectiblemente condicionados por la naturaleza agreste y bárbara, de la cual eran parte
sustancial los pueblos originarios. Para ellos, el indio americano fue parte del paisaje que
se debía colonizar mediante la evangelización, vale decir, que se debía nacionalizar.
A diferencia de la novela ecuatoriana, la poesía del siglo XIX se ha estudiado
consistentemente. Del seno de esas reflexiones, ha surgido una conclusión difícil de
rebatir: el romanticismo en Ecuador no prosperó como en otros lugares. Del mismo modo
que hizo Isaac J. Barrera en su momento, Aguinaga Zumárraga analiza la tibieza formal
y temática del romanticismo lírico ecuatoriano, y, en definitiva, explica su aire neoclásico
y preceptivo como producto de la influencia de un entorno político rígido, heredero
indiscutible del régimen colonial. Por un lado, se encuentra la política educativa de
Gabriel García Moreno, y, por otro, el acompañamiento ideológico desde las filas de la
crítica y la historia literaria de manos de Juan León Mera. El conservadurismo católico
de la época se expresa de esta manera también en una literatura reaccionaria frente a la
revolución romántica más radical: “En tanto, el Gobierno de García Moreno reordena las
instituciones culturales y da importancia a los estudios humanísticos. Además, en 1868
aparece la Ojeada histórico-crítica sobre la poesía ecuatoriana de Juan León Mera, obra
que repercutiría en la formación y orientación poética de nuevos escritores. Los dos
hechos recién citados ocasionan el retorno del neoclasicismo”. 181
180
Ibid.
181
Ibid., 98.
79
Este neoclasicismo, al tiempo que constituyó una plataforma ideal para el
adoctrinamiento de la Iglesia católica, se convirtió en una tara que impidió el surgimiento
de un romanticismo consistente, cuya defensa de la autonomía creativa y la libertad
individual se vería consumada varios años más tarde, en los poemas del llamado
modernismo ecuatoriano, décadas después de que la Revolución Liberal triunfó en el país.
Esta es otra evidencia que no debemos perder de vista: la novela ecuatoriana nació en un
entorno social represivo y convulsionado, entre la victoria del conservadurismo y su
paulatino retroceso frente al liberalismo. ¿Puede ser auténticamente romántico un autor
educado en las formas más reaccionarias de la moral cristiana, que subordina la
individualidad a las instituciones eclesiales? ¿No son acaso los discursos de los
conservadores y liberales ecuatorianos variantes de una misma matriz cultural? Por un
lado, salvo Miguel Riofrío y Juan Montalvo, ningún autor podría catalogarse como liberal
radical, y aun en esos casos tendríamos que matizar. Por otro lado, incluso los liberales
como Francisco Campos o los moderados como Carlos R. Tobar, son personajes
esencialmente aristocratizantes y católicos. En rigor, el romanticismo nunca cuajó del
todo en Ecuador; no si nos remitimos al sentido original del término.
Los críticos han pretendido consagrar al romanticismo como modelo cultural
hegemónico del siglo XIX, ubicando el evento ecuatoriano en el contexto de Sudamérica,
para señalarlo como uno de tantos casos. Sin embargo, estos esfuerzos no han señalado
siempre las diferencias profundas que existieron entre el romanticismo del Pacífico y el
romanticismo del Atlántico. 182 Para Diego Araujo Sánchez, como para la mayoría de
estudiosos, el romanticismo se extendió durante casi todo el primer siglo republicano, y
persistió más allá de los albores del siglo XX. Por eso asegura: “No faltan quienes creen
que, por una especial disposición del talante latinoamericano, el espíritu romántico sería
una especie de rasgo constante en el desarrollo de nuestra cultura; tampoco faltan quienes
nieguen la existencia del romanticismo en América y menosprecien el significado de sus
realizaciones”.183 Como se puede observar claramente, en este análisis se imponen los
binarismos reductores y las oposiciones simplistas: o el romanticismo no existió o es parte
consustancial del ser americano. Desde el punto de vista de este trabajo, el problema no
182
Diego Araujo Sánchez, “El romanticismo en Ecuador e Hispanoamérica”, en Araujo Sánchez, Historia
de las literaturas del Ecuador, 55-70.
183
Ibid., 59. La fuente crítica de Araujo Sánchez es el libro Emilio Carilla, El romanticismo en la América
Hispánica, 2.a ed. Madrid: Gredos, 1967.
80
radica en que ningún tipo de romanticismo haya existido en América, o en que su
influencia haya sido o no importante en la cultura literaria del continente. Se trata de que
la categoría conceptual por sí misma es insuficiente y nos impulsa a este tipo de
soluciones dicotómicas y excluyentes. El romanticismo es una respuesta precaria.
A pesar de mostrarse prudente al principio, Araujo Sánchez apuesta pronto por la
tesis del dominio romántico en la América hispánica. No considera la posibilidad de un
aparato epistemológico distinto, que explique lo que ocurrió en la región andina. Con
todo, recuerda que el romanticismo en América tuvo al menos dos grandes vertientes: la
del Atlántico, identificada más tempranamente con el movimiento del centro de Europa;
y la del Pacífico, México y Cuba, más cercana a los autores españoles. Él mismo acepta
que los “ismos” locales no se sucedieron en perfecta sincronía con los europeos, no solo
por el retraso en la recepción de los textos europeos, sino porque, en general, la cultura
americana se caracteriza por la yuxtaposición, maridaje y convivencia de tendencias
“dispares y aun contradictorias”. De todas maneras, cabe preguntarse si esta es una
característica privativa de la cultura americana o una experiencia por la que atraviesan
todas las culturas sometidas a los procesos coloniales. Quizá la heterosincronía a la que
alude este crítico sea en Latinoamérica más acentuada que en Europa, debido a su
condición poscolonial, y su multitudinaria diversidad étnica y lingüística.
A la luz de estas consideraciones, hay que señalar mi desacuerdo con la
centralidad o metropolitanía que, para autores como Araujo Sánchez, parece que tiene el
romanticismo americano del Atlántico. Cuando este crítico habla de romanticismo en el
continente, convierte a Argentina y su ámbito de influencia en la metrópoli de la periferia
sudamericana. A pesar de los matices que introduce, Araujo Sánchez no se aleja
demasiado de la visión más canónica sobre la historia literaria. Registra a Bello, Olmedo
y Heredia como los epónimos del movimiento neoclásico, al tiempo que los primeros en
anunciar la llegada del romanticismo a América, mediante sus incursiones líricas, que
resultaron arriesgadas y renovadoras para la época. Asimismo, data el inicio del
movimiento, en estricta coincidencia con la publicación de Elvira o la novia del Plata de
Esteban Echeverría, en 1832, dos años antes de la aparición del poema titulado El moro
expósito, del español Ángel de Saavedra, Duque de Rivas, considerado por muchos como
el iniciador del romanticismo en la península ibérica. Cuando habla de las
81
particularidades del romanticismo en Hispanoamérica, destaca que “[l]os escritores
juntaban a su condición de intelectuales los atributos de hombres de acción”.184
Pero recordemos que tal mixtura de intelectual y hombre de acción no es exclusiva
ni de los americanos ni de los románticos. Basta con nombrar los ejemplos de escritores
barrocos como Miguel de Cervantes (1547-1616), Garcilaso de la Vega (1501-1536),
Francisco de Quevedo (1580-1645), Diego Hurtado de Mendoza (1503-1575), Félix Lope
de Vega (1562-1635), Pedro Calderón de la Barca (1600-1681) y Francisco de Aldana
(1537-1575), que fueron a un tiempo poetas y militares, diplomáticos o políticos y, como
tales, fueron comprometidos defensores de la integridad del imperio español. De haber
nacido en América en el siglo XIX, posiblemente esos mismos poetas barrocos habrían
sido considerados escritores civiles: intelectuales orgánicos de los nuevos Estados
americanos. Con frecuencia olvidamos que parte de ese pasado también le pertenece a los
latinoamericanos por el lado de su herencia hispánica, y nos empecinamos en buscar
razones por fuera de nuestra propia historia. Araujo Sánchez se aplica en afirmar que
“[e]n ningún otro espacio nacional tiene el romanticismo hispanoamericano tanta fuerza
como en Argentina”,185 pero no aborda el problema del romanticismo en la zona andina,
en Ecuador, precisamente.
Se ha dicho que el modo particular en que el romanticismo penetra y “fracasa” en
Ecuador se debe en gran medida a la campaña educativa, reformadora y represiva del
garcianismo. Poco importó que los autores ecuatorianos hubieran leído y citaran de
primera mano a sus contemporáneos españoles y los grandes autores europeos. Todos los
esfuerzos de las clases letradas se inspiraron en los estudios religiosos y la educación de
cuño conservadora, instaurada por el régimen estatal y la tradición colonial, en plena
vigencia todavía. Tal vez por estas razones el romanticismo en Ecuador fue tibio, tímido,
o casi inexistente. Si la solución fuera pensar que el romanticismo ecuatoriano fue
moralista y pedagógico, por qué no pensar mejor que lo fue porque nunca existió un cabal
romanticismo, sino el ecléctico resultado de la matriz barroca, que fagocitó cualquier
impulso renovador. Si bien es cierto que Francisco Javier Salazar Arboleda cita a
Longfellow (1807-1882) y a Goethe (1749-1842), Julio Zaldumbide a Víctor Hugo
(1802-1885), Vicente Piedrahita a Thomas Gray (1716-1771), o Luis Cordero a Olegario
184
Ibid., 63.
185
Ibid.
82
Andrade (1839-1882), entre otros casos que también recuerda Araujo Sánchez, 186 también
es cierto que su literatura está más cerca de la didáctica barroca y la preceptiva neoclásica,
que de la libertad y anarquía románticas de sus presuntos modelos. En Ecuador, el
romanticismo y el neoclasicismo se cruzaron y superpusieron, aun en el caso de los
considerados los más grandes autores del siglo: “El liberal y apasionado Montalvo es
conservador desde el punto de vista de la lengua. Y el conservador Mera está en puesto
de avanzada en su comprensión de las manifestaciones populares”. 187 Una vez más, no
creo que los autores del XIX se hayan equivocado; simplemente respondieron a su
tiempo. Creo más bien que nuestro empeño por ubicarlos en el mapa cultural, bajo los
términos de la Historia del Arte europeo, nos ha impedido describir y defender sus
particularidades nacionales.
Estas ideas ya las han expuesto anteriormente estudiosos como Nelson Osorio.188
No es la primera vez que ha sido señalada aquella falacia recurrente entre los críticos e
historiadores de la cultura latinoamericana, de que todo arte americano es derivativo del
europeo y que, por lo tanto, se puede organizar históricamente según los esquemas del
paradigma de Europa Occidental, sin mayores consideraciones críticas. Si bien es cierto
que el influjo colonial de las metrópolis sobre las periferias determinó el predominio de
ciertos entendimientos de lo que era o debía ser el arte y la literatura, no es menos cierto
que las particularidades culturales de cada región y país suscitaron el surgimiento de
artefactos literarios concretos, cuyas características textuales rebasan en más de un
sentido la noción de períodos y escuelas estéticas. Como señala Osorio, debido al fuerte
vínculo de los escritores con la vida pública, y la ausencia de una tradición literaria fuerte
a la cual oponerse, el romanticismo hispanoamericano “fue más inaugural que ruptural, y
tuvo un fuerte acento de identificación nacional y un marcado interés por los valores
propios. Más que anticlásico fue antiespañol”. 189 Y es esta última noción la que quizá se
pueda aceptar como certeza absoluta y denominador común para todos los
“romanticismos” del continente, escritos o no en lengua castellana: su cariz fundacional.
186
Ibid., 67.
187
Ibid., 69.
188
Nelson Osorio T., Las letras hispanoamericanas en el siglo XIX (Santiago: Universidad de Santiago de
Chile / Universidad de Alicante, 2000).
189
Ibid., 41-2.
83
Esta polémica se podría saldar parcialmente, si entendemos la etiqueta del
romanticismo como una designación conceptual extendida desde la Historia del Arte
hacia la Historia de la Literatura y luego hacia la Historia de la Filosofía. En ese caso,
funcionaría como la denominación de un horizonte cultural mucho más amplio, que
rebasa los límites de las expresiones artísticas y literarias, e incluiría al pensamiento
político del siglo XIX. Desde ese punto de vista, se podría afirmar que, en Ecuador, existió
un romanticismo muy peculiar, caracterizado por “un pensamiento católico
metafísicamente trascendentista y realista, que lo aleja de cualquier forma de idealismo
filosófico.”190 Pero, nuevamente, el problema no radica en redefinir el romanticismo para
el caso ecuatoriano, sino en encontrar una designación crítica original, que explique sus
particularidades. El vocablo en sí mismo no es el problema. Pensemos en el caso del
cuento de Honorato Vázquez, al que me referí hace poco, y que sería un ejemplo de lo
que ocurre con muchos otros textos de ficción de la época. Desde una definición algo
laxa, que entienda el romanticismo en el sentido que estamos comentando, Campana y
campanero podría considerarse un texto romántico. Pero al momento de ubicarlo en el
contexto literario del continente, y, aún más, después de observar sus características
textuales concretas, el término “romántico” podría resultar confuso. Más preciso sería
hablar en ese caso de realismo espiritualista; es decir, de la reacción católica y
conservadora contra el avance del naturalismo a finales del siglo XIX.
El origen de las ideas que están detrás del relato de Vázquez se pueden hallar en
figuras tan variadas como Émile Zola (1840-1902), Jules Barbey d’Aurevilly (1808-
1889), Maurice Barrès (1862-1923), Léon Bloy (1846-1917), Francis Jammes (1868-
1938) y Joris-Karl Huysmans (1848-1907), entre otros, tal como lo ha sugerido García
Bernal.191 El ecuatoriano es en parte seguidor de esa tendencia continental, que se originó
como una réplica de lo sucedido en Europa. Esa corriente literaria adoptó del realismo su
ánimo de retratar la realidad, pero sublimándola, no mostrándola solamente en su
decadencia descarnada como hacía el naturalismo. Su intención era convertir a los sujetos
anónimos y vulgares en héroes de la literatura y el arte, como lo hicieron Benito Pérez
Galdós o Emilia Pardo Bazán. 192 En su relato, Vázquez se distancia de sus
190
Rodolfo Mario Agoglia, “Estudio introductorio”, en Pensamiento romántico ecuatoriano, seleccionado
por Rodolfo Mario Agoglia (Quito: CEN / BCE, 1980), 49.
191
García Bernal, “La ‘intención preexistente’”.
192
Ibid., 184.
84
contemporáneos costumbristas, porque no se preocupa de los seres normales, sino de los
personajes excepcionales, de enorme riqueza espiritual, confundidos entre el vulgo. 193
También se desmarca de los románticos, porque no idealiza a sus personajes ni los
propone como arquetipos morales. De manera que así como hacemos con este autor y
este texto específico, deberíamos hacer con todos los autores y novelas, advirtiendo en
cada caso a qué nos referimos con romanticismo, realismo, costumbrismo, etcétera. Pero
tal resultaría ser un ejercicio agotador y poco productivo. Es más económico describir el
problema, antes que obsesionarnos con acuñar un término ingenioso para designarlo.
En efecto, la noción de Romanticismo, entendida como horizonte cultural, más
que como tendencia estética, ha sido muy usada por críticos literarios tan influyentes
como Galo René Pérez. Más allá de su legitimidad o utilidad descriptiva, esta idea ha
suscitado desde el inicio un fuerte sesgo eurocentrista:
En lugar de producirse una influencia recíproca entre los países del continente, se originó
un sometimiento común a la corriente de ideas y normas estéticas de Europa. Las
semejanzas y coincidencias que guardan entre sí las obras románticas hispanoamericanas
no son pues fruto de un contacto directo de nuestras culturas nacionales, sino más bien de
la general aproximación de ellas a una misma fuente.194
Y tales opiniones pueden tener mucho de certeza; sin embargo, no consideran que
las semejanzas entre los autores andinos podrían responder también a la influencia
amerindia, así como sus diferencias con los autores del Cono Sur podrían responder a su
origen étnico distinto. Este tipo de generalizaciones no se pueden superar, sino
renunciando a categorías tan polisémicas, al tiempo que homologadoras, como el
romanticismo. Con demasiada frecuencia, este término ha funcionado a la manera de un
comodín conceptual, tal como se puede ver en esta clase de sentencias: “Lo que se diga
sobre autores colombianos, argentinos, uruguayos o cubanos es, de ese modo, aplicable
también a los ecuatorianos. Y cualquier explicación de su romanticismo necesita de los
antecedentes europeos”. 195 Pero ¿y qué hay de los antecedentes vernáculos?, ¿qué de los
procesos de asimilación, signados muchas veces por actitudes que resisten y reinterpretan
las fuentes europeas, según las necesidades de cada caso? El término romanticismo
193
Ibid., 185.
194
Galo René Pérez, Pensamiento y literatura del Ecuador (crítica y antología) (Quito: CCE, 1972).
195
Ibid., 160.
85
resulta ser de nuevo una camisa de fuerza, paradójicamente imprecisa y autoritaria al
mismo tiempo. Nada soluciona Pérez nominando el problema sin mirarlo en profundidad.
En defensa de esta problemática categoría, se podría argumentar que todo
romanticismo es un nacionalismo, y, por lo tanto, un síntoma de la lucha de los pueblos
contra los imperios que los oprimen: “El romanticismo favoreció, en el mundo,
particularmente en los países —naciones— oprimidos, divididos o postergados, el
despertar de un anhelo de unificación, de sentimientos solidarios entre quienes hablaban
una lengua, tenían idénticas costumbres y una misma escala de valores”. 196 Pero en el
caso andino, el sustrato multicultural, multiétnico y plurilingüístico de los pueblos
amerindios, integrados por la razón o por la fuerza a los proyectos nacionales de las élites
criollas, nos obliga a pensar que el romanticismo en Ecuador fue un asunto de las élites
hispánicas, y en esa medida significó la consagración de un nacionalismo, en la peor de
sus acepciones, pues inventó una nación allí donde no había existido del todo. Otra vez:
no se puede designar bajo el término de romanticismo a fenómenos tan dispares como
aquellos que acompañaron el surgimiento de los Estados nacionales americanos y los
europeos, sin tomar en cuenta sus dramáticas particularidades. ¿Por qué insistir entonces
en una sola categoría para denominarlos a todos? Si realmente existió un romanticismo
ecuatoriano, no fue la herramienta de un “buen” nacionalismo, sino la expresión letrada
de un ejercicio colonizador, que terminó de imponer a los pueblos amerindios la lengua
española, la religión cristiana y la moral occidental. ¿No se supone que el romanticismo
es el epítome de la defensa de la libertad? ¿Qué tipo de romanticismo es herramienta de
la dominación?
Finalmente, se podría argumentar en favor de la universalidad de esta categoría
que todos los romanticismos, en tanto expresiones nacionalistas, se vieron obligados “a
asentarse, paradójicamente, sobre bases ‘importadas’: es conocida la predominancia de la
música alemana en la formación de los ‘idiomas’ musicales de Checoslovaquia, Noruega,
Hungría, antes del descubrimiento del folclore”.197 De allí que después de una primera
retrospección arqueológica en busca de un pasado nacional, apareciera un segundo
momento de corte eminentemente realista, cuando el costumbrismo le otorgó a la
verosimilitud mimética un valor similar al que tenía la historicidad. La otra cara del
196
Sáenz Andrade, “La literatura en el período”, 77-8.
197
Ibid., 78.
86
costumbrismo, la del mero gusto por lo pintoresco, sería en realidad el paso previo, una
fase de transición hacia el realismo, expresado como folclorismo romántico. Por el
contrario, en las primeras décadas hasta mediados del siglo XIX, la diferencia entre
ficción y realidad se disuelve, en favor de la invención de la tradición: la leyenda histórica
y la Historia nacional nacen precisamente en el momento del surgimiento de las primeras
novelas. Casi todas las novelas que analizaremos organizan la anécdota novelesca en
torno de algún valor legendario o presumiblemente histórico.
La ficción novelesca opera como una alegoría de la nación. Pertenezcan o no a los
subgéneros de la novela histórica, el romance o la novela ética, casi todas las narraciones
que analizaremos proponen modelos de ciudadanía. En el fondo, todas son novelas éticas
o de tesis. Es precisamente esta característica tan poco romántica la que incomoda a más
de un crítico, hasta el punto de sazonar sus explicaciones con adjetivaciones más o menos
impertinentes: “[N]uestro literato se siente maestro vocacional: si se ha de señalar un
elemento estilístico —e ideológico— que vuelve pesada la lectura de una novela del siglo
XIX en el nuestro, es la machacona manía del consejo, que recuerda a Sancho y su pasión
por los refranes y, más cerca, a las maternales señoras de provincia de hoy en día,
rebosantes de ‘sabiduría popular’” [énfasis añadido].198 Estos desajustes del estándar
romántico europeo son vistos como deficiencias, antes que como necesidades
contextuales y virtudes del decoro literario de la época o, mejor aún, como productos de
la evolución literaria local.
Está visto que las características del llamado romanticismo ecuatoriano responden
a condiciones sociales muy propias de la región andina, que en ningún momento debemos
perder de vista. Un claro ejemplo de ello es la presencia precaria y tardía de la imprenta,
manipulada en un inicio por el Estado y la Iglesia. El que una orden religiosa haya
introducido la imprenta en el país habla del espíritu confesional de la paulatina revolución
(entiéndase este oxímoron como expresión del grado de intervención que tuvo el clero en
la modelación del proyecto nacional ecuatoriano) ocurrida en el siglo XIX: “[L]o arduo
de la empresa estuvo en manos de los jesuitas, pero conseguidas, al fin, las cédulas del
caso, la imprenta inició su brillante trayectoria por quienes en ella intervinieron:
autoridades coloniales, frailes, los propios jesuitas, próceres y gente de armas, autoridades
198
Ibid., 79.
87
eclesiásticas y seglares, hombres de pensamiento y acción e impresores y tipógrafos”. 199
Tanto peso tuvo la presencia del clero, incluso entre los mismos liberales, que, hasta el
más radical de sus ideólogos, José Peralta, inició su combate político detrás de las
trincheras de la prensa católica, defendiendo la importancia de la religión y la Iglesia,
antes de sumarse a las causas alfaristas y sufrir por ellas una auténtica transformación
espiritual. La novela de Peralta, titulada Soledad, es ciertamente un discurso de corte
realista y panfletario, en muchos sentidos ajeno a la noción más originaria del
romanticismo. Así se podría y debería analizar cada caso nacional, y no clausurando el
debate, arguyendo la absoluta sumisión de los autores latinoamericanos a los cánones
europeos, como hicieron en su momento Pérez y otros críticos ecuatorianos. De manera
que, para terminar de explicar la postura de este trabajo, y justificar la decisión de
renunciar al método generacional y al escollo conceptual del romanticismo, se mostrará
lo difícil que resulta encerrar en esta categoría incluso el ideario de uno de los autores
epónimos del siglo, Juan León Mera.
Se puede empezar la discusión preguntando si Juan León Mera es realmente un
autor romántico, o si la impronta neoclásica de su obra lo convierte en un ejemplo de
eclecticismo. Para responder esta pregunta, primero hay que discutir cuál es la esencia
del romanticismo. Por este camino ha marchado ya la crítica literaria ecuatoriana:
La irrupción del Romanticismo en el último tercio del siglo XVIII operó algo
parecido a una revolución copernicana en el ámbito de la teoría literaria y de la estética
en general. El centro de atención dejó de ser la relación universo/poema, para girar hacia
la relación entre el “espíritu del poeta” y el poema. Ya no se concebiría ni definiría la
poesía como imitación de la naturaleza, sino como expresión del sentimiento del poeta.200
Mera no es, en estricto sentido, neoclásico ni romántico, pues, si bien cree por un
lado que la naturaleza determina al hombre y por lo tanto hace del poema una imitación
del universo, cree por otro lado que la literatura es expresión de la personalidad de ese
hombre, que vive en comunidad, y por lo tanto el poema es en alguna medida también
expresión de la sociedad que lo cobija. En consecuencia, la relación universo/poema está
mediada por la presencia humana, que no es meramente sombra de la individualidad, sino
199
Antonio Lloret Bastidas, “El periodismo en el período”, en Araujo Sánchez, Historia de las literaturas,
287-8.
200
Manuel Corrales Pascual, “Juan León Mera, crítica e historia literaria”, en Juan León Mera: Una visión
actual, ed. Julio Pazos Barrera (Quito: UASB / Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE) /
CEN, 1995), 15.
88
producto de la interacción social. Esta compleja relación entre naturaleza, sociedad y
poema es la que interesa a Mera, y hace de su ideario algo más que un manifiesto
romántico o una actualización local del romanticismo.
Del mismo modo, podríamos decir que las actitudes academicistas de Mera no son
un simple neoclasicismo reaccionario, sino la mezcla de una incompatibilidad ideológica
y temporal. En primer lugar, hay que considerar que el romanticismo que llegó a América,
y al Ecuador especialmente, pudo resultar un fenómeno algo desgastado o anacrónico
para las necesidades expresivas de los letrados nacionalistas. En segundo lugar, el
romanticismo sin más, tal como se manifestaba en la época de Mera, no era del todo
funcional para la edificación del ideario de la nación ecuatoriana, pues debía pasar
primero por el tamiz ideológico del conservadurismo católico. “Parece ser que por los
años en que Juan León Mera revisaba la producción literaria ecuatoriana y pergeñaba su
Ojeada, del romanticismo solo quedaba un sentimentalismo amargo y decadente que él
repudiaba sin contemplaciones”. 201 Tal decadentismo, que devendría en un momento
dado en la obra de los simbolistas franceses y algunos modernistas hispanoamericanos,
no armonizaba con el optimismo y la seguridad que el esfuerzo de fundar una nación
nueva requería. Lo dice explícitamente Mera en varios momentos de su Ojeada, que
podríamos resumir en expresiones tales como “escuela sentimental y llorona tan a la moda
en el día”202 o “esa peste de melancolía sin causa que ha invadido el mundo literario”, 203
entre tantas otras. El “romanticismo” de Mera es muy peculiar porque constituye una
reinvención estética, inspirada por una necesidad política muy precisa: su labor literaria
es consustancial a su visión nacionalista. Mera no es de ninguna manera un romántico
puro, aunque lo aparente en Cumandá y en su labor de folclorista, y tampoco es un
neoclásico puro, aunque así aparezca cuando pontifica como ensayista y preceptista
literario.
No se podría afirmar, sin más, que el ideario de Mera se basa en una estética de
origen romántico. En su opinión, la esencia de la poesía radica en el arquetipo de la
naturaleza, y su manifestación lingüística en el poema es, antes que nada, un instrumento.
En otras palabras, para Mera, el lenguaje poético permite a los escritores hacer asequible
201
Ibid., 16.
202
Juan León Mera, Ojeada histórico-crítica sobre la poesía ecuatoriana desde su época más remota hasta
nuestros días (Barcelona: Imprenta y litografía de José Cunill Sala, 1893), 288.
203
Ibid., 268.
89
a todos los hombres aquello inefable que habita en el universo en conexión con Dios, que
más que la poesía misma, en términos metafísicos, se conoce como “lo poético”. Para
Mera, esta conexión con lo eterno o sublime significa que “[b]elleza es poesía, bondad es
poesía, todo aquello que gratamente impresiona y conmueve al ser humano puede ser
llamado poesía”.204 No obstante, se debe observar que la factura neoclásica de la obra
crítica de Mera existe para modular el ímpetu individualista del romántico que habita en
él en tanto poeta. La inspiración, noción romántica esencial e irrenunciable, debe pasar
por la censura ideológica del fiel católico, mediante instrumentos propios de la academia
y la escuela clásica. La inspiración le permite al poeta entender el universo de un modo
más amplio que sus semejantes, pero, una vez hallado el fruto del rapto de las musas,
debe someterlo “a medida y juiciosa disposición”. 205 El mismo Mera está consciente de
la doblez y complejidad de su propuesta, como cuando califica su actitud de “racional
entusiasmo” o “juicioso fervor”. 206 Estos oxímoros expresan a la perfección el juego de
simulaciones, superposiciones y contradicciones que definen su ideario.
Si quería cumplir con su propósito político de fundar una nación, Mera no podía
entregarse al rapto estético que definió a los románticos, ni tampoco imitar sin rubor las
maravillas del mundo entregado por el Creador a los hombres. Debía hallar un paradójico
justo medio. Para él, solo “la observación constate de la naturaleza” incógnita e inédita
de América le daría al hombre americano una nueva voz. La poesía como imitación, al
estilo de los clásicos, pero imitación entendida como canon que encauza la inspiración
individual. Por eso la dicotomía fondo-forma, tan típica de los neoclásicos, es también
esencial en Mera, como lo explica en el capítulo XIX de su Ojeada, titulado muy
claramente: “¿Es posible dar un carácter nuevo y original a la poesía sudamericana?”. Su
estética es paradójica, más que contradictoria:
Mera sabe muy bien que existe una estética de la imitación y una estética expresiva. Sabe
también que la primera es la llamada clásica [...] y la otra es romántica. Pero
expresamente se niega a aceptar la división tajante entre clásicos y románticos. En la
práctica, lo veremos utilizar criterios de una y otra tendencia, según el asunto que en sus
críticas quiera poner de relieve.207
204
Manuel Corrales Pascual, “Juan León Mera, crítica e historia literaria”, 20.
205
Ibid., 23.
206
Ibid.
207
Ibid., 27.
90
Precisamente esta adecuación al momento hace de la obra de Mera un conjunto
heteróclito, al cual el membrete de romanticismo le queda muy corto. Nuevamente,
Podríamos incluso discutir si el ideario de Mera inclina su balanza más del lado
romántico que del neoclásico, si tomamos en cuenta que “[e]l programa o proyecto del
que hablamos contiene estas cinco grandes líneas de reflexión: naturaleza, historia,
costumbres, lengua y religión.”209 Por medio de ellas, Mera encuentra señas estables de
una identidad nacional posible, frente a una constante recreación y formulación, sujeta a
los cambios históricos. Así, pues, la naturaleza imprime en los hombres un “color
original” que llega a constituir parte de su ser: “El modo de ser del hombre se configura
de acuerdo con el suelo que pisa”. 210 La religión cristiana salva a los hombres de la
mentira y el error e instaura la verdad y la justicia de Dios. La historia la hacen los héroes,
sujetos excepcionales, que son “el alma de su época”. Las costumbres se arraigan tanto
en los pueblos que pueden pasar siglos antes de que cualquier condición pueda
modificarlas. Y la lengua, vale decir la literatura, es la expresión natural de ese pueblo.
La combinación de estos cinco factores brinda a cada nación su identidad.
El aporte de Mera consiste en creer que la originalidad de la literatura americana
se ve mermada por el ánimo de imitación de lo europeo, que dominaba a los autores de
su época. Pero la originalidad por la que pelea Mera debía ser del orden del contenido,
antes que de la forma: Mera sigue con disciplina los preceptos clásicos y usos de los
poetas españoles, con la misma convicción con la que intenta introducir en la tradición
hispánica contenidos referentes a la cultura, la historia y la geografía de América. Su afán
de introducir en el acervo del español vocablos provenientes del quichua tiene mucho que
ver con este propósito: los nuevos contenidos debían expresarse en nuevas palabras. La
originalidad de la literatura nacional ecuatoriana que Mera estaba ayudando a fundar era
más bien la consecuencia de un nuevo lugar de enunciación, antes que la copia de modelos
extranjeros. Por eso la centralidad de la naturaleza en el proyecto de Mera es mucho más
208
Ibid., 29.
209
Julio Pazos Barrera, “El ideario romántico de Juan León Mera”, en Pazos Barrera, Juan León Mera, 10.
210
Ibid., 11.
91
que una consecuencia de su romanticismo, es el origen mismo de su ideario. Mera tiene
una visión determinista de la naturaleza: condiciona la cultura, condiciona al individuo.
De ahí que la dicotomía civilización-barbarie no se exprese tajantemente en su caso,
puesto que es la naturaleza benévola la que trasuda en sus páginas literarias y no la
naturaleza como habitación de la barbarie. En consecuencia, la tan recurrida dicotomía
civilización-barbarie, propia del romanticismo del Cono Sur, define solo parcialmente la
estética de Mera. ¿Dónde queda entonces el poder irrefrenable del ánimo individual del
típico sujeto romántico? Ciertamente, se ve mermado; primero, por las condiciones
naturales, y constreñido después por la mediación de la Iglesia y el Estado.
Como se ve, no existe una etiqueta del todo adecuada para designar el eclecticismo
de la obra de Mera. Como sugiere Esteban Ponce Ortiz, en tanto fue esencialmente un
hombre conservador y católico, en su obra ensayística reacciona contra los grandes
autores románticos, que fueron todos esencialmente ilustrados liberales, y si bien no tira
sus dagas directamente contra Goethe, Hugo, Byron o Lamartine, sí lo hace contra los
ecuatorianos que los emulaban, y que en su época fueron prácticamente todos. 211 En su
Ojeada, Mera sigue la huella de fray Vicente Solano, feroz ideólogo antiliberal, y se
posiciona como crítico literario basando sus criterios en el juicio moral de los autores o
el contenido inapropiado de sus obras. De ahí que podamos encontrar entre Solano y Mera
similares fuentes críticas, como el historiador católico César Cantú, que “introdujo los
episodios bíblicos como textos históricos a la par que documentos de los historiadores
clásicos”.212 Mera desprecia continuamente a los filósofos de su tiempo, pues “parte del
centro de la fe católica y al dirigir su pensamiento, ya sea a la poesía quichua, o a la poesía
popular o al paisaje americanista, lo hace para cubrir esos objetos de interés con la
uniformidad de su dogmatismo”.213
Un ejemplo de tal dogmatismo se encuentra en su crítica a los excesos del barroco,
que Mera creía innecesarios, precisamente por ser dispendios o desperdicios propios de
la vanidad. La afirmación de la individualidad, tan valiosa para los románticos, no está
en ninguna parte de la obra de Mera. En la Ojeada, se presenta como crítico anacrónico,
porque denuesta el supuesto mal gusto de Góngora y Gracián, y por lo tanto repudia a su
mayor imitador “ecuatoriano”, Jacinto de Evia. Asimismo, tampoco se puede afirmar que
211
Esteban Ponce Ortiz, La idea del mal en el siglo XIX latinoamericano (Buenos Aires: Corregidor, 2009).
212
Ibid., 191, en nota al pie.
213
Ibid., 193.
92
Mera sea un crítico literario neoclásico sin más, porque su marco de referencia es muy
anterior, pues se trata de la Poética de Luzán, de 1737: “Que el texto de Luzán fuera
escrito 130 años antes que sus ensayos críticos, y que además Luzán estuviera
reprendiendo a poetas muertos entre 1627 y 1658, esto no es importante para Mera”. 214
Deliberadamente anacrónica, la visión de este autor no puede ser calificada de romántica
o neoclásica, al menos no desde un ejercicio intelectual que renuncie a las muletillas
conceptuales y metodológicas.
Quizá el fondo del problema se encuentre en que Mera no quiso o no pudo
renunciar a los beneficios del pensamiento ilustrado, y no encontró una solución
consistente al criticar el origen liberal de ese pensamiento que, más temprano que tarde,
enfrentó y contradijo sus creencias religiosas. No supo dónde localizar la “superioridad
espiritual” de la literatura que propuso: “[S]i la atribuye a la tendencia más conservadora
del romanticismo europeo, siente que está traicionando su americanismo; si la atribuye a
las novelas de Fenimore Cooper, es reconocer en el liberalismo la ventaja creativa de la
que carece el pensamiento conservador”. 215 Si la literatura de Mera se define por su afán
de anular toda sensualidad, todo trance lúdico y toda racionalidad crítica, mediante la
censura de cualquier “rasgo de impiedad, duda religiosa o cualquier aproximación a un
pensamiento materialista”, 216 la categoría de romántico no es solamente insuficiente, sino
del todo impertinente: “Se podría decir que Mera intentaba producir más bien una especie
de ‘neorenacentismo criollo’ en el que, sin negar la exuberancia americana, se la
sometiera al equilibrio de una fe simple, más que una racionalidad refractante como la de
Bello, Echeverría o Caro”. 217 En tanto funcionó como uno de los brazos ideológicos del
proyecto conservador de Gabriel García Moreno, la obra literaria de Mera se fundó sobre
tres pilares: la restauración política, religiosa y estética de muchas ideas anteriores al
proceso independentista.218
La literatura de Mera expresa sobre todo una ideología de clase: por un lado, de
la clase terrateniente, entonces en proceso de perder el poder político; y, por otro lado, de
la burguesía emergente, “orgullosa de no tener necesidad de pensar porque le bastaba la
214
Ibid., 204.
215
Ibid., 210.
216
Ibid., 205.
217
Ibid., 196-7.
218
Ibid., 198.
93
inmovilidad satisfecha en la que se quería ver reflejada”. 219 Esta suerte de cerco
ideológico, que encerró durante décadas la literatura nacional ecuatoriana, empezó a
romperse con el triunfo de la Revolución Liberal. Sin embargo, sus consecuencias en el
desarrollo de la cultura literaria persistieron, en la forma de una natural resistencia de los
críticos literarios a todos los cambios que supusieran un atentado contra el decorum
retórico heredado de la estética neoclásica y la ética conservadora. Manuel J. Calle es un
claro ejemplo de ese legado: fue un crítico radical de los primeros escarceos modernistas
en Ecuador,220 a pesar de haber sido un polemista identificado con las causas liberales.
Del mismo modo, cuando décadas más tarde, ya en el siglo XX, los gustos modernistas
calaron entre las élites letradas, una parte importante de ellas vio en los jóvenes poetas a
un puñado de inmorales evasivos, que no se comprometían con la realidad de su entorno
social inmediato, como se suponía debía hacer todo buen literato, patriota y militante por
definición. El sentido moral del ejercicio literario (no solamente ético ni estético), en los
términos en que Mera y sus coetáneos lo entendían, subsistió entre los novelistas liberales
y en los primeros libros de los llamados realistas sociales. El sentido cívico de la escritura
literaria de ficción en Ecuador tiene un remoto origen cristiano católico, aun para aquellos
que, desde el liberalismo, primero, y desde el socialismo, después, pretendieron inaugurar
otro tipo de literatura nacional, complementaria u opuesta a la que Mera y sus
contemporáneos fundaron.
De uno u otro modo, los lectores de Mera han intuido antes el cariz heteróclito de
su escritura, pero no se han animado del todo a sacarlo de la órbita polivalente del
romanticismo. Mera transita su camino desde aquel lejano referente europeo hasta llegar
a un incipiente realismo, que tampoco lo convence como instrumento idóneo de su
proyecto político y literario. Bastaría con recordar las palabras de los mismos narradores
de Mera, para constatar su voluntad apologética y determinante, contraria a los ideales
románticos de aquellos años, aun en sus novelas breves, tenidas como antecedentes del
219
Ibid., 214.
220
“[A]l considerar locuras y ñoñeces que los jóvenes bohemios (como ellos se titulan) de Guayaquil
publican, creyéndolas decadentismo y modernismo, cuando no son sino un puro barbarismo con mucho
de solecismo, me ha hecho la pregunta de si real y verdaderamente estaremos en plena decadencia... sin
haber llegado nunca al apogeo” (Manuel J. Calle, dir. Revista de Quito: Semanario de política, literatura,
noticias y variedades, 1, n.o 2 (12 ded enero de 1898): 64). Esto demuestra la resistencia que tenían los
periodistas y académicos de la época frente a las tendencias expresivas modernistas que empezaban a
filtrarse en el ambiente literario, al considerarlos innecesarios afrancesamientos, producto de la ignorancia
y la novelería.
94
costumbrismo y el realismo en Ecuador por más de un crítico. En Un matrimonio
inconveniente, podemos leer pasajes como el siguiente, compuestos de juicios morales
antes que de retratos sociales:
Frecuentemente oímos decir por acá este o semejante decir: “¡Qué joven tan estimable el
Fulano! ¡Qué inteligente, qué juicioso! Con un bañito de Europa no habría más que hacer
para tenerlo redondo”. En efecto, á muchos sienta bien ese bañito, cuando para que le
reciban se han tomado muchas precauciones: prepararlos con una bien fundada y seria
educación religiosa y moral, acostumbrarlos a la moderación y economía, darles por
compañero un Mentor cristiano, &a.221 Pero si aquí mismo (lo cual ¡ay! es tan común) se
ha descuidado de nutrir á un joven con sanas ideas y sentimientos generosos y delicados,
y después se le llena la bolsa, y completamente solo y libre se le envía más allá del océano
y pone en el centro de aquel otro mar de placeres, lujos, voluptuosidades y tentaciones de
todo género que se llama Sociedad Europea, ¿qué ha de suceder?222
En esta novela, se hallan fácilmente las fuentes no católicas de Mera: por ejemplo,
Sir Walter Scott, cuando el narrador nos cuenta que el personaje de Luisa toca una pieza
de la ópera titulada Lucía de Lammemoor, conocido drama trágico en tres actos, con
música de Gaetano Donizetti y libreto en italiano de Salvatore Cammarano, basado en la
novela del autor inglés, The Bride of Lammermoor. Asimismo podemos leer que detrás
de las sentencias y comentarios del narrador se encuentran las figuras filosóficas y
teológicas más destacadas del cristianismo de la época, tales como Jacques Benigno
Bossuet, obispo del siglo XVIII, defensor de la doctrina del origen divino de la
autoridad.223
Se ha dicho también que Mera es el padre del realismo en Ecuador, porque fue
supuestamente el primero en abordarlo, “partiendo desde el estadio primerizo de los
‘cuadros de costumbres’”224. Un antecedente del costumbrismo está al interior de su
misma obra, en 1872, en la sección de folletín del periódico La Prensa de Guayaquil, en
donde Mera empezó a publicar un texto titulado “Los novios de una aldea ecuatoriana:
Ensayo de una novela de costumbres”, que interrumpió luego de 18 entregas. 225 Con esa
221
Abreviatura de etcétera.
222
Mera, “Un matrimonio inconveniente”, 50.
223
Susana Aguinaga Zumárraga, “Estudio introductorio”, en Novelitas ecuatorianas, de Juan León Mera.
Quito: Libresa, 1999.
224
Hernán Rodríguez Castelo, “Juan León Mera, padre de la novela realista ecuatoriana”, en Mera,
Novelitas ecuatorianas, 5.
225
Juan León Mera, “Los novios de una aldea ecuatoriana: Ensayo de una novela de costumbres”, La
Prensa, n.o 20 (15 de febrero de 1872); n.o 21 (17 de febrero de 1872); n.o 23 (22 de febrero de 1872); n.o
25 (27 de febrero de 1872); n.o 26 (29 de febrero de 1872); n.o 28 (15 de marzo de 1872); n.o 29 (7 de
marzo de 1872); n.o 33 (16 de marzo de 1872); n.o 34 (19 de marzo de 1872); n.o 36 (23 de marzo de
95
narración, Mera se sumó a otros hispánicos que empezaron a publicar este tipo de
literatura: Pepita Jiménez (1874), de Juan Valera; La navidad en las montañas (1871), de
Ignacio Manuel Altamirano; El diablo en México: Novela de costumbres (1859), de Juan
Díaz Covarrubias; y Durante la reconquista: novela histórica (1864-1897), de Alberto
Blest Gana. Incluso algunos críticos han visto en Mera a un precursor del indigenismo
ecuatoriano, y nada menos que en su novela Cumandá, por cuatro características que de
una u otra forma se van a repetir en las novelas de la primera mitad del siglo XX: “(1)
Carácter documental, (2) presencia comentadora del autor, (3) evocación del ancestro, (4)
la justicia al servicio del poderoso.” 226 De todas ellas, se va analizar por ahora del carácter
documental y la evocación del ancestro.
En primer lugar, las fuentes documentales de Mera se pueden hallar en los escritos
históricos de su amigo y coetáneo Pedro Fermín Cevallos, quien reseñó los
levantamientos indígenas de finales del siglo XVIII e inicios del XIX a los que Mera
alude en su novela, para darle un anclaje histórico que le ayude a construir la
verosimilitud. La alusión de Mera a la crueldad de los obrajes, descrita en el capítulo VI,
se puede hallar también en las Noticias secretas de América, de Jorge Juan y Antonio de
Ulloa, publicadas en 1826, libro al que seguramente tuvo acceso el escritor ambateño. La
causa inmediata de los levantamientos a los que alude Mera en su novela es la cobranza
del diezmo sobre las hortalizas. La rudeza con que las autoridades estatales aplacaron la
rebelión está también reseñada en el texto novelesco. Mera apenas modifica una de los
nombres de las mujeres que hicieron parte del levantamiento, y que se distinguieron por
su liderazgo: Lorenza Peña, Jacinta Juárez y Lorenza Huamanay, que en la novela es
llamada Lorenza Avemañay. Esta última referencia histórica le sirve también al narrador
para advertir al lector de la conocida fiereza y valentía de las mujeres indígenas: rasgos
fuertes que luego traslada a su personaje Cumandá.
En cuanto a la evocación del ancestro,
[e]l contacto entre las razas indígena y española en el momento de la conquista ha sido
vista por los novelistas ecuatorianos, de una forma más o menos explícita, como un
conflicto de dos razas que desemboca en el despojo de la raza indígena por parte de los
1872); n.o 40 (2 de abril de 1872); n.o 53 (2 de mayo de 1872); n.o 54 (4 de mayo de 1872); n.o 56 (9 de
mayo de 1872); n.o 59 (16 de mayo de 1872); n.o 60 (18 de mayo de 1872); n.o 62 (23 de mayo de 1872)
y 64 (28 de mayo de 1872).
226
Manuel Corrales Pascual, “Cumandá y las raíces del relato indigenista ecuatoriano”, en Cumandá 1879-
1979: Contribución a un centenario, ed. Manuel Corrales Pascual (Quito: PUCE, 1979), 121-2.
96
conquistadores. Al mismo tiempo, y en esa perspectiva, parecen recalcarse los rasgos
típicos de cada una de las dos razas en conflicto.227
Este rasgo temático inicia con Mera y llega a la obra de novelistas tan distantes
como el Jorge Icaza de El chulla Romero y Flores (1958) y Atrapados (1972). La huella
de Mera no es la del maestro que lega un género literario a sus compatriotas, o la de un
genio que crea escuela, pero sí es la herencia de quien usa primero cierta forma expresiva
con un fin específico. Aquello de que el típico novelista ecuatoriano es el anti-Mera, como
aseguraba Ángel F. Rojas, dista mucho de ser cierto, y es el mismo crítico Rojas, en tanto
novelista célebre del realismo social ecuatoriano, uno de los herederos de esta dicción y
este tema nacional literario: el encuentro de dos razas contado por un narrador editorial,
que comenta el mundo ficticio desde un punto de vista ideológico muy claro y con una
dirección proselitista muy firme. La diferencia más notoria entre Mera y sus remotos
“herederos” realistas radica en que, en las novelas de los narradores del siglo XX,
[y]a no son las dos razas vistas “desde afuera”, ni la evocación de los antepasados juzgada
por el narrador como algo parecido a un objeto importante, pero siempre en cierto modo
ajeno; ahora la evocación del ancestro la vive el propio personaje “desde adentro” y se
transforma en conflicto íntimo. Es el hecho del mestizaje experimentado como una
realidad existencial.228
Este traslado del contenido ideológico desde el territorio del narrador hacia el
terreno del personaje es uno de los cambios más importante de este modo “nacional” de
hacer literatura de ficción. La huella de Mera permanece indeleble. En las palabras de los
personajes de la mayoría de novelas ecuatorianas, subsiste la vocación que les dio origen
en el siglo XIX: la edificación simbólica y moral de la nación. Pero el nacionalismo, en
el caso de los latinoamericanos, no es una preocupación exclusiva ni original de los
románticos. El discurso heteróclito de Mera se alimenta de diversas tendencias, y las
utiliza del modo que más le conviene a sus intereses políticos. Dicha actitud es
permanente en los autores que le suceden. Estas conexiones genealógicas son mucho más
importantes que el debate sobre el romanticismo o la ubicación generacional de sus
autores, porque nos ayuda a comprender el modo en que la narrativa de ficción nace como
un discurso nacionalista y acompaña la fundación del Estado nacional ecuatoriano. El
nacionalismo no se puede identificar sin más con el romanticismo, porque el
227
Ibid., 128.
228
Ibid., 130.
97
nacionalismo es una actitud que fagocita lo que precisa, y se vale de cualquier estilo,
escuela o tendencia estética para conseguir sus fines. Este carácter nacionalista y
suplementario de la novela del siglo XIX, que intenta corregir o rellenar los vacíos
dejados por los discursos de la Historia, la Jurisprudencia, la Geografía, es el que nos
tendrá cautivos a lo largo de la presente investigación, y el que se explicará en el siguiente
y último apartado de este primer capítulo.
229
Doris Sommer, “Un romance irresistible: las ficciones fundacionales de América Latina”, en Bhabha,
comp., Nación y narración, 108.
230
Andrés Bello, citado ibid. Sommer anota que este ensayo fue originalmente publicado en El Araucano
n.º 913, Santiago, 4 de febrero de 1848, y reeditado como “Autonomía cultural de América”, en
Conciencia intelectual de América, ed. Carlos Ripoll (Nueva York: Eliseo Torres, 1966).
98
y emocionales, que los discursos de la Ley y la Historia no podían afrontar con sus
instrumentos discursivos.
La novela latinoamericana nació como vehículo de una nueva sensibilidad e
imaginación nacional. Las élites criollas intentaron recuperar el control de esa nueva
sensibilidad e imaginación original, que el régimen colonial había solapado, prohibiendo
la publicación e importación “de todo material de ficción en las Américas. Ya fuese
debido a su propia visión católica utópica del Nuevo Mundo o por razones de seguridad,
España trató de controlar la imaginación de los colonizados”. 231 Esta nueva sensibilidad
tiene varias dimensiones, y una de ellas es la identidad entre Eros y Polis, entre el amor
pasional y el patriotismo: “Las novelas más modernas, a veces llamadas ‘romances’,
aparecieron recién a mediados de siglo, una vez obtenida la independencia y en un
momento en el cual el desafío era la consolidación nacional. [...] el país y la novela
nacieron juntos [...] otra razón igualmente válida para explicar la ausencia de novelas
antes de la independencia”.232 Pero esta nueva imaginación y sensibilidad americana
empezó a gestarse desde el inicio mismo de la conquista y colonización del continente.
El origen de la narrativa latinoamericana se encuentra en textos que oscilan entre la
historia y la ficción: las Crónicas de Indias, los Diarios de Colón, las cartas de los
adelantados y conquistadores españoles. El origen de este tipo de novelas es americano,
antes que europeo. Si existe una forma narrativa propiamente latinoamericana, que sea
“expresión independiente y local”, 233 es la novela entendida como “suplemento narrativo”
de la historia. De ahí que las lecturas de muchos críticos e historiadores ecuatorianos
resulten insuficientes, porque explican todo desde la irradiación del Romanticismo
europeo en América.
Como en ninguna otra parte del mundo en el siglo XIX, en Latinoamérica, la
novela operó como manifiesto político y herramienta pedagógica de las élites criollas.
“En 1947, el historiador argentino, futuro general y presidente Bartolomé Mitre publicó
un manifiesto que promovía la producción de novelas constructoras de la nación”. 234 En
el prólogo a su novela Soledad, Mitre se quejaba de que América del Sur no poseyera una
gran cantidad de novelistas, lo que indicaba “inmadurez social y política, porque, observa,
231
Ibid., 109.
232
Ibid., 109-10.
233
Ibid., 108.
234
Ibid.
99
las buenas novelas son la más alta expresión de cualquier nación (en su lista de grandes
novelas figura La Ilíada)”.235 Este nuevo tipo de novelas “le enseñaría al pueblo su
historia, sus costumbres apenas formadas y las ideas y los sentimientos modificados por
el modo de ser político y social”. 236 Esos nuevos modos de ser y sentir debían convertirse
en consensos sociales que reconciliaran las diferencias de clase, etnia, región o partido
político, mostrando las distintas facciones “como amantes que se atraen ‘naturalmente’ y
que son el uno para el otro. [...] En término ideales, eran un discurso hegemónico del
sector más ‘ilustrado’ de determinado país, es decir, el sector que prometía responder a
los deseos de un amplio electorado nacional”. 237
Parto de la evidencia de que las novelas expresan el consenso de las élites criollas,
que es en el fondo un consenso de blanqueamiento cultural: “Una élite blanca [...] debía
convencer a todos —desde los terratenientes y los mineros hasta las grandes masas de
indios, negros y mulatos— de que el liderazgo liberal uniría a las razas y regiones
tradicionalmente antagónicas en una nueva prosperidad”. 238 De ahí que muchas novelas
se fundamenten en “matrimonios ideales contraídos entre blancos e indias”, en una suerte
de “romance interracial”, que redimía “a las razas ‘primitivas’ a través de la cruza de
razas y el blanqueo ideológico”; 239 es decir, mediante la evangelización y
castellanización. Así ocurre en Cumandá de Juan León Mera y en Naya o la Chapetona
de Manuel Belisario Moreno. Excepto porque el “liderazgo liberal” al que se refiere
Sommer es suplantado en estas novelas por el liderazgo institucional de la Iglesia,
mediante la defensa de los principios católicos más conservadores. De manera que la
peculiaridad de las novelas latinoamericanas en relación con las europeas, en el caso del
Ecuador, es aún más acentuada o excepcional.
La novela de romance representa la nación en ciernes en el tropo del matrimonio
entre dos jóvenes castos, cuya unión conyugal representa “la unificación nacional”. 240
Esta codificación de los factores políticos en términos eróticos nos libra de distinguir
“entre épica y romance [...] entre construcción de la nación y sensibilidad refinada”. 241
235
Ibid.
236
Ibid.
237
Ibid., 113.
238
Ibid.
239
Ibid., 114.
240
Ibid.
241
Ibid., 115.
100
De manera que la nación representada como un gran matrimonio, como una alianza
sentimental, establece el romance como “la marca genérica de la ficción del siglo XIX”, 242
al tiempo que fija en el imaginario social una analogía perfecta entre la nación y la familia.
Si bien estoy de acuerdo con Sommer en que esta identidad entre historia sentimental y
destino de la nación volvía aquellos libros “particularmente americanos”, debo señalar
que los tropos de la nación presentes en las primeras novelas ecuatorianas no se reducen
al matrimonio y la familia. En tanto novelas esencialmente morales o éticas, todas novelas
de tesis, al fin y al cabo, construyeron modelos de ciudadanía que imaginaban una nación
más allá del núcleo familiar, en las instituciones estatales representadas en una lista de
modelos entre los que se incluyen la esposa ejemplar, el mártir cristiano, el héroe de
guerra y otros tantos que revisaremos en detalle. Además, en el caso de las novelas
ecuatorianas, el matrimonio casi nunca se consuma, debido a las vicisitudes que imponen
las guerras civiles y agitaciones políticas, o porque alguno de los protagonistas se rebela
contra un matrimonio arreglado o injusto. A raíz de esta constatación, quizá no sería
demasiado afirmar que los romances son imperfectos y escasos en las novelas
ecuatorianas, porque atestiguan el nacimiento convulso o fallido de una nación, que se
consolida como proyecto político recién con el triunfo del liberalismo alfarista, después
de 1895. Esta podría ser una de las conclusiones de esta vía interpretativa. Asimismo, la
presencia y hegemonía de géneros novelescos “menos” modernos que el romance, como
la hagiografía, podrían ser síntomas de que la mayoría de las primeras novelas
ecuatorianas formaron parte de una maquinaria de retrogradación, que resistió la paulatina
entrada de las ideas liberales. A pesar del carácter anacrónico de alguna de ellas, son todas
expresiones de la sensibilidad e imaginación nacional, que se gestaba al interior de las
élites criollas.
En el caso ecuatoriano, incluso las novelas que prescinden de los elementos del
romance comparan las historias personales con el destino de la nación. Mal haríamos en
reducir la nación imaginada en las novelas a los tropos del matrimonio y la familia. De
manera que tomamos con prudencia que el matrimonio entre Eros y Polis haya funcionado
en Ecuador, tal como lo vislumbraba el novelista mexicano Ignacio Altamirano, cuyo
programa Sommer describe en detalle: en primer lugar, se encuentra “[l]a novela
histórica, con raíces en la épica clásica”; en segundo lugar, el costumbrismo, pues
242
Ibid., 120.
101
“insistiendo en que en los mitos y tradiciones locales había una auténtica verdad histórica
[se]ría un gesto claramente antipatriótico ignorarlos a favor de una moda europea”; y,
finalmente, “[l]as historias de amor ocupan el último lugar de la clasificación de
Altamirano, quizá porque descienden de las obras obscenas de Apuleyo y Petronio, aun
siendo más castas las ocasionales historias de amor griegas”.243 De esas últimas historias
de amores inmaculados entre príncipes y hermanos desciende indiscutiblemente la
Cumandá de Juan León Mera. Remontándonos aún más en el tiempo, resulta que la
novela ecuatoriana canónica del siglo XIX es heredera de la novela griega antigua titulada
Las etiópicas, conocida también como Teágenes y Cariclea, escrita por Helidoro de
Emesa (Siria, siglo IV). Los mismos amores castos, el mismo peligro de incesto, el mismo
sentido patriótico de la redención de la casta familiar.
Y es que la novela latinoamericana del siglo XIX es mucho más que una suma de
alegorías. Muchas de ellas se escribieron también como defensa contra el ataque de los
imaginarios de novelistas, cronistas y políticos extranjeros, que caracterizaron a los
habitantes americanos y sus costumbres como barbáricas. Muchos novelistas
latinoamericanos utilizaron la novela como escudo y respuesta argumentativa. 244 En los
casos precisos de Juan León Mera y Juan Montalvo, y en general de los novelistas
ecuatorianos del siglo XIX, fue más su labor como ensayistas y periodistas la que
respondió contra la construcción de ese imaginario barbárico. Las novelas, en términos
generales, se escribieron hacia el interior, porque estuvieron dirigidas a la educación
cívica y sentimental de los ciudadanos. Por eso es un craso error reducir la novela del
siglo XIX al ámbito de influencia del romanticismo europeo. Esos mismos autores
aceptaban explícitamente que sus fuentes literarias provenían mayoritariamente de
Europa, pero es más que un error decir que sus obras fueron una imitación servil: “La
novela se convirtió en el medio más prometedor para escribir una autodefensa cultural y
también para crear conciencia entre la gente del país. En primer lugar, [...] porque la
novela era el género más popular entre la gente y su popularidad seguía creciendo. Y, en
segundo lugar, se prestaba adecuadamente al quehacer patriótico asignado a la
literatura.245 Se trata de un caso de antropofagia cultural: había que responderles a los
243
Doris Sommer, Ficciones fundacionales: las novelas nacionales de América Latina, trad. José Leandro
Urbina y Ángela Pérez (Bogotá: FCE, 2004 [1993]), 290-1.
244
Ibid, 289.
245
Ibid., 290.
102
europeos, identificados como invasores y colonialistas, en sus propios términos, con sus
propias armas, con el género narrativo que ellos habían “inventado”: la novela.
Difícilmente, muchas ideas políticas y religiosas hubieran penetrado en la población local
y extranjera de otro modo que no fuera la narrativa de ficción.
En un principio, se podría estar de acuerdo en que el esfuerzo ingente de los
novelistas del siglo XIX fue resultado de la premura de las clases dominantes por
reconciliar el poder y el deseo. 246 Pues al confundir los deseos íntimos con la urgencia de
apuntalar las instituciones estatales, los lectores de novelas, los ciudadanos educados en
el civismo patriótico, podían sentirse plenamente identificados con la fundación política
de la nación. De esta manera, la pasión que los ciudadanos lectores sienten por la pareja
novelesca, con la que completan la construcción de su identidad, es análoga a la pasión
por la patria, que les asigna a esos mismos lectores un sentido de pertenencia. Sin
embargo, debemos considerar que el ciudadano ecuatoriano promedio de la época (y por
lo tanto el lector ideal o modelo de las primeras novelas ecuatorianas) era sobre todo un
hombre blanco o mestizo, educado en el cristianismo católico y la cultura hispánica más
tradicional. Mal haríamos en creer que su devota educación no le motivara a sentirse
identificado emocionalmente también con personajes que evitaran la consecución de sus
pasiones amorosas, y que incluso las sacrificaran por un bien mayor, como lo harían los
santos del panteón católico. “¿Es posible que los romances sean en sí mismos sinécdoques
del matrimonio entre Eros y Polis que se celebraba bajo el amplio palio de la cultura de
Occidente?”.247 En el caso del Ecuador, quizá sea cierto que la formación del Estado
nacional se logró mediante una hegemonía cultural, pero no exclusivamente ni
predominantemente por medio de las novelas, y mucho menos de la mano de un solo
subgénero novelesco. Como se va a describir a partir del siguiente capítulo, la naturaleza
heterodiscursiva de las primeras narraciones de ficción ecuatorianas sobrepasa el ámbito
del romance, lo incluye como uno de sus componentes, y no siempre como el más
importante de todos.
No debemos perder de vista que las novelas y romances fueron solo un eslabón
más de la cadena de discursos ideológicos tendientes a adoctrinar a los nuevos ciudadanos
en el amor a la patria recién nacida. También debemos recordar el poco prestigio que
246
Ibid.
247
Ibid., 50.
103
tenía el género a inicios del siglo XIX, y la indefinición que padeció hasta bien entrado
el siglo XX, en toda la cultura hispánica. A estas circunstancias debemos sumar también
que las novelas en Ecuador fueron muy pocas, fueron escritas por un reducido grupo de
autores, y estuvieron destinadas a una audiencia casi conjetural, que apenas estaba viendo
la luz en las primeras décadas de la República. Hasta bien avanzado el siglo XX, la mayor
parte de la población del país era analfabeta. Difícilmente la nueva educación sentimental
y patriótica podía echar raíces profundas mediante la ficción literaria. Las novelas fueron
escritas para la clase letrada, como un instrumento para fortalecer los lazos entre grupos
políticos y clases sociales más o menos homogéneas. Una vez logrados los consensos
mínimos entre las clases dominantes, imponer la nueva ideología nacional al resto de la
población desde el Estado, la cual carecía de una participación efectiva en los asuntos
públicos, seguramente fue más sencillo.
Si bien en un principio las novelas de romance fueron mal vistas por gran parte de
la clase letrada, aun por aquellos liberales de vanguardia (Juan Montalvo detestaba los
romances y folletines franceses de la época), al adquirir el atractivo de lo censurable y lo
prohibido, se transformaron en un territorio fértil para atraer la atención de los más
jóvenes. De este modo, los lectores seducidos por las historias donde hasta el sexo era
divertido, antes que pecaminoso, terminaban transformados al final de la lectura en
ciudadanos comprometidos con las causas nacionales, que sentían tan propias como las
causas del amor prohibido. Este amor novelado, auténtica metáfora del amor patriótico,
fue para Mera y otros escritores del continente un medio idóneo para ejercer su derecho
al proselitismo de una sola causa indiscutible: el mestizaje como solución
homogeneizadora de los conflictos internos, que amenazaban con disolver los proyectos
nacionales a lo largo y ancho de todo el continente. Esta es la gran originalidad de la
novela latinoamericana del siglo XIX: el mestizaje como tema trascendental histórico,
espiritual, político y cultural: “El mestizaje era el camino hacia la perdición racial en
Europa, pero era la vía hacia la redención en América Latina, una manera de aniquilar la
diferencia y construir el sueño profundamente horizontal y fraternal de la identidad
nacional”.248 Y, si el tema central de aquellas primeras novelas fue el mestizaje, las formas
narrativas serían inevitablemente mestizas: fusión de géneros, escuelas literarias y
estrategias narrativas. Que la mayoría de narraciones latinoamericanas consideradas
248
Ibid., 56.
104
como “novelas nacionales” pertenezcan al subgénero del romance tal vez se deba a la
centralidad que ha tenido para la historia de la literatura nacional, en muchos países del
continente, el horizonte amplísimo del romanticismo, cuyo tema por antonomasia es
precisamente el amor erótico.
En esa medida, la novela de Mera se erige como pionera de la tesis del mestizaje,
la hispanización y el blanqueamiento cultural de la nación ecuatoriana. Todas las novelas
que se van a analizar cumplen en diverso nivel esta pretensión, pero quizá ninguna sea
tan explícita en su elaboración alegórica como Cumandá. El tema del indio, sea el buen
salvaje, el rebelde impío o el siervo humillado, tiene una fuerza en la novela de Mera que
no aparece en otros textos. En la mayoría de ellos, los criollos emergen como los únicos
protagonistas de la Historia nacional. Si algún indígena asoma en la novela, es apenas
como parte de la escenografía exótica en la que se debate el héroe novelesco, o como
parte de ese horizonte cultural que hay que cristianizar por la razón o por la fuerza. El
profundo silencio que guardaron los autores ecuatorianos de ficción del siglo XIX sobre
los grupos marginales es una evidencia más del cariz elitista y etnocéntrico de las
primeras novelas ecuatorianas. Su idea de nación se funda sobre un olvido selectivo muy
preciso, que busca edificar un imaginario monolítico, sin fisuras ni contradicciones. Por
estas mismas circunstancias, debemos observar nuevamente y con mayor atención las
novelas de Miguel Riofrío, Manuel Belisario Moreno, Carlos R. Tobar y Manuel Coronel:
en ellas los sujetos marginales y subalternos cumplen un papel también fundacional. Y
en ese sentido, son también auténticas novelas nacionales.
Muchos periódicos latinoamericanos del siglo XIX crecieron en torno a las
novelas de folletín y por entregas, que los lectores demandaban ávidamente. 249 Pero ese
no es el caso específico del Ecuador, donde las novelas por entregas se publicaron en
revistas y periódicos especializados en artes literarias, mayoritariamente después de 1880,
cuando la decadencia política de los conservadores anunciaba la llegada del liberalismo.
Fueron muy pocos los periódicos y revistas culturales, políticos o comerciales que
tuvieron una sección de folletín consistente. Casi siempre aparecían de manera
esporádica, lo que hace pensar que la demanda lectora que tenían estos productos
editoriales era muy escasa. De todas formas, resulta estimulante pensar que fueron las
comunidades de lectores de periódicos y novelas las que finalmente se transformaron en
249
Ibid., 57.
105
comunidades nacionales, sobre la base de ideales comunes, que adquirieron en la
educación cívica y sentimental que las narraciones de ficción y el periodismo político les
brindaron.
Sin embargo, pensar en la nación ecuatoriana como un colectivo de lectores de
novelas no resulta plausible. Si algo de esto sucedió tal vez fue mucho más tarde, cuando
los esfuerzos del liberalismo radical extendieron la cobertura de la educación inicial a las
zonas rurales y los sectores populares de las ciudades. De manera que esta hipótesis podría
explicar, en alguna medida, el fortalecimiento o constitución del nacionalismo
ecuatoriano, pero solo a partir del primer tercio del siglo XX, cuando algunas de aquellas
novelas fundacionales se volvieron lectura obligatoria en las instituciones de enseñanza
pública. La época de Mera y sus coetáneos fue apenas un momento de gestación. Los
ciudadanos autoidentificados plenamente como ecuatorianos en la época de Mera no eran
primordialmente aquellos lectores de novelas y periódicos, sino sobre todo aquellos
adoctrinados por el sistema educativo estatal, manejado por las órdenes religiosas con las
que el garcianismo había firmado un pacto.
Con todo, también para el caso ecuatoriano, la lectura de Sommer es estimulante
en más de un sentido: “[N]o será demasiada presunción afirmar aquí que las novelas de
América Latina parecen estar ‘corrigiendo’ los romances europeos o por lo menos
dándoles buen uso, quizá ejemplar, al realizar sus deseos frustrados”.250 Lo que significa
que, si bien en Europa algunas novelas tuvieron una influencia política considerable,
solamente en América Latina fueron instrumentos efectivos en el ejercicio del poder
político y el manejo del Estado nacional. De este modo, se puede afirmar que la
comunidad letrada, que fue el sustento de la primera comunidad nacional ecuatoriana, se
formó en gran medida como colectivo político gracias a los periódicos, y como colectivo
emotivo gracias a las ficciones literarias. El proyecto nacional pudo cubrir de esta manera
las dos dimensiones constitutivas del nuevo sujeto moderno del Ecuador. Por una parte,
atendió la dimensión pública y civil al inventar o novelar la nacionalidad. Y, por otra
parte, ocupó la dimensión íntima y sentimental al dotar a los nuevos individuos de
identidad de género: la novela de romance, como todas las que revisaremos, es claramente
heteronormativa. El patriotismo ecuatoriano de los novelistas del siglo XIX se definió
desde parámetros católicos, conservadores y patriarcales.
250
Ibid., 57.
106
Por lo tanto, la novela latinoamericana, entendida como alegoría de la nación,
entraña una complejidad especial de la que carecen la mayoría de novelas europeas: “En
vez del paralelismo metafórico entre, digamos, la pasión y el patriotismo que los lectores
podrían anticipar de una alegoría sencilla, veremos aquí una asociación metonímica entre
el amor romántico, que necesita la bendición del Estado, y la legitimidad política que
necesita fundarse sobre el amor”. 251 No se trata entonces de una simple analogía entre
ficción literaria y realidad política; se trata, en verdad, de un proceso interconstitutivo: el
surgimiento político de la nación permite el nacimiento literario de la novela, al tiempo
que la novela suscita el florecimiento simbólico (cultural) y emotivo de la nación. La
novela latinoamericana del siglo XIX es mucho más que el síntoma cultural de una
transformación histórica. La novela también fundó una nación.
Sin embargo, el término alegoría no hace referencia al procedimiento retórico que
guía la construcción novelesca, sino que explica el modo en que los recursos novelescos
operan en función de un objetivo ideológico determinado. Un ejemplo claro lo podemos
encontrar en el motivo de la Naturaleza. Sommer, siguiendo a Walter Benjamin, lo
explica de esta manera: “[E]n el símbolo, la naturaleza es un indicio de eternidad y parece
independiente de la cultura; en la alegoría, es un registro de la historia humana y su
decadencia”.252 La selva, el bosque y las montañas deberían responder como en todo buen
romanticismo a los afectos y emociones de los personajes, pero, en las novelas
ecuatorianas, no siempre ocurre así. En el caso de las literaturas nacionales poscoloniales
como la ecuatoriana del siglo XIX, la naturaleza concreta el espacio del tiempo nacional,
pues, más que reflejar la interioridad del personaje, retrata la interioridad emotiva de la
nación. La naturaleza americana, en su exotismo, funda el espacio de lo nacional
americano, aunque Sommer señale que las palmeras de Cumandá fueron “trasplantadas”
de la novela Pablo y Virginia de Saint-Pierre.253 El tipo romántico del árbol tropical es
recreado y enriquecido por un nuevo contexto geográfico y una nueva dirección política.
No es una simple imitación del modelo europeo, aunque lo sea en parte. No hay nada
ingenuo en el gesto de Mera. Se trata de un cálculo político: necesita simbolizar la
expansión de la geografía nacional, desde el epicentro andino hacia las fronteras fluviales
251
Ibid., 59.
252
Ibid., 62.
253
Ibid., 307.
107
de la Amazonía, que representan a su vez la Naturaleza virgen, donde se encuentran las
fronteras últimas del espacio nacional, que sigue en plena construcción.
Las novelas fundacionales en su conjunto y muchas al interior de ellas tienen un
comportamiento expansivo y desordenado, quizá porque son sobre todo parte de
proyectos políticos y literarios ambiciosos y complejos. Es difícil que todo un programa
ideológico quepa en los acontecimientos de una sola ficción novelada. Y todo esto,
además, porque responden a proyectos literarios poco sistemáticos, aunque al interior se
muestren coherentes. Si bien en Latinoamérica el pensamiento filosófico y la disciplina
de la Historia empiezan en la misma época en la que aparecen las primeras novelas, no se
consagran como ámbitos especializados del saber, prestigiosos y normados
institucionalmente desde las universidades y academias, sino hasta después del período
que estamos estudiando. Por eso, estas novelas se perciben a menudo como parte de un
tipo de pensamiento recatado: “Las ficciones fundacionales son modestas, incluso
descuidadas, desde el punto de vista filosófico”. 254 Su atención se enfoca en promulgar
nuevas ideas, mediante alegorías, símbolos o imágenes que eduquen el intelecto y las
emociones de los lectores en los ideales de la nación emergente, antes que en la
elaboración de sistemas completos de pensamiento político-ideológicos. La novela del
siglo XIX es solamente un eslabón de la cadena de discursos nacionalistas de los
fundadores del Ecuador.
Este mismo desorden y debilidad filosófica de las novelas permite que la pulsión
erótica aparezca en ellas, más que como un motivo del novelar, como una alegoría
ficcional en contra del peligro de la disolución del territorio y la cultura nacionales: “Y
cada obstáculo que los amantes encuentran a su paso intensifica el amor, suyo y nuestro,
por el posible surgimiento de una nación donde el enlace pueda consumarse”. 255 Los
amantes no pueden unirse porque no pueden acceder a un Estado (nacional) seguro,
debido a los azotes de la guerra, la dictadura y las diferencias culturales o de clase que
los separan. Esta pulsión erótica puede leerse también como una representación del
nacimiento de un Estado nacional, cuya economía necesitaba ser esencialmente agrícola,
y que, por tal razón, para prosperar, necesitaba de comunidades sedentarias que tomaran
posesión de la tierra y la cultivaran. Recordemos que el final de Cumandá deja en la selva
254
Ibid., 3.
255
Ibid., 66.
108
amazónica un espacio agreste, donde no se ha cultivado adecuadamente la economía
agraria, donde no ha germinado exitosamente la semilla de la catequesis cristiana: en la
novela de Mera, los indígenas del Oriente siguen siendo, en su mayoría, nómadas y
paganos.
A pesar de esta regresión temática, los héroes novelescos no solamente son de
origen aristocrático o noble, independientemente de si son indígenas o blancos, sino que
también son los “protagonistas reflexivos que los teóricos europeos esperan encontrar en
la novela”.256 Generalmente son estudiantes, poetas, artistas, personajes dominados por
alguna urgencia espiritual o religiosa, que además deben enfrentar enormes dificultades
externas a su voluntad, para conseguir o bien la unión con el ser amado o bien el
surgimiento de la patria: “La aventura romántica necesita de la nación, y las frustraciones
eróticas son desafíos al desarrollo nacional”. 257 Esta afirmación es especialmente exacta
cuando se piensa en las novelas de Mera, Moreno, Pozo Monsalve y Riofrío; pero no
funciona del todo en las novelas de Campos o Salazar Arboleda, puesto que el motivo
erótico no es el centro del desarrollo argumental. Deberíamos entonces distinguir entre
novelas y romances ecuatorianos o, para evitar la discusión poco productiva sobre los
géneros literarios de la época en Ecuador, deberíamos arriesgar una tipología abierta y
crítica, que empiece en una dicotomía sencilla: ficciones con romance frente aquellas sin
romance, y dentro de la primera categoría podríamos distinguir entre ficciones donde el
romance es central y otras donde el romance es complementario.
En definitiva, el ánimo nacionalista que se encuentra detrás de las novelas del
siglo XIX es un discurso liminar, porque se halla en la encrucijada entre “la sedimentación
histórica (lo pedagógico) y la pérdida de identidad en el proceso de la identificación
cultural (lo performativo)”. 258 Esto significa que, en cuanto aparece cualquier discurso
sobre la nación, una identidad acumulada históricamente se expresa en el texto, para
proyectarse al futuro enseñando sus particularidades (la dimensión pedagógica); y, al
mismo tiempo, en ese ejercicio de autoidentificación y autoexpresión (lo performativo)
esa individualidad histórica sufre una modificación e inaugura una nueva identidad, pues
constituye una pausa en la acumulación de características identitarias. Todo discurso
nacionalista es siempre un texto inaugural, porque, si bien testimonia el cierre o la
256
Ibid., 67.
257
Ibid., 68.
258
Bhabha, “DisemiNación”, 401.
109
completitud de determinados procesos históricos, también constituye el inicio de nuevos
procesos de autoidentificación, en la medida en que marca hitos o pautas desde donde
empezar a narrar de nuevo la historia de la nación. En consecuencia, la nación podría
entenderse como un proceso social, que el discurso nacionalista congela en el tiempo y
expone como estructura social. Solo así se entiende que las contradicciones y debilidades
sean inherentes a cualquier discurso nacional: la identidad, más que una estructura, es un
proceso; es decir, más que una realidad dada, la identidad es algo que se cuenta o se narra.
La identidad nacional es una realidad histórica que se novela.
Por eso la nación, al menos desde el punto de vista de la construcción de
significados, mediante discursos diversos, es mucho más el resultado de la voluntad de
conformar una comunidad que la respuesta a una identidad de raza, lenguaje o territorio
preexistentes y anteriores al relato nacional. Aquí se encuentra la naturaleza imaginada,
que no imaginaria, de las naciones que respiran por los poros de las primeras novelas
latinoamericanas. El único sustento legítimo y concreto de una nación es su propia
voluntad de existir y perpetuarse en el tiempo y el espacio. Las novelas que se analizan
aquí son instrumentos y testimonios de esa voluntad de nacer y persistir, pero también
una prueba de que todo nacionalismo se edifica sobre olvidos selectivos, mediante los
cuales las debilidades del pasado se ocultan en un presente ideal y un futuro promisorio,
pero mendaz.
En el siguiente capítulo dejaré un registro de algunos de estos puntos ciegos de la
historia patria, que el suplemento de la ficción novelesca pretendió remediar e integrar en
la nación, mediante una “sintaxis del olvido” que “‘agrega’ [add to] sin ‘sumar’ [add
up]”.259 Esos primeros nacionalistas desconocieron categóricamente u ocultaron que sus
debilidades provenían precisamente de su necesidad de enfrentar al otro sin desplazarse
de su propio lugar de enunciación. Tal error solo fue evidente décadas después, cuando
ese primer proyecto nacional, de corte oligárquico, terrateniente y conservador, había
fracasado por sus propias contradicciones. La más importante en aquellas novelas fue su
intento de ocultar la inevitable necesidad de silenciar al otro. Sobre esos vacíos dejados
por los fundadores de la nación criolla, oligárquica, se construyeron otros proyectos
nacionales que, opuestos o complementarios al conservadurismo, le deben a este primer
impulso nacionalista su existencia.
259
Bhabha, “DisemiNación”, 409.
110
Capítulo segundo
Alegorías y representaciones de la nación ecuatoriana en la novela del
siglo XIX
En las novelas ecuatorianas del siglo XIX existen representaciones mediante las
cuales cada narrador construye su idea de nación y cada autor expresa sus ideas políticas.
Algunas de ellas constituyen modelos de comportamiento ciudadano, logren o no crear
tipos narrativos originales. Estas representaciones dibujan más el deber ser de la nación
que tenían en mente los letrados de entonces, antes que el ser mismo de la nación en
ciernes, cuyas complejidades no se ajustaban siempre a los ideales de los fundadores de
la nación. Se parte del caso más conocido y estudiado, Cumandá, de Juan León Mera. En
111
aquella novela se aglutinan y suceden varias representaciones de la nación, de tal modo
que la intención moralizante del autor queda absolutamente clara desde el inicio,
reforzada además por la sobreabundancia de comentarios y reflexiones, que explican al
lector el significado de cada uno de los personajes, acontecimientos y espacios
novelescos. Si bien no todas las novelas de la época son tan explícitas como la de Mera,
al analizarlas desde esta perspectiva, se nota que comparten con Cumandá un idéntico
ánimo adoctrinador y nacionalista. El ejemplo de Juan León Mera sirve para intentar, más
que una tipología de figuras retóricas o un registro de personajes prototípicos, una lectura
que aúne las formas expresivas a los significados culturales de esas novelas
fundacionales.
En la novela de Mera se pueden encontrar al menos tres de estas representaciones
culturales. En primer lugar, la nación presentada como el desencuentro de dos razas, en
el matrimonio imposible entre Cumandá y Carlos, debido al peligro del incesto. Dado que
Cumandá no es racialmente una verdadera indígena, el matrimonio entre razas no se
consigue y el proyecto del mestizaje armónico se suspende. En segundo lugar, está la
nación representada como la unión de dos familias enemigas, explicada como la
imposibilidad de lograr la armonización de dos pueblos distintos, sobre la base de una
relación de desigualdad, dominación y dependencia. Dado que la sed de venganza de la
parte indígena de la historia se satisface como consecuencia del pecado original del
terrateniente (la muerte de la familia de Tubón-Tongana ocasionada por los maltratos en
la hacienda), la reconciliación final entre los antagonistas, el terrateniente Orozco y el
indígena Tongana, no implica el éxito del mestizaje ni la unión racial o matrimonial de
sus familias. En tercer lugar, la nación puede estar representada en el cuerpo femenino de
Cumandá, que debe ser domesticado y educado mediante la evangelización y civilidad
occidental. El cuerpo de la mujer podría ser una representación del territorio nacional,
que debe ser colonizado por la palabra del evangelio y la ley del Estado, y, ya que
Cumandá se convierte al cristianismo apenas unos instantes antes de su muerte, no puede
cumplir una vida plena en las enseñanzas cristianas y, tal como sucedió con la expulsión
de los jesuitas en el reinado de Carlos III, la Amazonía se queda nuevamente sin la
presencia evangelizadora, representada por fray Domingo, quien decide retirarse al
convento después de los trágicos sucesos. El cuerpo de Cumandá muere virgen, del
mismo modo en que la selva continúa intocada por la civilización criolla, y por tanto
112
permanece al margen de la integración al proyecto nacional terrateniente. A continuación,
se propone una interpretación del significado de estas y otras figuras presentes en las
novelas, con la convicción de que todas ellas compartieron las mismas preocupaciones y
anhelos que expresa la obra de Juan León Mera.
260
Balseca, “En busca de nuevas regiones”, 148.
113
lo grotesco para que se lea con menor repugnancia. Daremos rapidez a la narración
deteniéndonos muy poco en descripciones, retratos y reflexiones”.261 Desde el inicio
mismo de su texto, el escritor lojano advierte al lector que el exceso digresivo, tan natural
de muchos tipos de novela, le será escatimado en favor de un propósito mayor: educarlo
en la ciudadanía. Esta advertencia sugiere también una “separación tajante entre ficción
y no ficción, entre ficción e historia, que ofrece un peldaño para dar verosimilitud a su
texto. El narrador intenta hacer pasar este relato como si fuese verdadero, acaso motivado
por su afán de transmitir una anécdota moral”.262 De esta manera, el narrador se presenta
sobre todo como un educador y censor de contenidos. Investido de una novedosa
autoridad, Riofrío dota a la ficción novelesca de un sentido utilitario: la novela debe
convertirse en un vehículo de la enseñanza moral, pues su existencia es pertinente en la
medida en que adquiera valor y eficacia didáctica.
Esta pretendida distinción entre historia y ficción podría ocultar algo más que la
intención educativa del autor lojano, o la necesidad de dotar a su narración de una
verosimilitud de corte realista: “¿Pero qué es lo que realmente maquillaba Riofrío? Sin
duda, el rostro de la patria que no debía parecerse en nada a la cara de Rosaura, [...] su
rostro es recorrido con detalle, pero en un momento de clímax en que las alabanzas
abundan, el narrador, definitivamente admirado por su belleza, encuentra algo ‘raro’ en
su cara”.263 Aquella extrañeza radica en la incongruencia entre sus bellas facciones y la
dudosa moral que evocan, mediante la presencia de un tic nervioso: “No había una
perfecta consonancia en sus facciones: por eso el conjunto tenía un no sé qué de
extraordinario [...] de modo que ningún fisónomo habría podido adivinar su carácter
moral y fisiológico con bastante precisión”. 264 Tal es la intención frustrada del narrador
de la novela: describir con precisión el carácter moral de su personaje, y por medio de
ella describir el ideal moral de la nación en ciernes. La ambigüedad de Rosaura le dificulta
ser un auténtico modelo de ciudadanía. Quizá por esta razón, el personaje de Riofrío se
convierte en una cruda representación de la situación marginal en la que se encontraban
las mujeres de la época, y su historia se transforma en una crítica a las instituciones
sociales que lo permitían: el Estado y la Iglesia católica.
261
Riofrío, La emancipada, 2.a ed. Rodríguez-Arenas, 1.
262
Balseca, “En busca de nuevas regiones”, 148.
263
Ibid.
264
Riofrío, La emancipada, 2.a ed. Rodríguez-Arenas, 3.
114
En suma, y tal “[c]omo la patria, el rostro de la mujer no tiene lugar más que en
su misma extrañeza. Esta presencia del tic, movimiento incontrolado que interrumpe la
normalidad de la cara, es una molestia para la interpretación de ese ser”.265 La nación
ecuatoriana, aún desconocida en toda la posible extensión y complejidad de su naturaleza,
aparece ambigua, difícil de definir, del mismo modo en que el rostro y el carácter de
Rosaura resultan misteriosos. Riofrío no apela solamente al tema romántico de la mujer
como enigma, sino que alude al tema político de la nación que surge en medio del caos,
al interior de un territorio moral aún indefinido. El cuerpo de Rosaura no representa
solamente el espacio geográfico de la nación, poco colonizado o intervenido solo
parcialmente; su rostro sensual representa también el espíritu nacional, que se encontraba
en plena construcción, y que aparecía naturalmente ambiguo. Si bien es adecuada en
términos generales esta primera lectura de la novela de Riofrío, este estudio quiere llamar
la atención sobre el lugar de la enunciación del escritor de la época, porque, observándolo,
podríamos descubrir otras facetas de este tipo de representaciones.
Detrás de aquel tic nervioso que perturba al narrador de Riofrío, y que según él
ningún fisónomo de la época hubiera podido descifrar, se encuentran también el temor a
lo desconocido y el deseo de poseerlo. El cuerpo voluptuoso de la mujer incita al hombre
a consumar su deseo, tanto como la fertilidad de la tierra invita al colono a cultivarla, a
penetrarla con el azadón y dejar su semilla. Detrás de la extrañeza del cuerpo de Rosaura,
se encuentra el discurso moralizante y civilizador del siglo XIX, que invitaba a extender
el territorio moral de la república, habitando la geografía inexplorada de América. La
imagen del tic nervioso podría representar asimismo las anomalías de ese paisaje, que los
letrados del siglo XIX procuraban neutralizar mediante la educación moral: las
diversidades y diferencias de credo religioso, clase social, origen étnico, identificación de
género, eran sin duda una molestia para la consumación de una idea monolítica de nación.
Si seguimos la estela de esta lectura, deberíamos afirmar incluso que la anomalía
corporal del tic nervioso representa, en igual medida, los linderos físicos y espirituales,
tanto externos como internos de la precaria nación: aquellas fracturas entre los miembros
de una comunidad que aún no se veía a sí misma como un cuerpo entero, consistente y
unitario. Pero estas afirmaciones quizá incurran en un ejercicio demasiado libre, que nos
lleve a preguntarnos si Riofrío era consciente de que el sentido de su obra podía rebasar
265
Balseca, “En busca de nuevas regiones”, 148.
115
sus propias intenciones literarias y políticas. Del mismo modo que el rostro de Rosaura,
el cuerpo naciente de la patria sufre de involuntarios movimientos nerviosos, y por ellos
se asemeja a un cuerpo fetal que convulsiona en el vientre materno, esperando la madurez
de la gestación para salir al mundo. Si recordamos que Rosaura muere en circunstancias
grotescas, abandonada de cualquier aura vindicatoria, solitaria y prostituida, descubrimos
con relativa facilidad el significado aleccionador de su presencia: es como si el narrador
nos dijese que tal es el destino que esperaba a las mujeres libertarias, que se oponían al
régimen anacrónico y machista del proyecto nacional conservador. Difícilmente se podría
afirmar lo contrario (que el destino de Rosaura es el ejemplo del castigo que les aguarda
a las hijas desobedientes), ya que desde el inicio de la trama queda claro que el padrastro
y el cura (representantes del Estado y la Iglesia) son los villanos ambiciosos e injustos, y
que la mujer es víctima de su autoritarismo y desmesura.
De ahí que no se pueda de acuerdo con algunas afirmaciones que se han escrito
sobre esta heroína. Por ejemplo, se dice que el narrador de La emancipada no es solidario
con Rosaura: “[L]o que nos interesa establecer es la carencia de solidaridad que se da
entre el narrador y su protagonista, que tiene que ver con el carácter pasional de las
mujeres”.266 Pero ¿por qué debía ser solidario con ella? ¿No es acaso el personaje
novelesco un mero instrumento del adoctrinamiento nacionalista de Riofrío? El final
trágico de Rosaura es inevitable, no por una necesidad estética, sino por una urgencia
política. Si bien para el narrador de La emancipada la mujer tiene una naturaleza pasional,
no la juzga por esa razón hasta el punto de conducirla al suicido; la lleva hasta ese final
trágico porque, victimizándola, su tesis anticonservadora se vuelve más eficaz. Por otra
parte, el narrador debe cumplir con las expectativas de su posible audiencia. Al respecto,
Balseca afirma: “[A]sustado por la belleza, se descontrola y emite juicios contrariados
entre sí del aspecto de su heroína”. 267 ¿En realidad el narrador se asusta y se contradice?
Por el contrario, el narrador no tiene más remedio que cumplir con el decoro estético de
la época, para ser tomado en serio por sus lectores. De no haberlo hecho, ¿sería el ejemplo
moral de Rosaura tan contundente o atractivo? Posiblemente, no. El narrador no le debe
respeto ni piedad a su personaje. Rosaura es apenas un instrumento de su mensaje político.
Rosaura muere, no solo porque se asemeja a las heroínas románticas de su tiempo, sino
266
Ibid., 150.
267
Ibid., 151.
116
sobre todo porque no existe nada más aleccionador en una novela que un final trágico,
injusto e indignante.
La prostitución y muerte de la heroína es una salida inevitable, dadas las injustas
condiciones en las que vivían las mujeres de la época. En este sentido, se trata más de un
retrato realista que de una figuración romántica. Para emanciparse, y tal como está
planteada la trama, la heroína no tenía más remedio que buscarse la vida abandonando a
su familia. La escena final, en que un estudiante de medicina asiste con su maestro a la
disección del cadáver de Rosaura, podría simbolizar también el ánimo analítico y
pedagógico de la novela. En este sentido, la ciencia médica operaría como una sinécdoque
del método científico y como un vehículo idóneo del realismo literario, que le permite a
Riofrío analizar la realidad social de su tiempo mediante la ficción. “En esta línea de
reflexión, tanto La emancipada [...] como Cumandá, pueden ser leídas como la
metaforización de la nación en el cuerpo femenino, representativo de una otredad y una
territorialidad que deben ser ‘capturadas’ y ‘conquistadas’ e incorporadas al proyecto
nacional.”268 El cuerpo de la nación debía ser delimitado, pero también debía ser abierto,
analizado, juzgado desde las ideologías liberales o conservadoras.
Ahora bien, no solo en la descripción del cuerpo de la mujer podemos hallar una
metáfora del territorio nacional, entendido como espacio simbólico y físico. El destino
trágico de ese mismo cuerpo femenino lo comparten Rosaura y al menos otras dos
heroínas más: las protagonistas de Cumandá y de Naya o la Chapetona, de Manuel
Belisario Moreno.
Solo que el tratamiento del cuerpo, en medio del castigo, difiere. Para quien ha obrado
mal, movida por el descreimiento, la descomposición material unida a la descomposición
moral de un alma impregnada de rencor [el cuerpo de Rosaura en la mesa del forense].
Para quien ha obrado, en cambio, movida por el amor casto y el espíritu cristiano, el
premio de una muerte apacible que no descompone el cuerpo en concordancia con la paz
de un alma pura [el cadáver incorruptible de Cumandá].269
268
Raúl Vallejo, “Juan León Mera”, en Araujo Sánchez, coord., Historia de las literaturas, 212.
269
Balseca, “En busca de nuevas regiones”, 236.
117
enemigos paganos, apenas desmayada y todavía con vida. Este martirio permite que su
legado espiritual se perpetúe, más allá de su pérdida material; sus cenizas se mezclan con
los despojos de la biblioteca donde estudiaba, y del refugio que construyó para los indios
y negros libertos que protegía y educaba en la fe católica. El fuego eleva el alma de
Blondina hasta su dios y deja una huella heroica que su tutor, Mr. Blácker, preserva hasta
convertirse en un misionero jesuita seguidor de San Pedro Claver, el protector de los
esclavos africanos de las colonias españolas en América.
En resumen, el cadáver de Rosaura padece una autopsia luego de su suicidio, el
de Cumandá permanece impoluto antes de su entierro, y el de Blondina es cremado y se
eleva a los cielos. El liberal Riofrío muestra el final injusto que les espera a las mujeres
que se rebelen contra el patriarcado, obligadas a descomponerse física y moralmente sin
posibilidad de redención. El conservador Mera muestra el castigo que le espera a las
mujeres y familias que desobedecen la ley del padre divino, pero también muestra el
cadáver impoluto de quien se arrepiente y muere reconciliada con su dios. El católico
Moreno erige su personaje femenino hasta la categoría de mártir, y con ella contribuye a
la creación de un nuevo panteón republicano. El cadáver de Blondina desaparece en las
llamas. Su final es el más espiritual de todos. La idea del santo cristiano como héroe
nacional aparece al menos en otra novela más, Plácido, de Francisco Campos, y
constituye por sí mismo un tipo de representación distinto, que se analizará más adelante.
Los críticos han afirmado en innumerables ocasiones que Cumandá colabora en
la creación simbólica del espacio nacional, mediante las descripciones de la naturaleza
feraz de la Amazonía, extendiendo la patria por fuera de los límites de las ciudades. Pero
aquella no es una ocupación exclusiva de esta novela: “La construcción de los límites es
una de las tareas a las que se aboca la literatura por más de una centuria”. 270 Al presentar
a los lectores de su tiempo un espacio geográfico desconocido, Mera les invitaba también
a la colonización de aquellos lugares ubicados en los márgenes del espacio nacional. Al
tiempo que “inaugura una manera de sentir ‘emotivamente’ al país”,271 colabora en la
delimitación geográfica y simbólica de un territorio todavía inestable. Ni los límites
políticos del Ecuador se habían definido con seguridad jurídica, ni las lindes culturales de
la nación en ciernes habían llegado hasta donde los reclamos de las élites del país
270
Ibid., 145.
271
Ibid., 146.
118
aseguraban. Ningún ciudadano ecuatoriano habitaba en esas tierras, y los hombres que
allí vivían estaban muy lejos de sentirse ecuatorianos. Novelas como Cumandá
constituyeron estrategias para expandir el territorio geográfico, empezando por la
apropiación simbólica, que les proporcionó a los ecuatorianos de la época el
convencimiento de tener que cerrar las fronteras políticas, y, con ello, asegurar la unidad
física y geográfica de la nación.
Así como la novela de Mera ayudó a dibujar el mapa de la nación, desde el centro
civilizatorio de la ciudad hacia la periferia ubicada más allá de los Andes, La emancipada
de Riofrío hizo lo propio desde la periferia rural. “La anécdota central del texto [...] se
fundamenta en una preocupación territorial por configurar una nación en la que los
pueblos, pequeños teatros de cotidianidad, también tienen una misión que cumplir”. 272 En
estos espacios rurales podemos ver proyectadas las actitudes morales de los hombres y
mujeres del campo. En este sentido, el pueblo de Rosaura funciona como un ejemplo de
las fronteras que existían en el interior de los límites políticos del Estado. Al mostrar las
fracturas e inconsistencias sociales de su tiempo, Riofrío llamaba la atención sobre la
necesidad de incluir en el proyecto nacional esos fragmentos sociales dispersos dentro del
territorio geográfico. Para adquirir consistencia política, la nación debía consolidarse
hacia dentro de sus propios límites.
“El cuerpo de la nación es representado en La emancipada como una
parroquia”,273 unidad mínima de la división administrativa estatal, que al inicio de la
República coincidía plenamente con la división eclesiástica, tal como ocurrió durante la
Colonia. El pueblo de Rosaura es el espacio de la comunidad familiar y de la gente que
asiste a una misma iglesia. A partir de estas divisiones políticas y religiosas mínimas se
construyó el imaginario nacional. De ahí que la novela de Riofrío, y más tarde la de Mera,
empiecen precisamente con la descripción topográfica: el narrador dibuja el mapa, limita
el cuerpo de la nación. Como sugiere Fernando Nina, fundar la nación en un espacio
cerrado como la aldea significaba abarcar sus límites con una sola mirada: en La
emancipada, la colectividad nacional florece como una comunidad de vecinos. Esta
delimitación permitió a las élites conservar las prebendas heredadas de la Colonia,
272
Ibid., 148-9.
273
Fernando Nina, “La letra con sangre entra: La emancipada (1863) de Miguel Riofrío, primera novela
ecuatoriana”, Kipus: revista andina de letras, 22 (2007).
119
mediante el control de un espacio acotado, mucho más sencillo de administrar que la
inmensa selva oriental que aparece en la novela de Mera.274
Estas miradas hacia el campo no solamente operan como una estrategia de
expansión territorial. En la mayor parte de estas novelas, la naturaleza es digna de
atención en la medida en que se puede comparar con las obras del hombre. Dice el
narrador protagonista de Timoleón Coloma, de Carlos R. Tobar:
274
Ibid., 10.
275
Tobar, “Timoleón Coloma: Dibujos de costumbres quiteñas”, 124.
276
Ibid., 129.
277
Ibid, 134 y ss.
278
Ibid., 145 y ss.
279
Ibid., 147.
120
el campo, el guerrero descansa, el sabio medita y aprende, y al neófito de cualquier fe se
le revela el propósito de su existencia. En el campo se está más cerca de Dios. Por lo
tanto, en el campo está el futuro de la nación cristiana. En este sentido, la fundación
imaginaria o simbólica del territorio nacional adquiere cualidades sagradas, y la ficción
novelesca se transforma a su modo en un manifiesto nacionalista, profundamente
religioso. Para aquellos primeros novelistas, en el campo, los bosques o la selva no habita
solamente el bárbaro, sino primordialmente la presencia de Dios. Quizá en la obra de
Tobar este aspecto no sea tan claro como en las novelas de Juan León Mera y Manuel
Belisario Moreno.
La nación imaginada en ellas no se limita a los desplazamientos de los personajes
sobre el territorio nacional o las descripciones que el narrador hace de ciertos espacios
exóticos o inexplorados. La ubicación temporal de los acontecimientos también
constituye una coordenada de este mapeo simbólico de la patria. En Naya o la Chapetona
de Moreno, la leyenda de Blondina le permite al narrador trazar una línea entre su tiempo
histórico y el pasado colonial, en que está ambientada la trama, de forma que el devenir
histórico se entienda de un modo causal. Al valerse de una leyenda local para elaborar su
novela, Moreno señala el tiempo de la colonización y evangelización del territorio
americano como el momento de la siembra de un futuro sentido nacional: para este
escritor, Ecuador empieza a crearse en la Amazonía, de la mano de los primeros
misioneros, por lo menos desde 1549. El país imaginado por Moreno funciona como una
misión catequizadora: su deber era colonizar el territorio con las armas de la religión, para
abrir las puertas de par en par a la civilización occidental. El Ecuador imaginado por este
autor es como una multitud que marcha sobre la América apenas poblada, sembrando las
semillas de la civilización del futuro, aquella que Moreno y los letrados conservadores de
su tiempo soñaron: la nación católica del siglo XIX. La dicotomía civilización-barbarie,
tan típica del romanticismo del Cono Sur, encuentra en la ficción andina y selvática de
Mera, en la novela de Moreno y en menor medida en la obra se Tobar, un matiz que la
invalida como explicación categórica o sumaria. La selva no es primordialmente la
habitación de la barbarie, sino sobre todo el lugar donde el templo cristiano puede volver
a fundarse, lejos de los peligros de la civilidad liberal de las ciudades.
Para Mera y sus contemporáneos, el proceso civilizador era ante todo un proyecto
evangelizador. La oposición entre civilización y barbarie no se daba por el contraste entre
121
“la razón positivista y la naturaleza primitiva”, sino entre un mundo pagano y otro guiado
por las enseñanzas del Evangelio. 280 En su cosmovisión, el buen salvaje amazónico estaba
listo para la salvación; apenas necesitaba un empujón de las Santas Escrituras. Más que
un retrato de la barbarie, Mera construye en la selva un santuario simbólico, donde sus
tesis puedan mostrarse consistentes, lejos de las distorsiones del combate político que,
por otra parte, resulta esencialmente mundano. Nada de ingenua copia del modelo
europeo tiene Cumandá, como han dicho algunos críticos. Su ambientación en la selva
resulta muy conveniente para sus propósitos políticos y religiosos. Tanto es así que se
podría afirmar que “el narrador de Cumandá no duda en eximir de culpa al ‘mundo
salvaje’ y en su lugar echa la culpa a la misma ‘sociedad civilizada’ del estado en que se
encuentra ‘la barbarie’; esto es debido a la incapacidad de la ‘sociedad civilizada’ de
asumir la tarea evangelizadora por causa de las coyunturas políticas”. 281 En este sentido,
Cumandá y sus contemporáneas están muy lejos de sus supuestos modelos europeos. Son
todas ellas novelas de tesis y combate político.
Los casos que presentan Mera y Moreno ilustran las consecuencias de la impiedad
y la ignorancia, de la falta de luz divina y compañía piadosa. El complemento ideal del
buen salvaje, que espera ser evangelizado para civilizarse y llegar al reino de Dios, es la
naturaleza americana, la selva como escenario del hombre primigenio. El mismo Mera
empieza la novela pidiendo al lector que abandone su condición urbana para que pueda
contemplar el paraíso terrenal: “En términos simbólicos, para Mera, se trata de abrir una
posibilidad de redención frente a la culpa de la civilización: ver en esa naturaleza
esencialmente buena el espacio preciso para un proceso de evangelización que permitiese
la reconciliación en la fe”. 282 La naturaleza selvática, nicho de la pureza, es el espacio
ideal para realizar los afanes de Mera que son, en esencia, los mismos de Moreno, Tobar
o Pozo Monsalve. Queda claro que la naturaleza como espacio de evasión del mundo y
contemplación de la verdad sagrada es también el hábitat de la belleza ideal; es el objeto
poético por antonomasia. Ese mundo sublime, descrito por la palabra del novelista, “da
forma al espacio de la nación que aún no ha sido contaminado por el ‘pecado’ de la
civilización”.283 En suma, difícilmente se podría afirmar que Mera y Moreno (y en menor
280
Vallejo, “Juan León Mera”, 224.
281
Ibid., 225.
282
Ibid., 228.
283
Ibid., 229.
122
medida Tobar y Pozo Monsalve) apuestan por la civilización, sin más, pues la “barbarie”
de la naturaleza americana constituye su territorio simbólico ideal, su templo religioso, el
ágora perfecta para sus debates políticos.
Con estas pruebas, puedo afirmar que el santuario que fabrican Mera y Moreno en
sus novelas supera con mucho el binarismo categórico de civilización y barbarie. Tanto
en Cumandá como en Naya o la Chapetona, aparece, como he sugerido, una nueva figura:
la del cerco religioso, donde se encuentra el arcano divino, donde la naturaleza americana
funciona como alegoría religiosa o recreación del paraíso terrenal. Tal como sucede con
las pinturas barrocas que decoran los templos e iglesias coloniales de las ciudades
andinas, los escenarios naturales funcionan como un cerco místico, dentro del cual se
suspenden las disputas políticas e ideológicas. Este cerco religioso funciona como un
templo protegido de las adversidades históricas que amenazaban el catolicismo de la
época, y dentro del cual pueden ocurrir historias y existir personajes que operen como
alegorías de las enseñanzas religiosas. La naturaleza no es solamente el hogar de los
bárbaros, sino sobre todo el sucedáneo terrenal de la tierra prometida, donde los designios
inapelables y misteriosos de Dios se cumplen según su ley y las instituciones humanas
que la sancionan. El territorio nacional imaginado en estas novelas funciona como un
templo cristiano, donde se puede orar, estudiar la moral y practicar la religión, a salvo de
las vicisitudes de la vida política del Estado nacional emergente.
Igual comportamiento discursivo se puede hallar en el arte pictórico de la época:
“Como en su producción literaria, en la plástica Mera registra, por encima de cualquier
otra voluntad, la de un esfuerzo pedagógico-moral-religioso. Este esfuerzo debe descubrir
en los arcanos ocultos de la naturaleza los ecos de la voz divina que revelan su
omnisciencia del bien y del mal”. 284 Especialmente en las novelas de Mera y Moreno,
este volver la mirada hacia el campo y la selva significa volver a fundar la civilización
cristiana en un lecho virginal, intocado por los peligros de la Reforma y las ideas liberales
de Occidente. Ese retorno hacia la muralla interior posibilita la protección de los
elementos integradores de la identidad nacional: religión, lengua, sentido de pertenencia.
Mera pinta esa virginidad americana, tal como en su poesía y su novela, “para que la
naturaleza sea sede de la revelación”. 285 En resumen, tanto Cumandá cuanto Naya o la
284
Ponce Ortiz, La idea del mal, 185.
285
Ibid., 212.
123
Chapetona construyen un fortín espiritual contra las ideas liberales que amenazaban con
fundar un Estado laico.
Campos Coello no pudo haber sido más explícito. El suyo es un libro de tema
religioso, que celebra sus intenciones didácticas por sobre sus posibles cualidades
estéticas o artísticas. La crítica ha sugerido que esta novela armoniza con el proyecto
garciano, toda vez que constituye un discurso que apoya la modernización católica del
Estado, dedicada a crear una auténtica instrucción pública controlada por la Iglesia. 287 No
obstante, cabe acotar que este escritor fue en realidad un moderado, que siempre estuvo
286
Campos Coello, Plácido, novela, 1-2.
287
Patricia G. Carrasco, “Hagiografía e invención en Plácido (1871), novela de Francisco Campos”, Kipus:
revista andina de letras 29 (2011): 53.
124
lejos de los radicalismos políticos. Cuando el alfarismo se afianzó políticamente en el
poder, en 1906, Campos Coello decidió retirarse definitivamente de la vida política.
Quizá porque fue un docente comprometido, durante muchos años, Campos
Coello supo cómo transmitir su convicción religiosa por medio de su novela, y con ella
influir en la conciencia de los lectores, para que se inclinaran a favor de las creencias
católicas. Su retórica novelesca tiene un doble origen, clerical y jurídico: recordemos que
estudió tanto en el Seminario cuanto en la Facultad de Derecho. Esta novela acude a
fuentes medievales y religiosas. Heredó de los hermanos Schlegel la reducción de la
realidad al “yo pienso”, y la convicción de que la literatura debía ser un medio para
mejorar la moral colectiva y construir sujetos ideales, tanto para la nación cuanto para la
Iglesia.288 Por eso el héroe de la novela es un mártir cristiano: San Eustaquio, conocido
como Plácido antes de su bautismo.
Campos Coello recurrió al género de la hagiografía (biografía de santos cristianos)
y a la retórica como instrumentos para crear el ideal del nuevo ciudadano: “Como versado
latinista, sabía que la retórica, la poética y la elocuencia se transforman en literatura, y
esto fue lo que se propuso con la escritura de Plácido, novela acerca de uno de los mártires
de la Iglesia católica en el siglo I de la era cristiana”.289 Campos Coello había estudiado
en el Pontificio Colegio Pío Latinoamericano de Roma, bajo la tutela de los jesuitas, y
luego había cursado la carrera de Jurisprudencia. Con esta formación académica, y de
regreso al Ecuador, se dedicó entre otras actividades a enseñar “varias ramas de lo que
entonces se llamaba latinidad.” 290 Debido a que la suya era una sociedad en plena
transición política, llena de crisis sociales y morales, debía construir modelos que lograran
conformar una nación digna del “concierto de los Estados del hemisferio occidental;
anhelo decisivo en los pensadores del siglo XIX”. 291
Debido a la fragmentación interna del país, Campos Coello, así como hicieron
Mera o Moreno, buscó paradigmas comunes a los diversos grupos étnicos y políticos, que
todos pudieran aceptar como ejemplos plausibles. Tales parámetros se encontraban solo
en la religión dominante: “Los grupos étnicos no tenían un pasado común; por eso, había
288
Ibid.
289
Ibid., 56.
290
Julio Tobar Donoso, “Francisco Campos”, en Los miembros de número de la academia ecuatoriana
muertos en el primer siglo de su existencia (Quito: Ecuatoriana, 1976).
291
Carrasco, “Hagiografía e invención”, 55-6.
125
que construir un escenario que constituyese una historia compartida, que inventara un
colectivo que se aceptara, para proyectar un ideal nacional; [...] Lo que se compartía en
su presente era el sistema de creencias y prácticas religiosas”. 292 Y las vidas de santos, las
hagiografías, eran modelos discursivos conocidos por los posibles destinatarios de esta
obra. Aunque la novela en tanto género literario atravesaba todavía un proceso de
formación en todo el continente, Campos Coello ya conocía el poder difusor que tenía,
gracias a sus estudios y viajes por Europa. El mártir cristiano que protagoniza su novela
se parece mucho a los héroes de la Independencia o a cualquier otro personaje patriótico,
porque los valores que representa Plácido pertenecen a una matriz religiosa compartida
por conservadores y liberales.
La otra novela ecuatoriana que concurre a la consumación de este propósito
nacionalista es Naya o la Chapetona. En ella, como ya conocemos, se cuenta la historia
de una mestiza ilustre, hija de una indígena noble y un adelantado español, de la mano de
quien entran en la Amazonía los primeros misioneros, en los territorios de la actual
provincia ecuatoriana de Zamora Chinchipe. La novela es mucho más que la recreación
de la leyenda local de Blondina, asociada con la tortuosa y varias veces fracasada
fundación española de la capital provincial. La protagonista de la historia es una mujer
que decide ser célibe para cumplir con idoneidad su misión de liberar a cada uno de los
esclavos negros de su comarca, darles refugio y educarlos como hacía con los indígenas
de la comunidad de su madre. Blondina encarna el ideal del nuevo ciudadano ecuatoriano:
sacrifica su posición social y las prebendas heredadas de su padre, en favor de una visión
imposible de concretar para la época colonial (incluso para el tiempo en que Moreno
escribió su novela): integrar por igual en la comunidad nacional católica a los negros,
indios y blancos. Si reparamos en este último detalle, la novela de Moreno resulta mucho
más arriesgada y consistente en su nacionalismo integrador que Cumandá. Resulta
sorprendente que sea una mujer la que lleva la batuta de los cambios políticos de su
comunidad, por encima de los miembros regulares de la Iglesia o las autoridades políticas.
Sabemos que Moreno no pudo publicar su libro en los años cercanos a su escritura, porque
fue censurado por un poderoso obispo. Esta, que podría ser la novela nacional por
antonomasia, ha pasado casi inadvertida por su tardía difusión y posiblemente porque
carece de la potencia o virtud estilística de la novela de Mera. Con todo, es indispensable
292
Ibid., 56.
126
consignar su existencia y ponerla dentro del mapa de la novelística del siglo XIX, para
mejorar la pobre visión que existe sobre la narrativa escrita en aquella época.
La otra figura del panteón republicano que los escritores de la época encumbran
es el héroe militar. La primera novela en construir esta imagen nacionalista es Entre el
amor y el deber: escenas de la campaña de 1882 y 1883 en el Ecuador, de Teófilo Pozo
Monsalve. Desde la introducción, el autor expresa su preocupación por construir un país
unido, lejano de las divisiones políticas que provocaban una sucesión interminable de
golpes de Estado y dictaduras. Este libro es un alegato contra la violencia armada, que
modulaba el devenir de la vida política ecuatoriana: “No será posible que el Ecuador
progrese [...] si el iris de la paz no fulgura en su cielo oscurecido por la densa bruma de
las guerras civiles”.293 Pero, antes que nada, es el relato de un soldado que participa en la
lucha militar contra Ignacio de Veintemilla, representado como un personaje nefasto,
debido a su codicia y torpeza como gobernante: “La ambición de un hombre ha hecho
retroceder un siglo al Ecuador en su brillante carrera de progreso”. 294 Y también por ser
un hombre tremendamente vicioso, en otras palabras, por ser esencialmente un pecador:
“Veintemilla en Guayaquil, rodeado de un poderoso ejército, sentía el horrible peso de su
pérfida causa, que le oprimía el corazón, con la mano de hierro del remordimiento, y
ahogaba su desesperación y su afrenta en torrentes de alcohol”. 295
Reinaldo, el protagonista de la novela de Pozo Monsalve, se presenta como el
héroe cristiano y patriótico perfecto: célibe, de origen noble y actitud caballeresca. Se
sacrifica por su familia y su patria en igual medida: decide luchar en la campaña de la
llamada Restauración, tomando el lugar que le correspondía a su futuro suegro, Carlos de
Sandoval, para que este pudiera cuidar de su esposa e hija. Su heroicidad pretende
asemejarse al martirio de los santos, cuando decide suspender su matrimonio antes de
salir a la guerra. Y lo mismo le exige al compañero con quien abandona el hogar: “Yo
también, como no lo ignoras, amo demasiado; pero todo lo he sacrificado por ver libre a
mi querido Ecuador”,296 le dice Reinaldo a Federico, y lo convence de sumarse a las filas
de los restauradores. El bien común de la patria está por sobre la felicidad individual. Su
heroicidad también lo acerca a los próceres criollos de la Independencia, debido a su noble
293
Pozo Mosalve, Entre el amor y el deber (1886), 1.
294
Ibid.
295
Ibid., 54.
296
Ibid., 39.
127
cuna: “De ilustres padres de distinguida alcurnia, había nacido Reinaldo de San
Miguel”.297 Su imagen heroica imita la del caballero medieval: “Dos horas después
cabalgaba Reinaldo un fogoso bridón tordo rodado y en compañía de su lacayo Manuel,
partía á largo galope con dirección a Gualaceo”. 298 El valiente joven, célibe, noble, y
asistido por la fiel servidumbre, es más tarde comparado con ciertos personajes bíblicos
convenientes para el efecto. Cuando se entera de la repentina muerte de Ángela, su
prometida: “Reinaldo, como Saúl, herido por el rayo de Jehová, cayó al suelo
desplomado”.299 A partir de entonces, ninguna ambición terrenal lo detiene: está listo para
morir por la patria, defendiendo los principios cristianos.
Si bien Reinaldo no consigue la gloria, reservada a los héroes máximos de la patria
(el martirio y muerte en el campo de batalla), los delicados vientos del campo le llevan el
recuerdo de su novia fallecida repentinamente y lo animan a encontrar una pizca de
esperanza: “Ojalá, Ecuador idolatrado, [...], que las brisas de tu horizonte, sean brisas de
ventura, y que un porvenir brillante y glorioso te haga tan feliz cual mi corazón ansía”. 300
No obstante la relativa debilidad de este héroe novelesco, el narrador lo compara con el
Duque de Montebello,301 y a la batalla de Guayaquil en la que interviene con la famosa
batalla de Waterloo. No es raro que por estas mismas motivaciones, el narrador equipare
a los militares Landázuri y Lizarzaburu con el célebre Blücher.302 Pero más allá de estos
y otros símiles, que destacan la figura heroica del protagonista, Reinaldo se enviste, sobre
todo, de un aura religiosa que el narrador dibuja con sumo cuidado. Su valor en la batalla
solo es equiparable, concretamente, a su fidelidad cristiana, que tanto le preocupa
conservar intacta.
Esa preocupación se extiende a la familia que dejó atrás, por cuyo bienestar
espiritual pregunta todo el tiempo: “Manuel le había asegurado que con alguna
frecuencia, Ángela y su buena madre hacían venir a un sacerdote, por consolarse con los
divinos auxilios de la religión, fuente de agua viva, que mitiga las dolencias del
297
Ibid., 1.
298
Ibid., 8.
299
Ibid., 73.
300
Ibid., 98.
301
Llamado Jean Lannes (1769-1809), uno de los más notables mariscales de Napoleón Bonaparte. Ibid.,
17.
302
Gebhard Leberecht von Blücher (1742-1819), famoso general prusiano que ayudó a derrotar a
Bonaparte. Ibid., 29.
128
espíritu”.303 Una vez muerta Ángela, la novia de Reinaldo, el narrador sentencia: “¡Felices
lo que podemos acogernos a la cruz redentora, cuando nos embisten los recios vendavales
de la vida [...] No fue, pues, la religión en este caso, menos vivificante para el alma
lacerada de Don Carlos y su esposa: en ella encontraron consuelo y resignación a sus
pesares”.304 Tan importantes son para Reinaldo los fundamentos religiosos, que le
impiden suicidarse cuando se entera de la muerte de su prometida. En una especie de
alucinación, en el momento mismo en que iba a consumar su propia muerte, escucha una
voz misteriosa llamándolo desde el cielo: “[A]quella voz que le producía una impresión
magnética, era la de Ángela [...] aquel eco de la religión [...] le hizo comprender que
llegaría tiempo en que volvería a ver al ser idolatrado”. 305 A cambio de la muerte,
Reinaldo opta por el exilio y se marcha a París: “Allí te dejo, Ecuador, las prendas más
idolatradas de mi afecto en tu suelo están ¡Patria querida!...”. 306
Este primer héroe militar de la novela ecuatoriana del siglo XIX reproduce con
fidelidad el arquetipo romántico del líder marcial, porque muestra enorme audacia y
habilidad en el campo de batalla, y también porque tiene un lado sensible y artístico. Esta
clase de héroes, además de valientes, suelen ser talentosos juglares. Luego de una cruenta
batalla, Reinaldo toca la guitarra y le ofrece una serenata a su amada. 307 A pesar de esta
pasión delirante, el amor entre ambos permanece casto: “¡Ay! de aquellos para quienes el
amor está reducido a la pequeña y vil esfera de la pasión terrestre”, 308 dice el mismo
Reinaldo sobre el amor que le profesa a Ángela. Esta actitud recatada, inspirada sobre
todo por el catolicismo de la época, se mantiene desde el primer encuentro entre ambos:
“E iba a continuar sin duda; pero en ese momento se encontraron los ojos de Ángela con
los de Reinaldo, como pueden encontrase los polos de una pila galvánica, y un rápido
estremecimiento circuló por las venas de aquella pareja encantadora”. 309
Mas el tiempo heroico de la fundación de la patria no se ubica exclusivamente en
los conflictos internos de la República, sino también en los albores de la fundación del
Estado nacional, cuando junto a los conflictos militares con los países vecinos, previos a
303
Ibid., 61.
304
Ibid., 74.
305
Ibid., 77.
306
Ibid., 78.
307
Ibid., 32.
308
Ibid., 37.
309
Ibid., 10.
129
la separación política de Colombia, se sucedieron numerosas asonadas entre caudillos y
facciones que intentaban gobernar el país emergente. El relato de Juan León Mera titulado
Porque soy cristiano (1890) está ambientado precisamente entre 1829 y 1835; es decir,
entre la Batalla de Tarqui y la de Miñarica. En ella vemos el sacrificio total del humilde
campesino José, reclutado a la fuerza en el regimiento del capitán Feroz, que marchaba
junto a Juan José Flores, para detener las pretensiones del Perú, lideradas por el mariscal
Lamar. José sufre una horrible mutilación como castigo por no caminar al ritmo impuesto,
debido a una innata debilidad física. Años más tarde, José salva la vida de su antiguo
verdugo, el capitán Feroz, sublevado entonces contra su antiguo comandante, el general
Flores. En la figura del campesino José, se aúnan el valor patriótico y la caridad cristiana,
no porque haya sido un héroe militar, pues su mutilación le impidió continuar en la
milicia, sino porque perdona la ofensa del brutal capitán Feroz y consigue que regrese al
ejército, transformándolo en un defensor del catolicismo, que perdona las ofensas de sus
enemigos y trata con justicia a sus subalternos. El campesino José es un héroe.
Evangelizar es su manera de hacer patria.
Este personaje le sirve a Mera para expresar su opinión sobre la moral del pueblo
ecuatoriano: “[L]a gente de nuestro pueblo es limosnera, y no ve el hambre de un
desdichado sin partir con él su mendrugo de pan”. 310 Pero Mera se cuida de no dejar allí
la pintura del ecuatoriano ideal. Además de piadosos, los ecuatorianos son sobre todo
valientes, cuando se trata de defender los pilares que sostienen el edificio de la nación:
“Nuestros mozos son así: hasta lloran cuando se despiden de las personas á quienes aman,
para emprender el camino de la guerra; pero una vez en el ejército y con el patriotismo y
el honor que los espolean; ¡qué cholos y qué chagras para dar y recibir balazos sin
arredrarse con nada! Subordinado, infatigable, paciente, valeroso, el soldado ecuatoriano
es de los mejores de Sud-américa”.311 Aunque José no alcanza a ser soldado, sabe dar la
otra mejilla, y recibe voluntariamente las humillaciones de Feroz, a quien acoge en su
propia casa, sabiendo bien que es él quien le había cortado la mano años atrás. Lo perdona
y salva, física y espiritualmente. Cura sus heridas y le rescata para la fe. José es un católico
perfecto. Antes que un tipo de personaje narrativo, es la representación de una tesis
religiosa y política contundente: “¡Dios! Repitió después de un instante de silencio.
310
Mera, “Porque soy cristiano” (1890), 443.
311
Ibid., 444.
130
[Escuchamos a Feroz] Al fin dime hombre del diablo, ¿por qué has hecho conmigo esas
cosas, en vez de matarme y vengarte?”, a lo que José responde: “Porque soy cristiano”. 312
Y con esa misma frase, Mera termina más adelante su novela.
Ahora bien, debo aclarar que esta apología de la caridad cristiana, que todo lo
sacrifica por cumplir la ley de Dios, precisamente porque está ambientada en un momento
de conflictos bélicos al interior de la naciente república, muestra los matices del
pensamiento de Mera. La historia de José y Feroz sirve también de excusa para justificar
el proceso civilizatorio en un sentido más concreto: Mera sugiere que, antes que hacer la
guerra entre ellos, los ecuatorianos debían dedicarse a cultivar y sembrar. La tierra debe
dejar de ser un erial desértico, abandonado por los hombres, y transformarse en un vergel
santificado por la agricultura y la ganadería, tal como dice el narrador que ocurre con las
llanuras de Huachi que, antes desérticos escenarios de la guerra, son luego pródigos
sembríos frutales: “¡Plegue el Cielo que la civilización sea para el corazón y el alma de
mis paisanos lo que es el benéfico riego á los arenales de Huachi!”. 313 La suya es una
visión antibélica. Mera describe a los militares como seres endurecidos por las batallas
hasta el punto de ser insensibles e irracionales. “¡Maldita sea la guerra!”, exclama el
narrador.314 En vano intenta disimular el cariz didáctico de su texto: “No es mi ánimo
entrar en disquisiciones sobre las causas de la revolución que á raíz de la caída de
Colombia y del comienzo de la vida autonómica del Ecuador, vino á conmoverle; ni es
para el caso esta obrilla, forjada sin más propósito que el de dar un momento de
distracción honesta á mis lectores”. 315 José y más tarde Feroz son modelos nacionales no
porque sean primordialmente héroes militares, sino porque son esencialmente sujetos
cristianos.
El cristianismo ejemplar del campesino José contrasta con la actitud “más
humana” de su esposa, Margarita. Apenas conoce al capitán Feroz, momentos antes de
que le mutilara el brazo a su esposo, ella descubre la natural disposición a la violencia
que tenía aquel oficial: “—¡Que Dios castigue a ese monstruo! / —No digas eso,
Margarita. / —¡Que se muera ese malvado! / —Calla, hija. No es bueno desear mal á
nadie. / —¿Pero no ves que es un diablo y que te quiere matar? / —No será sino lo que
312
Mera, “Porque soy cristiano” (circa 1974), 58.
313
Mera, “Porque soy cristiano” (1890), 447.
314
Ibid., 452.
315
Ibid., 450.
131
Dios quiera. / —Y Dios ha de querer que ese… / —¡Calla! Es preciso perdonarle. 316 A
diferencia de su marido, Margarita es una persona práctica, lejana de los pujos de santidad
de su pareja. Es como si Mera intentara resaltar la tendencia espiritual de los hombres,
contrastándola siempre con la inclinación terrenal de las mujeres. Baste recordar la
diferencia que existe entre los protagonistas de su célebre novela Cumandá. En el caso
que nos ocupa, años más tarde del trágico incidente (la mutilación de José), cuando por
casualidad ambos descubren al capitán Feroz herido de muerte en el campo, Margarita le
pide a su marido que lo abandone a su suerte, para salvar la propia vida y evitar el riesgo
de que los soldados que merodean los encuentren y asesinen. José se empecina en salvar
de la muerte a su antiguo verdugo, y se sobrepone a los ruegos y forcejeos de su esposa.
Queda claro que el personaje de Margarita cumple la función de caracterizar, por
contraste, la figura de un hombre entregado al cumplimiento heroico de su fe. La figura
de la mujer en sí misma nos es importante, salvo por la relación que mantiene con su
marido. El modelo de ciudadano que imagina Mera es la de un varón, mártir del
cristianismo.
En esta orilla, la novela con mayor acumulación de figuras militares heroicas es
Relación de un veterano de la Independencia, de Carlos R. Tobar. Alrededor del héroe
de la novela, Antonio Mideros, que es narrador y protagonista, orbitan una legión de
figuras patrióticas y enemigas, que juntas ofrecen un panorama bastante claro sobre los
ideales que Tobar profesaba para erigir la nación. Antonio mismo es un héroe de la
Independencia, que tiene la oportunidad de combatir junto a la división de Antonio José
de Sucre en la Batalla de Pichincha (24 de mayo de 1822), y sobrevivir pese a las graves
heridas que lo dejan inconsciente y desangrado en el campo. El padre del mismo Antonio
había sido uno de los conspiradores del 10 de agosto de 1809, y uno de los mártires
quiteños asesinados el 2 de agosto del año siguiente. Su destino heroico parece trazado
desde la infancia. Se nos presenta como un sobreviviente octogenario, que relata sus
memorias y deja en ellas constancia del fracaso de la utopía republicana que lideró
Bolívar, y que se disolvió en múltiples facciones políticas y territorios divididos por
fronteras imprecisas, asaltadas después en innumerables ocasiones por la codicia de los
caudillos locales.
316
Mera, “Porque soy cristiano” (circa 1974), 46.
132
Naturalmente, la pintura del héroe romántico no estaría completa si no constara el
sacrificio más sensible y concreto de todos: Antonio interrumpe su romance con Aurora,
por la urgencia de asistir a la fundación heroica de la patria. Los largos diálogos entre los
amantes, que ocupan casi todos los capítulos XVII y XXVIII de la primera parte, nos
muestran la dolorosa pero inevitable decisión que tienen que enfrentar los amantes, de
renunciar uno al otro para servir a la causa libertaria. Al final de la historia, el destino los
compensará con una larga y próspera vida, que disfrutan juntos. El paradigma del héroe
novelesco nacionalista del siglo XIX ecuatoriano se llama Antonio Mideros.
No obstante, el mayor ejemplo histórico que ofrece este libro es el retrato de Sucre,
que consta en el capítulo XIV de la segunda parte. 317 Las facciones bellas y el porte regio
del máximo comandante bolivariano son el reflejo perfecto de su personalidad aquilatada
y prácticas ejemplares. Durante muchos años, este pasaje de la novela formó parte de la
educación en valores cívicos e Historia nacional, de la escuelas y colegios ecuatorianos,
como bien lo recuerda Hernán Rodríguez Castelo en el prólogo de una de las ediciones. 318
También es importante la referencia a la heroicidad del joven Abdón Calderón, que
Antonio Mideros atestigua de cerca, y que también ayudó a construir el panteón de
mártires republicanos durante el siglo XIX. Poco importa que la descripción de la muerte
del llamado héroe niño de Cuenca sea casi inverosímil e históricamente falaz. Representa
el sacrifico de los próceres y fundadores del primer momento de la nación ecuatoriana:
“Al lado mío recibió el plomo que le destrozó el brazo derecho. Empuña el sable con la
mano izquierda y vitoreando á la Patria, se entra en lo más reñido de la lucha. Otro balazo
le rompe la siniestra, á lo que el héroe de diez y ocho años contesta con un viva á la
República. Poco después una tercera bala le atraviesa el muslo, y por último una de cañón,
como á Nelson,319 le lleva ambas piernas”. 320
La historia nos presenta al primer mártir, cuando Antonio y su madre, buscando
entre los cadáveres de la matanza del 2 de agosto de 1810 al padre de Mideros, encuentran
todavía con vida a Mariano Castillo. Este prócer ficticio de la Independencia encarna el
modelo de patriota radical, que se retira de la contienda antes de la gesta libertaria del 24
317
Tobar, Relación de un veterano de la Independencia (1895), 2: 106-10.
318
Tobar, Relación de un veterano de la Independencia, prol. Hernán Rodríguez Castelo (Quito: Círculo
de Lectores, 1987).
319
Horatio Nelson (1758-1805), célebre oficial naval británico, que destacó en las Guerra Napoleónicas,
especialmente en la Batalla de Trafalgar, donde perdió la vida.
320
Tobar, Relación de un veterano de la Independencia (1895), 2: 204-5.
133
de mayo, decepcionado por la ambición de las distintas facciones, que anunciaba la
inminente disolución de la Gran Colombia. Castillo es el tutor y primer maestro del
huérfano Mideros, y también el ejemplo de sacrificio absoluto por la causa patriótica:
renuncia a su herencia y decide no volver a ver a su familia, para protegerla de la
persecución de los realistas.321 Castillo siempre se muestra vehemente y presto a iniciar
la batalla, a diferencia de los más mesurados, como Arturo Peñamar, quienes esperan el
momento justo entre las negociaciones diplomáticas y la planificación militar, para
conseguir la emancipación política. De manera que Tobar, además de presentarnos
distintos modelos de ciudadanos mediante sus personajes, también muestra a los lectores
los diversos senderos que la naciente república podía seguir para constituirse en un Estado
nacional moderno. La visión de Tobar es crítica y en cierto sentido analítica, antes que
radical o militante como las de Mera, Moreno o Campos Coello.
En este sentido, además de los ejemplares personajes y acontecimientos históricos
que recupera en su novela, Tobar crea extensos y ricos diálogos, en los cuales
descubrimos las diversas tendencias ideológicas en pugna. Como cuando nos muestra
diversas visiones sobre la revolución. Así pues, nos encontramos con personajes que
creen que, si bien es inevitable la emancipación, no debe ser inmediata y violenta, sino
paulatina y con paso seguro. El argumento más fuerte lo interpone el personaje de Arturo,
cuando se refiere a América como a un menor de edad:
Las revoluciones —hablo de las que no son suscitadas por móviles mezquinos— tratan
de apresurar el perfeccionamiento de los pueblos, por medios violentos que, casi siempre,
obtienen lo contrario de lo que se proponen. Nos conviene, no la revolución sino la
evolución: si ésta nos trae alguna sangre y desgracias que no se pueden evitar, qué
hacerle... Yo creo, sí señor, creo, tengo viva fe en la ley del progreso. La violencia, hija
siempre de la falta de razón, atrapará quizás a su presa, pero sangrienta, muerta, como la
paloma que agarra el gavilán.
Partidario como soy de la emancipación, la encuentro con todo —quiero ser
completamente franco—, la encuentro prematura. ¿Qué duda cabe de que caminando el
tiempo, América ha de independizarse? ¿Quién cree que el niño no ha de ser joven y el
joven no ha de ser hombre? [...] pero para que el joven ponga casa aparte, es menester
que antes haya adquirido el desenvolvimiento de razón suficiente, el desarrollo de cuerpo
necesario y por fin los bienes de fortuna bastantes para dejar de llevar la vida parásita del
pupilo.322
321
Ibid., 2: 122-5.
322
Ibid., 1: 94-5.
134
Frente a Arturo, el mesurado, se encuentra Castillo, el radical: “—Qué prematuro,
ni qué pan caliente: la libertad no admite esperas. Para ella están los pueblos siempre
preparados: que son débiles, pequeños... pues bien, hijo, darles luz, mucha luz, aire,
mucho aire, alimento, mucho alimento, es decir, libertad, libertad y libertad, y ya verá
usted cómo el chiquillo que en el hogar paterno va en cuatro pies se yergue y es
gigante”.323 Aquella larga controversia termina con un lance magistral del narrador: “Por
fortuna para el lector y para Rey [otro de los personajes que interviene en el coloquio], la
llegada de los postres puso punto á la peliaguda conversación”. 324 Mariano Castillo es el
idealista que persigue la utopía liberal de la democracia: “[L]ealmente soñaba con la
República utópica, con la igualdad y fraternidad prácticas, con el gobierno de todo y para
todos”.325 Los pensamientos en voz alta de Castillo rozan en ocasiones un radicalismo
imposible de practicar: “—Qué Patria, ni qué demonios, decía dando paseos á lo largo de
la pieza. Mire usted. ¿No iremos á caer en las garras de los tiranos de cogulla, cuando nos
hayamos libertado del pupilaje de España? [...] La selva, la selva, vamos á las selvas —
agregó después de un rato—: estoy creyendo que la santa libertad se ha vuelto cimarrona
y que sociedad es palabra sinónima de esclavitud”. 326 ¿Estamos al borde de un manifiesto
anarquista? Ya veremos que no.
Quizá estos extremos argumentativos de Castillo se deban al flujo de la escritura
novelesca más que a las certezas ideológicas del autor. Este personaje adquiere voz propia
y representa por sí mismo toda una coordenada ideológica. Con frecuencia, el lector
encuentra estos momentos en los que parece que los personajes se le salen de las manos
al autor, y sus ideas cobran vida propia, de tal forma que se llenan de contradicciones y
matices, como ocurre en la vida real. Este un caso típico de lo que Bajtín llamaba
polifonía:327 en las palabras del narrador y los personajes, no se enfrentan solamente las
palabras de los rivales, sino las ideologías del momento histórico en que es concebida la
novela. Con todo, esta polifonía no es completa, porque no existe una auténtica
heteroglosia; es decir, porque el narrador no deja hablar a sus personajes en su propia
lengua, con sus propias palabras. Por el contario, ejerce un sutil control detrás de cada
diálogo, de cada acción. Este problema sobrepasa las intenciones del presente estudio,
323
Ibid., 1: 96.
324
Ibid., 1: 100.
325
Ibid., 1: 133.
326
Ibid., 1: 133-4.
327
Bajtín, Teoría y estética.
135
pero se señala aquí,ya que extraña que los críticos y estudiosos no se hayan fijado con
mayor atención en esta novela, cuyas complejidades, a veces muy sutiles, nos invitan a
redefinir el panorama literario del Ecuador del siglo XIX. Esta historia de Tobar podría
estar por sobre la de Mera, como paradigma de novela nacional.
En todo caso, la preocupación central de los personajes y el narrador nos conducen
hacia la defensa de un par de ideas que se afirman, desde diversos puntos de vista, una y
otra vez: la superación del partidismo y el elitismo. Afirma Mariano Castillo que del
“descalabro de Verdeloma” y “la retirada de Caspicorral”, sonados fracasos de las
milicias independentistas, “tuvieron la culpa única y exclusivamente los partidos
políticos, ó mejor dicho las ambiciones personales, perenne tumba de la prosperidad de
algunas naciones sudamericanas”. 328 Por su parte, Antonio Mideros (y por su mediación
el mismo Carlos R. Tobar) se lamenta de la factura clasista y elitista de la gesta libertaria
y, por extensión, del ejercicio del poder en la era republicana:
Verdad histórica, hecho confirmado y que no puede ponerse en duda, es que la guerra de
la independencia fué guerra de hijos de españoles contra españoles: los indios,
propiamente tales, los negros y muchos mestizos, se eran res nullius, esto es, propiedad
del primer ocupante, dado que la recluta los convertía, ora en soldados del Monarca, ora
en soldados de la Patria. Así se comprenderá, pues, cómo fusilados algunos Jefes,
desterrados otros, la paz pareció haberse afirmado en Quito.329
328
Tobar, Relación de un veterano de la Independencia (1895), 1: 230.
329
Ibid., 1: 242.
330
Ibid., 2: 45.
331
Ibid.
136
Colombia, pero también para asentar una doctrina antimilitarista. Un claro ejemplo
aparece cuando Antonio se encuentra con un viejo rival de la escuela, quien intenta
matarlo, motivado por la envidia, a pesar de estar en el mismo bando. El traidor falla y
asesina por accidente al teniente Rodríguez, quien lo había sancionado anteriormente por
indisciplina. Esta reyerta, impulsa a Antonio a reflexionar sobre el “cainismo” que
dividiría el primer Estado republicano en tres países distintos, a pesar de estar cobijados
por la misma bandera de Miranda:332 “Ah, ¡si el acontecimiento relatado será un fúnebre
presagio de lo que sucederá en lo futuro á las naciones dueñas de esta hermosa enseña!
¡Si ella tendrá que cubrir con vergüenza los cadáveres de las víctimas de Caín...!”. 333
Queda claro que nuestro autor es un americanista bolivariano.
Sin embargo, toda esta pintura ideológica de los personajes como Castillo y
Mideros va más allá de la reseña legendaria. Aunque quede claro que uno de los
propósitos de Tobar fue fabricar con su novela un suplemento de la historia, tal como
Andrés Bello y otros ideólogos americanos sugirieron que debían hacer los novelistas
americanos, también le sirvió para exponer una visión escéptica sobre la vida política de
su tiempo. Tobar no solamente es un patriota moralista, como lo fueron sin duda Mera,
Campos, Moreno y Pozo Monsalve. Este escritor también es un cronista de su tiempo: las
palabras de su personaje Antonio Mideros, que analizan y sentencian la época que le tocó
vivir, son igualmente válidas para juzgar la convulsionada contemporaneidad de las
naciones andinas de finales del siglo XIX: “[H]e visto á mi país cambiar de dueño como
una acémila: del señorío de España al de la Gran Colombia y después al despotismo,
salvas escasas excepciones, de tiranuelos de tres al cuatro subidos muchos de ellos al
poder, por artes de felonía, de traición ó de vileza”. 334
Antonio Mideros es uno de los personajes políticos más intensos, y probablemente
el más explícito ideólogo de todos los que se puede hallar en las novelas ecuatorianas del
siglo XIX. Es un veterano de la guerra de Independencia, y por ello el ciudadano
americano por antonomasia. Sus opiniones se pueden percibir como vehículos de los
anhelos patrióticos de casi todas las facciones políticas de los letrados de la época. El
332
Se refiere a la bandera que comparten Ecuador, Colombia y Venezuela, que flamearon los patriotas
bolivarianos inspirados por Francisco de Miranda (Caracas, 1750-Cádiz, 1816), precursor de la
Independencia.
333
Ibid., 2: 53.
334
Ibid., 1: 124.
137
llamado a la cordura, la reflexión y la actitud crítica y generosa entre los rivales no tiene
equivalencia en ninguna novela ecuatoriana de aquellos años. En ella se pueden ver
reflejados católicos conservadores como Mera, liberales moderados como Campos
Coello, e incluso liberales radicales y laicistas como Juan Montalvo. ¿Quién entre todos
ellos hubiera podido descalificar la pertinencia histórica y política de esta novela? Con
certeza, ninguno. Tobar, por medio de su narrador protagonista, repudia las rivalidades
entre connacionales. El horizonte de la fundación definitiva de una sola nación era más
urgente que la resolución de las diferencias al interior del territorio, cuyas fronteras
geográficas tampoco estaban definidas. Los ejemplos que utiliza Tobar pertenecen a la
generación de sus padres. Tan reciente era para él la existencia del Ecuador como legítima
y urgente su consolidación. En el capítulo XXI de la primera parte, Tobar refiere la
decepcionante competencia entre los próceres Montúfar y sus rivales también patriotas,
que acabó por diluir el primer movimiento independentista de la Audiencia de Quito, que,
según el narrador de la novela, tuvo alguna posibilidad de derrotar militarmente a los
realistas, años antes de la participación de las huestes bolivarianas en el conflicto. 335
Mediante las opiniones de su narrador y sus personajes, Tobar habla sobre la
nación como de una casa heredada de los mayores, que no se refacciona a tiempo y se cae
a pedazos: “[P]or haber pertenecido al padre de Aurora, don José Rey la miraba con
aversión y dejaba que se hundiesen los techos y se desplomasen las murallas sin acudir á
éstas ó á aquellos con oportunos reparos. Ni más ni menos como los presidentes de
República que dejan destruír las obras de sus predecesores”.336 Podemos leer estas y otras
ideas de la novela como propias del autor, más que de los personajes, si recordamos que
Tobar intervino en la administración del Estado, a partir del Gobierno de los llamados
progresistas, como funcionario de gobierno y diplomático. Solo tras el asesinato de Alfaro
y Julio Andrade, Tobar decidió exiliarse en Barcelona, donde falleció. En determinado
momento de la novela, el lector asiste a una reñida discusión entre Arturo Peñamar y
Mariano Castillo, que representan, respectivamente, a los independentistas moderados y
a los radicales, y constituyen también una proyección de lo que ocurría en el momento
mismo de la escritura de la novela (1891-1893): el advenimiento de la Revolución Liberal
335
Ibid., 1: 221-4.
336
Ibid., 1: 160.
138
y el fin del progresismo. En este caso, Mideros, el narrador protagonista, se limita a ser
un mero espectador: ni siquiera se atreve a moderar el debate.
Por esta razón, quizá no quede del todo clara la posición de Tobar respecto de esta
disputa, pero la polisemia es resultado del mayor mérito de la novela: por medio de la voz
de sus personajes, Tobar logra auténticas concreciones lingüísticas de las ideologías que
se encontraban en pugna en los primeros años de la República. En esta línea, vale anotar
al menos como curiosidad que Mariano Castillo, el personaje más importante de la novela
luego del narrador, sea un radical que nunca le enseña a su pupilo absolutamente nada de
religión. ¿Tobar se sentía identificado con él o con los más moderados? La novela no nos
permite saberlo, pero sí nos deja intuir que el autor simpatizaba de alguna manera con el
laicismo. Al final, el lector se lleva por lo menos una idea en firme: esta novela aboga por
un sentido de patria muy cercano a la arcadia soñada por los demócratas liberales. Así lo
explica Castillo con sus propias palabras:
Feliz tú, oh Antonio Mideros, llamado á gozar de la República, quiero decir, de las
delicias de una sociedad arcangélica, formada de hermanos todos cariñosos, todos iguales,
todos empeñados en la prosperidad común: sin envidias, sin preponderancias, sin mío ni
tuyo; bendecidos por Dios, alumbrados, vivificados por un sol de edén, alimentados por
una tierra pródiga, acariciados por un aire tibio, fragante, roborativo; agasajados, que no
gobernados, por autoridades sabias, desprendidas, abnegadas, justas, amadas por los
súbditos... nó súbditos... sino miembros de una familia rica, próspera, contenta,
beatífica...337
337
Ibid., 2: 11-2.
139
como iguales en la esperanza de gloria”. 338 Carlos R. Tobar inaugura con Castillo un
modelo de ciudadano en la figura del letrado fundador, que examinaré a continuación.
Quizá no deba parecernos extraño que la primera novela publicada en el siglo XIX
de tema ecuatoriano, El pirata del Guayas, del chileno Manuel Bilbao, tenga entre sus
personajes secundarios a uno que encarna el ideal del hombre ilustrado. Se trata de un
joven estudiante francés que está de paso por el principal puerto ecuatoriano, y a quien le
toca presenciar el montaje del cadalso donde iban a ser ejecutados una partida de piratas
que merodeaban las aguas del golfo del Guayas. El juego de identidades que construye
Bilbao parece claro: al decir francés, el narrador está refiriéndose al origen europeo de
gran parte de las ideas que animaron la emancipación americana. Sin entrar en mayores
polémicas ni precisiones sobre el supuesto origen o cariz ilustrado del ideario
emancipatorio (porque no es el tema de esta reflexión), vale señalar que es el primer
personaje novelesco del siglo XIX en hablar del Ecuador en términos de nación. En este
personaje, como en otros posteriores, podemos descubrir con relativa facilidad las
nociones que tanto escritores liberales cuanto conservadores, vale decir, nacionalistas de
diversa especie y ralea, tenían como horizonte político o ideológico común.
Este estudiante francés discurre con un abogado que se encuentra en la calle,
mientras observa cómo erigen el patíbulo en una plaza pública. El narrador se pone del
lado del estudiante, que va ganando el debate sobre la inutilidad de la pena de muerte:
Fácil fue a este leer en el semblante del abogado, la revelación del nacionalismo ofendido
y a fin de manifestarle su opinión, que estaba en pugna con las leyes criminales del
Ecuador, tenía fundamentos nada despreciables, que lejos de ofender el nacionalismo o
dañar las convicciones de la mayoría, podían servir de utilidad presentándoles un mal
admitido para reemplazarlo por un bien desechado, abordó la cuestión que discutían,
reduciéndola a los términos más precisos [énfasis añadido].339
El francés repudia que a los criminales más peligrosos como los piratas se los condene a
la pena de muerte, pero no porque la ejecución sea en sí misma reprochable, sino porque,
338
Ibid., 2: 26.
339
Bilbao, El pirata del Guayas, 128-9.
140
en este ejercicio violento de la autoridad, se desnuda la ineficacia de instituciones sociales
como la instrucción pública. Matar al forajido no es una prueba de fortaleza del Estado
nacional emergente, sino una acción extrema, desesperada e inevitable, producto de una
nación débil, fragmentada y al borde de la disolución. La pena de muerte es el síntoma de
un Estado incapaz de prevenir la disidencia violenta, el crimen, la exclusión social.
El joven francés critica luego el sistema penitenciario ecuatoriano, argumentando
que, antes que reformar a los delincuentes, las condiciones de la reclusión perfeccionan
sus vicios y destrezas criminales. Y termina su disquisición con dos ideas centrales,
derivadas de lo que el personaje denomina Derecho Natural: en primer lugar, “—La culpa
no es del reo, es de la sociedad que abdica su soberanía, es de los Gobiernos que han
olvidado satisfacer las exigencias sociales”; 340 y, en segundo lugar, “[d]ebe atenderse a la
educación antes que al castigo si es que se quiere corregir al delincuente”. 341 Tales ideas
dan para hacer una extensa genealogía del pensamiento jurídico en Latinoamérica, pero
para los propósitos de esta investigación, demuestran la presencia de una preocupación
central que tenían los escritores de aquella época; el pilar fundamental en la construcción
de la soberanía de la nación tiene un solo nombre: instrucción pública. Bilbao asume de
este modo su rol de pedagogo de la nación.
No es una novedad decir que la misión primordial de los escritos literarios del
siglo XIX fue la edificación de la patria mediante la educación moral y el adoctrinamiento
político. Lo que sí resulta al menos interesante es observar el modo en que estas tesis
políticas se manifiestan en las narraciones ficticias ecuatorianas. Mucho se ha dicho sobre
la figura del letrado como fundador de la nación, en tanto ideólogo político, educador y
esteta; pero casi nada se ha comentado sobre cómo se proyecta esta función, del
denominado escritor civil, sobre ciertos personajes novelescos: estudiantes, autodidactas,
maestros, sabios extranjeros. En esta última, debemos detenernos un instante: el primer
sabio ilustrado que aparece en la novela ecuatoriana del siglo XIX (incluyendo el texto
ecuatorianista de Manuel Bilbao) es un extranjero. La idea detrás de este fenómeno
parece estar clara: se creía que la sabiduría civilizatoria provenía de Europa,
especialmente de Francia. Así ocurre también en la novela de Manuel Coronel, La muerte
340
Ibid., 135.
341
Ibid., 162.
141
de Seniergues: Leyenda histórica, basada en sucesos reales ocurridos en 1739, en la
ciudad de Cuenca, en torno de la muerte del médico de la misión geodésica francesa.
En determinado pasaje de la novela de Coronel, los sabios franceses dialogan
sobre los beneficios de la Ilustración y el abandono de costumbres que consideran
bárbaras, tales como la fiesta taurina a la que han sido invitados. En su criterio, esas
prácticas antiguas se conservaban en las colonias españolas de América, para aplacar los
ánimos del populacho y mantenerlo sojuzgado. Al final, concuerdan en que la corrida de
toros es una herramienta de manipulación y distracción ideológica asociada con las fiestas
religiosas católicas. Les queda claro que las autoridades coloniales se cuidaban de proveer
a la población de las dosis justas de educación, junto con grandes porciones de
entretenimiento, aparentemente fatuo, pero de enorme eficacia política, porque
aseguraban la obediencia a las instituciones coloniales. Más que educación, la corona
española proveía a sus súbditos circo. El alegato de Coronel, por medio de sus personajes
europeos, posee además un fuerte corte anticlerical:
—Qué estás soñando, Moranville? Periódicos aquí, en donde sólo está permitido publicar
la Carilla del P. Ripalda?342 Teatro, ¡ah, teatro! Ya estás viendo el teatro que se ha
levantado en estos países. Cuántos siglos piensas que se necesitan para demolerlos y
sustituirlos con los teatros civilizadores? [...] Ahora, si hablamos de enseñanza pública,
¡oh! Eso sí, que raya en la fatuidad, en los desvaríos más extravagantes. Toda doctrina se
entiende por acá al revés de la razón. ¿No has asistido á los sermones que se han predicado
en estos días, allí en la iglesia? ¿No te has fijado en la forma, y modo, como los curas
adoctrinan á los pobres indios?343
De esta manera, la imagen del ilustrado les sirve a Bilbao y a Coronel para
posicionar ciertas nociones liberales que, aunque entraban en tensión con las ideas
conservadoras predominantes, apelaban a una razón en común: el pueblo llegaría a ser
soberano slo si era educado en la libertad, independientemente de sus inclinaciones
partidistas. El matiz conservador consiste en que tal educación debía ser religiosa. Bilbao
ambienta su novela en los años del Gobierno de Urbina (1852), pues no tiene más
remedio, ya que el famoso pirata Bruno, llamado en realidad Briones, es un personaje
histórico. Distinto es el caso de Coronel: ambienta su historia en 1739, durante la estancia
342
Coronel se refiere al jesuita español Jerónimo Martínez de Ripalda (1536-1618) y a su famoso
Catecismo y exposición breve de la doctrina cristiana (1591), reimpreso centenares de veces en todo el
Imperio español.
343
Coronel, La muerte de Seniergues, 118-9.
142
de la Misión Geodésica Francesa en la actual provincia del Azuay. Los personajes
ilustrados de Coronel y Bilbao intervienen en la historia mediante sus diálogos, para
imaginar una nación distinta, una nación futura. La distancia entre la época de Coronel y
la de su fábula vuelve más sutil su posición política, aunque tan clara como la de Bilbao.
El ilustrado es un modelo de ciudadano, porque detenta el conocimiento suficiente para
ejercer sus derechos y permitir a sus semejantes igualar su estatus soberano. El ilustrado
es el educador del pueblo.
Años más tarde aparecen otros personajes de letrados menos explícitos y potentes
que los franceses referidos hasta este momento. Uno de ellos es el Mr. Blácker de Naya
o la Chapetona. A diferencia de los otros, este es un ilustrado europeo de origen británico,
que decide radicarse en América, encantado por las bondades de la naturaleza, en un sitio
donde la virginidad de la selva oculta secretos que pueden servir a la humanidad, para
sanar las enfermedades o dinamizar el comercio y la industria. Blácker es el prototipo del
sujeto racional que desea conquistar la naturaleza en beneficio de la ciencia. Pero la
ciencia de este sabio europeo se encuentra al servicio de la fe:
Mr. Blácker era católico; y al revés de tantos semisabios que en el día adoran las fuerzas
de la materia y sus continuas evoluciones como origen y causa primaria de todos los
fenómenos, de todas las leyes del universo, él sólo veía en ellas y en la misma materia,
efectos múltiples y al parecer contrarios; pero todos en armonía con la unidad de un
pensamiento creador; todos dependientes, en sus diversas manifestaciones, de una
voluntad suprema, omnisciente y causa primordial de cuanto existe.344
344
Moreno, Naya o la Chapetona, 30.
143
las salidas al exterior. No me he olvidado cuán dulce fué la melancolía de cierta noche
[...] suspiré con agradable tristeza y me dormí nuevamente”. 345 Coloma vive en su mente
aquello que su cuerpo no es capaz de experimentar. Con este personaje verificamos que
el letrado de su época aspira a ser un librepensador, en ejercicio de una profesión liberal,
que se ve a sí mismo como realización del hombre del siglo: “Justo, necesario es que
renuncie el propio querer quien, como el sacerdote regular, tiene que vivir siempre sujeto
por provechosa obediencia; pero el hombre del siglo ha menester voluntad propia y firme
para salir airoso en infinidad de trances de la vida”. 346
El letrado es el cerebro de la nación. Su misión se compara con la del sacerdote.
Es como un pastor; es quien puede salir del adocenamiento y liderar; es el destinado a ser
el individuo que guíe a la comunidad, porque el hombre común de su tiempo, “como
animal de reata, ha de dejarse conducir irreflexivamente donde a bien lo tenga el más
insolente ó el más fuerte [...] Pero la sujeción moderada, la obediencia no pasiva sinó
razonada y razonable, acostumbra á poner límite á los deseos”.347 Esta misión pastoral,
apenas insinuada en la primera novela de Tobar, se afirma desde el inicio de su segunda
y más extensa obra de ficción, Relación de un veterano de la Independencia. Antonio
Mideros, el narrador protagonista, declara cuál es el “cumplimiento del sagrado y
primordial objeto del escritor: la moralización de las naciones”. 348 El escritor al que se
refiere es cualquier sujeto que tenga la dote de escribir: el letrado, que ha accedido a la
educación formal, o el ilustrado que participa en la disputa del poder político. Mideros
asegura que su relación no es una mera obra de ficción: “Si fuese esta una novela, para
concluír tal cual artísticamente pondría aquí punto final, después del Pichincha de
Sucre”.349
La intención declarada de Tobar no es esencialmente estética, sino educativa. En
los últimos párrafos, Mideros pasa revista al destino final de todos los personajes
principales, y termina citando el testamento de su madre, verdadera apología del ideal
republicano católico, auténtica moraleja novelesca, y quizá ingenua pretensión:
Pon todo tu empeño, afánate con tesón en no participar de las miserias políticas del ciego
partidarismo que divide estos pueblos apasionados, cuya grandeza no se mostrará a la
345
Tobar, “Timoleón Coloma: Dibujos de costumbres”, 69-70.
346
Ibid., 79.
347
Ibid., 79-80.
348
Tobar, Relación de un veterano de la Independencia (1895), 1: 23.
349
Ibid., 2: 210.
144
lumbre de las hogueras que encienden los bandos opuestos, sino á la claridad de la
tranquila irradiación del gabinete del hombre de estudio, de la oficina del industrial
laborioso, del hogar del agricultor entendido, del taller del artesano honrado, en una
palabra á los fulgores de la azulina luz que despide dulcemente la lámpara del tabernáculo
del templo del DIOS-PAZ.350
Una vez descritas las representaciones que considero más sencillas, me resulta
indispensable detenerme en las figuras novelescas de mayor poder simbólico, debido a
los significados políticos y estéticos que sintetizan: el matrimonio y la familia católicos,
entendidos como pactos sociales que sostienen a la república poscolonial. En varias de
las novelas que estamos discutiendo, la nación se representa en las figuras del matrimonio
o la familia cristiana. En ambos casos, la nación en ciernes se representa mediante un
procedimiento discursivo que, según Doris Sommer, organiza muchas novelas nacionales
latinoamericanas: la retórica del erotismo. 351 Esta línea interpretativa es muy eficaz, entre
otras razones, porque el matrimonio y la formación de una familia retratan con sencillez
la aspiración fundacional de “los padres de la patria”: el surgimiento de una comunidad
con identidad propia. En este sentido, no solo Cumandá, sino todas las novelas que
estamos examinando podrían recibir el mote de novela nacional: “El concepto de novela
nacional apenas necesita explicación en América Latina; se refiere a aquel libro cuya
lectura es exigida en las escuelas secundarias oficiales como fuente de la historia local y
orgullo literario”.352 Pero si queremos entender el modo en que las pequeñas comunidades
de lectores del siglo XIX construían su idea de nación, que acompañaba en la narrativa
de ficción a otros discursos como la Historia nacional, debemos incluir en esta categoría
a otros relatos, que no tienen como eje articulador la retórica del erotismo. La vigencia
de novelas distintas de Cumandá en el currículo educativo ecuatoriano, a lo largo del siglo
XIX y XX, como la Relación de Tobar, nos indican que no todas las novelas nacionales
responden a una retórica del erotismo como centro organizador. Algunas la refieren
simplemente como vehículo de legitimación literaria; es decir, como elemento que les
350
Ibid., 2: 216.
351
Sommer, Ficciones fundacionales, 19.
352
Ibid., 20.
145
permite ingresar al canon nacional, gracias a la aceptación del público de entonces,
acostumbrando a identificar el género de la novela con el modo discursivo del romance.
Con todo, lo más importante es descubrir en estas novelas que el amor
heterosexual es normativo, porque expresa el horizonte fundacional de la época: “[L]os
ideales nacionales están ostensiblemente arraigados en un amor heterosexual ‘natural’ y
en matrimonios que sirvieran como ejemplo de consolidaciones aparentemente pacíficas
durante los devastadores conflictos internos de mediados del siglo XIX”.353 La sexualidad
reproductiva, en el seno regulado de la familia cristiana católica, se concibe como uno de
los motores del crecimiento nacional, porque, a partir de ella, se podía proponer la
colonización de las vastas extensiones territoriales de América, con ciudadanos cristianos.
Y mediante estas uniones también se podían solucionar las diferencias de clase social,
etnia e ideología política. Además, como bien señala Sommer: “[L]a sociedad civil debía
ser cortejada y domesticada después de que los criollos conquistaron su
independencia”,354 y esta seducción política se podía conseguir con relativa eficacia
mediante ciertos discursos estéticos, a los que la población estaba ya habituada, como las
novelas de tema romántico. En el caso ecuatoriano, el propósito de la retórica del
erotismo, como ya podemos imaginarlo, consistió en convencer a la población de la
necesidad de fundar la nación criolla, oligárquica y terrateniente, poblando el territorio
de la patria con niños educados en la cultura hispánica y el cristianismo.
El matrimonio cristiano es una suerte de pacto social que resuelve las diferencias
al interior de los territorios considerados como espacios nacionales. Y si bien, como en el
caso de Cumandá y otras novelas de la época, “las pasiones domésticas resultan triviales
frente a los imaginarios patrióticos”, 355 la figura de la familia cristiana, resultado de esa
unión ecuménica, surge como el núcleo fundacional de la nación. Ahora bien, el caso de
Cumandá es complejo, porque la unión entre los amantes, vale decir, entre los fragmentos
interiores de la nación, no se puede llevar a cabo, debido a que Carlos y Cumandá son en
realidad hermanos. El motivo del incesto pervierte y enrarece el significado nacionalista
de la retórica del erotismo, es decir, de la representación de la nación como la unión de
los contrarios mediante un pacto amoroso. De allí que a los personajes les resulte mejor
rezar y hacer penitencia, antes que a los amantes unirse en matrimonio. Para Mera, resulta
353
Ibid., 22-3.
354
Ibid., 23.
355
Ibid., 33.
146
mejor evitar esta unión agregando el ingrediente del incesto, para que el final trágico de
la historia se perciba como inevitable. El pecado de la clase hacendada, representada por
el cura Orozco (padre de los jóvenes enamorados, que ha maltratado a los indios
contraviniendo el cristianismo) debe ser castigado. El ideal patriótico de Mera es el ideal
del cristiano católico que se retira a la vida santa de la oración, para redimir sus pecados.
Orozco abandona la selva donde han muerto sus hijos y se entrega a la penitencia. La
visión trágica de Mera pone por delante el respeto a las leyes de su dios y religión, antes
que la consecución del pacto nacional entre indios y blancos. La elección temática de
Mera no es para nada ingenua.
Aunque sabemos que “[c]omo solución retórica a la crisis en estas
novelas/naciones, el mestizaje, lema en muchos proyectos de consolidación nacional, con
frecuencia es la figura empleada para la pacificación del sector ‘primitivo’ o ‘bárbaro’”, 356
el encuentro armónico de las diversidades, encarnadas en Carlos el blanco y Cumandá la
india, no se lleva a cabo, debido a una urgencia religiosa o moral (por la prohibición del
incesto), a pesar de contravenir una necesidad patriótica (la unión de los pueblos y razas).
Tributar al cristianismo era para Mera más importante que fundar, de una vez por todas,
la nación multiétnica. Que Cumandá sea una falsa india, y que esa falsedad se descubra
en el último instante, resulta un artificio violento que apoya la posición conservadora del
autor. Asimismo, el matrimonio no consumado podría reflejar la intransigencia de la clase
política a la que pertenecía Mera, y que resistió la penetración paulatina de las ideas
liberales, hasta el punto de provocar una guerra civil: la única vía política que pudo relevar
del manejo del Estado nacional a los partidarios y simpatizantes del conservadurismo
garciano. El mestizaje, como resolución de los conflictos de la nación en ciernes, queda
suspendido indefinidamente en esta novela de Mera, aunque las condiciones de dicho
acuerdo social se muestren más claras y posibles de llevar a cabo en su obra como crítico
e historiador de la literatura. El incesto, más que un motivo literario típicamente
romántico (que Mera también usa como cumplimiento del decorum retórico o como parte
de su estilo) constituye un pretexto narrativo, una celada moralista propia de un católico
conservador de la época.
También es posible pensar que aquellos salvajes de la selva podrían haber
representado tanto a los indios paganos, cuanto a los rivales políticos de Mera,
356
Ibid., 39.
147
barbarizados en la metáfora del otro “no occidental”. Según Sommer, la función alegórica
del mestizaje en este tipo de novelas representa también la llamada al encuentro entre
facciones políticas rivales, antes que el llamado a una auténtica “alquimia racial”. 357 No
obstante, me parece que en el caso de Mera no es excluyente esta posibilidad. En
Cumandá, así como en todo su proyecto literario y político, el ánimo mestizante de Mera
es incontrovertible, más allá de que la raza india, para él, deba ser blanqueada y
occidentalizada con la religión cristiana y la lengua española, para ser digna de integrarse
a la sociedad criolla y su proyecto de nación. Mera se decanta por una resolución trágica
en Cumandá, para defender ideales más altos que la paz de los contrarios políticos y
raciales, que posibilitara la fundación de una patria mestiza, incluyente o ecuménica.
Mera utilizó otras herramientas, como el ensayo y la didáctica, para dejar en claro cuáles
eran sus posiciones respecto del futuro de la nación ecuatoriana: o era una república
católica, o no lo era en absoluto.
Como sugiere Juan Valdano, 358 la visión del amor presente en esta novela
corresponde a una cosmovisión trágica, posiblemente heredada de la cultura barroca de
la Contrarreforma: Carlos y Cumandá no pueden consumar el amor no solamente como
un castigo por el pecado de su padre, sino porque el tema del incesto le permite a Mera
evitar el tratamiento patético y apasionado, que los románticos de la época hacían del
tema del amor. Como hombre de convicciones religiosas que era, Mera no podía permitir
que ningún viso de sexualidad desatada o culto a los placeres del cuerpo asomara en su
narración. Es claro que aquella decisión, más que favorecer a la verosimilitud y
consistencia de la historia, tiene una función ideológica precisa: convertir a la ficción
novelesca en un engranaje más de la maquinaria del proyecto conservador. Tal como lo
propone Araujo Sánchez,359 el apologeta (moralista católico) que vivía en Mera corrige y
contiene al romántico (expresivo, impulsivo) mediante una modulación neoclásica
(preceptista, censuradora), para que su discurso sea políticamente correcto e
ideológicamente pertinente. Cualquier posible contradicción o debilidad que encontremos
en la novela de Mera se puede aclarar leyéndola en el contexto de su proyecto literario.
357
Ibid., 39.
358
Juan Valdano, “Pecado y expiación en Cumandá: elemento de una visión del mundo trágica”, en Pazos
Barrera, ed., Juan León Mera.
359
Diego Araujo Sánchez, “Cumandá: ideología y literalidad”, en Corrales Pascual, ed., Cumandá 1879-
1879, 239-53.
148
Como consecuencia, junto a la visión trágica y católica del mundo, “[h]ay, en
Cumandá, dos concepciones del amor ‘espiritual’ y ‘casto’ que solo puede darse en
ciertos individuos de la raza blanca, y el amor ‘vulgar’, ‘concupiscente’ y ‘material’, más
propio de seres innobles, y que, según el autor-narrador, es el que se da entre los indios y
también en la generalidad de los blancos”. 360 Estos dos tipos de amor, raza y culturas
debían comulgar de alguna manera si el proyecto de unidad ecuatoriana del
conservadurismo pretendía triunfar. Al respecto, el final de la novela es ambiguo, pues
no queda totalmente claro si el perdón de Tongana (el padre putativo de Cumandá) llega
finalmente a Orozco, y el cura debe marcharse, inseguro, a seguir su penitencia
enclaustrado en un monasterio hasta el final de sus días:
360
Valdano, “Pecado y expiación”, 50.
361
Mera, Cumandá, 221.
149
Entre dos tías y un tío cuenta la historia de la huérfana Juanita (hija de un veterano
de la Independencia) y Antonio, jóvenes ambateños que no pueden casarse. Los tíos de
ella, Tecla y Bonifacio, no dan su consentimiento, porque aquel es un muchacho pobre,
y porque al casarse Juanita, ella y Tecla dejarían de percibir la pensión del Tesoro (el
montepío militar del padre de la muchacha). Para alejar a los enamorados, envían a
Juanita a vivir a Quito con su tía Marta. La codicia de Tecla solo es equiparable al
alcoholismo de Bonifacio. Tiempo después, ya en Quito, la bella Juanita recibe en la calle
los coqueteos de varios jóvenes soldados. La tía Marta encuentra en ellos una amenaza
peor que el mismo Antonio, y les pide a sus hermanos que se la lleven de regreso a
Ambato. Antonio y Juanita planean el escape por medio de su correspondencia secreta:
una vez que Bonifacio y ella estén de regreso a su pueblo, Antonio y tres colegas los
interceptarían en el camino y se llevarían a Juanita para esconderla. Luego, un cura amigo
de Antonio los casaría y de esa manera su unión sería incuestionable. Bonifacio descubre
por azar el plan de los novios y cambia repentinamente de rumbo, por el vado de un río
torrentoso. El tío alcohólico, seguro de haber cumplido su tarea, se deja llevar por los
caballos y cae dormido por una de sus cotidianas borracheras. Al llegar a su destino, se
da cuenta de que Juanita no lo acompaña. Al sospechar que la perdió mientras dormía,
solicita al alguacil que lo acompañe a casa de Antonio, donde supone que la chica se
esconde. Una vez en el sitio, se entera de que Antonio y su comitiva nunca se cruzaron
con ellos. Repentinamente, una cuadrilla de indígenas llega con el cadáver de Juanita: se
había caído del caballo al cruzar el río, la corriente la había arrastrado y se había ahogado.
La sacralidad del matrimonio queda clara: quien se atreva a cuestionarla recibe el castigo
más fuerte. No importa si los novios, como en este caso, pertenecen a clases sociales
diferentes: la bendición divina anula todas las diferencias. De paso, Mera deja ver su
visión patriarcal: la tragedia ocurre en ausencia de la figura del padre; la autoridad
femenina subrogante es negligente y ambiciosa. La sentencia del narrador de Mera es
tajante: “Doña Tecla lloró mucho la muerte de su sobrina; pero crecía su pena el primero
de cada mes, porque ya no podía acudir á la Tesorería”. 362
En Un matrimonio inconveniente, Mera narra la historia de los hermanos Juan y
Pedro, que cuidaban juntos de Luisa, la hija del primero, quien había enviudado siendo
todavía muy joven. Juan se opone al matrimonio de Luisa con Rodolfo, porque es un
362
Mera, Entre dos tías y un tío, 36.
150
materialista (desde el punto de vista filosófico) y un ateo, además de ser un prometedor
comerciante. Pedro la apoya y, por su protección, la boda finalmente se realiza. Los
temores de Juan de que su hija se vea afectada por la falta de piedad cristiana y fe de su
esposo se vuelven ciertos en el momento en que Rodolfo se embarca en un importante
negocio, que haría duplicar su fortuna. Desafortunadamente, el banco en el que había
depositado su dinero quiebra y Rodolfo, desesperado por su tremendo fracaso, se suicida.
El argumento velado del narrador es que, por un lado, la falta de fe cristiana y resignación
a la voluntad divina son las razones de su decisión fatal. Y, por otro lado, el narrador
sugiere también que la tragedia es consecuencia de la desobediencia al padre. Con esta
historia, Mera vuelve a sustentar su visión patriarcal. Asimismo, aprovecha para combatir
a uno de sus peores enemigos, el ateísmo: “Es fácil colegirlo: El infortunio que amenazaba
a Rodolfo y Luisa era terrible, y Rodolfo no estaba preparado para recibirlo y soportarlo;
los materialistas y los ateos jamás lo están. La resignación á la voluntad divina es el mejor
confortativo del alma contra la desgracia, y ellos no pueden tenerla, la nobleza del
sufrimiento les es desconocida”. 363 Puede ser excesivo asegurar que este texto es una
defensa del matrimonio católico como fundamento de la nación. Conversan los
personajes:
—Ya comprendo a dónde vas con tu razonamiento: vas á las enseñanzas de la Iglesia.
—Exactamente; y no sé cómo tú que has recibido como yo esas enseñanzas divinas,
tú que eres católico, tomas el matrimonio únicamente por su lado humano. [...] Las leyes
morales vienen del cielo, y los frutos que ellas sazonan en la tierra, al cielo suben. El
matrimonio cristiano está fundado esencialmente en esas leyes; sus frutos son las almas
santificadas en la familia bendecida por Dios, para que se eleven a su fin último,
inmutable y eterno.364
363
Mera, “Un matromonio inconveniente”, 73.
364
Ibid., 44.
365
Ibid., 59-60.
151
condición trágica se debe en gran medida a la falta de una autoridad masculina que las
guíe por el camino de la ética cristiana. Araujo Sánchez ha señalado que “[e]n el plano
individual, probablemente los psicólogos podrían explicar la inconmovible fe católica de
Mera como una compensación de la ausencia del padre.” 366 Mera nunca conoció a su
propio padre, quien abandonó a su familia durante el embarazo de su madre. Esta ausencia
se puede ver solventada o castigada en la figura del penitente Domingo Orozco, que con
todos sus esfuerzos intenta redimirse de sus pecados de juventud y fracasa: solo la
esperanza cristiana en la justicia divina después de la muerte lo conforta y fortalece.
Aparentemente, Mera ajusta cuentas con su padre en la figura de su personaje novelesco.
Posiblemente, también reproduce la pena que como hijo tuvo que sufrir en la felicidad
incompleta e irrealizable de Carlos y Cumandá. El ajuste de cuentas contra los
hacendados, que parece sugerir el final de su novela, constituye también un escarmiento
a esa figura paterna irresponsable, que no supo conservar la unidad de la familia, núcleo
perfecto de la nación ecuatoriana. Domingo Orozco lo pierde todo, porque es incapaz de
crear una familia multiétnica y multicultural: los indios de la novela Cumandá, vistos
como los buenos salvajes, son también los hijos que no pueden entrar al redil de la familia
cristiana. La visión paternalista de Mera tiene varias dimensiones y se expresa también
en el motivo de la orfandad. Las mujeres sin padre están destinadas a fracasar.
En Naya o la Chapetona, la nación imaginada por Moreno se cimienta en un
tratado de paz firmado por los colonos españoles con las tribus amazónicas, en torno de
la educación y la patria potestad de los hijos mestizos, y los hijos de indios que vayan
naciendo en los territorios evangelizados. Todos deben someterse al rasero de la
catequesis, de la occidentalización, del blanqueamiento espiritual. Sin embargo, el
mestizaje de la princesa Naya debe mantenerse en secreto, pues se considera una afrenta
a la pureza de la familia india de su supuesto padre. En esta novela, el mestizaje es visto
como un peligro, desde la perspectiva de los indígenas colonizados: amenaza la existencia
de su raza y, por lo tanto, de su cultura. El país imaginado en la novela de Moreno es una
congregación de paz, llevada en torno de esta síntesis homogeneizadora, que finalmente
fracasa por estar basada en la mentira y el ocultamiento: el mestizaje es algo vergonzoso
que hay que disimular, o al menos naturalizar como parte de un proceso histórico,
sentenciado por la ley del dios cristiano. El mestizaje es como el pespunte que borda el
366
Diego Araujo Sánchez, “Juan León Mera y la educación”, en Pazos Barrera, ed., Juan León Mera, 142.
152
bies de un vestido, y brinda la sensación de que los límites de ese espacio material son
sólidos y no tienen fisuras. Al mismo tiempo, el mestizaje debe ser invisible al primer
vistazo, precisamente como el pespunte que forma el bies de la tela: si queda al
descubierto, todo el vestido corre el riesgo de deshilvanarse, deshilacharse, destejerse por
su borde más frágil. El mestizaje en esta novela es un pacto siempre al borde del fracaso.
Es un contrato liminar que debe permanecer tácito, que debe ocultarse con prudencia.
En otras palabras, el contrato del mestizaje, que aúna la nación ecuatoriana del
futuro, es un arte del disimulo, un protocolo para disfrazar el cuerpo y mostrar un alma
isotópica, de una sola procedencia. El pacto colonial, que permitió la convivencia entre
etnias y culturas desiguales y jerarquizadas, se transforma en un peculiar contrato
republicano, que intenta borrar las diferencias de la diversidad originaria. El matrimonio
entre el jefe indio y la madre de Naya es un pacto destinado al fracaso, porque oculta la
naturaleza heterotópica de toda conformación nacional. Al no reconocer la
heterogeneidad cultural de los pueblos que habitaban el continente, el proyecto nacional
conservador se negó a sí mismo la posibilidad de mirar la diferencia como una ventaja,
antes que como una tara para el desarrollo de las relaciones sociales.
En la novela de Moreno, la familia de Naya es un conglomerado atípico, en donde
conviven representantes de las diversas etnias de la nación en ciernes. Por un lado, se
encuentran Mr. Blácker (el preceptor extranjero) y el adelantado español Flavio Páez (su
padre biológico), quien fallece muy joven y a quien Naya nunca conoce. Por otro lado, se
encuentra Tocoya (la madre, que muere en el parto) y Quiroa (su supuesto padre), ambos,
nobles yaguarzongos convertidos al cristianismo y casados en la nueva fe. Y he aquí un
detalle novedoso: la esclava africana, Crisnelay, amamanta a Naya y cumple el papel de
madre de crianza. Sin embargo, en la casa de Naya solo viven ella, su mentor y su nana,
junto a otros sirvientes y esclavos, porque así dictamina el armisticio entre los criollos y
los indios de la ciudad recién fundada. Los yaguarzongos ceden la custodia de Naya a los
representantes de la familia de la madre de Blondina, hasta que ella decida casarse y
vuelva a la familia de su supuesto padre.
Esta novela deja la lección de que la Amazonía debe ser recuperada de las manos
de los bárbaros paganos: la nación, simbolizada también en el cuerpo virgen y hermoso
de Tocoya, debe integrarse a la matriz hispánica mediante su cristianización y el
matrimonio con el teniente español Flavio Páez. Una vez muerto Páez, Tocoya regresa a
153
sus orígenes étnicos, pero se vuelve a casar en el cristianismo, con el príncipe Quiroa.
Solo la imposición de la civilización occidental, por la razón de la evangelización y la
fuerza de las armas, logra sembrar el destino de la futura nación ecuatoriana. En esta
novela de Moreno sí se completa al inicio la alegoría del mestizaje, racial y cultural que
Mera plantea, y que no cumple en Cumandá. Sin embargo, debido a su trágico final, en
la novela de Moreno el mestizaje también queda como proyecto político inacabado,
cuando los colonos españoles se retiran de las riberas amazónicas, luego de que los
indígenas se alzan en armas y queman todos los asentamientos.
Mención aparte merece el aporte de los personajes de origen africano de la novela
de Moreno, los esclavos Blasco y Crisnelay, esta última traída desde Guinea. Su presencia
construye una alianza compleja, pues si bien el mestizaje de blancos con negros o de
blancos con indios se reconoce, el narrador señala la mutua repulsión entre las razas
subordinadas: “Y á la verdad, entre la raza africana y la cobriza, ha existido desde tiempo
inmemorial una innata repulsión y antipatía que no pueden corregir hasta ahora ni el andar
de los tiempos, ni la mejora de las costumbres, ni la predicación de la fraternidad universal
hecha por el Evangelio, para aproximar a los hombres en una sola familia”. 367 Respecto
de este último detalle, quizá podamos encontrar incluso una tesis racista: en esta novela,
la mezcla nacional ideal surge a raíz del matrimonio entre la blanca y las otras razas. A la
mezcla entre indios y negros le hace falta la matriz europea, el centro mismo del proceso
civilizatorio que engendra a la nación del siglo XIX.
Otro elemento novedoso de esta novela es que el cadáver de la princesa Tocoya
no descansa en la villa española, sino en la aldea indígena cercana. La posesión de la
tierra era tan sagrada para los amazónicos de la actual Zamora Chinchipe, que se negaron
a entregar los restos de la madre india de Naya. Tal acción hubiera significado una
usurpación territorial: “Mi adorada Naya, permíteme observarte que tus deseos son
irrealizables, porque nuestras leyes consideran como una propiedad de la Nación los
restos de la finada que yace en nuestra tierra y forma con ella un solo cuerpo: arrebatar
sus cenizas sería, pues, como un robo de su territorio, y una verdadera profanación”. 368
Reparemos en que el personaje indígena, que pronuncia esta sentencia, utiliza la palabra
“nación” para referirse al territorio amazónico y al cuerpo de la mujer. Más adelante,
367
Moreno, Naya o la Chapetona, 70.
368
Ibid., 89.
154
reaparece este vocablo cuando el narrador se refiere a las leyes indígenas. 369 La identidad
que guarda el cuerpo de la mujer con la noción de territorio nacional, asociados ambos
por las leyes de la cultura ancestral, sugiere que Moreno era plenamente consciente de
que con la narración de estas uniones familiares fallidas estaba representando la dificultad
de construir esa nación imaginada.
La lectura que estoy ensayando me impulsa a descubrir en la familia constituida
por Naya (mestiza), Tocoya (indígena), Crisnelay y Blasco (negros), Blácker y Páez
(blancos), una figuración visionaria del origen diverso de la nación ecuatoriana. ¿Será
que por este atrevimiento la novela fue censurada en su tiempo? No se posee información
para responder satisfactoriamente esta pregunta, pero se la formula porque revela los
debates políticos y culturales que están detrás de esta novela, independientemente de que
la podamos considerar una pieza estética tan lograda como las narraciones de Mera y
otros contemporáneos. Esta cuestión por sí misma constituye un tema de investigación
que rebasa mis actuales propósitos. Lo cierto es que el narrador de Moreno destaca que
además de la sangre india y blanca que corría por las venas de Blondina, la fuerza pasional
de la raza negra le había sido inoculada a Naya a través de la leche de Crisnelay, la nodriza
africana que la había amamantado al morir su madre. El personaje de Naya es una alegoría
racial de la nación por venir, del Ecuador del futuro.
Además de los modelos de ciudadanía que se han revisado hasta aquí, las novelas
del período que nos ocupa apuntalan los ideales de la nación en ciernes ofreciendo a los
lectores también algunos antimodelos: personajes que encarnan los temores y antivalores
de los sujetos republicanos de la época. Si con los símbolos culturales del letrado, la
familia o el mártir, se representaban las aspiraciones y el deber ser de la república
emergente, con estos ejemplos negativos se confirman cuáles son los límites de la moral
y la ética que enmarcan el proyecto nacional de la época. Cronológicamente, la primera
figura que encontramos en las novelas del siglo XIX es la del forajido, en El pirata del
369
Ibid., 108.
155
Guayas, de Manuel Bilbao. El personaje de Bruno es un representante perfecto de la
nación emergente en permanente crisis política, a punto de disolverse por su incapacidad
de generar instituciones estatales que logren cohesionar sus componentes diversos.
Se usa la palabra forajido como sinónimo de pirata, remitiendo a su sentido
etimológico: el forajido es aquel que, literalmente, vive en los extramuros de la polis, en
las afueras del Estado. El forajido impone su propio gobierno allí donde la autoridad de
la ley no llega o resulta ineficaz. El forajido ocupa el lugar de la ley estatal y representa
en sí mismo la movilidad e inestabilidad de las fronteras nacionales. En el siglo XIX, la
imagen novelesca del pirata representó el ideal libertario de los individuos que se
construían a sí mismos, al margen del cumplimiento de una ley que muchas veces
presumía de ser perfecta, pero que, en la práctica, resultaba injusta o inaplicable. El pirata
es el forajido por antonomasia, porque actúa en territorios donde las fronteras son, por
definición, líquidas: los océanos y mares. Son precisamente las aguas territoriales los
últimos límites geográficos que los Estados suelen cerrar con el dibujo de un mapa.
En la novela de Bilbao, el pirata aparece no solo como un delincuente, sino
también como un justiciero, a punto de convertirse en héroe patriótico. Mediante este
personaje, Bilbao mezcla su interés por acudir al llamado de las denominadas “ficciones
fundacionales”,370 con el ánimo de escribir una novela de aventuras. En ella retrata la
inminente disolución del proyecto nacional ecuatoriano y la posible desaparición del
Estado recién fundado, evocando el desorden y caos del período posfloreano. Su reflexión
final sobre la naturaleza de la ley y su función cohesionadora dota a esta obra de un poder
argumentativo propio de las novelas de tesis. El pirata del Guayas nos muestra el lado
positivo del rebelde, que lucha contra las injusticias sociales que lo han marginado, y
también su lado negativo de delincuente, que debe robar y matar para sobrevivir. En la
figura del forajido, encontramos representados los límites que los sujetos no deben cruzar,
aunque sus intenciones sean precisamente colaborar con la protección de la patria. Por
todo esto, el pirata encarna el problema de la colonización republicana, tanto de la
geografía nacional cuanto de los territorios simbólicos, donde la ley del Estado naciente
no respondía a los ideales ilustrados de los liberales de la época. Las Galápagos, donde
están recluidos los piratas, representan el límite físico y simbólico del territorio nacional.
370
Sommer, Ficciones fundacionales.
156
Pero aquí no termina la alegoría nacional de Bilbao, pues Bruno es un pirata
atípico: “Si el reo representa al Ecuador antes del primer grito de independencia, el pirata
venía a ser el país ya emancipado pero falto de dirección y, por ello mismo, destinado al
fracaso. En efecto, el pirata de esta novela consigue mucho más por medio de la razón
justamente argumentada que a través del crimen y la intimidación”. 371 Bruno lidera la
huida y revuelta de los reos confinados en la isla Isabela, mediante la argumentación y el
raciocinio, antes que luchando cuerpo a cuerpo como hacen los demás. Uno de sus
compañeros de celda lo compara con el rey Salomón, el sabio por antonomasia. 372 La
discusión del pirata con el Gobernador de las islas, sobre la naturaleza de las leyes que lo
recluyeron en las Galápagos, exponen la crisis en la que se encontraba la idea de la
autoridad como eje articulador de la nueva comunidad nacional, y muestra la justicia
nacional como algo precario y casi salvaje: “¿[Q]ué ley puede ser esa que pone al hombre
en la situación de avergonzarse de cuanto ve?, ¿de huir del último muchacho para no
correr al grito de azotado?”.373 Con el término azotado, Bruno se refiere a las huellas que
los castigos físicos dejaban en los criminales. Una vez estigmatizados por la ley del
Estado, era casi imposible que los reos se integraran nuevamente a la sociedad. El azotado
estaba destinado a ser un marginal para toda la vida: era desde ese momento un forajido,
un desterrado de la nación.
Este rasgo ilustrado del pirata del Guayas lo ubicaría junto a otros modelos
morales que ya hemos revisado, pero sus antecedentes criminales lo descalifican como
posible héroe patriótico. Con todo, Bilbao dibuja la situación de Bruno, de tal modo que
el lector se ve obligado a culpar al ineficaz Gobierno por el destino que sufre: “—No
digáis eso, señor; antes de que me asociasen a los criminales, de que me arrebatasen a mi
adorada Ángela, de que me infamasen, yo amaba a los hombres y en cada compañero
encontraba a un amigo”.374 Bilbao fue un liberal que seguramente no hubiera comulgado
con el autoritarismo garciano. Su pensamiento lo condujo hacia un exilio interminable.
Jamás pudo regresar a Chile. En esta novela, los aparatos judiciales del Estado nacional
se muestran obsoletos e ineficaces, porque antes que cohesionar la comunidad nacional,
371
Esteban Mayorga, “Prólogo”, en El pirata del Guayas, de Manuel Bilbao (Quito: Campaña Nacional
Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura, 2012), 15.
372
Bilbao, El pirata del Guayas, 88.
373
Ibid., 66.
374
Ibid., 115.
157
la disgregan y llevan al límite de su disolución. En ese mismo sentido va la argumentación
de Bruno en contra de la violencia, concebida como motivo constructor de la nación. La
violencia del Estado constituye el mejor recurso de una nación débil.
El pretexto de Bruno para escapar de la cárcel es unirse a las fuerzas patrióticas
contra el regreso del dictador Flores. Su heroísmo es una expresión más de la pulsión
salvaje que hace del proyecto nacional una quimera. Bruno prefiere ser tachado de
asesino, porque así sería reconocido como valiente, antes que como ladrón, sinónimo de
cobarde:
Le consolaba el partido que había tomado, de cubrir el epíteto de ladrón con el de asesino,
y en consecuencia con esa idea, Bruno tenía la convicción de encontrar simpatías en su
nada y en el sentimiento nacional que aplaude cuanto lleva el sello del valor, del heroísmo
en todas sus faces.
¡Hábito arraigado que por desgracia prepondera en las masas y de donde
frecuentemente se ven surgir fenómenos inconcebibles! La supremacía de la espada sobre
la inteligencia ha sido uno de esos resultados que tantas revoluciones ha costado a la
América y una de las principales fuentes de despotismos que han obstruido el desarrollo
de la industria y de las reformas.375
375
Ibid., 83.
376
Ibid., 106-7.
158
Finalmente, la comprensión y empatía que despiertan los piratas en los jueces y la
población en general no los libra de ser ejecutados en público. El Estado nacional debía
mostrarse implacable, para demostrar que la nación no se había resquebrajado hacia el
interior, sin importar cuántos peligros externos acecharan sus fronteras.
La figura del bandolero, que imponía su propia ley ante la evidencia de un Estado
nacional deficiente, incapaz de garantizar los derechos de los ciudadanos, es una tradición
no solo de las historias populares, sino de la novela hispánica desde sus orígenes. El
Quijote recoge, en su segunda parte, la figura del bandolero, de aquel que hace justicia
por sus propias manos, y reparte la riqueza mal habida o injustamente acumulada por las
clases dominantes de la sociedad feudal. Tal parece haber sido el caso de este primer
Robin Hood criollo, cuyo auténtico nombre fue Manuel Briones:
377
Ángel Emilio Hidalgo, “Manuel Briones: montubio, pirata y ‘¿héroe?’”. El Telégrafo, 23 de febrero de
2014. www.eltelegrafo.com.ec .
159
madre le confiesa a Bruno que Ángela es en realidad su hermana. Bruno se entera de que
su madre había sido una adúltera, pecado original que motiva la saga trágica de Bruno y
su familia. El origen liberal de su autor no atenúa el sentido moralista y cristiano de esta
historia. A fin de cuentas, el castigo llega porque la ley de Dios no fue acatada.
Años más tarde, en El hombre de las ruinas, Francisco Javier Salazar Arboleda
pinta la devastación posterior al terremoto de Ibarra de 1868. En medio de los restos de
la ciudad, el narrador testigo nos describe a uno de los pocos sobrevivientes, cuyo
comportamiento le llama la atención. Se trata de un anciano prestamista que ha perdido
toda su fortuna en la tragedia. Mediante este personaje, el pecado de la avaricia está
retratado en su más extrema posibilidad: la profanación de los cadáveres esparcidos en
medio de las ruinas, cuyos bolsillos el anciano esculca en busca del pago de las deudas
que no logró cobrar cuando sus acreedores estaban con vida. El fraile se encuentra con
“el hombre de las ruinas”, pero no logra convencerlo de la necesidad de las buenas obras,
y solo capta su atención en el momento en que le asegura que el cielo prometido está lleno
de tesoros. Pero “el hombre de las ruinas” se desencanta cuando escucha que tales tesoros
son espirituales y provienen de las buenas obras de los hombres.
Su extrema avaricia se manifiesta más tarde cuando aparece en escena un niño
ciego, que le canta un yaraví para pedir limosna. El anciano se indigna y jura estar tan
pobre como el niño mendigo. Con los personajes del viejo vidente y el niño ciego, Salazar
Arboleda establece una contraposición entre la ceguera del anciano y la sapiencia interna
del niño. El viejo, pervertido por su ambición, no ha logrado desarrollar las virtudes
propias de su edad, mientras que el niño tiene la capacidad de conocer el mundo, a pesar
de no poder verlo, gracias a su innata sabiduría. El niño es una especie de “ángel
anunciador y premonitorio”,378 porque le aconseja al anciano que no atesore aquello que
el tiempo o los ladrones le pueden arrebatar: los bienes materiales, el dinero. Es claro que
la novela tiene un sentido crítico y pedagógico. Hay que destacar también que las
características caucásicas del niño, rubio y blanco, acentúan sus posibles significados
alegóricos: constituye una clara muestra del origen y la estructura mental hispánica y
eurocéntrica de Salazar Arboleda. Además, la ceguera, identificada con la videncia, es un
motivo literario que se encuentra en la tradición occidental desde los mitos griegos.
378
Rodríguez-Arenas, “La imaginación, lo fantástico y la ética”, 40.
160
Este prototipo de anticiudadano se completa con otro artificio novelesco. Tiembla
nuevamente la tierra, y el narrador testigo nos describe la aparición de un gigante, desde
las entrañas de la tierra, que se lamenta de que no hayan muerto todos los habitantes de
la ciudad. Esta especie de demonio le dice al “hombre de las ruinas” que debe llevárselo,
pero él intenta negociar diciéndole que antes de irse desea recoger el dinero acaudalado.
El gigante se lo niega y le recuerda el castigo eterno que le espera a los avariciosos, tal
como aparece en el Canto VII de la primera parte de la Divina Comedia: el cuarto círculo
del Infierno le está reservado a los pecadores de su clase, los avaros y pródigos. Esta
disyuntiva, entre entregarlo todo a Dios o al Demonio, y perder lo que ha atesorado en la
vida, produce un enorme conflicto en el prestamista, quien finalmente no encuentra una
solución satisfactoria. La codicia lo ha condenado irremediablemente: perderá sus
riquezas y también su alma. Ante esta visión, el narrador testigo decide abandonar la
ciudad en ruinas. Poco después, el personaje del fraile le escribe una carta al narrador,
para contarle el final del “hombre de las ruinas”: había enloquecido después de que unos
ladrones le robaran todo el dinero que había encontrado entre los escombros. Solo el
reencuentro con el niño ciego le proporcionó en sus últimos días algún alivio, porque el
muchacho compartió con el viejo el producto de sus limosnas. Finalmente, el avaricioso
prestamista muere solo, y su tumba permanece abandonada para siempre:
De esta manera, el mensaje ético que se transmite guía hacia formas de vida solidaria, de
respeto y de mutuo reconocimiento e igualdad; además de la defensa de los vulnerados y
débiles. De ahí que el niño le haya profetizado el final que iba a sufrir; pero, a su vez, en
la postrera parte de la vida del anciano fuera el único que lo había ayudado. Mediante los
signos proféticos y las pequeñas acciones y ejemplos realizados por el niño, se explicita
la función simbólica de la ideología religiosa que divulga lo relatado.379
Con esta obra, Salazar Arboleda, alguna vez partidario de García Moreno y miembro
activo de su Gobierno, participó en el adoctrinamiento de la población y la creación de
los ideales éticos de la nueva ciudadanía. La moraleja del relato es muy clara: nada, ni
siquiera la acumulación de riquezas materiales, beneficia más a la nación ecuatoriana que
convertir su realización en una obra consagrada al dios cristiano.
Por debajo del forajido y el codicioso, se encuentra el masón. En la mirada de la
ética católica de la época, en su figura confluían los vicios y males más peligrosos. La
novela folletinesca de José Peralta, titulada Soledad, es un manifiesto antimasónico y, por
379
Ibid., 44.
161
contagio, también constituye un alegato antiliberal. En esta breve narración, la logia
simbólica “Estrella Polar del Perú” es descrita como una sociedad antidemocrática y
satanista, llena de contradicciones e hipocresías: “[L]a fraternidad y la igualdad se habían
convertido aquí en el más horrible despotismo, la filantropía en odio, el progreso en
muerte, la algazara del convite en silencio sepulcral, y la luz en tinieblas”. 380 Tal es el
compromiso antimasónico del narrador, que la llegada de los iniciados al último recinto
del templo, llamado “Gabinete del número sagrado, que es el sancta sactorum de la
logia”,381 se describe como una verdadera catábasis: “El descenso es, sin embargo, lento.
/ El huracán brama en aquel caos, y óyese el horrísono retumbar de olas, que mugen
embravecidas, y se revuelven en pavoroso remolino en medio de las tinieblas. / Voces
extrañas, gemidos de muerte, fúnebres lamentos, se mezclan y confunden con el sordo
rumor de la tormenta. / Y los Hermanos bajan y bajan, sin fin”. 382 El suspenso, que
produce la interrupción de la entrega de la novela por capítulos, se acentúa cada vez que
el narrador dosifica la develación del misterio. Así termina la segunda entrega: “La
Masonería va mostrándose por grados: corramos el telón, y ocultemos negras escenas,
para que no se horroricen nuestros lectores”. 383 La pintura del templo masónico se alterna
con las descripciones de los espacios luminosos y hogareños de la casa de la familia Witt,
de tal forma que, por contraste, el templo masón resulta todavía más lúgubre y misterioso.
Sir William Witt es un desertor de la masonería, que debe expatriarse para salvar
la vida, perseguido por sus antiguos hermanos de logia. El motivo mismo del destierro
simboliza la precariedad de la construcción imaginaria de la nación, porque se concibe
como un objeto inalcanzable: Witt no encuentra paz en su tierra natal y tampoco en su
patria adoptiva. La patria no llega, la nación (entendida como extensión del hogar) se les
escapa de las manos a Soledad y su padre. Su destierro ha sido provocado por los
masones, enemigos de la Iglesia católica y, por lo tanto, enemigos de la nación cristiana.
La visión de Sir William Witt es tan negativa que concibe el destierro como un destino
inapelable, de tal modo que espera encontrar su patria en la presencia de Dios, en el
regreso al paraíso después de la muerte. La patria del desterrado no está en el terruño
perdido, sino en la promesa divina de la restitución eterna: “[E]n el destierro no hay más
380
Peralta, “Soledad”, n.o 20.
381
Ibid., n.o 25.
382
Ibid.
383
Ibid., n.o 20.
162
que abrojos que hieren las plantas del viajero [...] la ausencia de la patria no es tan amarga
como la vida, verdadero destierro de la humanidad”. 384
Pero, por si el personaje del masón, retratado como el arquetipo del enemigo del
ciudadano cristiano, no esclareciera el sentido religioso de esta obra, Peralta nos ofrece
en las palabras del narrador una patética apología del catolicismo:
Los masones finalmente descubren que Witt y su hija están escondidos en Lima y
se valen de los militantes locales para manipular a Ricardo, el novio de Soledad, también
iniciado en la logia peruana. El plan de escape de Ricardo falla completamente. Una vez
muerto Sir William, pretende esconder a Soledad en un convento, pero en el instante de
la despedida, su mejor amigo, Julio, quien también es masón, entra en escena y asesina a
los amantes de un solo tiro. La maldad del supuesto enemigo, encarando en el personaje
traidor de Julio, triunfa en la historia como un ejemplo aleccionador de las consecuencias
que acarrea el alejarse de la Iglesia y acudir a estas organizaciones liberales, consideradas
espurias y malignas. En la visión predominante de la época, la Iglesia católica es la única
autorizada para edificar las almas y proveer a la nación de buenos ciudadanos. Las otras
instituciones son alternativas falaces y mortales.
Además del masón como arquetipo del enemigo de la Iglesia y la nación, esta
novela aporta otro elemento para interpretar el desarrollo del proyecto nacional. La
familia Witt también puede ser leída como una representación de la nación: la patria como
una familia en peligro constante, amenazada por los enemigos de la Iglesia, que son al
mismo tiempo enemigos del Estado. La representación de ese espacio nacional, que no
puede ser poseído o habitado, debido a la constante huida para preservar la vida, tiene
varias dimensiones. En primer lugar, al estar ambientada en Lima, la novela simboliza
cuán inaprensible podía ser el territorio de la nación en ese entonces: sus límites
geográficos eran tan imprecisos, que los conflictos militares entre países se extendieron
384
Ibid., n.o 21.
385
Ibid., n.o 40.
163
durante más de un siglo. En segundo lugar, el valor simbólico de los espacios novelescos
afirma su moralismo dicotómico, casi maniqueo. Los espacios de la casa, del hogar, son
iluminados e idílicos, mientras que el templo de la logia es oscuro, misterioso.386 El valor
simbólico se extiende al nombre mismo de la protagonista: “Soledad, como su nombre y
sus circunstancias lo indican, está marcada por la desintegración de su familia [...] es un
ser emocionalmente vacío”. 387
Este ataque de Peralta a los valores liberales que representaba la masonería
pertenece a la tendencia más conservadora del catolicismo de la época. Su fuerza pastoral
cooptó la voluntad y el intelecto del joven autor, quien años más tarde se convertiría en
un feroz anticlerical: “Durante el siglo XIX, hubo un abierto rechazo a las sociedades
secretas porque para muchos simbolizaban una alianza satánica”. 388 El enemigo debía
retratarse con fidelidad y en toda la complejidad de su misterio: Peralta ocupó cinco de
los dieciocho capítulos de su novela de folletín caracterizando los ritos y prácticas de los
masones.389 En aquella época, ya existían numerosos libros sobre la masonería, a los que
Peralta seguramente tuvo acceso, y cuyos autores eran bien conocidos: Felix Antoine
Dupanloup, arzobispo de Orleans, y Louis Gaston de Segur. Estas obras circulaban en
Latinoamérica traducidas al español. El primero había sido impreso en Bogotá en 1875,
y el segundo en Chile en 1868 y en Bolivia en 1878. 390
Las ideas de los católicos de la época, acerca de las sociedades secretas como la
masonería, están resumidas en la encíclica papal Humanum Genus, promulgada por León
XIII, el 20 de abril de 1884, apenas tres años después de que Peralta empezara a publicar
su novela. Recordemos que cinco capítulos de Soledad se publicaron en 1881, en el
número 19 de El Correo del Azuay, y que en 1885 salió íntegra en el periódico El
Progreso de Cuenca. Si bien se ha tomado las fuentes bibliográficas sobre este asunto del
trabajo de Rodríguez-Arenas, cuyas ideas sobre Soledad han inspirado estos argumentos,
me permito insistir en este dato. Quizá Peralta modificó en algo y enriqueció su novela
con las referencias a la encíclica de León XIII, pero con toda seguridad ya la tenía lista
386
Rodríguez-Arenas, “Del romanticismo al realismo”, 88.
387
Ibid., 92.
388
Ibid., 95.
389
Para obtener una descripción completa de estos símbolos y ritos, se puede revisar el trabajo de
Rodríguez- Arenas (ibid., 93) y la fuente bibliográfica que utiliza: Juan Carlos Daza, Diccionario de la
Francmasonería (Madrid: Akal, 1997).
390
Ibid., 97.
164
algunos años antes de que apareciera la carta pontificia. Posiblemente no sea tan preciso
afirmar, como sugiere Rodríguez-Arenas, que Peralta haya adaptado en “su novela los
mensajes emitidos en Humanum Genus”,391 pues ya había empezado a publicarla algunos
años antes de que la Encíclica se difundiera.
Peralta no hizo otra cosa que codificar en una narración ficticia los consensos que
los católicos de la época tenían sobre las sociedades secretas como la masonería. La
famosa encíclica papal no hizo otra cosa que sentar cátedra sobre ese consenso y fijarlo
como criterio religioso. Puede resultar sorpresivo que el fundador del Partido Liberal del
Azuay haya escrito un libelo religioso tan iracundo, pero debemos tomar en cuenta que
lo hizo siendo todavía muy joven, mucho antes de su transformación ideológica. En 1885,
Peralta era todavía un escritor en ciernes, que colaboraba en El Correo del Azuay junto a
otros intelectuales de la misma tendencia: Remigio Crespo Toral, Honorato Vásquez,
Miguel Moreno, Juan León Mera. Sus ideas reaccionarias no calaron profundo en Peralta.
Años más tarde, el mismo joven conservador se transformó en el ideólogo anticlerical del
liberalismo y confesó en uno de sus escritos: “Por primera vez me avergoncé de haber
desempeñado el papel de apologista de una religión que nadie atacaba ni tenía necesidad
de defensores imberbes e ignorantes”.392 Su conversión espiritual fue tan extrema que
algunos historiadores señalan el hecho de que también haya pertenecido a la masonería. 393
En cualquier caso, es sabido que Peralta se destacó sobre todo como escritor político. Esta
obra de ficción confirma su transición desde el catolicismo militante hacia el liberalismo
radical, que los historiadores han estudiado en detalle. Y también confirma el papel
ideológico que cumplía la Iglesia en aquellos años.
391
Ibid., 103.
392
Juan J. Paz y Miño, citado ibid.
393
Jorge Núñez Sánchez, citado por Rodríguez-Arenas, “Del romanticismo al realismo”, 103.
165
centro mismo de los debates. A continuación, se propone otra tipología, que recoge
aquellos sujetos que no habían entrado todavía en la disputa, porque se encontraban
completamente relegados del ámbito cultural y político, o porque se los consideraba
antimodelos aún más radicales que los examinados en el capítulo anterior (masones,
forajidos, codiciosos). Ahora bien, el grado de lejanía de estas figuras con respecto del
ideal del ciudadano (varón, blanco, hispánico, letrado y católico) impulsa a pensar en al
menos dos subcategorías: aquellos sujetos subalternos que se encontraban fuera de los
límites de la nación y aquellos que estaban dentro, pero arrimados a los márgenes del
territorio cultural, lejos del centro de la disputa. Por esta razón, se presenta, en primer
término, a los subalternos marginales; y, en segundo, a los subalternos integrados.
Más allá de esa frontera, líquida como cualquier otra, esta división atiende más a
la claridad expositiva que a una base axiológica firme. No se propone crear tipologías
categóricas (siempre polémicas e insuficientes), sino ofrecer nuevas herramientas de
lectura. En cualquier caso, queda claro que la noción de subalternidad implica la
integración de los individuos al proyecto nacional como sujetos subordinados y
obedientes. De ahí que se califique a ciertos subalternos de marginales, pensando en
aquellos que, pudiendo ser parte de ella, se hallan al borde de la nación, saliendo de su
territorio para oponérsele. Son los rebeldes que fracasan en su intento de emancipación
(como las hijas y las esposas desobedientes) o los individuos que se alejan tanto del ideal
ciudadano que pasan casi inadvertidos (como los afrodescendientes analfabetos). Los
subalternos no son ni pueden ser disidentes exitosos: no poseen ni la voluntad ni las
habilidades suficientes como para escapar de la órbita del poder que les otorga sentido.
El subalterno que logra escapar se transforma en cimarrón, en forajido invencible, en
sujeto soberano. Funda su nación. Por eso también he propuesto la subcategoría de
subalternos integrados, pensando en aquellos sujetos que ni siquiera se plantean la
posibilidad de impugnar el régimen. Se trata de aquellos más sumisos o adheridos al relato
nacional, con la mayor violencia o eficacia; aquellos que ni siquiera se plantean la
posibilidad de disentir. En suma, esta clasificación muestra cómo los escritores
representaban a los individuos que debían integrarse a la comunidad nacional,
dependiendo de cuánto se alejaran de su ideal de ciudadano ecuatoriano, nuevamente:
varón, blanco, hispánico, letrado y católico.
166
2.1. Los subalternos marginales
Cuando no se presentan como una parte exótica del paisaje, los afrodescendientes
apenas son referidos como miembros de la extensa clase servil, que integraban
mayoritariamente los indígenas. O los afrodescendientes aparecen al margen de la
historia, o no aparecen del todo. Tal olvido selectivo demuestra con claridad que para
ninguno de los autores que estamos revisando, incluso para aquellos más liberales como
Coronel, Riofrío o Montalvo, la población de origen africano era lo suficientemente
importante como para integrarla a la nación imaginada. Sea por las distancias culturales
o sea por los cercos demográficos, las novelas de este período anterior a la Revolución
Alfarista no encuentran en el negro a un ciudadano integrado o a un individuo con
capacidad de integrarse al espacio nacional. Cuando el negro emerge como personaje o
actor novelesco, la característica que mayor atención merece de parte de los narradores
es su incapacidad para comunicarse con solvencia en la lengua nacional. Esta es la
característica común de todas las representaciones del afrodescendiente: apenas balbucea
el idioma de sus amos o enemigos. Al no poder comunicarse, como lo hacen entre ellos
los indígenas, mestizos y blancos, todos en español, los negros quedan confinados a
espacios excepcionales, exóticos o extraños. Para estos autores, si los indios son como
niños, los negros son como infantes. Por un lado, los indios son como menores de edad,
que deben ser tutelados por el criollo blanco, hasta que su nivel de conciencia, que crece
gracias la educación evangelizadora, les permita obtener el grado de ciudadanos de la
nueva república. Por otro lado, los negros son como infantes, eternos menores de edad,
cuyo nivel de conciencia jamás crecerá, pues ni siquiera son capaces de hablar
correctamente la lengua de la religión y el Estado nacional. El infante, en su sentido
etimológico, es aquel individuo incapaz de articular palabras inteligibles. Ahora bien, en
algunos momentos, el indio también calla. O, mejor dicho, el narrador (sucedáneo del
autor) no le permite hablar y lo convierte, junto al esclavo negro, en un semoviente más
del feudo del patrón blanco.
167
Cronológicamente, la primera novela ecuatoriana del siglo XIX que representa a
los afrodescendientes es La muerte de Seniergues, de Manuel Coronel. Su posición social
está muy cerca de los indios, quienes aparecen apenas aludidos por el narrador, pero
nunca nombrados directamente, mucho menos con sus nombres propios: simplemente
son los indios, unos indios, ciertos indios. Y todos son asistentes o sirvientes de algún
hombre blanco. En una suerte de representación jerarquizada, los mozos y sirvientes cuyo
nombre pronuncia el narrador de la historia son individuos mestizos o blancos. En todos
los casos, no son sino actores muy secundarios, que intervienen como compañía ocasional
de los protagonistas, que el narrador nombra al paso. Los indios no hablan y no tienen
nombre: no son importantes para el desenvolvimiento de la historia. Y los esclavos negros
tampoco hablan, pero, curiosamente, sí tienen nombre: el esclavo del sabio Juscién se
llama José Cujidon, y el esclavo de Seniergues se llama Agustín Congo. A diferencia de
los indios, estos negros posiblemente tienen nombre porque forman una especie de corte
o compañía permanente de los europeos.
Su presencia en la novela de Coronel ofrece una visión edulcorada de la esclavitud
a finales del siglo XVIII: se consideraba a los negros como parte de la familia, tal como
lo podría haber sido una mascota o algún animal doméstico. Esta visión del esclavo negro
como parte de la familia del notable o del burgués europeo aparece también en Soledad
de José Peralta. Según se deduce de las palabras con que el personaje Sir William Witt se
comunica con su esclavo Jorge, la visión del autor de la novela sobre los sirvientes
domésticos es paternalista, y propia de la clase criolla católica de la época: “[T]ú solo,
que eres como mi hermano, sabes todos mis secretos [...] —amigo, no hay más que
aprovechar este momento, que nos dejan respirar las logias”. 394 Con estas palabras, el
narrador pinta a su personaje europeo como un hombre generoso y condescendiente con
sus subordinados. La presencia del negro Jorge no sirve tanto para retratar la situación de
los afrodescendientes, cuanto para caracterizar al protagonista de la historia como un
hombre piadoso y caritativo. Los esclavos negros presentes en las novelas de Coronel y
Peralta son meras piezas decorativas, que refuerzan el carácter de los héroes.
Si las de Coronel y Peralta son las primeras apariciones de los afrodescendientes
en la novela ecuatoriana del siglo XIX, la primera caracterización probablemente sea la
que Carlos R. Tobar logra en Timoleón Coloma. En el capítulo X, titulado “¡Al campo!
394
Peralta, “Soledad”, n.o 19.
168
¡Al campo!”, Tobar retrata el estatuto servil de la comunidad afrodescendiente de la Sierra
Norte ecuatoriana, que habitaba en las plantaciones y trabajaba en los ingenios
azucareros, ubicados en los valles de los ríos Chota y Mira, y en el valle de Salinas, al
noroccidente de Ibarra. Por supuesto, el trato del narrador es condescendiente: “[E]l
crugido de las mazas de bronce, apagaron casi el simultáneo saludo de negros, negras y
negritos que trabajaban en la molienda; mientras yo lo veía todo, una de ésas descortezó
una caña, la rajó con su machete y nos la ofreció con ciertos ademanes de coquetería,
podría decirse mujeril”. 395 Los negros son sumisos y “coquetos” con el patrón que pasea
por la plantación. Es posible que su aparición en estas ficciones nos haga pensar que la
exclusión de los afrodescendientes no fue tan radical como se ha insinuado en un
principio, pero no debemos perder de vista que su presencia es marginal y que en ningún
momento son tema central del interés del narrador. Están allí como parte del paisaje o el
escenario, para caracterizar mejor a los auténticos protagonistas de las novelas: los
criollos blancos.
Estos pasajes de Timoleón Coloma probablemente sean los primeros momentos
negristas de la literatura nacional ecuatoriana, al menos en la narrativa de ficción. Los
afroecuatorianos aparecen como personajes bárbaros y exóticos, retratados sobre todo por
medio de su habla coloquial. Los negros de Timoleón Coloma son como infantes que
apenas balbucean el español. Su ánimo costumbrista ubica a Tobar como un autor que
pretende todo el tiempo ir más allá del criticado 396 o celebrado casticismo de su obra. 397
Tobar se adelanta con mucho a José Antonio Campos y los realistas sociales del siglo
XX, con esta suerte de microetnografía lingüística: “—Mire, ño Melecio, no le bese tanto
á la punta. / —¡Oyá! Y por qué nó, si me muero por eya. / —Y su mujé que dirá? / —
Naa; porque temién le gusta muchá al aguardiente”.398 A pesar de la fugaz atención que
Tobar presta a los afrodescendientes en Timoleón Coloma, su visión sobre estos sujetos
no es realmente positiva, quizá porque no estaban integrados en un pueblo o etnia
definidos, y permanecían separados del contacto mestizante del que gozaban indígenas y
blancos. Es conocida la procedencia fragmentaria de los negros que llegaron a América.
395
Tobar, “Timoleón Coloma: Dibujos de costumbres quiteñas”, 122.
396
[Miguel Donoso Pareja], “Timoleón Coloma, un joven Torless de por acá”, en Timoleón Coloma, de
Carlos R. Tobar, 9-29 (Quito: El Conejo, 1984).
397
Hernán Rodríguez Castelo, “Timoleón Coloma”, en Cuento ecuatoriano del siglo XIX y Timoleón
Coloma, compilado por Hernpan Rodríguez Castelo, 126-9 (Guayaquil: Ariel, 1972).
398
Tobar, “Timoleón Coloma: Dibujos de costumbres quiteñas”, 122-3.
169
Esta división étnica, cultural, lingüística e incluso religiosa de los afrodescendientes fue
planificada por los comerciantes de esclavos y el mismo aparato colonial español, para
facilitar el dominio y sumisión de millones de gentes llevadas por la fuerza de las armas
a su triste destino. Sin identidad propia que los uniera contra sus victimarios, los africanos
fueron fácilmente esclavizados en las colonias americanas.
Ya se ha comentado cómo, en su Relación de un veterano de la Independencia,
Tobar señala el modo en que cualquiera, fuera mestizo, indio o negro, formaba parte de
las filas militares realistas o bolivarianas, según qué partida de la recluta llegara
primero.399 En la novela histórica de Tobar, los negros y mulatos intervienen activamente
del lado de las fuerzas leales a Lima y son despreciados precisamente por esa razón:
“‘¡Demonio! Estamos gastando pólvora en gallinazos: allí están dos escarbando el suelo
con las uñas y el pico’, decía aludiendo á los negros y mulatos realistas”. 400 Su porte físico
y ferocidad en el campo de batalla sirven para resaltar el valor del héroe blanco: trabada
la lucha en las faldas del Pichincha, Antonio Mideros debe enfrentar a dos gigantescos
negros que por poco lo matan.401 Con un poco de suerte y la ayuda de su amigo Juan (que
mata a uno de los negros realistas), Mideros vive para contar la espeluznante experiencia.
Al final del episodio, permanece en la memoria del lector la imagen de los negros como
aquellos sujetos sin identidad ni convicciones propias, que por carecer de una memoria
histórica como la que poseen los indios, se allanan a las causas de sus actuales o antiguos
amos. Los negros son la representación de los corsarios o sicarios, que apuestan siempre
por el mejor postor.
399
Tobar, Relación de un veterano, 1: 242.
400
Ibid., 1: 27.
401
Ibid., 1: 206.
170
Por el contrario, los indígenas amazónicos son fundamentales en la figuración nacional
de al menos dos novelas, Naya o la Chapetona y Cumandá. La frontera de la selva
oriental, como ya se ha visto, representa el límite efectivo que habían alcanzado las
pretensiones evangelizadoras del proceso colonial, pero también representa esa última
frontera que el Estado republicano necesitaba integrar al territorio nacional, en una suerte
de reivindicación histórica de las misiones evangelizadoras de la Colonia. En ambas
novelas, los indígenas amazónicos aparecen con dos caras: la del buen salvaje, bondadoso
por naturaleza y que, para salvar su alma, solo requiere adoptar la religión oficial del
Estado, y la del salvaje levantisco, cuya fiereza y ánimo vengador surge por no recibir a
tiempo la buena nueva del evangelio cristiano. Mera y Moreno tienen una visión
igualmente paternalista y católica sobre el indígena oriental. A pesar de estar ubicado en
las márgenes geográficas de la nación, el indio amazónico se encuentra simbólicamente
dentro de ellas, en la medida en que el proyecto conservador los consideró miembros
naturales de ella, toda vez que eran hombres susceptibles de ser salvados, debido a que
poseían un alma. Así lo demuestran, según los narradores de Mera y Moreno, sus
sofisticadas religiones, lenguas y culturas, aunque estén equivocadas: “Su carácter y
costumbres son diversísimos como sus idiomas, incultos pero generalmente expresivos y
enérgicos”.402
Más adelante se analizará, desde otra perspectiva, la identidad que existe en estas
novelas entre la acción de civilizar y la de evangelizar. Por el momento, llamo la atención
sobre la visión paternalista y religiosa de Cumandá acerca de los indígenas no
cristianizados, mediante un fragmento citado con mucha frecuencia:
402
Mera, Cumandá, 11.
403
Ibid.,m 12-3.
171
religión verdadera, sino de que adoptaran criterios civilizatorios absolutamente ajenos.
Colonizar y asentarse en el territorio amazónico implicaba definir los límites físicos de la
nación, pero también suponía llevar a cabo una transición de orden económico:
Los sacerdotes que evangelizaron en esas tribus nómades, les enseñaron la estabilidad y
el amor á la tierra nativa, como bases primordiales de la vida social; y una vez paladeadas
las delicias de ésta, gustaban ya de proporcionarse las cosas necesarias para la mayor
comodidad del hogar, aprendían algunas artes y criaban con afán varios animales
domésticos, de aquellos sin los cuales falta toda animación en las aldeas y casas
campestres.404
404
Ibid., 40.
405
Ibid., 43.
172
más allá de lo que conviene al desenvolvimiento de las acciones. Los indios amazónicos
nunca fueron un objeto de interés ficcional auténtico para Mera; antes bien, como todos
los demás personajes de las novelas del siglo XIX, constituyen instrumentos discursivos
que le permiten argumentar en favor de su ideología. Sabido es que Mera nunca visitó
esos lugares y que la historia que cuenta está basada en la anécdota que un viajero europeo
le contó. Así de grande es la distancia que existe entre el autor de Cumandá y sus objetos
novelescos. No obstante, hay quienes han encontrado en esta novela una parte de las
raíces del indigenismo ecuatoriano. 406
Y quizás haya algo de cierto en quella lectura, pero Mera pelea por los indios en
la medida en que se adapten al proyecto nacional criollo; su defensa contra los poderosos
lleva implícita una condición: los indígenas deben someterse a la ley y religión del nuevo
Estado. El pacto de convivencia, sugerido en la novela de Mera, de ningún modo puede
leerse como un auténtico indigenismo. Quizá podamos concederle el ser un antecedente
lateral de los indigenistas del realismo social del siglo XX. Mera no defiende a los indios
amazónicos por ser quienes son, pues no le interesa mantener su cultura ni su lengua.
Mera los defiende en la medida en que le permiten argumentar en favor de su religión:
son un pretexto para defender los principios del catolicismo. El mismo evento que desata
la trama novelesca, e impone la necesidad poética de un final trágico, es una suerte de
rechazo a la situación en que vivían los indígenas en el siglo XIX, por haber estado
alejados de las leyes de la Iglesia, gracias a la inoperancia de los gobernantes.
Los indígenas amazónicos hacen las veces de la némesis de Orozco. Su hybris lo
hace pagar de forma ineludible con su propio dolor el sufrimiento que en un principio le
impuso a los otros: esto es justicia poética, resolución trágica y decoro neoclásico, pero
sobre todo pensamiento católico del siglo XIX:
Orozco, el buen Orozco, no estaba libre de la tacha del cruel tirano de los indios.
Notábase en él dos hombres de todo en todo opuestos: el excelente esposo y tierno padre,
el honrado ciudadano y cumplido caballero y hasta el piadoso católico, por una parte, y
por otra, el inhumano y casi feroz heredero de los instintos de Carvajal y Ampudia, figuras
semidiabólicas en la historia de la conquista.407
406
Corrales Pascual, “Cumandá y las raíces del relato indigenista”.
407
Mera, Cumandá, 49.
173
con la muerte de los héroes románticos de la historia y el retiro de Orozco a un convento.
Los indígenas, por su parte, se mantienen al margen de la resolución: aparentemente (el
final de la novela deja abierta esta posibilidad), Tongana se reconcilia con Orozco, pero
las tribus permanecen en la selva sin integrarse plenamente a la sociedad occidental. Los
indígenas son objeto de la representación novelesca, pero solo de forma marginal; son en
realidad elementos caracterizadores del objeto central del análisis o la representación
ficcional: las consecuencias que acarrea el pecar contra cierto dios.
Similar es el caso de la novela de Manuel Belisario Moreno. En un principio, su
visión sobre los indígenas amazónicos es positiva. Son descritos por el narrador como
gente organizada y disciplinada, hasta el punto de recordar lo famosos que fueron sus
combates, anteriores a la llegada de los colonizadores, contra las huestes de Huayna
Cápac, quien jamás pudo vencerlos para integrarlos al imperio Inca. Tal imagen de fuerza
merece el respeto de los colonizadores españoles. Pero pronto el narrador de Moreno
matiza su apología, y termina el retrato de estos indígenas hablando de ellos como si de
animales salvajes se tratara, que, domesticados por la fuerza, acechan esperando el
momento de liberarse de las cadenas del colonizador: “El salvaje americano, tan feroz é
inexorable en sus venganzas, es astuto, sagaz y traicionero. Deja con paciencia recorrer
el tiempo, hasta condensar todas sus fuerzas, aglomerar todos sus elementos, conjurar
todos los peligros y los obstáculos que pudieran oponerse a la satisfacción de sus
deseos”.408 Acaso Manuel Belisario Moreno leyó Cumandá.
La característica más notable de los habitantes originarios descritos por Moreno:
ser pacientes, astutos y feroces en la venganza. El respeto que les guarda el narrador
proviene claramente del miedo: “[E]l salvaje americano lleva hasta la exageración el culto
de los intereses nacionales; y a más de ser suspicaz, taciturno y receloso, ama con delirio
su territorio y llega hasta el heroísmo y el sacrificio por la patria independencia”. 409
Nótese que Moreno utiliza el vocablo “patria” para referirse al apego de estas gentes por
su tierra. Los “intereses nacionales” están muy claros en su caso: su nación no es la
ecuatoriana, es la jíbara, la zápara, la yaguarzonga, la amazónica. Y si bien el autor
incluye notas al pie continuamente para explicar el significado de determinadas palabras
provenientes del quichua, o para explicar cuáles y cuántas eran las tribus de los territorios
408
Moreno, Naya, 92.
409
Ibid., 111.
174
entonces designados por el nombre común de Yaguarzongos, no describe en detalle sus
costumbres o la estructura de su sociedad. Tal como hace Mera en su novela, Moreno se
detiene en la pintura de los indígenas, en la medida en que le sirva para dejar en claro que
son enemigos temibles del cristianismo.
En Naya o la Chapetona, el lector se traslada incluso más atrás en el tiempo que
en la novela de Mera. Ambientada en la época de la Colonia, la historia nos cuenta cómo
la alianza entre los yaguarzongos y los colonos españoles se quiebra y suscita continuos
enfrentamientos armados. Blondina, el nombre español de Naya, debe volver a la aldea
india de la familia de su madre, para casarse con un notable indígena de una tribu aliada.
Su decisión de permanecer célibe, de rechazar a todos los pretendientes, sean indios o
sean blancos, y consagrarse a la evangelización y liberación de los esclavos negros,
despierta las sospechas y la ira de su padre indio, el cacique Quiroa. Pero el lector atento
puede intuir de inmediato cuál será el motivo que desate la tragedia. El padre indígena de
Naya no es su padre biológico, y a pesar de que lo sospecha, no acepta la verdad sino
hasta cuando ve la ocasión de tomar venganza por la afrenta que los colonos le han hecho
con tal engaño. Naya es la hija huérfana de una noble indígena y un adelantado español.
Su fenotipo la condena: en el pueblo todos la llaman la Chapetona, pues sus características
físicas no se parecen en nada a la indígena que dice ser.
Tal como ocurre en Cumandá, la revelación del verdadero origen racial de la
heroína permanece oculto hasta el último momento. De modo similar como ocurre en la
novela de Mera, la desobediencia a las leyes de los indígenas motiva su venganza y la
muerte de la protagonista. Los llamados jíbaros, de un modo impreciso y colonizador, no
reciben la palabra del cristianismo a tiempo. La misión evangelizadora de Naya fracasa,
porque ella misma es fruto de una mentira, de un pecado contra su propia religión. Su
madre estaba ya embarazada cuando se volvió a casar, pero debió ocultar su estado para
no ser sacrificada y salvar la vida de su hija. Finalmente, los indígenas paganos asesinan
a Blondina e incendian el asentamiento español y otras colonias cercanas. Los
yaguarzongos regresan a las profundidades de la selva y permanecen al margen de la
integración nacional. La comunidad afrodescendiente de Zamora, los protegidos de
Blondina, se refugian en la provincia de Loja, y con el tiempo pierden su identidad
comunitaria y se asimilan, cultural y racialmente, a la población mestiza del resto de la
175
provincia. El proyecto utópico de la comunidad multirracial y pluricultural se suspende
indefinidamente. Aquella frontera física y simbólica de la nación permanece abierta.
Puede parecer excesivo volver a hablar de las mujeres protagonistas de las novelas
que ya hemos revisado. Pero como ocurre con muchas heroínas novelescas, se puede
hallar en ellas más de una faceta significativa. Y en el caso de La emancipada de Miguel
Riofrío, la figuración de un modelo de mujer, opuesta al patriarcado de su época, es la
que mayor fuerza cobró desde el inicio entre la crítica. Miguel Donoso Pareja, por
ejemplo, calificó la novela de “[a]legato en defensa de la mujer”, en el prólogo a la edición
de 1984.410 Su argumento inicial es que la obra de Riofrío apareció en un contexto político
y cultural especialmente adverso, que no reconoció la ciudadanía de la mujer en Ecuador
sino hasta después de la Revolución Alfarista de 1895: la constitución de 1883 declaraba
ciudadanos exclusivamente a los varones que supieran leer y escribir y hubieran cumplido
los 21 años. Donoso Pareja plantea, por lo tanto, que La emancipada es el antecedente
documental de las luchas feministas de inicios del siglo XX y de las reivindicaciones del
Liberalismo político en Ecuador. 411 La suya es una reubicación política de la novela de
1863, en pleno siglo XX. Esta valoración literaria está condicionada por su contenido
político. El prologuista asevera: “[L]iterariamente lineal e inocente, hasta cierto punto
(como veremos más delante), un aporte auténtico, sin embargo, para constatar, desde
entonces, una vertiente ideológica progresista, las más poderosa, en nuestra narrativa”. 412
Para este lector, el valor de la novela radica en su progresismo ideológico, antes que en
cualquier cualidad textual. Rosaura sería un instrumento de crítica a la estructura
patriarcal de la época y al clericalismo que la apuntalaba, antes que una pieza literaria
digna de atención, debido a sus cualidades estéticas.
410
[Miguel Donoso Pareja], “Nota introductoria”, en La emancipada, de Miguel Riofrío, 9-30. (Quito: El
Conejo, 1984).
411
Donoso Pareja cita el estudio de Ketty Romo Leroux, La mujer, dura lucha por la igualdad (Guayaquil:
Imprenta de la Universidad, 1983).
412
Ibid., 9.
176
La principal estructura social que critica La emancipada es el tipo de matrimonio
que se practicaba en aquella época. Donoso Pareja recuerda que los matrimonios
arreglados como los de Rosaura eran mejor vistos que los de mutuo acuerdo, porque los
decidía el padre de familia: estaban legitimados por la figura central de aquella sociedad.
Rosaura intenta emanciparse porque, gracias a la educación que había recibido de su
madre, toma conciencia de su situación desaventajada. La educación de Rosaura le
permite apercibirse de su injusta situación como subalterna. Esta sustitución del padre
como autoridad del núcleo familiar convierte a Rosaura en una inadaptada social. Al
contrario de lo que sucede con los varones de la época, Rosaura está al margen del
proyecto nacional, precisamente por ser una letrada. Su oposición al patriarcado es en el
fondo una afrenta contra el proyecto nacional llevado a cabo por los varones letrados y
conservadores. La mujer no debía acceder al conocimiento formal, sino limitarse a los
quehaceres domésticos; estaba supeditada a la autoridad paterna, primero, y a la del
marido, después.
A esto hay que sumar que la juventud era vista entonces como una época de poca
autonomía intelectual. La rebeldía de Rosaura también es una trinchera contra la
gerontocracia, típica de las instituciones católicas. Los mayores de edad, que por
definición en esa época eran los varones adultos, también eran los únicos autorizados a
educarse y, con esa capacitación, detentar el poder político. Rosaura encarna un ideal del
todo opuesto al modelo de ciudadano del régimen conservador, porque es mujer, letrada
y joven. Recordemos que las acciones se sitúan en 1841, en pleno auge de la educación
lancasteriana, que en la novela aparece como un caso de avanzada pedagógica, pero
destinada primordialmente a los varones. Por todo esto, podemos afirmar que esta etapa
de consolidación del Estado oligárquico, como la denomina Ayala Mora, 413 es también
un proyecto androcéntrico, patriarcal, donde la figura del varón es el centro organizador
de la vida social y política.
La figuración nacional anticonservadora de Riofrío apela a una realidad histórica
muy precisa. El reformador educativo Joseph Lancaster estuvo en Venezuela por
invitación de Simón Bolívar entre 1825 y 1827, después de que Bolívar conociera una de
sus escuelas para maestros en 1801. Se sabe que los seguidores de Lancaster instauraron
sus métodos en varias escuelas del Ecuador de la época. En la novela de Riofrío es un tal
413
Ayala Mora, Lucha política y origen de los partidos.
177
padre Mora, “un religioso ilustrado”, el comisionado por Bolívar para fundar estas
escuelas. Al ser un ilustrado y un bolivariano, el padre Mora es una excepción liberal en
medio de los clérigos ecuatorianos de la época, en su gran mayoría reaccionarios. 414 La
misma obra de Miguel Riofrío es una isla liberal en medio de un mar de ficciones
conservadoras. La carga política de raigambre liberal del personaje de Riofrío, en
contraste con los principios conservadores que se resaltan en casi todas las otras novelas
de la época, armonizan bien con la idea de que La emancipada es precursora no solo del
Liberalismo político sino del realismo social del siglo XX, como han sugerido Donoso
Pareja y Rodríguez Castelo.415
Además de la caracterización ideológica de Rosaura, otro dato interesante
completa la identidad entre texto literario e ideología política, en contra del patriarcado.
El padre de Rosaura es descrito físicamente como alguien despreciable. Su estupidez está
ya reflejada en su fenotipo. Esta alusión a la frenología, en los comentarios del narrador
de la novela, revela los referentes educativos de Riofrío. En contraste, Rosaura no
solamente es bella, sino inteligente y mejor educada que su padre. Su desubicación es
absoluta: es mujer y es más inteligente que su padre. En el caso del sacerdote que educó
a la madre de Rosaura, los calificativos de “Padre normal” (posiblemente por haber sido
maestro normalista y también normal en cuanto a su vida íntima, vale decir, sexual),
“Padre maestro” o “padre masón” que los vecinos de Malacatos profieren, muestran el
desprecio que existía por las ideas liberales en los pueblos y ciudades más tradicionales
del Ecuador.
La clase social se expone también como un problema, cuando el padre de Rosaura
asegura que ninguno de los terratenientes de la zona, además de él, quiso casarse con su
madre, una “masoncita remilgada”. Rosaura es, además, de un estrato económico
modesto, por parte de uno de sus padres.
Esta caracterización se completa cuando el narrador cuenta cómo la clase
dominante tuvo una posición acusatoria y monolítica en contra de Rosaura, mientras el
pueblo se dividió, aunque mayoritariamente se plegó a la ideología dominante: la católica
conservadora. Y todo esto porque la mayor ofensa y acción contra el patriarcado que
414
Me detendré en la figura histórica del padre Mora en el siguiente capítulo, cuando examine las novelas
en tanto discursos políticos, dedicados a defender ideas específicas sobre la función que debía cumplir la
instrucción pública en la construcción de la nación ecuatoriana.
415
Donoso Pareja, “Nota introductoria”; y Rodríguez Castelo, Literatura ecuatoriana, 30.
178
ejecuta Rosaura fue el desvirtuar la institución del matrimonio, que por entonces era al
mismo tiempo un contrato (obligación económica y jurídica) y un sacramento (sagrado e
indisoluble). Al aceptar casarse con quien escogió su padre y después huir de su hogar,
la emancipada se opuso al Estado y la Iglesia al mismo tiempo. Recordemos que el
matrimonio era un recurso para cuidar la pureza de sangre, de religión y clase social. Por
eso, los padres de familia participaban tan activamente en el mantenimiento de la sociedad
de castas.416 El trágico fin de Rosaura era inevitable: Riofrío solo está mostrando las
condiciones sociales de su tiempo y, en esa medida, su novela constituye un antecedente
del realismo. Muy poco tiene de romántica esta historia, como quiso ver su primer editor,
Alejandro Carrión.417
Novelas como la de Riofrío representan a la mujer tal y como las concibe la
sociedad del XIX, sea para afirmar determinadas prácticas sociales (como en el caso de
los conservadores), sea para impugnarlas (como en el caso de liberales como Riofrío). En
La emancipada, podemos incluso encontrar un antecedente de los personajes femeninos
de Alfredo Pareja Diezcanseco que, ya en pleno siglo XX, pretendían desmantelar ciertas
visiones de la domesticidad, a partir de las cuales las mujeres solo podían integrarse
socialmente y realizarse como personas, mediante los roles de esposas y madres.418 Esta
visión de la domesticidad, además, estaba determinada por el discurso dominante de los
hombres, cuyo tutelaje era incuestionable, dadas sus posiciones de líderes de las
instituciones sociales de aquella época: el padre, cabeza de familia; el cura, cabeza de la
Iglesia; el teniente político, cabeza del Estado nacional emergente. A los tres se opone
Rosaura con decisión inapelable. En esta línea de reflexión, podemos añadir otro
elemento de análisis, que es la alienación, al menos desde dos perspectivas: “[L]a
fragmentación del ser humano” (según la entendía Marx) y “la prohibición para ejecutar
acciones típicamente humanas” (según Sandra Lee Bartky).419 Desde la primera
perspectiva, Rosaura se escinde en el momento en que pierde el control de sus acciones,
una vez fugada de casa de su marido y del pueblo de su padre. Desde el segundo punto
416
Rodríguez-Arena, “Representación y escritura”, xiv.
417
A. Carrión, “Semblanza y sentimiento poético”.
418
Raúl Neira, “Construcción social de la ‘domesticidad’ de la mujer en la novelística ecuatoriana: La
emancipada (1863)”, en Tradición y actualidad de la literatura iberoamericana: Tomo I Actas del XXX
Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, ed. Pamela Bacarisse, 147-52
(Pittsburgh: University of Pittsburgh, 1995).
419
Sandra Lee Bartky, citada Ibid.
179
de vista, Rosaura es alienada cuando su padre le prohíbe poner en práctica la educación
liberadora que le había brindado su madre difunta, y la somete a su voluntad. Desde
ambos puntos de vista, la domesticidad figurada en la novela de Riofrío aparece como un
documento de censura y combate contra las ideas conservadoras y tradicionales de la
época, y por lo tanto contra la consolidación del Estado oligárquico, tal y como lo estaban
pensado los ideólogos conservadores como Juan León Mera. Riofrío hace de su novela
un documento político, que pretende cambiar la visión que se tenía en su época sobre el
rol que debía cumplir la mujer en la sociedad. La domesticidad a la que está condenada
Rosaura es un ingrediente indispensable para cumplir el proyecto de nación de los
conservadores.
En este momento, cabría preguntarse por qué, entonces, el destino final de
Rosaura es tan humillante, tan despreciable. Parecería una contradicción afirmar que la
derrota de la heroína novelesca de Riofrío constituye una reivindicación de la mujer de
su tiempo. Pero no hay que perder de perspectiva el lugar de enunciación del escritor.
Concederle un triunfo absoluto o incluso relativo a Rosaura hubiera significado faltar al
decoro retórico de la época en un doble sentido: por un lado, se hubiera ido en contra de
la didáctica de origen barroco que entonces predominaba, y que utilizaba las imágenes
torturadas para ganar eficacia dramática y penetración emocional; por otro lado, se
hubiera ido en contra de la verosimilitud más obvia, al desconocer que tal hubiera sido el
final más probable para una mujer disidente del patriarcado católico y conservador.
También se podría afirmar que algo de las heroínas románticas de la novela de la época
heredó Rosaura. En cualquier caso, el personaje de Riofrío es eficaz, precisamente, por
su factura trágica, más allá, incluso, de su certero o cuestionable sentido ideológico.
Pero hay algo más. Ha quedado claro que Rosaura es una subalterna porque es
mujer, joven, educada y proviene de un estrato social modesto. Queda claro también que
su marginalidad está dada por su cariz liberal, al margen del proyecto nacional
conservador de la época. Queda también claro que, además de tener un significado
político, Rosaura representa la reclusión a la domesticidad que sufrían las mujeres de su
época. Pero no ha quedado claro todavía qué relación tiene este personaje con otros
subalternos y marginales de ese entonces. Siguiendo con este enfoque, que coincide
parcialmente con el de Nina, 420 se acepta que toda literatura menor tiende a ser
420
Nina, “La letra con sangre entra”.
180
esencialmente política (lo que haría que incluso las representaciones de lo íntimo y lo
familiar sean en verdad una alegoría de lo nacional). En una sociedad periférica como la
ecuatoriana, la literatura ofreció a los ciudadanos del siglo XIX modelos de
comportamiento social y modos de sociabilidad ideales. Dentro de esta lógica, el dominio
patriarcal iguala en el mismo nivel de sujetos subalternos a indios y mujeres, porque
reciben por igual los latigazos del patrón. Son sujetos intercambiables en sus roles
sociales frente a la autoridad del padre, del gamonal, del Estado hacendatario. En el
maltrato físico al que asistimos en la novela, la máxima de “la letra con sangre entra”
simboliza la entrada de los subalternos al espacio nacional de los letrados y los
fundadores, mediante la violencia física y la sumisión a sus leyes. 421 Que el padre de
Rosaura escriba la carta que ella quiere enviar de despedida a Eduardo (su novio),
significa que el padre tutela la voluntad, pero también que la primera destinataria de la
carta es la misma Rosaura: es un modo que tiene el padre para aleccionarla en la
obediencia. Cuando Rosaura escribe atrás de esa esquela un mensaje secreto, Riofrío
también simboliza, quizá sin proponérselo, el modo en que la literatura nacional
latinoamericana emerge: bajo la tutela de la lengua nacional del imperio español, como
una nota al margen. Nace casi clandestinamente, en rebeldía contra el padre de la lengua
nacional: el régimen colonial. 422
Así como Rosaura intercede por los indios para que no se les azote, los indios
interceden por ella cuando es humillada en el campo, cuando ya se ha prostituido, cuando
se ha igualado a ellos en la extrema marginalidad social. La prostitución y trágica caída
de Rosaura no es solamente un castigo moral del autor o el cumplimiento de un motivo
romántico, sino una consecuencia inevitable del alejamiento de su familia, Iglesia y
comunidad. El narrador de Riofrío parecería decirnos que tal es la marginación extrema
que le espera a quien incumple las normas de una sociedad conservadora e intolerante
con las diferencias. No obstante, es Rosaura quien intercede por su agresor cuando es
apresado por los indios, a quienes pide que no le maltraten físicamente para vengarla. Con
este acto solidario, Rosaura también se opone a los métodos disciplinarios de los varones,
sustentados en la violencia física, ejercidos tanto por los indios como por los patrones.
Con ese sencillo gesto, aparentemente piadoso, Rosaura desestabiliza y rompe
421
Ibid., 12.
422
Ibid., 13.
181
momentáneamente el sistema de castas y clases. El personaje de Riofrío es el símbolo de
la mujer liberal, que se opone con la paz, con una estrategia equivalente a la desobediencia
civil, a la agresión de un Estado naturalmente autoritario y violento. Tal vez por eso se
puede afirmar que “la letra con sangre entra” es uno de los leit motiv de la fundación de
la literatura nacional,423 aunque no sea el más importante.
Salvo la fundación de la nación misma, no existe un motivo central en el
nacimiento de la literatura ecuatoriana, sino un complejo de oposiciones y tensiones
ideológicas. Nina afirma que “[s]i para Anderson narration is politics, para Riofrío la
narración debe alejarse de toda filiación política”.424 No comparto del todo esta
aseveración, porque el escenario esquemático, en el que los personajes están divididos en
clases, es una muestra del ánimo denunciador y opuesto al estatus vigente entonces,
signado por la filiación entre Iglesia católica y Estado nacional emergente, y sustentado
por las enormes diferencias sociales heredadas de la Colonia. Riofrío es un liberal que se
opone claramente a los usos y costumbres arcaicos de su tiempo. La emancipada se ubica,
como toda la labor política y literaria de Riofrío, dentro de su camino ideológico. Este
escritor no está castigando a su heroína con una muerte humillante; por el contrario, está
denunciando el final protervo con que el patriarcado católico y conservador castiga a las
mujeres desobedientes. Si alguna ambigüedad existe al respecto, es porque esta narración
esquiva los límites panfletarios, en los que las novelas de Mera, Moreno, Campos o
Peralta se ubicaron cómodamente.
Tal como se puede observar en la obra de Riofrío, en la novela Juan León Mera,
la subordinación de la mujer era un asunto estructural, porque resultaba indispensable
para el desarrollo del proyecto nacional conservador. Precisamente por ser mujer,
Cumandá es tratada como una menor de edad, que debe ser tutelada por el hombre a lo
largo de toda su vida. Además, por haber crecido entre indígenas, se la considera
culturalmente inferior y, por lo tanto, aparece como sujeto del tutelaje de la cristiandad
criolla. Su situación subalterna es doble: es mujer e indígena. El control que ejerce sobre
su destino el cacique de su tribu no es menos severo que el control que un padre cristiano
de la época hubiera practicado. La novela de Mera se erige como un discurso vindicativo
del patriarcado, incluso desde motivos aparentemente inconexos. El tópico del incesto,
423
Ibid.
424
Ibid., 19.
182
por ejemplo, también le sirve a Mera para erigirse en apologeta del catolicismo, porque
muestra a Carlos, el varón, naturalmente inclinado a la castidad. Por el contrario,
Cumandá se muestra más pasional y, consecuentemente, más cercana al pecado. El tópico
del incesto se ha leído como un contenido típicamente romántico, porque se puede
encontrar en René (1801) de Chateaubriand, en Cecilia Valdés (1839, 1882) de Cirilo
Villaverde, en Aves sin nido (1889) de Clorinda Matto de Turner, y en otras novelas del
siglo XIX.
Pero la elección de este tópico, en el caso de Mera, responde también a su
intención doctrinaria; es un auténtico instrumento ideológico. “Es Carlos el que siempre
está controlando la pasión de Cumandá. Hasta cierto punto, es él quien está violentando
en cada instante los códigos culturales de la ‘salvaje’ para, ‘por amor’ imponer los propios
y con ello está terminando con el espíritu rebelde de Cumandá”. 425 Esto significa que el
motivo del incesto le sirve a Mera para mostrar al criollo blanco como un sujeto
espiritualmente superior a la mujer indígena y, por lo tanto, destinado a guiarla por el
camino verdadero del cristianismo. La raza indígena es inferior a la blanca, más que por
su fisonomía, por su cultura: la debilidad de Cumandá proviene de la sociedad en la que
creció y de su condición de mujer, en igual medida. Con el pretexto del incesto, Mera
doma el cuerpo rebelde de la india y la llama a someterse a la ley casta del varón católico.
425
Vallejo, “Juan León Mera”, 233.
183
tan solo una vez. Los indígenas apenas aparecen como parte del escenario; nunca
intervienen en las acciones: “[S]e miraban y se galanteaban los enamorados y recibíamos
las mishas ó las dábamos, todo entre las estrepitosas carcajadas y ruidosas conversaciones
en quichua de nuestras circunvecinas”.426 Del mismo modo, la servidumbre mestiza solo
es aludida de paso para denigrarla, pues es vista como un mal necesario. Frente a este
horizonte, es legítimo pensar que la débil presencia e incluso la ausencia total de indígenas
o afrodescendientes en las ficciones de Tobar, Campos, Pozo Monsalve, Montalvo y la
mayoría de sus contemporáneos fue una estrategia deliberada y casi necesaria para la
construcción de la memoria nacional criolla y su autoidentificación como heredera del
hispanismo. La construcción del imaginario nacional está plagada de estos olvidos
selectivos.
No obstante, en el caso de Mera, debemos hacer algunas precisiones. Los motivos
indígenas de su obra narrativa son una parte integral de su americanismo literario, así
como lo son sus investigaciones sobre la poesía popular, especialmente aquella de
herencia quichua. Por esta razón, algunos críticos recientes han cuestionado la tradición
hegemónica en la historiografía literaria, que ha visto en Mera simplemente a un fanático
católico seguidor de Gabriel García Moreno, porque participa “en el debate de cómo
incorporar la tradición indígena al horizonte cultural de la nación y de cómo definir la
constitución compleja del país en un proyecto mestizo”.427 Por supuesto, Mera es mucho
más que un fanático, pero sería una ingenuidad desconocer la matriz religiosa de su
pensamiento y el modo en que ella condiciona cada una de sus elecciones artísticas.
Es claro que, para Mera, la tradición indígena debe incorporarse a la nación
emergente, pero esta membresía está condicionada. Debe pasar por el filtro de la
evangelización y el mestizaje cultural, de una matriz hispánica y cristiana. Si bien es
cierto que Mera “señala la incapacidad de la clase dominante, aún desde sus propios
valores religiosos, para asumir un proyecto político que incorpore al conjunto de la
población —particularmente a los indígenas— al Estado nacional”,428 también es cierto
que dicho cuestionamiento no va contra las clases dominantes en cuanto tales, sino en
cuanto son incapaces de practicar los preceptos cristianos consistentemente. La “síntesis
racial” que propone Mera en su novela no persigue el reconocimiento del otro, sino su
426
Tobar, “Timoleón Coloma: Dibujos de costumbres quiteñas”, 145.
427
Vallejo, “Juan León Mera”, 221.
428
Ibid., 225.
184
asimilación. Esto quiere decir que “la apropiación ‘emotiva’ del otro país, el que es
necesario recuperar para fijar el nuevo entorno de la nación”, 429 refleja la necesidad del
proyecto nacional conservador de atenuar las diferencias de etnia, cultura y clase. Si el
indio es un buen salvaje, lo es en la medida en que se encuentra naturalmente dispuesto
para la salvación en Cristo.
Mera se empeña en justificar la inclusión de la herencia indígena incluso contra
los prejuicios de su época. Pero en este asunto debemos ser absolutamente claros: “[L]a
‘bondad natural’ se remonta, en la historia, al tiempo en que shiris e incas ‘gobernaban
sus pueblos, más con la blanda mano del padre que con el temido cetro del monarca’”.430
Esto significa que los indígenas son dignos de entrar en contacto con la cultura criolla,
más que por ellos mismos, por mérito de su herencia cultural. Los compañeros del
proyecto nacional criollo no son los indígenas contemporáneos de Mera, sino los
antepasados nobles y gloriosos de un pueblo juzgado como descastado y vencido.
Aceptemos que el indianismo de Mera es parte integral de su proyecto nacional:
investigó la poesía popular y la poesía quichua, y las ubicó como antecedentes de la poesía
nacional ecuatoriana. La necesidad de encontrar y elaborar temas nacionales,
independientes de la órbita cultural hispánica, lo exigía. Una muestra de que su proyecto
pretendió ser consistente desde su inicio es su poema narrativo La virgen del sol, leyenda
indiana (1861) y Melodías indígenas (1887). “Tanto Mera como Montalvo coinciden en
la necesidad de que los indios deben ser ‘civilizados’ por la nación en ciernes, con la
particularidad de que Mera siente que es necesaria la preservación de las lenguas
vernáculas, y Montalvo, en cambio, se burla de los trabajos quichuistas de Mera”. 431 Con
todo, resulta difícil aceptar que su “defensa de la lengua quichua podría verse como una
defensa pionera el carácter pluricultural de la nación”.432 En su caso, la recuperación
cultural de la herencia indígena está condicionada por su visión colonizadora y
evangelizadora, y es más bien la respuesta a su necesidad de encontrar una expresión
poética original, una expresión literaria nacional auténticamente ecuatoriana. No es
suficiente con hallar en su obra casos como el relato “Historieta” (1866), en el que se
denuncia cómo un indígena es despojado de sus bienes por la intervención maléfica de
429
Ibid.
430
Ibid., 227.
431
Ibid., 247.
432
Ibid., 248.
185
ciertos representantes de la Iglesia, el Estado y los terratenientes. Mera defiende al indio
porque es su deber cristiano, en primer lugar, y solo después porque le interesa que las
culturas indígenas convivan con la suya propia, la criolla hispánica.
En la obra de Mera, la visión del indio que debe integrarse a la nación tiene al
menos tres dimensiones: la del buen salvaje que vive en el paraíso terrenal (representado
en las lindes de la selva oriental, ya cristianizada), la del salvaje sanguinario que vive en
la profundidad de la selva (en un espacio todavía pagano), y la del serrano humillado y
resentido eternamente con el criollo. 433 Este pensamiento racial deviene por momentos
en un auténtico racismo, pues, en la misma novela, Cumandá es descrita como una mujer
especialmente bella, mucho más que las otras mujeres de la selva, precisamente porque
es en realidad una blanca y no una indígena. El proceso de mestizaje solicitado
ideológicamente por la novela de Mera gira en torno de una idea fija: debe hacerse en
torno de la cultura y la raza criolla, el mestizaje debe ser un procedimiento de continuo
blanqueamiento. De este modo, raza blanca, civilización y cristianismo son conceptos
“plenamente integrados”. 434
Otro ejemplo del racialismo de Mera se puede hallar en su estudio sobre la obra
de Sor Juana Inés de la Cruz,435 en la que censura duramente, y a raíz de la idea del “buen
gusto” y el “mal gusto”, la voluntad de la monja mexicana de reproducir en algunos de
sus versos el habla de los esclavos negros en América, como bien lo ha señalado Yolanda
Montalvo.436 Esos rasgos de oralidad, juzgados por él como excesivos, son similares a los
que borra de las coplas y versos populares que recopila en su obra Cantares del pueblo
ecuatoriano,437 del mismo modo en que censura los versos contrarios a la religiosidad
cristiana, como lo ha estudiado en detalle María de Lubensky.438
Antes de juzgar cualquier actitud de Mera con respecto al componente indígena
de la cultura nacional, debemos observar con atención “la importancia del papel que
desempeña el idioma en la formación del significado y el estatus simbólico del quichua
433
Valdano, “Pecado y expiación en Cumandá”, 42-3.
434
Ibid., 44.
435
Mera, “Biografía y juicio crítico”.
436
Yolanda Montalvo, “Mera y Sor Juana Inés de la Cruz”, en Pazos Barrera, ed., Juan León Mera, 69-89.
437
Juan León Mera, Antología ecuatoriana: Cantares del pueblo ecuatoriano (Quito: Imprenta de la
Universidad Central del Ecuador, 1892).
438
María de Lubensky, “Política lingüística de Juan León Mera”, en Pazos Barrera, ed. Juan León Mera:
Una visión actual, 55-67.
186
como lengua que denota la liberación cultural de España”.439 Si bien Mera defiende en
sus ensayos la idea de que la lengua modela el pensamiento, nunca apostó por “la
adopción del quichua como idioma nacional”:440
439
Regina Harrison, “Actitudes hacia el idioma quichua”, en Araujo Sánchez, coord., Historia de las
literaturas del Ecuador, 248.
440
Ibid., 248.
441
Ibid.
442
Juan León Mera, “Sociedad Católica Republicana: bases”, El Porvenir, n° 22 (11 de septiembre de
1885).
443
PonceOrtiz, La ideal del mal, 193.
187
cuyas anchurosas plantas desnudas servían de preferente almohada a Júpiter, menguado
perro de Rey, que así inclinaba su cabeza en el basamento referido, como hincaba el diente
en sus pantorrillas cuando se le presentaba la ocasión”. 444 En este fragmento, incluso
parece ser más importante el perro de Rey, llamado Júpiter, que los mismos indios, que
no son tratados como sujetos de la novela, sino como actores complementarios, como
meros componentes escenográficos. En esta misma novela se aclara la visión de Tobar:
“Habíamos acompañado á los indiecitos en su rezo lleno de oraciones adefesiosas,
híbridas entre quichua y castellano; habíamos cantado con ellos poéticamente al aire libre
esos versos prosaicos que los mayorales enseñan en las haciendas”. 445 Las palabras de los
indios, aunque sean oraciones religiosas, son “adefesiosas” porque mezclan el castellano
y el quichua. Antonio se refiere a ellos en diminutivo, revelando su mentalidad
paternalista y condescendiente. Tan secundarios son los indios para el narrador, que
incluso los trata como parte de los recursos naturales que utilizan los criollos para llevar
a cabo su guerra de la Independencia. Tal es el caso del indígena Blas, conocido de
Mariano Castillo, que aparece en la segunda parte de la novela. Basta con que sea un
blanco el que requiera sus servicios, para que él se muestre presto a servirlo, sin importar
si tiene con él alguna relación laboral o de patronazgo, o si está de acuerdo o no con sus
ideas políticas.
La visión de los indios del Oriente es igualmente utilitaria. El narrador de Tobar
compara la cabeza cortada del comandante García, que le envían a Aymerich, con las
tzantzas amazónicas: “[L]a enviaron como un trofeo de las celadas de nuestros salvajes
de Oriente”.446 La denominación de “nuestros salvajes” enfatiza la subordinación y el
sentimiento de propiedad que los criollos tenían sobre los indígenas orientales. Los
indígenas paganos son indomables, los cristianos son sumisos. En términos generales, la
idea de Tobar no es muy distinta de la de Mera. Los soldados en campaña por todo el
territorio nacional encuentran sin dificultad alivio, allí “donde la bondad natural que
caracteriza á nuestros indios nos dio hospedaje”. 447 Los indios cristianos son mansos,
sumisos, bondadosos. La única ocasión en que Tobar caracteriza a los campesinos de otra
manera ocurre con la aparición de los montuvios. Los mira como ejemplares soldados,
444
Tobar, Relación de un veteano, (1895) 1: 114.
445
Ibid., 1: 126-7.
446
Ibid., 2: 96-7.
447
Ibid., 2: 138.
188
porque han sido “adiestrados en la caza al manejo de las armas”. 448 Son guerreros temibles
y fieles compañeros en combate. Quizá esta sea la primera ocasión en que los montuvios
son nombrados como parte del retrato nacional. En cualquier caso, asoman nuevamente
en el capítulo XI de la segunda parte, 449 ya como miembros plenos del ejército que Sucre
lidera desde Guayaquil hacia Quito.
Algo similar ocurre en Naya o la Chapetona. Desde el principio hasta el final de
la historia, prevalece la representación del indio amazónico como un salvaje, que, aunque
haya sido bautizado, es traicionero y vengativo. Los indígenas no pasan el tiempo
suficiente dentro del cristianismo como para ser domesticados. La peculiaridad de esta
novela se encuentra en la representación de los negros. En Zamora, todo criollo de
posición tenía esclavos y sirvientes libertos. Después de haber sido los más explotados en
las interminables jornadas de trabajo, pasaron a ser los capataces que castigaban a los
indios que buscaban oro para los españoles. Por eso los yaguarzongos esperaban
pacientemente la oportunidad de vengarse de los colonos blancos y sus cómplices negros.
Una vez cobrada la cruel venganza de los llamados jíbaros, Zamora quedó abandonada,
debido al éxodo de los habitantes atemorizados. La novela cuenta que casi todos se
refugiaron en Loja. Allí también fueron los negros de la colonia española, con la talla de
la Virgen Chapetona y el cuadro de Miguel de Santiago, que Naya y sus esclavos negros,
Blasco y Crisnelay, habían encontrado en la cueva oculta debajo de su casa, como parte
de un valioso tesoro.
Al oriente de Loja, a orillas del río Zamora, los africanos compraron una quinta
que se llamó desde entonces “La Cueva Santa”, y que fue comprada con los restos del
tesoro de Blondina. Allí se veneró desde entonces a la Virgen de la Cueva Santa, en una
ermita construida para el propósito. Con el tiempo, los negros emigraron por falta de
recursos y se ocuparon como siervos en los valles del Arenal y el Catamayo. La hacienda
de La Cueva Santa fue parcelada, vendida y repartidos los dineros entre los herederos. La
procesión de los negros en Viernes Santo hasta Loja, que terminaba en una famosa
celebración, contaminada con el tiempo por los excesos festivos, fue prohibida en 1858.
Para entonces, los negros del Catamayo recordaban aún a su libertadora, pero se habían
sumido en los vicios a los que la pobreza y la desigualdad social les habían llevado. En
448
Tobar, Relación de un veterano (2002), 219.
449
Tobar, Relación de un veterano (1895), 2: 83-4.
189
esta novela, los esclavos manumitidos y cristianizados por la intercesión de Naya se
asimilan rápidamente a la sociedad criolla y su marginalidad desaparece gracias al
mestizaje. No obstante, sin la protección de su benefactora, pierden su independencia al
cabo de algunas generaciones, y se ven forzados a volver al régimen servil del que habían
salido. Los afrodescendientes son representados por Moreno como los eternos
subordinados, como aquellos que no pueden gobernarse a sí mismos.
Distinto es el caso del mulato que aparece en el relato Porque soy cristiano, de
Mera. El capitán Feroz, nombre por demás alegórico, se integra al ideal de la nación en
el momento en que aprende y acepta la verdad del cristianismo: es digno de ser un modelo
ciudadano una vez que ha sido educado en la ley del régimen nacional. Este mulato es el
ejemplo de la oveja descarriada que vuelve al redil. Lo encontramos primero en Ambato
y las llanuras de Huachi, al frente de la recluta obligatoria que las huestes de Juan José
Flores llevan a cabo para detener las ambiciones de Lamar sobre el sur del Ecuador, en
1829, cuando todavía formaba parte de la Gran Colombia. Le toca al protagonista, el
bondadoso y humilde José, caer preso del regimiento liderado por el bravo mulato. Feroz
es un militar cruel que, al ver que entre la fila de reclutas, atados unos a otros hasta la
línea de fuego, estaba José, enfermo y débil, a punto de desmayarse, lo escoge para
castigarlo severamente y dar un ejemplo a sus compañeros. Con un golpe de espada, le
corta la mano con la que se sujetaba a su compañero de fila, que lo ayudaba a caminar.
Ese mismo José, como ya hemos visto, es el que años más tarde evangeliza y permite la
conversión del capitán Feroz en un devoto cristiano. Quizá en Cumandá el fanatismo
religioso de Mera no sea tan evidente, y quizá su ambigüedad, consustancial a toda la
novela, nos deje dudas. Pero es un error imperdonable no leerla en el contexto de la obra
completa de Mera. Esta novela breve, titulada por más señas Porque soy cristiano,
confirma las ideas radicales de este autor: solo el cristianismo nacionaliza, solo él edifica
la nación.
190
armonice todas las razas, etnias y pueblos. A menudo, la solución que los narradores del
siglo XIX encuentran es similar a la que utilizó José Joaquín de Olmedo (Guayaquil,
1780-1847) en su célebre Canto a Junín (1825).450 Recordemos que en ese poema aparece
el último emperador inca, Huaina Cápac, como un espectro que vaticina desde el cielo el
triunfo militar de Bolívar. Más allá de la utilidad formal que el mismo Olmedo se encargó
de aclarar en vida, este artificio alegórico sienta un interesante precedente: los indígenas
aparecen representados por los reyes gloriosos del pasado, no por sus líderes
contemporáneos ni por los individuos comunes y corrientes del siglo XIX. Tal era la
distancia jerárquica entre indios y blancos en la época que nos ocupa, que solo se podía
salvar a los indios, por entonces degradados y sometidos socialmente, elevándolos a la
categoría de símbolos nacionales, para que fueran equiparables en dignidad a los héroes
criollos de la gesta libertaria contra la corona española.
Es mucho más sencillo hallar a los indígenas dignificados como pares de los
criollos blancos mediante este tipo de idealizaciones, antes que encontrar a los
afrodescendientes en situaciones similares. Ya hemos observado cómo los negros
guardan más bien una suerte de identidad servil con los amos, y los acompañan en su
empresa colonial. Solo he encontrado una excepción: la historia de la nana negra de Naya
o Blondina, llamada Crisnelay. En una de sus frecuentes digresiones, el narrador nos
cuenta el origen noble de la esclava de la Chapetona. Cuando asistimos al parto de
Tocoya, la madre de la heroína, el narrador nos ofrece paralelamente la historia de cómo
Crisnelay, la sirvienta negra del capitán Páez, había llegado desde Guinea hasta Ecuador.
La negra Crisnelay es en realidad la princesa hija de Ramelik, la célebre reina de un
poblado ubicado a orillas del río Kangis. Siendo todavía una pequeña niña, había sido
secuestrada de los recintos cercanos al palacio de su madre por unos traficantes de
esclavos y llevada a Sudamérica, en uno de los tantos barcos negreros que proveían de
mano de obra a las colonias españolas. Esta esclava justifica su presencia en la ficción,
en la medida en que es una princesa. Su estatus noble hace para el lector más aceptable la
decisión del narrador de convertirla en la madre de crianza de Naya. Con Crisnelay se
450
Regina Harrison (Entre el tronar épico y el llanto elegíaco: simbología indígena en la poesía
ecuatoriana de los siglos XIX-XX (Quito: UASB / Abya-Yala, 1996)) recuerda que Canción indiana, del
mismo Olmedo, aparecida unos años antes, presenta por primera vez a los indígenas en la literatura
ecuatoriana del siglo XIX. Sin embargo, es la influencia de la oda a Bolívar sobre las siguientes
generaciones la realmente paradigmática y efectiva.
191
completa la amalgama multiétnica nacional, encarnada en Naya, Blondina o la
Chapetona: su padre es héroe de la colonización española, su madre una noble indígena
evangelizada, la nana que la cuida y amamanta, una princesa africana, también cristiana.
No hay lugar para los plebeyos ni la gente común entre estos modelos idealizados del
ciudadano ecuatoriano.
451
Terán Najas, “La emancipada: las primeras letras”.
192
la monarquía. Las mujeres se muestran reacias al cambio y mucho más conservadoras
que los hombres, porque le temen a la rapiña y la violencia que implica la
desestabilización del antiguo régimen: “—Podemos ser ignorantes, somos en realidad
ignorantes las mujeres; pero el corazón nos dice que de los horrores de la guerra no puede
salir nada bueno. / —Usted ni sabe: todo eso es por bien del país y de altos propósitos de
un orden muy elevado. [...] —Sí, señora, á usted no le corresponde sino ser inocentemente
feliz: los altos políticos saben lo que hacen”. 452 Por medio de las palabras de las mujeres,
los lectores observan el papel secundario que juegan en la vida política de la república, y
al mismo tiempo asisten a la declaración de su voluntaria y conveniente sumisión. Pero,
sobre todo, el lector puede identificar al bando de los villanos, los realistas, con la visión
acomodaticia y pueril de las damas que intervienen en esta conversación. La única
excepción en la novela de Tobar sirve además para afianzar este retrato de la
subalternidad femenina, cuando el narrador recuerda el papel del “enjambre de
mujeres”453 que acompañaban a los ejércitos revolucionarios. El narrador se refiere en ese
caso a las entonces conocidas como “guarichas”, mezcla de sirvientas, amantes y
portadoras de la tropa independentista.
En toda la novela de Tobar parece que la dicotomía liberal-conservador, o
patriota-realista, está sexualizada o caracterizada mediante los roles de género: la mujer
conserva la estabilidad económica y la seguridad corporal y grupal de la familia, mientras
el hombre busca la mejora y el cambio constante de las condiciones de vida. En el capítulo
XVII de la primera parte, escuchamos a Antonio Mideros tomar partido por el liberalismo
radical de Castillo. De todas maneras, la posición del narrador protagonista es la de quien
critica los absolutismos, y el uso del poder público para el beneficio propio y de las causas
de las facciones caudillistas.454 Tobar, mediante su personaje Mideros, se muestra
escéptico del cambio y la eficacia del sistema republicano de su época, no porque sea
imperfecto en sí mismo, sino porque ha sido presa de los caudillos y ha sido
instrumentalizado por los ambiciosos de turno. En todo caso, estas razones se muestran
mediante una compleja identidad: los conservadores y monárquicos son cobardes e
ignorantes como las mujeres, porque no quieren el cambio; mientras que los liberales y
revolucionarios son valientes e ilustrados como los varones, que apuestan por el cambio
452
Tobar, Relación de un veterano (1895), 1: 173.
453
Ibid., 2: 85.
454
Ibid., 1: 174-5.
193
histórico y el futuro político de la patria. Tobar está mostrando el retrato social de la época
de sus padres y abuelos, pero también está proyectando su opinión sobre la época que le
tocó vivir.
La adquisición de los roles de género se halla descrita con detalle en Timoleón
Coloma. La masculinidad se afianzaba mediante la práctica de hábitos cotidianos
sencillos, como almorzar fuera de casa, beber hasta la ebriedad, chismear con los
amigos.455 El hombre debía salir de casa y ganarse su virilidad en la calle, en medio de
los riegos que esto implicaba. Por el contrario, el rol de la mujer, como se ve en el
personaje de Aurora, la enamorada de Timoleón, es completamente dependiente de la
familia: su espacio es el encierro doméstico. Las malas compañías que busca Timoleón
Coloma son parte de un auténtico rito de iniciación o de pasaje a la masculinidad, pues
una vez superada la prueba, lo óptimo era asumir responsabilidades que definían
plenamente la madurez: buscar pareja y sentar cabeza.456 En contraste con esta visibilidad
masculina, los personajes femeninos pasan casi inadvertidos. La madre de Antonio
Mideros, una vez iniciada la campaña, al igual que su prometida, no hacen otra cosa que
esperarlo en casa, rezando por su salud. La madre abnegada y la novia del soldado son el
ejemplo del silencioso sacrificio que les estaba reservado a las mujeres. Tobar tampoco
se ocupa demasiado en pintar la situación en que se encontraban. Sus mayores héroes
fueron todos militares, varones, blancos, letrados y católicos.
Así como podemos hallar en La emancipada de Miguel Riofrío el mayor ejemplo
de la mujer letrada y que, por educada, se vuelve rebelde, en la novela de Manuel Belisario
Moreno encontramos el paradigma de la mujer letrada que se mantiene célibe y piadosa,
gracias a la sumisión a la fe cristiana. La secuencia de acontecimientos, que la
caracterizan como personaje, parece diseñada expresamente para destacar una idea: la
ilustración solo es legítima si se pone al servicio de la fe. Así pues, la noble Tocoya muere
en el parto y de ella nace, por cesárea, la princesa Naya. La noble niña, de tez muy blanca
para ser indígena, es apodada por el pueblo la Chapetona, pues se sabía que en realidad
era hija del capitán español Páez, y no del cacique Quiroa. Mr. Blácker, el padre Anselmo
y el corregidor de la ciudad, convienen en retenerla para que sea educada en el
cristianismo, y como garantía de que la paz con los yaguarzongos se mantendría. Esta es
455
Tobar, “Timoleón Coloma: Dibujos de costumbres quiteñas”, 156-7.
456
Ibid., 157-8.
194
una forma de presionar a Quiroa, que al inicio de la historia cree que la niña es su hija. El
jefe Quiroa concede al médico Blácker que se haga cargo de la niña, también como
agradecimiento de haberla salvado de un parto riesgoso. Los varones resuelven que su
“padre” Quiroa la visite y que la esclava Crisnelay la lleve una vez a la semana a la aldea
indígena. “Y cuando Blondina esté crecida y amaestrada por la Religión y por la ciencia,
élla irá a plantar, como Tocoya, el lábaro de la cruz y la bandera de la paz en el corazón
de su padre y de sus súbditos”. 457 Naya, llamada también Blondina, conocida como la
Chapetona en toda Zamora, recibió una educación propia de las élites de aquella época:
de la mano de su protector, Mr. Blácker, aprendió a leer y escribir perfectamente en inglés
y español. Además, hablaba la lengua de los yaguarzongos.
Con el tiempo, Blondina se convierte en defensora de los indios y los negros de
su comunidad. De los indios porque llevaba su sangre, y de los negros, a decir del
narrador, porque “[c]on la actividad de la juventud y los recursos del ingenio, Blondina
se interesaba y trabajaba con ahínco por la felicidad de los yaguarzongos y de la colonia
africana, cuya sangre se había inoculado en ella con la leche que había libado en los
pechos de Crisnelay”.458 Moreno describe la ceremonia que la Chapetona había diseñado
para instigar a los criollos a liberar un esclavo cada Semana Santa. 459 Naya, Blondina o
la Chapetona, síntesis de razas, piadosa por su educación en la fe, inteligente por su
cultivo intelectual, se entrega a la causa de los indios siervos y la liberación de los
esclavos africanos. Es una virgen consagrada a la fundación de una comunidad
multirracial y cristiana en Zamora. Es el ideal de la mujer y ciudadana católica. Es la
mestiza perfecta, cuyos tres nombres designan sus diversos orígenes. Pero también es una
cautiva de la religión. Naya rechaza a todos sus pretendientes para mantenerse casta y
atenta a su misión. Acepta heroicamente permanecer en su claustro.
La otra mujer dominante que aparece en estas novelas es Marieta de Veintimilla,
en Entre el amor y el deber, de Teófilo Pozo Monsalve. Resulta una combatiente
aterradora, una oponente tenaz, que solo descansa de la lucha cuando la vence el
cansancio físico y el ayuno forzado. 460 A pesar de haber sido un personaje de la vida real,
457
Moreno, Naya, 68.
458
Ibid., 77.
459
Ibid., 78-80.
460
Pozo Monsalve, Entre el amor y el deber, 30.
195
se nos presenta más bien como un prototipo heroico, propio de las historias épicas antes
que de la Historia nacional:
[E]xiste una fuerte semejanza entre ella y las mujeres guerreras como Marfisa (guerrera
pagana que se convierte al cristianismo) y Bradamante (guerrera cristiana) en los poemas
épicos italianos. Las acciones de estas mujeres hacen fuerte eco en el texto de Pozo
Monsalve, y sus hazañas heroicas son muy parecidas a las que Marieta ejecutó en la vida
real y que se hallan representadas en el relato; hasta el punto que en algunos pasajes se
llega a olvidar momentáneamente que Marieta no es una descendiente de estas dos
atrevidas mujeres sobrehumanas, sino que fue un ser real que pasó, gracias a sus actos de
valentía, a vivir como representación en las páginas de la ficción.461
Antes que describir a la persona real, Pozo Monsalve prefirió dibujar una máscara
netamente literaria. La gran contrincante militar de los patriotas restauradores está tan
idealizada que su verdadera complejidad ideológica desaparece. Tan sublimada está la
figura de la Veintimilla en esta novela que el narrador acude a un tópico muy conocido
de las ficciones caballerescas, en que las fieras amazonas sufren solamente cuando ven
morir a sus corceles. Estas alusiones a los poemas épicos renacentistas italianos, que otros
críticos ya identificaron, 462 cumplen la función de resaltar las facultades bélicas del
enemigo ideológico del autor. Con ello, el narrador logra que el triunfo de los
restauradores sea aún más meritorio. La imponente presencia de la mujer sirve para
acentuar la heroicidad de los varones, pero no para reivindicarla en sí misma.
Esta figuración de la mujer revela un aspecto conservador del pensamiento de
Pozo Monsalve, a pesar de su supuesta militancia liberal. Además, su alegato en favor de
la mujer virtuosa y recatada acentúa los rasgos machistas de su voz narrativa. La mujer
no puede, no debe protagonizar las iniciativas políticas ni militares. Ni siquiera en la vida
íntima puede demostrar que es dueña de sus deseos y su cuerpo. No debe llamar la
atención, no debe prestarse a las habladurías. Cualquier aspecto de la fama le está vedado:
Lucila no aspiraba nunca a esos efímeros triunfos de la coqueta, que se evaporan como
una bocanada de asqueroso humo de tabaco, dejando los mismos rastros que él:
hediondez, amargura y bascas. Inspira lástima ver a una infeliz solterona queriendo
arrancar triunfos a un destino ingrato, poniendo en planta lo que llaman coquetismo, esto
es: guiñando al uno, codeando al otro, pisando al vecino, haciendo arrumacos con el de
461
Christen Picicci, “Ecos de la literatura italiana en Entre el amor y el deber: escenas de la campaña de
1882 y 1883 en el Ecuador (1886), de Teófilo Pozo Monsalve”, Kipus: revista andina de letras 29 (2011):
80.
462
Ibid., 83-4.
196
más allá, y mil otras sandeces por el estilo. ¡Pobres Cleopatrillas, que si en realidad son
malas, procuran hacerse conocer, y si lo contrario, se empeñan en parecer como tales!463
Estas ideas sobre la virtud femenina están plenamente ligadas a la práctica de la religión
cristiana. Cuando su prometido Federico muere, la recatada y modosa Lucila decide
hacerse monja.464 La nación imaginada por este novelista es una comunidad que gira en
torno del respeto a la centralidad de los varones.
En contraste con sus opiniones sobre la mujer, Pozo Monsalve presenta una escena
en que los soldados liban copiosamente y festejan con euforia el triunfo inminente sobre
las huestes del dictador Ignacio de Veintemilla. El arrebato y la expresión desatada de las
emociones son una marca legítima de la más reconocida masculinidad:
La mujer debe encerrarse en el claustro del hogar, del convento, de los sentimientos más
íntimos, aquellos que nunca confiesa. El hombre debe gritar a los cuatro vientos el goce
de su poder, embriagado de alcohol o triunfalismo. A los hombres les corresponde la
lucha por el poder político y la concreción de los grandes ideales patrióticos; a las
mujeres, guardar silencio y esperar a que los hombres regresen de la guerra.
La crítica ya ha observado el modo en que Pozo Monsalve responde al prototipo
de la mujer de la poesía renacentista, de origen neoplatónico, especialmente petrarquista,
para el cual la hermosura física es reflejo de la belleza espiritual. 466 Según ese canon, la
mujer no podía abandonarse a los placeres mundanos, sino consagrase al cultivo
espiritual, única fuente de la auténtica belleza. En definitiva, la mujer debía ser un
vehículo de elevación espiritual para el hombre, y no la fuente de consumación de su
deseo carnal, ni siquiera del suyo propio. Más allá del registro de petrarquismos que se
pueden hallar en la novela de Pozo Monsalve, que Christen Picicci ha estudiado en
detalle,467 se encuentra el significado político de esta adscripción literaria. La continua
463
Pozo Monsalve, Entre el amor y el deber, 55-6.
464
Ibid., 74.
465
Ibid., 58.
466
Picicci, “Ecos de la literatura italiana”, 77-8.
467
Ibid.
197
referencia al modelo del ideal femenino petrarquista hace que la historia de amor entre
Ángela y Reinaldo, y entre Lucila y Federico, sea mucho más que un asunto interpersonal.
El tópico del amor no correspondido y el ideal de la belleza femenina, tal como
están planteados en esta novela (al modo europeo), operan como motivos legitimadores
del texto, en un sentido colonial; es decir, gracias a que el autor los incluye en su universo
ficcional, su novela puede ingresar en el universo de la literatura occidental,
desconociendo los nexos americanos que tiene la cultura que intenta representar. La
escritura de Pozo Monsalve es un ejercicio colonial, en la medida en que busca adscribirse
al canon europeo, sin mayores matices estilísticos o temáticos: “El discurso de amor no
es simplemente interpersonal, como se podría esperar, sino político e imperial, y el
petrarquismo, la convención de la escritura del amor no correspondido que provino del
trabajo del poeta del siglo XIV, Francesco Petrarca, es uno de los discursos coloniales
originales.”468 La nación ecuatoriana que imaginó Pozo Monsalve es una comunidad de
héroes militares, que son varones de raza blanca, de procedencia y cultura europea.
En esta revisión del papel de la mujer, plenamente integrada al modelo patriarcal
del proyecto nacional de la época, resulta ilustrativo detenerse en la obra de Juan León
Mera, para señalar sus cercanías con Juan Montalvo. Debo insistir en que no se puede
leer su obra por fuera del contexto político y, por cierto, desconectada del contexto
literario ecuatoriano. De lo contrario, los excesivos matices nos llevarían a encontrar en
sus novelas complejidades ideológicas que, en realidad, no se expresan por ningún lado.
Por esta razón, coincido con Juan Carlos Grijalva cuando afirma que las semejanzas entre
las ideas de Mera y las de su antípoda ideológica, Juan Montalvo, son mayores que las
diferencias que los separan. 469 El lugar que ambos le otorgan a la mujer y el papel que
desempeña la familia en la organización social de la nación, convierten a Mera y
Montalvo en dos variantes de un mismo discurso, antes que en dos polos opuestos
radicalmente.
Tal como ocurre en las novelas de Moreno y Pozo Monsalve, en toda la obra
literaria de Mera, así como ocurre en los escritos de Montalvo, la ilustración de la mujer
debe ser regulada por la censura varonil, por medio de sus instituciones: la Iglesia o el
468
Roland Greene, citado ibid., 91.
469
Juan Carlos Grijalva, “El discurso romántico-masculino sobre la virtud femenina: ventriloquismo
travesti, censura literaria y violencia donjuanesca en Montalvo y Mera”, Kipus: revista andina de letras
27 (2010), 59-83.
198
Estado. Para estos autores, la mujer debe cumplir con el papel de educadora doméstica y
guardiana de la unidad familiar. Tanto en las novelas cuanto en los ensayos de Mera, en
la misma medida en que ocurre en los textos de Montalvo, la subjetividad de la mujer está
controlada mediante varios procedimientos discursivos: “a) una parodia masculina de la
voz femenina que habla por/para las mujeres sobre sus propias necesidades y deseos; b)
una práctica discursiva de censura literaria que opera sobre la creatividad poética
femenina; y c), un discurso de violencia y castigo sobre aquellas mujeres rebeldes que
cuestionan la autoridad masculina y la misma sociedad patriarcal”. 470
Tanto Mera cuanto Montalvo, y con ellos la mayoría de los llamados
conservadores y liberales de la época, responden a un mismo momento de formación y
edificación del ideario nacional. De allí que haya sido inevitable que respondieran a
ciertas urgencias políticas y estructurales de formas similares. No debería resultarnos
sorprendente o incómodo que ambos autores hayan pensado en un mismo tipo de sujeto
nacional femenino. Aunque se ha dicho muchas veces que Mera fue, en este sentido,
bastante más abierto que su rival, lo cierto es que no existen diferencias abismales entre
ellos.
Es sabido que Montalvo escribió gran parte de su obra en el momento del
garcianismo, precisamente para combatirlo. Pero debemos pensar en la posibilidad de que
también haya apoyado, involuntariamente, a una parte de la ideología que llevó al dictador
al solio presidencial. En sus ensayos, mediante la incrustación de ciertos momentos
ficcionales, Montalvo simula las voces de mujeres jóvenes, sumisas y castas, ávidas de
una guía masculina. Estos personajes femeninos hablan y reflexionan en un sentido que
parece estar dirigido a los hombres ilustrados de la época, antes que a las (im)posibles
lectoras de Montalvo. Las mujeres, para Montalvo, deben ser sumisas, subordinadas al
intelecto y voluntad masculinos: “Subjetividad femenina, familia, escuela, nación, Estado
teocrático conforman una cadena ideológica de sentido en la cual los roles de esposa,
madre y educadora doméstica resultan decisivos. A pesar de su criticismo político,
Montalvo apoya la ideología católica conservadora de García Moreno como fundamento
moral de la educación de las mujeres y sus roles en la vida doméstica”. 471 No es gratuito
470
Ibid., 59-60.
471
Ibid., 65-6.
199
que el papel de las mujeres en su novela Capítulos que se le olvidaron a Cervantes sea
casi irrelevante o, al menos, pase inadvertido.
En toda la obra de Mera, la mujer aparece sometida al hombre. No sería suficiente
con argumentar que Cumandá es algo distinta a otros personajes femeninos de la época,
porque es valiente y voluntariosa. Más allá del sacrificio que hace por su amado, no
encuentra más remedio que cumplir con la ley impuesta por los varones que la rodean.
Las heroínas de Mera terminan por aceptar la ley patriarcal. Cumandá tiene un
antecedente en la obra de este autor: Cisa, la protagonista de la leyenda escrita en verso,
titulada La virgen del sol. Ella es igual de brava, tan pura como Cumandá y, en última
instancia, resulta igual de obediente de las leyes del padre:
En La virgen del sol, la heroína se fuga con su amante; se van lejos, más allá del control
de la ciudad o la ley, y sin embargo, una vez solos, refrenan sus pasiones carnales. Cisa
se reconoce a sí misma como la virgen del Inca prometida y Titu así la considera. En otras
palabras, la ley del Inca, que bien podría leerse como un paralelo alegórico de la ley
religiosa del Estado garciano, se ha subjetivizado, forma ahora parte de la misma
intimidad de los amantes.472
Pero Mera fue más allá de las figuraciones novelescas para propugnar la sumisión
de las mujeres. Un ejemplo claro lo encontramos en su Ojeada histórico-crítica, donde
explica claramente lo que considera buena poesía, en gran medida, guiado por ciertos
criterios morales. Su opinión sobre la poesía de Dolores Veintimilla, más que una crítica
literaria, es un juicio de valor moral. “En su ‘pastorado literario’, en sentido literal, Mera
extiende el poder teocrático del Estado de García Moreno a la manera en que las mujeres
escriben”.473 El erotismo, la sensualidad, la libertad de los sentidos, están muy lejos de
este escritor supuestamente romántico. En su opinión, la literatura es buena en la medida
en que ayude a edificar una ética nacional, una ciudadanía inspirada en la religión
católica. Y en este sentido, las mujeres, tanto como los hombres, debían someterse a ese
molde patriótico. Cisa, Cumandá y todos sus personajes novelescos, sean hombres o
mujeres, siguen una misma dirección ideológica.
La casta Cumandá, en tanto alegoría de la femineidad, no encuentra una
contraparte dentro de las novelas de Mera, aunque sí la tenga en la Ojeada histórico-
crítica: Dolores Veintimilla de Galindo. Pese a reconocer su talento poético y sus virtudes
472
Ibid., 69.
473
Ibid., 70.
200
estilísticas, Mera se concentra en deplorar su comportamiento moral y la pecaminosa
decisión de suicidarse. Tal es el grado de control social que el varón debe ejercer en el
ideario de Mera que, en su libro titulado Obras selectas de la célebre monja de Méjico
Sor Juana Inés de la Cruz, se atreve a corregir y enmendar los textos copiados del
original, no solo porque le molestan algunos giros idiomáticos, sino porque “Para Mera,
la Sor Juana que vale, la Sor Juana ‘célebre’ poetisa es la que, después de haber escrito
su ‘Respuesta a Sor Filotea de la Cruz’ defendiendo sus derechos y capacidades
intelectuales a las letras y las ciencias, decide, forzada por el Santo Oficio, arrepentirse y
someterse a un voto de silencio y penitencia por el resto de su vida”. 474 Para Juan León
Mera, la mejor Sor Juana es aquella que ha declinado su voluntad creativa a los pies del
trono obispal, y ha sometido sus inquietudes literarias a la censura de su confesor.
474
Ibid., 75.
201
Indirectamente, se ha respondido ya algunas de estas interrogantes. Muchas otras
quedarán por resolver, porque no merecieron la atención de los narradores de ficción sino
hasta la época de entre siglos, que se encuentra fuera del límite temporal que estamos
estudiando. Por lo tanto, es necesario aclarar que esta es la parte menos consistente de
todas las propuestas novelescas que se han revisado hasta aquí. Sin embargo, se la ha
incluido para completar el mapeo de motivos, temas y técnicas narrativas que, sin esta
breve revisión, quedaría incompleto.
Posiblemente no exista una actividad tan íntima que, al mismo tiempo, pueda ser
más pública que la comida. Con ella saciamos nuestro apetito primario, el de la propia
supervivencia, y cumplimos la necesidad irrevocable de compartir la vida con nuestros
prójimos cuando nos sentamos a la mesa. Son los comensales de un mismo plato los
primeros en construir la comunidad humana. Etimológicamente, “compañero” significa
aquel que come el mismo pan y, por lo tanto, aquel que comparte la misma conversación,
las mismas preguntas y posiblemente las mismas aspiraciones. Antes del compatriota, se
encuentra el compañero, porque junto a él se origina el sentido primitivo de lo
connacional. La gastronomía puede decir mucho más de un pueblo que sus mismos relatos
míticos o históricos. En los ingredientes de la comida nacional, y en el modo en que se
mezclan y disponen, podemos encontrar las claves de la economía y la cultura que
sustentan cualquier país y, por lo tanto, los lazos más firmes que unen a sus ciudadanos.
Sin embargo, las costumbres culinarias y alimentarias son motivos apenas tomados en
cuenta por los primeros narradores del siglo XIX. Probablemente, las urgencias políticas
de la época les quitaban el tiempo necesario para observar los profundos significados
históricos que componen un plato de comida. De manera que lo que podemos encontrar
en estas primeras novelas sobre la comida ecuatoriana es muy poco, pero quizá suficiente
como para empezar un mapeo costumbrista de la nación en ciernes.
La primera referencia sobre este asunto en la narrativa de ficción del siglo XIX se
encuentra en La muerte de Seniergues, de Manuel Coronel, en una nota al pie donde el
autor explica a los lectores en qué consiste la timbuzhca, que uno de los personajes desea
202
preparar: “Hervido de aguardiente con poca agua y harto azúcar”. 475 De allí no pasa la
descripción del autor, pues apenas nos enteramos de que tal bebida les hubiera servido a
los viajeros para paliar en algo el frío que desmejora su paseo por el campo. Del mismo
modo, Coronel anota en varias ocasiones al pie de las páginas de su relato, esta y otras
expresiones coloquiales que considera poco inteligibles para los lectores no ecuatorianos
o para a aquellos que no conocieran las particularidades de la época en que está
ambientada la historia: inicios del siglo XVIII, cuando ocurrió la visita de la Misión
Geodésica Francesa al Ecuador. Con esta edición anotada, el mismo Coronel se encarga
de que su texto sea inteligible para los lectores del futuro y los extranjeros. Pero el
costumbrismo tardaría un tiempo más en llegar al Ecuador.
Otro es el caso del Timoleón Coloma, de Carlos R. Tobar, que se extiende
contándonos la costumbre que tenían los anfitriones rurales de brindar abundante licor
(casi siempre artesanal y muy barato) a las visitas, como si del mejor agasajo posible se
tratara, en cumplimiento de un riguroso protocolo de hospitalidad. El calor de la acogida
del convidante parecía medirse por la cantidad de alcohol dispensado a las visitas. Lo
cierto es que tanto los visitantes cuanto los dueños de casa terminaban borrachos. 476 Más
adelante, Timoleón Coloma nos refiere el nombre de otra bebida de la época, similar a la
timbuzhca que conocemos en la novela de Coronel: el gloriado. 477 Estos hervidos de
aguardiente, azúcar, especias y en ocasiones yerbas y frutas, siguen siendo muy comunes
en Ecuador, Colombia, Perú, Chile y otros países de la región. Reciben diversos nombres,
según los ingredientes que brindan el aroma y sabor distintivos: canelazo, draque,
naranjillazo o, simplemente, hervido.
En todo caso, los narradores de estas historias no consignan la receta de aquellos
populares tragos. Su intención es pintar la costumbre, caracterizar al pueblo en su
intimidad social, y no instruirnos en las artes culinarias de la época. En este caso, el ánimo
de los narradores no es enciclopédico ni antropológico, sino político y moralizante. Por
su parte, Tobar no pierde la ocasión de expresar su opinión mediante las palabras de su
personaje: “En cuanto al licor, protesto enérgicamente contra la brutal costumbre de ¡por
fineza! precisar á beberlo”. 478 Las formas de hospitalidad que se practicaban en las
475
Coronel, La muerte de Seniergues, 67.
476
Tobar, “Timoleón Coloma: Dibujo de costumbres”, 137-9.
477
Ibid., 169.
478
Ibid., 143.
203
haciendas de la Sierra, en concreto entre las azucareras del norte del país (Capítulo X.-
¡Al campo! ¡Al campo!), podrían constituir todo un tema de reflexión cultural, a partir de
este y otros posibles registros escritos de la época. 479 La atención sobre estos y otros
aspectos de la vida cotidiana del período no persigue la consecución de un relato
exhaustivo y fiel del ser de los ecuatorianos, sino la construcción de otro motivo que
suscite las reflexiones morales, religiosas y políticas de los narradores y personajes
protagónicos de las novelas.
Entre otras razones, esa enorme generosidad con la comida y el alcohol, entre
burda y desbordante, de la que hacían gala los anfitriones del siglo XIX, que nos pintan
las novelas de Tobar, podría haber sido el paradójico resultado de una profunda
precariedad material. El mismo autor recuerda en su Relación la pródiga hospitalidad que
practicaban los quiteños de la época recibiendo a cualquier viajero en sus propias casas,
fuera extraño o conocido. Pero dicha cortesía ocurría, en primer lugar, porque en la
pequeña ciudad andina de entonces no existían posadas ni hostales, de manera que la
mayor parte de casas tenían habitaciones exclusivas para los huéspedes posibles, fueran
amigos o parientes. Ceder uno de esos espacios por unos días a cambio de una pingüe
renta, o a cambio de nada, les dio a los capitalinos la fama de ser muy hospitalarios. Tobar
es muy claro en mostrar la escasez de comodidades con que vivían la mayoría de los
hacendados de la época. Esa modestia material era la herencia de una economía de
subsistencia basada en el servilismo y la esclavitud, que había pasado de la Colonia a la
República sin mayores cambios. En Timoleón Coloma, el lector puede ver cómo los
pequeños y medianos terratenientes serranos no disfrutaban de comodidades tan básicas
como mueblería, vajilla, cristalería, y peor aún de lujos como una servidumbre educada
y abundante.480 En medio de dicha escasez, la solidaridad inevitable devenía con
frecuencia en una vida austera, que se suspendía en los días festivos, caracterizados por
el dispendio y el exceso, como una forma de romper el orden de la vida cotidiana. Pero
los pequeños o medianos propietarios nunca estuvieron al nivel de los grandes
terratenientes.
En Relación de un veterano de la Independencia, Tobar nos habla de potajes como
el rosero quiteño, comida y bebida a un tiempo, con que se recibía a los invitados, “que
479
Ibid., 121 y ss.
480
Ibid., 143.
204
se compone de frutas, hojas, flores, maíz cocido, cáscaras y otras basuras”. 481 Según el
narrador, a inicios del siglo XIX, “el aguardiente no era conocido ni usado más que por
sus propiedades medicamentosas, la cerveza, nombre que no había sonado aún en el
continente, y aún el mismísimo vino de Málaga, único que nos llegaba de la madre
España, no salía a luz sino en las grandes ocasiones y cuando repicaba fuerte”.482 Una de
aquellas ocasiones es el opíparo almuerzo ofrecido por Segundo Rey, el villano casado
con Cándida, dama terrateniente que, a pesar de serlo, no solo que ordena y participa en
la cocina, sino que sirve con sus propias manos a los hambrientos contertulios: “[C]aldo
pingüe de capón, arroz amarillo con rocotos rellenos, lomo preñado de tocino, de
almendras y de pasas, colosales patatas coronadas de rojo ají”. Y por si fuera poco,
completa el festín con cuyes recostados “en una humeante cazuela, sobre un cúmulo de
papas, empanadillas, lengüetas de plátano frito, cañutos de cebolla, medallones de clara
argentina engastando el oro de la yema, rebanadas de aguacate ó sea esmeralda vegetal,
plateadas sardinas y gordas aceitunas”. 483 En estos breves cuadros de la vida rural, quedan
claras algunas diferencias entre los grandes propietarios retratados en la Relación y
aquellos que, al disponer también de tierras, como los retratados en Timoleón Coloma, no
podían igualar el tren de vida de los grandes señores feudales, descendientes de los
encomenderos.
Estos pasajes costumbristas de Tobar insisten en la pobreza material de la mayoría
de los blancos y mestizos de ese entonces. Del mismo modo, esa precariedad parece
continuar en las pobres nociones que se tenía sobre la salud y la medicina: “[L]as mujeres
eran menos nerviosas que en días de vivos, según opinión de un teólogo, á causa de que
el café no se venía aún de la Arabia y el té no se extralimitaba de su categoría de droga”. 484
Si la comida y la bebida han sido consideradas desde siempre nutrientes y remedios al
mismo tiempo, no es de extrañar que este autor se ocupara del modo en que esta relación
se entendía entre sus contemporáneos. Debemos recordar que Tobar había estudiado
Medicina, de manera que su crítica a las prácticas de sus mayores puede tener un sustento
científico, según los parámetros de su tiempo. “La Materia Médica se reducía á los
481
Tobar, Relación de un veterano (1895), 1: 74.
482
Ibid., 1: 74.
483
Ibid., 1: 80.
484
Ibid., 1: 154.
205
agentes denominados cálidos y frescos, cosa que no entiendo bien hasta ahora”, 485 dice
uno de sus personajes de la Relación.
Pero si Tobar pretende ser mesurado en su crítica de las costumbres de su época,
defendiendo el mejoramiento de disciplinas esenciales como la medicina, o mediante el
retrato sorprendido de los excesos en el alcohol y la comida, Mera representa el lado más
reaccionario a la inevitable llegada de la modernidad capitalista. Su actitud recelosa se
manifiesta en un pasaje de Un matrimonio inconveniente, en que critica la llegada de
ciertos productos extranjeros como la comida enlatada:
No hay que añadir que los platos, desde el caldo hasta las rebanadas de suculento lomo
de ternera, desde la fresca ostra hasta el picante chupé, todo estuvo exquisito; y miren
Udes, que así estuvo sin que Rodolfo, ó más bien Luisa que fue quien únicamente se
entendió en hacer preparar el almuerzo, hubiese tenido que acudir á las porquerías que la
moda nos trae del extranjero, y que muchos gustan de ellas porque el extranjero nos la
envía en tarros de lata con bonitos rótulos. ¡Hasta dónde llega nuestro necio capricho!486
485
Ibid., 1: 155.
486
Mera, “Un matrimonio inconveniente”, 70.
206
3.2. Los ritos religiosos y las fiestas populares
En los cuadros costumbristas que Carlos R. Tobar nos ofrece, vemos claramente
cómo la precariedad material afecta todos los ámbitos de la vida cotidiana. La falta de
infraestructura vial de la época, por ejemplo, no solamente fue un problema para la
integración económica de las distintas regiones, sino también para la integración de la
sociedad civil, de modo que las diferencias culturales entre los distintos pueblos y etnias
marcaron los derroteros que la política nacional tomaría hacia finales del siglo. La
diversidad cultural al interior del territorio, antes que ser una ventaja para la consecución
de los ideales patrióticos de los primeros ideólogos del nacionalismo, fue un auténtico
escollo que no lograron superar del todo. En el capítulo de Timoleón Coloma titulado “La
misa en la parroquia”, Tobar expone el esfuerzo que suponía para los habitantes de las
zonas rurales acudir al sagrado rito dominical. Apenas existían senderos vecinales y
caminos de herradura. Precisamente por eso, los rituales como la misa convertían a la
religión en un auténtico elemento de cohesión nacional, porque obligaba a los habitantes
rurales a acortar las distancias simbólicas y materiales. La gente simplemente cumplía
con su deber sagrado, incluso tomándolo como un sacrificio necesario. En la iglesia se
encontraban con sus parientes, amigos y remotos vecinos. Gracias a la Iglesia, el sentido
de comunidad se reforzaba periódicamente y los lazos sociales se renovaban: “Charlamos
un poco con el cura, mi tío saludó con unos cuantos chagras, resolvió consultas acerca
de jurisprudencia, medicina, teología, etnografía y lingüística, concedió besamanos á
algunas docenas de indios”. 487
Sin embargo, para este escritor, todo beneficio tiene su contraparte. Las
ceremonias religiosas, además de cohesionar a la comunidad, afirmaban las diferencias
internas entre sus miembros, quizá también como una forma de unirlos y volverlos parte
de una comunidad nacional, llena de jerarquías y castas. En Relación, Tobar describe con
sorna los funerales de la época, llenos de los artificios que practicaba la clase alta quiteña,
en contraste con la sencillez y el silencio en que se sumían los más humildes. La familia
que más dinero tenía, más y mejores plañideras contrataba para sus funerales. Cuando la
487
Tobar, “Timoleón Coloma: Dibujos de costumbres”, 132-3.
207
esposa de Segundo Rey agoniza, recibe la visita de numerosas mujeres, muchas de ellas,
prácticamente desconocidas. Una vez muerta, su familia debía “verificar el duelo” o
“recibir el duelo” en casa, ocasión que aprovechaban los vecinos para mostrarse
solidarios: “El día de la muerte de la señora Cándida, el de la traslación del cadáver y el
del duelo, la casa estuvo de bote en bote, según entiendo, por la atracción de las
abundantes viandas con que familias amigas trataban de consolar á los deudos,
recordando el gran proloquio de nuestros mayores: duelos con pan son menos”.488
Aparentar cierta posición social era tan importante como ser “verdaderamente”
hospitalario y auténticamente cristiano.
Del mismo modo que las ceremonias religiosas, las fiestas y celebraciones
populares son factores de cohesión y autoidentificación social. En Timoleón Coloma,
observamos cómo se animaban las reuniones familiares: “el pianista había cedido su
butaca á un joven que, acompañado por la voz de una semivieja, maullaba el alza que te
han visto para que bailaran mi tía y el padrino que, en medio de la sala, estaban haciéndose
rogar”.489 Mientras en las ciudades no faltaba quien pudiera rasgar una guitarra o golpear
las teclas de un piano, en el campo la extrema escasez de recursos materiales encendía el
ingenio de los más desposeídos. En esa misma novela, asistimos a la primera noticia
costumbrista sobre la música afroecuatoriana de la Sierra Norte, al menos la primera que
conste en un relato de ficción: “Lo que los negros llaman bomba es un tambor grande ó
sea un bombo de forma especial; el alfandoque es un cañuto de guadua (caña muy larga
y gruesa) lleno de guijas, el cual, sacudido, marca el compás en los bailes á que los negros
son en extremo aficionados”. 490 Nuevamente, la pintura de la sociedad de la época
consigna la manera en que las fiestas populares diferenciaban y reafirmaban la posición
de las castas y clases sociales.
Del mismo modo, cuando Tobar nos cuenta en Timoleón Coloma que la cacería
era una típica actividad recreativa de la clase terrateniente y de cierta alta burguesía,
también nos está mostrando que aquellos ciudadanos no necesitaban practicarla como
sustento alimentario. Tobar aprovecha la oportunidad para censurar el ocio improductivo
de los citadinos, que nada tenía que ver con las formas moralmente edificantes con que
488
Tobar, Relación de un veterano (1895), 1: 125.
489
Tobar, “Timoleón Coloma: Dibujos de costumbres”, 113.
490
Ibid., 123.
208
se podía pasar el tiempo libre en el campo. No obstante, el narrador termina
concediéndoles a los juegos de mesa, entretenimiento esencialmente urbano, similar
legitimidad que la cacería y los paseos por los bosques que practicaban los habitantes
rurales:
De esta manera, queda claro que la pintura de costumbres, en el caso de las fiestas y
pasatiempos, no es solamente un ejercicio testimonial del autor, sino una oportunidad
para posicionar de un modo ameno y eficaz ciertos principios que atañen al disfrute del
ocio. Es un pretexto más para catequizar y edificar la nación, mostrando cómo era el
cuerpo social que debía disciplinarse en el respeto a la moral inspirada en el cristianismo.
No obstante, Tobar deja ciertos pasajes de sus novelas un poco más libres de
contenidos moralizantes, especialmente cuando se detiene en los detalles de las fiestas.
En su Relación, nos cuenta en qué consistía “el juego de la gallina”, previo a la corrida
de toros, con que celebraba su cumpleaños el patrón de la hacienda:
Los dichos gañanes dieron una ó dos vueltas de zapateado baile alrededor del patio, y, en
seguida, montando algunos á caballo, pasaban de carrera por bajo la horca descrita
anteriormente y trataban de coger la gallina péndula que era elevada por medio de tirones
de cabestro, en el momento de querer asirla los gañanes. Uno, á la postre, la tomó del
cuello y ¡Válgame Dios...! Si no temiera herir la nerviosidad de los lectores, les referiría
los tormentos de esa pobre mártir descuartizada por la multitud, que se precipitó á
agarrarse también de la infelice.492
Este es apenas el antecedente de otro ritual aún más sanguinario y todavía vigente
en muchos países latinoamericanos. Pero la fiesta que se describe en la novela es aquella
que en Ecuador se denomina comúnmente como “toros de pueblo”, distinta de la fiesta
taurina regulada por los ayuntamientos, porque no obedece la etiqueta ni los estrictos
protocolos de las plazas y cosos urbanos. Antes bien, la improvisación y el aparente caos
491
Ibid., 129.
492
Tobar, Relación de un veterano (1895), 1: 75-6.
209
son los atractivos mayores de dicha celebración: “[E]l no menos salvaje mayoral abrió
repentinamente el portón y dió entrada á un novillo feroz, que, [...] revolcó á unos cuantos,
peloteó á otros, corneó á éste, resopló al de más allá, persiguió á aquél”.493 Aun en estos
casos, el narrador protagonista, inventado por Tobar, no pierde la oportunidad de aludir
al principal motivo novelesco de ese tiempo, el tema político: “La turba —ni más ni
menos que los gobernados, con algunos presidentes de la República— llamaba al novillo,
le gritaba, le silbaba, le arrojaba guijarros, le echaba los ponchos a los ojos, le seguía, le
acosaba” [énfasis añadido].494
Llegado este punto, cabe hacer una precisión. Tobar no está solamente pintando
el cuadro exótico de alguna práctica social que le resulte del todo repulsiva o ajena. Está
también narrando una actividad que, seguramente, él mismo disfrutó o padeció en carne
propia. Sus registros no son simplemente pinturas que orientalicen a las clases populares,
los mestizos e indios de su época, aunque podamos encontrar mediante las palabras de
sus narradores su propia visión de clase. Tobar intenta dejar testimonio del ser de la
nación que conoció. Así parece suceder cuando describe el modo en que van ataviados
los mozos que se enfrentan a los novillos: “veinte ó veinticinco gañanes cubiertos los
rostros con caretas ó pinturas de ataco, tizne y achiote, vestidos, unos con bastas blusas
y guirnaldas de plumas, á modo de como en Europa se cree que nos vestimos los
americanos” [énfasis añadido].495 Tobar aprovecha la careta carnavalesca de la fiesta,
para burlar la mirada exotizante del europeo, que veía en los habitantes de América a unos
buenos salvajes. Acaso esos muchachos, disfrazados con harapos y pintados la cara, se
parezcan en más de un sentido a los participantes de un carnaval cualquiera, quizá uno
tan sofisticado como el veneciano de aquellos años. Tobar presenta a los ecuatorianos de
su época en estas facetas tan poco heroicas y dignas, precisamente para acentuar su
humanidad. En estos momentos actúa como un etnógrafo que, desde el interior de un
territorio poscolonial, muestra lo parecidos que son sus habitantes a los ciudadanos de
cualquier parte del mundo, incluida la España en donde terminó sus días, y de donde
proviene la fiesta taurina que describe y repudia en su novela histórica.
493
Ibid., 1: 76.
494
Tobar, Relación de un veterano (2002), 55.
495
Tobar, Relación de un veterano (1895), 1: 75.
210
Así pues, pasada la euforia de la multitud después de la misma tortura a “tres o
cuatro toretes más”, Tobar nos describe lo que en Ecuador se denomina desde aquella
época el juego del palo encebado:
496
Ibid., 1: 77-8.
497
Ibid., 1: 145.
498
Ibid., 1: 146.
499
Ibid., 1: 146.
211
además de pintar un cuadro de costumbres, esta escena le sirve al narrador para acentuar
la heroicidad de su protagonista. Una vez más, Rosaura se sobrepone a los usos y
tradiciones, y luego de arrancar de la horca al animal, con habilidad que los otros jinetes
y el público admiran, se lo devuelve a una humilde indígena a quien le había sido
arrebatado: “—Esta ha sido la dueña del animal, y se lo han quitado por fuerza, según la
pena con que lo estaba contemplando. / —Cierto, ama mía, Dios se lo pague —dijo la
india”.500 En seguida, los siervos que tensan la soga de la horca reconocen su generosidad:
“Colocado el segundo gallo fue Rosaura por segunda vez fácilmente vencedora, porque
los indios que tenían la cuerda, seducidos por la hermosura y agradecidos del acto de
piedad de esta amazona, aflojaron de modo que el gallo quedase muy accesible”. 501 Pero
el favor de los humildes provoca la ira de uno de los contendientes, quien arrancha el
trofeo de las manos de Rosaura y le causa una herida. Los indígenas salen en defensa de
su benefactora en contra del agresor, pero, al borde del linchamiento, interviene
nuevamente Rosaura en favor de la justicia y evita que ocurra una desgracia. En este caso,
Riofrío utiliza el costumbrismo como pretexto para retratar el alma noble de su heroína.
En esta misma línea, otra novela que contiene escenas costumbristas data de 1871:
La muerte de Seniergues de Manuel Coronel. Ambientada a mediados del siglo XVIII,
nos demuestra la persistencia que han tenido entre los ecuatorianos ciertas fiestas de raíz
hispánica como la taurina. La descripción que Coronel hace de la corrida de toros parte
de un lugar de enunciación muy distinto del espacio que delimitan Tobar o Riofrío: está
ambientada un siglo antes, y su narrador es omnisciente, no protagonista. Esta distancia
posiblemente influya en el tono sentencioso y en ocasiones exotizante de sus palabras:
“La plazoleta de San Sebastián, convertida en un pequeño circo, ofrecía un aspecto
animado, pero un tanto ridículo y semisalvaje, [sic] Rodeada de palcos de dos y tres pisos
desiguales, adornados con toldas y sobrecamas, y cubiertos de paja silvestre, semejaba
una porción de chosas [sic] americanas, aglomeradas unas sobre otras, en risible
desorden”.502 En contraste, el narrador protagonista de Tobar trasuda cierto aire
americanista que, a pesar de ver en la fiesta de toros un rezago del barbarismo del
colonizador, se concentra en las acciones, entre crueles y cómicas, que frente a sus ojos
500
Riofrío, La emancipada (2009), 28.
501
Ibid., 28.
502
Coronel, La muerte de Seniergues, 106-7.
212
legitiman la alegría popular. Como hemos visto, el caso de Riofrío también es diferente:
el costumbrismo apenas es un trazo más del retrato de su célebre Rosaura.
Por el contrario, Coronel se muestra más distante de su objeto ficcional, y no duda
en revelar las fuentes europeas de su relato: “La-Condamine refiere, [sic] que había más
de cuatro mil personas en aquel reducido anfiteatro. ¿Cuál no sería el movimiento, cuál
el bullicio, cuál la variedad de tantos actores y de tantos espectadores de ese drama medio
bárbaro, pero sublime, en que confundidos la nobleza y la plebe, apuraban la copa del
placer?”.503 Mientras Tobar utiliza la ficción como espejo reflectante de una realidad que
seguramente conoció de primera mano, Coronel utiliza una lejana y antigua
documentación histórica como filtro que autoriza su elección temática. Para Tobar, lo que
vale es la pintura del carácter de una parte del pueblo ecuatoriano: no requiere más
autorización que la que le otorga la función pedagógica de la ficción novelesca de su
tiempo. Para Coronel, el valor de su interés por lo popular está mediado por la remisión
a la autoridad europea: al pintar la barbarie en que vivían los cuencanos de inicios del
siglo XVIII, destaca aún más el valor de los sabios franceses y sus compañeros quiteños
y cuencanos, así como su estatus de modernos iluminados.
Sin embargo, Coronel atenúa su tono orientalizante cuando describe unas de las
fiestas de barrio, que se celebraban en la Cuenca de entonces. Nos cuenta que el
Hayanfaile era una suerte de competencia entre facciones de danzantes y copleros, que
enfrentaba amistosamente a los vecinos de barrios rivales, por descubrir quién era el más
ingenioso o más hábil con las palabras y el canto. El tono distante y un tanto severo con
que nos había informado sobre las corridas de toros se disuelve en una actitud más
referencial o neutral, sobre todo cuando recopila algunas coplas populares que se
cantaban en aquellos bailes callejeros. Quizá esta sea la primera ocasión en la narrativa
ecuatoriana que se intercalan poemas populares con la anécdota novelesca. En este
sentido, Coronel se adelanta a la antología de Mera, Cantares del pueblo ecuatoriano
(1892), aunque es probable que haya conocido antes la Ojeada histórico-crítica (1868)
del mismo autor. Si bien su novela está ambientada en el siglo XVIII, debemos recordar
que la escribió a mediados del XIX, de manera que su perspectiva sobre la nación
encuentra una continuidad en las costumbres populares. La exactitud de su registro
503
Ibid., 108.
213
etnográfico no es importante, porque se trata de un gesto político, nacionalista, que
construye una identidad.
En estos breves momentos costumbristas, obtenemos una imagen del proceso del
mestizaje que ocurría en aquella sociedad estratificada, heredera de los gremios y castas
coloniales. En el contrapunto festivo, se enfrentan todos contra todos, y en esa pugna
simbólica las diferencias se borran por un momento. Los barrios de los zapateros, los
carniceros, los herreros, entre otros, son por unos días, por unas horas, un solo bario, una
sola comunidad, una sola nación. La mezcla social y racial no es solo una referencia del
texto novelesco, sino una realización concreta de la misma materia verbal. Los vocablos
y giros morfosintácticos quichuas se entrelazan con los españoles en cada copla, que cada
barrio entona como respuesta al barrio rival: “El barrio de ñaguzapa. / Hasta upallay /
Ura barrio; / Que no vales / Un comino / Ozomaqui- / ta llutizhpa, / Ruraszhunmi /
Pergamino. // El barrio de Matavaca. / Muspanguimi / Ñaguizapa, / Sin vergüenza, /
Bullanguero. / Allcurucu / Rurangami / Chaquicaras / De tu cuero”.504 Con todo, vale
insistir en que estas son apenas las primeras pinturas costumbristas que, aunque precarias
y escasas, anuncian la voluntad de los letrados de acercarse a los estratos populares de la
nación en ciernes.
El registro del habla popular de cada país y región fue unas de las formas más
explícitas que tenían los criollos latinoamericanos de mostrar las diferencias con sus
primos españoles. Mediante la recopilación de diversas peculiaridades lingüísticas, los
ideólogos del nacionalismo ecuatoriano dejaron en claro que, a pesar de las raíces
comunes que los unían en la hispanidad, la historia política y cultural los había separado
paulatinamente y con distancia suficiente, como para ser considerados un pueblo distinto
del peninsular. Las formas culturales más concretas y sencillas, como las expresiones más
usuales del lenguaje cotidiano, son evidencias irrefutables de aquellas distancias
idiosincrásicas. Si hablamos distinto, es porque pensamos y vivimos de modos diversos,
504
Ibid., 98-9.
214
parecen decirnos Coronel y Tobar. Sin embargo, no debemos abandonar la cautela al
momento de valorar estas novelas. Si bien los narradores cambian de elemento
focalizador (los grandes héroes por la gente común, los grandes ideales por las costumbres
cotidianas), su lugar de enunciación sigue siendo el mismo: hablan en nombre de la clase
terrateniente criolla, de cultura hispánica, católica y letrada.
En Timoleón Coloma, el narrador integra a los diálogos algunas expresiones
coloquiales y modismos de los criollos de la época, de manera tal que el lector perciba
que son un giro natural de la narración, y no un esfuerzo por realizar una etnografía
lingüística. Algunas frases que encontramos en el texto nos señalan las distancias y
cercanías que el habla de los hispanohablantes ecuatorianos de entonces guardaba con el
resto del universo hispánico. 505 Tobar fue un reconocido académico de la lengua española
que, siguiendo la tendencia dominante de su época, resguardó lo que más pudo y convino
políticamente el casticismo en el habla popular, como se puede observar a lo largo de toda
la novela: “—Sí, ingrato; sepa, señor enojadizo (ella dijo enojón) que no me he opuesto,
porque sólo vamos á la quinta y volveremos mañana mismo” [énfasis añadido].506 Que el
narrador señale la sinonimia entre la expresión dialectal “enojón” y la más castiza
“enojadizo” comprueba la validez de esta aseveración. El registro de vocablos como “el
gloriado” o “la punta” (licores locales), así como los latinajos que pone en cursiva en la
edición de 1888 (¡gesto que no recogen ninguno de los editores del siglo XX!), son prueba
de la preocupación lexicográfica que tuvo Tobar. Además, su observación crítica al
lenguaje periodístico de la época constituye una defensa de la importancia que el buen
decir y el buen hablar tenían para este fundador de la nación: “A obra de las tres de la
mañana (á las 3 a.m. como dicen ahora los periódicos)”.507 Además de la constatación
del valor del habla popular, un breve vistazo por el vocabulario del narrador nos puede
conducir al análisis de los referentes que tenían los miembros de la alta cultura criolla, la
505
En este registro encontramos las siguientes expresiones: “ir á California con todo el mundo” (Tobar,
“Timoleón Coloma: Dibujo de costumbres”, 110), “carta de Urías” (Ibid., 92), “por los cerros de Úbeda”
(Ibid.), “¡obra de romanos, ó de yankees! como se diría hoy” (Ibid., 131, en referencia a una acción que
requería mucho empeño), “El ‘dispensarán, no más’; ‘perdonen la confianza’, ‘reciban el cariño’, fué
repetido setecientas mil veces por los papás y por las hijas” (Ibid., 141).
506
Tobar, “Timoleón Coloma: Dibujo de costumbres”, 167).
507
Ibid., 112.
215
llamada cultura letrada de la época (mezcla compleja de humanismo clasicista y
cristianismo católico). 508
Y de nuevo, como ya hemos visto que ocurre en toda la novelística de Tobar, los
contrastes entre las clases sociales se muestran tanto en las reflexiones y anécdotas del
narrador, cuanto en la materialidad lingüística. En su caso, temas y motivos parecen estar
perfectamente enlazadas a las formas expresivas. Esta suerte de sinergia estilística ha sido
ya observada de alguna manera por la crítica. Donoso Pareja destacó en su momento el
tono predominantemente conversacional de la novela, que lo libera de los límites del
academicismo castizo que, sin embargo, cumple en virtud de la riqueza de su sintaxis:
“Carlos R. Tobar es, sobre todo, un conversador de historias o, según expresión de Onelio
Jorge Cardoso, un cuentero”.509 En la obra de Tobar, podemos hallar un anticipo concreto
del retrato del lenguaje popular de la literatura de los años 30 del siglo XX. Si “la
generación del 30 propició la producción de un lenguaje nacional y popular, a partir de la
recreación del habla del pueblo”, como sugiere Donoso Pareja,510 las novelas de Tobar
constituyen los primeros antecedentes escritos, junto a la novela de Coronel y el trabajo
folclorista de Juan León Mera.
Hasta este punto podríamos decir que el proyecto nacional del segundo y tercer
tercio del siglo XIX no es más que una variante criolla del ánimo colonizador de las
postrimerías del régimen imperial. Sin embargo, la tímida o tenue recuperación del valor
de la oralidad, sobre todo en las obras de Tobar y Mera, es un elemento de ruptura con el
coloniaje letrado de principios de siglo, aunque no constituya un divorcio tajante, pues,
una vez más, recordemos que el mismo Tobar fue un típico letrado del siglo XIX: político,
académico de la lengua, diplomático, pedagogo y escritor de ficción al mismo tiempo.
Con todo, quizá valga la pena recuperar esta idea: “Dentro de esta limitación (su
casticismo), Tobar es, sin embargo, un autor que se libera, por lo menos, de todo
508
He aquí algunos referentes culturales citados en las palabras y expresiones del narrador y los personajes:
Casiodoro (Ibid., 115), Epaminondas, Alejandro, Termópilas, Rubicón, Catalina, Bruto, Cannas, Sagunto
(Ibid., 98), “la guerra civil de Julio César” (en referencia a La guerra de las Galias, ibid., 89), Júpiter (ibid.,
90), “manzana del Asfáltides” (ibid., 72), Tántalo y Prometeo (ibid., 117), Rochefoucauld (ibid., 82), El
barón de Trenck (ibid., 119), Rothschild (ibid.), Diana de Poitiers (ibid., 142), Lady Hamilton (ibid.), Proteo
(ibid., 149), “el fuego de las Vestales” (ibid., 160), Santa Teresa (ibid.), Elías (ibid.), Luzbel, Averno (ibid.),
Jacob, S. Vicente de Paúl, San Martín de Tours (ibid., 161), Faetón (ibid., 164), “Batería selectas de Chateau
Margaux y Chateau Fafitte, y vino del Rhin y vieux-Cognac” (ibid., 183).
509
Donoso Pareja, “Timoleón Coloma”, 14.
510
Ibid., 15. Donoso Pareja toma esta idea de Alejandro Moreano, en Hernán Rodríguez Castelo et al., La
literatura ecuatoriana en los últimos 30 años (1950-1980) (Quito: El Conejo, 1983).
216
alambicamiento y supuesta elegancia retórica”. 511 Pero, como sucede con Mera y sus
contemporáneos, el casticismo de Tobar no es una limitación sin más, sino el
cumplimiento del decoro retórico de la literatura de la época: es una marca histórica de
su tiempo. En este sentido, el decorum retórico del proyecto nacional popular de los años
30 del siglo XX (que celebra Donoso Pareja) se opone radicalmente al que pertenece al
proyecto nacional oligárquico del siglo XIX, sobre todo, en su visión sobre el modo en
que el habla de los personajes debe ser registrada en la ficción narrativa.
Podríamos decir que, en mayor o menor medida, la cultura nacional literaria del
siglo XIX dependía del cumplimiento de ciertas normas del modelo peninsular. Por esa
razón, la obra de Tobar constituye una transición, en esa medida también fundacional,
entre un lenguaje literario colonial y uno “propiamente nacional”. La suya es una lengua
literaria protonacional o nacional emergente. La obra literaria de Tobar se inscribe
todavía dentro de la literatura de la lengua, en los márgenes del nacimiento de las
literaturas nacionales latinoamericanas, culminado quizá solamente en el llamado
modernismo literario. Ya en los años de 1970, Rodríguez Castelo notó estas virtudes
etnolingüísticas de Tobar, no sin antes señalar su academicismo: “digno representante de
una época dorada en que el conversar contaba como las más importante de las artes del
vivir diario [...] Está claro que no son modos conversacionales populares, sino
profesorales; pasados por el tamiz retórico”. 512 No obstante, más que una crítica a Tobar,
Rodríguez Castelo realiza una alabanza a la pureza de la lengua castellana del novelista:
“La lengua, castiza. Hermosa lengua castellana, la de Tobar”. 513 La visión de la clase
letrada, como aquella privilegiada y destinada a fundar la nación, mediante la lengua
heredada de los colonizadores, se impone también en la visión de este comentarista. No
se puede negar que Tobar registra el habla de su época, para pintar las peculiaridades de
los ecuatorianos, pero también para señalar las diferencias de clase que impedían la
consecución de una sociedad menos desigual e inequitativa.
Tobar no solamente es un copista del habla del español de los ecuatorianos de su
tiempo. En su Relación, deja testimonio de las diferencias de clase que ensamblaban la
sociedad de entonces. Unos eran los estratos populares, y otras las clases letradas, cuyas
diferencias pinta bien en sus registros coloquiales. Tobar ocupa gran parte de su novela
511
Ibid.
512
Rodríguez Castelo, “Timoleón Coloma”, 127.
513
Ibid.
217
para brindarnos una panorámica de aquellas relaciones sociales. Ya hemos señalado la
práctica de los matrimonios por conveniencia que retrata Riofrío en La emancipada. Del
mismo modo, Tobar nos cuenta que el padrastro de Aurora, Segundo Rey, la quiere casar
con su compinche Pantorrés,514 para consolidar su posición social. En un intento por
mostrar cuán cerca está la sociedad republicana de la sociedad de sus ancestros
hispánicos, el narrador de Tobar confiesa que su intención es hacer una “galería de
cuadros de la vida colonial”, 515 mostrando a los lectores las actitudes de gente de diversa
clase y origen social.
En ese mismo sentido, Tobar pinta la piedad cristiana con que se desenvolvía la
filantropía de Manuela Vicuña, la rica viuda del partido realista, casera de Antonio y su
familia. El narrador retrata la clase señorial quiteña como holgazana y glotona, con
“legiones de esclavos”, entre cocineros y sirvientes de toda clase, incluidos una “negra o
negrito destinado solo á llevar á la misa el tapete de la señora”. 516 “Figúrense los lectores
que los antepasados nuestros eran glotonazos en la más amplia acepción de la palabra”, 517
nos dice Tobar, y con ello matiza la idealización del valor cívico de los quiteños que, de
todas maneras, resalta: “Gente ya se sabe que nunca escasea en Quito los días de ajustar
cuentas con los tiranuelos...”. 518 Su visión sobre los criollos acaudalados es muy crítica,
como cuando describe moralmente a José Segundo Rey, pues habla de él como una
persona esquizoide: amable y bondadoso con sus iguales, déspota y tiránico con la
servidumbre, con los pobres. Esta es la pintura social que acompaña el registro del habla
del siglo XIX, que Tobar lleva cabo en su novela.
De manera que, en el caso del autor de la Relación, el registro del habla coloquial
es mucho más que un ejercicio de distinción cultural de la nación emergente, porque va
acompañado de una exploración de las diferencias e iniquidades sociales. Quizá se pueda
argumentar lo mismo de autores como Juan León Mera, pero en su caso pesa más el
cumplimiento de los protocolos académicos en la redacción de sus novelas, antes que la
invención de una lengua literaria plenamente nacional o, al menos, que incluya el habla
de los sustratos populares. Ese vacío lingüístico dejado por Mera en su obra narrativa se
solventa de alguna manera en sus trabajos como crítico y folclorista. Y quizás alguna
514
Tobar, Relación de un veterano (1895), 2: 158-60.
515
Ibid., 2: 163.
516
Ibid., 1: 139-40.
517
Ibid., 1: 140.
518
Ibid., 1: 28-9.
218
distancia del purismo idiomático practicado en Cumandá se puede hallar en su narrativa
breve. En este caso, la crítica se ha limitado a celebrar su manejo magistral del castellano
castizo. Rodríguez Castelo sentencia: “Para quien conoce a Mera, ni falta hace mentar el
aspecto lengua de sus Novelistas ecuatorianas. Mera es un clásico de la lengua española,
y su lectura puede resultar utilísima para enseñar al pueblo a hablar bien y con riqueza y
con sabor”.519
Valga insistir en esta última sentencia: las novelas breves de Mera bien podrían
servir para enseñar a hablar bien al pueblo, según las ideas conservadoras y casticistas,
que ven en el habla peninsular el modelo que el habla americana debería emular. Lo que
no dice Rodríguez Castelo es que aquellos giros coloquiales, predominantemente
castizos, tienen un origen literario, no popular, puesto que provienen del habla coloquial
retratada en el costumbrismo de Valera, Galdós y otros autores ibéricos, que operan como
modelos tanto de Mera cuanto de Rodríguez Castelo. En este aspecto, el comentarista se
adhiere sin matices al eurocéntrico ideario de Mera. Esa defensa del español castizo ubica
a Mera como un autor conservador, que rescató la herencia popular para aplicar sobre ella
el lema de la Real Academia de la Lengua, que limpia, fija, y, solo después de ese juicio
histórico, brinda esplendor. Mientras Tobar intenta concretar en la materialidad
lingüística de sus novelas la diversidad cultural del Ecuador, Mera la desconoce en gran
medida. Quienes han visto en el ambateño un antecedente del realismo ecuatoriano del
siglo XX parecen olvidar que las ideas propugnadas en sus novelas se manifiestan
también en el modo en que hablan sus personajes.
De todas maneras, ambos autores, Mera y Tobar, hablan de lo popular desde un
sentido de superioridad, es decir, desde la autoridad que les concede un supuesto manejo
solvente del español, la única lengua nacional reconocida por ellos. Cuando Mera fija su
mirada en las clases populares, lo hace desde su posición privilegiada de etnógrafo y
folclorista; cuando Tobar hace lo mismo, pone el habla de los criollos blancos junto a la
de los negros y mestizos. Posiblemente, esta sea una diferencia demasiado fina, pero quizá
también sea suficiente para señalar el modo en que la palabra marginal del pueblo se
convierte, de a poco, no solamente en un problema de análisis del experto que la recopila,
analiza y censura, sino en un tema digno de ser representado en la ficción literaria. Y
519
Rodríguez Castelo, “Juan León Mera”, 9.
219
Coronel y Tobar son los primeros en hacerlo, y en ese sentido se adelantan al novelista
Juan León Mera.
520
Claudio Malo González, “Humor en el Ecuador” [estudio introductorio], en El humor y su contexto
sociopolítico en el Ecuador, comp. Claudio Malo González (Quito: BCE / CEN, 2008), 53.
521
Tobar, “Timoleón Colma: Dibujo de costumbres”, 51.
522
Ibid., 78-114.
523
Ibid., 85.
220
de los niños, como los grafitis524 y el “hacer hoja al estudio”, que consistía en “faltar
todos juntos”.525 Pero, además, Timoleón Coloma se puede leer como una crítica a la
pedagogía de la época, basada en métodos mnemotécnicos tan precarios como la
repetición de la lección en voz alta, 526 que encontraban en las técnicas lúdicas, inventadas
por los niños,527 la respuesta espontánea y más eficaz contra el sistema autoritario del que
provenían.
Este sometimiento del cuerpo y la mente a los rigores de la instrucción pública
tiene su contraparte en el espacio de la educación sentimental. Me refiero a los escenarios
del crecimiento emotivo y volitivo de los individuos, en donde el Estado y sus
instituciones no pueden intervenir directamente. Por lo general, se trata de costumbres,
rituales y prácticas que los individuos de una comunidad llevan a cabo de forma
espontánea, para construir lazos interpersonales que definen la amistad, el amor fraternal,
el amor de pareja. Tobar nos brinda una breve relación de los juegos de seducción y
cortejo más habituales entre los jóvenes de la época: “[D]iré que las mishas son mazorcas
sanas y enteras con solo un grano de color distinto de los otros; y que quien encuentra
una misha toma algún pretexto para ponerla en manos de la persona que, al recibir la
mazorca, queda obligada a dar confites, si es hombre, y tortas amasadas por ella misma,
si es mujer”.528 A estos juegos casi infantiles, se suma la descripción de los bailes de
sociedad (“Capítulo VIII. Me desencojo.- Estrenos”), con la que Tobar completa el retrato
de los ritos de pasaje, socialización y demarcación del espacio de la comunidad nacional
criolla (matrimonios y fiestas familiares). En estos momentos de la novela encontramos,
nuevamente, a la familia y su expansión de lazos sociales como sinécdoque del
crecimiento y consolidación de la nación en ciernes.
Ninguna educación sentimental del siglo XIX estaría retratada por completo sin
el registro de los modelos éticos y estéticos indispensables para aquellos adolescentes,
constituidos por escritores, músicos, filósofos y políticos de raigambre romántica. En el
“Capítulo VI. La época de exámenes.- Las primeras novelas que leí”, se nombran las
524
Ibid., 76-7.
525
Ibid., 85.
526
Ibid., 88.
527
Ibid., 90-1.
528
Ibid., 145. Misha, además, es un vocablo quichua que se refiere a los mestizos, de allí que se use para
identificar a los granos de la mazorca de distinto color.
221
novelas Pablo y Virginia de Saint Pierre, Atala de Chateaubriand,529 Los Mosqueteros de
Alejandro Dumas,530 El espía del gran mundo de Saint-Georges.531 Y también se nombran
personajes tan disímiles como Hobbes,532 Strauss,533 Bonaparte,534 Carlos de Suecia, 535
Pío VII,536 Espronceda537 y Velarde.538 Desde un punto de vista cultural, Timoleón
Coloma es un personaje prototípico, porque vive las angustias y aspiraciones de todo
varón burgués, joven y blanco de mediados del XIX. Pero, además, es lo suficientemente
atento y sensible como para registrar en sus memorias las palabras y acciones de aquellos
que son radicalmente distintos: los negros, los indios, los siervos. De todas formas, la
visión de este joven adulto, que recuerda su niñez y adolescencia, nos deja el testimonio
de cómo veían los de su clase social el nacimiento de la comunidad ecuatoriana, llena de
diferencias heredadas de la Colonia.
En resumen, se podría ubicar al menos cinco líneas temáticas en Timoleón
Coloma: el sometimiento a la autoridad, la infructuosa resistencia del subordinado, el
niño que descubre y se enfrenta al mundo, la adquisición de la propia identidad individual,
y la llegada a la adultez. En este encadenamiento de motivos, Donoso Pareja ha
encontrado una “metáfora del poder en general” y, por lo tanto, el transcurso del sujeto
ciudadano desde el sometimiento a su propia liberación (real o imaginaria, pues toda
liberación, insinúa, comporta un nuevo sometimiento).539 Ahora bien, si se observa con
detalle el modo en que están expuestos estos contenidos temáticos, se puede hallar que
esta breve novela de aprendizaje se adelanta a muchas ficciones ecuatorianas. Tanto es
así que acompaña el surgimiento del costumbrismo y anuncia el predomino del realismo
posterior, por medio de una de las figuraciones de la literatura del siglo XX, que solo
Pablo Palacio y los narradores de la década de 1950 adoptarán como algo propio: el valor
simbólico de los sueños.
529
Ibid., 94.
530
Ibid., 96.
531
Ibid., 97.
532
Ibid., 84.
533
Ibid., 108.
534
Ibid., 117.
535
Ibid.
536
Ibid.
537
Ibid., 150.
538
Ibid.
539
Donoso Pareja, “Timoleón Coloma”, 16-7.
222
En las pesadillas de Coloma está representada la transición hacia la vida adulta:
expresan la pérdida de aquella individualidad precaria que se construye en el seno de la
casa materna, y la obtención de esa otra individualidad, también deficiente, sujeta al
Estado nacional. Raúl Neira ha sido el primero en fijarse en el valor alegórico de los
sueños de Coloma.540 Cuando este personaje sueña con un burro, nos dice, “significa la
muerte directa de la vida pasada y el enfrentamiento con las tendencias diabólicas que
encuentra en sus nuevos compañeros de vida”, 541 cuando se halla al inicio de su vida
como interno del colegio. Cuando sueña con el grifo, Coloma expresa inconscientemente
“su inscripción tanto dentro de la comunidad estudiantil donde pasará siete años como
posteriormente en la sociedad como ciudadano”. 542 Ahora bien, esta simbología onírica
puede tener significados más complejos que los reseñados por Neira.
Los sueños de Coloma se pueden leer también como alegorías de la nación. En
primer lugar, el burro puede representar la nación terrenal o telúrica, encarnada en la
bestia de carga, que soporta con su trabajo físico el surgimiento de un nivel social
superior: el intelectual. El burro es la pesadilla que simboliza la nación real, la ya
existente, y que espera y apuntala la consecución del proyecto nacional de los letrados.
En segundo lugar, el grifo puede representar la nación celestial o imaginada, aquella que
habla del porvenir. El grifo es la ensoñación que representa la nación deseada, aquella
diseñada con los principios más abstractos de la ideología nacionalista. Mientras el burro
representa el ser mismo de la nación ecuatoriana en ciernes, el grifo representa el deber
ser del proyecto nacional. Desde mi punto de vista, tal es la doble intención del texto de
Tobar: representar la nación de su tiempo y soñar la nación futura.
Por lo tanto, no es solamente un relato costumbrista, sino una clara alegoría de la
nación. El niño que llega como un burro para ser domado y sometido a la ley de la
república, se convierte luego en un ser espiritualmente excepcional. El grifo que vuela en
las pesadillas de Coloma es el escritor, el individuo letrado que está sobre los de su clase
social, destinados a ser clérigos o burócratas del Estado nacional. El grifo es una especie
de alter ego del autor; es una representación del arquetípico constructor de la nación del
siglo XIX. No obstante, la militancia nacionalista de esta novela tiene algunos matices.
540
Raúl Neira, “La ficcionalidad y la estructura narrativa en función del realismo en Timoleón Coloma
(1887) de Carlos R. Tobar”, en La novela ecuatoriana del siglo XX, coord.. y ed. Flor María Rodríguez-
Arenas, 125-51. Doral, FL: Stockcero, 2012.
541
Ibid., 142.
542
Ibid., 147.
223
Coloma decide ser ciudadano de aquella república violenta y precaria, porque no tiene
más remedio, no por una auténtica convicción. Coloma “entiende el concepto de que en
el colegio se aprende a un nivel embrionario lo que serán posteriormente las leyes que
rigen la república”. 543 El mismo personaje nos cuenta de qué modo ve reflejada la
sociedad política de su época en la escuela a la que asistió: “Es tan cierto que el colegio
es una republiquita, que había hasta partidos: uno de gobierno, por decirlo así, y otro
demagogo”.544
La proyección del sujeto republicano en la ficción de Tobar ocurre del siguiente
modo: si bien en un principio el mismo Coloma opta por ser parte del partido de los
aduladores del poder, gracias a un cambio de administración de la escuela, puede
concretar su vocación literaria y se dedica a la escritura, se deslinda de las pugnas por el
poder. Gracias a este golpe de azar, puede convertirse en un intelectual que observa y
analiza su entorno críticamente y, en esa medida, se destaca por sobre el hombre promedio
de su época. De ahí que la escritura, en su caso, funcione también como una especie de
terapia, curación o sublimación del estado precario en el que el individuo debe enfrentarse
a los procesos de dominación. Ciertamente, el de Tobar no es un interés repentino, pues
el valor alegórico de los ritos de iniciación de los varones de la época también están
retratados en su Relación. En ese caso, nos cuenta cómo la disciplina del cuerpo es al
mismo tiempo un ejercicio de identificación de los roles de género: “Debo advertir que
por aquellos tiempos los chiquillos hasta los quince años, llevábamos la cabellera virgen
de tijeras y atada en erecto moño sobre la coronilla”.545 Con la poda de la cabellera, los
niños de entonces empezaban a distinguirse de manera radical de las mujeres. Al tallar el
cuerpo del ciudadano sobre el cuerpo del niño, la nación destinaba a los varones a los
puestos directivos y políticos del Estado emergente. Por el contrario, las mujeres
permanecían con su cabellera virgen, con su cuerpo dispuesto a la reproducción biológica.
Se volverá sobre Timoleón Coloma, y sobre el motivo de la transición a la vida
adulta, desde otra perspectiva, distinta del costumbrismo, cuando se explique con mayor
detalle la manera en que esta novela del siglo XIX constituye una herramienta didáctica.
Se revelará entonces de qué manera Tobar se valió de ella para exponer sus ideas
progresistas sobre la educación y, consecuentemente, se la analizará como novela de
543
Ibid.
544
Tobar, “Timoleón Coloma: Dibujo de costumbres”, 82-3.
545
Tobar, Relación de un veterano (1895), 1: 126.
224
aprendizaje, señalando algunos detalles alegóricos que prueban su naturaleza política. Por
lo pronto, no se puede dejar de enunciar el motivo de la transición a la vida adulta, como
parte de la pintura de costumbres que la novelística de Tobar lleva a cabo.
En este capítulo, se ha visto que las alegorías y representaciones de la nación
ecuatoriana en la novela del siglo XIX tienen al menos tres dimensiones. Una primera
corresponde a los modelos de ciudadanía que defendían los primeros ideólogos de la
nación, desde sus principios cristianos. Aquellos estándares debían ocupar el territorio
geográfico y también el simbólico. El campo y la selva debían ser colonizados y
cultivados, del mismo modo en que el cuerpo de los hombres y mujeres debía ser
disciplinado, con las herramientas de la instrucción pública, inspirada en las enseñanzas
del Evangelio. Expandir y definir el territorio simbólico y real de la nación equivalía a
cristianizar, hispanizar y blanquear la geografía y sus habitantes. La segunda dimensión
en la que se ubican estas representaciones corresponde a los elementos que se encontraban
en los límites de ese territorio real e imaginado. La mayor o menor integración de aquellos
habitantes al proyecto nacional los ubicaba dentro o fuera del redil de la patria. Así como
existían modelos y antimodelos de ciudadanía, existían también sujetos subalternos
integrados o desterrados de la nación. En cualquier caso, todas esas representaciones
persiguieron el adoctrinamiento de las conciencias y la sumisión al proyecto nacional de
las élites. La tercera dimensión de estas alegorías y representaciones de la nación es la
más débil. El costumbrismo apenas estaba desarrollándose en Ecuador. Si bien los
estratos populares son tomados en cuenta en las novelas, lo son exclusivamente para
mostrarlos como parte de ese ámbito social que debía incluirse en el retrato de la patria,
con la condición de pasar por el tamiz de la hispanidad criolla y cristiana. Con esta
revisión de técnicas y procedimientos de la representación novelesca, hemos diseñado un
mapa que recoge lo esencial de una suerte de retórica novelesca de la época. Gracias a
este conocimiento general del funcionamiento interno de las novelas ecuatorianas del
siglo XIX, se pued ahondar en los significados políticos y religiosos que defendieron. A
partir de este último paso, estaremos listos para apreciar su valor y trascendencia histórica.
Y, como consecuencia, se podrá evaluar mejor el estado real de su vigencia.
225
Capítulo tercero
La novela ecuatoriana del siglo XIX, territorio de batallas y disputas
226
podemos encontrar un mayor o menor énfasis en algunos aspectos de este problema, así
como cierta preferencia en el uso de determinados modos narrativos. Por ello se ha
preferido ejemplificar en la obra de determinados autores los temas y perspectivas
dominantes de la época, en un encadenamiento que lleva a afirmar que, para todos, sin
excepción, la novela debía educar o evangelizar (según el novelista fuera más o menos
conservador) mediante los procedimientos retóricos con que enriquecieron sus textos.
Vale aclarar que en ningún caso levanto por completo el repertorio de las figuras que
utilizaron estos autores, porque la parte más significativa de este registro ya consta en el
capítulo anterior; apenas me limito a señalar las actitudes y temas preponderantes en cada
obra. De manera que, con el propósito de recordar que la mayor parte de esos intelectuales
pensaban que el catolicismo era el fundamento mismo de la nacionalidad ecuatoriana, se
inicia citando el ejemplo de Honorato Vázquez, quien, si bien no escribió novelas, fue un
importante ideólogo del conservadurismo, que reflexionó sobre la función social de la
literatura. Se continúa revisando primero las posturas liberales de Miguel Riofrío, y
después las más conservadoras de Salazar Arboleda (quien defendía la misión confesional
de la ficción novelesca), para contrastar los extremos liberales y conservadores de la
contienda. En seguida, se comenta el modo en que esas ideas se transmitían, revisando
los casos de Campos Coello y Montalvo, cuyas novelas cumplían a cabalidad el precepto
clásico de persuadir a los lectores mediante el deleite del ornato retórico, que los condujo,
inevitablemente, a identificar el uso correcto del idioma con el comportamiento ético de
los individuos. Este recorrido lleva de nuevo a Mera, en cuya narrativa es claro que la
novela debía convertirse en una suerte de catecismo, en donde lo nacional se identificara
con lo religioso. Finalmente, se abre el horizonte de lecturas hacia posturas más
progresistas sobre la educación, y sobre la función del arte literario, que están presentes
en la narrativa de un reformador moderado, ubicado en las postrimerías de este período:
Carlos R. Tobar.
Una de las ideas dominantes en las novelas del periodo es que el arte debía estar
por entero al servicio de la fe. Este principio constituye el núcleo de la poética de muchos
227
autores ecuatorianos del siglo fundacional. Varios ejemplos claros se pueden hallar en la
obra de uno de los más influyentes de ellos, Honorato Vázquez (Cuenca, 1855-1933),
escritor y militante conservador. En sus ensayos, Vázquez manifiesta su oposición a la
idea del arte por el arte, que empezaba a dominar en la literatura latinoamericana de
finales del siglo XIX, de la mano de los políticos liberales y los escritores del llamado
modernismo latinoamericano. Como para la mayoría de sus coidearios, para este autor la
escritura debía cumplir una misión didáctica, que a la vez era política y religiosa: instruir
a los ciudadanos de la nación emergente en los principios de la nueva ciudadanía, que
según este autor coincidían plenamente con los valores del cristianismo católico. 546 Los
escritores ecuatorianos como Vázquez eran intelectuales orgánicos del régimen. Su hoja
de vida es muy similar a la de la de Mera, Salazar Arboleda y otros tantos: fue abogado,
diputado, diplomático, maestro, y miembro fundador del Partido Conservador. Y así
como hicieron sus compañeros de bando, tanto en sus ensayos y artículos como en su
obra narrativa, Vázquez identifica la religión católica como el factor definitorio de la
nacionalidad ecuatoriana. La suya es una visión de claro origen colonial e
hispanocentrista. En uno de sus ensayos sentencia categóricamente:
546
Honorato Vázquez, Arte y moral: Discursos, lecciones (Quito: Imprenta de la Universidad, 1889).
547
Honorato Vázquez, Defensa de los intereses católicos en el Ecuador (Cuenca: Imp. Gutenberg, Castro
y Cía., 1908), 91.
228
míticas y religiosas de su madre no pueden satisfacer, avanzan hasta el punto en que el
narrador revela el verdadero nombre de Gorrión: Adán, tal como el personaje bíblico que
fue expulsado del Paraíso, precisamente, por probar la fruta del árbol del conocimiento.
Al comparar la torre del campanario donde vive Gorrión con el Paraíso, y a la soga del
badajo de la campana con la serpiente del Edén, el narrador de Vázquez transforma el
motivo de la pérdida de la inocencia en un manifiesto: es la fe mas no el conocimiento el
camino verdadero para la buena vida, tal como dictamina la Biblia: “Confía de todo
corazón en el Señor y no en tu propia inteligencia”. 548
Honorato Vázquez y sus contemporáneos convirtieron la ficción en una
plataforma de combate y defensa de sus ideas religiosas y políticas. Eso está claro. Pero,
en el caso de Vázquez, sus esfuerzos representan además uno de los últimos estertores de
una generación de políticos e ideólogos, cuyas ideas habían cumplido su ciclo de vida en
gran parte del continente, y estaban por perder la hegemonía también en el país: “En el
momento de la publicación de “Campana y campanero”, en Ecuador estaban los liberales
alfaristas impulsando una reforma hacia un país laico y, por otra parte, los conservadores
y liberales de vieja guardia luchaban por mantener la religión católica como estandarte de
la identidad ecuatoriana”. 549 El ejemplo de Vázquez nos sirve además para mirar cómo,
en los últimos años de apogeo del proyecto nacional criollo, ya en el período político
denominado progresismo, tanto los ensayos cuanto las ficciones se vuelven más explícitas
y firmes en la defensa de ciertas posiciones ideológicas.
En la mayoría de las ocasiones, las novelas o relatos construyen universos
literarios complejos en más de un sentido, pero siempre con una sola dirección: promover
entre la comunidad de lectores determinada idea de religión, moral, política y nación,
imbuida sin excepciones del cristianismo de la época. Liberales y conservadores estaban
contagiados por igual de aquellas ideas, pues habían crecido dentro del mismo sistema de
referencias culturales y religiosas. Distinguir los grados de pureza entre conservadores y
liberales, al menos en este sentido, no resulta productivo para nuestros afanes reflexivos.
Indistintamente, unos eran más abiertos a los cambios estéticos y políticos, otros más
reaccionarios; unos más cercanos a la tradición colonial hispánica, otros más
“cosmopolitas”. Mientras, en el resto del continente, el modernismo se apropiaba del
548
Proverbios 3:5 (Biblia Dios Habla Hoy).
549
García Bernal, “La razón preexistente”, 125.
229
escenario literario, en Ecuador se promovían con energía una serie de ideas de profunda
raigambre colonial y religiosa. Pero no todo fue sumisión y obediencia. Las voces
disidentes estuvieron presentes a lo largo de todo el siglo XIX, y convirtieron a las
primeras novelas en auténticas extensiones del campo de batalla, donde las disputas
políticas e ideológicas definían el futuro de la nación ecuatoriana.
Uno de los textos que muestra esta disputa con mayor claridad es La emancipada
de Riofrío, porque en ella podemos ver cómo los primeros liberales dialogaban con las
ideas hegemónicas conservadoras. Uno de los debates más importantes ocurrió en torno
de la naturaleza y función de la instrucción pública. Si bien el narrador de La emancipada
apenas se refiere a la educación de raigambre lancasteriana que recibió la protagonista
Rosaura, con ello basta para recordar que ese método pedagógico había atravesado la
membrana del sistema educativo en varios lugares, incluso a despecho de los sectores
más conservadores. Sabemos con certeza, por ejemplo, que en las aulas de la época “los
alumnos más avanzados monitoreaban e instruían a los compañeros más atrasados. Esto
se hacía bajo la guía de un inspector que vigilaba el orden, repartía y recogía los útiles
escolares e informaba al maestro sobre los resultados”. 550 Como se verá más adelante,
cuando se regrese sobre el Timoleón Coloma de Carlos R. Tobar, el sentido colaborativo
y horizontal de este sistema se iría perdiendo con el tiempo, y se empezaría a reforzar
desde las aulas la estructura jerárquica vertical, de castas y clases, heredada de la Colonia.
No obstante, el narrador de La emancipada mira con buenos ojos que algo de ese impulso
educativo le haya tocado a su heroína, por medio de la educación que le brindó su madre,
que a su vez la había recibido de un cura de apellido Mora. Pero ¿quién era en realidad
este sacerdote y educador, qué representaba, y por qué las élites del pueblo de Rosaura
debían preocuparse por su influencia? ¿Este cura existió en la realidad o es solamente un
invento novelesco de Miguel Riofrío? Pues bien, se trata de un guiño, dirigido al lector
550
Rodríguez- Arenas, “Representación y escritura”, xiii.
230
informado de la época, o al más curioso de los lectores contemporáneos, que ancla raíces
históricas profundas en la cultura nacional.
En 1820, el Gobierno de Colombia había iniciado la contratación de profesores
para la instalación de escuelas lancasterianas en todo el territorio. El primero en instalarse
en el Departamento del Sur fue el franciscano quiteño Sebastián Mora Bermeo, quien
había sido desterrado a España por el pacificador Pablo Morillo, acusado de ser un
propagador ardiente de las ideas independentistas. En España, Mora Bermeo había
estudiado el método del afamado pedagogo británico Joseph Lancaster (Londres, 1778-
Nueva York, 1838) y, al recuperar su libertad, regresó a la recién fundada República de
Colombia para ofrecer sus servicios al Gobierno Nacional. Al ser contratado, estableció
varias escuelas públicas que empleaban ese método. En 1824 se lo nombró director de la
Escuela Normal bogotana, que buscaba promover la formación de maestros nacionales.
Poco después, viajó a su región natal, con el objetivo de establecer escuelas
lancasterianas. Como se puede suponer, hubo sectores civiles y religiosos que se
opusieron al avance de la educación en todos los niveles. Sin embargo, el Gobierno, con
el vicepresidente Francisco de Paula Santander a la cabeza, continuó desarrollando la
educación pública. Hacia 1823, Mora Bermeo estableció un colegio público en Loja, que
se unió a los dos que ya existían en Quito. En 1825 había 57 escuelas públicas en el
entonces Departamento del Ecuador (Quito y su zona de influencia) y 65 en el
Departamento del Azuay. Desafortunadamente, no existen datos para el Departamento de
Guayaquil.551
De todas esas escuelas públicas, al menos 30 se encontraban en la provincia de
Loja,552 y al menos una de ellas era lancasteriana, lo que justifica que, para Riofrío, este
asunto haya sido una referencia indispensable para construir el ambiente social de su
ficción. Si bien no existen datos concretos sobre la estancia del cura Mora en Loja, es
muy probable, como deduce Terán Najas,553 que al menos haya impartido algunos cursos
del método en distintos colegios del país. Ahora bien, podemos colegir que aquel supuesto
avance en la educación pública representaba para los sectores más conservadores de la
sociedad una amenaza a las costumbres y prácticas relacionadas con su religión.
Recordemos que la novela está ambientada después de 1838, cuando la educación ya se
551
Ibid., xiv.
552
Jorge Núñez Sánchez, citado ibid.
553
Terán Najas, “La emancipada: las primeras letras”.
231
había dividido en primaria y secundaria, y las escuelas mixtas se habían suprimido; pero,
al mismo tiempo, cuando se habían fundado más escuelas parroquiales y conventuales,
bajo la administración conjunta del Estado y la Iglesia.554 Para cuando la novela de Miguel
Riofrío fue publicada, en 1863, el régimen garciano había ya cambiado de dirección,
entregando al clero la administración de la nueva institucionalidad educativa. En este
sentido, el tema de la educación, tal como está referido en La emancipada, le sirve al
narrador para acentuar el carácter reaccionario de quienes juzgan y oprimen a Rosaura.
Por estos motivos, esta novela constituye un testimonio del debate entre liberales y
conservadores sobre la educación (sobre todo de las mujeres), que había entrado en auge
antes del triunfo del garcianismo y que son contemporáneas a la escritura de las primeras
novelas ecuatorianas.
Como se puede ver, este tipo de exploración de la cultura, tal como se expresa en
las novelas que estamos revisando, permite revertir el “silencio de las fuentes”. 555 En vista
de que los archivos oficiales nos mezquinan la información sobre la realidad educativa de
las mujeres del siglo XIX, mediante este análisis de la novela de Riofrío, podemos al
menos deducir cuáles eran las condiciones en las que vivían. En todo caso, el modelo
educativo de Lancaster no era del todo nuevo, pues tenía un antecedente en las reformas
borbónicas, que promulgaron la idea de que ilustrar a las poblaciones implicaba educar
también a las mujeres, puesto que sólo de esa manera se podía educar adecuadamente a
sus hijos.556 Desde este punto de vista, la novela de Riofrío denunció un retroceso en la
instrucción pública, en los albores del garcianismo. Por ello puede leerse también como
una advertencia sobre la progresiva constitución de un Estado confesional, alejado del
ideal republicano de muchos liberales como Riofrío. Esta quizá sea la razón más
importante para considerar La emancipada como una novela realista.
A pesar del entusiasmo de los primeros gobiernos ecuatorianos, el proyecto de las
escuelas lancasterianas no prosperó en el Ecuador de mediados y finales del siglo XIX.
Terán Najas recuerda bien cómo los presidentes Juan José Flores y Vicente Rocafuerte
apoyaron este proceso que fue relativamente exitoso en Colombia. Posiblemente,
especula esta autora, junto con las ideas pedagógicas lancasterianas se filtraron otras de
554
Julio Tobar Donoso, citado por Rodríguez-Arenas, “Representación y escritura”, xiv.
555
Término acuñado por Michelle Perrot en Mi historia de las mujeres, citada por Terán Najas, “La
emancipada: las primeras letras”.
556
Ibid.
232
orden ideológico protestante, que incomodaron profundamente el ambiente católico
reinante y suscitaron resistencia de parte de las comunidades religiosas y las familias
tradicionales, que en la época eran la mayoría. La reforma promulgada entonces por
Vicente Rocafuerte (Guayaquil, 1783-Lima, 1847) fue demasiado liberal para la época y
no caló en la idiosincrasia del pueblo ecuatoriano: “El vínculo de la Iglesia con la
educación elemental continuaba inamovible”. 557 Tanto es así que la mayoría de los
establecimientos educativos continuó en manos del clero, y el método lancasteriano fue
restringido mayoritariamente para los niños, mientras que las niñas siguieron educándose
con métodos antiguos. Además, en el Gobierno de Rocafuerte, se disolvieron las escuelas
mixtas, que en la Colonia habían sido una tradición muy arraigada: “En definitiva, hasta
mediados del siglo XIX, el sistema de instrucción pública no había cumplido con el
anhelo ilustrado liberal de unificar la nación por medio de la educación, ni en términos
territoriales, ni en torno a lograr un sistema ciudadano incluyente y un universo simbólico
compartido”.558 La novela de Riofrío también nos habla indirectamente de esta derrota de
los ideales liberales. Por estas razones, se la puede considerar como un texto abiertamente
político y proselitista.
En todo caso, vale la pena reiterar que la novela del escritor lojano muestra que la
educación de las mujeres de la época, llevada generalmente en casa, estaba diseñada para
lograr su subordinación al sistema patriarcal. La domesticidad de la educación básica, a
las que estaban sujetas las mujeres de las clases pudientes de la época, revela también su
papel en la formación de los líderes políticos, que guiaron la transición desde el régimen
colonial hacia la época republicana. La educación de las mujeres estaba destinada a
perpetuar su posición subordinada en el entramando social, del mismo modo que la
creación de escuelas públicas, después de la Independencia, excluyó mayoritariamente a
los indígenas y las mujeres. El método lancasteriano, referido en la novela de Riofrío, fue
una experiencia importante, gracias a la decisión de Simón Bolívar, que no dudó en
implantarla para la escolarización masiva y acelerada de la población. 559 El fin de aquella
alfabetización masiva implicó la creación de los nuevos ciudadanos que dieron cuerpo a
un peculiar sistema republicano, basado en la consolidación de las élites letradas,
557
Ibid., 40.
558
Ibid., 44.
559
Testimonios de esta experiencia en Ecuador recogidos por Jorge Núñez en “Inicios de la educación
pública en el Ecuador” son citados por Terán Najas (ibid.).
233
masculinas y católicas. En la novela de Riofrío, se presenta críticamente este
funcionamiento de los roles de género entre las clases letradas. El enamorado de Rosaura,
Eduardo, escribe ensayos, género literario sapiencial y exclusivo de los varones, al que
accede porque conoce la Retórica que había estudiado en la universidad. En cambio,
Rosaura escribe memorias, cartas, diarios, dispositivos propios de la mujer autodidacta,
que ha recibido la guía educativa de su madre. Como consecuencia de la instrucción
pública de la época, la escritura practicada por los hombres estaba destinada a formar
ciudadanos para la nueva república, mientras la escritura de las mujeres se limitaba a ser
un íntimo consuelo, sin efectos políticos ciertos. No hace falta que el narrador de Riofrío
sea declarativo y esté continuamente explicándonos el significado de su historia, como
hace el narrador de Cumandá. Basta con que nos presente estas desigualdades sociales
con crudeza, para que reconozcamos su ímpetu combativo o, por los menos, su ánimo
acusador.
560
Enrique Ayala Mora, “El periodo garciano: Panorama histórico 1860-1875”, en Nueva Historia del
Ecuador: Época republicana I El Ecuador: 1830-1895, ed. Enrique Ayala Mora (Quito: CEN / Grijalbo,
1990), 7: 197-233.
234
teoría social”.561 Estas teorías se encuentran cifradas en la ficción novelesca, del mismo
modo en que están cifradas las enseñanzas cristianas en las parábolas de los sermones que
se escuchaban en los templos. Recordemos que la llamada “Carta Negra”, la constitución
fundacional del proyecto garciano, resultó un documento de tintes monárquicos,
“confesional y excluyente”, 562 porque, entre otras condiciones, exigía que para ser
ciudadano ecuatoriano se debía ser católico. Por eso la figura de García Moreno pasó a la
historia en medio de una disputa entre detractores y seguidores: o era el “vengador y
mártir del derecho cristiano” o el “santo del patíbulo”.563
Una de las novelas que con mayor claridad participa de esta polémica, y que
persigue la consecución de la armonía entre el Estado nacional y la Iglesia católica, es El
hombre de las ruinas, de Francisco Salazar Arboleda (quien, por cierto, muy útil nos
resulta recordarlo, llegó a ser una figura política muy cercana al dictador: fue ministro de
Guerra y Marina y, luego de la muerte de García Moreno, candidato a la Presidencia de
la República de la facción más cercana al difunto líder). Salazar Arboleda es además autor
de informes sobre pedagogía y manuales de enseñanza que se usaron en la educación
primaria y el adiestramiento del ejército y la guardia nacional.564 Este militar y pedagogo
fue además un activista de las causas del garcianismo. Su obra responde por entero al
ideal plasmado en la “Carta Negra”. Como veremos, tanto sus temas y motivos cuanto
sus elecciones expresivas provienen de la misma fuente de la que bebió Honorato
Vázquez: el convencimiento de que el arte debía servir a la fe.
La crítica ya ha destacado el talento que posee el narrador de El hombre de las
ruinas para describir los cuadros y ambientes de la devastación dejada por el terremoto
de Ibarra de 1868, así como las características físicas de los personajes, cuyos rasgos y
detalles mínimos anuncian el sentido de la narración: persuadir al lector de la gravedad
de lo ocurrido y densificar este significado mediante las adjetivaciones.565 Sin embargo,
561
Rodríguez-Arenas, “La imaginación, lo fantástico y la ética”, 45.
562
Ayala, “El período garciano”.
563
Ibid.
564
Entre estos libros didácticos podemos citar: Nuevo manual de esgrima de bayoneta (1867), El método
productivo de enseñanza primaria aplicado a las escuelas de la República del Ecuador (1869),
Instrucción del tiro, de las armas de precisión y perfeccionadas, traducidas de diferentes idiomas,
compilada y dispuesta para texto de enseñanza en los cuerpos del ejército y guardia nacional del Ecuador
(1870), Informe sobre la instrucción de batallón en la nueva táctica de infantería, elevada al Supremo
Gobierno (1872), Informe sobre las operaciones ejecutadas en Alsacia por la 31 división del ejército
alemán en setiembre de 1873 (1875).
565
Rodríguez-Arenas, “La imaginación, lo fantástico y la ética”.
235
cuando el narrador describe al clérigo que está orando entre las ruinas, la caracterización
del personaje se vuelve tópica: el cura no está allí por sí mismo, representado a un
determinado individuo, sino que se encuentra allí en representación de todos los ministros
católicos; es el modelo del hombre piadoso entregado a la vocación sacerdotal. Este tipo
de rasgos tipificados responden al llamado decorum de la retórica clásica. Salazar
Arboleda no hizo más que cumplir con los mínimos indispensables de los géneros
discursivos en que se inspiró. Estaba cumpliendo con las expectativas de sus posibles
lectores. Así, las palabras que el clérigo pronuncia, y las ideas que propugna son más
importantes que sus circunstancias particulares en tanto personaje de ficción. La
descripción de la ética cristiana, por medio del discurso del clérigo, convierte a El hombre
de las ruinas en una novela de tesis: mediante los parlamentos de los personajes, el lector
es aleccionado sobre los valores de la ética cristiana.566 Esas pautas de comportamiento
integran un código apologético o religioso, antes que estético, que contagia a la narrativa
de ficción de su pretendida o efectiva sacralidad. La exposición de los ideales religiosos
de la época convierte a esta novela en un instrumento de la moral pública del Estado
confesional, que se estaba gestando entre las élites conservadoras.
En efecto, la sacralidad de varios símbolos propios de los discursos religiosos se
transmite a la novela de Salazar Arboleda sin mayores matices. Por ejemplo, la referencia
al nogal podría interpretarse como una alusión al discurso de las profecías, 567 cifradas
mediante símbolos que se pueden interpretar solo en el seno de la comunidad religiosa
que los conoce. Detrás de ese árbol, asociado antiguamente con las revelaciones divinas,
el narrador testigo observa al protagonista, al hombre de las ruinas, explorar su entorno
en búsqueda de algo misterioso, peligroso, mundano: el dinero que perdió en el terremoto.
Este personaje, contrario en todo al clérigo piadoso, no duda en mancillar los cadáveres
de sus deudores, que va encontrando entre los vestigios de la ciudad. Este y otros símbolos
están cifrados de modo que los lectores de la época entiendan claramente el mensaje del
narrador: el búho que anuncia la muerte (signo de Satán según cierta tradición cristiana),
los perros que aúllan y anuncian la inminencia de alguna desgracia (considerados guías
del hombre en su camino hacia la muerte), o los montes que son llamados “titanes” por
el narrador (arquetipos de la fuerza brutal de la naturaleza, que doblega y destruye el
566
Ibid., 34.
567
Ibid., 36.
236
espíritu humano, su voluntad y su obra). 568 En este mismo sentido, la imagen de la
devastación natural podría representar el triunfo de las fuerzas de la naturaleza sobre los
arrestos de la civilización cristiana. La alusión a las ruinas de Ibarra podría interpretarse
también como una alegoría de la precariedad en que se encontraba el Estado nacional, y
la razón por la cual debía ser reconstruido desde sus orígenes, desde sus cimientos. En la
narración de Salazar Arboleda, solo la piedad cristiana es capaz de marcar el camino, para
que tal castigo no recaiga sobre los ecuatorianos pecadores, y su nación pueda surgir. En
esa medida, esta obra de Salazar Arboleda es sobre todo un instrumento educativo,
religioso y proselitista.
568
Ibid., 40-1.
569
Bice Mortara Garavelli, Manual de retórica (Madrid: Cátedra, 1988), 76.
570
Carlos R. Tobar, De todo un poco, Quito, Imprenta de la Universidad Central, 1896.
237
Federico Aguilar; Prontuario de Retórica y poética (Quito, 1876), de Quintiliano
Sánchez; y Lecciones de Retórica (Quito, 1839), de Fernando Valero. Los autores que
estamos estudiando no solo que se formaron con textos similares, sino que tradujeron y
adaptaron ellos mismos varios de esos manuales, como una manera de complementar la
labor educativa y proselitista que llevaron a cabo en sus ficciones. Si bien se pueden hallar
aplicadas estás máximas estilísticas en casi todas la novelas que se ha revisado, quizá en
ninguna es tan evidente como en Plácido, cuya estructura imita el género de la
hagiografía, con todos sus giros retóricos, como ya se vio en el primer capítulo, y que ha
sido ya analizado por la crítica.571
El estatuto novelesco del texto de Campos Coello se origina en la tensión entre la
realidad histórica aludida y la ficción tejida en el argumento, tal como se estilaba en un
género narrativo de menor extensión vigente en aquella época, denominado
ambiguamente “leyenda”. Algo similar ocurre en el relato de Salazar Arboleda, salvo que
no se inspira en acontecimientos legendarios, como la vida de un santo, sino en eventos
tan conocidos como la catástrofe natural del terremoto de Ibarra de 1868. En el caso de
la novela de Campos Coello, el contenido educativo aparece sobre todo en las opiniones
de los personajes, en las cuales se filtra la visión del autor sobre la política, la filosofía y
la religión de su tiempo. Dice Fabio, uno de los romanos de la multitud de personajes que
apoyan las tesis, la imagen y la entrada en escena de Plácido: “[M]orir por la verdad es
triunfar”.572 Dice Ignacio, un sacerdote cristiano que aparece más adelante: “Toda
filosofía que no descansa en verdaderos principios relijiosos, carece de base, vacila y
cae”.573 Ignacio, personaje coprotagónico, vaticina lo que los conservadores del XIX
seguramente habían naturalizado como ley histórica, el triunfo del cristianismo: “—Los
siglos pasarán, i las jeneraciones también: llegarán épocas lejanas, mui lejanas. Entónces
no será necesario que el cristianismo se oculte en la cripta para ofrecer su incienso a Dios:
profesará su culto a luz del sol, i la cruz, instrumento de ignominia, se verá sobre la corona
de los reyes”.574 Más adelante, el Papa Clemente alecciona a Plácido respecto de su visión
y deseo de morir mártir: “—Dios os de tamaña felicidad, hijo mío. Confesar la verdadera
571
Carrasco, “Hagiografía e invención en Plácido”, 58.
572
Campos Coello, Plácido, 12.
573
Ibid, 111.
574
Ibid., 114.
238
fe en presencia de la muerte i el tormento, es la mayor de las glorias. La palma que se
conquista tiene un vigor eterno; jamás se marchitan sus hojas”.575
Así como hacen los narradores de Salazar Arboleda y Mera, el narrador de
Campos Coello tampoco nos deja mucho espacio para interpretar las intenciones de su
novela. Nos las recuerda cada tanto, mientras narra los entresijos de la anécdota. Y por si
alguna duda quedara sobre la dirección pedagógica de su historia, el autor coloca
abundantes notas al pie, para explicar ciertos detalles de la historia sagrada del
cristianismo o sus referencias a la cultura latina antigua, o sobre los galos, germanos y
celtas que aparecen en escena. Por momentos, Plácido se transforma en un texto sobre
historia y cultura europea antigua. De esta manera, cuando Calpurnio, el romano que se
casa con la gala Velleda, recuerda algunos versos antiguos de la tradición oral de los
galos, que se cantaron en la celebración de su matrimonio, el autor nos advierte al pie de
la página: “Este canto ha sido traducido de la obra intitulada ‘Un viaje entre los galos,’
por C. Roland”.576 Asimismo, señala que Massalia es el nombre que le dan los habitantes
de esa época a Marsella. 577 Y nos aclara el significado de ciertas palabras como casteria
—“Llamaban así el lugar donde depositaban los remos”—578 o rheda —“Nombre galo
dado a un carruaje de cuatro ruedas, que se usaba para los viajes largos”—579. Además,
el impresor de la novela, seguramente por disposición del autor, puso muchas de estas
voces y vocablos en caracteres itálicos, llamando todavía más la atención de los lectores
sobre estas peculiaridades lexicográficas. Esa misma actitud pedagógica se ve claramente
en el uso de ciertos giros lingüísticos del narrador, que lo colocan en la misma posición
de un maestro aleccionador, como cuando, luego de las descripciones de ambientes y
escenarios, introduce el diálogo y las reflexiones de los personajes mediante apelaciones
directas al lector, como la siguiente: “Los marinos duermen. Sólo dos hombres hablan en
secreto en un estremo [sic] de la nave. El uno es piloto. Escuchémosles” [énfasis
añadido].580 Sin duda alguna, Plácido fue un texto escrito para educar en el cristianismo
a los ciudadanos de la nación emergente.
575
Ibid., 129.
576
Ibid., 30.
577
Ibid., 33.
578
Ibid., 44.
579
Ibid., 76.
580
Ibid., 132.
239
Ahora bien, esta novela fue publicada en pleno auge del proyecto garciano,
momento histórico caracterizado por la agitación social y la represión del Gobierno. Por
lo tanto, no debería sorprendernos que, además del valor alegórico de la novela, que ya
se ha examinado con detalle,581 el autor hable mediante ciertos personajes sabios o
piadosos como Calpurnio, sobre la naturaleza conflictiva del pueblo, y la dificultad que
entraña, en consecuencia, el ejercicio del poder. Antes que una queja sobre el carácter
volátil de las multitudes, este fragmento parece describir las dificultades que entrañaba la
consecución del proyecto nacional ecuatoriano. Si bien no se le puede atribuir a Campos
el ser un seguidor de García Moreno, sí que se puede verificar a lo largo de su obra cierta
nostalgia por la estabilidad política y la fortaleza de los proyectos nacionales europeos,
que conoció cuando fue estudiante en el Viejo Continente:
Oh pueblo! Niño terrible, cuya voluntad cambia como cambia el océano: por la mañana
terso y limpio como un pálido mármol; por la noche, una ráfaga de viento le convierte en
un espantoso abismo. Hoy has aclamado con entusiasmo a aquel a quien ahora insultas i
cuya muerte deseas; hoy has corrido en todas direcciones, esclamando lleno de gozo ¡viva
Nerva! I ahora te agrupas al pié de estos pórticos, vociferando lleno de furor: Muera
Nerva!582
La historia y las instituciones europeas son los límites que cercan la idea de civilización
de Campos Coello y otros autores de esos años. Dentro de ese espacio cultural, cabe todo
lo necesario para edificar la nación; fuera de él, no existe nada significativo. Si la novela
ha de convertirse en un dispositivo de la instrucción pública, lo hará apelando a los temas,
autores y estrategias educativas de los escritores europeos.
Uno de los temas que muestran este eurocentrismo con mayor claridad es la
identidad entre el buen decir y el buen obrar. Y en ninguna otra novela se presenta con
tanta recurrencia como en Capítulos que se le olvidaron a Cervantes. Juan Montalvo hace
que su Don Quijote corrija continuamente el habla vulgar de Sancho Panza (a partir del
Capítulo II). Al tiempo que el caballero le enseña a su escudero las formas verbales
581
Carrasco, “Hagiografía e invención en Plácido”.
582
Campos Coello, Plácido, 80-1.
240
castizas y el uso y significado correcto de diversas palabras y expresiones antiguas, le
brinda alguna enseñanza moral relacionada con la aventura que ambos atraviesan o con
la anécdota que, a propósito, se le viene a la mente. El habla vulgar de Sancho es síntoma
de su ingenuidad y poco entendimiento, pero sobre todo es producto de su ignorancia, de
su falta de educación. Montalvo parece afirmar por medio de sus personajes, una y otra
vez, que aquel que hable con esmero o corrección es por definición un hombre educado
y, por lo tanto, un sujeto que conoce las reglas del buen comportamiento en sociedad. Por
ejemplo, cuando el Quijote montalvino corrige a Sancho en el buen uso y significado de
dos palabras, “eminente” y “vuélvamos”, y con su lección de lengua le transmite también
ciertos valores cristianos: “Si algún peligro hubiese, podría él ser inminente. Eminentes
son los príncipes de la Iglesia. Y quieres que nos vuélvamos: sé tú más buen cristiano, y
querrás cuando más que nos volvamos”.583 El conocimiento de la lengua castellana se
identifica con la civilidad y la ética. Para instruir a los ciudadanos sobre el deber ser de
la nación, tanto Montalvo cuanto Campos Coello no necesitaron inventar ninguna ficción,
pues les bastó con recurrir a la tradición religiosa (la vida de San Plácido) o la tradición
de la lengua materna (la vida de Don Quijote y Sancho).
Pues bien, Montalvo recurre al poema del Mío Cid y otros clásicos españoles en
numerosas ocasiones, y no sóolo como imitación de las referencias que el Quijote de
Cervantes hace de las aventuras, leyendas y novelas caballerescas, sino como parte del
desarrollo de las argumentaciones de los personajes o el desarrollo puntual de las
acciones. Las citas al Cid, como en otros casos, suelen ser textuales y precisas, 584 de
manera que no se inspiran solamente en el gesto de Cervantes, sino que son también
producto de las lecturas que Montalvo hizo directamente de obras como el Libro de Buen
Amor585 o las Églogas de Garcilaso que cita en el Capítulo XXVII.586 Esta recurrencia a
la autoridad de la tradición o del canon literario español reafirma su intención
hispanizante. La visión de Montalvo sobre el desarrollo de las lenguas y culturas literarias
es claramente conservadora. En muy pocos casos, las fuentes directas del Quijote
montalvino están por fuera del acervo hispánico, como en el caso de los Essais de
Montaigne, que aparecen citados en el Capítulo XXVIII.587 Otras referencias a las
583
J. Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (2004), 201.
584
J. Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (1895), 143-4, 178-9.
585
J. Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (2004), 331.
586
J. Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (1895), 202.
587
Ibid., 198.
241
literaturas no peninsulares aparecen, pero mediadas por el prestigio de pertenecer a la
épica hispánica, y por hablar del momento heroico de la conquista española de América,
como es el caso del Canto XX de La Araucana de Alonso de Ercilla, también citado en
la novela. Montalvo en tan hispanocentrista como cualquiera de sus rivales políticos.
Como ellos, buscaba la unidad de la nación ecuatoriana en la cultura de la lengua materna
heredada de la colonia española.
Al igual que sus rivales políticos, Montalvo halla en el cristianismo la principal
fuente de legitimación moral. Educar equivale para él a moralizar y, por defecto, resulta
lo mismo que evangelizar: enseñar lo que dictamina la palabra del dios cristiano. Esto se
puede descubrir con facilidad revisando el archivo de autoridades a las que Montalvo
recurre. Mucho se ha dicho de las fuentes clásicas de este autor, especialmente
grecolatinas e hispánicas, pero otro de los repertorios a los que acude en busca de
ejemplos para sus afirmaciones y sentencias morales es la Biblia. Cito uno pocos
ejemplos: Cam, hijo de Adán, aparece referido en el Capítulo XI;588 Enoc, padre de
Matusalén, aparece en el Capítulo XIII; 589 los salmos son referidos en el Capítulo XXII; 590
David, el autor de los Salmos, y el Libro I de Samuel aparecen citados en el Capítulo
XXV.591 Los personajes sagrados son para Montalvo modelos éticos y, por lo tanto,
constituyen modelos de la nueva ciudadanía ecuatoriana.
Ahora bien, la abundancia de citas y referencias hace de la búsqueda de las fuentes
del pensamiento de Montalvo un trabajo descomunal. A pesar de ello, Anderson Imbert
se supo capaz de realizar este rastreo en los ensayos y escritos políticos del ambateño:
“Montalvo solía citar por afán de lucirse. Ni leyó todos los autores que citaba ni, de los
que leyó, todos influyeron en él. [...] Y hay que reconocer las fuentes por indicios
evidentes (manifestaciones del mismo escritor) o por lo menos convincentes (parecidos
no fortuitos)”.592 La cantidad y la diversidad de fuentes montalvinas revelan la actitud
didáctica de su autor, y de paso nos muestran su honradez intelectual, pues “no solo cita
sus fuentes sino que avisa cuando las modifica con gran libertad”. 593 El modo que
588
Ibid., 78.
589
J. Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (2004), 263.
590
J. Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (1895), 153.
591
Ibid., 74.
592
Enrique Anderson Imbert, “La libertad estilística”, en Araujo Sánchez, coord., Historia de las
literaturas del Ecuador, 168-74.
593
Ibid., 170.
242
Montalvo tenía de citar y utilizar sus fuentes, no para la enseñanza de conocimientos
como hizo Montaigne, sino para moralizar como hizo Chateaubriand, le hacen decir a
Anderson Imbert que es precisamente este último autor francés quien más influyó en la
carrera literaria del ecuatoriano:
No digo que Montalvo no leyera a estos autores, sino que probablemente los leyó con una
sensibilidad de un lector de Chateaubriand. El mismo modo de agrupar artísticamente los
hechos, los mismos “cuadros vivos” donde el movimiento del relato parece detenerse en
busca de una postura plástica, el mismo aprovechamiento de frases al gusto romántico, la
misma vibración lírica... [...] Montalvo no descubrió a Montaigne (en el sentido en que
podríamos decir que Montaigne descubrió a Plutarco), sino que recibió su influencia a
través de una larga descendencia. [...] llegaba en ondas ya débiles y muy interferidas.594
594
Ibid., 172.
243
de tal magnitud está relacionada con sus ideas políticas, vale decir, con sus ideas sobre la
nación ecuatoriana. En este extenso ensayo sobre la estética y la literatura, titulado El
Buscapié, Montalvo también pone en relación el desarrollo de la nación con el desarrollo
de la literatura:
La época del arte es la de la madurez de las naciones, dado que arte es el conjunto
armónico de los conocimientos humanos recogidos en un punto y componiendo obras
maestras, bien como los rayos de luz forman el fuego en los espejos ustorios. El poeta no
ha menester otra sabiduría que la natural. Sabiduria [sic] natural es la idea que tenemos
del Hacedor del mundo y sus portentos visibles é invisibles”.595
Lo que quiere decir que a una nación desarrollada le corresponde un arte elevado;
si el arte se eleva, se eleva la nación con él, parece decirnos Montalvo; pero, por su puesto,
esto ocurre gracias a la sabiduría eterna de Dios. Asimismo, el desarrollo del arte es
correlativo a la justicia social y la equidad, signos máximos del progreso de una sociedad:
“En las naciones para las cuales la caridad es parte de la sabiduría, y no se tiene por cultas
si no practican las obras de misericordia”. 596 Esta visión del desarrollo social, que
proviene de un político liberal, no se contradice con la presencia de la religión como un
factor de cohesión social y un vehículo de legitimación moral y realización espiritual. 597
Por este camino, el mismo Montalvo nos conduce a una conclusión perentoria: “Nuestro
ánimo ha sido disponer un libro de moral, no un Pantagruel para la risa, ni Le moyen de
parvenir para gula de los sentidos: Rabelais y Richet no aciertan ni á sernos agradables,
menos á servirnos de numen”. 598
En suma, es la misión de la novela, como la de cualquier expresión literaria, la
edificación de una sociedad justa. De ahí que Montalvo critique la novelas francesas de
su época por inmorales y por influir negativamente en el buen decir de los lectores cultos
y los escritores coetáneos, llenándolos de galicismos (por lo tanto, de malas costumbres).
La identidad entre el buen decir y el buen obrar es una máxima que Montalvo predica
tanto en el prólogo como en el cuerpo de su novela. Dice en un memorable pasaje de El
Buscapié:
595
J. Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (1895), xxxvii.
596
Ibid., lxxxi.
597
Es conocida la devoción de Montalvo por la advocación de la Virgen de Baños de Agua Santa, a la que
dedica un soneto de buena factura que, en palabras de Ángel Esteban, es “quizá su mejor obra poética”
(J. Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (2004), 167).
598
J. Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (1895), civ.
244
Traducidnos la Enciclopedia, por Dios, traducídnosla [sic], vosotros que sois, ¡oh
españoles!, tan amigos y partidarios de Rousseau, Diderot, d'Alembert, Grimm y más
puntos luminosos de la gran constelación del siglo décimoctavo, cuya estrella polar, el
hélice del infierno, es Francisco María Arouet, convertido en Voltaire por obra y gracia
del demonio. Pero esos libritos, esas novelitas, esos santitos, esas estampitas de que están
atestadas las librerías de Madrid y Barcelona, todo traducidito de los autorcitos más
chiquitos del Parisito del dia ó de la noche, ¡oh!, estas chilindrinas son la vergüenza de la
España moderna, la vergüenza de la América hispana. [...] estos romances cuyo
protagonista ha de hacer mil trampas y picardías; estas obras magnas de comer y beber
con mujeres de ruin fama; esto de no acostarse hasta las dos de la mañana, ni de levantarse
hasta la doce; todo esto es escoria, amigos míos: de ella no sacaremos jamás un gramo de
oro, por mucho que seamos avisados en alquimia de la sociedad humana.599
Para entender cómo las primeras novelas ecuatorianas asumen que la función de
la educación es edificar la nueva patria, es indispensable ubicarlas en el contexto de las
ideas de la época. En el caso de Juan León Mera, este ejercicio es relativamente sencillo,
porque el autor dejó abundantes testimonios escritos sobre sus ideas respecto a la
educación y la instrucción pública. Si en algún momento su narrativa de ficción dejó
599
Ibid., cxij.
245
resquicios por los cuales se cuela la ambigüedad, propia de todo artefacto artístico, con
sus tratados, ensayos y artículos, cualquier duda se despeja. Efectivamente, la labor
educadora de Mera se manifiesta en varios niveles expresivos: la ficción, el periodismo y
el ensayo, pero también en textos pedagógicos que siguen la metodología didáctica de la
catequesis católica, que perseguían el adoctrinamiento a los nuevos ciudadanos en la
ideología nacional que se estaba construyendo. Vale citar como ejemplos Catecismo de
geografía de la República del Ecuador (1875) y Catecismo explicado de la Constitución
de la República del Ecuador (1894).600 El primero de ellos fue escrito en pleno auge del
garcianismo, en 1873, y publicado dos años después, en la caída del régimen. El segundo
fue publicado en 1894, justo un año antes del triunfo alfarista, y nada menos que por la
Imprenta del Clero de Quito. Pero, sin duda alguna, el texto más importante que dejó
escrito Mera al respecto es La escuela doméstica, de 1880.601
En este tratado, Mera distingue claramente dos nociones: la instrucción y la
educación. Para la primera, existe la escuela, el aparato formal del Estado, destinado a
trabajar con la inteligencia de los alumnos. Para la segunda, no halla reemplazo posible:
es la familia la primera formadora de la mayor cantidad posible de hijos (Mera tuvo 13)
“cristianos, para el cielo; ciudadanos, para la patria”. Y es precisamente la familia, porque
cree que la entrada más efectiva para el adoctrinamiento se encuentra en las emociones.
La educación sentimental de la población sebinicia en la familia mediante la familia se
regula durante la mayor parte de la vida. A Mera también le interesa este nivel de la
educación, porque allí penetra profundamente el adoctrinamiento ideológico de la Iglesia
católica de su tiempo. Una familia eficazmente adoctrinada es el complemento emocional
ideal del adoctrinamiento intelectual y moral que el clero ejerció mediante el manejo de
la instrucción pública, que le fue encargada en el Gobierno de García Moreno. Tan
convencido estaba Mera de la necesidad de una buena educación, en los términos del
catolicismo de su época, que le imputa al sistema educativo de esos días ser el responsable
del estado precario de la literatura nacional. Quizá esta relación causal entre instrucción
y literatura no se pueda verificar fácilmente, y no pase de ser un lugar común de la cultura
600
Juan León Mera, Catecismo de geografía de la República del Ecuador (Quito: Imprenta Nacional,
1875), del que se ha registrado también una segunda edición hecha en Guayaquil en 1884, sin pie de
imprenta; y Catecismo explicado de la Constitución de la República del Ecuador (Quito: Imprenta del
Clero, 1894).
601
Juan León Mera, La escuela doméstica.
246
ilustrada del siglo XIX; pero la visión de Mera parece ir más allá, y aquí resulta incluso
un tanto progresista: en la medida en que propugna la diversificación de las profesiones,
también critica el tradicionalismo de la época. De ahí que no cause sorpresa que la
educación del proyecto modernizador del garcianismo haya desatado en gran medida el
surgimiento definitivo del liberalismo capitalista:
Los límites ideológicos de Juan León Mera no se ocultan en otra sintomática expresión
de La escuela doméstica: “Despreciar al pueblo es injusticia y necio orgullo —escribe—
; exponer a nuestros hijos al contagio de los defectos de los hijos del pueblo, es reprensible
imprudencia. Moralicemos, ilustremos al pueblo, tendámosle la mano para subirle hasta
602
Ibid., 139.
603
Ibid., 11.
247
nosotros; pero guardémonos de descender hasta él”. El paternalismo no oculta la postura
elitista y las connotaciones discriminatorias y racistas.604
Para Mera, como para Montalvo, el habla esmerada era característica de una
educación de élite. Hablar con corrección era síntoma de poseer aptitudes éticas propias
de la élite. Hablar bien era un pasaporte para la obtención de la ciudadanía. No todos los
ecuatorianos de la época podían acceder a ese estatus privilegiado. Primero había que
aprender a hablar y escribir bien el castellano, y mediante el aprendizaje de la lengua
nacional, había que conocer la verdad del evangelio. ¿Es Cumandá un catecismo o parte
de uno? Posiblemente sea excesivo afirmarlo. Sin embargo, es cierto que podría leerse
como un catecismo de los sentimientos castos, y el sacrificio total por la fe y la redención
de los pecados contra el dios cristiano. Que no se nos olvide quién escribió esa novela.
Pero volvamos a Cumandá. Tal como sucede en el indigenismo ecuatoriano, y en
gran parte del indigenismo andino y latinoamericano, la novela de Mera posee dos
dimensiones, dos mundos ficticios que corren paralelos, con frecuencia se entrecruzan y
se apuntalan mutuamente: “[E]l mundo narrado y el mundo comentado por el autor”.605
Estas dos dimensiones del relato de Mera concurren aparentemente hacia una sola
dirección: retratar la sociedad de su época, para mostrar sus deficiencias, y por medio de
ellas enseñar con el ejemplo. Esta sería, según Corrales Pascual, quien sigue a Fernando
Alegría606 en este punto, un rasgo típico de gran parte de la novela hispanoamericana:
“[E]ntre los narradores ecuatorianos, hay además este segundo carácter: el de la discusión
y la opinión, el juicio sobre la sociedad que retratan; pero un juicio que no se ha hecho
narración, sino que aparece entremetido en ella y ‘a propósito de ella’”.607 El especial
acento sobre esta segunda dimensión novelesca, que hace del relato ecuatoriano en su
mayor parte una narración política, didáctica y adoctrinadora, podría considerarse una
característica fundacional de la literatura nacional ecuatoriana, que trasciende hasta
mediados del siglo XX en el llamado realismo social, en especial en su vertiente
indigenista. La forma propiamente nacional literaria de la narrativa ecuatoriana del siglo
604
Ibid., 147.
605
Corrales Pascual, “Cumandá y las raíces del relato indigenista”, 126. Para designar estos casos, debería
preferirse el término indianismo, ya que se puede leer como un vocablo definido por su connotación
idealizante o exotizante, distinto del ánimo reivindicativo del indigenismo. Mientras el indianismo tiene
un origen romántico, el indigenismo hunde sus raíces en el realismo y naturalismo. Por ahora, este debate
terminológico no es el centro de este estudio.
606
Fernando Alegría, “Retrato y autorretrato: la novela hispanoamericana frente a la sociedad”, citado ibid.
607
Ibid, 127.
248
XIX se asienta entonces en esta doble dimensión (mundo narrado y mundo comentado),
con un énfasis muy especial en el comentario de orden ideológico, pedagógico y
adoctrinador. Tal es la herencia que recibe el relato indigenista de parte de la obra de
Mera, que dominó la escena literaria ecuatoriana durante buena parte del siglo XX y que
estuvo siempre vinculada a la conformación de un discurso nacional literario. El mundo
comentado en la novela sería entonces la marca de agua no solo del realismo ecuatoriano
del siglo XX, sino de la mayor parte de la literatura de ficción escrita en el país desde el
siglo XIX: “La novela-tribuna es característica en nuestro medio literario” 608 y, en este
sentido, Mera también es precursor y pionero de esta forma literaria nacional.
Se podría poner una tela de duda sobre estas aseveraciones, cuestionando si en
verdad estos dos mundos novelescos, el narrador y el comentado, se pueden diferenciar
claramente. Se podría incluso observar que todo relato, incluso en nuestros días, utiliza
estas dos estrategias de narrar y comentar. Pero la dimensión didáctica de esta novela ha
sido ya probada incluso desde un punto de vista estadístico, textualmente concreto y
empírico: “Al leer Cumandá o Un drama entre salvajes, se tiene el sentimiento de que se
recibe siquiera un doble mensaje: el del narrador de una bella historia de amor y de
muerte; el del ensayista que, a propósito de la muerte y del amor, hace de geógrafo,
antropólogo, filósofo de la ética y de la estética, predicador, abogado del diablo en pro de
la divina Providencia y político social”.609 Simón Espinosa Cordero verificó que la
dimensión del mundo comentado es mucho mayor a la del mundo narrado en la novela
de Mera. Después de enlistar las formas verbales personales (los verbos conjugados)
presentes en la novela, y analizarlas según la teoría de la función de los tiempos en el
lenguaje de Harald Weinrich, 610 Espinosa Cordero destaca una evidencia apabullante: los
comentarios del narrador se expresan mediante 4603 formas verbales, mientras que la
historia del narrador se cuenta con 2810. Esto significa que la dimensión del mundo
comentado en la ficción de Mera duplica la dimensión del mundo narrado. Este peso de
los comentarios y opiniones en la novela de Mera motiva a decir a Espinosa Cordero que,
en Cumandá, existen en realidad dos narradores: uno omnisciente, preocupado de la
608
Ibid., 128.
609
Simón Espinosa Cordero, “Cumandá: ¿Dos mundos superpuestos?”, en Corrales Pascual, ed. Cumandá
1879-1979, 61.
610
Harald Weinrich, Estructura y función de los tiempos en el lenguaje, trad. Federico Latorre (Madrid:
Gredos, 1974).
249
verosimilitud; y otro editorial, preocupado por la religión, la política, la sociedad y la
naturaleza. Aunque más adelante reconoce que “Cumandá con todo rigor no es una obra
que conste de dos mundos superpuestos [sino más bien] un relato fuertemente
editorializado”.611
Esta suerte de desdoblamiento del narrador ha sido tratada en otras lecturas, 612
para las cuales el narrador comentarista funciona como una proyección ficcional del
autor: “Los comentarios de Mera aparecen sumamente explicativos y didácticos.
Tenemos la sensación de ser objeto de un adoctrinamiento continuo. El autor insiste
siempre en explicarnos claramente lo que él piensa sobre los diferentes temas tratados en
la novela”.613 Pocas obras de la tradición literaria nacional son más orgánicas del régimen
político de su época, al menos en este sentido, que la obra literaria de Juan León Mera:
“El escritor transfiere al narrador de la ficción el encargo de comentar sobre la naturaleza,
los hechos y sus autores. Pero el narrador no lo hace directamente, sino a través de su
desdoblamiento en un ‘autor implícito’. [...] sus personajes no actúan por sí solos o
independientemente de su ‘autor’: la autonomía de los personajes en Cumandá es
nula”.614 En resumen, el espíritu de Cumandá está expresado por el dominio de una
codificación apologética,615 que la convierte no solo en una herramienta educativa, sino
en un medio de proselitismo político.
Ahora bien, parte del mérito de este autor, por sobre el aporte de sus
contemporáneos, a lo mejor se encuentre en los tipos novelescos con los cuales construye
su discurso didáctico. Más allá de que se pueda criticar la estructura esquemática de sus
personajes, es precisamente ese funcionamiento sencillo el que convierte su novela en un
instrumento eficaz, que la tradición de la literatura nacional ecuatoriana recoge y
naturaliza como signo distintivo: “La novela indigenista posterior explicitará, llegando
incluso a estereotiparlos, los otros elementos de esta estructura: el cura y el oficial
administrativo, que puede ser el militar y el policía, el teniente político o el juez”. 616 Así
ocurre en las novelas de Icaza y en al menos dos de las primeras novelas indigenistas o
611
Espinosa Cordero, “Cumandá”, 177.
612
Víctor Hugo Pontón Plaza, “Cumandá: el autor y sus personajes”, en Corrales Pascual, ed. Cumandá
1879-1979, 205-37. Y también María de Lubensky, “Esclarecimiento de un problema: Cumandá y Atala”,
en Corrales Pascual, ed. Cumandá 1879-1979, 103-18.
613
Lubensky, “Esclarecimiento de un problema”, 114.
614
Pontón, “Cumandá: el autor y sus personajes”, 233.
615
Araujo Sánchez, “Cumandá: ideología y literalidad”.
616
Corrales Pascual, “Cumandá y las raíces del relato indigenista”, 132.
250
de tema indigenista del siglo XX: Plata y bronce de Fernando Chávez y Agua de Jorge
Fernández, ambas de 1927. Cumandá es la primera en señalar la persistencia de la
estructura social colonial en los primeros años de la República: “En Juan León Mera
existe la crítica de tal estructura de dominación; pero es aún una crítica delicada, tenue,
incluso a ratos velada”. 617 Hay que decir además que tal hallazgo formal es en verdad un
evento al que asisten otros autores latinoamericanos de la época, como la peruana
Clorinda Matto de Turner, en su novela Aves sin nido (1889). Antes que valorar la
originalidad de Mera, hay que fijarse en su voluntad de sintonizar con las tendencias
expresivas de su época, y en la influencia que tuvo incluso entre sus detractores, ya bien
entrado el siglo XX. Estos son algunos de los méritos que críticos como Benjamín
Carrión, por ejemplo, intentaron negarle, finalmente sin éxito.
617
Ibid., 134.
618
Tobar, “Timoleón Coloma: Dibujos de costumbres”, 57-8.
251
pero también como un documento que critica las prácticas educativas de mediados del
siglo XIX, mediante la anécdota humorística de aquel niño que aprende a ser hombre.
Así pues, esta novela muestra una pedagogía que perpetuaba el sistema de castas
de la Colonia, mediante la jerarquización vertical del poder desde la niñez, entre los
colegas, entre los iguales: “El bullicio era producido por los decuriones y los decuriatos:
aquéllos tomaban la lección con gravedad magistral y contaban en los dedos los puntos,
ó sea, las equivocaciones del decuriato repitiendo en alta voz la palabra ¡Cito!”.619 Eran
los mismos compañeros de clase los encargados de impartir los castigos, según
ascendieran en la escala de los méritos establecidos por el maestro. En ese mismo sentido,
vemos que aquella pedagogía incitaba el uso de la violencia entre los iguales: Timoleón
Coloma es aporreado, linchado por sus compañeros luego de la primera clase, por haber
delatado al compañero que le clavó una pluma en el trasero. 620 Estas escenas muestran
que aquella didáctica de la dominación aunaba el castigo físico a la humillación
simbólica, para moldear la mente y el cuerpo de los estudiantes. Luego de que Timoleón
no pudiera dar la primera lección correctamente, nos cuenta: “[E]l maestro me señaló
asiento al fin del poyo, cerca de un chiquillo que tenía sobre la cabeza, clavado en la
pared, un cartón con un burro pintado, en actitud de rebuznar y hollando libros
abiertos”.621 Del mismo modo, el castigo físico funcionaba como un ritual de exposición
y humillación pública: “Al criminal se le mandó arrodillarse en media clase; llamáronle
al portero del colegio, mozo rollizo, é hicieron que éste aplicase á aquél, que repetía en
todos los tonos, —¡Yo no he sido!— media docena de palmetas”. 622 Domar la mente,
controlar el cuerpo y organizar a los individuos según jerarquías sostenidas por la
violencia: tales eran los principios pedagógicos.
Como consecuencia, aquella formación provocaba el adocenamiento entre los
dominados y el consecuente nacimiento del espíritu de cuerpo. Gracias a la violencia
ejercida por el maestro, el alumno transitaba de la corporalidad individual del niño a la
corporalidad colectiva de la nación. Por ello, el narrador de la novela compara a los chicos
con “venados” y “soldados”, según se posicionan frente a la autoridad del maestro y la
fidelidad al grupo. La anécdota de Timoleón Coloma también revela la mentalidad y el
619
Ibid., 63.
620
Ibid., 65-6.
621
Ibid., 64.
622
Ibid.
252
comportamiento paranoico de la autoridad educativa, cultivada con los criterios más
conservadores del catolicismo de la época. De ahí que, como opción de resistencia,
surgiera entre los alumnos la huida de clases, como salida tanto física como simbólica del
ámbito de influencia de la autoridad. El niño que huye de la escuela nos recuerda la figura
del forajido, desde su acepción etimológica, porque mantiene su individualidad frente al
sistema represivo, saliendo del territorio nacional y convirtiéndose en su reflejo negativo:
“Las obradas consistían en faltar á las oraciones matinales por quedarnos durmiendo; en
escondernos á las horas de recreo para no entrar á salón, acto que ejecutábamos con todas
las dificultades y sobresaltos que deben de agitar al venado perseguido por la jauría ó al
desertor acosado por los soldados todos del batallón”.623 Además, aquella pedagogía
imitaba los rituales monásticos: el narrador nos cuenta que mientras los internos comían
en el refectorio, un alumno de turno leía un capítulo de “Moral y urbanidad” 624 o cualquier
otra lectura edificante como las vidas de santos, los evangelios o el catecismo. De esta
forma, el espíritu de cuerpo y la obediencia a la imagen de una autoridad fuerte eran
reforzadas con el ejemplo religioso de las figuras bíblicas. Los ciudadanos debían
acercarse al comportamiento de los mártires católicos. La eficacia de aquella pedagogía
impedía que los forajidos como Timoleón quedaran fuera del territorio nacional: más
temprano que tarde, este personaje se asimila al proyecto nacional.
Esta pedagogía represiva suscitaba la pérdida súbita de la inocencia infantil,
mediante eventos violentos y traumáticos como las palizas entre compañeros, o como los
episodios en que los niños debían tomar partido a favor de la autoridad o en contra de
ella, por mera conveniencia propia. El resultado era la sustentación de una moral
maniquea, como se expone en el Capítulo III. 625 Por esta razón, el personaje principal
termina aliándose a su acosador, Agustín Manso, como una estrategia de supervivencia:
“Quiero apuntar ahora que esta amistad me fué en extremo perjudicial: pues, para ser
semejante á mi amigo y complacerle, participé en infinidad de travesuras, cosa que no se
aviene mucho con la autoridad de los maestros”. 626 Dicha alianza es por cierto transitoria,
porque luego de los años Timoleón se redefine a sí mismo como el letrado que se consagra
a su vocación literaria, una vez que la administración del colegio cambia de manos y
623
Ibid., 74.
624
Ibid., 67.
625
Ibid., 68-73.
626
Ibid., 72-3.
253
Agustín Manso abandona la escuela, vale decir, cuando las estrategias y condiciones
pedagógicas de la institución dejan de ser esencialmente represivas. He aquí la crítica que
Tobar realiza sobre las instituciones educativas de su tiempo, que no habían terminado de
abandonar las antiguas prácticas basadas en la violencia, la represión y la contención de
los impulsos.
A pesar de esta denuncia o crítica social, la visión de Tobar, proyectada en su
narrador protagonista, sigue siendo clasista: “[E]l colegio produce el excelente fruto de
precaver á los niños de los modales y aun vicios que, en las casas y calles, comunican los
criados, serpientes de los diminutos reyes de la creación, y esos diablitos silvestres que
comunmente [sic] se crían para comida del panóptico ó para carne de cañón”.627 En
definitiva, la crítica de Tobar al sistema educativo de la nación en ciernes es muy
mesurada. En su opinión, las escuelas y los colegios, con todas sus deficiencias, terminan
por rescatar a los individuos de padecer otros tipos de ignorancia y violencia, que solo se
hallan en el vulgo iletrado o analfabeta. En esta narración, Tobar no encuentra en las
clases bajas y populares la sabiduría ancestral que pudiera haber asistido también a la
construcción de la nacionalidad ecuatoriana. La suya es una crítica a ciertos defectos del
sistema, pero no una impugnación a su naturaleza excluyente. Y tanto es así que en las
palabras del narrador subsiste cierta tolerancia por la máxima de “la letra con sangre
entra”. Timoleón Coloma parece aceptar sin mayores remilgos que el sufrimiento es la
condición de todo aprendizaje: “La letra con sangre entra, lector; esta es ley ineludible:
el novicio ha de pasar por las duras pruebas del noviciado, al recluta le caminan el cuerpo
con palos para que aprenda á marchar, al aprendiz de pianista le dislocan los dedos, al
niño que va al colegio le bautizan con capoteadas y á los mujeriegos les sobrevienen mil
cochinas aventuras”.628
En suma, la escuela es una auténtica microsociedad, que representa a toda la
sociedad ecuatoriana de la época, porque muestra la precariedad y fragilidad de las
instituciones gubernamentales del Estado nacional en construcción: “[E]s más fácil
castigar las travesuras que prevenirlas, así como en la sociedad es menos difícil infringir
las leyes penales que hacer guardar las morales”. 629 Si bien Tobar critica, mediante su
narrador, el carácter represivo de la educación pública que le tocó experimentar, como un
627
Ibid., 80.
628
Ibid., 104.
629
Ibid., 69.
254
símbolo de poca civilidad (de barbarie) de la sociedad ecuatoriana en su conjunto, no
llega a ser un revolucionario, sino apenas un reformador. Un revolucionario opta por el
cambio de las estructuras sociales más profundas; un reformador solo cambia las
superestructuras del sistema, no sus bases. Por ello también los juegos infantiles aparecen
como una simulación del puesto en la escala social que un día los muchachos del colegio
ocuparán. Sentencia el narrador: “[P]rofetizadoras de las aptitudes y hasta del puesto
social que en épocas ulteriores habían de ocupar esos pichones de ciudadanos”. 630 Los
diversos personajes aparecen como arquetipos de ciudadanos, clasificados según sus
virtudes y defectos: Esparza, la viveza criolla, la astucia, el oportunista; “el oso Gálvez”,
el político arribista que se entronca con la alta sociedad por vía de un matrimonio por
interés; Javier Paz, el “comerciante paciente, laborioso y muy afortunado”, austero,
ahorrador; y Agustín Manso, apodado “La pulga”, el rebelde de la escuela, que muere en
la más infame miseria. La sociedad clasista y excluyente persiste, y el narrador lo acepta
como algo natural, independientemente de que se concentre en criticar la institución
didáctica violenta que reproduce esas mismas estructuras sociales.
Por todo esto, tal vez el contenido más importante de la novela se encuentre en
aquellas representaciones de la transición del cuerpo infantil al cuerpo disciplinado de la
nación. Un ejemplo son los artículos que la madre de Timoleón empaca para que se los
lleve al internado, porque representan la transición de la conciencia infantil, casi informe,
hacia la conciencia formada por la institucionalidad nacional: Timoleón lleva en su
equipaje la Gramática (“una Nebrija nueva”), la Retórica (“Autores selectos de la más
pura latinidad”) y la Religión (“una Virgencita en marco con lentejuelas”); 631 es decir, la
tríada perfecta del proyecto nacional criollo que propugnaban los letrados como Tobar;
en otras palabras, el buen pensar, el buen hablar, el buen obrar. Esos libros son empacados
junto a las medias, pantalones y calzoncillos, como un síntoma de que la conexión entre
estas dimensiones de la instrucción pública estaba naturalizada. Debían hacerse parte del
cuerpo, debían encarnarse en la nueva naturaleza del individuo ciudadanizado por la
escuela. El cuerpo infantil debía aprender a comportarse como una máquina productora
de objetos y sentidos convenientes al proyecto nacional: “[L]os hombres no son sinó [sic]
piececitas del conjunto, partes del mecanismo; la voluntad individual es inútil ó, en
630
Ibid., 87.
631
Ibid., 67-8.
255
ocasiones, estorbadora, á la manera del cuerpo extraño que impide el movimiento
ordenado é incesante del rodaje”.632
Ahora bien, antes de ser “una sabrosa novela de humor”, como sugirió Rodríguez
Castelo,633 o un documento sobre la edificación de la nación ecuatoriana, Timoleón
Coloma es, principalmente, una novela de aprendizaje, tal como lo ha señalado con
minuciosa exactitud Rut Román.634 Esa naturaleza genérica le permite, a pesar de su
brevedad, construir diversos significados. Una de las estrategias discursivas que utiliza
para mostrar la transición hacia la adultez, es el motivo del sueño, acompañado de la
alegoría de los equinos. Esta interpretación ha sido ya sugerida en extenso por Raúl
Neira635 y en parte por Román,636 pero aquí se la desarrolla en otras direcciones, por donde
se encuentran algunos significados no examinados todavía, en relación con el modo en
que la nación ecuatoriana aparece representada. Se trata de un motivo que pasa por tres
momentos bastante claros: el sueño, la pesadilla y la ensoñación. Esta vía interpretativa
habla también del proyecto progresista o reformista de Carlos R. Tobar: la nación
ecuatoriana debía crecer espiritualmente y superar su primer estado de infantilismo y
fragilidad espiritual. En su novela, la nación es como un niño que, además de ser
disciplinado, debe convertir sus impulsos en deseos y luego transformarlos en obras; vale
decir, debe llevarlos del nivel inconsciente al mundo de la conciencia y los actos
voluntarios.
En primer lugar, nos encontramos en el nivel del sueño. La primera noche en el
internado, Timoleón sueña con imágenes de caballos retozones, que se pueden leer como
un símbolo onírico de la nostalgia del paraíso perdido, del hogar materno: “Entonces soñé,
¡armaga burla del alma en vela!, soñé con jardines, pájaros hermosos, caballos retozones,
confites y otras cosas deliciosas. Seguía a los caballos, comía los confites cuando dieron
una fuerte sacudida a mi cama. Me desperté bruscamente y grité: —¡Mamáaa!”.637 Podría
interpretarse que, en este pasaje, la mente del niño no ha salido todavía del cerco protector
del vientre de la madre, que no acepta todavía que el cordón umbilical se ha cortado. Este
632
Ibid., 79.
633
Rodríguez Castelo, “Timoleón Coloma”, 128.
634
Rut Román, Constelaciones de infancia (Quito: UASB / CEN, 2014).
635
Neira, “La ficcionalidad y la estructura narrativa”.
636
Román, Constelaciones de infancia.
637
Tobar, “Timleón Coloma: Dibujo de costumbres”, 62.
256
sueño infantil se puede entender como una alegoría de la nación ecuatoriana, todavía en
ciernes, que anhela el pasado histórico que la ha engendrado.
En segundo lugar, aparece la pesadilla. El sueño placentero y evasivo de la
primera noche en el internado, ocasionado por la nostalgia, se transforma en angustia, y
los “caballos retozones” ceden paso a un “asno rebuznador” que muerde y da de coces.
Este momento se podría leer como una alegoría del cambio violento y represivo que
padece Timoleón: “[S]oñé que el del burro me mordía las narices y me arrancaba y me
pisoteaba el vientre, y se reía á carcajadas y se transformaba en el asno rebuznador del
cartón, y me coceaba y tornaba á darme tarascadas, y se revolcaba sobre mí y me
ahogaba”.638 En este pasaje, parece que Tobar intenta representar la nación que se
distingue de su pasado, y se enfrenta a la dificultad de construirse una individualidad
distintiva.
Superada aquella condición, entramos en la última etapa: la ensoñación. Este paso
implica el “soñar despierto”; es decir, el llevar las soluciones del inconsciente al nivel de
la plena conciencia, del ámbito del sueño al territorio de la vigilia. La imaginación de
Timoleón encuentra en las figuras de las nubes a los nuevos seres, las nuevas alegorías.
La solución ya no se encuentra en el interior de la conciencia, sino en las posibilidades
que la realidad inmediata le plantea a la imaginación. El asno rebuznador se transforma
en un grifo, símbolo onírico de la proyección espiritual: “[D]e todo me olvidé y me figuré
cabalgando en una nube que tomó la forma de esos leones (parodias de grifos) con alas,
que había visto pintados en las cajas de obleas, y recorrí el cielo entero y soñé con
infinidad de cosas muy vagas pero muy agradables”. 639
Este tránsito del sueño infantil a la pesadilla y de ella a la ensoñación se puede
leer como una alegoría del crecimiento de la conciencia de la nación, que se sabe distinta
de sus progenitores y empieza a proyectar un deber ser, que empieza a construir un
porvenir propio. Si esto es así, el sueño simboliza el pasado, la pesadilla el presente, y la
ensoñación, el futuro de la nación ecuatoriana que imagina Tobar mediante su personaje
novelesco. Con esta cadena de alegorías, Tobar invitaba a imaginar una nación algo más
abierta al mundo, algo menos constreñida por lo lazos de una educación represiva.
638
Ibid., 68.
639
Ibid., 70.
257
2. La novela como herramienta proselitista: coyuntura y combate político
La novela ecuatoriana de mediados del siglo XIX cumplió dos funciones políticas
coyunturales muy claras. De una parte, funcionó como sátira y pasquín, que los rivales
políticos intercambiaron para descalificarse mutuamente. Y, de otra parte, acogió entre
sus páginas la defensa de los principios ideológicos de cada bando en disputa, a la manera
de un manifiesto partidista. No siempre es sencillo observar de qué manera cada novela
desempeñó estas funciones, y no en todas ellas estas ocupaciones se cumplen a cabalidad.
De manera que se presenta solo un ejemplo paradigmático de cada caso: la novela de
Montalvo, leída como tribuna satírica; y la novela de Peralta, como declaración
ideológica. En estas novelas, el lector puede encontrar fácilmente las posturas de sus
autores sobre los asuntos políticos más urgentes de la época. Futuras reflexiones podrán
hallar en otras novelas pistas suficientes sobre el ánimo que sus autores tenían, por
participar en el manejo de los asuntos públicos. En mayor o menor medida, todas las
novelas ecuatorianas del siglo XIX sirvieron como herramienta del proselitismo político
de aquellos escritores civiles.
De entre todas las obras analizadas en este estudio, la que más se acerca a ser una
auténtica trinchera política es la novela de Montalvo. A pesar de su dislocación espacial
y temporal (pues trata la anécdota de un ficticio caballero español de la baja Edad Media),
no hay nada de neutral o autónomo en los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes. Al
ubicar su novela en un paisaje o ambiente caballeresco y medieval, Montalvo parecería
reclamar que el origen de sus ideas sobre la moral, la religión, la política y la cultura, vale
decir, sobre la nación misma, son anteriores a la herencia colonial y, por contraste, son
auténticamente republicanos. Además de las ideas sobre la lengua y la cultura hispánica
que defiende desde el inicio del texto, el narrador montalvino aprovecha cada ocasión que
se le presenta para exponer sus ideas políticas, atacando con encono e ingenio a sus
rivales.
258
Uno de los temas que salta de inmediato a la vista es su crítica a la acumulación
de las riquezas que la Iglesia católica del siglo XIX había heredado de la Colonia, y que
había naturalizado como un derecho propio. Esta intención militante, ciertamente no se
encuentra en el Quijote cervantino. Montalvo es un duro crítico del clero de su época, al
que llama a reformarse y volver sobre los orígenes primitivos de la Iglesia cristiana,
cuando el clero estaba muy lejos todavía de intervenir en los asuntos del Estado. Estas
ideas se ven con mucha claridad en el diálogo que inicia el Capítulo IX. En ese pasaje,
intercambian vivamente don Quijote y un cura, y luego Sancho interrumpe con su nota
de pragmatismo e ingenuidad política. En la pregunta final de Sancho y la respuesta torpe
y desvergonzada del cura, se puede leer entre líneas la opinión del autor, de Montalvo,
del crítico feroz de la Iglesia corrupta de su tiempo:
Pues en suma, de nada sirven estos brazos y piernas preciosos, cuando hay tantas hambres
que mitigar, tantos dolores que aliviar. La piedad al servicio de la caridad, es el bello y
dulce misterio de la religión cristiana. —Nadie toca estas joyas, señor mío, respondió el
cura: fraude sería ése, que el santo castigaría con rigor. Le gusta ver de día y de noche
estas prendas de veneración, y él sabe en sus altos juicios para lo que la destina. ¿El cura
tiene derecho á ellas?, tornó Sancho á preguntar. Cuando urge la necesidad, respondió el
cura, puede disponer de tres ó cuatro.640
sostiene con sólido fundamento que bajo la figura del conde late la imagen de Gabriel
García Moreno, el presidente del Ecuador hasta 1875, adversario político de Montalvo a
quien este acusa de mantener en cautiverio a su primera esposa, dándola por muerta, para
640
J. Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (1895), 62.
641
Ibid., 74.
259
casarse con su sobrina. [...] Por otra parte, el origen de las palabras Brial y Guardainfante
se encuentran en los Cuadernos de apuntes (I, 12) del ambateño, y adjudicados a los dos
personajes, marido y mujer, de los que habla y a los que satiriza. Por último, hay otro dato
que completa la sátira. El término “Huagrahuasi” se ha formado a partir de las palabras
“wak’ra” (cuerno) y “wasi” (casa), del quechua, es decir, “casa de los cuernos”.642
Quintiliano insinuó ya, respondió Don Quijote, que la historia nada á caballo, aludiendo
á la grandeza, elegancia y rapidez que caracteriza su estilo. Ahora quisiera yo saber el
nombre del famoso historiador de quien vuesa merced me ha dado noticia, por si me
ocurre la oportunidad de darle una lección. —Es el gran Remingo Vulgo, señor caballero,
dijo el estudiante; y no vaya vuesa merced á confundirlo con Mingo Revulgo, que éste es
un cancionero de marras. —Yo sé quién es Mingo Revulgo, tornó á decir Don Quijote:
conténtese vuesa merced con haberme hecho conocer á Remingo Vulgo y no se meta en
biografías que no vienen al caso.643
Esteban explica en una nota al pie la importancia histórica de este pasaje, y para nosotros
el sentido político de esta referencia velada de Montalvo:
Sin el acceso a los cuadernos de notas, los diarios y la correspondencia de Montalvo del
que disponen lectores como Esteban o Agramonte, estas claves de lectura resultarían poco
accesibles. Con todo, no podemos despreciar el esfuerzo creador del escritor ambateño,
ni su ingenio y enorme habilidad para convertir esta novela es un testimonio de los
642
Esteban, ed., en nota al pie, en J. Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (2004), 249.
643
J. Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (1895), 150.
644
Esteban, ed., en nota al pie, en J. Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (2004), 305.
260
enfrentamientos políticos de la época que le tocó vivir. Además, las intenciones de
Montalvo no siempre son tan oscuras.
En el Capítulo XLVI, titulado “Qué fue lo que Don Quijote y su escudero hallaron
al salir de un bosque”, el narrador de Montalvo hace morir a uno de tantos personajes
secundarios que aparecen en el relato, con la particularidad de que en esta ocasión el
sujeto en cuestión es un ladrón llamado Ignacio de Veintemilla:
El pobre del hombre, dijo Don Quijote, muere como ha vivido. ¿Piensas, buen Sancho,
que ese miserable habrá sido el espejo de las virtudes? Los vicios, los crímenes que
hicieron en su alma los mismos estragos que las gallinazas han hecho en su cuerpo.
Asesinato, robo, traición, atentados contra el pudor son bestias feroces que devoran
interiormente a los perversos. Ignacio Jarrín... O yo sé poco, o éste es aquel famoso ladrón
que dio en llamarse Ignacio de Veintemilla. En el primer lugar adonde lleguemos nos
darán noticia de este ajusticiado.645
645
J. Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (1895), 328-9.
646
Ibid., 329.
647
Galo René Pérez, Vida de Juan Montalvo (Quito: Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la
Lectura, 2003), 117.
648
Ibid., 404.
261
en verdad Montalvo estaba pensando en sus supuestos difamadores y rivales políticos
cuando escribió estos pasajes de su novela; en todo caso, queda claro que la humillación
del cuerpo de los personajes novelescos, el cadáver colgado y en descomposición, es una
venganza simbólica radical). Posiblemente, Mestanza esté aludido en estas palabras: “—
Éste, señor, dijo uno de los mirones, fué un poetastro para quien no había cosa respetable
ni en el sanctus sanctorum. [...] Fin merecido el del perverso; nadie le llora”. 649 Y Juan
León Mera, probablemente está retratado aquí:
Éste, señor, volvió á decir el mismo que ya había dado señas del otro malhechor, fué un
viejo devoto lleno de hipocresía y perversidad. Metido en la iglesia de día y de noche,
confiesa y comulga, y piensa que con esto descuenta infamias y picardias. Su oficio fué
ganar la vida con la difamación pagada. [...] Y no se contenta con su oficio, su trabajo
personal, sino que ha fundado una comunidad ó cofradía que él dirige o gobierna,
sirviendo de centro al mundo de maldades é infamias que son el comercio de su
establecimiento.650
649
Ibid., 404-5.
650
Ibid., 405-6.
651
Esteban, ed., en nota el pie, en J. Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (2004), 311.
652
J. Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (1895), 244-5.
262
caótico que padecía la política interna de una de las naciones latinoamericanas que se
estaban edificando en el siglo XIX. La célebre frase “Mía es la gloria. ¡Mi pluma lo
mató!” resume “el sentido profundo que el intelectual moderno tiene de su obra literaria.
Un libro no puede acabar con un tirano, pero puede instigar a otros a hacerlo”. 653 En este
sentido, Capítulos constituye un escenario de las disputas políticas por la construcción
del proyecto nacional.
Del mismo modo en que podemos hallar en la biografía de Juan León Mera algún
momento en su juventud en que se mostró afín a las ideas liberales, que luego combatió
con encono, en las antípodas ideológicas hallamos a José Peralta, ideólogo del liberalismo
radical, cuya temprana juventud estuvo determinada por su filiación conservadora. En
ambos casos, asistimos a la evolución intelectual y espiritual de dos escritores que no
hicieron otra cosa que responder a las urgencias políticas de sus días, participando en el
debate partidista. Mal haríamos en descalificar la trayectoria de cualquiera de los dos,
apelando a sus inicios literarios, y señalando las inevitables contradicciones del proceso
de aprendizaje por el que todos los seres humanos atraviesan hasta encontrarse a sí
mismos. En los primeros escritos de José Peralta, podemos hallar una serie de
sorprendentes coincidencias con los católicos liberales e incluso con los conservadores
más reaccionarios de su época. Antes de convertirse en el teórico liberal más importante
del horizonte político ecuatoriano, Peralta fue un militante de las filas conservadoras de
la juventud cuencana de finales del siglo XIX, que escribía frecuentemente en sus
periódicos. Y en aquellos primeros escarceos políticos, se valió de la ficción en igual
medida que de la prosa periodística.
En su novela titulada Soledad, Peralta defiende la idea de la educación pública
como agente fundador de la nación. En la carta que abre la novela, Peralta se la dedica a
José Miguel Ortega, entonces decano de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad
del Azuay. Peralta afirma que su antiguo profesor merece un homenaje por haberse
653
Esteba, “Introducción”, 25.
263
dedicado “á la instrucción pública, fuente única del progreso patrio”. 654 Con esta
declaración, el escritor azuayo sitúa su novela como un artefacto educativo, didáctico.
Peralta califica a los maestros de “obreros de la civilización” y al hacerlo se afilia o
pretende inmiscuirse en ese grupo de fundadores de la patria. La dimensión didáctica de
la novela de Peralta se evidencia en las notas al pie de página, mediante las cuales intenta
demostrar a sus lectores la importancia de la cultura letrada, y les informa sobre las
fuentes autorizadas de las que se valió para construir su ficción. De esta forma, aclara que
su propósito es educar y persuadir, mediante el entretenimiento que brinda la ficción
literaria, sobre el peligro que entraña la presencia de quienes se consideraba los mayores
enemigos de la Iglesia católica: las logias masónicas. Por un lado, el narrador de Peralta
explica la terminología con que describe los ritos masónicos;655 y, por otro, demuestra de
qué fuentes autorizadas se ha valido para crear su ficción. 656 En novelas como esta,
instrucción pública y proselitismo político se confunden como el haz y el envés de un
mismo alfanje ideológico.
Para comprender la eficacia proselitista de esta obra, debemos observar en primer
lugar ciertas estrategias narrativas que la componen. Las más evidentes son los diálogos
de tono melodramático, propios de la novela folletinesca, así como alguna referencia
específicamente romántica: la alusión a una pieza musical de Hernani.657 El melodrama
ocurre con mayor claridad en los diálogos entre los hermanos Julio y Carolina 658 y entre
los amantes Soledad y Ricardo. 659 Al apelar primero a la sentimentalidad antes que al
intelecto de los lectores, Peralta pretende persuadirlos por la vía más rápida del peligro
que los enemigos del catolicismo representan para la sociedad de su tiempo. Con el gesto
de editar con notas al pie su novela, desubica continuamente al lector de su contrato con
la ficción y lo devuelve a la realidad que intenta representar críticamente. Mediante estas
explicaciones, Peralta afirma que la suya no es una invención artística solamente, sino un
retrato fiel de una peligrosa realidad sobre la que intenta aleccionar al lector:
No se crea que a fuer de novelistas, hemos inventado algo. Los autores citados y, además,
Hammer y otros, presentan a la masonería tal cual es. Nuestra opinión respecto de las
654
Peralta, “Soledad: Apuntes para una leyenda”, n.o 19.
655
Ibid., n.o 20, 24-5.
656
Ibid., n.o 24.
657
Ibid., n.o 21.
658
Ibid., n.o 27.
659
Ibid., n.o 38.
264
sociedades secretas es que son perniciosas á toda religión, por ser esencialmente ateas, y
á toda república por anarquistas. Los Masones del Perú, que han protestado contra la
encíclica de León XIII, no son, sin duda, iniciados, y si lo son, la protesta es hipócrita.660
660
Ibid., n.o 24.
661
Ibid., n.o 22.
662
Ibid., n.o 23.
663
Ibid., n.o 25.
664
Ibid., n.o 27.
665
Ibid., n.o 23.
666
Ibid., n.o 38.
667
Ibid., n.o 39-40.
265
de esta novela responde a los procedimientos propios del género folletinesco: en primer
lugar, el suspenso con el que se cierran casi todos los capítulos; en segundo lugar, la
truculencia de algunas de las acciones; y en tercer lugar, la intriga que se crea con estas
estrategias.668 “Los propósitos primarios de la intencionalidad de la novela de folletín
eran: el entretenimiento y la distracción; pero también se intentaba persuadir al ejercer
influencia sobre el lector en un determinado ángulo social o tema”. 669
Pero todo esto no lo vieron con claridad sus críticos, que se limitaron a la diatriba
(Manuel J. Calle) o al elogio (Vicente Cordero Estrella), con igual dosis de frivolidad. 670
Ahora bien, de las pocas lecturas que existen de este texto, resalta aquella que afirma:
“En los inicios romanticones y costumbristas de la novela en el Ecuador, asoma por allí,
una novela de José Peralta, que, fiel a la moda de la época, tiene nombre femenino,
Soledad, pero evidentemente merece un modestísimo segundo plano en el contexto de las
grandes obras filosóficas y políticas que escribió el pensador azuayo”.671 Pese a todo, es
claro que a José Peralta le interesaba más el efecto de su texto sobre los posibles lectores,
que las formas estéticas que lograra con su escritura. Con su relato Soledad, José Peralta
no escribió solamente una herramienta didáctica; elaboró, sobre todo, un instrumento de
expresión política.
668
Rodríguez-Arenas, “Del romanticismo al realismo”, 102.
669
Ibid.
670
Rodríguez-Arenas, “Del romanticismo al realismo”, 82.
671
Felipe Aguilar, citado ibid., p. 83.
266
forjaran. Aquellos vacíos podían muy bien suplirse a partir de leyendas, mitos y
tradiciones populares, que tuvieran la capacidad de proyectar la nación hacia el futuro. Y
es cierto que algunos de estos escritores llevaron a cabo la tarea de recopilar, reinterpretar,
e incluso inventar esas tradiciones necesarias para el proyecto nacional, especialmente
por medio de los periódicos y revistas de la época (Mera, Campos, Peralta). No obstante,
todos se concentraron en imaginar mediante sus novelas la sensibilidad de los
protagonistas de los grandes sucesos nacionales, que la Historia por sí sola no podía
explicar. El sustrato popular quedó relegado en sus ficciones a ser un complemento de las
anécdotas que inventaron. Con todo, estas novelas constituyeron verdaderos relatos
fundacionales, tanto como lo fueron los discursos históricos y jurídicos, porque
construyeron, reconstruyeron o inventaron una parte del origen de la nación, y porque
elaboraron literariamente las pruebas mismas acerca de su existencia.
Una vez más, no es raro encontrar en el siglo XIX textos que recopilen las
tradiciones orales de los pueblos ancestrales ecuatorianos, como una muestra del paisaje
cultural que debía ser evangelizado, hispanizado e incorporado al proyecto nacional
criollo. Pero en las novelas, los protagonistas de la historia no pertenecen al pueblo llano,
sino a las élites sociales de aquella época. Por ello también algunas de las primeras
novelas están ambientadas en los momentos históricos paradigmáticos para las élites
sociales de entonces. El alcance conceptual de este “suplemento” de la Historia nacional
ya fue explicado en el primer capítulo, cuando discutimos “La novela como discurso
fundacional de la nación ecuatoriana”. Valga la oportunidad para reafirmar y ejemplificar
el sentido de estos relatos ficticios respecto de la Historia oficial. Sirvieron para inventar
la tradición nacional, allí donde otros discursos fundacionales no llegaron, mediante dos
estrategias claras: la valoración emocional de los hechos más conocidos de la Historia y
el levantamiento de información adicional sobre algunos eventos marginales pero
significativos, por supuesto, desde la perspectiva de las clases dominantes.
Incluso una novela tan cercana a la literatura fantástica como El hombre de las
ruinas, de Salazar Arboleda, está ambientada en el medio de un acontecimiento histórico
preciso, que completa y valora emocionalmente: el terremoto de Ibarra de 1868. Esta
ubicación temporal de la anécdota novelesca es un recurso retórico que llama la atención
de los lectores sobre el sentido religioso de la trama, pero que también cubre un vacío
dejado por los textos oficiales de la Historia ecuatoriana: los sentimientos que provocó
267
aquella catástrofe natural, y las consecuentes actitudes religiosas que los líderes de
entonces adoptaron, para alzar la moral de aquella comunidad disgregada simbólica y
emocionalmente por la tragedia. Es evidente que casi todas las novelas ecuatorianas del
siglo XIX pueden leerse como suplementos de la Historia, sobre todo de los contenidos
emocionales que la disciplina histórica no siempre retrata eficazmente, pero en esta
ocasión me detendré solamente en aquellas cuya intención de corregirla o completarla es
más evidente, sea porque consignan explícitamente sus referentes, o sea porque analizan
algún suceso poco conocido. En primer lugar, me fijaré en aquellas novelas que nos
brindan entradas alternativas a la Historia oficial del Ecuador, porque presentan hechos
inéditos o poco conocidos, o los reinterpretan desde un punto de vista moral. En segundo
lugar, observaré aquellas novelas que valoran emocionalmente algunos de los sucesos
más célebres de la Historia nacional, con el fin de suscitar en los lectores una
identificación más patética que intelectual con la aparición y desarrollo de la nación
ecuatoriana.
Recordemos que la primera novela que aparece en el Ecuador del siglo XIX es
también la primera que habla directamente de un capítulo de la historia del país. El pirata
del Guayas, escrita por Manuel Bilbao, está ambientada en el Gobierno de Urbina. En
ella se retrata el ambiente de temor ante la amenaza de que Juan José Flores regresara del
exilio a recuperar violentamente el poder, luego de que fuera depuesto en 1845. Tal
ambiente de zozobra es el marco ideal para esta novela de aventuras de tema pirático. En
esta novela, como en varias de las novelas posteriores (de Salazar Arboleda, Campos
Coello o Pozo Monsalve), se mezclan diversas actitudes, estrategias y géneros narrativos,
en una maniobra discursiva propia del género novelesco, que Mijail Bajtín denominó
“géneros intercalados”. 672 Efectivamente, la ambientación histórica hace que esta novela
sea un híbrido entre novela pirática de aventuras, novela de tesis política y novela
histórica. El caso de los piratas retratados en la trama fue real; el héroe, llamado Bruno,
672
Bajtín, Teoría y estética de la novela.
268
se llamó en realidad Briones. A partir del Capítulo X de la tercera parte, la gesta de los
personajes novelescos se vincula con los últimos intentos de Flores por retomar el poder,
mediante una incursión marítima que pretendía tomar el golfo del Guayas y el puerto
principal. En este resquicio histórico, el narrador inventa que, una vez capturado por las
autoridades, el personaje novelesco Bruno (sucedáneo del pirata real Briones), quien
había secuestrado un ballenero para huir de su prisión en la isla Floreana, arguyó en su
favor el haber estado luchando contra los sicarios floreanistas. Más allá del valor ficticio
o especulativo de la novela de Bilbao, el historiador Ángel Emilio Hidalgo confirma que
los datos históricos que utilizó el escritor chileno son fidedignos y resalta la percepción
popular de que Manuel Briones era visto como un auténtico héroe, que se enfrentó al
poder de los criollos urbanos, que lo habían despreciado por su origen humilde y
campesino.673
Lo que más sorprende de esta historia es que hasta el más descalificado de los
delincuentes arguyera en favor de sus actos pendencieros la causa patriótica. Lo que no
ha dicho la Historia nacional, o lo ha dicho muy débilmente, lo dice con convicción la
novela. Quizá el sentimiento nacional ya tenía raíces profundas en las bases populares y
se manifestaba en la admiración hacia ciertas figuras heroicas, o antiheroicas como en el
caso del pirata Bruno. Bilbao también nos cuenta que algunos de estos forajidos actuaban
por iniciativa propia, corrigiendo, al margen de la ley, las injusticias que provocaba una
sociedad clasista, racista, rígidamente estamentaria. Ante los ojos del pueblo, el pirata se
convierte en un justiciero, mientras que, ante los ojos del Estado, es simplemente un
criminal. De allí se entiende que la autoridad civil de entonces no haya aceptado su
contingente, potencialmente beneficioso para combatir al invasor. La novela suple este
vacío dejado por la Historia oficial, concentrada en la figura de los próceres: los forajidos
y marginales también fueron, a su manera, agentes de construcción del proyecto nacional.
En otras novelas encontramos este mismo valor suplementario. Si bien en La
emancipada de Miguel Riofrío las referencias al tiempo histórico no son tan precisas
como en la novela de Manuel Bilbao, el retrato del ambiente moral es muy exacto. La
Historia oficial apenas ha empezado a reflexionar sobre esos resquicios históricos, que el
personaje Rosaura ha representado con solvencia. En la obra de Riofrío podemos ver
claramente que el cambio político de la Independencia de América no significó para la
673
Hidalgo, “Manuel Briones”.
269
mayoría de su población (especialmente las mujeres, los indígenas y negros) un auténtico
cambio de régimen, sino apenas un cambio de manos entre gobernantes. En este contexto,
que determina la situación subordinada de Rosaura, la Iglesia católica no había perdido
su enorme poder sobre los cuerpos y las conciencias de los habitantes, pues estaba ligada
a la formación de los nuevos ciudadanos por medio de la educación. Estado e Iglesia
administraban los afectos de hombres y mujeres. El Patronato que el Vaticano concedió
a la corona española había impedido un auténtico contacto de las iglesias
hispanoamericanas con Roma. El Estado colonial primero y luego el Estado nacional
nombraba a los obispos y ratificaba el nombramiento de los párrocos. Esta situación, que
pudo revertirse con la independencia de España, se reprodujo con los concordatos como
el firmado en la época de García Moreno. El tipo de manejo político y la afiliación entre
Estado nacional e Iglesia local replicó las estructuras coloniales. En última instancia, las
emociones que conducen a Rosaura al suicidio son resultado de ese mecanismo de control
de raigambre colonial. Las mujeres no ejercían la soberanía sobre su cuerpo, y esa parte
de la realidad empezó a contarla la novela mucho antes que la Historia. Un valor
suplementario muy claro de La emancipada es precisamente este: la relación de la historia
de los afectos, sobre todo de los marginados, específicamente, de las mujeres.
Es cierto que la firma de los concordatos sirvió para apuntalar el poder del precario
Estado nacional con el poder reconocido de la Iglesia local, que además poseía un enorme
poderío económico en comparación con el Gobierno de las nacientes repúblicas, casi sin
presupuesto ni capacidad de gestión fiscal. Pero también es cierto que cuando el patronato
regio fue sustituido por el patronato estatal, se produjo un cisma al interior de la Iglesia
local: muchos clérigos conservadores apoyaron a los realistas en la Independencia y
muchos otros se resistieron a perder su poder en las primeras décadas republicanas, hasta
el punto de promover conflictos internos, que sobrepasaron el ámbito religioso. En
definitiva, los clérigos mantuvieron el poder que tenían sobre la población local,
especialmente los párrocos de los pueblos chicos. En la novela de Riofrío, se puede ver
claramente que el cura del pueblo tiene una enorme influencia sobre el teniente político
y los terratenientes del lugar. El párroco aparece como un regulador de los afectos
personales: aprueba aquellos que le resultan convenientes, y censura aquellos que no lo
son. La estructura toda del Estado nacional se refleja en el pequeño pueblo de Rosaura.
La macrohistoria nacional se transforma, por obra y arte de la ficción novelesca, en
270
microhistoria local y, en el caso de la novela de Riofrío, en microhistoria personal: es
como si toda la historia de la nación se condensara en la anécdota de una mujer que se
emancipa de su padre y su marido, para gobernar su cuerpo, para administrar sus propias
emociones.
Por estas razones, la novela de Riofrío es también un suplemento sobre la historia
del matrimonio en Ecuador, y una revisión sobre su sentido predominantemente
económico, antes que espiritual o religioso. El casamiento por arreglo que dispone para
ella el padre de Rosaura es signo de la situación subordinada de la mujer, como bien anotó
Terán Najas,674 pero también la expresión más concreta de un determinado régimen
económico. Mediante el matrimonio, la mujer permanecía bajo la tutela masculina
durante toda su vida: sus bienes eran administrados primero por el padre y luego por el
marido. La mujer misma se convertía en un bien intercambiable entre familias. Al quitarle
a Rosaura la fortuna que hereda de su madre, el padre anula la autonomía económica de
su hija, y se convierte en el único sujeto autorizado para administrar la economía familiar.
El matrimonio arreglado era un modo de perpetuar el patriarcado mediante la herencia a
los hijos legítimos por parte del padre. En el matrimonio católico del siglo XIX, todo
giraba alrededor de los intereses de la familia paterna, tal como lo había sido en el tiempo
de la Colonia, incluso en la diferencia de edad entre los cónyuges. Recordemos que el
prometido de Rosaura es mucho mayor que ella: “[L]os españoles trataban de casarse con
adolescentes, porque mientras más jóvenes fueran las mujeres, mayor era el tiempo
disponible para aumentar la descendencia. El derecho civil y canónico llegó a autorizar
el casamiento a las niñas de 12 años”.675 Tan cierto es el cariz económico del matrimonio
en esa época que incluso se puede verificar en la división del trabajo por sexos. Las
mujeres debían cocinar, parir y cuidar a la mayor cantidad posible de hijos, para poblar
con ellos las grandes extensiones del territorio americano. Aquel régimen patriarcal
respondió a razones económicas, además de las culturales y políticas. La emancipada de
Riofrío retrató esta realidad social mucho antes que cualquier libro de Historia
ecuatoriana.
No todos los vacíos dejados por la Historia requieren de un trabajo interpretativo
tan abstracto o complejo. Algunas ficciones literarias simplemente añaden colores
674
Terán Najas, “La emancipada: primeras letras”.
675
Rodríguez-Arenas, “Representación y escritura”: xxxiv.
271
emotivos a los eventos fundacionales de la nación, brindándonos detalles personales de
los protagonistas. Asimismo, algunas novelas utilizan aquellos elementos para reivindicar
la imagen de los ecuatorianos hacia afuera o adentro del territorio nacional. Tal podría ser
el caso de La muerte de Seniergues, de Manuel Coronel, que nos cuenta las circunstancias
específicas de la muerte del cirujano de la Compañía Académica francesa que llegó al
país en 1736, para medir un arco de meridiano bajo la línea ecuatorial. El médico Juan
Seniergues murió en manos de una multitud que lo linchó, algún día entre los meses de
agosto y septiembre de 1739, en la ciudad de Cuenca. Pero el relato del acontecimiento
ocupa algo menos de la mitad del libro: las digresiones, los diálogos y las ambientaciones
se llevan la mayor parte, junto con los comentarios a pie de página, en los que
encontramos declaradas las intenciones políticas y educativas del novelista.
En el prólogo a la tercera edición (la de 1906),676 el autor confiesa que escribió su
“ensayo” o “leyenda” con el objetivo de aclarar lo que se dijo en España y Francia, una
vez calmados los ánimos. Nos asegura a los lectores que su relato tiene como fuente
principal el proceso judicial que se siguió para esclarecer la muerte de Seniergues. Así,
esta narración, al borde la de la veracidad histórica, encuentra en la verosimilitud
novelesca su justificación ética: se propone narrar lo que la Historia y la Jurisprudencia
no han dicho sobre aquellos sucesos que dibujan la imagen de los ecuatorianos en el
mundo. Su objetivo es aclarar los malentendidos que pudieran afectarlos. Coronel
escribió su novela hacia el interior de la nación, para acallar las voces extranjeras que
desprestigiaban a los ecuatorianos pintándolos como bárbaros, sin ningún matiz. Por estas
razones, La muerte de Seniergues constituye un suplemento histórico. Además de
completar el discurso de la Historia del Ecuador, algunas novelas del siglo XIX también
intentan corregirla.
En el prólogo de 1906, Coronel nos advierte también que la segunda edición de
su novela, corregida y aumentada, empezó a publicarse en la sección de folletín del
periódico El Pichincha de Quito, en 1876, durante la presidencia de Antonio Borrero.
También nos explica que no pudo terminar de publicarla, debido a la sangrienta llegada
al poder de Ignacio de Veintemilla, en agosto de ese mismo año. Asimismo, nos asegura
que los borradores del resto de la obra, y hasta el último ejemplar de la primera edición
(1871) que tenía en su poder, se perdieron en el tráfago de la contienda. Afortunadamente,
676
Coronel, La muerte de Seniergues.
272
su amigo Mariano Pardo García era poseedor de un ejemplar del periódico El Porvenir
de 1871, de tal suerte que Coronel obtuvo las fuentes necesarias para volver a escribir su
relato. Este escritor se animó a culminar su proyecto, con motivo de la visita de una nueva
misión geodésica francesa, que pasó por el país en 1906, con la intención de verificar los
cálculos de sus antecesores del siglo XVIII. Coronel publica de nuevo su novela, esta vez
completa, para “conmemorar” la visita de los europeos en el siglo XX, pero también para
matizar la historia que se había hecho popular en Europa.
La muerte de Seniergues inicia con un diálogo entre las hermanas Amelia y
Clotilde, que preparan con sus amigos y familiares un paseo a las praderas de Tarqui,
ubicadas en las afueras de Cuenca. Llegados a la entrada de la planicie, Clotilde divisa
una columna, que a manera de lápida u obelisco conmemora el final de la tarea de la
Misión Geodésica. Dicha locación sería el destino final de su paseo. El relato de la muerte
de Seniergues aparecerá varios capítulos después, como una leyenda que uno de los
personajes, Cifuentes, narra a sus compañeros de viaje. La trama histórica está enmarcada
por un romance (entre Clotilde, Amelia y un pretendiente), que nunca se termina de
contar. Este marco narrativo es en realidad un anzuelo para captar la atención de los
lectores de novelas de ese tiempo, más habituados a los romances que a los relatos
históricos.
Una vez llegados a la cima donde se ubicaba el obelisco, los paseantes pueden
distinguir el lugar donde ocurrió la batalla de Tarqui. Amelia observa con atención la
inscripción en latín sobre la mencionada columna, que el narrador traduce en una nota al
pie de página: “El año de 1856, el Gobernador de la provincia y el consejo municipal de
Cuenca, bajo la Presidencia del General Urbina, y en honor del pueblo Azuayo,
repusieron esta lápida que fue colocada por los académicos franceses Bouguer y La-
Condamine, en 1742, y sustraída por Caldas en 1804”.677 La piedra original había sido
encontrada fuera del sitio donde la dejaron los franceses, y, años después, el sabio
neogranadino Caldas, indignado por la profanación que sufriera el monumento, lo
restauró y se lo llevó a Colombia. Con el tiempo, el obelisco se extravió para siempre.
Este descubrimiento es el pretexto para la entrada de Cifuentes, como segundo narrador,
que empieza la historia de Seniergues en el capítulo V. Este segundo narrador nos explica
677
Ibid., 16.
273
que extrajo la anécdota de su historia de ciertos apuntes privados del jesuita Félix Moreno,
en cuyos brazos había muerto el afamado médico francés.
Ocurrió que Seniergues frecuentaba mucho la casa de Manuela Quezada, una
hermosa dama cuencana, conocida como la Cusinga, para atender a su padre enfermo.
Esta estrecha relación motivó los rumores del amancebamiento entre la Quezada y
Seniergues, y fue la primera causa de escándalo entre la conservadora sociedad cuencana.
A este suceso le siguió la muerte de una niña enferma de dispepsia, a quien Seniergues le
había prescrito una receta magistral de bismuto, que el cura boticario no supo preparar
adecuadamente y mezcló con opio. Los rumores atribuyeron la muerte de la muchacha a
las brujerías del médico francés, y el odio del pueblo hacia él siguió creciendo. Entre
tanto, los lectores nos enteramos de que la Quezada había estado prometida en
matrimonio a Diego León, quien finalmente no cumplió el compromiso y se casó con la
hija del alcalde de la ciudad. Para alivianar las tensiones entre las familias y en
compensación por lo ocurrido, León había regalado a Manuela una dote de valiosas joyas.
Pero sucedió que un esclavo de don Diego irrumpió en el domicilio de los Quezadas para
sustraerse las joyas, aduciendo que pertenecían en realidad a la Catedral de Cuenca, y que
la Cusinga las había robado.
La amistad que Seniergues profesaba por los Quezadas le impulsó a retar a León
a un duelo, para lavar la afrenta cometida, pero el imputado engañó al francés y nunca
asistió a la cita. En parte para encontrarse con León y en parte para desafiar las habladurías
del populacho, Seniergues se presentó en el coso taurino donde se festejaba a la Virgen
de la Nieves de San Sebastián, en compañía de la Cusinga. Una vez sentados en los
graderíos, el médico francés logró ver en la arena a León y sus amigos, y se acercó para
pedir la satisfacción de su demanda, con espada en mano, pero en ese momento intervino
el alcalde e impidió que se derramara sangre. Una vez iniciada la fiesta, empezó a correr
en los graderíos el rumor de que los franceses querían matar a la gente decente de la
ciudad, y de que don Diego había caído herido. Así pues, finalizada la primera parte de
la celebración, los geodésicos y sus acompañantes, entre ellos los Quezada, recibieron
insultos y amenazas, que terminaron en el linchamiento de Seniergues. A duras penas, el
médico llegó a la casa vecina de un amigo. Unos días después, murió como consecuencia
de sus heridas.
274
El personaje-narrador no solo nos informa de la suerte de Seniergues, sino que
también se toma su tiempo para nombrar y caracterizar a los miembros de la misión
geodésica, incluidos los ecuatorianos, de entre quienes destaca a Pedro Vicente
Maldonado, el geógrafo que levantó el primer mapa del país. El narrador nos muestra un
largo diálogo entre los sabios, que tuvo lugar en la hacienda de Sempértegui, donde los
geodésicos franceses decidieron aplazar la fiesta de colocación de las lápidas
conmemorativas del final de su misión, para asistir a la velada taurina con los Quezada.
El lector “escucha” en “sus propias palabras” a La Condamine, Antonio de Ulloa, Juscién
y Pedro Vicente Maldonado, disertar por turnos sobre la ciencia, la filosofía y la
naturaleza americana. De este modo, Coronel pinta el ambiente ilustrado en que se
desenvolvían las élites criollas del siglo XVIII, y con ello enfatiza la existencia de gente
“civilizada” en Ecuador.
El texto de la novela termina con el final del paseo de las hermanas Amelia y
Clotilde y sus compañeros. Antes de regresar a Cuenca, el doctor Cifuentes anima a todos
a subir a la colina de Turi, en donde, ante la vista del atardecer, recita una oda de alabanza
al valle de Cuenca. Es así como todos los amoríos que sirvieron de marco e introducción
de la novela se quedan sin resolver. El objetivo de Coronel se ha cumplido. El tema del
romance, como advertimos, es apenas la carnada que necesitaba para llamar la atención
de los lectores de su época, posiblemente más habituados a leer novelas románticas que
relatos históricos. Las abundantes digresiones son en realidad una estrategia retórica que
nos recuerda que las primeras novelas del siglo XIX tenían objetivos educativos y
políticos muy precisos. Coronel ha reivindicado la imagen de los cuencanos. Ha hecho
ver que, además de la plebe inculta, existió también gente ilustrada y pueblo solidario con
los necesitados.
Gracias a este recuento histórico, la planicie de Tarqui, más que un escenario
novelesco, se convierte en un espacio simbólico: una parte del origen de la nación
ecuatoriana se encuentra en aquellos campos, porque allí las tropas colombianas
vencieron a los invasores peruanos, y porque por allí pasaron los ilustrados cuyas ideas
auparon la Independencia. Coronel no es solamente un escritor de ficción, es sobre todo
un político que interviene activamente en la construcción del ideario nacional. En una
extensa nota a pie de página, 678 nos explica que él mismo participó como testigo de la
678
Ibid., 27-8.
275
comisión que intentó reponer la lápida devuelta por Colombia en el Gobierno de
Caamaño. En aquella ocasión, gracias a la ayuda de Juan Bautista Mentem, profesor de
la Escuela Politécnica y director del Observatorio Astronómico de Quito, se pudo
constatar que la piedra devuelta tenía enormes errores históricos y científicos: o aquella
lápida no había sido construida por los académicos, sino por algún aficionado, o había
sido abandonada por defectuosa, y en esas condiciones la encontró Caldas cuando se la
llevó a Colombia en 1804. En cualquier caso, la lápida de los geodésicos no fue restituida.
La que observan Amelia, Clotilde y sus compañeros, es apenas un objeto conmemorativo
sin valor científico. La autenticidad de aquella piedra fundacional de la nación no se puede
comprobar.
En 1906, siendo presidente de la Corte Superior de Cuenca, Coronel tuvo la
ocasión de preguntar a los nuevos geodésicos si venían a verificar las mediciones de La
Condamine y su equipo. Recibió como respuesta que ellos habían escogido otro
meridiano, pues no les interesaba el restablecimiento del punto exacto del hito que
señalaba en Tarqui el paso de la comitiva de 1736. Coronel lamenta que tal evidencia
arqueológica no se hubiera restituido, como sí ocurrió con las pirámides de Oyambaro y
Carburo. En cualquier caso, lo más relevante para la reflexión de este trabajo ha sido
demostrar que Coronel intentó completar y corregir minuciosamente una pequeña parte
de la Historia nacional, desde la localidad provincial. Su investigación llega por
momentos a tal grado de detalle que, en una de las notas a pie de página, 679 se anima a
corregir a Juan Montalvo, cuando aclara que la cruz de piedra ubicada por entonces sobre
el Pichincha era un testimonio de la medición geodésica francesa, y no la Cruz de Piedra
que luego se encontraba en el patio principal del Hospicio de Quito, en el tiempo de
Jerónimo Carrión, como aseguraba el escritor ambateño.680 En La muerte de Seniergues,
comprobamos que la Historia nacional se edifica también sobre objetos y lugares,
posiblemente irrelevantes, cuyo significado patriótico proviene exclusivamente de la
voluntad de un pequeño puñado de letrados fundadores.
En varias de estas novelas, los límites entre historia y ficción tienden a disolverse.
Con mucha habilidad, algunos autores evitan calificar sus narraciones de novelas y
prefieren catalogarlas como “leyendas”, con el fin de ubicarlas a medio camino entre la
679
Ibid., 42-3.
680
Juan Montalvo, El Regenerador, n° 3, 7 de agosto de 1876, 42.
276
historia y la ficción, y con ello ganar por partida doble. Tal es el caso de Naya o la
Chapetona, de Manuel Belisario Moreno, subtitulada deliberadamente por su autor como
“Leyenda tradicional”. Al estar ambientada en el siglo XVI, en plena época de las
primeras avanzadas colonizadoras que salían desde la Sierra andina hacia la Amazonía,
el narrador crea un ambiente legendario, cuya heroicidad radica en los méritos de los
misioneros defensores de la fe cristiana. Gracias a su lejanía con respecto a la época en
que vivió Moreno, esta ubicación cronológica lo libra de compromisos explícitos con su
contexto inmediato. A pesar de este esfuerzo, se sabe que Moreno no pudo publicar su
novela sino muchos años después de haberla escrito, 681 debido a la frontal defensa del
papel evangelizador de la mujer que muestra la anécdota, y que constituyó un llamado de
atención a la Iglesia católica ecuatoriana para que regresara a su misión religiosa, y
abandonara su papel beligerante en los asuntos políticos del Estado.
Hay que decir también que el papel del varón, como líder natural de la Iglesia,
queda muy disminuido frente a la valentía que demuestra la heroína legendaria recreada
en la novela. Esta postura le valió a Moreno la oposición de la cúpula eclesiástica, en una
época en la que el cuestionamiento a la autoridad moral de los líderes de la Iglesia, todos
ellos varones, implicaba un desacato a la figura de la autoridad. Esta novela es interesante
también como un ejemplo excepcional de disidencia ideológica desde las filas del clero.
Y, por si fuera poco, esta novela publicita una parte poco conocida de la historia de las
provincias ecuatorianas de Loja y Zamora. Ya se conoce el origen mestizo de la heroína
novelesca, y se ha examinado también las implicaciones políticas de la obra de Moreno.
Sin embargo, es necesario insistir en algunos detalles de la trama, en los que se puede
encontrar diversas tensiones entre la Historia y la ficción.
Además de la anécdota de Naya o Blondina, llamada la Chapetona, Moreno
introduce en medio de su novela el cuento de la Tía Perruja. El lector no tiene posibilidad
de saber si esta narración tiene bases históricas como la leyenda que da título al libro, lo
que enriquece literariamente el texto. En todo caso, la historia de los esposos César y
Jacinta, hábiles y crueles estafadores que acumulan y esconden una gran fortuna,
introduce oportunamente el hallazgo accidental del tesoro que le permite a Blondina
cumplir su misión libertaria. Por obra de la Providencia, la Chapetona obtiene el capital
necesario para comprar la libertad de todos los esclavos de Zamora, y cumplir su vocación
681
Aguirre, “Manuel Belisario Moreno Coronel”.
277
evangelizadora y cristiana: emprende con esos fondos la construcción de un “Asilo de
Caridad” junto a su casa, destinado a la atención de los pobres, enfermos y esclavos
libertos. Con ese dinero, Blondina construye también una escuela para los yaguarzongos,
a poca distancia de la tumba de sus padres, como una doble estrategia política: educar a
los indios y cuidar de los restos mortales de sus seres queridos.
El anclaje histórico de la novela de Moreno se enriquece literariamente con el
contenido legendario que aportan estos y otros personajes, ya que es muy difícil saber con
precisión cuántos de ellos están inspirados en personas reales y cuántos son meramente
ficticios. Lo más importante en este caso es la convicción y equidad con que el narrador
caracteriza a todos sus personajes: tanto aquellos ficticios cuanto aquellos históricos
exponen en un mismo nivel los principios morales que defiende el autor. Por ejemplo, el
narrador nos asegura que Alfredo Égüez de Quintana, sobrino del corregidor de Zamora,
apenas llegado a la ciudad, se enamora perdidamente de Naya, y por esa razón decide
quedarse a vivir. Pero también se nos cuenta que su misión original había sido promover
una cédula real que prohibiera el tráfico de negros en la Audiencia de Quito, con
documentos que debían enviarse desde Zamora hacia la península ibérica. Su presencia,
a pesar de ser secundaria y lateral en el resto de la historia, ratifica la legitimidad y justicia
del temprano reclamo de manumisión de los esclavos negros promovido por la
Chapetona, desde un punto de vista histórico, pero sobre todo desde una perspectiva
emocional. Recordemos que se trata del siglo XVI.
Tras mucho esfuerzo, Naya logra liberar a todos los esclavos de Zamora y
ponerlos al servicio remunerado de su asilo. Corría el año de 1599, y tras la muerte de
Felipe II de España y la coronación de su sucesor, los habitantes de Zamora se disponían
a celebrar el acontecimiento los mismos días previstos para la inauguración oficial del
“Asilo de Caridad”. El jefe indio Quirruba pide entonces la mano a Naya, quien se niega
rotundamente. Esta afrenta, además de los nuevos impuestos que el Corregidor de Macas
impone sobre las tribus del Paute, motivan a Quirruba a tomar venganza y unirse en su
plan al jefe Quiroa. Así, en plenos festejos de Semana Santa, y después de la manumisión
de los esclavos negros, el Asilo de Naya arde en llamas. Blondina corre a socorrer a las
víctimas, pero se desmaya. Quirruba y uno de sus cómplices atan el cuerpo de la heroína
y lo arrojan al centro de las llamas. Blácker, el preceptor de Blondina, llega al sitio
demasiado tarde y apenas puede rescatar el cadáver carbonizado de la heroína.
278
A manera de conclusión, el narrador asegura que la noticia de las hazañas de la
Chapetona fue tan conocida en todas las colonias españolas, que inspiró a un joven jesuita,
de apenas 19 años, a trasladarse a Nueva Granada y empezar desde allí, desde Cartagena
de Indias, su apostolado por la causa de los negros. Tal sacerdote no era otro que San
Pedro Claver, quien tuvo como compañero los ocho primeros años de su apostolado al
padre Juan Ángel, conocido en otros tiempos como Mr. Blácker, el mentor de la
Chapetona. El narrador de Moreno nos dice también que el pretendiente español de
Blondina, Alfredo Égüez de Quintana, regresó a España y compuso un poema titulado
“La Virgen mártir de Yaguarzongo”. Este texto habría convencido a Blácker de dejar su
fortuna en Inglaterra, luego de su huida por los sucesos acaecidos en Zamora, y regresar
a América en busca de Pedro Claver. Gracias al poema de Alfredo y la leyenda difundida
por todo el continente americano, el martirio de Naya adquiere valor legendario: su
ejemplo inspiró a muchos a buscar la justicia, en un mundo colonial regido por la
esclavitud y la segregación. Intentemos imaginar lo incómoda que debió resultar para la
Iglesia católica de mediados del siglo XIX la idea de que el apostolado de una mujer
amazónica haya inspirado la vocación de uno de los santos católicos más venerados de la
época.
Queda como trabajo para futuras investigaciones verificar cuántos de estos
detalles se siguen narrando entre los habitantes de Zamora, como parte de la legendaria
fundación de su ciudad. Lo cierto es que Moreno trasladó la leyenda popular de Naya,
Blondina o la Chapetona, desde el ámbito de la tradición oral a los registros escritos de la
literatura ecuatoriana. Ningún lector contemporáneo podría hallar fácilmente otros
testimonios sobre aquellos acontecimientos históricos. Lo que ha dicho esta novela sobre
la nación ecuatoriana, no lo han dicho los libros de Historia. ¿Cuánto de esta fábula es
real y cuánto de ella es producto de la ficción? Con toda seguridad, jamás lo sabremos.
Entre tanto, una estatua de la heroína de nuestra historia, ubicada en la ciudad amazónica
de Zamora, nos recuerda que, para muchos habitantes de Zamora, aquella rebelde
emancipadora de esclavos realmente existió. Y también nos recuerda que el relato
nacional se ha construido desde la diversidad étnica y las identidades locales, quizá en la
misma medida en que se ha configurado desde las élites letradas de las capitales. A pesar
de la hegemonía de las ideas cristianas y conservadoras sobre la nación, el caso de Moreno
es un ejemplo de que los discursos nacionalistas de los grandes fundadores como Mera o
279
Montalvo hallan su complemento en los autores menores, que operan como portavoces
de las diferencias y multiplicidad sobre las que se asienta la nacionalidad ecuatoriana.
A pesar de lo dicho hasta este punto, no todo en las novelas ecuatorianas del siglo
XIX consiste en corregir y completar la Historia. La mayoría de ellas no hacen otra cosa
que acercar emotivamente a los lectores de la época a los grandes sucesos o temas
nacionales, por medio de los artificios de la ficción literaria. Su misión primordial consiste
en añadir patetismo a los acontecimientos conocidos por todos, para lograr empatía y
convocar a los lectores en torno de ciertas ideas sobre la nación, desde un punto de vista
emocional, que no está necesariamente tratado en los libros de Historia ecuatoriana.
Funcionan como suplementos de la Historia, en la medida en que construyen la identidad
nacional como un afecto o sentimiento común a todos los habitantes, antes que como un
principio religioso o moral, político o económico. Para concluir el presente apartado, se
examinarán dos ejemplos claros de esta actitud novelesca, que se suma y apuntala las
visiones sobre el origen de la nación. Estas novelas son también las que recrean con mayor
fidelidad los sucesos históricos que les sirven de marco narrativo.
Entre el amor y el deber, escrita por Teófilo Pozo Monsalve en 1886, está
ambientada en la campaña militar de la llamada Restauración, que puso fin a la dictadura
de Ignacio de Veintemilla. El título de la novela nos presenta los temas que atraviesan
todo el relato (el amor romántico y el amor a la patria) y el subtítulo nos ubica
cronológicamente en las conocidas batallas de Quito y Guayaquil: escenas de la campaña
de 1882 y 1883 en el Ecuador. Esta obra se encuentra en el medio de los géneros literarios
del romance y la novela histórica, porque no posee el desarrollo sentimental propio de las
historias de amor, y tampoco una recreación minuciosa y documentada de los eventos
reales. Esta novela funciona como un discurso suplementario de la Historia porque, a los
acontecimientos recopilados y examinados por aquella disciplina, añade otros
completamente imaginarios. Gracias a la ficción literaria, la lucha contra el caudillo
parece más justa y heroica, porque a la legitimidad ideológica y jurídica se suman los
afectos y emociones patrióticas y amorosas. Reinaldo, el protagonista del relato, no solo
280
pelea contra el déspota y a favor de los ideales democráticos, sino que también arriesga
la vida en nombre de su prometida y su familia. Gracias a la imaginación del escritor,
patria y familia conforman una misma causa. En consecuencia, el lector tiende a sentirse
identificado con aquellas contiendas libertarias, porque siente que defienden los intereses
de los seres queridos más cercanos. De esta manera, una idea tan abstracta como la patria
se vuelve concreta; Ecuador deja de ser una idea política general y se convierte en un
sentimiento individual.
En el segundo capítulo de este libro, ya se examinaron en parte los ingredientes
del romance que contiene esta novela cuando se discutía el significado alegórico de los
héroes masculinos y femeninos. Ahora se debe observar el modo en que el contenido
histórico se engarza con la anécdota amorosa. Aunque se puede hallar los sucesos que
refiere Pozo Monsalve en su novela, descritos detalladamente en varios libros históricos
escritos en la época, entre ellos Ecuador: La regeneración y la Restauración, de Eloy
Alfaro,682 y Vida y muerte de Eloy Alfaro (1916), de Roberto Andrade,683 no nos
remitiremos a estos textos, por tres razones fundamentales. En primer lugar, porque se
trata de discursos que persiguen un objetivo primordial muy distinto a los que pretende la
ficción novelesca: la afirmación de la verdad de ciertos eventos históricos, por sobre las
diversas interpretaciones políticas que pudieran suscitar. En segundo lugar, porque
difícilmente podríamos afirmar que aquellos testimonios son las fuentes que utilizó el
novelista. Y, en tercer lugar, porque aquellos documentos abarcan períodos históricos
muy extensos en comparación con la novela: por un lado, el libro de Alfaro describe su
lucha tenaz, entre 1883 y 1895, contra la alianza partidista denominada “la argolla”, que
lo traicionó y alejó del poder después de utilizar su contingente militar; por otro lado, la
obra de Roberto Andrade es en realidad una detallada y extensa biografía del Viejo
Luchador, como se le conoció al general Alfaro. Por el contrario, la narración de Pozo
Monsalve se concentra primero en la batalla del 10 de enero de 1882, en que Marieta de
Veintimilla fue derrotada, y luego se enfoca en la batalla de Guayaquil del 9 de julio 1883,
cuando culminó la victoria de los insurgentes. Por estas razones, he escogido solamente
algunas pistas que la misma novela nos entrega.
682
Eloy Alfaro, Ecuador: La regeneración y la Restauración (Panamá: Imprenta del Star & Herald, 1896).
683
Roberto Andrade, Vida y muerte de Eloy Alfaro (Memorias) (Quito: El Conejo, 1985 [1916]).
281
La primera de esas claves de lectura es el uso del término “leyenda” como
sinónimo de novela o narración, que aparece en el prólogo: “Si cual se anuncia en el título,
es histórica mi leyenda, no por esto se crea que en todos los puntos que en ella se
encuentran exista la verdad de la historia, no. La gran lucha de la Restauración, así como
sus dos célebres batallas en Quito y Guayaquil son hechos resplandecientes entre
nosotros; mas al relacionarlos no me he ceñido estrictamente a la historia”. 684 Con esta
advertencia, queda claro desde el inicio que el autor no ha pretendido en ningún momento
representar con absoluta exactitud los hechos conocidos por todos sus lectores. La suya
es una leyenda histórica; es decir, una ficción ambientada en medio de lugares y sucesos
reales. A Pozo Monsalve la fidelidad histórica no le interesa tanto como la interpretación
moral que pueda elaborar a raíz de los acontecimientos novelados. Además, aquellas
lecciones patrióticas adquieren por momentos un tono gravemente emotivo, como cuando
el narrador introduce en medio de su prosa algunos versos. A esta mezcla de géneros,
compuesta por elementos del romance, la novela histórica y la poesía lírica, se suman las
cartas que intercambian los novios. En este diálogo de estrategias discursivas y géneros
literarios, las ideas del autor se filtran en la voz del héroe, cuando monologa sobre su
visión de la patria por la que lucha.
Estas estrategias propias del género novelesco expresan la tensión de las diversas
ideas en pugna, que forman el pensamiento del autor. En este libro, la principal tensión
ocurre entre la palabra novelesca y su contraparte histórica, que se alternan sucesivamente
a lo largo del texto. Los paréntesis que suspenden el desarrollo ficcional están hechos de
referencias y ambientaciones históricas, así como también de largos segmentos que narran
las acciones militares más importantes de la Restauración. En esos casos, el narrador
abandona por completo la vida sentimental de Reinaldo.685 Gracias a este contrapunto, el
lector intuye que el héroe triunfará en sus empeños cívicos, pero fracasará en su relación
amorosa: el amante se transformará en soldado. Y entonces la moraleja se torna evidente:
el mayor sacrificio que exige la patria consiste en renunciar a la vida íntima. Tanto es así
que el narrador anticipa muy temprano, en el segundo capítulo de la novela, que su
protagonista sufrirá un doloroso exilio: “Nunca podré olvidar, decía a sus amigos
predilectos, cuando más tarde en Europa les narraba su historia, nunca podré olvidar las
684
Pozo Monsalve, Entre el amor y el deber (1886), 1.
685
Ibid., 17-8, 20-2.
282
encantadoras veladas que en este corto tiempo disfruté en casa de Ángela”. 686 La tensión
que existe entre la palabra literaria y la palabra histórica equivale a la tensión que existe
entre las razones históricas y las razones afectivas, que motivan la insurgencia política y
el máximo sacrificio por las causas patrióticas. El lector se ve impelido a identificarse
emotivamente con el sacrificio del héroe novelesco. La nación deja de ser una idea y se
convierte en un sentimiento.
En este escenario de contiendas ideológicas y discursivas, el narrador actúa como
un corifeo que dispone didácticamente de las acciones y personajes (y por lo tanto de las
ideas en conflicto), mediante apelaciones directas a sus lectores: “Reinaldo, con los
doscientos valientes de su mando, ardía también en deseos de luchar [...] Veamos la suerte
que allá corría”;687 “Mas, ¿qué pasaba en ese entonces con la familia Sandoval, de
quienes nos hemos separado por algún tiempo? Vamos a verlo” [énfasis añadidos].688 Esta
actitud apelativa se descubre también en ciertas referencias del narrador que intentan
captar la benevolencia del lector, hablándole de modo que pueda percibir como legítima
la fabulación. Así describe el narrador el río Gualaceo: “¡Pero que aguas! Tan puras, tan
diáfanas, como pueden serlo las del Ródano ó las del Mediterráneo”. 689 El narrador parece
decirnos que el entorno de su héroe novelesco es tan digno como el de cualquier héroe
europeo, y, por lo tanto, su lucha es igual de justa. Si bien es cierto que con estas
comparaciones el autor cumple primordialmente con un protocolo estético muy propio de
su tiempo, también es verdad que con ellas suscita que el lector se identifique
afectivamente con su personaje. Este comportamiento lo convierte en un narrador que
interpreta los hechos históricos mediante los acontecimientos ficticios. Un ejemplo
todavía más claro lo encontramos cuando “Al principio de su participación en las
hostilidades, el protagonista recibe el título de comandante. [Y] En la narración sigue un
paréntesis filosófico de la voz narrativa sobre los héroes de guerra y el papel de la
dictadura de Veintemilla”. 690 Además de estos paréntesis filosóficos, el autor coloca
alguna nota al pie de página, con información de sentido estrictamente coyuntural, que
686
Ibid, 36.
687
Ibid., 55.
688
Ibid., 60.
689
Ibid., 9.
690
Christen Picicci, “Los petrarquismos en Entre el amor y el deber: escenas de la campaña de 1882 y
1883 en el Ecuador (1886), como expresión romántica”, Rodríguez-Arenas, coord.. y ed., La novela
ecuatoriana del siglo XX, 79.
283
revela su filiación ideológica, como el siguiente: “Ya hemos tocado en el nombre del
señor Dor. Cordero, séanos permitido tributarle los elogios a que es acreedor este ilustre
patriota”.691
En esta alternancia entre lo afectivo y lo político, entre lo histórico y lo ficticio, el
motivo central de la novela es la suspensión indefinida del matrimonio entre Ángela y
Reinaldo, a partir del estallido de la guerra civil contra Ignacio de Veintemilla. El lector
se ve obligado a preguntarse: ¿existe algo más atroz y grotesco que un caudillo que impida
la consumación del amor entre un hombre y una mujer? De esta manera, la ficción literaria
transforma los argumentos políticos y las explicaciones históricas en pasiones y
necesidades espirituales y amorosas. A pesar de lo breve y sencilla que esta novela de
Pozo Monsalve pueda parecer, cumple cabalmente su objetivo de suplir aquellos vacíos
emocionales que la mera narración de los hechos históricos suele dejar. Con este tipo de
novelas, la Historia nacional deja de ser un asunto colectivo, casi ajeno, casi abstracto, y
se convierte en un problema casi personal, casi propio y absolutamente concreto. Con
estas novelas, la Historia nacional deviene en biografía personal: en la historia de todos
los lectores que alguna vez tuvieron que sacrificar sus afectos por causas más grandes que
ellos mismos. La nación, la patria, se convierte en un asunto personal.
Así también sucede con Relación de un veterano de la Independencia, de Carlos
R. Tobar, escrita a la manera de una autobiografía. El narrador protagonista, Antonio
Mideros, se nos presenta desde el inicio como un sabio octogenario que ha presenciado
el nacimiento heroico de la patria y ha participado en las justas libertarias contra la corona
española desde su niñez: “Hoy es, tengo, ó mejor dicho no tengo ochenta y nueve años
que supongo que he vivido”. 692 La obra de Tobar abarca un período que va desde el Primer
Grito de la Independencia del 10 de agosto de 1809, hasta la Batalla de Pichincha del 10
de agosto de 1822. En ella están recreados los eventos militares y políticos más
importantes de la gesta libertaria de inicios del siglo XIX, desde el punto de vista
ideológico y emocional de este héroe. Antonio empieza su lucha por la emancipación
americana siendo testigo de la conspiración contra el Gobierno colonial, de la que es
activo integrante su padre. La historia sufre un dramático giro, cuando los ejércitos
realistas invaden la capital de la Real Audiencia y masacran a los patriotas y a gran parte
691
Pozo Monsalve, Entre el amor y el deber (1886), 46.
692
Tobar, Relación de un veterano de la Independencia (1895), 1: 124.
284
del pueblo quiteño, que se había lanzado a las calles a defender a sus libertadores. Una de
las víctimas de la masacre es el padre de Antonio. A partir de entonces, la búsqueda
personal del resarcimiento se transforma en el motivo implícito de la trama novelesca.
Gracias a la ficción, el relato del sacrificio de los mártires fundadores de la patria adquiere
una emotividad más personal que aquella que podemos hallar en las crónicas de la época.
La Historia de la nación se convierte en la historia personal de un solo sujeto, y con ella
la empatía enciende el civismo de los lectores. La venganza del héroe Mideros se
transforma en la venganza del lector.
Ahora bien, aquellos sentimientos patrióticos tienen una dimensión moral, que
ubican la historia de Antonio Mideros más allá del desquite contra los esclavistas y
autoritarios españoles, porque su modelo civilizatorio contradice el cristianismo. Al
contarnos las vicisitudes que enfrentó a lo largo de su niñez y juventud, el narrador
cumple también una función adoctrinadora. Reivindicar el tortuoso nacimiento de la
patria significa también defender las causas de la autodeterminación de los pueblos y la
búsqueda de la democracia republicana. Por medio de su héroe novelesco, Tobar pretende
edificar el discurso legendario de la nación ecuatoriana, pero también busca ejemplificar
con aquellos sucesos sangrientos el valor del sacrificio individual en favor de los derechos
colectivos. El origen primordial de esa contienda se encuentra en los designios divinos.
Luchar por la patria implica cumplir con el mandato de Dios, porque en su nombre se
defienden la justicia, la libertad, y la igualdad de los seres humanos. Mideros siente la
obligación de brindar su testimonio a las próximas generaciones, para complacer la
voluntad divina. La misión de todo aquel que pueda escribir consiste en civilizar, en los
términos que la religión cristiana determina:
Estas palabras del narrador son un fiel reflejo de las ideas del autor de la novela.
En una nota al pie que abre la edición de 1895, el autor mismo nos indica cuáles son las
fuentes históricas de su relato, y cuáles son sus profundas intenciones: “Ya que no es
693
Ibid., 1: 229.
285
artista, permítasele al menos que ponga al alcance del pueblo y divulgue los magnos
acontecimientos de la época de la emancipación: es esta una estatua de papel, que
modestamente erige á los progenitores de la libertad de la patria”. 694 Esta nota explicativa,
que no ha sido recogida por ninguna edición posterior a la primera, revela la negligencia
de los editores ecuatorianos de las novelas del siglo XIX. Con solo contrastar esta
declaración de principios de Tobar, mucho de lo que podemos hallar en las palabras del
narrador se vuelve transparente. El autor no se basó en documentos históricos, sino en el
testimonio de una familiar. Este sencillo apunte es suficiente para asegurar que el cariz
afectivo de la historia de Mideros responde a una realidad humana e individual muy
concreta del autor. El relato del origen de la nación muchas veces proviene de fuentes
orales y testimonios directos de los protagonistas de los sucesos. La invención de la
tradición nacional también responde a motivos personales, que solo se pueden hallar en
la historia de cada uno de los individuos que conforman la comunidad nacional. El relato
de la patria no solo es una ficción política, sino también una realidad histórica particular,
narrada en clave moral, religiosa o legendaria. Desde la perspectiva de Tobar, la historia
colectiva también es la suma de las historias particulares: “[S]í presencié de ese drama
algunos pormenores que, estoy seguro, serán leídos con interés; pues nada es pequeño ni
insignificante en el poema de la independencia de un pueblo”. 695
Por estas razones, el libro de Tobar es mucho más que una novela histórica, porque
además de la representación de los mayores acontecimientos políticos y militares que
protagonizó Antonio Mideros, contiene cuadros de costumbres y descripciones propios
del realismo costumbrista de finales de siglo. Todas esas pausas orbitan en torno de un
objetivo central: retratar el surgimiento de la nación. El mismo narrador limita estas
digresiones, como al inicio del capítulo XXI de la primera parte, cuando dice: “Pero
volvamos, por fin, á los asuntos públicos”. 696 El suplemento histórico más significativo
de esta novela se encuentra en los extensos y numerosos comentarios ideológicos, que
aparecen en las palabras del personaje Mariano Castillo, el tutor de Mideros. Ambos
personajes se turnan en estas intervenciones propias de la novela de tesis. Tanto las
descripciones del paisaje y la cultura que lleva a cabo Antonio cuanto los monólogos
“filosóficos” de Castillo poseen un trasunto político intenso. Cuando el narrador
694
Ibid., 1: 21.
695
Ibid., 1:16.
696
Ibid., 1: 217.
286
protagonista describe la riqueza natural y cultural de la Costa y la Sierra ecuatorianas,
constata sus significativas diferencias, como en el capítulo XVI de la segunda parte, 697
desde cierto determinismo biológico y geográfico quizá muy tenue, pero enseguida insiste
en la necesidad de promover la idea de un origen y destino común para todos los
ecuatorianos. La Historia nacional va adquiriendo un solo significado.
Este llamado al encuentro de un solo destino nacional se expresa con claridad en
la defensa de algunos temas fundamentales: la instrucción pública, la igualdad entre
indígenas y criollos, la misión positiva del clero, y la visión antimonárquica y republicana
de sus personajes protagónicos. En primer lugar, cuando Tobar retrata la educación de la
época, tal como lo hace en Timoleón Coloma, critica su carácter autoritario y disciplinar.
Observa negativamente cómo Castillo castigaba a Antonio por cada falta en las planas de
caligrafía o en la memorización de las tablas pitagóricas. No está de acuerdo en que la
máxima de la instrucción pública deba ser que la letra con sangre entra. En segundo
lugar, mira con buenos ojos que Castillo, a pesar de ser un tutor severo con su pupilo, lo
adoctrine en las causas justas, tales como la defensa de los indígenas: “[N]o perdía la
ocasión de defender á los indios y de predicar sus derechos y de anatemizar los azotes, y,
á pesar de ello, los varapalos caían sobre mí como pan de cada día”. 698 Tobar no cree que
se deba incluir a los pueblos indígenas al proyecto nacional mediante la violencia, del
mismo modo que repudia el castigo físico para los niños. En tercer lugar, expone su visión
positiva sobre el clero, puesto que, al asignarle un papel en la gesta libertaria a su fray
Deodato, ubica a la mayor parte de la Iglesia dentro de los límites de la justicia y el
patriotismo. Como católico que era, el autor debía rescatar la figura del clero, tan venida
a menos ante los ojos de los liberales de aquellos años: “El Provincial agustino, patricio
sincero, como casi todo el clero secular y regular, nos llevaba también importantes
noticias”.699 Por último, Tobar insiste en las razones políticas antiautoritarias y
democráticas que impulsan la lucha de sus personajes. Mariano Castillo alecciona en
estos términos a unas señoras realistas:
—Los reyes están ya cayendo en desuso, dijo. Milagro será que queden
siquiera los de la baraja. Lo que es el zoquetísimo de Fernando VII —las
damas se santiguaron al oír el heresiarca calificativo— no volverá á tomar el
chocolate de Guayaquil ni fumar el tabaco de Daule y Esmeraldas sin que le
697
Ibid., 2: 120 y ss.
698
Ibid., 1: 115.
699
Ibid., 1: 133.
287
cueste su dinero. Definitivamente expulsamos, sí señoras, expulsamos de
América hasta el nombre de ese vago é inepto.700
700
Ibid., 1: 165-6.
701
Ibid., 1: 166-73.
702
Ibid., 1: 171.
288
el autor puede repartir sus propias dudas y reflexiones ideológicas en la voz de distintos
actores, como se muestra en el capítulo XVII de la primera parte. 703 Por lo demás, está
claro que el narrador apuesta por la causa libertaria tanto como el autor, aunque al
principio no quede claro si Tobar se inclinaba por una democracia más liberal o por una
más conservadora que la que vivió en su tiempo. No obstante, al hacer de su personaje
coprotagónico, Mariano Castillo, el focalizador principal de toda la historia, inclina la
balanza a favor de ciertas opciones más liberales que las garcianas.
Al final de cuentas, esta pugna de ideas políticas se resuelve siempre bajo la guía
del narrador protagonista, como cuando cita textualmente la “Exhortación patriótica” al
pueblo bogotano, con que la Junta Suprema de Santa Fe repudió la tragedia ocurrida en
Quito el 2 de agosto de 1810. 704 Por supuesto, Mideros es el máximo árbitro de su propio
testimonio. Por eso se entiende que pinte con igual minuciosidad las costumbres
(culinarias) de la época y las ideas de sus personajes sobre la naturaleza de las leyes, como
se puede ver en el capítulo IX. 705 Su visión sobre la política y la historia es casi íntima.
Conforme avanza la novela, resulta más claro para el lector que Mariano Castillo es el
personaje que encarna la mayor parte de las ideas del autor de la novela. Para él, la
Historia tiene un significado superior a todo lo humano. El progreso de la sociedad debe
culminar en “el advenimiento del Dios humanidad”. 706 Mediante el artificio de la ficción
novelesca, la Historia nacional adquiere un sentido teleológico. En un principio, la patria
es un afecto: el amor al padre muerto en la batalla. Pero, en esta novela, ese afecto tiene
además un origen sobrenatural: el padre asesinado es la imagen de Dios. Al pelear por la
patria, Mideros reivindica el nombre de su padre y de ese modo cree cumplir con la
voluntad divina.
703
Ibid., 1: 164-78.
704
Ibid., 1: 136.
705
Ibid., 1: 79-87.
706
Ibid., 1: 87-8.
289
partidistas que en una crítica social trascendental”, 707 a diferencia de los novelistas
norteamericanos de la época. Los valores defendidos en la obra de casi todos los
narradores ecuatorianos que hemos revisado son en gran medida los mismos que
defendieron sus rivales partidistas, toda vez que muchos de esos preceptos provenían de
una raíz común, de origen católico. Las variables y tonalidades que hemos discutido no
deslegitiman su ánimo de trascender aquellas barreras coyunturales; por el contrario, la
“crítica social trascendental” que señala la estudiosa estadounidense ocurrió precisamente
en el seno de esas disputas ideológicas. Un ejemplo claro lo podemos hallar en la crítica
social que pretendió Juan León Mera en sus novelas, ensayos y trabajos periodísticos,
cuyos alcances superan la resolución de las disputas partidistas por el poder político y el
manejo del Estado. Su proyecto literario fue tan nacionalista y ambicioso como el de
cualquiera de sus enemigos. Su mayor novela, Cumandá, posee prácticamente los mismos
defectos y virtudes de otras obras coetáneas. Su visión sobre lo trascendente estuvo
condicionada por su educación y clase social. Para Mera, hacer crítica social trascendente
implicaba comprometerse con la defensa urgente de su ideología.
Resulta muy útil regresar sobre la diferencia que Sommer describe entre los
romances y las novelas: “Por romance, entiendo una intersección entre nuestro uso
contemporáneo del vocablo como historia de amor y el uso del siglo XIX, que distinguía
al género como más alegórico que la novela. Los ejemplos clásicos en América Latina
son las inevitables historias de amantes desventurados que representan, entre otros
factores, determinadas regiones, razas, partidos e intereses económicos”. 708 Desde este
punto de vista, Cumandá es ante todo un romance que simboliza, en el encuentro fallido
entre los amantes, el fracaso de la constitución de un proyecto político, que pudiera
unificar las diversas regiones y razas de la nación emergente. Por eso la novela de Mera
opera como un suplemento de la historia: porque construye alegórica y emotivamente la
ambición de unidad nacional. Cumple por lo tanto con la misión que Andrés Bello asignó
a los novelistas en el siglo XIX:709 cultivar la ficción novelesca como reemplazo de la
poca producción de la ciencia histórica, originada por la escasez de fuentes documentales
o arqueológicas que la sustentaran. La novela debía reconstruir “la historia a partir de las
707
Sommer, Ficciones fundacionales, 21.
708
Ibid., 22.
709
Como se puede revisar en el ensayo titulado “Método histórico”, renombrado luego como “La
autonomía cultural de América”, que ya se ha comentado en el primer capítulo.
290
pasiones privadas”. 710 Pero, tal como hemos visto en el caso de las primeras novelas
ecuatorianas, la sugerencia de Bello se concretó también en novelas que apenas usaron
algunos elementos del romance, para enganchar a los lectores seduciéndolos con aquellos
ingredientes afectivos, y luego hablar de historia, política, economía, religión.
Hemos visto algunas novelas que rozan el género de la novela histórica, que
resulta tan importante y fundacional como cualquiera de los romances de la época. Al
respecto, Sommer comenta que “[e]n el caso particular de las novelas ‘históricas’
latinoamericanas del siglo XIX, la inseguridad crónica de los proyectos se deja ver en la
energía que pretende remediarla”. 711 En efecto, las novelas de tinte histórico como las de
Tobar, Moreno, Pozo Monsalve y Coronel están pletóricas de personajes realistas que,
desde la ficción, participan en episodios trascendentes de la emancipación o fundación
política y simbólica de la nación ecuatoriana y, mediante sus acciones, reactivan un
civismo venido a menos en una época de divisiones regionales y políticas, que llevó al
emergente Estado nacional al borde de su disolución. Igual de abundantes son los sucesos
ficticios de la trama, casi todos anclados en referencias históricas concretas o en
tradiciones populares o leyendas que, para efectos de la creación del imaginario nacional,
tuvieron igual valor que los sucesos reales. De todas las novelas que hemos revisado, ni
una sola escapa a la ambición del retrato nacional, si bien unas simbolizaron este afán
mejor que otras. Este único objetivo, el de fundar la nación ecuatoriana, respondía a los
intereses políticos y culturales de un público destinatario bien identificado: las élites
letradas, los ciudadanos alfabetizados que pretendían conformar una sola comunidad
nacional.
Una vez más, todas las novelas que hemos comentado, sean de origen más o
menos liberal o conservador, sean fantasías románticas o narraciones realistas, fueron
escritas desde las élites para las élites. Ahora bien, cabe matizar estas aserciones: si bien
las novelas ecuatorianas del siglo XIX son parte de un discurso elitista, también es cierto
que, con ese imaginario nacional, las élites lograron diseminar sus ideas paulatinamente,
hasta convertirlas en un corpus más o menos robusto, que se ha impuesto como un
consenso superior a las diferencias culturales de los pueblos originarios y los diversos
grupos humanos que han habitado los territorios que conocemos hoy como Ecuador. Con
710
Ibid., 25.
711
Ibid., 27.
291
todo, debo insistir en que la burguesía y la clase media, propiamente dichas, eras tan
incipientes como escasa era la población urbana. La instrucción pública generalizada era
solo un ideal que se discutía en las novelas mismas. La educación apenas había empezado
a llegar a las masas y, por lo tanto, el público lector entre las clases populares,
mayoritariamente rurales e indígenas, era mínimo. El costumbrismo, que ganaba adeptos
paulatinamente, empezó a retratar aquellas clases sociales en ascenso, solo a finales de
siglo, después del período que estamos estudiando. Por esas razones, las anécdotas
basadas en la pasión erótica, que dieron forma a muchas de las primeras novelas, pueden
leerse como “la oportunidad (no solo retórica) de mantener unidos a grupos
heterodoxos”712 que de otra manera y en la práctica política no se podían integrar.
Cuando la integración de los diversos se profundizó en Ecuador, el período
garciano y el llamado progresismo ya habían terminado. El triunfo del liberalismo
alfarista imprimió nuevos aires en la literatura nacional y el ánimo de los escritores. A
partir de 1895, no solo fue necesario integrar en la nación imaginada a la burguesía, sino
a las capas populares recientemente alfabetizadas, que reclamaban su participación en el
manejo político del Estado. Un estudio aparte merecen las novelas cuyo marco histórico
es la revolución liberal y el cambio de mando político y económico de entre siglos. Nació
inmediatamente después el llamado realismo social de inicios del siglo XX, cuyas
historias protagonizaron los obreros, y también los negros, montuvios e indios. Y más
tarde, llegada la mitad del siglo XX, las mujeres. Aquellos miembros plenos de la nación
emergente apenas fueron elementos distintivos y exotizantes de la nación novelada por
los criollos blancos del siglo XIX.
En tanto suplementos de la historia, las novelas de Mera y Moreno pertenecen a
un orden republicano-colonizador, que cumple a rajatabla las tesis de Alberdi y
Sarmiento: “Cásate con la tierra y puebla sus comarcas [...] Esta ya ha sido conquistada,
y precisa ahora ser amada y trabajada”. 713 En ambos casos, se ve cómo la evangelización,
alfabetización, colonización e integración de la Amazonía al proyecto nacional se aplazó
indefinidamente. Primero se debía regresar a los cuarteles píos del catolicismo, como
hicieron los personajes Orozco y Blácker. Probablemente, en esa medida, la novela
ecuatoriana más publicitada de la época y su epígono inmediato (Cumandá y Naya o la
712
Ibid., 31.
713
Ibid., 32.
292
Chapetona) revelan “el paternalismo jesuítico del Ecuador”, 714 que insufló de vida al
proyecto nacional de los conservadores y liberales católicos. Como consecuencia, la
diferencia entre novela y romance es muy tenue en Ecuador: la novela en tanto género
ético y político, y el romance en tanto discurso sentimental, están unidos en uno solo. Se
ha dicho que el género de la novela mira hacia adelante, como en la obra de Sir Walter
Scott, y el romance mira hacia atrás, como en las novelas de Chateaubriand. 715 Pero en
los casos de Mera, Moreno, Coronel, Campos Coello, Montalvo y Tobar,
paradójicamente, regresar hacia el pasado fue la única manera de hacer de la novela una
fábula prospectiva de la nación imaginada: sea arrepintiéndose de las culpas de la
Conquista y la Colonia, haciendo acto de constricción y sufriendo la penitencia
correspondiente, o sea recuperando los antiguos modelos religiosos y heroicos del
hispanismo colonial. Para volver sobre un ejemplo conocido, es muy claro que en la obra
de Mera la edificación de la nación implicó la restauración del orden patriarcal de la
Colonia, mediante la defensa de los preceptos religiosos.
Al respecto, cabe hacer un par de precisiones sobre la lectura de Sommer. Entre
otras cosas, afirma que la sociedad costera de los ríos de la selva representada en
Cumandá se refiere metafóricamente a la costa ecuatoriana 716 y no literalmente a las
comunidades ribereñas de los ríos de la Amazonía. Con esta interpretación, ella
desconoce la importancia de ese componente nacional y lo transforma en una metáfora
del conflicto entre liberales (barbarizados en la imagen del indio) y conservadores
(simbolizados en el misionero Orozco). Y si bien esta lectura política es más que
admirable, en el contexto de la obra literaria de Mera podría resultar insatisfactoria. Aun
cuando fuera cierta esa intención metafórica de Mera, la defensa de la avanzada cristiana
sobre los territorios bárbaros de la Amazonía es mucho más importante, porque toca el
centro de la ideología que defiende: colonizar y evangelizar.
Con el mismo tono, Sommer afirma que en Cumandá “[l]as identidades ‘sorpresa’
reveladas de manera tardía se adivinan con torpe claridad desde el principio”. 717 Pero hay
que recordar que con esa estrategia Mera está cumpliendo a cabalidad con el decoro
neoclásico de su época, que apelaba con frecuencia al motivo de la anagnórisis, presente
714
Ibid., 41.
715
Ibid., 42.
716
Ibid., 307-8.
717
Ibid., 308.
293
en libros que seguramente leyó como parte de su formación intelectual. Tal procedimiento
narrativo se encuentra en textos tan antiguos como Las etiópicas de Heliodoro (siglos II
y IV D.C.), que posiblemente Mera leyó como parte del acervo del humanismo cristiano
en que se había educado. No es de extrañar que este escritor ambateño, debido a su
educación, encontrara en los modelos narrativos clásicos aquellos procedimientos
formales. Pero lo más importante es comprender que la temprana revelación del peligro
del incesto no se debe a una torpeza del autor, sino a las circunstancias específicas en que
las élites ecuatorianas de la época se escolarizaban e integraban luego a la clase letrada,
bajo la vigilancia estricta del clero. El anunciado motivo del incesto es claramente un
pretexto que le permitió a Juan León Mera evitar el encuentro amoroso, en términos
eróticos y vergonzantes para la ética conservadora. De esa forma, también concentró su
atención sobre los temas morales y religiosos que más le interesaban. La temprana
revelación del incesto desnuda la intención didáctica antes que estética de la obra
narrativa de este escritor ambateño. No es una deficiencia compositiva, como sugiere
Sommer, sino un procedimiento retórico deliberado, una estrategia muy bien pensada.
Cuando Sommer compara a Juan León Mera con Manuel de Jesús Galván (Santo
Domingo, 1834-San Juan, 1910), sentencia:
718
Ibid., 309.
294
define mejor como indianismo, porque es idealizante, y contrasta con el indigenismo, que
es eminentemente combativo. El primero evita representar la situación precaria de los
indígenas, el segundo la describe y denuncia cabalmente.
Ahora bien, coincido con Sommer en que Mera pretende fundar espiritualmente
la nación con su novela, acudiendo a una autoridad inapelable, que se encontraba más allá
de los juicios morales: “Estos escritores coincidían en que recuperar un pasado católico
humanista sería el camino más corto y seguro para llegar a un futuro humano y estable.
Por ello, entre otras razones, Galván resucita a Las Casas y Mera (junto con García
Moreno) reinscribe a los jesuitas en la historia ecuatoriana después de que la pluma real
los había tachado”.719 Aquella nueva autoridad, encarnada en el Estado nacional, debía
identificarse con la Iglesia católica, única figura de autoridad aceptada por indios,
blancos, negros y mestizos en igual medida. Esta necesidad política tiene una dimensión
moral: es tan grande su necesidad de expiación que sacrifica “la procreación a la
pureza”.720 Así pues, el amor espiritual y reflexivo se monta sobre el amor carnal e
irreflexivo, lo modela primero, lo reprime y anula después. En esto consiste la
superposición del código apologético sobre el romántico y neoclásico de la que habla
Araujo Sánchez,721 y que ya se comentó en capítulos anteriores.
A pesar de todo, el suplemento de la historia que ofrece la obra de Mera supera
por momentos la dicción apologética. Su novela corta Entre dos tías y un tío, por ejemplo,
revela la mala reputación que para él tenían los militares, y con ella desnuda sus
convicciones republicanas, opuesta al autoritarismo militarista: “Un soldado es peor que
mil Antonios: es el mismo enemigo malo”. 722 A pesar de que enseguida retorne a la
defensa del catolicismo conservador, cuando celebra que su personaje Juanita “ha oído
misa todos los días y ha vivido al pie del confesor”. 723 Asimismo, encontramos la creación
de un tiempo histórico fundacional, legitimado sobre la base de un tiempo casi mítico y,
en todo caso, legendario: el nacimiento de la Patria coincide con la heroica independencia
americana. El acta de nacimiento de la nación ocurre en la constitución política del
Estado. La heroína de la novela, Juanita, es hija de un héroe independentista. Al poner a
su obra el subtítulo de “Costumbres y sucesos de antaño en nuestra tierra”, Mera introduce
719
Ibid., 310.
720
Ibid., 317.
721
Araujo Sánchez. “Juan León Mera y la educación”.
722
Mera, Entre dos tías y un tío, 13.
723
Ibid., 14.
295
el problema del género narrativo (¿costumbrismo, realismo, romanticismo novelesco?),
pero sobre todo ubica el lugar ideal para la recepción de su propuesta fundacional: en
primer lugar, “antaño”, como ubicación temporal idealizada (el pasado glorioso de las
gestas libertarias); en segundo lugar, “costumbres”, como ubicación etnográfica de la
población nacional (el presente de la construcción nacional); y, en tercer lugar, “nuestra
tierra”, como marca de un cerco geográfico que legitima la nación (el futuro del proyecto
nacional ecuatoriano). Y tal como ocurre en Cumandá, el narrador interviene explicando
al lector el porqué de cada transición narrativa o decisión de los personajes. El narrador
de la novela es un maestro que guía al lector en su recorrido por esa ficción moralizante:
funda el sentido histórico de la nueva ciudadanía.
Esa misma temporalidad legendaria de las gestas libertarias y patrióticas se recrea
en Porque soy cristiano. El narrador cuenta la historia de José y Margarita, dos humildes
campesinos mestizos que se habían casado muy jóvenes, según era la costumbre en la
época. En un primer momento, la novela se ubica en Ambato y las llanuras de Huachi, en
los días de la recluta por la fuerza, que intentaba detener las ambiciones de Lamar sobre
el sur del Ecuador, en 1829, cuando era parte de la Gran Colombia. Le toca a José caer
preso del regimiento liderado por el mulato llamado capitán Feroz. En un segundo
momento, se ubica en 1835, en los alrededores de Miñarica, en la batalla que restaura el
dominio de Flores sobre los insurgentes denominados chiguaguas, entre cuyas filas estaba
el capitán Feroz (anteriormente seguidor de Flores en Huachi). La batalla desordena las
filas de los insurgentes de tal modo que en la refriega cae herido el mulato. Es rescatado
inconsciente por una familia de campesinos (otra vez José y Margarita), que se empeñan
en curarlo y convencerlo de los beneficios de la fe católica. Al darse cuenta Feroz de que
su salvador es el mismo que hacía unos años él había mutilado, se convierte al
cristianismo. De vuelta a las filas del ejército, se presenta como un oficial respetuoso y
ejemplar, que responde sobre la razón de su transformación tal como hiciera su salvador:
“porque soy cristiano”. En mayor o menor medida, este es el sentido que adquiere la
Historia en la mayoría de novelas que hemos revisado (quizá mucho menos en las obras
de Riofrío y Montalvo). Por supuesto que existe una crítica social trascendental en estas
novelas. Lo que ocurre es casi todas ellas entienden que dicha trascendencia solo se logra
mediante la defensa de un cerco religioso, que solo se abrió años más tarde, en 1895.
296
En algunos casos, aquella trascendencia, a la que apuntaban estos novelistas, se
tradujo en una estrategia narrativa, que se podría describir como una dislocación o
desplazamiento espacio-temporal. A diferencia de aquellas novelas que tienen como
marco referencial la historia y geografía ecuatorianas, especialmente aquellas
comprometidas con suplir los vacíos dejados por la Historia nacional escrita hasta
entonces, existen otras ambientadas en espacios y tiempos aparentemente ajenos a la
realidad del país, como la España medieval referida en los Capítulos de Juan Montalvo,
o como el Imperio romano entre los reinados de Diomiciano y Adriano de la novela
Plácido de Campos Coello. Contrariamente a lo que pudiera pensarse, esta dislocación
permite a los narradores intervenir en las polémicas sobre la constitución del ideario
nacional con mucha eficacia. Esta estrategia les permite a los novelistas referirse a los
problemas coyunturales más inmediatos de manera indirecta o figurada, y por lo tanto les
ayuda a concentrar sus esfuerzos en la consecución de una crítica social trascendente.
Ambos novelitas alcanzan momentos metapolíticos y metahistóricos, a pesar de ceder a
la tentación de sumarse al debate coyuntural, cada tanto.
Así como existen novelas que funcionan esencialmente como suplementos de la
historia, que examinan o inventan el origen de la nación, podemos encontrar otras que
proyectan el destino de la patria más allá de sus límites espaciales o temporales concretos.
Las primeras funcionan como suplementos de la Historia, porque hablan del pasado
inmediato del Ecuador. Las segundas sueñan y construyen un origen casi mítico, porque
están ambientadas en tiempos y espacios muy remotos a la realidad inmediata de los
autores. Esto significa que, además de reflexionar sobre la identidad de la nación,
proyectan su deber ser y sus ambiciones de trascendencia. Ambas clases de novelas hallan
correspondencia directa con la realidad nacional, mediante alegorías y figuraciones
encadenadas, que afirman su anclaje a la realidad política inmediata.
La primera novela ecuatoriana del siglo XIX ambientada fuera del territorio
nacional es Plácido, escrita por Francisco Campos Coello. En la vida de aquel mártir
cristiano, que transcurre en Europa en tiempos del Imperio romano, este narrador
guayaquileño esboza alegóricamente el espíritu religioso que debía insuflar de vida a la
nación emergente. Que el autor haya escogido un santo católico para representar los
ideales cívicos de su tiempo, ubica esta narración del lado más conservador del escenario
literario. Hemos visto ya que la elección de la hagiografía no es casual. Campos Coello
297
utiliza este patrón narrativo, porque su tipo de héroe encarna los ideales que compartían
la mayoría de sus contemporáneos. Esta novela está compuesta de varios relatos
interconectados en torno de la figura de Plácido, cuyas vidas ayudan a caracterizarlo como
personaje, y son reflejo de su personalidad y valor como modelo moral de ciudadanía.
Sabemos que la tradición hagiográfica se difundió ampliamente en la lengua
española mediante numerosos libros, entre los que sobresalen “el Flos sanctorum de
Alonso de Villegas (1588) y el Flos sanctorum o Libro de las vidas de los santos de Pedro
de Ribadeneira (1599)”. 724 La anécdota de la primera visión y conversión del romano
Plácido en el cristiano Eustaquio, y la nueva visión que lo confirma como hombre llamado
por Dios está descrita con todo detalle en la novela, 725 según los parámetros de la tradición
religiosa. Si bien Campos Coello no habla de la geografía ni la historia del Ecuador en
ningún momento, discute y defiende por medio de su personaje su visión sobre el deber
ser de los ciudadanos del nuevo país que habían surgido a raíz de la Independencia. El
Ecuador imaginado por Campos Coello en esta novela es un lugar donde los ciudadanos
se vuelven mártires del cristianismo, oponiéndose a los regímenes imperiales del pasado,
tal como lo hizo san Eustaquio, tal como lo hicieron los próceres bolivarianos.
Sin embargo, no debemos olvidar que este desplazamiento es una más de las
operaciones utilizadas por este y otros autores. Cabe recordar que el mismo Campos
Coello publicó su versión de varias leyendas de origen amerindio en las revistas y
periódicos que fundó y dirigió, o en las que fue asiduo colaborador. De manera que, así
como escogió en su novela Plácido huir de América y sus conflictos partidistas, para
llevar a cabo un intento de crítica social trascendental, también fue capaz de mirar el
bagaje vernáculo de la oralidad americana, en busca de los orígenes de la nación
ecuatoriana. Algunos ejemplos de aquellas leyendas, todavía no estudiadas por los
historiadores y críticos literarios, son Tradiciones históricas. Huainacapac (1890),726 El
reino del Dorado (Crónica del siglo XVI) (1895),727 La hija de Atahualpa: Crónica del
724
Carrasco, “Hagiografía e invención en Plácido”, 62.
725
Campos Coello, Plácido, novela, 128, 170.
726
Francisco Campos Coello, “Tradiciones históricas: Huainacapac”, La palabra, revista de literatura
nacional, nº 3 (18 de octubre de 1890): 25-7; nº 4 (25 de octubre de 1890): 45-8; nº 5 (1 de noviembre de
1890): 58-60; nº 6 (8 de noviembre de 1890): 71-2; nº 7 (15 de noviembre de 1890): 83-4.
727
Francisco Campos Coello, “El reino del Dorado”, Guayaquil, revista semanal de Literatura, Ciencias
y Artes, nº 33 (17 de marzo de 1895): 383-5.
298
siglo XVI (1894),728 La veturia de los Incas (Crónica del siglo XV) (1894),729 El undécimo
Shiri de Quito (Crónica del siglo XIII) (1894).730
Otro es el caso de Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, de Juan Montalvo,
donde el protagonista actúa como un auténtico vehículo de las ideas del autor. El Quijote
montalvino distingue con claridad entre ficción literaria e Historia, precisamente porque
cree que comparten una idéntica misión moralizante, edificadora de ciudadanía: “Las
razones que puede tener un hombre ruin para ocultar ó pervertir los hechos, no existen
para los siglos futuros. El historiador mentiroso es acreedor á la horca tanto como el
monedero falso. La verdad es oro: pasar la mentira en relaciones escritas á los tiempos
venideros, es falsificar la moneda sagrada que sirve para el cambio de ideas y la enseñanza
de las gentes”. 731 Como narración ficticia que es, la imitación cervantina de Montalvo
acompaña la edificación del ideario nacional, como suplemento moralizante, antes que
como suplemento histórico. La nación imaginada por el escritor ambateño es como un
campo de batalla medieval, en cuyas arenas se disputan los caballeros el honor y
privilegio de entregar a las futuras generaciones su noción de la verdad, su noción de lo
que debe ser el ciudadano ecuatoriano.
Del mismo modo que Campos Coello, Montalvo prefirió dislocar el territorio de
sus invenciones novelescas para ofrecer, desde un lugar relativamente autónomo, su
visión sobre los caminos que la sociedad ecuatoriana debía transitar, para convertirse en
una auténtica república. Su hispanismo puede interpretarse como una respuesta contra las
élites conservadoras que monopolizaban la cultura letrada de su tiempo, desde su posición
de hombre hecho a sí mismo, de origen humilde y de provincias, ajeno a las castas
aristocráticas, pero también se puede leer como una retracción sobre algunas formas y
ciertos temas literarios, que los mismos rivales de Montalvo defendían como fundamento
de la literatura nacional. En este sentido, el cerco religioso creado por Campos Coello en
728
Francisco Campos Coello, “La hija de Atahualpa: Crónica del siglo XVI”. Guayaquil, revista semanal
de Literatura, Ciencias y Artes, n.º 20 (16 de diciembre de 1895): 229-31; n.º 23 (6 de enero de 1895):
262-5; n.º 24 (13 de enero de 1895): 281-4; n.º 25 (20 de enero de 1895): 291-5; n.º 26 (27 de enero de
1895): 300-3; n.º 27 (3 de febrero de 1895): 313-5; n.º 28 (10 de febrero de 1895): 329-31.
729
Francisco Campos Coello, “La veturia de los Incas (Crónica del siglo XV)”. Guayaquil, revista semanal
de Literatura, Ciencias y Artes, n.º 12 (21 de octubre de 1894): 136-8; n.º 13 (28 de octubre de 1894):
146-9.
730
Francisco Campos Coello, “El undécimo Shiri de Quito (Crónica del siglo XIII)”. Guayaquil, revista
semanal de Literatura, Ciencias y Artes, n.º 1 (10 de agosto de 1894): 7-8; n.º 2 (15 de agosto): 10-2.
731
J. Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (1895), 149.
299
su Plácido no es más anacrónico que el cerco cultural creado por Montalvo. Ambos se
refugiaron detrás de los muros de una tradición de indiscutible raigambre colonial.
Sabemos que algunos escritores se consideraban “custodios de la tradición”,
mientras otros pensaban que la lengua española los distinguía de los indígenas bárbaros.
En definitiva, sabemos que “Conservadores y liberales compartían la misma actitud con
respecto al idioma.”732 En su caso particular, Montalvo
No solo censura al uso de la lengua de los pueblos de América y España, sino que insiste
en los modelos clásicos, de los autores del siglo de oro, como referencias obligadas para
los escritores de su tiempo. [...] El afán purista le hizo denostar el uso de términos
quichuas. [...] Empero, años más tarde, en 1888, cambió su actitud frente al quichua y a
la lengua de los antiguos mexicanos.733
Pero, para entonces, el daño estaba hecho: aquel que ha sido considerado como el más
liberal de los escritores de su tiempo, fue también uno de los más conservadores en la
defensa del casticismo hispánico. Una vez sentada su cátedra, hubo que esperar largas
décadas para que el etnocentrismo de esta estirpe fuera descubierto como un rezago
concreto del pensamiento colonial. Si bien no se le puede acusar a Montalvo de haber
sido ciego al respecto, sí se puede desmontar, o por lo menos matizar, el perfil
desmesuradamente heroico que se le ha asignado a su figura. En este aspecto, Montalvo
es incluso más purista y reaccionario que Mera, quien resulta mucho más abierto y crítico
sobre la unidad monolítica de la lengua castellana.
El perfil ideológico de Montalvo se ha leído esencialmente desde dos lugares de
enunciación: el pensador y el gramático. Pero en medio de ambos se encuentra otro, quizá
más difícil de evaluar e igualmente lleno de matices: su posición como esteta. Las duras
críticas que ha recibido como pensador a menudo olvidan el momento histórico que le
tocó vivir o desconocen su matriz fundamentalmente artística. “De otro modo: si hubiese
sido un ‘pensador sistemático’ no se habría dado el trabajo de componer narraciones ni
dramas”,734 con la intención expresa de educar y convencer a sus lectores. Sin embargo,
su naturaleza polisémica y esencialmente estética no disculpa sus inconsistencias, ni
enriquece necesariamente su pensamiento. Mientras Montalvo reaccionaba airado y
ofendido frente a los quichuismos que usaba Juan León Mera, este sugería que la lengua
732
Julio Pazos Barrera, “Juan Montalvo”, en Araujo Sánchez, coord. Historia de las literaturas del
Ecuador, 161.
733
Ibid., 162.
734
Ibid., 166.
300
nacional, y por lo tanto su literatura, debía al menos integrar como signo distintivo las
huellas del contacto con las culturas precolombinas. En la obra narrativa de Montalvo,
los indígenas y su presencia histórica en la gestación de la nacionalidad ecuatoriana
fueron absolutamente borrados por la maquinaria de la lengua colonial. Por el contrario,
en la obra de Mera, la convivencia con el otro, aun cuando fuera en términos de
desigualdad y dominación, dejó algún margen por el cual empezar la armonización e
integración de las culturas nacionales. No obstante, ambos fueron consistentes en la
defensa de la lengua castellana, la cultura hispánica y la religión cristiana como
aglutinadores de las diferencias que existían, y aún persisten, entre los pueblos originarios
que se integrarían por la razón o por la fuerza al proyecto nacional.
A pesar de todo, y tal como ocurre cuando leemos sus ensayos y artículos, después
de leer su novela nos queda claro que, para Montalvo, “[d]os funciones tenía el arte:
censurar y enseñar”.735 En sus Capítulos, censura a sus enemigos y rivales, y enseña moral
y buenas costumbres por medio de la celebración de los sentimientos elevados, de los
afectos cultivados: “¿Qué vale la inteligencia sin los afectos?”, escribió en una de Las
Catilinarias, adoptando una posición “del todo diferente a la del pensamiento clásico
renacentista”.736 Montalvo era un romántico, y una de la evidencias más contundentes es
que en todas su obras “el héroe es el autor”. 737 De ahí que haya llenado su ficción
novelesca de referencias y alusiones autobiográficas. He aquí la principal diferencia entre
el Quijote montalvino y el de Cervantes. La jornada del Caballero de la Triste Figura se
inicia cuando un hidalgo contrae cierto tipo de locura libresca, que le impulsa a marchar
en defensa de los principios éticos ya perdidos, y que descubre eternos en las sagas
caballerescas que el narrador reconstruye y parodia. “El nuevo Quijote, en cambio, [...]
arremete contra la tiranía de los gobernantes y no contra los libros de caballería [...] Para
Cervantes se trató del testimonio del fracaso. Para Montalvo, el Quijote era el símbolo de
una lucha que no debía concluir jamás. En la novela montalvina el personaje no
muere”.738 El caballero montalvino es una proyección del ego del autor romántico, herido
y marginado por la ideología conservadora y los tiranos militaristas, que lo mantuvieron
al margen de la construcción del ideario nacional.
735
Ibid., 175.
736
Ibid., 176.
737
Ibid., 177.
738
Ibid., 200.
301
En definitiva, la sociedad retratada en el libro de Montalvo podría interpretarse al
menos en dos sentidos. En primer lugar, como un espacio literario neutral que, gracias a
la dislocación geográfica e histórica, ofrece una utopía textual en donde el autor puede
dar rienda suelta a sus reflexiones sobre el sentido moral de la literatura de su tiempo sin
justificarse filosóficamente, y a la vez consignar toda su capacidad argumentativa y
mostrarse como un gran lector de los autores clásicos. En segundo lugar, esta dislocación
sitúa a Montalvo dentro del canon hispánico, en un sentido clásico y preceptivo. Con esta
novela, el ambateño demostró que podía dialogar con la institucionalidad más rancia del
hispanismo literario latinoamericano y peninsular del siglo XIX, y mostrarse al mismo
tiempo como un escritor moralmente responsable y éticamente comprometido. Es cierto
que el Ecuador imaginado por Montalvo aparece con mayor claridad en sus ensayos
políticos y escritos periodísticos, pero, en los Capítulo, se pueden hallar algunas de esas
visiones en clave ficcional.
Sin duda, Montalvo aprovechó la oportunidad de moralizar mediante la ficción en
otras ocasiones, cuando intercaló pequeñas historias entre sus ensayos, como “El cura de
Santa Engracia”. En cualquier caso, la novela cervantina de Montalvo puede leerse como
un anacronismo, porque se desplaza imaginariamente hacia territorios y momentos (la
época de los caballeros medievales) que son muy lejanos de las disputas políticas y
literarias de su tiempo. Con su novela, Montalvo se enviste de la autoridad que la
institución académica no le concedió en vida, posiblemente porque no tuvo la habilidad
política de sus adversarios para insertarse en grupos o redes sociales que lo ayudaran a
legitimarse. En ese sentido, los Capítulos constituye un libro de alguien que quiere ser
recordado junto a Cervantes, Lope y Quevedo, más que alguien que quiere figurar junto
a Mera, Cevallos o cualquier otro ecuatoriano de su tiempo. La dislocación espacial y
temporal de los Capítulos también pone en claro que Montalvo nunca se interesó por
retratar el alma nacional desde sus peculiaridades. La nación soñada por Montalvo es una
utopía hispánica y casticista, donde las figuras de los caballeros andantes toman la ley en
sus manos y ejercen su autoridad por la razón y por la fuerza.
Ahora bien, hay que tener cuidado con estas interpretaciones. Si se lleva esta
argumentación al extremo, se podría encontrar este tipo de dislocaciones incluso en
Cumandá. Se debería entonces decir que el espacio donde se desarrolla la trama no fue
escogido por Mera, sino que fue copiado del acervo literario de su época. Según este
302
criterio, el desplazamiento geográfico que lleva a cabo el narrador responde a la necesidad
de llegar a un público americano y europeo más amplio que el de su pequeño país, desde
la imitación del indianismo de Chateaubriand y Cooper, para lograr el interés de los
lectores de ese tipo de novelas, que estaban entonces de moda. Se podría afirmar que
Mera quiso cumplir con un tipo de protocolo retórico de su época, para escribir a la moda,
antes que expresar una actitud política auténtica, como han dicho algunos críticos. 739 Se
podría incluso aseverar que, si su elección de ambientes y escenarios hubiera estado
plenamente conectada con la intención de integrar a los indios al territorio cultural y
geográfico de la nación en ciernes, Mera hubiera escogido la Sierra o la Costa
ecuatorianas, porque le resultaban más cercanas y familiares. Lo cierto es que el mismo
Mera dejó testimonios sobre el origen de su relato: se trata de una anécdota que le contó
un viajero europeo, que había visitado los territorios de los indígenas andoas. Por lo tanto,
es mucho más probable que, al enterarse Mera de esta historia, ubicada en un ambiente
novelesco “a la moda”, simplemente aprovechara la oportunidad de ganar por partida
doble: por pertinencia política y conveniencia literaria.
Como una conclusión, se puede asegurar que, en las novelas del siglo XIX, la
patria simbólica no comparte plenamente su territorio con la nación geográfica. Así
ocurre sin duda alguna con Soledad, de José Peralta, ambientada en la ciudad de Lima.
En ese caso, así como ocurre con las novelas de Campos Coello y Montalvo, lo que
interesa es la exposición del tema “nacional”, más que la ubicación concreta de una
geografía. La remisión de Peralta a la más próxima metrópoli regional de la época (Lima)
también revela la fragmentación de los puntos de referencia culturales que tenían los
autores ecuatorianos. En el caso de Soledad, también se trata de un ejercicio de
pertinencia literaria, en favor de la verosimilitud: una anécdota como la que nos cuenta
Peralta podía ocurrir más probablemente en una ciudad grande como Lima, antes que en
una ciudad muy pequeña como Guayaquil o Quito. Al desplazar el enfrentamiento entre
católicos y masones por fuera del territorio nacional, Peralta pudo concentrarse en el
asunto novelesco, sin tener que rendir cuentas a sus vecinos inmediatos, entre quienes se
encontraban tanto sus aliados cuanto sus rivales. Peralta no se refugió al interior de un
cerco cultural o religioso como hicieron Montalvo y Campos, pero también ambientó su
739
Hernán Vidal, “Cumandá: Apología del Estado teocrático”, Revista Latinoamericana de Crítica
Literaria, n.° 6 (1980): 199-212.
303
novela en un escenario apropiado para el desarrollo de las acciones. Con esta novela,
Peralta representa la pugna por el poder político y simbólico entre liberales y
conservadores, que se estaba llevando a cabo en Ecuador. La nación imaginada por el
primer Peralta en su novela de juventud es un territorio pacífico y cristiano, amenazado
por la presencia de los enemigos de la Iglesia.
Los novelistas del siglo XIX aprovecharon todos los recursos que tuvieron a
mano para convertir sus novelas en tribunas políticas o púlpitos religiosos. No obstante,
lograron edificar con sus ficciones algo más que un escenario de batallas entre rivales
partidistas. Al ocuparse de las urgencias ideológicas de su tiempo, sentaron también las
bases de una tradición nacional. No se puede hacer crítica social trascendente sin mirar la
realidad inmediata. Quizá no sea tan obvio decir que el futuro que los fundadores
vislumbraron estuvo condicionado por sus creencias. Pese a las polémicas entre bandos,
la patria que soñaron siempre fue una sola: una república hispánica y católica, patriarcal
y conservadora. Finalmente, este es el significado que transmiten las novelas ecuatorianas
del siglo XIX, escritas entre 1855 y 1893. Al narrar la nación en clave estética, de modo
histórico y en tono crítico, los primeros novelistas fundaron un país imaginado por las
élites sociales, que habían heredado la cultura y el territorio de sus padres, los mismos
que sostuvieron el régimen de castas y exclusión de la colonia español durante siglos. La
casa que edificaron los primeros ecuatorianos no podía ser muy distinta del palacio
imperial, pues la tuvieron que construir con los mismos ladrillos de sus ruinas.
304
Epílogo
305
a ciertos santos del panteón católico. Esta nueva figura novelesca, que representa al mártir
patriótico, pretende fundar un panteón republicano cuyo laicismo es aparente, porque su
comportamiento no deja de ser religioso: sus sacrificios por los seres amados o la patria
se justifican en la medida en que han sido bendecidos por la Iglesia. Y, cuando este
protagonista novelesco se acerca a la figura del antihéroe, actúa como una antípoda del
cristiano ejemplar: su castigo sirve como una advertencia a quienes se opongan a las leyes
de Dios. Salvo los matices presentes en La emancipada, Relación de un veterano de la
Independencia, Timoleón Coloma y La muerte de Seniergues, todas las novelas albergan
modelos de ciudadanía, que defienden los principios éticos del conservadurismo católico.
Incluso algunos autores cercanos a las ideas liberales, que gestaron un entendimiento de
la nación ecuatoriana, opuesto al Estado confesional, apuntalaron en diversa medida el
régimen de Gabriel García Moreno. La mayor parte de las primeras novelas ecuatorianas
del siglo XIX defendió la identidad e interdependencia que existía entre la Iglesia católica
y el Estado nacional emergente.
Otra forma de mirar a esos mismos héroes novelescos nos ha llevado a descubrir
varios tipos narrativos, que podríamos denominar conservadores: los de Juan León Mera
(el misionero que expía sus culpas perdiendo todos sus bienes materiales y amores
mundanos en favor de la evangelización), los de Manuel Coronel (el extranjero ilustrado
que entrega su vida a los bárbaros por el triunfo del conocimiento científico y la moral
laica), los de Francisco Javier Salazar Arboleda (el fiel católico que tiene una visión
divina y atestigua ante sus prójimos la necesidad de volver a la doctrina de la fe), los de
Juan Montalvo (el caballero andante que recupera de la Edad Media los valores de la
cristiandad primitiva, bajo la lupa del clasicismo, y los códigos caballerescos presentes
en el Renacimiento europeo, como salida ante el peligro de la disolución moral de la
nación), los de Manuel Belisario Moreno (el ilustrado que presta su ciencia al servicio de
la fe, y la virgen consagrada a favorecer a los marginados sociales), los de Francisco
Campos Coello (el pagano que se convierte a la fe verdadera y entrega su vida por la
conversión de los infieles), los de José Peralta (el antihéroe liberal que pierde su vida y la
de sus seres queridos por haberse unido a las logias masónicas enemigas del catolicismo).
En este conjunto, hallamos una excepción: el personaje de Miguel Riofrío (la mujer
ilustrada que prefiere perderse en la marginalidad social y una vida disoluta, antes que
ceder el ejercicio de su soberanía). Todos ellos basan su heroicidad en el sacrificio que
306
hacen por practicar sus creencias, especialmente, aquellas que determinan su visión sobre
la moral y la ética, sancionada por las instituciones (si son más conservadores) o
establecida por el fuero individual (si son más liberales). La mayor parte de los primeros
héroes novelescos ecuatorianos son esencialmente trágicos, porque se consagran por una
exigencia que rebasa su voluntad, y que se parece mucho al anhelo de santidad de los
mártires católicos.
Estas primeras evidencias llevan a concluir que la nación imaginada por los
primeros novelistas ecuatorianos está fundamentada sobre todo en la religión: en el caso
de Mera (y yo añadiría el Campos Coello de la novela Plácido) “es la expresión de un
catolicismo sin quiebres, premoderno, casi medieval”.740 El anacronismo de estas ideas
revela la fragilidad simbólica del proyecto nacional conservador. Aquellos primeros
ideólogos no lograron ver que la religión no “puede proporcionar una base adecuada para
la constitución de una nacionalidad moderna”. 741 Pasaron apenas unas pocas décadas para
que el edificio de aquel proyecto nacional conservador empezara a resquebrajarse por su
lado más débil: la identidad entre Estado e Iglesia. La Revolución Liberal empezó
desarmando, precisamente, esta sociedad teocrática.
De esta manera, al culto a los ancestros y las leyes y costumbres de la nación
emergente, el Estado implantado por García Moreno sumó los dogmas teológicos del
catolicismo, como una estrategia para cohesionar un conglomerado social al borde de la
disgregación política, pero sobre todo al borde de la disgregación simbólica. La religión
actuó en ese entonces como un elemento unificador más efectivo que cualquier otro,
porque era compartido por la mayoría de la población del territorio, y por ello permitió
continuar con la fundación de la nacionalidad ecuatoriana. A tal estrategia respondieron
novelas defensoras del cristianismo como la antimasónica Soledad de José Peralta, y las
evangelizadoras Cumandá de Juan León Mera, Naya o la Chapetona de Manuel Belisario
740
Ponce Ortiz, La ideal del mal, 144.
741
Ernest Renan, “¿Qué es una nación?”, en Homi K. Bhabha (Compilador), Nación y narración. Entre la
ilusión de una identidad y las diferencias culturales, Traducido por María Gabriela Ubaldini. Buenos
Aires, Siglo XXI, 2010, p. 33.
307
Moreno y Plácido de Francisco Campos Coello. En esas novelas del XIX, existe un
regreso a la noción primitiva de la religión, identificada con el culto al Estado. Conforme
el laicismo ganaba terreno, el sentido de la religión nacional se extendió de la práctica del
catolicismo a la celebración del surgimiento de la patria, como ocurre en las novelas
cívicas e históricas de Teófilo Pozo Monsalve y Carlos R. Tobar. En todas estas novelas,
Estado y nación se confunden en un solo destino.
Ahora bien, esta identidad entre Estado, nación y religión posee cierta naturaleza
ritual, que suele aparecer en los primeros momentos de la constitución de muchas
naciones, cuando sus fundadores imaginan el tiempo y espacio mítico de su nacimiento.
En términos teológicos, la comunidad funde un Arca de la alianza y edifica un Templo
donde rendirle culto. Por un lado, se delimita el tiempo, se corta la “regresión infinita de
causa y efecto”, y se ordena en un punto fijo “el nacimiento mítico de la Polis, el
nacimiento de la Civilización [...] lo que da lugar a una repetición ritual, la ritualización
de la memoria, la celebración, la conmemoración; en suma, todas aquellas formas de
comportamiento mágico que equivalen a una derrota de la irreversibilidad del tiempo”. 742
Estos rituales sagrados se encuentran representados en las efemérides patrias y las fechas
heroicas, que algunas novelas ecuatorianas del siglo XIX recuperan: Entre el amor y el
deber de Teófilo Pozo Monsalve, Relato de un veterano de la Independencia de Carlos
R. Tobar, y La muerte de Seniergues de Manuel Coronel. Por otro lado, se realiza “el
recorte de un espacio sagrado dentro del que la adivinación podría tener lugar. Este gesto
fundamental se encuentra en el nacimiento de todas las sociedades, en su mitología al
menos”.743 De ahí que sea tan importante la descripción del paisaje en las novelas del
siglo XIX. No se trata solamente de la identificación romántica de la subjetividad del
observador con el paisaje, y del mapeo de los límites geográficos de la nación; las
descripciones de la naturaleza constituyen también el diseño de un territorio sagrado,
742
Regis Debray, citado por Timothy Brennan, “La nostalgia nacional de la forma”, 76.
743
Ibid.
308
donde el futuro de la nación se pueda vislumbrar como un destino posible o deseable,
legitimado por las leyes de la religión cristiana.
La tan mentada dicotomía entre civilización y barbarie (con profundas raíces en
el Cono Sur) es solamente un aspecto de este proceso fundacional, y resulta insuficiente
para describir el que tiene lugar en medio de los Andes. Este es el profundo sentido de las
descripciones de la naturaleza que abren varias novelas. En El hombre de las ruinas de
Francisco Javier Salazar Arboleda, los campos roturados de la provincia de Imbabura, por
la fuerza de la catástrofe natural, operan como un templo donde tienen lugar sucesos
fantásticos, que recuerdan la pequeñez del hombre y el poder infinito de Dios. Las leyes
naturales se suspenden, y entran en juego las leyes alegóricas de la fabulación religiosa.
La naturaleza descrita es tan solo el escenario donde los milagros pueden ocurrir: la
aparición de un gigantesco demonio. Desde esta perspectiva, se entiende más fácilmente
que en novelas como Timoleón Coloma, de Carlos R. Tobar, o Cumandá, de Juan León
Mera, se compare a los bosques y selvas de la Sierra y el Oriente ecuatorianos con templos
antiguos de civilizaciones indoeuropeas. Aquellos novelistas estaban dibujando sin duda
el paisaje nacional, pero, antes que nada, estaban creando la sacralidad del espacio de la
patria. Al expandir simbólica e imaginariamente los límites geográficos de la nación,
sacralizaban sus límites naturales. Fundaban el templo de la nación ecuatoriana.
En definitiva, el discurso nacionalista de estas primeras novelas sería en gran
medida una derivación religioso-mística. He aquí las profundas coincidencias entre
conservadores y liberales, y la sacralidad de su común matriz cultural: “[E]l nacionalismo
no está ‘alineado’ con ideologías abstractas tales como el liberalismo o el marxismo, sino
que es una derivación mística de los sistemas culturales religiosos”. 744 Los discursos
nacionalistas en América Latina se escribieron desde la cristiandad católica, en contra de
ella o como una de sus derivaciones. Aunque el papel que le asignaban a la religión era
en algo distinto, tanto conservadores cuanto liberales eran cristianos creyentes y devotos
defensores de las causas de su religión.
744
Sommer, Ficciones fundacionales, 54.
309
El otro pilar fundamental de la nación imaginada por los primeros novelistas
ecuatorianos es la lengua castellana: era el vehículo natural de expresión de la cultura
nacional en ciernes, gestada al interior de las élites criollas, y el medio de difusión de la
verdad de la fe católica. Como letrados nacidos en la cultura hispánica, aquellos novelistas
comprendieron desde el inicio que la política de una lengua única, la misma lengua de la
colonización y evangelización de América, debía continuar para atenuar y borrar con el
tiempo las enormes diferencias culturales, que ponían en peligro la invención de un origen
y destino común para todos los pueblos y etnias que habitaban el territorio nacional. Más
allá de su evidente utilidad administrativa, la política de una lengua nacional única es una
pretensión de corte racial, pues supone que, al hablar todos los habitantes la misma
lengua, su categoría racial o de casta se igualaba. Desde este punto de vista, es
indispensable leer también la representación que se hace en estas novelas de las lenguas
de los indígenas y el habla española de los negros. Un contraste interesante lo podrían
ofrecer las palabras de los indígenas de Cumandá en comparación con aquellas de los
siervos negros de la hacienda cañicultora que aparecen en Timoleón Coloma. Mientras
los primeros se destacan por su habla idealizada y castiza (en este sentido, romántica), los
segundos se caracterizan por su habla barbárica y balbuceante (en este sentido, realista).
Sucedió que, en muchas partes de Europa, la lengua del conquistador se
perpetuaba cuando los invasores llevaban sus propias mujeres; y, cuando esto no ocurría,
las nuevas dinastías adoptaban las lenguas de los conquistados. Así pasó con los sajones
invasores de Inglaterra, que llevaron a sus mujeres e impusieron su lengua germánica. 745
Pero, en Latinoamérica, sucedió algo muy distinto: ni los conquistadores trajeron muchas
mujeres, al menos al principio, ni adoptaron las lenguas de los conquistados. La lengua
europea se impuso al inicio como lingua franca, después como lengua oficial del Estado
imperial, y más tarde como lengua “materna” de las naciones poscoloniales. En todos los
casos, fue impuesta a la mayoría de la población, mediante los sistemas educativos
administrados por la Iglesia, que castellanizaron y evangelizaron a los indios y negros.
Esta noción de lengua “materna” de los fundadores de la nación ecuatoriana, de
indiscutible raigambre colonial e imperial, solo cambió a raíz de la reciente refundación
745
Renan, “¿Qué es una nación?”, 24.
310
jurídica de los Estados nacionales andinos de Ecuador y Bolivia, cuando estos países
adoptaron como lenguas oficiales también algunas lenguas indígenas.
Y, aún en estos casos, debemos recordar que Ecuador reconoce actualmente como
lenguas de validez jurídica exclusivamente a las de uso mayoritario: el quichua y el shuar.
Las lenguas minoritarias también son reconocidas constitucionalmente, pero su validez
jurídica se restringe al ámbito de su territorio ancestral.746 El criterio de homogeneización
cultural que se halla detrás de la declaratoria de las lenguas oficiales del Estado, vale
decir, de las lenguas nacionales, sigue vigente desde el siglo XIX. La visión de la eficacia
administrativa se impone sobre la realidad etnográfica y demográfica: sería muy difícil
administrar un aparato judicial que se expresase en las lenguas de las 14 nacionalidades
y pueblos reconocidos en la Constitución de la República del Ecuador. Volviendo a las
novelas del siglo XIX, se puede hallar en ellas el origen político que tienen incluso estas
decisiones administrativas, que afectan el orden de lo simbólico. El límite entre la nación
y el Estado nacional sigue siendo borroso en la actualidad.
Es evidente que, por momentos, para Mera, Montalvo, Tobar y la mayoría de sus
colegas contemporáneos, “la lengua y la nación expresa[ban] aspectos de una Verdad
Divina”,747 como en algún momento pensaron los ideólogos nacionalistas alemanes
(Herder, Novalis, Fichte, Schleiermacher). Seguramente, para ellos, “[u]na ‘nación’ era
una cualidad irreductible y original, una realidad casi trascendente, y la mejor manera de
captarla era a través de una lengua materna y una literatura nacional”. 748 Pero a diferencia
de los nacionalistas europeos, la mayor dificultad que tuvieron que atravesar Mera y sus
contemporáneos fue la de no haber tenido una lengua propia, distinta de la lengua colonial
española, con la cual elaborar una literatura nacional, “original” en toda la extensión de
la palabra. De allí el interés de Mera y Campos Coello por las tradiciones y leyendas
precolombinas que, sin embargo, no recogen en sus novelas. Este es precisamente el
debate en el que participaron activamente Mera (principalmente con su Ojeada histórico-
crítica) y Montalvo (mediante los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes y otros
escritos). De allí provienen también los comentarios de Mera sobre la paulatina
desaparición de la lengua quichua, y el desprecio que sentía Montalvo por esa lengua, del
746
Ecuador, Constitución de la República del Ecuador, Registro Oficial 449, 20 de octubre de 2008,
artículo 1.
747
Snead, “Linajes europeos”, 308.
748
Ibid.
311
cual luego se retracta. Pero este dilema entre conservadores y liberales resulta un juego
de matices un tanto superficiales, si consideramos que
749
Ibid.
312
en publicaciones periódicas dispersas. Pero lo cierto es, como se precisó en su momento,
que las leyendas y tradiciones circularon primero y abundantemente en los periódicos y
revistas de la época, de la mano de autores como Francisco Campos Coello y José Peralta.
Leer las primeras novelas ecuatorianas del siglo XIX ha permitido ver que, junto a las
“novelas nacionales” se encuentran otros géneros narrativos fundacionales tanto o más
importantes, donde la “narrativa nacional” ecuatoriana posiblemente encuentre su mejor
y más original principio.
750
Renan, “¿Qué es una nación?”, 28.
751
Ibid., 29.
752
Ibid., 31.
313
anécdotas, y guían las palabras de los narradores de todas ellas. Para ser ciudadanos
ecuatorianos del siglo XIX, en pleno uso de sus derechos, los habitantes debían hablar,
escribir y rezar como europeos hispánicos.
Las palabras de los otros, representadas por aquellos personajes que no hablan en
su propio idioma, y cuyas culturas son barbarizadas en las novelas que hemos leído, nos
llevan a constatar que la nación ecuatoriana del siglo XIX se fundamentó en una serie de
olvidos selectivos cuidadosamente compendiados:
753
Ibid., 25-6.
314
recordamos y aceptamos que aquellas novelas se escribieron sobre todo hacia el interior
del territorio ecuatoriano, resulta que esas naciones interdependientes no son otras que las
constituidas por los pueblos originarios, que ya vivían en el territorio nacional mucho
antes de que la idea de un país independiente fuera tan siquiera un proyecto político.
Aquellas comunidades con sus propias lenguas, religiones, tradición histórica e identidad
étnica (características que la naciente ecuatorianidad inventó sobre la marcha, porque no
la tenía) se acercan mucho más a la idea de nación que el conglomerado de nacionalidades
que actualmente denominamos Ecuador. Son ellas las naciones ignoradas o, más
precisamente, desconocidas en las novelas del siglo XIX: las nacionalidades ancestrales,
anteriores al proyecto del Estado terrateniente u oligárquico criollo. Aquellas naciones se
blanquean, occidentalizan o desaparecen en el discurso novelesco.
Gracias a esos vecinos, que se deben olvidar o desconocer, se pueden definir los
límites políticos y simbólicos que diferencian a la propia nación de las otras. Los otros
son vistos como amenazas a la propia sobrevivencia y la persistencia de la propia
identidad. Por eso la invención simbólica de la nación ecuatoriana no pudo escapar de la
edificación política del Estado: “Aun cuando un pueblo no quisiera reducirse al imperio
de leyes públicas, para evitar las discordias interiores tendría que hacerlo, porque la guerra
exterior lo obligaría a ello. Todo pueblo, en efecto [...] tiene pueblos vecinos que lo
acosan, y para defenderse de ellos ha de organizarse como potencia, es decir, ha de
convertirse interiormente en un Estado”.754 La organización política del Estado nacional
ecuatoriano fue indispensable para que la emergente nación ecuatoriana pudiera
defenderse, en primer lugar, de la presencia de sus vecinos más próximos, los internos,
los pueblos ancestrales y, en segundo lugar, para que pudiera diferenciarse de los vecinos
de la región andina. De ahí que las novelas del XIX desconozcan o limiten la existencia
de estos “vecinos” internos o, en último término, los anexionen mediante la catequesis y
754
Inmanuele Kant, citado por Geofrey Bennington, “La política postal y la institución de la nación”, en
Bhabha, comp., Nación y narración, 181.
315
la instrucción pública, es decir, mediante la imposición de una lengua y una religión
“nacional”, que anule o borre sus diferencias.
Si bien no representaron un peligro fatal, pues finalmente no llegaron a constituir
una amenaza militar, lingüística ni religiosa, aquellos pueblos ancestrales representaron,
eso sí, las fracturas y debilidades de un naciente discurso nacional, que debía mostrarse
sólido, unitario e inmune a la influencia o ambición de las otras naciones hispánicas en
formación. Debemos considerar que aquellos pueblos originarios tenían más elementos
en común entre ellos que con las naciones criollas que se estaban gestando, cuyas
fronteras políticas, muchas veces, dividieron artificialmente sus territorios tradicionales.
Tal podría ser el caso de algunas tribus y nacionalidades amazónicas, que viven
actualmente entre Ecuador y Perú.
Las novelas acompañan la constitución política del Estado nacional en tanto
establecen, por un lado, las raíces primordiales del pueblo y, por otro, las virtudes cívicas
que lo distinguen. Estos límites están además identificados con los horizontes comunes
del nuevo colectivo imaginado y las nuevas reglas de convivencia entre los individuos de
esa comunidad.755 Desde este punto de vista, la constitución del Estado nacional fue una
estrategia de sobrevivencia de la nueva nación, de la naciente comunidad ecuatoriana. El
relato de la nación se asemeja al sistema inmunológico (simbólico) que cataliza el buen
funcionamiento de las membranas celulares; vale decir, de los límites mismos del
organismo nacional. Las novelas son parte de ese mecanismo de defensa, y en esa medida
son también expresiones políticas del Estado nacional. En suma, todas ellas expresan la
nación emergente como el surgimiento de un nuevo principio espiritual, como diría Ernest
Renan.756
Esta espiritualidad, asentada en la memoria histórica, legendaria o ficcional, tiene
tanto malos como buenos recuerdos, pues “de hecho, el sufrimiento en común une más
que la alegría. En lo que se refiere a las memorias de una nación, las penas tienen más
valor que los triunfos, pues imponen obligaciones y requieren un esfuerzo conjunto”. 757
De allí que, en las novelas que se han revisado, predominen las tragedias y fracasos, sobre
los triunfos y buenos recuerdos. De nuevo, estos contenidos narrativos responden a
exigencias políticas precisas, más que a características verificables de la realidad social
755
Bhabha, “DisemiNación”.
756
Renan, “¿Qué es una nación?”, 35.
757
Ibid., 36.
316
y, por supuesto, no son virtudes que podamos atribuirles primordialmente a corrientes
literarias como el romanticismo o el realismo. El nacionalismo fagocita todo aquello que
necesita para sobrevivir, incluidas las escuelas artísticas y literarias.
No obstante, las duras críticas que por momentos aparecen en estas reflexiones,
se debe aceptar que el nacionalismo no es un fenómeno literario esencialmente malo. Por
entre el canon nacionalista, se filtran con frecuencia muchos elementos que no se limitan
a legitimar un determinado proyecto cultural o político, 758 lo que convierte a cualquier
archivo nacional en una lista heterogénea, acumulada a lo largo de décadas, y aun de
siglos, de un modo no específicamente programático. Así como en los intersticios de los
discursos centrales de la nación se pueden encontrar las razones del orden nacional,
también en ellos se encuentra la emergencia precaria de los subalternos, que al inicio
aparecen inevitablemente al margen de la historia como “los otros” que, en contraste y
por la diferencia con “los mismos”, ayudan a afirmar la identidad programada o aceptada
desde las élites. Solo desde una visión colonialista, el discurso del canon nacional puede
aparecer monolíticamente resuelto como un instrumento de dominación, sin
contradicciones ni fisuras. Estos estrechos intersticios del canon literario nacional son la
muestra del conflictivo y lento proceso del surgimiento de la nación en sí misma y de la
formación del Estado que la expresa o acompaña. El indigenismo realista, por ejemplo,
germina en el indianismo romántico, como un parásito que luego encuentra otro huésped
de donde salir de su estado larvario. La literatura emancipadora de la negritud se anuncia
en el negrismo esclavista, que retrata a los africanos y sus descendientes como seres
dominados por el amo, sin oportunidad de redención. La literatura nacional indígena y el
llamado afrocentrismo de los siglos XX y XXI constituyen un estadio posterior, en que
los subalternos dejan de serlo porque empiezan a hablar sobre sí mismos y en su propia
lengua. Pero sus inicios se encuentran sin duda en el seno de la colonialidad y la
dominación.
758
Simon During, “La literatura: ¿el otro del nacionalismo? Argumentos para una revisión”, en Bhabha,
comp., Nación y narración, 187.
317
El nacionalismo literario surge como un discurso consustancial a la aparición del
Estado occidental moderno, sobre todo en las naciones poscoloniales como Ecuador: “Es
importante recordar aquí que, en una nación periférica, el nacionalismo tiene efectos y
significados distintos de los que tiene en una potencia mundial”.759 Por esa razón, el
nacionalismo puede entenderse como una corriente de resistencia contracultural, tanto
contra el imperialismo europeo cuanto contra las ambiciones de los aliados y rivales de
cada país. La visión del nacionalismo como un fenómeno esencialmente negativo es
propio de cierta crítica humanista, modernista y marxista, 760 que no se fija en los
intersticios de los discursos oficiales, por donde empiezan a surgir nuevas opciones,
nuevas resistencias, nuevos relatos. La precaria presencia indígena y afroecuatoriana en
las novelas de Moreno, Mera y Tobar, así como el precario feminismo de La emancipada,
manipulados por los intereses de las élites blancas, hispanistas y patriarcales del siglo
XIX, son la puerta (más bien, una pequeña ventana) por donde empiezan a filtrase el
futuro indigenismo, la futura negritud, las nuevas visiones y representaciones de la mujer,
la naturaleza, el otro, los otros.
Se vuelve urgente por este motivo distinguir entre nacionalismos, puesto que en
algunos casos resultan más benéficos que perjudiciales, en tanto son más tendientes a la
emancipación que a la dominación: “¿[Q]ué estamos defendiendo contra la intrusión del
imperialismo cultural, económico y militar, sino es una cultura?”.761 Al entender que el
Estado nacional es una institución altamente eficiente, que moviliza lazos de solidaridad
y cohesión social entre individuos y comunidades enteras, podemos entender que los
proyectos de formación nacional expresan la existencia de una nación, si no previa, al
menos consustancial a los discursos nacionalistas. Esto quiere decir que cuando Mera y
sus contemporáneos empezaron a escribir sobre la nacionalidad ecuatoriana en ciernes,
algo de esa precariedad identitaria estaba ya asentada en profundas convicciones políticas
o emotivas íntimas, al menos en una pequeña parte de los habitantes. A lo mejor se trataba
de una nación pequeña, oligárquica, criolla y letrada, que pretendía expandir su territorio
cultural sobre poblaciones aledañas, cuya vecindad había heredado de la colonia; pero en
el momento mismo de la aparición de la primera narración con intenciones alegóricas o
que intentaba simbolizar la nación, con toda seguridad existían ya miles de ciudadanos
759
During, “La literatura: ¿el otro del nacionalismo?”, 188.
760
Ibid.
761
Ibid., 189.
318
congregados en torno de una identidad que reclamaban como ancestral y legítima, y por
la cual estuvieron dispuestos a morir en numerosas guerras civiles.
No se trata solamente de un instrumento de dominio político y cohesión espiritual.
Si bien el nacionalismo inventa naciones allí donde no las hay, también revela la
existencia de naciones que hasta antes del surgimiento de su propio relato no reclamaban
con claridad su propia existencia. En el caso del Ecuador, este movimiento fue doble: no
fue solamente una literatura proselitista y adoctrinadora, que reflejaba los intereses de una
clase social privilegiada; también fue una literatura que persiguió la individuación de una
nueva comunidad nacional, que se había gestado lentamente a lo largo de siglos. Su mayor
o menor fuerza, respecto de otras naciones vecinas, tal vez se pueda medir por el grado
de sofisticación de su literatura canónica. De allí el empeño de la crítica en reconocer una
sola corriente dominante (el romanticismo) y un solo ordenamiento cronológico (el
método generacional); en otras palabras, de allí su obcecación por inventar un
funcionamiento orgánico, que brinde la impresión de que existía una nación fuerte, unida
y en pie de lucha. Pero la fortaleza de una nación también se puede hallar, como hemos
visto, en los relatos y novelas menores, en la literatura que la crítica canónica olvida o
desprecia, porque es incapaz de construir con ella un relato unitario y consistente. La
inclusión de una pequeña parte del componente popular e indígena o afrodescendiente,
aunque fuera mediante una visión colonial y paternalista, es una muestra de esa voluntad
de construir la diferencia que la identifica frente a sus naciones vecinas. Y también
constituye una evidencia de la compleja formación nacional multicultural e intercultural,
que continúa casi dos siglos después. Debo insistir, el surgimiento de toda nación entraña,
inevitablemente, la mutación y la muerte de otras naciones.
Ahora bien, el proyecto conservador católico, que se halla detrás de las primeras
novelas ecuatorianas del siglo XIX, reclamó para sí mismo una ancestralidad proveniente
de la tradición colonial y de algunos elementos amerindios: aquellos que armonizaban
bien con el interés homogeneizador del mestizaje. Aquella idea de nación es conservadora
no solo porque buscaba la restauración del orden patriarcal cristiano, sino porque defendía
la herencia amerindia en la medida en que se ajustara al orden jerárquico de las castas y
clases coloniales. Y, si esto fue así, deberíamos preguntarnos qué tipos narrativos
nacionales crearon estas novelas; es decir, qué clase de personajes hallamos en las
historias de estos autores que podamos encontrar décadas después en las novelas
319
ecuatorianas de los siglos XX y XXI. Con alguna certeza, se puede señalar algunas: en
primer lugar, el joven poeta o intelectual que sacrifica todo por su patria, su religión o su
ideología política, incluso su amor por la heroína, y se convierte en guerrero insurgente;
en segundo lugar, la joven mujer que entrega todo por unirse a su amante y seguirlo en su
lucha, aunque tal decisión le signifique la muerte física o espiritual, la marginación o el
rechazo social; en tercer lugar, el sacerdote bueno o el líder espiritual o político que se
interesa por las almas de todos, incluso por la de los indios, los negros, los marginales,
que se contrapone al sacerdote malo o el falso líder espiritual o político, aliado a los
intereses del poder o el capital extranjero; en cuarto lugar, los indios indomables y
paganos, que se resisten a la asimilación cultural y la humillación, frente a aquellos
salvajes y bondadosos, en camino a la cristianización o ya evangelizados, que se humillan
y parecen naturalmente serviles; y, en quinto lugar, el dictador o el gobernante déspota,
que maneja el Estado según su propia conveniencia y la de su camarilla.
“A medida que la estructura política se vuelve genuinamente más democrática, el
nacionalismo se transmuta en cultura popular moderna”, 762 tal como ocurrió en el
Ecuador de la década de 1930, cuando la cultura nacional incluyó de manera radical y
definitiva la presencia de lo popular, indígena y negro en el archivo nacional literario. La
inevitable presencia de esos marginales en la visión oligárquica del siglo XIX se
transmutó en la necesaria presencia de los descastados, en la literatura nacional de inicios
del siglo XX. La noción de pueblo, de población nacional, se amplió en el siglo XX con
el llamado realismo social, es cierto; pero no olvidemos que otra noción de pueblo ya
existía en las novelas del siglo XIX, aunque fuera precaria, elitista, idealizante, confusa.
Y entre sus miembros estaban ya los diferentes en camino de ser los iguales. Afirmar que
el momento nacional popular de la década de 1930 constituye el evento fundacional de
la literatura nacional es excederse en un sentido igual de etnocéntrico que el que inspiró
a los letrados del siglo XIX. Sin duda, su nación fue muy distinta a la que conocemos
ahora. Pero en su seno estaba ya el germen de la actual. Afirmar lo contrario equivaldría
a defender la creencia de la nación como una entidad ontológica, cuya existencia
sobrepasa todos los reveses históricos y está destinada a perdurar eternamente.
762
Ibid., 202.
320
Por el contrario, “[l]as naciones no son algo eterno. Tuvieron su comienzo y
tendrán su fin”.763 Las naciones y sus relatos son eventos históricos y, por lo tanto, están
sujetos a la contingencia. Son producto de una “solidaridad a gran escala”, de un
consentimiento colectivo, de un “plebiscito diario”; es decir, son mucho menos
metafísicas que el “derecho divino” y menos brutales que el “derecho histórico”. Más allá
de cualquier abstracción metafísica o teológica, nos quedan muchos testimonios escritos
(entre ellos las novelas) de los deseos y necesidades de los hombres que fundaron la
nación y el Estado nacional ecuatorianos. Por el momento, sólo cabe aceptar que las
naciones siguen siendo sistemas relativamente efectivos, que garantizan la libertad, en
mayor o menor medida, y que evitan que los individuos vivamos aislados unos de los
otros, o sometidos a los designios de un solo amo. A pesar de sus limitaciones, y su
carácter imaginado (que no exclusivamente imaginario), las naciones como Ecuador nos
ayudan a evitar la extinción de nuestra especie, toda vez que funcionan como mecanismos
de convivencia, solidaridad y autorregulación social.
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333
Anexo
Las primeras novelas ecuatorianas del siglo XIX (apuntes para una
renovación del archivo, 1855-1893)
1.
334
un Estado nacional incipiente, cuyo poder estaba al borde de desaparecer, debido a la
amenaza de una flota extranjera, que bloqueaba la entrada al puerto principal.
Ediciones de la obra:
Bilbao, Manuel. El pirata del Guayas. Lima: La Voz del Pueblo, 1855.
———. El pirata del Guayas. Valparaíso: Imprenta y Librería del Mercurio de S. Tornero
e hijos, 1865.
———. El pirata del Huayas. Buenos Aires: Imprenta, Litografía y Fundición de Tipos,
de la Sociedad Anónima, Belgrano 126, 1871 (88 pp. [497-585]). Editado junto
a El inquisidor mayor, 4.ª edición (v-xi y 15-385) y Los dos hermanos (387-
496).
———.El pirata del Guayas. Quito: Folletín de La Sanción, Campo Ameno. Cuaderno
II. Imprenta de El Pichincha, 1898 (106 pp.). Incluye el poema “Amor nuevo”,
de Julio Flores.
———. El pirata del Guayas. Guayaquil: Imprenta de El Telégrafo, 1904 (83 pp. [12-
95]). Editado junto a Asesinato de Valdizán (97-106) y Asesinatos de Cobos y
Reina (107-52), estos dos últimos textos firmados por Corresponsal Viajero.
———. El pirata del Guayas. Quito: Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y
la Lectura, 2012.
2.
335
Solo dos críticos y editores de esta novela han tenido acceso a los originales de
1863: Alejandro Carrión, quien la recuperó del olvido en 1974, y Fausto Aguirre, autor
de la primera edición crítica y anotada, de 1992, que también es la primera en recoger
íntegramente el texto publicado por Riofrío, sin las enmiendas y elisiones de Carrión.
Nadie más ha podido tener acceso a la versión original de esta novela. Ha sido imposible
hallarla en archivos o bibliotecas públicas o privadas. Esta pérdida documental ha
causado más de un malentendido, como aquel que asegura que La emancipada apareció
por primera vez en el periódico La Unión de Quito Lo cierto es que en 1861, debido a la
persecución política de García Moreno, Riofrío tuvo que salir exiliado al Perú. Luego, en
1862, viajó a Lima y trabajó como redactor de El Comercio del Callao. Ya en 1863,
Riofrío se encontraba en Piura, trabajando como profesor del colegio San Miguel, y
redactor del periódico La Unión. Por lo tanto (adoptamos la conjetura de Aguirre), La
emancipada debió haber salido como folletín en aquel rotativo piurano.
Es improbable que Riofrío haya publicado en Quito, como han asegurado una y
otra vez los críticos, y además en un diario cuya existencia no se ha probado. En el estudio
introductorio de la más reciente edición crítica de esta novela, Flor María Rodríguez-
Arenas764 registra la existencia de un boletín publicado por el Colegio de la Unión de
Quito, cuya colección está perdida, excepto el primer número. 765 En él, Riofrío escribe
algunos comentarios de corte didáctico, pero nada que se acerque a un texto de ficción.
Por estas razones, y para evitar futuras inconsistencias, se ha utilizado en primer
lugar las ediciones críticas y anotadas de 2009 y 1992, porque han ayudado a resolver
muchas dudas (entre ellas la fecha de nacimiento del autor),766 y porque todas las demás
reproducen el texto mutilado que se publicó en 1974, sin los marcos narrativos, que
desmienten en gran medida el consenso motivado por Alejandro Carrión de que La
emancipada es indiscutiblemente una novela romántica. De todas maneras, se consigna
en este anexo todas las ediciones que se han encontrado, para futuras investigaciones que
764
Rodríguez-Arenas, “Representación y escritura”, xx.
765
Crónica del “Colegio de la Unión” (Quito, Imprenta del Colegio de La Unión y Miguel Rivadeneira,
1860).
766
Rodríguez-Arenas presenta una copia facsimilar de la partida de bautismo de Miguel Riofrío,
proporcionada por el párroco de Malacatos, en la que se comprueba que el autor nació en 1819 y no en
1822 como consta en la mayoría de estudios sobre el tema (Rodríguez-Arenas, “Representaciín y
escritura”, xv). También reconoce que la primera en informar de la existencia de este documento fue
Marcia Stacey Chiriboga, en Miguel Riofrío Sánchez, entre la patria y la pluma (Quito, [sin editorial],
2001), 37.
336
examinen el proceso de edición y recepción de esta novela. Del mismo modo se ha
procedido con todas las obras, excepto con aquellas con numerosas ediciones, en cuyo
caso se ha anotado solamente las más recientes, accesibles e importantes.
Ediciones de la obra:
Riofrío, Miguel. La emancipada. Loja: Consejo Provincial de Loja, 1974.
———. La emancipada. Cuenca: Departamento de difusión cultural de la Universidad
de Cuenca, 1983.
———. La emancipada. Quito: El Conejo, 1984.
———. La emancipada. Quito: El Conejo, 1984.
———. La emancipada: La primera novela ecuatoriana. Guayaquil: Universidad de
Guayaquil, 1988.
———. La emancipada. Quito: Libresa, 1992.
———. La emancipada. Quito: Libresa, 1994.
———. La Emancipada. Quito: CCE / Campaña Nacional Eugenio Espejo por el libro y
la lectura, 2003.
———. La emancipada. Buenos Aires: Stockcero, 2005.
———. La emancipada. Loja: UTPL, 2005.
———. La emancipada, 2.a ed., editado por Flor María Rodríguez-Arenas. Doral, FL:
Stockcero, 2009.
———. La emancipada, 2.a ed. Quito: Libresa, 2011.
3.
337
en Quito (1869), una en Lima (1889) y otra también en Quito, como parte de una antología
de relatos, cuyo tema es el terror (2016). Para la presente investigación, se ha utilizado la
edición príncipe.
El hombre de las ruinas está contada por un narrador testigo que visita Ibarra,
luego de la catástrofe natural que la devastó. Entre los escombros, encuentra a dos
personajes que llaman su atención: un devoto fraile entregado a la oración en favor de los
muertos y damnificados, y un anciano usurero, el hombre de las ruinas, que esculca en
los bolsillos de los cadáveres cualquier rastro de dinero o riqueza, como compensación a
las deudas que han quedado impagas. Luego de una réplica del sismo, el narrador
atestigua el surgimiento, desde las entrañas de la tierra, de un monstruoso gigante, que
presume ser el causante del desastre natural, y que amenaza a los sobrevivientes con
mayores desgracias, especialmente al anciano usurero, si este no se arrepiente de sus
pecados y abandona las riquezas terrenales. Pasado algún tiempo, el narrador se entera,
por intermedio de una carta enviada por el fraile, del fallecimiento del hombre de las
ruinas, quien nunca realizó el acto de contrición demandado por el misterioso demonio,
murió en pecado y perdió para siempre su alma.
767
Consigno la existencia de una probable segunda edición de 1869, porque así lo señala la portada del
ejemplar que existe en la Biblioteca Aurelio Espinosa Polit de Quito, que, sin bien no tiene pie de imprenta,
lleva una nota manuscrita, posiblemente elaborada por el primer bibliotecario que catalogó esta obra.
338
4.
768
La existencia de esta versión consta en el encabezado de la mencionada revista. No se ha encontrado
físicamente ningún ejemplar de esta edición.
339
importante para los críticos e historiadores de la literatura ecuatoriana, pues antes de
Patricia G. Carrasco (2001) ninguno le prestó atención. Ángel Felicísimo Rojas apenas la
nombra en su tratado de 1948, además, dislocándola de su periodo histórico: la ubica
dentro del periodo liberal, es decir, después de 1895. Ningún comentario crítico relevante
merece de su parte, salvo alguna referencia lateral que ya se ha señalado oportunamente.
5.
769
A partir de este número, la publicación periódica de la novela se suspende.
770
Según consta en el encabezado de la revista. No se ha encontrado ningún ejemplar de esta edición.
340
y decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Cuenca. Publicó artículos en La
Unión Literaria en 1893. En 1876 fue funcionario del Ministerio de Hacienda en el
Gobierno de Antonio Borrero.771
Esta novela cuenta la penosa muerte que halló en Cuenca el médico de la Misión
Geodésica Francesa, Juan Seniergues, en manos de una turba enardecida, que lo linchó a
las puertas del tablado que se había dispuesto en la Plaza de San Sebastián, con motivo
de la celebración de una corrida de toros, en honor a la Virgen de las Nieves. El médico
francés frecuentaba mucho la casa de Manuela Quezada, una hermosa dama cuencana,
más conocida como la Cusinga, para atender a su padre enfermo. Esta estrecha relación
motivó los rumores del amancebamiento entre Quezada y Seniergues, y fue la primera
causa de escándalo entre la conservadora sociedad cuencana. A este suceso le siguió la
muerte de una niña enferma de dispepsia, a quien Seniergues le había prescrito una receta
magistral de bismuto, que el cura boticario no supo preparar adecuadamente y mezcló
con opio. Los rumores atribuyeron la muerte de la muchacha a las brujerías del médico
francés, y el odio del pueblo hacia él siguió creciendo.
Entre tanto, los lectores nos enteramos de que la Quezada había estado prometida
en matrimonio a Diego León, quien finalmente no cumplió el compromiso y se casó con
Rosario Serrano, debido a su posición social: era hija del alcalde de la ciudad. Para
alivianar las tensiones entre las familias y en compensación por lo ocurrido, León había
regalado a Manuela una dote de valiosas joyas. Pero sucedió que un esclavo de don Diego
irrumpió en el domicilio de los Quezada para sustraerse las joyas, aduciendo que
pertenecían en realidad a la Catedral de Cuenca, y que la Cusinga las había robado. La
amistad que Seniergues profesaba por los Quezada le impulsó a retar a León a un duelo,
para lavar la afrenta cometida, pero el esposo de la Serrano engañó a Seniergues y nunca
asistió.
En parte para encontrarse con León y en parte para desafiar las habladurías del
populacho, Seniergues se presentó en el coso taurino en compañía de la Cusinga. Una vez
sentados en los graderíos, el médico francés logró ver en la arena a León y sus amigos, y
se acercó para pedir la satisfacción de su demanda, con espada en mano, pero tropezó y
cayó de bruces. En ese momento intervino el alcalde, que se encontraba cerca, e impidió
que se derramara sangre. Una vez iniciada la fiesta, empezó a correr en los graderíos el
771
Pesántez Rodas, Visión y revisión.
341
rumor de que los franceses querían matar a la gente decente de la ciudad, y de que don
Diego había caído herido. Así pues, finalizada la primera parte de la celebración, los
geodésicos y sus acompañantes, entre ellos los Quezada, recibieron insultos y amenazas,
que terminaron en el linchamiento a Seniergues. A duras penas, el médico llegó a la casa
vecina de un amigo. Unos días después, murió como consecuencia de sus heridas.
La muerte de Seniergues cuenta con cuatro ediciones. Se ha fechado esta novela
con dos años distintos (1871-1876), para señalar la distancia que existe entre la primera
versión, imposible de encontrar, y el año de la primera impresión disponible. Según
asegura Manuel Coronel en el prólogo a la edición de 1906, todos los ejemplares de la
primera edición, publicada con el periódico El Porvenir de Cuenca, en 1871, se perdieron
en una súbita mudanza. La segunda versión apareció por entregas en el periódico literario
El Pichincha de Quito, entre julio y agosto de 1876. La tercera, de 1906, también vio la
luz en Cuenca, y es la que se ha usado en este trabajo, por ser la primera disponible en
formato de libro. La cuarta data de 1989, también impresa en Cuenca.
6.
772
Se consigna la existencia de esta edición, sin paginación ni otras referencias, basándonos en la noticia
que de ella hace el autor en el prólogo de la edición de 1906.
773
En la advertencia, Coronel afirma que empezó la escritura de la novela en 1871 en Cuenca, y que entrega
esta segunda edición corregida y aumentada en Quito. No se ha encontrado más números de este
periódico. Según el mismo autor refiere, la contienda contra Veintemilla lo obligó a interrumpir su trabajo.
342
La siguiente novela es Capítulos que se le olvidaron a Cervantes: Ensayo de
imitación de un libro inimitable (1871-1895), de Juan Montalvo (Ambato, 1832-París,
1889). Se ha fechado esta obra entre 1871 y 1895, para señalar el año en que Montalvo
empezó a escribirla y el año en que se publicó por primera vez. Si se considera solo por
el año de publicación, se habría perdido la oportunidad de incorporarla al corpus de este
análisis, y se habría cometido un grave error. Ciertamente, la escritura de esta novela
responde a las inquietudes intelectuales del período histórico, y constituye un testimonio
inmejorable de las luchas ideológicas y las rencillas partidistas, que también se tomaron
el territorio de la ficción novelesca.
Reseñar brevemente esta extensa narración resultaría muy difícil y poco
productivo, debido a la enorme cantidad de acontecimientos que contiene, y al todavía
más abundante número de comentarios del narrador, así como a los abundantes diálogos
y monólogos de los personajes, donde se encuentra realmente el meollo conceptual e
ideológico de esta obra de Montalvo. Baste recordar a los lectores que Montalvo recrea
el clásico cervantino, añadiendo una serie de anécdotas, ocurridas en un momento
indeterminado de la vida de Don Quijote y Sancho Panza, en el contexto general de su
tercera salida. La historia se interrumpe con Don Quijote todavía con vida, después de
haber dejado un curioso testamento redactado en versos octosílabos.
El texto está dividido en 60 capítulos, que pretenden imitar el estilo y la lengua
cervantina al detalle. Lo más seguro es que Montalvo haya basado su novela en la edición
del Quijote publicada por el cervantista Diego Clemencín y Viñas (Murcia, 1765-Madrid,
1834) en seis volúmenes, entre 1833 y 1839, y cuyas abundantes notas dan noticia de las
referencias a las novelas de caballerías a las que Montalvo se remite constantemente en
su texto. Pero esta novela es mucho más que una recreación cervantina. Está plagada de
alusiones políticas y sátiras a los rivales de Montalvo. Por sí sola merecería un estudio
igual de extenso y detallado como el presente, pero al menos se ha procurado ubicarla
con pertinencia en el contexto histórico que nos ocupa.
Debido a que esta novela ha sido reeditada en innumerables ocasiones, solo se
consignan las cinco más importantes: las primeras, impresas en Bensaçon (1895) y
Barcelona (1898); y aquellas llevadas a cabo por Ángel Rosenblat (Buenos Aires, 1944)
y Gonzalo Zaldumbide (México, 1972), así como la de Ángel Esteban (Madrid, 2004),
343
que se ha utilizado en esta ocasión, debido a que sus observaciones revisan los criterios
más relevantes que la crítica ha pronunciado hasta el momento sobre los Capítulos.
7.
344
sin duda alguna Cumandá. Se trata de la novela ecuatoriana canónica del siglo XIX. Tal
apreciación ha limitado enormemente el horizonte novelístico de aquellos años, y nos ha
impedido descubrir que esta novela de Mera no es más original en sus aspiraciones que
cualquiera de las otras que aparecieron en la misma época. Es también una de las pocas
en haber gozado de un proceso consistente de reedición a lo largo de más de un siglo, de
manera que cualquiera de las innumerables impresiones podría servir de fuente. En esta
ocasión, se ha citado la versión original de 1879.
Su conocida trama sigue en primer término la vida de José Domingo de Orozco,
hacendado del sur de Riobamba, que tenía una holgada vida familiar con su esposa y sus
cinco hijos. El primogénito se llamaba Carlos y la última de todos, Julia. Habituado a
maltratar a los indígenas siervos de su hacienda, Orozco recibió como respuesta el
levantamiento de la familia de Tubón, que luego de ser capturado fue llevado como
castigo a un obraje, donde toda su familia falleció debido a la presión de los trabajos
forzados. De regreso de su pena, Tubón encerró en la casa de la hacienda a la familia del
patrón, le prendió fuego y huyó con una de las sirvientas, de quien estaba enamorado.
Solo Carlos y su padre salvaron la vida, pues no se encontraban en la hacienda al momento
del incendio.
Años después, conocemos que Orozco se ha hecho misionero y vive en Andoas
con su hijo. Carlos está enamorado de una bella indígena, de tez muy blanca, llamada
Cumandá, hija de Tongana, jefe de un pueblo de las riberas donde el Palora empata con
el Pastaza, quien odia profundamente a los blancos. Con motivo de una fiesta que los
súbditos de Tongana y los jíbaros del cacique Yahuarmaqui iban a celebrar en el lago
Chimano, Carlos decide encontrarse con Cumandá, que oficiaría como una de las vírgenes
de la ceremonia. Al percatarse de la presencia de Carlos, Tongana lo manda a matar, pero
gracias a la ayuda de su enamorada primero y luego a la intervención de Yahuarmaqui, el
joven criollo esquiva la muerte. Para evitar que su hija siga con Carlos, Tongana la ofrece
en matrimonio a Yahuarmaqui. Entonces Carlos y Cumandá deciden huir rumbo a
Andoas, para evitar que se selle la unión.
Entre tanto, la tribu del cacique Mayariaga ataca el lago Chimano, como represalia
contra Yahuarmaqui, que había rechazado ayudarlo en su guerra contra otras tribus
ribereñas. En la refriega, Yahuarmaqui y Tongana quedan muy mal heridos y Mayariaga
muere, pero sus soldados logran capturar a Cumandá y la ofrecen como recompensa a
345
cambio del cadáver de su líder. Yahuarmaqui acepta gustoso el trato. La noche en que él
y Cumandá iban a convertirse en esposos, el cacique muere. A Cumandá le espera
entonces una muerte segura, pues estaba destinada, según la ley indígena, a que la
enterraran junto a su esposo. Su madre, Pona, la ayuda a escapar, y Cumandá se refugia
en Andoas, donde se entera de que Carlos ha ido a buscarla a la selva. Un mensajero de
los jíbaros le comunica a Orozco y Cumandá que Carlos está preso, y que ofrecen
entregarlo a cambio de la joven.
Mientras Orozco decide qué hacer, Cumandá se interna en la selva para cambiar
su vida por la de su amado Carlos. Orozco se entera del sacrificio de la joven y parte en
una expedición en busca de ambos. En el camino, Orozco encuentra a Pona y Carlos, que
acompañan al moribundo Tongana. Entonces el jefe indio lleva a cabo la revelación de la
novela: Tongana no es nadie más que el viejo Tubón, Pona es la sirvienta con quien había
huido hacía muchos años, y Cumandá no es otra que Julia Orozco, a quien Pona había
salvado del incendio, llevándosela consigo y adoptándola como su hija. Entonces Carlos
y Orozco se apresuran a rescatar a Cumandá, pero la encuentran ya sin vida junto al
cadáver de Yahuarmaqui. Poco tiempo después, muere la madre adoptiva, Pona, y de
pena de amor muere el hermano y enamorado Carlos. El cura Orozco decide recluirse en
un convento de Quito.
8.
346
la persecución, la madre de Soledad fallece. Una vez radicados en Lima, el padre de
Soledad debe proteger su vida nuevamente, esta vez, refugiándose en Chile. Entre tanto,
Soledad es condenada a muerte por la logia, y Ricardo, su novio, debe ejecutar la
sentencia si quiere salvar su propia vida, pues se había convertido en masón y jurado
obediencia a sus superiores. Su amigo Julio, que había sido nombrado maestro masón,
cuida de que Ricardo cumpla su promesa o él mismo tendría que asesinarlo.
El final es previsible, pero cumple con el decoro melodramático de este tipo de
narraciones: Julio asesina a Soledad y Ricardo, quienes mueren abrazados, y bañados en
la sangre del otro. En el transcurso de la anécdota, el narrador nos alecciona sobre los más
oscuros y misteriosos ritos masónicos, y aprovecha al final para emitir una patética
apología de la religión católica. A pesar de su brevedad, es inevitable catalogar esta
narración como novela (de folletín), si es que somos consecuentes con los usos que de
este término se hacían en el siglo XIX. Posiblemente no comporte las complejidades
formales de las otras obras que se cometan, pero su densidad conceptual merece al menos
que se la tome en cuenta, como una más de los relatos que reflexionaron (o fabularon)
sobre la nación ecuatoriana.
Soledad apareció por primera vez en 1881, con el subtítulo de Leyenda tomada de
una colección de tradiciones, hasta el capítulo V, en el número 19 de El Correo del Azuay
(Cuenca). Luego se publicó íntegramente con el subtítulo Apuntes para una leyenda, en
14 entregas del periódico El Progreso (Cuenca), entre el 5 de marzo y el 23 de noviembre
de 1885. Esta es la única versión completa que he encontrado hasta la fecha. María
Cristina Cárdenas Reyes da cuenta de una tercera edición, con el título de Soledad o
leyenda histórica, publicada en 1887 en forma de folleto, que no se ha logrado ubicar
todavía.774
774
María Cristina Cárdenas Reyes, citada por Flor María Rodríguez-Arenas, “Del romanticismo al
realismo”, 82.
347
[s. p.]; n.° 22, 10 de abril de 1885 [s. p.]; n.° 23, 26 de abril de 1885 [s. p.]; n.°
24, 2 de mayo de 1885 [s. p.]; n.° 25, 19 de mayo de 1885 [s. p.]; n.° 26, 14 de
junio de 1885 [s. p.]; n.° 27, 26 de junio de 1885 [s. p.]; n.° 29, 22 de julio de
1885 [s. p.]; n.° 31, 5 de agosto de 1885 [s. p.]; n.° 38, 8 de noviembre de 1885
[s. p.]; n.° 39, 16 de noviembre de 1885 [s. p.]; n.° 40, 23 de noviembre de 1885
[s. p.].
9.
775
Lloret Bastidas, “En el Centenario de la novela cuencana”, 7-16.
348
días lejos de su patria, recordando la trágica historia que los avatares de la política
ecuatoriana interpusieron en su camino a la felicidad.
Entre el amor y el deber cuenta con cuatro ediciones: las dos primeras impresas
en Cuenca (1886 y 1986) y las dos restantes, en Azogues (1997 y 2003). Para el presente
trabajo, se ha utilizado la primera de todas
10.
349
Timoleón Coloma es el relato autobiográfico de un hombre que recuerda cómo
salió del seno familiar para llegar a un internado, y entre sus muros aprendió a pasar de
la infancia a la adultez. El narrador protagonista nos brinda un rico retrato de las
costumbres de la época, que caracterizaban las instituciones educativas y las relaciones
interpersonales.
Esta novela corta ha tenido muchas ediciones, de las que se rescata las cinco más
conocidas, incluidas las impresas en el siglo XIX. En julio de 1886, Tobar publicó el
capítulo VIII de su novela, bajo el título de “Mi primer baile (capítulo de una novela)”,
en el número 3 de la Revista de la Escuela de Literatura (Quito). Un año más tarde, el
texto se publicó íntegramente por primera vez en El Perú Ilustrado (Lima).776 En 1888
vuelve a publicarse, esta vez en Barcelona, como parte del libro recopilatorio titulado
Más brochadas, malos dibujos: Tres discursos. En 1972 volvió a salir como parte de una
antología preparada por Hernán Rodríguez Castelo, titulada Cuento ecuatoriano del siglo
XIX y Timoleón Coloma. En 1984, finalmente, se publicó en formato de libro, como parte
de la colección “Joyas Literarias, novelas breves del Ecuador”, de Editorial El Conejo.
Si bien se ha tomado la mayor parte de las citas de esta última versión, esta
investigación se ha apoyado en todo momento en la edición de 1888, entre otras razones,
para mostrar una de tantas diferencias significativas. La edición de 1984, en su página 50,
no recoge los dibujos de la página 76 de la edición de 1888, lo que demuestra una vez
más (recordemos lo que sucedió con La emancipada) el cuestionable criterio con que los
editores contemporáneos han reeditado las novelas ecuatorianas del siglo XIX. En este
caso, los impresores se limitaron a poner el texto “Ojo a las vacaciones”, en lugar de la
pictografía original, con el mismo sentido. Este recurso gráfico ideado por Tobar es muy
importante, porque representa el ingenio juvenil y resume el humor con que la novela está
redactada.
Todas las obras de este corpus (exceptuando quizá Cumandá, La emancipada y
Capítulos que se le olvidaron a Cervantes) requieren urgentemente de ediciones críticas
y anotadas, y no solamente de impresiones baratas que procuren “incentivar” la lectura.
Si el lector contemporáneo no posee ciertas herramientas que le ayuden comprender y
apreciar el texto, será muy difícil que se acerque a obras tan distantes como las novelas
776
Según Luis Napoleón Dillon, citado por Raúl Neira, “La ficcionalidad y la estructura narrativa”, 129.
350
del siglo XIX. Esta es otra tarea pendiente que la crítica tradicional no ha cumplido. En
su lugar, ha refrendado ediciones mutiladas, que han distorsionado nuestra percepción.
11.
777
Hasta la presente fecha, no se ha tenido acceso a esta primera versión.
351
con Tocoya, sin saber que ella ya llevaba en su vientre a la hija del capitán español: la
princesa Naya.
Como parte de los tratados de paz entre colonos e indígenas, Naya fue recibida en
el asentamiento español restituido, la ciudad de Zamora, bajo la tutela del botánico
británico Mr. Blácker. Todos en la ciudad sabían que, por su tez blanca, Naya no podía
sino ser hija del capitán Páez, y por ello le pusieron el mote de la Chapetona. Al enterarse
de los rumores, Quiroa hizo un pacto con el cacique de las tribus allende el río Paute,
llamado Quirruba, para destruir de una vez por todas los asentamientos cristianos de las
riberas amazónicas. Como recompensa por su ayuda, Quiroa le ofreció a su “hija” Naya
como esposa. Pero la Chapetona se había consagrado, con votos de castidad y pobreza, a
la evangelización, educación y manumisión de los esclavos negros y siervos indios que
trabajaban en los lavaderos y minas de oro de la provincia.
De manera que Naya se negó a casarse con el cacique de los pautes, y se dedicó
por entero a la construcción de un hospicio donde cumplir su misión cristiana. La débil
alianza entre españoles e indígenas se rompió de inmediato, y las tribus lideradas por
Quiroa y Quirruba asolaron e incendiaron todas las poblaciones de la región conocida
entonces con el nombre de sus habitantes originarios, los yaguarzongos, entre ellas la
ciudad de Zamora. En medio del saqueo, Naya murió arrojada entre las llamas que
consumieron su casa y hospicio. Se dice que la historia de su martirio trascendió las aguas
del Atlántico y llegó a las costas de España, a los oídos del mismísimo rey.
Fausto Aguirre asegura que Moreno no pudo publicar esta novela cerca del año
en que la escribió (1887), debido a la censura clerical impuesta por el poderoso obispo
Massiá, con quien el escritor mantuvo un sonado conflicto. 778 En cambio, según Rodrigo
Pesántez Rodas, la primera edición data de 1878, pero no consigna sus fuentes ni prueba
consistentemente que así sea.779 Lo más probable que esta novela haya aparecido primero
por entregas en la publicación mensual Álbum Literario, fundada en 1904 por Manuel
Ignacio Toledo, Máximo Agustín Rodríguez y José Alejo Palacio, según se cita al mismo
Fausto Aguirre en la edición de 1992. 780 No se ha logrado conseguir esta primera edición.
Siguiendo al mismo crítico, los editores de 1992 explican que la novela tuvo, en
su primera versión, 22 capítulos, una introducción y conclusiones, y que la segunda
778
Aguirre, “Manuel Belisario Moreno Coronel”.
779
Pesántez Rodas, Visión y revisión.
780
Aguirre, “Estudio introductorio”.
352
versión consta de un capítulo adicional. De esta versión, la primera en formato de libro,
solo se ha podido recuperar la edición impresa en 1912. De manera que, al ser esta la
única disponible de cuantas se acercan más al año de escritura, la he utilizado como la
definitiva. En resumen, podríamos decir que existen las siguientes ediciones de Naya o
la Chapetona: la primera, impresa por entregas, en 1904; la segunda, en formato de libro,
publicada entre 1904 y 1912 (cuya existencia no se ha confirmado); la tercera, de 1912;
la cuarta, de 1954; la quinta, de 1992; la sexta, de 2004; y la más reciente, de 2009.
12.
La siguiente obra es la novela corta Entre dos tías y un tío: Costumbres y sucesos
de antaño en nuestra tierra, de Juan León Mera, que apareció por primera vez en 1889,
en el número 9 de La Revista Ecuatoriana (Quito) y un año más tarde en La Prensa de
Guayaquil. Veinte años después de la primera edición, ya en 1909, se publicó como parte
del libro titulado Novelitas ecuatorianas, editado en Madrid, en el que también constan
las otras novelas cortas de Mera: Porque soy cristiano y Un matrimonio inconveniente:
Apuntes para una novela psicológica. Este mismo libro fue reeditado por Hernán
Rodríguez Castelo como parte de la colección Clásicos Ariel (circa 1974), y es la versión
de donde se ha tomado la mayor parte de citas para las tres “novelitas” en cuestión.
Entre dos tías y un tío cuenta el romance entre dos jóvenes, Juanita y Antonio,
que no pueden casarse porque los tíos de ella, sus tutores desde que había quedado
huérfana, no aceptan su relación con el muchacho. A pesar de la prohibición y las
353
maniobras de sus tíos, Juanita sigue viendo en secreto a su enamorado. Cuando los tíos
se enteran, intentan ponerla de nuevo bajo el techo familiar, pero la chica muere en un
desafortunado accidente ocurrido en el viaje.
13.
354
cadáveres. Los heridos huyen para salvar su vida. Feroz logra escapar y tiene la fortuna
de encontrarse nuevamente con el campesino José, a quien no reconoce en un principio.
Obedeciendo sus principios cristianos, José y Margarita ocultan, protegen y curan al
antiguo verdugo. Cuando Feroz se entera de la identidad de su salvador, sufre una
transformación espiritual. Tiempo después, ya de nuevo en las filas del ejército floreano,
cuyo caudillo había decidido conceder amnistía a los antiguos insurrectos, sus nuevas
maneras y su trato del todo distinto con sus subalternos le ganan un nuevo mote. De
capitán Feroz pasa a ser el capitán Ovejo. Cuando se le pregunta al soldado las razones
de su nuevo comportamiento, el ahora buen mulato responde como lo hizo su salvador y
evangelizador, el campesino José: “Porque soy cristiano”.
14.
355
finalmente se lleva a cabo. Pero lo que en un principio parecía ser un feliz matrimonio
tiene un trágico desenlace. Rodolfo apuesta toda su fortuna en un riesgoso negocio, que
fracasa y lo deja en la quiebra. Poco después, toma una trágica determinación y se suicida.
De esta manera, los perores temores de Juan se ven cumplidos: un hombre sin fe como el
marido de su hija no puede tener la fortaleza espiritual para enfrentar las vicisitudes de la
vida. Luisa queda viuda, precisamente por no buscar una pareja cristiana, como quería su
padre.
15.
Así como hizo con su Timoleón Coloma, Carlos R. Tobar escribió su mayor
novela, Relación de un veterano de la Independencia, como el testimonio en primera
persona de su héroe protagonista, Antonio Mideros. Se trata de un narrador octogenario
que nos relata su vida desde los primeros recuerdos de su niñez: la revolución del 10 de
agosto de 1809, en la que su padre participó activamente, como parte de los conspiradores
que depusieron de la Presidencia de la Real Audiencia de Quito al Conde Ruiz de Castilla.
Antonio es testigo el año siguiente de la masacre del 2 de agosto, en la que murió su
padre, junto a cientos de quiteños que repelieron el ataque de las tropas realistas, que
habían llegado para restablecer el control de la ciudad, y con ella el gobierno de todos los
territorios alzados en armas. A partir de entonces, Antonio mantiene una larga relación
de maestro y aprendiz con Mariano Castillo, uno de los patriotas que sobreviven a la
356
matanza de 1810. Esta novela histórica nos va revelando el progreso de la causa libertaria
en la que participa Antonio, hasta el cruento desenlace en la Batalla del Pichincha, el 24
de mayo de 1822.
En el medio, asistimos al romance entre Antonio y Aurora, y a toda una serie de
intrigas, alianzas y traiciones, entre varios personajes que representan a los distintos
partidos políticos. Cerca del final de la novela, Antonio participa en la legendaria batalla
como oficial y espía del mariscal Antonio José de Sucre. Tiempo después, se casa con
Aurora, y el más radical de los patriotas, Mariano Castillo, se exilia en Piura,
decepcionado del oportunismo y la corrupción de los primeros gobernantes de la
república colombiana. Poco tiempo después, Castillo no soporta su fracaso, y se suicida.
Relación de un veterano de la Independencia se publicó primero por entregas en
la Revista Ecuatoriana (Quito), entre 1891 y 1893. Apareció en formato de libro recién
en 1895, en Quito. Completan sus cinco ediciones más conocidas la que salió con El
Comercio (Quito) en 1909, la del Círculo de Lectores (Quito, 1985) a cargo de Hernán
Rodríguez Castelo, y la más reciente, que se ha utilizado para esta investigación, de la
Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura, impresa en 2002.
357