Hugo El Lobo y Otros Relatos de Terror - ErckmannChatrian

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Emile

Erckmann (1822-1899) y Alexandre Chatrian (1826-1980) forman una


de las parejas literarias más populares y prolíficas de la historia de la
literatura. Originarios de la Alsacia francesa —territorio por el que han litigado
Francia y Alemania a lo largo de los siglos—, Erckmann y Chatrian
escribieron una buena cantidad de novelas y obras de teatro, así como
decenas de cuentos en colaboración. Entre sus obras más destacadas cabe
citar: El amigo Fritz, Cuentos del Rin, y El loco Yégof, este último sobre las
campañas napoleónicas.
El presente volumen se compone de una novela breve, Hugues le loup
(1859), y una selección de relatos de terror extraídos a partes iguales de
L’Illustre Docteur Mathéus (1859) y Contes fantastiques (1860). Hugo el lobo
nos sitúa en una boscosa y nevada Selva Negra alemana para contarnos los
terribles infortunios que padece el viejo conde de Nideck a causa de la
herencia maldita de su sangre, y que vuelven periódicamente cada invierno
con la presencia en los montes que rodean el castillo de una misteriosa y
siniestra anciana a la que los lugareños llaman «La Peste Negra». El resto
de los relatos de esta colección recrean magistralmente temas clásicos del
terror como la clarividencia fatal en El boceto misterioso, el científico
enloquecido y cruel, en Las tres almas, o el Mal encarnado en una casa y su
inquilina en El ojo invisible.

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Erckmann-Chatrian

Hugo el lobo y otros relatos de terror


Valdemar - Gótica 30

ePub r1.0
Titivillus 07.11.17

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Erckmann-Chatrian, 1999
Traducción: Adalberto Aguilar
Ilustración de cubierta: Retrato de Vittore Grubici como Dragón (Romolo Romani)

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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Noticia sobre los autores
Emile Erckmann nació en Phalsbourg, en la Alsacia francesa, el 21 de mayo de
1822, cuatro años antes que su paisano Alexandre Chatrian (Le Gran Soldat, 18 de
diciembre de 1826). Erckmann comenzó los estudios en su ciudad, y a los 20 años se
traslada a París para estudiar Derecho. En esa etapa universitaria escribió un opúsculo
titulado Recrutement militaire, sobre el reclutamiento de jóvenes para el ejército, que
dirigió al Parlamento francés. Finalmente regresó a su Alsacia natal antes de terminar
la carrera, en 1846. Ese mismo año, un amigo le presentó a un joven profesor del
Colegio de Phalsbourg, que más tarde habría de hacer carrera en las oficinas de las
Líneas Ferroviarias del Este, y que se convertiría en su fiel partenaire literario: el
señor Alexandre Chatrian, que iba a entrar en la historia de la literatura uniendo su
nombre al de Erckmann en la sociedad artística Erckmann-Chatrian.
El debut de este tandem literario tuvo lugar en 1847, un año después de
conocerse, en el diario alsaciano Démocrate du Rhin, en cuyas páginas fueron
apareciendo narraciones y novelas breves firmadas por el duo. A esta primera época
pertenecen varios de los relatos incluidos en el presente volumen, que se publicaron
como libro dos años más tarde con el título de Histoires y contes fantastiques (1844).
Algunos de aquellos cuentos fueron publicados en la prestigiosa revista literaria
Mousquetaire, que dirigía Alejandro Dumas. Animados por el éxito de sus
colaboraciones, escriben en 1850 la obra dramática Georges y la estrenan, no sin
dificultades, debido a su contenido «poco patriótico» y antimilitarista, en el Ambigú
Cómico de París, aunque ese mismo año la censura francesa prohíbe, al poco del
estreno, L’Alsace en 1814, drama histórico de la polémica pareja, por motivos
similares. Lejos de sentirse frustrados por las dificultades, Erckmann y Chatrian
comienzan a publicar en la Revue de Paris una serie de historias ambientadas en los
Vosgos y la Selva. Negra alemana, narraciones que reúnen en 1859 bajo el título de
L’Illustre Docteur Mathéus (cuatro de ellas están incluidas en la presente antología).
Fueron muy populares sus cuentos pintorescos y fantásticos sobre las leyendas y
las gentes de su querida Alsacia. Tan solo en tres años publicaron cuatro colecciones
de ellos: Contes fantastiques (1860), Contes de la montagne (1860), Mâitre Daniel
Roch (1861), y su famosa Contes des bords du Rhin (1862). Erckmann y Chatrian se
interesan entonces por la narración histórica centrada en las campañas e invasiones
napoleónicas de comienzos del XIX, y en ella se muestran muy críticos con el
militarismo que sostiene la quimera del Imperio napoleónico. Las principales novelas
de este periodo son: Le fou Yegof episode de l’invasion de 1814 (1862), Madame
Thérèse ou les volontaires de 1792 (1863), Histoire de un conscrit de 1813 (1864) y
Waterloo (1865).
En 1870 se produce la derrota de Napoleón III en la batalla de Sedán, en la guerra
franco-prusiana, y el emperador es hecho prisionero por los alemanes: se desvanece

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el sueño del Imperio y se instaura en Francia la III República. Alsacia pasa a dominio
alemán (aunque volverá a ser francesa antes de cincuenta años), y Erckmann y
Chatrian escriben obras sobre la nueva situación, como Le brigadier Fréderic (1874),
historia de un francés que es expulsado por los alemanes, o L’Alsace (1881). No
obstante, son sus relatos y novelas ambientadas en las leyendas y costumbres de las
gentes del Rin los que alcanzaron mayor popularidad, como L’Ami Fritz (1864) que
fue denunciada por la prensa conservadora francesa como antipatriótica.
En agosto de 1889 aparecen en Le Figaro unas revelaciones del secretario de
Chatrian sobre las supuestas disensiones que existían entre ambos escritores, pese a
su fama de amistad sin fisuras, lo cual provocó la denuncia por difamación de
Erckmann contra el secretario de su socio y una enconada polémica en los círculos
literarios tras la que quedó más o menos claro que el verdadero artífice de los escritos
de la pareja era Emile Erckmann y que Alexandre Chatrian se limitaba a realizar las
adaptaciones teatrales y encargarse de su publicación. Un año después moría
Chatrian, que no pudo recuperarse de una intervención quirúrgica, en Villemomble, el
5 de septiembre de 1890. Erckmann aún publicó dos novelas más: Kaleb et Kora y La
première campagne de grand- père Jacques antes de morir en Luneville, ciudad
alsaciana a la que se había retirado, el 14 de marzo de 1899.
En los evangelios que para todo aficionado a la literatura gótica y de terror que se
precie supone el opúsculo enciclopédico Supernatural horror in literature, del sin par
H.P. Lovecraft, puede leerse: «Los colaboradores Erckmann-Chatrian enriquecieron
la literatura francesa con numerosas fantasías espectrales, como Hugo el lobo, en el
que una maldición transmitida deriva al final hacia el tradicional escenario de castillo
gótico. Su poder para crear una atmósfera estremecedora y nocturna era enorme y hay
pocos relatos que contengan más horror que El ojo invisible, donde una vieja maligna
teje nocturnos hechizos hipnóticos que inducen a los sucesivos ocupantes de cierto
aposento de una posada a ahorcarse de su enseña».

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EL BOCETO MISTERIOSO

Frente a la capilla de San Sebaldo, en Nuremberg, haciendo esquina con la calle


de los Alabarderos, se levanta un pequeño albergue, de fachada estrecha y alta,
frontis dentado, cristales polvorientos, cuyo tejado corona una Virgen de escayola.
Allí pasé los días más tristes de mi vida. Había acudido a Nuremberg para estudiar a
los viejos maestros alemanes. Falto de dinero, tuve que ponerme a pintar retratos…,
¡y qué retratos! Gordinflonas comadres, con su gato sobre las rodillas; munícipes con
peluca; burgomaestres con tricornio. Y todo ello iluminado de ocre y bermellón,
distribuidos generosamente.
De los retratos descendí a los croquis, y de éstos a las siluetas.
Nada hay más lamentable que llevar constantemente a la zaga a un posadero, de
antipático rictus, voz chillona y aire desvergonzado, que acude cada día a deciros:
—¡Ya está bien! ¿Vais a pagarme algún día, señor? ¿Sabéis a cuánto alcanza ya
vuestra cuenta? ¡No, claro que no! Eso es algo que no os inquieta… El señor come,
bebe y duerme tranquilamente… Dios, nuestro Señor, se encarga de alimentar a sus
avecillas. Pues sepa el caballero que su cuenta asciende ya a doscientos florines y
diez kreutzers. Pero claro, ¡es algo sin importancia! No vale la pena hablar de ello.
Los que no han oído nunca entonar este estribillo no pueden hacerse idea. El amor
por el arte, la imaginación, el sagrado entusiasmo por lo bello, se desecan bajo el
aliento de un moscardón de esta especie. Os volvéis torpe y tímido; perdéis todo tipo
de energía, así como el sentido de vuestra dignidad personal, y saludáis de lejos,
respetuosamente, al señor burgomaestre Shneegans.
Cierta noche, encontrándome sin un céntimo, como de costumbre, y amenazado
con la cárcel por ese digno maese Rap, resolví hacer eterna mi deuda, cortándome la
garganta. Con tan agradable pensamiento, sentado en mi camastro delante de la
ventana, me libraba a mis reflexiones filosóficas, más o menos regocijantes.
«¿Qué es el hombre? —me decía a mí mismo—. Un animal omnívoro. Sus
mandíbulas, provistas de caninos, incisivos y molares, lo prueban fehacientemente.
Los caninos están hechos para desgarrar las carnes; los incisivos, para cortar la fruta;
los molares, para masticar, moler y triturar las sustancias animales y vegetales que
agraden al gusto y al olfato. Pero, cuando no hay nada que masticar, esta criatura se

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convierte en un verdadero contrasentido de la naturaleza, en una redundancia, en la
quinta rueda de una carroza».
Tales eran mis reflexiones. No osaba abrir mi navaja de afeitar, temeroso de que
la fuerza invencible de mi lógica no fuera a darme el coraje suficiente para acabar de
una vez. Tras haber razonado rigurosamente de esa manera, soplé la llama de mi
lámpara, aplazando la continuación hasta el día siguiente.
El abominable Rap me había embrutecido por completo. Ya no veía yo, tocante al
arte, sino siluetas; y mi único deseo era tener dinero, para poder deshacerme de su
odiosa presencia. Pero aquella noche tuvo lugar en mi espíritu una singular
revolución. Me desperté sobre la una de la madrugada, volví a encender la lámpara y,
vistiendo mi blusón gris, arroje sobre el papel un rápido boceto al estilo holandés:
algo extraño, chocante, y que no tenía relación alguna con mi producción habitual.
Figuraos un patio sombrío, encajonado entre altas paredes decrépitas… Esas
paredes están provistas de ganchos, dispuestos a siete u ocho pies del suelo. Se
adivina, al primer vistazo, que se trata de una carnicería.
A la izquierda puede verse un enrejado de listones y, a su través, un buey abierto
en canal, suspendido del techo por enormes poleas. La sangre se escurre por las
baldosas del suelo hasta una zanja repleta de desechos informes.
La luz llega desde lo alto, entre las chimeneas, cuyos tejadillos se recortan sobre
un ángulo del cielo, del tamaño de una mano. Los tejados de las casas vecinas se
hacen presentes por medio de sus sombras, que aparecen a diferentes niveles.
Al fondo de este escenario se encuentra un cobertizo; bajo el cobertizo vemos un
montón de leña y, sobre esa leña, unas escaleras de mano, unos haces de paja, rollos
de cuerda, una caja para transportar gallinas y una vieja conejera abandonada.
¿Cómo acudieron a mi imaginación todos estos detalles heteróclitos? Lo ignoro.
No recordaba para nada el original, pero cada trazo de mi boceto reflejaba, a fuerza
de ser real, un fantástico poder de observación. ¡No faltaba nada!
A la derecha, sin embargo, una esquina del boceto estaba en blanco, y no sabía yo
qué poner en ella. Pero… algo se agitaba, se movía. Vi, de repente, un pie; un pie
retorcido, levantado del suelo. A pesar de esta posición improbable, seguí la
inspiración, sin darme cuenta del propio pensamiento. El pie dio lugar a una pierna;
sobre esta pierna, extendida con esfuerzo, flotó al poco rato el paño de un vestido. En
resumen: apareció, en sucesivas etapas, una vieja macilenta, despeinada, caída sobre
el brocal de un pozo, y en lucha contra la mano que le apretaba la garganta.
Lo que estaba dibujado era la escena de un asesinato. El lápiz se escapó de mi
mano.
La mujer, en actitud violenta, con la cintura apoyada en el brocal del pozo, la cara
contraída por el terror y las dos manos crispadas en torno al brazo de su atacante, me
atemorizaba. Pero al hombre, al dueño del brazo, no conseguía verlo. Me fue
imposible terminarlo.
«Estoy cansado —me dije, con la frente bañada en sudor—. Me falta sólo esa

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figura; ya la terminaré mañana, será fácil».
Y me volví a acostar, espantado por aquella visión. Cinco minutos después
dormía profundamente.
Al romper el día siguiente estaba ya de pie. Acababa de vestirme y me preparaba
a retornar a la obra interrumpida, cuando oí que llamaban a la puerta un par de veces.
—¡Entre!
La puerta se abrió. Un hombre ya de edad, alto, delgado, vestido de negro,
apareció en el umbral. La fisonomía de este hombre, con sus ojos juntos, su gran
nariz aquilina bajo una frente ancha y huesuda, resultaba algo severa. Me saludó
ceremoniosamente.
—¿El señor Christian Venius, el pintor? —preguntó.
—Yo soy, señor.
Se inclinó de nuevo, añadiendo:
—Soy el barón Frederic Van Spreckdal.
La aparición en mi humilde cuartucho del rico coleccionista y amateur Van
Spreckdal, juez de lo criminal, me impresionó vivamente. No pude evitar una ojeada
a mis muebles viejos y carcomidos, a mis alfombras húmedas y mis suelos
polvorientos. Me sentía humillado al contemplar tanto deterioro. Van Spreckdal, sin
embargo, no pareció prestar atención a estos detalles y, sentándose ante mi pequeña
mesa:
—Maese Venius —empezó a exponer— vengo, a…
Pero, posando la vista en el boceto inacabado, dejó en el aire la frase. Yo me
había sentado en el borde de mi camastro y, al ver la súbita atención que este
personaje prestaba a una de mis producciones, mi corazón comenzó a latir con una
aprensión indefinible. Al cabo de un minuto, Van Spreckdal, alzando la cabeza:
—¿Sois el autor de este boceto? —interrogó, mirándome atentamente.
—Sí, señor.
—¿Cuál es su precio?
—No vendo mis bocetos… Es el proyecto de un cuadro.
—¡Ah! —se limitó a murmurar, cogiendo el papel con la punta de sus largos
dedos amarillos.
Sacó una lente de su chaleco y se puso a estudiar el dibujo en silencio.
El sol caía oblicuamente sobre la buhardilla. Van Spreckdal no decía ni una
palabra. Su gran nariz se curvaba como una garra, sus espesas cejas estaban
contraídas y su barbilla, pronunciándose hacia arriba, creaba mil pequeñas arrugas en
sus flacas mejillas. El silencio era tan profundo que yo podía percibir claramente el
bordoneo lastimero de una mosca, presa en una tela de araña.
—¿Y las dimensiones de ese cuadro, maese Venius? —preguntó por fin, sin
mirarme.
—Tres pies por cuatro.
—¿Y su precio?

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—Cincuenta ducados.
Van Spreckdal dejó el dibujo sobre la mesa y sacó de su bolsillo una larga bolsa
de seda verde, en forma de pera. La abrió.
—Cincuenta ducados —dijo—. Aquí están.
Me quedé deslumbrado.
El barón se había levantado. Me saludó con la misma ceremonia que había usado
anteriormente y oí sonar su gran bastón de pomo de marfil, marcando los escalones
hasta el final de la escalera. Sólo entonces, saliendo de mi estupor, recordé de golpe
que no le había dado las gracias y bajé los cinco pisos con la velocidad de la pólvora;
pero cuando llegué a la puerta, y por más que miré a derecha e izquierda, la calle
estaba desierta.
«¡Vaya —me dije—, tiene gracia!».
Y volví a subir la escalera, jadeante.

II

La inusitada manera con la que Van Spreckdal acababa de aparecérseme me tenía


en un profundo éxtasis.
«Ayer —me decía, contemplando la pila de ducados que brillaban al sol—, ayer
tenía el culpable propósito de cortarme la garganta, por culpa de unos miserables
florines, y he aquí que hoy la fortuna me cae de las nubes. Decididamente, hice bien
en no abrir mi navaja barbera. Si alguna vez me vuelve la tentación de poner fin a mi
vida, ya tendré buen cuidado en dejarlo para el día siguiente».
Tras estas juiciosas reflexiones, me senté para terminar el boceto: cuatro trazos
más, y se acabó. Pero aquí me esperaba una decepción incomprensible: era incapaz
de trazar esas cuatro líneas. Había perdido el hilo de mi inspiración y el personaje
misterioso no se despegaba del limbo de mi cerebro. Intentaba evocarlo, esbozarlo,
atraparlo del todo; pero lo que salía de mi lápiz tenía tanto que ver con el conjunto
como una figura de Rafael en una taberna de Teniers. Yo sudaba la gota gorda.
Justo en ese instante tuvo Rap la idea de entrar sin llamar, siguiendo su habitual
costumbre. Sus ojos se fijaron en mi montón de monedas y, con voz chillona, gritó:
—¡Eh! ¡Ahora sí que os he cogido! ¿O vais a decirme todavía que no tenéis
dinero?
Y sus dedos ganchudos se tendieron hacia las monedas, con ese temblor que la
vista del oro produce siempre en los avaros.

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Me quedé estupefacto durante algunos segundos. Pero el recuerdo de todas las
afrentas que me había infligido ese individuo, y su sonrisa desvergonzada, acabaron
por exasperarme. Lo así de un salto, lo rechacé fuera de la habitación con las dos
manos y le di con la puerta en las narices.
Ocurrió todo con la velocidad y los movimientos mecánicos de una caja-sorpresa.
Pero, una vez fuera, el viejo usurero empezó a lanzar unos gritos de águila:
—¡Mi dinero, ladrón! ¡Mi dinero!
Los vecinos salían de sus casas y preguntaban:
—¿Qué ocurre? ¿Qué es lo que pasa?
Volví a abrir bruscamente la puerta y le largué a maese Rap un puntapié en la
rabadilla que le hizo bajar rodando más de veinte escalones.
—Eso es lo que pasa —grité, fuera de mí. Cerré luego la puerta con dos vueltas
de la llave, mientras las risotadas de los vecinos saludaban el paso de maese Rap.
Me sentía satisfecho y me frotaba las manos. La pasada aventura me había puesto
en vena, por lo que me dispuse a terminar el boceto. Un ruido inusual, sin embargo,
llegó hasta mis oídos y atrajo poderosamente mi atención.
Las culatas de unos fusiles golpearon el pavimento de la calle. Miré por la
ventana y vi a tres gendarmes, con sus carabinas en posición de descanso y el
bicornio de través, de guardia ante la puerta del edificio.
«¿Se habrá roto algún hueso ese desgraciado de Rap?», me pregunté con espanto.
Ved la rareza del espíritu humano: yo, que estaba dispuesto el día anterior a
cortarme la garganta, temblé hasta el tuétano de mis huesos ante el temor de que Rap
hubiera muerto y me colgaran por ello.
La escalera se llenaba de confusos rumores. Era como una marea creciente de
pasos sordos, golpeteo de armas, palabras breves.
Noté súbitamente que intentaban abrir la puerta. ¡Estaba cerrada! Se produjo
entonces un clamor general.
—¡Abran, en nombre de la Ley!
Me levanté tembloroso y con las piernas flojas.
—¡Abran! —repitió la misma voz.
Tuve la idea de escaparme por los tejados; pero apenas hube pasado la cabeza por
el pequeño ventanillo de la buhardilla, retrocedí, preso de vértigo.
Había visto, como en un relámpago, todas las ventanas de debajo, con sus
cristales espejeantes, sus macetas de flores, sus jaulas y sus rejas. Más bajo, el
balcón; más aún, la farola, la insignia del Barril Rojo, guarnecida de ganchos y, por
fin, las tres bayonetas centelleantes, que no esperaban más que mi caída para
ensartarme desde la planta de los pies hasta la nuca. Sobre el tejado de la casa de
enfrente, un enorme gato rojo, al acecho detrás de una ventana, vigilaba una bandada
de gorriones, que piaban y peleaban en el canalón.
Normalmente no se piensa en la nitidez, potencia y rapidez de percepción que
tiene el ojo humano, cuando se halla estimulado por el miedo.

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—¡Abran, o echamos la puerta abajo!
Viendo que la fuga era imposible, me acerqué vacilando a la puerta e hice girar la
cerradura.
Dos manos se abatieron inmediatamente sobre mi cuello. Un hombrecillo
achaparrado, que olía a vino, me espetó:
—¡Os detengo en nombre de la Ley!
Llevaba una levita verde botella, abotonada hasta el mentón; un sombrero de copa
alta, grandes y oscuras patillas, anillos en todos los dedos… y se llamaba Passauf: era
el jefe de la Policía.
Cinco sabuesos, tocados con gorra de plato, la nariz agresiva como el cañón de
una pistola, la mandíbula inferior sobresaliente y ganchuda, me observaban desde el
exterior.
—¿Qué queréis? —pregunté yo a Passauf.
—¡Abajo! —exclamó éste bruscamente, indicándole por señas a uno de sus
hombres que me sujetase.
Así lo hizo el policía mientras yo, más muerto que vivo, veía cómo sus cuatro
compañeros empezaron a poner patas arriba mi habitación.
Bajé, pues, sostenido como un tísico en su tercer período, con el pelo caído sobre
la cara y tropezando a cada paso.
Me metieron en un simón, entre dos robustos guardianes. Muy caritativamente,
los dos hombres me dejaron ver las porras que llevaban al alcance de la mano, sujetas
a la muñeca por un cordón de cuero. El coche se puso en marcha.
Yo oía sonar detrás de nosotros los pasos de todos los chiquillos de la ciudad.
—¿Qué he hecho yo? —pregunté a uno de mis guardianes.
Miró este a su compañero con una sonrisa extraña y dijo:
—¿Qué te parece, Hans? ¡Pregunta qué es lo que ha hecho!
Aquella sonrisa me heló la sangre.
Al poco tiempo, una profunda sombra envolvió el coche, mientras los pasos de
los caballos resonaban bajo el techo. Entrábamos en la Raspelhaus. Allí se puede
decir aquello de:

Aquí dentro,
yo sé muy bien cuándo entro,
pero cuando salgo no.

De las garras de Rap había caído en la oscuridad de un Calabozo, y lo menos que


puede decirse de las celdas de Raspelhaus es que muy pocos han tenido la suerte de
salir con bien de ellas.
Grandes patios oscuros; ventanas alineadas como las de un hospital, protegidas
por rejas; ni una mata de hierba; ni una ramita de hiedra; ni una velera a la vista, ni
siquiera una veleta…, ése era mi nuevo alojamiento.

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Había motivos para arrancarse los pelos a puñados.
Los agentes de Policía, acompañados por el carcelero, me introdujeron en una
celda.
El carcelero, según creo recordar, se llamaba Kasper Schlüssel. Con su gorro de
lana gris, su pipa entre los dientes y su manojo de llaves en la cintura, me produjo el
efecto del dios Búho, al que adoran en el Caribe. Tenía los ojos redondos y dorados
del que ve en la oscuridad, la nariz ganchuda y el cuello perdido entre los hombros.
Schlüssel me encerró tranquilamente, como se guardan unos zapatos en el
armario, pensando en otra cosa. En cuanto a mí, me quedé diez minutos parado, con
las manos a la espalda y la cabeza inclinada. Al cabo de ese tiempo, me hice la
reflexión siguiente:
«Rap, mientras caía, ha gritado que le asesinaban; pero no ha dicho quién… Diré
que ha sido mi vecino, el comerciante de gafas: lo colgarán en mi lugar».
Esta idea tranquilizó mi corazón y suspiré hondamente. Luego miré mi prisión.
Acababan de blanquearla por entero y sus paredes no ofrecían aún ningún dibujo,
salvo en un rincón, donde mi predecesor había dibujado groseramente una horca. La
luz entraba por un ojo de buey situado a nueve o diez pies de altura. El mobiliario lo
componían un jergón de paja y un barreño.
Me senté sobre la paja, rodeándome las rodillas con las manos, totalmente
abatido. No lograba unir dos ideas seguidas. Pensando de golpe en que Rap, antes de
morir, hubiera podido denunciarme, sentí hormigueos en las piernas, y me levanté
tosiendo, como si la corbata de cáñamo me estuviera apretando ya la garganta.
Casi en el mismo instante oí a Schlüssel atravesar el corredor. Volvió a abrir la
celda y me indicó que le siguiese. Venía acompañado por los dos mastines que me
habían llevado hasta allí, por lo que eché a andar detrás de él como un perrillo.
Atravesamos unas largas galerías, alumbradas de trecho en trecho por algunas
ventanas interiores. Pude ver, detrás de una reja, al famoso Jic-Jack, que debía ser
ejecutado al día siguiente. Llevaba puesta la camisa de fuerza y cantaba con voz
ronca:

¡Yo soy el rey del castillo!

Gritó al verme:
—¡Eh, camarada! ¡Te guardo un sitio a mi derecha!
Los dos agentes de Policía y el dios Búho se miraron sonrientes, mientras yo
sentía ponérseme la carne de gallina por toda la espalda.

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III

Schlüssel me empujó dentro de una alta sala sombría, con una serie de bancos
dispuestos en semicírculo. El aspecto de esta sala desierta, con sus dos altas ventanas
enrejadas, su Cristo de viejo roble oscuro, con los brazos extendidos y la cabeza
dolorosamente inclinada sobre el hombro, me inspiró no sé qué especie de temor
religioso, acorde con mi situación.
Todas mis ideas de falsa acusación desaparecieron, mientras mis labios musitaban
una oración.
Hacía mucho tiempo que yo no rezaba; pero la desgracia nos trae siempre
pensamientos de sumisión. ¡El hombre es tan poca cosa!
Frente a mí, sobre un elevado sitial, se encontraban sentados dos personajes, de
espaldas a la luz, lo que dejaba sus rostros en la sombra. Reconocí, sin embargo, a
Van Spreckdal por su perfil aquilino, resaltando por el reflejo oblicuo del cristal. El
otro personaje era grueso; tenía las mejillas redondeadas, las manos cortas, y vestía la
ropa judicial, lo mismo que Van Spreckdal.
Debajo de ellos se sentaba el escribano Conrad. Escribía sobre una mesita baja,
acariciándose la oreja con las barbas de la pluma. Al entrar yo, se detuvo un momento
para mirarme con curiosidad.
Me hicieron sentar, y Van Spreckdal, levantando la voz, me dijo:
—Christian Venius, ¿por qué teníais este dibujo?
Me mostraba el boceto nocturno, que me había comprado por cincuenta ducados.
Lo hicieron llegar a mi poder, y después de haberlo examinado, respondí:
—Soy quien lo dibujó.
Hubo un largo silencio, mientras el secretario escribía mi respuesta. Oyendo su
pluma correr sobre el papel me dije: «¿Qué significado tiene esta pregunta? No
guarda relación con el puntapié que le di a maese Rap».
—Así que sois el autor —prosiguió Van Spreckdal—. ¿Cuál es el tema?
—Completamente imaginario.
—¿No habéis copiado los detalles de la realidad?
—No, señor; los he inventado todos.
—Acusado Christian —dijo el juez severamente—, os invito a reflexionar. ¡No
mintáis!
Enrojecí, y contesté exaltadamente:
—¡He dicho la verdad!
—Tomad nota, escribano —dijo Van Spreckdal.
La pluma corrió de nuevo.
—Y esta mujer —continuó el juez—, esta mujer a la que asesinan junto al
pozo…, ¿también la habéis imaginado?
—Sin ninguna duda.
—¿No la habéis visto nunca?

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—Nunca.
Van Spreckdal se levantó indignado; luego, volviéndose a sentar, pareció
consultar en voz baja con su colega.
Aquellas dos negras siluetas, recortándose sobre el fondo luminoso de la ventana,
y los tres hombres, en pie detrás de mí…, el silencio de la sala…, todo me hacía
temblar.
—¿Qué quieren de mí? ¿Qué he hecho yo? —murmuré en voz baja.
Súbitamente, Van Spreckdal ordenó a mis guardianes:
—Conducid al prisionero hasta el coche; salimos para la Metzerstrasse.
Luego, dirigiéndose a mí, gritó:
—¡Christian Venius, vais por mal camino! Recogeos y meditad que si la justicia
de los hombres es inflexible, os queda al menos la misericordia de Dios; y esta
misericordia podéis merecerla confesando vuestro crimen.
Estas palabras me aturdieron como un martillazo. Me eché hacia atrás con los
brazos extendidos, gritando:
—¡Ah, qué espantoso sueño!
Y me desvanecí.
Cuando volví en mí, el coche rodaba lentamente por la calle; otro nos precedía.
Los dos agentes seguían conmigo. Uno de ellos, durante el camino, ofreció rapé a su
compañero. Extendí maquinalmente los dedos hacia la tabaquera y él la retiró
violentamente.
El rubor de la vergüenza subió hasta mi rostro y volví la cabeza para ocultar mi
emoción.
—Si miráis hacia afuera —dijo el hombre de la tabaquera—, nos veremos
obligados a poneros las esposas.
«¡Que el diablo te ahogue, maldito cretino!», me dije. El coche se detuvo y bajó
uno de ellos, mientras el otro me sujetaba fuertemente; luego, viendo que su colega
estaba ya dispuesto para recogerme, me empujó rudamente fuera del vehículo.
Las infinitas precauciones que tomaban para asegurarse de mi persona no me
anunciaban nada bueno. Yo estaba lejos de prever toda la gravedad de la acusación
que pesaba sobre mi cabeza, cuando una espantosa circunstancia me abrió por fin los
ojos, hundiéndome en la desesperación.
Me habían empujado por una galería baja, de suelo irregular. A lo largo del muro
corría un canalillo amarillento, que exhalaba un olor fétido. Yo caminaba en medio de
las tinieblas, con dos hombres detrás de mí. A lo lejos se divisaba el claroscuro de un
patio interior.
A medida que avanzaba, el terror se apoderaba de mí progresivamente. No era un
sentimiento normal: era una ansiedad punzante, antinatural como una pesadilla. Yo
reculaba instintivamente a cada paso.
—¡Vamos, vamos! —gritaba uno de los policías, empujándome por la espalda—.
¡Adelante!

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Cuál no sería mi espanto cuando, al final de la galería, vi que el patio que yo
había dibujado la noche anterior, con sus muros guarnecidos de ganchos, sus
montones de hierros viejos, su jaula de gallinas y conejos…, todo estaba allí. ¡Ni un
ventanuco, grande o pequeño, alto o bajo…, ni siquiera un cristal roto, ni el más
mínimo detalle había sido omitido!
Me sentí fulminado ante esta extraña revelación.
Junto al pozo se encontraban los dos jueces, Van Spreckdal y Richter. A sus pies
yacía la mujer, tendida de espaldas. Sus largos cabellos grises desparramados…, el
rostro azul…, los ojos desmesuradamente abiertos…, la lengua entre los dientes.
¡Era un espectáculo horrible!
—¡Bien! —dijo Van Spreckdal con acento solemne—, ¿qué tenéis que decir
ahora?
No pude responder.
—¿Reconocéis haber arrojado al pozo a esta mujer, Teresa Becker, después de
haberla estrangulado para robarle el dinero?
—¡No —respondí yo—, no! ¡No conozco a esta mujer ni la he visto nunca! ¡Que
Dios me ayude!
—Basta con esto —replicó él secamente.
Y, sin añadir palabra, salió rápidamente con su colega.
Los agentes me colocaron entonces las esposas y me llevaron de vuelta a la
Raspelhaus, en un estado de profundo abatimiento. Yo no sabía ya qué pensar. Mi
conciencia estaba totalmente confusa y dudaba si no habría, en efecto, asesinado a la
vieja.
A los ojos de mis guardianes, yo estaba condenado.
No os contaré mis emociones de aquella noche en la Raspelhaus, cuando, sentado
en mi jergón, con el ventanillo frente a mí y el barreño en perspectiva, oí al sereno
gritar, interrumpiendo el silencio nocturno:
—¡Dormid, ciudadanos de Nuremberg, el Señor vela por vosotros! ¡Es la una!…,
¡las dos!…, ¡han dado las tres!
Puede cada uno imaginarse una noche parecida. Se dice que vale más ser
ahorcado siendo inocente y no culpable. Puede que sea así para el alma; para el
cuerpo, no hay diferencia. Muy al contrario: protesta, maldice su suerte, trata de
escapar, sabiendo perfectamente que su papel se acaba con la cuerda. Añadid a eso lo
mucho que se arrepiente de no haber gozado de la vida, de haber escuchado al alma
cuando le recomendaba la abstinencia.
«¡Ah, si lo hubiera sabido!» —exclama—. «No me habrías llevado de las riendas
con tus grandes palabras, tus bellas frases y tus magníficas sentencias. No me habrías
engañado con tus hermosas promesas y habría aprovechado los buenos ratos que ya
no volverán. ¡Se acabó! Me aconsejaste que domara mis pasiones y las domé. ¡Mira
lo que he conseguido! Van a colgarme. A ti, más tarde, te calificarán de alma sublime,
de alma estoica, mártir de los errores de la justicia. ¡No ocurrirá lo mismo conmigo!».

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Tales eran las tristes reflexiones de mi pobre cuerpo.
Llegó el día. Primero, indeciso, iluminó con su vago resplandor el ojo de buey,
los barrotes en cruz; luego fue a estrellarse contra la pared del fondo. Fuera, la calle
se animaba; era viernes y había mercado aquel día. Oía pasar las carretas cargadas de
verdura, a los honrados campesinos de la Selva Negra, cargados con sus cuévanos.
Las gallinas en sus jaulas cacareaban al pasar y las vendedoras de mantequilla
charlaban entre ellas. El mercado de enfrente abría sus puertas y empezaban a
disponer los puestos.
Avanzó la mañana y el vasto murmullo del gentío al crecer, el sonido de las amas
de casa que se reunían, la cesta al brazo, yendo, viniendo, discutiendo y regateando,
me anunció que eran las ocho de la mañana.
Con la luz, mi corazón recobró algo de confianza; algunas de mis negras ideas
desaparecieron; sentí el deseo de ver lo que ocurría en el exterior.
Otros prisioneros, antes que yo, se habían aupado hasta el ventanuco, tallando
agujeros en el muro para subir con más comodidad. Trepé a mi vez y cuando, sentado
en el vano ovalado del ojo de buey, doblando la cintura y curvando la cabeza, pude
ver el movimiento de la multitud, unas abundantes lágrimas corrieron por mis
mejillas. No pensé ya en el suicidio. Sentía una necesidad de vivir y de respirar
realmente extraordinaria.
«¡Ah, qué felicidad si pudiera vivir!», me decía. «No me importa que me pongan
a trabajar con una carretilla, ni que encadenen mis piernas con la bola de presidiario.
¡Qué más da, si puedo seguir viviendo!».
El viejo mercado, con su tejado en forma de apagavelas, apoyado en gruesos
pilares, me ofrecía una soberbia perspectiva. Las mujerucas, sentadas junto a sus
cestos de verduras, de sus jaulas de volatería, de sus cestillos de huevos; los judíos,
ofreciendo ropas usadas; los carniceros de desnudos brazos, partiendo las carnes
sobre el tajo; los campesinos de ancho sombrero echado sobre la nuca, tranquilos y
solemnes, apoyados en sus bastones de acebo, fumando tranquilamente sus pipas; el
ruido de la multitud, sus palabras entrecortadas, chillonas, graves, altas, breves; los
gestos expresivos de las gentes, las actitudes inesperadas que traicionan el sentido de
la discusión y describen tan al detalle el carácter de los individuos…, todo aquello, en
resumen, cautivaba mi espíritu y, a pesar de mi triste situación, me sentía feliz de
estar todavía en este mundo.
Mientras miraba todo esto pasó un hombre, un carnicero, inclinado bajo el peso
enorme de un cuarto de buey que llevaba a las espaldas. Iba con los brazos desnudos,
los codos al aire y la cabeza inclinada. Su cabellera flotante, como la que lleva el
sicambro en el cuadro de Salvator, me escondía su rostro; sin embargo, a la primera
mirada me sobresalté.
«¡Es él!», me dije.
Toda mi sangre se apresuró en mi corazón. Salté al suelo de mi celda, temblando
hasta las uñas, sintiendo agitarse mis mejillas y extenderse la palidez sobre mi rostro,

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mientras balbuceaba con apagada voz:
«¡Es él! ¡Y está ahí… ahí! ¡Y yo voy a morir para expiar su crimen! ¡Dios mío!
¿Qué hacer, qué hacer?».
Una idea súbita, una inspiración del cielo me atravesó el espíritu. Llevé la mano
al bolsillo de mi traje y comprobé que mi caja de carboncillos estaba allí.
Volví a subir al vano del ventanillo y me puse a trazar la escena del crimen con
una facilidad inusitada. Lo hacía sin dudar, sin corregir ni una sola línea. Conocía al
hombre…, lo veía: estaba posando delante de mí.
A las diez, el carcelero entró en mi celda. Su impasibilidad de lechuza dio paso a
la admiración.
—¿Será posible? —exclamó, de pie en el umbral.
—Id a buscar a mis jueces —le dije, prosiguiendo mi trabajo con una creciente
exaltación.
Schlüssel contestó:
—Os esperan en la sala de instrucción.
—Quiero hacer una declaración importante —le grité, dando los últimos toques al
misterioso personaje.
Éste parecía vivo; daba espanto verle. Su rostro, de frente, en escorzo sobre el
muro, se destacaba sobre el fondo blanco con una fuerza prodigiosa.
El carcelero salió.
Algunos minutos después aparecieron los dos jueces. Se quedaron estupefactos.
Yo, tembloroso, extendí la mano y les dije:
—¡El asesino es éste!
Van Spreckdal, después de algunos instantes de silencio, me preguntó:
—¿Su nombre?
—Lo ignoro; pero está ahí, en el mercado, ahora mismo. Está cortando carne en el
tercer puesto de la izquierda, según se entra por la calle de los Alabarderos.
—¿Qué pensáis de esto? —consultó Van Spreckdal con su colega.
—Que se busque a ese hombre —respondió el otro con tono grave.
Algunos de los guardianes que habían quedado en el pasillo obedecieron la orden.
Los jueces quedaron de pie, mirando el boceto. Yo, derrumbándome sobre mi
camastro, la cabeza entre las manos, quedé como anonadado.
Al poco tiempo se oyó el sonido de unos pasos bajo las bóvedas. Los que nunca
han tenido que esperar la hora de la liberación, contando los minutos, que se hacen
largos como siglos…, los que no han sentido las punzantes emociones de la espera, el
terror, la esperanza, la duda…, esos no sabrían comprender los temblores interiores
que me recorrían en ese momento. Hubiera podido distinguir los pasos del asesino,
marchando entre sus guardias, entre mil otros. Se acercaban, y hasta los mismos
jueces estaban en tensión. Yo había levantado la vista, con el corazón estrujado como
en un guante de acero, y mantenía los ojos fijos en la puerta cerrada. Se abrió ésta y
entró el hombre. Sus mejillas estaban enrojecidas; sus anchas mandíbulas, contraídas,

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hacían resaltar sus músculos hasta las orejas; sus pequeños ojos, inquietos y fieros
como los de un lobo, brillaban bajo unas espesas cejas de color rojizo.
Van Spreckdal le enseñó el boceto sin decir palabra. Entonces, este hombre
sanguíneo, de anchas espaldas, habiendo mirado el dibujo, palideció. Luego,
lanzando un rugido que nos heló de terror a todos, apartó a los guardias con sus
brazos enormes, dando un salto hacia atrás para derribarlos. Hubo una lucha
espantosa en el pasillo. No se oía más que la respiración jadeante del carnicero,
acompañada por imprecaciones sordas, breves palabras, y el sonido de los pies
golpeando el enlosado.
Aquello duró más de un minuto.
Por fin, el asesino volvió a entrar, baja la cabeza, sangrienta la mirada, atadas las
manos sobre la espalda. Miró de nuevo el dibujo del crimen, pareció reflexionar y, en
voz baja, como hablando consigo mismo:
—¿Quién ha podido verme —dijo— a media noche?
¡Yo estaba salvado!

… … … … … … … … … … … …

Han transcurrido ya bastantes años desde que me ocurrió esta terrible aventura. A
Dios gracias, no pinto ya siluetas; ni siquiera retratos de burgomaestre. A fuerza de
trabajo y perseverancia he conquistado una posición, y me gano la vida
honorablemente, intentando crear obras de arte: la sola meta, según mi parecer, que
cualquier artista verdadero debe esforzarse en alcanzar. Pero el recuerdo de aquel
boceto nocturno ha quedado grabado para siempre en mi espíritu. A veces, en medio
de mi trabajo, mi pensamiento se vuelve a él. Dejo entonces de lado mi paleta y mis
pinceles y me pongo a soñar durante horas enteras.
¿Cómo un crimen llevado a efecto por un hombre que no conocía…, en una casa
que jamás había visto…, pudo ser reproducido por mi lápiz hasta en sus menores
detalles?
¿Era una casualidad? ¡No! Y, además, ¿qué es la casualidad sino el efecto de una
causa que no comprendemos?
Schiller debió de tener razón cuando dijo: «El alma inmortal no participa de las
miserias de la materia. Durante el sueño del cuerpo, despliega sus alas radiantes y
viaja a Dios sabe dónde. Lo que entonces hace, nadie puede decirlo; pero la
inspiración traiciona a veces el secreto de estas peregrinaciones nocturnas».
¿Quién sabe? ¡La naturaleza es más audaz en sus realidades que la imaginación
del hombre en sus fantasías!

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LAS TRES ALMAS

En 1805 cursaba yo en Heidelberg mi sexto año de Filosofía trascendental. Ya


conocéis la vida de los universitarios: es una vida regalada…, una existencia de gran
señor. Se levantan al mediodía, fuman en sus viejas pipas de Ulm, se echan al coleto
uno o dos vasitos de schnaps, y luego, abotonándose la polonesa hasta la barbilla, se
colocan la gorra prusiana sobre la oreja izquierda y se van tranquilamente a escuchar,
durante media hora, al ilustre profesor Hâsenkopf, que diserta brillantemente sobre
las ideas a priori o a posteriori. Todos tienen completa libertad de bostezo, e incluso
alguno, si se tercia, se permite echar un sueño.
Acabado el curso, se reúnen en la cervecería del Rey Gambrinus. Estiran las
piernas bajo la mesa; las guapas camareras, con su corpiño de tafetán negro, acuden
con platos de salchichas, lonchas de jamón y jarras de fuerte cerveza. Se ponen a
cantar la tonada de Los Bandidos, de Schiller; comen y beben sin parar. El uno silba a
su perro Héctor, el otro abraza el talle de Carlota o Gretchen…
A veces hay una pelea; hay cambio de golpes, las jarras se tambalean y los vasos
caen al suelo. Llega entonces el vigilante, coge a los alborotadores por el cogote y
acaban pasando la noche en chirona.
¡Así transcurren los días, los meses y los años!
En Heidelberg se encuentra uno con príncipes, duques y barones con la mayor
facilidad; y también con hijos de zapateros, maestros de escuela y honorables
comerciantes. Los señores nobles hacen grupo aparte, pero todo el resto se
entremezcla fraternalmente.
Tenía yo entonces treinta y dos años y mi barba empezaba a poblarse de canas. La
jarra, la pipa y la choucroute declinaban en mi estima. En resumen, sentía la
necesidad de un cambio en mi estilo de vida. Con respecto a Hâsenkopf, a fuerza de
oírle discurrir sobre las verdades discursivas y las verdades intuitivas, sobre las
verdades apodícticas y los predicados, se había formado un verdadero popurrí en mi
cabeza. Me parecía haber descubierto el verdadero trasfondo de la ciencia: ex nihilo,
nihil. A veces, levantando los brazos, peroraba yo mismo en mi honor:
—¡Kasper Zâan! ¡Kasper Zâan! Está comprobado que saber demasiado no es
saludable. La naturaleza no te ofrece ya ninguna novedad. Como el profeta Jeremías,

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puedes quejarte y lamentarte: Vanitas vanitatum et omnia vanitas!
En este estado de ánimo me encontraba cuando, a finales de la primavera de aquel
año de 1805, un acontecimiento terrible vino a certificarme que yo no lo sabía todo y
que la carrera filosófica no siempre está sembrada de rosas.
Entre mis numerosos camaradas se encontraba un tal Wolfgang Scharf, el más
inflexible lógico que haya encontrado jamás en mi camino. Figuraos un hombrecillo
seco, de ojos hundidos, pestañas blancas, cabellos rojos cortados al cepillo, mejillas
hundidas, barba montaraz y anchas espaldas cubiertas de magníficos harapos.
Viéndole deslizarse a lo largo de las paredes, con una hogaza de pan bajo el brazo,
ardiente la mirada y curvado el espinazo, hubierais dicho que se trataba de un gato
acudiendo al galanteo. Pero Wolfgang no pensaba más que en la metafísica. Desde
hacía cinco o seis años vivía de pan y de agua en una buhardilla del antiguo
matadero. Jamás una botella de espumosa cerveza o de vino del Rin había calmado su
ardor por la ciencia; jamás una loncha de jamón había grabado el curso de sus
sublimes meditaciones; de modo que al pobre diablo daba miedo verlo. Y digo miedo
porque, a pesar de su estado de aparente debilidad, había en su andamiaje óseo una
fuerza de cohesión impresionante. Los músculos de sus mandíbulas y de sus manos
sobresalían como zunchos de hierro y, por otra parte, su equívoca mirada alejaba
cualquier tipo de piedad.
Este extraño ser, en medio de su voluntario retiro, parecía haber conservado un
resto de simpatía por mi persona. Venía a verme de tiempo en tiempo y, sentado
solemnemente en mi sillón, agitando los dedos convulsivamente, me hacía partícipe
de sus elucubraciones metafísicas.
—Kasper —me decía con voz cortante, procediendo a la manera socrática—,
Kasper, ¿qué es el alma?
Yo, muy orondo al poder desplegar mi erudición ante sus ojos, le respondía con
aire doctoral:
—Según Tales, es una especie de imán; según Platón, una sustancia que se mueve
por ella misma; según Asclepíades, una excitación de los sentidos; Anaximandro dice
que se compone de tierra y agua; Empédocles afirma que el alma es la sangre;
Hipócrates, un espíritu repartido por todo el cuerpo; Zenón, la quintaesencia de los
cuatro elementos; Jenócrates…
—¡Muy bien, muy bien! Pero tú, ¿qué piensas tú de la sustancia del alma?
—¿Yo, Wolfgang? Afirmo, con Lactancio, que no tengo ni idea. Soy epicúreo por
naturaleza; y, siguiendo a los epicúreos, todo juicio llega por los sentidos. Así que,
como mis sentidos no me dan noticia alguna del alma, no puedo juzgar nada al
respecto.
—Sin embargo, Kasper, date cuenta de que un gran número de animales, como
los insectos o los peces, viven desprovistos de uno o varios sentidos. ¿Estás seguro de
que nosotros los poseemos todos? ¿No podrían existir algunos otros de los que no
tenemos noticia?

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—Es muy posible, pero, en la duda, me abstengo de cualquier afirmación.
—¿Crees tú, Kasper, que se puede tener conocimiento de algo sin haberlo
aprendido antes?
—No. Afirmo que toda ciencia procede de la experiencia o del estudio.
—Entonces, querido amigo, ¿de dónde les viene a los pollitos, cuando salen del
huevo, echar a andar y empezar a alimentarse? ¿Por qué son capaces de descubrir al
gavilán entre las nubes y correr inmediatamente a esconderse bajo las alas de su
madre? ¿Conocieron la existencia de su enemigo en el mismo huevo?
—Eso es un efecto del instinto, Wolfgang; todos los animales obedecen a su
instinto.
—Entonces podría decirse que el instinto consiste en saber lo que nunca se ha
aprendido, ¿no es así?
—Ahí, ves tú, empiezas a volar alto. ¿Qué quieres que te responda?
Él sonreía entonces desdeñosamente, se ajustaba el agujereado abrigo y salía de
mi casa sin añadir una sola palabra.
Yo estaba convencido de que Wolfgang estaba algo tocado, pero que su locura era
de una clase inocente: ¿quién hubiera imaginado que la pasión por la metafísica
pudiera ser tan peligrosa?
Las cosas estaban en ese punto cuando la vieja vendedora de dulces, Catherine
Wogel, desapareció súbitamente. Esta buena mujer, llevando una bandeja suspendida
por una cinta rosa a su cuello de cigüeña, se presentaba normalmente en la cervecería
del Rey Gambrinus sobre las once de la mañana. Los estudiantes bromeaban con ella,
recordándole algunas calaveradas de su juventud. Ella no daba importancia al tema,
riéndose hasta no poder más de aquellas juveniles ligerezas.
—¡Oh, sí, Dios mío! —decía—. ¡No siempre he tenido cincuenta años! ¡He
pasado mis buenos cuartos de hora! ¿Y acaso me arrepiento? ¡Bah, ojalá pudiera
repetirlos!
Suspiraba profundamente y todo el mundo se reía.
Su desaparición se hizo notar al tercer día.
—¿Qué demonios le ha pasado a Catherine? ¿Estará enferma? Es raro, parecía
muy contenta la última vez que la vimos.
Supimos que la Policía se había puesto a buscarla. Por mi parte, estaba casi
convencido de que la pobre vieja, un tanto alegre por el kirsch bebido aquella noche,
había terminado en el fondo del río.
Al día siguiente, al salir por la mañana de las clases de Hâsenkopf, me topé con
Wolfgang, que paseaba por las aceras del Münster. Nada más verme se vino a mí y
me dijo:
—Te estaba buscando, Kasper…, te estaba buscando. ¡La hora del triunfo ha
sonado! ¡Acompáñame!
Su mirada, sus gestos, su palidez, traicionaban una extrema agitación. Mientras
me asía del brazo, arrastrándome hacia la encrucijada de los Curtidores, no pude

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evitar un temor indefinible.
La callejuela que recorríamos a paso largo se hundía, detrás del Münster, en una
manzana de casas tan viejas como Heidelberg. Los techos en pico, las galerías de
madera en las que flota, secándose, la ropa del pueblo, las escaleras exteriores de
desgastadas barandillas…, las mil figuras harapientas, macilentas, curiosas, con la
boca abierta, que se asomaban a las ventanas, mirando con aire ávido a los forasteros
que se aventuran en su cloaca; los largos colgaderos, tendidos de uno a otro tejado,
cargados de pieles sanguinolentas; el humo espeso que se escapa de las tuberías
zigzagueantes en todos los pisos…, todo ello se agitaba, se sucedía ante mis ojos
como una resurrección de la Edad Media. El cielo era hermoso, pero sus cuñas
azules, encajadas entre las fachadas, y los rayos luminosos que se recostaban de
trecho en trecho sobre las murallas decrépitas, hacían que mi inquietud fuera
creciendo a cada instante.
Hay momentos en que el hombre pierde todo su valor. Ni siquiera se me ocurrió
preguntarle a Wolfgang adónde íbamos.
Después de los barrios populosos donde hormiguea la miseria, llegamos a la
desierta encrucijada del antiguo matadero. Wolfgang, cuya mano seca y fría parecía
pegada a mi muñeca, me introdujo súbitamente en una casa abandonada de ventanas
derruidas, entre el antiguo cobertizo del depósito de heno de la Landwehr,
abandonado desde hacía tiempo, y el tenderete del matadero.
—Ve delante —me dijo.
Bordeé una pared de tierra seca, en cuyo extremo se alzaba una escalera de
caracol de peldaños rotos. Empezamos a subir por ella. Aunque mi camarada no
cesaba de repetir, con voz impaciente, que siguiera subiendo, me detenía a veces,
preso del espanto, pretextando mi necesidad de tomar aliento. Examinaba cada rincón
de la sombría vivienda, deliberando si no era tiempo aún de huir.
Llegamos por fin al pie de una escala de madera apoyada en un muro, cuyas
traviesas se perdían en las tinieblas, en dirección a un sobradillo. Todavía me
pregunto cómo tuve el valor de subir por aquellos palos, sin exigir a mi amigo
Wolfgang la más mínima explicación. Se conoce que la locura es contagiosa.
Y allí estaba yo, escalando los peldaños, con Wolfgang a mis talones. Llego
arriba…, pongo los pies sobre un suelo de madera polvorienta…, miro…
Era un granero inmenso, cuya techumbre estaba horadada por tres claraboyas. El
muro gris de la fachada subía por la izquierda hasta los doblados. Las vigas se
cruzaban por encima de nuestras cabezas. Imposible mirar al exterior, puesto que las
claraboyas se encontraban a diez o doce pies por encima del entarimado.
No pude ver más, en ese primer momento, que una puerta baja y un ancho
tragaluz, practicados en la pared de la fachada.
Wolfgang, sin decir palabra, empujó hacia mí un cajón que le servía de sillón y,
cogiendo con las dos manos una jarra de agua, escondida en la sombra, bebió largo y
tendido, mientras yo le miraba pensativo.

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—Estamos en el sobrado del antiguo matadero —me dijo con extraña sonrisa,
mientras depositaba la jarra en el suelo—. El ayuntamiento ha decidido levantar otro
fuera de la ciudad, y yo vivo aquí desde hace cinco años sin pagar alquiler. Nadie
viene aquí a turbar mis estudios.
Sentándose sobre algunos troncos amontonados en un rincón, prosiguió:
—Pero vamos a los hechos. ¿Estás seguro, Kasper, de que tenemos alma?
—Escucha, Wolfgang —le respondí malhumorado—, si me has traído aquí para
discutir de metafísica, cometes una gran equivocación. Acababa justamente de salir
de una clase de Hâsenkopf y me dirigía a la cervecería del Rey Gambrinus para tomar
un bocado, cuando me saliste al paso. Ya tengo por hoy mi diaria dosis de
abstracción, y estoy más que satisfecho. De modo que explícate por lo derecho o
déjame seguir la senda de las cocinas.
—¿No vives más que para comer? —protestó roncamente—. ¿No sabes que he
pasado aquí días enteros, sin nada que mascar, sólo por amor a la ciencia?
—Allá cada uno con sus gustos. Tú vives de silogismos y argumentos; pero a mí
me gustan las salchichas y la cerveza de marzo. ¿Qué quieres que le haga? ¡Es algo
más fuerte que yo!
Había palidecido y sus labios temblaban; pero, dominando su cólera, me dijo:
—Kasper, ya que no quieres contestarme, escucha al menos mis explicaciones. El
hombre necesita admiradores, y yo quiero que me admires. Quiero, de alguna forma,
que quedes fulminado por el sublime descubrimiento que acabo de hacer. Creo que
no te pido demasiado si por diez años de concienzudos estudios solicito una hora de
tu atención.
—Muy bien, de acuerdo, te escucho…, pero date prisa.
Un nuevo temblor agitó su rostro y me dio que pensar: me arrepentí de haber
subido por aquella escala y tomé el aire más solemne que pude, con el fin de no irritar
todavía más a aquel maníaco. Mi actitud meditativa pareció calmarle un tanto,
porque, después de algunos instantes de silencio, prosiguió:
—Si tienes hambre, aquí tienes mi pan y mi agua. Come y bebe…, pero escucha.
—No es necesario, Wolfgang; te escucharé sin necesidad de alimento.
Sonrió con amargura y comenzó su peroración:
—No tenemos solamente un alma, cosa que ya se admitía en el origen de los
tiempos históricos: desde la planta hasta el hombre, todos los seres viven… están
animados…, luego tienen un alma. ¡No hace falta estudiar seis años con Hâsenkopf
para llevar a esa conclusión! Todos los seres organizados tienen, al menos, un alma.
Pero, a medida que esta organización se perfecciona, se complica…, las almas se van
multiplicando. Eso es lo que distingue a unos seres animados de otros. La planta sólo
tiene un alma, el alma vegetal. Su función es simple y única: tiene por meta la
respiración del aire, por medio de las hojas, y la alimentación que saca de la tierra
gracias a las raíces.
»El animal tiene dos almas. Para empezar, el alma vegetal, cuyas funciones son

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las mismas que en la planta: la respiración y nutrición que efectúan los pulmones y
los intestinos —que son verdaderos vegetales— y el alma animal propiamente dicha,
que tiene por meta la sensibilidad, y cuyo órgano es el corazón.
»Tenemos, por fin, al hombre, que resume hasta ahora la creación terrestre. Tiene
tres almas: el alma vegetal y el alma animal, cuyas funciones se ejercen como lo
hacen en el bruto, y el alma humana, cuyo objeto es la razón y la inteligencia. Su
órgano es el cerebro. Cuanto más se acerca el animal al hombre por la perfección de
su órgano cerebral, más participa de esta tercer alma: así ocurre con los perros, el
caballo y el elefante. ¡Pero sólo el hombre genial posee esta alma en toda su
plenitud!».
Aquí Wolfgang se detuvo unos instantes y, fijando en mí la vista, preguntó:
—¿Qué tienes que decir al respecto?
—Pues…, es una teoría como otra cualquiera. Sólo falta la prueba.
Una especie de exaltación frenética se apoderó de Wolfgang al oír esta respuesta.
Se puso en pie de un salto, agitando las manos en el aire y engallando la cabeza.
—Sí, sí… —dijo—, la prueba faltaba. Desde hace diez años era esto lo que la
tenía desconsolado…, lo que fue causa de tantas noches en vela…, de tantos
sufrimientos morales…, de tantas privaciones. Porque primero, Kasper, quise
experimentar mis teorías sobre mí mismo. El ayuno reforzaba en mi espíritu la
convicción sublime de que estaba en lo cierto, sin que me fuera posible establecer la
prueba. Pero por fin la tengo… ¡La tengo! Vas a oír manifestarse a las tres almas.
¡Oh, sí, vas a oírlas, Kasper!
Después de esta explosión de entusiasmo, que me produjo escalofríos por la
energía y el fanatismo que demostraba, pasó a un estado de fría calma. Se sentó,
apoyando los codos en la mesa y, señalando la alta muralla de la fachada, prosiguió:
—La prueba está ahí, detrás de ese muro. Luego la verás; pero, antes de nada,
quiero que sigas la marcha progresiva de mi discurso. Ya conoces la opinión que
tenían los antiguos sobre la naturaleza de las almas: admitían la existencia de cuatro,
reunidas en el hombre. La primera era la carne, caro, una mezcla de tierra y agua que
la muerte descompone. Manes era la segunda, el fantasma que se pasea junto a las
tumbas; su nombre viene del verbo manere…, permanecer, quedar. La tercera es
umbra, la sombra, más inmaterial que los manes; desaparece tras haber visitado a sus
familiares más próximos. Y, por fin, spíritus, el espíritu, la sustancia inmaterial que
asciende hasta los dioses. Esta clasificación me parecía correcta. Se trataba entonces
de desmembrar al ser humano, de aislar estas tres almas —abstracción hecha de la
carne—, para establecer claramente su existencia. La razón me decía que cada
hombre, antes de llegar a su último desarrollo, tenía que haber pasado por el estado
de planta y de animal; en otros términos, que Pitágoras había entrevisto la realidad,
sin poder demostrarla. Yo quería resolver el problema definitivamente. Tenía que
apagar en mí mismo, sucesivamente, las tres almas, para volver a reanimarlas luego.
Por desgracia, el alma humana, para dejar libre al alma animal, tenía que sucumbir la

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primera. Al seguir un ayuno riguroso, el hambre me hizo perder la facultad de poder
observarme en estado animal: agotándome físicamente, se agotaba también mi
capacidad de juicio. Después de un gran número de intentos infructuosos sobre mi
propio organismo, me convencí de que había sólo una forma de alcanzar la meta:
¡experimentar sobre una tercera persona! Pero, ¿quién iba a prestarse a este tipo de
observación?
Wolfgang hizo una pausa. Sus labios se contrajeron y, con tono brusco, añadió:
—Necesitaba una cobaya a cualquier precio… y decidí experimentar in anima
vili.
Sentí un escalofrío. ¡Aquel hombre era, pues, capaz de todo!
—¿Has comprendido? —inquirió Wolfgang.
—Perfectamente… Te hacía falta una víctima.
—Para estudiarla —precisó él fríamente.
—¿Has encontrado alguna?
—Sí. Te he prometido que oirías a las tres almas. Puede que ahora sea un tanto
difícil, pero ayer…, ¡ayer habrías podido oírlas a las tres, por turno, aullar, rugir,
suplicar y rechinar los dientes!
Un rictus glacial se extendió por mi rostro. Wolfgang, impasible, encendió una
pequeña lámpara que usaba habitualmente para su trabajo y, acercándose al tragaluz
de la izquierda:
—Mira —me dijo, extendiendo el brazo en las tinieblas—. Acércate y mira…, ¡y
luego escucha!
A pesar de los funestos presentimientos, a pesar del terror interior que me agitaba
—atraído sin duda por la fuerza del misterio—, me asomé al sombrío agujero.
Entonces, bajo los pálidos rayos de la lámpara, a unos quince pies por debajo del
entarimado, pude ver un reducto oscuro, sin otra salida que la del granero. Comprendí
que se trataba de uno de aquellos depósitos donde los carniceros amontonan los
despojos del matadero antes de entregarlos a los curtidores. Estaba vacío y, durante
algunos segundos, no vi más que este foso lleno de sombras.
—Fíjate bien —me dijo Wolfgang en voz baja—. ¿No ves como un paquete de
harapos tirado en un rincón? Es la vieja Catherine Wogel, la vendedora de pastelillos
que…
No pudo acabar. Un grito agudo, salvaje, similar al lúgubre maullido de un gato
cuando se le pisa una pata, se oyó en el foso. Un ser enloquecido pareció querer
escalar el muro con la sola ayuda de sus uñas. Yo, más muerto que vivo, cubierta la
frente de un sudor frío, di un salto hacia atrás, gritando:
—¡Es horrible!
—¿La has oído? —preguntó Wolfgang, iluminado su rostro por una alegría
infernal—. ¿No es el grito de un gato? ¡Je, je, je! La vieja, antes de alcanzar la
naturaleza humana, ha sido en el pasado gata o pantera. La fiera se despereza ahora.
¡Oh, el hambre…, el hambre! ¡El hambre y la sed hacen milagros!

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Ni siquiera me miraba. Se glorificaba. Una satisfacción abominable relucía en su
mirada, en su actitud, en su sonrisa.
Los maullidos de la pobre vieja habían cesado. El loco, dejando la lámpara sobre
la mesa, añadió, en forma de comentario:
—Hace cuatro días que ayuna. La atraje hasta aquí con el pretexto de venderle un
pequeño barrilito de kirsch. La hice bajar al foso y la encerré: el alcohol la ha perdido
y ahora expía su sed inmoderada. ¡Je, je, je! Durante los dos primeros días, el alma
humana estaba en todo su vigor. Me suplicaba, me imploraba, proclamaba su
inocencia, diciendo que nada había hecho, que no tenía yo ningún derecho sobre ella.
Luego apareció la ira: me llenó de reproches, me trató de monstruo y miserable. Al
tercer día —que fue ayer, miércoles—, el alma humana desapareció por completo. El
gato sacó sus garras. Tenía hambre…, sus dientes se aguzaban; se puso a maullar, a
aullar. Felizmente, estamos en un lugar solitario. Durante la noche última, las gentes
que viven por la encrucijada de los Curtidores debieron pensar que había más de mil
gatos peleándose: ¡eran unos gritos como para echarse a temblar! Y ahora, cuando la
fiera esté agotada, ¿sabes tú, Kasper, lo que va a suceder? Le tocará el turno al alma
vegetal: es ella la última en perecer. Por eso se observa que los cabellos y las uñas de
los cadáveres siguen creciendo aún bajo tierra; se forma, incluso, en los intersticios
del cráneo, una especie de liquen humano que se llama usnea, a la que se supone
formada por los jugos anímicos del cerebro. Por último, incluso el alma vegetal acaba
por retirarse. Como ves, Kasper, la prueba de las tres almas está completa.
Estas palabras llegaban a mis oídos como llegan las razones del delirio en la más
horrible de las pesadillas. El grito de Catherine Wogel me había traspasado los
huesos. Estaba como en otro mundo, perdida la cabeza. Pero casi al instante,
despertándome de este estupor moral, la indignación se abrió paso dentro de mí. Me
enderecé…, así al maníaco por la garganta y, arrastrándolo hacia la salida de la
buhardilla, le recriminé:
—¡Miserable! ¿Quién te ha permitido disponer de la vida de un semejante, de una
criatura de Dios, para satisfacer tu infame curiosidad? ¡Yo mismo te entregaré a la
justicia!
Estaba tan sorprendido por mi agresión —su acto le parecía algo muy natural que
no hizo en principio resistencia alguna, dejándose arrastrar hasta la escala de madera
sin reaccionar. Allí, sin embargo, retorciéndose con la agilidad de una fiera, me
agarró a su vez por la garganta, mientras sus ojos despedían rayos y sus labios
babeaban de rabia. Su mano, potente como un resorte de acero, me levantó del suelo
y me clavó contra la pared, mientras la otra abría el cerrojo de la trampilla.
Comprendiendo entonces su intención, hice un esfuerzo terrible para soltarme de su
presa, asiéndome desesperadamente al marco del portón; pero aquel hombre estaba
dotado de una fuerza sobrehumana. Tras una lucha rápida y desesperada, me sentí
desprendido por segunda vez y lanzado al espacio, mientras por encima de mí
resonaban estas extrañas palabras:

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—¡Así perece la carne en rebeldía! ¡Así triunfa el alma inmortal!
Apenas hube llegado al fondo del depósito, roto, hecho pedazos, desgarrado, la
pesada puerta se cerró a quince pies por encima de mí, interceptando a mis ojos la luz
grisácea del granero.

II

Al caer al fondo del cuartucho y sentirme preso como una rata en la ratonera, fue
tal mi consternación que me incorporé sin un lamento.
«Kasper», me dije, adosándome al muro con una extraña calma, «se trata ahora de
devorar a la vieja o dejar que la vieja te devore. ¡Elige! En cuanto a salir de esta
cloaca, no pierdas el tiempo: Wolfgang te tiene bajo su garra y no te soltará. Los
muros son de sillería y el suelo de gruesos maderos de roble. Nadie te ha visto
atravesar la encrucijada de los Curtidores…, nadie te conoce en el barrio del
matadero viejo, por lo que no te buscarán por aquí. Se acabó, Kasper…, se acabó. Tu
última posibilidad es esa pobre Catherine Wogel. Mejor dicho, sois cada uno la
última posibilidad del otro».
Todo aquello me cruzó el espíritu como un relámpago. Se apoderó de mí un
temblor nervioso que me ha durado más de tres años. Cuando, en ese mismo instante,
la cabeza pálida de Wolfgang, con su pequeña lámpara, apareció en el tragaluz, y yo,
juntando las manos, aterrorizado, quise suplicarle…, descubrí que tartamudeaba de
una forma atroz, que ni una sola palabra salía de mis labios temblorosos. Él,
viéndome en ese estado, se sonrió, y le oí murmurar entre dientes:
—¡El muy cobarde! ¡Me está suplicando!
Fue el golpe de gracia. Caí de cara contra el suelo y allí hubiera quedado
desvanecido a no ser por el miedo de ser atacado por la vieja. Sin embargo, no la oía
moverse. La cabeza de Wolfgang había desaparecido. Oí cómo aquel orate atravesaba
el granero, movía la mesa, tosía breve y secamente… Mi sentido del oído estaba tan
atento que el mínimo ruido me ponía en tensión: oí bostezar a la mujer y, cuando me
volví, pude ver por primera vez sus ojos brillando en la sombra. Oí al tiempo las
pisadas de Wolfgang por la escalera y fui contando los escalones uno a uno, hasta que
el ruido se perdió en la lejanía. ¿Adónde había ido el miserable? Lo ignoro, pero
durante todo aquel día y la noche siguiente no reapareció. Pasados dos días, sobre las
ocho de la tarde, mientras la vieja y yo aullábamos como para que retemblasen las
paredes, volvió a aparecer.

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Yo no había pegado ojo, ni casi me sentía el cuerpo, de miedo y rabia. Tenía
hambre, un hambre devoradora. Y sabía que el hambre seguiría en aumento.
Al oír ruido en el granero, me callé y levanté los ojos: el tragaluz se iluminaba…
Wolfgang encendía su lámpara…, sin duda vendría a verme. Con esta esperanza
preparé alguna súplica conmovedora, pero la lámpara se apagó…, y no vino nadie.
Fue quizá el momento más espantoso de mi suplicio. Me dije que Wolfgang,
sabiendo que todavía no estaba extenuado, no se dignaba siquiera darme un vistazo;
que no era a sus ojos más que un objeto de experimentación; que la ciencia no me
necesitaría hasta dentro de dos o tres días, cuando estuviera entre la vida y la muerte.
Tuve la sensación de que mis cabellos encanecían lentamente, y así era: lo estaban
haciendo en aquel mismo instante. Mi terror, por fin, llegó a tal punto, que perdí todo
sentido del tiempo.
Hacia la medianoche me despertó el contacto de un cuerpo. Me aparté con
repugnancia, al comprobar que la vieja se había aproximado, atraída por el hambre.
Sus manos se engarfiaban sobre mis ropas. El maullido de la gata llenó el cuartucho y
me heló de espanto.
Yo me esperaba un combate terrible, pero la desgraciada estaba al límite de sus
fuerzas: ¡estaba en su quinto día!
Las palabras de Wolfgang volvieron a mi memoria: «Cuando el alma animal se ha
extinguido, aparece el alma vegetal… Los cabellos y las uñas crecen bajo tierra… La
usnea se enraíza en los intersticios del cráneo…». Me imaginé a la vieja reducida a
ese estado, con su cráneo cubierto de liquen enmohecido. Me imaginé a mí mismo
tendido a su lado, mientras nuestras almas extendían su húmeda vegetación, una junto
a la otra, en aquel silencio total.
Esa imagen se apoderó de mi espíritu de una forma tal que olvidé incluso las
dentelladas del hambre. Tendido junto al muro con los ojos abiertos, miraba ante mí
sin ver nada. Estando yo así, más muerto que vivo, un vago resplandor se paseó por
entre las tinieblas. Levanté los ojos y pude ver el rostro de Wolfgang asomándose por
el tragaluz. Ya no reía; no parecía sentir ni alegría, ni satisfacción, ni remordimientos:
se limitaba a observarme.
Aquel rostro me llenó de terror. Si hubiera reído, si hubiera gozado con su
venganza, yo habría intentado tocar sus sentimientos, su piedad. ¡Pero sólo me
observaba!
Así estuvimos durante un rato, mirándonos mutuamente; yo, transido de espanto;
él, frío, tranquilo, atento, como si mirase un objeto inerte. El insecto atravesado por
una aguja, puesto bajo el microscopio, si acaso piensa, si tiene ocasión de contemplar
el ojo humano, debe de sentir algo parecido.
Tenía que morir para satisfacer la curiosidad de un monstruo. Comprendí que
rogar sería inútil y no dije nada.
Después de haberme mirado de aquella manera, el loco, contento sin duda con sus
observaciones, giró la cabeza para contemplar a la mujer. Seguí maquinalmente la

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dirección de su mirada, y lo que vi no puede expresarse con lenguaje humano: una
cabeza macilenta, adelgazada; unos miembros abarquillados y tan puntiagudos que
parecían atravesarlos harapos que los envolvían; algo deforme, espantoso. Aquel
cráneo era el de un muerto, y los cabellos esparcidos a su alrededor tenían el aspecto
de hierbas secas. Dos ojos enfebrecidos y dos dientes amarillentos resaltaban en el
centro de aquel rostro.
Para acrecentar mi horror, distinguí dos babosas adheridas a aquel esqueleto. Ese
espectáculo macabro, que se me ofrecía bajo el débil rayo de la lámpara, trazado
como un hilo luminoso en medio de las tinieblas, me hizo pensar: «Así estaré yo
dentro de cinco días».
Cerré un instante los ojos y, al volverlos a abrir, comprobé que la luz había
desaparecido.
—¡Wolfgang! —grité—. ¡Dios, que está en lo alto, nos está viendo! ¡Wolfgang, la
desgracia perseguirá a los monstruos!
Pasé el resto de la noche sumido en el espanto.
Tras haber repasado de nuevo, en el delirio de la fiebre, las posibilidades que
tenía de escapar, y no habiendo encontrado ninguna, tomé la repentina decisión de
morir, y esta decisión me procuró algunos momentos de calma. Repasé en mi espíritu
los argumentos de Hâsenkopf relativos a la inmortalidad del alma y, por primera vez,
encontré en ellos una fuerza invencible.
—Sí —me dije—, el paso por este mundo no es más que un tiempo de prueba. La
injusticia, la ambición, las más funestas pasiones dominan el corazón del hombre. El
débil es aplastado por el fuerte, el pobre por el rico. La virtud no es más que una
palabra en este mundo, pero todo vuelve a su debido orden después de la muerte.
Dios está viendo ahora la injusticia de que soy víctima y tendrá en cuenta los
sufrimientos que estoy padeciendo. Perdonará los pecados cometidos, mi amor
excesivo a las buenas viandas. Antes de admitirme en su compañía ha querido
purificarme por medio de un ayuno riguroso. Ofrezco mis sufrimientos al Señor…,
etc., etc.
A pesar de todo —debo confesarlo, queridos amigos—, a pesar de mi contrición
profunda, el recuerdo de la cervecería y de mis alegres camaradas, la memoria de
aquella dulce existencia que transcurría en medio de canciones y de vino, me hizo
suspirar más de una vez. Oía el crepitar de las frituras en la sartén, el gorgoteo de las
botellas, el entrechocar de las jarras, y mi estómago gemía como una persona viva:
había otro ser dentro de mí, contradiciendo los argumentos filosóficos de Hâsenkopf.
El peor de mis sufrimientos era el que me causaba la sed, tan intolerable, que
acabé lamiendo el salitre de la pared para refrescarme.
Cuando el día lució a través del tragaluz, vago e incierto, tuve un súbito acceso de
inusitado furor:
«¡El canalla está ahí, tiene pan y una jarra de agua, puede beber!».
Me lo imaginaba llevando la jarra a su boca; me parecía ver los torrentes de agua

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que pasaban lentamente por su garganta. Era un río delicioso que corría…, corría sin
parar…, mientras el gaznate del miserable, satisfecho, se henchía voluptuosamente y
su estómago se saciaba. Sentí que la cólera, la desesperación y la indignación se
apoderaban de mí, y empecé a tartamudear, corriendo junto a las paredes:
—¡Agua…, agua…, agua!
La pobre mujer, reanimándose, repetía locamente a mis espaldas:
—¡Agua…, agua…, agua…!
Se arrastró detrás de mí, agitando sus harapos: ¡el infierno no es más terrible!
En medio de esta escena, el rostro descolorido de Wolfgang apareció por tercera
vez en el tragaluz. Debían de ser las ocho. Cesé en mis gritos y le supliqué:
—Wolfgang…, escucha: déjame beber solamente un trago de tu jarra, y déjame
morir de hambre luego. Te aseguro que no me quejaré.
Y me eché a llorar.
—Lo que haces es propio de bárbaros —proseguí—. Tu alma inmortal deberá
responder de esto ante Dios. Bien está que te sirvas de la vieja para tus
experimentos…, porque, como decías muy juiciosamente, es anima vilis… Pero yo…
yo he estudiado. Creo que tu sistema demostrativo es de lo más interesante. Puedo
comprenderte… y te admiro… Déjame solamente beber un trago de agua. ¿Qué
puede importarte? Nunca ha habido una concepción filosófica tan sublime como la
tuya… Es cierto que existen tres almas… Sí, sí…, quiero proclamarlo. ¡Seré tu más
firme partidario…! ¿No podrías darme un solo trago de agua?
Él, sin responder, se retiró.
Mi exasperación, entonces, no conoció límites. Me lancé contra el muro con
peligro de romperme los miembros. Apostrofé al miserable en los más duros
términos.
En medio de este furor, percibí de golpe que la vieja había cesado de moverse,
acurrucándose junto a la pared. Me vino entonces la idea de beber su sangre. La
extrema necesidad lleva al hombre a unos excesos que producen temblores. Se
despierta en esas ocasiones la bestia feroz, y todo sentimiento de justicia, de
benevolencia, se borra ante el instinto de conservación.
«¿De qué le sirve a ella tener sangre?», me dije. «No tardará en morir y, si no me
aprovecho ahora, toda su sangre se secará».
Un fuego rojo bailó ante mis ojos; pero, felizmente, cuando me inclinaba hacia la
pobre vieja, las fuerzas me abandonaron y caí junto a ella desvanecido, con la cara
envuelta en sus andrajos.
¿Cuánto tiempo duró esta falta de consciencia? Lo ignoro, pero salí de ese estado
por una extraña circunstancia, cuyo recuerdo quedará para siempre impreso en mi
alma: recobré el sentido al oír el aullido lastimero de un perro, ese aullido tan débil,
tan quejumbroso, tan punzante; esos lamentos más enternecedores que el mismo
llanto del hombre, y que no pueden oírse sin sufrir. Me levanté con el rostro bañado
en lágrimas, sin saber de dónde venían aquellas quejas tan conformes con mi propio

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dolor. Presté oídos… y juzgar mi estupor cuando caí en la cuenta de que era yo
mismo quien así gemía, sin ni siquiera darme cuenta de ello.
A partir de ese momento, todo tipo de recuerdo se borra de mi memoria. Lo que sí
es cierto es que permanecí en aquel foso dos días más, bajo la mirada del loco. El
entusiasmo de Wolfgang, viendo triunfar sus ideas, fue tal, que no dudó en convocar
a varios de nuestros filósofos para gozar de su admiración.
Seis semanas después me desperté en mi pequeña habitación de la calle del Plato
de Estaño, rodeado por mis camaradas, que me felicitaban muy sinceramente por
haber podido salir con bien de esa lección de filosofía trascendental.
Hubo un momento patético cuando Ludwige Brêmer me trajo un espejo y yo,
viéndome más flaco que Lázaro al salir de su tumba, no pude evitar las lágrimas.
La pobre Catherine Wogel había entregado su alma.
En cuanto a mí, estuve a punto de conservar una gastritis crónica para el resto de
mis días; pero gracias a mi buena constitución, y gracias, sobre todo, a los cuidados
del doctor Aloisus Kilian, he recobrado mi buena salud de otros tiempos. Me
complace rendir este homenaje a herr Kilian, pues hizo una verdadera obra maestra
con mi estómago, que había quedado arruinado por el ayuno.
Es inútil añadir que la justicia se hizo cargo del miserable de Wolfgang. En lugar
de colgarlo, como pedían sus méritos, quedó sentenciado, después de seis meses de
proceso, que este ser abominable estaba dentro de la categoría de los locos
místicos…, que es la más peligrosa de todas. En consecuencia, se le internó en una
celda del Klingenmünster[1], donde los visitantes pueden oírle disertar sobre las tres
almas, con voz seca y magistral.
Acusa firmemente a la humanidad de ingratitud, y pretende que sería de justicia el
que se le levantaran estatuas por su magnífico descubrimiento.

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LA ARAÑA CANGREJO

Las aguas termales de Spinbronn, situadas en el Hundsrück, a escasas leguas de


Pirmesens, gozaban en otro tiempo de una magnífica reputación. Todos los enfermos
de gota y riñón de Alemania se daban cita allí. El aspecto salvaje de la comarca no les
asustaba. Se alojaban en lindas casitas construidas en el fondo del desfiladero; se
bañaban en la cascada, que cae en anchas capas de espuma desde lo alto de las rocas;
bebían una o dos garrafas de agua mineral por día, y el doctor del lugar, Daniel
Hâselnoss, que distribuía sus recetas vestido con una levita marrón y tocado con una
gran peluca, hacía excelentes negocios.
Hoy, las aguas de Spinbronn ya no figuran en el Codex; no se ven, en esta pobre
aldea, sino miserables leñadores; y —da pena decirlo— el doctor Hâselnoss se ha
marchado.
La culpa de todo eso la tuvieron una serie de extrañas catástrofes que el consejero
Brêmer, de Pirmesens, me contaba el otro día.
—Ya sabéis, maese Frantz —me dijo—, que la fuente de Spinbronn sale de una
especie de caverna, que tiene unos cinco pies de alto y una anchura de doce a quince.
El agua mana a una temperatura de sesenta y siete grados centígrados, y es salina. En
cuanto a la caverna, cubierta en el exterior de musgo, hiedras y maleza, no sabemos
cuál es su profundidad, porque las exhalaciones termales impiden penetrar en ella.
»Sin embargo (y esto es singular) se venía notando desde el siglo pasado que los
pájaros de los alrededores, los tordos, los gavilanes y las tórtolas, penetraban en ella
en pleno vuelo, y no sabía a qué misteriosa influencia se debía esta particularidad.
»En 1801, durante la temporada de las aguas, y por una circunstancia todavía no
explicada, el caudal del manantial aumentó sensiblemente; los bañistas que se
paseaban debajo, sobre el césped, vieron caer de la cascada un esqueleto humano,
blanco como la nieve.
»Podéis suponeros, maese Frantz, el general espanto. Se pensó, naturalmente, que
durante algunos de los años precedentes se había cometido un asesinato en
Spinbronn, y que el cadáver de la víctima había sido arrojado en el manantial. Pero el
esqueleto no pesaba más allá de doce libras, y Hâselnoss concluyó que debía de haber
estado en la arena más de tres siglos, si había llegado a un grado tal de desecación.
»Este razonamiento, bastante correcto, no impidió a un gran número de bañistas
quedar desolados por el hecho de haber tragado las salinas aguas, por lo que
decidieron abandonar el lugar; los que de verdad padecían gota y de cálculos en el
riñón se consolaron prontamente. La crecida de las aguas, sin embargo, continuaba; y
todos los desechos, todo el limo y todos los restos que encerraba la caverna fueron
saliendo durante los días siguientes. Un verdadero osario cayó de la montaña:
esqueletos de los más variados animales…, cuadrúpedos, aves, reptiles…, todo lo
más horrible que pudiera concebirse.
»Hâselnoss editó inmediatamente un opúsculo para demostrar que todas esas

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osamentas provenían de un mundo antediluviano; que eran huesos fósiles acumulados
allí, en una especie de depósito, durante el diluvio universal: es decir, cuatro mil años
antes de Cristo. En consecuencia, podían considerarse como verdaderas piedras, y no
había por qué hacer ascos. Su librito casi había tranquilizado a los gotosos cuando
una buena mañana, de improviso, el cadáver de un zorro, con su hermosa piel, y el de
un gavilán, con todas sus plumas, cayeron lindamente por la cascada.
»Imposible sostener que estos restos eran anteriores al diluvio. La repugnancia
fue tan grande que cada uno se apresuró a liar sus bártulos y a buscar otro lugar
donde tomar las aguas. “¡Qué infamia, qué horror! —exclamaron las hermosas damas
—. Mirad de dónde provenían las virtudes de estas aguas minerales… ¡Es preferible
morir de piedras en la vejiga antes de seguir la cura en estas condiciones!”.
»Al cabo de ocho días no quedaba en Spinbronn más que un inglés, a la vez
gotoso de pies y manos, que se hacía llamar Sir Thomas Hawerbuch, Comodoro, y
que se daba la gran vida, según es costumbre de los súbditos británicos en país
extranjero.
»Este personaje, grueso y graso, sano de tez, pero con las manos literalmente
anudadas por la gota, hubiera sido capaz de beber consomé de esqueleto con tal de
curarse de su enfermedad. Se rió descaradamente al observar la deserción de los otros
enfermos y se instaló en el más hermoso chalet, a media ladera, anunciando su
determinación de pasar el invierno en Spinbronn.
Aquí, el consejero Brêmer tomó lentamente un gran pellizco de rapé, como para
reanimar sus recuerdos. Sacudió negligentemente con los dedos su chorrera de
encajes y prosiguió:
—Cinco o seis años antes de la revolución de mil setecientos noventa y ocho, un
joven médico de Pirmesens, llamado Christian Weber, había marchado a Santo
Domingo con la esperanza de hacer fortuna. Había reunido, efectivamente, unas cien
mil libras en el ejercicio de su profesión cuando estalló el motín de los negros.
»No tengo necesidad de contaros el bárbaro trato que padecieron nuestros
desgraciados compatriotas en Haití. El doctor Weber tuvo la buenaventura de escapar
a la matanza y salvar una parte de su fortuna. Estuvo residiendo en distintos lugares
de América del Sur y, concretamente, en la Guayana Francesa. En mil ochocientos
uno volvió a Pirmesens y fue a establecerse en Spinbronn, donde el doctor Hâselnoss
le cedió su casa y su difunta clientela.
»Christian Weber trajo con él a una vieja negra llamada Agatha: una espantosa
criatura de nariz chata, labios gruesos como el puño, que se envolvía la cabeza con
tres capas de pañuelos de escandalosos colores. Esta buena mujer adoraba el carmín
de labios; llevaba unos pendientes de anillas que le caían casi hasta los hombros, y
los montañeses del Hundrück venían a contemplarla desde seis leguas a la redonda.
»En cuanto al doctor Weber, era un hombre alto, flaco, invariablemente vestido
con una casaca azul celeste de largos faldones y unos calzones de piel de gamo.
Llevaba un sombrero flexible de paja y botas de media caña con vueltas amarillas,

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adornadas por delante con dos bellotas de plata.
»Hablaba poco. Su risa rozaba el tic nervioso y sus ojos grises, normalmente
tranquilos y meditabundos, brillaban con un singular destello en cuanto se topaba con
la más mínima contradicción. Todas las mañanas daba un paseo por la montaña, fiado
al capricho de su caballo, y silbando monocordemente una desconocida canción de
negros. Este hombre original, para acabar, había traído de Haití buena cantidad de
carpetas llenas de extraños insectos. Algunos de estos bichos eran negros y dorados,
gruesos como huevos de pájaro; los otros eran pequeños y brillantes como chispas.
Los tenía en más estima que a sus propios enfermos y, de cuando en cuando, al volver
de sus paseos, traía algunas mariposas clavadas en la copa de su sombrero.
»Apenas instalado en la vasta mansión de Hâselnoss, pobló el corral con extrañas
aves: ocas de Berbería, de mejillas escarlatas; algunas pintadas y un pavo blanco,
posado habitualmente encima del muro del jardín, que se repartía con la criada negra
la admiración de los montañeses.
»Si entro en tantos detalles, maese Frantz, es porque me recuerdan mi primera
juventud. El doctor Christian era a la vez mi primo y mi tutor; cuando retornó a
Alemania vino a buscarme y me instaló junto a él en Spinbronn. La negra Agatha me
inspiró al principio un terror enorme; no me acostumbraba fácilmente a su fisonomía
heteróclita; pero tenía tan buen carácter, cocinaba tan bien las pastas de hígado con
especias, canturreaba con su voz gutural tan extrañas cancioncillas, haciendo chascar
los dedos y llevando el ritmo con las caderas, que acabé por tomarle un gran cariño.
»El doctor Weber había hecho amistad con Sir Thomas Hawerburch, que
representaba, él solo, lo más florido de su clientela. No tardé en apercibirme de que
esta pareja de originales mantenían juntos largos conciliábulos. Se informaban sobre
cosas misteriosas, sobre transmisiones de fluidos, y se libraban a una serie de
extraños gestos que habían aprendido, tanto el uno como el otro, en sus largos viajes:
Sir Thomas en Oriente, y mi tutor en América. Aquello me tenía grandemente
intrigado. Tal como les ocurre a todos los niños, estaba siempre al acecho de todo
aquello que parecían querer ocultarme. Desesperando finalmente de conseguir algo
en claro, tomé el partido de interrogar a Agatha. La pobre vieja, después de haberme
hecho prometer que no diría nada, me confesó que mi tutor era brujo.
»Por lo demás, el doctor Weber ejercía una singular influencia sobre el espíritu de
la negra, y esta mujer, tan dispuesta de costumbre a divertirse por cualquier cosa, tan
alegre habitualmente, temblaba como una hoja cuando, por casualidad, los ojos grises
de su amo se posaban en ella.
»Todo esto, maese Frantz, no parece tener relación alguna con las fuentes de
Spinbronn. Esperad…, esperad: ya veréis por qué singular cúmulo de circunstancias
mi relato tiene que ver con lo que os estoy contando.
»Ya os he explicado que algunos pájaros se lanzaban dentro de la caverna, y que
lo hacían incluso animales de mayor tamaño. Tras la definitiva fuga de los bañistas,
algunos viejos habitantes de la aldea recordaron que una muchacha llamada Loisa

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Müller, que vivía con su vieja y enferma abuela en una casuca, por la otra vertiente de
la montaña, había desaparecido súbitamente, haría de aquello unos cincuenta años.
Había salido una mañana para buscar leña o hierba en el bosque y, desde entonces, no
se había vuelto a tener noticias de ella. Únicamente, tres o cuatro días más tarde, unos
leñadores que habían estado trabajando en el monte bajaron a la aldea contando que
habían encontrado la hoz y el delantal de la muchacha a pocos pasos de la caverna.
»Desde aquel momento resultó evidente para todo el mundo que el esqueleto
caído de la cascada, y sobre el cual Hâselnoss había construido tan hermosas frases,
no era otro que el de Loisa Müller. La pobre muchacha había sido atraída sin duda al
interior de la caverna por la misma misteriosa influencia que actuaba diariamente
sobre criaturas más débiles.
»¿De qué naturaleza era esta influencia? Nadie lo sabía; pero los habitantes de
Spinbronn, supersticiosos como todos los montañeses, pretendieron que el diablo
habitaba en la caverna, y el terror se apoderó de los alrededores.
»Bien, así estaban las cosas cuando una tarde del mes de julio de mil ochocientos
dos, mi primo se entretenía en efectuar una nueva clasificación de los insectos de sus
carpetas. Había cogido algunos de los más curiosos el día anterior. Yo me mantenía
cerca de él, sosteniendo en una mano la vela encendida y en la otra la aguja cuya
punta ponía al rojo vivo.
»Sir Thomas, sentado en una silla cuyo respaldo apoyaba en el antepecho de una
ventana, puestos los pies sobre un taburete, nos miraba hacer, fumando un cigarro
puro con aire soñador.
»Yo me llevaba muy bien con Sir Thomas Hawerburch, y le acompañaba cada día
en su calesa, cuando nos acercábamos al bosque. Le gustaba oírme charlar en inglés
según decía, quería hacer de mí un verdadero gentleman.
»Cuando hubo puesto etiqueta a todas sus mariposas, el doctor Weber abrió, por
fin, la caja de los insectos de mayor tamaño y dijo: “Ayer capture un magnífico ciervo
volante, el gran Lucanus cervus de los robles de Hartz. Tiene la particularidad de que
su cuerno derecho se divide en cinco ramas. ¡Es un ejemplar bastante raro!”.
»Yo le presenté la aguja y, mientras atravesaba al insecto antes de fijarlo sobre el
corcho, pude ver cómo Sir Thomas, hasta entonces impasible, se levantaba, y,
acercándose a una de las carpetas, se ponía a considerar a la araña cangrejo de la
Guayana con un sentimiento de horror que se pintaba de una forma chocante sobre su
gruesa y enrojecida figura. “He aquí —exclamó— la obra más espantosa de toda la
creación. ¡Sólo de verla me echo a temblar!”.
»En efecto, una palidez súbita se extendió por su rostro. “¡Bah! —dijo mi tutor—,
todo eso no son más que prejuicios infantiles. Oye uno gritar a su niñera…, se tiene
miedo…, y os queda la impresión para siempre. Si observáis esta araña con un
microscopio potente, os maravillaréis del acabado de sus órganos, de su admirable
disposición, de su elegancia misma”. “Me repugna —interrumpió el comodoro
bruscamente—. ¡Puaj!”.

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»Había dado media vuelta, exclamando: “¡No sé por qué, pero las arañas me han
helado siempre la sangre!”.
»El doctor Weber se echó a reír, y yo, que era de la misma opinión que Sir
Thomas, me atreví a decir: “Sí, primo, deberías sacar de la caja a ese bicho
asqueroso. Es repugnante…, mucho más repugnante, con diferencia, que todos los
demás”. “¡Pequeño bruto —me respondió, mientras sus ojos brillaban—, ¿quién te
obliga a mirarla? Si no os gusta a ninguno de los dos, marchaos a pasear a otra parte”.
»Evidentemente, se había enfadado; y Sir Thomas, que en aquel momento se
hallaba delante de la ventana, contemplando la montaña, me cogió de la mano y me
dijo bondadosamente: “Tu tutor, muchacho, aprecia a su araña. A nosotros nos gustan
más los árboles y la hierba. Vamos a dar un paseo”. “Eso es —asintió el doctor—,
pero volved para la cena, a las seis”.
»Elevando la voz, añadió: “No me guardéis rencor, Sir Hawerburch”.
»El comodoro se dio la vuelta riendo. Subimos en su coche, que le esperaba,
como siempre, delante de nuestra casa.
»Sir Thomas quiso conducir él mismo el carruaje y despidió a su criado. Me hizo
un sitio junto a él en el asiento delantero y salimos hacia el Rothalps.
»Mientras el vehículo subía lentamente por el sendero arenoso, una tristeza
invencible se apoderó de mi alma. Sir Thomas, por su parte, parecía pensativo. Se dio
cuenta de mi tristeza y dijo: “Ya veo que no te gustan las arañas, muchacho. Tampoco
a mí. Gracias al cielo, no hay especies peligrosas en este país. La araña cangrejo que
tiene tu primo y tutor en la caja es originaria de la Guayana Francesa. Vive en las
grandes extensiones pantanosas de la selva, constantemente llenas de cálidos vapores
y emanaciones. Necesita esa alta temperatura para vivir. Su tela —casi se podría
llamar red— puede rodear un arbusto entero, y atrapa en ella a los pájaros, como las
arañas de por aquí atrapan a las moscas. ¡Bah, bah! Olvida esas imágenes
repugnantes y toma un trago de mi viejo borgoña”.
»Se volvió en el asiento y levantó la tapa de la segunda banqueta, retirando de
entre la paja una especie de bota, de la que me ofreció una buena ración en un vasito
de cuero.
»Al poco rato de haber degustado el vino, noté que recobraba el buen humor y me
reí de mi anterior espanto.
»La calesa, de la que tiraba un pequeño caballo de las Ardenas, seco y nervioso
como una cabra, trepaba por el inclinado sendero. Miles de insectos bordoneaban
entre los brezos. A nuestra derecha, a cien pasos todo lo más, se extendían por encima
de nosotros los límites de los bosques de Rothalps, cuyas profundidades tenebrosas,
llenas de espinos y de hierbas parásitas, dejaban ver de tarde en tarde algunos claros
inundados de luz. A nuestra izquierda caía el torrente de Spinbronn y, cuanto más
subíamos, más se teñían de azul las plateadas capas de agua, mientras redoblaba el
sonido de su caída.
»Estaba cautivado por aquel espectáculo. Sir Thomas, repantigado en el asiento,

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con las rodillas a la altura del mentón, se dejaba llevar por sus ensoñaciones
habituales. Mientras tanto, el caballo, apalancando con los pies e inclinando la cabeza
sobre el petral para tirar del carruaje, parecía llevarnos en volandas por el flanco de la
montaña. La pendiente del camino se fue haciendo más suave y alcanzamos los
Pastos de los Corzos, rodeados de sombras temblorosas. Había tenido siempre la
cabeza vuelta hacia la inmensa perspectiva de la cascada de Spinbronn. Volví a mi
posición normal cuando noté las sombras y pude ver que estábamos a cien pasos de la
caverna. La maleza que la rodeaba tenía un magnífico color verde y las aguas que,
antes de caer, se extienden sobre un lecho de arena y piedras negras, eran tan limpias
que hubiera podido creerse que estaban heladas. Los pálidos vapores que cubrían su
superficie desmentían esta primera impresión.
»El caballo se había detenido por sí mismo para tomarse un respiro. Sir Thomas,
incorporándose, paseó la vista sobre el paisaje durante algunos segundos, musitando:
“¡Qué tranquilo está todo!”.
»Luego, tras algunos minutos de silencio: “Si no estuvieras aquí, muchacho, me
bañaría sin dudarlo”. “¿Y por qué no lo hacéis? Puedo darme una vuelta por los
alrededores. Hay por aquí cerca un lugar cubierto de frambuesas y voy a ver si cojo
algunas. Estaré de vuelta dentro de una hora”. “¡Buena idea, muchacho, buena idea!
El doctor Weber afirma que bebo demasiado borgoña, por lo que voy a combatir el
vino con el agua. Ese fondo de arena me agrada”.
»Bajamos los dos del coche, dejando atado al caballo al tronco de un pequeño
abedul. Sir Thomas me hizo un gesto con la mano, como para indicarme que podía
partir.
»Le vi sentarse sobre el césped y empezar a quitarse las botas. Mientras me
alejaba, se volvió para gritarme: “¡Hasta dentro de una hora!”.
»Fueron sus últimas palabras.
»Volví una hora después al manantial. El caballo, la calesa y las ropas de Sir
Thomas eran las únicas cosas que se ofrecían a mi vista. El sol iba bajando y las
sombras se alargaban. Ni el canto de un pájaro por entre los arbustos…, ni el chirriar
de los insectos entre las altas hierbas. ¡Un silencio de muerte planeaba en aquella
soledad! Este silencio me intranquilizó y me aupé sobre el peñasco que domina la
caverna. Miré a derecha e izquierda. ¡Nadie! Llamé. ¡No hubo respuesta! El ruido de
mi voz, repetida por los ecos, me atemorizaba. La noche caía lentamente y una
angustia indefinible me oprimía. La historia de la muchacha desaparecida vino a mi
memoria repentinamente. Bajé de la roca apresuradamente. Me detuve ante la boca
de la caverna, aterrorizado: al posar la vista en aquel agujero sombrío acababa de
descubrir dos puntos rojos e inmóviles… y como unos largos hilos que se agitaban de
una forma extraña en medio de las tinieblas, a una profundidad donde quizá el ojo
humano no había penetrado todavía. El miedo daba a mi vista y a todos mis sentidos
una fineza de percepción inusitada. Durante algunos instantes percibí claramente el
monótono canto de una cigarra en el borde del bosque. A lo lejos, muy lejos, en el

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valle, ladró un perro… En seguida, tras parecer detenido por la emoción, mi corazón
se puso a latir furiosamente, y no oí ya nada más.
»Entonces, lanzando un grito horrible, huí, abandonando el caballo y la calesa. En
menos de veinte minutos, saltando sobre las rocas y la maleza del monte, había
llegado a las puertas de casa. Grité ahogadamente: “¡Corred, corred! ¡Sir Hawerburch
ha muerto! ¡Sir Hawerburch está dentro de la caverna!”.
»Tras estas palabras, pronunciadas en presencia de mi tutor, de la vieja Agatha y
de dos o tres personas invitadas aquella tarde por el doctor, me desvanecí. Supe más
tarde que había estado delirando durante una hora.
»La aldea entera había salido a la búsqueda del comodoro, capitaneada por el
doctor Weber. A las diez de la noche volvía toda aquella multitud, trayendo de vuelta
la calesa y, sobre la calesa, las ropas de Sir Hawerburch. No habían descubierto otra
cosa. Era imposible dar diez pasos dentro de la caverna sin quedar sofocados por las
emanaciones que se desprendían en su interior.
»Durante la ausencia de la población, Agatha y yo habíamos estado sentados
junto al fuego de la chimenea. Yo, tartamudeando de terror una serie de palabras
incoherentes; ella, con las manos cruzadas sobre las rodillas, los ojos como platos, se
acercaba de vez en cuando a la ventana para ver lo que ocurría. Desde abajo podía
verse el ir y venir de las antorchas por el bosque. Se oían las roncas y lejanas voces,
interpelándose las unas a las otras en medio de la oscuridad.
»Al acercarse su amo, Agatha se puso a temblar. El doctor entró bruscamente,
pálido, con los labios apretados y la desesperación pintada sobre su rostro. Una
veintena de leñadores llegaron tras él, con sus grandes sombreros de fieltro de ala
ancha y sus caras tostadas por la intemperie. Apenas entrado en la sala, los
chispeantes ojos de mi tutor parecieron buscar algo. Fijó su vista en la mujer negra y,
sin que hubieran cambiado ni una sola palabra, la pobre mujer se puso a gritar: “¡No,
no quiero!”. “¡Pero yo sí quiero!”, contestó el doctor.
»Pareció como si la negra hubiera sido presa de un invencible poder. Tembló de
los pies a la cabeza y, cuando Christian Weber le señaló un asiento, se instaló en él
con una rigidez cadavérica.
»Todos los asistentes, testigos de este espectáculo espantoso, se persignaron. Eran
gentes sencillas, de costumbres primitivas y groseras, pero llenos de sentimientos
piadosos. Yo, que en aquellos tiempos no conocía, ni siquiera de nombre, la terrible
potencia magnética de la voluntad, me puse a temblar, pensando que Agatha estaba
muerta.
»Christian Weber se aproximó a la mujer y, pasándole la mano por la frente con
un gesto rápido, preguntó: “¿Estás preparada?”. “Sí, amo”. “¿Qué es de Sir Thomas
Hawerburch?”.
»Al oír estas palabras, Agatha tuvo un estremecimiento. El doctor insistió: “¿Lo
ves?”. “Sí…, sí… —respondió ella ahogadamente—, le veo”. “¿Dónde está?”. “Allí
arriba…, en el fondo de la caverna…, ¡muerto!”. “¡Muerto! —exclamó el doctor—.

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¿Cómo ha sido?”. “La araña… ¡Oooh, la araña cangrejo…, oooh!”. “Cálmate —le
rogó el doctor—; danos más detalles”. “¡La araña cangrejo lo agarra por el cuello…,
está allí…, en el fondo…, bajo la roca…, envuelto en hilos…, aaah!”.
»Christian Weber paseó una mirada fría sobre los asistentes que, puestos en
círculo, con expresión asombrada, escuchaban los balbuceos de la negra. Le oír
murmurar: “Es horrible, es horrible…”.
»Luego prosiguió: “¿Lo ves?”. “Lo veo…”. “Y la araña…, ¿es grande?”. “¡Oh,
amo! Nunca… nunca vi una tan enorme…, ni junto a las orillas del Mocaris…,
tampoco en las tierras bajas de Konanama. ¡Es tan grande como mi cabeza!”.
»Hubo un largo silencio. Todos los presentes se miraron con temor, palideciendo.
Sólo Christian Weber parecía tranquilo. Pasó varias veces sus manos sobre la frente
de la mujer y prosiguió: “Agatha, cuéntanos cómo ha muerto Sir Hawerburch”. “Se
estaba bañando en el estanque del manantial. La araña estaba a sus espaldas y lo
miraba fijamente. Tenía hambre, hacía tiempo que ayunaba. Lo veía… con los brazos
sobre el agua. Salió de golpe…, como un rayo…, y pasó sus patas alrededor del
cuello del comodoro, que gritó: “¡Oh, Dios mío!”. Ella le picó y huyó. Sir Thomas se
derrumbó en el agua y murió. La araña volvió y lo rodeó con su red. Tiraba del hilo y
él flotaba suavemente… suavemente… hasta el fondo de la caverna. Ahora está
completamente negro”.
»El doctor, volviéndose hacia mí, que me sentía dominado por el terror, inquirió:
“¿Es cierto que el comodoro se estaba bañando?”. “Sí, primo”. “¿A qué hora?”. “A
las cuatro…”. “¿Hacía calor?”. “¡Oh, sí, mucho!”. “Eso es… —dijo mi tutor
golpeándose la frente—, el monstruo pudo salir sin ningún temor”.
»Pronunció algunas palabras ininteligibles y, dirigiéndose a los montañeses,
añadió en voz alta: “Amigos míos, ahora sabemos de dónde provienen todos los
restos y esqueletos que asustaron a los bañistas. Ya veis lo que ha causado vuestra
ruina. ¡La araña cangrejo! Ahí está, protegida por su tela, siempre al acecho de sus
presas en el fondo de la caverna. ¿Quién podrá decir nunca cuántas han sido sus
víctimas?”.
»Preso de un tremendo furor, salió gritando de la casa: “¡Haces de leña! ¡Traed
una buena cantidad de haces!”.
»Todos los montañeses le siguieron en tropel.
»Diez minutos después, dos grandes carros cargados de leña subían la cuesta
parsimoniosamente. Una larga fila de leñadores, llevando cada uno su hacha al
hombro, los seguían en medio de la oscuridad nocturna. Mi tutor y yo marchábamos
en cabeza, llevando los caballos de la brida, y una luna melancólica iluminaba
vagamente esta especie de marcha fúnebre. Las ruedas chirriaban de cuando en
cuando y los carros, levantados por la aspereza de las rocas, volvían a caer en el carril
con ruido sordo.
»Al llegar a la caverna, junto a los Pastos de los Corzos, el cortejo se detuvo. Se
encendieron las antorchas y la multitud avanzó hacia la boca del agujero. El agua

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transparente, deslizándose sobre la arena, reflejaba la luz azulada de las antorchas,
cuyos rayos iluminaban sobre el roquedo. “Descargaremos aquí la leña —dijo
entonces el doctor—. Hay que tapar la entrada de la cueva”.
»Con una sensación de espanto, nos pusimos a la tarea. Los haces caían desde lo
alto de los carros. Algunas estacas, plantadas agua abajo de la boca de la cueva,
impedían que el agua los arrastrase.
»Sobre la medianoche, la abertura de la caverna estaba literalmente sellada. El
agua, silbando por debajo, escapaba a derecha e izquierda. La leña de las capas
superiores estaba perfectamente seca. El doctor Weber, cogiendo una antorcha, le
prendió fuego a la pira con sus propias manos. La llama, saltando de ramita en ramita
con unos chasquidos de cólera, bien pronto se lanzó hacia el cielo, en medio de
grandes nubes de humo.
»Era un espectáculo extraño y salvaje, diría que inusitado, el ver la masa sombría
de aquel bosque iluminada de tal manera.
»La caverna se llenó con un humo negro y denso, que entraba y salía,
renovándose sin cesar. A su alrededor estaban los leñadores, sombríos, inmóviles,
esperando el desenlace, con los ojos fijos en aquella humeante boca. Yo mismo,
temblando de pies a cabeza, no podía apartar la vista del espectáculo.
»Había transcurrido un cuarto de hora y el doctor Weber empezaba a
impacientarse, cuando un objeto negro…, de largas patas ganchudas, apareció de
súbito desde la sombra y se precipitó por la salida.
»Un grito general resonó alrededor del brasero llameante.
»La araña, rechazada por el enorme calor, volvió a entrar en el antro; ahogada sin
duda por el humo, volvió a la carga y se lanzó en medio de las llamas. Sus largos
quelíceros se retorcieron por el calor. Era grande como mi cabeza y de un color rojo
violeta: ¡parecía una vejiga llena de sangre!
»Uno de los leñadores, temiendo verla franquear la pira, le lanzó su hacha,
alcanzándola de lleno. La sangre cubrió un momento el fuego que la rodeaba; pero,
casi instantáneamente, la llama reavivó su intensidad y consumió al horrible insecto.
»Tal es, maese Frantz, el extraño acontecimiento que destruyó la sólida
reputación de la que gozaban en otro tiempo las aguas de Spinbronn. Puedo certificar
la exactitud escrupulosa de mi relato. Lo que no puedo hacer, lo que me es imposible,
es daros una explicación. Permitidme, sin embargo, abordar la posibilidad de que
algunos insectos, sometidos a la elevada temperatura de ciertas aguas termales, que
les procuran las mismas condiciones de vida y de desarrollo que tienen en África o
América del Sur, puedan alcanzar tamaños fabulosos. Ese mismo calor hizo posible la
exuberancia inusitada de la creación durante los tiempos antediluvianos.
»Sea lo que fuere, mi tutor juzgó que sería imposible, después de estos
acontecimientos, resucitar la fama de las aguas de Spinbronn. Volvió a vender la casa
de Hâselnoss, para retornar a América con su criada negra y sus colecciones de
insectos. Yo quedé interno en Estrasburgo, y allí permanecí hasta mil ochocientos

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nueve.
»Los grandes acontecimientos políticos de la época absorbían entonces toda la
atención de Alemania y Francia, por lo que el hecho que acabo de relataros pasó
totalmente desapercibido».

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HANS WEINLAND EL CABALISTA

Nuestro profesor de metafísica, Hans Weinland, era lo que los cabalistas llaman
un arquetipo: alto, flaco, de cutis grisáceo, cabellos rojos, nariz aquilina, ojos claros y
boca irónica, por encima de la cual corrían unos largos mostachos a la prusiana.
Nos maravillaba a todos por las evoluciones de su lógica, por el encadenamiento
de sus argumentos, por los comentarios burlones y acerados que formulaba, y que
salían de él con la misma naturalidad con que le salen las espinas a la zarza.
Contrariando todas las tradiciones universitarias, este hombre insólito se tocaba
de costumbre con un gran sombrero en forma de trabuco, adornado con una pluma de
gallo; vestía una levita con galones y pantalones anchos; y calzaba unas botas de
húsar, adornadas con pequeñas espuelas de plata: todo el conjunto le daba un aire
bastante belicoso.
Una buena mañana, maese Hans, que me tenía en bastante estima y me llamaba,
guiñando los ojos de una forma extraña, «el hijo del dios azul», maese Hans, como
digo, entró en mi habitación y me dijo:
—Christian, ya puedes irte buscando otro profesor de metafísica: salgo para París
dentro de una hora.
—¡Para París! ¿Y qué vais a hacer en París?
—Argumentar, discutir, porfiar…, ¿yo qué sé? —respondió él, alzando los
hombros.
—Si es para eso, tanto os da quedaros aquí.
—No, no… Se preparan grandes cosas; y, además, tengo una serie de excelentes
razones para salir de naja.
Fue hasta la puerta y comprobó que no había nadie. Volvió y me dijo al oído:
—Debes saber que esta mañana he alojado en la barriga del mayor Krantz un
estoque de tres codos de largo.
—¿De verdad?
—Pues sí. Figúrate que el muy animal tuvo la audacia de discutirme ayer, en
plena cervecería Gambrinus, que el alma es una pura cuestión de imaginación.
Naturalmente, le rompí mi jarra en la cabeza. Así que esta mañana hemos ido junto al
río, a cubierto de miradas curiosas, y allí le he proporcionado un argumento
materialista de primera mano.
Le miré asombrado.
—¿Y os marcháis a París? —volví a preguntar tras un momento de silencio.
—Eso es. He percibido el sueldo del trimestre hará tres o cuatro días; me bastará
ese dinero para el viaje. Pero no puedo perder un minuto: ya conoces la dureza de las
leyes sobre el duelo. Lo menos que podría ocurrirme sería pasar tres años encerrado
y, qué caray, prefiero coger el portante.
Hans Weinland me contaba todo esto sentado en el borde de mi mesa y liando un
cigarrillo con sus largos y flacos dedos. Me dio luego algunos detalles sobre su

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encuentro con el mayor Krantz y acabó explicándome que había venido para pedir mi
pasaporte, sabiendo que había hecho recientemente un viaje a Francia.
—Ya sé que tengo ocho o diez años más que tú —declaró al terminar—, pero
como los dos somos muy pelirrojos y muy delgados, no tendré más que afeitarme los
bigotes.
—Maese Hans —le respondí emocionado—, me gustaría infinito haceros el
servicio que me pedís, pero me es totalmente imposible: es contrario a mis principios
filosóficos. Mi pasaporte está en el cajón de mi escritorio, junto a la Razón pura, de
Kant. Voy a darme ahora una vuelta por la plaza de las Acacias…
—¡Excelente, excelente! —afirmó—. Comprendo tus escrúpulos, Christian. Te
honran, pero no los comparto. ¡Bien, bien! Démonos un abrazo, que yo me encargaré
de las cuestiones burocráticas.
Algunas horas más tarde toda la ciudad se enteró con estupor de que el profesor
de metafísica Hans Weinland había matado al mayor Krantz de una estocada.
La Policía inició rápidamente la búsqueda del matador, revolvió su pequeño
apartamento de la calle de las Alondras desde el suelo hasta el techo, pero no
consiguió nada positivo.
El mayor fue enterrado con los honores debidos a su rango y, durante seis
semanas, no se habló de otra cosa en los restaurantes y cervecerías; finalmente, todo
fue volviendo, poco a poco, al orden acostumbrado.
Unos quince meses después de estos acontecimientos, mi digno tío, el vicerrector
Zacharias, me envió a París a completar mis estudios; deseaba verme como sucesor
de su alta posición y, según decía, nada le costaba hacer de mí una antorcha de la
ciencia.
Partí, pues, a finales de octubre de 1831.

Sobre la orilla izquierda del Sena, entre el Panteón, el convento de Val-de-Grâce y


el Jardín Botánico, se extiende un barrio casi solitario. Sus casas son altas y
desconchadas, llenas de barro las calles y andrajosos sus vecinos.
Si acaso dirigís vuestros pasos en esa dirección, las gentes se detienen en las
esquinas para observaros; otras os acechan desde el umbral de sus tristes casuchas y
las hay que se asoman con curiosidad por las estrechas ventanas. Os miran todas con
aire de envidia, y esas miradas llegan hasta el fondo de vuestros bolsillos.
Hacia la parte más alejada de este barrio, en la calle Copeau, se levanta una casa
estrecha, aislada, entre unos antiguos muros de clausura, por encima de los cuales se
extienden las ramas negras de algunos olmos centenarios.
A los pies de esta casa se abre una puerta baja, abovedada; encima de la puerta
brilla de noche un farol, suspendido de una varilla de hierro; por encima del farol, tres
ventanas legañosas espejan en la sombra; más arriba, otras tres…, y así hasta el sexto
piso.

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Allí, en casa de madame Genti, viuda del señor Genti, cabo que fue de la guardia
real, deposité mis maletas y mis libros, siguiendo el consejo del señor decano Van
den Bosch, que recordaba haber vivido en la dicha pensión en tiempos del Imperio.
Todavía tiemblo al recordar los tristes días que pasé en aquella abominable vivienda,
sentado en invierno junto a la pequeña chimenea de mi cuarto —que producía más
humo que calor—, abatido, enfermo y obsesionado por madame Genti, que me
explotaba con una rapacidad realmente increíble.
Recordaré siempre que, después de seis meses de bruma, lluvia, barro y nieve,
salí una mañana a tomar el sol, que por fin se había dignado mostrar sus rayos.
Atravesé la reja del Jardín Botánico y vi las primeras hojas que salían de las yemas de
los árboles. Mi emoción fue tal, que tuve que sentarme, mientras me deshacía en
lágrimas como un niño.
Tenía veintidós años y no hacía más que pensar en los verdes abetos de la Selva
Negra; oía a nuestras muchachas cantar con voz alegre:
¡Trariró, el verano llega de nuevo!
y yo…, ¡yo estaba en París! No veía el sol y me sentía solo, abandonado en la
ciudad inmensa. La vista de ese escaso verdor había removido mis entrañas. ¡Es algo
tan dulce llorar pensando en el propio país!
Después de algunos momentos de debilidad, volví a casa con la esperanza
recobrada y me dediqué a mis tareas estudiantiles con renovado ahínco. Una oleada
de juventud y de vida había acelerado los movimientos de mi corazón. Me decía: «Si
el tío Zacharias pudiera verme, estaría orgulloso de mí».
Y justo aquí tengo que relatar un acontecimiento terrible, misterioso, cuyo
recuerdo me trastorna, al tiempo que confunde mis ideas filosóficas. Cien veces he
intentado explicármelo sin conseguirlo.
Justo enfrente de mi pequeña ventana, al otro lado de la calle, entre dos altos y
viejos caserones, había un descampado en el que crecían con abundancia las malas
hierbas, los cardos, el musgo, las ortigas y las zarzas, que gustan de la sombra.
Cinco o seis ciruelos languidecían en este húmedo recinto, cerrado en su parte
delantera por un viejo muro de piedras.
Un cartelón de madera coronaba la decrépita pared, y en él se leía el siguiente
texto:

TERRENO EN VENTA

425 metros cuadrados.


Dirigirse a Maese Tirago, notario,
etc., etc.

Un viejo tonel deforme y carcomido recibía el agua de los canalones, dejándola


escurrir por la hierba. Miles de insectos diminutos, mosquitos y efímeras de alas de

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gasa se arremolinaban por encima de esta charca verdosa. Cuando algún rayo de sol
caía al azar por entre los tejados, veíase pulular la vida como un polvo dorado; dos
ranas enormes asomaban su nariz chata en la superficie, dejando flotar sus largas
patas traseras sobre el agua y hartándose con los insectos que entraban por su gaznate
en cantidades innumerables.
Había, por fin, al fondo de este lugar infecto, un techo de planchas húmedas y
podridas, por el que venía a pasearse un enorme gato rojizo, que se dedicaba a espiar
a los gorriones que venían a posarse en los árboles, a bostezar, a doblar los riñones y
a estirar las uñas con ademanes melancólicos.
Yo había contemplado a menudo este rincón del mundo con una especie de terror:
«Todo vive, todo se agita, todo se devora —me decía—. ¿Cuál es la fuente de este
inagotable fluido de existencia, desde el corpúsculo que se agita en un rayo de sol
hasta la estrella perdida en las profundidades del infinito? ¿Qué principio podría
explicarnos esta prodigalidad sin límites, incesante, eterna, de la Causa Primera?».
Apoyando la frente en mis manos, me hundía en los abismos de lo desconocido.
Una noche del mes de junio, sobre las once, mientras soñaba de esta guisa,
acodado en el antepecho de mi ventana, me pareció ver una vaga forma deslizándose
junto al muro. Se abrió luego una puerta y alguien atravesó por entre las zarzas para
acogerse bajo el techo.
Todo esto ocurría a la sombra de los caserones circundantes y hubiera podido ser
una ilusión de mis sentidos. Pero a la mañana siguiente —serían las cinco—,
habiendo mirado en dirección al sucio solar, vi efectivamente cómo una alta figura
avanzaba desde el fondo del cuchitril y, cruzando los brazos sobre el pecho, se ponía,
a su vez, a observarme a mí.
Era tan alto, tan flaco, estaban sus vestidos tan arruinados, su sombrero tan
agujereado, que no dudé ni un instante en clasificarlo como un bandido. Se escondía
allí seguramente durante el día para evitar a la Policía, y salía de su guarida por la
noche para desvalijar e incluso degollar a la gente. Juzgad, pues, mi estupor, al ver
cómo este hombre, alzando su sombrero, me gritó:
—¡Eh, Christian, buenos días!
Viendo que yo permanecía inmóvil y con la boca abierta, atravesó el cercado,
abrió la puerta y salió al centro de la desierta calzada.
Me fijé únicamente en que llevaba un grueso bastón y me felicité por no tener que
tratar con él cara a cara.
¿De qué podría conocerme ese individuo? ¿Qué querría de mí?
Llegado frente a mi ventana, el sujeto levantó sus delgados brazos con aire
patético:
—¡Baja, Christian —gritó—, baja para que pueda abrazarte! ¡Vamos, no me
tengas aquí como un pasmarote!
Puede comprenderse perfectamente que no me apresurase a responder a su
invitación. Él, entonces, se echó a reír, mostrando unos magníficos y blancos dientes

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bajo su rojizo bigote. Y me dijo:
—¿No reconoces a tu profesor de metafísica, Hans Weinland? ¿Tendré que
enseñarte tu propio pasaporte?
¡Hans Weinland! ¡No es posible! ¡Hans Weinland, con esas mejillas descarnadas
y esos ojos hundidos! ¡Hans Weinland, vestido con esos harapos!
Sin embargo, después de una mirada más atenta, lo reconocí. Sentí una dolorosa
piedad:
—¡Sois vos efectivamente, profesor!
—¡Yo mismo! Baja de una vez, Christian, para que podamos hablar
tranquilamente.
Mis dudas desaparecieron. Como madame Genti no se había levantado aún, corrí
el cerrojo yo mismo y nos abrazamos con afecto.
—¡Ah, querido maestro! —exclamé, con los ojos llenos de lágrimas—. ¡En qué
estado os encuentro!
—¡Bah, bah! —respondió—, me encuentro muy bien, y eso es lo esencial.
—Subid a mi cuarto y os podréis cambiar de ropa.
—¿Para qué? Me encuentro de lo más pizpireto tal como estoy. ¡Je, je, je!
—¿Tenéis hambre, quizá?
—Ninguna, Christian, ninguna. Durante mucho tiempo me he alimentado, donde
Flicoteau, de cabezas de conejo y patas de gallo; era una especie de noviciado que me
imponía la diosa Hambre. Puedo decir que hoy he pasado convenientemente las
pruebas, y mi estómago atrofiado no es más que un mito: no me pide ya nada,
sabiendo que sus reclamaciones serían inútiles. Ya no como; si acaso, me alimento de
vez en cuando con una pipa. ¡El viejo faquir de Ellora me tendría envidia!
Como yo le miraba con aire de duda, añadió:
—¿Te extraña? Pues has de saber que la iniciación a los misterios de Mitra nos
impone estos pequeños sacrificios, antes de investirnos con un formidable poder.
Mientras charlaba de esta manera, me guiaba en dirección al Jardín Botánico.
Acababan de abrir la reja y el centinela, al ver que nos acercábamos, pareció tan
extrañado de la fisonomía de mi pobre maestro que por un momento dudó en
permitirnos el paso. Hans Weinland ni siquiera notó el gesto, prosiguiendo
tranquilamente su camino.
El jardín estaba solitario a esas horas. Pasando junto a la jaula de las serpientes,
Hans, mostrándomelas con su bastón, murmuró:
—Unos hermosos animalitos, Christian. Siempre he tenido predilección por este
tipo de reptiles; no se dejan pisar la cola sin morder.
Luego, girando a la derecha, me precedió en el laberinto que sube hasta el cedro
del Líbano.
—Detengámonos aquí —le dije—, al pie de este árbol.
—No, subamos hasta el belvedere, donde tenemos mejor vista. Me gusta tanto
contemplar París y respirar el aire fresco, que suelo venir a menudo a este

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observatorio, donde dejo bastantes de mis horas. Es, por otra parte, lo único que me
retiene en tu barrio. ¿Qué quieres? Cada uno tiene sus pequeñas debilidades.
Habíamos llegado a lo alto y Hans Weinland se sentó sobre una de las grandes
piedras fósiles que hay en aquella colina. Yo me quedé de pie frente a él.
—Cuéntame en qué te ocupas, Christian. Sigues los cursos de la Sorbona y del
Colegio de Francia, ¿no es así? ¡Je, je, je! ¿Te sigue interesando la metafísica?
—¡Pfff…, no demasiado!
—Eso me temía, eso me temía yo. ¡Y es que dan unas enseñanzas! ¡Qué
enseñanzas, Dios mío! El uno defiende la forma, y se proclama idealista, porque el
hermoso, el hermosísimo ideal está en la forma. ¡Je, je, je! El otro habla de la
substancia; para él, la substancia es la idea primera. ¿Tú entiendes eso, Christian?
¿Te entra en la cabeza que la substancia sea la idea primera? ¡Hay que ser bestia! Y
circula por ahí un sabio que no anda falto de mérito. Se ha construido un pequeño
sistema burgués, con los pedazos que ha ido recogiendo a derecha e izquierda, tal
como se hace con un traje de polichinela. Los franceses, que adoran la metafísica, han
dado en llamarle el Platón moderno.
Y Hans Weinland, extendiendo sus largas piernas de saltamontes, estalló en una
risa nerviosa. Calmándose súbitamente, prosiguió:
—¡Ah, pobre Christian! ¿Adónde han ido a parar las grandes escuelas de
Alejandro Magno, de Raimundo Lulio, de Roger de Bacon, de Arnaud de Villeneuve,
de Paracelso? ¿Qué ha sucedido con el microcosmos? ¿Quién recuerda los tres
principios: intelectual, celeste, elemental? ¿Qué ha sido de los postulados de los
Patrice Tricasse, de los Coclès, de los André Cornu, de los Goglenius, de los Jean de
Hâgen, de los Savonarola y de tantos otros? ¿Y las curiosas experiencias de los
Glaser, de los Le Sage y los Le Vigoureux?
—¡Pero maestro! ¡Ésos son unos envenenadores! —exclamé.
—¿Envenenadores? ¡Son los más grandes astrólogos de los tiempos modernos!
¡Los únicos herederos de la Cábala! Los verdaderos envenenadores son todos esos
charlatanes que profesan la escuela del sofisma y la ignorancia. ¿No sabes tú que
todos los secretos de la Cábala empiezan a tener actualmente aplicación? La presión
del vapor, el principio de la electricidad, las descomposiciones químicas, ¿no son
descubrimientos que hay que atribuir a los astrólogos? Y en cuanto a nuestros
psicólogos y metafísicos, ¿qué han descubierto ellos de útil, de práctico, de
verdadero, para creerse con derecho a tratar a los otros de ignorantes y atribuirse a sí
mismos el título de sabios? ¡Bah, dejemos esto, porque se me revuelve la bilis!
Y su figura, impasible hasta entonces, tomó una expresión de salvaje ferocidad.
—Tienes que marcharte de París, Christian —exclamó repentina y bruscamente
—, tienes que volver a Tubinga.
—¿Por qué?
—Porque la hora de la venganza está próxima.
—¿Qué venganza?

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—La mía.
—¿Y de quién queréis vengaros?
—¡De todo el mundo! ¡Ah! ¡Se han burlado de mí…, han abucheado a
Mahadevi…, la han arrojado de las escuelas! ¡Me han tratado de loco…, de
visionario! ¡Han renegado del dios azul para adorar al dios amarillo! ¡Pues bien,
caiga la desgracia sobre esta raza de sensualistas!
Y, levantándose, abarcó la ciudad inmensa con su mirada; sus ojos grises se
iluminaron, sonrió.
Algunos barcos descendían lentamente por el Sena; los jardines verdeaban; los
vehículos de todo tipo, los cargamentos de vino, los carros de verduras, los rebaños
de ovejas, las manadas de bueyes, las piaras de cerdos…, levantaban el polvo de los
caminos en las profundidades del horizonte. La ciudad zumbaba como una colmena.
Jamás un espectáculo tan espléndido y grandioso se había ofrecido a mis ojos.
—¡París! ¡Ciudad antigua y sublime! —exclamó Weinland con una ironía
punzante—. París ideal, París sentimental, abre tus amplias mandíbulas. He aquí que
llegan, desde todos los puntos del horizonte, los líquidos y los sólidos que necesitas
para mantener tu espíritu animal. Come, bebe, canta… y no te inquietes por nada de
lo que suceda a tu alrededor. ¡Francia entera se agota para alimentarte!
»Trabaja todo el día, esta espiritual nación, para hacerte la vida agradable. ¿Te
falta algo? Francia te envía sus vinos generosos, sus rebaños, los primeros de cada
estación, las más bellas muchachas y los más valientes jóvenes y, a cambio, no te
pide más que revoluciones y gacetas.
»¡Querido París! ¡Ciudad de las luces, centro de la civilización, etcétera, etcétera,
etcétera! ¡París! ¡Tierra de paradoja, Jerusalén terrestre de los filisteos, Sodoma
intelectual, capital general del sensualismo y del dios amarillo! Puedes estar
orgullosa de tu destino. Cuando toses, tiembla el suelo; si te mueves, el mundo se
llena de escalofríos; si bostezas, Europa se duerme. ¿Qué puede hacer el espíritu
contra la fuerza material que tú encarnas? ¡Nada! Te enfrentas con los poderes
invisibles y te burlas de ellos. Pero espera, espera un poco. ¡Un hijo de Mahadevi y
de la diosa Kali va a darte una lección de metafísica!
Así se expresaba Hans Weinland, con una animación creciente. Yo empezaba a
pensar si no le habría trastornado el cerebro la miseria en la que había tenido que
vivir.
¿Qué podría hacer un pobre diablo, sin riquezas ni renombre alguno, contra la
villa de París?
Después de estas amenazas, vuelto a la calma repentinamente y viendo que
algunos paseantes subían por el laberinto, me hizo signo de seguirle y salimos del
jardín.
—Christian —prosiguió mientras andábamos—, tengo que pedirte algo.
—¿El qué?
—Ya conoces mi refugio…, te lo diré todo ahí; pero quiero que me jures por tu

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honor que cumplirás mis indicaciones punto por punto.
—No tengo inconveniente, con una condición: y es que…
—¡Sí, sí, estate tranquilo! No tendrás que hacer nada contra tu conciencia.
—Si es así, está prometido.
—Perfectamente.
Habíamos llegado al cercado. Empujó la puerta y entramos.
Me sería difícil expresar el sentimiento de horror que me traspasó cuando,
después de haber atravesado las altas hierbas de la cerca, descubrí dentro del cuchitril
una cantidad considerable de huesos amontonados en un rincón.
Me hubiera gustado huir, pero Hans Weinland me observaba.
—Siéntate ahí —dijo con acento imperioso, señalándome una gran piedra
adosada entre los pilares del techo.
Obedecí.
Él, sacando entonces de su bolsillo una pequeña pipa de barro, la llenó con no sé
qué sustancia amarillenta y, tras haberla encendido, se puso a fumar lentamente, con
aspiraciones profundas. Vino a sentarse frente a mí, colocando su garrota entre las
piernas extendidas.
—Christian —murmuró, mientras una contracción muscular ahondaba las arrugas
de sus mejillas y levantaba las ventanas de su nariz—, Christian, escúchame bien.
Para que puedas seguir mis instrucciones, es indispensable que te explique uno de
nuestros misterios. Sí, es necesario que conozcas uno de los misterios de Mitra.
»Si te fijas, siempre hay una mitad del globo terrestre iluminada, mientras la otra
mitad permanece en las tinieblas. De esto resulta que la mitad de los seres animados
duerme, mientras que la otra mitad vela. Por ello, la naturaleza, que nada inútil hace;
la naturaleza, que todo lo simplifica y obtiene así la infinita variedad dentro de la
unidad absoluta; la naturaleza, habiendo decidido que todo ser viviente permanecería
adormilado durante la mitad del tiempo, ha decidido también que una misma alma
bastaría para dos cuerpos. Esta alma viaja, pues, de un hemisferio a otro, tan rápida
como el pensamiento, y desarrolla por turno dos existencias. Mientras el alma está en
las antípodas, el ser duerme; sus facultades divagan, la materia reposa. Cuando el
alma vuelve a coger la dirección del organismo, el ser se despierta inmediatamente; la
materia debe obedecer al espíritu.
»No tengo necesidad de darte más detalles, porque son cuestiones que no
pertenecen a tus enseñanzas filosóficas: tus profesores son muy sabios, pero no
entienden nada. En todo caso, lo que te he dicho hasta ahora te explicaría las extrañas
ideas que a veces asaltan a tu cerebro, la rareza de tus sueños, el conocimiento
intuitivo de mundos que jamás has visto y mil otros fenómenos de este tipo. Lo que
llaman catalepsia, desvanecimiento, éxtasis, lucidez magnética…, en fin, el conjunto
de fenómenos que se relacionen con el sueño, se explican también por lo que acabo
de exponerte. ¿Me has comprendido, Christian?
—Totalmente. ¡Es un descubrimiento sublime!

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—Es el mínimo de los misterios de Mitra —comentó él con una extraña sonrisa
—, el primer grado de iniciación. Pero escucha las consecuencias de este principio,
en lo que a mí concierne. El alma que me anima pertenece igualmente a uno de los
adoradores de Mahadevi. Vive al pie del monte Abuji, en la provincia de Sirohi, en
las fronteras meridionales de Jundpur: es un Agori o, si lo prefieres, un Aghorapanti,
célebre por sus austeridades, sus asesinatos y su santidad. Como yo, es un iniciado de
grado tercero. Cuando duerme, yo velo; cuando él vela, duermo. ¿Me has
comprendido?
—Sí —respondí tembloroso.
—Pues bien, he aquí lo que te pido; es necesario que mi alma vele durante dos
días consecutivos en Deesa, en la caverna de la diosa Kali. ¡Así lo quiero! Con este
objeto, mi cuerpo debe quedar inerte. Lo que estoy fumando en estos momentos es
opio. Los párpados empiezan a pesarme…, dentro de poco… mi alma me
abandonará. Si me despierto… antes del tiempo fijado…, no te olvides…, dame en
seguida una nueva dosis de opio. Lo… has jurado. La desgracia caerá…
No tuvo tiempo de acabar y cayó súbitamente en un profundo sueño.
Lo extendí en el suelo, con la cabeza a la sombra y los pies en la hierba. Su
respiración, sucesivamente rápida o lenta, me daba escalofríos. El misterio que este
hombre acababa de revelarme, la certidumbre de que su alma había franqueado
inmensos espacios en menos de un segundo, me inspiraban una especie de temor
misterioso, como si todo el mundo desconocido se hubiera abierto ante mi vista. Me
sentí palidecer; mis dedos se agitaban y temblaban contra mi voluntad; el fluido vital
me recorría hasta la punta de los cabellos.
Añadid a esto el calor del mediodía, concentrado entre estos viejos edificios, las
emanaciones pútridas del charco vecino, el croar de las dos ranas, que habían
comenzado su melancólico dúo en el fango verdoso, el inmenso zumbido de los
insectos bailando su eterna ronda, y comprenderéis las impresiones siniestras que se
sucedieron en mi espíritu hasta la caída de la tarde.
Miraba a veces el pálido rostro de Weinland, cubierto de sudor, y un espanto
súbito me dominaba. Me parecía ser cómplice de un crimen indecible y, a pesar de mi
promesa, sacudía violentamente el cuerpo de mi antiguo profesor, que respondía al
estímulo inclinándose hacia uno u otro lado. Su respiración tenía a veces extraños
acentos, y se escapaba silbando como una risa diabólica.
Durante estas largas horas pensé a veces en los misterios de Mitra. Me decía que
sin duda el primer grado de iniciación debía comprender a la vida animal; el segundo,
a la esencia y funciones del alma; el tercero, a Dios. Pero, ¿qué hombre puede tener la
audacia de posar su vista sobre la fuerza no creada, y el orgullo de explicarla?
El tiempo se consumía en estas meditaciones. No fue sino a la caída del día, al dar
el reloj de Saint-Etienne-du-Mont las ocho, cuando subí a casa para tomarme algunas
horas de reposo.
Estaba seguro entonces de que el sueño letárgico de Hans Weinland seguiría

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tranquilamente su curso hasta el día siguiente.
Efectivamente, cuando llegó éste y me acerqué a verle sobre las seis de la
mañana, lo encontré en la misma actitud. Su respiración me pareció incluso
totalmente regular.
¿Qué más podría deciros, queridos amigos? También aquel día y la noche
correspondiente transcurrieron con los mismos pensamientos y ansiedades de la
víspera.
Al acabar el segundo día, sobre las seis de la tarde, sintiéndome completamente
rendido de fatiga e inanición, acudí al claustro del convento de Saint-Benoit para
tomar algo de alimento. Volviendo una hora después por la calle Clovis, me pareció
que alguien me seguía. Miré detrás de mí y quedé extrañado al no ver a nadie.
Aunque el día estaba acabando, un calor insoportable pesaba sobre la ciudad
silenciosa; ni una puerta abierta aspiraba el primer frescor de la noche; ni una sola
persona se veía en la calle; ni un solo movimiento, ni un solo ruido traicionaba la vida
en el amplio barrio del Jardín Botánico.
Habiendo apresurado el paso, me encontré al poco tiempo ante la puerta del
cercado, que se abrió sin ruido al apoyar yo la mano en ella. Iba a poner los pies
sobre la hierba cuando Hans Weinland, más pálido que la muerte, vino corriendo a mi
encuentro, gritando:
—¡Vete de aquí, Christian, escóndete!
Me empujaba con las dos manos; su rostro contraído, sus ojos vidriosos y el
temblor de sus labios dejaban ver un terror inmenso.
Fui arrojado a la calle.
—¡Ven, ven! —me gritaba—. ¡Escóndete!
La viuda Genti, que había acudido a la puerta de la casa, lanzaba unos gritos
penetrantes, pensando sin duda que Weinland quería desvalijarme. Pero él,
apartándola con el codo y entrando en la casa conmigo, empezó a reírse
diabólicamente.
—¡Je, je, je! La vieja… la vieja pagará por ti. Sube, Christian, sube deprisa. El
monstruo está en la calle… lo presiento.
Yo subía los escalones de cuatro en cuatro, como si el espectro de la muerte
hubiese extendido sus garras hacia mí. Volaba, saltaba. La puerta de mi habitación se
abrió y se cerró tras de nosotros, mientras me derrumbaba en el sillón como
fulminado.
—¡Dios mío, Dios mío! —exclamé, con el rostro entre las manos—. ¿Qué
ocurre? ¡Todo esto es horrible!
—Ocurre —respondió Weinland fríamente—, ocurre que llego de lejos: seis mil
leguas en dos días. ¡Je, je, je! Acabo de llegar desde las orillas del Ganges, Christian,
y traigo de allí un simpático compañero. Escucha, escucha lo que sucede fuera.
Entonces, obedeciéndole, oí cómo una multitud bajaba corriendo por la calle
Copeau, acompañada por clamores confusos.

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Mis ojos encontraron en aquel momento los de Hans: una oscura alegría, oscura e
infernal, los iluminaba.
—¡Es el cólera azul! —dijo en voz baja—. ¡El terrible cólera azul!
Pareció animarse y prosiguió:
—Desde la cima del monte Abuji, por encima de los verdes penachos de las
palmeras, de los granados, de los tamarindos; por el fondo de la garganta donde se
arrastra el viejo Ganges… lo he visto; lo he visto flotar lentamente sobre un
cadáver… entre los buitres. Le he llamado… y él ha venido. Ya ha empezado a
trabajar. ¡Mira!
Una especie de fascinación me hizo dirigir la vista hacia la calle: un hombre del
pueblo, con el cabello revuelto, pasó corriendo bajo mi ventana. Llevaba en brazos a
una mujer, cuya cabeza y miembros pendían inertes. Me fijé atentamente y comprobé
que el rostro de la desgraciada tenía tintes azulados.
Era muy joven; el cólera acababa de fulminarla.
Me volví, temblando de los pies a la cabeza. ¡Hans Weinland había desaparecido!
Aquel mismo día, sin ni siquiera tomarme la molestia de hacer la maleta —me
ocupe sólo de llevar el dinero necesario—, corrí a la calle de Notre-Dame-des-
Victoires.
Estaba a punto de salir una diligencia para Estrasburgo. Monté en ella, como un
hombre que se está ahogando se agarraría a cualquier objeto flotante.
Y partimos.
Los viajeros reían y cantaban; nadie sabía todavía que el cólera había invadido
Francia. Yo, en cada relevo, inclinándome por la portezuela, preguntaba:
—¿Ha llegado el cólera aquí?
La gente se reía.
—¡El pobre muchacho está loco! —decían mis compañeros de viaje.
Pero, tres días más tarde, cuando tuve la alegría de arrojarme en los brazos de mi
tío Zacharias; cuando, medio loco de terror, le conté la extraña historia que me había
sucedido, me escuchó gravemente y me dijo:
—Querido Christian, has hecho muy bien en volver. Sí, sí… has hecho muy bien.
Mira el periódico: mil doscientas personas han muerto ya. ¡Es algo espantoso!

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REQUIEM PARA UN CUERVO

Mi tío Zacharias es el hombre más curioso y singular que haya encontrado nunca
en mi vida. Figuraos un hombrecillo grueso, bajo, de rostro colorado, vientre redondo
y nariz floreada: ése es el retrato de mi tío Zacharias. El digno señor era calvo como
una rodilla. Llevaba habitualmente puestas unas robustas gafas redondas y se tocaba
con un gorro de seda negra, que le cubría escasamente lo alto de la cabeza y parte de
la nuca.
A mi querido tío le gustaba reírse; también le gustaba el pavo relleno, el pâté de
foiegras y el viejo Johannisberg. Sin embargo, lo que más quería en este mundo era
la música. Zacharias Müller había nacido músico por la gracia de Dios, como otros
nacen franceses o rusos. Tocaba todos los instrumentos con una facilidad maravillosa.
Viendo su aire de inocente sencillez no se comprendía que un tal personaje pudiera
estar tan lleno de alegría, de inspiración y de entusiasmo.
Dios hizo al ruiseñor goloso, curioso y cantor, y mi tío era ruiseñor.
Le invitaban a todas las bodas, a todas las fiestas, a todos los bautismos, a todos
los entierros: «Maese Zacharias —se le decía—, nos hace falta una polca, un aleluya,
un réquiem, para tal o tal día». Y él respondía simplemente: «La tendréis». Se ponía
entonces a trabajar, silbando delante de su pupitre y fumando una pipa tras otra.
Mientras garrapateaba de notas el pentagrama, iba marcando el compás con su pie
izquierdo.
El tío Zacharias y yo vivíamos en una vieja casa de la calle de los Minnesinger,
en Bingen. Él ocupaba el piso bajo, un verdadero almacén de antigüedades, repleto de
viejos muebles e instrumentos de música; yo dormía en una habitación del piso
superior; el resto de la casa estaba desocupado.
Justo enfrente de nuestra casa vivía el doctor Hâselnoss. Al caer la tarde, cuando
oscurecía en mi pequeña habitación y se iluminaban las ventanas del doctor, me
parecía, a fuerza de mirar, que su lámpara avanzaba y avanzaba hasta llegar ante mis
ojos. Veía, al mismo tiempo, cómo la silueta de Hâselnoss se agitaba sobre el muro de
una forma extraña, con su cabeza de rata cubierta por un tricornio, su coleta dando
saltitos de un lado a otro, su gran levita de largos faldones y su delgada persona
plantada sobre dos débiles piernas. Distinguía también, en las profundidades de la

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habitación, una serie de vitrinas repletas de extraños animales y piedras relucientes.
Por último, casi de perfil, podía yo ver los lomos de sus libros, alineados en los
estantes de la biblioteca, luciendo los elegantes dorados de su encuadernación.
El doctor Hâselnoss era, junto a mi tío Zacharias, el más original personaje de la
ciudad. Su criada Orchel presumía de no lavar la ropa más que cada seis meses. Yo
no tenía dificultad en creérmelo, porque las camisas del doctor estaban marcadas con
rayas amarillas, lo que probaba la enorme cantidad de prendas que se amontonaban
en sus armarios. Diré, sin embargo, que la particularidad más interesante del carácter
de Hâselnoss estribaba en el hecho de que perro o gato que traspasase su puerta no
volvía a aparecer ante ojos humanos. ¡Dios sabrá lo que el doctor hacía con ellos! La
murmuración pública le acusaba incluso de llevar en uno en los bolsillos posteriores
de su traje un pedazo de tocino, con el que atraía a los pobres animales. Por eso,
cuando salía de mañanita para visitar a sus enfermos, y pasaba, dando saltitos, por
delante de la casa de mi tío, miraba yo con un vago terror los grandes faldones de su
levita, bailoteando de un lado a otro.
Éstas son algunas de las impresiones de mi infancia. Pero lo que más me
impresionó en aquellos tiempos lejanos, lo que, por encima de todo, vuelve a mi
espíritu cuando pienso en mi querida y pequeña villa de Bingen, es un cuervo al que
llamaban Hans. Revoloteaba por las calles, robando en las carnicerías, atrapando al
vuelo todos los papeles y penetrando en todas las casas. Todo el mundo lo admiraba y
mimaba. No se oía más que Hans por aquí y Hans por allá.
Extraño animal, en verdad. Había aparecido un día con el ala rota. El doctor
Hâselnoss lo había curado y las gentes de Bingen lo adoptaron inmediatamente. Unos
le daban carne, los otros queso. Hans pertenecía a toda la ciudad, estaba protegido por
todos sus habitantes.
Yo tenía a Hans en gran estima, a pesar de sus picotazos. Todavía lo veo brincar
por la nieve, volviendo la cabeza a un lado y a otro y mirándoos de reojo con aire
burlón. Si cualquier cosa caía de vuestro bolsillo, un kreutzer, una llave… lo que
fuera, Hans se hacía con él y lo escondía en la buhardilla de la iglesia. Había
establecido allí su almacén y allí escondía el fruto de sus rapiñas; porque Hans,
desgraciadamente, era un pájaro ladrón.
Tengo que decir que el tío Zacharias no podía soportar a Hans; afirmaba que los
habitantes de Bingen eran unos imbéciles al haberse encariñado con un animal
parecido. Y este hombre tan tranquilo y tan dulce perdía totalmente la compostura
cuando, por azar, veía al cuervo revolotear delante de nuestras ventanas.
Una hermosa tarde de octubre, no habiendo visto a Hans en todo el día, mi tío
parecía más alegre que de costumbre. Las ventanas estaban abiertas y un sol alegre
penetraba en la habitación. A lo lejos, el otoño extendía sus bellos colores
herrumbrosos, que destacaban espléndidamente sobre el verde oscuro de los abetos.
Mi tío Zacharias, retrepado en su ancho sillón, fumaba en pipa tranquilamente, y yo
le miraba, preguntándome por la causa de su sonrisa, ya que su amable y redondo

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rostro irradiaba una satisfacción indecible.
—Querido Tobías —me dijo lanzando al techo una larga columna de humo—, no
sabes qué tranquilo y alegre me encuentro en este momento. No me había sentido tan
bien desde hacía muchos años. Estoy en la disposición justa como para componer una
obra importante, una obra en el género de La Creación de Hadyn. El cielo parece
haberse abierto ante mí y oigo a los ángeles y a los serafines entonar un himno
celeste. Podría anotar todas sus voces. ¡Qué hermosa composición! Si pudieras oír a
los doce apóstoles… ¡es magnífico, magnífico! La voz de soprano del pequeño
arcángel Rafael atraviesa las nubes; se diría que es la trompeta del juicio final. Los
pequeños y gordinflones angelitos baten sus alas riendo, y las santas mártires lloran
de una manera realmente armónica. ¡Chss, silencio! Ahora llega el Veni Creator, los
bajos alzan la voz; la tierra se estremece y Dios está a punto de hacer su aparición.
Maese Zacharias tenía la cabeza inclinada y parecía escuchar con toda su alma;
unas enormes lágrimas caían de sus ojos, mientras murmuraba: «Bene, Rafael, bene».
Mientras mi tío se deslizaba por las felices rampas del éxtasis, cuando todo en él
expresaba una celeste satisfacción, he aquí que Hans, con un espantoso graznido,
vino a posarse en el antepecho de nuestra ventana. Pude ver que mi tío Zacharias
palidecía horriblemente; miró hacia la ventana con la vista enloquecida, la boca
abierta, extendiendo la mano con actitud de sorpresa y acusación.
El cuervo seguía posado allí, y puedo decir que nunca he visto una actitud más
burlona en la fisonomía de un animal. Torcía ligeramente el negro y ancho pico y sus
ojos brillaban como perlas. Dejó oír un segundo e irónico graznido, y se dedicó a
peinar sus alas durante unos momentos.
Mi tío no decía palabra, estaba como petrificado.
Hans se echó a volar y maese Zacharias, volviéndose hacia mí, me contempló
durante algunos segundos.
—¿Lo has reconocido? —me dijo.
—¿A quién?
—¡Al diablo!
—¡Al diablo! ¿Estáis bromeando, tío?
Pero mi pariente no se dignó contestar, enfrascándose en una profunda
meditación.
Desde aquel día, maese Zacharias perdió todo su buen humor. Intentó primero
escribir la gran sinfonía de los serafines y, no habiéndolo conseguido, se hundió en
una profunda melancolía. Se tumbaba en el sillón, con la vista en el techo, y no hacía
sino soñar en la armonía celeste. Cuando le recordaba que estábamos a la última
pregunta, y que no vendría nada mal que escribiese un vals, un giga o cualquier otra
cosa, para conseguir algo de dinero, exclamaba:
—¡Un vals! ¡Una giga! ¿Qué me estás diciendo? Si me hablases de la sinfonía, no
diría yo que no. ¡Pero un vals! Tobías, no dices más que bobadas, no sabes lo que
dices.

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Luego, más calmado, proseguía:
—Créeme, sobrino: cuando haya terminado mi gran obra, podremos cruzarnos de
brazos y dormir como benditos. Es el alfa y el omega de la armonía. ¡Seré famoso!
Hace tiempo que tendría que haber acabado esta obra maestra. Una sola cosa me lo
impide: ¡el cuervo!
—¡El cuervo! ¡Sed razonable, tío! ¿Cómo va a impediros el cuervo que escribáis
música? ¿No es un pájaro como todos los demás?
—¡Como todos los demás! —murmuraba indignado mi tío—. Tobías, me parece
que conspiras contra mí. ¡Contra mí, que lo he hecho todo por tu persona! ¿No te he
educado como si fueras mi propio hijo? ¿No me he portado como un padre y una
madre juntos? ¿No te he enseñado a tocar el clarinete? ¡Ah, Tobías, Tobías! ¡Está
muy mal lo que haces!
Me recriminaba con un tono de convencimiento tal que acabé por creerle.
Maldecía a Hans con todo mi corazón por turbar la inspiración de mi tío. «Sin él —
me decía—, nuestra fortuna estaría hecha». Y empecé a dudar si no sería el cuervo,
efectivamente, el mismísimo diablo.
En alguna que otra ocasión, mi tío Zacharias intentaba componer; pero, por una
fatalidad curiosa y casi increíble, Hans aparecía en el momento cumbre, o dejaba oír
su graznido. El pobre hombre, entonces, tiraba la pluma con desesperación y, de
haber tenido algún resto de cabellos, se los hubiera arrancado a puñados, tan grande
era su exasperación. Llegaron las cosas a tal extremo que mi tío pidió prestada su
escopeta al panadero Râzer. Era un trabuco viejo y oxidado, con el que se puso al
acecho detrás de la puerta, esperando la aparición del maldito animal. Hans, por las
causas que fuesen, parecía esfumarse; cuando mi tío, temblando de frío —estábamos
en pleno invierno ya—, entraba para calentarse las manos, el endemoniado bicho se
apresuraba a dar un concierto de graznidos delante de nuestra fachada. Maese
Zacharias salía inmediatamente a la calle… comprobando que Hans acababa de
desaparecer.
Era una verdadera comedia, y toda la ciudad empezó a hablar del tema. Mis
compañeros de escuela se burlaban de mi tío, lo que me obligó a librar más de una
batalla en la pequeña plaza; porque yo le defendía a ultranza, y volvía cada tarde con
un ojo a la virulé o sangrando por la nariz. Mi tío me miraba entonces con emoción y
me decía:
—¡Querido muchacho, no te desanimes! Dentro de poco tiempo no tendrás que
preocuparte de nada.
Me pintaba entonces con entusiasmo la obra grandiosa que había creado ya en su
pensamiento. Era algo soberbio, totalmente ordenado: en primer lugar, la obertura de
los apóstoles; seguía el coro en mi bemol de los serafines y se remataba con el Veni
Creator, resonante como el trueno y luminoso como los relámpagos.
—Claro está —añadía mi tío—, el cuervo tiene que morir. El cuervo es el
causante de todo mal. Convéncete, Tobías: si no fuera por él, mi gran sinfonía estaría

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acabada desde hace mucho, y nosotros dos podríamos vivir de las rentas.

II

Una tarde, entre dos luces, de vuelta a casa, me topé con Hans. Había nevado, la
luna brillaba por encima de los tejados, y no sé yo qué vaga inquietud se apoderó de
mi corazón a la vista del cuervo. Llegado a la puerta de nuestra casa, me extrañó
verla abierta. Algunos resplandores jugaban por los cristales, como el reflejo de un
fuego que se apaga. Entro, llamo… ¡no hay respuesta! Figuraos mi sorpresa cuando,
a la luz de la chimenea, veo a mi tío, la nariz azul, las orejas violeta, desplomado en
su sillón, manteniendo la escopeta de nuestro vecino entre las piernas y con los
zapatos llenos de nieve.
El pobre hombre había salido a la caza del cuervo.
—Tío Zacharias, ¿dormís?
Entreabrió los ojos y me miró con aire adormilado.
—Tobías —me dijo—, lo he tenido en el punto de mira más de veinte veces y, en
cada ocasión, se ha dado maña para desaparecer como una sombra, justo en el
momento en que iba a apretar el gatillo.
Habiendo pronunciado estas palabras, volvió a caer en un profundo torpor. Por
mucho que lo sacudí no fue capaz de reaccionar. Entonces, preocupado, salí corriendo
en busca del doctor Hâselnoss. Mientras levantaba el llamador de su puerta, mi
corazón batía con una fuerza increíble; cuando el golpe resonó al fondo del vestíbulo,
las rodillas querían doblárseme. La calle estaba desierta y algunos copos de nieve
revoloteaban a mi alrededor. Estaba temblando. Al tercer golpe, la ventana del doctor
se abrió y la cabeza de Hâselnoss, cubierta por un gorro de algodón, se inclinó hacia
abajo.
—¿Quién está ahí? —dijo una débil voz.
—Señor doctor, venid de prisa a casa de maese Zacharias. ¡Me parece que está
muy enfermo!
—¡Caramba! ¡Lo que tarde en vestirme, y ya estoy allí!
La ventana volvió a cerrarse. Tuve que esperar todavía un buen cuarto de hora,
mirando la calle desierta, escuchando gritar a las veletas sobre sus ejes herrumbrosos
y, en la lejanía, el aullido de un perro de granja que dedicaba a la luna una serenata.
Se dejaron oír unos pasos, por fin. Lentamente, lentamente, alguien bajaba la
escalera. Se oyó el ruido de una llave en la cerradura y Hâselnoss, envuelto en una

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amplia capa, llevando en la mano una palmatoria, apareció en el umbral.
—¡Brrr, qué frío hace! —exclamó—. ¡He hecho bien en abrigarme!
—Sí —respondí yo—. Hace veinte minutos que tirito.
—Me he dado toda la prisa del mundo para no hacerte esperar.
Entrábamos un minuto después en la habitación de mi tío.
—¡Buenas noches, maese Zacharias! —dijo el doctor Hâselnoss con toda
tranquilidad, soplando la llama de su palmatoria—. ¿Qué tal andamos? Me da la
sensación de que estáis un tantito resfriado.
Al oír al médico, el tío Zacharias pareció despertarse.
—Señor doctor —respondió—, os voy a contar el asunto desde el principio.
—Será inútil —contestó Hâselnoss, sentándose enfrente de él en un viejo taburete
—, porque sé lo que os sucede mejor que vos; conozco el principio y las
consecuencias, la causa y los efectos: detestáis a Hans, y Hans os detesta; lo
perseguís con una escopeta, y Hans viene a posarse en vuestra ventana, para reírse en
vuestras narices. ¡Je, je, je! Es muy sencillo: al cuervo no le gusta el canto del
ruiseñor y el ruiseñor no puede sufrir el graznido del cuervo.
Así habló Hâselnoss, tomando una pulgarada de rapé de su pequeña tabaquera.
Cruzó luego las piernas, sacudió los pliegues de su capa, y se puso a sonreír, fijando
sobre maese Zacharias sus pequeños y maliciosos ojillos.
Mi tío se quedó asombrado.
—¡Oh, no os sorprendáis! —prosiguió Hâselnoss—. Todos los días se ven casos
parecidos. Las simpatías y las antipatías gobiernan nuestro pobre mundo. Entráis en
una taberna o en una cervecería, por ejemplo; veis en una mesa a dos hombres que
juegan a las cartas; no conocéis a ninguno de los dos y, sin embargo, deseáis que gane
uno de ellos. ¿Qué razón hay para que os inclinéis por el uno o por el otro? Ninguna.
¡Je, je, je! Referente a esto, los sabios construyen sistemas y explicaciones hasta el
cansancio, en vez de decir simplemente: aquí tengo un gato y allí un ratón; me inclino
por el ratón porque somos de la misma familia; porque antes de ser Hâselnoss, doctor
en medicina, he sido ratón, ardilla o lirón, y que, en consecuencia…
No terminó la frase porque, en aquel momento, acertó a pasar cerca de él el gato
de mi tío. Con una rapidez fulgurante, el doctor lo agarró por la piel del cogote y lo
hizo desaparecer en uno de sus grandes bolsillos. El tío Zacharias y yo nos miramos
estupefactos.
—¿Qué queréis hacer con mi gato? —pudo preguntar por fin mi tío.
Hâselnoss no respondió en un principio. Sonrió con aire contrito y balbuceó:
—Maese Zacharias, quiero curaros.
—Devolvedme el gato primero.
—Si me obligáis a devolveros este gato —dijo Hâselnoss— os abandono a
vuestra triste suerte. No tendréis ya ni un minuto de reposo, no podréis escribir ni una
nota… y adelgazaréis a ojos vista.
—¡En el nombre del cielo! —protestó mi tío—. ¿Qué os ha hecho el pobre

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animal?
—¿Lo que me ha hecho? —respondió el doctor, cuyos rasgos se endurecieron—.
¡Queréis saber lo que me ha hecho! Sabed que este gato resume en él la quintaesencia
de un cardo que me ahogó cuando yo era violeta, de un acebo que me hizo sombra
cuando yo era matorral, de un lucio que me devoró cuando yo era carpa y de un
gavilán que se cebó en mí cuando yo era ratón.
Me pareció que Hâselnoss había perdido un tornillo; pero tío Zacharias, cerrando
los ojos, respondió después de un largo silencio:
—Os comprendo, doctor Hâselnoss, os comprendo… ¡Puede que no vayáis
descaminado! Curadme, y el gato es vuestro.
Los ojos del doctor brillaron.
—¡Así me gusta! —exclamó—. Ahora os curaré.
Sacó de su maletín un cortaplumas y cogió de la chimenea un pedazo de leña, que
partió en dos con destreza. Mi tío y yo le mirábamos hacer. Recortó el trozo de
madera hasta un tamaño que le pareció conveniente y procedió seguidamente a
ahuecarlo. Sacó luego de su cartera una tira de finísimo pergamino y la ajustó entre
los dos pedazos de madera. Sonriendo, se lo puso entre los labios.
El rostro de mi tío se relajó.
—Doctor Hâselnoss —proclamó—, sois un hombre único, un hombre realmente
superior, un hombre…
—Ya lo sé —interrumpió Hâselnoss—, ya lo sé. Pero apagad la luz; que no brille
en la sombra ni siquiera una brasa.
Mientras yo cumplía esa orden, él abrió la ventana de par en par. La noche era
glacial. Por encima de los techos aparecía la luna, limpia y en calma. El brillo
cegador de la nieve y la oscuridad de la habitación formaban un extraño contraste. Yo
veía la sombra de mi tío y la de Hâselnoss, recortándose en el marco de la ventana,
mientras mil confusas impresiones se agitaban en mi espíritu. El tío Zacharias
estornudó y la mano de Hâselnoss se agitó con impaciencia para indicarle que se
callara; el silencio, en seguida, se hizo solemne.
Inesperadamente para mí, un silbido agudo atravesó el espacio: «¡Chi-uuk… chi-
uuk…!». Después de ese sonido todo volvió a quedar silencioso. Mi corazón se había
puesto al galope. Al cabo de un instante volvió a oírse el mismo sonido: «¡Chi-uuk…
chi-uuk…!». Caí en la cuenta entonces de que era el doctor quien producía aquel
grito, con el reclamo que acababa de construir ante mis ojos. Aquel hecho me
devolvió algo de valor y presté más atención a las cosas que ocurrían a mi alrededor.
El tío Zacharias, inclinado a medias, miraba la luna. Hâselnoss permanecía
totalmente inmóvil, con una mano apoyada en la ventana y la otra en el silbato.
Transcurrieron dos o tres minutos, a cuyo término pude oír el vuelo de un pájaro
surcando el aire.
—¡Oh! —murmuró mi tío.
—¡Chsst! —ordenó Hâselnoss.

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El «chi-uuk» se repitió varias veces con modulaciones extrañas y precipitadas.
Dos veces el ave rozó las ventanas con su vuelo rápido e inquieto. Mi tío Zacharias
hizo un gesto como para coger la escopeta, pero Hâselnoss le asió por la muñeca
murmurando:
—¿Estáis loco?
Mi tío se contuvo y el doctor redobló los silbidos del reclamo. Imitaba el grito del
alcaudón cogido en la trampa con tanto arte que Hans, revoloteando a derecha e
izquierda, acabó por entrar en nuestra habitación, atraído sin duda por una singular
curiosidad que le nublaba el cerebro. Oí el ruido que hacían sus patas al posarse
pesadamente sobre el entarimado del piso. El tío Zacharias lanzó un grito y se
abalanzó sobre el cuervo, que escapó de sus manos.
—¡Torpe! —le recriminó Hâselnoss mientras cerraba la ventana.
Lo hizo justo a tiempo. Hans revoloteaba por las vigas del techo. Tras haber dado
cinco o seis vueltas, golpeó con fuerza uno de los cristales y resbaló aturdido por la
ventana, intentando inútilmente buscar un punto de apoyo. Hâselnoss avivó la llama
de la lámpara y comprobé que el pobre Hans estaba en poder de mi tío, que le
apretaba el cuello con un entusiasmo frenético.
—¡Ja, ja, ja, ya te tengo! ¡Ya te tengo!
Hâselnoss le acompañaba en sus carcajadas.
—¡Ja, ja, ja! ¿Estáis contento, maese Zacharias, estáis contento?
No recuerdo haber visto nunca una escena más terrorífica. El rostro de mi tío
estaba completamente enrojecido. El pobre cuervo estiraba las patas, batía las alas
como una gran mariposa nocturna y el escalofrío de la muerte erizaba sus plumas.
Tanto horror me produjo aquel espectáculo, que corrí a esconderme al fondo de la
habitación.
Una vez pasado el primer momento de indignación, mi tío Zacharias volvió a ser
el que era.
—Tobías —me dijo alegremente—, el demonio acaba de rendirme cuentas, y le
perdono. Coge a Hans y tenlo delante de mi vista. ¡Ah, me siento revivir! ¡Y ahora,
escuchad!
Maese Zacharias, fruncida la frente por la inspiración, se sentó solemnemente
ante el clavicordio. Yo, sentado enfrente de él, sujetaba al cuervo por el pico.
Hâselnoss levantó la lámpara.
Nuestras tres figuras, bajo las altas y carcomidas vigas del techo, componían un
extraño cuadro, que todavía ahora recuerdo perfectamente.
A los primeros acordes, mi tío pareció transformarse. Sus grandes ojos azules
centelleaban con entusiasmo.
No tocaba ya para nosotros, sino que lo hacía en el interior de una catedral, ante
una inmensa congregación. ¡Tocaba para que le oyese el mismísimo Padre Eterno!
¡Sublime composición! A veces sombría, patética, desgarradora y resignada.
Luego, de súbito, en medio de los sollozos, la esperanza desplegaba sus alas de azul y

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oro. ¡Señor, cómo es posible concebir tan grandes y sonoras melodías?
Era un Requiem y, durante una hora, la inspiración no abandonó ni un segundo a
mi tío Zacharias.
Hâselnoss había dejado de reír. De una forma insensible, su maliciosa figura
había ido tomando una expresión indefinible. Me pareció incluso que se dejaba
dominar por la ternura. Esta actitud duró poco y pude observar sus nerviosos
movimientos. Apretaba algo con la mano y noté cómo se movía un bulto en los
bolsillos de su casaca.
Cuando mi tío, agotado por tantas emociones, apoyó la frente en el borde del
clavecín, el doctor sacó al gato de su bolsillo: lo había estrangulado.
—¡Je, je, je! —se rió—. Buenas noches, maese Zacharias, buenas noches. Ya
tenemos cada uno nuestra caza. ¡Je, je, je! Habéis compuesto un Requiem para el
cuervo Hans, y se trata ahora de hacer un Aleluya para vuestro gato. ¡Buenas noches!
Mi tío estaba tan cansado que se limitó a saludar al doctor con un movimiento de
cabeza, indicándome a mí que le acompañase.
Ahora bien, aquella misma noche murió el gran duque Yeri-Peter, segundo de ese
nombre y, al tiempo que Hâselnoss atravesaba la calle, pude oír cómo las campanas
de la catedral empezaban a doblar solemnemente. Al volver a entrar en casa
comprobé que el tío Zacharias se había levantado.
—Tobías —me dijo con voz seria—, acuéstate, hijo mío, acuéstate; yo tengo que
escribir todo esto ahora mismo, para no correr el riesgo de que se me olvide.
Obedecí prontamente, y puedo aseguraros que nunca he dormido tan bien.
Al día siguiente, sobre las nueve de la mañana, me despertó un gran tumulto.
Toda la ciudad estaba en la calle, y no se hablaba más que de la muerte del gran
duque.
Maese Zacharias fue llamado al castillo. Se le encargó que compusiera un
Requiem en honor de Yeri-Peter II, y esta obra le valió por fin el nombramiento de
maestro de capilla, que ambicionaba desde hacía tanto tiempo. Este Requiem no era
otro que el dedicado a Hans la noche anterior. Y por eso mi tío Zacharias, convertido
en un gran personaje desde que cobraba un sueldo de quinientos táleros anuales, solía
decirme al oído, en voz muy baja:
—Je, je, sobrino! Si se enteran de que el famoso Requiem lo compuse en honor de
un cuervo, ya podríamos irnos a tocar el clarinete por las fiestas de los pueblos. ¡Ja,
ja, ja!
Y la prominente barriga de mi tío galopaba libremente de satisfacción.
¡Qué cosas suceden en este pícaro mundo!

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MAESE TEMPUS

El día de San Sebaldo, hacia las siete de la tarde, descabalgaba yo delante del
Hotel de la Corona, en Pirmasens. Había hecho un calor infernal aquel día y mi pobre
Schimmel no podía ya con sus cascos. Estaba atándolo a la anilla de la fachada,
cuando una muchacha bastante linda, con las mangas del vestido remangadas y el
delantal al brazo, salió del vestíbulo y se puso a examinarme, sonriente.
—¿Dónde está el tío Blésius? —le pregunté.
—¡El tío Blésius! —respondió con aire aturdido—. ¿Llegáis de América? ¡Murió
hace diez años!
—¡Muerto! ¡El pobre hombre ha muerto! ¿Y mademoiselle Charlotte?
La muchacha no respondió, alzó los hombros y me dio la espalda.
Entré en el gran salón, dándole vueltas a la información que había recibido. Nada
me pareció cambiado: los bancos, las sillas y las mesas seguían en su lugar, junto a
los muros. El gato blanco de mademoiselle Charlotte, con las manos recogidas bajo el
vientre y los párpados a medio cerrar, proseguía sus fantásticos sueños. Las jarras y
los vasos de estaño relucían en los estantes como en tiempos pasados, y el reloj, en su
caja de nogal, seguía contando el tiempo. Me había sentado junto a la estufa de hierro
blanco cuando un extraño murmullo me hizo volver la cabeza. La oscuridad casi
había invadido el salón y pude ver junto a la puerta a tres extraños personajes, casi
perdidos en la sombra, alrededor de una jarra pringosa. Jugaban al piquet y eran tres:
un tuerto, un cojo y un jorobado.
«¡Curioso grupo! —me dije—. ¿Cómo demonios pueden reconocer sus cartas
esos tipos en una tal oscuridad? ¿Por qué tendrán ese aire melancólico?».
Justo en ese momento entró mademoiselle Charlotte, con una lámpara en la mano.
¡Pobre Charlotte! Seguía creyéndose joven y llevaba el mismo gorrito de tul
adornado con encajes, la pañoleta de seda azul, los pequeños zapatos de tacón alto y
las medias blancas sin una sola arruga. Seguía andando a saltitos, moviendo las
caderas graciosamente, como para señalar: «¡Je, je, aquí está mademoiselle Charlotte!
¡Ved qué pies más bonitos tiene, qué manos tan finas, qué bien torneados brazos!».
¡Pobre Charlotte! ¡Cuántos recuerdos infantiles volvieron a mi memoria!
Colocó la lámpara en medio de los bebedores y me dirigió una graciosa
reverencia, desplegando la falda en abanico, sonriendo y doblando la rodilla.
—Mademoiselle Charlotte… ¿no me reconocéis? —exclamé.
Ella se quedó mirándome, asombrada, y me respondió luego, melindrosa:
—¡Sois monsieur Théodore! ¡Os he reconocido en seguida! Venid, venid…
Y, cogiéndome de la mano, me llevó hasta su habitación. Abrió un escritorio y,
volviendo viejos papeles, lazos viejos, flores secas, pequeñas estampas, se detuvo
repentinamente y exclamó:
—¡Dios mío, es hoy el día de Saint-Sébalt! ¡Ah, monsieur Théodore, monsieur
Théodore, llegáis a punto!

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Se sentó ante el viejo clavecín y cantó, como antaño, con su escasa voz:

Rosa de mayo,
¿Por qué tardas tanto
en volver?

Oí la vieja canción, percibí la voz cascada de Charlotte, vi su pequeña boca


rodeada de arrugas, que procuraba no abrir demasiado; percibí sus pequeñas manos
secas, que movía sin ritmo a derecha e izquierda, inclinando la cabeza, levantando
luego los ojos al techo; noté los chasquidos metálicos de la espineta y un vago olor de
agua de rosa enmohecida. ¡Oh, horror! ¡Oh, decrepitud! ¡Oh, locura! Aquel cacharro
abominable temblaba, maullaba, rechinaba… ¡Y aquella vieja era Charlotte! ¡Qué
abominación! ¡Que todo salte, que todo se vaya al diablo!
Cogí un pequeño espejo y me miré en él. Me noté muy pálido.
—¡Charlotte, Charlotte! —exclamé.
Volvió a la realidad y, bajando los ojos púdicamente, murmuró:
—Théodore, ¿me queréis aún?
Se me puso la carne de gallina y la lengua pareció pegárseme al fondo del
paladar. Me dirigí a la puerta de un salto, pero ella, colgada de mi hombro, gritaba:
—¡Oh, querido, querido amigo mío, no me abandones! ¡No me entregues al
jorobado! Va a venir pronto…, vuelve todos los años…, y hoy es su día. ¡Escucha!
Eso hice, pero sólo oí galopar mi corazón.
La calle estaba silenciosa y alcé la persiana. El fresco olor de la madreselva llenó
la pequeña habitación. Sobre la montaña, a lo lejos, brillaba una estrella. La miré
fijamente, mientras una lágrima nublaba mi vista. Al darme la vuelta, vi que
Charlotte se había desvanecido.
«¡Pobre solterona! ¡Seguirás siendo siempre una niña!».
Algunas gotas de agua fría la reanimaron. Posando la vista en mí:
—¡Oh, perdonadme! ¡Perdonadme, señor! —dijo—. Estoy loca… Al veros han
vuelto a mí tantos recuerdos…
Cubriéndose el rostro con una mano, me hizo signos para que me sentara.
Me inquietaban entonces sus maneras razonables, pero ¿qué podía hacer?
Después de un largo silencio:
—Señor —prosiguió Charlotte—, ¿no es, pues, el amor quien os ha vuelto a traer
a este país?
—¡Oh, querida señorita, el amor…! ¡Sin duda…, el amor! Sigo amando la
música…, sigo amando las flores. Pero las viejas canciones…, las viejas sonatas…, el
olor rancio de las lilas… ¡Diablos, eso no!
—¡Ay! —dijo ella, juntando las manos—. ¡Tendré que seguir soportando al
jorobado!
—¿De qué jorobado habláis, Charlotte? ¿Del que está ahora en la sala? No tenéis

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más que decir una palabra y lo pondremos de patitas en la calle.
Ella movió la cabeza tristemente. Pareció recogerse durante unos instantes y
comenzó luego a contarme esta historia singular:
—Tres hombres de buena posición, el director de la guardería local, el señor
notario y el juez de paz de Pirmasens, me pidieron antaño en matrimonio. Mi padre
me decía: “Charlotte, no tienes más que elegir. Ya lo ves, son unos partidos
excelentes”.
»Pero yo quería esperar. Prefería verlos a los tres reunidos en mi casa.
Cantábamos, reíamos, charlábamos. Toda la ciudad me envidiaba. ¡Oh, cómo han
cambiado los tiempos!
»Estaban reunidos una tarde todos estos señores en el banco de piedra que se
encuentra delante de la puerta. Hacía un tiempo magnífico, como el de hoy. El
resplandor de la luna llenaba la calle. Bebíamos moscatel bajo la madreselva. Y yo,
sentada ante mi clavecín, entre dos hermosos candelabros, cantaba Rosa de Mayo.
Hacia las diez se oyó llegar un caballo por la calle. El sonido renqueante de sus
cascos nos extrañó, atemorizándonos. Pero como habíamos bebido mucho, como
habíamos cantado y bailado, la alegría daba valor a los hombres, que se burlaban del
miedo de las damas. Vimos salir de las sombras a un hombre alto, a caballo. Llevaba
un inmenso chambergo, adornado con plumas, y vestía de verde; su nariz era larga y
su barba amarillenta; era, encima, bizco, cojo y jorobado.
»Podéis imaginaros, monsieur Théodore, cómo se divirtieron a sus expensas mis
acompañantes y, sobre todo, mis tres pretendientes. Cada uno le dedicaba su burla,
sin que él respondiese a las pullas.
»Llegados ante el hotel, se detuvo, y vimos entonces que era un vendedor de
relojes de Nuremberg. Llevaba gran cantidad de ellos, pequeños y medianos,
colgados de una serie de cuerdas suspendidas de los hombros; lo nos resultó más
extrañó, sin embargo, fue un gran reloj que llevaba en la silla delante de él. Su esfera
de porcelana estaba vuelta en nuestra dirección, coronada por una hermosa pintura
que representaba un gallo rojo, con su cabeza levemente girada y una pata en alto.
»De súbito, el resorte de este reloj se puso en marcha y la aguja giró enloquecida,
con un ruido interior terrible. El comerciante fijó la vista, por turno, en el director de
la guardería, a quien yo prefería; luego, en el notario, el segundo en mi estima;
finalmente, en el juez de paz, al que yo apreciaba grandemente. Mientras los miraba,
estos hombres sintieron cómo un escalofrío les recorría el cuerpo. Por fin, cuando
hubo acabado su inspección, se echó a reír en voz baja y prosiguió su camino en
medio del general silencio.
»Recuerdo todavía cómo se alejó, alta la cabeza, azuzando a su caballo sin que
éste modificara su lento caminar.
»Algunos días después, el director de la guardería local se rompió una pierna;
algo más tarde el notario perdió un ojo y, casi al mismo tiempo, el juez de paz
empezó a curvarse lenta, lentamente. Ningún médico conoce remedio alguno para su

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enfermedad. Su joroba crece a diario, a pesar de cuantos corsés metálicos haya
podido probar».
Charlotte derramó algunas lágrimas y prosiguió:
—Naturalmente, mis enamorados empezaron a temerme, y todo el mundo
abandonó el hotel. Ya no se aloja aquí ni un alma, a no ser algún viajero que llega de
tarde en tarde.
—Sin embargo —le indique—, he podido comprobar que están en el hotel esos
tres desgraciados. ¡No os han abandonado!
—Es cierto —respondió—, pero nadie quiere tratarse con ellos. Además, sin
quererlo, les hago sufrir. Es algo más fuerte que yo, algo a lo que no puedo
oponerme: siento la necesidad de reír con el bizco, de cantar con el jorobado, que casi
no tiene voz ya, y de bailar con el cojo. ¡Qué desgracia, qué desgracia!
—¡Vamos, vamos! —protesté—. ¿Estáis loca?
—¡Chsst! —me ordenó, mientras su rostro se alteraba de una forma horrible—.
¡Chsst, aquí llega!
Tenía los ojos desorbitados y me indicaba la ventana con terror.
La noche era negra como un horno en aquellos momentos. Sin embargo, pude
distinguir vagamente, tras los cristales de la ventana, la silueta de un caballo, y oí un
relincho sordo.
—¡Calmaos, Charlotte, calmaos! Debe de ser sin duda un animal suelto que está
ramoneando la madreselva.
Pero, en el mismo instante, la ventana se abrió como empujada por una racha de
viento.
Un rostro alargado y sarcástico, coronado por un inmenso sombrero puntiagudo,
se asomó a la habitación y se puso a reír silenciosamente, mientras un ruido de relojes
descompuestos llenaba el ambiente. Sus ojos se fijaron en mí primero, y luego en
Charlotte, que estaba pálida como la muerte. La ventana volvió a cerrarse
bruscamente.
—¡Oh! ¿Por qué habré vuelto a este lugar? —exclamé desesperado.
Quise arrancarme los cabellos; pero, por primera vez en mi vida, tuve que
convenir en que estaba completamente calvo.
Charlotte, loca de terror, golpeaba las teclas de su clavecín al azar, mientras
cantaba a voz en grito: ¡Rosa de mayo, rosa de mayo!
¡Era algo espantoso!
Huí hasta la gran sala. La lumbre de la chimenea estaba a punto de apagarse y
desprendía un olor acre que se agarró a mi garganta. El jorobado, el bizco y el cojo
seguían en el mismo sitio, pero no jugaban: acodados a la mesa y con la barbilla en
las manos, lloraban melancólicamente sobre sus jarras vacías.
Cinco minutos después subía yo en mi caballo y me alejaba de allí a galope
tendido.
—¡Rosa de mayo…, rosa de mayo! —repetía Charlotte sin cesar.

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¡Ay, carreta que rechina llega lejos! ¡Que el Padre Eterno la guíe!

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EL OJO INVISIBLE O EL ALBERGUE
DE LOS TRES AHORCADOS

Por aquellos tiempos, dijo Christian, era yo pobre como un ratón de iglesia, y me
había refugiado en el desván de una vieja casa de la calle de los Minnesinger, en
Nuremberg.
Había colocado mis bártulos junto al pico del tejado. Las pizarras me servían de
paredes y la viga maestra de techo. Había que andar por encima de unos haces de paja
para llegar a la ventana; pero esta ventana, abierta en el frontón de la fachada, tenía
una vista magnífica. Desde allí podía ver toda la ciudad y gran parte del campo que la
rodeaba. Podía ver cómo se paseaban los gatos, solemnemente a lo largo de los
canalones; cómo las cigüeñas, con el pico cargado de ranas, llevaban el alimento a su
hambrienta nidada; cómo entraban las palomas en los palomares, abierta la cola en
abanico, para volver luego a salir, lanzándose inmediatamente al abismo de las calles.
Por la tarde, cuando las campanas llamaban al Angelus, me acodaba al borde del
tejado y escuchaba sus tañidos melancólicos. Veía iluminarse las ventanas una a una,
mientras los burgueses fumaban sus pipas en las aceras y las muchachas, con sus
pequeñas faldas rojas, el cántaro bajo el brazo, reían y charlaban alrededor de la
fuente de Saint-Sébalt. Todo se iba oscureciendo insensiblemente. Los murciélagos se
ponían en camino y entonces yo me acostaba en una dulce quietud.
El viejo chamarilero Toubac conocía el camino de mi refugio tan bien como yo, y
no tenía miedo de subir por la escalera. Todas las semanas, su cabeza de carnero,
coronada por una pelambrera rojiza, levantaba la trampilla y, asiéndose al borde del
marco, me gritaba con un tonillo nasal:
—¿Cómo andamos, maese Christian? ¿Hay algo nuevo?
A lo que yo respondía:
—Entrad de una vez, qué diablos, entrad. Acabo de terminar un pequeño paisaje y
quiero que me deis vuestra opinión.
Toubac subía entonces, enderezando su flaco cuerpo hasta casi alcanzar el techo,
riendo silenciosamente.
Hay que rendir justicia al chamarilero: no regateaba conmigo. Me compraba todas
las telas al precio fijo de quince florines y las volvía a vender por cuarenta. Era un

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honrado judío.
Este tipo de existencia comenzaba a complacerme, encontrando en él cada día
nuevos atractivos, cuando la buena ciudad de Nuremberg fue agitada por un
acontecimiento extraño y misterioso. No lejos de mi buhardilla, un poco a la
izquierda, se levantaba el albergue del Buey Gordo, un viejo mesón siempre lleno de
parroquianos y conocido en toda la comarca. Delante de su puerta paraban todos los
días tres o cuatro carromatos cargados de sacos o de barricas, puesto que, antes de
acudir al mercado, los campesinos tomaban allí su vaso de vino.
El remate triangular de la fachada del mesón se distinguía por su forma singular:
era muy estrecho y puntiagudo, tallado por sus lados con dientes de sierra; unas
grotescas esculturas, como culebras entrelazadas, adornaban las cornisas y el
contorno de las ventanas que se abrían en esta parte alta de la fachada. Lo realmente
notorio era el hecho de que la casa que se encontraba justo enfrente reproducía con
toda exactitud las mismas esculturas y los mismos adornos. No había nada, ni
siquiera la barra de hierro que sostenía la muestra del mesón, que no estuviera
copiado, con sus volutas y sus espirales metálicas.
Se hubiera dicho que estos dos viejos caserones se reflejaban el uno en el otro. La
única diferencia estribaba en que detrás del albergue se levantaba un enorme roble,
cuyo follaje sombrío hacía destacar vigorosamente las aristas del tejado. La casa de
enfrente se destacaba limpiamente sobre el cielo. Además, todo lo que el albergue del
Buey Gordo tenía de ruidoso y animado, lo tenía la otra casa de silenciosa. En el
primero entraban y salían sin cesar gran número de bebedores, cantando, tropezando,
haciendo restallar su látigo. En la otra reinaba la soledad. Todo lo más —una o dos
veces cada día— su pesada puerta se entreabría para dar paso a una viejecita.
Inclinaba el cuerpo al caminar, adelantando su prominente barbilla. Sus vestiduras se
le pegaban a las caderas; llevaba casi siempre un enorme cesto bajo el brazo y el
puño correspondiente crispado sobre el pecho.
La fisonomía de esta vieja me había chocado más de una vez. Sus pequeños ojos
verdes, su nariz delgada, en punta, los grandes flecos de su chal, que debía de tener
cien años por lo menos, la sonrisa que arrugaba sus mejillas hasta convertirlas en
escarapelas, y las puntillas de su gorro, que le llegaban hasta las cejas…, todo aquello
me había parecido extraño y había llamado mi atención. Me hubiera gustado saber
quién era y qué hacía esta vieja en su gran mansión desierta.
Me parecía adivinar en ella una existencia de buenas obras y piadosas
meditaciones. Pero un día en que me había detenido en la calle para seguirla con la
vista, ella se dio la vuelta bruscamente y me dirigió una mirada cuya horrible
expresión no puedo describir, haciéndome al mismo tiempo tres o cuatro muecas
desagradables. Luego, dejando caer de nuevo su vacilante cabeza sobre el pecho, se
envolvió en su gran chal, cuya punta arrastraba por el suelo, y desapareció a poco
detrás de la pesada puerta.
«Es una vieja loca —me dije, estupefacto—, una vieja loca, astuta y malvada. ¡A

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fe mía! No tenía por qué haberme interesado por ella; aunque no me importaría
volver a ver sus muecas… ¡Seguro que Toubac me daría por ellas quince florines!».
A pesar de estas chanzas, la horrible mirada de la vieja me perseguía por todas
partes. Más de una vez, mientras subía por la vertical escalera de mi buhardilla, y
sintiendo que la ropa se enganchaba en alguna parte, temblaba de los pies a la cabeza,
imaginando que la vieja tiraba de mis vestiduras para hacerme caer.
Toubac, a quien le conté mis pensamientos, lejos de reírse de ellos, me confió:
—¡Maese Christian, si la vieja os toma inquina, tened cuidado! Sus dientes son
pequeños, puntiagudos y de una blancura maravillosa, y esto no es nada natural a su
edad. Seguro que echa mal de ojo. Los niños se escapan cuando la ven acercarse y las
gentes de Nuremberg la llaman Fledermaus[2].
Me admiró el espíritu perspicaz del judío, y sus palabras me dieron mucho que
pensar, pero, al cabo de algunas semanas, habiéndome topado con Fledermaus sin
enfadosas consecuencias, mis temores se disiparon y no volví a pensar en ella.
Ahora bien, una noche, mientras dormía profundamente, me despertó una extraña
armonía. Era una especie de vibración tan suave, tan melodiosa, que el murmullo de
la brisa entre las hojas de los árboles no puede dar sino una débil idea. Presté oídos
durante largo rato, con los ojos abiertos, reteniendo mi aliento para oír mejor. Por fin
miré por la ventana y vi dos alas que se debatían contra los cristales. Pensé primero
que se trataba de un murciélago que había quedado preso en mi habitación; pero la
luna acababa de aparecer y vi dibujarse contra su disco luminoso las alas de una
magnífica mariposa nocturna, transparentes como un encaje. Sus vibraciones eran a
veces tan rápidas que no se veían; luego reposaban, extendidas sobre el cristal, y sus
frágiles nervaduras volvían a distinguirse.
Esta vaporosa aparición, en medio del universal silencio, abrió mi corazón a las
más dulces emociones. Me pareció que una ligera sílfide, apiadada de mi soledad,
venía a visitarme, y esta idea me enterneció hasta las lágrimas. «Estate tranquila,
dulce cautiva —le dije—, tu confianza no será traicionada. No te retendré contra tu
voluntad. ¡Vuelve al cielo, a la libertad!».
Y abrí mi pequeña ventana.
La noche estaba en calma. Millares de estrellas titilaban en el firmamento.
Contemplé durante un instante este sublime espectáculo y unas palabras de oración
me vinieron naturalmente a los labios. Pero juzgad mi estupor cuando, bajando la
vista, vi un hombre ahorcado a la barra de hierro que soportaba la muestra del Buey
Gordo. Sus cabellos estaban revueltos; los brazos, rígidos, caían a sus costados; las
piernas colgaban, con los pies apuntando al suelo, proyectando una sombra
gigantesca hasta el fondo de la calle.
La inmovilidad de esta figura bajo los rayos lunares tenía algo de espantoso. Sentí
secárseme la garganta y entrechocar mis dientes. Iba a lanzar un grito cuando, no sé
por qué atracción misteriosa, mis ojos buscaron más abajo y distinguieron
confusamente a la vieja Fledermaus, acurrucada junto a su ventana, contemplando al

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ahorcado con un aire de satisfacción diabólica.
El terror se apoderó de mí en un irrefrenable vértigo; todas mis fuerzas me
abandonaron y, reculando hasta la pared, me doblé sobre mí mismo, desvanecido.
No puedo decir cuánto tiempo duró mi desmayo. Al volver en mí comprobé que
el día estaba avanzando. La niebla nocturna, penetrando en mi buhardilla, había
dejado sobre mis cabellos su fresco rocío. De la calle subían unos confusos rumores.
Me asomé. Pude ver al burgomaestre y a su secretario parados junto a la puerta del
albergue, donde estuvieron largo rato. Las gentes iban, venían, se paraban para echar
una ojeada y proseguían luego su camino. Las mujeres del vecindario, que barrían los
portales de sus casas, miraban de lejos y charlaban entre ellas. Por fin, una camilla, y
sobre esa camilla un cuerpo cubierto por una manta de lana, salió del mesón,
sostenida por dos hombres. Se alejaron por la calle, mientras los niños que se dirigían
a la escuela corrían detrás de ellos.
Los curiosos se retiraron.
La ventana de enfrente estaba abierta todavía; un pedazo de soga seguía colgando
de la barra. Estaba claro que no había soñado: había visto la gran mariposa nocturna,
luego al ahorcado y luego a la vieja.
Toubac vino a visitarme aquel día. Su gran nariz apareció a ras del suelo.
—Maese Christian, ¿tenéis algo que vender?
No le oí; yo estaba sentado en mi única silla, con las manos apoyadas en las
rodillas y mirando fijamente delante de mí. Toubac, sorprendido por mi inmovilidad,
alzó la voz:
—¡Maese Christian! ¡Maese Christian!
Luego, aupándose a través de la trampilla, se acercó a golpearme en la espalda.
—¡Eh, vamos a ver! ¿Se puede saber qué os pasa?
—¡Ah, sois vos, Toubac…!
—¡Demontre, eso creo! ¿Estáis enfermo?
—No…, estoy pensando.
—¿Y en quién demonios pensáis?
—En el ahorcado.
—¡Ah, ya! —exclamó el chamarilero—. De modo que habéis visto a ese pobre
hombre… ¡Qué historia más extraña! Es el tercero que se ahorca en ese sitio.
—¡Cómo!, ¿el tercero?
—Pues sí. Tendría que haberos prevenido, porque me figuro que habrá un cuarto
que querrá seguir el ejemplo de los otros: el primer paso es el que más cuesta.
Diciendo esto, Toubac se sentó en el borde de mi camastro, chasqueó el mechero,
encendió su pipa y lanzó algunas bocanadas con aire soñador.
—La verdad —dijo—, no soy miedoso; pero si me ofreciesen pasar la noche en
esa habitación, preferiría llevar mis trastos a otro sitio.
»Figuraos, maese Christian, que hará nueve o diez meses un buen hombre de
Tubinga, comerciante de pieles, llega al albergue del Buey Gordo. Pide de cenar,

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come bien y bebe bien. Le dan la habitación del tercer piso, la habitación verde, como
la llaman allí, y al día siguiente lo encuentran colgado de la muestra.
»Bueno, pase por una vez; no hay mucho que decir.
»Se hace el proceso verbal y entierran al forastero en el fondo del jardín. Pero
hete aquí que, alrededor de seis semanas después, llega un bizarro militar de
Newstadt. Le habían concedido la licencia absoluta y el hombre estaba feliz y
contento de volver a ver su pueblo. Durante toda la tarde, vaciando un vaso detrás de
otro, no para de hablar de una prima que le espera para casarse. Por fin se le lleva al
mismo cuarto del anterior y, esa misma noche, el sereno que hacía su servicio por la
calle de los Minnesinger se fija en un bulto junto a la muestra. Levanta su linterna, y
allí está el militar, con su licencia definitiva enrollada en el correspondiente canuto, y
las manos pegadas a la costura del pantalón, en posición de firmes, como si estuviera
en una revista.
»La cosa parece ya extraordinaria. El burgomaestre grita y se da a todos los
diablos. Visitan la habitación, se blanquean las paredes, y se envía el acta de
defunción a Newstadt.
»El escribano había escrito en el margen: Muerto de apoplejía fulminante.
»Todo Nuremberg estaba indignado con el mesonero. Algunos, incluso, le querían
obligar a que hiciera desaparecer la barra que sostenía su muestra, bajo pretexto de
que inspiraban ideas peligrosas a las gentes. Como os podéis figurar, el viejo Nikel
Schmidt hizo oídos sordos.
»—Esta barra —explicó— la puso ahí mi abuelo. Ha soportado la muestra del
Buey Gordo, de padres a hijos, durante ciento cincuenta años. No hace daño a nadie,
ni siquiera a los carros de heno que pasan por debajo, porque está a una altura de más
de treinta pies. Si a alguno le molesta, no tiene más que volver la cabeza; así no la
verá.
»La gente se fue calmando y, durante varios meses, no ocurrió nada nuevo.
Desgraciadamente, un estudiante de Heidelberg que se dirigía a su universidad se
detiene anteayer en el Buey Gordo y pide alojamiento. Era el hijo de un pastor.
»¿Quién iba a suponer que al hijo de un pastor se le ocurriría colgarse de una
muestra de posada, sólo porque un obeso señor y un aguerrido militar se habían
colgado antes? Era lógico suponer, maese Christian, que la cosa no era nada probable.
Los antecedentes no os hubieran parecido suficientes, ni a vos ni a ningún otro. Pues
bien…».
—¡Basta, basta! —exclamé—. ¡Es horrible! Creo adivinar en todo esto un
espantoso misterio. No es la muestra, no es la habitación…
—¿Sospecháis del dueño? Es el hombre más honrado del mundo, y pertenece a
una de las familias más antiguas de Nuremberg.
—No, no… Dios me guarde de concebir sospechas injustas; pero hay abismos a
los que uno no se aventura ni siquiera con la mirada.
—Tenéis razón —dijo Toubac, extrañado por mi nerviosismo—, y más vale

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hablar de otra cosa. A propósito, maese Christian, ¿qué hay de nuestro paisaje de
Sainte-Odile?
Su pregunta me devolvió a este mundo. Mostré al chamarilero el cuadro que
acababa de terminar. Hicimos negocio rápidamente y Toubac, muy satisfecho, bajó
por la escalera, aconsejándome que dejara de ocuparme del estudiante de Heidelberg.
Hubiera seguido de buena gana su consejo; pero cuando el diablo se mezcla en
nuestros asuntos no es fácil deshacerse de él.

II

Una vez solo, los acontecimientos volvieron a dibujarse en mi espíritu con una
lucidez aterradora.
«La vieja —me dije— es la causa de todo. Sólo ella ha meditado estos crímenes y
los ha consumado. ¿Cómo? ¿Ha recurrido a la astucia, ha solicitado la intervención
de poderes invisibles?».
Mientras me paseaba por la buhardilla, una voz interior no cesaba de gritarme:
«No es en vano si el cielo te ha permitido ver a Fledermaus contemplando la agonía
de su víctima; no es en vano si el alma del pobre estudiante ha venido a despertarte,
bajo la forma de una mariposa nocturna, no. Christian, el cielo te impone una misión
terrible. Si no la llevas a buen término estate seguro de que caerás en las redes de la
vieja. Puede que en este mismo momento esté ya tejiendo en la sombra su tela de
araña.
Durante varios días, estas imágenes espantosas me persiguieron sin tregua; perdí
el sueño; era incapaz de hacer nada; el pincel caía de mis manos y, cosa atroz, me
sorprendía a mí mismo algunas veces considerando la barra con complacencia. Al
final, incapaz de aguantar más, bajé una tarde por la escalera, saltando los escalones
de cuatro en cuatro, y fui a agazaparme detrás de la puerta de Fledermaus, dispuesto
a sorprender su fatal secreto.
Desde entonces no pasó un día sin que estuviese tras de la vieja, espiándola, sin
perderla de vista; pero era ella tan astuta, tenía un olfato tan sutil que, sin volver
siquiera la cabeza, me adivinaba detrás de ella y sabía que estaba a sus talones. Por lo
demás, fingía no darse cuenta de ello: iba al mercado o a la carnicería como cualquier
otra mujer. Únicamente, apresuraba el paso y murmuraba confusas palabras.
Al cabo de un mes, llegué a la conclusión de que sería imposible conseguir mi
meta por este medio, lo que me llenó de una tristeza inexpresable.

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«¿—Qué hacer —me decía—. La vieja adivina mis proyectos y está
constantemente en guardia. ¡Canalla de vieja! ¿Creerás que te estás burlando de mí?».
A fuerza de hacerme esta pregunta:
«¿Qué hacer? ¿Qué hacer?», una idea luminosa vino a ocurrírseme. Mi habitación
dominaba la casa de Fledermaus, pero no había ningún ventanuco por ese lado.
Levanté ligeramente una pizarra del techo y comprobé con alegría que podía ver el
antiguo caserón perfectamente. «¡Por fin, ya te tengo! —exclamé—. ¡Ya no podrás
escaparte! Desde aquí podré ver tus idas y venidas, todo lo que haces en tu
madriguera. No sospecharás de este ojo invisible, de este ojo que sorprenderá el
crimen antes de que se lleve a efecto. ¡Oh, sí! ¡La justicia va despacio, pero alcanza
siempre su meta!».
Nada tan siniestro como aquel refugio, visto desde mi cazadero: un patio
profundo, de anchas piedras musgosas; en uno de sus ángulos, un pozo, cuyas aguas
estancadas producían una sensación atemorizadora; una escalera irregular; al fondo,
una galería de madera; sobre la balaustrada, ropa vieja y la funda de un jergón; a la
altura del primer piso, a la izquierda, la piedra de un desagüe indicaba la cocina; a la
derecha, las altas ventanas del caserón que daban a la calle, con algunas macetas de
flores resecas… Todo era sombrío, cuarteado, húmedo.
El sol no entraba en ese lugar infecto más que una o dos horas al día. La sombra
empezaba a subir y la escasa luz se recortaba en rombos sobre las paredes
desconchadas, sobre el balcón carcomido, sobre los sucios cristales. El polvillo se
movía en estos rayos dorados, agitado sólo por un pequeño soplo. ¡Sí! ¡Ésta era la
madriguera de Fledermaus, y en ella se complacía!
Daba yo fin a estas reflexiones cuando entró la vieja. Volvía del mercado. Oí
rechinar la pesada puerta. Al poco tiempo apareció Fledermam con su cesto de la
compra. Parecía fatigada, sin aliento. Las cintas de su gorro le caían sobre la nariz.
Asiéndose con una mano a la barandilla, subió la escalera.
Hacía un calor sofocante. Era precisamente uno de esos días en los que todos los
insectos, los grillos, las arañas, los mosquitos, llenaban las viejas casas de agujeros y
minas subterráneas.
Fledermaus recorrió lentamente la galería, como un hurón que se siente en casa.
Estuvo en la cocina más de un cuarto de hora y volvió luego para tender la ropa y dar
algunos escobazos por los escalones, en los que se arrastraban algunas briznas de
paja. Levantó finalmente la cabeza y siguió el contorno del tejado con sus ojos
verdes, buscando, investigando con la mirada.
¿Qué extraña intuición la empujaba a sospechar algo? No lo sé, pero bajé
lentamente la pizarra y renuncié a quedarme al acecho ese día.
Al día siguiente, Fledermaus parecía tranquilizada. Un rayo de luz venía a incidir
sobre la galería.
Cazó una mosca al vuelo y la presentó directamente a una araña establecida en un
ángulo del techo.

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La araña era tan gruesa que, a pesar de la distancia, la vi bajar lentamente,
deslizarse luego a lo largo de un hilo, como una gota de veneno, arrebatar la presa de
entre las manos de la viejuca, para subir otra vez rápidamente a su refugio. La vieja,
entonces, miró atentamente al animal y a su víctima, con los ojos semicerrados;
estornudó, y la oí murmurar con acento burlón:
—¡Dios te bendiga, hermosa, Dios te bendiga!
Durante seis semanas no descubrí nada nuevo referente al poder de Fledermaus.
Sentada a veces bajo el techo del cobertizo, pelaba patatas; en otras ocasiones la veía
yo colgar su ropa sobre la balaustrada de la galería. De cuando en cuando hilaba,
aunque nunca la oí cantar, según es costumbre de las mujeres viejas, cuyas voces
temblorosas casan tanto con el zumbido de la rueca.
El silencio reinaba a su alrededor. No tenía gato, esa compañía favorita de las
solteronas; ni un solo gorrión venía a posarse en los canalones; las palomas, cuando
pasaban por encima de su patio, parecían aletear con más fuerza. Se hubiera dicho
que todo tenía miedo de su mirada.
Únicamente la araña estaba a gusto en su compañía.
No me explico la paciencia que demostré todas esas largas horas de observación.
Nada me hastiaba, nada me era indiferente. Levantaba la teja al mínimo ruido: era
una curiosidad sin límites, estimulada por un temor indefinible.
Toubac se quejaba:
—Maese Christian —me decía—, ¿a qué demonios dedicáis vuestro tiempo?
Hasta hace poco me dabais algo todas las semanas; y ahora, tengo suerte si me
entregáis algún cuadro en todo el mes. ¡Ah, los pintores! ¡Con qué razón se dice:
«perezoso como un pintor»! En cuanto tienen algunos kreutzers en el bolsillo, cruzan
las manos sobre la barriga y se echan a dormir.
Empecé a desanimarme. Por mucho que miraba y espiaba, no descubría nada
extraordinario. Me decía incluso que la vieja podía no ser peligrosa, que hacía mal en
sospechar de ella; hasta me sentía culpable.
Pero una tarde, cuando, con el ojo pegado al agujero, me abandonaba a estas
benévolas reflexiones, la escena cambió bruscamente. Fledermaus pasó por la galería
con la rapidez de un relámpago. No parecía ella misma: iba erguida, con las
mandíbulas apretadas, fija la mirada, tendido el cuello; caminaba a grandes pasos,
con los grises cabellos flotando detrás de ella. «¡Oh, oh! —me dije—. ¡Cuidado, algo
pasa!». Pero las sombras se extendieron sobre el caserón, se apagaron los ruidos de la
ciudad, se estableció el silencio.
Iba a tumbarme en mi camastro cuando, echando un vistazo por el ventanillo del
doblado, vi que la ventana de enfrente estaba iluminada: un viajero ocupaba la
habitación del ahorcado.
Todos mis temores volvieron a despertarse. La agitación de Fledermaus tenía una
explicación: ¡olfateaba una nueva víctima!
No pude dormir aquella noche. El crujido de la paja, el roer de un ratón bajo el

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entarimado…, cualquier leve sonido, por ligero que fuese, me daba escalofríos. Me
levanté, me incliné por el ventanuco y escuché. La luz de enfrente se había apagado.
En alguno de aquellos momentos de punzante ansiedad, fuese ilusión o realidad, me
pareció ver a la bruja, mirando y escuchando también.
Pasó la noche y llegó el día, tiñendo de gris los cristales. Empezaron a subir hasta
mí, poco a poco, los movimientos de la ciudad. Cansado de fatiga y tensión nerviosa
acabé por dormirme, pero mi sueño fue corto. A las ocho de la mañana volví a mi
puesto de observación.
No parecía que la noche de Fledermaus hubiera transcurrido con más apacibilidad
que la mía; cuando empujó la puerta de la galería, una gran palidez cubría sus
mejillas. No llevaba más que una camisa y un jubón de lana; algunas mechas de
cabello de un color gris rojizo caían sobre sus hombros. Miró en mi dirección con
aire soñador, pero no vio nada. Se notaba que tenía la cabeza en otra cosa. En un
momento dado bajó rápidamente, dejando sus chanclas en lo alto de la escalera: iba a
asegurarse de que la puerta de abajo estaba bien cerrada. Volvió a subir bruscamente,
salvando tres o cuatro escalones de una sola zancada: era algo terrible de ver. Pasó
luego a una habitación vecina, y pude oír un ruido como el que haría la tapa de un
cofre luminoso al caer y volver a cerrarse. Fledermaus apareció de nuevo en la
galería, arrastrando un maniquí tras de sí; y este maniquí llevaba las mismas ropas
que el estudiante de Heidelberg.
La vieja, con una destreza sorprendente, colgó este objeto repelente de una de las
vigas que sostenía el techo de la galería, y volvió a bajar para contemplar su obra
desde el patio. Una serie de carcajadas entrecortadas escapó de su pecho; volvió a
subir y a bajar, como una posesa, lanzando nuevos gritos cada vez, riendo cada vez
con más diabólica alegría.
Se oyó un ruido en la puerta. La vieja, asustada, se abalanzó sobre el maniquí, lo
descolgó, lo escondió y lo volvió luego a reaparecer. Inclinada sobre la balaustrada,
alargando el cuello, reluciéndole los ojos, escuchó atentamente. El ruido se alejaba.
Los músculos de su cara se relajaron, dejó escapar un largo suspiro: un coche acababa
de pasar por delante de la casa.
La bruja había tenido miedo.
Entró de nuevo en la habitación y oí cómo el cofre volvía a cerrarse. La anterior
escena confundía todas mis ideas. ¿Qué significaba este maniquí?
Me mantuve más vigilante que nunca.
Fledermaus había salido a la calle con su cesto, y la seguí con la mirada hasta
doblar la esquina; había vuelto a tomar los aires de una viejuca temblorosa, andaba a
pasitos cortos, y volvía la cabeza de cuando en cuando para comprobar de reojo si
alguien la seguía.
Durante cinco largas horas estuvo fuera, mientras yo iba, venía y meditaba; la
espera se me hacía insoportable; el sol calentaba las tejas y me abrasaba los sesos.
Vi asomado a la ventana, enfrente de mí, al hombre que ocupaba la habitación de

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los tres ahorcados. Era un honrado campesino de la Selva Negra, tocado con un
tricornio enorme, cubriéndose el abdomen con un chaleco escarlata, de cara sonriente
y tranquilota. Fumaba tranquilamente su pipa de Ulm, sin sospechar nada. Me dieron
ganas de gritarle: «¡Buen hombre, tened cuidado! ¡No os dejéis fascinar por la
vieja!». Pero no me habría comprendido.
Fledermaus estuvo de vuelta hacia las dos. El ruido de su puerta resonó hasta el
fondo del vestíbulo. Apareció en el patio y se sentó en el peldaño inferior de la
escalera. Colocó ante sí el gran cesto y sacó de él, primero, algunos manojos de
verduras; luego, del fondo, un chaleco rojo, un gran tricornio plegado, una casaca de
terciopelo pardo, unos calzones de felpa y un par de calcetines de lana gruesa: las
vestiduras habituales de un campesino de la Selva Negra.
Quedé deslumbrado, como si toda una colección de llamas me pasasen por
delante de los ojos.
Me acordé de esos precipicios que os atraen con una fuerza irresistible; de esos
pozos que hay que cegar, para evitar que la gente se precipite en ellos; de esos árboles
a los que se acaba talando, cuando todo el mundo los elige para ahorcarse. Me vino a
las mientes ese contagio de suicidios, de asesinato, de robos…, repetidos en épocas
determinadas, con métodos determinados: ese extraño contagio que nos hace
bostezar, porque vemos a alguien bostezar; sufrir, porque alguien sufre; matarnos,
porque alguien se mata. Recordé todo eso y mis cabellos se erizaron de espanto.
¿Cómo Fledermaus, aquella criatura sórdida, había podido adivinar una ley tan
profunda de la naturaleza? ¿Cómo había encontrado el medio de explotarla en
provecho de sus instintos sanguinarios? No lo podía comprender, no me entraba en la
cabeza. De modo que, sin detenerme a pensar más en ese misterio, resolví volver esa
ley fatal contra ella y llevar a la vieja a su propia trampa: ¡Las víctimas reclamaban
venganza!
Me puse en marcha. Recorrí las tiendas de todos los ropavejeros de Nuremberg, y
me presenté por la noche en el albergue de los tres ahorcados, con un enorme paquete
debajo del brazo.
Nickel Schmidt me conocía desde hacía mucho tiempo. Yo había pintado el
retrato de su mujer, una comadre regordeta y muy apetitosa.
—¡Vaya, maese Christian! —me sacudió la mano vigorosamente—. ¿Qué buen
viento os trae aquí? ¿A qué se debe el placer de veros?
—Querido herr Schmidt, siento un deseo vehemente de pasar la noche en esa
habitación.
Estábamos a la puerta del albergue y señalé la habitación verde. El digno
posadero me dirigió una mirada retadora.
—¡Oh, no temáis.! —le tranquilicé—. No tengo interés en ahorcarme.
—¡Así me gusta, así me gusta! Francamente, me daría pena si hicierais una cosa
así…, un artista de vuestro mérito. ¿Para cuándo queréis la habitación, maese
Christian?

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—Para esta noche.
—Imposible, está ocupada.
—El señor puede tenerla cuando quiera —dijo una voz detrás de nosotros—. ¡A
mí no me interesa ya!
Nos volvimos, sorprendidos. Era el campesino de la Selva Negra, con el tricornio
echado sobre la nuca y el paquete de su equipaje colgado del bastón de viaje.
Acababa de enterarse de la historia de los tres ahorcados y temblaba de cólera.
—¡Vaya unos cuartos que alquiláis! ¡Menudas habitaciones! —tartamudeaba
indignado—. ¡Es un crimen…, es… un asesinato… alojar a la gente en esa clase de
habitaciones! ¡Deberían mandaros a galeras!
—Vamos, vamos…, calmaos —respondió el posadero—; no me negaréis que
habéis dormido como un tronco, a pesar de las historias que hayan podido contaros…
—Por ventura, había rezado mis oraciones de la noche. De no ser por eso, ¿dónde
estaría a estas horas?, ¿dónde estaría?
Y se alejó, arañando el cielo con las manos.
—Bien —dijo maese Schmidt, estupefacto—, la habitación está libre, pero no me
juguéis una mala pasada.
—La mala pasada, en todo caso, sería en mi perjuicio, querido amigo.
Entregué el paquete a la criada y me instalé de momento entre los bebedores.
Hacía tiempo que no me sentía tan tranquilo, tan feliz de estar en este mundo.
Después de tantas inquietudes, estaba llegando a la meta; el horizonte parecía
aclararse y, además, no sé qué formidable poder me tendía la mano. Encendí la pipa,
me acodé en la mesa ante una jarra de cerveza, y me puse a escuchar el coro de
Freischütz, ejecutado por un grupo de músicos de la Selva Negra. La trompeta, el
cuerno de caza y el oboe me distrajeron completamente, hundiéndome en una vaga
ensoñación. Miraba la hora de cuando en cuando y me preguntaba seriamente si todo
lo que me ocurría no era sino un sueño. Pero cuando el sereno llegó para rogamos que
abandonáramos la sala, otros pensamientos más serios surgieron en mi alma, y seguí
pensativo a la pequeña Charlotte, que me precedía, con una palmatoria en la mano,
camino de mi habitación.

III

Subimos la escalera hasta el segundo piso. En el rellano, la muchacha me entregó


la vela y me indicó una puerta.

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—Es ahí —dijo. Y se apresuró a bajar.
Abrí la puerta. El cuarto verde era una habitación de albergue como tantas otras:
el techo muy bajo y la cama muy alta. Di un vistazo al interior y me deslicé junto a la
ventana.
Nada se veía aún donde Fledermaus; únicamente, al fondo de un largo cuarto
sumido en la oscuridad, se veía brillar una lucecita: debía de ser una de esas
lamparillas de noche a las que llaman mariposas.
«Perfecto —me dije, echando la cortina—, tengo todo el tiempo del mundo».
Deshice el paquete. Me puse en la cabeza un gorro de mujer, con largas cintas
colgantes. Me senté ante el espejo y, con la ayuda de un carboncillo dibujé en mi cara
toda una serie de arrugas. Fue un trabajo detallado, al que dediqué una buena hora.
Tras haberme vestido con una ropa femenina y haberme cubierto los hombros con un
gran chal, la figura que se asomaba al espejo llegó a atemorizarme incluso a mí
mismo: Fledermaus estaba allí, al otro lado del cristal, mirándome fijamente.
El sereno gritó en aquel momento las once de la noche. Saqué rápidamente el
maniquí que había traído conmigo y lo vestí con otro vestido parecido al de la vieja,
abriendo después la cortina.
Yo había visto la infernal astucia, la prudencia y la destreza de que había dado
muestras la bruja. No había nada que pudiera sorprenderme y, sin embargo, sentí
miedo.
La luz de la mariposa, inmóvil, proyectaba ahora su amarillento resplandor sobre
el maniquí que la vieja había vestido con las ropas del campesino. Estaba colocado en
el borde de la cama, inclinada la cabeza sobre el pecho, caído el tricornio sobre el
rostro, los brazos colgantes, como sumido en una gran desesperación.
La sombra caía diabólicamente sobre el muñeco, no dejando ver más que el
conjunto. Sólo el chaleco colorado y sus grandes botones destacaban en la penumbra;
pero el silencio de la noche, la inmovilidad completa del personaje, su aire taciturno,
derrotado, tenía un poder de atracción inusitado. Yo mismo, que estaba prevenido
para el espectáculo, sentí frío, un frío que me llegaba hasta los huesos. ¿Qué efecto
no hubiera producido aquel decorado en un pobre campesino, sorprendido de
improviso? Con toda seguridad habría quedado sin voluntad, y el espíritu de
imitación habría hecho el resto.
Nada más mover la cortina comprobé que Fledermaus estaba al acecho detrás de
los cristales.
No podía verme. Abrí lentamente la ventana. ¡La ventana de enfrente se abrió
también! El maniquí pareció incorporarse y avanzar hacia mí. Yo avancé también y,
llevando la palmatoria en una mano, me mostré francamente. La vieja y yo estábamos
cara a cara; ella, asombrada, había dejado caer su maniquí.
Nuestras miradas se cruzaron con un terror igual.
Ella señaló con el dedo; con el dedo señalé yo. Ella movió los labios; yo moví los
míos. Ella suspiró profundamente y se apoyó en el antepecho de su ventana; yo hice

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lo mismo.
No puedo explicar todo lo que aquella escena tenía de terrorífico. ¡Era algo
delirante, algo que rozaba la locura! Luchaban allí dos voluntades, dos inteligencias,
dos almas, y cada una de ellas quería destruir a la otra. En esa lucha, mi alma llevaba
las de ganar: las víctimas estaban de mi lado.
Tras haber imitado durante algunos segundos todos los movimientos de
Fledermaus, saqué una cuerda de entre la falda y la até a la barra metálica de la
muestra del Buey Gordo.
La vieja me miraba con la boca abierta. Rodeé mi cuello con la soga. El iris de
sus ojos se iluminó, su rostro se descompuso.
—¡No, no! —exclamó, silbó más bien—. ¡No! Yo proseguí la representación con
la impasibilidad del verdugo.
La ira se apoderó de Fledermaus.
—¡Vieja loca! —aulló, enderezándose, apoyando las manos en el marco de la
ventana—. ¡Vieja loca!
No la dejé reaccionar. Apagué mi lámpara bruscamente, me incliné como una
persona que quiere coger un vigoroso impulso y, asiendo el maniquí, le pasé el lazo
por el cuello y lo arrojé al vacío.
Un grito terrible resonó en la calle.
Tras ese grito, todo volvió al silencio.
El sudor cubría mi frente. Me quedé escuchando. Al cabo de un cuarto de hora oí
a lo lejos…, muy a lo lejos… la voz del sereno: «Ciudadanos de Nuremberg…, es
medianoche…, es la medianoche».
—Se ha hecho justicia —murmuré—, y las tres víctimas están vengadas.
¡Perdonadme, Señor!
Ahora bien, cuando yo murmuré: «Se ha hecho justicia», habían pasado cinco
minutos desde el último grito del sereno, y yo acababa de ver a la bruja, atraída por su
imagen, arrojarse por la ventana con la cuerda al cuello y quedar suspendida en la
barra de su casa. Vi el escalofrío de la muerte recorrer su cuerpo, y vi cómo los fríos
y pálidos rayos de una luna tranquila y silenciosa, desbordando por encima de los
tejados, venían a caer sobre su gris cabellera despeinada.
Tal como había visto al pobre estudiante de Heidelberg, así vi a la terrible
Fledermaus.
Al día siguiente todo Nuremberg supo que la bruja se había ahorcado. Fue el
último acontecimiento de este tipo de que se tuvo noticia en la calle de los
Minnesinger.

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EL BURGOMAESTRE EMBOTELLADO

He profesado siempre una alta estima e incluso una especie de veneración por el
noble vino del Rin. Burbujea como el champagne, calienta como el bourgogne,
abrasa la imaginación como los vinos de España, y nos pone tiernos como el lacrima
Christi; y, por encima de todo, hace soñar, ofrece a nuestros ojos todo el ancho campo
de la fantasía.
En 1846, acabando el otoño, me había decidido a peregrinar por la comarca de
Johannisberg. Cabalgando sobre un pobre jamelgo enflaquecido, había dispuesto dos
cámaras de hojalata entre sus espaciosas cavidades intercostales, y viajaba por
pequeñas jornadas.
¡Qué admirable espectáculo es el de la vendimia! Una de mis cántaras estaba
siempre vacía y la otra siempre llena; cuando dejaba una viña tenía siempre otra
perspectiva. Sentía únicamente no poder compartir este placer con un verdadero
entendido.
Uno de estos días de mi peregrinación, a la caída de la tarde, el sol, que estaba a
punto de ponerse, lanzaba todavía entre las anchas hojas de las viñas algunos rayos
perdidos. Oí entonces detrás de mí el trote de un caballo. Me desvié ligeramente a la
izquierda para dejarle paso y, para sorpresa mía, reconocí a mi amigo Hippel, que
lanzó una alegre exclamación al verme.
Conoceréis sin duda a Hippel, con su nariz carnosa, su boca dibujada
especialmente para la degustación, y su barriga de tres pisos. Parecía Sileno
persiguiendo al dios Baco. Nos abrazamos, con gran contento por ambas partes.
Hippel viajaba con el mismo propósito que yo: catador distinguido, quería Fijar
su opinión sobre el matiz de ciertos viñedos, acerca de cuya calidad mantenía dudas
razonables. Proseguimos en mutua y complacida compañía.
Hippel gozaba de un carácter de alegre locura, y trazó nuestro itinerario por los
viñedos del Rhingau. Nos deteníamos de cuando en cuando para dar unos tientos a las
cántaras, mientras escuchábamos el silencio que se extendía a nuestro alrededor.
La noche iba ya bastante avanzada cuando nos presentamos ante un pequeño
albergue achantado en la ladera. Pusimos pie a tierra. Hippel miró a través de una
pequeña ventana que se hallaba casi al nivel del suelo: sobre una mesa brillaba una
lampara y al lado de la lámpara dormitaba una mujer de edad.
—¡Eh —gritó mi camarada—, abrid, buena mujer!
La vieja se sobresaltó y, alzándose de la silla, se aproximó a la ventana, pegando
su arrugado rostro a uno de los cristales. Parecía uno de esos viejos retratos
flamencos donde el ocre y el color de humo se disputan la presencia.
Cuando la vieja sibila nos hubo distinguido, hizo la mueca de una sonrisa y nos
abrió la puerta.
—Entrad, señores, entrad —nos saludó con voz temblorosa—. Voy a despertar a
mi hijo. Sed bienvenidos.

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—Un poco de cebada para nuestros caballos y una buena cena para nosotros —se
apresuró a solicitar Hippel.
—Muy bien, muy bien —respondió la vieja con diligencia.
Salió a pasos menudos y la oímos subir por una escalera más empinada que la
escala de Jacob.
Quedamos solos durante algunos minutos en una sala baja y de paredes
ahumadas. Hippel zascandileó por la cocina y vino a informarme que había
constatado la presencia de varios cuartos de jamón colgando junto a la chimenea.
—Creo que cenaremos —comentó acariciándose la panza—. Sí, estoy seguro de
que vamos a cenar a gusto.
Los tablones rechinaron por encima de nuestras cabezas y, casi al mismo tiempo,
un robusto mocetón, vestido con un simple pantalón, el torso desnudo, los cabellos
revueltos, abrió la puerta y se perdió en el exterior sin decirnos una palabra.
La vieja encendió el fuego y la mantequilla empezó a freírse en la sartén.
La cena fue servida. Apareció sobre la mesa un jamón flanqueado por dos
botellas, la una de vino tinto, la otra de vino blanco.
—¿Cuál preferís? —preguntó la dueña.
—Habrá que verlo —respondió Hippel, tendiendo su vaso a la vieja; ésta le sirvió
vino tinto.
Llenó también el mío y lo catamos. Era un vino áspero y fuerte y tenía un gustillo
particular a verbena, a ciprés. Bebí algunas gotas y una tristeza profunda se apoderó
de mi alma. Hippel, por el contrario, chascó la lengua con aire satisfecho.
—¡Excelente! —dijo—. ¡Excelente! ¿De dónde lo sacáis, buena mujer?
—De una viña próxima —respondió la vieja, con una extraña sonrisa.
—Excelente viñedo —insistió Hippel, sirviéndose un buen trago. Me dio la
sensación de que bebía sangre.
—¿Puede saberse por qué pones ese demonio de cara, Ludwig? —me dijo—. ¿Te
ocurre alguna cosa?
—No —le contesté—; pero no me gusta el vino tinto.
—No hay que discutir sobre gustos —observó Hippel, vaciando la botella y
golpeando sobre la mesa.
Luego, al acudir la dueña:
—¡Otra de lo mismo! —gritó—. ¡Otra de lo mismo, y que no haya mezcla, señora
mesonera! ¡Pardiez, este vino me reanima! ¡Os aseguro que es un vino generoso!
Hippel se recostó sobre el respaldo de su silla. Me pareció que su cara se
descomponía. Vacié la botella de vino blanco de un solo trago y la alegría volvió a mi
corazón. La preferencia de mi amigo por el vino tinto me pareció ridícula, aunque
excusable.
Seguimos bebiendo hasta la una de la madrugada, él tinto y yo blanco.
¡La una de la madrugada! Es la hora de visita de la señora Fantasía. Los caprichos
de la imaginación extienden sus ropas diáfanas bordadas de cristal y azur, como las

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de la mosca, el escarabajo o la damisela de las aguas quietas.
¡La una! Es entonces cuando la música acaricia los oídos del soñador e insufla en
su alma la armonía de las esferas invisibles. Es la hora en que pasea el ratón, la
misma hora que aprovecha la lechuza para desplegar sus alas de suave pulmón y
pasar silenciosamente por encima de nuestras cabezas.
—Es la una —le indique a mi camarada—; hay que acostarse, si queremos
proseguir mañana el viaje a una hora decente.
Hippel se levantó vacilante.
La vieja nos condujo hasta una habitación de dos camas y nos deseó un feliz
sueño.
Nos desnudamos; yo me quedé levantado para apagar la luz. Apenas me acosté
pude ver que Hippel dormía ya profundamente. Su respiración parecía el sonido de la
tempestad. No pude cerrar ojo. Mil figuras extrañas daban vueltas a mi alrededor; los
gnomos, los diablillos, las brujas de Walpurgis, ejecutaban en el techo su danza
cabalística. ¡Singular efecto el del vino blanco!
Me levanté, encendí la lámpara y, atraído por una invencible curiosidad, me
acerqué al lecho de Hippel. Su rostro estaba colorado, entreabierta la boca; notaba
cómo la sangre golpeaba en sus sienes, mientras sus labios se movían como si hubiera
querido hablar. Permanecí inmóvil junto a él durante un buen rato, intentando
alcanzar con la mirada el fondo de su alma; pero el sueño, al igual que la muerte, es
un misterio impenetrable que guarda sus secretos.
El rostro de Hippel expresaba a veces el terror, a veces la tristeza, a veces la
melancolía, se contraía en ocasiones y se hubiera dicho que estaba a punto de llorar.
El rostro de mi amigo, hecho para la risa, ofrecía una extraña expresión bajo el
dominio de la pena.
¿Qué sucedía en el fondo de ese abismo? Yo podía notar el efecto de las ondas
que llegaban hasta la superficie, pero, ¿de dónde venían estas profundas
conmociones?
El durmiente se incorporó de súbito, se alzaron sus párpados yvi que tenía los
ojos en blanco. Todos los músculos de su rostro se tensaron, su boca pareció querer
gritar de horror; volvió luego a recostarse y sollozó.
—¡Hippel! ¡Hippel! —le grité, derramándole una jarra de agua por la cabeza.
Se despertó.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Dios sea loado, era un sueño! Querido Ludwig, te
agradezco mucho que me hayas despertado.
—No hay de qué; pero cuéntame lo que estabas soñando.
—Sí…, mañana…, déjame dormir… Déjame dormir, no me tengo de sueño…,
déjame.
—Hippel, eres un ingrato: mañana lo habrás olvidado todo.
—¡Pardiez, tengo sueño! —contestó—. Déjame…
No quise soltar la presa.

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—Hippel, volverás a soñar lo mismo, y, esta vez, te abandonaré sin misericordia.
Estas palabras produjeron un efecto admirable.
—¡Volver a soñar lo mismo! —exclamó, saltando de la cama—. ¡Mis vestidos y
mi caballo! ¡De prisa, porque me marcho! Esta casa está maldita. Tienes razón,
Ludwig: el diablo vive entre estas paredes. ¡Vámonos!
Se iba vistiendo con precipitación. Cuando hubo acabado, le detuve.
—Hippel —le dije—, ¿por que vamos a escaparnos? No son más que las tres de
la mañana. Descansemos un rato más.
Abrí la ventana y el aire fresco de la noche, entrando en la habitación, disipó
todos sus temores.
Se apoyó en el marco del ventanal y me contó lo que sigue:
—Ayer hablamos de los más famosos viñedos del Rhingau. Aunque nunca he
visitado esta comarca, mi espíritu debió de ocuparse de ella; luego, el tinto peleón
que me dieron en la cena dio un color sombrío a mis ideas. Lo más sorprendente de
mi sueño es que yo imaginaba ser el burgomaestre de Welche, un pueblo vecino, y
que me identificaba de tal forma con ese personaje que te lo podría describir como a
mí mismo. Este burgomaestre era un hombre de talla mediana y casi tan gordo como
yo; llevaba una casaca de amplios faldones, con botones de cobre; a lo largo de sus
piernas lucía otra fila de pequeños botones en forma de cabeza de clavo; se cubría la
calva cabeza con un tricornio. Diré, para acabar, que era un hombre dotado con la
seriedad del asno, que no bebía más que agua, que no amaba otra cosa que no fuese el
dinero, y que sólo pensaba en extender sus propiedades.
»No sólo había cogido las ropas del burgomaestre, sino también su carácter. Me
habría despreciado, yo, Hippel, de haberme conocido. ¡Vaya un cretino de
burgomaestre que estaba hecho yo! ¿No vale más vivir alegremente y burlarse del
porvenir, en vez de pasar el tiempo amontonando escudo sobre escudo y destilando
bilis? Pero, en fin…, ahí me tienes de burgomaestre.
»Me levanto de la cama, y la primera cosa que me preocupa es saber si los
obreros están trabajando ya en la viña. Para desayunar, cojo un mendrugo de pan. ¡Un
mendrugo de pan! ¿Se puede ser más tacaño y avaro? Cada vez que lo pienso, yo que
me como mi costillita y me bebo mi botellita todas las mañanas… En fin, da lo
mismo. Cojo, es decir, el burgomaestre coge un mendrugo de pan y se lo echa al
bolsillo. Encarga a la vieja criada que barra su habitación y que prepare de comer
para las once: un caldo y unas patatas, creo. ¡Vaya una comida! Bueno, no importa…,
el caso es que se marcha de casa.
»Podría hacer la descripción del camino, de la montaña —me dijo Hippel—; los
tengo como a la vista.
»¿Es posible que un hombre, en sus sueños, pueda figurarse un paisaje de esta
forma? Yo iba viendo los campos, los jardines, las praderas, los viñedos…, y
pensaba: éste es de Pedro, éste es de Jacobo, éste de Enrique. Me paraba delante de
algunas de estas parcelas y me decía: «¡Diablo, el trébol de Hans está soberbio!», y

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más adelante: «¡Demonio, esta fanega de viñas me vendría de perilla!». Pero durante
todo ese tiempo sentía una especie de aturdimiento, un dolor de cabeza indefinible.
Apreté el paso. La mañana iba avanzando, el sol empezó a calentar y el calor se hizo
excesivo. Yo seguía un pequeño sendero que ascendía a través de las viñas de la
ladera. Este sendero iba a parar junto a las ruinas de un viejo castillo, desde las que se
veían mis cuatro fanegas de viñas. Me di prisa en llegar, y estaba sin aliento cuando
me detuve entre las ruinas para descansar un momento. La sangre zumbaba en mis
oídos y el corazón golpeaba mi pecho, como golpea un martillo el yunque. El sol
abrasaba. Quise proseguir mi ruta cuando, súbitamente, sentí como si una maza me
derribara. Caí junto a una pared y comprendí que acababa de sufrir una apoplejía.
»Una sombría desesperación se apoderó de mí. “Estoy muerto —me dije—. El
dinero que he amasado con tantas dificultades, los árboles que he cultivado con tanto
mimo, la casa que levanté…, todo está perdido, todo pasa a mis herederos. Esos
miserables a los cuales no hubiera querido dejar ni un kreutzer, van a enriquecerse a
mis expensas. ¿Qué les importo yo? Se alegrarán de mi desgracia…, cogerán las
llaves de mi bolsillo…, se repartirán mis bienes…, gastarán mi oro. Y yo… yo tendré
que asistir a ese saqueo. ¡Qué espantoso suplicio!”.
»Sentí a mi alma separarse del cadáver y quedarse en pie junto a él.
»Esta alma del burgomaestre vio que su cadáver tenía el rostro azulado y las
manos amarillentas.
»Hacía mucho calor y el sudor de la muerte se escurría por la frente. Unos
grandes moscardones vinieron a posarse sobre la cara; uno se introdujo por la nariz,
sin que el cuerpo se moviera. Al poco rato, las moscas cubrían todo el rostro, sin que
el alma desolada pudiera espantarlas. Estaba allí…, comenzando su infierno…,
sintiendo pasar unos minutos que le parecían siglos.
»Transcurrió una hora y el calor seguía aumentando. ¡Ni un soplo de aire, ni una
nube en el cielo!
»Por entre las ruinas apareció una cabra, mordisqueando la hiedra y las hierbas
silvestres que crecen en medio de los escombros. Al pasar junto a mi pobre cuerpo
dio un salto de costado, movió sus grandes ojos con inquietud y volvió a acercarse.
Olisqueó los alrededores y prosiguió su caprichoso recorrido junto a los muros de una
torre. Un pastorcillo que la vio acudió entonces para llevarla con las otras; viendo el
cadáver, lanzó un grito y se puso a correr con todas sus fuerzas en dirección al
pueblo.
»Pasó otra hora, lenta como la eternidad. Por fin, un susurro y ruido de pasos se
oyeron detrás de las paredes ruinosas. Mi alma vio llegar lentamente…, muy
lentamente…, al señor juez de paz, seguido de su secretario y de varias personas más.
Los reconoció a todos.
»—¡Es vuestro burgomaestre! —exclamaron al verme.
»El médico se acercó a mi cuerpo y espantó las moscas, que revolotearon juntas
como un enjambre. Me miró durante algunos segundos, levantó mi rígido brazo y

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explicó con indiferencia:
»—El burgomaestre ha muerto de un ataque de apoplejía fulminante; debe de
estar aquí desde esta mañana. Habrá que llevárselo y enterrarlo cuanto antes, porque
este calor favorece la descomposición.
»—Me parece, aquí inter nos —gruñó el secretario—, que la comuna no pierde
gran cosa. Era un avaro y un imbécil: no entendía nada de nada.
»—Sí —apoyó el juez—, y no hacía más que criticarlo todo.
»—Pasa lo de siempre —añadió otro—: los estúpidos se creen siempre muy
listos.
»—Habrá que enviar aquí a unos cuantos porteadores —prosiguió el médico—.
Será un fardo pesado, porque este hombre tenía más barriga que sesos.
»—Voy a levantar el acta de defunción. ¿A qué hora la fijamos? —preguntó el
secretario.
»—Poned que ha muerto a las cuatro.
»—¡El muy avaro! —comentó un campesino—. Iba a espiar a sus obreros,
buscando un pretexto para arañarles algunos centavos al acabar la semana.
»Luego, cruzando los brazos sobre el pecho, mientras miraba el cadáver:
»—¡Vaya, burgomaestre! —exclamó—. ¿De qué te ha servido estrujar a los
pobres? ¡La muerte te ha segado de todas formas!
»—¿Qué lleva en el bolsillo? —preguntó otro.
»Sacaron el mendrugo de pan.
»—¡Aquí está su desayuno!
»Y todos se echaron a reír.
»Hablando de esta suerte, los hombres se dirigieron hacia el pueblo. Mi pobre
alma los oyó todavía durante alguno momentos, hasta que el ruido de sus voces, poco
a poco, se extinguió. Quedé en medio de la soledad y el silencio.
»Las moscas volvieron por millares.
»No puedo decir cuánto tiempo transcurrió —prosiguió Hippel—, porque en mi
sueño los minutos no parecían tener fin.
»Llegaron por fin los porteadores y levantaron mi cadáver, maldiciendo al
burgomaestre. El alma del pobre hombre los siguió, sumida en un dolor inexpresable.
Yo volví a bajar por el camino que había traído cuando vivo; pero esta vez veía llevar
mi cuerpo delante de mí, tendido en una camilla.
»Cuando llegamos delante de mi casa pude ver que nos esperaba un gran número
de gentes. ¡Reconocí a mis primos y primas hasta la cuarta generación!
»Depositaron la camilla en el suelo y desfilaron todos para echarme un vistazo.
»—Sí que es él —decía uno.
»—Bien muerto está —comentaba otro.
»Mi gobernanta acudió también, alzando las manos con aire patético.
»—¿Quién hubiera podido adivinar esta desgracia? —exclamó—. ¡Un hombre
tan gordo y tan sano! ¡Qué poquita cosa somos!

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»Y ésa fue toda mi oración fúnebre.
»Me llevaron a una habitación y me extendieron sobre un colchón de paja.
»Cuando uno de mis primos quiso sacar las llaves de mi bolsillo, intenté lanzar un
grito de rabia. Desgraciadamente, las almas no tienen voz. Por fin, querido Ludwig,
vi cómo abrían mi escritorio, contaban mi dinero y valoraban mis créditos. Sellaron
luego mis documentos y observé cómo la gobernanta se apropiaba a escondidas de
mis mejores ropas; aunque la muerte me había aliviado de toda necesidad, no pude
impedir un gesto de apego hacia lo que habían sido mis propiedades.
»Me desnudaron, me pusieron un camisón, me encerraron en un ataúd y asistí a
mi propio entierro.
»Cuando me bajaron a la fosa, la desesperación se apoderó de mi alma: ¡todo
estaba perdido! Me despertaste en ese instante, Ludwig; y me parece oír todavía el
ruido de la tierra cayendo sobre la tapa de la caja.
Hippel acabó el relato, mientras un escalofrío recorría su cuerpo.
Nos quedamos pensativos durante un largo rato, sin cambiar una palabra. El canto
de un gallo nos advirtió que la noche llegaba a su fin y las estrellas parecieron
borrarse con la proximidad del alba. Otros gallos alzaron sus penetrantes voces y se
respondieron de una a otra granja. Un perro de guarda salió de una casilla para hacer
la ronda matinal. Una alondra, todavía adormilada, lanzó más tarde al aire su alegre
canción.
—Hippel —le dije a mi camarada—, es hora de irnos, si queremos aprovechar la
fresca.
—Tienes razón —respondió—, pero, antes de nada, habrá que comer algo.
Cuando bajamos, el posadero estaba vistiéndose. Tras haberse puesto un blusón,
nos sirvió los restos de nuestra cena. Llenó una de mis cántaras con vino blanco, la
otra con vino tinto, ensilló nuestros pencos y nos deseó un feliz viaje.
Llevaríamos una media legua de camino cuando mi amigo Hippel, siempre
sediento, se decidió a echar un trago de su vino tinto.
—¡Brrr! —profirió, como presa de vértigo—. ¡Mi sueño, otra vez mi sueño de
esta noche!
Puso su caballo al trote para escapar a esa visión, que se pintaba con extraños
caracteres sobre su rostro. Le seguí de lejos, porque mi pobre rocinante no estaba
para esos trotes.
Se alzó el sol y un tinte pálido y rosa invadió el azul oscuro del cielo, al tiempo
que las estrellas se desvanecían en medio de esta luz deslumbrante, como un collar de
perlas en las profundidades del mar.
Con los primeros rayos de la mañana, Hippel detuvo su montura y me esperó.
—No sé —me dijo— qué clase de ideas se han apoderado de mí. Ese vino tinto
debe de tener alguna virtud singular, porque halaga mi paladar y ataca mi cerebro.
—Hippel —le respondí—, no hay por qué negar que algunos licores encierran en
sí mismos los principios de la fantasía e, incluso, de la fantasmagoría. He visto a

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hombres alegres volverse tristes, a hombres tristes volverse alegres, a hombres
ingeniosos volverse estúpidos… y al revés…, sólo por el efecto de algunos vasos de
vino que se echaron al coleto. Es un profundo misterio. ¿Qué insensato osaría poner
en duda este mágico poder de la botella? Se trata de una fuerza superior,
incomprensible, ante la cual debemos inclinar la frente, ya que todos padecemos
alguna vez su influencia divina o infernal.
Hippel reconoció la fuerza de mis argumentos y permaneció silencioso, como
perdido en un inmenso sueño.
Caminábamos por un estrecho sendero que serpenteaba por encima de las orillas
del Queich. Los pájaros dejaban oír su canto y la perdiz lanzaba su grito gutural,
escondida bajo las anchas hojas de las viñas. El paisaje era magnífico; el río
murmuraba, fluyendo por entre las pequeñas barracas. A la derecha e izquierda se
desplegaban los viñedos, mostrando una cosecha soberbia.
Nuestro camino hacía un codo en la cresta de la ladera. Súbitamente, mi amigo
Hippel quedó inmóvil, con la boca abierta, y alzó los brazos con estupor; luego,
rápido como una flecha, se dio la vuelta para huir. Le detuve, asiendo la brida de su
caballo.
—Hippel, ¿qué te ocurre? ¿Has visto a Satanás en medio del camino? ¿Ha puesto
el ángel de Balaam su espada ante tus ojos?
—¡Déjame! —rogaba mi amigo, debatiéndose—. ¡Es mi sueño, es el paisaje que
vi en mi sueño!
—Vamos, vamos, Hippel, cálmate… El vino tinto encierra sin duda algunas
propiedades dañinas. Toma un trago del mío, que es un jugo generoso que arranca las
imaginaciones sombrías del cerebro humano.
Bebió ávidamente; el líquido bienhechor restableció el equilibrio de sus
facultades.
Derramamos el vino tinto, que se había vuelto negro como el carbón. Goteó
espesamente al penetrar en la tierra, y me pareció escuchar como unos sordos
mugidos, unas voces confusas y suspirantes, pero tan débiles, que parecían venir de
un país lejano; nuestros oídos carnales no podían comprenderlos, sino tan sólo las
fibras más íntimas del corazón. Era el último suspiro de Abel, cuando su hermano lo
abatió sobre la tierra y la tierra se abrevó con su sangre.
Hippel estaba demasiado alterado para prestar atención a ese fenómeno, pero a mí
me produjo una profunda admiración. Vi también, al mismo tiempo, cómo un pájaro
negro, del tamaño de un puño, salía de un arbusto y se escapaba piando de terror.
—Noto que dos principios contrarios luchan dentro de mí —me dijo entonces
Hippel—. Son el negro y el blanco, el principio del bien y del mal. ¡Sigamos!
Proseguimos nuestro camino.
—Ludwig —volvió a tomar la palabra mi compañero—, ocurren en este mundo
unas cosas tan extrañas que el espíritu debe humillarse y temblar. Ya sabes que nunca
había visitado esta parte del país. Y aquí tienes: ayer sueño, y hoy veo cómo las

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fantasías soñadas se aparecen ante mí. Fíjate en este paisaje: es el mismo que pude
ver durante el sueño. Aquí están las ruinas del viejo castillo donde tuve la crisis
mortal. Ése es el camino que recorrí, y más allá están mis cuatro fanegas de viñas. No
hay un árbol, un riachuelo o un arbusto que no reconozca, como si los hubiera visto
cien veces. Cuando demos la vuelta a aquel recodo del camino, veremos en el fondo
del valle la aldea de Welche. La segunda casa a la derecha es la del burgomaestre;
tiene cinco ventanas en lo alto de la fachada y cuatro en la parte baja, además de la
puerta. A la izquierda de mi casa —es decir, de la casa del burgomaestre— verás un
granero y un establo, donde encerraba el ganado. Detrás, en un pequeño patio, bajo
techo, está la prensa; la mueven dos caballos. En fin, querido Ludwig, es como si el
burgomaestre hubiera resucitado. El pobre te mira por mis ojos, te habla por mi boca
y, si no recordase que antes de ser burgomaestre, avaro, sucio y rico propietario, he
sido Hippel, un hombre regalón, amante de la comodidad, enamorado del buen comer
y beber, dudaría en decirte quién soy, porque todo lo que veo me recuerda otra
existencia, otras costumbres y otras ideas.
Todo sucedió tal como Hippel había predicho. Vimos la aldea de lejos, al fondo
de un soberbio valle, entre dos ricas laderas. Las casas se extendían por el borde del
río y la segunda a la derecha era la del burgomaestre.
De todos los individuos que se cruzaron con nosotros tenía Hippel un vago
recuerdo. Algunos le parecieron tan familiares que estuvo a punto de llamarlos por su
nombre; pero las palabras se le quedaban en la punta de la lengua, sin poderlas
despegar de sus otros recuerdos. Por otra parte, notando la indiferente curiosidad con
la que se nos miraba, Hippel comprobaba que era totalmente desconocido y que su
rostro enmascaraba totalmente el alma del difunto.
Nos detuvimos en un albergue, considerado por mi amigo como el mejor del
pueblo; parecía conocerlo de antiguo.
Nueva sorpresa: la dueña del albergue era una comadre gordinflona, viuda desde
hacía varios años, a la que el burgomaestre había solicitado en segundas nupcias.
Hippel estuvo a punto de darle un abrazo, de tal forma que despertaron sus
antiguas simpatías. Pudo reprimirse, sin embargo: el Hippel originario combatía en sí
mismo las tendencias matrimoniales del burgomaestre. Se limitó a preguntarle, con el
tono más amable que pudo, si podrían servirnos un buen desayuno, regado con el
mejor vino del lugar.
Cuando estuvimos sentados a la mesa, una muy natural curiosidad llevó a Hippel
a informarse de lo que había pasado en el pueblo desde su muerte.
—Señora —dijo dirigiéndose a la mesonera con una amable sonrisa—, me figuro
que conoceríais sin duda al antiguo burgomaestre de Welche.
—¿El que murió hace tres años de un ataque de apoplejía?
—Ése precisamente —respondió mi camarada, fijando en la dama una mirada
curiosa.
—¡Vaya si lo he conocido! —exclamó la mujer—. Ese viejo tacaño quería casarse

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conmigo. Si hubiera sabido que iba a morir tan pronto, hubiera aceptado; me
proponía un testamento de cesión mutua de bienes.
Esta respuesta desconcertó un tanto a mi querido Hippel; el amor propio del
burgomaestre había sido violentamente herido en su persona. Sin embargo, se
contuvo.
—Es decir, que no le queríais —afirmó.
—¿Cómo es posible amar a un hombre feo, sucio, repelente y avaro?
Hippel se levantó para mirarse en el espejo. Viendo sus mejillas llenas y
coloreadas, sonrió a su imagen y volvió a la mesa; empezó a atacar el pollo que le
habían servido.
—Bien pensado —murmuró—, el hecho de que el burgomaestre fuese sucio y feo
no prueba nada contra mí.
—¿Sois pariente suyo? —preguntó la posadera, sorprendida.
—¿Yo? ¡Nada de eso! ¡Nunca le conocí! Afirmo únicamente que los unos son
feos y los otros hermosos; y que por el hecho de tener la nariz en medio de la cara,
como vuestro burgomaestre, no tiene uno que parecerse a él.
—¡Ni mucho menos! —respondió la posadera—; no tenéis ningún rasgo de su
familia.
—Además —prosiguió mi amigo—, yo no soy avaro, lo que prueba que no soy
vuestro burgomaestre. Traed un par de botellas más de nuestro mejor vino.
Salió la mujer y yo aproveché la ocasión para advertirle a Hippel que no se
lanzase en conversaciones que pudieran traicionar su incógnito.
—¿Qué tonterías dices, Ludwig? —se enfureció—. Sabes perfectamente que no
soy más burgomaestre que tú mismo; y si no, aquí están mis papeles, totalmente en
regla.
Sacó su pasaporte, al tiempo que entraba la dueña.
—Señora —dijo Hippel—, ¿respondía el burgomaestre a estas señas personales?
Leyó:
—Frente despejada, nariz gruesa, labios carnosos, ojos grises, estatura media y
robusta, pelo oscuro.
—Más o menos —respondió la mujer—; sólo que el burgomaestre era calvo.
Hippel se pasó la mano por sus cabellos, afirmando en voz alta:
—El burgomaestre era calvo, y nadie osará decir que yo lo sea.
La mesonera pensó que mi amigo estaba loco. No dijo nada, porque Hippel pagó
la comida generosamente. Llegados a la puerta, mi compañero se volvió y me dijo
bruscamente:
—¡Vámonos!
—Un instante, querido amigo —le respondí—. Quiero primero que me lleves al
cementerio donde reposa el burgomaestre.
—¡No —protestó—, jamás! ¿Quieres precipitarme bajo las garras de Satanás?
¡Yo, en pie sobre mi tumba! ¡Eso sería contrario a todas las leyes de la naturaleza!

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¿Estás bien de la cabeza, Ludwig?
—Cálmate, Hippel —le dije—. Estás en este momento sometido al imperio de
poderes invisibles. Extienden sobre ti unas redes tan sutiles y transparentes que nadie
puede percibirlas. Hay que hacer un esfuerzo para romperlas, hay que devolverle el
alma al burgomaestre, y eso no es posible sino sobre su tumba. ¿Te interesa ser el
raptor de esa pobre alma? Sería un robo manifiesto. Conozco de sobra tu delicadeza y
no te creo capaz de una infamia tal.
Estos argumentos parecieron convencerle.
—Está bien —dijo—. Me atreveré a pisar esos restos, cuya mitad más pesada
soporto. No quiera Dios que me culpen de un robo parecido. Sígueme, Ludwig; te
mostraré el camino.
Caminaba a pasos rápidos, precipitados, llevando en la mano el sombrero,
despeinado, agitando los brazos, como un desgraciado que acomete una acción
desesperada y se excita a sí mismo para no desfallecer.
Recorrimos algunas pequeñas calles y cruzamos el puente de un molino, cuya
pesada rueda desprendía una blanca capa de espuma. Seguimos luego un sendero que
atravesaba una pradera y llegamos por fin, por las traseras del pueblo, junto a una
muralla bastante alta, revestida de musgo y líquenes. Era el cementerio.
En una de sus esquinas se veía el osario; en la opuesta, una caseta rodeada por un
pequeño jardín.
Hippel se dirigió a la casilla, donde se encontraba el sepulturero. A lo largo de las
paredes colgaban coronas de siemprevivas. El sepulturero esculpía una cruz; dedicaba
tanta atención a su trabajo que se levantó espantado al hacer Hippel su entrada. Mi
compañero fijó en él dos ojos que debieron asustarle, porque durante algunos
segundos quedó desconcertado.
—Buen hombre —le pedí—, llevadnos hasta la tumba del burgomaestre.
—No hace falta —gritó Hippel—, yo sé dónde está.
Sin esperar respuesta abrió la puerta que daba al cementerio y se puso a correr
como un loco, saltando por encima de las tumbas y gritando:
—¡Es aquí… aquí! ¡Ya estamos!
Evidentemente, el espíritu del mal le poseía, puesto que derribó a su paso una
cruz blanca coronada de rosas. ¡La cruz de un niño!
El sepulturero y yo le seguíamos de lejos.
El cementerio era bastante grande. Unas espesas hierbas, de un verde oscuro,
crecían hasta tres pies del suelo; los cipreses arrastraban por el suelo su larga
cabellera; pero lo que enseguida llamó mi atención fue un enrejado adosado a la
pared y cubierto por una parra magnífica, tan cargada de uvas que los racimos caían
los unos sobre los otros.
Mientras caminábamos, le dije al sepulturero:
—Tenéis ahí una parra que debe de proporcionaros buenos dineros.
—¡Quia, no, señor! —respondió con aire lastimero—. No le saco provecho

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alguno. Nadie quiere estas uvas, porque lo que pertenece a la muerte, a la muerte
retorna.
Miré fijamente al hombre. Tenía un aire falso, una sonrisa diabólica contraía sus
labios y sus mejillas. Yo estaba seguro de que mentía.
Llegamos ante la tumba del burgomaestre, que estaba cerca de mí. Justo enfrente
de ella había una cepa enorme, henchida de jugos, y que daba la sensación de estar
tan ahíta como una serpiente boa. Sus raíces penetraban sin duda en el interior de los
ataúdes, disputando su presa a los gusanos. Sus granos, además, eran de un color rojo
violeta, mientras que los otros ofrecían un tinte blanco ligeramente rosado.
—Hippel, apoyado contra la parra, parecía más calmado.
—Puede que no comáis de estas uvas —le dije al sepulturero—, pero sí que las
vendéis.
Palideció, negando firmemente.
—Las vendéis en el pueblo de Welche, y puedo incluso deciros en qué albergue
se vende vuestro vino: en el albergue de la Flor de Lis.
El enterrador empezó a temblar. Hippel quiso lanzarse a la garganta de aquel
miserable y tuve que intervenir para que no lo destrozara.
—¡Canalla —dijo—, me has hecho beber el alma del burgomaestre! ¡He perdido
mi personalidad!
Pero, de improviso, una idea luminosa le vino a las mientes. Se colocó frente a la
pared y adoptó la célebre actitud del Manneken pis de Bruselas[3].
—¡Dios sea loado! —dijo al acabar—. He devuelto a la tierra la quintaesencia del
burgomaestre. Me he quitado de encima un peso enorme.
Proseguíamos nuestro camino una hora después, y mi amigo Hippel había
recobrado toda su natural jovialidad.

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EL VIOLÍN DEL AHORCADO

Karl Hâfitz había pasado seis años estudiando contrapunto; había profundizado en
la música de Hadyn, Gluck, Mozart, Beethoven y Rossini; gozaba de una salud
envidiable y de una honesta fortuna que le permitía seguir cómodamente su vocación
artística; en una palabra, poseía todo lo necesario para componer una grande y
hermosa música, excepto una cosilla indispensable: la inspiración.
Cada día, lleno de noble ardor, entregaba a su digno maestro Albertus Kilian unas
largas partituras, repletas de armonías, pero cuyas frases sonoras recordaban a
Joseph, a Wolfgang o Ludwig.
Maese Albertus, sentado en su gran sillón, los pies apoyados en los morillos de la
chimenea, el codo en una esquina de la mesa, fumando su pipa, se dedicaba a
subrayar uno tras otro los singulares descubrimientos melódicos de su discípulo. Karl
lloraba de rabia, se enfadaba, protestaba; pero el viejo maestro abría tranquilamente
uno de sus innumerables cuadernos de música y, poniendo el dedo sobre el pasaje que
se discutía, decía:
—¡Echa un vistazo, muchacho!
Karl, entonces, bajaba la cabeza y desesperaba del porvenir.
Pero una hermosa mañana, habiendo presentado a maese Albertus, firmada con su
nombre, una fantasía de Boccherini con variaciones de Viotti, el digno maestro, hasta
entonces impasible, se enfadó.
—Karl —exclamó—, ¿me tomas por un asno? ¿Crees que no me doy cuenta de
tus miserables raterías? ¡Ésta pasa ya del límite!
Luego, viéndole consternado por la bronca, añadió:
—Escucha, quiero admitir que la memoria te traiciona, y que tomas por
invenciones tuyas lo que no son más que ecos de otros compositores; pero,
decididamente, estás engordando a ojos vista, y me parece que bebes un vino
demasiado generoso, en una cantidad de vasos demasiado… indeterminada. Eso es lo
que arranca los caños de tu inteligencia. ¡Tienes que adelgazar!
—¡Adelgazar!
—Eso he dicho. O eso…, o renunciar a la música. No te falta la ciencia, sino las
ideas, y por una causa muy sencilla: si te pasases la vida engrasando las cuerdas de tu
violín, ¿cómo podrían vibrar? Estas palabras de maese Albertus fueron para Hâfitz
como un rayo de sol.
—Aunque acabe tísico —aseveró— no recularé ante ningún sacrificio. ¡Puesto
que la materia oprime a mi alma, adelgazaré!
Denotaba en aquel momento su expresión tanto heroísmo, que maese Albertus se
sintió lleno de emoción. Dio a su alumno un fuerte abrazo y le deseó buena suerte.
Al día siguiente, Karl Hâfitz, el macuto al hombro y el bastón en la mano,
abandonaba el hotel de los Tres Pichones y la cervecería del Rey Gambrinus, con el
propósito de emprender un largo viaje.

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Se dirigió a Suiza.
Desgraciadamente, aunque al cabo de seis semanas su gordura se había reducido
considerablemente, la inspiración seguía sin llegar.
«¿Se puede ser más desgraciado que yo? —se decía—. Ni el ayuno, ni las buenas
viandas, ni el agua, ni el vino, ni la cerveza…, ninguna de esas cosas afinan mi
espíritu para que resuene con el diapasón de lo sublime. ¿Qué he hecho yo para
merecer una tan triste suerte? Mientras que una patuela de ignorantes compone obras
geniales, aquí estoy yo, con toda mi ciencia, todo mi trabajo y todo mi entusiasmo,
sin conseguir nada de provecho. ¡El cielo no es justo, caramba, no es justo!».
Mientras razonaba de esta suerte, iba siguiendo el camino que va de Bruck a
Friburgo. La noche se aproximaba: él iba arrastrando los pies y se sentía muerto de
fatiga.
Divisó en aquel justo momento, al claro de luna, un viejo caserón escondido en
una revuelta del camino. Tenía el tejado inclinado, la puerta mal encajada, los
pequeños cristales rajados, la chimenea en ruinas. Altas ortigas y zarzas crecían a su
alrededor, y la ventanuca que se abría en lo alto de la fachada dominaba apenas los
brezales, por donde soplaba un viento capaz de descornar a un buey.
Karl vio también, a través de la bruma, la rama del abeto, flotando por encima de
la puerta.
«El albergue —se dijo— no es ninguna maravilla; resulta incluso un tanto
siniestro. Pero, ¡bah!, no conviene juzgar las cosas por su apariencia».
Y sin dudarlo llamó a la puerta con el bastón.
—¿Quién está ahí? ¿Qué queréis? —se oyó una ruda voz desde el interior.
—¡Techo y pan!
—¡Bien, bien…, un momento!
La puerta se abrió bruscamente y Karl se vio en presencia de un hombre robusto,
de cara cuadrada y ojos grises, que se cubría el cuerpo con un amplio gabán
agujereado por los codos, y llevaba en la mano un destral.
Detrás de ese personaje brillaba el fuego de la chimenea, que iluminaba la entrada
de un camaranchón, los escalones de una escalera de madera y unas paredes
desconchadas. Bajo la campana de la chimenea estaba acurrucada una muchacha de
tez clara, vestida con un humilde vestido de algodón pardo, salpicado de lunarcillos
blancos. Miraba hacia la puerta con espanto; sus ojos negros mostraban una expresión
de tristeza y extravío difícilmente descriptibles.
Karl vio todo aquello de una sola ojeada, y apretó instintivamente su bastón.
—Entrad…, entrad de una vez —dijo el hombre—; no hace un día como para
dejar fuera a la gente.
El viajero, entonces, pensando que no sería prudente mostrarse atemorizado,
avanzó hasta el centro del cuartucho y se sentó sobre un escabel, ante el fuego.
—Dadme vuestro bastón y la mochila —dijo el hombre.
El alumno de maese Albertus se sobresaltó hasta la médula de los huesos; pero el

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macuto y el bastón estaban ya colocados en un rincón, y el huésped sentado junto a la
lumbre, antes de que se hubiera repuesto de la sorpresa.
Esta circunstancia le devolvió a medias la calma.
—Herr wirt[4] —dijo sonriendo—, no me vendría mal algo de cena.
—¿Qué desea cenar el señor? —preguntó el otro solemnemente.
—Una tortilla de jamón, una jarra de vino y algo de queso.
—¡Je, je, je! El señor dispone de un apetito excelente, pero nuestras provisiones
están agotadas.
—¿No tenéis queso?
—No.
—¿Ni mantequilla, ni pan, ni leche?
—No.
—¡Dios Santo! ¿Qué tenéis entonces?
—Patatas asadas en la lumbre.
En ese instante, Karl pudo ver, entre la penumbra que cubría los peldaños de la
escalera, todo un regimiento de gallinas: blancas, negras, coloradas…, dormidas,
algunas, con la cabeza bajo el ala, y otras haciendo descansar el pico entre las plumas
de la pechuga. Una había, incluso, grande, delgada, correosa, que se atusaba las
plumas con aire desganado.
—Pero —protestó Hâfitz, señalándolas—, ¿no ponen huevos esas gallinas?
—Los hemos llevado esta mañana al mercado de Bruck.
—¡Ah, ya! Entonces, por favor, ¿por qué no asáis una gallina en espetón?
¡Ojalá no hubiera hablado! Apenas hubo pronunciado esas palabras, la muchacha,
blanca como el papel y con los cabellos alborotados, se abalanzó a la escalera,
gritando:
—¡Que no toquen mis gallinas, que no las toquen! ¡Oooh…, que dejen vivir a las
criaturas del Señor!
El aspecto de aquella desgraciada era tan terrible que Hâfitz se apresuró a
responder:
—No, no, que no maten ninguna gallina. Vengan acá las patatas, y tengamos la
fiesta en paz. ¡Me encantan las patatas! Mi vocación está clara. Me quedaré aquí tres
meses, seis meses…, el tiempo que haga falta…, sin comer otra cosa que patatas. ¡Me
quedaré el tiempo suficiente para adelgazar más que un faquir!
Se expresaba con una animación singular, y el huésped le gritaba a la pálida
muchacha:
—¡Mira, Genoveva, mira! El Espíritu lo posee…, ¡como al otro!
La furia del viento redoblaba fuera; el fuego se arremolinaba en la chimenea y
retorcía junto al techo masas de humo grisáceo. Las gallinas, gracias al reflejo de las
llamas, parecían bailar sobre los peldaños de la escalera, mientras la loca cantaba con
voz penetrante un aire extraño, y el tronco de leña verde, llorando entre el fuego, la
acompañaba con sus lastimeros suspiros.

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Hâfitz pensó que había caído en la guarida del brujo Hecker. Devoró una docena
de patatas, alzó la gran jarra roja llena de agua y bebió a largos tragos. La calma
volvió entonces a su espíritu; comprobó que la muchacha había partido y que sólo el
hombre permanecía ante el fuego.
—Herr wirt —solicitó—, indicadme mi habitación.
El mesonero encendió entonces una lámpara y subió por la carcomida escalera.
Alzó, empujando con la cabeza gris, una pesada trampilla, y guió a Karl al granero,
bajo el techo de bálago.
—Aquí está vuestra cama —dijo, depositando la lámpara en el suelo—; dormid
bien y, sobre todo, ¡ojo, no prendáis fuego!
Bajó acto seguido, dejando a Hâfitz inclinado sobre un jergón cubierto con un
largo edredón de plumas.
Llevaba acostado unos segundos, y se preguntaba si sería prudente dejarse llevar
por el sueño, dada la siniestra fisonomía del mesonero. Pensando en aquellos ojos de
color gris claro, en la boca azulada rodeada por profundas arrugas, en la ancha y
huesuda frente, en las mejillas amarillentas, cayó súbitamente en la cuenta de que en
la Golgenberg habían ahorcado a tres hombres, y que uno de ellos se parecía
singularmente al posadero.
Recordó también que aquel pobre hombre, llamado Melchor, era músico, y que lo
habían ahorcado por causar la muerte del dueño del Cordero de Oro, golpeándole con
una jarra, cuando éste le reclamaba el pago de un miserable escudo.
La música de aquel desgraciado le había emocionado profundamente en otros
tiempos. Era una música que rozaba lo fantástico, y el alumno de maese Albertus
envidiaba francamente a aquel bohemio. Pero en aquel momento, rememorando la
figura que pendía de la horca, sus harapos agitados por el viento de la noche y la
bandada de cuervos que volaban a su alrededor, graznando de continuo, se sintió
tiritar. Su miedo creció enormemente al observar en la pared más lejana de la
buhardilla un violín.
Estaba por huir en aquel mismo momento cuando la voz ruda del dueño le llegó a
través de la trampilla:
—¡Apagad la luz de una vez! —gritaba—. ¡Acostaos, y cuidado con prender
fuego al granero!
Estas palabras helaron de espanto a Karl. Se tendió sobre el jergón y apagó la
vela. Todo quedó en silencio.
Ahora bien, pese a su resolución de no pegar ojo, y a fuerza de oír el ulular del
viento, el piar de los pájaros nocturnos llamándose en medio de las tinieblas y el
susurrante correteo de los ratones por el piso de madera, Hâfitz, sobre la una de la
madrugada, dormía profundamente. Le despertó sobresaltado un sollozo amargo,
punzante, doloroso. Un sudor frío cubría su rostro.
Miró a su alrededor atentamente y vio, bajo el ángulo que formaba la techumbre,
un hombre acurrucado: ¡era Melchor, el ahorcado!

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Sus cabellos negros caían sobre el cuello y el pecho, que estaban desnudos. Se
hubiera dicho, tan flaco estaba, que se trataba del esqueleto de un inmenso
saltamontes. Un ancho rayo de luna, entrando por el estrecho tragaluz, lo iluminaba
suavemente con un matiz azulado. Estaba rodeado por unas largas colgaduras de
telarañas.
Hâfitz, silencioso, la vista fija y la mandíbula caída, miraba a este extraño ser
como se mira a la muerte, puesta en pie tras los cortinajes de la cama, cuando se
aproxima la hora final.
El esqueleto extendió su mano larga y seca, descolgando el violín de la pared. Lo
acomodó en su hombro y, tras algunos instantes de silencio, se puso a tocar.
Había en su música notas fúnebres, como el ruido de la tierra rebotando en la tapa
del ataúd que se lleva a un ser querido; solemnes, como el retumbo de las cascadas
que traen los ecos de la montaña; majestuosas, como los ramalazos del viento otoñal
entre los bosques sonoros; y, a veces, tristes…, tristes como la incurable
desesperación. En medio de estos sollozos melodiosos aparecía súbito un canto
ligero, suave, argentino, como el de una bandada de alegres jilgueros revoloteando
sobre los matorrales florecidos. Estos graciosos trinos giraban en torbellino con un
inefable sentimiento de despreocupación y felicidad, para luego desaparecer golpe,
asustados por un vals alocado, palpitante, desmelenado: amor, alegría, desespero…,
todo cantaba, todo lloraba, se deslizaba en una mezcla genial bajo el arco vibrante.
Y Karl, a pesar del terror que lo dominaba, tendía los brazos hacia el fantasma,
gritando:
—¡Oh, grande…, inconmensurable artista! ¡Oh, genio sublime! ¡Cómo lamento
vuestro triste fin! ¡Ser ahorcado…! Ser ahorcado… sólo por matar a aquel animal de
posadero…, que no sabría ni una sola nota de música. Errar bajo el claro de luna…,
entre los bosques… No tener ya un cuerpo que sostenga un talento similar… ¡Oh,
Señor!
La ruda voz del posadero interrumpió esta serie de exclamaciones.
—¡Eh, ahí arriba! ¿Os callaréis de una vez? ¿Estáis enfermo, o es que se quema la
casa?
Unos pesados pasos hicieron chirriar los escalones de madera; un vivo resplandor
pasó por las rendijas de la trampilla, que se abrió bruscamente de un empujón,
dejando ver el rostro del posadero.
—¡Ah, herr wirt! —gritó Hâfitz—. ¿Qué pasa aquí, herr wirt? Primero me
despierta una música celestial, elevándome hasta las invisibles esferas, y, de pronto,
todo se desvanece como un sueño.
La figura del posadero tomó de inmediato una expresión meditabunda.
—Sí, sí… —murmuró soñadoramente—, tendría que haberlo sospechado…
Melchor ha vuelto otra vez a turbar nuestro sueño… ¡Así, pues, volverá siempre!
Nuestro reposo ha terminado por esta noche; no hay que pensar ya en volver a
dormirse. ¡Levantaos, camarada! Venid a fumar una pipa conmigo.

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Karl no se lo hizo rogar dos veces, ya que deseaba vivamente hallarse pronto
fuera de aquel lugar; pero cuando estuvo abajo, con la cabeza entre las manos y los
codos apoyados en las rodillas, viendo que la noche era cerrada todavía, quedó
sumido en un abismo de dolorosas meditaciones. El huésped acababa de encender la
lumbre; sentado en la desvencijada silla, en un rincón del hogar, fumaba en silencio.
Llegó por fin el alba grisácea, iluminando las pequeñas y sucias ventanas; cantó
luego el gallo…, bajaron las gallinas de los escalones.
—¿Cuánto os debo? —preguntó Karl, echándose el macuto a la espalda y
cogiendo el bastón.
—Nos debéis una oración en la capilla de la abadía de San Blas —dijo el hombre,
con un extraño acento—: una oración por el alma de mi hijo Melchor, el ahorcado…,
y otra por su novia…, ¡por su novia Genoveva, la loca!
—¿Nada más?
—Nada más.
—Adiós, entonces. No lo olvidaré.
En efecto, lo primero que hizo Karl al llegar a Friburgo fue ir a rogar a Dios por
el pobre músico y por aquella a quien había amado. Entró luego donde maese Kilian,
el posadero del Racimo, extendió su papel pautado sobre la mesa y, habiendo
encargado una botella de rikevir, escribió en cabeza de la primera página: «El violín
del ahorcado». Y a continuación compuso, de un tirón, su primera partitura original.

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LA REINA DE LAS ABEJAS

—Yendo de Motiers-Travers a Boudry, en dirección a Neufchâtel —dijo el joven


profesor de botánica—, recorréis un camino encajado entre dos murallas de roca de
una altura prodigiosa. Alcanzan una altura de hasta quinientos o seiscientos pies, y
están tapizadas de plantas silvestres: albahaca de montaña (thymus alpinus), helechos
(polypodium), vid silvestre (vitis idoea), hiedra, y otras especies trepadoras que
producen un efecto admirable.
»El camino serpentea por este desfiladero: sube, baja, vuelve y revuelve, llanea o
se empina, siguiendo las mil sinuosidades del terreno. Algunas rocas grises lo
dominan, arqueándose como una media bóveda; otras se apartan para que podáis ver
lejanías azuladas, profundidades sombrías y melancólicas, extensiones de pinos que
se pierden de vista.
»Detrás de allí corre el Reuss, saltando en cascadas, arrastrándose bajo las
alamedas, espumeando, humeando y tronando en los abismos. Los ecos os traen el
tumulto y el mugido del agua, como un zumbido inmenso y continuo.
»Desde mi salida de Tubinga, el tiempo había sido siempre bueno; pero, justo
cuando llegaba al último rellano de esta escalera gigantesca, a dos leguas, más o
menos, de la pequeña aldea de Noirsaigue, vi de repente pasar por encima de mi
cabeza unas grandes nubes grises, que invadieron prontamente el desfiladero. Aunque
no eran sino las dos de la tarde, el cielo se ensombreció como si la noche fuera a caer,
por lo que adiviné que se preparaba una terrible tormenta.
»Paseando entonces la mirada a mi alrededor para buscar abrigo, divisé, a través
de uno de esos anchos huecos que ofrecen perspectivas de los Alpes, y sobre la
pendiente que se inclina hacia el lago, un antiguo chalet gris, enmohecido, con sus
pequeños cristales redondos, su techumbre a dos aguas cubierta de pizarras, su
escalinata exterior esculpida y su balcón en cornisa, en el que las muchachas suizas
suelen tender sus blancas camisas y sus pequeñas faldas en forma de amapola.
»A la izquierda de esta construcción, un vasto colmenar, instalado sobre unas
viguetas dispuestas en balconada, sobresalía como un mirador por encima del valle.
»Ni que decir tiene que, sin perder un minuto, me puse a dar saltos y zancadas en
dirección al chalet, adonde llegué justo a tiempo. Estaba abriendo la puerta cuando el
huracán se desencadenó con un terrible furor. Cada ramalazo de viento parecía que
iba a llevarse la casa. Sus cimientos eran sólidos, sin embargo, y la seguridad con que
me acogieron sus habitantes me tranquilizó completamente sobre aquella
eventualidad.
»Vivían allí Walter Young, su esposa, Catherine, y su única hija, Roesel.
»Me quedé con ellos durante tres días. El viento, que cayó sobre la medianoche,
había amasado tanta bruma en el valle de Neufchâtel, que nuestra montaña estaba
literalmente sumergida en ella: no se podían dar veinte pasos fuera del chalet sin
perderse. Cada mañana, viéndome coger el bastón y echarme al hombro la mochila,

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aquellas buenas gentes exclamaban: “¡Por Dios! ¿Qué vais a hacer, señor Hennetius?
No intentéis partir, porque no llegaríais a parte alguna. Quedaos con nosotros, en el
nombre del cielo”.
»Y Young, abriendo la puerta, repetía: “Vedlo vos mismo, señor: habría que estar
harto de la vida para aventurarse por esas rocas. La mismísima paloma no encontraría
el Arca en medio de una niebla parecida”.
»Un simple vistazo a la pendiente bastaba para que decidiera yo dejar otra vez el
bastón detrás de la puerta.
»Walter Young era un hombre de antaño. Se acercaba a los sesenta. Su ancha
cabeza tenía una expresión tranquila y bondadosa: era una verdadera cabeza de
apóstol. Su mujer, tocada con un amplio gorro de tafetán negro, pálida y soñadora,
ofrecía un carácter análogo.
»Estas dos siluetas, recortándose sobre los pequeños cristales emplomados de la
casa, despertaban en mí recuerdos lejanos, como esas pinturas de Alberto Durero
cuya sola contemplación nos devuelve a la vida creyente, a las costumbres
patriarcales del siglo XV. Las largas vigas oscuras de la sala, la mesa de abeto, las
sillas de fresno, de plano respaldo horadado con la silueta de un corazón, los vasos de
estaño, la estantería cubierta de antigua y floreada loza, el Cristo de boj antañón sobre
crucifijo de ébano, el gastado reloj de pared, con sus numerosas pesas y su esfera de
porcelana, todo completaba esta ilusión.
»Otro personaje también conmovedor era el de su hijita, la pequeña Roesel. Me
parece verla todavía con su toca adornada con grandes lazos de moaré, su esbelto
corpiño ceñido por un ancho cordón azul que le caía sobre las rodillas, sus pequeñas
manos blancas cruzadas en actitud soñadora, sus largas y rubias trenzas… Sí,
recuerdo a Roesel —esbelta, graciosa, etérea—, sentada en el gran sillón de cuero,
contra el fondo azul de la cortina de su alcoba, semisonriendo, escuchando y
soñando.
»Desde mi llegada, su dulce figura me había conmovido, y me había preguntado
más de una vez a qué se debía su aire dolorido y melancólico. ¿Por qué inclinaba su
hermosa frente pálida? ¿Por qué nunca levantaba los ojos? ¡Ay! La pobre niña era
ciega de nacimiento.
»Nunca había visto el inmenso paisaje del lago, su capa azul de agua que se funde
tan armónicamente con el cielo, las barcas de pescadores que lo surcan, las cimas
boscosas que lo dominan y se reflejan temblorosas en sus ondas; ni las rocas
musgosas, las plantas alpinas tan verdes, tan vivaces, tan espléndidas de color; ni el
sol poniente detrás de los glaciares, ni las grandes sombras de la tarde cubriendo los
valles, ni las retamas doradas, ni los brezos inacabables…, ¡nada! No había visto
nunca nada de lo que podía divisarse desde las ventanas del chalet.
»¡Qué amarga y triste ironía! —me decía yo, frente a aquellos pequeños y
redondos cristales, hundiendo mi vista en la bruma y presintiendo el retorno del sol
—. ¡Qué desgarradora ironía del destino, ser ciego en este lugar! ¡Ser ciego aquí,

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frente a esta sublime naturaleza, a esta grandeza sin límites! Señor, ¿quién puede
juzgar tus designios impenetrables? ¿Quién puede poner en duda la justicia de tu
severidad, incluso cuando recae sobre la inocencia? ¡Pero ser ciego en presencia de
tus mayores obras! ¿Qué pecado ha podido cometer la pobre niña para merecer tal
rigor?
»Y le daba vueltas a estos pensamientos en mi cabeza.
»Me preguntaba también sobre qué compensaciones acordaría la misericordia
divina a su criatura, después de haberla privado del mayor de sus dones. No
encontrando ninguna, dudaba de su poder y sabiduría. “El hombre presuntuoso —ha
dicho el rey poeta— osa glorificarse desde sus conocimientos, y juzgar al Eterno.
Pero sus saberes no son sino locura y sus luces sólo sin tinieblas”.
»Aquel día, un gran misterio de la naturaleza iba a serme revelado, y sin duda
para humillar mi orgullo y para enseñarme que nada le es imposible a Dios; que
puede multiplicar a su antojo nuestros sentidos y premiar con ellos a quienes le
complace…
Al llegar aquí, el joven profesor tomó una pizca de rapé de su tabaquera de carey,
y la aspiró delicadamente por la ventana izquierda de su nariz, elevando sus ojos al
techo con aire contemplativo; después de algunos segundos, prosiguió en estos
términos:
—¿No os ha sucedido nunca, respetadas damas, cuando paseabais por el campo
durante algún hermoso día de verano, sobre todo después de una tormenta pasajera,
cuando el aire tibio, los blancos vapores y los mil perfumes de las plantas os
penetraban y os calentaban; cuando el follaje de las grandes avenidas solitarias, de las
glorietas, de los bosquecillos, se inclinaban hacia vuestras personas, para abrazaros;
cuando las pequeñas flores, las margaritas, los nomeolvides, las enredaderas bajo la
sombra de las enramadas o sobre el fresco césped, los musgos del sendero…
levantaban sus capuchas y os seguían con una profunda… profunda mirada… no os
ha sucedido, repito, sentir una languidez inexpresable, suspirar sin causa alguna,
incluso derramar lágrimas? Y preguntaros: “Dios mío, Dios mío… ¿de dónde viene el
amor que me invade? ¿Qué causa esta debilidad en mis rodillas? ¿A qué se debe mi
llanto?”.
»¿A qué se debía, señoras mías? ¡Pues a la vida! Ni más ni menos que a los
millares de seres que os rodeaban, que se inclinaban sobre vosotras, que os llamaban,
que se precipitaban a deteneros y murmuraban en voz baja: “¡Te amo! ¡Te amo!
¡Quédate y no me dejes!”.
»Se debía a esas mil pequeñas manos, a esos mil suspiros, a esas mil miradas, a
esas mil caricias del aire, de las hojas, de la brisa, de la luz, de toda esa creación
inmensa, de esa vida universal, de esa alma múltiple, infinita, repartida por el cielo, la
tierra y las aguas.
»Eso era, señoras, lo que os hacía temblar, suspirar y sentaros en un recodo del
camino, inclinando el rostro sobre las rodillas, sollozando y no sabiendo sobre quién

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extender ese sentimiento que desborda de vuestro corazón. Sí, ésa era la causa de
vuestra profunda emoción.
»Y ahora, imaginad el entusiasmo recogido, el sentimiento religioso de un ser que
estaría continuamente en un parecido éxtasis. Aunque fuese ciego, sordo, miserable,
abandonado por todos, ¿pensáis que tendría algo que envidiarnos? ¿Creéis que su
destino no sería infinitamente más hermoso que el nuestro? Yo, en todo caso, no lo
pongo en duda. “De acuerdo —me diréis—, pero es algo imposible: el alma humana
sucumbiría bajo el peso de tal felicidad. Y, por otra parte, ¿de dónde le vendría? ¿Qué
órganos podrían transmitirle, en cada lugar y en cada momento, el sentimiento de la
vida universal?”.
»Lo ignoro, estimadas señoras; escuchad y juzgad, sin embargo.
»El día mismo de mi llegada al chalet me había llamado la atención una cosa. La
joven ciega se preocupaba más que nada de las abejas. Mientras el viento soplaba
fuera, Roesel, con la frente apoyada en sus manos, parecía estar muy atenta: “Padre
—dijo—, me parece que en el fondo del colmenar la tercera colmena de la derecha
está aún abierta. Id a verlo, porque la tormenta viene del norte. Como todas las abejas
han entrado ya, podéis cerrar la colmena”.
»El anciano salió por una puerta lateral y volvió a poco diciendo: “Ya está… ya la
he cerrado, hija”.
»Media hora más tarde, la joven, despertándose de nuevo como de un sueño,
murmuró: “Ya no quedan abejas, pero algunas esperan todavía bajo el techo del
colmenar. Son de la sexta colmena, cerca de la puerta. Id a abrirla, padre”.
»Y el viejo salió al punto. Estuvo fuera un cuarto de hora y volvió al cabo de ese
tiempo para dar cuenta a la niña de que todo estaba en orden: todas las abejas habían
entrado. Roesel inclinó la cabeza y respondió: “Muy bien”.
»Y pareció adormilarse.
»Yo, de pie junto a la estufa, me hacía mil preguntas. ¿Cómo podía saber la pobre
ciega que en tal o cual colmena las abejas no habían entrado todavía? ¿O que aquella
otra estaba abierta? Aquello me parecía inconcebible. Pero como había llegado hacía
una hora escasa, no me creía en el derecho de interrogar a mis huéspedes sobre su
hija. Me era penoso tratar un tema que tan directamente les concernía.
»Supuse que Young obedecía las indicaciones de su hija para hacerle creer que
hacía ella un trabajo útil, y que su previsión preservaba a las abejas de multitud de
daños. Me pareció que ésa era la respuesta más sencilla, y no pensé más en ello.
»Cenamos hacia las siete, a base de leche y queso; llegada la noche, Young me
condujo a mi habitación. Era un cuarto bastante amplio, amueblado con una cama y
varias sillas, cubiertas sus paredes con madera de abeto, tal como se usa en la
mayoría de las casas suizas. Sólo unas mamparas os separan de los demás, de forma
que cada palabra y cada paso llegan a vuestros oídos con toda claridad.
»Me dormí aquella noche acompañado por los silbidos del viento y el repiqueteo
de la lluvia en los cristales.

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»Al día siguiente, el viento había cesado y nos encontramos sumergidos en una
densa bruma. Vi al despertarme que los pequeños cristales de mi cuarto estaban
blancos, cubiertos por el algodón de la niebla. Abrí la ventana, y el valle me apareció
como una inmensa caldera humeante. Algunos abetos, como flechas, se atrevían a
dibujar su alto perfil entre un amasijo de vapores. Debajo, las nubes se acumulaban
por capas regulares hasta la superficie del lago. Todo estaba en calma, inmóvil,
silencioso.
»Cuando bajé a la sala encontré a mis huéspedes alrededor de la mesa,
desayunando. “¡Os estamos esperando! —gritó Young alegremente—”.
“Perdonadnos —dijo la madre—, es nuestra hora habitual”. “¡Oh! Habéis hecho muy
bien. Os agradezco que no hayáis tenido en cuenta mi pereza”.
»Roesel parecía más alegre que la víspera, y unos frescos colores animaban sus
mejillas. “El viento ha parado —dijo—, todo ha ido bien”. “¿Hay que abrir el
colmenar? —preguntó Young”. “No… no… las abejas se perderían en la niebla. Y
además, está todo chorreando agua; los espinos y el musgo están empapados, y se
ahogarían muchas de ellas a la menor racha de aire. Hay que esperar. ¡Ah, ya lo sé, se
aburren y preferirían trabajar! Comerse la miel en vez de fabricarla las atormenta,
pero no quiero perder ninguna. Ya veremos mañana”.
»Los dos viejos escuchaban solemnemente.
»Sobre las nueve de la mañana, la niña ciega quiso visitar a sus abejas. Young y
Catherine la siguieron y yo me uní a ellos, animado por una curiosidad muy natural.
»Atravesamos la cocina, cuya puerta se abría sobre una estrecha terraza al aire
libre. Por encima de esta terraza se elevaba el techo del colmenar. Era de bálago, y
por su reborde caían una magnífica madreselva y algunos festones de vid silvestre.
Las colmenas se apretujaban en tres niveles.
»Roesel iba del uno al otro, acariciándolas con la mano y murmurando: “Un poco
de paciencia… un poco de paciencia… Hay mucha niebla esta mañana. ¡Las muy
avaras, oíd cómo se quejan!”.
»Y se escuchaba en el interior un vago bordoneo, que aumentaba de volumen
hasta que ella pasaba a la colmena siguiente.
»Aquello me interesó, presintiendo algún extraño misterio. Pero cuál no sería mi
sorpresa, una vez de vuelta a la sala, al oír razonar a la ciega con acento melancólico:
“No, padre, prefiero ver hoy, antes que perder mis ojos. Cantaré o haré cualquier cosa
para no aburrirme; pero las abejas no saldrán”.
»Al hablar ella de tal manera, miré a Young, quien, echando un vistazo al exterior
por las pequeñas ventanas, respondió simplemente: “Tienes razón, hija mía; sí, me
parece que tienes razón. No verías gran cosa, por otra parte, porque el valle está
cubierto totalmente. ¡Bah, no merece la pena ver ahora!”.
»Quedé estupefacto, mientras proseguía la niña: “¡Con el día tan hermoso que
tuvimos antes de ayer! ¿Quién iba a pensar que la tormenta del lago nos iba a traer
tanta niebla? No hay otro remedio que plegar las alas y arrastrarse como una pobre

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oruga”.
»Luego, tras algunos instantes de silencio: “¡Qué feliz estaba bajo los grandes
abetos de Grindelwald! ¡Cómo caía la miel del cielo! Caía de todas las ramas… ¡Qué
cosecha hicimos, Dios mío, qué cosecha! El aire era tan suave por las orillas del lago,
junto a los pastizales de Tannemath; y el musgo qué verde, y qué olorosa la hierba.
Cantaba y reía; la cera y la miel llenaban nuestras celdillas. ¡Qué alegría, poder estar
por todas partes, viéndolo todo; y zumbar en lo profundo del bosque, sobre las
montañas, por los valles!”.
»Hubo un nuevo silencio. Yo, con la boca abierta, los ojos como platos,
escuchaba sin perder ni una sílaba, no sabiendo qué pensar ni qué decir. “Y cuando
llegó la tormenta, ¡qué miedo hemos tenido! ¡Cómo nos asustó el trueno! Un abejorro
gordinflón, refugiado bajo el mismo helecho que yo, cerraba los ojos a cada
relámpago; una cigarra se abrigaba bajo sus grandes y rayadas alas y algunos grillos
pequeñitos trepaban sobre una alta peonía, para salvarse del diluvio. Lo que nos tenía
intranquilas era ese nido de currucas que había cerca de nosotras, en los arbustos. La
madre revoloteaba a derecha e izquierda, y los pollos abrían su ancho pico amarillo
hasta el fondo del gaznate. ¡Qué miedo pasamos! ¡Señor, qué miedo hemos tenido!
¡Ah, me acordaré mucho tiempo de esos momentos! A Dios gracias, un golpe de
viento nos llevó junto a la ladera. ¡Adiós a los cestos, la vendimia se acabó! No
volveremos hasta dentro de un cierto tiempo”.
»Al oír estas descripciones tan ajustadas a la realidad, no me fue posible ya dudar.
»La ciega ve —me dije—, ve gracias a millares de ojos; el colmenar es su vida,
su alma: cada abeja se lleva una parte de ella al exterior, y vuelve luego, atraída como
por miles de invisibles hilos. La muchacha puede pasear de esta forma por entre las
flores, emborrachándose con sus olores. Mientras brilla el sol, está por todas partes:
por las laderas, en los valles, en los bosques, tan lejos como se extiende su esfera de
atracción.
»Y me quedé confundido al adivinar ese extraño magnetismo, gritando para mí:
“¡Honor y gloria! ¡Honor al poder, a la sabiduría, a la bondad infinita del Eterno!
Nada le es imposible. Cada día y cada instante de la vida nos revelan su
magnificencia”.
»Mientras me perdía en estas meditaciones entusiastas, Roesel me interpeló
dulcemente con una bondadosa sonrisa: “Señor viajero —me dijo—”. “¿Qué ocurre,
niña?”. “Os noto muy extrañado, y debo deciros que no sois el primero: el rector
Hegel, de Neufchâtel, y otros forasteros, han venido exclusivamente para verme. Me
creían ciega. Vos también lo habéis creído así, ¿no es cierto?”. “Muy cierto, querida
niña, y doy gracias al Señor por haberme equivocado”. “¡Oh! —exclamó ella—, noto
que sois bueno… sí, lo noto por vuestra voz. Cuando vuelva a salir el sol, abriré mis
ojos para miraros; cuando partáis, os acompañaré hasta el final de la cuesta”.
»A continuación, echándose a reír con inocencia, añadió: “Sí, sí… haré música
junto a vuestros oídos y me posaré en vuestra mejilla. Pero ¡cuidado!, no intentéis

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cogerme, porque podría picaros. Prometedme que no os enfadaréis”. “Te lo prometo
—contesté con lágrimas en los ojos—, y te prometo también no matar nunca más
ninguna abeja, ni ninguna clase de insectos, a menos que sean dañinos”. “Son los ojos
del Señor —murmuró ella—, sólo tengo a las pobres abejas para ver; pero Él es
dueño de todas las colmenas, de todos los hormigueros, de las hojas del bosque, de
cada brizna de hierba. Vive, siente, ama, sufre y hace el bien gracias a todas estas
cosas. ¡Oh, señor Hennetius, cuánta razón tenéis al no causar sufrimiento al Señor,
que tanto nos ama!”.
»Nunca había estado más emocionado, más enternecido. No fue sino al cabo de
un minuto cuando pude preguntar: “Así que, querida niña, puedes ver gracias a tus
abejas… ¿cómo es ello posible?”. “No lo sé, señor Hennetius, quizá debido a que las
quiero mucho. Siendo yo muy pequeña, me adoptaron; jamás me han hecho daño. Al
principio, me limitaba a estar a solas en el fondo del colmenar, oyéndolas bordonear
durante horas enteras. No veía nada todavía, todo era oscuridad a mi alrededor; pero,
insensiblemente, la luz fue llegando: empecé a vislumbrar el sol, cuando hacía mucho
calor; fui ganando luego en percepción, hasta conseguir la claridad total. Empecé a
salir de mí misma; mi espíritu se iba con las abejas. Veía las montañas, las rocas, el
lago, las flores, el musgo, y, por la noche, cuando me quedaba a solas, pensaba en
todo ello. Cuando se hablaba de esto o de aquello de arándanos, de moras, de brezos,
me decía; «Conozco estas cosas, son negras, marrones, verdes». Las veía en mi
espíritu, y cada día las conocía mejor gracias a mis abejas. Por eso las quiero tanto,
señor Hennetius. ¡Si supierais, cuando es necesario quitarles cera o miel, la pena que
me da!”. “Te creo, muchacha, te creo”.
»Mi asombro por este maravilloso descubrimiento no tenía límites.
»Durante dos días más, Roesel me estuvo relatando sus impresiones. Conocía
todas las flores, todas las plantas alpinas, y me describió un gran número de ellas que
aún no han recibido nombre científico, y que no se encuentran, seguramente, más que
en alturas inaccesibles.
»Con frecuencia, la pobre muchacha se enternecía hablándome de sus queridas
amigas las florecillas. “Cuántas veces —me decía— no habré charlado horas enteras
con una flor dorada de la retama, o con un tierno Vergissmeinnicht[5] de grandes ojos
azules, que me contaban sus penas. Todos querían desprenderse de la planta,
revolotear por los alrededores; todos se quejan de acabar resecándose en la tierra, de
tener que esperar días y semanas una gota de rocío que las refresque”.
»Y, sobre todo, Roesel me relataba sus largas conversaciones, sus coloquios sin
fin. ¡Era maravilloso! Sólo de oírla daban ganas de enamorarse de una gavanza; de
sentir una viva simpatía, una profunda compasión por los sentimientos de una violeta,
por sus sufrimientos y desgracias.
»¿Qué más podría deciros, queridas damas? Es penoso dejar un tema en el que el
alma tiene tantos misteriosos efluvios y la ensoñación tanto margen; pero todo en este
bajo mundo debe acabar, incluso los sueños más agradables.

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»Al tercer día, muy de mañana, una brisa ligera se puso a mover lentamente las
brumas del lago. Desde mi ventana veía yo moverse aquella masa de nubes, mientras
la brisa empujaba, seguía empujando, descubriendo a veces un rincón de azur, a veces
el campanario de una aldea, algunas cumbres verdeantes, luego una extensión de
abetos, un valle. La inmensa masa flotante subía, ascendía hasta nosotros.`La nube
principal, aupada sobre las áridas crestas de Chasseron, nos amenazaba todavía; pero
un último esfuerzo del viento la hizo resbalar por la pendiente opuesta, hasta que
desapareció en las gargantas de Sainte-Croix.
»La poderosa naturaleza de los Alpes me apareció entonces rejuvenecida; los
brezos, los altos abetos, los viejos castaños empapados de rocío, brillaban con
renovado vigor. Tenían algo de gozoso, de reidor y solemne a la vez. Se notaba en
todo aquello la mano de Dios, su eternidad.
»Bajé de mi habitación, soñador. Roesel estaba ya en el colmenar. Young,
entreabriendo la puerta, me permitió verla, sentada a la sombra de la vid silvestre, con
la frente inclinada, como adormilada. “¡Tened cuidado —me dijo— de no
despertarla! Su espíritu está en otra parte. Duerme y viaje… ¡y es feliz!”.
»Las abejas, por millares, se arremolinaban por encima del abismo, como una ola
dorada.
»Miré durante algunos segundos ese espectáculo maravilloso, rogando al Señor
en voz baja que siguiera concediendo su amor a la pobre criatura.
»Luego, volviéndome: “Maese Young, es hora de marchar”.
»Él mismo colocó la mochila sobre mis hombros y me entregó el bastón. La tía
Catherine me miraba cariñosamente. Me acompañaron los dos hasta el umbral del
chalet. “Bien —dijo Walter, estrechándome la mano—, que tengáis un feliz viaje; y
acordaos alguna vez de todos nosotros”. “Nunca os olvidaré! —respondí
melancólicamente—. ¡Que el cielo os conceda la felicidad que merecéis!”. “Así sea,
señor Hennetius, así sea —deseó la buena de Catherine—. Buen viaje, y que os vaya
bien”.
»Me alejé. Se quedaron en la terraza hasta que hube alcanzado el camino. Me
volví tres veces, agitando el sombrero, mientras ellos levantaban la mano. ¡Buenas
gentes! ¿Por qué no se encuentran criaturas parecidas todos los días?
»La pequeña Roesel me acompañó hasta el pie de la ladera, tal como me lo había
prometido. Durante mucho, mucho tiempo, su dulce música espantó las fatigas de mi
camino; me parecía reconocerla en cada una de las abejas que venían a zumbar en
mis oídos, y creía escuchar su vocecita frágil, diciéndome burlonamente: “¡Ánimo,
señor Hennetius, tened buen ánimo! ¿Verdad que hace calor? ¿Queréis que os dé un
beso? ¡Je, je, je! No tengáis miedo… Ya sabéis que somos buenos amigos”.
»Se despidió de mí cuando llegué al fondo del valle, y el grave murmullo del lago
cubrió su dulce zumbido. Pero su pensamiento me acompañó durante todo el viaje, y
creo que no me abandonará nunca jamás.

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HUGO EL LOBO

Por las Navidades del año 18…, una mañana, mientras dormía profundamente en
el Hotel del Cisne, en Friburgo, el viejo Gedeón Sperver entró en mi cuarto gritando:
—¡Fritz, alégrate! Te voy a llevar al castillo de Nideck, a diez leguas de aquí.
¿Conoces Nideck? Es la más hermosa residencia señorial del país. ¡Un antiguo
monumento de la gloria de nuestros antepasados!
Hay que decir enseguida que no había visto a Sperver, el respetable marido de mi
nodriza, desde hacía dieciséis años; que se había dejado crecer toda la barba; que un
inmenso gorro de piel zorruna le cubría la cabeza y que, para acabar, había puesto su
farol bajo mi nariz.
—En primer lugar —dije yo—, procedamos con método: ¿quién sois?
—¡Que quién soy! ¡Pero bueno! ¿No reconoces a Gedeón Sperver, el furtivo de la
Selva Negra? ¡Si serás ingrato! ¡A mí, que te he alimentado y educado; a mí, que te
enseñé a colocar una trampa, a acechar un zorro en un rincón del bosque, a lanzar a
los perros sobre la pista de un corzo! ¡Y el muy ingrato no me reconoce! Echa un
vistazo a mi oreja izquierda, la que está congelada.
—¡Acabáramos! Reconozco tu oreja izquierda. Y ahora, ¡venga un abrazo!
Nos abrazamos cariñosamente y Sperver, secándose una lágrima con el dorso de
la mano, prosiguió:
—¿Conoces Nideck?
—Sin duda, conozco su reputación. ¿Qué pintas tú allí?
—Soy primer montero del conde.
—¿Y quién te envía?
—La joven condesa Odile.
—Comprendido. ¿Cuándo salimos?
—En este mismo instante. Se trata de un asunto urgente: el viejo conde está
enfermo y su hija me ha encargado no perder ni un minuto. Los caballos están listos.
—Pero, querido Gedeón, mira el tiempo que hace… No para de nevar desde hace
tres días.
—¡Bah, bah! Supónte que se trata de una cacería de jabalíes: ponte los zamarros,
ata tus espuelas y, ¡en marcha! Me encargaré de que preparen un bocado.

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Y salió.
—¡Ah! —asomó la cabeza Sperver—, no te olvides de llevar la pelliza.
Y bajó definitivamente.
Nunca he podido resistirme al viejo Gedeón. Desde que yo era niño, bastaba un
gesto suyo para conseguir de mí lo que le apeteciera. Así pues, me vestí, y no tardé en
reunirme con él en la gran sala.
—¡Eh! Sabía que no me dejarías marchar solo —gritó alegremente—. Da cuenta
de esa loncha de jamón, deprisa, y bebamos la espuela, porque los caballos se
impacientan. A propósito, he dicho que coloquen tu equipaje en el caballo.
—¿Mi equipaje?
—Sí, porque lo vas a necesitar. Es indispensable que te quedes algunos días en
Nideck; ya te explicaré todo más tarde.
Bajamos al patio del hotel.
Llegaban en ese momento dos jinetes, que parecían rendidos de fatiga. Sus
caballos estaban cubiertos de espuma blanca. Sperver, gran aficionado a la raza
equina, profirió una exclamación de sorpresa:
—¡Qué hermosos animales! Son valacos… ¡Qué finos! ¡Parecen ciervos! Vamos,
Niclause, vamos; échales enseguida una manta por encima de los riñones, no vayan a
coger frío.
Los viajeros, envueltos en blancas pieles de Astracán, pasaron junto a nosotros
mientras nos ajustábamos los estribos. Pude ver solamente el largo mostacho oscuro
de uno de ellos, y sus ojos negros, de una viveza singular.
Entraron en el hotel.
El palafrenero sujetaba nuestros caballos. Nos deseó un buen viaje y soltó las
riendas.
Nos pusimos en camino.
Sperver montaba un caballo de Mecklemburgo de pura sangre y yo un ardoroso y
pequeño caballo de las Ardenas. Volábamos sobre la nieve y al cabo de diez minutos
habíamos dejado atrás las últimas casas de Friburgo.
El tiempo empezaba a aclarar. Tan lejos como abarcaba nuestra vista no se
divisaba traza alguna de carretera, camino o sendero. Nuestros únicos compañeros de
viaje eran los cuervos de la Selva Negra, que desplegaban sus grandes alas sobre los
montículos de nieve, revoloteaban de un lugar a otro y gritaban roncamente:
«¡Miseria, miseria, miseria!».
Gedeón, con su ancha cara del color de viejo boj, su pelliza de gato montes y su
gorro de piel con grandes orejeras colgantes, galopaba delante de mí, silbando algún
motivo del Cazador Furtivo. Se volvía de vez en cuando y entonces yo podía ver
cómo temblaba una gota de agua en la punta de su larga y ganchuda nariz.
—¡Je, je, Fritz! —me decía—. ¡Esto es lo que se llama una hermosa mañana de
invierno!
—Sin duda, pero un tanto dura.

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—A mí me gusta el tiempo seco; le refresca a uno la sangre. Si el viejo Tobías, el
pastor, tuviera el valor de ponerse en camino con un tiempo parecido, seguro que le
desaparecerían todos sus reumatismos.
Sonreí ligeramente.
Después de una hora de carrera furibunda, Sperver redujo la marcha y vino a
colocarse a mi costado.
—Fritz —me dijo con acento más serio—, es necesario que conozcas el motivo
de nuestro viaje.
—Eso pensaba yo.
—Y con más razón si tenemos en cuenta que un gran número de médicos han
visitado ya al conde.
—¡Ah! —Así es. Alguno ha llegado de Berlín, con peluca de gala, y no quería ver
más que la lengua del enfermo; otro, de Suiza, interesado sólo por su orina; y algún
otro de París, que no ha hecho sino colocarse un pedacito de cristal delante del ojo
para observar su fisonomía. Pero ninguno ha dado con el mal, y encima se han hecho
pagar generosamente su ignorancia.
—¡Demonios, qué forma de tratarnos!
—No lo digo por ti, a quien respeto. Si me rompiera una pierna, me pondría en
tus manos antes que en las de cualquier otro médico; pero, lo que es para el interior
del cuerpo, no habéis descubierto todavía las gafas que sirvan para ver lo que pasa
dentro.
—¿Y qué sabes tú?
Al oír esta respuesta, el buen hombre me miró de través.
«¿Será un charlatán como los otros?» —pensaba sin duda. Prosiguió, sin
embargo:
—A fe mía, Fritz, si eres dueño de unas gafas así, van a venir que ni pintadas,
porque la enfermedad del conde está precisamente en su interior. Es una enfermedad
terrible, algo así como la rabia. ¿Sabías que la rabia se declara al cabo de nueve
horas, nueve días o nueve semanas?
—Eso dicen, pero como no lo he observado por mí mismo, me permito ponerlo
en duda.
—Pero no ignoras, por lo menos, que existen fiebres infecciosas que vuelven cada
tres, seis o nueve años. Nuestra máquina tiene unos engranajes muy singulares.
Cuando a este maldito reloj se le da cuerda de una cierta forma, la fiebre, el cólico o
el dolor de muelas le vuelven a uno en su minuto justo.
—¡A quién vas a contárselo, Gedeón! Esas enfermedades periódicas son mi
desesperación.
—¡Qué le vamos a hacer! La enfermedad del conde es periódica y vuelve todos
los años, el mismo día y a la misma hora: su boca se llena de espuma y sus ojos se
tornan blancos como bolas de marfil; tiembla de los pies a la cabeza y sus dientes
rechinan los unos contra los otros.

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—¿Ha sufrido ese hombre grandes penas?
—¡No! Si su hija quisiera casarse, sería el hombre más feliz del mundo. Es
poderoso, rico y está cubierto de honores. Tiene todo lo que desean los demás.
Desgraciadamente, su hija rechaza todos los partidos que se le presentan. Quiere
consagrarse a Dios y al conde le llena de tristeza pensar que la antigua raza de los
Nideck pueda extinguirse.
—¿Cómo se declaró la enfermedad?
—De improviso, hará unos diez años.
En aquel momento mi acompañante pareció recogerse sobre sí mismo. Sacó de su
chaquetón una pipa corta y la llenó lentamente. Una vez encendida, relató:
—Una tarde estaba yo solo con el conde en la sala de armas del castillo. Era por
Navidades. Habíamos cazado el jabalí durante todo el día en las gargantas del Rhéetâl
y habíamos vuelto a casa, ya de noche cerrada, trayendo con nosotros dos pobres
perros, destripados desde el rabo a la cabeza. Hacía un tiempo igualito al que tenemos
ahora, frío y con nieve. El conde se paseaba a lo largo de la sala, la cabeza inclinada
sobre el pecho y las manos detrás de la espalda, como un hombre que reflexiona
profundamente. Se detenía de cuando en cuando para mirar hacia las altas ventanas,
en las que se acumulaba la nieve. Yo me calentaba bajo la campana de la chimenea,
pensando en mis perros, y maldecía interiormente a todos los jabalíes de la Selva
Negra. Hacía ya dos horas que dormía todo el mundo en Nideck, y no se oía más que
el ruido que hacían sobre las baldosas las grandes botas del conde que no había
retirado de las espuelas. Recuerdo perfectamente que un cuervo, azotado sin duda por
un golpe de viento, vino a batir las alas contra el cristal, lanzando un grito lúgubre, y
que toda una capa de nieve se desprendió: de blancas que eran antes, las ventanas
ennegrecieron por ese sitio…
—¿Tienen que ver todos estos detalles con la enfermedad de tu amo?
—Déjame acabar y ya verás. Al oír el grito del cuervo, el conde se había parado,
fijos los ojos, pálidas las mejillas e inclinada la cabeza hacia adelante, como un
cazador que oye llegar a un animal. Yo seguía calentándome y pensaba: «¿Tardará
mucho en acostarse?». Porque, a decir verdad, me caía de cansancio. ¡Todo esto,
Fritz, lo veo ahora como si estuviera allí! Acababa el cuervo de lanzar su grito sobre
el precipicio cuando el viejo reloj de la sala dio las once. En el mismo instante, el
conde gira sobre sus talones; escucha, sus labios se mueven, y veo que vacila como
un hombre borracho. Extiende las manos, apretadas las mandíbulas, los ojos en
blanco. Yo le grito: «Monseñor, ¿qué os sucede?». Pero él se echa a reír como un
loco, tropieza y cae al suelo de frente. Pido auxilio inmediatamente y acuden los
criados. Sebaldo agarra al conde por los pies, yo por los hombros, y lo dejamos en la
cama, colocado cerca de la ventana. Mientras yo intento cortar su corbata con mi
cuchillo de caza, convencido de que es un ataque de apoplejía, entra la condesa y se
arroja sobre el cuerpo del conde, lanzando unos gritos tan desgarradores que, sólo de
acordarme, me echo a temblar de nuevo.

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Aquí, Gedeón retiró su pipa de la boca, la vació lentamente sobre el pomo de la
silla y prosiguió con aire melancólico:
—Desde ese día, Fritz, el diablo vino a vivir entre los muros de Nideck, y no
parece que quiera salir de ellos. Todos los años, por la misma época, a la misma hora,
los temblores vuelven a atacar al conde. Su mal dura de ocho a quince días, durante
los cuales lanza unos gritos que ponen los pelos de punta. Se recobra luego
lentamente, muy lentamente. Está débil, pálido, se arrastra de una silla a otra y, si se
hace el mínimo ruido, si uno se mueve, se sobresalta como si tuviera miedo de su
sombra. La joven condesa, la más dulce de las criaturas que pueda haber en el
mundo, no le deja ni un segundo; pero él no quiere verla. «¡Vete, vete!», grita,
extendiendo las manos. «¡Déjame, déjame! ¿No he sufrido ya bastante?». Es algo
horrible oírle y yo, yo, que cazo siempre junto a él, que toco alegremente el cuerno
cuando cobra la pieza; yo, que soy su primer servidor; yo, que me dejaría romper la
cabeza en su servicio… ¡Bueno, en esos momentos me gustaría estrangularlo, tan
abominable me resulta oír cómo trata a su propia hija!
Sperver, cuya ruidosa fisonomía había tomado una expresión siniestra, picó
espuelas y galopamos durante un tiempo.
Me había quedado pensativo. El remedio para tal enfermedad me parecía bastante
dudoso, casi imposible. Era, de toda evidencia, una enfermedad moral y, para
combatirla, haría falta remontarse a la causa primera y esta causa se perdía sin duda
en el principio de la existencia.
Todos estos pensamientos se agitaban dentro de mí. El relato del viejo montero,
lejos de inspirarme confianza, me había abatido: ¡triste disposición para lograr un
éxito!
Serían cerca de las tres cuando descubrimos en el horizonte el viejo castillo de
Nideck. A pesar de la prodigiosa distancia, se distinguían unas altas garitas,
suspendidas como anchas chimeneas en los ángulos del edificio. No era todavía más
que un perfil vago, destacándose apenas sobre el azul del cielo; pero, insensiblemente
los tintes rojos del granito de los Vosgos empezaron a vislumbrarse.
En aquel momento, Sperver redujo su marcha y gritó:
—Fritz, hay que llegar antes de que caiga la noche. ¡Adelante!
Pero, por mucho que dio de espuelas, su caballo permanecía inmóvil, arqueando
sus patas delanteras con horror, erizando sus crines, y lanzando por los ollares dos
chorros de vapor azulado.
—¿Qué pasa? —exclamó Gedeón sorprendido—. ¿Ves algo, Fritz? ¿Acaso
está…?
No terminó la frase e, indicándome a cincuenta pasos, sobre la ladera, un ser
acurrucado en la nieve:
—¡La Peste Negra! —dijo, con un acento tan turbado que quedé sobrecogido.
Siguiendo la dirección de su gesto pude ver con estupor a una vieja, recogidas las
piernas entre los brazos, y tan harapienta que sus codos, color ladrillo, asomaban

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entre sus mangas. Algunos mechones de cabello gris colgaban alrededor de su cuello,
largo, rojo y desnudo como el de un buitre.
Cosa extraña, un fardo de trapos reposaba en sus rodillas, y sus ojos extraviados
miraban a lo lejos, sobrevolando la llanura nevada.
Sperver había proseguido su camino por la izquierda, trazando un inmenso
círculo alrededor de la vieja. Me costó trabajo alcanzarle.
—¡Bueno está! —le grité—. ¿Qué diablos haces? ¿Es una broma?
—¡Una broma! ¡Ni hablar! ¡Dios me guarde de gastar bromas al respecto! No soy
supersticioso, pero este encuentro me ha atemorizado.
Luego, volviendo la cabeza, y viendo que la vieja no se movía y que su mirada
seguía fija en la misma dirección, pareció tranquilizarse un tanto.
—Fritz —me dijo con tono solemne—, tú eres un sabio y has estudiado una
buena cantidad de cosas de las que no conozco yo ni la primera letra. Sin embargo,
debes aprender de mí que es una gran equivocación reírse de lo que no se comprende.
Mis razones tengo cuando llamo a esta mujer la Peste Negra. En toda la Selva no
tiene otro nombre; pero es aquí, en Nideck, donde lo merece del todo.
Y prosiguió su camino sin añadir una sola palabra.
—Vamos a ver, Sperver: explícate con más claridad, porque no entiendo nada.
—Esa bruja que ves allí es la causa de todos nuestros males. De ella viene todo el
daño: ¡ella es la que está matando al conde!
—¿Cómo es posible? ¿Cómo puede ejercer una influencia parecida?
—¡Y yo qué sé! Lo cierto es que el primer día de la enfermedad, en el momento
en que el conde sufre el ataque, no hay más que subir a la torre de señales y
comprobar que allí está la Peste Negra, como una mancha, entre el bosque de
Tiefenbach y Nideck. Allí está ella, sola, acurrucada. Cada día se acerca un poco y
los ataques del conde van haciéndose más terribles cada vez. ¡Se diría que la oye
llegar! Alguna vez, el primer día, a los primeros escalofríos, me dice: «¡Gedeón, se
acerca!». Le sujeto entonces el brazo para evitar que tiemble, pero él sigue repitiendo,
tartamudeando, con los ojos muy abiertos: «¡Se acerca, se acerca!». Subo entonces a
la torre de Hugo y miro fijamente. Ya sabes, Fritz, que tengo buena vista. Por fin,
entre las brumas lejanas, entre el cielo y la tierra, diviso un punto negro. Al día
siguiente, el punto negro es más grueso: el conde de Nideck se acuesta tiritando. Al
otro día se percibe claramente a la vieja: comienzan los ataques, el conde grita. Al
siguiente, la vieja ha llegado al pie de la montaña: el conde, entonces, tiene las
mandíbulas cerradas como la tapa de una caja; echa espumarajos, sus ojos dan
vueltas. ¡Oh, la miserable! Y pensar que la he tenido veinte veces en el punto de mira
de mi carabina y que el pobre conde me ha impedido mandarle una bala. Gritaba:
«¡No, Sperver, no; nada de sangre!». ¡Pobre hombre, proteger a quien le mata!
¡Porque ella le mata, Fritz! ¡No tiene más que la piel y los huesos!
Mi amigo Gedeón estaba tan obcecado contra la vieja que me era imposible
apelar a su sentido común. Además, ¿qué hombre osaría trazar los límites de lo

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posible? ¿No vemos extenderse cada día el campo de la realidad? Estas influencias
ocultas, estos contactos misteriosos, estas afinidades invisibles, todo este mundo
magnético, que los unos proclaman con fe ardorosa y que los otros desprecian
irónicamente, ¿quién nos dice que no hará explosión mañana, en medio de nosotros?
¡Es muy fácil predicar el sentido común con la ignorancia universal!
Me limité, pues, a rogar a Sperver que moderase su cólera, y, sobre todo, que se
guardase de disparar sobre la Peste Negra, previniéndole que eso podría causarle
desgracia.
—¡Bah! —me respondió—. Me importa un bledo. Lo peor que puede pasar es
que me cuelguen.
—Ya es bastante para un hombre honrado.
—¡Pff! Es una muerte como cualquier otra. Se ahoga uno, y nada más. Tanto me
da eso como recibir un martillazo en la cabeza, o una apoplejía, o dejar para siempre
de dormir, fumar, tragar, digerir o estornudar, como ocurre con las otras
enfermedades.
—Pobre Gedeón, razonas bastante mal para tener ya la barba gris.
—Toda la barba gris que quieras, pero es mi manera de ver las cosas. Cargo
siempre un caño de mi escopeta con bala, pensando en la bruja. De cuando en cuando
renuevo el fulminante, y si la ocasión se presenta…
—Harás muy mal, Sperver, harás muy mal. Soy del mismo parecer que el conde
de Nideck: «¡Nada de sangre!». Un gran poeta ha dicho: «¡Todas las aguas del
Océano no pueden lavar una gota de sangre humana!». Piensa en eso, camarada, y
descarga tu escopeta contra un jabalí a la primera ocasión.
Estas palabras parecieron causar impresión en el espíritu del viejo furtivo. Bajó la
cabeza y su rostro tomó una expresión pensativa.
Atravesábamos entonces las cuestas boscosas que separan el humilde villorrio de
Tiefenbach del castillo de Nideck.
Había caído la noche. Como suele ocurrir casi siempre después de un claro y frío
día de invierno, la nieve volvió a hacer acto de presencia, y unos grandes copos
venían a fundirse sobre las crines de nuestros caballos, que relinchaban suavemente y
aceleraban el paso, animados sin duda por la proximidad del establo.
De vez en cuando, Sperver miraba hacia atrás con una inquietud visible. Tampoco
yo estaba libre de cierta aprensión, pensando en la extraña descripción que el montero
me había hecho de la enfermedad de su amo.
Por otra parte, el espíritu del hombre se armoniza con la naturaleza que le rodea y,
por lo que a mí respecta, no conozco nada más triste que un hombre cubierto de
escarcha y sacudido por el cierzo: los árboles muestran un aire taciturno y petrificado
que hace daño a la vista.
A medida que avanzábamos, los robles iban haciéndose más escasos; algunos
abedules, rectos y blancos como columnas de mármol, aparecían de vez en cuando,
resaltando sobre el verde oscuro de los abetos. Súbitamente, al salir de la espesura, el

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viejo castillo levantó bruscamente, delante de nosotros, su alta masa negra, salpicada
de puntos luminosos.
Sperver se había detenido ante de una puerta, tallada en forma de embudo entre
dos torres, y cerrada por una reja de hierro.
—¡Hemos llegado! —exclamó, inclinándose sobre el cuello de su caballo.
Asió el llamador, y el claro sonido de una campana repicó a lo lejos.
Después de esperar algunos minutos, apareció un farol en las profundidades de la
bóveda, mostrándonos, dentro de su aureola, a un hombrecillo jorobado, de barba
amarillenta, ancho de espaldas, forrado de pieles como un gato.
Se hubiera dicho, en medio de aquellas sombras, que se trataba de un gnomo
salido de un sueño de los Nibelungos.
Avanzó lentamente y acercó su ancho rostro a la reja, guiñando los ojos y
esforzándose por vernos en la oscuridad.
—¿Eres tú, Sperver? —preguntó roncamente.
—¡Abre de una vez, Knapwurst! —ordenó el montero—. ¿No ves que hace un
frío de lobos?
—¡Ah, ya te reconozco! —dijo el hombrecillo—. Sí, sí, no hay duda de que eres
tú. ¡Cuando hablas, se diría que vas a tragarte a la gente!
Se abrió la puerta y el gnomo, elevando hacia mí el farol con una extraña mueca,
me saludó diciendo: «Willkomm, herr doktor. (Bienvenido, señor doctor)», con un
tono que parecía apuntar: «¡Uno más que se irá como los otros!». Cerró luego
tranquilamente la reja, mientras nosotros descabalgábamos, y se acercó para tomar las
bridas de nuestras monturas.

II

Siguiendo a Sperver, que subía la escalera con paso rápido, pude convencerme de
que el castillo de Nideck merecía su reputación. Se trataba de una verdadera fortaleza
tallada en la roca; lo que se llamaba antiguamente un castillo roquero. Sus bóvedas,
altas y profundas, repetían a lo lejos el ruido de nuestros pasos, y el aire de fuera,
penetrando por las troneras, hacía vacilar la llama de las antorchas, colocadas de
cuando en cuando en las anillas de la pared.
Sperver conocía todos los rincones de esta enorme mansión. Torcía unas veces a
la derecha, otras a la izquierda, y yo le seguía sin aliento. Se detuvo por fin en un
ancho descansillo, y me dijo:

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—Fritz, voy a dejarte un momento con las gentes del castillo, mientras voy a
prevenir a la joven condesa Odile de tu llegada.
—¡Muy bien! Haz lo que creas conveniente.
—Encontrarás ahí a nuestro mayordomo, Tobías Offenloch, un viejo soldado del
regimiento de Nideck. Estuvo al servicio del conde durante la campaña de Francia.
—¡Perfecto!
—También conocerás a su mujer, una francesa llamada Marie Lagoutte, que
presume de buena familia.
—¿Y por qué no?
—Porque, entérate, no es más que una antigua cantinera del ejército. Nos trajo a
Tobías Offenloch en su carreta, con una pierna de menos, y el pobre hombre se casó
con ella por agradecimiento; ya sabes…
—Entiendo; pero abre de una vez, que me estoy helando.
Quise seguir adelante; pero Sperver, cabezota como todo buen alemán, quería
informarme a toda costa sobre los personajes con los que iba a relacionarme.
Prosiguió, pues, reteniéndome por la casaca:
—Vas a conocer además a Sebaldo Kraft, montero mayor. Es un muchacho triste,
pero que no tiene igual a la hora de tocar el cuerno de caza. Y también a Karl Trumpf,
el encargado de los vinos; y a Christian Becker… ¡En fin, a todos los que vivimos
aquí, a menos que no estén ya acostados!
Dicho, esto, Sperver abrió la puerta, y me quedé pasmado en el umbral de una
sala alta y sombría: la sala de los antiguos guardias de Nideck.
Vi, a la primera ojeada, y al fondo, tres ventanas que dominaban el precipicio; a la
derecha, una especie de aparador de viejo roble, bruñido por el tiempo; sobre el
aparador, una pequeña barrica, botellas y vasos; a la izquierda, una chimenea gótica
de ancha campana, enrojecida por un espléndido fuego y decorada, por cada lado, con
esculturas que representaban los diferentes episodios de una cacería de jabalíes en la
Edad Media; para terminar, en mitad de la sala, una larga mesa y, sobre la mesa, un
farol gigantesco que iluminaba una docena de jarras con tapa de estaño.
Vi todo esto a la primera ojeada; pero lo que más me asombró fueron los
personajes.
Reconocí al mayordomo por su pata de palo: un hombrecillo grueso, bajo, de
rostro colorado, vientre generoso que le caía sobre los muslos, y nariz carmesí,
cubierta de protuberancias, como si de una frambuesa madura se tratara. Le cubría la
cabeza una enorme peluca de color de cáñamo, formando un moño sobre la nuca;
llevaba una casaca verde manzana, con botones de acero del tamaño de monedas de
seis libras; el calzón era de terciopelo, las medias de seda y los zapatos llevaban lazos
de plata. En ese momento hacía girar la espita de la barrica: un aire de júbilo
indescriptible teñía su faz rubicunda, y sus ojos saltones brillaban como el cristal de
un reloj.
Su mujer, la digna Marie Lagoutte, con un vestido de lana, el rostro alargado y

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amarillento como cordobán, jugaba a las cartas con dos criados que ocupaban
gravemente unos sillones de respaldo recto. Tenía colocadas en la nariz unas
pequeñas pinzas, lo mismo que otro de los jugadores, mientras que el tercero guiñaba
un ojo con aire astuto y parecía gozar al verlos curvarse bajo esta especie de horcas
caudinas.
—¿Cuántas cartas? —preguntaba este último.
—Dos —respondió la vieja.
—¿Y tú, Christian?
—Otras dos…
—¡Ja, ja! ¡Ya os tengo! ¡Ahora corto el rey! ¡Y ahora el as! ¡Y ésta, y esta otra!
¡Ja, ja, ja! ¡Otra pinza más, comadre! Eso os enseñará a presumir de juegos
franceses…
—Monsieur Christian, no tenéis sentimientos para el bello sexo.
—En las cartas no hay que tener consideración con nadie.
—¿No veis que ya no queda sitio para ninguna pinza más?
—¡Bah, bah! Teniendo una nariz como la vuestra, bien podéis colocaros otra.
Sperver interrumpió en ese momento:
—¡Camaradas, heme aquí!
—¡Hola, Gedeón! ¿Ya de vuelta?
Marie Lagoutte se apresuró a retirar las pinzas de su nariz. El grueso mayordomo
vació su vaso de un trago. Todo el mundo se volvió hacia nosotros.
—¿Ha mejorado monseñor?
—Más o menos —contestó Marie Lagoutte, que no me quitaba el ojo de encima.
Sperver se dio cuenta.
—Os presento al doctor Fritz, de la Selva Negra —dijo orgullosamente—. ¡Ah!
Aquí va a cambiar todo enseguida, maese Tobías. Ahora que ha llegado Fritz, ese
maldito dolor de cabeza tiene que desaparecer. Si me hubieran hecho caso antes…
Pero, en fin, más vale tarde que nunca.
Marie Lagoutte seguía observándome. Este examen pareció satisfacerla, puesto
que, dirigiéndose al mayordomo:
—Vamos, señor Offenloch, vamos —exclamó—, moveos. Ofrecedle asiento al
doctor. Os quedáis ahí, con la boca abierta, como una carpa. ¡Señor, señor, estos
alemanes!
Y la buena mujer, levantándose como un resorte, acudió a librarme de mi abrigo.
—Permitidme, señor…
—Es usted muy amable, querida señora.
—Deme, deme… Hace un tiempo que… ¡Señor, qué país!
—De modo que monseñor no anda mejor ni peor —siguió Sperver, sacudiendo su
gorro cubierto de nieve—. Llegamos a tiempo. ¡Eh, Kasper! ¡Kasper!
Un hombrecillo, con un hombro más alto que otro y el rostro salpicado por un
millar de pecas, salió bajo la campana de la chimenea.

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—¡Aquí estoy!
—¡Muy bien! Vas a preparar para el señor doctor la habitación que está al final de
la gran galería. La habitación de Hugo, ¿sabes la que te digo?
—Sí, Sperver, enseguida.
—Un momento. Tienes que coger, al pasar, la maleta del doctor. La tiene
Knapwurst. En cuanto a la cena…
—Quédate tranquilo, ya me encargo yo de ella.
—Muy bien, cuento contigo.
Salió el hombrecillo y Gedeón, tras haberse quitado la pelliza, salió para avisar a
la condesa de mi llegada.
Yo, mientras tanto, me sentía realmente confuso con las atenciones de Marie
Lagoutte.
—Quitaos de ahí, Sebaldo —le decía al cazador—. Ya habéis tenido tiempo de
asaros desde esta mañana. Sentaos cerca del fuego, señor doctor, porque tendréis
seguramente fríos los pies. Extended vuestras piernas… eso es.
Luego, alargándome su caja de rapé:
—¿Queréis?
—No, muchas gracias, señora.
—Hacéis muy mal —dijo ella, atiborrándose las narices de tabaco—, hacéis muy
mal: esto es la sal de la vida.
Volvió a guardar la caja en el bolsillo de su delantal y, después de algunos
instantes, prosiguió:
—Llegáis muy a propósito: monseñor tuvo ayer su segundo ataque. Fue un ataque
horrible, ¿no es cierto, señor Offenloch?
—Horrible es la palabra —respondió gravemente el mayordomo.
—No es de extrañar —siguió ella—, cuando un hombre no se alimenta. Porque
no se alimenta, señor. Figuraos que le he visto pasar dos días sin tomar ni siquiera un
caldo.
—Y sin beber ni un vaso de vino —añadió el mayordomo, cruzando sobre la
panza sus pequeñas manos regordetas.
Me creí en la obligación de menear la cabeza para mostrar mi sorpresa.
Maese Tobías Offenbach vino a sentarse a mi derecha y me dijo:
—Señor doctor, hacedme caso. Recetadle una botella de Markobrünner al día.
—Y una alita de pollo en cada comida —interrumpió Marie Lagoutte—. El pobre
hombre está tan flaco que da miedo verle.
—Tenemos un Markobrünner de sesenta años —dijo el mayordomo—, porque los
franceses no se lo bebieron todo, como pretende madame Offenloch. Y también
podrías recetarle, de cuando en cuando, un buen trago de Johannisberg: no hay nada
como ese vino para levantar a un hombre de la cama.
—Antes —dijo el montero mayor con aire melancólico—, monseñor cazaba dos
veces por semana y tenía una salud de hierro; pero desde que dejó la caza está

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enfermo.
—Está clarísimo —observó Marie Lagoutte—. El aire libre abre el apetito. El
señor doctor debería ordenarle que saliese a cazar tres veces por semana, para
recobrar el tiempo perdido.
—Bastarían dos —contestó gravemente el montero—, bastarían dos. Es necesario
también que reposen los perros; los perros son también criaturas de Dios, como los
hombres.
Hubo algunos instantes de silencio, durante los cuales oía yo al viento azotar los
cristales y colarse por las saeteras con lúgubres silbidos.
Sebaldo había cruzado su pierna derecha sobre la izquierda y, el codo sobre la
rodilla, el mentón en la mano, miraba el fuego con un aire de tristeza indecible. Marie
Lagoutte, tras haber sorbido otra pizca de rape, hurgaba con el tabaco de la caja, y yo
reflexionaba sobre la extraña manía que nos inclinaba a perseguirnos mutuamente
con todo tipo de consejos.
En ese momento, el mayordomo se levantó.
—¿Querrá el señor doctor tomar un vaso de vino? —dijo, apoyándose en el
respaldo de mi sillón.
—Gracias, pero no bebo nunca antes de visitar a un enfermo.
—¡Cómo! ¿Ni siquiera un vasito?
—Ni un vasito siquiera.
Abrió los ojos como platos y miró a su mujer con muestras de sorpresa.
—El doctor tiene razón —dijo ella—, y soy de su parecer. Prefiero beber en la
comida, y tomar una copa de coñac después. En mi país, las damas toman coñac. ¡Es
más distinguido que el kirsch!
Acababa Marie Lagoutte de dar estas explicaciones cuando Sperver abrió la
puerta y me indicó que le siguiera.
Saludé a la honorable compañía y, mientras entraba en el pasillo, oí cómo la
mujer del mayordomo comentaba a su marido:
—Ese joven tiene buena planta: haría un excelente carabinero.
Sperver parecía inquieto y no decía nada. Yo mismo iba pensativo.
Algunos pasos bajo las bóvedas tenebrosas del castillo de Nideck bastaron para
borrar de mi espíritu las figuras grotescas de maese Tobías y de Marie Lagoutte:
pobres y pequeños seres inofensivos que viven, como los piojillos, bajo las alas
poderosas del buitre.
Al poco tiempo, Gedeón me introdujo en una lujosa habitación, tapizada de
terciopelo violeta con adornos dorados. Una lámpara de bronce, colocada en una
esquina de la chimenea y recubierta por un globo de cristal translúcido, la alumbraba
vagamente. Espesas alfombras amortiguaban el ruido de nuestros pasos. Se hubiera
dicho que la estancia era el asilo del silencio y de la meditación.
Al entrar, Sperver apartó unos pesados cortinajes que tapaban una ventana ojival.
Le vi dirigir la mirada al fondo del abismo y entendí su pensamiento: comprobaba si

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la bruja seguía aún allí, acurrucada en la nieve, en mitad de la llanura. Pero no vio
nada, porque la noche era muy oscura.
Yo había dado algunos pasos y distinguía, a la pálida luz de la lámpara, una frágil
y pálida criatura, sentada en un sillón de forma gótica, no lejos del enfermo: era Odile
de Nideck. Su largo vestido de seda negra, su actitud soñadora y resignada, la
distinción ideal de sus rasgos, recordaban aquellas creaciones místicas de la Edad
Media, que el arte moderno está abandonando sin conseguir que lleguemos a
olvidarlas.
¿Qué sucedió en mi alma al mirar yo a esta blanca estatua? Lo ignoro. Hubo algo
de religioso en mi emoción. Una música interior me recordó las viejas baladas de mi
primera infancia, esos cantos piadosos que las niñeras de la Selva Negra tararean para
dormir nuestras primeras tristezas.
Al acercarme yo, Odile se había levantado.
—Sea bienvenido, doctor —me dijo con una sencillez conmovedora.
Luego, indicándome con un gesto la alcoba donde reposaba el conde:
—Mi padre está ahí.
Me incliné profundamente y, sin responder, a causa de mi emoción, me aproximé
a la cama del enfermo.
Sperver, a la cabecera del lecho, alzaba la lámpara con una mano, sujetando con
la otra su ancho gorro de pieles. Odile estaba a mi izquierda. La luz, tamizada por el
cristal esmerilado, caía suavemente sobre el rostro del conde.
Desde el primer instante quedé sobrecogido por la extraña fisonomía del señor de
Nideck y, a pesar de toda la admiración respetuosa que acababa de inspirarme su hija,
no pude menos de pensar: «¡Es como un lobo viejo!».
En efecto, esa cabeza gris de cabellos cortos, que se ensanchaba detrás de las
orejas de una forma prodigiosa y se alargaba singularmente hacia el rostro; la
estrechez de la frente en su parte alta, su anchura en la base; la disposición de los
párpados, terminados en punta donde nacía la nariz, bordeados de negro, y cubriendo
sólo a medias unos globos oculares fríos y sin brillo; la barba corta y espesa,
distribuida alrededor de unas mandíbulas robustas… todo en ese hombre me hizo
temblar, y una serie de extrañas ideas sobre las afinidades animales asaltó mi ánimo.
Dominé mi emoción y tomé el brazo del enfermo: era seco y nervioso. La mano
era pequeña y firme. Desde el punto de vista médico, pude constatar un pulso duro,
rápido, febril, que parecía ser indicativo del tétanos.
¿Qué hacer?
Reflexioné. Pendientes de mí estaban, de un lado, la joven condesa; del otro,
Sperver, intentando leer en mis ojos lo que yo pensaba, atento, espiando mis menores
gestos. Me producían una tensión penosa. Sin embargo, yo no podía tomar ninguna
decisión precipitada.
Dejé reposar el brazo y escuché la respiración. De vez en cuando, una especie de
sollozo levantaba el pecho del enfermo. Luego, el movimiento producido por la

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respiración volvía a la normalidad, se aceleraba después y acababa siendo jadeante.
Evidentemente, algún tipo de pesadilla oprimía a este hombre: epilepsia o tétanos,
¿qué más daba? Pero la causa… la causa… eso es lo que hubiera necesitado saber y
eso, precisamente, era lo que ignoraba.
Me di la vuelta, pensativo.
—¿Qué debemos esperar, monsieur? —me preguntó la joven.
—La crisis de ayer toca a su fin, madame. Lo que debemos hacer ahora es
prevenir un nuevo ataque.
—¿Y eso es posible, doctor?
Iba yo a contestar con cualquier vaguedad científica, pues no me atrevía a
dictaminar nada concreto, cuando el sonido lejano de la campana de Nideck llegó a
nuestros oídos.
—¡Llegan visitantes! —exclamó Sperver.
Hubo un instante de silencio.
—Ve a comprobarlo —dijo Odile, cuya frente se había ensombrecido ligeramente
—. ¡Dios mío! ¿Cómo ejercer los deberes de la hospitalidad en estas circunstancias?
¡Es imposible!
Casi al instante, la puerta se abrió. Una cabeza rubia y rosada apareció en la
sombra y dijo en voz baja:
—El señor barón de Zimmer-Blouderic, acompañado de un caballerizo, pide asilo
en el castillo. Se ha extraviado en el monte.
—Está bien, Gretchen —respondió la joven condesa suavemente—. Avisa al
mayordomo para que reciba al señor barón de Zimmer. Que ponga en su
conocimiento la enfermedad del conde, explicándole por qué no puede hacerle los
honores él mismo. Que despierten a las gentes necesarias para su servicio y que se
haga todo como de costumbre.
Nada podría dar idea de la noble sencillez de la joven castellana al dar estas
órdenes. Si la distinción parece hereditaria en ciertas familias se debe a que el
cumplimiento de los deberes que marca la riqueza puede también elevar el alma.
Al tiempo que admiraba la gracia, la dulzura de su mirada, la distinción de Odile
de Nideck, su perfil, de una pureza de líneas que no se encuentra más que en las
esferas aristocráticas, me rondaban la cabeza estas ideas, mientras trataba en vano de
encontrar algo parecido en mis recuerdos.
—Vamos, vamos, Gretchen —dijo la joven condesa—, date prisa.
—Sí, señora.
Se alejó la criada, mientras yo quedaba, durante algunos segundos todavía, bajo el
encanto de mis impresiones. Odile se había vuelto hacia mí.
—Ya lo veis, señor —dijo con una melancólica sonrisa—; no puede una quedarse
a solas con su dolor. Hay que repartirse continuamente entre los sentimientos y el
mundo.
—Es cierto, señora —contesté yo—. Las almas privilegiadas pertenecen a todos

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los infelices: el viajero perdido, el enfermo, el pobre sin pan… todos tienen derecho a
ponerse bajo la protección de estas almas, puesto que Dios las creó como a sus
estrellas, para la felicidad de todos.
Odile bajó la vista y Sperver me apretó suavemente la mano. Al cabo de un
instante, la condesa murmuró:
—¡Si pudierais salvar a mi padre!
—Tal como he tenido el honor de deciros, señora, la crisis ha terminado.
Debemos impedir que vuelva otra vez.
—¿Podréis conseguirlo?
—Con la ayuda de Dios, señora, no es imposible, indudablemente. Necesito
reflexionar sobre ello.
Odile, emocionada, me acompañó hasta la puerta. Sperver y yo atravesamos la
antecámara, en la que velaban algunos servidores, dispuestos a obedecer las órdenes
de su ama. Acabábamos de entrar en el pasillo cuando Gedeón, que iba el primero, se
dio la vuelta bruscamente y, colocándome las manos en los hombros:
—Vamos a ver, Fritz —me dijo, mirándome a los ojos directamente—. A mí, que
soy un hombre, puedes decírmelo todo. ¿Qué impresión tienes?
—No hay nada que temer durante esta noche.
—Eso ya lo sé, porque se lo has dicho a la condesa. Pero, ¿y mañana?
—¿Mañana?
—Sí, y no vuelvas la cabeza. Si, a pesar de todo, no puedes impedir que el ataque
se repita, ¿crees francamente, Fritz, que el conde pueda morir?
—Es posible, pero no lo creo.
—¡Bravo! —gritó el guarda, dando saltos de alegría—. ¡Si no lo crees, es que
estás seguro!
Y, cogiéndome de bracete, me arrastró hasta la galería. Nada más entrar en ella
nos topamos con el barón de Zimmer-Blouderic y con su caballerizo, a los que
precedía Sebaldo, llevando en alto una antorcha para alumbrarles el camino. Se
dirigían a sus aposentos, y estos dos personajes, con la capa echada sobre los
hombros, las botas a la húngara, flexibles y por encima de la rodilla, cubierto el
cuerpo con largas túnicas de color verde, adornadas de galón dorado, el gorro de piel
de oso encajado en la cabeza, el cuchillo de caza en el cinto, tenían algo de extraño y
pintoresco a la luz blanca de las antorchas.
—Vaya —dijo Sperver—, si no me equivoco, son los jinetes que vimos en
Friburgo. Nos han seguido de cerca.
—No te equivocas, son ellos. Reconozco al más joven por su figura espigada.
Tiene un perfil de águila y lleva los mostachos a la Wallenstein[6].
Desaparecieron por un pasillo lateral.
Gedeón cogió una antorcha de la pared y me guió por un dédalo de corredores,
pasillos, bóvedas altas, bajas, en ojiva, de medio punto… ¿qué sé yo? Aquello no
parecía tener fin.

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—Ésta es la sala de los Margraves —iba diciendo—; ésta, la de los retratos; esto
es la capilla, en la que no se celebra misa desde que Luis el Calvo se hizo protestante.
Aquí está la sala de armas.
Todo aquello apenas me interesaba.
Después de haber llegado a lo más alto, tuvimos que bajar otra vez por una larga
serie de escaleras. Por fin, gracias sean dadas al cielo, llegamos delante de una
pequeña puerta maciza. Sperver sacó del bolsillo una enorme llave y, entregándome
la antorcha:
—Ten cuidado con la luz —dijo—. ¡Cuidado!
Empujó al mismo tiempo la puerta y el aire frío del exterior entró en el pasillo. La
llama empezó a agitarse, enviando chispas a su alrededor. Me creí al borde de un
precipicio y retrocedí con espanto.
—¡Ja, ja, ja! —se burló el montero, abriendo su enorme boca hasta las orejas—.
¡Parece como si tuvieras miedo, Fritz! Avanza de una vez… no temas nada. Estamos
sobre la muralla que une al castillo con la torre vieja.
La nieve cubría esta plataforma, protegida en toda su longitud por una balaustrada
de granito. El viento la barría con unos silbidos estremecedores. Cualquiera que
desde la llanura hubiera visto nuestra antorcha podría haberse preguntado: «¿Qué
hacen ahí arriba, en las nubes? ¿Por qué se pasean a estas horas?».
«La vieja bruja puede que esté mirándonos», pensaba yo para mí, y esta idea me
dio escalofríos. Apreté el capote contra mi cuerpo, sujeté mi gorro con la mano, y
eché a correr detrás de Sperver. Éste levantaba la luz para indicarme el camino, que
recorría a grandes pasos.
Entramos precipitadamente en la torre y, posteriormente, en la habitación de
Hugo. Una viva llama nos saludó con alegres chisporroteos. ¡Qué alegría, encontrarse
abrigados por unos muros robustos!
Me había detenido, mientras Sperver cerraba la puerta, y, contemplando la vieja
estancia, exclamé:
—¡Alabado sea Dios! Por fin podremos reposar un poco…
—Sí, pero ante una buena mesa —añadió Gedeón—. En vez de quedarte parado
como un bobo, échale un vistazo a la comida: una pierna de gamo, dos urogallos, un
lucio de lomo azulado, con la boca guarnecida de perejil. Carnes frías y vinos
calientes, eso es lo que me gusta. Estoy contento con Kasper, ha entendido muy bien
mis órdenes.
Tenía razón el bravo montero al decir aquello de «carnes frías y vinos calientes»,
porque, colocadas delante de la chimenea, una magnífica hilera de botellas recibía la
deliciosa influencia del calor.
A la vista de la mesa sentí que se me despertaba un hambre canina.
Sperver, sin embargo, entendido en comodidades, me dijo:
—Sin prisas, Fritz, tenemos todo el tiempo del mundo. Así que vamos a ponernos
cómodos… entre otras cosas, porque los urogallos no se escaparan volando. Las

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botas deben de hacerte daño. Cuando se ha galopado durante ocho horas seguidas
conviene cambiar de calzado, ésa es mi regla. Vamos, siéntate y alárgame una bota.
Bien, ya la tengo… ¡Fuera con ella! A ver, la otra… ¡Ya está! Ponte estas zapatillas y
quítate el chaquetón. Échate sobre los hombros esta manta. ¡Esto es otra cosa!
Hizo lo mismo él y luego, con voz estentórea:
—¡Y ahora, Fritz —exclamó—, a la mesa! Dale al diente sin miedo, que yo haré
lo mismo. Y, sobre todo, acuérdate del viejo proverbio alemán: «Si el diablo hizo la
sed, seguro que el Señor inventó el vino».

III

Comimos con la bienaventurada alegría que procuran diez horas de viaje por las
tierras nevadas de la Selva Negra.
Sperver, atacando por turno la pierna de gamo, los urogallos y el lucio,
murmuraba con la boca llena:
—¡Tenemos bosques! ¡Tenemos brezales! ¡Y tenemos estanques donde pescar!
Luego, recostándose en el respaldo de su sillón, y cogiendo al azar alguna botella,
añadía:
—¡También tenemos viñedos, verdes en la primavera y rojizos en el otoño! ¡A tu
salud, Fritz!
—¡A la tuya, Gedeón!
Era una maravilla vernos, y nosotros nos admirábamos el uno al otro.
El fuego crepitaba, los tenedores sonaban, las mandíbulas galopaban, las botellas
gorgoteaban, los vasos tintineaban; y, fuera, el viento de las noches de invierno, el
gran viento de las montañas, cantaba su himno fúnebre, ese himno extraño, desolado,
que entona cuando los escuadrones de nubes se precipitan los unos sobre los otros, a
la carga, tragándose mutuamente, mientras la luna pálida observa el eterno combate.
Nuestro apetito iba calmándose. Sperver había llenado una jarra con un viejo vino
de Brumberg, cuya espuma rebosaba por los bordes. Me la presentó, gritando:
—¡Por la curación del señor Yeri-Hans de Nideck! ¡Bebe hasta la última gota,
Fritz, para que Dios nos escuche!
Eso hice.
Llenó la jarra de nuevo, repitiendo con sonora voz:
—¡Por la curación del alto y poderoso señor Yeri-Hans de Nideck, mi amo!
Y la vació a su vez, con gesto grave. Una profunda satisfacción invadió nuestro

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ser y nos sentimos dichosos de pertenecer a este mundo.
Me tumbé cómodamente en mi sillón, la nariz en alto, caídos los brazos, y me
puse a contemplar mi residencia.
Era una bóveda baja, tallada en la roca viva, de unos doce pies de altura en el
centro de la bóveda. Al fondo del todo divisé una especie de nicho de gran tamaño,
en el que se encontraba mi cama. Era una cama baja, a ras de tierra, cubierta, me
parece, por una piel de oso. Y dentro de este gran nicho, otro más pequeño, adornado
con una estatuilla de la Virgen, tallado en el mismo bloque de granito y coronado por
un ramo de hierbas secas.
—Ya veo que miras tu habitación —dijo Sperver—. ¡Demontre! No es que sea
gran cosa, comparada con las del castillo. Aquí estamos en la torre de Hugo, que es
tan vieja como la montaña, Fritz. Data del tiempo de Karl el Grande. En aquellos
tiempos, como puedes ver, las gentes no sabían construir bóvedas, por lo que cavaban
en la piedra.
—Da lo mismo, Gedeón; pero me has metido en un singular agujero.
—¡Ah, no te equivoques, Fritz! Ésta es la sala de honor, y aquí se alojan los
amigos del conde, cuando llega alguno. ¡La vieja torre de Hugo, estate seguro, es lo
mejor que hay!
—¿Hugo, qué Hugo?
—¡Caray! ¡Hugo el Lobo!
—¿Qué es eso de Hugo el Lobo?
—Pues, sin ninguna duda, el fundador de la raza de los Nideck. ¡Un tipo duro,
puedes estar seguro! Se estableció aquí con una veintena de alabarderos y peones de
su tropa. Escalaron este picacho, el más alto de la montaña. Ya lo verás mañana.
Construyeron esta torre y luego, ¡a fe mía!, declararon: «¡Somos los dueños!
¡Desgraciados los que vengan aquí sin pagar vasallaje! ¡Les caeremos encima como
lobos, y como lobos les quitaremos la lana de las espaldas! ¡Y si a la lana sigue el
pellejo, mejor que mejor! Desde aquí podemos ver a gran distancia: podemos ver los
desfiladeros del Rheethal, de Steinhach, de la Roca Llanam de toda la línea de la
Selva Negra. ¡Ojo a los mercaderes!». Y eso es lo que hicieron, tal como lo habían
dicho. Hugo el Lobo era su jefe. Al menos, eso es lo que Knapwurst nos ha contado
más de una vez, sentados de noche junto al fuego.
—¿Knapwurst?
—El pequeño jorobado, ya sabes, el que nos abrió la reja. Con su extraña pinta,
Fritz, lo encontrarás siempre en la biblioteca.
—¡Ah! ¿Tenéis un sabio en el castillo de Nideck?
—¡Sí, ese bribón! En vez de quedarse en su garita, se pasa todo el santo día
sacudiéndose el polvo de los viejos pergaminos de la familia. Anda zascandileando
por entre los estantes de la biblioteca, como una vieja rata. Este Knapwurst conoce
nuestra historia mejor que nosotros mismos. Te llenará la cabeza con esas cosas en
cuanto te descuides, Fritz. Las llama crónicas… ¡Ja, ja, ja!

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Y Sperver, a quien el viejo vino había alegrado las pajarillas, estuvo riéndose
durante un rato sin saber muy bien por qué.
—De modo, Gedeón —dije yo—, que esta torre se llama la Torre de Hugo… de
Hugo el Lobo, ¿no es así?
—¡Ya te lo he dicho, diablos! ¿Te extraña?
—¡No!
—Pues claro que sí, y me doy cuenta de que estás pensando en algo. ¿De qué se
trata?
—¡Diantre! No es el nombre de la torre lo que me extraña; lo que me tiene
pensativo es que tú, un viejo cazador furtivo; tú, que desde niño no has visto más que
la punta de los abetos, las cimas nevadas del Wald-Horn, las gargantas del Rheethal;
tú, que no has hecho, a lo largo de toda tu juventud, sino burlarte de los guardas del
conde de Nideck, patear las sendas de la Selva Negra, batir la maleza, respirar el aire
libre, vivir a pleno sol la libertad de los bosques, andas ahora, al cabo de dieciséis
años, en este calabozo de granito rojo. Eso es lo que me sorprende, lo que no puedo
comprender. Vamos a ver, Sperver, enciende tu pipa y Cuéntame por qué ocurrió el
cambio.
El antiguo furtivo sacó de su chaquetón de cuero una pipa corta y negra; la llenó
lentamente y colocó encima de la cazoleta una brasa de la chimenea. Luego, echando
la cabeza hacia atrás y dejando vagar la vista, respondió con aire pensativo:
—Los viejos halcones, los viejos milanos y gavilanes, después de haber cazado
sin descanso en la llanura, acaban anidando en un agujero del roquedo. Sí, es cierto,
me ha gustado el aire libre, y me sigue gustando; pero ahora, cuando llega la noche,
en vez de quedarme posado en una alta rama, batido por el viento, prefiero
guarecerme en mi caverna y echar un buen trago… Sí, y comer tranquilamente un
trozo de venado, mientras me seco las plumas delante de un buen fuego. El conde de
Nideck no despreció a Sperver, el halcón viejo, el hombre del bosque. Un atardecer
se topó conmigo bajo el claro de luna y me dijo: «Camarada, cazador solitario, vente
a cazar conmigo. Tienes buen pico y buenas garras. Caza, pues, ya que ésa es tu
naturaleza; pero caza con mi permiso, porque yo soy el águila de la montaña y mi
nombre es Nideck».
Sperver se calló durante algunos momentos, y prosiguió luego:
—¡Bien! Aquello me convenía… Sigo cazando, como antes, y puedo beber con
un amigo, cuando me apetece, una botella de Affenthâl o de…
En ese momento, la puerta se sacudió ruidosamente. Sperver paró de hablar y
prestó oídos.
—Es un golpe de viento —le dije yo.
—No, es otra cosa. ¿No oyes cómo rascan unas uñas? Es un perro que se ha
escapado. ¡Abre, Lieverlé! ¡Abre, Blitz!
Se levantó para ir a la puerta cuando, súbitamente, un gran perro danés penetró en
la habitación de la torre y vino a colocarle sus patas en los hombros, lamiéndole, con

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una gran lengua rosa, la barba y las mejillas, lanzando pequeños ladridos de alegría.
Sperver le había pasado el brazo por el cuello, mientras se volvía hacia mí.
—¿Te parece, Fritz —preguntaba—, que algún hombre llegaría a quererme como
este animal? Mira qué cabeza, qué ojos, qué dientes.
Le tiraba de los labios para que yo admirase unos colmillos que podrían desgarrar
a un búfalo. Luego, rechazándolo con dificultades, puesto que el perro seguía con sus
caricias, añadió:
—Déjame ya, Lieverlé; ya sé que me quieres. ¡Demonios! ¿Quién me iba a
querer, sino tú?
Y Gedeón fue a cerrar la puerta.
Jamás había visto una fiera semejante a aquel Lieverlé. Su talla alcanzaba los dos
pies y medio. Era un formidable perro de ataque, de frente ancha y aplastada, y fina
piel: una madeja de nervios y músculos entrelazados, de mirada viva y patas
alargadas; fino de cintura, ancho de costillas, espaldas y lomo, pero sin olfato. ¡Dadle
la nariz de un basset a una bestia parecida, y os aseguro que la caza desaparecería en
un dos por tres!
Sperver había vuelto a sentarse y pasaba la mano sobre la cabeza de Lieverlé,
mientras enumeraba gravemente sus cualidades.
Lieverlé parecía comprenderle.
—Fíjate, Fritz, fíjate bien. Este perro puede liquidar a un lobo de un bocado. Es
un animal perfecto de fuerza y coraje. Todavía no tiene cinco años y conserva todo su
vigor. Ni que decir tiene que está entrenado para cazar el jabalí. Cada vez que
encontramos alguna piara temo por mi Lieverlé, porque ataca de una forma muy
clarafrecto como una flecha. Y algún día volverá a recibir el navajazo de un macho
grande.
Sperver se volvió hacia el perro.
—¡Échate, Lieverlé, échate de espaldas! —le gritó.
El perro obedeció, mostrándonos sus flancos.
—Mira, Fritz, esta señal blanca, sin pelos, que va casi desde el rabo hasta el
pecho: se la hizo un jabalí. ¡Pobre Lieverlé! Habíamos seguido la pista del cochino
por la sangre que el perro iba dejando. Había mordido la oreja y no la soltaba. Yo
llegué el primero. Cuando vi a mi Lieverlé salté a tierra de inmediato, lo envolví en
mi abrigo y volví al galope al castillo. ¡Estaba fuera de mí! Menos mal que las tripas
no tenían ningún daño. Le cosí el vientre. ¡Diablos, qué forma de aullar! Porque el
pobre perro sufría, ¡vaya si sufría! Pero, al cabo de tres días, ya se estaba lamiendo la
herida. Y un perro que se lame está salvado. ¿Te acuerdas, Lieverlé? ¡Por eso, Fritz,
nosotros dos nos queremos!
Yo estaba realmente emocionado por el afecto que se tenían mutuamente el perro
y el hombre. Parecían mirarse el uno al otro hasta el fondo del alma. El perro agitaba
su rabo y el hombre tenía lágrimas en los ojos.
Sperver prosiguió:

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—¡Menuda fuerza! Fíjate, Fritz, ha roto la cuerda para venir a verme. ¡Una
cuerda de seis cabos! ¡Toma, Lieverlé!
Y le arrojó lo que quedaba de la pierna de gamo. Las quijadas del perro, al
atraparla, hicieron un ruido terrible, y Sperver, mirándome con una extraña sonrisa,
me dijo:
—Fritz, si te tuviera agarrado así, por la culera de tus pantalones, seguro que no
irías muy lejos.
—¡Qué demonio! ¡No iría lejos nadie a quien hubiese agarrado esa fiera!
El perro fue a tenderse bajo la campana de la chimenea, con la carne entre sus
patas delanteras, y se puso a desgarrarla en pedazos. Sperver, satisfecho, lo miraba de
reojo. El hueso iba siendo triturado sin piedad. ¡A Lieverlé le gustaba el tuétano!
—¡Je, je! —rió el viejo furtivo—. ¿Qué dirías si alguien te encargase que le
quitaras su hueso?
—¡Diablo! Me parece que sería una misión delicada.
Nos echamos a reír con todas nuestras ganas. Y Sperver, tumbado en su sillón de
cuero rojo, el brazo izquierdo colgando por encima del respaldo, apoyando una de sus
piernas en un taburete y la otra frente a un leño que lloraba al calor de las llamas,
lanzó hacia la bóveda grandes espirales de humo azulado.
Yo me había quedado mirando al perro cuando, acordándome de golpe de nuestra
interrumpida conversación:
—Óyeme, Sperver —le indique—, no me lo has contado todo. Si cambiaste la
montaña por el castillo se debió, ni más ni menos, a la muerte de Gertrude, tu buena y
honrada mujer.
Gedeón torció el gesto y una lágrima veló su mirada. Se enderezó y, sacudiendo
la ceniza de su pipa en la palma de la mano, contestó:
—¡Es cierto! Mi mujer murió… Eso es lo que me hizo dejar el bosque. Cada vez
que volvía a ver el valle de Roche-Creuse[7] me rechinaban los dientes. He
desplegado mis alas de este lado y cazo menos en el monte bajo. Cuando, por
casualidad, la jauría me vuelve a llevar allí, la mando al diablo tranquilamente. Cojo
el camino de vuelta y procuro pensar en otras cosas.
Sperver había tomado un aire taciturno, y me arrepentí de haber despertado en él
tan tristes recuerdos. De súbito, pensando en la Peste Negra, acurrucada en la nieve,
sentí un escalofrío.
¡Extraña sensación! Una palabra, una sola, nos había lanzado en medio de una
serie de reflexiones melancólicas. Todo un mundo de recuerdos había sido evocado
por casualidad.
No sé cuánto tiempo había pasado desde que nos quedamos en silencio, cuando
un gruñido sordo, terrible, como el ruido lejano de una tormenta, hizo que nos
enderezáramos.
Miramos al perro. Seguía teniendo el hueso a medio roer entre las patas
delanteras; pero, alta la cabeza, la oreja tendida, brillante la mirada, escuchaba…

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escuchaba el silencio, mientras unos temblores de cólera corrían a lo largo de su
cuerpo.
Sperver y yo nos miramos, palideciendo. No se oía ni un ruido, ni un suspiro.
Fuera, el viento se había calmado. Sólo seguía percibiéndose el gruñido sordo y
continuo que se escapaba de la garganta del perro. El animal, repentinamente, se
incorporó y saltó contra el muro con un ladrido seco, ronco, espantoso. La bóveda
resonó como si un rayo hubiera dado contra los cristales.
Lieverlé, con el hocico a ras de tierra, parecía mirar a través del muro de granito.
Sus labios, retraídos sobre las encías, dejaban ver dos hileras de dientes, blancos
como la nieve. Seguía gruñendo. A veces se detenía bruscamente, aplicaba “el hocico
contra el ángulo inferior del muro, y resoplaba con fuerza; se incorporaba luego lleno
de cólera, intentando arañar el granito con las uñas de sus manos.
Le veíamos hacer, sin comprender la causa de su irritación. Otro ladrido seco y
rabioso, más formidable aún que el primero, nos hizo dar un salto.
—¡Lieverlé! —exclamó Sperver, lanzándose hacia él—. ¿Qué diablos te pasa?
¿Estás loco?
Cogió un leño y sondeó con él el muro, sin detectar ningún hueco. El perro, sin
embargo, seguía señalando algo.
—Decididamente, Lieverlé —dijo el montero—, debes de tener una pesadilla.
¡Échate, y no me martirices los nervios!
En aquel instante, un ruido del exterior llegó a nuestros oídos. La puerta se abrió
y el grueso y honrado Tobías Offenloch, con su linterna de ronda en una mano, su
chuzo en la otra, el tricornio caído sobre la nuca, el rostro reidor y bonachón,
apareció en el umbral.
—¡Saludos a la honorable compañía! —nos dijo—. ¡Eh! ¿Qué demonios estáis
haciendo?
—Es Lieverlé —respondió Sperver—. Acaba de formar un escándalo… Figuraos
que se ha puesto como una fiera enfrente de este muro. Me gustaría saber por qué.
—¡Pardiez! Habrá oído el golpeteo de mi pata de palo en la escalera de la torre —
rió el mayordomo.
Luego, dejando el farol sobre la mesa, añadió:
—Eso os enseñará de una vez, maese Gedeón, que tenéis que atar a vuestros
perros. Porque sois muy débil con ellos. Esos malditos animales acabarán un día por
echarnos fuera. Precisamente, hace un momento, en la gran galería, acabo de
encontrarme con Blitz. Se ha lanzado contra mi pierna… bien que podéis verlo,
porque ha dejado en ella la señal de sus dientes. ¡Una pierna nueva! ¡Perro asqueroso!
—¡Atar a mis perros! ¡Vaya un negocio! —respondió el montero—. Unos perros
atados no valen para nada y, además, se vuelven feroces. En cuanto a Lieverlé, ¿acaso
no estaba atado? El pobre animal tiene todavía la cuerda en el cuello.
—¡Eh! Lo que os digo, no lo digo por mí, porque siempre que se me acercan
llevo el chuzo preparado y la pata de palo por delante. Se trata de la disciplina: los

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perros, en la perrera; los gatos, en sus gateras y las buenas gentes en el castillo.
Tobías se sentó no bien hubo pronunciado estas palabras. Apoyando los codos en
la mesa y abriendo los ojos de pura felicidad, nos dijo en voz baja,
confidencialmente:
—Esta noche, señores, estoy soltero.
—¡Bah, bah!
—Sí, sí, Marie-Anne está de guardia con Gertrude en la antecámara de monseñor.
—¿Así que no tenéis prisa?
—¡Absolutamente ninguna!
—¡Lástima que hayáis llegado tan tarde! —dijo Sperver—. Todas las botellas
están vacías…
El rostro desilusionado del pobre hombre me dio pena. ¡Le hubiera gustado tanto
aprovechar su libertad! Pero, a pesar de mis esfuerzos, un amplio bostezo me obligó a
abrir la boca.
—Otra vez será —dijo el mayordomo mientras se incorporaba—. Lo que se deja
para otra ocasión no tiene por qué perderse.
Cogió el farol.
—Buenas noches, señores.
—¡Eh, un momento! —exclamó Gedeón—. Ya veo que Fritz tiene sueño, de
modo que bajaremos juntos.
—Encantado, Sperver, encantado. Iremos de paso a saludar a maese Trumpf, el
bodeguero. Está abajo con los otros, oyendo las historias que les cuenta Knapwurst.
—Perfectamente. Buenas noches, Fritz.
—Buenas noches, Gedeón. No dejes de levantarme si el conde empeora.
—Quédate tranquilo. ¡Lieverlé, vamos!
Salieron los tres. Mientras atravesaban la plataforma oí sonar las once en el reloj
del castillo.
Me sentía roto de cansancio.

IV

El día comenzaba a teñir de azul la única ventana del torreón, cuando el sonido de
una trompa de caza me despertó en mi nicho de granito.
No hay nada más triste, más melancólico, que las vibraciones de este instrumento
al amanecer, cuando todo calla, y ni un soplo de aire, ni un suspiro, viene a quebrar el

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silencio de la soledad. La última nota sobre todo, esa nota prolongada que se extiende
sobre la inmensa llanura, despertando a lo lejos, bien lejos, los ecos de la montaña,
tiene algo enormemente poético, que toca al corazón.
Acodado sobre la piel de oso escuché este sonido lastimero, evocando los
recuerdos de las edades feudales. La vista de mi habitación, de su baja bóveda,
sombría, aplastada, antigua fortaleza de Nideck, y, más lejos, la presencia de la
pequeña ventana con cristales emplomados, arco de medio punto, más ancha que alta,
enclavada profundamente en el muro, aumentaba aún más la severidad de mis
reflexiones.
Me levanté bruscamente y abrí la ventana de par en par.
Allí me esperaba uno de esos espectáculos que ninguna palabra humana sabría
describir, el espectáculo que el águila de los Alpes ve cada mañana al levantarse el
telón púrpura del horizonte: ¡montañas, montañas, y nada más que montañas! Olas
inmóviles que van perdiendo altura, borrándose entre las lejanas brumas de los
Vosgos; bosques inmensos, lagos, crestas deslumbrantes, trazando sus escarpadas
líneas sobre el azulado fondo de los valles repletos de nieve. ¡Y al fondo de todo eso,
el infinito!
¡Es casi imposible describir un cuadro semejante! Quedé confundido de
admiración. Los detalles se multiplicaban a cada mirada: granjas, aldeas, villas, iban
surgiendo de cada pliegue del terreno, si la vista se molestaba en detallarlos.
Llevaría así un buen cuarto de hora cuando una mano se puso lentamente en mi
espalda. Me volví, y el rostro tranquilo y la sonrisa silenciosa de Gedeón me
saludaron con un:
—Guten Tag[8], Fritz.
Luego se acodó cerca de mí, apoyado en la piedra, fumando su corta pipa.
Extendió su mano hacia el infinito, diciendo:
—Mira, Fritz, mira… ¡Debes amar todo esto que vemos, como buen hijo de la
Selva Negra! Mira allí… y allí… ¿Ves la Roche-Creuse? ¿La ves? ¿Te acuerdas de
Gertrude? ¡Oh, qué lejos está todo aquello!
Sperver se secó una lágrima. ¿Qué podía yo responderle?
Quedamos largo rato contemplando el paisaje, emocionados a la vista de tanta
grandeza. A veces, el viejo furtivo, viéndome dirigir la mirada a cualquier punto del
horizonte, me iba indicando:
—¡Aquello es el Wald-Horn! ¡Aquello, el Tienfenthal! ¿Ves el torrente del
Steinbach? Está detenido, colgado, como cintas de hielo pegadas a la espalda del
Harberg. ¡Un buen abrigo para el invierno! Y allí, el camino que lleva a Friburgo:
antes de quince días difícilmente podremos verlo.
Pasamos así más de una hora. Yo no podía despegarme de aquel espectáculo.
Algunas rapaces, de alas puntiagudas y cola en abanico, planeaban alrededor del
torreón; desfilaban las garzas por encima, tomando altura para huir de sus garras.
No había en el cielo ni una sola nube: toda la nieve estaba en el suelo. La trompa

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de caza saludaba a la montaña una vez más.
—Es mi amigo Sebaldo quien llora por allí —dijo Sperver—: un excelente
conocedor de perros y caballos y, además, el primer cazador de Alemania. Escucha
eso, Fritz, no hay nadie como él tocando el cuerno de caza. ¡Pobre Sebaldo! No hace
más que consumirse desde que empezó la enfermedad de monseñor, porque no puede
cazar como antes. Su único consuelo es ése: se levanta todos los días al amanecer,
sube al Altenberg y toca los aires favoritos del conde. ¡Piensa que eso puede curarle!
Sperver, con el tacto de un hombre que comprende el gozo del paisaje, no había
interrumpido mi contemplación; pero cuando, deslumbrado por tanta luz, volví la
vista a la sombra de la torre:
—Fritz —me dijo—, todo va bien, el conde no ha tenido otro ataque.
Estas palabras me volvieron a la realidad.
—¡Ah, mejor! ¡Mucho mejor!
—Gracias a ti, Fritz.
—¿A mí? ¡No le he recetado nada!
—¿Y qué importa? ¡Estabas aquí y eso basta!
—No te burles, Gedeón. ¿De qué vale mi presencia, si no receto nada al enfermo?
—Le traes suerte.
Le miré directamente y comprobé que no bromeaba.
—Sí —prosiguió con toda seriedad—, le traes suerte, Fritz. En años pasados,
nuestro señor volvía a sufrir una crisis al día siguiente de haber tenido la primera; y
luego una tercera y una cuarta. Tú has impedido eso, has detenido el mal. ¡Está
clarísimo!
—A mí no me lo parece, Sperver; al contrario, encuentro que todo esto resulta
muy oscuro.
—A cualquier edad se puede aprender algo. Entérate, Fritz, de que en este mundo
existen gentes que dan suerte y otras que la dan mala. Por ejemplo, ese bribón de
Knapwurst me da mala suerte a mí. Cada vez que me lo encuentro, cuando voy a salir
de caza, estoy seguro de que me ocurrirá algo: falla mi escopeta, me tuerzo un pie,
me matan un perro… ¿qué sé yo? Por eso, conociendo el asunto, procuro salir bien
temprano, antes de que ese pillo, que duerme como un lirón, haya abierto los ojos. ¡O
me escapo por la puerta de atrás, ya me entiendes!
—Te entiendo perfectamente; pero tus ideas me parecen un tanto singulares,
Gedeón.
—Tú, Fritz —prosiguió sin escucharme—, eres un muchacho honrado. El cielo
ha derramado sobre tu cabeza innumerables bendiciones. No hay más que ver tu
rostro, tu mirada franca, tu sonrisa limpia, para sentirse contento. Resumiendo, que
das suerte a la gente. Lo he dicho siempre, y la prueba… ¿quieres la prueba?
—¡Sí, demonios! No me importaría nada conocer todas las virtudes que esconde
mi persona.
—¡Muy bien! —dijo, asiéndome por la muñeca—. ¡Mira hacia allá!

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Me indicaba un montículo, a dos tiros de carabina del castillo.
—¿Ves aquella roca medio tapada por la nieve, que tiene a la izquierda unos
matojos, la ves?
—La veo muy bien.
—¿Ves algo cerca de ella?
—No.
—¡Pues fíjate! Nada más sencillo. Has hecho que desaparezca la Peste Negra.
Cada año, después del segundo ataque, se la veía ahí. De noche encendía una
hoguera, para calentarse y asar en ella algunas raíces. ¡Era como una maldición! Lo
primero que he hecho esta mañana ha sido subir aquí. Aparezco en la torreta de
señales y miro: ¡la vieja zorra se ha marchado! Me pongo la mano por encima de los
ojos y miro a todas partes: a derecha, a izquierda, arriba, abajo, a la llanura, a los
montes… ¡Nada, nada, nada! Ha sentido tu presencia, estoy seguro.
Abrazándome con entusiasmo, el honrado montero exclamó con emocionado
acento:
—¡Fritz, Fritz, ha sido una suerte haberte traído aquí! La vieja tiene que estar
rabiosa. ¡Ja, ja, ja!
Confieso que estaba avergonzado de tener tantos méritos, sin que hasta ese
momento yo me hubiera dado cuenta.
—Así que el conde ha pasado una noche tranquila…
—Ni más ni menos.
—Mejor que mejor. Bajemos.
Atravesamos de nuevo la muralla que unía el torreón al castillo y pude estudiar
con más detenimiento este paso, cuya altura resultaba prodigiosa. La muralla se
prolongaba hacia abajo, uniéndose a la roca, que caía verticalmente hasta el fondo del
valle. Era como una escalera de precipicios, superpuestos los unos sobre los otros.
Dirigí la mirada al fondo y me sentí preso del vértigo. Retrocedí espantado hasta
la mitad de la plataforma y me precipité rápidamente por el pasillo que lleva al
castillo.
Habíamos recorrido, Sperver y yo, toda una serie de amplios corredores, cuando
dimos con una gran puerta abierta. Eché un vistazo a través de ella y pude ver, en lo
alto de una escalera de tijera, al pequeño gnomo de Knapwurst, cuya grotesca
fisonomía tanto me había llamado la atención el día anterior.
Me interesó la misma sala por su imponente aspecto: era la sala de archivos del
castillo de Nideck, una estancia sombría, polvorienta, de grandes ventanas ojivales
que nacían en lo alto de la bóveda y bajaban, curvándose, hasta dos metros del suelo.
Allí estaban dispuestos, sobre grandes estanterías, y gracias al cuidado de los
antiguos abades, no sólo todos los documentos, títulos, árboles genealógicos de los
Nideck, que establecían sus derechos, alianzas, lazos históricos con las grandes
familias de Alemania, sino también todas las crónicas de la Selva Negra, los
pergaminos de los antiguos Minnesinger, y las grandes obras in-folio salidas de las

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prensas de Gutenberg y Faust, tan venerables por su origen como por la solidez
monumental de sus encuadernaciones. Las grandes sombras de la bóveda, arropando
las frías murallas con sus grises colores, traían el recuerdo de los antiguos claustros
de la Edad Media, y ese gnomo, sentado en lo alto de su escalera, con su enorme
volumen de lomo rojo sobre sus rodillas huesudas, hundida la cabeza cubierta con un
birrete de piel, la mirada gris, la nariz chata, los labios contraídos por la reflexión,
ancho de hombros, de miembros frágiles y espalda curvada, parecía el huésped
natural, el fámulus, la rata —como la llamaba Sperver— de este último refugio de la
ciencia en el castillo de Nideck.
Pero lo que daba a la sala de archivos una importancia realmente histórica eran
los retratos de familia, que ocupaban toda una pared de la antigua biblioteca. Estaban
allí todos, hombres y mujeres, desde Hugo el Lobo hasta Yeri-Hans, el señor actual:
desde la primitiva traza de tiempos bárbaros hasta la obra perfecta de los más ilustres
maestros de nuestra época.
Mi vista se dirigió hacia esa pared cubierta de retratos.
Hugo I, de calva cabeza, parecía mirarme como lo hace un lobo que aparece
súbitamente en un rincón del bosque. Sus ojos grises, inyectados en sangre, su barba
roja y sus largas orejas velludas, le daban un aire de ferocidad que me dio miedo.
Cerca de él, como una oveja al lado de una fiera, una mujer joven, de mirada
triste y dulce, frente amplia, las manos cruzadas sobre el pecho y sosteniendo un libro
de Horas, cabello rubio, sedoso y abundante, que enmarcaba su rostro con una
aureola dorada, me interesó por el gran parecido que tenía con Odile de Nideck.
Nada tan tierno y encantador como esa vieja pintura en madera, un tanto hierática
y seca de contornos, pero de una adorable ingenuidad.
La miré durante algunos instantes, hasta que otro retrato femenino, colgado a su
lado, llamó mi atención. Imaginaos el tipo visigodo en su primitiva realidad: frente
ancha y baja, ojos dorados, pómulos salientes, cabellos rojos, nariz de águila.
—¡Esta mujer cuadra perfectamente con el primer Hugo! —pensé para mí.
Consideré entonces su traje, que respondía a la energía del rostro… la mano
derecha se apoyaba en una espada, y un coselete de hierro le cubría la parte superior
del cuerpo.
Me es difícil explicar las reflexiones que se agitaron dentro de mí a la vista de
esos tres retratos. Mis ojos iban del uno al otro con profunda curiosidad.
Sperver, desde el umbral de la biblioteca, había lanzado un silbido agudo.
Knapwurst le miraba inmóvil desde lo alto de su escalera.
—¿Me silbas a mí, como si fuera un perro? —dijo el gnomo.
—Sí, rata malvada, para hacerte un honor.
—Entérate entonces —repuso Knapwurst, con un tono de supremo desdén— de
que tú no me llegas ni a la suela del zapato. Me importas un bledo.
Y movió burlonamente un pie ante las narices de Sperver.
—¡A que subo!

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—¡A que te aplasto con este libraco!
Gedeón se echó a reír y dijo:
—No te enfades, jorobado, no te enfades. Ya sabes que no te deseo ningún daño y
que, por el contrario, estimo en lo que valen tus conocimientos; pero, ¿qué demonios
haces ahí tan temprano, colgado junto a tu lámpara? Se diría que te has pasado la
noche ahí arriba.
—Dirías bien, porque me la he pasado entera leyendo.
—¿Qué pasa? ¿Te resultan los días demasiado cortos?
—No, pero quiero resolver una cuestión importante, y no pienso dormir hasta
haberla resuelto.
—¡Diablo! ¿Y cuál es el misterio?
—Me gustaría saber en qué circunstancias conoció Ludwig de Nideck a mi
antepasado Otto el Enano, en los bosques de Turingia. Debes saber, Sperver, que mi
antepasado Otto medía sólo un codo de alto, un pie y medio, más o menos.
Asombraba al mundo por su sabiduría y figuró muy honorablemente en la coronación
del duque Rodolfo. El conde Ludwig lo había metido dentro de un pavo guarnecido
con todas sus plumas. Era uno de los platos más estimados en aquellos tiempos, junto
con los cochinillos de leche, que se cubrían de purpurina dorada y color plata.
Durante el festín, Otto abría el abanico de la cola del pavo real, produciendo el
asombro de todos los señores, cortesanos y grandes damas, intrigados por tan
ingenioso mecanismo. Al final, Otto salía empuñando una espada y gritaba con voz
potente: «¡Viva el duque Rodolfo!». La sala entera repetía ese grito. Berbard Hertzog
menciona estas circunstancias, pero no dice de dónde venía este enano; si era de alto
linaje o de baja extracción, cosa, esta última, que me parece poco probable, porque lo
vulgar no tiene tanto ingenio.
Yo estaba estupefacto ante el orgullo de un ser tan diminuto. Quise, sin embargo,
tratarle con todo tipo de consideraciones, porque sólo él podía darme información
sobre los dos retratos que se encontraban a la derecha del de Hugo.
—Señor Knapwurst —le dije respetuosamente—, ¿tendríais la bondad de
aclararme una duda?
El hombrecillo, halagado por mis palabras, respondió:
—Decidme, señor. Si se trata de crónicas, estoy dispuesto a daros satisfacción.
Cualquier otro tema me importa un rábano.
—Se trata, precisamente, de saber a qué personajes pertenecen el segundo y el
tercer retrato de esa pared.
—¡Ah, ah! —exclamó Knapwurst, cuyos rasgos se animaron—. Os referís a
Edwige y Huldine, las dos mujeres de Hugo…
Dejando el librote en la estantería, bajó de la escalera para conversar conmigo
más cómodamente. Sus ojos brillaban, y se apreciaba claramente que los placeres de
la vanidad dominaban al pequeño ser: estaba encantado de poder desplegar ante
nosotros todos sus saberes.

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Llegó hasta mí y me saludó gravemente. Sperver, a nuestras espaldas, parecía
muy satisfecho del enano de Nideck. A pesar de la mala suerte que, según él, le traía
la proximidad de Knapwurst, no dejaba de apreciar y glorificar sus vastos
conocimientos.
—Señor —dijo Knapwurst, extendiendo su larga mano amarillenta hacia los
retratos—, Hugo von Nideck, primero de su estirpe, casó, en el año 832, con Edwige
de Lutzelburgo, que aportó en dote los condados de Giromani y de Haut-Barr, los
castillos de Meroldseck y TeufelsHorn, y algunas propiedades más. Hugo el Lobo no
tuvo hijos de esta primera mujer, que murió muy joven, en el año del Señor de 837.
Entonces, Hugo, viéndose dueño y señor de la dote, no quiso devolverla. Hubo
terribles batallas entre él y sus cuñados. Y esa otra mujer, la que veis cubierta de
hierro, Huldine, le ayudó con sus consejos. Era una persona de gran valentía. No se
sabe de dónde venía ni cuál era su familia; pero el caso es que salvó a Hugo, que
había sido preso por Frantz de Lutzelburgo. Iban a colgarle ese mismo día, y ya
habían colocado una barra de hierro en las almenas, cuando Huldine, capitaneando a
los vasallos del conde y animándolos con su coraje, consiguió tomar un portillo, salvó
a Hugo y mandó colgar a Frantz en su lugar. Hugo el Lobo se casó con ella en 842 y
tuvieron tres hijos.
—De forma —comenté yo soñadoramente— que la primera de estas mujeres se
llamaba Edwige, y que los descendientes de Nideck no tienen con ella ninguna
relación.
—Ninguna.
—¿Estáis seguro?
—Os puedo mostrar nuestro árbol genealógico. Edwige no tuvo hijos; Huldine, la
segunda mujer, tuvo tres.
—¡Es sorprendente!
—¿Por qué?
—He notado cierto parecido…
—¡Bah! ¡Los parecidos, los parecidos…! —se burló Knapwurst—. ¿Veis aquella
caja de rapé, junto a la ventana? El busto tallado en ella representa a Hans-Wurst, mi
bisabuelo. Tiene la nariz como un apagavelas y la barbilla muy marcada. En cambio,
yo tengo la nariz chata y una barbilla más bien recogida. ¿Acaso dejo de ser por eso
el biznieto de Hans-Wurst?
—Claro que no.
—Pues lo mismo pasa con los Nideck. Quizá alguno tenga unos rasgos que
recuerden a los de Edwige, no diré lo contrario; pero la rama madre es Huldine.
¡Mirad el árbol genealógico, miradlo!
Nos separamos, Knapwurst y yo, como los mejores amigos del mundo.

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V

«El parecido existe —pensaba yo—. ¿Hay que atribuirlo al azar? ¿Y qué es el
azar, después de todo? Un contrasentido, todo aquello que el hombre no puede
explicarse. ¡Tiene que haber algo más!».
Iba yo pensativo detrás de Sperver, que había reemprendido la marcha por el
pasillo. El retrato de Edwige, esa imagen tan sencilla, tan inocente, se confundía en
mi espíritu con la de la joven condesa.
Gedeón se detuvo de pronto. Levanté la vista ycomprobé que habíamos llegado
junto a las habitaciones del conde.
—Entra, Fritz —me dijo el montero—. Yo voy a dar de comer a los perros; si no
estoy presente, los criados se descuidan. Volveré a recogerte más tarde.
Yo preferiría volver a ver a Odile antes que al conde. Me reprochaba este deseo,
aunque nada se puede contra las emociones. Cuál no sería mi sorpresa al divisar, en la
semipenumbra de la alcoba, al señor de Nideck, incorporado sobre el codo y
mirándome con profunda atención. Yo no esperaba esta mirada y quedé estupefacto.
—Acercaos, doctor —me dijo con voz débil pero segura, tendiéndome la mano
—. Mi buen Sperver me ha hablado de vos en más de una ocasión, y estaba deseoso
de conoceros.
—Esperemos, monseñor —le respondí—, que este conocimiento se prosiga bajo
mejores auspicios. Tened un poco de paciencia y acabaremos venciendo la crisis.
—Paciencia no me falta —respondió—. Siento que mi hora se acerca.
—Es un error, señor conde.
—No; la naturaleza nos concede, como última gracia, el presentimiento de
nuestro fin.
—¡Cuántos de estos presentimientos habrán resultado falsos! ¡He visto más de un
caso! —contesté sonriendo.
Me miraba con singular fijeza, tal como les ocurre a todos los enfermos que se
interrogan sobre el alcance de su enfermedad. Es éste un difícil momento para el
médico, porque de su actitud depende la fuerza moral del paciente. Éste analiza al
médico hasta el fondo de su conciencia, y si descubre la sospecha de su muerte
próxima, todo está perdido. Comienza a abatirse, se aflojan los muelles de su alma y
el mal acaba venciendo.
Aguanté firmemente la inspección y el conde pareció tranquilizarse. Me apretó la
mano nuevamente y noté cómo se relajaba, confiado y en calma.
Sólo entonces divisé a fraulein Odile y a una vieja dama —su aya, sin duda—,
sentadas al fondo de la alcoba, de la otra parte de la cama.
Me saludaron con una inclinación de cabeza.
El retrato de la biblioteca me vino súbitamente a la memoria.
«Es ella —me dije—, es ella… la primera mujer de Hugo. Ahí están su frente
amplia, sus largas pestañas, esa sonrisa de una tristeza indefinible. ¡Cuántas cosas

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puede haber en la sonrisa femenina! Pero no busquéis nunca la alegría ni la felicidad.
La sonrisa de una mujer esconde tantos sufrimientos íntimos, tantas inquietudes,
tantas agudas ansiedades… Muchacha, esposa, madre… tiene siempre que sonreír,
incluso cuando el corazón se encoge y el sollozo está a punto de ahogarnos. ¡Oh,
mujer, ése es tu papel, en esta enorme lucha que llamamos existencia humana!».
Estaba reflexionando sobre estas cuestiones cuando el señor de Nideck rompió a
hablar:
—Si Odile, mi querida hija, quisiera hacer lo que le pido; si solamente consintiera
en concederme la esperanza de cumplir algún día mis deseos, creo que mis fuerzas
volverían.
Miré a la joven condesa, que tenía la vista baja y parecía rezar.
—Sí —prosiguió el enfermo—, renacería a la vida. La perspectiva de verme
rodeado por una nueva familia, de estrechar contra mi corazón a mis nietos, de
comprobar la continuación de mi estirpe, me reanimaría.
Me emocionó el acento tierno y dulce de aquel hombre.
La joven no respondió.
Al cabo de uno o dos minutos, el conde, que le dirigía miradas suplicantes,
prosiguió:
—Odile, ¿no quieres ver feliz a tu padre? ¡Dios mío! No pido más que una
pequeña esperanza, no te fijo una fecha ni te obligo a elegir un candidato. Iríamos a la
corte, donde tendrías a tu disposición cien partidos honrosos. ¿Quién no desearía
obtener la mano de mi hija? Podrías elegir donde quisieras.
El conde se calló.
Nada más penoso para un extraño que las discusiones de familia: tantos y
diversos intereses e íntimos sentimientos se encuentran en juego, que el simple pudor
nos obliga a apartarnos de tales confidencias. Yo estaba a disgusto y me hubiera
gustado huir, pero las circunstancias no me lo permitían.
—Padre —dijo Odile—, sanaréis; el cielo no querrá separaros de nuestro cariño.
¡Si supierais con qué fervor lo pido!
—No me has contestado —interrumpió el conde secamente—. ¿Qué tienes que
oponer a mi deseo? ¿No es justo y natural? ¿Debo ser privado de los consuelos que se
conceden incluso a los más miserables? ¿He herido tus sentimientos? ¿He usado la
fuerza o la mentira?
—No, padre.
—Entonces, ¿por qué rechazas mi petición?
—Mi decisión es firme: dedicaré mi vida a Dios.
Tanta firmeza en un ser tan débil me produjo un escalofrío que me recorrió todo
el cuerpo. Estaba allí, como la Virgen esculpida en la torre de Hugo, frágil, en calma,
impasible.
Los ojos del conde adquirieron un brillo febril. Yo hacía señas a la joven condesa
para que, al menos, le diese algún signo de esperanza que calmase su creciente

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agitación. Ella no pareció apercibirse de nada.
—De forma —volvió a hablar el conde, con la voz entrecortada por la emoción—
que no te importaría ver la muerte de tu padre… Bastaría con una sola palabra tuya
para devolverle la vida, y esa palabra, ¿no quieres pronunciarla?
—La vida no pertenece al hombre, sino a Dios —respondió Odile—. Una palabra
mía poco puede al respecto.
—He aquí unas piadosas y bellas palabras con las que quieres evitar el
cumplimiento de cualquier deber —respondió el conde amargamente—. Pero Dios,
del que hablas sin cesar, también ha dicho: «Honrarás a tu padre y a tu madre».
—Yo os honro debidamente, padre —dijo ella dulcemente—; pero mi deber no es
el de casarme.
Oí rechinar los dientes del conde. Pareció quedar en calma, pero, al cabo de un
instante, se dio vuelta en la cama.
—¡Vete, tu presencia me hace daño! —exclamó.
Y, dirigiéndose a mí, que había asistido a la escena pálido y molesto, casi gritó:
—Doctor, ¿no tendríais un veneno rápido, uno de esos venenos que fulminan
como el rayo? ¡Oh, sería un acto de misericordia proporcionarme un poco! ¡Si
supierais lo que sufro!
Sus rasgos parecieron descomponerse y quedó lívido. Odile se había levantado y
se acercaba a la puerta.
—¡Quédate! —aulló el conde—. ¡Quiero maldecirte!
Hasta entonces me había mantenido aparte, no osando intervenir en algo que
concernía al padre y a la hija. No pude ya seguir manteniendo esta actitud.
—¡Monseñor! —rogué—. ¡En el nombre de la justicia, en el nombre de vuestra
salud, calmaos: vuestra vida depende de ello!
—¿Y qué importa la vida? ¿Qué importa el futuro? ¡Si tuviera un cuchillo para
acabar de una vez! ¡Dadme la muerte!
Su emoción crecía de minuto en minuto. Yo veía llegar el momento en que,
agotada su cólera, maldeciría a su hija. Ésta, tranquila y pálida, se arrodilló en el
umbral de la puerta, que permanecía abierta. Pude ver, detrás de la muchacha, a
Sperver. Tenía tensos los músculos de la cara y la mirada sin saber dónde posarse. Se
acercó de puntillas e, inclinándose sobre Odile:
—¡Oh, señorita! —dijo—. El conde es un hombre bueno. ¡Si dijeseis solamente:
«Quizá…, ya veremos…, más tarde»!
Ella no respondió y conservó su actitud.
Hice que el señor de Nideck tomase en aquel momento algunas gotas de opio. Se
desplomó en el lecho, con un largo suspiro, y muy pronto un sueño pesado y
profundo tranquilizó su respiración jadeante.
Odile se incorporó, y su vieja aya, que no había dicho ni una sola palabra, salió
con ella. Sperver y yo las vimos alejarse lentamente. Una especie de grandeza
majestuosa se desprendía de la actitud de la condesa; se hubiera dicho que era la viva

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imagen del deber cumplido.
Cuando hubo desaparecido en las profundidades del corredor, Gedeón se volvió
hacia mí:
—Dime, Fritz —preguntó—, ¿qué opinas de todo esto?
Incliné la cabeza sin responder: la firmeza de la joven me espantaba.

VI

Sperver estaba indignado.


—¡Y a esto lo llaman la felicidad de los grandes! —rezongaba, mientras salíamos
de las habitaciones del conde—. Sed señor de Nideck, tened castillos, bosques,
estanques, las más bellas posesiones de la Selva Negra…, para que venga luego una
muchacha y os diga con su dulce vocecita: «¿Tú quieres tal cosa? ¡Pues yo no, ea!
¿Tú me lo ruegas? Yo te respondo que es imposible…». ¡Dios Santo! ¿No hubiera
valido cien veces más haber venido al mundo siendo el hijo de un leñador, y vivir
tranquilamente del trabajo diario? ¡Vámonos, Fritz, vámonos! ¡Me estoy sofocando!
¡Necesito respirar un buen rato el aire libre!
Y el honrado montero, asiéndome del codo, me arrastró por el pasillo.
Serían entonces las nueve de la mañana. El cielo, tan hermoso al alzarse el sol, se
había cubierto de nubes, El viento lanzaba la nieve contra los cristales y apenas podía
yo distinguir la cima de las montañas que nos rodeaban.
Íbamos a bajar por la escalera que lleva al patio de armas cuando, en un recodo
del pasillo, casi nos dimos de narices con Tobías Offenloch.
El digno mayordomo estaba sin aliento.
—¡Eh! —nos dijo, cerrándonos el camino con su bastón—. ¿Adónde diablos vais
tan deprisa? ¿Y el desayuno?
—¡El desayuno!, ¿qué desayuno? —preguntó Sperver.
—¿Qué desayuno? ¡Vamos, vamos! ¿No habíamos convenido en desayunar
juntos hoy, aquí, con el doctor Fritz?
—¡Atiza, es cierto! Ya no me acordaba…
Offenloch soltó una risotada que le colgó la boca de las dos orejas.
—¡Ja, ja, ja! —exclamó—. ¡No es mala broma! ¡Y yo que creía llegar el último!
¡Démonos prisa!
Kasper nos espera arriba. Le he dicho que ponga la mesa en vuestra habitación,
para estar más a gusto. Hasta ahora, señor doctor.

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Me tendió la mano.
—¿No subís con nosotros? —preguntó Sperver.
—No. Voy a decirle a la señora condesa que el barón de Zimmer-Blouderic
solicita el honor de presentarle sus respetos antes de abandonar el castillo.
—¿El barón de Zimmer?
—Sí, ese forastero que llegó ayer durante la noche.
—¡Ah, bien! Daos prisa…
—No os preocupéis: estaré de vuelta antes de que hayáis tenido tiempo de
descorchar las botellas.
Y se alejó cojeando.
La palabra «desayuno» había cambiado completamente la dirección de las ideas
de Sperver.
—¡Pardiez! —dijo, mientras retrocedíamos—. El medio más sencillo para acabar
con las tristezas sigue siendo el de echar un trago. Me parece una excelente idea que
hayan puesto la mesa en mi habitación. Bajo las grandes bóvedas de la sala de armas,
alrededor de una mesa pequeña, se siente uno como un ratón royendo una nuez en el
rincón de una iglesia. Ya hemos llegado, Fritz. Escucha cómo silba el viento en las
saeteras. Antes de media hora tendremos una tormenta terrible.
Empujó la puerta y el pequeño Kasper, que se entretenía tamborileando con los
dedos en los cristales, pareció contento al vernos llegar. Bajo de estatura, delgado, el
pelo color de estopa y la nariz respingona, Kasper se había convertido en el factótum
de Sperver. Desmontaba y limpiaba sus armas, revisaba y apañaba las bridas y
aparejos de sus caballos, daba la comida a los perros durante su ausencia y vigilaba
en la cocina la elaboración y los resultados de sus platos preferidos. En las grandes
ocasiones dirigía el servicio de mesa del montero, lo mismo que Tobías cuidaba de la
mesa del conde. Llevaba la servilleta al brazo y descorchaba solemnemente las altas
botellas de vino del Rin.
—Kasper —dijo Sperver al entrar—, estoy satisfecho de ti. Ayer todo era bueno:
el gamo, los urogallos y el lucio. Me gusta hacer justicia y cuando alguien cumple
con su deber lo proclamo bien alto. Hoy ocurre lo mismo: esa cabeza de jabalí al vino
blanco tiene un aspecto excelente y la sopa de cangrejos desprende un olor delicioso.
¿No opinas lo mismo, Fritz?
—Ciertamente.
—¡Perfecto! Siendo así, llenarás también nuestros vasos. Quiero ascenderte un
grado más, puesto que lo mereces de sobra.
Kasper bajaba los ojos modestamente, ruborizándose al saborear los cumplidos
que le dirigía su amo.
Tomamos asiento y me admiré al comprobar cómo el viejo furtivo, que disfrutaba
en tiempos pasados al prepararse él mismo, en su humilde choza, un sencillo guiso de
patatas, se hacía tratar ahora a lo gran señor. De haber nacido conde de Nideck no
hubiese podido dar a su actitud un aire más digno y noble. Una sola mirada suya

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bastaba para que Kasper presentase tal plato o descorchase tal botella.
Íbamos a atacar la cabeza de jabalí en el momento en que Tobías apareció por fin.
No llegaba solo, y nos sorprendió verle acompañado por el barón de Zimmer-
Blouderic y el inseparable caballerizo.
Nos levantamos. El joven barón vino a nuestro encuentro con la cabeza
descubierta: era una hermosa cabeza, pálida y arrogante, enmarcada por negros
cabellos. Se detuvo delante de Sperver.
—Señor —dijo, con ese puro acento de Sajonia que nadie puede imitar—, vengo
a aprovecharme de vuestro conocimiento de este país. La señora condesa de Nideck
me asegura que sois el más apropiado para informarme sobre los caminos de estas
montañas.
—Eso creo, monseñor —respondió Sperver, inclinándose—, y estoy a vuestras
órdenes.
—Circunstancias imperiosas me obligan a partir en medio de esta tormenta —
prosiguió el barón, indicando los cristales nevados—. Me gustaría llegar hasta el
Wald-Horn, a seis leguas de aquí.
—Será difícil, monseñor; todos los caminos están cubiertos por la nieve.
—Lo sé…, lo sé. Pero tengo que llegar allí.
—Necesitaréis un guía, es indispensable. Os puedo servir yo, si así lo deseáis.
También puede hacerlo Sebaldo-Kraft, el montero mayor de Nideck, que conoce a
fondo estos montes.
—Os agradezco el ofrecimiento, señor, os lo agradezco profundamente, pero no
puedo aceptarlo. Bastará con que me señaléis el camino.
Sperver se inclinó y, acercándose a una ventana, la abrió de par en par. Una
violenta ráfaga de viento introdujo la nieve hasta el pasillo, cerrando la puerta con un
fuerte golpe.
Yo me quedé en pie junto a la silla, apoyando la mano en el respaldo. El menudo
Kasper se retiró a un rincón. El barón y su caballerizo se acercaron a la ventana.
—Señores —dijo Sperver, indicando el paisaje con el brazo extendido y alzando
la voz para dominar los silbidos del viento—, ahí tenéis el mapa del país. Si el tiempo
estuviera despejado, os invitaría a subir a la torre de señales, desde donde podríamos
ver la Selva Negra en toda su extensión. Pero ¿para qué? Desde aquí podéis ver la
cima del Altenberg y, más lejos, detrás de aquel picacho blanco, el Wald-Horn, sobre
el que descarga ahora la tormenta. ¡Bien! Hacia el Wald-Horn, precisamente, queréis
encaminaros. Y si os lo permite la nieve, desde la cumbre de ese pico en forma de
mitra que llamamos la Roche-Fendue[9], divisaréis tres alturas: el Behrenkopf, el
Geierstein y el Trielfels. Hacia ese último punto, el que queda a la derecha, tendréis
que dirigiros. Un torrente corta el valle de Reethal, pero debe de estar cubierto de
hielo. En cualquier caso, si os es imposible ir más lejos, encontraréis a la izquierda,
remontando la corriente, y a media ladera, una gruta: es la Roche-Creuse. Podéis
hacer noche allí y mañana, casi seguramente, cuando caiga el viento, estaréis a la

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vista del Wald-Horn.
—Os doy las gracias, señor.
—Si tuvierais la suerte de encontrar a algún carbonero —siguió diciendo Sperver
—, podría señalaros el vado del torrente; pero dudo mucho que haya alguno en la
zona con un tiempo parecido. Desde aquí no os lo puedo señalar con facilidad. No
tenéis más que rodear la base del Behrenkopf. Os advierto que, por el otro lado, la
bajada no es posible: son peñascos que caen a plomo.
Durante estas observaciones me estuve fijando en Sperver, cuya voz clara y breve
acentuaba con precisión cada circunstancia, y en el joven barón, que le escuchaba
atentamente. Ningún obstáculo parecía asustarle. El viejo caballerizo, a su lado,
tampoco parecía demostrar ningún temor.
Cuando se retiraban de la ventana hubo un claro repentino en el espacio, uno de
esos movimientos rápidos con el que la tempestad se apodera de las masas de nieve y
las agita como una bandera al viento. Nuestra mirada llegó más lejos y pudimos
distinguir los tres picos que estaban detrás del Altenberg. Los detalles que Sperver
acababa de detallar se dibujaron en la lejanía. Luego, el aire volvió a enturbiarse.
—Perfectamente —dijo el barón—: he visto la meta y, gracias a sus
explicaciones, espero alcanzarla.
Sperver se inclinó sin responder. El joven barón y su criado, después de
saludamos, salieron lentamente.
Gedeón volvió a cerrar la ventana y, dirigiéndose a maese Tobías y a mí:
—Hay que estar poseído por el diablo —dijo, sonriendo— para dejar el castillo
con un tiempo parecido. A mí me daría remordimiento, incluso, dejar fuera a un lobo.
Pero, en fin, asunto suyo es. El caso es que al joven lo conozco yo de algo; y lo
mismo podría decir del viejo servidor. ¡Pestes, bebamos! Maese Tobías, a vuestra
salud.
Me acerqué a la ventana y vi (mientras el barón de Zimmer y su servidor
montaban a caballo en el centro del patio de armas, a pesar de la nieve que se
arremolinaba en el aire), en una torre de altas ventanas, apartarse una cortina. La
condesa Odile, pálida, dedicó una larga mirada al joven barón.
—¡Eh, Fritz! ¿Qué haces ahí? —me preguntó Sperver.
—Nada; únicamente miraba los caballos de esos extranjeros.
—¡Ah, sí, los valacos! Los he visto esta mañana en el establo. ¡Son unos
hermosos animales!
Los jinetes partieron a paso vivo. La cortina volvió a caer.

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VII

Pasaron varios días sin que hubiese novedad. Mi vida en el castillo de Nideck era
terriblemente monótona. Todas las mañanas oía el sonido melancólico de la trompa
de caza de Sebaldo; visitaba al conde; desayunaba; escuchaba más tarde hasta el
cansancio las opiniones de Sperver sobre la Peste Negra; oía los inacabables cotilleos
de Marie Lagoutte, de maese Tobías y de toda la camada de los domésticos, cuyas
únicas distracciones se reducían a beber, jugar, fumar y dormir. Sólo Knapwurst
llevaba una existencia soportable. Se hundía en sus crónicas hasta las orejas, tiritando
de frío y enrojecida la nariz, sin cansarse de sus furiosas investigaciones.
Mi aburrimiento estaba justificado. Sperver me había enseñado diez veces las
cuadras y las perreras; los perros empezaban a familiarizarse conmigo. Me sabía de
memoria todas las burdas bromas del mayordomo, después de haber empinado el
codo, y las réplicas de Marie Lagoutte. La melancolía de Sebaldo se iba adueñando
de mí con el paso de los días y gustosamente hubiera soplado en su cuerno de caza
para quejarme a las montañas. El recuerdo de Friburgo se hacía cada vez más
insistente.
Durante todo este tiempo la enfermedad del señor Yeri-Hans proseguía su curso.
Era mi única ocupación seria. Todo lo que me había dicho Sperver iba ocurriendo: a
veces, el conde, despertándose sobresaltado, intentaba incorporarse y, tenso el cuello,
extraviada la mirada, murmuraba en voz baja:
—¡Se acerca! ¡Se acerca!
Gedeón, entonces, sacudía la cabeza y subía hasta la torre de señales; pero, por
mucho que mirase a derecha e izquierda, la Peste Negra seguía siendo invisible.
A fuerza de reflexionar sobre esta extraña enfermedad, había llegado a
persuadirme de que el señor de Nideck estaba loco. La extraña influencia que ejercía
la vieja sobre su espíritu, sus alternativas de extravío y lucidez, todo me confirmaba
en esta opinión.
Los médicos que se han ocupado de la alienación mental saben que estas locuras
periódicas no son raras; algunas se manifiestan varias veces al año, en primavera, en
otoño o en invierno; otras se muestran sólo una vez. Conozco en Friburgo a una vieja
dama que presiente, ella misma, desde hace treinta años, el retorno de su delirio. Se
presenta en el manicomio y se la encierra. Una vez allí, esta desgraciada ve cómo
cada noche se repiten las espantosas escenas de las que fue testigo durante su
juventud: tiembla bajo la mano del verdugo, es bañada por la sangre de las víctimas y
gime de tal forma que haría romperse a las mismas piedras. Al cabo de algunas
semanas, los ataques se hacen menos frecuentes. Se le devuelve la libertad, con la
seguridad de verla regresar al año siguiente.
«El conde de Nideck se encuentra en una situación análoga —pensaba yo—, y
unos lazos desconocidos lo atan, evidentemente, a la Peste Negra. ¿Pero cómo ocurre
esto?».

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Esta mujer ha sido joven…, ha debido de ser hermosa. Y mi imaginación, una vez
lanzada por este camino, urdía toda una novela. Claro está, tenía buen cuidado de no
decir a nadie nada de esto. Sperver jamás me hubiera perdonado el pensar que su amo
fuese capaz de haber tenido relaciones con la vieja; y en cuanto a fraulein Odile, la
sola palabra locura le hubiera supuesto un terrible golpe.
La pobre joven era muy desgraciada. Su negativa a casarse había irritado al conde
de tal forma que éste difícilmente soportaba su presencia; le reprochaba su
desobediencia con amargura y se extendía sobre la ingratitud de los hijos. A veces,
incluso, las visitas de Odile eran seguidas de violentos ataques. Llegaron las cosas a
tal punto que me vi obligado a intervenir. Esperé una tarde a la condesa en la
antecámara y le supliqué que renunciase a cuidar del conde; pero aquí, en contra de lo
que yo esperaba, me encontré con una resistencia inexplicable.
—Es mi deber —declaró firmemente—, y nada en el mundo me dispensará de él.
—Señora —le respondí, colocándome ante la puerta del enfermo—, la profesión
de médico impone también unos deberes y, por muy cruel que yo pueda pareceros, un
hombre honrado debe cumplirlos: vuestra presencia está matando al conde.
Siempre recordaré, no olvidaré en toda mi vida, la súbita alteración que sufrieron
los rasgos de Odile. Al oír mis palabras, toda su sangre pareció recogerse en el
corazón. Se puso blanca como el mármol y sus grandes ojos azules, fijos en los míos,
intentaron leer en el fondo de mi alma.
—¿Es eso cierto? —balbuceó—. ¿Lo aseguráis por vuestro honor?
—Sí, señora, empeño mi honor en ello.
Hubo un gran silencio. Luego, con voz ahogada:
—¡Entonces —dijo—, hágase la voluntad de Dios!
Y, bajando la cabeza, se retiró.
Al siguiente día de estos hechos —serían las ocho de la mañana— mientras me
paseaba por la torre de Hugo, dándole vueltas como siempre a la enfermedad del
conde, a la que no veía salida clara; y pensando también en mi clientela de Friburgo,
a la que podía perder debido a mi larga ausencia, tres discretos golpes, dados en mi
puerta, vinieron a sacarme de estas tristes reflexiones.
—¡Adelante!
La puerta se abrió y pude ver a Marie Lagoutte, que me hacía una profunda
reverencia.
La visita de la buena mujer me contrariaba. Iba a rogarle que me dejara solo, pero
la expresión pensativa de su cara me sorprendió. Había echado sobre sus espaldas un
gran chal verde y rojo y mantenía la cabeza baja, mientras se pellizcaba los labios;
pero lo que más me extrañó fue que, después de haber entrado, volviese a abrir la
puerta, para asegurarse de que nadie la había seguido.
«Pero ¿qué querrá? —pensé para mí—. ¿Qué significan estas precauciones?».
Estaba intrigado.
—Señor doctor —dijo por fin la mujer, aproximándose—, os pido perdón por

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molestaros tan temprano, pero tengo que informaros de algo serio.
—Hablad, señora. ¿De qué se trata?
—Se trata del conde.
—¡Ah!
—Sí, señor. Ya sabréis, sin duda, que he sido yo quien le ha velado esta noche
última.
—En efecto. Sentaos, por favor.
Se sentó delante de mí, en un gran sillón de cuero, y comprobé con sorpresa el
carácter enérgico de esa cabeza, que tan grotesca me había parecido la tarde de mi
llegada al castillo.
—Señor doctor —prosiguió ella, después de un instante de silencio, y fijando en
mí sus grandes ojos negros—, debo deciros antes de nada que no soy una mujer
miedosa. He visto tantas cosas en mi vida, y tan terribles, que no hay ya nada que
pueda asombrarme. Cuando se ha pasado por Marengo, Austerlitz y Moscú, para
acabar en Nideck, el miedo se ha quedado en la cuneta del camino.
—Os creo, señora.
—Si os digo eso no es para presumir; es para que comprendáis que no soy una
lunática y que se puede confiar en mí cuando digo: «He visto tal cosa».
«¿Qué diablos me va a contar?», me preguntaba yo.
—Anoche —prosiguió la mujer—, entre las nueve y las diez, cuando ya iba a
acostarme, entra Offenloch y me dice: «Marie, hay que velar al conde». Para
empezar, eso me extrañó. «¿Qué es eso de velar al conde? ¿Es que no se encarga de
eso la señorita?» —preguntó—. «No, la señorita está enferma y tienes que
reemplazarla» —me responde Oflenloch—. «¡Enferma! ¡Pobre y querida niña!
¡Estaba segura de que terminaría así!» —dije yo—. Se lo he dicho y repetido más de
cien veces, señor, pero, ¿qué quiere usted?, cuando se es joven no se asusta uno de
nada y, además, es su padre. Total, que cojo mi punto, le doy a Tobías las buenas
noches y me dirijo a las habitaciones de monseñor. Sperver, que me esperaba, se
marcha para acostarse. ¡Así que me quedo sola!
Al llegar aquí, la mujer hizo una pausa y aspiró lentamente un pellizco de rapé,
quedando pensativa. Yo estaba muy atento.
—A las diez y media —siguió relatando— me encontraba haciendo punto junto al
lecho, levantando la cortina de vez en cuando para ver lo que hacía el conde. Éste no
se movía y tenía el sueño tranquilo de un niño. Todo fue bien hasta las once, hora en
la que empecé a notar la fatiga. Cuando se es vieja, señor doctor, buena gana de
resistirse al sueño; se cae en él sin querer. Además, no había nada que temer, y yo
pensaba: «Va a dormir de un tirón hasta el amanecer». Sobre la medianoche, el viento
cesa, los grandes cristales, que hasta hacía poco no paraban de temblar, se callan. Me
levanto para ver de pasada lo que ocurre fuera. La noche estaba negra como una
botella de tinta, y vuelvo a instalarme en el sillón; vuelvo a mirar una vez más al
enfermo, compruebo que no ha cambiado de posición y sigo haciendo punto; pero me

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quedo adormilada al cabo de unos momentos, porque… ¡Bien! Lo cierto es que el
sillón era acogedor y que la habitación estaba caliente, así que…, ¿qué queréis?
Marie Lagoutte se detuvo para volver a coger rapé. Se aclaró la voz y continuó
con su relato.
—Llevaba dormida cerca de una hora y, de pronto, me despierta sobresaltada una
corriente de aire. Abro los ojos y ¿qué es lo que veo? Veo la gran ventana del centro
totalmente abierta, las cortinas retiradas, y al conde…, al conde, en camisa, subido al
antepecho de la ventana.
—¿Al conde?
—Sí.
—Es imposible… ¡Si apenas puede moverse!
—No digo que no; pero lo vi como os estoy viendo ahora. Tenía una antorcha en
la mano. La noche era tan sombría y el aire tan tranquilo, que la llama de la antorcha
se mantenía recta e inmóvil.
Me quedé mirando a Marie Lagoutte fijamente, completamente estupefacto.
—Primero —prosiguió ella—, al ver a ese hombre, desnudo de piernas, en tan
extraña posición, quise gritar. Pero al instante me dije: «Puede que esté sonámbulo. Si
gritas puede despertarse y caer al precipicio». Así que me callo y me limito a mirar,
con unos ojos…, os lo podéis figurar. Veo que levanta su antorcha lentamente y que
la vuelve a bajar. Alza la antorcha y la baja, tres veces, como alguien que hace
señales. Finalmente, la arroja sobre las murallas, cierra la ventana, corre las cortinas,
pasa ante mí sin verme y se acuesta murmurando Dios sabe qué.
—¿Estáis segura de haber visto todo eso, señora?
—¡Vaya si estoy segura!
—Es extraño…
—Sí, ya lo sé; pero así sucedió. ¡Jesús!
En un primer momento no supe qué hacer. Luego, cuando le vi otra vez en la
cama, con las manos sobre el pecho y durmiendo tranquilamente como si nada
hubiera pasado, me dije: «Marie-Anne, acabas de tener una pesadilla, no hay otra
explicación posible». Y me acerqué a la ventana. Pero allí debajo estaba la antorcha
encendida todavía. Había caído sobre un matorral, un poco a la izquierda del tercer
portillo, y se la veía brillar como una chispa: no había forma de negar lo evidente.
Marie Lagoutte se me quedó mirando unos segundos en silencio.
—Como comprenderéis, señor doctor, a partir de ese momento no supe ya lo que
era sueño. Estaba, como quien dice, en guardia. Creía escuchar, detrás de mi sillón,
los ruidos más peregrinos. No era miedo, pero estaba inquieta, y lo ocurrido me daba
vueltas en la cabeza. Esta mañana, al clarear, he corrido a despertar a mi marido para
que vigilase junto al conde. Al pasar por el corredor he visto que la primera antorcha
de la derecha no estaba en su anilla. He bajado a la puerta y la he encontrado junto al
sendero de la Selva Negra. Aquí la tenéis.
Y la buena mujer sacó de su delantal un cabo de antorcha, depositándolo en la

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mesa.
Yo estaba consternado.
¿Cómo este hombre, al que había visto la víspera tan débil, tan agotado, había
podido levantarse, caminar, abrir y volver a cerrar una pesada ventana? ¿Qué
significaba esa señal en mitad de la noche? Me imaginé la extraña escena y mi
pensamiento se dirigió involuntariamente hacia la Peste Negra. Estuve algún tiempo
con esta contemplación interior y, al abrir los ojos al cabo de un rato, vi cómo Marie
Lagoutte se había levantado y se disponía a salir.
—Señora —le dije, mientras la acompañaba a la puerta—, habéis hecho muy bien
en contarme todo esto, y os lo agradezco. ¿Le habéis contado a alguien lo sucedido
anoche?
—A nadie, doctor; esta clase de cosas no se cuentan más que al confesor y al
médico.
—Perfecto. Veo que sois una excelente persona.
Estas palabras se decían en el umbral de mi habitación. Por el fondo de la galería
apareció en ese momento Sperver, seguido por su amigo Sebaldo.
—¡Eh, Fritz! —gritó, mientras recorría la alta muralla de ronda—. ¡Traigo
noticias!
«¡Vaya por Dios! —me dije—. ¡Tenemos novedades! ¡Decididamente, parece que
el diablo se interesa por nuestros asuntos!».
Marie Lagoutte había desaparecido. El montero y su camarada penetraron en la
torre.

VIII

La cara de Sperver expresaba una irritación contenida; la de Sebaldo, una amarga


ironía. Este digno montero —que me había llamado la atención, la tarde de mi
llegada al castillo de Nideck, por su actitud melancólica—, era delgado y seco como
una tira de cuero. Llevaba puesto el chaquetón de caza, ceñido por un cinturón del
que pendía un largo cuchillo de monte con cachas de cuerna; unas altas polainas de
cuero le llegaban más arriba de las rodillas; la trompa de caza iba cruzada en
bandolera de derecha a izquierda; se cubría la cabeza con un chambergo de anchas
alas, adornado con una pluma de halcón. Su perfil, que terminaba en una pequeña
barba rojiza, recordaba al del corzo.
—¡Sí, traigo noticias! —repitió Sperver al entrar.

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Se desplomó sobre una silla, cogiéndose la cabeza entre las manos con aire
desesperado, al tiempo que Sebaldo sacaba la trompa de caza por encima de la cabeza
y la depositaba en la mesa.
—¡Adelante, Sebaldo! —exclamó Gedeón—. ¡Cuéntaselo!
Dirigiéndose a mí, añadió:
—La bruja anda por los alrededores del castillo.
Esta noticia me habría dejado totalmente indiferente antes de las confidencias de
Marie Lagoutte. Pero ahora, naturalmente, la cuestión era distinta. Estaba claro que
existía algún tipo de relación y debía, a cualquier precio, conocerla.
—Un instante, señores, un instante —interrumpí yo a Sperver y a su amigo el
cazador—; antes de nada, quisiera saber de dónde viene la Peste Negra.
Sperver me miró sorprendido.
—¡Cualquiera lo sabe!
—¡Vaya! ¿Y en qué época precisa se presenta delante de Nideck?
—Ya te lo he dicho: ocho días antes de las Navidades todos los años.
—¿Y durante cuánto tiempo permanece por aquí?
—Entre dos y tres semanas.
—¿No se la ve antes ni después, aunque sea de paso?
—No.
—¡Entonces es absolutamente necesario que nos apoderemos de ella! ¡Lo que
ocurre no es normal! —grité—. Tenemos que saber qué quiere esa mujer, quién es y
de dónde viene.
—¡Apoderarse de ella! —exclamó Sebaldo, sonriendo extrañamente—.
¡Apoderarse de ella!
Y sacudió la cabeza melancólicamente.
—Pero, óyeme, Fritz —dijo Sperver—, tu consejo será todo lo bueno que quieras,
pero es más fácil decirlo que realizarlo. Si se nos permitiera pegarle un tiro, ya
encontraríamos ocasión para ello; pero el conde nos lo tiene prohibido. En cuanto a
pescarla de otra forma…, ¡es como coger por la cola a un corzo! Escucha a Sebaldo y
te enterarás.
El montero, sentado en el borde de la mesa, cruzó las piernas, me miró
detenidamente y me dijo:
—Esta mañana, bajando del Altenberg, iba siguiendo la cañada de Nideck. La
nieve se amontonaba en los bordes. Caminaba distraído, sin interesarme por nada
concreto, cuando unas huellas llamaron mi atención. Eran profundas y atravesaban el
camino; bajaban por el talud de la derecha y volvían a ascender por el de la izquierda
un poco más adelante. No eran trazas de liebre, porque las huellas de éstas no se
hunden en la nieve; no era tampoco la horquilla del jabalí ni el trébol del lobo. Era
una huella profunda, un verdadero agujero. Me detengo, barro un poco la nieve para
ver el fondo de la pista, y me encuentro con la huella de la Peste Negra.
—¿Estás seguro?

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—¡Claro que sí! Conozco la pisada de la vieja mejor que su cara, porque yo,
señor, siempre tengo puesta la mirada en la tierra y reconozco a las gentes por sus
huellas. Y, además…, ¡bah!, ni siquiera un niño se confundiría con ésa.
—¿Qué tiene ese pie de particular?
—Es tan pequeño que cabría en una mano, pero está muy bien hecho; el talón
algo largo, el contorno claro, el pulgar pegado a los otros dedos, que se aprietan como
en un borceguí. ¡Podría decirse que es un pie admirable! Yo, señor, hace veinte años,
me hubiera enamorado de un pie parecido. Cada vez que me lo encuentro, me
produce una impresión… ¡Santo cielo! ¿Cómo es posible que un pie tan bonito pueda
pertenecer a la Peste Negra?
Juntando las manos, Sebaldo se puso a mirar las baldosas con aire melancólico.
—Sigue, Sebaldo-Kraft.
—¿Eh? ¡Ah, sí! Como iba diciendo, reconozco la huella y decido seguirla. Tenía
la esperanza de coger a la vieja en su guarida, y vais a ver todo el camino que me
hizo recorrer. Subí por el talud de la cañada, a dos tiros de fusil del castillo; bajo la
cuesta, dejando la pista siempre a la derecha, mientras bordeaba la orilla del Reethal.
De golpe, se introduce en el bosque, y yo procuro no perderla. Y hete aquí que,
mirando por casualidad a la izquierda, me doy cuenta de que una pista nueva sigue a
la de la Peste Negra. Me detengo… ¿Será Sperver? ¿Kasper Trumpf, u otro
cualquiera? Me acerco, y figuraos mi sorpresa: no es nadie del país. Conozco todos
los pies de la Selva Negra, desde Friburgo hasta el castillo de Nideck. Ese pie no se
parecía a ninguno de los nuestros, y debía de venir de lejos. La bota —porque era una
especie de bota fina y flexible, con unas espuelas que iban dejando detrás de sí una
pequeña raya—, la bota, digo, en vez de ser redondeada en la punta era cuadrada. La
suela, delgada y sin clavos, se doblaba en cada paso. La marcha, rápida y corta, no
podía ser sino la de un hombre de veinte a veinticinco años. Me fijé en las costuras de
la caña, y puedo asegurar que por esta zona nunca las he visto tan perfectas.
—¿De quién podrían ser esas huellas?
Sebaldo alzó los hombros, separó las manos y se calló.
—¿Quién puede tener interés en seguir a la vieja? —pregunté yo, dirigiéndome a
Sperver.
—¡Puf! —resopló—. Sólo el diablo podría decírnoslo.
Nos quedamos pensativos durante algún tiempo, hasta que Sebaldo volvió a coger
el hilo.
—Yo seguí detrás de la pista, que empieza a subir por la escarpadura de los abetos
y hace luego un gancho alrededor de la Roche-Fendue. Me iba yo diciendo: «¡Vieja
Peste Negra! Si existiera mucha caza de tu estilo, el oficio de cazador sería
inaguantable; valdría más ser un esclavo negro». Así que llegamos, las dos pistas y
yo, hasta lo alto del Schneeberg. En este lugar, debido a la ventisca, la nieve me
llegaba hasta los muslos. «Es igual —me digo—, tengo que pasar». Llegado a los
bordes del torrente del Steinbach, pierdo la traza de la Peste. Me detengo y

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compruebo que las botas del desconocido han pisoteado la nieve a derecha e
izquierda, terminando por dirigirse en la dirección de Tiefenbach: mala señal. Miro
hacia la otra orilla del torrente: nada. La vieja zorra había remontado o bajado el río,
marchando por el agua para no dejar huellas. ¿Adónde ir? ¿Ala derecha o a la
izquierda? ¡Pardiez! En la duda, he vuelto aquí.
—Has olvidado hablar de su desayuno —dijo Sperver.
—¡Ah, es verdad! Al pie de la Roche-Fendue me fijé en que ella había encendido
fuego. El lugar estaba totalmente negro. Coloqué encima la mano, pensando que aún
estaría caliente, lo que me hubiera probado que la Peste no estaba lejos. Estaba fría
como el hielo, sin embargo. Cerca de allí encontré un lazo, disimulado entre el monte
bajo.
—¿Un lazo?
—Sí, parece que la vieja sabe colocar trampas, había cogido una liebre, según
pude ver por la huella que había dejado. La bruja encendió el fuego para asarla, de
modo que se había dado un buen banquete.
—Y pensar —exclamó furiosamente Sperver, dando un puñetazo sobre la mesa—
que esa vieja perversa se dedica a comer carne mientras que, en nuestros pueblos, la
gente honrada tiene que mantenerse con patatas… ¡Ay, si pudiera echarle el guante!
No tuvo tiempo de explicar lo que hubiera hecho. Palideció y quedamos los tres
inmóviles, mirándonos los unos a los otros con la boca abierta.
Un aullido —ese aullido lúgubre que el lobo lanza en los fríos días de invierno…,
ese grito que hay que haber escuchado para comprender todo lo que de siniestro tiene
la queja de las fieras— sonaba cerca de nosotros. ¡Ascendía por la espiral de la
escalera, como si la bestia hubiera estado en el umbral de la torre!
Frecuentemente se ha hablado del rugido del león, cuando gruñe por la tarde en la
inmensidad del desierto. Pero si África, ardiente, calcinada, pedregosa, tiene una voz
poderosa como el golpeteo lejano de la tormenta, las vastas planicies nevadas del
Norte poseen también una voz extraña, acorde con ese paisaje oscuro del invierno, en
el que todo duerme, y donde ni siquiera se oye el ruido de una hoja. Y esa voz es el
aullido del lobo.
No se habían apagado aún los ecos de este aullido cuando otra voz formidable, la
de sesenta perros, respondió desde las murallas de Nideck. Toda la jauría
desencadenó su furia al mismo tiempo: los ladridos pesados de los sabuesos, los
gañidos rápidos de los spitz, los latidos chillones de los podencos, la voz melancólica
de los bassets llorones, todo se confundía con el choque metálico de las cadenas y las
sacudidas que daban los animales a las puertas de sus perreras. Pero, por encima de
todo, dominaba el aullido continuo y monótono del lobo: ¡era el instrumento principal
de este infernal concierto!
Sperver saltó de la silla, acudió al camino de ronda y dirigió la mirada hasta el pie
de la torre.
—¿Habría caído algún lobo en los fosos?

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Pero el aullido provenía del interior. Volviéndose hacia nosotros, nos apremió:
—¡Fritz! ¡Sebaldo! ¡Venid aquí!
Bajamos los escalones de cuatro en cuatro y entramos en la sala de armas. Allí no
oíamos más que los lamentos del lobo bajo las bóvedas. Los gritos lejanos de la jauría
se hacían jadeantes, los perros enronquecían de rabia, sus cadenas se entrelazaban y
debían de estar a punto de estrangularse.
Sperver desenvainó su cuchillo de caza, y Sebaldo hizo lo mismo. Me
precedieron los dos por la galería.
Los aullidos nos guiaban hacia la habitación del enfermo. Sperver no decía ya
nada y apretaba el paso. Sebaldo caminaba a trancos. A mí, un escalofrío me recorría
el cuerpo. Teníamos el presentimiento de que algo abominable estaba ocurriendo.
Mientras corríamos hacia los apartamentos del conde, comprobamos que toda la
casa se había puesto en pie: los guardas, los monteros, los pinches, iban de acá para
allá, sin rumbo determinado, preguntándose:
—¿Qué ocurre? ¿De dónde vienen estos gritos?
Penetramos, sin detenernos, en el pasillo que precede a la alcoba del señor de
Nideck, y encontramos en el vestíbulo a la digna Marie-Lagoutte, la única persona
que había tenido el valor de entrar antes que nosotros. Sostenía en sus brazos a la
joven condesa desvanecida y se la llevaba rápidamente.
Pasamos cerca de ella tan deprisa que apenas si entrevimos esta escena patética.
Desde entonces me ha vuelto a la memoria alguna que otra vez, y la cabeza pálida de
Odile, cayendo sobre el hombro de la buena mujer, se me representa como la imagen
conmovedora del cordero que tiende la garganta al cuchillo, sin quejarse; muerto
anticipadamente por el espanto.
Habíamos llegado por fin ante la alcoba del conde. El aullido se oía detrás de su
puerta. Nos miramos en silencio sin tratar de explicarnos la presencia de tal huésped.
No teníamos tiempo para pensar y las ideas se entrechocaban en nuestro espíritu.
Sperver empujó bruscamente la puerta y, cuchillo en mano, hizo ademán de
lanzarse hacia la alcoba; pero se detuvo en el umbral, inmóvil, como petrificado.
Nunca he visto pintarse en el rostro de un hombre una sorpresa semejante: sus
ojos parecían escapársele de la cara, y su larga y flaca nariz se curvaba como una
garra encima de la boca abierta.
Miré por encima de él y lo que vi me heló de horror.
El conde de Nideck, acurrucado en su cama, extendidos los brazos hacia adelante,
la cabeza baja e inclinada bajo las colgaduras del dosel, los ojos llameantes, lanzaba
unos lúgubres aullidos.
¡Era él el lobo!
Esa frente plana, ese rostro alargado en punta, esa barba rojiza, erizada en las
mejillas, esa larga y delgada espina dorsal, esas piernas nerviosas, el rostro, la voz, la
actitud… todo revelaba a la fiera escondida bajo la máscara humana.
A veces se callaba un segundo para escuchar, haciendo vacilar las altas

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colgaduras, como las hojas de un árbol, mientras movía la cabeza. Luego, casi
inmediatamente, reanudaba su canto melancólico.
Sperver, Sebaldo y yo habíamos quedado clavados en tierra y reteníamos el
aliento, presos por el espanto.
El conde se interrumpió de golpe. Como la fiera que olfatea el aire, levantó la
cabeza y prestó oídos.
¡Allá lejos! ¡Allá lejos! Bajo los altos bosques de abetos cargados de nieve, un
grito empezó a oírse. Primero débil, parecía luego aumentar y prolongarse y, al poco
tiempo, lo oímos dominar el tumulto de la jauría: ¡la loba respondía al lobo!
Sperver, entonces, volviéndose hacia mí, pálido el rostro y el brazo extendido
hacia la montaña, me dijo en voz baja:
—¡Escucha a la vieja!
Y el conde, inmóvil, alzada la cabeza, alargado el cuello, abierta la boca, ardiente
la pupila, parecía comprender lo que le decía aquella voz lejana, perdida entre las
gargantas desiertas de la Selva Negra. Una espantosa alegría irradiaba de toda su
figura.
En aquel momento, Sperver, con voz llorosa, exclamó:
—¡Conde de Nideck! ¿Qué hacéis?
El conde cayó como fulminado. Nos precipitamos los tres en la habitación para
socorrerlo.
Empezaba el tercer ataque, que fue terrible.

IX

¡El conde de Nideck se moría! ¿Qué puede la medicina en presencia de ese gran
combate entre la vida y la muerte? En esa última hora en la que los invisibles
luchadores lidian cuerpo a cuerpo, se empujan jadeantes, se derriban y levantan…
¿qué puede hacer el médico?
¡Mirar, escuchar y temblar!
Parece a veces que la lucha se detiene. La vida se retira en su fortaleza, reposa, se
alimenta con el coraje de la desesperación. Pero enseguida su enemigo la sigue;
lanzándose en su búsqueda, la agarra de nuevo. El combate vuelve a comenzar, más
ardiente, más cercano a su final.
Y el enfermo, bañado por un sudor frío, fija la mirada, inertes los brazos, no
puede hacer nada por sí solo. Su respiración, a veces rápida, embarazosa, ansiosa; a

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veces larga, ancha y profunda, va indicando las diferentes fases de esta espantosa
batalla.
Y los asistentes se miran y piensan: «Un día, esta misma lucha nos afectará a
nosotros, y la muerte victoriosa nos arrastrará a su antro, como la araña a la mosca.
Pero la vida, ella… el alma, desplegando sus alas, volará a otros cielos, segura de
haber cumplido su deber y de haber combatido valientemente. Desde abajo, la
muerte, viéndola elevarse, no podrá seguirla: sólo será dueña de un cadáver. ¡Oh
suprema consolación! Certidumbre de la inmortalidad, esperanza de justicia, ¿qué
bárbaro podría arrancaros del corazón del hombre?».
Alrededor de la medianoche, el conde de Nideck me parecía perdido; la agonía
comenzaba. El pulso brusco, irregular, tenía desfallecimientos e interrupciones;
volvía luego repentinamente.
No me quedaba sino ver morir a ese hombre. Me caía de fatiga, y había hecho
todo lo que me permitía mi profesión. Encargué a Sperver que velase… que cerrase
los ojos de su amo.
El pobre hombre estaba desolado y no cesaba de reprocharse, arrancándose los
cabellos de desesperación, aquella exclamación involuntaria: «¡Conde de Nideck!
¿Qué hacéis?».
Me encaminé en solitario a la torre de Hugo para tomar algún alimento; alimento,
por cierto, del que no sentía necesidad alguna.
Un alegre fuego brillaba en la chimenea. Me arrojé vestido sobre la cama y el
sueño no tardó en llegar: ese sueño pesado, inquieto, que a veces se interrumpe con
gemidos y llantos.
Así dormía yo, vuelta la cara hacia el fuego, cuya luz resbalaba sobre las baldosas
del suelo.
Al cabo de una hora, también el fuego se adormeció y, como suele ocurrir en
casos parecidos, la llama, reanimándose a veces, batía las paredes con sus grandes
alas rojas, relampagueando detrás de mis párpados.
Perdido en una vaga somnolencia, entreabrí los ojos, para ver de dónde provenían
estas alternativas de luz y oscuridad.
Me esperaba la más extraña sorpresa: sobre el fondo del hogar, alumbrado apenas
por algunas brasas enrojecidas, se destacaba un negro perfil: ¡la silueta de la Peste
Negra!
Estaba sentada en un escabel y se calentaba en silencio.
Pensé en un principio que se trataba de una ilusión, consecuencia natural de los
pensamientos que me atenazaban desde hacía varios días. Me incorporé sobre un
codo, mirando con ojos redondeados por el temor.
Era ella, evidentemente: tranquila, inmóvil, recogidas las piernas entre sus brazos
—tal como la había visto en la nieve—, su largo cuello replegado, su nariz aquilina y
sus labios contraídos.
¡Tuve miedo!

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¿Cómo había podido llegar la Peste Negra hasta allí? ¿Cómo había aparecido en
el interior de esta alta torre, que dominaba los abismos?
Todo lo que me había contado Sperver sobre sus misteriosos poderes me pareció
justificado. La escena de Lieverlé, gruñendo a la muralla, me pasó por delante de los
ojos como un relámpago. Me acurruqué en la cama, respirando apenas, y mirando a
esa inmóvil silueta, como un ratón miraría a un gato desde el fondo de su agujero.
La vieja estaba tan quieta como la campana de la chimenea tallada en la roca; sus
labios mascullaban no sé qué palabras.
Mi corazón galopaba; mi miedo redoblaba de minuto en minuto, debido al
silencio y a la inmovilidad de esta sobrenatural aparición.
Aquello duró más de un cuarto de hora hasta que, habiendo alcanzado el fuego
una ramita de abeto, hubo un resplandor: la ramita se torció, chisporroteando, y
algunos rayos luminosos alcanzaron el fondo de la sala.
Aquel resplandor bastó para mostrarme a la vieja, y pude ver que lucía un vestido
de brocado, de color púrpura tirando a violeta, y tieso como el cartón. Llevaba en su
muñeca izquierda un pesado brazalete, y una flecha de oro en su espesa cabellera,
peinada en moño sobre la nuca.
Fue como una evocación de tiempos pasados.
Me dije que la Peste no podía tener intenciones hostiles, ya que habría
aprovechado mi sueño para ejecutarlas. Comenzaba este pensamiento a
tranquilizarme un tanto cuando, de golpe, la vieja se levantó y, lentamente…
lentamente… se acercó a mi cama, llevando en la mano una antorcha que acababa de
encender.
Observé entonces que sus ojos estaban fijos, con la mirada perdida.
Hice un esfuerzo para levantarme, para gritar. ¡Pero ni un solo músculo de mi
cuerpo me obedeció, ni un suspiro consiguió llegar hasta mis labios!
Y la vieja, inclinada sobre mí, enmarcando su rostro entre las cortinas, me miraba
con una extraña sonrisa. Yo hubiera preferido defenderme, llamar… pero su mirada
me paralizaba, como le ocurre al pájaro bajo la mirada de la serpiente.
Durante esta muda contemplación, me parecía que cada segundo tenía la duración
de toda la eternidad. ¿Qué iba a hacer ella? Yo lo temía todo.
Súbitamente, volvió la cabeza, escuchó, y luego, atravesando la sala con paso
vivo, abrió la puerta. Yo había recobrado una parte de mi valor. La voluntad me puso
en pie como un resorte. Me lancé tras los pasos de la vieja, que tenía en una mano la
antorcha levantada, y abierta la puerta de par en par con la otra.
Iba a asirla por los cabellos cuando, al fondo de la galería, bajo la bóveda ojival
que daba sobre el camino de ronda… ¿qué es lo que vi? ¡Al mismísimo conde de
Nideck!
Al conde de Nideck —a quien yo creía moribundo—, revestido con una enorme
piel de lobo, cuya mandíbula superior avanzaba en visera sobre su frente. Las patas y
garras colgaban sobre los hombros, mientras la cola arrastraba tras él por el suelo.

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Calzaba ese tipo de grandes zapatos hechos con cuero grueso y cosidos como una
hoja enrollada. Una garra de plata cerraba la pelleja alrededor de su cuello. Todo
anunciaba en su fisonomía (aparte de su apagada mirada, de una fijeza glacial), al
hombre fuerte, al hombre de mando, ¡al amo!
Frente a tal personaje, mis ideas chocaron entre sí y se confundieron. La huida no
era posible. Tuve la suficiente presencia de ánimo para esconderme en la embocadura
de la ventana.
El conde entró, mirando a la vieja, rígidos sus rasgos. Se hablaron en voz baja;
tan baja, que me fue imposible oírlo más mínimo, aunque los gestos eran expresivos:
¡la vieja indicaba la cama!
Se acercaron de puntillas a la chimenea. Allí, a la sombra de su campana, la Peste
Negra desplegó, sonriendo, un gran saco.
El conde, apenas hubo visto este saco, se dirigió a la cama con rápidos
movimientos y apoyó en ella la rodilla. Las cortinas se agitaron, mientras su cuerpo
desaparecía bajo sus pliegues. Yo sólo veía una de sus piernas, apoyada todavía en el
suelo, y el rabo lobuno, ondeando de izquierda a derecha.
¡Se hubiera dicho que era la representación de un asesinato!
Todo lo que el terror puede tener de espantoso y horrible no me hubiera
emocionado tanto como la muda representación de tal acto.
La vieja acudió a su vez, abriendo el saco.
Las cortinas volvieron a agitarse, las sombras danzaron sobre los muros. Pero lo
más espantoso fue que creí ver un charco de sangre, extendiéndose por el suelo y
corriendo lentamente hacia el hogar: era la nieve pegada a los pies del conde, que se
fundía con el calor de la habitación.
Estaba mirando todavía este negro reguero, notando cómo mi lengua se helaba en
el fondo de mi garganta, cuando se produjo un gran movimiento.
La vieja y el conde embutían las sábanas en el saco, apretándolas con la
precipitación de un perro que rasca la tierra. El señor de Nideck se echó luego aquel
bulto informe a la espalda y se dirigió hacia la puerta. La vieja le seguía con la
antorcha. De esta forma atravesaron la cortina fortificada, el camino de ronda.
Mis rodillas temblaban, mientras rezaba en voz baja. Al cabo de dos minutos
conseguí el valor suficiente para lanzarme sobre sus huellas, arrastrado por una súbita
e irresistible curiosidad.
Atravesé la cortina a la carrera, e iba a penetrar bajo la ojiva de la torre cuando vi
que un foso ancho y profundo se abría a mis pies. Una escalera se sumía por él, en
espiral, y vi cómo la antorcha daba vueltas y vueltas alrededor del cordón de piedra,
como si fuera una luciérnaga. La distancia iba haciéndola imperceptible.
Bajé a mi vez los primeros escalones de esa escalera, guiándome por el lejano
resplandor.
La luz desapareció de golpe: la vieja y el conde habían alcanzado el fondo del
precipicio. Yo, apoyando la mano en la pared, continué bajando, seguro de poder

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regresar a la torre si encontraba cerrada la salida inferior.
Los escalones cesaron al poco tiempo. Paseé la vista a mi alrededor y descubrí, a
la izquierda, un rayo de luna tropezando contra una puerta baja, prácticamente
obstruida por grandes ortigas y cardos cubiertos de escarcha. Aparté estos obstáculos
aplastando la nieve con los pies, y comprobé que estaba en la base del torreón de
Hugo.
¿Quién hubiera supuesto que un agujero parecido subía hasta el castillo? ¿Quién
se lo había enseñado a la vieja? No me detuve a buscar respuestas para estas
preguntas.
La inmensa llanura se extendía delante de mí, deslumbrante de luz como si del
mediodía se tratase. A mi derecha, la línea oscura de la Selva Negra, con sus rocas
cortadas a pico, sus gargantas y sus torrentes, se extendía hasta el infinito.
El aire era frío y tranquilo. Me sentí despierto, aguzado por aquella atmósfera
glacial.
Mi primera mirada la dediqué a fijar la dirección del conde y la vieja. Sus altas
sombras se elevaban sobre la colina, a doscientos pasos de mí. Se recortaban sobre el
cielo, tachonado de innumerables estrellas.
Los alcancé en la bajada del barranco. El conde marchaba lentamente, y un pico
de las sábanas, fuera del saco, arrastraba por la nieve. Su actitud y movimientos, al
igual que los de la vieja, tenían algo de automático.
Caminaban, veinte pasos por delante de mí, siguiendo la cañada del Altenberg, a
veces por la sombra, a veces a plena luz, porque la luna brillaba de forma
sorprendente. Algunas nubes la seguían de lejos y parecían extender hacia ella, para
sujetarla, sus grandes brazos; pero ella conseguía evitarlas siempre, y sus rayos, fríos
como aceradas hojas, se me hundían en el corazón.
Hubiera querido darme la vuelta; pero una fuerza invencible me obligaba a seguir
al fúnebre cortejo.
Todavía ahora puedo ver el sendero que sube entre las malezas de la Selva Negra
y oigo la nieve crujir bajo mis pasos y arrastrarse las hojas bajo el soplo del viento;
me veo siguiendo a estos dos seres silenciosos, y sigo sin comprender qué poder
misterioso me arrastraba en su estela.
Llegamos por fin al bosque, bajo las grandes hayas despojadas de hojas. Las
negras sombras de sus altas ramas se rompen sobre el ramaje inferior y atraviesan el
camino cubierto de nieve. A veces creo oír el sonido de alguien que caminase tras de
mí.
Vuelvo bruscamente la cabeza y no veo nada.
Acabábamos de alcanzar una hilera de rocas en la cresta del Altenberg. Detrás de
estas rocas corre el torrente de Schneeberg, pero en invierno los torrentes están
detenidos; apenas un hilo de agua serpentea bajo sus espesas capas de hielo. La
soledad no se ve acompañada por sus murmullos, susurros y truenos: ¡lo más
espantoso de todo es el silencio!

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El conde de Nideck y la vieja encontraron una brecha tallada en la roca y subieron
rectamente, sin dudar, con una certeza increíble. Yo tuve que agarrarme a la maleza
para poder seguirlos.
Llegado a lo alto de esa roca, que formaba un pico sobre el abismo, me vi a tres
pasos de ellos y divisé, del otro lado, un precipicio sin fondo. A nuestra izquierda caía
el torrente de Schneeberg, totalmente helado y suspendido en el aire. Esta apariencia
del agua que salta, arrastrando en su caída los árboles vecinos, aspirando las malezas
y devanando la hiedra, que sigue a la corriente sin perder su raíz; esta apariencia de
movimiento en la inmovilidad de la muerte, y estos dos personajes silenciosos,
procediendo a su obra siniestra con la impasibilidad del autómata…, todo ello renovó
mis terrores.
La misma naturaleza parecía participar de mi espanto.
El conde había depositado en el suelo su fardo. La vieja y él lo acunaron un
instante al borde de la sima, y, enseguida, aquel largo sudario flotó sobre el abismo,
mientras los asesinos se inclinaban sobre él.
Ese gran lienzo blanco y flotante me vuelve con frecuencia a la imaginación. Lo
veo descender, descender, como el cisne alcanzado en la cima de los aires, extendidas
sus alas, torcido el cuello, dando vueltas con su propia muerte.
Desapareció en las profundidades del precipicio.
En ese momento, la nube que desde hacía tiempo perseguía a la luna la veló
lentamente con sus contornos azulados; los rayos se retiraron.
La vieja, llevando al conde por la mano y arrastrándolo con una velocidad
vertiginosa, se ofreció a mi vista durante un segundo.
La nube tapaba completamente el disco lunar. No podía dar un paso sin correr el
riesgo de precipitarme en el abismo.
Al cabo de algunos minutos hubo un hueco en la nube. Miré a mi alrededor… y
comprobé que estaba solo en aquel pico de la roca; la nieve me llegaba hasta las
rodillas.
Transido de horror, descendí otra vez por la escarpa yiiììe puse a correr en
dirección al castillo, confundido como si hubiese cometido un crimen.
En cuanto al señor de Nideck y a la vieja, no se los veía en la llanura.

Me encontré errando alrededor del castillo de Nideck, sin poder utilizar la salida

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que había utilizado antes.
Tantas inquietudes y emociones sucesivas comenzaban a reaccionar en mi cabeza.
Caminaba al azar, preguntándome con terror si la locura no jugaba un importante
papel en mis ideas, negándome a creer lo que había visto, y espantado, sin embargo,
de la lucidez de mis percepciones.
Este hombre que levanta una antorcha en las tinieblas, que aúlla como un lobo;
que acude fríamente a perpetrar un crimen imaginario, sin omitir un gesto, una
circunstancia, el más mínimo detalle; que acaba huyendo y confía al torrente el
secreto de su asesinato…, todo ello me torturaba el espíritu, iba y venía delante de
mis ojos y me producía el efecto de una pesadilla.
Corría, pues, jadeante y perdido en la nieve, sin saber qué rumbo tomar.
El frío se tornaba más vivo con la cercanía del alba. Temblaba y maldecía a
Sperver, culpable de haber ido a buscarme a Friburgo y haberme lanzado a esta
horrible aventura.
Por fin, extenuado, con la barba cargada de carámbanos y las orejas medio
heladas, acabé por descubrir la reja de la entrada principal, y sacudí el llamador con
todas mis fuerzas.
Serían entonces las cuatro de la madrugada. Knapwurst se hizo esperar
largamente. Su pequeña gatita, adosada contra la roca, cerca del gran portalón,
permanecía silenciosa. Me daba la sensación de que el jorobado no acabaría nunca de
vestirse, puesto que le suponía acostado, seguramente dormido.
Volví a llamar.
Su figura grotesca apareció de pronto y me gritó desde la puerta, con furioso
acento:
—¿Quién está ahí?
—¡Yo…, el doctor Fritz!
—¡Ah, eso es otra cosa!
Volvió a su gatita para buscar un farol, atravesó el patio exterior con la nieve
hasta la cintura y, mirándome a través de la reja:
—Perdón, perdón, doctor Fritz —dijo—, os creía acostado allí arriba, en la torre
de Hugo. ¡Y ahora resulta que estabais llamando a la puerta! ¡Vaya, vaya! Por eso
Sperver me preguntó a medianoche si no había salido nadie. Le contesté que no y, de
hecho, no os había visto.
—¡En el nombre del cielo, señor Knapwurst, abrid de una vez! ¡Ya me explicaréis
eso más tarde!
—Vamos, vamos; tened un poco de paciencia.
Y el jorobado, lentamente, muy lentamente, abrió el candado y giró la reja,
mientras yo daba diente con diente y tiritaba de los pies a la cabeza.
—Estáis helado, doctor —me dijo entonces el hombrecillo—. No podéis entrar en
el castillo, porque Sperver ha cerrado la puerta interior, no sé por qué; es algo que no
se tiene costumbre de hacer, porque basta con la reja. Venid a calentaros a mi

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habitación. Es pequeña, no es ni siquiera un sitio donde vivir. Pero, cuando se tiene
frío, no se para uno en estos detalles.
Sin responder a su charla, le seguí rápidamente.
Entramos en la garita y, a pesar de mi estado de casi total congelación, no pude
por menos de admirar el pintoresco desorden que existía en aquella especie de nicho.
La techumbre de pizarra, apoyada por un lado en la roca y, por el otro, en un muro de
seis o siete pies de altura, dejaba ver sus vigas ennegrecidas.
El apartamento se componía de una sola pieza, adornada con un camastro que el
gnomo no se molestaba en hacer todos los días y con dos ventanas pequeñas de
vidrios hexagonales, en los que la luna desteñía sus rayos, nacarados de rosa y
violeta. Una gran mesa cuadrada ocupaba el centro de esta habitación. ¿Cómo había
podido entrar esta gran mesa de roble macizo a través de aquella pequeña puerta?
Hubiera sido difícil de explicar.
Algunas estanterías sostenían rollos de pergaminos y viejos libros, grandes y
pequeños. Sobre la mesa se encontraba abierto un inmenso volumen, con las
mayúsculas miniadas, lomos de piel blanca, esquinas y cierre de plata. Me pareció
que era una colección de crónicas. Había por fin dos sillones, uno de cuero rojizo y el
otro guarnecido con un cojín de plumas, en el que la torcida columna vertebral y la
doble rabadilla de Knapwurst habían dejado su huella.
No detallo el escritorio, las plumas, el pote de tabaco, las cinco o seis pipas
esparcidas a derecha e izquierda y, en un rincón, la pequeña estufa de fundición, por
cuya baja puerta, abierta y ardiente, escapaban a veces ramos de chispas, con el raro
silbido del gato que se enfada y nos amenaza con su garra.
Estaba todo sumergido dentro de ese hermoso color oscuro, de ámbar ahumado,
cuyo secreto se llevaron consigo los viejos maestros alemanes.
—¿Salisteis entonces ayer por la noche, doctor? —me preguntó Knapwurst,
cuando estuvimos cómodamente instalados, él, delante de su volumen, y yo, con las
manos apoyadas en el tubo de la estufa.
—Sí, bastante temprano —le respondí—. Un leñador de la Selva Negra
necesitaba mis servicios: se había dado un corte en el pie izquierdo con el hacha.
Esta explicación pareció satisfacer al jorobado. Encendió su pipa, una pequeña
cachimba negra que le caía sobre la barbilla.
—¿No fumáis, doctor?
—Pues…
—¡Vamos, llenad una de mis pipas!
Colocando su larga mano amarillenta sobre el libro abierto, siguió:
—Estaba aquí, leyendo las crónicas de Hertzog, cuando llamasteis.
Comprendí entonces la larga espera que me había hecho soportar.
—¿Estabais acabando un capítulo? —le pregunté sonriente.
—Sí, señor —me contestó, sonriendo también.
Nos echamos a reír los dos.

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—De todas formas —aclaró—, de haber sabido que erais vos hubiera
interrumpido el capítulo.
Estuvimos en silencio durante algún tiempo.
Yo consideraba la fisonomía verdaderamente extraña del jorobado, con aquellas
grandes arrugas que rodeaban su boca, sus pequeños ojos, su nariz atormentada y
redondeada en la punta y, sobre todo, su voluminosa frente. Encontraba en la figura
de Knapwurst algo de socrático. Mientras me calentaba, oyendo el chisporroteo del
fuego, reflexionaba sobre las extrañas características de ciertos hombres:
«He aquí a este enano —pensaba—, este ser deforme, arrugado, exiliado en un
rincón de Nideck, como el grillo que canta tras la chapa de la chimenea; he aquí a
este Knapwurst que, en medio de la agitación, de las grandes cacerías, de las
cabalgatas que van y vienen, de los ladridos, las carreras y los trompetazos, vive solo,
escondido entre sus libros. Sólo piensa en los tiempos pasados, mientras que todo
canta o llora a su alrededor; mientras que la primavera, el estío y el invierno pasan y
vienen a mirar por su ventana, alegrando, calentando o entumeciendo la naturaleza.
Mientras otros seres se libran a los arrebatos del amor, de la ambición, de la avaricia,
y esperan, envidian, desean…, él no espera nada, no envidia nada, no desea nada.
Fuma su pipa y, los ojos fijos en un viejo pergamino, se limita a soñar. Se entusiasma
por las cosas que ya no existen o, lo que es lo mismo, que nunca han existido:
“Hertzog ha dicho esto… Fulano ha dicho esto otro”. ¡Y es feliz! Su piel se va
arrugando, su espinazo se dobla cada vez más, sus puntiagudos codos siguen
haciendo un hoyo en la mesa, sus largos dedos parecen enraizarse en las mejillas, sus
pequeños ojos grises están fijos en caracteres latinos, etruscos o griegos. Se queda en
éxtasis y se relame los labios, como un gato que acaba de comerse un plato de su
gusto. Se tumba luego en su camastro, seguro de estar cumpliendo con su destino.
¡Oh, Dios del cielo! ¿Es en lo alto o en la parte baja de la escala social donde se
encuentra la severa aplicación de tus leyes, el cumplimiento de nuestros deberes?».
Mientras así reflexionaba, la nieve que se había pegado a mis piernas iba
fundiéndose y el suave aliento de la estufa penetraba en mi cuerpo. Me sentía renacer
en esta atmósfera perfumada de tabaco y olorosa resina.
Knapwurst había colocado su pipa encima de la mesa. Apoyó la mano sobre el in-
folio y, con una voz que parecía salir del fondo de su conciencia (o, si lo preferís, de
una cuba de veinticinco arrobas), dijo:
—Aquí, doctor Fritz, están la Ley y los Profetas.
—¿Cómo es eso, señor Knapwurst?
—Los pergaminos, los viejos pergaminos —respondió—, eso es lo que me gusta.
Estas viejas hojas amarillentas son todo lo que nos queda de los tiempos pretéritos,
desde Karl el Grande hasta nuestros días. ¡Las viejas familias pasan, los viejos
pergaminos permanecen! ¿Qué sería de la gloria de los Hohenstaufen, de los
Leiningen, de los Nideck, y de tantos otros apellidos famosos? ¿Qué sería de sus
títulos, sus blasones, sus hechos famosos, sus lejanas expediciones a Tierra Santa, sus

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alianzas; sus antiguas pretensiones, sus conquistas, hace tiempo olvidadas? ¿Qué
sería de todo eso, sin estos pergaminos? ¡Nada! ¡Esos altos barones, esos duques,
esos príncipes, nunca hubieran sido nada; ni ellos, ni nada que les concerniese de
lejos o de cerca! Sus grandes castillos, sus palacios y sus fortalezas se derrumban y
desaparecen: se convierten en ruinas, en vagos recuerdos… De todo aquello, sólo una
cosa subsiste: la crónica, la historia, el canto del juglar o del trovador. ¡En resumen, el
pergamino!
Hubo un silencio. Luego Knapwurst prosiguió:
—Y en aquellos tiempos lejanos, mientras los famosos caballeros se dedicaban a
guerrear, batallar y disputarse el rincón de un bosque, o un título, o algo menos
importante, ¡con qué desdén miraban al pobre y pequeño escriba, a ese hombre de
letras, pobremente vestido, cuya única arma, colgada a la cintura, era su escritorio, y
cuyo único penacho lo formaban las barbas de su pluma! ¡Cuántos no le despreciaban
diciendo: «Este no es más que un átomo, una pulga. No hace nada, no sirve para
nada; no recoge nuestros impuestos ni administra nuestros dominios. En cambio,
nosotros, osados, forrados de hierro, lanza en ristre, lo somos todo»! Sí, eso decían,
viendo al pobre diablo arrastrar sus zapatos rotos, tiritar en invierno, sudar en verano,
enmohecerse durante su vejez. Pues bien, esta pulga, este átomo es quien les permite
sobrevivir a la ruina de sus castillos y al orín de sus armaduras. Por eso me gustan los
viejos pergaminos, y por eso los respeto y los venero. Como la hiedra, cubren las
ruinas e impiden que las viejas murallas acaben por derrumbarse.
Al decir esto, Knapwurst estaba como recogido en sí mismo. ¡Pobre jorobado!
¡Respetaba a quienes habían tolerado o protegido a sus antepasados! Y, aparte de
todo, estaba en lo cierto; sus palabras tenían un profundo sentido.
Me quedé sorprendido.
—Señor Knapwurst —le dije—, ¿habéis aprendido entonces el latín?
—Sí señor, lo aprendí solo —respondió con algo de vanidad—: el latín y el
griego. Me bastaron unas viejas gramáticas. Eran unos viejos libros del conde,
arrinconados, que vinieron a caer en mis manos. Puede decirse que los devoré. Al
cabo de algún tiempo, el señor de Nideck me oyó por azar expresar una cita latina, y
se extrañó: «¿Quién te ha enseñado el latín, KnapWurst?». Le expliqué cómo lo había
aprendido. Me hizo algunas preguntas y respondí bastante bien. «¡Pardiez! —
comentó—. Knapwurst sabe más latín que yo, de modo que le voy a nombrar
archivero». Y ese mismo día me entregó las llaves del archivo. Desde entonces (y han
pasado ya treinta y cinco años) lo he leído todo, todo lo he investigado. Algunas
veces el conde, viéndome subido en la escalera, se para unos momentos y me
pregunta:
»—¡Eh! ¿Qué haces, Knapwurst?
»—Leo los archivos de la familia, monseñor.
»—¡Ah! ¿Y eso te gusta?
»—Mucho.

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»—¡Tanto mejor! Sin ti, Knapwurst, ¿quién conocería la gloria de los Nideck?
»Y se marcha riendo. Y yo sigo haciendo aquí lo que me apetece.
—¿Es un buen amo entonces, herr Knapwurst?
—¡Oh, doctor Fritz, claro que sí! —respondió el jorobado juntando la manos—.
Sólo tiene un defecto…
—¿Cuál?
—El de no ser suficientemente ambicioso.
—¿Cómo es eso?
—Sí, sí…, podía haber pretendido cualquier cosa. ¡Un Nideck! ¡Una de las
familias más ilustres de Alemania! Sólo con mover un dedo hubiera podido ser
ministro o mariscal de campo. ¡Pero quia! Desde joven se vio claramente que la
política no le interesaba. Salvo durante la campaña de Francia, que hizo a la cabeza
de un regimiento reclutado a sus expensas, ha vivido siempre alejado del ruido, casi
ignorado, sin preocuparse más que de sus cacerías.
Todos estos detalles me interesaban grandemente. La conversación, de forma
natural, tomaba el camino por el que yo hubiera querido dirigirla. Decidí
aprovecharme de ello.
—¿Así que el conde no tiene grandes pasiones, señor Knapwurst?
—Ninguna, doctor Fritz, ninguna. Y es una lástima, porque las grandes pasiones
constituyen la gloria de las grandes familias. Cuando un hombre desprovisto de
ambición aparece en una alta rama de la aristocracia, constituye una desgracia,
porque produce siempre la decadencia de su estirpe. ¡Podría citaros un buen número
de ejemplos! Lo que supondría la felicidad en una familia de mercaderes causa el
desastre de los nombres ilustres.
Estaba sorprendido. Todas mis suposiciones sobre la vida pasada del conde
acababan de derrumbarse.
—Sin embargo, señor Knapwurst, el señor de Nideck ha sufrido desgracias.
—¿Cuáles?
—Perdió a su mujer.
—Sí, tenéis razón…, su mujer…, un ángel… Se casó con ella por amor. Era una
Zâan, vieja y buena nobleza de Alsacia, aunque arruinada por la Revolución. La
condesa Odette hizo feliz a monseñor. Su enfermedad la tuvo postrada durante cinco
años. Se intentó todo para salvarla, pero fue inútil. Hicieron juntos un viaje a Italia,
del cual volvió la condesa muy enferma; murió algunas semanas después del retorno.
Pareció que el conde iba a morir con ella: estuvo dos años encerrado, sin querer ver a
nadie. Su jauría, sus caballos, todo lo abandonó. El tiempo acabó calmando su dolor.
Pero algo queda siempre aquí… —el jorobado apoyó un dedo sobre su corazón—…
algo que sangra, ya comprendéis. Las viejas heridas duelen con los cambios de
tiempo, y los viejos dolores también: en la primavera, cuando la hierba crece sobre
las tumbas, y en otoño, cuando las hojas de los árboles cubren la tierra. Por lo demás,
el conde no ha querido volver a casarse y ha trasladado a su hija todo su cariño.

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—Decís, pues, que su matrimonio fue feliz…
—¡Feliz! ¡Fue una bendición para todo el mundo!
Me callé. Tenía que rendirme a la evidencia de que el conde no había cometido,
no había podido cometer ningún crimen. Pero entonces, ¿qué significaba aquella
escena nocturna o sus relaciones con la Peste Negra, o aquel espantoso simulacro,
aquellos remordimientos que, durante el sueño, obligaban a los culpables a traicionar
su pasado?
¡Estaba absolutamente desorientado!
Knapwurst volvió a encender su pipa, ofreciéndome otra que yo acepté.
El frío glacial con el que entré al castillo se había disipado. Me sentía a gusto en
aquella suave quietud que sigue a las grandes fatigas, cuando, tumbado en un buen
sillón, junto al fuego, envuelto por una nube de humo, se deja uno llevar por el placer
del reposo, oyendo el dúo del grillo que canta y del leño que silba en la hoguera.
Permanecimos de esta manera, callados y fumando, durante cerca de un cuarto de
hora.
—¿Se enfada con frecuencia el conde de Nideck con su hija? —me atreví a
preguntar al cabo.
Knapwurst se sobresaltó y, dirigiéndome una extraña mirada, casi hostil,
respondió:
—¡Ah, ya veo, ya veo!
Yo le observaba por el rabillo del ojo, esperando enterarme de algo nuevo; pero él
añadió irónicamente:
—Las torres de Nideck son demasiado altas; la calumnia tiene el vuelo demasiado
bajo como para llegar hasta ellas.
—Sin duda, sin duda, pero el hecho es cierto.
—Sí, desgraciadamente; pero es una chifladura, un efecto de su enfermedad. Una
vez superadas las crisis, todo su afecto por la señorita Odile reaparece. Es curioso,
doctor: un enamorado de veinte años no sería más afectuoso, más jovial. Odile es la
causa de su alegría, su orgullo. Figuraos que le he visto más de diez veces montar a
caballo para buscarle flores, adornos… ¿qué sé yo? Partía en solitario y traía todas
esas cosas como en triunfo, haciendo sonar el cuerno de caza. No le habría confiado
la comisión a ninguna otra persona. ¡Ni siquiera a Sperver, a quien tanto aprecia! Por
eso, la señorita Odile procura no expresar ningún deseo delante de él, por miedo a
esas locuras. En fin, ¿qué más puedo deciros? El conde de Nideck es el hombre más
digno, el padre más cariñoso y el amo mejor que pueda desearse. Los cazadores
furtivos que diezman sus bosques estarían ahora colgados sin misericordia si viviera
el antiguo conde Ludwig. En cambio él los tolera, incluso los nombra guardas de
caza. Ved a Sperver, por ejemplo: si el conde Ludwig viviera todavía, los huesos de
Sperver estarían tocando las castañuelas al extremo de una cuerda; pero, en cambio,
es primer montero del castillo.
Decididamente, aquello confundía todas mis suposiciones. Apoyé la cabeza entre

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las manos, quedándome pensativo. Knapwurst, suponiendo que dormía, había vuelto
a su lectura. La luz gris del alba penetraba en la gatita.
La luz del farol palidecía. Se oían vagos rumores dentro del castillo…
Sonaron pasos en el exterior y vi pasar a alguien delante de las ventanas. La
puerta se abrió bruscamente y Gedeón apareció en el umbral.

XI

La palidez de Sperver y el brillo de su mirada anunciaban nuevos


acontecimientos. Estaba tranquilo, sin embargo, y no pareció extrañarse al verme en
el alojamiento de Knapwurst.
—Fritz —me dijo brevemente—, vengo a buscarte.
Me levanté sin contestarle y le seguí.
Me tomó por el brazo nada más salir de la garita y me condujo al castillo
vivamente.
—La condesa Odile quiere hablarte —me dijo, inclinándose hacia mi oído.
—¡La condesa Odile! ¿Le pasa algo? ¿Está enferma?
—No, está totalmente repuesta; pero ocurre algo extraordinario. Figúrate que esta
madrugada, sobre la una, viendo que el conde estaba a punto de entregar el alma,
decido avisar a la condesa. En el momento de ir a llamar, me falta el ánimo: «¿Por
qué entristecerla? —me digo—. Ya tendrá tiempo de enterarse. Y además, despertarla
en medio de la noche, tan débil como está y tan quebrada a fuerza de contratiempos,
podría suponer su muerte». Me quedo allí unos diez minutos, dándole vueltas a la
cabeza, y al final decido pasar el trago yo solo. Vuelvo a la habitación del conde,
miro… ¡y no hay nadie! ¡No es posible, un hombre en la agonía! Echo a correr por el
pasillo como un loco. ¡Nada! Entro en la gran galería. ¡Nada! Pierdo la cabeza y
aparezco otra vez delante de la habitación de la condesa. Esta vez, claro está, llamo.
Aparece enseguida gritando:
»—¿Ha muerto mi padre?
»—No…
»—¿Ha desaparecido?
»—Sí, señora… Yo había salido un instante… y cuando he vuelto…
»—¿Y dónde está el doctor Fritz?
»—En la torre de Hugo.
»—¡En la torre de Hugo!

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»Se envuelve en una bata, coge su lámpara y sale. Yo me quedo donde estaba.
Vuelve un cuarto de hora después, con los pies cubiertos de nieve, y pálida, pálida…
en fin, que daba pena verla. Coloca su lámpara encima de la chimenea y me pregunta,
mirándome directamente a los ojos:
»—Eres tú quien ha instalado al doctor en la torre?
»—Sí, señora.
»—¡Desgraciado! Nunca sabrás el mal que me has causado.
»Yo quise responderle, pero ella me interrumpió:
»—Ya basta. Cierra todas las puertas y acuéstate. Velaré yo misma. Mañana por la
mañana irás a buscar al doctor Fritz donde Knapwurst y lo traerás a mi presencia. ¡Ni
un ruido! ¡No has visto nada! ¡No sabes nada!
—¿Es eso todo, Sperver?
Inclinó la cabeza solemnemente.
—¿Y el conde?
—Volvió al castillo… ¡y está perfectamente!
Habíamos llegado a la antecámara. Gedeón llamó suavemente a la puerta y abrió
después anunciando:
—¡El doctor Fritz!
Dando un paso, me encontré en presencia de Odile. Sperver se había retirado,
cerrando la puerta tras de sí.
En mi espíritu se produjo una extraña impresión, al ver a la joven condesa. Estaba
de pie, apoyada la mano en el alto respaldo de un sillón, ataviada con un largo vestido
de terciopelo negro. Se la veía orgullosa y tranquila. Yo estaba emocionado.
—Señor doctor —dijo, indicándome un asiento—, haced el favor de sentaros,
porque tengo que explicaros una cosa de gravedad.
Obedecí en silencio. Se sentó ella, a su vez, y pareció recogerse.
—La fatalidad, señor —prosiguió por fin, fijando en mí sus grandes ojos azules
—, la fatalidad o la Providencia (no sé todavía cuál de las dos) os ha hecho testigo de
un misterio en el que se encuentra comprometido el honor de mi familia.
¡Lo sabía todo! Yo estaba estupefacto.
—Señora —balbucí—, creedme si os aseguro que ha sido el azar…
—Es inútil —me interrumpió—. Lo sé todo… ¡Es espantoso!
Luego, con un acento que retorcía mi alma, gritó:
—¡Mi padre no es culpable!
Temblando, y con las manos extendidas, aseguré:
—Ya lo sé, señora. Conozco la vida del conde, una de las más bellas y nobles que
sea posible soñar.
Odile se había levantado a medias, como para defenderse contra todo
pensamiento hostil a su padre. Oyendo, por el contrario, que yo mismo le defendía,
volvió a dejarse caer en el sillón y, cubriéndose la cara con las manos, estalló en
llanto.

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—Dios os bendiga, señor —murmuraba—, Dios os bendiga. Hubiera muerto sólo
con la sospecha de que…
—¡Bah! Señora, ¿quién podría tomar por realidades las vanas ilusiones del
sonambulismo?
—Es cierto, señor, y es lo que yo pensaba; pero las apariencias… yo temía…
perdonadme. Hubiera debido recordar que el doctor Fritz es un hombre honrado.
—Por favor, señora, calmaos.
—¡No! —respondió ella—, ¡dejadme llorar! ¡He guardado este secreto tanto
tiempo en mi alma! Me estaba matando… y hubiera muerto… como mi madre. Dios
ha tenido piedad de mí y os ha confiado la mitad del secreto. Dejadme que os cuente
todo, señor, dejadme…
No pudo continuar; las lágrimas la ahogaban.
Las naturalezas hechas de nervio y orgullo son así. Después de haber vencido el
dolor, después de haberlo encadenado, escondido y como aplastado en las
profundidades del alma, esas personas pasan, si no felices, indiferentes al menos en
medio de la multitud. Cualquier observador podría equivocarse a su respecto. Pero si
ocurre un choque súbito, un desgarramiento inesperado, todo se derrumba, todo
desaparece. El enemigo vencido vuelve a levantarse, más terrible aún que antes de su
derrota. Sacude las puertas de su prisión con furor y, entonces, grandes temblores
agitan el cuerpo y los sollozos producen ahogos. Las lágrimas, retenidas demasiado
tiempo, desbordan de los ojos, abundantes y precipitadas como la lluvia de una
tormenta.
¡Así era Odile!
Levantó por fin la cabeza, enjugó sus mejillas bañadas de lágrimas y, apoyando
los codos en los brazos del sillón, al tiempo que miraba un retrato suspendido en la
pared, prosiguió lenta y melancólicamente:
—Cuando buceo en el pasado, señor, cuando me remonto hasta el primero de mis
sueños, siempre veo a mi madre. Era una mujer alta, pálida y silenciosa. Era todavía
joven en la época de la que hablo: treinta años apenas y, sin embargo, se hubiera
dicho que tenía cincuenta. Sus cabellos blancos velaban una frente pensativa; sus
mejillas habían enflaquecido; su perfil era severo; sus labios aparecían siempre
contraídos por una expresión dolorosa. Todo ello daba a sus rasgos uno de esos
extraños caracteres que reflejan el dolor y el orgullo. De su juventud no quedaba nada
en esta mujer envejecida de treinta años; nada, sino su porte recto y altivo, sus ojos
brillantes y su voz dulce y pura como un sueño de la infancia. Se paseaba con
frecuencia en esta misma sala, mientras yo jugaba feliz cerca de ella, sin saber que mi
madre estaba triste, sin comprender la profunda melancolía existente bajo aquella
frente cubierta de arrugas. Ignoraba el pasado; y el presente, para mí, era la alegría.
En cuanto al porvenir… ¡oh!, lo constituían los juegos del día siguiente.
Odile sonrió con amargura y continuó:
—A veces, en medio de mis ruidosas carreras, interrumpía el silencioso paseo de

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mi madre. Ella se detenía entonces, bajaba la vista y, viéndome a sus pies, se
inclinaba lentamente y me daba un beso. Luego proseguía su paseo y su tristeza
interrumpidos. Desde entonces, señor, cuando he querido buscar en mi alma los
recuerdos de los primeros años, esa pálida y alta mujer se me ha aparecido siempre
como la imagen del dolor.
Indicó con la mano el retrato suspendido en la pared.
—Vedla ahí, vedla ahí tal como la había dejado no la enfermedad, como pensaba
mi padre, sino ese terrible y fatal secreto. ¡Mirad!
Me volví, y mi vista cayó súbitamente sobre el retrato que me indicaba la joven.
Sentí un estremecimiento.
Imaginad un rostro largo, pálido, delgado, con la impronta fría y rígida de la
muerte; en medio de este rostro, dos ojos negros, firmes, ardientes, de una terrible
vitalidad.
Hubo un instante de silencio.
—¡Cómo debió de sufrir esa mujer! —murmuré.
—Ignoro cuando hizo mi madre el espantoso descubrimiento —prosiguió Odile
—, pero estaba al corriente de la atracción misteriosa que producía en mi padre la
Peste Negra y conocía las reuniones en el cuarto de Hugo. ¡Lo sabía todo, todo! No
dudaba de mi padre, no; pero moría lentamente, lo mismo que muero yo.
Volvió a detenerse durante algún tiempo, pensativa.
—Una noche —continuó— (tendría yo diez años), mi madre, a quien sólo
sostenía su valor, sintió llegar su última hora. Era en invierno y yo dormía. Una mano
nerviosa y fría me cogió de pronto por la muñeca. Abrí los ojos y vi delante de mí a
una mujer, llevando una antorcha en la mano. Su vestido estaba cubierto de nieve y
un temblor convulsivo agitaba todos sus miembros. Sus ojos brillaban con un fuego
sombrío, a través de los largos y blancos cabellos que caían sobre su rostro. ¡Era mi
madre! «Odile, hija mía —me dijo—, levántate y vístete; es necesario que lo sepas
todo». Me vestí, temblorosa de miedo. Entonces, llevándome hasta la torre de Hugo,
me enseñó la bajada hasta el fondo del precipicio. «Tu padre va a salir por ahí; va a
salir con la Loba. No tiembles, porque no puede verte». Y, en efecto, mi padre,
cargado con su fúnebre fardo, salió con la vieja. Mi madre, llevándome en brazos, los
siguió. Me hizo ver la escena del Altenberg. «Mira, hija; es preciso que lo veas,
porque yo… voy a morir. Guardarás este secreto, cuidarás de tu padre tú sola… tú
sola, ¿lo entiendes bien? ¡Va en ello el honor de tu familia!».
La condesa se tomó un respiro, antes de proseguir:
—Volvimos al castillo. Quince días después, señor, mi madre murió, dejándome
bien claro el camino que yo debía seguir. ¡Y lo he seguido religiosamente, aun a costa
de grandes sacrificios! Ya habéis podido verlo: he tenido que desobedecer a mi padre,
desgarrarle el corazón. Casarme supondría introducir al extraño en medio de
nosotros, traicionar el secreto de nuestro linaje. ¡He resistido! Todos ignoran en el
castillo de Nideck el sonambulismo del conde y, sin la crisis de ayer, que ha

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destrozado mis fuerzas y me ha impedido vigilar personalmente a mi padre, seguiría
siendo la única depositaria del terrible secreto. Dios, sin embargo, ha decidido poner
entre vuestras manos el honor de mi familia. Podría exigir de vos, señor, la solemne
promesa de que nunca revelaréis lo que habéis visto esta noche. Estaría en mi
derecho…
—¡Señora! —exclamé, mientras me incorporaba—, estoy dispuesto a…
—No, señor —me interrumpió con dignidad—, no os insultaré de esa forma. Los
juramentos no obligan a los corazones viles, y basta la probidad a los corazones
honrados. Guardaréis este secreto, estoy segura, porque ése es vuestro deber; pero
espero de vos algo más que eso, señor: he aquí por qué os he contado todo.
Se incorporó lentamente.
—Doctor Fritz, mis fuerzas están a punto de abandonarme y necesito la ayuda y
el consejo de un amigo. ¿Queréis ser este amigo?
Me levanté emocionado.
—Señora —respondí—, acepto con reconocimiento el ofrecimiento que me
hacéis, y no sabría explicaros el orgullo que me produce vuestra confianza.
Permitidme, sin embargo, que ponga una condición.
—Hablad, señor.
—Ese título de amigo lo aceptaré con todas las obligaciones que incluye.
—¿Qué queréis decir?
—Un misterio envuelve a vuestra familia, señora; hay que desvelarlo a todo
precio. Tenemos que apoderarnos de la Peste Negra, saber quién es, lo que quiere y
de dónde viene.
—¡Oh! —movió la cabeza—. Es imposible…
—¿Quién sabe, señora? La Providencia pensó quizá en mí, inspirándole a Sperver
la idea de venir a buscarme a Friburgo.
—Tenéis razón, señor —respondió ella—, porque la Providencia no hace nada en
vano. Obrad como os aconseje vuestro corazón. ¡Doy mi aprobación por adelantado!
Besé respetuosamente la mano que me tendía y salí de la estancia, lleno de
admiración por esta mujer tan joven, tan débil y, sin embargo, tan fuerte ante el dolor.
¡Nada hay tan bello como el deber noblemente cumplido!

XII

Una hora después de mi conversación con Odile, Sperver y yo salíamos al galope

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del castillo de Nideck.
El montero, inclinado sobre el cuello de su caballo, azuzaba sin cesar a su
cabalgadura. Iba tan deprisa que su gran corcel de Mecklernburgo, con sus crines
flotando al viento, la cola horizontal y las patas extendidas, parecía inmóvil: hendía
literalmente el aire. En cuanto a mi pequeño caballo de las Ardenas, parecía que
hubiera mordido el bocado. Lieverlé nos acompañaba, siguiendo a nuestro lado como
una flecha. ¡El vértigo nos llevaba en sus alas!
Las torres de Nideck quedaban ya lejos y Sperver, como de costumbre, había
tomado ventaja. Le grité:
—¡Alto, camarada, alto! Antes de seguir nuestro camino tenemos que deliberar.
Se detuvo y me dijo:
—Indícame solamente, Fritz, si hay que torcer a la derecha o la izquierda.
—No, acércate, porque es indispensable que conozcas la razón de nuestro viaje.
En pocas palabras: se trata de capturar a la vieja.
La satisfacción brilló en el rostro largo y amarillento del viejo furtivo, sus ojos
chispearon.
—¡Ah, ah! —exclamó—. ¡Ya sabía yo que acabaríamos ahí!
Con un brusco movimiento del hombro, hizo llegar la carabina hasta su mano.
Ese gesto significativo me puso alerta.
—¡Un momento, Sperver! No se trata de matar a la Peste Negra, sino de
prenderla viva.
—¿Viva?
—Tal como lo oyes. Y, para evitarte disgustos y remordimientos, te prevengo que
el destino de la vieja y el del conde van por el mismo camino. Entiéndelo bien: la
bala que hiriese a la Peste Negra mataría también al conde.
Sperver abrió la boca, estupefacto.
—¿Eso es verdad, Fritz?
—¡Totalmente!
Siguió un largo silencio. Nuestros dos caballos, Fox y Reppel, balanceaban la
cabeza el uno en frente del otro, y se saludaban, escarbando la nieve con sus cascos,
como para felicitarse por la expedición. Lieverlé bostezaba de impaciencia alargando
y doblando su flaco y largo espinazo, como una culebra. Sperver continuaba inmóvil,
apoyándose en la carabina. Volvió a echársela al hombro y dijo:
—¡Perfectamente! Trataremos de cogerla viva. Nos pondremos guantes, si es
necesario tratarla con tanto miramiento. Pero no es nada fácil lo que te propones,
Fritz.
Extendiendo la mano hacia las montañas que nos rodeaban, como si fuesen las
gradas de un anfiteatro, añadió:
—Mira: ahí están el Altenberg, el Birkenwald, el Schneeberg, el Oxenhorn, el
Rheethâl, el Behrenkopf. Si subiésemos algo más, verías otros cincuenta picos,
difuminándose hasta las llanuras del Palatinado. Dentro de esa extensión hay

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roquedos, barrancos, desfiladeros, torrentes y bosques. ¡Sobre todo, bosques! Pinos,
abetos, hayas, robles… La vieja se pasea por entre todo ese laberinto. Tiene buen pie,
buena vista, y nos huele a una legua de distancia. Y, encima, me dices alegremente
que tenemos que cogerla viva.
—Si fuera fácil, ¿dónde estaría el mérito? No te hubiera elegido a ti.
—¡Pero es que no es tan fácil, Fritz! Si al menos tuviéramos el principio de sus
huellas, no digo yo que con paciencia y buen ánimo…
—En cuanto a sus huellas, no te preocupes; ya me encargo yo.
—¿Tú?
—Yo mismo.
—¿Tú sabes encontrar una pista?
—¿Y por qué no?
—¡Ah, bien! Si no tienes ninguna duda, si estás seguro de hacerlo mejor que yo…
eso es otra cosa. Ve delante, que yo te sigo.
Se apreciaba claramente el despecho en la voz del cazador, irritado al comprobar
que yo me atrevía con sus conocimientos especiales. Por ello, riéndome debajo de las
barbas, no me hice repetir la invitación y giré bruscamente a la izquierda, seguro de
cortar las huellas de la vieja, la cual, desde el portillo, tras haberse fugado con el
conde, había debido de atravesar la llanura para llegar a la montaña.
Sperver marchaba detrás de mí, silbando con aire de fingida indiferencia, y yo le
oía murmurar:
—¡Mira que buscar en la llanura las huellas de la Loba! Cualquiera debería saber
que, según su costumbre, habrá seguido la linde del bosque. Pero, a lo que se ve, la
vieja se pasea de derecha a izquierda, con las manos en los bolsillos, como haría
cualquier burgués de Friburgo.
Yo me hacía el sordo. De súbito, le oí lanzar una exclamación de sorpresa. Se
volvió hacia mí, mirándome fijamente.
—Fritz —dijo—, tú sabes más de lo que aparentas.
—¿Por qué dices eso, Gedeón?
—Porque esta pista, que yo hubiera buscado durante ocho días, la encuentras tú al
primer golpe. ¡No es natural!
—¿Y dónde ves tú esas huellas?
—¡Eh, no te hagas el tonto!
Me indicó a lo lejos una línea blanca apenas perceptible.
—¡Allí está!
Puso su caballo al galope. Le seguí y, dos minutos más tarde, echábamos pie a
tierra. Efectivamente: ¡eran las huellas de la Peste Negra!
—Me gustaría saber —gruñó Sperver, cruzando los brazos—, me gustaría saber
de dónde demonios puede venir esta pista.
—Eso no debe preocuparte.
—Tienes razón, Fritz, no hagas caso. A veces no digo más que tonterías. Lo

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principal es saber adónde nos llevarán las huellas.
Puso en tierra una rodilla. Yo era todo oídos; él, todo atención.
—¡La pista es reciente —dijo al primer vistazo—, de esta noche! Es extraño,
Fritz: durante la última crisis del conde, la vieja rondaba alrededor de Nideck.
Examinó las huellas más detenidamente.
—Se marcaron entre las tres y las cuatro de la mañana.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque la señal está muy clara y hay granizo alrededor, que la helada ha
conservado. Anoche, sobre las doce, salí para cerrar las puertas, y recuerdo que
granizaba. En el fondo de la huella no hay granizo, y eso quiere decir que se marcó
después.
—Tiene su lógica, Sperver, aunque la huella pudo ser hecha bastante más tarde: a
las ocho o las nueve, por ejemplo.
—No, fíjate: está cubierta por la helada de la niebla, y la niebla no cae hasta cerca
del amanecer. La vieja ha pasado por aquí después del granizo y antes de la niebla,
entre las tres y las cuatro.
Yo estaba apreciando la perspicacia de Sperver. Éste se incorporó, golpeándose
las manos para librarlas de la nieve y, mirándome con aire soñador, como hablándose
a sí mismo:
—A más tirar, pongamos las cinco de la mañana. Ahora es mediodía, ¿no es así,
Fritz?
—Falta un cuarto de hora para el mediodía.
—¡Bien! La vieja nos lleva entonces unas siete horas. Tendremos que seguir su
camino paso a paso. A caballo, podemos ganarle una hora de cada dos. Suponiendo
que continúe andando, sobre las siete o las ocho de la tarde habremos dado con ella.
¡En marcha, Fritz, en marcha!
Nos pusimos de nuevo en camino, siguiendo las pisadas, que nos dirigían
derechamente hacia las montañas.
Sin dejar de galopar, Sperver me iba diciendo:
—Si tuviéramos la suerte de que esa Peste maldita se hubiera refugiado en
cualquier sitio, o que se hubiese detenido a descansar un par de horas, incluso
podríamos echarle el guante antes de que llegase la noche.
—Esperémoslo así, Gedcón.
—¡Hum, no cuentes con ello, Fritz, no cuentes con ello! La vieja Loba no para de
caminar; es infatigable, y recorre sin parar todas las cañadas de la Selva Negra. Por
eso no conviene hacerse ilusiones. Si por un casual se ha detenido, tanto mejor, nos
llevaremos una alegría; si ha seguido andando, en cambio, no supondrá desilusión.
¡Galopemos un rato! ¡Arre, Fox!
Produce una extraña sensación ir a la caza de un semejante, porque, pese a todo,
aquella desgraciada era un prójimo nuestro; como nosotros, estaba dotada de un alma
inmortal, y sentía, pensaba, reflexionaba como nosotros. Cierto es que algún instinto

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perverso la emparentaba en cierto sentido con la loba, y que un gran misterio
planeaba sobre su destino.
La vida errante había apagado en ella, sin duda, el sentido de lo moral, e incluso
borrado el carácter humano. Pero nada nos daba el derecho de ejercer sobre ella el
despotismo del hombre sobre el animal.
Sin embargo, un ardor salvaje nos arrastraba en su persecución. Yo mismo sentía
hervir mi sangre, y estaba determinado a no retroceder ante ningún medio para lograr
la captura de aquel extraño ser. La caza del lobo o la del jabalí jamás me habían
inspirado la misma exaltación.
La nieve volaba detrás de nosotros y, en ocasiones, silbaban cerca de nuestras
orejas los fragmentos de hielo levantados por los cascos de los caballos. Sperver, con
sus ojos grises fijos en la pista o levantando a veces la cabeza, mostrando el rojizo
bigote que el viento azotaba, me recordaba a aquellos famosos bashkiros que vi
durante mi infancia, atravesando Alemania; su gran caballo, delgado, seco,
musculoso, desplegadas las crines, de torso esbelto como el de un galgo, completaba
la ilusión.
Lieverlé, en su entusiasmo, saltaba a veces hasta la altura de nuestros caballos, y
yo temblaba pensando en el encuentro con la Peste Negra: el perro era capaz de
hacerla pedazos antes de que ella pudiese ni siquiera lanzar un grito.
Por lo demás, la vieja nos estaba dando trabajo. En cada colina había cambiado de
dirección; en cada montículo encontrábamos una pista falsa.
—Aquí, por lo menos —gritaba Sperver—, podemos ver de lejos; pero en el
bosque la cosa cambiará. Tendremos que ir con los ojos bien abiertos. ¡Fíjate, Fritz,
cómo ha intentado disimular el rastro! Aquí se ha entretenido en barrer sus pisadas; y
luego, desde este otero barrido por el viento, se ha dejado caer hasta el riachuelo. Ha
seguido su cauce para salir de él en aquella punta del brezal. ¡Si no llega a ser por
estas dos huellas, seguro que la hubiéramos perdido!
Acabábamos de llegar a la linde de un bosque de abetos. La nieve, en este tipo de
bosques, casi nunca llega a caer cerca del tronco, debido a la densa protección que
ofrecen las ramas. Era un tramo difícil. Sperver descabalgó para seguir mejor la pista,
indicándome que me colara a su izquierda para no darle sombra.
El suelo tenía grandes zonas cubiertas de hojas muertas, y estas agujas flexibles
del abeto no dejan ver señales de pasos. Por eso Sperver tenía que buscar el rastro en
los espacios libres donde la nieve había caído sin dificultad.
Nos costó una hora salir de este bosquecillo sin perder las señales de la Peste
Negra. El viejo furtivo se mordía los mostachos y su gran nariz aquilina daba la
impresión de querer completar un semicírculo. Cuando yo intentaba decir aunque
fuera una palabra, me interrumpía bruscamente y gritaba:
—¡No hables, me confundes!
Bajamos a la izquierda por un vallecito y Gedeón, señalándome los pasos de la
Loba por entre los brezos, me dijo:

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—Podemos seguir esas señales con toda confianza.
—¿Por qué?
—Porque la Peste tiene la costumbre, en todas sus contramarchas, de dar tres
pasos de lado, volver sobre sus huellas, dar cinco o seis al lado contrario y saltar
bruscamente hacia un claro. Cuando se cree a cubierto, en cambio, marcha en línea
recta sin preocuparse en hacer regates. ¿Qué te he dicho? Mira ahora… camina como
un jabalí, y no será difícil seguir su marca. Dejemos su rastro entre los dos y
encendamos una pipa.
Nos detuvimos un momento y el buen hombre, cuya figura empezaba a animarse,
proclamó:
—¡Fritz, éste puede ser uno de los días más hermosos de mi vida! Si agarramos a
la vieja, la llevaré en la grupa de Fox, atada como un paquete de harapos. Sólo siento
una cosa.
—¿Cuál?
—Haberme dejado en el castillo el cuerno de caza. Me hubiera gustado anunciar
nuestra vuelta cuando nos acercáramos al castillo de Nideck. ¡Ja, ja, ja!
Encendió su cachimba y proseguimos el camino.
Las impresiones de la Loba se dirigían a lo alto de los bosques por un camino tan
inclinado que nos fue necesario, en más de una ocasión, echar pie a tierra y llevar
nuestros caballos de la brida.
—Ahora tuerce a la derecha —me dijo Sperver—. De ese lado las montañas caen
a pico. Uno de los dos tendrá que quedarse con los caballos, y el otro rodeará para
encontrar las señales abajo. ¡Diablos, el día se está acabando!
El paisaje había tomado una amplitud grandiosa. Enormes rocas grises, cargadas
de hielo, elevaban de cuando en cuando sus cimas angulosas, como escollos que
sobresaliesen por encima de un océano de nieve.
Nada tan melancólico como el espectáculo que ofrece el invierno en las altas
montañas: las crestas, los barrancos, los árboles desnudos, los brezos brillantes de
escarchas, tienen un carácter de abandono y de tristeza indecibles. Y el silencio —tan
profundo que puede oírse el sonido de una hoja resbalando por la nieve endurecida, el
de una ramilla separándose del árbol—, el silencio pesa terriblemente, como
esbozando la idea inconmensurable de la nada.
¡El hombre es muy poca cosa! Dos inviernos consecutivos bastan para borrar de
la tierra todo rastro de vida.
De vez en cuando, Sperver y yo sentíamos la necesidad de levantar la voz, aunque
fuera para pronunciar una palabra sin importancia.
—¡Llegaremos! ¡Hace un frío de lobos!
O bien:
—¡Eh, Lieverlé, parece que bajas las orejas!
Era una forma cualquiera de oírse a sí mismo, como para decirse: «Todavía estoy
vivo».

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Desgraciadamente, Fox y Reppel empezaban a fatigarse. Se iban hundiendo en la
nieve hasta el pretal y no relinchaban ya como al principio.
Por otra parte, los desfiladeros inextricables de la Selva Negra parecen
prolongarse indefinidamente. Se notaba que la vieja amaba estas soledades: en cierto
lugar había rodeado la choza abandonada de un carbonero; más allá había arrancado
algunas raíces que cruzaban las rocas musgosas; más adelante se había sentado al pie
de un árbol. Esta última señal indicaba que la vieja nos llevaba una ventaja no
superior a las dos horas. Nuestras esperanzas y esfuerzos redoblaron. ¡Pero el día iba
bajando a ojos vista!
Desde nuestra salida de Nideck no habíamos encontrado ni leñadores, ni
carboneros, ni cazadores. En esta época, la soledad de la Selva Negra es tan profunda
como la de las estepas de América del Norte.
A las cinco, la noche había caído. Sperver hizo alto y me dijo:
—Fritz, hemos salido con dos horas de retraso. ¡La Loba nos lleva demasiada
ventaja! Antes de diez minutos habrá bajo los árboles tanta oscuridad como la que
habría en el interior de un horno. Lo más sencillo es que nos dirijamos a la Roche-
Creuse, que está a veinte minutos de aquí. Encenderemos un buen fuego, comeremos
nuestras provisiones y vaciaremos la bota. Cuando se levante la luna volveremos a
seguir el rastro y, si la vieja no es el diablo en persona, hay diez posibilidades contra
una de que la encontraremos muerta al pie de un árbol. Es imposible que una criatura
humana pueda soportar tales fatigas con un tiempo parecido. El mismísimo Sebaldo,
que es el mejor andarín de la Selva Negra, no podría resistirlo. ¿Qué te parece, Fritz?
¿Hacemos lo que te digo?
—Habría que estar loco para obrar de otra manera; además, me muero de hambre.
—¡De acuerdo! ¡Pongámonos en camino!
Tomó la delantera y se internó en una estrecha garganta, entre dos líneas de rocas
cortadas a pico. Los abetos cruzaban sus ramas por encima de nuestras cabezas. Bajo
nuestros pies corría un torrente casi seco; de vez en cuando algún rayo de luz, perdido
en estas profundidades, reflejaba el agua helada, mate como el plomo.
La oscuridad se hizo más profunda. Los pasos de nuestros caballos sobre los
cantos rodados producían extraños ecos, semejantes a las risas de los monos. Las
rocas multiplicaban estos sonidos mientras, a lo lejos, un punto azulado parecía
crecer poco a poco: era la salida de la garganta.
—Fritz —me dijo Sperver—, nos encontramos en el lecho del torrente del
Tunkelbach. Es el más salvaje desfiladero de toda la Selva Negra, y acaba en una
especie de callejón sin salida que llamamos por aquí la Cazuela del Tragón[10].
Durante la primavera, en la época del deshielo, el Tunkelbach vomita ahí dentro todas
sus entrañas, desde una altura de doscientos pies. Es un estruendo espantoso. Las
aguas rebotan y se trizan, cayendo en forma de lluvia y llegando hasta las montañas
próximas. Hay veces en que llegan hasta la gran caverna de la Roche-Creuse; pero en
estas fechas debe de estar más seca que un cuerno de pólvora, y podremos encender

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en ella una buena hoguera.
Mientras escuchaba a Gedeón, miraba yo el sombrío desfiladero y me decía que
el instinto de las fieras, cuando buscan tales refugios alejados de la luz y de todo lo
que alegra el alma, que ese instinto, digo, se asemeja al remordimiento. En efecto, los
seres que viven a pleno sol: la cabra, erguida sobre la puntiaguda roca; el caballo que
galopa en la llanura; el perro que juguetea junto a su amo o el pájaro que nada en
plena claridad, todos respiran alegría y felicidad, todos saludan al día con sus danzas
y sus gritos de entusiasmo. El gamo que berrea a la sombra de los grandes árboles, en
esos verdes refugios, participa de la poesía del medio que lo protege. El jabalí posee
la brusquedad de los senderos impenetrables por los que se pierde; el águila tiene la
bravura y altanería de las rocas donde anida; el león, la majestad de las bóvedas
grandiosas de su caverna… pero el lobo, el zorro o la garduña siempre buscan las
tinieblas, y el miedo los acompaña, como si tuvieran remordimientos.
Iba yo pensando en todo esto y empezaba a notar cómo el viento me azotaba el
rostro, según nos acercábamos a la salida del desfiladero. De súbito, un reflejo rojizo
iluminó el roquedo a cien pies por encima de nuestras cabezas, vistiendo de púrpura
el verde oscuro de los abetos y haciendo centellear las guirnaldas de escarcha.
—¡Ah! —exclamó Sperver ahogadamente—. ¡Ya tenemos a la vieja!
Mi corazón dio un salto, mientras nos apretábamos el uno contra el otro. El perro
gruñía sordamente.
—¿No puede escaparse? —pregunté yo en voz baja.
—No, está más cogida que una rata en el cepo. La Cazuela del Tragón no tiene
otra salida que ésta y, a su alrededor, las rocas tienen doscientos pies de altura. Ja, ja,
ya te tengo, vieja bribona!
Puso pie encima del agua helada, entregándome las riendas de su caballo. Me dio
por temblar. Oí, en el silencio que me rodeaba, el clic-clac rápido de una carabina que
se monta. Este pequeño ruido me tensó todos los nervios.
—¡Sperver, qué vas a hacer?
—No tengas miedo, sólo voy a asustarla.
—Eso espero. ¡Nada de sangre! Recuerda lo que te he dicho: «La bala que mate a
la Peste matará igualmente al conde».
—Estáte tranquilo.
Y se alejó, sin prestarme mayor atención. Oí el chapoteo de sus pies en el agua y,
algo más tarde, vi recortarse su silueta, sobre el fondo azulado que se entreveía a la
salida del desfiladero. Allí estuvo inmóvil durante, al menos, cinco minutos. Yo me
iba acercando poco a poco. Cuando se volvió, no estaba más que a tres pasos de él.
—¡Chsst! ¡Mira!
En el fondo de aquel anfiteatro, cuyas gradas caían verticalmente desde lo alto, vi
un hermoso fuego que lanzaba sus llamas hacia la bóveda de una caverna.
Acurrucado ante el fuego pude ver a un hombre, que reconocí gracias a sus ropas: se
trataba del barón de Zimmer-Blouderic.

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Estaba inmóvil, con la frente entre las manos. Tras él, una forma negra estaba
extendida en el suelo y, más allá, su caballo, difuminado entre las sombras de la
caverna, nos miraba atentamente, rectas las orejas y dilatados los ollares.
¡Me quedé estupefacto!
¿Cómo se encontraba el barón de Zimmer en ese lugar y a esas horas? ¿Qué había
ido a hacer allí? ¿Se había extraviado?
Las suposiciones más contradictorias luchaban en mi espíritu, y no sabía yo a cuál
prestar atención, cuando el caballo del barón se puso a relinchar.
Al sonido de los relinchos, el amo levantó la cabeza.
—¿Qué te pasa, Donner? —preguntó.
Luego, frunciendo el ceño, miró a su alrededor.
Aquel rostro de líneas salientes, labios delgados, grandes cejas negras, cuya frente
cruzaba una larga y profunda arruga vertical, me hubiera llenado de admiración en
cualquier otra circunstancia; pero, en aquel momento, un sentimiento de aprensión
indefinible se había adueñado de mi alma y me notaba lleno de inquietud.
El joven gritó de pronto:
—¿Quién anda ahí?
—¡Yo, monseñor! —respondió Gedeón inmediatamente, avanzando hacia él—.
¡Soy yo, Sperver, el primer montero del conde de Nideck!
Un relámpago atravesó la mirada del barón, pero no se movió ni un solo músculo
de su cara. Se puso en pie, echando sobre su espalda la pelliza que le abrigaba. Yo
avancé también con los caballos y el perro. Lieverlé empezó a aullar lúgubremente.
¿Quién no ha tenido nunca temores supersticiosos? Al oír los lamentos de
Lieverlé tuve miedo, y un escalofrío glacial me recorrió todo el cuerpo.
Sperver y el barón se encontraban a cincuenta pasos el uno del otro: el primero,
inmóvil en medio de aquel círculo de piedras, con la carabina al hombro; el segundo,
de pie sobre la plataforma exterior de la caverna, nos dominaba con la mirada, alta la
cabeza.
—¿Qué queréis? —interrogó el joven agresivamente.
—Buscamos a una mujer —respondió el viejo furtivo—, una mujer que viene
todos los años a rondar el castillo de Nideck, y a quien tenemos órdenes de detener.
—¿Ha robado?
—No.
—¿Ha matado?
—No, monseñor.
—Entonces, ¿qué le queréis? ¿Con qué derecho la perseguís?
Sperver se enderezó marcialmente, fijando sus ojos grises en el barón.
—Y vos —respondió altaneramente—, ¿con qué derecho os habéis apoderado de
ella? Porque está ahí, la veo perfectamente en el fondo de la caverna. ¿Con qué
derecho metéis las narices en nuestros asuntos? ¿No sabéis que éstas son las tierras de
Nideck, y que, como representantes de monseñor el conde, tenemos derecho de alta y

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de baja justicia?
El barón palideció, contestando rudamente:
—No tengo por qué rendiros cuentas.
—Tened cuidado —respondió Sperver—. Vengo con palabras de paz y
conciliación. Actúo en nombre del señor Yeri-Hans, estoy en mi derecho, y vos me
contestáis torcidamente.
—¿Vuestro derecho? —exclamó el joven con una sonrisa amarga—. ¡No me
habléis de vuestro derecho, o me obligaréis a exponeros el mío!
—¡Pues bien, exponedlo! —gritó Sperver, cuya larga nariz se curvaba de ira.
—¡No, no os diré nada! ¡Y no entraréis!
—¡Lo veremos! —advirtió el montero, penetrando en la caverna.
El barón desenvainó su cuchillo de caza. Yo, entonces, viendo esto, quise
interponerme entre los dos. Desgraciadamente, el perro que llevaba de la correa dio
una sacudida y me dejó tendido en tierra. Creí perdido al barón. En ese instante se
oyó un grito atroz en el fondo de la gruta. Mientras me incorporaba, divisé a la vieja
delante de las llamas. Tenía la ropa destrozada y la cabellera flotando sobre su
espalda. Levantaba los brazos en alto y dejaba escapar unos espantosos aullidos,
semejantes a los que lanza el lobo en las noches de invierno, cuando el hambre le
retuerce las entrañas.
No había visto en mi vida nada tan espantoso. Sperver, inmóvil, fija la mirada,
con la boca abierta, parecía petrificado. El mismo perro, enfrentado a esta inesperada
aparición, se había detenido unos segundos. Volvió a tomar carrera, con el espinazo
erizado de cólera y un gruñido de impaciencia que me hizo estremecer. La plataforma
de la caverna se encontraba a ocho o diez pies por encima del suelo y por eso no la
alcanzó al primer salto. Todavía veo a Lieverlé franquear los matorrales cubiertos de
escarcha. Y veo también al barón, interponiéndose entre la verja y el perro, mientras
gritaba:
—¡Madre!
El perro hizo un último esfuerzo y Sperver, rápido como el rayo, se echó la
carabina a la cara y lo abatió de un disparo a los pies del barón.
Todo aquello ocurrió en un segundo. Aquella caldera natural se había iluminado
con el resplandor de la pólvora y los ecos de la explosión se repetían incansablemente
en sus profundidades. El silencio pareció agrandarse luego, al igual que las tinieblas
se hicieron más extensas tras el relámpago.
Cuando el humo de la pólvora se disipó, pude ver a Lieverlé, caído junto a la
plataforma, mientras la vieja, desvanecida, descansaba entre los brazos del joven.
Sperver, pálido, mirando al barón sombríamente, había dejado reposar la culata de su
carabina en tierra. Tenía la cara contraída y los ojos medio cerrados, intentando
reprimir una enorme indignación.
—Señor de Blouderic —dijo, extendiendo la mano hacia la caverna—, acabo de
matar a mi mejor amigo para salvar a esa mujer, para salvar a vuestra madre. Dad

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gracias al cielo de que su destino esté relacionado con el del conde. ¡Lleváosla!
¡Lleváosla, y que no vuelva más! Porque… porque no respondo del viejo Sperver.
Luego, echando un vistazo al perro, exclamó:
—¡Pobre Lieverlé! ¡Esto era lo que nos esperaba aquí! Vamos, Fritz, vamos…
escapémonos de aquí… ¡Sería capaz de hacer una desgracia!
Asiendo a Fox por las crines, intentó subir a la silla. Pero, de pronto, dejó caer la
cabeza sobre la grupa de su caballo y se puso a sollozar como un niño.

XIII

Sperver se había marchado, llevando envuelto en su capote a Lieverlé. Yo me


negué a seguirle, puesto que mi deber me retenía junto a la vieja: no podía abandonar
a esa desgraciada sin ir contra mi conciencia.
Por otra parte (todo hay que decirlo) tenía curiosidad por contemplar a aquel
extraño ser. Apenas hubo desaparecido el montero en las tinieblas de la garganta, me
introduje en la caverna, donde me esperaba un extraño espectáculo.
Sobre un gran manto forrado de blanco se hallaba tendida la vieja, con su larga
ropa de color púrpura, crispadas las manos sobre el pecho y sujetando su encanecida
cabellera con una flecha de oro.
Aunque viva mil años, la imagen de esta mujer no se borrará de mi memoria.
Aquella cabeza de buitre, agitada por los últimos estremecimientos de la vida, de
mirada fija y boca entreabierta, era algo formidable de ver. Así debió de ser, en su
última hora, la terrible reina Fredegunda.
El barón, arrodillado junto a ella, intentaba reanimarla. Pero, al primer vistazo,
pude ver que la desgraciada no tenía remedio. Me incliné para cogerle el brazo, con
un sentimiento de profunda piedad.
—¡No toquéis a la señora! —exclamó el joven con acento irritado—. ¡Os lo
prohíbo!
—Soy médico, monseñor.
Me observó en silencio durante algún tiempo y luego, levantándose:
—¡Perdonadme, señor —dijo en voz baja—, perdonadme!
Estaba muy pálido y sus labios temblaban. Al cabo de un instante, preguntó:
—¿Qué pensáis?
—Todo ha terminado… ¡Ha muerto!
Entonces, sin responder una palabra, fue a sentarse sobre una piedra, dejando caer

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la cabeza entre las manos, como aniquilado.
Yo me acurruqué cerca del fuego, mientras la llama intentaba escalar el aire hasta
el techo de la caverna, proyectando resplandores de rojo cobre sobre la rígida faz de
la vieja.
Llevaríamos allí cerca de una hora, inmóviles como dos estatuas, cuando,
levantando de golpe la cabeza, el barón se dirigió a mí.
—Señor, todo esto me confunde. He aquí a mi madre. Creía conocerla desde hace
veintiséis años, y me encuentro con todo un mundo de misterios y de horror
abriéndose ante mis ojos. Decís que sois médico… ¿Habéis visto alguna vez algo tan
espantoso?
—Señor —le respondí—, el conde de Nideck padece una enfermedad que guarda
un singular parecido con la de vuestra señora madre. Si tenéis la suficiente confianza
para ponerme al tanto de los hechos de los que habéis sido testigo, os confiaré de todo
corazón los que conozco yo. Ese intercambio de conocimientos podría facilitarme los
medios para curar a mi enfermo.
—Con mucho gusto, señor —me contestó.
Y, seguidamente, me puso al corriente de que la baronesa de Blouderic pertenecía
a una de las más ilustres familias de Sajonia. Todos los años, en otoño, hacía un viaje
a Italia, acompañada por un viejo servidor, único criado en quien depositaba toda su
confianza. Este hombre, cuando se estaba muriendo, pidió entrevistarse a solas con el
hijo de su amo. En esa hora suprema, atormentado sin duda por algunos
remordimientos, había explicado al joven barón que el viaje de su madre por Italia no
era más que un pretexto para dedicarse a recorrer la Selva Negra. No conocía los
motivos de tales excursiones, pero debía de tener algo de espantoso, puesto que la
baronesa volvía de ellas casi extenuada, harapienta y al borde de la muerte,
necesitando luego varias semanas de reposo para recobrarse de las fatigas horribles
sufridas durante aquellos escasos días.
He aquí, en resumen, lo que el viejo criado refirió al joven barón, creyendo
cumplir con su deber.
El hijo, queriendo conocer a cualquier precio lo que sucedía, había seguido a su
madre ese mismo año. Comprobó que, tras una breve etapa en Baden, la mujer se
internaba en las gargantas de la Selva Negra, por donde la había seguido paso a paso.
Aquellas huellas que Sebaldo había visto en la montaña eran las suyas.
Cuando el barón me hubo hecho esta confidencia, me creí en la obligación de
explicarle la extraña influencia que la aparición de la vieja ejercía sobre el estado de
salud del conde, y todas las circunstancias de este drama.
Quedamos los dos confundidos por la coincidencia de estos hechos. No era
explicable la misteriosa atracción que estos dos seres ejercían el uno sobre el otro, sin
conocerse; ni la trágica representación de la que eran actores; ni el conocimiento que
tenía la mujer del castillo, de sus más secretas salidas, sin haber estado en él
anteriormente; ni el origen del traje que la vieja usaba para esta representación,

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cogido sin duda en algún escondite misterioso, que sólo la lucidez magnética podía
haberle revelado. Quedamos de acuerdo, por último, en que todo es espanto en
nuestra existencia y que el misterio de la muerte es quizá el menor de los secretos que
Dios se reserva, aunque a nosotros nos parezca el más importante.
Mientras tanto, la noche tocaba a su fin. A lo lejos, bastante lejos, una lechuza
indicaba la huida de las tinieblas, con ese sonido extraño que parece salir del cuello
de una botella. Al poco tiempo se oyó un relincho en las profundidades del
desfiladero y, con las primeras luces del día, vimos aparecer un trineo conducido por
el criado del barón. Estaba cubierto con paja y mantas, y acomodamos en él a la
mujer.
Yo monté en mi caballo, que no pareció molesto con la oportunidad de estirar las
patas, habida cuenta de que habían pisado el hielo durante más de la mitad de la
noche. Acompañé al trineo hasta la salida del desfiladero. Luego, habiéndonos
saludado solemnemente, tal como se practica entre señores y burgueses, ellos
cogieron el camino de la izquierda, hacia Hirschland, y yo me dirigí hacia las torres
de Nideck.
A las nueve de la mañana estaba en presencia de la joven condesa Odile, a la que
informe de los acontecimientos ocurridos.
Visité luego al conde, a quien encontré en un estado muy satisfactorio. Sentía una
gran debilidad, cosa normal después de las terribles crisis que acababa de atravesar;
pero tenía ya consciencia de sí, y la fiebre había desaparecido completamente desde
las últimas horas de la tarde anterior.
Parecía encaminarse hacia una próxima y completa curación.
Algunos días más tarde, viendo al anciano conde en plena convalecencia, quise
volver a Friburgo. El señor de Nideck, sin embargo, me rogó insistentemente que
fijara mi residencia en el castillo. Sus condicione fueron tales que me fue imposible
contradecir sus deseos.
Siempre recordaré la primera cacería de jabalíes en la que tuve el honor de
participar junto al conde, y, sobre todo, la magnífica entrada al castillo, alumbrados
por las antorchas, después de haber batido las nieves de la Selva Negra durante doce
horas seguidas, sin retirar los pies de los estribos.
Acababa de cenar y subía a la torre de Hugo, roto de fatiga, cuando, al pasar por
delante de la habitación de Sperver, cuya puerta permanecía entreabierta, unos gritos
alegres llegaron hasta mis oídos. Me detuve, mientras el más agradable de los
espectáculos se ofrecía a mi vista: alrededor de la maciza mesa de roble se apretaban
veinte personas. Dos lámparas de hierro, suspendidas de la bóveda, iluminaban veinte
rostros alegres.
¡Los vasos chocaban en continuos brindis!
Sperver estaba allí, con los mostachos húmedos, los ojos brillantes y la cabellera
gris completamente alborotada. Tenía a su derecha a Marie Lagoutte, y a Knapwurst a
la izquierda. Un cierto tinte rosado coloreaba sus mejillas. Levantaba su hanap[11] de

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plata cincelada, ennegrecida por los siglos, y sobre su pecho brillaba la placa del
tahalí, porque, según su costumbre, llevaba el uniforme de caza. Ofrecía una figura
sencilla y alegre.
Las mejillas de Marie Lagoutte mostraban pequeñas llamas rojas, mientras su
gorro de tul parecía intentar el vuelo. La buena mujer reía con unos y con otros.
En cuanto a Knapwurst, acurrucado en su sillón, con la cabeza a la altura del codo
de Sperver, se hubiera dicho que era un enorme pellejo de vino. Venía luego Tobías
Offenloch, a quien parecían haber embadurnado con las heces de una tinaja, tan
colorado estaba; su peluca colgaba del pico de una silla y apoyaba la pata del palo
encima de la mesa. Algo más lejos, la alargada y melancólica figura de Sebaldo, que
reía en voz baja mirando el fondo de su vaso.
Estaban también las gentes del servicio, los domésticos y criadas: todo ese
pequeño mundo, en fin, que vive y prospera alrededor de las grandes familias, como
el musgo, la hiedra y la enredadera prosperan y viven junto al tronco de los robles.
Todos los ojos estaban velados por dulces lágrimas: ¡la viña del Señor lloraba
tiernamente!
Sobre la mesa reposaba un jamón, llamando la atención poderosamente con sus
alimenticios círculos concéntricos. Venían luego las altas botellas de vino del Rin,
esparcidas entre los numerosos platos, las pipas de Ulm, con sus tapas y cadenillas de
plata, y una generosa colección de grandes cuchillos de relucientes hojas.
La luz de la lámpara extendía sobre todo esto su hermosa luz ambarina, y dejaba
en la sombra los viejos muros grises, donde se enroscaban en círculos de oro las
trompas, cuernos y cornetas de caza del primer montero de Nideck.
Era un cuadro original, y la bóveda cantaba.
Sperver, como he dicho, levantaba el hanap. Estaba entonando la canción del
señor Harto el Negro:

¡Yo soy el rey de estas montañas!

mientras que el rocío bermellón del Affenthâl temblaba en cada pelo de sus
mostachos. Se interrumpió al verme y me tendió la mano.
—Fritz —dijo—, eras el único que faltaba. Hace tiempo que no me sentía tan
dichoso como esta noche. ¡Sé bienvenido!
Viendo que yo le miraba con sorpresa, porque no recordaba haberle visto sonreír
desde la muerte de Lieverlé, añadió solemnemente:
—¡Celebramos el restablecimiento de monseñor, y Knapwurst nos está contando
antiguas historias!
Todo el mundo se había vuelto hacia mí y las más alegres aclamaciones me
saludaron. Fui arrastrado por Sebaldo, instalado junto a Marie Lagoutte, y dueño de
un gran vaso de Bohemia, antes de que me diera cuenta de nada. El viejo salón
estallaba de gritos y risas. Sperver, rodeándome el cuello con su brazo izquierdo,

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levantando la copa con el aire severo del que ha bebido un poquitín más de la cuenta,
no paraba de anunciar:
—¡Fritz es como mi hijo! ¡Mi mujer lo crió! ¡Él y yo… yo y él… hasta la muerte!
¡A la salud del doctor Fritz!
Knapwurst, a caballo sobre el respaldo de su sillón, como un nabo partido en dos,
se inclinaba hacia mí y me presentaba su vaso. Marie Lagoutte agitaba las grandes
alas de su toca, y Sebaldo, derecho como una vela junto a su silla, alto y flaco como
la sombra del Wildjaëger sobre los brezos, repetía: «¡A la salud del doctor Fritz!»,
mientras la espuma chorreaba por su copa hasta caer al suelo.
Hubo un momento de silencio: todo el mundo bebía. Luego, un solo golpe seco:
todo el mundo volvía a poner su copa encima de la mesa.
—¡Bravo! —gritó Sperver.
Luego, volviéndose hacia mí, declaró:
—Fritz, ya hemos brindado a la salud del conde y de la señorita Odile. ¡Tú vas a
hacerlo ahora!
Tuve que vaciar dos veces el hanap, bajo la mirada atenta de la sala entera. A
partir de ese momento también yo adopte un aire solemne y empecé a notar los
objetos más luminosos. Los rostros salían de la sombra para verme de cerca: había
jóvenes y viejas, hermosas y feas; pero todas me parecieron buenas, tiernas y
benévolas. A las más jóvenes, sin embargo, mis ojos las sacaban desde el fondo del
salón, para intercambiar juntos largas miradas llenas de simpatía.
Sperver canturreaba y reía sin parar. De golpe, poniendo la mano sobre la joroba
del enano, pidió:
—¡Silencio! ¡Knapwurst, nuestro archivero, va a hablamos! ¡Esta joroba, para
que os enteréis, es el eco del antiguo castillo de Nideck!
El pequeño jorobado, en lugar de enfadarse por el extraño cumplido, miró al
montero atentamente y respondió:
—Y tú, Sperver, eres un viejo reitre, uno de esos reitres cuyas historias tantas
veces te he contado. ¡Sí, sí! ¡Tienes el brazo, el mostacho y el corazón de un antiguo
reitre! Si esta ventana se abriese y uno de ellos, alargando el brazo en medio de las
sombras, te tendiese la mano, ¿qué dirías tú?
—Le estrecharía la mano y le diría: «Camarada, ven a sentarte junto a nosotros.
El vino es tan bueno y las muchachas tan hermosas como en los viejos tiempos de
Hugo. ¡Mira!».
Sperver mostraba, con un gesto amplio de su brazo, la brillante juventud que veía
alrededor de la mesa.
Sí que eran hermosas, las muchachas de Nideck: las unas enrojecían de alegría;
las otras levantaban lentamente sus pestañas rubias, que descubrían una limpia
mirada azul, y yo me extrañaba de no haberme fijado hasta entonces en esas rosas
blancas, nacidas bajo las torres del viejo castillo.
—¡Silencio! —gritó Sperver por segunda vez—. Nuestro amigo Knapwurst va a

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repetimos la leyenda que nos estaba contando antes.
—¿Por qué no otra?
—¡Me gusta ésa!
—Las conozco mejores.
—¡Knapwurst! —riñó el montero, levantando un dedo solemnemente—, tengo
mis razones para volver a oír la misma. Hazla corta, si así lo deseas. ¡Y tú, Fritz,
escucha atentamente!
El enano, que estaba ya medianamente achispado, colocó los codos sobre la mesa
y apoyó las mejillas en sus manos.
—¡Hágase tu gusto, Sperver! Bien…, cuenta Bernard Hertzog que el señor Hugo,
llamado el Lobo, sintiéndose viejo, se cubrió con el almófar, que era un gorro de
mallas que cubría el yelmo cuando el caballero combatía. Cuando quería refrescarse,
se quitaba el casco y se cubría con la cofia. Hizo venir a Otto de Burlach, su capellán;
a Hugo, su primogénito; a Barthold, el segundón; a su hija, Berta la Roja, mujer de un
jefe sajón llamado Blouderic. Y les dijo: «Vuestra madre la Loba me prestó su
garra…, su sangre se mezcló con la mía… y va a renacer en vosotros de siglo en
siglo, y a llorar en las nieves de la Selva Negra. Algunos dirán que es la brisa que
llora; otros afirmarán que es la lechuza; pero será vuestra sangre, mi sangre, la sangre
de la Loba, la que me obligó a estrangular a Edwige, mi primera mujer ante Dios y la
Santa Iglesia… ¡Sí…, yo la maté! Caiga la maldición sobre la Loba, porque está
escrito: ¡Perseguiré el crimen desde el padre hasta sus descendientes, mientras no se
haga justicia!
»Y el viejo Hugo murió.
»Y por eso, desde aquel tiempo ido, la brisa llora, la lechuza silba, y los viajeros
perdidos en la noche no saben que es el quejido de la sangre de la Loba, el cual
renace —dice Hertzog— y renacerá por los siglos de los siglos, hasta el día en que la
primera mujer de Hugo, Edwige la Rubia, aparezca bajo la forma de un ángel en
Nideck, para consolar y perdonar.
Sperver se levantó entonces, sacó una de las antorchas de su anilla y pidió las
llaves de la biblioteca a Knapwurst, que se las entregó asombrado.
El viejo montero me hizo señas para que le siguiese.
Atravesamos rápidamente la gran galería en sombras, luego la sala de armas y,
enseguida, la sala de archivos apareció al extremo del inmenso corredor.
Todos los ruidos habían cesado y me pareció que el castillo había quedado
desierto.
Yo volvía la cabeza de vez en cuando y veía cómo nuestras dos sombras,
prolongándose hasta el infinito, se deslizaban como fantasmas entre las altas
tapicerías, ejecutando extrañas contorsiones.
¡Sentí una rara emoción, incluso miedo!
Sperver abrió bruscamente la vieja puerta de roble, alzó la antorcha, y entró el
primero. Llegado ante el retrato de Edwige, cuyo parecido con la joven condesa tanto

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me había impresionado en mi primera visita a la biblioteca, se detuvo y dijo con aire
solemne:
—¡He aquí la que debe venir para consolar y perdonar! ¡Y ha venido! Está abajo,
cuidando al viejo. Mira, Fritz, ¿la reconoces? ¡Es Odile!
Luego, encarando el retrato de la segunda mujer de Hugo, añadió:
—En cuanto a ésta, es Huldine la Loba. Durante mil años ha llorado en las
gargantas de la Selva Negra, y ha sido ella la causante de la muerte de mi pobre
Lieverlé. Pero en lo sucesivo los condes de Nideck podrán dormir tranquilos, ¡porque
se ha hecho justicia y el ángel bueno de la familia está de vuelta!

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Erckmann-Chatrian era el nombre con el que firmaban sus obras los dramaturgos y
narradores franceses Émile Erckmann (1822-1899) y Alexandre Chatrian (1826-
1890), todos cuyos libros fueron escritos a medias.
Ambos nacieron en el Departamento de Mosela, en la región de Lorena, en el
extremo noreste de Francia. Se especializaron en historias militares y en relatos de
fantasmas, siempre con un cierto toque campechano y humorístico, que ambientaban
preferentemente en regiones rústicas de los montes Vosgos y de su Alsacia natal, para
lo que utilizaban técnicas inspiradas en los cuentistas de la vecina Selva Negra
alemana.
Se conocieron en la primavera de 1847 y su amistad perduró hasta que se pelearon
abruptamente en 1886, después de lo cual no volvieron a aparecer historias firmadas
por ambos escritores.
Chatrian murió en 1890, y entonces Erckmann publicó varias piezas con su propio
nombre.
Cuentos de horror sobrenatural que se hicieron famosos más allá de las fronteras
francesas fueron «El sueño del primo Elof», «El burgomaestre embotellado» y «Hugo
el lobo».
Estos dos autores fueron grandemente valorados por el importante escritor de relatos
de fantasmas inglés M. R. James.

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Notas

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[1] Manicomio de la Baviera Renana. <<

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[2] Murciélago. <<

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[3] Monumento escultórico que representa a un niño orinando. <<

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[4] Señor posadero. <<

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[5] Nomeolvides. En alemán, en el original francés. <<

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[6] Nombre de un famoso general alemán de la Guerra de los Treinta Años. Schiller

escribió sobre él un drama, y sus mostachos debieron de inspirar una moda. <<

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[7] «Roca Hueca». <<

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[8] Buenos días. <<

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[9] Roca Hendida. <<

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[10] Marmite du Grand Gueulad en el original. Gueulard puede tomarse también

como vocinglero, «bocazas». <<

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[11] Copa medieval. <<

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