Texto 3

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Tiré del lazo. El grito se cortó en seco y cayó de rodillas.

Emitió un gemido
ahogado y se cubrió la cara con las manos.

—Sí —dije—. Es un espectáculo terrible, ¿no cree?

Necesitó todos los músculos de la cara para cerrar los ojos. No podía mirar, ahora
no, así no. Era comprensible, la verdad: era un espectáculo terrible. También a mí
me había disgustado sólo saber que estaba allí, a pesar de haberlo preparado yo
para él. Claro que tenía que verlo. Tenía que verlo. No sólo por mí. No sólo por el
Oscuro Pasajero, sino por él. Tenía que ver. Y no miraba.

—Abra los ojos, padre Donovan —dije.

—Por favor —dijo con un horrible gemido. Me sacó de quicio, lo reconozco, no


debería haber perdido los nervios; debía haber mantenido un control glacial, pero
no pude evitarlo, mientras gemía al ver todo ese espanto por el suelo. Le pateé las
piernas. Tiré con fuerza del lazo y le agarré la nuca con la mano derecha para
luego empujarle la cara contra el combado y sucio suelo de madera. Había un poco de
sangre y eso me enojó aún más.

—Ábralos —dije—. Abra los ojos. Ábralos AHORA. Mire. —Le cogí del pelo y le eché la
cabeza hacia atrás—. Haga lo que le digo. Mire. O le arrancaré los párpados de un
tajo.

Fui muy convincente. Y obedeció. Hizo lo que se le decía. Miró.

Yo le había dedicado mucho esfuerzo para que quedara bien, pero no queda más
remedio que jugar con las cartas que uno tiene. No podría haberlo hecho si no
hubieran llevado enterrados tiempo suficiente como para secarse, pero estaban muy
sucios. Había conseguido eliminar gran parte de la suciedad, pero algunos cuerpos
llevaban mucho tiempo en el huerto y resultaba difícil distinguir dónde empezaba la
suciedad y acababa el cuerpo. Si te paras a pensarlo la verdad es que uno nunca
podía decirlo. Tanta suciedad...

Eran siete, siete cuerpecillos, siete niños huérfanos muy sucios dispuestos sobre
cortinas de ducha de plástico, que son más resistentes y absorben mejor. Siete
líneas rectas apuntando directamente desde el suelo.

Apuntando directamente al padre Donovan. Y entonces lo supo.

Estaba a punto de reunirse con ellos.

—Santa María, madre de Dios... —empezó. Di un fuerte tirón al lazo.

—Deje eso ahora, padre. Ahora no. Ha llegado el momento de la verdad.

—Por favor —masculló.

—Sí, pídamelo. Eso está bien. Mucho mejor. —Volví a tirar—. ¿Cree que basta con
eso, padre? ¿Sólo eso a cambio de siete cadáveres? ¿Le suplicaron? —No tenía nada
que decir—. ¿Cree que están todos, padre? ¿Sólo siete? ¿Los he encontrado a todos?

—Oh, Dios —dijo con voz áspera, fruto de un dolor que resultaba gratificante de
escuchar.

—¿Y qué me dice de las otras ciudades, padre? ¿Qué me dice de Fayetteville? ¿Le
gustaría hablar de Fayetteville? —Emitió sólo un gemido ahogado, sin palabras—. ¿O
East Orange? ¿Fueron tres? ¿O me dejo alguno? Es difícil estar seguro. ¿Fueron
cuatro en East Orange, padre?
El padre Donovan intentó gritar. No había en su garganta fuerza suficiente para
emitir un buen grito, pero le puso mucho sentimiento, y eso compensaba la falta de
técnica. Después se derrumbó hacia delante, de cara contra el suelo, y le dejé
lloriquear durante un rato antes de volver a ponerlo de pie de un tirón. No se
sostenía, había perdido el control. Había perdido el control de la vejiga y tenía
la barbilla llena de babas.

—Por favor —dijo—. No pude evitarlo. No pude, de verdad. Tiene que entenderlo, por
favor...

—Sí que le entiendo, padre —dije, y en mi voz había algo, era la voz del Oscuro
Pasajero, y oírla le heló la sangre. Levantó la cabeza lentamente para mirarme y lo
que vio en mis ojos lo dejó inmóvil—. Le entiendo perfectamente —dije, acercándome
mucho a su cara. El sudor de sus mejillas se convirtió en hielo—. ¿Sabe? Tampoco yo
puedo evitarlo.

En ese momento estábamos muy cerca, casi tocándonos, y la suciedad que desprendía
fue de repente demasiado para mí. Tiré con fuerza del lazo y volví a derribarlo a
patadas. El padre Donovan cayó al suelo.

—¿Pero a niños? —dije—. Nunca podría hacerle esto a niños. —Apoyé la dura suela de
la bota en su nuca clavándole la cara contra el suelo—. Pero a usted sí, padre. A
niños no. Tengo que encontrar personas como usted.

—¿Quién eres? —susurró el padre Donovan.

—El principio —dije—. Y el fin. Le presento a su Exterminador, padre. —Tenía la


aguja a punto y ésta penetró por su cuello tal y como se suponía que debía hacer,
con una ligera resistencia por parte de los músculos en tensión, pero ninguna por
parte del cura. Presioné el extremo y la jeringuilla se vació, llenando al padre
Donovan de una calma rápida y limpia. Unos instantes, nada más: su cabeza empezó a
flotar y giró el rostro hacia mí.

¿Me veía de verdad? ¿Veía los guantes de goma, el guardapolvo hasta los pies, la
resbaladiza máscara de seda? ¿O eso era algo que sólo sucedía en la otra
habitación, en la del Oscuro Pasajero, la Habitación Limpia? Pintada de blanco dos
noches atrás, y barrida, fregada, desinfectada y tan limpia como era posible. Y en
medio de la estancia, las ventanas selladas con gruesas tiras de goma blanca, bajo
las luces centrales, ¿me vio realmente junto a la mesa que yo había fabricado,
junto a las bolsas blancas de basura, los botes llenos de sustancias químicas, y la
pequeña fila de sierras y cuchillos? ¿Me vio entonces?

¿O sólo vio aquellos siete tumores sucios, y quién sabe cuántos más? ¿Se vio a sí
mismo, incapaz de gritar, convirtiéndose en parte del horrible espectáculo del
jardín?

Por supuesto que no. Su imaginación no le permitía verse como a un miembro de la


misma especie. Y en parte tenía razón. Él nunca se convertiría en un espectáculo
tan horrible como el de los niños. Yo nunca lo haría, nunca lo permitiría. No soy
como el padre Donovan. No soy ese tipo de monstruo.

Soy un monstruo muy pulcro.

Y la pulcritud requiere tiempo, claro, pero merece la pena. Merece la pena que el
Oscuro Pasajero quede contento y así tenerlo tranquilo durante un tiempo. Merece la
pena sólo por la satisfacción del trabajo bien hecho. Eliminar un montón de basura
del mundo. Unas cuantas bolsas pulcramente cerradas, y el pequeño rincón del mundo
donde vivo se convierte en un lugar más pulcro, más feliz. Mejor.
Tenía ocho horas por delante. No más. Y las necesitaría todas.

Até al cura a la mesa con cinta adhesiva y le arranqué la ropa. Los preliminares
fueron rápidos: depilar, restregar, eliminar todo lo que sobresalía de forma
desordenada. Como siempre, sentí aquella fuerza lenta y prolongada que me latía por
todo el cuerpo. Palpitaba en mí mientras trabajaba, elevándose y llevándome con
ella, hasta el final, hasta que la Necesidad y el cura desaparecían meciéndose en
la misma ola.

Y justo cuando iba a empezar a trabajar en serio, el padre Donovan abrió los ojos y
me miró. No había ni rastro de miedo en esa mirada. Es algo que a veces sucede. Me
miró directamente a los ojos y movió la boca.

—¿Qué? —dije, y acerqué la cabeza un poco más—. No le oigo.

Le oí respirar, emitir un lento y sosegado suspiro; volvió a decirlo antes de que


se le cerraran los ojos.

—De nada —respondí, y me puse a trabajar.

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