Entendimiento

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Entendimiento

Es el don divino que nos ilumina para aceptar las verdades reveladas por
Dios. Mediante este don, el Espíritu Santo nos permite escrutar las
profundidades de Dios, comunicando a nuestro corazón una particular
participación en el conocimiento divino, en los secretos del mundo y en la
intimidad del mismo Dios.

El Señor dijo: “Les daré corazón para conocerme, pues yo soy Yahveh”
(Jer 24,7).

Si el don de entendimiento tiene como principal objeto las verdades


reveladas, es indudable que Jesús, ya desde niño, lo poseía
perfectísimamente. A los doce años, en el Templo, producía la mayor
admiración entre los doctores de la ley: «cuantos le oían quedaban
estupefactos de su inteligencia y de sus respuestas» (Lc 2,47).

Y como Jesús «crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los
hombres» (2,52), aún se acrecentó en él con los años este don de
entendimiento. Cuando en la sinagoga de Nazaret, por ejemplo, explica las
Escrituras en referencia a él, «todos le aprobaban y se maravillaban de las
palabras llenas de gracia que salían de su boca» (4,22; +24,32).

El don de entendimiento obra también en altísimo grado sobre los


hagiógrafos del Nuevo Testamento, iluminando la mente de los
evangelistas, de Pablo, de Juan, y en uno u otro grado, alumbra a todos
los discípulos de Cristo, a todos los creyentes.

En Cristo Jesús, dice San Pablo, «habéis sido enriquecidos en todo, en


toda palabra y en todo conocimiento» (1Cor 1,5). Y así los fieles han de
estar «henchidos de todo conocimiento y capacitados para aconsejarse
mutuamente» (Rm 15,14). En efecto, «el mismo Dios que dijo "hágase la
luz de las tinieblas", Él ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para
irradiar la ciencia de la gloria de Dios que resplandece en el rostro de
Cristo» (2Cor 4,6).
El entendimiento de las verdades divinas reveladas requiere, sin duda,
meditación y estudio, y hacer como María, que «guardaba todas estas
cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19; +51); pero se consigue
sobre todo en la oración de súplica. Son innumerables las oraciones
bíblicas en las que se pide al Señor luz para entender sus pensamientos,
sus mandatos y caminos, tan extraños al hombre adámico. Baste recordar
el Salmo 118.

San Pablo pide con frecuencia este don del Espíritu Santo para los fieles
que él, también con el auxilio del mismo Espíritu, ha evangelizado y
convertido: «no dejamos nosotros de rogar por vosotros y de pedir que
lleguéis al pleno conocimiento de Su voluntad, con toda sabiduría y
entendimiento espiritual, para que viváis de una manera digna del Señor,
agradándole en todo» (Col 1,9-10).

Teología

El don de entendimiento es un espíritu, un hábito sobrenatural infundido


por Dios con la gracia santificante, mediante el cual el entendimiento del
creyente, por obra del Espíritu Santo, penetra las verdades reveladas con
una lucidez sobrehumana, de modo divino, más allá del modo humano y
discursivo.

El don de entendimiento reside, pues, en la mente del creyente, en el


entendimiento especulativo, concretamente, y perfecciona el ejercicio de la
fe, que ya no se ve sujeta al modo humano del discurso racional, sino que
lo transciende, viniendo a conocer las verdades reveladas al modo divino,
en una intuición sencilla, rápida y luminosa. Como dice Santo Tomás, «a la
fe pertenece asentir [a las verdades reveladas]; y al don de entendimiento,
penetrarlas profundamente» (STh II-II,8, 6 ad2m).

El don de entendimiento difiere, pues, de la virtud de la fe, y perfecciona su


ejercicio; pero también es distinto de los otros dones intelectuales del
Espíritu Santo, como señala el padre Royo Marín:
El don de entendimiento «tiene por objeto captar y penetrar las verdades
reveladas por una profunda intuición sobrenatural, pero sin emitir juicio
sobre ellas -"simplex intuitus veritatis"-. El de ciencia, en cambio, bajo la
moción especial del Espíritu Santo, juzga rectamente de las cosas
creadas, en orden al fin último sobrenatural. Y en esto se distingue
también del don de sabiduría, cuya función es juzgar de las cosas divinas,
no de las creadas» (El gran desconocido 164-165; +179).

Fácilmente se deduce, pues, la necesidad del don de entendimiento para


que el conocimiento sobrenatural de las verdades reveladas venga a ser
en el creyente alto, profundo e intuitivo, al modo divino, y para que supere
así el modo humano de la fe, que, al estar radicada en la razón, es virtud
obligada a ejercitarse de manera discursiva, por análisis y síntesis, por
composición y división.

El don de entendimiento es el que hace llegar a lo que un san Juan de la


Cruz llama fe pura: es la fe contemplativa de los místicos, la que, como
veremos en los santos, penetra profundamente en la Revelación divina.

A pocos les ha sido dado hablar de la fe tan altamente como a San Juan
de la Cruz, que aproxima le fe a la visión beatífica. «Ésta es la gran
satisfacción y contento del alma, ver que da a Dios más que ella en sí es y
vale, con aquella misma luz divina [la fe] y calor divino [la caridad] que se
lo da; lo cual en la otra vida es por medio de la lumbre de gloria, y en ésta
por medio de la fe ilustradísima» (Llama 4,80). Esta fe lucidísima es
aquella que está asistida por los dones intelectuales del Espíritu Santo, y
en concreto, por el don de entendimiento cuando ha de penetrar las
verdades reveladas.

Por el contrario, los vicios opuestos al don del entendimiento son la


ceguera espiritual y el embotamiento del sentido espiritual. La primera
priva completamente de la visión espiritual, y la segunda la debilita y
entorpece notablemente. Santo Tomás muestra la vinculación de estos
vicios a los pecados carnales, como la lujuria y la gula (STh II,15, 3). Pero
también proceden, sin duda, de otros vicios eespirituales, sobre todo de la
soberbia y de la vanidad, pecados que hacen a los hombres especialmente
insensatos: «alardeando de sabios, se hicieron necios» (Rm 1,12).

Es evidente, por lo demás, que el cristiano absorto en las vanidades


siempre cambiantes del mundo, que no se interesa más que por lo que
pasa, que ni tiene oración ni recogimiento de la mente y de los sentidos
exteriores, que es crédulo a cualquier moda intelectual del mundo, pero
reticente ante el Magisterio apostólico, este cristiano, aunque mal o vien
guarde la fe, por mucho que lea y estudie, hace imposible que el Espíritu
Santo le ilumine habitualmente con la lucidez sobrehumana del don de
entendimiento.

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