El Avión de La Bella Durmiente
El Avión de La Bella Durmiente
El Avión de La Bella Durmiente
El vuelo de Nueva York, previsto para las once de la mañana, salió a lasocho de la
noche. Cuando por fin logré embarcar, los pasajeros de la primera clase estaban ya en su
sitio, y una azafata me condujo al mío. Me quedé sin aliento. En la poltrona vecina, junto
a la ventanilla, la bella estaba tomando posesión de su espacio con el dominio de los
viajeros expertos. "Si alguna vez escribiera esto, nadie me lo creería", pensé. Y apenas
si intenté en mi media lengua un saludo indeciso que ella no percibió.
Se instaló como para vivir muchos años, poniendo cada cosa en su sitio y en su
orden, hasta que el lugar quedó tan bien dispuesto como la casa ideal donde todo estaba
al alcance de la mano. Mientras lo hacía, el sobrecargo nos llevó la champaña de
bienvenida. Cogí una copa para ofrecérsela a ella, pero me arrepentí a tiempo. Pues sólo
quiso un vaso de agua, y le pidió al sobrecargo, primero en un francés inaccesible y luego
en un inglés apenas más fácil, que no la despertara por ningún motivo durante el vuelo.
Su voz grave y tibia arrastraba una tristeza oriental.
Cuando le llevaron el agua, abrió sobre las rodillas un cofre de tocador con
esquinas de cobre, como los baúles de las abuelas, y sacó dos pastillas doradas deun
estuche donde llevaba otras de colores diversos. Hacía todo de un modo metódico y
parsimonioso, como si no hubiera nada que no estuviera previsto para ella desde su
nacimiento. Por último bajó la cortina de la ventana, extendió la poltrona al máximo, se
cubrió con la manta hasta la cintura sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir,
se acostó de medio lado en la poltrona, de espaldas a mí, y durmió sin una sola pausa, sin
un suspiro, sin un cambio mínimo de posición, durante las ocho horas eternas y los doce
minutos de sobra que duró el vuelo a Nueva York.
Fue un viaje intenso. Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la
naturaleza que una mujer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un instante
al hechizo de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado. El sobrecargo había
desaparecido tan pronto como despegamos, y fue reemplazado por una azafata
cartesiana que trató de despertar a la bella para darle el estuche de tocador y los
auriculares para la música. Le repetí la advertencia que ella le había hecho al sobrecargo,
pero la azafata insistió para oír de ella misma que tampoco quería cenar. Tuvo que
confirmárselo el sobrecargo, v aun así me reprendió porque la bella no se hubiera colgado
en el cuello el cartoncito con la orden de no despertarla.
Hice una cena solitaria, diciéndome en silencio lo que le hubiera dicho a ellasi
hubiera estado despierta. Su sueño era tan estable, que en cierto momento tuve la
inquietud de que las pastillas que se había tomado no fueran para dormir sino para morir.
Antes de cada trago, levantaba la copa y brindaba.
-A tu salud, bella.
Terminada la cena apagaron las luces, dieron la película para nadie, y los dos quedamos
solos en la penumbra del mundo. La tormenta más grande del siglo había pasado, y la
noche del Atlántico era inmensa y límpida, y el avión parecía inmóvil entre las estrellas.
Entonces la contemplé palmo a palmo durante varias horas, y la única señal de vida que
pude percibir fueron las sombras de los sueños que pasaban por su frente como las nubes
en el agua. Tenía en el cuello una cadena tan fina que era casi invisible sobre su piel de
oro, las orejas perfectas sin puntadas para los aretes, las uñas rosadas de la buena salud,
y un anillo liso en la mano izquierda. Como no parecía tener más de veinte años me
consolé con la idea de que no fuera un anillo de bodas sino el de un noviazgo efímero.
"Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce fiel de abandono, línea pura, tan cerca de
mis brazos maniatados", pensé, repitiendo en la cresta de espumas, de champaña el
soneto magistral de Gerardo Diego. Luego extendí la poltrona a la altura de la suya, y
quedamosacostados más cerca que en una cama matrimonial. El clima de su respiración
era el mismo de la voz, y su piel exhalaba un hálito tenue que sólo podía ser el olor
propio de su belleza. Me parecía increíble: en la primavera anterior había leído una
hermosa novela de Yasunarl Kawabata sobre los ancianos burgueses de Kyoto que
pagaban sumas enormes para pasar la noche contemplando a las muchachas más bellas
de la ciudad, desnudas y narcotizadas, mientras ellos agonizaban de amor enla misma
cama. No podían despertarlas, ni tocarlas, y ni siquiera lo intentaban, porque la esencia
de¡ placer era verlas dormir. Aquella noche, velando el sueño de la bella, no sólo entendí
aquel refinamiento senil, sino que lo viví a plenitud.
-Quién iba a creerlo -me dije, con el amor propio exacerbado por la champaña-:
Yo, anciano japonés a estas alturas.
Creo que dormí varias horas, vencido por la champaña y los fogonazosmudos de
la película, Y desperté con la cabeza agrietada. Fui al baño. Dos lugares detrás del mío
yacía la anciana de las once maletas despatarrada de mala manera en la poltrona. Parecía
un muerto olvidado en el campo de batalla. En el suelo, a mitad del pasillo, estaban sus
lentes de leer con el collar de cuentas de colores, y por un instante disfruté de la dicha
mezquina de no recogerlos.
Después de desahogarme de los excesos de champaña me sorprendí a mí mismo
en el espejo, indigno y feo, y me asombré de que fueran tan terribles los estragos del
amor. De pronto el avión se fue a pique, se enderezó como pudo, y prosiguió volando al
galope. La orden de volver al asiento se encendió. Salí en estampida, con la ilusión de
que sólo las turbulencias de Dios despertaran a la bella, y que tuviera que refugiarse en
mis brazos huyendo del terror. En la prisa estuve a punto de pisar los lentes de la
holandesa, y me hubiera alegrado. Pero volví sobre mis pasos, los recogí, y se los puse
en el regazo, agradecido de pronto de que no hubiera escogido antes que yo el asiento
número cuatro.
El sueño de la bella era invencible. Cuando el avión se estabilizó, tuve que resistir
la tentación de sacudirla con cualquier pretexto, porque lo único que deseaba en aquella
última hora de vuelo era verla despierta, aunque fuera
enfurecida, para que yo pudiera recobrar mi libertad, y tal vez mi juventud. Pero no fui
capaz. "Carajo", me dije, con un gran desprecio. "¡Por qué no nací Tauro!". Despertó sin
ayuda en el instante en que se encendieron los anuncios del aterrizaje,y estaba tan bella
y lozana como si hubiera dormido en un rosal. Sólo entonces caíen la cuenta de que los
vecinos de asiento en los aviones, igual que los matrimonios viejos, no se dan los buenos
días al despertar. Tampoco ella. Se quitó el antifaz, abrió los ojos radiantes, enderezó la
poltrona, tiró a un lado la manta, se sacudió las crines que se peinaban solas con su propio
peso, volvió a ponerse el cofre en las rodillas, y se hizo un maquillaje rápido y superfluo,
que le alcanzó justo para no mirarme hasta que la puerta se abrió. Entonces se puso la
chaqueta de lince, pasó casi por encima de mí con una disculpa convencional en
castellano puro de las Américas, y se fue sin despedirse siquiera, sin agradecerme al
menos lo mucho que hice por nuestra noche feliz, y desapareció hasta el sol de hoy en la
amazonia de Nueva York.
junio 1982.
I.- Preguntas de inferencia: responde las preguntas y registra la oración del texto
que te ayudó a llegar a ella
3.- ¿Qué carácter podemos suponer que tiene la mujer de las once maletas?
4.- ¿Qué concepto del amor podemos deducir que posee la empleada del aeropuerto?
Preguntas De Reflexión
6.- En el texto, cuando se le solicita al narrador elegir un número, este elige el cuatro a lo
que la empleada expresa: “ -En quince años que llevo aquí -dijo-, es el primero que no
escoge el siete” ¿Por qué crees que la mayoría de las personas eligen el número siete?
Justifica tu respuesta.
7.- ¿Qué razones tendría la “Bella durmiente” para tomar pastillas para dormir? Justifica
tu respuesta.