Celia Lo Que Dice
Celia Lo Que Dice
Celia Lo Que Dice
ALIANZA EDITORIAL
Primera edición: 1992
Cuarta edición: 2020
Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley,
que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemni-
zaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren
o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o cientí-
fica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo
de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.
11
¡Dichosos! Ellos sí que lo son, que se van a la calle cuando
quieren, se acuestan cuando les parece bien, comen lo que les
gusta y rompen lo que se les cae, sin que nadie acuda a darles
azotes.
¡Y qué tono se dan! «Cuando las personas mayores ha-
blan, los niños no rechistan.» «A los mayores no se les contra-
dice nunca.» En la mesa: «A comer y a callar».
No sé adónde llegarían las cosas si hubiera que callarse
siempre.
Felizmente, ella tiene siete años. ¡La edad de la razón!
¿Será por haber pasado de esa edad por lo que los mayores no
comprenden las cosas más sencillas?
¡Y es inútil explicárselas! Sin embargo, Celia siente la ne-
cesidad de decirlo todo, y va a contar todos los menudos inci-
dentes de su vida inquieta, que para los que tengan su edad
serán claros y transparentes, y un poco absurdos para las per-
sonas mayores, tan intolerantes e injustas casi siempre.
Escuchad.
12
Noche de Reyes
«Jesusito de mi vida,
tú eres niño como yo...»
13
–Yo no me puedo caer, porque no peso.
–¡Qué bien! Entonces podrás volar.
–¡Ya lo creo! Mira.
Y cogiendo las puntas de la capa blanca que llevaba,
se marchó volando por la calle arriba.
–¡Eh! ¡Eh! ¡Rey Negro! ¡No te vayas!
–Ya estoy aquí. ¿Qué quieres, Celia?
–Que no te marches sin dejarme los juguetes que te
he pedido en mi carta.
–¿No los ves?
¡Qué tonta! Estaba el balcón lleno de cajas, y yo no
había visto nada entonces.
–¿Me has traído la cocina?
–Sí, dos cocinas.
–¿Y el borrego?
–Un borrego y una cabra.
–¿Y el Teddy Bear?
–También.
–¿Y la vajilla?
–La vajilla, y un reloj, y cazolitas, y libros, y rompe-
cabezas, y una raqueta...
–¡Huy, qué bueno eres! Y ahora que me fijo en ti...,
¡cuánto te pareces al lacayo de tita Julia!
–¡Como que es mi hermano!
–Anda, si lo sé antes le doy a él la carta para que te
la llevase, y así me hubieras traído más cosas aún...
–¿Te parecen pocas?
–No, no; no son pocas. Pero te hubiera dicho que no
te olvidaras de Solita, la niña del portero.
–No me olvido nunca.
–Pues hijo, el año pasado no le trajiste nada.
–Sí, le traje; pero te quedaste tú con ellos...
–¡Jesús, qué mentiroso!
–¡Niña! ¿Cómo hablas así a un santo?
14
–¡Ay, Rey Negro! Perdóname; pero no sé cómo de-
cirte que no dices la verdad...
–Sí, digo la verdad. ¿No crees que es demasiado para
ti todo lo que te he traído por orden de Dios?
–No sé...
–Sólo dejo juguetes en los balcones de los niños ri-
cos; pero es para que ellos los repartan con los niños
pobres. Si tuviera que ir a casa de todos los niños no
acabaría en toda la noche...
–Sí, sí, ya comprendo. ¿Entonces debo repartir con
Solita lo que me has dejado?
15
–Eso es. Yo no puedo detenerme más. Está amane-
ciendo y aún me queda mucho que hacer.
No sé por dónde se fue ni cuándo me metí en la
cama, porque me quedé dormida y no desperté hasta
que entró la luz del día en mi cuarto.
Me volví a levantar (entonces sí que hacía frío), me
abrigué con la colcha y salí al balcón.
–¡Solita, Solita! –grité, porque ya estaba Solita barrien-
do la puerta–. ¡Mira lo que nos han traído los Reyes!
Desaté todos los paquetes, y con las cuerdas hice
una muy larga que llegaba a la calle.
–Espera, que te voy a echar una cabrita –y se la
mandé bien atada en la punta de la cuerda...
–Y ahora unos libros... –y se cayeron; pero todos lle-
garon al suelo.
–Y una caja con una cocina.
¡Cómo bailaba Solita!
Detrás de mí, dijo papá:
–¡Pero qué estás haciendo, niña!
–Repartiendo los juguetes.
–¡Entra dentro, criatura, que hace un frío horroro-
so! ¡Milagro será que no hayas cogido una pulmonía!
¡A la cama!
¡Qué voces daba!
–¡Pero papá, si me ha mandado el Rey Negro que le
dé a Solita juguetes, porque son también para ella!
–Veremos lo que dice tu madre de eso. ¡Abrígate
bien!
–Mira, papá, el Rey Negro me lo ha explicado todo...
–¡No digas más tonterías! Todo eso lo has soñado o
lo has leído en alguna parte.
–¡Que no, papá, que no! Mira, yo te diré...
–¡Nada, no me digas nada! ¿Qué es lo que le has
dado a Solita?
16
–Una cabra...
–¡Válgame Dios! ¡Un juguete carísimo!... ¿Entras en
calor?
–Sí, sí; ya no tengo frío... Verás, papá, yo te contaré...
–¿Te quieres callar? Las
niñas no mienten ni creen
que es verdad lo que sue-
ñan...
De pronto apareció Jua-
na haciendo aspavientos.
–Señor, aquí está Pedro,
el portero, con unos jugue-
tes que dice que...
–Bueno, bueno –inte-
rrumpió papá–; dígale us-
ted que son para su hija,
que se los dé...
–¡Ay, papá, qué bueno
eres! ¡Ya lo sabía yo!
–Lo que no sabes es la
que nos va a armar tu ma-
dre en cuanto aparezca.
¡Y ya se oían los pasos
de mamá!...
17
El día de San Antón
18
Pero como la miss es testaruda como la pata de un
mulo (lo dice Juana), y le gusta meter las narices en
todo, quiso ver lo que sonaba. Yo me defendí; la gata
saltó al suelo y ¡se escapó!
Pirracas era de la abuelita, que la quería más que a
las niñas de sus ojos. (Eso también lo dice Juana.)
Y como la abuelita se ha muerto, ahora es mamá la
que quiere a la gata más que a esas niñas.
Yo vine a casa llorando, y mamá, al saber lo que ha-
bía pasado, lloró también. La miss aseguró que yo ten-
go el demonio en el cuerpo...
Entonces papá mandó poner un anuncio en el pe-
riódico ofreciendo un regalo al que encontrara a Pirra-
cas, y desde el día siguiente han traído más de mil gatos.
En casa han quedado cinco, porque nadie sabe cuál
de ellos es nuestra gatita.
–Vea usted el problema en que ha puesto a sus pa-
dres.
Para miss Nelly todo son problemas.
19
–Pues no, señora, no es problema. Los cinco gatos
son Pirracas.
–Eso no puede ser.
–Pero es.
–No puede haber más que uno que lo sea.
–Diga usted, miss, ¿quién era San Antón?
–Un Santo.
–¿Y hacía milagros?
–Como todos los Santos.
–Pues si era un Santo y hacía milagros, habrá hecho
de Pirracas cinco gatas.
–No puede ser.
–Sí puede ser. Jesucristo hizo de cinco peces muchos
peces.
–Para comer.
–Eso es, para comer. Y San Antón ha hecho de Pirra-
cas otras cinco para que jueguen conmigo.
–No puede ser. ¡Qué rabia! ¡No puede ser! ¡No puede
ser! ¡Tonta! La verdad es que no hay más Pirracas que
una, y que yo la conozco aunque aún no lo he dicho.
–Mamá, ¿verdad que nos quedaremos con todas las
gatas?
–No, hija. Creo que ya sé cuál es la verdadera, aun-
que todas parecen iguales.
–¿Y qué haremos de las otras?
–Se las llevará Pedro, el portero.
Yo me puse a llorar.
–¡No se las des, mamá! ¡Mira que no la conocemos!
Mamaíta, yo las cuidaré.
–¡Cállate! Piensa en que tú tienes la culpa de que
ahora no sepamos qué hacer con tanto animalito...
Están en el cuarto de los baúles.
Anoche las estuve mirando por el ojo de la llave.
Entraba luz por el montante y las vi correr de un lado a
20
otro, pegarse, saltar hasta los armarios. ¡Pirracas nunca
hace esas cosas!
Esta mañana temprano, cuando empezaba a ser de
día, sentí que venían por ellas. Hablaba una mujer y se
reía, sin hacer ruido.
Después tiraron algo al suelo y se fueron. Por la calle
sentí correr unos coches.
–¡Juana! ¡Juana! ¿Quién se ha llevado las gatas?
–No sé. Yo no he visto a nadie.
–¿De veras?
21
Me vestí de un salto. En el cuarto de los baúles esta-
ba todo revuelto y habían tirado unas cajas.
¡Lo he comprendido todo! Las gatas eran cuatro
princesas encantadas... Nadie las ha visto marchar, y se
han ido.
El hada madrina ha venido esta mañana, y era ella
la que se reía... Los coches que oí rodar eran las carro-
zas de oro donde iban las princesas...
–Papá, ¿sabes quiénes eran las gatas?
–Sí, hija, sí. Unas princesas, o unas hadas, o los
duendes de «El castillo de irás y no volverás».
–¡Justo! ¡Ay, papá rico, tú sabes siempre todas las
cosas!
22
Miss Nelly
23
–¡Mentira! ¡Mentira! Usted sabe mucha Gramática y
habla muy mal. ¡Vaya! Yo tengo siete años y no sé Gra-
mática, ¡ni quiero!
–Tampoco sabe Aritmética. Ni siquiera sabe que dos
y dos son cuatro.
–¿Cuatro qué?
–Cuatro.
–¡Ay, mis Nelly, miss Nelly, me está usted pareciendo
tonta de remate! He leído en un libro de un señor que
sabía mucho, que no se dice cuatro ni siete, sino cuatro
manzanas, siete pajaritos, cinco niñas...
–No quiere levantarse por la mañana ni acostarse
por la noche.
–¡Claro! Como que no tiene sueño cuando usted lo
ordena, ni deja de tenerlo porque usted quiera...
–No quiere estudiar a sus horas.
–¿A qué horas?
–A las horas de estudio.
–Porque quiere jugar.
–A la hora de jugar quiere leer.
–¡Justo! Pero miss, no sea usted testaruda. Julieta no
puede levantarse a las ocho y estudiar a las nueve y co-
mer a las diez porque no anda al
mismo tiempo que el reloj.
–Las niñas deben ser ordena-
das.
–¿Qué niñas?
–Las niñas distinguidas.
–Julieta no es una niña distin-
guida: es sólo una niña buena.
–No es buena, es rebelde.
–¿Por qué?
–No quiere ir al Retiro por la
calle de Serrano.
24
–Porque hay un perro
que ladra mucho. Y a usted,
miss, lo mismo le sería ir por
otra calle.
–Sí, pero hay que obligar-
la a ser obediente.
–¡No sea usted boba, miss!
–Además no quiere co-
mer la sopa.
–Porque no le gusta.
–Pero alimenta...
–Cuando sea la sopa de al-
mendras, y en vez de pescado
le den natillas, y después tor-
tas, y macarrones de postre,
ya verá usted cómo tiene ape-
tito Julieta. ¡Y yo también!
–Los dulces ensucian el estómago.
–¿Usted qué sabe? Pero estas institutrices se creen
que se lo saben todo...
–Yo he estudiado mucho en Inglaterra.
–Pero aquí, no. Si hubiera usted ido a mi colegio no
sería usted acusona.
–¿Qué es ser acusona?
–Contar a las mamás todo lo que hacen las niñas.
–Para que las castiguen.
–¡Muy bonito y muy buena intención!
–Así se corrigen.
–¡Ah! ¿Es para eso? Pues entonces, para que se co-
rrija usted, la voy a poner de rodillas, cara al rincón.
¡Ea! Está usted castigada hasta la noche.
Y nada más había ocurrido, cuando entró miss Nelly
(la de carne), como un demonio, y me llevó de un bra-
zo al cuarto de mamá.
25