La Noche de Las Estrellas Fugac - Ben Pastor

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BEN PASTOR

La noche de las estrellas fugaces

Martin Bora Nº7

Traducción de Pilar de Vicente Servio

Alianza Editorial
Sinopsis

Berlín, 9 de julio de 1944, días antes de la


Operación Valkiria, el atentado fallido contra Hitler.
Regresa del frente italiano el teniente coronel
Martin Bora, exagente del servicio de información
militar Abwehr; un hombre íntegro, de una gran
cultura, que afronta las dificultades con estoicismo.
Ha recibido un permiso para asistir a los funerales
de su tío, un reputado médico, crítico acérrimo de
los experimentos promovidos por el régimen nazi,
que aparentemente se ha suicidado.
Bora se encuentra con una ciudad arrasada por
los bombardeos y un entorno tenso y asfixiante en el
que se imponen el miedo, las delaciones y las
venganzas. Prevé que la semana será agitada, sobre
todo cuando recibe del general Arthur Nebe, jefe de
la Kripo, la policía criminal, el encargo de
investigar el asesinato de Walter Niemeyer, un
conocido mago, astrólogo y vidente de la alta
sociedad desde los tiempos de la República de
Weimar, amigo y confidente de los jerarcas nazis.
Pronto, el perspicaz Martin Bora se da cuenta
de que hay mucho más en juego que este asesinato
en una ciudad paranoica donde todos sospechan de
todos y corren rumores insistentes de una
conspiración que apunta al corazón mismo de la
jerarquía nazi. El peligro acecha detrás de cada
esquina. Los ánimos están precariamente tensos
entre los oficiales del Ejército, las reuniones
secretas se multiplican, las muertes sospechosas se
suceden… Mientras, estrellas fugaces cruzan los
cielos nocturnos de Berlín, como si fueran símbolo
de un pasado glorioso que se desvanece y un
incierto futuro del que es difícil confiar.
Título Original: The Night of Shooting Stars
Traductor: Vicente Servio, Pilar de
©2018, Pastor, Ben
©2018, Alianza Editorial
ISBN: 9788413621470
Generado con: QualityEbook v0.87
Martin Bora —7

Traducido del inglés por Pilar de Vicente Servio


A todos los demás que resistieron,
pero que nadie recuerda
Es brauchet aber Stiche der Fels
(«Mas la roca necesita del pico»)

FRIEDRICH HÖLDERLIN,
«El Ister»1
Lista de personajes
MARTIN-HEINZ VON BORA, teniente coronel del Ejército
alemán.
NINA SICKINGEN-BORA, su madre.
BENNO VON SALOMON, coronel del Ejército alemán.
BRUNO LATTMANN, comandante del Ejército alemán.
MAX KOLOWRAT, periodista y viajero, antiguo
corresponsal de guerra.
ARTHUR NEBE, jefe de la Policía Criminal alemana
(Kripo).
CLAUS VON STAUFFENBERG, jefe del Estado Mayor
del Ejército de la Reserva.
WILLY OSTERLOH, ingeniero civil.
EMMA «EMMY» PLETSCH, jefa de personal del
Ejército de la Reserva.
MARGARETHA «DUCKIE» SICKINGEN, cuñada de
Bora.
FLORIAN GRIMM, inspector de la Policía criminal de
Berlín.
ALBRECHT OLBERTZ, médico nazi.
IDA RÜDIGER, peluquera de las mujeres de altos cargos
del Partido.
BERTHOLD «BUBI» KUPINSKY, un personaje turbio.
GERD EPPNER, joyero y relojero.
ROLAND GLANTZ, editor de la Sternuhr Verlag.
GUSTAV KUGLER, exoficial de la Kripo.
NAMURA, teniente coronel del Ejército Imperial
Japonés.
SAMI MANDELBAUM, ALIAS MAGNUS
MAGNUSSON, ALIAS WALTER NIEMEYER, adivino y
mago.
Glosario
ABWEHR: servicio de contraespionaje militar del Tercer
Reich.
Alex: apelativo coloquial de la Alexanderplatz de Berlín.
En la novela, se utiliza principalmente para referirse a la
jefatura de policía.
Camisa parda: miembro de la SA (Sturmabteilung),
fuerza paramilitar.
Einsatzgruppen: escuadrones de la muerte paramilitares
de las SS que actuaron en el frente oriental.
Garde-Regiment zu Fuss: Regimiento de la Guardia,
regimiento de infantería prusiano.
Heimat: en alemán, patria, tierra natal.
Kripo: contracción de «Kriminalpolizei», la policía
criminal alemana.
NSKK: abreviatura de «Nationalsozialistisches
Kraftfahrkorps», cuerpo de transporte militar que
proporcionaba conductores, mecánicos y motociclistas.
OKW: abreviatura de «Oberkommando der Wehrmacht»,
el Alto Mando de las Fuerzas Armadas alemanas.
Viejo combatiente (en alemán, «alter Kämpfer»): término
que designa a los miembros del NSDAP que se unieron al
partido antes de 1933.
Ostarbeiter: prisionero de los territorios ocupados de
Europa del Este, obligado a realizar trabajos forzados.
Ostjude: judío proveniente de Europa del Este.
Revoluzzer: término peyorativo para referirse a un
revolucionario.
Ritterkreuz: Cruz de Caballero de la Cruz de Hierro,
codiciada medalla militar y paramilitar.
RSHA: abreviatura de «Reichssicherheitshauptamt», la
Oficina Central de Seguridad del Reich.
Schejner Jid: en yidis, «un verdadero judío».
SD: abreviatura de «Sicherheitsdienst», servicio de
información de las SS.
Shtreimel: sombrero de piel de visón usado por los judíos
practicantes en Europa del Este.
Sonderausweis: documento de órdenes especiales que se
emitía a los soldados que viajaban por motivos de servicio.
Stulle: tosta o bocadillo abierto.
TeNo: contracción de «Technische Nothilfe», cuerpo
técnico de emergencia paramilitar.
Verlag: en alemán, «editorial».
Zdravstvutye: en ruso, un cortés «Hola» o «Buenos días».
Prefacio

BERLÍN, DOMINGO, 9 DE JULIO DE 1944, Deutsche


Allgemeine Zeitung
«El solemne funeral de Estado del Prof. Dr. Alfred
Johann Reinhardt-Thoma, que falleció repentinamente en su
residencia la noche del viernes 7 de julio, se celebrará mañana
en el Instituto Kaiser Wilhelm de Dahlem.
»El Dr. Reinhardt-Thoma, cirujano jefe del hospital St.
Jakob de Leipzig hasta 1933, fue el fundador y director de la
Clínica para el Bienestar y la Salud Infantil, una institución
privada situada en Dahlem. Hace dos años falleció su esposa,
Dorothea Reinhardt-Thoma, de soltera baronesa von Bora e
hija del mariscal de campo Wilhelm-Heinrich von Bora, héroe
de la Guerra de las Siete Semanas. Saskia Reinhardt-Thoma,
hija adoptiva del ilustre difunto, no podrá asistir debido a una
grave enfermedad. Su cuñada Nina, baronesa von Sickingen y
viuda del difunto maestro Friedrich, barón von Bora, ha
llegado desde su residencia en Leipzig, y en breve se les unirá
procedente del frente, donde dirige un regimiento de asalto, su
hijo, el teniente coronel Martin-Heinz Douglas, barón von
Bora, condecorado con la Cruz de Caballero con Hojas de
Roble y sobrino del Prof. Dr. Reinhardt-Thoma.
»Honrando al difunto con su presencia estarán Su
Excelencia el jefe de la Cancillería del Partido, Martin
Bormann; el Dr. Leonardo Conti, Gruppenführer de las SS,
Secretario de Estado del Interior y director del Departamento
Nacional de Salud; Ludwig Steeg, alcalde de Berlín y general
de las SS, y el Dr. Jur. Carl Friedrich Goerdeler, exalcalde de
Leipzig. También asistirán el Dr. Karl Gebhardt, presidente de
la Cruz Roja Alemana y cirujano jefe de las SS y la Policía; el
Dr. Max de Crinis, catedrático de Psicología y Neurología de
la Universidad Friedrich Wilhelm, y los ilustres colegas del
fallecido, los Dres. Matthias Göring, Karl Bonhoeffer, Hans-
Gerhard Creutzfeldt, Kurt Blome y Paul Nitsche, entre muchos
otros. El Dr. Siegfried Handloser, teniente general y jefe del
Servicio Médico de las Fuerzas Armadas, dará el discurso
fúnebre.
»Según las disposiciones testamentarias del difunto Prof.
Dr. Reinhardt-Thoma, no habrá ceremonia religiosa ni cortejo
fúnebre. El entierro tendrá lugar más adelante en el panteón
familiar del Waldfriedhof Dahlem.
»Nacido en Halle an der Saale en 1878 y educado en las
universidades de Leipzig, Jena y Berlín (donde también ocupó
la cátedra de Medicina Interna), el Prof. Dr. Reinhardt-Thoma
pasará a la posteridad como una estrella de primera magnitud
en el firmamento de la investigación y la práctica médicas. A
lo largo de su dilatada y distinguida carrera como pediatra,
investigador y académico, recibió los máximos galardones,
tanto en la Patria como en el extranjero, por sus estudios sobre
malformaciones congénitas y perinatales.
»El Führer y Canciller del Reich, Adolf Hitler, siempre
solícito a la hora de recordar a todos los camaradas que honran
a la Patria Alemana, envió personalmente una nota a la familia
para expresarle sus condolencias y su más sincero pésame».
1

«Los grandes acontecimientos suelen producirse por sorpresa,


y lo único que consigue la espera es que se retrasen.»

JOSEPH ROTH,
Hotel Savoy2
APROXIMACIÓN AL AEROPUERTO DE
SCHÖNEFELD, CERCA DE TELTOW, LUNES, 10 DE
JULIO DE 1944, 6:38 A.M.
Se le estaba acabando la tinta de la estilográfica. La frase
que acababa de escribir en la página de su diario era de un azul
aguado y, suponiendo que encontrara el material necesario en
venta en algún sitio, tendría que volver a trazarla para que
fuese legible. Aunque apenas había necesidad de usar papel
secante, lo colocó a modo de marcador y se apoyó el diario en
las rodillas. Sintió zarandearse el avión cuando atravesaron la
capa de nubes durante el descenso. Perezosamente, el cuerpo
de metal del aeroplano se encontraba con bolsas de aire, de las
que parecía zafarse para volver a subir. Ahora empezaba a
inclinarse, a alinearse con la pista, recuperando algo de altitud.
Entonces oyó el zumbido y el cambio de tono del motor que
indicaban el descenso final, el breve estrépito del tren de
aterrizaje al desplegarse y sintió la fuerza del viento, que
oponía resistencia antes de ceder. Las ruedas tocaron el suelo
de hierba con un ruido sordo.
Durante el vuelo desde el frente italiano, Bora había
considerado una suerte que no hubiese ventanillas por las que
ver las condiciones del terreno que atravesaban. Era
perfectamente consciente de los recientes bombardeos, pero
por alguna razón, no poder contemplar sus resultados ayudaba
hasta cierto punto. Así que no había visto el estado en el que
se encontraba Berlín desde el aire, aunque pronto tendría que
bajar del avión y mirar a su alrededor.
Mientras el aparato rodaba por la pista en dirección al
hangar, releyó lo que había anotado en su diario horas antes,
cuando esperaba llegar a su destino antes del anochecer, una
esperanza que había resultado excesivamente optimista. La
presencia de cazas enemigos había obligado al avión de carga
a hacer escala en el primer aeródromo disponible dentro de las
fronteras alemanas, así que el amanecer los había sorprendido
en pleno vuelo.

«Entrada comenzada el 9 de julio en un


aeródromo del norte de Italia, mientras espero un
vuelo a la Patria. La ocasión es triste. La muerte
del tío Alfred nos ha pillado por sorpresa. Nina (con
la que hablé brevemente por teléfono y a la que,
afortunadamente, veré pronto) dice que tuvo
noticias de él el día del cumpleaños de mi
padrastro, en junio. El tío tenía sesenta y seis años,
pero que supiéramos, estaba fuerte como un roble y
ocupado con su clínica, siempre al cuidado de
pacientes jóvenes, tanto de los que han quedado
conmocionados por los bombardeos como de los
que han padecido heridas físicas. Los primeros, en
su opinión, sufrirán efectos más duraderos.
»Los civiles y los soldados usamos las
palabras de forma muy distinta. Cada vez más,
tiendo a evitar el adverbio “después”. ¿Será una
superstición? En Stalingrado, uno de mis
comandantes nos prohibió que utilizáramos la
palabra “mañana” en su presencia. Estábamos
bajo asedio y pronto, el ochenta y cuatro por ciento
de los nuestros caería en manos del enemigo,
muertos o prisioneros… o heridos, es decir,
muertos. Hace menos de veinte meses, el coronel
von Guzman no quería ni oír la palabra “mañana”.
Te imaginarás los neologismos que tuvimos que
inventar para referirnos al día después. No se
tienen noticias de él desde entonces. ¿Acabaría
siendo carne de cañón a finales de 1942? ¿Estará
languideciendo en un campo de prisioneros
soviético, donde el mañana de verdad no existe, o
(Dios no lo quiera) se habrá unido a los que han
traicionado a la Patria por desesperación o
cobardía, como nuestro propio comandante en jefe
en ese frente? Me niego a escribir el nombre de ese
mariscal de campo.
»Yo sí digo “mañana”, a pesar de la dura
realidad. Creo que llegará un mañana, de algún
tipo. “Y sale el sol”, leemos en el Eclesiastés. Que
yo llegue a verlo o no, me importa menos que el
botón de carey que cierra el cuello de mi camisa.
»Me obligo a escribir a la familia (soy “el
único que queda”, como me recuerda mi madre,
Nina, sin culparme por ello, un año y un mes
después de la muerte de mi hermano Peter). ¿Cómo
explicarles, a Nina o a mi padrastro de setenta y
cuatro años, que cada carta que envío o recibo me
cuesta un esfuerzo ímprobo, porque confirma mis
vínculos con ellos? Carecer de vínculos significa
ser libre, porque ni la esperanza es tan necesaria
cuando se está solo.
»P.D. Añadido a la mañana siguiente, 10 de
julio, en ruta. Se me está acabando la tinta. En
cambio, sigo carteándome con gusto con el profesor
Heidegger y el capitán Ernst Jünger. El diálogo con
ellos es completamente abstracto, y mucho menos
doloroso. Hasta he recibido una carta de mi amigo
Bruno Lattmann, gravemente herido, pero gracias a
Dios, vivo y convaleciente cerca de su Berlín natal.
La idea de reunirme con él (si es posible) y, sobre
todo, con Nina es un consuelo en este momento de
profunda pérdida familiar».
—Lo logramos, coronel —le dijo el copiloto, alzando la
voz—. Pero no podemos acercarnos más a la ciudad: no nos
dieron autorización para ir a Tempelhof esta mañana.
Bora ya había notado que habían aterrizado sobre hierba
y no en una pista asfaltada.
—¿Dónde estamos, entonces?
—En Schönefeld.
—Creí que en Schönefeld había pistas asfaltadas. —Para
Bora, ante todo oficial de contraespionaje, hacer preguntas era
casi un automatismo. Y, además, tenía una agenda que
cumplir.
—Hay tres. Pero no son lo suficientemente largas para
maniobrar, y esta vieja dama tiene que despegar de nuevo.
—Gracias. —Bora guardó el diario en su maletín—.
Parece que se acerca una tormenta. ¿Está lloviendo fuera, por
casualidad?
—No.
El coche que, se suponía, debía llevar a Bora al distrito
suroeste de Dahlem probablemente lo estaría esperando en el
aeropuerto civil de Tempelhof, que había permanecido abierto
excepcionalmente la noche anterior para recibir su vuelo
militar. La ceremonia comenzaba oficialmente dentro de dos
horas, y el retraso dejaba pocas esperanzas de llegar a tiempo
desde esta parcela de campo situada en el límite sudeste del
área metropolitana de Berlín. Bora utilizó el teléfono de la
torre de control para informar de su retraso; pero le informaron
de que el conductor que le habían asignado ya estaba al
corriente y se dirigía a Schönefeld.
INSTITUTO KAISER WILHELM, DAHLEM, 8:55
A.M.
Bora se apresuró a entrar en el abarrotado paraninfo de la
universidad justo antes de que llegasen las autoridades.
Apenas había tenido tiempo de saludar a su madre cuando
todos tuvieron que levantarse en señal de respeto al jefe de la
Cancillería del Partido. Bora se había colgado
apresuradamente las medallas al entrar en el edificio, donde lo
detuvo brevemente un hombre que se presentó como el doctor
Olbertz y que, evidentemente, lo estaba esperando. Le susurró
una sola frase al oído, unas pocas palabras que Bora no
lograba sacarse de la cabeza. Los saludos a los representantes
del ejército y del Partido, las inclinaciones de cabeza y los
apretones de manos parecían extraños y fuera de lugar después
de aquel mensaje. Y seguía teniendo la sensación de que se
gestaba una tormenta, cuando los olores se avivan, las
tonalidades se agudizan y hay un inquietante clima de
expectación en el ambiente.
Las coronas decoradas con lazos y dispuestas alrededor
del ataúd desprendían un aroma exótico, como si hubieran
rociado con perfume unas ramas y flores que no tenían
fragancia propia. Era el mismo olor dulce, artificial y
azucarado del confeti de carnaval. Bora lo aspiró desde la
primera fila y pensó que se sentía agradecido por estar al lado
de su madre, mucho más que por la exhibición pública del
funeral de Estado. En contra de la práctica general, aunque no
de la etiqueta, Nina se había levantado el velo negro de luto,
dejando al descubierto la serena firmeza de su dolor. Era un
mensaje típico de Nina. «Las agallas las he heredado de ella»,
pensó Bora. Ya antes de la revelación precipitada y no
solicitada de Olbertz, había sabido leer, no sin cierta ansiedad,
las pistas que encerraba el artículo del periódico, donde la lista
de invitados del Partido era más larga que la biografía del
propio difunto. No esperaba que mencionasen al hijo adoptivo
de Reinhardt-Thoma, que vivía en América desde hacía ocho
años; pero al señalar el año 1933 como el final del cargo de su
tío en St. Jakob y al aludir a la discreta enfermedad de Saskia
(que, para ser creíble, había requerido hospitalización),
dibujaba un cuadro de falta de fiabilidad política. Pero no de
desgracia, porque no se deshonra a un médico de reconocido
prestigio al que hasta el Führer, con su «gran corazón», había
honrado con un mensaje personal.
El doctor Handloser, con aire sombrío y su uniforme de
teniente general, leía de una hoja mecanografiada que sostenía
como si fuese un decreto real.
—Inclinemos las cabezas y elevemos, orgullosos, los
espíritus, para exteriorizar nuestro dolor viril por nuestro gran
colega, maestro e investigador… ante el medicus amabilis que,
en beneficio de la ciencia y de la humanidad, durante más de
tres décadas de entregada labor, ensalzó el nombre de nuestra
patria alemana…
Sí, las coronas olían a confeti. Parecían enormes, como
grandes ruedas apoyadas contra el carro de un héroe caído que,
en realidad, era el lujoso ataúd proporcionado para este último
adiós por la Asociación de Médicos Nacionalsocialistas. En
comparación, el entierro de su hermano en Rusia había sido
precipitado y discreto; en los tiempos que corrían, uno sabía
evaluar la fiabilidad política (o falta de ella) del difunto por lo
ostentoso de su funeral. A la derecha de Bora, con la nuca
carnosa embutida en el cuello de la camisa, lo que le daba el
aire de un mastín a punto de atacar, estaba el jefe de la
Cancillería del Partido en persona. En la primera fila se
alineaban los doctores Conti, Steeg, De Crinis y Göring (todos
con uniformes del Partido). El viejo profesor Bonhoeffer
parecía conmovido. En cuanto a Goerdeler, que había hablado
con Nina a su llegada, se había escabullido antes del discurso
fúnebre. ¿Dónde a sus espaldas, al fondo del salón, estaría
Albrecht Olbertz (detrás de los funcionarios del Estado,
burócratas y médicos nazis), cuyo «Ein nicht so freier Tod»
susurrado contradecía el pomposo funeral? Tenía la sensación
de que se avecinaba tormenta, una gran tormenta.
—A todos sus colaboradores y amigos nos mueve una
reverente y sentida gratitud, ya que reconocemos en Alfred
Reinhardt-Thoma las virtudes de nuestra raza y de la ciencia
médica, encarnadas en el más alto grado…
«Ein nicht so freier Tod». Si una «muerte voluntaria» era
el eufemismo alemán para referirse al suicidio, ¿qué querría
decir con una muerte que no se había elegido «tan
libremente»? La bien disimulada ansiedad de Bora estaba
justificada. El salón excesivamente grande, las enormes
coronas, los insignes invitados… Las cosas (y las
circunstancias y los acontecimientos) parecían más grandes en
estos tiempos. A menos que fuese al contrario y simplemente,
se sintiese aplastado por todo lo que estaba ocurriendo. Pero
sinceramente, no lo creía. A pesar de sus heridas y de la
situación militar, tenía la misma energía de siempre, el valor
audaz y ligeramente arrogante en el que su regimiento
depositaba una confianza ciega. «Sirvo con Bora» (o «a las
órdenes de Bora», dependiendo del rango), sus hombres
escribían a sus familias o decían a sus colegas de otras
unidades, y las palabras «mi comandante» se pronunciaban
con el orgullo reflejado que, al parecer, compartían todos los
miembros del regimiento… excepto Martin Bora. Para él, en
este verano de 1944 en los Apeninos bajo ataque, donde
Alemania se jugaba la última carta en Italia, esta fe no hacía
más que añadir un pesado lastre a su sentido de la
responsabilidad. Aunque jamás lo admitiría, pensaba, no sin
cierta dosis de realismo: «haré lo que pueda, pero no podemos
salvarnos todos».
—La fundación que lleva el nombre de su abnegada
esposa, ahora y siempre un faro de excelencia, nos anima a
continuar por el camino que él abrió de forma tan
desinteresada y brillante…
«Lo único que quieren mis hombres, incluidos los
oficiales, es tranquilidad. Para el resto, no tengo respuestas. El
tío Reinhardt-Thoma está muerto, y se avecina tormenta». No
es que hubiese perdido la esperanza: sin esperanza, habría
muerto en Stalingrado, o en el camino de tierra donde la
granada de un partisano le había arrancado la mano izquierda,
o cuando Dikta, sin preguntarle, obtuvo la anulación de su
matrimonio. Pero, ¿de dónde provenía su esperanza? En los
últimos cuatro meses, ni siquiera se había molestado en rezar.
Treinta años en este mundo, siete de soldado y cinco pasados
en guerra. La esperanza de Martin Bora existía con la
condición de que no intentara imaginarse un futuro claro para
sí mismo.
—Los cielos encierran meteoros fugaces y estrellas
eternas e inalterables. Nuestro colega, nuestro camarada,
Alfred Reinhardt-Thoma se ha ganado un lugar en el
firmamento inmutable. Alfred Reinhardt-Thoma no está
muerto. Vivirá por siempre en su legado.
Bora y su madre se separaron al final de la ceremonia,
cuando los colegas y amigos se arremolinaron a su alrededor
para darles el pésame. Nina apenas tuvo tiempo de decirle que
alguien se había ofrecido a llevarla al Adlon y que lo esperaría
allí. En cuestión de minutos, cuando la multitud y las
autoridades (que, naturalmente, fueron las primeras en
marcharse) abandonaron el salón, el hombre que se había
identificado como Olbertz volvió a acercársele.
—Le pido disculpas por haberle abordado antes —dijo en
tono seco—. Usted no me conoce, coronel, pero trabajaba con
su tío. Antes, hablé sin pensar; le dije lo primero que se me
vino a la mente… era una simple impresión.
Bora notó las palabras: «nosotros, sus parientes, ni nos
habíamos planteado la posibilidad del suicidio» en la punta de
la lengua… donde se quedaron. Esperó cortésmente, pero sin
mostrar amabilidad, sobre todo porque el médico no iba de
uniforme. Esta falta de reacción debió de pillar por sorpresa a
Olbertz, porque hizo un gesto brusco, como si se impacientase
consigo mismo.
—Qué diablos… no, mire, coronel, me consta que fue un
suicidio. Hablé con su tío la noche anterior.
—Ya veo. ¿Y mi tío expresó su intención de suicidarse?
—No del todo por voluntad propia. Es lo que quería
decirle; lo que haga con ello es cosa suya. Pero negaré
habérselo dicho.
Una vez más, Bora no reaccionó. Los tiempos que corrían
exigían moderación. Había que tener cuidado con las trampas
y provocaciones, no responder como esperaría el otro. La
pena, la ira e incluso la indignación no debían estar a la vista,
sino donde su trabajo como oficial de inteligencia le había
enseñado a guardarlas. Pero se le ocurrían al menos tres
razones por las que podría haber sucedido lo que decía
Olbertz: Reinhardt-Thoma había declinado hacerse miembro
del Partido, con todo lo que ello implicaba, a partir de 1933.
Aunque, gracias a su fama internacional, no se habían atrevido
a destruir su carrera, su negativa sí le había impedido acceder
a los altos cargos del gobierno. La segunda razón era su
decisión de adoptar a los hijos de dos colegas que habían
muerto en desgracia, uno de ellos judío; algo inaceptable en la
Alemania de hoy en día. Años antes, habrían enviado al joven
en cuestión a estudiar a América, donde sabían que estaría a
salvo. Por cierto, iba a ser complicado informarle de la muerte
de su padre adoptivo: tal vez, solo lo conseguiría el abuelo
Franz-August, con sus antiguos contactos en el mundo
diplomático. A juzgar por la incomodidad de Olbertz, la
tercera razón sería la menos aceptable de todas. Bora no se
permitió reflexionar sobre ello, porque recordaba demasiado
bien un par de visitas incómodas a la casa de su tío, después de
lo de Polonia. Entonces había aprendido el término
Ballastexistenzen («vidas inútiles»), en referencia a ciertas
prácticas médicas contra las que el anciano había protestado y
que se había negado a aplicar. No obstante, los muy reputados
médicos hoy presentes, entre ellos Karl Bonhoeffer y
Leonardo Conti, teorizaban acerca de o apoyaban esas mismas
investigaciones. Quién sabe, puede que Olbertz fuese de la
Gestapo, o un informante, o que estuviese mintiendo
descaradamente.
Los asistentes debían haber abierto un cuarto trasero
situado detrás del salón, porque una corriente de aire atravesó
el paraninfo saturado del olor artificial a confeti de las coronas
que rodeaban el ataúd. ¿Sería una señal de la tormenta que se
avecinaba? Bora decidió cortar por lo sano.
—Gracias, doctor Olbertz.
—Bueno, ya nos veremos, entonces —refunfuñó Olbertz
con la misma sequedad, y le dio la espalda.
«Nos veremos…». En Berlín, según los colegas del
ejército que habían estado de permiso en la capital, la
despedida comúnmente aceptada hoy día era «mantente con
vida, ¿de acuerdo?». En cuanto Olbertz se alejó, antes de salir
a la calle, Bora se quitó la Cruz de Caballero que llevaba al
cuello, junto con el resto de las medallas. Solo se dejó los
pasadores de las campañas militares realizadas.
Un clima cálido y soleado reinaba en la región: los
aduladores lo llamaban el «tiempo del Führer», como en la
época del Káiser lo llamaban el «tiempo de los Hohenzollern».
En este quinto año de la guerra, significaba que no había
tormenta a la vista, a pesar de su corazonada, y daba luz verde
a los pilotos enemigos. Para Bora, recién llegado del sur de
Europa, la temperatura era agradable, sobre todo a la sombra
de los frondosos tilos centenarios. Tomó el tranvía de
Thielplatz a Leipzigerplatz, desde donde continuaría a pie
hasta el Adlon. De camino, decidió echar un vistazo a los
alrededores, como si esta no fuera la ciudad que conocía tan
bien, la ciudad donde había recibido buena parte de su
adiestramiento militar y donde se había reunido tantas veces
con Dikta. «Pero hoy —pensó—, es un lugar que visito por
primera vez y sobre el que prefiero no emitir ningún juicio».
Los detalles destacaban aún más que los ingentes daños
causados a manzanas enteras, más que los ministerios
mutilados y las embajadas destripadas; las cicatrices que había
visto en otras ciudades, a menudo provocadas por las propias
bombas alemanas: la maleza que se pudría entre las ruinas al
calor del verano, los escombros minuciosamente barridos
hacia un lado, los fragmentos de vidrio que relucían como
colmillos helados. Había huertas en lugar de parterres de
flores, solemnes cornisas que no coronaban nada, tal vez una
única teja caída, o un mar de tejas, el cielo abierto. Anoche,
mientras esperaba a que comenzara la segunda etapa del viaje,
el copiloto, un berlinés, le había recitado en voz baja una larga
lista de lo que había quedado total o parcialmente destruido.
—En Mitte y los barrios cercanos, es más fácil contar lo
que sigue en pie. Hicimos todo lo que pudimos, pero no
pudimos… —Se detuvo ahí.
—Mi hermano también era piloto —le dijo Bora—.
Mañana hará trece meses que murió sobrevolando Kursk. No
me cabe duda de que hicieron todo lo que estaba en su mano.
A lo largo de esta guerra, había habido momentos en los
que el lugar en el que se encontraba le había llegado a lo más
hondo, ya fuese para fascinarlo o atemorizarlo. España,
Polonia, Rusia, Francia, Italia. Incluso aquellos pocos días en
Creta: cada frente resonaba en su mente y a menudo, en su
corazón. Ya no. Ni siquiera en Berlín. Ahora se trasladaba de
su puesto de mando a tal o cual sector a lo largo de la línea
defensiva como alguien que sabe que solo está de paso y que
no debe ni odiar ni enamorarse de su entorno. Fijándose en
todo, observando de cerca los detalles, pero de paso.
La verdad era que había empezado a apartarse de las
cosas. Y este alejamiento le preocupaba, porque el apego a
algo, o a alguien, era lo que lo había mantenido con vida. Pero
el apego dolía; una vez que se renunciaba a él no era más fácil
luchar, resistir, siempre y cuando uno no esperase
necesariamente salir con vida. Lo único que podía hacer era
mantener el control para que los demás no se dieran cuenta; ni
los soldados adolescentes que lo consideraban un adulto ni los
comandantes a cuyos ojos todavía era un muchacho. Era
curioso que algunos de sus colegas siguieran considerándolo
agradable: Bora se sentía cualquier cosa menos agradable.
Actuaba de acuerdo con una educación y un adiestramiento
estrictos, sin revelar nunca su verdadero yo excepto en algunas
páginas de su diario, que, no obstante, a menudo arrancaba.
12:15 P.M.
En la plaza donde se bajó del tranvía había revuelo. Los
bomberos y las tropas de artificieros cortaban la Hermann-
Göring-Strasse y la Leipzigerstrasse. Al parecer, estaban
retirando una bomba que no había explotado durante el
bombardeo de hacía tres semanas. Bora tuvo que desandar el
camino a pie por la Saarlandstrasse y rodear la inmensa
manzana del Ministerio del Aire, que más bien parecía una
poco imaginativa escuela construida para niños gigantes, para
llegar a la Prinz-Albrecht-Strasse. Aún estaba molesto por un
pequeño incidente que se había producido en el tranvía y
ahora, para colmo, iba a tener que dar un rodeo y pasar por
delante del infame edificio de la Gestapo y cuartel general de
las SS para volver a la Wilhelmstrasse.
La maltrecha ruta del desfile, flanqueada de edificios
estatales, no había escapado a las bombas. Bora caminaba sin
fijarse en nada, mirando al frente, decidido a ocultarle a su
madre lo que le había dicho Olbertz. ¿Para qué preocuparla?
Añadir un duelo a otro es como atacar injustamente una casa
ya bombardeada.
Había dejado atrás el patio del Ministerio del Aire y
continuado hacia el norte hasta casi llegar al cruce con la
Leipziger Platz (que también estaba cortada por una patrulla
armada en este extremo) cuando oyó unas pisadas de botas que
se le acercaban rápidamente. Bora era uno de esos hombres a
los que el frente vuelve estoicos, no excitables, y no se volvió
a mirar. Quienquiera que fuese lo adelantaría y pasaría de
largo. Pero un apretón en el codo era harina de otro costal: el
contacto físico lo hizo saltar como un resorte. Tardó unos
segundos en identificar al recién llegado como alguien
conocido que llevaba el uniforme del Estado Mayor alemán.
—¡Bora! Me pareció que era usted.
Bora se había enterado en alguna parte de que Benno von
Salomon por fin había ascendido a coronel de pleno derecho.
Había pasado un año desde sus días en las inmediaciones de
Kursk. Bora le hizo un saludo militar y la mirada que le lanzó
a la mano que le agarraba el brazo izquierdo fue su única
muestra de irritación. Salomon le soltó el codo, pero no por
ello se rebajó la tensión del encuentro.
—Tengo que hablar con usted urgentemente. Hablar con
usted, ¿entiende?
—Pero, coronel…
—Chist, chist… Actúe con normalidad.
Bora actuaba con normalidad. Era Salomon el que lo
miraba con ojos de loco, y aunque Bora ya lo había visto
enfrentarse a sus, según sus propias palabras, «demonios
internos» en Rusia, esta vez no era simple nerviosismo: rayaba
en el pánico. Un paso atrás puso el espacio suficiente entre los
dos para que Bora se sintiese más cómodo.
—¿Qué ocurre, coronel? ¿Qué ha pasado? —preguntó,
aunque por alguna razón, dudaba que quisiera saberlo.
Una vez más, Salomon se le colgó del brazo, sacando de
quicio a Bora.
—Caminemos. Vaya por este lado. Crucemos. Actúe con
normalidad. Allí, hacia la Kaiserhofstrasse. —Cruzaron la
calle en la dirección que le indicaba, aunque Bora no entendía
por qué. Al otro lado, las ruinas se elevaban, altas como
colinas. Del otrora imponente Hotel Kaiserhof, solo quedaba
un armazón destripado, un auténtico vertedero, con la
marquesina festoneada aún colgando, destrozado y vacío. Las
letras doradas de la fachada, que seguía en pie, tenían tan poco
que ver con una «corte imperial» como la propia calle y el
establecimiento que antes llevaba ese nombre. Al otro lado de
la avenida, los árboles jóvenes, decapitados, habían quedado
reducidos a tocones.
—Rápido, Bora, conteste: ¿está familiarizado con el
pleno significado de la palabra «juramento», con el concepto
de LEALTAD?
Bora no daba crédito a lo que oía. Aunque la pregunta
estaba fuera de lugar, no era lo obvio de la respuesta lo que le
preocupaba; sino el énfasis con que hablaba Salomon.
—Sí, por supuesto.
—No son conceptos inequívocos, ¿sabe? No hay un solo
tipo de lealtad. Es precisamente lo que nos complica la vida a
los hombres, a los oficiales… a todos. Al fin y al cabo, no son
más que palabras.
«Estudié filosofía; no pretenda enseñarme nominalismo»,
pensó Bora. Cuando los principios se convierten en simples
expresiones verbales, acecha un peligro moral. No respondió,
porque una opinión no necesariamente exige una respuesta.
Era consciente de que su silencio podía hacerle parecer un
joven oficial politizado, algo que no era, o solo en parte. Pero
no tenía ninguna simpatía por el miedo no disimulado. Se echó
a un lado en un intento de sacudirse la mano de Salomon.
—Tengo que… —el exabogado con cara de perro se
detuvo a mitad de frase y entrecerró los ojos por el sol. No se
bronceaba, ni siquiera en pleno verano; Bora recordaba ese
detalle. Hoy, más bien, tenía el rostro cetrino—. Tengo que
hablar con usted.
Bora intentó no quedarse mirándolo. Era innegable:
presentía un cambio en el clima, como lo había intuido en
Ucrania en el verano de Kursk, cuando ciudadelas de nubes
oscuras se arremolinaban en el cielo, tan lejos en el horizonte
que parecían inofensivas, aunque el ambiente ya estaba
electrizado, como si estuviese impregnado de relámpagos.
Ahora, su decisión de enfrentarse a su antiguo comandante sin
animarle a hablar, o bien le disuadiría de lanzarse a
confesiones incómodas, o le empujaría a apresurarse y hablar
largo y tendido.
Salomon se enjugó el sudor del labio superior con un
pañuelo almidonado y cuando trató de guardárselo, en un
primer momento no atinó a metérselo en el bolsillo de los
pantalones. La franja roja de oficial del Estado Mayor que los
decoraba, como Bora sabía por su experiencia en Roma, traía
aparejados tanto privilegios como limitaciones. Y en
ocasiones, riesgo, si uno estaba dispuesto a aceptarlo.
—Tengo que hablar con usted en privado, Bora. ¿Cuándo
ha llegado? ¿Cuánto tiempo estará en Berlín? ¿Dónde están
sus habitaciones?
Era preferible una mentira que una verdad a medias.
—Todavía no sé dónde voy a alojarme. Solo voy a estar
unas pocas horas en la ciudad, así que será mejor que
hablemos ahora, coronel. Estamos al aire libre y no hay nadie
en las inmediaciones; parece un lugar seguro.
—No. Aquí no. Y la «seguridad» no es más que una sarta
de letras sin sentido.
Más bobadas. Bora no pudo resistirse a preguntar lo
obvio.
—¿Se encuentra bien, señor?
—Llevo tres días seguidos vomitando. Peor que en el 41.
—El pañuelo almidonado volvió a aparecer—. Dígamelo
usted.
Dada la premisa, lo menos aconsejable para Bora sería
preguntarle si podía hacer algo. Permaneció en silencio,
tratando de entender dónde terminaba el agotamiento personal
de Salomon y dónde comenzaba una verdadera amenaza. Con
un hombre como él, podía tratarse de cualquier cosa, desde un
pequeño escándalo privado, pasando por una enfermedad
embarazosa, hasta los extremos más impensables para un
oficial alemán cansado de la guerra en 1944, que Bora no
quiso ni plantearse. Le volvieron a la mente aquellas tormentas
de verano en Ucrania, cómo no se podía ignorar la llegada del
mal tiempo. «Por favor, dígame de qué se trata», estuvo a
punto de pedirle.
El coronel le ahorró el esfuerzo.
—Ha venido a verme Fritz-Dietlof von der Schulenburg.
Estas pocas palabras, aparentemente neutrales y
pronunciadas en voz baja y ahogada, pusieron a Bora en alerta
máxima. Ya en 1941, le habían advertido (en Creta,
precisamente) de los Schulenburg y sus tendencias
izquierdistas. En aquella época, Fritz-Dietlof era gobernador
de Baja y Alta Silesia y su padre era embajador en Moscú.
Había recibido órdenes de hacer escuchas telefónicas en la
embajada. Y si, casualmente, no lo hubieran expulsado de la
Unión Soviética, lo habría hecho.
—El coronel Claus von Stauffenberg mencionó su
nombre al joven conde von der Schulenburg. Encontrarnos
aquí hoy ha sido toda una suerte.
Era hora de pararle los pies.
—Perdone, señor: ¿por qué iba el coronel von
Stauffenberg a mencionarle mi nombre a Fritz-Dietlof von der
Schulenburg? No los conozco en persona a ninguno de los dos.
Claus von Stauffenberg y yo solo nos hemos visto una vez,
durante una competición deportiva hace años.
—¿Sabe que es el jefe del Estado Mayor del Ejército de
la Reserva?
—Sí, coronel, pero sigo sin entender por qué iba a
mencionarme al conde von der Schulenburg o a cualquier otro,
ni por qué parece preocuparle tanto este detalle.
Una nube de polvo rosa se elevó del espectral Kaiserhof
cuando un ladrillo cayó silenciosamente del marco de una
ventana. Salomon no respondió.
—Me alojo en el Adlon, o al menos hasta esta mañana.
Usted también, ¿verdad? He oído que su señora madre
también tiene habitaciones en el hotel.
«Su señora madre…». Estas sutilezas anticuadas estaban
fuera de lugar en una calle que parecía la luna. Bora se
comportó de forma no menos inescrutable que con Olbertz.
—Como he dicho, me marcharé de Berlín muy pronto,
coronel. Por favor, si tiene algo privado o urgente que desee
compartir conmigo, hágalo ahora. Tengo prisa.
—No, no. No pienso decírselo aquí ni ahora. Dejémoslo
estar. Esta noche… no se marcha antes de esta noche,
¿verdad?
—Creo que no.
—Lo encontraré.
Bora lo vio apresurarse calle abajo, en dirección a lo que
quedaba de la iglesia de la Trinidad, zigzagueando como una
liebre que huye de un zorro. Encima de todo lo demás, ahora
esto. Justo lo que necesitaba ahora que había vuelto a Berlín
por primera vez en años. Tras regresar por la muerte de un
familiar, se había encontrado la ciudad en este estado, le
habían dado la noticia de que su tío podría haberse visto
obligado a suicidarse y, por si fuera poco, su antiguo
comandante en el frente ruso parecía estar al borde de un
ataque de nervios. Todo esto lo impacientó aún más por ver a
su madre, que también se iría pronto, en cuanto pudiera partir
con un mínimo de seguridad un tren hacia el suroeste, a la
ciudad de Leipzig.
Sombrío, Bora siguió caminando entre la destrucción
pasada, vieja y nueva; a derecha y a izquierda: lo que no
habían conseguido las bombas del 8 de marzo en el barrio, lo
lograron las que cayeron el 21 de junio. Casi ningún ministerio
estaba intacto, por no hablar de los dos edificios de la
Cancillería; y hacía más de un año que Sankt Hedwig, la
iglesia católica a la que iba la familia Bora cuando estaba en
Berlín, había ardido hasta los cimientos.
HOTEL ADLON, PARISER PLATZ, 1:10 P.M.
Al menos, el Adlon seguía en pie. La planta baja tapiada
con un muro macizo que ocultaba por completo sus famosos
arcos acristalados le daba el aspecto de una tosca fortaleza
china que se alzaba entre un mar de ruinas. ¿Seguirían allí,
detrás de los ladrillos, las sonrientes máscaras de estuco que en
otro tiempo decoraban los arcos? El hotel era otro lugar que
era más seguro mirar como si fuese la primera vez, dados los
recuerdos de Dikta que siempre asociaría con él. Al principio
de la guerra (mientras Bora realizaba el adiestramiento del
Abwehr y, después, daba conferencias como orador invitado
en la Academia Militar), los chicos y chicas que salían en
busca de autógrafos se reunían a la entrada del hotel. Ávidos
lectores de Signal y Der Adler, coleccionaban los retratos
firmados de los pilotos más célebres y de soldados
condecorados con la codiciada Cruz de Caballero de la Cruz
de Hierro. Como jugadores de póquer, hojeaban postales
fotográficas y espiaban a los oficiales que entraban y salían del
Adlon. Por lo visto, las fotos valían más si los retratados,
después, morían como héroes. Bora había llegado a odiar el
mito. Le irritaba que, cuando recibió la Cruz de Hierro en
Kiev, hubieran publicado un artículo sobre él en todos los
diarios de Leipzig. Pero, con un abuelo editor, era difícil de
evitar, aunque solo fuese porque los periodistas querían
congraciarse con él. Como predicaba su padrastro, un
caballero solo debe aparecer en un periódico con motivo de su
nacimiento y de su muerte.
Hoy día nadie pedía autógrafos y había pocas chicas en
edad escolar a la vista, solo unas cuantas razonablemente bien
vestidas, e incluso éstas llevaban trajes demasiado cortos o
ajustados a los que les habían añadido dobladillos y puños de
encaje para que duraran otra temporada. A Bora le sorprendió
ver a las berlinesas cubiertas con lo que podían, incluso tejidos
más propios de vestidos de noche, como satén y otras telas
brillantes. Pero había que tener en cuenta que una cuarta parte
de ellas ya no tenía un techo sobre su cabeza, ni mucho menos
un armario. Entre las mujeres que había observado desde el
tranvía, caminando o haciendo cola frente a las tiendas y
almacenes, las rameras destacaban como pájaros tropicales.
Medias de seda o nylon, tacones, una combinación de encaje
fugazmente vislumbrada al subir a un autobús: el seductor
arsenal que tanto gustaba a los hombres (incluido Bora) ahora
se veía con demasiada frecuencia en muchachas que se
pasaban descaradamente la lengua sobre los dientes después
de retocarse el pintalabios. Su padrastro hablaba
despectivamente de la «putificación» (la palabra era cosecha
propia) de las chicas francesas durante la Gran Guerra. En
aquella época ya era católico converso y, últimamente,
intolerante y suspiraba por la joven viuda Bora, que se tomó su
tiempo antes de darle el sí y volver a casarse. Para el general
Sickingen, todas las mujeres, excepto su esposa y sus
hermanas, eran putas en potencia.
Pero, ¿de verdad era eso? Aunque había pasado buena
parte de su vida en los cuarteles del ejército y en el frente,
«puta» era una palabra que Bora rara vez utilizaba, quizá
porque pensaba que no se podía aplicar este término a una
mujer si no había al menos un hombre en escena.
Una vez dentro, en líneas generales y a pesar de la
penumbra, el hotel seguía dando una impresión de
sofisticación. El conserje era el mismo de sus estancias con
Dikta, solo que con más canas y con la expresión desencantada
y resuelta de un capitán que sabe que su barco se está
hundiendo, pero que jamás arriará la bandera. Se acordaba de
Bora: su impecable saludo tenía esa cualidad especial que
denota reconocimiento sin caer en el servilismo. Tanto Bora
como el conserje se sorprendieron, en silencio, de que el otro
no hubiera muerto entretanto. Con un asentimiento más propio
de un soldado, el hombre respondió a la pregunta de Bora con
un sí: la baronesa Sickingen estaba en el hotel. ¿Deseaba que
llamase a su habitación?
—Sí, por favor.
—Su llave, señor.
El hecho de que le hubieran proporcionado un coche en el
aeropuerto (aunque en el aeródromo equivocado) y una cama
en uno de los mejores hoteles de Berlín, cortesía del Ministerio
del Interior, era algo tan fuera de lo común que Bora comenzó
a pensar que de verdad podría delatar un intento coordinado de
hacer pasar por natural la muerte de Reinhardt-Thoma.
—Por favor, avíseme en cuanto me llamen del aeródromo
de Schönefeld —dijo.

El salón azul, antes tan espléndidamente iluminado, tenía


un aspecto bastante apagado, a pesar de que los apliques de las
paredes hacían lo que podían por compensar las
puertaventanas tapiadas. Bora caminaba de un lado a otro de la
habitación mientras esperaba a su madre. En el funeral, habían
estado uno al lado del otro; pero esto era una reunión:
imposible sortear el difícil abismo creado por la muerte de
Peter y por la mutilación. Tendrían que salvarlo de alguna
manera.
Nina se lo encontró en el centro de la sala, donde se
detuvo de inmediato y se volvió para saludarla. Se acercó a su
hijo, que la saludó con un taconazo y un beso en la mano.
Fueron necesarios esos pasos formales para que se relajara lo
suficiente como para abrazarla. Por suerte, las miradas que se
dedicaron expresaban de sobra lo que habría sido difícil decir
con palabras. Nina no pudo evitar preguntarle:
—¿Cómo estás, Martin?
Bora se apresuró a responder:
—Bien —y ella no insistió.
Todo ello seguido de unas pocas frases solícitas y del
intercambio de noticias que es de esperar en estas
circunstancias. Cómo estaban las cosas en casa… y sí, qué
repentinamente se había marchado el tío Reinhardt-Thoma.
Las palabras flotaban como desechos inútiles sobre sus
verdaderos sentimientos. A Bora le entristeció verla vestida de
negro, primero por Peter y ahora también por su tío.
Nina lo guio hasta una mesita flanqueada por los
elegantes sillones de antaño, lo que hacía algo menos absurdo
este encuentro en una ciudad asolada por las bombas.
—Me han dicho que el entierro tendrá lugar lo antes
posible —dijo—. De noche, junto con los de otras personas.
Los azulejos espejados que colgaban sobre la chimenea
reflejaron brevemente su cuello y sus hombros esbeltos al
pasar, y por un momento fue como si su delicada doble cruzara
una habitación fantasma paralela a la real.
—Tengo que ir a ver a Saskia, si puedo.
—Iré contigo.
—Es mejor que vaya sola, Martin. Frau Sommer, la
secretaria de tu tío, vendrá a buscarme dentro de media hora y
me acompañará al hospital de Wilmersdorf. Como sabes,
Saskia está en el pabellón de enfermedades infecciosas.
Bora, que estaba de pie a pocos metros de ella, se acercó
a la puerta y la cerró.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Supongo que es la única forma que se le ocurrió de no
tener que asistir al funeral. Últimamente las cosas no han sido
fáciles para ellos.
Habría sido el momento adecuado para que Bora le
informara de los chismorreos de Olbertz, pero decidió no
hacerlo; intuía que la propia Nina había oído susurrar algo a
las enfermeras y que se lo estaba ocultando por la misma
razón. Esperaba poder aprovechar el poco tiempo del que
disponía con su madre en Berlín, pero entendía que había
cosas de las que tenía que ocuparse en Dahlem.
Nina se sentó y le invitó a hacer lo propio.
—Martin, antes del funeral, el doctor Goerdeler me
confió un mensaje para ti.
—¿Ah, sí?
Normalmente, Bora no admitiría que algo lo había pillado
por sorpresa, pero en este caso, podía permitírselo. Nina era la
discreción personificada. Toda su elegancia (su diminuto
bolso, sus guantes y hasta el ligero toque de polvo facial)
derivaba de su discreción.
—Sí. Esta noche a las nueve, debes presentarte en la
oficina de Arthur Nebe, jefe de la Policía Criminal. —Tomó
aliento—. Carl-Friedrich no parecía preocupado, así que puede
que sea cuestión de rutina…
Esta vez, a Bora le resultó difícil mantenerse impasible.
«¿De rutina? ¿Cómo puede ser cuestión de rutina que el jefe
de la Kripo (que, por cierto, también es general de las SS y
presidente de la Comisión Internacional de Policía Criminal)
me haya mandado llamar?».
—¿Dijo algo más, Nina?
—Solo que no te preocupes, y que uses la entrada de
servicio.
Cada vez tenía menos sentido. Si su madre tenía miedo (y
bien podía tenerlo), había decidido ocultarlo por su bien. Bora
también mantuvo la compostura.
—Muy bien. Veremos qué quiere el Gruppenführer Nebe.
En realidad, casi se le salía el corazón por la boca, sobre
todo después de encontrarse con Salomon. Conocía a Nebe de
la época del Einsatzgruppe B y sus escuadrones de la muerte
en el frente oriental. No le hacía ninguna gracia entrar en su
oficina por voluntad propia. Ojalá pudiera decirse a sí mismo
que no se había metido en un lío, pero sería mentira; aunque el
lío en el que se encontraba quedaba bajo la supervisión de la
Gestapo, no de la Policía Criminal. El único elemento que le
tranquilizaba hasta cierto punto era el mensajero: Carl-
Friedrich Goerdeler, un exfuncionario que no era precisamente
un favorito del Partido. Si Nebe le había confiado el mensaje a
él en lugar de a uno de sus matones uniformados, debía de
haber una razón. Las palabras que le había susurrado Olbertz
le volvieron a la mente; y aunque no las compartió con su
madre, dijo:
—Puede que tenga algo que ver con el tío, Nina. Si su
clínica y su residencia siguen en pie, ¿quién sabe? Tal vez se
produjo un intento de robo durante la noche.
—¿Eso crees? Tal vez.
Estaban sentados de forma que, con solo inclinarse
ligeramente hacia delante, podrían haber tocado la mano del
otro; pero Bora prefería no iniciar un contacto que amenazaba
con deshacer el esfuerzo que Nina evidentemente estaba
haciendo por controlar sus emociones. Allí sentados, se
miraron el uno al otro: ella apreciándolo como a su mayor
tesoro y él a ella, pero conscientes de que incluso ahora,
incluso en presencia de su madre, Bora se estaba apartando de
las cosas. Se obligó a limitarse a temas de cortesía: a preguntar
por su padrastro, el general (al que Nina llamaba «tu padre»),
por la salud de sus abuelos, por la mujer de Peter y el bebé,
por los amigos que habían perdido su hogar en los bombardeos
y que estaban pasando una temporada en la casa familiar de
Borna… Le sorprendió saber que su cuñada se había ido de la
casa de la Birkenstrasse.
—Ha vuelto a casa de sus padres en Esterwegen, Martin.
—Ah. Es más seguro vivir en el campo, al oeste.
—Cierto.
—¿Y la filial berlinesa de la Bora Verlag…?
Sin prisas, Nina se quitó los guantes y se los colocó en el
regazo junto con el pequeño bolso.
—Como esperábamos, el bombardeo de junio destruyó
por completo la oficina del Zeitungsviertel, y la casa del
abuelo Franz-August ha quedado muy afectada. Pero la
imprenta de Potsdam sigue en funcionamiento. La opera
omnia de Leopardi saldrá el mes que viene, con un prefacio
del poeta Ungaretti.
—Ungaretti, cómo no. Ahora se dedica a la docencia en
Italia, ¿no?
—En Roma, creo.
Bora asintió. Le resultaba difícil relajar los hombros o
apartar la mirada de ella. «Apartarse de las cosas» no era una
protección absoluta frente al dolor. De un momento a otro, las
palabras podían parecer insustanciales o insoportablemente
pesadas, fáciles o totalmente imposibles de pronunciar. Cuanto
más lleno está el corazón, menos capaz es de vaciarse.
Curiosamente, cuanto más distante se sentía, más hermosa le
parecía su madre; un cumplido que Bora no podía hacerle, ya
que temía que cualquier cosa que le dijera le haría daño. Sobre
todo, si le preguntaba por su dolor. La muerte de su hermano
era otra razón para no hablar de sí mismo.
—Dale recuerdos de mi parte a Saskia.
—Por supuesto.
—Y pregúntale si necesita algo.
—Eso haré.
Sus propias heridas, el fin de su matrimonio, saber que
estaba políticamente en peligro: todo parecía insignificante
comparado con la pérdida que habían experimentado Nina y
todos los de la familia. «Ha perdido a uno de sus dos hijos, y
yo seré para siempre “el otro”… pasé a ser “el otro” cuando
ocurrió, y siempre seré el que debería haber muerto en lugar
de Peter. Si no puedo perdonármelo a mí mismo, ¿cómo iban a
perdonarme mis padres?». La idea lo abrumó, y Bora se puso
en guardia contra sus emociones. Rara vez se le saltaban las
lágrimas, y que le hubiera ocurrido en Roma unas semanas
antes lo avergonzaba, aunque había estado sometido a un
estrés y una angustia extremos. Si mal no recordaba, la última
vez que su madre lo había visto llorar, tendría unos doce años.
Le sorprendió que no llorase ella: creía que estar sentada allí,
con Peter muerto, debía de resultarle intolerable. «Si hubiera
muerto yo, seguirían siendo una familia completa: padre,
madre e hijo. Ahora somos dos familias (mi madre y el
general, mi madre y yo), doblemente mutiladas».
—¿Has tenido noticias de nuestros amigos de Prusia
Oriental últimamente, Nina?
—No directamente. Una de los Moderegger me escribió
que todos están bien.
Cuando Nina abrió el bolso para guardar los guantes,
vislumbró una delicada pitillera en su interior. Nina nunca
había fumado, y claramente estaba incumpliendo una de las
órdenes del general, un entusiasta de la vida sana. Bora la
admiró aún más por ello.
Aquí estaban, ambos parientes de un hombre que bien
podría haber destruido el régimen, mientras desactivaban una
bomba que un avión había lanzado a pocas manzanas y con
una orden de Arthur Nebe de presentarse ante él esta noche, y
Bora preguntando cortésmente por sus amigos. «Bueno, todos
nos protegemos lo mejor que podemos. Está esperando a que
diga algo y sabe que no puedo, así que espera sin
presionarme». Bora observó las manos de su madre con
admiración y con sentido de gratitud, de consuelo. Rara vez
llevaba joyas, y este no era el momento ni el lugar de hacer
ostentaciones. En la mano derecha llevaba solo su alianza de
boda y un antiguo anillo de la familia, el mismo que tenía
pensado regalar a Dikta el día de su boda por la iglesia con
Bora. El general, que nunca había dado su aprobación al
matrimonio, se lo había prohibido. Ahora, Bora se preguntaba
por qué habría cedido ante él aquella vez, ya que su madre no
era la clase de mujer que acepta sin más las imposiciones. «Es
porque a ella tampoco le gustaba Dikta. Hasta en esto la he
decepcionado, y también al no tener hijos con mi mujer…».
Entonces se dio cuenta, y fue una sorpresa devastadora, de que
era posible que Nina supiese de los abortos de Dikta y que
nunca se lo dijese. «Si se hubiera enterado el general, me lo
habría echado en cara, como hizo en Cracovia hace cinco
años, cuando censuró el comportamiento de Dikta antes de
conocerme. Si no llega a ser porque ya había subido al tren, no
sé si podría haberme controlado. Le guardé rencor durante
meses, y en realidad, aún se lo guardo. Sí, Nina debía de saber
lo de los abortos, o al menos lo sospechaba. Cuando me
escribió, antes de Stalingrado, que “Dikta estaba indispuesta”,
quería decir que estaba embarazada. Por supuesto. Y cuando
todo quedó en agua de borrajas, debió sospechar que, a menos
que hubiese sufrido un aborto espontáneo, Dikta había
decidido no llevar el embarazo a término. La propia Dikta me
lo contó todo en Roma… para que fuese el golpe definitivo, el
que me obligara a separarme de ella, a liberarla. Así que ahora,
ella es libre y yo, no».
Bora contempló a su madre con una humillante necesidad
de admitir su dolor, una necesidad a la que no sucumbiría.
«“Cuanto más lleno está el corazón…” Pase lo que pase,
independientemente de lo que presagien los extraños
encuentros de hoy, después volveré al frente y, afrontémoslo,
puede que no volvamos a vernos en esta vida». Se aplicó a sí
mismo los argumentos que utilizaba al interrogar a los
enemigos capturados, que se reducían a variaciones de «más
vale que empieces a hablar ya».
Sobre la chimenea, que habían cegado para que el humo y
los escombros de bombardeos no bajasen por el tubo, los
azulejos espejados reflejaban la pared opuesta. Encima, una
escena pintada que llegaba casi hasta el techo estucado
mostraba a dos chicas recostadas en un paisaje
imposiblemente idílico. Bora observó la delicada decoración y
siguió evitando el meollo del asunto que se interponía entre los
dos. Por fin, dijo, como alguien que empieza a notar la
necesidad de llegar al centro, pero que comienza en el punto
más lejano de la espiral:
—No sé por qué, pero estaba seguro de que la mujer de
Peter se quedaría contigo. Espero que la partida de Dikta no
haya tenido nada que ver; soy consciente de que las dos se
apreciaban mucho. —Era otra forma de decir: «espero que
Dikta no haya sido una mala influencia para ella, al menos a
tus ojos».
—Las chicas estaban muy unidas —asintió Nina. Tenía
demasiado tacto como para añadir un comentario, pero
aprovechó el momento para decir, sin mirarlo a los ojos—:
Hace unos meses, cuando me escribiste y me lo pediste, le
pregunté a tu esposa: «¿lo quieres?». Al principio, Benedikta
se limitó a sonreír. Ya conoces su sonrisa. Pero después,
respondió: «por supuesto». «¿Lo suficiente para tener hijos
con él?», insistí. «Nina, no creo que estemos listos para tener
hijos». «Martin lo está». «Pues yo no. Pero lo quiero. Y tú,
¿quieres a tu marido?».
Con una dolorosa sacudida, Bora se encontró de golpe y
porrazo en el núcleo de la espiral, otra reacción que se esforzó
por ocultar. Dijo algo en voz baja, y cuando la mirada de Nina
le indicó que no había oído sus palabras, repitió:
—Un comentario descortés por su parte —como si su
impertinencia hubiera sido el centro de la espiral desde el
principio y ahora, pudiera simplemente echarse atrás.
—Benedikta era así, Martin. Luego, en septiembre,
cuando te hirieron en aquella emboscada… en lo que a ella
respecta, fue la gota que colmó el vaso. Quedó destrozada, aún
más que durante la época de Stalingrado, al ver que estabas
herido de gravedad. Yo tenía la esperanza de que te
repatriaran. Pero tu padre me informó de que habías pedido
que no te enviaran a casa, que habías decidido que te
hospitalizaran en Italia, y añadió: «tiene razón. Es un soldado,
no quiere arriesgarse a que lo devuelvan a Alemania y le
asignen un trabajo de oficina. Yo lo entiendo y lo apoyo».
Entonces, Benedikta nos dijo a las claras que no podía seguir
así y que ya había comenzado el papeleo para pedir la
anulación. De hecho, ese era el motivo de su próximo viaje a
Roma. «Ya le he escrito», me dijo. «Martin sabe por qué voy,
y es mejor así». Tu padre se enfureció tanto que la abofeteó.
—No debió hacerlo nunca.
Con aire distraído, Nina se pasó los dedos por el puño de
la blusa, como queriendo suavizar la crítica de Bora.
—Pero como ahora sabemos, no recibiste la carta. Y el
resto… tristemente, ya lo conocemos.
—Exactamente.
Había conseguido volver a salir de la espiral tras evitar el
centro. Pero entonces, Nina, ya fuese porque ahora, se sentía
capaz de hablar con más libertad o porque buscaba distraerlo,
reconoció:
—Tu padre y yo últimamente estamos teniendo
dificultades con Margaretha.
Ah, sí, Duckie iba a mudarse de la casa de sus suegros,
donde ambas mujeres habían pasado su vida de casadas. Pero,
¿habría algo más? Nina y el general raras veces llamaban a sus
jóvenes esposas por sus apodos, como sí hacían con sus hijos:
así, Dikta seguía siendo Benedikta y Duckie era Margaretha.
Bora no dejó escapar la oportunidad de olvidar el tema de su
matrimonio fallido.
—¿En qué sentido?
—Ha cambiado mucho desde que derribaron el avión de
Peter en Rusia. La pena, el sufrimiento. Se ha AMARGADO,
Martin.
Nina bajó la vista. Bora había heredado el brillo de sus
ojos y se vio a sí mismo en su acto de apagarlos rápidamente,
para protegerse, como si se sintiese responsable del
comportamiento de los que la rodeaban; otro rasgo que
compartían.
—Margaretha es… bueno, últimamente no hay quien la
entienda. Los primeros seis meses tras el nacimiento de su
hija, se pasaba días enteros en cama, con las cortinas corridas.
Estaba furiosa con el mundo, con todos nosotros. Desde esta
primavera, se ha estado viendo con uno de los antiguos
compañeros de escuadrón de Peter, que está asignado al
cuartel general. —Bora sintió ganas de preguntar: «¿es ese el
problema?», pero su madre se le adelantó— :
—Es comprensible. Lo sé, yo también fui una joven
viuda. Pero eran otros tiempos, había otras reglas: incluso
estando de luto, el tiempo pasaba más lentamente.
—Ahora no —dijo Bora—. ¿Hay algo que pueda hacer?
—No, cariño. De todos modos, ese no es el problema. Es
libre de hacer lo que quiera con su vida, después de Peter. El
caso es que Margaretha siempre quiso que todo fuera de color
de rosa en la pareja. Lo exigía. Su dulzura dependía de que su
historia de amor siguiese adelante. Porque, como sabes,
estaban muy enamorados. Esperábamos que Peter viniera a
Leipzig para el nacimiento, y entonces… —Nina enderezó la
espalda para enfrentarse al recuerdo—. Nunca podré
agradecerle lo suficiente a Benedikta el papel que desempeñó
cuando llamaste desde Rusia para darnos la terrible noticia,
hace trece meses. Las dos estaban abajo, en el jardín, (solo
faltaban unos días para el parto) y bastó con que tu padre,
destrozado como estaba, mirase a Benedikta desde la ventana
para que esta entendiera que se había producido una desgracia
y que concernía a Margaretha. Fue capaz de poner buena cara,
no sé cómo, y de convencer con su sensatez a su cuñada de
que salieran a dar un largo paseo. Lo hizo para que tuviéramos
tiempo de llorar a solas durante una o dos horas sin que ella se
enterase. Y así, Margaretha se enteró solo un mes después,
cuando ya estaban fuera de peligro tanto ella como el bebé.
—No lo sabía.
—En las semanas posteriores al incidente, Benedikta
estuvo magnífica. Fue una gran ayuda para mí, Martin. Guardó
el secreto diciéndole a Margaretha que habían cancelado todos
los permisos, y así la mantuvo alejada de tu padre, que estaba
callado y retraído.
Siempre había sabido decir lo correcto. Bora no despegó
la vista del suelo.
—¿No te lo ha contado Benedikta?
—No.
Al enterarse, Bora sintió un profundo agradecimiento que
estuvo a punto de romper su determinación. Decir que él
también lo sentía era imposible. El tema le provocaba una
incomodidad física; ella lo notó y prefirió no decir nada. Si
hubiera estado más animado, habría mencionado a la señora
Murphy en Roma, la mujer casada de la que se había
enamorado y que le había dicho que no, pero que entendía, y
él sabía que lo entendía, algo que lo consolaba contra toda
esperanza; aunque, desde el punto de vista racional, supiese
que era un capricho sin futuro.
—Tengo otra cosa que decirte, porque seguro que te lo
has preguntado: antes de Stalingrado, sus síntomas eran tan
parecidos a los de Margaretha… y, bueno, Margaretha estaba
embarazada. Pero cuando Benedikta volvió de aquel viaje al
extranjero con su madre, los síntomas habían desaparecido. La
salud de las jóvenes es caprichosa; como comprenderás, no era
suficiente para suponer… y además, la mujer de Peter requería
prácticamente toda nuestra atención. Tú estabas en Stalingrado
y simplemente no pude…
—Gracias por no decírmelo entonces, Nina.

Habían pasado unos minutos cuando llamaron


discretamente a la puerta. No un botones, sino el conserje en
persona, el capitán del intrépido buque Adlon, entreabrió la
puerta para anunciar que había llegado una tal Frau Sommer
para ver a la baronesa.
—Gracias —dijo Nina—. Estaré con ella en un momento.
Bora se apresuró a levantarse y se ofreció a acompañar a
su madre al coche para prolongar todo lo posible su encuentro.
En el vestíbulo del hotel, a punto de salir a la cegadora luz del
día, Nina vaciló y se volvió hacia su hijo. En su inglés nativo,
le dijo en voz baja:
—Tu padre me advirtió de que no preguntara, pero… no
sufrió, ¿verdad? —Lo que significaba: «por favor, dime que
Peter no sufrió».
Cómo debía de haber deseado preguntárselo durante la
última media hora, pero en cambio, se limitó a hablar de su
hijo vivo… Por ella, Bora le habría mentido a la misma
muerte.
—No sufrió, Nina. De verdad. Cuando pasan estas cosas,
no se sufre.
Nina tuvo cuidado de no mirar el puño enguantado que
había reemplazado su mano izquierda.
—Pero tú sí debiste sufrir, terriblemente.
—Si así fue, se me ha olvidado. —Era cierto que no
recordaba el sufrimiento del incidente en sí, pero el dolor
había sido insoportable en el hospital, los días siguientes. A
Bora le habían enseñado, en casa, a quitar importancia al dolor
personal, así que cabía la posibilidad de que Nina no lo
creyera.
—¿Te veré esta tarde, Nina? —Lo que significaba: «por
favor, necesito verte de nuevo. Todavía no nos lo hemos dicho
todo».
Nina estuvo a punto de sonreír con ese gesto tan suyo,
con los ojos más que con los labios.
—Volveré antes de las seis.

Bora esperó en la acera a que el coche Volkswagen


(proporcionado por el hospital Charité y conducido por Frau
Sommer, la secretaria de confianza de su tío desde hacía más
de veinte años) se perdiera de vista. Siempre había sido
protector con su madre, pero no expresaba tanto el cariño
como Peter. A su hermano le gustaba dar abrazos, algo que
molestaba al general pero que seguramente encantaba a Nina.
La inhibición era un error cuando la vida se vuelve precaria, y
Bora era consciente de ello: no podía evitar su reserva, pero
esperaba sentarse con ella antes de que volvieran a separarse.
El ascensor del Adlon no funcionaba, así que decidió
subir las escaleras hasta su habitación después de pedir al
conserje que llamara por teléfono al sanatorio de Beelitz.
—Lo cogeré arriba —le dijo.
Al apartarse del mostrador, le dio la impresión de que el
hombre vacilaba un momento al darse cuenta de que no
llevaba su alianza de boda, una ausencia delatada por un
delgado círculo pálido contra su piel bronceada. O tal vez no.
Bora no pudo evitar avergonzarse, porque la última vez que
había pasado la noche en el hotel con Dikta aún estaban
casados.
A pesar de los largos tramos de escalera, no le dolía la
rodilla que se había lesionado durante el ataque partisano.
Bora subió los peldaños con cuidado. Un olor seco e
inconfundible a sábanas y toallas recién planchadas flotaba en
el hueco de la escalera. Dada la intermitencia del suministro
eléctrico, el lujoso hotel debía de haber resucitado el uso de
planchas de carbón. Era el mismo olor cálido de la amplia
habitación de detrás de la cocina de Borna y de las granjas de
Trakehnen. Una débil señal del pasado que le recordaba que
antes habían vivido en paz y que, Dios mediante, volverían a
hacerlo. Bora no estaba de humor para recordar y no le
apetecía pensar en la factura que les pasaría la paz, ya que
estaba entre los que la habían pagado por adelantado.
Un piso más y llegó al pasillo de sus encuentros con
Dikta: durante años, su suegra había tenido una suite en el
hotel, raras veces ocupada pero siempre lista. Era aquí donde
se citaba con Tilo Schallenberg, coronel de las SS, antes de su
divorcio y era aquí donde Bora y Dikta, Dios sabe cuántas
veces… borró el recuerdo y se apresuró a ascender el siguiente
tramo de escaleras.
Colgado del picaporte de la habitación contigua a la que
le habían asignado había un cartel de «No molestar», y un par
de botas de montar de oficial de excelente factura esperaban
junto a la puerta a que las recogiesen y las lustrasen hasta
dejarlas como un espejo. Japonesas, pensó Bora, por el tamaño
y estilo. Entró en su habitación sin hacer ruido. Justo detrás de
la puerta, tan cerca del umbral que no pudo evitar pisarlo,
había un papel doblado (sin sobre) en el suelo. Incluso antes
de recogerlo y desplegarlo, la certeza de su origen lo irritó.
Con su puntilloso lenguaje de abogado, Salomon le pedía
que dejase la tarde libre, «como acordamos esta mañana».
«Yo no he acordado nada». Bora se puso furioso. En
Rusia, Salomon tenía la costumbre de exigir su compañía
durante la cena y a veces hasta altas horas de la noche, porque
se aburría y padecía de insomnio y quería lamentar la pérdida
de su casa familiar en Prusia Oriental. Más de una vez, Bora
luchó por no quedarse dormido mientras escuchaba el relato de
la infamia polaca durante la Gran Guerra, porque, a diferencia
de su comandante, tenía que estar levantado y enfrentarse a los
rusos al amanecer.
«Tendré que cantarle las cuarenta al conserje por darle el
número de mi habitación». Bora se preparó para escribir una
nota y dejarla en el casillero del coronel, en la que alegaría un
compromiso previo y el poco tiempo que iba a estar en Berlín,
aunque era perfectamente consciente de que
(independientemente de la hora a la que regresase del cuartel
general de la Kripo, y suponiendo que regresara; nunca se
sabía) lo más probable era que Salomon lo incordiase hasta la
madrugada. En una capital donde los refugiados se apiñaban
en todos los resquicios disponibles, hasta se habría arriesgado
a abandonar su cómoda habitación de hotel si no fuese porque
se había propuesto despedir a Nina por la mañana. Solo el
pelotón de fusilamiento (o un bombardeo en alfombra) evitaría
que faltase a su promesa.
Solo al sacar la estilográfica, recordó que no tenía tinta.
Consciente de que usar el lápiz de su libreta para escribir a un
superior incumplía la etiqueta militar, decidió esperar a la
llamada y luego pedir prestada una pluma en recepción.
En cuestión de minutos, estaba hablando con la enfermera
jefe del sanatorio de Beelitz. Esta le confirmó que el
comandante Bruno Lattmann seguía ingresado allí.
—Si el coronel dispone de un tiempo tan limitado —
añadió—, sería posible organizar una visita fuera del horario
usual.
Bora confirmó que esperaba abandonar Berlín a media
mañana del día siguiente a más tardar y se ofreció a ir de
inmediato; cómo conseguirlo era otra cuestión. Beelitz estaba
bastante alejado del centro de Berlín.
El transporte público funcionaba con regularidad, pero no
con puntualidad. Los taxis eran difíciles de conseguir y
andaban escasos de combustible, así que era poco probable
que se comprometiesen a hacer un trayecto largo. Bora se
había fijado en que, además de las cartillas de racionamiento,
la gente llevaba tarjetas con un código de color que indicaba
las distintas instalaciones y servicios… y no estaba en un país
ocupado, donde podía requisar lo que necesitara. El frente te
malcría, en ese sentido. Era cierto, como le había dicho el
copiloto, que el dinero en efectivo podía comprar la mayoría
de los bienes; desde las botellas de vino francés celosamente
guardadas en las bodegas de los restaurantes y hoteles hasta
las provisiones que se apilaban en los almacenes militares, sin
olvidar los burdeles más exclusivos. Y aunque, oficialmente,
el servicio de inteligencia del ejército (Abwehr) se había
derretido como la nieve al sol después de haber sido disuelto
por la Gestapo unos meses antes, Bora seguía teniendo amigos
de «trabajo» con los que podía contar.
Dejando a un lado su preocupación por la histeria de
Salomon y la alarmante citación policial, el siguiente paso
consistió en llamar al conserje y ordenarle que consiguiese un
ramo de rosas («preferiblemente rojas, al menos veinticuatro»)
y que lo colocase en la habitación de su madre. Y además, que
se hiciese con «una botella de vodka ruso de buena calidad y
tinta azul Pelikan para una estilográfica» en la próxima media
hora. El conserje no expresó la más mínima sorpresa al oír sus
peticiones: después de todo, esto era el Adlon. Ahora venía la
parte más difícil. Bora telefoneó a un antiguo colega del
Abwehr que actualmente era oficial de enlace en el Ministerio
del Aire:
—¿Cómo estás? Soy Martin Bora. Si consigo llegar a
Dahlem por mi cuenta, ¿qué tengo que hacer para conseguir un
transporte rápido hasta el sanatorio de Beelitz?
Hecho esto, volvió a llamar al conserje.
—Que sean DOS botellas de vodka ruso de buena
calidad.
2:40 P.M.
Treinta y cinco minutos después, y aunque no comía
desde que había tomado un bocado la noche anterior, antes de
la última etapa de su vuelo a Berlín, Bora decidió saltarse el
almuerzo para visitar a Bruno Lattmann. En recepción le
dijeron que estaban disponibles todos los artículos solicitados,
excepto la tinta azul.
—En cuanto al ramo, teniente coronel, solo he podido
conseguir doce capullos de rosa «Crimson Glory», criados en
invernadero aquí, en Berlín. Me he tomado la libertad de pedir
que añadan doce peonías rojas.
El conserje colocó un sobre sellado, con su nombre y
rango escritos a máquina en tinta roja, sobre el mostrador.
—Y ha llegado esto para usted, señor.
Bora se apartó del escritorio para abrir el sobre, furioso
por lo que supuso era un segundo mensaje de Salomon.
—¿Le ha dado el número de mi habitación a alguno de
los huéspedes? —preguntó, mirando por encima del hombro.
—No, señor.
Pero, por supuesto, la Gestapo tenía listas actualizadas de
los residentes del hotel e informantes entre los camareros,
mozos de habitaciones y camareras. Los nombres y la falta de
discreción también se podían comprar con dinero en efectivo.
La nota, en un folio al que habían cortado la parte
superior, que contenía el membrete, constaba de dos líneas
mecanografiadas, sencillas pero suficientes para causar
preocupación: «Es necesario. Al menos, acéptelo
filosóficamente, y buena suerte». Concluía con una G
mayúscula a modo de firma. Bora dobló el papel y volvió a
meterlo en el sobre fingiendo indiferencia. «Tiene que ser
Goerdeler», se dijo. «¿Qué se le habrá metido en la cabeza
para, primero, abordar a mi madre y luego, enviarme esta nota
tan poco clara? ¿Qué se supone que es “necesario”? ¿Que me
someta a un interrogatorio policial? Muchas gracias; en lo que
a mí respecta, es un golpe bajo, y de todo menos necesario».
—¿Quién entregó el mensaje? —le preguntó al conserje.
El hombre negó con la cabeza.
—Lo siento mucho. Alguien debió dejarlo en su casillero
mientras yo comprobaba personalmente la cantidad y calidad
del arreglo floral antes de enviarlo a la habitación.

El amigo de Bora en el Ministerio del Aire no se limitó a


cumplir con su palabra. Acostumbrados a considerar urgentes
las peticiones de colegas, los oficiales de contrainteligencia
hacían lo posible por anticiparse a las necesidades de los que
los llamaban. Bora caminaba hacia la parada del metro con dos
botellas de vodka envueltas en papel de seda en el maletín
cuando un deslucido coche azul grisáceo con un joven aviador
al volante se detuvo a su lado.
—¿Teniente coronel von Bora, de camino al Beelitz
Heilstätte? Tenga la amabilidad de subir, señor.
El camino al sanatorio era la antigua ruta que conducía a
Leipzig, que dejaba a la izquierda las villas de Wannsee, la
ciudadela del estudio cinematográfico de Babelsberg y los
lagos y ríos artificiales formados por el Havel. Moscas,
mosquitos y otros pequeños insectos encontraban la muerte al
chocar con el parabrisas, dejando marcas amarillas y rojas. Al
sur de la ciudad, hacía décadas que el campo se había
convertido en un panal de abejas surcado por campos de tiro,
campos de adiestramiento militar, pistas de aterrizaje y
hospitales de convalecientes, a los que ahora se unían las
oficinas del Alto Mando trasladadas desde los cuarteles
bombardeados de Berlín. El ejército, y hasta no hacía mucho
la Abwehr, disfrutaban de la relativa seguridad de los amplios
parques y frondosos bosques, disfrazados de casas de veraneo
y granjas.
Cuando el conductor, que era voluble para ser un soldado
raso, le informó de que tendría que devolver el vehículo al
ministerio antes de las 6:30 p.m., Bora contestó que lo
entendía. Reconoció su charla excitada y vacía como un efecto
secundario del consumo de anfetaminas, ya fuera Pervitina o
alguna otra marca; algo usual entre los aviadores para
combatir la fatiga de las muchas horas de vuelo, además del
miedo. Esto le hizo comprensivo, aunque en otras
circunstancias habría plantado cara al aviador por su incesante
parloteo. Escuchó con desinterés cómo el hombre señalaba
esta y aquella villa, propiedad de tal o cual actriz de cine,
miembros del gobierno u oficiales de alto rango. A pesar de su
inutilidad, la cháchara tenía un efecto calmante para los
nervios. Aquí y allá, un cráter desfiguraba los jóvenes
bosques. Estos orificios, que pronto se llenaban de agua de
lluvia, marcaban los puntos donde una bomba no había dado
en el blanco o donde los aviones enemigos las habían soltado
de vuelta a la base.
En Michendorf, abandonaron la carretera y se dirigieron
al oeste.
2

«El que se mete en la chimenea no debe molestarse por el


humo.»

Proverbio alemán
SANATORIO DE BEELITZ, 3:45 P.M.
Lattmann, con su pijama de rayas, no tenía buen aspecto:
había perdido peso, se le marcaban los tendones del cuello,
antes fuerte como el de un toro, y las pecas resaltaban como
manchas sobre su piel clara. Pero su malhablado sentido del
humor seguía siendo el de siempre. Cuando Bora le preguntó
por la herida («una puta bala de francotirador me atravesó el
pulmón el último día que iba a estar en Rusia»), describió en
detalle lo cerca que había estado de «estirar la pata».
—Escapé por estos pelos cobrizos, Martin, y con la
cabeza rapada, no fue fácil. Muchas gracias por venir. ¿Qué
haces aquí, en Berlín? ¿Cuánto tiempo piensas quedarte?
—He venido por el funeral de Estado de un pariente; me
quedo solo unas pocas horas.
Bora no añadió nada más. Le dio el vodka a su amigo y
se sentó frente a él en el amplio salón de principios de siglo.
En otra época, el olor a productos de limpieza y alcohol y la
débil luz tamizada del día le habrían afectado. Ahora los
percibía con una serena falta de reacción, convencido como
estaba de que su determinación de no demostrar nada pronto le
permitiría no sentir nada. Lattmann lo examinó de arriba
abajo, se apoyó la botella de vodka en la rodilla y la giró
lentamente. Sus ojos se fijaron en la prótesis de Bora. No iba a
dejar que se saliese con la suya y no le contase nada.
—Bueno, ¿qué más me estás ocultando?
Bora no dijo nada. Se giró hacia las ventanas que daban
al jardín. Allí, vio a un hombre en silla de ruedas al que le
habían amputado las piernas por encima de la rodilla. El
enfermo miró con aire malhumorado en dirección a Bora,
como si envidiase una pérdida física que debía de parecerle
insignificante. Bora volvió a fijar su atención en Bruno
Lattmann.
—Dikta se marchó hace cinco meses.
—Ah, rayos. Qué lástima. —En un intento de no quedar
como un entrometido, Lattmann fingió leer la etiqueta en
cirílico de la botella—. Supongo que sería descortés preguntar
qué pasó.
—Sabes que nunca pusimos casa juntos —Bora estiró las
piernas y las cruzó por los tobillos—. Nos decíamos el uno al
otro que no estábamos hechos para la vida doméstica, pero tal
vez, al fin y al cabo, estábamos satisfechos con lo que nos
dábamos.
—Bueno, ¿alguna vez hacíais algo juntos, aparte de
follar?
—Cuando había tiempo. Pero es verdad que,
básicamente, no pasamos de ser amantes. Dikta me lo recordó
en Roma cuando fue a pedir la anulación en febrero.
—¿Es tonta o qué?
—No tiene un pelo de tonta, y yo tengo mis defectos.
Cuando nos conocimos hace nueve años, éramos jóvenes.
—Erais DEMASIADO jóvenes. ¡Si apenas has cumplido
los treinta!
—Cumpliré treinta y uno dentro de tres meses. En
cualquier caso, siempre estábamos peleándonos y
reconciliándonos. No nos tomamos en serio la relación hasta
que volví de España. Creo que se cansó de mí.
—¿Y tú de ella?
—No lo sé. Mira, Bruno, ya hablaremos de ello en otro
momento. —Bora sonrió con toda la despreocupación que
pudo—. ¿Te quieres creer que esta mañana un berlinés se
levantó para ofrecerme su asiento en el tranvía? No estallé
porque el caballero me doblaba la edad y tenía buenas
intenciones, pero por Dios todopoderoso, no soy ningún
lisiado.
Había enfermeras al alcance del oído, así que decidieron
no pasar a una conversación más seria.
—Dímelo a mí —se lamentó Lattmann—. Me paso el día
aquí sentado. Los médicos no me dejan ni dar una vuelta
porque me quedó dentro un fragmento de bala, demasiado
cerca del corazón como para relajarnos. Tarde o temprano, me
operarán. A partir de ahora, en el mejor de los casos me
asignarán a la retaguardia, y no necesariamente de uniforme.
Un coñazo. Pero no soy como tú: ya estoy harto del frente. Mi
mujer, por supuesto, está encantada… Vaya, lo siento.
—No, no. Me alegro de tener noticias de Eva. ¿Y tus dos
hijos…?
—Tres. Por fin tuvimos la niña que tanto deseaba Eva.
Todo bien. En las afueras, los únicos problemas serios son
esos estúpidos refugiados, ¡te llenan la casa y no saben ni tirar
de la cadena! Y los que merodean de noche: prisioneros de
guerra evadidos y otros fugitivos, aparte de los trabajadores
extranjeros cachondos. Estoy enseñando a Eva a usar una
pistola.
Bora entendía su punto de vista. «Dikta y yo también
tendríamos tres hijos a estas alturas si las cosas hubieran salido
bien». Pero, ¿habría sido el camino correcto? Se sorprendió al
darse cuenta de que el dolor ya no era punzante, como el de
una herida fresca, sino más bien el dolor persistente que queda
tras un golpe fuerte. Desde que Dikta lo había dejado, tenía el
alma magullada.
Una vez que las enfermeras se alejaron, no fue necesario
continuar con la charla superficial entre colegas. Abrazando
celosamente la botella, Lattmann dijo:
—Este vodka debe haberte costado una fortuna. El último
que compartimos… ¿dónde fue? ¿En Borovoy? Siento que nos
hayamos perdido de vista. Ha llovido mucho en un año.
—Sobre todo en lo que respecta al «servicio».
Esta frase abrió oficialmente la puerta a una conversación
franca.
—Cierto. —Lattmann suspiró—. El descabellado cambio
de filas de nuestro hombre en Estambul a los británicos nos
dejó con el culo al aire. La Gestapo estaba esperando una
oportunidad para quitarnos de en medio. Y cuando clausuraron
la Abwehr, la nueva dirección no se quedó con muchos
hombres de nuestra unidad. Por suerte, ese maldito
francotirador ruso me ahorró la molestia de elegir, si es que me
hubiesen dado la opción. ¿Y tú?
—Estaba en Roma cuando recibimos la noticia de que
habían despedido al jefe. El sonriente Albert Kesselring me
sacó de apuros en Ucrania con una misión en Italia, donde me
tuvieron en reserva, pero no llegaron a despedirme
oficialmente. Los nuevos propietarios tampoco me
preguntaron.
—¿Sigues en contacto con ellos?
—Es como conseguí un coche para venir a verte.
Solidaridad entre los náufragos, hasta que acaben con
nosotros. —Bora se giró ligeramente para evitar la mirada del
hombre de la silla de ruedas—. ¿Qué hay del jefe?
—Por lo visto, después de destituirlo, le dieron una
sinecura como jefe de la Oficina Especial de Economía de
Guerra; por lo demás, se pasa el día en casa rumiando con su
basset hound. Cuando se ha sido un héroe naval, almirante y
jefe de contrainteligencia del ejército alemán durante no sé
cuántos años, es o eso, o una bala en la cabeza.
Habría sido la entrada perfecta para mencionar la
sospechosa muerte del doctor Reinhardt-Thoma, pero Bora
tenía otra cosa en mente.
—Me encontré con Salomon hace unas horas.
—¡Vaya, el viejo «casa en Masuria»! He oído decir que
por fin ha ascendido a coronel de pleno derecho. Creí que
nunca lo conseguiría. ¿Está en Berlín?
—Por lo visto. Me buscó.
—¿Para qué?
—Está fuera de sí.
Lattmann conocía a Bora mejor que nadie, incluida su
familia. Percibió de inmediato el nerviosismo que encerraban
sus palabras.
—Bueno, Benno von Salomon siempre está histérico por
algo. ¿Otra vez sus «demonios»?
—No lo sé. Quiere que nos veamos esta noche. No es que
cambie mucho la cosa para mí. Sea lo que sea lo que pretende,
tengo planeado salir de Berlín por la mañana. Solo que estaba
aún más raro que en Járkov. No lo sé, me dio la desagradable
impresión de que andaba buscando ayuda y pensé que tal vez
sabrías algo.
—Ya ves dónde estoy. Algo, ¿en qué sentido?
—Ni idea. Algún aprieto en el que se haya metido. Pero
probablemente me enteraré esta noche, quiera o no.
—Martin, no me lo estás contando todo. Ni mencionarías
a ese chiflado si no hubiera algo más.
—Dejó caer un par de nombres que supuestamente, le
habían hablado de mí.
Hacía calor en la sala, como si fuera un balneario o unas
termas romanas. Al ver que el hombre de la silla de ruedas
parecía haberse quedado dormido, se relajó lo suficiente como
para mirar hacia donde estaba y dar gracias por lo que tenía.
—¿Qué puedes decirme sobre Claus von Stauffenberg?
Lattmann dejó la botella en el suelo, junto a su silla.
—Que es el Jefe del Estado Mayor del Ejército de la
Reserva. Que sufrió heridas incapacitantes en África, pero
como lo habían preparado desde el principio para ser oficial
del Estado Mayor, no perjudicaron su carrera. Si acaso, todo lo
contrario. ¿Qué más? Es brillante… más bien parece un junker
que un suabo. Los que lo conocen, o lo aman o lo detestan,
algo que solo puede decirse de las personas interesantes. Punto
y aparte.
—Supuestamente, fue él quien le habló de mí al joven
Schulenburg, que luego habló con Salomon.
En Rusia, Lattmann tenía la costumbre de morderse las
uñas hasta sangrar. Un mes en el sanatorio le había quitado las
ganas de hacerlo, igual que la herida del pecho le había curado
del hábito de fumar en pipa. Se recostó en la butaca con el
ceño fruncido, pensativo y ligeramente preocupado.
—No sé. Schulenburg siempre fue una especie de
administrador, el adjunto al jefe de policía de Berlín bajo el
conde von Heldorff antes de la guerra. Podría decirse que es
un «socialista prusiano». Lo único que sé es que se divertía
con algunos de los que «dejaron de estar disponibles» —(el
eufemismo estándar para indicar que habían sido
encarcelados)— cuando salió a la luz la trama de divisas
extranjeras con la que ayudó a los judíos que abandonaron la
Patria. Esto nos costó a nuestro conocido, el general Oster, el
año pasado, y también a Moltke. Pero esta clase de vínculos
tienen más que ver con el rango y el estatus que con la
política. ¿No servías en la embajada alemana en Moscú
cuando la dirigía Schulenburg padre? Seguramente, es así
como Fritz-Dietlof sabe de ti. ¿Por qué? ¿De verdad te
preocupa todo esto?
Bora descruzó las piernas enfundadas en sus impecables
botas.
—Me han citado en el cuartel general de la Policía
Criminal esta noche.
—Espera. —Lattmann agitó las manos, como si las
palabras se agolparan demasiado deprisa—. Espera, espera,
espera. A ver si lo entiendo… no, espera, espera. ¡Enfermera!
Una enfermera militar con cara de amargada, bata de mil
rayas y delantal blanco se les acercó desde el otro extremo de
la sala y se quedó allí plantada, como si los dos hombres
fuesen sendos arbustos anodinos en un arriate. Lattmann le
pidió que trajera dos vasos y un abrebotellas para el vodka.
—No le conviene beber, comandante.
—Bueno, tampoco me conviene que me hayan pegado un
tiro.
—Solo uno.
—Palabrita del niño Jesús.
Cuando descorcharon la botella, la enfermera se quedó
allí de brazos cruzados para asegurarse de que los oficiales no
se servían más de una copa. Hasta se permitió llevarse el
vodka en cuanto llenaron los vasos a la mitad.
El licor en ayunas atravesó el cuerpo de Bora como una
descarga. Vació rápidamente el vaso para acabar de una vez.
—También tengo que decirte que mi difunto pariente, el
marido de mi difunta tía paterna, siempre fue un… pensador
independiente, por así decirlo. Se opuso firmemente al
programa de «vidas indignas de ser vividas», que ayudó a
cerrar con sus peticiones y quejas. Por esta y por otras razones,
como la adopción del hijo huérfano del doctor Goldstein en el
35, hirió ciertas susceptibilidades a lo largo de los años. No te
aburriré con los detalles, pero en cuanto llegué, un colega suyo
me sugirió confidencialmente la posibilidad de un suicidio
forzado. Aquí y ahora, no puedo hacer gran cosa al respecto,
Bruno. Además, en estos casos es casi imposible demostrar si
la persona se mató libremente o no.
—Bueno, los alemanes somos melancólicos por
naturaleza: si a eso le sumas el ostracismo político, las
pérdidas personales y las bombas sobre la cabeza, la mezcla
puede llevarte al límite. ¿Hasta qué punto conocías a tu tío?
—Era nuestro pediatra cuando Peter y yo éramos niños,
aunque sospecho que el general lo consideraba demasiado
liberal y librepensador para nuestro bien. De adulto, rara vez
lo veía.
—Entonces, ¿por qué iba a querer el jefe de la Kripo
hablar de él contigo? Aunque la política tuviese algo que ver
con la muerte de tu tío, no creo que sea la razón por la que te
ha mandado llamar. ¿Era una citación por escrito o Nebe envió
un mensajero?
—Ni lo uno ni lo otro. Carl-Friedrich Goerdeler se lo dijo
a mi madre antes del funeral.
—¿Y qué tiene él que ver con la Policía Criminal? ¿No es
un pez gordo de la Bosch?
—Hasta donde yo sé. —Bora sacó la nota de su casillero
del hotel y se la mostró. Lattmann leyó en silencio, moviendo
los labios.
—¿Por qué habrá enviado un mensaje hablado y después,
uno escrito, que por cierto no añade ninguna información?
—Exactamente. No quiero que Nina se preocupe, pero
entenderás…
—Y cómo. Nebe es de las SS: la Gestapo y él deben ser
uña y carne. —Lattmann se terminó el vodka y pasó la lengua
por el interior del vaso para recoger las últimas gotas—.
Mirando el lado positivo, recuerdo haber oído rumores de que,
en Rusia, infló el número de los que recibían «tratamiento
especial» bajo su jurisdicción. Dicen que salvó vidas.
—Sí, yo también he oído esa historia. Perdona, pero no
me la creo.
—Bueno, puede que Nebe mintiera simplemente para
llevarse el mayor mérito con el menor esfuerzo. El resultado
final sería el mismo, aunque no las intenciones humanitarias
que habría detrás. En aquella época, la Gestapo y las SS eran
como vendedores a domicilio, compitiendo por las primas de
eficiencia.
—No cambia el hecho de que, como la Gestapo, la
Policía Criminal ahora forma parte del Servicio de Seguridad
del Reich de Kaltenbrunner.
—¿La RSHA? Lo mismo puede decirse de lo que queda
de nuestro servicio. Martin, ¿ha pasado algo en Italia para que
estés tan nervioso?
—Nada que no haya pasado en otros sitios. Exceptuando
la granada del partisano, claro.
—Sabes que no me refiero a eso.
—Y sabes que, si me presionas, me cierro en banda.
Lattmann torció la boca.
—Justo lo que pensaba. Maldita sea. Estoy encerrado
aquí, como un pasmarote. No sé qué decirte de la Kripo, pero
aléjate de Salomon, sea lo que sea lo que le preocupa. Esos
bocazas enardecidos no traen más que problemas. No. Ya no
trabajas para él, Martin. No le debes nada. Aléjate de él… —
se interrumpió—: ¿Ves a esa enfermera? Se llama Andreas. Es
una soplona, la han infiltrado en el sanatorio para que nos
espíe. Si mira hacia aquí, haz como que te diviertes, como si
hablásemos de cosas sin importancia.
La enfermera en cuestión estaba cruzando la sala con
varios montoncitos de algodón ensangrentado en una bandeja
esmaltada, una responsabilidad que Bora había visto
desempeñar por última vez a Nora Murphy en Roma; en aquel
entonces, se sentía herido en lo más profundo, pero no quería
que se enterase. Por suerte, la enfermera tenía prisa, porque no
le apetecía fingir.
—La buena —prosiguió Lattmann— es la hermana
Velhagen, la que refunfuñó, pero me dejó beber. Te diré algo,
Martin: somos tantos los que vegetamos en este sanatorio que,
si sabes cómo preguntar, pueden salir rumores a la superficie.
Tengo acceso a un teléfono. ¿A qué hora vas a reunirte con
Nebe? ¿A las nueve? Sí, claro. Si me entero de algo, te lo haré
saber antes de esa hora. En cualquier caso, mi consejo es que
NO te reúnas con «casa en Masuria».
—Gracias. Lo evitaré si puedo.
Lattmann dudó de la aparente compostura de Bora y no
pudo evitar preocuparse por él.
—Más te vale.
La frivolidad, el antídoto personal de Lattmann frente a
los giros desfavorables, no siempre resultaba oportuna, pero lo
hacía con buena intención.
—Dime —añadió en tono familiar, como con un guiño
verbal—: antes de irte, desembucha, Martin: ahora que Dikta
está fuera de escena… ¿hay alguna chica nueva?
—No.
—Puedo presentarte a alguien.
—No.
—¿Por qué? Puedo…
—No quiero conocer a ALGUIEN. Déjalo, Bruno. No
estoy de humor.
—Oh. ¿Quieres decir que no te apetece algo de sexo?
—Me apetece. Simplemente, no estoy de humor.
—¡Qué chorrada! ¿Es por lo de la mano?
—¿Tú qué crees?
Lattmann ignoró el enfado de Bora.
—Te equivocas, y lo siento. En cualquier caso, la chica
en cuestión necesita un buen polvo. O eso, o he perdido mis
dotes de observación.
—Mira por dónde, está de suerte: hay montones de
hombres disponibles en Berlín.
—Pero me jugaría los cuartos a que hace tiempo que no
echa un polvo. Su novio está en coma aquí en el sanatorio, así
que ya ves: un pequeño impedimento, del todo insignificante.
Bora se puso en pie, dispuesto a marcharse.
—Por Dios, escúchate. ¿Quieres que me meta bajo las
sábanas de un hombre indefenso? ¡Como si no me conocieras!
—Te conozco. Y estoy de acuerdo contigo: todavía no
nos hemos rebajado a tal nivel de barbarie como para que
conocer a una mujer suponga echársele encima de un salto.
Aun así, pasar una noche en Berlín y luego de vuelta al frente
sin divertirte un poco… A mí siempre me animaban unos
arrumacos.
—No, pero gracias de todos modos. —El tiempo de Bora
en Beelitz se estaba acabando. El coche debía estar de vuelta
en el Ministerio del Aire dentro de hora y media, así que, si
querían llegar a tiempo, tenían que salir ya—. Tengo que irme,
Bruno. Que te mejores, y dale saludos de mi parte a Eva y a
los niños.
Lattmann le agarró la mano a Bora.
—Descuida. Yo también me alegro de verte. Ojalá
tuviéramos más tiempo para ponernos al día. Cuídate.
5:00 P.M.
Cuando Bora volvió al coche, se encontró al conductor
desfallecido en el asiento delantero, profundamente dormido.
Era otro efecto de la Pervitina: los hombres trabajaban a un
ritmo frenético durante días y luego se desplomaban. Como la
ventanilla del coche estaba abierta, golpeó enérgicamente el
parabrisas con los nudillos hasta que el joven se despertó
sobresaltado y masculló una serie de disculpas. Bora no esperó
a que le abriera la puerta del coche; sino que subió él solo y
dijo en tono seco:
—Si no llegamos a tiempo, le haré responsable.
Pero era más fácil decirlo que hacerlo. Poco antes del
desvío de Michendorf, los detuvo una patrulla de la policía
militar. Según dijeron, estaban buscando a unos prisioneros
rusos que se habían fugado hacía unas horas tras degollar a un
centinela.
—¿Y qué? —Les increpó Bora—. Les aseguro que no los
llevamos a bordo. Me esperan en Berlín, déjennos pasar.
—En cuanto los perros terminen de rastrear el arcén de la
carretera, teniente coronel.
Unos pastores alemanes recién pelados acompañaban a
los agentes. Avanzaban y retrocedían, tirando afanosamente de
sus largas correas, por la carretera asfaltada y por el campo,
poblado de árboles. No era aconsejable ordenarle al conductor
que rodease los vehículos de la policía militar y siguiese
adelante. En el calor de la tarde, Bora abrió su puerta y apoyó
un pie en el asfalto. Los minutos se hicieron de chicle hasta
que uno de los perros, que tenía una mirada especialmente
feroz, olfateó algo en el aire y se separó del resto. Arrastró a su
adiestrador en dirección al vehículo de la Fuerza Aérea. Se
habría lanzado contra el coche si no hubiera estado atado,
motivo más que suficiente para que la patrulla le prestara
atención.
—Teniente coronel, tenga la amabilidad de apearse —le
instó el suboficial al mando—. Y usted también. —Le hizo un
gesto al conductor.
No era el momento de empeorar las cosas oponiendo
resistencia. Bora salió del coche y ni pestañeó cuando el perro
lo rodeó, olfateando sus botas de montar y sus espuelas de
acero. Los polvorientos botines del aviador llamaron la
atención de un segundo perro, que pronto quiso entrar en el
coche para poder husmear los pedales, situados bajo el asiento
del conductor.
Aunque era evidente que no había otros pasajeros a
bordo, los policías abrieron de par en par las cuatro puertas
para permitir que los perros registraran el interior del coche y
ordenaron al aviador que abriera el maletero y el capó. Bora se
preguntó qué habría hecho ese cabeza de chorlito mientras él
estaba en el sanatorio con Lattmann. Se anticipó a la pregunta
del agente.
—¿Se ha reunido con alguien en mi ausencia o ha dejado
el vehículo desatendido?
El joven lo miró desconcertado. Contestó que no, no se
había reunido con nadie y no se había alejado, aunque en un
momento dado se había apartado un momento para orinar
entre los arbustos.
—Llevo toda la mañana bebiendo café, teniente coronel.
Aunque era plausible, la historia del piloto obligó a un
molesto Bora a explicar a la policía militar adónde había ido y
por qué. Acto seguido, interrogaron enérgicamente al
conductor y le exigieron que les mostrara en un mapa dónde
exactamente había ido al baño, en un punto cercano a la
entrada del Beelitz Heilstätte.
Después de un rato que pareció interminable, los agentes
concluyeron que probablemente los fugitivos se habían
separado después de escapar y que al menos uno de ellos se
había detenido o había pasado la noche en los matorrales de
alrededor del sanatorio, justo donde estuvo el conductor al día
siguiente.
—Puede que Iván orinase en el mismo lugar —dijo uno
de los policías al otro y a continuación uno de ellos se dirigió a
Bora en tono más formal—: Siento haberlo entretenido. Pero
hay mujeres que viven solas en el campo, teniente coronel, y
no podemos poner en peligro su seguridad con esa escoria
suelta por ahí.
«Exactamente. Por eso Bruno está enseñando a Eva a
usar un arma. Y todo esto, en pleno corazón de Alemania». De
nuevo en el coche, Bora no tuvo necesidad de amonestar al
conductor. Salieron como una exhalación y llegaron al
Ministerio del Aire dos minutos antes de la hora acordada.
—La única razón por la que no lo entrego a la policía es
porque tengo prisa —dijo Bora, malhumorado. Dejó la botella
de vodka para su viejo amigo con una nota de agradecimiento
y prosiguió a pie hacia el Adlon.

La extracción de la bomba se estaba complicando más de


lo esperado. Bora vio cómo se acercaba otro camión de
bomberos y giraba lentamente a la izquierda en la Voss
Strasse. Todos los vehículos que habían cortado el tráfico por
la mañana seguían allí, lo que significaba que seguirían
trabajando durante la noche.
Nina ya había vuelto de Dahlem. No había mensajes en el
casillero de Bora y nadie había preguntado por él (ni siquiera
Salomon, ni Lattmann), así que pidió al conserje que llamara a
la suite de su madre para preguntar si podía subir.
Cuando estaban en Berlín, los padres de Bora solían
alojarse en el apartamento del abuelo Franz-August en
Zehlendorf. No obstante, no era la primera vez que Nina
reservaba una habitación en el Adlon y casualmente, esta vez
ocupaba la misma suite que en su última visita, cuando vino a
despedirse de Bora, a punto de partir con destino a la
embajada alemana en Moscú.
Mientras subía las escaleras, Bora esperaba encontrarse
con una combinación, típica del Adlon, de habitaciones
exquisitamente decoradas con un amplio arco con acentos de
mimbre que separaba el dormitorio de una sala de estar, muy
parecido al refugio que tan bien conocían Dikta y él. Bora
recordaba con cariño el baño con sus recargados azulejos de
principios de siglo, donde Dikta se relajaba en la bañera
después de hacer el amor. O antes, cuando se metía en la cama
con él empapada como una sirena.
En lo alto de las escaleras, se encontró con una camarera
de mediana edad. Empujaba un carrito del servicio de
habitaciones desde una puerta situada al final del pasillo hasta
el montaplatos. Su aspecto cansado (un horario interminable,
poco dinero, quizás también la soledad) distrajo a Bora de sus
recuerdos, tan inoportunos justo antes de reunirse con su
madre. En el carrito, las sobras de los platos (¡con los tiempos
que corrían, cuando todos tenían que pasar con unas raciones
tan limitadas!) le recordaron lo hambriento que estaba: otra
reacción embarazosa que juró ocultar a Nina si cenaban juntos
más tarde.
«¿Más tarde? Dios mío, más tarde tengo que ir a la
Policía Criminal, una rama del mismo servicio que nos
purgó».
Antes de llamar se aseguró de tener un aspecto impecable
alisándose la camisa y el cuello con los dedos.
7:15 P.M.
Aunque le agradeció cariñosamente las flores
estrechándole con fuerza la mano derecha, Nina parecía más
inquieta que por la mañana. Bora supuso que habría oído
rumores sobre el suicidio de su tío de boca de Frau Sommer o
de Saskia, y lamentó no haberle informado cuando se enteró.
Sin perder el tiempo, le preguntó:
—¿Cómo está Saskia?
—Destrozada. Prácticamente, se ha quedado sola en el
mundo. Tiene intención de no salir del hospital hasta dentro de
una semana, o hasta que entierren al tío. Su padre estaba bien
de salud, y no entiende cómo su muerte ha sido tan repentina.
La noche antes, ella estaba en casa de unos amigos de la
familia; hasta por la mañana, cuando la llamaron de la clínica,
no se enteró de que su padre se había ausentado del trabajo, y
se preocupó enseguida. Supone que pudo sufrir un fallo
cardíaco, porque, como sabes, hace años que no lo tienen nada
fácil.
—¿Qué opinan Frau Sommer y sus colegas de la clínica?
—No dicen nada, Martin. Tenían en muy alta estima a
«Herr Professor Doktor», pero prefieren no especular.
Nina se sentó en un extremo de un pequeño sofá. Su
delicada tapicería de chintz palidecía frente a la llamarada de
rosas y peonías que dominaba una mesita alta y redonda,
donde su pitillera esmaltada ponía un segundo toque de color.
—¿Te importa que me siente? —preguntó Bora, y tomó
asiento en el extremo opuesto del sofá. Añadió en tono serio
—: Puede que no fuese un simple paro cardíaco, Nina. Te pido
que lo consideres una posibilidad, eso es todo.
Por un momento, Nina pareció cansada, más de lo que
Bora la había visto nunca. No más envejecida, ni menos
hermosa: simplemente, cansada. Evitó sus brillantes ojos
verdeazulados mientras ella asimilaba sus palabras.
Lentamente, Nina asintió con la cabeza, sin mediar palabra y
con aplomo, como la hija de un diplomático y esposa de un
general alemán que era. Bora vio cómo la pena le atravesaba el
rostro, reconociendo por experiencia el dolor que se siente
cuando uno trata de no manifestarla.
—Será mejor que no comparta esto con Saskia por ahora
—dijo y acto seguido, apretó los labios como para subrayar la
necesidad de silencio.
Siguiendo un impulso, Bora le tomó la mano y se la besó,
un gesto tan intenso y tan tierno que ambos se sintieron
enormemente reconfortados.
—¿Estás bien, Nina?
—Sí.
—¿Seguro?
—Sí, cariño.
—No me preocupa la reunión de esta noche, ya lo sabes.
—Por supuesto que no.
—Es simple rutina. Cuento con estar de vuelta para la
cena.
—Te esperaré.
Aun así, se miraban con incertidumbre, porque era
evidente que ella temía por él. Pero Bora intuía que había algo
más. Las cosas sin decir los anclaban al asiento; todo dependía
de quién fuese el primero en romper los lazos de la reserva.
Bora prefería no serlo. Al contrario: recuperó su férreo control
de sí mismo. Volviéndose ligeramente hacia ella, evaluó su
belleza con la serenidad de un hombre que, al no sentir
atracción sexual, es capaz de ver con claridad. A pesar de sus
cincuenta años, le pareció sorprendentemente joven, más joven
que él incluso, y estaba a punto de regresar a una casa vacía
donde un anciano se había aislado del mundo porque su hijo
había muerto y su hijastro había sido mutilado. Sin venir a
cuento, pensó en el bar francés donde, sentada frente a él, La
Mome le había preguntado con su voz líquida (era cantante y
puta): «¿Cree que es divertido dejar que te folle un viejo?».
«¿Por qué pienso en estas cosas? ¿Cómo me atrevo a
pensar algo así en presencia de mi madre?».
—He invitado a Saskia a que pase una temporada con
nosotros en Leipzig, Martin, pero dudo que acepte. Gracias a
las rentas, podrá conservar la casa de Dahlem, y todos sus
recuerdos están allí. Por cierto, parece que el tío confió sus
papeles, al menos en parte, a un colega suyo, cuyo nombre, sin
embargo, desconoce.
—Es mejor así, Nina.
«“Un colega”. ¿Será Olbertz u otra persona? Sin duda, el
tío habrá dejado instrucciones; puede que sea
contraproducente que Saskia se ponga a preguntar por sus
papeles justo ahora».
Frente a la belleza de su madre, Bora se preguntó qué
pensaría ella de sus imperfecciones, las que conocía bien y las
más recientes. Como su incisivo ligeramente montado (algo
que a Dikta, no obstante, le parecía irresistible), sus primeras
canas («trece, catorce», le había informado el barbero militar,
sin que se lo hubiese preguntado, hacía dos semanas, cuando
ni el propio Dios tenía en mente un viaje en Berlín… o tal vez
solo Dios contase con ello…), las cicatrices visibles (la de
Polonia, en la sien, y las más recientes, en el cuello) y, sobre
todo, el guante que le protegía la prótesis de la mano
izquierda. Bora sentía en el alma una inútil culpa por
devolverle dañado el cuerpo que su madre había creado
completo. Se equivocaba de medio a medio: Nina no sentía
más que amor por el hijo que había sobrevivido y que seguía
en peligro de muerte. Pero, precisamente debido a la
intensidad de la admiración que sentía por ella, Bora, a pesar
de su facilidad para los conceptos y las palabras, no era capaz
de explicarse a la mujer que le había dado la vida. Por esto
mismo, y no porque lo considerase inoportuno, no le había
hablado de Dikta al principio; ni tampoco de su boda civil. Ni
siquiera ahora, cuando Dikta lo había apartado de su vida,
encontraba la forma de compartir lo que sentía. Se conformó
con darle una impresión de solidez en la que pudiese confiar,
ahora que su marido estaba perdido en el luto y que la joven
viuda de Peter se había distanciado emocionalmente de su
suegra. Después de todo lo ocurrido en los últimos dos años,
Nina era la verdadera razón por la que se esforzaba por seguir
con vida. Dikta también lo había sido hasta el año anterior, y la
inalcanzable Nora Murphy se lo había parecido, aunque
fugazmente, en Roma. Mientras Bora hablaba con su madre en
una habitación de hotel, fuera, el mundo (su mundo) había
caído en el caos y, en buena parte, quedado destruido. Con
gusto le diría «cuidaré de ti», si creyese que los
acontecimientos lo permitirían.
Nina se agarró las rodillas con las manos y miró hacia
delante.
—Anoche volví a ver a un viejo amigo. Vino a buscarme
a la estación.
Unas pocas palabras en su impecable inglés nativo. Bora
las oyó hundirse en su interior como una fórmula evidente, un
código que no necesita interpretación. Vislumbró algo así
como un destello de conocimiento, y con él lo invadió una
sensación de poseer un privilegio único que le puso la piel de
gallina.
No le preguntó nada, pero cuando Nina alargó el brazo
con nerviosismo para coger un cigarro de la pitillera
esmaltada, sacó su encendedor (recordando que había sido de
Peter, lo ocultó con el puño para evitar que ella lo reconociera
y se apenara) y se lo encendió.
En realidad, Nina no sabía fumar; era su pequeño acto de
rebelión.
—Con tu permiso, yo también me encenderé uno —dijo
Bora. Aunque no solía fumar, siempre llevaba unos
Chesterfield en el bolsillo del pecho. Era su único lujo en el
frente y ahora volvió a prender la pequeña llama con un
chasquido. Después de la primera calada, observó en voz baja
—: No es fácil convivir con el general. Lo sé muy bien.
Naturalmente, se refería a la aversión de Sickingen por el
tabaco. Pero también al resto. Nina aprovechó la oportunidad e
imitó con cautela su sofisticado ejercicio de equilibrismo.
—No te habría resultado mucho más fácil con tu padre
biológico, Martin. Lo que me atraía de él, su temperamento,
habría sido un obstáculo en vuestra relación.
—Soy un hijo muy difícil —Bora lo dijo con una sonrisa
—. Y esta vez, hasta llegué tarde. Perdóname. Me alegro de
que fuese a buscarte a la estación.
—Sí, yo también me alegré.
Que hubiese estado a punto de decirle algo más lo
conmovió profundamente. Nunca habían tenido una relación
tan cercana ni conversado tan íntimamente. Demasiado
introvertido como para hablar de sí mismo y de sus asuntos,
siempre cortés y lacónico, era el hijo que, cuando le
preguntaban cómo estaba, respondía invariablemente con un
escueto «bien».
—¿Lo conozco, Nina?
—No.
—Bueno, me alegro de todos modos.
Fumaron en silencio durante un tiempo. Bora calculó la
magnitud de su soledad por el hecho de que hubiese abordado
un tema tan privado con su hijo; seguramente, no se lo había
dicho ni siquiera a la abuela Ashworth-Douglas, su propia
madre. Aunque Bora no pretendía merecer su confianza, se
sintió honrado y, ciertamente, no la juzgó. No estaba celoso
porque sabía que nada podía interponerse entre ellos.
—Se llama Max Kolowrat.
Bora asintió con la cabeza en señal de reconocimiento.
Era un célebre periodista y viajero, un antiguo corresponsal de
guerra que había vivido en medio mundo y que, durante la
época de Weimar, había criticado duramente la cultura
imperante. Bora había leído sus emocionantes crónicas
africanas de la campaña italiana del 35.
—Ahora vive en Berlín. —Lo miró con la cabeza
ligeramente inclinada sobre el hombro. Parecía triste, pero no
como cuando estaba de luto—. Detesto sentirme impotente. Y
no debería echarte encima esta carga.
—Claro que sí.
Nina se sonrojó y volvió a apartar la cara.
—Viajó a Leipzig cuando te dieron por desaparecido (o
algo mucho peor) en Stalingrado. Hacía años que no lo veía,
quizá veinticinco o más. Me preguntó cómo podía ayudar.
¿Cómo? Mi primogénito estaba perdido: nadie podía
ayudarme. Pero le agradecí que preguntara. Permití que me
hablara, no sé si fue por vanidad. Siempre he pensado que si
escuchas a un hombre… si le haces saber que lo estás
escuchando… La vanidad está mal desde el punto de vista
moral y es de mal gusto, en la misma medida. Siempre he
intentado tener presente estas cosas. La impresión que damos
las mujeres, a veces… quizá deberíamos ser más distantes que
cordiales.
—Nina, la mayoría de los hombres no merecemos tanta
preocupación. Eres la única que puede decidir si este vale la
pena.
—Oh, Martin. Estabas perdido. Cuando cayó Stalingrado,
el general se pasaba los días encerrado en su estudio, sin
hablar con nadie. Por supuesto, Peter seguía en Rusia, no
sabíamos dónde exactamente, pero… Margaretha acababa de
saber que estaba embarazada e inesperadamente se dejó llevar
por el pánico. Yo lo llevaba lo mejor que podía. La única que
no perdió la cabeza fue Benedikta. Y no porque no se
preocupara de ti. Me ayudó a llevar la casa, a cumplir con los
compromisos sociales… y a mantener la fachada de serenidad;
porque mientras no recibiéramos un comunicado oficial, era
posible que siguieras vivo. Entonces, tu padre tuvo una pelea
con ella, porque sabía mejor que nadie cómo son las cosas en
Stalingrado, lo improbable que era que hubieras sobrevivido.
«Si el destino de Martin es volver, volverá», decía siempre. Y
no dejaba que tu padre la viese llorar.
«Menudo desastre dejamos en casa, e incluso en
Stalingrado». Esta vez, le llegó el turno a Bora de evitar los
ojos de su madre.
—Quiero que sepas… que nunca quise ser el que
volviera, Nina. Deseaba con todas mis fuerzas que fuese al
contrario.
—¿Al contrario? ¡Hazme el favor de dejar de pensar en
esos términos! ¿De verdad crees que si te hubieras dejado la
vida en Stalingrado —(no era capaz de usar el verbo «morir»
para referirse a sus hijos)—, Peter se habría salvado? Porque te
equivocas. Estoy profundamente agradecida de que hayas
vuelto. Verte en aquel hospital en Praga fue como volver a
parirte. Pero te dejé con Benedikta en Praga, porque tu sitio
estaba con ella y porque os necesitabais el uno al otro.
—Ya ves de qué nos sirvió.
Bora estaba triste por su madre y, como Max Kolowrat,
también se preguntaba cómo podía ayudar. Dijo:
—Tienes que intentar dejar atrás el dolor, Nina; dejar
atrás la serenidad, incluso, y tratar de ser todo lo feliz que
puedas. —El cigarro que Nina tenía en la mano se estaba
consumiendo, así que se lo quitó delicadamente y lo apagó en
el cenicero—. Siempre has estado con ancianos.
—En 1915, después de mis dos años de luto estricto, Max
estuvo allí, convaleciente de una herida de guerra. Formal e
insistentemente. No estuvo a solas conmigo ni un momento.
Pero le había prometido al general que me casaría con él.
—¿Porque te había cortejado antes que el Maestro y
porque, al morir, el Maestro le pidió que ocupara su lugar?
¡Vamos, Nina!
—Eran otros tiempos.
—Sí, los tiempos han cambiado.
De nuevo ese dolor, ese dominio por su parte, ese sentido
del deber que Bora conocía tan bien.
—Martin, no puedo hacerle esto a tu padre.
—¿A cuál de los dos…? En cualquier caso, claro que
puedes. Dikta no me creyó cuando le dije que siempre le había
sido fiel, así que ya ves: no merece la pena. Hay muchas otras
formas de traicionar a alguien. —Se obligó a mirarla a los ojos
al decirlo—: Decidas lo que decidas, Nina, elijas a quien
elijas, estoy de tu parte.
Era algo que él podía decirle. Peter no habría podido;
nunca la habría animado con tanta naturalidad. Pero la lealtad
de Bora era hacia su madre. Le gustaba estar de su parte con
una complicidad serena y segura. No es que estuviese
enfadado con el general, no exactamente. Pero, si tenía que
elegir entre los dos, no vacilaría. A él no le había hecho
ninguna promesa.
—Es hora de acudir a mi cita —dijo con ligereza. Apagó
lo que quedaba de su cigarro en el cenicero y se puso en pie.
Sin prisa, recogió la gorra del sofá, donde la había dejado a su
lado, y se la puso—. Volveré pronto —dijo con una sonrisa.
8:30 P.M.
Pero en cuanto cerró la puerta a sus espaldas, no pudo
evitar ser presa del pánico. Se detuvo en lo alto de las
escaleras y cerró los ojos para tranquilizarse por un momento:
el miedo penetra por el menor resquicio si uno lo deja. Al
ofrecerse a su madre como garante y protector,
inesperadamente había abierto la puerta al miedo. «¿Será esta
la tormenta que se avecina? Dios, debo apartarme. Apartarme
de todas las cosas, incluido mi sexto sentido. Recuperar la
distancia emocional. No es la primera vez que me encuentro
en mitad de una tormenta, pero con mi estado de ánimo actual,
si Salomon tiene la poco acertada idea de esperarme abajo
para acorralarme, puede que no sea capaz de contenerme».
Afortunadamente para ambos, Salomon no estaba a la
vista. Bora paró en recepción a preguntar si lo habían llamado
desde el aeródromo o si había algún mensaje para él (no había
ninguno), y aprovechó para guardar el diario que normalmente
llevaba en el maletín en la caja fuerte. Una vez fuera del
solemne y maltrecho hotel, giró a la derecha en
Wilhelmstrasse; el paseo de quince minutos le daría ocasión de
concentrarse antes de llegar a la oficina de Nebe, a orillas del
Spree.
A pesar de la hora, aún había claridad: el cielo estaba
despejado. Las tiendas ya habían cerrado y el barrio parecía
desierto, pero Bora se preguntó cuántos estarían trabajando
todavía en la colmena que eran las oficinas del gobierno: un
mundo dentro del mundo con un vestigio de actividad
silenciosa e invisible. La amplia acera se extendía ante él
como un galón almidonado.
Llegó a la antes gloriosa Wilhelmplatz, donde el
Ministerio de Asuntos Exteriores se alzaba con aspecto
siniestro tras haber resultado dañado en un incendio. Los
bombardeos tampoco habían perdonado a la Cancillería: su
estrechez ocultaba sus verdaderas dimensiones, que se
extendían a lo largo de la Voss Strasse y la convertían en una
ciudadela imposible de ignorar desde el aire. Una estructura
temporal de ladrillos, probablemente un refugio o almacén, se
alzaba frente a ella. La curiosa combinación de un edificio
majestuoso y otro improvisado desconcertaba la vista, y donde
una impecable planificación urbana daba paso a un poblado de
chabolas, el efecto era el de un vasto laberinto. En el silencio
de última hora de la tarde (¡silencio, en Berlín!), solo se oía el
rumor apagado de los hombres y vehículos que trabajaban en
la bomba sin explotar a una manzana de allí. Los tranvías
cruzaban la calle como cicatrices. Bora se detuvo un momento
para recobrar la compostura porque aún estaba algo crispado.
Todas las puertas y entradas estaban custodiadas; había
garitas una tras otra y, sin embargo, la impresión era la de una
calle flanqueada de sepulcros, como las que erigían los
romanos fuera de las puertas de la ciudad. Frente a él, el
Ministerio del Aire ocultaba el luminoso horizonte de
poniente. Más allá de este se encontraba el centro neurálgico
en el que las oficinas de diversas autoridades (el SD, la Policía
Estatal, la Policía Criminal y la división de contra-espionaje de
la Gestapo) se apilaban una sobre otra para informar sin
descanso al Servicio de Seguridad del Reich. «Las cosas
podrían ir peor: podrían haberme citado en ESE edificio». De
sus ocasionales recados en el Prinz Albrecht Palais, recordaba
la escalera de honor y la galería que rodeaba el bonito patio
interior. Pero en el sótano, en el ala trasera, había un ala de
prisión donde morían los reclusos.
Bora intentó no darle más vueltas, pero todo en su interior
estaba tenso y alerta. Esperaba, aunque solo fuese porque
había salido temprano, que lo detuviese una patrulla en la
esquina de Voss Strasse, y no se equivocó.
Eran de las SS, pero esto también era de esperar: era su
barrio. Como iba a girar hacia el Este, en dirección contraria,
Bora esperaba poder evitar sus preguntas. Si Goerdeler le
había sugerido actuar con cierta cautela (le había dicho que
usase la entrada de servicio), debía haber un motivo para ello;
no significaba necesariamente que debiera mentirle a la
patrulla, pero…
—Sus papeles, por favor.
«Ojalá tuviese un marco por cada vez que he tenido que
mostrarlos». Bora hizo lo que le pedían.
—¿Adónde va, coronel?
—A la Französischestrasse.
—¿Con qué fin?
—Estoy de servicio. Me esperan.
Puede que bastase con eso o puede que no. En realidad,
iba más allá, a Werderscher Markt. Probablemente, se estarían
preguntando por qué no les había dicho la dirección exacta o
identificado al oficial que lo había citado fuera del horario
habitual. La patrulla de las SS se quedó con los documentos y
estuvieron a punto de pedirle más explicaciones. Qué bien
conocía Bora ese fruncir de labios, el paso oficiosamente lento
de las páginas. «Ni siquiera necesitan un motivo para negarme
el paso. Son como los perros policía pelados que hay cerca de
Michendorf, olfateándome en busca de pruebas de alguna
irregularidad y esperando que me delate».
—¿En qué oficina lo esperan, coronel?
Una fuerte explosión proveniente de Leipziger Platz
interrumpió a los hombres de las SS, los pensamientos de Bora
y todo lo demás. Todos se encogieron instintivamente, como si
ocultar la cabeza entre los hombros fuera a salvarlos de la
destrucción. Los cristales de las ventanas más altas se hicieron
añicos y cayeron en una lluvia de fragmentos. Trozos de metal
y yeso se precipitaron como granizo y docenas de tejas
cayeron en picado, haciéndose pedazos contra el suelo o
aterrizando sobre los techos de los coches. Uno de los hombres
de las SS recibió un golpe en el casco, se tambaleó y cayó
hacia atrás. Aturdido por un momento, Bora se sintió
transportado de vuelta a Roma, donde otra explosión mortal
había provocado rápidas represalias y todavía más muertes.
«Acaba de estallar la bomba… diría que era de calibre medio,
pero, aun así, más que suficiente para matar a los que
trabajaban en las inmediaciones».
—Circule, circule. —Perdiendo de pronto el interés en
Bora, el otro hombre de las SS le hizo gestos de que se
moviera, como un policía de tráfico.
Bora obedeció solo después de recuperar sus papeles.
«Por suerte, una bomba es mucho más importante que yo». Se
alejó para adentrarse en el caos controlado que siempre sigue a
esta clase de sucesos; los que trabajaban hasta tarde en el
Ministerio de Transporte se asomaron a las ventanas
destrozadas, se llamaron unos a otros y señalaron la columna
de humo, invisible desde el suelo, que se elevaba tras los altos
edificios. Pronto llegarían las ambulancias con sus sirenas.
Bora no habría escapado fácilmente del escrutinio de la
patrulla si no llega a ser por la explosión. Pero ahora nadie le
prestó atención, porque entonces un coronel del ejército aún
no era el hombre al que perseguir cuando explotaba una
bomba.
Una vez pasado el esqueleto del Kaiserhof, donde el
nuevo derrumbe provocado por la explosión había levantado
una nube de polvo de color maquillaje, se alegró al girar para
salir de la avenida. Dejó atrás el lamento de las sirenas y la
confusión. Durante sus domingos en Berlín, a menudo tomaba
el metro hasta la Mohrenstrasse, rumbo a la estrecha callejuela
que antes conducía hasta St. Hedwig, un barrio de iglesias
venerables, ninguna de las cuales había sobrevivido a las
bombas del mes de mayo. Hacia el este, donde el cielo se teñía
de un azul más intenso, Werderscher Markt reposaba en
silencio.
Desde allí, Nebe dirigía su imperio. La jefatura de la
Kripo estaba al otro lado del río, en Alexanderplatz. Decían
que su oficina tenía una salida, ideal para una huida rápida,
que llevaba a un patio exterior, pero Bora no sabía cuál era, ni
si la puerta del general estaba marcada de alguna manera,
como a menudo ocurría con los altos cargos con deberes
confidenciales. «¿Qué diré si me preguntan qué hago aquí?
¿Sabrán que vengo?».

Paradójicamente, sus preocupaciones eran las de una


mosca que teme caer en la telaraña. El propio Arthur Nebe lo
esperaba en la entrada de servicio con su uniforme de oficial
superior.
Lo invitó a pasar con un saludo y, acto seguido, se dio la
vuelta y volvió a entrar en el edificio. En unos diez segundos,
Bora llegó al umbral. Cuando se encontró en un cuartito vacío,
al parecer el despacho de una secretaria, recordó que Bruno le
había advertido de que podía ser una trampa; pero era
demasiado tarde para hacer algo al respecto, así que respiró
hondo y se quedó allí plantado. «Si tengo suerte, me
dispararán de inmediato».
Pero Nebe lo observaba desde una segunda puerta que
daba a un despacho interior, como preguntándose por qué Bora
no lo había seguido con prontitud.
—¿A qué espera? Pase, coronel von Bora. —En cuanto
Bora entró en la habitación, el jefe de policía giró la llave en la
cerradura a sus espaldas—. Un estruendo de lo más molesto,
¿verdad?
—Sí, señor.
A primera vista, los rasgos de Nebe no tenían nada de
marcial ni de policial. Por lo que Bora sabía, pertenecía a la
clase media, aunque su rostro surcado de preocupación le
recordó a ciertos suboficiales proletarios que llevaban sus
duras vidas diarias grabadas en el ceño. Era moreno y chupado
y tenía la prominente nariz aplastada, como si se la hubiera
roto y nunca hubiera recuperado su forma. En este momento,
el cartílago deformado proyectaba una sombra sobre unos
labios que se dilataban para dejar entrever el espectro de una
sonrisa de superioridad.
—Tome asiento. —Nebe señaló una silla y ocupó su
lugar tras su escritorio. Esta muestra de cortesía después de
haber cerrado con llave no hizo más que incomodar todavía
más a Bora. Una vez se sentase, estaría de espaldas a una
tercera puerta y no podría vigilarla. Tomó asiento, preparado
para cualquier cosa. Y al pensar «cualquier cosa», le dio un
vuelco el corazón ante la idea de que era posible que no
volviese a ver a Nina nunca más.
—Usted y yo tenemos algo en común, coronel. —Nebe
giró hacia Bora una foto enmarcada en la que aparecía
montado a caballo, a punto de saltar un obstáculo—. Un
deporte maravilloso. Aquí me ve en acción. Estuve en la
Ciudad Eterna el año en que recibió el premio de hípica de
Roma de manos del mismísimo Duce y, si no me equivoco,
también el Premio Speciale Arnaldo Mussolini.
¿Y qué? Bora asintió, aún receloso. No era la primera vez
que se enfrentaba a un miembro de las SS que le sonreía
mientras le tendía una trampa. El año 1935, en el que Bora
había ganado dichos premios, coincidió con el momento en
que el general Sickingen había mostrado abiertamente su
antipatía por el régimen renunciando al mando de la 14.ª
División de Infantería, Gruppenkommando 3 de Dresde, una
decisión que disgustó profundamente a sus hijos. Sobre todo a
Peter que todavía estaba en la escuela y que se refugió en la
habitación de su hermano para llorar de rabia y de vergüenza.
Bora no esperaba menos de su padrastro, al que le gustaba
llevar la contraria, y toleró como pudo el amargo trago. A los
compañeros de academia que le preguntaron por el tema les
contestó secamente: «eso tendrás que preguntárselo al
general», y eso fue todo.
Nebe no le quitaba ojo de encima. Una lámpara de
escritorio lo bañaba en una luz lechosa a través de la
opalescencia verdosa de su pantalla de cristal. Desde fuera, se
oían los lamentos apagados de las sirenas de ambulancias y
bomberos que se apresuraban hacia el oeste, en dirección a la
zona de la explosión, evacuada y acordonada. Probablemente,
fueran demasiados vehículos para un incidente aislado, pero
las bombas siempre ponen nerviosos a los políticos, a quienes
les gustaría creerse inmunes en sus palacios. Pero Nebe,
profundamente concentrado, era indescifrable.
Bajo su escrutinio, Bora se preguntó cuánto se parecería
el tenso oficial con botas de montar que tenía enfrente al que
acababa de hablar con Nina y antes, con Lattmann, Olbertz y
el copiloto berlinés. «¿De verdad soy el mismo hombre al que
el perro policía le olfateó los talones hace cuatro horas?». Le
sorprendía pensar que todo había ocurrido el mismo día, que ni
siquiera había terminado aún («Noctem quietam et finem
perfectum…», incluso la antigua oración católica, que reza por
una noche tranquila, admite que, hasta el mismo final, un día
puede deparar sorpresas). ¿Y si Nebe mencionaba la muerte
«no tan voluntaria» del doctor Reinhardt-Thoma? ¿Le habría
pedido el jefe de investigación criminal del Reich que se
reunieran fuera del horario oficial para hablar de ello? Bora no
podía olvidar que, siguiendo órdenes de este hombre, los
escuadrones de la muerte llevaban a cabo exterminios en el
este. «Dios mío, a lo largo de dos años en ese frente informé
de todos los episodios de los que tuve noticia a la Oficina
Alemana de Crímenes de Guerra…».
Nebe dobló y guardó puntillosamente una hoja
mecanografiada. Los gestos pausados, como bien sabía Bora
por sus días de interrogador, son una forma de recordar al
oponente que uno tiene todo el tiempo del mundo para hacer
que el otro se derrumbe y confiese.
—¿Cree en los astros?
—¿En los astros, Gruppenführer? —Bora reprimió una
necesidad nerviosa de esbozar una sonrisa.
—En los astros, sí. En los cuerpos celestes. En el destino.
—No mucho, a decir verdad.
—Perfecto.
Sin saber adónde mirar sin parecer insolente, Bora
contempló la foto como si esperase que el caballo de Nebe
saltara por fin el obstáculo.
—Le digo esto, coronel, porque tengo intención de
plantearle un tema que requiere escepticismo.
Bora alzó la vista hacia el general.
—Debo decirle que no soy exactamente un escéptico,
Gruppenführer.
—Me consta que se crio católico. Pero no cree en los
astros.
—No.
—Entonces puede investigar la muerte de Walter
Niemeyer, aunque probablemente, el nombre no le suene de
nada.
Sentado con la espalda muy recta, Nebe tenía la
respiración ligeramente pesada de alguien que ha estado
enfermo o que está sometido a una gran presión psicológica.
Ambas cosas podían ser ciertas. Bora le devolvió la mirada.
«¿Investigar? ¿Qué demonios…?».
—Así es —se limitó a decir.
—Pero, ¿conoce a Magnus Magnusson?
—No.
—¿Y a Sami Mandelbaum?
—Tampoco, Gruppenführer.
—Todos muertos. —Nebe volvió a colocar la foto en su
posición original sobre el escritorio—. Porque, en realidad,
forman una trinidad: son tres en uno y uno en tres; dos alias de
Niemeyer. Y, por lo tanto, solo hay un cadáver. Lo que
simplifica las cosas en un caso de asesinato.
—No sé si lo entiendo, Gruppenführer. Mi fugaz visita a
Berlín se debe, tristemente, a la muerte de un familiar.
—Sé por qué está aquí. Lo he mandado llamar
precisamente porque ya estaba en Berlín.
Bora no le hizo ninguna de las preguntas que le
inundaban la mente. De su confusión surgió lentamente un
vago destello de interés, algo tan inoportuno aquí y ahora que
volvió a inquietarse.
Nebe, ya fuese porque, como experto en crímenes, captó
su perplejidad o porque, simplemente, dio por sentado que
aceptaría la misión, prosiguió:
—Por si se pregunta qué profesión tenía la víctima,
Mandelbaum era un Ostjude, un actor de tercera salido de la
Galitzia profunda. Magnusson era de origen escandinavo y se
labró su fama como astrólogo. Y, por último, Niemeyer no era
ni más ni menos que el Profeta de Weimar.
El Profeta de Weimar… le sonaba de algo. Bora creía
recordar haber leído ese nombre en los carteles o en la prensa
cuando asistía a la Academia Militar en Berlín. La tentación de
sentirse aliviado porque no lo estuviesen investigando lo llenó
de un entusiasmo que rayaba en el placer, pero solo Dios sabía
si estaría bien fundado.
¿Sabría Nebe que había conseguido que cayese en su
trampa? El jefe de la Kripo entrecerró los ojos con aire de
satisfacción.
—Encontraron a Niemeyer más muerto que un dodo en
su inmensa mansión de Dahlem hace una semana. Le pegaron
dos tiros a bocajarro en la parte superior del cuerpo con un
rifle de caza del calibre 12. —La jerga le puso de los nervios al
recordarle que estaba en una comisaría de policía y en
presencia del principal investigador de toda Alemania—. No
hay testigos oculares, pero sí un par de posibles sospechosos.
Era demasiado joven cuando nuestro hombre saltó a la fama,
pero se escribieron montones de artículos periodísticos sobre
él, y también están sus dos extensas autobiografías.
Bora no pudo evitar que le picase la curiosidad.
—Además de algunos informes policiales, sin duda.
—Los informes están disponibles para todos, coronel.
Para mí y para usted. —Nebe encendió el intercomunicador y
habló por el aparato—: El expediente de Niemeyer.
Quienquiera que estuviese al otro lado de la línea debía
tenerlo en la mano, porque casi de inmediato se abrió la puerta
situada a espaldas de Bora y entró un suboficial con una
carpeta.
—Désela al coronel —dijo Nebe.
Bora vio cómo le ponía delante el dossier sobre el
escritorio, como si fuese la carta de un restaurante donde igual
podían darte de comer que envenenarte. Esperó sin abrirlo.
—¿Se me permite hacer preguntas?
Cuando el suboficial salió del despacho, Nebe se levantó,
se acercó a la segunda puerta y la cerró con llave.
—Todas menos una. Adelante, pregunte.
—¿Por qué no se ha asignado el caso a alguien de la
Policía Criminal?
—Esa es precisamente la única pregunta a la que no
recibirá respuesta.
«Mira por dónde». Bora observó cómo Nebe volvía a su
escritorio.
—Supongo que es inútil que mencione que mi regimiento
es atacado prácticamente a diario, Gruppenführer.
—Lo es. Además, una semana no va a cambiar las cosas.
¡Al carajo el frente italiano! Italia está perdida de todos
modos.
—Nos aventuramos a pensar que quizá no lo esté. Al
menos, aún no.
—Déjelo, coronel. Haga lo que se le ordena. —Nebe se
puso furioso de repente—. ¿Qué les pasa a estos jóvenes
coroneles, tercos como colegiales?
«Esta salida de tono es para otra persona», se dijo Bora.
«No para mí. Me pregunto en quién estará pensando». Sin
señalar que no estaba siendo terco en absoluto, dijo:
—Disculpe la banalidad, Gruppenführer, pero ¿por qué
me ha elegido a mí?
—Porque me lo recomendaron.
Bora se mordió la lengua. Fuera lo que fuese lo que
estaba detrás de esto, alguien aparte de Goerdeler debía de
haberle hablado de él al jefe de la Policía Criminal. Cuando
Goerdeler era alcalde de Leipzig, dimitió por la retirada de un
«monumento judío» (la estatua de Mendelssohn) de una plaza
de la ciudad. ¿Tal vez el coronel Kinzel, su superior en la
Abwehr de Leipzig y París? Desde entonces, lo habían
trasladado, muy oportunamente, a la RSHA de Kaltenbrunner.
A Bora, que estaba familiarizado con su falta de escrúpulos y
su malicia, se le secó la boca al pensar en tener que tratar de
nuevo con él. «No. No ha sido Kinzel: él me habría citado
directamente en la calle Prinz Albrecht». ¿Puede que fuese
Heldorff, el jefe de policía de Berlín? Bora no lo conocía de
nada. No obstante, dijo:
—¿No cree que el conde von Heldorff podría considerar
su decisión de alistar a un oficial del ejército para una
investigación policial como una intromisión indebida?
—Se trata de un caso criminal, coronel von Bora.
Limítese a cumplir las órdenes que reciba. Sea discreto y, si se
topa con un obstáculo significativo, infórmeme solo a mí. —
Nebe sacó una tarjeta de visita con su número de teléfono
privado y la deslizó sobre el tablero del escritorio en dirección
a Bora. A continuación, abrió y cerró un cajón sin sacar nada
—. Tiene suerte: disfrutará de privilegios que ni siquiera los
millonarios pueden permitirse en el Berlín de hoy día. Tendrá
un coche a su disposición, un conductor y acceso
prácticamente ilimitado a combustible. Utilícelos como deba,
aunque sin excederse. El conductor es uno de los míos, un fiel
viejo combatiente que lo seguirá como si fuese su propia
sombra.
A Bora no le gustaba la expresión «seguir como su
sombra». Lo habían «seguido» día y noche en Moscú, antes de
que empezara la guerra contra la Unión Soviética. Ya se tratase
de un soviético o un nacionalsocialista, significaba tener
constantemente a alguien en los talones. En cuanto a los viejos
combatientes, matones callejeros de la vieja escuela, no había
casi ninguno que no hubiese cometido personalmente un
asesinato, político o de otro tipo.
Fijó la vista en la carpeta cerrada. «Debe tratarse de un
caso controvertido, importante. ¿Será esta la tormenta que
notaba en el ambiente? Por mucho que lamentase la muerte de
mi tío, sospechaba que había algo más: no todos los días se
retira a un comandante de regimiento de una zona de guerra,
por la razón que sea».
A la cegadora luz del sol de las montañas al norte del
Arno, Bora había compartido con su Estado Mayor la citación
urgente firmada por el teniente general Greiner, jefe de la 362
División de Infantería. Mientras luchaba por conseguir un
medio de transporte hasta el valle, y de allí a la pista de
aterrizaje más cercana, había delegado en el comandante
Luebbe-Braun, que era fiel pero que, como el resto, no pudo
evitar preocuparse ante su repentino regreso a Alemania.
—Debo enviar un mensaje personal a mi segundo al
mando.
Nebe golpeó con impaciencia el tablero del escritorio con
la mano abierta.
—Sí, sí, haga lo que tenga que hacer. Puede notificar a su
segundo al mando o a quien le apetezca. Abra la carpeta.
Bora obedeció. Sobre el resto de documentos había una
orden directa firmada por el mariscal de campo Kesselring,
comandante del ejército alemán en el Mediterráneo,
refrendada nada menos que por el mariscal de campo Keitel,
comandante en jefe del OKW.
—¿Ve, coronel? Lo sabíamos todos, excepto usted.
El desconcierto y el no haber probado bocado en casi
veinticuatro horas embotaban sus sentidos, pero no lo
suficiente como para evitar que Bora pusiese sus propias
condiciones. Se metió la tarjeta de visita en el bolsillo
izquierdo del pecho.
—Haré lo que se me ordena, Gruppenführer.
Naturalmente, no será fácil resolver un caso de asesinato en
una semana.
—Yo más bien diría imposible, desde mi punto de vista
profesional. Pero espero que haga todo lo que pueda. Puede
enviarme su informe final después de su marcha de Berlín; no
sería lo ideal, pero ¿qué se le va hacer? —Aquí había gato
encerrado: ¿le daban una semana, pero insistían en que no se
precipitase? La expresión «¿qué se le va hacer?» estaba fuera
de lugar en boca de un policía. ¿Y por qué habría dicho Nebe
«su marcha de Berlín» y no «su regreso a su puesto»? ¿Estaría
insinuando algo?
Al final de la reunión, un abrumado Bora se enteró de que
en el maletero del coche lo esperaban dos cajas de documentos
(que incluían recortes de periódicos y revistas, más las dos
autobiografías del adivino y «otros objetos» sin especificar).
—Recibirá más instrucciones mañana a las 8:00 a.m.,
cuando su conductor se incorpore a su puesto. Se llama Florian
Grimm.
—¿Está familiarizado con el caso, Gruppenführer?
—Fue el que encontró el cadáver.
Nebe acompañó a Bora hasta la misma puerta por la que
habían entrado y la abrió con el ágil giro de llave de un
carcelero.
—¿Tiene todo lo que necesita, coronel?
—Sí, por el momento.
—No es cierto. —Nebe se sacó del bolsillo un frasco de
tinta azul Pelikan y se lo puso en la mano a Bora.
9:38 P.M.
Bora regresó al hotel en un Mercedes gris de campaña
que le impusieron a pesar del corto trayecto, con las cajas de
documentos y «otros objetos» en el maletero… que
permanecerían allí hasta por la mañana, ya que aún no habían
decidido si seguiría alojándose en el Adlon o no. El hombre
que iba al volante no era Florian Grimm; este se reuniría con
él al día siguiente. Acababa de ponerse el sol y, poco después
del atardecer, las primeras estrellas agujereaban el azul
apagado del cielo. Una inmensa ruina marcaba la avenida del
eje este-oeste, más ancha que la mayoría de las pistas de
aterrizaje: en el extremo que terminaba en Pariser Platz, la
Puerta de Brandeburgo, cubierta por una red de camuflaje,
parecía lejana y abandonada. Cuando atravesaron el puesto de
control del Ministerio del Interior, el olor a metal quemado de
la explosión flotaba en el aire como una niebla invisible.
Gracias al sofisticado equipamiento de la policía y a su
autorización de máxima prioridad, Bora había podido llamar
por radio a su regimiento desde la jefatura de Nebe. Luebbe-
Braun, leal hasta la médula, parecía perfectamente consciente
de que debía de haber un motivo urgente para que el
comandante no regresara como estaba previsto. De hecho,
dado este traslado más bien oficial al hotel (hasta las SS
dejaron pasar el coche sin detenerlo), ¿por qué tanto misterio
en torno a su citación? Aquí había gato encerrado.
Miró hacia arriba por la ventanilla abierta del coche. Por
encima de la línea de los edificios, irregular y llena de huecos,
digna de un cuadro de Caspar David Friedrich, no había ni
rastro de lluvia; las estrellas no estaban envueltas en bruma,
como cuando hay humedad en el ambiente. ¿Es posible que se
geste una tormenta sin ser vista?
Lo invadió el pragmatismo. Tenía órdenes y las seguiría.
Por suerte, el sargento primero Nagel había insistido en que
trajese dos uniformes. Desde lo de Stalingrado, Nagel no solo
había sido un suboficial de confianza, sino también el guardián
personal del impecable atuendo de su comandante, que iba
mucho más allá del decoro: era la señal misma de que todo
estaba bajo control.
«Por el momento, lo único que tengo bajo control es
haber traído dos uniformes». Cuando llegaron a su destino,
Bora no esperó a que el conductor le abriera la puerta del
coche. Le ordenó que abriera el maletero para poder coger la
primera carpeta de una de las cajas y entró en el Adlon con
esta bajo el brazo.

No había mensajes para él en recepción, ni de Salomon ni


de Lattmann. Ni siquiera del aeródromo de Schönefeld… pero
ahora, Bora sabía por qué. Devoró un sándwich antes de
reunirse con Nina para una cena tardía porque le daba
vergüenza que viese lo hambriento que estaba.
Nina estaba muerta de preocupación por él. Cuando le
dijo: «todo bien, era simple rutina», ella aceptó su brevedad;
aunque en el transcurso de la comida Bora abordó de forma
indirecta un tema del que estaba ansioso por hablar, pero que
había dejado para el final: la sugerencia de que toda la familia
pasara el resto del verano en Múnich.
—¿Cuánto tiempo hace que no te quedas en la casa de
Múnich, Nina? Te vendría bien un cambio de aires. Y ya que
estás en contacto con los Moderegger, ¿por qué no les dices
que les convendría pasar una temporada con sus hijos en
Königsberg? Estarían más cómodos que allí, dejados de la
mano de Dios, en Trakehnen.
Darle a entender que Leipzig, por no hablar de Prusia
Oriental, ya no eran sitios «cómodos» era una forma de
informarle de lo grave que era la situación en el frente oriental.
Normalmente, confiaría en la previsión del general en asuntos
militares, pero era posible que, presa del dolor, no estuviese al
tanto de los últimos acontecimientos.
Nina sonrió. Le dijo con calma que sus padres no
pensaban abandonar su casa de Probst-Heida.
—No es por las obras de arte ni por la propiedad en sí,
Martin. Simplemente, han decidido quedarse. Tenemos
refugiados en la casa de Borna, y ya he invitado a Irma
Moderegger a que pase una temporada con nosotros en
Birkenstrasse… ya veremos si acepta. Y no olvides que tu
padre es un general prusiano.
—Dile que te lleve a Múnich, Nina. O ve por tu cuenta.
—Ya veremos.
El final de la velada amenazaba con volverse triste, así
que Bora le habló a su madre del soñoliento piloto de la
Fuerza Aérea que condujo hacia Berlín como alma que lleva el
diablo y de todos los temas alegres que se le ocurrieron. Antes
de retirarse a su habitación, le preguntó si podía desayunar con
ella por la mañana y le dijo que ya le había reservado un taxi a
la estación.
Nina se lo agradeció. No sacó el tema que habían cerrado
con tanto tacto por la tarde, pero, como alguien que había
estado profundamente enamorado, Bora intuyó con solo
mirarla que Max Kolowrat también le había pedido despedirla
por la mañana. Para Bora, esto significaba dejar a su madre
frente a la estación y perder los últimos y preciosos momentos
con ella. De todos modos, cuando llegaron frente a su puerta,
dijo, como de pasada, que no iba a poder acompañarla hasta
que saliese el tren.
—Soy verdaderamente imperdonable, Nina.
Aunque estaba seguro de que adivinaría sus intenciones,
Bora esperaba que le dejara hacerle este pequeño favor.
Cuando Nina le pidió que se agachara para poder besarle la
mejilla (su forma de mostrar gratitud sin palabras), pareció el
momento adecuado para decirle cuánto había sufrido y cuánto
seguía sufriendo.
Nina le tomó la cara entre las manos y le miró a los ojos.
—Martin, ¿cómo estás? De verdad.
—Bien, Nina. Estoy bien.

«Actualizado en Berlín, en el Adlon, a las


11:58 p.m.
»Al oeste del hotel, cinco artificieros perdieron
la vida en la explosión provocada, al parecer, por
una espoleta con mecanismo de relojería. Si lo
hubieran sabido, podrían haber esperado a que
explotara por sí sola.
»Escribo con un nuevo frasco de tinta azul,
aunque lo puse todo perdido al rellenar la
estilográfica con una sola mano. Durante la cena,
Nina hizo todo lo que pudo por no mirarla, aunque
mi ocasional torpeza con los cubiertos debió
apenarla. Traté de tomármelo a broma y le dije que
es como aquella vez cuando me rompí un brazo en
Rusia, pero no creo que mi intento tuviera éxito.
»En cualquier caso, me trajo un regalo que
llega como caído del cielo: dos camisas militares a
medida y ropa interior cosida a mano. La clase de
cosas que me suministraba antes de casarme y que,
con su característica discreción, se abstuvo de
enviarme durante los años que estuve con Dikta.
Ahora la ropa me viene como anillo al dedo, ya que
estaba preparado para una estancia corta. Me
siento tan entrado en la edad adulta que a veces
olvido que soy su hijo y que ella sigue cuidando de
mí.
»Pero ya basta. Hace doce horas, salía del
funeral del tío; hace veinticuatro horas, estábamos
atrapados cerca de G3. debido a un bombardeo
sobre la frontera alemana. No es la primera vez que
mis órdenes cambian estando ya en ruta, o puede
que, sin saberlo, cambiasen antes incluso de
abandonar mi puesto.
»Desde el principio me pareció poco probable
que me dieran un permiso a estas alturas de la
guerra y ahora me pregunto por qué me habrán
encomendado esta misión. Por supuesto, los que
pertenecimos al Abwehr ahora somos como los
antiguos guerreros japoneses sin señor… ronin, los
llamaban. Lo merezcamos o no, la mayoría
desconfía de nosotros, pero también disponemos de
habilidades útiles.
»El Gruppenführer Nebe me prohibió
preguntar por qué ha recurrido a alguien de fuera
para investigar la muerte de un charlatán. Tiene
hombres, informantes y medios de todo tipo a su
disposición, al igual que su homólogo en la policía
de Berlín, el conde von Heldorff, y sin embargo, al
menos formalmente, voy a trabajar bajo la tutela de
la Kripo, que me proporcionará documentación y
apoyo logístico. En la hora y algo que pasé en la
oficina de Nebe, me dio la impresión de que lo sabía
todo de mí y de que por eso, me habló como lo hizo.
No es ningún secreto que algunos de los hombres
con los que he trabajado, incluidos aquellos con los
que he tenido desacuerdos, hablan entre sí. Si no
han caído en batalla entretanto, estos últimos
seguirán con el hacha en alto. Hablando de hachas,
el coronel (ahora Obersturmbannführer) Kinzel ha
enterrado el hacha de guerra con el Servicio de
Seguridad del Reich. Ni él ni ninguno de ellos me
recomendaría. ¿Quién habrá sido, entonces?
»No importa. Un teniente coronel no puede
oponerse a órdenes especiales firmadas por dos
generales y dos mariscales de campo. En lugar de
mi pase de tres días por la muerte de un familiar,
ahora puedo presentar un Sonderausweis al que no
podría poner objeciones ni el mismísimo San Pedro.
»Ha sido un día largo y debería estar agotado,
pero no es así. Enterarme, de labios del conserje, de
que Salomon ha estado fuera desde el mediodía y
no ha vuelto al hotel para cenar ha sido todo un
alivio. Por mucho que seamos camaradas, no estoy
de humor para oír sus quejas ni sus elucubraciones.
En Rusia tenía la costumbre de imaginar amenazas
y peligros donde no existían. Digámoslo así: sea
cual sea el tema que estaba tan impaciente por
tratar conmigo, o se le ha olvidado, o lo ha matado.
»¿Y qué? Le dije a Nebe que no soy un
completo escéptico, pero sí puedo ser cínico.
Volviendo a mi misión, este es un breve resumen:
»El pasado miércoles 3 de julio, el mismo día
en que, en el frente sur, Siena (que no está en mi
sector) caía en manos de los condenados franceses,
Walter Niemeyer, nacido el 11 de noviembre de
1900, fue asesinado a tiros en su lujosa residencia
de Lebanonzederpfad, en el barrio de Dahlem, al
suroeste del Gran Berlín. Le dispararon con dos
cartuchos del calibre 12, habitualmente utilizado
para caza mayor, por ejemplo, del ciervo. El arma
difícilmente se podría llevar encima sin levantar
sospechas. No hay indicios de que entraran por la
fuerza ni rastros visibles en la escena. Las fotos
adjuntas al expediente muestran a un hombre
semidesnudo tumbado bocabajo en lo que parece
ser el vestíbulo de la casa. No lleva albornoz, solo
una toalla alrededor de la cintura. O acababa de
salir de la ducha o la bañera, o dormía desnudo y el
asesino lo sorprendió al bajar las escaleras tras oír
un ruido alarmante. A juzgar por las considerables
lesiones, el primer disparo se efectuó a no más de
dos o tres metros de distancia y el segundo se
produjo cuando ya estaba en el suelo.
»La víctima, alias Mandelbaum, alias
Magnusson, se dedicaba oficialmente a su
“profesión” (los judíos usan un término sumamente
preciso para la gente como él: Luftmenschen,
personas “que viven del aire”) desde 1915, cuando
se fugó para unirse al circo, hasta 1941, cuando
abandonó los escenarios para, y cito, “recargar su
energía psíquica”.
»Desde 1941 hasta el momento de su muerte,
ejerció de forma privada, principalmente como
consejero o asesor, aunque también organizaba
alguna que otra sesión de hipnosis con histéricos de
las más altas esferas. Una lista parcial de sus
clientes parece más bien el Almanaque de Gotha de
la sociedad y la política de Weimar (y post-
Weimar). A pesar de la guerra, sus fastuosas fiestas
atraían a la flor y nata de la sociedad berlinesa,
como venía sucediendo desde 1930, cuando
construyó su villa.
»Se casó al menos dos veces: la primera, con
una acróbata búlgara (a la que abandonó a los seis
meses con la excusa de una larga gira por el
extranjero) y más adelante, con una viuda
acaudalada veinticinco años mayor que él. Esta
última murió repentinamente de un ataque de asma
mientras celebraban su primer aniversario en un
velero y dejó una pequeña fortuna a Niemeyer. Fue
investigado pro forma y absuelto.
»A juzgar por las lagunas en los documentos
que he leído hasta ahora, debió de tener problemas
de algún tipo a mediados de la década de 1930.
Tengo mis propias ideas al respecto y me inclino
por un asunto político, pero necesito más
información. Debido a sus dificultades, se mantuvo
alejado de Alemania durante un año, durante el que
estuvo de gira por América del Sur.
»Pero lo que de verdad me fascina, el elemento
más intrigante de la vida de este hombre, es su
extraña colección de alias. ¡Mira que hacerse pasar
por escandinavo y antes por judío de Galitzia! No
doy crédito. Solo había una imagen de Niemeyer en
esta carpeta (el resto me espera en las cajas que
están en el maletero del coche). El retrato, según
creo, es una ampliación de la fotografía de su
pasaporte y muestra a un hombre de unos cuarenta
años con rasgos de apariencia más bien anodina.
Con un buen disfraz y el acento adecuado, estoy
seguro de que podría pasar por cualquiera, excepto
por africano o chino.
»La carpeta contiene los nombres de cuatro
posibles sospechosos (tres hombres y una mujer),
sin dar más detalles ni especificar el posible móvil
del asesinato. Esto también lo encontraré en las
cajas, supongo. No creo en los astros, como le dejé
claro a Nebe, a pesar de una curiosa coincidencia:
Niemeyer y yo nacimos el mismo día del mismo mes,
con trece años de diferencia.
»Hora de acostarse. Nina se marcha a las seis
de la mañana y no pienso dejar pasar la
oportunidad de acompañarla a la estación. Si el
coronel von Salomon llama a mi puerta de
madrugada, haré oídos sordos.
»P.D. Esta noche, al llegar a mi planta del
hotel, se produjo un episodio curioso. Oí
claramente sollozar a alguien (un hombre, no una
mujer) en una de las habitaciones. Algo sumamente
peculiar ya de por sí. Obsesionado como estaba por
la idea de que Salomon pudiera intentar
localizarme, recordé que lo vi llorar lágrimas de
frustración al menos dos veces en el frente oriental;
en ambos casos debido a incidentes de poca
importancia a los que la mayoría no prestábamos
atención. ¿Por casualidad estaría lloriqueando
para sus adentros en alguna parte? Imagina mi
sorpresa cuando, al acercarme a la puerta, me di
cuenta de que los sonidos provenían de la
habitación contigua a la mía, ocupada, que yo sepa,
por un oficial japonés. ¡Creí que los japoneses no
lloraban!
»P.P.D. A veces sería mejor que los japoneses,
y los hombres en general, llorasen».
3

«Peregrino, peregrino, si el perro aúlla, no salgas de casa.»

Proverbio sajón
HOTEL ADLON, MARTES 11 DE JULIO, 7:38 A.M.
Bora no se puso precisamente de buen humor cuando le
dijeron en recepción que Salomon había llamado varias veces
a su habitación a partir de las seis de la mañana.
—También dejó recado de que almorzará con usted en el
hotel a la una en punto, coronel.
No era culpa del conserje, así que Bora le agradeció el
mensaje procurando disimular lo furioso que estaba. A pesar
de llevar más de diez años alejado de su familia, echaba de
menos a su madre después de despedirla en la estación, lo cual
también contribuía a su humor de perros. Si se conocía a sí
mismo, tardaría una hora o dos en recuperar su cómodo estado
de solitario.
—¿Dónde está el coronel von Salomon? —preguntó.
—Va a pasar la mañana fuera, señor.
«Vaya, para alguien que se muere de ganas de hablar
conmigo en privado, no es fácil de localizar».
El coche y el conductor suministrados por Nebe estarían
frente a la entrada en poco más de un cuarto de hora. En el
hotel había café de verdad, así que Bora pidió una taza
mientras esperaba. Al volver de la estación de Anhalt, había
dado un largo rodeo, caminando hacia el sur y volviendo por
la Kochstrasse, donde, en pleno corazón del Zeitungsviertel, el
barrio de los periódicos, los daños causados por las bombas
del 21 de junio eran especialmente devastadores. El edificio
que, desde hacía más de setenta años, había albergado las
oficinas berlinesas de la Bora Verlag simplemente ya no estaba
allí. Era como si alguien hubiese extraído una enorme muela
de una fila de dientes con caries más o menos avanzadas. Nina
le había contado que después del bombardeo los empleados
habían cuidado celosamente de todo lo que había sobrevivido,
incluidos las máquinas de escribir y los archivadores, que
habían guardado en el sótano durante todo un día para que no
los robasen. Ahora estaban temporalmente en la imprenta de
Zehlendorf. Era todo «francamente desagradable», como diría
su familia, siempre comedida, pero al menos no había que
lamentar pérdidas personales. Bora tomó un sorbo de café y se
preguntó qué obras de arte de su colección privada tendrían
que vender esta vez sus abuelos para reconstruir la editorial.
Según Nina, seguían pagando todos los salarios, porque uno
no podía echar a la calle, sin más, a los hombres y mujeres que
llevaban tanto tiempo en la empresa.
Después de los bombardeos, la editorial Deutsche Verlag,
propiedad del Partido, se ofreció a comprar la marca Bora y
sus filiales de Leipzig y Múnich, pero el abuelo Franz-
Augustus declinó cortésmente. Como viejo diplomático, podía
permitirse el lujo de ser cortés; el general, que no entendía de
la industria editorial y que era de todo menos diplomático,
farfulló que «si los camisas pardas ponen sus sucias manos en
la empresa, la pondrán patas arriba y arruinarán el catálogo».
Esta forma de hablar llevaba años causando roces con sus
hijos. Cómo debía atormentar al viejo que Peter discutiera con
él la última vez que hablaron. Normalmente, Bora era el más
terco de los dos. En Kiev, dos semanas antes de que lo
derribaran, su hermano le había dicho: «Padre me pone de los
nervios, Martin. No soporto que diga disparates que rozan la
traición, como que los militares deberían tomar el poder».
Bora recordaba haberle contestado: «esta generación de
ancianos tuvo su oportunidad de tomar el mando hace veinte
años, y no lo hizo». Ahora Peter estaba muerto y Bora seguía
opinando lo mismo.

Tres minutos antes de las ocho en punto, un tipo


corpulento vestido de paisano que llevaba una chillona corbata
americana, evidentemente un esbirro del Partido, entró en el
vestíbulo del hotel. Echando un rápido vistazo a la sala
abovedada, vio a Bora, se acercó a él y levantó el brazo para
realizar el saludo del Partido:
—Teniente coronel barón von Bora, el teniente Florian
Grimm, a su servicio.
Aunque su nombre de pila delataba que un probable
origen austriaco o bávaro, el acento era berlinés puro (¿de
Treptow? ¿Neukölln?). Un inspector de policía que
seguramente no había pasado de la secundaria; pero, desde el
punto de vista físico, Bora lo juzgó capaz de derribar a un
hombre con los puños. Tenía la constitución de un luchador o
de un guardaespaldas: los brazos le colgaban desmañadamente
a los lados de un potente torso y el voluminoso anillo de oro
que llevaba en el anular de la mano izquierda le apretaba hasta
tal punto que haría falta cortarlo (o el anillo, o el nudillo) para
quitárselo. Sin duda, como típico berlinés, se enorgullecía de
estar schlagfertig, siempre listo para atacar.
Florian Grimm tenía unos ojillos pequeños y almendrados
que le daban el aspecto de un bull terrier, y la misma postura
firme y bien plantada. Bora tuvo la impresión de que tal vez
había servido a las órdenes de Nebe en el frente oriental. Se
olfatearon como perros parecidos que habían estado juntos en
Rusia, pero que no necesariamente se llevan bien. Hay una
gran diferencia entre una unidad de reconocimiento y otra de
exterminio en retaguardia. Bora lo saludó con un asentimiento
de cabeza. Cuando Grimm se ofreció a llevarle el maletín,
declinó. Antes de subir al coche (un Opel Olympia OL38
conservado con mimo en comparación con los maltrechos y
polvorientos vehículos de servicio y taxis, que a menudo
tenían todas las ventanillas destrozadas por las explosiones),
golpeó el maletero con los nudillos para indicarle a Grimm
que lo abriera. Tras seleccionar un puñado de recortes de
periódico de una de las cajas, ocupó su lugar junto al
conductor. Aunque en cualquier caso se habría sentado
delante, el asiento trasero estaba ocupado por mapas, carpetas
y una voluminosa guía telefónica de Berlín.
—¿Adónde, coronel?
—Al Lebanonzederpfad, Dahlem. —Grimm lo miró.
—Es donde se produjo el crimen, ¿verdad?
Tras colocarse el maletín sobre las rodillas (el pasado
septiembre le había salvado de recibir una ráfaga de metralla
de la granada en el estómago), Bora usó su superficie como
mesa para hojear los recortes.
—La casa quedó totalmente destruida en el incendio,
señor.
—Veremos qué queda de los jardines. Según tengo
entendido, fue el primero en llegar a la escena del crimen.
—Sí y no.
Grimm arrancó el coche. Mientras esquivaba a los
barrenderos, que seguían retirando los escombros que la
bomba del día anterior había lanzado hasta aquí, explicó:
—El día 4, una cuadrilla de la empresa del gas fue a
revisar unas tuberías defectuosas en la residencia de la víctima
a petición suya. Cuando nadie les abrió la puerta, naturalmente
los hombres pensaron que la fuga se había vuelto mortal y
alertaron a los bomberos. Forzaron una ventana para acceder a
la propiedad y comprobaron que no había ninguna fuga de gas
perceptible. Pero había un cadáver en el recibidor, así que, sin
tocar nada, llamaron a la comisaría local desde el teléfono
público más cercano y ellos, a su vez, nos llamaron a nosotros.
—¿Y cuáles fueron sus primeras observaciones?
—Que lo habían matado a tiros la tarde o la noche
anterior. Que lo cogieron desprevenido recién salido del baño.
Lo que más me llamó la atención fue que conocía a la víctima,
pero por otro nombre.
—¿No por «el Profeta de Weimar»? ¿Ni por
«Magnusson»?
—Ni por asomo. Por aquel entonces, cuando lo vi actuar,
era «Sami Mandelbaum, el Hijo de Asia». —Grimm mostró un
colmillo dorado al sonreír—. Cuando era pequeño, me
gustaban los espectáculos de magia del circo. Como a la
mayoría de los niños, supongo.
Bora no dijo nada. Durante su infancia, su padre les había
prohibido a Peter y a él ir al circo por el trato que recibían los
«animales salvajes en cautividad». Era una prohibición
dolorosa, porque todos sus amigos iban y volvían con relatos
de lo más entusiastas. Martin habría dado un ojo de la cara por
ver al hombre bala del Circo Gleich, que salía disparado de un
cañón de la Gran Guerra. Pero los vetos paternos eran el pan
nuestro de cada día en su casa. La estridente corbata que el
inspector llevaba alrededor del cuello (amarilla con remolinos
púrpura) nunca pasaría del umbral de una casa prusiana.
Grimm conducía de forma sorprendentemente ágil para
un hombre tan corpulento. Al estar familiarizado con el estado
de las calles, tomaba los desvíos más oportunos para evitar los
controles de carretera y puntos de control. Continuó su
informe.
—No hay indicios de que entraran por la fuerza,
exceptuando la ventana que forzaron los bomberos. La puerta
principal tenía un cerrojo de seguridad. O la víctima le abrió la
puerta al asesino y este simplemente tiró de la puerta al
marcharse, o tenía llave. Debió de usar guantes porque no
encontramos huellas dactilares.
—¿Robaron algo?
—Pues verá… es una pregunta difícil. Había tantos
trastos en la casa que solo el propietario notaría la
desaparición de un objeto en concreto. Pero cuando abrimos la
caja fuerte, estaba vacía. Era una de esas cajas pequeñas que se
usan para guardar documentos.
Se dirigían al suroeste. Grimm, embutido tras el volante,
hablaba mientras conducía, prestando atención a la carretera
cuando lo miraba Bora, pero observando disimuladamente a
Bora cuando creía que el oficial estaba absorto en sus papeles.
Bora, cohibido por un diminuto corte que se había hecho en la
mandíbula al afeitarse con prisas aquella mañana, sintió los
ojos de Grimm sobre él. Le dio la impresión de que el policía
reducía la marcha cuando cruzaron la Uhlandstrasse. Allí, no
lejos del piso de soltero que pertenecía al hedonista padrastro
de Dikta, un siniestro edificio albergaba la Sección IV B de la
RSHA, que se ocupaba de los enemigos del régimen, y la
temida oficina de «Gestapo Müller». El coche avanzó a paso
de tortuga frente al edificio. «¿Será porque Grimm quiere dar
tiempo a sus ocupantes para que vean quién va con él, y en
qué dirección? No me extrañaría, viniendo de la Policía
Criminal».
—Dígame, inspector: ¿últimamente se han producido
otros asesinatos prominentes similares en ese barrio, o en
Berlín en general?
Grimm le lanzó una mirada.
—No. El último caso importante fue el de los asesinatos
de Ogorzow hace cuatro años.
—¿El «asesino del S-Bahn»? Lo recuerdo. Estaba en
Berlín entonces.
—Pero aquello era harina de otro costal, nada que ver con
este caso. Las víctimas eran todas mujeres, y a ninguna le
dispararon. Lo curioso es que conocía a Paul Ogorzow antes
de que empezase a trabajar en los trenes de cercanías. Nunca
le gustaron las mujeres, pero quién iba a pensar que… Cuando
conoces personalmente a un tipo y hay un detalle que te ayuda
a resolver el caso, resulta de lo más gratificante.
Con su papada, las mejillas caídas, los ojos pequeños y la
barba incipiente, desde este ángulo Grimm recordaba más a un
cerdo feliz que a un bull terrier.
—Recordé que Ogorzow se había sometido a un
tratamiento para la gonorrea en nuestra época de soldados de
asalto, así que, aunque lo descartaron del primer grupo de
sospechosos, no podía sacármelo de la cabeza… sospechaba
que la enfermedad podría haberle hecho explotar con las
mujeres. Y tenía razón. No, señor. Este asesinato es único.
Bora recordó algo.
—Tenía entendido que otro adivino de fama mundial fue
asesinado en Berlín hace años.
—¿El judío Steinschneider, que se hacía llamar
«Hanussen»? —Grimm negó con la cabeza—. No lo mataron
en Berlín. Y cuando lo encontramos cerca de Zossen días
después, era imposible averiguar qué le había pasado. El caso
sigue sin resolver.
—Dos víctimas con la misma profesión: ¿no podríamos
estar frente al mismo asesino?
—Con el debido respeto, coronel, no sé qué experiencia
tiene en investigaciones criminales —Bora notó las palabras
«ni siquiera debería estar aquí» en la punta de la lengua—,
pero no conviene empezar con una idea preconcebida.
—Pues creo que me dieron una lista ya elaborada de
cuatro sospechosos —señaló Bora. Justo en ese momento, uno
de los recortes de periódico, que detallaba la carrera de
Niemeyer, reclamó toda su atención, y se quedó callado. Se
trataba de un extenso artículo firmado «Kolo». La noche
anterior, se había fijado en las iniciales «M. K.», que se
referían a uno de los intelectuales que frecuentaban a
Niemeyer durante el período de entreguerras; en ambos casos,
era probable que se tratase de Max Kolowrat, que a menudo
escribía bajo ese seudónimo. Bora dobló el recorte y se lo
guardó en el bolsillo.
Tardaría horas en examinar el grueso del material de
prensa, que llenaba varios álbumes y carpetas, lo que
prolongaría su tarea. Los artículos que tenía en la mano se
remontaban a las décadas de 1920 y 1930 y no estaban en un
orden concreto, pero demostraban cuánta gente había estado
en contacto con el Profeta de Weimar. Las fotografías
acompañaban los testimonios escritos de las celebridades
(«Rosa Valetti y Gussy Hall, recién llegados de sus exitosos
espectáculos de cabaret»); otras mostraban a Niemeyer, de
esmoquin, en el Coq d’Or, en el Allaverdi y en otros puntos de
encuentro de los emigrados rusos, con Ernst Kerek, conocido
por su Jonny spielt auf, y con el Duke Ellington de la época
del espectáculo «Chocolate Kiddies». Hasta «Su Alteza Real,
el antiguo Rey de Albania» figuraba entre los que, como había
expresado Nebe, creían en los astros.
Cada vez que Bora levantaba la vista de los periódicos,
sus ojos se topaban con derribos, ruinas y edificios
improvisados, largas colas y chicas pobremente vestidas. Las
malas hierbas crecían a lo largo del bordillo. Se esforzó por
seguir leyendo hasta que llegaron a Grünewald.
—Bueno —dijo entonces—, desembuche. Preconcebidos
o no, póngame al día de los perfiles de los cuatro posibles
sospechosos.
—Ya sabe lo que pasa con los famosos, coronel: hay una
cola de locos deseando verlos muertos por un motivo u otro.
—Grimm se aflojó el nudo de la corbata—. Es lo que le pasó
al judío Steinschneider, y es lo mismo en este caso. La
mayoría de los chiflados nunca haría daño a una mosca o no
podrían aunque quisieran. Pero tres de los cuatro de su lista, al
menos tres, tuvieron acceso a la casa.
—¿Está sugiriendo que podían entrar cuando quisieran?
—Dos de ellos, sin ninguna duda. Una antigua amante
(Ida Rüdiger, peluquera de profesión, que tenía un juego de
llaves de la villa) y un relojero adinerado llamado Eppner,
cuya esposa pasaba más tiempo con la víctima que con él. Por
lo visto, tenía la costumbre de colarse por una puerta trasera
que la víctima, muy oportunamente, le dejaba abierta… pero
apostaría dinero a que tenía la llave. Luego está Kupinsky, un
marica con un pasado sombrío que se ocupaba del jardín del
mago. La última persona de interés es Roland Glantz, editor y
propietario de la Sternuhr Verlag, cuya empresa se hundió
cuando Niemeyer renegó de un trato por el que ya había
cobrado.
—Pero, ¿los cuatro tenían acceso a un arma de caza?
—Digamos que todos saben disparar.
—No es lo mismo. Me resulta difícil imaginar que una
peluquera o un editor…
—No olvide que, antes de la guerra, la peluquera iba
habitualmente de caza con su marido. El relojero perteneció a
un club de tiro durante años y sirvió como fusilero en la Gran
Guerra. El padre de Kupinsky, un comunista convencido,
custodiaba un arsenal para los espartaquistas en los viejos
tiempos, y en cuanto al librero, cuando tenía dinero, se lo
gastaba en safaris africanos. —Resplandeciente de sudor, el
rostro encendido de Grimm parecía decirle: «¿No quieres
caldo? Pues toma dos tazas».
—¿Los han llevado a comisaría para interrogarlos?
—Todavía no.
—Entonces, ¿quién ha recopilado suficiente material
sobre Niemeyer como para llenar dos cajas?
—Todo eso lo sacamos de la villa. Y menos mal que nos
lo llevamos, porque la biblioteca ardió hasta los cimientos,
junto con el resto.
—Pero la víctima tenía antecedentes penales, ¿correcto?
—Bajo sus tres alias, correcto. —Cuando Grimm alargó
el brazo para coger una carpeta del asiento trasero, Bora
vislumbró una funda de pistola y una camisa manchada de
sudor por la parte delantera—. Aquí está.
Bora hojeó la ficha policial.
—Es muy escasa. Algunos de los artículos son copias del
expediente que leí anoche.
—No siempre se archiva todo, coronel. —La expresión
de Grimm le quitó las ganas de hacer más preguntas.
Pero un ceño fruncido solo intimidaba a los civiles
durante el interrogatorio. Bora le devolvió la misma expresión
ceñuda.
—No siempre se archiva a todo el mundo, querrá decir.
Vi que se habían usado iniciales en lugar de nombres
completos en el expediente.
—Durante la República, las personas lo suficientemente
influyentes sabían qué hacer para conseguir que sus apellidos
ni entraran ni saliesen de los expedientes policiales. La ficha
es la original.
Bora metió la carpeta en el maletín.
«Genial. Tendré que trabajar con un expediente
censurado. Y me apostaría cualquier cosa a que, si algunos de
los clientes recientes de Niemeyer eran representantes del
Partido, sus nombres no aparecerán por ninguna parte en estos
papeles, sino en otro sitio, en expedientes fuera de mi
alcance».

Aparte de los daños ocasionados por una bomba en una


iglesia y en la oficina de correos local, en Dahlem la guerra
parecía estar lejos. Para llegar a su destino tuvieron que pasar
por delante del Instituto Kaiser Wilhelm, donde se había
celebrado el funeral del tío Alfred. Bora había leído en el
periódico de la mañana que al día siguiente estaba prevista una
conferencia de física del profesor Heisenberg, titulada: «¿Qué
son las estrellas?». De algún modo, el tema parecía
especialmente apropiado a su misión. Grimm siguió adelante
hasta llegar a una calle sombreada. A pesar de su nombre, no
había cedros en Lebanonzederpfad, sino que era solo una de
esas etiquetas que se aplican a las urbanizaciones de lujo: las
señales en las esquinas de las calles recordaban a la flora
exótica, desde el zumaque hasta las palmeras datileras. La
cadena que generalmente impedía a los coches acceder a la
calle colgaba, flácida, a un lado. Cuando Bora bajó la
ventanilla del Opel, una brisa cálida proveniente de las copas
de los árboles invadió el coche. El verano alemán parecía
mudo comparado con el italiano, sin el interminable canto de
las cigarras, que cruzaba los bosques del sur como un silbido
casi doloroso en los oídos. Aunque escuchó atentamente, solo
oyó los grillos y el gorjeo de las golondrinas al sobrevolar los
setos cuidadosamente recortados.
—Como verá, no queda nada —insistió Grimm.
Según un artículo del Junggeselle que Bora había leído
aquella noche, la villa de Niemeyer se había construido hacía
casi quince años, de carísima madera polaca del bosque de
Białowieża. La fachada, una verdadera obra de ingeniería, no
llevaba clavos. Y, si la columnista no mentía, también se había
vetado el hierro del interior: «como en los templos de los
antiguos dioses», escribió, citando la ostentosa frase del
propietario. En cambio, el bronce, el cobre y la plata ocupaban
su lugar.
El resto era de madera, perfecta para un incendio. Y era
cierto: no quedaba nada. A través del parabrisas, Bora vio un
edificio arrasado hasta los cimientos de hormigón. Estaba más
bien aislado de las otras residencias, y la distribución del
jardín indicaba que anteriormente un camino de entrada
conducía a la parte de atrás de la estructura. Los altos arbustos
y el garaje de la parte trasera habrían garantizado una
completa privacidad al propietario y sus invitados.
Grimm abrió la puerta del coche y sacó el grueso cuerpo
de detrás del volante. El incendio, dijo, había asolado al menos
el ochenta por ciento del edificio; el resto había sido demolido
y se lo habían llevado para reutilizarlo o tirarlo al vertedero.
Con las fotos de la escena del crimen en la mano, Bora
recorrió el sendero y miró a su alrededor. A juzgar por la
vegetación quemada que rodeaba el perímetro de la tapia, el
fuego había resultado imposible de apagar. No era
sorprendente, quizás: el artículo del Junggeselle describía un
mobiliario de materiales sumamente inflamables: sillas de
ratán, banderas de oración tibetanas hechas de papel y
colgaduras de seda, ruedas de oración de madera, esterillas de
paja y cortinas de gasa por todas partes. Aun así, se había
esfumado una mansión entera. De no haber sabido lo difícil
que era conseguir combustible de cualquier tipo, Bora habría
sospechado que había habido juego sucio.
—¿Hay un informe exhaustivo del cuerpo de bomberos?
—preguntó.
—Las llamas comenzaron en una tubería de la chimenea
de gas, coronel. Solo hacía falta una chispa. Con bombardeos
día sí, día también, es normal que las tuberías dañadas
provoquen incendios. Es algo rutinario.
—Por supuesto, fósforo disuelto en disulfuro de carbono
tendría el mismo efecto.
—¿Por qué? Si el asesino hubiese querido, podría haber
quemado la casa justo después del crimen. La mansión estaba
vacía.
—El Reichstag también estaba vacío cuando se incendió,
inspector. Consígame una copia del informe de los bomberos.
Bora cruzó lo que antes era el umbral y algo más allá se
sentó a horcajadas sobre un pilar de granito derribado,
toscamente tallado para representar un troll u otro gigante
deforme. En las imágenes que ilustraban el artículo del
Junggeselle, originalmente soportaba el techo abovedado de
un inmenso salón lleno de helechos. Un cartucho que rezaba
«A POSSE AD ESSE», que adornaba el pilar, había
desaparecido junto con el resto. La superficie del suelo era del
tamaño de al menos tres canchas de tenis. No era de extrañar
que el lema de Niemeyer rezara «de lo posible a lo real». De lo
que, según las fuentes de Bora, habían sido tres grandes
ventanales estilo Jugendstil solo quedaban gotas de plomo y
vidrio fundidos. Trasladados a Alemania desde un hotel vienés
arianizado en 1938, antes estaban orientados hacia el místico
Oriente.
Grimm tenía razón: la escena del crimen no revelaba gran
cosa. Observó a Bora con los codos hacia fuera, los pulgares
en la cinturilla del pantalón y esa chillona corbata suya que
daba la impresión de que había vomitado la cena de anoche.
—En cinco días —dijo, alzando la voz—, con el
beneplácito de las autoridades, nuestros afanosos berlineses
dejaron limpia la escena. Ayer mismo se llevaron lo que aún se
podía utilizar del suelo de piedra y baldosas. Mire cómo
barrieron el suelo al terminar: se podría comer en él. Allí
delante —añadió, señalando un pequeño montón de escombros
— había una chimenea en la que habría cabido una mesa de
comedor. El mago tenía una urna con las cenizas de su madre
en la repisa. Como le dije, era una chimenea de gas, así que
cuando explotó, hizo que se derrumbara todo el piso de arriba.
Ardió como una tea. Llegué después que el camión de
bomberos, y salían tales llamaradas por las ventanas que los
hombres no podían ni acercarse. Ahí, ¿ve? En ese punto de
ahí, más o menos, estaba el cadáver cuando lo vi. En las fotos
verá que el vestíbulo era un espacio con vigas cruzadas en el
centro de la villa, desde el que se subía al piso de arriba. El
baño estaba allí, ¿ve esas tuberías que sobresalen? La bañera
estaba medio llena de agua con jabón cuando encontré a la
víctima. —Grimm señaló la hilera de frondosas plantas de
jardín, todavía recubiertas de un polvo grisáceo—. A estas
alturas, las cenizas de mamá deben de estar esparcidas por
todo el vecindario.
—Así que el baño estaba en la planta baja. Si la víctima
oyó un ruido, solo tuvo que salir de la bañera para encontrarse
con su asesino. ¿El garaje estaba en la parte de atrás?
—Sí, estaba exento de la casa. Estaba desvencijado y
tuvieron que derribarlo, junto con un pequeño cobertizo para
guardar trastos. Por suerte, los coches que había en el garaje
sobrevivieron y han sido requisados. Tres de ellos llevaban
algún tiempo parados debido a la escasez de combustible.
Había cinco en total.
La parte trasera de la parcela, más allá del camino de
entrada y el garaje, daba a un pequeño lago artificial rodeado
de abedules. La superficie estaba cubierta de jacintos de
agua… en los tiempos que corrían, era posible que los
hubiesen dejado multiplicarse a propósito para ocultar el brillo
del agua a los aviones enemigos.
Bora se acercó al estanque. Grimm lo siguió.
—Lo dragamos en busca de armas, pero sin resultado.
Bueno, no exactamente SIN resultado. Encontramos los restos
de un vehículo Duesenberg Model J con los restos de dos
galgos en su interior. Ah, y también los de un negro. Tenía
matrícula americana y llevaba por lo menos los diez últimos
años bajo el agua. —Entrecerró los ojos para protegerse del sol
—. Nos pareció un detalle bastante extraño hasta que
averiguamos que, en los viejos tiempos, unos negros habían
alquilado una casa en la misma calle cuando estaban de gira
con la revista A Bird in the Bush. El espectáculo era tan
picante que acabamos cerrándolo. Investigué algo sobre ese
Duesenberg. Costaba una fortuna, más que una parcela con
casa y todo. ¡Y lo conducía un negro!
—¿Qué hay de los vecinos? ¿Nadie oyó los disparos?
—No. Ya ha visto lo grandes que son estas casas. Las
otras mansiones son de ladrillo y piedra… tienen paredes
gruesas y propietarios amantes de la privacidad. Sin duda,
pueden permitírselo. En esta zona hay dinero de sobra y las
casas siguen estando ocupadas por una sola familia.
Habían vuelto sobre sus pasos hasta el centro de la planta
baja cuando una mujer de cabello cano, elegante con
pantalones y blazer de lino, interrumpió su paseo para
observarlos desde el límite del jardín de Niemeyer.
—¿Tienen permiso para estar ahí? —les increpó.
Cuando Grimm se abrió el abrigo para mostrarle la placa
de policía, la mujer levantó una mano enjoyada, se encorvó
ligeramente y giró la cabeza mientras se alejaba para indicar
que le parecía bien y que ya no eran de su interés.
—Vive en la casa de al lado —le dijo el policía a Bora en
voz baja—. Se apellida Wirth. Su marido es un pez gordo, uno
de los que administran el manicomio del Charité.
El apellido no pillaba de nuevas a Bora. A las órdenes de
Max de Crinis, Gero Wirth lideraba la junta de
administradores hospitalarios políticamente comprometidos
que se habían aliado contra su tío para amargarle los últimos
años.
—Espere aquí —le dijo a Grimm, y alcanzó a la señora,
que caminaba hacia una imponente casa enterrada entre
rosales.
—Si me permite unas palabras, Frau Wirth.
La mujer ignoró a Bora y siguió caminando hasta llegar a
la puerta del jardín. No se giró hasta que no tuvo la mano en el
cerrojo.
—Ya he hablado con la policía. No tengo nada que
añadir.
Típico. La guerra y las penalidades no habían afectado lo
suficiente a esta zona como para bajarles los humos a estos
profesionales, arribistas del Partido y advenedizos
comerciales. ¡En estos desvanes y sótanos no se apiñaban los
evacuados! Bora podría haberse impuesto trayendo a Grimm
consigo. En cambio, decidió cruzar el césped para seguir a
Frau Wirth y, mientras ella abría la puerta de la casa, se
interpuso en el umbral, con su complexión de oficial de
caballería, para que no pudiera darle con ella en las narices.
No es que averiguase gran cosa de las respuestas irritadas
que recibió. Últimamente, los vecinos apenas veían al profesor
Magnusson («aunque en los tiempos que corren, ¿acaso no
anda cada uno ocupado con sus propios asuntos?»). Antes de
finales de 1942, cuando aún organizaba sus fastuosas fiestas,
innumerables coches de lujo con matrículas distinguidas
aparcaban por toda la calle.
—Por supuesto, estábamos invitados. Siempre. Pero,
como comprenderá, mi marido es un eminente científico y
tiene una reputación que mantener.
—¿Quiere decir que siguieron recibiendo invitaciones del
señor Niemeyer, a pesar de que siempre las rechazaban?
—Hasta finales del 42, sí. Tras la caída de Stalingrado,
empezaron a escasear las fiestas ostentosas y después
desaparecieron por completo. Estoy segura de que se veía con
clientes y amigos, sobre todo con mujeres. Al menos tres de
ellas se suicidaron por su culpa. El profesor Magnusson era un
hombre fascinante.
¿Fascinante? Tal vez Frau Wirth había estado tentada de
asistir a las veladas, y solo se lo había impedido el cargo de su
marido en el Charité. Aunque claramente molesta por la
entrevista, era lo suficientemente cotilla como para contarle a
un coronel lo que le había ocultado a un secuaz del Partido.
—Como todo el mundo sabe, era sumamente culto; solo
que no muy científico. Verá: era sueco y un erudito
swedenborgiano. Si ha leído sus libros sobre misticismo, no
me cabe duda de que apreciará la profundidad de sus
conocimientos.
Se sorprendió ante la falta de reacción de Bora. ¿Así que
no estaba familiarizado con ellos? Pero, ¿dónde había estado?
En Alemania, todo el mundo había devorado los ensayos del
profesor.
—Sobre todo el tratado sobre el simbolismo rúnico de la
mesa redonda.
—Eso no tiene nada que ver con Swedenborg.
Frau Wirth chasqueó la lengua con aire desdeñoso para
bajarle los humos.
—¿Cómo lo sabe, si no ha leído a Magnusson?
—Porque he leído a Swedenborg.
—En cualquier caso, como le dije a la policía, ni el doctor
Wirth ni yo oímos nada inusual la noche del crimen. Con todos
esos espantosos rusos, polacos e italianos rondando en la
oscuridad, procuramos no acercarnos a las ventanas. Cuando,
dos días después, se declaró el incendio a las tantas de la
noche, vimos el resplandor a través de las persianas. El doctor
Wirth llamó a la estación de bomberos… pero no de
inmediato.
—¿Por qué no?
—Porque esta primavera, un coche se pasaba horas y
horas aparcado, a diario, en distintos lugares a la sombra de
nuestro vecindario, así que naturalmente, supusimos que el
profesor Magnusson estaba bajo la protección del gobierno.
«O bajo su vigilancia», pensó Bora.
—Aun así, para estar seguros, el doctor Wirth decidió
cumplir con su deber y dio la alarma de todos modos. Después
de todo, la brisa soplaba en dirección a nuestra residencia. Eso
es todo.
A juzgar por el tono irritado de su voz, estaba a punto de
soltarle un áspero: «y ahora, ¿me hace el favor de
marcharse?». En cambio, lo que dijo, mientras lo examinaba
de arriba abajo, fue:
—¿Es usted de por aquí? Tiene aspecto de ser de por
aquí.
A Bora le daba igual que lo aceptasen o no como un
digno miembro de este exclusivo vecindario.
—No —respondió en tono seco—. Pero conocía al doctor
Reinhardt-Thoma, de Dohnenstieg.
Una pausa, seguida de una casi imperceptible sonrisa
reticente.
—Ah. El médico que tiene un hijo en América. —Como
Bora esperaba, lo dijo con un tono considerablemente más frío
—. Se marchó hace poco.
Estos eufemismos burgueses. Solo los civiles
privilegiados podían permitírselos en estos tiempos.
—Sí, murió la semana pasada. Su marido debía
conocerlo.
De pronto, su reticencia se convirtió en una actitud
defensiva.
—Bueno, no del todo. Eran colegas; no es lo mismo. —
Adivinando las inclinaciones políticas Bora por la expresión
de su cara, añadió—: Ni un funeral religioso —negando
virtuosamente con la cabeza—. Ni siquiera su hija adoptiva
estuvo presente. El doctor Wirth solo asistió porque lo
obligaron, a él y a los demás. Lo último que nos esperábamos
era que las autoridades le organizasen tal despedida, dada la
forma de proceder de Reinhardt-Thoma durante años.
—Estoy seguro de que mi tío prefería proceder así que
con malas compañías, Frau Wirth.
Bora vio cómo se sonrojaba. Dio un paso atrás, lo
suficiente para que ella pensase que podía cerrarle la puerta en
las narices, de forma que cuando la bloqueó con la puntera de
acero de su bota, no pudo evitar el pánico.
—Si no… si no se marcha ahora mismo, ¡llamaré a la
policía!
—He venido con la policía, ¿recuerda?

Bora solo permitió que frau Wirth escapara con nada más
grave que un ego herido porque Grimm lo estaba esperando (y
porque sabía que su prima Saskia seguía viviendo en este
barrio). Cuando volvió junto al policía, a la entrada del jardín
de Niemeyer, le preguntó:
—¿Estaba la víctima bajo vigilancia de algún tipo? Los
vecinos vieron un vehículo estacionado cerca de la villa
recientemente.
—¿Vigilancia? Pues no éramos nosotros. Ya no. Lo
observamos durante unos meses hace once años, después del
incendio del Reichstag, igual que vigilamos a otros adivinos
que hicieron falsas predicciones durante aquel período
electoral. Fue entonces cuando se declararon ilegales los
horóscopos y otras paparruchas por el estilo. Oficialmente,
nuestro hombre dejó de redactarlos y se fue de gira por
América del Sur. Cinco años después, cuando se obligó a
todos los astrólogos a abandonar Berlín, pasó más o menos un
mes en el extranjero, esta vez en otro sitio. La práctica de la
«medicina psíquica» no está prohibida per se, y fue así como
consiguió volver y eludir la prohibición. —Grimm sacó una
grasienta libreta y garabateó algo en una de las páginas—. Esa
tal Wirth no me dijo nada de un coche aparcado.
—Pensó que Niemeyer estaba bajo vigilancia oficial.
—Bueno, averiguaré si alguna otra agencia del gobierno
le tenía echado el ojo. Oiga, coronel, voy a acercarme a la
estación de bomberos para ver qué tienen sobre el incendio.
¿Le apetece acompañarme?
—No, tengo que leer unos documentos. Lo esperaré.
En este barrio generalmente tranquilo, Grimm no había
cerrado con llave el coche. En cuanto se alejó, Bora subió al
vehículo y cogió la guía telefónica del asiento trasero. Había
un solo Olbertz, A., médico, en el listado, y anotó el número
de su consulta, 962175. «No pienso permitir que me lance
indirectas en un funeral sin poner las cosas en claro: si sabe
algo sobre la muerte del tío Alfred, tendrá que reunirse
conmigo y darme explicaciones». Acto seguido, abrió la
guantera y la registró. Una linterna, una porra corta, una
cajetilla de seis cigarros Trommler fabricados por las SA y una
caja de clips compartían espacio con una Mauser HSc cargada.
Por supuesto, esto no significaba que el inspector no llevase
también otra pistola similar en el bolsillo y una de mayor
calibre (una PPK, tal vez) en la funda del hombro.
Bora lo dejó todo tal como se lo había encontrado y, al
hojear las carpetas que se amontonaban en el asiento trasero,
descubrió que pertenecían a otros casos no relacionados.
Registró el coche en sí sin encontrar nada más de interés. Lo
único que dejó intacto fue el aplastado y sudoroso cojín del
asiento del conductor.
No era la primera vez que trabajaba con policías; con los
inspectores, nunca se sabe. Confiar en ellos, aunque necesario
para obtener resultados, era también sumamente
desaconsejable. Durante el trayecto desde el Adlon, Grimm
había hablado de un rifle de caza (ruidoso, difícil de manejar,
pero con garantía de matar), como si su posesión no fuese
imposible en este Berlín en tiempos de guerra. Por supuesto,
hablaba por experiencia. Aun así, Dahlem estaba bastante
apartado para la mayoría de los habitantes de la ciudad: uno no
tomaba simplemente el tren o el tranvía a Dahlem con un rifle
en el bolsillo o en el bolso. En el centro de la ciudad, la pintura
fosforescente revelaba la presencia fantasmal de las aceras y
esquinas después del toque de queda, pero en los barrios con
frondosos jardines la visibilidad debía de ser casi nula. Incluso
suponiendo que el merodeador o merodeadora tuviese un
vehículo de motor, en algún momento tendría que continuar a
pie, con el arma al hombro y con una linterna atenuada con
papel o pintura rojos como única ayuda.
«Por supuesto, dejando a un lado la lista de cuatro
sospechosos, un asesino local lo tendría mucho más fácil. Los
vecinos se ocupan de sus asuntos y solo se encubrirían unos a
otros en caso de necesidad. Es posible que la víctima dejase
entrar a un amigo, pero ¿le abriría la puerta como Dios lo trajo
al mundo? No olvidemos que, por lo visto, la amiga casada de
Niemeyer entraba en la casa por una puerta trasera que este no
cerraba con llave. ¿Y si alguien llevó el arma a la casa durante
el día y la mantuvo escondida en el jardín hasta que llegase el
momento de usarla? Uno de los sospechosos es jardinero».
Cada vez más desconcertado, Bora se acercó al maletero
a buscar más documentos. La mayor parte del material era
promocional: no había correspondencia privada, aunque era de
esperar que la hubiese en abundancia. Peticiones de consejo,
notas de agradecimiento, cartas de amor y hasta amenazas o
insultos… Si el correo personal de Niemeyer había ardido
junto «con el resto», como dijo Grimm, se podían haber
perdido pistas irremplazables. Bora encontró un plano de la
villa dentro de una funda de cartón. Lo desplegó sobre el capó
del coche y Grimm se lo encontró examinándolo a su regreso.
—Eche un vistazo, inspector: si esta discreta puertecita
situada frente al garaje estaba entreabierta, entrar sin ser visto
habría sido pan comido.
—¿La puerta trasera? Sí. Solo que estaba cerrada y
atrancada con llave por dentro cuando llegué a la escena del
crimen. Pongamos que el asesino se la encontró abierta: como
no pudo cerrarse sola, antes de abandonar la escena, tendría
que haberla cerrado con llave por dentro y salir por la puerta
delantera. Tal vez. Yo creo que entró y salió por la puerta
principal. Aquí tiene el informe del sargento de bomberos,
coronel.
El relato no era tan parco como había sugerido Grimm.
Detallaba la hora de llegada, el equipo utilizado, las
operaciones ineficaces que se realizaron para sofocar las
llamas y las lesiones leves que sufrieron dos miembros del
equipo. Mencionaba una fuga de gas como la causa probable,
sin descartar del todo la posibilidad de que fuese un incendio
provocado: el fuego se había propagado hasta tal punto que no
se podía dar una respuesta precisa.
Bora se guardó de hacer comentarios. Dobló el plano,
subió al coche y, cuando Grimm se puso al volante y preguntó:
—¿Adónde vamos ahora? —Se limitó a decir:
—Háblame del jardinero.
Inesperadamente, el policía metió la mano debajo de la
cadera y sacó un expediente de debajo del cojín, donde Bora
no había mirado.
—Tome. —Arrancó el coche—. No tiene por qué leer mis
notas sobre él. Berthold «Bubi» Kupinsky. Cuando era joven,
se prostituía por tres marcos para ganarse la vida, pero unos
meses en la cárcel tras el caso Fritsch lo enderezaron. En
aquella época, era camarero en el Café México de
Alexanderplatz.
Bora abrió el expediente. «Qué casualidad», pensó
indignado. «Un café de mala reputación justo al lado de la
jefatura de la Policía Criminal, donde podían ir a buscarlo
fácilmente y utilizarlo para presentar falsos y escandalosos
cargos de homosexualidad contra el general Fritsch».
—¿Y ahora?
—Ahora corta el césped y trabaja como jardinero en este
barrio. También cuida de las mascotas de sus clientes.
Niemeyer tenía la casa llena.
—¿De qué clase de animales?
—De nuestros amigos con plumas, sobre todo, loros. De
los grandes, con la lengua azul. —Mientras hablaban, Grimm
encontró un sitio a la sombra para aparcar el coche—. Se los
donamos al zoológico. Kupinsky estaría cerca del final de la
lista de sospechosos si no hubiese tenido la brillante idea de
desaparecer después del asesinato. ¡Se ve que ese pájaro no
estaba en mano!
Bora no sonrió.
—Su última dirección conocida está cerca de
Hermannplatz. ¿Lo están buscando activamente?
—Todo lo activamente que podemos. Ahora mismo,
debido a los bombardeos, los números de las casas sirven de
poco. Kupinsky no tiene familia, ni en la ciudad ni en ningún
sitio, así que podría estar en cualquier parte de Berlín.
—¿Sabe que lo están buscando?
—Solo si alguien le informó cuando entregamos la
citación en la dirección de Neukölln.
—Así que no sabemos dónde está.
—Por el momento.
A lo largo de los próximos diez minutos, Bora se enteró
de que, en la época de la República, los padres de Kupinsky
regentaban una tienda de golosinas y un cine ruinoso en
Neukölln. Eran izquierdistas que se involucraron en los
disturbios posteriores a la Gran Guerra, por lo que perdieron
sus negocios y, por lo tanto, su forma de ganarse la vida. Bora
se imaginó los tarros de golosinas lanzados a la calle y las
ventanas destrozadas por las porras y las piedras. Un cine
llamado Spartakus debía de ser como un trapo rojo para los
toros de las SA. Las bandas callejeras lo incendiaron a finales
de febrero de 1930 sin pensar en los inquilinos que vivían
arriba. El recuento final de víctimas ascendió a trece muertos y
dieciséis afectados por inhalación de humo, aunque un par de
matones de las SA perdieron la vida cuando les dispararon
desde el edificio en llamas.
—A finales de febrero de 1930, ¿tuvo algo que ver con la
muerte de Horst Wessel?
—Efectivamente, coronel. Los rojos mataron a nuestro
mejor hombre; no podíamos quedarnos cruzados de brazos. —
Grimm empujó a su pasajero para sacar la cajetilla de tabaco
de la guantera. Se metió un cigarro en la boca y le ofreció el
paquete a Bora, que le dijo que no—. Sea como fuere,
Kupinsky volvió a dejarse ver hace poco más de seis años y lo
mandamos llamar en calidad de testigo. Del caso Fritsch,
como dije antes. Hay que decir que no identificó al general
como cliente, pero fue el único.
—El general Werner, barón von Fritsch fue absuelto de
todos los cargos por el tribunal militar.
Grimm no se atrevió a responder, pero su expresión
delataba que, en su opinión, es probable que un soldado
juzgado por sus compañeros sea absuelto de todos modos.
Encendió el cigarro y apagó con cuidado la cerilla antes de
tirarla por la ventanilla.
—Kupinsky pasó seis meses en una celda en Moabit.
Después se dedicó a hacer trabajillos de todo tipo, por
ejemplo, repartiendo folletos para vodeviles y otros
espectáculos. Así es como conoció a Niemeyer. Como habrá
visto en su foto, si se lo limpia bien, casi podría pasar por
alguien que no es un pervertido.
Sin preguntar, Bora se guardó el expediente de Kupinsky
en el maletín.
—Neukölln no está precisamente cerca de Dahlem.
Supongo que el salario que recibía aquí compensaba el viaje.
Teniendo en cuenta que trabajaba todas las semanas en casa de
Niemeyer y teniendo en cuenta su pasado, es comprensible
que esté escondido.
Grimm lo miró fijamente a través de una nube de humo
de tabaco.
—Su pasado… ¿se refiere al de Kupinsky o al de
Niemeyer?
—Al de Kupinsky, naturalmente —contestó Bora—.
¿Qué insinúa? ¿Que la sexualidad de Niemeyer también era
cuestionable, o que hacerse pasar por judío era algo ya de por
sí reprochable?
—Con el debido respeto, en mi opinión, es algo
totalmente reprochable.
—Ni su opinión ni la mía, inspector, tienen nada que ver
con este caso.
Un pequeño insecto dorado salido de los tupidos arbustos
entró en el coche y Bora se apresuró a aplastarlo.
—¿Por qué iba a matar a su jefe un homosexual con
antecedentes penales?
—Todavía no sé el por qué. En cuanto al cómo… pudo
haber escondido uno de los fusiles del arsenal de su padre.
Hace años me tocó hacer más de una ronda en los sitios donde
se congregaban los rojos de los bajos fondos, y no me
extrañaría que un desviado cometiese un crimen.
—Más vale que Kupinsky aparezca pronto.
—Lo hará. —Sin que le preguntara (la curiosidad de Bora
iba por otros derroteros), añadió—: Yo mismo soy de
Neukölln y puedo decirle que era un barrio difícil antes de
1933. Mi padre, zapatero de profesión, nos trasladó a todos de
Múnich a Berlín al final de la Gran Guerra. Los siete que
éramos, a Neukölln. Le juro que, en aquella época, los niños
del barrio solo tenían dos opciones: o hacerse delincuentes
juveniles o unirse a la policía.
—Está claro qué camino escogió usted.
—Pero solo después de servir en las tropas de asalto
durante un tiempo. Poder llevar unas botas bien lustrosas fue
lo que me atrajo en un primer momento. —Lanzó una mirada
rápida a las botas de montar de Bora—. Fue en lo primero que
me fijé de usted, coronel: unas botas de categoría, cosidas a
mano. No son alemanas.
—Son inglesas. De antes de la guerra.
—Me lo imaginaba. En cualquier caso, la SA me hizo
bien. Como camisa parda, aprendí la mayor parte de las
habilidades necesarias para buscar trabajo en la Kripo.
«Sí —se dijo Bora— y pudiste amedrentar a quien te
apetecía como un delincuente juvenil, y sin pagar por ello».
—¿Eso fue cosa de los rusos? —Grimm se refería a su
lesión.
—No.
—¿De los americanos, entonces? ¿De los ingleses?
—No. —A pesar de su severidad, Bora rara vez era
brusco. Pero le molestó que le preguntasen por ello, y tuvo que
obligarse a contestar con algo más que monosílabos—. Fueron
los partisanos, el día en que llegué a Italia. Puede estar seguro
de que no han vuelto a pillarme desprevenido desde entonces.
—Miró el reloj que llevaba en la muñeca derecha. Eran las
10:30 a.m. Faltaban dos horas y media para su cita con
Salomon para un almuerzo tardío. Quisiera o no, tenía que
volver al centro de la ciudad.
—Veamos a qué sospechoso podemos interrogar hoy. ¿A
esa tal Rüdiger?
—Por supuesto. Rüdiger, Ida, 47 años de edad —Grimm
se terminó el cigarro. Pasó unas páginas de su gastada libreta
con el rechoncho pulgar y leyó—: La peluquera de la élite.
Vive frente a la oficina de correos de la Landgrafenstrasse, en
el barrio de Zoo. Las esposas de más alto rango del Partido
envían a sus chóferes a recogerla cuando necesitan sus
servicios.
—Esperemos que ninguna se esté arreglando el pelo justo
ahora. ¿Tiene un local?
—Al parecer, trabaja desde su apartamento. Una bomba
destruyó su peluquería de la Ku’damm el pasado noviembre.
No tenemos una foto oficial porque no la han arrestado nunca.
—Que Grimm eligiese esas palabras en lugar de decir «porque
nunca ha incumplido la ley» era un detalle significativo—.
Aunque se relacionaba con Niemeyer, sigue casada con un
miembro de la guardia fronteriza. Y, como le dije, está
familiarizada con las armas de fuego.
LANDGRAFENSTRASSE, 11:10 A.M.
«Friseurin-Coiffeuse». La delicada placa en la puerta del
tercer piso conducía a una elegante sala de espera, donde una
chica menuda con una bata azul claro les dijo a los visitantes
que iría a buscar a Madame.
Naturalmente, ni Bora ni Grimm esperaron. A través de
un arco, vislumbraron un espacio particularmente femenino y
desconocido para ellos. Unos biombos recubiertos de papel
pintado con motivos abstractos separaban los distintos puestos,
cada uno de ellos provisto de un secador de pelo compuesto
por un artilugio metálico sobre un soporte con un tubo largo y
flexible. Del techo colgaba algo que parecía una lámpara de la
que salían cables, que se utilizaba para el rizado «permanente»
del cabello. Por todas partes había lavabos y grifos, estantes
repletos de frascos y recipientes de todo tipo, toallas en un
abanico de tonos pastel. No había clientas, pero sí tres jóvenes
peluqueras, que tuvieron tiempo de chillar de sorpresa ante
esta intromisión masculina antes de que una reluciente puerta
acristalada pintada de blanco se abriese para dar paso a una
alteradísima Ida Rüdiger.
—¿A qué viene esto?
Su perfumada y elegante persona no pareció
impresionada cuando Grimm le mostró brevemente la placa y
acto seguido murmuró:
—Policía Criminal.
—Por aquí —dijo, dirigiéndolos hacia sus habitaciones.
La estancia era espaciosa y estaba decorada con un gusto
exquisito. Ida Rüdiger dejó claro a los visitantes que no estaba
dispuesta a dejarse intimidar por la ley ni por el rango militar.
—Dentro de poco llegarán las esposas de dos secretarios
ministeriales y la hermana de un mariscal de campo —declaró
—. Espero que tengan un buen motivo para irrumpir de esta
manera.
Puede que las mujeres respondan más rápido que los
hombres, pero, una vez han tenido ocasión de concentrarse, los
hombres suelen reaccionar de forma exagerada.
—El «motivo» es el asesinato de Walter Niemeyer —dijo
Bora, sin inmutarse. En cuanto a Grimm, dio media vuelta y
salió por la puerta.
—¡Qué estupidez! ¡Esto es indignante! Le advierto,
señor, que esto no quedará así. —De aspecto impecable,
enfundada en un escotado vestido escarlata hecho a medida, la
agresiva Ida Rüdiger recordó a Bora al mascarón de proa
pintado de un barco de vela. Era la clase de empresaria segura
de sí misma que, en los viejos tiempos, habría anunciado su
local como el que atendía «a la realeza». Y a juzgar por las
fotos de algunos miembros femeninos de la antigua familia
imperial que decoraban las paredes, efectivamente, les había
arreglado los rizos años antes.
Se mantuvo firme.
—No crea que puede intimidarme, coronel. Tengo amigos
influyentes y puedo permitirme los mejores abogados.
Bora no supo si enfadarse o echarse a reír. Se quitó la
gorra y se la colocó en el pliegue del codo.
—¿Por qué me considera intimidante?
—¡Como si no lo supiera! Su tamaño, el uniforme… a mí
no me engaña. —E, inclinando la cabeza con aire crítico,
añadió—: ¿Quién le corta el pelo? Abusa un poco de la
navaja… pero no está mal.
—El barbero del regimiento estará encantado de oírlo.
—¡No se lo tome a broma! Están invadiendo brutalmente
mi espacio. Exijo una explicación.
—Frau Rüdiger, para empezar, no me considero una
persona intimidante… tengo la autoridad necesaria para
intimidar. Segundo, soy yo el que le exige que me diga cuándo
vio por última vez a Walter Niemeyer, si tuvieron algún
desacuerdo serio (y, de ser así, por qué) y si tiene acceso a
armas de fuego.
Sus bien dibujadas cejas se levantaron con aire crítico.
—Armas de fuego, ¿en plural? ¿No le basta con una?
—Depende. Dígame.
—No hay nada que decir. Como bien sabe, está prohibido
tener armas de fuego.
Bora pensó en Bruno Lattmann, que había enseñado a su
esposa a disparar.
—Algunas mujeres consiguen armas ilegalmente y
practican tiro para defensa personal.
—¡Ja! Ordene a su esbirro que registre el local. No
necesito armas. Y, por si se lo pregunta, permítame
desengañarle de la idea de que había armas en casa de Walter.
Detestaba a los cazadores y el derramamiento de sangre en
general. —Se colocó un rizo detrás de la oreja, como si
estuviera frente a un espejo—. Es cierto que mi exmarido
coleccionaba armas, tanto antiguas como nuevas. Pero eso fue
antes de la guerra, cuando la caza todavía no estaba prohibida
en Silesia.
—¿Su «exmarido»? Tenía entendido que seguía casada.
La mujer le lanzó una mirada rencorosa. El vestido
escarlata ribeteado en verde esmeralda apenas conseguía
contener su indignación.
—Tan joven y tan retrógrado…
—No soy ningún retrógrado —la interrumpió Bora.
—Me encontré con Walter por última vez el sábado 6 de
mayo en Kranzler. No podría olvidar la fecha aunque quisiera:
al día siguiente, el café fue destruido por una bomba.
Discutimos. Como siempre, trató de evitar el tema, que era su
última conquista. Me vino con la milonga de que sentía la
destrucción a nuestro alrededor y oía estallar las ventanas a lo
largo de la Ku’damm. Fue más de lo que podía soportar, así
que le tiré el té helado en el regazo. ¿Y qué? No es ningún
secreto que estaba furiosa con él por sus continuas
infidelidades, sobre todo dada su intolerancia a la infidelidad
por mi parte. Aquí, o todos moros o todos cristianos; usted ya
me entiende.
—No soy ningún retrógrado —repitió Bora.
—Lo que usted diga.
De pronto se sacó del generoso escote algo que, a primera
vista, parecía una polvera de nácar, pero que resultó ser un
tarjetero.
—Aquí tiene la tarjeta de mi abogado. Conozco mis
derechos. Tengo amigos, incluso entre las fuerzas del orden.
Los nombres de Nebe y Heldorff eran solo dos de los
muchos que componían el taco que le mostró tras soltar la
banda elástica que lo mantenía unido.
—Si hubiera querido deshacerme de Walter, lo habría
entregado por redactar horóscopos en contra de la ley. La
noche en que murió, coronel, estaba con este caballero. —
Sacó la tarjeta de un asistente del ministro de Propaganda—.
¿Le sorprende? Peino a Frau Magda Goebbels, y también a la
encantadora Reichsmarschallin Göring. No pierda el tiempo
conmigo: vaya a preguntarle a la bruja con la que Walter se
acostaba últimamente. O mejor dicho, pregúntele a su marido.
Eppner, se llama. —Se dio un toquecito en la barbilla con el
dedo, mostrando una manicura perfecta, como para indicarle a
su interlocutor que tenía algo en la cara—. Pero, ¿sabe qué? —
comentó—. No debería afeitarse usted mismo.

Cuando Bora y Grimm salieron del apartamento, el


policía iba dejando un rastro que olía a loción y a pelo
ligeramente chamuscado escaleras abajo, debido al
interrogatorio que había realizado en el salón.
—Les dije a las tres jóvenes ayudantes que estuvieran
disponibles —explicó—, y llamé a la comisaría para decirles
que envíen dos hombres para realizar un registro exhaustivo
del piso. —Estarán aquí dentro de media hora, aunque dudo
que saquemos gran cosa.
Bora se fijó en que Grimm llevaba un trozo de papel
doblado en la mano derecha, pero prefirió no decir nada.
—Bueno, ¿qué le ha parecido, en general?
—¿Aparte del hecho de que lleva unos prohibitivos
zapatos italianos? Es evidente que le van bien las cosas, y no
hay ni rastro de la presencia de un hombre en el apartamento.
—Grimm se detuvo en el descansillo, donde una ventana
abierta dejaba entrar algo de aire en el cargado hueco de la
escalera—. Sus jóvenes ayudantes se sienten intimidadas. Por
ella, no por nosotros. No es que fueran a decírnoslo, pero
apostaría dinero a que no tienen ni idea de qué hace Ida
Rüdiger cuando salen del trabajo. Por cierto, las chicas viven
todas juntas, ya que dos de ellas son evacuadas. Sus casas
fueron bombardeadas. No supieron decirme si o cuándo
Madame visitó a la víctima, aunque saben que vivió con él
durante una temporada. El resto de inquilinos son respetables
funcionarios del Estado y pensionistas, y cuando mandamos
llamar al líder de bloque, no tenía nada que informar, ni de
ellos ni de Ida Rüdiger. Si se descubre que ha ocultado
información, el castigo será severo, así que, o Rüdiger es muy
prudente, o dice la verdad.
Bora asintió. La escrupulosa limpieza de la escalera
contrastaba con los desconchones en el yeso, aquí y allá,
provocados por las bombas que habían caído cerca.
—Dice que pasó la noche del asesinato con un
funcionario del Ministerio de Propaganda. Aquí está su tarjeta.
Por encima de nuestra autoridad, me temo. Admite libremente
que sabe disparar un rifle y afirma que Eppner, el relojero, es
nuestro hombre. ¿Qué sabemos de su marido, del que al
parecer se ha separado?
—Está en el frente, en Francia. También tienen un hijo
adulto, en filas y destinado en algún lugar del Este.
Bora empezó a bajar el siguiente tramo de escaleras.
«“En algún lugar”. Es como se referían a nosotros cuando
estábamos en Rusia. “En algún lugar del Este”. ¿Por qué no?
A veces, ni nosotros mismos sabíamos dónde estábamos».
—Se rumorea, coronel, que los maricas también se
arreglan el pelo aquí. —Consciente de que Bora lo estaba
observando, Grimm se quedó con el trozo de papel en la mano,
en lugar de guardárselo en uno de los bolsillos—. O al menos
los ricos, los que gozan de una buena protección. Les enseñé a
las chicas la foto de Kupinsky y se echaron a reír al verle los
tirabuzones. No lo han visto nunca.
—¿Está pinchado el teléfono de Rüdiger, por casualidad?
—Lo estaba. Interrumpieron el «servicio» hace meses,
después de recibir una orden desde arriba. Obviamente, un
efecto secundario de su costumbre de engañar a Niemeyer con
altos cargos del gobierno. En cuanto a la residencia de
Niemeyer, evidentemente, todas las extensiones estaban
intervenidas.
—¿Y?
—Una pérdida de tiempo. —Era demasiado inteligente
como para hablar de temas controvertidos por teléfono. Grimm
estrujó lentamente el papel—. Supervisé la instalación de
dispositivos de escucha en el Gran Berlín durante un tiempo.
Antes de la guerra, era fácil hacerse pasar por un trabajador de
la compañía telefónica. Pero, en los últimos cinco años, todo
se ha tenido que hacer en ausencia de los propietarios o
inquilinos porque en cuanto entras en una casa con un mono o
una caja de herramientas, saben lo que te propones.
Esta afirmación no pillaba de nuevas a Bora. Allá donde
iba, tenía la costumbre de registrar la habitación donde se
alojaba en busca de micrófonos ocultos. Había quitado o
puesto fuera de servicio varios dispositivos y, como Niemeyer,
nunca hablaba de temas que pudieran utilizar en su contra. En
el Adlon, había inspeccionado la suite de Nina antes de hablar
con ella, y ambos habían bajado la voz al mencionar al tío
Reinhardt-Thoma.
—¿Qué hay de Eppner, inspector? ¿Está por aquí?
—Desgraciadamente, otro evacuado. Tendré que volver a
la jefatura para localizarlo. —Grimm se detuvo en el escalón,
sacó un reloj de bolsillo y lo contempló—. Podría ir ahora
mismo. ¿Quiere que lo deje en algún sitio para el almuerzo?
—En el Adlon, por favor.
Al notar que Grimm se estaba quedando atrás, Bora se
volvió. Vio cómo se escondía el papel, junto con el reloj, en el
bolsillo. Pillado en el acto, el policía automáticamente lo sacó
y se lo mostró.
Era una nota, garabateada en la letra infantil de una
joven.
—Ya que estábamos, le pedí una receta a una de las
ayudantes. Mi esposa necesita un fijador que se puede hacer en
casa.
Bora leyó: «Preparación hidroalcohólica: alcohol
rectificado 2,8 mililitros, agua de lavanda 3,2 mililitros, agua
20 mililitros, borato de sodio 20 gramos, glicerina 30 gramos».
—Dice que dura meses, una vez embotellado. Se usa con
cuentagotas.

Una ajada limusina se acercaba al bordillo cuando los dos


hombres salieron del edificio. Aquí venían las clientas de Ida
Rüdiger: un trío de señoras de mediana edad con cabezas de
colores inverosímiles y rizos imposiblemente definidos. Cómo
se arreglaban las mujeres, incluso en los tiempos que
corrían… «No como mi madre», pensó Bora, «que, británica
en esto como en muchos otros aspectos, lleva el pelo ondulado
natural con la raya a un lado. Ni Dikta, que solo se lo suelta al
acostarse». Aunque recordar a sus mujeres podría haberle
puesto melancólico, su atención se centró en un hombre de
paisano que esperaba en el umbral de la oficina de correos de
enfrente. Su actitud perezosa y su aire inmóvil no eran los de
un mero espectador. ¿Estaría vigilando a la amante de un
funcionario de alto rango, o a sus clientas, o…?
Bora miró a Grimm, que se dirigía al Olympia aparcado,
aparentemente sin haberse fijado en el observador. Pero que no
se diese por enterado no significaba que no lo estuviese.
Antes de separar el coche del bordillo, el policía encendió
la radio del vehículo. Se habían perdido las noticias del
mediodía por unos minutos. Las pretenciosas notas del
«Preludio» de Liszt ya se iban apagando para dar paso al
habitual informe del Alto Mando: «Das Oberkommando der
Wehrmacht gibt bekannt…».
—No lo apague —dijo Bora.
Al oír las noticias sobre la batalla de Minsk, le dio un
vuelco el corazón. Supo interpretar los sobrios eufemismos y
no se dejó engañar: los topónimos no mentían, e indicaban una
derrota aplastante. Tras recorrer Bielorrusia a caballo hacía
tres años en esta época del año, cuando el progreso alemán
parecía imparable, conocía la ruta que la pérdida de Bobruysk
y la decisión de cruzar los pantanos de Pripiat dibujaban en el
mapa. «Nuestra casa familiar de Prusia Oriental está al doble
de distancia de Berlín que de Minsk».
—Ya lo verá: estamos dejando que se acerquen antes de
tenderles una trampa —dijo Grimm mientras giraba
temerariamente el coche sobre el asfalto reblandecido. Bora no
tenía nada que decir.

Como era de esperar, Salomon había cambiado de


opinión. En la recepción del Adlon, Bora encontró un sobre
sellado con la dirección garabateada de un restaurante al aire
libre no lejos del hotel. Libre de la presencia de Grimm hasta
las dos, antes de volver a salir al calor del mediodía, habló con
el conserje:
—No sé si voy a quedarme en el hotel. Estoy esperando
un telegrama de mi madre, así que tenga la amabilidad de
guardármelo. No asigne todavía mi habitación a otro huésped.
Si es necesario, volveré más tarde para recoger mis cosas.
En el vestíbulo había un puñado de oficiales del Estado
Mayor que charlaban unos con otros. Llevaban la cabeza
descubierta y eran claramente huéspedes del hotel que se
reunían antes del almuerzo en el comedor de la planta baja.
¿Sería su presencia la razón por la que Salomon había
decidido comer en otro sitio? Dos de ellos le lanzaron una
mirada con aire evidentemente nervioso, en opinión de Bora.
Respondieron a su asentimiento de cabeza de forma mecánica
y apresurada y le volvieron ostentosamente la espalda. Es el
gesto que uno emplea para dejar claro que no desea
familiaridad.
No era la primera vez que Bora percibía un nerviosismo
similar, algo a medio camino entre el sentido de tribu de un
grupo de compañeros de clase y la hostilidad de una manada
de lobos.
Salió del hotel más desconcertado que dolido. «¿Qué es
lo que pasa?». Naturalmente, era posible que hubiese malas
noticias de cualquiera de los tres frentes en peligro, pero la
respuesta de los oficiales tenía otro sabor, de alguna manera,
inmediato, más a flor de piel. En el «trabajo» le habían
enseñado a «anotar el día y la hora» cada vez que observase un
comportamiento inusual por parte de alguno de sus colegas,
para futuras consultas. Y eso fue lo que hizo Bora: «12:30
p.m., 11 de julio de 1944».
12:57 P.M.
Hacía años que la diferencia entre los que tienen y los que
no, no era tan evidente.
Atrás quedaban los días de los cruceros fluviales para los
trabajadores y las excursiones al extranjero para los jóvenes de
clase baja, de los servicios asequibles y la participación
masiva en la buena vida alemana. A pocas manzanas de donde
estaba Bora, las cartillas de racionamiento y las colas para
conseguir los alimentos básicos se habían convertido en la
rutina diaria, chirriantemente contrapuesta a este restaurante
«all’aperto» protegido con redes de camuflaje. Pero incluso en
el puñado de lugares de lujo que quedaban en Berlín, los
menús contenían platos nunca vistos y cada vez más caseros.
La col, las patatas, el cerdo y el omnipresente Eintopf (que
llevaba prácticamente de todo) se habían abierto camino de
forma inquietante hasta este establecimiento otrora opulento.
Pero la mente de Bora no estaba centrada en el almuerzo,
sino en el motivo de este encuentro. Esperó a su compañero de
mesa dividido entre una molesta curiosidad y la tentación de
reanudar el hábito del interrogador de sonsacarle la verdad a
su interlocutor. A decir verdad, no estaba seguro de querer
saber lo que podía haber oído, y quizás malinterpretado,
Salomon en el cuartel general.
Observó cómo el coronel aparecía en la terraza del
restaurante con traje de verano… era habitual ver a oficiales
vestidos de paisano en Berlín. El general Oster, ahora caído en
desgracia, acostumbraba ir de civil. Lo que preocupó a Bora
fue la cautela de Salomon, tan evidente que hacía que llamase
aún más la atención.
Le volvieron a la mente los nerviosos oficiales del Estado
Mayor que había visto en el Adlon. Bora conocía el cuartel
general, sus reglas y debilidades, el peligro de la entropía.
Había servido a las órdenes de ciertos miembros del Estado
Mayor y a otros los conocía por otros motivos, no todos de
trabajo. Debido a los años que había pasado en
contraespionaje militar, sabía más sobre sus colegas y
superiores de lo que le habría gustado. Se había topado con
desconcertantes transcripciones de escuchas telefónicas,
informes, grabaciones de conversaciones por radio
(codificadas o no) y chismes de todo tipo, como fragmentos
después de un naufragio o una explosión: irreconocibles e
irrelevantes a menos que uno los tuviera presentes para
juntarlos más tarde.
Así, sabía demasiado sobre algunos: de los Schulenburg,
por la época que pasó en la embajada de Moscú entre 1940 y
1941; de otros (como Oster) recordaba cuentos inquietantes,
insinuaciones susurradas frente a un vaso de coñac en el
comedor de oficiales, desde que había regresado de España en
1938. Pero, entre camaradas y hermanos oficiales, a menudo
de la misma clase social, las bocas permanecían cerradas y no
se hacían conjeturas. Es cierto que unos pocos expresaban
abiertamente su opinión sobre la guerra e incluso sobre
política. En Rusia, una vez oyó a un general refunfuñar a su
ayudante: «ese gilipollas de Hitler…», pero los soldados
tienen la costumbre de quejarse. Seguramente, Labieno se
quejó de César alguna vez durante la guerra de las Galias. Y al
final Labieno traicionó a César.
Salomon lo vio levantarse de la silla y le ordenó que
volviera a sentarse con un casi imperceptible asentimiento de
cabeza, que más bien parecía un tic nervioso. Bora contó los
segundos mientras lo observaba acercarse tímidamente, hasta
que, Dios mediante, llegó al refugio que ofrecía la mesa.
—Descanse —susurró, para evitar que Bora lo saludara
—. Creí que ya se habría marchado de Berlín. ¿Ha pedido?
¿No? Pues pida de inmediato… cualquier cosa. Nada de vino
para mí. —Se sentó y de inmediato sacó una cajita redonda
cuyo contenido vació sobre su plato: al menos cinco pastillas
distintas, que puso en fila según su tamaño—. No sé qué me
resulta más difícil, si dormir o mantenerme despierto.
Era típico del coronel ignorar a los demás en sus
momentos de sufrimiento. Si se fijó en la mutilación de Bora,
la ignoró por completo. Una vez que Bora pidió, esperó
impaciente, lanzándole miradas rápidas y tensas desde el otro
lado del mantel. Cuando el camarero llegó con el agua
embotellada, le pidió que se la sirviera de inmediato y se tragó
todas las pastillas de una vez.
Bora esperó. Aparentemente impasible, leyó con
creciente preocupación la tensión mental que delataba el
lúgubre silencio de Salomon. Llegó el primer plato y el
coronel seguía sin decir nada. No obstante, Bora consideraba
el restaurante al aire libre un lugar razonablemente seguro: no
podía descartar que hubiese agentes del gobierno entre los
clientes, pero las mesas estaban lo suficientemente separadas
como para permitirles hablar libremente.
—Señor, dispongo exactamente de cuarenta minutos —
comenzó—. Tenga la amabilidad de decirme qué pasa.
No era en absoluto el preámbulo que había planeado,
pero no importaba. Era preferible ser directo.
—¿Está loco? —Lo censuró Salomon—. ¡Como si
pudiera decirle lo que pasa! —Habló en voz baja, pero
enérgicamente, mirando por encima del hombro como un
colegial que teme que le copien los deberes.
«No se afeita desde ayer —se fijó Bora— y
probablemente tampoco ha dormido en su cama del Adlon.
¿Qué demonios le pasará? ¿Y cómo consigo que hable?».
—En ese caso, señor, póngame al corriente de las
circunstancias que llevaron a los oficiales a los que se refirió
ayer a mencionar mi nombre. Tengo derecho a saberlo.
—Fritz-Dietlof oyó hablar de usted…
—Me consta, y también de boca de quién. Dígame dónde
y por qué.
Por Salomon, la comida podría haber sido de cartón: solo
comía para mantener las apariencias. Entre bocados
desganados, se perdió en insinuaciones y metáforas, pero Bora
empezaba a separar el trigo de la paja.
Conociéndolo, aún no había llegado el momento de
preocuparse. Consciente del efecto que puede tener la actitud
del oyente en un orador nervioso, interpuso con calma:
—No ha contestado a mi pregunta. En cualquier caso, no
veo cómo unas palabras de desánimo de unos hombres
agotados por largas horas de trabajo pueden implicarle de
algún modo. ¿Se ha planteado pedir un permiso?
Salomon casi se ahoga al vaciar el vaso.
—¿Qué dice? ¿No lo entiende? Se trata de… ¡es ALTA
TRAICIÓN, y me vieron!
Bora se quedó helado.
—Lo vieron… ¿dónde?
—En el cuartel general del Ejército de la Reserva. —(«Sí,
por supuesto— pensó Bora —, debido a su cargo, es normal
que visite el Bendlerblock desde su oficina de Zossen».)—
Los dos oficiales de los que le hablé están al tanto, más que al
tanto…
«Dios mío, lo único que puedo hacer es restarle
importancia a la cosa y mantener la cabeza fría mientras él la
pierde».
—¿Y qué tengo que ver yo con todo eso?
Se quedaron en silencio cuando el camarero les trajo el
segundo plato. Salomon lo rechazó con un gesto de asco; al
contrario que Bora, que tenía hambre y siguió comiendo bajo
la mirada resentida del coronel.
—La misma arrogancia —siseó Salomon—. El mismo
exceso de confianza que nos arruinará a todos. Pero recuerde
que «La rebelión es peor que el asesinato, y es el pecado más
grave. Ni la injusticia ni la tiranía justifican la rebelión».
Como protestante, era natural que apelara a Martín
Lutero. Bora tragó el bocado, se limpió los labios con la
servilleta y se limitó a observar al coronel durante casi un
minuto. Era posible que diese una impresión de altivez y
condescendencia, pero en realidad necesitaba algo de tiempo
para esbozar un plan.
—No tengo conocimiento de las cosas a las que se refiere
—declaró—. Soy soldado y mi deber es luchar. —Como señal
de despreocupación, se permitió observar a una mujer atractiva
que pasaba cerca—. ¿Simplemente quería informarme, o hay
algo más?
—No juegue conmigo —Salomon temblaba de rabia y
nerviosismo—. Sea cual sea la razón por la que está en la
ciudad, lo estoy vigilando. ¿Está claro? Sirvió bajo mis
órdenes en Ucrania. No estoy ciego.
El tenedor que Bora tenía en la mano se posó
silenciosamente en el borde de su plato.
—Todo lo que crea saber sobre mí, coronel, no es ningún
misterio para la policía secreta. Y sin embargo, aquí estamos.
Me buscó y me ha dicho lo que quería decirme. ¿Simplemente
quería informarme, o hay algo más?
Tan rápidamente como había perdido los estribos,
Salomon se vino abajo. Se le llenaron los ojos de lágrimas y
tuvo que fingir un ataque de tos para disimular su confusión.
Pero lloraba de miedo; había que hacer algo, y rápido. Bora
llamó al camarero para que le diera unas palmadas en la
espalda al coronel, como es costumbre cuando a alguien se le
atraganta un bocado. Entonces se hizo cargo de la situación: se
levantó de la mesa y guio con firmeza a Salomon hacia los
aseos de caballeros. Una vez dentro, le ordenó que se lavase la
cara y que se sentase en el retrete durante unos minutos. Si era
posible esconder un dispositivo de escucha en una habitación,
era en el baño, así que Bora ordenó silencio poniéndose el
dedo índice frente a los labios.
En voz alta, dijo:
—Ahora, volveremos a nuestra mesa y pediremos un
digestivo. Si lleva algo encima para la fiebre del heno, será
mejor que se lo tome ahora. —Salomon se sacó otra píldora
del bolsillo y se la tragó de golpe.
Fuera la que fuese, la medicación, junto con un trago de
brandy, acabó con la crisis. Bora se terminó tranquilamente la
comida, declinó el café y el licor y, al ver que su adormilado
colega se tocaba los bolsillos en busca de la cartera, pagó por
los dos.
Cuando se separaron, habría esperado oír cualquier cosa
de boca de Salomon, menos lo que le dijo:
—Tiene que ayudarme a escapar de Alemania.
4

«Casandra no cambió el destino de Troya, y los vivos


reclaman lo que les corresponde.»

MAXIMILIAN SLADEK,
Nuestro espectáculo
1:59 P.M.
—¿Cómo ha ido, inspector? ¿Encontró a Eppner?
Bora se dirigió a él en tono controlado, casi tranquilo,
cuando se encontraron frente al Adlon. Grimm asintió con la
cabeza. Las gotas de sudor le caían por la frente del cráneo
rasurado y solo un par de cejas de color tabaco evitaban que le
entrasen en los ojos.
—Por lo visto, acabó en casa de su cuñada, en Bergholz,
donde Cristo perdió el gorro.
De hecho, Bergholz no estaba lejos del sanatorio de
Beelitz. Aunque los diez minutos que Bora había pasado
tranquilizándose después de su conversación con Salomon no
habían logrado borrar todas las huellas de su irritación, tenía
que consultar de nuevo a Lattmann.
—No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy —dijo,
subiendo al coche—. Vámonos.
Durante el primer tramo del viaje siguió leyendo el
material sobre Niemeyer y apartó los artículos que merecían
un análisis más detallado. Trató de recordarse a sí mismo que
Salomon era un pesimista, propenso a dejar volar la
imaginación. Hasta lo habían puesto bajo observación médica
tras la crisis nerviosa que había sufrido años antes. ¡Alta
traición! Sin duda, había oído decir algo a un par de colegas
indiscretos del Alto Mando y probablemente su tendencia a
sacar conclusiones precipitadas había hecho el resto. Aun así,
en su estado actual, era una bomba de relojería que podía crear
complicaciones. Tras servir dos años en el cuartel general de la
Abwehr, era probable que Bruno Lattmann tuviese
información privilegiada y quizá pudiera convencerle de que
la compartiera. «¿Por qué insistiría tanto en que no me
acercara a Salomon? ¿Y por qué no puedo quitarme de la
cabeza a los tensos oficiales del Adlon y al hombre que nos
observaba desde la oficina de correos de la Landgrafenstrasse?
No puedo permitirme actuar como Salomon y hacer una
montaña de un grano de arena. De todos modos, estoy
deseando escuchar qué tiene que decir Bruno».

Cerca de la jefatura de policía de Schöneberg, tuvieron


que esperar a que maniobrasen algún tipo de equipamiento
pesado algo más adelante. Grimm apagó el motor y esperó,
embutido tras el volante y abanicándose con una carpeta.
—Gerd Eppner —informó a Bora— es pariente, aunque
lejano, de los famosos hermanos relojeros que tenían una
tienda en la Charlottenstrasse, pero ha sabido llevar bien el
negocio. Encontrará todo lo que necesita saber sobre la
aventura que tenía su esposa con la víctima en esta carpeta,
cortesía del departamento de policía de Dahlem. —Entregó a
Bora el contenido de la carpeta, pero se quedó con la tapa de
cartón para poder seguir abanicándose.
Cuando el oficial le devolvió el informe policial tras
haberlo leído, Grimm volvió a meterlo en la carpeta. A
continuación, salió del coche para hablar con los policías que
estaban apostados más adelante y al regresar dijo:
—Van a tardar un rato. Más vale que nos pongamos
cómodos.
—¿No hay rutas alternativas?
—No. Además, están efectuando un registro puerta a
puerta algo más adelante. Tendremos que esperar.
Ya fuese para matar el tiempo o para contribuir al caso
con un recuerdo personal, añadió:
—¿Sabe? Por mi época en Neukölln, puedo contarle toda
clase de cosas sobre el Hijo de Asia.
—Soy todo oídos.
—Claro que más tarde se hizo llamar Magnus
Magnusson, pero al principio de su carrera, más o menos del
22 al 32, todos lo conocíamos como «Mandelbaum, el Hijo de
Asia», un judío de Galitzia.
—Me consta.
—Ah, pero tal vez no sepa que se hacía pasar por judío
no practicante al que sus padres habían expulsado por no
cumplir con el Sabbath y cosas así. De hecho, contaba que una
vez su padre se lo encontró comiendo un trozo de salchicha
con un niño polaco de su edad y le dio palos hasta en el carné
de identidad. Pero todo era un cuento, ¿entiende? Se lo había
inventado. ¡No era judío!
—También me consta.
—¿Se imagina a un ario que se hace pasar por judío, que
se inventa todo un pasado en un shtetl, con sus chozas
desvencijadas, sus ruidosos vecinos y un rabino piadoso, y que
cuenta todo lo que sufrieron a manos de esos miserables
polacos? —Grimm resopló—. Tendría que haber oído su
sonsonete: «¡fui el duodécimo de doce hijos, como las tribus
de Israel!». Durante la República, los curanderos y magos
judíos eran el último grito, y Mandelbaum le tocaba la fibra
sensible a su público con esos cuentos. Todo mentira, pero
después de la guerra, a los comerciantes acomodados, los
especuladores y los que habían apuñalado por la espalda a la
patria… bueno, les gustaba envolverse en sus cálidas pieles y
escuchar las penas del pobrecillo judío Mandelbaum, que no
tenía nada en el mundo salvo su «asombroso don». Casi te
daba la impresión de estar allí, con él, en ese puñado de chozas
cubiertas de barro, con la sinagoga al final de la calle donde
graznan los gansos y los déspotas granjeros polacos al otro
lado. Yo mismo, que por aquel entonces era aprendiz y un
habitual de circos y cabarets, me tragaba todas esas patrañas
de pobreza y redención… Por Dios, casi daban ganas de estar
allí con él, en el sucio shtetl con su padre, que es sastre, y
pierde la vista de tanto trabajar con la máquina de coser y que,
en las fiestas de guardar, le coloca en la cabeza el raído
shtreimel de colas de visón salvaje de una palmada. Los
estúpidos arios nos lo tragábamos todo. Aunque a mí no me
engañó durante mucho tiempo. En aquella época, mis
camaradas del partido y yo dábamos algún que otro palo en un
callejón cuando era necesario. No me asusto con facilidad.
Serví en Rusia y no tengo problema en admitir que maté a más
de un judío de verdad en el Este. —Grimm se interrumpió al
ver que Bora no decía nada—. Ni pestañea, coronel. ¿No le
gusta oír este tipo de comentarios? Puede que usted pertenezca
al ejército chapado a la antigua, pero cada uno tiene las
experiencias que tiene.
—Solo hay un ejército, y es el ejército alemán.
—Tiene razón. En fin, no se va a creer lo que estoy a
punto de contarle (o quizá sí…): fueron precisamente dos
judíos los que lo desenmascararon, un buen día. ¡Mi historia
favorita! Debió ser a finales del 31, en Oppeln, adonde me
envió el Partido. Mandelbaum ya era famoso por aquellos
lares y pronto lo sería aún más, como él mismo había
predicho. Lo que no predijo fue que habría dos judíos de
verdad, de Lodz, entre el público. En un momento dado, se
hartaron de todas esas paparruchas del shtetl, así que se
levantaron y le hicieron una o dos preguntas del tipo que solo
un judío sabría responder. Y… Mandelbaum no supo
responder. Lo intentó, pero fracasó estrepitosamente. Con toda
la sala patas arriba, al final del espectáculo había tanto barullo
que los judíos (que eran fuertes como toros) consiguieron
atraparlo y le bajaron los pantalones para ver con sus propios
ojos si descendía de David. ¡Y resultó que no! ¡Por Dios que
no! ¡No era un schejner Jid! Faltó poco para que se hundiese
el techo de tanto como se reía la gente. La escena fue todo un
espectáculo, y francamente desternillante. Pero, al fin y al
cabo, la cosa terminó bien para nuestro héroe. Después de una
semana en un hotel barato lamiéndose las heridas que había
sufrido su amor propio, recibió una llamada del Circo Kludsky
y, poco después, de un gran empresario que, incluso entonces,
sabía distinguir entre un cristiano y un judío. El Hijo de Asia
tuvo la brillante idea de hacer una especie de confesión antes
de su siguiente espectáculo: la publicó en forma de folleto y la
distribuyó generosamente. Explicó que la popularidad de los
cantantes y artistas yidis de la Zona de Asentamiento lo había
convencido de que era la única forma de ganarse el favor del
público. ¡Y vaya si funcionó! Yo no estaba presente, pero sé
de más de uno que escuchó su confesión pública, y se la
tragaron hasta tal punto que un par de mujeres empezaron a
llorar a lágrima viva. Después de que circularan varias cajas de
cerveza, fuimos a darles una paliza a los judíos que vivían en
el vecindario, para enseñarles a distinguir el bien del mal. —
Grimm suspiró al pensar en aquel agradable recuerdo—. Y así
fue como nos enteramos de la «verdadera historia de su vida»,
que resultó ser igual de interesante que la primera. Magnus
Magnusson era hijo de un pobre marinero sueco que había
conseguido costearse un título universitario a base de trabajo.
Solo que no era escandinavo ni por asomo: nos había colado
otra trola. Pero, por lo menos, viendo que, por entonces, las
cosas estaban empezando a cambiar en Alemania, no volvió a
intentar utilizar la milonga de que era judío. —Miró a Bora,
que seguía aparentemente indiferente—. Una larga historia
para explicarle lo que se me pasó por la cabeza cuando me
enteré de que había muerto. Tantas mentiras al final lo llevaron
a la tumba.
—Las mentiras y un par de disparos de un rifle de caza.
Poco a poco, el tráfico empezó a avanzar a paso lento.
BERGHOLZ, 4:02 P.M.
La casa de campo tenía un aspecto vagamente oriental
debido a la forma en que el tejado a dos aguas se inclinaba
para luego curvarse hacia arriba en el borde inferior, sobre el
canalón. Un porche semicircular forrado de hiedra adornaba
una fachada de dos plantas, cuyo piso superior era poco más
que una buhardilla con cuatro ventanas. Un pequeño tramo de
escaleras llevaba hasta la entrada, y el resto de la fachada
estaba cubierta de enredaderas de un verde vivo. Era el tipo de
porche espacioso donde se colocan muebles de mimbre y
macetas cuando hace buen tiempo, aunque ahora no había
ninguno, quizás por miedo a que los robaran.
Cuando Bora se acercó a la entrada, el furioso ladrido de
un perro pequeño se intensificó en el interior. Grimm lo siguió,
a su derecha y medio paso por detrás, como probablemente
hacía cuando patrullaba con un compañero.
En una época en la que el suministro de energía era
intermitente, llamar al timbre a menudo no servía de nada, y
los Eppner habían resuelto el problema instalando una
anticuada campanita con una reluciente cadena de latón y una
placa profusamente decorada que rezaba: «Tire de la cadena».
La solitaria campanada despertó un paroxismo de ladridos que
una mujer trató de calmar con voz serena y con acento. Se
abrió la puerta y la chica que los recibió con un carlino en
brazos no parecía alemana. Su rostro redondo de pómulos
altos se sonrojó de asombro al oír cómo Bora se dirigía a ella
en ruso.
—Zdravstvutye —respondió la chica después de un
momento. A la pregunta de si los Eppner estaban en casa,
contestó que «la señora» no estaba, pero «el señor», sí.
«Veintisiete años después de la Revolución de Octubre,
aproximadamente su edad… y aquí está, llamando “señores” a
aquellos para los que trabaja». Bora se lo señaló con una
sonrisa y la chica pareció todavía más confundida que antes.
—No hace falta que nos anuncie —añadió, indicándole
que diese un paso atrás para poder entrar. No cabía duda de
que el hombre de unos sesenta años, en mangas de camisa y
con unas pinzas en la mano, era Herr Eppner en persona, que
había venido a regañar a la chica por hablar en ruso. Al ver a
dos desconocidos, pasó del enfado a la alarma.
—¡Largo! —despidió con malos modos a la criada y al
perro—. ¿Caballeros?
Por principio, Bora no solía andarse con ceremonias al
tratar con civiles, y menos con un sospechoso de asesinato con
bata de satén de andar por casa. Le explicó secamente por qué
habían venido y, una vez que Grimm se identificó, Eppner no
tuvo nada que objetar. Guio a los visitantes hasta el otro lado
de una sala de desayuno bien iluminada, donde se encontraba
lo que llamó su «laboratorio».
La habitación, claramente un antiguo salón, ahora estaba
repleta de estantes metálicos en los que curiosos instrumentos
de todo tipo, tornos, alicates y cajas llenas de engranajes,
tornillos, perillas, pinzas, lupas y yunques en miniatura
compartían el espacio con relojes terminados, tan inmóviles
que se dirían muertos.
Cada uno marcaba una hora distinta en silencio, como si
en más de un sentido el tiempo se hubiera detenido. «Algo me
ha pasado o me pasará a cada una de estas horas», se dijo
Bora. «Si de verdad supiera leer las esferas de estos relojes,
entendería qué o recordaría qué. Eran las 16:27 cuando la
granada impactó en el coche el pasado septiembre. Acababa de
mirar el reloj y es lo último que recuerdo. Cuando terminó el
tiroteo, debí buscar mi alianza de bodas entre el polvo, porque
mi mano ya no estaba, ni tampoco el reloj. Es verdad lo que le
dije a Nina: no recuerdo haber sentido dolor. Pero cada una de
las horas que muestran al azar las esferas de estos relojes
coincide con un momento exacto de mi pasado y futuro, y del
de todos».
—Se preguntará por qué no les doy cuerda —dijo Eppner
—, pero verá, estamos aquí en calidad de invitados, y a mi
cuñada se le crispan los nervios con facilidad. Es un
alojamiento temporal. Nuestra casa es mucho más espaciosa.
Pero le aseguro que todos y cada uno de estos instrumentos
funciona, vaya que si funciona.
¿Estaría dándoles conversación para ganar tiempo?
Cuando Bora lo miró con aire serio, Eppner ofreció una
disculpa genérica:
—Sinceramente, no sé cómo puedo serles de ayuda,
caballeros. Ni siquiera conozco a la persona de cuya muerte
han venido a hablar.
Bora estuvo a punto de decir: «su esposa lo conocía
bien». Pero no tenía tiempo para juegos.
—¿Dónde está Frau Eppner?
—En nuestra tienda de la Breitenbachplatz. Alguien tiene
que cuidar de la tienda mientras me recupero de un cólico.
¿Qué tiene que ver Frau Eppner con… como se llame el
fallecido?
Bora enumeró rápidamente los alias de Niemeyer y, al ver
que el relojero seguía fingiendo que no lo entendía, añadió:
—Bueno, Walter Niemeyer fue asesinado y, por razones
posiblemente desconocidas para usted pero no para nosotros,
es uno de los posibles sospechosos.
Eppner dejó las pinzas sobre la desordenada mesa de
trabajo.
—¿Qué? Vivo aquí en el campo, ¿cómo iba a…? —Se
detuvo al darse cuenta de que Bora no había mencionado la
dirección de la víctima. Hizo un torpe intento de disimular—.
Si, como dijo, lo llamaban el Profeta de Weimar, debía vivir en
Weimar, ¿no?
—Para nada. —Bora sacó su libreta—. Según la
información de la que disponemos, después de abandonar su
casa del centro de Berlín cuando esta resultó dañada por las
bombas, pasó diez días en el barrio de Steglitz.
—Ah, entonces el crimen se cometió en Steglitz.
—No, no en Steglitz. En la cercana Dahlem. ¿No lee los
periódicos?
—No.
Bora observó una serie de relojes tallados de la Selva
Negra, decorados con una variedad de liebres y faisanes
muertos, cornamentas de venado y bolsos y armas de caza.
—Pero escucha la radio.
—No.
—Y tampoco va a la oficina de correos, a la panadería o
al estanco…
Eppner se puso tenso. Cuando la tira de satén que le
cerraba la bata se desató, la cogió antes de que llegara al suelo.
Blandiéndola como un látigo, escogió sus palabras con
cuidado:
—No tengo la costumbre de chismorrear con los
tenderos. Las tareas domésticas se las dejo a la criada, o a mi
señora esposa.
—Una trabajadora extranjera no es una criada —lo
corrigió Bora— y dudo mucho de que su esposa sea una
señora.
Grimm, que estaba hurgando entre los instrumentos de
los estantes, estalló en carcajadas al oír estas palabras.
Bora apoyó el maletín en la mesa de trabajo,
desperdigando las diminutas herramientas. Sacó una hoja
mecanografiada.
—Aquí tengo una denuncia por alteración del orden
público que se presentó en la comisaría de Dahlem de la
Cecilienallee. Lleva su nombre. Puede que no conociera a
Niemeyer tan a fondo como otros miembros de su familia,
Herr Eppner, pero aun así aparcó no una sino seis veces frente
a la propiedad de la víctima; «repetidamente», como puede
leer aquí, «tocando la bocina, conocida como Schalmei, a
todas horas y ocasionando no solo molestias, sino incluso
alarma a todo el vecindario». Grimm rio en voz alta y Bora se
giró, irritado, pero el policía tenía tal ataque de risa que tuvo
que salir de la habitación.
—Además, un testigo declaró que, al menos en una
ocasión, amenazó con matar a su esposa y a Niemeyer. Antes
de negarlo, tenga en cuenta que fue su esposa la que compartió
dicha amenaza con otra persona, que posteriormente informó
de ella a la comisaría de policía de esta misma calle.
Un puntilloso Eppner trató de poner en orden la
abarrotada mesa.
—Ese alguien es mi cuñada, que no es de fiar. Niego…
—Sin mirar atrás, Bora leyó en su rostro que Grimm había
vuelto a entrar en silencio y que había cambiado la risa por
una expresión amenazadora—. No niego —el relojero había
cambiado de parecer— que las indiscreciones del pasado
hayan provocado algún que otro malentendido con mi esposa.
Pero me molesta que consideren unos chismes sin fundamento
más creíbles que la palabra de un contribuyente cumplidor y
miembro del Partido. —Mientras hablaba, se ató la cinta de
satén de la bata con tres nudos, apretando lo suficientemente
como para que resultase prácticamente imposible de soltar—.
En cuanto a mi situación familiar, si no está casado, no
entenderá…
Bora lo interrumpió.
—Ilumíneme, entonces.
Un agitado Eppner tardó algo más de media hora en
proporcionar una coartada y contar su versión de la historia,
mientras Grimm volvía a desaparecer para registrar la casa.
Bora oyó cómo abría cajones de un tirón y sus bruscas pisadas
en el piso de arriba. El perrillo, relegado a un armario en algún
lugar de la planta baja, alternaba entre gemir y arañar la puerta
para que lo dejasen salir. En un momento dado, Bora llamó a
la chica rusa para que añadiera algunos detalles.
El tedioso relato de autodefensa del relojero («mujeres
malacostumbradas, cuando sus maridos trabajan tanto como
yo… tres tiendas solo en Berlín… créame, ese supuesto
Profeta era un auténtico timador…») estaba llegando a su fin
cuando el policía volvió a entrar en la habitación y colocó una
Sauer automática y una caja de munición delante de Bora.
—Estaban escondidas dentro de un calentador
desconectado, envueltas en celofán. El arma está cargada. En
cuanto a la munición, hay un poco de todo. Una —no dijo cuál
— coincide.
Se produjo un cambio repentino en Eppner.
—¿Que coincide? ¿Que coincide? ¿Que coincide con
QUÉ? ¡Devuélvamela! —Trató inútilmente de arrebatarle el
arma al policía—. ¡Están delante de un subteniente de la
Garde-Regiment zu Fuss de Berlín, que se ganó el derecho a
llevar armas hace treinta años! No pienso permitirlo, ¿me
oyen? ¡No pienso renunciar a mi derecho a la defensa propia
ni permitir que nadie nos haga daño a mí y a los míos, ni en
mis tiendas ni en mi casa!
Grimm lo interrumpió con desprecio:
—Mientes. En el tiempo que tardarías en sacar el arma y
desliarla, un intruso te dejaría como un colador. Con esto —
dijo, sopesando la pistola en el puño—, y teniendo en cuenta
que has infringido la ley de trabajadores extranjeros al tener a
una Ostarbeiterin en casa, bastaría para llevármelo a Alex y
darle una charla.
Bora examinó la pistola y se la devolvió al policía. No era
el arma homicida y, hasta que descubrieran un rifle de caza en
el edificio, había perdido todo interés en esta pista gracias a la
coartada que había proporcionado Eppner con su historia
interminable. Desde la sala de desayuno, Grimm llamó a la
comisaría más cercana y pidió que enviasen a un par de
hombres para registrar la casa. Eppner garabateó
frenéticamente los nombres y direcciones de los que podían
verificar su coartada en un papel.
—Son todos vecinos, coronel, y todos respetables: uno de
ellos es el párroco local… ¿Cree que me dejarán llamar a un
abogado?
Bora le dijo que no lo sabía.

La policía local tardó menos de diez minutos en llegar.


Grimm les dio órdenes y, mientras el carlino ladraba con todas
sus fuerzas en el armario, la joven rusa los acompañó hasta la
puerta y salió al jardín. Aunque debía de estar asustada por lo
que estaba pasando, tenía el suficiente sentido común para no
decir nada e intentar pasar desapercibida, como un animal que
se esfuerza por sobrevivir. Bora se detuvo a conversar con ella
junto a un parterre de flores, a pleno sol, haciendo preguntas y
recibiendo respuestas. «Disfruta de su dulce lengua materna al
dirigirse a mí; y, sin embargo, mira con ojos temerosos por la
presencia de la policía y porque mi dominio del ruso le dice
que soy uno de los que invadieron su país». Le recordó a otro
día, poco más de un año antes, en otro jardín y con otra
campesina que lo miraba con inquietud. Nyusha se llamaba, y
cuidaba de la antigua amante de su padre, Larisa Vassilievna.
«Hace diez meses que nos retiramos de Járkov. Me pregunto
qué les habrá pasado. ¿Nyusha, a la que Larisa quería tanto
como para dejarle todo lo que tenía, la habría protegido o
traicionado? Y a esta chica de ojos claros… aunque sobreviva
a la guerra, ¿qué le pasará si el Ejército Rojo llega a Berlín?».
Sintió una repentina e inexplicable lástima por ella. Aunque no
había nadie cerca que pudiera entenderlos, inclinó la cabeza
para susurrarle al oído:
—No deje que nadie la convenza de volver a casa. Sé lo
que les pasa a los que regresan.
Grimm lo esperaba en la puerta. Todavía tenía la Sauer en
la mano y jugueteaba con el seguro.
—¿Qué le ha dicho la rusa hace un momento? —
preguntó.
—Que Eppner y su esposa hacen vidas prácticamente
independientes bajo el mismo techo. La cuñada estaba tan
asqueada por la tensa situación que aceptó un trabajo de
conductora de tranvía, para pasar el mayor tiempo posible
fuera de casa.
—¿Y qué le dijo usted?
Bora observó con calma cómo sus dedos jugaban con el
acero.
—Que es muy guapa. Para una rusa, claro. ¿Piensa
guardar eso o quiere que saque la mía?
Grimm se guardó la pistola en el bolsillo.
—En cuanto encuentren el rifle de caza en esta casa o en
una de las tiendas de Eppner, está acabado.
—Bueno, tenemos que hacer un par de visitas antes de
dejar el vecindario. Aquí tengo una lista de tres personas que
supuestamente, estaban con los Eppner cuando se cometió el
asesinato.
Para decepción de Grimm, los dos primeros de los tres
invitados confirmaron la coartada del relojero, una fiesta de
cumpleaños que se prolongó toda la noche por el toque de
queda. Bora se devanó los sesos en busca de una excusa para
desviarse hasta el sanatorio Beelitz sin que Grimm se
preguntara por qué.
No debía olvidar que era muy probable que la Policía
Criminal lo hubiese estado vigilando desde el funeral. «Puede
que hayan mandado a alguien al Adlon para comprobar cuánto
tardé en volver cuando salí de la ciudad para visitar a Bruno. Ir
a ver a un colega herido no es nada fuera de lo común. Si
volvieron a observarme a mi regreso, solo me reuní con Nina
en el hotel y desde allí fui directo a la oficina de Nebe. Grimm
se encargó de seguirme esta mañana, así que seguramente,
solo sabe lo que hago cuando estoy con él. No obstante, si
Nebe, por la razón que sea, ha decidido ordenar que me sigan
de cerca, sabrá que el doctor Olbertz se me acercó antes del
funeral de mi tío y, lo que es más grave, que me he encontrado
con Salomon dos veces en un plazo de veinticuatro horas.
Asociarse con un excomandante no es sospechoso de por sí, a
menos que, como Gruppenführer de las SS, Nebe también esté
tras la pista de ese bocazas por motivos políticos. Digo
“Nebe”, pero ¿y si es la Gestapo?».
Esta posibilidad le provocó un escalofrío. De pronto se
dio cuenta de que el plan de ir a Beelitz era temerario, y lo
descartó. Bora se conformó con comprobar la coartada de
Eppner con el párroco a pocas calles de allí, mientras ideaba
un pretexto para estar a solas durante el tiempo que necesitase
para dar con Goerdeler y preguntarle qué estaba pasando
realmente.
6:50 P.M.
Cuando el párroco confirmó la coartada del matrimonio
Eppner, los investigadores volvieron a Berlín. Mientras
cruzaban la Bülowstrasse, Grimm dijo que tenía que hacer una
llamada.
—Estoy esperando un informe de un colega sobre el
paradero de Kupinsky y más datos sobre un paquete que fue
depositado en la estación de Anhalt.
Bora se preguntó por qué no se lo habría dicho antes.
—¿El paquete está a nombre de Kupinsky?
—No, del editor, Roland Glantz. Se envió a sí mismo el
recibo a un apartado de correos, pero conseguimos rastrear
fácilmente el paquete hasta él de todos modos. —Grimm vio
una cabina telefónica y frenó. Al comprobar que estaba fuera
de servicio, dijo que haría la llamada desde la comisaría de la
Linkstrasse—. Creo que la cosa va para largo, teniente
coronel. No tiene por qué entrar, a menos que quiera.
Linkstrasse, en otras palabras, era Potsdamer Platz; a solo
un corto trayecto a pie hasta las estaciones de tren de Potsdam
y Anhalt. Bora vio su oportunidad de localizar a Goerdeler
lejos de la atenta mirada de Grimm.
—Tengo mucho que leer si quiero ponerme al día —
respondió—. Me quedaré aquí.
Esperó en el coche a que el policía doblase la esquina.
Cuando aún trabajaba en el cuartel general de la Abwehr en
Tirpitzufer, conocía los nombres de los miembros de la policía
ordinaria y la Policía Criminal que informaban a la Gestapo.
Pero habían pasado cuatro años. Habían expulsado a Oster y
Canaris uno tras otro, y la Abwehr tal como Bora la conocía
había desaparecido. Y ahora Nebe lo había emparejado con un
antiguo matón de las SA. «Un fiel viejo combatiente», en
palabras de Nebe, solo podía significar que durante la Noche
de los Cuchillos Largos, hacía diez años, Grimm había
cambiado de bando y tomado las armas contra sus propios
camaradas.
Salió del coche y echó a andar. El sol, todavía fuerte,
derramaba cubos de luz cegadora sobre la calle. En las
inmediaciones de las estaciones, donde años antes se
practicaba la prostitución, Bora podía nombrar al menos seis
hoteles de memoria, aunque era difícil saber cuántos seguirían
en pie después del bombardeo de noviembre. Un día, al
principio de la guerra, se había encontrado casualmente con
Goerdeler en el Hotel Askanischer Hof.
Preguntar por un huésped en recepción podía ser
problemático o imposible. Los conserjes estaban obligados a
mostrar sus registros a la Gestapo, pero no a un oficial del
ejército, y tratar de comprar la información que necesitaba
podía acabar en una acusación formal, o incluso en arresto si
había hombres de paisano en el hotel. Bora decidió probar con
una tercera opción.
Como el hotel seguía en pie y abierto al público, se limitó
a entrar y a decir que tenía una reunión de negocios con el
doctor Carl-Friedrich Goerdeler. Le dijeron que dejase un
mensaje por escrito. De por sí, esto ni confirmaba ni refutaba
la presencia de Goerdeler, y la discreción del conserje también
podía indicar que el huésped había pedido que no lo
molestaran. Bora no quería dejar ningún mensaje y, por otra
parte, no podía perder el tiempo.
—No importa —dijo con indiferencia—, volveré otro día.
No tuvo más suerte en los otros hoteles cercanos, aunque
en el Stuttgarter Hof al menos le dijeron que no había ningún
huésped registrado con ese nombre. Tres rápidas e
infructuosas visitas más tarde (la destrucción del resto de
establecimientos le evitó más intentos), un decepcionado Bora
volvió a la Linkstrasse para esperar el regreso de Grimm.
Llegó justo a tiempo, ya que el policía pronto dobló la
esquina con su andar de pies planos, secándose el sudor del
cuello quemado por el sol.
—¿No tiene calor? —preguntó mientras se dejaba caer
tras el volante—. ¿Lleva todo este tiempo sentado en el coche
y no tiene calor?
—No tengo calor.
—Estoy incomodísimo. —Grimm se aflojó la mustia
corbata del grueso cuello y se pasó el pañuelo empapado entre
la tela y la piel. Se quitó la placa y la metió en la guantera.
Bora apartó la vista del policía.
—¿Qué noticias le ha dado su colega?
—Kupinsky ha sido visto en su antiguo barrio, cerca del
depósito de autobuses que hay junto al cementerio. El depósito
está en el barrio de Treptow. Tiene amigos en la Persiusstrasse
que trabajan en el garaje municipal situado en la otra orilla del
Spree. Va sin rumbo fijo. Anoté sus movimientos: atravesó el
barrio de Horst Wessel hasta llegar al matadero municipal.
¿Sabe dónde está?
—Vagamente.
—Están haciendo horas extras para matar el ganado
proveniente del Este —continuó Grimm—. Por eso es más
fácil hoy encontrar carne en Berlín que hace un año.
La idea del matadero y lo que pasaba en sus instalaciones
le resultaba deprimente.
—Entonces, ¿tenemos una dirección exacta?
—Lo hemos localizado en una manzana de Neukölln. No
irá a ninguna parte entre hoy y mañana. —Grimm se enjugó la
cara con el pañuelo abierto, como si tratara de imprimir en este
una sábana santa de sudor—. Propongo que dejemos a
Kupinsky e investiguemos el asunto del paquete de Anhalt. En
realidad, es un pequeño baúl que alguien dejó en la estación a
nombre de Roland Glantz el viernes 7 de julio.
Bora metió en el maletín los papeles que fingió haber
leído en ausencia de Grimm. «Seguramente, la llamada a la
jefatura no duró más de 15 o 20 minutos, pero ha estado fuera
casi el doble de tiempo. ¿Qué más habrá hecho en la
comisaría? Apostaría algo a que no insistió en que fuese con él
porque pensaba informar a sus superiores de lo que hemos
hecho hoy, incluido el detalle de que hablé con la chica rusa».
—De acuerdo, iré a pie desde aquí —anunció.
La expresión ceñuda de Grimm lo siguió cuando se
levantó del asiento. Bora oyó arrancar el motor y supuso que
el policía lo precedería a la estación. Pero el Olympia lo
adelantó y se detuvo a pocos metros de distancia, donde ya
había sombra a esta hora del día. Un resignado Grimm se bajó
del vehículo y comenzó a caminar.
7:37 P.M.
La sección de mercancías de la estación de Anhalt estaba
en ruinas, al igual que el depósito de locomotoras de la
cercana estación de Potsdam. Las zonas de servicio que habían
sobrevivido, aunque algo deterioradas, seguían estando
relativamente concurridas. Los uniformes superaban en
número a la ropa de civil, y de los civiles, la mayoría eran
mujeres. Un olor a yeso, pintura, madera recién cortada y
contrachapado, señal de reparaciones apresuradas, impregnaba
el aire grasiento. Tras el mostrador del depósito de equipajes,
un policía esperaba a Grimm y a Bora con el paquete a los
pies. De unos 70 centímetros de largo y la mitad de ancho y de
alto, recordaba a una caja de zapatero u otra caja de
herramientas. No tenía ningún candado a la vista, pero estaba
envuelta en alambre, fijado aquí y allá con sellos de plomo.
Tras una breve conversación, acordaron sacar el paquete de la
estación y buscar una zona desocupada donde poder abrirlo.
El policía sugirió que un equipo de artificieros se
encargara del trabajo. Bora recordó la explosión de su primera
tarde en Berlín: por muy cuidadoso que se fuese, en guerra, en
cualquier momento podía producirse un desastre.
—Lo bajarían de la estantería con las debidas
precauciones, ¿no? —preguntó, impaciente—. El cable no está
conectado al interior, así que es imposible que al cortarlo
detonemos una carga. —Pero admitió que no se podía
descartar la presencia de una bomba de relojería.
Por el momento, decidieron realizar un cuidadoso
traslado a la parcela vacía que había al sur del depósito de
Potsdam. Una vez allí, Bora (que empezaba a caer en uno de
sus estados de ánimo de «me da igual lo que pase» y que ya
estaba harto de andar pisando huevos) examinó la caja de
aspecto inofensivo sobre la hierba rala. Le molestaba que
pudiesen pensar que estaba fanfarroneando, porque tenía más
motivos que la mayoría para temer una explosión, pero
realmente no veía por qué un editor en bancarrota iba a dejar
un artefacto explosivo del tipo que fuese en un depósito de
equipaje.
—¿Cuánto diría que pesa? —le preguntó al policía que
había llevado a regañadientes el paquete bajo el brazo.
—Incluyendo la caja, tal vez 4 kilos y medio o 5 kilos,
teniente coronel. Será mejor que esperemos antes de abrirla.
—No. Voy a abrirla ahora. Atrás.
Grimm se subió los pantalones enganchando los pulgares
en las presillas, pero no dijo nada. Tenía la expresión de
alguien que había decidido que, ya que no podía destapar el
farol de Bora, al menos podía hacerle saber que no le
importaba. Asintió con la cabeza en dirección al policía.
Ambos retrocedieron a una distancia de unos veinte metros,
bajo un cielo que parecía inmensamente amplio y sereno.
Bora se agachó junto a la caja y desenrolló el alambre con
los dedos. Como esperaba, no ocurrió nada. Tras abrir
fácilmente la tapa con bisagras, lo único que vio en el interior
fueron virutas de madera bien compactadas. No pesaban
prácticamente nada y la caja tenía las paredes finas, así que su
peso y volumen debían de deberse al objeto u objetos que se
ocultaban debajo. Metió la mano dentro y rebuscó a tientas,
preguntándose si Cleopatra habría sentido la misma
despreocupación fatalista cuando echó mano del áspid entre
los higos. Bora, al que supuestamente ya no le importaba su
entorno, de pronto tomó conciencia de todos y cada de los
detalles que lo rodeaban. Arrancadas para siempre a unos
árboles talados Dios sabe dónde, las rubias y frágiles virutas
de madera se arremolinaron en torno a las puntas de sus dedos.
Seguían desprendiendo un olor a bosque cuando se
derramaron y cayeron sobre la hierba dispersa. Los lejanos
sonidos de la ciudad que flotaban hasta aquí llegaban
amortiguados, como los ruidos que se escuchan en un sueño.
Sobre su cabeza, el cielo estival pronto cambiaría de color
cuando el día comenzara a desvanecerse. «Lo veo, oigo y
huelo todo y, sin embargo, estoy dispuesto a dejarlo todo
atrás».
El objeto resultó ser de metal, en cualquier caso. Y de
madera. Y bajo las yemas de sus dedos, casi se diría el extraño
cañón de un rifle.

Los tres hombres se vieron pronto observando un arma


cuidadosamente desmontada, dispuesta sobre la chaqueta
barata y manchada de sudor de Grimm. Aunque Bora estaba
familiarizado con el arma en cuestión, nunca la había
utilizado.
—Nee, so was! —exclamó el policía con un silbido—.
Esto se lleva la palma. Es un rifle combinado.
—Un drilling de caza. Pero no para uso civil. —Grimm
señaló con un palo las letras grabadas en la culata—. Lleva la
marca «L. W».
Bora no tenía nada que añadir. La tripulación del
bombardero de su hermano en ocasiones lo llevaba a bordo al
sobrevolar el sur de Rusia, aunque al principio solo se les
expedía a pilotos derribados en África y el Mediterráneo, para
que se defendiesen de los animales salvajes. La peculiaridad
del arma residía en sus tres cañones, dos de calibre 12 y,
debajo, un cañón de rifle para un cartucho estriado calibre 9,3.
Con ella podían abatirse ciervos, jabalíes e incluso leones.
—Encontramos ambos calibres en casa de Eppner —
murmuró Grimm.
—¿Las huellas dactilares del editor están registradas en
algún sitio?
Grimm le dijo a Bora que tendría que comprobarlo. En
sus ojos diminutos, la sorpresa había dado paso a una especie
de regocijo salvaje, un despiadado preludio de la victoria.
—Me llevo el arma a la jefatura, coronel. Mañana por la
mañana a más tardar tendremos lo necesario para arrestar a
Glantz.
Aún conmocionado, el policía quiso hacer alarde de
sabiduría.
—No debió arriesgarse, coronel. Podría haber sido un
artefacto explosivo. —Aunque Bora asintió con la cabeza a lo
que le decía, su atención seguía fijada en la expresión
maliciosa de Grimm. «No sé si debí arriesgarme, pero está
claro que no debí tocar el cañón. Grimm usó el pañuelo para
manipular el arma y el policía no le puso la mano encima.
Ahora tiene mis huellas dactilares, o parte de ellas, en el cañón
de metal para futuras consultas. Dios. No me extraña que ese
matón esté más contento que unas pascuas».
Vio a Grimm alejarse en dirección al depósito de
Potsdam, seguido del policía, con la caja todavía bajo el brazo.
—¿Quiere que lo lleve de vuelta al hotel antes de
pasarme por la jefatura, coronel?
—Sí.
Un puñado de las virutas de madera que descansaban
sobre la hierba tembló cuando un soplo de viento cálido barrió
la parcela vacía. Bora se agachó a recogerlas como si
necesitaran que las salvase, pero acto seguido las aplastó en el
puño. Caminando sin prisa detrás de los policías, pensó: «no
dudaría en matarlo si fuese necesario. Saber que, sin
convertirlo en una cuestión de conciencia, podrías eliminar al
hombre que tienes al lado da una considerable sensación de
libertad. Sobre todo cuando, como en el caso de Grimm, el
sentimiento es recíproco».
8:09 P.M.
En el Adlon, había dos mensajes para Martin Bora. Un
telegrama de su madre, que le confirmaba que había llegado
sana y salva a Leipzig, y un recado verbal del conserje, que
tenía un aspecto inusualmente contrito.
—Han hecho una reserva a su nombre en el Leipziger
Hof, teniente coronel. Herr Adlon atendió en persona la
llamada.
Así que era allí donde Arthur Nebe quería que se alojase.
Bora no hizo ningún comentario. Louis Adlon, que había
conocido a su padre biológico durante sus gloriosas giras
musicales en Berlín, salió de su oficina para deshacerse en
disculpas y decirle:
—Sentimos perderlo como cliente y lamentamos las
molestias, teniente coronel barón von Bora. Por supuesto, nos
encargaremos de trasladar su equipaje a primera hora de la
mañana…
—No es ninguna molestia —respondió educadamente—,
y no hay necesidad de trasladar mi equipaje. Yo mismo me
ocuparé de ello mañana.
El Leipziger Hof era un hotel pequeño y elegante que
nunca había intentado competir con los grandes
establecimientos de Berlín. Bora daba por hecho que lo
habrían bombardeado, dada su cercanía a la principal línea de
ferrocarril hacia el sur, pero si de verdad seguía en pie y
funcionando, podría ser el lugar donde se alojaba Goerdeler.
Situado en el vecindario del Parque Heinrich von Kleist, tenía
vistas a la Potsdamer Strasse donde esta se convertía en la
ancha y antigua autopista que llevaba a Magdeburgo y
Leipzig. Detrás de esta, el imponente tribunal civil y penal
daba al parque, junto con otras oficinas gubernamentales, una
columnata clásica y ese abominable leviatán que era el búnker
de hormigón de varios pisos de la Pallasstrasse.
Tras sacar su diario de la caja fuerte del hotel, Bora se
duchó, se cambió, llamó para pedir que le hicieran la colada y
tuviesen su ropa preparada para por la mañana y fue a la planta
baja, dispuesto a cenar.
La camarilla de oficiales del Estado Mayor que había
visto charlar con nerviosismo por la mañana ocupaba una
mesa alargada al fondo de la habitación. Esta vez parecían
estar divirtiéndose mucho más. Comían, bebían y conversaban
con una actitud desenfadada que, a ojos de Bora, parecía
alivio. «Se comportan como colegiales que temen suspender
un examen y que en cambio lo aprueban con nota. O… no. No,
mejor dicho, como alumnos que se han enterado de que han
cancelado o pospuesto el examen». Su alegría no tenía nada de
forzada, sino todo lo contrario. Más bien, corría por la mesa
como una descarga eléctrica.
Bora se sentó solo y, como siempre, tuvo cuidado de
colocarse de cara a la sala y a la gente que contenía. Tenía
consigo su maletín para leer algo más de material impreso
sobre el Profeta de Weimar.
Los chismes, las críticas deslumbrantes y las fotos de
fiestas de antes de la guerra sirvieron de acompañamiento a su
comida. Dejó para el final el extenso artículo firmado por
«Kolo», el seudónimo del periodista Max Kolowrat. Como el
resto de recortes de prensa que hablaban de Niemeyer, el
artículo estaba grapado a la portada de la revista en la que
había sido publicado, en este caso el número de noviembre de
1923 de la Berlin Illustrierte, que había alcanzado un precio de
mil millones de marcos en el momento álgido de la inflación.
El artículo, que al parecer formaba parte de una serie que
trataba del lado esotérico del Berlín de la República, se
titulaba «Estrellas sobre Berlín, Parte 7: Sami Mandelbaum».
Las sinopsis de los temas ya tratados aparecían en cursiva bajo
el título: «¿Qué secretos encierran los lugares misteriosos de
Berlín?»; «Erik Jan Hanussen: ¿adivino o fraude?»; «El
dudoso horóscopo de la capital: la desaparición de los
fantasmas de Berlín»; «Nostradamus con falda: la vidente
Elsbeth Ebertin»; «Jazz: crímenes, champán y predicciones».
Todos prometían un punto de vista cínico y divertido.
Bora comenzó a leer:
«Berlín es una metrópolis donde una joven cosmopolita
puede, en la misma mañana, saborear un Stullen en su café
favorito de la Ku’damm, mandar zurcir su mejor par de pantis
en la “Clínica de las medias” y escuchar las predicciones de un
hombre que le revelará su destino sentimental. Aunque caigan
imperios, aunque las mareas financieras se eleven una y otra
vez para asolar la Atlántida, parece que a la joven cosmopolita
de esta capital solo le importan un buen desayuno, tener sus
preciosas medias de seda reparadas para otra sesión de foxtrot
y las predicciones de Sami Mandelbaum. No, no le preguntará
sobre el mercado de bonos, ni la hambruna de China, ni sobre
los derechos de la mujer. No le preocupan los índices de
criminalidad ni el estado moral de la nación. Desea saber si el
caballero en cuya compañía bailó la noche anterior es “el
correcto”. Pensándolo bien, todos sus recados matutinos
conducen a esta pregunta trascendental: los terrones de azúcar
que redondearán y llenarán de encanto su figura, las medias
que vuelven a estar en plena forma y una llave mágica que
abrirá las puertas de su futuro.

»Pero, ¿y si el mago, conocedor de los astros,


el adivino de Oriente, le dice que no, que su carta
no menciona a Herr Perfección? ¿Desilusión?
¿Desastre? ¿Irrumpirán otras preocupaciones más
importantes para llenar su mente y su alma de
preocupación? No tema. El Hijo de Asia no
decepcionará a una mujer enamorada.
»Pero, ¿quién es nuestro ladrón de secretos
místicos, el adivino que dice poseer una
ascendencia que no dudamos en definir como
bíblica? En nuestro primer artículo dimos cuenta de
sus poco glamurosos comienzos. Desde entonces, el
abajo firmante se ha reunido con él en varias
ocasiones a lo largo de una semana, y solo puede
mencionar aquí una pequeña parte de sus
innumerables observaciones…».

La entrevista que seguía refutaba el sarcasmo de la


introducción. Su contenido le pareció tan significativo que,
entre todos los artículos sobre Niemeyer, en su mayor parte
burdos e inútiles para él, la pieza de Kolo destacaba por ser
potencialmente vital para su investigación. Bora lo apartó con
cuidado del resto. Mientras, en la otra mesa, con la
complicidad que prestan varios brindis, los oficiales del Estado
Mayor habían llegado a la etapa en la que la alegría da paso a
la melancolía y la nostalgia. Cuando salió del comedor para ir
a su habitación, algunos habían vuelto al nerviosismo de por la
mañana, mientras que otros apoyaban la frente en las manos
entrelazadas o permanecían inmóviles mirando al vacío. «No,
definitivamente no han aprobado el examen, fuera el que
fuese: solo lo han pospuesto, y tendrán que volver a
enfrentarse a la prueba pronto». Antes de retirarse, Bora pidió
al conserje una guía telefónica de Berlín, y el primero de
varios números que buscó fue el de Max Kolowrat.
10:00 P.M.
Una vez en su habitación, solo tardó unos minutos en
hacer las maletas, que dejó listas para el traslado al Leipziger
Hof por la mañana. Era una de esas noches en la que no corre
el aire, pero si algo incomodaba a Bora era que, tras semanas
de mejoría, volvía a sentirse febril. Era un regalo de
Stalingrado. Desde que había padecido una neumonía tifoidea,
siempre le subía la temperatura al final del día, aunque
oficialmente había recuperado la salud. Sentado en la cama,
todavía vestido, se sentía dolorido, cansado y extrañamente
inadecuado.
¿Reconstruir la vida de un hombre? Él, cuyo trabajo,
como soldado, consistía en desmantelar, en todos los casos que
le habían confiado, se había dedicado a hacer justo lo
contrario. Reconstruía, a partir de lo que la víctima había
dejado atrás, el armazón de actos, relaciones y secretos que
permitían comprender y resolver el crimen. Algunas veces
sabía tan poco y disponía de tan poco tiempo que solo su
imaginación le había permitido unir los puntos y generar una
imagen. Este caso era una variación del tema: Niemeyer había
dejado no una, sino dos autobiografías (poco fiables, pero
repletas de detalles); montones de monografías y artículos
científicos cubrían los veintitantos años que había durado su
carrera pública; había conocido a miles de personas, dado
innumerables entrevistas y las instantáneas y fotografías de
estudio lo acompañaban desde su época de artista de vodevil
barato hasta el brillo de sus últimas actuaciones. Se tardaría
meses en clasificarlo todo. Bora tenía una semana. De nada
serviría preguntarse si, entre la multitud de admiradores
delirantes, habría uno o dos lo suficientemente insatisfechos
como para matar. La pregunta a la que tenía que dar respuesta
era: ¿por qué se había producido el asesinato allí y entonces?
No es que encontrarla fuera una garantía de éxito: Erik Jan
Hanussen, el aclamado vidente que supuestamente, había
predicho la llegada del Tercer Reich y que le había allanado el
camino a Niemeyer, fue asesinado en el momento en que se
produjo el incendio del Reichstag y, sin embargo, nunca se
descubrió el móvil de su asesinato ni se arrestó a un culpable.
¿Y si Niemeyer resultaba ser más listo que él, incluso
después de muerto? Un halo de misterio envolvía a este
hombre que se hacía llamar por al menos tres alias distintos y
que, en palabras de Grimm, se había «hecho pasar» por judío
polaco de forma creíble durante años. Grimm parecía creer
que el incidente que había llevado a desenmascararlo era
casual, pero un tipo como Niemeyer era lo suficientemente
astuto como para darse cuenta de que los tiempos políticos
estaban cambiando. La dramática revelación de su segunda
autobiografía (tan falsa como la primera), donde afirmaba que
se había visto obligado a asumir la identidad de un judío por
las circunstancias de la posguerra, paradójicamente podría
haber funcionado a su favor. Pero era una jugada arriesgada y
quizás su predilección por vivir peligrosamente había jugado
un papel en su muerte. Según los periódicos, Niemeyer estaba
casado dos, o quizás, tres veces, cambiaba de residencia a
menudo y, durante los primeros años de su carrera se había
alojado en innumerables casas particulares y pensiones de
mala muerte. Según decía, en su vida de judío se había casado
con una mujer gentil y su familia lo había maldecido. En
realidad, aunque la chica existía, al parecer nunca llegó a
casarse con ella, y fue la familia de ella la que la repudió por
casarse con él.
En las cajas que ocupaban la pequeña antesala, Bora
había separado el material valioso del que carecía de interés.
Las autobiografías de Niemeyer, de poca utilidad práctica, se
titulaban Un ascenso desde el shtetl: mi vida como
Luftmensch, publicada durante la República (de la que más
tarde se retiraron todos los ejemplares de las bibliotecas y
librerías del país), y Magnus Magnusson: el adivino del norte,
que se vendía como rosquillas y ya iba por la quinta edición.
Dos revistas fundadas por Niemeyer, la mensual Más allá de
Ostara y la trimestral Siegfried sigue vivo: la reencarnación
en la Alemania de hoy, aún se podían encontrar a la venta en
los puestos de periódicos. Bora se sentó y analizó
cuidadosamente las «visiones» del Profeta (la palabra
«predicción» no era un término aceptable en la Alemania de
Hitler): «El Führer no morirá, sino que se “traducirá” a otra
forma y permanecerá alerta, como Barbarroja en las
Kyffhäuser; aunque esto no sucederá hasta 1984… Alemania
se expandirá hasta el punto de crear los Estados Unidos de
Alemania, que serán lo suficientemente grandes como para
alcanzar el océano Pacífico y “llegar a tocar el continente
americano” por las islas Aleutianas…». Las regiones
bombardeadas se volverían particularmente fértiles «gracias al
fósforo de las cargas explosivas, ya que el fósforo se utiliza
como fertilizante»; esto permitiría el cultivo de frutas y
hortalizas que nunca antes habían estado disponibles en los
climas septentrionales. «Los naranjales se extenderán desde el
Óder hasta el Elba y los agricultores sajones y pomeranos se
harán ricos con mangos y bananas». Era inútil buscar indicios
de su muerte. Niemeyer se engañaba pensando que viviría para
siempre; o eso, o era supersticioso… o simplemente se
cuidaba de no dar ideas.
Bora no sabía cuál era la proporción habitual de
respuestas correctas a un determinado conjunto de preguntas,
pero volviendo la vista atrás, Niemeyer, como adivino, parecía
oscilar entre un 25 y un 30 por ciento de aciertos; es decir, no
mucho más que cualquiera que dejase volar su imaginación.
«Es cierto que predijo correctamente algunos acontecimientos,
como las vertiginosas victorias al comienzo de la guerra y la
rápida caída de Francia. Prefiero no pronunciarme sobre la
creación y el uso de una bomba atómica “por parte de los
japoneses gracias a la tecnología alemana”, sobre una guerra
entre los Estados Unidos y Rusia que durará hasta los años 70
y sobre los aviones no tripulados que repartirán el correo, por
no hablar de una nueva constelación con forma de Cruz de
Hierro que se descubrirá en 1965».
El último número de Más allá de Ostara, de mayo de
1944, estaba impreso en papel de primera calidad, a pesar de
las restricciones de guerra (dada la práctica editorial de su
familia, Bora acostumbraba a fijarse en el peso y la calidad del
papel) y, como siempre, incluía una breve nota biográfica
sobre la persona del Profeta a la izquierda del índice. Nada de
lo que decía insinuaba posibles riesgos ni preocupaciones
sobre el futuro inmediato. La portada, impresa con el costoso
proceso a cuatro colores, mostraba una especie de nibelungo
en la proa de un barco alargado bajo un cielo estrellado. Un
artículo que desenmascaraba a los «magos callejeros» y
«adivinos de circo» fraudulentos picó la curiosidad de Bora.
Niemeyer se atrevía incluso a fustigarlos por ser antialemanes.
Dado que había ejercido ambos oficios en su época de «judío»,
su descaro era increíble.

El ambiente en la habitación era sofocante y


definitivamente, tenía fiebre, pero si abría la ventana tendría
que apagar las luces, y Bora quería poner al día su diario. Así
que, mientras la brisa del exterior refrescaba la habitación, se
sentó en el borde de la bañera con la puerta del baño cerrada y
comenzó a escribir a la escasa luz de una linterna que le había
pedido al conserje.

«Qué día tan completo, este primer día de la


investigación. ¿Es posible que sea también el
último? Parece que el caso está resuelto, y no es
obra mía.
»El descubrimiento del rifle “triple” que
habían depositado en la estación de Anhalt implica
a Roland Glantz casi más allá de toda duda, y la
última sombra de incertidumbre desaparecerá
mañana, cuando se confirme que sus huellas
dactilares coinciden con las que probablemente,
dejó en el acero de los tres cañones soldados. Según
Grimm, Glantz está familiarizado con la caza
mayor, ya que viajaba a África cuando contaba con
los medios para hacerlo. ¡Así que fue un arma de
caza alemana diseñada por primera vez en el siglo
pasado, una especie de elegante escopeta de doble
cañón con un tercer cañón justo debajo, la que
acabó con el Profeta de Weimar!
»Si todo va como debería, afortunadamente mi
estancia en Berlín será muy corta. Puede que esté
volando de vuelta al frente dentro de veinticuatro
horas, y no puedo decir que lo lamente.
»Nota sobre la drilling Sauer M30, modelo
Luftwaffe: hasta donde yo sé, solo se fabricaron dos
o tres mil de estos rifles combinados para nuestra
Fuerza Aérea. El número 342 que lleva grabado en
el metal significa que se fabricó en 1942. Glantz
tendrá que explicar cómo llegó a sus manos el
arma, pero ese será el menor de sus problemas.
»Entonces, ¿hemos terminado? Eso parece.
Pero, para ser exactos y para dejar constancia de
ello, sería un descuido por mi parte no mencionar a
los dos sospechosos a los que Grimm y yo hemos
visto cara a cara.
»Aunque el jefe tendrá que comprobar la
coartada de alto rango de Ida Rüdiger, Eppner, el
relojero, ha quedado relegado al final de la lista de
sospechosos. Un retrato rápido de nuestro hombre:
baboso y superfluo, tiene la molesta costumbre de
reforzar sus afirmaciones con coletillas, para más
énfasis: “funciona, vaya que si funciona”, “cierto,
muy cierto”, “capaz, muy capaz”. No hay duda de
que está resentido, muy resentido, por la infidelidad
de su esposa con Niemeyer. Según él, Frau Eppner
es una “romántica empedernida” que “se enamora
un año sí y otro también” y que luego vuelve
buscando un hombro sobre el que llorar.
»“¿No le molesta?”, no pude evitar preguntar.
Y tanto, pero con los años, la pareja ha llegado a un
arreglo: en total, las aventuras de Frau Eppner no
deben durar más de un mes. Se dice que Niemeyer
la “hechizó” evocando la sombra de su primer
pretendiente, ¡un poeta que, se supone, murió en la
pobreza a principios de siglo! “¡Como
comprenderá, era inaceptable, totalmente
inaceptable, que me la pegase con un muerto; sobre
todo cuando su cuerpo astral entraba en la carne de
un charlatán que estaba vivo y coleando!” Si
hubiera estado de buen humor, me habría echado a
reír.
»Una vez transcurrido el mes que habían
acordado que duraría la aventura, Frau Eppner no
se sintió capaz de romper el matrimonio místico; de
ahí el espectáculo que montó su marido tocando el
claxon. El dormitorio del adivino en la
Lebanonzederpfad tenía las paredes insonorizadas,
así que fueron los vecinos los que se llevaron la
peor parte de la reyerta. ¿Habría otras
habitaciones con un aislamiento similar en la villa?
Eso explicaría por qué nadie escuchó los disparos.
Los registros de la policía de Dahlem indican que
ambos rivales se negaron a presentar quejas por
escrito uno contra el otro después de cada pelea. La
queja que le mostré a Eppner la firmó una vecina
preocupada (Frau Wirth, ¿quién si no?).
»Así que parece que el conflicto entre los dos
hombres era más que nada un ritual de intercambio
de provocaciones. Extraño, pero posible.
»¿Sería capaz de matar el relojero? En mi
opinión, todos podríamos matar (o matamos) si se
dan las circunstancias adecuadas, pero este
exteniente de la Guardia es de los que actuaría
desde una distancia segura o recurriendo a un
asesino a sueldo. Me cuesta creer que, a día de hoy,
se pueda contratar a alguien con ese fin en la
capital del Reich, por mucho que la señora Wirth se
queje de esos “horribles rusos, polacos e italianos”
que merodean de noche.
»¿Basta con mi impresión, por sí sola, para
exonerar a Eppner? En absoluto. Pero sí con su
coartada. Jura que estaba con su esposa y su
cuñada la noche del asesinato. Y no solo eso: al ser
el cumpleaños de Frau Eppner, tenían compañía.
Uno de los invitados es el estimado párroco de una
iglesia cercana. Grimm y yo fuimos a su residencia
y nos confirmó la historia, enumerando los muchos
manjares que habían conseguido reunir para la
ocasión. Paulina Andreyevna Issakova, la
trabajadora extranjera que tuvo que quedarse
levantada hasta el amanecer para limpiar después
de la fiesta, también confirma el relato. En cuanto a
la pistola supuestamente destinada a defensa
personal en la tienda, la excusa es creíble, aunque
viola gravemente la ley. Grimm se llevó una
decepción. Por el momento, solo pudo confiscar el
arma. Si consigue llevarse a rastras a Eppner a
Alexanderplatz, no será por asesinato, sino por el
arma que estaba ocultando y por permitir que una
ciudadana rusa viva bajo su techo (tienen que
volver a los campos de trabajo al final de la
jornada laboral).
»¿Mi reacción? Después del hallazgo de la
estación, se diría que la Kripo va a atrapar a su
hombre.
»P.D. sobre mi pequeña proeza en el depósito:
estaba seguro de que no había una carga dentro de
la caja; de lo contrario, no habría arriesgado la
mano buena para abrirla».
5

«Todo lo racional es real y todo lo real es racional.»

HEGEL,
Filosofía del derecho
HOTEL ADLON, MIÉRCOLES 12 DE JULIO, 5:20
A.M.
«Esta mañana a primera hora, cuando aún estaba medio
dormido, el conserje llamó a mi habitación para decirme que
estaban transmitiendo por radio un aviso de bombardeo. En las
casas particulares, al aviso lo sigue una rutina precisa, que
Nina me explicó: apagar la luz, el agua y el gas, abrir puertas y
ventanas y hacer los preparativos necesarios para bajar al
sótano o refugio antiaéreo más cercano. En el Adlon, cinco
minutos después de la llamada, se oía el bullicio de los que
bajaban las escaleras para resguardarse en el refugio antiaéreo
de Pariser Platz, fácilmente accesible desde el hotel.

»Admito que no me apetecía unirme al rebaño,


en parte porque esperaba que los bombarderos no
se dirigieran a Berlín. Simplemente, abrí las
ventanas (que habían escapado por los pelos a los
bombardeos anteriores) y salí al pasillo.
»Al parecer, todos habían huido a la planta
baja, así que me senté a esperar en lo alto de las
escaleras. Todas las puertas estaban abiertas de par
en par, excepto la de la habitación contigua a la
mía, donde suponía que se alojaba un oficial
japonés. Lo había oído irse a la cama la noche
anterior y estaba seguro de que seguía en su cuarto.
Preocupado al pensar que, por alguna razón, no lo
hubieran avisado, llamé a la puerta. Abrió casi de
inmediato. Como yo, llevaba pantalones y botas de
uniforme, pero estaba en mangas de camisa. Sin
necesidad de explicaciones, nos saludamos con una
inclinación de cabeza y vino a sentarse conmigo en
las escaleras.
»Me ofreció un cigarro aromatizado e
increíblemente fuerte de la cajetilla que llevaba
consigo y empezamos a hablar mientras
fumábamos. ¿Acaso teníamos otra cosa que hacer?
Podíamos morir en cualquier momento. Así que,
como hace la gente en los trenes con perfectos
desconocidos, me habló de sí mismo en impecable
alemán. Es chusa o teniente coronel, y, según supe
más tarde, se apellida Namura. Es algo mayor que
yo, ya que nació en el cuadragésimo tercer año de
la Era Meji (1910); estudió en Berlín; ha servido en
el 2º Regimiento de caballería de la 2ª División (la
Sendai) y tiene un caballo llamado Shimpei, que en
japonés significa “Recluta”. A estos detalles
mundanos, añadió inesperadamente que su esposa
murió en un bombardeo hace tres semanas. Se
casaron justo antes de que él se marchara, al
recibir una misión en la embajada japonesa en
Berlín. No pestañeó al hablar de su pérdida:
probablemente ignoraba que lo oí llorar
anteanoche. Mientras esperábamos a que
empezaran a llover las bombas sobre nuestras
cabezas, esta podría haber sido la ocasión perfecta
para compartir mis problemas con Dikta, pero
preferí no hacerlo. Me resulta difícil abrirme a los
demás y, además, no quise dar la impresión de
querer competir con su dolor. Así que me limité a
escuchar.
»Es un fumador tan empedernido que tiene el
dedo índice y el pulgar amarillos de la nicotina. En
un momento dado, sereno pero con total seriedad,
me dijo: “tengo plena intención de morir, lo que
explica mi comportamiento actual. ¿Y usted?”.
»Sabía cómo responder, pero no dije nada.
»Me sorprendió que, cuando por fin nos
presentamos y nos estrechamos la mano en el
escalón, me dijera: “usted también desea morir,
teniente coronel von Bora, pero antes, tiene
demasiadas cosas que hacer”.
»¿Se equivoca?
»Creo que no.
»El aviso de bombardeo quedó en agua de
borrajas y “los que iban a morir” en el hueco de la
escalera ahora tenían una ventaja sobre todos los
demás: solo tuvimos que ponernos las guerreras
para comenzar la jornada de trabajo».

6:00 A.M.
Dado que tenía que encargarse del asunto de las huellas
dactilares en la jefatura, Florian Grimm no se presentaría en el
Adlon antes de las nueve, «o algo más tarde». Bora disponía
de tres horas para aprovecharlas como quisiera. Pensó que no
era razonable esperar encontrar al doctor Olbertz en su
consulta, ni a Max Kolowrat levantado (aunque en este
aspecto se equivocaba), a esas horas de la mañana, y otras
llamadas de teléfono también tendrían que esperar. Empezó
por indicar al personal del hotel que llevase sus cosas, sobre
todo las cajas con el material sobre Niemeyer, a la consigna
del hotel en previsión de su traslado al Leipziger Hof.
A estas horas, solo un puñado de huéspedes estaban
levantados y en el vestíbulo. Dos jóvenes pilotos que hablaban
animadamente mientras esperaban a que los recogiese un
vehículo le recordaron a su hermano, hablador y lleno de
vitalidad ante el peligro diario. El recuerdo era tan doloroso
que Bora tuvo que apartar la vista. A pocos pasos, inmóvil, de
espaldas a la salida y con un periódico bajo el brazo, estaba un
teniente coronel, uno de los engreídos oficiales del Estado
Mayor que había visto el día anterior. Estaba tan tenso que
daba la impresión de tener la mandíbula inferior clavada a la
superior.
Bora supuso que el hombrecillo anodino sentado en un
rincón sin nada que hacer era el inevitable inspector asignado
al hotel.
Acababa de dejar la llave de la habitación en recepción
cuando oyó una voz a sus espaldas.
—Buenos días, colega. Siento molestarle: ¿puede
decirme qué hora es?
Bora se giró. No esperaba que se le acercase el oficial del
Estado Mayor, y menos que se dirigiese a él en un tono tan
tenso y ronco para una petición tan rutinaria. Lo que la hacía
aún más extraña era que el reloj de pared, visible para todos
los presentes, funcionaba perfectamente. Aun así, respondió
automáticamente:
—Las seis y cinco.
El oficial solo se lo agradeció con un asentimiento
distraído. La boca apretada y el ceño fruncido del oficial al
alejarse de él podrían haber sido los de Salomon: el rostro de
un hombre que vive aguantando la respiración.
Salomon… cierto. ¿Se había olvidado de él? Tras la
embarazosa escena del almuerzo del día anterior, su antiguo
comandante había dicho algo de conseguir un parte médico y
«retirarse a su habitación a descansar». Bora decidió
marcharse para evitar la posibilidad de encontrarse con él y
tener que explicarle por qué se marchaba del Adlon.
Hacía meses que no podía escabullirse ni reservarse algo
de tiempo para sí mismo, y su breve presencia en Berlín
parecía aún menos prometedora en ese sentido, pero aquí
estaba, con casi tres horas más a su disposición de las que
tenía derecho a esperar. Aunque era improbable que hubiera
taxis disponibles, resultó que había uno aparcado a la entrada
del hotel. Al aire fresco y limpio de mediados de julio, Bora
ordenó al taxista con cara de ardilla que se dirigiese al barrio
de Zehlendorf. Tres giros después, se dio cuenta de que un
anodino coche gris seguía al taxi con el “inspector asignado al
hotel” al volante. Aunque la matrícula era de civil, de pronto
nada podía quitarle la idea de que, al preguntarle la hora, el
oficial del Estado Mayor le había tendido una trampa o,
incluso, se lo había señalado a un agente de la Gestapo de
paisano. «Maldita sea, lo ha puesto sobre mi pista para
quitárselo de encima».
El color, olor y sabor de la agradable mañana cambiaron
de repente. El taxista con cara de ardilla también se dio cuenta
de que los estaban siguiendo.
—¿Qué calle me había dicho, coronel? —Su pregunta era
una forma discreta de invitar a su pasajero a que cambiase de
destino si era necesario.
Bora repitió sin vacilar la dirección aproximada que le
había dado.
—Déjeme en la calle Machnowstrasse.
BISMARCKSTRASSE, ZEHLENDORF
Cuando Bora se bajó del taxi y entró en una papelería de
la concurrida Machnowstrasse, el coche gris siguió adelante.
Hizo tiempo durante casi quince minutos y entonces salió de la
tienda y continuó a pie hacia la cercana Bismarckstrasse.
Una bomba, o fragmentos de una bomba, habían
alcanzado aquí y allá la encantadora casa de su familia que se
levantaba en la calle arbolada. La mitad del techo se había
derrumbado, dejando intactas las paredes; había quedado
parcialmente habitable y se podía entrar en la vivienda desde
la calle. En el interior, las vigas derruidas de los pisos
superiores tachonaban el otrora elegante vestíbulo y la escalera
principal. El artefacto que el enemigo había lanzado desde el
aire había abierto un enorme agujero en el suelo embaldosado,
destruyendo las tuberías hasta llegar al terreno arenoso. Se oía
correr el agua en el oscuro fondo de la brecha.
A lo largo de los años, Bora rara vez había frecuentado
esta segunda vivienda de la familia en la capital, no muy
grande pero exquisitamente decorada, de dos pisos más
desván. El desván era precisamente lo que ahora ocupaba la
mayor parte del hueco de la escalera. Tuvo que pegarse a la
pared mientras subía al primer rellano, donde una puerta daba
acceso a un apartamento aparentemente intacto. Una pila de
escombros cortaba el tramo de escaleras que llevaba al
segundo piso.
Encogiéndose para pasar entre las barras de metal y los
cascotes, Bora se dirigió a la puerta principal de su abuelo, que
la explosión había dejado abierta de par en par. Objetos
intactos y objetos reducidos a polvo le devolvieron la mirada
desde el interior, donde se había hundido parte del techo. La
escalera interna, derrumbada e intransitable, se inclinaba hacia
un lado, aislando las habitaciones superiores. Habían robado
todo lo que habían podido sacar de los espacios de fácil
acceso. Bordeando una gran viga del techo y un montón de
tejas, Bora llegó a la biblioteca y se asomó. La tupida cortina
antibombardeos que ocultaba la mitad de la ventana
destrozada sugería que sus parientes debían de haber visitado
la casa al menos una vez después de que empezaran los
ataques aéreos. De hecho, la destrucción era tan reciente que la
lluvia aún no había causado daños, ni los pájaros habían tenido
tiempo de construir sus nidos y ensuciar el suelo. Bora tuvo
que revolver los cascotes para poder entrar.
En las estanterías clavadas a las paredes, algunos de los
libros seguían en su lugar; mientras que montones de ellos
estaban tirados en el suelo. Ver una vieja butaca fue como
encontrar una cara amiga en medio de la ruina. Bora la limpió
de polvo y yeso y vio que no había sufrido otros daños. Era el
«fauteuil» del abuelo Franz-August, el mismo que tenía en su
habitación de estudiante de la antigua casa familiar de Borna
hacía medio siglo. Aunque no tenía nada de especial, el
anciano le tenía cariño. De fabricación inglesa, originalmente
estaba cubierto de cuero, pero en algún momento decidió
tapizarlo de damasco. La estructura permanecía intacta bajo la
tela y solo bastaba con pasar los dedos por el forro del
respaldo para notar los botones de cuero. De tan pesado y
voluminoso como era, ni siquiera los ladrones habían sido
capaces de sacarlo a la calle.
Bora, al que la butaca traía recuerdos agridulces, paseó la
mirada por la habitación. Si mal no recordaba, el abuelo había
mandado trasladar estos muebles a Berlín poco después de la
gran quema de libros de 1933. Sintió una punzada a medio
camino entre la nostalgia y el miedo. Daba la impresión de que
todo estaba desmoronándose. Los edificios, las relaciones, la
gente. Se debía principalmente a la fatiga, aunque lo peor,
estaba seguro, estaba por venir. Las heridas, las enfermedades,
las crisis familiares no eran fines en sí mismos, sino síntomas
de un malestar mayor y reconocible para los que, como su
padrastro y su abuelo, habían vivido la Gran Guerra.
«¿A quién culparemos esta vez? ¿Cuántas veces puede
afirmar la misma nación que la apuñalaron por la espalda?
Quien siembra vientos, recoge tempestades». La idea más
inquietante era que todos tendrían que pagar, justos por
pecadores. «Puede que no queden tierras al oeste a las que
huir, y puede que los que están en el Báltico nunca consigan
escapar. Los mueve el miedo a los rusos, y ni siquiera saben lo
que les espera. Los que servimos allí lo sabemos. Los que
tratamos de detener la violencia, los que desobedecimos
órdenes y hasta nos negamos rotundamente a cometer
crímenes atroces, lo sabemos». Bora acarició la butaca como si
fuese un animal querido. Prefería no pensar en los miles de
personas que, presas del pánico, se hacinaban o corrían en
círculos para escapar de Prusia Oriental, los Sudetes y el
Banato. «Los que estamos en el frente tenemos la suerte de
poder mantenernos ocupados sin atormentarnos por el mañana.
Nosotros decimos, como San Mateo: “no os afanéis por el día
de mañana, porque el día de mañana traerá su afán. Basta a
cada día su propio mal”». A Bora le resultaba particularmente
insoportable sentirse impotente, así que se obligó a sacar estos
pensamientos de su mente. La perspectiva de volver a la
guerra en las montañas era atractiva, hasta el punto de que no
le dejaba tiempo para imaginarse el futuro. Por el momento
ignorados por los saqueadores, en las estanterías y en el suelo
se amontonaban los libros de viajes y de ciencias naturales que
su padre leía cuando era joven. Mientras hojeaba un texto del
siglo XIX escrito por un astrónomo judío, su mirada se
encontró con el nombre de «Friedrich Bora» escrito en la
última página en la letra de un muchacho, como la que usan
los jóvenes cuando practican una caligrafía elegante y
«adulta». Era evidente que su padre había intentado estampar
cierto carácter en las letras, sobre todo en la floritura de la F y
en la forma en que la A final volvía sobre sí misma como una
serpiente o un zarcillo y formaba un bucle para encontrarse
con el asta de la B mayúscula.
Un trozo de papel doblado marcaba la página donde
comenzaba el capítulo «Cometas». Aunque le decepcionó ver
que estaba en blanco (Bora siempre buscaba mensajes o
signos), estaba decorado con la marca de agua de una estrella
con cola de cometa. «¿Será por eso por lo que la colocaron
aquí o, simplemente, Padre dejaría de leer en este punto?».
Tras una puerta situada en la parte inferior de un estante
esquinero, los anuarios, informes anuales y catálogos hacían
una crónica de los últimos diez años de la Bora Verlag. Sin
buscar nada en concreto, detrás de estos, Bora vio un conjunto
de volúmenes de aspecto desvencijado, tan distintos del resto
de la colección que se preguntó qué serían, aunque no por
mucho tiempo: por los bordes sospechosamente chamuscados,
supo qué eran antes incluso de abrir uno de los libros y luego
otro. Heine, Proust, Gorky, un ejemplar de La montaña mágica
torpemente oculto por la sobrecubierta de otro libro, un folleto
del Centro budista de Berlín, que su abuela escocesa había
ayudado a crear hacía décadas…
Pesimista, se puso en cuclillas frente a la estantería. En
Cracovia, cinco años antes, estuvo en el piso requisado de un
judío, leyendo. Había olvidado el nombre del hombre, un
dramaturgo, pero recordaba vívidamente esa habitación,
incluso el olor que desprendían los muebles aceitados. ¿Quién
habría previsto que hoy, en una biblioteca que le recordaba
extrañamente a esa otra, e igual de desolada, encontraría libros
igualmente prohibidos?
De haber sabido que estaban allí, no habría venido. Ahora
los títulos que su abuelo había rescatado de la hoguera nazi
habían convertido esta simple visita en algo que podía
incriminarlos a todos en el momento más inoportuno.
«Dios mío, ¿qué estoy haciendo? ¿Qué estamos haciendo
todos? Nunca debí entrar en este apartamento».
Se levantó con el libro de astronomía en la mano. Por la
ventana, más allá de la oscura cortina raída, vio el coche gris
girar hacia el bulevar a paso lento, como si buscara a alguien.
¿Por qué? Aquí no había nada que pudiera interesar a las
autoridades, a menos que supiesen de la presencia de los libros
prohibidos… o de su presencia. El nombre de su famoso
padre, tan distinto de su propia firma, enérgica y sencilla, lo
observaba desde la vieja página.
«Yo, que voy detrás de mis mayores y que, comparado
con ellos, soy prácticamente insignificante, firmé mi sentencia
de muerte hace mucho», pensó con una sorprendente falta de
preocupación. El coche fue frenando hasta detenerse bajo la
abundante sombra de un olmo, al otro lado de la calle. Bora lo
observó desde la habitación destrozada y su despreocupación
dio paso a la ira. Estaba furioso con los que le espiaban, pero,
inesperadamente, también con su imprudente abuelo, con el
oficial que se le había acercado en el Adlon y con los que (si
Salomon decía la verdad) podían estar conspirando torpemente
para acabar con lo que habían ayudado a crear. ¿Podía uno
creer a soldados que habían permitido el saqueo, el asesinato
político y la deportación?
Por encima de todo, temía pensar que Salomon pudiera
estar diciendo la verdad. Notó un regusto a sangre en la boca.
«Si es verdad, y si fracasan, se producirá un caos como el que
ayudamos a desatar en la Rusia de Stalin cuando alimentamos
su paranoia sobre el Ejército Rojo y precipitamos la Gran
Purga. Juicios y derramamiento de sangre que el Profeta de
Weimar nunca llegó a predecir en sus “visiones”».
¿O quizá sí? Bora se alejó de la ventana. ¿Y si los
oficiales que habían hablado libremente frente a Salomon
habían consultado en secreto a Niemeyer? ¿Por qué no se le
había ocurrido? Los hombres desesperados son capaces de
cualquier cosa, incluso de buscar oráculos. Cuando se produjo
el incendio del Reichstag, Hanussen, el adivino, se relacionaba
con los poderosos, sabía demasiado y hablaba demasiado. Y
había muerto. Bora contuvo la respiración.
Tenía cosas que hacer (el chusa japonés tenía razón), y no
disponía de mucho tiempo. Antes de salir del apartamento, se
metió en el bolsillo algunos papeles del estudio de su abuelo.
Luego recogió el pequeño montón de libros prohibidos, los
acarreó entre los escombros tres tramos de escaleras abajo y
los tiró al profundo agujero del vestíbulo.
Cuando salió del edificio, el coche ya no estaba aparcado
bajo el olmo. En el tranvía de vuelta, no parecía que lo
siguiese nadie, a menos que aquel sedán verde oscuro con tres
hombres con la cabeza descubierta dentro hubiera ocupado el
lugar del gris.

A las ocho, intentó llamar a Olbertz, no desde el Adlon


sino desde una cabina cercana, pero a una distancia discreta
del hotel. No logró contactar con él. O el médico todavía no
estaba en la consulta o decidió no contestar. Al resto de sus
contactos telefónicos (varios periodistas que habían
entrevistado a Niemeyer y seguido su carrera a través de los
años) los llamaría desde el Adlon. Se dirigió al hotel mientras
la ciudad comenzaba en serio su jornada de trabajo en tiempos
de guerra.
Aparte de los judíos que habían desaparecido de la guía
telefónica de Berlín, o en algunos casos desaparecido y punto,
seis de los siete colaboradores de revistas que componían la
lista de Bora no pudieron satisfacer su curiosidad. Descubrió
que, entretanto, dos habían muerto, uno servía en el frente y
tres estaban decrépitos, no recordaban aquella época y no
entendían quién llamaba ni por qué.
Solo Max Kolowrat, al que había dejado como último
recurso, respondió rápidamente, como si hubiese estado
sentado junto al teléfono esperando que alguien lo llamara.
A Bora le gustó inmediatamente el tono alegre de su voz.
E inmediatamente se esforzó por disimular su vergüenza
mientras se identificaba y explicaba el motivo de su llamada.
Aunque había una remota posibilidad de que Roland Glantz no
hubiese disparado a Niemeyer con su rifle drilling, no dejaba
de ser una excusa burda para llamarlo por teléfono, teniendo
en cuenta que era el hijo de Nina.
Kolowrat, no obstante, no pareció demasiado
sorprendido.
—Los artículos del Berlin Illustrierte —dijo—, por
supuesto, teniente coronel. Tengo la serie completa aquí, en
casa. Frecuenté al que llamaban el Profeta de Weimar durante
un tiempo… por motivos de trabajo, en la decadente Babilonia
que era nuestra República. —Rio, y su risa también resultó ser
agradable. Esperó a que Bora dijese algo, pero Bora, que rara
vez era presa de la incomodidad, se sentía como un niño con la
lengua trabada. No había dicho por qué le interesaban los
artículos, ni Walter Niemeyer, porque era mejor no dar detalles
por teléfono.
Recuperó el aplomo, como si se hubiese despertado de
una bofetada.
—Mis motivos también son de trabajo. Agradecería
poder leer el material lo antes posible, señor.
El deje austriaco de Kolowrat, apenas perceptible, como
una especie de alegría reprimida, daba a su voz una inflexión
divertida.
—Puede verlos cuando quiera; no soy sentimental con
esos chismes, ejemplos de la «literatura del asfalto», como
creo que ahora llaman a esos relatos urbanos de la época de
Weimar. —Bora tuvo la clara impresión de que el periodista
sonreía al otro lado de la línea—. Además, me dejé una buena
parte de mi entrevista con el Profeta en el tintero, pero la
recuerdo como si fuese ayer. —Se produjo una pausa durante
la cual ambos hombres se esforzaron por disimular que sabían
a qué se debía en realidad esta llamada. ¿Habría decidido
Kolowrat que el pretexto de Bora para abordarlo no era
infundado?—. Veamos —continuó—, soy madrugador y ahora
mismo tengo los días libres. ¿Quiere que nos reunamos para
que pueda darle el material?
Era lo que Bora esperaba y, en cierto modo, temía oír.
—Sí, por favor. La Drakenstrasse, en el barrio
diplomático, figura como su residencia en el directorio. ¿Lo
encontraré allí?
—No. Gracias a la Fuerza Aérea británica, me he
trasladado al oeste de la ciudad, por así decirlo. —Kolowrat le
dio una dirección cerca de Barbarossaplatz, en el conocido
como barrio bávaro—. Esta mañana voy a salir, pero estaré en
casa a última hora de la tarde.
Bora estaba seguro de que podría dar esquinazo a Grimm
a las 7 p.m. y sugirió que se encontrasen media hora después.
Colgó sin saber si había hecho lo correcto, sintiéndose
culpable por mezclar las necesidades de su investigación con
algo más difícil de definir porque tenía que ver con Nina. No
era curiosidad por su parte, y mucho menos un deseo de
controlar a su propia madre… pero era, sin duda, la firme
intención de hacer saber a Kolowrat que Nina no estaba
indefensa.
8:58 A.M.
El personal del hotel jamás revelaría información sobre
los huéspedes, excepto quizás a la Gestapo. Pero los ayudantes
y criados personales no contaban como huéspedes. Cuando
Bora preguntó por el hombre que había visto en la recepción y
luego, en el coche gris, el joven suplente del conserje le dijo
que era el chófer de un general retirado. No le facilitó el
nombre del general ni otros detalles.
Bora había anotado la matrícula del coche gris durante el
trayecto en taxi a casa de su abuelo y, como último recurso,
estaba dispuesto a preguntarle a Grimm por ella. Por el
momento, dijo que le gustaría tener la oportunidad de conocer
al general retirado.
—Lo siento, señor. Su chófer lo recogió a las 8:15 y se
marcharon.
—¿Pasará el día fuera?
—El general se ha marchado del hotel, señor.
—Ya veo. ¿Qué hay del coronel von Salomon, entonces?
Teníamos una reunión esta mañana —mintió Bora.
—El coronel también ha dejado el Adlon.
Podían ser buenas o malas noticias, dependía. Libraba a
Bora de su molesta presencia, pero posiblemente dejaba a un
perturbado suelto en una ciudad donde su gusto por las
confesiones podía provocar un desastre.
—Bueno —dijo, bastante más irritado—, ¿y adónde ha
ido el coronel?
—No dejó ninguna dirección a la que enviarle el correo,
teniente coronel von Bora.

Si bora estaba de mal humor, Grimm reflejaba sus


sentimientos como en un espejo. Llegó a las nueve y diez con
una vulgar corbata verde con zigzags rojos, frustrado porque
no había huellas identificables en el drilling, aparte de un par
de marcas borrosas que había dejado Bora.
—¿Nada útil, entonces?
—No. Aunque sigue siendo llamativo que Glantz tuviese
un drilling de la Fuerza Aérea. El viernes pasado, dos días
después de la muerte de Niemeyer, se lo envió a sí mismo a un
apartado de correos en la estación de Anhalt y, lo que es más
sospechoso, lo limpió. Hay una probabilidad de nueve entre
diez de que tengamos en nuestro poder el rifle con el que
mataron a Niemeyer.
—¿Llevaron al sospechoso a la jefatura?
—No.
—¿Por qué no?
Grimm encogió los gruesos hombros.
—Anoche no volvió a casa. Su mujer estaba fuera de sí.
«¿Dónde está Roland Glantz?», la presioné. Nada. «¿Dónde
está Roland Glantz?», y nada. Se puso a llorar… y nada.
Ahora pensaba ir a su editorial.
OFICINAS DE LA STERNUHR VERLAG, MITTE,
9:38 A.M.
Roland Glantz estaba en proceso de suicidarse en su
oficina. Este fue el mensaje que recibieron Bora y Grimm tras
subir las escaleras del alto y estrecho edificio que albergaba, o
había albergado, las oficinas de la Sternuhr Verlag.
Seguramente, ninguna de las personas que abarrotaban las
escaleras trabajaba para el editor. Era posible que algunos ni
siquiera vivieran en el edificio. Pero la tensión diaria, los
bombardeos, el aburrimiento y el hacinamiento pueden hacer
que resulte entretenido ver a un hombre tan roto como para
quitarse la vida. La aversión de Bora por el desorden y las
aglomeraciones lo impulsó a dejar que Florian Grimm lo
adelantara, a pesar de que estaba ansioso por llegar a tiempo.
Usando los codos para empujar a los presentes escaleras abajo,
el policía se abrió paso como un salmón que lucha contra los
obstáculos y la gravedad para nadar río arriba. Bora tuvo que
hacerse a un lado y agarrarse a la barandilla para que no lo
derribase alguno de los cuerpos al caer. En mitad de la
confusión, no pudo dejar de pensar en su tío, que (si el doctor
Olbertz decía la verdad) se había suicidado discretamente en la
soledad de su hogar a las afueras. El tío Alfred siempre había
sido así, un hombre de principios sólidos que hacía lo que
creía que debía hacer, sin alardes. Mientras Grimm dispersaba
él solo a la multitud que se apiñaba en el rellano, Bora se dio
cuenta de que solo una amenaza seria a su familia o a sus
pacientes podría haber doblegado la voluntad de su tío. «En
nuestra familia, somos así: para que cambiemos de opinión,
tienen que matarnos. Y una vez que nos matan, podremos
seguir creyendo en lo que creemos». Aun suponiendo que
tuviese tiempo de visitar a su prima Saskia en el hospital
durante su estancia en Berlín, era preferible no hacerlo:
presentarse en la clínica donde se escondía podría empeorar su
precaria situación.
Estas reflexiones lo distrajeron durante el poco tiempo
que tardó Grimm en abrirse camino entre los curiosos. De
repente, el rellano estaba desierto y ambos hombres se
encontraron ante una alta puerta de arce a vista de perdiz con
una placa de latón con el nombre y el logotipo de la editorial:
una estrella de doce puntas encastrada en la esfera de un reloj.
Bora se colocó un paso por delante de Grimm. Cuando
giró el pomo de la puerta, el policía lo alentó desde detrás:
—¿Está abierto?
Tras la puerta exterior, un umbral de madera formaba un
espacio delimitado por una segunda puerta de cristal opaco,
cerrada con llave desde el interior. Sin vacilar, Bora disparó
una bala a la cerradura de acero para romperla, evitando el
rebote por un pelo.
En el interior, la cegadora luz del día inundaba una
habitación con varias filas de escritorios vacíos. Los hombres
centraron su atención en un amplio ventanal, abierto de par en
par al cielo de verano.
—Parece que llegamos tarde —murmuró Grimm, y
asomó la cabeza para ver lo que quedaba del editor tras
precipitarse cuatro pisos al vacío. Se giró de inmediato
gritando—: ¡No está ahí! El hijo de puta no ha saltado.
—¿Hay una cornisa bajo la ventana?
—No.
—Entonces, ¿dónde está? —Bora giró a la izquierda para
inspeccionar un pasillo que le llevó a otra oficina, y se alarmó
al ver cómo un hombre saltaba desde su escritorio con una
soga alrededor del cuello.
—¡Alto, Policía Criminal! —Gritó Grimm mientras
entraba a la carrera, como si su advertencia pudiera detener a
un hombre que ya se había ahorcado. Pero el soporte que
sostenía la cuerda resultó no estar a la altura. Al desplomarse
el corpulento Glantz, su peso arrancó el conducto de aire
caliente del techo al que había atado la soga, que
afortunadamente no estaba en funcionamiento en aquella
época del año.
Grimm corrió hacia el hombre caído y refunfuñó algo
sobre una fractura de hioides o de la primera vértebra. Glantz
enseguida empezó a forcejear, esforzándose por respirar, pero
tratando de evitar que el policía aflojara el nudo corredizo que
tenía alrededor del cuello.
A solo un paso de distancia, Bora sintió el bajo impulso
de propinar una patada al suicida fracasado.
Grimm llevaba una petaca en el bolsillo del abrigo y se la
ofreció bruscamente al tembloroso Glantz, que, a juzgar por la
facilidad con que la vació, no debía ser del todo inexperto en
esto de las bebidas fuertes.
Se había golpeado la cabeza al caer. Le sangraba la ceja
izquierda y pronto se le dibujó un moretón en la frente. Solo
ahora pareció darse cuenta de que se enfrentaba a un policía y
a un teniente coronel. Mientras Grimm se levantaba con una
agilidad inesperada y, al mismo tiempo, ponía de pie a Glantz,
este último vio cómo Bora cogía un sobre sellado de su
escritorio.
—¡Son asuntos privados! —protestó—. ¡Asuntos
privados! —Pero una llave de lucha libre le impidió intervenir.
—No tan privados, a juzgar por el público que ha atraído.
—Bora cortó el borde superior del sobre con el abrecartas de
Glantz, que tenía forma de estilete, mientras que el mango era
un delicado lirio florentino.
—Si no hubiéramos venido, la multitud habría echado
abajo la puerta de cristal para verlo morir. —Desdobló la hoja
de papel y la examinó rápidamente. Acto seguido, se la
entregó a Grimm sin hacer comentarios—. Detesto a los
aficionados —dijo, con expresión ceñuda—. Basta con mirar
esos conductos para saber que no iban a soportar su peso. La
ventana estaba abierta de par en par: ¿por qué no se tiró, para
ir sobre seguro?
Una vez se zafó de las manos de Grimm, Glantz se
masajeó el cuello, avergonzado. La tensión, el esfuerzo o la
compresión de la tráquea le habían provocado una pérdida de
orina, por lo que se enfrentaba a dos hombres muy poco
comprensivos con los pantalones vergonzosamente
manchados.
—¿Tiene otra cosa que ponerse? —dijo Bora,
malhumorado—. Si no, tome esto. —Le arrojó un guardapolvo
gris del perchero—. Tranquilícese.
Cuando por fin comprendió la situación, Glantz pareció
destrozado. Buscó a tientas sus gafas por el escritorio y se ató
el guardapolvo alrededor de la cintura con las mangas.
—Dios mío —gimió—, esto es lo más grotesco que me
podía haber pasado. —Al ver que miraba la ventana abierta de
la otra habitación, Grimm se alejó para cerrarla, aunque
probablemente solo fuera un gesto de abatimiento pasajero
ante su fracaso—. Imagino que los llamaron… la confusión…
me muero de la vergüenza… gracias.
—No nos dé las gracias todavía —respondió Bora—.
Estamos aquí para preguntarle por la muerte de Walter
Niemeyer, o Magnusson, o como se hiciese llamar el Profeta
de Weimar.
Sus palabras, al conectar como puntos los
acontecimientos que habían llevado a la intervención de las
autoridades, dejaron petrificado a Glantz.
—¿Qué? Sin duda no creerán…
—Creemos —lo interrumpió Grimm—. Intentas
suicidarte solo días después del asesinato de un hombre con el
que discutiste y encima dejas una nota como esta —dijo,
agitando la hoja frente a su cara.
—¿La nota? La nota no tiene nada que ver con esto… —
Sonó el teléfono, interrumpiendo las explicaciones de Glantz.
Grimm levantó el auricular y, al oír una especie de alaridos
entrecortados por la línea, dejó que el editor atendiese a la
llamada.
—No, cariño —dijo Glantz, poniendo los ojos en blanco
—. No ha pasado nada. No, cielo, no. No es verdad. No. Estoy
aquí con dos caballeros. Te lo contaré más tarde.
Tras esta breve conversación, se giró hacia los dos
hombres y dijo, como si hablar de Niemeyer le causara un
dolor insoportable:
—«Por lo que no hice» ilustra perfectamente lo que
siento al no haber tenido el valor de matar a ese judío cabrón.
—Niemeyer no era judío —puntualizó Bora.
—Y además —intervino Grimm—, escribiste: «Por lo
que hice». Mire. —Glantz se colocó las gafas sobre la nariz,
leyó la nota y se echó a reír con rabia mal disimulada.
—¡Como si pasar de la tragedia a la farsa no fuera
suficiente! ¡Esto se lleva la palma! ¡Que alguien de mi
profesión deje una nota de suicidio y se le cuele una maldita
errata!
Bora dijo que no le veía la gracia.
—Perdone, coronel, pero ¿quién es? No pertenece a la
Policía Criminal.
—Basta con decir que soy el que lo va a interrogar. —De
pie detrás del escritorio, Bora se dedicó a vaciar
metódicamente los cajones y a apilar objetos y papeles sobre
el tablero—. No tengo ni tiempo ni ganas de perder el tiempo
con cháchara.
—Bien —Grimm, por su parte, rebuscaba en la papelera.
—¿Se envió un rifle drilling a un apartado de correos de
la estación de Anhalt, sí o no?
Glantz lo miró con ojos vidriosos.
—Efectivamente. No quería sentirme tentado de usarlo
contra mí mismo. El rifle era de mi cuñado, un aviador que
murió en combate hace poco. Sí, sé que es ilegal tener armas,
muchas gracias. Razón de más para esconderlo, después del
asesinato.
—No publicamos cómo asesinaron a Niemeyer —le
susurró Grimm a Bora. En voz alta, le preguntó a Glantz—:
¿Dónde estuviste durante la noche del 3 al 4 de julio y quién
puede corroborar tu coartada?
—No estaba cerca de Dahlem, si eso es a lo que se
refiere. Por lo demás, lo que hiciera es asunto mío: todavía no
está prohibido tener vida privada, ¿verdad?
La respuesta de Grimm fue entrar en la otra habitación
dando fuertes pisotones y abrir la ventana, que daba a cuatro
pisos de espacio vacío.
La amenaza arrebató a Glantz la poca energía que le
quedaba.
—¿Puedo…? Tengo que ir al baño —gimoteó.
—Parece que ya has ido —se burló Grimm, volviendo a
la oficina—. Si el váter está cerca, te dejaré ir, siempre y
cuando dejes la puerta abierta. Y las dos manos en el pajarito
mientras haces lo que debes.
—No, no, solo quiero lavarme la cara. Hay un lavabo en
la habitación de al lado, dentro de un armario. —Grimm lo
siguió y salieron de la oficina. Bora aprovechó esos minutos
para rebuscar entre los papeles que había encontrado en los
cajones, casi todos eran facturas atrasadas de agua y luz,
últimos avisos y cartas de proveedores exasperados.
Glantz volvió con un trozo de papel secante pegado a la
herida de la ceja. A juzgar por la marca rojiza de su mejilla
izquierda, Grimm había aprovechado esta breve interrupción
para intentar hacerle hablar o al menos para hacerle pagar por
obligarlo a subir varios tramos de escaleras.
—¿Qué más le ha pasado en la cara? —Preguntó Bora, no
porque esperara una respuesta de Glantz, sino para informar al
inspector de que estaba en contra de sus métodos.
Tener un rifle, y más uno compatible con el arma
homicida, era suficiente para justificar un arresto inmediato. Y
una vez llevaran a Glantz a la jefatura, podrían sacarle una
confesión de culpabilidad. Bora se dijo cínicamente que no era
lo que quería porque no podría estar seguro de que fuera la
verdad. «Ahora que Ida Rüdiger y el relojero han pasado a un
segundo plano en la investigación, mientras no encontremos a
Kupinsky, el editor es nuestro principal sospechoso. No sé si
Nebe espera una solución rápida y fácil por mi parte, pero si es
así, no la tendrá».
—¿Sabe escribir taquigrafía? —Le preguntó a Grimm,
que no se esperaba la pregunta y contestó que no en voz baja.
—Pues yo sí. Páseme unas hojas en blanco del escritorio
y traiga una silla para este hombre.
—Espere, coronel. —Furioso, Grimm se lo llevó aparte
—. Esto va en contra de todas las reglas. Según las normas, los
interrogatorios deben realizarse en la jefatura de policía.
Como había hecho con Salomon, Bora miró con el ceño
fruncido la mano anillada que lo agarraba del codo hasta que
Grimm lo soltó.
—El jefe en persona, el Gruppenführer Nebe, me ha
confiado este caso —le dijo—. Las reglas las pongo yo.
Hágame el favor de traerle una silla a este hombre y
empecemos.
Era difícil decir si Glantz esperaba que lo interrogasen
sobre el asesinato, o ahora o en algún momento.
Incómodamente sentado, con el guardapolvo todavía atado a la
voluminosa cintura, pronto admitió que conocía más detalles
de los que había publicado la prensa. Aunque no especificó sus
fuentes, era posible que, como antiguo reportero, tuviese
algunos contactos en la policía, posiblemente en la policía de
Dahlem. Bora planeaba averiguarlo más tarde.
—Dígame todo lo que sabe. Quiero todos los detalles.
Glantz parpadeó varias veces. Tenía los ojos azules y
saltones y, tras las lentes de sus gafas, el blanco que rodeaba
los iris estaba surcado de venillas rojas, como si hubiese
llorado o atravesado una tormenta de arena.
—Oí decir que le dispararon con un rifle de caza, así que
decidí empaquetar el drilling y dejarlo en la estación a mi
nombre. Es de dominio público que tuvimos un desacuerdo.
Ya había demandado a ese cabrón ante los tribunales.
Grimm no pudo evitar preguntar:
—Pero, para empezar, ¿por qué tenías un drilling en
casa?
Bora lo dejó hablar porque tenía la misma pregunta en la
punta de la lengua.
—Porque mi cuñado, el teniente de aviación Welzer,
Seppi Welzer, lo trajo de vuelta del frente norteafricano. Verá:
cazábamos juntos en los viejos tiempos; la caza mayor era
nuestra gran afición. Un caza enemigo le obligó a realizar un
aterrizaje forzoso al oeste de Tobruk y, dado que el drilling es
un rifle excelente… bueno, dio a entender que el drilling se
había extraviado en aquel incidente. Con ayuda de un
camarada (no me pregunte su nombre porque no lo sé), lo
escondió hasta su próximo permiso en la patria. Cuando vino a
visitarnos la Navidad pasada, dejó el drilling en nuestra casa
porque era soltero y no tenía otro sitio donde guardarlo. Como
comprenderán, no pude acudir a las autoridades porque ya les
había llevado todas las armas que tenía. Habría levantado
sospechas que apareciese otro rifle y más uno fabricado
expresamente para la Luftwaffe.
Sin dejar de tomar notas rápidamente, Bora preguntó:
—¿Por qué no se limitó a deshacerse de él?
—¿Deshacerse de él, coronel? ¡Vale una fortuna! Es una
pieza poco común. En cualquier caso, cuando mi cuñado
murió en un combate aéreo sobre Brunswick el pasado
febrero, pensé que lo mejor sería quedármelo, eso es todo. Era
menos complicado que explicar por qué lo tenía. Por supuesto,
cuando me enteré de lo del asesinato, me di cuenta de lo
peligroso que podía ser tener ese rifle después de mi altercado
con ese cabrón. Así que lo envié a un apartado de correos. No
tenía otros planes.
—¿Y si la policía le seguía la pista, como era el caso?
—Habría levantado todavía más sospechas que me vieran
tirando el rifle al río o al canal, ¿no le parece?
Bora numeró la primera hoja y comenzó con la segunda.
Nada de lo que Glantz había dicho hasta el momento lo
exculpaba. Cuando añadió una coartada poco convincente
(había estado en casa con su mujer, que, sin embargo, había
tomado un sedante para el dolor de muelas y estaba
profundamente dormida), su paradero durante la noche del
asesinato siguió siendo dudoso.
Vivía en una pequeña villa en Stendaler Strasse, al norte
del Spree. La ausencia de un portero en la vivienda le permitía
ir y venir a su antojo, la distancia hasta la casa de Niemeyer
era fácil de recorrer en transporte público y, por mucho que
hubiera toque de queda, hasta el propio Grimm tuvo que
admitir que en ocasiones se incumplía.
Bora dijo:
—Estará de acuerdo en que su nota de suicidio no le
ayuda.
—Sí —asintió Grimm—. Es prácticamente una confesión
de culpabilidad.
—Con el debido respeto, no lo es. Aparte de que escribí
lo contrario de lo que quería decir… quería morir porque estoy
arruinado y porque no tuve el valor de seguir mi primer
impulso, que fue matar a ese cabrón. Hasta le confesé a mi
esposa que me estaba planteando el asesinato, porque fue su
familia la que me prestó el dinero que usé para abrir mi
negocio editorial. —Glantz apoyó la frente en la palma de la
mano, como si necesitara descansar el peso de su angustia—.
Cometí el enorme error de ofrecerle a Magnusson un
considerable adelanto para hacerme con los derechos de
publicación exclusivos de su Enciclopedia mitológica. Era una
obra inmensa, cada volumen iba a tener 1.200 páginas. Corría
el año 1938 y, como comprenderán, lo cortejaban los mejores
editores de Alemania. Originalmente, el título iba a ser
Enciclopedia del ocultismo, pero mientras trabajábamos en el
primer borrador, debido a la nueva legislación sobre astrología
y ciencias similares, decidimos cambiarlo por «mitológica».
Magnusson escribió varios artículos sobre el tema a lo largo de
los años, tanto en su revista Más allá de Ostara como en su
publicación trimestral Siegfried sigue vivo. La enciclopedia iba
a constar de doce volúmenes en orden alfabético más un
índice, y estaría enriquecida con mapas e ilustraciones a cuatro
colores. El conjunto completo, en una edición de veinte mil
ejemplares, iba a estar encuadernado en seda japonesa,
mientras que un número limitado de cien ejemplares estaría
empastado en pergamino con letras en oro puro. Como
comprenderán, esas cien copias ya estaban reservadas. —La
mano de Glantz se cerró para formar un puño con el que se
golpeó la frente—. Estaba tan seguro del trato que, Dios me
perdone, compré inmediatamente la seda de la manufactura de
seda de Tomioka, en la prefectura japonesa de Gunma, por no
mencionar el papel italiano (papel satinado de 90 gramos) que
pedí a la fábrica de papel Miliani, en Fabriano.
Una inversión de esa magnitud sería inconcebible en los
tiempos que corrían, cuando los periódicos se habían visto
reducidos a cuatro o incluso dos páginas. Al abuelo de Bora,
también editor, le habría horrorizado presenciar tal ingenuidad.
—¿Pensaba publicar los volúmenes gradualmente, o
todos juntos?
—Juntos, coronel.
—¿Y habían acordado una fecha para la entrega del
texto?
—El 20 de este mes, por razones… bueno, no quiero
decir de naturaleza astrológica, pero Magnusson lo consideró
el día más propicio. Tenía planeado publicarla el 20 de abril de
1945… en tiempo récord, teniendo en cuenta que estamos en
guerra. El ministro de Propaganda en persona iba a regalar el
primer ejemplar al Führer el día de su cumpleaños.
Bora prefirió no detenerse a pensar dónde podrían estar
todos, incluido el Führer, en la primavera de 1945.
—Es físicamente imposible imprimir veinte mil copias de
doce volúmenes en nueve meses —observó.
—¿Cree que no era consciente de ello? Ni siquiera
utilizando a trabajadores forzados de los campos de Polonia,
como era mi plan. Estaba dispuesto a limitar mi ambición y
publicar los tres primeros volúmenes en tres mil copias: de Aa
a Balder, de Baucis a los celtas…
—Ya veo. ¿Y qué pasó?
—¿Que qué pasó? Que el muy cabrón nunca completó
más de doscientas páginas, ¡eso es lo que pasó! Cada vez que
nos reuníamos, se rodeaba de un halo de misterio: me
mostraba tacos de hojas mecanografiadas, pero solo me dejaba
leer unas pocas entradas: «Divinidades asiáticas», o «La rueda
de la fortuna medieval», o «El culto a la esvástica en Oriente y
Occidente»… Me parecieron excelentes. ¡Era el Profeta de
Weimar! Tenía una inmensa biblioteca personal y todas las
fuentes necesarias a su alcance, ¿por qué iba a dudar de él?
—¡Debería haber insistido al menos en ver el texto
completo!
Los ojos inyectados en sangre de Glantz le daban un aire
demencial.
—¿Sabe? Ahora que lo pienso, merezco que me arresten
y me decapiten por haber permitido que ese cabrón me dejara
en ridículo.
Bora se esforzó por comprenderlo.
—Me resulta difícil creer que no pidiese asesoramiento a
académicos y otros expertos sobre el material que sí le dio.
Glantz se tapó la regordeta cara con las manos y empezó
a balancearse hacia delante y hacia atrás en esa postura,
gimoteando para sí mismo.
—¿Quiere ver lo que me dio? ¿Quiere verlo? Está en ese
estante, en la carpeta azul celeste.
Bora le hizo un gesto a Grimm, que cogió la carpeta y se
la entregó. Dentro de la cubierta de cartón, salpicadas con
polvo de oro como un cielo estrellado impreso, Bora vio unas
cien páginas, mecanografiadas por ambas caras. La
mecanografía era impecable (probablemente obra de una
secretaria), pero el contenido le pareció banal en el mejor de
los casos. De todos modos, el texto ocupaba menos de una
quinta parte de lo que sería necesario para llenar aunque fuese
uno de los doce volúmenes.
Mirándose los pies, con las manos todavía en las mejillas,
Glantz sacudió la cabeza.
—Fue mi mujer, siempre tan buena, la que me convenció
de que no cometiese el asesinato e insistió en que escondiese
el rifle de su hermano en la estación de Anhalt. Pero he sido
tan idiota que también le he arruinado la vida a ella, ¿se dan
cuenta?
—Puedes vender la seda y el papel —dijo Grimm.
Glantz lo miró con cara de loco.
—Se han esfumado. Los tenía guardados en un almacén y
el bombardeo del 21 de junio acabó con ellos. ¡No quedaron ni
las cenizas! El fuego remató lo que empezaron las bombas. Mi
suegro tenía razón, caballeros. Cuando uno es un perdedor, es
un perdedor. Ni siquiera he conseguido suicidarme.
El policía resopló. Sobre la parte delantera de su camisa,
el verde chillón de su corbata parecía la piel de un lagarto que
se le hubiese enroscado alrededor del cuello. Cogió la soga y
la dejó sobre el escritorio, como si fuese una prueba en un
posible juicio.
—En cualquier caso, tu coartada no se sostiene —lo
acusó—. Si tu esposa estaba profundamente dormida y no hay
otros testigos que corroboren tu historia, ¿quién nos dice que
no fuiste a Lebanonzederpfad aquella noche? El hecho de que
hayan limpiado el drilling recientemente pinta todavía peor
para ti.
Glantz se encogió de hombros.
—De todos modos, mi vida está acabada —dijo en tono
abatido—. Lo he perdido todo. Me han embargado la casa, en
el bolsillo llevo una orden de desahucio de esta oficina y, si
alguna vez tuve una reputación profesional, el maldito cabrón
la ha destruido. ¿Quieren arrestarme por su asesinato?
Adelante.
—Por ahora, vas a ir a la cárcel.
Glantz indicó el teléfono con una inclinación de cabeza.
—¡Entonces llame, inspector, rápido, antes de que me
corten la línea!
Bora seguía leyendo el texto de la carpeta azul con aire
pensativo. Levantó la vista para apuntar:
—Dice que demandó a Magnusson: ¿cuándo, y hasta
dónde llegó el proceso?
No se esperaba la carcajada de Glantz. El editor rio
amargamente y, con el aspecto tan ridículo que tenía (con el
papel secante en la ceja, el guardapolvo a la cintura y los ojos
inyectados en sangre), recordaba a un payaso malicioso.
—¿Qué le parece la expresión «al garete»? No me queda
dinero para pagar a los abogados y, aunque tuviese fecha para
comparecer ante el tribunal, la fortuna de Magnusson ha
desaparecido. Ah, ¿no les constaba este detalle? No hay
fondos a su nombre registrados en todo el Reich, y Dios sabe
que ganó millones a lo largo de los años.
NO era un simple detalle y Bora acababa de enterarse. Se
volvió hacia Grimm, que estaba llamando a la jefatura de la
Kripo, y que se encogió de hombros como para indicar que él
tampoco lo sabía.
Mientras esperaban al furgón policial, Glantz pidió llamar
a su esposa. Grimm se opuso, pero Bora accedió.
—¡Podría aprovechar la llamada para destruir pruebas,
coronel! —Esta objeción susurrada de Grimm irritó aún más a
Bora.
—Ha tenido varios días para registrar su casa y no lo ha
hecho. ¿Qué espera encontrar ahora? Si había alguna prueba,
se habrá deshecho de ella hace tiempo. —Bora asintió en
dirección al teléfono—. Haga su llamada —le dijo a Glantz—,
pero hágala rápido.

Después de que el furgón policial procedente de


Alexanderplatz llegara, se hiciera cargo del sospechoso y se
marchara (fue imposible evitar que curioseasen los vecinos y
los que pasaban por allí), Bora volvió con Grimm a las
oficinas de la Sternuhr Verlag para terminar el registro. Salió
con algunos documentos y la carpeta celeste; el resto del
papeleo iría directo a las estanterías de la Policía Criminal,
mientras que Grimm se quedaría con las llaves de la oficina
por el momento.
Dejaron allí el resto del material relacionado con la
enciclopedia que nació muerta, ya metido en cajas con la
dirección y esperando ser devueltas a Niemeyer (en las que se
especificaba «Como acordamos, para su entrega y
almacenamiento en el cobertizo del jardín», que no parecía el
lugar más adecuado para tan elevada creación). Por otra parte,
la correspondencia de Glantz con la víctima sí era de cierto
interés para Bora: esporádica en 1938, luego cada vez más
frecuente, preocupada y finalmente, furiosa, culminaba en una
tormenta de insultos enviados por correo certificado a lo largo
de los últimos tres meses. Las respuestas de Niemeyer en
excelente papel cortado a mano, que también estaban
archivadas, cesaban en verano de 1943. Magnus Magnusson,
según el nombre que aparecía en el recargado membrete,
mostraba su enfado por la terquedad del editor. Su último
mensaje consistía en una tarjeta de visita con su nombre
completo grabado, precedido de un solemne (y en opinión de
Bora, inexistente) título académico: «Profesor Doctor en
Cosmología y Cosmografía Aplicada». Grapada al enésimo
recordatorio que Glantz había enviado el 15 de junio de 1944,
no llevaba fecha. La única palabra que aparecía en la tarjeta de
visita, garabateada con tinta púrpura, era un muy poco
esotérico «Gilipollas».
11:53 A.M.
Grimm cargó los papeles de Niemeyer y el escaso
equipaje de Bora en el Olympia, como si supiese de su
traslado desde el Adlon, como probablemente era el caso.
Mientras llevaba al oficial al Leipziger Hof, su relato de las
últimas horas dejó entrever otras razones para su mal humor,
aparte de la ausencia de huellas dactilares útiles en el rifle.
—Anoche, la jefatura de la policía recibió una llamada
del Ministerio de Propaganda en relación con Ida Rüdiger. Me
han echado una bronca monumental. —Grimm lo dijo con
aparente sorpresa y evidentemente dolido, como si esta fuera
la parte que no esperaba: la falta de apoyo por parte de sus
superiores.
A Bora no se le escapó este detalle. «Significa que Nebe
suele ponerse de parte de sus hombres en temas
controvertidos, pero esta vez decidió no hacerlo. ¿Por qué?
¿Por la misma razón por la que me encargó el caso a mí? No
sé lo suficiente sobre Nebe para saber si se enfrentaría a Josef
Goebbels o a sus colaboradores cercanos. Pero, ¿por qué no
me amonestaron a mí? A Goebbels le encanta humillar al
ejército».
—Sabíamos que era una posibilidad, ¿verdad?
—Demonios, el ministro de Propaganda en persona
responde por la coartada de esa mujer.
Aunque Bora no tenía motivos para sonreír, no pudo
evitarlo.
—Frau Goebbels debe de estar muy satisfecha con las
habilidades de Ida como peluquera.
Grimm le lanzó una mirada maliciosa y rezongó por la
nariz corta y respingona.
—Y otra cosa: he averiguado a quién pagó Ida Rüdiger
para que se apostase en el barrio de Niemeyer y lo espiase.
Vigilancia privada, nada oficial. Se llamaba Gustav Kugler, un
antiguo colega mío de la Kripo.
—¿Se llamaba?
—Lo mataron a tiros en Moabit el 1 de julio. Gajes del
oficio cuando uno se dedica a esa profesión. —Estaban
bordeando la zona verde que se extendía a lo largo de Anhalter
Strasse, a la que daban los enormes hoteles diseminados
alrededor de la estación de tren—. Hace dos años lo hirieron
estando servicio activo y se retiró. Durante este último año, se
ganaba la vida como investigador privado, sin ningún vínculo
con nosotros ni con otras agencias gubernamentales.
La muerte de Kugler parecía sospechosamente oportuna,
dado lo que este podría haber descubierto sobre Niemeyer.
Este punto merecía un comentario por parte de Grimm que
nunca llegó.
—¿Acusaron a alguien de su asesinato? —Preguntó Bora
mientras contemplaba por la ventanilla abierta cómo una joven
se arrodillaba en la acera para atarse la sandalia de tacón alto.
—No. Lo sacaron del canal que pasa por debajo del
puente ferroviario al este de la estación de Bellevue tres días
después de su desaparición. Si sabía algo, se lo llevó a la
tumba: nunca le gustó tomar notas. «Lo tengo todo en la
cabeza», decía; pero, aunque hubiera sobrevivido, se le habría
escapado por el agujero que le abrieron en la frente.
La bonita pierna y el esbelto tobillo de la chica relucían,
untados de mantequilla: no era de extrañar que la falda de
calicó se le deslizase sobre la rodilla, dejando a la vista el
muslo. Vio que el oficial la observaba y sonrió con expresión
pícara. Bora, normalmente tan serio, le devolvió un
desenfadado saludo militar a modo respuesta. Dirigiéndose a
Grimm, dijo:
—¿Tiene alguna buena noticia?
—¿Aparte de que, con una probabilidad de diez contra
uno, el asesino de Niemeyer ya está en nuestras manos?
Bueno, he localizado al marica, Kupinsky. Estamos vigilando
su casa, así que podemos arrestarlo cuando quiera.
Bora hizo unos cálculos rápidos. Quería volver a probar
suerte con el número de Olbertz, si era posible antes de que el
médico saliese de la consulta para almorzar.
—Necesito una hora para instalarme en mi nueva
habitación y comer algo —dijo—. Iremos luego. —Se sacó del
bolsillo del pecho un trozo de papel con unas pocas letras y
números garabateados y lo colocó boca arriba en el asiento,
entre los dos—. ¿Le dice algo este número, aparte de que
pertenece a una matrícula de Berlín?
Grimm le echó un vistazo mientras doblaba una esquina.
—No, ¿por qué?
—Averigüe quién lo conduce.
—¿Por algún motivo en concreto?
—Lo sabré cuando sepa quién lo conduce.

A solo un paseo de Kleist Park, el Leipziger Hof


contrastaba tanto con los tribunales de justicia y el resto de
edificios gubernamentales que flanqueaban el amplio césped,
como con el inquietante monstruo de la torre del búnker de
Pallasstrasse, insoportable a la vista. La fachada del hotel de
cuatro pisos, recién pintada, destacaba frente al descolorido
bloque de viviendas. El letrero dorado y su puerta giratoria
pertenecían a una generación anterior y todo lo que había en el
interior, desde los suelos hasta las lámparas y los muebles,
hablaba de finales de los años veinte. La habitación de Bora ya
estaba registrada a su nombre. Supervisó el traslado de las
cajas de Niemeyer a su nuevo cuarto, se cambió la camisa
sudada y pidió sándwiches «de fiambre», el menú del día en
tiempos de guerra. La habitación de esquina, de tamaño
mediano, tenía dos ventanas situadas, por suerte, lejos del
búnker, y la cama grande y el baño con bañera eran toda una
ventaja, aunque el agua caliente (como explicaba un cartel)
solo estaba disponible los sábados. Como en la mayoría de los
establecimientos respetables, todas las habitaciones tenían una
puerta doble para garantizar la privacidad del huésped y
proporcionar el espacio suficiente para colgar los trajes para
limpiar y colocar las bandejas después del desayuno. La puerta
que, presumiblemente, daba a un cuartito adyacente estaba
clavada y habían tapado el ojo de la cerradura. Bora registró
rápidamente la habitación en busca de dispositivos de escucha,
pero no encontró ninguno y pidió a la centralita que llamara a
la consulta de Olbertz. Esta vez, una enfermera atendió la
llamada. El médico no estaba, así que Bora le dejó el número
de teléfono del hotel, pero no su nombre. En pocos minutos,
llegaron los sándwiches junto con una botella de agua mineral.
Los despachó rápidamente, se cepilló los dientes y bajó a
explorar el edificio antes de que regresara Grimm. En la planta
baja, a juzgar por la presencia de numerosas cartas en los
casilleros de detrás del mostrador, no había habitaciones libres
en el Hof. El papel pintado utilizado en todo el edificio estaba
decorado con motivos de piñas estilizadas en tonos verde oliva
y amarillo claro, con delicados toques carmesí. La madera
pintada de blanco daba un aire fresco y sureño a las puertas y
paredes. Por debajo del nivel de la calle, había un restaurante
decorado con paneles (que a esta hora estaba abarrotado) y un
acogedor bar con la pared del fondo ocupada por una
gigantesca fotografía en sepia de la antigua Leipzig: la iglesia
de Paulinerkirche y el Café Français. Aunque el servicio no
estaba a la misma altura que el del Adlon, el Leipziger Hof
resultaba francamente cómodo, especialmente si, como Bora,
uno venía del frente.
1:05 P.M.
El almuerzo de Grimm había dejado una mancha entre los
zigzags rojos de su corbata, causada por la salsa de tomate del
«restaurante de unos macaroni» de la estación de Anhalt,
como le confesó a Bora con aire avergonzado. De lo contrario,
Bora no se habría fijado. En cuanto a Bora, tenía el don de
parecer siempre limpio y bien arreglado independientemente
del clima y del humor del que estuviese, y confiaba en que esta
fachada disimulase lo que sentía en realidad.
Si preguntaba ahora por la matrícula del coche gris,
delataría excesiva preocupación, algo que tenía que evitar a
toda costa. Subió tranquilamente al coche y se colocó el
maletín sobre las rodillas.
—¿Vamos a casa de Kupinsky, entonces?
—Creí que le interesaba la matrícula.
—Ah, sí. Eso también. ¿Sabe algo?
Grimm no lo miró. Aunque sus ojillos se mantuvieron
fijos en un punto entre Bora y el salpicadero, Bora estaba
seguro de que estaba sopesando la aparente indiferencia de su
reacción frente a la preocupación que había manifestado al
preguntarle por la matrícula, así que decidió modificarla
ligeramente.
—Admito que me pica la curiosidad. ¿De quién es?
—El coche pertenece a un general retirado. Lo conduce
su chófer.
Bora se esperaba cualquier respuesta menos esta. Estaba
listo para improvisar una respuesta aceptable si la explicación
de Grimm implicaba a la Policía Secreta o al Servicio de
Seguridad del Reich. Pero no para esto, una confirmación de la
historia del conserje.
—Sí, eso pensaba —respondió, al no encontrar nada
mejor que decir.
KOPFSTRASSE, NEUKÖLLN
Varios cementerios salpicaban el barrio obrero situado
entre el aeropuerto de Tempelhof y las dos largas carreteras
que conducían al sudeste, en dirección a Zossen y la pista de
aterrizaje de Schönefeld. «Por aquí saldré de Berlín, si
sobrevivo», pensó Bora, y se sorprendió de haberlo pensado.
Bora no conocía este barrio. El aura de su pasado de
disturbios y pobreza perduraba, a pesar de los dignos pisos que
habían construido para los trabajadores del Estado a principios
de siglo en un intento de mejorar la reputación del vecindario.
Dikta, en cambio, había visitado de adolescente sus famosas
salas de fiesta con sus amigas, cuando venía a la capital
durante las vacaciones de su costoso internado suizo. En una
ocasión, ella y su mejor amiga Luisa evitaron que las
arrestasen después de una pelea desabrochándose y volviendo
a abrocharse las medias de seda delante de la policía, aunque
luego les mostró rápidamente la tarjeta de visita de su padre, el
diplomático. «Si no», le dijo, entre risas, «¡nos habrían tomado
por dos cocottes!».
Una vez dentro del edificio, la melancolía de Bora fue en
aumento. Siempre sentía una punzada de dolor a las puertas de
las viviendas estatales, con paredes de papel de fumar, donde
la vulnerabilidad de los vidrios de las ventanas solo estaba
disimulada por un patrón grabado o una delgada cortina. Hasta
el día de hoy, seguía pensando que el privilegio se puede
medir en parte por la seguridad impenetrable que proporciona
una buena puerta de entrada. Grimm, que seguramente había
crecido en circunstancias como estas, no se inmutó y llamó a
la puerta.
Bubi Kupinsky la abrió y dio un paso atrás para volver a
su habitación de la planta baja, murmurando un genérico pero
sumiso:
—A su servicio —mientras Grimm cerraba la puerta de
un portazo.
Se parecía muy poco al muchacho de pelo largo de la foto
de su expediente. Aparte de su estilo de vida y del hecho de
que hubiese cumplido condena en prisión, era fácil entender
por qué este joven de 25 años no estaba en el ejército. En un
principio, su evidente cojera hizo pensar a Bora que tenía un
defecto congénito (se le vino a la mente el pie zambo de
Goebbels), pero, como les dijo el propio Kupinsky, era «un
recuerdo de las peleas callejeras» de Neukölln. Llevaba
zapatos de lona sin calcetines, y, sin que se lo pidieran, les
enseñó los tres dedos que le faltaban del pie izquierdo. Solo le
quedaban el pulgar y el meñique, lo que le daba un aspecto
grotesco y doloroso.
En cuanto al resto, un corte de pelo militar que le dejaba
las sienes y la nuca casi completamente afeitadas le daba un
aire severo y triste. Bora y sus hombres se habían afeitado de
forma similar al comienzo de la campaña rusa para no tener
que perder tiempo yendo al barbero durante su feroz e
imparable avance.
—Teniente coronel, inspector… No estaba escondido, —
señaló Kupinsky—. Puedo demostrarlo… en cuanto me enteré
de que me buscaban por mi antigua casera de la Jägerstrasse,
me presenté en la comisaría de policía más cercana.
—¿La del número 57? —Intervino Grimm.
—No, algo más lejos, en el 257. Allí no supieron qué
hacer conmigo, así que lo dejé estar. ¿Quién sabe? Quizá todo
fuera una broma pesada.
Bora examinó su entorno. Como esperaba, la sombría
habitación tenía dos fuentes de luz: la ventana que daba a un
patio embaldosado y el frágil vidrio teñido de la puerta
principal. La impresión de vulnerabilidad, tan extendida en
tiempos de guerra, resultaba particularmente dolorosa en la
casa de un hombre al que habían tratado brutalmente desde la
infancia. «Grimm lo detesta; si pudiera, le rompería el cuello
como a un conejo. Pero se me ocurren otros escenarios, desde
la desgracia de un huérfano político hasta lo que podrían
haberle hecho los Revoluzzer de las SA cuando cayó en sus
manos».
Sin demostrar la compasión que sentía, dijo:
—Debería haber previsto que alguien vendría a buscarlo
cuando asesinaron a un hombre en la casa donde trabajaba
esporádicamente.
—Y se me pasó por la cabeza. Pero una cosa es estar
disponible y otra muy distinta acudir a la Kripo por voluntad
propia. —Sin duda, los ojos de Kupinsky, de un intenso azul
violáceo, eran su principal atractivo. A Bora le recordaron al
color de la tinta que usaba Niemeyer.
El joven, que tal vez no estaba acostumbrado a que le
hablasen de usted, observó al oficial, visiblemente tenso. Pero
Bora empleaba el formal «Sie» con todo el mundo, incluidos
su padrastro y sus abuelos, por principio: si cambiaba al
tratamiento familiar, era por motivos de extraordinaria amistad
o intimidad.
—La mañana del 4 de julio, se suponía que tenía que
cuidar de los animales de Herr Magnusson porque él estaba
esperando a los trabajadores del gas. Pero el transporte público
se retrasó, así que llegué tarde. Cuando llegué a la casa, debían
ser más de las ocho y media. Verán… cuando vi a los
bomberos y a los policías, decidí no acercarme. Luego le
pregunté a la criada de los que viven en la esquina, la del
médico del manicomio…
—¿Wirth?
—Sí, ese es el nombre. Ella me contó lo que había
pasado. ¡Me miró con una cara! Verán, puede que sea un tipo
insignificante, pero no tengo la conciencia sucia… así que me
escabullí y pensé que, si me buscaba la policía, seguro que me
encontrarían.
—Claro —lo interrumpió Grimm—, como si Berlín fuese
un pueblucho de mala muerte. Ahora has asomado las orejas
porque llevas días sin trabajar y, si quieres comer, tienes que
mover el culo. Veo que te hemos enseñado a mantenerte
alejado de tu OTRA profesión.
A pesar del calor del día, en ese cuarto de la planta baja
había humedad. Una telaraña de grietas en forma de estrella se
extendía desde un agujero en el enyesado, donde una vez hubo
un clavo en la pared. Bora bajó los ojos para distanciarse de la
habitación. Por mucho que intentara no prestarles atención, los
detalles del entorno que lo rodeaba amenazaban con distraerle.
Como de costumbre, lo que más le afectó no fueron tanto los
objetos (empezando por los sonidos y olores, en los que
siempre se fijaba de todas formas) como los detalles más
sutiles e insignificantes, que se unían para formar un todo que
lo perseguiría durante un tiempo: la forma en que un rayo de
sol se filtraba a través de la persiana a medio bajar, brillante e
indoblegable; la sombra de una mota de polvo en un rincón y
el velo de polvo que cubría el suelo bajo una silla… Era capaz
de captar la absoluta, y extraña, centralidad de estos detalles,
como si un universo creciera incesantemente desde este o
aquel punto aparentemente insignificantes. Constelaciones de
ideas giraban en torno a cada fragmento de realidad; le
bastaban unos segundos para crearse una impresión que lo
anclaría para siempre a este interior miserable, a la ciudad
castigada por sus enemigos por todos los frentes y al motivo
aún oscuro que lo había traído hasta aquí.
Grimm había terminado de hablar y había llegado el turno
de Bora. Apoyándose el cuaderno en las rodillas, se volvió
hacia Kupinsky:
—Hábleme de su trabajo en el Lebanonzederpfad.

«6 p.m., en el Leipziger Hof. Despedí temprano


a Grimm con la excusa de que tenía que clasificar
los papeles en mi nuevo alojamiento. Puedo
reproducir casi palabra por palabra lo que
Kupinsky nos dijo hoy, y no solo porque tomé notas.
Es un buen observador y, si no tuviese la mala
costumbre de intentar coquetear (¡con hombres
como Grimm y como yo!) mojándose los labios y
pestañeando, sería indistinguible de cualquier otro
individuo de los que he interrogado.
»Hacía años que había perdido el contacto con
Niemeyer, desde el ascenso del Profeta de Weimar
en la época en que aún se anunciaba en folletos
baratos. Pero fueron precisamente los folletos los
que volvieron a unirlos. A pesar de su cojera, hace
tiempo que Berthold Kupinsky se gana la vida
repartiendo octavillas (Grimm está convencido de
que sigue vendiéndose, pero eso no nos interesa
ahora). El verano pasado, poco después del
bombardeo que dañó la oficina de correos y otros
edificios de Dahlem, Kupinsky se encontraba por
casualidad en el vecindario, al parecer anunciando
una empresa de limpieza de desvanes. Niemeyer
estaba tomando el sol en el patio delantero.
Reconoció al joven por su forma de andar tan
característica, lo invitó a entrar en su casa y, tras
una breve charla (Kupinsky fue lo suficientemente
listo como para entender que hablaba con
Magnusson, el escandinavo, y no con Mandelbaum,
el judío), le ofreció un puesto por horas. Sus tareas
consistían en atender a los animales y hacer un
poco de jardinería. “Me lancé de cabeza”, dijo. El
otoño siguiente, ya hacía trabajillos para todo el
vecindario, porque “los propietarios prefieren a un
alemán cojo que a un trabajador extranjero sano”.
Kupinsky estaba encantado: los vecinos confiaban
en él, recibía un salario decente y hasta pudo
renovar el fondo de armario gracias a la ropa
usada que le daba su jefe (lo que, por cierto, me
permite calcular que Niemeyer era de estatura
mediana y no demasiado delgado). La única pega
era Ida Rüdiger. La peluquera del Partido lo
despreciaba. Ella procuraba rodearse de una ayuda
doméstica refinada y no contaminada por un
pasado sombrío como el de Kupinsky. Antes de
romper con su amante, hizo todo lo que pudo para
crearle problemas al factótum de Neukölln.
Kupinsky nos dio varios ejemplos: “echó no sé qué
en los rosales para que se secaran”, y “dejaba las
ventanas abiertas aposta cuando los loros estaban
fuera de las jaulas”. Kupinsky presenciaba las
acaloradas discusiones entre Niemeyer y su novia
desde el jardín y temía que sus días de trabajo en
aquella casa estuvieran contados.
»Pero nada más lejos de la realidad. Pronto
fue la llamativa Ida la que hizo las maletas, no sin
antes asegurarse de que todos los grifos de la casa
estaban abiertos. Por suerte para Niemeyer, el
suministro de agua solo funciona a ciertas horas del
día, así que los desperfectos ocasionados a los
muebles y los incontables chismes son limitados.
Aun así, algunos de los suelos de madera quedaron
arruinados. Los trabajadores entran y salen como
Pedro por su casa, se producen un par de robos;
Niemeyer llama a la policía, pero nunca sospecha
de Kupinsky, etcétera, etcétera. Lo interesante es
que, cuando Florian Grimm salió de la habitación
(la cerveza que había bebido durante el almuerzo
tenía que ir a alguna parte) y le insistí a Kupinsky,
me miró con aire astuto y frunció los labios, como
insinuando que hay algo que no quiere decirnos. Me
dio la impresión de que tenía la costumbre de
escuchar a escondidas y sabe más de lo que dice.
»Hasta el propio Grimm admitiría que las
escuchas telefónicas no lo descubren todo. Además,
retiraron los dispositivos de escucha de la
residencia en febrero de este año. ¿Por orden de
quién? Nada menos que del conde von Heldorff, jefe
de policía de Berlín. Es toda la información de la
que dispone Grimm. ¿Debo deducir de esto que
Frau von Heldorff es una de las clientas de Rüdiger
y que le pidió a su poderoso marido que se
asegurase de que se respetase la intimidad de su
peluquera? Es posible.
»Rüdiger tenía la tarjeta de visita de Heldorff
en su colección. Pero esto no explica el secreto de
Kupinsky. Me considero un excelente interrogador, y
tengo a coroneles y generales soviéticos en el saco:
confío en que, si logro tener otra reunión con él,
esta vez cara a cara de principio a fin, no me
resultará difícil hacer que Kupinsky tire de la
manta. Pero primero, tendré que deshacerme de la
molesta presencia de Grimm.
»Volviendo a la cuestión de la participación de
Kupinsky en el asesinato. Si puedo creer todo lo que
me cuenta, algunas cosas son ciertas: a. La relación
entre el Profeta y el jardinero no era de naturaleza
sexual (aunque es muy posible que el jardinero
desease que lo fuera); b. El estatus privilegiado de
Niemeyer le concedía cierta privacidad, si no
inmunidad; c. Ida Rüdiger rompió con él después de
varias violentas peleas durante las cuales le tiró
platos a la cabeza, quemó ropa interior
perteneciente a una joven rival en la bañera y, por
último, contrató a Kugler, el difunto investigador
privado. Kupinsky, como Frau Wirth, se había
fijado en que había un coche discretamente
aparcado en el vecindario. Al principio pensó que
podría ser la Gestapo, pero luego reconoció a
Kugler, el antiguo hombre de la Kripo, al que
Kupinsky conocía del desafortunado asunto Fritsch.
»Por desgracia, cuando Ida Rüdiger dio
carpetazo a su relación, también despidió a Kugler.
Estamos hablando de la tercera semana de mayo;
es decir, unos cuarenta días antes de la noche del
asesinato, Niemeyer estuvo libre de vigilancia y
pudo invitar a su casa a quien quisiese.
»Entonces, ¿por qué Kupinsky estaba en la
lista de sospechosos? Porque no tiene coartada
para el momento del asesinato (dice que estaba en
casa, solo). Pero, que se sepa, no le guardaba
rencor a la víctima y parece poco realista pensar
que un hombre de su físico pudiera haber cruzado
Berlín con un rifle de caza, drilling o de otro tipo.
Sabemos que Glantz tenía un drilling. Kupinsky no
ha servido en el ejército y aunque su padre era un
comunista de gatillo fácil, era solo un niño durante
la República. Aunque exista una remota posibilidad
de que pudiera tener acceso a un arma, ¿por qué
iba la víctima a abrirle la puerta a altas horas de la
noche? Por ahora, parece el sospechoso menos
probable, aunque he aprendido a no fiarme de las
apariencias.
»Durante el interrogatorio, hubo momentos en
que Grimm pareció tentado de retorcerle el cuello a
Kupinsky por lo que era (o es). Y sin embargo, la
policía utiliza a personas como él como
informantes. Y no solo la policía. En Rusia, al
principio de la guerra, ¡uno de mis comandantes
contaba con la información que recibíamos sobre el
enemigo de un travesti ucraniano llamado Ludmila!
»Añadido más tarde, a las 6:17 p.m. Ya que me
he deshecho del policía hasta mañana por la
mañana, me estoy preparando para visitar a
Maximilian Kolowrat, que vive cerca de aquí. De
Kolo solo sé lo que ponía en la nota biográfica del
Berlin Illustrierte y lo que recuerdo de haber leído
sus libros. Tiene 53 años, es de buena familia
austriaca y estudió derecho. Después de servir
como capitán al frente de una compañía durante la
Gran Guerra, los italianos lo hicieron prisionero
durante una temporada. Una vez repatriado, se
marchó a Sudáfrica, donde conoció a su esposa
afrikaner (el matrimonio duró siete años y terminó,
primero, en divorcio y después, de forma todavía
más definitiva, con la muerte de ella durante una
epidemia). Yo lo llamaría un nacionalista
conservador, aunque, según tengo entendido,
abandonó la política hace años para ganarse la
vida como corresponsal de guerra ampliamente
publicado (en España, China, la campaña africana
de Mussolini) y escritor de viajes. Al perder la
fortuna de su familia tras la derrota de Austria,
escribió para casi todas las revistas que se
publicaban en Alemania en la época de Weimar
para reconstruir laboriosamente sus finanzas. Tenía
su propio avión cuando cubrió la guerra de Etiopía
(unas interesantes imágenes desde el aire ilustran
su crónica).
»Una curiosidad: durante los Juegos
Olímpicos de Berlín, discutió con nuestra cineasta
estrella Leni Riefenstahl, lo que le costó un asiento
privilegiado en la terraza reservada a la prensa.
Tendré que esforzarme a fondo para no dejar ver lo
nervioso que estoy por conocerlo.
»Nota: esta tarde, antes de volver al Leipziger
Hof, ordené a Grimm que me llevara de vuelta al
Adlon, aunque no nos pillaba precisamente de
camino. La razón aparente era que había olvidado
el precioso frasco de tinta azul Pelikan. Pero en
realidad, bajé las escaleras hasta el comedor
(donde las mesas ya estaban puestas para la cena,
pero aún no había comensales) en busca del jefe de
camareros. Es el mismo alsaciano de mis buenos
tiempos con Dikta, cuando mis generosas propinas
le invitaban a ser locuaz. Al verme entrar, se acercó
rápidamente para preguntar si podía hacer algo
para ayudarme. Le repetí la pregunta sobre el
paradero de Salomon que había quedado sin
respuesta en recepción horas antes.
»Como era de esperar (el conserje no
comparte información con el personal del
comedor), el jefe de camareros no sabía que el
coronel y yo no íbamos a cenar en el hotel, y se
compadeció de que me hubiesen dado plantón.
También dijo que la repentina marcha de Salomon
del Adlon había coincidido con una época de mucho
trabajo en la cocina debido a la llegada de varios
oficiales del Estado Mayor. ¿En serio? Era todo
oídos. Imagínate: el pobrecillo no tuvo reparo en
añadir que la mesa que Salomon había dejado
vacante la había ocupado al mediodía nada menos
que el antiguo jefe del Estado Mayor. Con una
sonrisa de oreja a oreja, exclamó: “¡El Adlon sigue
siendo el Adlon, teniente coronel!”.
»No le falta razón. Así que Ludwig Beck es el
general retirado del coche con chófer. Lo conozco
bien de vista, y no recuerdo que estuviese entre los
oficiales que cenaron en el Adlon hace unos días. Al
salir del hotel, empecé a darle vueltas a dos
preguntas: ¿qué hace el viejo Beck en pleno Berlín
y por qué le habrá ordenado a su chófer que me
siga? Creía que, tras su dimisión y después de que
lo operasen de cáncer, se había retirado a su casa
de Lichterfelde.
»Sigo sin conocer el paradero de Salomon,
pero esta noticia me dará que pensar durante las
próximas horas.
»Disimulé mi perplejidad frente a Grimm, que
me esperaba junto al coche. Hasta me detuve a
comprarle unas medallas conmemorativas a un
chico de las Juventudes Hitlerianas, lo
suficientemente mayor como para que lo destinen a
actividades mucho más peligrosas en los próximos
meses que a la venta de alfileres propagandísticos
para la Patria».
6

«Treinta radios convergen en el centro de una rueda, pero es el


vacío el que la hace útil al carro.»

HEIDEGGER,
Estancias, citando el Tao Te Ching de Lao Tzu4
INMEDIACIONES DE Barbarossaplatz,
SCHÖNEBERG, 7:10 P.M.
«No es el tipo de sitio al que uno trae habitualmente a
mujeres». Junto con un aroma a tabaco de pipa y tras una
brevísima presentación, fue lo primero en que se fijó Bora al
llegar al apartamento de Kolowrat. Pequeño, aunque decorado
con un gusto exquisito (los libros y las sofisticadas obras de
arte tenían que provenir de una casa mucho más grande:
apenas quedaba espacio libre en las paredes), se podía abarcar
de un solo vistazo. Al dejar atrás el dormitorio para llegar al
salón, Bora vio una espartana cama individual a través de la
puerta parcialmente abierta. «Impecablemente hecha», juzgó,
«al estilo militar. El tipo de cama en el que dormiría si tuviese
mi propia casa».
Libros en cajas y óleos y bocetos enmarcados apoyados
contra las paredes limitaban aún más el espacio útil. El
teléfono estaba a mano, en el pasillo: no era de extrañar que le
hubiese parecido que Kolowrat estaba esperando sentado a su
llamada.
Moreno y de ojos oscuros, delgado y con una chaqueta de
punto informal de aspecto inglés, Kolowrat lo precedió pasillo
abajo.
—Francamente, coronel, era un hombre despreciable. —
Soltó su primer e inesperado comentario sobre Niemeyer nada
más entrar en el salón, donde las paredes estaban forradas de
libros—. ¿Cómo es posible que un hombre tan despreciable
posea tal don?
Era una pregunta retórica que dejó a Bora con ganas de
más.
—Los santos deberían poseer habilidades sobrenaturales,
no ser encantadores de serpientes que se hacen ricos a costa de
los crédulos que ven la grandeza de su don y no la mezquindad
del hombre que hay detrás. Es una gran injusticia.
De cara a su invitado, en la habitación que hacía las veces
también de estudio, Kolowrat tenía la apariencia y los modales
naturales de un viajero cosmopolita y, sin embargo, según
recordaba Bora, no salía en ninguna de las fotos de sus
célebres viajes a tierras lejanas. ¿Habría tomado la decisión de
considerarse a sí mismo un simple ojo observador en lugar de
un protagonista? Podría ser un detalle revelador, y marcar la
diferencia.
—No me considero más cínico que la mayoría de mis
colegas —añadió Kolowrat—. Pero créame cuando le digo que
solo accedí a asistir a uno de sus espectáculos porque unos
amigos de confianza insistieron. Después de todo, estaba
escribiendo una serie de artículos en los que denunciaba la
credulidad que subyacía a nuestra era del jazz. —Indicó con
una inclinación de cabeza varias publicaciones que se
amontonaban en la mesita de café, junto a una máquina de
escribir con una hoja de papel a medio mecanografiar. Viendo
que Bora prefería no sentarse (solo había dos pequeños
sillones, uno de ellos ocupado por un viejo gato atigrado),
Kolowrat también permaneció en pie con las manos en los
bolsillos—. Si ha leído mis artículos, sabrá que siento una
fuerte aversión por las mujeres estúpidas y crédulas.
Aunque no añadió «pero admiro a las mujeres
inteligentes», Bora entendió que era lo que estaba insinuando.
—¿Y por los hombres estúpidos?
—Todavía más. Como todo hombre digno de llamarse
así, luché en la guerra. Viajé, viendo de primera mano la
miseria y la desesperación en lugares lejanos, y en lugares más
cercanos de lo que nos gustaría admitir. El majestuoso
espectáculo de lo que llamamos «cumbres aún por conquistar
y profundidades insondables» me dejó, ¿cómo decirlo?,
impaciente con las preocupaciones egoístas de muchas
personas. No es que despreciara particularmente al Profeta de
Weimar, por mucho que malgastase sus habilidades psíquicas.
Me irritaba su hedonismo desenfrenado. La joven boba de la
que hablo en mi artículo no tiene nombre, simplemente porque
representa a cientos de hermanas igualmente ingenuas.
Asistentas o esposas de mariscales de campo, todas dispuestas
a ver a través de los ojos de otro para no tener que mirar con
los propios. Todas dispuestas a pagar por ese privilegio,
aunque muchas a duras penas podían permitírselo. —A
diferencia de muchos de los hombres a los que había conocido,
Kolowrat dio a Bora la impresión de alguien que se negaba
rotundamente y con total confianza a compararse con él o a
desafiarlo. Se sentía plenamente a gusto consigo mismo—.
Antes de Niemeyer, se decía que Hanussen predijo el incendio
del edificio del parlamento alemán; mejor dicho, había oído
rumores y se atrevió a hablar de ello. Sea como fuere, el
Reichstag se quemó y Hanussen murió.
—También murió el pirómano Lubbe, ejecutado. Pero,
aparte de por muchachas crédulas, al parecer, tanto Hanussen
como el Profeta de Weimar eran consultados por una nutrida
clientela masculina de todas las clases sociales.
—Desgraciadamente, tiene razón.
—¿Nunca necesitó de sus servicios?
Kolowrat se echó a reír.
—No, en absoluto.
—Pero asistía a sus espectáculos y lo frecuentó durante
un tiempo.
—Me aburría como una ostra escribiendo columnas de
sociedad y de sucesos. Es cierto que me relacioné con él
durante unos días con la esperanza de desenmascararlo.
—¿Y lo consiguió?
—Sí y no.
Kolowrat lo invitó a sentarse y Bora rehusó
educadamente.
—Admito que estaba deseando hacer trizas al Hijo de
Asia, como se hacía llamar en un principio. Un invierno, en la
Resi de la Neumannstrasse, el mago nos deleitó con voces
fantasmales, adivinaciones, mensajes del más allá… Vi a
viudas y a flappers desmayarse ante su teatro, me reí para mis
adentros y tomé notas. ¿No había conseguido Hanussen, su
predecesor, convertir una cabra en un enano e hipnotizar a una
dama perfectamente respetable para que representase un
orgasmo sobre el escenario? Pues bien, hechizado por nuestro
hombre, un suboficial retirado puso con gran esfuerzo un
huevo fantasma particularmente grande y un colega mío,
materialista hasta la médula, cantó el «Magnificat» en falsete.
Hace bien en sonreír, se lo cuento para hacerle sonreír. —
Kolowrat apartó delicadamente al gato de su sillón y se sentó
para que Bora hiciese lo mismo—. Decían que hacía milagros,
¡y un cuerno! Fui el único del atónito público que se rio
abiertamente. Pues bien, imagínese mi sorpresa cuando se me
acercó, me miró fijamente y me dijo en voz baja que antes de
que terminara la semana, ¡recibiría la noticia de la muerte de
una mujer a la que una vez había amado en África! Es
imposible que se enterase de la muerte de mi exmujer, coronel.
No podría haberlo sabido ni aunque hubiese tenido una red de
espías e informantes sueltos por toda Berlín, simplemente
porque todavía no se había producido y nadie sabía que
sucedería. En aquel momento, estaba en perfecto estado de
salud, y la epidemia que acabó con ella en pocas horas la mató
inesperadamente el sábado siguiente. Para mí, fue un punto de
inflexión filosófico, lo admito. No psicológico, sino sin duda,
filosófico. El lunes siguiente, lo mandé llamar. Pasamos más
de seis horas reunidos en mi estudio de la Drakenstrasse, y al
final de la sesión le firmé un cheque por una suma
considerable. Lo aceptó sin pestañear, como si se lo debiera.
—¿Y no era así?
—Tal vez. —Kolowrat sacudió la cabeza—. Sí, se lo
debía. Y podía permitírmelo.
Sentado en su sillón, con la espalda muy recta, Bora era
la viva imagen de la atención y, sin embargo, no podía evitar
que su mente se distrajera. «Hace menos de un año, cuando
busqué a la amante, ahora mayor, de mi padre biológico cerca
de Járkov, cerré un círculo de la historia familiar. Hoy…
aparte de mi papel en este caso de asesinato, me pregunto cuál
es mi papel con respecto a Max Kolowrat. En realidad, él me
es indiferente, como yo a él. Pero si la vida de Nina hubiera
seguido un rumbo distinto, podría haber sido mi padre, o al
menos mi padrastro».
—Verá, coronel: durante esas seis horas llenas de juegos
de mano y melodrama, el tipo demostró tener conocimiento de
detalles tan privados que nunca se los había revelado a nadie y,
más adelante, compartió conmigo episodios de mi propia vida
que solo yo podía conocer. ¡Y pensar que estaba decidido a
desenmascararlo! Para usar una antigua expresión jasídica, me
enfrenté a un «espejo del alma».
En el Berlín de 1944, pocos citaban el misticismo judío.
Aunque no dijo nada, Bora quedó impresionado.
—¿Puedo preguntarle exactamente por qué lo define
como «despreciable»?
Sin mirarlo abiertamente, Bora estaba memorizando el
rostro y los gestos de Kolo, una costumbre profesional que a
menudo era un fin en sí mismo, aunque no esta tarde. En
cuanto a Kolo, parecía perfectamente consciente de que lo
estaba examinando y no hizo nada por evitarlo. Mantenía su
seguridad en sí mismo sin esfuerzo visible.
—Porque no solo echaba perlas a los cerdos, sino que
además, ponía un alto precio a trucos baratos. Tenía contados
momentos serios y, en lugar de valorarlos, los despreciaba.
—Los magos ganan más dinero que los santos —observó
Bora.
—Exactamente. Como Hanussen, aparentemente
Niemeyer era un hombre de espectáculo. A diferencia de
Hanussen, anhelaba tener verdadero poder. —Cuando el gato
atigrado subió de un salto a su regazo, Kolo dejó que posase
las patas aquí y allá hasta encontrar una postura cómoda—.
Por ejemplo, coronel von Bora, no sé dónde lo hirieron, pero
le aseguro que, si hubiera conocido a Niemeyer antes de su
lesión, no se habría producido. Le habría descrito el lugar y las
circunstancias de forma tan clara que podría haberlos evitado.
Aunque Bora no tenía intención de fruncir el ceño, no
pudo evitarlo.
—Puede que hubiese tomado aquel camino rural italiano
de todos modos… sin mis hombres, tal vez, porque perdí a
algunos en el ataque. ¿Está sugiriendo que en ocasiones
Niemeyer ocultaba ciertos detalles para que sus predicciones
dieran en el blanco?
—Sí, me consta. Un ejemplo: como piloté mi propio
avión durante años, siempre presto atención a las noticias
sobre accidentes aéreos… —«Sí», se dijo Bora, «sin duda.
Incluido el de Peter, que arrebató a Nina a su hijo menor y le
dio una razón para volver a verla»—. Pues bien, el Profeta de
Weimar conocía bien al ministro del Reich e inspector general
Fritz Todt y lo asesoraba habitualmente en sus viajes. Así que,
cuando acabaron con Todt…
—Perdone, pero ¿qué quiere decir con «cuando acabaron
con Todt»?
Por un momento, la amplia sonrisa de Kolowrat le quitó
varios años de encima.
—Al accidente aéreo, por supuesto, al despegar del
cuartel general del Führer en Prusia Oriental hace dos años…
¿no creerá que fue fortuito?
—Por supuesto que sí. —Consciente de que corría el
riesgo de llegar a apreciar al periodista, Bora se esforzó por
mitigar su impulso hasta el punto de contradecirlo sin motivo
—. ¡Si no hubo una investigación oficial es porque es evidente
que fue un accidente!
Kolowrat no respondió. Sin ahuyentar al gato atigrado, se
inclinó hacia delante y comenzó a colocar tiras de papel
cuidadosamente recortadas entre las páginas de las revistas, a
modo de marcadores. De este modo, dejó a Bora reflexionando
sobre el hecho de que la muerte de un inspector general deja
vacante el puesto para otra persona. Después de todo, fue el
propio Albert Speer, el sucesor de Todt, el que lo declaró
oficialmente un accidente, para que todos pudieran decir: «a
rey muerto, rey puesto».
—Según su interpretación, doctor Kolowrat, Niemeyer
podía, a propósito o por capricho, decidir no advertir a Fritz
Todt del desastre inminente, o a mí de la emboscada de los
partisanos. Esto lo convertiría en un simple aficionado más
que en un profeta. ¿Cree que por eso mismo, es posible que
algunos lo detestasen lo suficiente como para suprimirlo? —
Mientras hablaba, Bora sintió la mirada fría y penetrante de su
anfitrión sobre él y decidió devolvérsela. «No sabe (ni se fía,
ni se cree) cuál es la verdadera razón de mi visita y está
realizando algunos análisis por su cuenta. Es natural. Me
resulta difícil sentirme cómodo o aparentar estar más a gusto
de lo que lo estoy. Nunca me siento cómodo delante de mi
padrastro. Ni siquiera cuando discuto con él y salgo ganando».
—«Suprimirlo». Interesante elección de palabras,
coronel. Quizá. Fuera quien fuese el asesino, no le tenía
miedo. Sí, digo «miedo»: aunque no lo admitiesen, a muchos
de mis conocidos anteriormente escépticos les ponía nerviosos
el don del adivino, y ni yo mismo volví a reunirme a solas con
él.
—Alguien que no le tuviese miedo. Interesante.
—O bien, alguien llevado por un miedo aún mayor.
Después de todo, había quienes lo creían incapaz de morir.
—¿Pensaban que era inmortal?
—Incapaz de morir; no sé si es lo mismo.
Uno de los dos tendría que bajar la mirada tarde o
temprano, y no sería Bora.
—Pero, señor, sí que murió.
—Eso parece. —Kolowrat encontró una excusa creíble
para apartar la mirada cuando el gato atigrado se bajó de su
regazo de un salto y se escabulló de la habitación—. Tenía un
don, unos privilegios, una arrogancia y un poder suficientes
para ignorar a los críticos y a los que conocían la falsedad de
sus afirmaciones académicas. Por cada amigo que hacía, hacía
un enemigo, tanto dentro como fuera del Partido. Muchos le
debían grandes sumas de dinero, lo que no me sorprende. La
misma historia que con el Parteigenosse Hanussen.
—Parece que hay similitudes obvias entre los dos. —Tras
ganar el combate de miradas, Bora se sintió un tanto
avergonzado. Después de todo, era él el que estaba abusando
de la hospitalidad de Kolowrat. Sus largas piernas, un
impedimento en el abarrotado salón, le recordaron lo
incómodo de las circunstancias. Él también apartó la vista,
hacia las fotografías enmarcadas de tierras lejanas—. ¿Qué
más puede decirme del camarada Hanussen?
Kolowrat siguió la mirada de Bora. Se levantó
tranquilamente del sillón para enderezar uno de los cuadros,
que colgaba ligeramente torcido.
—Frecuenté lo suficiente a Hanussen como para intuir
que se había vuelto indeseable. —Volvió a sentarse frente a su
invitado—. En muchos aspectos. Era judío (pero, recuerde:
hasta la prensa judía hacía alardes de despreciarlo); era un
amante imprudente; un inversor sin la discreción del banquero.
Y lo que es peor: predijo el incendio del Reichstag menos de
un día antes de que se produjese. Grosser Marmorsaal, febrero
de 1933. Yo estaba allí, coronel, y lo escuché con mis propios
oídos. La pregunta que le hizo el jefe de las SA en Berlín se
refería a las posibilidades que tenía el partido en las próximas
elecciones. Así que, ¿de dónde salió la visión de las llamas?
En cualquier caso, su caída en picado comenzó aquella
primavera, cuando muchos de sus partidarios fueron
destituidos temporal o permanentemente de su cargo. Algunos
eran Strasser, Heldorff, Schleicher…
—El primero y el último cayeron en la Purga Sangrienta
de las SA un año después.
—Sí, junto con Röhm, su líder. Aunque no el conde von
Heldorff… ni Lutze, que murió en un accidente de tráfico el
año pasado. Los de la prensa nos preguntamos por qué
Hanussen no les advirtió de lo que les esperaba.
La tarde era cálida en la pequeña y elegante habitación, a
pesar de la bocanada de aire que entró por la ventana abierta,
trayendo un ligero olor a yeso y polvo de ladrillo, tan
característico de los tiempos de guerra. En el jardín de abajo
(en realidad, un patio al que no llegaba el sol poniente y donde
flotaban las sombras), la exuberante copa de un alto árbol se
mecía perezosamente. Ambos hombres se quedaron en
silencio, cada uno a su manera absorto en pensamientos muy
alejados del tema en cuestión.
Bora no conseguía sacudirse la impresión de que esta
tarde Kolowrat, si no lo apreciaba, al menos lo toleraba.
«Después de anhelar durante años el reconocimiento de mi
padrastro, tengo un gran respeto por el general», reflexionó.
«Le estoy agradecido por haberme educado como lo hizo».
Pero nunca había sentido cariño por el viejo. «Y aunque
amaba profundamente a Peter, que era de su propia sangre,
seguramente me aprecia a su manera. Aun así, desde el
principio fui, sin quererlo, su rival por la atención de Nina».
—En cuanto a mí —continuó Kolo—, me contento con
poder decir que he vivido según el lema de nuestra familia:
«Et si omnes, ego non». Aunque todos lo hagan, yo no.
Admito que en ocasiones lo seguí simplemente por llevar la
contraria: si todos se comportaban de cierta manera, si algo
estaba de moda, no quería tener nada que ver con ello, por
principio. Mi droga preferida siempre han sido los deportes de
riesgo y los viajes de riesgo. Si le soy sincero, me permitía el
lujo de profesar una lucidez maliciosa y mordaz, y sabía
mantenerme al mismo tiempo dentro y fuera de las cosas.
Banqueros perversos, políticos infames, charlatanes de todo
tipo, funcionarios corruptos, jóvenes actrices consentidas por
sus madres, burgueses hambrientos de emociones… Niemeyer
era solo uno de los muchos números que se representaban bajo
la carpa del circo de Weimar.
—¿Qué quiere decir con funcionarios corruptos?
—Justo lo que he dicho. Uno se los encontraba a todos
los niveles.
Kolowrat no añadió más, pero el ligero énfasis que había
puesto en el adjetivo «todos» sugería que el mando no era
inmune. Insistir habría sido imprudente y descortés, así que
Bora se abstuvo.
—Hablando del circo de Weimar, ¿se llegó a descubrir
qué le pasó en realidad a Hanussen?
—¿Aparte de que con toda seguridad no fue asesinado
donde lo encontraron en avanzado estado de descomposición,
en un campo cerca de Zossen? No. Y una fuente fiable cercana
al gobierno local me dijo que «nos deshacemos de la basura
fuera de los límites de la ciudad».
—Imagino que no sería difícil encontrar voluntarios para
ese tipo de servicios por aquel entonces.
—Nada más fácil.
Bora decidió arriesgarse.
—¿Le dice algo el nombre de Gustav Kugler?
—No. ¿Quién es?
—Disculpe, pero si no lo conoce o no lo recuerda,
prefiero no decirlo. Prefiero no influenciarlo, por si vuelve a
toparse con ese nombre. ¿Y Walter Niemeyer, en aquella
época…?
—Buena pregunta. Justo entonces, cuando la República
llegaba a su fin, Walter Niemeyer rompió la incómoda
crisálida del Hijo de Asia para convertirse en Magnus
Magnusson. Mientras la estrella de Hanussen se eclipsaba, la
suya comenzaba su fulgurante ascenso. Publicó su segunda
autobiografía, donde reveló que era ario puro ¡y culpaba a
Hanussen por haber tenido que fingir ser de ascendencia judía
para triunfar sobre las tablas! La apuesta podría haberle salido
mal; pero en cambio, el libro fue todo un éxito. ¿Lo ha leído?
Está bien escrito… cada línea rezuma Heimat y orgullo
escandinavo. —Quitó importancia a su propio comentario con
un gesto de la mano—. El aún relativamente desconocido
Magnusson tomó el relevo de Hanussen: haciendo milagros y
predicciones, prestando dinero… Algunos hasta opinaban que
Hanussen no había muerto, o que su alma se había
reencarnado en su colega, la nueva estrella. Hasta este mismo
junio, a pesar de la prohibición de hacer adivinaciones,
muchos berlineses optaban por pasar hambre para poder pagar
los consejos de Niemeyer. —El gato atigrado volvió a entrar,
sigiloso, en el salón, se subió de un salto al regazo de su amo y
empezó a acicalarse a fondo—. Usted no cree en ninguno de
estos fenómenos, ¿verdad, coronel?
Bora se esperaba la pregunta.
—Creo en Dios.
—¿Y en los milagros?
—Creo en Dios. Lo que no equivale a decir que esté
convencido racionalmente de su existencia. Solo significa que
creo en Él.
—Pero no da importancia a las profecías…
«Más de lo que se imagina», pensó Bora. «Pero no es el
momento ni el lugar para señalar que la predicción de
Remedios, que pronosticó mi muerte, me ha pesado en la
conciencia durante los últimos siete años».
—Basta con decir, señor, que, como soldado, tengo una
relación estrictamente funcional con el futuro. Mi opinión
sobre el talento de Niemeyer no cuenta para nada en esta
investigación. Mi deber es descubrir quién lo mató.
—Y por qué.
—Eso también. Pero, en primera instancia, quién. El resto
depende de los fiscales y los jueces. Debo volver al frente, y
ya tengo trabajo de sobra durante mi estancia en la capital sin
complicarme más las cosas.
—Entendido, coronel. Aunque conocí al séquito de
Niemeyer mejor que muchos en Berlín, no tengo una respuesta
para usted. Visité su villa en varias ocasiones, tanto por mi
cuenta como cuando sus fiestas iluminaban la noche. Para ya,
Krüger. —De pronto distraído, Kolowrat se apartó la cola del
gato atigrado de la cara. El animal se subió de un salto a la
mesa y jugueteó con la hoja que sobresalía de la máquina de
escribir—. Sus amigos y admiradores esperaban que le pusiese
un nombre exótico a su residencia, como «El jardín de las
delicias» o «Shangri-La». En cambio, se decidió por el
prosaico «Villa Gerda» en honor a su madre. Al parecer, hasta
los profetas tienen este tipo de debilidades filisteas. ¿En
cuanto a las mujeres? Bueno, era promiscuo. La prensa no ha
revelado cómo lo asesinaron, así que no puedo aventurar
ninguna teoría sobre un posible culpable. Probablemente, una
mujer emplearía un calibre pequeño, veneno, un objeto
pesado… o un asesino a sueldo.
Bora no entró en detalles.
—Volviendo al tema de Fritz Todt y su muerte prematura,
¿hubo otras sesiones de espiritismo o representaciones en las
que las visiones de Niemeyer adoptasen un perfil
políticamente dudoso? —La pregunta estaba cargada de
significado, y se esforzó por quitarle importancia—. Lo
pregunto porque sin duda, ese tipo de visiones llamarían la
atención de la gente.
—Sin duda alguna. Dada su clientela, cada declaración
que hacía podría interpretarse como política. Hasta que se
declaró la guerra, por el entorno de Niemeyer corrían rumores
descabellados sobre este o aquel complot nacional o extranjero
contra el Führer, y cada vez que lograba escapar
milagrosamente, su suerte se atribuía a predicciones oportunas.
Si me pregunta por mi opinión —Kolowrat negó con la cabeza
—, creo que era el propio adivino el que alentaba los audaces
rumores, inundando a su público de alcohol, chicas y cocaína
en la Katakombe de la Bellevuestrasse. Dejé de asistir a las
fastuosas fiestas que celebraba en su casa en el 38, cuando, en
mi opinión (tómeselo como quiera), el mundo empezó a
necesitar algo más que ilusionistas y trucos de magia. Estará
de acuerdo en que los rumores, ya de por sí, eran peligrosos,
tanto para los que los propagaban como para el propio
Niemeyer.
Bora observó cómo jugaba el gato.
—En vista de esto, ¿puede sugerirme a alguien que esté
lo suficientemente familiarizado con Niemeyer como para…?
—Perdone que lo interrumpa: nadie que quiera hablar,
coronel. No… esa ruta queda descartada en este momento y en
esta ciudad. Ni una amante ni un criado ni un cliente le dirá
gran cosa si cree que no es seguro. Recuerde que Niemeyer, el
trepa, autor de éxito y embaucador, tenía poco que ver con un
sabio con un don. Uno podía burlarse del primero y temer al
segundo. Nunca estará más cerca de escuchar que el Profeta de
Weimar vivía peligrosamente, a pesar de lo que le sucedió a
Hanussen, su predecesor y rival. ¿Acaso se ha resuelto aquel
atroz asesinato? No. Hace once años traté en vano de
entrevistar a un tal inspector Albrecht, al que habían asignado
rutinariamente el caso. Lo único que descubrí es que Hanussen
fue arrestado justo antes de una de sus actuaciones, y no por la
policía.
Bora mantuvo su fachada impasible, pero se preguntó:
«no por la policía…». ¿A qué se refería? ¿A la Gestapo, a las
SA, a una asociación de veteranos? Todos igualmente
concebibles. Durante su servicio en la Abwehr, los rumores y
predicciones de conspiraciones contra el régimen circulaban
constantemente. No le tocaban de cerca, ya que trabajaba en
contraespionaje, pero según tenía entendido, y en contra de los
comentarios sarcásticos de la prensa internacional, Hitler no
daba importancia a las profecías. Himmler, sin embargo, junto
con Rosenberg y otros altos cargos, sí. Aun así, el vínculo
entre Niemeyer y los que estaban en el poder existía desde
hacía más de veinte años, y se prolongaba sin interrupciones
desde la República de Weimar hasta el Nacional Socialismo.
Durante esas dos décadas, como Hanussen, podrían haberlo
silenciado en multitud de ocasiones.
—A Niemeyer lo mataron con un rifle de caza —le dijo,
siguiendo un impulso—. Posiblemente, un modelo de la
Luftwaffe.
Los ojos de Kolowrat viajaron hasta el alféizar de la
ventana, adonde Krüger había subido para retomar
peligrosamente su aseo.
—¿En serio? ¡Extraordinario! Entonces, puede descartar
que el culpable sea una mujer. No me extraña que predicara en
contra de la caza. En una de las fiestas en su casa, el Profeta
literalmente echó a patadas a un coronel retirado de la Fuerza
Aérea porque frecuentaba un coto de caza al sur de Grodno…
No, no recuerdo el nombre del veterano, pero apostaría dinero
a que su familia y él se marcharon a Polonia en otoño del 38.
¿En otoño del 38? Un oficial judío expulsado a la fuerza
después de la Kristallnacht era un sospechoso de asesinato
poco probable. Por un momento, la historia picó el interés de
Bora, aunque pronto la descartó.
—Aquí tiene. —Sobre la mesita de café, Kolowrat
empujó las revistas en dirección a Bora—. Son todos los
artículos de la serie Estrellas sobre Berlín. Puede que le
resulten de ayuda o puede que no, pero retratan fielmente un
momento de nuestro pasado reciente. Esta larga pieza de
opinión, que, citando a La ópera de los tres centavos, titulé
«Primero va el comer, luego va la moral», le dará una idea del
mundo en el que se movían los magos en el punto álgido de la
crisis económica. Por último, esta es una copia de El factor de
la lucidez, el libro en el que analizo la sociedad de Weimar y
en el que afirmo que la difusión, las borracheras y el consumo
de drogas crearon un «mundo flotante» en el que la nación
perdió el rumbo. Tal vez le resulte de interés tangencial.
Vitriólico, me temo, pero como veterano, pasaba por una fase
poco generosa.
Bora guardó cuidadosamente el material en su maletín.
—Le agradezco su tiempo y sus observaciones, doctor
Kolowrat. —Se puso en pie—. Si se le ocurre algo más sobre
Niemeyer…
—Por supuesto.
Tras bajar al regordete gato atigrado del alféizar, Max
Kolowrat cerró la ventana. Acto seguido, sacó una botella y
dos copas de coñac de un aparador con puertas de cristal
abarrotado de discos de gramófono.
—Antes de que se vaya —dijo—, a menos que esté de
servicio…
Cuando Bora respondió que no, sirvió dos copas.
—Es de cosecha antigua. El último de su especie. Le
ofrecería el brandy de ciruela típico de mi tierra si me quedara,
pero Krüger tiró la botella de la mesa hace tres semanas.
Sí. Kolo no había trabajado como corresponsal de guerra
en Francia antes de la guerra, sino en el peligroso frente de los
Balcanes. Bora agitó suavemente la copa de coñac entre los
dedos. Su impresión de que Kolo lo trataba con cierta
indulgencia no hacía más que aumentar. No era sentido
paternal, sino indulgencia. «¿Por qué? ¿Qué verá en mí? ¿Un
investigador desesperado, un oficial condenado al frente, o
(teniendo en cuenta mi edad y quién soy) el hijo que podría
haber tenido con Nina si ella le hubiese dicho que sí? Actúo
con cautela ante la posibilidad de llegar a apreciarlo, pero él
no tiene miedo de estimarme».
De pie, con la copa en la mano, tenía una mejor vista de
la exuberante copa verde frente a la ventana (el árbol era un
tilo), cuyas hojas temblaban bajo la brisa del atardecer. Algo
más cerca, se fijó en una profunda grieta en la pared junto a la
ventana: oculta desde donde había estado sentado junto a la
cortina, se extendía desde el techo al suelo, como si un
cuchillo gigante hubiera intentado cortar la habitación en dos.
«Si supiera que Nina ama al general (es decir, que siente más
que su deber de esposa, y quizá cierta ternura, hacia él), estar
aquí esta tarde sería casi insoportable. El hecho de que mi
visita esté resultando de todo menos desagradable debe
significar algo».
Kolowrat tapó la botella. Viendo que Bora se había fijado
en la grieta, confirmó en tono amable:
—A finales de junio escapé por los pelos. Menos espacio,
menos comodidad, menos amigos… Hay que adaptarse a los
tiempos, pase lo que pase. A menos que se produzcan unas
circunstancias sin precedentes, compartiré el destino de Berlín
en esta interesante fase de su historia, y de la guerra. —Una
vez más, se encogió de hombros—. Soy berlinés de adopción,
coronel. De austro-húngaro no me queda nada, salvo una cierta
afabilidad burlona.
Bora asintió. «Nina es la circunstancia sin precedentes
que espera que se produzca. Si le insinuase que lo necesita (no
sé si es cierto, solo lo supongo, como supongo casi todo de
este extraño giro de los acontecimientos), algo me dice que se
marcharía a Leipzig esta misma noche, o en el primer tren que
parta con destino a la ciudad. Pero no diré nada parecido…
porque hasta con mi madre, me contengo y respondo “estoy
bien”, y en Rusia, “Khan” Tibyetsky y yo fingimos no ser más
que un general soviético y un interrogador de la Abwehr,
cuando en realidad éramos parientes. Aunque Kolowrat me
acepte por ser hijo de Nina, no pienso decirle lo que creo que
ella siente. No puedo hacerle eso a mi padrastro».
—Por días mejores, coronel von Bora.
—Por días mejores, doctor Kolowrat.
Bora se humedeció los labios de coñac añejo. Era
excelente, suave y reconfortante incluso en una noche de calor,
y bebió con cuidado. Por fuera, parecía estar valorando lo
precioso de aquella última botella de licor importado. Pero, en
realidad, de pronto le preocupaba que Kolowrat fuese a
malinterpretar inevitablemente su visita. De haber podido,
habría dicho: «Por favor, comprenda que no estoy aquí por
razones patéticas, como un ataque de celos o un afán de
control masculino: los Bora no somos así. Pero tenía que venir
porque soy el único que conoce el secreto de Nina, y usted
debe evaluarme y estimarme como hijo de Friedrich, hijastro
del general Sickingen y, sobre todo, como el defensor de
Nina».
Pero se limitó a decir:
—Muchas gracias por el préstamo, señor. Le devolveré el
material en buen estado a la mayor brevedad.
—Tan pronto como le sea posible. Lamento no poder
serle de más ayuda, coronel. Pero, si me permite sugerirle
algo: dudo que los astros tengan algo que ver con la muerte de
Niemeyer.
—Estoy de acuerdo. La próxima vez, ¿debo llamar antes
de venir?
—No. —Kolowrat sonrió, como si se imaginase por qué
se lo preguntaba—. No es necesario. Venga directamente
cuando quiera.

Al salir del piso de Kolo, Bora sintió algo que rozaba la


embriaguez, algo a medio camino entre la melancolía y la
euforia, imposible de atribuir a una sola copa. Recorrió a pie el
corto trayecto hasta Barbarossaplatz y buscó un banco, donde
se sentó tanto para aclarar su confusión como para estudiar el
material que le había dado Kolowrat.
Se quedó allí hasta que la creciente oscuridad le impidió
ver. Poco a poco, de entre las tinieblas empezaron a surgir las
líneas fosforescentes que marcaban las aceras y las esquinas de
las calles, algunas cerca y otras más lejos. En la geometría
espectral que permitía a los berlineses orientarse en la ciudad a
oscuras, los tranvías con las ventanas tapadas surcaban la
noche, emitiendo un brillo azul verdoso como un fuego fatuo o
el rastro de una luciérnaga.
Bora guardó los artículos de Kolowrat. Esperaba que, en
cualquier momento, se le acercase un policía o un vigilante
nocturno a preguntarle qué hacía allí, así que se aseguró de
tener listos sus documentos y una excusa. Tras la exaltación
había recobrado una claridad mental casi implacable que le
hacía sentirse expuesto y vulnerable.
Evocados por la intransigente e irónica pluma del
reportero, los años 20 lanzaban pequeñas ráfagas silenciosas
en su mente, como pompas de jabón cuya iridiscencia se
desvanece sin dejar rastro. Los botones del Kaiserhof, con sus
uniformes rojos, los gigolós engominados del Adlon, el caviar,
la ginebra rosa, las citas lésbicas en el Silhouette, las bandas
criminales conocidas como los Siempre Fieles o los Trece
Inofensivos… Era imposible descifrar hasta qué punto había
participado Kolo en esa dicha ebria. Sin duda, había
frecuentado lugares donde los excesos estaban a la orden del
día, pero la vena clínica de sus notas sobre la ilusión, la
zafiedad y la alegría espuria parecía más bien una lista de
enfermedades. «Yo mismo he estado», reflexionó, «en
sórdidos comedores y clubes de oficiales con el mismo
desprecio silencioso, sintiéndome solo y a la deriva. Kolowrat,
en cambio… a él no le molesta recordar. Es como la Estrella
Polar, fijo e intocable, y capaz de reírse de su propio desdén».
Sobre su cabeza (algo inusitado en el reluciente Berlín de
antaño), el cielo se extendía como un inmenso manto de
terciopelo negro. Las constelaciones reconocibles (Aquila,
Cygnus) calmaban la vista con su aparente inmovilidad. «Las
estrellas fijas no existen», se recordó Bora. «Es una ficción de
la antigüedad. En realidad, todo lo que forma parte del
universo está en constante movimiento, en constante rotación,
y solo la lenta interacción de las órbitas crea la ilusión de que
nos quedamos quietos. Hasta la palabra “Kolowrat”
originalmente significaba “Rueda”». Cuando un meteorito se
desprendió de un cuadrante particularmente oscuro del cielo,
iluminándolo como si una mano hubiese lanzado una piedra a
un estanque, Bora observó cómo su brillo crecía en intensidad,
atravesaba la atmósfera y se desvanecía hasta desaparecer por
completo. No quedó nada. Para protegerse a sí mismo, se
prohibió toda nostalgia, todo recuerdo. «Cada día es un día y
yo soy quien soy. Si tuviese elección, estaría con mis hombres
en las montañas italianas, pero no tengo esa opción. Hace seis
semanas estaba en Roma… no». Dio la espalda a sus actos
recientes, a sus pensamientos recientes. A los remordimientos.
Habían sucedido muchas cosas desde Roma.
«El orden y el desorden son los únicos dos estados del
ser». Por inclinación, pertenecía al primero, pero no dejaba de
encontrarse en el segundo. Entre un riesgo y el siguiente, había
un espacio que tenía que cruzar, de ida y vuelta. «Al final,
permanezco equidistante entre ambos estados, siempre en
peligro».
Ahora que Nina estaba a salvo lejos de Berlín, se sintió
tentado de creer que poder confiársela a alguien en caso de
emergencia aligeraría hasta cierto punto la carga que llevaba
sobre los hombros. Por supuesto, ni él ni Max Kolowrat
habían llegado a pronunciar su nombre durante su
conversación.
Al despedirse, se habían limitado a un apretón de manos
y un firme intercambio de miradas, como si se pasaran el
testigo durante una carrera de relevos. Ambos adoraban a la
misma mujer, pero la dejaban libre de elegir, y esta era su
discreta forma de demostrarlo. Bora podría haber roto todas
las reglas y arriesgarse a decírselo: «si Nina lo elige, ámela».
Pero no era necesario.
Kolowrat ya la amaba.
Saberlo le dolía y al mismo tiempo le llenaba de
esperanza.
Otro meteorito surcó en silencio el cielo, diminuto y
resplandeciente, como una gota de agua que cae sobre una
superficie caliente. La noche estaba despejada, perfecta para
un bombardeo.
«Todo se mueve, se cae o se desmorona. Pasé los
primeros veintitrés años de mi vida en la más absoluta certeza.
Durante los siguientes siete años, empecé a oír derrumbes cada
vez más insistentes y a lo largo de los últimos dos años he
presenciado literalmente cómo se desmoronaban piezas de mi
realidad, como si el destino común de los alemanes fuese el
desmembramiento».
Cada día le arrebataba algo. Solo le quedaban los
principios, como los radios de una rueda que seguía girando, a
veces a gran velocidad, alrededor de un punto fijo, el cubo que
lo sostenía todo. Recordó las palabras del Tao Te Ching:
«treinta radios convergen en el centro de una rueda, pero es el
vacío el que la hace útil al carro». Sí. Solo los meteoritos,
fragmentos de cometas pulverizados, surcaban lentamente el
cielo hacia occidente, como una polvareda que se alza y se
posa en torno a la rueda que huye.
Hacía mucho tiempo que se sentía solo con sus
decisiones. Cuando presentó al general Blaskowitz informes
que podían costarle la carrera e incluso la vida; cuando decidía
tranquilamente desobedecer órdenes criminales; cuando
evitaba que tal o cual vida humana se convirtiese en carne de
cañón en la guerra. Incluso esta noche estaba solo, igualmente
alejado de los que parecían estar tramando lo inimaginable y
de los que se preparaban para aplastarlos. No era cierto, como
se lamentaba Salomon, que las palabras como «juramento» y
«lealtad» hubiesen perdido su significado: simplemente, eran
conceptos cargados de más ambigüedad de la que uno
esperaba.
«Para muchos, esta equidistancia conlleva seguridad;
pero para mí, siempre ha implicado un riesgo. El mundo de
lealtad profesional en el que me muevo está compuesto por
comandantes y subordinados; mientras que en el mundo
privado, impera la lealtad a los padres y padrastros, y la lealtad
que se espera de los hijos e hijastros. ¿Dónde encajo yo? Soy
subordinado y comandante, hijo e hijastro, pero no padre».
«O… no del todo».
La idea fue inesperada y dolorosa.
«Dios, el primer hijo de Dikta y mío, que nunca llegó a
nacer, ahora tendría unos cinco años. Si Kolo hubiera estado
en mi lugar esta noche y yo en el de Kolo, me habría mirado y
juzgado… ¿cómo? Lo cierto es que no pude salvarlo a él ni a
sus dos hermanos porque no supe de su existencia. Debería
llorar a mis hijos no deseados. Pero, hasta el día de hoy,
incluso después de que nos separáramos de forma tan poco
amistosa, al volver la vista atrás, lo que más me preocupa es
que Dikta arriesgara su vida durante los abortos… o, como
mínimo, que se arriesgara a acabar en la cárcel, ya que el
Reich castiga a las mujeres que deciden interrumpir un
embarazo».
Era curioso que, incluso cuando se esforzaba por
distanciarse de las cosas y sobre todo de las personas, a
menudo cometía el error de volver a necesitar esas mismas
cosas y personas, a necesitarla a ella.
Puede que la equidistancia fuese una ilusión, como todo
lo demás. Consciente de su soledad, Bora se levantó del banco.
Siguió la Freisinger Strasse hacia el este, en dirección al
Leipziger Hof. Lo detuvieron dos veces y dos veces, mostró
sus papeles, hasta que un policía insistió en escoltarlo con su
linterna.
LEIPZIGER HOF, JUEVES 13 DE JULIO
A las cinco, Bora ya estaba levantado. Casi una semana
después de la muerte de su tío, se despertó con un recuerdo sin
trascendencia de su infancia en Leipzig. Fue en otoño del 25,
justo después de su duodécimo cumpleaños. Mientras Berlín
bailaba al son del jazz estadounidense, en casa Bora tuvo su
primer sueño erótico (si es que fue erótico; no lo recordaba), y
el doctor Reinhardt-Thoma fue la única persona en el mundo a
la que se lo contó. «Bueno, tío», pensó mientras se afeitaba,
«gracias por no reírte de mí aquel día. Eras un buen hombre.
Antes de abandonar Berlín, prometo hablar con tu colega
Olbertz. Si tiene un mínimo de conciencia, me contará más
acerca de tu suicidio».
Poco después, un empleado del hotel llamó a la puerta
con la noticia de que la radio estaba emitiendo un aviso de
bombardeo. Bora, que estaba leyendo, se acercó a la puerta en
mangas de camisa para darle las gracias. Dejó ambas puertas
abiertas (las ventanas llevaban abiertas toda la noche por el
calor), pero no bajó las escaleras.
Mientras los huéspedes malhumorados pasaban en fila,
con destino a los sótanos o al refugio más cercano, Bora
terminó de estudiar el reportaje de Kolo sobre la moda del
ocultismo en la República de Weimar. Pronto, al ominoso
zumbido de los aviones al aproximarse, agudo e invisible
desde su habitación de esquina, contestó el staccato de la
artillería antiaérea en torno a la ciudad. Puede que Berlín fuese
el principal objetivo aquella mañana o puede que no; en
cualquier caso, cayeron algunas bombas al noreste. A través de
un hueco entre los altos edificios, vio cómo se elevaban varias
columnas de humo desde los barrios del centro, un área
inmensa que se extendía desde el zoológico hasta
Alexanderplatz.
Con todo, ya que no podía hacer nada al respecto, y no
queriendo enterrarse en un refugio subterráneo, Bora siguió
leyendo. Las primeras palabras de El factor de la lucidez de
Kolowrat, tan oportunas en aquel momento, le causaron una
mezcla de diversión y amargura: «Macht euren Dreck alleene»
(«encargaos de vuestra mierda vosotros solos»), el comentario
que soltó el rey de Sajonia en noviembre de 1918, en dialecto,
cuando dejó Dresde en manos de la turba revolucionaria.
«Definitivamente», pensó, «en toda la Patria, cada uno se
encarga de su propia mierda».

Una hora más tarde, el bombardeo, el fuego antiaéreo y la


alerta habían terminado. En su lugar se elevó el ulular de las
sirenas de ambulancias y camiones de bomberos; mientras que
el humo se alzaba hacia el cielo, como dedos, desde las zonas
dañadas, como queriendo agarrar el último cuarto de pálida
luna, que, sin haber terminado su ascenso en el cielo, ya
empezaba a desvanecerse.
En la planta baja, el desayuno en el comedor decorado
con paneles (tortilla a base de yema de huevo rehidratada) fue
más bien un bocado apresurado entre rostros cansados por la
falta de sueño y la preocupación. La guerra no solo había
juntado a la gente, sino que la había hecho más cruel,
impaciente y grosera. Algunos, sin duda, se curaban el miedo
espiando e informando unos de otros. Bora bebía el sucedáneo
de café con la mirada puesta en los clientes que estaban
sentados a otras mesas con uniformes o ropa de civil, y que
alguien podría haber infiltrado como informantes, tanto en este
como en otros hoteles.
Tenía una duda persistente. «Sea lo que sea lo que se
esconde tras mis órdenes de investigar, por el momento lo
único que he conseguido poner en evidencia es a mí mismo.
Por el amor de Dios, en cuanto mi nombre apareció en el
periódico en relación con el funeral del tío, todos los que
tienen cuentas pendientes conmigo se enteraron de que estaba
en Berlín. Debería cerrar el caso eligiendo al azar a uno de los
cuatro sospechosos que tan amablemente me proporcionaron
(bueno, menos a Ida Rüdiger, tal vez, ya que tiene amigos en
las altas esferas) y presentándoselo al jefe Nebe. Glantz va en
cabeza, seguido de cerca por Kupinsky. Kupinsky sería
perfecto: nadie lo echaría de menos. La coartada de Eppner no
está fuera de toda sospecha (todos los que asistieron a la fiesta
de cumpleaños eran amigos suyos). Además, estoy seguro de
que podría conseguir que la chica rusa, Paulina Andreyevna
Issakova, jurara todo lo que le indicase y así acabar con el
relojero».

Dieron las ocho y ni rastro de Florian Grimm. Bora


decidió concederle una hora, al no saber si se habría quedado
atrapado en algún sitio debido a las calles dañadas, o si habría
perdido el coche en el bombardeo. No obstante, el transporte
público funcionaba (un motivo de orgullo para los berlineses),
así que, a las nueve, llamó a la jefatura de la Kripo para
preguntar por él. Le dijeron que la casa del inspector Grimm
era una de las alcanzadas por las bombas enemigas. No había
ninguna otra información disponible sobre él o su familia. A
menos que hubiese pasado lo peor, podrían pasar horas antes
de que se presentase en su puesto.
Bora colgó. Inmediatamente, pensó en una forma de
aprovechar la ausencia de Grimm. Quería ver al doctor
Olbertz, que no le había devuelto la llamada, aunque la
enfermera debía haberle dado el número de teléfono con el que
podía localizar a Bora en el hotel. Pero su consulta estaba en el
centro y, aunque se hubiese salvado del bombardeo, sería
difícil llegar mientras retiraban los escombros. Pero tenía otro
objetivo de lo más oportuno: Berthold «Bubi» Kupinsky.
KOPFSTRASSE, NEUKÖLLN, 9:38 A.M.
Kupinsky no abrió la puerta. Bora esperó unos minutos y
probó suerte con el picaporte. Al ver que estaba abierta, entró
sin vacilar. Lo recibió la misma miseria que en su visita con
Grimm el día anterior, aún más pronunciada porque la luz
entraba a raudales en la habitación delantera por la ventana
abierta. No había nadie. Tras pasar por encima de un par de
pantalones de pijama tirados en el suelo, entró en el
dormitorio. Allí, amontonados en un rincón, vio un rastrillo,
una pala y otras herramientas de jardinería. Unas pocas
prendas de ropa colgaban de sus perchas, y un tufillo a cerrado
mezclado con un olor a colonia barata y a zapatos gastados
impregnaba el diminuto cuarto. Era evidente que alguien había
dormido en la cama, cubierta con una colcha con un estridente
estampado floral.
Bora volvió a la habitación delantera. Era posible que
Kupinsky hubiera salido a hacer unos recados, pero los
pantalones de pijama que su dueño se había quitado
apresuradamente y la llave que aún estaba en la cerradura
contaban otra historia.
Bora se asomó a la ventana (este lado del edificio daba a
un patio embaldosado) y calculó que hasta un hombre cojo
sería capaz de salir fácilmente del apartamento apoyándose en
el bajo alféizar. Pero si Kupinsky se había escabullido por allí,
solo podía haber entrado en otro apartamento. No se veía
ninguna salida que diese a un espacio externo, ni a la calle.
Aparte de una cajetilla de tabaco arrugada y una pequeña pila
de ladrillos contra la pared, el patio inundado de sol estaba
vacío.
Con unos pocos pasos, Bora volvió al hueco de la
escalera. El cristal teñido de la puerta frente a la de Kupinsky
tembló cuando llamó con unos golpes breves. Un extraño
ruido proveniente del interior, como si alguien arrastrase los
pies, le hizo sospechar que el vecino que estaba agachado
sigilosamente tras la puerta retrocedía para levantarse y a
continuación acercarse a la puerta fingiendo sorpresa. Esto
también ocurría en Berlín: los civiles se agachaban para
curiosear sin ser vistos por el ojo de la cerradura antes de
abrirle la puerta a un visitante.
—¿Quién anda ahí?
Se asomó una mujer menuda y muy maquillada, de unos
cincuenta y tantos años. Debió de entrever el uniforme de
Bora, primero por la cerradura y luego a través del cristal
opaco, por lo que prefirió darle respuestas seguras y concisas.
¿El tipo del 17B? Solo llevaba un par de semanas allí, no sabía
su nombre. Para ella era el del 17B. No era el primero que
venía a buscarlo. ¿Que quién se lo había llevado? Unos
hombres vestidos de civil. Pero sin alboroto: el joven los había
seguido por voluntad propia. ¿Hace cuánto que se marcharon?
Pues… a eso de las seis de la mañana, cuando su novio se fue
al trabajo.
—Verá: trabaja en el matadero. Ahora que llegan trenes
de ganado ucraniano a las siete y a las dos y media, está
haciendo horas extras.
Bora hizo unos cálculos rápidos. Era imposible que unos
amigos o conocidos hubieran venido a por Kupinsky. Podrían
ser hombres de paisano, de la Gestapo, del Servicio de
Seguridad del Reich… ¿Y si habían aparecido nuevas pruebas
y habían arrestado a Kupinsky por el asesinato de Walter
Niemeyer?
—Muy bien —dijo—. Gracias. —Esperó a que la silueta
de la mujer desapareciese tras el cristal cuando la vecina se
alejó de la puerta y volvió al apartamento 17B.
Fuera cual fuese el motivo por el que se habían llevado a
Kupinsky a las seis de la mañana, no habían registrado su
apartamento, lo cual podía ser buena o mala señal,
dependiendo de si no tenían pruebas reales contra él o si no las
necesitaban. Bora se tomó unos minutos para registrar las
pertenencias del joven. Descubrió poco de interés. Una lista a
lápiz de direcciones de Dahlem detallaba los trabajos de
jardinería realizados o por realizar en el barrio de Niemeyer:
setos y arbustos ya podados, parterres por plantar o por cavar,
mantenimiento del césped de distintos jardines… Bora se fijó
en que el acaudalado doctor Wirth se había retrasado en el
pago los dos últimos meses. Entre la ropa que colgaba en el
dormitorio identificó un traje de verano de buena calidad,
posiblemente una de las prendas usadas de Niemeyer. Un
sujetalibros calado con forma de cabra montesa reposaba sobre
una cómoda que contenía calcetines y camisas perfumadas y
meticulosamente planchadas. Había fotos de actores y actrices
recortadas de revistas y pegadas a la pared, y dentro del cajón
de la mesilla de noche encontró unos pocos caramelos,
cigarrillos y lo que parecían ser (si las clases sobre drogas y
sus efectos a las que Bora había asistido en la Abwehr eran
exactas) supositorios de morfina.
Era posible, como le había dicho Grimm (que, en este
momento, podría estar muerto entre las ruinas de su casa), que
Kupinsky siguiese dedicándose a la arriesgada profesión que
había provocado su arresto en el pasado. Era igualmente
concebible que fuese informante y se le permitiese seducir a
hombres sobre los que las autoridades querían recabar
información. El joven tenía pocos objetos personales. En el
dormitorio, solo unos gemelos baratos y unas corbatas
corrientes con las iniciales de Kupinsky bordadas a máquina.
El registro de Bora pasó al siguiente nivel: con menos
entusiasmo, miró bajo el colchón de crin de caballo y dentro
de la funda de la almohada, detrás de la estufa de leña, dentro
de las latas de la despensa y bajo la mesa, las pocas sillas y la
gastada alfombra. Solo encontró envoltorios de caramelos,
sucedáneo de café y unas monedas. Pasó los dedos por el
marco de la ventana por si alguien había escondido un papel
entre la madera y la pared. Nada.
Su costumbre de ir más allá de las apariencias le llevó a
sentarse a horcajadas sobre el alféizar de la ventana para salir
al patio enlosado, recoger la cajetilla de tabaco arrugada y
mirar en su interior. Estaba vacía. Pudo haber ignorado la
pequeña pila de ladrillos; pero, por instinto, los levantó uno a
uno para ver qué había debajo.
Sus ojos se posaron en un sobre sellado, cuidadosamente
colocado para que no sobresaliese del ladrillo de más abajo.
Leyó las iniciales mecanografiadas del destinatario: E. D. No
llevaba dirección, membrete ni remitente. El papel de
excelente calidad hecho a mano se parecía al de la
correspondencia de Niemeyer con su editor, que había
examinado en la oficina de Glantz tras su intento de suicidio
fallido. Instintivamente, Bora se metió el sobre en el bolsillo,
volvió al apartamento de Kupinsky y usó la hoja de afeitar que
solía llevar consigo para un afeitado rápido para abrir la solapa
a lo largo del pliegue.
En ocasiones, al hojear precipitadamente un texto, pueden
saltar a la vista palabras sueltas y desconcertantes. Fue justo lo
que le pasó a Bora. El doble subrayado en tinta violeta de dos
frases, al que poco le faltó para traspasar el papel de excelente
calidad, hizo que se le secara la boca: «Atención inmediata…
Oficina Central de Seguridad del Reich… el ejército… interés
vital del Estado…». El miedo anidaba bajo la aparente
neutralidad de los caracteres escritos a máquina. Bora se
preguntó hasta qué punto habían caído todos en el abismo si a
un soldado podían entrarle sudores fríos un día de verano con
solo leer una carta.
El propio Niemeyer debía estar muerto de miedo cuando
escribió el texto (había erratas y correcciones por todas
partes), pero no por eso dejaba de ser lo suficientemente
vengativo como para querer llevarse a todos consigo si caía.
Bora solo podía imaginar la reacción del destinatario, si es que
llegaba a recibir la carta.
¿Sería E. D. un amigo, un abogado, un notario? No se
había topado con estas iniciales en el expediente de Niemeyer.
Volvió a meter la carta en el sobre, la dobló dos veces y
se la escondió en la manga izquierda. Pasó varios minutos
recorriendo la habitación con pasos inquietos para
tranquilizarse, tratando de no sacar conclusiones hasta que no
se sintiera lo bastante sosegado como para salir del
apartamento.
Apenas salir del piso, un alboroto de voces broncas y un
grupo de sombras que tapaban el umbral que daba a la calle
iluminada lo hicieron detenerse en seco. Tres hombres
corpulentos de facciones rudas, ataviados con amplios abrigos
de los que ocultan la presencia de armas, irrumpieron juntos en
el hueco de la escalera. Desconcertados al ver a un oficial del
ejército, se pararon de inmediato. Su vacilación bastó para que
Bora recuperase el aplomo y preguntase con desparpajo si
habían venido a buscar al residente llamado Kupinsky.
El más corpulento de los tres, prácticamente un doble de
Florian Grimm, masculló:
—¿Qué le importa a usted Kupinsky, coronel?
Bora se sacó la tarjeta de visita con el nombre de Nebe
del bolsillo del pecho y se la mostró sin mediar palabra.
Los hombres se miraron unos a otros.
—No hemos venido a por Kupinsky —añadió el que
había hablado primero—. Haga el favor de dejarnos pasar.
En aquel momento, se oyeron ruidos en el piso de arriba:
una puerta que se cerraba de un portazo, alguien que corría por
el apartamento, la voz estridente de una chica que se elevaba y
era inmediatamente silenciada. Los tres hombres pasaron por
delante de Bora y subieron corriendo las escaleras. Durante el
alboroto que se produjo a continuación, Bora estuvo seguro de
que las puertas de todos los apartamentos del edificio, excepto
la del piso en cuestión, permanecerían cerradas a cal y canto.
Hasta la puerta del apartamento en cuestión, a juzgar por el
estrépito de cristales rotos, se abrió a la fuerza.
Dado que el episodio no tenía nada que ver con él, Bora
podría haberse marchado. Pero prefirió esperar al pie de las
escaleras a que concluyese lo que parecía ser un arresto en
toda regla. Minutos después, los tres matones bajaron llevando
a rastras a un hombre en camiseta al que alguien acababa de
romperle la nariz. Estaba blanco como el papel, y la sangre le
goteaba sobre la camiseta sudada. Mientras lo sacaban al
exterior levantándolo por las axilas, lanzó una mirada
aterrorizada al impasible oficial.
—¡Lo juro! Köpenicker Landstrasse 7e, ¡no sé nada más!
—Bora lo oyó gimotear desde el umbral.
Sin prisa, no queriendo mostrar ni interés ni desinterés,
siguió a los cuatro hombres hasta la puerta del edificio. Había
coches negros estacionados por toda la calle, conducidos por
matones con abrigos y sombreros de fieltro calados. Teniendo
en cuenta la escasez de combustible, la operación era
demasiado grande como para tratarse de un simple arresto por
robo o un delito similar. A menos que fuera judío, el hombre
debía estar buscado por subversivo: un pacifista, un
comunista, un espía enemigo… Lo metieron a empujones en
un sedán que se marchó de inmediato, seguido por el resto de
los vehículos. El tercer coche redujo la marcha al pasar por
delante de Bora, y tanto el conductor como el pasajero lo
observaron con atención mientras se alejaban.
Se demoró unos minutos en la calle solitaria, pensando:
«esto podría pasarnos a cualquiera. Podría pasarme a mí. Ya al
principio de la guerra, cuando miles de personas se entregaban
a diario como prisioneros, pensaba que podría pasarme a mí».
Se imaginó los aterrados mugidos del ganado a punto de ser
sacrificado al norte del río. Seguramente se estarían dando
prisa para acabar con este lote antes de que llegara el segundo
tren, a las dos y media. El asfalto empezaba a ablandarse bajo
el sol.
Aunque, llegados a este punto, Bora podría haberse
marchado del vecindario, volvió a entrar en el edificio y subió
al piso de arriba. Las gotas de sangre que salpicaban las
escaleras y las baldosas del rellano, algo más arriba, lo habrían
guiado hasta el lugar correcto, aunque el cristal de la puerta no
hubiese estado roto. Aquí el ambiente estaba más cargado, más
impregnado de olores, como si el edificio fuese un cadáver
cuyas entrañas se encontraran aquí, subiendo un tramo de
escaleras.
Antes de que Bora tuviese oportunidad de llamar, en
cuanto entrevió su silueta a través de los cristales rotos, una
chica se apresuró a abrir la puerta. Tenía la cara magullada e
hinchada de llorar y el labio inferior reventado y en carne viva.
«Trató inútilmente de proteger a su hombre», reflexionó, «y
cobró lo suficiente como para quitarle las ganas de resistirse».
La joven no le preguntó por qué quería entrar. Dando un
paso atrás, volvió a un salón similar al de Kupinsky, excepto
por el descolorido papel pintado. Bora vio fotografías
familiares, una estufa sin encender y una estantería desde la
que habían caído al suelo varios libros y un diccionario.
Sábanas, almohadas, facturas de agua y de luz y diversos
objetos, incluida una pequeña maceta con una rala mata de
menta, estaban dispersos por el suelo, donde los habían tirado.
Una mancha de sangre en la jamba de la puerta del dormitorio
parecía marcar el lugar donde habían golpeado la cabeza del
hombre. No siempre es necesario mancharse las manos para
romperle la nariz a alguien.
Había sorprendido a la chica llenando una maleta de
cartón. Aún faltaban por meter un par de sandalias de cuerda,
mientras que un sostén de algodón blanco y una combinación
con una tiranta rota estaban tirados sobre el colchón desnudo.
—¿Qué ha pasado? —Bora se lo preguntó como si se le
debiese una respuesta, y la chica maltratada (tan distinta de Ida
Rüdiger, con sus defensores y amigos de alto rango) murmuró
que el inquilino «conocía de vista» a un par de personas a las
que habían arrestado la semana anterior. Decir ser conocidos
casuales era una vieja excusa: incluso en Berlín, no todos los
días se producían arrestos sin motivo. Bora entendió que había
algo más. Se fijó en que no llevaba alianza de bodas, aunque
podría haberla vendido o empeñado.
—¿Cómo se llama su marido? Quizá pueda preguntar por
él.
—No es mi marido, acabamos de conocernos. Vivo aquí
subarrendada.
Seguramente era mentira, pero no importaba. Bora cogió
una de las facturas de agua y leyó el nombre que figuraba en el
papel.
—¿Sabe al menos a qué se dedica Anton Reich?
La chica, que sería atractiva de no ser por los golpes que
había recibido y por el barato vestido de verano, o no sabía o
no quería decir nada más. Embutió furiosamente las sandalias,
el sostén y la combinación en la maleta.
—A veces trabaja como chófer, sobre todo para los
médicos del hospital Charité… si encuentra un coche que
utilizar y combustible para conducirlo.
No parecía un trabajo ilegal, pero un escuadrón de
hombres de civil no sale con cuatro coches sin una buena
razón. En cuanto al Charité, el hospital estaba muy lejos de la
Köpenicker Landstrasse, la dirección que había gritado el
hombre mientras se lo llevaban.
—Conducía taxis hasta que perdió el trabajo, por
bocazas.
Añadió este detalle sin que se lo pidieran, por pura
frustración. A Bora no le apetecía amenazarla para averiguar
más. Ser un bocazas normalmente significaba quejarse de la
política, no lo suficiente para llamar a la Gestapo. En cualquier
caso, fuera lo que fuese lo que había hecho el tal Anton Reich
para merecer el arresto, no le interesaba. Bora observó cómo la
chica miraba a su alrededor en busca de algo más que llevarse
y, al no encontrar nada útil, arrancaba la mata de menta, la
sacudía para quitarle la tierra de las raíces y la metía en la
maleta junto con el resto de sus trapos.

Bora volvió a salir del edificio, esta vez para no volver.


Habría caminado hasta la parada de autobús más cercana de no
haber visto el motivo de su visita cojeando calle arriba con las
manos en los bolsillos, como si viniese de Hermannplatz. Bora
se dio la vuelta y se apresuró a entrar en el 17B para no
alarmar a Kupinsky y volver a perderlo de vista.

—Hola, Kupinsky.
Pillado por sorpresa, el joven renunció a cualquier intento
de escapar. Entró en el edificio y, tras lanzar una mirada al
hueco de la escalera (donde se oía llorar a la chica en el piso
de arriba), cerró la puerta tras de sí. Era difícil saber qué se le
pasaba por la cabeza: probablemente, abandonó de inmediato
toda esperanza de que el atlético oficial del ejército viniera por
razones tan vergonzosas como inimaginables. Su segunda
idea, algo más inquietante, debió ser que le esperaban más
preguntas, así que más le valía inventarse algo.
Bora lo caló de inmediato.
—Será mejor que no me vengas con cuentos.
El poco sutil paso del formal «Sie» a la tosca familiaridad
del «Du» le indicó que no sería fácil escabullirse de este
interrogatorio. Con aire apocado, Kupinsky se metió los puños
en los bolsillos con la expresión sombría que ponen los
maleantes de poca monta cuando se encuentran bajo presión.
—Si fuiste tú el que entregó al tipo del piso de arriba,
Kupinsky, has vuelto a casa demasiado pronto como para no
levantar sospechas.
—¿Yo? No, señor. ¿A qué se refiere? Acabo de salir un
momento…
—¿Quién vino a buscarte esta mañana?
—Es que estoy en libertad condicional…
—Puedo comprobar fácilmente si lo que dices es cierto o
no.
Kupinsky apretó los puños en el interior de los bolsillos.
Sus ojos de párpados caídos se dirigieron a la ventana, frente a
la cual se había colocado Bora para evitar que la claridad del
día le iluminase la expresión.
—Bueno, no he hecho nada ilegal —dijo—. Apenas
había tenido tiempo de instalarme en este agujero cuando me
ordenaron que observase al tipo que vive arriba e informase de
él. En este edificio no hay líder de bloque, y de algo hay que
vivir.
Bora sabía por qué miraba hacia el patio y dejó que el
miedo se acrecentase en su interior. «Por supuesto, la Gestapo
lo utiliza como espía. Kupinsky lleva años colgando de un
hilo. Pero también les ocultó la carta, y ahora no sabe si yo o
ellos hemos registrado el piso y la hemos encontrado. Se
muere por salir a ver si sigue ahí. Igual hasta piensa que yo
también trabajo para la Gestapo».
Kupinsky hizo un mohín e inició un imprudente intento
de sortear al oficial para llegar a la ventana. Bora le impidió el
paso.
—¿Quiere cerrar la ventana, con este calor…? Sé
perfectamente cuándo alguien me está ocultando información.
Ahora que tenía las manos fuera de los bolsillos,
Kupinsky parecía no saber qué hacer con ellas. Las agitó de un
lado a otro mientras caminaba con una sonrisa nerviosa en la
cara.
—No, no. Le he dicho todo lo que sé, coronel. No sé qué
más…
—Háblame de «E. D.».
—¿De quién?
—Háblame de «E. D.» y se acabarán las preguntas. El
resto ya lo sé.
Aunque estaba muy lejos de la verdad, la afirmación de
Bora abrió una brecha en la reticencia de Kupinsky. Con su
mezcla de andrajos y caras prendas heredadas, se tambaleó
ligeramente, receloso pero esperanzado.
—¿Y se acabó?
—Se acabó.
—Dios, llevo días soportando esta pesada carga, cuando
no tengo nada que ver con todo esto.
—Soy todo oídos.
—Es un detalle de nada, coronel. El día antes de su
asesinato, Herr Magnusson me entrega la carta y me pide que
memorice una dirección de la Herderstrasse, en
Charlottenburg. Y un nombre: Ergard Dietz. También me da
dinero para que vaya en transporte público y todo. Solo me
dijo que entregase la carta en mano en el despacho de un
abogado, pero, mira por dónde, este estaba pasando unos días
fuera de la ciudad. Como me dijo que solo debía entregársela a
él y a nadie más, me la llevé a casa por el momento. Aquella
misma noche pasó lo que pasó en Villa Gerda. Estaba muerto
de miedo. No dejaba de preguntarme si debía entregar la carta
de todos modos o si sería mejor tirarla o guardarla un poco
más. Así que me la quedé. Cuando reuní el valor de volver a
entregarla, había una corona funeraria en la puerta de la
oficina, un bufete de abogados. ¿Cómo iba a saber que unos
fugitivos rusos lo habían degollado en su casa de campo? —
Bora hizo todo lo posible por disimular su sorpresa—. No
llegué a abrir la carta ni dije una palabra al respecto, coronel.
Ojalá no la hubiera visto nunca, eso es todo.
Bora asintió.
—En lo que a mí respecta, no la viste nunca. Esto se
acaba aquí.
—Me quita un gran peso de encima, coronel.
11:15 A.M.
El día aún era joven y Bora quería aprovecharlo al
máximo. Llamó al Leipziger Hof desde una cabina para
preguntar si había llegado Grimm. Cuando le dijeron que no,
decidió no dejarle un mensaje por si se presentaba en el hotel.
Acto seguido, buscó el nombre de Ergard Dietz en el
directorio y llamó a su despacho de la Herderstrasse con un
nombre falso, donde una secretaria le confirmó que había
fallecido. Cuando se mostró debidamente sorprendido por la
noticia, la mujer le proporcionó más información. Sí, le dijo,
ocurrió la noche del 3 de julio. El pobre doctor Dietz no había
hecho más que instalarse en su casa de campo cerca de
Grossbeeren para pasar unos días de descanso cuando unos
sanguinarios fugitivos rusos entraron por la fuerza antes del
amanecer. Bora le dio el pésame.
—¿Fue un robo?
—Eso creemos. ¿Quiere hablar con el segundo asociado
del bufete?
—No, gracias.
Era hora de llamar una vez más a la puerta de Bruno para
pedirle consejo.
BEELITZ HEILSTÄTTE, 2:14 P.M.
A pesar de la eficiencia alemana, aquel día no fue fácil
llegar al sanatorio Beelitz en tren. La locomotora del tren con
dirección al sur se averió cerca de Kleinmachnow y, después
de esperar media hora en los vagones recalentados, informaron
a los pasajeros de que las reparaciones iban para largo. Bora se
bajó del tren y siguió un camino polvoriento hasta el pueblo
más cercano en busca de una comisaría de policía o un puesto
militar donde conseguir ayuda. Lo único que encontró fue a
una pareja de suboficiales del Servicio de Alerta de
Bombardeos que, aunque dispuestos, no pudieron ayudarle.
Aunque estaban cerca de la fábrica de Bosch, ni siquiera una
tarjeta de visita con el nombre de Nebe podía materializar un
medio de transporte de la nada. Pidió un caballo, sin éxito.
Aún estaba a casi una hora de su destino, y ni se planteó
volver a esperar con el resto de viajeros frustrados y
acalorados.
Saber que llevaba encima la carta de Niemeyer no hacía
más que acrecentar su aprensión. Cuando al fin consiguió que
lo llevaran en un vetusto camión agrícola, Bora agradeció el
aburrido viaje a Stahnsdorf, donde compró algunas revistas y
un billete para el Beelitz Heilstätte. Desde la modesta estación,
consciente de que, incluso sin Grimm, la Kripo no tardaría en
proporcionarle un transporte alternativo, llamó al Leipziger
Hof siguiendo una corazonada. Como esperaba, un conductor
llamado Trost se había presentado en el hotel hacía veinte
minutos para ponerse a su servicio. Sin dar explicaciones de su
viaje al sanatorio, Bora dio órdenes de que el hombre lo
recogiera a las 5 p.m. frente a la verja de la clínica.

No muy lejos de allí, las SS y sus agresivos perros


pelados habían alcanzado a los prisioneros rusos fugitivos.
Mientras Bora recorría el último tramo hasta la puerta, un
granjero le contó que las SS los habían encontrado en los
terrenos aledaños a una granja abandonada y asediado en un
granero al que acabaron prendiendo fuego.
—Ya era hora —refunfuñó el anciano, con una pipa sin
encender en la boca—. No sé por qué demonios tardaron tanto
en acorralarlos, por el amor de Dios. Es un escándalo que esos
patanes anduviesen sueltos tan cerca de Berlín.
Bora prefirió no hacer comentarios. Los fugitivos, rusos o
no, podían cometer delitos y, de hecho, los cometían: ¿quién
mejor que ellos para cargar con las culpas de cualquier
infracción? El olor acre a humo y a cuerpos quemados era el
mismo que en Polonia, en Ucrania y, antes, en España. «Eso
somos», se dijo Bora. «Y también somos esto. O tal vez, solo
seamos esto, y nada más».
Los hombres de las SS vaciaban sus cantimploras a la
sombra de un árbol; el humo ensuciaba el aire, pero su sombra
era delicada, casi diáfana; puñados de paja y jirones en llamas
flotaban peligrosamente en el aire. Podían provocar otros
incendios. Los jornaleros blasfemaban mientras arrojaban
cubos de agua sobre el seto que separaba la propiedad del
anciano del granero abandonado para evitar que se incendiaran
las ramas. Los perros pelados corrían en círculos.
Pequeños halcones o esmerejones de alas esbeltas
dibujaban círculos en torno al granero y pasaban rozando el
suelo, persiguiendo a los ratones de campo e insectos que
huían del incendio. Daban la impresión de que, en ningún
caso, se podía escapar de la muerte. En ningún caso.
7

«FAUSTO: La puerta rechina, pero nadie entra. ¿Hay alguien


ahí?
INQUIETUD: Esa pregunta reclama un sí.
FAUSTO: Habla. ¿Quién eres tú?
INQUIETUD: Yo ya estoy aquí.
FAUSTO: ¡Aléjate!
INQUIETUD: Estoy en el lugar que me corresponde.»

GOETHE,
Fausto, II parte, Acto V5
BEELITZ HEILSTÄTTE, 2:40 P.M.
—¿Pero qué es esto? ¿Navidades en julio? ¡Creí que ya
habrías vuelto al frente!
Bora dejó caer una brazada de periódicos y revistas sobre
el regazo de Lattmann.
—Me ha surgido algo.
—¡Bueno! Acaban de marcharse Eva y nuestros dos hijos
mayores; no los has visto por un pelo. Mi mujer se habría
alegrado de verte.
—Y yo a ella. Lo siento, Bruno. —Bora se sentó frente a
su amigo en la terraza con vistas a los amplios jardines.
Disimular su preocupación delante de Lattmann no sería
imposible, pero sí más difícil que con cualquier otra persona,
incluida su madre—. Tú que eres berlinés, ¿has oído hablar del
Profeta de Weimar?
Lattmann, que estaba ojeando los titulares, arrugó la
nariz.
—¿De quién? ¿Del tipo que sabía «leer las mentes y dejar
perplejo al sexo débil», como dice la canción de vodevil? —
Alzó la vista—. Cuando era pequeño, todos sus espectáculos
colgaban el cartel de no hay billetes. No me digas que ha leído
en tu carta astral que debes quedarte en la ciudad.
—Lo dudo. Su asesinato es la razón por la que me llamó
Nebe.
Bora tardó unos minutos en resumir su misión, durante
los cuales su amigo se mostró alternativamente curioso y
desconcertado.
—Como te decía, las primeras averiguaciones arrojaron
una lista de posibles sospechosos. No puedo rechazarla de
plano, por mucho que sesgue mi investigación. Dado el
carácter ambiguo de la víctima y los miles de personas con las
que se relacionó a lo largo de más de veinticinco años, es
posible que los cuatro sospechosos no representen a todos los
que le tenían inquina. Puede que vaya desencaminado.
—¿Por qué? Te guste o no, Arthur Nebe es considerado el
policía más astuto de Alemania, por no decir de toda Europa.
Si elaboró una lista de sospechosos, seguramente puedas fiarte
de ella.
—No niego que cualquiera de ellos, salvo quizás Eppner,
pueda ser el culpable.
Siguiendo su costumbre, Bora inspeccionó discretamente
la terraza cubierta y alargada. A esa hora, había pocos
pacientes, y la mayoría estaban absortos en sus enfermedades
o visiblemente aburridos por la falta de acción. Se fijó en el
tipo hosco de la silla de ruedas, el mismo que lo había
observado con tanta insistencia la primera vez, que los miraba
como si la presencia del visitante, al sacarlo de su letargo, le
resultara a la vez intrigante y molesta. Desde lejos, Bora lo
saludó con un indiferente asentimiento de cabeza.
—Aun así, Bruno, me pregunto si no serán simplemente
prescindibles. Hay un tipo llamado Kupinsky que ciertamente
lo es… Pero te hablaré de él más adelante; hay algo que tengo
que mostrarte. Hasta la peluquera de los ricos e influyentes
podría estar al tanto de ciertos chismes peligrosos, y quizá
piensen que estaría mejor entre rejas. En cuanto al resto (un
relojero cornudo y un editor en bancarrota), me pregunto…
—Bueno, dispones de… ¿qué me has dicho? ¿Una
semana en Berlín? Haz lo que puedas, Martin.
—Y hay otro asunto que me preocupa. Tras abandonar
los escenarios, la «consulta privada» del adivino se volvió aún
más lucrativa. Muchos de los que no querían ser vistos con
Niemeyer en público acudían a él en la privacidad de su villa o
de sus propias casas. ¿Tomaría notas durante esos encuentros?
Sin duda. ¿Estarán en Alemania? Probablemente, no. Sus
viajes al extranjero podrían haberle permitido recopilar
comprometedores perfiles personales y depositar su riqueza en
bancos extranjeros.
Cuando una voluptuosa auxiliar de enfermería colocó una
tetera y una taza sobre la mesa de mimbre que tenían al lado,
Lattmann le dedicó una sonrisa inocente.
—Gracias por recordar que me gusta tomarlo aquí fuera.
Es usted un ángel —le dijo. Cuando se marchó, expresó sus
objeciones al argumento de Bora—: Los artistas no disfrutan
de inmunidad diplomática. Podrían haberle registrado el
equipaje en cualquier momento, a la ida o a la vuelta.
—Cierto. Pero si necesitaba poner a buen recaudo datos
delicados, también hay cajas fuertes y cámaras acorazadas en
Alemania, y abogados de confianza que los protejan.
—¿Quiénes son sus herederos?
—No lo sé. No tiene hijos ni familia inmediata. He leído
que tiene parientes lejanos cerca de Hamburgo.
Supuestamente, la cuenta bancaria que tiene en Alemania ya
de por sí supera el millón de marcos, aunque no hay ni rastro
de ella. —Bora hizo una pausa mientras el inválido, que
impulsaba su silla con la vista fija hacia delante, pasaba por
delante de ellos con una sonrisa especialmente maliciosa—.
Bruno, literalmente no tengo tiempo de realizar una
investigación digna de ese nombre. ¿Y si llego a la conclusión
de que el culpable no está en la lista de sospechosos? No
entiendo por qué diablos la Kripo ha elegido a un teniente
coronel del montón para investigar un caso de tanto relieve.
Nebe se niega a decírmelo.
Lattmann dejó los diarios y revistas sobre la mesa, junto a
la tetera y la taza en su bandeja de aluminio.
—No eres precisamente del montón y, por lo que
sabemos, puede que alguien de arriba te haya recomendado
para una misión en la patria: después de todo, trabajar en
contraespionaje te preparó de sobra para las labores de
investigación. Si a eso le sumas una recomendación de
Goerdeler, que, como tú, es de Leipzig…
Era posible. No informarle abiertamente podía haber sido
una forma de evitar que se resistiera a que le encomendasen
una misión lejos del frente. ¿No se había quejado Nebe de los
«jóvenes coroneles, tercos como colegiales»? ¿Y no rezaba el
sucinto mensaje que le habían dejado en su casillero del
Adlon: «Es necesario. Al menos acéptelo filosóficamente y
buena suerte»? La idea incomodó a Bora.
—No pienso abandonar el frente —protestó—. Me niego
a abandonar a mis hombres.
—Lo harás si te obligan. ¿Te apetece una infusión? Aquí
nos ahogan en menta poleo como si fuésemos viejecitas.
—No, no.
Los pacientes, tanto los que podían caminar como los que
necesitaban que los acompañasen, empezaban a abandonar la
terraza para tomar un refrigerio en los verdes salones
abovedados que recordaban a un acuario. Lattmann esperó
hasta que se quedaron a solas para adoptar un tono
conspiratorio.
—Martin —dijo—, somos amigos desde hace años. Gran
parte de nuestra amistad, por nuestro trabajo en el servicio, ha
consistido en no hacer preguntas. Pero el servicio tal y como
lo conocíamos ya no existe. —Tocó la panza de la tetera con
las yemas de los dedos y, una vez seguro de que el líquido que
contenía se había enfriado, bebió directamente del chorro,
sujetando la tapa con el dedo índice—. Siempre sabía cuándo
te habías metido en un lío.
—Lo mismo digo.
—Aunque por asociación… a diferencia de ti, más bien
por accidente. El peligro hace que los hombres se vuelvan
asustadizos y desconfiados, por mucho que disimulen su
preocupación a base de estoicismo, de humor, o de lo que sea.
Nos criamos en este sistema. Es el único que hemos
experimentado desde el punto de vista profesional, aunque a
veces no estuviésemos de acuerdo con sus exigencias. Así que
te aconsejo que tengas cuidado. Actúa como si los
sospechosos fuesen los únicos sospechosos, y encuentra
pruebas de que uno de ellos cometió el asesinato. Y ahora,
dime la verdadera razón por la que has venido.
Aunque Bora se había preparado para este momento, no
respondió de inmediato. Escogió una de las revistas que había
llevado al sanatorio, el número de junio de Más allá de
Ostara, la publicación de Niemeyer, y se la puso en el regazo a
Lattmann.
—Hay dos. La primera es que almorcé con Salomon ayer,
y ni te imaginas lo que me pidió que hiciera.
—¡Ja! Sea lo que sea, si a ese vejestorio le han asignado
una misión en Berlín, los bombardeos habrán tenido tiempo de
sobra de alterarle los nervios.
Bora negó con la cabeza.
—No es eso. Estoy prácticamente seguro de que abusa de
la pervitina, el eukodal y los somníferos, entre otras cosas.
Pero debió de oír ALGO en el Bendlerblock, y ahora quiere
salir de Alemania. Mira la revista que te he puesto sobre las
rodillas… Ábrela.
Vio cómo Lattmann hojeaba la revista, descubría la carta
que había encontrado en casa de Kupinsky, la leía y palidecía.
—Niemeyer se la envió a su abogado el día antes de
morir, pero no llegaron a entregársela.
Ahora que las mejillas de Lattmann habían perdido el
color, las pecas resaltaban como manchas de la edad sobre su
piel.
—¿Sabe alguien que tienes esto?
—Nadie que vaya a contarlo. No la has visto, por
supuesto.
—¿Es la única copia o hay más?
—No tengo ni idea. Apostaría a que hay una copia en
papel carbón en la caja fuerte de Niemeyer, aunque la Kripo se
la encontró vacía. El abogado murió la noche del asesinato, y
alguien prendió fuego a la villa de Niemeyer.
Lattmann estaba tan agitado que le resultaba difícil
susurrar, por lo que su voz sonó ronca y quejumbrosa.
—Por Dios, Martin. ¿Qué piensas hacer?
—No lo sé. Estoy tratando de arreglar las cosas.
—¿Y te dejas embaucar por Salomon? ¡Aléjate de él!
—Puede que no me sea posible.
—Aléjate de él, ¡joder! El hecho de que te haya buscado
ya de por sí es un problema, ¡qué falta de consideración por su
parte!
Con un gesto hábil, Bora cogió la carta y se la guardó en
la manga.
—He leído suficientes textos escritos por Niemeyer como
para reconocer su estilo, por no mencionar el papel y la tinta
violeta que prefería utilizar. No cabe duda de que la escribió
él. La clave está en la interpretación. Escribe «la oferta sigue
en pie», lo que sugiere que estaba trabajando en un acuerdo
que le había mencionado previamente a su abogado, que, no
obstante, quizá ignorase el nombre de la otra parte. Es
evidente que a Niemeyer le preocupaba el resultado, hasta el
punto de plantearse «la desafortunada posibilidad de un
fallecimiento repentino». En ese caso, Ergard Dietz debía
entender que había habido juego sucio y llevar de inmediato
«el material que le confié en mayo» a la Oficina Central de
Seguridad del Reich.
—En una caja sellada, sí. Lo he leído. ¿Significa que el
abogado no estaba al tanto del contenido?
—Eso creo. Parece que la caja estaba guardada fuera de
Berlín, porque Niemeyer da a entender que se produciría un
viaje. Queda por ver si Dietz esperaba una carta de este tipo.
Efectivamente, fue víctima de una sanguinaria agresión antes
de tener ocasión de ir a buscar la caja y entregarla a la Oficina
Central de Seguridad del Reich. Lo peor de todo es que no
sabemos si, cuando Niemeyer dice que los papeles son «de
naturaleza literalmente explosiva», utiliza o no una metáfora.
Lattmann poco a poco iba recuperando el color y el
temperamento. A punto de volver a caer en la costumbre de
morderse las uñas cuando estaba nervioso, apretó los puños
para resistir la tentación.
—Mierda. Niemeyer debía tener pruebas sólidas para
declarar un riesgo inminente para el Estado… e involucrar al
ejército, nada menos. Siendo realistas, no podía achacarlo a
una visión, ¿verdad? Dice que la información la filtró «una
joven clienta bajo hipnosis», ¿hasta qué punto te parece
creíble?
—Diría que es creíble si la chica es tan conocida en los
círculos de Berlín como sugiere Niemeyer. —Bora tenía sed.
Vertió parte de la infusión tibia en la taza de Lattmann y bebió
sin siquiera saborearla—. ¿Por qué no? Niemeyer afirma
haberla tratado por unas fuertes migrañas durante varias
semanas, en secreto, porque su amiguito, que casualmente es
el jefe de policía de Berlín, el conde von Heldorff, se oponía a
esta cura. Vivimos en un mundo paranoico. Las mujeres, y los
hombres, que se van de la lengua ya han llevado a más de uno
a la guillotina.
Lattmann cruzó con fuerza los brazos y se metió los
puños bajo las axilas.
—Si Niemeyer no duda en mencionar el nombre de
Heldorff, es lógico pensar que el jefe de policía debe estar en
mitad de una investigación de enorme importancia. Y no
ocupándose de un complot extranjero, porque no sería de su
incumbencia… Naturalmente, no le haría ninguna gracia que
su parlanchina novia se sometiese a hipnosis.
Por el bien de su amigo, Bora esperó no aparentar toda la
preocupación que sentía. La bebida le había dejado un
desagradable regusto artificial en la lengua. Escogiendo con
cuidado las palabras, dijo:
—A menos que la participación del conde von Heldorff
en la intriga sea de otra naturaleza.
—¿Qué? —Lattmann barrió la terraza desierta con la
mirada, como si un oyente indiscreto pudiera materializarse
repentinamente de la nada—. ¡Esto es muy gordo, Martin!
—¿Eso crees? No se puede tomar el control de Berlín sin
tener a la policía municipal de tu parte. Eso explicaría en parte
por qué Nebe escogió a alguien de fuera, como yo, para
investigar lo que hace su colega. La policía, por mucho que
Nebe sea Gruppenführer de las SS, no investiga a otros
policías. —Cansado de estar sentado en la silla de mimbre,
Bora se moría por levantarse y andar, pero no podía permitirse
mostrar agitación—. Mira, Bruno, ni siquiera importa si nos
enfrentamos a una conspiración doméstica o a simples
rumores. Las SS o el Servicio de Seguridad del Reich ya
habrían tomado duras medidas si hubiera aparecido una copia
de la carta después del asesinato de Niemeyer. Si Dietz no
hubiera muerto en un momento tan oportuno, habría dado por
hecho que se perdió al arder la villa. —Lo único que delató su
preocupación fue un ligero balanceo de la pierna cruzada—.
¿Qué opinas de toda esta locura, incluida la de Salomon?
Trabajaste en la División Central. Necesito saber si pensamos
lo mismo.
Lattmann se encogió involuntariamente. En un primer
momento, con los brazos cruzados y la cabeza hundida entre
los hombros, dio la impresión de no querer arriesgarse.
Aunque pronto se convenció, no se atrevió a hablar en voz
alta.
Bora le leyó los labios: «Hans Oster». El nombre del
exjefe de contrainteligencia, al que habían expulsado
abruptamente del ejército meses antes, era justo lo que temía
escuchar.
—Así que, por una vez, Benno von Salomon no está
haciendo una montaña de un grano de arena.
—Maldito sea, casi lo olvido. ¿Dónde está ahora? ¡No
podemos fiarnos de él, si va por ahí a sus anchas!
—Se marchó del Adlon antes que yo. No podía impedirle
que se fuera, ¿no crees? Si consigo dar con él, pensaré en una
forma de manejarlo. —Bora sacó un cigarro y el encendedor,
pero recordando la lesión pulmonar de Lattmann, volvió a
metérselos inmediatamente en el bolsillo—. Qué hacer con la
investigación… eso es harina de otro costal. Por derecho, no
puedo ocultarle la carta a Nebe, aunque no puedo excluir la
posibilidad de que Niemeyer se lo inventase como venganza
tras el fracaso de un plan para ganar dinero con Heldorff o con
personas desconocidas. No sería un caso aislado. En cuanto a
los desvaríos de Salomon, no sé qué es verdad y qué no. Pero
tengo que enterarme de todo lo que sabe.
—Mierda, Martin. No pienso deletreártelo.
Cuando la taimada hermana Andreas se acercó lo
suficiente como para oírlos, supuestamente para sacudir una
toalla sobre el soleado césped del parque, por un momento
surrealista Lattmann cambió a una charla burda y
descabellada.
—¿En serio? ¿En serio? Fugitivos rusos por estos pagos,
¡nada menos! Me alegro de que los hayan incinerado. Antes de
que vinieras, les decía a mis hijos…
Bora cerró los ojos. De entre los árboles de más abajo, le
llegaban oleadas de un cálido aire de verano. Por una vez,
después de tantos meses, se sentía perfectamente. Físicamente,
al menos. Si no abría los ojos, podía engañarse pensando que
estaba en un lugar seguro y en un momento seguro. La
realidad desaparecía al calor relajante de sus párpados
cerrados, en la tierna familiaridad del trinar de los pájaros que
se elevaba de los viejos árboles de Beelitz.
¿Por qué había tenido que caerle sobre los hombros tal
carga de preocupación en este momento?
—No hay moros en la costa: ya se ha ido. —La voz de
Lattmann flotó hacia sus oídos, desencarnada, a través de la
ceguera de color carne, y al abrir los ojos, se encontró el
mundo teñido de verde—. Te diré lo que sé, pero solo si me
juras que no harás ninguna tontería.
—¿Alguna vez me has visto hacer una tontería?
—He perdido la cuenta. Ven conmigo, aprovechando que
estamos solos.
Bora lo acompañó hasta un rincón de la terraza, donde
podían respirar el aire fresco y, además, ver quién entraba y
salía del sanatorio. Se sentaron.
—¿Recuerdas cuando volviste del voluntariado en
España, en el 38? En aquellos días, me dijiste que los que
trabajábamos de chupatintas en la División Central de
Contrainteligencia en Berlín estábamos hechos un trapo.
—¿Estás seguro de que utilicé esa expresión?
—Algo por el estilo. Bueno, Martin, teníamos una buena
razón para estarlo. Teníamos serias dudas, ya que era
concebible que las provocaciones militares del Reich
desencadenaran una guerra mundial. Lo que nos preocupaba,
por supuesto, era que el que mucho abarca…
—Combatí en España como voluntario, ¿recuerdas? Me
hago una idea.
—Sí, bueno. Los «muchachos de Oster» llamamos a
todos los timbres, tanto dentro como fuera del país.
Buscábamos alternativas diplomáticas, posibles acuerdos;
cualquier cosa. Recurrimos a autoridades militares, civiles,
diplomáticas, industriales, religiosas. El propio jefe se plantó
ante algunos de los contactos que iniciamos.
Bora estaba de espaldas a la barandilla y lo
suficientemente cerca como para no tener que alzar la voz para
que lo oyese Lattmann.
—Eso explica algunos de los acontecimientos que
presencié en Roma durante la visita del Führer aquel mismo
año. Pero abandonaste la División Central por voluntad propia.
—Dos años después. Poco antes de que llamaran al
general Oster para decirle que se tomase las cosas con calma,
el jefe se estaba preparando para dar un paso que no me sentía
capaz de tolerar. Una cosa es tratar de evitar una guerra
mundial y otra muy distinta, filtrar información al enemigo
que podría costarles la vida a muchos de los tuyos. Es la
verdad, Martin, lo juro por Dios. Me faltó un pelo para dejarlo
todo y renunciar a mi puesto en el servicio. Me quedé porque
tú te quedaste, pero desde entonces he procurado no meterme
en líos. Las últimas noticias que tengo son que esos
documentos comprometidos salieron de la bóveda del Banco
de Prusia en 1942. Daría un ojo de la cara por saber dónde
están ahora. —Con el ceño fruncido, Lattmann aparentaba
mucha más edad que el alegre compañero que Bora conocía de
Rusia—. Hay colegas que hablan demasiado, Martin. Hablan
con sus mujeres o con sus novias, que a su vez se van de la
lengua con otras personas. Luego están los chóferes, las
criadas, los ordenanzas… Estaba de permiso en Alemania en
septiembre del año pasado (justo a tiempo para volver al frente
ruso y que me dieran un balazo) cuando la viuda del
embajador Solf fue lo suficientemente incauta como para
invitar a un informante de la Gestapo, que se hacía pasar por
ciudadano suizo, a una de sus exclusivas fiestas de té. Te
imaginarás el resto. A dos de los habituales, Schwartzenstein y
el industrial Nikolaus von Halem, ambos cercanos a nuestro
conocido, el general Tresckow del Grupo de Ejércitos Centro,
al que ya arrestaron en el 42, los condenaron a muerte hace un
mes.
—Puede que las fiestas y revueltas del té les funcionen a
los revolucionarios americanos, pero aquí no sirven para nada.
El Berlín de 1944 no es el Boston del siglo XVIII.
—Tal vez. Sea lo que sea lo que oyó ese bobo de
Salomon, puede que fuera la misma clase de habladurías que
Oster y la Abwehr pagaron tan caro: proponer la rendición… o
algo peor.
Aunque Bora las esperaba, las palabras de Lattmann
fueron como una bofetada. Tuvo que dar la espalda a su amigo
para recuperar la compostura. Apoyado en la barandilla,
encendió un cigarro y aspiró un par de ávidas caladas antes de
apagarlo por si las enfermeras (que tienen un excelente sentido
del olfato) detectaban el humo del tabaco y se acercaban a
amonestarlo. El miedo de Salomon, los nerviosos oficiales del
Estado Mayor del Adlon, el viejo Beck, que abandonaba su
retiro para visitar Berlín, la última nota de Niemeyer a su
abogado… Las piezas del rompecabezas caían en cascada unas
sobre otras, y la muerte del adivino pasó a ser un detalle
insignificante de este enigma. Y todo esto, con los americanos
en Normandía y avanzando hacia Francia desde hacía seis
semanas. Volvió a colocarse junto a Lattmann.
—Abandonaste la División Central en la primavera de
1940, ¿verdad? Me alegro de que nadie me sondeara entonces.
—Estabas hasta las cejas de trabajo en Polonia,
denunciando lo que habían hecho las SS a la Oficina de
Crímenes de Guerra. En aquel entonces, nuestra División
Central no buscaba gente franca. Ahora, si te ofrecen un
trabajo en Berlín, acéptalo. O si los americanos te hacen el
favor de atravesar el Arno, vuelve a Italia tan rápido como
puedas. Yo estoy dispuesto a ponerle un monumento al ruso
que me disparó y me dejó fuera de juego. He decidido que voy
a sobrevivir a esta guerra. Por mi familia y por lo que quede en
pie cuando termine la guerra. No pienso dejar a Alemania en
manos de lo que venga después.
Bora ya no podía quedarse quieto. Se acercó a la mesa de
Lattmann a recoger las revistas, una excusa para liberar algo
de energía.
—¿Y tú? —Su amigo le plantó cara en cuanto regresó.
—Me he reconciliado con la idea de algo muy distinto.
—¿Qué quieres decir?
—Nada. —Inesperadamente, Bora sonrió—. Ya te lo he
dicho: si me presionas, me cierro en banda.

Poco a poco, los pacientes regresaban en fila a la terraza.


Cuando la masculina hermana Velhagen se acercó a buscar a
Lattmann para «su revisión de la tarde, comandante», Bora le
preguntó si podía fumar en los jardines, y cuando asintió, le
prometió a su colega que lo esperaría fuera y que no se iría del
sanatorio hasta que tuvieran tiempo de despedirse.
3:45 P.M.
Furioso, Bora se paró a fumar en uno de los senderos del
jardín.
Había momentos en los que anhelaba la oscuridad, y no
solo la oscuridad física. «No quiero ver, no quiero saber. Ya sé
lo suficiente». El rostro angustiado y sin afeitar de Salomon, la
mirada furtiva común a tantos, el miedo que acechaba en los
ojos de los hombres como una lágrima imposible de secar…
Durante años, Bora había aceptado el miedo. Ver el temor en
otros siempre le molestaba y en ocasiones le alarmaba. Pero la
alarma no es lo mismo que el miedo. Es estar preparado para
esquivar el golpe. Si pudiese creer que la preocupación de
Salomon se debía únicamente a motivos personales, trataría de
entenderlo. Pero había mucho más, incluso antes de oír las
revelaciones de Bruno. Recordó a su colega Ralph Uckermann
hacía un mes, en las montañas al este de Roma. Cómo se había
desahogado expresando su odio hacia el régimen (sin esperar
que Bora reaccionara; actuar de forma emocional no era
propio de Bora) y, acto seguido, le había encomendado a su
esposa e hijos si le sucedía algo «durante las próximas
semanas». Hizo jurar a Bora por la cabeza de su madre, algo
impropio de un soldado y de un alemán. Bora había consentido
por amistad, consciente de que Uckermann significaba algo
más grande y peor que la inminente retirada del centro de
Italia. ¿Y acaso no habían llegado «las próximas semanas»?
Empezaba a fiarse de su enfado, a contar con él como
antídoto para el desánimo. Definitivamente, despertarse cada
día con una punzada de hostilidad por las circunstancias
resultaba útil. A veces, era la impaciencia la que provocaba su
enfado; otras veces, le bastaba con presenciar u oír algo para
salirse de sus casillas. Mantenía una aparente compostura para
proteger su mundo interior, donde podía guardar su reserva de
indignación sin que le molestasen. Lo raro era que no estaba
así de enfadado desde que era niño: en aquella época, era
cuestión de cabezonería, pero incluso entonces había sabido
disimularlo bajo un barniz de obediencia. Las experiencias
sexuales precoces habían calmado su ira, y había sido un
adolescente excepcionalmente equilibrado. En la universidad y
en la escuela militar, lo consideraban un joven sensato y
seguro de sí mismo. Polonia había sido el punto de inflexión,
junto con las dos temporadas que había pasado en el frente
ruso, después. Entendía perfectamente lo que repugnaba a
Oster y a sus colegas de esas experiencias. Pero las
conspiraciones no iban con él. Desde muy joven, había
aprovechado su indignación actuando, siempre que era posible
y a menudo, a diario, para contrarrestar las cosas. «Si es cierto
lo que dicen de ellas, a estas alturas las SS deben haber
compilado un larguísimo expediente sobre mí».

—¿Hablo con Martin-Heinz von Bora? Me llamo


Wilhelm Osterloh… tenemos en común a Benedikta
Coennewitz.
Bora no había oído llegar al hombre de la silla de ruedas,
que acababa de bajar una loma cubierta de hierba.
Le molestó que lo pillasen desprevenido. En cuanto al
nombre, Wilhelm Osterloh… Willy. «Willy, el de Hamburgo»
es como Dikta siempre se refería a él. La última noticia que
Bora tenía de él es que estaba trabajando en el proyecto de
carreteras del Eje Norte-Sur en Berlín, pero aquello fue meses
antes de que empezara la guerra. Pudo haber ignorado al
ingeniero o fingir que no lo conocía, pero en cambio dijo:
—Soy el teniente coronel von Bora y según tengo
entendido, Fraulein Coennewitz se pertenece a sí misma, no a
ninguno de los dos.
—Bueno, los dos nos la hemos follado, ¿no?
Sus palabras maliciosas estuvieron a punto de hacer que
Bora perdiese el control, en una reacción tan repentina que no
pudo ponerse en guardia. La idílica vista de los jardines
tembló ante sus ojos cuando le subió la sangre a la cabeza. «O
bien cree que no voy a pegar a un lisiado o espera que lo haga
para provocar un incidente».
Osterloh sonrió con desprecio cuando lo vio resistirse a
sus impulsos. Plantado con la silla de ruedas en el camino de
grava, ocupaba todo el ancho del sendero.
—Bueno. —Levantó un par de ojos grises inyectados en
sangre hacia Bora—. Así que tú eres el semental que me la
quitó. ¿Cómo dicen? «¡Qué casualidad encontrarte aquí!». Lo
supe el mismo día que Dikta volvió de Leipzig, hace siete
años. Supe que había otro hombre. Como comprenderás, me
molestó. Ella no dijo nada, pero había cambiado. Entonces un
día, después de una pelea, me dijo: «me he enamorado de otra
persona y no puedes hacer nada para evitarlo». ¿Te lo puedes
creer?
Bora podía. Era típico de Dikta informar a un hombre de
que había tomado una decisión y él no podía hacer nada. Se lo
había hecho en Roma, al hablar de la anulación. Willy, el de
Hamburgo. Eso explicaba las largas y malhumoradas miradas
que le había lanzado el amputado durante su primera visita al
sanatorio. Bora tenía que admitir que, al principio, había
sentido curiosidad por el amante de Dikta, aunque las
conversaciones sobre él que había mantenido con ella no
habían pasado de: «¿cuándo piensas dejarlo?».
Se había acostado con los dos de vez en cuando durante
varios meses, y finalmente había elegido a Bora, según dijo,
porque «eres bueno en la cama, atractivo, inteligente y adoras
los caballos». Encontrarse a Osterloh aquí, en este estado,
moderó el desagrado que había esperado sentir si alguna vez
se producía tal encuentro. No es que le importara el ingeniero,
en absoluto.
Sin haber cumplido aún los cuarenta, pálido de rencor y
por la larga estancia en el hospital, Osterloh mantuvo la
sonrisa, que era más bien una mueca.
—Seguimos viéndonos durante un tiempo, pero sabía que
se había acabado. No era la misma en la cama, y si eso no es
una señal… Tampoco era la misma cuando hablábamos. Me
trataba cada vez más como a un desconocido. «Es soldado,
¿no?», le pregunté. «Apuesto a que es uno de esos galanes con
botas de montar que hacen perder la cabeza a las mujeres. Creí
que no te gustaban los soldados». «Este, sí». Eso me dijo. Pero
entonces, nadie esperaba que fuese a haber una guerra
mundial. Le dije: «ten en cuenta que los soldados siempre
están fuera. No creo que te guste ese tipo de relación». «Pero
me gusta él. Me gusta». Y entonces me enteré (por Herr
Dortmueller, el industrial, que te conoció en Leipzig en aquel
momento) de que se trataba del joven barón von Bora, que
estaba en boca de todos por ser un excelente jinete y un oficial
de lo más prometedor. Admito que me ahogué en rencor. Pero
tuve la suficiente sangre fría como para no montar una escena,
y ni se me ocurrió intentar ponerme en contacto con mi rival.
Y tuve la suficiente visión de futuro como para advertirle a
Benedikta de que también se cansaría de ti. Tenía razón,
¿verdad?
Aunque el joven había logrado provocarlo, la amargura
acumulada de Osterloh repugnó a Bora, además de ponerlo
furioso. Conociendo a Dikta, las probabilidades de que
volviera con un antiguo amante eran nulas. Según las últimas
noticias que tenía, había decidido vivir en Portugal, lejos de la
guerra y de los hombres que resultan heridos en la guerra.
—Puede que esta conversación le resulte terapéutica —
respondió, malhumorado—, pero me molesta. Por favor, vaya
al grano, si es que lo hay. De lo contrario, que tenga un buen
día.
Lo último que quería Osterloh era desperdiciar la
oportunidad de decir todo lo que quería decir. Sus ojos
inflamados se alejaron de la figura de Bora y miraron a otra
parte.
—El caso es que esperaba que ella me buscara una vez
obtuviera la anulación. Aunque fuera para vengarse de ti.
Créeme, lo esperaba. Qué ingenuo he sido. Nunca me llamó…
y luego, las bombas de marzo me hicieron ESTO, así que,
como te imaginarás… Si te dejó cuando perdiste una mano,
imagínate lo que pensará de mí, así como estoy.
—No quiero imaginarlo, y no tengo nada que decirle.
Este encuentro accidental tuvo el efecto inesperado de
arrancar la venda de la herida que era el dolor que sentía por
Dikta. De pronto, Bora volvió a sentir su pérdida a flor de piel,
sangrando como una herida reciente, casi demasiado dolorosa
como para soportarla. Para ocultarlo, se aferró a su orgullo,
aunque implicara quedarse allí en vez de alejarse.
El aire estaba salpicado de insectos que sobrevolaban el
terreno, provenientes de los setos que florecían en otros
jardines. Cuando una mariquita aterrizó en el reposabrazos de
la silla de ruedas, Osterloh la aplastó con el pulgar.
—Tal como va la guerra, coronel… —Se limpió el dedo
en la manta de cuadros escoceses que le cubría los muñones de
los muslos—. No me hago ilusiones; ¿y usted? Admito que a
veces fantaseo con que, tarde o temprano, un soldado raso ruso
dará a la chica en cuestión una lección de humildad. —La
venganza era como un fluido que brotaba del cuerpo mutilado
de Osterloh y le rebosaba por los ojos inyectados de sangre,
entrecerrándolos. Tenía los ojos tan rojos que parecía estar a
punto de llorar sangre—. Lo veo: Dikta de vuelta en Berlín,
con uno de sus modelitos parisinos, y un ruso con los
calzoncillos sucios… —Siguió el movimiento de la mano de
Bora hasta la funda de la pistola y lo miró con expresión
sarcástica—. Aquí —dijo—, aquí —señalándose con el dedo
índice entre las cejas con tanta fuerza que se clavó la uña en la
piel—. Te lo ruego. No sabes el favor que me harías.
De todas las razones para no apretar el gatillo, esta, por
malintencionada que parezca, fue la única que impidió a Bora
matar a Willy Osterloh. Cuando la misma auxiliar de
enfermería que les había servido el té los vio enfrentados, se
acercó a toda prisa desde el final del camino del jardín con una
expresión alarmada en el joven rostro. Osterloh le aseguró que
todo estaba bien y la detuvo con un gesto. Miró a Bora y,
mientras saboreaba su palidez delatora, dijo, para provocarlo:
—Solo quería saber si eras tú, el célebre Martin-Heinz
von Bora, tan bueno en la cama como en la silla de montar.
Adiós, por ahora. —Se le borró la sonrisa de la cara cuando
indicó a la auxiliar de enfermería que viniera a buscarlo con
una inclinación de cabeza. Mientras ella empujaba la silla
hacia la sombra de un árbol donde se posaban los pájaros, el
ingeniero estiró el cuello para volver la vista atrás. Estaba
llorando.
4:15 P.M.
Tras su revisión, Bruno Lattmann volvió a sentarse en la
terraza a hojear las revistas que le había traído Bora.
Enseguida notó el mal humor de su amigo y se lo tomó como
una señal de profunda preocupación por las implicaciones
políticas de su investigación.
—Bueno —dijo—, no pienso dejar que te vayas estando
de este humor de perros.
—Estoy bien.
—No te lo crees ni tú. —Lattmann rebuscó en el bolsillo
de la camisa del pijama—. Lo anoté mientras estabas fuera,
fumando. —Sacó un trozo de papel, que dobló y volvió a
doblar—. ¿Te acuerdas de la chica de la que te hablé la
primera vez que viniste, la del novio enfermo? Queda con ella,
¿quieres? ¿Qué tiene de malo?
—Eres un pésimo casamentero, Bruno.
—¿Por qué? Es solo una buena chica que necesita un
polvo.
—¿Y soy un buen chico que necesita un polvo?
—Dime que me equivoco.
Bora estaba furioso desde su encuentro con Willy
Osterloh, pero no pudo resistirse a la preocupación
bienintencionada de Lattmann.
—No es verdad que sea buen chico —le dijo—. Pero
necesito un polvo.
—Aleluya. Aquí tienes su número de teléfono, para
cuando estés de humor.
La actitud de Bora cambió en cuanto desdobló el papel
que le había pasado Lattmann.
—Es la centralita del Ejército de la Reserva. ¿Trabaja
allí?
—Recuerda la orden de evacuación de mujeres y niños:
las que se han quedado son sobre todo las que viven a las
afueras, como Eva, o las que trabajan.
Esto cambiaba las cosas… un poco, al menos. Bora se
guardó el número.
—Ya veré si tengo tiempo de llamarla.
—Espera. ¿Qué día de la semana es?
—Jueves.
—¿Por qué?
—Porque Emmy Pletsch viene a visitarlo los jueves. Así
es como se conocieron Eva y ella. Me apuesto lo que quieras a
que todavía está ahí dentro.
—Déjalo, Bruno. La llamaré si tengo tiempo. Pero tienes
razón en lo del otro asunto: no puedo permitir que Salomon
ande suelto, y tengo que aclarar las cosas en privado con los
que supuestamente escuchó. ¿A quién del Ejército de la
Reserva debo ir a ver?
El rostro de Lattmann adoptó la expresión de alguien
cuyo consejo bienintencionado ha triunfado más allá de sus
expectativas.
—¿Por qué no solicitas una entrevista extraoficial con el
mismo Stauffenberg, si accede a recibirte? —Señaló el bolsillo
donde Bora se había guardado el número de teléfono—.
Pregúntale a Emmy Pletsch, ella puede organizarlo.
Dio la casualidad de que, a esa hora, se marchaban un
puñado de visitantes, parientes y colegas tras la visita diaria.
—¡Menudo golpe de suerte, es ella! —Lattmann inclinó
la cabeza en dirección a una joven rubia que estaba asomada a
la terraza y, antes de que Bora tuviese oportunidad de
impedírselo, empezó a hacerle señas con la mano para llamar
su atención—. Siempre se para a saludarme.
Bora se dio cuenta de que le resultaría más fácil ceñirse a
los negocios con ella de lo que había previsto. Iba de
uniforme, y a Bora no le gustaban las mujeres uniformadas,
por principio. Eran como el resto de sus socios y subalternos, y
en absoluto eran objetos de su interés. Había conocido a varias
jóvenes de las tropas auxiliares, guapas y más que dispuestas
(su secretaria en Roma era solo la última de una larga lista),
pero en aquella época estaba con Dikta, y ni siquiera se lo
había planteado.
Pero aparte del gris de campaña, no encontró mucho que
le disgustara de Emmy Pletsch. Delgada, de piel clara, era de
todo menos fea, y era evidente que no pasaba de los treinta. Lo
primero que pensó, siempre pragmático, fue: «aunque delgado,
soy, como diría Ida Rüdiger, un muchacho alto y robusto, y
ella es bastante bajita». Cuando se acercó a saludar a
Lattmann, vio que era más interesante de lo que le había
parecido de lejos. Bora se fijó en que tenía el ojo derecho de
un tono de azul ligeramente distinto del izquierdo: esta
peculiaridad le daba una apariencia inusual y asimétrica, que
tal vez la acomplejaba, porque apartó rápidamente la mirada.
Una pequeña marca en el puente de la nariz sugería que usaba
gafas para leer. Sus manos, cuadradas y de dedos cortos, como
las de una campesina, contrastaban con un par de atractivas y
esbeltas piernas.
—Teniente coronel… comandante —se dirigió a los
oficiales—. ¿Cómo está hoy, comandante Lattmann?
—Mejor pregúnteme otra cosa, jefa de personal Pletsch
—bromeó Bruno—. Sin tabaco, sin alcohol y sin mi mujer.
Estoy que me subo por las paredes. ¿Puedo presentarle a mi
buen colega, el teniente coronel Martin von Bora?
A Bora no se le escapó su vacilación. No le sorprendería
oír su nombre si solo se lo hubiera oído mencionar a Bruno o a
Eva. ¿Lo había escuchado en la Bendlerstrasse, como
Salomon? En cualquier caso, se recuperó de inmediato.
—Coronel von Bora.
—Jefa de personal Pletsch.
—El coronel solo está de paso por Berlín —explicó
Lattmann.
—Vaya. Le deseo una buena estancia, coronel.
—Gracias.
Eso fue todo. Mientras se alejaba, Bora tuvo la impresión
de que la chica ya no soportaba su carga con paciencia, sino
con resignación. Había perdido incluso el toque de rebelión
contra su suerte que a menudo implica la paciencia. Algo en su
porte, sobre todo en los hombros y en la inclinación de la
cabeza, indicaba una rendición discreta y orgullosa. En cuanto
al resto (esta clase de detalles no se le escapaban ni siquiera en
momentos de reflexión), era menuda y bien formada (Bora
seguía midiendo a las mujeres por la complexión atlética de
Dikta), no muy distinta de la señora Murphy en Roma.
«Le escribí una nota loca a la señora Murphy, en la que le
decía que esperaba casarme con ella algún día, aunque tiene
marido y un hijastro de veinte años. Cuando la escribí, lo
creía, y necesitaba proponerme una tarea que realizar para
darme una razón para seguir adelante. Sigo pensando en ella,
pero con menos esperanza que la última vez que nos vimos».
—¿Y bien? —Lattmann observó con atención a Bora, que
no dijo nada—. ¿Y bien? —Repitió.
—Lleva uniforme.
—En la cama no lo llevaría.
—Déjalo estar, Bruno. Ya has hecho tu buena acción del
día —Haría falta más que una chica guapa para apartar su
mente de la montaña de problemas a los que se enfrentaba.
Tratar de organizar sus prioridades iba a requerir hasta la
última pizca de concentración que fuese capaz de reunir. Miró
el reloj que llevaba en la muñeca derecha—. El hombre de
Nebe vendrá a buscarme de un momento a otro. Tengo que
irme.
Mientras tanto, sigilosas e inmaculadas con sus medias
blancas, las auxiliares de enfermería recorrían la terraza con su
ineludible menta poleo.
—La tarea de cuidar de los héroes alemanes ha pasado de
las Valkirias a las enfermeras que sirven aguachirle —
refunfuñó Lattmann al verlas—. Antes de que lleguen con mi
ración de agua sucia, quiero que sepas que no habría abierto la
boca si no me lo hubieras preguntado. Me has obligado a
decirte a lo que te enfrentas, Martin, así que tú también me
debes la verdad.
Bora dejó escapar lentamente el aire de sus pulmones.
Sentados a su alrededor, los hombres heridos y mutilados
esperaban a la incapacidad permanente, a la muerte o a
recobrar la salud y volver al servicio en el frente. Willy
Osterloh no estaba en su rincón. «De verdad le habría hecho
un favor pegándole un tiro», se dijo Bora. «Pero no soy tan
compasivo».
—¿La verdad? —Dio una palmada en la espalda a
Lattmann, una muestra de sociabilidad poco común en él—.
Esta misión es la última gota, Bruno. Debo ser astuto y borrar
mis huellas… pero no soy más listo que los que me persiguen.
Tenías razón sobre Rusia e Italia: fui demasiado lejos, y lo
sabía. Este es el «algo más» al que he acabado por resignarme.
—Por favor, no me digas que la cosa pinta así de mal.
—Digamos que es cuestión de tiempo. Como mi difunto
tío, no puedo culpar a nadie por las consecuencias de mis
actos.
Lattmann tragó saliva.
—Dame un cigarro. Mierda, hombre, dame un cigarro.
Me muero por sentir el sabor del tabaco en la boca, aunque no
me lo fume. —Le arrebató de entre los dedos el cigarro que
Bora le ofrecía de mala gana y lo chupó con furia—. No puede
pintar así de mal —refunfuñó—. ¿Qué va a decir tu familia?
—Mi familia aceptará las cosas, como espero de ellos.
Bora se avergonzaba tanto de decir esto, de revelar tanta
información sobre sí mismo, que se sonrojó a pesar del
bronceado y tuvo que bajar la vista.
Este momento incómodo amenazaba con volverse
deprimente. Lattmann mascó el filtro del cigarro sin encender.
—No debería decírtelo, pero hace once años, cuando mi
padre tenía su propio programa de radio en Berlín, se
rumoreaba que las SA o Heldorff habían tenido algo que ver
con la muerte de Hanussen. Ascendieron a Heldorff a
mandamás de la policía de Berlín dos años después. Padre
decidió mantener en secreto la historia, sobre todo cuando el
Reichstag ardió hasta los cimientos el día después del
asesinato. Por peligroso que fuera el rumor sobre la muerte de
un judío que coleccionaba deudores de altos vuelos, no es
comparable con una crisis nacional… fuese o no capaz de ver
el futuro, como Niemeyer, su sustituto ario.
—Si es cierto, Nebe tiene muchas agallas para endosarme
la tarea de desenmascarar a su homólogo de la policía.
—¿Se te ocurre una jugada más inteligente? Acércate
más.
Forzando una sonrisa, Lattmann se sacó tres envoltorios
planos de la camisa del pijama y se los metió en el bolsillo del
pecho a Bora.
—Por los viejos tiempos de Járkov, cuando el miedo o
nos hacía vomitar, o nos ponía cachondos. Para que los uses en
el futuro.
Bora no quiso discutir. Sin decir nada, se abotonó
silenciosamente el bolsillo que contenía los condones del
ejército.
4:50 P.M.
Mientras recorría el camino que llevaba a la verja del
sanatorio, algo más adelante, a mitad del jardín, vio a Emmy
Pletsch hablando con la hermana Velhagen cerca de un seto
alto y lleno de flores. Fuera lo que fuese lo que le preguntó
Emmy, la enfermera negó con la cabeza. La respuesta de la
joven no fue dramática, sino que se limitó a esa postura
cansada y ese abatimiento controlado que eran perceptibles
desde lejos. Por un momento, Bora pensó que la guerra no era
más que un abuso imperdonable cometido por hombres
egoístas e irreflexivos. «Nos hieren, morimos y obligamos a
nuestras mujeres, destrozadas, a que nos cuiden, susurrando».
Esperó a una distancia discreta hasta que las dos mujeres
se separaron y apretó el paso para alcanzar a la joven.
—Jefa de personal Pletsch, un momento, por favor:
¿podría reunirme con el coronel von Stauffenberg esta tarde?
Emma se dio la vuelta. Tenía los ojos húmedos, y cuando
vio que Bora estaba justo detrás de ella, se dirigió a él en tono
desafiante.
—El coronel no está disponible hoy, teniente coronel.
—¿Mañana, entonces?
—Lo siento, pero es poco probable.
Maldita sea la burocracia. Por esto mismo despreciaba el
cuartel general. Bora procuró no perder la paciencia porque
era evidente que la chica necesitaba un momento para
reponerse, y era precisa su ayuda para lograr su objetivo.
—¿Estará disponible en algún momento de la semana?
—No. Imposible.
El seto en flor que cercaba el camino desprendía un
delicado aroma, y un enjambre de abejas y moscas doradas se
arremolinaban en torno a éste. La fragancia que impregnaba el
aire y las palabras inflexibles de ella se fundieron
extrañamente en una sola impresión en la mente de Bora,
como si la naturaleza tratara de mitigar su negativa. Le extrañó
que ni ofreciese ni pidiese detalles, sino que se limitara a
decirle que no: las auxiliares de su rango eran más que simples
secretarias o asistentes; la firmeza de su negativa sugería una
completa falta de disponibilidad por parte de Stauffenberg.
Debía de haber recibido órdenes en ese sentido. Bora, que rara
vez aceptaba bien el rechazo, se impuso físicamente sobre ella.
—Pues tengo plena intención de reunirme con él, con o
sin cita previa. Infórmele.
—Sí, señor.
5:00 P.M.
El sustituto de Grimm no había llegado todavía.
Impaciente, Bora caminó hacia delante y hacia atrás frente a la
verja. Si se asomaba, podía ver el lugar donde habían
capturado y, al parecer, quemado vivos a los fugitivos tras un
telón de árboles frondosos. El humo pardusco subía hasta
cierta altura y luego se extendía en horizontal, como si un
techo invisible le impidiera ascender más. En Rusia, en
Ucrania, Bora no se habría parado ni un segundo a pensar en
tales muestras de horror. Uno las presenciaba a diario,
perpetradas por ambos bandos. Allí, uno se decía: «estamos en
el frente oriental. Desde tiempos inmemoriales, nos hemos
masacrado mutuamente a lo largo de estas fronteras». ¡Pero
aquí! Tras la línea de árboles y el granero humeante había
suaves colinas y la orilla del Blankensee, y más allá, uno de
los antiguos campos de tiro de artillería, al sur del gran Berlín.
Los límites de la ciudad estaban a solo veintiocho kilómetros
al norte del sanatorio. De nada servía preguntarse si los
fugitivos de verdad serían rusos, o responsables de este o aquel
crimen (incluido el oportuno asesinato de Ergard Dietz). Bora
estaba cansado de endurecer el corazón frente a la bestialidad.
Y seguía enfadado. El veneno de Osterloh, seguido por la
intromisión bienintencionada de Bruno, habían avivado su
amargura (aunque sabía más a culpa que a amargura) por
haber perdido a Dikta. Por muy furioso que estuviese con ella,
lo estaba aún más consigo mismo por acusar tanto su pérdida.
«La echo de menos ahora y siempre la extrañaré», admitió.
«Por mucho que intente convencerme a mí mismo y a los
demás de que me las arreglo bien, y de que ya he digerido la
anulación, la idea de estar separado de ella para siempre es
intolerable».
La brisa traía un calor perfumado y tranquilizador de los
terrenos del sanatorio, a sus espaldas. Pero, durante los meses
de frío, los mismos altos árboles rugían y bramaban, azotados
por el viento.
Bora se giró hacia la verja y esperó, apartando los ojos
del humo y respirando lentamente para tranquilizarse. No se
fijó en la enfermera hasta que la tuvo al lado.
Con su bata de mil rayas, la hermana Velhagen tenía ese
aspecto a medio camino entre una monja y una cocinera de
comedor que hacía a algunas enfermeras alemanas tan estériles
y poco atractivas.
—¿Está esperando a que lo recojan, teniente coronel? ¿Y
viaja a Berlín?
Cuando Bora contestó que sí, la mujer le preguntó si
accedería a compartir el coche con tres personas.
—Son un teniente de las SS que tiene una pierna rota y
usa muletas, un radiólogo chileno que se dirige al hospital de
la Cruz Roja de la Landhausstrasse, en Wilmersdorf, y la jefa
de personal Pletsch, del Ejército de la Reserva. No quiero
abusar de su amabilidad, pero no tienen otra forma de llegar
rápidamente a la ciudad.
Sabía perfectamente que estaba abusando de su
amabilidad. Bora vaciló un momento y respondió
afirmativamente, pero no porque Emmy Pletsch fuera uno los
pasajeros. Este variopinto grupo justificaría su excursión a
Beelitz a ojos de los hombres de la Kripo.
La hermana Velhagen se lo agradeció con una sonrisa
rápida, sin mostrar los dientes.
—Excelente. A todos les parece bien que los deje en el
hospital de la Cruz Roja… podrán llegar a su destino desde
allí.
A estas alturas, era justo pedir un intercambio de favores:
—Hermana —preguntó Bora (sin saber realmente por
qué; simplemente, se le vino a la cabeza esta idea inoportuna)
—, ¿cómo está Osterloh, el ingeniero?
—Osterloh, Wilhelm. —La enfermera miró la mano
izquierda enguantada de Bora. Era una costumbre del personal
médico al que se había acostumbrado a lo largo del último
año: para ellos, uno es sus heridas y cicatrices—. ¿Es pariente
suyo? ¿O un colega?
—Teníamos una amiga común.
La frase, por sí sola, no sugería nada. Entonces, ¿por qué
la enfermera pareció comprender lo que había detrás, del
mismo modo que Bora había visto el incendio aún por apagar
tras el telón de árboles? «Intuye que éramos rivales y que,
aunque me haya servido de poco, gané yo».
—No hemos conseguido eliminar la infección —dijo—, y
cada vez le cortan la pierna más arriba. Los doctores no
entienden qué le pasa desde el punto de vista médico.
—¿Y usted?
—Creo que el resentimiento se lo está comiendo vivo.
5:14 P.M.
Aunque el coche era el mismo (el Olympia
cuidadosamente mantenido), el hombre de civil que iba al
volante no se parecía en nada a Florian Grimm. Delgado y de
hombros estrechos, Trost saludó al estilo alemán con tanta
indiferencia que Bora lo regañó por ello e inmediatamente se
preguntó si sería una artimaña para descubrir a oficiales poco
convencidos. Nebe, el hombre de las SS, aunque quizá no
Nebe, el policía, no vacilaría en utilizar tales métodos.
Lo que opinase, o lo que pudiese contar, el policía del
trayecto compartido era la última de las preocupaciones de
Bora. Mientras esperaba a sus inesperados pasajeros, le
preguntó a Trost por Grimm. Este le dijo (en ese orden) que el
inspector Grimm había sufrido heridas leves y que volvería al
trabajo lo antes posible; que la casa que había quedado
destruida en el bombardeo no era suya, sino de su hermano;
que ambas familias estaban dentro cuando se produjo el ataque
y que todos habían quedado atrapados en el sótano
derrumbado hasta el mediodía.
Cuando llegó el momento de irse, Bora dejó que el
hombre de las SS se sentara delante, por las muletas y la
voluminosa escayola, mientras que él viajaba incómodamente
en la parte trasera con el médico, un chileno moreno llamado
Ybarri, en medio y la jefa de personal Pletsch al otro lado del
chileno. Este último desprendía un fuerte olor a fenol, que no
suele asociarse con la radiología pero que recordó a Bora sus
estancias en el hospital.
Tuvieron que subir las ventanillas cuando el camino los
condujo frente al granero humeante. Reducido a meros tocones
ennegrecidos en un lecho de humo denso, apestaba a muerte.
Desde una distancia segura, un puñado de jóvenes jornaleros
rubios contemplaban la escena con caras inexpresivas, pero en
absoluto inocentes. Huesudos y descalzos, se parecían a los
jóvenes rusos que comían pipas de girasol mientras el avión
derribado de Peter humeaba al calor del verano, con el piloto
muerto dentro. Los campos desiertos, el humo, el hedor: Bora
seguía llevándolos dentro. «Estos chicos tendrán… ¿qué?,
¿doce o trece años? La guerra ha dominado su vida durante los
últimos cinco. Aquí al lado, sus madres venden huevos en el
mercado negro; sus abuelos echaron cubos de agua sobre el
seto para alejar las llamas y luego cavarán un hoyo poco
profundo para enterrar lo que queda de los fugitivos. Sus
padres han muerto en el frente, o todavía pueden morir, y los
muchachos extranjeros se arremolinarán a su alrededor para
mirarlos boquiabiertos».
Por el rabillo del ojo, Bora observó la reacción de los
pasajeros ante la escena: los hombres miraban con la misma
falta de expresión; como insomnes, mientras que Emmy
Pletsch se apoyaba la frente en la mano con aire cansado.
Durante el viaje, que estuvo marcado por las habituales
paradas y desvíos, además de un encuentro con una patrulla
que les pidió que mostrasen sus papeles, la conversación en el
coche fue superficial, banal. El hombre de las SS, un ávido
deportista, parecía muy preocupado por el estado de su tibia y
no dejaba de acosar a Ybarri para que le diese detalles sobre
las fracturas y su curación. Era joven, uno de esos tipos
ambiciosos que empiezan con optimismo, pero que no dejan
de quejarse cuando resultan heridos. Ybarri lo escuchaba,
respondiendo sin pillarse los dedos y alisándose el pelo
impregnado de pomada con la pálida mano izquierda. Después
de un rato, les llegó el turno a los comentarios vacíos sobre el
tiempo, el calor, la carretera y la época del año. De todo,
menos de la guerra. En un momento dado, Emmy le preguntó
al médico si le estaba gustando Berlín.
Ybarri se giró hacia ella.
—Exceptuando los bombardeos, me gusta mucho. Le
agradezco que me lo pregunte. —Admitió que tenía
claustrofobia, lo que le impedía buscar amparo en refugios
subterráneos. Emmy dijo que lo entendía: a ella le pasaba lo
mismo.
—¿Preferiría sentarse junto a la ventana, doctor? —
Propuso Bora, pero el chileno declinó su oferta.
—No, no. Muy obligado, coronel. No soporto los
espacios cerrados, pero solo bajo tierra.
Bora se sintió aliviado. Tras la respuesta nada servicial de
Emmy a su petición de una entrevista con Stauffenberg, no le
apetecía sentarse codo a codo con ella. Lo cierto era que las
dramáticas revelaciones de Lattmann le preocupaban, y le
habían quitado todo interés por conversar. En cuanto a Trost,
de vez en cuando le lanzaba miradas desconfiadas a través del
espejo retrovisor.
En cambio, el alemán titubeante de Ybarri no afectaba en
absoluto a su locuacidad. Le preguntó a Emmy Pletsch por las
circunstancias de la enfermedad de su prometido, ya que
estaba pensando, según dijo, en transferirlo al hospital de la
Cruz Roja, donde trabajaba desde hacía meses, para someterlo
a una larga serie de radiografías. De este modo Bora se enteró
de que el Obersturmführer Leo Franke, un viejo combatiente,
había sufrido un derrame cerebral el 20 de abril, después de
una ceremonia para celebrar el cumpleaños del Führer. En el
cuartel del NSKK, donde enseñaba a conducir diversos
vehículos, sus camaradas no se dieron cuenta hasta el día
siguiente de que había pasado de perderse el desfile por estar
dormido a estar en coma. Mientras contaba la historia, Emmy
no emitió ningún juicio de valor y habló con voz cariñosa y
serena. Señaló muy seria que Franke intentó salvarle la vida a
su padre en 1933, cuando el anciano «murió como un mártir»
por el Partido.
—Leo se interpuso frente a la primera bala. Estamos
juntos desde entonces.
No podía tener más de veintisiete o veintiocho años, así
que debía de tener unos dieciséis cuando empezó a salir con
Franke. A Bora le picó la curiosidad. Reflexionó que la
expresión «estar juntos» abarca un amplio abanico de actos
íntimos, y no necesariamente implica relaciones sexuales. Pero
cuando el inquisitivo Ybarri le preguntó si tenían hijos, Emmy
respondió:
—Todavía no.
«Así que se acostaba habitualmente con su héroe
aficionado a repartir candela». Bora se giró hacia la ventanilla.
«¿Debo deducir necesariamente que ahora necesita otro
hombre?».

***
Ahora que por fin habían recorrido la mayor parte del trayecto,
tomaron un desvío para atravesar Grossbeeren, la zona donde
el desventurado Ergard Dietz tenía su casa de verano. Al ver el
monumento en forma de aguja que conmemoraba la batalla
contra Napoleón, el teniente de las SS no pudo evitar presumir
ante Ybarri de una victoria alemana. Bora, cuyos antepasados
lucharon en esa misma batalla, permaneció callado y observó
los chalets dispersos que pasaban junto al coche, con sus
frondosos jardines. Si Dietz no llegó a recibir la carta de
Niemeyer, no había motivos para pensar que podría haber
entregado el contenido desconocido de la caja de su cliente a
las autoridades. Simplemente, se había tomado unos días de
descanso en el campo, Bubi Kupinsky no había podido dar con
él y así, se había perdido el papel que la historia tenía
reservado para ambos. Pero lo oportuno de su muerte a manos
de unos atacantes desconocidos, solo unas pocas horas después
del asesinato de Niemeyer, hacía que la coincidencia pareciese
inverosímil. Después de todo, el asesino de Niemeyer pudo
haber encontrado una copia de la carta en su villa. Si hubiera
conseguido identificar al destinatario, habría alertado al
gobierno o tomado medidas inmediatas contra el abogado con
la esperanza de no que no hubiese recibido el mensaje original.
Bora se encontró con los ojos de Trost en el espejo
retrovisor, una breve mirada que no le dijo absolutamente
nada. En el interior del coche hacía calor y estaba incómodo,
una metáfora perfecta del dilema en el que se encontraba ahora
que parecía posible que la investigación del asesinato y un
peligroso juego político se solapasen. «En cuanto a los
fugitivos rusos», reflexionó, «son el chivo expiatorio del
momento: pase lo que pase, podemos echarles las culpas.
Estoy seguro de que el Estado tiene un plan detallado para
sofocar posibles revueltas y disturbios culpando a ciudadanos
extranjeros… o a los propios alemanes. El asesinato de
Niemeyer en Dahlem fue demasiado notorio como para
endosárselo a unos sanguinarios prisioneros de guerra,
mientras que aquí, en las afueras, donde las pocas casas que
hay están muy alejadas entre sí…».
Algo más adelante, un control de carretera auguraba otro
retraso. Kleinbeeren, donde se pararon a esperar, parecía
desierta. El teniente de las SS dormitaba con la cabeza rapada
apoyada en la ventanilla del pasajero a medio bajar. Ybarri
charlaba sin parar. Emmy Pletsch se limitaba a asentir de vez
en cuando a lo que le decía, pero tenía la cabeza en otra parte.
Durante el último tramo del viaje, Bora tuvo tiempo de
pasar de considerar al regordete y afable chileno un estorbo
acaparador, a verle hacer de donjuán como solo saben hacerlo
los hombres del sur. ¿Y Emmy? Su perfil absorto y vulnerable
indicaba reticencia y, al mismo tiempo, un cariño cauteloso. O
algo que Bora no dudaría en calificar de cariño. «Eso explica
por qué Bruno piensa que necesita un hombre. Tiene razón, se
le nota un poco: tiene esa reserva algo melancólica típica de
las buenas chicas; bastante atractiva, la verdad».
HOSPITAL DE LA CRUZ ROJA,
LANDHAUSSTRASSE, WILMERSDORF, 6:32 P.M.
Es un hecho: a veces, basta con un momento.
Normalmente, con un momento que se prolonga una fracción
de segundo más de lo que esperábamos, y que dice muchas
cosas. O bien sugiere una única cosa, pero de forma
inconfundible. Emmy Pletsch miró a Bora al bajarse del coche
(con un cortés «gracias por llevarnos, teniente coronel»), y la
forma en que se detuvo antes de darse la vuelta y subirse a la
acera hizo que a Bora le diese un vuelco el corazón. Se dio
cuenta de que le había devuelto la mirada cuando estaba a
punto de girarse, y aunque no tenía intención de dejar que
Lattmann hiciese de casamentero, se delató a sí mismo al
observarla un instante más de lo necesario.
Esto no habría pasado si Lattmann hubiera sido discreto.
Un intercambio de miradas con una mujer no era nada nuevo,
al menos desde que Dikta lo dejó. Pero esta tarde, su forma de
mirarse implicaba una complicidad inesperada, como si
dijeran: nosotros dos somos distintos del resto de pasajeros,
con sus banalidades. ¿En qué sentido? No importaba.
Bora, siempre serio y reservado, fue el primero en apartar
la mirada. Se dijo: «no volveré a verla. El mundo está lleno de
miradas, y esta es una más». Pero no lo era y, de pronto, nada
era como antes.
Nadie más lo notó, ni siquiera Trost. Ybarri ayudó al
hombre de las SS a subir los escalones hasta el hospital
mientras Emmy Pletsch les abría la puerta. Aunque Bora y ella
se ignorasen mutuamente ahora, se alegró inesperadamente de
tener su número de teléfono en el bolsillo. «¿Por qué? No se
mostró ni amable ni servicial cuando le pedí que me
concertara una cita, aunque pienso ponerme en contacto con
Stauffenberg con o sin ella. Entonces, ¿qué he visto en ella?
No me gustan las mujeres de uniforme, y menos una chica
cuyo amante está más muerto que vivo. Su reticencia, su
ternura, la forma en que sus ojos desiguales envían mensajes
contradictorios… Esa sería mi interpretación. ¿O será que
Bruno tiene razón? Al hablar de mis necesidades sexuales, y
cuando me dijo que Emmy no llevará uniforme en la cama.
Cierto. Como si ella fuera a estar de acuerdo. Como si hubiera
tiempo suficiente. Bueno, lo hay, para un polvo rápido. En la
guerra (y, debo añadir, en la vida), llega un momento en que,
como una vez me dijo mi padrastro, todo se acelera. Nuestra
existencia y los acontecimientos que se producen a nuestro
alrededor se aceleran, y también nuestras respuestas. El amor y
el odio nacen y crecen más rápidamente, y las necesidades
exigen atención inmediata porque, como soldado, no puedes
permitirte el lujo de perder el tiempo. Me pregunto dónde
vivirá. No. No. Contente, Martin. También es auxiliar en el
cuartel general y estás intentando utilizarla para obtener una
entrevista. Hay una etiqueta militar, hay principios. Pisa el
freno».
Trost solo vio a un joven ceñudo que se levantaba del
asiento trasero para sentarse a su lado.
—¿Adónde, coronel?
—A beber algo frío.

Aunque ya había perdido la esperanza, a su regreso al


hotel se encontró con un mensaje de Olbertz en el que lo
citaba en un pequeño café (que se llamaba, nada menos, La
Scala) cercano a la estación de Potsdam. El conserje también
le informó de que había llamado una dama preguntando por él.
Por un momento, Bora pensó que podría ser la jefa de
personal Pletsch, pero descartó inmediatamente la idea, ya que
no habría tenido tiempo suficiente de concertar una cita con
Stauffenberg. Además, no le había dicho dónde se alojaba. Su
madre estaba de vuelta en Leipzig y Dikta vivía en el
extranjero, y ambas se identificarían si lo llamaban. ¿Ida
Rüdiger, tal vez?
—¿Dejó un nombre, número o dirección?
—No, señor. Pero dijo que volvería a llamar.
Bora hasta se planteó que fuese una treta de Salomon, que
habría utilizado a una amiga para cazarlo, de todos los hoteles
de Berlín precisamente en este. Pero era poco probable… no.
Decidió no preocuparse por ahora por la mujer que lo había
llamado. Subió a su habitación para ducharse y cambiarse la
camisa sudada, con cuidado de no perder de vista en ningún
momento la guerrera donde guardaba la carta de Niemeyer. En
cualquier caso, era impensable seguir llevándola encima por
Berlín. Descartó igualmente guardarla en la caja fuerte del
hotel o en algún rincón de la habitación, que él mismo
registraría primero, como había hecho en casa de Kupinsky.
Con las puertas cerradas y las cortinas corridas, vació las cajas
de papeles y recortes, en su mayoría inútiles, de la casa de
Niemeyer y desplegó el contenido en el suelo. Llevaba días
clasificando el material que le había entregado la Kripo, hasta
el punto de saber de un vistazo qué contenía tal o cual carpeta.
Eligió una de varias carpetas casi idénticas de artículos
variados y sujetó la carta con un clip a un artículo plagado de
paparruchas inofensivas y llenas de autobombo.
Luego se sentó unos minutos a los pies de la cama y
siguió con los ojos el dibujo de piñas estilizadas del papel
pintado. Parecían caras exóticas sin ojos y con un moño
desaliñado en la cabeza; un público ciego y extrañamente
relajante que convergía en los rincones de la habitación, donde
las paredes se encontraban. Antes de salir, abrió las ventanas
justo lo suficiente para que circulase el aire sin que entrase el
calor de última hora de la tarde.
Frente al hotel, Trost lo esperaba en el coche. Se bajó de
un salto para abrirle la puerta a su pasajero y cuando Bora, en
lugar de entrar, la cerró de un fuerte empujón, se limitó a
esperar, cuadrado, pero con aire desgarbado. En el rostro
inexpresivo, lleno de granos, como el de un adolescente,
destacaban unos ojos marrones, redondos como castañas,
cálidos para un alemán. Era obediente hasta rozar la tozudez.
Cuando Bora le pidió las llaves del vehículo, se plantó sin
llegar a decir que no. Iba a necesitar el permiso de media
docena de supervisores, dijo. Por lo menos.
—Me asignaron a Florian Grimm —respondió Bora,
como si hablara de una cosa y no de una persona—. No a
usted. Hasta que regrese Florian Grimm, deje las llaves aquí.
A menos que tenga órdenes de vigilarme, lo cual es ridículo,
ya que estoy a cargo de la investigación —. ¿Tiene alguna
objeción— añadió —a que utilice el coche?
No del todo convencido, Trost permaneció en silencio. A
juzgar por la mirada de soslayo que le lanzó a la prótesis de
Bora, era posible que temiese por el Olympia.
—¿Es por eso? —Bora rio abiertamente, algo que rara
vez hacía en estos tiempos—. Me las arreglo perfectamente
para conducir por las montañas italianas con una sola mano.
En comparación, Berlín es un juego de niños.
A pesar de todo, no consiguió hacer cambiar de opinión a
Trost hasta que mantuvo una larga conversación telefónica con
su supervisor en Alexanderplatz. Al final renunció de mala
gana a las llaves; pero seguía mirando por encima del hombro
al doblar la esquina para coger el tranvía.
Bora tenía sus razones para querer aprovechar la ausencia
de Grimm, aunque solo durase diez o doce horas más. Por el
momento, se limitó a aparcar el coche cerca de la entrada
lateral del hotel. Decidió ir a pie al café La Scala, que estaba
cerca de la maltrecha estación de tren de Potsdam.
7:45 P.M.
Las sombras alargadas solo acentuaban el resplandor del
sol poniente. En comparación, el café abarrotado le pareció
casi oscuro. Bora nunca había estado allí. Unos bancos
tapizados en verde se extendían a lo largo de las paredes,
frente a una fila de delicadas mesitas: tanto los bancos como
las mesas, como todo lo demás en un barrio acostumbrado a
los bombardeos, había visto tiempos mejores. Numerosas fotos
enmarcadas de cantantes de ópera y músicos famosos, incluido
el padre de Bora, disimulaban las grietas de las paredes. Los
autógrafos que decoraban las instantáneas eran falsos, al
menos el del Maestro: Friedrich von Bora no firmaba retratos
a cualquiera. A estas horas, el café estaba lleno principalmente
de mujeres, oficinistas o dependientas que se daban el pequeño
lujo de disfrutar de una bebida fría después del trabajo.
Aunque el secreto que rodeaba a esta reunión le parecía
francamente excesivo, Bora siguió la corriente al médico.
Reconoció a Olbertz cuando este último, apartando
discretamente un bolso plano de cuero, le hizo un hueco a su
izquierda. Un gesto que no llamaría la atención, ya que no
quedaban otros asientos libres en aquel momento. Dos
hombres que nunca se hubiesen visto antes podrían
comportarse de la misma manera. Bora asintió con la cabeza y
se sentó.
Al principio, Olbertz no despegaba la vista de la jarra de
cerveza medio llena que tenía delante mientras hablaba.
—Vayamos al grano, coronel: su tío se inyectó una dosis
letal de morfina. ¿Qué otra cosa esperaba oír?
A Bora le pareció extraña esta introducción.
—En el funeral sugirió que sus actos podrían no haber
sido del todo voluntarios. Al menos, confírmeme si lo hizo por
motivos personales o…
—No.
—¿Quiere decir que no lo hizo por motivos personales o
que se niega a contestar?
—Que me niego a responder.
La impaciencia era algo que Bora reservaba para otras
cosas.
—Bien —dijo—. ¿La postura de mi tío sobre la eutanasia
tuvo algo que ver con su muerte? —El silencio, de por sí, ya
era una respuesta—. Me lo tomaré como un sí —sentenció—.
Junto con su decisión de adoptar a un niño judío, tal vez.
—Si sabe las respuestas, no pregunte. —El médico
acarició con las manos el bolso de cuero que tenía sobre las
rodillas sin apartar la vista de la mesa, como si la jarra de
cerveza fuera su interlocutor—. Su tío solo me dijo que estaba
dispuesto a aceptar la idea del suicidio, aunque originalmente
no fuese idea suya. Intenté convencerle de que no lo hiciera.
Con poco entusiasmo, lo admito, porque al parecer no tenía
otra opción. —Parte de la cerveza se había derramado en un
posavasos de cartón y desprendía un olor acre que Bora
percibió desde su asiento—. Pero no es buen momento para
hablar de este tema. Para nada.
—Entonces, ¿qué hacemos aquí reunidos? Podría haber
ignorado mis llamadas.
—Y las ignoré. Estoy aquí por otro motivo. —Un doble
chasquido de hebillas y Olbertz metió la mano bajo la solapa
de su bolso de cuero. Sacó dos hojas de papel carbón escritas a
máquina y grapadas—. Una copia de la autopsia del Profeta de
Weimar, menos las omisiones. Si no me equivoco, podría serle
útil. —Bora le echó un vistazo. De nada serviría decir que era
la primera noticia que tenía de la existencia de un informe
extraoficial.
—¿Puedo preguntarle por su fuente?
—El doctor Wirth del hospital Charité, donde se realizó
la autopsia. Wirth se enteró de que había interrogado a su
esposa sobre la noche del asesinato y llegó a la conclusión de
que no le picaba simplemente la curiosidad. Le preocupa que
la señora Wirth pueda haberle causado una impresión de
hostilidad y, dado que ambos trabajábamos con su tío, me
instó a que le entregase este documento. Puede quedárselo.
Bora estaba confuso. Creía que Olbertz era amigo de su
tío y aquí estaba, entregándole una ramita de olivo de parte de
un médico nazi.
—Esto no cambia mi opinión sobre los Wirth —dijo. La
firma al pie de la segunda página resultó ser otra sorpresa—.
¡Pero si lleva su nombre, doctor Olbertz!
—Así es. Cuando nos encontramos en el funeral (por no
decir cuando me llamaron para realizar la autopsia), no tenía ni
idea de que estaba investigando la muerte de Niemeyer. No
encontrará discrepancias significativas entre los dos relatos:
dos tiros a bocajarro… El primero se efectuó mientras la
víctima estaba cara a cara con su asesino tras haber sido
sorprendido en su propia casa… Cayó de bruces, golpeando
una mesita y magullándose… El segundo disparo lo alcanzó
cuando ya estaba tirado en el suelo y, posiblemente, muerto.
—Mientras Bora ojeaba el texto, Olbertz sacó otro papel de
debajo de la solapa de cuero y se lo colocó boca arriba sobre
las rodillas—. La verdadera sorpresa (que, dada la importancia
pública del Profeta, será mejor no revelar) es que estaba
circuncidado.
Bora apenas había tenido tiempo de ver la foto cuando el
médico la volvió a guardar.
—Tenía entendido que… un testigo ocular me habló de
un viejo episodio en el que dos miembros judíos del público
desvistieron a Niemeyer y descubrieron que estaba, bueno,
«intacto». ¿Cómo cree que…? ¿Y por qué?
Olbertz cerró la solapa del bolso.
—Bueno, hay algunas razones por las que se puede
realizar una circuncisión desde el punto de vista médico.
Aparte de dichas razones, algunos estudios sugieren que los
varones extremadamente promiscuos corren un menor riesgo
de contraer enfermedades venéreas si «optimizan su
herramienta». En este caso, opino que la operación se realizó
en la edad adulta, evidentemente después del episodio que
menciona.
—¿Quién era el médico que trataba a Niemeyer?
—Creo que era el doctor Karl von Eicken, especialista en
laringología, el mejor para cantantes y oradores públicos.
Hasta una vez trató al Führer. Pero una circuncisión… Una
práctica quirúrgica tan impopular debió de realizarse fuera de
la Patria, durante una de las extensas giras que la víctima
realizó en el extranjero. Se me vienen a la mente Italia, Grecia
o Turquía.
Este detalle no cambiaba perceptiblemente las cosas,
exceptuando el improbable caso de que un antisemita
confundiera a Niemeyer desnudo con un judío en la intimidad
de su hogar. Bora atribuyó la censura oficial a la popularidad
del adivino en las altas esferas.
—¿Algún detalle que desee añadir, doctor?
—Sí, pero no a mi informe. —Tras examinar la
habitación de un vistazo rápido y asegurarse de que nadie les
prestaba atención, Olbertz colocó un estuche para llaves de
marroquinería delante de Bora—. Aquí tiene la llave de la
consulta de su tío en Dahlem. Aunque me la confió, prefiero
no tener que guardarla. —Esperó a que Bora se la metiese en
el bolsillo antes de añadir—: Si hay algo que quiera salvar, le
sugiero que vaya a la clínica mañana antes de las seis y media
de la mañana.
Bora se tragó su enfado y una pregunta, cuyas
implicaciones políticas sin duda caerían en oídos sordos.
—Supongo que la consulta va a cambiar de manos.
—Podría decirse así.
Era de esperar. El estrés del día amenazaba con
desbaratar el implacable control que Bora ejercía sobre su
genio. Contó hasta diez y, luego, hasta veinte y respiró hondo.
Cuando una camarera de aspecto triste se acercó a tomarle el
pedido, le preguntó directamente qué tenían aparte de cerveza
para ahorrarle una larga serie de: «lo siento, no tenemos…» o
«no nos queda…» seguidos de la bebida por la que hubiese
preguntado.
—Fanta —dijo. Bora declinó su oferta. Olbertz vació su
jarra y la colocó meticulosamente en el centro del posavasos
de cartón.
Cuando una mosca aterrizó en una gota de espuma en el
borde del vaso, hizo ademán de ahuyentarla, pero se lo pensó
mejor. En voz baja, con la mirada puesta en el voraz insecto, le
dijo a Bora:
—Sea prudente con quién frecuenta.
Bora pensó que su consejo era muy poco útil después de
haber conocido a gente de todo tipo e ideología en los últimos
días. Poco amigo de las advertencias en general respondió:
—Lo mismo podría decirse de usted, doctor.
Se refería a Wirth y a otros médicos politizados, nada
más; pero Olbertz se sobresaltó. Trató de ocultar su reacción,
pero sin éxito: Bora se había fijado. No es que los alemanes
carecieran de razones para temer una indiscreción en los
tiempos que corrían. Tal vez Olbertz se arrepentía de haber
susurrado esas pocas palabras acerca de un suicidio forzado en
un funeral de Estado.
8:33 P.M.
Le sentó bien caminar de vuelta al hotel. Siempre llegaba
un momento en el que la ansiedad acumulada chocaba contra
un techo invisible. Como el humo que había visto salir del
granero en llamas, tras alcanzar cierto nivel, solo podía
extenderse en horizontal. Mientras tuviera asuntos urgentes
que resolver, el miedo pasaría a un segundo plano. Lo mejor
era no mirar más allá del futuro inmediato y esperar que se
presentase una muy necesaria distracción de vez en cuando.
No sabía que justo en aquel momento se le acercaba una
distracción. Al salir de la Karlsbadstrasse en dirección a la
Potsdamer Strasse, frente a la clínica Elizabeth, vio por el
rabillo del ojo a una chica en la parada del tranvía que le
recordó a Emmy Pletsch. No era ella, pero el hecho de que
hubiese confundido a alguien con ella ya indicaba algo.
«Es que me gusta su olor», pensó de pronto.
¿Qué? ¿Su olor? No tenía ni idea de dónde había salido
esa impresión. Según había podido comprobar, no usaba
perfume, parecía escrupulosamente limpia y, además, no
habían llegado a acercarse lo suficiente. ¿Le estaría pasando lo
que a los animales jóvenes, que se olfatean mutuamente y, en
función de ese olor, eligen y se aparean con sus parejas? Como
siempre en su vida, se interpuso una compleja estructura de
capas de autocontrol y obediencia a las reglas (las compañeras
de trabajo, las secretarias y las mujeres de otros hombres
siempre estaban prohibidas). Parado en la acera, Bora se fijó
en que la joven de la parada del tranvía proyectaba una sombra
que llegaba hasta la mitad del suelo.
Justo entonces, al verla más de cerca, se sorprendió al
constatar que, después de todo, era Emmy, que esperaba el
tranvía sola. Ya había terminado el horario de trabajo; llevaba
ropa de civil y el pelo suelto. Llevaba un vestido de color
caqui de cintura alta (Bora había oído a Dikta llamarlo un
«vestido de peto» escotado, una especie de dirndl moderno),
una blusa blanca de manga corta y sandalias con suela de
corcho; todo ello de aspecto estirado: Emmy no tenía un pelo
de presumida.

***

Siguiendo un impulso, Bora cruzó la calle hasta la parada justo


cuando llegaba el tranvía. Observándola por detrás mientras
alargaba el brazo para agarrarse a la barra y subir al tren, vio
que el cierre del sostén bajo la tela ligera de la blusa formaba
un pequeño puente entre los hombros de Emmy. «Apuesto a
que usa ropa interior de algodón, y ahora que es verano, puede
ir sin medias cuando no está de servicio».
Sin saber adónde se dirigía, Bora subió tras ella. Apartó
sin miramientos al ama de casa de caderas anchas que le
impedía el paso y separó a una pareja de ancianos que iban
cogidos de la mano al abrirse paso entre los pasajeros en
dirección a ella. Un día de diario y a estas horas, hasta el
último asiento estaba ocupado por un berlinés cansado. Emmy
estaba atrapada entre los cuerpos sudorosos, con la mano
izquierda prudentemente colocada sobre la solapa de su bolso.
Cuando Bora se dirigió a ella, le lanzó una mirada de sorpresa
y, rápidamente, apartó la vista.
—Jefa de personal Pletsch, me temo que debo insistir en
que me conceda una entrevista con su comandante.
—Mi comandante tiene la agenda ocupada el resto de la
semana, señor.
Una vez más, su tono y sus palabras inflexibles delataban
que tenía instrucciones específicas al respecto. Bora ignoró el
obstáculo.
—Entonces debería poder reunirme con él fuera del
horario de trabajo.
—Me consta que no es posible, coronel.
El tranvía abarrotado y un trayecto plagado de sacudidas
obligaron a los pasajeros que iban de pie a apiñarse y chocar
unos con otros, un suplicio para los sentidos en esta época de
mala alimentación y escasa higiene. La blancura de la blusa de
Emmy parecía fuera de lugar y extrañamente intacta, como
una bola de nieve en mitad de un caldo maloliente. Dada la
escasez crónica de agua y jabón, Bora se imaginaba el
esfuerzo necesario para mantener el pelo, las uñas y la ropa en
orden. Como le sacaba una cabeza a la mayoría de los
pasajeros, dominaba su espacio y la protegía en parte de la
multitud que la oprimía.
Emmy, con aire malhumorado, no despegaba los ojos del
bolso.
—Le aseguro —continuó— que sería sumamente difícil
organizar una reunión. Imposible al noventa y nueve por
ciento.
Imposible al noventa y nueve por ciento es prácticamente
decir imposible al cien por cien. Un chirrido anunció un
frenazo que desestabilizó a la multitud y le permitió percibir
de pasada, o al menos eso pensó, un leve aroma a almendras
dulces en su pelo. ¿Sería ese el olor en el que había estado
pensando?
Estaban en algún lugar del barrio de Barbarossaplatz, no
muy lejos del piso de Max Kolowrat. Nadie se bajó del
tranvía, sino todo lo contrario: un grupo de obreros sudorosos
que se dirigían a la estación de Innsbrucker Platz subieron y
lograron hacerse un hueco con sus paquetes y bolsas,
dispuestos a coger el último tren de la tarde.
Bora se sintió seriamente tentado de bajarse lo antes
posible.
—Jefa de personal Pletsch —le dijo en voz baja al oído,
con una cercanía firme que podría haber parecido descarada de
no ser por sus palabras—: ¿es necesario que acampe delante
de la puerta del Ejército de la Reserva para reunirme con él?
Porque estoy dispuesto a hacerlo.
Ella se alejó ligeramente de él, levantando el hombro
derecho como para rechazarlo, pero, al hacerlo, un mechón de
su pelo rubio rozó los labios de Bora.
—Estoy dispuesto —repitió.
Emmy se sacudió para liberar el brazo derecho lo
suficiente como para sacar una pequeña libreta del bolso.
—¿Dónde se aloja, coronel? —Preguntó, y cuando Bora
se lo dijo, anotó el nombre del hotel—. Es sumamente
improbable y no le prometo nada, pero me pondré en contacto
con usted si tengo noticias. Buenas noches, señor. —En la
siguiente parada, se bajó rápidamente aprovechando la
corriente de viajeros que salían, pero no lo suficientemente
rápido como para impedir que Bora se apease antes de que el
tranvía reanudara su ruta.
La siguió discretamente. Le picaba la curiosidad por ver
adónde se dirigía. «Es simplemente una costumbre
profesional», se dijo, «nada más». Con su vestido color caqui,
Emmy Pletsch caminaba deprisa sin mirar atrás. Ahora que
estaba sola, el peso de la preocupación descansaba una vez
más sobre sus hombros, encorvándola sin llegar a frenarla.
Cruzó la Lauterplatz en dirección a la Niedstrasse, donde giró
a la derecha.
Como suponía Bora, su destino era un antiguo colegio de
niñas donde se alojaban las auxiliares.
Al mirar por las ventanas abiertas al aire cálido de la
tarde, vio literas y cuerdas tendidas de pared a pared de las que
colgaban prendas de mujer. Más allá de la ricamente decorada
fachada de estilo Wilhelmine, se extendía un cielo encarnado,
como sangre diluida.
Bora esperó a que Emmy entrara en el edificio y echó a
andar hacia su hotel.
LEIPZIGER HOF, 9:34 P.M.
Para cenar, Bora eligió una mesa de esquina con vistas al
bar, con su gigantesca fotografía de principios de siglo de la
iglesia de Pauliner y el Café Français de Leipzig. Se sentía con
fiebre y muy sediento. Como no había agua mineral
disponible, bebió agua del grifo, «cuidadosamente hervida»,
como explicó el camarero.
Su padrastro tenía razón cuando decía que las cosas se
aceleraban durante la guerra: el día de hoy parecía eterno.
¿De verdad había empezado con un tierno recuerdo del
tío Reinhardt-Thoma y un bombardeo a primera hora? Como
en los fotogramas de una película muda, el apartamento de
Kupinsky dio paso al hombre con la nariz ensangrentada
detenido por la Gestapo y este se fundió con la inquietante
carta de Niemeyer a un abogado muerto, con los prisioneros
rusos quemados vivos y con Willy, el de Hamburgo, Lattmann
y Olbertz, con sus desconcertantes revelaciones… Y entonces
la imagen pasó a ser la de Emmy Pletsch, la jefa de personal
Emmy Pletsch.
Bora detestaba este estado de ánimo.
Durante las semanas que había pasado en la Línea Gótica
con el regimiento, la única presencia femenina había sido un
puñado de campesinas, alguna que otra refugiada italiana
procedente de la ciudad y las yeguas y las mulas. Habiendo
pasado largos períodos de su vida con otros hombres, estaba
acostumbrado a la falta de voces y miradas femeninas, pero no
podía evitar echarlas de menos.
Con Nora Murphy en Roma… bueno, con Nora Murphy
no había pasado nada; ni siquiera lo había intentado. Se había
enamorado de ella como un colegial para el que una mujer
casada (y americana por añadidura) estaba totalmente fuera de
su alcance. La había deseado y se había reprochado su deseo
por ella. Después de Roma, se produjo la frenética retirada
alemana hacia el Norte, seguida de semanas de feroz combate
en las montañas.
Bora contempló los contornos sepia de los clientes,
muertos ya hace mucho, que estaban sentados en la terraza del
Café Français y pensó en la última vez que había llevado a una
mujer a la cama. Había sido a finales de marzo y el alcohol
había jugado un papel importante. No recordaba su cara, su
cuerpo ni su nombre, pero la brecha entre la cuidadosa y
compleja singularidad de su deseo por Dikta y aquel polvo
mercenario al borde de la inconsciencia le permitieron desear a
la señora Murphy y, ahora, albergar un inoportuno e
improvisado interés por la chica de los ojos raros.
«Intercambiamos miradas cuando se bajó del coche, como si
nos deseáramos de repente. Sea verdad o no que las cosas se
aceleran, ambos estamos solos, y yo estoy metido en un buen
lío». Lattmann tenía razón: no aprovechar estos pocos días en
Berlín sería una locura. ¿Y bien? Aquí, en Berlín, solo hacía
falta mirar a tu alrededor, como en París en 1940, o en Roma
hacía tres meses. Las mujeres que se habían quedado atrás
parecían dispuestas. ¿Qué otra intención tenían en mente las
dos morenas de atractivas piernas que acababan de entrar en el
bar?
Pero no era tan fácil para un introvertido, y mucho menos
para un introvertido escrupuloso y completamente sobrio.

Una vez en su habitación, Bora se aseguró de que la carta


de Niemeyer seguía donde la había escondido. Con las luces
apagadas y las ventanas abiertas, se sentó y bebió un trago de
agua del grifo del baño del vaso para el cepillo de dientes.
Los pensamientos se sucedían, vertiginosos, en su mente
(un crimen que resolver, la necesidad de encontrar a Salomon
y de conseguir una entrevista con Stauffenberg, además de
prepararse para lo peor en la clínica de su tío a la mañana
siguiente) y tenía que apaciguarlos antes de que le provocaran
una nueva oleada de ansiedad.
¿Quién dijo que el agua no sabe a nada? Bora percibió el
regusto a tuberías de hierro en la taza de gres, además del
polvo de ladrillo y la vergüenza de un Berlín asolado por las
bombas. Apuró el vaso y se sentó junto a la ventana
completamente vestido, vigilando sus sentidos sobreexcitados.
La fiebre le permitía sentir con una intensidad casi
dolorosa. Como tantas cosas que tienen una mayor
importancia de la que aparentemente merecen, los condones
que Lattmann le había metido en el bolsillo del pecho (unos
Blausiegel de primera calidad) parecían ocupar más espacio
del que sugería su tamaño, como si le pesasen sobre el
corazón. Sacó uno y acarició con las yemas de los dedos el
envoltorio plano y tan poco romántico.
Dikta se oponía a que los utilizaran durante y antes de su
matrimonio, lo que explica que se quedase embarazada tres
veces. Bora recordaba que había insistido en usar protección
antes de partir a Rusia, porque el frente era peligroso y
concebir un niño en aquel momento era demasiado arriesgado.
Pero en su primer permiso, volvieron a disfrutar de la antigua
libertad de hacer el amor sin precauciones. Cuando estaba
lejos de su esposa, nunca se había permitido una razón para
usar un preservativo. Y ahora, al contrario de lo que afirmaba
la propaganda oficial, no era un buen momento para engendrar
un niño, y posiblemente fuese uno poco prudente para
acostarse con una chica.
«No es que eche de menos el sexo en general: estoy
acostumbrado a pasar sin él cuando estoy en el frente. Echo de
menos el sexo con ella, con mi mujer. ¿Cómo es posible que
no me eche de menos? Sé que me echa de menos. Es cuestión
de tamaño, ritmo, carne y necesidad mutua. Podemos soportar
estar separados el uno del otro, pero no prescindir de ello».
Tras haber conocido a Willy Osterloh, la idea de «prescindir
de ello» volvía a resultarle insoportable. Y más el hecho de no
volver a ver ni a tener noticias de Dikta. No podía. No quería
saber dónde estaría (a salvo en Lisboa, con su madre, según las
últimas noticias) y, sin embargo, Dikta era la única barrera que
se interponía entre él y desear a otra mujer.
Él, que nunca lloraba, había llorado en Roma por sus
hijos que no habían llegado a nacer, por su hermano perdido
en Rusia, por esta guerra que nunca acababa y (se avergonzaba
de ello) por sentirse tan destrozado, después de Dikta. Había
encontrado motivos para llorar por cien cosas, pero no por sí
mismo. No había sido capaz de sentir lástima de sí mismo
hasta que abandonó Roma en plena noche con sus hombres,
hacía mes y medio.
Parecía que había pasado una vida entera desde entonces.
Mientras se preparaba para poner al día su diario, se vació
los bolsillos antes de quitarse la guerrera. Colocó la funda de
marroquinería con la llave de la consulta de su tío en la mesilla
de noche, junto al encendedor de Peter, los condones y la
pluma estilográfica de acero con plumín de oro que le había
regalado Dikta. A estos los siguió la cartera y algo de
calderilla, las llaves del Olympia, el billete de tranvía…
Siempre ordenado, Bora lo metió todo en el cajón, excepto la
estilográfica y la llave del tío Reinhardt-Thoma.

«Jueves, 13 de julio, 11:07 p.m. La llave que


mi tío tocó a diario durante años y la visita que
haré a su clínica mañana a primera hora me traen
a la mente el recuerdo de la infancia con el que me
desperté hoy. Lo documento a continuación, no
para darme bombo (no tengo tan buen concepto de
mí mismo), sino porque demuestra la clase de
hombre que era y por qué lo queríamos.
»Los sueños eróticos, y el concepto mismo de
Eros, eran algo desconocido en nuestra casa.
Cuando tenía doce años, a lo sumo fantaseaba con
La niña de los gansos, una especie de cuadro
artúrico que colgaba en el salón de verano de mis
abuelos, o con El ahogamiento de Ofelia, al estilo
de Burne-Jones. Era incapaz de decidirme entre la
belleza que se hundía entre las aguas y la chica
desnuda que se convertía en una criatura
emplumada, pero mis fantasías no pasaban de la
posibilidad de besarlas. Después de todo, todavía
faltaba un mes para que Waldo Preger, mi
compañero de juegos, y yo espiáramos a la chica
polaca, una jornalera que amamantaba a su recién
nacido en Prusia Oriental.
»Ah, sí. Comunión todos los domingos, y había
que estudiar para la Confirmación. Nos ocultaban
tantas cosas que aquella mañana aterradora, al
principio creí que había mojado la cama y, luego,
que estaba enfermo. Angustiado como estaba, me
negué a levantarme de la cama. Recuerdo que era
domingo y mis padres estaban en el campo con
Peter. El ordenanza del general se preocupó lo
suficiente como para llamar a mi abuela, que llamó
al tío Alfred, que por entonces era cirujano jefe del
hospital de St. Jakob, en la Liebigstrasse. Era tan
bueno que inmediatamente se subió al coche
camino a Lindenau, y pronto oí su voz en el piso de
abajo, preguntando en su tono de barítono:
“¿Dónde está el paciente?”.
»Creo que tardó segundos en comprender lo
que me pasaba. Como había comenzado a ejercer
en los cuarteles de la cercana Gohlis, sabía lo
suficiente de los miedos de los jóvenes como para
decirme, con toda seriedad: “no te vas a quedar
ciego por hacerlo”. Y como declaré enérgicamente
que no había hecho nada (y era verdad), se sentó a
mi lado y me dijo: “echemos un vistazo”.
»Me negué, lo que por supuesto confirmó su
diagnóstico.
»Es curioso cómo recordamos ciertas escenas
hasta el más mínimo detalle. Es como si nos tuviera
a los dos delante, tal como éramos entonces. En
aquella época, el tío Alfred llevaba barba de
mosquetero, lo que a mis ojos le daba un aire de
espadachín. “¿Está húmedo y pegajoso?”,
preguntó. “¿Sí? Bueno, pues no estás enfermo y no
te vas a morir. Se llama esperma o líquido seminal.
Aunque pueda parecer sucio, no lo es, y si fueras
mujer, sería sangre”. (No era precisamente lo que
quería escuchar: todo este asunto me parecía de lo
más alarmante). “En mi opinión, Martin, tienes dos
posibilidades: o lo practicas con moderación, o te
mantienes ocupado haciendo deporte y otras
actividades saludables. En cualquier caso, no lo
uses con una chica, porque podría quedarse
embarazada”.
»¿Usarlo con una chica? Creo que, llegados a
este punto, no pude contener las lágrimas, en parte
de alivio al saber que no me iba a morir y en parte
por lo que acababa de decir, que me horrorizó.
Estaba tan abatido que debí decir algo de que no
sabía cómo mencionárselo al cura en la confesión
del día siguiente. Pero ya en aquel entonces el tío
Alfred era un librepensador. “¿Por qué tienes que
mencionárselo?”, estalló. “¿Acaso le dices al cura
cuántas veces estornudas? Si no has hecho nada
malo, no hay nada que confesar. No, no. Esto
quedará entre nosotros dos”. Hoy me pregunto
cómo consiguió contener la risa. “Pero debes tener
compañeros de clase a los que ya les crece el
bigote, y debes haber visto sementales montando
yeguas. ¿Cómo crees que nacen los potros?”.
»Bigotes, sementales y chicas que sangraban:
la mañana iba de mal en peor. Hasta entonces
había vivido en la bendita burbuja de la infancia y
no quería salir por nada del mundo. El buen doctor
me leyó la mente y supo expresar con palabras lo
que sentía. “No puedes”, dijo, “ya está hecho. La
ollita está en el fuego, y rebosará de vez en
cuando”. ¿Rebosar? ¡Por el amor de Dios!
Seguramente, estaba llorando cuando le rogué que
no se lo dijese al general.
»“No voy a decírselo al general ni a tu madre.
Pero ahora, levántate. No estás enfermo. Suénate la
nariz, dúchate y sigue con tu vida”. En el instante
que tardó en encenderse un puro, sus ojos
recorrieron el cuarto, lleno de mis cosas de niño.
¿Se habría arrepentido del consejo que acababa de
darme? “Pensándolo bien”, añadió, “mi receta es
que sigas siendo niño un poco más”.
»Lo intenté, pero al año siguiente ya medía
uno setenta y siete, y con quince años, más de uno
ochenta, y creo que el único deporte que no
practicaba era gimnasia rítmica. El fuego del que
me habló calentaba la ollita, y ha permanecido
encendido desde entonces. Mientras tenía a Dikta
en el horizonte, sabía mantenerlo bajo control. Sin
Dikta, a veces desearía que no hubiera ollitas ni
fuegos que las calientan.
»Han pasado diecinueve años de aquel
domingo en el barrio de Lindenau de Leipzig, tío. Te
echo de menos y lamento que no tuvieras elección
en tu muerte en solitario».
8

«Quien ha aprendido a morir ha desaprendido a servir.»

MICHEL DE MONTAIGNE6,
Del saber morir
CLÍNICA INFANTIL DOROTHEA REINHARDT-
THOMA, DAHLEM, VIERNES, 14 DE JULIO, 5:46 A.M.
Bora nunca había estado en la clínica de su tío. Era una
mansión señorial construida en los años 20, con empinados
gabletes de pizarra verde musgo que coronaban un tejado a
cuatro aguas. El estuco gris claro daba un aspecto fresco y
sobrio a la fachada de cuatro pisos. Una larga L que albergaba
las habitaciones se extendía en perpendicular desde la parte
trasera del edificio, invisible desde el otro lado de la calle. La
planta baja, probablemente ocupada por el despacho principal
y la consulta de Reinhardt-Thoma, tenía ventanas coronadas
por arcos bajos, mientras que arriba Bora identificó las salas
de consulta por los enormes ventanales sin cortinas.
Le sorprendió ver aparcados frente a la clínica una
furgoneta de aspecto oficial y un sedán negro de humo a esa
hora tan temprana, cuando la neblina del rocío aún impregnaba
el aire y los frondosos árboles a lo largo de la calle se
estremecían, poblados de gorriones. «Pero», reflexionó,
«estamos en Dohnenstieg, donde nada menos que Heinrich
Himmler, Comisario del Reich, tiene una de sus residencias».
No obstante, pronto cambió de opinión al ver que la
puerta de la clínica estaba entreabierta y percibir movimiento
en la penumbra del interior, donde parpadeaban las lámparas
eléctricas.
Bora no perdió el tiempo con esperanzas de que fueran
empleados de su tío que habían venido a rescatar lo que
quedara por salvar por recomendación de Olbertz. «Si Olbertz
no quiso reunirse conmigo, sin duda no se arriesgaría a…».
Si tenía alguna duda, esta se disipó cuando oyó un
estrépito de cristales rotos en el piso de arriba. Un archivador
literalmente salió volando por la ventana, esparciendo en su
caída una lluvia de carpetas y páginas sueltas. Lo próximo en
precipitarse fue un escritorio sin sus cajones, inmediatamente
seguido por estos.
Folletos, sellos de goma y cuadernos de recetas cayeron
como copos de nieve. Al primer estallido de cristales, los
gorriones abandonaron las copas de los árboles, salpicando el
suelo con sus sombras fugaces. Bora siguió con la mirada las
piruetas y giros que este o aquel trozo de papel describía en el
aire, planeando y flotando de nuevo hacia arriba como si
desafiasen la ley de la gravedad. De pronto otra ventana se
hizo añicos con el ruido seco del hielo al quebrarse y cayeron
sillas y camillas de examen, sábanas y batas blancas. Cada una
aterrizó a su manera en el césped de abajo.
A menudo el intervalo entre la idea y la intervención es
de solo unos segundos. Bora podría haberles preguntado (pero,
¿qué había que preguntar?) a los hombres de paisano que
esperaban en el sedán negro de humo. En cambio (y nadie se
lo impidió), se acercó a la casa y entró por la puerta abierta en
una sala de espera desconocida para él y, sin embargo, de
algún modo familiar gracias a los grabados de las famosas
vistas de Sajonia que colgaban de las paredes, vistos
fugazmente mientras subía a la carrera las escaleras, como los
paisajes que van quedando atrás enmarcados por la ventanilla
de un tren.
En comparación con la penumbra de las escaleras, en la
sala de consulta entraba luz a raudales. Un puñado de matones
con la cabeza descubierta y pantalones cortos de las
Juventudes Hitlerianas soltaban laboriosamente una estantería
de metal de la pared. Un fuerte olor a desinfectante y ácido
fénico derramados se elevaba desde el suelo resbaladizo,
cubierto de fragmentos de vidrio e instrumentos quirúrgicos.
Un joven con el uniforme negro de los Servicios
Especiales del mismo cuerpo paramilitar lideraba la
devastación. Cuando un furioso Bora se encaró con él, le
contestó con un gruñido:
—Lo que estemos haciendo no es asunto suyo. ¡Tenemos
órdenes!
Gracias a Dios, existía una jerarquía. Bora le dio una
bofetada con el dorso de la mano, lo suficientemente fuerte
como para hacer que se tambalease, ayudado por unas botas
que no eran de su talla. Los demás estaban mirando por la
ventana, y en un principio no se dieron cuenta de lo que
pasaba. Ninguno iba armado, excepto con su fanatismo.
Aturdido, el joven de negro se enderezó, masajeándose la
mejilla izquierda de arriba abajo. Solo cuando tomó conciencia
de que un teniente coronel le exigía que le diese el nombre de
su superior directo, pareció sacudirse la furia ciega que lo
había poseído hasta hacía un minuto.
Cuadrándose muy rígido, tartamudeó con un fuerte
acento berlinés:
—Le ruego que me disculpe, teniente coronel. Íbamos
con prisas, nos dijeron que era propiedad de un judío…
Los chicos del escuadrón, con las piernas descubiertas,
tenían el aspecto de gatos a los que habían pillado robando. Se
pusieron blancos como el papel cuando Bora exclamó:
—Esta clínica pertenece al difunto Professor Doktor
Reinhardt-Thoma, ¡cuyo funeral de Estado el pasado domingo
fue autorizado por el mismísimo Führer! —Mencionar a Hitler
ante las Juventudes Hitlerianas era como mencionar el nombre
de Dios. El joven de negro no sabía dónde meterse. Identificó
a un tal Schmitz, líder de cuerpo, como su comandante,
mientras hacía gestos a sus compañeros de que parasen.
Aunque no se le ocurrió otra justificación que la que ya había
dado, Bora entendió que las órdenes debían de provenir del
Ministerio de Sanidad. Tal vez incluso del propio ministro,
Leonardo Conti, enemigo acérrimo de su tío durante muchos
años.
De boca de los chicos, Bora se enteró de que los
pacientes habían abandonado la clínica hacía tres días. Aunque
los destrozos de hoy estaban plenamente autorizados por el
líder de cuerpo Schmitz, tenían órdenes de no dañar ni los
pabellones ni la planta baja, ya que pronto los ocuparía el
nuevo director.

Una vez abajo, Bora fue a hablar con los hombres de


paisano del sedán negro de humo. Dijeron ser de la cercana
comisaría de la Cecilienallee y le hicieron un par preguntas
formales que no tuvo dificultad en responder. No parecían
saber que Bora era pariente del dueño, ya que culparon del
desaguisado del piso de arriba a la larga amistad entre el
difunto propietario y «el judío Goldstein». De hecho, estaban
esperando al doctor Wirth, recientemente nombrado médico
jefe de la clínica.
—¿Y usted simplemente pasaba por aquí, coronel?
—No creo que un oficial alemán tenga que dar
explicaciones por haber intervenido cuando llovían muebles de
las ventanas en pleno Berlín y, para colmo, ¡un miembro
insubordinado de las Juventudes Hitlerianas se atreve a faltarle
al respeto!
Puede que lograse convencer a unos simples policías
locales, pero una protesta oficial no cambiaría nada.
Bora abandonó la casa. No había nada en la clínica que
quisiera rescatar de Wirth, ni siquiera los grabados de la vieja
Sajonia. Solo había venido a ver qué forma adoptaría el
cambio de guardia. El amargo detalle de que involucrase al
vecino de Niemeyer, demasiado tacaño para pagar a un
jardinero lisiado y demasiado cobarde para presentarse en la
clínica en persona, lo convenció de que sería mejor no
decírselo a su madre. Pero al cruzar el jardín, cambió de
opinión y se agachó a recoger un pequeño frasco de vidrio
para medicamentos como recuerdo.
Era un objeto inútil, y el de menor valor de toda la casa.
En la calle, los árboles volvían a resonar con el canto de
los gorriones. Bora observó el frenesí de pájaros grises
apiñados y semiocultos por la enorme maraña de ramas. Es
curioso: los árboles no le parecían tan grandes desde que era
niño. Mientras se alejaba, los débiles rayos del sol matutino
moteaban sus copas oscuras.
En la parada del tranvía, se colocó un cigarro entre los
labios y, acto seguido, decidió no fumar. Lo había dejado en
junio, guiándose por el principio de que, en el campo de
batalla, el sentido del olfato es una ventaja, y solo llevaba una
cajetilla para utilizar el tabaco como moneda de cambio. Pero
aún no había logrado deshacerse del automatismo de echar
mano de un cigarro cuando estaba tenso.
Podía contar con los dedos de una mano las veces que
había pegado a alguien en su edad adulta. Era algo tan
contrario a su naturaleza que la pérdida de control que
generaba ese tipo de agresión lo angustiaba profundamente. La
nicotina serviría de poco.
Tuvo que aceptar de mala gana que ambos episodios (la
destrucción de la clínica y la bofetada que le había dado al
chico de las Juventudes Hitlerianas) no eran más que señales
de que todo se iba al garete, se encaminaba a la destrucción.
«Si Stauffenberg se niega a verme, puede que de verdad tenga
que esperarlo en la puerta de su oficina. Porque si es cierto,
como dice Hölderlin, que hasta la roca maciza necesita del
pico, hay ciertas cosas que es necesario decir antes de que se
desmorone».

Resultó que no tuvo que recurrir a una solución tan


drástica. A su regreso al Leipziger Hof, mientras desayunaba y
se tragaba un brebaje con un ligero parecido a un café muy
malo, los camareros le pidieron que cogiese el teléfono. La
llamada provenía del Ejército de la Reserva. Al habla no
estaba Emmy Pletsch, como supuso Bora, sino el teniente von
Haeften, ayudante de Stauffenberg. Sin preliminares ni
detalles, invitó con voz inexpresiva a Bora a visitar la oficina
del coronel a las 2 p.m. de aquel mismo día.
—De acuerdo —respondió Bora, con la misma
brusquedad—. Allí estaré.
7:35 A.M.
Entre ese momento y su visita a la Bendlerstrasse, para la
que faltaban poco menos de siete horas, Bora tenía una larga
lista de tareas por hacer. No necesariamente en este orden,
incluían preguntar por Salomon en su oficina (si era necesario,
con una excusa plausible), devolverle a Max Kolowrat el
material que le había prestado dos días antes y llamar a casa de
Glantz por si la Kripo había soltado al desafortunado editor.
Tenía una pregunta que hacerle, en apariencia relacionada con
el caso de asesinato pero que, en opinión de Bora, también
tenía que ver con un asunto más político. Como mecenas de la
Enciclopedia mitológica, era posible que Glantz supiese de la
existencia de una caja fuerte o caja de seguridad donde
Niemeyer guardara sus manuscritos u otros papeles
importantes… incluida, quizás, una copia de la carta destinada
a la División Central de Seguridad del Reich.
La proximidad geográfica y lo temprano de la hora lo
animaron a empezar haciendo una visita al piso de Kolo, cerca
de Barbarossaplatz, al que, casualmente, iría en el mismo
tranvía que había compartido con Emmy Pletsch la noche
anterior.
Una vez allí, Bora no supo cómo interpretar el panorama
que tenía delante. A lo largo de la calle, en la que no había
aparcado ningún vehículo, excepto una furgoneta del Servicio
de Emergencias Técnicas, un pequeño grupo de personas,
incluido Max Kolowrat, acampaba en la acera con algunas de
sus pertenencias desperdigadas a su alrededor; en el caso de
Kolo, un taburete sobre el que se apoyaba su máquina de
escribir, con Krüger sentado encima con la cara de un gato
sometido a una insoportable humillación. El propio escritor
estaba cerca, mirando con la cabeza levantada hacia las
ventanas de su piso con una pipa apagada entre los dientes.
Cuando vio acercarse a Bora, respondió a su saludo con una
inclinación de cabeza.
—Se produjo un pequeño corrimiento de tierras en la
parte trasera del edificio durante la noche —explicó—. Los de
la TeNo están revisando todos los apartamentos para
asegurarse de que podemos volver sin peligro. —Con aire
filosófico, señaló con un gesto de la pipa al resto de vecinos
que esperaban a lo largo de la acera—. Qué le vamos a hacer.
Por lo menos, a estas horas hace fresco y aún hay sombra.
Bora observó a los demás. Una anciana con una bata con
cuello de plumas y zapatillas tejía en un sillón protegido por
un antimacasar y una pareja de mediana edad jugaba a las
cartas utilizando una maleta como mesa; mientras que, a pocos
pasos, un hombre que a juzgar por el pelo corto debía de ser
un veterano del ejército, rodeaba con los brazos una maceta
con un helecho. El imprevisto resultaba de lo más oportuno: a
Bora le avergonzaba la idea de volver a hablar con Kolowrat, y
este encuentro en la acera invitaba a la brevedad que prefería.
Cuando le preguntó dónde quería que dejara el material, Kolo
le dijo que lo dejara en la acera.
—Los técnicos tendrán la amabilidad de llevarlo al piso,
igual que sacaron nuestras cosas.
Se dirigió a él cara a cara, y Bora no pudo dejar de
preguntar si podía ser de alguna ayuda.
—No, gracias. Como ve, ni Krüger ni yo estamos
alterados. Me ha seguido por medio mundo, y no se dejará
amedrentar por una mañana en la acera. Aunque… ¿tiene
fuego?
Bora sacó el encendedor de su hermano sin pensarlo.
Aunque debía saber que Peter había muerto, si Kolo se fijó en
la insignia con el águila de la Luftwaffe, tuvo el tacto de fingir
no haberla visto. Tras prender fuego al contenido de la
cazoleta de brezo, dijo:
—El nombre que mencionó el otro día, Gustav Kugler…
creo que sé quién es.
Bora, que hasta ahora había estado dándole vueltas a un
único dilema («¿Debo pensar, o no, que le gusta mi madre y
que espera casarse con ella algún día, como yo espero, o
esperaba, casarme con la señora Murphy, la mujer de otro?»),
sintió que la excitación lo atravesaba con una descarga
eléctrica.
—¿En serio?
—Sí. Los personajes dudosos de la era del jazz no podían
pertenecer al Club de tenis rojo-azul ni jugar en el campo de
golf de Wannsee, pero tenga por seguro que asistían a las
fiestas de moda en los mejores cabarets. Aunque los sucesos
no eran mi tema favorito, tomaba notas habitualmente. El
público lector femenino tenía debilidad por los criminales
como los que aparecen en las novelas de Rex Stout y por los
«policías corruptos» que salen en las películas. Las escopetas
y subfusiles americanos eran el último grito. Después de su
visita, eché un vistazo a mis viejos apuntes y… como digo,
creo que sé quién es Kugler. Bueno… para ser exactos, no sé
dónde anda ahora ni a qué se dedica. Pero en la época de
Weimar, era policía en la brigada antivicio, no precisamente un
corrupto.
Bora había lanzado el anzuelo el otro día, pero con poca o
ninguna esperanza de que hubiera peces en el lago. Disimuló
su entusiasmo lanzándose a recoger la aguja de tricotar que se
le había caído a la anciana (que levantó afablemente los ojos
en señal de agradecimiento).
—¿No precisamente un corrupto, Kolowrat? Es decir…
Kolo se encogió de hombros. A la luz del día, su rostro
mostraba la red de patas de gallo típicas de un aventurero; en
cambio, las comisuras de la boca reforzaban la impresión de
un hombre con la costumbre de sonreír frecuentemente.
—Es decir… al parecer, no se dejaba untar por los
proxenetas para que hiciese la vista gorda, a diferencia de
algunos de sus colegas. Si aprovechaba la oportunidad de
divertirse con alguna que otra mujer de vida alegre, ya que la
detenía… bueno, se consideraría una infracción de poca
monta. No, el tipo era corrupto en otro sentido: se rumoreaba
que «eliminaba» a los individuos a los que las autoridades
consideraban prescindibles o querían quitar de en medio:
criminales despiadados, informantes traidores y Dios sabe a
quién más. No llegué a conocerlo en persona. En un par de
ocasiones me lo señalaron en un grupo de gente, en un bar o
en alguna tertulia informal. Desconcertante, ¿verdad? A estas
alturas, o alguien lo ha despachado o ha conseguido ascender.
Bora sacó el material sobre la época de Weimar que le
había prestado Kolowrat de su maletín y lo colocó cerca del
taburete en una pila ordenada.
—Su primera hipótesis es la correcta.
—Ya veo. En aquel entonces, en nueve de cada diez casos
eso significaría que sus jefes mandaron a otro asesino tras él.
—Como muchos de los profesores y oradores que conocía
Bora, Kolowrat subrayó sus palabras con pequeños gestos de
la pipa—. Es otra forma de deshacerse de la basura. No me
sorprende. Más de un berlinés murió de esa manera durante la
República.
El ligero énfasis con el que recalcó las últimas palabras
hizo que Bora sospechara que, en realidad, insinuaba lo
contrario con una ironía desenfadada que uno no se encontraba
todos los días. En cualquier caso, su uniforme y su papel de
investigador exigían que se tomase la afirmación en sentido
literal.
—No murió durante la República —señaló—. Kugler fue
asesinado hace unos días. Era investigador privado.
—¿Ah, sí? Interesante. ¿Estaba chantajeando a un cliente
o había vuelto a las andadas y alguien recibió órdenes de
vaciar el cubo de la basura con él dentro? Cabe preguntarse si
un asesino a sueldo es capaz de cambiar de hábitos. —Cuando
un capataz de la TeNo con un brazalete amarillo se asomó a la
ventana para darle el «todo listo», Kolowrat asintió con la
cabeza. A Bora, al que tenía a un paso, pendiente de cada una
de sus palabras, le comentó—: Siempre he despreciado a los
asesinos a sueldo. A menudo, no valen más que las armas que
manejan y, en ocasiones, son tan poco conscientes de sus actos
como estas últimas. Los basureros que les dan caza me
parecen menos miserables.
De pronto, Bora se quedó pensativo. Estaba más
familiarizado con el tipo de muertes que había descrito Kolo
de lo que le gustaría admitir: Rusia, Roma… experiencias de
primera mano que prefería no recordar. La Abwehr lo llamaba
«hacer limpieza». Dijo:
—Para mí, la persona más interesante de todas es el
instigador.
—O instigadores. Solo en los casos de asesinatos por
encargo estrictamente privados, el asunto es lo suficientemente
simple como para no involucrar a más de dos hombres.
8:37 A.M.
Así que se rumoreaba que Kugler era asesino a sueldo
para «las autoridades». Kolo había usado la misma expresión
que el día en que se conocieron, al hablar de Jan Hanussen, el
predecesor de Niemeyer. También había dicho que Hanussen
había sido liquidado, pero «no por la policía». Tras despedirse
de Kolowrat y del resto de inquilinos desahuciados, Bora
reflexionó sobre estos datos independientes, pero de algún
modo relacionados. ¿Era posible que el investigador hubiera
vuelto a trabajar por su cuenta después de abandonar la Kripo?
Max Kolowrat había subrayado que el asesino a sueldo seguía
siendo el de siempre, aunque no era más que el comentario de
un reportero.
Puede que Grimm fuera el más indicado para responder a
esta pregunta, por muy delicado que fuese el tema para alguien
que había compartido vida profesional con Gustav Kugler.
Hasta que volviese Grimm, la acusación de Kolo añadía una
pieza más al puzle, pero poco más.
Bora miró el reloj. Las oficinas del ejército ya estaban
abiertas; sería mejor que tratase de ponerse en contacto con el
cuartel general del ejército en Zossen para preguntar por
Salomon. Eligió una cabina que sabía que estaba en
funcionamiento para hacer la llamada y se identificó como un
antiguo oficial del Estado Mayor de Salomon.
—Estoy de permiso en Berlín y me gustaría pasar a
saludarlo si es posible.
Aunque no le sorprendió oír que el coronel estaba de baja
médica, le preocupó profundamente.
—Nada grave, espero —dijo—. ¿Está ingresado en un
hospital donde pueda visitarlo?
No disponía de información sobre el hospital en el que
pudiera estar registrado. ¿Por qué no probaba en el Adlon,
donde se había alojado hasta hace poco?
Bora prometió hacerlo, aunque sabía que el coronel había
abandonado el hotel. Que supiese, Salomon no tenía parientes
en Berlín. Estaba separado de su mujer desde la primera
misión en Rusia; no tendría sentido intentar localizarlo a través
de ella. «Demonios», pensó, «¿debo mencionárselo a Claus
von Stauffenberg esta tarde? Después de todo, le habló de mí a
Salomon y puede que sepa dónde está».
Empezaba a hacer calor. Embutido en la cabina, Bora le
dio la espalda al sol para hojear su cuaderno. Mientras
interrogaba a Roland Glantz, había anotado el número de su
casa, el mismo desde el que lo había llamado su preocupada
esposa. Si había vuelto de Alex, sin duda Glantz no estaría de
humor para charlar, pero no se atrevería a colgarle a un
investigador.
El teléfono sonó durante un tiempo (Bora contó siete
tonos) hasta que por fin su mujer cogió el auricular. Al oír su
voz, se dio cuenta de que las cosas habían empeorado para los
Glantz. Suponía que aún no habrían soltado al editor, pero
tenía que preguntar, y eso hizo. La señora Glantz se echó a
llorar. Por sus palabras interrumpidas por largas pausas, Bora
se enteró de que Glantz no solo seguía bajo arresto, sino que
había intentado suicidarse de nuevo anoche. Dado el estado en
el que se encontraba, era totalmente posible, aunque Bora
sospechaba que el desencadenante inmediato podría haber sido
el maltrato por parte de los interrogadores de la Kripo.
Solo entonces se dio cuenta de que, aunque había
mencionado su nombre, no se había identificado ante la mujer
de Glantz como el primer oficial en interrogarlo. Lo hizo
ahora, y añadió:
—Estaba en la oficina de la Sternuhr Verlag cuando llamó
a su marido el miércoles. Que usted sepa, ¿el señor Glantz
sigue detenido en la jefatura de la Policía Criminal?
—Ojalá lo supiera —gimoteó—. Me preocupa que se lo
tomen como una confesión de culpabilidad por su parte. No
debió hacerlo hecho, coronel, ¡no debió!
Bora estaba de acuerdo, en principio. Pero se limitó a
decir:
—¿Puede confirmarme que su hermano dejó algo en su
casa antes de morir en combate? Tengo una buena razón para
preguntar.
—¡Debe tratarse de esa maldita escopeta! Le dije a
Roland que se deshiciese de ella cuando derribaron a Seppi
cerca de Tobruk… Solo pude convencerle de que la guardara
en un lugar seguro enviándola a un apartado de correos. Dios
mío, perdió la cabeza después de la mala pasada que nos jugó
Magnusson, o Niemeyer, o como se llame… Quería
asegurarme de que no se sintiera tentado de usarla para
vengarse.
El resto de la llamada no le aclaró nada más. Frau Glantz
nunca había oído a su marido mencionar un lugar concreto
donde Niemeyer guardase copias de sus manuscritos, incluida
la Enciclopedia mitológica. Cuando estaba a punto de colgar,
Bora decidió jugar una última carta.
—¿Ha oído hablar de un abogado llamado Ergard Dietz?
—No. ¿Es alguien que podría ayudar a mi marido?
—Me temo que no.
—¿Y usted? ¿Puede ayudar a mi marido?
Bora se esperaba la llorosa petición.
—Lo que sí puedo hacer es llamar para preguntar por su
estado de salud y con un poco de suerte, averiguar dónde está
ahora. Solo la volveré a llamar si tengo información que
compartir con usted.

Un olor a asfalto caliente y a alcantarillas abiertas (estas


últimas, impensables en el Berlín de antes de las bombas) se
había unido al aumento de temperatura cuando Bora salió de la
cabina. La tercera llamada le llevaría más tiempo, y sería
mejor no hacerla desde un teléfono público. Volvió al
Leipziger Hof y, desde su habitación, marcó el número
personal de Arthur Nebe.
El Gruppenführer de las SS y jefe de policía no estaba. Si
hubiese estado sentado a su escritorio, habría contestado por
su línea privada. Así que Bora probó la centralita de la Kripo y
preguntó por el ayudante de Nebe. Este le confirmó que el jefe
no estaba en la oficina, aunque no le proporcionó más
información sobre sus planes para aquel día. A su pregunta,
formulada con sumo tacto, sobre el detenido Roland Glantz,
respondió con la contrariedad de un burócrata que no ve
ninguna razón por la que deba responder.
—¿Qué pasa con el detenido Roland Glantz, coronel?
Bora se lo explicó brevemente, aunque dudaba que un
intento de suicidio dentro de Alex fuera una noticia inesperada
para la mano derecha de Nebe.
—Ah, sí. Intentó colgarse otra vez.
—¿Y lo consiguió?
—No logró ahorcarse, pero se golpeó la cabeza al caer y
está inconsciente. Los médicos de la enfermería temen que no
volverá en sí pronto, si es que recupera la conciencia.
No era lo que Bora quería oír.
—¿Sigue en la enfermería?
—No está… Mire, coronel, no sé adónde se lo han
llevado; hay un sinfín de hospitales y clínicas en Berlín.
Esto solo podía significar que Glantz había pasado a
manos de la Gestapo.
—¿Puedo dejarle un mensaje al jefe de la Policía
Criminal?
—Por lo que veo, tiene su número privado. Inténtelo esta
tarde después de las seis.
Dos llamadas, dos fracasos. Bora tuvo algo más de suerte
cuando preguntó por Florian Grimm.
Fue Trost (al parecer, el subordinado de Grimm) el que
cogió el teléfono. Sí, el inspector Grimm se estaba
recuperando rápidamente y esperaba volver al trabajo a la
mañana siguiente. (A Bora no le entusiasmó la idea: esperaba
tener más tiempo para sus cosas y el coche a su disposición).
Pidió que Grimm trajera información detallada sobre el
interrogatorio, la declaración, el estado de salud y el paradero
del detenido Roland Glantz, y colgó de mal humor.
Esperaba más de la próxima llamada, sobre todo porque
no era estrictamente de negocios. Se sacó el número de Emmy
Pletsch del bolsillo del pecho. Al hacerlo, uno de los condones
cayó al suelo, un pequeño incidente que podría considerarse
revelador, pero que no lo avergonzó demasiado. Solo quería
darle las gracias, sin añadir más detalles: ella entendería que se
refería a su entrevista con Stauffenberg.
Una compañera de la jefa de personal Pletsch cogió el
teléfono. La jefa de personal Pletsch acababa de levantarse del
escritorio. Si no le importaba, ¿podría el teniente coronel
intentarlo de nuevo a las diez?
Este ausentismo repetido hacía dudar de la tan cacareada
eficiencia de los oficinistas alemanes. Sobreponiéndose a su
decepción, Bora respondió que volvería a llamar.
Entretanto, decidió emprender otra ronda de llamadas
destinadas a descubrir el paradero de Salomon. El hospital
Charité tenía fama de tratar enfermedades nerviosas, así que
empezó por este. Cuando esto no dio resultado, continuó con
la lista de centros médicos, tanto militares como privados, que
le constaba que seguían en pie. Ya fuese porque sus
interlocutores no creyesen que simplemente, estaba buscando
a su antiguo comandante y, por lo tanto, se negasen a darle la
información, o porque era cierto que Salomon no estaba
ingresado en ninguno (era posible que hubiese abandonado la
capital), los esfuerzos de Bora fueron en vano. El único detalle
que evitó que fuera una completa pérdida de tiempo fue que le
ayudó a pasar el rato hasta las diez.
Una vez más, llamó al cuartel general del Ejército de la
Reserva.
Esta vez, Emmy estaba en su puesto. Respondió en tono
no del todo seco a sus agradecimientos (Bora se imaginaba la
cara que pondría, como si tuviera la mente en otra parte). No
queriendo desaprovechar la llamada, siguiendo un impulso,
Bora llevó su plan un paso más allá. Le preguntó:
—¿Podemos almorzar juntos hoy, jefa de personal
Pletsch? Podría pasarme a recogerla.
Apenas le dejó terminar.
—No, coronel. Será mejor que no.
Bora se dio cuenta de que estaba más frustrado de lo que
tenía derecho a estar.
—Muy bien —dijo, y estuvo a punto de colgar.
No estaba acostumbrado a que las mujeres lo rechazaran,
y dio demasiada importancia a la negativa de Emmy. Por otra
parte, no podía ser tan ingenua como para no detectar cierto
deseo en su tono de voz, bajo la absoluta corrección de sus
palabras. No aceptar un no por respuesta no era propio de él,
así que no podía creer que dijese:
—¿Qué tal un café?
Emmy no respondió de inmediato, lo cual le dio tiempo
para arrepentirse de su insistencia. Pero entonces, contestó con
un simple:
—Sí, gracias.

Con una hora de sobra, Bora volvió a la habitación recién


hecha (un lujo que pronto tendría que olvidar si lograba volver
al frente italiano) para pensar en la información que había
recopilado hasta el momento aquella mañana. La afirmación
de Max Kolowrat de que Kugler se pluriempleaba como
asesino semioficial en la época de Weimar, aunque valiosa,
hasta cierto punto tiraba por tierra sus teorías.
Grimm no le había dicho nada al respecto… pero no
necesariamente tenía que saberlo ni tendría motivos para ver
un vínculo entre su antiguo compañero y la muerte de
Niemeyer. Después de todo, cuando Bora le preguntó por
asesinatos famosos ocurridos en Berlín, el inspector no dudó
en identificar al asesino del S-Bahn como Paul Ogorzow, su
antiguo colega de las SA. La pista de Kugler era tan
descabellada como intrigante. Pero incluso suponiendo que,
por la razón que fuese, el investigador pudiese haber jugado un
papel en el asesinato, sin duda lo habría hecho por orden de
alguien. Según Lattmann, hace once años los chismes
señalaban a un Heldorff agobiado por las deudas como un
posible instigador del asesinato de Jan Hanussen, cuyo puesto
como místico del Partido ocupó posteriormente Niemeyer. Ya
entonces Heldorff andaba metido en la política municipal.
¿Era posible que Kugler trabajara para él y que siguiera
haciéndolo? La mención del «conde von Heldorff, jefe de
policía de Berlín» en la carta de Niemeyer, aunque
ambivalente, debía de significar algo. Fue la novia de Heldorff
la que, sin querer, dio a Niemeyer pistas sobre una
conspiración en el ejército… Bora dibujó en su mente un
triángulo cuyos ángulos se llamaban «Hanussen», «Heldorff»
y «Kugler» y otro que marcó como «Niemeyer», «Heldorff» y
«Kugler». El tercero, el que más dudó en imaginar, decía
«Niemeyer», «Heldorff» y «Conspiración».
De los tres, este último era el más peligroso, tanto si
Niemeyer se lo había inventado todo como si no, e
independientemente del papel que jugase Heldorff como
deudor chantajeado, sabueso o conspirador. Si debía dinero a
Niemeyer, como se lo debía a Hanussen, enterarse (¿cómo?
¿De labios del propio Niemeyer?) de que su novia había
filtrado información sobre una investigación de alta traición le
ofreció la oportunidad perfecta para eliminarlo. Por otra parte,
puede que el objeto del chantaje de Niemeyer fuera otra
persona, por ejemplo, algún miembro de la conspiración, como
los que el aterrorizado Salomon oyó hablar.
Bora notó que la sudorosa camisa del ejército se le
pegaba a las axilas y al estómago. Sacó la carta de Niemeyer
de la carpeta sin marcar donde la había guardado, la metió en
una bolsa impermeable junto con su diario y se preparó para
darse una ducha sin quitarles ojo, como en sus paranoicos días
en Moscú.
Se desabrochó la prótesis, que le irritaba la muñeca por el
calor del verano. ¿Y si se equivocaba? Era posible que
Niemeyer se hubiese inventado el contenido de la carta, al
menos en cuanto a su conocimiento de un complot en el seno
del ejército. Era posible que hubiese hecho pasar una visión o
una intuición por un rumor creíble para que aplastasen a su
enemigo (o enemigos) después de su asesinato. Las palabras
que deja la víctima de una muerte violenta no mienten. ¿O
quizá sí?
«Podría quemar la maldita carta y acabar con todo este
asunto. Bubi Kupinsky jamás admitiría que la tenía, ni que la
vi. ¿Debería mencionársela a Stauffenberg, o sería mi
perdición? Si no tuviera escrúpulos, hasta podría utilizarla,
como intentó hacer Niemeyer. Solo que tengo escrúpulos de
sobra».
Bora se colocó bajo el chorro de agua fría,
tremendamente nervioso por su reunión de las dos… y, por
extraño que parezca, también por su cita con la jefa de
personal Pletsch dentro de media hora, aunque por motivos
completamente distintos. De hecho, entre las muchas
preguntas que se planteó, había una inocente dirigida a sí
mismo, que no obstante quedó sin respuesta: ¿se estaba
duchando y cambiando para el jefe del Estado Mayor del
Ejército de la Reserva o para Emmy Pletsch?
En cualquier caso, se pondría la camisa de uniforme
hecha a medida que su madre le había traído de casa para que
le diese suerte.
Minutos después, cogió la prótesis de la mesilla de noche
y la contempló, una nueva y extraña parte de sí mismo que aún
tenía que acostumbrarse a ver y a usar, ferozmente decidido
como estaba a no pensar en su pérdida. Durante la retirada de
Roma, había tirado todas sus partituras, incluidas las que su
padre había compuesto o arreglado para el piano. En el frente
oriental, estaba listo para morir, así que ni se había planteado
la posibilidad de sufrir una mutilación ni de sobrevivir a ella.
Era cierto que, con la mano derecha, podía mover o cerrar los
dedos de la prótesis para formar un puño delicadamente
articulado dentro del exquisito guante negro. Cuando hacía
frío y llevaba guantes, a primera vista no se distinguía de la
mano viva. No así durante el verano.
«Podría haber perdido el antebrazo, o el brazo entero», le
decían en el hospital de Verona en un intento de animarlo. «Dé
gracias de haber perdido solo la mano».
Bueno, el agradecimiento adoptaba formas de lo más
extrañas en los tiempos que corrían. De espaldas al espejo,
Bora volvió a colocarse la prótesis. «Creo en la fortaleza», se
dijo, «e intento vivir según mis principios. Pero, ¿qué me está
haciendo esta lesión en el fondo? ¿Cómo está afectando a mi
temperamento?
»Claus von Stauffenberg perdió un ojo y la mano
derecha, y solo le quedan tres dedos de la izquierda».

En el último momento, un cuarto de hora antes de


reunirse con Emmy en un pequeño y exclusivo café cerca de la
Bülowstrasse, Bora decidió llevar consigo la carta de
Niemeyer. Por peligrosa que fuera esta elección, sabía que,
pasara lo que pasase con Stauffenberg, tenía que encontrar un
mejor escondite antes del anochecer. Mientras bajaba con
prisas las escaleras, descartó el apartamento de su abuelo y la
clínica de su tío, cuya llave llevaba en el bolsillo. Ni siquiera
los bancos ni las iglesias eran seguros. A estas alturas,
tampoco podía fiarse necesariamente de muchos de sus
antiguos colegas de la Abwehr, y no quería poner en peligro a
la gente en la que confiaba. Mientras se dirigía al coche, Bora
pensó incluso en el oficial japonés que había conocido en el
Adlon, en cuyo sentido de lealtad a la casta podía confiar en
términos absolutos, y que no tenía miedo a morir. Si seguía
vivo, era su mejor apuesta.
Pero ya estaba bien de reflexionar. No le apetecía tomar
un café con la jefa de personal Pletsch sumido en la
preocupación más absoluta.
CAFÉ DIE DAME, 11:05 A.M.
En la época de la que escribía Kolowrat, el café se
llamaba Kaugummi, y el mismísimo William Wrigley invirtió
capital americano en este establecimiento diseñado para los
jóvenes y modernos consumidores alemanes de goma de
mascar. Los camisas pardas lo habían destrozado y
encarcelado a su gerente, de origen judío. Había reabierto al
principio de la guerra con decoración al estilo Biedermeier,
una carta más abundante que la mayoría de establecimientos y
una nueva dirección (se rumoreaba que Hermann Göring era
uno de los accionistas). Ahora, su nombre completo era Die
Fliegende Dame, por un enorme lienzo que representaba a
Europa a lomos de un toro blanco, pero los berlineses lo
conocían simplemente como Die Dame.
—Es precioso —dijo Emmy, contemplando el cuadro. Al
ver las opciones disponibles en la carta (Bora había elegido
este café por su excelente servicio), le preguntó:
—¿Puedo pedir una taza de café de verdad con nata de
verdad? Hace más de un año que no los pruebo. Le pareceré
pueblerina, pero echo de menos muchos de los ricos platos
cotidianos, como unas buenas tostadas con mantequilla y
mermelada para desayunar.
—Puede pedir lo que usted quiera.
Mientras Bora la observaba con atención, ella no lo
miraba directamente. «Puede que la haga sentir incómoda,
pero es lo que hay. Al observarla así, doy la impresión de que
puedo permitírmelo porque no estoy desesperado. Dice añorar
un desayuno de pan con mantequilla típico de los tiempos de
paz, pero, al fin y al cabo, si me dijo que sí por teléfono es
porque quería volver a verme». Aunque se decía a sí mismo
que le gustaba otro tipo de mujer, era innegable que al menos
dos de las mujeres por las que se había interesado (Remedios y
Nora Murphy) eran menudas.
Emmy guardó las gafas de leer. La delicada pelusa rubia
de sus antebrazos le recordó a las chicas de Rusia y Ucrania,
de las que se había mantenido alejado por respeto a Dikta… y
porque su belleza y su forma de canto gutural eran
peligrosamente atractivas. El pequeño reloj que llevaba en la
muñeca izquierda era modesto, con una correa de imitación a
piel. El hecho de que no llevara uniforme a estas horas
significaba que probablemente tenía la tarde libre debido a la
enfermedad de su novio. Su blusa blanca, sin bordados salvo
por una diminuta fila de flores blancas en torno al cuello,
parecía hecha en casa, quizás por una amiga, o por la misma
Emmy.
Se acercó el camarero y Bora pidió café con nata para ella
y un café helado para él. Cuando le preguntó si quería algo de
comer, Emmy alzó la vista, sonrió y negó con la cabeza.
Se preguntó si dormía mal o si lloraba a menudo.
Posiblemente, ambas cosas. Bajo sus ojos se extendía una
delicada sombra azul que no llegaba a ser un defecto gracias a
su juventud. Sí, si no lo miraba, se debía al escrutinio de él.
«¿Estoy haciendo algo despreciable? ¿De verdad creerá que la
he invitado para darle las gracias? Tal vez. Soy teniente
coronel, no espera que me interese por ella. Solo quería que
me compensase por haber rechazado mi invitación a almorzar,
porque una auxiliar no puede responder a un oficial como
contestaría a sus iguales.
»¿Estará siendo pasiva deliberadamente? ¿Es que su
novio no le ha enseñado nada? No. Sabe que, con su silencio,
me obliga a intentar entenderla. Prefiere no preguntarme por
mí, no solo por su rango de subordinada, sino para reclamar
ese espacio femenino, pequeño e intocable, que obliga a los
hombres a intentar penetrar en él».
—Hábleme de usted —la animó cuando se marchó el
camarero—. ¿De dónde es y qué la trajo a Berlín?
—No tengo acento berlinés, ¿verdad? —Sonrió con aire
tímido, aún sin alzar la vista—. Me crie cerca de Breslau,
donde vive mi familia. No hay mucho que decir de mí: estaba
en secundaria, y me iba bien, cuando mataron a mi padre, que
era el jefe local de las SA. Así que dejé la escuela e hice un
curso de mecanografía: la típica opción profesional que
tomaría una chica de mi clase social, me dirá. No es que me
faltara ambición, pero Madre quería que me quedara cerca de
casa, etcétera.
—¿Etcétera?
Simplemente repitiendo sus palabras, Bora consiguió
inesperadamente dar en el blanco. Emmy lo contempló con su
mirada asimétrica. Era como si dos chicas lo observasen por
una rendija: el ojo derecho, el más claro, era inocente, ingenuo
incluso; mientras que el más oscuro era sombrío y desprendía
algo muy parecido al deseo.
—Suelo decir, «etcétera» para no tener que añadir que ya
estaba saliendo con Leo, que a mi madre no le gustaba. Oh, no
políticamente, coronel, dejémoslo claro. Sino porque había
estado casado y me doblaba la edad. Así que me fui de casa a
los diecisiete años. Parece que hace toda una vida.
«La edad que tenía Nina cuando se comprometió con mi
padre», reflexionó Bora, y censuró de inmediato el
pensamiento.
Emmy apoyó las manos sobre el borde de la mesa, como
debía de hacer frente a la máquina de escribir, esperando al
dictado. Llevaba las uñas cortas. Cuando miró hacia abajo, se
le formó una arruguita entre las cejas trigueñas, como les
ocurre a los niños contrariados o enfurruñados. Se humedeció
los labios antes de volver a hablar.
—¿Se ha fijado en que hasta las cosas que parecen más
sólidas, un día empiezan a desmoronarse?
—Sí.
—Lo pienso a menudo.
—Yo también.
Asombroso. De pronto estaban en un lugar apartado del
mundo, como el día anterior en el coche abarrotado. Pero
cuando les sirvieron el café, Emmy se alegró tanto de verlo
que se diría que era la única razón por la que había aceptado la
invitación.
—Perdone que me lo beba a cucharadas, como un
mendigo o una viejecita.
Una alegría inesperada se había apoderado de ella. Al
sonreír, levantó el labio superior, dejando al descubierto unos
dientes pequeños y regulares y unas encías sonrosadas, una
sonrisa infantil y sin artificio que normalmente a Bora no le
gustaba en las mujeres, pero que aquel día, aceptó de buen
grado. «En cierto modo, estoy abusando de su amabilidad. ¿Lo
habría hecho hace solo un mes? No. Pero las cosas cambian. Y
se desmoronan».
Pero, ¿hasta qué punto habían cambiado las cosas? No le
estaba pidiendo matrimonio a Emmy Pletsch, ni haciéndole
entender que quería llevársela a la cama. Estaba igual de
reservado que siempre. No inseguro, sino terco. O, quizá,
inseguro. «No tengo más que ofrecerle de lo que ella me
ofrece a mí. Nos conocimos hace solo unas horas, pero horas
es lo único que tenemos. O lo que tengo, en cualquier caso».
Emmy contempló el cuadro, donde la escultural ninfa
volaba con una sonrisa sobre las nubes y el mar, como si el
hecho de ser secuestrada por Zeus en forma de animal fuera un
cambio deseado. Con aire tímido y con sumo cuidado, recogió
con la cucharilla hasta la última pizca de nata de la superficie
del café y se la metió en la boca para saborearla lentamente.
—Es incluso mejor de lo que recordaba.
Había varios hombres, en su mayoría oficiales, sentados a
otras mesas de la sala bebiendo vino o cerveza. Emmy les
echó un vistazo, pero se dirigió a Bora.
—¿Qué van a pensar de usted, aquí sentado con una
mujer con tan malos modales?
—No suele importarme el qué dirán.
Bora se sorprendió de sus propias palabras. Era más de lo
que deseaba revelar y, dicho de este modo, podía implicar
cierto desprecio por su parte.
—Tómese todo el tiempo que quiera —se apresuró a
añadir—. No estamos de servicio.
Siguió la mirada de Emmy, que estaba fija en el cuadro.
Europa viajaba de este a oeste, como indicaba el cielo más
oscuro a la izquierda del cuadro. Allí, entre nubes sinuosas,
una luna creciente y una estrella fugaz o un cometa se
enfrentaban al brillante sol de la derecha.
«¿Le gusto? No lo sé. Puede ver lo gravemente herido
que estoy. No le oculto nada. Soy atractivo, pero no es nada de
lo que jactarse cuando la alternativa es un hombre en coma. Si
Bruno dice que es buena chica, significa que hasta ahora no ha
dado señales de estar buscando a otro hombre. Pero tanto él
como yo la hemos calado. ¿Y qué? No tengo intención de
exponerme emocionalmente, ni siquiera a que me digan que
no si me arriesgo a ir más allá de una invitación a un café. No
es que necesariamente las emociones fueran a jugar un papel
en nuestra historia. Todo se reduce a la siguiente cuestión: ¿me
gusta lo suficiente como para intentarlo? O simplemente
puedo dejar que las cosas sigan su curso».
La bebida dulce y caliente relajó a Emmy, que le explicó
que se había mudado a Berlín cuando asignaron a Leo Franke,
que acababa de ascender a instructor de conducción, a la
oficina del NSKK en la Graf Spee Strasse.
—Así fue como encontré un trabajo cerca de allí, en la
Bendlerstrasse. —Fue añadiendo una serie de curiosidades y
detalles de su vida en respuesta a su primera pregunta. Era
como si hablara de una desconocida o de una existencia
acabada e irrecuperable—. Qué raro —se interrumpió en un
momento dado—. No sé qué más contarle de los años que
pasamos juntos. Pero hacíamos cosas, teníamos planes, nos
fuimos acostumbrando el uno al otro. Íbamos a casarnos el 20
de julio.
—¿Porque se habían acostumbrado el uno al otro?
Bajó lentamente la cuchara, con cuidado de que el metal
no tintinease al tocar la porcelana. Aunque podría parecer la
torpeza de un subordinado por parte de Emmy, Bora lo
interpretó correctamente como un signo de diligencia y
autocontrol; que, por cierto, también era su forma de estar en
el mundo.
—Pues vaya, sí. —Le lanzó una mirada fugaz—. Eso
creo. No seríamos los únicos, y la mayoría de los matrimonios
se mantienen por la fuerza de la costumbre. El de mis padres,
el de mis hermanas. Madre dice que la costumbre duele menos
que el amor.
—Es la pura verdad.
Bora se sorprendió de haberlo dicho. Una vez más, había
dicho más de lo que quería. Como interrogador, estaba
preparado para entablar amistad con los prisioneros y
conseguir que hablasen, pero esta situación era completamente
distinta. O, no… era distinta en cierto modo: había cosas que
quería saber de ella, aunque no necesariamente de boca de
ella.
—Gracias por conseguirme una cita con el coronel von
Stauffenberg, jefa de personal.
—Sí, señor.
Emmy se terminó el café cucharadita a cucharadita. El
poco pintalabios que llevaba no dejó un cerco en el borde de la
taza, pero miró fijamente el filo de porcelana, como si algo
anduviera mal o la preocupase. Bora solo había querido darle
las gracias. Entonces, ¿por qué apretaba los labios con aire
compungido?
Emmy miraba la taza vacía como el doctor Olbertz había
contemplado su jarra de cerveza la noche anterior, una señal
de vergüenza, o culpa, o miedo. Por fin, dijo sotto voce:
—No lo conozco, pero… permítame que le sugiera que la
cancele, coronel. Por su propio bien.
Sus palabras resonaron como gritos. «Está diciendo
una… no, dos cosas muy graves. Que, por algo que sabe, es
mejor que evite reunirme con Stauffenberg, cuando es justo lo
que quiero, y que se permite pensar en mi bien cuando ella
misma admite que no me conoce de nada».
Reflexionó durante unos intensos segundos antes de decir
con cuidado y también en voz baja:
—Está al tanto de lo que pasa, ¿verdad?
Su reacción lo sobresaltó. Levantándose de pronto,
Emmy dejó ver su cuerpo completo, el cuerpo de una buena
chica sana y presa del pánico que no intenta parecer seductora.
—Disculpe, tengo que irme.
—Si se va ahora, significa que lo sabe.
Emmy volvió a sentarse, con aire de infelicidad. Parecía
atrapada, como les pasaba a los prisioneros de Bora que se
traicionaban durante el interrogatorio.
No la presionó.
—No se preocupe. Soy responsable, fiable y discreto.
Sobre todo, para ser sajón. —Sonrió sin segundas intenciones
—. Pero será mejor que me reúna con su superior, créame.
—Pero a mi superior no le apetece conocerlo.
—Eso no me impedirá acudir a la cita, como acordamos.
No tengo nada en contra de que me acompañen a la salida,
pero solo después de haber dicho lo que he venido a decir.
Así estaban las cosas. Ansiosa por encontrar una razón
para marcharse, Emmy le soltó una serie de volubles excusas
(había quedado con una compañera, iba a perder el tren, tenía
que llevarle una muda a Leo Franke, aunque no fuese día de
visitas…). Los prisioneros que andaban escasos de argumentos
divagaban de forma similar durante el interrogatorio; hasta se
les trababa la lengua en su impaciencia.
—Aunque Leo ni siquiera sabe que voy a ir, la verdad,
pero tengo la tarde libre, así que… —Se lo debía a su hombre,
¿no? Daba la casualidad de que su mejor amiga Marika le
había hecho el favor de ofrecerse a acompañarla durante el
viaje en tren, así que tenía que marcharse ya y además, y
además…
La aparente seguridad de Bora era fingida. La magnitud
de lo que estaba en el aire, y que tanto había asustado a
Salomon, debía ser extraordinaria si hasta las jóvenes
auxiliares estaban implicadas. Luchó inútilmente por
concentrarse en la chica que tenía delante. De su cháchara
nerviosa, solo captó el final de lo que debía ser una
justificación por su parte.
—Por favor, no malinterprete lo que le he dicho. Sobre
Leo y sobre mí, lo de que no lo echaba de menos… Él está ahí,
aferrándose a la vida, y cuidaré de él el tiempo que sea
necesario.
«¿Por qué me estará diciendo esto y qué más me habré
perdido de lo que ha dicho?». Bora decidió no hacer
comentarios por el momento, lo que llevó a Emmy a pensar
con preocupación que su revelación no solicitada pudiera
haberle molestado.
—Si Franke era una costumbre para usted —dijo por fin,
sin rodeos—, es comprensible que no lo eche de menos. Uno
echa de menos OTRAS cosas.
—Sí. —Su boca y su ojo inocente estaban de acuerdo—.
Tiene razón. —El azul líquido de su ojo sombrío indicaba que
se preguntaba qué serían esas «otras» cosas—. Es que… me da
mucha pena. A veces, tiro la toalla. ¿Lo entiende?
—Creo que sí. Perdí a mi único hermano en el frente
oriental. Mi cuñada Margaretha lo entendería.
Por tercera vez, Bora se paró a pensar. ¿De verdad lo
entendería? ¿Qué estaba diciendo? Margaretha ya estaba
saliendo con otro, igual que Dikta, estaba seguro. Las cosas
cambian. Bueno, ¿y él? ¿Acaso no estaba…? No, esto no era
una cita. ¿Qué era, entonces? Tomarse un café con una chica
en tiempos muy peligrosos.
Frente a él, Emmy Pletsch era la viva imagen de la
incomodidad. Tal vez entendía que Bora quería decir «amor»,
una palabra que ninguno de los dos pronunciaría.
—Mi amiga Marika me está esperando. Tengo que irme.
—Entendido. —Bora se levantó de su silla como un
resorte antes de que ella tuviese oportunidad de hacer lo
propio—. Estaré en Berlín poco tiempo. ¿Volveremos a
vernos?
No «podemos vernos», sino «volveremos a vernos». Era
una pregunta, no una petición de volver a verla.
—No lo creo, coronel von Bora.
Y, alargando la mano para estrechar la de Bora por
encima de la mesa, le agradeció la invitación. Ahora que era
libre de irse, empezaba a recuperar la compostura. Su ojo
claro, el ojo derecho reservado e ingenuo, le dedicó una última
mirada mientras se alejaba. Agarró el bolso (era la misma
cartera de paja que llevaba en el tranvía) y se marchó
rápidamente para evitar que intentara acompañarla hasta la
puerta.
Bora siguió sentado a la mesa un poco más, pensando en
lo que le gustaría escribir en su diario, pero no podía.
«Si, como dice Emmy Pletsch, Stauffenberg no quiere
verme, puede haber al menos dos razones. En cualquier caso,
estoy en el filo de la navaja. Oficialmente, todo sigue como
siempre y el ejército permanece fiel, unido y a las órdenes del
Führer. Pero en realidad, parece que no hay ni un círculo en
Berlín donde no se susurre acerca de intrigas y planes secretos.
Puede que algunos de los rumores se hayan puesto en
circulación deliberadamente, siguiendo el principio de que los
artífices de un verdadero complot no serían tan estúpidos
como para mostrar sus cartas. Pero empecé a creer que
Salomon había oído bien incluso antes de encontrar la carta de
Niemeyer. Y creo que la jefa de personal Pletsch se encuentra
en el mismo aprieto, con un pie dentro y otro fuera de la
conjura y, seguramente, muerta de miedo. Me dijo que no me
reuniera con Stauffenberg “por mi propio bien”. ¿Qué hacer?
No me conoce, así que no lo dice por cariño ni por interés
personal. Su consejo sugiere que reunirme con el jefe del
Ejército de la Reserva entraña un posible riesgo».
Mientras conducía de vuelta al hotel, no dejaba de darle
vueltas al asunto, aunque sin una solución a la vista.

«Todo parece girar, como una rueda, en torno


al punto fijo de Fritz-Dietlof von der Schulenburg,
al que Stauffenberg habló de mí. Entonces, ¿por qué
Stauffenberg ahora se resiste a reunirse conmigo?
O bien Schulenburg, como hijo del exembajador
alemán en Moscú y que, como él, ya estuvo bajo
vigilancia de la Abwehr en 1941, le dijo que no
confíe en mí; o bien se ha enterado por otras
fuentes (sin descartar al bobo de Salomon) de que
tengo mis roces con el Partido. No es que cambie
mucho las cosas a estas alturas, pero tengo que
saberlo. Y tengo que decidir qué hacer con
Salomon, que puede perder los nervios un día de
estos. Si no fuera un oficial alemán y mi antiguo
comandante, sabría exactamente cómo ocuparme de
él.
»¿Y la jefa de personal Pletsch? La forma en
que se sinceró conmigo y me observó con esa
mirada ambivalente, azul celeste y azul oscuro…
¿Bruno le habrá hablado de mí? No pensaría en
serio que iba a convencerme de que no me reuniese
con su comandante. Ni aunque Stauffenberg la
hubiese enviado a verme con eso en mente. No, es lo
otro, algo mucho más básico. Tengo experiencia e
intuyo que está tan interesada como yo, pero se
reprime.
»Qué lástima. Nunca me ha resultado difícil
resistirme a las chicas, pero no puedo soportar el
rechazo, ni siquiera a estas alturas. Especialmente
ahora».
Era el tipo de reflexión personal que
probablemente Bora anotaría más tarde en su
diario; si no fuese porque lo que estaba en juego en
Berlín (que, cada vez más, parecía ser algo más que
simples rumores) dominaba todo lo demás. Se
debatía en la cuerda floja entre la valentía y el
pánico absoluto. ¿No había intuido que se
avecinaba tormenta? La tormenta sobrevolaba la
ciudad.
La decisión que tomó en cuanto a la jefa de
personal Pletsch, mientras despachaba un almuerzo
espartano y poco imaginativo en su mesa del
rincón, fue típica de él: «así que, ya desde el
principio, pienso renunciar a una posible historia
con Emmy. Le gusto, pero no lo suficiente como
para acostarse conmigo. No me atrae lo bastante
como para no poder resistirme a ella, pero más que
suficiente para llevármela a la cama. Esa es la
diferencia entre hombres y mujeres, y no dice mucho
de los hombres.
»Maldita sea: es lo que te hacen las mujeres.
El tío tenía razón, es la olla que está sobre el fuego
y se desborda de vez en cuando. Uno se cree
superior, confía en su intelecto y en la disciplina,
pero basta con que una mujer cualquiera se te
siente delante… no, no una cualquiera. Si una
mujer tiene este efecto sobre ti, hay una razón, y no
son simples hormonas.
»Cuando me alisté en el ejército, por mucho
que supiese de libros, era poco más que un
muchacho. El sargento que nos adiestró, al que le
encantaba soltar perlas de sabiduría sobre las
mujeres, nos decía: “a algunas, si os las tiráis para
darles una alegría, puede que terminéis pasándolo
mejor de lo que esperabais”. Una idea grosera,
pero al fin y al cabo… Quién sabe si, como me dijo
mi madrina en Roma hace unas semanas, siempre
estaré buscando algo más que una amante. No soy
tan especial. A veces, me veo a mí mismo como a un
sabueso juguetón: empeñado en seguir un rastro,
pero capaz de husmear un nuevo olor si me
distraigo».

CUARTEL GENERAL DEL EJÉRCITO DE LA


RESERVA, BENDLERSTRASSE, 1:54 P.M.
El cuartel general del Ejército de la Reserva ocupaba el
mismo edificio donde trabajaba Bora cuando servía en la
Abwehr, aunque posteriormente las bombas habían dañado
parte de la estructura.
Una vez dentro, Bora se dirigió al despacho del oficial de
día, que, como la mayoría de sus contemporáneos en tareas
similares, lo recibió con rostro inexpresivo y evitó hacer
comentarios personales. Comprobó el registro y observó en
tono neutro que no constaba ninguna cita con el jefe del
Estado Mayor del Ejército de la Reserva a nombre de Bora a
esa hora. Bora estaba a punto de insistir cuando un joven
rubio, que se presentó como el teniente von Haeften, ayudante
de Stauffenberg, bajó las escaleras y entró en el cuarto.
—Sígame, coronel —dijo, precediendo a Bora hasta el
piso de arriba y pasando por una larga sala de espera donde, en
tiempos mejores, una fila de cinco ventanales intactos
proporcionaba una luminosidad propia de una casa de campo.
Bora sabía que la puerta que tenía delante, que ahora estaba
cerrada, daba a una oficina que hacía esquina algo más
pequeña, donde Stauffenberg tenía su escritorio. Justo
entonces, Haeften se giró y le plantó cara, aparentemente sin
intención de abrirle la puerta.
—El coronel von Stauffenberg lo espera en Tirpitzufer —
le soltó a bocajarro, seguido del número de la calle—. ¿Puedo
pedirle que sea tan amable de volver sobre sus pasos al salir?
—Por supuesto.
Bora no exteriorizó lo irritado que estaba. «No quieren
que ande por el pasillo porque podrían verme los coroneles y
tenientes coroneles que trabajan aquí, que pueden saber, o no,
lo que se cuece. Dios nos libre de que gire a la izquierda y me
encuentre cara a cara con el general Fromm, que dirige este
equipo y cuya oficina y la de Stauffenberg solo están
separadas por una puerta corrediza».
Retrocedió pacientemente la corta distancia hasta la
entrada y salió del edificio. Siguiendo la orilla izquierda del
Landwehrkanal en dirección al este, pasó por delante del
cuartel general de la Marina, antigua sede de Shell Oil, con su
fachada ondulada y excesivamente futurista. Se dirigió al
terreno que antiguamente, ocupaba un puente doble. Desde
que lo derribaron hacía ya cinco años, en su lugar había una
amplia plataforma resultante de las obras monumentales
necesarias para la creación de la carretera del Eje Norte-Sur.
Quién sabe, puede que la diseñara Willy Osterloh. Una
reunión fuera de la oficina de Stauffenberg, en lo que prometía
ser una casa particular, subrayaba su naturaleza no oficial.
Bajo un sol perpendicular, cegador y casi insoportable (se
alegró de haber quedado con Emmy justo después de
ducharse), Bora sintió el calor que se elevaba del suelo,
creando un sofocante circuito cerrado. Pero, por extraño que
parezca, no estaba sudando. Se rozó el cuello al estirarse el
uniforme y se dio cuenta de que tenía la mano helada.
Durante el paseo, una idea, a medio camino entre una
impresión y una conjetura, había empezado a cristalizar en su
mente, como un espejismo causado por el calor un día de
verano va cambiando, al acercarse, hasta convertirse en el
objeto sólido del que es un mero fantasma.
«Stauffenberg forma parte de una reducida minoría que
tiene acceso directo al Führer. Si hay un complot en marcha,
debe ser el protagonista. Si, como creo, el plan incluye un
artefacto explosivo, tal como va la guerra, el golpe no se
producirá en Berlín, sino en uno de los puestos de mando del
Führer. Dios, si me costó la misma vida llenar la estilográfica
con una sola mano, ¿no sería mucho más complicado preparar
una bomba con tres dedos y un solo ojo? A menos que piense
no dejar lugar a la improvisación volándose a sí mismo junto
con el resto, es una locura esperar tener éxito. Y si no le cortan
todas las cabezas al dragón, algo que considero del todo
imposible, es inevitable que un intento fallido se castigue con
un baño de sangre. Entonces, no solo los neuróticos como
Salomon confesarán, bajo tortura, los nombres de los
conspiradores… y hasta los de muchos inocentes».
2:07 P.M.
Stauffenberg le abrió la puerta. Era un piso tradicional,
donde un recibidor central, conocido como «cuarto berlinés»,
daba al resto de habitaciones. La luz y las sombras crean un
tablero de ajedrez en estos espacios interiores, que cambia en
función de la cantidad de luz solar que dejen entrar las puertas
y ventanas.
La ocasión, y todo lo que tenían en común, hacían que
fuese innecesario intercambiar los cumplidos de rigor más allá
de un saludo y una sonrisa superficial. Nueve años después,
Stauffenberg, al mismo tiempo, había cambiado y seguía
siendo el mismo. Aparte de las evidentes heridas que había
sufrido en el frente africano, fue su actitud cautelosa la que
convirtió en un desconocido al apuesto y excelente jinete al
que Bora había vencido (por un pelo) en la competición de
hípica de Heiligenhaus en 1935. Dijo (o fingió) no acordarse
de él, pero Bora estaba preparado para ello. Su autoestima no
necesitaba validación externa, y había llovido mucho desde
aquellos tiempos despreocupados.
—Coronel von Stauffenberg —comenzó—, no lo
apartaría de sus deberes si no lo considerase indispensable.
Para no andarme con rodeos, durante los cuatro días que llevo
en Berlín, he oído, de fuentes muy distintas, rumores
insistentes y alarmantes sobre el estado de ánimo reinante en
el Ejército de la Reserva. —Bora prefirió ignorar también la
palidez e irritación evidentes que invadieron el rostro de
Stauffenberg—. Tras ocho años al servicio del almirante
Canaris, señor, tenga la seguridad de que no hablo a la ligera,
ni sin haberlo meditado debidamente.
Se produjo un silencio que duró segundos. Fuera lo que
fuese lo que Stauffenberg tenía en mente, lo disimulaba bien.
—¿Le envía Oster? —Preguntó en tono bajo y controlado
—. Porque si lo envía Oster…
—No.
—¿Viene de parte de Goerdeler, o de Gisevius?
Bora no sabía quién era Gisevius, y se abstuvo de
preguntar.
—En absoluto. Estoy en Berlín por otros motivos.
Llamar a las cosas por su nombre era peligroso. Y
mencionar nombres sin dar detalles solo les proporcionaba un
mínimo de libertad.
—Entonces, debió ser Salomon el que le fue con el
cuento —dijo Stauffenberg, con los dientes apretados—. Un
colega me dijo que ese idiota entró en la habitación mientras
hablaban de algo en confianza.
Su comentario altivo no llegó a negar la posibilidad de un
complot. Aunque Bora tenía práctica en enfrentarse al miedo,
estuvo a punto de fallarle. Lo que ocupó su lugar fue un dolor
agudo en la base del cuello, frío y caliente al mismo tiempo.
Dio un paso a un lado para refugiarse en un punto donde la
cegadora luz del sol se convertía en una sombra parcial.
—Dudo que el coronel von Salomon me hubiese «venido
con el cuento» (y me hubiese encontrado, por pura
coincidencia), a menos que hubiera oído a Fritz-Dietlof von
der Schulenburg mencionar mi nombre en la Bendlerblock.
No podía arriesgarse a sugerir con más claridad que,
según Salomon, Stauffenberg había sido el primero en
referirse a él.
—Lo cual no sería un problema —continúo— si el
coronel von Salomon no estuviese tan nervioso como para
sacar la conclusión precipitada de que estoy al tanto de lo que
al parecer se estaba planeando.
Stauffenberg se recobró al instante, como un campeón
ecuestre tira de las riendas en el momento justo y esquiva el
obstáculo que parecía imposible de superar. Muy erguido bajo
la cruel luz del mediodía (la ventana daba al canal y al hospital
Elizabeth, algo más allá), dijo:
—Qué interesante que me acuse de imprudencia, dada la
costumbre que parece tener de comprometerse a lo largo de los
años.
Su desaire dejó indiferente a Bora, pero el margen de
maniobra del que disponía se volvió tan estrecho que tuvo que
saltar por encima del obstáculo.
—A lo largo de los años, actué como actué porque era
necesario.
—O eso pensó. ¿Nunca se le ha ocurrido que exponerse
de esa manera podría parecer intencionado para evitar que lo
reclutasen cuando llegara el momento?
—No me apetecía esperar a que alguien me alistara.
—Vaya, una abeja obrera y una avispa, todo en uno. —
Sus palabras habían ofendido a Stauffenberg. En el pequeño
estudio, casi rozaba con la cabeza los prismas que colgaban de
la lámpara. Tan parecido a Bora en altura y porte como para
proporcionarle una imagen reflejada de su propia
preocupación, parecía estar dolido y molesto al mismo tiempo,
sometido a presión hasta el punto de provocarle un sufrimiento
físico—. Eso no lo salvará, ¿lo sabe?
—No espero salvarme.
Una pausa tormentosa les indicó que se estaban
amargando inútilmente. Pero, como suele ocurrir cuando dos
atletas del mismo nivel han ido demasiado lejos como para
darse por vencidos en la carrera, Stauffenberg decidió picar las
espuelas.
—Está acabado, Bora. No lo necesitamos.
Bora se odió a sí mismo por parpadear. En los terribles
días posteriores a la amputación, un ligero parpadeo era su
forma de enfrentarse a la agonía estando bajo medicación; una
respuesta que Stauffenberg, con sus heridas, sabría cómo
interpretar.
—La realidad, coronel, sigue siendo que el autocontrol de
Salomon es prácticamente nulo.
Stauffenberg comenzó a andar de un lado para otro por la
habitación, ahora tapando el sol, ahora dejando que los rayos
de luz inundasen el cuarto. Cuando se enjugó la cuenca vacía
del ojo bajo el parche de cuero con un pañuelo
cuidadosamente doblado, los tres dedos que le quedaban en la
mano se movieron rápidamente, como una araña dentro de un
guante.
—¿Dónde está ahora?
—No lo sé. Se marchó del Adlon el miércoles por la
mañana.
—Tiene que dar con él.
—¿Está seguro, coronel von Stauffenberg? Tengo
asignada otra misión en Berlín. Y como usted dice, es mejor
que Salomon no sea visto en público con un oficial tan
comprometido desde el punto de vista político como yo.
—No es lo que quería decir, colega.
No podían seguir escondiéndose tras insinuaciones y
afirmaciones a medias. Aunque una creciente sensación de
impaciencia los hacía sudar, envueltos en sus soberbios
uniformes, Bora hizo una pausa antes de responder.
—Lo entiendo. Pero no tengo intención de deshacerme de
mi antiguo comandante.
—Lo haría si supiese lo que está en juego y si le
importase lo que planeamos lograr después. —Así que era
cierto. El galimatías que le había susurrado Salomon a la mesa
justo antes de que Bora se lo llevara por la fuerza al baño de
caballeros para que se serenase; y antes, las sesgadas
indirectas de su colega Uckermann en Italia, las advertencias
de Bruno… y la carta sin entregar de Niemeyer a su abogado,
destinada a destruirlos a todos. Algo le dijo a Bora que no le
mostrara la carta a Stauffenberg, que no la mencionara. Por un
momento, un dolor en la base del cuello lo dejó clavado en el
sitio. Contuvo la respiración hasta que se le pasó la punzada.
En sus desvaríos, Salomon se había referido a los
conspiradores como a hombres decididos frente al abismo, o
algo por el estilo. Pero los concursos de hípica te enseñan a
descubrir quién superará el último obstáculo y quién no,
incluso entre los campeones. Desde Stalingrado, Bora se había
vuelto ilegible para los demás en ese sentido. Se había dado
por muerto y, según su estado de ánimo en un momento dado,
ahora apreciaba o, simplemente toleraba, cada nuevo día como
un día útil en cumplimiento del deber, independientemente de
cuál fuera su fin.
Le dio un vuelco el corazón cuando se dio cuenta de que
el orgulloso oficial que tenía delante, aunque dispuesto a
correr el riesgo, no planeaba (o no tenía permiso para planear)
morir en el acto. La convicción de Stauffenberg de que más
allá del abismo estaba la salvación, lejos de reducir,
aumentaba el peligro que corría, y esto lo hacía vulnerable.
Bora vio en ello la marca del desastre que se avecinaba.
En la Abwehr, a las órdenes del viejo Canaris, siempre
había habido dos tipos de oficiales. Estaban los que, desde los
primeros días de la guerra, intervenían sin pensarlo para
contrarrestar los excesos de las SS sobre el terreno y de la
Gestapo detrás de las líneas, y que poco a poco iban
acumulando una larga lista de infracciones ideológicas. Y
luego estaban los que, aunque fingían lealtad, tenían contactos
extraños y a veces inaceptables tanto dentro como fuera del
ejército, en un juego de azar que poco a poco, se iba
convirtiendo en un fin en sí mismo y que amenazaba con
hacerles perder el contacto con la realidad. Todos, hasta los
más jóvenes, eran oficiales de la vieja escuela que confiaban
implícitamente los unos en los otros, hasta el punto de hablar
abiertamente y en exceso; una casta aparentemente intocable.
Hasta el propio almirante Canaris, que era la astucia
personificada, al final había antepuesto la estima por sus
colegas a la prudencia, y lo había pagado caro.
Bora no estaba entre estos últimos. A pesar de la
influencia de su padrastro, o tal vez debido a ella, pertenecía al
nuevo orden de los que se comportaban como deben
comportarse los soldados empleados por un régimen. Cuando
estaba en la Abwehr, pertenecía a la primera clase: decidido,
en ocasiones impertinente, pero experto en dialéctica política,
nada dado a la familiaridad y, en cuanto a las normas del
ejército, concienzudo casi en exceso. Escogió sus palabras con
cuidado.
—Coronel, en poco más de un año he ejecutado a dos
personas con las que no tenía ninguna disputa personal y que,
nominalmente, estaban de nuestro lado… por motivos de
servicio, por supuesto, pero no viene al caso. Uno no sabe lo
que es matar hasta que no mata a sangre fría. —No añadió lo
obvio: cometer un asesinato implica hacer juegos malabares
con la ética, una resolución singular y la voluntad de perder la
vida si es necesario.
Stauffenberg entendió el motivo de esta confesión de
Bora.
—Estará de acuerdo en que, en ocasiones, preservar la
propia vida es fundamental.
No, no, no. Qué calor hacía en la habitación. Para Bora,
lo despiadado de la hora era una carga adicional: un anticipo
del purgatorio y una señal de que ninguno se salvaría, pasara
lo que pasase.
—Hablo por mí cuando le digo que he llegado a la
conclusión de que es preferible no tener intereses personales
en ningún supuesto beneficio futuro.
Stauffenberg estrujó el pañuelo antes de metérselo en el
bolsillo.
—¿Qué? ¿Entonces separa el acto de su buen resultado?
Me recuerda a los hermanos Boeselager, a la mentalidad de
capa y espada de la caballería en el frente ruso o a Curcio, el
caballero romano que se sacrificó tirándose al lago para
conseguir la victoria. Hable con franqueza, colega: ¿le molesta
la idea de la alta traición o tiene miedo?
Esta vez, Bora no pudo evitar delatar su ira al sonrojarse.
—Si tuviera miedo, o bien no habría dicho nada, o habría
acudido a otra persona en lugar de a usted, coronel von
Stauffenberg. He recibido adiestramiento en intrigas y, dejando
a un lado mi opinión personal sobre el asunto, tengo el deber
de decirle que los muchos rumores que circulan están cargados
de detalles y que, a menos que la balanza se incline a su favor,
será mejor que ni lo intenten.
De haber sido otra persona, Stauffenberg seguramente ya
se habría puesto furioso; en cambio, lo que Bora leyó en su
rostro fueron una total frustración y una falta de inclinación
para atender a razones.
—Permítame que justifique mi argumento —continuó—.
Intentarlo y fracasar sería una catástrofe. A estas alturas de la
guerra, a menos que disponga de apoyos fuera de la patria,
incluso en el improbable caso de que lo consiga, su acto no
convencerá a nadie. No evitará que los rusos lleguen a
Alemania antes que los americanos (repito: no lo evitará. Sé de
lo que hablo, tengo familia y amigos en el este), y no salvará a
Alemania de una derrota nefasta y una rendición
incondicional. Ambos lo sabemos. A menos que evitar todo
esto NO sea el objetivo práctico que ha llevado a nuestros
hermanos oficiales a plantearse la alta traición…
—No puedo creerlo —estas, o algo parecido, fueron las
palabras que Bora oyó susurrar al exasperado Stauffenberg—.
Olvida el honor militar.
—Me temo que se perdió hace mucho tiempo.
—¿Y el honor individual?
—Tras años de consentimiento, eso también se ha
perdido. Los aliados occidentales no confían en ninguno de
nosotros. Es la realidad. Y no podemos culparlos por ello.
—No es cierto. —Stauffenberg caminaba hacia delante y
hacia atrás y sus botas resonaban sobre la madera desnuda—.
Olvida el perdón de los pecados.
—¿Después de millones de víctimas? —Por mucho que
le costara no alzar la voz, Bora no tuvo más remedio que
susurrar—. Los dos somos católicos. Ni olvido ni niego el
perdón de los pecados; pero el derecho a esperar el perdón de
Dios, o del enemigo, tiene sus límites.
—Siempre nos queda la hora del arrepentimiento.
—En la intimidad de nuestras almas, sí; pero ¿de qué le
sirve a Alemania? En la práctica, sus posibilidades de éxito
contra el Partido son… ¿de cuánto? ¿Las ha calculado? ¿De
siete a una? ¿Ocho? ¿Nueve a una? ¡Por el amor de Dios,
coronel! Odio usar esta palabra, pero le RUEGO que se lo
replantee.
—¿Está loco? O está loco, o es un oficial inmune a la
repugnancia.
Bora empezaba a perder la esperanza de conseguir
hacerse oír.
—Soy inmune a la repugnancia en el sentido de que se ha
agriado algo de lo que antes disfrutábamos.
—No se crea un santo.
—Me consta que no lo soy. Ni, con todos mis defectos,
soy un pecador arrepentido.
—Pero los de su clase no proponen ninguna alternativa:
¡su alternativa consiste en no hacer nada!
Bora no pudo evitar preguntarse a qué «clase» se refería:
esperaba que se refiriese a oficiales ajenos a la trama y no a
cobardes, o algo peor.
—Hablar usando clichés es impropio de nosotros, coronel
von Stauffenberg. ¿De verdad no tenemos otros argumentos?
Aún hay mucho que hacer, a diario, aunque sea un trabajo
ingrato.
—¡Ya está bien! —En su agitación, Stauffenberg no
acertó con el picaporte la primera vez que hizo ademán de
agarrarlo—. Váyase. Nuestra conversación termina aquí. Y le
advierto, Bora, que por mucho que le pese a los incrédulos,
como usted y Santo Tomás, nada ni nadie puede parar lo que
se ha puesto en marcha.
—Entonces, que Dios nos ayude.
—De eso puede estar seguro. Creo que no tenemos nada
más que decirnos en esta vida.
—Estoy de acuerdo.
En el último momento, tras abrir la puerta de un empujón,
algo en el comportamiento de Stauffenberg hizo que Bora se
anticipase y temiese lo que podría estar a punto de añadir. Se
le vino encima con una certeza tan desgarradora que tuvo que
esforzarse por contener las lágrimas.
—No me ofenda preguntándome si puede confiar en que
guarde el secreto, señor. Lo sabe perfectamente.

Fuera, una ligera brisa ayudaba a respirar el aire caliente


con más facilidad que en la sofocante habitación. Aturdido,
Bora caminó hasta el parapeto que delimitaba el canal, bajó los
escalones y se encendió un cigarro en la orilla, mientras
contemplaba el perezoso flujo del agua.
El momento en que saliese de su perplejidad sería tan
doloroso que intentó aferrarse al entumecimiento que le
producía la confusión. La imagen de Salomon apareció entre
el desorden de ideas que se arremolinaba en su mente, un
Salomon que vacilaba entre traicionar a sus hermanos oficiales
revelando el complot y guardar el secreto y cometer alta
traición. Ahora, presa del nerviosismo, Bora se hacía una idea
de lo que debía de estar pasando su antiguo comandante. Sería
un milagro que no se hubiera derrumbado ya bajo la pesada
carga de su secreto. Stauffenberg tenía razón: sin duda, la
prioridad era encontrarlo antes que nadie, algo prácticamente
imposible.
Aspiró ávidamente el humo del cigarro para mantener
bajo control el malestar. La última vez que se había permitido
plantearse la posibilidad de «salvarse» fue antes de
Stalingrado. Y sin embargo, ya en 1942 había oído rumores de
reuniones no oficiales y contactos personales secretos que
poco tenían que ver con las exigencias de la guerra… Había
intuido el sutil rastro de rebelión que dejaban oficiales como
Oster o el general von Tresckow mucho antes de que Lattmann
los mencionara. Bora no había tratado de averiguar más, ni
ellos le dijeron nada: ya estaba demasiado comprometido
como para resultarles de utilidad. Como había dicho
Stauffenberg, estaba acabado. Había quemado las naves, eso
era cierto. Pero reconocía el olor acre y familiar del humo y
sabía que ahora se estaban quemando otras cosas y otras
personas.
Lo que acababa de decirle Stauffenberg, lejos de ser una
novedad, era una aterradora confirmación.
«En este mismo momento, el segundo tren de mercancías
proveniente del este está descargando animales para el
matadero. Una imagen de lo más apropiada». Era una de esas
veces en las que Bora habría agradecido que alguien pusiera
fin a su vida disparándole desde una distancia misericordiosa.
Lo importante no era el acto en sí mismo, sino el olvido: estar
y de repente no estar. Ni siquiera «distanciarse de las cosas»
resultaba útil en momentos como estos. Por lo general, no se
permitía a sí mismo sentir impotencia: en el pasado, había
sabido escapar por muy desesperada que pareciese la
situación, pero su capacidad de negar la realidad tenía un
límite. No veía ninguna forma de salir de este aprieto. Siempre
que se sentía abrumado, su siguiente paso era físico. Así que
caminó nerviosamente por la orilla del canal, preguntándose si
el terror sabía a algo y si sería capaz de detectar su sabor en la
boca.
9

«Toda verdad es torcida.»

NIETZSCHE
HOTEL ADLON, 4:16 P.M.
Bora tuvo que hacer un esfuerzo por no mirarlos: un
grupo de oficiales administrativos y del Estado Mayor (estaba
seguro de que algunos eran los mismos que había visto en
aquel mismo vestíbulo hacía unos días) estaban dispersos por
el recibidor, con maletines para documentos y bolsas de viaje
en el suelo, junto a los talones. Una vez más, se respiraba el
mismo aire tenso lleno de expectación, como si por fin fuera a
celebrarse un examen largamente pospuesto.
Bora se limitó a intercambiar un saludo mecánico con el
grupo mientras se dirigía al mostrador. Una vez en recepción,
tuvo que esperar a que una vistosa chica con turbante rojo
terminara de quejarse de que le había desaparecido una pastilla
de jabón de la habitación. Bora dudaba de que en el Adlon
pudiera suceder algo así; lo más probable era que se la hubiese
guardado y ahora quisiese más. Probablemente, jamás se
habría atrevido a montar una escena con el conserje, y la
jugada tampoco parecía funcionarle con este joven
recepcionista de ojos astutos.
Antes incluso de que se marchase con aire ofendido, Bora
había cambiado de opinión y decidido no preguntar si el
teniente coronel Namura seguía alojándose en el hotel. Su
curiosidad podría llamar la atención, y eso era justo lo que
quería evitar. Subió las escaleras hasta el piso donde se había
alojado hasta el miércoles con la intención de probar suerte en
persona.
Aún era temprano, y la mayoría de los oficiales asignados
a misiones militares y diplomáticas no saldrían del trabajo
antes de las cinco, o algo más tarde. Si el bombardeo de
finales de noviembre no la había arrasado, la sede de la
legación japonesa en Berlín seguiría estando junto a la
impresionante embajada italiana en la Tiergartenstrasse, a un
corto trayecto en taxi.
«Si Namura sale puntual del trabajo, a las cinco, no
llegará antes de las cinco y media, pero no esperaré más de
media hora». Bora llamó a la puerta de su antiguo vecino,
consciente de que seguramente sería una pérdida de tiempo.
Como era de esperar, nadie respondió. «¿Y si se ha mudado?
Si se ha trasladado, o peor aún se ha quitado de en medio,
podría estar esperando hasta el día del juicio final. Puede que
otro huésped esté ocupando su habitación. O aún peor: puede
que al investigador asignado al hotel le extrañe que haya
vuelto y que me acorrale con preguntas si cree que llevo
demasiado tiempo arriba, dado que no tengo una habitación en
el Adlon».
A las cinco y diez, Bora se topó con Namura justo cuando
estaba a punto de volver a la planta baja.
—Buenas tardes, Namura-Chusa.
El tratamiento que utilizó, que anteponía el apellido al
rango militar, era correcto desde el punto de vista formal.
Pocos occidentales, o ninguno, lo utilizaban, y un breve
parpadeo por parte de Namura delató su sorpresa al oírlo.
—Bora-Chusa —respondió—. Creí que había
abandonado el Adlon.
—He venido a verlo, si tiene un momento.
Si no hubiesen estado en tiempos de guerra, la petición le
habría parecido inusual, incluso demasiado familiar. ¿Era
posible que el rato que habían pasado juntos, fumando
sentados en el primer escalón durante el bombardeo, hubiese
cambiado las normas de la etiqueta entre los dos oficiales?
Namura frunció el ceño, pero un segundo después, emitió el
breve gruñido de asentimiento tan típico de su cultura.
Precedió a Bora escaleras arriba y lo guio hasta su puerta.
La habitación, tan parecida a la que había ocupado Bora
que podría haber sido la misma, estaba impecable. No había
objetos personales en desorden; ni siquiera a la vista. La única
excepción era una foto de bodas de gran formato enmarcada
sobre la cama, apoyada en la almohada. Bora no tuvo que
acercarse para reconocer a Namura, sentado con las rodillas
muy separadas y con la empuñadura decorada con lazos de
una espléndida espada de gala entre las manos, y a la novia, de
pie a su lado con un traje tradicional. Avergonzado, apartó la
mirada, ya que conocía de sobra los fetiches de un hombre
enamorado. Hasta hacía un mes, llevaba consigo las
fotografías de Dikta. Solo después de deshacerse de ellas, se
había quitado con los dientes la alianza de bodas del anular de
la mano derecha.
—Dôso. —Namura le invitó a sentarse con un discreto
gesto, pero Bora rehusó, explicando que había venido por un
asunto privado y urgente. Al no saber si había algún
dispositivo de escucha en la habitación, pidió permiso para
abrir la ventana con una inclinación de cabeza. Namura, como
agregado militar, lo comprendió inmediatamente. Abrió él
mismo la ventana y esperó a que su colega alemán se acercase
a él.
—Namura-Chusa, tengo que pedirle un favor como
hermano oficial —comenzó Bora. Lo dijo con una expresión
tan seria que Namura volvió a leerle la mente.
—¿Y como hombre que también desea morir?
—Sí.
Antes de reunirse con Stauffenberg, Bora había metido la
carta de Niemeyer, aún en el sobre dirigido a E. D., dentro de
un sobre de manila más grande sin cerrar, que ahora entregó al
oficial japonés. Sin mirar el contenido, Namura lo cerró, se
acercó al escritorio donde había apoyado el maletín al entrar
en la habitación y guardó el sobre entre sus papeles. No hubo
necesidad de hacer comentarios. Namura cerró la ventana.
—El otro día me dijo que su honorable abuelo había sido
cónsul en Japón —observó—. ¿Su estancia fue fructífera?
—En efecto, Namura-Chusa.
—Hablemos de ello en alguna ocasión.
Mientras conversaban, Bora había garabateado en una
página de su cuaderno: «¿Durante cuánto tiempo puede
guardar el sobre?».
Debajo, Namura escribió, en perfecta caligrafía
occidental: «Ocuparé esta habitación hasta finales de mes».

***

Bora entró en el Leipziger Hof a las seis menos diez con plena
intención de ponerse en contacto telefónico con Arthur Nebe a
la hora acordada. Cuando le entregó la llave de su habitación,
el conserje le informó de que había vuelto a llamar una dama
preguntando por él.
—No quiso dejar su nombre, teniente coronel. Así que
me tomé la libertad de sugerirle que volviera a intentarlo a
partir de las nueve de la noche.
Bora observó la foto coloreada a mano del pabellón de
feria subterráneo de Leipzig que colgaba de la pared decorada
con piñas a espaldas del hombre.
—Hizo bien. ¿La dama pidió que le pusiesen con mi
habitación por el número, o…?
—No, señor. Naturalmente, no revelaría el número de su
habitación a cualquiera que llame desde fuera del hotel, sobre
todo si se niega a dar su nombre.
«Así que, quienquiera que sea, sabe que estoy alojado
aquí, pero solo eso». Tenía que asegurarse de que no era
Emmy Pletsch.
—¿Diría que tenía acento de Silesia?
—Oh, no. No tenía acento perceptible, pero en todo caso,
diría que es de la zona de Renania. —Entonces tampoco se
trataba de Ida Rüdiger, la segunda apuesta de Bora. La
expresión de desconcierto en su rostro animó al conserje a
aventurar más hipótesis—. Con el debido respeto al teniente,
la dama parece algo impaciente.
—No tan impaciente como para dejar un nombre que me
permita identificarla —contestó Bora en tono seco—. Si
vuelve a llamar mientras estoy fuera, dígale de mi parte que no
acepto llamadas anónimas. Si es tan reacia a dar su nombre,
que deje al menos un número donde localizarla.
—Eso haré, señor.
A las seis en punto, el número privado de Arthur Nebe
sonó una y otra vez. O se había ido a casa por hoy, o estaba
fuera de la oficina. En la centralita de la jefatura de la Kripo le
dijeron que, con toda seguridad, el jefe llegaría temprano al
día siguiente.
—El jefe tiene su número. Si decide devolverle la
llamada, se pondrá en contacto con usted. Pero no suele
hacerlo.
Bora dejó el auricular sobre la horquilla. Bien pensado,
¿por qué intentaba ponerse en contacto con Nebe? No tenía
información valiosa que aportar. Una razón era recabar
información sobre el pasado de Gustav Kugler como matón en
Berlín. Pero después de todo Grimm volvería por la mañana, y
si estaba igual de dispuesto a chismorrear sobre su antiguo
colega que sobre el caso del asesino del S-Bahn, contestaría a
sus preguntas.
El meollo de la cuestión era la carta de Niemeyer.
Aunque por el momento estaba a salvo en manos de su colega
japonés, tras su encuentro con Stauffenberg Bora ya no podía
tomarla por los desvaríos de un hombre aterrorizado y
vengativo. Al culpar a los conspiradores, o a Heldorff, o a
todos ellos, Niemeyer proporcionaba culpables y una solución
en la que Bora no sabía si confiar. Ni mucho menos podía
entregársela al jefe sin desencadenar una caza de brujas dentro
del ejército.
Gracias a Dios, había recuperado la sangre fría. Al salir
del Adlon, había reclutado (y dado propina) al jefe de
camareros alsaciano y le había pedido que investigara si
alguien del hotel (camarera, aparcacoches, portero) sabía
adónde se había trasladado Salomon. El viejo prometió
averiguarlo y avisarle, lo lograse o no.
No podía hacer nada entre ese momento y las nueve,
cuando cabía la posibilidad de que la mujer misteriosa
volviese a intentar, o no, dar con él por tercera vez. Aquella
tarde, antes de salir del Die Dame, se había terminado una
botella de agua de Apollinaris que le había costado una suma
escandalosa. A lomos de su buey blanco, Europa parecía
burlarse de él desde el cuadro, como diciendo: «eres un
perfecto idiota por dejar escapar a Emmy».
Las ventanas de la habitación daban al oeste y dejaban
entrar el calor del día. Cerrarlas no mejoró perceptiblemente
las cosas, así que Bora optó por un término medio: las dejó
abiertas, pero corrió las cortinas antibombardeos. No tuvo que
asomarse para recordar que los trenes con rumbo a París, y a
Viena vía Leipzig, estaban a menos de un kilómetro y medio
de distancia, más allá de la Potsdamer Strasse. París seguía en
manos alemanas, seguramente tal como la había visto por
última vez hacía cuatro años, cuando tenía órdenes de seguir a
ese patriota rebelde, Ernst Jünger, y de supervisar la ejecución
de un desertor alemán en la hermosa «Ciudad que no te
devuelve la mirada»… No servía de nada engañarse a sí
mismo: los americanos no tardarían en llegar a París. En
cuanto a Leipzig y Viena, bueno, no quería ni pensar en sus
probabilidades de sobrevivir, como ciudades del Reich en el
camino del Ejército Rojo. Igual que Berlín.
Bora se tumbó en la cama con las botas puestas. La única
concesión que hizo a los modales fue colocar un periódico
sobre la colcha amarillo claro antes de apoyar los pies. Si
quería estar lúcido en las próximas horas, tenía que sacarse de
la mente las palabras de Stauffenberg. Y también a Emmy, a la
que había hecho hablar de sí misma mientras que él decía poco
o nada.
Se puso la almohada detrás de la cabeza y trató de relajar
los hombros. Siempre había sido lacónico, era un hecho. No
porque no tuviera nada que decir, sino porque era cauteloso y
lo habían adiestrado para no fiarse de cualquiera. Pero, si
llegaba el caso, lo era para proteger a los demás, no a sí
mismo. Jünger, con el que se escribía de vez en cuando desde
su estancia en Francia, no se lo pensaba dos veces antes de
enviarle cartas preocupantes. Aunque se las entregaban en
mano y selladas, a Bora le parecía inapropiada su evidente
falta de prudencia. Ernst Jünger le escribía provocativamente
sobre la necesidad de una «vida larvaria», una actitud no muy
distinta de la de Oster, y mucho menos de la de Claus von
Stauffenberg. «Estos hombres se comportan como oficiales del
viejo ejército imperial, una clase privilegiada a la que se le
permitía cierta rebeldía por pertenecer a los mismos círculos
que su soberano. Esta no es forma de preparar un golpe de
Estado. Todos somos hermanos oficiales, pero incluso entre
hermanos puede producirse una traición, o haber un eslabón
débil que se rompe bajo amenaza o tortura. Como en la física,
las fuerzas de resistencia deberían surgir del desgaste, la
cohesión, el peso y la aceleración… ¿Cuántos de estos pueden
atribuirse los conspiradores? Si consigo dar con Salomon,
puede que tenga que matarlo».

***

Se despertó pasadas las ocho y media, y al ver que tenía el


libro Magnus Magnusson: el adivino del norte en el regazo, se
dio cuenta de que se había quedado dormido leyendo. No era
propio de él echarse una siesta durante el día: debió ser la
relación del ficticio linaje nórdico de Niemeyer lo que le había
dado sueño. La luz del sol aún se filtraba por un hueco entre
las cortinas, que colgaban, muertas, en ausencia de la más
mínima brisa. Bora entró en el baño para lavarse. Como cada
día en los últimos diez meses, experimentó un primer
momento de sorpresa al darse cuenta de que ya no podía, en
sentido estricto, lavarse las manos, aunque pronto se convirtió
en aceptación. La cara que le devolvió la mirada desde el
espejo era severa y juvenil, con un cierto parecido con
Stauffenberg, el Stauffenberg más joven de hacía nueve años.
En la asfixiante habitación con vistas al puente, se había
sentido (y temido parecer) un simple muchacho comparado
con él. De vez en cuando, los comandantes le echaban menos
de los treinta años que tenía, algo que lo irritaba ligeramente.
Sabía lo que era el sufrimiento, por el amor de Dios. Tal vez
no tanto como Claus von Stauffenberg (o Willy Osterloh), pero
sabía lo que era el sufrimiento, ¡y cómo! Se afeitó rápidamente
para la noche y evitó mirarse a los ojos en la superficie
reflectante.
9:02 P.M.
—Teniente coronel, una llamada para el teniente coronel.
—Aunque el mensaje del camarero fue poco más que un
discreto susurro, tuvo el efecto de sobresaltar a Bora. Tuvo que
controlarse para no levantarse de un salto de la silla (el
comedor no disponía de teléfonos que los camareros pudieran
llevar directamente a la mesa, como en otros hoteles de Berlín)
e ir corriendo a una de las cabinas telefónicas privadas del
vestíbulo.
—Martin, soy tu cuñada.
Sin esas palabras, tal vez no habría reconocido la voz de
Margaretha, a la que no había tratado mucho.
—¡Duckie! —Exclamó—. ¿Va todo bien? ¿Dónde estás?
—Estoy en Berlín.
El conserje tenía razón: hablaba en tono impaciente y no
demasiado amistoso. Bora recordó las palabras de Nina: al
parecer, Duckie se había amargado tras la muerte de Peter en
Rusia.
—¿Va todo bien? —Repitió.
—Quiero verte.
—A mí también me apetece quedar, hace meses que no
nos vemos.
Ella no respondió. En realidad, hacía casi dos años. La
última vez que Bora estuvo en Alemania de permiso fue a
principios de septiembre de 1942. Su tono distante, el hecho
de que no hubiese querido dar ni su nombre ni su apodo y
ahora su silencio le hicieron pensar que tenía malas noticias.
—¿Las familias están bien? —Insistió—. ¿Tu pequeña?
—Sí, todo bien. Quiero verte.
—Si quieres, puedo salir ahora mismo e ir a verte,
Duckie. ¿Dónde te alojas?
—Reúnete conmigo frente a San Mateo, en la
Matthäikirchplatz, dentro de media hora. —Aunque
Margaretha no estaba obligada a decirle dónde se alojaba, su
reticencia le dio que pensar. Bora trató de visualizar el mapa
de Berlín: ningún hotel de categoría, es decir, del tipo que
elegiría la hija de un industrial, incluso en tiempos de guerra,
daba a la plaza de la iglesia. Duckie era católica, pero la
iglesia era protestante. Puede que estuviese en casa de unos
parientes o amigos de la familia… Entonces se acordó de que
la Inspección de Armamento de la Fuerza Aérea se hallaba por
allí; ¿no había dicho Nina que Duckie se veía con uno de los
colegas de Peter, que ahora estaba asignado al cuartel general?
Desde el Leipziger Hof, estaba a un corto trayecto a pie.
Bora les pidió que dejaran puesta la mesa (tenía hambre) y
echó a andar hacia el barrio situado al sur del Tiergarten, cerca
de la Bendlerstrasse y del piso donde se había reunido con
Stauffenberg hacía solo unas horas.
MATTHÄIKIRCHPLATZ, 9:23 P.M.
Las últimas sombras del día eran nítidas y alargadas, de
un lila apagado. El verdor del inmenso parque que se extendía
al noreste del zoológico suavizaba el calor abrasador del
atardecer. El fantasma de una brisa traía el aroma de los
arbustos en flor (y de los árboles astillados por los cascotes
durante los bombardeos). Si uno cerraba los ojos, Berlín era la
misma ciudad de siempre. Bora se alejó del canal en la esquina
de Tirpitzufer, donde el agua corría lentamente y en silencio.
En los últimos días, habían sucedido muchas cosas a poca
distancia de donde se encontraba: en las estaciones de Potsdam
y Anhalt, adonde había ido con Grimm y con el policía para
recoger el rifle de Glantz; en la Leipzigerstrasse, donde había
estallado una bomba poco después de su llegada; el Adlon
estaba a solo quince minutos de allí, al igual que la embajada
japonesa y el salón de belleza de Ida Rüdiger.
Bora estaba nervioso ante su cita con la viuda de su
hermano; por teléfono, le había hablado como a un
desconocido, aunque podía deberse a su separación de Dikta.
No sabía si esperar que le trajera un mensaje de su exmujer, ni
si lo deseaba. Su agitación creció tanto que decidió cubrirla
con una tapa de autocontrol.
La iglesia de ladrillo de San Mateo, de estilo neogótico,
proyectaba una amplia sombra. Con su puntiagudo
campanario, al sol poniente daba la impresión de ser una
criatura espigada, a medio camino entre una llama ocre y
rojiza y una jirafa arrodillada junto a un estanque azul.
A esas horas, había poca gente en la calle; en su mayoría,
paseantes que volvían del parque. Si Bora recordaba bien, el
colega de su tío, el doctor Bonhoeffer, que había asistido al
funeral, tenía un hijo que era o había sido acólito de esta
parroquia. Al entrar en la plaza, vio a la joven, que lo esperaba
sola, eclipsada por el edificio que tenía detrás.
En un principio dudó, porque Margaretha estaba
irreconocible. Bora la recordaba como era el día de su boda
con Peter, una veinteañera tierna y crédula que parecía no
haber crecido aún. Tradicional, sin ideas propias y locamente
enamorada. Ahora, a punto de cumplir los veinticuatro, ya no
tenía la redondez entrañable de los primeros años. Y su mirada
delataba malicia.
Lo primero en que se fijó Bora fue en que no llevaba su
alianza de bodas ni el anillo de Nina, una herencia de familia
que sus padres le habían negado a Dikta, en la mano derecha.
Más que una señal de libertad, esa mano desnuda (llevaba la
izquierda enfundada en un guante de verano y sostenía el otro
como un retazo de encaje) le pareció una rebelión contra el
mundo al que había pertenecido.
Se saludaron educadamente, sin buscar el abrazo, y ella le
explicó que había conseguido dar con él a través de Bruno
Lattmann, del que era pariente lejano. Bora se preparó para
recibir algún tipo de queja, pero se sorprendió al ver que su
cuñada se lanzaba de inmediato a una diatriba a la que debió
de estar dando vueltas hasta el mismo momento en que lo vio
llegar. Por supuesto, la discusión incumbía a Peter.
Sin acercarse a él, reprendió a Bora por la muerte de su
marido, como, si en lugar de no decir palabra, por teléfono,
sobre la razón por la cual quería verlo, le hubiera indicado que
iban a hablar justo de ese tema. Bora ya se sentía lo
suficientemente culpable por haber compartido, entusiasmado,
con su hermano todos los éxitos que habían cosechado de
camino al este al principio de la guerra con Rusia.
Decidió dejar que Duckie se desahogara. Después de la
conversación con su madre, esperaba que tendría cosas que
reprocharle y, a menos que sus recriminaciones se volviesen
ofensivas, la trataría con comprensión. Pero no estaba
dispuesto a pedir unas inútiles disculpas.
—Peter me quería, pero a ti te adoraba —continuó,
furiosa, como si sus celos, aplazados y finalmente suprimidos
por la muerte, fueran demasiado intensos como para no
expresarlos, o para aplacarlos—. No lo niegues. Se le
iluminaban los ojos siempre que hablaba de ti. Todo el rato era
«Martin esto, Martin aquello»; te consideraba su modelo a
seguir. Cuando desapareciste en Stalingrado, estaba tan
destrozado que prácticamente se olvidó de que estaba
embarazada y que tenía que cuidarme a mí y pensar en mí. Se
suponía que íbamos ser felices, comprar una casa y tener cinco
hijos, ¡y ser felices! —Hablaba con veneno en la voz, como si
Bora se hubiese empeñado adrede en que no se produjese ese
futuro, o como si no le importase en absoluto. En cambio, le
había escrito una larga carta tras el accidente de Peter, y
cualquiera con una pizca de sensibilidad habría sabido leer
entre líneas lo devastadora que había sido la pérdida para el
hermano que había sobrevivido.
La dejó hablar sin interrumpirla, desplazando la mirada
entre la figura furiosa de su cuñada y la plácida iglesia, algo
más allá. Hasta el momento, solo había hablado de sí misma.
Bora le preguntó, con intención de provocarla:
—¿Sabes que Nina estuvo en Berlín el domingo pasado?
—¿Para el funeral? Sí. Yo ya no voy a funerales. —
Cierto, ni tampoco guardaba luto. Llevaba un alegre vestido de
seda con un estampado de flores y un sombrero de paja con el
ala en forma de corazón, a la última moda, pero incongruente
en una ciudad en tiempos de guerra.
—Hablando de funerales —dijo—, quiero el encendedor
de Peter. Dámelo.
Era el único recuerdo que Bora tenía de su hermano.
—Lo he perdido —mintió.
—No es verdad. Te lo regaló el padre de Peter. Dámelo.
—Lo perdí en septiembre, cuando me hirieron.
—¡Es mío!
—Pues te quedarás sin él, se ha extraviado.
La excusa era plausible y, dado lo tirante de su relación,
Margaretha no le preguntaría a su madre por el encendedor.
Bora nunca había envidiado a Peter por haber elegido a
una mujer a la que sus padres dieron su aprobación. Ahora que
se había dado cuenta de cuánto se habían equivocado en
aceptarla, la antipatía de su padrastro por Dikta parecía trágica.
Aun así, hoy no se sentía con fuerzas para censurar a nadie, ni
siquiera a esta retorcida encarnación de la antes dulce novia de
su hermano.
—¿Cuándo fue la última vez que viste a Nina y al
general?
—No es asunto tuyo. Tú nunca estabas en casa. Peter se
ofreció como voluntario para ir a Rusia, no una, sino dos veces
porque tú estabas allí. De no haber sido por ti, podría haber
luchado en otro frente.
—Podría haber muerto en otro frente, Duckie.
Lo único que quedaba de la chica que había conocido
eran los hoyuelos, aunque ahora se le marcasen al fruncir los
labios en una mueca rígida en lugar de una sonrisa. Levantó el
mentón con aire agresivo.
—Solo si hubieses luchado en otro frente. De no haber
sido por ti, nos habría escuchado a papá y a mí y habría pedido
un traslado al Alto Mando. —(Bora se avergonzó al pensar en
esa clase de tejemanejes familiares. «Peter no», pensó.)—.
Papá y yo le habríamos hecho entrar en razón. —Dio un
pisotón como una niña malcriada y el tacón de su sandalia
resonó sobre la acera—. ¿No te das cuenta? Me has arruinado
la vida. Nuestra vida era perfecta, ¡y tú la has destrozado!
Aunque se pudiese tolerar que una veinteañera con un
conocimiento mediocre del inglés se refiriese a su padre como
«mein Daddy», al estilo americano, de boca de una esposa y
madre, la expresión sonaba tremendamente pueril.
—Peter vivía para volar —le recordó Bora—. Si no lo
entiendes, es que nunca lo conociste de verdad.
—¡Ja! Mira quien habla. ¡Si nunca entendiste a tu propia
esposa!
¿Por qué estaba hablando con ella? Las discusiones
pueriles lo agotaban. O peor aún: su cansancio amenazaba con
convertirse en ira y repugnancia al oírle escupir lo primero que
se le venía a la cabeza por resentimiento o por miedo. Bora
alzó pacientemente la mirada y observó el campanario, que
permanecía en pie con su antigüedad fingida mientras tantos
edificios venerables yacían en ruinas.
—Déjalo ya, Duckie. Y buena suerte: me consta que estás
preparando tu próxima vida perfecta.
—¿Y qué? Al final me saldré con la mía: ¡tendré marido,
casa y cinco hijos!
Bora contempló su rostro ceñudo y tuvo que apartar la
mirada. Hablaba como si esos planes fueran juguetes caros que
alguien le había prometido y que estaba decidida a conseguir
de un modo u otro. ¿Cómo era posible que la dulzura se
convirtiese en peligroso veneno? La crueldad de Dikta cuando
le dijo que lo dejaba no había sido tan amarga. Aunque no
debía olvidar que Dikta era la persona que más había influido
en su cuñada, incitándola con sus conversaciones sobre sexo,
ropa interior provocativa y egoísmo. En un hogar estricto, era
de esperar que las dos chicas estableciesen vínculos y hasta
llegasen a parecerse la una a la otra, aunque el rencor de
Margaretha delataba que siempre había sido una niña
malcriada. Consciente de que era pariente lejana de Bruno
Lattmann, Bora se alegró de no haberle preguntado por ella a
su amigo.
—Bueno, te deseo lo mejor y espero que consigas lo que
quieres. Pero recuerda que estamos en guerra.
—¡Como si pudiera olvidarlo! —Lo agarró del brazo para
asegurarse de que la miraba y le clavó los ojos negros y
vehementes—. ¿Sabes por qué quería verte?
Bora se liberó lentamente de su mano.
—Por lo visto, querías cantarme las cuarenta.
—Por eso y para decirte que Dikta y yo leíamos las cartas
que os escribíais por las noches y luego nos metíamos en la
cama a masturbarnos. Me lo enseñó ella. ¡Oh, aprendí
muchísimo practicando lo que le escribías!
Por un momento, una imagen fragmentada ocupó la
mente de Bora, que se vio golpeando a Duckie con el puño,
rompiéndole los dientes, tirándola de espaldas al suelo y
abalanzándose sobre ella para darle una paliza. La impresión
era tan realista que hasta llegó a oler la sangre. La vio postrada
y desfigurada, en lugar de erguida con aire triunfal frente a él.
No habría sabido decir qué lo retuvo: a estas alturas, lo
que tenía que perder era insignificante en comparación con lo
que ya había perdido. Pero se las arregló para controlarse de
algún modo. Y no solo para controlarse, sino además para
despedirse y alejarse de la imponente iglesia para, por fin,
alejarse de su cuñada la distancia mínima necesaria para no
volver sobre sus pasos y matarla.

«14 de julio de 1944, 11:38 p.m. Escrito en el


piso en ruinas del abuelo Franz-August, adonde he
venido en busca de un poco de paz.
»Soy capaz de soportar cualquier cosa. Ahora
lo sé, y solo necesito averiguar cómo lo consigo
para poder compartirlo con todos los que, en esta
ciudad y en esta nación, sufrirán más que yo y
tienen que aprender a soportarlo. Pero lo cierto es
que la resistencia no se puede enseñar. Hoy, quizás
(aunque apenas fui consciente de ello), me dije a mí
mismo que la verdadera tragedia es haber perdido a
mi hermano, no escuchar a su viuda vomitar
veneno. Antes me preocupaba que Dikta pudiera ser
una mala influencia para ella, y no me equivocaba.
Que Dikta lo hiciese para contrariar al general o,
simplemente, porque le apetecía no cambia las
cosas. Y lo que es peor: no cambia la añoranza
física que siento por ella. Las cartas que le escribí
no estaban destinadas a nadie más que a ella.
Debería estar furioso, y sin embargo… Es como si
estuviera enfermo de Dikta, y la única forma que
conozco de evitar enfermarme aún más es no ver ni
recibir noticias de mi mujer».

En la biblioteca a oscuras en la que se encontraba, los


maltrechos estantes dejaban escapar suaves crujidos. El aroma
verde y dulzón de las plantas del cercano Westerwald entraba
por la ventana rota. Bora apagó la linterna a la luz de la cual
había estado escribiendo y abrió las cortinas a la noche. Por un
momento, la habitación podría haber sido la antigua casa
familiar al sur de Leipzig, con el tilo que la esposa de Lutero,
Katharina von Bora, había plantado en el jardín. Su mundo
podía ser un mundo donde las personas, y las relaciones,
siguiesen con vida, donde Niemeyer siguiese deleitando a las
multitudes y donde aún todo era posible. Un tiempo de
plenitud y confianza, donde uno podía ignorar con seguridad
las nubes de tormenta.

Se despertó poco después de la una, incómodamente


acurrucado en el sillón de su abuelo. Si había venido en busca
de paz, no iba a encontrarla en esta biblioteca destrozada y
esta vieja butaca. Había soñado con Dikta, con aquella noche
fatídica en la que la conoció en el baile militar, con un vestido
vertiginosamente escotado por la espalda, totalmente
inadecuado para una joven de veintiún años, pero capaz de
hacerle perder la cabeza aquel abril del treinta y siete.
¿Qué sabía de él su cuñada? Margaretha podía husmear
todo lo que quisiese en su correspondencia con Dikta, y jamás
lo entendería.
Cansado, Bora se desabrochó la guerrera, buscó los
cigarros en el bolsillo, los encontró y se encendió uno con el
encendedor de su hermano. Se preguntó si alguna mujer
(exceptuando, quizás, a Remedios) había llegado a entenderlo.
Entonces, como ahora, no le gustaba que lo tocaran antes de
estar excitado. Primero tenía que alcanzar cierto estado de
agitación, una cierta agresividad que toleraba las caricias de
una mujer siempre y cuando no intentaran frenarlo.
Nunca se había visto capaz de violar a una mujer, jamás.
De practicar sexo violento, sobre todo si se sentía frustrado, sí.
Le había ocurrido una vez en Borna, en el verano del treinta y
ocho, después de España, después de Remedios, la joven bruja
campesina que le había enseñado tanto sobre el amor en las
montañas de Aragón. Fue durante un permiso que había
pasado a solas con Dikta, en una habitación donde el viejo tilo
en flor impregnaba el aire con su embriagador aroma.
—Finjamos que no quiero —le dijo Dikta, entre risas.
—No, Dikta. Mejor no. —Estaba agresivo (después de
España, después de Remedios) y no le apetecía poner a prueba
su autocontrol. Aunque ella insistió e intentó engatusarlo, Bora
se levantó de la cama y salió al balcón a mirar las estrellas y
respirar la fragancia aceitosa que desprendía la copa oscura y
rebelde del tilo.
—De acuerdo, amor, vuelve. Me portaré bien. —Ya de
novios, le mentía. Lo provocó, jugó con fuego y lo exasperó
para a continuación apartarlo de un empujón, pataleando,
mordiéndole y riendo. Aún se estaba riendo cuando la
situación se les escapó de las manos. Después, ambos
quedaron exhaustos. Bora tenía rasguños y marcas de dientes
que, por suerte, ocultaría el uniforme y, si realizaban un
examen médico a una encantada Dikta, se demostraría que se
había ejercido algo de fuerza.
Bora se angustió al ver los moretones que tenía en la cara
interna de los muslos.
—No volverá a pasar. Nunca, Dikta.
—¿Por qué? Me ha gustado. Ha sido divertido. —Pero se
pasó los próximos dos días demasiado dolorida como para
hacer el amor, lo que lo preocupó aún más.
Las dos noches siguientes, Bora se negó a dormir en su
cama. Pasó las noches en la biblioteca, donde se sentó a leer y
a dormitar en el sillón de su abuelo. La tercera noche entró
Dikta. Se sentó en su regazo y le besó los moretones, y él hizo
lo mismo con los suyos.
Hasta el día de hoy, era el episodio de su vida del que
más se avergonzaba. Bora no podía pensar en ello sin
sonrojarse. Pero se conocía lo suficientemente bien como para
saber que no era incapaz de agredir a alguien físicamente.
Después de lo ocurrido, estaba convencido de que el
capellán militar no le daría la absolución, pero el astuto
sacerdote, veterano del Somme, no pareció sorprendido, y
aprovechó la ocasión para pronunciar una larga homilía sobre
la dicha del amor conyugal al servicio de la procreación. Bora
salió del confesionario con la sensación de que la Iglesia
católica romana no condenaría que uno llegase a violar a su
novia o esposa siempre que la dejara embarazada. Así que se
impuso una penitencia: en lugar de recitar unos cuantos
avemarías, durante un mes entero renunció al almuerzo, se dio
duchas de agua fría y prescindió del alcohol y el tabaco.
Nunca se lo dijo a Dikta, que se habría reído de tales tonterías,
como se rio del derroche de flores y disculpas con las que la
agasajó.
—¿Quieres parar, Martin? Nunca había disfrutado de un
revolcón tan magnífico y doloroso. Uno de estos días me
casaré contigo por ello, tontorrón.
Y eso fue lo que sucedió.
SÁBADO, 15 DE JULIO
A las seis de la mañana, Bora ya estaba en el Leipziger
Hof. Grimm debía presentarse en el hotel a las ocho y para
entonces Bora tenía plena intención de dejarse ver
desayunando en el comedor con la fotografía de Leipzig en
tonos sepia. Desde que se había despertado en la biblioteca de
su abuelo, una agobiante sensación de peligro inminente lo
tenía convencido de que Stauffenberg actuaría hoy, aunque no
sabía dónde ni cómo. No era más que una corazonada…
aunque a menudo había tenido que agradecer a una corazonada
el poder seguir con vida. «Procuraré tener los ojos bien
abiertos, no en busca de presagios, sino de señales de que pasa
algo».
La primera noticia del día fue buena: a las 6:45 a.m.
(Bora estaba en el recibidor del hotel, escribiendo una lista de
cosas que hacer) un recadero llegó en bicicleta con un mensaje
verbal del camarero jefe de Adlon. Al parecer, el coronel (es
decir, Salomon) había pedido un taxi cuando se marchó
apresuradamente del hotel el miércoles por la mañana, y el
personal del hotel había trasladado el equipaje que se había
dejado al hospital Elizabeth de la Lützow Strasse.
El gran hospital protestante, cerca de la Oficina de
Comercio Exterior, ocupaba una manzana de la calle
Potsdamer. Debido a su afiliación religiosa y a su proximidad
al cuartel general del Ejército de la Reserva, Bora lo había
colocado al final de su lista el día anterior. Fue la última
llamada que realizó, y recordaba claramente que le habían
asegurado que no había ningún paciente con el nombre de
Salomon. ¿Era posible que las buenas diaconisas concediesen
asilo a fugitivos desesperados?
Decidió ir al hospital en persona, confiando en que
volvería a tiempo para que Grimm lo viera bebiendo
sucedáneo de café en su mesa del rincón.
El pretexto de Bora era que quería devolverle un libro al
coronel… de hecho, nada menos que Magnus Magnusson: el
adivino del norte, la biografía de Niemeyer. Caminó de acá
para allá por la sala de espera durante veinte minutos (una
eternidad, dada su aprehensión y su prisa) hasta que le dijeron
que Salomon había estado ingresado brevemente, pero que ya
no estaba en la clínica.
El joven médico extranjero, probablemente holandés a
juzgar por su acento, le dijo:
—Un simple caso de problemas gastrointestinales. Estaba
deshidratado y detectamos un latido irregular, así que lo
mantuvimos en observación toda la noche. Por la mañana
necesitábamos la cama, así que le dimos el alta.
El jueves por la mañana. Dos días de ventaja que podrían
marcar la diferencia. Bora se hizo el decepcionado, aunque en
realidad estaba indignado.
—¿Le dio su dirección… o al menos una dirección a la
que pueda enviarle el libro? No quiero marcharme de Berlín
sin devolvérselo.
—Me temo que no puedo ayudarle, coronel.
—Es cuestión de principios. Si le dejo el libro aquí,
¿podrá hacérselo llegar al coronel?
—No veo cómo. Me explicó que pensaba volver a casa de
baja médica, es todo lo que puedo decirle. Por supuesto, si
sabe dónde vive el coronel, puede enviarle el libro.
Aparte de la casa de Masuria, que había perdido hacía
mucho, Bora no sabía dónde podría estar Salomon. Si hacía
otra ronda de llamadas, era posible que consiguiese una
dirección postal, pero las probabilidades de que el coronel no
viajase en esa dirección eran de diez a una.
Volvió al Leipziger Hof con una necesidad imperiosa de
algo que tuviera cafeína.
LEIPZIGER HOF, 8:00 A.M.
Bora observaba discretamente el comedor, medio lleno a
la hora del desayuno. Grimm estaba a punto de llegar, e iba a
necesitar toda su energía para no delatar su agitación: los que
están adiestrados para detectarla bajo un aparente autocontrol
rara vez se dejan engañar. Como suele ocurrir cuando se
espera a alguien, sus ojos se anticiparon a la voluminosa
imagen del policía, con su traje barato y su corbata chillona,
descartando automáticamente a los recién llegados que no se
ajustasen a esa descripción.
Así, en un primer momento ignoró al tipo de mejillas
caídas con una gabardina color polvo, aunque fuese casi tan
corpulento como Grimm. Pero cuando un segundo hombre
siguió al primero, se dio cuenta de que eran dos de los tres
hombres que había visto en el edificio de Kupinsky. Bora se
puso en guardia. El dúo registró la habitación con la mirada,
aunque era todo fachada, porque era a él a quien querían, y lo
reconocieron enseguida. No mostraron sus placas al amable
camarero. Uno de los dos hizo un gesto negativo que casi
podía confundirse con el de cualquier visitante que no tiene
tiempo de sentarse a comer.
Bora se terminó el sorbo de sucedáneo de café que tenía
en la boca y dejó la taza, con el monograma «L. H.», en el
plato. Aparentemente impasible, se preparó para sonreír, igual
que estaba preparado, si era necesario, para apuntarse a la
barbilla con la pistola y apretar el gatillo.
A su derecha, un teniente de la Fuerza Aérea se levantó
con indiferencia fingida, pero se dejó las gafas de sol sobre la
mesa. La servilleta se le resbaló de las rodillas y cayó bajo su
silla. Bora entrevió su torpeza por el rabillo del ojo. Un
momento después, los tenía a los dos delante, y debía
encontrar la mejor manera de enfrentarse a ellos.
—Buenos días. ¿Puedo ayudarles?
No había forma de saber si esperaban esta jugada. Bora
sabía que podía haber sucedido cualquier cosa desde que se
despidió de Stauffenberg el día anterior. La carta de Niemeyer,
Salomon, el jefe de camareros del Aldon… todos estos
pensamientos se le arremolinaron en la mente como trozos de
papel de aluminio.
El más corpulento de los dos, con el rostro malhumorado
bajo el ala del sombrero, le dijo que sí.
—¿Quieren hacerme alguna pregunta sobre mi trabajo?
¿Les apetece sentarse?
—No.
«Esta es su táctica». Bora los había visto hacerlo
innumerables veces a lo largo de los años. Contaban con que
su silencio amenazador intimidara a aquellos a los que
detenían e interrogaban… «No, no puedo permitirme sonreír,
ni mucho menos dejar ver que tengo cien razones para
sospechar por qué han venido».
—¿Cuándo fue la última vez que vio a Berthold
Kupinsky?
Bueno… esto no se lo esperaba. Bora no perdió tiempo
en preguntarse cómo la Gestapo habría dado con él en el
Leipziger Hof (ese era el menor de sus problemas). Lo
importante era averiguar si ya habían pescado a Kupinsky, y si
lo habían apretado hasta que les hubiese hablado de la carta.
Un respetuoso silencio se había apoderado del comedor. Los
que seguían desayunando solo lo hacían porque salir a toda
prisa podría despertar sospechas.
Bora dijo:
—El jueves por la mañana, mientras ustedes estaban
ocupados con su vecino de arriba, Anton Reich.
Era tan escandaloso que se permitiese sugerir que sabía
cuál era su misión aquel día que vio un fugaz destello de
admiración en los ojos del segundo agente, que era menos
corpulento y quizás menos brutal que su compañero.
—¿Y qué sabe de Anton Reich?
—Nada. No aparece en la lista de sospechosos de
asesinato que recibí del jefe, el Gruppenführer de las SS
Arthur Nebe.
No le preguntaron por su investigación, lo que podría
significar algo, o nada.
—Entonces, ¿cómo es que está familiarizado con el
nombre?
A pesar de estar bañado en un sudor frío, Bora respondió
con una serenidad que lo sorprendió incluso a él.
—Kupinsky no estaba en casa, así que llamé a la puerta
de enfrente y me enteré de que había salido a las seis de la
mañana. Tras su llegada, subí las escaleras y vi el nombre de
«Anton Reich» en un sobre en el apartamento de aquel
hombre.
—¿Y por qué fue a casa de Anton Reich?
—Porque oí llorar a alguien.
La respuesta los dejó perplejos. Si Bora hubiese sabido
que el destino del Reich estaba ligado al arresto en la
Köpenicker Landstrasse 76 de tres enemigos del Estado a
punto de reunirse con Stauffenberg, se habría tragado la lengua
antes de contestar. Por suerte para él, los hombres (comunistas
que llevaban huidos desde enero) habían sido detenidos por
motivos no relacionados con el complot.
Los agentes de la Gestapo no ordenaron a Bora que se
levantara, así que permaneció sentado mientras el sucedáneo
de café se enfriaba en su taza. «Le guste o no, Kupinsky se ha
convertido en informante de la Gestapo. ¿Por qué no me
preguntan por él? No puedo demostrar excesiva curiosidad, ni
indiferencia».
—Por si sirve de algo —dijo—, Kupinsky no tenía nada
que añadir a su anterior declaración.
Era una mentira colosal. Bora sintió miedo al
pronunciarla, y el hecho de que los dos hombres no
reaccionasen no significaba nada. Podrían saberlo todo sobre
Kupinsky, Niemeyer e incluso sobre Heldorff y el papel que
jugaba en la situación. Podrían saber lo suficiente sobre él
como para arrestarlo en aquel mismo momento. Bora se
felicitó por su previsión al haber desabrochado la funda de la
pistola antes de sentarse a desayunar. Lo único que importaba
era no dejar que le quitaran el arma.
¿Dónde estaba Grimm? El reloj eléctrico de la pared
marcaba las ocho y diez. Llevándose la taza a los labios, Bora
dijo:
—Discúlpenme si me lo termino, no quiero
desperdiciarlo. —«Si no me arrestan, subiré corriendo las
escaleras para vomitar en el lavabo, porque las náuseas no me
permitirán retener el desayuno».
Igual que se habían acercado a su mesa, los dos hombres
dieron media vuelta y se marcharon sin despedirse. Bora sacó
un cigarro y se lo metió en la boca con la esperanza de
controlar las náuseas: nunca llegaría a su habitación antes de
vomitar el café. Había dado una primera calada cuando Grimm
apareció por la puerta.
Sin saber cómo, tuvo el descaro de observar:
—Ah, ahí está. Lo esperaba hace quince minutos,
inspector.
«Como un pitbull después de una pelea de perros» era un
buen símil para describir el aspecto de Florian Grimm al entrar
en el comedor. Cuando Bora le preguntó si le apetecía un café,
dijo que no y se quedó allí plantado, con las manos llenas de
rozaduras y una tirita ensangrentada en la cabeza carnosa. La
corbata del día combinaba con los tonos violáceos de sus
moretones, con el agravante de tener un estridente estampado
de cachemira. Dio un paso vacilante hacia delante, como un
colegial algo lento al que llaman a la pizarra. Bora abrochó
con disimulo la funda de la pistola y se reclinó en su silla.
«Puede que Grimm me conteste: “cuando están los de la
Gestapo, prefiero no meterme”, o podría fingir ignorancia.
Ambas reacciones indicarían que quiere guardar las distancias
con la Policía Secreta. Pero si dice “vi que tenía compañía”,
me estará informando de que sabe perfectamente con quién
estaba y que simplemente prefirió esperar fuera».
—Vi que tenía compañía —dijo Grimm.
Bora asintió sin darle importancia.
—Me alegra ver que está de una pieza. ¿Su familia está
bien?
—Sí, gracias.
Cuando le preguntó por el bombardeo, Grimm resumió
ásperamente. Ambas familias habían escapado con heridas
leves. Aunque la casa estaba prácticamente perdida, unos
parientes en Neukölln habían podido acoger a su hermano,
esposa e hijos. No preguntó por el despido de Trost en su
ausencia ni por el Olympia, que estaba aparcado frente al
hotel. Esperó a que Bora se levantase de la mesa para
entregarle unos folios grapados.
—Es la transcripción del interrogatorio de Glantz,
coronel.
—Ah. ¿Está vivo?
—Está vivo. Aunque tiene la mandíbula destrozada.
La lesión no concordaba con una caída al suelo tras un
intento de suicidio. Bora había visto más de una mandíbula
dislocada y rota en los prisioneros de Polonia y Rusia, y se
preguntó si la celda de Glantz estaría en el tercer piso de la
jefatura de la Gestapo en Alex.
—Ha confesado el asesinato —añadió Grimm, animando
a Bora a que hojease rápidamente los folios que le había
entregado—. Una confesión firmada es una confesión firmada.
El móvil y los detalles que dio, puede verlos usted mismo.
Bora alzó la vista.
—¿Confesó antes o después de romperse la mandíbula?
—Según tengo entendido, se hirió al golpearse con el
suelo de la celda. Había firmado la confesión media hora
antes. En cualquier caso, ahora está en manos de la Gestapo.
El jefe está intentando que nos lo devuelvan. Ha confesado, y
es nuestro.
Bora pensó que no cambiaría mucho las cosas. El
documento, mecanografiado por una oficinista y firmado por
el propio prisionero, constaba de cuatro páginas numeradas.
Bora lo puso sobre la mesa y leyó. Detallaba las razones que
habían llevado a Glantz a trazar un plan para asesinar a
Niemeyer: rencor, pérdidas económicas, daño a su imagen
profesional, profundo estrés. Trataba de justificar sus actos
insistiendo en que Niemeyer de verdad era judío y en que
llevaba años estafando al público alemán. El editor
proporcionaba pruebas fehacientes: durante una excursión al
campo en 1942, tras una parada en una cervecería, tanto él
como Niemeyer habían obedecido a la llamada de la
naturaleza. Entre los arbustos, «sin malicia de ningún tipo», la
mirada de Glantz se había posado sobre una parte de la
anatomía de Niemeyer que «mostraba signos de haber sido
circuncidada». Niemeyer reaccionó girándose de inmediato,
pero Glantz declaró: «vi lo que vi».
Tres de las cuatro páginas contenían una ponzoñosa lista
de las ofensas que el Profeta había cometido contra el editor. A
partir del último párrafo de la tercera página en adelante, la
seguía una concisa pero creíble reconstrucción del asesinato en
sí. Bora se fijó en los detalles: la puerta trasera abierta, el rifle
desmontado y previamente oculto entre los arbustos… Glantz
mostraba familiaridad con la villa y con las costumbres de
Niemeyer, pero no arrepentimiento.
Mientras Bora leía, el teniente de la Aviación volvió al
comedor y, murmurando una disculpa ante nadie en particular,
recogió sus gafas de sol de la mesa y volvió a salir. Grimm lo
observó con aire malhumorado mientras se alejaba.
—Me sorprende que Niemeyer se lo cortase después de
que unos judíos de verdad lo dejaran en ridículo —comentó—.
¿Sabe algo de Kupinsky, coronel?
Bora cogió el maletín de la silla que estaba al otro lado de
la mesa y guardó los papeles de Glantz.
—No. —Habló con el cigarro en la boca—. ¿Hay alguna
noticia?
—Ha vuelto a desaparecer. El viernes, cuando un policía
local fue a ver cómo estaba por pura rutina, su ropa y objetos
personales habían desaparecido. Al amanecer, un par de
zapatos, uno de ellos con la suela desgastada de forma muy
peculiar, apareció al pie del puente de Varsovia. Podrían
pertenecer al marica.
Así que por eso la Gestapo había venido a preguntar por
Kupinsky. Mientras salía del comedor por delante de Grimm,
Bora siguió dándole caladas al cigarro para contener las
náuseas. Dijo:
—Tarde o temprano, los ahogados acaban saliendo a la
superficie en la orilla del observatorio de Treptow, ¿me
equivoco?
Podía parecer un comentario insensible, pero en realidad
dudaba de que Kupinsky se hubiera suicidado. Estaba
escondido en algún sitio y esto, en opinión de Bora, era algo
bueno.
—Vamos a la casa de Glantz, inspector.
STENDALER STRASSE, MOABIT
Se diría que un huracán había asolado la casa. El propio
Grimm pareció desconcertado al mirar a su alrededor: ni un
solo mueble, ni un solo objeto seguía en pie o en su lugar. El
interior de clase media-alta una vez debió de ser bastante
lujoso. Era evidente faltaban muchos muebles: sin duda, los
ladrones se habían apresurado a saquear la casa tras el arresto
de la pareja. No tenía lógica que hubiesen desaparecido los
trofeos de caza, de los que solo quedaban los soportes, de las
paredes: ¿qué podían hacer los berlineses con unos animales
disecados en los tiempos que corrían? Venderlos… si
encontraban un comprador, que a su vez no podría hacer nada
con ellos. Más comprensible era que se hubiesen llevado las
sábanas y manteles, cuyas etiquetas escritas a mano se habían
quedado en las estanterías vacías.
Ecos de la devastación del piso del abuelo Franz-August
y de la clínica de Reinhardt-Thoma. Bora había visto
suficiente. Con la cabeza gacha, deslizó algún que otro
fragmento por el suelo con la punta de la bota.
—Tanto el marido como la mujer acabaron en el tercer
piso por culpa del drilling —dijo Grimm, como si esperara que
Bora se lo preguntase—. Pero Glantz confesó el asesinato
antes del traslado.
—¿Qué más dijo acerca del drilling, aparte de que
pertenecía a su cuñado?
—Dijo que, como nos había contado, mató a Niemeyer
con él.
Sí, tal vez. O más bien, sí, por supuesto. A menos que
confesar un crimen que no había cometido fuera un intento
desesperado de evitar más violencia. O un traslado a la
Gestapo por un crimen político. Bora se dijo que tenía que
preguntárselo a Nebe si alguna vez encontraba al jefe de la
Kripo en la oficina. Pero no había garantías de que fuera a
recibir una respuesta.
—Entonces, caso cerrado.
—Eso parece, coronel. Pero necesitamos que Glantz
vuelva a estar bajo nuestra custodia. —Grimm entraba y salía
de las habitaciones con sus pasos pesados, seguido del olor del
yodo que utilizaba para tratarse las heridas de la cabeza—.
¿Estamos buscando algo en concreto?
Bora cogió del suelo una foto de una mujer regordeta de
aspecto afable; el equivalente físico de su marido.
—¿Qué hay de la mujer de Glantz? —Con el abrigo de
pieles que llevaba en el retrato, parecía una osa saliendo de su
sueño invernal.
—La habrían llevado al tercer piso aunque Glantz no
hubiera confesado el asesinato. La han trasladado a la cárcel
de mujeres de la Barnimstrasse a la espera de juicio. Después
de todo, el rifle pertenecía a su hermano, y ella dejó que su
marido lo guardara en casa. —Al pie de un armario
empotrado, había esparcidos varios folletos publicitarios que
anunciaban la próxima publicación de la Enciclopedia
mitológica «por el eminente Prof. Dr. Magnus Magnusson».
Bora cogió uno y leyó el texto grandilocuente. ¿Niemeyer se
habría aprovechado deliberadamente de su editor, aceptando
dinero por un trabajo que nunca pensaba realizar, o
simplemente se había comprometido a hacer algo que no fue
capaz de cumplir? ¡Compilar una enciclopedia él solo! ¡Y que
Glantz se lo tragase! Max Kolowrat le había contado que el
público del mago llegaba a quedar subyugado hasta el punto
de hacer el ridículo. Pero una cosa es hipnotizar a alguien
durante un espectáculo y otra estafar a un editor profesional
durante meses, por no decir años. Glantz PODRÍA haberlo
matado. Y no, no buscaban nada en concreto.
—Tengo curiosidad por saber qué opina de todo esto,
inspector.
—Depende de si nos devuelven a Glantz y del juez que
asignen al juicio —comentó Grimm, con aire de saber lo que
decía—. En un caso de asesinato, una condena a muerte es el
resultado inevitable. La alternativa, si encuentran
circunstancias atenuantes, aunque no veo cómo, es cadena
perpetua en un campo de trabajo, lo cual siempre es preferible
a que le corten la cabeza.
¿De verdad lo era? Según algunos informes, había
campos de trabajo donde un prisionero sobrevivía una media
de solo dos meses. La guerra, por muy mal que fueran las
cosas, duraría más de dos meses. Bora no daba un centavo por
la vida de los Glantz.
—Me ha preguntado qué opino. Que el librero pudo
matar a Niemeyer, eso es lo que opino. —Grimm pareció
reflexionar mientras sorteaba los cristales rotos—. Él mismo
admite que llevó el drilling desmontado a la casa de la víctima
y, a juzgar por la forma en que lo embaló para guardarlo, sabía
desmontar un rifle. Dice que se encontró la puerta trasera
abierta. Es posible: no encontramos pruebas de que hubiesen
forzado ninguna cerradura. Al principio, dijo que un pajarito le
había dicho que había habido disparos, un detalle que nunca
hicimos público. Tal vez lo supiese precisamente porque es el
asesino. ¿Acaso no intentó colgarse cuando llegamos a la
escena?
—Si fuese culpable, habría destruido el arma en lugar de
enviársela a sí mismo a un apartado de correos.
—No necesariamente. Créame, coronel, los asesinos
tienen mil razones para no confesar hasta que no les sacuden,
tanto los reincidentes como los cobardes que apretaron el
gatillo siguiendo un impulso. Pero en este caso, tenemos a
alguien que habló antes de que le dieran una paliza en el tercer
piso, que es lo que están haciendo con el relojero. Ah, sí… A
Eppner le sirvió de poco fanfarronear con que había sido
teniente de la Guardia. Infringió varias leyes al esconder una
pistola en el baño y tener a una criada rusa en casa.
Bora observó la corbata de Grimm, un remolino violeta,
púrpura y lila con estridentes manchas magenta y naranja.
—¿Cuánto tiempo lleva detenido Eppner?
—Desde el martes pasado, día once.
—¿Por qué no me informó?
—Sus infracciones no tienen nada que ver con este caso.
Además, si Eppner se inventa una excusa plausible para tener
la pistola y a la rusa, y contrata a un buen abogado, puede que
escape con unos añitos en un campo de trabajo.
—Deje que lo adivine: por casualidad, no lo irán a
trasladar a un campo…
—Hasta ayer, no.

Una vez en el coche, rumbo al sur, Bora intentó dar


sentido a los últimos acontecimientos. La molesta intromisión
de la Gestapo podría ser la razón por la que Nebe le había
endosado el caso a alguien ajeno a la policía; los contactos
políticos de Niemeyer, especialmente en el pasado, merecían
ese tipo de atención. En ese caso, un investigador profesional
se encontraría en un aprieto. Pero un soldado en calidad de
investigador podría apaciguar los ánimos entre ambas
instituciones. O no. «¿Por qué me empeño en buscar otras
pistas y sospechosos, incluido Kugler, cuando ya hay alguien
en la cárcel que ha confesado el asesinato?».
En voz alta, se limitó a decir:
—El general Nebe no espera una solución cómoda.
—¿Qué quiere decir, coronel?
—Todavía no lo sé.
Bora bajó la ventanilla. La luz de la mañana se derramaba
de un cielo tan claro y despejado que los bombarderos
enemigos estarían locos si no lo aprovecharan. Las líneas
eléctricas y las centrales telefónicas y telegráficas que aún
funcionaban estaban esperando el siguiente bombardeo. En
cuanto permitió que su concentración se apartara del caso de
asesinato, un presentimiento de lo que podría traer el día de
hoy lo oprimió como si una mano se cerrase alrededor de su
garganta. Puede que solo fuesen imaginaciones suyas, pero
parecía haber menos policías en las esquinas de las calles; de
ser cierto, era un signo que no sabía interpretar. O no quería.
—Ese antiguo colega suyo, inspector, el investigador que
murió, ¿qué puede decirme de él?
En este antiguo barrio rojo de viviendas para obreros,
conducían por una calle corta, recientemente renombrada en
honor a Herbert Norkus, el joven santo del Partido al que
habían martirizado hacía casi doce años. La pregunta venía al
pelo con el barrio.
Grimm le lanzó una mirada.
—¿De Kugler? No mucho. No trabajábamos en el mismo
departamento cuando resultó herido y se retiró. Ya sabe lo que
pasa con los amigos de juventud. En los últimos años, no
tuvimos razones para buscarnos.
—Pero sí se relacionaron durante la República.
—Tiene toda la razón, coronel. En los viejos tiempos.
Gustl era un tipo duro. ¿Ve los moretones que me ha dejado en
la cabeza el bombardeo? ¡Eso no es nada! A los dos nos
rompían la crisma cada dos semanas, y puede estar seguro de
que se las devolvíamos con intereses. En aquella época, pesaba
como treinta kilos menos.
—Entonces fue un paso lógico para los dos entrar en la
policía para mantener el orden…
—Sí, pero yo no estaba hecho para la Sittenpolizei, la
brigada antivicio —explicó Grimm, desabrochándose el abrigo
y quitándose la placa, como hacía siempre que no tenía que
enseñarla. Después de guardarla en la guantera, sacó el
paquete de Trommler. No le quedan cigarros, así que aplastó la
cajetilla con la mano y gruñó «gracias» cuando Bora le pasó
sus Chesterfield.
—¿Tabaco americano?
—Tabaco americano.
Grimm se pellizcó la seda artificial de la corbata.
—Yo también prefiero algún que otro producto
americano, de los viejos tiempos.
En el pequeño parque que estaban dejando a la izquierda,
que ahora se llamaba Norkusplatz, varias chicas regaban una
abundante cosecha de verduras, presumiblemente bendecida
(como una versión de clase trabajadora de los Jardines de
Adonis) por la sangre del estudiante asesinado.
—Kugler, sin embargo, sirvió en la brigada antivicio
durante unos cinco años. —Grimm expulsó el humo del
cigarrillo mientras hablaba—. Tenía estómago para tratar con
putas y proxenetas a diario, y eso que no se dejaba untar.
Dígame, coronel, ¿de verdad siente curiosidad por todo esto?
Debía ser un mequetrefe en aquel entonces.
Bora decidió no tomarse el comentario como un
recordatorio de que no había ayudado a construir el nuevo
Reich.
—Tiene razón. Un mequetrefe en Leipzig —dijo, sin
apartar la mirada de las jardineras y de las lenguas líquidas y
plateadas que salían de las regaderas—. En Sajonia, en aquella
época, no era inusual que los policías se pluriemplearan, ya
que el sueldo era más bien bajo.
—Y lo sigue siendo. Pero depende de lo que entienda por
«pluriempleo». Gustav Kugler no aceptaba dinero por hacer la
vista gorda, ni yo tampoco.
—Sin ánimo de ofender, inspector.
—Y no me ofendo. Pero que conste.
Por ahora, el relato de Grimm se ajustaba a lo que le
había dicho Kolowrat. En aquel momento, estaban cruzando el
bulevar del viejo Moabit, en dirección a la orilla curvilínea del
Spree. «Para mí, es fácil juzgarlos, pero no viví esos tiempos
difíciles».
—Lo peor —continuó Grimm— es que deja viuda y tres
hijos. Y si es la misma chica con la que salía entonces, no es
ningún cerebrito.
Bora se compadeció. La pregunta sobre el pluriempleo,
independientemente de cómo entendieran el término, quedó
sin respuesta, pero no insistió.
—¿Dónde puedo comprar aspirinas? —Preguntó, en
cambio. Su lesión visible justificaba su interés.
Grimm indicó una farmacia en la próxima esquina, donde
pronto se detuvieron. Mientras regresaba al coche minutos
después, Bora vio, al otro lado de la calle, una pequeña taberna
como las de los tiempos de Norkus, identificada por un
número en lugar de un nombre, y sugirió que entrasen a beber
algo.
Pronto, ambos hombres estaban sentados en un patio
soleado en la parte trasera del edificio, bajo un toldo de lona
camuflado con manchas grises y marrones pintadas a mano.
Frente a sendas jarras de agua y cerveza, Bora le sacó al
policía algo más de nostalgia de la revolución, aunque no
volvieron a mencionar el nombre de Kugler.
—Después de la Gran Guerra, mi padrastro dirigió un
Freikorps en Sajonia —fue su contribución a la conversación
—. Nada que ver con las peleas callejeras de Berlín, pero aun
así…
Grimm asintió, pero se negó a dar más detalles. Bora
estaba inquieto. Este patán era un verdadero secuaz del
Partido: no conseguiría sacarle nada que no quisiera que
supiese. Le daba la impresión de que hacía años que había
tratado de localizar en vano a Salomon en el hospital y había
oído de labios de Stauffenberg lo que habría preferido no oír.
Prefirió volver a un tema más seguro, el de la detención
de Glantz y Eppner. Sí pudo arrancarle un dato relevante: se
había producido una pequeña disputa sobre la detención de
Frau Glantz entre la Gestapo y la Policía Criminal. Esta última
estaba molesta por la intromisión política en un caso de
asesinato.
—Verá, coronel, el caso Niemeyer está dentro de nuestras
competencias.
Bora, que jugueteaba con la lata rectangular de aspirinas
sobre el mantel de hule, se mostró de acuerdo.
—Me preguntaron por Berthold Kupinsky durante el
desayuno.
—Así que eso es lo que querían.
—Sí. No podría haberles dicho nada más sobre Kupinsky
aunque hubiera querido. —Bora puso en equilibrio hábilmente
la lata gris sobre su extremo más estrecho—. ¿Por qué me
preguntaron por él, precisamente a mí?
—El caso Niemeyer está dentro de nuestras
competencias.
—Exactamente. No veo ninguna razón para que la policía
secreta se interese por él. —En algunos momentos, Bora fingía
torpeza y en otros, daba a entender lo hábil que era en
realidad, a pesar de su lesión. Con la uña del pulgar y sin hacer
caer la lata, rompió la tira de papel con la que estaba sellada
—. Por mera corrección institucional, pienso informar al jefe
de la conversación de esta mañana. —Grimm observó cómo
Bora tumbaba la lata de un capirotazo, la abría, sacaba dos
comprimidos y se los tragaba con un sorbo de agua.
—Es lo correcto, coronel.
Cuando una brisa inesperada barrió el patio, el toldo de
lona se hinchó como una vela. Bora miró hacia arriba.
—Sobre todo si tenemos en cuenta que ahora mismo
debería estar con mi regimiento en lugar de pluriempleado
aquí, en Berlín.
La gran jarra que Grimm tenía delante estaba vacía, salvo
por algo de espuma en el fondo. Se necesitarían al menos
cinco más para que se relajara, así que si ahora agachaba la
gruesa cabeza, era por otra razón. Las gasas que llevaba en la
cabeza, empapadas de yodo, descansaban entre cicatrices en
las que Bora no se había fijado. Algunas habían recibido
puntos, mientras que otras se habían dejado tal cual para que
sanaran lo mejor posible.
Grimm levantó lentamente la cabeza y lo miró con sus
ojillos almendrados:
—No sé cómo fue su estancia en Rusia, coronel…
—Para mí, fue Stalingrado —lo interrumpió Bora en tono
seco.
—A nosotros nos tocó cargarnos a los rojos y a los
judíos, delante o detrás de sus elegantes divisiones.
Un simple «sí» sería decir demasiado. Bora se abstuvo de
hacer el más mínimo signo de asentimiento.
Grimm entrecerró los ojos.
—¿Me enorgullezco de ello? No. ¿Me avergüenzo de
ello? Todavía menos. Había que hacerlo. Matábamos a cientos
de personas de una vez, de todas las edades y tamaños. ¿A
cientos? A miles. Todos desnudos, sudorosos, temblando o
meándose encima. —Señaló la prótesis enguantada de Bora
con el mentón—. Permítame que se lo pregunte: ¿qué sintió
cuando le volaron la mano?
—No me acuerdo. Suelo decir que no sentí nada.
—¿Lo ve? Yo tampoco sentí nada. Después de la primera
semana, fue matar y pasar página. Pura rutina. Qué carajo, uno
llega a preguntarse. —Chasqueó la lengua—. A veces,
rebuscaba entre los montones de harapos llenos de pulgas para
ver si conseguía sentir algo. Nada. Nada. Es extraño, ¿verdad?
Útil, pero extraño.
Una inclinación de la cabeza y apuró la espuma de la
cerveza.
—¿Por qué me preguntó por Kugler? Hacía mucho que
no se pluriempleaba.

Cuando terminaron, Grimm no preguntó adónde iban, y


Bora no se lo dijo. Condujeron en silencio hasta el siguiente
punto de control, donde un accidente de tranvía los obligó a
desviarse. Así que volvieron al viejo Moabit, pasando por el
cementerio de San Juan, donde una vez más tuvieron que
esperar. Mientras Grimm se refugiaba del sol tras el volante,
Bora salió del coche. Necesitaba moverse, caminar, para darse
la impresión de que se acercaba a una solución. Puede que se
estuviese complicando la vida, incluido el asesinato. Puede
que su adiestramiento de la Abwehr fuese un impedimento a la
hora de aceptar la confesión de un hombre que tenía tanto el
móvil como la oportunidad para matar a Niemeyer.
Conocía bien el barrio de Moabit de sus días de escuela y
de servicio en Berlín. Algo más adelante, el sombrío edificio
del tribunal penal se agazapaba como un perro guardián,
espalda con espalda con la Escuela de Estado Mayor del
Ejército y el mayor complejo militar de la ciudad.
Resguardándose en la poca sombra disponible, se paseó a
lo largo del muro de los cuarteles de la guarnición, frente a una
escuela secundaria. Allí, algo le llamó la atención. Habría
jurado haber oído el toque de asamblea en el interior del
cuartel. Algo inusual a estas horas. ¿Significaría algo? El resto
de la calle estaba en calma. Al final de la calle, sentado en el
coche, Grimm escuchaba la radio. El sonido metálico de una
canción popular subía y bajaba como una onda invisible e
irregular que salía del Olympia y, una vez en el aire, se
encontraba con el eco de la misma canción, que sonaba desde
una de las ventanas.
Bora se fijó en la hora: 11 a.m., 15 de julio de 1944.
Veinte minutos después, habían superado el obstáculo y
Bora había elaborado un plan imperfecto, pero factible.
—Inspector, ¿cuánto tiempo tardaría en ir a buscar los
papeles de Eppner? Puede que sean irrelevantes para el caso,
pero tengo que verlos. Quién sabe, puede que descubramos
que los otros invitados (o incluso el párroco, a pesar de su
buena reputación) mintieron cuando dijeron estar en una fiesta
de cumpleaños en casa del relojero. Podríamos terminar no
con uno, sino con dos asesinos confesos.
Fiel a su profesión, Grimm no apreció la ironía.
—No tardaría mucho: el tiempo de ir a Alex y volver —
respondió, en tono inexpresivo—. O algo más, si han
trasladado a Eppner a otro sitio, o si el jefe me ordena que les
quite a Glantz a los de la Gestapo. Confesó y es nuestro.
—De acuerdo. Déjeme aquí y márchese. El resto del
camino, lo haré a pie.
—¡El hotel está a casi tres kilómetros, coronel! Puedo
dejarlo en la parada de metro.
Bora fingió más irritación de la que sentía.
—¿Sabe? Me molesta que la gente me trate como si fuera
un lisiado. Iré a pie. Lo veré en el hotel cuando llegue.

En cuanto el Olympia partió hacia el este, Bora tomó el


metro hasta la oficina de Kugler en la Mainzer Strasse, a siete
paradas de allí.
MAINZER STRASSE, NEUKÖLLN, 11:46 A.M.
En este barrio de inmensos bloques de apartamentos de
clase obrera, un malhumorado portero con un trapo mojado en
la mano le dijo a Bora que encontraría a Frau Kugler en la
oficina.
—Como no podía pagar el alquiler, se mudó al despacho
donde trabajaba su marido.
El edificio tenía una fachada amarilla y forma de cuña,
como un anodino trozo de queso entre dos rebanadas de pan
modernas de varios pisos. Había dos antiestéticas ventanas,
una encima de la otra, con marcos de metal y los cristales
pintados de azul oscuro para evitar ser vistos durante los
bombardeos; lo que seguramente, obligaba a los que ocupaban
el apartamento a encender la luz incluso de día.
A la derecha de la puerta, alguien había alterado la placa
con el nombre (en realidad, la tarjeta de visita de Kugler). El
título de «Investigador privado» estaba tachado, y en lugar del
nombre de pila de Kugler, Gustav, se leía Witwe, «viuda de».
Bora llamó al ruidoso timbre eléctrico y la puerta se abrió
antes de que el eco se desvaneciese por completo. Se encontró
frente a una mujercita huesuda y de aspecto cansado de edad
incierta, con la cabeza cubierta por un pañuelo al que había
dado varias vueltas y atado con un firme nudo sobre la frente.
Unos mechones de pelo, de un color apagado y sin definir que
recordaba al barro, se escapaban de la tela en torno a las
sienes.
La mujer se apresuró a decir:
—La agencia ha cerrado —y, antes de que Bora tuviera
oportunidad de explicarle que no era precisamente un cliente,
empezó a sorber por la nariz sin llegar a llorar, con toda la
dignidad que fue capaz de reunir en un sitio tan miserable.
—Mi más sincero pésame, señora. ¿Puedo pasar?
—No veo por qué iba a querer entrar, pero pase.
Cuando Bora entró en el apartamento, la mujer abrió de
par en par la ventana de la planta baja. A simple vista, Bora
dedujo que había dos habitaciones en total, una encima de la
otra: probablemente, el dormitorio estaba en lo alto de una
escalera de caracol, y esta era la antigua oficina de Kugler. Su
escritorio de trabajo ahora estaba cubierto de nabos y diversos
utensilios de cocina. En la pared, el calendario seguía abierto
por la página del mes de junio. Seguramente no lo habían
tocado desde la muerte de Kugler.
Bora justificó su visita en busca de documentos privados
recopilados por el difunto investigador con una historia
inventada sobre lazos familiares. La señora Kugler lo observó
con la mirada perdida. Parecía demasiado derrotada y agotada
como para oponerse. No se veía a sus tres hijos por ninguna
parte, así que Bora imaginó que los habían enviado al campo,
como a tantos jóvenes berlineses. Le constaba que «en el
campo» era un eufemismo que a menudo significaba que la
alternativa a refugiarse bajo tierra durante los bombardeos era
trabajar los campos para patrones brutales que veían en ti a un
esclavo o (si eras una chica) algo peor. La mujer tardó cerca de
un minuto en digerir la pregunta y formular una respuesta.
Utilizó el dobladillo del delantal como agarradera para apartar
un recipiente de agua hirviendo de una estufa de hierro, que
estaba encendida a pesar del calor.
—Adelante —dijo—. No sé lo que está buscando, pero si
sigue aquí, lo encontrará en el archivo.
Si sigue aquí. Bora observó con preocupación la leña que
había en una caja de cartón al pie de la estufa, sobre todo
pedazos de muebles desechados, barnizados y malolientes,
pero también carpetas enrolladas y expedientes triturados.
«Archivo» era una palabra un tanto grandilocuente para
referirse al archivador que descansaba contra la pared del
fondo. Bora se preguntó qué volumen de trabajo habría tenido
Kugler en tiempos de guerra y con recursos claramente
limitados. Los dos cajones superiores estaban vacíos. Al abrir
el tercero, se dio cuenta de que Frau Kugler estaba quemando
metódicamente los expedientes, empezando por la letra A, en
adelante. Se apresuró a abrir el cajón de abajo, donde no
aparecía ningún «Rüdiger» bajo la letra R. Su única esperanza
era que Kugler archivara los papeles bajo los nombres de las
personas a las que había estado observando y no los de sus
clientes. En el tercer cajón, la letra M estaba vacía. Bora revisó
la carpeta marcada con la letra N, de la que parecían faltar
varios documentos. De la carpeta relativa a un tal Neumann
(infidelidad conyugal) solo quedaban dos páginas llenas de
fechas y direcciones. Quién sabe, puede que fuese el mismo
caso que le costó la vida a Kugler. Bora se animó al ver que el
expediente de Niemeyer seguía en su lugar.
La señora Kugler, indiferente ante su descubrimiento, le
hizo un hueco en el escritorio, entre los nabos y una pequeña
pila de platos descascarillados con el borde dorado. Mientras
Bora rebuscaba, se había puesto un par de zuecos de goma
totalmente inapropiados para el verano.
—Hoy es la cola del pan —anunció—. Tengo que irme.
Cuando termine, cierre la puerta tras de sí. —Cómo había
cambiado Berlín. Antes, alguien de clase media baja, siempre
leal a sus principios y llena de amor propio, jamás le habría
abierto la puerta a un desconocido para que viese la miseria en
la que vivía, ni mucho menos habría dejado a ese mismo
desconocido solo en casa para que husmease a voluntad.
En cualquier caso, las circunstancias estaban de parte de
Bora, ya que Kugler era un hombre organizado. Bora se
aseguró de que la superficie del escritorio estuviese limpia
antes de dejar la carpeta sobre el tablero. El primer documento
era el contrato firmado por Ida Rüdiger con una floritura (Bora
se imaginó el rencor y el ansia de venganza con los que, sin
duda, la había trazado). A continuación, encontró una serie de
tarjetas, organizadas con clips en grupos de cuatro. Relataban
una crónica de las sesiones de vigilancia en las inmediaciones
de Villa Gerda: el día, la hora de llegada y salida y algunas
observaciones. Por último, había un puñado de sobres con
otros papeles y fotografías. Bora no podía saltarse nada, y
tardaría al menos una hora en revisar el contenido. Decidió
llevarse la carpeta de cartón para poder leerla con tranquilidad.
A cambio, dejó un par de billetes bajo la pila de platos. Como
no había dado ni su apellido ni su dirección, no había forma de
que la señora Kugler le devolviera el dinero, si así lo deseaba.
Cuando estaba a punto de marcharse, tropezó con la caja
de leña y unas pocas fotografías pequeñas se desprendieron de
la carpeta que llevaba bajo el brazo y cayeron al suelo.
Intrigado, Bora las recogió. Habían sido tomadas a distancia,
probablemente desde los arbustos a la orilla del estanque,
donde una franja de terreno público bordeaba los jardines. En
todas se veía la entrada trasera de la villa de Niemeyer, que
había visto retratada en las páginas del corazón de los tiempos
de Weimar. Niemeyer, menos imponente que en sus imágenes
oficiales, se asomaba a la puerta, o aparecía retratado con
chaqueta de esmoquin o un conjunto deportivo junto a una
joven alta.
No podía ser Frau Eppner, ya que la romántica esposa del
relojero pasaba de los cuarenta. Puede que fuese la amante a
cuyos vestidos Ida Rüdiger (o así dijo Kupinsky) había
prendido fuego en la bañera. Bora volvió al escritorio para
hojear las fotos. En una ampliación donde la chica aparecía
bien visible en ángulo de tres cuartos, alguien le había tapado
la cara con tinta. Se mojó el dedo índice e intentó limpiarla,
sin éxito. Lo intentaría más tarde con jabón o alcohol.
Al dorso de cada foto, había una fecha y una hora escritas
a lápiz. Todas habían sido tomadas a aproximadamente la
misma hora, en torno a las 3:30 o las 4:30 de la tarde. En
todas, excepto en las dos ampliaciones, la chica llevaba un
sombrero que le ocultaba parcialmente los rasgos y unas gafas
de sol redondas. Pero en los primeros planos, que Kugler había
dejado irreconocibles con tinta por razones desconocidas,
llevaba la cabeza descubierta. Aunque puede que tuviese
buenas razones. Bora guardó la carpeta en su maletín. Antes
de irse, registró a fondo los cajones del escritorio. También
subió por la escalera de caracol a la oscura habitación de
arriba, donde un colchón sin somier descansaba en el suelo
junto a unas cajas de cartón que contenían ropa y el resto de
enseres de la viuda.

Cuando salió de la oficina de Kugler, no había nadie en la


calle ancha. Los viejos edificios de apartamentos de clase
obrera la bordeaban, maltratados y mudos. La sombra formaba
franjas pálidas y estrechas y la acera desprendía un calor
asfixiante. Bora se llenó los pulmones del aire estancado de la
ciudad. Había soportado veranos abrasadores en Ucrania y
antes, en España. Ahora lo recorrió un escalofrío y, si sudaba,
era con un sudor frío.
Encontró un sitio para ordenar las ideas en el interior de
un modesto pero fresco establecimiento en la Jägerstrasse que
antes de la guerra había sido un restaurante italiano muy
frecuentado por los cadetes de la Fuerza Aérea y sus novias.
Pidió una limonada embotellada y el camarero lo dejó solo.

«15 de julio. Escrito en el Mutti Maria.


Gracias a Dios, la viuda chiflada de Kugler es una
mujer metódica. Un día más, y el fuego habría
reducido a un puñado de inútiles cenizas los
documentos que tengo delante.
»Hay dos cosas de lo más interesantes: las
fotos (dieciséis en total) muestran a la misma joven
rubia, que al parecer visitaba a la víctima alrededor
de las 3:30 p.m. un día a la semana y se marchaba
una hora después. Según el calendario de mi
agenda, veo que iba los miércoles. Las visitas se
registran desde mediados de febrero hasta el
miércoles, 17 de mayo (Ida Rüdiger despidió a
Kugler al día siguiente). Las dos ampliaciones se
sacaron de fotos tomadas, creo, desde el interior de
un coche aparcado en Lebanonzederpfad. En ambas
se ve a la chica sola caminando hacia la casa de
Niemeyer (se ve el jardín de los Wirth detrás). Ojalá
consiga limpiar la tinta que le oculta los rasgos…
aunque Kugler apretó el plumín de la estilográfica
contra el papel al tacharlos. Ya veremos.
»En cualquier caso, el detalle más intrigante
es que tres de las fotos de vigilancia datan de la
primera quincena de febrero (más concretamente,
del 1, el 8 y el 15 de febrero). El contrato de Kugler
con Ida Rüdiger está fechado el 23 de febrero.
¿Debo suponer que ya estaba siguiendo a la chica
antes de firmar oficialmente los papeles? O, mejor
dicho, ¿qué ya había empezado a vigilar a
Niemeyer y a sus visitantes por su cuenta? ¿Por
qué? ¿Y por orden de quién?
»No puedo ofrecer una teoría precisa. La chica
podría ser cualquiera. Pero, ¿por qué le borraría
los rasgos? ¿Para beneficiar a quién? (¿O por
miedo a quién?). A Ida Rüdiger no le serviría de
nada una imagen tachada. Kugler no identifica a la
chica en ninguna parte, a menos que consiga sacar
algo de la dirección de una agencia de modelos en
Pankow.
»Otra pregunta: ¿por qué se veían siempre a la
misma hora, semana tras semana? Me recuerda a
las citas que se conciertan con un médico, un
dentista o un masajista.
»En cambio, los amantes se citan cuando
pueden, sobre todo si hay una amante celosa que
sigue en escena.
»Lo que refiero a continuación son meras
conjeturas precipitadas, pero ando escaso de
tiempo (la semana está a punto de acabar). Nebe no
me retendrá en Berlín para siempre, y podrían
enviarme de vuelta al frente en cualquier momento.
Aunque trato de no pensar en ello, es lo que estoy
deseando oír: me consume la preocupación por mis
hombres. Mi sitio está sobre el terreno, con ellos.
Saben que no elegí marcharme, por mucho cariño
que le tuviese a mi difunto tío.
»Como digo, es pura especulación, pero esto
es lo que pienso: la chica de las fotos es la misma
de la que he oído hablar en otro sitio».
(Bora no especificó que Niemeyer la
mencionaba en la delirante carta a su abogado).
»Visitaba regularmente a Niemeyer una vez a
la semana (¿para una sesión de hipnosis?).
»El interés de Kugler (o, mejor dicho, el
interés de los que en realidad lo contrataron) —
Bora omitió «posiblemente Heldorff, u otros»— es
anterior al contrato con Ida Rüdiger, y puede que se
deba a la misma motivación (¿celos?), o una
completamente distinta.
»Es imprescindible que visite a la peluquera
hoy mismo. Sería prudente llamarla antes para
asegurarme de que esté en casa, pero no quiero
ponerla sobre aviso y arriesgarme a que se ausente
a propósito. 12:34 p.m., hora de irme, antes de que
Grimm vuelva al hotel».
10

«La supervivencia es solo un aspecto de la lucha».

HANS BERND GISEVIUS.


¿Dónde está Nebe?
LEIPZIGER HOF, 1:32 P.M.
Sentado en el vestíbulo, de espaldas a una ventana
salediza agrietada y expertamente reparada, Bora se dio
cuenta, por lo mucho que le molestaba la luz del sol, de que
tenía fiebre alta. Hacía años que somatizaba la ansiedad y, si
las premoniciones fueran mercancías, podría venderlas al por
mayor. Grimm ya debería estar en el hotel, pero seguía fuera,
ocupándose del recado que le había encargado Bora. Puede
que hubieran trasladado a Eppner de la jefatura de la Kripo o
que hubiesen sacado el cadáver de Kupinsky del Spree… pero
Bora se inclinaba por descartar la excusa de un imprevisto
burocrático. Entonces, ¿a qué se debería su retraso? Su
intuición no daba para tanto. Aunque estaba acostumbrado a
censurarse mentalmente, no podía quitarse de la cabeza la
misma y problemática idea: las reuniones en el cuartel general
del Führer nunca empezaban antes del mediodía, y no solían
prolongarse más de una hora. Si Stauffenberg iba a actuar hoy,
ya debería haber terminado. Aparte de la actividad que había
imaginado, más que detectado, tras la tapia de los cuarteles de
la guarnición, nada justificaba su sensación de alarma. Había
vehículos de las SS y del ejército en las calles, pero no en
estado de alerta. Los oficiales a los que había visto no parecían
preocupados. Los civiles se ocupaban de sus asuntos, como de
costumbre. Era difícil saber qué pasaba dentro de las escuelas
militares. Eran edificios grandes, impenetrables y silenciosos.
«Aun así, si hoy es el día, después del golpe tendrán que
tomar la ciudad, cortar todas las comunicaciones y neutralizar
a las SS y a la policía. Solo el ejército sería capaz de hacerlo,
pero necesitará refuerzos de fuera de Berlín. Tardarán dos o
tres horas en llegar a la capital, lo que reduciría el factor
sorpresa. Por supuesto, siempre podrían dar la alerta pronto y
disfrazar el movimiento de tropas como un simple ejercicio».
Los barrios al noroeste de Berlín estaban llenos de
cuarteles. Y también estaban las escuelas militares de Potsdam
y Döberitz, la Escuela Militar Prusiana, las tropas del Ejército
de la Reserva… Si marchaba hacia el suroeste desde sus
cuarteles de la Ziegelstrasse, el batallón de la Policía Militar
del Gran Berlín podría ir directo a Unter den Linden. El
batallón Grossdeutschland de la Guardia de Berlín estaba
acuartelado en Moabit, algo más lejos, en la Kruppstrasse,
donde él mismo había asistido a la Escuela de Estado Mayor
del Ejército, al norte del estadio olímpico.
¿Quién dirigía los batallones hoy día? Hombres afines al
partido. No parecían el tipo de unidades que están dispuestas a
participar en un golpe, a menos que se les convenza de que su
intervención armada (¡en contra de otros alemanes!) servirá
para EVITAR un golpe de Estado. Es lo que había sucedido
hacía una década, cuando decapitaron a las SA de un solo
golpe con la excusa de que estaban tramando una rebelión.
Bora se obligó a abandonar estos pensamientos
subversivos. A menos que los de la Gestapo hubieran
mandado a Grimm de un lado para otro, llevaba un retraso
considerable. ¿Significaría algo? ¿Y lograría la supuesta
conspiración encerrar a la policía en las comisarías y jefaturas?
La chillona tapicería amarilla del sofá le bailaba ante los ojos.
Podría tomarse una pastilla de quinina, pero estaba convencido
de que la vomitaría. Obligó a su mente a volver al tema de
Walter Niemeyer.

«No lo pierdas de vista, Martin. Todo gira en


torno a lo que pasó aquella noche. Imagínate la
escena. Tuviese dotes de adivinación o no,
Niemeyer salía tranquilamente de un baño nocturno
cuando se encontró con un rifle de caza
apuntándole a la cabeza. ¿Cómo pudo suceder?
Fácil.
»Un hombre como Kugler, independientemente
de para quién trabajara, tiene sus recursos:
cualquier policía o expolicía, miembro de las SS,
agente de la Gestapo u oficial de inteligencia sabe
cómo abrir una puerta sin forzarla. Yo mismo sé
hacerlo. Yo mismo lo he hecho.
»Todo sucede tan rápidamente que Niemeyer
no tiene tiempo de reaccionar. El primer disparo lo
derriba (eso dice Olbertz) y el segundo lo remata (o
es innecesario). Después, solo es cuestión de que el
asesino se escabulla (con o sin robar o buscar algo
primero). Aquella misma noche, Ergard Dietz muere
a manos de unos fugitivos rusos, que resultan muy
útiles porque podemos colgarles todo tipo de
crímenes. ¿Y qué hay de la rubia sin rostro, con sus
migrañas y sus declaraciones comprometedoras? Ya
se ha marchado de Berlín… a menos que la hayan
eliminado. ¿Es posible? Es posible. El doctor
Olbertz, el amigo del tío, se alarmó mucho cuando
hablamos de los visitantes peligrosos».

La mente de Bora volvió a desviarse a temas peligrosos.


¿Era posible que el propio Olbertz también…? ¿Cuántos
oficiales y cuántos civiles en Berlín estarían implicados
tangencialmente en la gran rueda de la conspiración? «Puede
que Nebe me escogiera para destapar la trama y adelantarme a
su colega Heldorff… o para demostrar su implicación en ella.
Pero, aunque sea ajeno a la intriga, no puedo traicionar a mis
hermanos oficiales. ¿Cómo es posible que el jefe de la Kripo
no sospeche de mí? Goerdeler, por cuya recomendación
supuestamente me eligió (?), lleva años enfrentándose a
acusaciones de ser políticamente poco ortodoxo. En ese caso,
el juego de Nebe podría ser aún más nefasto».
Las dos menos tres minutos. Bora no podía quedarse
quieto. Aunque no tenía hambre, fue a tomar un bocado tardío
en el desierto comedor Leipzig y después, salió del hotel para
encargarse de su propio recado.
LANDGRAFENSTRASSE, 3:16 P.M.
Ida Rüdiger iba vestida para matar. El vertiginoso escote
dejaba al descubierto sus pechos de forma tan tentadora que
Bora no pudo evitar lanzarle una mirada furtiva. Sobre el
elaborado peinado, llevaba un sombrero de ala ancha con un
ramito de amapolas de seda y en la mano, un alfiler de
sombrero con punta de granate lo suficientemente largo como
para apuñalarlo en el corazón si se le antojaba.
—No esperaba volver a verlo —resopló.
Bora se disculpó. «En un primer momento, pensé que
salía, pero acaba de entrar. Está acalorada, tiene esas
impresionantes tetas suyas cubiertas de gotas de sudor».
—Solo un par de preguntas más, por favor. Herr
Niemeyer celebraba sesiones de hipnosis privadas en su casa,
¿no es así?
Quizá porque la duplicidad de su amante la obsesionaba,
la peluquera enseguida adivinó adónde quería llegar con esa
pregunta.
—Sí, pero no para mujeres.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que sus sesiones de hipnosis estaban
reservadas a clientes masculinos.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —Ida Rüdiger se dio unos toquecitos en el
pecho con un diminuto pañuelo—. Porque yo insistí en ello.
—Indicó con una inclinación de cabeza el pequeño montón de
revistas que descansaba sobre un reluciente aparador—. Abra
cualquiera de ellas por la página seis, por la sección de
anuncios.
Bora escogió al azar una publicación en cuya portada en
color se veía a una atractiva chica trepando (Dios sabía por
qué, si no era para mostrar los muslos) a una farola. El anuncio
en cuestión ocupaba toda la parte inferior de la página seis.
Anunciaba sesiones hipnoterapéuticas y consultas «sobre
temas profesionales y de negocios, debilidad, fatiga mental,
etc.». Una nota en negrita especificaba: «Solo para una
distinguida clientela masculina».
—No dice quién es el terapeuta —observó Bora.
—Por supuesto que no. Sería una torpeza por parte del
profesor doctor Magnus Magnusson publicar su anuncio junto
a la publicidad de crema depilatoria y loción capilar. Pero, si
se fija, la dirección y el número de teléfono se corresponden
con los de Villa Gerda.
—Sí, ya veo.
—Llámelo una pequeña victoria, coronel. Aunque
habíamos roto, Walter seguía cumpliendo las reglas, al menos
de cara a la galería.
Bora asintió. En ese caso, era todavía menos probable que
una chica cualquiera pudiera ser su clienta. ¿Sería famosa y
por eso, Kugler había optado por ocultarle los rasgos? O, más
bien, ¿sería la esposa o amante de un hombre poderoso? Se
preguntaba si Kugler habría compartido las fotos con Ida
Rüdiger (no lo creía), y por el momento no las mencionó.
—¿Puedo quedarme este anuncio?
La mujer miró el reverso de la página para asegurarse de
que no contenía un artículo que quisiera guardar.
—Con este no, pero puede arrancar la página de otra
revista. Los anuncios son todos iguales.
Bora hizo lo que le decía. Ida observó cómo arrancaba
torpemente la página con una mano.
—¿Sabe? Le metí el miedo en el cuerpo a ese paniaguado
suyo —dijo.
A Bora le resultaba fácil sonreír (y era consciente del
efecto que solía tener su sonrisa).
—Pero yo no sospecho de usted en absoluto, señora.
Reconozco mis errores cuando los cometo.
Con una precisión envidiable, Ida arrojó el sombrero al
otro lado del pasillo, donde aterrizó en un delicado sillón.
—¿Intenta decime que había una mujer en concreto?
¿Que a Walter lo mató una de sus putas?
Su reacción sugería que Kugler había decidido no
mostrarle las fotos.
—Es lo que estoy tratando de averiguar. Por cierto, ¿por
qué no despidió al investigador hasta finales de mayo, si se
encontró por última vez con Niemeyer el día 6?
Impaciente al ver su torpeza cuando trató de doblar la
página con una sola mano, Ida Rüdiger se la arrebató de los
dedos y la dobló por él.
—Tome. —Le lanzó una mirada cómplice—. Preguntas y
más preguntas. Es de inteligencia militar, ¿no? O lo era. Verá:
conozco a hombres poderosos desde hace mucho tiempo; así
que no trate de engañarme.
—No soy de inteligencia militar. ¿Por qué no despidió a
Gustav Kugler hasta finales de mayo?
—Porque tenía curiosidad por saber qué se traía entre
manos Walter, pero Kugler no llegaba a ninguna parte. En tres
meses, lo único que me trajo fueron cinco pésimas fotos de
una morena reuniéndose con Walter en este o aquel café. Ya
sabía de su existencia. Es extra en los estudios de la UFA. La
misma que se dejó la ropa interior en casa de Walter. Fue un
placer quemarla en la bañera del aseo de invitados, igual que
quemé sus fotos.
No parecía la chica de las fotos de Kugler. Con peluca, tal
vez…
—¿Era alta? —Preguntó Bora.
—¿Cómo que alta? Es prácticamente una enana. No sé
quién mató a Walter, pero sí puedo decirle una cosa: con o sin
mujeres, empezó a meterse en líos el día que comenzó a
hacerse pasar por judío.
Este comentario inesperado le trajo a la mente una
pregunta tan impertinente que vaciló en formularla. Pero Ida
era una mujer de mundo. Bastó un:
—Hablando de lo cual… —en tono neutro para que
sacase el tema.
—Naturalmente. Si durante la autopsia se preguntaron
por qué le habían hecho esa chapuza tan antiestética, sepa que
fue en El Cairo, antes de la guerra, debido a una infección que
contrajo quién sabe dónde. Los judíos no tienen nada que ver
con eso.
—Bueno, su primera autobiografía era bastante
convincente.
—¿Un ascenso desde el Shtetl? Paparruchas. ¡No creerá
que me enamoraría de un judío! Aunque Walter sí decía haber
vivido todo aquello. En otra vida, ¿entiende? En una vida
anterior.
Bora no comentó que Niemeyer había tenido cuidado de
evitar el tema en su autobiografía corregida, en la que decía
ser un sabio escandinavo.
Antes de que tuviera ocasión de marcharse, Ida Rüdiger
le dio la vuelta con descaro, como para juzgar su corte de pelo.
—Almidonado además de retrógrado —se burló—. Si
descubre que lo mató una mujer, hágamelo saber. Quiero un
asiento en primera fila en el juicio.
3:41 P.M.
De su lista, solo faltaba la agencia de modelos cuya
tarjeta había encontrado en la carpeta de Kugler (situada en la
Thulestrasse, en la esquina con Schönhauser Allee en
Pankow). Bora, que seguía molesto por la familiaridad de Ida,
decidió llamar desde una cabina cercana. Se presentó
genéricamente como el admirador de una chica que le había
dado ese número y añadió que hacía tiempo que no tenía
noticias de ella.
—Me preguntaba si estaría en la oficina.
Se oyó una risotada al otro lado de la línea.
—¿Qué se cree que somos? ¿Un internado? Tomamos
fotos para revistas de moda; hay infinidad de chicas que
vienen y van. ¿Cómo se llama?
—Verá: no llegó a decírmelo. Nos conocemos de una sola
tarde.
—¿Puede describírmela, al menos?
Bora lo hizo lo mejor que pudo, basándose en las fotos de
Kugler.
—Por favor, entiéndalo: tengo que verla. Vuelvo al frente
mañana.
—Lo siento. Su descripción encaja con varias de nuestras
modelos. Sin un apellido, no conseguirá nada. Tal vez si me da
el suyo…
Bora continuó descaradamente con el cuento.
—Ella tampoco lo sabe. He dicho «una tarde», pero en
realidad, lo que pasamos juntos fue una noche. Me encantaría
volver a verla antes de irme.
Lo cual, aunque pensando en otra chica, era el único
detalle que se acercaba a la verdad.
Esta vez se produjo una pausa comprensiva.
—Bueno, sí que hubo una chica que se fue sin avisar,
pero hace más de un mes que está fuera de Berlín. Ni siquiera
recogió el cheque por su última sesión de fotos. Aunque no es
que le faltase el dinero, usted ya me entiende. No quiero
desencantarlo, pero la joven no necesitaba el trabajo. Vino a
trabajar en un coche privado con chófer. Es decir… yo en su
lugar no me haría ilusiones. No, no puedo darle su nombre, es
información confidencial. Si quiere unas fotos de ella como
recuerdo, compre el número de junio de la revista Berlinerin.
Creo que aparece en las páginas dieciséis a diecinueve. Lo
siento. Buena suerte en el frente.
Bora colgó. ¿Un coche privado? En las notas de
vigilancia de Kugler, había leído: «coche privado —distintos
chóferes— la deja en la esquina de Lebanonzederpfad —la
recoge una hora después, aparcando a no menos de una
manzana de distancia». Eso era todo. No estaba registrado el
número de matrícula: ¿por qué? Un investigador siempre
anotaría una matrícula extranjera o diplomática. A menos,
claro, que el coche tuviese una matrícula sin numeración,
privilegio de ministros y altos cargos.
Caminó hasta el puesto de periódicos que había frente a
la cabina. El número de junio de la Berlinerin se había
agotado, pero el vendedor indicó un kiosco mejor abastecido
no muy lejos de allí. Bora se acercó y, una vez se hizo con la
revista, la abrió por la página dieciséis.
El título del reportaje fotográfico era «¿De verdad la
conoces?».
Venía como anillo al dedo. La chica era, sin duda, la
misma a la que había seguido Kugler. La joven posaba bajo
unos favorecedores focos, disfrutando del tipo de publicidad
que uno podía admirar en los periódicos y revistas en tiempos
de paz, e incluso en Signal y otras publicaciones militares
mensuales al principio de la guerra. En julio de 1944, tal
extravagancia parecía cosa del pasado. Diecinueve poses en
blanco y negro ocupaban tres páginas completas. En cada una
de ellas, la misma modelo sin nombre (que tendría entre veinte
y veinticinco años, calculó Bora) llevaba un maquillaje y
tocado distintos, desde un gorro de cocinera, pasando por una
tiara, hasta el pañuelo de cuadros propio de las campesinas. En
una, lucía una sarta de perlas sobre la frente, como una dama
en un retrato renacentista; en otra, imitaba a Marlene Dietrich;
y en una tercera, recordó a Bora a la estrella de cine soviética
Lyubov Orlova en Volga, Volga. En estos días de drástica
escasez de papel, los editores no dedicarían tanto espacio a una
chica cualquiera.
Bora se guardó la revista en el maletín. «Maldición»,
pensó, «si el rostro de la bella Helena “lanzó mil naves”, este
podría ser el rostro de alguien que, en su imprudencia, podría
mandarnos a todos a la horca. ¡Olvídate de Bubi Kupinsky,
ahogado (o no) en el Spree! Si lo que Niemeyer le escribió a
su abogado es solo una verdad a medias, de esta rubia boba ya
no deben quedar ni los huesos».
A continuación, Bora llamó a su hotel. Grimm seguía sin
presentarse, ni tampoco le había dejado un mensaje. Dejó
dicho en recepción que, si venía a buscarlo el inspector Florian
Grimm o alguna otra persona, lo encontrarían en la iglesia
católica de Winterfeldtplatz.
IGLESIA DE SAN MATÍAS, SCHÖNEBERG, 4:18 P.M.
Ni rezó ni pensó. Simplemente se sentó en la fresca
penumbra de la iglesia papista que Bismarck les había
permitido construir en la archiprotestante Berlín, que hasta
ahora se había salvado de los bombardeos.
Hacía años, cuando iba a la Academia Militar y cuando
trabajaba para Canaris, venía de vez en cuando a escuchar
música para órgano Hoy, un puñado de ancianos se
arrodillaban en las primeras filas, susurrando juntos el rosario.
Bora miró el altar mayor, sin verlo. No podía evitar
pensar en la tormenta que se arremolinaba, asfixiante, sobre
sus cabezas. Aunque no tuviesen el enemigo a las puertas, el
destino de Alemania estaba en juego ahí fuera… o al menos,
se estaba tramando un intento. No sabía qué desear.
Cuando un anciano sacerdote se le acercó y le preguntó si
estaba esperando para confesarse, Bora se dio cuenta de que se
había sentado frente a un confesionario. Negó con la cabeza
sin abrir la boca. «No puedo decirle que es lo último que me
apetece hacer». En Roma, había vuelto a asistir a misa y a
comulgar, sobre todo porque trabajaba como enlace con el
Vaticano, y los clérigos te obligan a comprar una entrada si
quieres hablar con ellos.
El sacerdote caminó pesadamente hasta el altar mayor,
donde hizo una genuflexión y se unió al grupo que rezaba el
rosario. Las palabras latinas murmuradas llegaron hasta Bora
convertidas en un zumbido, como de abejas. «Stella
matutina… Foederis arca…», como si la Madre de Dios de
verdad fuese una estrella que anuncia el alba, o el repositorio
de un pacto eterno e irrevocable.
«¿Acaso hay algo que sea irrevocable? Todo se está
desmoronando». Bora se hizo la señal de la cruz
(pausadamente, a diferencia de la mayoría de los hombres, que
se persignan furtivamente) y salió de la iglesia igual de
inquieto que había entrado.
LEIPZIGER HOF, 5:34 P.M.
Por fin, Grimm lo llamó diez minutos después de que
Bora entrara en el hotel. Había habido un retraso, explicó
concisamente, y no había podido llamar antes. Prefiriendo no
conjeturar la causa de su demora, Bora respondió con
monosílabos. Esperó a Grimm en el vestíbulo rodeado de un
abanico de periódicos, como si no hubiera hecho otra cosa en
todo el día. A su izquierda, codo con codo en un pequeño sofá
tapizado, como todos los demás, de amarillo chillón, había tres
bávaros risueños de esos que no perderían ni el trabajo ni el
buen humor, ni siquiera después de un golpe de Estado; los
tipos perfectos para que el inspector se lo encontrase charlando
con ellos.
Grimm tardó más de una hora en llegar. De mal humor y
con el aire de un maltrecho animal de tiro del que se espera
que se presente en el trabajo aunque tenga la pata rota, explicó
que se había retrasado debido a un simulacro de alerta. No
añadió más detalles, y Bora no se los pidió. Tras culpar al
servicio de su tardanza, Grimm no pidió disculpas por haber
dejado al oficial sin coche y sin información, pero el gesto
incómodo con el que le entregó los papeles de Eppner hablaba
por sí solo.
—Una situación vergonzosa. Me ha dejado sin coche y
sin información. He perdido prácticamente un día entero. —
Bora sabía cuándo hacerse el prusiano. Se levantó de un salto,
se puso la gorra y agarró el maletín por el mango.
Ofreciéndoselo bruscamente al policía, dijo—: Al menos,
lléveme esto.
Un compungido Grimm lo precedió hasta el coche.
—¿Adónde, coronel?
—¿Adónde se puede ir a estas horas? Tengo que revisar
el expediente del relojero. ¿Qué hay de Glantz?
—El jefe en persona está solicitando que nos lo
devuelvan esta noche. Y hay noticias de Kupinsky.
Bora era todo oídos.
—¿Lo han encontrado? ¿Vivo o muerto?
—Ya quisiéramos. Parece que el marica fingió su suicidio
y está prófugo de la justicia. Nos dieron un soplo y lo
perdimos por esto. —Apretó el grueso pulgar y el índice uno
contra el otro—. Pero es cuestión de tiempo que lo atrapemos.
No era la noticia que Bora quería oír. «Pobre diablo, debí
haberlo matado para ahorrarnos a todos problemas peores».
Kupinsky en manos de la ley o, Dios no lo quiera, de la
Gestapo, podría tirar de la manta más rápidamente que Benno
von Salomon.
—¿Hay nuevos cargos en su contra, aparte del hecho de
que se escapara mientras estaba en libertad condicional?
—Que huyese estando en libertad condicional habla por
sí solo. —Grimm se sentó al volante y esperó a que Bora le
indicara adónde ir—. Me pregunto si lo habremos
subestimado.
En su opinión, Grimm tenía razón. En comparación, la
declaración de Eppner era de lo más extraña. Bora leyó que, a
diferencia de Glantz, en un primer momento el relojero había
conseguido hacer valer su derecho a poseer un arma y a tenerla
escondida en su casa gracias a la presencia de un antiguo
oficial de la Guardia en la jefatura de la Kripo. La cuestión de
la trabajadora extranjera Paulina Andreyevna Issakova, que se
alojaba en su residencia en contra de todas las normas,
resultaba más difícil de resolver. Pero lo que complicaba el
asunto era la declaración jurada de uno de los invitados a la
fiesta de cumpleaños, que…
—¿Qué? —Bora interrumpió su lectura—. ¿Alguien
decidió no respaldar la coartada de Eppner?
—Aún peor. Al parecer, Eppner hizo algunos comentarios
despectivos sobre nuestra Fuerza Aérea aquella noche, y la
cosa no quedó allí.
Bora siguió leyendo. Durante la fiesta, gracias al
ambiente distendido y el alcohol de contrabando, la
conversación en la mesa se volvió imprudente. Todos aquellos
cuya casa o negocio (o ambos) habían sido bombardeados en
junio expresaron amargas quejas. Seguramente, todos se
habían lanzado, pero cuando salió a la luz la noticia del arresto
de Eppner, uno de los invitados redescubrió su vena patriótica
y se presentó espontáneamente en Alexanderplatz para ayudar
a hundirlo. La Luftwaffe era solo una de las ramas de las
Fuerzas Armadas que había criticado el anfitrión, y el propio
gobierno no había salido mejor parado.
—Por el momento —dijo Grimm mientras se aflojaba el
nudo de la antiestética corbata—, no está en nuestras manos,
sino en el campo de concentración de Sachsenhausen.
Así que eso, también. Menudo idiota era Eppner, ¡mira
que abrir la caja de Pandora! Disgustado, Bora guardó la
carpeta. Faltaban dos días, al menos en teoría, y no había una
solución a la vista. Se moría por saber qué habría retrasado a
Grimm en la jefatura, pero el policía parecía resuelto a no
soltar prenda.
—Volviendo al tema de Kupinsky, coronel… ahora que
sabemos que no está alimentando a los peces en el fondo del
río, no podemos negar que es el más listo de los cuatro. ¡Al
final va a resultar que el marica comunista es un astuto asesino
a sangre fría! He conocido a más de un debilucho homicida.
—Sí, bueno, a estas alturas, todo es posible.
Daba la impresión de que Grimm andaba buscando ideas
que pudieran gustar al oficial o al menos que lo animaran.
—¿Quiere que vayamos a la tienda principal del relojero,
en el centro de la ciudad? Se nos está haciendo tarde, pero está
en la Krausenstrasse, y puede que pillemos a Frau Eppner
detrás del mostrador.
Sería un milagro que no la hubiesen arrestado también, y
que no les hubiesen requisado las tres tiendas. Bora accedió,
aunque empezaba a pensar que los árboles no le dejaban ver el
bosque, y estaba convencido de que sería una pérdida de
tiempo.
La tienda (que reconoció en cuanto Grimm aparcó
delante, ya que había estado allí en una ocasión con Dikta, que
se había enamorado de un reloj de oro que había visto en el
escaparate y luego, típicamente, había cambiado de opinión)
estaba a punto de cerrar por aquel día. Grimm salió corriendo
del Olympia con un entusiasmo inesperado para evitar que el
dependiente bajara del todo la persiana.
Cuando Bora entró en la relojería, se enteró de que Frau
Eppner se había mudado a Nassenheide para estar más cerca
de su marido. Había contratado a Ronge para que lo
defendiese ante el tribunal y evitar que les confiscaran el
negocio familiar. Era todo lo que sabía.
Ronge (uno de los nombres intimidantes que formaban
parte de la colección de tarjetas de visita de Ida Rüdiger) era
un abogado estrella que probablemente les costaría a los
Eppner todo lo que tenían. Bora llamó al inspector con un
gesto de enfado y se marcharon por donde habían venido.

Poco después de las ocho, Bora ordenó a Grimm que le


dejara el Olympia. Grimm no pudo negarse.
—Por si surge otro simulacro o bombardeo. ¿Hay
suficiente combustible?
—El depósito está casi lleno, coronel.
—Bien. Nos vemos mañana a las ocho en punto.
Podría decirse que se había aprovechado de su rango para
salirse con la suya. Pero si, como creía, el simulacro de alerta
significaba que habían descartado el plan de Stauffenberg a
última hora, al menos por hoy, Bora sentía curiosidad por ir a
ver cómo estaban los oficiales del Estado Mayor que
posiblemente siguieran alojados en el Adlon. Esperó a que se
alejase el tranvía de Grimm y subió al coche en dirección a
Pariser Platz.
En cuanto entró, se fijó en que Namura seguía fuera: la
llave de su habitación colgaba tras el escritorio del conserje.
En la planta baja, le bastó con echar una mirada para
confirmar la escasa presencia de oficiales en el comedor. A la
mesa, tan llena de condecoraciones en los últimos días,
sestaban sentados cuatro coroneles con los rostros
inexpresivos, como si el tren que llevaban tanto tiempo
esperando se hubiera marchado sin ellos. Si no había sido un
auténtico simulacro de alerta sin nada que ver con la
conspiración, tenían la actitud abatida de los hombres cuyas
esperanzas se han visto frustradas o pospuestas una vez más.
¿Qué podría haber salido mal? Hitler era famoso por su
costumbre de cambiar de horario. Es posible que sus
principales ministros (a los que habría que eliminar junto con
él para lograr un verdadero éxito) se hubiesen ausentado de la
reunión. Bora respondió con una simple mirada a la
bienvenida del jefe de camareros y le indicó con un gesto que
no se sentaría a cenar. En cambio, utilizó las escaleras de
servicio para subir al piso de Namura sin ser visto. Dejó un
libro de texto multilingüe que se había llevado del apartamento
de su abuelo frente a la puerta del teniente coronel. Era una
exquisita edición ilustrada que la editorial Bora había
publicado antes de la guerra, una traducción al alemán de
Chushingura, la leyenda de los cuarenta y siete ronin. La
historia de los heroicos samuráis que, tras quedarse sin señor,
vengan la injusticia perpetrada contra este antes de cometer el
ritual de suicidio tenía como epígrafe una tanka del emperador
Meiji-Mutsuhito, escrita durante la guerra victoriosa que Japón
había librado contra la Rusia zarista hacía cuarenta años.
Aunque aparentemente tangencial a la narración, el corto
poema reflejaba plenamente la filosofía de Franz-August von
Bora:

Al luchar por la patria


y destruir a los que quieren destruirla,
no olvides la cualidad de la clemencia.

***

Cuando Bora regresó al Leipziger Hof, no esperaba encontrar


tal revuelo en el vestíbulo. Numerosas miembros y matronas
de la Asociación de Mujeres Alemanas, muchas de ellas con
gafas y zapatos masculinos y muy poco atractivos, al parecer
se habían congregado en el hotel para celebrar un evento.
A Bora no le apetecía estar con mujeres ni oír hablar y
reír a mujeres, sobre todo jóvenes. Ordenó que le llevaran la
cena a su habitación, junto con un trago de brandy en lugar de
ginebra, para ingerir la quinina.
Tuvo que cerrar ambas puertas para amortiguar los
chillidos de las chicas. Cuando el camarero subió a recoger la
bandeja vacía, Bora pidió un segundo brandy, aunque aún no
se había bebido el primero. En la planta baja, por fin se había
hecho el silencio (quizás estaban comiendo), pero de vez en
cuando una voz aflautada en las escaleras anunciaba la llegada
de alguna rezagada.
Como siempre, Bora se aseguró de que la puerta que daba
a la habitación de al lado estuviese cerrada con llave. Luego,
se sentó en el baño para poder tener la luz encendida y releer
las notas de Kugler. Lo que había dicho Grimm era cierto: no
tenía la costumbre de tomar muchas notas. Había fotos de la
chica, fechas de sus visitas a casa de Niemeyer y alguna que
otra palabra aquí y allí: el resto tendría que averiguarlo por su
cuenta. Cogió el siguiente documento: el informe de la
autopsia que le había dado Olbertz. La decisión de omitir la
circuncisión de Niemeyer de la versión oficial (un pormenor
irrelevante para el caso) debía haberse tomado al más alto
nivel, quizás por encima incluso del jefe de la Kripo. Estaba
claro que ni el propio Grimm era consciente de este detalle, ya
que la víctima llevaba una toalla en la cintura. La autopsia
original contenía todo lo que se resumía en la segunda versión,
además de referir el vergonzoso detalle y señalar que la
víctima se había golpeado con una mesita. Bora recordó el
llamativo adorno de latón en forma de elefante de las fotos de
la escena del crimen. Al iluminar un primer plano con la
linterna, detectó pequeños rastros de sangre de la víctima en
uno de los colmillos del elefante… aunque no es que un
moretón en la cara cambiase mucho las cosas para Niemeyer,
que había muerto antes de caer al suelo.
Llegó el segundo brandy, que añadió al vaso del cepillo
de dientes donde había puesto el primer trago, y devolvió al
camarero el vaso vacío. Era demasiado temprano para irse a la
cama. Aprovechando que los sábados había agua caliente, se
dio una larga ducha, se afeitó y se volvió a vestir, aunque no se
puso las botas ni se abotonó la guerrera. A continuación llenó
de agua la bañera (tardó una eternidad, ya que por el grifo solo
salía un hilillo de agua) para asegurarse de tener suficiente por
la mañana, por si cortaban el servicio durante la noche. A eso
de las once y media, sonaron las tres sirenas del primer aviso
de bombardeo. Al mismo tiempo, se produjo un apagón en
todo el vecindario. Mientras esperaba a la segunda alarma,
Bora siguió pacientemente la rutina, asegurándose de que
todas las ventanas y puertas estuvieran abiertas. Aún tenía
fiebre, no quería salir de la habitación y estaba decidido a no
tomar alcohol ni medicamentos antes de acostarse. La quinina
le provocaba sudores y un molesto zumbido en los oídos, algo
que no estaba precisamente deseando.
Tras el frenético triple ulular de la segunda sirena (se
acercaban los bombarderos), se oyeron el alboroto y las
pisadas de los huéspedes del hotel al bajar al refugio antiaéreo.
Bora sabía que habían construido uno debajo del Leipziger
Hof hacía poco, pero la opción más segura era la
monstruosidad cercana, al otro lado de la plaza, en la
Pallasstrasse. Para entonces, las Mujeres Alemanas deberían
haberse ido a casa, a menos que su celebración fuese a
terminar después del toque de queda. En ese caso, todavía
estarían en el Leipziger Hof, y Bora se imaginó una tropa de
faldas posiblemente achispadas entrando en un refugio donde
hombres y mujeres se apiñaban en la oscuridad. En lugar de
divertirle, la idea le puso melancólico.
Cuando oyó que llamaban a la puerta, Bora no pensó
inmediatamente en la «Gestapo», aunque solo fuese porque la
tenía en mente desde hacía tres años y era perfectamente
consciente de que la próxima vez que llamasen a su puerta
podría ser la última. Se preparó para poner una excusa por no
haber bajado las escaleras. No obstante, prendió la llama del
encendedor porque tenía la costumbre de mirar a la cara a todo
el que se le acercara, sobre todo a estas horas.
Era Emmy Pletsch, de uniforme. Emmy Pletsch, en la que
había estado pensando durante el día. Emmy Pletsch, que vivía
lejos de aquí, y que padecía claustrofobia.
—No puedo bajar al refugio, coronel. ¿Le importa que
me quede aquí?
Recordó que le había dado su número de habitación en el
tranvía, cuando le había solicitado una entrevista con
Stauffenberg. ¿Sería miembro de la Asociación de Mujeres
Alemanas y la habría sorprendido el bombardeo en el hotel?
Era muy probable. Pero en cualquier caso había venido a su
habitación.
No era ni error ni casualidad. Era de noche y solo había
una cama. A pesar de todo, Bora dijo:
—Adelante —y dio un paso atrás para que pudiera entrar
en el cuarto. Con cuidado de no dejar ver que entendía
perfectamente sus intenciones, le ofreció la oportunidad de
pensárselo mejor; nada más.
Emmy jadeaba ligeramente, tal vez por haber subido con
prisas las escaleras, o tal vez no. Rehuyéndole la mirada, entró
en la habitación y se sentó en el borde de la cama. En el
pasillo, los huéspedes descontentos y agobiados seguían
pasando a toda prisa por delante de la puerta, así que Bora
apagó la llama del encendedor y se sentó a su lado.
Pasaron uno o dos minutos, durante los cuales el edificio
se quedó en un silencio sepulcral. Fuera, por las ventanas
abiertas, los reflectores desplegaban sus dedos en la oscuridad,
mientras sus rayos inflexibles se movían como la aurora boreal
o como un mudo relámpago en la cálida noche.
Bora se obligó a ir con cuidado, porque la cercanía de la
chica lo excitaba y se sintió tentado a probar con una
aproximación directa. Cuando Emmy le preguntó si podía
lavarse, no pudo evitar hacerse ilusiones, pero siguió fingiendo
por el bien de ella.
—Sí, por supuesto. Esta noche hay agua caliente, o la
había hasta hace media hora. La bañera está llena.
—Gracias.
Emmy se levantó y se movió fácilmente en la oscuridad,
acostumbrada, como la mayoría de los berlineses, a frecuentes
apagones. Bora pensó en su afición por dar paseos nocturnos
por la casa cuando era niño, jugando a un juego de destreza
que le resultaría sumamente útil más adelante, durante la
guerra.
La oyó quitarse la ropa a través de la puerta abierta del
baño. Reconoció con avidez el crujido casi imperceptible de la
chaqueta y la blusa al caer al suelo y el rápido susurro de la
cremallera de la falda. Las mujeres se desnudan de forma
meticulosa, así que Bora pudo descifrar el progreso de Emmy
al desvestirse. La pregunta era: ¿cuánto se quitaría? No se oyó
nada más, así que no se estaba dando un baño. Debía de
haberse quedado allí, esperando.
Su mente seguía una ruta y su cuerpo otra muy distinta.
La prudencia chocó de frente con el deseo. Todo se ralentizó,
se volvió denso. Fue como encontrarse inmerso en un fluido
que manaba perezosamente contra él, a través del cual
avanzaba, mentalmente entumecido, mientras que su parte
física estaba de todo menos adormecida. Independientemente
de lo que ocurriera tras la alerta de bombardeo, incluida la
muerte, estaban aquí y ahora.
Bora cerró con llave las dos puertas que daban al pasillo y
corrió las tupidas cortinas antibombardeos. Rápidamente se
quitó el uniforme hasta quedarse en calzoncillos, con los que
solía dormir. Buscó a tientas los condones en el cajón de la
mesilla de noche, sacó uno y lo dejó sobre el tablero de
mármol.
Emmy volvió descalza y con paso ligero, recorriendo con
seguridad los pocos pasos que separaban la cama de la puerta
del baño. Una vez más, se sentó a su lado. Si la abrazaba, Bora
notaría si aún llevaba algo puesto, pero esperó a que se le
acercara lo suficiente como para rozarle el muslo. Ella también
quería saber si seguía vestido. A continuación, solo tuvo que
pasarle dos dedos por el hombro y bajar, sin vacilar pero sin
prisa, hasta la cadera, para darse cuenta de que también se
había quitado la ropa interior.
«¿De verdad será tan buena chica como dicen?». Le
rodeó la cintura con el brazo y dejó que apoyara la cabeza en
su pecho. Permanecieron así durante quizás medio minuto,
durante el cual su respiración se aceleró. «¿Estará
preparada?». Bora la agarró por la curva de la nuca, justo por
debajo de la línea del cabello, en el mismo lugar, pensó
absurdamente, donde se puede matar a alguien en el acto
retorciéndole el cuello. Empezaron a besarse y para su
sorpresa descubrió que Emmy besaba bien… esto, al menos, lo
había aprendido de Leo Franke.
Continuaron así durante otro minuto, durante el cual Bora
empezó a impacientarse ante su falta de resistencia y, al mismo
tiempo, su reticencia a entregarse. Notó que la chica se
estremecía y se resistía a ir más allá de los besos.
—Por favor —le dijo en un momento dado—, ¿tienes
algo fuerte para beber?
Bora recordaba exactamente dónde había dejado el
brandy sobre la mesilla de noche y le bastó con estirar el brazo
para encontrarlo casi de inmediato. Sus manos se tocaron
cuando le entregó el vaso. Oyó cómo se terminaba el licor de
un trago, nerviosa como alguien que no está acostumbrado al
alcohol. Cuando volvió a besarla, notó el sabor a madera en su
lengua.
Emmy se limitó a acurrucarse contra él. ¿Acaso no era
una buena chica y él un buen hombre? Aunque la situación
casi había hecho a Bora olvidar los modales que solía seguir
escrupulosamente, sabía que, a las mujeres, excepto Dikta, no
les gustaba que les metieran prisa; así que se guio por su
respiración. La tumbó delicadamente bocarriba y se inclinó
sobre ella para seguir besándola.
Cuando sonó el aviso de luz verde tras el bombardeo, no
lo oyó. Hacía calor en la habitación. Ambos estaban sudorosos
(Bora, además, tenía fiebre), pero la transpiración puede ser
apropiada, e incluso agradable, en determinados momentos.
Emmy era torpe, todo rodillas (Bora pensó que seguramente
había sido como ella a los quince años), y se tumbó en la cama
con los tobillos bien cruzados. En lugar de dar por hecho que
estaba lista, tuvo la prudencia de dejar que su mano se
deslizara por su cuerpo para asegurarse de que, al menos
físicamente, había superado sus reservas mentales. Llegado a
este punto, estaba lo suficientemente deseoso como para no
querer pensar más allá de esta noche. Lo último que se quitó
fueron los calzoncillos. Sintió la primera humedad y supo que
había llegado la hora de usar un profiláctico. No se había
puesto uno desde que perdió la mano izquierda, pero esto
también lo había practicado. Con los dientes, rompió con
cuidado el paquete del condón militar Blausiegel, que estaba
seco y polvoriento al tacto y que solo consiguió colocarse sin
esfuerzo porque ya estaba húmedo de la excitación.
Impredeciblemente, ella tuvo un orgasmo en cuanto la
penetró, así que tuvo que empezar de nuevo, consciente de que
tendría que tener cuidado para no ponerse agresivo. Cuando la
besó y le pasó la lengua por el cuello, Emmy sabía a
almendras dulces.
Reconoció a una chica a la que su amante no había
enseñado más allá de los besos, quizás a propósito. Emmy era
sumisa y torpe, como algunas de las estudiantes a las que
había hecho el amor en su época de universitario. Era posible
que nunca hubiera estado con un hombre ni antes ni después
de Leo Franke, hasta aquella noche. Qué sorpresa: de verdad
era buena chica. Bora decidió no complicarse y fue paciente,
lo que representaba un cambio frente a Dikta y resultó ser
inesperadamente agradable; gratificante, incluso. Se escuchó a
sí mismo decirle:
—Tranquila, tranquila. Tú déjame a mí —como se le
habla a una yegua asustadiza ante un obstáculo. Cuando,
pasado un rato, ella se volvió más atrevida, pudo permitirse ser
más enérgico sin asustarla. «No la estoy corrompiendo, le
estoy enseñando. Tal vez, Dikta pensase lo mismo cuando
hablaba con nuestra cuñada».
Si pensaba en el inmenso y mortal problema en el que se
había metido, lo mejor que podía hacer era yacer sin amor
junto a una chica agradecida. Aun sin amor, seguía siendo
gratificante. El hecho de que Emmy necesitase a un hombre
era razón suficiente para ella, y para él, era una forma de
liberar tensión después de su borrachera en Roma, cuando
había metido (a día de hoy seguía sin saber a quién) a alguien
en la cama de su hotel. Qué consuelo estar aquí y hacerlo
simplemente porque ambas partes lo necesitaban. «No debo
pensar en lo expertos que éramos Dikta y yo. Se acabó. Esa
forma de hacer el amor se ha terminado». Pero Emmy olía y
sabía a almendras dulces, un aroma agradable y un sabor
encantador.
¿Estaría pensando en Leo? Susurró «mi amor» unas
cuantas veces, pero de la forma gutural y descuidada con que
hablan las mujeres cuando están en la cama, aunque sea con
un desconocido. Bora no era de esos. Dikta era la única a la
que había llamado «amor», dentro o fuera de la cama. Harían
falta más que una hora o una noche juntos para que utilizase
esta palabra con otra.
Su energía, su experiencia y una buena dosis de
frustración le ayudaron a cumplir bien, y la oscuridad
contribuía. No solo por la mano, como había imaginado
Lattmann: el resto de su cuerpo lo compensaba con creces, y a
partir de ahora las alemanas tendrían que acostumbrarse a las
heridas de sus novios y maridos. No. Era porque en la
oscuridad se puede hacer el amor físico que no lleva a mirarse
el uno al otro. Dikta y él hacían el amor mirándose a los ojos,
amándose primero con los ojos, como habían hecho desde el
principio. La advertencia del evangelio, «todo el que mira a
una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio», sin duda era
cierta en el caso de Dikta y Bora. «Si vuelve a suceder», pensó
mientras la joven ingenua se aferraba a él, «sabré que he
superado lo de Dikta. Hasta entonces haré el amor en la
oscuridad, o no las miraré a los ojos».

***

Después, Emmy se durmió a su lado. Para ella, también, este


debía ser el epílogo de muchas noches de insomnio. Bora se
levantó de la cama. Reservando la bañera llena de agua para
Emmy, se lavó a fondo (había aprendido a lavarse bien con
poca agua) y tiró el profiláctico usado. En los tiempos que
corrían, los cubos de basura de Berlín debían estar llenos de
esperma ario, independientemente de lo que predicase el
Führer. Era un comentario tan apropiado como cualquier otro
sobre su mundo en pleno derrumbe. Todo volvía a cobrar
sentido a su alrededor: volvía a estar en su hotel, volvía a ser
esta noche, y entre el antes y el después se había producido un
encuentro sexual que le había hecho mucho bien. Se le había
caído una venda de los ojos, y de la capacidad de
concentración.
Bora volvió a la cama. Durmió poco, pero bien, y cuando
se despertó al amanecer, Emmy seguía dormida. En la
penumbra de la habitación, estaba acostada de lado con la
mano izquierda entre los muslos, en una postura protectora o,
por el contrario, como quizá se había dormido muchas noches:
acariciándose para tranquilizarse.
LEIPZIGER HOF, DOMINGO 16 DE JULIO, 6:20 A.M.
La decencia requería que Bora bajase antes que ella para
darle tiempo a arreglarse y seguirlo discretamente. Bora abrió
ambas puertas sin hacer ruido y le dejó la llave en la mesilla de
noche.
No esperaba encontrar, a esta hora intempestiva, a Benno
von Salomon en bata esperando ante su puerta.
—¿Puedo pasar? —Empleó el mismo tono urgente, a
mitad de camino entre una orden y una petición. Aunque
aliviado al verlo por fin, su intromisión era inaceptable.
—No puede, coronel.
—¿Hay alguien ahí dentro, con usted? —La cara de Bora
le indicó que no iba a decírselo, así que Salomon se puso
exigente—. ¿Por qué? ¿Hay alguien en su habitación? ¿Está
reunido con alguien? ¿Quién es? Déjeme pasar.
Bora interpuso su considerable altura y cerró la puerta
interior a sus espaldas. «Imagínate cómo se pondrá si
encuentra a una chica en mi habitación a la que puede haber
visto, precisamente, en la Bendlerstrasse…».
—Preferiría no hacerlo, coronel.
Receloso y agitado, Salomon era capaz de montar una
escena, así que Bora lo giró en dirección a las escaleras.
—Supongo que ha reservado una habitación en el hotel,
señor: vamos a su cuarto.
Por un momento, Salomon se resistió.
—Si es absolutamente necesario. Mi habitación está al
final del pasillo. Sígame.
Bora lo siguió de cerca para evitar que alzara la voz y
asegurarse de que nadie los escuchaba. La habitación del
coronel, con las ventanas cerradas y las cortinas corridas, aún
estaba a oscuras. Salomon encendió la lámpara de noche,
cubierta por una tulipa oscura.
—Creen que me he marchado de Berlín, pero llevo días
buscándolo por todas partes.
—¿En serio? Tenía la impresión de que no quería que lo
localizasen.
—Mire, déjese de recriminaciones. Ando escaso de
tiempo y tengo que irme urgentemente. Tengo que salir de
Berlín, o de Alemania. Hoy mismo. —Lo miró con los brazos
cruzados y el pelo corto y gris despeinado, formando puntas
por el sueño y el sudor, como el pelaje de un perro—. Si sabe
lo que le conviene, encontrará la forma de sacarme de aquí.
Tendría más lógica que fueran los propios conspiradores
los que pidiesen ayuda. ¿Temía Salomon que lo silenciasen
para siempre? Bora sabía que, de una forma u otra, tendría que
actuar pronto. Pero la arrogancia con la que se lo pedía era
intolerable. Un insulto.
—¿Sigue sirviendo en el ejército alemán, coronel?
Porque, en ese caso, hablar en estos términos es traición.
—¡Oh, no se la coja con papel de fumar, hágame el favor!
—Fue usted el que me preguntó si conocía el significado
de términos como lealtad, etcétera. Me niego a ayudarle a
desertar, coronel von Salomon.
Salomon debía haber previsto estas objeciones formales.
—Su familia tiene vínculos diplomáticos —lo presionó
—. La embajada de un país neutral servirá, o una legación
extranjera… ¿quiere que se lo deletree? Si no abandono el
suelo alemán, que nadie cuente con que me quede callado.
Bora se enfrentó a su superior con el ceño fruncido,
atrapado entre el egoísmo y un aplastante sentido del deber.
Este encuentro inoportuno amenazaba con acabar con su
euforia después de la noche con Emmy. La chica se despertaría
pronto y bajaría a desayunar, y Bora quería estar allí cuando lo
hiciese. Dios, hacía meses que no se sentía tan bien, y este
hombre atormentado le había arrojado la realidad a la cara
como un jarro de agua fría. Lejos de sentir algo parecido a la
lástima, por un momento despiadado contempló la posibilidad
de pegarle un tiro a Salomon allí mismo. Una solución
conveniente y definitiva, sí, pero en realidad impracticable.
Imposible.
Pero no podía arriesgarse a volver a perderle la pista.
—Confío en usted. —Salomon se mantuvo firme con una
energía nacida de la desesperación. Mientras caminaba de un
lado a otro al pie de una cama idéntica al lecho del que Bora
acababa de levantarse, repitió—: Confío en usted. Si el plan
sale mal… si fallan en su objetivo… la presión sería
insoportable. Estoy en sus manos.
Bora tensó los hombros.
—Muy bien —dijo tras una pausa que parecía lo que no
era: el preludio a un asentimiento.
—Reúnase conmigo esta noche a las once en la esquina
de la Lutherstrasse con la Augsburger Strasse, frente al
Horcher. —Cuando le dio la dirección del restaurante, Bora
aún no disponía de un plan claro; o mejor dicho, solo tenía
uno, y era escalofriante—. Venga de civil. Y solo.
Salomon repitió la dirección como un colegial
esperanzado.
—De civil. Solo. ¿Significa que está dispuesto a
ayudarme?
—Por el momento, significa que debe abstenerse de hacer
preguntas y de reunirse con nadie entre ahora y esta noche.
—Prométame que me ayudará y no saldré de esta
habitación en todo el día.
—Si confía en mí, coronel, no hay necesidad de
promesas.
7:01 A.M.
La jefa de personal Pletsch bajó a desayunar con otras
jóvenes auxiliares y miembros de la Asociación de Mujeres
Alemanas. Sentado a su mesa del rincón, Bora saludó a su
grupo con una inclinación de cabeza. Emmy estaba tan
reservada como siempre, con esa cara de tener la mente en otra
parte. Sus compañeras parecían especialmente solícitas con
ella esta mañana. ¿Por qué? ¿Les habría dicho algo? Decidió
tomarse su tiempo y hablar un momento a solas con ella en
cuanto las demás se levantaran de la mesa. Grimm no llegaría
al hotel antes de las ocho, así que tendrían tiempo de sobra.
Bora hizo que el sucedáneo de café le durase una
eternidad. A la media hora, cuando Emmy era la única que
quedaba a la mesa, se unió a ella con la taza prácticamente
vacía.
—Buenos días.
—Buenos días.
—¿Le importa que me siente, jefa de personal?
—Adelante.
El comedor, que estaba por debajo del nivel de la calle,
estaba iluminado con luz artificial incluso de día, pero el ligero
enrojecimiento que tenía en torno a los labios, de haberlo
besado, era tan evidente que Bora pensó: «podría volver a
acostarme con ella, si me deja».
—¿Tiene que irse a trabajar? —Preguntó.
Emmy no despegó la mirada de la mesa mientras él
hablaba.
—Hoy no. ¿Y usted?
—Dentro de veinte minutos.
Volvían a tratarse de usted, sentados frente a frente como
aquella tarde en el Die Dame. Ambos se sonrojaron. Excepto
con Dikta y con Remedios, Bora siempre se había sentido
ligeramente avergonzado después de hacer el amor. «Puede
que estemos aquí sentados, haciendo gala de unos modales
impecables, pero sabe lo que tengo en los pantalones, y yo, lo
que hay bajo sus bonitas bragas de algodón». Después de una
noche de sexo, le gustaba levantarse como ahora se levantó de
la mesa, con algo de apetito todavía insatisfecho. «Sí, podría
acostarme con ella de nuevo si me lo permitiera».
No estaba preparado para lo que Emmy le dijo a
continuación.
—Leo ha muerto durante la noche.
Apretó ligeramente los labios mientras hablaba y las
comisuras de su boca se curvaron hacia abajo, como las de un
niño a punto de llorar.
—¿En qué momento de la noche?
—No importa. Pasara cuando pasase, quería estar donde
estaba.
—Lo siento mucho, Emmy.
Al utilizar su nombre de pila, volvió a crear esa pequeña
intimidad entre ambos, aunque ninguno de los dos sabía qué
uso darle, en vista de lo ocurrido.
—Lo peor —dijo— es que en diez años… —las lágrimas
le caían por las mejillas sin romper a llorar. Estaba
desconsolada—. Ni siquiera he tenido un niño con él. Ahora
no tengo nada.
Se hablaban en susurros. En tiempos de guerra, se veían
muchos momentos así, cuando las emociones salían a la
superficie durante una conversación. El puñado de hombres
uniformados que ocupaban algunas de las mesas de la sala no
les prestó atención. Bora la miró con esa sensación de
impotencia tan peculiar que experimentan los hombres al ver
llorar a una mujer.
—Lo entiendo —dijo —. Mucho mejor de lo que te
imaginas.— No se planteó la posibilidad de que pudiera
malinterpretar sus próximas palabras … o quizás sí—. ¿Hay
algo que pueda hacer?
Las palabras tienen poder. Emmy dejó de llorar como una
niña pequeña con una herida y contuvo la respiración. Fue
como si la sala donde estaban se esfumase a su alrededor,
junto con las mesas, el puñado de hombres uniformados
sentados en sus sillas y las imágenes en sepia de la
Paulinerkirche y el Café Français… Cuando alzó la vista, Bora
vio que la fuente de su extrañeza, la sutil diferencia de color
que había entre sus ojos, prácticamente había desaparecido. La
reticencia y el deseo ya no la dividían contra sí misma.
—Sí —asintió lentamente, mientras le devolvía la llave
de su habitación—. Sí. Lo hay.
Bora se sentía aturdido. Se imaginó a su amigo Lattmann
diciéndole: «cuando os junté, no me refería a eso. ¿Te has
vuelto loco?». «Bueno, sí. Todo se está desmoronando, y yo
me he vuelto loco».
—Estaré encantado de ayudarte —dijo.
Varios rezagados entraron en el comedor para desayunar,
incluidas las matronas de la Asociación de Mujeres Alemanas.
Bora y Emmy se levantaron de la mesa por separado, pero
enseguida se detuvieron en las escaleras que subían al
vestíbulo. Intercambiaron un saludo militar y a continuación,
vencidos por el deseo de besarse, lo hicieron rápidamente,
conscientes de la loca promesa que acababan de darse. Si no
querían cambiar de opinión, tendrían que hacerlo pronto, lo
antes posible.
—Antes del mediodía —Emmy le susurró al oído—,
porque después ya no tendré excusa para retrasar mi partida de
Berlín. Mi tren sale poco después.

Bora fue incapaz de pensar en otra cosa durante los


minutos que culminaron con la llegada de Grimm. No
reflexionó más allá del acto en sí mismo, como si no hubiese
un sinfín de posibles consecuencias aparte de la que él y
Emmy tenían en mente. Como si impregnar a una chica cuyos
muslos había tenido que abrir por la fuerza hacía unas horas
(«una delicia, una delicia») no fuera la propuesta más
inoportuna y desconsiderada que jamás se había planteado,
además de fantasear con un matrimonio con una señora
Murphy casada y bien casada. Habían acordado verse a las
once en la habitación de la que una compañera de Emmy se
había mudado hacía dos días, en casa de Marika, a una
manzana de una de las estaciones de tren de Charlottenburg.
Bora iría ahora mismo y la esperaría allí si no fuese por el
muerto que le habían cargado Nebe, por un lado, y los
conspiradores, por otro, y si, para colmo, no tuviese también el
destino de Salomon en sus manos.
En cualquier caso, ya no tenía fiebre. En cierto momento
de la noche notó claramente cómo esta salía de su cuerpo,
como si el alivio sexual tuviese el efecto secundario de
resolver un punto muerto en la investigación que lo había
tenido ardiendo físicamente hasta el momento. Una pequeña
grieta en el circuito opresivo y hermético del asesinato de
Niemeyer se había convertido en una puerta abierta mientras
yacía completamente relajado junto a Emmy. ¿Cómo no había
visto la solución? La tenía delante de las narices desde hacía
días.
Ya era hora. Estaba dispuesto a enfrentarse al peligro
(mortal, en el peor de los casos) en las próximas horas para
demostrar que tenía razón. Ahora que había empezado a
fantasear con dejar algo de sí mismo en el vientre de una chica
dispuesta, ya no estaba preparado para morir. El teniente
coronel Namura le daría su aprobación.
Salió del Leipziger Hof para llamar al Adlon desde una
cabina, con tiempo suficiente para que Grimm se lo encontrara
en el vestíbulo con un cigarro en la boca.
El inspector tenía el aire de alguien que trae noticias. En
cuanto llegó, se jactó de que la Kripo hubiese negociado con
éxito la liberación de Frau Glantz y Gerd Eppner de manos de
la Gestapo. Antes del anochecer, ambos volverían a sus celdas
en Alexanderplatz.
—¿Qué hay de Roland Glantz? —Preguntó Bora,
mientras Grimm le abría la puerta del coche. Ya empezaba a
apretar el calor. A esas horas, Emmy Pletsch iba en el tranvía
abarrotado, con la nuca rubia ligeramente húmeda por el
sudor, y con su secreto. «A las once en punto en casa de
Marika», había repetido mientras subía corriendo las escaleras
del comedor. «No lo olvides». Como si pudiera.
—¿Qué hay de Glantz? —Repitió Bora, censurando sus
pensamientos como si Grimm pudiera leerlos. A lo sumo,
como matón entrenado para leer los rostros de los hombres,
podría intuir que había tenido relaciones sexuales por la
tensión que exudaba hoy, distinta y mucho menor. Pero hacer
el amor aún no estaba prohibido en el Reich.
—Todavía no lo hemos conseguido —admitió Grimm
mientras se embutía tras el volante. Esta mañana llevaba una
corbata que superaba a todas las demás en estridencia, con
manchas de un azul y un verde vivos salpicadas de siluetas de
palmeras tropicales en tinta negra—. El jefe sigue trabajando
en ello. Es nuestra investigación —refunfuñó, aunque faltaba
por ver qué más podrían sacarle a un hombre condenado a
muerte.
En el interior del Olympia, el calor era intolerable. El
asiento y el respaldo desprendían fuego, igual que el volante, a
juzgar por la forma en que Grimm le dio un par de golpecitos
con las manazas antes de agarrarlo con fuerza.
—Tengo otra noticia, coronel —dijo Grimm, incluso
antes de su habitual «¿adónde?», y Bora entendió que debía de
ser algo significativo.
—Dígame.
—La recibimos hace unos minutos. Han sacado un
cadáver del Osthafen. Un hombre de unos veinticinco a treinta
años. Descalzo.
—¿Kupinsky?
Grimm se encogió de hombros para indicar que no lo
sabía.
—Es su antiguo barrio. Lo mejor sería ir a comprobarlo.
A pesar de que las ventanillas estaban abiertas, su cuerpo
recalentado desprendía el tufo propio de un hombre gordo.
«Por limpios que estén», pensó Bora, «los obesos siempre
tienen ese olor, y son los primeros en ser conscientes de ello».
Desde Kleist Park, tomaron por Göben en sentido este.
Abrirse camino entre calles cerradas, derrumbes recientes y
equipos de trabajo que reparaban las tuberías de gas y agua era
un tormento diario. Uno llegaba a olvidar lo rápido que se
cruzaba Berlín en metro o rodeando sus límites en tren, sin
retrasos ni paradas.
Bora no sabía si quería que el ahogado fuese Kupinsky.
La última vez que lo vio, nervioso pero agradecido por haberse
deshecho de la carta de Niemeyer, le pareció listo para volver
a hundirse en el anonimato del Berlín en tiempos de guerra,
aunque no literalmente.
—¿Era de los que se suicidan? —Preguntó.
Estaban pasando por delante del gigantesco gasómetro de
principios de siglo, que durante los últimos dos años se había
utilizado como refugio antiaéreo.
—No —dijo Grimm, sin apartar los ojos de la carretera.
La gasa que llevaba pegada a la cabeza amenazaba con
soltarse por el calor. El sudor le corría implacablemente por la
cara, obligándole a enjugárselo una y otra vez con el peludo
dorso de la mano—. Pero nunca se sabe.
Bora asintió. Esta mañana, veía a su compañero desde
otra perspectiva. Hoy, lo entendía mejor, y ya no tenía que
preguntarse si podía confiar en él. Ambos habían estado en
Rusia, aunque lo viviesen de maneras distintas. Allí uno había
aprendido el valor de la vida humana, incluso cuando ese valor
equivalía a nada.
Desde Hasenheide, giraron a la izquierda en la
Pannierstrasse, dejando atrás la iglesia católica y los
almacenes municipales. Frente a las tiendas, las amas de casa
que hacían cola se abanicaban o peleaban y los ancianos las
observaban, aburridos, sentados en bancos. El puerto fluvial al
que se dirigían Grimm y Bora estaba más allá de la estación de
autobuses de Treptow, donde se levantaban unas naves de
ladrillo alargadas en distintas fases de decadencia. El muelle
del Spree, situado al norte del pequeño parque público, había
resultado gravemente dañado durante el pasado invierno,
aunque el número de bajas entre los aviadores enemigos casi
igualaba el número de víctimas civiles. Aquí y allá, los
espacios verdes cuidadosamente mantenidos hasta el
bombardeo ahora estaban invadidos por la maleza (amapolas,
verbascos) o habían sido sembrados. En un parterre alargado
cercado por una valla, la lechuga y las tumbas se disputaban
un rayo de sol.
Había un coche de policía y una ambulancia en la orilla.
El hedor a agua estancada y un enjambre de insectos los
recibieron en el lugar donde se había quedado atrapado el
cuerpo. Un policía les informó de que un trabajador del
ferrocarril cercano lo había descubierto a las siete de la
mañana.
—Debe llevar un par de días en el agua, así que no será
fácil averiguar dónde cayó. Llevaba una carta en el bolsillo.
Bora notó que le daba un vuelco el corazón, aunque
consiguió no delatarse. ¿Y si existían otras copias de la carta
de Niemeyer a su abogado, u otros mensajes peligrosos? Si el
muerto era Kupinsky, y si Kupinsky llevaba encima un
mensaje de ese tipo, sería un desastre. Miró furtivamente a
Grimm para verle la expresión de la cara.
—¿Qué clase de carta? —Preguntó el investigador,
impaciente.
—El agua la ha dejado prácticamente ilegible. Estaba
escrita a mano.
—¿Dónde está? —Esta vez fue Bora el que preguntó, y el
policía le entregó una hoja de papel mustio que el sol
empezaba a secar rápidamente.
Grimm miró por encima del hombro de Bora.
—¿La encontraron dentro de un sobre?
—Sí, pero el sobre estaba abierto y no llevaba dirección.
La tinta, negra pero desteñida hasta parecer marrón, no
tenía nada que ver con el morado característico de Niemeyer.
Bora respiró, más tranquilo. El texto era breve, solo unas
pocas líneas garabateadas e ilegibles. Seguramente, una nota
de despedida o una explicación. No se podía descifrar ni
siquiera la firma.
—¿Llevaba otros papeles encima?
El policía atravesó un terreno salpicado de escombros y
los guio hasta donde yacía el cuerpo.
—Solo un billete de tren y un recargado peine de bolsillo.
—Podría ser Kupinsky —Grimm aceleró el paso.
Pero no lo era. Era un joven demacrado en camiseta
interior y unos pantalones sujetos por un cinturón de dos
pitones, de estilo militar. Le faltaban los zapatos, y también la
mitad de la cara.
—Debió chocar con la viga de cemento del embarcadero
cuando salió a la superficie cerca de la orilla. Tome, coronel,
mire.
Bora no sabía si estaba triste. Desde que estuvo en
España, y aunque, como soldado que era, no había dejado de
matar, se sentía melancólico en presencia de la muerte. Cada
vez que la veía, le parecía un desperdicio, por no decir una
tragedia. Al menos, así había sido hasta Stalingrado. En
Stalingrado había perdido la cuenta de los muertos, y poco le
había faltado para perder la compasión.
—No es el hombre que buscamos —le dijo Grimm al
policía—. Al nuestro le faltan tres dedos del pie izquierdo.
—Ah… Bueno, si es un lisiado, es lógico que se suicidara
—dijo el policía, sin pensar. Mientras Grimm advertía a su
torpe colega con una mirada, Bora fingió no habérselo tomado
a mal.
De hecho, no se había ofendido. Sintió tal alivio al
comprobar que, por ahora, no había más cartas
comprometedoras en circulación, que hasta se atrevió a decir
una broma macabra:
—Algunos lisiados saben nadar. A esos no les quedará
otra que pegarse un tiro.

***

De vuelta del Osthafen, el poco sentido del humor que les


quedaba abandonó a Grimm y a Bora cuando tuvieron un
pinchazo. Tras quitarse la funda del arma del hombro y
arremangarse la camisa, Grimm se puso manos a la obra,
resoplando como un toro. Por si fuera poco, perdieron casi una
hora en un atasco en la Dieselstrasse, donde el Landwehrkanal
giraba hacia el sur, porque se habían encontrado bombas
incendiarias entre los escombros. Impaciente, Bora salió del
coche para preguntar a las cuadrillas de trabajo y no volvió
hasta pasada media hora, durante la cual Grimm lo vio
deambular entre las ruinas.
Sin venir a cuento, mientras esperaban con las puertas
abiertas de par en par en mitad de un descampado sin rastro de
sombra, Grimm dijo:
—¿Se encuentra bien, coronel?
—Sí. ¿Por qué lo pregunta?
—Parece… no sé, algo indispuesto.
Si había algo de lo que Bora estaba seguro, era de que
precisamente ahora no tenía aspecto de estar indispuesto.
Hacía falta más que una noche de sexo para que se levantase
demacrado al día siguiente. Le pareció un comentario gratuito
y malicioso que, con otros hombres, podría tener el efecto
mágico de hacer que efectivamente se sintiesen cansados.
—Me encuentro perfectamente —respondió, cortante—.
Y, a diferencia de usted, soporto bien el calor.
Pero tenía razón: seguramente, se le notaba nervioso.
Estaba deseando llamar a Emmy y confirmar su cita de las
once, y tenía que encontrar una excusa para deshacerse de
Grimm. Mientras los minutos se hacían de chicle, se traicionó
a sí mismo mirando constantemente el reloj que llevaba en la
muñeca derecha. Obviamente, tendría que elegir entre dejar
que Grimm le preguntara si tenía una cita y proporcionarle
abiertamente esa información. Al final, dijo irritado:
—Tengo que hacer una llamada personal.
—Entonces, volvamos al hotel.
No había complicidad en el tono de Grimm, ni podría
haberla nunca. Tampoco había interés. Si Bora le hubiera
dicho que tenía que comprar cerillas, el policía habría hecho
un comentario en el mismo tono de voz.
—No veo cómo, la carretera está cortada.
—Lo llevaré a la estación de metro más cercana.
La amiga de Emmy vivía cerca de la clínica de la Sophie
Charlotte Strasse, en el extremo norte de Charlottenburg, así
que Bora prefería no volver al hotel, que quedaba bastante
lejos.
—Hágame el favor de llevarme a la cabina más cercana.
La chica a la que Bora solo conocía como Marika, una
enfermera, respondió a la llamada. En tono inquieto, le explicó
que llevaba una hora intentando localizarlo en el hotel. El tren
de Emmy había partido antes de lo esperado.
—Estará saliendo ahora mismo, coronel… de la estación
de Westend, según me dijo.
Bora llamó a la estación. No era grande, y se imaginó
cómo llamaban a Emmy por megafonía para que cogiese el
teléfono, entre el confuso ir y venir de gente («llamando a la
jefa de personal Emma Pletsch…»), y cómo ella se apresuraba
a acudir a un teléfono para hablar con él.
Al otro lado de la línea, contestó una voz tan rota por las
lágrimas que apenas logró entender lo que decía. Comprendió
que su tren estaba a punto de salir, con su baúl ya a bordo. No
había tiempo.
—Oh, Emmy. Lo siento mucho, Emmy.
Eran las mismas palabras que había pronunciado por la
mañana, solo que esta vez eran sinceras.
—No me olvides —dijo ella entre sollozos, y colgó. La
chica de uniforme de la que nunca debió encapricharse, la
chica torpe de ojos extraños que estaba igual de
irracionalmente dispuesta a tener un hijo como él, se marchaba
de Berlín a Dios sabía dónde. «No volveré a verla nunca», se
dijo Bora, presa de una honda pena. «Y ambos olvidaremos la
pasada noche, y nos olvidaremos el uno al otro».
Berlín parecía más solitaria y vacía, y sintió la muerte
más cerca que hacía cinco minutos.

***

Estaba abatido y no quería que Grimm lo viera así. Tardó unos


agitados minutos en recuperar su aspecto inescrutable, pero se
conocía demasiado bien: la frustración sexual ya le había
jugado malas pasadas (en Polonia y Bretaña, entre otros
sitios), y sintió a flor de piel la agresividad que normalmente
tenía bajo control. Corría el riesgo de decir lo que no debía o
de hacer una tontería. Una cosa le ayudó a mantenerse lúcido:
no pudo evitar preguntarse si alguien habría querido alejar a
Emmy de Berlín porque el golpe era inminente. Podía
declararse una alerta nacional en cualquier momento y
entonces, se vería atrapado en la sangrienta represión que la
seguiría, independientemente de que el golpe hubiera sido un
éxito o un fracaso. Después de todo, Salomon seguía libre
como el viento y amenazaba con cantar.
En ese estado de agitación, pasó de pensar: «a estas horas
debería estar concibiendo un hijo con esa chica», a «en
cualquier momento puede producirse una catástrofe. Olvídate
de Emmy Pletsch». Pero Emmy Pletsch era lo primero en su
mente; lo que debió sentir al subir al tren sin volver a verlo.
«Encontrará a otro. Si lo que quiere es otro hombre con el que
tener un hijo, no dudo de que lo encontrará. Pero podríamos
haber sido nosotros dos. Contra toda lógica, Emmy podría
haber sido mi vida y yo la suya».
Cuando regresó al coche (que estaba aparcado a la
sombra, mientras Grimm esperaba de pie junto al capó con el
nudo de la corbata aflojado y un Trommler encendido en la
boca), Bora volvía a dominar los nervios y había decidido cuál
sería el siguiente paso.
—¿Logró comunicar, coronel?
—En efecto, gracias.
—Han retirado la barricada.
—Bien.
Antes de seguir su camino, Bora guardó el maletín del
que tan pocas veces se separaba en el maletero del coche.
Poco después, en el cruce con Braunauer, evitó que
Grimm preguntara adónde se dirigían.
—¿Sabe? —Dijo en tono coloquial, consciente de que su
agresividad quería encontrar un blanco—. Estoy reevaluando
algunas de mis ideas sobre el caso. Puede que usted y yo aún
tengamos dudas sobre la culpabilidad de Glantz, pero lo cierto
es que confesó.
—Opino lo mismo.
—Pero existe una posibilidad que no hemos tenido en
cuenta por ahora.
Grimm lo miró.
—¿Está pensando en el relojero?
—No.
«Emmy se aleja de Berlín. Puede que nos ahorquen a
todos antes de que anochezca». ¿Cuántas veces había decidido
mantener en suspenso a colegas y compañeros de trabajo (o a
los prisioneros a los que interrogaba) con su costumbre de
insinuar y no decir?
Grimm era demasiado astuto como para prestarse a su
juego.
—Bueno, coronel, si tiene a alguien en mente,
desembuche. Llevamos mucho tiempo investigando.
—Estaba pensando que, en ningún momento, hemos
incluido a Gustav Kugler en la lista de sospechosos.
—¿A Kugler? ¿Qué tiene que ver Kugler con todo esto?
—No estoy seguro. Simplemente, me estoy planteando la
posibilidad de que esté implicado, eso es todo.
—Disculpe, pero no veo cómo iba a estarlo. Aparte de
Glantz, no olvide que Kupinsky ha desaparecido de la
circulación. Teniendo en cuenta que ha infringido su libertad
condicional, el marica debe tener un buen motivo para tomar
las de Villadiego.
—Estoy de acuerdo.
—Y si no se tiró al río, coronel, tiene que estar
escondido. De hecho, si se está escondiendo, por la razón que
sea, creo que sé dónde encontrarlo.
—¿En serio? ¿Por qué no me lo dijo antes?
—Porque pensé que el ahogado era Kupinsky.
Por lo que a Bora respectaba, lo mejor era no sacar el
tema de Kupinsky. Una vez en manos de la justicia, podría
soltar una información casi tan peligrosa como Salomon. Lo
más prudente era seguirle la corriente a Grimm.
—Ilumíneme.
Grimm le habló de un escondite en tiempos famoso y
muy frecuentado durante el caos que se produjo al final de la
República.
—Los reaccionarios y comunistas nunca dejaron de
visitarlo de vez en cuando, incluso más adelante, y después
pasó a ser un refugio ocasional para judíos y otros criminales.
—¿Por qué no lo derriban, entonces?
—Se encuentra en los terrenos de una antigua finca
imperial; los de la escuela de bellas artes, o como se llame, nos
impidieron demolerlo. Cegamos las entradas con tablones,
pero ya sabe cómo son estas cosas. No se puede controlar cada
palmo de terreno.
—Vamos, entonces.
—Debo advertirle que está bastante lejos de Berlín.
—¿Tenemos suficiente combustible?
—De sobra, además de una lata extra en el maletero.

Hacía mucho que la zona de Köpenick, rodeada de lagos


y bordeada por el río serpenteante, era una meca para los
veraneantes. Antes de casarse, cuando estaba en Berlín, Dikta
venía a menudo a dar un paseo en barca con Willy, el de
Hamburgo. La Puschkin Allee no había perdido su encanto:
las villas y bungalós de verano ocultos en lo profundo de sus
verdes jardines, que hasta ahora se habían salvado de la
guerra, pertenecían a otro planeta. Pero Bora veía el mundo
con los ojos de un soldado. En tal o cual casa grande, preveía
la creación de un puesto de mando alemán (o enemigo) y en
los monumentos (una de las solemnes y antiestéticas torres
Bismarck) veía puntos de referencia que tendrían que
desmantelar antes de que los soldados de infantería rusos los
utilizaran para orientarse. A él esta vista pacífica solo le
hablaba de guerra.
En cuanto al escondite de los Rojos que había picado la
curiosidad de Grimm, en realidad era un observatorio del siglo
XVIII situado en el límite del viejo bosque de Köpenick. El
edificio se llamaba, de forma apropiada (y literalmente)
Sternwarte, observatorio astronómico. Aunque, según le dijo
Grimm, la mayoría lo llamaba la Torre, porque tal era su
aspecto. Más que nada, se asemejaba a un rechoncho
campanario, con la abundancia de molduras recargadas e
inútiles propia del barroco tardío.
Bora no se explicaba cuántas constelaciones esperaban
observar los astrónomos aficionados de hacía dos siglos en el
clima brumoso de Brandeburgo. Tal vez el edificio
simplemente había sido un capriccio al estilo italiano, que
permitía a sus visitantes mirar al horizonte y contemplar el
contorno salpicado de tejados rojos y altas cúpulas del viejo
Berlín.
Se encontraba aislado en una zona deforestada, contiguo
a un terreno de los que solían dividirse en fincas más pequeñas
a finales del siglo XVIII, y que posiblemente había pasado a
ser un espacio público después de la Gran Guerra.
Pertenecía a un pabellón de caza, más que un palacete,
sobre el que un bombardero enemigo, al regresar tras un
ataque con uno de los motores en llamas, había dejado caer
aleatoriamente la carga que aún llevaba almacenada en el
vientre del avión. Aunque esta decisión, explicó Grimm con
cierta satisfacción, no había salvado al piloto. Le señaló a Bora
el esqueleto del fuselaje, ya medio sepultado por las
enredaderas silvestres al otro extremo de un largo terreno
baldío. Desde aquí solo se veía una silueta alargada y
jorobada.
Del pabellón de caza solo quedaban las paredes en ruinas.
La sillería cuidadosamente tallada y otros fragmentos
arquitectónicos habían salido despedidos a casi un kilómetro
de distancia en torno al lugar del accidente. Bora no dudó de
que el observatorio, abandonado desde hacía tiempo, sirviese
para encuentros de todo tipo, que en su mayoría
probablemente poco tenían que ver con la política. Dada su
cercanía a la orilla del lago y a los amarraderos para
embarcaciones de recreo, debía haber sido, y probablemente
seguía siendo, un refugio para algún que otro polvo rápido, no
necesariamente entre miembros de sexos opuestos.
—Parece que la entrada está atrancada —dijo Bora,
mientras se dirigía al edificio por delante de Grimm—. Hay
una ventana en la parte trasera. Podríamos entrar por ahí.
Resultó que la ventana también estaba cegada con tablas.
Bora, que tenía la costumbre de no dejar que nadie se le
pusiese detrás, se hizo a un lado para tener a la vista al policía.
—Kupinsky sería incapaz de escalar la torre hasta la
abertura del segundo piso, y aunque pudiese, la rejilla le
impediría el paso.
De pie, entre unas hierbas altas que le llegaban por las
rodillas y por las que evidentemente no había pasado nadie en
días, Grimm refunfuñó:
—Una pérdida de tiempo.
Entre las ruinas del pabellón de caza encontraron signos
de ocupación reciente: la ceniza de pequeñas fogatas
encendidas en los recovecos de las paredes, profilácticos
tirados y excrementos humanos. Grimm examinó el lugar con
la nariz pegada el suelo, dando la vuelta a alguna que otra
piedra con la punta de la bota, como si alguien pudiera estar
escondido debajo. El único objeto de interés, aunque inútil
para su búsqueda, fue una bonita placa de metal con el sello
municipal de Köpenick: dos peces enfrentados a derecha e
izquierda de la llave de San Pedro, con las siete estrellas de las
Pléyades en medio. Independientemente de a qué hubiera
estado clavada, las bombas la habían arrancado sin destruirla.
11

«Todo lo que está abajo es como lo que está arriba.»

Dicho atribuido a HERMES TRISMEGISTO7


1:45 P.M.
Cuando reanudaron la marcha hacia Berlín, después de
hacer una parada en Marienhain para tomar un bocado y
comprar agua embotellada, eran ya cerca de las dos de la tarde.
Entonces Grimm recordó que hacía poco, habían atrapado a
varios fugitivos y otros indeseables en una redada en la
cercana Rotberg. Resultó ser otra búsqueda inútil, y así fue
como acabaron en un solitario camino de grava bajo un sol de
justicia que parecía caer en vertical, todavía a las afueras de
Berlín y con la única compañía de un cruce de vías.
Grimm vertía agua sobre el radiador. A ambos lados del
camino, se extendían campos de colza justo después de la
floración, que hacía dos meses debían de parecer un mar de
oro pálido. Bora no sabía dónde estaban, ni a qué distancia de
la ciudad. Se obligó a controlar la respiración, ralentizándola
para tranquilizarse, como solía hacer antes de los exámenes de
la escuela y las competiciones de hípica. Mientras se relajaba,
empezó a acalorarse, pero extrañamente no lo suficiente como
para romper a sudar. Parecía que hacía siglos del encuentro
con su madre en el Adlon y del insulto de Willy Osterloh
(aunque el de Duckie, algo más tarde, fue todavía más grave).
Pronto Emmy estaría lejos de él, y no solo físicamente. El
frente italiano parecía lo más lejano de todo, tanto en el tiempo
como en el espacio.
Cuando Grimm se puso de nuevo al volante, Bora dijo,
como de pasada:
—Sinceramente, inspector, si no fuéramos colegas en esta
investigación empezaría a sospechar que me ha alejado de
Berlín para deshacerse de mí.
Grimm se enjugó el sudor de la cara antes de arrancar el
coche. Debía de haber oído a Bora, porque no pudo evitar
parpadear, pero por un momento no miró al oficial.
—¿Está de broma? —Dijo por fin, sin volverse hacia
Bora ni dirigirse a él por su rango—. Porque si está de
broma… —Esperó sin arrancar el motor.
Bora sonrió con aire de camaradería, como si hablase
medio en broma.
—Bueno, noté que lo ofendí al mencionar a Kugler. Lo
entiendo, todos sentimos cierto esprit de corps. Por supuesto,
lo más prudente sería aceptar la idea de la culpabilidad de
Glantz. Tenemos su arma y una confesión firmada, y le van a
cortar la cabeza de todos modos. Pero, entre usted y yo, creo
que su antiguo colega podría ser el verdadero culpable.
—Ahora sí que está de broma.
—¿Por qué? Estuvo observando a la víctima durante
algún tiempo, conocía su rutina y, dada su profesión, imagino
que sabía cómo forzar una cerradura sin ser visto.
Bora no tuvo que cerrar los ojos para imaginar el limpio
aroma a almendras dulces de Emmy.
—Anoche lo vi todo claro. Definitivamente, Kugler pudo
haber matado a Niemeyer. No con el drilling que encontramos,
por supuesto, sino con un arma comparable del mismo calibre
(pongamos, un Mauser G98 tipo GeCa o GeHo, modificado
para funcionar con un calibre doce, algo común en la época de
Weimar); aunque puede que nunca lleguemos a dar con ella.
Por desgracia, su muerte nos ha llevado a un callejón sin salida
que solo podremos abandonar volviendo por donde vinimos.
Mientras Grimm escuchaba, su cuerpo desprendía un
intenso olor a sudor; pero esta vez, su acidez era distinta de la
de días anteriores, o incluso de la de aquella misma mañana, y
no se debía al esfuerzo que había hecho al cambiar el
neumático. La inseguridad y el miedo hacen que el sudor se
vuelva acre. Bora se preguntó en qué estaría pensando
mientras daba golpecitos en el volante y, aunque sin abandonar
la cordialidad, no perdió de vista la guantera, donde sabía que
el policía guardaba una segunda pistola.
—Yo no estoy tan seguro —dijo de pronto, tras unos
minutos en los que parecía un volcán a punto de explotar—.
Ahora que lo pienso, es una posibilidad. Como dice, tenemos
la confesión de Glantz, aunque en cierto modo, tendría lógica
que esa tal Rüdiger estuviese detrás de todo esto. Fue la que
contrató a Gustl Kugler, y aun suponiendo que él perdiese la
vida en un accidente, la tenemos a ella. El caso es que, con sus
amigos en las altas esferas, unos buenos abogados y todo lo
demás, puede que sea intocable. Ya veo por qué se decanta por
Glantz. Pero creía que había dicho que se negaba a presentarle
al jefe la solución más conveniente.
—A veces tenemos que decir cosas que, en realidad, no
sentimos.
La respuesta de Bora se limitó a estas pocas palabras.
Grimm, que esperaba detalles y no recibió ninguno, se reclinó
en el asiento del conductor hasta donde se lo permitía su
complexión fornida. Bora observó atentamente cómo buscaba
un paquete de Trommler en la guantera, sacaba un cigarro y se
lo metía en la boca. Preguntó a Bora si quería uno con una
inclinación de cabeza, y Bora contestó que sí.
Fuera, la luz era cegadora, pero al mismo tiempo
descolorida. Hacía demasiado calor para que los pájaros o los
insectos cantaran en los campos de colza. Reinaba una soledad
que ambos hombres recordaban de Rusia. Fumaron sin prisas,
mirándose el uno al otro como dos personas que se encuentran
en un espacio reducido sin tener nada de qué hablar. Grimm
miraba fijamente un punto entre su barriga y el parabrisas
salpicado de moscas. Bora miró por la ventanilla sin ver el
paisaje ni otros detalles. Era como observar el interior de un
horno y, sin embargo, sintió que una vena de hielo lo
atravesaba. Recordó un barrio a las afueras de Járkov, habitado
por artistas después de la Revolución de Octubre, donde la
antigua amante de su padre lo espiaba desde detrás de un
biombo de seda. En su jardín, se había parado a charlar con su
criada rusa, la joven y encantadora viuda con el labio superior
perlado de sudor. En su jardín, había matado a sangre fría.
Aun con las ventanillas abiertas, percibía el hedor
proveniente del corpulento Grimm, pero no contuvo la
respiración. A pesar de que nunca había cazado animales, tenía
instinto de cazador. «O tal vez no», se dijo. «Tengo instinto de
depredador. Que en ocasiones me confundan con una presa no
cambia las cosas».
Grimm tiró la colilla todavía encendida por la ventanilla y
retomó la conversación.
—No sé cómo pretende demostrar la implicación de
Kugler, coronel. Si realmente sucedió como usted dice, tendría
curiosidad por saber cómo ha llegado a esta conclusión.
Bora se inclinó hacia adelante para apagar lo que le
quedaba del cigarro bajo la suela de la bota.
—Estoy sugiriendo que no fue Ida Rüdiger la que
contrató a Kugler… o, mejor dicho, que no lo contrató para
hacer lo que hizo.
No dio más explicaciones.
Grimm empezaba a perder la paciencia.
—¿Y qué más? —Dijo—. Cristo, llevo días dando
vueltas con usted por todo Berlín, buscando una solución.
Creo que tengo derecho a…
—Solo presentaré un informe completo al jefe.
—Pues no lo entiendo. ¡Cualquiera de los cuatro
sospechosos, incluido el marica, es mejor candidato que
Kugler! —Grimm se aclaró la garganta y siguió observando
aquel punto entre su barriga y el parabrisas, esta vez con el
ceño fruncido—. En cualquier caso, Kugler está muerto. Sin
un móvil, un arma ni un asesino al que juzgar, no tiene nada.
Un policía experto como el Gruppenführer de las SS Nebe
jamás aceptará un caso tan endeble.
—No sé por qué, estoy convencido de que el jefe Nebe
escuchará mi hipótesis.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Digamos que he avanzado más en esta investigación de
lo que usted cree, inspector. De todos es sabido —añadió Bora,
aunque era una afirmación algo exagerada— que, en la época
de Weimar, Gustav Kugler le hacía el trabajo sucio a la clase
dirigente.
Grimm recibió su afirmación con una risa forzada.
—¿A eso se refería con todo aquello del pluriempleo? No
sé de dónde ha sacado esa historia, pero aun así le falta un
móvil, ¡el abecé del trabajo policial!
—En cuanto a eso, creo que ni Kugler ni el hombre al que
ordenaron que limpiase el desaguisado conocían el motivo de
la muerte. Fue una Selbstreinigungsaktion, un intento de
limpiar lo que uno mismo ha ensuciado, ¿no es así como lo
llaman?
—Lo que dice no tiene ni pies ni cabeza. Con el debido
respeto, coronel, no se me ocurre por qué el jefe eligió a
alguien de fuera, como usted, para este trabajo… está
desesperado por dar con alguna idea.
Bora, consciente de que podía tocar la muerte con solo
alargar la mano, mantuvo la calma.
—¿Por qué no me dijo que había otra versión del informe
de la autopsia? Me consta porque la he leído.
—¿Y qué? ¿Leyó que Niemeyer se cortó el prepucio,
como los judíos? Glantz también nos lo dijo. Se decidió omitir
ese detalle porque era tan popular entre los círculos políticos
que, si se corría la voz, se produciría un escándalo.
—En realidad, fue el único punto que me llamó la
atención. —La expresión amistosa no abandonó el rostro de
Bora—. Pero debí prestar más atención al otro detalle que
omitieron: el corte que Niemeyer tenía en la cara. No creo que
se golpeara la mandíbula con ese hortera elefante de bronce al
caer. Creo que lo sorprendieron en su propia casa, se defendió
y su asaltante le dio un puñetazo. Cuando se tambaleó hacia
atrás, le dispararon a quemarropa con una bala del calibre 12
capaz de abatir caza mayor. El segundo disparo fue
innecesario: ya estaba muerto en el suelo.
—Pero sin duda, leyó en la autopsia que encontraron su
sangre en el elefante de bronce.
—¡Por favor! Es un profesional. Un asesino experto solo
tenía que mojare dos dedos de sangre y untar el ángulo agudo
de un objeto para explicar la herida. —Bora respiró hondo—.
El hecho de que, como me comentó, Gustl Kugler ya no se
pluriemplease no quiere decir que usted haya dejado de
hacerlo. ¿Y si le digo al general Nebe que fue Kugler y que
usted se encargó de limpiar lo que él había ensuciado, como en
los viejos tiempos?
—¿Qué? ¡No puede hablar en serio! Olvida que soy un
oficial de la Policía Criminal. ¡Ni siquiera conocía a Ida
Rüdiger antes de esta investigación!
—Es interesante que señale este detalle en lugar de negar
que mató a Gustav Kugler.
—Ya basta. Espero que esté hablando por hablar, porque,
de lo contrario, ¡no pienso tolerarlo, coronel von Bora!
—Lo cual no constituye una negación.
Furioso, Grimm se sonrojó y blasfemó, algo que siempre
irritaba a Bora.
—¿Qué mosca le ha picado? Yo no maté a Kugler. Kugler
era una vieja gloria y lo mató un marido putero en un callejón.
Admítalo, coronel, está desesperado y no tiene la menor idea
de quién mató a Niemeyer.
—Sí que la tengo.
—Por supuesto… Kugler.
—No. Dije que pudo haber sido él. Su culpabilidad
resulta plausible y su muerte parece indicar que hay una
cabeza pensante detrás de todo este asunto. La alternativa es
que fuese usted. En cualquier caso, desde mi punto de vista, el
único inconveniente es que no puede proporcionarme ningún
detalle útil. Simplemente, seguía órdenes.
—Ahora sí que se ha pasado de la raya.
—¿Y qué piensa hacer? ¿Pegarme un tiro? En ese caso,
¡tendrá que dar explicaciones al general Nebe!
Rápido como un rayo para un hombre gordo, Grimm se
sacó el arma de debajo del abrigo, pero enseguida notó, por el
peso, que alguien debía haberla vaciado (incluida la bala de la
recámara) mientras cambiaba el neumático. A continuación,
buscó la Mauser HSc de reserva que llevaba en la guantera y,
al descubrir que esta también estaba vacía, echó mano de la
PPK que llevaba en el bolsillo. Bora se lo permitió.
—Inspector, ¿no le bastaba con representar el papel del
barrendero después del desfile de caballos? A mí también me
ha tocado en alguna ocasión y no es plato de gusto, ni siquiera
cuando te explican por qué. Así es como están las cosas. Es
obvio que tienen muy baja opinión de usted. Podría pegarme
un tiro y tirarme a una zanja, pero no soy precisamente un
campesino ruso, ni un antiguo amigo, ni un ilusionista que una
vez fingió ser judío. Si me dispara, no tendrá excusa que darle
a su superior, que me confió a usted. Siempre podría huir,
esconderse, suicidarse. Pero nunca podría volver a
Alexanderplatz.
—¡Ja! No se dé aires, coronel. Hay montones de
comandantes de regimiento con la Cruz de Caballero en
Berlín. Ni siquiera lo echarán de menos. Ya conoce el
procedimiento: empiece por entregarme su arma.
Los planes de Bora no eran tan detallados como le habría
gustado. Lo único que podía hacer era intentar ganar algo de
tiempo.
—La gasa que lleva pegada a la cabeza —exigió saber—,
¿de verdad hay un corte debajo, o la historia de la bomba que
destruyó su casa fue solo una excusa para espiarme sin ser
visto durante un par de días? Creo que estaba en la jefatura,
zurrando a Glantz para que confesara, y que le golpeó en la
mandíbula como el día de su primer intento de suicidio fallido,
solo que más violentamente. Ese mortífero anillo de oro que
lleva hace mucho daño y provoca sangre… como ocurrió con
el golpe que le dio a Niemeyer antes de dispararle.
—¡Entrégueme el arma! Por Dios, si soy capaz de
cargarme a un falso judío con millones en el banco, soy capaz
de cargarme a un puto soldadito lisiado. Pero no en el puto
coche de servicio.
Era típico de un matón del Partido no querer ensuciar un
coche de servicio. Bora se llevó lentamente la mano a la funda
y abrió el cierre.
—No, espere. Ya lo hago yo. —Los gruesos dedos de
Grimm levantaron la Walther P38 por la culata y la tiraron al
asiento trasero. Indicó a Bora que saliera del Olympia con un
movimiento del rechoncho cañón de su PPK—. Y no intente
salir corriendo.
Bora hizo lo que le decía. Lo aturdieron la luz cegadora y
el calor del sol. Aunque el lugar le pareció desconocido (un
cruce de vías común y corriente junto a un camino de grava
común y corriente), tenía algo familiar que se esforzó por
recordar. Pero, ¿qué? Grimm no dejó de apuntarle con el arma
mientras rodeaba el coche, entrecerrando los ojos para
protegerse del sol. «Si me ha traído hasta aquí para pegarme
un tiro, es porque intuía que estaba tras él. Quién sabe, quizá
previó que estaba tras él antes incluso de que lo estuviera. ¿Es
eso lo que estoy intentando recordar?».
—¿Lleva alguna nota encima?
Obviamente, Grimm se refería a material sobre el caso de
asesinato, aparte de lo que esperaba encontrar en el maletín de
Bora luego.
«Podría registrar mi cadáver después de dispararme»,
pensó Bora, «y, sin embargo, me pide que se la entregue yo
mismo, seguramente movido por una última pizca de respeto
por el uniforme y el rango. No llevo notas encima. Todo está
en mi diario, o en mi cabeza».
—Sí —respondió, no obstante—. En el bolsillo interior
de la guerrera.
Grimm no se fio. El pecho y la axila eran el lugar
perfecto para esconder una funda. Se acercó a Bora sin soltar
el arma.
—Desabróchese la guerrera —le ordenó—. Y ahora,
quítesela.
Al ver que Bora dudaba en seguir su orden, Grimm
cambió de opinión: después de todo, incluso sin funda, es fácil
guardar un arma de fuego entre la ropa. Se abalanzó sobre el
oficial para evitar que intentara hacer algo mientras se quitaba
la prenda.
No había ninguna pistola oculta, pero era la oportunidad
que Bora había estado esperando. Golpeó la muñeca de
Grimm con el borde de la mano derecha, un golpe desde abajo
que resultó ser lo suficientemente violento como para hacer
volar por los aires la pequeña y antiestética PPK. Ambos se
tiraron al suelo y forcejearon por el arma, que había caído
sobre las vías a la izquierda del cruce, donde los raíles se
elevaban ligeramente por encima del camino. Se estrellaron
con fuerza contra el balasto cubierto de piedras. Bora cayó
sobre la rodilla izquierda, que se había herido meses antes y
que no había llegado a curarse del todo. Lo atravesó un dolor
tan cegador que estuvo a punto de desmayarse y, en su
conmoción, se preguntó cómo alguien podía hacerse tanto
daño en las vías de una línea alemana, buscando a tientas un
arma. Se aferró a la conciencia para evitar que Grimm pasara
al otro lado, porque nada ni nadie evitaría que abriese fuego
contra él.
Rodaron por el suelo, lastimándose con los despiadados
picos y bordes que anclaban los raíles, empujando la cara del
otro sobre las traviesas astilladas y las piedras afiladas que
cubrían el fondo de la vía. Gracias a su complexión y altura,
Bora pocas veces llevaba las de perder, pero Grimm era más
pesado, y Bora no conseguía dominar la pelea. Golpeaba y
recibía golpes, y se enfurecía visceralmente ante el dolor,
como si lo que dependiera de esta refriega no fuese la
resolución de un crimen (¿qué le importaba Walter Niemeyer?
Ni un comino), ni siquiera su vida, sino el destino de toda una
generación, de su generación de jóvenes disciplinados, pero
rebeldes. Grimm y él luchaban por cosas muy distintas:
Grimm quería hacerse con el arma para poder disparar,
mientras que Bora solo quería arrebatársela. «Tengo que
recordar, tengo que recordar…». La excitación y el
entumecimiento se alternaban, el segundo agravado por el
zumbido en los oídos que le provocaba la quinina. Habría
querido agarrar una piedra y aplastarle la cabeza a Grimm con
ella, pero tenía que usar el brazo derecho para evitar que lo
matara. Ya antes, en otros momentos frenéticos de extrema
presión, lo había invadido la sensación de que había algo que
tenía que recordar urgentemente, pero no siempre había habido
algo que recordar. En aquel momento, vio la PPK, con el
cañón clavado en el balastro, donde Grimm podía cogerla
fácilmente, así que se esforzó por tumbar de espaldas al
policía, como a un insecto gigante. Al hacerlo, buscó a tientas,
encontró y agarró con fuerza su estridente corbata. Era un
movimiento arriesgado, porque, con el brazo izquierdo
entorpecido por la prótesis, solo podía mantener a Grimm a
raya, no contenerlo. Rápidamente, Bora se enrolló la tira de
seda artificial alrededor del puño derecho, a la vez que la
atraía hacia sí de un tirón capaz de romperle el cuello a
cualquier hombre.
Pero no a Grimm. Su corpulencia resistió tanto el tirón
del cuello como el intento de Bora de volcarlo; era como tratar
de controlar a un toro empeñado en embestir. De pronto Bora
se encontró en una dificultad aún mayor cuando el policía lo
aplastó con el peso considerable de su pierna derecha,
clavándolo al suelo. La situación parecía desesperada y
posiblemente fatal. Lo único que podía hacer Bora era
aferrarse a la corbata como si fuese la correa de un animal.
Hizo avanzar la mano centímetro a centímetro por las dos tiras
de tela, las juntó y las retorció, cada vez más cerca de la
garganta de su adversario. Aun así, no consiguió imponerse.
Sin aliento, empapado en sudor, Grimm lo aplastó con todo su
peso sin dejar de acercarse poco a poco al arma. La única
esperanza de Bora era agarrarse al policía con todas sus
fuerzas y tratar de frenar su avance. «Tengo que recordar…».
Le costaba respirar, y una patada bien dada lo haría caer por el
terraplén de la vía. De no haber sido por el dolor insoportable
de la rodilla izquierda, ya habría caído en un estado de
semiinconsciencia y entonces podría pasar cualquier cosa. Un
fuerte golpe en la sien hizo que le zumbase la cabeza y sintió
el murmullo de la sangre en los oídos, el calor de la vía de
acero bajo la mejilla y un nauseabundo olor a grasa, polvo,
metal y madera. Grimm, que se arrastraba sobre él, ya estaba a
un pelo de la pistola.
Entonces, Bora soltó la corbata. La repentina falta de
resistencia hizo que Grimm retrocediera lo suficiente como
para que Bora llegase antes a la pistola avanzando con el brazo
derecho. Apenas consiguió rozar el arma, pero fue suficiente
para alejarla de un empujón. No sabía si había aterrizado al
otro lado del cruce de vías, o quizás en otro sitio, a sus
espaldas. Solo sabía que se la había arrebatado a Grimm
prácticamente de entre los dedos y que la había tirado.
Entumecidos, fatigados por el calor y por los golpes que
se habían propinado, ambos hombres se desplomaron. Pero
Bora era el más joven y, si era posible, el más furioso de los
dos. «Tengo que recordar, tengo que recordar…». Buscó a
tientas y por fin agarró una piedra del balasto, la más primitiva
de las armas. La acción de ponerse de rodillas para golpear
desencadenó tal agonía en su pierna izquierda que la sangre
dejó de fluirle a la cabeza. Por un instante, sintió frío y todo se
volvió negro; cuando recuperó la visión, Grimm estaba en
cuclillas y sostenía un arma idéntica en el fuerte puño.
Pero ambos querían agarrar la pistola, no apedrearse.
«Tengo que recordar algo…». Separado de todo lo que había
ocurrido hasta esta mañana y de todo lo que ocurriría en el
futuro, Bora entendió vagamente (como si importara en un
momento como este) que solo si comprendemos la realidad
cotidiana, podemos percibirnos realmente a nosotros mismos.
Sin ella, somos incoherentes, vamos a la deriva, llenos de
dolor e ira, sin siquiera saber qué es lo que llenan. Sabía que la
rodilla izquierda cedería en cuanto intentara apoyar el peso de
su cuerpo sobre ella. Impotente, vio cómo Grimm husmeaba
por las vías en busca del arma, sorbiendo con la nariz
ensangrentada y chupándose los sangrientos labios, hasta que
por fin la vio al otro lado de las vías.
Bora se arrastró tras él. Había perdido la esperanza de
poder vencerlo esta vez, cuando ni siquiera podía aguantar el
dolor lo suficiente como para levantarse. No percibía ni el
paisaje, ni el cielo, ni nada de lo que tenía alrededor; solo el
ensordecedor bramido de la sangre en los oídos y una
completa indiferencia a todo lo que no fuese Grimm. Grimm
volvió a ponerse en cuclillas, soltó la piedra y se estiró hacia el
lugar donde estaba el arma.
«Tengo que recordar algo…». Bora hizo un esfuerzo
frenético por ponerse de pie y volvió a tropezar.
La onda de presión y el estruendo ensordecedor del tren
al pasar a pocos centímetros de él volvieron a derribarlo.
Las piedras que salieron despedidas, el polvo, el calor, el
impacto al golpear el suelo al pie del terraplén… Bora habría
llorado de dolor si hubiera podido. Empezó a alucinar: como
en un fogonazo, le pareció ver que la abigarrada corbata
americana de Grimm aleteaba en el aire; pero no había nada.
Se desplomó junto a la vía, gimiendo entre dientes mientras
los espeluznantes vagones de carne procedentes de Ucrania,
cargados de animales destinados al matadero, se llevaban a
Grimm y a él lo dejaban con vida.
Apartó la cara para no ver cómo el tren pasaba con un
rugido. No porque hubiese atropellado a Grimm, sino porque
llevaba animales inocentes al matadero, igual que millones de
seres humanos habían acabado en el matadero a lo largo de los
últimos cinco años. «Soy testigo… soy testigo… soy
testigo…», decía el ruido del tren, que chirriaba a lo largo de
las vías de acero, ahogando todo lo demás.

Volvió a rastras al Olympia. No pudo valorar la gravedad


de la lesión de la rodilla. Al menos sabía que la articulación no
estaba rota. ¿Serían los tendones? ¿Los ligamentos? El dolor
era insoportable, y ahora que empezaba a relajarse, también
empezó a dolerle el brazo izquierdo. «Ya pasará», se dijo.
«Tiene que pasar».
Puñados de polvo y un calor insoportable penetraban en
el coche por la puerta y las ventanillas abiertas. Sentado en el
asiento del pasajero, Bora se avergonzó al ver lo mucho que le
estaba costando recuperar la respiración, y también por la
angustia que lo invadió. Las vías del tren, algo más adelante,
parecían el límite de un mundo sobre el que la muerte había
puesto literalmente su sello. Su lacre sangriento era lo que
quedaba de Florian Grimm, despedazado y arrastrado a lo
largo de las vías que llevaban a Berlín.
Las delicadas flores silvestres que crecían al borde del
balasto proporcionaban un contraste casi insoportable.
Achicoria silvestre y vellosilla, las mismas matas salpicadas de
flores que también crecían en Polonia y Rusia, a lo largo de las
fosas comunes que Bora había fotografiado sin ser visto,
hundiéndose hasta los tobillos en la tierra blanda, donde las
raíces se entrelazaban con cabellos humanos. Más allá,
inconcebible hasta aquel momento, dormitaba el paisaje en el
que se encontraba: un horizonte sereno y ondulado, con unas
pocas casas dispersas aquí y allá. No se esforzó por tratar de
recordar de qué pueblos podía tratarse, o de qué zonas
residenciales en la periferia lejana de la ciudad.
Cerró los ojos. Cuando estuvo en el sanatorio, sentado
frente a su amigo Lattmann, el resplandor cegador del sol
había sido benigno, pero ahora, no poder ver no era un
consuelo. Sus próximos movimientos, por cruciales que
fueran, parecían tan inconexos del mundo como este paraje
verde de casas y campos iluminados por el sol. «Podría
quedarme en este lado y no cruzar». Pero siempre había
aspirado a ir más allá de las cosas, sin importar los límites.
Cuando alzó la vista al cielo, una nube alta y algodonosa
se acercó perezosamente al sol. Pronto lo ocultaría, ofuscando
por un momento el esplendor del día. Los pétalos de las flores
silvestres apenas vibraban; su respiración, aunque no el dolor,
estaba bajo control.
Solo entonces Bora se dio cuenta de que su gorra estaba
tirada en el camino de grava, donde la había perdido antes.
Parecía estar a millas de distancia, pero, una vez fue capaz de
soportar el dolor, la alcanzó en cuatro o cinco pasos. Ahora
que el tren continuaba, implacable, hacia su destino, cayó el
silencio, como si se hubiese derrumbado una tienda de
campaña enormemente pesada. Desde el coche, Bora vio
restos de pulpa roja y trozos de tela, un zapato y un jirón de
algo más reconocible unos diez metros más allá del cruce de
vías. Habría apostado algo a que el maquinista, un prisionero
de guerra ucraniano o un ucraniano de etnia alemana, cansado
como un perro tras el interminable viaje, ni había notado que
acababa de matar a un hombre. Al salir del coche, Bora se
resistió a las ganas de gritar. Una vez recuperó la gorra, rodeó
cojeando el Olympia para llegar a la puerta del conductor, tiró
el cojín sudoroso que utilizaba Grimm al asiento trasero y
ocupó su lugar al volante.
Cansado, se abotonó la guerrera. Buscó la P38, que
resultó estar en el asiento trasero, y sacó dos objetos de la
guantera. Se guardó uno en el bolsillo y tiró el otro fuera del
coche.
«Gracias a Dios», pensó. «Lo que intentaba recordar era
el tren de las dos y media con rumbo al oeste. ¿Conté
inconscientemente con ello? Era lo único con lo que podía
contar. Desde que la vecina de Kupinsky me dijo que su novio
estaba haciendo horas extras en el matadero, no he dejado de
pensar en los dos trenes de ganado ucraniano que llegan a
diario, a las siete y a las dos y media…». De pronto, Bora se
sintió horrorizado por todo lo ocurrido. «¿Sabrá Nina que, en
mi vida, hay momentos así? ¿Cómo puede mirarme y no
odiarme? O tal vez, Nina me ama porque soy malo, me ama
solo porque necesito ser amado».
Apretando los dientes por el dolor, arrancó el motor,
cruzó las vías y siguió las señales de tráfico que indicaban el
camino a Berlín. «No tengo ninguna certeza de que vaya a
sobrevivir a esta noche», admitió para sus adentros. «Ni la más
mínima. Pero tengo que llegar al fondo de la cuestión».

La tormenta inminente, cuya amenaza había intuido antes


incluso de aterrizar en Schönefeld, volvió asfixiante el aire de
la tarde. Enfrascado en asuntos más concretos, Bora había
tratado de ignorarla durante los últimos días. Ahora, mientras
se dirigía a un hospital a que le examinasen las heridas, volvía
a tener esa sensación a flor de piel. ¿Qué demonios iba a
decirle a Nebe? Hasta esta mañana, había podido visualizar
cómo empezaría una vez estuviera frente al hombre que le
había encargado la investigación: «He llegado a la conclusión
de que…». Ahora, por mucho que lo intentara, no lograba
imaginar ni la primera palabra del informe del caso.
Cuando aún no había llegado a los límites de la ciudad,
Bora se detuvo en una granja porque vio a un soldado en el
patio, un veterano con el uniforme azul-grisáceo del Cuerpo de
Emergencia. Un tipo paternal con una segunda guerra mundial
en su haber. No sin cierto descaro, Bora le dijo que necesitaba
asearse y arreglarse el uniforme. Independientemente de la
excusa que se le ocurriera («un accidente» cubría multitud de
escenarios creíbles cuando uno lleva la divisa de teniente
coronel), su aspecto hablaba por sí mismo. El anciano lo dejó
pasar, le dio agua y una toalla, y hasta se ofreció a cepillarle la
maltrecha guerrera.
Mientras se lavaba a fondo con jabón casero frente a un
destartalado lavamanos, Bora oyó cómo la esposa del soldado
granjero le decía algo en la otra habitación:
—Pobre muchacho, hay que ver cómo lo ha dejado la
guerra.
Sus palabras de preocupación dieron en el blanco sin
ofenderlo. «Que sientan lástima por ti no es derrotismo. ¡Si
estas personas supieran dónde estaba hace media hora! En un
solo día, he pasado de ser un puto soldadito lisiado a ser un
pobre muchacho. Tiene que significar algo». La esposa hizo
sucedáneo de café, que Bora bebió agradecido, sin tomar
asiento. Empezaba a hinchársele la rodilla, y conducir el resto
del camino iba a ser todo un desafío. Antes de irse, le pidió al
anciano que le ayudara a verter parte del combustible extra
que llevaba en el bidón a una botella de agua vacía con el fin
de poder utilizarlo más tarde para quitar las manchas de hierba
y grasa del uniforme.
Mientras cruzaba Friedenau, una patrulla de policía lo
detuvo en Schillerplatz, pero lo dejó marchar de inmediato. Lo
habían visto con Grimm en otra ocasión, y era posible que los
guardias encargados de los controles de carretera conociesen la
matrícula y que les hubiesen dado una autorización especial.
Sus papeles y pases hicieron el resto.

Aunque era domingo, el doctor Ybarri estaba de guardia


en el hospital de la Cruz Roja en la Landhausstrasse de
Wilmersdorf. El único indicio de su hedonismo latino eran un
par de jóvenes enfermeras, más guapas y sociables que la
mayoría de sanitarias. Cuando se enteró de que el oficial que
lo había llevado a Berlín hacía unos días lo esperaba en la
puerta, el chileno lo hizo pasar de inmediato.
Más que su aspecto destrozado, le sorprendió el hecho de
que Bora se dirigiera a él en español. Los alemanes que habían
luchado en Castilla y Aragón durante la Guerra Civil rara vez
aprendían el idioma.
Le contestó, también en español:
—¿Qué pasó? ¿Qué demonios le ha pasado?
Bora recitó un relato un tanto modificado de lo que había
sucedido, describiéndolo vagamente como un accidente. Sin
dar detalles, le dijo que se había herido en una caída, lo que,
en cierta medida, se correspondía con la verdad.
Ybarri examinó los moretones que tenía en los nudillos.
Mirándolo fijamente a los ojos, dijo:
—Esa equimosis que tiene en el muslo… —insinuando,
aunque no se atrevía a decirlo explícitamente, que dudaba de
la ridícula excusa de la caída—. ¿Qué llevaba en el bolsillo?
Bora prefirió no decirle que se había guardado los
cargadores y las balas de la cámara de la PPK en el bolsillo del
muslo para esconderlos de Grimm.
El radiólogo no insistió. Le radiografió personalmente el
brazo y la pierna izquierda, tras lo cual le soltó la charla
habitual con que los médicos venían sermoneándole desde
septiembre:
—No fuerce la rodilla; hay ciertas cosas que no debe
hacer estando convaleciente… —consejos que Bora conocía
de sobra y que ignoraría en cuanto pudiese.
Le dijo que tenía una contusión importante en el codo
izquierdo («pero si vuelve a dolerle en serio, será por la
mutilación») y una torcedura de rodilla.
—Lo entorpecerá durante un tiempo, colega. Lo que
necesita son compresas frías y mucho descanso. Voy a
inyectarle un analgésico y aplicarle un vendaje que le
permitirá valerse lo mejor posible. Pero cuando vuelva a su
puesto, o adonde trabaje, no deje de visitar a un especialista.
Mientras asentía con la cabeza, Bora ya estaba pensando
en el cirujano de su regimiento, cuya especialidad en la vida
civil era la ginecología.
—Gracias. —La necesidad que tenía de tomar algo para
aliviar el dolor no le impidió preguntar—: ¿Qué lleva? —
mientras Ybarri preparaba la aguja hipodérmica.
—La necesita.
—Sí, pero ¿qué es?
—Estoy seguro de que se la administraron después de
aquello. —Ybarri señaló la prótesis de Bora con la barbilla.
—¿Tiene nombre? Tengo que estar lúcido durante las
próximas horas.
La aguja penetró en la piel.
—Es petidina, y estará perfectamente lúcido.
Minutos después Ybarri, que quería salir a fumar, lo
acompañó al exterior del pabellón de radiología. Antes de
despedirse, le preguntó a Bora, aprovechando la
confidencialidad que les proporcionaba hablar en español:
—Dígame, colega… ¿sabe algo de la rubia con la que
compartimos coche, la jefa de personal Pletsch?
—No.
—Es muy guapa —se lamentó el chileno—. Esperaba…
Bueno, le di mi número de teléfono, pero nunca me llamó.
Bora respondió en alemán y con la seriedad
imperturbable de un alemán:
—Bueno, puede que sea una buena chica. Porque las hay,
¿sabe?
Su siguiente parada era el dispensario del hospital, donde
esperaba conseguir más aspirinas. Era lo que le había
aconsejado Ybarri, aunque Bora también preguntó motu
proprio por la petidina.
—¿Dolantina? —preguntó el médico que atendía el
mostrador—. Es un analgésico de base opiácea, teniente
coronel. Funciona bien, pero yo no conduciría después de
tomarlo. —¿Sería cierto? Significaba que era mejor que
subiese al coche antes de que el medicamento comenzara a
hacer efecto.
4:55 P.M.
Bora entró en el Leipziger Hof haciendo lo posible por no
cojear. Silenció con una expresión ceñuda cualquier pregunta
que pudiera tener en la punta de la lengua el conserje del hotel.
Los ascensores no eran fiables en tiempos de guerra, así que
tuvo que subir a pie a su habitación de esquina en el cuarto
piso, donde se lavó a fondo, con cuidado de no mojarse la
rodilla vendada. Aparte de los moretones de la mano,
imposibles de ocultar, estaba presentable; el verdugón que
tenía tras la oreja izquierda, donde Grimm le había acertado de
pleno con un puñetazo, no se veía a simple vista. El problema
era que la petidina empezaría a actuar en cuestión de minutos,
y ya habían empezado las náuseas y el entumecimiento. Metió
la cabeza bajo el chorro de agua fría del lavabo, aunque solo
fuese para despabilarse. Su día era como un retal de tela
cuidadosamente tejido, en medio del cual un desgarrón
irregular representaba lo sucedido en el cruce de vías. Si
quería evitar el pánico, no podía revisitarlo con la mente. Por
encima de todo, tenía que evitar pensar en nada, ya que aún
tenía por delante tres citas inevitables que requerirían hasta la
última pizca de energía mental que le quedaba.
«Debo estar loco. Esta mañana, estaba dispuesto a dejar
embarazada a una chica a la que apenas conocía, para que
quedase algo de mí. Cuando me vaya, no dejaré atrás nada
mío».
Después de cambiarse, pasó casi media hora controlando
las náuseas (¿sería el analgésico? ¿o el miedo?). Le
preocupaba que su claridad mental empezara a disminuir junto
con el dolor. Sabía lo suficiente acerca de los efectos de las
sustancias psicoactivas como para ser consciente de que
variaban en gran medida. A lo largo de la próxima hora, podía
quedarse dormido o volverse hiperactivo (o beligerante). Tenía
que mantener la calma y dejar de pensar en lo ocurrido durante
el día. Se sentó junto a la ventana y hojeó nerviosamente su
diario hasta detenerse en una página al azar que había escrito
hacía casi dos años, cuando las cosas todavía iban bien en
Rusia, pero por alguna razón, debió echar de menos su casa.
«Recuerdo que, en la foto de su primera boda, mi madre,
a sus dieciocho años, parece una niña, pero una niña muy
seria. A sus cuarenta y ocho años, mi padre se parece al zar
Nicolás II o al rey Jorge V, primo de Nicolás, con el pelo y la
barba tupidos e impecables. La foto tomada cinco años
después, en su segunda boda, muestra a una Nina todavía con
aspecto serio y, en mi opinión, sumamente bella. Mi padrastro,
de cuarenta y siete años, lleva el uniforme nuevo de general de
división. Acaba de ser ascendido. Con la cabeza descubierta,
lleva el pelo canoso muy corto. En ambos casos, una
generación separa a la pareja. Me pregunto cómo habría
encajado Max Kolowrat en los años intermedios; según su
nota biográfica, solo era cinco años mayor que Nina. Cuando
Dikta y yo, por insistencia de mis padres, celebramos nuestra
boda religiosa once días después de la civil, la guerra ya estaba
a la vista. Mi amigo Bruno, que fue mi padrino, tomó la única
fotografía de la ceremonia (la tengo delante) cuando salíamos
de la capilla militar: Dikta con un vestido color perla y yo, con
mi uniforme de capitán de caballería (que también era un
ascenso reciente). Domingo, 27 de agosto de 1939. Aunque es
rubia, curiosamente Dikta y yo nos parecemos, como si
fuéramos hermanos. No me había dado cuenta. Parece que
sonreímos para la cámara, cuando en realidad acabábamos de
decirnos algo extremadamente íntimo que teníamos prisa por
probar».
¿De verdad había redactado algo así? Sus palabras,
escritas en una caligrafía firme y apresurada, parecían el
testamento de un mundo pasado. Todo, todo se desmorona.
Bora se encontró mejor después de vomitar en la taza del
inodoro. A continuación, abrió el diario por la primera página
en blanco disponible (no podía permitirse el lujo de
desperdiciar ni media hoja de un cuaderno que ya estaba casi
completo) y escribió:
«16 de julio de 1944, 5:58 p.m. Dejaré los
comentarios sobre el caso que se me ha confiado
para más tarde. Lo fundamental es que, aunque
todo lo demás se desmorone, yo no puedo venirme
abajo; tengo que recordarlo. No puedo evitar
reprocharme haber seducido a Emmy en un ataque
de egoísmo masculino. La pobre chica estaba
demasiado avergonzada como para abrir las
piernas y tuvo que tomarse un par de copas para
armarse de valor antes de subir a mi habitación. No
me sorprende que se quedara dormida después,
normalmente el privilegio del macho insensible
después del coito. Solo espero que se entregue a
alguien que valga la pena.
»Esta mañana, al volver del Osthafen y
deambular entre las ruinas, descubrí varios
terrones de fósforo blanco que habían caído de
bombas incendiarias. Es sorprendente lo
inofensivos que parecen, se dirían pedazos de
ámbar. He aprendido algo de todo esto. Con
cuidado, guardé un par de ellos en el frasco de
medicina que llevo desde mi última visita a la
clínica del tío.
»Y en cuanto a tomar “algo”, que me maten si
no me está volviendo el dolor de la rodilla. Estoy
alerta, pero solo al cincuenta por ciento de mi
lucidez habitual».

A las 6:15 p.m., mandó cargar las cajas con los papeles
de Niemeyer en el maletero del Olympia. A las 6:30, como le
había pedido Bora durante la llamada desde la cabina
telefónica aquella mañana, Namura se pasó por el Leipziger
Hof para devolverle la carta que le había confiado. Se
separaron deseándose buena suerte, y sin creerlo. A las 6:40,
Bora estaba listo para esbozar un primer borrador del informe
destinado a Arthur Nebe. A las 7:00, llamó a recepción para
pedir una máquina de escribir. Rechazó la ayuda de la
mecanógrafa del hotel (no solo por la naturaleza del informe,
sino porque la última persona a la que quería ver era a una
chica que le recordara a Emmy Pletsch). Transcribió el texto él
mismo, a buen ritmo, pero en su confusión, cometió varios
errores y tuvo que empezar de nuevo.
A las 8:16, había terminado. Normalmente, el turno de
Grimm terminaba a las 8 p.m., así que pasaría algún tiempo
antes de que lo echaran de menos en Alexanderplatz. Lo más
probable era que su esposa no tuviese acceso a un teléfono y,
acostumbrada como debía estar a sus ausencias y demoras, no
les preguntaría a sus colegas por él hasta el día siguiente.
Cuando Bora llamó a la oficina de Nebe, el número estaba
ocupado. En la centralita, contestó uno de sus ayudantes. En
lugar de transferir la llamada a su jefe, dejó el teléfono sobre la
mesa, por lo que, durante varios minutos, Bora tuvo buenas
razones para temer todo tipo de consecuencias dramáticas.
Al contrario, le dieron una cita para las veintiuna horas,
como su primera noche en Berlín. No le dijeron qué
precauciones debía tomar ni qué entrada debía usar. Bora
metió el informe en una carpeta vacía que encontró entre los
papeles de Niemeyer y salió del hotel.
Fuera, el calor no había disminuido, a pesar de la hora de
la tarde. En Italia, a la luz del crepúsculo, las cigarras
refinaban su canto y los olores se intensificaban. Aquí, el aire
de la ciudad olía a asfalto reblandecido e incendios apagados.
En el cielo de poniente, diáfano, seco y blanco como el papel,
unas nubes en forma de yunque se elevaban verticalmente
hasta una gran altura. Quién sabe de dónde habían venido.
Antes del anochecer, podrían descargar un violento chaparrón
sobre los barrios del oeste de la ciudad.
En la jefatura de la Kripo lo esperaba una sorpresa. El
general Nebe seguía ocupado y no podría entrevistarse con él
antes de la una de la mañana. ¿A la una de la mañana? Bueno,
al fin y al cabo, estaban en guerra. Bora se alegró de poder
marcharse sin tener que responder a preguntas sobre Florian
Grimm. Solo después de subir al Olympia con la pierna rígida
y dolorida se le ocurrió que, en ese mismo momento, Nebe
podría estar ordenando redadas en las casas y los lugares de
trabajo de los oficiales y políticos subversivos. Una
perspectiva aterradora, pero no podía hacer nada por evitarlo o
controlarlo. Seguiría trabajando hasta que alguien se lo
impidiera. Al oeste, desplegadas a lo largo del horizonte, las
altas nubes tapaban el sol poniente, adelantando el anochecer,
que disolvía las sombras para crear un crepúsculo más
pronunciado.
Bora volvió al hotel, abrió la carpeta donde había
guardado su informe final y dormitó, intranquilo, hasta que
llegó la hora de encontrarse con Benno von Salomon.
ESQUINA DE LA LUTHERSTRASSE CON LA
AUGSBURGERSTRASSE, 11 P.M.
A esas horas, no había nadie frente al famoso restaurante
de Otto Horcher. A la estrecha luz de los faros, vio a Salomon
con la misma ropa de civil que llevaba en el restaurante hacía
unos días y un canotier que, a juzgar por su tupido tejido y su
color mantecoso, era evidentemente italiano. Junto a él
descansaba una maleta pequeña y aparentemente nueva. Por
alguna razón, aunque habían acordado encontrarse a solas,
dudó cuando vio a Bora solo en el coche. Sin testigos, debió
pensar, lo que sin duda le provocaría cierta inquietud. Bora le
hizo señas de que subiera al asiento trasero, pero, una vez dejó
la maleta, Bora le reprendió con educación, pero con cierta
brusquedad:
—No, coronel. Siéntese delante, conmigo.
Un agitado Salomon obedeció. Se dejó caer en el asiento
que, durante días, Bora había ocupado al lado de Grimm.
Subió inmediatamente la ventanilla, como si temiera que
alguien fuese a agarrarlo o golpearlo desde fuera. El aroma de
los árboles en flor, más intenso ahora que era de noche y
empezaba a caer una lluvia fina, siguió entrando por la
ventanilla abierta del lado de Bora.
Cuando partieron, tenía claro el itinerario en su mente.
Aunque solo había recorrido la ruta una vez, hacía años, estaba
seguro de que tenía que llegar a Tegel y cruzar el Fliess para
dirigirse al norte, bordeando los límites de la ciudad. Aparte de
los daños que las bombas habían ocasionado a las calles de la
capital, para su plan convenía evitar las vías principales, que
tenían más probabilidades de estar patrulladas. Una
alternativa, aunque poco práctica debido a su longitud, era
seguir la antigua ruta militar hasta Döberitz, al sur de la villa
olímpica, tomar la carretera estatal de Staaken hasta el cruce
situado al norte de Spandau y poner rumbo norte-noreste.
Según había dicho Lattmann, en las zonas menos pobladas a
las afueras de la ciudad uno corría el riesgo de toparse con
personajes dudosos, prisioneros fugados o individuos armados
hasta los dientes que se encargaban de hacer alguna que otra
ronda nocturna por el barrio. Ninguno de ellos alarmaba en lo
más mínimo a Bora, aunque sí le preocupaba el hecho de que
anduviesen escasos de tiempo.
—¿Adónde vamos? —Aunque Salomon trató de
aparentar confianza, su voz era apenas un ronco susurro.
—Confíe en mí.
—Sí, pero ¿adónde vamos?
Bora no se lo dijo. Le dolía la pierna y no tenía tiempo
que perder, y no le apetecía bailarle el agua a su pasajero. No
era la primera vez que le tocaba conducir de noche con un
hombre aterrado al lado (la última vez había sido a las afueras
de Roma, a finales de marzo). El truco estaba en establecer
una distancia emocional entre sí mismo y sus actos.
—Tómese un tranquilizante si lo desea.
A Salomon debió darle un vuelco el corazón al oír sus
palabras despectivas. Se registró con pesimismo los bolsillos y
se quedó callado durante unos diez minutos, tratando de
identificar algún punto de referencia familiar por la ventanilla.
Cuando perdió el sentido de la orientación, ya no pudo
contenerse.
—Estamos saliendo de Berlín. Vamos a salir de Berlín,
¿verdad?
En realidad, estaban en uno de los bosques de las afueras,
aunque parecía campo abierto. Ya no había aceras ni esquinas
marcadas con pintura fosforescente. Lo único que sugería que
seguían en un camino de grava bien mantenido era su avance
relativamente suave. Terco, Bora se mantuvo reservado. No
permitía preguntas. Ni él mismo había decidido lo que haría a
continuación. Solo sabía que no llevaría de vuelta a Salomon.
—Estamos saliendo de la ciudad… definitivamente.
Definitivamente. —Una breve pausa y el coronel se quitó el
canotier—. Mi sombrero de la suerte —murmuró, casi en tono
de disculpa, y lo colocó con cuidado en el asiento trasero,
junto a su maleta. Añadió algo inaudible en un mero intento de
llenar el angustioso silencio que los separaba. Bora sabía que
Salomon le tenía miedo, pero decidió ignorarlo. Concentrado
en seguir la ruta en la oscuridad, pensó en cosas muy lejanas al
aquí y ahora. Pensó que aunque ya no se sentía aturdido por el
tranquilizante, su sentido de la orientación se había visto
gravemente afectado. Fragmentos de recuerdos flotaban en su
mente, imposibles de descifrar. Los vagones que pasaban con
destino al matadero, los libros prohibidos de su abuelo, las
luces y sombras contrapuestas en la habitación donde se había
reunido con Stauffenberg… Emmy, que se había marchado sin
tener la oportunidad de concebir un hijo con él. «¿Me sentiría
mejor esta noche si lo hubiéramos hecho? Probablemente, no.
Probablemente (no, seguro), empezaría a preocuparme por
ella, y Dios sabe que es lo último que necesito en este
momento». Cuando, al final de una enrevesada serie de
pensamientos que no expresó en voz alta, Salomon murmuró:
—Cuando le dije que sabía lo que se traía entre manos en
Ucrania, estaba de broma: no sé nada de usted ni de lo que
podría haber hecho —Bora dio un frenazo. Aunque no iban a
mucha velocidad, la sacudida repentina empujó hacia delante
al coronel, que se golpeó la frente con el parabrisas.
Si Bora alguna vez se había planteado compadecerse de
él, ahora se resistió a un impulso demencial de matar. Le
lastimó físicamente con un dolor que se unió al que ya sentía.
Por un momento, sintió la necesidad de matar para dejar de
sentir dolor.
—Entrégueme sus papeles —ordenó—. Los papeles del
permiso, los títulos de viaje, la libreta de pago… todo. No me
obligue a pedírselo dos veces.
—Pero… sin ellos no podré desplazarme.
—Y no se desplazará.
Bora no había tenido en cuenta la posibilidad de que
Salomon intentase abrir la puerta y huir en plena noche. Fue
pura casualidad que, tras derrapar sobre el camino mojado al
frenar, el coche se detuviera al borde de la carretera, donde un
ancho árbol impedía el paso al pasajero. Aun así, Salomon
siguió empujando la puerta en vano.
—Deme los papeles.
Abatido, el coronel sacó un fajo de documentos unidos
por una goma elástica. Bora le ordenó que se los enseñase uno
por uno. Los iluminó con la linterna para asegurarse de que no
faltaba ninguno.
—Sin ellos, soy hombre muerto —protestó Salomon.
—Sin ellos o con ellos, coronel. Es un desertor.
Hasta ahora, habían evitado referirse a este hecho
indiscutible. En cualquier control de carretera o paso a nivel,
un coche con un oficial de uniforme circulando después del
toque de queda con un coronel vestido de civil, cuyos papeles
de permiso indicaban un destino que no se encontraba en la
dirección que seguían, levantaría sospechas de inmediato.
Dependiendo de los hombres responsables del control, podía
suponer un arresto inmediato o que los colgasen en el acto,
para ambos viajeros. Salomon se hundió en su asiento. Por su
parte, Bora, bajo los últimos efectos de la medicación, estaba
furioso y no lograba encontrar la lucidez que necesitaba. «Pero
si he accedido a hacer esto, es porque no estoy lúcido».
Mientras seguían un camino rural, al atravesar un paraje
solitario que supuso debía de estar en algún lugar del bosque
de Tegel, se dio cuenta de que había tomado el camino
equivocado. Ya era la tercera vez que tenía que retroceder tras
entrar en un carril lateral, al haber tomado el desvío
equivocado. Era noche cerrada y los faros iluminaban la
llovizna en un campo de visión reducido y lloroso, como
cuando uno entrecierra los ojos. Bora dio marcha atrás sin
saber si se saldrían de la carretera o si caerían en una zanja o
en el Havel, en esta húmeda llanura atravesada por canales,
estanques y bosquecillos ralos.
Fuera cual fuese el brebaje que se había tragado Salomon,
lo había dejado aparentemente dormido, pero cuando el coche
pasó por encima de un obstáculo rocoso en marcha atrás, se
incorporó sobresaltado. Miró a derecha e izquierda, pero no
pudo ver nada. Un grupo de jóvenes arbolillos empapados se
mecía frente al coche cuando Bora se desvió del rumbo. El
canto de los insectos entró débilmente por la ventanilla abierta.
Podrían estar a cientos de kilómetros del lugar habitado más
cercano. No había ni una casa a la vista. Una valla de madera
surgía de entre las sombras como una serie de dientes largos y
afilados.
Algo más adelante, una solitaria señal avisó a Bora de
que pronto llegarían a un puente, que a esas horas seguramente
estaría patrullado. Volvió a dar marcha atrás. Salomon
escondió la cara entre las manos: un gesto de desolación que
podría haber invitado a la compasión si Bora no lo hubiera
conocido en Rusia solo un año antes, con los nervios
destrozados y sus absurdas supersticiones. El hombre que
ahora parecía completamente impotente era el mismo
comandante que le había ordenado supervisar el ahorcamiento
de partisanos y saboteadores. Uno de ellos se llamaba Onegin.
A Bora aún le apenaba pensar en aquel día. Era el verano del
43, su hermano acababa de morir y la inoportuna orden de
ejecutar a un campesino ruso había manchado su duelo y su
pena con una reparación que no era suya.
Hermsdorf. Por fin habían vuelto al buen camino. Bora
condujo con confianza por los caminos y carriles que surcaban
el paisaje boscoso a las afueras de Berlín hasta que llegó el
momento de reducir la velocidad. Avanzó lentamente, como si
buscase un sitio en concreto, disminuyendo poco a poco la
velocidad hasta detenerse por completo.
Salomon estaba tan nervioso que no podía controlar su
tono de voz.
—¿Dónde estamos? Bora, ¿dónde estamos?
—Salga del coche —le ordenó Bora. Cuando no hubo
respuesta, se bajó y rodeó el vehículo para abrir la puerta del
pasajero—. Vamos, coronel. Salga del coche de una vez.
—No. —Salomon se negó en redondo—. No pienso salir.
Olvídelo.
—Si se resiste, lo sacaré a rastras.
Salomon no cedió lo más mismo. Encogido y agarrotado
en el asiento como estaba, se necesitarían dos hombres para
sacarlo.
Bora insistió:
—Juro por Dios que contaré hasta tres. —Salomon
entendió lo que pensaba hacer al expirar el plazo cuando la
boca de la P38 se encontró con su oreja. Aterrorizado, llegados
a este punto ni siquiera intentó luchar por su vida. Se hundió
en el asiento y se lamentó por su suerte.
Bora le tiró del brazo.
—No se ponga en ridículo. —Con el hombro izquierdo,
sujetó a Salomon contra el coche para que no pudiera huir,
sacó la linterna y la encendió.
Algo más adelante, unas espirales de piedra y unas
extrañas formas de animales se materializaron en la noche
lluviosa y perfumada, indicando un arco exótico y monstruoso,
la entrada a un macabro cementerio. En la oscuridad más allá
de la verja, muy arriba, como si estuviera suspendida en el
aire, una segunda linterna les devolvió la señal. Enseguida,
ambas se apagaron.
—Estamos en el Centro budista de Frohnau, coronel. Han
accedido a acogerlo. Tenga cuidado de no asomar las narices
hasta que termine la guerra —le recomendó Bora, con
aparente tranquilidad. En realidad, estaba tan furioso que
apenas podía contenerse.
La puerta de la verja se abrió desde dentro sin un
chirrido. Salomon se retorció como un pez cuando Bora dio
unos pasos atrás; pero en un abrir y cerrar de ojos, había
cruzado el umbral y estaba a salvo. Hasta se olvidó de coger la
maleta. Cuando Bora se la tiró, sugirió:
—Tal vez, dependiendo de cómo se desarrollen las
cosas… dentro de unos días, podría…
—Coronel, tengo a un hombre apostado afuera, listo para
pegarle un tiro si intenta salir antes de que termine la guerra.
Aunque era un engaño improvisado, Salomon se lo creyó
a pies juntillas. Echó a andar colina arriba en la oscuridad,
avanzando a ciegas por el camino que llevaba a la solemne
Buddhistische Haus.
Bora intercambió unas palabras formales con el monje
portero para agradecer al abad que hubiese accedido a su
petición cuando lo llamó antes y luego volvió al coche.
No tuvo que esforzarse por recordar el lema de la Casa
porque sabía perfectamente lo que decía: «Cualquiera podrá
ver lo que hacemos. Cualquiera podrá oír lo que decimos.
Cualquiera podrá saber lo que pensamos».
Hacía años que estas palabras no se cumplían en su caso,
pero parecía que sí eran ciertas (o estaban a punto de serlo) en
el caso de los conspiradores. Solo esperaba no tener que
arrepentirse de haber dejado con vida a Salomon. A veces es
preferible una solución imperfecta.
De pronto, aunque solo por un momento, se sintió
demasiado agotado como para enfrentarse al resto de la noche.
Pero no había tiempo, ni siquiera para sentarse y cerrar los
ojos.
«Quién sabe dónde estará Emmy», se preguntó. «Espero
que en un lugar seguro donde pueda esperar a que termine la
guerra. Ya la estoy olvidando. Mi cuerpo ya ha olvidado el
suyo, porque no tuvo tiempo de acostumbrarse a él. Éramos
dos personas sedientas que se ofrecieron algo de beber. Uno
olvida tanto la copa como el contenido. Lo único que
recuerdas es que, después, ya no tenías sed».
JEFATURA DE LA KRIPO, LUNES 17 DE JULIO, 0:55
A.M.
En algún punto del camino de vuelta, Bora arrojó el
sombrero de la buena suerte de Salomon a la noche. Aunque
regresó por una ruta directa que atravesaba Wittenau y
Reinickedorf, llegó a Alexanderplatz sin tiempo que perder.
Aquí, no había llovido. Entró en la Dircksenstrasse. Al salir
del coche, sintió una aguda sensación de fracaso, como si no
hubiera resuelto el caso.
Todo se hundió en un vasto mar de desilusión. «Aquí está
—se dijo—. Mi generación, que juró sacrificarse, está viendo
caer sus creencias una a una, y aunque el fracaso no le
pertenece solo a ella, comparte el inmenso fracaso de la Nueva
Alemania».
Era insoportable. Tenía que sacudirse la angustia y creer
que algo podría sobrevivir al desastre. «Dentro de unos
días…», había dicho Salomon, esperanzado e imprudente,
cuando comprendió que iban a perdonarle la vida. El intento se
produciría de un momento a otro. ¿Y si tenía éxito? Después
de todo, habían silenciado a Niemeyer antes de que pudiera
chantajear o traicionar a nadie. El plan podría tener éxito y sin
embargo, Bora sentía una inmensa tristeza por los hombres
que trabajaban en secreto para cambiar ese mundo. «¿Qué dice
de nosotros que la salida pase por la alta traición e implique la
pérdida de vidas humanas?».
Ocho horas después de que la dolantina entrara en su
cuerpo, volvía a estar dolorido, pero lúcido. No iba a dejar que
el cansancio interfiriese con su penúltima tarea en Berlín. Su
horizonte no se extendía más allá de esta. Estaba tan
concentrado en lo que iba a decir que solo percibió vagamente
el circuito de salas, pasillos y escaleras que atravesó para
llegar a la oficina de Nebe.
A pesar de lo tarde que era, Nebe estaba leyendo un
documento grapado, o fingía hacerlo. Sin levantar los ojos,
invitó a Bora a acercarse con un pequeño gesto de la mano
izquierda. A los ojos cansados de Bora, la tulipa de cristal
lechoso de la lámpara de escritorio tenía un matiz verdoso y
suave como la espuma del mar; casi se esperaría que fuera
blanda al tacto. Con la palma de la mano hacia arriba para no
mostrar los moretones de los nudillos, Bora dejó la carpeta en
su extremo del escritorio.
Nebe subrayó una frase del documento. Aún sin alzar la
vista, señaló la carpeta con la estilográfica que tenía en la
mano.
—Por teléfono, mencionó un informe final. ¿Es su
informe definitivo?
—Así es.
Ya que no le había invitado a sentarse, Bora permaneció
de pie. No le importaba: la rodilla le dolía menos cuando no
tenía que doblarla. Nebe no le instó a tomar asiento.
Seguramente, era su manera de obligar a sus subordinados a
decir lo que pensaban, a asumir toda la responsabilidad de lo
que decían. Por lo tanto, la frase inicial que Bora había
preparado no se parecía en nada a las palabras que salieron de
su boca ahora.
—Como soldado, Gruppenführer, puedo ser impasible. Es
una de esas cualidades potencialmente negativas que se
convierten en una baza en el campo de batalla. Como oficial
de contrainteligencia, he desarrollado otras habilidades,
algunas moralmente ambiguas, pero sumamente útiles. Sin
saber si usted buscó en mí el soldado o el agente, desde el
principio me formulé la pregunta que no se me permitía hacer:
¿por qué iba un profesional (o mejor dicho, EL profesional) de
la policía alemana a confiarme un caso de asesinato? No tenía
nada que ofrecer que su equipo de investigadores no tuviera,
multiplicado por diez.
La estilográfica de Nebe (de baquelita, propiedad del
Estado, nada lujoso) dibujó una línea recta y fina bajo el texto
mecanografiado que tenía delante.
—¿Y encontró la respuesta a su pregunta?
—Posiblemente. —Con la palma hacia arriba, Bora
deslizó la carpeta hacia Nebe con la punta de los dedos hasta
que el borde de cartón tocó la hoja que el teniente general
tenía delante—. El caso de asesinato de un hombre célebre,
pero controvertido, ya de por sí es un asunto peliagudo. Dados
los contactos políticos de la víctima, era lógico encargar las
pesquisas a alguien de fuera para garantizar una especie de
neutralidad. El tiempo estipulado para la investigación parecía
sumamente limitado, pero milagrosamente ya había cuatro
sospechosos creíbles sobre la mesa. —Bora vio que Nebe
echaba a un lado la carpeta para poder seguir trabajando en el
documento grapado. Dio la vuelta a la página y subrayó una
nueva frase—. Una de ellas, Ida Rüdiger, era difícil de
implicar debido a sus contactos con el Ministerio de
Propaganda. Por suerte, no la descarté del todo, porque como
amante despechada jugó un papel importante a través de su
investigador privado, un tipo llamado Gustav Kugler. Otros
dos de los sospechosos, Eppner, el relojero, y Glantz, el editor,
ambos bajo arresto a día de hoy, tenían buenas razones para
odiar a Niemeyer. Ambos tenían armas escondidas y por fin el
editor confesó el asesinato. El cuarto sospechoso, Kupinsky,
un vago discapacitado al que posiblemente, manipularon para
que calumniase al mismísimo general Fritsch hace once años
—Nebe levantó la vista, irritado— y que recientemente fue
contratado por la Gestapo para que espiase a sus vecinos, no
albergaba una enemistad aparente con Walter Niemeyer, pero,
como los otros tres, tenía acceso a la casa. Así que un
investigador aficionado que, por lo demás, andaba escaso de
tiempo y de verdaderas pruebas, se encontró con mucho donde
elegir. Esta mañana, el inspector Florian Grimm me reprochó
que no tuviese un culpable, y es cierto que pasé casi una
semana dando palos de ciego. Pero hoy supe que tenía la
solución en mi mano, y se lo dije.
Nebe soltó la estilográfica sin ponerle el capuchón, el
único indicio de que estaba remotamente interesado.
Bora apoyó el peso de su cuerpo sobre la pierna derecha
sana.
—Sin embargo, esta noche, cuando empecé a redactar el
informe oficial, se me ocurrió que faltaba algo (un elemento,
un elemento significativo) para completar el puzle. ¡Usted
jamás consentiría que le presentasen una solución endeble o
parcial! Admito que faltó poco para que me dejase llevar por
el pánico. Es comprensible: soy un simple soldado, no un
investigador. Y aún peor: dado que mi familia se dedica al
negocio editorial, me crie con una alta tolerancia a los
escenarios imaginativos; toda una desventaja para un
investigador. Así que pensé: Niemeyer tenía tantos enemigos
como amigos. ¿Y si no fue víctima de un único culpable, sino
de una venganza en grupo? Estaba dentro de lo posible, y
disponía de un reparto ya preparado. Imaginé a Ida Rüdiger
espiando la rutina de su amante; a la esposa infiel de Eppner
dejando la puerta de atrás abierta; a Kupinsky, el jardinero,
escondiendo un arma en el patio; a Glantz, el editor arruinado,
efectuando los disparos mortales. Una sangrienta trama de
venganza donde todos y ninguno son culpables, que me
recordó a una novela británica publicada por Goldmann hace
diez años en mi ciudad natal, Leipzig: Der rote Kimono, cuyo
título original era, si no me equivoco, Asesinato en el Orient
Express. ¿Significa eso que la solución me había sido
proporcionada desde el principio? Sí y no. Las cosas no
ocurrieron exactamente como las he descrito, Gruppenführer,
pero se parecieron bastante. En cierto sentido, fue una
venganza en grupo.
Bora esperaba una señal de asentimiento, aunque solo
fuese un gesto de impaciencia, pero la reacción de Nebe se
limitó a volver a ponerle el capuchón a la estilográfica.
—Mi teoría —se obligó a continuar— incluye a una
testaruda Frau Rüdiger con unos celos enfermizos. Como
peluquera, atiende a las damas del Partido y exhibe libremente
las tarjetas de visita de sus poderosos maridos. Un día, le hace
una confidencia a una buena clienta suya, Frau von Heldorff, y
le pide el nombre de un buen investigador privado. Frau von
Heldorff, por recomendación de su marido, el jefe de la policía
de Berlín, sugiere a Gustav Kugler. En realidad, el conde von
Heldorff quiere que Kugler, exmiembro de las SA y expolicía,
siga a su última conquista, una guapa rubia que casualmente
frecuenta la casa de Niemeyer. —Cuando Nebe estiró el brazo
para coger la estilográfica, Bora temió haber perdido a su
público. Sin embargo, el jefe de la Kripo se limitó a devolver
el utensilio de escritura al portaplumas de latón y mármol—.
Así que Kugler sirve a dos señores. Por ahora, Gruppenführer,
permítame que añada solo que la rubia sin nombre, a la que
Niemeyer trataba las migrañas con hipnosis, revela datos que
no deben hacerse públicos. Ida Rüdiger no se entera de la
existencia de la rubia a través de Kugler, pero sabe lo
suficiente sobre las otras conquistas de Niemeyer, incluida la
esposa de Gerd Eppner. Imagino que la peluquera y el relojero
despechado se reunieron para compadecerse; planearon su
venganza y en algún momento, involucraron en su astuto plan
a Glantz, el desafortunado editor arruinado por el Profeta de
Weimar. Aunque Kupinsky es ajeno a la trama, por casualidad
pudo proporcionarles apoyo logístico. Por ahora, todo bien.
Cada uno de los implicados puede contribuir con algo, y
cuando Ida despida a Kugler, el campo de acción estará
despejado. Eppner, exteniente de la Guardia, les proporcionará
la munición, y lo más importante: la copia de la llave de la
puerta trasera de Niemeyer que su esposa utilizaba para entrar
en su nidito de amor. Glantz, en desacato a todas las leyes del
Reich, tiene un drilling militar guardado en su casa y la firme
intención de matar al adivino con esta arma.
—Conjeturas.
O una hipótesis de trabajo. Bora tuvo que reunir toda su
determinación para no dejarse desanimar por este frívolo
comentario.
—El primer obstáculo del plan es cómo transportar un
rifle hasta Villa Gerda sin levantar sospechas. Glantz se
encarga de ello al acceder a devolverle a Niemeyer (vi las
cajas listas en su oficina) los borradores de los artículos de la
malograda Enciclopedia mitológica, que serían depositados en
el cobertizo del jardín. De hecho, es así como pretenden
transportar el arma, desmontada. El editor, aficionado a la caza
mayor en días más felices, se comprometió a entrar a
hurtadillas en la casa la noche de actos, volver a montar el
drilling y cometer el asesinato.
—Glantz confesó justamente eso. —Dijo con desprecio.
Era la primera señal de irritación por parte de Nebe. Por un
momento, Bora temió que lo echase de su oficina.
—Bajo coacciones, general —añadió, sin embargo—, y
menos un par de detalles. El primero es que, sin que él lo
supiese, las líneas telefónicas de todos los implicados estaban
intervenidas, al menos después de que Ida contratase a Kugler.
El inspector Grimm me dijo justo lo contrario, pero creo que
fue así como se enteró del plan y de la implicación de Kugler,
su antiguo colega.
Nebe no podía ignorar lo que insinuaban las palabras de
Bora. Durante unos segundos incómodamente largos, el
silencio reinante en la habitación permaneció intacto,
prácticamente sellado. No importaba que, a la derecha y a la
izquierda, por encima y por debajo de este espacio callado, se
extendieran los meandros de la enorme jefatura de policía, con
sus archivos, salas de interrogatorio, calabozos en el sótano y
el tercer piso, gestionado por la Gestapo. Eran dos hombres
que se enfrentaban en el ojo del huracán.
—¿Y bien? Se está mojando los labios, coronel. ¿Está
nervioso?
Bora levantó la vista de la carpeta.
—Ya he dejado atrás el nerviosismo, señor. Pero el miedo
no me impide acusar formalmente a Florian Grimm del
asesinato de Niemeyer.
—Acusar formalmente a Florian Grimm… Siéntese.
—Prefiero quedarme de pie, general.
—¡Siéntese!
Era una orden y Bora obedeció. El miedo tenía un olor y
un sabor característicos; Grimm apestaba a miedo en el coche,
y ahora Nebe quería que probara el miedo y que se sintiera
impotente.
—Termine el informe.
Bora cuadró los hombros doloridos. Dio gracias a Dios
por el dolor y la fatiga, que amortiguaban su pánico, lo
anclaban a su cuerpo y le permitieron serenarse,
independientemente de las consecuencias que pudiera acarrear
esta noche. Observó cómo Nebe colocaba la carpeta sobre el
documento que había subrayado, boca abajo, como en un
intento de negar o neutralizar su contenido.
—Al igual que Gustav Kugler, Gruppenführer, antes de
unirse a la Kripo, Grimm formó parte, como sabe, de las SA y
posteriormente, de la policía de Berlín bajo el mando del
conde von Heldorff. Es un viejo zorro. Cuando se entera del
plan de venganza hasta el último detalle, incluida el arma
elegida por los aspirantes a asesinos, se les adelanta. Un juego
de niños para un hombre con su experiencia en el frente
oriental. Por su profesión, tiene fácil acceso a todo un arsenal
del calibre adecuado, incluidos varios Mausers de la Gran
Guerra modificados para disparar con calibre 12 y otras
escopetas confiscadas a lo largo de los años a gánsteres e
izquierdistas. ¡Bueno! Nadie queda más sorprendido y
aterrorizado por la noticia del asesinato que el propio Glantz,
que estaba a punto de enviar por correo el drilling al cobertizo
del jardín de Niemeyer. Cuando un pajarito le cuenta que la
munición utilizada coincide con dos de los tres cañones del
drilling, se viene abajo de repente. Toma la estúpida decisión
de volver a embalar el rifle y lo envía a un apartado de correos
de la estación de Anhalt. Puede que sea un cobarde, pero al
final se redime cuando, bajo arresto aquí en Alex, donde le dan
una paliza y luego (en contra de los deseos de la Policía
Criminal), lo llevan al tercer piso y lo entregan a la Gestapo,
asume la culpa sin implicar a sus coconspiradores, Rüdiger,
Eppner y Kupinsky.
Nebe frunció los labios en un gesto que podía disimular
un gran número de reacciones.
—Acaba de decir que Glantz omitió dos detalles en su
confesión, ¿cuál es el segundo?
—El más importante, aunque el editor no lo conocía: que
Walter Niemeyer intentó sacar provecho de lo que la rubia
había dicho bajo hipnosis. Se puso en contacto con el conde
von Heldorff, y posiblemente con otros, para pedirles dinero u
otros beneficios. De lo contrario, haría público el peligroso
contenido de sus sesiones con la chica. Comprensiblemente,
desde el punto de vista del jefe de la policía de Berlín, esto
bastó para firmar su sentencia de muerte. Una vez muerto
Niemeyer, junto con el abogado al que ordenó (por escrito)
que sacase a la luz la verdad si sufría una muerte violenta, todo
volvería a la normalidad. Pero la carta a E. D., Ergard Dietz,
nunca fue entregada. Sugiero que Grimm la encontró en un
sobre sellado en casa de Niemeyer (me dijo que la caja fuerte
estaba vacía, algo muy poco probable). Cuando Heldorff leyó
la copia, se deshizo inmediatamente del abogado y ordenó a
Grimm que incendiara la villa para destruir otras posibles
copias. —«Qué sabio es el cuerpo humano— pensó Bora —.
El dolor ahuyenta al miedo y el cansancio ahuyenta al
dolor»—. El problema, general, es que aunque el conde von
Heldorff jugó un papel fundamental en todo este asunto,
Niemeyer no fue asesinado por órdenes directas suyas. —
Mientras sopesaba sus palabras, Bora se sintió fuertemente
tentado de clavar el dedo índice en la tulipa de cristal lechoso,
seguro de que se hundiría como la carne de una medusa—.
Desgraciadamente, estoy sentado frente al verdadero cerebro
de la trama. Fue por orden suya, señor, que Florian Grimm
ejecutó a Niemeyer. Y puedo demostrarlo.
La única respuesta de Nebe consistió en un brusco
espasmo de la pierna, que intentó disimular cambiando de
postura. El ambiente inodoro y estéril de la habitación se
volvió denso. Los pocos objetos que había sobre el escritorio
(el portaplumas, un lápiz indeleble, la fotografía enmarcada,
un teléfono) parecían sumergidos en almíbar, y el metro de
distancia que separaba a ambos hombres amenazaba con
solidificarse como el cristal. Solo era un espeso silencio, pero
por primera vez Bora entendió de verdad la expresión «un
muro de silencio». Cuando Nebe decidió romperlo, lo hizo con
tono sereno.
—«Ejecutar. Y puedo demostrarlo». —No era una
pregunta, no encerraba curiosidad. Como las palabras de Bora,
era una exposición de los hechos—. Más le vale, coronel.
La angustia de las últimas horas empezaba a hacerse
notar. Bora se sentó muy rígido para no hundirse en el asiento;
con gusto habría estirado la pierna lastimada y se habría
frotado el cuello, pero no podía permitirse ningún signo de
debilidad delante de Arthur Nebe.
—Ha sido muy difícil. Los cuatro sospechosos (he de
admitir que fue una ocurrencia genial) eran más que simples
señuelos. En realidad, encajan en la trama. Grimm… ah,
Grimm estaba más allá de toda sospecha. ¿Por qué iba a
desconfiar del alegre policía veterano que me habían puesto de
compañero? Después de todo, fue el que descubrió el cadáver.
Y cómo se divirtió relatando los sórdidos comienzos de
Niemeyer como supuesto judío de Europa del Este y
contándome cómo el público había prorrumpido en carcajadas
cuando descubrió que no estaba circuncidado. Y la autopsia
oficial confirmó este detalle. Si no hubiera tenido acceso al
informe íntegro de la autopsia que alguien censuró del
expediente oficial, nunca me habría dado cuenta. Pero el
detalle del informe post mortem al que debí prestar atención
no era el de la circuncisión, sino el del moretón que Niemeyer
tenía en la cara, y que los médicos del Charité confundieron
con una lesión sufrida al caer hacia adelante. Podría despertar
sospechas, así que era mejor omitirlo del documento oficial.
Había visto cómo el voluminoso anillo de Grimm desgarraba
la carne cuando golpeó a Glantz el día que lo «salvamos» del
suicidio. Sugiero que Grimm dio un puñetazo a Niemeyer
cuando este lo sorprendió en su casa. Hasta me atrevería a
añadir que las contusiones recientes en las manos del inspector
no son el resultado de haber sacado a su familia de los
escombros tras el bombardeo, sino de trabajarse a Glantz bajo
este mismo techo, al estilo de la policía, para que dijese lo que
él quería.
—Todo esto concierne a Grimm, no al jefe de la Policía
Criminal.
—Solo que Grimm seguía las órdenes de alguien. Y por
mucho que seamos ciegamente disciplinados en esta Nueva
Alemania, no dejé de preguntarme quién las habría dado, hasta
que entendí por qué, a sus ojos, era el hombre idóneo para esta
investigación. Un hecho relevante, y para mí alarmante: era lo
único que sabía de mí, como oficial de alto rango de las SS y
conocido de Carl Friedrich Goerdeler, exalcalde de Leipzig.
No me hago ilusiones, general Nebe: más de una vez me han
pedido que responda por mi supuesta falta de fiabilidad
política. Si ese era el caso, ¿por qué iba el jefe de la Policía
Criminal a iniciar una investigación diciéndole a su
investigador sustituto que no se preocupase si no lograba
resolver el caso antes de abandonar Berlín? ¿Acaso el
asesinato de Niemeyer no era un caso célebre? ¡Que quedase
sin resolver no podía ser un resultado deseable!
—Divaga.
—Todo lo contrario. Si no me hubiese enterado de que,
mucho antes de espiar para la celosa Frau Rüdiger, Gustav
Kugler hacía el trabajo sucio para el Estado, nunca lo habría
relacionado con la muerte de Niemeyer. Pero en los viejos
tiempos, Kugler también se relacionaba con Grimm, me lo dijo
él mismo. Kugler me llevó hasta Grimm y Grimm me llevó
hasta usted. Desde el principio, general Nebe, Grimm y yo
estuvimos enfrentados. Si Grimm se salía con la suya…
bueno, los accidentes ocurren: en este quinto año de guerra, un
teniente coronel es igual de prescindible que cualquier otro.
Por otra parte, podrían acusar a Grimm de haberme matado:
una magnífica excusa para quitar de en medio a un asesino que
podría llegar a ser problemático. Después de todo, eliminó a
Niemeyer sin dudarlo porque el jefe de la Kripo lo consideró
necesario: era trabajo de oficina, pura rutina. Como en el
frente ruso, estoy seguro de que Grimm no sintió nada al
disparar a Niemeyer. —Bora se oyó hablar como si fuera otro
el que explicaba las cosas a través de él, con más claridad de la
que sentía.
»Mientras me ciñese a los cuatro sospechosos (aunque no
oculté mis dudas al recibir una lista ya elaborada), Grimm
debió pensar que la investigación era meramente pro forma.
Puede que me guardase cierto rencor por ser alguien de fuera y
no un miembro de la fuerza policial, pero por lo demás estaba
tranquilo. Día tras día, su inquietud fue en aumento en
proporción al tiempo que pasaba buscando un culpable en otro
sitio. Se alarmó al ver que relacionaba a su viejo amigo Kugler
con Niemeyer y con los asesinatos que cometió para las
autoridades durante la época de Weimar. Debió empezar a
preguntarse qué le pasaría si resolvía el caso. Hacia el final, se
dio cuenta de que lo había descubierto, y esto alimentó su ira.
Si proponía una solución que lo implicase directa o
indirectamente, o si la Gestapo empezaba a entrometerse al ver
cómo dirigía la investigación, estaba acabado. No es de
extrañar que hoy, tuviese la brillante idea salir al campo para
deshacerse de mí. Puede que Grimm fuese un viejo zorro, pero
yo soy un zorro joven.
Nebe permaneció inmóvil, como una fotografía de sí
mismo, sin ninguna profundidad.
—Se dará cuenta de que uno de los dos tiene que morir.
—No se preocupe, Gruppenführer: ya me he encargado
de eso. —Los maltrechos nudillos de Bora quedaron a la vista
cuando sacó la placa de Grimm y la dejó en el escritorio—.
Por si lo necesita, lo que queda de Grimm está esparcido a lo
largo de las vías del tren, al este del cruce de vías. —Junto a la
placa, colocó un mapa doblado para mostrar el punto exacto,
marcado con tinta azul.
Se hizo una larga pausa durante la cual Nebe permaneció
con la mirada perdida. Aunque tenía a Bora sentado delante,
no era a este a quien contemplaba. Pequeños espasmos
recorrían su feo rostro surcado de cicatrices, el rostro de un
obrero al servicio de la justicia y la muerte. Las emociones
íntimas se sucedieron, forzando a los músculos de sus mejillas
y cejas a revelar por fin al hombre que había detrás. En cuanto
a Bora, confiaba en saber mantenerse ilegible como siempre,
incluso para un Gruppenführer de las SS. Una pequeña
ventaja, pero una ventaja donde no había otra.
Por fin, Nebe dijo, no sin cierto esfuerzo:
—Qué… bueno.
Fue uno de esos casos en los que una palabra no
significaba ni remotamente lo que se creó para significar. Esta
noche, nada de lo que los rodeaba era bueno.
La bondad estaba tan lejos de esta habitación como las
pistas desde las que despegaban los enjambres de bombarderos
enemigos, dispuestos a arrasar Berlín. De hecho, era el final de
todo en lo que ambos, cada uno a su manera, habían creído.
Nebe abrió un cajón del escritorio, extendió la mano
derecha en dirección a la placa de Grimm y la guardó. Tras
echarle una mirada superficial, hizo lo mismo con el mapa.
Aunque seguramente esta era la única oficina en todo Berlín
donde no había dispositivos de escucha, Bora no dijo nada más
hasta que no habló Nebe.
—¿Descubrió el motivo de la muerte de Niemeyer?
—Descubrí el verdadero motivo, general Nebe. Durante
nuestra primera reunión, cuando menospreció a los «jóvenes
coroneles», no se refería a mí. Lo intuí. En cuanto al doctor
Goerdeler, que conoce a mi familia desde hace años, no me
habría recomendado a usted, como creo que hizo, si no
hubiese visto en usted una contrapartida a sus sentimientos
políticos. Un exalcalde caído en desgracia y un Gruppenführer
de las SS no se encuentran por casualidad, sobre todo en los
tiempos que corren.
Nebe abrió la boca dos veces, como si necesitase respirar
hondo. A Bora, que solo lo había visto una vez antes de
aquella noche, le dio la impresión de que había envejecido
años en cuestión de minutos.
—Como entenderá, no puedo dejar que se marche de
Berlín, coronel.
—Con su permiso, me quedó claro desde el día en que
me citó en este mismo despacho.
—¿Y…?
—Me molesta profundamente, ya que tenía plena
intención de volver con mi regimiento. En mi egoísmo, culpo
a usted y a sus cómplices del apuro en que me encuentro. —
Cómplices, no colegas. Bora no se refería a las SS ni a la
Policía Criminal. Nebe lo entendió perfectamente, y su
sorpresa fue evidente. En su lugar, un civil se habría pasado un
dedo nervioso por el cuello de la camisa para aflojárselo—.
Puede que peque de engreído, pero creo que sabía que
resolvería el asesinato de Niemeyer. No es lo que quería de mí,
pero no podía ser más directo. Sería alta traición.
Nebe se recostó mecánicamente en su sillón. Daba la
extraña impresión de estar simultáneamente a punto de gritar y
de caer en un silencio sepulcral.
—Ya que menciona el egoísmo… —Empezó la frase y se
detuvo, pero solo por un amargo momento—. Ya que
menciona el egoísmo, no es algo de lo que mis cómplices y yo
carezcamos. —Empujó el lápiz indeleble lentamente hacia un
lado—. ¿Encontró la carta?
—Sí.
—¿Dónde?
—Perdone que use sus mismas palabras, pero esa es la
única pregunta que no puede formular.
—Goerdeler dijo que la encontraría. Démela.
—No la llevo encima.
—Deme la carta. No puede dejarla en cualquier sitio, no
es seguro.
Bora sintió cómo la insolencia de su niñez volvía de un
lugar inesperado, profundo y desesperado.
—Por el momento, está a salvo donde está, general Nebe.
¿Qué hora sería? Bora había perdido toda noción del
tiempo. De pronto sintió un deseo primitivo, animal, de
dormir. Frente a él, Nebe se reclinó en su asiento, evitando el
resplandor que proyectaba la lámpara de escritorio, envuelto
en sombra. Para Bora, familiarizado como estaba con las
técnicas de interrogación, ese intento de evitar la luz indicaba
un cambio en el equilibrio entre ambos: Nebe había
recuperado sutilmente la ventaja.
—¿Qué hay de su poco fiable colega?
No dio nombre, y Salomon era el superior de Bora en
rango, pero Nebe no podía estar refiriéndose a nadie más. Bora
no se esperaba la pregunta, pero prefirió no mentir
descaradamente.
—De todas las competencias útiles para esta misión, las
relacionadas con mi formación en la Abwehr son las que más
me han servido: puedo ser un hombre sin escrúpulos, y si es
necesario mataré a sangre fría.
Nebe lo miró con el ceño fruncido. Entendía
perfectamente las palabras de Bora. Señaló con la barbilla la
cadera izquierda de Bora, donde llevaba la funda.
—Deje su arma en el escritorio, coronel.
Bora obedeció, girando la culata hacia Nebe. Junto a la
P38, colocó el cargador extra. En cualquier momento, Nebe
podía coger el teléfono y ordenar que lo arrestaran. Solo
esperaba que no sucediese antes de poder decir todo lo que
tenía que decir.
—La razón por la que me eligió es porque me consideró
SEGURO, y un señuelo prescindible. Estaba haciendo tiempo
hasta que un cambio drástico en el gobierno de la Patria
hiciera que la muerte de Niemeyer pasase a ser irrelevante. En
todo momento contempló, y aún contempla, el éxito de su
empresa. En ese caso, la eliminación de Niemeyer parecerá
oportuna y beneficiosa. Pero el adivino tuvo el descaro de
intentar sacar provecho a su silencio; de lo contrario,
demostraría su justo valor a su muerte, cuando dejase al
descubierto un auténtico complot contra el Führer. Había que
detenerlo, y fue merecidamente derribado. Hablando como
soldado, la estrategia de Niemeyer era un plan brillante, que
solo otro genio podría frustrar. Su estrategia, general Nebe, fue
una gran venganza en lugar de una pequeña venganza: lo que
está arriba es como lo que está abajo. Si fracasan, general
Nebe, el caso Niemeyer será el menor de sus problemas. —
Bora vio cómo la mano de Nebe se acercaba al teléfono, pero
se limitaba a sacudirse una mota de polvo invisible—. Sus
cómplices, salvo quizás el conde von Heldorff, ni conocen ni
darían su aprobación a su forma de tratar a los posibles
traidores: estoy seguro de que Ergard Dietz y la novia de
Heldorff siguieron el destino de Niemeyer. Pero el doctor
Goerdeler y otros (discúlpeme si no menciono a nadie más; al
fin y al cabo, soy un soldado de nuestra Nueva Alemania)
coincidieron con usted en que podría resultarles útil en Berlín
durante esta semana para llamar la atención sobre mí mismo,
corriendo de un extremo a otro de la ciudad. Me vigilaron
varios hombres de civil, algún que otro investigador de hotel y
hasta el chófer de un general retirado. Pero cuando empecé a
entender y acercarme a la verdad, me volví no solo
prescindible, sino potencialmente peligroso si la Gestapo me
atrapaba primero. Y si no hubiera conseguido imponerme a
Grimm en el cruce de vías, habría desaparecido sin dejar
rastro.
Solo los antebrazos y las manos huesudas de Nebe
surgieron de la penumbra al otro lado del escritorio.
—Pero no tiene todos los detalles.
—Bueno, no sé adónde fueron a parar las riquezas de
Niemeyer. El dinero ha desaparecido de sus cuentas alemanas.
O se hizo con él nuestro ahorrativo conde von Heldorff, o fue
el Reich. No sé si Bubi Kupinsky, el único miembro del
cuarteto que no estaba directamente implicado en el complot,
escapó con vida o acabó como el abogado y la rubia. Ni
tampoco sé con seguridad si Gustav Kugler fue eliminado por
Grimm, a la antigua usanza de Weimar, o si murió por motivos
de trabajo.
—Lo cierto es que ninguno de ustedes importa lo más
mínimo.
El lápiz indeleble que descansaba sobre el escritorio de
Nebe (una herramienta para dictar sentencia sin posibilidad de
recurso y para el recuento de las muertes que ya se habían
producido) estaba desafilado. Bora se fijó por el rabillo del ojo
y encontró significado y consuelo en este detalle.
—El elemento más importante que desconozco, señor, es
CUÁNDO van a actuar. Anteayer ocurrió algo, un simulacro o
un «todo listo» cancelado en el último minuto, y apostaría algo
a que esta no es la primera salida en falso. El almirante
Canaris me adiestró bien. Después de todo, soy uno de sus
muchachos.
Los dos hombres centraron su atención en el arma de
Bora, que descansaba entre ambos.
—Debería matarlo ahora mismo —dijo Nebe.
—Probablemente.
«Ahora Nina nunca se quitará el luto». A Bora le vino
esta idea a la mente, extrañamente sin dolor, como si no fuese
su vida la que estaba en peligro inmediato. «Pero Nebe
imagina que me encuentro en una situación tan desesperada
que estoy dispuesto a arriesgarlo todo, incluso a abrir fuego
contra él y denunciar la trama». Permanecieron uno frente al
otro, inmóviles, mirando el arma. Fue precisamente ese
desapego sosegado, que era justo lo contrario de la
resignación, lo que hizo que Arthur Nebe bajara la vista y al
hacerlo se fijase en el inútil lápiz desafilado. Irritado, se aclaró
la garganta, como si no disponer de una punta afilada y la
compostura de Bora fuesen un engorroso obstáculo en el
camino de su amenaza. Guardó la P38 y el cargador en su
escritorio, fuera de su alcance.
—Si dependiese solo de mí, ya habría ordenado que le
pegasen un tiro.
Esto significaba que otros (Goerdeler, ¿o quizá el propio
Stauffenberg?) se habían opuesto a la idea. Este detalle
suavizó ligeramente la animosidad de Bora.
—La carta, coronel.
—La carta está en la carpeta que tiene delante, general
Nebe.
La carpeta estaba vacía, excepto por la carta de Niemeyer.
Nebe la examinó con atención con una lupa antes de hacerla
pedazos, a los que prendió fuego con una cerilla dentro de un
tintero vacío. Antes de reunirse con Salomon, Bora había
hecho lo mismo en el lavabo de su habitación de hotel con el
material sobre Kugler, la autopsia de Olbertz y su
cuidadosamente mecanografiado informe definitivo.
—Pase lo que pase, coronel (y se equivoca: la empresa
tendrá éxito), no compartirá ni el arrepentimiento ni la gloria
por ella.
Había oído lo mismo de boca de Claus von Stauffenberg.
Con los labios apretados, Bora pensó: «ya tengo mi propio
arrepentimiento y mi propia gloria. Los de los demás no me
pertenecen». Cuando Nebe se puso en pie, Bora se levantó
rápidamente de la silla, como hacía siempre en presencia de un
superior, a pesar de su cansancio. Era perfectamente
consciente de que, independientemente de lo que le hubiese
prometido el teniente general, en el trayecto entre el centro de
Berlín y cualquiera de los aeropuertos que lo rodean podrían
asesinarlo cien veces. Aún no se veía luz al final del túnel; o
quizás solo hubiese un muro ciego.
En realidad, Nebe estaba lejos de haber terminado con él.
Sus siguientes palabras fueron las primeras que Bora no se
esperaba aquella noche.
—Deje aquí los documentos del coronel von Salomon.
No queremos que nadie piense que es un desertor, ni que usted
lo ayudó en su intento de escapar. —Nebe captó la sorpresa de
Bora como si fuera la reacción que esperaba—. ¿Había
bebido? A mis hombres se lo pareció, al ver cómo conducía en
círculos esta noche hasta dar con el Centro budista de Frohnau.
—Le pidió los papeles con un gesto de la mano entreabierta—.
Su antiguo comandante murió hace una hora. Lo encontrarán
en el bosque en los próximos días, a orillas del lago Hubertus.
Oficialmente, se habrá pegado un tiro en un momento de
pesimismo ante el grave deterioro de sus nervios, certificado
por los médicos desde 1941. A menos, por supuesto, que surja
la sospecha de que se suicidó tras disparar a ese chapero
(¿cómo se llama, Kupinsky?), con el que se reunió en aquel
paraje solitario. No me mire tan abatido. He tenido que tomar
estas precauciones precisamente porque es uno de los
muchachos de Canaris. Como usted dice, es y seguirá siendo
un soldado. Ese es su límite.
El plan imperfecto de Bora consistía en ocultar a
Salomon y quedarse con sus documentos por un tiempo
indefinido, o hasta que se aclarase la situación. Ahora, al
entregar con pena los papeles, vio que la cinta elástica que los
mantenía unidos se había deshilachado y estaba rota.
—Doy gracias a Dios por ese límite todos los días de mi
vida.
Ahora, Nebe llevaba ventaja.
—Por cierto, ¿ha venido en el coche de personal? Bien.
Imagino que también habrá traído las cajas con recortes sobre
Niemeyer que se le confiaron. Bien. Deje el Oympia aquí y
entregue las llaves.
¿Significaba esto que Bora no saldría vivo de Alex? ¿O
acaso Nebe esperaba que atravesase Berlín a pie a estas horas
de la noche? Aunque Bora estaba demasiado agotado y
asqueado para hacer preguntas, luchó por una pizca de amor
propio.
—Dejaré aquí las cajas de Niemeyer, general, pero no el
vehículo. Preferiría volver en coche.
La propuesta estaba a medio camino entre una arrogancia
sin precedentes y una petición justificada. Nebe sopesó la
pregunta con el ceño fruncido y finalmente accedió.
Cuando se separaron, Nebe levantó rígidamente el brazo
y Bora le respondió con el saludo militar.
—Pronto uno de estos dos saludos prevalecerá sobre el
otro —murmuró el general, y señaló la puerta—. Irán a
buscarlo mañana.
Bora se alejó, preparado para cualquier cosa: una bala en
la nuca, una nota de agradecimiento o un insulto. Pero no
recibió ninguno de los tres. A pesar de la época del año, a esta
hora, justo antes del amanecer, casi hacía frío en Berlín. Aún
se veían las estrellas, pero pronto el cielo sobre los edificios y
ruinas se teñiría de ese matiz pálido y carnoso que en España
le recordaba a las mujeres desnudas. Se vio a sí mismo como
era entonces, subiendo por el terraplén del río en la ladera
escarpada de Riscal Amargo, en una época en la que creer aún
no era doloroso. Ahora, tanto creer como no creer le producía
dolor. Pero estaba acostumbrado al dolor.

Sabía que lo seguirían. Aun así, tras salir de la jefatura de


policía y cruzar el centro de la ciudad, no giró a la izquierda en
Potsdamer Strasse para llegar al hotel, sino que siguió hacia el
suroeste, en dirección a Dahlem.
La clínica del tío Reinhardt-Thoma dormitaba a la media
luz del amanecer. Faltaban días para que reabriese bajo una
nueva dirección, pero Bora estaba dispuesto a apostar que
Wirth ya habría trasladado sus cosas al despacho de la planta
baja.
Aunque le dolía la rodilla, se bajó rápidamente del
Olympia. Fatigado como estaba, actuó automáticamente, pero
consciente de cada uno de sus movimientos. Mientras tanto, el
coche camuflado de la Kripo se deslizó silenciosamente a lo
largo de las sombras de Dohnenstieg y aparcó al otro lado de
la calle con los faros apagados. Bora usó la llave que le había
dado Olbertz. No habían cambiado la cerradura, así que no
tuvo problemas para entrar.
Cajas y cajas de papeles esperando ser archivados
llenaban el suelo de la oficina. Bora colocó la linterna en un
rincón para tener luz suficiente para trabajar. Lo primero que
hizo fue empujar el pesado escritorio contra los paneles de
roble de la pared del fondo. Luego, con el pie derecho, fue
empujando y reuniendo una a una las cajas a su alrededor.
Dejó todas menos una de las cortinas de algodón nuevas,
dobladas y todavía a medio envolver, sobre el escritorio, junto
con las carpetas de los cajones, dos sillas y sus cojines
rellenos. Bora recogió un destornillador (que debió caerse al
suelo cuando movieron los muebles) y se lo metió en el
cinturón. Acto seguido, sacó de su maletín la botella de agua
que había llenado de gasolina en la casa del viejo granjero-
soldado. La había tapado con la gasa quirúrgica con la que
Ybarri le había vendado la rodilla y ya le había añadido los
terrones de fósforo blanco, parecidos al ámbar, que había
encontrado al revolver los escombros. Dejó el maletín y la
linterna en el umbral de la puerta principal. Allí prendió fuego
a la tela empapada de gasolina con el encendedor de Peter y
lanzó con todas sus fuerzas la botella contra el escritorio.
Se marchó poco después. Cerró con llave la puerta
principal y embutió el resto de la cortina de algodón por
debajo para retrasar la salida del humo. Antes de bajar al patio,
metió la llave en la cerradura y la rompió de un golpe seco con
el mango del destornillador. Cuando Bora regresó al Olympia,
las llamas empezaban a elevarse dentro de la casa. Pasó con
aire despreocupado junto al coche de policía, donde dos
hombres de paisano debatían muy apurados lo que debían
hacer.
Condujo hasta el Leipziger Hof sin echar ni una mirada
por el retrovisor para ver si lo seguían. Una vez en su
habitación, pidió un aguardiente para tragarse un analgésico
que vomitó inmediatamente. Bajó mejor con un vaso de agua
del lavabo. Se quedó dormido al instante, aún a medio vestir;
en su sueño agitado, le pareció oír (aunque quizás fuese el
primer aviso de bombardeo) la sirena de un camión de
bomberos que se dirigía hacia Dohnenstieg a toda velocidad en
la oscuridad de la noche.
17 DE JULIO, 5:50 A.M.
Por la mañana, no recordaba nada del día anterior. Se
había quedado completamente en blanco. Sabía que estaba en
Berlín y por qué, pero no podía explicar los moretones que
tenía en la mano derecha ni la rodilla dolorida y contusionada.
Su escaso equipaje estaba listo, así que debía estar a punto de
marcharse. Se le vino a la mente una vaga imagen en la que
estaba en el coche con Florian Grimm, no sabía dónde. El
resto era un doloroso vacío.
Esto solo le había ocurrido un par de veces, después de
sendas borracheras en la embajada alemana en Moscú. Pero
aquello fue antes de la guerra, cuando los soviéticos intentaban
que los jóvenes agregados militares bebieran demasiado en un
intento (fallido, en su caso) de aflojarles la lengua. Era una
sensación de lo más desagradable, que intentó remediar
leyendo las entradas de su diario de los últimos días. Detalle a
detalle, a través de la reticencia y la censura autoimpuesta de
sus propias palabras, comenzó a reconstruir los
acontecimientos, al menos en parte. Como bloques de hielo
bien definidos que surgen de un mar en calma, le volvieron a
la mente las interminables horas que acababa de dejar atrás.
Grimm, Nebe, Salomon, Kupinsky. Lo golpearon como una
secuencia de horror infinito.
Pero pertenecían a otra vida, como si hubiera muerto y
esta mañana un Bora distinto hubiera venido al mundo,
totalmente indiferente al riesgo, al remordimiento, al miedo, al
dolor. Volvía a estar consciente, recordaba cada detalle y se
sentía excepcionalmente sereno.
Fuera cual fuese su destino, Nebe pronto enviaría a
alguien a recogerlo. Solo mientras se afeitaba, la idea de
Salomon sacado a rastras del Centro budista lo golpeó como
una bofetada. Varias lágrimas silenciosas le rodaron por la
mejilla y tuvo que apartar la vista del espejo para no verse
llorar. «Era mi comandante. Confiaba en mí. Qué miedo debió
pasar; debió pensar que lo traicioné». La oscuridad, la solitaria
orilla del lago, el amargo olor del agua… podía percibirlos
como si estuviese allí. Y Kupinsky, una vez más el eslabón
débil, destruido para siempre.
A las 6:30 a.m., el sol estaba rojo y enorme, cuatro dedos
por encima del horizonte. De pie junto a la ventana, mientras
se abrochaba el botón de carey del cuello de la camisa, le
recordó a una rueda gigante, como la que describe el Tao. Ah,
sí. ¿El apellido de Max, Kolowrat, no significaba «rueda»? El
mismo término antiguo indicaba el disco del sol y la esvástica,
todo lo que gira en torno a un eje inmutable y crea o destruye a
su paso.
Cuando salió del hotel, no quedaba ni un ápice de todo lo
que había hecho y experimentado durante la semana pasada
que no recordara.

***

Fuera lo esperaba un coche camuflado. Lo conducía una


auxiliar que debía tener órdenes de responder con
monosílabos.
En el asiento trasero, Bora encontró su P38 y el cargador
extra, el único indicio claro de que no iban a ejecutarlo esta
vez. Comenzaba el día y los pilotos enemigos aceleraban los
motores para preparar el siguiente bombardeo sobre Alemania.
De todas las veces que Bora había abandonado una ciudad sin
la certeza de volver a verla, esta era la más melancólica.
Independientemente de cómo fueran las cosas, nunca volvería
a este Berlín. No solo estaba escrito con un lápiz sin punta,
sino que hacía mucho que estaba escrito en tinta. Había habido
otras despedidas como esta a lo largo de su carrera: sin previo
aviso, crueles extracciones de la mandíbula del Tiempo. París,
Moscú, Roma… ahora eran poco más que nombres en su
geografía interior.
La auxiliar no miraba por el espejo retrovisor. Entre los
hombros que el uniforme hacía parecer cuadrados, se intuía un
cuello delicado. Un cuello fácil de romper, e igual de fácil de
doblar en un beso. Bora pensó en Emmy, de camino a su
siguiente misión, si no había llegado ya. Bora observó la
melena brillante de la chica, recogida bajo la gorra militar; no
porque se interesase por ella, sino para no mirar hacia fuera.
No quería memorizar los barrios borrados por la guerra ni
arriesgarse a compararlos con lo que habían sido y con aquello
en lo que se convertirían.
«¿Cuánto tiempo podremos resistir, tenga éxito el
complot o no? Nueve o diez meses a lo sumo. Entonces,
vendrán los rusos. El tío Reinhardt-Thoma, obligado a
suicidarse, escapó antes de la catástrofe. Pero mis padres,
como el resto de Alemania, no se librarán de nada».
La solución era distanciarse de la gente y de las cosas.
Alejar a sus colegas y hermanos oficiales, que habían
significado tanto para él, no de su preocupación (moriría por
ellos), pero sí de su apego. En cuanto a los objetos materiales,
tenía pocos que fueran exclusivamente suyos, aparte de sus
libros y las pocas pertenencias de infancia que quedaban en las
casas de la familia en las que había vivido de niño en Leipzig,
Borna y Prusia Oriental. ¿Saberlo le hacía sentirse libre? No.
La primera y la última vez que se había sentido libre había
sido en España.

Inesperadamente, en Schönefeld un cirujano militar lo


esperaba con un botiquín de primeros auxilios. Bora vio lo que
se avecinaba y se apresuró a señalar:
—Preferiría no tomar analgésicos. No reacciono bien a
los calmantes.
—Francamente, coronel, me da igual.
Una dosis descomunal lo dejó fuera de combate durante
todo el vuelo. Cuando aterrizó en Italia, una segunda inyección
lo despertó de golpe, después de lo cual volvió a estar
operativo.

«Jueves, 20 de julio de 1944. 5:30 a.m. Nota:


si el Profeta de Weimar hubiese cumplido la
palabra dada a Glantz, hoy tendría que haber
entregado la Enciclopedia mitológica para su
publicación. ¡Dios sabe dónde estarán los Glantz (y
Eppner, y su Ostarbeiter rusa) a día de hoy!
»Escribo por primera vez desde mi regreso a
Italia. Los hombres están encantados de que haya
vuelto, sobre todo Luebbe-Braun. Fue un alivio
para él devolverme la responsabilidad del mando,
que tuve ocasión de ejercer de inmediato.
»La segunda inyección me dejó hiperactivo,
así que decidí visitar inmediatamente los puestos
avanzados situados a lo largo del frente: tal y como
está la situación, estaremos ocupados día y noche.
Me molesta la rodilla, pero no importa. Al menos,
aquí puedo moverme cómodamente con los
pantalones cortos de uniforme, y cuando mencioné
un “pequeño accidente de tráfico” en Berlín, nadie
me pidió detalles.
»Hablando de pequeños accidentes, una nota
personal: en Trakehnen, el mismo año en que el tío
Reinhardt-Thoma me habló de la olla y el fuego,
Peter y yo tuvimos la gran idea de acelerar el
desmantelamiento de un viejo granero. Le sugerí a
mi hermano menor que le prendiéramos fuego, así
que, inspirados por mis (escasas) nociones de
química, combinamos la gasolina que habíamos
sacado de un tractor con el fósforo que se utilizaba
como fertilizante en los campos. Todo esto lo
metimos en un recipiente improvisado, una botella
de vodka vacía que habían dejado tirada los
jornaleros polacos. Tras taponarle el cuello con
arpillera, empaparla de combustible y prenderle
fuego, la tiré con todas mis fuerzas contra la pared
del granero para ver qué pasaba. El resultado
superó todas nuestras expectativas, y el incendio
estuvo a punto de destruir el campo de centeno que
había detrás del cobertizo.
»No hace falta que describa la dificultad de
explicar lo ocurrido al general, que en aquella
ocasión le comentó a Nina que, o entraba en el
ejército, o iba a ser todo un delincuente de mayor.
»En cualquier caso, castigo aparte, la idea fue
buena. Nueve años después, en Marruecos, la
perfeccioné para mis compañeros de la Legión
Extranjera que se marchaban rumbo a España.
»¿Qué otra utilidad para la causa común
podía tener un jovencito alemán profundamente
católico, un voluntario novato de la Abwehr recién
salido de la escuela militar? En Aragón,
agazapados entre una cooperativa de agricultores y
un depósito de camiones averiados, mezclamos
fósforo blanco y combustible en botellas de Afri-
Cola y las taponamos con trapos. Fueron nuestra
principal munición durante casi una semana, y nos
permitieron detener el avance del enemigo,
pidiéndoles prestado temporalmente el dicho de “no
pasaran”. En realidad, no estoy orgulloso del
invento, porque es un arma desesperada y cruel,
sobre todo para los que quedan atrapados en
vehículos en llamas. Pero así fue.
»Sí, al contrario de lo que otros (los
finlandeses y los soviéticos) afirmaron más
adelante, nosotros, los legionarios de Francisco
Franco, fuimos los primeros en utilizar el
denominado cóctel molotov contra los carros de
combate T-26 rusos en España. El apodo era
nuestro intento de contrarrestar a la coalición
comunista apoyada por el ministro de Exteriores de
Stalin, el astuto Vyacheslav Molotov. En
Stalingrado, ya casi al final, mis hombres y yo
volvimos a recurrir a él mientras teníamos
combustible. Y hace cuatro noches, me resultó muy
útil en Dahlem.
»Por estas dudosas hazañas, y porque tengo la
reputación de ser un comandante con suerte, mis
hombres son irracionalmente optimistas. Pero yo…
me limito a esperar. Espero como si estuviese
acostado en la oscuridad y me hubiese alertado un
ruido en algún rincón de la casa: ¿quién anda ahí,
qué querrá hacer y cuándo?
»Me veo con demasiada claridad como
soldado de nuestra Nueva Alemania: inquieto pero
leal, despiadado pero recto, involucrado en asuntos
que bastan para hacerme sentir culpable, pero no
para condenar mi alma. A lo único a lo que puedo
aspirar es a salvar mi alma, al menos hasta la
próxima vuelta de tuerca. Solo puedo contener la
respiración».

Pero no era fácil «contener la respiración», y hacerlo sin


que se le notase era un todo un desafío. Una hora después de
guardar su diario, Bora dio gracias por un feroz ataque
enemigo sobre su posición, ya que le ayudó a no pensar en su
constante preocupación, la conspiración.
Aquella noche, ya de madrugada, se enteró por la radio
militar y por los comunicados oficiales de que se había
producido un atentado fallido contra la vida de Hitler. Ya se
habían producido las primeras ejecuciones. Stauffenberg (y
seguramente Haeften) había sido el primero en morir. En las
semanas y meses venideros, los seguirían varios miles de
personas, incluidos Heldorff, Olbertz, el hijo del doctor
Bonhoeffer, pastor de San Mateo, y los dos Schulenburg.
También Arthur Nebe, e incluso el general Beck, ya viejo y
enfermo, cuyo chófer había seguido a Bora por las calles de
Berlín.
Aquel día se habían hecho con una victoria sangrienta en
su sector; tanto es así que les llegó por telegrama una
felicitación del cuartel general de la división. Antes de
compartirla, Bora tuvo que leer una nota previamente escrita
en la que se condenaba la conspiración, primero a sus atónitos
oficiales y después a sus soldados que, tras horas de feroz
combate, parecían menos preocupados por la vida del Führer
que por la suya propia. Ignoró como ilegible la adenda
discrecional que llegó por telegrama, los versos de un poeta de
una zona cercana a Leipzig:

«¡El pueblo y su Líder son uña y carne,


firme como una roca se alza el Tercer Reich,
estrechamente unido, bañado por el sol de la
mañana,
reluce como el suntuoso Sanctasanctórum,
mi Führer, iluminado por tu sonrisa divina!»

***

A eso de las dos de la mañana, Bora se sentó frente a su


tienda, inactivo por primera vez en veinte horas. De todos los
miembros de su regimiento, era el menos sorprendido por lo
ocurrido, pero su dolor al ver cómo habían salido las cosas fue
lo suficientemente fuerte como para dejarlo aturdido. Al pie
del acantilado sobre el que habían acampado, en una profunda
hondonada se veía una escasa luminosidad parecida a la de las
luciérnagas, aunque el verano estaba demasiado avanzado
como para que hubiese luciérnagas. Fuera lo que fuese,
formaba racimos, similar a un fuego fatuo, o ignis fatuus,
como los que flotan sobre los pantanos y las tumbas poco
profundas. En la sedienta ladera de la montaña, no había agua
estancada; pero ambos bandos cavaban tumbas
apresuradamente a diario. Bora observó la hondonada para no
levantar la vista al cielo, una reticencia inusual por su parte.
Sabía qué constelaciones salpicaban la noche, sobre su cabeza,
pero prefería no ver el arco desmoronado de los meteoros, el
destino ineludible de las estrellas fugaces. Las estrellas
fugaces son efímeras. Pero al menos se mueven, mientras que
el firmamento nos permite creer que nada cambiará.
Se sentía angustiado, solo, sin amor y por una vez
completamente a la deriva. Cuatro días más tarde (aunque aún
no lo sabía), el saludo fascista pasaría a ser obligatorio en las
Fuerzas Armadas, una humillación sin precedentes. Cientos,
miles, morirían en la purga de Hitler. La guerra continuaría.
Los rusos estaban a pocos días de Prusia Oriental. Seis meses
como máximo, y, al lanzar sus redes cada vez más amplias, las
SS también lo atraparían a él. Bora dio las gracias por este
pedacito de Italia que se empeñaba en defender: si pudiese,
besaría cada roca, cada barranco y cada sendero escarpado.
En su tienda, en el fondo de su baúl, donde la dejaba cada
vez que tenía que hacer una pausa en la lectura, Bora guardó la
primera autobiografía de Niemeyer, escrita como Sami
Mandelbaum (y rescatada del material que había devuelto a
Nebe). Por alguna razón, había memorizado la primera frase:
«Desde que era niño, sabía que no era como los demás. Mi
don era tan grande que traté de sofocarlo para no ver, para no
percibir lo que el futuro me tenía reservado. Mi querido padre
se llamaba Isaac y mi estimada madre, Perl…».
«Nosotros destruimos ese mundo —pensó aquella noche
— que Niemeyer falsamente reclamó como suyo mientras le
convino, y ahora estamos destruyendo nuestro propio mundo.
Gracias a hombres como Nebe, por mucho que ahora se
arrepienta, hemos llevado la devastación a todas partes. ¿Qué
podemos esperar a cambio? Una vez, mi padrastro me dijo que
la mía es una generación de víboras. Si es así, ¿quién puso los
huevos de los que nacimos? Porque una víbora solo nace de
víboras. El sargento primero Nagel, duro como el acero, al que
conozco desde hace cuatro años, también de Stalingrado, fue
el único que no tuvo nada que decir tras la noticia del intento
fallido. Supuse que se debía a la magnitud del evento (Hitler
es una figura paterna para muchos de nosotros). Me
equivocaba: hace un rato me llevó a un lado y me susurró: “me
alegro mucho de que haya vuelto, coronel”. ¡Dios mío, había
temido por mí, como si en su lealtad hacia mí lo entendiera
todo! En aquel momento, sus palabras significaron más para
mí que cualquier otra cosa en el mundo».
Cuando el mismo sargento primero Nagel surgió de las
sombras sin hacer ruido y se le acercó con una cantimplora
medio llena de café, Bora le dio las gracias y tomó un sorbo.
Cuando inclinó la cabeza para tragar la bebida tibia, cerró los
ojos, como si así pudiera aislarse de la noche estrellada y
suprimirla.

§
Arthur Nebe, junto con su buen amigo, compañero de
conjura y biógrafo Hans Bernd Gisevius, logró escapar a la
primera oleada de arrestos. Pero mientras que Gisevius
consiguió emigrar a la neutral Suiza, gracias a la ayuda de los
americanos, Nebe permaneció escondido en Alemania. Al
principio, gracias a su pericia como policía, logró fingir su
propia muerte. No obstante, la Gestapo lo encontró y lo
ejecutó en la cárcel de Plötzensee por su papel en la trama del
20 de julio; en la misma prisión donde había encarcelado a
tantos a lo largo de los años. Murió ahorcado el 21 de marzo
de 1945, ocho semanas antes del final de la guerra.

Nina Sickingen decidió permanecer en Leipzig con su


marido hasta el final de la guerra, cuando la ciudad cayó en
manos de los americanos tras una feroz batalla, inmortalizada
en las fotografías de guerra de Robert Capa. Fue en su casa
donde este tomó la famosa secuencia fotográfica del soldado
americano abatido por un francotirador nazi. Antes de que los
aliados occidentales entregaran Sajonia al Ejército Rojo en
pleno avance, Nina y el resto de los familiares que habían
sobrevivido se trasladaron al oeste, a Baviera, como le había
aconsejado su hijo mayor. Tras la muerte del general en 1951,
aceptó la propuesta de matrimonio de Max Kolowrat y
finalmente se estableció con él en Múnich.

En cuanto a Max Kolowrat, cumpliendo la promesa que


había hecho a Martin Bora, permaneció en la capital alemana
durante las últimas y tortuosas semanas del conflicto. Fue uno
de los ciudadanos que trataron valientemente, aunque en vano,
de proteger sus barrios del ataque soviético. Durante la
ocupación de Berlín en la posguerra, su facilidad para los
idiomas y su talento para la escritura le valieron un puesto de
intérprete en el sector británico. A su debido tiempo, ya antes
de casarse con Nina Sickingen, retomó su labor como
periodista de éxito y escritor de viajes.

Emmy Pletsch conoció a un joven cirujano militar y se


casó con él en septiembre de 1944. Solo un mes más tarde
desapareció en combate en el frente italiano, ya condenado.
Emmy se trasladó a los alrededores de su ciudad natal, donde
padeció la soledad y la miseria, aunque su avanzado estado de
embarazo la salvó de que la violaran durante la batalla por
Alemania en la primavera de 1945. Poco después dio a luz a
un hijo en un hospital militar dirigido por los soviéticos. Tras
reencontrarse con su marido en 1946, vivió la misma
experiencia que todos los alemanes que habitaban tras el
recién levantado Telón de Acero. Por cierto, de los dos hijos
que tuvo a principios de los 50, al más pequeño le puso de
nombre Martin.

Roland Glantz seguía en espera de juicio cuando terminó


la guerra. Fue liberado y milagrosamente logró reencontrarse
con su esposa. En los años siguientes, el destino compensó en
parte las pérdidas sufridas por el editor. Las cajas llenas de
escritos esotéricos de Walter Niemeyer que aún tenía en su
poder le proporcionaron suficiente material para crear una
exitosa serie de revistas sobre astronomía y predicciones que
finalmente le depararon un considerable éxito económico.

Ida Rüdiger de verdad tenía amigos en las altas esferas.


Escapó de Berlín pocos días antes de que el Ejército Rojo
alcanzara los límites de la ciudad y llegó a la frontera con
Checoslovaquia, donde se unió a las fuerzas de Patton. La
amplia presencia de personal femenino entre los aliados
occidentales le permitió reinventarse como maquilladora. Con
el tiempo creó su propia línea de cosméticos que bautizó
«Ostara», en memoria de Walter Niemeyer, su antiguo amante.

Gerd Eppner no tuvo tanta suerte. Unos días después de


la rendición incondicional de Alemania y tras sobrevivir a su
arresto, internamiento y liberación, un soldado extraviado,
atraído por los valiosos relojes que llevaba, lo atracó,
provocándole la muerte. El antes orgulloso teniente de la
Guardia se revolvería en su tumba si supiese que su asesino no
fue un ruso borracho, sino un rezagado alemán de camino a
casa.

El teniente coronel Namura regresó a Japón antes de la


caída de Berlín. En los terribles días que siguieron a las
bombas nucleares de Hiroshima y Nagasaki, de forma
desacertada, pero perfectamente consciente de lo que hacía, se
unió a la conspiración de oficiales del ejército que se
opusieron a la rendición incondicional de Japón. La noche del
14 de agosto de 1945, los rebeldes intentaron sin éxito asaltar
el Palacio Imperial y hacerse con el mensaje grabado de
rendición de Hirohito. Dictada por un patriotismo exasperado,
la revuelta fracasó y los líderes de la conspiración se
suicidaron. En el bolsillo de Namura encontraron la copia en
alemán y japonés de Chushingura, la leyenda de los cuarenta y
siete ronin.

§
El doctor Wirth y su esposa perecieron durante los
últimos y devastadores bombardeos de Berlín. Willy Osterloh
corrió el mismo destino en su Hamburgo natal, al que había
decidido volver. La esposa de Peter, Margaretha, sobrevivió y
naturalmente, consiguió todo lo que deseaba: un marido, una
casa y cinco hijos. Con el tiempo se aburrió de todo, pero esa
es otra historia.
En cuanto a Paulina Andreyevna Issakova, desapareció al
final de la guerra. Compartió el destino de innumerables
trabajadores de los territorios de la Unión Soviética bajo
ocupación alemana. Su nombre no aparece en ningún
documento, ni en Alemania ni en la Federación Rusa.

La noche siguiente al atentado fallido de Stauffenberg


contra la vida de Hitler, Martin Bora añadió una entrada a su
diario en la que ponía de manifiesto sus sentimientos y
reflexionaba sobre lo que le ocurriría en los meses venideros:
«Justo antes del amanecer, llega la hora más triste, que
recuerda a la oscuridad de la noche. Nos resulta imposible
vislumbrar que el día está cerca. Muchos de nosotros, según
creo, llevamos años viviendo en esta extraña penumbra. No
miramos a nuestro alrededor por miedo a descubrir que por el
este no se acerca la luz, sino que, por el contrario, se avecina
una noche sombría».
Todo cierto, excepto, quizás, el excesivo pesimismo de
estas últimas palabras.
Nota de la autora
LA NOCHE de las estrellas fugaces es una obra de ficción. No
obstante, el atentado fallido contra Hitler del 20 de julio de
1944 es un hecho histórico. Nebe, Canaris, Beck, Oster,
Goerdeler, Heldorff, Tresckow, Bonhoeffer, Olbertz, Haeften,
los dos Schulenburg y Claus Schenk Graf von Stauffenberg
son personajes reales. Todos pagaron con sus vidas por haber
conspirado contra el régimen nazi, algunos de inmediato, la
misma noche del 20 de julio, y muchos otros, solo hacia el
final de la guerra, después de sufrir torturas, juicios y penas de
prisión. En la novela, las conversaciones de Martin Bora con
Nebe y Stauffenberg son ficticias; sin embargo, intenté
recrearlas basándome en lo que sabemos de sus visiones del
mundo, sobre todo en lo que respecta a la sociedad y a
Alemania.
Innumerables historiadores (Hoffmann, Molloy Mason,
Benz y Pehle, entre otros) señalan que los conspiradores, en su
mayor parte de origen militar y aristocrático, diferían
drásticamente en cuestiones de política, ética y opiniones
personales. Este tipo de contrastes se desprenden de las
memorias de dos hombres que resistieron, Hans Bernd
Gisevius y Philipp von Boeselager, dos de los pocos que
sobrevivieron a la purga.
En vista de esto, cabe preguntarse si los conflictos
internos y las diferencias operativas, sumados a un toque de
narcisismo y a las más que probadas indiscreciones
ocasionales, contribuyeron al fracaso del golpe de
Stauffenberg.
Los historiadores no se ponen de acuerdo en este punto.
Personalmente, creo que nunca conseguiremos desentrañar
este nudo historiográfico.
En todo caso, como escribe Gisevius al final de una de
sus memorias: «A aquellos cuyas cenizas han sido esparcidas,
dejémosles al menos su fe pura en un mundo mejor».
Agradecimientos
EL TRABAJO de investigación que realicé antes y durante la
redacción de esta novela, sobre todo en lo que respecta al
Berlín de 1944 y al contexto del atentado del 20 de julio, debe
mucho a muchos, en muchos países. Quiero expresar mi
gratitud al Deutsches Bundesarchiv (Sección R y Sección
MA), a la Gedenkstätte Deutscher Widerstand, a Robert
Kirchner, Ernest Gill; y, por sus estudios, a Norman Ohler,
Richard Bassett, Mel Gordon, Robert P. Watson y Danny
Orbach. Además, mi sincero agradecimiento al personal de la
Libreria Militare de Milán, al general Giorgio Battisti, a
Barbara Biagi, Marina Pagnussat, Silvia Musso, Marco
Patricelli, Lia Beretta, Mariano Del Preite, Francesca Marcelli,
Paola Pallottino, Giorgio Galli, Cesare Carrà y a mis mejores
apoyos: mi traductor del inglés al italiano, Luigi Sanvito, y mi
agente literario, Piergiorgio Nicolazzini.
Biografía de la autora
BEN PASTOR, nacida en Roma y licenciada en Literatura, ha
vivido durante treinta años en Estados Unidos, donde se
dedicó a la docencia de ciencias sociales en distintos colleges
de Ohio, Illinois y Vermont. Se la considera una de las
escritoras actuales con más talento en el campo de la ficción
histórica y policíaca. Sus novelas han sido traducidas a
numerosas lenguas. En Alianza Editorial están publicadas sus
anteriores obras (“Lumen“, “Cielo de plomo“, “El camino a
Ítaca” y “Los pequeños incendios“), que también tienen como
protagonista al oficial del Ejército alemán Martin Bora.
Título original: The Night of Shooting Stars
Esta edición se publica por acuerdo con Piergiorgio
Nicolazzini Literary Agency (PNLA)
Edición en formato digital: 2021
Copyright © 2018 by Ben Pastor
© de la traducción: Pilar de Vicente Servio, 2021
© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2021
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15
28027 Madrid
alianzaeditorial@anaya.es
ISBN ebook: 978 − 84 − 1362 − 147 − 0
Conversión a formato digital: REGA
www.alianzaeditorial.es

notes
Notas a pie de página
1Traducción de Federico Gorbea: Hölderlin, Friedrich
(1977), Poesía completa, Edición bilingüe, Barcelona,
Ediciones 29.
2Traducción de Feliu Formosa: Roth, Joseph, (1924),
Hotel Savoy, AlNoah, recuperado de ebookelo.com.
3 Ghedi, aeródromo situado en Lombardía, Italia [N. del
E.]
4Traducción de Mónica Cavallé Cruz: Mónica Cavallé
Cruz, (2000), La sabiduría de la no-dualidad: Una reflexión
comparada entre Nisargadatta y Heidegger, Barcelona,
Editorial Kairós.
5Traducción tomada de Goethe, Johann Wolfgang von
(2015), Fausto, Editorial NoBooks.
6Traducción de Menene Gras Balaguer, (1988),
Montaigne, del saber morir. Antología y crítica, Barcelona,
Montesinos Editor.
7 Traducción tomada de Omraam Mikhaël Aïvanhov,
(2009), Los esplendores de Tipheret: el sol en la práctica
espiritual, Fréjus Cedex, Éditions Prosveta.

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