La Noche de Las Estrellas Fugac - Ben Pastor
La Noche de Las Estrellas Fugac - Ben Pastor
La Noche de Las Estrellas Fugac - Ben Pastor
Alianza Editorial
Sinopsis
FRIEDRICH HÖLDERLIN,
«El Ister»1
Lista de personajes
MARTIN-HEINZ VON BORA, teniente coronel del Ejército
alemán.
NINA SICKINGEN-BORA, su madre.
BENNO VON SALOMON, coronel del Ejército alemán.
BRUNO LATTMANN, comandante del Ejército alemán.
MAX KOLOWRAT, periodista y viajero, antiguo
corresponsal de guerra.
ARTHUR NEBE, jefe de la Policía Criminal alemana
(Kripo).
CLAUS VON STAUFFENBERG, jefe del Estado Mayor
del Ejército de la Reserva.
WILLY OSTERLOH, ingeniero civil.
EMMA «EMMY» PLETSCH, jefa de personal del
Ejército de la Reserva.
MARGARETHA «DUCKIE» SICKINGEN, cuñada de
Bora.
FLORIAN GRIMM, inspector de la Policía criminal de
Berlín.
ALBRECHT OLBERTZ, médico nazi.
IDA RÜDIGER, peluquera de las mujeres de altos cargos
del Partido.
BERTHOLD «BUBI» KUPINSKY, un personaje turbio.
GERD EPPNER, joyero y relojero.
ROLAND GLANTZ, editor de la Sternuhr Verlag.
GUSTAV KUGLER, exoficial de la Kripo.
NAMURA, teniente coronel del Ejército Imperial
Japonés.
SAMI MANDELBAUM, ALIAS MAGNUS
MAGNUSSON, ALIAS WALTER NIEMEYER, adivino y
mago.
Glosario
ABWEHR: servicio de contraespionaje militar del Tercer
Reich.
Alex: apelativo coloquial de la Alexanderplatz de Berlín.
En la novela, se utiliza principalmente para referirse a la
jefatura de policía.
Camisa parda: miembro de la SA (Sturmabteilung),
fuerza paramilitar.
Einsatzgruppen: escuadrones de la muerte paramilitares
de las SS que actuaron en el frente oriental.
Garde-Regiment zu Fuss: Regimiento de la Guardia,
regimiento de infantería prusiano.
Heimat: en alemán, patria, tierra natal.
Kripo: contracción de «Kriminalpolizei», la policía
criminal alemana.
NSKK: abreviatura de «Nationalsozialistisches
Kraftfahrkorps», cuerpo de transporte militar que
proporcionaba conductores, mecánicos y motociclistas.
OKW: abreviatura de «Oberkommando der Wehrmacht»,
el Alto Mando de las Fuerzas Armadas alemanas.
Viejo combatiente (en alemán, «alter Kämpfer»): término
que designa a los miembros del NSDAP que se unieron al
partido antes de 1933.
Ostarbeiter: prisionero de los territorios ocupados de
Europa del Este, obligado a realizar trabajos forzados.
Ostjude: judío proveniente de Europa del Este.
Revoluzzer: término peyorativo para referirse a un
revolucionario.
Ritterkreuz: Cruz de Caballero de la Cruz de Hierro,
codiciada medalla militar y paramilitar.
RSHA: abreviatura de «Reichssicherheitshauptamt», la
Oficina Central de Seguridad del Reich.
Schejner Jid: en yidis, «un verdadero judío».
SD: abreviatura de «Sicherheitsdienst», servicio de
información de las SS.
Shtreimel: sombrero de piel de visón usado por los judíos
practicantes en Europa del Este.
Sonderausweis: documento de órdenes especiales que se
emitía a los soldados que viajaban por motivos de servicio.
Stulle: tosta o bocadillo abierto.
TeNo: contracción de «Technische Nothilfe», cuerpo
técnico de emergencia paramilitar.
Verlag: en alemán, «editorial».
Zdravstvutye: en ruso, un cortés «Hola» o «Buenos días».
Prefacio
JOSEPH ROTH,
Hotel Savoy2
APROXIMACIÓN AL AEROPUERTO DE
SCHÖNEFELD, CERCA DE TELTOW, LUNES, 10 DE
JULIO DE 1944, 6:38 A.M.
Se le estaba acabando la tinta de la estilográfica. La frase
que acababa de escribir en la página de su diario era de un azul
aguado y, suponiendo que encontrara el material necesario en
venta en algún sitio, tendría que volver a trazarla para que
fuese legible. Aunque apenas había necesidad de usar papel
secante, lo colocó a modo de marcador y se apoyó el diario en
las rodillas. Sintió zarandearse el avión cuando atravesaron la
capa de nubes durante el descenso. Perezosamente, el cuerpo
de metal del aeroplano se encontraba con bolsas de aire, de las
que parecía zafarse para volver a subir. Ahora empezaba a
inclinarse, a alinearse con la pista, recuperando algo de altitud.
Entonces oyó el zumbido y el cambio de tono del motor que
indicaban el descenso final, el breve estrépito del tren de
aterrizaje al desplegarse y sintió la fuerza del viento, que
oponía resistencia antes de ceder. Las ruedas tocaron el suelo
de hierba con un ruido sordo.
Durante el vuelo desde el frente italiano, Bora había
considerado una suerte que no hubiese ventanillas por las que
ver las condiciones del terreno que atravesaban. Era
perfectamente consciente de los recientes bombardeos, pero
por alguna razón, no poder contemplar sus resultados ayudaba
hasta cierto punto. Así que no había visto el estado en el que
se encontraba Berlín desde el aire, aunque pronto tendría que
bajar del avión y mirar a su alrededor.
Mientras el aparato rodaba por la pista en dirección al
hangar, releyó lo que había anotado en su diario horas antes,
cuando esperaba llegar a su destino antes del anochecer, una
esperanza que había resultado excesivamente optimista. La
presencia de cazas enemigos había obligado al avión de carga
a hacer escala en el primer aeródromo disponible dentro de las
fronteras alemanas, así que el amanecer los había sorprendido
en pleno vuelo.
Proverbio alemán
SANATORIO DE BEELITZ, 3:45 P.M.
Lattmann, con su pijama de rayas, no tenía buen aspecto:
había perdido peso, se le marcaban los tendones del cuello,
antes fuerte como el de un toro, y las pecas resaltaban como
manchas sobre su piel clara. Pero su malhablado sentido del
humor seguía siendo el de siempre. Cuando Bora le preguntó
por la herida («una puta bala de francotirador me atravesó el
pulmón el último día que iba a estar en Rusia»), describió en
detalle lo cerca que había estado de «estirar la pata».
—Escapé por estos pelos cobrizos, Martin, y con la
cabeza rapada, no fue fácil. Muchas gracias por venir. ¿Qué
haces aquí, en Berlín? ¿Cuánto tiempo piensas quedarte?
—He venido por el funeral de Estado de un pariente; me
quedo solo unas pocas horas.
Bora no añadió nada más. Le dio el vodka a su amigo y
se sentó frente a él en el amplio salón de principios de siglo.
En otra época, el olor a productos de limpieza y alcohol y la
débil luz tamizada del día le habrían afectado. Ahora los
percibía con una serena falta de reacción, convencido como
estaba de que su determinación de no demostrar nada pronto le
permitiría no sentir nada. Lattmann lo examinó de arriba
abajo, se apoyó la botella de vodka en la rodilla y la giró
lentamente. Sus ojos se fijaron en la prótesis de Bora. No iba a
dejar que se saliese con la suya y no le contase nada.
—Bueno, ¿qué más me estás ocultando?
Bora no dijo nada. Se giró hacia las ventanas que daban
al jardín. Allí, vio a un hombre en silla de ruedas al que le
habían amputado las piernas por encima de la rodilla. El
enfermo miró con aire malhumorado en dirección a Bora,
como si envidiase una pérdida física que debía de parecerle
insignificante. Bora volvió a fijar su atención en Bruno
Lattmann.
—Dikta se marchó hace cinco meses.
—Ah, rayos. Qué lástima. —En un intento de no quedar
como un entrometido, Lattmann fingió leer la etiqueta en
cirílico de la botella—. Supongo que sería descortés preguntar
qué pasó.
—Sabes que nunca pusimos casa juntos —Bora estiró las
piernas y las cruzó por los tobillos—. Nos decíamos el uno al
otro que no estábamos hechos para la vida doméstica, pero tal
vez, al fin y al cabo, estábamos satisfechos con lo que nos
dábamos.
—Bueno, ¿alguna vez hacíais algo juntos, aparte de
follar?
—Cuando había tiempo. Pero es verdad que,
básicamente, no pasamos de ser amantes. Dikta me lo recordó
en Roma cuando fue a pedir la anulación en febrero.
—¿Es tonta o qué?
—No tiene un pelo de tonta, y yo tengo mis defectos.
Cuando nos conocimos hace nueve años, éramos jóvenes.
—Erais DEMASIADO jóvenes. ¡Si apenas has cumplido
los treinta!
—Cumpliré treinta y uno dentro de tres meses. En
cualquier caso, siempre estábamos peleándonos y
reconciliándonos. No nos tomamos en serio la relación hasta
que volví de España. Creo que se cansó de mí.
—¿Y tú de ella?
—No lo sé. Mira, Bruno, ya hablaremos de ello en otro
momento. —Bora sonrió con toda la despreocupación que
pudo—. ¿Te quieres creer que esta mañana un berlinés se
levantó para ofrecerme su asiento en el tranvía? No estallé
porque el caballero me doblaba la edad y tenía buenas
intenciones, pero por Dios todopoderoso, no soy ningún
lisiado.
Había enfermeras al alcance del oído, así que decidieron
no pasar a una conversación más seria.
—Dímelo a mí —se lamentó Lattmann—. Me paso el día
aquí sentado. Los médicos no me dejan ni dar una vuelta
porque me quedó dentro un fragmento de bala, demasiado
cerca del corazón como para relajarnos. Tarde o temprano, me
operarán. A partir de ahora, en el mejor de los casos me
asignarán a la retaguardia, y no necesariamente de uniforme.
Un coñazo. Pero no soy como tú: ya estoy harto del frente. Mi
mujer, por supuesto, está encantada… Vaya, lo siento.
—No, no. Me alegro de tener noticias de Eva. ¿Y tus dos
hijos…?
—Tres. Por fin tuvimos la niña que tanto deseaba Eva.
Todo bien. En las afueras, los únicos problemas serios son
esos estúpidos refugiados, ¡te llenan la casa y no saben ni tirar
de la cadena! Y los que merodean de noche: prisioneros de
guerra evadidos y otros fugitivos, aparte de los trabajadores
extranjeros cachondos. Estoy enseñando a Eva a usar una
pistola.
Bora entendía su punto de vista. «Dikta y yo también
tendríamos tres hijos a estas alturas si las cosas hubieran salido
bien». Pero, ¿habría sido el camino correcto? Se sorprendió al
darse cuenta de que el dolor ya no era punzante, como el de
una herida fresca, sino más bien el dolor persistente que queda
tras un golpe fuerte. Desde que Dikta lo había dejado, tenía el
alma magullada.
Una vez que las enfermeras se alejaron, no fue necesario
continuar con la charla superficial entre colegas. Abrazando
celosamente la botella, Lattmann dijo:
—Este vodka debe haberte costado una fortuna. El último
que compartimos… ¿dónde fue? ¿En Borovoy? Siento que nos
hayamos perdido de vista. Ha llovido mucho en un año.
—Sobre todo en lo que respecta al «servicio».
Esta frase abrió oficialmente la puerta a una conversación
franca.
—Cierto. —Lattmann suspiró—. El descabellado cambio
de filas de nuestro hombre en Estambul a los británicos nos
dejó con el culo al aire. La Gestapo estaba esperando una
oportunidad para quitarnos de en medio. Y cuando clausuraron
la Abwehr, la nueva dirección no se quedó con muchos
hombres de nuestra unidad. Por suerte, ese maldito
francotirador ruso me ahorró la molestia de elegir, si es que me
hubiesen dado la opción. ¿Y tú?
—Estaba en Roma cuando recibimos la noticia de que
habían despedido al jefe. El sonriente Albert Kesselring me
sacó de apuros en Ucrania con una misión en Italia, donde me
tuvieron en reserva, pero no llegaron a despedirme
oficialmente. Los nuevos propietarios tampoco me
preguntaron.
—¿Sigues en contacto con ellos?
—Es como conseguí un coche para venir a verte.
Solidaridad entre los náufragos, hasta que acaben con
nosotros. —Bora se giró ligeramente para evitar la mirada del
hombre de la silla de ruedas—. ¿Qué hay del jefe?
—Por lo visto, después de destituirlo, le dieron una
sinecura como jefe de la Oficina Especial de Economía de
Guerra; por lo demás, se pasa el día en casa rumiando con su
basset hound. Cuando se ha sido un héroe naval, almirante y
jefe de contrainteligencia del ejército alemán durante no sé
cuántos años, es o eso, o una bala en la cabeza.
Habría sido la entrada perfecta para mencionar la
sospechosa muerte del doctor Reinhardt-Thoma, pero Bora
tenía otra cosa en mente.
—Me encontré con Salomon hace unas horas.
—¡Vaya, el viejo «casa en Masuria»! He oído decir que
por fin ha ascendido a coronel de pleno derecho. Creí que
nunca lo conseguiría. ¿Está en Berlín?
—Por lo visto. Me buscó.
—¿Para qué?
—Está fuera de sí.
Lattmann conocía a Bora mejor que nadie, incluida su
familia. Percibió de inmediato el nerviosismo que encerraban
sus palabras.
—Bueno, Benno von Salomon siempre está histérico por
algo. ¿Otra vez sus «demonios»?
—No lo sé. Quiere que nos veamos esta noche. No es que
cambie mucho la cosa para mí. Sea lo que sea lo que pretende,
tengo planeado salir de Berlín por la mañana. Solo que estaba
aún más raro que en Járkov. No lo sé, me dio la desagradable
impresión de que andaba buscando ayuda y pensé que tal vez
sabrías algo.
—Ya ves dónde estoy. Algo, ¿en qué sentido?
—Ni idea. Algún aprieto en el que se haya metido. Pero
probablemente me enteraré esta noche, quiera o no.
—Martin, no me lo estás contando todo. Ni mencionarías
a ese chiflado si no hubiera algo más.
—Dejó caer un par de nombres que supuestamente, le
habían hablado de mí.
Hacía calor en la sala, como si fuera un balneario o unas
termas romanas. Al ver que el hombre de la silla de ruedas
parecía haberse quedado dormido, se relajó lo suficiente como
para mirar hacia donde estaba y dar gracias por lo que tenía.
—¿Qué puedes decirme sobre Claus von Stauffenberg?
Lattmann dejó la botella en el suelo, junto a su silla.
—Que es el Jefe del Estado Mayor del Ejército de la
Reserva. Que sufrió heridas incapacitantes en África, pero
como lo habían preparado desde el principio para ser oficial
del Estado Mayor, no perjudicaron su carrera. Si acaso, todo lo
contrario. ¿Qué más? Es brillante… más bien parece un junker
que un suabo. Los que lo conocen, o lo aman o lo detestan,
algo que solo puede decirse de las personas interesantes. Punto
y aparte.
—Supuestamente, fue él quien le habló de mí al joven
Schulenburg, que luego habló con Salomon.
En Rusia, Lattmann tenía la costumbre de morderse las
uñas hasta sangrar. Un mes en el sanatorio le había quitado las
ganas de hacerlo, igual que la herida del pecho le había curado
del hábito de fumar en pipa. Se recostó en la butaca con el
ceño fruncido, pensativo y ligeramente preocupado.
—No sé. Schulenburg siempre fue una especie de
administrador, el adjunto al jefe de policía de Berlín bajo el
conde von Heldorff antes de la guerra. Podría decirse que es
un «socialista prusiano». Lo único que sé es que se divertía
con algunos de los que «dejaron de estar disponibles» —(el
eufemismo estándar para indicar que habían sido
encarcelados)— cuando salió a la luz la trama de divisas
extranjeras con la que ayudó a los judíos que abandonaron la
Patria. Esto nos costó a nuestro conocido, el general Oster, el
año pasado, y también a Moltke. Pero esta clase de vínculos
tienen más que ver con el rango y el estatus que con la
política. ¿No servías en la embajada alemana en Moscú
cuando la dirigía Schulenburg padre? Seguramente, es así
como Fritz-Dietlof sabe de ti. ¿Por qué? ¿De verdad te
preocupa todo esto?
Bora descruzó las piernas enfundadas en sus impecables
botas.
—Me han citado en el cuartel general de la Policía
Criminal esta noche.
—Espera. —Lattmann agitó las manos, como si las
palabras se agolparan demasiado deprisa—. Espera, espera,
espera. A ver si lo entiendo… no, espera, espera. ¡Enfermera!
Una enfermera militar con cara de amargada, bata de mil
rayas y delantal blanco se les acercó desde el otro extremo de
la sala y se quedó allí plantada, como si los dos hombres
fuesen sendos arbustos anodinos en un arriate. Lattmann le
pidió que trajera dos vasos y un abrebotellas para el vodka.
—No le conviene beber, comandante.
—Bueno, tampoco me conviene que me hayan pegado un
tiro.
—Solo uno.
—Palabrita del niño Jesús.
Cuando descorcharon la botella, la enfermera se quedó
allí de brazos cruzados para asegurarse de que los oficiales no
se servían más de una copa. Hasta se permitió llevarse el
vodka en cuanto llenaron los vasos a la mitad.
El licor en ayunas atravesó el cuerpo de Bora como una
descarga. Vació rápidamente el vaso para acabar de una vez.
—También tengo que decirte que mi difunto pariente, el
marido de mi difunta tía paterna, siempre fue un… pensador
independiente, por así decirlo. Se opuso firmemente al
programa de «vidas indignas de ser vividas», que ayudó a
cerrar con sus peticiones y quejas. Por esta y por otras razones,
como la adopción del hijo huérfano del doctor Goldstein en el
35, hirió ciertas susceptibilidades a lo largo de los años. No te
aburriré con los detalles, pero en cuanto llegué, un colega suyo
me sugirió confidencialmente la posibilidad de un suicidio
forzado. Aquí y ahora, no puedo hacer gran cosa al respecto,
Bruno. Además, en estos casos es casi imposible demostrar si
la persona se mató libremente o no.
—Bueno, los alemanes somos melancólicos por
naturaleza: si a eso le sumas el ostracismo político, las
pérdidas personales y las bombas sobre la cabeza, la mezcla
puede llevarte al límite. ¿Hasta qué punto conocías a tu tío?
—Era nuestro pediatra cuando Peter y yo éramos niños,
aunque sospecho que el general lo consideraba demasiado
liberal y librepensador para nuestro bien. De adulto, rara vez
lo veía.
—Entonces, ¿por qué iba a querer el jefe de la Kripo
hablar de él contigo? Aunque la política tuviese algo que ver
con la muerte de tu tío, no creo que sea la razón por la que te
ha mandado llamar. ¿Era una citación por escrito o Nebe envió
un mensajero?
—Ni lo uno ni lo otro. Carl-Friedrich Goerdeler se lo dijo
a mi madre antes del funeral.
—¿Y qué tiene él que ver con la Policía Criminal? ¿No es
un pez gordo de la Bosch?
—Hasta donde yo sé. —Bora sacó la nota de su casillero
del hotel y se la mostró. Lattmann leyó en silencio, moviendo
los labios.
—¿Por qué habrá enviado un mensaje hablado y después,
uno escrito, que por cierto no añade ninguna información?
—Exactamente. No quiero que Nina se preocupe, pero
entenderás…
—Y cómo. Nebe es de las SS: la Gestapo y él deben ser
uña y carne. —Lattmann se terminó el vodka y pasó la lengua
por el interior del vaso para recoger las últimas gotas—.
Mirando el lado positivo, recuerdo haber oído rumores de que,
en Rusia, infló el número de los que recibían «tratamiento
especial» bajo su jurisdicción. Dicen que salvó vidas.
—Sí, yo también he oído esa historia. Perdona, pero no
me la creo.
—Bueno, puede que Nebe mintiera simplemente para
llevarse el mayor mérito con el menor esfuerzo. El resultado
final sería el mismo, aunque no las intenciones humanitarias
que habría detrás. En aquella época, la Gestapo y las SS eran
como vendedores a domicilio, compitiendo por las primas de
eficiencia.
—No cambia el hecho de que, como la Gestapo, la
Policía Criminal ahora forma parte del Servicio de Seguridad
del Reich de Kaltenbrunner.
—¿La RSHA? Lo mismo puede decirse de lo que queda
de nuestro servicio. Martin, ¿ha pasado algo en Italia para que
estés tan nervioso?
—Nada que no haya pasado en otros sitios. Exceptuando
la granada del partisano, claro.
—Sabes que no me refiero a eso.
—Y sabes que, si me presionas, me cierro en banda.
Lattmann torció la boca.
—Justo lo que pensaba. Maldita sea. Estoy encerrado
aquí, como un pasmarote. No sé qué decirte de la Kripo, pero
aléjate de Salomon, sea lo que sea lo que le preocupa. Esos
bocazas enardecidos no traen más que problemas. No. Ya no
trabajas para él, Martin. No le debes nada. Aléjate de él… —
se interrumpió—: ¿Ves a esa enfermera? Se llama Andreas. Es
una soplona, la han infiltrado en el sanatorio para que nos
espíe. Si mira hacia aquí, haz como que te diviertes, como si
hablásemos de cosas sin importancia.
La enfermera en cuestión estaba cruzando la sala con
varios montoncitos de algodón ensangrentado en una bandeja
esmaltada, una responsabilidad que Bora había visto
desempeñar por última vez a Nora Murphy en Roma; en aquel
entonces, se sentía herido en lo más profundo, pero no quería
que se enterase. Por suerte, la enfermera tenía prisa, porque no
le apetecía fingir.
—La buena —prosiguió Lattmann— es la hermana
Velhagen, la que refunfuñó, pero me dejó beber. Te diré algo,
Martin: somos tantos los que vegetamos en este sanatorio que,
si sabes cómo preguntar, pueden salir rumores a la superficie.
Tengo acceso a un teléfono. ¿A qué hora vas a reunirte con
Nebe? ¿A las nueve? Sí, claro. Si me entero de algo, te lo haré
saber antes de esa hora. En cualquier caso, mi consejo es que
NO te reúnas con «casa en Masuria».
—Gracias. Lo evitaré si puedo.
Lattmann dudó de la aparente compostura de Bora y no
pudo evitar preocuparse por él.
—Más te vale.
La frivolidad, el antídoto personal de Lattmann frente a
los giros desfavorables, no siempre resultaba oportuna, pero lo
hacía con buena intención.
—Dime —añadió en tono familiar, como con un guiño
verbal—: antes de irte, desembucha, Martin: ahora que Dikta
está fuera de escena… ¿hay alguna chica nueva?
—No.
—Puedo presentarte a alguien.
—No.
—¿Por qué? Puedo…
—No quiero conocer a ALGUIEN. Déjalo, Bruno. No
estoy de humor.
—Oh. ¿Quieres decir que no te apetece algo de sexo?
—Me apetece. Simplemente, no estoy de humor.
—¡Qué chorrada! ¿Es por lo de la mano?
—¿Tú qué crees?
Lattmann ignoró el enfado de Bora.
—Te equivocas, y lo siento. En cualquier caso, la chica
en cuestión necesita un buen polvo. O eso, o he perdido mis
dotes de observación.
—Mira por dónde, está de suerte: hay montones de
hombres disponibles en Berlín.
—Pero me jugaría los cuartos a que hace tiempo que no
echa un polvo. Su novio está en coma aquí en el sanatorio, así
que ya ves: un pequeño impedimento, del todo insignificante.
Bora se puso en pie, dispuesto a marcharse.
—Por Dios, escúchate. ¿Quieres que me meta bajo las
sábanas de un hombre indefenso? ¡Como si no me conocieras!
—Te conozco. Y estoy de acuerdo contigo: todavía no
nos hemos rebajado a tal nivel de barbarie como para que
conocer a una mujer suponga echársele encima de un salto.
Aun así, pasar una noche en Berlín y luego de vuelta al frente
sin divertirte un poco… A mí siempre me animaban unos
arrumacos.
—No, pero gracias de todos modos. —El tiempo de Bora
en Beelitz se estaba acabando. El coche debía estar de vuelta
en el Ministerio del Aire dentro de hora y media, así que, si
querían llegar a tiempo, tenían que salir ya—. Tengo que irme,
Bruno. Que te mejores, y dale saludos de mi parte a Eva y a
los niños.
Lattmann le agarró la mano a Bora.
—Descuida. Yo también me alegro de verte. Ojalá
tuviéramos más tiempo para ponernos al día. Cuídate.
5:00 P.M.
Cuando Bora volvió al coche, se encontró al conductor
desfallecido en el asiento delantero, profundamente dormido.
Era otro efecto de la Pervitina: los hombres trabajaban a un
ritmo frenético durante días y luego se desplomaban. Como la
ventanilla del coche estaba abierta, golpeó enérgicamente el
parabrisas con los nudillos hasta que el joven se despertó
sobresaltado y masculló una serie de disculpas. Bora no esperó
a que le abriera la puerta del coche; sino que subió él solo y
dijo en tono seco:
—Si no llegamos a tiempo, le haré responsable.
Pero era más fácil decirlo que hacerlo. Poco antes del
desvío de Michendorf, los detuvo una patrulla de la policía
militar. Según dijeron, estaban buscando a unos prisioneros
rusos que se habían fugado hacía unas horas tras degollar a un
centinela.
—¿Y qué? —Les increpó Bora—. Les aseguro que no los
llevamos a bordo. Me esperan en Berlín, déjennos pasar.
—En cuanto los perros terminen de rastrear el arcén de la
carretera, teniente coronel.
Unos pastores alemanes recién pelados acompañaban a
los agentes. Avanzaban y retrocedían, tirando afanosamente de
sus largas correas, por la carretera asfaltada y por el campo,
poblado de árboles. No era aconsejable ordenarle al conductor
que rodease los vehículos de la policía militar y siguiese
adelante. En el calor de la tarde, Bora abrió su puerta y apoyó
un pie en el asfalto. Los minutos se hicieron de chicle hasta
que uno de los perros, que tenía una mirada especialmente
feroz, olfateó algo en el aire y se separó del resto. Arrastró a su
adiestrador en dirección al vehículo de la Fuerza Aérea. Se
habría lanzado contra el coche si no hubiera estado atado,
motivo más que suficiente para que la patrulla le prestara
atención.
—Teniente coronel, tenga la amabilidad de apearse —le
instó el suboficial al mando—. Y usted también. —Le hizo un
gesto al conductor.
No era el momento de empeorar las cosas oponiendo
resistencia. Bora salió del coche y ni pestañeó cuando el perro
lo rodeó, olfateando sus botas de montar y sus espuelas de
acero. Los polvorientos botines del aviador llamaron la
atención de un segundo perro, que pronto quiso entrar en el
coche para poder husmear los pedales, situados bajo el asiento
del conductor.
Aunque era evidente que no había otros pasajeros a
bordo, los policías abrieron de par en par las cuatro puertas
para permitir que los perros registraran el interior del coche y
ordenaron al aviador que abriera el maletero y el capó. Bora se
preguntó qué habría hecho ese cabeza de chorlito mientras él
estaba en el sanatorio con Lattmann. Se anticipó a la pregunta
del agente.
—¿Se ha reunido con alguien en mi ausencia o ha dejado
el vehículo desatendido?
El joven lo miró desconcertado. Contestó que no, no se
había reunido con nadie y no se había alejado, aunque en un
momento dado se había apartado un momento para orinar
entre los arbustos.
—Llevo toda la mañana bebiendo café, teniente coronel.
Aunque era plausible, la historia del piloto obligó a un
molesto Bora a explicar a la policía militar adónde había ido y
por qué. Acto seguido, interrogaron enérgicamente al
conductor y le exigieron que les mostrara en un mapa dónde
exactamente había ido al baño, en un punto cercano a la
entrada del Beelitz Heilstätte.
Después de un rato que pareció interminable, los agentes
concluyeron que probablemente los fugitivos se habían
separado después de escapar y que al menos uno de ellos se
había detenido o había pasado la noche en los matorrales de
alrededor del sanatorio, justo donde estuvo el conductor al día
siguiente.
—Puede que Iván orinase en el mismo lugar —dijo uno
de los policías al otro y a continuación uno de ellos se dirigió a
Bora en tono más formal—: Siento haberlo entretenido. Pero
hay mujeres que viven solas en el campo, teniente coronel, y
no podemos poner en peligro su seguridad con esa escoria
suelta por ahí.
«Exactamente. Por eso Bruno está enseñando a Eva a
usar un arma. Y todo esto, en pleno corazón de Alemania». De
nuevo en el coche, Bora no tuvo necesidad de amonestar al
conductor. Salieron como una exhalación y llegaron al
Ministerio del Aire dos minutos antes de la hora acordada.
—La única razón por la que no lo entrego a la policía es
porque tengo prisa —dijo Bora, malhumorado. Dejó la botella
de vodka para su viejo amigo con una nota de agradecimiento
y prosiguió a pie hacia el Adlon.
Proverbio sajón
HOTEL ADLON, MARTES 11 DE JULIO, 7:38 A.M.
Bora no se puso precisamente de buen humor cuando le
dijeron en recepción que Salomon había llamado varias veces
a su habitación a partir de las seis de la mañana.
—También dejó recado de que almorzará con usted en el
hotel a la una en punto, coronel.
No era culpa del conserje, así que Bora le agradeció el
mensaje procurando disimular lo furioso que estaba. A pesar
de llevar más de diez años alejado de su familia, echaba de
menos a su madre después de despedirla en la estación, lo cual
también contribuía a su humor de perros. Si se conocía a sí
mismo, tardaría una hora o dos en recuperar su cómodo estado
de solitario.
—¿Dónde está el coronel von Salomon? —preguntó.
—Va a pasar la mañana fuera, señor.
«Vaya, para alguien que se muere de ganas de hablar
conmigo en privado, no es fácil de localizar».
El coche y el conductor suministrados por Nebe estarían
frente a la entrada en poco más de un cuarto de hora. En el
hotel había café de verdad, así que Bora pidió una taza
mientras esperaba. Al volver de la estación de Anhalt, había
dado un largo rodeo, caminando hacia el sur y volviendo por
la Kochstrasse, donde, en pleno corazón del Zeitungsviertel, el
barrio de los periódicos, los daños causados por las bombas
del 21 de junio eran especialmente devastadores. El edificio
que, desde hacía más de setenta años, había albergado las
oficinas berlinesas de la Bora Verlag simplemente ya no estaba
allí. Era como si alguien hubiese extraído una enorme muela
de una fila de dientes con caries más o menos avanzadas. Nina
le había contado que después del bombardeo los empleados
habían cuidado celosamente de todo lo que había sobrevivido,
incluidos las máquinas de escribir y los archivadores, que
habían guardado en el sótano durante todo un día para que no
los robasen. Ahora estaban temporalmente en la imprenta de
Zehlendorf. Era todo «francamente desagradable», como diría
su familia, siempre comedida, pero al menos no había que
lamentar pérdidas personales. Bora tomó un sorbo de café y se
preguntó qué obras de arte de su colección privada tendrían
que vender esta vez sus abuelos para reconstruir la editorial.
Según Nina, seguían pagando todos los salarios, porque uno
no podía echar a la calle, sin más, a los hombres y mujeres que
llevaban tanto tiempo en la empresa.
Después de los bombardeos, la editorial Deutsche Verlag,
propiedad del Partido, se ofreció a comprar la marca Bora y
sus filiales de Leipzig y Múnich, pero el abuelo Franz-
Augustus declinó cortésmente. Como viejo diplomático, podía
permitirse el lujo de ser cortés; el general, que no entendía de
la industria editorial y que era de todo menos diplomático,
farfulló que «si los camisas pardas ponen sus sucias manos en
la empresa, la pondrán patas arriba y arruinarán el catálogo».
Esta forma de hablar llevaba años causando roces con sus
hijos. Cómo debía atormentar al viejo que Peter discutiera con
él la última vez que hablaron. Normalmente, Bora era el más
terco de los dos. En Kiev, dos semanas antes de que lo
derribaran, su hermano le había dicho: «Padre me pone de los
nervios, Martin. No soporto que diga disparates que rozan la
traición, como que los militares deberían tomar el poder».
Bora recordaba haberle contestado: «esta generación de
ancianos tuvo su oportunidad de tomar el mando hace veinte
años, y no lo hizo». Ahora Peter estaba muerto y Bora seguía
opinando lo mismo.
Bora solo permitió que frau Wirth escapara con nada más
grave que un ego herido porque Grimm lo estaba esperando (y
porque sabía que su prima Saskia seguía viviendo en este
barrio). Cuando volvió junto al policía, a la entrada del jardín
de Niemeyer, le preguntó:
—¿Estaba la víctima bajo vigilancia de algún tipo? Los
vecinos vieron un vehículo estacionado cerca de la villa
recientemente.
—¿Vigilancia? Pues no éramos nosotros. Ya no. Lo
observamos durante unos meses hace once años, después del
incendio del Reichstag, igual que vigilamos a otros adivinos
que hicieron falsas predicciones durante aquel período
electoral. Fue entonces cuando se declararon ilegales los
horóscopos y otras paparruchas por el estilo. Oficialmente,
nuestro hombre dejó de redactarlos y se fue de gira por
América del Sur. Cinco años después, cuando se obligó a
todos los astrólogos a abandonar Berlín, pasó más o menos un
mes en el extranjero, esta vez en otro sitio. La práctica de la
«medicina psíquica» no está prohibida per se, y fue así como
consiguió volver y eludir la prohibición. —Grimm sacó una
grasienta libreta y garabateó algo en una de las páginas—. Esa
tal Wirth no me dijo nada de un coche aparcado.
—Pensó que Niemeyer estaba bajo vigilancia oficial.
—Bueno, averiguaré si alguna otra agencia del gobierno
le tenía echado el ojo. Oiga, coronel, voy a acercarme a la
estación de bomberos para ver qué tienen sobre el incendio.
¿Le apetece acompañarme?
—No, tengo que leer unos documentos. Lo esperaré.
En este barrio generalmente tranquilo, Grimm no había
cerrado con llave el coche. En cuanto se alejó, Bora subió al
vehículo y cogió la guía telefónica del asiento trasero. Había
un solo Olbertz, A., médico, en el listado, y anotó el número
de su consulta, 962175. «No pienso permitir que me lance
indirectas en un funeral sin poner las cosas en claro: si sabe
algo sobre la muerte del tío Alfred, tendrá que reunirse
conmigo y darme explicaciones». Acto seguido, abrió la
guantera y la registró. Una linterna, una porra corta, una
cajetilla de seis cigarros Trommler fabricados por las SA y una
caja de clips compartían espacio con una Mauser HSc cargada.
Por supuesto, esto no significaba que el inspector no llevase
también otra pistola similar en el bolsillo y una de mayor
calibre (una PPK, tal vez) en la funda del hombro.
Bora lo dejó todo tal como se lo había encontrado y, al
hojear las carpetas que se amontonaban en el asiento trasero,
descubrió que pertenecían a otros casos no relacionados.
Registró el coche en sí sin encontrar nada más de interés. Lo
único que dejó intacto fue el aplastado y sudoroso cojín del
asiento del conductor.
No era la primera vez que trabajaba con policías; con los
inspectores, nunca se sabe. Confiar en ellos, aunque necesario
para obtener resultados, era también sumamente
desaconsejable. Durante el trayecto desde el Adlon, Grimm
había hablado de un rifle de caza (ruidoso, difícil de manejar,
pero con garantía de matar), como si su posesión no fuese
imposible en este Berlín en tiempos de guerra. Por supuesto,
hablaba por experiencia. Aun así, Dahlem estaba bastante
apartado para la mayoría de los habitantes de la ciudad: uno no
tomaba simplemente el tren o el tranvía a Dahlem con un rifle
en el bolsillo o en el bolso. En el centro de la ciudad, la pintura
fosforescente revelaba la presencia fantasmal de las aceras y
esquinas después del toque de queda, pero en los barrios con
frondosos jardines la visibilidad debía de ser casi nula. Incluso
suponiendo que el merodeador o merodeadora tuviese un
vehículo de motor, en algún momento tendría que continuar a
pie, con el arma al hombro y con una linterna atenuada con
papel o pintura rojos como única ayuda.
«Por supuesto, dejando a un lado la lista de cuatro
sospechosos, un asesino local lo tendría mucho más fácil. Los
vecinos se ocupan de sus asuntos y solo se encubrirían unos a
otros en caso de necesidad. Es posible que la víctima dejase
entrar a un amigo, pero ¿le abriría la puerta como Dios lo trajo
al mundo? No olvidemos que, por lo visto, la amiga casada de
Niemeyer entraba en la casa por una puerta trasera que este no
cerraba con llave. ¿Y si alguien llevó el arma a la casa durante
el día y la mantuvo escondida en el jardín hasta que llegase el
momento de usarla? Uno de los sospechosos es jardinero».
Cada vez más desconcertado, Bora se acercó al maletero
a buscar más documentos. La mayor parte del material era
promocional: no había correspondencia privada, aunque era de
esperar que la hubiese en abundancia. Peticiones de consejo,
notas de agradecimiento, cartas de amor y hasta amenazas o
insultos… Si el correo personal de Niemeyer había ardido
junto «con el resto», como dijo Grimm, se podían haber
perdido pistas irremplazables. Bora encontró un plano de la
villa dentro de una funda de cartón. Lo desplegó sobre el capó
del coche y Grimm se lo encontró examinándolo a su regreso.
—Eche un vistazo, inspector: si esta discreta puertecita
situada frente al garaje estaba entreabierta, entrar sin ser visto
habría sido pan comido.
—¿La puerta trasera? Sí. Solo que estaba cerrada y
atrancada con llave por dentro cuando llegué a la escena del
crimen. Pongamos que el asesino se la encontró abierta: como
no pudo cerrarse sola, antes de abandonar la escena, tendría
que haberla cerrado con llave por dentro y salir por la puerta
delantera. Tal vez. Yo creo que entró y salió por la puerta
principal. Aquí tiene el informe del sargento de bomberos,
coronel.
El relato no era tan parco como había sugerido Grimm.
Detallaba la hora de llegada, el equipo utilizado, las
operaciones ineficaces que se realizaron para sofocar las
llamas y las lesiones leves que sufrieron dos miembros del
equipo. Mencionaba una fuga de gas como la causa probable,
sin descartar del todo la posibilidad de que fuese un incendio
provocado: el fuego se había propagado hasta tal punto que no
se podía dar una respuesta precisa.
Bora se guardó de hacer comentarios. Dobló el plano,
subió al coche y, cuando Grimm se puso al volante y preguntó:
—¿Adónde vamos ahora? —Se limitó a decir:
—Háblame del jardinero.
Inesperadamente, el policía metió la mano debajo de la
cadera y sacó un expediente de debajo del cojín, donde Bora
no había mirado.
—Tome. —Arrancó el coche—. No tiene por qué leer mis
notas sobre él. Berthold «Bubi» Kupinsky. Cuando era joven,
se prostituía por tres marcos para ganarse la vida, pero unos
meses en la cárcel tras el caso Fritsch lo enderezaron. En
aquella época, era camarero en el Café México de
Alexanderplatz.
Bora abrió el expediente. «Qué casualidad», pensó
indignado. «Un café de mala reputación justo al lado de la
jefatura de la Policía Criminal, donde podían ir a buscarlo
fácilmente y utilizarlo para presentar falsos y escandalosos
cargos de homosexualidad contra el general Fritsch».
—¿Y ahora?
—Ahora corta el césped y trabaja como jardinero en este
barrio. También cuida de las mascotas de sus clientes.
Niemeyer tenía la casa llena.
—¿De qué clase de animales?
—De nuestros amigos con plumas, sobre todo, loros. De
los grandes, con la lengua azul. —Mientras hablaban, Grimm
encontró un sitio a la sombra para aparcar el coche—. Se los
donamos al zoológico. Kupinsky estaría cerca del final de la
lista de sospechosos si no hubiese tenido la brillante idea de
desaparecer después del asesinato. ¡Se ve que ese pájaro no
estaba en mano!
Bora no sonrió.
—Su última dirección conocida está cerca de
Hermannplatz. ¿Lo están buscando activamente?
—Todo lo activamente que podemos. Ahora mismo,
debido a los bombardeos, los números de las casas sirven de
poco. Kupinsky no tiene familia, ni en la ciudad ni en ningún
sitio, así que podría estar en cualquier parte de Berlín.
—¿Sabe que lo están buscando?
—Solo si alguien le informó cuando entregamos la
citación en la dirección de Neukölln.
—Así que no sabemos dónde está.
—Por el momento.
A lo largo de los próximos diez minutos, Bora se enteró
de que, en la época de la República, los padres de Kupinsky
regentaban una tienda de golosinas y un cine ruinoso en
Neukölln. Eran izquierdistas que se involucraron en los
disturbios posteriores a la Gran Guerra, por lo que perdieron
sus negocios y, por lo tanto, su forma de ganarse la vida. Bora
se imaginó los tarros de golosinas lanzados a la calle y las
ventanas destrozadas por las porras y las piedras. Un cine
llamado Spartakus debía de ser como un trapo rojo para los
toros de las SA. Las bandas callejeras lo incendiaron a finales
de febrero de 1930 sin pensar en los inquilinos que vivían
arriba. El recuento final de víctimas ascendió a trece muertos y
dieciséis afectados por inhalación de humo, aunque un par de
matones de las SA perdieron la vida cuando les dispararon
desde el edificio en llamas.
—A finales de febrero de 1930, ¿tuvo algo que ver con la
muerte de Horst Wessel?
—Efectivamente, coronel. Los rojos mataron a nuestro
mejor hombre; no podíamos quedarnos cruzados de brazos. —
Grimm empujó a su pasajero para sacar la cajetilla de tabaco
de la guantera. Se metió un cigarro en la boca y le ofreció el
paquete a Bora, que le dijo que no—. Sea como fuere,
Kupinsky volvió a dejarse ver hace poco más de seis años y lo
mandamos llamar en calidad de testigo. Del caso Fritsch,
como dije antes. Hay que decir que no identificó al general
como cliente, pero fue el único.
—El general Werner, barón von Fritsch fue absuelto de
todos los cargos por el tribunal militar.
Grimm no se atrevió a responder, pero su expresión
delataba que, en su opinión, es probable que un soldado
juzgado por sus compañeros sea absuelto de todos modos.
Encendió el cigarro y apagó con cuidado la cerilla antes de
tirarla por la ventanilla.
—Kupinsky pasó seis meses en una celda en Moabit.
Después se dedicó a hacer trabajillos de todo tipo, por
ejemplo, repartiendo folletos para vodeviles y otros
espectáculos. Así es como conoció a Niemeyer. Como habrá
visto en su foto, si se lo limpia bien, casi podría pasar por
alguien que no es un pervertido.
Sin preguntar, Bora se guardó el expediente de Kupinsky
en el maletín.
—Neukölln no está precisamente cerca de Dahlem.
Supongo que el salario que recibía aquí compensaba el viaje.
Teniendo en cuenta que trabajaba todas las semanas en casa de
Niemeyer y teniendo en cuenta su pasado, es comprensible
que esté escondido.
Grimm lo miró fijamente a través de una nube de humo
de tabaco.
—Su pasado… ¿se refiere al de Kupinsky o al de
Niemeyer?
—Al de Kupinsky, naturalmente —contestó Bora—.
¿Qué insinúa? ¿Que la sexualidad de Niemeyer también era
cuestionable, o que hacerse pasar por judío era algo ya de por
sí reprochable?
—Con el debido respeto, en mi opinión, es algo
totalmente reprochable.
—Ni su opinión ni la mía, inspector, tienen nada que ver
con este caso.
Un pequeño insecto dorado salido de los tupidos arbustos
entró en el coche y Bora se apresuró a aplastarlo.
—¿Por qué iba a matar a su jefe un homosexual con
antecedentes penales?
—Todavía no sé el por qué. En cuanto al cómo… pudo
haber escondido uno de los fusiles del arsenal de su padre.
Hace años me tocó hacer más de una ronda en los sitios donde
se congregaban los rojos de los bajos fondos, y no me
extrañaría que un desviado cometiese un crimen.
—Más vale que Kupinsky aparezca pronto.
—Lo hará. —Sin que le preguntara (la curiosidad de Bora
iba por otros derroteros), añadió—: Yo mismo soy de
Neukölln y puedo decirle que era un barrio difícil antes de
1933. Mi padre, zapatero de profesión, nos trasladó a todos de
Múnich a Berlín al final de la Gran Guerra. Los siete que
éramos, a Neukölln. Le juro que, en aquella época, los niños
del barrio solo tenían dos opciones: o hacerse delincuentes
juveniles o unirse a la policía.
—Está claro qué camino escogió usted.
—Pero solo después de servir en las tropas de asalto
durante un tiempo. Poder llevar unas botas bien lustrosas fue
lo que me atrajo en un primer momento. —Lanzó una mirada
rápida a las botas de montar de Bora—. Fue en lo primero que
me fijé de usted, coronel: unas botas de categoría, cosidas a
mano. No son alemanas.
—Son inglesas. De antes de la guerra.
—Me lo imaginaba. En cualquier caso, la SA me hizo
bien. Como camisa parda, aprendí la mayor parte de las
habilidades necesarias para buscar trabajo en la Kripo.
«Sí —se dijo Bora— y pudiste amedrentar a quien te
apetecía como un delincuente juvenil, y sin pagar por ello».
—¿Eso fue cosa de los rusos? —Grimm se refería a su
lesión.
—No.
—¿De los americanos, entonces? ¿De los ingleses?
—No. —A pesar de su severidad, Bora rara vez era
brusco. Pero le molestó que le preguntasen por ello, y tuvo que
obligarse a contestar con algo más que monosílabos—. Fueron
los partisanos, el día en que llegué a Italia. Puede estar seguro
de que no han vuelto a pillarme desprevenido desde entonces.
—Miró el reloj que llevaba en la muñeca derecha. Eran las
10:30 a.m. Faltaban dos horas y media para su cita con
Salomon para un almuerzo tardío. Quisiera o no, tenía que
volver al centro de la ciudad.
—Veamos a qué sospechoso podemos interrogar hoy. ¿A
esa tal Rüdiger?
—Por supuesto. Rüdiger, Ida, 47 años de edad —Grimm
se terminó el cigarro. Pasó unas páginas de su gastada libreta
con el rechoncho pulgar y leyó—: La peluquera de la élite.
Vive frente a la oficina de correos de la Landgrafenstrasse, en
el barrio de Zoo. Las esposas de más alto rango del Partido
envían a sus chóferes a recogerla cuando necesitan sus
servicios.
—Esperemos que ninguna se esté arreglando el pelo justo
ahora. ¿Tiene un local?
—Al parecer, trabaja desde su apartamento. Una bomba
destruyó su peluquería de la Ku’damm el pasado noviembre.
No tenemos una foto oficial porque no la han arrestado nunca.
—Que Grimm eligiese esas palabras en lugar de decir «porque
nunca ha incumplido la ley» era un detalle significativo—.
Aunque se relacionaba con Niemeyer, sigue casada con un
miembro de la guardia fronteriza. Y, como le dije, está
familiarizada con las armas de fuego.
LANDGRAFENSTRASSE, 11:10 A.M.
«Friseurin-Coiffeuse». La delicada placa en la puerta del
tercer piso conducía a una elegante sala de espera, donde una
chica menuda con una bata azul claro les dijo a los visitantes
que iría a buscar a Madame.
Naturalmente, ni Bora ni Grimm esperaron. A través de
un arco, vislumbraron un espacio particularmente femenino y
desconocido para ellos. Unos biombos recubiertos de papel
pintado con motivos abstractos separaban los distintos puestos,
cada uno de ellos provisto de un secador de pelo compuesto
por un artilugio metálico sobre un soporte con un tubo largo y
flexible. Del techo colgaba algo que parecía una lámpara de la
que salían cables, que se utilizaba para el rizado «permanente»
del cabello. Por todas partes había lavabos y grifos, estantes
repletos de frascos y recipientes de todo tipo, toallas en un
abanico de tonos pastel. No había clientas, pero sí tres jóvenes
peluqueras, que tuvieron tiempo de chillar de sorpresa ante
esta intromisión masculina antes de que una reluciente puerta
acristalada pintada de blanco se abriese para dar paso a una
alteradísima Ida Rüdiger.
—¿A qué viene esto?
Su perfumada y elegante persona no pareció
impresionada cuando Grimm le mostró brevemente la placa y
acto seguido murmuró:
—Policía Criminal.
—Por aquí —dijo, dirigiéndolos hacia sus habitaciones.
La estancia era espaciosa y estaba decorada con un gusto
exquisito. Ida Rüdiger dejó claro a los visitantes que no estaba
dispuesta a dejarse intimidar por la ley ni por el rango militar.
—Dentro de poco llegarán las esposas de dos secretarios
ministeriales y la hermana de un mariscal de campo —declaró
—. Espero que tengan un buen motivo para irrumpir de esta
manera.
Puede que las mujeres respondan más rápido que los
hombres, pero, una vez han tenido ocasión de concentrarse, los
hombres suelen reaccionar de forma exagerada.
—El «motivo» es el asesinato de Walter Niemeyer —dijo
Bora, sin inmutarse. En cuanto a Grimm, dio media vuelta y
salió por la puerta.
—¡Qué estupidez! ¡Esto es indignante! Le advierto,
señor, que esto no quedará así. —De aspecto impecable,
enfundada en un escotado vestido escarlata hecho a medida, la
agresiva Ida Rüdiger recordó a Bora al mascarón de proa
pintado de un barco de vela. Era la clase de empresaria segura
de sí misma que, en los viejos tiempos, habría anunciado su
local como el que atendía «a la realeza». Y a juzgar por las
fotos de algunos miembros femeninos de la antigua familia
imperial que decoraban las paredes, efectivamente, les había
arreglado los rizos años antes.
Se mantuvo firme.
—No crea que puede intimidarme, coronel. Tengo amigos
influyentes y puedo permitirme los mejores abogados.
Bora no supo si enfadarse o echarse a reír. Se quitó la
gorra y se la colocó en el pliegue del codo.
—¿Por qué me considera intimidante?
—¡Como si no lo supiera! Su tamaño, el uniforme… a mí
no me engaña. —E, inclinando la cabeza con aire crítico,
añadió—: ¿Quién le corta el pelo? Abusa un poco de la
navaja… pero no está mal.
—El barbero del regimiento estará encantado de oírlo.
—¡No se lo tome a broma! Están invadiendo brutalmente
mi espacio. Exijo una explicación.
—Frau Rüdiger, para empezar, no me considero una
persona intimidante… tengo la autoridad necesaria para
intimidar. Segundo, soy yo el que le exige que me diga cuándo
vio por última vez a Walter Niemeyer, si tuvieron algún
desacuerdo serio (y, de ser así, por qué) y si tiene acceso a
armas de fuego.
Sus bien dibujadas cejas se levantaron con aire crítico.
—Armas de fuego, ¿en plural? ¿No le basta con una?
—Depende. Dígame.
—No hay nada que decir. Como bien sabe, está prohibido
tener armas de fuego.
Bora pensó en Bruno Lattmann, que había enseñado a su
esposa a disparar.
—Algunas mujeres consiguen armas ilegalmente y
practican tiro para defensa personal.
—¡Ja! Ordene a su esbirro que registre el local. No
necesito armas. Y, por si se lo pregunta, permítame
desengañarle de la idea de que había armas en casa de Walter.
Detestaba a los cazadores y el derramamiento de sangre en
general. —Se colocó un rizo detrás de la oreja, como si
estuviera frente a un espejo—. Es cierto que mi exmarido
coleccionaba armas, tanto antiguas como nuevas. Pero eso fue
antes de la guerra, cuando la caza todavía no estaba prohibida
en Silesia.
—¿Su «exmarido»? Tenía entendido que seguía casada.
La mujer le lanzó una mirada rencorosa. El vestido
escarlata ribeteado en verde esmeralda apenas conseguía
contener su indignación.
—Tan joven y tan retrógrado…
—No soy ningún retrógrado —la interrumpió Bora.
—Me encontré con Walter por última vez el sábado 6 de
mayo en Kranzler. No podría olvidar la fecha aunque quisiera:
al día siguiente, el café fue destruido por una bomba.
Discutimos. Como siempre, trató de evitar el tema, que era su
última conquista. Me vino con la milonga de que sentía la
destrucción a nuestro alrededor y oía estallar las ventanas a lo
largo de la Ku’damm. Fue más de lo que podía soportar, así
que le tiré el té helado en el regazo. ¿Y qué? No es ningún
secreto que estaba furiosa con él por sus continuas
infidelidades, sobre todo dada su intolerancia a la infidelidad
por mi parte. Aquí, o todos moros o todos cristianos; usted ya
me entiende.
—No soy ningún retrógrado —repitió Bora.
—Lo que usted diga.
De pronto se sacó del generoso escote algo que, a primera
vista, parecía una polvera de nácar, pero que resultó ser un
tarjetero.
—Aquí tiene la tarjeta de mi abogado. Conozco mis
derechos. Tengo amigos, incluso entre las fuerzas del orden.
Los nombres de Nebe y Heldorff eran solo dos de los
muchos que componían el taco que le mostró tras soltar la
banda elástica que lo mantenía unido.
—Si hubiera querido deshacerme de Walter, lo habría
entregado por redactar horóscopos en contra de la ley. La
noche en que murió, coronel, estaba con este caballero. —
Sacó la tarjeta de un asistente del ministro de Propaganda—.
¿Le sorprende? Peino a Frau Magda Goebbels, y también a la
encantadora Reichsmarschallin Göring. No pierda el tiempo
conmigo: vaya a preguntarle a la bruja con la que Walter se
acostaba últimamente. O mejor dicho, pregúntele a su marido.
Eppner, se llama. —Se dio un toquecito en la barbilla con el
dedo, mostrando una manicura perfecta, como para indicarle a
su interlocutor que tenía algo en la cara—. Pero, ¿sabe qué? —
comentó—. No debería afeitarse usted mismo.
MAXIMILIAN SLADEK,
Nuestro espectáculo
1:59 P.M.
—¿Cómo ha ido, inspector? ¿Encontró a Eppner?
Bora se dirigió a él en tono controlado, casi tranquilo,
cuando se encontraron frente al Adlon. Grimm asintió con la
cabeza. Las gotas de sudor le caían por la frente del cráneo
rasurado y solo un par de cejas de color tabaco evitaban que le
entrasen en los ojos.
—Por lo visto, acabó en casa de su cuñada, en Bergholz,
donde Cristo perdió el gorro.
De hecho, Bergholz no estaba lejos del sanatorio de
Beelitz. Aunque los diez minutos que Bora había pasado
tranquilizándose después de su conversación con Salomon no
habían logrado borrar todas las huellas de su irritación, tenía
que consultar de nuevo a Lattmann.
—No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy —dijo,
subiendo al coche—. Vámonos.
Durante el primer tramo del viaje siguió leyendo el
material sobre Niemeyer y apartó los artículos que merecían
un análisis más detallado. Trató de recordarse a sí mismo que
Salomon era un pesimista, propenso a dejar volar la
imaginación. Hasta lo habían puesto bajo observación médica
tras la crisis nerviosa que había sufrido años antes. ¡Alta
traición! Sin duda, había oído decir algo a un par de colegas
indiscretos del Alto Mando y probablemente su tendencia a
sacar conclusiones precipitadas había hecho el resto. Aun así,
en su estado actual, era una bomba de relojería que podía crear
complicaciones. Tras servir dos años en el cuartel general de la
Abwehr, era probable que Bruno Lattmann tuviese
información privilegiada y quizá pudiera convencerle de que
la compartiera. «¿Por qué insistiría tanto en que no me
acercara a Salomon? ¿Y por qué no puedo quitarme de la
cabeza a los tensos oficiales del Adlon y al hombre que nos
observaba desde la oficina de correos de la Landgrafenstrasse?
No puedo permitirme actuar como Salomon y hacer una
montaña de un grano de arena. De todos modos, estoy
deseando escuchar qué tiene que decir Bruno».
HEGEL,
Filosofía del derecho
HOTEL ADLON, MIÉRCOLES 12 DE JULIO, 5:20
A.M.
«Esta mañana a primera hora, cuando aún estaba medio
dormido, el conserje llamó a mi habitación para decirme que
estaban transmitiendo por radio un aviso de bombardeo. En las
casas particulares, al aviso lo sigue una rutina precisa, que
Nina me explicó: apagar la luz, el agua y el gas, abrir puertas y
ventanas y hacer los preparativos necesarios para bajar al
sótano o refugio antiaéreo más cercano. En el Adlon, cinco
minutos después de la llamada, se oía el bullicio de los que
bajaban las escaleras para resguardarse en el refugio antiaéreo
de Pariser Platz, fácilmente accesible desde el hotel.
6:00 A.M.
Dado que tenía que encargarse del asunto de las huellas
dactilares en la jefatura, Florian Grimm no se presentaría en el
Adlon antes de las nueve, «o algo más tarde». Bora disponía
de tres horas para aprovecharlas como quisiera. Pensó que no
era razonable esperar encontrar al doctor Olbertz en su
consulta, ni a Max Kolowrat levantado (aunque en este
aspecto se equivocaba), a esas horas de la mañana, y otras
llamadas de teléfono también tendrían que esperar. Empezó
por indicar al personal del hotel que llevase sus cosas, sobre
todo las cajas con el material sobre Niemeyer, a la consigna
del hotel en previsión de su traslado al Leipziger Hof.
A estas horas, solo un puñado de huéspedes estaban
levantados y en el vestíbulo. Dos jóvenes pilotos que hablaban
animadamente mientras esperaban a que los recogiese un
vehículo le recordaron a su hermano, hablador y lleno de
vitalidad ante el peligro diario. El recuerdo era tan doloroso
que Bora tuvo que apartar la vista. A pocos pasos, inmóvil, de
espaldas a la salida y con un periódico bajo el brazo, estaba un
teniente coronel, uno de los engreídos oficiales del Estado
Mayor que había visto el día anterior. Estaba tan tenso que
daba la impresión de tener la mandíbula inferior clavada a la
superior.
Bora supuso que el hombrecillo anodino sentado en un
rincón sin nada que hacer era el inevitable inspector asignado
al hotel.
Acababa de dejar la llave de la habitación en recepción
cuando oyó una voz a sus espaldas.
—Buenos días, colega. Siento molestarle: ¿puede
decirme qué hora es?
Bora se giró. No esperaba que se le acercase el oficial del
Estado Mayor, y menos que se dirigiese a él en un tono tan
tenso y ronco para una petición tan rutinaria. Lo que la hacía
aún más extraña era que el reloj de pared, visible para todos
los presentes, funcionaba perfectamente. Aun así, respondió
automáticamente:
—Las seis y cinco.
El oficial solo se lo agradeció con un asentimiento
distraído. La boca apretada y el ceño fruncido del oficial al
alejarse de él podrían haber sido los de Salomon: el rostro de
un hombre que vive aguantando la respiración.
Salomon… cierto. ¿Se había olvidado de él? Tras la
embarazosa escena del almuerzo del día anterior, su antiguo
comandante había dicho algo de conseguir un parte médico y
«retirarse a su habitación a descansar». Bora decidió
marcharse para evitar la posibilidad de encontrarse con él y
tener que explicarle por qué se marchaba del Adlon.
Hacía meses que no podía escabullirse ni reservarse algo
de tiempo para sí mismo, y su breve presencia en Berlín
parecía aún menos prometedora en ese sentido, pero aquí
estaba, con casi tres horas más a su disposición de las que
tenía derecho a esperar. Aunque era improbable que hubiera
taxis disponibles, resultó que había uno aparcado a la entrada
del hotel. Al aire fresco y limpio de mediados de julio, Bora
ordenó al taxista con cara de ardilla que se dirigiese al barrio
de Zehlendorf. Tres giros después, se dio cuenta de que un
anodino coche gris seguía al taxi con el “inspector asignado al
hotel” al volante. Aunque la matrícula era de civil, de pronto
nada podía quitarle la idea de que, al preguntarle la hora, el
oficial del Estado Mayor le había tendido una trampa o,
incluso, se lo había señalado a un agente de la Gestapo de
paisano. «Maldita sea, lo ha puesto sobre mi pista para
quitárselo de encima».
El color, olor y sabor de la agradable mañana cambiaron
de repente. El taxista con cara de ardilla también se dio cuenta
de que los estaban siguiendo.
—¿Qué calle me había dicho, coronel? —Su pregunta era
una forma discreta de invitar a su pasajero a que cambiase de
destino si era necesario.
Bora repitió sin vacilar la dirección aproximada que le
había dado.
—Déjeme en la calle Machnowstrasse.
BISMARCKSTRASSE, ZEHLENDORF
Cuando Bora se bajó del taxi y entró en una papelería de
la concurrida Machnowstrasse, el coche gris siguió adelante.
Hizo tiempo durante casi quince minutos y entonces salió de la
tienda y continuó a pie hacia la cercana Bismarckstrasse.
Una bomba, o fragmentos de una bomba, habían
alcanzado aquí y allá la encantadora casa de su familia que se
levantaba en la calle arbolada. La mitad del techo se había
derrumbado, dejando intactas las paredes; había quedado
parcialmente habitable y se podía entrar en la vivienda desde
la calle. En el interior, las vigas derruidas de los pisos
superiores tachonaban el otrora elegante vestíbulo y la escalera
principal. El artefacto que el enemigo había lanzado desde el
aire había abierto un enorme agujero en el suelo embaldosado,
destruyendo las tuberías hasta llegar al terreno arenoso. Se oía
correr el agua en el oscuro fondo de la brecha.
A lo largo de los años, Bora rara vez había frecuentado
esta segunda vivienda de la familia en la capital, no muy
grande pero exquisitamente decorada, de dos pisos más
desván. El desván era precisamente lo que ahora ocupaba la
mayor parte del hueco de la escalera. Tuvo que pegarse a la
pared mientras subía al primer rellano, donde una puerta daba
acceso a un apartamento aparentemente intacto. Una pila de
escombros cortaba el tramo de escaleras que llevaba al
segundo piso.
Encogiéndose para pasar entre las barras de metal y los
cascotes, Bora se dirigió a la puerta principal de su abuelo, que
la explosión había dejado abierta de par en par. Objetos
intactos y objetos reducidos a polvo le devolvieron la mirada
desde el interior, donde se había hundido parte del techo. La
escalera interna, derrumbada e intransitable, se inclinaba hacia
un lado, aislando las habitaciones superiores. Habían robado
todo lo que habían podido sacar de los espacios de fácil
acceso. Bordeando una gran viga del techo y un montón de
tejas, Bora llegó a la biblioteca y se asomó. La tupida cortina
antibombardeos que ocultaba la mitad de la ventana
destrozada sugería que sus parientes debían de haber visitado
la casa al menos una vez después de que empezaran los
ataques aéreos. De hecho, la destrucción era tan reciente que la
lluvia aún no había causado daños, ni los pájaros habían tenido
tiempo de construir sus nidos y ensuciar el suelo. Bora tuvo
que revolver los cascotes para poder entrar.
En las estanterías clavadas a las paredes, algunos de los
libros seguían en su lugar; mientras que montones de ellos
estaban tirados en el suelo. Ver una vieja butaca fue como
encontrar una cara amiga en medio de la ruina. Bora la limpió
de polvo y yeso y vio que no había sufrido otros daños. Era el
«fauteuil» del abuelo Franz-August, el mismo que tenía en su
habitación de estudiante de la antigua casa familiar de Borna
hacía medio siglo. Aunque no tenía nada de especial, el
anciano le tenía cariño. De fabricación inglesa, originalmente
estaba cubierto de cuero, pero en algún momento decidió
tapizarlo de damasco. La estructura permanecía intacta bajo la
tela y solo bastaba con pasar los dedos por el forro del
respaldo para notar los botones de cuero. De tan pesado y
voluminoso como era, ni siquiera los ladrones habían sido
capaces de sacarlo a la calle.
Bora, al que la butaca traía recuerdos agridulces, paseó la
mirada por la habitación. Si mal no recordaba, el abuelo había
mandado trasladar estos muebles a Berlín poco después de la
gran quema de libros de 1933. Sintió una punzada a medio
camino entre la nostalgia y el miedo. Daba la impresión de que
todo estaba desmoronándose. Los edificios, las relaciones, la
gente. Se debía principalmente a la fatiga, aunque lo peor,
estaba seguro, estaba por venir. Las heridas, las enfermedades,
las crisis familiares no eran fines en sí mismos, sino síntomas
de un malestar mayor y reconocible para los que, como su
padrastro y su abuelo, habían vivido la Gran Guerra.
«¿A quién culparemos esta vez? ¿Cuántas veces puede
afirmar la misma nación que la apuñalaron por la espalda?
Quien siembra vientos, recoge tempestades». La idea más
inquietante era que todos tendrían que pagar, justos por
pecadores. «Puede que no queden tierras al oeste a las que
huir, y puede que los que están en el Báltico nunca consigan
escapar. Los mueve el miedo a los rusos, y ni siquiera saben lo
que les espera. Los que servimos allí lo sabemos. Los que
tratamos de detener la violencia, los que desobedecimos
órdenes y hasta nos negamos rotundamente a cometer
crímenes atroces, lo sabemos». Bora acarició la butaca como si
fuese un animal querido. Prefería no pensar en los miles de
personas que, presas del pánico, se hacinaban o corrían en
círculos para escapar de Prusia Oriental, los Sudetes y el
Banato. «Los que estamos en el frente tenemos la suerte de
poder mantenernos ocupados sin atormentarnos por el mañana.
Nosotros decimos, como San Mateo: “no os afanéis por el día
de mañana, porque el día de mañana traerá su afán. Basta a
cada día su propio mal”». A Bora le resultaba particularmente
insoportable sentirse impotente, así que se obligó a sacar estos
pensamientos de su mente. La perspectiva de volver a la
guerra en las montañas era atractiva, hasta el punto de que no
le dejaba tiempo para imaginarse el futuro. Por el momento
ignorados por los saqueadores, en las estanterías y en el suelo
se amontonaban los libros de viajes y de ciencias naturales que
su padre leía cuando era joven. Mientras hojeaba un texto del
siglo XIX escrito por un astrónomo judío, su mirada se
encontró con el nombre de «Friedrich Bora» escrito en la
última página en la letra de un muchacho, como la que usan
los jóvenes cuando practican una caligrafía elegante y
«adulta». Era evidente que su padre había intentado estampar
cierto carácter en las letras, sobre todo en la floritura de la F y
en la forma en que la A final volvía sobre sí misma como una
serpiente o un zarcillo y formaba un bucle para encontrarse
con el asta de la B mayúscula.
Un trozo de papel doblado marcaba la página donde
comenzaba el capítulo «Cometas». Aunque le decepcionó ver
que estaba en blanco (Bora siempre buscaba mensajes o
signos), estaba decorado con la marca de agua de una estrella
con cola de cometa. «¿Será por eso por lo que la colocaron
aquí o, simplemente, Padre dejaría de leer en este punto?».
Tras una puerta situada en la parte inferior de un estante
esquinero, los anuarios, informes anuales y catálogos hacían
una crónica de los últimos diez años de la Bora Verlag. Sin
buscar nada en concreto, detrás de estos, Bora vio un conjunto
de volúmenes de aspecto desvencijado, tan distintos del resto
de la colección que se preguntó qué serían, aunque no por
mucho tiempo: por los bordes sospechosamente chamuscados,
supo qué eran antes incluso de abrir uno de los libros y luego
otro. Heine, Proust, Gorky, un ejemplar de La montaña mágica
torpemente oculto por la sobrecubierta de otro libro, un folleto
del Centro budista de Berlín, que su abuela escocesa había
ayudado a crear hacía décadas…
Pesimista, se puso en cuclillas frente a la estantería. En
Cracovia, cinco años antes, estuvo en el piso requisado de un
judío, leyendo. Había olvidado el nombre del hombre, un
dramaturgo, pero recordaba vívidamente esa habitación,
incluso el olor que desprendían los muebles aceitados. ¿Quién
habría previsto que hoy, en una biblioteca que le recordaba
extrañamente a esa otra, e igual de desolada, encontraría libros
igualmente prohibidos?
De haber sabido que estaban allí, no habría venido. Ahora
los títulos que su abuelo había rescatado de la hoguera nazi
habían convertido esta simple visita en algo que podía
incriminarlos a todos en el momento más inoportuno.
«Dios mío, ¿qué estoy haciendo? ¿Qué estamos haciendo
todos? Nunca debí entrar en este apartamento».
Se levantó con el libro de astronomía en la mano. Por la
ventana, más allá de la oscura cortina raída, vio el coche gris
girar hacia el bulevar a paso lento, como si buscara a alguien.
¿Por qué? Aquí no había nada que pudiera interesar a las
autoridades, a menos que supiesen de la presencia de los libros
prohibidos… o de su presencia. El nombre de su famoso
padre, tan distinto de su propia firma, enérgica y sencilla, lo
observaba desde la vieja página.
«Yo, que voy detrás de mis mayores y que, comparado
con ellos, soy prácticamente insignificante, firmé mi sentencia
de muerte hace mucho», pensó con una sorprendente falta de
preocupación. El coche fue frenando hasta detenerse bajo la
abundante sombra de un olmo, al otro lado de la calle. Bora lo
observó desde la habitación destrozada y su despreocupación
dio paso a la ira. Estaba furioso con los que le espiaban, pero,
inesperadamente, también con su imprudente abuelo, con el
oficial que se le había acercado en el Adlon y con los que (si
Salomon decía la verdad) podían estar conspirando torpemente
para acabar con lo que habían ayudado a crear. ¿Podía uno
creer a soldados que habían permitido el saqueo, el asesinato
político y la deportación?
Por encima de todo, temía pensar que Salomon pudiera
estar diciendo la verdad. Notó un regusto a sangre en la boca.
«Si es verdad, y si fracasan, se producirá un caos como el que
ayudamos a desatar en la Rusia de Stalin cuando alimentamos
su paranoia sobre el Ejército Rojo y precipitamos la Gran
Purga. Juicios y derramamiento de sangre que el Profeta de
Weimar nunca llegó a predecir en sus “visiones”».
¿O quizá sí? Bora se alejó de la ventana. ¿Y si los
oficiales que habían hablado libremente frente a Salomon
habían consultado en secreto a Niemeyer? ¿Por qué no se le
había ocurrido? Los hombres desesperados son capaces de
cualquier cosa, incluso de buscar oráculos. Cuando se produjo
el incendio del Reichstag, Hanussen, el adivino, se relacionaba
con los poderosos, sabía demasiado y hablaba demasiado. Y
había muerto. Bora contuvo la respiración.
Tenía cosas que hacer (el chusa japonés tenía razón), y no
disponía de mucho tiempo. Antes de salir del apartamento, se
metió en el bolsillo algunos papeles del estudio de su abuelo.
Luego recogió el pequeño montón de libros prohibidos, los
acarreó entre los escombros tres tramos de escaleras abajo y
los tiró al profundo agujero del vestíbulo.
Cuando salió del edificio, el coche ya no estaba aparcado
bajo el olmo. En el tranvía de vuelta, no parecía que lo
siguiese nadie, a menos que aquel sedán verde oscuro con tres
hombres con la cabeza descubierta dentro hubiera ocupado el
lugar del gris.
HEIDEGGER,
Estancias, citando el Tao Te Ching de Lao Tzu4
INMEDIACIONES DE Barbarossaplatz,
SCHÖNEBERG, 7:10 P.M.
«No es el tipo de sitio al que uno trae habitualmente a
mujeres». Junto con un aroma a tabaco de pipa y tras una
brevísima presentación, fue lo primero en que se fijó Bora al
llegar al apartamento de Kolowrat. Pequeño, aunque decorado
con un gusto exquisito (los libros y las sofisticadas obras de
arte tenían que provenir de una casa mucho más grande:
apenas quedaba espacio libre en las paredes), se podía abarcar
de un solo vistazo. Al dejar atrás el dormitorio para llegar al
salón, Bora vio una espartana cama individual a través de la
puerta parcialmente abierta. «Impecablemente hecha», juzgó,
«al estilo militar. El tipo de cama en el que dormiría si tuviese
mi propia casa».
Libros en cajas y óleos y bocetos enmarcados apoyados
contra las paredes limitaban aún más el espacio útil. El
teléfono estaba a mano, en el pasillo: no era de extrañar que le
hubiese parecido que Kolowrat estaba esperando sentado a su
llamada.
Moreno y de ojos oscuros, delgado y con una chaqueta de
punto informal de aspecto inglés, Kolowrat lo precedió pasillo
abajo.
—Francamente, coronel, era un hombre despreciable. —
Soltó su primer e inesperado comentario sobre Niemeyer nada
más entrar en el salón, donde las paredes estaban forradas de
libros—. ¿Cómo es posible que un hombre tan despreciable
posea tal don?
Era una pregunta retórica que dejó a Bora con ganas de
más.
—Los santos deberían poseer habilidades sobrenaturales,
no ser encantadores de serpientes que se hacen ricos a costa de
los crédulos que ven la grandeza de su don y no la mezquindad
del hombre que hay detrás. Es una gran injusticia.
De cara a su invitado, en la habitación que hacía las veces
también de estudio, Kolowrat tenía la apariencia y los modales
naturales de un viajero cosmopolita y, sin embargo, según
recordaba Bora, no salía en ninguna de las fotos de sus
célebres viajes a tierras lejanas. ¿Habría tomado la decisión de
considerarse a sí mismo un simple ojo observador en lugar de
un protagonista? Podría ser un detalle revelador, y marcar la
diferencia.
—No me considero más cínico que la mayoría de mis
colegas —añadió Kolowrat—. Pero créame cuando le digo que
solo accedí a asistir a uno de sus espectáculos porque unos
amigos de confianza insistieron. Después de todo, estaba
escribiendo una serie de artículos en los que denunciaba la
credulidad que subyacía a nuestra era del jazz. —Indicó con
una inclinación de cabeza varias publicaciones que se
amontonaban en la mesita de café, junto a una máquina de
escribir con una hoja de papel a medio mecanografiar. Viendo
que Bora prefería no sentarse (solo había dos pequeños
sillones, uno de ellos ocupado por un viejo gato atigrado),
Kolowrat también permaneció en pie con las manos en los
bolsillos—. Si ha leído mis artículos, sabrá que siento una
fuerte aversión por las mujeres estúpidas y crédulas.
Aunque no añadió «pero admiro a las mujeres
inteligentes», Bora entendió que era lo que estaba insinuando.
—¿Y por los hombres estúpidos?
—Todavía más. Como todo hombre digno de llamarse
así, luché en la guerra. Viajé, viendo de primera mano la
miseria y la desesperación en lugares lejanos, y en lugares más
cercanos de lo que nos gustaría admitir. El majestuoso
espectáculo de lo que llamamos «cumbres aún por conquistar
y profundidades insondables» me dejó, ¿cómo decirlo?,
impaciente con las preocupaciones egoístas de muchas
personas. No es que despreciara particularmente al Profeta de
Weimar, por mucho que malgastase sus habilidades psíquicas.
Me irritaba su hedonismo desenfrenado. La joven boba de la
que hablo en mi artículo no tiene nombre, simplemente porque
representa a cientos de hermanas igualmente ingenuas.
Asistentas o esposas de mariscales de campo, todas dispuestas
a ver a través de los ojos de otro para no tener que mirar con
los propios. Todas dispuestas a pagar por ese privilegio,
aunque muchas a duras penas podían permitírselo. —A
diferencia de muchos de los hombres a los que había conocido,
Kolowrat dio a Bora la impresión de alguien que se negaba
rotundamente y con total confianza a compararse con él o a
desafiarlo. Se sentía plenamente a gusto consigo mismo—.
Antes de Niemeyer, se decía que Hanussen predijo el incendio
del edificio del parlamento alemán; mejor dicho, había oído
rumores y se atrevió a hablar de ello. Sea como fuere, el
Reichstag se quemó y Hanussen murió.
—También murió el pirómano Lubbe, ejecutado. Pero,
aparte de por muchachas crédulas, al parecer, tanto Hanussen
como el Profeta de Weimar eran consultados por una nutrida
clientela masculina de todas las clases sociales.
—Desgraciadamente, tiene razón.
—¿Nunca necesitó de sus servicios?
Kolowrat se echó a reír.
—No, en absoluto.
—Pero asistía a sus espectáculos y lo frecuentó durante
un tiempo.
—Me aburría como una ostra escribiendo columnas de
sociedad y de sucesos. Es cierto que me relacioné con él
durante unos días con la esperanza de desenmascararlo.
—¿Y lo consiguió?
—Sí y no.
Kolowrat lo invitó a sentarse y Bora rehusó
educadamente.
—Admito que estaba deseando hacer trizas al Hijo de
Asia, como se hacía llamar en un principio. Un invierno, en la
Resi de la Neumannstrasse, el mago nos deleitó con voces
fantasmales, adivinaciones, mensajes del más allá… Vi a
viudas y a flappers desmayarse ante su teatro, me reí para mis
adentros y tomé notas. ¿No había conseguido Hanussen, su
predecesor, convertir una cabra en un enano e hipnotizar a una
dama perfectamente respetable para que representase un
orgasmo sobre el escenario? Pues bien, hechizado por nuestro
hombre, un suboficial retirado puso con gran esfuerzo un
huevo fantasma particularmente grande y un colega mío,
materialista hasta la médula, cantó el «Magnificat» en falsete.
Hace bien en sonreír, se lo cuento para hacerle sonreír. —
Kolowrat apartó delicadamente al gato de su sillón y se sentó
para que Bora hiciese lo mismo—. Decían que hacía milagros,
¡y un cuerno! Fui el único del atónito público que se rio
abiertamente. Pues bien, imagínese mi sorpresa cuando se me
acercó, me miró fijamente y me dijo en voz baja que antes de
que terminara la semana, ¡recibiría la noticia de la muerte de
una mujer a la que una vez había amado en África! Es
imposible que se enterase de la muerte de mi exmujer, coronel.
No podría haberlo sabido ni aunque hubiese tenido una red de
espías e informantes sueltos por toda Berlín, simplemente
porque todavía no se había producido y nadie sabía que
sucedería. En aquel momento, estaba en perfecto estado de
salud, y la epidemia que acabó con ella en pocas horas la mató
inesperadamente el sábado siguiente. Para mí, fue un punto de
inflexión filosófico, lo admito. No psicológico, sino sin duda,
filosófico. El lunes siguiente, lo mandé llamar. Pasamos más
de seis horas reunidos en mi estudio de la Drakenstrasse, y al
final de la sesión le firmé un cheque por una suma
considerable. Lo aceptó sin pestañear, como si se lo debiera.
—¿Y no era así?
—Tal vez. —Kolowrat sacudió la cabeza—. Sí, se lo
debía. Y podía permitírmelo.
Sentado en su sillón, con la espalda muy recta, Bora era
la viva imagen de la atención y, sin embargo, no podía evitar
que su mente se distrajera. «Hace menos de un año, cuando
busqué a la amante, ahora mayor, de mi padre biológico cerca
de Járkov, cerré un círculo de la historia familiar. Hoy…
aparte de mi papel en este caso de asesinato, me pregunto cuál
es mi papel con respecto a Max Kolowrat. En realidad, él me
es indiferente, como yo a él. Pero si la vida de Nina hubiera
seguido un rumbo distinto, podría haber sido mi padre, o al
menos mi padrastro».
—Verá, coronel: durante esas seis horas llenas de juegos
de mano y melodrama, el tipo demostró tener conocimiento de
detalles tan privados que nunca se los había revelado a nadie y,
más adelante, compartió conmigo episodios de mi propia vida
que solo yo podía conocer. ¡Y pensar que estaba decidido a
desenmascararlo! Para usar una antigua expresión jasídica, me
enfrenté a un «espejo del alma».
En el Berlín de 1944, pocos citaban el misticismo judío.
Aunque no dijo nada, Bora quedó impresionado.
—¿Puedo preguntarle exactamente por qué lo define
como «despreciable»?
Sin mirarlo abiertamente, Bora estaba memorizando el
rostro y los gestos de Kolo, una costumbre profesional que a
menudo era un fin en sí mismo, aunque no esta tarde. En
cuanto a Kolo, parecía perfectamente consciente de que lo
estaba examinando y no hizo nada por evitarlo. Mantenía su
seguridad en sí mismo sin esfuerzo visible.
—Porque no solo echaba perlas a los cerdos, sino que
además, ponía un alto precio a trucos baratos. Tenía contados
momentos serios y, en lugar de valorarlos, los despreciaba.
—Los magos ganan más dinero que los santos —observó
Bora.
—Exactamente. Como Hanussen, aparentemente
Niemeyer era un hombre de espectáculo. A diferencia de
Hanussen, anhelaba tener verdadero poder. —Cuando el gato
atigrado subió de un salto a su regazo, Kolo dejó que posase
las patas aquí y allá hasta encontrar una postura cómoda—.
Por ejemplo, coronel von Bora, no sé dónde lo hirieron, pero
le aseguro que, si hubiera conocido a Niemeyer antes de su
lesión, no se habría producido. Le habría descrito el lugar y las
circunstancias de forma tan clara que podría haberlos evitado.
Aunque Bora no tenía intención de fruncir el ceño, no
pudo evitarlo.
—Puede que hubiese tomado aquel camino rural italiano
de todos modos… sin mis hombres, tal vez, porque perdí a
algunos en el ataque. ¿Está sugiriendo que en ocasiones
Niemeyer ocultaba ciertos detalles para que sus predicciones
dieran en el blanco?
—Sí, me consta. Un ejemplo: como piloté mi propio
avión durante años, siempre presto atención a las noticias
sobre accidentes aéreos… —«Sí», se dijo Bora, «sin duda.
Incluido el de Peter, que arrebató a Nina a su hijo menor y le
dio una razón para volver a verla»—. Pues bien, el Profeta de
Weimar conocía bien al ministro del Reich e inspector general
Fritz Todt y lo asesoraba habitualmente en sus viajes. Así que,
cuando acabaron con Todt…
—Perdone, pero ¿qué quiere decir con «cuando acabaron
con Todt»?
Por un momento, la amplia sonrisa de Kolowrat le quitó
varios años de encima.
—Al accidente aéreo, por supuesto, al despegar del
cuartel general del Führer en Prusia Oriental hace dos años…
¿no creerá que fue fortuito?
—Por supuesto que sí. —Consciente de que corría el
riesgo de llegar a apreciar al periodista, Bora se esforzó por
mitigar su impulso hasta el punto de contradecirlo sin motivo
—. ¡Si no hubo una investigación oficial es porque es evidente
que fue un accidente!
Kolowrat no respondió. Sin ahuyentar al gato atigrado, se
inclinó hacia delante y comenzó a colocar tiras de papel
cuidadosamente recortadas entre las páginas de las revistas, a
modo de marcadores. De este modo, dejó a Bora reflexionando
sobre el hecho de que la muerte de un inspector general deja
vacante el puesto para otra persona. Después de todo, fue el
propio Albert Speer, el sucesor de Todt, el que lo declaró
oficialmente un accidente, para que todos pudieran decir: «a
rey muerto, rey puesto».
—Según su interpretación, doctor Kolowrat, Niemeyer
podía, a propósito o por capricho, decidir no advertir a Fritz
Todt del desastre inminente, o a mí de la emboscada de los
partisanos. Esto lo convertiría en un simple aficionado más
que en un profeta. ¿Cree que por eso mismo, es posible que
algunos lo detestasen lo suficiente como para suprimirlo? —
Mientras hablaba, Bora sintió la mirada fría y penetrante de su
anfitrión sobre él y decidió devolvérsela. «No sabe (ni se fía,
ni se cree) cuál es la verdadera razón de mi visita y está
realizando algunos análisis por su cuenta. Es natural. Me
resulta difícil sentirme cómodo o aparentar estar más a gusto
de lo que lo estoy. Nunca me siento cómodo delante de mi
padrastro. Ni siquiera cuando discuto con él y salgo ganando».
—«Suprimirlo». Interesante elección de palabras,
coronel. Quizá. Fuera quien fuese el asesino, no le tenía
miedo. Sí, digo «miedo»: aunque no lo admitiesen, a muchos
de mis conocidos anteriormente escépticos les ponía nerviosos
el don del adivino, y ni yo mismo volví a reunirme a solas con
él.
—Alguien que no le tuviese miedo. Interesante.
—O bien, alguien llevado por un miedo aún mayor.
Después de todo, había quienes lo creían incapaz de morir.
—¿Pensaban que era inmortal?
—Incapaz de morir; no sé si es lo mismo.
Uno de los dos tendría que bajar la mirada tarde o
temprano, y no sería Bora.
—Pero, señor, sí que murió.
—Eso parece. —Kolowrat encontró una excusa creíble
para apartar la mirada cuando el gato atigrado se bajó de su
regazo de un salto y se escabulló de la habitación—. Tenía un
don, unos privilegios, una arrogancia y un poder suficientes
para ignorar a los críticos y a los que conocían la falsedad de
sus afirmaciones académicas. Por cada amigo que hacía, hacía
un enemigo, tanto dentro como fuera del Partido. Muchos le
debían grandes sumas de dinero, lo que no me sorprende. La
misma historia que con el Parteigenosse Hanussen.
—Parece que hay similitudes obvias entre los dos. —Tras
ganar el combate de miradas, Bora se sintió un tanto
avergonzado. Después de todo, era él el que estaba abusando
de la hospitalidad de Kolowrat. Sus largas piernas, un
impedimento en el abarrotado salón, le recordaron lo
incómodo de las circunstancias. Él también apartó la vista,
hacia las fotografías enmarcadas de tierras lejanas—. ¿Qué
más puede decirme del camarada Hanussen?
Kolowrat siguió la mirada de Bora. Se levantó
tranquilamente del sillón para enderezar uno de los cuadros,
que colgaba ligeramente torcido.
—Frecuenté lo suficiente a Hanussen como para intuir
que se había vuelto indeseable. —Volvió a sentarse frente a su
invitado—. En muchos aspectos. Era judío (pero, recuerde:
hasta la prensa judía hacía alardes de despreciarlo); era un
amante imprudente; un inversor sin la discreción del banquero.
Y lo que es peor: predijo el incendio del Reichstag menos de
un día antes de que se produjese. Grosser Marmorsaal, febrero
de 1933. Yo estaba allí, coronel, y lo escuché con mis propios
oídos. La pregunta que le hizo el jefe de las SA en Berlín se
refería a las posibilidades que tenía el partido en las próximas
elecciones. Así que, ¿de dónde salió la visión de las llamas?
En cualquier caso, su caída en picado comenzó aquella
primavera, cuando muchos de sus partidarios fueron
destituidos temporal o permanentemente de su cargo. Algunos
eran Strasser, Heldorff, Schleicher…
—El primero y el último cayeron en la Purga Sangrienta
de las SA un año después.
—Sí, junto con Röhm, su líder. Aunque no el conde von
Heldorff… ni Lutze, que murió en un accidente de tráfico el
año pasado. Los de la prensa nos preguntamos por qué
Hanussen no les advirtió de lo que les esperaba.
La tarde era cálida en la pequeña y elegante habitación, a
pesar de la bocanada de aire que entró por la ventana abierta,
trayendo un ligero olor a yeso y polvo de ladrillo, tan
característico de los tiempos de guerra. En el jardín de abajo
(en realidad, un patio al que no llegaba el sol poniente y donde
flotaban las sombras), la exuberante copa de un alto árbol se
mecía perezosamente. Ambos hombres se quedaron en
silencio, cada uno a su manera absorto en pensamientos muy
alejados del tema en cuestión.
Bora no conseguía sacudirse la impresión de que esta
tarde Kolowrat, si no lo apreciaba, al menos lo toleraba.
«Después de anhelar durante años el reconocimiento de mi
padrastro, tengo un gran respeto por el general», reflexionó.
«Le estoy agradecido por haberme educado como lo hizo».
Pero nunca había sentido cariño por el viejo. «Y aunque
amaba profundamente a Peter, que era de su propia sangre,
seguramente me aprecia a su manera. Aun así, desde el
principio fui, sin quererlo, su rival por la atención de Nina».
—En cuanto a mí —continuó Kolo—, me contento con
poder decir que he vivido según el lema de nuestra familia:
«Et si omnes, ego non». Aunque todos lo hagan, yo no.
Admito que en ocasiones lo seguí simplemente por llevar la
contraria: si todos se comportaban de cierta manera, si algo
estaba de moda, no quería tener nada que ver con ello, por
principio. Mi droga preferida siempre han sido los deportes de
riesgo y los viajes de riesgo. Si le soy sincero, me permitía el
lujo de profesar una lucidez maliciosa y mordaz, y sabía
mantenerme al mismo tiempo dentro y fuera de las cosas.
Banqueros perversos, políticos infames, charlatanes de todo
tipo, funcionarios corruptos, jóvenes actrices consentidas por
sus madres, burgueses hambrientos de emociones… Niemeyer
era solo uno de los muchos números que se representaban bajo
la carpa del circo de Weimar.
—¿Qué quiere decir con funcionarios corruptos?
—Justo lo que he dicho. Uno se los encontraba a todos
los niveles.
Kolowrat no añadió más, pero el ligero énfasis que había
puesto en el adjetivo «todos» sugería que el mando no era
inmune. Insistir habría sido imprudente y descortés, así que
Bora se abstuvo.
—Hablando del circo de Weimar, ¿se llegó a descubrir
qué le pasó en realidad a Hanussen?
—¿Aparte de que con toda seguridad no fue asesinado
donde lo encontraron en avanzado estado de descomposición,
en un campo cerca de Zossen? No. Y una fuente fiable cercana
al gobierno local me dijo que «nos deshacemos de la basura
fuera de los límites de la ciudad».
—Imagino que no sería difícil encontrar voluntarios para
ese tipo de servicios por aquel entonces.
—Nada más fácil.
Bora decidió arriesgarse.
—¿Le dice algo el nombre de Gustav Kugler?
—No. ¿Quién es?
—Disculpe, pero si no lo conoce o no lo recuerda,
prefiero no decirlo. Prefiero no influenciarlo, por si vuelve a
toparse con ese nombre. ¿Y Walter Niemeyer, en aquella
época…?
—Buena pregunta. Justo entonces, cuando la República
llegaba a su fin, Walter Niemeyer rompió la incómoda
crisálida del Hijo de Asia para convertirse en Magnus
Magnusson. Mientras la estrella de Hanussen se eclipsaba, la
suya comenzaba su fulgurante ascenso. Publicó su segunda
autobiografía, donde reveló que era ario puro ¡y culpaba a
Hanussen por haber tenido que fingir ser de ascendencia judía
para triunfar sobre las tablas! La apuesta podría haberle salido
mal; pero en cambio, el libro fue todo un éxito. ¿Lo ha leído?
Está bien escrito… cada línea rezuma Heimat y orgullo
escandinavo. —Quitó importancia a su propio comentario con
un gesto de la mano—. El aún relativamente desconocido
Magnusson tomó el relevo de Hanussen: haciendo milagros y
predicciones, prestando dinero… Algunos hasta opinaban que
Hanussen no había muerto, o que su alma se había
reencarnado en su colega, la nueva estrella. Hasta este mismo
junio, a pesar de la prohibición de hacer adivinaciones,
muchos berlineses optaban por pasar hambre para poder pagar
los consejos de Niemeyer. —El gato atigrado volvió a entrar,
sigiloso, en el salón, se subió de un salto al regazo de su amo y
empezó a acicalarse a fondo—. Usted no cree en ninguno de
estos fenómenos, ¿verdad, coronel?
Bora se esperaba la pregunta.
—Creo en Dios.
—¿Y en los milagros?
—Creo en Dios. Lo que no equivale a decir que esté
convencido racionalmente de su existencia. Solo significa que
creo en Él.
—Pero no da importancia a las profecías…
«Más de lo que se imagina», pensó Bora. «Pero no es el
momento ni el lugar para señalar que la predicción de
Remedios, que pronosticó mi muerte, me ha pesado en la
conciencia durante los últimos siete años».
—Basta con decir, señor, que, como soldado, tengo una
relación estrictamente funcional con el futuro. Mi opinión
sobre el talento de Niemeyer no cuenta para nada en esta
investigación. Mi deber es descubrir quién lo mató.
—Y por qué.
—Eso también. Pero, en primera instancia, quién. El resto
depende de los fiscales y los jueces. Debo volver al frente, y
ya tengo trabajo de sobra durante mi estancia en la capital sin
complicarme más las cosas.
—Entendido, coronel. Aunque conocí al séquito de
Niemeyer mejor que muchos en Berlín, no tengo una respuesta
para usted. Visité su villa en varias ocasiones, tanto por mi
cuenta como cuando sus fiestas iluminaban la noche. Para ya,
Krüger. —De pronto distraído, Kolowrat se apartó la cola del
gato atigrado de la cara. El animal se subió de un salto a la
mesa y jugueteó con la hoja que sobresalía de la máquina de
escribir—. Sus amigos y admiradores esperaban que le pusiese
un nombre exótico a su residencia, como «El jardín de las
delicias» o «Shangri-La». En cambio, se decidió por el
prosaico «Villa Gerda» en honor a su madre. Al parecer, hasta
los profetas tienen este tipo de debilidades filisteas. ¿En
cuanto a las mujeres? Bueno, era promiscuo. La prensa no ha
revelado cómo lo asesinaron, así que no puedo aventurar
ninguna teoría sobre un posible culpable. Probablemente, una
mujer emplearía un calibre pequeño, veneno, un objeto
pesado… o un asesino a sueldo.
Bora no entró en detalles.
—Volviendo al tema de Fritz Todt y su muerte prematura,
¿hubo otras sesiones de espiritismo o representaciones en las
que las visiones de Niemeyer adoptasen un perfil
políticamente dudoso? —La pregunta estaba cargada de
significado, y se esforzó por quitarle importancia—. Lo
pregunto porque sin duda, ese tipo de visiones llamarían la
atención de la gente.
—Sin duda alguna. Dada su clientela, cada declaración
que hacía podría interpretarse como política. Hasta que se
declaró la guerra, por el entorno de Niemeyer corrían rumores
descabellados sobre este o aquel complot nacional o extranjero
contra el Führer, y cada vez que lograba escapar
milagrosamente, su suerte se atribuía a predicciones oportunas.
Si me pregunta por mi opinión —Kolowrat negó con la cabeza
—, creo que era el propio adivino el que alentaba los audaces
rumores, inundando a su público de alcohol, chicas y cocaína
en la Katakombe de la Bellevuestrasse. Dejé de asistir a las
fastuosas fiestas que celebraba en su casa en el 38, cuando, en
mi opinión (tómeselo como quiera), el mundo empezó a
necesitar algo más que ilusionistas y trucos de magia. Estará
de acuerdo en que los rumores, ya de por sí, eran peligrosos,
tanto para los que los propagaban como para el propio
Niemeyer.
Bora observó cómo jugaba el gato.
—En vista de esto, ¿puede sugerirme a alguien que esté
lo suficientemente familiarizado con Niemeyer como para…?
—Perdone que lo interrumpa: nadie que quiera hablar,
coronel. No… esa ruta queda descartada en este momento y en
esta ciudad. Ni una amante ni un criado ni un cliente le dirá
gran cosa si cree que no es seguro. Recuerde que Niemeyer, el
trepa, autor de éxito y embaucador, tenía poco que ver con un
sabio con un don. Uno podía burlarse del primero y temer al
segundo. Nunca estará más cerca de escuchar que el Profeta de
Weimar vivía peligrosamente, a pesar de lo que le sucedió a
Hanussen, su predecesor y rival. ¿Acaso se ha resuelto aquel
atroz asesinato? No. Hace once años traté en vano de
entrevistar a un tal inspector Albrecht, al que habían asignado
rutinariamente el caso. Lo único que descubrí es que Hanussen
fue arrestado justo antes de una de sus actuaciones, y no por la
policía.
Bora mantuvo su fachada impasible, pero se preguntó:
«no por la policía…». ¿A qué se refería? ¿A la Gestapo, a las
SA, a una asociación de veteranos? Todos igualmente
concebibles. Durante su servicio en la Abwehr, los rumores y
predicciones de conspiraciones contra el régimen circulaban
constantemente. No le tocaban de cerca, ya que trabajaba en
contraespionaje, pero según tenía entendido, y en contra de los
comentarios sarcásticos de la prensa internacional, Hitler no
daba importancia a las profecías. Himmler, sin embargo, junto
con Rosenberg y otros altos cargos, sí. Aun así, el vínculo
entre Niemeyer y los que estaban en el poder existía desde
hacía más de veinte años, y se prolongaba sin interrupciones
desde la República de Weimar hasta el Nacional Socialismo.
Durante esas dos décadas, como Hanussen, podrían haberlo
silenciado en multitud de ocasiones.
—A Niemeyer lo mataron con un rifle de caza —le dijo,
siguiendo un impulso—. Posiblemente, un modelo de la
Luftwaffe.
Los ojos de Kolowrat viajaron hasta el alféizar de la
ventana, adonde Krüger había subido para retomar
peligrosamente su aseo.
—¿En serio? ¡Extraordinario! Entonces, puede descartar
que el culpable sea una mujer. No me extraña que predicara en
contra de la caza. En una de las fiestas en su casa, el Profeta
literalmente echó a patadas a un coronel retirado de la Fuerza
Aérea porque frecuentaba un coto de caza al sur de Grodno…
No, no recuerdo el nombre del veterano, pero apostaría dinero
a que su familia y él se marcharon a Polonia en otoño del 38.
¿En otoño del 38? Un oficial judío expulsado a la fuerza
después de la Kristallnacht era un sospechoso de asesinato
poco probable. Por un momento, la historia picó el interés de
Bora, aunque pronto la descartó.
—Aquí tiene. —Sobre la mesita de café, Kolowrat
empujó las revistas en dirección a Bora—. Son todos los
artículos de la serie Estrellas sobre Berlín. Puede que le
resulten de ayuda o puede que no, pero retratan fielmente un
momento de nuestro pasado reciente. Esta larga pieza de
opinión, que, citando a La ópera de los tres centavos, titulé
«Primero va el comer, luego va la moral», le dará una idea del
mundo en el que se movían los magos en el punto álgido de la
crisis económica. Por último, esta es una copia de El factor de
la lucidez, el libro en el que analizo la sociedad de Weimar y
en el que afirmo que la difusión, las borracheras y el consumo
de drogas crearon un «mundo flotante» en el que la nación
perdió el rumbo. Tal vez le resulte de interés tangencial.
Vitriólico, me temo, pero como veterano, pasaba por una fase
poco generosa.
Bora guardó cuidadosamente el material en su maletín.
—Le agradezco su tiempo y sus observaciones, doctor
Kolowrat. —Se puso en pie—. Si se le ocurre algo más sobre
Niemeyer…
—Por supuesto.
Tras bajar al regordete gato atigrado del alféizar, Max
Kolowrat cerró la ventana. Acto seguido, sacó una botella y
dos copas de coñac de un aparador con puertas de cristal
abarrotado de discos de gramófono.
—Antes de que se vaya —dijo—, a menos que esté de
servicio…
Cuando Bora respondió que no, sirvió dos copas.
—Es de cosecha antigua. El último de su especie. Le
ofrecería el brandy de ciruela típico de mi tierra si me quedara,
pero Krüger tiró la botella de la mesa hace tres semanas.
Sí. Kolo no había trabajado como corresponsal de guerra
en Francia antes de la guerra, sino en el peligroso frente de los
Balcanes. Bora agitó suavemente la copa de coñac entre los
dedos. Su impresión de que Kolo lo trataba con cierta
indulgencia no hacía más que aumentar. No era sentido
paternal, sino indulgencia. «¿Por qué? ¿Qué verá en mí? ¿Un
investigador desesperado, un oficial condenado al frente, o
(teniendo en cuenta mi edad y quién soy) el hijo que podría
haber tenido con Nina si ella le hubiese dicho que sí? Actúo
con cautela ante la posibilidad de llegar a apreciarlo, pero él
no tiene miedo de estimarme».
De pie, con la copa en la mano, tenía una mejor vista de
la exuberante copa verde frente a la ventana (el árbol era un
tilo), cuyas hojas temblaban bajo la brisa del atardecer. Algo
más cerca, se fijó en una profunda grieta en la pared junto a la
ventana: oculta desde donde había estado sentado junto a la
cortina, se extendía desde el techo al suelo, como si un
cuchillo gigante hubiera intentado cortar la habitación en dos.
«Si supiera que Nina ama al general (es decir, que siente más
que su deber de esposa, y quizá cierta ternura, hacia él), estar
aquí esta tarde sería casi insoportable. El hecho de que mi
visita esté resultando de todo menos desagradable debe
significar algo».
Kolowrat tapó la botella. Viendo que Bora se había fijado
en la grieta, confirmó en tono amable:
—A finales de junio escapé por los pelos. Menos espacio,
menos comodidad, menos amigos… Hay que adaptarse a los
tiempos, pase lo que pase. A menos que se produzcan unas
circunstancias sin precedentes, compartiré el destino de Berlín
en esta interesante fase de su historia, y de la guerra. —Una
vez más, se encogió de hombros—. Soy berlinés de adopción,
coronel. De austro-húngaro no me queda nada, salvo una cierta
afabilidad burlona.
Bora asintió. «Nina es la circunstancia sin precedentes
que espera que se produzca. Si le insinuase que lo necesita (no
sé si es cierto, solo lo supongo, como supongo casi todo de
este extraño giro de los acontecimientos), algo me dice que se
marcharía a Leipzig esta misma noche, o en el primer tren que
parta con destino a la ciudad. Pero no diré nada parecido…
porque hasta con mi madre, me contengo y respondo “estoy
bien”, y en Rusia, “Khan” Tibyetsky y yo fingimos no ser más
que un general soviético y un interrogador de la Abwehr,
cuando en realidad éramos parientes. Aunque Kolowrat me
acepte por ser hijo de Nina, no pienso decirle lo que creo que
ella siente. No puedo hacerle eso a mi padrastro».
—Por días mejores, coronel von Bora.
—Por días mejores, doctor Kolowrat.
Bora se humedeció los labios de coñac añejo. Era
excelente, suave y reconfortante incluso en una noche de calor,
y bebió con cuidado. Por fuera, parecía estar valorando lo
precioso de aquella última botella de licor importado. Pero, en
realidad, de pronto le preocupaba que Kolowrat fuese a
malinterpretar inevitablemente su visita. De haber podido,
habría dicho: «Por favor, comprenda que no estoy aquí por
razones patéticas, como un ataque de celos o un afán de
control masculino: los Bora no somos así. Pero tenía que venir
porque soy el único que conoce el secreto de Nina, y usted
debe evaluarme y estimarme como hijo de Friedrich, hijastro
del general Sickingen y, sobre todo, como el defensor de
Nina».
Pero se limitó a decir:
—Muchas gracias por el préstamo, señor. Le devolveré el
material en buen estado a la mayor brevedad.
—Tan pronto como le sea posible. Lamento no poder
serle de más ayuda, coronel. Pero, si me permite sugerirle
algo: dudo que los astros tengan algo que ver con la muerte de
Niemeyer.
—Estoy de acuerdo. La próxima vez, ¿debo llamar antes
de venir?
—No. —Kolowrat sonrió, como si se imaginase por qué
se lo preguntaba—. No es necesario. Venga directamente
cuando quiera.
—Hola, Kupinsky.
Pillado por sorpresa, el joven renunció a cualquier intento
de escapar. Entró en el edificio y, tras lanzar una mirada al
hueco de la escalera (donde se oía llorar a la chica en el piso
de arriba), cerró la puerta tras de sí. Era difícil saber qué se le
pasaba por la cabeza: probablemente, abandonó de inmediato
toda esperanza de que el atlético oficial del ejército viniera por
razones tan vergonzosas como inimaginables. Su segunda
idea, algo más inquietante, debió ser que le esperaban más
preguntas, así que más le valía inventarse algo.
Bora lo caló de inmediato.
—Será mejor que no me vengas con cuentos.
El poco sutil paso del formal «Sie» a la tosca familiaridad
del «Du» le indicó que no sería fácil escabullirse de este
interrogatorio. Con aire apocado, Kupinsky se metió los puños
en los bolsillos con la expresión sombría que ponen los
maleantes de poca monta cuando se encuentran bajo presión.
—Si fuiste tú el que entregó al tipo del piso de arriba,
Kupinsky, has vuelto a casa demasiado pronto como para no
levantar sospechas.
—¿Yo? No, señor. ¿A qué se refiere? Acabo de salir un
momento…
—¿Quién vino a buscarte esta mañana?
—Es que estoy en libertad condicional…
—Puedo comprobar fácilmente si lo que dices es cierto o
no.
Kupinsky apretó los puños en el interior de los bolsillos.
Sus ojos de párpados caídos se dirigieron a la ventana, frente a
la cual se había colocado Bora para evitar que la claridad del
día le iluminase la expresión.
—Bueno, no he hecho nada ilegal —dijo—. Apenas
había tenido tiempo de instalarme en este agujero cuando me
ordenaron que observase al tipo que vive arriba e informase de
él. En este edificio no hay líder de bloque, y de algo hay que
vivir.
Bora sabía por qué miraba hacia el patio y dejó que el
miedo se acrecentase en su interior. «Por supuesto, la Gestapo
lo utiliza como espía. Kupinsky lleva años colgando de un
hilo. Pero también les ocultó la carta, y ahora no sabe si yo o
ellos hemos registrado el piso y la hemos encontrado. Se
muere por salir a ver si sigue ahí. Igual hasta piensa que yo
también trabajo para la Gestapo».
Kupinsky hizo un mohín e inició un imprudente intento
de sortear al oficial para llegar a la ventana. Bora le impidió el
paso.
—¿Quiere cerrar la ventana, con este calor…? Sé
perfectamente cuándo alguien me está ocultando información.
Ahora que tenía las manos fuera de los bolsillos,
Kupinsky parecía no saber qué hacer con ellas. Las agitó de un
lado a otro mientras caminaba con una sonrisa nerviosa en la
cara.
—No, no. Le he dicho todo lo que sé, coronel. No sé qué
más…
—Háblame de «E. D.».
—¿De quién?
—Háblame de «E. D.» y se acabarán las preguntas. El
resto ya lo sé.
Aunque estaba muy lejos de la verdad, la afirmación de
Bora abrió una brecha en la reticencia de Kupinsky. Con su
mezcla de andrajos y caras prendas heredadas, se tambaleó
ligeramente, receloso pero esperanzado.
—¿Y se acabó?
—Se acabó.
—Dios, llevo días soportando esta pesada carga, cuando
no tengo nada que ver con todo esto.
—Soy todo oídos.
—Es un detalle de nada, coronel. El día antes de su
asesinato, Herr Magnusson me entrega la carta y me pide que
memorice una dirección de la Herderstrasse, en
Charlottenburg. Y un nombre: Ergard Dietz. También me da
dinero para que vaya en transporte público y todo. Solo me
dijo que entregase la carta en mano en el despacho de un
abogado, pero, mira por dónde, este estaba pasando unos días
fuera de la ciudad. Como me dijo que solo debía entregársela a
él y a nadie más, me la llevé a casa por el momento. Aquella
misma noche pasó lo que pasó en Villa Gerda. Estaba muerto
de miedo. No dejaba de preguntarme si debía entregar la carta
de todos modos o si sería mejor tirarla o guardarla un poco
más. Así que me la quedé. Cuando reuní el valor de volver a
entregarla, había una corona funeraria en la puerta de la
oficina, un bufete de abogados. ¿Cómo iba a saber que unos
fugitivos rusos lo habían degollado en su casa de campo? —
Bora hizo todo lo posible por disimular su sorpresa—. No
llegué a abrir la carta ni dije una palabra al respecto, coronel.
Ojalá no la hubiera visto nunca, eso es todo.
Bora asintió.
—En lo que a mí respecta, no la viste nunca. Esto se
acaba aquí.
—Me quita un gran peso de encima, coronel.
11:15 A.M.
El día aún era joven y Bora quería aprovecharlo al
máximo. Llamó al Leipziger Hof desde una cabina para
preguntar si había llegado Grimm. Cuando le dijeron que no,
decidió no dejarle un mensaje por si se presentaba en el hotel.
Acto seguido, buscó el nombre de Ergard Dietz en el
directorio y llamó a su despacho de la Herderstrasse con un
nombre falso, donde una secretaria le confirmó que había
fallecido. Cuando se mostró debidamente sorprendido por la
noticia, la mujer le proporcionó más información. Sí, le dijo,
ocurrió la noche del 3 de julio. El pobre doctor Dietz no había
hecho más que instalarse en su casa de campo cerca de
Grossbeeren para pasar unos días de descanso cuando unos
sanguinarios fugitivos rusos entraron por la fuerza antes del
amanecer. Bora le dio el pésame.
—¿Fue un robo?
—Eso creemos. ¿Quiere hablar con el segundo asociado
del bufete?
—No, gracias.
Era hora de llamar una vez más a la puerta de Bruno para
pedirle consejo.
BEELITZ HEILSTÄTTE, 2:14 P.M.
A pesar de la eficiencia alemana, aquel día no fue fácil
llegar al sanatorio Beelitz en tren. La locomotora del tren con
dirección al sur se averió cerca de Kleinmachnow y, después
de esperar media hora en los vagones recalentados, informaron
a los pasajeros de que las reparaciones iban para largo. Bora se
bajó del tren y siguió un camino polvoriento hasta el pueblo
más cercano en busca de una comisaría de policía o un puesto
militar donde conseguir ayuda. Lo único que encontró fue a
una pareja de suboficiales del Servicio de Alerta de
Bombardeos que, aunque dispuestos, no pudieron ayudarle.
Aunque estaban cerca de la fábrica de Bosch, ni siquiera una
tarjeta de visita con el nombre de Nebe podía materializar un
medio de transporte de la nada. Pidió un caballo, sin éxito.
Aún estaba a casi una hora de su destino, y ni se planteó
volver a esperar con el resto de viajeros frustrados y
acalorados.
Saber que llevaba encima la carta de Niemeyer no hacía
más que acrecentar su aprensión. Cuando al fin consiguió que
lo llevaran en un vetusto camión agrícola, Bora agradeció el
aburrido viaje a Stahnsdorf, donde compró algunas revistas y
un billete para el Beelitz Heilstätte. Desde la modesta estación,
consciente de que, incluso sin Grimm, la Kripo no tardaría en
proporcionarle un transporte alternativo, llamó al Leipziger
Hof siguiendo una corazonada. Como esperaba, un conductor
llamado Trost se había presentado en el hotel hacía veinte
minutos para ponerse a su servicio. Sin dar explicaciones de su
viaje al sanatorio, Bora dio órdenes de que el hombre lo
recogiera a las 5 p.m. frente a la verja de la clínica.
GOETHE,
Fausto, II parte, Acto V5
BEELITZ HEILSTÄTTE, 2:40 P.M.
—¿Pero qué es esto? ¿Navidades en julio? ¡Creí que ya
habrías vuelto al frente!
Bora dejó caer una brazada de periódicos y revistas sobre
el regazo de Lattmann.
—Me ha surgido algo.
—¡Bueno! Acaban de marcharse Eva y nuestros dos hijos
mayores; no los has visto por un pelo. Mi mujer se habría
alegrado de verte.
—Y yo a ella. Lo siento, Bruno. —Bora se sentó frente a
su amigo en la terraza con vistas a los amplios jardines.
Disimular su preocupación delante de Lattmann no sería
imposible, pero sí más difícil que con cualquier otra persona,
incluida su madre—. Tú que eres berlinés, ¿has oído hablar del
Profeta de Weimar?
Lattmann, que estaba ojeando los titulares, arrugó la
nariz.
—¿De quién? ¿Del tipo que sabía «leer las mentes y dejar
perplejo al sexo débil», como dice la canción de vodevil? —
Alzó la vista—. Cuando era pequeño, todos sus espectáculos
colgaban el cartel de no hay billetes. No me digas que ha leído
en tu carta astral que debes quedarte en la ciudad.
—Lo dudo. Su asesinato es la razón por la que me llamó
Nebe.
Bora tardó unos minutos en resumir su misión, durante
los cuales su amigo se mostró alternativamente curioso y
desconcertado.
—Como te decía, las primeras averiguaciones arrojaron
una lista de posibles sospechosos. No puedo rechazarla de
plano, por mucho que sesgue mi investigación. Dado el
carácter ambiguo de la víctima y los miles de personas con las
que se relacionó a lo largo de más de veinticinco años, es
posible que los cuatro sospechosos no representen a todos los
que le tenían inquina. Puede que vaya desencaminado.
—¿Por qué? Te guste o no, Arthur Nebe es considerado el
policía más astuto de Alemania, por no decir de toda Europa.
Si elaboró una lista de sospechosos, seguramente puedas fiarte
de ella.
—No niego que cualquiera de ellos, salvo quizás Eppner,
pueda ser el culpable.
Siguiendo su costumbre, Bora inspeccionó discretamente
la terraza cubierta y alargada. A esa hora, había pocos
pacientes, y la mayoría estaban absortos en sus enfermedades
o visiblemente aburridos por la falta de acción. Se fijó en el
tipo hosco de la silla de ruedas, el mismo que lo había
observado con tanta insistencia la primera vez, que los miraba
como si la presencia del visitante, al sacarlo de su letargo, le
resultara a la vez intrigante y molesta. Desde lejos, Bora lo
saludó con un indiferente asentimiento de cabeza.
—Aun así, Bruno, me pregunto si no serán simplemente
prescindibles. Hay un tipo llamado Kupinsky que ciertamente
lo es… Pero te hablaré de él más adelante; hay algo que tengo
que mostrarte. Hasta la peluquera de los ricos e influyentes
podría estar al tanto de ciertos chismes peligrosos, y quizá
piensen que estaría mejor entre rejas. En cuanto al resto (un
relojero cornudo y un editor en bancarrota), me pregunto…
—Bueno, dispones de… ¿qué me has dicho? ¿Una
semana en Berlín? Haz lo que puedas, Martin.
—Y hay otro asunto que me preocupa. Tras abandonar
los escenarios, la «consulta privada» del adivino se volvió aún
más lucrativa. Muchos de los que no querían ser vistos con
Niemeyer en público acudían a él en la privacidad de su villa o
de sus propias casas. ¿Tomaría notas durante esos encuentros?
Sin duda. ¿Estarán en Alemania? Probablemente, no. Sus
viajes al extranjero podrían haberle permitido recopilar
comprometedores perfiles personales y depositar su riqueza en
bancos extranjeros.
Cuando una voluptuosa auxiliar de enfermería colocó una
tetera y una taza sobre la mesa de mimbre que tenían al lado,
Lattmann le dedicó una sonrisa inocente.
—Gracias por recordar que me gusta tomarlo aquí fuera.
Es usted un ángel —le dijo. Cuando se marchó, expresó sus
objeciones al argumento de Bora—: Los artistas no disfrutan
de inmunidad diplomática. Podrían haberle registrado el
equipaje en cualquier momento, a la ida o a la vuelta.
—Cierto. Pero si necesitaba poner a buen recaudo datos
delicados, también hay cajas fuertes y cámaras acorazadas en
Alemania, y abogados de confianza que los protejan.
—¿Quiénes son sus herederos?
—No lo sé. No tiene hijos ni familia inmediata. He leído
que tiene parientes lejanos cerca de Hamburgo.
Supuestamente, la cuenta bancaria que tiene en Alemania ya
de por sí supera el millón de marcos, aunque no hay ni rastro
de ella. —Bora hizo una pausa mientras el inválido, que
impulsaba su silla con la vista fija hacia delante, pasaba por
delante de ellos con una sonrisa especialmente maliciosa—.
Bruno, literalmente no tengo tiempo de realizar una
investigación digna de ese nombre. ¿Y si llego a la conclusión
de que el culpable no está en la lista de sospechosos? No
entiendo por qué diablos la Kripo ha elegido a un teniente
coronel del montón para investigar un caso de tanto relieve.
Nebe se niega a decírmelo.
Lattmann dejó los diarios y revistas sobre la mesa, junto a
la tetera y la taza en su bandeja de aluminio.
—No eres precisamente del montón y, por lo que
sabemos, puede que alguien de arriba te haya recomendado
para una misión en la patria: después de todo, trabajar en
contraespionaje te preparó de sobra para las labores de
investigación. Si a eso le sumas una recomendación de
Goerdeler, que, como tú, es de Leipzig…
Era posible. No informarle abiertamente podía haber sido
una forma de evitar que se resistiera a que le encomendasen
una misión lejos del frente. ¿No se había quejado Nebe de los
«jóvenes coroneles, tercos como colegiales»? ¿Y no rezaba el
sucinto mensaje que le habían dejado en su casillero del
Adlon: «Es necesario. Al menos acéptelo filosóficamente y
buena suerte»? La idea incomodó a Bora.
—No pienso abandonar el frente —protestó—. Me niego
a abandonar a mis hombres.
—Lo harás si te obligan. ¿Te apetece una infusión? Aquí
nos ahogan en menta poleo como si fuésemos viejecitas.
—No, no.
Los pacientes, tanto los que podían caminar como los que
necesitaban que los acompañasen, empezaban a abandonar la
terraza para tomar un refrigerio en los verdes salones
abovedados que recordaban a un acuario. Lattmann esperó
hasta que se quedaron a solas para adoptar un tono
conspiratorio.
—Martin —dijo—, somos amigos desde hace años. Gran
parte de nuestra amistad, por nuestro trabajo en el servicio, ha
consistido en no hacer preguntas. Pero el servicio tal y como
lo conocíamos ya no existe. —Tocó la panza de la tetera con
las yemas de los dedos y, una vez seguro de que el líquido que
contenía se había enfriado, bebió directamente del chorro,
sujetando la tapa con el dedo índice—. Siempre sabía cuándo
te habías metido en un lío.
—Lo mismo digo.
—Aunque por asociación… a diferencia de ti, más bien
por accidente. El peligro hace que los hombres se vuelvan
asustadizos y desconfiados, por mucho que disimulen su
preocupación a base de estoicismo, de humor, o de lo que sea.
Nos criamos en este sistema. Es el único que hemos
experimentado desde el punto de vista profesional, aunque a
veces no estuviésemos de acuerdo con sus exigencias. Así que
te aconsejo que tengas cuidado. Actúa como si los
sospechosos fuesen los únicos sospechosos, y encuentra
pruebas de que uno de ellos cometió el asesinato. Y ahora,
dime la verdadera razón por la que has venido.
Aunque Bora se había preparado para este momento, no
respondió de inmediato. Escogió una de las revistas que había
llevado al sanatorio, el número de junio de Más allá de
Ostara, la publicación de Niemeyer, y se la puso en el regazo a
Lattmann.
—Hay dos. La primera es que almorcé con Salomon ayer,
y ni te imaginas lo que me pidió que hiciera.
—¡Ja! Sea lo que sea, si a ese vejestorio le han asignado
una misión en Berlín, los bombardeos habrán tenido tiempo de
sobra de alterarle los nervios.
Bora negó con la cabeza.
—No es eso. Estoy prácticamente seguro de que abusa de
la pervitina, el eukodal y los somníferos, entre otras cosas.
Pero debió de oír ALGO en el Bendlerblock, y ahora quiere
salir de Alemania. Mira la revista que te he puesto sobre las
rodillas… Ábrela.
Vio cómo Lattmann hojeaba la revista, descubría la carta
que había encontrado en casa de Kupinsky, la leía y palidecía.
—Niemeyer se la envió a su abogado el día antes de
morir, pero no llegaron a entregársela.
Ahora que las mejillas de Lattmann habían perdido el
color, las pecas resaltaban como manchas de la edad sobre su
piel.
—¿Sabe alguien que tienes esto?
—Nadie que vaya a contarlo. No la has visto, por
supuesto.
—¿Es la única copia o hay más?
—No tengo ni idea. Apostaría a que hay una copia en
papel carbón en la caja fuerte de Niemeyer, aunque la Kripo se
la encontró vacía. El abogado murió la noche del asesinato, y
alguien prendió fuego a la villa de Niemeyer.
Lattmann estaba tan agitado que le resultaba difícil
susurrar, por lo que su voz sonó ronca y quejumbrosa.
—Por Dios, Martin. ¿Qué piensas hacer?
—No lo sé. Estoy tratando de arreglar las cosas.
—¿Y te dejas embaucar por Salomon? ¡Aléjate de él!
—Puede que no me sea posible.
—Aléjate de él, ¡joder! El hecho de que te haya buscado
ya de por sí es un problema, ¡qué falta de consideración por su
parte!
Con un gesto hábil, Bora cogió la carta y se la guardó en
la manga.
—He leído suficientes textos escritos por Niemeyer como
para reconocer su estilo, por no mencionar el papel y la tinta
violeta que prefería utilizar. No cabe duda de que la escribió
él. La clave está en la interpretación. Escribe «la oferta sigue
en pie», lo que sugiere que estaba trabajando en un acuerdo
que le había mencionado previamente a su abogado, que, no
obstante, quizá ignorase el nombre de la otra parte. Es
evidente que a Niemeyer le preocupaba el resultado, hasta el
punto de plantearse «la desafortunada posibilidad de un
fallecimiento repentino». En ese caso, Ergard Dietz debía
entender que había habido juego sucio y llevar de inmediato
«el material que le confié en mayo» a la Oficina Central de
Seguridad del Reich.
—En una caja sellada, sí. Lo he leído. ¿Significa que el
abogado no estaba al tanto del contenido?
—Eso creo. Parece que la caja estaba guardada fuera de
Berlín, porque Niemeyer da a entender que se produciría un
viaje. Queda por ver si Dietz esperaba una carta de este tipo.
Efectivamente, fue víctima de una sanguinaria agresión antes
de tener ocasión de ir a buscar la caja y entregarla a la Oficina
Central de Seguridad del Reich. Lo peor de todo es que no
sabemos si, cuando Niemeyer dice que los papeles son «de
naturaleza literalmente explosiva», utiliza o no una metáfora.
Lattmann poco a poco iba recuperando el color y el
temperamento. A punto de volver a caer en la costumbre de
morderse las uñas cuando estaba nervioso, apretó los puños
para resistir la tentación.
—Mierda. Niemeyer debía tener pruebas sólidas para
declarar un riesgo inminente para el Estado… e involucrar al
ejército, nada menos. Siendo realistas, no podía achacarlo a
una visión, ¿verdad? Dice que la información la filtró «una
joven clienta bajo hipnosis», ¿hasta qué punto te parece
creíble?
—Diría que es creíble si la chica es tan conocida en los
círculos de Berlín como sugiere Niemeyer. —Bora tenía sed.
Vertió parte de la infusión tibia en la taza de Lattmann y bebió
sin siquiera saborearla—. ¿Por qué no? Niemeyer afirma
haberla tratado por unas fuertes migrañas durante varias
semanas, en secreto, porque su amiguito, que casualmente es
el jefe de policía de Berlín, el conde von Heldorff, se oponía a
esta cura. Vivimos en un mundo paranoico. Las mujeres, y los
hombres, que se van de la lengua ya han llevado a más de uno
a la guillotina.
Lattmann cruzó con fuerza los brazos y se metió los
puños bajo las axilas.
—Si Niemeyer no duda en mencionar el nombre de
Heldorff, es lógico pensar que el jefe de policía debe estar en
mitad de una investigación de enorme importancia. Y no
ocupándose de un complot extranjero, porque no sería de su
incumbencia… Naturalmente, no le haría ninguna gracia que
su parlanchina novia se sometiese a hipnosis.
Por el bien de su amigo, Bora esperó no aparentar toda la
preocupación que sentía. La bebida le había dejado un
desagradable regusto artificial en la lengua. Escogiendo con
cuidado las palabras, dijo:
—A menos que la participación del conde von Heldorff
en la intriga sea de otra naturaleza.
—¿Qué? —Lattmann barrió la terraza desierta con la
mirada, como si un oyente indiscreto pudiera materializarse
repentinamente de la nada—. ¡Esto es muy gordo, Martin!
—¿Eso crees? No se puede tomar el control de Berlín sin
tener a la policía municipal de tu parte. Eso explicaría en parte
por qué Nebe escogió a alguien de fuera, como yo, para
investigar lo que hace su colega. La policía, por mucho que
Nebe sea Gruppenführer de las SS, no investiga a otros
policías. —Cansado de estar sentado en la silla de mimbre,
Bora se moría por levantarse y andar, pero no podía permitirse
mostrar agitación—. Mira, Bruno, ni siquiera importa si nos
enfrentamos a una conspiración doméstica o a simples
rumores. Las SS o el Servicio de Seguridad del Reich ya
habrían tomado duras medidas si hubiera aparecido una copia
de la carta después del asesinato de Niemeyer. Si Dietz no
hubiera muerto en un momento tan oportuno, habría dado por
hecho que se perdió al arder la villa. —Lo único que delató su
preocupación fue un ligero balanceo de la pierna cruzada—.
¿Qué opinas de toda esta locura, incluida la de Salomon?
Trabajaste en la División Central. Necesito saber si pensamos
lo mismo.
Lattmann se encogió involuntariamente. En un primer
momento, con los brazos cruzados y la cabeza hundida entre
los hombros, dio la impresión de no querer arriesgarse.
Aunque pronto se convenció, no se atrevió a hablar en voz
alta.
Bora le leyó los labios: «Hans Oster». El nombre del
exjefe de contrainteligencia, al que habían expulsado
abruptamente del ejército meses antes, era justo lo que temía
escuchar.
—Así que, por una vez, Benno von Salomon no está
haciendo una montaña de un grano de arena.
—Maldito sea, casi lo olvido. ¿Dónde está ahora? ¡No
podemos fiarnos de él, si va por ahí a sus anchas!
—Se marchó del Adlon antes que yo. No podía impedirle
que se fuera, ¿no crees? Si consigo dar con él, pensaré en una
forma de manejarlo. —Bora sacó un cigarro y el encendedor,
pero recordando la lesión pulmonar de Lattmann, volvió a
metérselos inmediatamente en el bolsillo—. Qué hacer con la
investigación… eso es harina de otro costal. Por derecho, no
puedo ocultarle la carta a Nebe, aunque no puedo excluir la
posibilidad de que Niemeyer se lo inventase como venganza
tras el fracaso de un plan para ganar dinero con Heldorff o con
personas desconocidas. No sería un caso aislado. En cuanto a
los desvaríos de Salomon, no sé qué es verdad y qué no. Pero
tengo que enterarme de todo lo que sabe.
—Mierda, Martin. No pienso deletreártelo.
Cuando la taimada hermana Andreas se acercó lo
suficiente como para oírlos, supuestamente para sacudir una
toalla sobre el soleado césped del parque, por un momento
surrealista Lattmann cambió a una charla burda y
descabellada.
—¿En serio? ¿En serio? Fugitivos rusos por estos pagos,
¡nada menos! Me alegro de que los hayan incinerado. Antes de
que vinieras, les decía a mis hijos…
Bora cerró los ojos. De entre los árboles de más abajo, le
llegaban oleadas de un cálido aire de verano. Por una vez,
después de tantos meses, se sentía perfectamente. Físicamente,
al menos. Si no abría los ojos, podía engañarse pensando que
estaba en un lugar seguro y en un momento seguro. La
realidad desaparecía al calor relajante de sus párpados
cerrados, en la tierna familiaridad del trinar de los pájaros que
se elevaba de los viejos árboles de Beelitz.
¿Por qué había tenido que caerle sobre los hombros tal
carga de preocupación en este momento?
—No hay moros en la costa: ya se ha ido. —La voz de
Lattmann flotó hacia sus oídos, desencarnada, a través de la
ceguera de color carne, y al abrir los ojos, se encontró el
mundo teñido de verde—. Te diré lo que sé, pero solo si me
juras que no harás ninguna tontería.
—¿Alguna vez me has visto hacer una tontería?
—He perdido la cuenta. Ven conmigo, aprovechando que
estamos solos.
Bora lo acompañó hasta un rincón de la terraza, donde
podían respirar el aire fresco y, además, ver quién entraba y
salía del sanatorio. Se sentaron.
—¿Recuerdas cuando volviste del voluntariado en
España, en el 38? En aquellos días, me dijiste que los que
trabajábamos de chupatintas en la División Central de
Contrainteligencia en Berlín estábamos hechos un trapo.
—¿Estás seguro de que utilicé esa expresión?
—Algo por el estilo. Bueno, Martin, teníamos una buena
razón para estarlo. Teníamos serias dudas, ya que era
concebible que las provocaciones militares del Reich
desencadenaran una guerra mundial. Lo que nos preocupaba,
por supuesto, era que el que mucho abarca…
—Combatí en España como voluntario, ¿recuerdas? Me
hago una idea.
—Sí, bueno. Los «muchachos de Oster» llamamos a
todos los timbres, tanto dentro como fuera del país.
Buscábamos alternativas diplomáticas, posibles acuerdos;
cualquier cosa. Recurrimos a autoridades militares, civiles,
diplomáticas, industriales, religiosas. El propio jefe se plantó
ante algunos de los contactos que iniciamos.
Bora estaba de espaldas a la barandilla y lo
suficientemente cerca como para no tener que alzar la voz para
que lo oyese Lattmann.
—Eso explica algunos de los acontecimientos que
presencié en Roma durante la visita del Führer aquel mismo
año. Pero abandonaste la División Central por voluntad propia.
—Dos años después. Poco antes de que llamaran al
general Oster para decirle que se tomase las cosas con calma,
el jefe se estaba preparando para dar un paso que no me sentía
capaz de tolerar. Una cosa es tratar de evitar una guerra
mundial y otra muy distinta, filtrar información al enemigo
que podría costarles la vida a muchos de los tuyos. Es la
verdad, Martin, lo juro por Dios. Me faltó un pelo para dejarlo
todo y renunciar a mi puesto en el servicio. Me quedé porque
tú te quedaste, pero desde entonces he procurado no meterme
en líos. Las últimas noticias que tengo son que esos
documentos comprometidos salieron de la bóveda del Banco
de Prusia en 1942. Daría un ojo de la cara por saber dónde
están ahora. —Con el ceño fruncido, Lattmann aparentaba
mucha más edad que el alegre compañero que Bora conocía de
Rusia—. Hay colegas que hablan demasiado, Martin. Hablan
con sus mujeres o con sus novias, que a su vez se van de la
lengua con otras personas. Luego están los chóferes, las
criadas, los ordenanzas… Estaba de permiso en Alemania en
septiembre del año pasado (justo a tiempo para volver al frente
ruso y que me dieran un balazo) cuando la viuda del
embajador Solf fue lo suficientemente incauta como para
invitar a un informante de la Gestapo, que se hacía pasar por
ciudadano suizo, a una de sus exclusivas fiestas de té. Te
imaginarás el resto. A dos de los habituales, Schwartzenstein y
el industrial Nikolaus von Halem, ambos cercanos a nuestro
conocido, el general Tresckow del Grupo de Ejércitos Centro,
al que ya arrestaron en el 42, los condenaron a muerte hace un
mes.
—Puede que las fiestas y revueltas del té les funcionen a
los revolucionarios americanos, pero aquí no sirven para nada.
El Berlín de 1944 no es el Boston del siglo XVIII.
—Tal vez. Sea lo que sea lo que oyó ese bobo de
Salomon, puede que fuera la misma clase de habladurías que
Oster y la Abwehr pagaron tan caro: proponer la rendición… o
algo peor.
Aunque Bora las esperaba, las palabras de Lattmann
fueron como una bofetada. Tuvo que dar la espalda a su amigo
para recuperar la compostura. Apoyado en la barandilla,
encendió un cigarro y aspiró un par de ávidas caladas antes de
apagarlo por si las enfermeras (que tienen un excelente sentido
del olfato) detectaban el humo del tabaco y se acercaban a
amonestarlo. El miedo de Salomon, los nerviosos oficiales del
Estado Mayor del Adlon, el viejo Beck, que abandonaba su
retiro para visitar Berlín, la última nota de Niemeyer a su
abogado… Las piezas del rompecabezas caían en cascada unas
sobre otras, y la muerte del adivino pasó a ser un detalle
insignificante de este enigma. Y todo esto, con los americanos
en Normandía y avanzando hacia Francia desde hacía seis
semanas. Volvió a colocarse junto a Lattmann.
—Abandonaste la División Central en la primavera de
1940, ¿verdad? Me alegro de que nadie me sondeara entonces.
—Estabas hasta las cejas de trabajo en Polonia,
denunciando lo que habían hecho las SS a la Oficina de
Crímenes de Guerra. En aquel entonces, nuestra División
Central no buscaba gente franca. Ahora, si te ofrecen un
trabajo en Berlín, acéptalo. O si los americanos te hacen el
favor de atravesar el Arno, vuelve a Italia tan rápido como
puedas. Yo estoy dispuesto a ponerle un monumento al ruso
que me disparó y me dejó fuera de juego. He decidido que voy
a sobrevivir a esta guerra. Por mi familia y por lo que quede en
pie cuando termine la guerra. No pienso dejar a Alemania en
manos de lo que venga después.
Bora ya no podía quedarse quieto. Se acercó a la mesa de
Lattmann a recoger las revistas, una excusa para liberar algo
de energía.
—¿Y tú? —Su amigo le plantó cara en cuanto regresó.
—Me he reconciliado con la idea de algo muy distinto.
—¿Qué quieres decir?
—Nada. —Inesperadamente, Bora sonrió—. Ya te lo he
dicho: si me presionas, me cierro en banda.
***
Ahora que por fin habían recorrido la mayor parte del trayecto,
tomaron un desvío para atravesar Grossbeeren, la zona donde
el desventurado Ergard Dietz tenía su casa de verano. Al ver el
monumento en forma de aguja que conmemoraba la batalla
contra Napoleón, el teniente de las SS no pudo evitar presumir
ante Ybarri de una victoria alemana. Bora, cuyos antepasados
lucharon en esa misma batalla, permaneció callado y observó
los chalets dispersos que pasaban junto al coche, con sus
frondosos jardines. Si Dietz no llegó a recibir la carta de
Niemeyer, no había motivos para pensar que podría haber
entregado el contenido desconocido de la caja de su cliente a
las autoridades. Simplemente, se había tomado unos días de
descanso en el campo, Bubi Kupinsky no había podido dar con
él y así, se había perdido el papel que la historia tenía
reservado para ambos. Pero lo oportuno de su muerte a manos
de unos atacantes desconocidos, solo unas pocas horas después
del asesinato de Niemeyer, hacía que la coincidencia pareciese
inverosímil. Después de todo, el asesino de Niemeyer pudo
haber encontrado una copia de la carta en su villa. Si hubiera
conseguido identificar al destinatario, habría alertado al
gobierno o tomado medidas inmediatas contra el abogado con
la esperanza de no que no hubiese recibido el mensaje original.
Bora se encontró con los ojos de Trost en el espejo
retrovisor, una breve mirada que no le dijo absolutamente
nada. En el interior del coche hacía calor y estaba incómodo,
una metáfora perfecta del dilema en el que se encontraba ahora
que parecía posible que la investigación del asesinato y un
peligroso juego político se solapasen. «En cuanto a los
fugitivos rusos», reflexionó, «son el chivo expiatorio del
momento: pase lo que pase, podemos echarles las culpas.
Estoy seguro de que el Estado tiene un plan detallado para
sofocar posibles revueltas y disturbios culpando a ciudadanos
extranjeros… o a los propios alemanes. El asesinato de
Niemeyer en Dahlem fue demasiado notorio como para
endosárselo a unos sanguinarios prisioneros de guerra,
mientras que aquí, en las afueras, donde las pocas casas que
hay están muy alejadas entre sí…».
Algo más adelante, un control de carretera auguraba otro
retraso. Kleinbeeren, donde se pararon a esperar, parecía
desierta. El teniente de las SS dormitaba con la cabeza rapada
apoyada en la ventanilla del pasajero a medio bajar. Ybarri
charlaba sin parar. Emmy Pletsch se limitaba a asentir de vez
en cuando a lo que le decía, pero tenía la cabeza en otra parte.
Durante el último tramo del viaje, Bora tuvo tiempo de
pasar de considerar al regordete y afable chileno un estorbo
acaparador, a verle hacer de donjuán como solo saben hacerlo
los hombres del sur. ¿Y Emmy? Su perfil absorto y vulnerable
indicaba reticencia y, al mismo tiempo, un cariño cauteloso. O
algo que Bora no dudaría en calificar de cariño. «Eso explica
por qué Bruno piensa que necesita un hombre. Tiene razón, se
le nota un poco: tiene esa reserva algo melancólica típica de
las buenas chicas; bastante atractiva, la verdad».
HOSPITAL DE LA CRUZ ROJA,
LANDHAUSSTRASSE, WILMERSDORF, 6:32 P.M.
Es un hecho: a veces, basta con un momento.
Normalmente, con un momento que se prolonga una fracción
de segundo más de lo que esperábamos, y que dice muchas
cosas. O bien sugiere una única cosa, pero de forma
inconfundible. Emmy Pletsch miró a Bora al bajarse del coche
(con un cortés «gracias por llevarnos, teniente coronel»), y la
forma en que se detuvo antes de darse la vuelta y subirse a la
acera hizo que a Bora le diese un vuelco el corazón. Se dio
cuenta de que le había devuelto la mirada cuando estaba a
punto de girarse, y aunque no tenía intención de dejar que
Lattmann hiciese de casamentero, se delató a sí mismo al
observarla un instante más de lo necesario.
Esto no habría pasado si Lattmann hubiera sido discreto.
Un intercambio de miradas con una mujer no era nada nuevo,
al menos desde que Dikta lo dejó. Pero esta tarde, su forma de
mirarse implicaba una complicidad inesperada, como si
dijeran: nosotros dos somos distintos del resto de pasajeros,
con sus banalidades. ¿En qué sentido? No importaba.
Bora, siempre serio y reservado, fue el primero en apartar
la mirada. Se dijo: «no volveré a verla. El mundo está lleno de
miradas, y esta es una más». Pero no lo era y, de pronto, nada
era como antes.
Nadie más lo notó, ni siquiera Trost. Ybarri ayudó al
hombre de las SS a subir los escalones hasta el hospital
mientras Emmy Pletsch les abría la puerta. Aunque Bora y ella
se ignorasen mutuamente ahora, se alegró inesperadamente de
tener su número de teléfono en el bolsillo. «¿Por qué? No se
mostró ni amable ni servicial cuando le pedí que me
concertara una cita, aunque pienso ponerme en contacto con
Stauffenberg con o sin ella. Entonces, ¿qué he visto en ella?
No me gustan las mujeres de uniforme, y menos una chica
cuyo amante está más muerto que vivo. Su reticencia, su
ternura, la forma en que sus ojos desiguales envían mensajes
contradictorios… Esa sería mi interpretación. ¿O será que
Bruno tiene razón? Al hablar de mis necesidades sexuales, y
cuando me dijo que Emmy no llevará uniforme en la cama.
Cierto. Como si ella fuera a estar de acuerdo. Como si hubiera
tiempo suficiente. Bueno, lo hay, para un polvo rápido. En la
guerra (y, debo añadir, en la vida), llega un momento en que,
como una vez me dijo mi padrastro, todo se acelera. Nuestra
existencia y los acontecimientos que se producen a nuestro
alrededor se aceleran, y también nuestras respuestas. El amor y
el odio nacen y crecen más rápidamente, y las necesidades
exigen atención inmediata porque, como soldado, no puedes
permitirte el lujo de perder el tiempo. Me pregunto dónde
vivirá. No. No. Contente, Martin. También es auxiliar en el
cuartel general y estás intentando utilizarla para obtener una
entrevista. Hay una etiqueta militar, hay principios. Pisa el
freno».
Trost solo vio a un joven ceñudo que se levantaba del
asiento trasero para sentarse a su lado.
—¿Adónde, coronel?
—A beber algo frío.
***
MICHEL DE MONTAIGNE6,
Del saber morir
CLÍNICA INFANTIL DOROTHEA REINHARDT-
THOMA, DAHLEM, VIERNES, 14 DE JULIO, 5:46 A.M.
Bora nunca había estado en la clínica de su tío. Era una
mansión señorial construida en los años 20, con empinados
gabletes de pizarra verde musgo que coronaban un tejado a
cuatro aguas. El estuco gris claro daba un aspecto fresco y
sobrio a la fachada de cuatro pisos. Una larga L que albergaba
las habitaciones se extendía en perpendicular desde la parte
trasera del edificio, invisible desde el otro lado de la calle. La
planta baja, probablemente ocupada por el despacho principal
y la consulta de Reinhardt-Thoma, tenía ventanas coronadas
por arcos bajos, mientras que arriba Bora identificó las salas
de consulta por los enormes ventanales sin cortinas.
Le sorprendió ver aparcados frente a la clínica una
furgoneta de aspecto oficial y un sedán negro de humo a esa
hora tan temprana, cuando la neblina del rocío aún impregnaba
el aire y los frondosos árboles a lo largo de la calle se
estremecían, poblados de gorriones. «Pero», reflexionó,
«estamos en Dohnenstieg, donde nada menos que Heinrich
Himmler, Comisario del Reich, tiene una de sus residencias».
No obstante, pronto cambió de opinión al ver que la
puerta de la clínica estaba entreabierta y percibir movimiento
en la penumbra del interior, donde parpadeaban las lámparas
eléctricas.
Bora no perdió el tiempo con esperanzas de que fueran
empleados de su tío que habían venido a rescatar lo que
quedara por salvar por recomendación de Olbertz. «Si Olbertz
no quiso reunirse conmigo, sin duda no se arriesgaría a…».
Si tenía alguna duda, esta se disipó cuando oyó un
estrépito de cristales rotos en el piso de arriba. Un archivador
literalmente salió volando por la ventana, esparciendo en su
caída una lluvia de carpetas y páginas sueltas. Lo próximo en
precipitarse fue un escritorio sin sus cajones, inmediatamente
seguido por estos.
Folletos, sellos de goma y cuadernos de recetas cayeron
como copos de nieve. Al primer estallido de cristales, los
gorriones abandonaron las copas de los árboles, salpicando el
suelo con sus sombras fugaces. Bora siguió con la mirada las
piruetas y giros que este o aquel trozo de papel describía en el
aire, planeando y flotando de nuevo hacia arriba como si
desafiasen la ley de la gravedad. De pronto otra ventana se
hizo añicos con el ruido seco del hielo al quebrarse y cayeron
sillas y camillas de examen, sábanas y batas blancas. Cada una
aterrizó a su manera en el césped de abajo.
A menudo el intervalo entre la idea y la intervención es
de solo unos segundos. Bora podría haberles preguntado (pero,
¿qué había que preguntar?) a los hombres de paisano que
esperaban en el sedán negro de humo. En cambio (y nadie se
lo impidió), se acercó a la casa y entró por la puerta abierta en
una sala de espera desconocida para él y, sin embargo, de
algún modo familiar gracias a los grabados de las famosas
vistas de Sajonia que colgaban de las paredes, vistos
fugazmente mientras subía a la carrera las escaleras, como los
paisajes que van quedando atrás enmarcados por la ventanilla
de un tren.
En comparación con la penumbra de las escaleras, en la
sala de consulta entraba luz a raudales. Un puñado de matones
con la cabeza descubierta y pantalones cortos de las
Juventudes Hitlerianas soltaban laboriosamente una estantería
de metal de la pared. Un fuerte olor a desinfectante y ácido
fénico derramados se elevaba desde el suelo resbaladizo,
cubierto de fragmentos de vidrio e instrumentos quirúrgicos.
Un joven con el uniforme negro de los Servicios
Especiales del mismo cuerpo paramilitar lideraba la
devastación. Cuando un furioso Bora se encaró con él, le
contestó con un gruñido:
—Lo que estemos haciendo no es asunto suyo. ¡Tenemos
órdenes!
Gracias a Dios, existía una jerarquía. Bora le dio una
bofetada con el dorso de la mano, lo suficientemente fuerte
como para hacer que se tambalease, ayudado por unas botas
que no eran de su talla. Los demás estaban mirando por la
ventana, y en un principio no se dieron cuenta de lo que
pasaba. Ninguno iba armado, excepto con su fanatismo.
Aturdido, el joven de negro se enderezó, masajeándose la
mejilla izquierda de arriba abajo. Solo cuando tomó conciencia
de que un teniente coronel le exigía que le diese el nombre de
su superior directo, pareció sacudirse la furia ciega que lo
había poseído hasta hacía un minuto.
Cuadrándose muy rígido, tartamudeó con un fuerte
acento berlinés:
—Le ruego que me disculpe, teniente coronel. Íbamos
con prisas, nos dijeron que era propiedad de un judío…
Los chicos del escuadrón, con las piernas descubiertas,
tenían el aspecto de gatos a los que habían pillado robando. Se
pusieron blancos como el papel cuando Bora exclamó:
—Esta clínica pertenece al difunto Professor Doktor
Reinhardt-Thoma, ¡cuyo funeral de Estado el pasado domingo
fue autorizado por el mismísimo Führer! —Mencionar a Hitler
ante las Juventudes Hitlerianas era como mencionar el nombre
de Dios. El joven de negro no sabía dónde meterse. Identificó
a un tal Schmitz, líder de cuerpo, como su comandante,
mientras hacía gestos a sus compañeros de que parasen.
Aunque no se le ocurrió otra justificación que la que ya había
dado, Bora entendió que las órdenes debían de provenir del
Ministerio de Sanidad. Tal vez incluso del propio ministro,
Leonardo Conti, enemigo acérrimo de su tío durante muchos
años.
De boca de los chicos, Bora se enteró de que los
pacientes habían abandonado la clínica hacía tres días. Aunque
los destrozos de hoy estaban plenamente autorizados por el
líder de cuerpo Schmitz, tenían órdenes de no dañar ni los
pabellones ni la planta baja, ya que pronto los ocuparía el
nuevo director.
NIETZSCHE
HOTEL ADLON, 4:16 P.M.
Bora tuvo que hacer un esfuerzo por no mirarlos: un
grupo de oficiales administrativos y del Estado Mayor (estaba
seguro de que algunos eran los mismos que había visto en
aquel mismo vestíbulo hacía unos días) estaban dispersos por
el recibidor, con maletines para documentos y bolsas de viaje
en el suelo, junto a los talones. Una vez más, se respiraba el
mismo aire tenso lleno de expectación, como si por fin fuera a
celebrarse un examen largamente pospuesto.
Bora se limitó a intercambiar un saludo mecánico con el
grupo mientras se dirigía al mostrador. Una vez en recepción,
tuvo que esperar a que una vistosa chica con turbante rojo
terminara de quejarse de que le había desaparecido una pastilla
de jabón de la habitación. Bora dudaba de que en el Adlon
pudiera suceder algo así; lo más probable era que se la hubiese
guardado y ahora quisiese más. Probablemente, jamás se
habría atrevido a montar una escena con el conserje, y la
jugada tampoco parecía funcionarle con este joven
recepcionista de ojos astutos.
Antes incluso de que se marchase con aire ofendido, Bora
había cambiado de opinión y decidido no preguntar si el
teniente coronel Namura seguía alojándose en el hotel. Su
curiosidad podría llamar la atención, y eso era justo lo que
quería evitar. Subió las escaleras hasta el piso donde se había
alojado hasta el miércoles con la intención de probar suerte en
persona.
Aún era temprano, y la mayoría de los oficiales asignados
a misiones militares y diplomáticas no saldrían del trabajo
antes de las cinco, o algo más tarde. Si el bombardeo de
finales de noviembre no la había arrasado, la sede de la
legación japonesa en Berlín seguiría estando junto a la
impresionante embajada italiana en la Tiergartenstrasse, a un
corto trayecto en taxi.
«Si Namura sale puntual del trabajo, a las cinco, no
llegará antes de las cinco y media, pero no esperaré más de
media hora». Bora llamó a la puerta de su antiguo vecino,
consciente de que seguramente sería una pérdida de tiempo.
Como era de esperar, nadie respondió. «¿Y si se ha mudado?
Si se ha trasladado, o peor aún se ha quitado de en medio,
podría estar esperando hasta el día del juicio final. Puede que
otro huésped esté ocupando su habitación. O aún peor: puede
que al investigador asignado al hotel le extrañe que haya
vuelto y que me acorrale con preguntas si cree que llevo
demasiado tiempo arriba, dado que no tengo una habitación en
el Adlon».
A las cinco y diez, Bora se topó con Namura justo cuando
estaba a punto de volver a la planta baja.
—Buenas tardes, Namura-Chusa.
El tratamiento que utilizó, que anteponía el apellido al
rango militar, era correcto desde el punto de vista formal.
Pocos occidentales, o ninguno, lo utilizaban, y un breve
parpadeo por parte de Namura delató su sorpresa al oírlo.
—Bora-Chusa —respondió—. Creí que había
abandonado el Adlon.
—He venido a verlo, si tiene un momento.
Si no hubiesen estado en tiempos de guerra, la petición le
habría parecido inusual, incluso demasiado familiar. ¿Era
posible que el rato que habían pasado juntos, fumando
sentados en el primer escalón durante el bombardeo, hubiese
cambiado las normas de la etiqueta entre los dos oficiales?
Namura frunció el ceño, pero un segundo después, emitió el
breve gruñido de asentimiento tan típico de su cultura.
Precedió a Bora escaleras arriba y lo guio hasta su puerta.
La habitación, tan parecida a la que había ocupado Bora
que podría haber sido la misma, estaba impecable. No había
objetos personales en desorden; ni siquiera a la vista. La única
excepción era una foto de bodas de gran formato enmarcada
sobre la cama, apoyada en la almohada. Bora no tuvo que
acercarse para reconocer a Namura, sentado con las rodillas
muy separadas y con la empuñadura decorada con lazos de
una espléndida espada de gala entre las manos, y a la novia, de
pie a su lado con un traje tradicional. Avergonzado, apartó la
mirada, ya que conocía de sobra los fetiches de un hombre
enamorado. Hasta hacía un mes, llevaba consigo las
fotografías de Dikta. Solo después de deshacerse de ellas, se
había quitado con los dientes la alianza de bodas del anular de
la mano derecha.
—Dôso. —Namura le invitó a sentarse con un discreto
gesto, pero Bora rehusó, explicando que había venido por un
asunto privado y urgente. Al no saber si había algún
dispositivo de escucha en la habitación, pidió permiso para
abrir la ventana con una inclinación de cabeza. Namura, como
agregado militar, lo comprendió inmediatamente. Abrió él
mismo la ventana y esperó a que su colega alemán se acercase
a él.
—Namura-Chusa, tengo que pedirle un favor como
hermano oficial —comenzó Bora. Lo dijo con una expresión
tan seria que Namura volvió a leerle la mente.
—¿Y como hombre que también desea morir?
—Sí.
Antes de reunirse con Stauffenberg, Bora había metido la
carta de Niemeyer, aún en el sobre dirigido a E. D., dentro de
un sobre de manila más grande sin cerrar, que ahora entregó al
oficial japonés. Sin mirar el contenido, Namura lo cerró, se
acercó al escritorio donde había apoyado el maletín al entrar
en la habitación y guardó el sobre entre sus papeles. No hubo
necesidad de hacer comentarios. Namura cerró la ventana.
—El otro día me dijo que su honorable abuelo había sido
cónsul en Japón —observó—. ¿Su estancia fue fructífera?
—En efecto, Namura-Chusa.
—Hablemos de ello en alguna ocasión.
Mientras conversaban, Bora había garabateado en una
página de su cuaderno: «¿Durante cuánto tiempo puede
guardar el sobre?».
Debajo, Namura escribió, en perfecta caligrafía
occidental: «Ocuparé esta habitación hasta finales de mes».
***
Bora entró en el Leipziger Hof a las seis menos diez con plena
intención de ponerse en contacto telefónico con Arthur Nebe a
la hora acordada. Cuando le entregó la llave de su habitación,
el conserje le informó de que había vuelto a llamar una dama
preguntando por él.
—No quiso dejar su nombre, teniente coronel. Así que
me tomé la libertad de sugerirle que volviera a intentarlo a
partir de las nueve de la noche.
Bora observó la foto coloreada a mano del pabellón de
feria subterráneo de Leipzig que colgaba de la pared decorada
con piñas a espaldas del hombre.
—Hizo bien. ¿La dama pidió que le pusiesen con mi
habitación por el número, o…?
—No, señor. Naturalmente, no revelaría el número de su
habitación a cualquiera que llame desde fuera del hotel, sobre
todo si se niega a dar su nombre.
«Así que, quienquiera que sea, sabe que estoy alojado
aquí, pero solo eso». Tenía que asegurarse de que no era
Emmy Pletsch.
—¿Diría que tenía acento de Silesia?
—Oh, no. No tenía acento perceptible, pero en todo caso,
diría que es de la zona de Renania. —Entonces tampoco se
trataba de Ida Rüdiger, la segunda apuesta de Bora. La
expresión de desconcierto en su rostro animó al conserje a
aventurar más hipótesis—. Con el debido respeto al teniente,
la dama parece algo impaciente.
—No tan impaciente como para dejar un nombre que me
permita identificarla —contestó Bora en tono seco—. Si
vuelve a llamar mientras estoy fuera, dígale de mi parte que no
acepto llamadas anónimas. Si es tan reacia a dar su nombre,
que deje al menos un número donde localizarla.
—Eso haré, señor.
A las seis en punto, el número privado de Arthur Nebe
sonó una y otra vez. O se había ido a casa por hoy, o estaba
fuera de la oficina. En la centralita de la jefatura de la Kripo le
dijeron que, con toda seguridad, el jefe llegaría temprano al
día siguiente.
—El jefe tiene su número. Si decide devolverle la
llamada, se pondrá en contacto con usted. Pero no suele
hacerlo.
Bora dejó el auricular sobre la horquilla. Bien pensado,
¿por qué intentaba ponerse en contacto con Nebe? No tenía
información valiosa que aportar. Una razón era recabar
información sobre el pasado de Gustav Kugler como matón en
Berlín. Pero después de todo Grimm volvería por la mañana, y
si estaba igual de dispuesto a chismorrear sobre su antiguo
colega que sobre el caso del asesino del S-Bahn, contestaría a
sus preguntas.
El meollo de la cuestión era la carta de Niemeyer.
Aunque por el momento estaba a salvo en manos de su colega
japonés, tras su encuentro con Stauffenberg Bora ya no podía
tomarla por los desvaríos de un hombre aterrorizado y
vengativo. Al culpar a los conspiradores, o a Heldorff, o a
todos ellos, Niemeyer proporcionaba culpables y una solución
en la que Bora no sabía si confiar. Ni mucho menos podía
entregársela al jefe sin desencadenar una caza de brujas dentro
del ejército.
Gracias a Dios, había recuperado la sangre fría. Al salir
del Adlon, había reclutado (y dado propina) al jefe de
camareros alsaciano y le había pedido que investigara si
alguien del hotel (camarera, aparcacoches, portero) sabía
adónde se había trasladado Salomon. El viejo prometió
averiguarlo y avisarle, lo lograse o no.
No podía hacer nada entre ese momento y las nueve,
cuando cabía la posibilidad de que la mujer misteriosa
volviese a intentar, o no, dar con él por tercera vez. Aquella
tarde, antes de salir del Die Dame, se había terminado una
botella de agua de Apollinaris que le había costado una suma
escandalosa. A lomos de su buey blanco, Europa parecía
burlarse de él desde el cuadro, como diciendo: «eres un
perfecto idiota por dejar escapar a Emmy».
Las ventanas de la habitación daban al oeste y dejaban
entrar el calor del día. Cerrarlas no mejoró perceptiblemente
las cosas, así que Bora optó por un término medio: las dejó
abiertas, pero corrió las cortinas antibombardeos. No tuvo que
asomarse para recordar que los trenes con rumbo a París, y a
Viena vía Leipzig, estaban a menos de un kilómetro y medio
de distancia, más allá de la Potsdamer Strasse. París seguía en
manos alemanas, seguramente tal como la había visto por
última vez hacía cuatro años, cuando tenía órdenes de seguir a
ese patriota rebelde, Ernst Jünger, y de supervisar la ejecución
de un desertor alemán en la hermosa «Ciudad que no te
devuelve la mirada»… No servía de nada engañarse a sí
mismo: los americanos no tardarían en llegar a París. En
cuanto a Leipzig y Viena, bueno, no quería ni pensar en sus
probabilidades de sobrevivir, como ciudades del Reich en el
camino del Ejército Rojo. Igual que Berlín.
Bora se tumbó en la cama con las botas puestas. La única
concesión que hizo a los modales fue colocar un periódico
sobre la colcha amarillo claro antes de apoyar los pies. Si
quería estar lúcido en las próximas horas, tenía que sacarse de
la mente las palabras de Stauffenberg. Y también a Emmy, a la
que había hecho hablar de sí misma mientras que él decía poco
o nada.
Se puso la almohada detrás de la cabeza y trató de relajar
los hombros. Siempre había sido lacónico, era un hecho. No
porque no tuviera nada que decir, sino porque era cauteloso y
lo habían adiestrado para no fiarse de cualquiera. Pero, si
llegaba el caso, lo era para proteger a los demás, no a sí
mismo. Jünger, con el que se escribía de vez en cuando desde
su estancia en Francia, no se lo pensaba dos veces antes de
enviarle cartas preocupantes. Aunque se las entregaban en
mano y selladas, a Bora le parecía inapropiada su evidente
falta de prudencia. Ernst Jünger le escribía provocativamente
sobre la necesidad de una «vida larvaria», una actitud no muy
distinta de la de Oster, y mucho menos de la de Claus von
Stauffenberg. «Estos hombres se comportan como oficiales del
viejo ejército imperial, una clase privilegiada a la que se le
permitía cierta rebeldía por pertenecer a los mismos círculos
que su soberano. Esta no es forma de preparar un golpe de
Estado. Todos somos hermanos oficiales, pero incluso entre
hermanos puede producirse una traición, o haber un eslabón
débil que se rompe bajo amenaza o tortura. Como en la física,
las fuerzas de resistencia deberían surgir del desgaste, la
cohesión, el peso y la aceleración… ¿Cuántos de estos pueden
atribuirse los conspiradores? Si consigo dar con Salomon,
puede que tenga que matarlo».
***
***
***
***
***
A las 6:15 p.m., mandó cargar las cajas con los papeles
de Niemeyer en el maletero del Olympia. A las 6:30, como le
había pedido Bora durante la llamada desde la cabina
telefónica aquella mañana, Namura se pasó por el Leipziger
Hof para devolverle la carta que le había confiado. Se
separaron deseándose buena suerte, y sin creerlo. A las 6:40,
Bora estaba listo para esbozar un primer borrador del informe
destinado a Arthur Nebe. A las 7:00, llamó a recepción para
pedir una máquina de escribir. Rechazó la ayuda de la
mecanógrafa del hotel (no solo por la naturaleza del informe,
sino porque la última persona a la que quería ver era a una
chica que le recordara a Emmy Pletsch). Transcribió el texto él
mismo, a buen ritmo, pero en su confusión, cometió varios
errores y tuvo que empezar de nuevo.
A las 8:16, había terminado. Normalmente, el turno de
Grimm terminaba a las 8 p.m., así que pasaría algún tiempo
antes de que lo echaran de menos en Alexanderplatz. Lo más
probable era que su esposa no tuviese acceso a un teléfono y,
acostumbrada como debía estar a sus ausencias y demoras, no
les preguntaría a sus colegas por él hasta el día siguiente.
Cuando Bora llamó a la oficina de Nebe, el número estaba
ocupado. En la centralita, contestó uno de sus ayudantes. En
lugar de transferir la llamada a su jefe, dejó el teléfono sobre la
mesa, por lo que, durante varios minutos, Bora tuvo buenas
razones para temer todo tipo de consecuencias dramáticas.
Al contrario, le dieron una cita para las veintiuna horas,
como su primera noche en Berlín. No le dijeron qué
precauciones debía tomar ni qué entrada debía usar. Bora
metió el informe en una carpeta vacía que encontró entre los
papeles de Niemeyer y salió del hotel.
Fuera, el calor no había disminuido, a pesar de la hora de
la tarde. En Italia, a la luz del crepúsculo, las cigarras
refinaban su canto y los olores se intensificaban. Aquí, el aire
de la ciudad olía a asfalto reblandecido e incendios apagados.
En el cielo de poniente, diáfano, seco y blanco como el papel,
unas nubes en forma de yunque se elevaban verticalmente
hasta una gran altura. Quién sabe de dónde habían venido.
Antes del anochecer, podrían descargar un violento chaparrón
sobre los barrios del oeste de la ciudad.
En la jefatura de la Kripo lo esperaba una sorpresa. El
general Nebe seguía ocupado y no podría entrevistarse con él
antes de la una de la mañana. ¿A la una de la mañana? Bueno,
al fin y al cabo, estaban en guerra. Bora se alegró de poder
marcharse sin tener que responder a preguntas sobre Florian
Grimm. Solo después de subir al Olympia con la pierna rígida
y dolorida se le ocurrió que, en ese mismo momento, Nebe
podría estar ordenando redadas en las casas y los lugares de
trabajo de los oficiales y políticos subversivos. Una
perspectiva aterradora, pero no podía hacer nada por evitarlo o
controlarlo. Seguiría trabajando hasta que alguien se lo
impidiera. Al oeste, desplegadas a lo largo del horizonte, las
altas nubes tapaban el sol poniente, adelantando el anochecer,
que disolvía las sombras para crear un crepúsculo más
pronunciado.
Bora volvió al hotel, abrió la carpeta donde había
guardado su informe final y dormitó, intranquilo, hasta que
llegó la hora de encontrarse con Benno von Salomon.
ESQUINA DE LA LUTHERSTRASSE CON LA
AUGSBURGERSTRASSE, 11 P.M.
A esas horas, no había nadie frente al famoso restaurante
de Otto Horcher. A la estrecha luz de los faros, vio a Salomon
con la misma ropa de civil que llevaba en el restaurante hacía
unos días y un canotier que, a juzgar por su tupido tejido y su
color mantecoso, era evidentemente italiano. Junto a él
descansaba una maleta pequeña y aparentemente nueva. Por
alguna razón, aunque habían acordado encontrarse a solas,
dudó cuando vio a Bora solo en el coche. Sin testigos, debió
pensar, lo que sin duda le provocaría cierta inquietud. Bora le
hizo señas de que subiera al asiento trasero, pero, una vez dejó
la maleta, Bora le reprendió con educación, pero con cierta
brusquedad:
—No, coronel. Siéntese delante, conmigo.
Un agitado Salomon obedeció. Se dejó caer en el asiento
que, durante días, Bora había ocupado al lado de Grimm.
Subió inmediatamente la ventanilla, como si temiera que
alguien fuese a agarrarlo o golpearlo desde fuera. El aroma de
los árboles en flor, más intenso ahora que era de noche y
empezaba a caer una lluvia fina, siguió entrando por la
ventanilla abierta del lado de Bora.
Cuando partieron, tenía claro el itinerario en su mente.
Aunque solo había recorrido la ruta una vez, hacía años, estaba
seguro de que tenía que llegar a Tegel y cruzar el Fliess para
dirigirse al norte, bordeando los límites de la ciudad. Aparte de
los daños que las bombas habían ocasionado a las calles de la
capital, para su plan convenía evitar las vías principales, que
tenían más probabilidades de estar patrulladas. Una
alternativa, aunque poco práctica debido a su longitud, era
seguir la antigua ruta militar hasta Döberitz, al sur de la villa
olímpica, tomar la carretera estatal de Staaken hasta el cruce
situado al norte de Spandau y poner rumbo norte-noreste.
Según había dicho Lattmann, en las zonas menos pobladas a
las afueras de la ciudad uno corría el riesgo de toparse con
personajes dudosos, prisioneros fugados o individuos armados
hasta los dientes que se encargaban de hacer alguna que otra
ronda nocturna por el barrio. Ninguno de ellos alarmaba en lo
más mínimo a Bora, aunque sí le preocupaba el hecho de que
anduviesen escasos de tiempo.
—¿Adónde vamos? —Aunque Salomon trató de
aparentar confianza, su voz era apenas un ronco susurro.
—Confíe en mí.
—Sí, pero ¿adónde vamos?
Bora no se lo dijo. Le dolía la pierna y no tenía tiempo
que perder, y no le apetecía bailarle el agua a su pasajero. No
era la primera vez que le tocaba conducir de noche con un
hombre aterrado al lado (la última vez había sido a las afueras
de Roma, a finales de marzo). El truco estaba en establecer
una distancia emocional entre sí mismo y sus actos.
—Tómese un tranquilizante si lo desea.
A Salomon debió darle un vuelco el corazón al oír sus
palabras despectivas. Se registró con pesimismo los bolsillos y
se quedó callado durante unos diez minutos, tratando de
identificar algún punto de referencia familiar por la ventanilla.
Cuando perdió el sentido de la orientación, ya no pudo
contenerse.
—Estamos saliendo de Berlín. Vamos a salir de Berlín,
¿verdad?
En realidad, estaban en uno de los bosques de las afueras,
aunque parecía campo abierto. Ya no había aceras ni esquinas
marcadas con pintura fosforescente. Lo único que sugería que
seguían en un camino de grava bien mantenido era su avance
relativamente suave. Terco, Bora se mantuvo reservado. No
permitía preguntas. Ni él mismo había decidido lo que haría a
continuación. Solo sabía que no llevaría de vuelta a Salomon.
—Estamos saliendo de la ciudad… definitivamente.
Definitivamente. —Una breve pausa y el coronel se quitó el
canotier—. Mi sombrero de la suerte —murmuró, casi en tono
de disculpa, y lo colocó con cuidado en el asiento trasero,
junto a su maleta. Añadió algo inaudible en un mero intento de
llenar el angustioso silencio que los separaba. Bora sabía que
Salomon le tenía miedo, pero decidió ignorarlo. Concentrado
en seguir la ruta en la oscuridad, pensó en cosas muy lejanas al
aquí y ahora. Pensó que aunque ya no se sentía aturdido por el
tranquilizante, su sentido de la orientación se había visto
gravemente afectado. Fragmentos de recuerdos flotaban en su
mente, imposibles de descifrar. Los vagones que pasaban con
destino al matadero, los libros prohibidos de su abuelo, las
luces y sombras contrapuestas en la habitación donde se había
reunido con Stauffenberg… Emmy, que se había marchado sin
tener la oportunidad de concebir un hijo con él. «¿Me sentiría
mejor esta noche si lo hubiéramos hecho? Probablemente, no.
Probablemente (no, seguro), empezaría a preocuparme por
ella, y Dios sabe que es lo último que necesito en este
momento». Cuando, al final de una enrevesada serie de
pensamientos que no expresó en voz alta, Salomon murmuró:
—Cuando le dije que sabía lo que se traía entre manos en
Ucrania, estaba de broma: no sé nada de usted ni de lo que
podría haber hecho —Bora dio un frenazo. Aunque no iban a
mucha velocidad, la sacudida repentina empujó hacia delante
al coronel, que se golpeó la frente con el parabrisas.
Si Bora alguna vez se había planteado compadecerse de
él, ahora se resistió a un impulso demencial de matar. Le
lastimó físicamente con un dolor que se unió al que ya sentía.
Por un momento, sintió la necesidad de matar para dejar de
sentir dolor.
—Entrégueme sus papeles —ordenó—. Los papeles del
permiso, los títulos de viaje, la libreta de pago… todo. No me
obligue a pedírselo dos veces.
—Pero… sin ellos no podré desplazarme.
—Y no se desplazará.
Bora no había tenido en cuenta la posibilidad de que
Salomon intentase abrir la puerta y huir en plena noche. Fue
pura casualidad que, tras derrapar sobre el camino mojado al
frenar, el coche se detuviera al borde de la carretera, donde un
ancho árbol impedía el paso al pasajero. Aun así, Salomon
siguió empujando la puerta en vano.
—Deme los papeles.
Abatido, el coronel sacó un fajo de documentos unidos
por una goma elástica. Bora le ordenó que se los enseñase uno
por uno. Los iluminó con la linterna para asegurarse de que no
faltaba ninguno.
—Sin ellos, soy hombre muerto —protestó Salomon.
—Sin ellos o con ellos, coronel. Es un desertor.
Hasta ahora, habían evitado referirse a este hecho
indiscutible. En cualquier control de carretera o paso a nivel,
un coche con un oficial de uniforme circulando después del
toque de queda con un coronel vestido de civil, cuyos papeles
de permiso indicaban un destino que no se encontraba en la
dirección que seguían, levantaría sospechas de inmediato.
Dependiendo de los hombres responsables del control, podía
suponer un arresto inmediato o que los colgasen en el acto,
para ambos viajeros. Salomon se hundió en su asiento. Por su
parte, Bora, bajo los últimos efectos de la medicación, estaba
furioso y no lograba encontrar la lucidez que necesitaba. «Pero
si he accedido a hacer esto, es porque no estoy lúcido».
Mientras seguían un camino rural, al atravesar un paraje
solitario que supuso debía de estar en algún lugar del bosque
de Tegel, se dio cuenta de que había tomado el camino
equivocado. Ya era la tercera vez que tenía que retroceder tras
entrar en un carril lateral, al haber tomado el desvío
equivocado. Era noche cerrada y los faros iluminaban la
llovizna en un campo de visión reducido y lloroso, como
cuando uno entrecierra los ojos. Bora dio marcha atrás sin
saber si se saldrían de la carretera o si caerían en una zanja o
en el Havel, en esta húmeda llanura atravesada por canales,
estanques y bosquecillos ralos.
Fuera cual fuese el brebaje que se había tragado Salomon,
lo había dejado aparentemente dormido, pero cuando el coche
pasó por encima de un obstáculo rocoso en marcha atrás, se
incorporó sobresaltado. Miró a derecha e izquierda, pero no
pudo ver nada. Un grupo de jóvenes arbolillos empapados se
mecía frente al coche cuando Bora se desvió del rumbo. El
canto de los insectos entró débilmente por la ventanilla abierta.
Podrían estar a cientos de kilómetros del lugar habitado más
cercano. No había ni una casa a la vista. Una valla de madera
surgía de entre las sombras como una serie de dientes largos y
afilados.
Algo más adelante, una solitaria señal avisó a Bora de
que pronto llegarían a un puente, que a esas horas seguramente
estaría patrullado. Volvió a dar marcha atrás. Salomon
escondió la cara entre las manos: un gesto de desolación que
podría haber invitado a la compasión si Bora no lo hubiera
conocido en Rusia solo un año antes, con los nervios
destrozados y sus absurdas supersticiones. El hombre que
ahora parecía completamente impotente era el mismo
comandante que le había ordenado supervisar el ahorcamiento
de partisanos y saboteadores. Uno de ellos se llamaba Onegin.
A Bora aún le apenaba pensar en aquel día. Era el verano del
43, su hermano acababa de morir y la inoportuna orden de
ejecutar a un campesino ruso había manchado su duelo y su
pena con una reparación que no era suya.
Hermsdorf. Por fin habían vuelto al buen camino. Bora
condujo con confianza por los caminos y carriles que surcaban
el paisaje boscoso a las afueras de Berlín hasta que llegó el
momento de reducir la velocidad. Avanzó lentamente, como si
buscase un sitio en concreto, disminuyendo poco a poco la
velocidad hasta detenerse por completo.
Salomon estaba tan nervioso que no podía controlar su
tono de voz.
—¿Dónde estamos? Bora, ¿dónde estamos?
—Salga del coche —le ordenó Bora. Cuando no hubo
respuesta, se bajó y rodeó el vehículo para abrir la puerta del
pasajero—. Vamos, coronel. Salga del coche de una vez.
—No. —Salomon se negó en redondo—. No pienso salir.
Olvídelo.
—Si se resiste, lo sacaré a rastras.
Salomon no cedió lo más mismo. Encogido y agarrotado
en el asiento como estaba, se necesitarían dos hombres para
sacarlo.
Bora insistió:
—Juro por Dios que contaré hasta tres. —Salomon
entendió lo que pensaba hacer al expirar el plazo cuando la
boca de la P38 se encontró con su oreja. Aterrorizado, llegados
a este punto ni siquiera intentó luchar por su vida. Se hundió
en el asiento y se lamentó por su suerte.
Bora le tiró del brazo.
—No se ponga en ridículo. —Con el hombro izquierdo,
sujetó a Salomon contra el coche para que no pudiera huir,
sacó la linterna y la encendió.
Algo más adelante, unas espirales de piedra y unas
extrañas formas de animales se materializaron en la noche
lluviosa y perfumada, indicando un arco exótico y monstruoso,
la entrada a un macabro cementerio. En la oscuridad más allá
de la verja, muy arriba, como si estuviera suspendida en el
aire, una segunda linterna les devolvió la señal. Enseguida,
ambas se apagaron.
—Estamos en el Centro budista de Frohnau, coronel. Han
accedido a acogerlo. Tenga cuidado de no asomar las narices
hasta que termine la guerra —le recomendó Bora, con
aparente tranquilidad. En realidad, estaba tan furioso que
apenas podía contenerse.
La puerta de la verja se abrió desde dentro sin un
chirrido. Salomon se retorció como un pez cuando Bora dio
unos pasos atrás; pero en un abrir y cerrar de ojos, había
cruzado el umbral y estaba a salvo. Hasta se olvidó de coger la
maleta. Cuando Bora se la tiró, sugirió:
—Tal vez, dependiendo de cómo se desarrollen las
cosas… dentro de unos días, podría…
—Coronel, tengo a un hombre apostado afuera, listo para
pegarle un tiro si intenta salir antes de que termine la guerra.
Aunque era un engaño improvisado, Salomon se lo creyó
a pies juntillas. Echó a andar colina arriba en la oscuridad,
avanzando a ciegas por el camino que llevaba a la solemne
Buddhistische Haus.
Bora intercambió unas palabras formales con el monje
portero para agradecer al abad que hubiese accedido a su
petición cuando lo llamó antes y luego volvió al coche.
No tuvo que esforzarse por recordar el lema de la Casa
porque sabía perfectamente lo que decía: «Cualquiera podrá
ver lo que hacemos. Cualquiera podrá oír lo que decimos.
Cualquiera podrá saber lo que pensamos».
Hacía años que estas palabras no se cumplían en su caso,
pero parecía que sí eran ciertas (o estaban a punto de serlo) en
el caso de los conspiradores. Solo esperaba no tener que
arrepentirse de haber dejado con vida a Salomon. A veces es
preferible una solución imperfecta.
De pronto, aunque solo por un momento, se sintió
demasiado agotado como para enfrentarse al resto de la noche.
Pero no había tiempo, ni siquiera para sentarse y cerrar los
ojos.
«Quién sabe dónde estará Emmy», se preguntó. «Espero
que en un lugar seguro donde pueda esperar a que termine la
guerra. Ya la estoy olvidando. Mi cuerpo ya ha olvidado el
suyo, porque no tuvo tiempo de acostumbrarse a él. Éramos
dos personas sedientas que se ofrecieron algo de beber. Uno
olvida tanto la copa como el contenido. Lo único que
recuerdas es que, después, ya no tenías sed».
JEFATURA DE LA KRIPO, LUNES 17 DE JULIO, 0:55
A.M.
En algún punto del camino de vuelta, Bora arrojó el
sombrero de la buena suerte de Salomon a la noche. Aunque
regresó por una ruta directa que atravesaba Wittenau y
Reinickedorf, llegó a Alexanderplatz sin tiempo que perder.
Aquí, no había llovido. Entró en la Dircksenstrasse. Al salir
del coche, sintió una aguda sensación de fracaso, como si no
hubiera resuelto el caso.
Todo se hundió en un vasto mar de desilusión. «Aquí está
—se dijo—. Mi generación, que juró sacrificarse, está viendo
caer sus creencias una a una, y aunque el fracaso no le
pertenece solo a ella, comparte el inmenso fracaso de la Nueva
Alemania».
Era insoportable. Tenía que sacudirse la angustia y creer
que algo podría sobrevivir al desastre. «Dentro de unos
días…», había dicho Salomon, esperanzado e imprudente,
cuando comprendió que iban a perdonarle la vida. El intento se
produciría de un momento a otro. ¿Y si tenía éxito? Después
de todo, habían silenciado a Niemeyer antes de que pudiera
chantajear o traicionar a nadie. El plan podría tener éxito y sin
embargo, Bora sentía una inmensa tristeza por los hombres
que trabajaban en secreto para cambiar ese mundo. «¿Qué dice
de nosotros que la salida pase por la alta traición e implique la
pérdida de vidas humanas?».
Ocho horas después de que la dolantina entrara en su
cuerpo, volvía a estar dolorido, pero lúcido. No iba a dejar que
el cansancio interfiriese con su penúltima tarea en Berlín. Su
horizonte no se extendía más allá de esta. Estaba tan
concentrado en lo que iba a decir que solo percibió vagamente
el circuito de salas, pasillos y escaleras que atravesó para
llegar a la oficina de Nebe.
A pesar de lo tarde que era, Nebe estaba leyendo un
documento grapado, o fingía hacerlo. Sin levantar los ojos,
invitó a Bora a acercarse con un pequeño gesto de la mano
izquierda. A los ojos cansados de Bora, la tulipa de cristal
lechoso de la lámpara de escritorio tenía un matiz verdoso y
suave como la espuma del mar; casi se esperaría que fuera
blanda al tacto. Con la palma de la mano hacia arriba para no
mostrar los moretones de los nudillos, Bora dejó la carpeta en
su extremo del escritorio.
Nebe subrayó una frase del documento. Aún sin alzar la
vista, señaló la carpeta con la estilográfica que tenía en la
mano.
—Por teléfono, mencionó un informe final. ¿Es su
informe definitivo?
—Así es.
Ya que no le había invitado a sentarse, Bora permaneció
de pie. No le importaba: la rodilla le dolía menos cuando no
tenía que doblarla. Nebe no le instó a tomar asiento.
Seguramente, era su manera de obligar a sus subordinados a
decir lo que pensaban, a asumir toda la responsabilidad de lo
que decían. Por lo tanto, la frase inicial que Bora había
preparado no se parecía en nada a las palabras que salieron de
su boca ahora.
—Como soldado, Gruppenführer, puedo ser impasible. Es
una de esas cualidades potencialmente negativas que se
convierten en una baza en el campo de batalla. Como oficial
de contrainteligencia, he desarrollado otras habilidades,
algunas moralmente ambiguas, pero sumamente útiles. Sin
saber si usted buscó en mí el soldado o el agente, desde el
principio me formulé la pregunta que no se me permitía hacer:
¿por qué iba un profesional (o mejor dicho, EL profesional) de
la policía alemana a confiarme un caso de asesinato? No tenía
nada que ofrecer que su equipo de investigadores no tuviera,
multiplicado por diez.
La estilográfica de Nebe (de baquelita, propiedad del
Estado, nada lujoso) dibujó una línea recta y fina bajo el texto
mecanografiado que tenía delante.
—¿Y encontró la respuesta a su pregunta?
—Posiblemente. —Con la palma hacia arriba, Bora
deslizó la carpeta hacia Nebe con la punta de los dedos hasta
que el borde de cartón tocó la hoja que el teniente general
tenía delante—. El caso de asesinato de un hombre célebre,
pero controvertido, ya de por sí es un asunto peliagudo. Dados
los contactos políticos de la víctima, era lógico encargar las
pesquisas a alguien de fuera para garantizar una especie de
neutralidad. El tiempo estipulado para la investigación parecía
sumamente limitado, pero milagrosamente ya había cuatro
sospechosos creíbles sobre la mesa. —Bora vio que Nebe
echaba a un lado la carpeta para poder seguir trabajando en el
documento grapado. Dio la vuelta a la página y subrayó una
nueva frase—. Una de ellas, Ida Rüdiger, era difícil de
implicar debido a sus contactos con el Ministerio de
Propaganda. Por suerte, no la descarté del todo, porque como
amante despechada jugó un papel importante a través de su
investigador privado, un tipo llamado Gustav Kugler. Otros
dos de los sospechosos, Eppner, el relojero, y Glantz, el editor,
ambos bajo arresto a día de hoy, tenían buenas razones para
odiar a Niemeyer. Ambos tenían armas escondidas y por fin el
editor confesó el asesinato. El cuarto sospechoso, Kupinsky,
un vago discapacitado al que posiblemente, manipularon para
que calumniase al mismísimo general Fritsch hace once años
—Nebe levantó la vista, irritado— y que recientemente fue
contratado por la Gestapo para que espiase a sus vecinos, no
albergaba una enemistad aparente con Walter Niemeyer, pero,
como los otros tres, tenía acceso a la casa. Así que un
investigador aficionado que, por lo demás, andaba escaso de
tiempo y de verdaderas pruebas, se encontró con mucho donde
elegir. Esta mañana, el inspector Florian Grimm me reprochó
que no tuviese un culpable, y es cierto que pasé casi una
semana dando palos de ciego. Pero hoy supe que tenía la
solución en mi mano, y se lo dije.
Nebe soltó la estilográfica sin ponerle el capuchón, el
único indicio de que estaba remotamente interesado.
Bora apoyó el peso de su cuerpo sobre la pierna derecha
sana.
—Sin embargo, esta noche, cuando empecé a redactar el
informe oficial, se me ocurrió que faltaba algo (un elemento,
un elemento significativo) para completar el puzle. ¡Usted
jamás consentiría que le presentasen una solución endeble o
parcial! Admito que faltó poco para que me dejase llevar por
el pánico. Es comprensible: soy un simple soldado, no un
investigador. Y aún peor: dado que mi familia se dedica al
negocio editorial, me crie con una alta tolerancia a los
escenarios imaginativos; toda una desventaja para un
investigador. Así que pensé: Niemeyer tenía tantos enemigos
como amigos. ¿Y si no fue víctima de un único culpable, sino
de una venganza en grupo? Estaba dentro de lo posible, y
disponía de un reparto ya preparado. Imaginé a Ida Rüdiger
espiando la rutina de su amante; a la esposa infiel de Eppner
dejando la puerta de atrás abierta; a Kupinsky, el jardinero,
escondiendo un arma en el patio; a Glantz, el editor arruinado,
efectuando los disparos mortales. Una sangrienta trama de
venganza donde todos y ninguno son culpables, que me
recordó a una novela británica publicada por Goldmann hace
diez años en mi ciudad natal, Leipzig: Der rote Kimono, cuyo
título original era, si no me equivoco, Asesinato en el Orient
Express. ¿Significa eso que la solución me había sido
proporcionada desde el principio? Sí y no. Las cosas no
ocurrieron exactamente como las he descrito, Gruppenführer,
pero se parecieron bastante. En cierto sentido, fue una
venganza en grupo.
Bora esperaba una señal de asentimiento, aunque solo
fuese un gesto de impaciencia, pero la reacción de Nebe se
limitó a volver a ponerle el capuchón a la estilográfica.
—Mi teoría —se obligó a continuar— incluye a una
testaruda Frau Rüdiger con unos celos enfermizos. Como
peluquera, atiende a las damas del Partido y exhibe libremente
las tarjetas de visita de sus poderosos maridos. Un día, le hace
una confidencia a una buena clienta suya, Frau von Heldorff, y
le pide el nombre de un buen investigador privado. Frau von
Heldorff, por recomendación de su marido, el jefe de la policía
de Berlín, sugiere a Gustav Kugler. En realidad, el conde von
Heldorff quiere que Kugler, exmiembro de las SA y expolicía,
siga a su última conquista, una guapa rubia que casualmente
frecuenta la casa de Niemeyer. —Cuando Nebe estiró el brazo
para coger la estilográfica, Bora temió haber perdido a su
público. Sin embargo, el jefe de la Kripo se limitó a devolver
el utensilio de escritura al portaplumas de latón y mármol—.
Así que Kugler sirve a dos señores. Por ahora, Gruppenführer,
permítame que añada solo que la rubia sin nombre, a la que
Niemeyer trataba las migrañas con hipnosis, revela datos que
no deben hacerse públicos. Ida Rüdiger no se entera de la
existencia de la rubia a través de Kugler, pero sabe lo
suficiente sobre las otras conquistas de Niemeyer, incluida la
esposa de Gerd Eppner. Imagino que la peluquera y el relojero
despechado se reunieron para compadecerse; planearon su
venganza y en algún momento, involucraron en su astuto plan
a Glantz, el desafortunado editor arruinado por el Profeta de
Weimar. Aunque Kupinsky es ajeno a la trama, por casualidad
pudo proporcionarles apoyo logístico. Por ahora, todo bien.
Cada uno de los implicados puede contribuir con algo, y
cuando Ida despida a Kugler, el campo de acción estará
despejado. Eppner, exteniente de la Guardia, les proporcionará
la munición, y lo más importante: la copia de la llave de la
puerta trasera de Niemeyer que su esposa utilizaba para entrar
en su nidito de amor. Glantz, en desacato a todas las leyes del
Reich, tiene un drilling militar guardado en su casa y la firme
intención de matar al adivino con esta arma.
—Conjeturas.
O una hipótesis de trabajo. Bora tuvo que reunir toda su
determinación para no dejarse desanimar por este frívolo
comentario.
—El primer obstáculo del plan es cómo transportar un
rifle hasta Villa Gerda sin levantar sospechas. Glantz se
encarga de ello al acceder a devolverle a Niemeyer (vi las
cajas listas en su oficina) los borradores de los artículos de la
malograda Enciclopedia mitológica, que serían depositados en
el cobertizo del jardín. De hecho, es así como pretenden
transportar el arma, desmontada. El editor, aficionado a la caza
mayor en días más felices, se comprometió a entrar a
hurtadillas en la casa la noche de actos, volver a montar el
drilling y cometer el asesinato.
—Glantz confesó justamente eso. —Dijo con desprecio.
Era la primera señal de irritación por parte de Nebe. Por un
momento, Bora temió que lo echase de su oficina.
—Bajo coacciones, general —añadió, sin embargo—, y
menos un par de detalles. El primero es que, sin que él lo
supiese, las líneas telefónicas de todos los implicados estaban
intervenidas, al menos después de que Ida contratase a Kugler.
El inspector Grimm me dijo justo lo contrario, pero creo que
fue así como se enteró del plan y de la implicación de Kugler,
su antiguo colega.
Nebe no podía ignorar lo que insinuaban las palabras de
Bora. Durante unos segundos incómodamente largos, el
silencio reinante en la habitación permaneció intacto,
prácticamente sellado. No importaba que, a la derecha y a la
izquierda, por encima y por debajo de este espacio callado, se
extendieran los meandros de la enorme jefatura de policía, con
sus archivos, salas de interrogatorio, calabozos en el sótano y
el tercer piso, gestionado por la Gestapo. Eran dos hombres
que se enfrentaban en el ojo del huracán.
—¿Y bien? Se está mojando los labios, coronel. ¿Está
nervioso?
Bora levantó la vista de la carpeta.
—Ya he dejado atrás el nerviosismo, señor. Pero el miedo
no me impide acusar formalmente a Florian Grimm del
asesinato de Niemeyer.
—Acusar formalmente a Florian Grimm… Siéntese.
—Prefiero quedarme de pie, general.
—¡Siéntese!
Era una orden y Bora obedeció. El miedo tenía un olor y
un sabor característicos; Grimm apestaba a miedo en el coche,
y ahora Nebe quería que probara el miedo y que se sintiera
impotente.
—Termine el informe.
Bora cuadró los hombros doloridos. Dio gracias a Dios
por el dolor y la fatiga, que amortiguaban su pánico, lo
anclaban a su cuerpo y le permitieron serenarse,
independientemente de las consecuencias que pudiera acarrear
esta noche. Observó cómo Nebe colocaba la carpeta sobre el
documento que había subrayado, boca abajo, como en un
intento de negar o neutralizar su contenido.
—Al igual que Gustav Kugler, Gruppenführer, antes de
unirse a la Kripo, Grimm formó parte, como sabe, de las SA y
posteriormente, de la policía de Berlín bajo el mando del
conde von Heldorff. Es un viejo zorro. Cuando se entera del
plan de venganza hasta el último detalle, incluida el arma
elegida por los aspirantes a asesinos, se les adelanta. Un juego
de niños para un hombre con su experiencia en el frente
oriental. Por su profesión, tiene fácil acceso a todo un arsenal
del calibre adecuado, incluidos varios Mausers de la Gran
Guerra modificados para disparar con calibre 12 y otras
escopetas confiscadas a lo largo de los años a gánsteres e
izquierdistas. ¡Bueno! Nadie queda más sorprendido y
aterrorizado por la noticia del asesinato que el propio Glantz,
que estaba a punto de enviar por correo el drilling al cobertizo
del jardín de Niemeyer. Cuando un pajarito le cuenta que la
munición utilizada coincide con dos de los tres cañones del
drilling, se viene abajo de repente. Toma la estúpida decisión
de volver a embalar el rifle y lo envía a un apartado de correos
de la estación de Anhalt. Puede que sea un cobarde, pero al
final se redime cuando, bajo arresto aquí en Alex, donde le dan
una paliza y luego (en contra de los deseos de la Policía
Criminal), lo llevan al tercer piso y lo entregan a la Gestapo,
asume la culpa sin implicar a sus coconspiradores, Rüdiger,
Eppner y Kupinsky.
Nebe frunció los labios en un gesto que podía disimular
un gran número de reacciones.
—Acaba de decir que Glantz omitió dos detalles en su
confesión, ¿cuál es el segundo?
—El más importante, aunque el editor no lo conocía: que
Walter Niemeyer intentó sacar provecho de lo que la rubia
había dicho bajo hipnosis. Se puso en contacto con el conde
von Heldorff, y posiblemente con otros, para pedirles dinero u
otros beneficios. De lo contrario, haría público el peligroso
contenido de sus sesiones con la chica. Comprensiblemente,
desde el punto de vista del jefe de la policía de Berlín, esto
bastó para firmar su sentencia de muerte. Una vez muerto
Niemeyer, junto con el abogado al que ordenó (por escrito)
que sacase a la luz la verdad si sufría una muerte violenta, todo
volvería a la normalidad. Pero la carta a E. D., Ergard Dietz,
nunca fue entregada. Sugiero que Grimm la encontró en un
sobre sellado en casa de Niemeyer (me dijo que la caja fuerte
estaba vacía, algo muy poco probable). Cuando Heldorff leyó
la copia, se deshizo inmediatamente del abogado y ordenó a
Grimm que incendiara la villa para destruir otras posibles
copias. —«Qué sabio es el cuerpo humano— pensó Bora —.
El dolor ahuyenta al miedo y el cansancio ahuyenta al
dolor»—. El problema, general, es que aunque el conde von
Heldorff jugó un papel fundamental en todo este asunto,
Niemeyer no fue asesinado por órdenes directas suyas. —
Mientras sopesaba sus palabras, Bora se sintió fuertemente
tentado de clavar el dedo índice en la tulipa de cristal lechoso,
seguro de que se hundiría como la carne de una medusa—.
Desgraciadamente, estoy sentado frente al verdadero cerebro
de la trama. Fue por orden suya, señor, que Florian Grimm
ejecutó a Niemeyer. Y puedo demostrarlo.
La única respuesta de Nebe consistió en un brusco
espasmo de la pierna, que intentó disimular cambiando de
postura. El ambiente inodoro y estéril de la habitación se
volvió denso. Los pocos objetos que había sobre el escritorio
(el portaplumas, un lápiz indeleble, la fotografía enmarcada,
un teléfono) parecían sumergidos en almíbar, y el metro de
distancia que separaba a ambos hombres amenazaba con
solidificarse como el cristal. Solo era un espeso silencio, pero
por primera vez Bora entendió de verdad la expresión «un
muro de silencio». Cuando Nebe decidió romperlo, lo hizo con
tono sereno.
—«Ejecutar. Y puedo demostrarlo». —No era una
pregunta, no encerraba curiosidad. Como las palabras de Bora,
era una exposición de los hechos—. Más le vale, coronel.
La angustia de las últimas horas empezaba a hacerse
notar. Bora se sentó muy rígido para no hundirse en el asiento;
con gusto habría estirado la pierna lastimada y se habría
frotado el cuello, pero no podía permitirse ningún signo de
debilidad delante de Arthur Nebe.
—Ha sido muy difícil. Los cuatro sospechosos (he de
admitir que fue una ocurrencia genial) eran más que simples
señuelos. En realidad, encajan en la trama. Grimm… ah,
Grimm estaba más allá de toda sospecha. ¿Por qué iba a
desconfiar del alegre policía veterano que me habían puesto de
compañero? Después de todo, fue el que descubrió el cadáver.
Y cómo se divirtió relatando los sórdidos comienzos de
Niemeyer como supuesto judío de Europa del Este y
contándome cómo el público había prorrumpido en carcajadas
cuando descubrió que no estaba circuncidado. Y la autopsia
oficial confirmó este detalle. Si no hubiera tenido acceso al
informe íntegro de la autopsia que alguien censuró del
expediente oficial, nunca me habría dado cuenta. Pero el
detalle del informe post mortem al que debí prestar atención
no era el de la circuncisión, sino el del moretón que Niemeyer
tenía en la cara, y que los médicos del Charité confundieron
con una lesión sufrida al caer hacia adelante. Podría despertar
sospechas, así que era mejor omitirlo del documento oficial.
Había visto cómo el voluminoso anillo de Grimm desgarraba
la carne cuando golpeó a Glantz el día que lo «salvamos» del
suicidio. Sugiero que Grimm dio un puñetazo a Niemeyer
cuando este lo sorprendió en su casa. Hasta me atrevería a
añadir que las contusiones recientes en las manos del inspector
no son el resultado de haber sacado a su familia de los
escombros tras el bombardeo, sino de trabajarse a Glantz bajo
este mismo techo, al estilo de la policía, para que dijese lo que
él quería.
—Todo esto concierne a Grimm, no al jefe de la Policía
Criminal.
—Solo que Grimm seguía las órdenes de alguien. Y por
mucho que seamos ciegamente disciplinados en esta Nueva
Alemania, no dejé de preguntarme quién las habría dado, hasta
que entendí por qué, a sus ojos, era el hombre idóneo para esta
investigación. Un hecho relevante, y para mí alarmante: era lo
único que sabía de mí, como oficial de alto rango de las SS y
conocido de Carl Friedrich Goerdeler, exalcalde de Leipzig.
No me hago ilusiones, general Nebe: más de una vez me han
pedido que responda por mi supuesta falta de fiabilidad
política. Si ese era el caso, ¿por qué iba el jefe de la Policía
Criminal a iniciar una investigación diciéndole a su
investigador sustituto que no se preocupase si no lograba
resolver el caso antes de abandonar Berlín? ¿Acaso el
asesinato de Niemeyer no era un caso célebre? ¡Que quedase
sin resolver no podía ser un resultado deseable!
—Divaga.
—Todo lo contrario. Si no me hubiese enterado de que,
mucho antes de espiar para la celosa Frau Rüdiger, Gustav
Kugler hacía el trabajo sucio para el Estado, nunca lo habría
relacionado con la muerte de Niemeyer. Pero en los viejos
tiempos, Kugler también se relacionaba con Grimm, me lo dijo
él mismo. Kugler me llevó hasta Grimm y Grimm me llevó
hasta usted. Desde el principio, general Nebe, Grimm y yo
estuvimos enfrentados. Si Grimm se salía con la suya…
bueno, los accidentes ocurren: en este quinto año de guerra, un
teniente coronel es igual de prescindible que cualquier otro.
Por otra parte, podrían acusar a Grimm de haberme matado:
una magnífica excusa para quitar de en medio a un asesino que
podría llegar a ser problemático. Después de todo, eliminó a
Niemeyer sin dudarlo porque el jefe de la Kripo lo consideró
necesario: era trabajo de oficina, pura rutina. Como en el
frente ruso, estoy seguro de que Grimm no sintió nada al
disparar a Niemeyer. —Bora se oyó hablar como si fuera otro
el que explicaba las cosas a través de él, con más claridad de la
que sentía.
»Mientras me ciñese a los cuatro sospechosos (aunque no
oculté mis dudas al recibir una lista ya elaborada), Grimm
debió pensar que la investigación era meramente pro forma.
Puede que me guardase cierto rencor por ser alguien de fuera y
no un miembro de la fuerza policial, pero por lo demás estaba
tranquilo. Día tras día, su inquietud fue en aumento en
proporción al tiempo que pasaba buscando un culpable en otro
sitio. Se alarmó al ver que relacionaba a su viejo amigo Kugler
con Niemeyer y con los asesinatos que cometió para las
autoridades durante la época de Weimar. Debió empezar a
preguntarse qué le pasaría si resolvía el caso. Hacia el final, se
dio cuenta de que lo había descubierto, y esto alimentó su ira.
Si proponía una solución que lo implicase directa o
indirectamente, o si la Gestapo empezaba a entrometerse al ver
cómo dirigía la investigación, estaba acabado. No es de
extrañar que hoy, tuviese la brillante idea salir al campo para
deshacerse de mí. Puede que Grimm fuese un viejo zorro, pero
yo soy un zorro joven.
Nebe permaneció inmóvil, como una fotografía de sí
mismo, sin ninguna profundidad.
—Se dará cuenta de que uno de los dos tiene que morir.
—No se preocupe, Gruppenführer: ya me he encargado
de eso. —Los maltrechos nudillos de Bora quedaron a la vista
cuando sacó la placa de Grimm y la dejó en el escritorio—.
Por si lo necesita, lo que queda de Grimm está esparcido a lo
largo de las vías del tren, al este del cruce de vías. —Junto a la
placa, colocó un mapa doblado para mostrar el punto exacto,
marcado con tinta azul.
Se hizo una larga pausa durante la cual Nebe permaneció
con la mirada perdida. Aunque tenía a Bora sentado delante,
no era a este a quien contemplaba. Pequeños espasmos
recorrían su feo rostro surcado de cicatrices, el rostro de un
obrero al servicio de la justicia y la muerte. Las emociones
íntimas se sucedieron, forzando a los músculos de sus mejillas
y cejas a revelar por fin al hombre que había detrás. En cuanto
a Bora, confiaba en saber mantenerse ilegible como siempre,
incluso para un Gruppenführer de las SS. Una pequeña
ventaja, pero una ventaja donde no había otra.
Por fin, Nebe dijo, no sin cierto esfuerzo:
—Qué… bueno.
Fue uno de esos casos en los que una palabra no
significaba ni remotamente lo que se creó para significar. Esta
noche, nada de lo que los rodeaba era bueno.
La bondad estaba tan lejos de esta habitación como las
pistas desde las que despegaban los enjambres de bombarderos
enemigos, dispuestos a arrasar Berlín. De hecho, era el final de
todo en lo que ambos, cada uno a su manera, habían creído.
Nebe abrió un cajón del escritorio, extendió la mano
derecha en dirección a la placa de Grimm y la guardó. Tras
echarle una mirada superficial, hizo lo mismo con el mapa.
Aunque seguramente esta era la única oficina en todo Berlín
donde no había dispositivos de escucha, Bora no dijo nada más
hasta que no habló Nebe.
—¿Descubrió el motivo de la muerte de Niemeyer?
—Descubrí el verdadero motivo, general Nebe. Durante
nuestra primera reunión, cuando menospreció a los «jóvenes
coroneles», no se refería a mí. Lo intuí. En cuanto al doctor
Goerdeler, que conoce a mi familia desde hace años, no me
habría recomendado a usted, como creo que hizo, si no
hubiese visto en usted una contrapartida a sus sentimientos
políticos. Un exalcalde caído en desgracia y un Gruppenführer
de las SS no se encuentran por casualidad, sobre todo en los
tiempos que corren.
Nebe abrió la boca dos veces, como si necesitase respirar
hondo. A Bora, que solo lo había visto una vez antes de
aquella noche, le dio la impresión de que había envejecido
años en cuestión de minutos.
—Como entenderá, no puedo dejar que se marche de
Berlín, coronel.
—Con su permiso, me quedó claro desde el día en que
me citó en este mismo despacho.
—¿Y…?
—Me molesta profundamente, ya que tenía plena
intención de volver con mi regimiento. En mi egoísmo, culpo
a usted y a sus cómplices del apuro en que me encuentro. —
Cómplices, no colegas. Bora no se refería a las SS ni a la
Policía Criminal. Nebe lo entendió perfectamente, y su
sorpresa fue evidente. En su lugar, un civil se habría pasado un
dedo nervioso por el cuello de la camisa para aflojárselo—.
Puede que peque de engreído, pero creo que sabía que
resolvería el asesinato de Niemeyer. No es lo que quería de mí,
pero no podía ser más directo. Sería alta traición.
Nebe se recostó mecánicamente en su sillón. Daba la
extraña impresión de estar simultáneamente a punto de gritar y
de caer en un silencio sepulcral.
—Ya que menciona el egoísmo… —Empezó la frase y se
detuvo, pero solo por un amargo momento—. Ya que
menciona el egoísmo, no es algo de lo que mis cómplices y yo
carezcamos. —Empujó el lápiz indeleble lentamente hacia un
lado—. ¿Encontró la carta?
—Sí.
—¿Dónde?
—Perdone que use sus mismas palabras, pero esa es la
única pregunta que no puede formular.
—Goerdeler dijo que la encontraría. Démela.
—No la llevo encima.
—Deme la carta. No puede dejarla en cualquier sitio, no
es seguro.
Bora sintió cómo la insolencia de su niñez volvía de un
lugar inesperado, profundo y desesperado.
—Por el momento, está a salvo donde está, general Nebe.
¿Qué hora sería? Bora había perdido toda noción del
tiempo. De pronto sintió un deseo primitivo, animal, de
dormir. Frente a él, Nebe se reclinó en su asiento, evitando el
resplandor que proyectaba la lámpara de escritorio, envuelto
en sombra. Para Bora, familiarizado como estaba con las
técnicas de interrogación, ese intento de evitar la luz indicaba
un cambio en el equilibrio entre ambos: Nebe había
recuperado sutilmente la ventaja.
—¿Qué hay de su poco fiable colega?
No dio nombre, y Salomon era el superior de Bora en
rango, pero Nebe no podía estar refiriéndose a nadie más. Bora
no se esperaba la pregunta, pero prefirió no mentir
descaradamente.
—De todas las competencias útiles para esta misión, las
relacionadas con mi formación en la Abwehr son las que más
me han servido: puedo ser un hombre sin escrúpulos, y si es
necesario mataré a sangre fría.
Nebe lo miró con el ceño fruncido. Entendía
perfectamente las palabras de Bora. Señaló con la barbilla la
cadera izquierda de Bora, donde llevaba la funda.
—Deje su arma en el escritorio, coronel.
Bora obedeció, girando la culata hacia Nebe. Junto a la
P38, colocó el cargador extra. En cualquier momento, Nebe
podía coger el teléfono y ordenar que lo arrestaran. Solo
esperaba que no sucediese antes de poder decir todo lo que
tenía que decir.
—La razón por la que me eligió es porque me consideró
SEGURO, y un señuelo prescindible. Estaba haciendo tiempo
hasta que un cambio drástico en el gobierno de la Patria
hiciera que la muerte de Niemeyer pasase a ser irrelevante. En
todo momento contempló, y aún contempla, el éxito de su
empresa. En ese caso, la eliminación de Niemeyer parecerá
oportuna y beneficiosa. Pero el adivino tuvo el descaro de
intentar sacar provecho a su silencio; de lo contrario,
demostraría su justo valor a su muerte, cuando dejase al
descubierto un auténtico complot contra el Führer. Había que
detenerlo, y fue merecidamente derribado. Hablando como
soldado, la estrategia de Niemeyer era un plan brillante, que
solo otro genio podría frustrar. Su estrategia, general Nebe, fue
una gran venganza en lugar de una pequeña venganza: lo que
está arriba es como lo que está abajo. Si fracasan, general
Nebe, el caso Niemeyer será el menor de sus problemas. —
Bora vio cómo la mano de Nebe se acercaba al teléfono, pero
se limitaba a sacudirse una mota de polvo invisible—. Sus
cómplices, salvo quizás el conde von Heldorff, ni conocen ni
darían su aprobación a su forma de tratar a los posibles
traidores: estoy seguro de que Ergard Dietz y la novia de
Heldorff siguieron el destino de Niemeyer. Pero el doctor
Goerdeler y otros (discúlpeme si no menciono a nadie más; al
fin y al cabo, soy un soldado de nuestra Nueva Alemania)
coincidieron con usted en que podría resultarles útil en Berlín
durante esta semana para llamar la atención sobre mí mismo,
corriendo de un extremo a otro de la ciudad. Me vigilaron
varios hombres de civil, algún que otro investigador de hotel y
hasta el chófer de un general retirado. Pero cuando empecé a
entender y acercarme a la verdad, me volví no solo
prescindible, sino potencialmente peligroso si la Gestapo me
atrapaba primero. Y si no hubiera conseguido imponerme a
Grimm en el cruce de vías, habría desaparecido sin dejar
rastro.
Solo los antebrazos y las manos huesudas de Nebe
surgieron de la penumbra al otro lado del escritorio.
—Pero no tiene todos los detalles.
—Bueno, no sé adónde fueron a parar las riquezas de
Niemeyer. El dinero ha desaparecido de sus cuentas alemanas.
O se hizo con él nuestro ahorrativo conde von Heldorff, o fue
el Reich. No sé si Bubi Kupinsky, el único miembro del
cuarteto que no estaba directamente implicado en el complot,
escapó con vida o acabó como el abogado y la rubia. Ni
tampoco sé con seguridad si Gustav Kugler fue eliminado por
Grimm, a la antigua usanza de Weimar, o si murió por motivos
de trabajo.
—Lo cierto es que ninguno de ustedes importa lo más
mínimo.
El lápiz indeleble que descansaba sobre el escritorio de
Nebe (una herramienta para dictar sentencia sin posibilidad de
recurso y para el recuento de las muertes que ya se habían
producido) estaba desafilado. Bora se fijó por el rabillo del ojo
y encontró significado y consuelo en este detalle.
—El elemento más importante que desconozco, señor, es
CUÁNDO van a actuar. Anteayer ocurrió algo, un simulacro o
un «todo listo» cancelado en el último minuto, y apostaría algo
a que esta no es la primera salida en falso. El almirante
Canaris me adiestró bien. Después de todo, soy uno de sus
muchachos.
Los dos hombres centraron su atención en el arma de
Bora, que descansaba entre ambos.
—Debería matarlo ahora mismo —dijo Nebe.
—Probablemente.
«Ahora Nina nunca se quitará el luto». A Bora le vino
esta idea a la mente, extrañamente sin dolor, como si no fuese
su vida la que estaba en peligro inmediato. «Pero Nebe
imagina que me encuentro en una situación tan desesperada
que estoy dispuesto a arriesgarlo todo, incluso a abrir fuego
contra él y denunciar la trama». Permanecieron uno frente al
otro, inmóviles, mirando el arma. Fue precisamente ese
desapego sosegado, que era justo lo contrario de la
resignación, lo que hizo que Arthur Nebe bajara la vista y al
hacerlo se fijase en el inútil lápiz desafilado. Irritado, se aclaró
la garganta, como si no disponer de una punta afilada y la
compostura de Bora fuesen un engorroso obstáculo en el
camino de su amenaza. Guardó la P38 y el cargador en su
escritorio, fuera de su alcance.
—Si dependiese solo de mí, ya habría ordenado que le
pegasen un tiro.
Esto significaba que otros (Goerdeler, ¿o quizá el propio
Stauffenberg?) se habían opuesto a la idea. Este detalle
suavizó ligeramente la animosidad de Bora.
—La carta, coronel.
—La carta está en la carpeta que tiene delante, general
Nebe.
La carpeta estaba vacía, excepto por la carta de Niemeyer.
Nebe la examinó con atención con una lupa antes de hacerla
pedazos, a los que prendió fuego con una cerilla dentro de un
tintero vacío. Antes de reunirse con Salomon, Bora había
hecho lo mismo en el lavabo de su habitación de hotel con el
material sobre Kugler, la autopsia de Olbertz y su
cuidadosamente mecanografiado informe definitivo.
—Pase lo que pase, coronel (y se equivoca: la empresa
tendrá éxito), no compartirá ni el arrepentimiento ni la gloria
por ella.
Había oído lo mismo de boca de Claus von Stauffenberg.
Con los labios apretados, Bora pensó: «ya tengo mi propio
arrepentimiento y mi propia gloria. Los de los demás no me
pertenecen». Cuando Nebe se puso en pie, Bora se levantó
rápidamente de la silla, como hacía siempre en presencia de un
superior, a pesar de su cansancio. Era perfectamente
consciente de que, independientemente de lo que le hubiese
prometido el teniente general, en el trayecto entre el centro de
Berlín y cualquiera de los aeropuertos que lo rodean podrían
asesinarlo cien veces. Aún no se veía luz al final del túnel; o
quizás solo hubiese un muro ciego.
En realidad, Nebe estaba lejos de haber terminado con él.
Sus siguientes palabras fueron las primeras que Bora no se
esperaba aquella noche.
—Deje aquí los documentos del coronel von Salomon.
No queremos que nadie piense que es un desertor, ni que usted
lo ayudó en su intento de escapar. —Nebe captó la sorpresa de
Bora como si fuera la reacción que esperaba—. ¿Había
bebido? A mis hombres se lo pareció, al ver cómo conducía en
círculos esta noche hasta dar con el Centro budista de Frohnau.
—Le pidió los papeles con un gesto de la mano entreabierta—.
Su antiguo comandante murió hace una hora. Lo encontrarán
en el bosque en los próximos días, a orillas del lago Hubertus.
Oficialmente, se habrá pegado un tiro en un momento de
pesimismo ante el grave deterioro de sus nervios, certificado
por los médicos desde 1941. A menos, por supuesto, que surja
la sospecha de que se suicidó tras disparar a ese chapero
(¿cómo se llama, Kupinsky?), con el que se reunió en aquel
paraje solitario. No me mire tan abatido. He tenido que tomar
estas precauciones precisamente porque es uno de los
muchachos de Canaris. Como usted dice, es y seguirá siendo
un soldado. Ese es su límite.
El plan imperfecto de Bora consistía en ocultar a
Salomon y quedarse con sus documentos por un tiempo
indefinido, o hasta que se aclarase la situación. Ahora, al
entregar con pena los papeles, vio que la cinta elástica que los
mantenía unidos se había deshilachado y estaba rota.
—Doy gracias a Dios por ese límite todos los días de mi
vida.
Ahora, Nebe llevaba ventaja.
—Por cierto, ¿ha venido en el coche de personal? Bien.
Imagino que también habrá traído las cajas con recortes sobre
Niemeyer que se le confiaron. Bien. Deje el Oympia aquí y
entregue las llaves.
¿Significaba esto que Bora no saldría vivo de Alex? ¿O
acaso Nebe esperaba que atravesase Berlín a pie a estas horas
de la noche? Aunque Bora estaba demasiado agotado y
asqueado para hacer preguntas, luchó por una pizca de amor
propio.
—Dejaré aquí las cajas de Niemeyer, general, pero no el
vehículo. Preferiría volver en coche.
La propuesta estaba a medio camino entre una arrogancia
sin precedentes y una petición justificada. Nebe sopesó la
pregunta con el ceño fruncido y finalmente accedió.
Cuando se separaron, Nebe levantó rígidamente el brazo
y Bora le respondió con el saludo militar.
—Pronto uno de estos dos saludos prevalecerá sobre el
otro —murmuró el general, y señaló la puerta—. Irán a
buscarlo mañana.
Bora se alejó, preparado para cualquier cosa: una bala en
la nuca, una nota de agradecimiento o un insulto. Pero no
recibió ninguno de los tres. A pesar de la época del año, a esta
hora, justo antes del amanecer, casi hacía frío en Berlín. Aún
se veían las estrellas, pero pronto el cielo sobre los edificios y
ruinas se teñiría de ese matiz pálido y carnoso que en España
le recordaba a las mujeres desnudas. Se vio a sí mismo como
era entonces, subiendo por el terraplén del río en la ladera
escarpada de Riscal Amargo, en una época en la que creer aún
no era doloroso. Ahora, tanto creer como no creer le producía
dolor. Pero estaba acostumbrado al dolor.
***
***
§
Arthur Nebe, junto con su buen amigo, compañero de
conjura y biógrafo Hans Bernd Gisevius, logró escapar a la
primera oleada de arrestos. Pero mientras que Gisevius
consiguió emigrar a la neutral Suiza, gracias a la ayuda de los
americanos, Nebe permaneció escondido en Alemania. Al
principio, gracias a su pericia como policía, logró fingir su
propia muerte. No obstante, la Gestapo lo encontró y lo
ejecutó en la cárcel de Plötzensee por su papel en la trama del
20 de julio; en la misma prisión donde había encarcelado a
tantos a lo largo de los años. Murió ahorcado el 21 de marzo
de 1945, ocho semanas antes del final de la guerra.
§
El doctor Wirth y su esposa perecieron durante los
últimos y devastadores bombardeos de Berlín. Willy Osterloh
corrió el mismo destino en su Hamburgo natal, al que había
decidido volver. La esposa de Peter, Margaretha, sobrevivió y
naturalmente, consiguió todo lo que deseaba: un marido, una
casa y cinco hijos. Con el tiempo se aburrió de todo, pero esa
es otra historia.
En cuanto a Paulina Andreyevna Issakova, desapareció al
final de la guerra. Compartió el destino de innumerables
trabajadores de los territorios de la Unión Soviética bajo
ocupación alemana. Su nombre no aparece en ningún
documento, ni en Alemania ni en la Federación Rusa.
notes
Notas a pie de página
1Traducción de Federico Gorbea: Hölderlin, Friedrich
(1977), Poesía completa, Edición bilingüe, Barcelona,
Ediciones 29.
2Traducción de Feliu Formosa: Roth, Joseph, (1924),
Hotel Savoy, AlNoah, recuperado de ebookelo.com.
3 Ghedi, aeródromo situado en Lombardía, Italia [N. del
E.]
4Traducción de Mónica Cavallé Cruz: Mónica Cavallé
Cruz, (2000), La sabiduría de la no-dualidad: Una reflexión
comparada entre Nisargadatta y Heidegger, Barcelona,
Editorial Kairós.
5Traducción tomada de Goethe, Johann Wolfgang von
(2015), Fausto, Editorial NoBooks.
6Traducción de Menene Gras Balaguer, (1988),
Montaigne, del saber morir. Antología y crítica, Barcelona,
Montesinos Editor.
7 Traducción tomada de Omraam Mikhaël Aïvanhov,
(2009), Los esplendores de Tipheret: el sol en la práctica
espiritual, Fréjus Cedex, Éditions Prosveta.