Contemplar A Cristo Joseph Ratzinger
Contemplar A Cristo Joseph Ratzinger
Contemplar A Cristo Joseph Ratzinger
AÑO 2000
Los interrogantes que plantea el año 2000 no sólo afectan a los cristianos,
pero ciertamente a ellos les afectan de modo particular. Este jubileo nos debe
brindar la ocasión de interrogarnos sobre el misterioso inicio que tan
fuertemente se imprimió en la historia, hasta el punto de que ésta lo considera
simplemente como el inicio a partir del cual vivimos y, al mismo tiempo, como
el fin hacia el que nos encaminamos. En efecto, creer en Cristo como el inicio
no significa que todo lo esencial resida en el pasado. Esta impresión, como si el
cristianismo fuera esencialmente una religión del pasado, para la que sólo el
pasado sería normativo y todo el tiempo futuro debería quedar encadenado a
una realidad pasada, es una concepción que se ha insinuado cada vez más entre
la gente en el mundo moderno gracias a un concepto falso de la revelación y de
su conclusión, y ha contribuido al ‘alejamiento del cristianismo. Si se entiende
la revelación como una serie de comunicaciones sobrenaturales, que
acontecieron en el tiempo de la actividad de Jesús y concluyeron
definitivamente con la muerte de los Apóstoles, entonces la fe de hecho, en la
práctica, se debe entender solo como vínculo con una construcción de
pensamientos realizada en el pasado. Pero este concepto historicista e
intelectualista de revelación, que se ha ido formando progresivamente en la
época moderna, es sencillamente falso. En efecto, la revelación no está
constituida por una serie de afirmaciones; la revelación es Cristo mismo. El es
el Logos, la Palabra que abarca todo, en la que Dios mismo se manifiesta a sí
mismo, y al que, por tanto, llamamos Hijo de Dios. Este único Logos se
comunicó naturalmente con palabras normativas, en las que nos presenta lo que
él es. Pero la Palabra es siempre más grande que las palabras y nunca se agota
en las palabras. Al contrario, las palabras participan del carácter inagotable de la
Palabra, se aclaran a partir de ella y crecen, por tanto, -se podría decir- con la
llegada de cada generación: Divina eloquia cum legente crescunt, dice san
Gregorio Magno (CCC, 94). A partir de aquí se comprende por qué en el
evangelio de san Juan la cristología y el concepto de revelación tienen tanta
apertura: «Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello.
Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa;
pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo
que ha de venir» (Jn 16, 12-13). San Juan ha desarrollado en su evangelio una
primera teología de la memoria: la memoria no es sólo un lugar mecánico de
conservación para almacenar informaciones, como el ordenador. También es
eso, pero es mucho más que eso.. Dado que aquí lo que se conserva se mezcla
con lo nuevo, también el pasado recibe luz, y ahora se descubre y se puede
reconocer en él lo que antes no era para nada visible. Permanece igual, pero
crece. Descubrimos cada vez más la Palabra en las palabras, y así siempre es
misma revelación, pero se manifiesta y se abre ¿n su plenitud de generación en
generación; más aún, de forma nueva en cada momento en la misma vida
propia. Dios en Cristo nos dio a su Hijo, se dio a sí mismo, nos dio toda su
Palabra. Más no podía darnos. En este sentido, la revelación ya ha concluido.
Pero dado que esta Pala das las palabras remiten a la Palabra, precisamente por
esto la revelación nunca es sólo pasado, sino siempre presente y futuro, y
siempre al mismo tiempo. arraigo de nuestra vida en la eternidad, como es
apertura hacia ella: la garantía de la vida verdadera, que es más fuerte que la
muerte. Por eso, Cristo es quien vino y al mismo tiempo es quien debe venir.
Por eso, creemos en el Redentor que ya ha venido y, sin embargo, al mismo
tiempo lo esperamos: ¡Maraná tha!
Así pues, celebrar el gran jubileo significa, por una parte, no dar crédito a
fantasiosas especulaciones de un cambio de los tiempos o alimentar miedo a
grandes catástrofes; pero, por otra, no significa tampoco celebrar una realidad
pasada, como acontece en las grandes fiestas, conmemorativas. El gran jubileo
guarda relación con las tres dimensiones del tiempo y con la esperanza en la
eternidad. Significa ciertamente recordar a Cristo que vino y aprender a
conocerlo más de cerca. Pero eso implica también volver a mirar el fundamento
permanente y básico de nuestra vida y de nuestra historia, y abrirse nuevamente
a El. En este sentido, significa tomar una orientación para el futuro y, al mismo
tiempo, abrir la prisión del tiempo: encontrar el, acceso a lo que permanece para
siempre. Por eso, el Papa ha señalado de forma muy práctica, como tarea
particular del año 1997, dedicado a Cristo, volver «con renovado interés a la
Sagrada Escritura» (Tertio millennio adveniente, 40) y el «descubrimiento del
bautismo como fundamento de la existencia cristiana» (ib., 41).
Para este fin he elegido el texto que, ya desde la antigüedad, está puesto al
inicio de la Cuaresma y nos impresiona siempre de modo nuevo con su
profundo misterio: el relato de las tentaciones de’ Jesús, que yo, aquí, siguiendo
la antigua tradición litúrgica, quisiera proponer a la meditación en la versión de
san Mateo (4, 1-11). La narración de las tentaciones viene tras el relato del
bautismo de Jesús, en el que se halla prefigurado el misterio de’ la muerte y de
la resurrección, del pecado y de la redención, del pecado y del perdón: Jesús se
sumerge en las aguas del Jordán. Ser sumergidos en el no es un evento de
muerte, representado simbólicamente. Una vida antigua queda sepultada, para
que la nueva pueda resucitar. Dado que Jesús no tenía pecado, El no tenía
ninguna vida vieja que sepultar, y por eso, su aceptación del bautismo es una
anticipación de la cruz, es el ingreso en nuestro destino, la aceptación de
nuestros pecados y de nuestra muerte. En el momento en que El vuelve a salir
del agua, el cielo se rasga y de él sale una voz, con la que el Padre lo reconoce
como su Hijo. El cielo abierto es un signo que indica que ese descender a
nuestras noches abre el nuevo día y a través de esta identificación del Hijo con
nosotros se derrumba el muro que existía entre Dios y el hombre: Dios ya no es
inaccesible; en la profundidad de la muerte y de nuestros pecados, El nos busca
y nos vuelve a llevar a la luz. En este sentido, el bautismo de Jesús anticipa todo
el drama de su vida y de su muerte y, al mismo tiempo, nos lo hace comprender
Pero examinemos las tentaciones, una por una. Después de cuarenta días de
ayuno, Jesús tiene hambre. La necesidad corporal elemental de alimentarse se
convierte en el punto de partida de la tentación. Pero aquí se encierra algo más.
Las dos primeras tentaciones comienzan con las palabras: «Si eres Hijo de
Dios...». Escucharemos estas palabras también de labios de los que se burlarán
de El en la cruz: «Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz» (Mt 27, 40). Se trata de
un escarnio, pero al mismo tiempo esas palabras constituyen un desafio: Cristo
debe demostrar sus pretensiones para resultar creíble. Esta demanda de pruebas
aparece durante toda la vida de Jesús, pues continuamente se le echa en cara que
no demuestra suficientemente su identidad, se le pide que haga un gran milagro
que elimine toda duda y toda oposición, y demuestre a cada uno de modo
irrebatible quien es El o qué no es. Y, en realidad, esta demanda nosotros la
hacemos durante toda la historia a Dios, a Cristo y a su Iglesia: si existes, Dios,
entonces debes también mostrarte. Debes rasgar las nubes de tu misterio y
damos la claridad, a la que tenemos derecho. Si tú, Cristo, eres realmente el
Hijo de Dios y no uno de muchos iluminados que han aparecido continuamente
en la historia, debes mostrarlo más claramente de lo que lo haces. Debes dar a tu
Iglesia, si ésta debe ser tu Iglesia, un grado de transparencia mayor que el que
tiene en la actualidad.
—Volveremos a tratar este punto en la segunda tentación, de la que consituye el
auténtico núcleo. La prueba de la existencia de Dios, que el tentador propone en
la primera tentación, estriba en convertir en pan las piedras del desierto. Al
inicio se trata del hambre de Jesús mismo. San Lucas nos la presenta así: «Di a
esta piedra que se convierta en pan» (Lc 4, 3). Pero san Mateo entiende la
tentación de un modo más amplio, como se presentará luego en el tiempo de la
vida terrena de Jesús y a lo largo de toda la historia. ¿Hay algo más trágico, algo
que contradiga más la Fe en un Dios bueno y la Fe en un redentor de los
hombres, que el hambre de la humanidad? ¿No debería ser precisamente el
hecho de dar pan al hombre y acabar con el hambre de todos el primer signo de
reconocimiento del redentor ante el mundo y para el mundo? En el tiempo del
camino del pueblo de Israel por el desierto, Dios lo había alimentado con el pan
del cielo, con el maná. Se creía que se podía reconocer en eso una prefiguración
del tiempo mesiánico. Entonces, ¿no debía y no debe el redentor del mundo
demostrar su identidad precisamente dando de comer a todos? ¿No es, tal vez, el
problema del hambre en el mundo, y más en general, el problema social, el
criterio primero y verdadero con el que se debe medir la redención? ¿Puede
alguien llamarse razonablemente redentor si no es sumamente comprensible el
núcleo de su promesa de salvación: se preocupará de que toda hambre cese y de
que «el desierto se convierta en pan».
«Si eres Hijo de Dios...»: ¡qué desafio! Y ¿no se debe decir lo mismo a la
Iglesia: si quieres ser la Iglesia de Dios, entonces preocúpate ante todo del pan
para el mundo, pues lo demás vendrá en segundo término? Es difícil
responder a este desafio, precisamente porque el grito de los hambrientos nos
penetra y debe penetrarnos así profundamente en los oídos y en el alma. La
respuesta de Jesús no se puede comprender sólo a partir del relato de las
tentaciones. El tema del pan aparece a lo largo de todo el evangelio y se debe
considerar en toda su extensión.’
Hay también otros dos grandes relatos sobre el pan en la vida de Jesús, Está
la multiplicación de los panes para varios miles de personas que estaban
siguiendo al Señor en el desierto. ¿Por qué en ese momento hace Jesús lo que
antes había rechazado como tentación? La gente había acudido para oír la
palabra de Dios, y por eso había olvidado todo lo demás. Así, como personas
que abrieron su corazón a Dios y unos a otros, pueden recibir el pan de modo
justo. En este milagro de los panes destacan también otros tres elementos:
primero, se supone la búsqueda de Dios, de su palabra, de, la manera correcta
de enfocar toda su vida. Segundo, es a Dios a quien se pide el pan. Y tercero,
la disponibilidad recíproca a compartir es un elemento esencial del milagro.
La escucha de Dios se convierte en vida con Dios, y lleva de la fe al amor, al
descubrimiento del otro. Jesús no es indiferente ante el hambre de los
hombres, ante sus necesidades materiales, pero las sitúa en el contexto
correcto y les da el orden correcto.
Sin embargo, a partir de esta escena sobre el pináculo del templo se abre
también la mirada sobre la cruz. Cristo no se arrojó del pináculo del templo. No
se lanzó al abismo. No puso a prueba a Dios, pero bajó al abismo de la muerte,
en la noche del abandono, en la soledad de los indefensos. Se atrevió a dar ese
salto como un acto de amor de Dios a los hombres. Y por eso sabía que en ese
salto al final sólo podía caer en las amorosas manos del Padre. Así se manifiesta
el verdadero sentido del Salmo 90, el derecho a esa última e ilimitada confianza,
de la que se habla: quien sigue la voluntad de Dios sabe que en medio de todos
los horrores que puede afrontar no perderá una última protección. Sabe que el
fundamento del mundo es amor, y que por tanto también donde ningún hombre
podrá o querrá ayudarle puede triunfar confiando en Aquel que lo ama. Sin
embargo, esa confianza, a la que la Escritura nos autoriza y a la que el Señor, el
Resucitado, nos invita, es algo totalmente diferente de la peligrosa provocación
de Dios, que quisiera poner a Dios a nuestro servicio.
LA TERCERA TENTACIÓN
Esta forma de elegir la vida es mentira, porque deja a Dios de lado y así lo
deforma todo. «¡Escoge la vida!». Una vez más, ¿qué significa? El
Deuteronomio nos da una respuesta muy sencilla: Escoge la vida, es decir,
escoge a Dios, pues El es la vida. «Si escuchas los mandamientos del Señor, tu
Dios, que yo te prescribo hoy, si amas al Señor, tu Dios, si sigues sus caminos y
guardas sus preceptos y normas, vivirás» (Dt 30, 16). ¡Escoge la vida!, ¡escoge
a Dios!
«Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí,
ése la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero,
si él mismo se pierde o se arruina?» (Lc 9, 2425). La cruz no tiene nada que ver
con la negación de la vida, con la negación de la alegría y de la plenitud del ser
humano. Al contrario, nos muestra exactamente la verdadera forma de encontrar
la vida. Quien quiere salvar su vida, apoderándose de ella, la pierde. Sólo quien
se pierde a sí mismo, se encuentra a sí mismo y encuentra la vida. Cuanto más
osadamente los hombres se han atrevido a perderse, a entregarse, cuanto más
han aprendido a olvidarse, tanto más grande y más rica ha llegado a ser su vida.
Basta pensar en Francisco de Asís, en Teresa de Avila, en Vicente de Paúl, en el
cura de Ars, en Maximiliano Kolbe: todos son modelos de verdaderos
discípulos, que nos muestran el camino de la vida, porque nos muestran a
Cristo. De ellos podemos aprender a escoger a Dios, a escoger a Cristo y a
escoger así la vida.