VicensVives Rev de 1820

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J.

 VICENS VIVES; HISTORIA GENERAL MODERNA

La explosión liberal en el Mediterráneo y el intervencionismo legitimista.

En efecto, entre 1820 y 1823, las potencias legitimistas habían de


enfrentarse con problemas mucho más graves que los de Alemania. Los estados
mediterráneos parecían inclinarse hacia el liberalismo. En enero de 1820, el
lento trabajo de las logias masónicas españolas había determinado el
"pronunciamiento" de Riego" en Cabezas de San Juan, entre las tropas que el
gobierno de Fernando VII había concentrado en Andalucía para enviarlas a
América y poner fin al movimiento secesionista en las colonias. La sublevación
militar triunfó en el mes de marzo, y el monarca se vio obligado a aceptar la
constitución votada por las Cortes de Cádiz en 1812. Este éxito de los liberales
españoles tuvo grandes repercusiones en los países latinos. En Portugal, el
ejército, socavado por la propaganda de sus colegas de España, se pronunció en
Oporto el 24 de agosto de 1820 e impuso una Junta Central Suprema, bajo cuyo
mandato se reunieron en Lisboa las Cortes Constituyentes que dieron al país el
Estatuto liberal de 1822. En Italia, el día 1 de Julio de 1820, fiesta de San
Teobaldo, patrón de los carbonarios, los oficiales del ejército napolitano,
acaudillados por el general Guglielmo Pepe, se pronunciaban en Nola por la
constitución española de 1812 y la imponían a Fernando I (13 de Julio).

Ante tales acontecimientos, Alejandro I de Rusia propuso la reunión de un


congreso de la Quíntuple Alianza; pero éste no se celebró hasta que Austria se
sintió amenazada en sus intereses italianos. Los representantes diplomáticos de
las cinco grandes potencias se reunieron el 20 de octubre de 1820 en Troppau
(Opava), donde Metternich logró imponer su política ante aquella evidente
prueba del mecanismo internacional del hecho revolucionario. El 19 de
noviembre siguiente Austria, Rusia y Prusia publicaron una declaración que
proclamaba ante Europa el principio intervencionista.* Francia e Inglaterra no la
suscribieron, aunque tampoco se opusieron a la aplicación de tal principio.
Cuando en enero de 1821 se reunió un segundo congreso en Liubliana
(Laibach) y ante él compareció Fernando de Nápoles solicitando el auxilio de las
potencias legitimistas, el ejército austríaco fue autorizado para intervenir en
Italia. En el transcurso de una breve campaña fueron dominados los liberales
napolitanos (23 de marzo).
Pero, al mismo tiempo, habíase operado un cambio político en el Piamonte,
donde, al lado del carbonarismo, había surgido una sociedad secreta de liberales
monárquicos moderados, la Federación Italiana, cuyo jefe era el patriota
Santorre di Santarrosa. Ante los acontecimientos de Nápoles, carbonarios y
federales unieron sus esfuerzos. Los oficiales liberales del ejército, para socorrer
a sus correligionarios del Sur, obtuvieron del príncipe Carlos Alberto que
apoyara sus planes; el 12 de marzo de 1821, Víctor Manuel I abdicó en su
hermano Carlos Félix y confió la regencia a Carlos Alberto. Al día siguiente éste
promulgó una constitución inspirada en la española de 1812. Pero se mostró
irresoluto e indeciso en su defensa, hasta el punto de que abandonó a sus
partidarios cuando las tropas austríacas les atacaron. La revolución piamontesa
fue sofocada en Novara (8 de abril). Esta intervención garantizó el predominio de
Austria en Italia. En todas partes fueron combatidos el carbonarismo y el
liberalismo; pero en particular en Nápoles, Módena y el Piamonte. También
Metternich se aprovechó de los sucesos para reprimir las corrientes nacional-
liberales en Lombardía: los jefes patriotas (el conde milanés Federico
Confalonieri y Silvio Pellico) fueron detenidos y trasladados a las prisiones del
Imperio en Moravia

El fracaso de las insurrecciones italianas fue debido a que eran obra de una
minoría, cuya exaltación revolucionaria la distanció muy pronto de la masa
conservadora de la población. Por otra parte, los liberales no lograron constituir
gobiernos firmes, de modo que la anarquía imperó en los países sujetos al
constitucionalismo de 1812. Análoga fue la situación en España. Los liberales,
divididos en dos fracciones (moderados y exaltados), vulneraron repetidamente
las esencias católicas y tradicionalistas del país, y no pudieron, por otra parte,
implantar un sistema de gobierno normal y efectivo. Los alzamientos realistas,
concretados en la Regencia Suprema de España, establecida en la ciudad de Seo
de Urgel, perturbaron el orden en Cataluña y Madrid.

En julio de 1822, a consecuencia de una tentativa frustrada de restablecer el


gobierno absolutista, los exaltados se apoderaron del poder y acentuaron las
disposiciones revolucionarias. Fernando VII solicitó entonces la intervención de
las potencias aliadas. Reunidas éstas en el Congreso de Verona (noviembre de
1822), Francia se hizo otorgar el derecho de intervenir en España para
restablecer a Fernando VII en la plenitud de sus derechos. Sólo Inglaterra se
negó a prestar su conformidad a este acuerdo. Pocos meses antes, lord Liverpool
había reorganizado su gabinete dando entrada a los tories reformistas, entre los
cuales Canning y Peel. Los intereses nacionales y mercantiles de la Gran
Bretaña imponían al gobierno un cambio radical en su política exterior. Canning
se erigió en campeón del principio de no intervención, el cual aseguraba, en
primer lugar, el triunfo de la independencia de las colonias españolas de
América. Así, pues, sólo las tres grandes potencias restantes apoyaron la
intervención de Francia en España. Esta se llevó a cabo en 1823, sin grandes
dificultades, por los llamados Cien Mil hijos de San Luis. La inesperada
debilidad de la resistencia de España demostró cuán errónea era la política
preconizada por los cabecillas liberales. El "trienio constitucional" español acabó
en septiembre de 1823 con el restablecimiento del absolutismo.

Sólo Portugal conservó hasta cierto punto el régimen liberal que se había
dado en 1822, y ello a consecuencia de la política inglesa, decidida a mantener
su influencia sobre aquel país. A pesar de los pronunciamientos absolutistas del
conde de Amarante (23 de febrero de 1823) y del infante don Miguel (la
Vilafrancada, 27 de mayo de 1823, y la Abrilada, 30 de abril de 1824), el reino
continuó en manos de los moderados. Juan VI, que había regresado al país en
1821 y aceptado la constitución de 1822, fue arrastrado por el infante don
Miguel durante la Vilafrancada y derogó aquel texto legal. Pero la fidelidad a la
promesa empeñada, le hacía desear una Carta otorgada a estilo francés. El
fracaso de la Abrilada y el exilio del infante, no resolvieron la situación política,
que continuó inestable y preludio el golpe absolutista de 1828.

Grietas en el sistema Metternich: la agitación, nacional en los Balcanes y la


independencia de Grecia.

La defección de Inglaterra del sistema Metternich, puesta de manifiesto en el


Congreso de Verona, fue subrayada poco después, en marzo de 1823, cuando
Canning procedió a reconocer la independencia de los estados sud y
centroamericanos. La emancipación de las colonias españolas contó, pues, con
el reconocimiento oficial de los Estados Unidos, Inglaterra y Francia, potencia
que seguía las huellas de Gran Bretaña en política exterior. La doctrina de
Monroe obedecía a principios de colaboración continental; el canningismo
respondía a intereses económicos e imperialistas. Uno y otro se oponían de modo
claro a los principios intervencionistas proclamados por la Restauración.

Pero la brecha decisiva en la Santa Alianza y el sistema Metternich fue abierta


por la cuestión planteada por el levantamiento nacional de Grecia contra el
dominio turco. Desde principios del siglo XIX los pueblos rayas de los Balcanes,
sometidos al tiránico gobierno de Constantinopla y a los desmanes del
feudalismo de los timars, despertaron de su postración multisecular. El
tradicional antagonismo contra los opresores, mantenido vivo aquí y allá por los
jefes de los clanes, los cabecillas de las partidas de bandoleros y los ministros de
la Iglesia ortodoxa, se transformó en un sentimiento nacionalista. El clima
histórico contemporáneo fue decisivo en esta modificación. Así, en Servia,
mientras se fijaba la literatura nacional y se buceaba en los recuerdos del
pasado, una simple insurrección de un knez o príncipe nacional derivó pronto
hacia un movimiento nacionalista de vasta envergadura. Lo que en Bulgaria,
años antes, con el alzamiento de Pasván Oghlíi (1796-1801), no había sido más
que una explosión esporádica del sentimiento tradicional de revuelta de los
eslavos contra la Sublime Puerta, en Servia se transformó en levantamiento
nacional. Jorge el Negro (Kara George) se sublevó en 1804, y su movimiento tuvo
tal amplitud que Constantinopla se vio impotente para sojuzgarlo, a pesar de los
éxitos alcanzados por sus ejércitos. Cuando Kara George huyó al extranjero en
1812, al creerse abandonado por Rusia en la paz de Bucarest, concertada entre
Alejandro I y Mahmud II, un nuevo príncipe, antes adversario suyo, Miloc
Obrenovitch, reavivó la llama nacional. En 1815 Servia obtuvo la garantía de un
régimen semiautónomo, acordado por las potencias firmantes del Congreso de
Viena bajo la presión de Alejandro I de Rusia.

La disgregación paulatina del Imperio turco, coincidente con el desarrollo del


espíritu nacional en los pueblos de los Balcanes, provocó una segunda y aún
más viva crisis política. Desde fines del siglo XVIII el pueblo griego revivía en su
espíritu y en sus manifestaciones sociales. El ardor combativo de las bandas de
"palícaros", bandidos patriotas; el trabajo tenaz de la Iglesia griega para
helenizar a eslavos y rumanos; el atrevimiento de los piratas griegos y el
desarrollo del comercio, eran otros tantos signos de la vitalidad nacional. Pero el
nacionalismo helénico se formó en las colonias de los comerciantes griegos del
litoral mediterráneo, de Rusia a España, en contacto con la cultura y los ideales
de Occidente. Así nacieron las hetairas, o sociedades constituidas para la
independencia de Grecia, aunque fuese obtenida por la fuerza. En Moscú y en
Constantinopla esas hetairas se organizaron desde 1814. En 1821, con motivo
de la revuelta del bajá de Epiro, Alí Tebelín, y la invasión de los principados del
Danubio por Alejandro Ypsilanti, griego al servicio de Rusia, se produjo el
alzamiento helénico en las islas y el continente (2 de abril). Los miembros de la
hetaira fomentaron la insurrección y proclamaron la independencia de Grecia en
enero de 1822 (Congreso de Epidauro). Los patriotas resistieron con bravura
excepcional los ataques de las tropas del sultán Mahmud II y lograron liberar el
territorio griego, a pesar de las feroces represabas de los turcos, que alcanzaron
su apogeo en las matanzas de Quío (1822). Pero las luchas civiles entre
Mavrokordato y KolokotTonís (1822-1825) pusieron en riesgo la suerte del
alzamiento, tanto más cuanto el sultán recabó el auxilio del bajá de Egipto,
Mehemet Alí, el cual, ante la promesa de obtener Morea, acudió con numerosas
tropas al continente. Estas derrotaron a los griegos en Navarino (Morea), se
apoderaron de Missolonghi, en el golfo de Corinto (1826), y conquistaron Atenas
(1827). La represión fue feroz e inhumana. Grecia había perdido la oportunidad
de defender su independencia con sus propias armas.

Sin embargo, Europa intervino en favor de Grecia. Una poderosa corriente de


opinión alentó a los helenos en su lucha por la independencia. El origen del
filohelenismo fue vario. De un lado, el pueblo ruso no se recataba de manifestar
su simpatía por sus hermanos de religión, y, en cierta manera, de raza, en su
combate contra el enemigo tradicional turco. De otro, los liberales de Occidente
veían en la insurrección griega la plasmación de sus doctrinas y los
conservadores la defensa del Cristianismo contra el Islam. Ambas corrientes
contaban con el apoyo tanto de los que todavía eran clasicistas en el arte, como
de los que se sentían prendidos por las corrientes románticas. Unos y otros
consideraban a los griegos como los herederos del pueblo de la cultura clásica,
los defensores de Occidente frente a Oriente. En todas las clases sociales de
Alemania, Francia e Inglaterra abundaron las actitudes prohelénicas.

Los banqueros, como el francés Lafitte, prestaron fondos a la insurrección; los


poetas, como Byron, que murió en Missolonghi, se alistaron bajo las banderas
helénicas, o, como Víctor Hugo, cantaron sus hazañas; los pintores plasmaron,
con Delacroix, las escenas de la lucha; los oficiales liberales, como el coronel
Fabvier, se apresuraron a prestar sus servicios al ejército. Los comités griegos
del exterior canalizaron estos entusiasmos hacia una acción práctica y eficiente.

Los gobiernos vacilaban. Inglaterra, desde 1823, otorgó a los griegos la calidad
de beligerantes. Metternich, que desde un principio se percató de la gravedad de
la amenaza que la revolución griega hacía cernir sobre su sistema, logró
convencer al zar de Rusia, preocupado de mantener la Santa Alianza, de que
aquella revuelta se había de considerar bajo el mismo prisma que las de Italia y
España (congresos de Liubliana y Verona). Alejandro I cedió. Pero la opinión de
su país fue tan unánime, y era tan clara la política que debía seguir el gobierno
ruso, que muy pronto tuvo que rectificar su criterio. Un congreso reunido en
San Petersburgo (1824-1825) reveló que la Santa Alianza había dejado de
existir. Inglaterra no quiso ceder en su política de neutralidad benévola para los
griegos. En cuento a Rusia, la muerte de Alejandro I y la entronización de su
hermano Nicolás I (1825-1855) decidieron definitivamente su política
filohelénica. El nuevo zar conservó y reforzó las fórmulas absolutistas, según se
vio en la represión del movimiento decabrista (decembrista), que estalló en el
momento de su elevación al poder (6-18 de diciembre de 1825) como resultado
de la acción de las sociedades secretas del Norte y del Sur, en las que se había
dividido la Sociedad de la Prosperidad. Pero al fomentar el paneslavismo, Nicolás
I favoreció la intervención rusa en los Balcanes, aunque esta vez contra la
legitimidad, representada por el sultán turco.

Canning y Nicolás I actuaron, desde entonces, de acuerdo con las exigencias


realistas de sus respectivos países. Ya el 23 de marzo de 1826, por el protocolo
de San Petersburgo, Rusia e Inglaterra se habían comprometido a obtener la
autonomía para Grecia. Fuerte con esta alianza, que según Metternich "ponía fin
al sistema continental", el zar obligó a Mahmud II a reconocer el protectorado de
Rusia sobre los principados danubianos y Servia y a concederle ciertas ventajas
territoriales y económicas (tratado de Akkerman, 25 de septiembre de 1826).
Entonces el sultán se creyó a su vez suficientemente consolidado para oponerse
a las reclamaciones presentadas sobre Grecia por Inglaterra y Francia, esta
última potencia adscrita al protocolo de San Petersburgo por el tratado de
Londres (6 de julio de 1827). La batalla naval de Navarino (20 de octubre), en
cuya acción las flotas aliadas aniquilaron a la turca, no fue suficiente para
hacerle cambiar de criterio. Sólo la intervención armada de Rusia (campañas de
1828 y 1829) obligaron a Mahmud II a ceder en sus posiciones.* Ante los
ejércitos zaristas, ya cerca de Constantinopla después de los éxitos del general
Diebich en el Danubio y Rumelia, el gobierno turco claudicó por la paz de
Adrianópolis (14 de setiembre de 1829), Rusia obtuvo grandes beneficios en el
orden moral (protectorado sobre los principados danubianos y Servia,
convertidos en principados autónomos), comercial (libertad de navegación por
los Dardanelos) y territorial (posesión de parte del delta del Danubio y de varias
plazas en la costa oriental del Mar Negro). Por su parte, Turquía se adhirió al
protocolo de Londres de 22 de mayo precedente que aseguraba la constitución de
un reino en Grecia, tributario de la Sublime Puerta. Pero si los helenos
debieron su independencia efectiva a Nicolás I, sus simpatías fueron para
Francia e Inglaterra. En febrero de 1830 la conferencia de Londres reconoció la
plena independencia del Estado griego, aunque con límites más reducidos que
los que se habían concebido en los últimos protocolos (sin Creta, y, en el
continente, hasta la línea que iba del golfo del Arta al de Volo). Ofrecida la
corona a Leopoldo de Sajonia-Coburgo, éste no quiso aceptarla. Más tarde fue
coronado Otón I (1835-1863), segundo hijo de Luis de Baviera.

Pese a los tenaces propósitos de Metternich, la Santa Alianza y su sistema


estaban en crisis; más aún, disueltos de hecho. Esta constatación tiene suma
importancia, ya que explica el triunfo de la ideología liberal en el Occidente de
Europa a partir de 1830. La Restauración no había podido salir indemne del
juego de los grandes intereses nacionales de las potencias legitimistas.

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