Nuevo Orden Mundial o Hispanidad
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*Alberto Buela
Filósofo
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Hay un viejo adagio en filosofía que dice: Distinguir para unir. Y en este caso
queremos distinguir previamente entre nuevo orden mundial e hispanidad,
para luego ver en qué se vinculan y en qué no. Es por ello que reemplazamos
la conjunción copulativa “y “, por la disyuntiva “o” en el título de esta conferen-
cia.
Es sabido que históricamente podemos hablar del inicio del nuevo orden
mundial a partir del comienzo de la Revolución mundial –Reforma, Revolu-
ción francesa, Revolución bolchevique, Revolución tecnocrática– tal como lo
han hecho, entre otros, Christopher Dawson, Julio Meinvielle, Vintila Horia,
Gustave Thibon y aquí, en Córdoba, los Albertos Caturelli y Boixiados.
Pero el nuevo orden mundial contemporáneo nace a fines de los años ‘80 con
el hecho emblemático de la caída del Muro de Berlín, y a comienzos de los
‘90, con la implosión de la Unión Soviética y el mensaje de George Bush al
parlamento norteamericano sobre la necesidad de la construcción de un one
world.
Como consecuencia de este proyecto aparecen las teorías del derrame en
economía, de guerra preventiva en el orden militar, de democracia neoliberal
en política, de multiculturalismo en educación y cultura, de new age en reli-
gión, y de hombre light en antropología y filosofía.
Ahora bien, en nuestra opinión, la crítica al nuevo orden mundial que se inau-
gura con la modernidad y sigue hasta nuestros días tiene que ser dirigida a
los relatos o discursos que con pretensión de universalidad elaboró aquella.
De estos grandes relatos de la modernidad haremos referencia a seis: la idea
de progreso indefinido, el poder omnímodo de la razón, la democracia como
forma de vida, la subjetivización del cristianismo, el afán de lucro y la manipu-
lación de la naturaleza por la técnica.
El siglo XVII se caracteriza por el intenso y rápido progreso de las ciencias
de la naturaleza, en las que Bacon y Galileo destacan la experimentación y el
cálculo matemático como métodos de investigación particularmente fecun-
dos. Este progreso inmenso en un dominio del conocimiento llevó al hombre
moderno a postular para todo el campo del saber y del obrar humano el pro-
greso indefinido como principio incontrastable.
Ya con el Renacimiento, en siglo XV, Dios deja de ser el centro de reflexión y
el hombre, en cuanto sujeto, pasa a ocupar su lugar. Es decir, el hombre
pasa a ser considerado como creador de un mundo propio cuyo espíritu y
dignidad se revelan en las obras maestras de la antigüedad clásica.
¿Cuál es el instrumento que permite al hombre el acceso a ese ideal del
progreso indefinido? Una facultad que le pertenece por derecho propio: la
razón, específicamente la razón calculadora, exaltada por la ciencia mate-
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mática como órgano idóneo para el descubrimiento de las leyes que regulan
la experiencia y constituyen la estructura racional del mundo. La atribución de
un poder omnímodo a la razón por parte del hombre moderno fue, a partir de
ese momento, un hecho normal, natural y evidente.
La democracia como forma de vida es uno de los últimos relatos de la
modernidad. Comienza a constituirse en paradigma universal a partir del últi-
mo cuarto del siglo XVIII, y es la Revolución Francesa su gran impulsora. Es
la versión liberal de la sociedad política la que da origen a la democracia
moderna. Pero no se percata de que la democracia es una “forma de gobier-
no”, como lo son la monarquía o la aristocracia, y que por ende, reducir al
hombre sólo a la forma de vida democrática, es encorsetarlo y privarlo de las
múltiples y variadas formas de vida que puede darse y se da para existir
plenamente.
La subjetivización del cristianismo nace con el libre examen de las escri-
turas impulsado por la Reforma protestante del siglo XVI, encabezada por
Lutero y Calvino. Y se consolida con el primado de conciencia del filósofo
Descartes, para quien el descubrimiento de la verdad es obra personal de la
razón que actúa y vive en cada individuo. El “pienso, luego existo” es la única
verdad incuestionable a que arriba la razón cartesiana. La tajante división
cartesiana de la unidad del hombre entre dos sustancias heterogéneas, la res
cogitans y la res extensa, tuvo en el denominado “el angelismo católico”, ex-
presado en el lema “salva tu alma”, una influencia que llega hasta nuestros
días.
Esta subjetivización del cristianismo produjo como resultado “una cristiandad
partida en sectas” como la que hoy vivimos en América. Para beneficio ex-
clusivo de los business-predicadores y enfeudamiento de los fieles que los
siguen.
El otro gran movimiento gestado en el siglo XVII, junto con el progreso de las
ciencias de la naturaleza, es la formación de los Estados nacionales sobre la
ruina del Estado feudal y la aparición de una nueva clase: la burguesía, mo-
vida no ya por los ideales cristiano-caballerescos de la Edad Media sino por
el espíritu de lucro que ejerció Jehová, el viejo Dios de los judíos, sobre el
régimen económico y social de la Europa moderna y de los nacientes Esta-
dos Unidos de Norteamérica. (cfr. W. Sombart, Lujo y capitalismo).
El último de los grandes discursos de la modernidad es la manipulación de
la naturaleza (hombre incluido) por la técnica. Este relato quiere significar
que la instrumentación práctica del poder omnímodo que se le otorgó a la
razón puede hacer con la naturaleza y con el hombre lo que quiera, soste-
niendo que la pauta moral está justificada por su propio progreso.
Estos seis grandes relatos de la modernidad quebraron. No tanto por la críti-
ca que se le hiciera desde una óptica premoderna, sino por las consecuen-
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La Hispanidad
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Polonia e Irlanda que son convertibles con la catolicidad. Es más, las causas
nacionales de estos pueblos están enraizadas en lo católico, como nos mues-
tran tanto la historia antigua como la reciente.
b) América no tuvo nada que ver con el régimen de la monarquía española;
prueba de ello es el desencanto y desasosiego que manifestaron nuestros
enviados americanos a las Cortes españolas. Y cuando nos declaramos in-
dependientes lo hicimos bajo el régimen republicano. La reductio ad unum,
esencia del régimen monárquico, en nuestro caso americano nos alcanza
bajo la figura de caudillo o líder, pero esto para los monárquicos de toda lati-
tud es algo espurio.
c) La teoría de los arquetipos humanos como paradigma de todo un pueblo no
pasa de ser una generalización que, agradable al corazón y a los sentimien-
tos, carece de todo rigor filosófico. Esta teoría tiene dos fallas: 1) La podemos
cargar con las mayores virtudes, como hace García Morente con el caballero
cristiano, o con los mayores defectos, como hacen nuestros liberales con el
gaucho. 2) Siempre está adscripta a un determinado momento y lugar en la
historia de un pueblo.
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Conclusión
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