La Cólera de Ludd-Julius Van Daal

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La cólera de Ludd

La lucha de clases en Inglaterra


al alba de la Revolución Industrial

Julius Van Daal


“Las palabras pertenecen a quien las usa
sólo hasta que otro las vuelva a robar”

Título original: La colère de Ludd: la lutte des classes en Angleterre


à l’aube de la révolution industrielle, L’insom-
niaque, 2012.
Traducción por Diego Luis Sanromán.
Diagramación por Hydra ediciones.
Hydra ediciones. Febrero 2021.
Impreso en un lugar ya inexistente.

Contacto: www.instagram.com/hydraediciones/
hydraediciones@gmail.com

Ningún derecho reservado, alentamos cualquier tipo de repro-


ducción del texto presente. Que los muros de la legalidad y de
la propiedad no coarten el libre circular de estas armas.
¡piratea, copia y difunde!
La cólera de Ludd
La lucha de clases en Inglaterra
al alba de la Revolución Industrial

Julius Van Daal


Índice

prólogo /9
Apólogo del mecanoclasta /16
preludio /21

i. El capitalismo en un solo país /25


La invención de un yugo /27
Metamorfosis burguesas /42
Tribulaciones proletarias /54
Reyes y parásitos /67

ii. Retorno a Sherwood /75


El grito de las tierras medias /77
El arte de romper las máquinas odiosas /84
Que la rotura de un telar a la rotura de huesos conduzca /97

iii. Martillo en ristre /109


El lamento de los tundidores de paños /111
La conjura de los hermanos del esquileo /119
Gloria y miserias del general ludd /128
Emociones en cascada /141

iv. Moloch acosado /149


Los molinos de satán /151
¿Nos convertiremos acaso en máquinas? Jamás, jamás… /163
Ningún otro rey salvo el rey ludd /174

v. Los últimos fulgores /189


La tentación de la sublevación /191
Amos de las landas y de la noche /199
El canguelo en armas /209
El agotamiento de una querella /221
Ludd después de ludd /228
iv. Reviviscencias ludditas /239
El espectro de ned ludd /241
Mientras haya dinero, habrá máquinas odiosas /257

Apéndice i
La poesía a martillazos /265

Apéndice ii
La religión del trabajo /287

Apéndice iii
Las aventuras del capitán swing /299

Apostilla
La máscara de ludd /305

Cronología de la rebelión luddita /309


Bibliografía sumaria /315
E
l singular combate de los ludditas, que también se nutría de le-
yendas y de fábulas, se presta sin duda a la mitificación. Es algo
que aún se constata en el folclore residual de las regiones que
constituyeron la cuna de la Revolución Industrial en Inglaterra. En tales
lugares, la persistencia del luddita como parangón de dignidad obrera,
personaje ligado a las costumbres y al mismo tiempo rebelde, atestigua
la importancia de dicha figura en el imaginario colectivo local. Se trata
de una suerte de heredero moral de Robín de los Bosques. La memoria
de Ludd en esas tierras conforma un abigarrado ramillete de sabrosas
historias teñidas de irreverencia y de nostalgia. Pero a pesar de su aro-
ma de leyenda, esa memoria a veces se acerca más a la verdad de los
hechos que la investigación académica. Un folclore así, por muy incli-
nado que esté a embellecer hasta la menor anécdota, se nos antoja a fin
de cuentas menos sesgado por los prejuicios ideológicos que la historia
oficial: esa historia que se basa preferentemente en los escritos de los
jueces y de los policías, de los periodistas y de los políticos de cualquier
pelaje. Las huellas de esa tradición luddita vernácula se encuentran en
numerosas canciones o leyendas orales, y de forma más accesible en un
puñado de obras medio de ficción aparecidas a finales del siglo xix. De
ellas, solo Ben O’Bill’s de Sykes y Walker (cuyos diálogos están escritos
en el inglés dialectal de Yorkshire) tiende a rehabilitar la figura del lu-
ddita, transcribiendo más o menos fielmente las palabras de aquellos
que hubieron de rebelarse para continuar siendo.
Mi propósito no consiste en erigir la figura del rompedor de má-
quinas de principios de la Revolución Industrial en un modelo para las
luchas sociales del siglo xxi. No se trata de crear ni de reavivar, a partir
de fragmentos escogidos del pasado, un mito del luddita revolucionario
opuesto al mito más extendido del luddita precursor de la tecnofobia,
que en realidad solo llama la atención de los «neoludditas» modernos y
de los defensores del crecimiento a cualquier precio. De hecho, aparte
del odio y del pavor suscitados por el sistema fabril y por su maqui-
naria —esos dark satanic milis que provocaban la náusea de William
9
Blake—, el otro gran motor de la agitación luddita fue el ansia de revo-
lución. Es ella la que explica sus tendencias insurreccionales, por muy
confusas e inconclusas que fueran. Sin embargo, las contradicciones
en juego en dicha rebelión, su extrema diversidad y la complejidad del
contexto histórico vetan cualquier simplificación a quien quiera extraer
de ella enseñanzas sólidas.
Sin negar el influjo de las quimeras y de los símbolos en las accio-
nes humanas, ni tampoco la fuerza de las representaciones, he inten-
tado no descuidar el mito con el fin de describir de la forma más justa
posible la resistencia luddita a la espectacular escalada del capitalismo
industrial. Me ha parecido útil profundizar en los descubrimientos del
historiador británico Edward Palmer Thompson en lo que se refiere al
papel central del combate luddita en la construcción social —por com-
pleto antagónica— del sistema capitalista. En términos más particu-
lares, he querido subrayar lo que esta rebelión inicial revela sobre la
historia secreta de semejante ordenación del mundo.
El pasado oculto o falsificado rara vez lo es por inadvertencia. Para
que el rey. esté un poco más desnudo y la autoproclamada inmanencia
del mercado resulte un poco menos asfixiante, conviene disipar pues
ciertas tinieblas y restablecer la importancia de ciertos hechos elimina-
dos u olvidados... A condición, por supuesto, de mantenerse fieles a las
fuentes y de no disparatar, y sobre todo de no dar rienda suelta a la plaga
del «conspiracionismo».
Secreta la historia de los ludditas lo fue sin duda a pesar de la reper-
cusión de su rebelión, pues fue obra de obreros poco dados a la escritu-
ra, posible carne de horca que debían preocuparse de no dejar huellas
que pudieran incriminarlos, y asociados, por añadidura, en sociedades
secretas sometidas a cierto tipo de omertá. Secreta sigue siéndolo, sobre
todo por haber sido durante largo tiempo ignorada o mutilada por los
historiadores oficiales, empezando por la historiografía marxista (res-
pecto de la cual supo destacarse E. P. Thompson para esclarecer el fon-
do del problema). Al denigrar a los ludditas, estos cantores académicos
del «crecimiento» o del «desarrollo de las fuerzas productivas» —es
decir, de la acumulación del capital y de la propagación de la alienación
que la acompaña— no han desmerecido en modo alguno del sistema
que les da de comer.
Al narrar esta historia llena de altibajos y marcada por la cadencia
de los movimientos de masas y los debates de ideas, he de confesar que
10
—por afinidad crítica— me he dejado ganar por cierta simpatía hacia
estos primeros rebeldes de la era industrial. Por otro lado, no podía
hacer como si no hubieran existido esas miríadas de vidas mutiladas
por el maquinismo y la carrera por la ganancia, esas vidas segadas por
la aterradora industrialización de la guerra o envilecidas por las tiranías
a veces aterciopeladas, y otras entusiastas, de los gobiernos y del big
business. Por eso, el tono de mi relato no es neutro. No pretende enga-
lanar con las virtudes de la «objetividad» un análisis descarnado e in-
diferente con respecto a su tema de estudio, ni responde a un enfoque
acrítico que consistiría en equiparar a los verdugos y sus víctimas, a los
amos y a los esclavos, a las máquinas y a los seres de carne y hueso. Mi
propósito no es otro que levantar una esquinita del velo que recubre la
naturaleza y los orígenes del sistema que rige nuestras existencias y que
entorpece la satisfacción de nuestros deseos.
En cuanto a la «neutralidad», resulta fácil constatar que la historia
académica trata demasiado a menudo de enmascarar su inevitable par-
cialidad sirviéndose de la jerga y entibiando su forma de expresión, y
al mismo tiempo seleccionando los hechos conocibles para plegarse a
los cánones del pensamiento dominante y domesticar la memoria. Sin
duda los historiadores han precisado de mucha indulgencia con respec-
to a la dominación para tomar alegremente partido por los fabricantes,
los gobernantes y los economistas tal como estos actuaban durante la
Revolución Industrial. De tal modo, la mayoría de los especialistas de
dicho periodo no se han privado de justificar las más sórdidas bajezas
y las fechorías más perniciosas vinculadas a la industrialización como
si se hubieran cometido en nombre del progreso, del porvenir e in fine
del interés general. Les ha resultado imposible, sin embargo, silenciar
la atrocidad de esos «excesos», de los que tantos espíritus de la época
dieron testimonio, bien con aflicción o bien con repugnancia.
Lo que me ha acercado a los ludditas debe tanto a mi curiosidad
por un antiguo levantamiento, cuya derrota fue tan decisiva como la de
los sans-culottes parisinos, como a mi deseo de contribuir al debate crí-
tico sobre la evolución caníbal de la economía-mundo occidental, que
no se propagó fuera de Inglaterra hasta que no se sació con el cadáver
de Ludd. El salario y los avatares modernos del maquinismo configu-
ran, hoy más que nunca, la aridez de la vida social, su ausencia de espí-
ritu, de autonomía y de generosidad. Y esto dota de un valor precioso al
conocimiento de las reacciones que su introducción provocó en el seno
11
de la embrionaria clase universal de los asalariados en los primeros
tiempos de la producción de masas. Aunque, desde luego, no resulta
menos instructiva la brutalidad original de los medios empleados por
las clases dirigentes para que las clases dirigidas se resignasen al adve-
nimiento del «Moloch máquina».
Ruego al lector que medite, más allá del tono en ocasiones intenso
del relato, sobre el fondo de las palabras: la Revolución Industrial es
ese momento en el que la humanidad se vuelca fuera de sí misma, en
principio de manera torpe y tímida, pero después con un ardor y una
seguridad cada vez mayores, sorda a cualquier argumentación que no
sea económica, arrastrada a la espiral interminable de la valorización,
cuyo implacable y fructífero movimiento parece resolver todos los pro-
blemas materiales... Pero no sin crear, con cada problema resuelto, cien
problemas nuevos cada vez más espinosos, cada vez más desastrosos,
el menor de los cuales no es sin duda la mutación del hombre en má-
quina y la transformación del planeta en cubo de basura. Dicha evolu-
ción, invivible aunque difícilmente reversible, no se habría producido
de forma tan fácil si la humanidad no se hubiera adscrito a ella, bien
es verdad que dejándose a veces apabullar un poco y otras permitiendo
que se la engañase a placer.
Fueron precisamente los obreros ludditas los primeros que, dentro
del sistema, rechazaron en la práctica esa desastrosa transformación
cuando se negaron a dejarse apabullar por el «sentido de la historia» y
engañar por los capitalistas que querían triturarlos bajo la «rueda del
progreso». Sus contradicciones, que produjeron diversos desgarros,
prefiguraron las que viven los indóciles de nuestro tiempo. Basada en
un feroz apego a la obra bien hecha y a la comunidad aldeana, la per-
plejidad de los ludditas frente a la innovación técnica encuentra una
réplica en la inquietud que ahora provocan la degradación programada
del entorno y la desaparición de toda diversidad cultural. Sus métodos
de combate y sus elecciones tácticas evocan los recursos vitales que se
imponen a los pobres de hoy, y que la quiebra del movimiento obre-
ro ha terminado por atomizar: el desmantelamiento de las estructuras
nocivas para la vida, la crítica apasionada de las normas cosificantes, la
construcción de comunidades autónomas y solidarias.

He explotado todas las fuentes disponibles hasta el día de hoy, disemi-


nadas en numerosas obras. Me he limitado a citar casi íntegramente lo
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poco que se ha conservado de los mensajes escritos por los ludditas en
el momento de los hechos. En esencia, consisten en cartas anónimas
de amenaza presentadas por los magistrados como pruebas de cargo.
Estos escasos escritos, muy circunstanciales, ofrecen en todo caso una
muestra preciosa tanto del espíritu de los ludditas como de la variedad
de sus ideas y de sus intenciones, de las cuales la prensa de la época,
salvo honrosas excepciones, no dio cuenta más que para falsificarlas.
Debido al desbarajuste del bando «jacobino» en esta época de re-
acción antirrepublicana en Inglaterra, no se produjo el surgimiento de
ningún Sylvain Maréchal1 en los condados turbulentos que estuviera
dispuesto a prestar su pluma a los ludditas y redactar su Manifiesto de
los iguales. Sin embargo, los versos de los románticos ingleses, que vi-
tuperaban a su manera a la Revolución Industrial y su abyecto y penoso
culto del dinero, aparecen a menudo citados por los historiadores y los
comentadores del «luddismo» con el fin de suplir la relativa afonía de
los rompedores de máquinas. Puesto que estos poetas (más o menos)
revolucionarios eran sus contemporáneos, tenían los mismos enemi-
gos (aunque no forzosamente por las mismas razones), y el más ilustre
y provocador de ellos, Lord Byron, se reconocía sin rebozo a las órdenes
de
Ludd, parece en efecto de lo más natural asociar sus textos a las
acciones del movimiento luddita. No faltan, con todo, características
que los diferencian; y para empezar, la praxis de esas grandes almas,
que todo alejaba de la de los tejedores. El romántico más radical y que
más conmovió y persuadió al corazón de los obreros, Shelley, no dejaba
de pertenecer —escándalos aparte— a la franja ilustrada y culta de la
alta sociedad y aun medio de ricos excéntricos y de bardos visionarios,
mientras que los ludditas se batían por su supervivencia. El artesano
William Blake, a este respecto, constituye una excepción... El problema
es que este fustigador críptico y profético del racionalismo burgués no
dijo ni una sola palabra sobre Ludd en sus escritos. Tales distancias me
1
Sylvain Maréchal (1750-1803). Publicista francés interesado en la utopía.
Redactó el Manifiesto de los iguales, que expone los ideales de la Conjuración
de los iguales de 1796, último sobresalto del partido de los pobres durante
la Revolución francesa. El «tribuno del pueblo» Gracchus Babeuf y sus ca-
maradas, que fracasaron en su intento de derribar el régimen del Directo-
rio, profesaban ya entonces ideas comunistas y libertarias. Muy populares
en los suburbios de París, querían suprimir el dinero e incluso el «gusano
roedor de la inquietud general y particular».
13
han incitado a evocar de forma más precisa a estos poetas radicales, y la
concomitancia de sus denuncias, en un apéndice en el que se evocan el
contexto poético y subjetivo de la rebelión luddita.
He hecho otro tanto en lo que concierne al equívoco papel de la
Iglesia metodista, uno de los principales actores ideológicos de la Re-
volución Industrial en Inglaterra, pues aunque en la época hizo gran
acopio de almas obreras, se mantuvo entre bastidores durante los dis-
turbios ludditas. Otro apéndice trata brevemente de una formidable ré-
plica rural de la rebelión del general Ludd: la encabezada por el capitán
Swing entre los años 1829 y 1830, que merece por sí misma un estudio
detallado e independiente, pero que estaba obligado a resumir, pues, a
pesar de ser muy poco conocida en España, clausura el ciclo de luchas
protosindicales de los primeros tiempos de la Revolución Industrial. En
último término, ha sido inevitable asomarse, en una breve apostilla, a
lo que se ha dado en llamar «neoluddismo», un movimiento aparecido
en los Estados Unidos, en la década de los noventa, como reacción al
creciente dominio social de la cibernética. Por lo general más malhu-
morada que activa, esta corriente tan heterogénea tiene poco que ver, a
pesar de todos sus méritos, con la sustancia del combate luddita.

14
Bajo la mirada del amo (y la amenaza de su bastón).
William Hogarth, Los camaradas aprendices en sus telares.
Apólogo del mecanoclasta
Había antaño, en el floreciente reino de Inglaterra, un joven tejedor llamado
Ned Ludd. Maese John, su patrón, no cesaba de reprocharle su pereza, pues
Ned refunfuñaba llegada la hora de la faena, que le impedía andar callejean-
do y le privaba de compartir con los otros muchachos del lugar el tiempo que
estos pasaban zascandileando por ahí, poniéndose morados en las tabernas
o retozando entre el heno con las chicas.
Cierto día, agotado por algunos excesos nocturnos, Ned cayó dormido
sobre el telar, precisamente cuando el patrón le había solicitado que echara
los restos para satisfacer un pedido acuciante. Alertado por los ronquidos de
su aprendiz y sin consideración alguna, maese John la emprendió a zurria-
gazos contra él con una vara de boj. Ned se revolvió contra el amo con la
sangre hirviendo de ira. Aquella noche fue incapaz de conciliar el sueño y se
levantó antes del alba.
Provisto de un pesado martillo de Enoch, Ned se acercó en silencio hasta
el taller de su maestro, forzó la puerta con el mango de la herramienta y pe-
netró en una estancia que albergaba media docena de telares. Allí se ensañó
con las máquinas a martillazos y calmó su rabia. El jaleo pronto despertó a
maese John, que, creyendo que se había colado algún merodeador, cargó su
fúsil de caza y, sin tomarse siquiera tiempo para vestirse, descendió por las
escaleras que llevaban hasta el taller. Su malencarada e imponente esposa lo
seguía blandiendo una linterna y haciendo crujir los escalones bajo sus cien
kilos de grasa.
Maese John constató con una simple ojeada los estragos cometidos en
el taller. Una de las máquinas estaba hecha completamente pedazos, pero
el resto no había sufrido más que algunos daños; la estancia estaba vacía,
la puerta abierta. Mientras la mujer vociferaba imprecaciones soeces, el pa-
trón, vestido tan solo con su camisa de dormir, se precipitó Juera, reparó en
una silueta que se apresuraba a lo lejos y abrió juego con su fusil contra el
vándalo, despertando de tal suerte a todos los habitantes de la aldea. A tal
distancia y en la penumbra, maese John erró por fortuna el tiro y su objetivo
se desvaneció en la bruma del alba naciente.
Aquel día, Ned, que a fuerza de perseguir a las chicas tenía buenas pier-
nas, corrió como un demonio sin permitirse el menor respiro hasta alcanzar
un lejano albergue campestre. Allí hizo que le sirvieran una montaña de
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chuletillas, regada con dos o tres pintas de cerveza. De repente le vinieron
unas ganas apremiantes de aliviarse y salió al callejón que lindaba con la
posada, pero d posadero, absorbido por el estudio de sus cuentas, no le prestó
ninguna atención. Vaciada la vejiga, Ned, que no llevaba ni un penique en
el bolsillo, aprovechó la ocasión y reemprendió la carrera.
De trapacería en trapacería, Ned cruzó las tierras de Albión de norte a
sur sin ser alcanzado jamás por los disparos de trabuco ni por los dogos lan-
zados tras sus pasos. Una vez llegado a la capital del reino, se fundió con la
masa de los andrajosos, gentes de peor o mejor catadura que pululaban por
allí como ladillas sobre el pubis de la reina de Francia. Aquella chusma tenía
oídos por todos lados, y a los de Ned no tardó en llegar el rumor de que un
magistrado de su condado lo perseguía con singular tenacidad para saciar
sus ansias de venganza. El hombre había llevado su celo hasta seguirle el
rastro a lo largo de todo aquel periplo salpicado de pequeños hurtos.
Aquel magistrado tan perseverante se encontraba ahora en la capital,
interrogando a las muchachas del albergue y a los soplones, y ofreciendo
recompensas a cualquiera que le ayudase a echar el guante a Ned Ludd. El
hombre de leyes tenía sus motivos para perseguir con tanto ensañamiento,
y corriendo él mismo con los gastos, al autor de una fechoría tan insigni-
ficante. Juez de paz benévolo, de profesión era sin embargo constructor de
telares, unos artefactos que se las ingeniaba para mejorar recurriendo a las
más recientes innovaciones de la mecánica. Se le antojaba, pues, de una im-
portancia capital que Ned, que había profanado una de aquellas preciosas y
santas máquinas, recibiera un castigo ejemplar. El problema es que, al haber
entrado a la fuerza en casa de su patrón, el aprendiz enjuga se arriesgaba
al cadalso.
Al saberse acorralado, Ned decidió abandonar aquel verde reino que la
naturaleza había rodeado de aguas tumultuosas. Consiguió que lo emplea-
ran como grumete en un barco mercante y desembarcó furtivamente en la
primera escala, en Holanda.
El continente europeo al completo era entonces presa de la más frenéti-
ca agitación. Los tronos caían como bolos. En Francia, la plebe amotinada
acababa de terminar con una dinastía de ochocientos años de antigüedad,
haciendo rodar sus reales testas por el serrín, masacrando sin descanso a la
clerigalla y la chusma aristocrática, y proclamando la República universal.
Una horda de rebeldes harapientos, al presentarse bajo el sublime estandarte
de la Libertad, había metido el pánico en los huesos y hecho huir a las mejo-
res tropas de los reyes coaligados contra la alborozada canalla.
17
Ned se dejó arrastrar alegremente por aquel tomado popular que iba a
cambiar para siempre la faz del mundo. Aprendió a hablar la lengua orna-
mentada de los parisinos de la época, y también a leerla y escribirla, pues ton-
to no era. Se empapó de las nuevas ideas, sin recitar no obstante el catecismo
republicano que había reemplazado al del oscurantismo en desbandada, ya
que no tenía en modo alguno el alma de un devoto. Pero sí que guerreó con
bravura y clarividencia, y de haber sido más ambicioso, tal vez se habría
contado entre aquellos generales de veinte años que surgían de la nada para
despachar sin contemplaciones a los enemigos de la República.
Pasados algunos años, a uno de aquellos héroes se le fue la cabeza, al
punto de que decidió vestirse con la toga consular y, más tarde, con la púrpu-
ra imperial, apoyado únicamente en la punta de las bayonetas y en las acla-
maciones de su guardia pretoriana. Ned vio como la Libertad era pisoteada
en Europa y le entraron ganas de retomar a su isla natal. Era la época en la
que esta última se hallaba por entero separada del continente. Ningún buque
podía intentar siquiera alcanzar sus costas sin arriesgarse a ser copiosamente
cañoneado por la flota del tirano y conquistador de Europa. Pero Ned, cuya
bolsa se había hinchado gracias a la rapiña de la guerra, no temió empren-
der la travesía del canal de la Mancha, aprovechando una noche sin luna
defínales de primavera y sirviéndose de una barcaza que le había comprado,
en el mayor de los secretos, a cierto pescador de la costa de Ópalo.
De regreso a su condado natal, Ned vio con consternación los cambios
acontecidos durante una ausencia de cuatro lustros: las ciudades se habían
extendido, poblado y afeado a ojos vista, devorando los campos; los tejedores
gemían bajo el yugo del comercio, condenados a la hambruna tanto por la
rudeza de los tiempos de guerra como por la dureza de los fabricantes. Nue-
vas máquinas, aún más maléficas que el viejo telar destruido por Ned en casa
de maese John, invadían ahora los talleres, arrebatando el pan de la boca a
los desgraciados obreros, cuando no los reducían al estado de simples apéndi-
ces de un autómata. El condado parecía presa de una maldición.
Por lo que respecta a maese John, no se había resuelto a adquirir una de
esas máquinas satánicas que aumentaban el rendimiento y disminuían la
calidad de la obra. Arruinado por una competencia poco escrupulosa, había
tenido que echar el cierre a su negocio. El abuso del aguardiente pronto aca-
bó con sus días y ahora uno podía cruzarse en ocasiones con su viuda, toda
hueso y pellejo, que rondaba por las laudas profiriendo palabras incoheren-
tes. Faltos de faena, los aprendices camaradas de Ned habían ido a vender
sus brazos a una inmensa fábrica del norte del reino, y nadie había vuelto a
18
verlos jamás.
Frente a semejante desolación, en un principio Ned se vio tentado de
exiliarse una segunda vez y se planteó ir en busca de fortuna a las Indias
Occidentales; pero pronto se acordó de lo que habían logrado los muertos de
hambre de Francia. Y así concibió el noble designio de formar una tropa de
bravos desfacedores de entuertos y de instalar su cuartel general en el bosque
de Sherwood, antaño impenetrable pero siempre propicio a los fuera de la ley.
En pocos meses ya había acondicionado allí una guarida, donde se con-
chabó con algunos jóvenes tejedores condenados a la ociosidad y tan robustos
como dispuestos a la pelea. Ned los adiestró en la ciencia de las armas y del
combate tal como la había aprendido en los campos de batalla de Europa.
Una noche de luna llena les hizo jurar que servirían al pueblo y venga-
rían sus males. Enseguida partió hacia la capital, de donde regresó algunos
días después con un cargamento de fusiles y pistolas, un lote de martillos de
todos los tamaños, tinta y algunas resmas de papel. La noche de su retomo
reunió a sus compañeros en un claro del bosque y les dirigió, en esencia, el
siguiente discurso:
«Queridos hermanos conjurados, ha llegado por fin el momento de que
nuestro pequeño ejército lance su primer asalto. En otro tiempo hubo un
gentilhombre que libraba combates contra los molinos de viento... Pues bien,
en vuestro caso, son los molinos de Satán los que tenéis que abatir. ¡Con el
hacha y con la maza! Las armas de fuego son solo para haceros respetar por
los inoportunos. El papel y la tinta no resultan menos útiles: servirán para
engrosar vuestras filas dando a conocer vuestro combate en todas las tabernas
del condado, e incluso del reino, mediante el envío de epístolas y el empleo
de carteles.
»Hermanos, amad siempre nuestras máximas de libertad, pero conser-
vad la más estricta disciplina en el combate. Evitad en lo posible el derrama-
miento de sangre humana, pero sed implacables con los traidores. Mientras
los cañones de nuestros enemigos no estén en nuestras manos, el misterio y el
secreto serán nuestras mejores armas. Esos señores banqueros y magistrados
tienen de su lado a la milicia y al ejército, y también a los pérfidos magistra-
dos y a todos sus sirvientes rastreros; pero nosotros tendremos del nuestro a
la silenciosa multitud. Ellos son amos y señores del día; nosotros lo seremos
de la noche».
Habiendo dicho esto, recomendó a los conjurados que respetasen, en la
escaramuza que vendría después, las reglas tácticas adoptadas de común
acuerdo. A continuación los exhortó a actuar con tanta prudencia como
19
ardor. Y concluyó dando la espalda a su reducida tropa y alejándose en la
noche.
Y así, los compañeros de Ludd marcharon con paso firme a devas-
tar máquinas, y en efecto devastaron infinidad de ellas. Y los poderosos
fueron presa de un terror que se les agarró con fuerza a las entrañas.

20
Preludio

N
o se puede comprender el desenfreno del deseo de exterminio
que cubrió de sangre el siglo xix sin remontamos a los oríge-
nes de la civilización industrial, tan joven y ya tan decrépita.
Semejante desprecio por la vida se impuso en primer lugar tanto en
los campos de batalla napoleónicos como en las fábricas esclavistas de
Mánchester. Los primeros triunfos del Estado y del salario se construye-
ron gracias a la inmolación de una enorme cantidad de seres humanos,
y también gracias a su degradación permanente. Carne de cañón, carne
de fábrica: los reclutas abatidos por la metralla morían por la misma
causa que los asalariados, diezmados, pisoteados, laminados por el de-
sarrollo a marchas forzadas de la economía. Sublimado por la Revolu-
ción Industrial, el espíritu mercantil se revistió con los oropeles de la
diosa Razón para apropiarse, y después dar forma, de las innovaciones
técnicas y las aplicaciones del saber, dotándose así de los medios nece-
sarios para ejercer plenamente la tiranía de su lógica caníbal, basada en
la brutalidad y la devastación, en el avidez y en el expolio.
Dicho proceso, que se aceleró en la Inglaterra de comienzos del
siglo xix, se reprodujo después más o menos por todo el mundo favo-
recido por las guerras civiles, las conquistas coloniales y los conflictos
mundiales que modelaron y repartieron los atributos del poder. Tal fue,
por ejemplo, el caso de la industrialización feroz, catastrófica y criminal
que se produjo en Rusia bajo los auspicios de la burocracia bolchevique
en la época en que Stalin afirmaba, sonriendo bajo su mostacho, que
«el capital más precioso es el hombre». Es también lo que China está
viviendo actualmente a su manera, un país convertido en el sweatshop2
mundial —el actual campeón de la explotación intensiva de la multitud
y del enriquecimiento de los happy few—, y donde los gobernantes se
jactan de conciliar las ventajas de la esclavitud política más asfixiante
con las de la libertad económica a la americana; una fórmula de domi-
nación, más bien incongruente a ojos de los occidentales —y no obstan-
te operativa—, que mezclaría los preceptos de Adam Smith con los de

2
Taller en el cual la mano de obra es explotada con la mayor intensidad y en
el que, en consecuencia, el sudor proletario corre a raudales.
21
Confucio, y los procedimientos de la gpu con los de la mafia.
Este capitalismo chino, que prospera en una sociedad sin libertad
alguna, y donde los pobres —incontables— están sometidos a los tra-
bajos forzados y a la tutela sistemática del Estado, se le debe antojar
poco virtuoso a las nobles almas democráticas. Pero se asemeja extra-
ñamente a lo que era el capitalismo inglés en la época de la Revolución
Industrial y de los economistas clásicos. En los tiempos, también, de las
revueltas del general Ludd y del capitán Swing.3
El poder estaba en manos de un pequeño grupo social, una buena
parte del cual lo había recibido por herencia, una aristocracia especu-
ladora que se relacionaba de buen grado con los grandes negociantes,
los banqueros y los empresarios, y entre los cuales iban reduciéndose
las diferencias de interés y de estilo. Todos comulgaban, por decirlo
de algún modo, en el culto a la ganancia. A sueldo para oficiar en los
altares de una religión estatal, el clero anglicano, aún cebado gracias al
diezmo, dispensaba una moral hipócrita que recubría con una pátina
de decencia el proceder codicioso de los ricos y ahogaba a los pobres
bajo una montaña de prohibiciones.
De escasa superficie y poco poblada en comparación con las po-
tencias vecinas, sin duda la insular Inglaterra no necesitaba, para ser
gobernada, de esas omnipresentes fuerzas policiales ni de esa pletórica
burocracia que constituyen desde siempre los pilares de los despotis-
mos asiáticos y, más en particular, del Estado chino (y también, bajo
formas apenas algo más solapadas, de todos los Estados modernos).
Lo cual no significa que no existiera una policía política compuesta por
soplones y agentes provocadores, ni que el control social no se ejerciera
con eficacia gracias a una gran cantidad de funcionarios y magistrados,
que a su vez empleaban a matones y espías de todo jaez. Por no ha-
blar de las labores de policía del pensamiento y las costumbres que le
habían tocado en suerte a los pastores-funcionarios anglicanos, y que
también garantizaban de forma vicaria los predicadores metodistas.4

3
Ver el apéndice III al final de este volumen, «Las aventuras del capitán
Swing», p. 361.
4
El metodismo constituye una disidencia rigorista del anglicanismo nacida
en el siglo XVIII gracias el impulso del teólogo John Wesley, y que se pro-
pagó sobre todo entre la pequeña burguesía y las clases populares urbanas.
Sobre su papel y su influencia durante la Revolución Industrial, véase el
apéndice II, «La religión del trabajo», p. 348.
22
Cuando el populacho de repente se enardecía, emborrachaba y su-
blevaba, se enviaba a la tropa para que la emprendiera a sablazos con la
multitud, y aquellas carnicerías episódicas y las cárceles, que se llena-
ban con los miembros de la plebe, formaban parte para muchos de la
persistencia de la dominación de los ricos.
En aquel tiempo los pobres de Inglaterra no tenían derecho al voto.
Las reivindicaciones democráticas más elementales eran tachadas por
el poder de «jacobinismo»; las opiniones reformadoras, censuradas; y
los comportamientos desviados, severamente castigados. El Parlamen-
to no representaba, en el mejor de los casos, más que a las clases pro-
pietarias. El mundo político se entregaba con fervor a la prevaricación
y las instituciones eran corruptas por definición. La marina mercante
y la armada, garantes de la supremacía comercial inglesa, reclutaban
desgraciados —a menudo, contra su voluntad— a los que, una vez en-
rolados y en caso de indisciplina, se sometía a los castigos corporales
más severos. La justicia estaba entera y abiertamente en manos de los
ricos y la pena de muerte se aplicaba de forma habitual, del mismo
modo que la deportación a los infernales presidios de Australia, donde
los desterrados morían como moscas si conseguían sobrevivir al viaje.
La prensa estaba casi por completo a sueldo del gobierno, mientras que
los publicistas irreverentes, tan raros como temerarios, se veían sepul-
tados por una lluvia de multas y de penas de prisión.
Las uniones y coaliciones obreras, a pesar de antiguas y sólidas
tradiciones corporativas, estaban prohibidas, criminalizadas y perse-
guidas. Los ingresos del trabajo obrero habían caído —de media— por
debajo de lo que los propios economistas burgueses consideraban ne-
cesario para la supervivencia y la reproducción de la mano de obra. A
los niños se les ponía a trabajar desde su más tierna infancia, en con-
diciones espantosas y sometidos a la presión brutal, al yugo innoble de
los capataces; dormían amontonados en cuchitriles, donde eran pasto
del hambre, de los piojos y de las peores pestilencias. Había surgido
una camarilla de negociantes, intermediarios e industriales, que había
amasado fortunas y establecido alianzas con los grandes terratenientes
que dominaban la vida política con el fin de cosechar los frutos del
crecimiento económico a expensas de los productores reales. El campe-
sinado —iletrado, despojado de sus tierras, maltratado por los propieta-
rios, condenado al hambre por la avidez de los rentistas, y muy pronto
por el maquinismo agrícola— languidecía entre estrecheces y se veía
23
obligado a emigrar en masa hacia las ciudades industriales, o incluso
hacia riberas aún más lejanas.5
Tal fue la génesis del capitalismo moderno, productor de miseria
material y moral, fermento muy activo del marchitamiento y el embru-
tecimiento de los espíritus, propagador universal de la peste del resen-
timiento. Así nació, en el seno mismo de uno de los pueblos más ins-
truidos, más prósperos y más libres con los que contaba Europa, y en
el preciso momento además en que la Revolución francesa hacía doblar
las campanas por un sistema posfeudal y clerical en todo el continente,
en nombre del bien común y de la fraternidad universal. Así supo rena-
cer después, con su cortejo de atrocidades y aberraciones, primero en
la Europa continental y en los Estados Unidos, más tarde en Japón, en
Rusia y en toda Asia, y finalmente hasta en el último rincón del planeta.

5
Señalemos de paso que este aterrador cuadro del capitalismo industrial
naciente, fundado en una explotación claramente inhumana de los «recur-
sos humanos», no ha dejado nunca de ser válido: simplemente se ha des-
plazado, se ha «deslocalizado» lejos de su lugar de surgimiento; aunque, de
crisis en crisis, esté retomando a él. Tras haber concluido su largo ciclo de
expansión geográfica, la pauperización reaparece por todos lados, si bien
de forma más intensa en los países «en vías de desarrollo». Los salarios y
las condiciones de trabajo en los sweatshops modernos, y en especial la in-
soportable duración de la faena o el aumento de la mortalidad profesional,
atestiguan la persistencia ontológica de la cara oscura de un sistema que se
proclama tan benéfico como irremplazable.
24
I. El capitalismo
en un solo país

Por la abstracción de su trabajo,


el obrero se vuelve cada vez más mecánico,
indiferente, sin espíritu.
El elemento espiritual se convierte en acto vacío.
Su fuerza reside en
una fuerte percepción del conjunto.
Esta, sin embargo, desaparece.
Georg Wilhelm Friedrich Hegel

Automáticos y minuciosos,
Los obreros silenciosos
Regulan el ajetreo
Del universal jaleo
Que fermenta de fiebre y de locura
Y despedaza, con su obstinada dentadura,
La palabra humana abolida.
Émile Verhaeren
Mapa de los disturbios ludditas, 1811-1812
La invención de un yugo

L
as transformaciones técnicas y sociales que han sido englobadas
retrospectivamente bajo el término «Revolución Industrial» se
produjeron, unas veces de forma laboriosa y otras de forma frené-
tica, entre 1780 y 1850, y durante largo tiempo tuvieron la apariencia de
un fenómeno específicamente inglés, pues Inglaterra tomó por enton-
ces la delantera económica a las naciones rivales y se adjudicó de paso
la hegemonía comercial y militar que duró hasta la Primera Guerra
Mundial.
Es preciso remontarse hasta el siglo xvii, e incluso hasta los prime-
ros tiempos de la Reforma, para hallar las premisas de los diferentes
procesos que permitieron la industrialización de Inglaterra al alba de la
«edad del carbón». Uno de los principales factores fue la precoz secula-
rización del pensamiento bajo la máscara protestante, que llegó acom-
pañada de una libertad de conciencia muy relativa, pero más o menos
única en Europa, y propicia al individualismo. Este nuevo talante con-
tribuyó a la toma del poder por parte de la burguesía, no menos precoz-
mente, durante la primera Revolución de 1642-1649.6 El papel central
de esta clase emergente se vio confirmado con ocasión del golpe de
Estado de 1688, fruto de un compromiso entre la aristocracia moderada
y la clase media mercantil, y en detrimento tanto de los nostálgicos del
feudalismo y del absolutismo como del pueblo llano ávido de igualdad.7

6
Este conflicto entre el rey Carlos I y el Parlamento, y después entre dis-
tintas facciones parlamentarias, se saldó, tras siete años de guerra civil y
de disturbios sociales, con la ejecución del rey. Después hubo que meter
en vereda al ejército parlamentario, crisol de las ideas revolucionarias e
instrumento de su aplicación. Depurado en un primer momento bajo la
dictadura de Cromwell y de los ideólogos del puritanismo, fue separado de
su base social y enviado a Irlanda para concluir a sangre y fuego la coloni-
zación inglesa. Poco después de la muerte de Cromwell en 1658, la restau-
ración de los Estuardo en la persona de Carlos II, hijo del rey decapitado,
devolvió durante treinta años el poder a las facciones más reaccionarias de
la aristocracia.
7
Lo que algunos llaman de forma muy exagerada la «Revolución gloriosa
de 1688» consistió, para los parlamentarios whig que la fomentaron, en la
destitución del rey Jacobo II (hermano de Carlos II), cuyas tendencias abso-
lutistas, cuya conversión al catolicismo y cuyos vínculos con los despóticos
27
A lo largo de todo el siglo siguiente, los progresos de la metalurgia,
la química y la mecánica vinieron a sumarse a las innovaciones técnicas
que se multiplicaban, desde el Renacimiento, en todos los ámbitos de
la actividad humana, y muy especialmente en la construcción naval, el
armamento y el sector textil. Su aplicación permitió una explotación
cada vez más intensiva de las minas de carbón —que no escaseaban en
el país— y el trazado de canales y carreteras que produjeron una acele-
ración de los medios de transporte. El lucro se recubrió con la máscara
del talento: en un mismo y vasto movimiento, la probada pericia de los
artesanos ingleses y los experimentos de los inventores autodidactas se
encontraron con el espíritu emprendedor de la burguesía mercantil,
estimulando de tal modo la acumulación y la circulación de capitales.
Todavía ampliamente rural, Inglaterra tenía sin embargo la pecu-
liaridad de que sus campesinos no eran ni siervos ni propietarios, como
ocurría en el continente, sino sobre todo asalariados y arrendatarios de
sus viviendas. La mayoría de la población del campo estaba compuesta
por obreros agrícolas «nacidos libres», más o menos vinculados a una
hacienda u otra, o a tal o cual granjero, también él arrendatario de un
landlord. Para llegar a fin de mes y paliar la precariedad de su situación,
muchas familias aldeanas practicaban la artesanía, y principalmente
el hilado y el tejido. Gracias a un equipamiento cada vez menos ru-
dimentario, tales familias asumieron competencias extraagrícolas que
les procuraban ingresos en principio complementarios, pero más tarde
fundamentales, de forma que la relación productiva con la tierra acabó
limitándose al huerto y el corral. La concentración de los terrenos cul-
tivables estaba entonces en pleno auge, y también su muy frecuente
transformación en pastos de lo más rentable, lo que generó formida-

Borbones atemorizaban o indignaban a la burguesía inglesa y eran exe-


crados por toda la nación. Los golpistas ofrecieron el trono al Stathouder
de Holanda, Guillermo de Orange, yerno de Carlos II, considerando con
razón que aquel brillante estratega, vencedor de Luis XIV y desde antiguo
campeón del protestantismo europeo, no tendría ninguna dificultad en
deshacerse de un rey desterrado y privado tanto del apoyo del pueblo como
de los recursos del Tesoro. Tras desembarcar en Inglaterra a la cabeza de
sus tropas en el año 1688, Guillermo expulsó sin problemas al impopular
monarca. Dos años más tarde, en el Úlster, lo venció definitivamente en un
campo de batalla a orillas del Boyne. Guillermo aceptó el régimen constitu-
cional, que instauró entonces el Parlamento (que, por haberse democrati-
zado, aún perdura en nuestros días), y se entregó en exclusiva al arte en el
que destacaba: el arte de la guerra.
28
bles excedentes de mano de obra en el campo y una reserva inagotable
de muertos de hambre aptos para la servidumbre que irían a parar a la
industria emergente.
Ya en el siglo xvi, Tomás Moro se sorprendía de que las ovejas,
«que tan mansas eran y que solían alimentarse con tan poco, hubieran
comenzado a mostrarse, según se cuenta, de tal modo voraces e indó-
mitas que se comían a los propios hombres». Aquellos rebaños cada
vez más numerosos no solo servían para satisfacer la creciente deman-
da de carne por parte de las clases medias urbanas, sino sobre todo para
proporcionar una lana preciosa que, junto al algodón, iba a constituir
la materia prima fundamental de la primera época de la Revolución In-
dustrial, y la fuente de la prosperidad de unos pocos y de la decadencia
de la gran mayoría: la fibra textil. Ahora bien, si el algodón era cultivado
por una mano de obra servil, arrancada de su tierra natal, encadena-
da y sometida al látigo en territorios lejanos, conquistados, saqueados,
colonizados; la lana provenía de ovejas que devoraban mansamente el
pan de los pobres: en cualquiera de los casos, el espíritu de rapiña y la
esclavitud residían necesariamente en aquellas fibras destinadas a la
producción en masa.

En la época de nuestro relato, Europa atravesaba un periodo de reac-


ción política cuyo fin era hacerle expiar esos arrebatos revolucionarios
que a pesar de todo habían modificado para siempre su destino. Las
conquistas, el militarismo y las pretensiones dinásticas de Bonaparte
habían impuesto al viejo continente una tiranía de nuevo cuño, en-
diabladamente policial y burocrática, que al mismo tiempo transigía
con las viejas oligarquías y la Iglesia —aunque tuviera que forzarles un
poco la mano— y remedaba sin vergüenza alguna, si bien con cierta
torpeza, las maneras cortesanas del Antiguo Régimen.
En un primer momento, la Revolución francesa había sido acogida
fraternalmente en Inglaterra por parte de las clases populares y de la
pequeña burguesía ilustrada. Los poderosos no tardaron sin embargo
en calibrar los peligros que acarreaba aquel entusiasmo y, lejos de fe-
licitarse por que su turbulenta vecina se hubiese librado del yugo del
absolutismo, temieron que el contagio de la agitación popular pudiera
extenderse más allá del canal de la Mancha. Los más despiertos se die-
ron cuenta del poder que a la burguesía francesa podía reportarle su
papel central en la destrucción de las instituciones arcaicas que domi-
29
naban todavía en la mayor parte de Europa. Y fue Edmund Burke, acla-
mado adepto de la tolerancia y antiguo partidario de la independencia
americana, el que en 1790 dio el toque de alarma contra la Revolución
francesa, llamó a los poderosos a castigar a la «multitud porcina» y pre-
paró a las mentes burguesas para que aceptaran que la liberal Inglaterra
dirigiese y financiase durante más de dos decenios diversas coaliciones
de autócratas en contra de una revolución burguesa.
En respuesta a ese brillante y cínico manifiesto contra la igualdad,
Thomas Paine, un republicano inglés que había combatido al lado de
los rebeldes durante la Guerra de la Independencia americana, publicó
sus Derechos del hombre, una obra que alcanzaría en Inglaterra una tira-
da de más de doscientos mil ejemplares entre 1792 y 1812, una cifra ver-
daderamente extraordinaria para la época. El libro tuvo un influjo tan
considerable como peligroso para la tranquilidad de los gobernantes, y
le costó a «aquel ciudadano del mundo» ser desterrado para siempre
de su país natal. En respuesta a los acontecimientos parisinos, en las
principales ciudades del reino se creó una treintena de «Corresponding
Societies», que reunían sobre todo a artesanos instruidos, a menudo
deístas o ateos según la moda francesa, lectores de Jean-Jacques Rous-
seau o de William Godwin. Los radicales ingleses atravesaban el canal
de la Mancha para descubrir un país insurrecto, los poetas jóvenes ha-
llaban en la caída de los tiranos y la regeneración de Europa el tema
para un buen número de odas alegóricas que herían los sensibles oídos
de los gobernantes ingleses, los cuales no pensaban en otra cosa que en
desligarse de la Francia revolucionaria y reducir al silencio a quienes la
ensalzaban.
Una vez declarada la guerra a la Francia revolucionaria en 1793,
el gabinete de William Pitt el Joven se lanzó a una terrible represión
contra los «jacobinos», denunciados como traidores por la prensa a su
servicio y condenados como tales por los tribunales. El poder, ejercido
entonces por el partido tory —antigua camarilla «del Rey y de la Igle-
sia» (y futuro partido conservador) que representaba los intereses de los
grandes terratenientes y del ejército—, no dudó en suspender en mayo
de 1794 el sacrosanto habeas corpus con el fin de encarcelar a su antojo
a aquellos en los que veía sospechas de radicalismo, haciendo que se
adoptasen leyes liberticidas contra la «sedición» y persiguiendo hasta al
más inofensivo de los opositores a su política de guerra y de aniquila-
ción de las «clases inferiores».
30
Estas iniciativas despóticas de entrada no hicieron más que exas-
perar a los pobres y a los enemigos del sistema, y la situación social
siguió siendo explosiva durante mucho tiempo, sin que apareciera sin
embargo un partido nuevo en el paisaje político capaz de reunir a todos
los descontentos. En 1797 estallaba un motín en la flota de la isla de
Wight que, antes de ser duramente aplacado, amenazó con implosio-
nar la dominación marítima inglesa. Al año siguiente, era Irlanda la
que se sublevaba con el apoyo de los franceses, provocando una san-
grienta represión en toda la isla. En 1802, los magistrados londinen-
ses sacaban a la luz la conspiración jacobina del coronel Despard,8
lo suficientemente bien trabada como para alarmar al poder e incitarlo
a reaccionar de forma severa. Agrupando a las fuerzas de las sociedades
secretas irlandesas y a las de las asociaciones radicales y las uniones
obreras del norte industrial, los conjurados estaban a punto de inten-
tar un golpe de Estado popular, pero una traición le costó la cabeza al
impetuoso Despard. La lucha contra el enemigo arreciaba en todos los
frentes, una lucha con tintes de una especie de histeria antidemocrática
regresiva que no podía sino acrecentar la fractura entre el poder y una
multitud ávida de justicia social y de reconocimiento político.
La machacona referencia a los excesos de la plebe parisina sirvió
8
Edward Despard (1751-1803) era un oficial irlandés de alto rango con una
prestigiosa hoja de servicios. Ganó fama, en particular, en el conflicto (co-
nocido bajo el nombre de «batalla del río Negro») que en 1782 enfrentó, en
la actual Honduras, al Reino Unido y a la corona española. Como recom-
pensa, se le concedió la dirección del enclave británico de Belice. Allí se
casó con una negra y se propuso conceder a los esclavos negros liberados
los mismos derechos de los que disfrutaban los colonos blancos, lo que le
valió la revocación y ser devuelto a Londres, donde sus enemigos esclavis-
tas se las arreglaron para hacerlo encarcelar en la prisión para deudores de
King’s Bench entre 1792 y 1794. Inmediatamente después de haber sido
excarcelado se unió a la London Corresponding Society. Sospechoso de es-
tar metido en la tentativa de sublevación irlandesa de 1798, fue de nuevo
encarcelado durante tres años sin proceso previo. En 1802 fue denunciado
como organizador de un complot jacobino y, a pesar del testimonio a su
favor del almirante Nelson, condenado a ser colgado y descuartizado. El
procurador que solicitó semejante pena no era otro que Spencer Perceval,
futuro primer ministro y enemigo declarado de los ludditas, y también él
destinado a una suerte trágica. El gobierno temía que el espectáculo parti-
cularmente atroz de un héroe venido a menos y descuartizado atizara la ira
popular, y la pena fue conmutada por la de ahorcamiento y decapitación,
un suplicio que se llevó a cabo ante una muchedumbre de veinte mil per-
sonas.
31
de pretexto a la represión y como repelente frente a cualquier progreso
social hasta la paz de Amiens, en 1802, y el breve retorno al gobierno
del liberal Charles James Fox, jefe de una facción ilustrada del partido
whig, una caterva de aristócratas y de grandes burgueses defensores de
los poderes del Parlamento frente a la autoridad real, menos rígidos en
materia diplomática y religiosa que los tories, pero a menudo incluso
más corruptos que ellos.
Sin embargo la pronta reanudación de la guerra y el férreo control
del ejecutivo por parte de los tories inauguraron un nuevo periodo de
represión contra los «jacobinos», que todavía perduraba cuando en 1811
estallaron los disturbios ludditas. Esta ola de destrozos de máquinas, de
incendios de fábricas, de algaradas urbanas y escaramuzas rurales que
se cernió sobre las regiones industriales de Inglaterra permitió afirmar
su existencia política a una clase obrera inglesa recién nacida. Su acta
de nacimiento se basó en el rechazo del sistema fabril y de las máqui-
nas «odiosas» que le eran consustanciales, del salario y de la pauperi-
zación, y en términos más generales de las nuevas jerarquías sociales y
de los dogmas capitalistas.

La revolución económica y el triunfo de la reacción política coinciden


así, sin mayores problemas, durante el tiempo de las guerras napoleó-
nicas, pero es toda la sociedad inglesa la que cambia de rostro. El es-
pacio se ve transformado y contraído por la mejora de los medios de
comunicación —periódicos, correos, carreteras, pero sobre todo vías
fluviales—, que, al acelerar la circulación de las mercancías, permite
el incremento del valor. Pero sobre todo resulta alterado por la urbani-
zación, y por la fealdad, el hacinamiento y la lobreguez que se derivan
de ella. Asistimos a los primeros balbuceos de una arquitectura uti-
litaria y uniforme que prefigura la ciudad-máquina del siglo xx, con
la salvedad —laissez-faire obliga— de que las construcciones —talle-
res y alojamientos—, realizadas con una ávida precipitación, surgen
del suelo de manera anárquica y precaria. Semejante en todos lados,
el ladrillo industrial comienza a sustituir a los materiales típicos de la
diversidad regional. La variedad estilística de las líneas y las estructu-
ras, de las formas y los colores, va siendo reemplazada poco a poco
por la monotonía de los muros y los cercados que limitan el paso y
la vista, compartimentan el territorio y recuerdan en todas partes la

32
primacía de la propiedad privada. La aceleración de los enclosures9
pone el remate a la desaparición de los terrenos comunales, acaparados
por los nuevos ricos o por los aristócratas partidarios de los principios
mercantiles, lo que mengua aún más el espacio rural, ya más que recor-
tado y desfigurado por la extensión de las ciudades o la racionalización
de la agricultura y la ganadería.
En lo que concierne al tiempo, este se convierte en el tiempo del re-
loj y de los horarios de trabajo: un tiempo lineal, carcelario e invariante
que se mide y se cuantifica, que se vende y se compra, que se confisca
y se escapa, que se repite en fin una y otra vez. El fabricante tiene las
narices metidas en su libro de cuentas y su reloj de bolsillo siempre
en ristre. Los engranajes del péndulo y los de las máquinas unen su
movimiento inexorable para quebrar el espíritu y la osamenta de los
pobres. La obligación de trabajar por un salario no deja a los obreros
más instantes libres que los del domingo, cuando sus organismos se
recuperan aunque solo sea un poco de las fatigas de la semana y, en la
mayoría de los casos, de los excesos de la víspera. En esta jomada de
«sabbat», las tabernas están cerradas y a todo el mundo se le exige la
abstinencia; todo placer está prohibido, e incluso se suspende cualquier
actividad, y al salir del sermón o de la escuela dominical, uno debe
confinarse en su casa, de modo que la monotonía de la necesidad se ve
acentuada por esas horas de tedio estoicamente consagradas a la devo-
ción obligatoria o al alivio de los cuerpos agotados.
En tales condiciones, no resulta sorprendente que multitud de con-
temporáneos deploren que, con la Revolución Industrial, la sociedad
inglesa se haya vuelto tan desabrida y gris, tan hostil a la alegría y al
desenfado, ni que por todos lados prevalezcan una reserva y una frial-
dad de nuevo cuño, tan nefastas para el regocijo y la empatía como para
9
El término «enclosures» (cercados) designa el vasto y amplio movimien-
to de «privatización» de la tierra puesto en marcha a partir del siglo XV,
consistente en una transformación de los campos abiertos, las tierras co-
munales, los prados y las landas en campos privados en la mayor parte del
territorio inglés, que se aceleró súbitamente a partir de la década de 1750
para concluir un siglo más tarde. Se necesitaron cuatro mil actas legales
particulares —las tres cuartas partes de las cuales fueron adoptadas por el
Parlamento entre 1760 y 1780— para imponer, localidad por localidad, este
saqueo de la propiedad común que, en cien años, convirtió cerca de dos
millones y medio de hectáreas de campo abierto —o sea más de un cuarto
de las tierras cultivables del país— en propiedades privadas cercadas por
esas hileras tan características del paisaje rural inglés, o mejor dicho, de lo
que queda de él...
33
William Hogarth, Calle de la Cerveza, dichoso producto de nuestra isla que
da vigor y fuerza y que alegra todo corazón viril tras las fatigas del trabajo. El
trabajo y las artes, apoyados por ti, avanzan con éxito. Nosotros engullimos tus
sabrosos jugos con alegría y le dejamos el agua a Francia. Genio de la salud, tu
delicioso gusto rivaliza con la copa de Júpiter y alimenta con el calor del amor
y de la libertad a todo generoso pecho inglés.
el placer de los sentidos.
Los asaltos conjugados y complementarios del metodismo y del
salario van a desembocar, por ejemplo, en una caída del consumo de
cerveza por habitante entre 1800 y 1830, y en un incremento simétrico
del consumo de té y de aguardiente. De siempre, sin embargo, los tra-
bajadores manuales habían considerado la cerveza como algo indispen-
sable para el cumplimiento de sus tareas. Durante mucho tiempo, en
el norte del país el sustantivo «drink» había designado exclusivamente
a la cerveza, una bebida que se elabora con amor en el hogar y que está
presente en cualquier lugar y ocasión. El brebaje que consumen los te-
jedores de Yorkshire tiene un tono ambarino y no contiene demasiado
alcohol, pero no está privada de cualidades gustativas y nutritivas. La
bebida despierta en la muchedumbre el deseo de cantar himnos belico-
sos o extasiados, y es desde siempre la bebida de la comunidad inglesa y
el símbolo de una vida dichosa y decente.10 Hace que se suelte la lengua,
da fuerza y humor, y —por qué no decirlo— también algo de coraje.
Aunque es cierto que no posee las cualidades tonificantes del té, que
se adecúa mejor a la cadencia más viva de la nueva organización del
trabajo, o la potencia psicotrópica de las bebidas fuertes, más aptas para
obliterar la rudeza de los tiempos. El declive del consumo de cerveza
dice mucho sobre la tristeza que se ha instalado en el reino como digno
corolario de una sociedad ahora regida por el cálculo y el egoísmo.
La multiplicación de textos legales y de reglamentos destinados a
castigar las más diversas transgresiones, la proliferación de los hombres
de leyes y de los tribunales —inherente al desarrollo del comercio—, la
aparición de las primeras prisiones modernas inspiradas por la paranoia
de los teóricos utilitaristas constituyen para los pobres otros tantos males
que vienen a completar ese lúgubre cuadro, pues —como es bien sabi-
do— «casi todos los deseos de los pobres están castigados con la cárcel».11
De ahí que se les aplique las más duras penas de prisión a los «viola-
dores» del sabbat (ya se trate de bebedores, danzarines, fornicadores o
manitas domingueros...), a los vagabundos y los gitanos, a los titiriteros
itinerantes o los cantantes callejeros, a los librepensadores y los nudis-

10
Tal como se representa en la alegre Calle de la Cerveza (1750, reproducida
en la p. 34), que contrasta con la siniestra Gin Lane, en el célebre díptico
grabado por William Hogarth.
11
Este adagio es obra de Louis-Ferdinand Céline, en un fugaz acceso de
lucidez (Viaje al fin de la noche).
35
tas... y que al mismo tiempo el más pequeño hurto —o romper una
máquina— pueda ser castigado con la muerte, como en efecto ocurre
a menudo. A ojos del legislador y de sus poderdantes burgueses, nin-
gún pobre merece existir a menos que consienta en arrastrarse bajo la
mirada del amo, a menos que viva, en fin, como un cadáver articulado.

Mientras se aceleran la industrialización y la urbanización, el país es


presa de una calamitosa mutación social: la miseria moral y material
crecen en la mayoría del pueblo, las jerarquías se vuelven más apre-
miantes y descarnadas, el tiempo se ve acaparado y la vida desecada por
el salario y el frenesí de los beneficios financieros. Aunque asistimos
igualmente al surgimiento de nuevas ideas y nuevos sueños alimenta-
dos por la propagación de la Ilustración y, al mismo tiempo, atormenta-
dos por la nostalgia de una era de reparto igualitario y de justicia, en la
que el hilandero y el tejedor cultivaban su huerto durante los momen-
tos de asueto todavía abundantes, en la que el barril de cerveza no se
agotaba jamás, en la que el tocino y el queso adornaban su mesa, y en
la que la fantasía no era una mera incongruencia.
Pues aunque la explotación y la pobreza eran algo bien real en el
siglo xviii, hasta las guerras napoleónicas subsistieron relaciones co-
munitarias en los pueblos y las barriadas artesanas de aquí y de allá,
y estas incluían también las que se daban entre patrones y obreros.
Las pequeñas unidades de producción lanera del sur de Yorkshire o
de los alrededores de Leeds, emplazadas en la residencia del maestro
artesano, bastaban para llevar a cabo todas las fases de la transforma-
ción de la lana en tejido. Allí, los maestros, los obreros y los aprendices
tomaban el almuerzo juntos, en familia, y en la mayoría de las ocasio-
nes mantenían relaciones cordiales. Hasta finales del siglo xviii, casi
todos los tejedores disponían de cabañitas de verano, junto a las cuales
cultivaban sus huertos y jardincillos todos los lunes, por lo general un
día de asueto que había que añadir a los domingos y a las numerosas
festividades religiosas que habían sobrevivido a la Reforma. Al trabajar
en su domicilio con sus propios telares manuales, tenían el control so-
bre el empleo de su tiempo. Pero cuando concluye el Siglo de las Luces,
comienza una era más sombría: con la ampliación del mercado y la me-
canización de las tareas, el acabado se realiza en otros talleres más espe-
cializados; el papel de los ingenieros y de los contables ocupa entonces
un lugar central, y la comercialización no puede prescindir de nuevos
36
y muy numerosos intermediarios, ni del servicio de los banqueros y las
aseguradoras. El pequeño patrón de la industria textil se vuelve cada vez
más dependiente de los negociantes y de los grandes fabricantes, de los
que se convierte en subcontratista, y estos últimos deben contar con la
bolsa y con la banca y complacer a los comanditarios y a los accionistas.
Las reglas y costumbres corporativas habían perdido su influencia
a medida que se iba imponiendo la división del trabajo durante la fase
inicial del sistema fabril. La concentración de las tareas y la carrera por
la rentabilidad, que comportaron la introducción de máquinas comple-
jas, acarrearon igualmente la caducidad definitiva de los derechos y los
privilegios de las corporaciones. Tales innovaciones en la organización
del trabajo marcan la urgencia de su sustitución, en interés de las co-
munidades obreras en mutación, por asociaciones más abiertas e igua-
litarias, y también más combativas.
En la región algodonera de Mánchester, los telares mecánicos se
multiplican a partir de la década de 1750. En primer lugar, son las gran-
jas y los cobertizos los que se transforman en talleres, pero ni siquiera
esto basta para satisfacer la demanda estimulada por el éxito del comer-
cio marítimo inglés —al cual todos los mercados del mundo se abren
por las buenas o por las malas—, y es preciso construir nuevos estable-
cimientos sin parar. Los pueblos de tejedores crecen como setas, sin la
menor tradición agrícola, en las landas y los prados que se encuentran
entre Bolton y Stockport. Hasta allí llegan auténticas riadas procedentes
de todo el país y también de Irlanda, en un éxodo rural que desborda
la capacidad de absorción y de regulación de las viejas corporaciones.
El crecimiento industrial, ya antes de la generalización del uso de
la máquina de vapor, hizo tabla rasa de los antiguos «privilegios» de
la profesión, tan celosamente aplicados y defendidos desde la primera
introducción del telar, y sancionados por leyes consuetudinarias, que
caen en desuso, o por reglamentos escritos que el Parlamento abóle
uno tras otro. La innovación técnica no sirve sino para estimular ese
proceso de crecimiento de la oferta y para imponer la concentración
de las tareas productivas, no ya en el seno de la aldea o del suburbio,
sino en una fábrica, en un taller, o incluso en los engranajes de una
máquina.
Es aquí, en el sur de Lancashire, donde nació el capitalismo indus-
trial, y aquí fue también donde la mano de obra se convirtió, casi su-
brepticiamente, en una mercancía como cualquier otra. Lo que Adam
37
Smith y los fundadores de la economía política exaltaban, los pobres
de Inglaterra lo sufrían ya en sus propias carnes, por más que el resto
del mundo se las viera y se las desease para admitirlo. Como teólogos
del divino valor de cambio, los economistas se imponen como tarea
convencer a estos últimos, o mejor dicho, convertirles con el fin de que
todo lo que respira se consagre a la adoración de los decretos misterio-
sos de la «mano invisible» del mercado, esa gran segadora de la vida
de los pobres. Ya desde mediados del siglo xviii sobran los exegetas de
la ley del valor que, en términos apenas velados, designan la miseria
de los obreros como un objetivo esencial de la industrialización. Más
directo aún, un fabricante resume toda la codicia capitalista en estas
pocas líneas:

Es un hecho bien conocido que la escasez, en su justa medida,


es un motor de la industria, y que el obrero que pueda subsistir
con solo tres jomadas de trabajo, se pasará ocioso y ebrio el resto
de la semana. De forma imparcial, podemos aventurar que una
reducción de los salarios en la industria de la lana constituiría
una ventajosa bendición nacional sin implicar un verdadero per-
juicio para los pobres. Por tal medio, podríamos hacer que pros-
perase nuestro comercio y que se mantuvieran nuestras rentas,
librando al mismo tiempo a esa gente de sus vicios.12

Solo la «ley de pobres»,13 en vigor desde los últimos Tudor, constitu-


ye todavía una fina red de protección para los indigentes. La ley in-
cluso se volvió potencialmente más «generosa» en el año 1795,
gracias a un grupo de magistrados reunidos en Speenhamland,14
12
J. Smith, Memoirs of Wool (1747), citado por E. P. Thompson en La forma-
ción de la clase obrera en Inglaterra (Capitán Swing, 2012).
13
Dicha ley hacía obligatoria la concesión de la magra asistencia munici-
pal —sufragada mediante una tasa especial, el poor rate, recaudada por un
funcionario al que se conocía como el «vigilante de los pobres»— a todos
los indigentes, a cambio de la obligación de trabajar en los talleres o en las
obras de construcción. Debido a la proliferación de menesterosos, la ley fue
abolida en 1834, al mismo tiempo que se sistematizaba el internamiento
de los parados y los vagabundos en los talleres municipales, donde se tuvo
buen cuidado de instaurar un régimen deliberadamente cruel y espartano
con el claro fin de disuadir a los pobres de que fueran preferibles a las
fábricas.
14
A este respecto, conviene leer La gran transformación de Karl Polanyi, y en
especial el capítulo 7, donde el autor, al analizar el impacto de las «leyes» de
Speenhamland, diseca las tendencias sociales contradictorias en el amane-
cer de la Revolución Industrial.
38
que establecieron un baremo de asistencia ajustado al precio del pan
con el fin de establecer unos ingresos mínimos: un maná público que
no solo venía a socorrer a los parados, sino también a completar el sala-
rio de los trabajadores cuando este resultaba inferior a dicha cantidad.
El conocido como sistema de Speenhamland —una especie de precur-
sor del Estado providencia— tenía el propósito de preservar la paz so-
cial, permitiendo al mismo tiempo que los empleadores pudieran bajar
los salarios sin condenar a un hambre insoportable a su mano de obra
y contentando de tal modo tanto a explotadores como a explotados. Este
dispositivo fue adoptado, por cierto, el mismo año en que el Parlamento
abolía la ley de ayuda a los pobres de 1662, que de hecho vinculaba a los
pobres a sus respectivas parroquias. La abolición habría de permitir en
teoría la creación de un mercado nacional de trabajo... al cual las leyes
de Speenhamland habrían hurtado toda dimensión competitiva si hu-
biesen sido ratificadas en todo el país. El problema es que tales «leyes»
—decretadas por magistrados locales y, en consecuencia, sin la fuerza
de una ley nacional al no haber sido votadas en el Parlamento— van
a ser aplicadas principalmente en el campo, pero muy rara vez en las
regiones manufactureras, donde habrían frenado excesivamente la acu-
mulación del capital y la introducción del maquinismo. Pero aun así,
no dejan de ser un testimonio de la sacudida que sufrió el paternalismo
tradicional de los magistrados, propietarios de la tierra y enemigos de
los tumultos, ante los progresos de la fábrica y la aventurada pauperiza-
ción que estos anunciaban.
Con todo, la mayoría de los magistrados acabará por adaptarse,
aunque sea a regañadientes, a su nuevo papel de capataces de esa «fá-
brica social» en la que se transforma la sociedad al completo, convir-
tiendo en su oficio el meter en vereda a los desafortunados y legitiman-
do el sometimiento absoluto de aquellos a los que los patronos llaman
«manos». Sus arbitrajes resultan por lo general desfavorables a los po-
bres —ya sea a los vagabundos o a los autóctonos, a los obreros o a los
trabajadores agrícolas—, a los que no toleran salvo si están plenamente
sometidos a las clases medias o superiores, y a los que no quieren ver
si no es temblando, rebajándose, suplicando. De tal suerte, expresan
ese mismo extravagante desprecio que estos últimos sienten por los
pobres, a la manera de aquel maestro tejedor de Wiltshire que abogaba
por la bajada de los ingresos obreros:

39
Si, gracias a un salario elevado, un obrero pudiera satisfacer to-
das las necesidades de la vida y disponer además de una parte so-
brante, se gastaría esta última en ginebra, ron, brandy y cerveza
de alta graduación, se permitiría el lujo de una buena ración de
carne de buey bien tierna o de tocino, y comería hasta vomitar; y
una vez bien cebado y bien cargado de alcohol, se echaría a dor-
mir como un puerco y roncaría hasta que hubiese recuperado de
nuevo la frescura.

Incluso si los salarios no cesan de bajar, en buena medida por la apli-


cación de tan hermosas máximas —e incluso si la introducción del
maquinismo tiende, a igual rentabilidad, a limitar la contratación—,
el número de obreros empleados en el sector textil no ha dejado de
aumentar desde 1780 gracias al crecimiento de la demanda estimulada
principalmente por la exportación.
Pero hete aquí que, en la época de nuestro relato, bajo el efecto
de una contracción de la demanda engendrada por las guerras napo-
leónicas, la industria textil, que depende en gran medida del comercio
marítimo, muy alterado por el bloqueo recíproco entre las potencias be-
ligerantes, sufre desde 1809 un tremendo marasmo que durará hasta el
año 1814. Naturalmente, la crisis incita a los fabricantes a reducir costes
por todos los medios, a despedir a los obreros cualificados que sobran y,
en el caso de los que cuentan con los medios necesarios, a adquirir má-
quinas fáciles de usar y susceptibles de ser manejadas por cualquiera a
quien se contrate; con una rentabilidad, por cierto, que primero se du-
plica y muy pronto se centuplica. La división del trabajo ha hecho que
un gran número de tareas resulten más sencillas, más automáticas: sin
necesidad de un largo aprendizaje ni de la sumisión a los puntillosos
reglamentos corporativos, las mujeres y los niños pueden ser emplea-
dos ahora en el funcionamiento de los diferentes tipos de máquina que
concentran diversas tareas en una sola.
Los inmigrantes irlandeses, que huyen de la pobreza rampante
que asola una isla colonizada, y los campesinos expulsados de las regio-
nes agrícolas del reino por las enclosures se ven obligados a penar por
un salario de hambre. La presencia de estos migrantes de costumbres
y creencias abigarradas —sobre todo, las de los irlandeses, «papistas»,
«libertinos» y muy exuberantes— acelera la descomposición de las
culturas tradicionales locales, impregnadas de un pragmatismo cam-
pechano, pero ya patas arriba como consecuencia de la «ley de hierro

40
del salario». En pocos decenios va a ensancharse de forma vertiginosa
la brecha entre la masa de los pobres que solo tienen sus brazos para
vender y la nueva clase que se constituye en torno a los industriales,
que además pueden contar con un número creciente de acólitos y de
confidentes en la alta sociedad y en los órganos del poder. A los anti-
guos conflictos entre la ciudad y el campo o entre los nobles y la plebe,
a las rivalidades que enfrentaban a las corporaciones, a las querellas
confesionales de todo género, vienen a sustituirles ahora el puro odio
de clase, por otro lado más virulento, mejor articulado, y también más
efectivo, entre los amos que entre los siervos.

41
Metamorfosis burguesas

L
a burguesía inglesa, escaldada por las contrariedades sufridas por
los girondinos franceses, no tiene más remedio que basar su po-
der, así como su autoridad política y el ascendiente de su modelo
cultural, en la paranoia social y en la execración pavorosa y brutal de
la plebe. Con o sin máquinas, su programa consiste en la deshumani-
zación de las relaciones sociales; pero las máquinas favorecen, repre-
sentan y cristalizan a las mil maravillas el proyecto de reducir el ser
humano a una mercancía. Lo que está en juego no son simplemente
los costes salariales, esa piedra filosofal del capitalismo industrial, sino
también la naturaleza misma de la preponderancia, novedosa y durante
mucho tiempo mal definida, de una «clase media» todavía muy vario-
pinta, que debe contemporizar con los grandes terratenientes y el tro-
no, por muy debilitados que se encuentren estos en términos políticos.
Los advenedizos, esos nuevos amos en formación, necesitan satis-
facer viejas voracidades, halagar orgullos seniles, balbucear vetustas li-
turgias e imitar gustos superados, y al mismo tiempo incitar a la gentry15
a aburguesarse, a adoptar las doctrinas y usos de los empresarios y los
financieros, a fundirse, mediante alianzas de negocios o matrimonia-
les, en las filas de las gentes de dinero. De mostrarse burlona y temera-
ria en su combate contra el despotismo de una aristocracia hinchada de
altivez —aunque infinitamente corruptible—, la burguesía pasó a ser
una clase prosaica y filistea, también reaccionaria a su vez. O al menos
tanto como parecía exigirlo la salvaguarda de sus intereses o la peren-
nidad de su preeminencia, todavía mal asentada. Antaño agnóstica o
disidente frente a la nobleza santurrona y el clero anglicano, común-
mente sospechoso de criptopapismo, al cambiar el siglo la burguesía
se vuelve beata y conformista con todas las creencias como muestra de
su adhesión al orden y, en consecuencia, a los beneficios del sable y el
hisopo. Pero también al oro, ese vil y precioso metal...
Veinte años después de la época heroica del jacobinismo inglés,
aquellos burgueses que dan el tono y sin pudor se ofrecen como ejem-
15
De tal manera se designaba a la nobleza sin título, la más permeable al
mestizaje con la alta burguesía en busca de gentrificación, esto es, de un
estatus social y cultural que no se podía comprar solo con dinero.
42
plo a su clase y al mundo entero son empresarios y negociantes cuyas
grandes hazañas llevan por nombre explotación, tráfico o agiotaje. Los
prosadores que tratan de complacerlos denuncian sin descanso la «li-
cencia» y la «irreligiosidad» de los «órdenes más bajos», hostigando
con sus sentencias cargadas de odio al «espectro de la rebelión» y a la
«hidra de la anarquía».
Ahora bien, los más esclarecidos representantes de la burguesía, a
la manera de Thomas Paine y de John Thelwall,16 hijos de la Ilustración
y padres fundadores del radicalismo inglés, antaño y con el viento a
favor de la Revolución francesa, habían llamado a los pueblos a suble-
varse contra la iniquidad de los poderosos y jurado quebrar las cadenas
de la esclavitud. En su condición de discípulos de Rousseau y de amigos
declarados de los pobres, abundan los revolucionarios ingleses de esta
generación que no ocultan su repugnancia por el sistema fabril y la ge-
neralización del salario. Por otro lado, en el ambiente de contrarrevolu-
ción beata que asfixiaba a la Inglaterra de la década de 1790, fueron los
ideales románticos, en ruptura con el cientifismo de los primeros ma-
terialistas, los que hicieron sentir su influencia en los más virulentos
denunciadores de la mezquindad utilitarista, entre los cuales es preciso
contar a los poetas Shelley y Byron.17
El sueño que por un tiempo estimuló la audacia de los agitadores
radicales —el objetivo de sus complots, la razón de ser de su propagan-
da— fue la gran insurrección popular de los artesanos y los obreros, y
muchos de ellos se revelaron como infatigables conspiradores contra
el Trono y la Renta. A grandes rasgos, el programa político de aquellos
republicanos consistía en instaurar el sufragio universal para elegir un
parlamento todos los años, suprimir los privilegios y anular la deuda
16
Publicista republicano y amigo de Paine, Thelwall fue encarcelado duran-
te varios meses con otras figuras del «jacobinismo» cuando se suspendió
el habeas corpus en el año 1794. Sin cejar en su lucha por la libertad, en
1796 este republicano dio a la estampa sus The Rights of Nature, una obra
que a lo largo de todo el siglo XIX se mantendrá como un referente para la
tendencia radical del movimiento obrero.
17
En el apéndice 1 («La poesía a martillazos», p. 321) veremos que la ma-
yoría de los románticos ingleses, al contrario que sus émulos franceses,
no fueron en modo alguno reaccionarios en su juventud. No solo su arte
era innovador, sino también sus sueños y sus ideas. Su rechazo del con-
formismo burgués e incluso su nostalgia de tiempos más heroicos no les
empujaban, si exceptuamos al incorregible Walter Scott, a añorar el orden
feudal y las viejas místicas cristianas.
43
George Cruikshank, Un reformador radical, (i.e.) un cuello o nada (dedicado
a las cabezas de la nación).
—¡Ya vengo, ya vengo! ¡De momento os piso los talones, pronto me haré con
vuestras cabezas! ¡Venid a mí, vosotros a los que tanto preocupa el dinero, y os
aseguro que os facilitaré las cosas!
—¡Dios todopoderoso, no me gusta nada su aspecto, pero nada!
—Oh, he perdido la peluca!
—¡Nada grave, mientras mantengáis la cabeza!

pública, que constituía una pesada carga para los pequeños contribu-
yentes e incluso para los famélicos jornaleros del campo. Denunciaban
con virulencia la inhumanidad de los propietarios, mezclando en una
detestación común a la aristocracia terrateniente y a los nuevos ricos
que prosperaban en el comercio y la industria gracias a la feroz explo-
tación de sus congéneres. Proclamaban que esa creciente separación
entre las distintas clases recordaba a los tiempos malditos de la servi-
dumbre bajo el «yugo normando» y anunciaban la edad sombría del
pauperismo y de la vacuidad moral. Y se trataba de un lenguaje que
comprendían bien los pobres menos dóciles. Así, en 1796, Thelwall
podía preguntarse con horror:

¿Qué es una fábrica sino una vulgar prisión en la que una in-
fortunada multitud está condenada a la inmoralidad y a la dura
44
labor con el fin de que un individuo pueda alcanzar una opulen-
cia excesiva?

Thomas Cooper, uno de sus amigos, afirmaba por su parte ya en 1794:

Detesto el sistema de la fábrica. Bajo dicho sistema, es preciso


que quienes constituyen una gran parte de la población se con-
viertan en simples máquinas, que sean ignorantes, perversos y
brutales; todo ello para que el excedente de valor que genera el
trabajo de los obreros, durante doce o catorce horas al día, acabe
en los bolsillos de los ricos capitalistas, comerciantes o manufac-
tureros, y les permita todo tipo de lujos.18

En 1811, cuando sobreviene la ola luddita, después de tantos años


de represión y de propaganda oficial anturevolucionaria y antifran-
cesa, los «jacobinos» ingleses —desperdigados, desalentados, o in-
cluso arrepentidos— ya han dejado de representar un peligro real
para el orden establecido. Sus ataques, demasiado dispersos y de-
masiado tímidos, han sido abortados y han chocado contra el puño
férreo de un Pitt y contra las amonestaciones de un Wilberforce.19
El estilo de estos revolucionarios idealistas, que imitaban la retórica y
el énfasis de sus modelos franceses, había caído en desuso en la época
de los ludditas, y con él los más brillantes excesos de la Ilustración,
ahora desacreditados por las cotorras del recto pensamiento debido a
su libertinaje y su ateísmo.
Pero muchos de los supervivientes del «terror blanco» de los pri-
meros años del conflicto anglo-francés se mantuvieron fieles al combate
contra la «tiranía» de la oligarquía medio whig y medio tory y sus ideas
no dejaron de inspirar, de forma abierta o soterrada, a la oposición ra-
dical, que a pie de calle cuenta con los bastiones de Norwich, Sheffield,
Nottingham o Spitalfields, un suburbio al este de Londres donde se

18
T. Cooper, Sorne Informations Respecting America, citado por Thompson,
op. cit.
19
William Wilberforce, miembro del Parlamento desde 1784, fue el ideó-
logo en jefe y el fiador moral de la facción reaccionaria de su amigo Pitt el
Joven. Este panegirista de la sumisión cristiana y de la servidumbre asala-
riada ha pasado, sin embargo, a la historia como el partidario infatigable
de la abolición de la esclavitud, aunque más en interés de la coherencia
religiosa que por humanidad. Debido a su insistencia, la trata de negros
fue prohibida en el año 1807, si bien la esclavitud en las colonias no se
suprimió hasta 1834, un año después de su muerte.
45
concentra la industria de la seda. Esta disidencia política, donde se mez-
clan sinceros reformadores y auténticos demagogos, se asemeja más a
un rosario de personalidades originales, por no decir decididamente ex-
céntricas, que al embrión de un partido que represente los intereses de
una clase social. En la época de los ludditas, todavía se encuentra poco
estructurada, si se exceptúan algunos clubes y ciertas asociaciones, más
o menos clandestinas, con base en Londres y en las grandes ciudades
industriales. Sobre todo, se encuentra dividida por las rivalidades perso-
nales y las sospechas, pero también por la variedad de opciones tácticas
y de objetivos que se expresan en su seno. Los distintos componentes
de este partido popular, desorganizado y heteróclito, sin consistencia ni
cohesión, concuerdan sin embargo en reclamar, aparte de la igualdad
política de todos los habitantes del reino, el derecho de asociación obre-
ra y una mayor equidad en el reparto de la riqueza.
Ironías de la historia, muchos de los jóvenes «reformadores exal-
tados» y «jacobinos licenciosos» que, en la década de 1790, halagaban
al pueblo y expresaban su fascinación por Saint-Just o Marat, ahora se
desmarcan de esa oposición que alienta los disturbios. En 1811 se han
transformado en patrones barrigudos o en turiferarios del orden esta-
blecido, poco importa que se trate de artesanos convertidos en fabrican-
tes o de gentes de letras que, a la manera del poeta a sueldo Southey,
han renegado del generoso idealismo de su juventud para abrazar el
obtuso pragmatismo que se extiende como la peste entre las clases me-
dias inglesas.
Pero las semillas de la rebelión y de la crítica social, sembradas en
abundancia en los tiempos de gloria de Paine y de Thelwall, germina-
ron en los cráneos y las tripas de aquellos que tenían mayores motivos
para oponerse al devenir de las cosas, y que son por cierto los mismos
a los que los rentistas y los fabricantes pretenden ofrecer en holocausto
al becerro de oro: la creciente masa de los obreros, cuya rebelión está
dictada tanto por la aplastante transformación de la realidad como por
la renovación de los sueños que se sueñan juntos.

En esta fase crucial de la Revolución Industrial, los reformadores se


dividen en distintas tendencias. La que prima y mejor refleja el senti-
miento burgués es la de los pragmáticos, partidarios de una moderni-
zación enérgica de la dominación bajo el estandarte de la racionalidad
más corta de luces. Los pragmáticos abogan por la retirada del Estado
46
del dominio económico y por su refuerzo en el dominio del manteni-
miento del orden; o dicho brevemente, por que la corona renuncie a
asistir a los pobres y al mismo tiempo proteja a los ricos del descon-
tento de estos últimos. En términos generales estiman, a la manera de
Mandeville, que los «vicios privados hacen la prosperidad pública». Las
personalidades de Bentham y de Malthus —cuya influencia intelectual
sobre los empresarios y los negociantes es indisociable de la Revolución
Industrial— reflejan cada una a su modo el uso que la burguesía pre-
tendía hacer del materialismo mecanicista y especulativo que se había
asentado durante el Siglo de las Luces, abriendo el camino al culto de la
Ciencia y a la matematización del pensamiento.
Jeremy Bentham es considerado el fundador del utilitarismo bur-
gués, ese conjunto de principios morales, filosóficos y jurídicos, ins-
pirados en Hobbes y basados en el egoísmo universal que, después
de su muerte, sería puesto de moda por John Stuart Mili. Ya en 1789,
Bentham afirmaba que «la felicidad es la posibilidad de consumir el
mayor número posible de bienes materiales». Convertido en ciudadano
de honor de la República francesa por los girondinos en el año 1792,
Bentham fue, por cierto, el diseñador del «panóptico», un modelo de
prisión que colocaba a todos los presos a la vez bajo la mirada del vi-
gilante. Dicho modelo será ampliamente aplicado después no solo en
las prisiones, sino también en las fábricas, como el propio Bentham
recomendaba. De hecho, para pergeñar su prisión perfecta, se había
inspirado en el funcionamiento de la manufactura que su hermano di-
rigía en Rusia.
En cuanto al pastor y economista Thomas Malthus, proviene como
Bentham del movimiento reformista que se alimentaba de Hume y
Helvetius. Convertido en librecambista, Malthus se transformó en el
exegeta de la renta y el enemigo de toda asistencia a los pobres. «El
hambre empujará a los indigentes hacia la fábrica», gustaba de decir.
Con su Ensayo sobre la población, cuya primera versión apareció en 1798,
se hizo célebre por poner a los propietarios en guardia contra la prolife-
ración de pobres que acarreaban la industrialización y la urbanización,
y por preconizar el control de nacimientos de las «clases inferiores» y
su conversión a los preceptos morales de las clases medias.20
20
Serán estas divagaciones, muy en boga entre la burguesía durante todo
el siglo XIX, las que venderán al por menor el sociólogo Herbert Spencer
y más tarde los eugenistas, y las que incitarán a Charles Darwin, aunque
47
Esta carga utilitarista, que encontramos en muchas plumas moder-
nizantes de la época, se va imponiendo progresivamente en el discurso
jurídico —y en su aplicación por los tribunales—, y al mismo tiempo
proveyendo de un sustrato a los tratados de economía política. La cien-
cia se hace cientifismo: erige en dogma sus avances y su promesa de
una naturaleza enteramente domesticada por la técnica, que para em-
pezar ha de servir para domeñar la naturaleza humana. Por su propia
aridez, este enfoque totalizador de las fuerzas de la naturaleza y de la
actividad de los hombres logra suscitar la adhesión de la nueva clase de
los industriales, que se desvive por la innovación y la racionalización,
siempre que estas resulten rentables. A los innovadores y a los sabios
les toca servir también al refuerzo del Estado, que aspira a dotarse no
solo de fuerzas de coerción eficaces, sino también de un dominio téc-
nico aumentado que le asegure la obediencia de sus súbditos e inspire
temor en los Estados rivales.
Los reformadores «radicales» se muestran más idealistas y más
sensibles a las desgracias de los pobres como buenos admiradores de
Paine y, en el caso de los más exaltados, de la obra expeditiva de los bur-
gueses jacobinos franceses, quienes, necesitados de tropas, no habían
tenido ningún temor a aliarse con el pueblo para invertir el orden de
las cosas. En el plano político, siguen a los jefes de la facción radical
Burdett21 y Place, entonces muy populares entre el pueblo llano de la

de forma más seria, a inclinarse por la selección natural de las especies


(al tiempo que refutaba por adelantado cualquier tipo de «darwinismo so-
cial»).
21
Francis Burdett (1771-1844) era diputado de la circunscripción de West-
minster —donde, cosa rara, los artesanos y los tenderos disponían de dere-
cho al voto— en la Cámara de los Comunes desde 1807, y seguirá siéndolo
hasta el año 1837. Reacio a adherirse a los partidos whig o tory, que se re-
partían las prebendas y se sucedían en el gabinete, en el tiempo de nuestro
relato Burdett era el jefe de filas de la oposición «radical». Con la edad, este
político de corazón procedente de la pequeña aristocracia, se volverá cada
vez más reaccionario e incluso acabará como diputado tory por Wiltshire.
Su amigo y asistente Francis Place (1771-1854) era un autodidacta de origen
obrero. Tras haber perdido su empleo como sastre por haber impulsado
una huelga, presidió la muy jacobina London Corresponding Society du-
rante el tiempo en que estuvieron encarcelados sus dirigentes Thelwall y
Hardy. En 1807 organizó la campaña electoral de Burdett. Partidario en-
carnizado de un sistema electoral más equitativo, se enfrentó además a las
leyes sobre las coaliciones (Combination Acts) que prohibían de hecho la
actividad sindical. También él, sin embargo, se irá volviendo cada vez más
48
capital, o también al mayor John Cartwright,22 que lo es aún más en las
regiones industriales.
Los radicales más refinados se deleitan con la lectura de los comen-
tarios irónicos de Leigh Hunt, amigo del poeta Shelley y principal re-
dactor del Examiner, que en 1812 será condenado a dos años de prisión
por sus opiniones antimonárquicas. Conviene mencionar también al
publicista independiente William Cobbett, un panfletario cuyas impre-
caciones reflejan a las mil maravillas las contradicciones de la época.
23
Pero en cualquier caso y al margen de cuales sean su prestigio y su
ascendiente moral, su constancia o su audacia, todas estas personali-
dades divergen en gran cantidad de cuestiones que agitan la época y
no se oponen al capital sino porque este comete flagrantes abusos con-
tra su clientela política, compuesta de obreros cualificados, pequeños
granjeros y artesanos. De humor y opiniones muy diversos, versátiles y

moderado con el tiempo, romperá con los cartistas (militantes obreros de la


década de 1840 que exigían la adopción del sufragio universal y una mayor
justicia social) y se consagrará a la campaña por la abolición de las leyes so-
bre el grano, impulsada por los librecambistas de la escuela de Mánchester.
22
Hijo de un gran propietario terrateniente y hermano del inventor de la
máquina de vapor, John Cartwright (1740-1824) no dejaba de ser apreciado
por la clase obrera debido a sus opiniones reformistas. Ya en 1776 había
preconizado el sufragio universal en su libro Make Your Choice y en el seno
de la Sociedad para la Información Constitucional. En 1812, en plena tor-
menta luddita, fundará los Hampden Clubs (ver capítulo 15), cuyo objetivo
declarado era unir a la pequeña burguesía reformista y a la clase obrera, lo
que le valdrá ser arrestado en el año 1813. En 1819, con 79 años, será conde-
nado a cien libras de multa por su participación en una reunión sediciosa
en Birmingham.
23
Este autor verdaderamente popular fue un testigo indignado de los estra-
gos de la Revolución Industrial. Apóstol de la vida rural y hostil a toda tira-
nía, Cobbett (1736-1835) llegó tardíamente a las ideas radicales tras haberse
relacionado con ciertos políticos tories que le habían decepcionado por su
corrupción y su arrogancia frente a los pobres. Su periódico, el Political
Register, que se vendía a muy bajo precio y que contaba con una tirada de
varias decenas de miles de ejemplares, era de lejos el más leído entre la
clase obrera, y eso a pesar de la enorme subjetividad de la visión a menudo
nostálgica, y en ocasiones excéntrica, de su único redactor, cuya influencia
y cuya libertad de estilo erizaban el cabello de los poderosos. Poco antes
de la rebelión luddita, un artículo le supuso una condena de dos años de
prisión, y otro le acarreará dos años de exilio en los Estados Unidos. Tras
la reforma electoral de 1832, será elegido miembro de la Cámara de los Co-
munes, donde se opondrá en vano a la revisión de la ley de pobres en 1834,
justo antes de su deceso.
49
divididos por las trifulcas y las rivalidades, los panfletistas y tribunos del
bando radical a duras penas supondrán, por sus propios recursos y la
amplitud de su influencia en la opinión obrera y campesina, una ame-
naza para el régimen salido del compromiso de 1688 y mucho menos
una alternativa política coherente. De ahí que ninguno de ellos desem-
peñe un papel directo en la agitación luddita que, por su praxis en este
caso radical —y a pesar de su discurso a menudo «jacobino»—, cogerá
desprevenido al bando republicano. Y, con escasas excepciones, se mos-
trarán poco disertos al respecto salvo para deplorar sus «excesos» y su
«ceguera».
Adeptos o no al progreso técnico, reformistas y radicales preferirán
mantenerse al margen de este movimiento social, imprevisible, inédito
y todavía indeterminado. Tampoco este, por su parte, pensará en recu-
rrir a ellos, aunque a veces los plagie en el momento de emborronar
papeles o de lanzar discursos. Frente a la trasgresión de la costumbre
a manos de los empresarios, la rebelión obrera se ve llevada, en efecto,
a la trasgresión de las nuevas normas. Y así, en su irrupción forzosa-
mente ilícita en el debate social, el proletariado balbuciente comienza a
saber que, para existir, debe extraer de su seno sus propias concepcio-
nes morales y espirituales, sus propias tácticas de resistencia, su propio
proyecto social y cultural.

Para conservar un hueco en un mundo regido por el racionalismo es-


trecho, tanto los hidalgos como las duquesas se hacen burgueses a su
manera y —a excepción de algunos bichos raros— adoptan o fingen
adoptar los valores morales de los fanáticos del valor de las cosas. Los
pobres apenas pueden contar ya con la asistencia tradicional que les
procuraba la conciencia caritativa de la aristocracia rural, ahora conver-
tida a la carrera por la ganancia y a la estricta razón contable.
Pues con la Revolución Industrial se modifican incluso la natu-
raleza y la intensidad de la explotación: el paternalismo más o menos
despótico del terrateniente —el squire— vienen a sustituirlo ahora la
avidez y el utilitarismo del fabricante y del negociante. Paralelamente,
a la comunidad poco jerarquizada de la aldea o del barrio de artesanos
le suceden la descualificación del trabajo, la competencia por la contra-
tación entre los trabajadores manuales y la creciente desigualdad entre
las clases inferiores empobrecidas y las clases medias enriquecidas gra-
cias a la nueva tendencia de la economía.
50
La labor a la antigua usanza, ritmada por los festejos comunitarios
y las animadas veladas en las tabernas, es reemplazada progresivamen-
te por una faena acuciante, repetitiva y continua, puntuada, al ritmo de
los picos de sobreproducción, por periodos de desempleo en los que
uno sufre los efectos de la ociosidad, la angustia por el mañana y el mal
aguardiente. Las viviendas aldeanas —sin duda modestas, pero más o
menos en simbiosis con el entorno natural— ceden poco a poco su lu-
gar a los tugurios urbanos, sombrías y precarias construcciones en las
que la chusma se amontona lejos de los campos y los bosques... y con
todo, queda confinada a mil leguas «psicogeográficas» de distancia de
la mirada de los buenos burgueses.
Más aún que el empobrecimiento y la precariedad inducidos por la
industrialización, es la metamorfosis de la actividad artesanal en traba-
jo asalariado mecanizado —racionalizado y militarizado, monótono y
continuo— la que engendra la deshumanización propia de los tiempos
heroicos del capitalismo industrial. En pocas décadas de domesticación
acelerada, el régimen salarial y el maquinismo van a imponerse a la par
en la mayoría de los sectores de actividad, agricultura incluida, y a per-
mitir el formidable crecimiento de la producción industrial británica,
estimulada por los golpes de la Bolsa y muy pronto hipertrofiada por la
tríada acero-carbón-ferrocarril, asegurando de tal suerte el advenimien-
to de un imperio comercial durante mucho tiempo sin rival.
Se trata de hacer de los pobres «hombres-máquina» al gusto de La
Mettrie, aquel médico francés y filósofo materialista del siglo xviii para
quien «el cuerpo humano [era] un reloj». He aquí el modo en que el
artesano y profeta William Blake interpretaba este cambio radical en su
poema Jerusalén, grabado en el año 1804:

Entonces los hijos de Urizén24 abandonaron la carreta y el rastrillo,


[Y el telar,
El martillo y el buril, la regla y el compás.
Forjaron la espada en los montes Cheviot,
Y el carro de guerra y el hacha,
La trompeta que resuena en mortíferas batallas
Y la flauta de verano de Annendale.

24
En la cosmogonía imaginada por Blake, Urizén es una divinidad enemi-
ga de la belleza, del genio poético y de la imaginación, y simboliza la razón
abstracta y el despotismo de las leyes.
51
Y todas las artes de la vida las transformaron en artes de la muerte.
Se despreció al reloj de arena, pues su sencilla tarea
Se asemejaba a la tarea del labrador, y la rueda hidráulica,
Que alimenta de agua las cisternas, fue hecha pedazos y arrojada
[al fuego,
Pues su labor se asemejaba a la de los pastores.
Y para reemplazarlos se inventaron complicados engranajes,
Rueda contra rueda,
A fin de atolondrar a la juventud con su cadencia y encadenar al
[trabajo,
Noche y día, a las miríadas de la eternidad, para que, penosa tarea,
Lijen y pulan el latón y el hierro hora tras hora,
Mantenidas en la ignorancia de su uso, y para que pasen
Sus días de cordura
Penando duramente por una magro pedazo de pan,
Y que, en su ignorancia, no perciban sino una pequeña porción
Y crean verlo todo,
Teniendo tal cosa por evidente por estar ciegos a las reglas más
[simples de la vida.

En 1811, los tejedores ya no pueden ignorar que la introducción de las


nuevas máquinas significa la desvalorización de sus capacidades y ha-
bilidades y anuncia su cercana expulsión del mercado de trabajo. No les
queda, pues, otro remedio que mandar a sus mujeres e hijos a bregar
entre catorce y dieciséis horas al día, seis de cada siete, en una fábrica
por un salario de miseria. Pero también son muchos los que dependen
de la ley de pobres, reciben magros subsidios de la parroquia y a menu-
do se ven obligados a trabajar como contrapartida en la construcción o
el mantenimiento de las carreteras, y eso cuando no se ven internados
de oficio en las workhouses, esas cárceles-talleres en las que reina una
disciplina de hierro. La rápida pauperización de los trabajadores agríco-
las y de los obreros en su domicilio —debida a una vertiginosa caída de
los salarios en la industria durante los primeros decenios del siglo xix y
a la constitución de una creciente reserva de parados— suscitará la pro-
liferación simultánea de los presidios preventivos, gracias a los cuales
se aparta a los pobres de la sociedad y donde son encerrados a la fuerza
y reducidos a la esclavitud en nombre de la redención por el trabajo,
tan cara a todos los poderes. En 1810, el vicario y poeta George Crab-
52
be, conmovido por la miseria de los campesinos pobres, expresa de la
siguiente manera el pavor que le inspiran esos desamparados lugares:

Lugar en el que la vida van a perder,


Jaula para pobres que otros odian ver.
Casa gigantesca tras sus altos muros;
El patio desgastado, corredores oscuros.
Un enorme reloj da las horas terribles.
Puertas, barrotes, del poder signos visibles
En una cárcel con nombre más amable,
Que nadie habita empero sin verse miserable.25

25
The Borough (1810).
53
Tribulaciones proletarias

C
iertas comunidades rurales de tejedores —en especial, en los Pe-
ninos, unos montes ricos en energía hidráulica, indispensable
para el enfurtido de los paños— existen desde hace tres o cuatro
siglos, en el transcurso de los cuales han dado forma a una cultura y
unos lazos sociales específicos, fundados en la solidaridad y la decidida
adhesión a la «libertad inglesa». Tal abstracción designa confusamente
un individualismo campechano limitado por los deberes colectivos, y
que se supone trasciende las fronteras de clase.
De ahí que, todavía a la altura de 1811, la policía sea considerada
por la mayor parte de la nación como algo tan odioso como ajeno a la
necesidad real de protección y de vigilancia, y evocadora de la tiranía y
la inquisición. En estas fechas, Gran Bretaña no se ha dotado aún de
una fuerza centralizada de coerción y de espionaje de las clases peligro-
sas, incluso si el gobierno se sirve oficiosamente de los servicios de una
policía política más o menos secreta, en la que se mezclan funcionarios
entusiastas e individuos destinados a la horca y dispuestos a las peores
bajezas.
Cuando los magistrados desean recurrir a la fuerza pública, utili-
zan a los constables, unos auxiliares de justicia elegidos por ellos mis-
mos y que dependen de su responsabilidad, y si el mantenimiento del
orden llega a exigirlo, recurren a las milicias locales compuestas por
granjeros y tenderos voluntarios. Puestas a prueba por la agitación lu-
ddita, estas últimas se revelarán poco fiables e inclinadas a abrazar la
causa de aquellos a los que se les encargará reprimir, o cuando menos a
no contrariarla, obligando así al poder a destacar en las regiones rebel-
des tropas regulares que habrían podido servir en los campos de batalla
europeos. A pesar de los precipitados esfuerzos del gobierno tory en
1812 al movilizar a sus esbirros de todo pelaje para enfrentarse a la epi-
demia luddita, el poder promete aprender la lección de esa carencia de
policía y se esforzará a partir de entonces por remediarla, inspirándose
en el modelo francés, desprestigiado desde hace mucho tiempo pero
también muy consolidado. Tras el paso del tornado luddita, el poder
acaba por persuadirse, contra la inclinación de la nación, de que no
puede ahorrarse una fuerza policial eficaz, confrontado como está con
54
una plebe urbana hambrienta y revoltosa, todavía insuficientemente
domesticada.

Antes de que se intensificase la Revolución Industrial, ni el orgullo por


la obra bien hecha ni el celo por los «privilegios» corporativos impedían
la diversidad de las actividades productivas, que iba desde el cultivo
de la parcela de tierra hasta distintas formas de artesanado, pasando
por la caza furtiva en las tierras del squire. Ni tampoco los arrebatos de
derroche, ritual o no: fiestas del pueblo, frecuentación —en ocasiones
extática— tanto de la parroquia como de la taberna... y, de tiempo en
tiempo, una buena algarada a la vieja usanza frente a las amenazas y
las presiones externas, ya fuesen judiciales o religiosas, comerciales o
fiscales. «La atmósfera —recuerda el hijo de un tejedor— aún no estaba
manchada por el humo de la fábrica. No había campana que los desper-
tase a las cinco de la mañana. Tenían completa libertad para comenzar
su tarea cuando les placiera y de dejarla si les daba la gana. Por las
tardes, cuando todavía estaban tejiendo, y lo mismo los días de fiesta
o en la escuela dominical, las jóvenes y los jóvenes se ponían a cantar
himnos con toda su alma, mientras las lanzaderas marcaban el ritmo».
La industrialización a ultranza del sector textil entre 1780 y 1830
barrerá esas formas de vida, vigorosas pero aisladas, reemplazándolas
por la aridez patética de la pareja infernal fábrica-cuchitril, lugares de la
simple y terrible supervivencia y de una humillación cotidiana cristali-
zada hasta la abyección en las workhouses, creadas antaño en nombre de
la caridad y la asistencia, pero que ahora sirven como vertedero para el
nuevo sistema de producción. Y es, en primer lugar, contra este envile-
cimiento contra el que se alzan los ludditas.
Presentado sumariamente a menudo como un arrebato de tecno-
fobia corporativa y como el canto del cisne de los «arcaísmos» preca-
pitalistas —un último combate, rústico y pintoresco—, el movimiento
luddita se le presenta al estudioso como una reacción de defensa comu-
nitaria emprendida por gente cuya actividad había sido «mecanizada»
hacía largo tiempo, lo cual relativiza considerablemente el rechazo de
la máquina en cuanto tal que ha querido verse en él a posteriori. Esta
resistencia a la industrialización bajo la égida del capital inaugura una
larga serie de reacciones similares frente a la rentabilización salvaje y la
disolución del vínculo social, de la cual se pueden constatar múltiples
episodios por todo el mundo incluso en nuestros días.
55
Se trata sin duda de un conflicto entre dos culturas, entre dos mun-
dos: el de una actividad relativamente libre, aunque bajo la protección
ciertamente apremiante de la costumbre; y el de la esclavitud asalaria-
da, basada en el chantaje permanente del despido y, en términos más
generales, en la extrema precariedad de las condiciones de existencia.
Más aún que la implantación de las máquinas de vapor, es el sistema fa-
bril el que provoca el rechazo de los tejedores. La concentración de una
gran cantidad de máquinas activadas manualmente en vastos talleres y
la organización del trabajo que deriva de ella les resultan tan odiosas a
los obreros como las sombrías perspectivas que se materializan en los
mastodontes de acero compuestos por sutiles mecanismos. Los tejedo-
res detestan por encima de todo la disciplina salarial y la organización
militar de la producción, la omnipotencia del patrón y el acoso de los
capataces, los horarios fijos y la sirena que puntúa con su lúgubre chi-
llido la existencia obrera aprisionada por el trabajo.
El ideólogo cientifista Andrew Ure, autor en 1835 de una siniestra
Filosofía de la manufactura —y al que Marx llama burlonamente en El
capital «el Píndaro de la fábrica»— no se equivoca cuando diferencia
la innovación técnica en cuanto tal y la organización «científica» del
trabajo que puede derivarse de ella:

La principal dificultad no radicaba tanto en la invención de


un mecanismo automático cuanto en la disciplina necesa-
ria para lograr que los hombres abandonaran sus hábitos
inconstantes de trabajo e identificarlos con la regularidad
invariable del gran autómata. Pero inventar un código disci-
plinario adaptado a las necesidades y a la velocidad del siste-
ma automático y aplicarlo con éxito, era una empresa digna
de Hércules, ¡y en eso consiste la noble tarea de Arkwright!26
En estos vastos talleres, el poder bienhechor del vapor convoca
a su alrededor a sus miríadas de súbditos y asigna a cada uno su
preceptiva tarea.

Al contrario de lo que pretende el economista clásico Jean-Baptiste Say


—descubridor de la «ley de los mercados», que es el principio activo
del consumo de masas—, no son esos «dos pequeños cilindros, de una
pulgada de diámetro, que se tuvo la buena idea de poner uno sobre otro
en una pequeña ciudad de Inglaterra, los que pusieron en marcha una
revolución en el comercio mundial casi tan importante como la que re-

26
Inventor de la hiladora mecánica, ver p. 191.
56
sultó de abrir los mares de Asia a través del cabo de Buena Esperanza».
Es el sistema salarial, engendrado especialmente por la multiplicación
de las opciones comerciales, el que acapara los conocimientos técnicos
y científicos manteniéndolos en el estrecho corsé de un modo de pro-
ducción cuyos únicos beneficiarios son las clases dirigentes. Esta con-
fiscación del saber se lleva a cabo en nombre de un dogma mercantil
que desprecia y rechaza todo aquello que no resulta cuantificable, pero
también en nombre de una visión del vínculo social que no reconoce
riqueza alguna en las nociones —preciosas para los pobres— de comu-
nidad e igualdad, de autonomía y de realización de sí mismo.
Antes que como ingeniosos útiles que sirven para hilar la fibra,
tejer las telas o tundir los paños, las máquinas son percibidas tanto por
los obreros como por los patrones como instrumentos de la domina-
ción y la heteronomía; o dicho de otro modo, como máquinas para que-
brar la voluntad, ahogar el espíritu, aniquilar los placeres y suprimir la
libertad. Es pues natural que la resistencia a la introducción del sistema
fabril coincida con el rechazo del maquinismo.
Una vez más es Say, también hilandero, el que da a sus pares el
siguiente consejo, una suerte de precepto fundamental del fariseísmo
bilioso de los empresarios y de la sociedad que en esos momentos están
construyendo: «Debemos creer en la probidad personal de la gente a
la que empleamos, pero es preciso organizar las oficinas y los talleres
como si carecieran de ella».
La literatura de la época ofrece abundantes testimonios de lo ante-
rior: a ojos de un gran número de contemporáneos, el fabricante repre-
senta la dureza absoluta, la insociabilidad más repugnante. Es alguien
que, renunciando a las vanidades del burgués gentilhombre, aúna los
papeles del misántropo y del avaro. Su afanosa ocupación generalmen-
te lo mantiene al margen de los círculos literarios y artísticos. El alarde
de su mezquindad lo aleja tanto de las frivolidades demasiado dispen-
diosas como de la compasión por los «inferiores». Un discípulo de Say
pudo escribir que «el jefe de una empresa debe estar en su negocio y
debe hacerlo con todo su ser». Pobre en goces y amistades, es preciso
que se atrinchere frente a la sociedad y sus distracciones; al fin y al
cabo, es un hombre-máquina que tiene una caja registradora por cora-
zón. Y semejante miseria moral no se ve compensada más que por las
pasiones antisociales del poder y de la intriga, de la avaricia y de la gue-
rra comercial. El prestigio mundano de los grandes propietarios, sus
57
extravagancias —e incluso la pompa y la prodigalidad de los grandes
personajes en sus palacios— han adoptado una forma nueva, más mez-
quina, normalizada por el utilitarismo. El expolio cambia de rostro. Las
fastuosas dilapidaciones de los grandes linajes dejan paso al pragmatis-
mo calculador del especulador prudente. Esta seriedad de tenderos que
se impone a todo el mundo es el espíritu burgués, cuyo gris reinado
comienza ahora. Y el espíritu burgués aguarda una rentabilidad de todo
desembolso. Que nadie espere propinas.

Los días festivos que los obreros y los artesanos se concedían tradicio-
nalmente —el «Santo Lunes», que en ocasiones se prolongaba hasta
el «Santo Martes», al que se añadían decenas de fiestas consuetudi-
narias— ahora son vilipendiados y progresivamente suprimidos por
los fabricantes, ladrones de tiempo que imponen horarios de trabajo
inauditos. En la época de los ludditas, son ya pocos los tejedores que
escapan a las constricciones nacidas de la concentración de la produc-
ción. Veinte años antes, la mayoría tejía únicamente los días de lluvia
(sin duda muy numerosos bajo cielos tan nubosos) y se dedicaba a otras
tareas menos monótonas cuando el clima era seco: transportar la lana,
cultivar un pedacito de jardín, ocuparse del corral, cazar en los bosques
con el perro y el fusil, recoger bayas y setas, segar el campo —el propio
o el del vecino—, hacer alguna chapuza en la vivienda o en el telar, fa-
bricar cerveza o batir la leche, cosas todas ellas que dan forma a la vida
cotidiana mucho más que el trabajo a sueldo, pero que están en trance
de convertirse en pequeños lujos reservados exclusivamente a la aristo-
cracia obrera, a los trabajadores manuales mejor cualificados, a las pro-
fesiones todavía parcialmente artesanales de los oficios textiles. Pues la
gran masa de los obreros, cada vez más numerosa y cosmopolita, está
siendo despojada de ese modo de vida de abundancia, libertad y bienes-
tar relativos, y que la nostalgia transforma en algo todavía más idílico,
como ocurre bajo la pluma a menudo bucólica de un William Cobbett.27
Convertirse en obrero fabril es renunciar al estatuto de independen-
cia y al libre arbitrio para convertirse en un engranaje de una inmensa
máquina de escupir oro: es perder el alma. Una perspectiva metafísica
que hiela el corazón hasta del más impío, lin la fábrica, auténticos có-
mitres atormentan a los obreros, y la toman preferentemente con las

27
Ver sus Rural Rides, Penguin Classics, London, 2001.
58
mujeres y los niños, que en términos generales constituyen la mayor
parte del personal, la más vulnerable y más apta para atraer sobre sí
toda clase de abusos, tanto los de los desahogos libidinales como los de
las inhibiciones puritanas, lo mismo los del patrón omnipotente que
los de lacayo que oficia de carcelero. En la fábrica uno sufre el desmedro
del sirviente y también el del siervo, sin beneficiarse de las minúsculas
ventajas que las profesiones serviles pueden obtener de la costumbre y
de la intimidad. Además uno se ve expuesto a nuevos inconvenientes,
a nuevos peligros nacidos de una promiscuidad circunstancial: el jaleo
y la hediondez, el acoso sexual y la mala educación, el sadismo de los
jefecillos de medio pelo y los muy frecuentes accidentes laborales, cosas
todas ellas que participan de una flagrante deshumanización desde el
punto de vista de esos hijos e hijas de los espacios abiertos, arrojados
por la fuerza a los presidios del trabajo asalariado. Para vivir de tal suer-
te en medio de las máquinas sería preciso, en efecto, que uno mismo se
convirtiera en una especie de autómata al que el desgaste y las averías
condenarían tarde o temprano al desguace, y al que se podría sustituir a
voluntad. Es lo que subraya un obrero que se niega a enviar a sus hijos
a semejantes antros de perdición:

Por mi parte, estoy convencido de que si inventan máquinas para


reemplazar el trabajo manual, necesitarán inventar también ni-
ños de hierro para que se ocupen de ellas.28

De ahí que los tejedores y los demás trabajadores manuales perciban


el modo de explotación practicado en las fábricas como una forma de
esclavitud terrible que sanciona el desmedro social y el envilecimiento
tanto material como moral. Quienes pierden la vida —y la salud— en
esos abismos infernales parecen, en efecto, haber sido abandonados por
la Providencia o por el Ser Supremo, algo que puede alentar el avance
tanto del ateísmo como de los milenarismos redentores o vengadores.
En cuanto al descenso de los ingresos del obrero, como hemos
visto, constituye la obsesión de los extractores de plusvalía. En cuanto
exegeta del sistema fabril, Andrew Ure precisa lo siguiente:

En las fábricas de algodón de Lancashire, los salarios de los varo-


nes durante el periodo de su vida en que se les emplea en mayor
número —de la edad de seis años a la edad de dieciséis— alcan-

28
Citado por Thompson, op. cit.
59
zan de media los cuatro chelines, diez peniques y tres cuartos de
penique a la semana, mientras que en la franja de edad de los
dieciséis a los veintiún años la media llega a los diez chelines,
dos peniques y dos cuartos de penique. Incluso el más filántro-
po de los fabricantes prefiere emplear lo menos posible a estos
últimos.

...Y a casi ningún hombre de más edad. En las tres franjas de edad quin-
quenales siguientes entre los hombres capaces —hasta los treinta y seis
años— los salarios alcanzan medias comprendidas entre los diecisiete
y los veintitrés chelines. Este «sobrecoste» incita, pues, a los emplea-
dores a reclutar casi exclusivamente a mujeres y niños; no contratan
a hombres adultos más que para aquellas tareas que necesitan de una
fuerza o de una cualificación superiores. Con la excepción, claro está,
de los capataces y de otros cargos de vigilancia y responsabilidad, que
requieren «confianza y buena fe».
El bueno del doctor Ure, químico de formación, saltará a los titu-
lares en 1818 por haber realizado experimentos con un condenado a
muerte después de su ejecución —intentando resucitarlo haciendo pre-
sión sobre el nervio frénico—, antes de convertirse en el apologeta del
trabajo infantil y el infierno de las fábricas. El odio a los pobres lleva de
la forma más natural a este precursor de los cibernéticos al fetichismo
de la máquina, y a un higienismo hipócritamente teñido de eugenismo
malthusiano:

He examinado algunas muestras de tocino vendido en respe-


tables tiendas de Mánchester y lo he encontrado bastante más
rancio que el que puede adquirirse en las tiendas de Londres.
Con ese punto picante, el tocino le cuadra mejor a los paladares
viciados, acostumbrados a las sensaciones candentes del tabaco
y la ginebra. Estos tres estimulantes, demasiado utilizados por
la clase de obreros que reciben los salarios más elevados, bastan
para explicar sobradamente numerosas enfermedades crónicas
del estómago y del hígado, así como el hastío y el mal humor,
sin que sea preciso ir a buscar su causa en el trabajo fabril y
en el encierro. Que se les imponga un juicioso plan de régimen
alimentario en el que se unan la abundancia de verduras y la
escasez de alimentos animales con la abstinencia tanto del alco-
hol como del tabaco, y estoy bien seguro de que la salud de los
hilanderos de Mánchester sobrepasará a la de todos los demás
obreros del reino.

Todo el programa de Ure, muy representativo de la mentalidad de los


60
empresarios de la época de la Revolución Industrial, se resume de la
siguiente manera según Marx: «sustituir a los adultos por niños, a los
obreros cualificados por obreros no cualificados, a los hombres por las
mujeres». El barbudo habría podido añadir; «... y el tocino por las pa-
tatas».

Para reducir el coste de la fuerza de trabajo, los fabricantes de prendas


de algodón de Mánchester son los primeros en recurrir masivamente a
la mano de obra irlandesa que afluye a través del vecino puerto de Liver-
pool. Los trabajadores irlandeses, salidos de las aldeas más miserables
y supervivientes de todos los expolios y penurias, son entonces famosos
tanto por su ardor como por su desaliñada indisciplina. Se les emplea
sobre todo en las tareas menos cualificadas y en los trabajos que exigen
el uso de la fuerza. Viven en cuchitriles infectos y, al ser mayoritaria-
mente católicos y aficionados a toda suerte de desarreglos, se ven por lo
general libres de los tormentos de la inquietud puritana, que constituye
ya —y seguirá haciéndolo durante mucho tiempo— la más pesada tra-
ba con la que tropiezan los obreros ingleses.
«El sábado por la tarde —informa un publicista—, en cuanto se
han embolsado su paga, arreglan las cuentas con el tendero, pagan el
alquiler y van a beberse el resto. El lunes por la mañana están de nuevo
sin un chelín». Mientras el obrero inglés se concede prudentemente
la ingesta de una o dos pintas antes de rezar las últimas oraciones del
día, el irlandés, que ya se lo ha bebido y se lo ha jugado todo, invade
en masa las calles de Liverpool o Mánchester para retozar, cantar y be-
rrear a placer. Importada desde la isla vecina, la turbulencia retorna al
corazón mismo de las ciudades inglesas, de donde se la creía expulsa-
da, en la forma de esta chusma de la chusma, de estos pordioseros con
alma de poeta y de músico que, sin embargo, apenas chapurrean el in-
glés, se visten con harapos nauseabundos sin preocuparse demasiado
por ello y se contentan con patatas y ginebra como fuente de calorías.
Incapacitados por lo general para el trabajo cualificado y los pues-
tos de responsabilidad, de los que en cualquier caso están excluidos en
razón de los prejuicios que inspiran en la burguesía protestante, estos
celtas asilvestrados no conforman en modo alguno lo que podría lla-
marse una masa embrutecida e ignorante. Por el contrario, son muchos
los observadores que destacan sus «capacidades oratorias y la vivacidad
de su espíritu». Pero a menudo son mejores juerguistas que trabajado-
61
res y apenas muestran voluntad de adaptarse al mundo angloprotestan-
te y a su panoplia de constricciones e hipocresías. La generosidad y el
desprecio por el ahorro que caracterizan a estos indigentes aficionados
a lo inmediato asombran a los moralistas de todas las camarillas. Y
si bien son bastante pendencieros y camorristas dentro de su propio
grupo, lo cierto es que su voluble solidaridad frente a los poderosos no
resulta menos activa.
En las fábricas donde abundan los irlandeses, los constables al ser-
vicio de los magistrados se lo piensan dos veces antes de implicarse en
un conflicto entre capataces y obreros. Y las barriadas irlandesas tienen
fama de ser más que impermeables a las intrusiones de la fuerza públi-
ca. No es nada raro —si hemos de creer a cierto cronista indignado—
que todo un barrio vuele en ayuda de un ratero perseguido por la ley, ni
que en tal caso, de los tugurios y los tascucios, surjan «mujeres ebrias
y medio desnudas, armadas con palos y piedras». Como ocurre en cual-
quier gueto, los irlandeses protegen a los suyos y no obedecen más
que a sus propias leyes: las leyes de la subsistencia y de la comunidad.
Aprenden igualmente a protegerse de los pogromos anticatólicos que
en ocasiones aún fomentan ciertos predicadores calvinistas, ilumina-
dos iracundos e intolerantes que lanzan sus vaticinios echando espuma
por la boca. Por la fuerza de las cosas, los irlandeses que no retornan
a su país o emigran a América terminan, sin embargo, por establecer
lazos con sus hermanos obreros ingleses, y las uniones mixtas pronto
se volverán algo comente. No es casual que esté probado el importante
papel desempeñado por los obreros irlandeses en los disturbios luddi-
tas del noroeste de Inglaterra. Esto demuestra de paso que las barreras
étnicas y culturales, en vías de ser disueltas —o mejor dicho, desplaza-
das— por el salario y la fábrica, no podían constituir durante mucho
tiempo un obstáculo a la crítica en actos del salario y de la fábrica.
Ya sean irlandeses o autóctonos, los nuevos proletarios deben hacer
frente a una suerte común hecha de decadencia y privaciones, donde
la solidaridad de clase, por encima de las particularidades originarias,
se convierte en la primera condición de la supervivencia. Las primeras
generaciones del pueblo de las fábricas van a estar gobernadas por la
falta de todo y la humillación sistemática.
El pauperismo es entonces indisociable del crecimiento económi-
co, pues permite un «equilibrio entre el trabajo y el empleo», por reto-
mar el eufemismo de una comisión parlamentaria que, en 1811, acaba
62
de rechazar el aumento de los subsidios pagados en aplicación de la ley
de pobres. Como hemos visto, para los industriales el trabajo es una
mercancía como todas las demás cosas, cuyo precio pretenden reducir
al nivel de la más rudimentaria reproducción de la fuerza de trabajo.
Por otro lado, los sectarios y beneficiarios del dogma capitalista
más puro definen de manera muy aproximada y elástica —y siempre
minimalista— los costes de mantenimiento de la mano de obra. Aque-
llos que ponen en práctica sus preceptos van a convertir la Inglaterra
del siglo xix en un infierno para los pobres que horroriza a contempo-
ráneos tan diversos como Charles Dickens, William Morris o Friedrich
Engels. Y si los indigentes, hacinados en sus cuchitriles de las ciudades
industriales, en efecto se reproducen como los conejos en sus madri-
gueras —mal que le pese al reverendo Malthus—, también la diñan
por decenas de millares debido a la malnutrición y al agotamiento por
la faena. Quienes escapan a la miseria extrema sucumben lentamente
bajo el aire malsano de las ciudades y las nuevas enfermedades que se
propagan en la sórdida promiscuidad de los talleres cerrados y los slums
nauseabundos, unos barrios tan superpoblados como insalubres.
A tales elementos nocivos hay que añadir la ferocidad de los tribu-
nales —que, por no poner más que un ejemplo, no dudan en entregar
a un ratero al verdugo en cuanto su botín excede el valor de cinco cheli-
nes— y el tributo que, en hombres y en impuestos, las clases laboriosas
pagan para que pueda proseguir la incesante guerra contra Francia.
Mientras el capital constituye y disciplina de tal suerte a su «ejército
de reserva industrial», las apreturas y la aflicción de los menesterosos al-
canzan un nivel desconocido hasta entonces en esas fértiles tierras y entre
las filas de un pueblo enérgico y celoso de su prosperidad. Por otro lado,
los pobres que ejercen oficios afectados por la crisis sufren como no lo ha-
bían hecho desde hacía tiempo. La «Merry England», esa alegre Inglate-
rra de mejillas sonrosadas, fuertes hombros y panza siempre bien llena,
está transformándose en una nación de esclavos de rostro descamado,
arrastrándose bajo la férula de un puñado de grandes propietarios y ávi-
dos empresarios. Los sueños de libertad y de justicia de los Niveladores29

29
Durante la Revolución de 1642-1649, se llamaba Niveladores a una coali-
ción informal de agitadores y panfletistas —cuya figura principal fue John
Lilburne, el cual pasó la mayor parte de su vida adulta en prisión y acabó
muriendo en el exilio—, que trataron de cambiar el curso de la revolución
en un sentido más favorable a los pobres. Mayoritarios en el nuevo ejército
63
del siglo xvii, reavivados por un tiempo gracias al ejemplo de una Revo-
lución francesa después confiscada por usureros baronizados y guripas
de retaguardia, parecen desvanecerse como tantas otras ilusiones.
Como reacción al triunfo de la miseria y la fealdad capitalistas
aparecen dos actitudes culturales determinantes que influirán en las
luchas sociales y el debate de ideas a lo largo de todo el siglo en ese
reino desunido, donde aún en nuestros días conocen múltiples prolon-
gaciones. La primera, que se extiende principalmente entre el pueblo,
es la nostalgia de esa «alegre Inglaterra» rural y comunitaria donde
dominaban el artesanado y el espíritu de ayuda mutua, donde la cerveza
fluía a raudales mientras uno engullía carnes y frutas berreando cancio-
nes de taberna y odas a la amistad. Y sobre todo, donde uno trabajaba
mucho menos. Dicha representación, muy extendida entre los obreros
aunque en exceso idílica, contribuye a alimentar una solidaridad que se
mantendrá anclada durante mucho tiempo, si bien no en los hechos,
sí al menos en el imaginario proletario inglés. De ahí deriva en parte el
persistente espíritu corporativo y el orgullo de clase, a veces salvaje, del
movimiento obrero inglés, así como su propensión a la cohesión y a la
organización —que otorgará su fuerza al trade-unionismo y trazará sus
límites—, basada en una forma particular de conciencia de clase: un
orgullo instintivo de los pobres, exclusivo y batallador.
Por eso y como obreros ingleses, los ludditas fueron en cierto modo
«reaccionarios», como se les acusa a menudo, pero solo en el sentido
literal del término: su reacción tenía ante todo como objetivo impedir
una acción (la introducción del maquinismo) que chocaba frontalmen-
te con sus intereses: ahora bien, aunque la gran mayoría de los obre-
ros del sector textil (que entonces constituían la gran mayoría de los
obreros ingleses) se habrían contentado con un improbable retomo a la
situación anterior dentro de su gremio, como veremos, su rebelión los
conducirá, colectivamente y por muy distintas vías, hacia la superación
del orden existente, haciendo de paso que se tambalee el edificio social
todavía precario que la burguesía erigía sobre las ruinas del feudalismo.
Otra reacción, igualmente teñida de nostalgia, surge entre los jó-
venes aristócratas y burgueses que viven a contracorriente y están en-
tusiasmados con un ideal cuyos heraldos son poetas románticos como

de Cromwell, se enfrentaron al dictador, que depuró y dispersó sus tropas,


reprimiendo duramente a los Niveladores, los Extravagantes y demás Cava-
dores a fin de clausurar el episodio insurreccional.
64
Coleridge y Wordsworth. Estos cantores de las bellezas de la naturaleza
y de los sentimientos elevados han visto su país desfigurado y entrega-
do a las bajezas del comercio —y como el espíritu humano se hundía
en lo que Marx denominará, no sin cierta poesía, las «aguas heladas del
cálculo egoísta»—, y tal cosa les ha conmovido. Más radicales, sus her-
manos pequeños Byron, Keats o Shelley deploran cada uno a su manera
el gris triunfo de los hombres nuevos, que se apoyan en el progreso téc-
nico y pisotean implacablemente a los pobres. Estos jóvenes iracundos
denuncian la mediocridad y la hipocresía burguesas, que se jactan de
aniquilar toda fantasía y toda empatía en la sociedad humana. Nostál-
gicos o visionarios, los románticos ingleses se enfurecen, en fin, por
ver a su querida naturaleza devastada por una industrialización que,
con una menor capacidad de dañar que los envenenadores de hoy en
día, no se enredaba sin embargo en ningún «principio de precaución»
con respecto a los seres vivos. Desde sus comienzos, la dominación del
capital industrial fue tóxica.

65
James Gillray, Midas trasmutando todo en oro papel
Reyes y parásitos

M
ortífero en esencia, el nuevo orden fue de entrada belicoso,
y no cabe ninguna duda de que la situación de guerra que
conocía Europa desde 1792 fue en principio favorable a la
aceleración de la Revolución Industrial en Inglaterra.
Dicha guerra es el resultado tanto de los apetitos imperiales de
Bonaparte como de la obstinada negativa de la clase dirigente inglesa a
compartir nada con un usurpador tan poco digno de crédito que paga a
su ejército a base de préstamos y sus deudas a cañonazos. Frente a las
tentaciones revolucionarias que rondaban al pueblo inglés, el estado
de guerra constituye, por otro lado, una magnífica distracción, patrio-
tera y galófoba, que juega con el miedo a la invasión y a los excesos
libertinos de la soldadesca francesa. Y si bien esta guerra que ya dura
cerca de veinte años, interrumpida solo durante algunos meses por la
paz de Amiens en 1802, cuesta cara en oro y en hombres, también
estimula las innovaciones técnicas, sobre todo en los transportes y en
la metalurgia, y beneficia a muchos sectores de la economía británica,
y en especial a los banqueros. Aunque no sufra las sangrías que inflige
Bonaparte a la juventud de la Europa continental, el pueblo inglés está
más que hastiado de este conflicto interminable y le atribuye, no sin su
punto de razón, una buena parte de sus desgracias de entonces.
Pues la querella entre los beligerantes se ha transformado en que-
rella comercial: mientras Bonaparte, no sin ciertas reticencias, instaura
el bloqueo continental para desecar el comercio internacional de los
ingleses, el primer ministro inglés Perceval replica a partir de 1807 con
la adopción de sucesivas órdenes del Consejo (decretos reales no some-
tidos a la aprobación del Parlamento) cuyo fin es impedir, o en su defec-
to gravar con impuestos suplementarios, el comercio de las potencias
neutrales con los territorios bajo el mando de Bonaparte. Sin embargo,
es gracias a dicho comercio como las exportaciones inglesas llegan al
continente bajo las mismísimas narices de este último.
Este contra-bloqueo llega de hecho a desencadenar un conflicto
marítimo larvado con los Estados Unidos (que no tardará en transfor-
marse en guerra abierta), a abrir durante un tiempo un frente suple-
mentario contra Dinamarca, a movilizar a una gran parte de la flota
67
para hacer que se respeten las órdenes del Consejo, y a dificultar, en fin,
todo el comercio exterior del país, que muy pronto ya no puede exportar
ni importar ni el más pequeño cargamento. Los fabricantes y los nego-
ciantes en principio reaccionaron contra esta política suicida mediante
insistentes protestas y peticiones contra las órdenes del Consejo. Pero
será necesaria la conjunción de dos muy malas cosechas de cereal y una
severa crisis de los flujos industriales, que acarreará paro y escasez —y
la amenaza de la insurrección luddita—, para que el gobierno consien-
ta en abolir esos decretos de regalía tan estrechamente militares y tan
nocivos para el poder inglés, en el fondo sustancialmente comercial.

Lejos de trabajar por la justicia social, negada como nunca hasta ese
momento desde que la crisis causa estragos —mientras que la cohe-
sión nacional exige, en tiempo de guerra, guardar las apariencias en la
medida de lo posible—, tanto el Parlamento como la Corona se niegan
a garantizar los derechos tradicionales de los trabajadores manuales.
Adoptadas en 1899, las Combination Acts (leyes sobre las coaliciones),
que serán abolidas en 1824 debido a la presión obrera, prohíben de he-

Pitt y Bonaparte se reparten el mundo. James Gillray, El pudín de ciruela


en peligro, o los epicúreos de Estado tomando un tentempié. Hasta el vasto
mundo, con todas sus riquezas, es demasiado pequeño para satisfacer tan
insaciables apetitos.

68
cho toda actividad sindical tanto en la industria como en la agricultura.
Entre 1802 y 1812, cinco grandes peticiones obreras que reclaman al
Estado reparación y protección son rechazadas una tras otra por los par-
lamentarios, que por añadidura abolen los reglamentos proteccionistas
en vigor en la industria lanera.
En cuanto a sus altezas y prelados, que se entregan a la francachela
mientras reconvienen a un pueblo demasiado inquieto, rechazan con
gesto displicente las súplicas de los hambrientos y les niegan sin ver-
güenza alguna las migajas que se caen de sus mesas, esos pocos restos
de sus grandes banquetes... Esa monarquía sin prestigio y esa oligar-
quía sin nobleza han perdido todo el apoyo del pueblo. Pues aunque el
Estado refuerza su influencia en materia de control y de coerción, los
tories en el poder están poco cualificados para seguir el ritmo de las
conmociones sociales en curso, o incluso, en el caso de ciertos políticos
apolillados, para discernir sus resortes.
La Corona, cuyo más diligente soporte son los tories, ya no protege
a los pobres de la avaricia de los empresarios y los propietarios, permi-
tiendo así con desenvoltura que la «zorra guarde el gallinero». Por su
desprecio de las reivindicaciones obreras, rara vez exorbitantes sin em-
bargo, es toda la esfera política e institucional, separada del pueblo y co-
rrompida hasta la médula de forma descarada, la que parece traicionar
el bienestar general en beneficio de sus intereses privados, exponiéndo-
se de tal forma a una violenta reacción de rechazo por parte de la mul-
titud. El persistente empleo en el debate político de las viejas retóricas
o las referencias obsoletas no constituye más que un ornamento cada
vez más incapaz de velar la nueva naturaleza de los antagonismos de
clase. De ahí que a menudo el discurso político ya no sea más que una
distracción, una interferencia en los asuntos verdaderamente determi-
nantes, incluso si de vez en cuando ofrece pretextos para la irrupción
perturbadora de la cuestión social. Con su sentido común de ilumina-
do, William Blake señala lo siguiente dos años antes del asalto luddita:

Lamento de verdad ver a mis compatriotas preocuparse por la


política. Los príncipes se me antojan locos. Los miembros de la
Cámara de los Comunes y los miembros de la Cámara de los
Lores me parecen un atajo de locos también. Se me antojan algo
por completo ajeno, extraño a la Vida humana.

69
¿Quiénes son, pues, esos «locos» que en 1811 componen las diversas
castas dirigentes y se reparten el poder para poder acapararlo mejor?
Honor a quien honor merece: la familia real tiene al frente al viejo rey
Jorge III que, coronado en 1760 e incapaz y corto de luces desde que se
tiene recuerdo, hace tiempo, en efecto, que fue declarado «loco» por sus
médicos, y además chocho a rabiar. Desde hace poco se le ha privado
oficialmente de sus prerrogativas —a falta de su título— en beneficio
de su hijo mayor, el príncipe de Gales, que acaba.de convertirse en re-
gente del reino (y que no ascenderá al trono hasta 1820, tras el óbito de
su padre). Los numerosos hermanos del príncipe conforman un her-
moso rosario de individuos fin de raza, reaccionarios y corruptos, aún
más obtusos y negados que su propio padre. En cuanto al regente, que
ya pasa de las cincuenta primaveras, hace tiempo que es la comidilla de
todo el mundo por su costoso dandismo y por sus extravagancias, así
como por sus colosales deudas y las relaciones tormentosas tanto con
su padre como con su esposa, la princesa Carolina, a la sazón separada
de él y exiliada en Italia.
Los notorios vínculos del príncipe con la tendencia más «volteria-
na» del partido whig, entonces en la oposición, hicieron temer a los tories
que, al acceder a la regencia, aquel exigiría un cambio de personal en
la cúspide del Estado e impondría el retorno al gabinete de sus amigos
lord Grey y lord Grenville, sucesores a la cabeza de los parlamentarios
liberales de un antiguo compañero de farra del príncipe, Charles James
Fox. Pero el primer ministro Spencer Perceval —que antaño fue aboga-
do de la princesa Carolina y, en su condición de tal, sabe mucho sobre
el esposo de esta— ha sabido encontrar el medio de convencer a este
príncipe siempre endeudado, e incapaz por completo de ejercer ningún
tipo de responsabilidad, para que traicione a sus amigos y reconduzca
de forma idéntica al gobierno fory, y después se limite a problemas de
intendencia de sus reales juergas. A lo largo de su regencia, y más tarde
de su reinado, la impopularidad de este glotón inflado de orgullo feu-
dal, gran devorador de los recursos del reino, hedonista sin corazón ni
talento, será inmensa, casi unánime, y aunque en esta impopularidad
hay tanto desprecio como saña, ningún monarca habrá inspirado tan-
tos escritos y discursos de connotación regicida desde la decapitación
de Carlos I en 1649. La pequeña burguesía calvinista reprueba sus ex-
cesos tanto como el pueblo llano, compuesto por bebedores de cerveza,
desconfía de este inmoderado amante de los aguardientes caros, y al
70
mismo tiempo su muy limitado sentido político le granjea el desdén de
los hombres de poder.
El gabinete, empezando por el propio primer ministro Perceval,
apenas cuenta con el favor del público. Este jurista, hijo menor de la
pequeña nobleza, fue en 1792 el abogado de la Corona en el proceso in
absentia que la publicación de Los derechos del hombre le costó a Thomas
Paine, entonces inmerso en la efervescencia parisina. Heredero políti-
co del muy reaccionario Pitt, Perceval está muy lejos, sin embargo, de
poseer el carisma y la implacable determinación de su ilustre mentor.
Como procurador general en anteriores gobiernos conservadores, Per-
ceval animó a los tribunales a reprimir severamente a los simpatizantes
de las nuevas ideas y a castigar con una dureza creciente la insolencia
de los pobres. Presidente desde 1807 de la Cámara de los Comunes al
tiempo que desempeñaba las funciones de canciller en el Ministerio de
Finanzas, asume la dirección efectiva de la gestión bajo el gobierno del
viejo duque de Portland hasta la muerte de este en 1809. Le sucede a
la cabeza de un gobierno conservador concentrado en tomo a los aris-
tócratas más ajenos a su tiempo y del que ha sido excluida la facción
tory menos arcaica, la del moderado George Canning. Lord Liverpool,
en el Ministerio de la Guerra, y Lord Eldon, inamovible Lord Canciller
(ministro de Justicia), son dos grandes señores desprovistos de cual-
quier principio, preocupados sobre todo por mantenerse en su puesto
contra viento y marea (algo que, por cierto, conseguirán de manera ad-
mirable). Richard Ryder se encontrará, en su condición de responsable
del Home Office (Ministerio del Interior), en primera línea frente a la
amenaza luddita. Personaje gris e indeciso, en el punto culminante de
los conflictos deberá ceder su puesto al antiguo primer ministro Ad-
dington, recientemente nombrado lord Sidmouth, que en el ejercicio
de la represión demostrará tener un temple completamente distinto:
el mismo que el de Thiers, Noske y otros gloriosos cancerberos de los
infiernos capitalistas.
Es a estos hombres que no representan ni siquiera a todo el partido
tory dentro de un Parlamento que ni siquiera representa a todas las cla-
ses propietarias —y que se asemeja sobre todo a un club cuyo acceso ga-
rantiza prebendas y sinecuras para uno mismo y para sus prójimos—,
es a estos políticos sin escrúpulos ni legitimidad, y desacreditados por
todo el mundo, a los que les tocará afrontar, en plena guerra, en plena
crisis económica, el primer problema de importancia engendrado por la
71
Revolución Industrial, que resulta ser también el primer levantamiento
propiamente proletario, masivo y persistente de la historia moderna.
Contra la preeminencia de esos «locos» que causan la consternación de
William Blake, nadie supo levantar mejor la voz en estas comarcas que
los poetas, sobre todo si tienen la edad de veinte años y el alma bien
templada. Exaltado por el ambiente prerrevolucionario que se impone
en los condados del norte, en la primavera de 1812, Percy Bysshe She-
lley escribe estos versos subversivos pertenecientes al poema La reina
Mab:

¿De dónde crees que han surgido reyes y parásitos? ¿De dón-
de esa raza contra natura de zánganos y haraganes que amon-
tonan las fatigas y una invencible indigencia sobre aquellos
que construyen sus palacios y les aportan el pan de cada día?
Del vicio, el tenebroso e inmundo vicio; de la rapiña, la locu-
ra, la traición, el crimen; de todo lo que engendra la miseria
y convierte a la tierra en este salvaje desierto; de la lujuria, la
venganza y el asesinato. Y cuando la voz de la razón, rotunda
como la voz de la naturaleza, haya despertado a las naciones;
cuando el género humano se haya apercibido de que el vicio es
discordia, guerra y miseria, y de que la virtud es paz, dicha y
armonía; cuando, más madura, la naturaleza del hombre desde-
ñe los juguetes infantiles, entonces los regios brillos perderán
el poder de deslumbrar; la autoridad real se desvanecerá en el
silencio: el suntuoso trono pasará desapercibido en el salón real,
y pronto quedará reducido a ruinas, en tanto el comercio de la
mentira se volverá tan odioso y tan inútil como lo es hoy el de la
verdad.

Más representativas de las opiniones radicales que circulan entre el


pueblo son las imprecaciones —no desprovistas de lirismo— de un
viejo artesano sombrerero de Halifax llamado John Baines. Esa misma
primavera, pronuncia ante una asamblea luddita que se celebra clan-
destinamente en el entresuelo de una cantina frecuentada por los dis-
cípulos de Thomas Paine unas palabras que se hacen eco de los versos
de Shelley:

¡Que el pueblo de Inglaterra, que sufre desde hace tanto tiempo,


se alce y reduzca a polvo a sus opresores! Durante demasiado
tiempo se han cebado los vampiros con la sangre que brota de
nuestros corazones. Que el pueblo se alce majestuosamente y se
deshaga para siempre de la vil ralea que ahoga al país bajo los
impuestos y convierte en galeotes a las gentes del pueblo en la
misma tierra que los ha visto nacer.
72
Durante treinta años he luchado para que el pueblo se su-
blevase contra el mal y, como sabéis algunos de vosotros, he su-
frido en mis carnes y en mis bienes las consecuencias de mis
opiniones. En la hora presente llego al término de mi peregrina-
je, pero moriré como he vivido: mis últimos días los consagraré
a la causa del pueblo.
Doy la bienvenida a la sublevación contra vuestros opreso-
res y espero que continúe hasta que ya no quede ni un solo tirano
al que vencer. He aguardado durante mucho tiempo el alba de
ese día inminente y es posible que, por muy viejo que sea, aún
consiga contemplar el glorioso triunfo de la democracia.30

Frente a tantas tensiones y profecías adversas, los partidarios más an-


siosos del orden establecido se preguntan temblorosos si no estarán
sentados sobre un barril de pólvora. ¿Acaso no estaremos en vísperas
de una nueva revolución similar a la que ha hecho rodar tantas cabe-
zas en Francia? A otros les inquieta que los disturbios sociales puedan
estallar cuando la mayor parte de las fuerzas armadas se encuentra en
el continente. Tales turbulencias amenazarían con debilitar en plena
guerra a la economía inglesa, ya bastante desfalleciente, propagando la
discordia y el ánimo de revancha, e incluso sumergiendo al reino en la
anarquía, cosas todas ellas que no resultan forzosamente beneficiosas
para los negocios.

30
Citado por Frank Peel, The Rising of the Luddites, Chartists and Plug-drawers
(1880). Baines será detenido más tarde en una redada antiluddita y, tras el
proceso de York de enero de 1813, condenado a siete años de deportación
por haber incitado juramentos sediciosos.
73
Carta luddita (ver traducción en página 105)
II. Retorno a Sherwood

El capital moriría si, todas las mañanas,


no se engrasasen las ruedas de sus máquinas
con aceite de hombre.
Jules Vallès
Cartel impreso en Nottingham en marzo de 1811 en el que se ofrece una
recompensa por dar indicaciones que permitan el arresto y la condena
de «varias personas malintencionadas que se han reunido con ánimo de
revuelta y destruido gran cantidad de telares en diferentes lugares del
país».
El grito de las Ti erras Medias

E
n 1811, Nottingham (entonces con treinta y cinco mil habitantes)
es, junto con Birmingham, la principal ciudad manufacturera de
la región de las Midlands, en el centro de Inglaterra. La población
se ha visto cruelmente afectada por la crisis que golpea desde hace un
año tanto a las industrias del encaje y los géneros de punto — que
dan vida a toda la región— como al conjunto de la industria textil. Los
impuestos destinados a financiar las guerras continentales nunca han
sido tan elevados. La caída de las exportaciones, bajo el efecto conjunto
de las órdenes del Consejo y del bloqueo continental instaurado por
Napoleón, ha engendrado la sobreproducción, y los almacenes de los
fabricantes están a reventar de mercancías sin vender.
Los tejedores de las Midlands, en su mayoría dedicados a hacer
medias a máquina o a la elaboración de encajes, trabajan generalmente
en su domicilio, igual que hacen en la misma época los «canuts» de la
sedería lionesa. No son propietarios de sus bastidores, sino que se los
alquilan a los fabricantes para los que trabajan por piezas. Los fabri-
cantes les proveen de la materia prima —seda, lana o algodón— y se
encargan de comercializar los productos acabados.
Sin duda, los tejedores de medias han conocido días más fastuosos
antes de los primeros años de la guerra contra Francia. Los pedidos
del ejército estimulaban la demanda. Tanto los ricos como los menos
ricos, tanto los hombres como las mujeres, llevaban medias por aquel
entonces —las de las bellas damas y las de los apuestos caballeros, lu-
josamente vestidos, se ornamentaban a menudo con encajes y borda-
dos—, y las que se confeccionan en las Midlands resultaban de lo más
apreciadas. Pero el dandismo indumentario vivía sus últimas horas, y
entre los burgueses comenzaba a imponerse el uso del traje sombrío,
sobrio, uniforme, desprovisto de florituras y colorines, a imitación del
de los cuáqueros y otras sectas poscalvinistas, enemigas de toda extra-
vagancia. El problema es que, con el bloqueo continental, el mercado
europeo, que absorbía la mitad de la producción de mercería y las tres
cuartas partes de los encajes producidos en Nottingham, se ha cerrado
por completo. Y lo que es peor, la moda masculina ha cambiado con el
siglo y los pantalones reemplazan ahora cada vez más a los bombachos,
77
ocultando así las medias y reduciéndolas a su más simple expresión:
esos calcetines cortos que quedan ocultos y apenas se prestan a la or-
namentación.
Según las estadísticas de los historiadores, la industria de géneros
de punto de Nottingham contaba en su punto más alto de prosperi-
dad, a finales de la década de 1790, con nueve mil telares manuales, a
los cuales había que añadir otros once mil en los condados vecinos de
Leicestershire y Derbyshire. Además, en el conjunto de las Midlands
había más de mil quinientos bastidores que servían para la confección
de encajes y pasamanería conocidos como «cuadros». Pero en 1811, un
quinto de todas esas máquinas ya no gira y las otras están en su mayo-
ría subutilizadas. También los salarios han caído hasta los siete cheli-
nes por semana, cuando un mediero recibía más del doble antes de la
crisis y los precios de los productos básicos no cesan de subir. Cuatro
mil familias de Nottingham (más de la mitad de la población total de
la ciudad) se ven así obligadas a confiar, para subsistir, en las magras
ayudas que distribuyen las autoridades en virtud de la ley de pobres, o
bien a mendigar las procedentes de la caridad privada, muy querida ya
entonces por los economistas liberales. El problema es que los gastos
militares han agotado la caja del reino y multitud de burgueses ingleses
de la época apenas sienten compasión por la canalla y se regocijan, por
encima de todo, al ver caer el coste de la mano de obra.

Como en el vecino Yorkshire, desde hace mucho tiempo existe en Not-


tingham y sus alrededores una tradición contestataria, antiaristocrática
y antimonárquica a la que sus detractores designan como «jacobina»,
pues sus defensores jamás han ocultado su inclinación por la república
en la época de la Revolución francesa: durante una ceremonia anual,
y hasta comienzos de los años 1800, en Nottingham se plantaba el ár-
bol de la Libertad. Poco después de la paz de Amiens en 1802, y con
ocasión de las elecciones a la Cámara de los Comunes, un político re-
formista logró ser elegido en Nottingham con el apoyo de la burguesía
liberal y para gran regocijo de la multitud local. El acontecimiento fue
celebrado con una gran procesión por las calles de la ciudad al son de
una fanfarria que interpretaba La Marsellesa y Ça ira. Una joven que
representaba a la diosa Razón desfiló más que semidesnua sobre un
carro, algo que no dejó de ofender las castas miradas de los notables.
Este ostentoso folclore jacobino da testimonio tanto de la existencia de
78
simpatías republicanas vivaces entre el pueblo llano de la ciudad como
de la predisposición progresista de la pequeña burguesía local menos
de diez años antes de la irrupción del movimiento luddita en el entorno
inmediato. En 1803 dicha elección, que había disgustado al poder, fue
anulada bajo el pretexto de que «alborotadores» reclutados entre las
«clases bajas» habían intimidado a los votantes burgueses. El poder
aprovechó la ocasión para aprobar un decreto que reforzaba las atribu-
ciones de los magistrados en una ciudad demasiado turbulenta.
Apenas un decenio después, en el punto culminante de los estragos
cometidos por el general Ludd en Nottinghamshire, los comentaristas
atribuirán tales desórdenes de buena gana, y no sin razón, a los «prin-
cipios jacobinos que nuestros reformistas de Nottingham inoculan con
asiduidad en las capas inferiores de la sociedad, que en no pocas oca-
siones se han convertido en el objetivo de esa organización secreta y
esa malévola conjura que aquellos han engendrado con su pernicioso
ejemplo, sus licenciosas arengas y sus sediciosas publicaciones. De tal
forma, esos males han sido introducidos y mantenidos hasta haberse
incorporado de forma íntima al orden social, tanto aquí como en otras
regiones industriales».31
Los «motines del hambre», disturbios breves y violentos que pue-
den estallar —generalmente, los días de mercado— dondequiera que
el pueblo se considere maltratado, son por otro lado frecuentes en una
región donde las gentes del común no vacilan en enfrentarse a mampo-
rros con la milicia burguesa, encargada por lo general de reprimir este
tipo de desórdenes bajo la dirección de los magistrados. Estos accesos
de violencia y de saqueos casi rituales van adoptando con el paso de los
años un sesgo cada vez más político, cada vez más sedicioso.
Una de las más bellas algaradas, populares tuvo lugar, por cierto,
en Nottingham durante la Feria del Ganso de 1764: los amotinados,
ceñidos con ristras de salchichas, hicieron rodar barriles de cerveza e
inmensos quesos a lo largo de las calles, transformando la necesidad
en un gran festín. Por otro lado, no es el hambre en sentido estricto
lo que provoca tales estallidos de rabia más o menos festivos: en 1788,
de nuevo en Nottingham, fue una subida del precio de la carne lo que
suscitó el furor popular y provocó el saqueo de los puestos de los car-
31
Debemos estas palabras al reverendo J. T. Becher, citado por Arthur As-
pinall en The Early English Trade Unions: Documents from the Home Office
Papers (1949).
79
niceros. El rosbif era en la Inglaterra preindustrial, si no un alimento
básico, al menos esencial pues se asociaba con los festejos de la «alegre
Inglaterra». Y los pobres, pronto condenados a la sémola, no tenían
entonces intención alguna de renunciar a la carne, aunque de ordinario
no consumieran más que despojos y tocino. La industrialización de la
producción alimentaria y el culto metodista a la austeridad todavía no
les habían hecho perder toda noción gastrosófica, como por desgracia
ocurriría después.
Aparte del elevado precio de los alimentos y de la caída vertiginosa
de los salarios en las regiones industriales, los tejedores de medias y
de encajes tienen otras reivindicaciones que les son propias. A estos
artesanos celosos de su autonomía les cuesta saberse a merced de los
fabricantes. Superando su papel tradicional de simples intermediarios,
estos últimos se transforman en empresarios preocupados por rentabi-
lizar sus inversiones; y los artesanos, convertidos en obreros, dependen
ahora por completo de ellos en lo que se refiere al ritmo y la importan-
cia de los pedidos, la elección de los artículos que hay que producir, el
precio por pieza y el alquiler de los telares.
Los obreros de Nottingham reprochan igualmente a los fabricantes
contratar a precio de miseria a pordioseros sin cualificación, formarlos
apresuradamente y contribuir así al descenso de la calidad de los pro-
ductos de la industria local y a la caída de los salarios. Pero lo que acaba
de despertar su ira es la amenaza que se cierne sobre el porvenir mismo
de su profesión a causa de las nuevas máquinas, que en las condiciones
del momento no pueden ser a sus ojos más que obra del demonio.
En el vecino Derbyshire, se alzan ya más de un centenar de hila-
turas de algodón y al menos una decena de hilaturas de lana, así como
cuatro fábricas de calicó. Ahora bien, los encajeros no ignoran que, dos
años antes, un telar de bastidor amplio, sin husos, había sido patentado
por John Heathcoat: se trata de una máquina que incrementa consi-
derablemente la productividad del trabajo de los encajeros y permite
economizar mano de obra. Precisamente el tal Heathcoat acaba de abrir
una nueva fábrica de encajes en Loughborough, a una veintena de ki-
lómetros al sur de Nottingham, que pronto va a funcionar con vapor.
Y hete aquí que los competidores se aprestan a imitarlo. Las regiones
donde prima el textil son tierras de misión tanto para la innovación téc-
nica como para los nuevos criterios de explotación de la mano de obra.
Los tejedores de medias saben que no tardará en llegarles el turno:
80
adaptando un chasis más amplio a su telar tradicional, ahora pueden
sextuplicar la fabricación de medias, aunque de más baja calidad que
aquellas tejidas en una sola pieza. La mayoría de los tejedores de me-
dias y de los encajeros aceptan solo con gran pena de corazón satisfacer
la creciente demanda de esos artículos baratos por parte de los fabri-
cantes. Estos artesanos orgullosos y aplicados se sienten deshonrados
por tener que confeccionar a toda prisa estos productos de pacotilla que
pronto se van a convertir en la norma de la producción textil.

Ese mes de noviembre de 1811, cuando aparece por primera vez el em-
blemático nombre de Ned Ludd, los encajeros y los tejedores de medias
de la región de Nottingham se encuentran pues con la espalda contra la
pared, obligados a reaccionar, a resistir a la introducción de las nuevas
máquinas y a la redoblada avidez de los fabricantes. O bien hundirse
hasta el fondo. Los meses subsiguientes demostrarán que no son los
únicos en el país que han comprendido que decididamente no tienen
nada que perder.
Es en el pueblo de Arnold, a dos pasos de Nottingham, donde cerca
de ocho meses antes, el n de marzo de 1811, tiene lugar el preludio de
la sublevación luddita. Ese día una reunión pública de obreros en paro
ha sido dispersada a sablazos por los dragones del rey en la plaza del
mercado de Nottingham. La misma noche, sesenta y tres máquinas son
machacadas a golpe de maza por los obreros encolerizados en los esta-
blecimientos de diversos fabricantes de Amold que acaban de bajar los
salarios. Durante las tres semanas siguientes, se destrozan más de dos-
cientas máquinas en el transcurso de otros pequeños motines similares
en los pueblos vecinos, e incluso en Derbyshire y en Leicestershire. De
momento no se trata más que de reacciones colectivas espontáneas,
todavía dispersas, que expresan todo el odio que inspiran las máquinas
«ladronas de pan». Pero esta vez la cólera de los pobres ha encontrado
su objetivo... y va en busca de su coherencia.
Por medio de carteles pegados por toda la región, los propietarios
de las máquinas ofrecen recompensas a quienes denuncien a los auto-
res de la destrucción. Pero estos últimos cuentan con la simpatía de los
habitantes y el llamamiento a la delación resultará vano, como lo será
también durante todos los disturbios en las Midlands. El n de abril,
afluye a Hinckley, Leicestershire, un endiablado cortejo de tejedores y,
a modo de advertencia, comete algunos saqueos en las residencias de
81
los fabricantes locales. En Pentridge, Derbyshire, una multitud con el
mismo talante llegada de los pueblos aledaños se entrega a una inspec-
ción en toda regla de las máquinas y de las tarifas en curso, y regresa
sin provocar daño alguno.
Esta primera ola de destrucción de telares de bastidor amplio cesa
entonces de manera brusca. Entre la primavera y el otoño de 1811, aun-
que la crisis perdura y los fabricantes continúan equipándose con te-
lares modernos y ahorrando en mano de obra, los ataques contra las
máquinas y los fabricantes se interrumpen casi completamente. Es el
tiempo que necesitan los obreros del encaje y de los géneros de punto
para calibrar el alcance de la conmoción que se está produciendo tanto
en sus oficios como en todos los demás oficios del sector textil, y tam-
bién para determinar las modalidades de respuesta, que esta vez deberá
desbordar el esquema tradicional de la «negociación colectiva mediante
el motín».32 Y es que la modernización de las técnicas en el sector textil
se efectúa con una brutalidad inédita, poco fácil de concebir entonces,
y con una rapidez redoblada, pues está estimulada por la crisis de los
mercados y a su vez alimenta el marasmo económico por medio del
aumento del desempleo y de la bajada de los salarios. Los defensores
de la costumbre son suplantados ahora en las instancias del poder y la
decisión por los patrones-ingenieros y los patrones-economistas, que
no ocultan su desprecio por lo que sus continuadores denominarán
«recursos humanos». Lo que importa sobre todas las cosas a estos hom-
bres apremiados es reducir el precio del trabajo hasta su punto más
bajo a fin de incrementar la «riqueza de las naciones» o, dicho de otro
modo, de esos dividendos que suponen una tentación para los inverso-
res.
Es en el verano de 1811 —un verano particularmente fresco que
provoca la tercera mala cosecha consecutiva y un nuevo encarecimiento
del trigo— cuando los tejedores más lúcidos y decididos de las Mid-
lands se proponen convencer a sus corporaciones de la necesidad de
actuar de forma más coordinada y de oponerse sistemáticamente a la
introducción de las máquinas. Y es desde la contestataria Nottingham

32
Es el historiador Eric Hobsbawm el que ha introducido esta noción en su
artículo de 1952 «The Machine Breakers». Un concepto que indica a la vez
la dimensión corporativa y deliberada de la violencia obrera y la extrema
tensión, «camal» y visceral, de las relaciones de clase predominantes hasta
el nacimiento del sindicalismo.
82
desde donde se extiende la conjura durante las semanas de preparación
organizativa que preceden al paso a la acción.
En las tabernas y las cantinas de la región, las gentes vacían pinta
tras pinta mientras conspiran contra los fabricantes. Se prepara la res-
puesta con pragmatismo, y se premeditan las grandes fechorías que
se cometerán contra la propiedad privada y su lógica infernal. Las má-
quinas son los nuevos ídolos de los funestos adoradores del oro; son
impías y portadoras de calamidades. ¡Pues bien! ¡Manos al hacha y a la
maza! Si es preciso, se acabará con todas ellas y retornarán los buenos
tiempos de antaño. Eso es lo que andan rumiando estos rudos mucha-
chos que de repente descubren en sí mismos inclinaciones sediciosas.

83
El arte de romper
las máquinas odiosas

L
a noche del 4 de noviembre de 1811, no muy lejos del pueblo de
Bulwell, a seis kilómetros al norte de Nottingham, una pequeña
partida de hombres enmascarados se reúne en la oscuridad. Blan-
den mazas y martillos, hachas y picas, pero tampoco faltan algunos
sables y pistolas. Caminando de forma ordenada, se dirigen hacia la
residencia de un fabricante llamado Edward Hollingsworth. Tras co-
locar a un centinela para vigilar las reacciones de los vecinos, rompen
puertas y postigos y penetran a la fuerza en el edificio. Allí destruyen
metódicamente seis telares de bastidor amplio antes de desvanecerse
en las tinieblas. Algo más tarde, vuelven a encontrarse cerca del pueblo
con el fin de asegurarse de que todos los vengadores enmascarados han
logrado escapar.
Una semana después se produce un nuevo ataque nocturno contra
el taller de Hollingsworth, quien se ha preparado esta vez para repeler
a los rompedores de máquinas. Ha puesto a resguardo varios telares y
pedido a sus empleados más fieles y a los propietarios de la vecindad
que monten guardia equipados con fusiles. Cuando los asaltantes se
presentan ante el establecimiento, exigen que les entreguen las máqui-
nas o bien que les dejen entrar. Hollingsworth se niega y enseguida se
produce un tiroteo. Un joven tejedor llamado John Westley es abatido
mientras intentaba arrancar los postigos del edificio. Después se le atri-
buirán estas palabras, murmuradas antes de expirar: «Continuad, mis
valientes camaradas. Muero con sumo gusto». Sus compañeros trans-
portan el cadáver hasta las lindes de un bosque y, a continuación, presa
de un tremendo furor vindicativo, regresan para saquear la residencia
de Hollingsworth. Mientras este último y sus prójimos escapan a través
de una salida oculta, los asaltantes derriban la puerta del taller y rom-
pen las máquinas que se encuentran en él. Después incendian el edifi-
cio, que queda reducido a cenizas en menos de una hora. Concluida su
obra, se dispersan y desaparecen en la noche.
Esa misma noche, en el pueblo de Kimberley, a pocos kilómetros
de allí, otra banda ataca un taller y destruye una docena de telares, al pa-

84
recer como represalia contra la contratación de «novicios», es decir, jó-
venes poco cualificados y obligados a trabajar por un salario de miseria.
Dos días más tarde, un carro que transporta ocho telares desde la
pequeña ciudad de Sutton-in-Ashfield, no lejos de Nottingham, es dete-
nido en el camino por una partida de hombres con el rostro ennegreci-
do que destruyen a mazazos la preciosa carga antes de prenderle fuego.
Esa misma noche, un millar de hombres procedentes de los pueblos
vecinos marchan sobre Sutton equipados con hachas, martillos y picas.
Más de trescientos de ellos van además armados con fusiles de caza y
con pistolas. Esa noche destrozan setenta telares de bastidor amplio que
pertenecen al principal fabricante del lugar, un tal Betts, que morirá con
«el cerebro trastornado» algunos días después. Los magistrados de Su-
tton, simples notables que ofician como jueces de paz, deciden recurrir
entonces a una unidad de la milicia local compuesta por una treintena
de hombres, a los cuales se suman siete dragones que pasaban por allí
escoltando a un prisionero francés. La milicia arresta a una docena de
rezagados que se habían entretenido imprudentemente en la ciudad.
Tres días después tiene lugar el funeral de John Westley en el pue-
blo de Arnold, en presencia de una muchedumbre de un millar de
obreros cuyo humor se le antoja arisco y belicoso a los soplones y a los
corresponsales de prensa que están presentes en el lugar. La vida de un
hombre para salvar una máquina de un mazazo y, lo que es más, una
máquina que roba el trabajo: los patrones han franqueado un límite
moral, lo que incrementa aún más tanto el rencor como el número
de sus enemigos, e incitará a los tejedores, persuadidos de combatir
fuerzas maléficas, a redoblar su audacia. Una compañía de dragones,
reforzada por diferentes elementos supletorios y por soplones, ha sido
enviada además desde la guarnición de Nottingham para velar por que
las exequias de Westley no se transformen en un motín.
Mientras, al término del servicio funerario, algunos tejedores se
disponen a hacer oír sus sonoras voces, lo que se escuchan son los
redobles de tambor de los dragones, que se imponen a los discursos,
despertando el rugir de los asistentes. El pastor que acaba de oficiar la
ceremonia hace que inhumen a toda prisa el ataúd en el que reposa
Westley y los magistrados ordenan la evacuación del cementerio. La
multitud se dispersa pero a regañadientes, obligada por los fusiles que
les están apuntando. Pero la cosa no acaba aquí, pues la rebelión está
gestándose en toda la región.
85
Justo después del sepelio del primer mártir del movimiento luddi-
ta, llegan a los periódicos locales cartas en las que se reivindica el des-
trozo de máquinas de los días anteriores, cartas que son reproducidas a
mano o bien grabadas y expuestas en los paneles públicos. También los
fabricantes las reciben a centenares. Todas hablan de la exasperación de
los tejedores y de su determinación a combatir. Mientras algunas están
firmadas con el nombre de Ned Ludd, unas veces «rey» y otras «capitán
en jefe» o «general» de ese ejército en la sombra, otras se suponen diri-
gidas a él o se contentan con aludir a su autoridad. Una buena cantidad
de ellas han sido supuestamente enviadas desde «la gruta de Robín de
los Bosques» o de la «oficina de Ned Ludd, en el bosque de Sherwood».
A continuación puede leerse una de las primeras, que circula en no-
viembre de 1811:

declaración extraordinaria33

Justicia, muerte o venganza


A nuestro bienamado hermano y capitán en jefe, Edward Ludd:
Considerando que, según hemos sabido —nosotros, los Agitadores
generales para los condados del norte, reunidos en asamblea para
deshacer los entuertos de los operarios mecánicos—, Charles Lacy,34
manufacturero británico de encajes de la ciudad de Nottingham,
se ha hecho culpable de diversos actos fraudulentos y opresivos
mediante los cuales ha reducido a la pobreza y la miseria a se-
tecientos de nuestros bienamados hermanos; que, por otra par-
te, ha llegado a nuestro conocimiento que el susodicho Charles
Lacy, al fabricar una malla de algodón fraudulenta, sin costuras,
ha ganado la suma de quince mil libras, arruinando así a la cor-
poración de los encajes de algodón y, en consecuencia, a nues-
tros dignos y bienamados hermanos, cuyo sustento y bienestar
dependen de la continuidad de tal industria;

33
Con el fin de no dificultar la lectura, y para contribuir a la universalidad de
los términos, he decidido no transcribir las innumerables rarezas ortográ-
ficas y de puntuación que salpican los escritos ludditas citados en esta obra
(y extraídos en su mayor parte de Kevin Binfield, Writtings of the Luddites,
John Hopkins, Baltimore, 2004), como habría sido preciso hacer desde un
punto de vista arqueológico. Asimismo, he tratado de limitar los equívocos
y las imprecisiones que podrían derivarse de sus particularidades sintácti-
cas y que podrían perjudicar la comprensión de su prosa.
34
Charles Lacy, socio durante un tiempo de John Heathcoat, era uno de los
patrones de Nottingham que más había invertido en los nuevos telares, y
que creía con una fe ciega en la introducción del maquinismo en su sector
productivo.
86
Nos parece que el susodicho Charles Lacy se ha visto incita-
do a obrar de tal suerte por los más diabólicos motivos y, en con-
secuencia y con el deseo de dar ejemplo, pronunciamos aquí la
confiscación de las susodichas quince mil libras y, por tal motivo,
autorizamos, decretamos y exigimos que Charles Lacy desem-
bolse la susodicha cantidad y la distribuya en partes iguales entre
los trabajadores que fabricaban la malla de algodón ya en el año
1807, y esto en un plazo de diez días.
En su defecto, os ordenamos que apliquéis la pena de muer-
te al susodicho Charles Lacy y os autorizamos para que distribu-
yáis entre la escuadra que habrá de ocuparse de tal menester la
suma de cincuenta libras; os conminamos a obrar de tal suerte
que la presente orden le sea presentada sin dilación a Charles
Lacy.
Noviembre de 1811 - Por orden de Thos. Death [Tomás Muerte]

Treinta años después de la insurrección londinense de 178o35 y a pesar


de la unión sagrada contra Bonaparte, la lucha de clases regresa a In-
glaterra de forma estrepitosa. En esta ocasión va a explorar las vías de
la guerrilla y de la propaganda, dos artes de la guerra que se han con-
solidado notablemente en Europa después de la Revolución francesa.
Si bien el estilo «jurídico» de esta carta —destinado a subrayar que sus
autores y sus mandantes tienen el derecho de su lado— está lejos de la
hosquedad igualitaria de un Winstanley,36 conviene que no nos engañe-
mos: como lo atestigua el guiño a la memoria popular de los célebres
bandoleros del bosque de Sherwood, esta misiva constituye sin lugar a
dudas una declaración de guerra social. Ya no se trata tanto de robar a
los ricos para dárselo a los pobres cuanto de derribar el orden de cosas,

35
En junio de 1780, una procesión de la Asociación Protestante organizada
por el escocés George Gordon había degenerado en una semana de distur-
bios. Todas las prisiones de la capital habían sido incendiadas antes de que
aquella insurrección popular sin proyecto político hubiera sido aplastada
mediante una represión feroz. A este respecto, léase la breve obra de Julius
Van Daal, Bello como una prisión en llamas, Pepitas de calabaza, Logroño,
2012. Traducción de Federico Corriente.
36
Inspirado por una visión que transcribió en su Nueva ley de la justicia, el
artesano mercero Gerrard Winstanley fue el principal portavoz de los Ca-
vadores o Auténticos Niveladores en la última fase de la Revolución inglesa
de 1642-1649. Los Cavadores intentaron aplicar su programa libertario,
hostil a la propiedad privada de la tierra, fundando comunidades rurales
que fueron rápidamente clausuradas por las autoridades del protectorado
de Cromwell. Ver Christopher Hill, El mundo trastornado, Siglo XXI Edito-
res, Madrid, 1983. Traducción de María del Carmen Ruiz de Elvira.
87
suprimiendo a la vez a los ricos y la pobreza mediante un retomo, por
muy tumultuoso que sea, a los vínculos comunitarios fraternales.
Al invocar a los manes del legendario ladrón, los honestos teje-
dores de Nottinghamshire expresan una elección: la de la ilegalidad,
nacida de un hastío con respecto a las leyes que les protegen cada vez
menos de la avidez de los empresarios y los negociantes a medida que
el capital consolida su poder fáctico y su ascendiente moral sobre la so-
ciedad inglesa gracias a su capacidad para desbaratar inexorablemente
el antiguo orden corporativo.
Pero ¿quién es entonces ese Ned Ludd, ese jefe temible, ese des-
facedor de entuertos? ¿Y qué es esa organización que capitanea y que
acaba de golpear tan duramente? En los pueblos y las barriadas obreras
los chavales tararean ya esta canción callejera:

Déjate de cantar viejas trovas del viejo Robin Hood


Poca admiración me causan ya sus hazañas
Cantaré las proezas del general Ludd
Héroe ahora de Nottinghamshire.37

Ahora bien, el general Ned Ludd no existe físicamente: es una inven-


ción de los tejedores y de los medieros, un personaje imaginario. Su
leyenda no se ha forjado a lo largo de los siglos, como la de Robín de
los Bosques, sino en pocos días, impulsada por los rumores y copando
todas las conversaciones en las cantinas y los talleres. Tal ficción no le
debe nada a esa novela histórica que está a punto de ponerse de mo-
da.38 El objetivo de los primeros ludditas consiste en crear una figura
emblemática capaz de inspirar terror a sus poderosos y ricos enemigos,
y la esperanza de invertir la relación de fuerzas entre sus hermanos
obreros.
Ciertamente, los grupos ludditas parecen considerablemente bien
organizados y el paso a la acción de los unos va a provocar la rebelión
por contagio en los otros a la escala de un vasto territorio, pues los
contactos amistosos y la emulación en el seno de las corporaciones her-
manas, que agrupan a la categoría de los obreros del sector textil, son
37
Ver, en el apéndice i, página 265, el texto integral de esta canción y es-
cuchar su versión cantada interpretada por el grupo coral inglés Chum-
bawamba en el disco English Rebel Songs 1381-1914, Mutt Records, 2003.
38
El Ivanhoe de Walter Scott, que propagará la leyenda de Robín de los
Bosques por el mundo entero, apareció en 1819, cuando ya comienzan a
enfriarse los últimos incendios de la revuelta luddita.
88
naturales y frecuentes. Pero no puede hablarse de una organización
centralizada dirigida por un hombre o por una camarilla con un proyec-
to estratégico y un dogma político bien definidos. Veremos en el trans-
curso de este relato que los conjurados ludditas difieren notablemente
de los Carbonari39 de la misma época, unos conspiradores fanáticos de
la Libertad cuya organización piramidal, rígida y compartimentada imi-
tarán los blanquistas y, más tarde, los bolcheviques. Con todo, resulta
evidente que la primera ola de destrucción organizada es el fruto de
esfuerzos coordinados que se sustentan en una determinación común
y en un método que debe más a las tácticas de los francotiradores que
a los procedimientos de los asaltadores de caminos. A este respecto,
apenas cabe ninguna duda de que ciertos tejedores, supervivientes de
las guerras continentales, han adquirido en estas una experiencia del
combate y de la disciplina militar que ahora ponen al servicio de su
propia causa.
En cuanto al nombre-estandarte de Ned Ludd, según ciertos co-
mentaristas, sería un calco del nombre de un aprendiz de tejedor que,
en otro tiempo y para vengarse de un castigo corporal que le había infli-
gido su patrón, había demolido a martillazos un telar y después habría
huido de su pueblo.40 Esta enérgica manifestación de indocilidad habría
adquirido tal reputación en la región que, cada vez que una máquina
aparecía dañada o rota, se decía maliciosamente que era obra de Ned
Ludd. Otros sugieren que el nombre de «Ludd» habría sido tomado en
préstamo a la tradición folclórica local que transmitía el recuerdo de las
proezas del rey Lud, héroe celta semilegendario del primer siglo antes
del Nazareno. Por otro lado, podría revelarse una polisemia deliberada
en el nombre del general Ludd, que mezcla la leyenda del aprendiz ven-
gador con la historia mitificada de ese rey bretón «audaz en la guerra
y alegre juerguista en tiempo de paz», como lo describe Milton en su
Historia de Inglaterra.
El movimiento luddita, nacido en Nottinghamshire, carece pues de

39
Los Carbonari, o carbonarios, eran grupos de revolucionarios muy acti-
vos en la Italia de la primera mitad del siglo XIX. Herederos de los Iguales
de Babeuf organizados a la manera de las cofradías secretas, estos feroces
anticlericales e instigadores de la insurrección aspiraban a instaurar la re-
pública en Italia. Fue en sus filas donde Garibaldi hizo sus primeras armas.
40
Es precisamente esta anécdota, extraída de la tradición oral, la que ha
inspirado el apólogo emplazado al comienzo de la presente obra.
89
partido y de doctrina, y su jefe es un fantasma.

Desde que estalla en Nottinghamshire, esta insurrección de nuevo


género adopta un estilo y un modo operatorio que se reproducirán a
una escala ampliada en otras regiones: cartas anónimas de intimida-
ción a los propietarios y a sus protectores oficiales, carteles y pasqui-
nes llamando a la insurrección, expediciones nocturnas de tipo militar,
clandestinidad basada en la solidaridad corporativa y comunitaria. Sus
objetivos y métodos no van a tardar en superar, sin embargo, la simple
reacción en defensa del empleo para transformarse en una cascada de
actos «criminales y sediciosos», como los califica la prensa de la época,
en una rebelión abierta contra el dominio del capital.
Las expediciones punitivas de los ludditas se convierten en algo
cotidiano. Contra las máquinas odiosas, sobre todo, pero en ocasiones
también contra otros bienes, como esos espectaculares incendios de
hacinas de heno que iluminan los campos propiedad de sus enemigos
declarados. La intensidad y el ritmo de las acciones ludditas no dejan
ningún lugar para la duda a los observadores en lo que se refiere a la
determinación y a la capacidad de organización de los asaltantes. Los
propietarios más inquietos temen que se trate del preludio de una insu-
rrección popular en todo el país y no ven salvación posible más que en
la más enérgica de las represiones.
Hay que señalar que la destrucción de máquinas estaba entonces
castigada por la ley con una pena de entre siete y catorce años de de-
portación a Australia, al presidio de Tasmania. El derribo de cercados,
la fractura y la redacción de cartas de amenaza eran merecedores de
la pena de muerte. Es comprensible, pues, que los ludditas en térmi-
nos generales pusieran gran cuidado en no dejar huellas susceptibles
de incriminarlos. En consecuencia, conocemos bastante mal los deta-
lles de sus operaciones en las Midlands, a menos que nos fiemos de
la prensa de la época, que sin duda les era hostil, y de los atestados de
los tribunales, a menudo lacónicos. Es fácil, sin embargo, desentrañar
el espíritu que animaba sus actuaciones, y además la popularidad de
la que disfrutaron ha dejado una huella persistente en los condados
industriales. A finales del mes de noviembre de 1811, los magistrados
de Nottingham apelan consternados a la autoridad real y publican a tal
efecto la siguiente declaración:

90
Reina un inadmisible espíritu de tumulto y de rebelión. Gentes
armadas penetran en los hogares, se rompen multitud de telares,
la vida de los que se oponen a la destrucción se ve amenazada,
se roban armas, se incendian hacinas de heno y se destruyen
bienes privados; se recolectan contribuciones en nombre de la
caridad, aunque en realidad son producto del terror.

Pero las jeremiadas de los notables y el envío por parte del gobierno de
tropas destinadas a reprimir los disturbios por la fuerza no sirven de
nada: la destrucción de máquinas se multiplica en la región. En Not-
tinghamshire, son machacados o incendiados cerca de otros ciento cin-
cuenta telares desde finales del mes de noviembre hasta el fin de año de
1811. Los destrozos vuelven a producirse en Leicestershire y Derbyshire,
donde una cincuentena de máquinas son destruidas en las localidades
de Shepsed y de Ilkeston. En una carta al Home Office, el secretario de
la asociación de fabricantes de Nottingham, George Coldham, se queja
del «terror» que siembran los ludditas en la región y habla de «ocho-
cientas máquinas destruidas» desde el comienzo de los disturbios en
marzo, estimando su valor en «ocho mil libras», aunque tiene más que
motivos para exagerar y dramatizar la situación, pues en la misma carta
reclama una intervención más severa de la tropa. El 28 de diciembre de
18x1, tampoco el corresponsal en Nottingham del Leeds Mercury vacila
en escribir de manera premonitoria, aunque prematura en todo caso,
que «la situación insurreccional en la que se encuentra este país no
tiene equivalente desde los turbulentos tiempos de Carlos I» [es decir,
de la guerra civil que le costó la cabeza a este último...].
Preocupados por financiar su combate, los ludditas van de pueblo
en pueblo a fin de solicitar una ayuda financiera entre sus hermanos
tejedores, recordándoles a veces con una firmeza amenazante sus de-
beres de solidaridad, como en el caso de este aviso de llegada pegado a
la puerta de un taller rural:

Señores:
Ned Ludd os envía saludos y espera que entreguéis una pequeña
suma con el fin de mantener a su ejército, pues conoce bien el
Arte de romper las máquinas odiosas. Si estáis conformes con
este aviso, todo irá bien; si no, vendré a visitaros en persona.
Edward Ludd

También se echa mano de los grandes granjeros. De buena o de mala


91
gana, deben entregar a los ludditas víveres y dinero con el motivo de
que estos últimos «no ven por qué ellos deberían morirse de hambre
mientras que los bienes abundan a su alrededor». Las expediciones
nocturnas se llevan a cabo con una audacia creciente. Más de veinte
máquinas, por ejemplo, son destruidas en Basford, a menos de diez
metros del lugar en el que se encontraban un magistrado y un peque-
ño destacamento de dragones. Los ludditas actúan unas veces discre-
tamente y otras causando un gran estrépito. Peor para los fabricantes
que intenten oponerse a sus devastaciones: o bien se ven rudamente
vapuleados o bien deben huir ante el sable y la pistola.
Cerca de novecientos jinetes y más de mil soldados de infantería
llegan a Nottingham a las órdenes del general Dyott. Se trata de una
fuerza considerable, a la cual se suman numerosos auxiliares suminis-
trados por las milicias locales, más o menos fiables. Puesto que los dis-
turbios persisten, el gabinete envía a Nottinghamshire quinientos sol-
dados suplementarios y dos magistrados londinenses, acompañados de
agentes de ese cuerpo que hace las veces de policía política, encargados
por el Home Office de supervisar las operaciones represivas. Nottin-
gham se asemeja a una ciudad en estado de sitio. Se prometen grandes
recompensas a quienes permitan el arresto de los ludditas.
Pero estos últimos siguen siendo inaprensibles. Nadie se arriesga
a denunciarlos. Ni los registros nocturnos ni los interrogatorios enér-
gicos, ni las promesas de amnistía ni las recompensas, nada sirve de
nada. Nadie habla. Pululan los soplones, pero las bocas se mantienen
cerradas y, conforme a las declaraciones del gobernador militar local,
los policías «trabajan en la más completa oscuridad». Cuando el fin de
año se va acercando, se toman dos medidas para intentar remediar la si-
tuación: el príncipe regente ofrece primas y perdones a los denuncian-
tes de los rompedores de máquinas; el alcalde y el consejo municipal
de Nottingham deciden crear un Comité corporativo, dotado de dos mil
libras de presupuesto y encargado de reprimir las exacciones de los lu-
dditas. El 23 de diciembre de 1811, pegada en los muros de las calles de
Nottingham, aparece una proclamación en respuesta a tales iniciativas
de los enemigos de Ludd:

Por la presente, licenciamos a todo aquel que, habiendo sido


empleado por mí, haya provisto de cualquier información sobre
la destrucción de máquinas bien al secretario del ayuntamiento,
bien al Imbécil Comité Corporativo; cualquier persona de la que
92
se sepa que ha ofrecido tales informaciones, o que haya intenta-
do hacerlo, será castigada con la muerte; y de igual modo, todo
policía del que se sepa que ha llevado a cabo cualquier tipo de
investigación con el fin de perjudicar a la Causa de Ned, o a cual-
quier otro miembro de su ejército, será pasado por las armas.
En nombre de Ned Ludd

La pasma se enfrenta a un apoyo popular indefectible y a una organiza-


ción clandestina impenetrable. Es esta dificultad para infiltrarse o para
corromper a los ludditas la que va a alertar a las autoridades, al punto de
que algunos parlamentarios declaran que las sociedades secretas luddi-
tas están dirigidas por un solo comité secreto, a su vez manipulado por
espías de Bonaparte. Con mayor o menor convicción en su paranoia,
denuncian un complot que tendría como objetivo la ruina del reino con
el fin de mantener Europa bajo el yugo del tirano corso y facilitar una
invasión de su Gran Ejército.
Sin duda, el general Ludd cuenta con emisarios que surcan los
campos de los tres condados de las Midlands en busca de émulos, de
armas y de subsidios, pero el movimiento puede pasar perfectamente
de una dirección centralizada y aún más del apoyo extranjero. Las con-
signas no proceden de jefes iluminados, sino que circulan horizontal-
mente, inspiradas por el sentido común y por una determinación sub-
versiva espontánea. La asombrosa disciplina de los rebeldes responde a
las necesidades de un combate conducido por iguales que nada tienen
que ver con una estricta jerarquía ni con una perfecta conformidad con
ningún tipo de ortodoxia política o teológica. El «ejército» del «general»
Ludd es de hecho el resultado de pequeños grupos locales compuestos
por tejedores y por sus familiares, por lo general más bien aislados en
sus pueblos. Gracias a sus contactos mutuos, dichos grupos tejen una
red informal que se va extendiendo al ritmo de las hazañas ludditas que
saltan a los titulares, mientras se pone en circulación una retórica y una
táctica propiamente ludditas. Mezclando la leyenda del desfacedor de
entuertos Ludd y de su ejército con métodos de guerrilla ensayados en
Nottinghamshire, «el arte de romper máquinas odiosas» despierta un
auténtico entusiasmo entre los pobres.

Frente al contagio luddita, que parece tomarse un descanso durante las


navidades antes de retornar con más brío al año siguiente, extendién-
dose a la vez a los condados industriales del norte, los gobernantes y los
93
beneficiarios de la Revolución Industrial pierden su célebre flema. En
modo alguno es la eventualidad de un improbable complot lo que ator-
menta a los más clarividentes, sino más bien la evidente solidaridad de
los tejedores rebeldes y la popularidad de su causa entre las clases bajas.
Ahora Nottinghamshire hierve de soldados, de milicianos y de vi-
gilantes a sueldo de los fabricantes o de los grandes terratenientes, los
cuales tienen bastantes motivos para temer que una insurrección cam-
pesina venga en auxilio de la rebelión y acabe con el pillaje de sus bie-
nes y el reparto de sus dominios. En los pueblos en los que trabajan, los
tejedores y los medieros se codean en efecto con todo un proletariado
rural hostil a los señores de la tierra, que han conservado en Inglaterra
diversos privilegios feudales. Al contrario de lo que ocurre en Francia,
que en fechas recientes ha dado ejemplo mediante su completa aboli-
ción jurídica. Los vagabundos y los bohemios, los rateros y los bribo-
nes, muy numerosos por los caminos, también amenazan con unirse
al levantamiento anunciado. Los accesos a las fábricas se guarnecen
con guardias mientras los soldados patrullan de un pueblo a otro. Las
expediciones nocturnas cesan poco a poco. Pero la tregua no va a durar
mucho tiempo.
A pesar de haber tomado medidas defensivas, los fabricantes no
están completamente tranquilos y muchos de ellos se ven obligados
a ceder frente a reivindicaciones tan enérgicamente formuladas. Di-
chos fabricantes están muy lejos de tomarse a la ligera las amenazas
de muerte que reciben todos los días. Una de esas cartas anónimas,
expedida el 16 de febrero de 1812, previene de la siguiente manera a sus
destinatarios, todos ellos fabricantes de medias:

Caverna de Robín de los Bosques


A la atención de los señores Trevit, Biddles y Bowler, y a cuales-
quiera otros implicados en prácticas similares:
Nos produce inquietud saber que tanto usted como sus ve-
cinos Biddles y Bowler continúan oponiéndose al bien público
fabricando malos artículos mediante telares de prensa única o de
cadena de doble sentido.
¿Piensan que debemos ser combatidos, nosotros que nos he-
mos enfrentado a tantas dificultades y arriesgado nuestras vidas
por el bien de la Corporación? ¿Que nuestros pasados desvelos
no tendrán ningún efecto a causa de su mezquina obstinación?
Pues no, ténganlo por cierto. Tal vez piensen que sus telares es-
tán a buen seguro bajo la protección de tantas fuerzas militares y

94
civiles, que nada tienen que temer y que pueden desafiarnos con-
fiando en su completa impunidad. Deberían entender, sin em-
bargo, que se puede recurrir a otros métodos de revancha cuan-
do la destrucción de máquinas no resulta factible. Pues nuestros
pasados esfuerzos no habrán de quedar en nada. A tal fin, es
preciso informarles de lo que les ocurrirá a aquellos de ustedes
que persistan en producir los artículos susodichos. Sepan, para
su tranquilidad, que no habrá de perecer ningún niño, pero que
si así fuera, no habría que culpamos a nosotros, sino a su propia
obstinación. Siempre hemos manifestado nuestra disposición a
no atentar contra la vida, y con mayor razón contra la sangre ino-
cente. Tal vez piensen que no seremos capaces de incendiar sus
residencias, pero los medios que utilicemos serán tan eficaces
que las llamas se alzarán en un instante hasta el último cuarto
de sus casas. La composición que emplearemos será una mezcla
de esencia de trementina, de alquitrán y de pólvora de cañón.
Una cantidad adecuada de dicha mezcla extendida en el umbral
de sus hogares y encendida aplicando un poco de papel nitratado
hará que la deflagración se produzca de forma inmediata. Pero
existen muchos otros medios de venganza, todos igual de peli-
grosos para la vida y que serán empleados allá donde este méto-
do no resulte practicable. A fin de evitar tales males, tengan en
consideración esta advertencia, por la que se les concede catorce
días para dejar de utilizar los telares de cadena, etc., antes de que
pasemos a la acción.
Joe Firebrand [Joe el Agitador]

El 30 de noviembre, una cincuentena de patrones de la región acepta a


regañadientes aumentar los salarios a destajo a razón de seis chelines
por cada docena de medias de seda. Acto seguido, un gran fabricante,
propietario de trescientos telares, concede un aumento de un chelín
por cada docena de artículos de algodón. Otros aceptan negociar con los
obreros a fin de ganar tiempo, pero en principio sin hacer concesiones.
Pero son muchos los fabricantes que estiman que la satisfacción de las
exigencias ludditas no puede sino llevarles a la quiebra y presionan a
las autoridades para que intervengan de forma aún más vigorosa. Uno
de ellos, por ejemplo, rehúsa toda conciliación y exige que se suprima
el secreto de correspondencia, que se aplique la ley marcial y que, a
modo de severo ejemplo, se cuelgue a algunas decenas de tejedores de
las farolas más altas.

95
Las tejedoras mécanicas, odiosas para los tejedores,
tal como se han conservado en Nottinghamshire
Que la rotura de un telar a la
rotura de huesos conduzca

A
pesar de la resistencia luddita, y no obstante ciertos aumentos
salariales arrancados gracias a ella a algunos fabricantes, la in-
digencia de los pobres sigue siendo flagrante en las Midlands.
El precio de los productos alimentarios alcanza su punto más elevado
en todos los lugares del país: la hogaza de pan cuesta ahora un chelín
y medio; los precios de otros productos de primera necesidad, como el
té, el azúcar o las materias grasas se han duplicado, e incluso triplicado.
Los ingresos de los obreros no cesan, sin embargo, de bajar. La apari-
ción de las fábricas y de las nuevas máquinas acarrea una disminución
general de los salarios, así como el desempleo de muchos, consecuen-
cia de las numerosas quiebras y de la mecanización de las tareas.
A partir del 3 de enero recomienza la destrucción de máquinas, y a
un ritmo aún más elevado que en noviembre. La experiencia adquirida
entonces y la creciente aprobación de la población se traducen en una
persistente impunidad. La región entera ha pasado de la efervescencia a
la rebelión, cosa que no desmiente el corresponsal del diario londinen-
se Annual Register en enero de 1812:

El cuidado que ponen [los ludditas] en la elaboración de sus pro-


yectos y la destreza con la que los ponen en práctica son tales que
se ha revelado imposible identificar a los autores. Se reúnen y se
dispersan en un instante en cuanto han satisfecho sus designios.
Tienen la disciplina de un ejército regular y son dirigidos por
cierto jefe, bajo cuyo estandarte han jurado vencer o morir.

Así pues, la Corona se apresura a mandar nuevas tropas a la región: dos


regimientos de infantería son enviados desde el lejano Devon, lo que
eleva el número de soldados movilizados contra los ludditas a cerca de
cuatro mil. El continuo desplazamiento de soldados, tanto de día como
de noche, da a la región el aspecto de un país en guerra, pero los luddi-
tas multiplican sus exacciones y siguen resultando inaprensibles. Por
otro lado, los enfrentamientos armados entre estos últimos y la tropa
son bastante raros. Desde luego, en ocasiones se produce el intercam-
bio de disparos y de injurias a las puertas de los talleres que guardan los
97
milicianos, pero habitualmente los insurrectos evitan la confrontación
directa.
A finales del mes de enero se experimenta una aceleración de los
sabotajes y de los disturbios en Nottinghamshire que coincide con los
primeros asaltos ludditas en Yorkshire y, como se verá más adelante, en
Lancashire. El 23 de enero, veintidós telares son reducidos a chatarra
en Lenton, a las puertas de Nottingham; y dos días después, veintisiete
en Clifton y otros catorce en Ruddington corren la misma suerte. El día
25 tienen lugar no menos de cuatro incursiones ludditas en los alrede-
dores de Nottingham. Mientras una banda de ludditas se entrega a la
esmerada demolición de treinta y siete máquinas en dos pueblecitos
vecinos, en la otra ribera del Trent salta la alarma en la ciudad y todos
los puentes son bloqueados por destacamentos de húsares y milicianos.
Pero es en vano, pues llevada a cabo su fechoría, los rompedores de
máquinas se han hecho con una embarcación a bordo de la cual han
logrado escabullirse sin tropiezo alguno.
La demostración de fuerza del Estado tiene, con todo, el efecto de
restringir el campo de acción de los ludditas y las expediciones noctur-
nas se limitan ahora a los pueblos más aislados. A partir de febrero se
vuelven cada vez más esporádicas, mientras se multiplican las redadas
a ciegas entre los pobres. La mayoría de los desgraciados que son arres-
tados por los magistrados y sus constables no han pintado nada en las
acciones ilegales. Pronunciar palabras sediciosas, una mirada arisca,
encontrarse en mal lugar en un mal momento: esto es todo lo que hace
falta para que a uno lo detengan. Así, por ejemplo, un magistrado veni-
do desde Londres arresta en una aldea obrera a «un fanático bien cono-
cido de nombre Waplington». Pero, en realidad, es el tonto del pueblo
al que se llevan los constables, lo que provoca la hilaridad de los autócto-
nos. En la mayoría de las ocasiones, los soldados no llegan sino una vez
concluida la batalla para constatar la huida de los asaltantes y recoger
los restos de los telares saqueados, y volverse enseguida por donde han
venido bajo los abucheos de los críos y las pullas de las ancianas.
El celo que ponen en su tarea permite, sin embargo, a las fuerzas
del orden llevar ante los tribunales a una decena de pordioseros y de
obreros sospechosos de pertenecer al ejército de Ned Ludd. El proceso
está previsto para el mes de marzo.

Entretanto, el gobierno conservador presenta el 14 de febrero de 1812


98
una proposición de ley que instituye la pena de muerte por la destruc-
ción de máquinas, que rápidamente es adoptada por la Cámara de los
Comunes casi de forma unánime. El día 27 le llega el turno de analizar
el texto a la Cámara de los Lores. Solo un hombre, en esta vetusta asam-
blea, va a oponerse a él. Pero no se trata en modo alguno de un cual-
quiera: es un joven poeta, todavía poco conocido como tal y aquejado
de un pie varo, y es la primera ocasión, en los tres años que comparte
escaño con los pares del reino, que se le oye pronunciar un discurso. Se
llama George Gordon, alias lord Byron, y él mismo es heredero de una
hacienda en Nottinghamshire…
La elocuencia del impetuoso bardo no bastará para convencer a los
lores de no castigar duramente a la canalla insurrecta, pero el discurso
indica que la causa de los rompedores de telares ha encontrado apoyo
entre los espíritus más nobles del país. Y aunque Byron no irá a arries-
gar su vida a las regiones industriales en rebelión, tal como hará en la
Grecia insurrecta doce años más tarde, es fácil reconocer que expresa el
punto de vista de la juventud más interesante. He aquí algunos extrac-
tos de su proclama ante los ricos en defensa de los pobres:

Durante mi breve estancia en Nottinghamshire, no pasaban


ni doce horas sin que se produjera algún nuevo acto de violencia;
y el día en que dejé el condado, se me informó de que cuarenta
telares habían sido destruidos la noche anterior, como es habi-
tual sin resistencia y sin que se descubriera a los responsables.
Tal era entonces la situación del condado, y tengo motivos
más que sobrados para creer que sigue siendo la misma en este
momento. Pero si bien es preciso admitir que tales ultrajes se
producen con una amplitud alarmante, tampoco puede negarse
que han sido engendrados por una situación de desamparo sin
precedentes: la perseverancia de esos pobres miserables actuan-
do de tal suerte demuestra que solo la más absoluta de las ne-
cesidades ha podido conducir a un vasto conjunto de personas,
otrora honestas e industriosas, a cometer excesos tan peligrosos
para ellos mismos, para sus familias y para su comunidad.
[...] Los propietarios de los telares mejorados han sufrido
daños considerables. Tales máquinas resultaban ventajosas para
ellos en el sentido de que suprimían la necesidad de emplear a
un gran número de obreros, los cuales se veían, en consecuen-
cia, condenados al hambre. [...] Es preciso señalar, sin embargo,
que el trabajo así ejecutado es de calidad inferior, que el producto
resulta invendible en el mercado interior y que no tiene salida
en la exportación. En la jerga de los tejedores, es lo que se llama
un «trabajo de araña». Los obreros despedidos, en la completa
99
ceguera de su ignorancia, en lugar de acoger con alegría estas
mejoras técnicas tan beneficiosas para la humanidad, han creído
entender que se les sacrificaba en aras del progreso de la mecá-
nica. En su insensatez, han imaginado que la subsistencia y el
bienestar de los pobres industriosos tenían mucha mayor impor-
tancia que el enriquecimiento de ciertos individuos gracias a la
mejora de las herramientas de la profesión.
[...] Decís de estos hombres que forman un populacho re-
voltoso, que están desesperados y son peligrosos e ignorantes, y
parecéis pensar que la única manera de hacer callar a la bellum
multorum capitum [la multitud en estado de guerra] es cortar
algunas de sus superfluas cabezas. [...] ¿Somos conscientes de
nuestras obligaciones con ese populacho? Es el populacho que
labra vuestros campos y sirve en vuestras mansiones, y donde se
recluta a vuestra armada y a vuestro ejército. Os permite desafiar
al mundo entero, ¡y a su vez puede desafiaros si la negligencia
y la calamidad lo empuja a la desesperación! Bien podéis llamar
populacho al pueblo, pero no olvidéis que el populacho expresa a
menudo los sentimientos del pueblo.
¿No hay ya bastante sangre en vuestro código penal, que
necesitáis derramar aún más, al punto de que alcance los cielos
y de testimonio en vuestra contra? ¿Erigiréis cadalsos en todos
los campos y colgaréis en ellos a los hombres como si fueran
espantapájaros? ¿O bien os dedicaréis a diezmar a la población
(como, en efecto, sería preciso hacer para poder aplicar esta me-
dida)? ¿Vais a instaurar la ley marcial, y despoblar y sembrar así
el vacío a vuestro alrededor? ¿Tenéis intención de replantar el
bosque de Sherwood para donárselo a la Corona, restableciendo
de tal modo su antigua condición de coto de caza real y de asilo
para forajidos? ¿Son estos, remedios para un pueblo hambrien-
to? ¿Impresionará vuestro cadalso a esos pobres diablos faméli-
cos que ya se han enfrentado a vuestras bayonetas? Cuando la
muerte resulta un alivio, y además el único alivio que parecéis
estar dispuestos a concederles, ¿pasaréis a esas gentes por el sa-
ble para que conozcan al fin lo que es la tranquilidad? Y lo que
vuestros granaderos no hayan conseguido, ¿habrá que dejarlo en
manos de vuestros verdugos?

El 5 de marzo, la aristocracia reunida en asamblea aprueba definiti-


vamente la ley homicida: la destrucción de máquinas se erige como
crimen capital, una disposición legislativa que abre el camino a la más
sangrienta de las represiones. A la interminable guerra extranjera se
suma pues ahora tina suerte de guerra civil larvada, por más que la
rebelión luddita no haya costado todavía la vida de ningún patrón ni de
ningún representante del Estado. Frente a la violencia insurreccional
—todavía mesurada— que amenaza con extenderse, y que en efecto
100
se extenderá, las clases propietarias han optado por el asesinato legal,
contradiciendo así el discurso oficial de cohesión nacional en tiempo de
guerra. De tal modo, sustituyen definitivamente por la coerción el anti-
guo paternalismo que regía las relaciones entre clases y ofrecía —entre
dos motines, entre dos dragonadas— alguna protección a los pobres.
Los modemizadores del beneficio y los beneficiarios de la Revolu-
ción Industrial captaron pronto el sentido del asalto luddita, tan brutal-
mente real: no pueden ignorar que, más allá del empleo de las máqui-
nas, el objetivo es el dominio todavía inestable de su propia clase. Más
que un ruinoso retorno al pasado, temen una conmoción del orden
social como el que Francia ha estado a punto de conocer durante los
momentos más extremos de la Revolución. Frente a semejante envite,
perciben que las concesiones no pueden sino debilitarlos y que no tie-
nen otra opción que destruir a sangre y fuego la rebelión.
La ley que acaba de ser aprobada es una declaración de guerra con-
tra los pobres, que Byron comenta con amarga ironía en su Oda a los
autores de la ley sobre los rompedores de máquinas (sin firmar) aparecida
en las columnas del Moming Chronicle del 2 de marzo de 1812:

¡Bravo, bien hecho Lord Eldon! ¡Y aún mejor, Ryder!


Gran Bretaña prosperará con aportaciones como las suyas;
Hawkesbury, Harrowby41 nos sirven de ayuda para guiarla.
Sus podones son de las que si no matan, curan.
Esos villanos, los tejedores, ya creciditos y contestatarios
Piden socorro por caridad;
Así, pues, colgadlos arracimados en las paredes de las fábricas.
Eso pondrá fin a tantos errores.42

41
El de «barón de Hawkesbury» era el primer título de lord Liverpool, mi-
nistro de la Guerra que se convertirá en primer ministro en mayo de 1812
tras el asesinato de Spencer Perceval, y que seguirá siéndolo hasta 1827;
lord Harrowby (hermano mayor de Richard Ryder, entonces ministro del
Interior, que será reemplazado en la remodelación ministerial de mayo por
lord Sidmouth, cuñado del canciller lord Eldon) había sido amigo íntimo
de Pitt y seguía siendo uno de los jerarcas del partido tory; en 1812 será
nombrado presidente del Consejo privado del rey y se mantendrá como tal
hasta 1827, del mismo modo que lord Eldon seguirá a cargo de los asuntos
judiciales hasta la misma fecha... Estos jefes de la facción más reaccionaria
del partido tory habían entrado en el gobierno en la época de Pitt el Joven,
a finales del siglo anterior. Pero como puede verse, estos oligarcas conser-
vadores sabían conservar muy bien sus puestos, por más que la Revolución
Industrial estuviese cambiando de arriba abajo la fisonomía del país.
42
Lord Liverpool señaló la noche del jueves que los disturbios de Nottin-
101
Quizás evite que roben los bribones,
—y como los perros seguramente no tienen qué comer—
Les podemos colgar por romper bobinas
Y les ahorraremos dinero y carne al Estado.
Es más fácil fabricar personas que maquinaria
Y más valiosa la mercancía que una vida humana.
¡Los ahorcados en Sherwood realzarían el escenario para
Demostrar cómo el comercio y la libertad prosperan!
Hoy la justicia acorrala a los miserables.
Granaderos, milicianos, policías londinenses,
Veintidós regimientos, verdugos en cantidades notables,
Instigados por los magistrados, hacen arrestos draconianos.
Ciertos lores deseaban recibir de los Jueces de la Nación
El consejo, pero tal cosa fue en vano:
Liverpool rehusó tamaña concesión.
Y helos aquí condenados sin juicio.
Algunos seguramente han pensado que era vergonzoso,
Cuando el hambre llama y la pobreza gime,
Que la vida se deba valorar en menos que una tejedora,
Y la rotura de bastidores a la rotura de huesos conduzca.
Si así fuese probado, confío, con esta muestra,
(¿Y quién rechazaría participar en la esperanza?)
Que los bastidores de los tontos deberían ser los primeros en ser
/rotos,
Quien, cuando se le pide un remedio, lanza una soga.

En cuanto a los ludditas, reaccionan con la más extrema virulencia al


voto que los destina al verdugo. Incluso mientras la ley sobre la des-
trucción de máquinas está siendo debatida en el Parlamento, en las
Midlands prosiguen las expediciones ludditas. La Nottingham Review
informa del siguiente incidente acontecido el 21 de febrero:

Alrededor de las cinco de esta madrugada y en esta misma villa,


un grupo de hombres ha hecho irrupción a través de una venta-
na en el domicilio del señor Harvey y, mientras algunos de ellos
vigilaban a los miembros de la familia, otros han penetrado en el
taller y destrozado cinco bastidores de hacer encaje, todos ellos de
gran valor. Uno de ellos medía setenta y dos pulgadas de ancho.
Dos telares han quedado intactos, y se supone que se han salvado
gracias a una vecina que se ha puesto a gritar auxilio, lo que ha
provocado un disparo [por parte de los asaltantes] para hacerla
callar. El señor Harvey tenía en su casa un mosquete y dos pis-
tolas, de las que se han apoderado los rompedores de máquinas.
Cuando salían por donde habían entrado, algunos testigos han
gham tienen su origen en un error (nota de Byron).
102
creído que la ronda de noche les esperaba abajo para llevarlos a
prisión; pero en realidad se trataba de veinticinco compañeros
suyos, armados y vestidos con amplios sobretodos militares, uno
de los cuales portaba un gran estandarte y que —se supone— era
el jefe de dicho grupo.

Una petición luddita invoca, con una indignación falsamente ingenua,


una carta firmada por Carlos II ciento cincuenta años antes y que esti-
pulaba que «los tejedores están habilitados para romper y destruir cual-
quier telar o cualquier otra máquina que sirva para fabricar artículos
de manera fraudulenta y engañosa, y también para destruir todos los
bienes fabricados de tal suerte, sean estos cuales sean».
Los autores de esta solemne «Declaración de los tejedores», envia-
da desde la «oficina de Ned Ludd en el bosque de Sherwood», no temen
censurar una ley votada por el Parlamento:

Considerando que un puñado de manipuladores, bribones y


gentes privadas de escrúpulos han logrado que se adoptara, en
el vigésimo octavo año de reinado de nuestro actual soberano
el señor Jorge IV, una ley por la que se estipula que cualquier
persona que entre a la fuerza en toda casa o taller, o en cualquier
otro lugar, con el fin de romper y destruir telares será reconocida
como culpable de un crimen; y puesto que estamos totalmen-
te convencidos de que dicha ley fue aprobada de resultas de las
más fraudulentas y corruptas maniobras electorales y de que el
honorable Parlamento de Gran Bretaña ha sido engañado en lo
que respecta a los motivos e intenciones de las personas que han
impulsado la aprobación de tal ley; nosotros los tejedores decla-
ramos por la presente que la susodicha ley es nula a todos los
efectos, pues, mediante su aprobación, se autoriza que personas
infames e inicuas fabriquen productos fraudulentos y engañosos
para deshonra y mina total de nuestra Corporación. Y declara-
mos que la carta arriba mentada se halla tan en vigor como si la
tal ley no hubiera sido nunca adoptada. Y por la presente decla-
ramos a todos los fabricantes de géneros de punto y propietarios
de telares que romperemos y destruiremos toda clase de telares
que sirvan para fabricar artículos de mala calidad y que permitan
dejar de pagar los precios habituales aceptados hasta el día de
hoy por los maestros y los oficiales; es decir, todos los telares de
prensa única, todos los telares arrendados y utilizados fraudulen-
tamente, y que no paguen el precio convenido en 1810.

Este llamamiento a la desobediencia civil y al ilegalismo sugiere, a la


manera del reformador radical John Cartwright en las columnas de la

103
Nottingham Review del 17 de enero de 1812, que si los propios tejedores
hubieran podido legislar, «se habría evitado la desgracia» de la bajada
de los salarios y la subida del precio de los productos alimenticios. Un
cuerpo legislativo que no representa más que a los ricos, y tan notoria-
mente corrompido, no podría tener la menor legitimidad y menos aún
libertad para abolir el derecho consuetudinario.
Bien es cierto, sin embargo, que los ludditas más implicados en el
movimiento de resistencia no se preocupan tanto del derecho como de
la justicia social, sin duda una noción aún vaga en los albores del movi-
miento obrero, pero que en todo tiempo ha alimentado confusamente
los sueños de los pobres.
Ya el 22 de febrero, día en que se vota la ley, el general Ludd vuelve
a tomar la pluma para dirigir directamente al primer ministro, Spencer
Perceval, una advertencia de lo más premonitoria:

Campamento de Sherwood
Señor:
Mi primer deber, y el más importante, es informarle a usted —y
le ruego que haga otro tanto entre sus colegas y los del Regen-
te— de que, a consecuencia de los grandes sufrimientos de los
Pobres, cuyas quejas no han recibido ni la menor consideración
por parte del Gobierno, me veo en la necesidad de llamar de nue-
vo a la acción (no solo para destruir otros muchos telares) a mis
bravos Hijos de Sherwood, los cuales están más que dispuestos,
pues han jurado ser sinceros y fieles vengadores de los errores
de su país. He esperado pacientemente por si se adoptaba alguna
medida parlamentaria para aliviar su desamparo bajo todas sus
formas; pero la mano de la conciliación se ha cerrado y mi pobre
y afligido país no ve ni un solo rayo de esperanza: esa ley que nos
castiga con la muerte solo puede ser considerada con desprecio y
combatida con medidas igualmente vigorosas; y los señores que
la han ideado habrán de arrepentirse por ello, pues si se sacrifica
la vida de un solo hombre, ¡la respuesta será sangre por sangre!
Si por ventura alguien va a pedirle cuentas, no podrá decir que
no le había hecho llegar esta advertencia de muerte.
El honorable general Ludd

Este imprecador no tiene el estilo de Byron, pero amonesta sin rodeos


y sin tibiezas a ese político anodino y rechazado por todo el pueblo que
dirige el gabinete tory. Como representante de una profesión, e inclu-
so de la multitud de los pobres, este Ludd habla con toda legitimidad

104
en nombre del bien público, y no de los simples intereses de una cor-
poración martirizada. Esta concienciación le da el tono a la sucesión
de acontecimientos que se desarrollarán en Yorkshire, y sobre todo en
Lancashire. Ya no se trata de limitarse a la destrucción de unas cuan-
tas máquinas: las instituciones, los gobernantes y los propietarios son
designados como objetivos de la venganza popular, y su poder se ve
desafiado. Los días de Perceval, en efecto, están contados.
Durante la primavera, se acentúa el tono cada vez más político y
cada vez menos corporativo de las misivas ludditas de Nottinghamshi-
re, mientras que sobre el terreno se instaura una suerte de tregua arma-
da. A finales del mes de abril de 1812 circula por el condado un poema
en el que se felicita a Ludd por su coraje y su eficacia y donde se le
exhorta a desembarazar al país del primer ministro Perceval:

Tu causa es buena, Ned Ludd, sé bienvenido


Y haz de ese Perceval tu blanco,
Pues una ley reciente ha establecido
Que romper un telar lleve al cadalso.
Con mano diestra mata al patrón,
Pues todos son igual de malvados.
Por su ley te cuelgan del pendón,
¡No desfallezcas y seremos salvados!
Acaso también tú seas ahorcado,
Como se hace con los que máquinas destruyen,
Así que, muchacho, blande el acero afilado
De tu espada y no des tregua a los que huyen.
Listos estamos para unimos a tu causa
Y a responder siempre a tu llamada.
La sangre pútrida verteremos sin pausa
De cualquier tirano y de su camada.
P. S. ¡Ay del que se burle de este verso!
Pues correrá la suerte de los tiranos.
Ned está en cada rincón del universo
Y tiene mil ojos, mil oídos y mil manos.

Por mera coincidencia, un par de días después Perceval es asesinado


de un tiro a bocajarro en el vestíbulo del Parlamento, en Westminster.
El asesino es un tal John Bellingham, un comerciante en quiebra que
tiene a las autoridades inglesas por responsables de sus infortunios. Al
grito de «¡Toma, pedazo de cerdo!» mientras apretaba el gatillo, Bellin-

105
gham se cobraba así venganza. Presenta indicios de demencia y nunca
se mostrará muy locuaz, limitándose a declarar durante el proceso que
se había sentido en su derecho de ejecutar al representante en jefe de
quienes le habían privado de una justa reparación.43 Es poco probable
que haya actuado en connivencia con alguna conspiración política, y
menos aún con los ludditas de las Midlands, pero de lo que no cabe
duda ninguna es de que ha llevado a cabo sus amenazas y cumplido su
profecía, algo que no deja de impresionar a la imaginación del pueblo.
La impopularidad de la víctima era tal que en todos los rincones del país
se celebran fiestas y los pobres, exultantes, beben y vuelven a beber a
la salud del asesino. En Nottingham, para celebrar el acontecimiento,
la multitud alborozada desfila al son de la fanfarria por las principales
calles de la ciudad.
Pero de inmediato lord Liverpool sucede al difunto jefe del gobier-
no para proseguir la misma política reaccionaria y belicosa. Y la crisis
económica continúa agravándose en una atmósfera social cada vez más
tensa. Una canción escrita en Derbyshire, «La lucha por el pan», da su
aprobación a la respuesta luddita y también testimonio de la miseria y
de la represión que se han abatido conjuntamente sobre las poblaciones
obreras:

Buenas gentes, os ruego escuchéis mis palabras


Y, por favor, no las tengáis por sediciosas,
Pues los grandes hombres de hoy me han machacado
Y me encuentro muy gravemente herido.
Pues cierto es, tanto en Derby como en Nottingham,
Que a los pobres encierran en sombrías prisiones.

43
Durante un viaje de negocios a Rusia en 1803, este comerciante de pro-
ductos del mar originario de Liverpool había sido arrestado por la policía
del zar por un oscuro asunto de fraude a la compañía de seguros. Se supo-
nía, al parecer, que se había hundido un cargamento en el mar Blanco, pero
la Lloyds se negaba a cubrir las pérdidas. Encarcelado durante seis años sin
que la embajada de Inglaterra llegase a intervenir en ningún momento,
John Bellingham fue llenándose de resentimiento contra su propio país.
De vuelta a Inglaterra y completamente arruinado —su negocio había que-
brado durante su encarcelamiento—, Bellingham envió en vano una peti-
ción tras otra a las autoridades, y en particular al primer ministro, a fin de
obtener una indemnización, tras lo cual decidió cometer un ministricidio
que parece haber sido cuidadosamente premeditado. Héroe popular a su
pesar, será ejecutado una semana después de un atentado que constituye
un acontecimiento único en su género en la historia del reino.
106
Se dice, si mal no lo he entendido, que Ned Ludd
Ha destruido un millar de esos telares malditos.
No es cosa mala, pues ya no hay faena
Y los pobres de toda condición mueren de hambre.
Si acaban por robar, se les encierra
Y, en nombre de las leyes nacionales, se les cuelga.

El primer asalto luddita, localizado en las Midlands, irá difuminándo-


se a partir del proceso a los diez hombres acusados de la destrucción
de máquinas que se desarrolla en Nottingham en marzo de 1812. Para
estas fechas varios centenares de telares han sido arrasados en la re-
gión por el tomado luddita; la mayoría de los fabricantes más odiados
han sufrido la venganza de los tejedores y ahora saben a qué atenerse.
Muchos de ellos se han visto obligados a conceder subidas salariales
a menudo razonables, atenuando de tal suerte la miseria general. Los
ataques contra los talleres se vuelven, pues, menos habituales; en gran
medida porque, como el condado es un hervidero de soldados y milicia-
nos, a los rompedores de máquinas se les impide atacar a sus anchas.
Por otro lado, una forma de reivindicación más apacible trata de
tomar el relevo a la ola de destrucción, desviando a los más tibios del
combate luddita. Un tejedor de Nottingham llamado Gravenor Hen-
son,44 que se dice ajeno a los disturbios y las violencias, organiza una
campaña para presentar una petición al Parlamento, único medio más
o menos legal para que los pobres se hagan oír en su seno. Reprobando
—¿por la forma?— el ilegalismo de los partisanos del rey Ludd, Hen-
son reclama la aprobación de una ley que proteja los oficios del sector
textil. Una medida semejante constituiría buena política: la esperanza

44
Este artesano instruido se encontraba a la cabeza de una asociación
protosindical llamada Union Society of Framework Knitters (Sociedad de
Unión de los Medieros). Más tarde será descrito por William Cobbett como
un personaje «de una arrogancia insultante». Parece que era por prudencia
por lo que deploraba públicamente los actos de los ludditas, que sin duda
aprobaba a escondidas e incluso dirigía en las Midlands, según sospechas
jamás verificadas. Si bien no era el general Ludd, sí era la bestia negra de
los fabricantes dispuestos a la amalgama. Pero su activismo era abierta-
mente legalista y se desvivió por ganar a los parlamentarios para su causa.
Será arrestado en 1817 y pasará siete meses en prisión sin haber sido con-
denado por delito alguno. Tras los disturbios ludditas, sufrirá la misma
suerte que la mayoría de sus compañeros medieros y se verá reducido a
la indigencia. En 1831 publicó una historia civil, política y mecánica de los
medieros. Murió en 1852.
107
misma de que el proceso protosindical de Henson llegue a buen fin
constituye ya en sí misma una distracción apta para enfriar el ardor lu-
ddita y engendrar desacuerdos entre los rebeldes, aislando a la minoría
de los furiosos que nada esperan de esos señores del Parlamento. Y los
efectos, desastrosos para el pueblo, de la ley que castiga con la muerte
la destrucción de máquinas se verían compensados por el alivio que
podría suponer una reglamentación no demasiado desfavorable a los
obreros. Máxime cuando la petición de Henson conoce un éxito nota-
ble: a comienzos del mes de abril, ya se han recogido diez mil firmas.
Pero, como habrá de verse, los gobernantes no tienen intención bajo
ningún concepto de causar el menor contratiempo a los propietarios o
de dar muestras de mansedumbre con respecto a los pobres.
La nueva ley perversa y el veredicto del proceso de Nottingham
confirman la opción represiva: aunque cinco de los acusados son de-
clarados inocentes y absueltos, dos de ellos son condenados a la pena
máxima todavía aplicable, catorce años de deportación en Tasmania,
y los tres restantes a siete años de estancia forzada bajo esos mismos
cielos. De los condenados, que tienen entre dieciséis y veintidós años,
solo dos parecen ser ludditas confesos: los otros son, sin duda, simples
simpatizantes que se habían unido a la masiva y estrepitosa incursión
en Sutton de un millar de hombres. El proceso se caracteriza por la
ausencia de testigos de cargo, si exceptuamos a algunos fabricantes te-
merarios. Ni las presiones ni las primas por la delación habían permi-
tido romper la ley del silencio entre los vecinos que habían asistido al
saqueo de los talleres, ni tampoco soltar las lenguas de los camaradas
de los tejedores encausados, bien al tanto sin embargo de las actuacio-
nes ludditas. Los propios fabricantes son a menudo los primeros que
temen las represalias que podría acarrearles una denuncia. De hecho,
no ha habido más inculpaciones en el condado que las de los detenidos,
que se remontan a noviembre; y eso a pesar de las muy numerosas pes-
quisas de los magistrados londinenses y locales, a pesar de las redadas
y los registros, a pesar de las intimidaciones y las recompensas prome-
tidas a los traidores.
Este severo veredicto se produce cuando las destrucciones y los
disturbios se vuelven más esporádicos en la zona, aunque nunca cesen
del todo. Como veremos más adelante, la región de Nottingham conti-
nuará siendo todavía durante mucho tiempo un lugar privilegiado de la
protesta social, el sabotaje y la destrucción de máquinas.
108
III. Martillo en ristre

¡Venid a mí, tundidores de renombre,


Que tanto gustáis de la buena y dorada cerveza,
Y derribemos a todos los tiranos altaneros
Con el hachuela, la pica y el mosquete!
Canción luddita de Yorkshire
El llamado «martillo de Enoch», fabricado por los hermanos Taylor y
ampliamente utilizado en Yorkshire para destruir máquinas odiosas.
El lamento de los
tundidores de paños

A
ntes de su leve repliegue en las Midlands, el contagio luddita se
extiende subrepticiamente a las regiones industriales del norte,
al Lancashire algodonero —y de forma más precisa, en torno a
Mánchester, cuna de la Revolución Industrial— y a los distritos laneros
de Yorkshire. Es en Bradford, en la parte occidental del sur de dicho
condado —lo que se llama el West Riding— donde, en 1797, se ha edi-
ficado la primera fábrica que funciona enteramente con vapor, aunque
no sin despertar la hostilidad de las multitudes, que intentaron impedir
su construcción y abuchearon a todos aquellos que contribuyeron a ella.
Si bien están muy lejos de igualar los efectivos de los medieros de
las Midlands, los tundidores de paños, obreros cualificados encargados
de preparar las telas, abundan en la región, están protegidos por anti-
guas leyes y se encuentran tradicionalmente bien organizados. La tarea
del tundidor de paños consiste en peinar la lana empapada y después
quitarle la pelusa con ayuda de unas grandes tijeras —que pesan más
de veinte kilos y miden más de un metro de largo—, lo que exige vi-
gor, habilidad y experiencia. A continuación se procede al «rameado»,
estirando el paño sobre largos bastidores de madera al aire libre a fin
de eliminar los falsos pliegues, y finalmente a su prensado entre dos
placas secantes, lo que lo hace apto para la confección. En los diferentes
estadios de este lento proceso de fabricación, las hábiles manos de las
mujeres y los niños proceden al «desmote», extrayendo del paño, con
ayuda de unas pincitas metálicas, nudos, pajitas y otras impurezas.
Se trata de una actividad que exige cuidado y las reglas de la cor-
poración estipulan que es necesario un aprendizaje de siete años antes
de ganarse el derecho a ejercerla por cuenta propia. Dicha actividad se
desarrolla en familia, en talleres comunes provistos de pequeños pa-
tios interiores, y permite una producción de calidad, sólida y duradera.
Aunque depende de los pedidos de los pañeros, el tundidor se conside-
ra desde siempre un artesano, orgulloso de su obra y amo tanto de su
tiempo como de su casa y sus útiles. Las manufacturas, ancestros de las
fábricas que agrupan a diversos gremios pero aún no albergan grandes

111
máquinas, apostaban por la división del trabajo para incrementar la
productividad, pero se consagraban a una producción lujosa, refinada,
y en lo que respecta a la pañería, eran más un complemento que rivales
de los obreros de la lana. Las nuevas fábricas y sus máquinas de vapor
que, a la inversa, permiten concentrar diferentes tareas en una sola, le
hacen una competencia brutal a esos obreros, y para empezar a toda la
profesión de los tundidores de paños.
En los tiempos de Ludd y del bloqueo continental, esta «élite» obre-
ra se siente amenazada por dos tipos de máquinas: las cardadoras de
lana y las tundidoras. La cardadora está lejos de ser una innovación,
puesto que su aparición se remonta al siglo xvi. Entonces estaba movida
por norias de caballos o por ruedas hidráulicas. Los artesanos laneros
de la época habían mostrado los dientes (en un periodo en el que se
multiplicaban las revueltas contra los enclosures) y conseguido su prohi-
bición, oficializada mediante un edicto firmado por el infante Eduardo
VI, y nadie se había arriesgado desde aquel momento a instalarlos en
Yorkshire, una zona en la que los tundidores constituyen desde tiempo
inmemorial una poderosa y pugnaz corporación. Su uso se había exten-
dido, sin embargo, por otros condados del reino, como Somerset, don-
de un memorable motín se saldó con la destrucción de una gran canti-
dad de cardadoras en 1797. Pero hete aquí que ese maldito artefacto, ese
viejo enemigo de los tundidores, regresa ahora a Yorkshire perfecciona-
do y adaptado al vapor como energía motriz, y hete aquí también que
empieza a prodigarse por las fábricas que los pañeros hacen construir
para rentabilizar y controlar la producción. Lo que es peor, forma junto
a la tundidora, esta sí de invención reciente, una pareja infernal que
no promete a los tundidores de paños más que la ruina y la desolación.
La tundidora, una suerte de bastidor con cizallas que permite a una
mano de obra reducida y desprovista de cualquier cualificación efectuar
la parte más delicada del apresto, transforma para siempre en obsoleta
la destreza hasta entonces bastante bien retribuida de los tundidores.
Reemplazables de este modo en cualquier estadio de su actividad, pier-
den todo control sobre su sustento. En consecuencia, no les queda más
opción que hundirse en la más temible de las servidumbres, haciendo
que los contraten en una fábrica moderna, o bien desaparecer.
A no ser que impongan sus exigencias mediante la lucha, pues
estos tipejos son bastante combativos y están considerablemente bien
organizados en algo que prefigura las uniones sindicales. Y además no
112
les faltan los amigos, pues su prosperidad le da vida a pueblos enteros.

Las tradiciones de resistencia y de cohesión de los tundidores de pa-


ños del West Riding se confunden con la historia de su oficio. Hacia
mediados del siglo xviii habían adquirido tal capacidad de organizarse
que podían negociar en una posición dominante con los pañeros para
obtener salarios elevados y la prohibición de las cardadoras. En 1802, el
conde Fitzwilliam, gobernador militar del West Riding, escribe que «su
poder y su influencia provienen de sus salarios, que les permiten hacer
reservas, las cuales alejan cualquier temor de los inconvenientes que
pudieran derivarse de su mala conducta». Fitzwilliam, que aún sigue
en su puesto cuando la ola luddita se abate sobre el condado y que siem-
pre se guardará de respaldar el catastrofismo de los poderosos, añadía
cargando algo las tintas que los tundidores eran «los tiranos del país»,
pues nadie osa oponerse a sus exigencias.
Las asambleas parroquiales constituyen las entidades básicas en las
que se deciden y se preparan las acciones colectivas que los tundidores
emprenden para mantener sus logros corporativos o, hasta el bloqueo
continental, para arrebatar los aumentos salariales que entonces per-
mitía la prosperidad de la industria lanera. A estas asociaciones locales,
que tan pronto establecen su sede en el templo como en la tasca, se su-
man desde tiempo inmemorial comités secretos, obligados a la clandes-
tinidad como consecuencia de las leyes sobre coaliciones, que imitan
los métodos de las cofradías ocultas. Estos grupos de hombres seguros
y firmes pasan a la acción cuando hay que optar por la ilegalidad para
concluir rápidamente una negociación demasiado renqueante, pues los
pañeros no han cedido jamás de buen grado a las reivindicaciones de
los obreros, por muy modestas que sean. Los comités están federados
de un burgo lanero al otro, y en ocasiones de un condado al otro, for-
mando el brazo armado de la corporación y estableciendo la evolución
de sus reglamentos. Son asimismo los depositarios de las cotizaciones
que obligatoriamente deben pagar las gentes del gremio. Gracias a esta
autofinanciación, la coalición de los comités puede permitirse boicotear
a los pañeros que no se sometan a sus reglamentos o que contraten
obreros que no pertenezcan a la corporación. Así, los obreros que ha-
cen huelga mediante el absentismo colectivo son indemnizados por el
sindicato hasta que el patrón cede.
Se dice que los tundidores de paños pueden «dejarse en la taberna
113
dos o tres veces más» que cualquier otro obrero de la lana. Sin embar-
go, y por más que estén orgullosos de sus destrezas y de su disciplina
corporativa, los tundidores nunca miran al resto de obreros de la lana
con altivez. Lo cierto es que a menudo se encuentran entre ellos en sus
propios locales asociativos —una especie de clubes en los que ningún
intruso se arriesgaría a entrar—, pero además es que viven en las mis-
mas aldeas que los asalariados del tejido, de la tintura y de la confec-
ción, pertenecen a la misma gran familia de los obreros y artesanos de
la lana, frecuentan las mismas capillas y se reúnen en bailes y fiestas
donde beben con los unos y las otras sin refunfuñar. No viven, pues,
separados de sus hermanos de clase, que a menudo son sus hermanos
y hermanas de sangre, pues la limitación del número de aprendices
que se imponen a sí mismos impide que sus hijos se conviertan auto-
máticamente en tundidores. Saben admirablemente cómo organizarse
entre compañeros para defender sus intereses y ponen esta preciosa
aptitud, además de una bolsa mejor provista, a disposición de sus co-
munidades, a las cuales les unen mil vínculos de solidaridad, y don-
de encuentran amores y amistades, sin prejuicios relativos al estatus
profesional. Los notables lo tienen claro y mantienen temerosamente
aparte a estos trabajadores manuales, pues deploran amargamente que
puedan disfrutar de un relativo desahogo, incongruente desde su punto
de vista. Como es el caso de este patrón, adepto a la bajada de la renta
de los obreros:

Hace todavía algunos años, los salarios de los tundidores de pa-


ños eran tan extravagantes que, trabajando tres o cuatro días por
semana, podían disfrutar de un lujo relativo. Pasaban una buena
parte de su tiempo en las tabernas; y en sus casas, guarnecían
sus mesas dos veces al día con una botella de ron y el mejor pan
de trigo, bien cubierto de mantequilla.

Para los burgueses modernistas, y en particular para los industriales


del textil y sus acólitos economistas, estos tundidores de paños del
West Riding tan solidarios y combativos constituyen, pues, un detes-
table contraejemplo y un obstáculo que hay que barrer. Inversamente,
su prestigio es grande en su propio medio y no faltan los miembros de
otros gremios que acarician la esperanza de imitar sus métodos. Méto-
dos que, por otro lado, se expandirán por todo el país una generación
después con el ascenso de las primeras trade-unions.

114
Ahora bien, la baza de la organización, garantía de solidaridad y
de eficacia, encuentra sus límites en el fuerte corporativismo que la
hace posible. Frente a la introducción generalizada del maquinismo y la
transformación de la sociedad que la acompaña, ningún gremio puede
combatir solo y para preservar sus intereses particulares, tal como los
tundidores del West Riding habían hecho hasta entonces. Es lo que van
a descubrir cuando sus comités secretos, ataviados con la máscara de
Ludd, pasen a la acción. No necesitarán más que unas pocas semanas
para captar de forma pertinente la dimensión universal de sus propios
deseos y de sus propios actos.

La ciudad de Leeds, capital lanera del reino, constituye la fortaleza de


los tundidores de paños, el feudo de su corporación, donde desde hace
tiempo se concentra el grueso de la producción lanera del condado y
donde los tundidores son mayoría. Los fabricantes, que siempre han
sufrido la ley de los comités de la profesión, no osan implantar allí sus
fábricas, ni tampoco se les ocurre —al menos, por el momento— equi-
par con nuevas máquinas los talleres de la ciudad, donde resultan clara-
mente indeseables. Prefieren instalarse en las aldeas de los alrededores,
donde los obreros están más dispersos y a duras penas consiguen coor-
dinarse. De este modo, Leeds se librará relativamente de las devastacio-
nes ludditas, pues en la ciudad hay muy pocas máquinas odiosas que
destruir. Los pueblos que rodean Huddersfield y Sheffield ofrecerán,
por el contrario, un campo de batalla más animado a los rompedores
de máquinas y a otros adversarios de las artimañas capitalistas: es aquí
donde se edifican las primeras pañerías industriales, en principio dis-
cretamente, pero después a un ritmo cada vez más elevado. Y es tam-
bién aquí donde la exasperación de los tundidores y de sus amigos se
convertirá en luddita.
En principio la destrucción de máquinas es algo esporádico, pero
enseguida se transforma en una epidemia. Desde comienzos del mes
de enero, las autoridades reciben informes que señalan que están te-
niendo lugar misteriosas reuniones un poco por todos los rincones del
West Riding. El 12 de enero de 1812 se produce el primer asalto luddita
en el norte: una costosa máquina de cilindros rotatorios, que se utili-
za en el acabado de la confección, acaba hecha migas en Leeds. El día
15, gracias a ciertas indiscreciones, algunos magistrados de esta ciudad
irrumpen, escoltados por milicianos, en una reunión de hombres con
115
el rostro cubierto de carbón a la manera de los ludditas de Nottingham.
Allí proceden al arresto de un tundidor al que acusan de preparar opera-
ciones destructivas contra las fábricas equipadas de cardadoras y tundi-
doras. El 19. es la fábrica de confección de Oates, Woods y Smithson en
Oatlands, a las puertas de Leeds, la que resulta incendiada. Las diversas
máquinas que acaban de instalar en ella quedan reducidas a cenizas.
Estas primeras escaramuzas en el West Riding no son reivindi-
cadas, pero sin duda es el espectro de Ned Ludd el que merodea por
estos paisajes en vías de devastación. Así, un soplón informa de que
algunos delegados ludditas de Nottinghamshire han llegado a Yorkshi-
re a mediados de enero. Un fabricante se queja quince días después de
que numerosos delegados de Nottingham organizan todas las noches
en Mánchester, en el vecino Lancashire, reuniones privadas en las que
se incita a los obreros «al motín y a la confusión». A finales del mes
de febrero, el duque de Newcastle cree bueno avisar a la Home Office
de que se ha enviado a delegados de Nottingham «a todas las grandes
ciudades del reino».
Sin duda, los obreros del textil en lucha, entre los menos estrecha-
mente corporativistas, aunque a tientas, buscan establecer lazos con
los demás obreros del sector y esperan construir una comunidad de
combate a gran escala, único medio de hacer realmente presión sobre
los empresarios constituidos en un sistema que pretende englobar a
todos los oficios y a todos los condados. En el contexto de la crisis del
textil y tras la demostración de fuerza de los ludditas en Nottinghamshi-
re, dicha solidaridad, que hubiese podido parecer natural aunque los
desplazamientos resultan entonces muy largos y costosos, toma fatal-
mente un tinte de rebelión y de sedición a los ojos de los garantes del
orden, quienes, oliendo la ocasión de ganarse algunos galones, deciden
responder a la dramatización mediante la dramatización. Y es que los
patrones del norte, con el agua al cuello por la crisis y habiendo apos-
tado todo a la producción en masa, no ocultan en modo alguno que no
tienen ninguna intención de negociar. Tanto las dificultades de la época
como su miedo a los ludditas, y al populacho en general, les incitan a
recurrir a la coerción y a reclamar la intervención armada del Estado.
Cuentan ya, pues, con un enfrentamiento decisivo que les permita ven-
cer gracias al terror. De este modo, la funesta alianza entre el comercio
y la industria pretende imponer por la fuerza sus máquinas —concebi-
das para no servir sino a sus designios—, y con ellas el control absoluto
116
del capital, indisociable de su dominio técnico.
Es precisamente la ausencia de neutralidad del progreso técnico
la que aviva el odio de los obreros de la lana o del algodón contra los
telares mecánicos y las tundidoras, y lo que los une contra los «maes-
tros» convertidos en jefes de empresa. Cuantas mayores prestaciones
tienen las máquinas, cuanto más permiten economizar mano de obra
y ahorrar trabajo a los hombres, más las detestan los obreros. Estos ni
siquiera se plantean apropiárselas y hacerlas funcionar a su servicio,
como pronto les propondrá la utopía owenista.45 No les atribuyen nin-
gún uso benéfico; más bien las consideran en sí mismas portadoras de
un mundo sin sabor, regido por el tedio y las constricciones comercia-
les, un mundo subyugado por la racionalidad económica, al que recha-
zan pero que aún está en pañales y al que —¿quién sabe?— tal vez se
pueda todavía asfixiar en su propia cuna.
Y esa cuna, como ya hemos visto, es Mánchester o, más exacta-
mente, el triángulo de oro de la industria textil, que va de dicha ciudad
hasta Leeds y Sheffield, en Yorkshire. Es, pues, en las aglomeraciones
obreras de este triángulo —según los magistrados y sus soplones, que
siempre exageran un poco— adonde llegarán los emisarios de las Mid-
lands para solicitar el apoyo de las uniones obreras clandestinas e ins-
truir a sus hermanos en tácticas de guerrilla. Así irían, de ciudad en
ciudad, preconizando la guerra contra las máquinas, predicando la gran
revuelta y cantando la gloria del general Ludd.
Ahora bien, aunque es cierto que sin duda se han establecido con-
tactos, sobre todo epistolares, entre los obreros del textil de todos los
condados, las hazañas que los ludditas han logrado en la zona de No-
ttingham se conocen por sí mismas, y con celeridad. De norte a sur,
pueden encontrarse periódicos en cualquier barbería, en cualquier can-
tina de Inglaterra. Y en estos espacios de encuentro y parloteo, se leen
en voz alta los abundantes artículos —por más que la mayor parte de
las veces sean muy hostiles— que la prensa de la época consagra a las
audaces acciones de los ludditas. Algunos, entre las gentes del pueblo,
encuentran divertidas tales informaciones y las propagan, no sin an-
tes haberlas descifrado o adornado a su manera. Más de una ronda se
ofrece en honor del general Ludd y sus valerosos soldados, honestos

45
Sobre Robert Owen, ver en el apéndice ii, «La religión del trabajo», nota
p. 294.
117
obreros obligados a recurrir a la ilegalidad para que se oigan sus quejas
mejor fundadas y deshacer los entuertos que son comunes a todos los
pobres. En las tabernas de Yorkshire no tardan en resonar coplillas lu-
dditas como la que sigue:

Héroes de Inglaterra que buscáis el sustento,


Guardaos mutua fidelidad y no temáis nada,
Pues no podrán alcanzaros sus bayonetas caladas
Mientras mantengamos a las leyes de Ludd el juramento.
No cesaremos el combate ya iniciado
Hasta el día en que nos liberemos de los tiranos.
El angustioso yugo quebremos con nuestras manos,
Que por quienes nunca lo probaron sea gustado.
Conocerán entonces las desgracias ajenas,
Quienes ahora disfrutan y no tienen compasión;
Atkinson y Cartwright probarán el bastón.
Acabaremos con ellos y sabrán de nuestras penas.
Sin ninguna decencia, presumen de sus proezas,
Pero escapan, si nos ven, como ladrones temerosos.
La ley de Inglaterra, empero, nos tiene por virtuosos;
Tiempo es de que paguen ellos por sus bajezas.

118
La conjura de los
hermanos del esquileo

E
ntre los tundidores de Yorkshire pronto se reactivan los comi-
tés secretos, ahora ludditas, que constituyen el núcleo duro del
movimiento y donde uno solo es admitido tras haber realizado
un juramento de lealtad absoluta a la causa, de silencio frente a las
autoridades y de fidelidad a los hermanos conjurados. El problema es
que está prohibido jurar lealtad a algo que no sea la Corona y los tri-
bunales castigan severamente a quienes reconocen convictos de dicho
«crimen», que muy pronto será incluso merecedor de la soga, y que
seguirá siéndolo hasta 1827. El retorno de los ludditas a estas prácticas
antiguas reaviva el recuerdo, fértil en fantasmas, de las sociedades se-
cretas —criminales o sediciosas—, no sin causar cierta inquietud a los
buenos burgueses que se enteran de su existencia por las gacetas.
De hecho era frecuente en las guildas ancestrales —a los tundido-
res y a los tejedores les gusta echar mano de las tradiciones de sus res-
pectivos gremios— prestar juramento para garantizar el respeto a las
costumbres y reforzar la solidaridad entre compañeros. Por otro lado,
la práctica del juramento se había perpetuado en la francmasonería,
sin inquietar nunca a las autoridades, pues las cofradías racionalistas
adeptas a los ritos esotéricos siempre han sido en Inglaterra tímidas en
lo que respecta a sus objetivos e inofensivas en sus acciones. Lo que
inquieta a los enemigos de los pobres del juramento luddita no tiene
nada de moral: protege de la traición a los grupos ludditas —que se
denominan a sí mismos «comités secretos»— y permite rodear de una
discreción máxima las operaciones proyectadas. Los juramentos de este
tipo participan, pues, de una táctica de la separación, muy eficaz en es-
tostiempos en los que la palabra dada tenía todavía cierto peso entre el
pueblo, y por otro lado no se generalizan entre los ludditas hasta que no
se ha producido la aprobación de la ley que establece la pena de muer-
te por romper una máquina: cuando la traición es mortal, parece jus-
to que el traidor perezca. He aquí un ejemplo de juramento, más que
plausible aunque sea relatado por un soplón, hecho en Yorkshire antes
de que este fuese admitido en las filas del ejército del general Ludd:

119
Yo, Untel, el abajo firmante, de forma totalmente voluntaria, pro-
meto por la presente declaración y juro que no revelaré jamás el
nombre de ninguno de los miembros del comité secreto, bajo
pena de ser mandado fuera de este mundo por el primer her-
mano conjurado que me atrape. Juro además que perseguiré sin
descanso a cualquier traidor para ejecutar la venganza, sea quien
sea y hasta las puertas del infierno si es preciso. Juro además
que seré serio y fiel en las relaciones con todos mis hermanos
conjurados. Y si llegase a denunciarlos, que mi nombre sea bo-
rrado de la lista de la Sociedad para no ser recordado jamás sino
con desprecio y repulsión. Que Dios me ayude a guardar este
juramento inviolable.

También otras prácticas comunes a las sociedades secretas y a las anti-


guas cofradías están en vigor entre los conjurados: un complejo código
gestual, contraseñas, signos de reconocimiento más o menos discretos.
El mismo soplón los describe así:

Tiene que levantar la mano derecha por encima del ojo derecho
si se encuentra en presencia de otro luddita y este debe levantar
su mano izquierda por encima de su ojo izquierdo. A continua-
ción hay que colocar el índice de la mano derecha sobre la comi-
sura derecha y el otro dirá entonces: «¿Quién eres?». Respuesta:
«Determinado». Pregunta: «¿A qué fines?». Respuesta: «A la Li-
bre Libertad». Y el otro puede entonces conversar con el nuevo
hermano conjurado y confiarle todo lo que sabe.

Los grupos ludditas del West Riding, constituidos principalmente por


tundidores de paños pero abiertos también a sus amigos de cualquier
otra profesión, se reúnen de noche en las últimas tierras comunales y
en las landas desoladas. Dichas reuniones se hacen cada vez más fre-
cuentes y su asistencia cada vez más numerosa. Se empieza por pasar
lista mediante números, pero no por los nombres, que jamás se pro-
nuncian. Los oradores van enmascarados o disfrazados. Se disponen
centinelas en los alrededores a fin de dar la voz de alarma si aparece
algún intruso; en tal caso, los conjurados se dispersan instantánea-
mente en la noche para reencontrarse la noche siguiente en otro lugar.
Durante estas asambleas nocturnas, se debate, se intercambian infor-
maciones, se designan objetivos, se reparten las funciones que habrá
que desempeñar en la acción proyectada. A menudo sirven como punto
de partida para una expedición punitiva. Los estragos que se deciden
aquí se concentran en las grandes fábricas y factorías, donde las má-

120
quinas funcionan con vapor. Los equipos condenados a la destrucción
son, pues, mucho más costosos que los telares mecánicos de Nottin-
ghamshire.
Las inmediaciones de Huddersfield, ciudad situada en la ribera del
Coiné, al pie de los Peninos, albergan decenas de fábricas laneras de
muy distintas dimensiones. El 22 de febrero de 1812 se reanudan los
asaltos ludditas contra las fábricas y los talleres que utilizan tundidoras
y cardadoras mecánicas. El taller de Joseph Hirst, en Marsh, y el de
James Balderson, en Crosland Moor, son los primeros en sufrir la cóle-
ra de Ludd. En ellos, algunos forzudos machacan varias máquinas de
tundir paños a golpes de Enoch —ese pesado martillo de forja que tanto
les gusta manejar a los ludditas de Yorkshire—, mientras los rebeldes
más endebles montan guardia en el exterior conforme a un método que
reaparecerá en la mayoría de las devastaciones posteriores alrededor de
Huddersfield.
Durante algunas semanas de furia, los magistrados van a lamen-
tar una docena de ataques ludditas, en los cuales son aniquiladas un
centenar de máquinas perfeccionadas. Es un trabajo duro dislocar esos
monstruos de metal; las pintas de cerveza nutren y recompensan el
esfuerzo, mientras se fuerza el respeto de los guardianes o del pro-
pio fabricante a punta de espada. Se trata de una labor que no procura
paga alguna, pero que al menos tiene un sentido. Las operaciones van
a ampliarse y su estilo se va a volver más variado a partir de entonces,
además de hacerse todavía más osadas.
Pues el prestigio de los rompedores de máquinas entre la pobla-
ción del West Riding, de buena gana contestataria, se traduce no so-
lamente en una solidaridad casi sin falla como en los Midlands, sino
también en una identificación de todos los descontentos con la causa
luddita. El 26 de febrero es el taller de confección de William Hinchli-
ffe, en Huddersfield, el que resulta devastado por una treintena de fu-
riosos: todas sus máquinas son destruidas, pero no se ejerce violencia
alguna contra el patrón, sus familiares y sus criados. Como reacción,
los comerciantes y fabricantes de Huddersfield se apresuran a crear
un comité de vigilancia que, con el apoyo de los magistrados locales, se
atribuye amplios poderes discrecionales y para movilizar a la milicia.
Porque, en esta ocasión, no hay lugar para la duda: la ola luddita ha
alcanzado el West Riding.
El 5 de marzo, y después el 11, tienen lugar nuevas destrucciones
121
de máquinas en los alrededores de Huddersfield. Las aldeas laneras de
Honley, Dungeon y Crosland son liberadas de sus máquinas odiosas
por los desfacedores de entuertos, cuya metódica organización en la ac-
ción inquieta enormemente a las autoridades centrales, que empiezan
a desplegar tropas en la región.
El 15 de marzo es la gran fábrica de Francis Vickerman, en Taylor
Hill, también en las cercanías de Huddersfield, la que es arrasada de
arriba abajo. Dicho patrón, notable metodista conocido como el Obispo
por su beatería y ridiculizado por una canción local, parece haber sido
particularmente detestado: se sospechaba (y conrazón, tal como prue-
ban los archivos del magistrado Radcliffe) que era un delator. El caso es
que ya había sido advertido por carta:

Les avisamos de que, una vez destruidas las tundidoras, llegará


el turno de las cardadoras, a menos que tales máquinas desapa-
rezcan de Taylor Hill. Por muchos guardianes que tenga Vicker-
man, acabaremos con ese bribón.

Una decena de cardadoras y una treintena de tundidoras son machaca-


das, del mismo modo que los vidrios del vasto taller. La lana en bruto y
las telas son arrojadas a la caldera con el objetivo de provocar un incen-
dio. Según la crónica local, es en esta ocasión cuando los rompedores
de máquinas pronuncian por primera vez el nombre de Ludd en Yorks-
hire. Uno de ellos anuncia a Vickerman que es el general Ludd, de No-
ttingham, el que le ha ordenado que «rompa su péndulo», una formu-
lación que ha contribuido a presentar a los ludditas como incorregibles
enemigos de toda mecánica y de toda innovación técnica, cuando es
fácil imaginar que el hombre que pronunciaba esas palabras expresaba
de hecho, aparte de su resentimiento con respecto al fabricante, la exe-
cración de la medida del tiempo, de su tarifación, de su confiscación.46

Al crear un clima insurreccional en las regiones industriales, los comi-

46
El historiador y filósofo de las técnicas y las civilizaciones Lewis Mum-
ford consideraba la invención del reloj, más que la de la máquina de vapor,
la verdadera piedra angular de la Revolución Industrial: «El reloj es un me-
canismo que produce segundos y minutos». El reloj fue propagado a finales
de la Edad Media por los benedictinos (que administraron hasta cuarenta
mil monasterios productivos) para cuantificar y sincronizar la acción de los
hombres en el trabajo. [Pepitas de calabaza ha asumido la tarea de editar en
castellano las principales obras de Lewis Mumford].
122
tés secretos de tundidores de paños han abierto una brecha por la que
se cuelan jacobinos y radicales de toda laya, que a su manera engrasan
las filas del disparatado ejército de Ludd y vuelven así a hacerse oír.
Ciertamente, los obreros del sector textil no tienen programa político
y no es al gobierno tory de Londres ni a la oligarquía a los que hacen
la guerra: se baten para defender su autonomía contra un proyecto dé
sociedad en la que no serían más que carne de máquina y que, por
otro lado, cuenta con el favor de la oposición liberal casi al completo.
Aún así, también saben que el cuerpo legislativo, que no representa
más que a los ricos, adopta leyes cada vez más desfavorables para los
pobres. Se dan cuenta de la celeridad con la que la Corona envía a su
ejército al país de los ludditas para hostigar y someter al sable a todo el
que protesta y hace reivindicaciones. De aquí nace una conciencia de
la dimensión inevitablemente política de su movimiento. Su eficacia y
su popularidad les han convertido en los representantes de todo aquel
que sueña con la justicia social y la libertad política en la sociedad. Ya el
9 de marzo, cuando el movimiento luddita todavía no se ha propagado
por el vecino Lancashire, la siguiente octavilla circulaba de tapadillo por
las calles de Leeds:

A todos los tejedores y tundidores, y al público en general:


Generosos compatriotas, os pedimos que os unáis a nosotros en
armas para ayudar a los Justicieros a enderezar entuertos y rom-
per el yugo de un viejo idiota [el rey chocho] y de su hijo, aún
más imbécil que él [el inefable príncipe regente], así como de
sus corrompidos ministros. Todos los señores y todos los tiranos
deben ser abatidos. Sigamos el ejemplo de los bravos ciudadanos
de París que, frente a treinta mil casacas rojas a sueldo de la ti-
ranía, hicieron morder el polvo al tirano. Actuando de tal modo,
serviréis de la mejor manera a vuestros propios intereses. Más
de cuarenta mil héroes están dispuestos a alzarse, aplastar al vie-
jo gobierno y establecer uno nuevo.
Dirigíos al general Ludd,
comandante del Ejército de los Justicieros.

De las reivindicaciones corporativas los ludditas de Yorkshire han pa-


sado a exigencias políticas más universales, adoptando el tono de los
distribucionistas que a punto estuvieron de triunfar en Francia en 1793,
invocando su ejemplo y llamando, con toda lógica, al regicidio. Ese
mismo día, un fabricante llamado Smith, residente en Hill End, cerca

123
de Huddersfield, recibe una carta firmada por el «general del ejército
de los justicieros, Ned Ludd», donde trasparecen de forma igualmente
clara las preocupaciones políticas de los tundidores rebeldes. Fiel a su
comportamiento habitual, Ludd exige al tal Smith que se deshaga de las
tundidoras que acaba de adquirir. Pero además aporta, al confiarle sus
«ideas e intenciones, muy deformadas» por los comentaristas, intere-
santes precisiones sobre la evolución revolucionaria, sino del proyecto,
cuando menos del discurso luddita en estas fechas:

Señor:
Acaban de informarme de que es usted detentador de esas detes-
tables tundidoras mecánicas y mis hombres desean que le escri-
ba para prevenirle lealmente de que es preciso que se desprenda
de ellas [...]. Tome buena nota de que si no han sido desmontadas
al final de la semana próxima, enviaré a uno de mis lugartenien-
tes con un destacamento de al menos trescientos hombres.
Sepa también que si hemos de tomamos la molestia de ve-
nir desde tan lejos, acrecentaremos su infortunio incendiando
sus instalaciones, y que si tiene la desvergüenza de abrir fuego
sobre uno solo de mis hombres, estos tienen órdenes de matarlo
a usted y de quemar su casa. Tenga la bondad de informar a sus
vecinos de que la misma suerte les espera si sus máquinas no
son desmontadas de inmediato, pues, según me dicen, varios
detentadores de máquinas viven en su mismo distrito.
Y puesto que mis ideas y mis intenciones, así como las de
mis hombres, han sido muy deformadas, aprovecharé la ocasión
para relatárselas, y me gustaría que se las diera a conocer a todos
sus hermanos en el pecado. Quiero que los comerciantes, los
negociantes en telas y vestidos, el gobierno y el público compren-
dan que las quejas de semejante cantidad de hombres no deben
ser tomadas a la ligera, pues según los últimos informes hay dos
mil ochocientossetenta y dos héroes que, empujados por la ne-
cesidad, han hecho votos de remediar los daños sufridos en sus
carnes o bien perecer gloriosamente, y esto tan solo en la villa de
Huddersfield, pues el número es casi el doble en Leeds.
Por las últimas cartas que acabamos de recibir de nuestros
corresponsales, nos enteramos de que los obreros de las siguien-
tes villas van a sublevarse y unirse a nosotros: Mánchester, Wake-
field, Halifax, Bradford, Sheffield, Oldham, Rochdale y todo el
país del algodón, donde el valeroso M. Hanson los conducirá a la
victoria.47 Los tejedores de Glasgow y de muchas otras regiones
de Escocia se unirán a nosotros. Los papistas de Irlanda están
comenzando a sublevarse, así que es probable que podrá encon-

47
Ver «Los molinos de Satán», p. 151.
124
trarse algo que hacer para los soldados, en lugar de permanecer
ociosos en Huddersfield; pobres, por otro lado, de los edificios
que vigilan en la actualidad, pues conocemos el modo más fá-
cil de reducirlos a cenizas, suerte que sin duda correrán tarde o
temprano.
La causa inmediata de nuestras acciones fue esa odiosa car-
ta del príncipe regente a lord Grey y lord Grenville,48 que nos
privaba de toda esperanza de un cambio benéfico, pues de tal
manera se conchababa con una panda de canallas, Perceval y
compañía, a los que atribuimos todas las miserias del país. Pero
esperamos la asistencia del emperador francés a fin de romper
el yugo del gobierno más podrido, maléfico y tiránico que haya
existido jamás. Entonces acabaremos con todos esos tiranos de
[la casa de] Hannover y con todos los tiranos en general, del más
grande al más chico, y seremos gobernados por una República
justa. Que el Todopoderoso apresure la llegada de esos tiempos
felices, conforme a los deseos y los rezos de millones de habi-
tantes de este país; ahora bien, no nos contentaremos con rezar:
nos batiremos. Y cuando llegue el momento, los casacas rojas
verán que no abandonaremos las armas hasta que la Cámara de
los Comunes haya promulgado una ley prohibiendo las máqui-
nas perjudiciales para el bien común y abrogado aquella otra que
condena a la horca a los destructores de telares. Pero ya no hare-
mos más megos, puesto que son en vano: es preciso combatir.

El autor de estas marciales palabras dice expresarse en nombre de la


base, ferozmente decidida a impedir una industrialización de la pro-
ducción que no aprovecharía más que a un puñado de nuevos ricos y
de especuladores. Habla, por otro lado, de desembarazarse de la fami-
lia real y de los aristócratas parasitarios para establecer una república
parlamentaria favorable a los obreros. En último término, puesto que
la negociación y las jeremiadas no han dado resultado alguno, y puesto
que el Parlamento está por ahora en manos de los enemigos del pueblo,
a este último no le queda sino luchar con las armas en la mano para
derribar el régimen de los generales y los usureros. El objetivo de esta
carta sigue siendo con todo reivindicativo —¡nada de máquinas o ate-
neos a las consecuencias!—, pero también ofrece una muestra de las
opiniones insurreccionales de su autor. De tal modo, supera los límites
de un corporativismo desprovisto por su misma esencia de la energía y
de la imaginación necesarias para llevar a cabo el gran proyecto luddita,
48
Carta mediante la cual, engañando a sus propios amigos políticos, el
príncipe ha mantenido a los tories en el gobierno en el momento de su
ascenso a la regencia el año precedente.
125
que por fin ha tomado forma: no el rechazo sin más de todo progreso
técnico, sino una bifurcación en el curso del tiempo que prohíba toda
innovación técnica que no abra la vía a una mejora —en vez de a una
degradación— de las condiciones, tanto cualitativas como cuantitativas,
de los pobres.
Que los tundidores de paños adopten un lenguaje revolucionario,
poco habitual desde hace mucho tiempo entre los ingleses pobres, no
puede más que inspirar desasosiego e inquietud a los gobernantes y a
la gente pudiente, tanto más cuanto que este deslizamiento semántico
coincide con una ola sin precedentes de «atentados» contra la propie-
dad privada. A lo largo de la década de 1790, en las regiones del norte
de Inglaterra abundaron los admiradores de la Revolución francesa. Su
labor de agitación suscitó las emociones populares y provocó diversos
tumultos, pues durante un tiempo el jacobinismo vino a sustituir al
protestantismo reivindicativo entre los artesanos, los obreros más cua-
lificados y los pequeños burgueses iluminados por la lectura de Rous-
seau y Tilomas Paine. Sin embargo, con el tiempo, la guerra sin fin
contra Francia —azuzada por una fracción de la burguesía que gusta
más de los preceptos reaccionarios de un Burke— y la sangrienta dic-
tadura de Bonaparte le han arrebatado buena parte de su atractivo al
modelo francés entre la mayoría de los reformadores y los descontentos
ingleses. Pero hete aquí que el verbo luddita resucita sin rodeos el ideal
igualitario común a los sans-culottes de Francia y a los Niveladores ingle-
ses, que habían tenido la audacia de derribar tronos con el designio de
poner al mundo del derecho.
Este uso de una fraseología radical un poco artificial y anticuada
constituye paradójicamente cierta asunción de lo real, del instante his-
tórico. De la misma manera que la Revolución francesa había engendra-
do a sus Rabiosos, a sus Exagerados y a sus Iguales, que denunciaron el
carácter burgués de aquella y se esforzaron sin éxito por que tomase un
curso más popular, la Revolución Industrial se encuentra desde sus ini-
cios confrontada al proyecto de su propia superación. Los empresarios,
los ingenieros y los ideólogos que constituyen su punta de lanza son
a menudo antiguos artesanos o empleados que, en su juventud, han
coqueteado con el jacobinismo. ¿Acaso estos renegados han pervertido
los principios universalistas de la Ilustración y quieren transformar el
mundo tan solo en su propio beneficio? Pues bien, por mucho que los
ludditas estén visceralmente vinculados a ciertas tradiciones, al llamar
126
a la insurrección generalizada en nombre del bien común, algunos de
ellos optan por un cambio radical y claramente más igualitario, en rup-
tura con cualquier lógica de la propiedad privada... Este es el verdadero
progreso al que invocan.

127
Gloria y miserias
del general Ludd

E
l 24 de marzo de 1812, es una auténtica muchedumbre lo que
afluye hasta la fábrica de William Thompson en Rawdon, uno de
los principales fabricantes del West Riding. Los asaltantes neu-
tralizan al guarda y emplazan centinelas en las cuatro esquinas de las
instalaciones. Inmediatamente penetran en los talleres y emprenden la
devastación total: una cuarentena de máquinas, los vidrios y el mobilia-
rio acaban destruidos, al tiempo que son desgarrados tres rollos de la
mejor lana. Al día siguiente, es el taller de acabado de Dickinson, Carr
& Co. el que recibe la visita de los ludditas, que destrozan dieciocho
rollos de tela pero dejan intactas las máquinas.
El primero de abril, los magistrados se reúnen en Huddersfield
para instaurar una suerte de estado de emergencia mediante la procla-
mación del Edicto de Vigilancia y Protección (Watch and Ward Act), que
amplia tanto las atribuciones de la milicia burguesa como los poderes
de los ediles y de los jueces. A esta medida represiva —que de hecho
no será aplicada por falta de medios o de temeridad más que por dos de
los municipios implicados— los ludditas replican, cuatro días después,
con tres expediciones particularmente devastadoras en los alrededores
de Huddersfield. En Snowgatehead, Hom Coat y Honley, los telares, las
tundidoras y las cardadoras mecánicas son destruidos esa misma noche
por tres grupos distintos, que además arrasan con las ventanas y los
muebles de los talleres atacados antes de desvanecerse en la penumbra.
El 9 de abril, la gran fábrica de Joseph Foster, situada en el pueblo
de Horbury, a pocos kilómetros de Wakefield, es invadida por más de
trescientos hombres armados, venidos de los pueblos vecinos. El tal
Foster se había negado a renunciar al uso de una «maquinaria odiosa»,
tal como se lo habían demandado firmemente y en diversas ocasiones
sus empleados, los cuales deciden recurrir a Ludd. Una vez apostados
los vigilantes, los ludditas se disponen a destruir las grandes máquinas
recién adquiridas que alberga el lugar, evitando dañar las más arcaicas.
No se contentan con deteriorarlas, sino que rabiosamente las hacen
migas. A continuación desgarran la fibra y los tejidos, y luego rompen

128
todas las ventanas. En su frenesí destructivo, la emprenden además con
locales y equipamientos que habitualmente se libran del furor luddita,
tales como la oficina del contable o la residencia del patrón, aledaña a
los talleres. De la destrucción de máquinas, los ludditas pasan esa no-
che a la demolición de la fábrica.
Tras haber prendido fuego por aquí y por allá, los asaltantes se re-
únen en un campo cercano, donde un cabecilla se asegura de que todo
el mundo esté presente y luego pronuncia las siguientes palabras: «El
trabajo está hecho. Dispersaos». A partir del día siguiente, una canción
se escucha por todas las cantinas de Yorkshire:

Reuníos, osados tundidores,


Que se fortalezca vuestra fe.
¡Ah, bravos tundidores del condado de York
Que destruyeron las máquinas de Foster!
Bien fuerte soplaba el viento,
Las chispas se transformaron en llamas
Despertando en la ciudad la voz de alarma.
Y los pobres salieron del lecho
Para acudir al claro de luna;
En tomo al fuego se juntaron
Y luego solemnemente juraron
Que ni cubos, ni baldes ni nada de nada
Serviría aquí para apagarlo.

Los tundidores de paños —y sus cómplices de toda condición—, que


han tomado en préstamo la apelación luddita a los medieros de Nottin-
gham, han demostrado su fuerza y su determinación, pero al contrario
que estos todavía no han obtenido concesión alguna ni de las autori-
dades políticas ni de los grandes empresarios. Más de uno de estos
fabricantes, a menudo venidos de fuera, se muestra firme hasta el fana-
tismo y espera el considerable refuerzo militar que acaba de anunciar el
gobierno y que no hace más que avivar el odio de los obreros.

El día 11 de abril tiene lugar en Rawfolds, a mitad de camino entre Leeds


y Huddersfield, una de las incursiones ludditas más impresionantes, y
cuyo fracaso no menos rotundo constituye uno de los momentos cru-
ciales en la batalla de Yorkshire. Ese domingo, a la caída de la noche,
más de ciento cincuenta hermanos conjurados sitian una enorme fá-
brica de cuatro pisos que pertenece al empresario William Cartwright,
partidario de la firmeza contra los rompedores de máquinas. El objetivo
129
es destruir una cincuentena de tundidoras mecánicas. Los ludditas, con
el rostro enmascarado y oscurecido, se colocan en orden de batalla al-
rededor del muro que circunda la fábrica. La primera línea está erizada
de sables, pistolas y fusiles de caza; detrás se sitúan los portadores de
las mazas y las hachas, de las picas y las porras. Aparte de numerosos
tundidores de las proximidades, los más afectados, en la multitud se
encuentran además hiladores, tejedores y cardadores, pero también he-
rreros y otros trabajadores manuales que no pertenecen al gremio de
la lana. El fabricante, que desde hace seis semanas acampa con una
decena de soldados para asegurar la defensa de su factoría, es conduci-
do a una oficina contigua a los talleres. Este hombre altanero, llegado
del sur para enriquecerse y que no bebe más que té, es particularmente
detestado en el vecindario y sobre todo por las gentes del pueblo, que no
están lejos de ver en él a una suerte de colono esclavista.
George Mellor, un tundidor de veinticuatro años de imponente
estatura, da la orden de asalto. Este hombre enérgico, que sabe leer,
escribir y pensar intrépidamente, vive en Marsden, un pequeño burgo
cercano a Huddersfield, y es uno de los más decididos «lugartenien-
tes» del general Ludd en el valle del Coiné. Es en Marsden, por cierto,
donde dos herreros, James y Enoch Taylor, han concebido y construido
una tundidora mecánica capaz de reemplazar a diez pares de brazos.
Irónicamente, son también los fabricantes de los pesados martillos de
forja llamados «Enoch» a los que los ludditas son tan aficionados en sus
labores de demolición. Por eso se dice: «Lo que Enoch ha hecho, Enoch
lo deshace»... Tan lúcido como vigoroso, a Mellor le gusta manejar la
herramienta fatal contra las aleaciones más resistentes. Los hombres
que lo siguen, equipados con mazas y hachas, avanzan hasta el portalón
dispuestos a demolerlo.
Los pesados batientes se vienen abajo con un estrépito infernal.
Los ludditas entran en tromba en la fábrica, provocando los ladridos
de un perro guardián. Una lluvia de piedras se abate sobre los cristales
y, sin miramientos, las ventanas acaban hechas pedazos bajo la feroz
aclamación de los insurgentes a los que Charlotte Brontë inmortalizó
en su Shirley:49
49
Esta novela —que pone en escena a la burguesía de West Riding confron-
tada con la sublevación luddita— ofrece un precioso muestrario de la men-
talidad del clero y del establishment local, que la muy aguda y muy precoz
hija mayor del reverendo Bronte, nacida en 1816, había podido estudiar de
130
Simultáneamente, una ráfaga de piedras cayó sobre la amplia
fachada de la fábrica e impactó contra las ventanas; ahora no
había cristal que no hubiese quedado reducido a un puñado de
fragmentos esparcidos por el suelo. Un grito siguió a esta mani-
festación, un grito de amotinados, un grito que solo se escucha
en el norte de Inglaterra, en Yorkshire, en el West Riding, en la
región lanera del West Riding.
¿Acaso no has escuchado nunca ese sonido, lector? Tanto
mejor para tus oídos, y tal vez para tu corazón. Sobre todo, si ese
grito que desgarra el aire es un grito de odio contra tu persona,
o contra los hombres y principios que apruebas, o contra los in-
tereses que defiendes. Lo cólera se despierta al grito del odio. El
león sacude su melena y se levanta al oír el aullido de la hiena.
Una casta se alza contra otra casta. E indignada y con el espíritu
dañado, la clase media se abalanza con ardor y desdén sobre la
masa furiosa y hambrienta de la clase obrera.

A ciegas, se descargan los fusiles y las pistolas contra los talleres su-
midos en la penumbra, pero los soldados, atrincherados en el primer
piso, responden de inmediato disparando entre los listones que forman
el techo de la planta baja y que se pueden levantar a voluntad gracias a
un sistema de poleas imaginado por el ingenioso Cartwright. Ciertos
asaltantes, enfurecidos por esta defensa tan novedosa como imprevista,
corren a la parte trasera del edificio para encontrar otro acceso, pero
en la oscuridad no consiguen atravesar un embalse de agua en el que
uno de ellos está a punto de ahogarse. Otros intentan forzar las puertas
de la fábrica, pero estas están cubiertas de clavos de cabeza gruesa que
impiden que las hachas penetren en la madera y que incluso resisten
los martillazos de los fornidos herreros.
Mientras los asaltantes son mantenidos así a raya, una gran cam-
pana tañe intensamente sobre el tejado, imponiéndose al estrépito de
los fusiles y de los martillos para llamar al rescate a una brigada de
caballería que ha establecido su cuartel no lejos de Rawfolds desde el
comienzo de la ola de destrucción de máquinas en el condado. Lo cierto
es que es una auténtica emboscada en la que han caído los partidarios
de Ludd. Se abre fuego contra la campana y la cuerda del campanero se
rompe por el impacto de las balas, pero Cartwright de inmediato envía a
dos hombres al tejado para que sigan haciendo sonar esa alarma que re-
cuerda a un lúgubre tañido. Se redoblan los mazazos contra las puertas

cerca en un momento en el que el recuerdo de los disturbios ludditas aún


estaba fresco en la memoria de todo el mundo.
131
y la madera de una de ellas termina por quebrarse y dejar abierta una
brecha. Pero es en vano: nadie puede aproximarse, pues los defensores
de la fábrica siguen disparando a través de la abertura, a excepción, sin
embargo, de un soldado que desde el principio se niega a tirar contra
los asaltantes «por miedo a herir a uno de sus hermanos». El fuego
graneado va a alcanzar sucesivamente a un aprendiz de guarnicionero
de diecinueve años de edad, John Booth, y a uno de sus amigos he-
rreros mientras tratan de ensanchar rabiosamente la brecha. El joven
guarnicionero, herido en una pierna, no puede levantarse; el herrero
abandona su maza y retrocede. Mientras los asaltantes reculan, uno de
ellos, un joven llamado Samuel Hartley, es herido en el pulmón por el
fuego enemigo y comienza a escupir sangre.
Una vez dada la alarma, los refuerzos no tardarán en llegar para
salvar a los defensores de la fábrica del furor de los ludditas. Varios de
estos resultan heridos, dos de ellos de bastante gravedad, y entonces,
tras veinte minutos de tiroteo, comienza a faltar la munición. En ese
momento, Mellor ordena el alto el fuego: esta vez los ludditas han sufri-
do una derrota. Saben que el asedio a la fábrica no puede prolongarse;
pronto las tropas de la milicia y del ejército irrumpirán en las casas
de los pueblos cercanos en busca de ausencias sospechosas. Hay que
abandonar también a Booth y Hartley, que pierden mucha sangre, tras
haberles dispensado algunas curas. Es imposible transportarlos hasta
un refugio seguro, pues las patrullas pululan por los alrededores. Emo-
cionado, Mellor se inclina sobre los dos heridos para explicarles que tie-
nen que quedarse allí y para recordarles su juramento de no denunciar
jamás a sus hermanos conjurados sean cuales sean las circunstancias.
El cabecilla vuelve a alzarse, agita un puño vengador y promete castigar
a Cartwright, ahora más odiado que nunca. Tras haber abierto fuego por
última vez contra la fábrica maldita, desaparece en la oscuridad seguido
de sus afligidos camaradas, que se retiran en orden.
Cuando por fin Cartwright y sus guardias se aventuran al exterior,
se encuentran a los dos agonizantes en un charco de sangre y algunas
herramientas que los ludditas han abandonado en su retirada. El in-
dustrial, que ha prohibido que se les prodigue ningún cuidado a los
heridos, trata de sacarles el nombre de sus compañeros, mientras ellos
suplican que pongan fin a sus vidas. Los habitantes de la aldea veci-
na acuden alarmados al lugar del enfrentamiento. Tras ellos, aparece
de improviso el reverendo Hammond Roberson, pastor anglicano de
132
profesión y ardiente defensor de la facción tory más retrógrada, que se
ha distinguido por sus sermones —o mejor dicho, por sus diatribas—
contra losludditas. El cuervo, más policía que sacerdote, viene a hus-
mear el olor de la sangre de los enemigos del trono y de la propiedad,
y a atormentar, en su labor de inquisidor, a los desgraciados Hartley y
Booth. Cartwright y Roberson les niegan el agua y las curas de emer-
gencia que exige su estado. Indignados por tanta crueldad, los aldeanos
se interponen y transportan a los dos desdichados al interior de la fábri-
ca para vendarles las heridas y darles de beber.
Tras la llegada de los soldados, los heridos son conducidos a un
albergue de los alrededores y hostigados a fondo por Roberson, que a
pesar de todo no consigue arrancarles ni la menor declaración. Booth
muere poco después, durante la amputación de su pierna por un ciru-
jano requerido para la ocasión. Será recordado por un rasgo de humor
negro, muy inglés y de una dignidad conmovedora. En el momento
del tránsito, le pregunta al pastor: «¿Puede usted guardar un secreto?».
«Sí, sí, por supuesto...», responde el bribón, que espera recibir por fin
una última confidencia sobre los cómplices de Booth. «Bueno, pues yo
también», murmura Booth antes de exhalar su último suspiro.
Hartley sucumbe al alba. Otros dos heridos de bala, que pudieron
escapar, serán arrestados en los días posteriores y después liberados a
falta de confesiones, testigos de cargo o pruebas suficientes.
El funeral de Hartley en Halifax congrega a gran cantidad de des-
contentos y simpatizantes de los ludditas, que lo entierran con gran
pompa y entre gruñidos, lo que alerta a las autoridades de lo que podría
suceder en el de Booth, previsto para el día siguiente en la rebelde Hu-
ddersfield. En consecuencia y a fin de prevenir los desmanes de una
muchedumbre que se preveía tan numerosa como tumultuosa, lo ha-
cen inhumar secretamente a las seis de la mañana, aumentando así el
resentimiento del «populacho».

La expedición de Rawfolds, abortada de forma tan trágica, pone término


a los ataques masivos contra las tundidoras y las cardadoras mecánicas.
A partir de entonces, el movimiento luddita de Yorkshire va a empren-
der nuevos caminos. Este fracaso refuerza también las alianzas de clase
entre los notables rurales conservadores y los patrones de las fábricas a
pesar de sus divergencias en cuanto a intereses económicos y opiniones
políticas o religiosas. El episodio ha hecho de William Cartwright una
133
suerte de héroe entre sus pares —que hasta ahora habían sufrido sin
demasiadas reacciones los asaltos ludditas—, pero también a ojos de
todos aquellos que solo quieren ver a los pobres humillados. Frente a la
amenaza obrera, como antaño frente a los manejos belicosos de Bona-
parte, se constituye una unión sagrada entre tories reaccionarios y whigs
especuladores, entre anglicanos y protestantes inconformistas, entre
terratenientes e industriales. Sus querellas y rivalidades se disimulan
mientras el ejército, a punta de bayoneta, reconduce a la chusma por el
recto camino de la muda servidumbre. Los fabricantes vuelven a alzar
la cabeza; la obstinación de uno de los suyos ha provocado la desbanda-
da de los terribles ludditas y ellos sabrán mostrarse agradecidos.50 Pues
el prestigio que el susodicho ha adquirido de tal modo va a ayudarles a
franquear el umbral de la buena sociedad local. Porque lo cierto es que
tales especuladores, tan ávidos de ganancias como limitados de conver-
sación, apenas eran invitados a frecuentar los salones y las mansiones.
Para el común del pueblo, sin embargo, Cartwright se ha convertido en
objeto de execración más allá incluso de los límites del condado, y espe-
ra casi unánimemente que la justicia de Ludd castigue sus crueldades.
Mientras tanto, el intratable Joseph Radcliffe, señor de la casa de
Marsden y magistrado local que ha hecho de la persecución de los lud-
ditas un asunto personal, investiga sobre el caso Rawfolds, aprovechan-
do al tiempo para adoptar algunas iniciativas represivas. La energía
cargada de resentimiento que este gran terrateniente enriquecido por
las enclosures pone en combatir a los rompedores de máquinas desde el
comienzo mismo de los disturbios en la región —por más que no per-
tenezca a la camarilla de fabricantes— le vale el odio de los ludditas, lo
que se traduce en varias tentativas de asesinato que le fuerzan, según se
dice, a «permanecer prisionero» en su mansión durante diez meses. En
1813 reconocerá que su firmeza ha atraído sobre él y sus próximos «la
reprobación general de los descontentos». Desde luego, recibe varias
misivas bien explícitas. Por ejemplo, esta fechada el 20 de marzo de
1812 y firmada por «el procurador del general Ludd», que imita la jerga
a la que son tan aficionados los magistrados para embrollar al común

50
Poco después del apaciguamiento de los disturbios ludditas, William
Cartwright recibió una fuerte recompensa pecuniaria de manos de la Co-
rona gracias a la insistencia del conde Fitzwilliam; esta jugosa propina fue
seguida, gracias a la intervención del magistrado Joseph Raddiffe, de una
gratificación de tres mil libras ofrecida por los fabricantes locales.
134
de los mortales:

Señor:
Sepa que en el día de hoy se ha leído una declaración contra us-
ted ante el tribunal de Ludd en Nottingham y que, si no mantie-
ne la neutralidad, se dictará sentencia contra usted en rebeldía.
Convocaré a un jurado para investigar los daños que dictará una
pena contra su cuerpo y su casa, y entonces tendrá que aguardar
a que el general Ludd y su muy bien organizado ejército la ejecu-
ten provocando la mayor destrucción posible.

O también esta sentencia anónima del 8 de abril:

Recientemente se ha mostrado usted muy activo, por más que


en este momento cada vez hay más villanos que arman un gran
alboroto por nada y se esfuerzan por privar de su trabajo a las
pobres gentes. Creo que la medalla que granujas como usted de-
berían recibir es una bala de plomo con pólvora, sin más contem-
placiones y cuanto antes mejor.
Estoy a favor de Ludd y de los pobres.

Ignorando las amenazas, Radcliffe y sus colegas ordenan rastrear la


región a patrullas de soldados, que llegan a millares de todas las guarni-
ciones del país para poner cerco al West Riding. Con los milicianos que
les guían, registran sin miramientos y a cualquier hora las viviendas
de los obreros, con la esperanza de descubrir algo con que incriminar
a algún mal tipo. Los soplones se mezclan con la muchedumbre de
los mercados y frecuentan las tabernas al acecho de la más mínima in-
discreción. Una asociación de fabricantes ofrece mediante carteles una
recompensa de dos mil libras por la captura de los ludditas implicados
en el ataque contra la fábrica de Rawfolds. Para los tundidores de paños,
que ganan una libra a la semana cuando tienen faena, es una seria in-
citación a la delación y una ganga para posibles Judas. Sin embargo, no
pasa nada: en los pueblos obreros de Yorkshire no se vende el propio
honor así como así y tampoco es que guste demasiado cooperar con
las autoridades. Aquí se abomina de los delatores y se les mantiene
apartados de toda vida social.51 Lo mismo que pasará más tarde con

51
A comienzos de mayo de 1812, en un pueblo cercano a Huddersfield, una
mujer que se había presentado en casa de un magistrado por un asunto sin
relación con los disturbios fue encontrada sospechosa de ser una delatora
atraída por la prima. Fue lapidada por los habitantes, que la dieron por
135
Carta de un luddita a Joseph Radcliffe (traducción en la página 135)

qué persistencia!— con los rompehuelgas.52 A los carteles que llaman a


la delación responderán, en las calles de Huddersfield (esa «metrópolis
del descontento», como la denominará un juez), grafitis que ofrecen,
de forma más modesta pero también más osada, cien guineas por la
cabeza del príncipe regente.
Por lo que respecta a los ludditas, la sangre vertida en Rawfolds no
ha hecho más que exasperar su odio por los fabricantes y su voluntad
de pelear contra los poderes establecidos. Confrontados con el endu-
recimiento de las medidas de vigilancia y la constante presencia de las
tropas alrededor de los talleres, suspenden la destrucción de máquinas
para concentrarse en el refuerzo de sus estructuras clandestinas, que

muerta. Este malentendido, por trágico que resulte, da testimonio del feroz
apoyo de la población a los ludditas.
52
Ver John y Jenny Dennos, Un peu de l’áme des mineurs du Yorkshire (L’in-
somniaque, 2004), donde se puede calibrar hasta qué punto esta execra-
ción (así como el ostracismo que se derivaba de ella) aún estaba viva en los
pueblos mineros de Yorkshire incluso en los años 80 del siglo pasado.
136
pretenden proveer con armas y fondos, con la mirada puesta en una
insurrección abierta. Por eso multiplican los asaltos contra los depósi-
tos de armas, grandes y pequeños, y recorren los campos para recaudar
una suerte de «impuesto revolucionario» entre los terratenientes que
han cometido la desvergüenza de tomar partido por las máquinas.
Uno de sus primeros objetivos en el West Riding, naturalmente,
es dar muerte a William Cartwright, patrón arrogante y asesino que ha
hecho correr la primera sangre y al que los ludditas han jurado matar.
Muy afectado por la muerte de sus dos hermanos conjurados, George
Mellor expresa su rabia ante sus compañeros de taller tan solo un día
después de la batalla de Rawfolds y antes de trazar con ellos un plan
de venganza. «¡Maldito sea ese bastardo! —exclama—. ¡Le arrancaré el
corazón!». Poco después llegarán a la conclusión de que de momento
ha de abandonarse la destrucción de máquinas y decidirán que ahora es
mejor acabar con los patrones recalcitrantes y, al mismo tiempo, reunir
a los descontentos para llevar el combate a las calles.
Una semana más tarde, Cartwright llega a caballo a Huddersfield
para testificar ante el tribunal militar que ha de juzgar al soldado de la
milicia de Cumberland que rehusó abrir fuego contra los asaltantes de
Rawfolds. Su solidaridad de clase le cuesta al desgraciado miliciano una
pena de trescientos latigazos, que habría sido de muerte casi con toda
certeza si el castigo, ulteriormente ejecutado en Rawfolds, no hubiese
sido suavizado a petición del propio Cartwright, al parecer ya bastante
ahíto de sangre. En el camino de regreso, al fabricante le disparan un
par de tiros desde un matorral, que hacen que su montura se encabitre.
El jinete, sin embargo, no sufre más daño que un buen susto y escapa
a rienda suelta. A partir de entonces se mostrará más precavido en sus
desplazamientos —que las miradas hostiles con las que se cruzará du-
rante mucho tiempo por toda la región hacen, por otro lado, condena-
damente delicados—, mientras la sublevación luddita va pareciéndose
cada día más a una lucha a muerte.
Algunos días después, es un magistrado de Huddersfield de nom-
bre Armitage el que escapa por poco de un disparo de fusil mientras
toma el fresco asomado a la ventana; y más tarde, una bala vengadora
le pasa rozando a un policía que anda tras el rastro de los ludditas. Este
giro táctico, ratificado por las cofradías ludditas del West Riding, se pre-
cisa en una carta fechada el 27 de abril y dirigida a Joseph Radcliffe. El
lenguaje bíblico de la misiva recuerda en cierta medida al de los Ver-
137
daderos Niveladores de la Revolución inglesa de 1642-1649, pero tam-
bién refleja la influencia de las sectas inconformistas, particularmente
florecientes en el West Riding. De tal modo se sacraliza la sangre que
va a correr...

Señor:
Considero mi deber como amigo dirigirle estas pocas líneas al
respecto de la peligrosa situación que atraviesa este país. Puesto
que es el magistrado de este distrito, sus habitantes se volverán
hacia usted para obtener un poco de justicia. Si permitimos que
la dichosa maquinaria se perpetúe, la cosa probablemente termi-
ne en una guerra civil, algo que yo deseo sea evitado. Así pues,
puesto que usted no tiene un interés personal en la maquinaria
y que el pueblo parece oponérsele de forma tan resuelta, si no se
adoptan de inmediato ciertas medidas, se producirán grandes
destrucciones, en particular entre aquellos que nos persiguen
con mayor ahínco. Por lo que respecta al Edicto de Vigilancia
y Protección, no se hace a la idea de la opresión suplementaria
que inflige a sus inquilinos y a los demás ocupantes de la tierra,
y todo para salvar tan solo a dos individuos de este distrito que
no tengo ningún temor en nombrar: los señores Thomas Atkin-
son y William Horsfall, que pronto habrán de contarse entre los
muertos y que serán convocados ante el terrible tribunal en el
que Dios juzgará cada alma según los actos cometidos por el
cuerpo.
Y como Jesús conocía sus pensamientos, les dijo: todo reino
dividido contra sí mismo está condenado a la devastación, y toda
ciudad o casa dividida contra sí misma no podrá subsistir.

Similitudes grafológicas indican que el autor de esta carta bien podría


ser George Mellor, el cual sería declarado culpable del asesinato de Wi-
lliam Horsfall en enero de 1813 por la corte penal de York. El fabricante
Thomas Atkinson no es otro que el cuñado de William Cartwright, y
su fábrica, una de las primeras en haber sido construidas en la región,
ya había sido incendiada en 1804. En cuanto al pañero Horsfall, acaba
de equipar su establecimiento de Marsden con nuevas máquinas para
tundir el paño, desafiando así la cólera de Ludd. Por otro lado, se niega a
contratar a los tundidores locales, hábiles y acreditados, y hace venir de
«no se sabe dónde» a una mano de obra joven, ignara y maleable. Pero
por encima de todo, ha jurado públicamente que «chapoteará en la san-
gre luddita hasta los estribos» y pone todo su empeño en organizar la
reacción de los fabricantes frente a la amenaza luddita en el seno de un

138
«Comité secreto» patronal que ha creado para «impedir la degradación
ilegal de la maquinaria y de las tundidoras mecánicas». Ha transforma-
do su fábrica en un campo atrincherado y llegado al punto de instalar
un cañón sobre el tejado de uno de los talleres. Este hombre de carác-
ter sanguíneo, reputado por su arrogancia, tiene el rango de oficial en
la milicia de burgueses voluntarios de Huddersfield. Cuando desfila a
caballo por las calles del burgo, los niños le provocan berreando: «¡Soy
el general Ludd, soy el general Ludd!», y el belicoso patrón, fuera de sí,
dispersa a fustazos a la pequeña chusma burlona... Poco antes, por cier-
to, ha ultrajado gravemente a Mellor en público. Una madre acababa de
ver morir a su propio bebé sobre su seno agotado y el tundidor rebelde
trataba de consolarla cuando Horsfall pasa a lomos de su montura. Me-
llor no puede evitar agitar en un gesto trágico el raquítico cadáver ante
las narices del industrial acaparador, que, sin dar muestras de compa-
sión alguna, cruza de un fustazo el rostro del acusador antes de alejarse
muy altanero al trote.
Sea como fuere, justo el día después del envío de esa sentencia de
muerte, Horsfall cae a su vez víctima de una encerrona cuando vuelve
del mercado de Huddersfield. Tiradores emboscados le alojan dos balas
en el pecho y desaparecen en los bosques. Alrededor del fustigador de
los pobres se reúne una pequeña muchedumbre que facilita la huida
de los asaltantes y que, a modo de viático, reprocha severamente al mo-
ribundo su condición de opresor de los pobres. Lo llevan a una taberna
cercana, donde muere dos días después a causa de las heridas. Hay
una coincidencia macabra que no puede por menos de impresionar a
las mentes supersticiosas: el mismo día en que Horsfall es abatido, su
fábrica sirve, por primera vez, un pedido de paño negro...
Ludd se ha vengado así de uno de los patrones más odiosos, pero
son todos los pañeros de la región los que reciben una advertencia mu-
cho menos retórica que las que habían salpicado la propaganda luddita
hasta ese momento. Se ha franqueado un nuevo paso en la escalada de
la violencia de clase, lo que no deja de aumentar el nerviosismo de los
propietarios, que de nuevo reclaman más refuerzos militares en la re-
gión. Se llama al ejército por los incidentes más insignificantes, se ven
ludditas por todas partes, abundan las falsas alertas. Pero protegidos
por el respeto o por el temor que inspiran, los ludditas del West Riding
aún campan a sus anchas por la región, aunque ya no para romper todo
lo que se asemeje a una máquina odiosa —las que todavía se mantie-
139
nen intactas ahora están bien protegidas—, sino para extorsionar a los
grandes granjeros, hacerse con armas de fuego y expandir el espíritu
de la rebelión.

140
Emociones en cascada

D
esde el primero de mayo de 1812, el general Grey, que dirige las
operaciones militares contra los ludditas en Yorkshire, tiene a
sus órdenes a más de cuatro mil hombres, entre los cuales hay
ochocientos dragones adiestrados en particular para reducir a sablazos
a la multitud amotinada. Al vecino Lancashire, como veremos, afectado
casi simultáneamente por el contagio luddita, el gobierno envía muy
rápido a otros siete mil soldados, de los cuales mil cuatrocientos per-
tenecen al cuerpo de caballería. Por lo que respecta a Nottinghamshi-
re, donde la agitación luddita es esporádica pero los espíritus siguen
siendo muy inflamables, es invadido por una tropa de mil quinientos
hombres, algunos de los cuales han establecido su campamento central
en el bosque de Sherwood. Al lado mismo de la caverna de Ludd, pues.
A estos quince mil guripas que la Corona moviliza contra sus pobres
hay que añadir las milicias de voluntarios y los centenares de esbirros
de todo jaez que las autoridades locales o londinenses han convocado
para controlar las regiones textiles en ebullición, espiar o manipular al
populacho y asegurar en cualquier lugar y por cualquier medio el terri-
ble poder de los confeccionadores del futuro. Se pueden, pues, estimar
las fuerzas congregadas contra los ludditas en un mínimo de treinta
mil hombres, en su mayor parte bien armados.
Se trata, pues, de un número considerable de efectivos, tanto para
la época —en la que los conceptos de policía y mantenimiento del or-
den aún están en mantillas en el país del habeas corpus— como en con-
sideración a las regiones implicadas, que en total cuentan apenas con
algo más de un millón de habitantes. Resulta instructivo comparar la
importancia de este ejército con el cuerpo expedicionario de cuarenta y
cinco mil hombres que Welesley, pronto duque de Wellington, encabe-
za entonces en el continente para expulsar al terrible ejército napoleó-
nico de la península ibérica con la ayuda de los fervorosos guerrilleros
de todas las Españas.
Hay que señalar que estas tropas de ocupación no se alojan por lo
general en cuarteles o campamentos, sino en hoteles, albergues, gran-
jas o, a falta de algo mejor, en la casa de algún residente. Empeoran así
la crisis que sufren las regiones ocupadas al hacer huir a los clientes,
141
dejando un montón de deudas a su paso e incluso entregándose a pe-
queños pillajes. Pero sobre todo transforman en inhabitables las loca-
lidades en las que se establecen, sometiéndolas a una ley marcial sote-
rrada. El 4 de abril, el Leeds Mercury destaca que «Leeds y Huddersfield,
con sus destacamentos y patrullas militares, han adquirido más la apa-
riencia de acuartelamientos que de apacibles estancias para el comercio
y la industria». En varias localidades de los alrededores se decreta, o se
instaura de hecho, el toque de queda a partir de las nueve de la noche.
Solo en Huddersfield, que cuenta con treinta mil almas y treinta
y tres cantinas, están acantonados más de mil soldados. No pueden
darse ni dos pasos sin que uno se tope con alguna patrulla de casacas
rojas, ni echarse una jarra de cerveza con los amigos en la taberna sin
sufrir su molesta compañía o la aún más repulsiva de los soplones. Las
incansables rondas nocturnas de los soldados y los milicianos generan
un ambiente de tensión y de sospecha.
La amplitud de la movilización no puede sino reforzar la impre-
sión de que el gobierno se prepara para la guerra civil, y eso que de mo-
mento no se ha disparado más que algún tiro por aquí y por allá en el
desarrollo de lo que en origen no es más que una querella corporativa.
Lo que pasa es que esta adquiere un giro adverso para los poderosos y
los comerciantes, pues plantea la cuestión social al completo, con to-
dos sus imprevistos, y al mismo tiempo pone al desnudo los aspectos
más lúgubres del sacrosanto «progreso». Frente a la amplitud de este
cuestionamiento tan temido, una desmesurada inquietud se apodera
de algunos generales y políticos, ligados indefectiblemente a las castas
patricias y a las redes de notables apaciblemente burgueses a los que
el miedo vuelve feroces. Esta crisis de paranoia colectiva es alimenta-
da, no sin cierto maquiavelismo, por una presentación alarmista de la
sublevación tanto en las gacetas como en los debates parlamentarios.
La dramatización inicial es obra de los dirigentes más interesados que,
poco preocupados por la doctrina, no confían más que en las maniobras
de sus cámaras negras.
El asesinato de Perceval llega en el momento oportuno para exa-
cerbar el pánico en un contexto de confusión general. Los medios gu-
bernamentales difunden rumores improbables acerca de la existencia
de un vasto complot: los agentes de Bonaparte o del Papa, cuando no
cierta facción whig que sacrifica la tranquilidad pública en el altar de
sus ambiciones, serían los que manipularían a esos bravos e ingenuos
142
obreros del sector textil. El objetivo de esta campaña de insinuaciones
es reunir a los biempensantes en una jauría fiel dispuesta a despeda-
zar a los rebeldes. Pues unas verdaderas ganas de pelea, de carácter
preventivo, aguijonean a los dirigentes reaccionarios que componen el
consejo del príncipe regente. Estos experimentados gobernantes cierta-
mente se muestran más bien tibios con respecto a la industrialización
que amenaza con desbaratar el antiguo orden del que su casta deriva el
poder. Pero han comprendido bien que la población no se plegará a ella
sin haber probado el garrote estatal que los años de contrarrevolución
antijacobina les han enseñado a manejar y que se complacen agitando
al tiempo que lo proclaman indispensable para la buena marcha de los
negocios. Por eso, al partido tory le conviene recordar a los industriales,
a menudo adeptos entusiastas de los dogmas del laissez-faire, lo poca
cosa que son, a pesar de todas sus máquinas y de todas sus técnicas de
explotación, sin la protección de un Estado poderoso y omnipresente,
último bastión del orden y garante de la docilidad de los pobres.
Obtener el reconocimiento de los fabricantes tentados a inclinarse
por el liberalismo, tanto en política como en economía; alarmar para
después tranquilizar más fácilmente a los pequeños propietarios y a
los clérigos, que constituyen la base social del partido conservador;
diezmar a los sediciosos para someterlos a la obediencia e imponer el
silencio a los descontentos en la medida que sea posible; y sobre todo,
aterrorizar a los pobres: tales son los objetivos tácticos que se fija el
gobierno tory al colocar el corazón industrial del reino en estado de
sitio como si fuera un país conquistado. Esta demostración de fuerza
frente a los pobres constituye uno de los actos fundacionales de la Re-
volución Industrial, más que las más rentables invenciones o que los
más ingeniosos tratados de explotación del hombre por el hombre. A
partir de ahora la represión y la domesticación se practicarán a la par,
en el bendito nombre del progreso, para mayor gloria del comercio y de
la industria. En el acoso a la bestia se unen todas las castas dominantes,
ya se hallen en decadencia o en ascenso, a fin de perpetuar la sumisión
y el desuello de las masas que producen el bienestar y la quietud de los
beneficiarios de todos los apetitos.
Por supuesto, existen líneas de fractura en esta alianza de circuns-
tancias entre los diferentes tipos de potentados, e incluso se observan
reticencias a afiliarse a ella de forma demasiado visibles entre aquellos
squires y vicarios tradicionalistas que consideran una cuestión de honor
143
manifestar su humor, o incluso su horror, ante la nueva Babilonia en
construcción o ante sus implacables monstruos de vapor, rezumantes y
apestosos. Pero, con todo, la mayoría de la gente bien de la época sabe
ya que el dinero no tiene olor, siempre que uno se tape las narices.
Frente a los indóciles ludditas, del mismo modo que frente al meteórico
Napoleón, la buena sociedad aprieta las nalgas y las filas, y esto sin esca-
timar esfuerzos, por más que, una vez pasado el peligro, vuelvan a caer
en las querellas de intereses y las trifulcas doctrinales que justifican
la existencia de los partidos o de las sectas y ofrecen a las poblaciones
subyugadas la ilusión de un debate sobre la naturaleza de la sociedad.
La cantidad y el tipo de las tropas enviadas indican por otro lado
que, aparte de su función de vigilancia de las santas tundidoras mecáni-
cas, están destinadas a afrontar los disturbios callejeros y a neutralizar
las intrigas insurreccionales que desborden el combate de los comi-
tés secretos contra los patrones acaparadores. Sobre todo en el norte,
las autoridades temen o fingen temer que estos últimos lleguen a una
suerte de confluencia con la oposición radical; los informes de los so-
plones en este sentido abundan. Confrontados con la guerrilla luddita
en los campos y en los pueblos industriales, los oficiales y los magistra-
dos se disponen además a aplastar a las multitudes de las ciudades, tan
lógicamente gruñonas y tan espontáneamente agitadoras como son...
que ahora enarbolan además el estandarte de Ludd.

Ya el 14 de abril, tres días después del asalto abortado a Rawfolds, han


estallado en Sheffield y en los burgos vecinos lo que los historiadores y
los periodistas, confundiendo el corazón con el estómago, designan ge-
neralmente como los «motines del hambre», pues en ellos la multitud
se entrega al saqueo de productos alimenticios. Esta entrada en escena
de la multitud del West Riding tiene lugar en el momento en el que los
comités secretos han trocado la táctica de la destrucción de máquinas
por la de la venganza y la guerrilla, algo que los comentaristas de la épo-
ca, enseguida dispuestos a criminalizar los actos de rebelión, asimilan
al «bandolerismo».
Hambrientos —y, por esa misma razón, empujados forzosamente
al bandolerismo—, los pobres lo están sin duda en las regiones indus-
triales, donde son víctimas del paro y de la bajada de los jornales, y
también de la subida vertiginosa de los precios de los productos de pri-
mera necesidad. Pero igualmente están persuadidos en su mayor parte
144
Escena de un motín del hambre a
comienzos del siglo xix, norte de Inglaterra

de que tales males provienen tanto de las decisiones políticas de sus


gobernantes como de las ávidas intenciones de los fabricantes. Estos
últimos, sacrificando la decencia a la avaricia, matan sin vergüenza de
hambre a sus empleados acelerando la incorporación de maquinaria a
sus talleres con el fin de compensar la rarefacción de oportunidades. En
cuanto al gabinete de gobierno —compuesto por altaneros dignatarios
a los que el pueblo aborrece—, se obstina en continuar una costosa
guerra que perpetúa el marasmo económico, y sobre todo toma abierta-
mente partido por los patronos en contra de las reivindicaciones obre-
ras. No contento con eso, ignora todas las quejas y peticiones, por muy
conciliadoras y moderadas que sean, que les presentan humildemente
quienes poseen alguna legitimidad real para hablar en nombre de la
mayor parte de la población, como es el caso de Gravenor Henson en
Nottingham o de los numerosos ediles locales contrarios a la política
industrial y militar del gobierno tory. ¿Qué otro recurso queda entonces
salvo la sublevación? ¿Qué otra verdad más que la verdad de la calle?
145
Ya en 1792-1793, los «bajos estratos» de Sheffield celebraban con
tumultuoso regocijo las victorias de los ejércitos franceses contra la coa-
lición de las monarquías. La sociedad constitucional local, que contaba
con una fuerza de dos mil miembros, estaba esencialmente compuesta,
en los buenos tiempos del jacobinismo inglés, por «las clases más bajas
de trabajadores». Antes de la ola de represión de los años 1800, el West
Riding contaba con hasta diecisiete clubes «jacobinos», que reclutaban
a sus componentes entre los artesanos y los obreros y difundían la in-
fluencia de las ideas radicales entre las corporaciones. En 1809, y de
nuevo en 1810, Sheffield y otras localidades del West Riding fueron
escenario de motines, breves pero furibundos, provocados por la subi-
da del precio de los productos. Es poco decir que en ese momento, en
el apogeo mismo de los disturbios ludditas, el ánimo de la población
obrera es rebelde y pendenciero.
Es, pues, el 14 de abril de 1812, en Sheffield, cuando se inaugura
una serie de motines ligados al movimiento luddita. Hacia el mediodía,
un grupo de obreros en paro —a muchos se los ha alistado a la fuerza
en la construcción de un nuevo cementerio al oeste de la villa— se pre-
senta en masa en el mercado de granos. Un sastre encabeza la marcha
blandiendo una pica en cuya punta está clavada una hogaza de pan
empapada en sangre. Esta dramática aparición inflama el ánimo de los
numerosos obreros que tienen la costumbre de reunirse en las tabernas
vecinas a la hora del aperitivo. Se aclama a los desgraciados y se abu-
chea a los acaparadores de todo jaez, confundidos en una misma exe-
cración: los fabricantes que despiden a los obreros, las autoridades que
imponen a los parados un trabajo de utilidad pública sin apenas pagar
por él, los comerciantes que se benefician de la subida de los precios.
Las primeras víctimas del furor de los pobres son los vendedores
de patatas: el precio tradicionalmente muy bajo de este sustituto del
trigo ha conocido en los últimos tiempos un vertiginoso ascenso. Los
comerciantes, acusados de agiotaje por los muertos de hambre, son co-
piosamente bombardeados con tubérculos mientras las amas de casa se
apoderan de sacos de patatas que se apresuran a transportar hasta sus
casas o a ocultar en el sótano de algún cómplice. Después son los sacos
de trigo, las mantequeras llenas de mantequilla y los cubos repletos de
arenques los que resultan confiscados por la muchedumbre, mientras
vendedores y negociantes son tratados a patadas y obligados a poner
pies en polvorosa.
146
Durante dos horas, los amotinados se hacen los dueños del centro
de Sheffield. La llegada a la plaza del mercado de los magistrados junto
con sus esbirros no hace más que intensificar la rabia de los rebeldes,
que los mandan a pudrirse en el infierno o a sufrir ciertos ultrajes sodo-
míticos. De repente, un grito se eleva por encima del tropel y es repeti-
do por cinco centenares de gaznates: «¡Todos a la armería de los Volun-
tarios!». El motín del hambre repentinamente amenaza con convertirse
en una empresa más sediciosa... Y quiere armas para medirse con la
tropa o, en su defecto, para equipar a la guerrilla luddita. La plebe se
dirige con presteza al almacén de la milicia local, pero las autoridades
han tomado precauciones: los fusiles, tan codiciados, han sido apresu-
radamente trasladados a un lugar seguro... Muy contrariados, los re-
beldes empiezan a saquear las instalaciones, desgarrando la piel de los
tambores y rasgando los uniformes. Un destacamento de húsares hace
entonces su aparición con los sables desenvainados y dispuestos a pro-
vocar una sarracina, y la multitud con las manos desnudas se dispersa
tras una última andanada de injurias, advirtiendo de que la próxima vez
será la suya. Los magistrados llegan para hacerse cargo de siete perso-
nas —entre las cuales hay adolescentes e incluso una mujer— que han
sido cazadas como al azar por los constables. Los rehenes arrancados a
la plebe son conducidos a la prisión el castillo de York.53
Escenas similares se producen el mismo día en la localidad vecina
de Rotterham, y al día siguiente en Barnsley, a una veintena de kiló-
metros más al norte. Algunos días antes, un soplón juzga conveniente
informar a sus superiores de que en Barnsley no se habla más que de
derribar al gobierno. Conforme a su descripción, las gentes del lugar
están dispuestas a los mayores excesos y, según asegura con un punto
de exageración, se espera y se prepara una revolución formidable. De
todas las regiones textiles llegan informes alarmistas similares que se
adelantan a las noticias sobre los motines del West Riding —y a las de
los robos de armas, cada vez más frecuentes— y terminan por persua-
dir a los gobernantes, si no de la gravedad de la situación, sí al menos
de su extrema inestabilidad.
Mientras la agitación luddita anda un tanto adormilada en las Mid-
lands, los ludditas de Yorkshire, dueños de la noche y animados por
53
Cuatro de estas personas serán liberadas de inmediato. De las tres restan-
tes, juzgadas en agosto de 1812, dos serán condenadas a pequeñas penas de
cárcel, mientras que la tercera quedará absuelta.
147
un gran proyecto, se encuentran en pie de guerra y listos para pelear.
Máxime cuando se sienten estimulados por las noticias que reciben de
Lancashire, igualmente al borde de la insurrección. Y los hambrientos
de West Riding cantan en las narices de los guripas esta coplilla de tono
milenarista:

Qué gris, qué sombrío es el día


En el que el hombre ha de luchar por su pan;
Pero pronto una sentencia abrirá
La vía que lleve a los pobres a la victoria.

148
IV. Moloch acosado

El infierno no tiene límites, ni queda circunscrito


A un solo lugar, porque el infierno es aquí donde
estamos
Christopher Marlowe
El «jefe de los ludditas» vestido de mujer
Los molinos de Satán

E
s en tomo a Mánchester, en los límites de Cheshire y de Land-
cashire, donde el movimiento luddita, que desde comienzos del
mes de febrero de 1812 se extiende por esta región algodonera, va
a alcanzar la heterogeneidad y la intensidad que acaban por convertirlo
en un momento decisivo de la formación de la clase obrera inglesa. Es
también aquí donde su derrota dará forma duradera a las elecciones
del movimiento obrero en el curso de los decenios siguientes. En el
momento en el que el asalto luddita adquiere en Yorkshire un giro casi
insurreccional, los hilanderos y los tejedores de algodón del noroeste,
peor favorecidos incluso que sus primos laneros de más allá de los Pe-
ninos, van a entrar a su vez en el baile.
Como en Yorkshire, sus objetivos son las factorías que funcionan
con vapor o con energía hidráulica y las grandes fábricas mecanizadas,
que privan de su sustento a los pequeños artesanos y a los obreros cua-
lificados de Mánchester, Bolton o Stockport, con la humillación añadida
de emplear por una miseria a sus mujeres e hijos (ya desde la edad
de cinco años y por un puñado de peniques diarios). Para los hogares
obreros constituye el último recurso antes de hundirse en la completa
indigencia, esa que conduce a ser encerrado en una de las workhouses
que albergan la mayoría de las parroquias del reino. Estos austeros hos-
picios, como ya hemos visto, son cada vez más «Bastillas de la ley de
pobres» para los desgraciados de todas las edades que, expulsados de
los campos o privados de faena, van a dar con sus huesos en ellas cada
vez en mayor número.
Tanto en su concepción como en su uso, en las fábricas inglesas de
la época no preocupan gran cosa las reglas de higiene y de seguridad.
Es el antro del dios-máquina, que impone su ritmo desenfrenado a la
osamenta de los seres vivos, los roe, los desgasta y después los tritura
para extraerles beneficio (en este caso, el plusvalor que el capital saca
del trabajo humano). Los insalubres muros que se edifican para alber-
gar a esos monstruos de metal están hechos para durar lo que deben
durar las máquinas que reinan en su interior. El desgaste o el óxido,
pero más incluso esa obsolescencia que acaba por reducir su competiti-
vidad, hacen necesaria su rápida renovación. Es más provechoso para el
151
inversor hacer que se construyan a bajo precio edificios cuya duración
coincida con la de los préstamos; y los créditos, todavía parsimoniosos,
que los bancos y las grandes fortunas conceden a los pioneros de la in-
dustrialización, salidos de la pequeña burguesía o del artesanado y poco
solventes, son a corto plazo. Es la misma lógica de un rápido retomo
sobre la inversión la que hace levantar sin ton ni son construcciones
imposibles con el fin de alquilárselas a la mano de obra que afluye a las
ciudades industriales. Esta inédita avidez es la que transforma los ba-
rrios obreros en ese caos de cuchitriles en perpetuo desmoronamiento
que describirá horrorizado Alexis de Tocqueville en 1835, de regreso de
un viaje a Mánchester:

A la cabeza las manufacturas: la ciencia, la industria, el amor a


la ganancia, el capital inglés. [...] Sus seis pisos se elevan en el
aire, su inmenso recinto anuncia a lo lejos la centralización de la
industria. Alrededor de ellos y como sembradas al azar las ende-
bles viviendas de los obreros pobres. [...] Algunas de esas calles
están pavimentadas, pero la mayor parte de ellas son terrenos
desiguales y fangosos en los que se hunde el pie del peatón o el
carro del viajero. Montones de inmundicia, restos de edificios,
charcos de agua estancada y maloliente se ven aquí y allá al lado
de las viviendas o en la superficie erosionada y perforada de las
plazas públicas. Por ninguna parte ha pasado aún el nivel del
geómetra o la cuerda del agrimensor. [...] Levantad la cabeza y
justo alrededor de este lugar veréis elevarse los inmensos pala-
cios de la industria. Escucharéis los ruidos de los hornos y el
silbido del vapor. Estas inmensas construcciones impiden que el
aire y el sol penetren en las viviendas humanas que las rodean;
las envuelven en una niebla perpetua: aquí está el esclavo, allá
el amo; allá la riqueza de unos pocos, aquí la miseria del gran
número. [...]
Un humo negro y espeso cubre la ciudad. A su través el sol
parece como un disco sin rayos. [...] Es en medio de esta cloaca
infecta donde el mayor río de la industria humana tiene su fuen-
te y va a fecundar el universo. De este charco putrefacto brota el
oro puro. Aquí el espíritu humano se perfecciona y a la vez se
embrutece, la civilización produce sus maravillas y el hombre
civilizado vuelve a ser casi salvaje.54

¿Cómo una pequeña ciudad mercantil entre tantas otras se ha conver-


tido, en tres o cuatro generaciones, en semejante infierno para los pro-
letarios? ¿Y en semejante paraíso para los inversores a los que obnubila

54
Voyages en Angleterre, Irlande, Suisse et Algérie, Gallimard, París, 1958.
152
«el oro puro»? La respuesta tiene que ver sobre todo con la proximidad
de las regiones mineras de Derbyshire y de Yorkshire, y también con la
cercanía del gran puerto de Liverpool, en la desembocadura del Mersey,
donde en el siglo xviii se amasaron fortunas gracias al comercio con las
colonias y a la trata de esclavos. Es a Liverpool adonde arribaba el algo-
dón cultivado por la mano de obra servil de las plantaciones coloniales,
y es naturalmente en las cercanas villas de los alrededores donde la
materia prima era transformada. También es en Liverpool donde des-
embarcaban en oleadas los inmigrantes irlandeses, otra materia prima
importada de la industrialización. En 1761, la construcción del canal de
Bridgewater, que unía Mánchester con el distrito minero de Worsley,
permitía el aprovisionamiento de carbón para la ciudad en un momen-
to en el que la demanda de este combustible-rey de la urbanización
y de las industrias emergentes conocía un elevado crecimiento en las
ciudades inglesas.
Como en todo el norte de Inglaterra, la pequeña burguesía mer-
cantil y artesanal de las villas algodoneras se adhería mayoritariamente
a esta o aquella de las innumerables sectas postpuritanas y se nutría de
su teología simplista teñida de pragmatismo. El bando de los «Ilustra-
dos» no le iba a la zaga, si bien no llegaba a las audacias de los materia-
listas y los deístas franceses. Poniendo en práctica el ponderado indivi-
dualismo de David Hume y de Adam Smith, los hombres de negocios
menos supersticiosos —o los menos escrupulosos— se convertían de
buena gana a los dogmas bien terrenales de una «religión natural» que
preconizaba la libertad de comercio y la servidumbre de los pobres. La
evolución de las ideas se alimentaba así de la evolución de las técnicas
para proveer a los primeros barones de la industria de un proyecto his-
tórico coherente; la geografía, la geología y la demografía hicieron el
resto designando un área inicial para establecer sus empresas, entre
Liverpool la estraperlista y Leeds la lanera.
En el centro de este terreno de experimentación todavía único en
su género se alzan las brumosas fábricas de Mánchester, que tardará
muchísimo tiempo en reponerse de su transformación en factory town
absoluta, como constatará, treinta años después de la época de nuestro
relato, un tal Friedrich Engels. Aunque también industrial y futuro turi-
ferario del desarrollo de las fuerzas productivas, Engels no puede evitar
entregarse, mientras se pasea por los barrios miserables de la ciudad
vieja de Mánchester, a las siguientes reflexiones (una pizca ludditas);
153
Todo lo que suscita aquí nuestro mayor horror y nuestra indig-
nación es reciente y data de la época industrial. Los varios cente-
nares de casas pertenecientes a la antigua Mánchester han sido
abandonadas desde hace tiempo por sus primeros moradores.
No hay como la industria para haberlas atestado de las huestes
de obreros que albergan actualmente, no hay como la industria
para haber hecho construir sobre cada parcela que separaba esas
viejas casas, a fin de tener alojamiento para las masas que hacían
venir del campo y de Irlanda; no hay como la industria para per-
mitir a los propietarios de esos establos el alquilarlos a precios de
viviendas para seres humanos, explotar la miseria de los obreros,
minar la salud de millares de personas únicamente en su prove-
cho; no hay como la industria para haber hecho que el trabajador
apenas liberado de la servidumbre, haya podido ser utilizado de
nuevo como simple material, como una cosa, hasta el punto en
que lo hiciera dejarse encerrar en una vivienda demasiado mala
para cualquiera otro. [...] Solo la industria ha hecho esto, ella no
hubiera podido existir sin esos obreros, sin la miseria y el avasa-
llamiento de esos obreros.55

Ya en el tiempo de los ludditas, las calles de lo que está a punto de con-


vertirse en la «capital industrial del mundo», recorridas por los cerdos
que los pobres crían en gran cantidad, están cubiertas por deyecciones
porcinas y zurullos humanos... El Irk, que desciende desde los Peninos
para atravesar la villa, es una negra cloaca a cielo abierto donde se vier-
ten, aparte de los residuos de la producción y del consumo, los desechos
deletéreos de las tintorerías que lo bordean. Las callejuelas laberínticas
y enfangadas de los guetos irlandeses son todavía más insalubres.
Y esa pestilencia se prolonga en el aire nauseabundo que reina en
los talleres saturados de óxido de carbono. El estrépito literalmente in-
fernal de las máquinas, la visión de estas naves tan sombrías y odiosas
como el más sórdido de los presidios, el degradante sometimiento de
quienes se arrastran y echan el bofe sin pausa bajo la mirada colérica
de los capataces: todo en estos lugares de muerte inspira a los pobres
una amargura teñida de odio. Máxime cuando entrevén, y no se equivo-
can demasiado, el cuadro de un mundo futuro implacablemente feo y
terriblemente duro; una funesta perspectiva que hace que se les encoja
el corazón.

La ciudad de Mánchester y las aldeas de alrededor cuentan en 1812 con


55
La situación de la clase obrera en Inglaterra, publicado en 1845 (Edición
española: Júcar, Barcelona, 1979).
154
más de doscientos mil obreros de la industria algodonera, que en su
mayor parte todavía utilizan telares manuales, aunque doscientos gran-
des talleres —las primeras fábricas— desfiguran ya el paisaje un poco
por todos lados. Todos los días, campesinos sin recursos llegan desde
la campiña inglesa o desde la famélica y superpoblada Irlanda para en-
grosar las filas de este ejército industrial en formación. Los fabricantes
reclutan a sus obreros en auténticos mercados de mano de obra, en
los que se presentan en masa familias enteras de entre las cuales los
«amos» seleccionan a su ganado humano. Los parados afluyen en un
número creciente mientras la caída de las exportaciones, debida al blo-
queo continental, afecta de forma más especial a las industrias algodo-
neras, principal baza del comercio internacional británico. Y tanto las
fábricas como los talleres familiares —los cuales garantizan todavía la
mayor parte de la producción algodonera— funcionan al ralentí. Desde
el inicio de esta larga crisis del algodón, los salarios de los tejedores se
han reducido a la mitad o incluso más. Millares de pobres se encuen-
tran privados de empleo y de recursos, en tanto otras decenas de miles
ya no trabajan más que a tiempo parcial en función de los pedidos, y la
escasez se expande por los barrios y los pueblos obreros.
La industrialización se hace aquí a marchas forzadas bajo la égida
de una camarilla de fabricantes que se meten en economía política y es-
bozan los dogmas librecambistas; sus continuadores formarán más tar-
de la avasalladora «escuela de Mánchester».56 Es en el Lancashire indus-
trial donde nuevas fuentes de energía y nuevas técnicas de hilado —y
después de tejido— se han introducido a gran escala en la producción,
volviendo así caducos los antiguos modos de hacer. Es también aquí
donde las normas comerciales y jurídicas se liberan más rápidamente
de las constricciones de la costumbre, contribuyendo de este modo a
la caída del coste de una mano de obra tan abundante como indiferen-
ciada. Es aquí, en fin, donde se perfilan las nuevas relaciones entre las
clases sociales, modeladas por el antagonismo entre capitalistas y asala-
riados. Mánchester es un lúgubre espejo del futuro, que o bien fascina
o bien repugna a Europa.

56
Este influyente grupo de presión, impulsado en particular por el empre-
sario Richard Cobden y el político John Bright, representaba los intereses
de la industria algodonera de Lancashire y, entre los años 1830 y 1840,
llevó a cabo diversas campañas librecambistas con las que obtuvieron la
abolición de las leyes proteccionistas sobre el grano (Corn Laws) en 1846.
155
Las fábricas que han proliferado en los últimos veinte años em-
plean sobre todo a mano de obra poco cualificada —mujeres, niños,
inmigrantes irlandeses—, tal como permite la simplificación de las ta-
reas mediante el recurso a la mecanización. Esta chusma trabaja desde
la más tierna infancia, se desloma catorce horas al día cuando hay faena
y muere de hambre o de malnutrición cuando no la hay. Se hacina en
cuchitriles que hierven de pulgas y de ratas y se ve entregada a la pro-
miscuidad más sórdida. Al embrutecimiento continuo del trabajo me-
cánico se añade el agobio de una pobreza permanente. Así se extiende
un sentimiento de total desposesión entre gentes cuyo triste destino es
ser, en Mánchester, las cobayas de la domesticación salarial; una forma
de domesticación que se dispone a doblegar al mundo entero bajo el
más fastidioso de los trabajos. La mayoría de estos desgraciados acaba
de caer, a menudo con gran brusquedad, en una existencia precaria en
extremo, desprovista de cualquier referencia que no sea el dinero —o
mejor dicho, su maldita escasez— y conocen en todo su esplendor los
tormentos de esa «guerra de todos contra todos» que Hobbes confun-
día con la existencia humana. Tratan de consolarse ingurgitando gine-
bra de la peor que, si en ocasiones les pone de un humor pendenciero,
las más de las veces no hace más que incrementar su embotamiento.
La introducción de los telares mecánicos en los talleres del noroes-
te industrial, la multiplicación de las fábricas, la nueva organización
del trabajo sobrevienen, pues, en un contexto de desintegración de las
antiguas comunidades, conjugada con la extrema miseria material y
moral de las «clases inferiores». Al reducir la parte del trabajo vivo en
el proceso de producción, los fabricantes de Mánchester, pioneros del
capitalismo industrial, no pueden más que amplificar el resentimiento
de los pobres, quienes poco aprecian saberse a merced de semejantes
«chacales» y se afligen al ver cómo sus condiciones de existencia se de-
gradan inexorablemente. Cada vez son más numerosos los que han de
contentarse, como toda pitanza, con una papilla de avena más o menos
aguada aderezada con algunas patatas. El médico y filántropo James
KayShuttleworth, que trabajará en un dispensario mancuniano a partir
de 1827, dejó una descripción de los horarios de los obreros y de sus
hábitos alimentarios al comienzo de la Revolución Industrial:

La población empleada en las fábricas de algodón se levanta a las


cinco de la mañana, trabaja en los talleres desde las seis hasta

156
las ocho en punto y vuelve a casa durante media hora o cuarenta
minutos para tomar el desayuno. Generalmente, dicha comida
consiste en una taza de té o de café con un poco de pan. A veces,
aunque cada vez menos, caen unas gachas de avena, sobre todo
en el caso de los hombres: pero se prefiere el estímulo del té,
especialmente entre las mujeres. El té es casi siempre de baja
calidad, y en ocasiones incluso está en mal estado. La infusión es
pobre y se le añade poca leche o ninguna. Los operarios vuelven
a los talleres, donde permanecen hasta el mediodía, momento
en que se les concede una hora para el almuerzo. Entre quienes
reciben los salarios más bajos, esa comida consiste por lo general
en patatas cocidas. Al revoltijo de patatas a veces se le añade un
poco de lardo fundido o de mantequilla, y en ocasiones algo de
grasa de tocino frito, pero rara vez algo de carne. [...] La familia
se sienta alrededor de la mesa y rápidamente cada uno de sus
miembros vierte su ración en el plato; o bien, si no, todos juntos
hunden sus cucharas en el perol y sacian su apetito con una im-
paciencia animal. Al expirar la hora, van de nuevo a trabajar a los
talleres, hasta las siete de la tarde o incluso una hora más tardía,
cuando de nuevo se permiten algo de té, a menudo mezclado con
aguardiente y acompañado de un poco de pan. Algunos de ellos,
sin embargo, ingieren sus gachas y sus patatas por segunda vez
en la jornada.

Los parados, muy numerosos durante la crisis de 1810-1813 y cada vez


más parcamente socorridos por los municipios o las iglesias, se ven
literalmente condenados al hambre o, en el caso de los menos timora-
tos, al robo y el bandolerismo. ¡Pero cuidado, entonces, con la horca!
Por lo general, no pueden contar más que con los irrisorios ingresos
de sus hijos, de los que se aprovechan los fabricantes y a los que pagan
en calderilla, o bien con el apoyo de sus allegados, a menudo tan poco
afortunados como ellos. Y esto en un momento en el que el éxodo rural
y la pauperización han minado los vínculos comunitarios que desde
antiguo favorecían la ayuda mutua en las épocas de penuria.

Las máquinas que cristalizan esta disolución del vínculo social y se ga-
nan de forma más clara el resentimiento de los pobres de la región
de Mánchester son la hiladora mecánica —inventada por James Har-
greaves en 1768 y perfeccionada por Richard Arkwright y sus asocia-
dos poco después— y sobre todo los telares mecánicos concebidos por
Edmund Cartwright en 1785. Nacido en una familia pobre y habiendo
comenzado su carrera como aprendiz de barbero, el emprendedor Ar-
kwright se hizo fabricante de pelucas y, más tarde, hilandero. Apos-
157
tó por las nuevas técnicas y las nuevas relaciones de producción, y no
tardó en construir fábrica tras fábrica, sobre todo en Lancashire, e in-
trodujo en la industria algodonera el uso de la máquina de vapor de
James Watt, adaptada a la producción por el manufacturero Matthew
Boulton. El personal de las fábricas de Arkwright, primeros bastiones
de la Revolución Industrial que emplearán hasta mil novecientos obre-
ros, estaba constituido en sus dos terceras partes por niños de ambos
sexos, contratados desde la edad de seis años y presionados y hostiga-
dos durante trece horas al día por jefes de taller elegidos por su brutali-
dad completamente militar. A su muerte en 1792, el inventor-hilandero
había amasado una fortuna colosal estimada en quinientas mil libras.
Edmund Cartwright era un personaje del todo distinto: hombre bien
educado, era hijo de un rico terrateniente y hermano del célebre agita-
dor radical John Cartwright, apóstol infatigable del sufragio universal.
De profesión, Edmund era pastor anglicano, pero se contentaba con
trabajar «por la ciencia», tratando de casar la energía térmica con la
ingeniosidad de los mecanismos. Este rentista diletante no se metió en
la producción algodonera más que para terminar en la quiebra y acabó
por vender sus bártulos a Robert Grimshaw, fabricante de Mánchester
que apenas tuvo más éxito que él. Esta vez fueron los tejedores de la ciu-
dad los que, en 1792, pusieron término al experimento incendiando la
factoría en la que Grimshaw había instalado más de seiscientos telares
mecánicos. Hubo que esperar a otros perfeccionamientos técnicos y a
la paz social que prevaleció a mitad del siglo xix para que su invención
fuese imitada a gran escala y adoptada por multitud de fabricantes de
tejidos.
A ojos de los obreros de comienzos del siglo xix, tales máquinas,
por rudimentarias que sean todavía, encierran en su máxima expresión
ese ánimo de lucro y de pisotear a los débiles que impulsa al sistema
social naciente regido por la burguesía utilitarista. Y esa nefasta esencia
les parece que procede de cierto maleficio, que es un monstruo frío y
omnipresente «repanchigado sobre la existencia de quienes no poseen
más que sus brazos», como se indigna cierto predicador radical. Desde
los tiempos inmemoriales de la invención de la agricultura los pobres
veían en el trabajo una maldición adánica, y hete aquí que con el per-
feccionamiento de la explotación —ese nuevo «progreso»— alcanza las
proporciones de una catástrofe.
Los proletarios de Mánchester simpatizan muy pronto, pues, con
158
quienes claman en Sherwood que las máquinas son «los colmillos y
las garras» de ese nuevo Moloch, y que conviene arrancárselos antes
de que el demonio haya ingurgitado hasta la última criatura de los ba-
rrios populares. Para los obreros del noroeste industrial, colmados de
desgracias, ha llegado el tiempo de enfrentarse al abyecto monstruo y
de convertirse en ludditas.
El terreno les es propicio: Mánchester y sus alrededores hierven de
opositores de lo más diverso, tanto al gobierno como a la introducción
de unas máquinas que solo benefician a los ricos. En esta región ale-
jada del poder central y en vías de una urbanización tan rápida como
anárquica, los adversarios del sistema disponen de capacidades orga-
nizativas probadas. En las callejuelas y los patios traseros de la nacien-
te conurbación se encuentran codo con codo las redes de agitadores
irlandeses, las uniones obreras clandestinas de hiladores y tejedores,
los comités secretos en los que se confunden los émulos republicanos
de Thomas Paine y los radicales que sueñan con la justicia social, y
todos estos grupos entremezclados están dispuestos a actuar aquí de
común acuerdo. Hasta entonces, la alianza táctica sellada al comienzo
de las guerras napoleónicas entre el clero metodista, muy influyente en
la clase obrera local, y el partido reaccionario de los propietarios angli-
canos ha permitido canalizar el descontento de una población inclinada
a la algarada. La historia de la región abunda, en efecto, en motines y
conflictos sociales, frecuentes desde antes de la aparición de los telares
mecánicos. Y esta no ha hecho más que estimular esa tendencia a la
resistencia, directamente al despojar al obrero de su empleo y convir-
tiéndolo así en un descontento, pero también indirectamente, pues al
imponerse sin contemplaciones, los lúgubres principios del utilitaris-
mo han coaligado en su contra a los pobres y a los soñadores.
Desde 1790, los tejedores ingleses se oponen a la introducción de
los telares mecánicos, y más de un motín ha concluido con la destruc-
ción de las máquinas odiosas o la devastación de los locales que las al-
bergan. También exigen con vehemencia que se fije un salario mínimo
válido para toda la corporación. Cuatro años antes de la oleada luddita,
el rechazo de una petición presentada a tal efecto ante el Parlamento ha
provocado una huelga general de la profesión en todo el noroeste, en
Escocia e incluso en Irlanda del Norte, así como numerosos disturbios.
La prisión de Rochdale en particular, a algunos kilómetros al norte de
Mánchester, fue asaltada por la multitud, que manifestó su repugnan-
159
cia al encierro reduciéndola a cenizas tras haber liberado a todos los
presos.
El 25 de mayo de 1808, quince mil huelguistas, reunidos en Mán-
chester para protestar contra la altivez del poder, habían sido dispersa-
dos sin contemplaciones por los dragones, que habían dejado lisiados
a varios desgraciados de todas las edades y de ambos sexos. Es en esa
ocasión cuando el coronel Joseph Hanson, terrateniente y oficial de
la milicia de Voluntarios, traicionando los privilegios de su casta, se
dirige a los tejedores para exhortarles a plantar cara a los fabricantes:
«Muchachos, vuestra causa es buena. ¡Manteneos fieles y venceréis! Os
apoyaré con hasta tres mil libras [de contribución al fondo de la huelga
ilegal]. ¡Yo soy amigo de los tejedores!». Aparte de su comparecencia el
año siguiente ante un tribunal militar que le condenará a seis meses
de prisión y a una multa de cien libras, este acto de rebelión le valdrá
una duradera popularidad entre los tejedores. Treinta y nueve mil seis-
cientos suscriptores ofrecerán una copa de plata a este campeón de la
justicia social y su singular ejemplo será invocado frecuentemente por
los ludditas en 1812.
En la primavera de 1811, año de fermentación del movimiento lu-
ddita en el norte industrial, los tejedores presentan una nueva petición
—una vez más en vano— para que se les garantice legalmente un sala-
rio decente y la protección contra los diversos abusos patronales. El do-
cumento cuenta con el aval de cuarenta mil firmas recogidas solo en la
ciudad de Mánchester —que entonces apenas supera los cien mil habi-
tantes— y con otros centenares de miles conseguidas en todo el resto
del país. Esto indica, aparte de un incontestable apoyo popular, una or-
ganización bien asentada y el surgimiento de una red nacional —que
prefigura las futuras federaciones sindicales— de uniones obreras en
ruptura con el antiguo corporativismo. Eso sí, la falta de éxito de sus
tentativas legales para mejorar su suerte y defender su estatus social
va a incitar a estos tejedores acorralados a inclinarse por el activismo
luddita y poner a su servicio las estructuras creadas para la negociación
con las guildas patronales y con las autoridades.
Basta de peticiones, basta de implorar... Desde su caverna de
Sherwood, mientras aumentaba la cólera de los tejedores del noroeste,
el general Ludd ha trazado una nueva vía, que no es ni la del motín sin
mañana ni la de las vanas negociaciones con los propietarios, sino que
las trasciende a ambas: la acción directa masiva y permanente que as-
160
Telares mecánicos de vapor en una fábrica de Mánchester

pira a invertir la relación de fuerzas. Ahora bien, el tiempo apremia. La


masa inmensa de quienes tejen en sus domicilios, que utilizan telares
manuales, ven cómo sus precios bajan día tras día, pero difícilmente
pueden poner sus esperanzas en conseguir sustento en unas fábricas
que pagan aún peor a una mano de obra de la que están excluidos por
principio los padres de familia y los obreros cualificados. No les queda
más que combatir confiando en su odio de clase, tal como se deja entre-
ver en este Lamento de los tejedores que se cantará durante la década de
1810 por todo Lancashire:

Caballeros y negociantes que cabalgáis a placer,


Mirad a estas pobres gentes. ¿No os hace estremecer?
Mirad a estas pobres gentes cuando pasáis tan campantes.
Castigue Dios en las alturas corazón tan arrogante.
Estribillo
Lo que se dio ya se acaba. ¡Ah tiranos de Inglaterra!
Pronto daréis razón de vuestro atroz paso por la tierra.
Bien nos bajáis los salarios, vergüenza nos da saberlo.
Lo que hacemos, nos decís, no hay manera de venderlo.
¿Y entonces no tendrá fin vida tan triste y tan perra?
Calma —nos respondéis—, que ya acabará la guerra.
161
Al mirar a nuestros niños se nos parte el corazón.
Rota llevan la camisa, un desastre el pantalón.
Nada llevan en la panza de camino a la labor,
Mientras los vuestros se hartan sin asomo de rubor.
Vais a la iglesia en domingo, seguro que por orgullo.
No puede haber religión que al pobre diga: «Lo excluyo».
Si como la Bolsa hay en el cielo algún lugar,
Por cierto tenemos todos que no habremos de pasar.
Adornáis vuestras mesas con la más rica vianda.
Con vino y coñac brindáis sobre manteles de Holanda.
Invitáis a vuestros pares. ¡Qué delicia, qué jolgorio!
Y para nosotros dejáis algún despojo irrisorio.
Y concluyamos, muchachos, que esto tiene que acabar
¿Qué plan tramaremos para con los malos tiempos terminar?
Dadnos, pues, lo que se nos pagaba antaño
Y vivamos todos felices sin sufrir ya mayor daño.

La industrialización, precoz y a marchas forzadas, de la región de Mán-


chester constituye el lógico campo de batalla de la primera gran con-
frontación entre el bando de la burguesía industrial y el del proletariado
al que somete a un salario. En esta disparatada red de cuchitriles y de
fábricas, estas dos clases de reciente constitución están formadas, por
un lado, por el grueso de los explotados en vías de pauperización acele-
rada, y por otro, por la mayoría de los explotadores, nuevos ricos todavía
poco refinados, pero que ya han amasado fortunas y se autoproclaman
dueños del porvenir. Es aquí, en este comienzo del siglo del vapor, don-
de el proyecto de domesticación de la actividad humana está más avan-
zado, y es aquí también donde ha de perecer o donde ha de alcanzar el
dominio del mundo.

162
¿Nos convertiremos
acaso en máquinas?
Jamás, jamás...

A
finales del mes de diciembre de 1811 informan al Home Office
de que dos emisarios de Nottingham han tomado la palabra
durante una reunión de tejedores encolerizados en Stockport,
villa algodonera de Cheshire situada a algunos kilómetros al sur de
Mánchester, que cuenta con quince mil habitantes y que será uno de
los epicentros del seísmo luddita. Poco después, se pone en marcha en
la región una campaña de cartas de amenaza similar a la que, durante
todo el otoño, ha hecho temblar a los fabricantes de las Midlands.
Desde comienzos del año 1812, los hilanderos del algodón, muy
numerosos en la región de Mánchester, manifiestan su descontento
con un vigor renovado, sobre todo en lo que respecta a la creciente con-
tratación de mujeres y niños para las hilaturas, en principio para traba-
jar en su domicilio y después para remplazar a menor coste en las fá-
bricas a los hombres adultos, en su mayoría padres de familia. Hay que
señalar que los hilanderos sufren menos la crisis que los tejedores: la
innovación técnica —es decir, las sucesivas formas de la célebre «mula»
hiladora de vapor— se ha impuesto en dicha actividad en un periodo
de expansión y de relativa prosperidad obrera, anterior al bloqueo con-
tinental. Si bien es cierto que los hilanderos del algodón parecen haber
participado menos en los disturbios ludditas que los tejedores, de cuya
situación de desamparo ya hemos hablado, también lo es que serán
muchos los que aprovechen la oleada luddita para expresar su insatis-
facción. Los hilanderos amenazan con romper las máquinas menos por
odio hacia una técnica «odiosa» que como represalia contra los dueños
de las hilaturas, culpables de practicar una política de contratación de
saldo; téngase en cuenta que esas máquinas extraordinariamente cos-
tosas representan una inversión considerable. Se trata también, para
estos obreros por lo general menos desesperados que la mayoría de los
pobres de entonces, de seguir el ritmo marcado por Ludd, de adjudicar-
se un papel en el drama nacional en el que se ha convertido la amenaza
163
luddita y de aprovecharse de ella para ejercer una presión salarial.
A principios de febrero de 1812, la McConnel & Kennedy Company
—la mayor hilatura de Mánchester— y dos de sus competidoras reci-
ben una carta tan conminatoria como anónima:

Señor:
Comencemos con las palabras de los antiguos profetas, diciendo
que vuestra destrucción está próxima. ¿Y por qué?, os pregun-
taréis. Porque nosotros, los hilanderos del algodón de esta villa,
hemos sido el medio por el cual os habéis aupado hasta la inde-
pendencia partiendo de un montón de estiércol; y ahora, junto
a otros, habéis contratado a tantos miembros del sexo femenino
que nosotros y nuestros hijos nos morimos de hambre por falta
de pan; y si estáis decididos a perseverar, podéis esperar que se
produzca de inmediato alguna reacción destructiva.
Concluyamos, pues: u os enmendáis o moriréis.

Son, sin embargo, los tejedores los que, al pasar de la palabra al acto,
van a intensificar el asalto luddita. El 9 de febrero, Peter Marsland, gran
industrial de Stockport que ha patentado algunos perfeccionamientos
de los telares mecánicos a vapor, ve su hogar y su fábrica atacados por
una pequeña turba de ánimo luddita que a punto está de asarlo vivo.
Tras seis semanas de fermentación y de rumores alarmistas, y tam-
bién de preparativos en ambos bandos, unos quinientos tejedores se
reúnen el 20 de marzo para atacar los almacenes y la fábrica, situados
en Stockport, de William Radcliffe, célebre fabricante que hacia 1804
había perfeccionado el telar mecánico concebido por Edmund Cartwri-
ght. Decir que este pionero y símbolo viviente del maquinismo es detes-
tado por los tejedores es decir poco: se sabe, pues, objetivo de la cólera
de Ludd y ha tomado precauciones defensivas. Sus esbirros repelen a la
multitud desarmada antes de que esta haya tenido tiempo de incendiar
los edificios, que se salvan de la quema con apenas algunas ventanas
rotas. Este primer ataque en masa constituye el punto de partida de una
serie de motines antindustriales y de incursiones ludditas en el noroes-
te, lo que eleva a una media docena los condados que viven en un clima
insurreccional.
Informados de lo que está pasando en el vecino Yorkshire y alarma-
dos por rumores que afirman que los ludditas se entrenan de noche en
los pantanos de los alrededores de Mánchester, los magistrados locales
convocan a las milicias burguesas, mientras que los gobernantes en-
164
vían tropas a toda prisa y los fabricantes, en lugar de contratar obreros
para complacer al populacho, contratan a centenares de vigilantes para
contenerlo y proteger su preciosa quincalla.
El 8 de abril, en Mánchester y a plena luz del día, el movimiento
luddita se apodera de la calle. El pretexto de esta turbulencia está ligado
a la amenaza luddita: los políticos tones del lugar, impulsados por el
alcalde no elegido Richard Wood, han querido organizar ese día, para
esta época de disturbios y de incertidumbre, una reunión pública en
el Exchange Hall —una especie de cámara de comercio— en apoyo al
gobierno ultrarreaccionario de Perceval y al príncipe regente, los cuales
no son menos impopulares en el noroeste que en las demás regiones
industriales. Ciento cincuenta y cuatro notables que, según un magis-
trado de Mánchester, forman «el respetable comité de señores que han
elegido ayudar e informar a los poderes públicos de esta villa», han fir-
mado el llamamiento a esta concentración del partido del orden. Seme-
jante iniciativa provoca la cólera de las facciones opuestas al régimen
y de las uniones obreras, que se coaligan para exhortar al pueblo a una
suerte de «contramanifestación». Así, se ven proliferar sobre los muros
de la ciudad carteles impresos que dan testimonio de dicha alianza y de
un sentimiento de urgencia, en efecto bien fundado:

¡ahora o nunca!
Los habitantes que no desean en absoluto
—un aumento de los impuestos para los pobres;
—un encarecimiento de los precios de los suministros;
—la escasez del trabajo y la reducción de los salarios;
no dejarán de asistir a la reunión del próximo miércoles por
la mañana en el Exchange Hall para oponerse a las ciento cin-
cuenta y cuatro personas que os han pedido reuniros; y haréis
lo que sea preciso expresando vuestro desprecio por la conducta
de tales hombres, que han llevado a este país al actual estado de
menesterosidad y que han hundido en la miseria a millares de
estos concienzudos mecánicos.
¡Decid ahora lo que albergáis en vuestro corazón!
Antes de que sea demasiado tarde, no permitáis que el pueblo
y el príncipe se engañen en cuanto a vuestros verdaderos senti-
mientos. Hablad y actuad con audacia y firmeza, pero por enci-
ma de todo, sed pacíficos.

Lo que se dice pacíficos, no es que lo sean mucho aquellos que son sus-

165
ceptibles de responder al llamamiento, y esto es algo que ningún con-
temporáneo puede ignorar. La cultura del motín, que es la de la plebe
del siglo xviii, todavía no ha dado paso a la del cortejo sindical de chicos
buenos y bien disciplinados —con fanfarrias, himnos y estandartes—
que dominará los medios obreros desde mediados del siglo xix hasta la
década de 1980. Y la tensión social, después de tantos años de crisis, se
aproxima a su punto de explosión. El acontecimiento se anuncia, pues,
tormentoso.
Por todos lados se comenta además que los ludditas, tan temidos
por los ricos, también asistirán a la fiesta. De repente, los notables to-
ries, atemorizados, anulan a toda prisa su reunión, pero ya es demasia-
do tarde: ya desde la víspera, los tejedores de los alrededores —y gran
cantidad de pobres de toda condición atraídos por la perspectiva de la
jarana y las buenas emociones— empiezan a llegar en masa a la capital
mundial del algodón, desfilando al ritmo de sus peanes proletarios. Y
entre ellos, en efecto, los miembros de los comités secretos de Ches-
hire y de Lancashire se encuentran como peces en las aguas de un río
tumultuoso.
Temprano, el día convenido los descontentos convergen en el cen-
tro de la ciudad y desbordan a los pocos representantes de la autoridad
presentes en tomo al Exchange Hall, que invaden y donde se entre-
gan de inmediato a todo tipo de depredaciones. Lanzan por la ventana
el bonito mobiliario y destrozan todo lo que les cae entre las manos
—candelabros, vajilla, lámparas, cristales— antes de traer una buena
cantidad de paja para prender fuego al edificio. En ese momento apa-
rece un escuadrón de la milicia de Cumberland, que consigue apagar
el incendio y capturar a varios amotinados. En la plaza de Saint Ann
varios millares de indigentes rugen contra la intervención. Queman en
efigie al príncipe regente y blanden una banderola en la que, al igual
que en el cartel radical, están inscritas estas tres palabras, esta urgencia:
«¡Ahora o nunca!».
Reforzados por una tropa de Scots Greys —caballeros reputados
por su extrema brutalidad y que descollarán en Waterloo—, los magis-
trados, tal como exige el derecho, leen en voz alta ante la multitud la
Riot Act (ley sobre los motines), lo que equivale a una orden de disper-
sión. Entretanto, los guripas escoceses la emprenden a sablazos con los
que parecen remisos a marcharse. Tras haber ofrecido alguna resisten-
cia a las cargas de los soldados, los furiosos se dispersan por las calles
166
vecinas, que van a recorrer en todos los sentidos durante horas, con la
tropa pisándoles los talones y la rabia en el corazón, causando por aquí
y por allá algunos estropicios y lanzando invectivas contra los notables
que se ocultan tras los postigos cerrados. Un grupo de tejedores, a los
quehay que reconocer sin duda como ludditas, se muestra particular-
mente enérgico y aprovecha los disturbios para atacar la fábrica de un
tal Schofield que alberga «máquinas odiosas», y que la llegada de la tro-
pa, un tanto desbordada, consigue salvar in extremis de la aniquilación.
Hasta entrada la noche, pequeñas hordas de amotinados provocan un
gran alboroto en las calles de Mánchester, bebiendo y cantando, sacan-
do a pasear los puños y vociferando.

El 14 de abril, en Stockport, el combate de los tejedores retoma abier-


tamente el simboslismo y el estilo ludditas. Podría pensarse que la re-
percusión que ha tenido la batalla de Rawfolds, acontecida tres días
antes y a pocas leguas de allí, no les es ajeno: la obsesión o la esperanza
que inspira el nombre de Ludd están entonces en su punto más alto y
se prestan a todo tipo de exasperaciones. Convocada por las uniones
obreras clandestinas, se forma una procesión por las calles del burgo
encabezada por dos tejedores disfrazados de mujer que dicen ser «las
esposas del general Ludd». En ese travestismo y en esa bigamia hay un
punto de libertinaje, e incluso de trasgresión, que indica cierto júbilo en
la vindicta y sobre todo ganas de hacer burla del príncipe regente, que
en efecto pasaba por bígamo al haber desposado morganáticamente a la
señora Fitzherbert, una de sus amantes. Las dos Lady Ludd son caluro-
samente aclamadas mientras conducen a su tropa camino de Edgeley,
una aldea cercana a Stockport donde se alzan la mansión y la fábrica
de John Goodair, la cual ya había sido blanco de una incursión y de
una tentativa de incendio diez días antes. Ya delante del domicilio del
fabricante, la multitud se detiene ante los portones y se contenta con
lanzar una lluvia de injurias, piedras y ladrillos contra los muros y las
ventanas. Después parte de nuevo para someter a la misma suerte a las
casas de otros fabricantes de Stockport, entre las cuales se encuentran
las de William Radcliffe y Peter Marsland, que son asediadas y dañadas
de forma similar, sin efusión de sangre.
La multitud no ha hecho más que aumentar en sus circunvolucio-
nes y calentarse gracias a las libaciones. Millares de furiosos deciden
ahora retomar a Edgeley para acabar con la fábrica de Goodair, una vas-
167
ta nave que alberga ocho mil husos y doscientos telares mecánicos. A
Goodair y a los suyos no les queda tiempo más que para salir corriendo
antes de que el populacho desencadenado saquee e incendie su mora-
da tras haber derribado los portones. Tres nuevas aclamaciones dan la
bienvenida a este holocausto de chatarra y fibra. Hasta la caída de la
noche no llegan los Scots Greys, pronto reforzados por soldados de in-
fantería congregados en los albergues de los alrededores. La tropa dis-
persa por fin a los amotinados, pero antes seis de estos últimos —cinco
tejedores y un hilandero— caen en manos de los magistrados.
Al día siguiente por la mañana, más de dos mil hombres se en-
cuentran en una landa que bordea la villa, de nuevo llamados por los
comités de tejedores. Los obreros así reunidos se constituyen como
«primer congreso» y se asignan como tarea prioritaria proseguir de
forma más coordinada la campaña de acciones directas en los alrede-
dores. A continuación se eligen delegados para representar a Stockport
y los pueblos vecinos en un ulterior y eventual «segundo congreso»,
que reuniría a representantes de toda la región. Finalmente se decide
no enfrentarse con las bien pertrechadas tropas que ocupan la villa y
que ahora defienden en gran número las principales fábricas. Se adop-
ta también la táctica de los tundidores de paños del West Riding: los
sublevados se reparten en pequeños grupos móviles y ligados por un
juramento apropiados para llevar a cabo expediciones nocturnas contra
los patrones y las fábricas, pero también contra todos los ricos, a fin de
hacerse con un arsenal y con un botín de guerra por medio del bando-
lerismo. Dicho y hecho: la multitud se dispersa en pequeñas escuadras
que recorren los caminos rurales extorsionando a los terratenientes y a
los granjeros acomodados, o bien despojándoles de sus armas y de los
víveres que estos buenos cristianos atesoran en graneros repletos en
estos tiempos de escasez. Solo uno de estos grupos tendrá sus dimes y
diretes con las fuerzas represivas, en este caso con una milicia de volun-
tarios burgueses a las órdenes de John Lloyd, hombre de leyes y bilioso
adversario de Ludd que está directamente al servicio del Home Office.
Siete hombres no logran desaparecer entre la floresta y son capturados;
el interrogatorio de uno de ellos, llevado a cabo rudamente por Lloyd,
demostrará que la práctica de los juramentos ilegales, de moda entre
los ludditas de Yorkshire, ha llegado hasta los tejedores de la región de
Mánchester, preocupados por reforzar su disciplina y su capacidad de
acción.
168
Mientras una especie de guerrilla se desarrolla así en los campos y
mientras las ciudades industriales están en estado de sitio, los mecano-
clastas del noroeste preparan otros golpes de efecto contra las fábricas
y prosiguen su campaña de intimidación contra los fabricantes. El pro-
pietario de una fábrica de Stockport, Thomas Garside, que desgraciada-
mente ha ido a hacer una visita a Goodair el mismo día de la destruc-
ción de la fábrica de Edgeley, está a punto de ser linchado y solo logra
salvar la vida gracias a la intervención in extremis de uno de los líderes
ludditas. Algunos días más tarde recibirá la siguiente carta firmada por
cierto general Justicia, claro avatar de Ludd:

Stockport, 19 de abril de 1812


Señor:
Hemos juzgado nuestro deber informarle de que teníamos la
intención de incendiar su fábrica a causa de las máquinas de
ensamblar que allí se encontraban y que todavía se encuentran.
Pero consideramos que esto podría resultar perjudicial para el
resto de maestros industriales que se ocupan de los diferentes
ramos. Así, por justicia con la humanidad, estimamos nuestro
más imperioso deber prevenirle de que si no hace nada para
retirar dichas máquinas antes de siete días contando desde la
fecha de hoy, su fábrica y todo lo que contiene será sin duda in-
cendiada. Acuérdese de que le hemos advertido lealmente: si su
fábrica termina siendo pasto de las llamas, será culpa suya. No es
deseo nuestro causarle el menor daño, pero estamos plenamen-
te decididos a destruir las máquinas de ensamblar y los telares
de vapor, sean quienes sean los propietarios. No tememos ni a
quienes las vigilan ni al ejército, pues los venceremos a todos o
pereceremos en el intento. Acuérdese de que le hemos hecho lle-
gar esta advertencia con el tiempo suficiente y, que si hace caso
omiso, habrá de sufrir las consecuencias.

Las amenazas de este género no siempre se llevan a efecto, pero el he-


cho de que cada vez sean más corrientes en el noroeste durante esta
primavera luddita constituye un testimonio del endurecimiento del
descontento obrero, que se refleja igualmente en el contagio de los mo-
tines y de las exacciones de todo tipo.
Pues entretanto los acontecimientos se han precipitado y es preciso
que retrocedamos algunos días en el pasado. Mientras Stockport está
en ebullición, el motín se va haciendo con las calles de Macclesfield,
burgo industrial situado a una veintena de kilómetros más al sur. Los

169
hilanderos, ayudados por los carreteros y los mineros, numerosos en
los alrededores, son dueños de la calle e invaden varias tiendas de co-
mestibles para servirse a placer. También castigan duramente a la pe-
queña prisión local, tomada al asalto por la muchedumbre que libera
alegremente a los desgraciados que se pudren entre sus muros.
El 18 de abril, los disturbios se reanudan en Mánchester de forma
algo más apagada. Es día de mercado y las amas de casa mancunianas
descubren que el precio de las patatas se ha triplicado súbitamente.
Confrontadas con una inflación tan repentina y sospechosa —que, lo
que es peor, afecta a un alimento de primerísima necesidad para los
pobres—, exigen entre gruñidos que se aplique el precio antiguo, pero
los vendedores hacen oídos sordos. Estas bravas y robustas mujeres
toman la iniciativa, agreden a los vendedores de patatas y se apoderan
de su feculenta mercancía. Algunas organizan la venta por su cuenta
al precio habitual y reintegran a los mercaderes la mayor parte de las
ganancias una vez acabadas estas «autorrebajas». Aunque hay una tal
Hannah Smith que exclama: «¡Malditos sean! ¡Nos las llevaremos por
nada!» y que reparte los indispensables tubérculos entre sus comadres
sin pedir nada a cambio. Hecho esto, apostrofa a la multitud señalando
a los otros tenderetes: «¡No nos contentaremos con patatas!». Y dicho
y hecho: dieciséis carretas de mantequilla y de leche son liberadas de
su carga para venderla a precio reducido. Esta venta salvaje se ve inte-
rrumpida por la irrupción de los magistrados y sus alguaciles, que tras
un memorable forcejeo, arrestan a la virulenta Hannah y a otro puñado
de alborotadoras.
Dos días más tarde, jomada de mercado en numerosas localidades
de la región, de nuevo Mánchester y otras tres villas algodoneras de los
alrededores (Bolton, Rochdale y Ashton) se convierten en teatros para
nuevas escenas de los «motines del hambre» con fuerte connotación
luddita. Lo mismo ocurre en algunos burgos más modestos, como Tin-
twistle, en Derbyshire, donde se destruyen telares mecánicos el 21 de
abril, o Gee Cross, en Cheshire, donde se produce el saqueo de tiendas
y almacenes para repartir el contenido entre los hambrientos de todas
las edades, y donde es arrestado un tal Walker, que será deportado a las
antípodas por hacer ostentación del nombre de Ludd en su sombrero.

Entre tantas turbulencias populares que este 20 de abril desbaratan en


la región las reglas del comercio y de la obediencia, la más dramática
170
y la más sangrienta tiene lugar en el pueblo de Middleton, a una quin-
cena de kilómetros al norte Mánchester. Esa mañana, el mercado de la
villa vecina de Oldham ha sido arrasado por las amas de casa y los po-
bres se han hecho con el lugar durante algunas horas antes de decidirse
a devastar la fábrica de Daniel Burton e hijo en Middleton. Confiando
en cierta consigna de los comités secretos, los tejedores afluyen desde
Oldham hacia Middleton y en el camino se les unen los rudos habitan-
tes de las marismas de Saddleworth y los no menos rudos mineros de
Hollinwood. A las dos de la tarde ya son cerca de tres mil los que se
agolpan a las puertas de la fábrica.
A esas alturas, sin embargo, Daniel Burton —que se ha enterado
de que un belicoso cortejo se dirigía hacia Middleton con la efigie del
rey Ludd a la cabeza— ya ha tomado disposiciones para repeler a la
multitud. Como no desea que le cojan a contrapié, ha mandado a su
casa a todos los obreros presentes en sus talleres y después ha enviado a
un mensajero a uña de caballo en busca de refuerzos y apostado tirado-
res a sueldo en cada una de las ventanas. Cuando, tras haber saqueado
las tiendas del pueblo, el cortejo de los pobres llega a cierta distancia
de la fábrica, los más audaces se destacan para reventar a pedradas los
cristales del edificio. Un fuego nutrido responde a los primeros lanza-
mientos de guijarros. Es una simple andanada de aviso que no alcanza
a nadie y los «gallardos muchachos», sabedores de que los fusiles de los
defensores están cargados con munición de fogueo, continúan la lapi-
dación aún con más ganas. Los vigías abren fuego de nuevo, pero esta
vez con balas reales, causando tres muertos y una decena de heridos
entre los asaltantes. En esos momentos aparece la milicia montada, que
carga contra la muchedumbre y comienza a disparar a bulto, matando
a cinco hombres e hiriendo gravemente a una decena más. Atrapados
entre dos fuegos, los insurrectos se ven obligados a escapar en desban-
dada.
Una semana después de la batalla de Rawfolds, una nueva tragedia
viene a enlutar el movimiento luddita. Los fabricantes, tranquilizados
por la omnipresencia de las tropas, parecen decididos a defender su
capital y su dominio y no consienten en aflojar ni una pizca. Pero los
tejedores hacen oídos sordos y los comités secretos convienen en efec-
tuar un nuevo asalto al día siguiente a pesar de los refuerzos que los
Burton acaban de recibir de la milicia de Cumberland, que ahora monta
guardia en el patio de la fábrica de Middleton.
171
Tras una tensa vela de armas los mineros, madrugadores, pene-
tran a la fuerza en un depósito de armas de la milicia local y se hacen
con algunos sables, fusiles y pistolas. Algunas otras armas salen de las
escasas reservas de los comités secretos. Y es una muchedumbre consi-
derable, más vindicativa que la víspera, más importante incluso y mejor
equipada, la que ahora se extiende por Middleton. La efigie del rey Ludd
caracolea de nuevo a la cabeza de la plebe. Se trata de una especie de
espantapájaros tocado con el gorro frigio de los sans-culottes y con una
zanahoria encasquetada entre las piernas. Su portaestandarte agita al
viento una bandera roja.
Llegados ante la fábrica al comienzo de la tarde, el grueso de la
multitud se planta ante los milicianos de guardia con el fin de ocupar su
atención mientras un destacamento luddita sale pitando hacia la man-
sión del hijo de Daniel Burton, Emmanuel, que no está vigilada. Una
vez han hecho huir a los sirvientes del fabricante, la lujosa residencia
es saqueada y devastada. Es una pelirroja bella como el fuego la que se
encarga de incendiar el edificio, que queda reducido a cenizas en me-
dia hora bajo los vivas y las risas de la asistencia. Entretanto otro grupo
se ha separado de la escandalosa horda de los asediantes con el firme
designio de infligir una suerte análoga a la cercana residencia de Bur-
ton padre. Estos, sin embargo, tienen la mala fortuna de encontrarse
por el camino con un fuerte destacamento de Scots Greys, que carga
contra ellos y los pone en fuga. Otros soldados atacan simultáneamen-
te a la multitud reunida ante la fábrica y abren fuego. Los insurrectos
responden descargando un par de ráfagas de plomo sobre la tropa, pero
deben desperdigarse cuando interviene la caballería. La confrontación
se convierte en una carnicería, dejando al menos seis muertos e innu-
merables heridos entre los enemigos de las máquinas odiosas.

172
Vista en corte de un slum construido encima de una alcantarilla
Ningún otro rey
salvo el rey Ludd

E
sta segunda derrota consecutiva, todavía más costosa en vidas
humanas que la de la víspera, no bastará sin embargo para disua-
dir a los tejedores y sus amigos de proseguir su combate en los
alrededores de Mánchester. Los actos de guerrilla y de bandolerismo
social van más bien a multiplicarse; en las ciudades algodoneras y los
pueblos de tejedores, la cólera de los pobres y la exaltación de la revuel-
ta aún están vibrantes e incluso se han agudizado por la sangrienta
represión de los motines. Pero los rebeldes de Lancashire no disfrutan
de las mismas tradiciones de organización y de clandestinidad que los
de Yorkshire. Esto les hace más fáciles de vigilar y más permeables a la
infiltración justo cuando el gobierno y los magistrados han trufado la
región de soplones y de agentes provocadores.
La agitación luddita ofrece a los gobernantes la ocasión de aplicar
en Inglaterra las técnicas policiales de manipulación y de provocación
experimentadas en Francia por Fouché por cuenta de sus sucesivos
amos. La astucia y el engaño en política se mudan del palacio a los
despachos policiales y a las gacetas que manipulan y embaucan a esa
«opinión pública» de la que Balzac gustaba mofarse: esa suma de todas
las estupideces, tan difusa como versátil. El arte de engañar, y en conse-
cuencia el de gobernar, abandona las intrigas de alcoba de los aristócra-
tas y los prelados y reposa ahora y por los siglos venideros en las trolas
y triquiñuelas, a menudo tramadas con hilo gordo, de los policías y los
periodistas a sueldo del poder.
En Yorkshire o en Nottinghamshire, la disciplina ancestral de los
comités secretos, la absoluta complicidad de la población, las reducidas
dimensiones del hábitat y de la actividad productiva hacen difícil, cuan-
do no imposible, la infiltración entre los ludditas. No ocurre lo mismo
en Lancashire, donde la policía va a lograr, si bien muy laboriosamente,
manipular ciertos comités secretos con el triple objetivo de comprome-
ter a los rebeldes, desacreditar el movimiento social y avivar la psicosis
de las clases propietarias. El miedo, al gendarme o al sans-culotte, era
el único garante de la cohesión del país en estos tiempos de guerra, de

174
crisis económica y de per-
turbaciones sociales.
El 24 de abril de 1812
tiene lugar en Westhough-
ton, cerca de Bolton y a una
veintena de kilómetros al
oeste de Mánchester, el asal-
to más destructivo jamás
lanzado por los ludditas
contra una fábrica, la fábri-
ca de Wroe & Duncroft, que
alberga más de ciento seten-
ta telares mecánicos. La ca- Ludditas en acción en una
racterística más singular de fábrica de Lancashire
este ataque es que justamente ha sido proyectado y organizado algunos
días antes, aunque sin resultado, por un agente provocador a las órde-
nes del sanguinario coronel Ralph Fletcher. Este magistrado de Bolton
había puesto en pie en 1801 una red de espías a su servicio destinada en
un principio a reprimir las artimañas de los jacobinos locales. En mar-
zo de 1812, oliéndose el ascenso de la amenaza luddita, confía a un tal
John Stones la tarea de crear un comité secreto ficticio en Bolton. Este
último ha realizado con tal celo su encargo que ahora se encuentra en
efecto a la cabeza de un pequeño grupo local de tejedores tentados por
la sedición, a los que por las noches lleva a entrenar a las marismas y a
los que representa en las reuniones de delegados de los diferentes co-
mités locales.
Es durante una de esas asambleas clandestinas en Mánchester
cuando Stones propone intentar una expedición contra la fábrica de
Westhoughton a comienzos del mes de abril, pero sin obtener el bene-
plácito de los demás delegados, que desconfían de él. Algunos días más
tarde reitera su propuesta ante sus hombres de confianza de Bolton,
a los que exhorta, tras varias libaciones, a que hagan correr la voz de
forma que sean varios centenares los que se encuentren el 19 de abril
frente a la fábrica maldita. Pero solo una insuficiente veintena de hom-
bres se presentan el día previsto, de los cuales solo doce se han tiznado
el rostro y se reconocen decididos a pasar a la acción (todos estos son,
por cierto, hombres del coronel Fletcher). La trampa, visiblemente ai-
reada, no ha funcionado. A los esbirros de Fletcher, que acechaban a
175
los asaltantes con el fin de hostigarlos y de detener a la mayor cantidad
posible para servir sin peligro a la gloria del coronel, la jugada no les
sale a cuenta.
Lo que es más, los ludditas —los auténticos— se la van a devolver
con creces cinco días después al encargarse de efectuar de improviso
la devastación pérfidamente propuesta por el soplón Stones. Una pe-
queña horda de cincuenta hombres y mujeres aprovecha la partida de
los Scots Greys encargados de vigilar el lugar para irrumpir al caer la
noche en la fábrica de Westhoughton. Rompen el portón de entrada y
la emprenden con rabia contra las ventanas de la factoría. Dos adoles-
centes, las hermanas Molyneux, destacan entre las más desatadas, una
manejando el pico y la otra la garrocha del estiércol, y animando ade-
más a sus cómplices a emplearse a fondo y con rapidez. Algunos llevan
paja hasta el taller principal, alguien prende su chisquero y en pocos
minutos el fuego se propaga por todos lados. El edificio acaba destruido
de arriba abajo junto con todas las máquinas que contiene y una impor-
tante cantidad de batista lista para entregar. Resuelto el asunto —y muy
bien, por cierto—, los incendiarios se dispersan en la penumbra.
Al ser informado del asalto, el coronel Fletcher sufre un ataque de
ira. Burlando las reglas del derecho, envía de inmediato a sus esbirros a
que investiguen en los hogares de los sospechosos que figuran en una
lista elaborada por los soplones. A pesar de la ferocidad de los interro-
gatorios que lleva a cabo, ningún indicio ni testimonio le permitirán
incriminar a los arrancados esa noche de sus casas, pero la semana
siguiente hará detener a otras veinticinco personas a las que someterá a
un trato inhumano. Finalmente, trece sospechosos serán llevados ante
la justicia y encarcelados por el incendio de Westhoughton.
A pesar del fracaso de la celada, la facilidad con la que el soplón
Stones ha logrado infiltrarse y la relativa eficacia de la investigación del
coronel Fletcher significan nuevos peligros para los rebeldes: la ma-
nipulación y la infiltración, las astucias de la policía, los complots de
los políticos. Los casos probados de montajes preparados por la policía
política en Inglaterra —como los del espía Oliver57 en Pentridge o la
conspiración de Cato Street—58 serán, por otro lado, moneda corriente
57
Sobre Oliver, ver el capítulo «Ludd después de Ludd», p. 228.
58
Se trata de la conspiración que en 1820 tramaron con mucha precipi-
tación los discípulos de Thomas Spence. Este librero, fallecido en 1814,
había creado una red de grupos republicanos que estaban entre los más ac-
176
en los años venideros. Pero la irrupción de los métodos policiales mo-
dernos es vituperada en Inglaterra tanto más cuanto que, como hemos
dicho más arriba, aquí la noción misma de policía está teñida de cierto
exotismo e inmoralidad. Un consejero de Estado francés del Antiguo
Régimen se sorprendía de semejante mentalidad en los siguientes tér-
minos: «Es absolutamente cierto que un inglés se felicita de haber sido
robado diciéndose que al menos en su país no hay gendarmería. Tal
otro, que está molesto por todo lo que turba su tranquilidad, se consue-
la sin embargo al ver que los sediciosos retornan al seno de la sociedad,
pensando que el texto de la ley es más fuerte que cualesquiera otras
consideraciones».59 Todavía hasta hace no mucho, la existencia misma
de profesionales del mantenimiento del orden se le antojaba a la mayo-
ría, e incluso al mayor de los propietarios, algo profundamente contra-
dictorio con esa «libertad inglesa» que los burgueses se jactan de haber
conquistado destronando en dos ocasiones a los despóticos Estuardo.

La hoguera en la que se ha consumido la fábrica de Westhoughton y


esa propensión de los ludditas a «purificar» mediante el fuego lo que
el lucro ha «ensuciado» no solo inquietan a los industriales; también
las compañías de seguros se ven afectadas. El incendio es el método
más utilizado por los ludditas de Lancashire para abolir las nuevas má-
quinas. Ahora bien, buena parte de ellas, así como los locales que las

tivos y los más dispuestos a la pelea. Bajo la instigación del soplón George
Edwards, una agente de la policía política de lord Sidmouth, su dirigente
Arthur Thistlewood había decidido asesinar a algunos eminentes miem-
bros del gabinete, que se suponía iban a asistir a una cena en casa de lord
Harrowby el día 23 de febrero. Las cabezas de Casüereagh y de Sidmouth
debían ser clavadas en picas y paseadas por las calles más miserables de
Londres a fin de desencadenar una insurrección popular. Una vez trazado
el plan, Edwards se apresuró a montar una trampa. Tras cierto descon-
trol policial y una agitada tentativa de arresto, durante la cual Thistlewood
ejecutó de un sablazo a uno de los polizontes y logró escapar con otros
cuatro cómplices, todos los conspiradores fueron rápidamente localizados
y juzgados. El grupo estaba demasiado infiltrado para escapar de unos ma-
gistrados que lo sabía todo de ellos. Thistlewood y otros cuatro autores
del complot fueron colgados el primero de mayo de 1820, después de que
cinco de sus compañeros vieran sus condenas a muerte conmutadas por
penas de cadena perpetua.
59
Tablean de l’Ancien Régime, 1796, Antoine Chaumont de la Galaizière,
intendente de Alsacia bajo Luis XVI (citado por Tocqueville en El Antiguo
Régimen y la Revolución [1856], Alianza, Madrid, 2012).
177
albergan, están aseguradas contra incendios, lo cual reduce el daño su-
frido por sus propietarios después del paso del tomado luddita. Con el
fin de disuadir a las aseguradoras, los ludditas en ocasiones se dirigen
a estas últimas para recordarles el riesgo repentinamente decuplicado
que representa dicha cobertura, algo que denota cierta conciencia de la
creciente complejidad del sistema financiero que la introducción del
maquinismo trae aparejada. Así, el 26 de abril de 1812 la Fire Office
Agents, cuya sede se encuentra en Wigan, a unos cuarenta kilómetros
al oeste de Mánchester, recibe una advertencia donde se esboza una in-
teresante visión dialéctica del fuego y que viene firmada por «Falstaff»,
en honor del más plebeyo de los personajes de Shakespeare, al mismo
tiempo sabio y bufón, y un gran bebedor que en esta ocasión ha sido
promocionado a «secretario de Ludd»:

Señores:
He recibido la orden del general Ludd, comandante en jefe del
ejército de los buscadores de pan, etc., [de exigir] que dejen de
asegurar en su oficina a gentes que posean y utilicen bobina-
doras mecánicas o cualquier otra máquina del mismo género
(esto, por el bien de sus empleadores). Pues por más que la pro-
videncia se haya complacido en prodigar abundancia de carbón
a la isla británica, no es propio de señores de innegable probidad
utilizarlo para arrebatar a los pobres su trabajo, y en consecuen-
cia su pan. Y si se sigue realizando dicha tarea en Wigan, sepan
que esa misma providencia también ha dotado al general Ludd
y a sus partidarios de un corazón a fin de emplear, para mante-
ner su trabajo, el mismo medio que aquel al que recurren cier-
tos infames para privarles de él, es decir, el fuego. Pues todos
pensamos que vale más que algunos mueran antes de que todo
el mundo perezca. El general dispone de información completa
de todo lo que pasa en Wigan, y esta mañana mismo ha estado
por allí en persona para observar los locales concernidos antes
de que sus hombres se pongan manos a la obra. Los señores
Penson, Darwell, Melling, Pinington, Batersly y otros recibirán
pronto una visita si persisten en robar su pan a los pobres de la
manera descrita más arriba.

Así pues, quien no está con Ludd está contra él, a fortiori en una socie-
dad en la que crece sin descanso la interdependencia de las técnicas
y de las normas jurídicas, en la que la lógica del comercio se dota de
una universalidad invasora. Es pues a la sociedad al completo a la que
conminan los rebeldes a tomar partido y a practicar junto a ellos ese

178
ostracismo al que necesariamente ha de condenarse el sálvese quien
pueda y la codicia en cualquier grupo humano.
A finales del mes de abril, los habitantes de Macclesfield, en Ches-
hire, a unos quince kilómetros al sur de Mánchester, descubren un car-
tel manuscrito cuyo principal objetivo es amenazar a eventuales delato-
res, pero que al mismo tiempo sirve para transmitir algunas consignas
tácticas. Este texto resume de forma deshilvanada y desde un punto
de vista local la nueva pluralidad de la estrategia luddita. Esta última,
por informal y disparatada que sea, ahora debe asumir ese nuevo paso
hacia la unidad de acción que ha franqueado el movimiento al abrirse a
las múltiples esperanzas de los pobres de todos los oficios.

A los habitantes de esta villa:


Me dicen que los periódicos os informan de que el general Ludd
ha sido apresado, pero puedo desmentir dicha noticia, pues aca-
bo de recibir una misiva suya en la que anuncia que ha adoptado
un plan por completo nuevo, que consiste en:
n.° 1 —que será establecida en cada villa y pueblo una lista
de las personas que actúan mal contra los pobres;
n.° 2 —que todos los pobres contarán con mosquetes, fusi-
les, pistolas, hachas, horcas, navajas, cuchillos;
n.° 3 —que os dividiréis en grupos de tres y, en cualquier
motín, estaréis listos para apuñalar a los caballos en el pescuezo;
n.° 4 —que si alguien es capturado, todo hombre que testifi-
que bajo juramento contra él será abatido en virtud de la ley que
hemos establecido, aunque lleve uno o dos años conseguirlo;
n.° 5 —que dentro de muy poco, en cuanto todos estéis lis-
tos, yo [el general Ludd] tomaré el mando en persona;
n.° 6 —que, según me hacéis saber, tres de vuestros hom-
bres han sido enviados a Chester aunque no tenían nada que ver
con el motín, pero poco importa, vendré a veros tras el proceso
y si se les ha causado algún mal, os procuraré los medios para
enviar a todos esos malditos testigos al infierno;
n.° 7 —que se ha decidido abatir a todos los amos que bajan
los salarios o inventan cosas para perjudicar a los pobres;
n.° 8 —que si el príncipe de Gales no quiere cambiar a sus
ministros, le cortaremos la cabeza;
n.° 9 —que nos portaremos como buenos chicos si se nos
deja tener tarea para mantener vivos a nuestros hijos, que pasan
hambre y frío.
Y deseamos que hagáis saber al señor Davenport [cierto ma-
gistrado de Macclesfield] que un vientre vacío no se dejará vencer
por la espada, y a Chaleswood [un fabricante local] que él ha sido
la causa del motín de Macclesfield al bajar los salarios de los po-

179
bres, afirmando que el agua debería ser tan cara como la leche y
difamando a nuestra escuela.

No sabemos cuántos carteles de la primavera luddita, cuidadosamente


manuscritos, fueron exhibidos de esta manera, y menos cuántos fueron
desgarrados por los esbirros de los magistrados o arrojados apresurada-
mente al fuego justo antes de un registro... Son huellas que las necesi-
dades de la ocultación y de la clandestinidad condenan muy a menudo
a desaparecer; coleccionar documentos subversivos cuando uno no es
magistrado puede pagarse con una larga y arriesgada estancia en Tas-
mania. Se siente, sin embargo, que las lenguas empiezan a soltarse,
que ha llegado la hora del debate y que la discusión desemboca en la
radicalización de una gran cantidad de pobres. La propaganda escrita
de los rompedores de máquinas, hecha de circulares, pancartas y car-
telillos, constituye un elemento central de su asalto frontal contra la
sociedad industrial.
La creciente politización del discurso luddita señala el retomo del
espíritu crítico a Inglaterra tras un largo decenio de represión y de cen-
sura marcado tanto por la regresión social como por la arrogancia de
los ricos predadores y de los militarotes que monopolizan los cargos
gubernamentales. El combate luddita no puede presentarse sin más
como la última batalla de los defensores de una tradición superada que
se oponen a la ineluctable modernidad; los hechos han sacado a la luz
los antagonismos fundamentales. La mayor parte de las divergencias
entre los propietarios han sido silenciadas, mientras los no-propieta-
rios llaman a la unidad, al común acuerdo entre las comunidades, para
intentar concebir una alternativa viable al implacable sistema que se va
imponiendo poco a poco.

El primero de mayo de 1812, al término de un mes de abril que nunca


había sido tan tumultuoso en las villas algodoneras, un tal Simpson,
propietario de una tejeduría y celoso oficial de una milicia burguesa,
recibe una carta firmada por Eliza Ludd, de Mánchester, que pasa por
ser una prima letrada de Ludd. El estilo de la amonestación es el pro-
pio de una autodidacta, instruida en lecciones de historia, que trata de
destacar los desafíos políticos y estratégicos del combate luddita y que
desea convencer antes de tener que combatir:

180
Señor:
No dudo de que estará usted bien informado de la historia polí-
tica de América. Si tal es el caso, habrá de convenir en que fue
la tiranía ministerial la que despertó ese glorioso espíritu gracias
al cual las colonias británicas obtuvieron su independencia por
la fuerza de las armas en una época en la que éramos diez ve-
ces más fuertes que ahora. Si bandas de individuos particulares
pudieron conseguirlo a pesar de toda la fuerza que nuestro go-
bierno era entonces capaz de emplear, ¿acaso no podrá ocurrir lo
mismo aquí en un momento en el que la fuerza militar de nues-
tro país está tan menguada? Señor, tenga en consideración las
pocas tropas que se hallan actualmente en Inglaterra: recuerde
que ninguna [de las que se encuentran en el continente] puede
ser repatriada, pues esto supondría abandonar al furor del ene-
migo lo poco que hemos ganado hasta ahora. ¡Y ese poco ha cos-
tado tanto dinero y tantos ríos de sangre! ¡Y de sangre británica,
por cierto!
Permítame convencerle de que renuncie a su actual puesto.
Deje descansar la espada y conviértase en amigo de los oprimi-
dos, pues maldito sea el hombre que blanda aunque no sea más
que una brizna de paja contra la causa sagrada de la Libertad.

Ese mismo día, es Nataniel Milnes, magistrado de Salford, aldea cerca-


na a Mánchester, el que recibe la siguiente carta llena de referencias a
las consecuencias jurídicas de la batalla de Middleton:

Señor:
Sería una falta que ni siquiera nuestra sangre podría expiar si es-
tas líneas no contuviesen más que injusticia y hostilidad. Somos
conscientes de que así habrá de juzgarlas a primera vista. Pero si
quiere aceptar la recomendación de algunos amigos, haría bien
en apostatar de inmediato de sus principios. La fábula de Los
animales con peste sin duda merece ser leída por un magistra-
do instructor. Si un pobre hubiera matado a sangre fría a dos o
tres ricos, Nataniel Milnes habría susurrado al oído de un jurado
bien elegido y poco imparcial las siguientes palabras: «asesinato
premeditado», en lugar de «homicidio justificado». Pero sepa,
maldito embaucador, que si el acto cometido por Burton estu-
viese «justificado», las leyes de los tiranos remplazarían a los
preceptos de la razón. ¡Guárdate, guárdate bien! Ni un mes de
maceración en las aguas de la Estigia bastarían para lavar esa
sanguinaria hazaña ni para arrancarla de nuestros espíritus. En
verdad no ha hecho sino avivar la indignación de quienes están
implicados en la actual querella.

181
Milnes, si no es usted amigo de los opresores, perdónenos;
pero si lo es, «se acabó su tranquilidad».
Ludd finis est.

Resulta instructivo precisar que la ortografía y la sintaxis difieren no-


tablemente en el texto original de las que encontramos habitualmente,
más bien defectuosas, en las cartas ludditas. La elección de las expresio-
nes, la referencia a La Fontaine, la fórmula latina que cierra esta misiva
pueden indicar que su autor es una persona «letrada» y no un tejedor,
pero una persona letrada radical que ha abrazado la causa de los tejedo-
res y presta su pluma al general Ludd. Aunque se equivoca de objetivo,
pues el juez Milnes no está implicado en la investigación abierta tras la
tragedia de Middleton, un pueblo que queda fuera de su jurisdicción.
Pero en cualquier caso se trata de un magistrado, y ya hemos visto el
papel central que estos hombres de leyes desempeñan en la represión
de los ludditas. Joseph Radcliffe, por ejemplo, el azote de los ludditas
de Yorkshire, ha puesto en marcha junto a los fabricantes de su distrito
una «Sociedad para Enjuiciar a los Ludditas» que promete dos mil li-
bras de recompensa por cualquier información que conduzca al arresto
de los asesinos de Horsfall.
El celo de estos jueces que operan en zonas sometidas a una suerte
de estado de sitio también tiene sus efectos en Lancashire. Ya hemos
visto que Fletcher y otros magistrados, sin preocuparse demasiado por
la legalidad de sus métodos, han conseguido inculpar y encarcelar a
algunas personas sospechosas de haber participado en las expediciones
ludditas. Por otro lado, la mayor parte de los motines espontáneos que
han agitado las ciudades de Lancashire y de Cheshire en abril se han
saldado con arrestos.
Los procesos venideros se anuncian trágicos, pues los jurados
compuestos por notables tienen ahora la posibilidad de enviar a los
rompedores de máquinas a la horca. ¿Y quién puede contar con que
se privarán de semejante goce? Además, las autoridades y sus jaurías
de finos sabuesos y de robustos molosos ejercen una incesante presión
sobre las poblaciones de las villas obreras. Pero los tejedores y otros
pobres no son los únicos que padecen este acoso, lo que termina por
atenuar la simpatía que los ludditas se habían ganado entre todos los
espíritus contestatarios o descontentos. Los comerciantes y los hoste-
leros, que viven en contacto con los obreros, ven, por ejemplo, como
182
sus negocios van de mal en peor. La falta de ganancias provocada por
la caída del poder adquisitivo de su clientela habitual se agrava por las
facturas impagadas por la soldadesca o por los ocasionales saqueos de
las tiendas por las muchedumbres ludditas insatisfechas...

Ni las intimidaciones ni las deserciones bastan, sin embargo, para apa-


gar el fuego luddita que continúa propagándose en el noroeste, reavi-
vándose allá donde no se le espera, lejos de Mánchester y de su vasta
periferia algodonera. Es el caso, por ejemplo, de Holywell, una aldea
de Flintshire al sur de Liverpool, donde tiene su sede una enorme hi-
landería perteneciente a fabricantes de Mánchester. El 5 de mayo estos
últimos reciben una carta enviada desde Holywell donde se les ordena
aumentar los salarios.
Si bien el texto mantiene una construcción típica en las cartas lud-
ditas —descripción de la miseria, amenaza de destrucción, recuerdo de
la probada eficacia de los asaltos ludditas—, también contiene algo más
inhabitual: una cancioncilla vindicativa.

Señores:
Si no aumentan los salarios de sus obreros de Holywell, pronto
todas sus fábricas serán incendiadas y reducidas a cenizas. La
vida aquí es, para muchos de nosotros, más dura que la de quie-
nes reciben la ayuda de la parroquia. Nos morimos de hambre, o
poco nos falta, debido a nuestros bajos salarios y a la carestía de
víveres. Harían mejor en contentarse con un beneficio reducido
que ver sus fábricas destruidas. Ya conocen lo que les ha pasa-
do a Burton, a Goodair y a tantos otros; lo propio les ocurrirá a
ustedes dentro de pocos días si no suben el salario a todos sus
empleados. Todos los mineros y los carretilleros están dispuestos
a unirse a nosotros. En pocas horas, podemos reunir a unos tres
mil hombres.
¡Pan!, claman los indigentes,
Cortémosle el cuello al príncipe regente.
Y los ricachones que nos sangran
Correrán la suerte de los que mandan.
Triste es decirlo si no me creyes,
Pero así será aun con los reyes.
Guárdense de no encontrarse entre los opresores. Estamos listos
y no podemos esperar sino algunos días. ¡Pan o sangre! Cual-
quier cosa es preferible a esta hambruna.

La mención específica que el autor de la carta hace a los «mineros y los

183
carretilleros» suena como una amenaza suplementaria: ambos tienen
reputación de ser mocetones ariscos y a ningún burgués le gustaría te-
ner que recibirlos en su hogar encabezando una delegación hostil. Esta
alusión indica que los ludditas de Flintshire, al igual que los de otros
lugares, atraen la simpatía de otros oficios condenados a la explotación
salarial. La demanda de carbón, un combustible que hay que extirpar
no sin peligro de las entrañas de la tierra, evidentemente aumenta con
la proliferación de las máquinas de vapor, y todo el mundo conoce el pa-
pel primordial que desempeñarán las comunidades mineras tanto en el
espectacular ascenso de la economía británica como de su movimiento
obrero. En el mismo momento, por las calles de Holywell puede leerse
este cartel escrito por idéntica mano:

Ánimo, valientes. Preparad vuestras armas, picos y horcas para


derribar a los ricos tiranos que pisotean el rostro del pobre, como
el señor Thomas Mostyn, Sir Pyerce, Pennant y tantos otros, de-
masiado numerosos como para mencionarlos a todos; han tri-
plicado el alquiler a los granjeros y son los pobres los que pagan
el pato.

El imprecador también arremete, pues, contra los terratenientes, cuya


avidez por la renta de la tierra contribuye considerablemente a que los
precios de los productos agrícolas locales se disparen. La avaricia en
tiempos de penuria de estos amos de la oferta alimentaria agrava la si-
tuación de los pobres, que ven cómo los escasos productos importados
que llegan hasta el país alcanzan precios desorbitados al mismo tiempo
que bajan los salarios de los pocos que aún tienen la suerte de poder
ganarse los garbanzos.
La agitación luddita en una aldea alejada de Mánchester es un sig-
no suplementario del desencadenamiento de la tormenta social que
causa estragos en la región. Aquí se vuelven ludditas los hilanderos, los
mineros y todos aquellos que no tienen más que sus brazos para sub-
sistir. Y no es tanto el odio a las máquinas lo que alimenta su rebelión
cuanto la caída del poder adquisitivo, tras la cual descubren el agiotaje
de los comerciantes de grano y otros muchos tejemanejes que los ricos
emplean para hacerse aún más ricos.
Los patrones que bajan los salarios, los propietarios que acaparan
las tierras y aumentan los arriendos, los gobernantes que apenas se
preocupan por alimentar al pueblo: todos estos buenos señores, benefi-

184
ciarios de un mismo sistema claramente duro para los pobres, caen en
el mismo saco. Pues, en efecto, el pauperismo —el empobrecimiento
de los pobres— aparece, como ya hemos visto, como una decisión cons-
ciente, deliberada, incluso como un gran proyecto, en el discurso de
los patrones y los economistas de la época. Salvo raras excepciones, los
pioneros de la industrialización son neocalvinistas o malthusianos y se
vanaglorian de castigar a los pobres por su pobreza, donde fingen ver,
echando mano unas veces de la teología de la predestinación y otras de
la «creencia» científica, un determinismo religioso o histórico, e inclu-
so biológico, que sería el fundamento de la armonía del mundo y deci-
diría su marcha. El antiguo modo de dominación —alternativamente
paternalista y feroz— derivaba su máxima constitutiva del arte de guiar
burros; ahora se diría que, por más que los amos redoblen los bastona-
zos arrebatados por la fiebre de la ganancia, la apetitosa zanahoria ya
solo es posible encontrarla en el martirizado trasero del esclavo.

Gracias a los asaltos ludditas, los pobres que se someten a regañadien-


tes a la esclavitud asalariada han podido unir sus voces al concierto de
protestas que se alza en las regiones industriales y amenaza con exten-
derse a todo el país. De este periodo tan rico en conmociones data el
renacimiento de la oposición política y democrática a la monarquía y a
sus corrompidas instituciones. Esta oposición abandonará poco a poco
el estilo «jacobino», tan estimado en los clubes de pequeños burgueses
y de artesanos radicales de la década de 1790, para reclutar en masa a
los obreros con experiencia en la organización sindical clandestina y el
acceso a las redes corporativas.
El alcalde de Mánchester, Richard Wood, enemigo declarado de
los pobres que reconoce en el movimiento luddita «una insurrección
contra la sociedad», desempeña un activo papel en la represión de los
disturbios y de la destrucción de máquinas al lado del siniestro jefe de
la policía Nadin,60 o mejor dicho, bajo sus órdenes. El 6 de mayo dicho

60
Brutal, grosero y venal, Joseph Nadin dirigía de hecho las fuerzas poli-
ciales de Mánchester, una función que le permitió acumular una auténtica
fortuna y le valió el odio casi unánime de sus contemporáneos. Es su acti-
tud la que acarreó la intervención de la tropa para dispersar a la multitud
el 16 de agosto de 1819, un sangriento acto de represión que ha pasado a
la historia con el nombre de «matanza de Peterloo» como una burla contra
Wellington (el vencedor de Waterloo que acababa de integrarse como salva-
dor en el gabinete tory).
185
edil recibe una carta firmada con el seudónimo «Thomas Paine». Las
obras del autor republicano así invocado —ya hemos hablado del in-
menso éxito popular que conocieron en su tiempo— eran bien conoci-
das por cualquier tejedor de Lancashire que supiera leer, y la curiosidad
intelectual y el espíritu crítico de estos últimos tenían fama.

Richard Wood:
Ha sido usted causa de no poco derramamiento de sangre, ha
convocado al pueblo y después no lo ha recibido; por tal razón,
merece castigo. [...] El hecho es que existe una organización del
pueblo regular, general y progresista, y que ya está en marcha.
Se la puede llamar Hampdenista o Painista. Nos ha tocado en
suerte unificar a varios miles de personas, y digo «nos» por que
hablo en nombre de la multitud. Declaro que negamos y desa-
probamos toda relación con los rompedores de máquinas, los in-
cendiarios de fábricas, quienes practican la extorsión, el saqueo
de la propiedad privada y el asesinato. Sabemos que toda máqui-
na que abrevie el trabajo humano es una bendición para la gran
familia a la que pertenecemos. Nuestra intención es remonta-
mos hasta la fuente de nuestras desgracias, pues de nada sirve ya
presentar peticiones. Pretendemos pedir y exigir reparación para
nuestras quejas. Contamos con la voluntad y con el poder para
hacerlo. ¿Qué? ¿Acaso los industriosos artesanos y los humildes
cultivadores de la tierra habrán de ser despojados por siempre
del fruto de sus esfuerzos? ¿Es preciso que se vean por siempre
condenados a contemplar a sus pobres hijos subalimentados,
privados de ropa y de educación y, en dos palabras, de todas las
comodidades que hacen valiosa la existencia? ¿Tendrán que ver
como los Buitres de la Opresión les roban con todas las de la ley
para pagar prebendas y prestar dinero con el que financiar a los
ejércitos y las flotas de las naciones extranjeras; y para procurar
extravagantes establecimientos a todas las ramas de eso que lla-
man familia real, mientras los pobres deben subsistir con tres o
cuatro chelines por semana? No, no por mucho tiempo.

Apenas cabe duda de que este texto emana de la oposición neoja-


cobina tal como ahora está reestructurándose, sobre todo en tomo a los
Hampden Clubs a los que hace alusión el texto.61 El primero de estos

61
Bautizados así en honor de uno de los cinco parlamentarios cuyo arresto
desencadenó la primera Revolución inglesa y que murió en combate en
Chalgrove Field en 1643, estos clubes preconizaban una reforma demo-
crática de las instituciones. Proliferaron en la región de Mánchester, y allí
hubieron de sufrir las provocaciones y las persecuciones de Nadin y de sus
esbirros.
186
clubes locales acaba de ser fundado en Londres por el mayor John Car-
twright —simpatizante apenas velado del general Ludd—, lo que indica
que esta red de clubistas radicales, que se desarrollará a lo largo de este
decenio, encuentra sus adherentes entre la parte más ilustrada y más
preocupada por la justicia social de la clase media. Pero no se puede
contar con estos adoradores de la Ciencia y de la Razón para rechazar
las nuevas técnicas: se contentan con denunciar el uso pernicioso que
de ellas hace la avaricia y que permite la autoridad. Con todo y a pesar
de las divergencias que muestra en cuanto al modo de acción, el pan-
fletario que ha redactado este texto hace causa común con los tejedores.
Las hazañas ilegales de estos últimos de hecho han engendrado no po-
cas esperanzas entre los más diversos adversarios del régimen.
¿Subirá Ludd al trono? De ser así —predicen las malas gentes en
las tabernas—, será para cagarse en el augusto sillón y después destro-
zarlo a martillazos. Y entonces las máquinas serán de todos o no serán,
y la untuosa y ambarina cerveza manará de las fuentes públicas.

Tras el asesinato del primer ministro Perceval el n de mayo de 1812, las


historias paralelas de las tres revueltas ludditas —la de las Midlands, la
de Yorkshire y la de la región de Mánchester— se funden en una sola.
Desde hace algunos meses, la propaganda de las oficinas las confunde
ya en un mismo oprobio: se alerta a voz en cuello contra el complot
jacobino, se ve por todos lados la mano de Bonaparte, que abre a los
conspiradores su escarcela hinchada con el botín de sus rapiñas en la
Europa sometida. Por lo que respecta a los ludditas de cualquier hori-
zonte, han convergido abandonando por el camino a sus compañeros
más tibios y sus ilusiones más arcaicas.
Al enfrentarse al mismo enemigo —la lógica económica que con-
vierte al dinero en caníbal—, poco a poco han forjado en el asalto una
conciencia común, adecuada a sus tribulaciones, del lugar insoportable
que les es asignado en la organización pirade la producción c|uc ahora
se está imponiendo. Es en este momento en el que se esboza un con-
junto fluctuante de principios y de ideas, de nostalgias y de sueños en
condiciones de oponerse o de limitar la dislocación social y el desmenu-
zamiento de la vida que trae aparejada.
Pues el sistema, cuyos engranajes aún están poco afinados, por
el momento no tiene otra cosa que ofrecerles a los proletarios salvo la
negación jurídica, cultural y sanitaria de los cuerpos y los espíritus. La
187
eficacia burguesa implica, tanto en sentido literal como en sentido figu-
rado, hacer «tragar aire» a los seres separados por el capitalismo indus-
trial. Y es en el transcurso de estos últimos combates de su campaña de
subversión de la apropiación capitalista cuando los pobres que piensan
van a admitir, como una duradera evidencia, que la generalización del
salario amenaza con meter a toda la sociedad en la misma galera: los
pobres a los remos y los ricos al timón.

Más tarde, llegado el otoño, cuando la aplastante superioridad militar y


las feroces certezas del adversario hayan expulsado del campo de batalla
a los partidarios del general Ludd, la amargura de la derrota se mezclará
en el corazón de los más radicales con los gérmenes de la subversión
moral y de la venganza social.

188
v. Los últimos fulgores

Empero, ¡oh, Libertad! desgarrada como está tu bandera,


No por eso deja de flotar todavía, y va avanzando, avanzando,
A la manera del rayo contra el ímpetu del viento.
Byron
La tentación de la sublevación

E
n este mes de mayo de 1812 la situación parece, pues, bastante
explosiva en las regiones textiles, y las intenciones de los bandos
en conflicto son, en efecto, decididamente belicosas. Tropas de
ocupación y esbirros al acecho contra multitudes amotinadas y conju-
rados ludditas: la confrontación amenaza con convertirse en un baño
de sangre. Si la causa luddita, que el pueblo llano ha hecho suya, no
triunfa rápidamente por todo el país, todo el mundo predice que será
derrotada localmente por el sable y la bayoneta, por la soga o la depor-
tación al infierno tasmanio.
Por eso se multiplican los contactos entre los rebeldes de las tres
regiones en las que Ludd ejerce su justicia con el fin de coordinar cuan-
to sea posible los movimientos locales, en principio tan disímiles. En
este punto de la partida, sin duda los retos han cambiado. Ahora se trata
de derribar al gobierno, incluso de cambiar de régimen político, y este
sueño parece poder hacerse furtivamente realidad siempre que entren
en juego los pobres de Birmingham, donde se fabrican muchas de las
máquinas «odiosas», o los de Londres, donde se urden las maquina-
ciones de los grandes... Y con ellos, la masa de los obreros agrícolas
de las grandes explotaciones que cada vez más sustituyen a las granjas
familiares en la campiña inglesa. Y los estibadores y los marineros de
Liverpool y de Bristol... Que retome el tiempo de los motines en la flota.
Y que por fin se sume a ellos todo el reino. Los ludditas han abierto bre-
cha; solo hay que precipitarse en ella y ahogar bajo el peso del número
las precarias defensas del proyecto capitalista, todavía timorato.
Esta tentativa de abolición precoz del capitalismo, que podría pro-
veer de material para una buena cantidad de ucronías, no tuvo lugar y
mucho le faltó para realizarse. A los ludditas y a sus aliados les faltaron
los resortes de una estrategia más ofensiva, de una verdadera coordina-
ción y de una disposición de los pobres más favorable fuera de los con-
dados industriales. En cualquier caso, en la primavera de 1812 a todo
el mundo le parece que el proyecto luddita se ha radicalizado hasta los
extremos. De ahí que la tradición local ponga en boca de George Mellor

191
las siguientes palabras:62

Llamo a todo hombre que albergue un corazón en el pecho a


unirse a mí en una marcha sobre Londres. Llegaremos en trom-
ba desde la gran carretera del norte. Saquearemos todos los do-
minios que nos encontremos a nuestro paso para abastecemos
de armas y de provisiones. En cada villa cobraremos un impues-
to a todos aquellos que se hayan enriquecido aplastando a los
pobres. Daremos a conocer nuestra presencia y nuestro poder en
las mansiones y los castillos de todos los condados. Llenaremos
de temor el corazón de los aristócratas que abusan de sus privi-
legios hereditarios para explotar y robar a los pobres. A nuestro
paso se irán engrosando nuestras filas, hasta que formemos un
ejército a las mismas puertas de Westminster, y allí clamaremos
alto y fuerte nuestras exigencias y arrancaremos a ese abyecto
parlamento los derechos sin los cuales no somos más que viles
esclavos.
[...] Si lo logramos, no habrá nada que no podamos con-
seguir. Esas crueles e interminables guerras que hacen que se
dispare el precio del grano y no sirven más que para procurar
gloria y riqueza a las familias dirigentes terminarán de inme-
diato. Excluiremos de sus cargos y del poder a esos señores y a
esos terratenientes que desde hace siglos ahogan a los pobres
y que, asfixiando a los contribuyentes, han agotado los grandes
recursos de este país como si se tratara de su propia bolsa. Es-
tableceremos un parlamento en el seno del cual se escuchará la
voz de los pobres. Haremos doblar las campanas por los privile-
gios y la desigualdad; anunciaremos el reino de la igualdad y de
la rectitud.

En opinión de Mellor, no se trata de abolir las antiguas instituciones,


por muy nocivas para los pobres que puedan ser, sino de depurarlas y
de dictar la voluntad común por la fuerza de las armas; en cierto modo,
se trata de tiranizar a los «tiranos», haciendo que el miedo cambie de
bando. Lo más urgente es hacer que cese la guerra, percibida como una
causa mayor de la actual desgracia de los pobres de Inglaterra, pero
también como un obstáculo a la virtuosa fraternización con los pobres
del continente. A la manera de los ilustrados radicales de su época, Me-
llor contempla la sustitución de las viejas formas de gobierno por otras
nuevas que adaptarían los modelos republicanos francés o americano
al carácter inglés, mediante una suerte de golpe de Estado democrático
sostenido a la vez por una calle en ebullición y, necesariamente, por
62
Tal como aparecen en el relato semificticio Ben o’Bills (1898), obra de los
historiadores locales Sykes y Walker.
192
el amotinamiento de la tropa y de la flota. A su entender, se trata del
medio más seguro de imponer las reformas que exigen la justicia social
y la igualdad política. Es demasiado pronto, en este siglo del hierro y
del carbón, para que este pragmático soñador conciba la posibilidad de
reanudar el programa superigualitario y libertario de un Winstanley, e
incluso de suprimir toda forma de gobierno, tal como preconizan cier-
tas sectas milenaristas clandestinas todavía activas en la región, como
la de los Ezequielitas.63
Antes de caer bajo las balas de los defensores de la fábrica de Raw-
folds, su amigo el aprendiz John Booth, ampliando a la esfera política
la antigua lógica de la «negociación por el motín», aún podía señalar
que los ludditas tenían como fin «despertar la conciencia de nuestros
gobernantes. Estos no pueden o no quieren ver hasta qué punto nues-
tra situación es desesperada. Por otro lado, las nueve décimas partes de
ellos tienen un interés personal en continuar la guerra y cerrar nuestros
puertos. No es su sentido de la justicia el que les hará evolucionar: de-
bemos atemorizarles».
Y añadía que no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos.
En este momento, quienes han jurado vengarlo no sueñan más
que con una sublevación generalizada que forzaría a los representantes
políticos de la burguesía no ya a transigir con el movimiento social, sino
a obedecerlo, es decir, a perder su razón de ser, que consiste en mante-
ner a los humildes en la obediencia.
La intuición de un Mellor y de varios otros ludditas que se encuen-
tran entre los más decididos, por lo que se refiere a un mejor reparto
de los recursos, les lleva a confiar prudentemente en la reforma demo-
crática del gobierno parlamentario tradicional, en vez de apostar por el
establecimiento de un poder revolucionario que llevaría a cabo de ma-
nera autoritaria, y tal vez selectiva, la expropiación de los ricos, pero que
tendría a los pobres a su merced. Los ludditas temen que el nuevo par-
tido que recibiera semejante legitimidad de manos de la insurrección
63
Esta secta sediciosa, que reclutaba a sus miembros entre los pobres, es-
taba activa en Yorkshire desde finales del siglo anterior (hasta el punto de
alarmar regularmente a los soplones del Home Office). Su nombre (y su
programa) derivaban de los versículos treinta y uno y treinta y dos del capí-
tulo veintiuno del libro de Ezequiel: «Así dijo el Señor Dios: Depon la tiara,
quita la corona; esto no será más así; al bajo alzaré, y al alto abatiré. Del
revés, del revés, del revés la tomaré; y no será esto más, hasta que venga
aquel de quien es el derecho, y yo se lo entregaré»...
193
se viera inclinado a ejercer su poder a expensas de la sociedad y por su
propia cuenta, tal como ha hecho la camarilla del tirano modernizador
Bonaparte, captador y sepulturero de la Revolución francesa.
A pesar de los temores difusos que existen a este respecto entre los
poderosos y de las esperanzas de algunos ambiciosos, de momento un
cambio de régimen de este tipo tiene de hecho muy pocas posibilidades
de producirse en Inglaterra. Los medios republicanos están aquí des-
membrados por la represión, tan desengañados como desacreditados
por el funesto desarrollo de la Revolución francesa, y sobre todo divi-
didos en tomo a las cuestiones, ahora fundamentales, que impulsan la
rebelión obrera, en particular las del maquinismo y el salario. Además,
como ya hemos visto, sus principales personalidades se muestran gene-
ralmente incapaces de entenderse entre ellas y de comprender los desa-
fíos del combate luddita, y no digamos de ponerse a la cabeza de este.
No obstante, el proyecto grandioso y teñido de imposible que evoca
Mellor, esa apoteosis que habría visto al movimiento luddita realizar-
se fundiéndose en un vasto levantamiento decisivo, se tiene en efecto
por algo concebible durante esta primavera entre numerosos comen-
taristas, que saben que la causa de Ludd se ha ganado un lugar en los
corazones de toda la gente humilde del reino, y está comprobado que,
llegado el caso, la gente humilde forma grandes multitudes que creen
poder hacer todo lo que quieran hacer. Y sin embargo, desbordar las
defensas militares del sistema, quebrar la coalición de los diversos ene-
migos de los pobres, vencer en las calles, sin cañón y sin caballería, a un
Estado mercenario que ha hecho de la guerra una industria y que está
en trance de derrotar al mismísimo Bonaparte... Pocos observadores
ponderados habrían apostado por el éxito de la insurrección.
El resultado de los acontecimientos, donde por otro lado el Estado
dará muestras de un gran dominio de su propio desenfreno reacciona-
rio, nos invita a pensar que dicho éxito habría necesitado de alguna pe-
ripecia prodigiosa, de alguna improbable intervención de la Providen-
cia, hasta tal punto la relación de fuerzas era visiblemente desfavorable
a los rebeldes. Es esta constatación de la propia debilidad y atomización
lo que les mantendrá a la expectativa o en la prudencia después de ha-
ber dado muestras de tanta audacia, y la que les retendrá de lanzarse en
masa contra el Parlamento y los palacios de los grandes...
Y sin embargo, la extrema impopularidad del muy vano príncipe
regente, solo igualada por la de su Consejo, ha alcanzado tales cotas en
194
sus días de gloria que los pobres ya no ven en él más que a otro ene-
migo que no se preocupa sino de su fasto y de su tren de vida. Y eso
que el futuro monarca inspira más desprecio que odio. Aún en fechas
recientes, era común admitir que el pueblo tenía cierto apego por el
Trono y sus anticuados rituales. Sin duda, la monarquía es costosa y
parasitaria, pero en la Inglaterra de la Regencia, y aunque siga aferrán-
dose a ciertas bagatelas, ha perdido lo esencial de su nocividad al haber
sido privada de sus prerrogativas por el Parlamento desde hace mucho
tiempo. Este rechazo tan difundido de la Corona y de la tutela aún pal-
pable de la gentry —y de los empresarios que aspiran en su mayoría a la
gentrificación— expresa de forma bastante clara hasta qué punto la dis-
posición del pueblo inglés es entonces favorable a cierto cambio radical
del orden establecido, incluso si no sabe o no se atreve a aprovechar la
oportunidad creada por los ludditas.
Tras su primer ministro Perceval, ahora occiso, le toca el turno al
propio príncipe regente, apenas más apreciado fuera de los bailes de
la Corte, de recibir su lote de cartas amenazantes. No sabemos si es-
tas epístolas malintencionadas han llegado a su conocimiento a ries-
go de turbar las colosales digestiones de este tragaldabas empapado de
brandy. He aquí una, fechada el 7 de junio de 1812, que las resume
todas con palabras sencillas:

Su Alteza Real:
Me tomo la libertad de escribirle estas pocas líneas para adver-
tiros de lo que podría sucederle a su Persona, y esto más pronto
que tarde. Sé por los amotinados de Nottingham que, si no os
decidís a firmar la paz con el país y con Francia y hacéis lo posi-
ble para bajar el precio del pan, os saltarán la tapa de los sesos.
Según tengo entendido, piensan en vos todos los días, y con im-
paciencia.

Y aquí otra, del 4 de junio, proveniente de Nottingham la Luddita, que


precisa el sentimiento popular con respecto al dandy decadente:

Jorge:
El escándalo de tus pecados ha llegado a oídos del Señor de los
Ejércitos y muy pronto habrá pasado el día del arrepentimiento.
El grito de tu corazón duro e inflexible frente a los sufri-
mientos de tus pobres y hambrientos súbditos ha llegado a oídos
del general Ludd.
Cuatro mil de sus hombres más valientes (cuyas vidas no
195
merecen ser conservadas en esta época miserable de tu reinado)
han jurado vengar las afrentas sufridas por sus compatriotas y
por ellos mismos si no te paras a pensar y actúas de forma dife-
rente a como lo has hecho hasta el momento. ¿Se sabe de alguna
ocasión (puesto que tenías el poder de actuar en nombre de tu
país) en la que hayas pronunciado una sola frase o realizado un
solo acto que haya revestido la menor apariencia de amor por
tu país? Ten vergüenza, piensa en tu extravagancia. Piensa en
el ejemplo que das. Arrepiéntete antes de que el vengador de la
sangre te arrebate el poder. Escucha el consejo de alguien que
quiere el bien de su país.

Para que los pobres contemplen alzarse juntos contra los tiranos, en
efecto necesitan concertarse y conspirar —respirar juntos—. De im-
perativo táctico, la comunicación entre rebeldes se convierte en una
estrategia en sí misma. De su intensificación solo puede surgir la con-
junción, la grande y soberana asamblea de los Justos. A comienzos del
mes de mayo, las autoridades han interceptado este mensaje de un lud-
dita de Nottingham a otro luddita de Huddersfield, que parece ser una
especie de octavilla manuscrita destinada a ser reproducida y a circular
entre los comités secretos:

Al señor Edward Ludd el Joven, plaza del Mercado de Hudder-


sfield
Primero de mayo de 1812
Por orden del general Ludd el Viejo, del teniente coronel y de los
oficiales de todos los rangos al servicio del general en la ciudad
y el condado de Nottingham, se me ha encomendado la tarea de
expresar la gran satisfacción que nos inspiran los meritorios ac-
tos que usted y sus fuerzas han llevado tan valientemente a cabo
en las cercanías de Huddersfield para defender los derechos de
nuestros pobres hermanos hambrientos.
También desean que diga que nos embarga una enorme
aflicción al conocer la suerte de esos dos bravos muchachos
que vertieron corajudamente su sangre durante el memorable
asunto de Rawfolds. Nuestros oficiales también han recibido con
alegría la noticia de la tentativa, noble a pesar de su fracaso, de
destruir al hombre de la maquinaria de Hightown.64
Por otro lado, el general me autoriza a decir que sabe a cien-
cia cierta que sus súbditos están decididos a vengar la muerte
de esos dos bravos muchachos que cayeron en Rawfolds. Desea

64
Se trata de William Cartwright. Hightown era un pueblo próximo a su
fábrica de Rawfolds.
196
declarar igualmente que si aquí mismo sus tropas no realizan de
momento ningún movimiento ostensible, no es por falta de fuer-
zas, sino porque están debatiendo sobre los mejores medios para
desencadenar un gran ataque; por ahora se limitan a desemba-
razarse a tiros de algunos individuos, uno de los cuales cayó la
noche pasada.65
Estoy además autorizado a decir que la opinión de nuestro
general y de sus hombres es que, mientras ese bribón, borracho
y putero al que se conoce como príncipe regente y sus servido-
res tengan algo que ver con el gobierno, la angustia seguirá ha-
ciendo de nosotros sus felpudos. [...] Por aquí esperamos que
se acuerde usted de que está hecho de la misma sustancia que
George el Güelfo66 el Joven, y que el trigo y el vino son para usted
dones del cielo tanto como para él.

Los motivos de la cólera luddita, sobre todo en las Midlands, donde


ha sido escrito este texto, se expresaban en origen en forma de recla-
maciones económicas o profesionales. Ahora toda la prosa luddita se
inspira en la fraseología igualitaria de los republicanos, contribuyen-
do así a la fundación de una nueva ética social en el ambiente obrero.
Este discurso recuerda al de los Niveladores del siglo xvii tanto por su
violento antimonarquismo como por sus objetivos sociales y políticos,
que desbordan ampliamente el conflicto que opone a los obreros del
textil con unos amos demasiado ávidos. Es toda la sociedad, todo el país
el que debe sublevarse para impedir que la coalición de las clases diri-
gentes transforme a su manera las relaciones sociales. Esto implica, no
aferrarse a los antiguos privilegios corporativos y recrearse en rancias
nostalgias, sino volver a fundar la sociedad en beneficio de los pobres.
Ahora bien, los burgueses ingleses se han concedido multitud
de libertades a expensas tanto de los señores feudales como de la ple-
be —evitando, eso sí, establecer instituciones democráticas—, y este
exceso de autonomía produce claramente la esclavitud agudizada y la
pauperización de las masas, condenadas al salario y privadas de dere-
chos políticos o sindicales, así como un penoso empobrecimiento de las

65
El envío de esta carta coincidía, en efecto, con un repunte del activismo
luddita en la región de Nottingham, donde el fabricante William Trentham
acababa de ser víctima de una tentativa de asesinato tras haber recibido una
carta anónima en la que se le reprochaba emplear mano de obra femenina
a un precio indigno.
66
Figura retórica con resonancias medievales empleada con el fin de subra-
yar el origen germánico de la dinastía reinante de los Hannover.
197
relaciones humanas. Para el autor de esta carta, del mismo modo que
para todos los pobres que se ponen a pensar sobre su época, la noción
de libertad no tiene sentido ni utilidad a no ser que esté limitada por las
exigencias del reparto, que son ahora las de la igualdad social y políti-
ca, pero también por las costumbres comunitarias ancestrales, elevadas
tras la toma de la Bastilla a principios de la concordia universal.
Esta misiva de odio contra los ricos es también un saludo fraternal
que los obreros de las Midlands envían a irnos colegas desconocidos
que comparten con ellos proyectos subversivos forjados en acciones
que se imitan mutuamente a distancia. Las rivalidades entre las regio-
nes han perdido su vigencia. Bien al contrario, la comunicación y la
solidaridad entre localidades alejadas, con usos y costumbres en oca-
siones muy diferentes, se convierten en indispensables para la conti-
nuidad del movimiento. Esta necesidad estratégica no puede más que
reforzar las complicidades que vinculan de forma natural a los ludditas
de las Midlands con los del West Riding o las barriadas de Mánchester.
Y esta camaradería más universal, más total —esa aspiración de los
pobres a estar y actuar juntos—, nacida de las necesidades de la lucha,
constituirá en los ambientes obreros un poderoso fermento de lo que
se llamará conciencia de clase: una visión colectiva y constitutiva de sí
mismo y del mundo que pronto someterá la historia de los hombres a
las variaciones de su intensidad.

198
Amos de las landas y de la noche

L
a radicalización del discurso luddita coincide con un ascenso de
las prácticas ilegales en el campo, con la multiplicación de los ac-
tos de violencia —arreglos de cuentas, tentativas de asesinato, ex-
torsiones—, pero también con una notable caída de las acciones impac-
tantes del tipo de las emprendidas contra las fábricas y que han forjado
el prestigio del general Ludd. Esta evolución de la mecanoclasia hacia el
extremismo a todos los niveles se alimenta de las inflexibles reacciones
de los patrones y del Estado. Ahora abiertamente revolucionario, Ludd
atrae aún más a los rebeldes, a los partidarios del reparto, a la juventud
más audaz, pero repele a los corazones atrofiados por los avatares de la
supervivencia en el medio industrial.
De aquí deriva un cierto aislamiento conforme avanza el verano,
agravado por la constante presión del estado de sitio y la represión sis-
temática de toda protesta social. Los defensores de los ludditas siguen
siendo, con todo, muy numerosos, como señala el Leeds Mercury el 9 de
mayo de 1812:

Creemos que existe una disposición general en el seno de las


clases más bajas a contemplar con complacencia, por no decir
con aprobación, las acciones de las personas comprometidas con
dicha asociación. Aquí se hallan su fuerza y su flujo vital.

Este apoyo a menudo entusiasta de las poblaciones locales, junto a la


disciplina de los conjurados y la fuerza de los juramentos, les protege
siempre en gran medida del celo de los magistrados, aunque empiecen
ya a germinar las deserciones. Sin embargo, las filas de los activistas ya
no crecen y su modelo de conspiración, demasiado específico, a duras
penas logra reproducirse fuera de los condados de la industria textil, ya
sea en los campos en vías de despoblamiento o en Londres la Mercantil,
que se ha salvado de la proliferación de las fábricas. Esto alimenta cierto
desaliento tanto entre los conjurados como entre sus simpatizantes,
obligados a una discreción cada vez mayor, y conduce progresivamen-
te a un adormecimiento del activismo luddita. Una conjunción de re-
trocesos tácticos desembocará finalmente en la decisión más o menos
ordenada de una retirada sin brillo, pero que limita los estragos ante la

199
furiosa vindicta de la reacción victoriosa.
Por mucho que la agitación luddita se radicalice, no se cierra sobre
sí misma, del mismo modo que no se constituye en partido estructura-
do. A pesar del espectro del gran reparto que agitan los propagandistas
de la represión, no existe una organización central luddita o «jacobina»
ni tampoco un amplio complot, sino una suma de pequeñas conjura-
ciones dispares que aprenden a hablar entre sí, a menudo mediante
mensajes codificados que se destruyen en cuanto se han leído.67
Por otro lado, los obreros de la industria son todavía muy minori-
tarios en la sociedad inglesa y la universalidad naciente de su proyec-
to pugna penosamente por ganarse a las poblaciones rurales, en gran
medida iletradas. Son menos numerosos, y lo seguirán siendo todavía
durante mucho tiempo, que los criados de todos los niveles, que con
mayor o menor celo hacen del servilismo su oficio y algunos de los
cuales, por cierto, informan a los ludditas sobre lo que ocultan o lo que
maquinan sus amos. Los propios obreros todavía se identifican muy
a menudo, cuando se trata de trabajadores cualificados, con su corpo-
ración particular más que con una clase que los incluiría a todos, y se
imaginan más bien como artesanos venidos a menos que como ilotas
del Capital. Los que no tienen oficio son en la mayoría de los casos de
reciente extracción rural y en ocasiones su ignorancia es aún más crasa
que la de los campesinos. Finalmente, está esa chusma «harapienta»,
esa «canalla» que prolifera en las grandes aglomeraciones y sobre todo
en Londres. En política, estos parias son a menudo alborotadores a
sueldo que se venden al mejor postor, por lo general el partido «del Rey
y de la Iglesia», el cual tradicionalmente abusa de su exuberancia, bien
regada de ginebra, para intimidar a los whigs o a los sectarios «incon-
formistas» que forman el grueso de la nueva casta de los empresarios.
Los límites entre las categorías que forman las capas «inferiores»
de la sociedad inglesa no están entonces tan marcados como lo estarán
medio siglo después, cuando las estructuras de dase se hayan fijado tras
cien años de eflorescencia capitalista y, más tarde, de declive industrial.

67
Lo propio de las grandes pasiones transgresoras es ingeniárselas para no
dejar huellas. Es el caso, por ejemplo, de los piratas y los bandoleros, a los
que no se conoce —por decirlo así— más que a través de representaciones
imaginarias o de los comentarios sesgados de sus enemigos: rumores, can-
ciones, transposiciones literarias, elucubraciones periodísticas, informes
de investigaciones y audiencias judiciales...
200
Muchos obreros viven y trabajan todavía en pueblos, en contacto con la
tierra y la economía rural; aquí siguen cultivando patatas en su parceli-
ta, donde también crían ruibarbos o verduras, algunos pollos e incluso
algún cerdo de vez en cuando. Sus hijas y hermanas frecuentemente se
colocan temprano como criadas, situación que les garantiza la comida y
el alojamiento y a algunas les da la posibilidad de ascender socialmente
por la vía de los amores ancilares. En la mayoría de los casos, también
son hijos de obreros los que, por elección o por necesidad, se convierten
en ladronzuelos o ladronzuelas, o incluso en gigolós o en rameras que
comercian con sus propios encantos. El tipo del obrero de fábrica hun-
dido en la miseria urbana, desgarrado entre los tropismos de la revuelta
y de la supervivencia, ese que hereda-rá la antigua denominación de
«proletario» y que se extenderá por todo el planeta, no existe todavía en
esta fase más que en ciertos islotes industriales.
En tales condiciones, debido a su escaso número y a su alejamien-
to de Londres, los obreros de la industria no podían desempeñar más
que una función de apoyo en una sublevación generalizada, tras haber
tenido el mérito y la gloria de haber acelerado su puesta en marcha. Por
decisiva que fuese la aportación de los ludditas y de los «jacobinos», no
bastaría para garantizar la satisfacción de las reivindicaciones propias
de la clase obrera en formación, ni tampoco una salida verdaderamente
democrática a semejante golpe de fuerza frente al inevitable resurgi-
miento de las maquinaciones de los políticos.68

Salvo algunas excepciones, a partir del final de la primavera de 1812,


el activismo luddita abandona la destrucción de máquinas y el incen-
dio de fábricas, mejor guardadas que las joyas de la Corona, para con-
centrarse en la acción clandestina, nocturna y subrepticia. Los ludditas
hacen ejercicio en los claros del bosque, en las marismas y en las lan-
das, organizan reuniones secretas donde juran combatir al enemigo de
clase y no traicionar a los hermanos. En bandas, recorren los montes
y los valles para recolectar fondos, confiscar armas, hacer provisión de
víveres destinados a las barrigas vacías de los pobres. Es el espíritu de
Sherwood el que sobrevuela el norte de Inglaterra en lo que dura el
verano. Caída la noche, Ludd vuelve a traer a la vida al noble y generoso
68
Así ocurrió en las «gloriosas» jornadas de julio de 1830, al término de
las cuales el pueblo llano parisino se vio desposeído de su victoria por la
burguesía de negocios.
201
Robín, ese emblemático bandolero cuyas hazañas se narran una y otra
vez en el folclore y la literatura.
Empujados por la desesperación o decididos a intentarlo todo, los
honestos tejedores y tundidores, en su mayor parte educados en los
principios del moralismo puritano, se convierten pues en salteadores
de caminos. Esta opción anticipa en cierto modo las futuras hazañas
de los ilegalistas anarquistas del continente, como el ladrón Jacob o el
atracador de bancos Durruti, que a su modo eran de una probidad es-
crupulosa... Así, el 23 de junio en Briestwhistle, un burgués desposeído
de sus armas oye como el cabecilla de la escuadra luddita que le honra
con su visita dice a sus comparsas: «No le hagáis daño. Ya tenemos lo
que habíamos venido a buscar. Volveremos a devolvérselo dentro de
tres meses». En Kirkheaton, algunos días más tarde, en una casa en la
que todas las armas han sido confiadas a la ronda, los ludditas exigen
dinero en los siguientes términos: «Pronto tendremos que combatir,
pero haremos todo lo que esté en nuestra mano para reembolsárselo
cuando todo haya concluido».
Pero al entregarse a tales delitos los guerrilleros ludditas pierden
a menudo el apoyo de la burguesía ilustrada, que, al contrario que el
pueblo llano, reprueba todo atentado contra la propiedad privada y se
inquieta por el aroma a guerra civil que dan al movimiento las colectas
de armas y los ejercicios militares nocturnos recogidos por la prensa.
De esta manera se ensancha la brecha entre los rebeldes y las corrientes
filantrópicas y reformistas, ya bastante desalentadas por la destrucción
de máquinas en su condición de admiradores maravillados del progre-
so técnico, que a la larga consideran indisociable del progreso social.
Solo los más exaltados entre los ilustrados radicales ignoran, pues,
sus intereses de clase y se liberan de los dogmas racionalistas para apo-
yar sin reservas a los ludditas, incluso cuando estos últimos llevan hasta
el bandolerismo sus prácticas ilegales. El resto del bando reformista y
demócrata no busca en realidad más que sacar provecho de los distur-
bios sociales para debilitar el poder de los conservadores y privar de
sus privilegios residuales a su clientela de hidalgos, clérigos y notables
rurales, esos mismos a los que los ludditas han decidido puncionar y
sangrar.
Se trata de bandas de diez a cien personas, sobre todo hombres,
que operan de noche y se guardan bien de anunciar sus visitas median-
te cartas anónimas o carteles. Se presentan en casa de grandes granje-
202
ros, de oficiales retirados, de rentistas cuyos domicilios a menudo se
encuentran alejados de las zonas en las que reside la plebe. «El general
Ludd, mi señor, me envía a requerir sus armas», anuncian a guisa de
presentación antes de que, bajo amenaza o mediante la persuasión, les
entreguen las susodichas armas, y a menudo también el dinero en me-
tálico o cualquier otro botín que las indiscreciones de la servidumbre o
los rumores en el pueblo conviertan en objetivo de sus rapiñas.
Durante el mes de mayo y hasta mediados del mes de junio, son
casi únicamente armas lo que se obtiene de este modo en las casas de
particulares, y a menudo una a una. Poco a poco, sin hacer diferencias,
empiezan a recuperarse ciertas sumas de dinero y cualquier otro objeto
de valor. Los únicos notables que todavía guardan armas en casa, en
buena lógica, ya no lo hacen sino con el temerario propósito de utilizar-
las para repeler a los ludditas (aunque las crónicas no relatan ningún
incidente de este género). El dinero, percibido como nervio de la gue-
rra, sustituye pues a las armas, pues sirve para procurarse todas las que
hagan falta y al mismo tiempo permite a las uniones obreras alimentar
sus fondos de mantenimiento. Por más que la prensa y los magistrados
clamen contra este indecente bandolerismo —como harán más tarde
ciertos historiadores— y por más que el método le pueda resultar rudo
a algunas almas sensibles, estas acciones forman parte plenamente del
combate luddita. Por otro lado, no hay ni una sola banda de auténticos
bandoleros que se atreva a disputar a los ludditas el reinado de la no-
che en sus condados. Y no será sino una vez extinguido el movimiento
cuando ciertos lugartenientes de Ludd, valiéndose de su experiencia
ilegalista e impelidos por el hambre o por una insaciable vindicta de
clase, pasen del bandolerismo social al atraco puro y simple.
Los funcionarios y los magistrados a cargo del mantenimiento del
orden —y sus soplones, a los que les interesa magnificar la amenaza
luddita en sus informes y que en ocasiones reciben la consigna de ha-
cerlo— hablan de un «terror perpetuo en el campo». Y en efecto, se
registran «varios centenares» de ataques de este tipo en unas pocas
semanas, pero ninguno hace correr la sangre. Todos los comentaristas
insisten, sin embargo, en las confiscaciones de armas de fuego y de
munición, muy numerosas, que desde su punto de vista son preludio
de confrontaciones sangrientas. Los ludditas se habrían hecho así con
«todas las armas» en manos de particulares en Huddersfield. Un co-
rresponsal del Annual Register en Yorkshire expresa dramáticamente
203
en junio los temores que este giro belicoso del movimiento luddita des-
pierta entre las clases propietarias:

La flagrante violación de las leyes de la sociedad y de la propie-


dad privada, tal como se manifiesta en esas visitas nocturnas, y
aunque se haya convertido ya en una plaga de amplio alcance, no
es nada si se compara con los atroces designios para los que se
recolectan esos instrumentos de muerte.

El conde Fitzwilliam, gobernador militar de Yorkshire, recibe el infor-


me de un notable que le describe una de esas incursiones efectuada
en Clifton el 13 de jimio, sin ocultar su admiración por «la precisión,
la intrepidez y la celeridad con la que una banda armada ha registra-
do meticulosamente un pueblo de una milla de extensión en busca de
armas y ha logrado hacerse con seis o siete, sin querer apoderarse de
otros bienes y haciendo fuego contra las casas y las personas que trata-
ban de oponerles la menor resistencia, actuando con una prontitud y
una disciplina aparente que está a la altura de cualquier tropa regular».
El propio Fitzwilliam, que jamás cederá a la histeria de ciertos magistra-
dos y políticos frente a la amenaza luddita, constata la eficacia tanto de
su «sistema de información y de sus medios de comunicación» como
de su manera de proceder, «que prueba igualmente un alto grado de
táctica en la ejecución».
Aparte de las armas de fuego, los ludditas arramblan con todo lo
que esté hecho de plomo —cañerías, grifería, bombas de agua, incluso
ciertos ornamentos de los lugares de culto—, que funden de inmediato
para convertirlo en balas de todos los calibres. Y cuando cae la noche
sobre las landas, se ejercitan en el manejo de esas armas dispares y en
la práctica de diversas maniobras instruidos por veteranos de las gue-
rras continentales.
Insignificante frente al poderío de un ejército muy bien equipado
y curtido por veinte años de batallas, el heteróclito arsenal del que se
dotan los rebeldes no deja de resultar impresionante a la escala de las
poblaciones implicadas: durante el verano luddita, varios millares de
armas de fuego y de sables van a cambiar de mano en lo que podríamos
llamar una transferencia entre clases.
Finalmente y como se lamenta el conde Fitzgerald, estas bandas
armadas aplican una táctica bastante eficaz: los partisanos de Ludd no
solo están considerablemente bien informados en cuanto a sus objeti-

204
vos, sino que, para evitar cualquier mal encuentro, se anticipan a los
desplazamientos de los innumerables escuadrones que patrullan a las
órdenes de los magistrados y de las autoridades militares en las regio-
nes afectadas por el fenómeno. Protegidos por el silencio cómplice de
la población local, los ludditas reciben de esta la información necesaria
para su seguridad durante sus actuaciones nocturnas. Por eso son raros
los que caen en manos de los magistrados, y por eso los fuera de la ley
ludditas parecen en términos generales inaprensibles.
Para no quedarse atrás, los magistrados hacen arrestar a algunos
sospechosos, a la manera del coronel Fletcher, en la mayor parte de los
casos fiándose de rumores que los soplones pretenden haber recogido y
que, en la mayoría de las ocasiones, se inventan para hacer caja: Fulano
es conocido por haber hecho un brindis por el general Ludd, Mengano
habría sido visto entre una multitud amotinada. A estos desgraciados,
muy a menudo inocentes de los hechos que se les achacan, se unen
aquellos que se han dejado engañar por los agentes provocadores al
servicio de Fletcher o de individuos semejantes, los amotinados cogidos
en flagrante delito de pillaje o de violencia, y cualquier otro pobre que
haya dado muestras de indocilidad. Así, un habitante de Birkby, en las
cercanías de Huddersfield, John Hog —calificado por los magistrados
tan pronto como luddita, tan pronto como simple descontento—, es
perseguido por haber cantado una canción sediciosa con la melodía del
God save the King.

Que el diablo se lleve al rey,


Que de él libre a Albión.
Que Dios nos salve a todos,
Que el rey sea maldito
Y arrojado los infiernos:
Bien merecido se tiene al diablo.
Que Dios nos salve a todos.

Más de un centenar de descontentos se pudren ya en las cárceles de las


regiones implicadas a la espera de una suerte que se anuncia lúgubre,
habida cuenta del descarado alarde que hacen los jueces y los oficiales
de la Corona de su voluntad represiva.
Por otro lado, el príncipe regente recibe una carta luddita, escrita el
11 de mayo, día del asesinato de Perceval, y firmada por«Los servidores
ingleses ofendidos», que exige la liberación inmediata de esos prisione-

205
ros de la guerra social:

Señor:
Aunque la mano de la Justicia se vea algo trabada por sus irra-
zonables, injustos e insensibles oficiales en las villas manufac-
tureras, puede que su atención se vea rápidamente atraída de
una manera completamente distinta. Los pobres hombres que
se hallan en prisión (por haberse esforzado en lograr algo de pan
con el que satisfacer los requerimientos de la naturaleza) están
tal vez destinados a la horca. Pero si no se cursa de inmediato
la orden de liberarlos y de procurar algunas provisiones a sus
hambrientas familias, sepa que existe en Londres un grupo muy
poderoso y muy activo de hombres decididos a romper los hue-
sos de sus opresores del mismo modo que sus hermanos y sus
padres hicieron con las Máquinas.

Pero tales conminaciones no intimidan en absoluto a las autoridades,


que organizan un gran proceso en Lancaster —capital de Lancashire,
apaciblemente alejada de Mánchester— a fin de juzgar a las personas
capturadas durante o justo después de los motines y ataques ludditas
de comienzos de la primavera. Dos magistrados ligados al partido gu-
bernamental, el barón Alexander Thompson y sir Simón LeBlanc, son
designados, bajo la insistencia del Home Office, para presidir esta «co-
misión especial», un verdadero tribunal de excepción que se atribuye
el derecho de elegir al jurado exclusivamente entre los miembros de la
gentry local, algunos de ellos propietarios de fábricas...
Cincuenta y ocho acusados comparecen así ante este tribunal es-
pecial de Lancaster, cuya sesión de primavera se abre el 23 de mayo. En
primer lugar, seis de ellos han de responder del incendio de la casa de
Emmanuel Burton en Middleton. A falta de prueba alguna, resultan
absueltos... pero de inmediato son vueltos a encarcelar a petición del
fiscal bajo una nueva inculpación de «participación en motín». El re-
presentante de la Corona pretende dar a entender de este modo que no
es momento para la mansedumbre, ni para una aplicación demasiado
rigurosa del derecho. Otros dieciséis hombres son demandados por ha-
ber prestado juramentos de lealtad prohibidos. Aunque es evidente que
han sido víctimas de agentes provocadores, que habiendo organizado la
ceremonia secreta, ahora se presentan como testigos de cargo, los des-
graciados son condenados a siete años de deportación en Australia por
haber exhibido sus convicciones ludditas ante los soplones.

206
Cuatro personas arrestadas durante el motín de Mánchester son
condenadas a continuación a morir ahorcadas por haber saqueado pan,
patatas y queso. La cabecilla Hannah Smith, cuyo arrebato de cólera ha-
bía encendido a la multitud, se encuentra en este lote. Después le toca
el tumo de comparecer ante el tribunal a trece presuntos asaltantes de
la fábrica Westhoughton, todos capturados al azar por los esbirros del
coronel Fletcher. Cuatro de ellos son reconocidos por los capataces de la
fábrica como integrantes de la muchedumbre de aquel día, y esto basta
para enviarlos al cadalso. Entre las presas cazadas a ciegas se encuentra
un muchacho de dieciséis años, Abraham Carlson. El 12 de junio, ocho
personas son rápidamente colgadas en Mánchester, mientras que die-
cisiete son despachadas al infierno austral y otras trece son encerradas
en los calabozos de su majestad.
Durante ese tiempo, otra «comisión especial», que ha elegido a
medida un jurado de composición similar al del tribunal de Lancashire,
tiene lugar en Chester. Es de esta apacible capital de Cheshire de la que
dependen las localidades de los alrededores de Stockport donde se han
cometido numerosas depredaciones y exacciones ludditas. Los magis-
trados y los jurados se muestran aquí todavía más vindicativos: de los
veintiocho inculpados, cinco son condenados a duras penas de prisión
y ocho a la deportación, mientras que los quince restantes resultan con-
denados a muerte. Siete de estos últimos lo son por extorsionar dinero
durante las expediciones nocturnas y seis por robar alimentos durante
los motines de abril. Los otros dos, culpables de romper máquinas, son
las primeras víctimas de la perversa ley que el Parlamento ha aprobado
en febrero.
El veredicto se consigue después de que el representante del Esta-
do, Henry Hobhouse, un jurista vinculado al Tesoro, haya exigido que
se aplique la mayor severidad a los rebeldes, sugiriendo a un jurado
completamente entregado a su misión represiva que «la culpabilidad
de los condenados tal vez no sea de especial importancia mientras las
leyes que han sido violadas se impongan y sean respetadas», añadiendo
con toda franqueza que «las víctimas sacrificiales pueden constituir un
buen ejemplo para el resto de la sociedad». Trece de las quince conde-
nas a muerte serán, con todo, conmutadas por penas de deportación.
Los dos hombres que finalmente son entregados al verdugo como
«víctimas sacrificiales» son ambos tejedores. Han cometido el imper-
donable crimen de haber birlado algunas cucharas de plata aprovechan-
207
do el asalto contra la casa del fabricante Goodair durante un motín en
un pueblo cercano a Stockport. Son ejecutados el 15 de junio, al término
de una procesión de soldados y de ediles locales, en presencia de una
multitud huraña y protestona, controlada a punta de bayoneta.
El mensaje es tan límpido como sutil es el humanismo de Ho-
bhouse: al castigar tan dura y solemnemente una culpabilidad relativa
o dudosa, los ludditas reconocidos reciben así el aviso de que no han de
esperar ninguna clemencia de la justicia de los ricos, ni forma alguna
de justicia mientras los ricos juzguen a los pobres, mientras la vida de
un tejedor valga menos que una cuchara de plata. A menos que venzan,
lo que les espera es la muerte si persisten en querer vivir libres.

208
El canguelo en armas

E
ntre tanto se constituye en Londres un nuevo gabinete bajo la di-
rección formal del mediocrísimo lord Liverpool, pero cuyos hom-
bres fuertes son el taimado Castlereagh, al que le ha tocado en
suerte el Ministerio de Asuntos Exteriores, y el implacable Sidmouth,
que obtiene el Home Office y el control de los asuntos internos. Este
último no va a tardar en dar muestras de todo su talento como polizonte
en jefe. En él, los enemigos de Ludd van a encontrar a un campeón de
su conveniencia: es un rico terrateniente, frío y brutal, que no dejará de
causar estragos hasta 1822, tras haber reprimido sistemáticamente, y
siempre con dureza, la menor tentativa de agitación social.
Frente a la amenaza luddita, Sidmouth supervisa en ambas cáma-
ras la creación de comisiones cuyo principal objetivo es denunciar en
términos apocalípticos el «luddismo» y la agitación obrera, alimentan-
do así de forma muy oficial los fantasmas de la orgía revolucionaria.
Para Sidmouth y su gente de confianza se trata de justificar un desen-
cadenamiento sin precedentes de la represión, destinada a reducir al
silencio a todos los descontentos con los que cuenta el reino. Además
hace que se voten sin complicaciones dos nuevas leyes perversas, una
que aumenta los poderes inquisitoriales y confiscatorios de los magis-
trados, y otra que convierte la prestación de juramentos ilegales en un
crimen merecedor de la pena capital.
Contando así con la aprobación y la cobertura de los amedrenta-
dos parlamentarios, Sidmouth tiene la intención de usar y de abusar
de unos poderes de excepción que juzga indispensables, no solamente
para aplastar a los rebeldes, sino también para asfixiar cualquier velei-
dad sediciosa entre las filas del populacho. A iniciativa suya, proliferan
los soplones que tienen la misión de espiar, manipular y cazar a los
obreros malpensantes o los círculos «jacobinos», lo que constituye un
gran paso hada la creación de un Estado policial, fértil en encerronas y
en jugadas sucias.
Sidmouth anima asimismo a los oficiales encargados del manteni-
miento del orden a dar pruebas de un mayor rigor tanto con respecto a
los sospechosos detenidos por los soldados como frente a los alborota-
dores que osarían desafiar a la fuerza del Estado. Reorganiza el mando
209
de las tropas, destituye al general Grey, considerado demasiado blando,
reemplaza a las unidades cuyos hombres son sospechosos de simpati-
zar con los ludditas por tropas más seguras. Finalmente, da carta blanca
al brutal general Thomas Maitland para dirigir con mano de hierro las
operaciones militares en todo el Norte y para coordinar sobre el terre-
no las iniciativas represivas de los magistrados y de los oficiales de las
milicias.
Con la ayuda del retorcido Nadin, el todopoderoso jefe de la policía
de Mánchester, Maitland se las ingenia para poner en pie una vasta red
de espías, cuyas actuaciones están más centralizadas y mejor coordi-
nadas que las de los constables de los magistrados locales. A instancias
suyas, en otras regiones se reclutan obreros del textil para infiltrarlos
en los medios sospechosos de simpatizar con los ludditas. Sicarios y
policías se mezclan con las tropas regulares para llevar a cabo las inves-
tigaciones, y cuentan con plena libertad para actuar como les plazca en
la búsqueda —o en la fabricación— de pruebas y de testimonios.
Maitland procura concentrar todo lo posible sus efectivos, dema-
siado diseminados para su gusto y, en consecuencia, susceptibles de
relacionarse con las poblaciones locales partidarias de Ludd. De este
modo piensa poder intervenir con firmeza y más rápidamente en caso
de que se repitan asaltos a gran escala como los que acaban de producir-
se en Lancashire. Los escuadrones de caballería, muy móviles, se espe-
cializan en las patrullas nocturnas, galopando de localidad en localidad,
recorriendo los campos en un incansable vaivén con el fin de caer sobre
las bandas de ludditas, también muy móviles y muy bien organizadas.
Por otro lado, incita a los magistrados y a los notables a depurar las
milicias municipales, sujetas a las connivencias entre los hombres de
tropa y los ludditas, o a formar sus propias bandas armadas siguiendo
el ejemplo de Joseph Radcliffe en la región de Huddersfield. También
los soldados comienzan a confiscar las armas de los particulares a fin
de impedir que caigan en manos de los ludditas.
Finalmente, Maitland crea su «servicio secreto» personal com-
puesto por soldados de confianza que reciben paga doble y se entregan,
vestidos de civil, a las tareas de vigilancia y de infiltración. Están al ace-
cho de palabras, de fragmentos de conversación, de actitudes favorables
a los ludditas o simplemente hostiles a los fabricantes y al gobierno.
Crean falsos círculos ludditas, se las dan de conjurados, engatusan y
enredan mediante toda suerte de astucias y de presiones a más de un
210
tejedor demasiado confiado. Hacen a los crédulos prestar juramentos
ilegales, ahora susceptibles de ser castigados con la muerte, para tener-
los a su merced y obtener de ellos tal o cual información, o bien con la
intención de aumentar el número de «víctimas sacrificiales» que los
jueces pretenden inmolar sobre el altar de la razón de Estado.
Esta táctica no aspira tanto a echar mano a los verdaderos ludditas
cuanto a asustar a los pobres que les apoyan, aplicando, aunque de for-
ma muy dulcificada, los métodos antiguerrilla empleados desde hace
algunos años por las tropas napoleónicas en España. El objetivo es do-
ble: secar las fuentes de los ludditas privándoles del apoyo material de
las poblaciones locales y convencer a estas últimas de que toda rebelión
es vana frente a las capacidades coercitivas de las autoridades.
A pesar de este reforzamiento y refinamiento de las medidas re-
presivas, serán pocos los verdaderos ludditas que caigan en las redes de
los magistrados. Pero las poblaciones locales empiezan a cansarse de la
presión y del acoso que sufren y que vienen a sumarse a los sinsabores
de la supervivencia cotidiana. Ahora aspiran a una tregua y rezan por
que las fuerzas de ocupación abandonen sus pueblos y barrios al precio
que sea. Comienza a murmurarse que si Ludd y sus valientes mucha-
chos no pueden expulsarlos, serían estos los que habrían de batirse
en retirada para abreviar el castigo al que están siendo sometidos los
pobres.

Este manejo del bastón sería, sin embargo, cosa vana si el gobierno
no se sirviera al mismo tiempo de la flexibilidad y no se mostrará dis-
puesto al compromiso con una sociedad que lo rechaza, o al menos con
una clase media que solo se acomoda a él porque sus empresas mili-
tares y sus iniciativas diplomáticas en el continente frente a Napoleón
empiezan a resultar rentables. Sidmouth y Castlereagh obtienen así la
revocación de las órdenes del Consejo que habían cerrado los puertos
del reino a toda importación de mercancías desde 1809 en respuesta
al bloqueo continental. Esta medida, que favorece al comercio interna-
cional y beneficia de entrada a los fabricantes, es bien acogida por los
obreros que esperan de ella, un poco demasiado deprisa, un frenazo a
la espiral inflacionista y una recuperación de la actividad industrial pro-
picia al empleo. Pero para ello es necesario reanudar los intercambios
comerciales con los Estados Unidos, principal potencia comercial no
sometida al bloqueo. El problema es que, en lugar de esto, los Estados
211
Unidos acaban de declarar la guerra a Inglaterra y que el conflicto du-
rará hasta 1814, precisamente el momento en el que el comercio de los
ingleses con la Europa continental, liberada de Napoleón por la derrota
del Gran Ejército, vuelve a ser floreciente.
Lo cierto es que el gabinete limita su impopularidad mediante el
anuncio de dicha condición, que si bien lesiona un poco los intereses
de los grandes terratenientes, grandes beneficiarios de la guerra y del
bloqueo, y que constituyen el núcleo de su base social —poderosa pero
restringida—, también contenta a los negociantes y a los fabricantes,
que echaban pestes contra las órdenes del Consejo desde su adopción
tres años antes, y al mismo tiempo fomenta su culto al librecambismo.
Acto seguido, el muy político Sidmouth, que sobre el terreno se
muestra tan implacable con los obreros, hace que se publique una pro-
clamación real en la que se ofrece la amnistía a todos aquellos que han
prestado un juramento ilegal, siempre y cuando antes del nueve de oc-
tubre del año en curso se denuncien a sí mismos ante un magistrado,
den testimonio de las circunstancias de la prestación del juramento y
renieguen solemnemente de la palabra dada. La maniobra, que hace
gala de indulgencia, nace de una segunda intención apenas disimulada:
los obreros que se manifiesten para obtener la clemencia real y abjurar
de su compromiso luddita no dejarán de ofrecer información, nombres
tal vez, a los magistrados que les escucharán antes de absolverlos en
nombre del senil monarca. Por otro lado, un ola de abjuraciones ten-
dría el mejor de los efectos entre una población todavía ingenuamente
vinculada en estas fechas a las cuestiones de honor, y que sabe que su
capacidad de resistencia depende de sus hábitos de solidaridad frente a
los poderosos. Pero sin duda hace falta algo más para que los pobres co-
laboren en su opresión y esta promesa de amnistía no logrará suscitar
lo que ni el dinero ni las amenazas habían conseguido hasta entonces.
Para entender lo que está en juego, conviene preguntarse a quién
se apuntaba con esta medida, cuántos y quiénes eran los que se habían
«adherido» solemnemente al «partido» luddita. Es imposible evaluar,
ni siquiera de forma aproximada, los efectivos de los grupos ludditas,
clandestinos y dispersos. La principal fuente estadística de la que dispo-
nemos la constituyen los informes siempre sesgados de los soplones,
que evocan ciudad por ciudad cifras a menudo considerables, contra-
dictorias, que a veces exceden a la población obrera masculina de las lo-
calidades mencionadas... A partir de lo que sabemos sobre la amplitud
212
y la persistencia del movimiento, podemos con todo estimar que, en el
conjunto de las regiones industriales implicadas, los ludditas activos
—aquellos que se mueven por las landas y que participan en las expedi-
ciones— son todavía varios millares a finales del verano de 1812. Por lo
que respecta al número de compañeros que se han dejado convencer de
jurar fidelidad a Ludd desde el comienzo de la rebelión, es mucho me-
nos importante (hasta el punto de que las autoridades han considerado
bueno gestar una ley de circunstancias para combatir los juramentos
sediciosos): incluye una multitud de simples simpatizantes a los que
se suman activistas que han renunciado a los métodos ludditas. El re-
cuento más plausible de los efectivos ludditas, extrapolado a partir de
las informaciones transmitidas por los soplones al Home Office o a los
magistrados, ofrece una cantidad comprendida entre los cien y los dos-
cientos mil conjurados, de los cuales irónicamente una buena parte ha
prestado juramento por iniciativa de los agentes provocadores...
Ahora bien, los que se manifiestan antes de la fecha fatídica son
un escaso millar de personas y la mayoría de estos «arrepentidos» son
justamente de los que, por admiración a Ludd, se han dejado engatusar
por los agentes de Nadin, de Maitland o de los magistrados locales. A
menudo no pueden denunciar más que a soplones a los que los ma-
gistrados difícilmente podrían procesar y condenar, salvo que quieran
exponer a la luz del día los dudosos procedimientos de los responsables
de la represión. Otros, sabiendo que su banda luddita o su unión obrera
ha sido infiltrada, se adelantan a una probable denuncia abjurando y
fingiendo arrepentirse a fin de rehabilitarse oficialmente. Pero se man-
tienen mudos o imprecisos en cuanto a la identidad de los conjurados
que se les han aproximado o que han organizado las ceremonias de
prestación del juramento. Aún hay otros que, sintiéndose liberados de
su compromiso por el reflujo de la agitación luddita que coincide con
el fin del verano, aprovechan para reconstruir de forma airosa su virgi-
nidad judicial. Pero también estos se guardan bien de desvelar nombre
alguno ante los magistrados, arguyendo las draconianas medidas de
seguridad adoptadas por los ludditas: máscaras, nombres en clave, ais-
lamiento de los grupos. De esta forma evitan exponerse a la venganza
de Ludd y a la vergüenza de la traición. El vecindario, sin embargo, ve
aquí una buena jugada contra las autoridades, ante las cuales cualquier
declaración de fidelidad solo podría ser considerada un artificio sin al-
cance moral y juzgada, en consecuencia, como conforme a las leyes de
213
la guerra.
El procedimiento concebido por Sidmouth para aplastar y despres-
tigiar al movimiento no desembocará, contrariamente a lo que él espe-
raba, en una afluencia de renegados que permita arrestos masivos y el
descrédito de la solidaridad obrera. Por otro lado, ninguno de los tes-
tigos de cargo presentes en los tres procesos donde serán juzgados los
desgraciados cazados por los soplones, y que tendrán lugar entre agosto
de 1812 y enero de 1813, es resultado de esta medida de clemencia real.
En otoño, el balance judicial de la respuesta gubernamental es al
fin y al cabo bastante pobre. Ningún cabecilla luddita reconocido ha
sido capturado. Los que dirigieron el asalto contra Rawfolds y quienes
eliminaron a Horsfall no siempre son identificados. En Yorkshire, solo
una docena de desafortunados, entre los centenares de personas que
han sido citadas, interrogadas o detenidas, son más o menos suscepti-
bles de presentarse ante un tribunal aunque sea de excepción. A falta
de cargos mínimamente sólidos contra los pocos pobres tipos que el
magistrado Radcliffe y sus esbirros han podido cazar en el West Riding
hasta ahora, las autoridades prefieren aplazar sine die la organización
del tribunal de York, que debía abrirse en octubre conforme al modelo
de parodia de la justicia de Lancaster y Chester.

Mientras los ludditas se preparan febrilmente para la Gran Sublevación


—sobre todo, porque no la preparan— y la reacción se desencadena
contra los pobres y los descontentos, los epistoleros de Ludd no descan-
san y el tono de sus imprecaciones sigue siendo igual de vehemente.
Si bien ahora la emprenden contra todos los que les acosan y denigran,
las tentativas de intimidación prosiguen también por medio de encen-
didos carteles y octavillas, de inscripciones murales y de correos amena-
zantes. Un patrón llamado Wood, instalado en Leicester, informa a las
autoridades locales de que ha recibido una carta en la que se le anuncia
su próxima ejecución. Imitando el calendario republicano francés, está
fechada el «29 de mayo del año dos», es decir, del segundo año de una
rebelión que ha comenzado en 1811. En este texto, que se contenta con
condenar a muerte a un enemigo de los pobres, sin exigir nada salvo su
desaparición, parece que ya no hay nada que negociar:

Me han informado de que eres uno de esos malditos impíos que


se deleitan mortificando y empobreciendo a esos desgraciados
y muy ofendidos hombres a los que se conoce como tejedores
214
de medias; pues sabe que en el día de hoy he dado orden de
que se te abata con una bala de plomo en las entrañas de aquí al
vigésimo día de junio. Sería juicioso por tu parte, pues, que pu-
sieras en orden tus asuntos y encontraras el mejor empleo para
el tiempo que te resta, pues nada podrá salvarte de la Muerte que
mereces tan justamente.
Un amigo de los Pobres, Ned Ludd

Sin olvidar, pues, sus viscerales quejas contra los patronos y las nuevas
máquinas, los ludditas dirigen ahora sus amenazas a los gobernantes
y los magistrados que les hacen la guerra más frecuentemente que a
los industriales que la han desencadenado por su avaricia o su ciego
entusiasmo por las nuevas técnicas de producción. El día después del
asesinato de Perceval, Richard Ryder recibe de Mánchester un correo
no menos vindicativo. Ministro del Interior en el gabinete de aquel,
será sin embargo excluido del gobierno de lord Liverpool. Es el hombre
que ha decidido el envío de tropas a las regiones industriales y que se
ha opuesto vigorosamente a las tentativas de Gravenor Henson y de su
comité de mecheros para que se adoptase una legislación que prote-
giese las profesiones del sector textil. El tono un tanto apocalíptico de
la advertencia que le dirigen las gentes de Ludd refleja tanto el énfasis
característico del discurso luddita como el ambiente de guerra civil do-
minante ahora en los condados industriales.

Señor:
Cada enmienda que le haces a la ley sobre la destrucción de
máquinas no hace más que acortar tus días. Puedes prepararte,
pues, para ir al infierno y ser allí el secretario del señor Perceval.
Pues las naves de fuego van de camino, por tierra y por mar, y
no se privarán de destruir a todos los Odiosos de las dos Cáma-
ras. Puesto que has hecho todo lo posible por destruir a la parte
principal del país, ahora es tu tumo de caer. El remedio es tu
destrucción, que se llevará a cabo sin dejar huellas. Prepárate
para el tránsito y recomienda a tus amigos que hagan otro tanto.
Los ludditas

Apenas se ha formado el gabinete de lord Liverpool el 23 de mayo de


1812, cuando el nuevo ministro de Hacienda, Nicholas Vansittart, reci-
be también una advertencia del general Ludd. En 1802 este parlamen-
tario había favorecido a los grandes fabricantes, tanto del sector lanero
como del algodonero, al presentar un proyecto de ley que abolía las
215
antiguas disposiciones sobre el aprendizaje de los oficios del textil y el
máximo legal de telares que podía poseer un patrón. El proceso así ini-
ciado había concluido en 1809 con la abolición de las reglas y las leyes
que protegían a los tejedores desde comienzos del siglo xvii. A ojos de
los ludditas, su nombramiento constituye pues un mal augurio de la
política que pretende llevar a cabo el nuevo gobierno con respecto a los
tejedores.

Señor:
Puesto que ha aceptado usted el puesto de Ministro de Hacienda,
espero que la suerte de su predecesor [Spencer Perceval, que ha
ocupado el mismo puesto de 1807 a 1809] le inculque a usted
cierta sensatez; pues si está determinado a perseverar en sus ini-
quidades y a oprimir a los pobres como él hizo, es porque ha
decidido compartir su misma suerte. Aunque apuesto a que la
legitimidad de su muerte tendrá algún efecto sobre su conducta
y que, en consecuencia, hará todo lo que esté en su poder para
constatar y corregir las desgracias que él causó; de no ser así,
sufrirá las consecuencias. Le ofrezco discretamente este consejo;
si no lo aprovecha, será culpa suya. Será vigilado estrechamente
y, si no se determina una mejora inmediata de la suerte de los
pobres, dentro de poco recibirá noticias mías.
Sinceramente suyo,
Ned Ludd

Podemos pensar que la amenaza, por alusiva que sea, no deja de tener
algún efecto: al mes siguiente, Vansittart, favorable sin embargo a una
buena dosis de laissez-faire, mostrará su apoyo a algunas de las reivin-
dicaciones del Comité Unido de Medieros, que de todos modos serán
finalmente rechazadas por el Parlamento. Pues mientras el activismo
luddita se agota en una especie de guerrilla, los cabecillas oficiales de
las profesiones textiles continúan actuando a plena luz del día, tratando
de ganarse el apoyo de los parlamentarios y de la gente influyente. Los
tejedores de Nottingham, dirigidos por el tenaz Gravenor Henson, tras
haber presentado sus quejas ante el Parlamento y haberse entregado
durante meses a un intenso trabajo en los cuerpos de las instituciones
legislativas con sede en Westminster, han logrado que su petición para
la adopción de ciertas garantías legales favorables a las profesiones tex-
tiles sea incorporada a una proposición de ley. Pero el clima de histeria
antiobrera que reina en los escaños de ambas cámaras hará que sus

216
esfuerzos queden en nada.
La proposición de ley, tal como es revisada por Vansittart y mutila-
da por los parlamentarios de su facción a los que Henson ha visitado,
desfigura el proyecto inicial y lo despoja de todo lo que podía beneficiar
a los obreros. Ciertamente las medidas preconizadas por Henson eran
templadas y estaban formuladas para no ofender a los propietarios, pero
habrían instilado un poco de protección social en el derecho inglés.
Frente a semejante palinodia, el prudente y paciente Henson termina
por irritarse e indignarse, ya que el nuevo refrito de su proposición
permite a los fabricantes «engañar, robar, desvalijar y oprimir como les
plazca». El 21 de julio de 1812, la Cámara de los Comunes aprueba sin
forzarse un texto vaciado de su sentido inicial, privando a los obreros
reformistas de su última esperanza de acomodamiento y ridiculizando
de paso la deriva protosindical del Comité de Tejedores, lo que no pue-
de sino justificar la manera luddita de abordar los problemas sociales.
Pero el texto aparenta levantar acta de las reclamaciones obreras y admi-
tir que estas puedan ser formuladas, algo que todavía resulta excesivo
para la Cámara de los Lores, donde se sientan personajes obtusos sin
igual y que lo rechaza cuando llega su tumo de pronunciarse algunos
días después. Toda esperanza de reforma social por la vía parlamentaria
resulta así arrojada al olvido para gran satisfacción de Sidmouth, que
declara que «confía en Dios» para que nunca más una proposición de
ley que aspire a poner trabas a la libertad de empresa vuelva a ser pre-
sentada en Westminster.
Este odio que inspiran los pobres se traduce mecánicamente en
una persecución generalizada a todo oponente al poder tory, y en espe-
cial a aquellos que frecuentan los Hampden Clubs y apoyan al mayor
Cartwright en su campaña por la igualdad de los derechos políticos.
Esta encuentra un amplio eco en las regiones industriales, donde se
multiplican las reuniones que llaman a una democratización de las ins-
tituciones y de donde salen varias peticiones para el gobierno. Para las
autoridades, es grande la tentación de desacreditar y de castigar a estos
agitadores más o menos «jacobinos» asimilándolos a los ludditas. Así
el 11 de junio, Nadin y sus esbirros irrumpen en una reunión en Mán-
chester y arrestan sin contemplaciones al menos a treinta y ocho opo-
sitores, a los que se les imputa sin la menor prueba el haber prestado
juramentos ilegales, una práctica con fuertes connotaciones ludditas en
esta región. Serán absueltos en agosto, después de haber estado criando
217
moho en prisión durante varias semanas.

En las regiones en las que se libra el combate luddita, el verano de 1812


es el verano de todos los rumores, y los rumores que recorren la po-
blación reflejan sus más caras esperanzas e indican el clima revolucio-
nario reinante a pesar de la omnipresencia de las tropas de ocupación
y los incesantes tejemanejes de los soplones. Estos últimos, que han
recibido la instrucción de dramatizar sus informes, transmiten lo que
se murmura en las cantinas exagerando la amenaza luddita, a veces
rozando lo inverosímil, como muestra el siguiente informe dirigido al
Home Office hacia mediados de agosto:

La mañana del lunes en Barnsley, el informador ha escuchado a


una persona, de la que no conoce el nombre pero que al parecer
viene de Sheffield, declarar a Joseph Isaacs que había cerca de
ocho mil hombres armados en Sheffield y sus alrededores y que
no le tenían ningún miedo a los soldados, por más que hubiesen
pensado que los de South Devon eran buenos chicos y ahora los
considerasen peor que a los húsares. Desde que está en el comité
secreto el informador ha sabido por sus camaradas del comité
que han venido a Barnsley delegados de Mánchester y de Stoc-
kport, y que su tarea consistía en reunir fondos e información.
Un tal Haigh, en la actualidad preso en el castillo de York por ha-
ber hecho prestar juramentos ilegales, ha confiado al informador
que había cuatrocientos cincuenta ludditas afiliados en Holmfir-
th; la mayor parte de los alrededores de Huddersfield [es luddita],
así como una gran cantidad [de los habitantes] de Halifax, donde
se reúnen como Disidentes [protestantes inconformistas] bajo la
máscara de la religión, y otros siete mil u ocho mil pueden en-
contrarse en Leeds. El informador dice que una gran cantidad
de ludditas pertenecen a la milicia local. Que los ludditas tienen
como objetivo último derribar el sistema gubernamental y revo-
lucionar el país. Que el 4 de agosto en Ashton-under-Lyne ciertos
delegados le han dicho al informador que la primera medida que
habría que adoptar en caso de revolución habría de ser enviar
grupos a las casas de los miembros de las dos cámaras del Par-
lamento a fin de destruirlas, y que entonces la gente de Londres
perteneciente a esta Sociedad se apoderaría del gobierno.

Los ludditas están lejos de haber adquirido semejante fuerza. Segura-


mente, son numerosos aquellos que los apoyan y el arsenal del ejército
de Ludd ha conseguido cierta consistencia a lo largo del verano... Y sin
duda los rebeldes han comenzado a coordinarse entre ellos y llamar a
todos los descontentos a unirse a su combate. Pero nadie verá a este
218
ejército de desfacedores de entuertos reunirse y caer sobre la capital, tal
como desearía George Mellor.
En lugar de esto, lo que se produce son nuevos motines espontá-
neos durante el mes de agosto en Yorkshire. El día 13 son las mujeres
del burgo de Knottingley, al este de Leeds, las que la emprenden contra
los comerciantes de trigo. El 18, el mercado de Leeds es saqueado por
una muchedumbre de mujeres y de niños conducida por una enérgi-
ca muchacha que se hace llamar «Lady Ludd». El mismo día también
Sheffield se convierte en teatro de un «motín del hambre». Las villas ve-
cinas de Rotterham y de Barnsley no tardan en conocer otros motines,
que se saldan con algunos arrestos.
Pero las multitudes hambrientas que dan así libre curso a su rabia
están desarmadas y se entregan al saqueo en lugar de romper máqui-
nas o incendiar fábricas. En esta confrontación con el comercio y las
fuerzas del orden, las mujeres están en primera línea, mientras que sus
compañeros ludditas son reacios a aprovechar estas ocasiones, impre-
vistas y aisladas, para ponerse en orden de combate y tratar de expulsar
a las tropas de sus ciudades. El resultado de tales enfrentamientos debe
parecerles en efecto demasiado incierto frente a las pictóricas fuerzas
que ocupan las regiones industriales.
Otros motines con aroma luddita se sucederán durante el otoño,
sobre todo en las Midlands. En Nottingham, el n de septiembre, es otra
Lady Ludd la que blande el estandarte de la revuelta mientras las mu-
jeres de los tejedores y de los medieros arrasan el mercado de granos.
El mismo argumento vuelve a ponerse en escena el tres de noviembre
siguiente en el mercado de patatas de la misma villa.
Esta ola de motines enmascara un repliegue táctico de los ludditas,
que de hecho traduce el agotamiento de la primera ola de resistencia
obrera contra el proyecto capitalista. A lo largo del otoño, en las Mid-
lands, algunos telares mecánicos van a sufrir sin duda la estrepitosa
«ley de Enoch», pero de forma esporádica, en talleres aislados, y en la
mayoría de los casos para arreglar las diferencias entre un amo «odio-
so» y sus empleados, mientras los directores de fábrica vuelven a equi-
parse de máquinas con ganas no menos «odiosas». Algunos soplones
y delatores son vapuleados por aquí y por allá, magistrados y policías
reciben tiros de pistola, las ventanas de las casas de algunos fabricantes
acaban subrepticiamente lapidadas. Estas escaramuzas sin consecuen-
cias son otras tantas pedorretas que los ludditas dirigen al nuevo orden
219
triunfante, pero la escasez y la modestia de los objetivos dejan bastante
claro que el impulso inicial se ha perdido, que el Estado y el Capital es-
tán en condiciones de vencer una batalla decisiva en la guerra perpetua
que les enfrenta a los pobres.

220
El agotamiento de una querella

E
l arresto de George Mellor y de sus amigos más cercanos el 22 de
octubre de 1812 marca mejor que cualquier otro acontecimiento
el declive difuso de la aventura luddita. Denunciado por uno de
sus primos al magistrado Radcliffe, el cabecilla luddita del West Riding
es conducido encadenado al castillo de York. Uno de sus comparsas,
Bill Hall, se confiesa a su vez y da los nombres de un buen número de
participantes en el asalto contra Rawfolds. Otro traidor, Ben Walker, in-
citado por las dos mil libras de recompensa prometidas a quien permita
la condena de los asesinos de Horsfall, confirma también el papel de
Mellor en este asesinato. Se suceden decenas de detenciones más y a
finales del mes de diciembre de 1812 ya son sesenta y cuatro presuntos
ludditas los que se encuentran tras los altos muros del castillo de York.
Radcliffe puede estar exultante. Su investigación había chocado du-
rante mucho tiempo contra el esquivo silencio de la población, pero su
puntillosa tenacidad ha terminado por dar sus réditos y su odio a los
rompedores de máquinas y a cualquier forma de insumisión encuentra
por fin satisfacción. El Home Office, que tiene por primera vez entre
sus garras a ludditas reconocidos, va a poder convocar con gran pompa
la «comisión especial» del tribunal de York.
La sesión se fija para el 6 de enero de 1813 y, cuando se abren los
debates, el movimiento luddita ya ha desaparecido como tal del paisaje
social y el ejército de Bonaparte, ese ogro tan voraz, se ha disgregado en
las llanuras heladas de la inmensidad rusa, lo que permite presagiar el
fin próximo de la guerra, del bloqueo, de la penuria. Los ataques contra
las máquinas son todavía bastante numerosos en las Midlands —solo
en el mes de enero se registran tres incidentes graves en Nottingham y
en Melbourne, en Derbyshire—, pero han cesado en Lancashire desde
julio y en Yorkshire desde septiembre.
Este apaciguamiento no va sin embargo a incitar a los jueces a
la clemencia. Son los mismos jueces que oficiaron en Lancaster —
Thompson y LeBlanc— los que presiden el tribunal de excepción de
York, cuyo jurado escogido con esmero está compuesto exclusivamente
por personajes opulentos, entre los cuales hay seis pares del reino. Y es
de nuevo el implacable Hobhouse el que representa a la acusación. El
221
castillo de York, donde tiene lugar el proceso está acorazado de tropas
que contienen a una multitud huraña, incapaz de impedirlo pero que
no disimula su hostilidad frente a la justicia de los grandes.
A instancias de Sidmouth, se decide juzgar primero —justo des-
pués de cuatro mineros de extracción acusados de «saqueo»— a los
hombres implicados en el asesinato de Horsfall, comprometidos con
la soga sin la menor esperanza de escape. Los demás acusados, contra
la mayor parte de los cuales las pruebas son de todos modos tenues
o inexistentes, podrán beneficiarse así eventualmente de la clemencia
de los jueces. Se trata de corregir la deplorable impresión que habían
dejado en el público las dos «comisiones especiales» precedentes, cuyo
desarrollo —como ya hemos visto— había demostrado que en esta oca-
sión la «culpabilidad de los condenados no era de una importancia pri-
mordial».
Por otro lado, se da la consigna de no dejar que se evoque jamás, en
el transcurso de los debates, las motivaciones políticas o sociales de los
acusados. Después de haber denunciado por activa y por pasiva, cuan-
do el activismo luddita estaba en pleno apogeo, un complot político tal
vez a las órdenes del extranjero, en este momento se admite que no
se trata de vengarse ni de criminalizar en exceso a los condenados. El
Home Office se guarda pues de juzgar-los por «traición» o «sedición»
y se limita a acusarlos de asesinato o de robo y otros atentados contra
la propiedad. La única acusación con connotaciones políticas que sub-
siste es la de «juramentos ilegales», muy inmaterial pues, al no reposar
más que en testimonios a menudo indirectos o sesgados, resulta de lo
más cómoda para engrosar a placer el número de condenados en este
proceso concebido para concluir con un ramillete de ahorcamientos
ejemplares.
Al tribunal le basta con una jornada para debatir el caso de Mellor y
de sus compañeros Thorpe y Smith; y veinticinco minutos de delibera-
ción son suficientes para que el jurado emita un veredicto de culpabili-
dad y el juez LeBlanc dictamine de inmediato la pena de muerte. Mien-
tras prosigue el proceso, los tres ludditas esperan con gran fortaleza de
ánimo que llegue su ejecución, fijada para el día 9 de enero. En vano
se envían hombres de la Iglesia a sus celdas para intentar sonsacarles
alguna otra información sobre su actividad clandestina. Indignándose
por la maniobra, Mellor confiesa noblemente que prefiere «estar en la
situación en la que [se] encuentra, por terrible que sea, que tener que
222
responder del crimen de [su] acusador [Ben Walker], y [que] no cam-
biaría [su] lugar por el de él, ni siquiera por [su libertad] y por dos mil
libras».
La ejecución se lleva a cabo sin fricciones —un regimiento de ca-
ballería rodea el cadalso, mientras la plaza se mantiene cercada por la
infantería— después de que cada uno de los condenados haya dirigido
algunas palabras de despedida a la multitud de los grandes días, que
ha venido a asistir a los últimos momentos de estos lugartenientes de
Ludd, los cuales dan muestras de una extrema dignidad. En respuesta,
el populacho, grave y entristecido, canta a pleno pulmón un himno in-
conformista antes de que el verdugo cumpla su lúgubre cometido.
Hay que recordar que en estos tiempos rudos el ahorcamiento de
criminales provocaba generalmente un gran regocijo. Se asistía a ellos
como quien iba a la feria, en masa y en familia, se bebían grandes can-
tidades de cerveza, a los vendedores ambulantes se les compraban go-
losinas y baladas que se repetían en coro... Las ejecuciones de los luddi-
tas ofrecen un cuadro bien diferente: multitudes aún más importantes
asisten en un solemne silencio; y no son cancioncillas de moda lo que
se entona aquí, sino himnos religiosos y oraciones elegiacas en honor a
los mártires. Los observadores están sorprendidos por la pena y la pie-
dad, tan inhabituales entonces a los pies del cadalso, que estremecen el
corazón de los espectadores.

El tundidor de paños George Mellor, al haber tenido la desgracia de


dejarse colgar, sigue siendo el más conocido de los cabecillas ludditas.
Lo que sabemos de él, de su firmeza de carácter y de sus sueños de
igualdad, lo acerca mucho al ideal que impulsaba a los rompedores de
máquinas. Con su trágico fin, es la aventura luddita misma la que llega
a término, por más que esté llamada a renacer bajo otras formas. Su
ejecución no satisface, sin embargo, la sed de venganza de los propie-
tarios. Quienes componen el jurado y quienes mueven los hilos de este
simulacro de proceso todavía no han terminado; necesitan contemplar
más cadáveres del enemigo y exhibirlos frente al pueblo.
En la semana que sigue a la condena de Mellor y sus amigos, la
«comisión especial» de York examina otros siete casos: juramentos ile-
gales, robos y agresiones conforman el menú de esta semana de justicia
en cadena, que concluye con la comparecencia de los presuntos asaltan-
tes a la fábrica de Rawfolds. Las diligencias contra treinta y cinco de los
223
inculpados, que acaban de pasar largos meses en prisión preventiva,
son abandonadas conforme a los desiderata de Sidmouth, que quiere
ir rápido, sin perder el tiempo con los casos inciertos. En interés del
equilibrio, son absueltos otros ocho acusados. Pero los veredictos que
caen sobre los que son declarados culpables son una vez más de una
severidad extrema. Seis hombres son condenados a muerte por haber
participado en una incursión luddita cuyo botín ascendía a dos pistolas,
un billete de una libra y algunos cubiertos de plata. Seis obreros de Ha-
lifax, convencidos de haber prestado juramentos ilegales, se comen sie-
te años de deportación. Cinco participantes en el asalto contra la fábrica
de Rawfolds —«una de las mayores atrocidades jamás cometidas en un
país civilizado», según las palabras del juez Thompson— también son
condenados a la pena capital. Como también tres saqueadores juzgados
antes de la vista del caso Horsfall han de sufrir el mismo castigo, son ca-
torce los proletarios —tres mineros, cuatro tundidores de paños, cuatro
hilanderos, un sastre, un tejedor y un obrero de los canales— que van a
balancearse el 16 de enero en el extremo de sus sogas.
Jamás se ha visto en Yorkshire tantos ahorcamientos públicos en
una sola jornada y en un mismo estrado. Las máscaras gesticulantes de
los catorce ajusticiados que se balancean ante la multitud impotente;
la altivez de los húsares que la mantienen bajo control a los pies del
cadalso con los sables al aire; el enjambre de soldados de infantería
apostados en los cuatro puntos cardinales de la plaza del castillo, que
han invadido silenciosos y taciturnos... este espectáculo siniestro, y cui-
dadosamente puesto en escena, está concebido para imponer, disuadir,
aterrorizar, proclamar el restablecimiento del Orden.
Dos días después de esta matanza judicial, que se convierte en el
tema de todas las conversaciones en el reino, una proclamación del
príncipe regente ofrece de nuevo su perdón a todos aquellos que se
han hecho culpables del crimen de juramento ilegal. Esta vez Sidmouth
quiere clausurar solemnemente el episodio luddita insistiendo en la
magnanimidad del Estado, tanto más cuanto que los extorsionistas y los
ladrones de armas de fuego están también incluidos en esta amnistía
condicionada por la fidelidad a la Corona y la colaboración con la justi-
cia. Pero el ministro ya no acaricia seriamente la esperanza de atraer a
sus redes a los que se han implicado mucho o poco en el movimiento
luddita. Ha comprendido cuáles son las conmociones sociales que ame-
nazan a la época y aguarda, para hacer un nuevo acopio de sospechosos,
224
las próximas confrontaciones con esos intolerables enemigos del capi-
talismo industrial que de momento se han fundido con la población.
Por otro lado, la medida de gracia, que entra en la pura propaganda,
apenas tendrá efecto alguno y las autoridades se guardarán mucho en
esta ocasión de informar al público sobre sus resultados.
Con sus tropas replegadas, resguardadas, desvanecidas, Ludd poco
a poco va a verse sustituido en las charlas y los comentarios por nue-
vas preocupaciones, pues los negocios prosiguen una vez superada la
profunda crisis comercial y social de los años 1811- 1812... Y por otras
hazañas bélicas: las de Wellington y la coalición de autócratas que están
recuperando sus plenos poderes.

Hacia finales del año 1812 circula por Yorkshire un profético «Aviso a
los tejedores» que enuncia con bastante precisión los peligros que la
Revolución Industrial puede suponer para la sociedad inglesa, y que
llama en términos claros a la revolución social. Su autor anónimo ex-
pone en él los retos ahora límpidos del combate social iniciado por los
ludditas:

Amigos y compañeros:
Larga y fastidiosa ha sido la opresión bajo la que habéis penado
y vuestras perspectivas de futuro no pueden sino volver vuestros
días más amargos. Vuestra existencia se verá reducida y vuestros
abundantes hijos pronto serán huérfanos si persistís durante
más tiempo en sufrir dócilmente este yugo y en cargar con este
fardo, imposible de soportar por la naturaleza humana.
A menudo os habéis dirigido al gobierno, a los magistrados
y a los manufactureros, pero sin efecto alguno. ¿Qué hay que
hacer, pues? ¿Vais a continuar sometiéndoos, soportando esa
arrogancia, esa tiranía y esa opresión que durante tanto tiempo
se han ejercido en vuestra contra?
¿Soportareis ver a vuestros hijos torturados y diezmados,
condenados’ a sufrir el látigo y la desnudez, con vosotros mis-
mos insolentemente aplastados por esos hombres que viven en
el lujo y la extravagancia gracias a los frutos de vuestro trabajo?
No cabe duda alguna de que sois muchos los que estáis con-
vencidos de que la guerra en curso, injusta, inútil y destructiva,
es la causa de vuestra actual calamidad. ¿Quiénes son, pues, los
que siempre se han mostrado como los más constantes y resuel-
tos partidarios de esa guerra? La mayor parte de nuestros manu-
factureros, por no hablar de los magistrados. ¿Quiénes son los
que se han enriquecido desde el comienzo de la guerra? Algunos
hay en cada una de las principales villas de este afligido reino.
225
¿De dónde vienen sus riquezas? Me parece escuchar una voz que
dice: todas esas riquezas provienen de la mano servil y débil de
la esclavitud.
¿Quiénes son los que se benefician plenamente de su pro-
pio trabajo? Nadie, pues los ricos y los supuestos grandes no tra-
bajan en absoluto, ni tienen la menor intención de hacerlo, como
consecuencia de lo cual los justos derechos del esclavo se ven
injusta e impunemente rechazados.
Amigos y compañeros de fatigas, ¿hasta cuándo debe verse
pisoteada la justicia? ¿Hasta cuándo los derechos naturales del
hombre estarán lejos del alcance de vuestras débiles miradas?
¿Hasta cuándo soportaréis vuestros incomparables sufrimientos
y consentiréis que se os roben más de las cuatro quintas partes
del fruto de vuestra labor?
Hacer solicitudes es vano, presentar peticiones es una per-
fecta estupidez. Presentar peticiones para que prospere vuestra
causa es como pedir a un salteador de caminos que os devuelva
los bienes de los que os ha despojado.
No tenéis más que una vida que perder. La muerte vendrá
forzosamente a vuestro encuentro y morir de hambre es la más
miserable de las suertes, pues perecer así, rodeados por la abun-
dancia que habéis creado mediante vuestros esfuerzos, sería un
fin sin duda ignominioso. Constituye un deber con respecto a
vosotros mismos y también a la generación que os sucederá dete-
ner los engranajes inicuos e impíos de la Tiranía. Vosotros tenéis
el poder para hacerlo, y las leyes inmutables e inalterables de la
Naturaleza lo exigen de vuestras manos.
[...] Pero no hay cosa que no esté por completo deteriorada y
la aceptación general de una antigua aflicción ofrece al tirano el
pretexto de justificar la necesidad de nuevos males. Y así ha ido
el mundo desde hace incontables generaciones, hasta que final-
mente los esclavos británicos, insultados y escarnecidos, se han
visto inmersos en el siniestro e inicuo torbellino de la miseria y
de la indigencia.
Oh compañeros de fatigas, insultados y escarnecidos, mirad
a vuestro alrededor y contemplad los derechos de los que habéis
sido privados. Al nacer sois tan libres como vuestros viles opre-
sores. Una Naturaleza generosa estaba dispuesta a acogeros en
el momento de vuestra llegada a la existencia, al igual que una
fértil tierra que no debería costaras nada aparte de los esfuerzos
necesarios para su cultivo.
Pero no poseéis ni una pulgada de las tierras habitadas del
globo; la tiranía os ha privado de ellas. No disponéis tampoco de
tiempo para contemplar la divina naturaleza, libre y generosa,
ni de aprovecharos de las vastas posibilidades de los cuidados
útiles. Y la desesperación y la destrucción invaden vuestras mi-
serables viviendas.
¿Podéis, pues, seguir soportando durante más tiempo es-
226
cuchar a vuestros hijos, inocentes e indefensos, llorar pidiendo
comida, o dejar que vayan por ahí vestidos con grasientos andra-
jos? Y en cuanto a vosotros, ¿seguiréis dejando que os traten con
desdén y menosprecio esos mismos hombres que se lo pasan en
grande y devoran injustamente los frutos de vuestra servidum-
bre? ¿Podéis aceptar que vuestros derechos y privilegios sean
impunemente pisoteados por una banda de ladrones, venales y
corruptos?

A los obreros ingleses, Ludd les ha señalado los objetivos —el patronato
industrial, las técnicas odiosas, el derecho burgués— y una gran meta:
una extensión de la comunidad a toda la sociedad mediante una rege-
neración que no sería un retorno timorato al pasado feudal, sino una
nueva aventura.

227
Ludd después de Ludd

P
rotegidos por la ley del silencio, la mayoría de los ludditas esca-
paron a la represión. Muchos eligieron cambiar de ciudad, de
nombre, de oficio; algunos se convirtieron en maestros de escue-
la, otros se hicieron bandoleros. Algunos se mezclaron en nuevas cons-
piraciones. Otros, en fin, se creyeron obligados al exilio y atravesaron
los mares, huyendo, tal vez más que de la vindicta de las autoridades, de
un ángel exterminador armado de máquinas satánicas y de preceptos
mercantiles, de un genio maléfico ahora liberado, si no de controver-
sias, al menos de cualquier resistencia seria frente a su dominio sobre
la sociedad.
Con toda la amargura de su derrota, estos fugitivos se habían per-
suadido de que la «alegre Inglaterra» no sería pronto más que un re-
cuerdo en una sociedad esclavizada, privada de alma, y de que jamás
las ruinas de la Jerusalén comunitaria volverían a ponerse en pie. Al
igual que los puritanos que huían de la Inglaterra de los Estuardo en
el siglo xvii, también ellos partían hacia los grandes espacios que ofre-
cían los continentes nuevos, donde sin duda algunos de ellos esperaban
tomar parte en la edificación de alguna ciudad radiante. A los proscri-
tos acusados de luddismo que, con los pies encadenados, habían sido
transportados a Australia se les unieron algunos de estos exiliados, cuya
mayor parte se embarcó sin embargo camino de la menos lejana (y con
fama de ser más igualitaria) república americana.
La mayoría de los que se sabían sospechosos permanecieron, con
todo, en Gran Bretaña, prefiriendo fundirse en el anonimato de las
grandes ciudades del reino. Pero también hubo no pocos ludditas que
pudieron quedarse en sus pueblos en vías de urbanización, y estos su-
pieron perpetuar la memoria oral de su rebelión y en muchos casos to-
mar parte activa en los conflictos sociales que no dejaron de producirse.
El respeto y la estima que rodearon hasta su último aliento a estos vete-
ranos de la guerra social eran tales que se solicitaba su opinión cada vez
que una negociación social evolucionaba hacia la confrontación, hasta
tal punto se confiaba en su experiencia en la acción clandestina. Sobre
todo se imitaba, y se seguirá imitando todavía durante mucho tiempo,
su método de lucha, que con el nombre de sabotaje se propagará, bajo
228
las formas más variadas e imaginativas, por los talleres y más tarde por
los despachos del mundo capitalista entero.
Muchos de los ludditas conocidos por los cronistas por haber re-
velado tardíamente su implicación o por haberse beneficiado de las
amnistías reales descollaron en la mayoría de los movimientos polí-
ticos y sociales con un aire de ilegalidad y de rebelión que siguieron
a la epopeya del general Ludd. Alguno de estos viejos ludditas era en-
carcelado por su participación en el movimiento cartista en 1838.69
Tal otro, veinte años más tarde, enseñaba a sus nietos canciones, siem-
pre sediciosas, a mayor gloria de Ludd, como testimonio de una menta-
lidad de resistencia al capital que los rompedores de máquinas de 1812
habían contribuido a forjar y a propagar.
Los escondrijos de armas constituidos por los ludditas en 1812 ser-
vían todavía para equipar a los obreros más decididos cuando, en vís-
peras de la reforma electoral de 1832, el país se encontraba a dos pasos
de la insurrección general. Entretanto, la práctica de las reuniones noc-
turnas y de las sociedades secretas obreras se había transformado con
el paso de los años y de los conflictos sociales, perdiendo a menudo en
saña lo que ganaba en músculo y recurriendo más frecuentemente a la
huelga y la manifestación que al sabotaje o el motín. Pero el fantasma
del general Ludd aún hizo alguna fugaz y divertida aparición, siempre
cargada de amenazas, en los lugares de sus glorias de antaño.
Antes incluso del proceso de York, los publicistas constataban no
sin cierto alivio la rarefacción de las incursiones ludditas, de las cartas
de amenaza y de la destrucción de máquinas. Estas últimas, sin em-
bargo, no cesaron completamente y conocieron alrededor de Nottin-
gham un cierto recrudecimiento en el transcurso de 1814 y, más tarde,
en 1816. La réplica más fuerte del terremoto luddita se producirá en
toda la Inglaterra rural en 1830- 1831, cuando una ola de incendios y de
destrucción de trilladoras mecánicas retrase durante mucho tiempo el
progreso del maquinismo en la agricultura. Pero el nombre de Ludd,
sedicioso como ningún otro, casi cesará de ser invocado en los conflic-
tos sociales, y será el no menos mítico capitán Swing el que dé el suyo
a la revuelta de los condados rurales víctimas de la industrialización.70
69
Sobre este episodio fundador del movimiento obrero inglés, ver Édouard
Dolléans, Le Chartisme (1831-1848). Aurore du mouvement ouvrier, Les Nuits
Rouges, 2003.
70
Ver el apéndice III, página 299, «Las aventuras del capitán Swing».
229
Sin embargo, el combate luddita permitirá a quienes se habían
comprometido con él y habían tenido que replegarse, aunque sin ren-
dición ni contrición, irrigar con su experiencia, su reflexión y su espí-
ritu de aventura los movimientos que agitarán a la clase obrera en los
decenios siguientes, pronto marcados por el activismo cartista. Reacia
al esponjamiento del ideal burgués durante el gris periodo Victoriano,
esta mentalidad solidaria y combativa se perpetuará en el proletariado
británico hasta la era del consumo de masas, que acabará por imponer-
se más tardíamente que en cualquier otro lugar.

Es en Nottingham, donde había sido creado el personaje, donde Ludd


viene a aparecerse con más frecuencia. En esta villa y sus alrededores
se produjo una nueva ola de destrucción de máquinas entre abril y oc-
tubre de 1814, después de un año de una calma relativa debida tanto a
las concesiones hechas por ciertos fabricantes como a la presión de las
fuerzas de la reacción antiluddita. Estas se habían relajado un tanto y
los patrones volvían poco a poco a las andadas, bajando de nuevo los
salarios y retomando la incorporación de máquinas odiosas, así que los
destructores decidieron ponerse otra vez manos a la obra.
El 7 de abril de 1814, al día siguiente de la abdicación de Napoleón
en Fontainebleau, siete tejedoras mecánicas eran hechas pedazos en
Kimberley, donde los obreros no siempre admitían la contratación de
novatos por los patrones locales. Doce máquinas de bastidor amplio
sufrían la misma suerte tres días más tarde, esta vez en Castle Donnin-
gton, al sudoeste de Nottingham. Al día siguiente, cinco telares mecáni-
cos para tejer la seda eran destruidos a su vez en el mismo Nottingham.
Confrontadas con este resurgimiento del activismo luddita, las autori-
dades decidían arremeter contra los sindicalistas cercanos a Gravenor
Henson. Por iniciativa de los ediles locales, dos miembros de la Unión
de Tejedores eran acusados de haber organizado el ataque del 10 de
abril en Castle Donnington y encarcelados, mientras se embargaban los
registros de la susodicha sociedad, sospechosa de haber incorporado lu-
dditas en masa e incluso de haberse convertido en una simple tapadera
de las sociedades secretas ludditas.
Pero esta reacción enérgica de los magistrados no hizo más que
irritar a los rompedores de máquinas, que como respuesta se entrega-
ron a nuevas devastaciones: a lo largo de todo el verano una treintena
de telares mecánicos de bastidor amplio volaban en pedazos práctica-
230
mente por toda la región. De nuevo se enviaron cartas de amenaza a los
amos con los que los obreros se sentían especialmente descontentos,
pero estas eran breves y secas, lacónicas en su acrimonia, abandonando
toda retórica revolucionaria puesto que la esperanza de una insurrec-
ción nacional parecía haberse extinguido.
El 14 de octubre, un trágico acontecimiento concluía esta serie de
un buen centenar de destrucciones y demoliciones. En la ciudad de
New Basford, policías emboscados intercambiaban algunos disparos
con los visitantes nocturnos que se disponían a ejecutar la justicia de
Ludd, matando a uno de estos últimos e hiriendo a un vecino con una
bala perdida.
Durante dieciocho meses —en el transcurso de los cuales la guerra
contra Napoleón se reavivaba brevemente para después concluir con
una última carnicería a las puertas de Bruselas—, los disturbios cesa-
ron por completo en Nottingham y también en el resto del país.
Más tarde, a partir de mayo de 1816, se producía alrededor de esta
última ciudad un tercer ciclo de destrucción de máquinas. Desde el
mes de abril había llegado a oídos de las autoridades que las reuniones
nocturnas en el bosque de Sherwood se habían reanudado y que los
ludditas, de nuevo reagrupados, se aprestaban a golpear. El n y el 13 de
mayo, algunos telares mecánicos eran destruidos en Loughborough,
en Derbyshire, donde se alzaba una de las primeras fábricas de encaje
con maquinaria de vapor, fundada por John Heathcoat en 1809, y el 8
de junio doce máquinas sufrían la misma suerte en New Radford. No
habían pasado ni tres semanas después de este tercer acto de intimida-
ción cuando se producía un ataque luddita de tipo militar que evocaba
aquellos cuyo escenario había sido el West Riding durante la primavera
de 1812.
El objetivo era una vez más la fábrica de Heathcoat en Loughborou-
gh. El 28 de junio, cuando sonaban las doce campanadas dela mediano-
che, diecisiete hombres enmascarados irrumpían en la fábrica de dos
pisos, abriendo fuego contra los guardias, que echaron a correr dejando
un herido tras de sí. En el exterior de la fábrica, un centenar de com-
pañeros aguardaba la eventual llegada de las fuerzas del orden, prestos
a evitar que interviniesen. Pasando de un taller a otro, los asaltantes
enmascarados, equipados con hachas y martillos, destrozaban sistemá-
ticamente las máquinas, incendiaban los rollos de tela, rompían todo
lo que les caía entre las manos. Acabada la tarea, uno de ellos preguntó
231
con voz estentórea: «¿Ludditas, habéis trabajado bien?», y los otros res-
pondieron antes de fundirse con la noche: «¡Sí! ¡Y por Dios, que ha sido
un trabajo digno de Waterloo!». En media hora este enérgico equipo
acababa de provocar daños por un valor de cerca de nueve mil libras.
Habiéndolo perdido todo, Heathcoat tuvo que cerrar su fábrica y aban-
donar la región para buscar fortuna en la lejana Devonshire.
Las autoridades ofrecieron diez mil libras a quien permitiese iden-
tificar a los miembros de esta banda. Su cabecilla, un notorio luddi-
ta llamado John Towle,71 que había cometido el error de no cubrirse el
rostro hasta el término de la operación, era arrestado después de este
golpe de efecto y subía al cadalso el 20 de noviembre de 1816, can-
tando a voz en cuello un himno en el que se condenaba a Babilonia
a todas las plagas. En enero de 1817, un mediero de Nottingham de
nombre John Blackbum, probable autor del disparo que había herido al
guardia y acarreado la acusación de «tentativa de asesinato», era cogido
en flagrante delito cazando furtivamente y, a cambio de su impunidad,
revelaba a los magistrados el nombre de ciertos ludditas presentes en
Loughborough el 28 de junio de 1816. Como consecuencia de esta fe-
lonía y de la traición de William Burton, otro perjuro que había optado
por colaborar con los magistrados, entre enero y marzo de 1817 eran
arrestados ocho ludditas, y seis de ellos —John Amos, Thomas Savidge,
John Crowder, Joshua Mitchell, William Withers y el hermano de John
Towle, William— eran rápidamente juzgados por la corte de lo penal
de Derby y ejecutados el 17 de abril de 1817, mientras que los otros dos
eran condenados a la deportación.
Algo ahora olía a podrido en el reino de Ludd, cuya epopeya no
podía sobrevivirse eternamente a sí misma. Así, ciertos acusados decla-
raron ante el tribunal de Derby que los competidores de Heathcoat les
habían pagado más de cien libras para saquear su fábrica, si bien nin-
guna investigación consecutiva a tales afirmaciones llegó a confirmar
su veracidad. Y con la esperanza de obtener la gracia, Thomas Savidge
se ofreció a las autoridades para procurarles muestras comprometedo-
ras de una correspondencia entre dirigentes sindicales y radicales que
implicaba particularmente en las intrigas ludditas a John Cartwrighty
71
La detención, como consecuencia de una denuncia, de este cabecilla lud-
dita en 1814 habría estado en el origen del tiroteo de New Basford. Por otro
lado, este agitador había sido absuelto por el tribunal de Nottingham en
marzo de 1815, sin renunciar por ello a la lucha.
232
Gravenor Henson, ambos muy populares entre los tejedores, sin que
por otro lado sepamos lo que se hizo de esta traidora proposición ni
cuál era el contenido exacto de dichos correos, si es cierto que Savidge
supo verdaderamente dónde encontrarlos. La mayoría cedió al acoso
del capellán anglicano y de los predicadores metodistas llegados para
«asistirles» en sus últimos días: al tiempo que proclamaban su inocen-
cia en cuanto a la tentativa de asesinato —la herida por arma de fuego
del guardia de Loughborough—, se arrepentían de su activismo en las
cartas, evidentemente dictadas palabra por palabra por los religiosos,72
que fueron publicadas por la prensa local y en las que convocaban a sus
amigos y familiares a la piedad y la docilidad.
Esta manipulación da muestras de cierta verosimilitud, pues las
preocupaciones religiosas de los ludditas eran bien reales. Una inter-
pretación igualitarista y milenarista de los dos Testamentos había con-
tribuido a incrementar en los medios obreros la audiencia de las sectas
«disidentes» e «inconformistas», o del clero metodista. Así, John Amos,
al que el Leicester Chronicle atribuía un edificante poema en el que ex-
hortaba a su progenie a «servir a Dios», condujo a sus compañeros de
infortunio hasta el cadalso cantando un himno salido de la pluma del
fundador del metodismo, John Wesley, donde podemos encontrar estos
equívocos versos:

¡Qué triste es, por naturaleza, nuestra suerte!


¡Cuán profundamente nos mancha el pecado!
Y Satanás mantiene nuestras almas cautivas
Amarradas con la cadena del esclavo.

[...] Alarga tu brazo, Rey victorioso,


Somete los pecados que nos dominan,
Expulsa al viejo dragón de su trono,
Y fórjanos nuevas ánimas.

Sin embargo, los destrozos y las demoliciones prosiguen alrededor de


Nottingham hasta noviembre de 1816, pero con una intensidad decli-
nante: tres o cuatro máquinas destruidas por aquí y por allá. Es preciso
poner aparte al pueblo de Lambley, donde treinta tejedoras mecánicas
fueron arrasadas solo en la jornada del 14 de octubre. La ejecución de

72
Como atestiguan las muy numerosas similitudes entre dichas cartas, su
unidad de estilo, y una ortografía y una sintaxis normalizadas, que difieren
de lo que conocemos de los escritos ludditas
233
John Towle coincidía con el agotamiento de este resurgimiento final del
activismo luddita en las Midlands y, tras un último rodeo por el tribunal
—y la horca— en abril de 1817, el nombre de Ludd pasaba definitiva-
mente a la historia.73
Y este nombre, siempre entrañable para los pobres, alimentó de
forma duradera y profusa el folclore obrero de las regiones a las que ha-
bía colmado de emociones, y todavía durante algunos años provocó el
espanto de los ricos, quienes invocaban a Ludd ante la menor querella
profesional.
El fin de la guerra con los Estados Unidos en 1814 y la derrota
definitiva de Bonaparte en el continente seis meses más tarde se tradu-
cen en la reactivación generalizada de los intercambios comerciales y la
relativa apertura de los mercados extranjeros. Tanto en el West Riding
como en los alrededores de Mánchester, el aumento de la demanda y
el retorno a la competencia internacional incitaban a los fabricantes a
equiparse cada vez más con máquinas de vapor y a reorganizar la pro-
ducción imponiendo el sistema de la esclavitud asalariada y el modelo
fabril, mediante la imitación del modelo cuartelario. Si bien el paro ma-
sivo y el alza de los precios cesaron durante algún tiempo de agobiar a
los pobres, los salarios seguían teniendo tendencia a bajar y las condi-
ciones de trabajo a degradarse. La contratación de mujeres y niños en
detrimento de los padres de familia continuaba empobreciendo los ho-
gares obreros y suscitando en ellos el odio y el resentimiento, mientras
que la carrera por la innovación técnica y el maquinismo se extendía a
otros sectores de la actividad como la agricultura y la metalurgia, aun-
que con nuevas reticencias y nuevas resistencias dentro de todos ellos.
En cuanto a aquellos ludditas, todavía jóvenes en su mayor parte,
que no habían renunciado a la lucha, ni a su deseo de insurrección o su
exigencia de justicia social, volveremos a encontrarlos —como ya se ha
dicho— en la mayoría de los disturbios sociales y políticos que tendrán
lugar durante los tres décadas siguientes. Asimismo, los métodos de

73
Y el término «luddismo» entrará más tarde en los diccionarios en el senti-
do restringido y muy discutible de «destructores de máquinas enfrentados
al progreso técnico», conforme a la visión que han ofrecido los cronistas
del movimiento luddita antes de que E. P. Thompson refutase «la enorme
condescendencia de la posteridad» para con ellos y expusiera la importan-
cia y la complejidad de su verdadera naturaleza en La formación de la clase
obrera en Inglaterra (Capitán Swing, 2012).
234
vigilancia y de manipulación que las autoridades habían experimentado
en su combate contra los ludditas se perpetuarán pero refinándose un
tanto, como testimonia el tenebroso asunto de Pentridge,74 que será la
comidilla de todo el mundo en junio de 1817, dos meses después del
proceso de Derby y de la última carretada de rompedores de máquinas.
Es en este pueblo de Derbyshire, cerca de Nottingham, donde de-
bían reunirse los conjurados de los alrededores para a continuación
juntar en la carretera que conducía a esta última ciudad a un «enjam-
bre de hombres», llegados desde Yorkshire y de la lejana Escocia, para
caer en masa sobre Londres, tal como había soñado George Mellor. Al
menos es lo que un espía directamente al servicio de Sidmouth —un
tal Oliver, según su nombre de guerra—75 había logrado que creyera un
grupo de obreros radicales animado por el carismático tejedor Jeremiah
Brandreth —él mismo antiguo compañero de Ludd— e infiltrado por
Oliver con un arte consumado. Tras haber recorrido un par de kilóme-
tros por la carretera de Nottingham bajo un auténtico aguacero, los dos
o trescientos hombres que se habían reunido en Pentridge, armados de
picas y de algunos mosquetes, se vieron bloqueados por una compañía
dedragones encabezados por un par de magistrados y se dispersaron al
verlos, gritando traición. Una cuarentena de hombres fueron captura-
dos en esta trampa montada de arriba abajo por Sidmouth y su policía
secreta, reclutada principalmente entre los encarcelados por deudas en
Londres, como era el caso del propio Oliver. El proceso que tuvo lugar a
continuación concluyó con tres ejecuciones en noviembre de 1817 —la
de Brandreth, decapitado por «alta traición», y el ahorcamiento, más
vulgar, de sus compañeros Turner y Ludlam—, once condenas a de-
portación de por vida y otras penas menos severas para los seguidores
arrestados en Pentridge.
El poeta Shelley no dejó de denunciar la infamia tanto de este ve-
redicto como del proceso que estaba en su origen, y que había sido ex-
puesta por los acusados y también por la prensa liberal, indignada por
una acción policial tan baja.

Resulta imposible conocer hasta qué punto los más altos miem-
bros del gobierno eran responsables del daño efectuado por sus

74
En nuestros días, el nombre de dicho pueblo se escribe Pentrich.
75
La verdadera identidad de este hábil mistificador sigue siendo controver-
tida.
235
agentes infernales. Es imposible saber cuán numerosos o cuán
activos fueron, o bajo qué falsas esperanzas inflamaron a la mul-
titud sin instrucción hasta el punto de llevarla a poner su cuello
bajo el hacha y la cuerda de los verdugos. Pero lo que sí se sabe
es que tan pronto como la nación entera levantó su voz a favor
de una reforma parlamentaria, los espías comenzaron a hacer
su trabajo. Fueron elegidos de entre lo peor y lo más infame de
la raza humana, e infiltrados entre la multitud hambrienta y los
obreros iletrados. Su objetivo era crear el descontento allí donde
no lo hubiera. Su objetivo era encontrar víctimas, sin importar
que fueran o no culpables. Su objetivo era provocar en la opinión
pública la impresión de que si alguno de los que intentaban ha-
cer valer la soberanía nacional o disminuir la carga de la deuda
y los impuestos que nos aplastan tenía éxito, la multitud ham-
brienta se levantaría y llevaría todas las órdenes y distinciones,
todas las instituciones y las leyes, a la ruina común.
[...] El hombre a punto de morir dijo que «Oliver le había
conducido hasta allí», que «sin Oliver, él no estaría allí». [...] Tur-
ner clamó alto y claro, mientras el verdugo pasaba la cuerda alre-
dedor de su cuello, «todo esto es culpa de Oliver y del gobierno».
Lo que hubiera podido continuar revelando no lo sabemos, ya
que el capellán evitó que siguiera hablando.76

Shelley cita a continuación las palabras de un corresponsal del Exami-


ner que asistió a la ejecución:

En el momento en que se oyó el golpe del hacha, hubo un mur-


mullo de horror entre la gente. Cuando la cabeza fue exhibida,
hubo un tremendo alarido, y la multitud corrió desesperada en
todas direcciones, como presa de un intenso arrebato. Los que se
quedaron lloraban amargamente.

Ese horror ante un espectáculo sanguinario —y de lo más raro en esta


tierra de ahorcamientos—, esa consternación frente a una venganza
teñida de ignominia, ese impotente furor de los pobres nacían de una
terrible premonición del perpetuo pavor que les aguardaba bajo el yugo
del Capital.
Pues ese sangrante trofeo, ese cráneo ofrecido a los brindis de los
explotadores, esa oblación del Moloch-máquina, era la cabeza de un
luddita: era el espectáculo de Ludd con el cuello cortado.

76
Aviso al pueblo sobre la muerte de la princesa Charlotte, 1817. Ver Shelley, La
necesidad del ateísmo y otros escritos de combate, Pepitas de calabaza, Logroño,
2015, traducción de Julio Monteverde.
236
Motín de Queen Park, en Bristol, 1831. Tuvo lugar tras el rechazo por la
Cámara de los Lores de una reforma electoral que suprimía los «burgos
podridos» y garantizaba una mejor representación en la Cámara de los
Comunes de las grandes ciudades industriales, entre las cuales se encon-
traba Bristol, donde solo seis mil de sus ciento cuatro mil habitantes te-
nían derecho a voto. El motín duró tres días, durante los cuales el palacio
episcopal y la residencia del alcalde fueron saqueados y quemados.
Concluyó con una de las más sangrientas dragonadas de la historia, que
provocó decenas de muertos y centenares de heridos. Este terrible balance
no impidió a las autoridades acusar de indulgencia culpable al oficial
responsable de la matanza… Se vio tan turbado por ello que se voló la tapa
de los sesos la víspera de su comparecencia ante el tribunal militar. Poco
después, fueron colgados cuatro amotinados a pesar de una petición de
cien mil habitantes de Bristol, que imploraron su gracia al rey Guillermo
iv.
IV. Reviviscencias
ludditas

¡Qué importa la pérdida del campo de batalla!


Aún no está perdido todo.
Conservando todavía una voluntad inflexible,
Una sed insaciable de venganza, un odio inmortal
Y un valor que no cederá ni se someterá jamás,
¿Puede decirse que estamos subyugados?
John Milton
La marcha del intelecto (grabado futurista y satírico de 1829 en el que se
asocian progreso técnico y expansión del imperio). ¡Dios, lo que mejora
el mundo conforme envejecemos! El castillo en las nubes alberga el plan
de pago de la deuda nacional. El murciélago transporta detenidos hacia
Nueva Gales del Sur. El puente colgante lleva derecho a Ciudad del Cabo.
La horcaque preside el arco del triunfo ha sido concebida para «elevar a
los arquitectos». La iglesia, coronada por un Buda y que tiene por anexo
una cocina, es «perfectamente segura». El cañón procura un medio de
transporte rápido a los inmigrantes irlandeses. La máquina en forma de
regadera esparce polvo que ella misma produce. La tubería evacua colonos
hacía Bengala. Un vendedor ambulante ofrece «carne delicada para los
cuadrúpedos»; en este caso, carne de calidad para gatos. La locomotora
une Londres con Bath en seis horas. El caballo de vapor transporta a sus
pasajeros a gran velocidad sin detenerse en el camino. El barbero y el
limpiabotas están equipados con máquinas de vapor patentadas.
El espectro de Ned Ludd

L
a propaganda burguesa, al igual que el socialismo «científico», la
historiografía académica y después el propio lenguaje, han asi-
milado la figura del luddita con la del pasadista —al que hoy en
día se califica de tecnófobo—, alérgico a las innovaciones y hostil por
principio a las máquinas y a la industria. Al punto de que los actuales
adversarios de todo progreso técnico, por ignorancia o por impostura,
no temen disfrazarse con el nombre de neoludditas ni enarbolar el es-
tandarte de Ludd a diestro y siniestro.
Ahora bien, gracias al relato que precede, podemos juzgar lo en-
gañoso que resultaría no ver en la revuelta luddita más que una suerte
de jacquerie obrera, retrógrada y corporativista, que con su incorregible
arcaísmo, habría intentado invertir la marcha del tiempo, oponiéndose
ciegamente a la felicidad general que la ciencia prometía a la humani-
dad, o bien, desde el punto de vista de los tecnófobos de hoy, tratando
de salvarla por adelantado de los estragos ecológicos que estos deploran
(pero por los cuales, en la época de Ludd, solo se inquietaban algunos
poetas y profetas).
Hemos visto, por el contrario, que los ludditas, más allá de las
variaciones regionales de sus motivos, no arremetían más que contra
las máquinas que resultaban efectivamente dañinas para ese mínimo
de quietud, dignidad y bienestar del que consideraban debían gozar.
Máquinas que engendraban también, en sus respectivos gremios, una
caída de la calidad productiva, para gran vergüenza de los artesanos
proletarizados. Y hemos podido observar que se limitaban, tanto en
sus castigos como en sus proezas, a poner en cuestión el uso que los
empresarios hacían de tales máquinas, ya fueran estas de antigua o de
nueva concepción, para matar de hambre y subyugar a los obreros.
Sabemos también que la destrucción de telares mecánicos aspiraba
a golpear a los fabricantes en la cartera y sobre todo a dar libre curso al
furor de los pobres contra el sistema fabril que pretendían imponer sus
amos y persecutores. Para los ludditas, más que de dañar o aniquilar
equipamientos que representaban importantes inversiones, se trataba
de vengar los ultrajes recientes para prevenir los futuros. Necesitaban
asustar al adversario, hacerle sentir que la energía y el coraje no habían
241
desertado de las filas del pueblo, y que los poderosos no podían pisotear
a este último a su gusto sin exponerse a una feroz resistencia.
Desde el comienzo de la Revolución Industrial, sin embargo, una
gran cantidad de obreros —y algunos bardos— tomaron conciencia de
que las técnicas no eran neutras. Y así, cuando los ludditas calificaban
las máquinas que destruían de odiosas, e incluso de satánicas, estaban
seguros de traducir el sentimiento del grueso de la población. Simple-
mente constataban que habían sido concebidas para perjudicarles di-
rectamente, excluyendo a una gran cantidad de ellos de su profesión y
disminuyendo sus ingresos.
Tampoco ignoraban que la multiplicación de las fábricas prefigu-
raba una organización general de la producción apta para confiscar su
vida cotidiana y condenarles a la indigencia y la impotencia. El espíritu
que se insufló entonces a las máquinas y que hacía su uso degradan-
te procedía en sí mismo de una renuncia a las antiguas normas de la
sociabilidad y de la moralidad, que los ludditas estaban lejos de ser los
únicos en deplorar: esa «decencia común» tan cara a Orwell, muy des-
medrada en cualquier lugar donde subsista desde entonces y casi inen-
contrable en las sociedades atrapadas en el engranaje de la economía
total.
Y la repulsión que inspiraba la fábrica se extendía naturalmente a
las diversas técnicas que favorecían de forma más visible la propaga-
ción del salario —y su cuota de aburrimiento, privación y desolación—
y hacían efectivo el ascenso espectacular de una megamáquina77 de un
77
Es a Lewis Mumford (1895-1990) a quien debemos la definición del mo-
delo social e histórico de la «megamáquina», cuyo creciente poder y cuyas
mutaciones desde el alba de las civilizaciones narra en su obra El mito de
la máquina (Pepitas de calabaza, 2010-2011). Este concepto fue acuñado
por Mumford para designar la organización técnica y jerárquica de unas
megaestructuras sociales cuyos engranajes trituran toda subjetividad y
ahogan toda crítica. Los regímenes totalitarios, de los faraones a los re-
gímenes fascistas o estalinistas, constituyen ejemplos de megamáquinas
particularmente asfixiantes que se sustentan en la esclavitud, la uniformi-
dad y la comida ideológica de tarro, y cuyo tropismo es invariablemente
policial y militar. Pero también en las sociedades «democráticas» se han
desarrollado megamáquinas tecnológicas, tan policiales, burocráticas y
militarizadas (y a menudo más eficaces) como muchos regímenes abierta-
mente totalitarios: el Pentágono y la Nacional Security Agency (organismo
norteamericano encargado de vigilar las comunicaciones) son dos de sus
formas estatales; y en buena lógica, Mumford consideraba la industria nu-
clear como la más peligrosa de las construcciones tecnocráticas. El sector
242
tipo todavía más aterrador. Este sistema de producción, intercambio y
creencias, que mezcla el pragmatismo del tendero con la sed de abs-
tracción del científico, afirmaba su vocación de liberarse de la tutela del
Estado. Por su esencia, desbordaba las viejas distinciones de casta y las
diferencias culturales, las fronteras y las barreras arancelarias. Su prin-
cipio activo no era ya la cohesión social mediante el adoctrinamiento o
la coerción, sino la libre circulación del valor y la búsqueda del beneficio
más rápido, y no del «progreso» en sí. Ahora bien, dicho principio era
verdaderamente sagrado para sus más celosos oficiantes, que lo convir-
tieron en la base de dogmas profanos y de nuevos ritos, y en el sustrato
de una miríada de constricciones y de conflictos en las sociedades en
las que se imponía.
A ojos de los ludditas, las máquinas odiosas solo lo eran en pro-
porción a la avidez de los que sacaban provecho de ellas o del desprecio
hacia los pobres que profesaban aquellos que alentaban su utilización.
Los ludditas veían en el uso que se hacía de las máquinas, y para el
que habían sido concebidas, una perversión de la ciencia y una fuente
de alienación. Y es en efecto la alienación, en su variante profana y
utilitarista, la que ha dado forma a la mayoría de las máquinas que
encontraron y encuentran, ahora más que nunca, una nociva utilidad
en el modo de producción capitalista, y que hace de los seres humanos
mercancías, engranajes intercambiables... pobres cosas.
Cuando los ludditas —que arremetían sobre todo contra los em-
presarios, y rara vez contra los inventores— rompían una máquina o
vilipendiaban a un patrón, atacaban muy abiertamente, como testimo-
nian sus escritos, a cierta relación social, el salario, que percibían como
envilecedor y que rechazaban con toda su alma. Y los más consecuen-
tes pretendían traducir este rechazo en una crítica más general de un
orden de cosas que permitía al salario imponerse y a los capitalistas
prosperar sobre la decadencia obrera.
Estos ludditas buscaban las causas del nuevo sesgo de la explota-
ción y no temían designar las raíces del mal, algunas de las cuales eran
antiguas y profundas. Criticaban con virulencia la organización muy je-
rarquizada de una sociedad que hubieran deseado más libre e igualita-

financiero, ampliamente automatizado, y las ciberredes «sociales» ofrecen


—entre otras muchas megaestructuras transnacionales, tan inevitables y
omnipresentes como artificiales— otros ejemplos de megamáquinas que
integran a los seres humanos en la esclavitud moderna.
243
ria. Denunciaban el papel que desempeñaban la Iglesia, el Parlamento
y la magistratura en detrimento de los pobres. Terminaron por llamar
a la realización de grandes transformaciones, la menos importante de
las cuales era la abolición de la monarquía. Anticipándose al curso de la
historia, trataron de trascender sus fidelidades corporativas y locales en
una vasta comunidad de combate.
Tales eran esos «retrógrados oscurantistas» a los que los historia-
dores (con la notable excepción de Edward Palmer Thompson) y los
comentaristas —entre los que se encuentra Marx, pero más todavía los
socialistas que vinieron después—78 han descrito durante mucho tiem-

78
En la breve mención que Marx hace a los ludditas en el capítulo XIII de
El capital («Maquinaria y gran industria», 5) discernimos cierta incomodi-
dad, y toda su digresión sobre la «Lucha entre trabajadores y máquinas»
se revela vaga y contradictoria. Tras una aproximación cronológica asom-
brosa (Marx evoca «la destrucción de gran cantidad de máquinas en los
distritos manufactureros ingleses durante los quince primeros años del
siglo XIX»), se contenta con reprochar a los ludditas el haber «ofrecido
al gobierno antijacobino el pretexto para una serie de actos de violencia
ultrarreaccionarios». A continuación da a entender que, a su pesar, estos
agentes provocadores dirigían sus ataques solo contra el «medio material
de producción», y no contra «su modo social de explotación», lo que resulta
como poco perentorio (y será refutado en detalle por E. P. Thompson un
siglo después). Dicho brevemente, los ludditas, lejos de ser la punta de
lanza del combate obrero, eran, en la visión condescendiente que parece
haber sido la de Marx, lo bastante infantiles como para dejarse manipular
por Sidmouth y sus esbirros, y lo bastante ignaros como equivocarse con
respecto a la naturaleza de su explotación y el «empleo capitalista» de las
máquinas que provocaban su ira...
Después, tras haber descrito con agudeza el proceso de pauperización
y de exclusión que acarrea la introducción del maquinismo («El obrero re-
sulta invendible, como el papel moneda retirado de la circulación»), Marx
vierte algunas lágrimas por la triste historia de la «desaparición de los te-
jedores manuales de algodón ingleses, paulatina, arrastrada durante dece-
nios, y sellada finalmente en 1838. Muchos de ellos murieron de hambre,
otros muchos siguieron vegetando con sus familias». Acto seguido, recoge
la terrible declaración de un gobernador general de la India con respecto
a la importación en dicha colonia del calicó confeccionado en las fábricas
inglesas: «los huesos de los tejedores de algodón blanquean las llanuras de
la India». Y finalmente reconoce que «la figura independiente y enajenada
que el modo de producción capitalista confiere en general a las condiciones
de trabajo y al producto del trabajo frente al obrero, se convierte, pues, con
la maquinaria, en completo antagonismo». Ahora bien, es precisamente
ese elevado grado de combatividad —resorte indispensable de esa lucha de
clases en la que Marx veía el motor de la historia— el que ya habían alcan-
244
po como conservadores empedernidos, ignorantes de los intereses de
su clase e indiferentes a su misión histórica. Ahora bien, y mal que les
pese a los turiferarios de la infalible ciencia, en el movimiento luddita
está presente un componente de aspiraciones claramente revoluciona-
rias, pues son portadoras de los únicos progresos que valen la pena:
aquellos que contribuyen a reconciliar al hombre con la naturaleza y
a las sociedades humanas consigo mismas. Y lejos de ser un combate
de retaguardia, la rebelión luddita prefigura las más audaces revueltas
contra el salario; de hecho, emprendió el camino de los más bellos ex-
cesos... Ese mismo que, según William Blake, «conduce al palacio de
la sabiduría». Los métodos que estos insurrectos emplearon frente a la
«modernidad» capitalista, pero también los objetivos que establecieron
en su superación, encerraban a la vez un espíritu de libertad, una poe-
sía de la acción y un rechazo del despotismo económico, cosas todas

zado, como precursores, los ludditas, que —como hemos visto— eran sin
duda algo más que simples destructores de máquinas... Como más tarde
los insurrectos de junio de 1848 o los comuneros, respecto a los cuales
Marx se muestra menos severo y mucho más elocuente, por más que tam-
bién estos hayan ofrecido a causa de sus audacias «el pretexto para una
serie de actos de violencia ultrarreaccionarios», por otro lado bastante más
sangrientos.
Para dar una idea de la visión del maquinismo que dominaba en las
instancias dirigentes del movimiento obrero, recordemos que Paul La-
fargue, yerno de Marx aunque un dialéctico mucho menos hábil que él,
profesaba por las máquinas una veneración muy poco materialista, como
puede juzgarse por estas líneas extraídas de El derecho a la pereza: «El sue-
ño de Aristóteles es nuestra realidad. Nuestras máquinas con aliento de
fuego, con miembros de acero, infatigables, con fecundidad maravillosa e
inagotable, desempeñan dócilmente ellas mismas su trabajo sagrado [...] la
máquina es la redentora de la humanidad, el Dios que liberará al hombre
de las sordidae artes y del trabajo asalariado, el Dios que le dará el ocio y la
libertad». Señalemos de paso que este famoso panfleto puede resultar un
tanto reformista, puesto que en él Lafargue, al reivindicar tres horas diarias
de trabajo en la fábrica, preconizaba una suerte de alienación a tiempo par-
cial... Mientras que el joven Marx, medio siglo antes y a la manera de Fou-
rier, habría querido abolir toda separación entre la actividad productiva y
el ocio, lo que implica un empleo completamente distinto de las máquinas
—y otros tipos de máquinas—, así como la negación de toda contabilidad.
Les corresponde más tarde a Lenin y a su digno heredero Stalin —am-
bos discípulos entusiastas del maniático diseñador de la organización cien-
tífica del trabajo, Frederick Winslow Taylor— realizar, mediante el efecto
combinado del knout y la electricidad, las peores pesadillas de Ludd en
materia de industrialización forzosa.
245
ellas que no se encuentran después de ellos más que entre los enemi-
gos más resueltos y más lúcidos del capitalismo, especialmente entre
las filas anarquistas.
Al dirigir su rabia y sus armas contra las máquinas, este asalto pro-
letario apuntaba al corazón mismo del proyecto capitalista de transfor-
mación brutal de la sociedad. Lo que los ludditas rechazaban en bloque
era en efecto el porvenir, pero en cuanto aterradora degradación del pre-
sente, la única perspectiva que podía ofrecerles el capital a principios
del siglo xix. Y dicho porvenir se revelará en efecto como tal. Por otro
lado, los capitalistas de entonces presentaban sus designios sin dema-
siado maquillaje, inspirados por la avidez o por la voluntad de poder, y
soñaban en voz alta con hombres que fuesen máquinas, incluso si, a
través de las palabras de los economistas, erigían el agiotaje en un acto
piadoso y peroraban sobre las ventajas del pauperismo.
Hay que convenir en que sus continuadores de hoy, por intercam-
biables que resulten, dominan mejor el arte de disimular las calamida-
des de las que extraen beneficios y también aquel otro, bastante fácil en
estos tiempos crédulos, de disfrazarlos de ventajas.79
Es cierto que los ludditas no esbozaron ninguna representación
articulada de un futuro deseable, aunque no fuese más que subliman-
do la nostalgia de los tiempos antiguos, con todo mucho menos rudos
para los pobres en muchos aspectos. Aunque el mito del país de Jauja
formaba parte de su imaginario colectivo y reflejaba su deseo de igual-
dad, los rompedores de máquinas sabían sobre todo lo que no querían.
Buscaban preservar la sociabilidad y la empatía que impregnaban las
relaciones comunitarias, poniendo al mismo tiempo en cuestión el do-
minio de la reificación mercantil sobre sus existencias. Pretendían vivir
sin demasiadas trabas al ritmo de los festines rituales y en la satisfac-
ción y el respeto por uno mismo que procuran la obra bien hecha y la
confianza en el entorno. ¿Cómo no darles la razón, dicho sea de paso,
cuando pensamos que el porvenir que se perfilaba bajo sus ojos iba

79
Así ocurre con las crisis económicas —y en especial, con la que estalló a
finales de 2007—, que matan de hambre a las clases populares, pero «sa-
nean» las finanzas y aceleran las necesarias «reestructuraciones»; con las
guerras, que se supone prodigan las delicias de la «modernidad» mercantil
a las tribus arcaicas; e incluso con las catástrofes naturales o industriales,
que son otras tantas oportunidades de reconstrucción que ofrecen tarea al
«mercado de trabajo» y contratos a «nuestras» empresas.
246
a encarnarse en la Inglaterra victoriana del siglo xix? Nadie ignora el
cruel purgatorio que fue para los pobres, propicio a todos los pesares
y fatal para todas las pasiones, incluidas las más bajas y las más insig-
nificantes. La insolente prosperidad de un puñado de empresarios y de
especuladores, la hegemonía mundial del comercio inglés, tan lucrativa
para estos últimos, y la inmanencia declarada de la relación salarial no
aportaron a las generaciones obreras que siguieron a la de los ludditas
más que indigencia y tribulaciones. La incesante labor y los salarios de
hambre se abatieron como una maldición sobre los pobres, sin que se
librasen mujeres, ancianos y niños. Todos eran conminados a rebajarse
o se les dejaba libres para que la diñasen como perros.

No es la ignorancia o la ceguera, sino más bien el hábito de un instinto


social de vieja y buena calidad el que permitió a los ludditas criticar al
capital a través de su quincallería. Esta conciencia colectiva, todavía no
demasiado alterada, se apoyaba en el recuerdo de días mejores o en
la experiencia de los antiguos combates. Dirigida a la defensa de los
intereses locales más que a un asalto universal, sin embargo estaba
impregnada de una curiosidad por los asuntos del mundo y las ideas
nuevas, tal como se trasluce en sus cartas.
Los ludditas entrevieron que las máquinas de los empresarios y
las mismas fábricas no eran de hecho más que los engranajes de un
mecanismo más amplio, de una vasta empresa de expoliación —anár-
quica en su profusión e hiperdisciplinada por sus métodos— que no
cesaba de extenderse y de complicarse. Ya en 1812 era lícito constatar
que el capital comenzaba a adquirir una suerte de autonomía frente a
los designios de aquellos mismos —banqueros e industriales, políticos
y economistas— que le daban vida con el entusiasmo que alcanza la
convicción espiritual cuando coincide con el interés particular. El sis-
tema fabril no era, a ojos de los ludditas más ilustrados, sino el más
desolador avatar de un poderoso Moloch hecho de resignaciones y hu-
millaciones tanto como de acero y ruedas dentadas, y que se alimentaba
de las almas muertas más aun que de la carne de los pobres, que sin
embargo también despertaba su enorme apetito.
Lo que distingue a la praxis luddita es una propensión a hacer del
sabotaje tanto un fin como un medio. Al destruir las máquinas odiosas,
los ludditas señalaban al ánimo de lucro que las había hecho necesarias
para el despotismo económico, y así las había hecho tan necesariamen-
247
te odiosas. Trascendiendo la defensa de sus intereses inmediatos en
un combate más universal, pretendían impedir la perpetuación de la
explotación ancestral que los pobres tenían que padecer.
Lejos de ser hostiles por principio a toda innovación técnica, los
ludditas sabían que cantidad de máquinas habían sido inventadas o
perfeccionadas (a menudo, además, por obreros o artesanos) con el
designio de aligerar sus tareas y hacerlas menos penosas y lentas. No
desconocían lo que puede haber de propiamente humano, es decir, de
agradable y apasionado, en los juegos de la imaginación y del estudio.
Estaban plenamente dispuestos a alentar la curiosidad de las gentes de
ciencia y el ingenio de los inventores, e incluso a solicitarlos de ellos,
siempre y cuando beneficiasen a la gran mayoría. Rechazaban, sin em-
bargo, que la inventiva y la creatividad fuesen confiscadas por una casta
de explotadores y sirviesen para aumentar sin límites su poder para
hacer daño. No repudiaban, pues, más que las técnicas utilizadas para
agravar la miseria de las condiciones de vida y organizar la decadencia
de las relaciones humanas.
Por medio de sus asaltos contra el inexorable «carro del progreso»,
al que tenían motivos para juzgar como más devastador que fecundo,
los ludditas trataron de impedir que la rueda del tiempo les pasara por
encima. Como gentes que se preocupaban muy poco por que la Histo-
ria tuviera un sentido, deseaban simplemente que su desarrollo dejase
de jugar en su contra y en contra de sus inclinaciones.

Tras la rebelión luddita vinieron nuevas formas de resistencia contra el


capitalismo industrial, o al menos contra sus más escandalosos abusos.
Fue preciso, entretanto, que el mundo rural conociera a su vez una
réplica del terremoto luddita: tal fue el movimiento de destrucción de
máquinas agrícolas que inflamó los campos ingleses en 1830-1831, esta
vez bajo el estandarte del inmaterial capitán Swing. En las regiones
industriales, el activismo sindical y la agitación social conformaron el
movimiento obrero en sus distintos componentes, más allá de los mé-
todos de lucha, las corrientes de pensamiento o los usos y costumbres.
Les proveyeron de un sentido táctico y determinaron sus prudencias
tanto como sus audacias. Sin embargo, la clase obrera en formación
del siglo xix, dividida entre el «trabajo de lo negativo» y la defensa del
sustento, al fin y a la postre, no pudo ni supo ser mucho más que una
clase del capital, debatiéndose entre la resiliencia y la resignación. Este
248
ejército industrial disciplinado por el sistema fabril apenas fue más que
una creciente masa de fuerza de trabajo, esforzándose tanto por ven-
derse al mejor precio como por influir en las mutaciones sociales que
engendraba la omnipotencia del capital.
Muchos eran los obreros maltratados por el presente que, al con-
trario que los ludditas, encontraban consuelo en el futuro. La mística
del triunfo de la «buena causa» pretendía, conforme a una predicción
cara a Marx y a sus epígonos, que el desarrollo de las «fuerzas produc-
tivas» en manos de la burguesía acabase fatalmente por permitir que el
proletariado se apropiase de los medios de producción. Gracias a esta
«astucia de la historia», la «clase de la conciencia» estaba llamada a rea-
lizar su plena humanidad, aboliendo toda distinción jerárquica entre
las actividades humanas. A pesar de su finura dialéctica, con el paso del
tiempo y de las decepciones, esta hipótesis teñida de escatología no dejó
de perder toda apariencia de validez...
De vez en cuando el proletariado consideraba, sin embargo, que
era más razonable actuar con impaciencia y no rozaba de hecho esa
universalidad inmanente más que en momentos esporádicos de agu-
da crisis social y política, tan pronto en las barricadas parisinas como
durante huelgas de carácter insurreccional, como la de Pittsburgh en
1877 o la de Barcelona en 1936. Pero entonces, cuando los pobres se
cansaban de que los timasen en los mercadeos sindicales o políticos
y pretendían resolver sus asuntos por sí mismos, eran ametrallados,
diezmados, acorralados sin misericordia por la contrarrevolución, ya
agitase esta la bandera del autoritarismo o bien prefiriese la de la demo-
cracia representativa, apenas menos sangrienta que la anterior.
«¡Demasiado pronto!», se lamentaban invariablemente algunos
doctos teóricos después de esas batallas, por lo general improvisadas y
perdidas una tras otra.
«¡Demasiado tarde!», replicaba el fantasma de Ned Ludd.
Más allá de las solidaridades de clase y entre dos accesos de in-
trepidez nacidos del orgullo o de la desesperación, los asalariados de
la industria aspiraban ya ante todo a acondicionar de la mejor manera
posible su supervivencia en lo más bajo de la escala social. En los subur-
bios de la miseria, el asco por el trabajo alienado rara vez desembocaba
en la perspectiva de su superación. Los obreros maldecían un mundo
que les confinaba en sus sentinas, rumiaban terribles venganzas contra
la burguesía y rezaban por que la explotación capitalista acabase con el
249
mayor de los estrépitos, pero a duras penas criticaban sus fundamen-
tos. Aunque demasiado bien percibían su espíritu: ese cada uno a lo
suyo que todo lo pudría y lo petrificaba, y que sufrían en sus carnes y
en su corazón. Pero la creciente complejidad del sistema mercantil y
los resortes aparentemente impenetrables de su poder desconcertaban
y aislaban al individuo al que daban forma la fábrica y el cuchitril.
Si este nuevo ilota alimentaba alguna ambición personal, consistía
en escapar de su condición proletaria, o bien en que sus hijos pudieran
escapar de ella. Hay que señalar, con todo, que semejante aspiración
fue percibida durante mucho tiempo, y en Inglaterra más que en nin-
gún otro lugar, como una «traición» en el seno de las comunidades
obreras, cuya perennidad y autonomía residual dependían cada vez
más de una cohesión estrictamente defensiva y, en consecuencia, es-
trecha y sin duda en sí misma asfixiante. Como todas las creencias,
aquellas que se basaban en la utopía socialista o en la esperanza en un
«Gran Amanecer» servían sobre todo para que los hermanos explota-
dos pudieran comunicarse con un mismo lenguaje, para dar un color
ofensivo a los combates defensivos y... para tomarse su propia desgracia
con paciencia.
Desde entonces, la historia de la lucha de clases podría resumirse
en una convergencia entre los intermediarios sindicales de la fuerza de
trabajo y los gestores más prudentes del capital. Tras la descomposición
de la 1.a Internacional y a excepción de algunos raros y breves fulgores
revolucionarios que desafiaron en su época a la tiranía de la economía,
los antagonismos de clase se diluyeron en la negociación permanente
a medida que el salario se extendía a toda actividad humana y por el
planeta entero. El modelo de las trade-unions británicas, que se había
impuesto poco a poco en la isla tras la derrota de los ludditas, fue imi-
tado en toda Europa y después alentado por los Estados, que vieron en
él un medio de regular el funcionamiento demasiado imprevisible y
convulso, incluso caótico, de la mecánica industrial.
El sistema económico que los ludditas habían criticado desde su
advenimiento, con actos y yendo a la raíz, aprendió a jugar con esta
connivencia entre el bando del capital y las burocracias obreras. En ella
encontró suficientes ventajas como para hacer de su mediación uno de
los principios esenciales de su buen funcionamiento y el garante de su
dominio sobre el pueblo llano de las fábricas... Hasta el momento en
que ya no haya en ninguna parte más bando que el del capital ni prácti-
250
camente partido alguno que no se adhiera de alguna manera al dogma
de la ineluctable mercancía.
Sin duda, esta «aceptación consciente de la alienación» no habría
podido generalizarse tan fácilmente si el movimiento obrero se hubiese
atrevido a rechazar, siguiendo el ejemplo de los ludditas, cualquier pers-
pectiva de colaboración con la «maquinaria» capitalista. Ahora bien, es
precisamente la derrota de Ludd la que permitió en Inglaterra el impul-
so de las tácticas sindicalistas y reformistas de trato con la economía,
trazando el camino de una negociación continua (la negociación sin el
motín, pero no sin su fantasma, su siempre posible resurgimiento) y
de una resignada integración de los pobres en un sistema que negaba
su ser mismo. Y esta integración, más o menos consentida por la plebe
a poco que los propietarios se mostrasen menos brutales y mezquinos
con su mano de obra, transformó en todos lados a los explotados en
engranajes de un sistema basado en la separación y la uniformidad. Su
docilidad o su aplastamiento se revelaron como la sustancia misma del
valor de las cosas. Atrapada por el salario, la sociedad al completo se
convirtió muy a su pesar en súbdita del capital.
Estos avances de la servidumbre voluntaria, que se produjeron
conjuntamente con la adopción de nuevas técnicas y los excesos de un
frenesí productivista, desempeñaron un papel primordial en la propa-
gación del maquinismo, hasta el punto de regular en más de una oca-
sión su ritmo y sus pormenores. Semejante evolución pudo nutrirse
en un principio del viraje táctico provocado por el fracaso luddita, y
más tarde de un pensamiento socialista ya muy permeable al idealismo
cientifista de los burgueses ilustrados.
Por otra parte, las reminiscencias, que tardaron en difuminarse,
de esa formidable demostración de espíritu crítico que fue la rebelión
luddita constituyeron una preciosa herencia de lucha y de rechazo para
las coaliciones obreras emergentes, pero sobre todo en cuanto contrae-
jemplo y modo de espantar burgueses. Los primeros sindicatos apare-
cieron, en efecto, como los únicos que podían impedir el resurgimiento
de esa rebelión contra el salario, incluso si muchos de sus afiliados
seguían dispuestos a recurrir a los modales rudos cuando tal o cual ata-
que de intransigencia patronal les obligaba a ello, e incluso si de vez en
cuando recurrían a ellos. Y así fue que el recuerdo del rechazo luddita
a toda conciliación contribuyó en buena medida a que los mandatarios
de la mano de obra obtuviesen cierto reconocimiento por parte de sus
251
interlocutores capitalistas. Aquel espectro poco bonachón influyó en los
acomodamientos jurídicos y financieros en los que finalmente consin-
tieron estos últimos para asegurarse la calma de los tiempos.

Durante la Revolución Industrial, la dinámica del proceso de acumula-


ción de capital respondía a una competencia estimulante, aunque agre-
siva y azarosa, entre detentadores de bienes y recursos. Ya entonces
el capital extraía su energía de los conflictos y contradicciones que él
mismo provocaba sin descanso; tal es de hecho el secreto, bien conoci-
do y muy dialéctico, de su inexorabilidad. Esto no impedía, sin embar-
go, que la mayor parte de los capitalistas, que vivían con el miedo y la
ignorancia del pueblo llano, soñase con una paz social no demasiado
perturbada por lo que sus portavoces llamaban las «tendencias crimi-
nales de los pobres».
Es por una especie de honestidad, esa que se sustenta en la digni-
dad de los hombres y la verdad de los hechos, por la que los ludditas,
como muchos otros pobres, trasgredían las reglas morales y las leyes
que habían sido dictaminadas para mantenerlos en la servidumbre y
remodelarlos sin cesar con el mismo objetivo. ¡Y si hubiesen trasgre-
dido todavía más! Habrían ganado fuerzas y conocido nuevos placeres.
Señalemos aquí que la asimilación parcial de las luchas obreras
con el estupro y el bandolerismo, tan frecuente en el discurso oficial, es
muy típico de la paranoia con la que la burguesía se protegía —y aún
se protege— del pueblo. Es esa obsesión por las «clases peligrosas» la
que la ha empujado a aplaudir tan a menudo —sacrificando sus gran-
des principios y sus pequeños intereses a sus miedos— las empresas
más autoritarias del Estado o a dejar sus riendas en los más ambiciosos
intrigantes «de la mano dura», en las burocracias policiales más mor-
tecinas.
Hemos visto como el impetuoso ilegalismo de los ludditas reavivó
el recuerdo de los sans-culottes parisinos, universalmente caricaturiza-
dos como monstruos sedientos de sangre. Las profanaciones de la pro-
piedad privada de las que se hacían culpables los tejedores encoleriza-
dos bastaban para coaligar contra los rompedores de máquinas a todo
aquel que no fuera pobre en la Inglaterra de la Regencia. Al reconstruir
estos actos «criminales», hasta podemos adivinar la sensación de irre-
futable legitimidad que impulsaba a los tejedores encolerizados, priva-
dos tanto de facto como de iure de los derechos de los que disfrutaban
252
sus enemigos. Como todos los pobres, se sabían a merced de los magis-
trados corruptos que eran el azote de la chusma. Se veían despojados
de los últimos pedazos de su autonomía por leyes sometidas al sufragio
exclusivo de la oligarquía, y también a un desequilibrio cada vez más
desfavorable en el mercadeo de la fuerza de trabajo. Y atribuían este
último revés a la simplificación y a la concentración del trabajo que se
cristalizaban en las nuevas máquinas.
Frente a las violencias que se les infligían en nombre del derecho y
del carácter sagrado de la propiedad privada, los ludditas reaccionaron
con vigor, tal como la desesperación y su concepción del honor les dic-
taban. La perspicaz e indócil opinión que tenían de su situación y las
consideraciones tácticas tampoco eran ajenas a su voluntad de batirse:
las tropas del rey guerreaban a lo lejos, el trono del senil monarca es-
taba como vacante —pues ni toda la corpulencia del príncipe regente
bastaba para llenar el vacío— y sus ministros rozaban el colmo de la im-
popularidad. La casta naciente de los fabricantes, aunque en expansión,
apenas tenía entonces peso en la sociedad ni por su estatus ni por su
fortuna, y mucho menos por su influencia moral. Su ideología aún no
había alcanzado la hegemonía que le estaba prometida. Desunidos por
la competencia, los empresarios se encontraban además debilitados por
la caída de las ventas y la recesión causadas por la guerra, infortunios
todos ellos que les llevaban a oponerse a las belicosas decisiones del
gabinete, donde hacían estragos los altivos herederos de Pitt, los cuales
se preocupaban más de mantener el orden y de ganarle batallas a Napo-
león que de complacer a esos tenderos salidos de la turba. El contraste
entre las austeras costumbres de la burguesía industrial y su amoral
pasión por el dinero les granjeaba el desprecio descarado, y alguna que
otra broma, de todas las clases de la vieja sociedad, mientras que la
amarga suerte de los tejedores atraía la simpatía de la multitud. Y el
ruido, teñido de prestigio, de sus audacias y de sus amenazas, no hacía
más que incrementar la buena disposición de la multitud en su favor.
Y por otro lado, más allá de las razones y del sentido común que
empujaron a los ludditas a responder al agravio mediante el agravio
(pero de forma mucho menos cruel que sus enemigos), sin duda se
puede descubrir algo «criminal» en su práctica, no solo en sus «exce-
sos», sino en su propia indocilidad. A los ludditas les impulsaba cierto
gusto por la trasgresión, que se fue agudizando con el transcurso de sus
acciones, y que terminó por convertir a algunos de ellos —tal vez, los
253
más íntegros— en audaces bandoleros e irreconciliables enemigos del
dominio burgués en gestación. Este espíritu rebelde influía también,
aunque en menor medida, tanto en sus inclinaciones espirituales como
en su curiosidad intelectual.
En su mayor parte los tejedores se adscribían, aunque con una
piedad muy desigual, a las congregaciones y sectas disidentes que las
revoluciones del pasado, alimentadas con los preceptos de Calvino, ha-
blan establecido sólidamente en las regiones industriales del reino. Di-
cho protestantismo popular derramaba sobre esas tierras un aroma de
herejía a veces rayana en el agnosticismo o en el milenarismo, y más
raramente en un ateísmo declarado. Las diversas variantes del protes-
tantismo inconformista también atraían a sus capillas a gran cantidad
de fabricantes, pero estos sustentaban sus preceptos individualistas en
una lectura completamente distinta de las Escrituras, esa heteróclita re-
copilación de mitos morales aptos para cualquier tipo de interpretación.
Ludditas y empresarios también extraían conclusiones divergentes de
lo que conocían de las muy diversas intuiciones materialistas que se
habían expresado durante el siglo precedente. Los unos y los otros ha-
llaban así en los libros y en las prédicas amplias justificaciones para
sus proyectos, engalanándolas con todas las virtudes preconizadas por
los sabios o los imbéciles. Hemos de reconocer, sin embargo, que los
ludditas o los oradores amigos del pueblo, exhibiendo a veces un fervor
ingenuo, se servían de ellos con menos falsedad que los filisteos de la
banca o de la fábrica. El dudoso humanismo de estos últimos apenas ha
logrado engañar al público y a la posteridad, aunque haya servido como
molde al artificioso discurso democrático en las sociedades sistemática-
mente sangradas por el capital.
Impíos y conspiradores, nada reacios a la violencia, predispuestos
al motín y al pillaje, e incluso a la rapiña: así se mostraron en conjunto
los ludditas, y esto infundió cierto temor en aquellos obreros que en el
fondo no pedían más que vivir apaciblemente de su talento y gozar de
los placeres más simples. Pero estas inclinaciones «criminales» eviden-
temente parecen pecata minuta en comparación con las grandes trope-
lías que se cometieron contra ellos con el apoyo de la ley y de todas las
instituciones... y con el asentimiento de los moralistas titulados. A ojos
de los poderosos que dañaban de tal manera a los necesitados, lo que se
antojaba verdaderamente intolerable en la intempestiva contribución
luddita al debate social era la reivindicación de la autonomía y de la
254
comunidad que ocupaba el centro mismo de la rebelión, una reivindica-
ción conceptuada como incompatible con los proyectos capitalistas de
domesticación y de uniformización del material humano.
La otra fechoría imperdonable cometida por los ludditas, que es-
peluznaba aún más a las gentes del poder y escandalizaba a sus saté-
lites, fue haber permitido, gracias al esplendor de su intervención y
al encarnizamiento de su resistencia, que el partido de lo negativo se
recompusiera y se reafirmase como tal. Obligado también a «moderni-
zarse», este partido informal demostró, a través de la ola de destrucción
de máquinas, su capacidad para evolucionar, responder, organizarse,
conocerse a sí mismo y diferenciara sus amigos de sus enemigos. El
movimiento luddita habría adquirido así cierto título de universalidad
y, en consecuencia, cierta reputación que los patrones y los gobernantes
podían con alguna razón juzgar peligrosa para sus intereses.
Por eso el recuerdo de los ludditas suscitó el resentimiento de los
ideólogos del salario, alternado con las calumnias de los asalariados de
la ideología, bajo las cuales terminó por quedar casi sepultado. No se
mantuvo vivo y no demasiado desfigurado más que en las regiones que
habían sido escenario de la sublevación, convertidas en algo más bien
insignificante a la escala del mundo-fábrica y, por otro lado, condena-
das a la desindustrialización. En cualquier otro lugar, el personaje del
luddita se ha confundido generalmente con el de un ignorante exaspe-
rantemente retrógrado. Los «filántropos» han visto en él a un buen sal-
vaje vanamente ligado a sus rústicas tradiciones, al que era importante
reprender y aleccionar prometiéndole un mañana radiante; para otros,
menos delicados, se trataba de un alborotador rabioso y bueno para la
horca, un destructor al que había que destruir una y otra vez.
La presente obra describe suficientemente el alto grado de concien-
cia de los ludditas, tal como se manifestó en sus imprecaciones o sus
expediciones, como para no tener que detallar más adelante una refu-
tación que se sustentaría tanto en la vasta documentación que da testi-
monio de la emergencia de la clase obrera inglesa como en la reflexión
cualitativa que tardíamente alimentó. En cuanto a su ignorancia en
cuestiones científicas o su falta de instrucción, nos bastará con recordar
que los tejedores de las regiones industriales apenas se distinguían a
este respecto de sus antagonistas patronales. Estos últimos leían como
mucho la gaceta y la Biblia, pues la dirección de sus empresas apenas
les permitía el placer de instruirse o de consagrarse a las artes, ni en
255
la mayoría de los casos de consultar otras publicaciones que las que se
relacionaban estrechamente con sus negocios.
Por otro lado, a los «decisores» actuales, a menudo también unos
burros rematados, poco les importa la ignorancia mientras esta sea
«moderna», es decir, conforme al curso —y al reino— de las cosas.
Como bien expuso el postluddita Orwell, la ignorancia se convierte en-
tonces en una fuerza para el poder. Es uno de esos simulacros que al ca-
pital se le da tan bien fomentar, para desgracia de los hombres y de todo
lo que vive. En la cumbre, el sistema al que da su nombre generalmente
está gestionado por «expertos», tan ignaros —fuera de su dominio cada
vez más limitado— como desprovistos de cualquier tipo de empatía. Y
en la base, funciona acaparando la existencia de individuos separados
entre ellos y de ellos mismos, que han desaprendido a pensar juntos,
pero que se supone han de pensar de forma idéntica para acomodarse,
como solícitos servidores que forman una muchedumbre apoltronada
y cada vez más indiferenciada, al disparatado poder que les gobierna,
les explota y les envenena.

256
Mientras haya dinero,
habrá máquinas odiosas

E
n las herramientas y métodos de producción que se han impues-
to a los humanos desde la Revolución Industrial se encarna un
vínculo social mermado por subyugado y reificado. Dichas herra-
mientas se han concebido y se han expandido, como bien supieron los
ludditas, para facilitar la explotación del trabajo tanto como el dominio
del sistema sobre la vida cotidiana. Por su naturaleza capitalista, seme-
jante «progreso» contribuye a la creación exponencial de necesidades
artificiales —a menudo tan nocivas para la salud mental y física como
para el equilibrio ecológico— cuya razón de ser es in fine el beneficio
financiero y la domesticación o el modelado de los asalariados-consu-
midores conforme al funcionamiento del sistema mercantil, simples
engranajes de las megamáquinas que se reparten la dominación del
mundo. De aquí deriva una incesante invasión de fetiches mercantiles
que, entre otros males, engendra y renueva sin descanso la deshumani-
zación y la atomización de los individuos.
La innovación técnica, cuando está determinada únicamente por la
rentabilidad, configura un modo de pensamiento conforme a la racio-
nalidad puramente cuantitativa del mercado. Nacida de una exaltación
prometeica del espíritu humano, la inventiva ha terminado por envile-
cerlo. Y el individuo se encuentra despojado y empequeñecido por la
multiplicidad y la eficacia de las herramientas de las que se ha dotado.
La reificación permanente del asalariado-consumidor, que tiene su
origen en el proceso de valorización, está modelada desde hace mu-
cho tiempo por los perfeccionamientos técnicos. No obstante y mal que
bien, se ve relativizada por la subjetividad, que es un recurso del espí-
ritu indisociable del pensamiento crítico. El problema es que la actual
transición desde la automatización a la robotización hace posible una
deshumanización total y sin vuelta atrás de los individuos: una reifica-
ción absoluta. Una gran cantidad de científicos y de gestores, como ene-
migos declarados de los seres vivos, demasiado imprevisibles para su
gusto, desean semejante mutación, que sencillamente describen como
el último estadio de la evolución de la especie. Ya ahora, una «ciberneti-

257
zación» insidiosa pero generalizada de la vida cotidiana —en la empre-
sa tanto como en el espacio público y privado— consigue privar de toda
autonomía a aquellos que pone a merced de unos procesos técnicos
hipercomplejos, sobre los cuales los individuos, incluso asociados, ape-
nas tienen influencia. Si exceptuamos esa influencia, completamente
negativa, que procura la posibilidad del sabotaje...
Esos a los que las máquinas alivian un poco de una labor penosa
o compleja, pero no de las cadenas del salario, no son los beneficia-
rios sino los instrumentos y las presas de un vasto mecanismo a la vez
profuso e integrado, constituido por redes de máquinas de producir
y de vender, de coaccionar y de matar, que los atrapa por todos lados.
Las elecciones técnicas, el mantenimiento y el control de los sistemas
robóticos —convertidos en determinantes para el porvenir de la espe-
cie— escapan cada vez más a las competencias humanas. Las prótesis
sustituyen a los órganos de los sentidos y del movimiento, los progra-
mas a los esfuerzos de la imaginación y del intelecto; los cuerpos bajo
control y los pensamientos cautivos de los asalariados-consumidores
conforman, en este estadio de la domesticación, una suerte de red digi-
tal, una especie de máquina biotécnica tentacular y mutante en la que
los cerebros formateados sirven como terminales, a despecho de toda
subjetividad y de toda comunidad.
Los dominios estratégicos de la comunicación y de la vigilancia
prefiguran ya ese reino de la cibernética. La multiplicación de vínculos
electrónicos (teléfonos móviles, ordenadores personales, microproce-
sadores injertados, fronteras biométricas y muy pronto implantes ce-
rebrales y algunas otras ocurrencias...) tiene como objetivo tanto hacer
que circule el trabajo, cristalizado en valor de cambio, cuanto poner a
todo el mundo al desnudo bajo la mirada del amo. Alabada en princi-
pio como una utopía libertaria de redes autónomas, la intromisión de
Internet en los hogares juega de hecho con el fetichismo de la pantalla
y la atomización de los sometidos para reforzar el control, ya bastante
asfixiante, del complejo tecnomercantil sobre los comportamientos hu-
manos.
Los propios amos ya apenas ejercen su dominio por pasión depre-
dadora, sino por hábito, por celo tecnocrático; sus placeres, limitados
por la lógica económica, se restringen a algunos pobres caprichos ali-
mentados por obsesiones neuróticas. Por otro lado, ¿puede todavía con-
siderárseles amos, ellos que amasan fortunas pero ya no deciden gran
258
cosa y que se pliegan a las leyes y a la lógica impersonal del sistema que
garantiza la persistencia de sus pequeños privilegios? La vida, ay, no
tiene sabor más que para los bárbaros de todo pelaje que aún brotan en
semejante desierto.

Nadie puede ignorarlo ya: hay que recuperar un planeta amenazado de


implosión; y la humanidad, confrontada con la decadencia y la servi-
dumbre total, parece haber optado, por asco hacia sí misma o por inad-
vertencia, por la autosupresión. No resulta imposible, con todo, que la
especie en su conjunto tome a tiempo plena conciencia de los peligros
que la acechan y se persuada de encararlos, bajo pena de sucumbir
ante ellos. Los tecnomercaderes que actualmente gestionan el mundo
y se sirven de él con una inconsciencia cercana al nihilismo hacen de-
masiado poco caso a la duración de los recursos o a la cohesión de las
sociedades como para que se nos ocurra confiarles su cuidado. Y a falta
de apocalipsis lentos o fulgurantes, cuyo mórbido deseo no resulta me-
nos nihilista, no existe un retomo factible a los modos de producción
preindustriales, tal como sueñan algunos nostálgicos, y menos aún a
una vida «salvaje» que, falta de inocencia histórica, no sería más que
barbarie.
Algunos preconizan, abiertamente o con la boca pequeña, una
«dictadura ecologista» mundial. No esa de los liemos amigos de la natu-
raleza, que solo sirven para proveer al sistema de un aval «verde», sino
la de los científicos que serían llamados al rescate para, en cierto modo,
deshacer su propia obra, como si fuesen los únicos con capacidad para
medir los daños, repararlos en la medida de lo posible y prevenir una
catástrofe definitiva. Es fácil adivinar el resultado de esta dictadura de
los hombres de ciencia, hecha de miedo y de penuria. Sentimos cómo
aparece la tentación con cada crisis sanitaria importante, distinguimos
sus premisas en los acentos higienistas del discurso oficial, y bien po-
dría ser proclamada cuando llegue el momento de saldar apresurada-
mente las cuentas del progreso. Su opresión sería aún más absoluta
que la del sistema en cuya cumbre reinan las gentes de dinero, pues
implicaría gastos colosales, coacciones sistemáticas y un control social
permanente.
En cuanto al éxito cualitativo de las medidas de salud ambiental
que podrían prescribir esos obsesos de la eficacia, a menudo encerra-
dos en su disciplina y en sus teorías, nos permitiremos considerarlo
259
con cierto escepticismo. Si estos sabios de miras estrechas, desde siem-
pre mercenarios de las grandes firmas y soporte fiel de los Estados,
llegasen a emanciparse de los negocios y lograsen modificar las reglas
del sistema para plegarlas a su misión salvadora —si mutasen, pues, en
tiranos que dispusieran de plenos poderes policiales y de las palancas
de la propaganda—, podríamos temer que se apresurasen a caer en sus
extravíos, por no decir sus delirios, como ya hemos visto de sobra que
hacían en la práctica.
En cualquier caso, este recurso al más severo de los autoritaris-
mos, digno de las más sombrías predicciones de la ciencia-ficción, sería
en sí mismo regresivo. Y no cabe duda de que este nuevo asalto de la
reificación alejaría aún más a los hombres de la naturaleza, pues no
serviría en definitiva más que para retrasar el plazo del agotamiento
de los recursos u otras calamidades ecológicas, sin dejar de precipitar
el crepúsculo de las pasiones. Al prohibirse poco a poco hacer renta-
ble la catástrofe, la clase dirigente, obligada a obedecer a los dictados
de los científicos, debería contentarse con acomodar y adaptar a ella a
las poblaciones y sus entornos en detrimento de las últimas libertades.
Esto no podría hacerse más que al precio de coacciones cuya eficacia se
vería decuplicada por los «progresos» técnicos más deshumanizadores
que se hayan conocido, con la vista puesta en un control total y una
obediencia absoluta y a la espera del gran éxodo galáctico que ya andan
preparando ciertos científicos megalómanos que no aman la tierra, ni
mucho menos comprenden que el hombre es indisociable de ella...

Para evitar a la especie y al planeta la alternativa entre el poder absoluto


—y azaroso— de esos fríos especialistas y la implosión terminal, no hay
más que una vía que no conduzca forzosamente al gran salto hacia atrás
y a la barbarie. Es la que trazaron los ludditas, la del gran sabotaje que
tendría como objetivo la expropiación generalizada, no en provecho del
Estado o de alguna nueva especie de depredadores, sino para dar vida a
una infinidad de entidades autónomas ligadas entre sí por el juego de
las afinidades, una infinidad de asociaciones voluntarias heterogéneas,
liberadas de las insanas exigencias de la economía y no tolerándolas en
ninguna parte. Este mundo sin dinero y sin salario podrá parecer una
quimera, que calificaríamos, con un alzamiento de hombros, como una
vana postura poética; algunos detectarán en ella una repetición de las
viejas chaladuras utópicas, preñadas de todos los abusos y todos los
260
fracasos, y que ya ensayaron algunos pueblos desafortunados. La expre-
sión de su urgencia sigue siendo, sin embargo, la base moral y práctica
de cualquier tentativa de desactivar las fuerzas nocivas que la historia
ha puesto en situación de devastarlo todo sin remisión.
Dos siglos han transcurrido desde que los ludditas, alzándose
contra todos los poderes, señalasen al hombre la fuente de sus peores
males: la lógica económica. Nunca tuvo el espíritu humano un ene-
migo más mortal que esta gris y monstruosa abstracción parida por
las divagaciones de las civilizaciones y los pesadillescos sueños de la
razón. Esta incesante búsqueda de la rentabilidad ha hecho correr ríos
de sangre. Ha levantado a los hombres contra la naturaleza y a la natu-
raleza contra los hombres. Ha supuesto, y seguirá haciéndolo mientras
pueda, la tristeza y la desolación para la gran mayoría. Ha enriquecido
a los especuladores, que no merecerían ser otra cosa que pasto para los
cerdos. Ha desazonado, lesionado, amputado a los seres vivos, dañando
su diversidad, dispersando a las comunidades y arrasando el planeta.
Se trata pues de abatir todo un sistema sin reemplazarlo por nin-
gún otro. Para paralizarlo sin apenas costes para la vida, existe un medio
que, para convertirse en efectivo, necesita popularizarse ampliamente:
la extensión concertada del sabotaje bajo todas sus innumerables for-
mas y en todas las escalas de la producción, sin olvidarnos de la produc-
ción «inmaterial», tan eminentemente estratégica. Esta amplificación
deliberada de un fenómeno ya muy vivaz, pero demasiado tímido y
atomizado, habría de esmerarse en no causar daños más que al siste-
ma, lo que implica que esta desordenación coordinada ha de saber co-
municarse a plena luz y dotarse mediante el debate de una conciencia
estratégica.
Ciertamente, el sistema se sabotea a sí mismo con mucha aplica-
ción. La acumulación de capital siempre ha encontrado los resortes de
su regeneración en su propensión orgánica a dispararse en el pie en el
transcurso de crisis y de conflictos. Son, por otro lado, las crisis y los
conflictos los que estimulan la innovación técnica, como vemos en el
relato precedente y como ha sido muy ampliamente verificado después.
Y esta relación causa-efecto no ha hecho más que acelerar la huida ha-
cia delante en la que se ha embarcado el capital en su búsqueda de la
productividad en detrimento de esa sociabilidad festiva y compartida
que el sentido común designa como la meta de todo progreso.
Es fácil prever —e incluso esperar pacientemente— que la econo-
261
mía de mercado llegará a su punto de explosión al alcanzar los límites
físicos de su crecimiento y de su entropía, que no son extensibles hasta
el infinito, cuando el sistema termine de serrar la rama sobre la cual
está sentado. Pero para evitar que tal cataclismo se traduzca en un caída
general en la barbarie y la «ley de la jungla», es importante que sean los
desfavorecidos, asociados como iguales, los que tomen la iniciativa de
la transformación y controlen en cuanto sea posible su desarrollo, sin
lo cual se produciría a sus expensas y la comunidad humana saldría de
ella más deteriorada que nunca. Frente a la multiplicación y la agrava-
ción de las crisis de todo género, la humanidad será revolucionaria o no
será ya gran cosa como humanidad.
Este retorno a Ludd podría ofrecer material para muchos volúme-
nes, los más edificantes de los cuales indicarían las formas operatorias
de un giro hacia fines más humanos o del bloqueo de los mecanismos
intrusos del viejo Moloch-máquina. Limitémonos aquí a recordar que,
para ponerse en situación de liquidarlo o desmantelarlo, las multitu-
des rebeldes deberán estar impulsadas por un arrebato de audacia y
de determinación. Si los refractarios a la domesticación llegan a luchar
de tal manera, habrán de emplear una solidaridad sin falla e inventar
al mismo tiempo formas de organización horizontal y proteiforme. La
sombra del cataclismo que ahora planea sobre todas las cabezas es mo-
tivo sobrado para provocar las más vivas emociones y las resoluciones
más salvajes. Motivo para hacer que renazca también con una fuerza
inédita ese gusto colectivo por la libertad, del que la historia ofrece tan-
tos ejemplos, pero que las sociedades han abandonado para sepultarse
en las mediocres delicias de una servidumbre en zapatillas... Transmitir
a la gran mayoría la urgencia de ese arrebato, precisar su posibilidad y
debatir las perspectivas a las que podría dar lugar, he aquí la tarea de los
espíritus libres que no se resignan a nada.
Ya podemos adelantar, a mínima, que una vida equipada pero no
mutilada, tal como la contemplaban los ludditas o William Blake hace
dos siglos, habrá de desembarazarse de las estructuras técnicas más
perjudiciales engendradas por el capital, las más nocivas para la salud
y la libertad de la gran mayoría. Los experimentos irresponsables de
los pequeños doctores Frankenstein a sueldo de los ejércitos o las fir-
mas multinacionales, que juegan con el átomo, las partículas o los ge-
nes, han de impedirse por todos los medios: nada de oxígeno para los
enemigos del oxígeno, las centrales nucleares, los sistemas de control
262
informático, la producción industrial de armamentos, por no citar más
que algunas aberraciones megaestructurales, han de ser desmantela-
dos sin tardanza. Dicho brevemente, todas las técnicas cuya aplicación
y cuyo desarrollo comporten la existencia de la policía y del comercio
han de ser proscritas o, mejor dicho, reemplazadas por herramientas
cuyo uso tenga en justa consideración los recursos, satisfaga las nece-
sidades colectivas y sirva únicamente a las pasiones sociables. La activi-
dad humana no conocerá entonces más límite que el respeto absoluto
por el entorno común a los seres humanos, y la naturaleza será univer-
salmente admitida como la comunidad de las comunidades.
Semejante transformación no acarreará regresión alguna, sino una
muy fértil diversificación de los saberes, emancipados de la guerra co-
mercial y del mercenariado de los técnicos que la acompaña. Dada la
extensión de los estragos, así como la cantidad, la complejidad y la no-
cividad de los equipamientos indeseables, el gran desmantelamiento
mismo habrá de requerir muchos conocimientos e ingenio. El legado
científico y técnico de la civilización mercantil, difunta o agonizante,
encontraría así una ocasión de servir ante todo al bien común, antes de
consumirse en una orgía de habilidades nuevas o redescubiertas que
favorezcan el placer de todos sin suponer una amenaza para las condi-
ciones de vida.

263
Robín de los bosques enviando una tostada a la bella Marian,
Hambrienta en el torreón del sheriff felón.
Apéndice I
La poesía a martillazos

«¡S
i hace falta, romperemos nuestras desgraciadas liras y
haremos lo que los poetas no han hecho más que soñar!»,
escribía Hölderlin a su amigo Neuffer poco después de
Thermidor y diez años antes de hundirse en la locura. Con la revolución
francesa se había expandido el sentimiento repentinamente urgente —
reformulado por Marx en 1848, en otro tiempo de revoluciones— de
que el mundo ya había sido bastante interpretado o fantaseado por los
pensadores y los soñadores... y de que ahora se trataba de transformar-
lo.
Mientras las acciones de los hombres se basaban cada vez más en
abstracciones y representaciones literarias, recurriendo al discurso filo-
sófico o a los mitos históricos, y en ocasiones a la novela, la poesía se
trasladaba a las prácticas sociales y a veces se conjugaba con la historia.
Es lo que aconteció en el caso de los ludditas. Fueron poetas sin saberlo
y en múltiples aspectos... Y para empezar, por la belleza del gesto, cuan-
do, resistiéndose a las innovaciones que les resultaban odiosas, asesta-
ban sus rabiosos martillazos contra el sistema fabril, en el que no veían
más que vidas quebradas y tiempo confiscado. En esto se asemejaban a
esos insurrectos parisinos de julio de 1830 que, demasiado cerca de la
victoria como para irse a acostar, dispararon contra los relojes públicos
para detener el discurrir de las horas.
Frente al dominio técnico y contable de sus adversarios, los luddi-
tas se dejaron arrastrar instintivamente por la pasión de destruir lo que
les destruía. Supieron dar libre curso a un «vandalismo» tanto más es-
candaloso por ser regocijante, por significar la persistencia de su ener-
gía vital y por impresionar al adversario por su determinación y por su
desprecio hacia las nuevas reglas. Aniquilaban las máquinas odiosas
en un contrarrito sacrificial, y todo lo que encontraban nefasto en los
proyectos del capital estaba condenado por ello mismo si no a igual
suerte, sí al menos a la abominación y a la execración. Este estrépito
de material machacado, de símbolos de la domesticación derribados
y de emociones exacerbadas reaparecerá de forma natural en los más
265
hermosos desórdenes callejeros y en los sabotajes colectivos que harán
estremecer hasta nuestros días la supremacía del nuevo orden econó-
mico triunfante.
La existencia que defendían así los ludditas poseía en sí misma
una dimensión poética, aunque solo fuese por contraste con la fealdad
y la uniformidad del mundo de fábricas y conejeras que los hombres de
negocios prometían edificar sobre los escombros de la sociedad aldeana
preindustrial. El atractivo que los tejedores encontraban en su modo de
vida tradicional provenía de su relativa autonomía material y jurídica,
de repente amenazada por la delicuescencia del derecho consuetudina-
rio y la pauperización. Antes que nada, se batían para preservar los vín-
culos comunitarios que dotaban de sentido y de fuerza a sus actividades
sin por ello negar la diversidad de los gustos y de las pasiones. Adora-
ban además los numerosos momentos de alegría, los cantos y las risas
que ritmaban entonces el paso de las estaciones; todo aquello, en fin,
que distingue a la vida de la simple supervivencia y que depende de la
indispensable inutilidad de los placeres. Habiendo crecido en un entor-
no campestre agradable a la vista y más bien propicio a la fantasía, los
ludditas temían verse separados de sus hermanos y asfixiados en algún
cuchitril siniestro, insalubre y aprisionado entre los muros tenebrosos
de un abyecto suburbio de Mánchester o de Birmingham, pegados sin
descanso a la faena y lejos de todo horizonte.
Es esa misma decadencia anunciada la que afligía a los románticos
ingleses, ya fuesen nostálgicos y conservadores o visionarios y radica-
les. Esta perspectiva de horror y de tristeza en ocasiones incluso les
granjeaba a los ludditas la simpatía —cuando no la complicidad— de
los pequeños notables rurales, apegados a las costumbres aldeanas y a
los paisajes ancestrales. Sabiéndose expuestos a sufrir daños análogos,
muchos de ellos temían o reprobaban a la ambiciosa burguesía indus-
trial, sus fragorosas invenciones y sus ideas materialistas, tal como tan
bien relata Charlotte Brontë en Shirley. En cuanto a los intelectuales
radicales —aquellos que se oponían al progreso ciego sin oponerse cie-
gamente a todo progreso—, no discernían más que una perversión del
saber y una regresión sórdida en el empleo abusivo, preferiblemente
belicoso y explotador, que los industriales hacían de la innovación téc-
nica.

La poesía de la sublevación luddita se nutría igualmente de las tradicio-


266
nes folclóricas locales, como indica la elección del bosque de Sherwood,
guarida del mítico bandido medieval Robín de los Bosques, para esta-
blecer el cuartel general simbólico del general Ludd en Nottinghamshi-
re. Ahora bien, esta referencia a Robín, natural por supuesto en un
condado que se supone fue escenario de sus fabulosas hazañas,80 evoca
sin duda la exigencia de justicia social que se asocia universalmente con
el personaje, pero también la necesidad de recurrir a la acción directa
y a la ilegalidad cuando villanos de la catadura del príncipe Juan abu-
san de su poder y maltratan a las gentes del común. Por este motivo,
la rebelión se convierte en un deber y las leyes del momento pierden
toda legitimidad, y la poesía, en cuanto fórmula de los deseos verdade-
ramente humanos, aspira entonces a hacerse realidad. No hay poesía
de la sumisión.
Como hemos visto, el propio seudónimo de Ludd evoca a la vez
a un niño-redentor y a un rey celta de leyenda. Ned Ludd, el adoles-
cente saboteador promocionado al grado de general, simboliza con un
punto de ironía la pureza de la juventud confrontada con las intrigas
retorcidas, con el cálculo y el pragmatismo ansioso y corto de luces de
los adultos; una inocencia, por otro lado, cara a Keats o a Wordswor-
th e indisociable del temperamento romántico. Reacio al aprendizaje
y rechazando el tedio de la faena, el Ned Ludd de la tradición oral se
reafirma destruyendo algunas máquinas en un acceso de rebelión antes
de desaparecer sin dejar huella. Varios decenios transcurren antes de
que resucite como desfacedor de entuertos y se haga conocido en toda
Europa.
El nombre de Ludd, ese reyezuelo pendenciero y vividor al que
menciona Milton en su Historia de Inglaterra y al que atribuye la fun-
dación de Londres en el siglo i de antes de nuestra era, remite a la
nostalgia de otro «paraíso perdido». Su evocación testimonia, en efecto,
el recuerdo de un tiempo en el que la civilización todavía no había sido

80
Esta referencia apenas resultaba menos natural en el Yorkshire luddita,
que por otro lado lindaba con el bosque de Sherwood cuando, en la Edad
Media, este era considerablemente más extenso que en el tiempo de los
ludditas. Como otras regiones que se disputaban el honor de haber sido
escenario de las aventuras del «verdadero» Robín o de haberlo visto nacer,
existe en Yorkshire una tradición local, escrita u oral, que pretende atesti-
guarlo, hasta tal punto es cierto que las fuentes de un mito tan propicio a
la universalidad pueden ser múltiples tanto en términos espaciales como
en términos temporales.
267
importada por los ejércitos romanos a lo que los geógrafos del Imperio
llamaban Britannia, entonces poblada por tribus más o menos «primi-
tivas». Mientras el continente era un hervidero de esclavos, esta isla era
una tierra de hombres orgullosos y libres. A comienzos del siglo xix y
gracias a una tradición folclórica impregnada de paganismo —y a sus
adaptaciones literarias—, mucha gente del pueblo los tenía por los hé-
roes originales de la «libertad británica», que no habían jurado lealtad
más que a las fuerzas de la naturaleza.
La elección del nombre de Ludd, cuya génesis exacta ignoramos,
mezcla en todo caso dos figuras de «noble salvaje» tomadas en présta-
mo al imaginario colectivo: la del muchacho indómito y la del guerrero
pagano. Ahora bien, este espectro bicéfalo ha elegido su domicilio en
la caverna del príncipe de los ladrones, bajo la enramada de los últimos
grandes robles del bosque de Sherwood. Desde el comienzo del comba-
te luddita, los mitos se entremezclan y se dan cita en la historia real, y
esta última engendra a su vez dramatización y mitología.
Pues entre leyenda y crónica, la epopeya del general invisible se
narra y se difunde, mientras tienen lugar las escaramuzas ludditas, a
través de numerosas canciones callejeras en su honor que se entonan
a coro en las tabernas o se tararean durante la faena, como ese Triunfo
del general Ludd, que podemos datar en diciembre de 1811 y que conoció
un gran éxito:

Déjate de cantar viejas trovas del viejo Robin Hood


Poca admiración me causan ya sus hazañas
Cantaré las proezas del general Ludd
Héroe ahora de Nottinghamshire
Ningún gusto tenía el bravo Ludd por la violencia,
Pero tanto sufrir acabó con su paciencia
Y al final se alzó con viril gesto
Y para la batalla pronto estuvo presto.
Témanle los culpables. Él no busca venganza
En la hacienda o la vida de los honrados.
Teman su ira, sí, los telares desgraciados
Y aquellos que encarecen toda pitanza.
Sentenciadas a muerte las máquinas malignas
Por el voto unánime de la profesión,
Solo las manos de Ludd eran dignas
De dar a la sentencia su ejecución.

268
Y cuando a su obra de destrucción se entrega
A ningún otro método por lo normal se pliega
Que al del fuego y el agua purificadores,
De trabajo tan bello dignos autores.
Ya las guarden soldados si van de viaje
O se hallen a resguardo entre cuatro paredes,
Nunca estarán seguras en sus sedes
Las máquinas que despiertan su coraje.
Tal vez censures su falta de respeto por las leyes,
Pero es que estas nunca muestran la causa
Que efectos tan nocivos producen sin pausa
Y hacen de los pobres menos que bueyes.
Que el altivo al humilde nunca más oprima
Y envainará entonces Ludd su espada,
Que no tienda el rico al pobre otra celada
Y se verá así como la paz prima.
Presten grandes y sabios su buen consejo,
Que nadie rechazará su ayuda.
Vuelva la buena labor a su precio viejo,
Que nadie a la costumbre tenga por muda.
Terminada al final ya la pelea,
Recuperará el gremio su antiguo orgullo,
Volverá a él lo que era suyo
Y el trabajo bien hecho a nuestra aldea.

Este texto, adaptación de una melodía popular escrita en la cresta de


la ola de las destrucciones ludditas en Nottinghamshire, que refleja
el punto de vista local, más bien corporativo, insiste claramente en lo
justo del combate luddita y la ilegitimidad de las «máquinas odiosas»,
ladronas de pan. Tampoco le falta la intensidad de un himno belicoso y
extremista que rompe con el discurso de los políticos reformistas que
se ofrecen como mediadores entre tejedores y patronos. El tono orgu-
lloso y ese lenguaje nada conciliatorio trascienden ya en estas coplillas
la antigua práctica de la «negociación colectiva mediante el motín» (que
habitualmente iba hasta la destrucción de máquinas) en un proyecto
más vasto, provisto de una visión estratégica y de una retórica de guerra
social que se traduce en actos sediciosos. Esta lógica del enfrentamiento
será profundizada por los ludditas de los condados del norte tanto en
sus numerosas incursiones como en sus escasos escritos.
Una poesía popular de formas variadas, con orígenes en un fol-
clore ancestral y modelada por las recientes peripecias de la lucha de
269
clases, aparece entonces en el país. Estos poemas y canciones, que de-
penden de la tradición oral, apenas fueron recopilados en su época y
solo algunos de ellos se han perpetuado de una generación a otra, pero
sí se han encontrado manuscritos donde habían sido transcritos. En
particular, ha llegado hasta nosotros la siguiente endecha (cuya versión
original está escrita en cuartetos) titulada La hija del tejedor de Tintwistle:

Había una hija de un tejedor,


Que nació cuando el pan era barato,
El trabajo estaba prohibido los lunes
Y no faltaba la faena.
La muchacha creció bella y sana
Por la carne y el pan que su padre aportaba.
Su rostro divino resplandecía
Y cantaba con voz suave y ligera.
Pero hubo que pagar vuestras deudas con nuestros impuestos;
Golpeando a los pobres y a los muertos,
Vuestras órdenes del Consejo acabaron con el gremio
Y los tejedores clamaban por su pan.
Así que la joven se plegó a su destino
Y se entregó a la tarea sin rechistar,
Tejiendo los hilos de Mánchester
Y enharinando su bobina.
Tejía los hilos de Mánchester
Y enharinaba su bobina,
Volaba la lanzadera noche y día
Y el descanso siempre llegaba muy tarde.
Noche y día, jamás se detenía.
Su vida no era sino trabajo.
Sin tiempo para el amor ni para retozos,
Poco a poco su flor se marchitaba.
Pero siguen todavía sin pagar vuestras deudas
Y los impuestos machacan aún a pobres y muertos.
Vuestras órdenes y la guerra acaban con el gremio
Y los tejedores claman por su pan.
Pero la muchacha ya no se inclina ante su suerte miserable,
Una vida que no es sino trabajo
Para enriquecer a los poderosos y a los grandes
Mientras que su propia flor se marchita.
Grita bien alto el nombre de su héroe:
Ludd, su héroe de Sherwood,
Que pondrá fin a las guerras y al vapor

270
Y restablecerá los antiguos salarios.

La crudeza redoblada de las condiciones de existencia de los obreros


inspira multitud de romances, pero también de marchas como las que
cantaban los ludditas cuando se reunían para entrar en acción, himnos
acerbos cuyos ecos nocturnos eran la pesadilla de los fabricantes. La
Canción de los tundidores, por ejemplo, fue entonada por primera vez en
febrero de 1812 durante una reunión de los ludditas de Huddersfield
en el West Riding de Yorkshire. Desde allí llevaron a cabo un ataque
colectivo contra los carros que transportaban tundidoras mecánicas, y
de regreso volvieron cantando:

¡Venid a mí, tundidores de renombre,


Que tanto gustáis de la buena y dorada cerveza,
Y derribemos a todos los tiranos altaneros
Y Con el hachuela, la pica y el mosquete!
Estribillo
¡A mí, muchachos de la esquila!
¡A mí, valerosos muchachos,
Que con fuertes y vigorosos golpes
Habéis destrozado las tundidoras!
¡A mí, muchachos de la esquila!
Por más que metan los esbirros sus narices
Y acechen los soldados en la noche,
Son los muchachos de la esquila los que llevan el ritmo
Con el hachuela, la pica y el mosquete.
Y en la noche toda silenciosa,
Cuando tras los montes se oculta la luna,
Avanzamos nosotros decididos
Con el hachuela, la pica y el mosquete.
El gran Enoch aún conduce su carro.
¿Quién osará detenerlo? ¿Quién puede?
Avancemos todos, siempre valientes,
¡Con el hachuela, la pica y el mosquete!

Estos cantos señalan la formación de una identidad colectiva particular


de los ludditas —y muy pronto de todos los obreros descontentos con
su suerte y dispuestos a pelear— que se prolongará de diversas mane-
ras en las agrupaciones cartistas y las procesiones sindicales. Nacidos
dentro de las filas obreras, canciones y poemas acompañarán los prime-
ros pasos de una conciencia de clase marcada por la aventura luddita y

271
desde el principio combativa frente a los prejuicios sociales y al espíritu
de casta de los propietarios.
Fuera de las clases populares, entre la gente cultivada que ha abra-
zado —a veces provisionalmente— la causa de la libertad y de la igual-
dad, ha habido grandes almas que han deplorado las desgracias de los
pobres y exaltado sus luchas. Los ludditas recibieron bien el apoyo ex-
plícito, bien la discreta indulgencia de los poetas románticos ingleses,
divididos conforme a su edad entre conservadores y radicales, aunque
todos rendían culto a la naturaleza y maldecían por activa y por pasiva
la Revolución Industrial, cuyos efectos chocaban con su gusto por lo au-
téntico. La introducción del maquinismo, y más tarde su progreso, no
inspirarán por su parte más que cánticos mediocres a cantores tristes
en todo tiempo y lugar.

Tres poetas de gran renombre, William Wordsworth (1770-1850),


Samuel Coleridge (1772-1834) y Robert Southey (1774-1843), se apro-
ximaban en 1811 a la cumbre de su influencia y su prestigio. Los tres
habían compartido en su juventud los sueños rebeldes de su edad, con-
temporánea de las locuras de los sans-culottes parisinos. A su manera
habían expresado la necesidad de superación de la ideología de la Ilus-
tración, transformada para poder triunfar en la ideología del comercio
y del poder estatal. Estos jóvenes airados, cuyos destinos se entrecruza-
ron, presentían entonces hasta qué punto el egoísmo inmisericorde de
la burguesía dominante prometía ser, bajo el disfraz de la razón y del
progreso, insoportable para los pobres tanto como para los poetas. Es-
tos enamorados de la naturaleza habían denunciado —en la estela de El
pueblo abandonado de Oliver Goldsmith— los muy variados perjuicios
del principio de rentabilidad.
El problema es que cuanto más avanzaba en edad el trío, más se
agravaban los estragos de la industrialización, tomando un sesgo irre-
versible... y menos parecían estos bardos lacustres81 inquietarse por
ello. La crítica poética del nuevo orden social hacia finales de las gue-
rras napoleónicas tuvo, pues, que dotarse de plumas nuevas, jóvenes y
81
Wordsworth y sus amigos formaban el grupo de los «poetas lakistas». La
crítica los ha denominado así porque estos iniciadores del romanticismo
inglés se encontraron durante mucho tiempo, a lo largo de los treinta pri-
meros años del siglo, en el pluvioso Lake District del noroeste, de donde
era originario Wordsworth, que tan noblemente exaltó el esplendor de sus
paisajes.
272
libres. Fue el caso de Shelley y de Byron... Los cuales jamás conocieron
el inconveniente de envejecer ni la indignidad de renegar de sí mismos.
El joven Southey había escrito en 1794 un drama cuyo héroe era
el revolucionario medieval Wat Tyler, que en 1381, en plena Guerra de
los Cien Años, había encabezado una jacquerie antifiscal generalizada
que había tomado Londres antes de ser traidoramente eliminado por
el poder real. La obra era una crítica apenas disfrazada de la guerra
emprendida contra la Francia revolucionaria, pero sobre todo era una
llamada muy clara a la insurrección. Uno de los personajes, el humilde
Hob, exclama por ejemplo al final del primer acto:

Hemos quebrado nuestras cadenas... Nos alzaremos furiosos


La poderosa multitud pisoteará
A ese puñado de gentes que la oprime.

Un malicioso editor exhumó este panfleto y lo publicó en 1817, justo


después de las primeras llamaradas ludditas, aunque en plena recupe-
ración de la efervescencia radical, precisamente cuando el poeta, con-
vertido en un furibundo conservador, acababa de defender la deporta-
ción a las antípodas de los autores «sediciosos» y «difamadores». Ya
del lado de la reacción, Southey redactará el panegírico del almirante
Nelson, y después del predicador neopuritano John Wesley, y finalmen-
te se convertirá en turiferario de todos los poderes.
Sin embargo, en 1794, tratando de poner en práctica las máximas
que expone William Godwin en su Investigación acerca de la «justicia
política» y su influencia en la virtud y la dicha generales, Southey había
concebido con su amigo Coleridge una utopía precursora del comunis-
mo libertario, la «pantisocracia» e imaginado que podría experimentar-
se en los espacios vírgenes de Pennsylvania, lejos del asfixiante Viejo
Mundo. Pero a falta de un mecenas, sus esfuerzos para reunir los fon-
dos necesarios para el asentamiento a orillas del Susquehanna de una
comunidad rural, igualitaria y consagrada a la belleza habían resultado
vanos: los detentadores de capitales dispuestos a invertir en utopías an-
ticapitalistas son una especie rara. Después vinieron las disensiones
entre el caprichoso Coleridge y el prudente Southey, cuyo ardor pantiso-
crático no tardó en entibiarse. El proyecto, que anuncia la Icaria de Ca-
bet, se había mantenido pues en el estado de la pura abstracción a pesar
del bello entusiasmo que se adivina en este soneto del joven Coleridge:

273
Fuera de aquí, pensamientos oscuros, no más se demorará mi alma
En alegrías que fueron. No más soportará el pesar
La vergüenza y angustia del perverso día,
Sabiamente olvidadizo. Por sobre las olas del océano
Sublime de esperanza busco el valle con la choza
Donde la Virtud serena puede perderse con paso descuidado
Y, danzando al ritmo del rondó lunar,
Las mágicas Pasiones tejen un sagrado hechizo.
Y mis ojos que vertieron tantas lágrimas amargas
Gemirán con una dicha aún teñida de duda,
Como aquellos que, despertando de un sueño abismal
En el que feroces demonios sumergieron sus placeres,
Ven el Sol naciente y lo sienten penetrar
Con nuevos rayos de alegría que van derechos al corazón.82

Southey, coplero tan solemne como prolífico —que la posteridad ha


juzgado muy inferior a Wordsworth y a Coleridge y que en efecto lo es,
y mucho— tardó poco en cambiar de chaqueta. Pronto se estableció
como escriba oficial, conocido sobre todo por sus excesos reacciona-
rios, sus zalamerías con el poderoso y sus delaciones. En virtud de lo
anterior, fue nombrado en 1813 poeta laureado o, lo que es lo mismo,
poeta de corte retribuido por la Corona. Cuando la agitación luddita es-
taba en pleno apogeo en la primavera de 1812, él se quejaba de que «las
cosas están en tal situación en este momento que solo el ejército nos
protege todavía: es el único dique entre nosotros y el mar Rojo de una
jacquerie a la inglesa». Entonces vivía lejos de los disturbios, en su casa
de Keswick, Cumberland, donde Shelley había ido a visitarlo durante
su viaje por el norte y Escocia en el invierno de 1811-1812. Tras haberse
dormido durante la lectura que el veterano le hizo de uno de sus elabo-
rados poemas, Shelley se burló de él en una carta de la siguiente mane-
ra: «Southey piensa que una revolución es inevitable, y esta es una de
las razones para defender las cosas tal como están».
Coleridge —incorregible opiómano, comensal incansable y lumi-
noso crítico shakesperiano— cayó por su parte en el misticismo y el
esteticismo. Asqueado por el giro que tomaba la revolución burguesa
al otro lado del canal de la Mancha, se cansó de los entusiasmos radi-
cales y abjuró de su apoyo a los republicanos franceses, un extravío
que describe en los siguientes términos ya en 1798, justo después de
la invasión de Suiza por los ejércitos del Directorio bajo el mando de

82
Pantisocracy, 1794.
274
Bonaparte:

«¿Y qué?», dije, «aunque el alto grito de la Blasfemia


Con esa dulce música de salvación compita,
Aunque todas las ebrias y feroces pasiones anuden
Una danza más salvaje que el sueño de un demente,
A pesar de las Tormentas, que por el alba oriental se amontonan,
Sale el sol, pero ocultando su luz».
[...] ¡Perdóname, Libertad! ¡Perdona esos sueños!
[...] El Sensual y el Oscuro en vano se rebelan,
Esclavos de su propia compulsión. En un juego furioso
Rompen sus grilletes y usan la palabra
Liberación grabada en cadenas más pesadas.83

Entregado a su láudano y a sus pequeños placeres, y huyendo sin cesar


de sus viejos demonios, Coleridge renunció a escribir poesía y se dedicó
a dar audiencia y a tratar bien a los poderes en sus escritos. Sin con todo
rebajarse al ostensible servilismo de un Southey, acabará por abrazar
los pedestres principios de un Wordsworth, lo que en 1824 le valdrá una
pensión de la Corona.
Wordsworth había sido un ardiente partidario de la Revolución
francesa. Entre 1791 y 1972 había pasado largos meses en Francia, mez-
clándose con los círculos jacobinos, observando de cerca la derrota de
las ajadas tribus patricias y felicitándose por ello. Había aplaudido la
ejecución de Luis XVI y deseado la caída de todas las testas coronadas.
Por otro lado, más cerca de Rousseau que de Voltaire, este infatigable
paseante de las landas componía mientras caminaba odas a la natu-
raleza salvaje y a la vida pastoril donde a menudo se transparentaba
su rechazo del comercio y de la domesticación, como en este célebre
soneto escrito hacia 1802 como reacción a los primeros estragos de la
Revolución Industrial:

El mundo es demasiado para nosotros: siempre


Recibiendo y gastando, disipamos las fuerzas;
En la naturaleza vemos muy poco que sea nuestro,
Y hemos cedido nuestros míseros corazones.
Esta mar que desnuda su seno hacia la luna,
Estos vientos que aullando pasan a horas
Y ahora se amontonan como flores dormidas:
Para eso, y para todo, no estamos entonados,

83
Francia: una oda, 1798
275
No nos mueve. ¡Gran Dios!, preferiría ser
Un pagano crecido en una fe gastada,
Para poder erguido en estos prados suaves.
Ver algo que me hiciera menos desamparado:
Observar a Proteo saliendo de los mares,
Oír su enguirnaldado cuerno al viejo Tritón.84

El Terror y después la dictadura de Bonaparte habían llevado al poeta a


silenciar poco a poco su francofilia, a arrepentirse de sus entusiasmos
revolucionarios y a replegarse sobre sí mismo en una lenta regresión
bajo la férula del pensamiento positivo. En 1802, al haberse convertido
gracias a una herencia en un pequeño rentista, Wordsworth decidió
cambiar más abiertamente de bando y adherirse a los más estrechos
prejuicios de la gentry de su época. Once años más tarde fue recompen-
sado por ello con una sinecura de la Corona —al obtener el puesto de
distribuidor exclusivo de sellos postales para el condado de Cumber-
land— e incluso causará estragos como juez de paz y como predicador
laico anglicano. En la época de nuestro relato este antiguo amigo del
género humano se ocupa ya de cuidar de su gloria literaria... Mucho
más tarde aún, en 1843, en una Inglaterra irremediablemente coloniza-
da por la industria, el buen hombre enterrará a Southey y le sucederá en
el puesto de poeta laureado, que ocupará durante los siete años que le
quedaban por vivir: los honores oficiales siempre suponen el deshonor
de los poetas.
Entretanto, para rematar su completa adhesión al nuevo orden del
mundo, el «poeta de la naturaleza», como le llamaba Shelley, había creí-
do bueno perpetrar una oda a los «barcos de vapor, los viaductos y los
ferrocarriles», a los que se refiere así:

A pesar de todo lo que rechaza la belleza


En tus duros rasgos, la Naturaleza abraza
Como a descendientes legítimos a las artes del Hombre;
Y el Tiempo, complacido por sus triunfos sobre su hermano Espacio
Acepta de tus audaces manos la ofrecida corona
De la esperanza, y con sublime alegría te sonríe.

Las retractaciones de Southey y de Wordsworth, y la menos pronuncia-


da de Coleridge, les valieron en múltiples ocasiones ser atacados por
Byron y Shelley, que se mostraron unas veces burlones y otras impre-
84
Primera publicación en la recopilación Poems, In Two Volumes, 1807.
276
cadores con respecto a esos hombres de letras mimados por un poder
al que halagaban, republicanos panteístas adeptos de la monarquía y
el clero, humanistas convertidos en adversarios de los pobres. Todo el
mérito de Wordsworth y de Coleridge, sin duda inmenso a los ojos de
los románticos radicales de la época, había consistido en otro tiempo,
cuando todavía eran revolucionarios, en liberar la escritura poética de
los corsés de la forma, en despojarla de manierismos vanos y de metá-
foras desgastadas. En el cénit de su arte, que fue también el de su com-
plicidad, no dudaron en transponer en versos desprovistos de artificio
sus impresiones más subjetivas, sus sentimientos más íntimos y, en el
caso de Coleridge, visiones de lo más alucinadas. En este sentido, She-
lley y Keats son sin duda sus herederos literarios más consecuentes, así
como, un siglo más tarde y en la misma línea, los surrealistas lo serán
de los escritores y artistas plásticos simbolistas.

Los avatares de la genealogía habían permitido a George Gordon (1788-


1824) heredar, a la edad de diez años, una decrépita hacienda en No-
ttinghamshire, el título de lord Byron y, en consecuencia, un escaño
en la Cámara de los Lores. Su más bella obra de arte fue su propia
vida, entretejida de revueltas y excesos, de derroches y aventuras. En
el caso de Byron, encontramos la poesía romántica, más aún que en
sus versos, brillantes pero poco innovadores en su forma, tanto en las
múltiples anécdotas de bravura, extravagancia y generosidad relatadas
por sus biógrafos como en su trayectoria en general, que incitó a este
aristócrata con un pie varo a levantar el arma contra su propia clase, a
transgredir tabúes de todo género y, en fin, a declarar una guerra perso-
nal contra todos los tiranos, pequeños y grandes.
Su acerba pluma, su libertad de tono, su temible elocuencia, su
gusto por la sátira, venían a completar de maravilla su disposición para
la rebelión. En 1821, por ejemplo, Byron hará pasar a Southey a la pos-
teridad de las infamias burlescas al parodiar áridamente una apología
del rey Jorge III que el poeta vendido había bordado en hexámetros con
ocasión del tardío deceso de dicho monarca. Ya hemos visto que, en el
momento de mayor actividad de la agitación luddita, Byron, con solo
veinticuatro años y en solitario entre los suyos, asumió la defensa de
los tejedores rebeldes tanto en la Cámara de los Lores como en la pren-
sa. En diciembre de 1816, cuando los últimos asaltos ludditas habían
terminado de replegarse, Byron todavía invocaba el nombre de Ludd y
277
al espectro de un pueblo soberano en una rabiosa Canción para los lud-
ditas, escrita a la manera de los cantos obreros de la época:

Como los compañeros de la Libertad allende el mar


Compraron su liberación, barata, con su sangre,
Así haremos nosotros, muchachos. Vamos
A morir peleando, o a vivir libres al fin.
¡Y que caigan todos los reyes, salvo el rey Ludd!
Cuando nuestro lienzo esté tejido,
Cuando hayamos por fin trocado
La lanzadera por la espada,
Lanzaremos esa inmensa tela
Sobre el déspota caído a nuestros pies
Y habremos de teñirla con su sangre.
Negro es su corazón, negra su sangre.
Tan podridas están sus venas
Que no llevan más que fango.
Será, con todo, este el rocío
Que hará revivir al regarlo
El árbol de la libertad que plantó Ludd.

Si Byron halló en la rebelión luddita una causa que defender —algo que
chiflaba a este aristócrata de gran corazón— y un ejemplo de enérgica
sedición que propagar, su futuro compañero de correrías Percy Bysshe
Shelley (1792-1822) extraía ya de los disturbios sociales de su época el
sentido profundo de su obra.
Al igual que Byron, Shelley era un hijo de familia bien que vivía a
contracorriente. Se propuso componer su primer gran poema «filosó-
fico», La reina Mab, después de un viaje a través del Nottinghamshire
insurrecto en 1811. Entonces —al abrigo de un precario anonimato—
acababa de redactar, de hacer imprimir y de enviar a todos los directores
de colegio de Oxford un panfleto en prosa de lo más heterodoxo, La ne-
cesidad del ateísmo.85 Esta broma tan seria le había costado ser expulsado
de Oxford, donde el clero anglicano establecía los dogmas y dictaba su
ley.
El día de Navidad de 1811, Shelley, que acababa de descubrir duran-
te el susomentado viaje la miseria de las regiones industriales, escribió
las siguientes líneas en una carta a su amiga Elizabeth Hitchener:

Me he visto llevado a razonamientos que me hacen odiar cada

85
Ver Shelley, La necesidad del ateísmo y otros escritos de combate, op. cit.
278
vez más las instituciones existentes, sean de la especie que sean.
Me ahogo cuando pienso en la rica vajilla, en los bailes y en la
mesa de los reyes. He asistido al espectáculo de la miseria. Los
obreros están condenados al hambre...
Amiga mía, los soldados han partido camino de Nottin-
gham. ¡Malditos sean si acaban con uno solo de los habitantes
de la región, todos consumidos por el hambre! Los lamentos de
los miserables pasarán inadvertidos hasta el último momento
en este infame banquete de los ricos, hasta que por fin estalle la
tormenta y los oprimidos se venguen con furor de los opresores.

La reina Mab, de la que hizo imprimir una primera tirada privada en


1813, refleja tanto las aspiraciones igualitarias del joven poeta como el
clima casi insurreccional reinante en los condados industriales golpea-
dos por la crisis y hastiados de la guerra. En este poema de cerca de tres
mil versos, Shelley fustiga a los poderosos que aplastan a los pobres y al
mismo tiempo denuncia la coacción del trabajo servil que asfixia las ca-
pacidades creativas de la multitud. Como Charles Fourier poco después
de él, Shelley designa al enemigo: el abyecto espíritu comercial que en-
vilece a los seres humanos y transforma todo lo que toca en mercancía.

Todo se compra. ¡Incluso la luz del cielo se vende! Los inagota-


bles y amorosos dones de la tierra, las cosas más pequeñas y des-
preciables que se ocultan en las profundidades del abismo, todos
los objetos de nuestra vida, la vida misma, y esa pobre dosis de
libertad que nos conceden las leyes, la amistad del hombre, esos
deberes del amor humano que el corazón debería impulsarle a
cumplir instintivamente, todo se compra y se paga como en un
mercado público, donde el egoísmo sin disfraces le pone precio
a cada objeto y lo marca con el sello de su dominio.

La antigua iniquidad de las jerarquías sociales se ha endurecido y las


clases dirigentes, al renovarse, no han hecho más que reforzar su in-
fluencia: los nuevos ricos gracias a la banca, el comercio internacional
o la rapiña colonial se invitan al festín de los príncipes y los prelados,
y Shelley los mezcla a todos en el mismo oprobio. Pero no son solo la
vieja severidad codiciosa y la rudeza sanguinaria de los Estados las que
agobian a la chusma y disgustan a los poetas. Un nuevo egoísmo, a la
vez más brutal y más impersonal, se impone con la proliferación de las
fábricas y la mecanización de la producción, retorciendo los antiguos
preceptos del derecho consuetudinario para adaptarlos a las exigencias
de la ganancia y la acumulación. A ojos de Shelley, la economía es el

279
déspota invisible que engendra y justifica todos los despotismos. A sus
veinte años, va más allá de la acostumbrada compasión que los poetas
sienten por los pobres y expone la privación de humanidad que inflige
a los proletarios una sociedad basada en la explotación desenfrenada de
su fuerza de trabajo, cuando los frutos del conocimiento y del esfuerzo
deberían ser igualmente compartidos por todos.

La vara de hierro de la Pobreza fuerza siempre a su miserable


esclavo a doblar las rodillas ante la riqueza, a envenenar con in-
útiles pesares una vida sin consuelo, a estrechar aún más las
cadenas que lo atan a su destino. La Naturaleza, imparcial en
su munificencia, ha dotado al hombre de una voluntad a la cual
todo se le somete; la materia, con todas sus formas transitorias,
yace dócil y maleable a sus pies, que, debilitados por la servidum-
bre, tiemblan a cada paso.

Los fulgores libertarios de Shelley no podrían acomodarse al destino al


que la sociedad burguesa condena a aquellos a los que reduce a la es-
clavitud asalariada: la domesticación, la actividad humana purgada para
siempre del juego y el vagabundeo. Son todos los poderes, todas las cie-
gas creencias los que Shelley vitupera con una insolencia que preludia
tanto a Bakunin como a Rimbaud, y a la vez refuta los fundamentos
mismos del modo de producción capitalista:

El hombre de alma virtuosa ni manda ni obedece. Como una pes-


te devastadora, el poder mancha todo lo que toca; y la obediencia,
azote de todo genio, virtud y libertad, hace de los hombres escla-
vos y del organismo humano un autómata, una máquina.

La razón —pervertida por el lucro, confiscada por la economía, invoca-


da por todos los egoísmos— no basta, a sus ojos, para iluminar a los
hombres ni para hacerlos felices. El amor a la libertad y la libertad del
amor son los caminos que Shelley les señala en la conclusión de La rei-
na Mab como los únicos posibles para llegar a esa gran transformación
indispensable y a la plena simbiosis entre el hombre y la naturaleza.
Nada tiene de sorprendente que este poema-programa fuese el
más apreciado de todas las obras de Shelley por los lectores obreros,
los mismos que le concedieron una discreta fama durante los decenios
siguientes lejos de los salones y los cenáculos, ya que por mucho tiem-
po solo circuló bajo cuerda y en baratas reimpresiones clandestinas.
Pasajes suyos serán declamados en las tabernas, en los clubes radicales,
280
en las reuniones cartistas. Multitud de autodidactas de manos callo-
sas aprendieron a leer hojeando este «evangelio» ateo del movimiento
obrero inglés. Los magistrados proscribirán durante mucho tiempo su
publicación, condenando a sus propagadores a fuertes multas o a penas
de prisión.
La libre (y breve) existencia que Shelley llevará a continuación, pero
también la firmeza de sus opiniones, tal como se manifestará tanto en
sus escritos ulteriores como en sus actos, impedirán para siempre que
los filisteos le perdonen haber publicado un ataque tan sublime contra
el orden del mundo. Hasta su cadáver acabará cubierto por los biliosos
salivazos de los comentaristas bienpensantes. Por otro lado, Shelley ha-
bía reincidido multiplicando los panfletos y las odas a la revuelta,86 en
particular La máscara de la anarquía, como reacción a la matanza de Pe-
terloo. Y cuando, bastante después de su muerte, su ineluctable gloria
literaria deje de ser algo cuestionable, La reina Mab seguirá siendo des-
deñada durante mucho tiempo como una obra «pueril» y «exagerada»
por los especialistas de la literatura romántica. Este texto de combate
señala con bastante claridad cuál era el bando que contaba con el favor
de Shelley en los enfrentamientos sociales de la época. Su simpatía por
los catorce ludditas ejecutados en Frontispicio a la edición de 1831 de
Yorkshire en enero de 1813 le incitó, por cierto, a crear de inmediato un
fondo de apoyo para los niños, al cual la sinceridad de su aflicción forzó
a todos sus amigos a contribuir sin cicatear.
Además no es del todo fortuito que su segunda esposa, Mary —hija
de William Godwin, mentor de Coleridge y más tarde de Shelley en el
mundo de las ideas radicales, y de la autora feminista Mary Wollstone-
craft—, hubiese publicado a los veintiún años el clásico de la literatu-
ra fantástica Frankenstein o el moderno Prometeo en 1818. Popularizada
por el cine, esta fábula —por desgracia, tan profética—, que describe la
catastrófica inconsecuencia de un aprendiz de demiurgo, desvela, sin
caer en el oscurantismo beato, los peligros de la ciencia sin conciencia.
Sentimos planear en él la sombra del general Ludd y de sus bravos
rompedores de máquinas, esos resistentes contra la industrialización a
los que Percy y Mary admiraban porque eran hombres que no se doble-
gaban y que no habían consentido sacrificar su dignidad por el interés
de algunos patronos asociales.

86
Ver Shelley, La necesidad del ateísmo y otros escritos de combate, op. cit.
281
Desconocido mientras estuvo vivo, el inclasificable grabador y poe-
ta londinense William Blake (1757-1827) fue alistado y alabado a títu-
lo póstumo por las más variadas corrientes de pensamiento. Blake el
poeta maldito, el artista excéntrico hasta el delirio, querido por Yeats
y los surrealistas... Blake el místico, el profeta iluminado... Y en fin,
Blake, el hombre del pueblo, el teórico humanista, el visionario «anar-
quista». La naturaleza exacta de su obra, encriptada en ocasiones hasta
la oscuridad, está lejos de haber logrado la unanimidad en el mundo
académico.87 Los eruditos que han comentado sus grabados se dividen
principalmente en dos escuelas: quienes se interesan sobre todo por su
trayectoria creativa, por su «genio», y admiran la extrema originalidad
de su experiencia esotérica y estética; y quienes insisten en la dimen-
sión social y política de las visiones de un obstinado partidario de la
Revolución total.
No obstante, la búsqueda metafísica de este autodidacta soñador
no fue en absoluto exclusiva de la dimensión social de sus «tebeos»
escatológicos. Blake, precursor alucinado del comunismo libertario,
fue así el lejano continuador —más que su contemporáneo William
Godwin, otro «padre fundador» del anarquismo británico— de los Ex-
travagantes y demás Cavadores de la época de la Revolución inglesa y,
aun antes, de las múltiples herejías que, bajo el estandarte de la libertad
de espíritu, hicieron que se tambalease el orden cristiano hasta la Re-
forma. Las audacias filosóficas de este poeta también recuerdan a los
entusiasmos mesiánicos del joven Marx, que esperaba que el fin de la
historia vería, con el fin del antagonismo entre el hombre y el hombre,
la reconciliación de la especie humana con la naturaleza.
Incluso si la visión que inspiró a Blake desde la adolescencia se
hizo más profunda y precisa con la edad, la continuidad de sus compro-
misos tanto espirituales como sociales es innegable. Jamás renegó de
la radicalidad de su juventud, que le había impulsado a participar con
veintitrés años en los motines de Londres de la primavera de 1780, una
insurrección popular masiva, espontánea y endiabladamente anárquica
que en pocos días destruyó todas las prisiones de esa nueva Babilonia
y a punto estuvo de arrasar el Banco de Inglaterra. Tras el fracaso de la
Revolución francesa, traspuso sus ideas sediciosas en sus escritos pro-
87
Leer, a este respecto, David Erdman, Blake, Prophet Against Empire (Prin-
ceton University Press, 1954) y E. P. Thompson, Witness Against the Beast
(Cambridge University Press, 1993).
282
Willian Blake, Satanás llega a las puertas del infierno

féticos. Frente a la reacción que se abatía sobre Europa, y que causaba


estragos en la Inglaterra tory de Castlereagh y el duque de Wellington,
muy lejos de renunciar a la disidencia, exaltó su imperiosa necesidad
en su obra poética grabada.
Su vida entera fue una excursión por las tierras altas de la libertad
y jamás cesó de ser un rebelde ante cualquier autoridad, ya fuera la de
la Corona o la del mismísimo Dios. El poeta Algemon Swinburne, que
fue uno de los primeros en señalar la importancia de la obra de Blake,
283
pudo escribir a propósito de él en 1868: «Servir al arte y amar la libertad
le parecían las dos cosas (si es que no son la misma) dignas de la vida
de un hombre».
A Blake la industrialización le hacía vomitar y, aunque parece que
no hace alusión alguna a los ludditas en sus escritos, lo cierto es que
combatía a los mismos enemigos que ellos. El espíritu que guiaba su
punta seca inspiraba igualmente al martillo luddita. A la vista de las
fábricas de armamento que proliferaban para alimentar con cañones la
interminable guerra, Blake presintió qué tipo de lógica de muerte esta-
ba en juego en los engranajes de las máquinas y de las colosales forjas.
Pudo asistir a los comienzos y más tarde a la degradación del paisa-
je urbano, y cobrar conciencia del estrechamiento del espacio en los dis-
tritos rurales, convertidos en pocos decenios en regiones industriales o
agroindustriales. Algo que jamás dejó de maldecir bajo el velo a veces
muy opaco de su esoterismo personal. No obstante, también le daba
por servirse de alegorías transparentes, como en este preludio a Milton
(1804-1809), que, por un quid pro quo póstumo, habría de convertirse
mucho más tarde en el himno oficioso de la nación inglesa:

¿Y aquellos pies en épocas antiguas


Pisaron los verdes montes ingleses?
¿Y Dios contempló su Cordero santo
En las gratas praderas de Inglaterra?
¿Y vieron nuestras nubladas colinas
El gran resplandor del Divino Rostro?
¿Y fue Jerusalén aquí fundada
En medio de los molinos de Satán?
Traigan mi arco de incandescente oro,
Pónganme cerca las flechas del ansia,
Denme mi lanza ¡oh nubes escampen!
¡Hagan que venga mi carro de fuego!
En el Combate Mental seré firme
Y no dormirá la espada en mi mano
Hasta ver Jerusalén construida
Sobre el amable y lozano suelo inglés.
¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta! (Números 11-29).

Contrariamente a tantos versos de Blake, el simbolismo de estos re-


sultaba perfectamente inteligible para sus contemporáneos. El recuer-
do, sin duda fantaseado aquí, de la vieja y alegre Inglaterra rural —en
284
la época bendecida por las santas chuletillas de cordero para todo el
mundo— para empezar es evocado por contraste con los males, tanto
morales como físicos, que la carrera por la ganancia ha infligido a la isla
y sus habitantes. «Jerusalén», alias de la comunidad humana, deberá
edificarse sobre los escombros de los «molinos de Satán», es decir, las
fábricas, lugares de servidumbre, tristeza e ignominia —como se sabe,
esta imagen era empleada de forma corriente por los adversarios de
la industrialización para designar a las primeras fábricas—. El arsenal
del «combate mental», descrito en las dos últimas estrofas (arcos, fle-
chas, lanza, espada...), representa las armas de la crítica y, como insiste
Blake, del deseo. De su manejo depende la preponderancia de una sabi-
duría exaltada de la que «todo el pueblo», como subraya la cita bíblica
que clausura este preludio, debe apropiarse para hacerla realidad. Pero
el tono belicoso, y casi sensual, de estas estrofas supone sobre todo
un llamamiento —apenas velado— a la crítica de las armas, al gran
desmantelamiento, al derrocamiento de los molineros de Satán. Para
Blake, estos últimos, al declarar la guerra a los pobres, han transfor-
mado la sociedad misma en un campo de batalla. Si los argumentos de
los profetas hacen que corra la saliva y el sudor, la prueba decisiva de
la Revuelta hará que corra la sangre antes de hacer que fluya el divino
Semen. Tras la gran Disputa reinará la Armonía entre los hombres,
que estarán en comunión entre ellos mismos y con la naturaleza. Blake
anuncia a la vez a Ludd y los falansterios, las sublevaciones populares
de la era industrial y su programa moral teñido de mesianismo.
Sin duda, ningún tejedor luddita del norte de Inglaterra había leído
las profecías de difusión casi confidencial del londinense Blake. Pero a
trocitos fueron penetrando progresivamente en el folclore restaurado
de la naciente clase obrera, durante mucho tiempo impregnado de reli-
giosidad. De ellas se extrajeron incluso himnos que algunos domingos
todavía cantan las últimas cuadrillas de fieles protestantes en las regio-
nes del país que fueron regiones textiles o mineras.88
88
Se cantan más en América, que se ha mantenido más practicante que
Albión, y en particular en las versiones realizadas por el compositor Otto
Luening. Sabemos que los Cantos de inocencia y de experiencia fueron con-
cebidos por Blake para ser cantados y que él mismo los cantaba entre ami-
gos. En cuanto al preludio a Milton, Hubert Parry le puso música durante
la Primera Guerra Mundial (a fin de elevar la moral de unas tropas que
apenas se preocupaban de morir por Dios y por el rey) y fue rebautizado
como Jerusalén. A menudo resuena en los graderíos de los estadios. Dado
285
el papel estrictamente espectacular de la actual monarquía británica, este
canto criptoluddita hace las veces de himno nacional para la mayoría de los
ingleses (el propio Jorge V decía preferirlo como tal). Si bien los equívocos
blakeanos y la potencia simbólica de estos versos se han perdido para la
gran mayoría (que no ve en ellos más que un canto patriótico), al menos
han servido para popularizar la expresión «dark satanic milis» (oscuros
molinos de Satán), que habitualmente sirve para designar ese paisaje in-
dustrial tan presente en la gris Albión. Una metáfora arcaica y persistente
que dice mucho sobre la nostalgia de los tiempos preindustriales y de las
«gratas praderas» perdidas para siempre.
286
Apéndice II
La religión del trabajo

Nunca perdió más tiempo el águila


que cuando escuchó las lecciones del cuervo.
William Blake

A
finales del mes de mayo de 1812, el reverendo Blakow, pastor
anglicano que oficiaba en la iglesia de San Marcos de Liverpool,
recibía una carta firmada por «Iulius, lugarteniente de los lud-
ditas» en la que se le reprochaban las rastreras palabras pronunciadas
durante un sermón dominical.

Señor:
El pasado domingo permanecí sentado con la más intensa de
las indignaciones y el más profundo de los pesares escuchando
como profanabas el santo templo del Señor con mentiras impías
respecto al infernal Perceval. Según las opiniones de nuestros
más eminentes teólogos, ningún hombre tiene derecho a impo-
ner sus propias opiniones políticas desde lo alto del púlpito ante
ninguna asamblea, y mucho menos a sostenerlas con falseda-
des. Si tal cosa se hubiera producido en un lugar distinto de una
iglesia, mi pistola pronto habría abreviado tus blasfemias. Ten
cuidado, no obstante. De momento te has librado, pero cuan-
do llegue tu hora ni el mismo Príncipe de los Malvados, por el
que rezas, podrá protegerte. Se te ha pesado en la balanza y has
sido declarado culpable; apelo a ti como cristiano para que te
arrepientas. Es evidente que durante demasiado tiempo has sido
una vergüenza para el santo orden de la Cristiandad, y también
el más hipócrita de los hipócritas, preocupado solo por asegu-
rarte los puestos de dos hombres que valen mucho más que tú.
Por eso mereces perecer con tu depravado amo Jorge, el príncipe
cuyo cuerpo será sacrificado a los manes del valeroso patriota
Bellingham —¡que todos aquellos que han hablado en su contra
se arrepientan y viertan lágrimas de sangre!—, porque voy a de-
rrocarlo, derrocarlo, derrocarlo. Así ha sido decretado.
Soy tu eterno enemigo y el del príncipe.

Desde la cristianización de Inglaterra en el siglo vii, la Iglesia oficial,

287
primero católica y después anglicana, había predicado a los pobres las
virtudes de la sumisión y la abnegación, aunque nunca había dejado
de encontrarse muchas dificultades en su empresa. Como habían de-
mostrado de forma fulgurante los motines de Gordon en 1780, al alba
de la Revolución Industrial dicha Iglesia no ejercía ya más que una in-
fluencia irrisoria sobre una plebe urbana a la que asqueaba. Los vicarios
anglicanos, notables de sinecura, formaban el vivero del partido tory,
y esto bastaba para que fueran execrados por el pueblo y aún más por
los ludditas. Estos hombres de negro, altivos aunque parasitarios —tal
como Charlotte Brontë los pintó, no sin ironía, en Shirley— evitaban el
contacto con el pueblo llano al tiempo que huían de las controversias
doctrinales que habrían podido perturbar la tranquilidad de su minis-
terio. Entregados por completo a sus pequeñas intrigas provincianas y
a sus ambiciones episcopales (o a sus queridos estudios, pues no eran
pocos los que presumían de erudición y habilidades literarias), dejaban
de buena gana el entusiasmo místico y el rigorismo a los cultos calvi-
nistas en competencia.
Los pobres, y sobre todo los tejedores, desconfiaban desde siempre
de un clero al servicio de la Corona, nacido entre la gentry y, en con-
secuencia, inclinado a despreciarlos. En las regiones industriales y en
Londres, el pueblo se adscribía mayoritariamente a las sectas evangéli-
cas y pietistas que se habían ganado un amplio apoyo entre los artesa-
nos y los tenderos desde comienzos del siglo xvii. Si el calvinismo y el
puritanismo ofrecían una base teológica común a las distintas corrien-
tes protestantes, ciertas sectas locales y efímeras prolongaban las ilu-
minaciones milenaristas de los Extravagantes y otros Temblones, muy
populares durante la primera Revolución inglesa de 1642. Procedentes
por lo general del pueblo llano, jugaban tanto con la emoción mística,
que sabían provocar y exacerbar de maravilla, como con las reivindi-
caciones de justicia social debidamente ornamentadas con citas bíbli-
cas. Otras, más perennes, perpetuaban las innovaciones religiosas de la
época heroica del protestantismo, pero ya sin sabor sedicioso de ningún
tipo, la práctica religiosa inconformista se había confinado en la esfera
privada o microcomunitaria. Estas innumerables sectas podían ejercer,
más o menos abiertamente y con una constancia muy desigual, cierta
presión política y social. En ocasiones pretendían guiar los ánimos del
pueblo para refrenar el poder del clero anglicano o conjurar la amenaza
de una restauración católica, una pesadilla recurrente muy eficaz para
288
reavivar la ira de las multitudes en la tierra de Albión.
Una de esas sectas, fundada en Oxford por el predicador y teólogo
fohn Wesley a mediados del siglo xviii, supo elevarse por encima de
las demás tanto por el éxito de su proselitismo como por su pertinaz
influencia moral en la «sociedad civil». Ataviados con el nombre de
«metodismo», de resonancias cartesianas, los principios de esta disi-
dencia del anglicanismo, sin duda desprovistos de toda fantasía, fueron
elaborados por Wesley como reacción al evidente relajamiento de la rica
iglesia anglicana, que, en materia canónica, había adoptado prudente-
mente una posición «latitudinaria» —tolerante y pragmática—, hereda-
da de Locke y de su «cristianismo razonable».
Menos flexible, la doctrina metodista puede resumirse en una teo-
logía luterana simplificada, oscilante entre un predeterminismo suave
y una entrega completa del fiel. Este trasfondo teológico bastante fluido
y fluctuante se conjugaba con un neto rechazo de todos los placeres,
incluso los más insignificantes, y de toda actividad artística e intelectual
aparte de los himnos y los salmos, si bien con un rigorismo menos
repulsivo que el de otras ramas del protestantismo inglés, tan fértil en
excentricidades doctrinales. El proyecto de Wesley consistía en imponer
un pietismo «metódico» —es decir, rígido— y asfixiante en la vida de
todos los días. Dicho proyecto descansaba antes que nada en un culto
desenfrenado por el trabajo y apuntaba abiertamente a la evangeliza-
ción de los pobres para mantenerlos en la obediencia.
Ahora bien, esta nueva religión, imaginada por curtidos conser-
vadores como lo eran Wesley y su sucesor, el muy reaccionario y muy
puritano Jabez Bunting, no estaba desprovista de cierta ambigüedad.
Si bien abocaba a los obreros, al igual que a toda la gente humilde, al
fatalismo ante las desgracias de la existencia —y en consecuencia, ante
el trabajo asalariado—, a cambio les ofrecía un medio para sublimar
la comunidad del trabajo, para definirse como una clase por completo
aparte, con sus especificidades espirituales y culturales y sus intereses
particulares, distintos tanto de los de los artesanos como de los del resto
de los pobres de las ciudades o los pueblos. La organización del culto,
en sus comienzos muy horizontal, también era muy apropiada para
atraer a las clases bajas: las «sociedades locales» formaban «circuitos»
más amplios, presididos por «conferencias anuales» a nivel nacional;
en la mayoría de las ocasiones, la prédica tenía lugar al aire libre; la
afiliación estaba abierta a todo el mundo conforme a un espíritu igua-
289
litario y las sociedades locales se consagraban tanto a la ayuda mutua
como a la propagación de la palabra celestial.
El metodismo se cuenta entre esas estrechas construcciones men-
tales que, como más tarde el leninismo, han florecido en ciertos cere-
bros pequeño-burgueses interesados en evangelizar a las clases laborio-
sas para la salvación del mundo y la perpetuación del orden divino, y
con el propósito de imponerles un modo de vida «virtuoso» y arduo. Al
igual que su indirecto avatar bolchevique, el metodismo militante fue
tomado al pie de la letra y, a medida que el pueblo bajo se proletariza-
ba, se convirtió en una religión casi específicamente obrera, por más
que cosechase algún éxito en el seno de la burguesía, sobre todo la de
provincias. Por otro lado, numerosas sectas disidentes y todavía más
abiertamente «obreristas» fueron surgiendo de ella desde la década de
1790, y en particular el «nuevo metodismo», que en ciertos lugares des-
empeñó un papel activo en el proceso de organización de la clase obrera
ya antes de la década de 1820 y de las primeras victorias sindicales.
El éxito del metodismo tal vez previno una réplica de la Revolución
francesa en Inglaterra durante la década de 1790, y sin duda sirvió para
frenar el contagio luddita veinte años más tarde. Pero también proveyó
de un fondo de disciplina y de solidaridad a la cohesión obrera cuando
las cofradías corporativas y las sociedades secretas tuvieron que mu-
tar en sindicatos reivindicativos. La escuela dominical, la procesión y
la prédica constituían para los pobres otras tantas ocasiones para reu-
nirse. La protección de las sociedades locales a menudo ocultaba bajo
su caritativo propósito los fondos de la ayuda mutua de los obreros,
prohibidos hasta 1824 en virtud de las leyes sobre las coaliciones. Cier-
tamente, los confusos obreros consideraban estimables, con un grado
de convicción por otro lado muy variable, la sobriedad y la seriedad pre-
conizadas en las homilías dominicales, y sin duda juzgaban que los re-
fuerzos del poder divino nunca estaban de más en sus combates. Pero
por encima de todo, y a poco que algún pastor se mostrara complacien-
te, la asamblea parroquial metodista ofrecía a los pobres un lugar en el
que intercambiar puntos de visa e informaciones, donde organizarse y
donde conspirar.
Por otro lado, el clero metodista no dispensaba por prudencia más
que algunos rudimentos de instrucción, que permitían a lo sumo desci-
frar los libros de himnos; los pastores metodistas veían con malos ojos
que su rebaño aprendiese a escribir: tal cosa habría abierto a los pobres
290
demasiadas posibilidades sediciosas de comunicación... Pero muchos
de estos últimos no podían darse por satisfechos con tan escasa ilustra-
ción, y la curiosidad a menudo completaba lo que la adoración de las
Sagradas Escrituras había iniciado. En los cantos dominicales, sobre
todo, se producía la fusión física, y a veces extática, de las comunidades
locales. Los himnos, que trasponían en metáforas bíblicas los deseos y
las quejas de los pobres, eran repetidos por las multitudes cuando estas
se ponían levantiscas. Hay que señalar que las soberbias banderolas de
los distintos gremios y uniones locales, que ornaron los desfiles y mani-
festaciones obreras del siglo xix —antes de acabar en los museos como
tantos otros blasones de la turba—, casi siempre habían sido bordadas
con entusiasmo por parroquianas metodistas, agotadas sin embargo
por la conjunción de las tareas domésticas y el trabajo en la fábrica.
Aparte de las ventajas tácticas procuradas de esta suerte a los po-
bres, el éxito del metodismo se debió a que abría un espacio a la comu-
nión de los explotados, e incluso al trance colectivo, en la vieja tradición
mística de las sectas radicales. Los propios pastores metodistas se que-
jaban a menudo del entusiasmo de sus fieles, que alcanzaba lo sublime
cuando los coros obreros entonaban cantos belicosos como para hacer
temblar los más inexpugnables pilares de las «sinagogas de Satán». Es-
tos cánticos continuarán reuniendo a las multitudes obreras cuando
la cólera las empuje a la calle, en las luchas que salpicarán el siglo del
vapor... y antes de hacer vibrar las tribunas populares de los estadios
británicos del siglo xx.
Por eso el metodismo, tan conservador en materia de doctrina,
no consiguió calmar los ardores obreros más que ofreciendo ocasio-
nes para el desahogo y compensaciones sociales que desbordaban las
consolaciones espirituales que se supone han de ofrecer la piedad y
la «virtud» practicadas con «método». Cuando un pastor abrazaba las
reivindicaciones obreras, en principio era para tratar de moderarlas y al-
terarlas, no sin dañar la ancestral diversidad cultural de una plebe enér-
gica y gallarda. El auge del metodismo fue, sin embargo, de la mano de
la formación de la clase obrera y le permitió preservar algunos restos
de autonomía, al tiempo que se esforzaba por imponer a los pobres
pesados postulados como la inmanencia de la explotación o el poder
redentor del trabajo, que constituían otros tantos obstáculos a su eman-
cipación aquí abajo.
En la época de los ludditas, por lo demás, el movimiento fundado
291
por Wesley estaba dividido más que nunca entre las exigencias de su
base obrera, de donde obtenía toda su fuerza, y los imperativos de sus
ideólogos, que desconfiaban de la «fe de las multitudes». Sus altas es-
feras —constituidas por teólogos universitarios y sacerdotes anglicanos
conversos— acabaron por constituirse en una Iglesia unificada, con sus
obispos y una jerarquía más vertical, siguiendo el ejemplo de América
del Norte, donde existía una iglesia episcopal metodista desde 1784.
Esta tendencia a la institucionalización prosiguió a lo largo de todo el
siglo xix hasta dar lugar a las tibias sucursales evangélicas del anglica-
nismo en que se han convertido las iglesias metodistas de hoy.
En cuanto al metodismo popular, el de los predicadores que actua-
ban en contacto con las poblaciones obreras, se atribuyó en la década de
1810 un doble deber moral, operatorio aunque un tanto contradictorio:
reformar los vicios de los pobres mediante una presión puritana cons-
tante sobre la vida cotidiana de los fieles y, al mismo tiempo, defender-
los frente a las iniquidades más graves de los magistrados y la impía
voracidad de los patronos.89
El proceso de mediación social que se encontraba en el origen del
metodismo se vio desviado de esta manera tanto por el surgimiento de
nuevos antagonismos como por el propio fervor con el que se encontró
sin quererlo; un fervor, por otro lado, sin el cual ninguna religión podría
propagarse. Los excesos de los fieles ponían en un aprieto al alto clero
metodista, que tenía cuentas contraídas con las clases dirigentes, pero
constituían el principal medio de desarrollo para un culto de fundación
tan reciente, que se había dado como misión evangelizar y domesticar a
la «multitud tumultuosa». Su ideología prescribía a los fieles ofrecerse
como pasto al Moloch-máquina y les negaba el derecho al menor placer.
De hecho, concurrió al alumbramiento de un nuevo orden basado en la
más escrupulosa coerción y en la inhibición permanente. Para los po-

89
Sobre todo, cuando dichos patronos eran adeptos de las sectas protestan-
tes rivales, aburguesadas desde hacía mucho tiempo (como la de los cuá-
queros, odiados por los pobres). Y los fabricantes y los negociantes lo eran
frecuentemente, al menos aquellos a los que el materialismo mercantil no
había llevado lógicamente a dudar de los dogmas cristianos, o incluso a
renegar o a burlarse de ellos. Muchos otros se esmeraban por ignorar las
virtudes cristianas, sin combatirlas ni criticarlas, en nombre del pragma-
tismo que preconizaba el utilitarista Bentham, un ateo que por lo demás
encontraba una preciosa utilidad en las creencias religiosas: la de imponer
disciplina y docilidad a los asalariados.
292
bres, los beneficios históricos del metodismo se revelaban tan limitados
como equívocos.
La influencia moral de los pastores metodistas debilitaba el juicio
crítico de los obreros, a los cuales predicaban incansablemente la pa-
ciencia frente a las desgracias de la época y la sumisión a las jerarquías
sociales. Atenuaron así las capacidades de resistencia mental del fiel
ante la nueva disciplina del trabajo y el sistema de la fábrica. Donde-
quiera que esos servidores del Altísimo ocupaban una posición de fuer-
za, imponían el ostracismo contra los libertinos y los infieles, los borra-
chos y los rebeldes. Su odio visceral al papismo levantaba por añadidura
una barrera suplementaria entre sus fieles y los inmigrantes irlandeses,
por no hablar de las querellas entre capillas que les enfrentaban a otras
sectas o dividían a las distintas tendencias del metodismo. Todo esto
nos lleva a relativizar el papel desempeñado por este último en la cohe-
sión social de las capas más modestas de la sociedad: la solidaridad y
la combatividad obreras que nacieron con él se expandieron a su pesar.
La influencia de los pocos predicadores metodistas que abrazaban
abiertamente la causa de los obreros frente a los patronos y los ma-
gistrados se limitaba a ciertas regiones, especialmente aquellas donde
estalló la cólera de Ludd. En cualquier caso, su discurso seguía siendo
extremadamente moralizador y la crítica del salario les resultaba aje-
na. Aunque representantes a menudo sinceros de las reivindicaciones
de sus corderos, no estaban por ello menos convencidos de su misión
principal: sustituir en sus pequeños rebaños las inclinaciones de los
pobres a la turbulencia y al goce por el «temor de Dios» y la «decencia»
que lleva aparejada —y de la cual tenían una concepción de lo más
restrictiva—.
Estas contradicciones del metodismo hicieron que no solamente
estuviera muy extendido entre las clases laboriosas (en particular entre
los tejedores, pero también entre los mineros, los marinos y los jorna-
leros agrícolas), sino también entre los fabricantes. Muchos artesanos
metodistas, o bien sus hijos, se habían convertido al alba del siglo xix
en dueños de una forja o una fábrica; estos fieles practicaban un me-
todismo más hipócrita que ferviente, y sus herederos tendrán mucho
que ver en la deriva moralizante de la burguesía victoriana. De ahí que
esta secta estuviera en condiciones óptimas para desempeñar un papel
de intermediaria entre esas dos clases enfrentadas por conflictos conti-
nuos, moderando así los ardores subversivos de los obreros y, al mismo
293
tiempo, procurándoles de vez en cuando algo con lo que entretenerse.
Dicho papel contenía en germen el recurso permanente o puntual a la
negociación, que, de forma más rápida y más segura que las reformas
legales y el pleno acceso a los derechos civiles, permitió la progresiva
satisfacción de las reivindicaciones más apremiantes de la clase obrera,
por más que la naturaleza misma de esas reivindicaciones se viese al-
terada por largos decenios de un proceso de aniquilación en el que los
notables y los clérigos metodistas ocuparon un lugar destacado.
Señalemos, a este respecto, que el metodismo recuperará en parte
la adhesión de los tejedores después de la extinción del movimiento
luddita y al mismo tiempo que nacía un poderoso movimiento sindical
de negociación en el sector textil. Habiendo fracasado el recurso a las
armas en su intento de provocar el gran derrocamiento, a los vencidos
les parecía que la salvación no podía venir más que de la defensa, tanto
parroquial como sindical, de las comunidades obreras asediadas por el
nuevo curso de la economía.

No es ninguna extravagancia adelantar que el metodismo contribuyó


grandemente no solo a dar forma al sindicalismo, sino también al so-
cialismo en Inglaterra e incluso allende los mares. Ciertamente, los
diversos teóricos de la igualdad y los diseñadores de la utopía —des-
de los jugueteos pantisocráticos del joven Coleridge hasta las visiones
más sutiles del bueno de Morris,90 pasando por los sueños de armonía
social de Owen—,91 no se preocupaban en este país de la religión salvo
90
William Morris (1834-1896) era un decorador de renombre, cercano a
los pintores prerrafaelitas y hostil al estilo industrial que se imponía por
entonces en las artes. Esto no le impidió ser un militante socialista y al
mismo tiempo un utopista y un crítico muy fino de la sociedad mercantil y
de la uniformidad que esta imponía ya en todo. Es autor de Noticias de Nin-
guna Parte, que hizo publicar antes de su muerte. [Para un acercamiento
a la obra de Morris recomendamos encarecidamente la lectura de William
Morris, Cómo vivimos y cómo podríamos vivir. Pepitas de calabaza, Logroño,
2013. Cuarta edición].
91
Hijo de un obrero guarnicionero, Robert Owen se transformó rápida-
mente en un industrial muy emprendedor. En 1799, se casó con la hija
del propietario de la ultramoderna hilatura de New Lanark, en Escocia, y,
gracias al apoyo de ciertos banqueros de Mánchester, se convirtió en uno
de los principales patronos del sector textil. Impulsado por ideas filantró-
picas, hizo construir una escuela en el pueblo que había surgido junto a
la fábrica y se negó a contratar a niños menores de diez años. Se esforzó
por propagar su ejemplo publicando libros y dando conferencias. Opuesto
294
para criticar el nefasto papel de las creencias caducas y de lo irracio-
nal, denunciando de paso la hipocresía o la neurótica austeridad de los
hombres de Dios. Sin embargo, si exceptuamos a Shelley, el ateísmo
inglés nunca alcanzó la misma virulencia que en Francia o en España.
En tierras latinas, el catolicismo institucional invitaba a la blasfemia y
espoleaba el descreimiento hasta los extremos debido tanto al arcaísmo
de sus dogmas y sus ritos como al monopolio, tan violento como tras-
nochado, que pretendía ejercer sobre las almas. Más tolerante por
necesidad y habiendo preservado la isla del fanatismo a la romana
tanto como del feroz anticlericalismo que le daba la réplica en el país de
Voltaire, el protestantismo a la inglesa perpetuó durante mucho tiem-
po, y en todas las clases, un fondo de religiosidad muy atenuado por el
common sense mercantil, aunque difuso y poco cuestionado. Además,
el declive lento y progresivo de la práctica religiosa se produjo en In-
glaterra por la fuerza de las cosas, en un mundo que trocaba sus viejos
ídolos por nuevos fetiches y sus viejos misterios por nuevas mistifica-
ciones: en la actualidad, sus templos son los hipermercados, sus sumos
sacerdotes son bufones mediáticos y su Jerusalén se encuentra en Wall
Street.
El legado del metodismo y su huella en el movimiento obrero no
son de naturaleza teológica, sino moral. Aparte de su pragmatismo mo-
derador y su capacidad para organizar a las multitudes, el primero ha
transmitido al segundo esa propensión a la inhibición física y mental
que ya exaltaban los puritanos de los tiempos de Cromwell y que es
indisociable de la ideología del trabajo salvador. Si uno lo analiza bien,
constata que esa miseria de los sentidos y del espíritu —ese gusto por
el aburrimiento, ese miedo a la autonomía, ese rechazo de la vida— es

al clero anglicano y a la moral religiosa, se propuso perfilar los contornos


de una nueva ética social, más igualitaria y fraternal. Decepcionado por las
reacciones de sus pares y de las autoridades, fue radicalizándose cada vez
más y en 1825 financió el establecimiento de una comunidad utópica en
Indiana, cuya dirección confió a su hijo Robert Dale Owen. En 1827 decidió
vender New Lanark para consagrarse a sus trabajos teóricos y a sus cam-
pañas para mejorar la suerte de la dase obrera. En 1834, este patrón parti-
cipó activamente en la fundación del primer sindicato obrero nacional de
Gran Bretaña, Grand National Consolidated Trade Union, y en 1835 fundó
la Asociación de Todas las Clases y Todas las Naciones, cuyo nombre habla
bastante a las claras de su proyecto consensual y humanista. Este padre
fundador del socialismo inglés continuó abogando por un «nuevo orden
moral» hasta su muerte en 1858.
295
la sustancia misma del espíritu mercantil, pues sirve de fundamento
a la docilidad del ganado asalariado, sin la cual la sociedad capitalista
tendría grandes dificultades para perpetuarse. No es, pues, casual que
el culto al trabajo —y con él, el culto a las máquinas, que es a la aliena-
ción mercantil lo que los altares fueron para la alienación religiosa—
resulte ser común, más allá de las querellas alimenticias, a las variantes
«liberales» y «socialistas» de la ideología oficial: sigue siendo el mejor
garante de la servidumbre voluntaria y constituye, por su arraigo, «la
más eficaz de las policías».92

92 Como recuerda Nietzsche en Aurora (aforismo 173: Los defensores del


trabajo).
296
Apéndice III
Las aventuras
del capitán Swing

T
rece años después de los últimos fulgores ludditas, las regio-
nes agrícolas inglesas conocieron una larga serie de motines,
incendios y destrucciones de máquinas. Aquí el general Ludd
cambió de nombre y de grado para transformarse en el capitán Swing,
signatario no menos vehemente de cartas de amenaza y de proclama-
ciones. Las máquinas odiosas para los trabajadores agrícolas eran, en
este caso, las trilladoras mecánicas que los granjeros incorporaban por
iniciativa de los terratenientes ávidos de rentas. Además eran animados
a ello por las autoridades, preocupadas por mantener la autosuficiencia
alimentaria de una población que se había puesto a crecer muy rápida-
mente. Muertos de hambre y aún más de desamparo, los compañeros
del capitán Swing, como los de Ludd antes que ellos, destruían esas
máquinas porque les robaban el empleo. Constataban que su introduc-
ción en el trabajo de la tierra participaba de la disolución de los vínculos
comunitarios, los cuales, a pesar de todo, habían perdurado más en el
campo que en la ciudad o en las regiones industriales. Las trilladoras
afectaban a la actividad nutricia y ancestral por excelencia, pero venían
a sustituir a una dura labor, que lo era aún más porque los obreros
agrícolas trabajaban para otro como bestias de carga, hostigados por
rabiosos cerberos.
Iniciada en agosto de 1830 en Kent, en el extremo sur del país,
esta revuelta tuvo en principio algo de jacquerie local, antes de teñirse
rápidamente de radicalismo y de propagarse hasta la frontera con Esco-
cia. La cosecha de 1829 había sido mala, provocó al invierno siguiente
una verdadera hambruna entre los jornaleros y todo el pueblo llano
de la campiña. Este último, por otro lado, estaba cansado de sufrir las
pequeñas tiranías, la altivez o la condescendencia de los pastores angli-
canos, los nobles de medio pelo, los rentistas y los grandes granjeros
que componían la clase propietaria en el medio rural y que exprimían a
los pobres tanto como podían.

299
La introducción del maquinismo en la producción agrícola inquie-
taba e irritaba a los asalariados del campo, pues permitía presagiar que
el campo mismo se convertiría en una fábrica, destruyendo así su modo
de vida y su relación con el tiempo y con la actividad. Y percibían con
claridad que este proceso agravaría su perpetuo deterioro sin que pudie-
ran ir a venderse a la ciudad. En cuanto a los «beneficios» de la Revolu-
ción Industrial —los «frutos del crecimiento», es decir, el considerable
enriquecimiento de los mercaderes y los fabricantes que favorecía la
prosperidad de las clases medias urbanas e incluso los primeros incre-
mentos del poder adquisitivo de ciertas profesiones obreras, arranca-
dos gracias a las coaliciones y las huelgas—, nadie pensaba seriamen-
te, aparte de ciertos comentaristas radicales como William Cobbett, en
compartirlos con los trabajadores agrícolas, que constituían el estrato
más despreciado y más impúdicamente explotado de la población.
Estas nuevas penurias hacían todavía más insoportables las anti-
guas, pues desde siempre los jornaleros habían vivido en la mayor de
las pobrezas y en la más abyecta de las sumisiones, y todavía tenían que
pagar pesados impuestos locales, en particular un diezmo a la Iglesia
anglicana, y el alquiler a los landlords. Estos últimos se servían a menu-
do, y en ocasiones abusaban, de prerrogativas de tipo feudal, cuando por
lo general no habían puesto la mano en la tierra más que para favorecer
los enclosures impuestos desde mediados del siglo xviii por las autorida-
des para privar a las poblaciones rurales de las tierras comunales. Hay
que señalar que, como consecuencia de este formidable movimiento de
concentración y de racionalización de la propiedad rural, los campesi-
nos que disponían de una parcela de la que podían extraer lo esencial
para su subsistencia se habían convertido en algo muy raro en Ingla-
terra. El grueso de la población rural estaba compuesto por proletarios
sobrantes a merced de grandes granjeros, de grandes propietarios y de
sargentos reclutadores del ejército, la marina mercante o la industria.
La progresiva desaparición de la «armonía» aldeana predominante an-
taño —cuando religión y paternalismo legitimaban las jerarquías tra-
dicionales e imponían límites a los abusos de los grandes— hacía que
las punciones fiscales heredadas del feudalismo resultasen tan odiosas
a los plebeyos como las máquinas concebidas por Satán para despojar a
los pobres de su sustento y de sus costumbres.
Las turbulencias de Swing apenas se distinguirían de las de Ludd
si no fuera por su contexto estrictamente rural y el grado más rudi-
300
mentario de organización y de conciencia política de los campesinos
sin tierra. Los campos ingleses no estaban, sin embargo, apartados del
mundo y las nuevas ideas circulaban por ellos. Los artesanos estable-
cidos en los burgos rurales (en particular los zapateros, cuya erudición
era proverbial) servían de vínculo entre los trabajadores agrícolas y la
crítica radical que florecía en las regiones industriales y en las ciuda-
des. Por otro lado, la extensión de la red de carreteras y los progresos
alcanzados en los medios de comunicación y de transporte, a la escala
de un país poco extenso y relativamente desprovisto de disparidades
culturales, atenuaban notablemente el aislamiento de los pueblos y de
sus habitantes.
En tales condiciones, los disturbios de Kent no tardaron en exten-
derse al vecino Sussex, y después a más de una treintena de condados
e incluso hasta la septentrional Cumberland. En el sudeste de Inglate-
rra, por ejemplo, las intervenciones del capitán Swing se desarrollaban
generalmente como sigue: tras haber enviado una advertencia escrita
a aquellos con los que estaba descontento, hacía que algunos hombres
enmascarados quemasen de noche unas cuantas pacas de heno o algu-
nas reservas de grano, o bien alguna que otra máquina de trillar. Los
jornaleros, que constituían el grueso de la población rural, se reunían al
día siguiente ante el presbiterio para exigir al vicario local que bajase el
diezmo, y en la mayoría de las ocasiones lo conseguían, hasta tal punto
se mostraban decididos. Los granjeros eran convocados a continuación
a una asamblea aldeana, donde se les conminaba a renunciar al uso de
las trilladoras mecánicas y aumentar los salarios a la tarifa cotidiana,
por lo demás poco exorbitante, de dos chelines y seis peniques. Aque-
llos que aceptaban las exigencias, a menudo mediante un compromiso
escrito, pagaban a continuación una ronda para todos y no había más
que hablar. Pero quienes no se conformaban recibían la visita noctur-
na de una escuadra incendiara enviada por el capitán Swing o bien la
visita, aún más temida si cabe, del «populacho» al salir de la taberna el
sábado por la noche. Finalmente, los jornaleros se aprovechaban de su
posición de fuerza y del temor que despertaba Swing para expulsar del
pueblo a los capataces más detestados a causa de su dureza o de sus
prevaricaciones. Los desfacedores de entuertos actuaban a menudo con
el rostro descubierto, seguros como estaban del apoyo de la masa de los
jornaleros e incluso de ciertos pequeños granjeros u otros miembros de
la clase media del campo —maestros artesanos, taberneros, maestros
301
de escuela— que compartían sus inquietudes frente al triunfo del capi-
talismo rural o simplemente se sentían solidarios de sus vecinos, más
desfavorecidos que ellos.
Tras varias peripecias y algunos sobresaltos, la cólera de Swing aca-
bó, como la de Ludd, por apagarse, pero sin que la Corona tuviese que
movilizar a sus tropas y sus esbirros, como había creído necesario hacer
contra los ludditas; ciertos magistrados se mostraron, por otro lado,
comprensivos con los rompedores de máquinas agrícolas y la represión
fue menos brutal que en 1812. Esta reviviscencia luddita determinó a la
clase política a reformar y racionalizar el sistema electoral sin más tar-
danza, aunque sin ampliar el derecho al voto a las clases bajas y menos
aún a los jornaleros, y endureciendo todavía más las leyes de pobres.
Las muy recientes jomadas de julio de 1830 en París, seguidas de la
revolución belga al mes siguiente, reavivaron de este lado del canal de
la Mancha nuevas esperanzas revolucionarias, y de hecho las tropas del
capitán Swing enarbolaban en sus emociones, aparte de las banderas
negras de la pura desesperación, las banderas tricolores del universalis-
mo republicano. Mientras la Santa Alianza de las dinastías decrépitas
—que las armas inglesas, junto con las del zar, habían impuesto en
toda Europa— se tambaleaba sobre sus cimientos, el monopolio del
poder que ejercían los tories después de cuarenta años tocaba a su fin.
Desgastados hasta más no poder, estos políticos caducos y como fuera
del siglo debían adaptarse a las consecuencias de la Revolución Indus-
trial o desaparecer. La reforma parlamentaria exigida por los liberales y
los modernistas —un sufragio censitario ampliado a toda la clase me-
dia y la supresión de los «burgos podridos» (circunscripciones electora-
les confeccionadas a medida para la aristocracia corrompida)— parecía
ineluctable a no ser que se quisiera afrontar de forma aventurada, tal
como había intentado Carlos X en Francia con sus calamitosas orde-
nanzas, un frente común de las burguesías y las clases medias.
Las escaramuzas del capitán Swing93 dieron a conocer la miseria
del campo y provocaron que en ciertos lugares los propietarios se mos-
traran más transigentes. Pero sobre todo estimularon los ardores mi-
litantes del pueblo llano, que habrían de expresarse en el movimiento
cartista a lo largo de los años sucesivos.
93
Ver el estudio de Eric Hobsbawm y George Rudé (Captain Swing, Phoenix
Press, 2001) sobre esta rebelión de los obreros agrícolas para conocerla en
detalle y calibrar su importancia.
302
Emblema neoluddita
Apostilla
La máscara de Ludd

A
finales del siglo pasado aparecieron distintas corrientes de pen-
samiento que reivindicaban a los ludditas o se asemejaban a
la idea habitual, aunque artificial, de la figura del luddita tec-
nófobo. En la estela del 1984 de Orwell, un género popular como la
ciencia ficción había descrito toda suerte de «distopías» en las que las
megamáquinas someten al hombre y a la naturaleza o los conducen
a diversas catástrofes. Alimentado tanto por estas fábulas proféticas
(en ocasiones, «autocumplidas») y por la «contracultura» de los años
1965-197894 como por las preciosas enseñanzas de un Ellul o de un
Mumford, el neoluddismo engloba opiniones muy diversas sobre los
males del mundo y los medios para remediarlos. Las de los ecologistas
tecnófobos que pretenden gestionar de forma «sostenible» la economía
mercantil tienen, por ejemplo, muy poco que ver con el extremismo
radical de los primitivistas que quieren acabar con «la» civilización. Y
los ecologistas radicales que practican la acción directa, a veces violen-
ta, para oponerse a los letales avances de la domesticación obedecen a
motivaciones completamente distintas que los nostálgicos de un capi-
talismo y un Estado menos dotados de herramientas de intrusión y de
control.
Kirkpatrick Sale pertenece a estos últimos. Tras haber vestido
a Ludd con los ropajes de un «rebelde contra el futuro» —una suer-
te de pionero del ecologismo—, este controvertido historiador de los
disturbios ludditas quiso fundar, con el cambio de siglo, una de esas
comuniones «posmodernas» —es decir, teñidas de simulacro y de
confusión— que tienden la mano a todos los tecnófobos siempre que
sean no-violentos (lo que sin duda no resulta muy luddita). Durante
algún tiempo, Sale consideró su misión dar la voz de alarma ante los
94
Ver La banda de la tenaza de Edward Abbey (Berenice, 2012), una jubilosa
novela publicada en 1975 en los Estados Unidos que pone en escena a algu-
nos pintorescos saboteadores tratando de proteger la naturaleza salvaje de
los estragos que la «Máquina» comete contra ella. Los militantes ecogue-
rreros de Earth Fist! se refieren con sumo gusto a esta obra de ficción que
prefigura su modo de acción.
305
pequeño-burgueses cultivados que temen, con alguna razón, perder su
alma por verse sepultados bajo prótesis electrónicas de las que cada vez
les cuesta más prescindir. Quiso probar su «luddismo» machacando a
martillazos un ordenador fuera de servicio durante una conferencia de
prensa y antes de organizar una serie de congresos de neoluddismo que
le permitieron pasar revista a sus escasas tropas, y en los cuales se de-
batió en particular, y no sin cierta agria controversia, sobre el lugar del
papel higiénico en una sociedad liberada del fardo tecnológico. En esa
misma época, el primitivista Ted Kaczinsky, apodado Unabomber por
los medios, era capturado en su guarida por el fbi tras haber cometido
numerosos atentados con carta bomba contra varios científicos, y des-
pués de que los activistas ecologistas americanos incendiasen algunos
4x4 o saboteasen algunas excavadoras...
Con algunas raras excepciones, este neoluddismo, que abarca un
amplio abanico de opiniones, de «subculturas» y de delirios, se asemeja
más a una forma más o menos radical de ecología política que a una crí-
tica lúcida o profunda del sistema. Sus diferentes componentes tienen
en común el no ver, a propósito o por ignorancia, en los ludditas ingle-
ses de la Regencia más que a rompedores de máquinas movidos por la
misma tecnofobia que ellos. Por provocación, han tomado su nombre
en préstamo y rescriben pro domo sua la vulgata del luddita oscurantista
para transformarla en mito del luddita defensor de la naturaleza. A sus
ojos, los ludditas eran diversos enemigos del progreso (pero con razo-
nes para serlo), impulsados por una visión premonitoria que contenía
en germen el rechazo de un mundo enteramente sometido a las máqui-
nas y asfixiado por la alienación tecnológica. Pero si esta prevalece casi
por completo hoy en día —aunque las técnicas, por muy refinadas que
se hayan vuelto, no hacen ni han hecho nunca otra cosa más que cris-
talizar relaciones sociales regidas por cierto modo de explotación—, en
la época de las guerras napoleónicas, no era sino muy abstractamente
concebible, y además de forma muy aleatoria.
Dicho esto, la diferencia entre tecnófobos gruñones (que hacen
llamamientos en Internet contra la informatización total) y «guerre-
ros de la vida» (que asumen enormes riesgos en defensa de la madre
naturaleza) es fácil de descubrir en el abismo que separa sus prácticas
respectivas, ya sea en la vida cotidiana o en los métodos de resistencia.
Lo que, no obstante, tienen en común, aparte de su odio variable por
las máquinas, es la debilidad de su proyecto social: mientras que los
306
ludditas luchaban contra la avaricia de los patronos y para preservar
una dignidad popular colectiva, sus supuestos émulos de hoy parecen
preocuparse sobre todo por preservar su autonomía individual frente al
dominio de las máquinas, o bien, en el caso de los más empáticos, de
volver a poner a la humanidad en el camino de una vida más «natural».
Estos dos objetivos —a los que algunos aspiran manteniéndose
más o menos al margen de la sociedad y otros organizando contra ella
una guerrilla más o menos estructurada— son en sí mismos eminen-
temente loables. Pero su realización no puede contemplarse más que
con la abolición del sistema mercantil, pues es innegablemente la natu-
raleza mercantil de las técnicas modernas lo que las hace nocivas para
el cuerpo y el espíritu, para la naturaleza y la vida. El vasto sabotaje que
preconizamos no tendrá sentido y fecundidad más que si nace de una
nueva solidaridad heterogénea, basada en relaciones de producción li-
beradas de la propiedad privada y del comercio, esas dos inagotables
fuentes de alergia al otro y a los seres vivos.
Ahora bien, esta abolición del salario, esta puesta en común ge-
neralizada, no puede producirse como retorno a las relaciones de pro-
ducción anteriores, por mucho que fueran las del comunismo pastoral
o primitivo, únicamente practicable tras una reducción demográfica
apocalíptica. Algo que parece escapárseles a fustigadores del «totalita-
rismo tecnológico» tan radicales como John Zerzan95 u otros adeptos
del retorno a los tiempos preagrícolas. En cuanto a los tibios «decrecen-
tistas», de buena gana se contentarían con un capitalismo virtuoso, di-
rigido y regulado, «limpio» y equitativo, que por fin estaría en simbiosis
con el entorno físico y con la naturaleza humana. En esto son todavía
más insensatamente utópicos que los primitivistas, pues una catástrofe
mundial antropogénica parece hoy más plausible que una renuncia vo-
luntaria a la carrera por la ganancia a la que se entregan, con un frenesí
cada vez más creciente, los gestores de los sistemas jerarquizados de
producción y de representación.
95
Se puede hacer una aproximación a su pensamiento leyendo Futuro pri-
mitivo (Numa Editorial, 1994) y Aux Sources de l’aliénation (L’insomniaque,
1999). Basándose especialmente en las investigaciones de los antropólo-
gos, Zerzan llega a poner en cuestión, aparte del sistema industrial, toda
forma de agricultura —incluso artesanal—, toda medida de las cosas, y
hasta el lenguaje mismo, por tratarse en todos los casos de mediaciones
que, según él, separan al hombre de su ser genérico de forma completa-
mente nociva.
307
Cronología de la rebelión luddita
Alrededor de Nottingham:
La revuelta de los medieros
1811
11 de marzo: manifestación de protesta de los medieros en la plaza del
mercado de Nottingham contra los fabricantes que han adquirido tela-
res de bastidor amplio. Destrucción de unos sesenta telares en la vecina
localidad de Amold.
16-23 de marzo: ola de destrucción de máquinas; más de cien telares
son destruidos en los pueblos de Nottinghamshire y Derbyshire.
10 de noviembre: muerte del luddita John Wesdey durante un asalto
luddita contra una fábrica en Bulwell. Una docena de telares destruidos
en Kimberley.
13 de noviembre: setenta telares destruidos en Sutton-in-Ashfield du-
rante un asalto llevado a cabo por un millar de personas.
18 de noviembre: numerosas cartas anónimas de amenaza dirigidas
contra los fabricantes son enviadas en toda la región.
23 de noviembre - 15 de diciembre: la destrucción de máquinas es algo
casi cotidiano en la región. Tras extenderse a Leicestershire, la cifra de
máquinas destruidas se eleva a los dos centenares.
El gobierno envía tropas para proteger a los fabricantes, acorralar a
los ludditas y reprimir eventuales motines.
21-28 de diciembre: los «hombres de Ned Ludd» llevan a cabo el robo
de armas y dinero en Derbyshire. Una buena cantidad de telares son
destruidos en Nottingham, Basford y Arnold.
1812
3 de enero: se reanuda la destrucción de máquinas en Basford y Bulwell.
4-29 de enero: más de doscientos telares son destruidos en toda la re-
gión.
1-7 de febrero: baja el ritmo de destrucciones en la región.

309
11 de febrero: Gravenor Henson inicia una campaña a favor de una ley
que proteja la profesión a medieros y encajeros.
14-21 de febrero: la destrucción de máquinas se convierte en algo espo-
rádico en los alrededores de Nottingham.
27 de febrero: confirmando el voto de la Cámara de los Comunes, la
Cámara de los Lores vota una ley que establece la pena de muerte por la
destrucción de máquinas.
17 de marzo: proceso contra diez hombres acusados de destruir máqui-
nas o de complicidad con los ludditas; Benjamín Hancock, de veintiún
años, y Joseph Peck, de diecisiete, son condenados a diecisiete años de
deportación en Australia. Gervas Marshall, de diecisiete años, George
Green, de veintiuno, y Robert Poley, de dieciséis, reciben el mismo cas-
tigo aunque durante siete años menos. Los demás son absueltos.
25 de julio: ya mutilada por la Cámara de los Comunes, una propo-
sición de ley inspirada en la petición de Henson es rechazada por la
Cámara de los Lores.
11 de septiembre: motín del pan en Nottingham.

Alrededor de Leeds: la revuelta


de los tundidores de paños

1812
18 de enero: tentativa de incendio de la fábrica de Oatlands, cerca de
Leeds.
22 de febrero: asalto contra las fábricas de los alrededores de Hudders-
field y destrucción de tundidoras mecánicas.
25 de febrero: devastación de la fábrica de William Hinchliffe.
5-15 de marzo: sucesión de máquinas destruidas en los alrededores de
Huddersfield.
24 de marzo: devastación de la fábrica de William Thompson en Raw-
don a manos de una multitud luddita; son destruidas cuarenta máqui-
nas, así como todo el mobiliario, todas las ventanas y tres rollos de lana.
25 de marzo: dieciocho rollos de lana destruidos en la fábrica de Dic-
kenson, Carr & Co. en Leeds.

310
1 de abril: se aprueba el Edicto de Vigilancia y Protección en la región
de Huddersfield.
5 de abril: triple asalto luddita contra las fábricas de Holmfirth, Hom
Coat y Honley, durante los cuales son destruidas decenas de cardadoras
y de tundidoras mecánicas.
9 de abril: una multitud de más de trescientas personas armadas des-
truye casi todas las máquinas de la fábrica de Joseph Foster, no lejos de
Wakefield.
11 de abril: ataque abortado contra la fábrica de William Cartwright en
Rawfolds por una multitud de más de ciento cincuenta hombres. Dos
asaltantes resultan muertos.
14 de abril: motines del hambre en Sheffield y Rotterham.
15 de abril: motín en Barnsley.
18 de abril: tentativa de asesinato de William Cartwright.
27 de abril: asesinato del fabricante William Horsfall.
Mayo-junio: acciones de guerrilla en las tandas de Yorkshire. Colecta
forzosa de armas y de fondos.
18 de agosto: motín de mujeres y niños en Leeds encabezado por Lady
Ludd. Motín del hambre en Sheffield.
1813
Enero: proceso de York; diecisiete hombres acusados de ser ludditas,
cuyo cabecilla es George Mellor, son condenados a muerte y ejecutados.

Alrededor de Mánchester:
La revuelta de los tejedores
1812
Febrero: varias cartas de amenaza con referencias a Ludd son enviadas
a los fabricantes de Stockport.
20 de marzo: ataque masivo contra la fábrica de William Radcliffe, pa-
trón e inventor que ha perfeccionado el telar mecánico. El edificio se
libra por poco de ser incendiado.
8 de abril: motín y devastación del Exchange Hall de Mánchester, donde
311
los radicales y los ludditas se unen frente a la tropa.
14 de abril: motín en Stockport; la fábrica de John Goodair es tomada
por asalto y devastada por la multitud, y su residencia es incendiada.
15 de abril: motín en Macdesfield.
18 de abril: motín del hambre en Mánchester.
20 de abril: motines del hambre en Mánchester, Bolton y Ashton. En
Oldham, la multitud ataca la fábrica de Burton en el pueblo vecino de
Middleton. La intervención de la milicia se salda con cinco muertos y
numerosos heridos.
21 de abril: nuevo ataque contra la fábrica de Burton; doscientos hom-
bres incendian la residencia del fabricante. De inmediato las autorida-
des envían a la caballería: seis muertos y varios heridos entre los amo-
tinados.
24 de abril: asalto contra la fábrica de Wroe & Duncroft en Westhough-
ton; el edificio es arrasado y ciento setenta máquinas son destruidas.
25 de mayo: proceso de Chester; de los veintiocho acusados, quince son
condenados a muerte, pero trece de ellos ven su pena conmutada por la
deportación de por vida.
23 de mayo -15 de junio: procesos consecutivos en Lancaster; en total,
de los cincuenta y ocho acusados, ocho son condenados a la horca y
ejecutados, diecisiete son expedidos a Tasmania y trece condenados a
penas de prisión.

Retorno a Nottingham:
los últimos fulgores ludditas
1814
7 de abril: siete tejedoras mecánicas son destruidas en Kimberley.
10 de abril: doce telares de bastidor amplio son destruidos en Castle
Donnington.
Abril - septiembre: un centenar de máquinas es destruido en el trans-
curso de asaltos ludditas esporádicos en Nottingham y su región.
14 de octubre: en New Basford, un tiroteo entre ludditas y policías se
salda con dos muertos.
312
1816
11-13 de mayo: destrucción de máquinas en Loughborough, Derbyshire.
28 de junio: devastación de la gran fábrica de Heathcoat, también en
Loughborough, que provoca enormes daños.
Julio-noviembre: últimos y esporádicos sabotajes ludditas en las Mid-
lands.

Un motín reprimido por los constables de uniforme, en la década de 1840

313
Contra la multitud, los húsares,
ancestros de los antidisturbios
Bibliografía sumaria
En castellano y en francés

E. P. Thompson, La formación de la clase obrera en Inglaterra, Capitán


Swing, Madrid, 2012. Presentación de Antoni Doménech. Traduc-
ción de Jorge Cano.
Kirkpatrick Sale, La Révolte luddite, L’Échappée, París, 2006 (título ori-
ginal: Rebels Against the Future. Se trataba de la única historia de-
tallada del movimiento luddita publicada en francés hasta ahora,
aunque amputada de su noveno capítulo, «The Neo-Luddites», tal
vez considerada demasiado consensual por el editor libertario pari-
sino. Por lo demás, numerosos historiadores, como Kevin Binfield,
han subrayado las libertades que se tomó Sale con los hechos docu-
mentados a fin de apuntalar su posición tecnófoba).
John y Paula Zerzan, ¿Quién mató a Ned Ludd?, Suplemento n.° 3 de
Nada, Barcelona, 1979.
Friedrich Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra, Akal, Ma-
drid, 1976.
Karl Polanyi, La gran transformación. Crítica del liberalismo económico, La
Piqueta, Madrid, 1989. Presentación y traducción de Julia Varela y
Fernando Álvarez-Uría.
Lewis Mumford, El mito de la máquina (Técnica y evolución humana y
El pentágono del poder), Pepitas de calabaza, Logroño, 2010-2011.
Traducción de Arcadio Rigodón y Javier Rodríguez Hidalgo.
Percy Bysshe Shelley, La necesidad del ateísmo y otros escritos de combate,
Pepitas de calabaza, Logroño, 2015. Edición, prólogo y traducción
de Julio Monteverde.
Les Luddites en France, résistance á l’índustrialisatíon et á l’informatisation,
L’Échappée, París, 2010. Recopilación de artículos coordinada por
Cédric Biagini y Guillaume Camino.
Adrián Randall, Befare the Luddites - custom, community and machin-
ery in the English wollen industry, 1776-1809, Cambridge University
Press, Cambridge, 1991.
Brian Bailey, The Luddite Rebellion, Sutton Publishing, Stroud, 1998.
Malcolm Thomis, The Luddites, Machine-Breaking in Regency England,
315
Gregg Reviváis, Aldsershot, 1970.
Kevin Binfield, Writings ofthe Luddites, John Hopkins, Baltimore, 2004.
Recopilación exhaustiva y analítica de cartas ludditas.
Daniel Frederick Edward Sykes y George Henry Walker, Ben O’Bill’s the
Luddite, Lambsbreath Publications, Huddersfield, 1988.
Eric Hobsbawn y George Rudé, Captain Swing, Penguin, London, 2001.
George Rudé, The Crowd in History 1730-1848, Lawrence and Wishart,
London, 1964.
Mike Jay, The Unfartunate Colonel Despard, Bantam Press, New York,
2004.
Alan Brooke y Lesley Kipung, Liberty or Death - radicals, republicans and
luddites, 1793-1823, Workers History Publications, Honley, 1993.
Richard Ingrams, The Life and Adventures of William Cobbett, HarperCol-
lins, Londres, 2005.
E. P. Thompson, Witness Against the Beast, William Blake and the Moral
Law, The New Press, New York, 1993.
Steven E. Jones, Against Technology, From the Luddites to Neo-Luddism,
New York, 2006.

316

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