La Cólera de Ludd-Julius Van Daal
La Cólera de Ludd-Julius Van Daal
La Cólera de Ludd-Julius Van Daal
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prólogo /9
Apólogo del mecanoclasta /16
preludio /21
Apéndice i
La poesía a martillazos /265
Apéndice ii
La religión del trabajo /287
Apéndice iii
Las aventuras del capitán swing /299
Apostilla
La máscara de ludd /305
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Bajo la mirada del amo (y la amenaza de su bastón).
William Hogarth, Los camaradas aprendices en sus telares.
Apólogo del mecanoclasta
Había antaño, en el floreciente reino de Inglaterra, un joven tejedor llamado
Ned Ludd. Maese John, su patrón, no cesaba de reprocharle su pereza, pues
Ned refunfuñaba llegada la hora de la faena, que le impedía andar callejean-
do y le privaba de compartir con los otros muchachos del lugar el tiempo que
estos pasaban zascandileando por ahí, poniéndose morados en las tabernas
o retozando entre el heno con las chicas.
Cierto día, agotado por algunos excesos nocturnos, Ned cayó dormido
sobre el telar, precisamente cuando el patrón le había solicitado que echara
los restos para satisfacer un pedido acuciante. Alertado por los ronquidos de
su aprendiz y sin consideración alguna, maese John la emprendió a zurria-
gazos contra él con una vara de boj. Ned se revolvió contra el amo con la
sangre hirviendo de ira. Aquella noche fue incapaz de conciliar el sueño y se
levantó antes del alba.
Provisto de un pesado martillo de Enoch, Ned se acercó en silencio hasta
el taller de su maestro, forzó la puerta con el mango de la herramienta y pe-
netró en una estancia que albergaba media docena de telares. Allí se ensañó
con las máquinas a martillazos y calmó su rabia. El jaleo pronto despertó a
maese John, que, creyendo que se había colado algún merodeador, cargó su
fúsil de caza y, sin tomarse siquiera tiempo para vestirse, descendió por las
escaleras que llevaban hasta el taller. Su malencarada e imponente esposa lo
seguía blandiendo una linterna y haciendo crujir los escalones bajo sus cien
kilos de grasa.
Maese John constató con una simple ojeada los estragos cometidos en
el taller. Una de las máquinas estaba hecha completamente pedazos, pero
el resto no había sufrido más que algunos daños; la estancia estaba vacía,
la puerta abierta. Mientras la mujer vociferaba imprecaciones soeces, el pa-
trón, vestido tan solo con su camisa de dormir, se precipitó Juera, reparó en
una silueta que se apresuraba a lo lejos y abrió juego con su fusil contra el
vándalo, despertando de tal suerte a todos los habitantes de la aldea. A tal
distancia y en la penumbra, maese John erró por fortuna el tiro y su objetivo
se desvaneció en la bruma del alba naciente.
Aquel día, Ned, que a fuerza de perseguir a las chicas tenía buenas pier-
nas, corrió como un demonio sin permitirse el menor respiro hasta alcanzar
un lejano albergue campestre. Allí hizo que le sirvieran una montaña de
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chuletillas, regada con dos o tres pintas de cerveza. De repente le vinieron
unas ganas apremiantes de aliviarse y salió al callejón que lindaba con la
posada, pero d posadero, absorbido por el estudio de sus cuentas, no le prestó
ninguna atención. Vaciada la vejiga, Ned, que no llevaba ni un penique en
el bolsillo, aprovechó la ocasión y reemprendió la carrera.
De trapacería en trapacería, Ned cruzó las tierras de Albión de norte a
sur sin ser alcanzado jamás por los disparos de trabuco ni por los dogos lan-
zados tras sus pasos. Una vez llegado a la capital del reino, se fundió con la
masa de los andrajosos, gentes de peor o mejor catadura que pululaban por
allí como ladillas sobre el pubis de la reina de Francia. Aquella chusma tenía
oídos por todos lados, y a los de Ned no tardó en llegar el rumor de que un
magistrado de su condado lo perseguía con singular tenacidad para saciar
sus ansias de venganza. El hombre había llevado su celo hasta seguirle el
rastro a lo largo de todo aquel periplo salpicado de pequeños hurtos.
Aquel magistrado tan perseverante se encontraba ahora en la capital,
interrogando a las muchachas del albergue y a los soplones, y ofreciendo
recompensas a cualquiera que le ayudase a echar el guante a Ned Ludd. El
hombre de leyes tenía sus motivos para perseguir con tanto ensañamiento,
y corriendo él mismo con los gastos, al autor de una fechoría tan insigni-
ficante. Juez de paz benévolo, de profesión era sin embargo constructor de
telares, unos artefactos que se las ingeniaba para mejorar recurriendo a las
más recientes innovaciones de la mecánica. Se le antojaba, pues, de una im-
portancia capital que Ned, que había profanado una de aquellas preciosas y
santas máquinas, recibiera un castigo ejemplar. El problema es que, al haber
entrado a la fuerza en casa de su patrón, el aprendiz enjuga se arriesgaba
al cadalso.
Al saberse acorralado, Ned decidió abandonar aquel verde reino que la
naturaleza había rodeado de aguas tumultuosas. Consiguió que lo emplea-
ran como grumete en un barco mercante y desembarcó furtivamente en la
primera escala, en Holanda.
El continente europeo al completo era entonces presa de la más frenéti-
ca agitación. Los tronos caían como bolos. En Francia, la plebe amotinada
acababa de terminar con una dinastía de ochocientos años de antigüedad,
haciendo rodar sus reales testas por el serrín, masacrando sin descanso a la
clerigalla y la chusma aristocrática, y proclamando la República universal.
Una horda de rebeldes harapientos, al presentarse bajo el sublime estandarte
de la Libertad, había metido el pánico en los huesos y hecho huir a las mejo-
res tropas de los reyes coaligados contra la alborozada canalla.
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Ned se dejó arrastrar alegremente por aquel tomado popular que iba a
cambiar para siempre la faz del mundo. Aprendió a hablar la lengua orna-
mentada de los parisinos de la época, y también a leerla y escribirla, pues ton-
to no era. Se empapó de las nuevas ideas, sin recitar no obstante el catecismo
republicano que había reemplazado al del oscurantismo en desbandada, ya
que no tenía en modo alguno el alma de un devoto. Pero sí que guerreó con
bravura y clarividencia, y de haber sido más ambicioso, tal vez se habría
contado entre aquellos generales de veinte años que surgían de la nada para
despachar sin contemplaciones a los enemigos de la República.
Pasados algunos años, a uno de aquellos héroes se le fue la cabeza, al
punto de que decidió vestirse con la toga consular y, más tarde, con la púrpu-
ra imperial, apoyado únicamente en la punta de las bayonetas y en las acla-
maciones de su guardia pretoriana. Ned vio como la Libertad era pisoteada
en Europa y le entraron ganas de retomar a su isla natal. Era la época en la
que esta última se hallaba por entero separada del continente. Ningún buque
podía intentar siquiera alcanzar sus costas sin arriesgarse a ser copiosamente
cañoneado por la flota del tirano y conquistador de Europa. Pero Ned, cuya
bolsa se había hinchado gracias a la rapiña de la guerra, no temió empren-
der la travesía del canal de la Mancha, aprovechando una noche sin luna
defínales de primavera y sirviéndose de una barcaza que le había comprado,
en el mayor de los secretos, a cierto pescador de la costa de Ópalo.
De regreso a su condado natal, Ned vio con consternación los cambios
acontecidos durante una ausencia de cuatro lustros: las ciudades se habían
extendido, poblado y afeado a ojos vista, devorando los campos; los tejedores
gemían bajo el yugo del comercio, condenados a la hambruna tanto por la
rudeza de los tiempos de guerra como por la dureza de los fabricantes. Nue-
vas máquinas, aún más maléficas que el viejo telar destruido por Ned en casa
de maese John, invadían ahora los talleres, arrebatando el pan de la boca a
los desgraciados obreros, cuando no los reducían al estado de simples apéndi-
ces de un autómata. El condado parecía presa de una maldición.
Por lo que respecta a maese John, no se había resuelto a adquirir una de
esas máquinas satánicas que aumentaban el rendimiento y disminuían la
calidad de la obra. Arruinado por una competencia poco escrupulosa, había
tenido que echar el cierre a su negocio. El abuso del aguardiente pronto aca-
bó con sus días y ahora uno podía cruzarse en ocasiones con su viuda, toda
hueso y pellejo, que rondaba por las laudas profiriendo palabras incoheren-
tes. Faltos de faena, los aprendices camaradas de Ned habían ido a vender
sus brazos a una inmensa fábrica del norte del reino, y nadie había vuelto a
18
verlos jamás.
Frente a semejante desolación, en un principio Ned se vio tentado de
exiliarse una segunda vez y se planteó ir en busca de fortuna a las Indias
Occidentales; pero pronto se acordó de lo que habían logrado los muertos de
hambre de Francia. Y así concibió el noble designio de formar una tropa de
bravos desfacedores de entuertos y de instalar su cuartel general en el bosque
de Sherwood, antaño impenetrable pero siempre propicio a los fuera de la ley.
En pocos meses ya había acondicionado allí una guarida, donde se con-
chabó con algunos jóvenes tejedores condenados a la ociosidad y tan robustos
como dispuestos a la pelea. Ned los adiestró en la ciencia de las armas y del
combate tal como la había aprendido en los campos de batalla de Europa.
Una noche de luna llena les hizo jurar que servirían al pueblo y venga-
rían sus males. Enseguida partió hacia la capital, de donde regresó algunos
días después con un cargamento de fusiles y pistolas, un lote de martillos de
todos los tamaños, tinta y algunas resmas de papel. La noche de su retomo
reunió a sus compañeros en un claro del bosque y les dirigió, en esencia, el
siguiente discurso:
«Queridos hermanos conjurados, ha llegado por fin el momento de que
nuestro pequeño ejército lance su primer asalto. En otro tiempo hubo un
gentilhombre que libraba combates contra los molinos de viento... Pues bien,
en vuestro caso, son los molinos de Satán los que tenéis que abatir. ¡Con el
hacha y con la maza! Las armas de fuego son solo para haceros respetar por
los inoportunos. El papel y la tinta no resultan menos útiles: servirán para
engrosar vuestras filas dando a conocer vuestro combate en todas las tabernas
del condado, e incluso del reino, mediante el envío de epístolas y el empleo
de carteles.
»Hermanos, amad siempre nuestras máximas de libertad, pero conser-
vad la más estricta disciplina en el combate. Evitad en lo posible el derrama-
miento de sangre humana, pero sed implacables con los traidores. Mientras
los cañones de nuestros enemigos no estén en nuestras manos, el misterio y el
secreto serán nuestras mejores armas. Esos señores banqueros y magistrados
tienen de su lado a la milicia y al ejército, y también a los pérfidos magistra-
dos y a todos sus sirvientes rastreros; pero nosotros tendremos del nuestro a
la silenciosa multitud. Ellos son amos y señores del día; nosotros lo seremos
de la noche».
Habiendo dicho esto, recomendó a los conjurados que respetasen, en la
escaramuza que vendría después, las reglas tácticas adoptadas de común
acuerdo. A continuación los exhortó a actuar con tanta prudencia como
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ardor. Y concluyó dando la espalda a su reducida tropa y alejándose en la
noche.
Y así, los compañeros de Ludd marcharon con paso firme a devas-
tar máquinas, y en efecto devastaron infinidad de ellas. Y los poderosos
fueron presa de un terror que se les agarró con fuerza a las entrañas.
20
Preludio
N
o se puede comprender el desenfreno del deseo de exterminio
que cubrió de sangre el siglo xix sin remontamos a los oríge-
nes de la civilización industrial, tan joven y ya tan decrépita.
Semejante desprecio por la vida se impuso en primer lugar tanto en
los campos de batalla napoleónicos como en las fábricas esclavistas de
Mánchester. Los primeros triunfos del Estado y del salario se construye-
ron gracias a la inmolación de una enorme cantidad de seres humanos,
y también gracias a su degradación permanente. Carne de cañón, carne
de fábrica: los reclutas abatidos por la metralla morían por la misma
causa que los asalariados, diezmados, pisoteados, laminados por el de-
sarrollo a marchas forzadas de la economía. Sublimado por la Revolu-
ción Industrial, el espíritu mercantil se revistió con los oropeles de la
diosa Razón para apropiarse, y después dar forma, de las innovaciones
técnicas y las aplicaciones del saber, dotándose así de los medios nece-
sarios para ejercer plenamente la tiranía de su lógica caníbal, basada en
la brutalidad y la devastación, en el avidez y en el expolio.
Dicho proceso, que se aceleró en la Inglaterra de comienzos del
siglo xix, se reprodujo después más o menos por todo el mundo favo-
recido por las guerras civiles, las conquistas coloniales y los conflictos
mundiales que modelaron y repartieron los atributos del poder. Tal fue,
por ejemplo, el caso de la industrialización feroz, catastrófica y criminal
que se produjo en Rusia bajo los auspicios de la burocracia bolchevique
en la época en que Stalin afirmaba, sonriendo bajo su mostacho, que
«el capital más precioso es el hombre». Es también lo que China está
viviendo actualmente a su manera, un país convertido en el sweatshop2
mundial —el actual campeón de la explotación intensiva de la multitud
y del enriquecimiento de los happy few—, y donde los gobernantes se
jactan de conciliar las ventajas de la esclavitud política más asfixiante
con las de la libertad económica a la americana; una fórmula de domi-
nación, más bien incongruente a ojos de los occidentales —y no obstan-
te operativa—, que mezclaría los preceptos de Adam Smith con los de
2
Taller en el cual la mano de obra es explotada con la mayor intensidad y en
el que, en consecuencia, el sudor proletario corre a raudales.
21
Confucio, y los procedimientos de la gpu con los de la mafia.
Este capitalismo chino, que prospera en una sociedad sin libertad
alguna, y donde los pobres —incontables— están sometidos a los tra-
bajos forzados y a la tutela sistemática del Estado, se le debe antojar
poco virtuoso a las nobles almas democráticas. Pero se asemeja extra-
ñamente a lo que era el capitalismo inglés en la época de la Revolución
Industrial y de los economistas clásicos. En los tiempos, también, de las
revueltas del general Ludd y del capitán Swing.3
El poder estaba en manos de un pequeño grupo social, una buena
parte del cual lo había recibido por herencia, una aristocracia especu-
ladora que se relacionaba de buen grado con los grandes negociantes,
los banqueros y los empresarios, y entre los cuales iban reduciéndose
las diferencias de interés y de estilo. Todos comulgaban, por decirlo
de algún modo, en el culto a la ganancia. A sueldo para oficiar en los
altares de una religión estatal, el clero anglicano, aún cebado gracias al
diezmo, dispensaba una moral hipócrita que recubría con una pátina
de decencia el proceder codicioso de los ricos y ahogaba a los pobres
bajo una montaña de prohibiciones.
De escasa superficie y poco poblada en comparación con las po-
tencias vecinas, sin duda la insular Inglaterra no necesitaba, para ser
gobernada, de esas omnipresentes fuerzas policiales ni de esa pletórica
burocracia que constituyen desde siempre los pilares de los despotis-
mos asiáticos y, más en particular, del Estado chino (y también, bajo
formas apenas algo más solapadas, de todos los Estados modernos).
Lo cual no significa que no existiera una policía política compuesta por
soplones y agentes provocadores, ni que el control social no se ejerciera
con eficacia gracias a una gran cantidad de funcionarios y magistrados,
que a su vez empleaban a matones y espías de todo jaez. Por no ha-
blar de las labores de policía del pensamiento y las costumbres que le
habían tocado en suerte a los pastores-funcionarios anglicanos, y que
también garantizaban de forma vicaria los predicadores metodistas.4
3
Ver el apéndice III al final de este volumen, «Las aventuras del capitán
Swing», p. 361.
4
El metodismo constituye una disidencia rigorista del anglicanismo nacida
en el siglo XVIII gracias el impulso del teólogo John Wesley, y que se pro-
pagó sobre todo entre la pequeña burguesía y las clases populares urbanas.
Sobre su papel y su influencia durante la Revolución Industrial, véase el
apéndice II, «La religión del trabajo», p. 348.
22
Cuando el populacho de repente se enardecía, emborrachaba y su-
blevaba, se enviaba a la tropa para que la emprendiera a sablazos con la
multitud, y aquellas carnicerías episódicas y las cárceles, que se llena-
ban con los miembros de la plebe, formaban parte para muchos de la
persistencia de la dominación de los ricos.
En aquel tiempo los pobres de Inglaterra no tenían derecho al voto.
Las reivindicaciones democráticas más elementales eran tachadas por
el poder de «jacobinismo»; las opiniones reformadoras, censuradas; y
los comportamientos desviados, severamente castigados. El Parlamen-
to no representaba, en el mejor de los casos, más que a las clases pro-
pietarias. El mundo político se entregaba con fervor a la prevaricación
y las instituciones eran corruptas por definición. La marina mercante
y la armada, garantes de la supremacía comercial inglesa, reclutaban
desgraciados —a menudo, contra su voluntad— a los que, una vez en-
rolados y en caso de indisciplina, se sometía a los castigos corporales
más severos. La justicia estaba entera y abiertamente en manos de los
ricos y la pena de muerte se aplicaba de forma habitual, del mismo
modo que la deportación a los infernales presidios de Australia, donde
los desterrados morían como moscas si conseguían sobrevivir al viaje.
La prensa estaba casi por completo a sueldo del gobierno, mientras que
los publicistas irreverentes, tan raros como temerarios, se veían sepul-
tados por una lluvia de multas y de penas de prisión.
Las uniones y coaliciones obreras, a pesar de antiguas y sólidas
tradiciones corporativas, estaban prohibidas, criminalizadas y perse-
guidas. Los ingresos del trabajo obrero habían caído —de media— por
debajo de lo que los propios economistas burgueses consideraban ne-
cesario para la supervivencia y la reproducción de la mano de obra. A
los niños se les ponía a trabajar desde su más tierna infancia, en con-
diciones espantosas y sometidos a la presión brutal, al yugo innoble de
los capataces; dormían amontonados en cuchitriles, donde eran pasto
del hambre, de los piojos y de las peores pestilencias. Había surgido
una camarilla de negociantes, intermediarios e industriales, que había
amasado fortunas y establecido alianzas con los grandes terratenientes
que dominaban la vida política con el fin de cosechar los frutos del
crecimiento económico a expensas de los productores reales. El campe-
sinado —iletrado, despojado de sus tierras, maltratado por los propieta-
rios, condenado al hambre por la avidez de los rentistas, y muy pronto
por el maquinismo agrícola— languidecía entre estrecheces y se veía
23
obligado a emigrar en masa hacia las ciudades industriales, o incluso
hacia riberas aún más lejanas.5
Tal fue la génesis del capitalismo moderno, productor de miseria
material y moral, fermento muy activo del marchitamiento y el embru-
tecimiento de los espíritus, propagador universal de la peste del resen-
timiento. Así nació, en el seno mismo de uno de los pueblos más ins-
truidos, más prósperos y más libres con los que contaba Europa, y en
el preciso momento además en que la Revolución francesa hacía doblar
las campanas por un sistema posfeudal y clerical en todo el continente,
en nombre del bien común y de la fraternidad universal. Así supo rena-
cer después, con su cortejo de atrocidades y aberraciones, primero en
la Europa continental y en los Estados Unidos, más tarde en Japón, en
Rusia y en toda Asia, y finalmente hasta en el último rincón del planeta.
5
Señalemos de paso que este aterrador cuadro del capitalismo industrial
naciente, fundado en una explotación claramente inhumana de los «recur-
sos humanos», no ha dejado nunca de ser válido: simplemente se ha des-
plazado, se ha «deslocalizado» lejos de su lugar de surgimiento; aunque, de
crisis en crisis, esté retomando a él. Tras haber concluido su largo ciclo de
expansión geográfica, la pauperización reaparece por todos lados, si bien
de forma más intensa en los países «en vías de desarrollo». Los salarios y
las condiciones de trabajo en los sweatshops modernos, y en especial la in-
soportable duración de la faena o el aumento de la mortalidad profesional,
atestiguan la persistencia ontológica de la cara oscura de un sistema que se
proclama tan benéfico como irremplazable.
24
I. El capitalismo
en un solo país
Automáticos y minuciosos,
Los obreros silenciosos
Regulan el ajetreo
Del universal jaleo
Que fermenta de fiebre y de locura
Y despedaza, con su obstinada dentadura,
La palabra humana abolida.
Émile Verhaeren
Mapa de los disturbios ludditas, 1811-1812
La invención de un yugo
L
as transformaciones técnicas y sociales que han sido englobadas
retrospectivamente bajo el término «Revolución Industrial» se
produjeron, unas veces de forma laboriosa y otras de forma frené-
tica, entre 1780 y 1850, y durante largo tiempo tuvieron la apariencia de
un fenómeno específicamente inglés, pues Inglaterra tomó por enton-
ces la delantera económica a las naciones rivales y se adjudicó de paso
la hegemonía comercial y militar que duró hasta la Primera Guerra
Mundial.
Es preciso remontarse hasta el siglo xvii, e incluso hasta los prime-
ros tiempos de la Reforma, para hallar las premisas de los diferentes
procesos que permitieron la industrialización de Inglaterra al alba de la
«edad del carbón». Uno de los principales factores fue la precoz secula-
rización del pensamiento bajo la máscara protestante, que llegó acom-
pañada de una libertad de conciencia muy relativa, pero más o menos
única en Europa, y propicia al individualismo. Este nuevo talante con-
tribuyó a la toma del poder por parte de la burguesía, no menos precoz-
mente, durante la primera Revolución de 1642-1649.6 El papel central
de esta clase emergente se vio confirmado con ocasión del golpe de
Estado de 1688, fruto de un compromiso entre la aristocracia moderada
y la clase media mercantil, y en detrimento tanto de los nostálgicos del
feudalismo y del absolutismo como del pueblo llano ávido de igualdad.7
6
Este conflicto entre el rey Carlos I y el Parlamento, y después entre dis-
tintas facciones parlamentarias, se saldó, tras siete años de guerra civil y
de disturbios sociales, con la ejecución del rey. Después hubo que meter
en vereda al ejército parlamentario, crisol de las ideas revolucionarias e
instrumento de su aplicación. Depurado en un primer momento bajo la
dictadura de Cromwell y de los ideólogos del puritanismo, fue separado de
su base social y enviado a Irlanda para concluir a sangre y fuego la coloni-
zación inglesa. Poco después de la muerte de Cromwell en 1658, la restau-
ración de los Estuardo en la persona de Carlos II, hijo del rey decapitado,
devolvió durante treinta años el poder a las facciones más reaccionarias de
la aristocracia.
7
Lo que algunos llaman de forma muy exagerada la «Revolución gloriosa
de 1688» consistió, para los parlamentarios whig que la fomentaron, en la
destitución del rey Jacobo II (hermano de Carlos II), cuyas tendencias abso-
lutistas, cuya conversión al catolicismo y cuyos vínculos con los despóticos
27
A lo largo de todo el siglo siguiente, los progresos de la metalurgia,
la química y la mecánica vinieron a sumarse a las innovaciones técnicas
que se multiplicaban, desde el Renacimiento, en todos los ámbitos de
la actividad humana, y muy especialmente en la construcción naval, el
armamento y el sector textil. Su aplicación permitió una explotación
cada vez más intensiva de las minas de carbón —que no escaseaban en
el país— y el trazado de canales y carreteras que produjeron una acele-
ración de los medios de transporte. El lucro se recubrió con la máscara
del talento: en un mismo y vasto movimiento, la probada pericia de los
artesanos ingleses y los experimentos de los inventores autodidactas se
encontraron con el espíritu emprendedor de la burguesía mercantil,
estimulando de tal modo la acumulación y la circulación de capitales.
Todavía ampliamente rural, Inglaterra tenía sin embargo la pecu-
liaridad de que sus campesinos no eran ni siervos ni propietarios, como
ocurría en el continente, sino sobre todo asalariados y arrendatarios de
sus viviendas. La mayoría de la población del campo estaba compuesta
por obreros agrícolas «nacidos libres», más o menos vinculados a una
hacienda u otra, o a tal o cual granjero, también él arrendatario de un
landlord. Para llegar a fin de mes y paliar la precariedad de su situación,
muchas familias aldeanas practicaban la artesanía, y principalmente
el hilado y el tejido. Gracias a un equipamiento cada vez menos ru-
dimentario, tales familias asumieron competencias extraagrícolas que
les procuraban ingresos en principio complementarios, pero más tarde
fundamentales, de forma que la relación productiva con la tierra acabó
limitándose al huerto y el corral. La concentración de los terrenos cul-
tivables estaba entonces en pleno auge, y también su muy frecuente
transformación en pastos de lo más rentable, lo que generó formida-
32
primacía de la propiedad privada. La aceleración de los enclosures9
pone el remate a la desaparición de los terrenos comunales, acaparados
por los nuevos ricos o por los aristócratas partidarios de los principios
mercantiles, lo que mengua aún más el espacio rural, ya más que recor-
tado y desfigurado por la extensión de las ciudades o la racionalización
de la agricultura y la ganadería.
En lo que concierne al tiempo, este se convierte en el tiempo del re-
loj y de los horarios de trabajo: un tiempo lineal, carcelario e invariante
que se mide y se cuantifica, que se vende y se compra, que se confisca
y se escapa, que se repite en fin una y otra vez. El fabricante tiene las
narices metidas en su libro de cuentas y su reloj de bolsillo siempre
en ristre. Los engranajes del péndulo y los de las máquinas unen su
movimiento inexorable para quebrar el espíritu y la osamenta de los
pobres. La obligación de trabajar por un salario no deja a los obreros
más instantes libres que los del domingo, cuando sus organismos se
recuperan aunque solo sea un poco de las fatigas de la semana y, en la
mayoría de los casos, de los excesos de la víspera. En esta jomada de
«sabbat», las tabernas están cerradas y a todo el mundo se le exige la
abstinencia; todo placer está prohibido, e incluso se suspende cualquier
actividad, y al salir del sermón o de la escuela dominical, uno debe
confinarse en su casa, de modo que la monotonía de la necesidad se ve
acentuada por esas horas de tedio estoicamente consagradas a la devo-
ción obligatoria o al alivio de los cuerpos agotados.
En tales condiciones, no resulta sorprendente que multitud de con-
temporáneos deploren que, con la Revolución Industrial, la sociedad
inglesa se haya vuelto tan desabrida y gris, tan hostil a la alegría y al
desenfado, ni que por todos lados prevalezcan una reserva y una frial-
dad de nuevo cuño, tan nefastas para el regocijo y la empatía como para
9
El término «enclosures» (cercados) designa el vasto y amplio movimien-
to de «privatización» de la tierra puesto en marcha a partir del siglo XV,
consistente en una transformación de los campos abiertos, las tierras co-
munales, los prados y las landas en campos privados en la mayor parte del
territorio inglés, que se aceleró súbitamente a partir de la década de 1750
para concluir un siglo más tarde. Se necesitaron cuatro mil actas legales
particulares —las tres cuartas partes de las cuales fueron adoptadas por el
Parlamento entre 1760 y 1780— para imponer, localidad por localidad, este
saqueo de la propiedad común que, en cien años, convirtió cerca de dos
millones y medio de hectáreas de campo abierto —o sea más de un cuarto
de las tierras cultivables del país— en propiedades privadas cercadas por
esas hileras tan características del paisaje rural inglés, o mejor dicho, de lo
que queda de él...
33
William Hogarth, Calle de la Cerveza, dichoso producto de nuestra isla que
da vigor y fuerza y que alegra todo corazón viril tras las fatigas del trabajo. El
trabajo y las artes, apoyados por ti, avanzan con éxito. Nosotros engullimos tus
sabrosos jugos con alegría y le dejamos el agua a Francia. Genio de la salud, tu
delicioso gusto rivaliza con la copa de Júpiter y alimenta con el calor del amor
y de la libertad a todo generoso pecho inglés.
el placer de los sentidos.
Los asaltos conjugados y complementarios del metodismo y del
salario van a desembocar, por ejemplo, en una caída del consumo de
cerveza por habitante entre 1800 y 1830, y en un incremento simétrico
del consumo de té y de aguardiente. De siempre, sin embargo, los tra-
bajadores manuales habían considerado la cerveza como algo indispen-
sable para el cumplimiento de sus tareas. Durante mucho tiempo, en
el norte del país el sustantivo «drink» había designado exclusivamente
a la cerveza, una bebida que se elabora con amor en el hogar y que está
presente en cualquier lugar y ocasión. El brebaje que consumen los te-
jedores de Yorkshire tiene un tono ambarino y no contiene demasiado
alcohol, pero no está privada de cualidades gustativas y nutritivas. La
bebida despierta en la muchedumbre el deseo de cantar himnos belico-
sos o extasiados, y es desde siempre la bebida de la comunidad inglesa y
el símbolo de una vida dichosa y decente.10 Hace que se suelte la lengua,
da fuerza y humor, y —por qué no decirlo— también algo de coraje.
Aunque es cierto que no posee las cualidades tonificantes del té, que
se adecúa mejor a la cadencia más viva de la nueva organización del
trabajo, o la potencia psicotrópica de las bebidas fuertes, más aptas para
obliterar la rudeza de los tiempos. El declive del consumo de cerveza
dice mucho sobre la tristeza que se ha instalado en el reino como digno
corolario de una sociedad ahora regida por el cálculo y el egoísmo.
La multiplicación de textos legales y de reglamentos destinados a
castigar las más diversas transgresiones, la proliferación de los hombres
de leyes y de los tribunales —inherente al desarrollo del comercio—, la
aparición de las primeras prisiones modernas inspiradas por la paranoia
de los teóricos utilitaristas constituyen para los pobres otros tantos males
que vienen a completar ese lúgubre cuadro, pues —como es bien sabi-
do— «casi todos los deseos de los pobres están castigados con la cárcel».11
De ahí que se les aplique las más duras penas de prisión a los «viola-
dores» del sabbat (ya se trate de bebedores, danzarines, fornicadores o
manitas domingueros...), a los vagabundos y los gitanos, a los titiriteros
itinerantes o los cantantes callejeros, a los librepensadores y los nudis-
10
Tal como se representa en la alegre Calle de la Cerveza (1750, reproducida
en la p. 34), que contrasta con la siniestra Gin Lane, en el célebre díptico
grabado por William Hogarth.
11
Este adagio es obra de Louis-Ferdinand Céline, en un fugaz acceso de
lucidez (Viaje al fin de la noche).
35
tas... y que al mismo tiempo el más pequeño hurto —o romper una
máquina— pueda ser castigado con la muerte, como en efecto ocurre
a menudo. A ojos del legislador y de sus poderdantes burgueses, nin-
gún pobre merece existir a menos que consienta en arrastrarse bajo la
mirada del amo, a menos que viva, en fin, como un cadáver articulado.
39
Si, gracias a un salario elevado, un obrero pudiera satisfacer to-
das las necesidades de la vida y disponer además de una parte so-
brante, se gastaría esta última en ginebra, ron, brandy y cerveza
de alta graduación, se permitiría el lujo de una buena ración de
carne de buey bien tierna o de tocino, y comería hasta vomitar; y
una vez bien cebado y bien cargado de alcohol, se echaría a dor-
mir como un puerco y roncaría hasta que hubiese recuperado de
nuevo la frescura.
40
del salario». En pocos decenios va a ensancharse de forma vertiginosa
la brecha entre la masa de los pobres que solo tienen sus brazos para
vender y la nueva clase que se constituye en torno a los industriales,
que además pueden contar con un número creciente de acólitos y de
confidentes en la alta sociedad y en los órganos del poder. A los anti-
guos conflictos entre la ciudad y el campo o entre los nobles y la plebe,
a las rivalidades que enfrentaban a las corporaciones, a las querellas
confesionales de todo género, vienen a sustituirles ahora el puro odio
de clase, por otro lado más virulento, mejor articulado, y también más
efectivo, entre los amos que entre los siervos.
41
Metamorfosis burguesas
L
a burguesía inglesa, escaldada por las contrariedades sufridas por
los girondinos franceses, no tiene más remedio que basar su po-
der, así como su autoridad política y el ascendiente de su modelo
cultural, en la paranoia social y en la execración pavorosa y brutal de
la plebe. Con o sin máquinas, su programa consiste en la deshumani-
zación de las relaciones sociales; pero las máquinas favorecen, repre-
sentan y cristalizan a las mil maravillas el proyecto de reducir el ser
humano a una mercancía. Lo que está en juego no son simplemente
los costes salariales, esa piedra filosofal del capitalismo industrial, sino
también la naturaleza misma de la preponderancia, novedosa y durante
mucho tiempo mal definida, de una «clase media» todavía muy vario-
pinta, que debe contemporizar con los grandes terratenientes y el tro-
no, por muy debilitados que se encuentren estos en términos políticos.
Los advenedizos, esos nuevos amos en formación, necesitan satis-
facer viejas voracidades, halagar orgullos seniles, balbucear vetustas li-
turgias e imitar gustos superados, y al mismo tiempo incitar a la gentry15
a aburguesarse, a adoptar las doctrinas y usos de los empresarios y los
financieros, a fundirse, mediante alianzas de negocios o matrimonia-
les, en las filas de las gentes de dinero. De mostrarse burlona y temera-
ria en su combate contra el despotismo de una aristocracia hinchada de
altivez —aunque infinitamente corruptible—, la burguesía pasó a ser
una clase prosaica y filistea, también reaccionaria a su vez. O al menos
tanto como parecía exigirlo la salvaguarda de sus intereses o la peren-
nidad de su preeminencia, todavía mal asentada. Antaño agnóstica o
disidente frente a la nobleza santurrona y el clero anglicano, común-
mente sospechoso de criptopapismo, al cambiar el siglo la burguesía
se vuelve beata y conformista con todas las creencias como muestra de
su adhesión al orden y, en consecuencia, a los beneficios del sable y el
hisopo. Pero también al oro, ese vil y precioso metal...
Veinte años después de la época heroica del jacobinismo inglés,
aquellos burgueses que dan el tono y sin pudor se ofrecen como ejem-
15
De tal manera se designaba a la nobleza sin título, la más permeable al
mestizaje con la alta burguesía en busca de gentrificación, esto es, de un
estatus social y cultural que no se podía comprar solo con dinero.
42
plo a su clase y al mundo entero son empresarios y negociantes cuyas
grandes hazañas llevan por nombre explotación, tráfico o agiotaje. Los
prosadores que tratan de complacerlos denuncian sin descanso la «li-
cencia» y la «irreligiosidad» de los «órdenes más bajos», hostigando
con sus sentencias cargadas de odio al «espectro de la rebelión» y a la
«hidra de la anarquía».
Ahora bien, los más esclarecidos representantes de la burguesía, a
la manera de Thomas Paine y de John Thelwall,16 hijos de la Ilustración
y padres fundadores del radicalismo inglés, antaño y con el viento a
favor de la Revolución francesa, habían llamado a los pueblos a suble-
varse contra la iniquidad de los poderosos y jurado quebrar las cadenas
de la esclavitud. En su condición de discípulos de Rousseau y de amigos
declarados de los pobres, abundan los revolucionarios ingleses de esta
generación que no ocultan su repugnancia por el sistema fabril y la ge-
neralización del salario. Por otro lado, en el ambiente de contrarrevolu-
ción beata que asfixiaba a la Inglaterra de la década de 1790, fueron los
ideales románticos, en ruptura con el cientifismo de los primeros ma-
terialistas, los que hicieron sentir su influencia en los más virulentos
denunciadores de la mezquindad utilitarista, entre los cuales es preciso
contar a los poetas Shelley y Byron.17
El sueño que por un tiempo estimuló la audacia de los agitadores
radicales —el objetivo de sus complots, la razón de ser de su propagan-
da— fue la gran insurrección popular de los artesanos y los obreros, y
muchos de ellos se revelaron como infatigables conspiradores contra
el Trono y la Renta. A grandes rasgos, el programa político de aquellos
republicanos consistía en instaurar el sufragio universal para elegir un
parlamento todos los años, suprimir los privilegios y anular la deuda
16
Publicista republicano y amigo de Paine, Thelwall fue encarcelado duran-
te varios meses con otras figuras del «jacobinismo» cuando se suspendió
el habeas corpus en el año 1794. Sin cejar en su lucha por la libertad, en
1796 este republicano dio a la estampa sus The Rights of Nature, una obra
que a lo largo de todo el siglo XIX se mantendrá como un referente para la
tendencia radical del movimiento obrero.
17
En el apéndice 1 («La poesía a martillazos», p. 321) veremos que la ma-
yoría de los románticos ingleses, al contrario que sus émulos franceses,
no fueron en modo alguno reaccionarios en su juventud. No solo su arte
era innovador, sino también sus sueños y sus ideas. Su rechazo del con-
formismo burgués e incluso su nostalgia de tiempos más heroicos no les
empujaban, si exceptuamos al incorregible Walter Scott, a añorar el orden
feudal y las viejas místicas cristianas.
43
George Cruikshank, Un reformador radical, (i.e.) un cuello o nada (dedicado
a las cabezas de la nación).
—¡Ya vengo, ya vengo! ¡De momento os piso los talones, pronto me haré con
vuestras cabezas! ¡Venid a mí, vosotros a los que tanto preocupa el dinero, y os
aseguro que os facilitaré las cosas!
—¡Dios todopoderoso, no me gusta nada su aspecto, pero nada!
—Oh, he perdido la peluca!
—¡Nada grave, mientras mantengáis la cabeza!
pública, que constituía una pesada carga para los pequeños contribu-
yentes e incluso para los famélicos jornaleros del campo. Denunciaban
con virulencia la inhumanidad de los propietarios, mezclando en una
detestación común a la aristocracia terrateniente y a los nuevos ricos
que prosperaban en el comercio y la industria gracias a la feroz explo-
tación de sus congéneres. Proclamaban que esa creciente separación
entre las distintas clases recordaba a los tiempos malditos de la servi-
dumbre bajo el «yugo normando» y anunciaban la edad sombría del
pauperismo y de la vacuidad moral. Y se trataba de un lenguaje que
comprendían bien los pobres menos dóciles. Así, en 1796, Thelwall
podía preguntarse con horror:
¿Qué es una fábrica sino una vulgar prisión en la que una in-
fortunada multitud está condenada a la inmoralidad y a la dura
44
labor con el fin de que un individuo pueda alcanzar una opulen-
cia excesiva?
18
T. Cooper, Sorne Informations Respecting America, citado por Thompson,
op. cit.
19
William Wilberforce, miembro del Parlamento desde 1784, fue el ideó-
logo en jefe y el fiador moral de la facción reaccionaria de su amigo Pitt el
Joven. Este panegirista de la sumisión cristiana y de la servidumbre asala-
riada ha pasado, sin embargo, a la historia como el partidario infatigable
de la abolición de la esclavitud, aunque más en interés de la coherencia
religiosa que por humanidad. Debido a su insistencia, la trata de negros
fue prohibida en el año 1807, si bien la esclavitud en las colonias no se
suprimió hasta 1834, un año después de su muerte.
45
concentra la industria de la seda. Esta disidencia política, donde se mez-
clan sinceros reformadores y auténticos demagogos, se asemeja más a
un rosario de personalidades originales, por no decir decididamente ex-
céntricas, que al embrión de un partido que represente los intereses de
una clase social. En la época de los ludditas, todavía se encuentra poco
estructurada, si se exceptúan algunos clubes y ciertas asociaciones, más
o menos clandestinas, con base en Londres y en las grandes ciudades
industriales. Sobre todo, se encuentra dividida por las rivalidades perso-
nales y las sospechas, pero también por la variedad de opciones tácticas
y de objetivos que se expresan en su seno. Los distintos componentes
de este partido popular, desorganizado y heteróclito, sin consistencia ni
cohesión, concuerdan sin embargo en reclamar, aparte de la igualdad
política de todos los habitantes del reino, el derecho de asociación obre-
ra y una mayor equidad en el reparto de la riqueza.
Ironías de la historia, muchos de los jóvenes «reformadores exal-
tados» y «jacobinos licenciosos» que, en la década de 1790, halagaban
al pueblo y expresaban su fascinación por Saint-Just o Marat, ahora se
desmarcan de esa oposición que alienta los disturbios. En 1811 se han
transformado en patrones barrigudos o en turiferarios del orden esta-
blecido, poco importa que se trate de artesanos convertidos en fabrican-
tes o de gentes de letras que, a la manera del poeta a sueldo Southey,
han renegado del generoso idealismo de su juventud para abrazar el
obtuso pragmatismo que se extiende como la peste entre las clases me-
dias inglesas.
Pero las semillas de la rebelión y de la crítica social, sembradas en
abundancia en los tiempos de gloria de Paine y de Thelwall, germina-
ron en los cráneos y las tripas de aquellos que tenían mayores motivos
para oponerse al devenir de las cosas, y que son por cierto los mismos
a los que los rentistas y los fabricantes pretenden ofrecer en holocausto
al becerro de oro: la creciente masa de los obreros, cuya rebelión está
dictada tanto por la aplastante transformación de la realidad como por
la renovación de los sueños que se sueñan juntos.
24
En la cosmogonía imaginada por Blake, Urizén es una divinidad enemi-
ga de la belleza, del genio poético y de la imaginación, y simboliza la razón
abstracta y el despotismo de las leyes.
51
Y todas las artes de la vida las transformaron en artes de la muerte.
Se despreció al reloj de arena, pues su sencilla tarea
Se asemejaba a la tarea del labrador, y la rueda hidráulica,
Que alimenta de agua las cisternas, fue hecha pedazos y arrojada
[al fuego,
Pues su labor se asemejaba a la de los pastores.
Y para reemplazarlos se inventaron complicados engranajes,
Rueda contra rueda,
A fin de atolondrar a la juventud con su cadencia y encadenar al
[trabajo,
Noche y día, a las miríadas de la eternidad, para que, penosa tarea,
Lijen y pulan el latón y el hierro hora tras hora,
Mantenidas en la ignorancia de su uso, y para que pasen
Sus días de cordura
Penando duramente por una magro pedazo de pan,
Y que, en su ignorancia, no perciban sino una pequeña porción
Y crean verlo todo,
Teniendo tal cosa por evidente por estar ciegos a las reglas más
[simples de la vida.
25
The Borough (1810).
53
Tribulaciones proletarias
C
iertas comunidades rurales de tejedores —en especial, en los Pe-
ninos, unos montes ricos en energía hidráulica, indispensable
para el enfurtido de los paños— existen desde hace tres o cuatro
siglos, en el transcurso de los cuales han dado forma a una cultura y
unos lazos sociales específicos, fundados en la solidaridad y la decidida
adhesión a la «libertad inglesa». Tal abstracción designa confusamente
un individualismo campechano limitado por los deberes colectivos, y
que se supone trasciende las fronteras de clase.
De ahí que, todavía a la altura de 1811, la policía sea considerada
por la mayor parte de la nación como algo tan odioso como ajeno a la
necesidad real de protección y de vigilancia, y evocadora de la tiranía y
la inquisición. En estas fechas, Gran Bretaña no se ha dotado aún de
una fuerza centralizada de coerción y de espionaje de las clases peligro-
sas, incluso si el gobierno se sirve oficiosamente de los servicios de una
policía política más o menos secreta, en la que se mezclan funcionarios
entusiastas e individuos destinados a la horca y dispuestos a las peores
bajezas.
Cuando los magistrados desean recurrir a la fuerza pública, utili-
zan a los constables, unos auxiliares de justicia elegidos por ellos mis-
mos y que dependen de su responsabilidad, y si el mantenimiento del
orden llega a exigirlo, recurren a las milicias locales compuestas por
granjeros y tenderos voluntarios. Puestas a prueba por la agitación lu-
ddita, estas últimas se revelarán poco fiables e inclinadas a abrazar la
causa de aquellos a los que se les encargará reprimir, o cuando menos a
no contrariarla, obligando así al poder a destacar en las regiones rebel-
des tropas regulares que habrían podido servir en los campos de batalla
europeos. A pesar de los precipitados esfuerzos del gobierno tory en
1812 al movilizar a sus esbirros de todo pelaje para enfrentarse a la epi-
demia luddita, el poder promete aprender la lección de esa carencia de
policía y se esforzará a partir de entonces por remediarla, inspirándose
en el modelo francés, desprestigiado desde hace mucho tiempo pero
también muy consolidado. Tras el paso del tornado luddita, el poder
acaba por persuadirse, contra la inclinación de la nación, de que no
puede ahorrarse una fuerza policial eficaz, confrontado como está con
54
una plebe urbana hambrienta y revoltosa, todavía insuficientemente
domesticada.
26
Inventor de la hiladora mecánica, ver p. 191.
56
sultó de abrir los mares de Asia a través del cabo de Buena Esperanza».
Es el sistema salarial, engendrado especialmente por la multiplicación
de las opciones comerciales, el que acapara los conocimientos técnicos
y científicos manteniéndolos en el estrecho corsé de un modo de pro-
ducción cuyos únicos beneficiarios son las clases dirigentes. Esta con-
fiscación del saber se lleva a cabo en nombre de un dogma mercantil
que desprecia y rechaza todo aquello que no resulta cuantificable, pero
también en nombre de una visión del vínculo social que no reconoce
riqueza alguna en las nociones —preciosas para los pobres— de comu-
nidad e igualdad, de autonomía y de realización de sí mismo.
Antes que como ingeniosos útiles que sirven para hilar la fibra,
tejer las telas o tundir los paños, las máquinas son percibidas tanto por
los obreros como por los patrones como instrumentos de la domina-
ción y la heteronomía; o dicho de otro modo, como máquinas para que-
brar la voluntad, ahogar el espíritu, aniquilar los placeres y suprimir la
libertad. Es pues natural que la resistencia a la introducción del sistema
fabril coincida con el rechazo del maquinismo.
Una vez más es Say, también hilandero, el que da a sus pares el
siguiente consejo, una suerte de precepto fundamental del fariseísmo
bilioso de los empresarios y de la sociedad que en esos momentos están
construyendo: «Debemos creer en la probidad personal de la gente a
la que empleamos, pero es preciso organizar las oficinas y los talleres
como si carecieran de ella».
La literatura de la época ofrece abundantes testimonios de lo ante-
rior: a ojos de un gran número de contemporáneos, el fabricante repre-
senta la dureza absoluta, la insociabilidad más repugnante. Es alguien
que, renunciando a las vanidades del burgués gentilhombre, aúna los
papeles del misántropo y del avaro. Su afanosa ocupación generalmen-
te lo mantiene al margen de los círculos literarios y artísticos. El alarde
de su mezquindad lo aleja tanto de las frivolidades demasiado dispen-
diosas como de la compasión por los «inferiores». Un discípulo de Say
pudo escribir que «el jefe de una empresa debe estar en su negocio y
debe hacerlo con todo su ser». Pobre en goces y amistades, es preciso
que se atrinchere frente a la sociedad y sus distracciones; al fin y al
cabo, es un hombre-máquina que tiene una caja registradora por cora-
zón. Y semejante miseria moral no se ve compensada más que por las
pasiones antisociales del poder y de la intriga, de la avaricia y de la gue-
rra comercial. El prestigio mundano de los grandes propietarios, sus
57
extravagancias —e incluso la pompa y la prodigalidad de los grandes
personajes en sus palacios— han adoptado una forma nueva, más mez-
quina, normalizada por el utilitarismo. El expolio cambia de rostro. Las
fastuosas dilapidaciones de los grandes linajes dejan paso al pragmatis-
mo calculador del especulador prudente. Esta seriedad de tenderos que
se impone a todo el mundo es el espíritu burgués, cuyo gris reinado
comienza ahora. Y el espíritu burgués aguarda una rentabilidad de todo
desembolso. Que nadie espere propinas.
Los días festivos que los obreros y los artesanos se concedían tradicio-
nalmente —el «Santo Lunes», que en ocasiones se prolongaba hasta
el «Santo Martes», al que se añadían decenas de fiestas consuetudi-
narias— ahora son vilipendiados y progresivamente suprimidos por
los fabricantes, ladrones de tiempo que imponen horarios de trabajo
inauditos. En la época de los ludditas, son ya pocos los tejedores que
escapan a las constricciones nacidas de la concentración de la produc-
ción. Veinte años antes, la mayoría tejía únicamente los días de lluvia
(sin duda muy numerosos bajo cielos tan nubosos) y se dedicaba a otras
tareas menos monótonas cuando el clima era seco: transportar la lana,
cultivar un pedacito de jardín, ocuparse del corral, cazar en los bosques
con el perro y el fusil, recoger bayas y setas, segar el campo —el propio
o el del vecino—, hacer alguna chapuza en la vivienda o en el telar, fa-
bricar cerveza o batir la leche, cosas todas ellas que dan forma a la vida
cotidiana mucho más que el trabajo a sueldo, pero que están en trance
de convertirse en pequeños lujos reservados exclusivamente a la aristo-
cracia obrera, a los trabajadores manuales mejor cualificados, a las pro-
fesiones todavía parcialmente artesanales de los oficios textiles. Pues la
gran masa de los obreros, cada vez más numerosa y cosmopolita, está
siendo despojada de ese modo de vida de abundancia, libertad y bienes-
tar relativos, y que la nostalgia transforma en algo todavía más idílico,
como ocurre bajo la pluma a menudo bucólica de un William Cobbett.27
Convertirse en obrero fabril es renunciar al estatuto de independen-
cia y al libre arbitrio para convertirse en un engranaje de una inmensa
máquina de escupir oro: es perder el alma. Una perspectiva metafísica
que hiela el corazón hasta del más impío, lin la fábrica, auténticos có-
mitres atormentan a los obreros, y la toman preferentemente con las
27
Ver sus Rural Rides, Penguin Classics, London, 2001.
58
mujeres y los niños, que en términos generales constituyen la mayor
parte del personal, la más vulnerable y más apta para atraer sobre sí
toda clase de abusos, tanto los de los desahogos libidinales como los de
las inhibiciones puritanas, lo mismo los del patrón omnipotente que
los de lacayo que oficia de carcelero. En la fábrica uno sufre el desmedro
del sirviente y también el del siervo, sin beneficiarse de las minúsculas
ventajas que las profesiones serviles pueden obtener de la costumbre y
de la intimidad. Además uno se ve expuesto a nuevos inconvenientes,
a nuevos peligros nacidos de una promiscuidad circunstancial: el jaleo
y la hediondez, el acoso sexual y la mala educación, el sadismo de los
jefecillos de medio pelo y los muy frecuentes accidentes laborales, cosas
todas ellas que participan de una flagrante deshumanización desde el
punto de vista de esos hijos e hijas de los espacios abiertos, arrojados
por la fuerza a los presidios del trabajo asalariado. Para vivir de tal suer-
te en medio de las máquinas sería preciso, en efecto, que uno mismo se
convirtiera en una especie de autómata al que el desgaste y las averías
condenarían tarde o temprano al desguace, y al que se podría sustituir a
voluntad. Es lo que subraya un obrero que se niega a enviar a sus hijos
a semejantes antros de perdición:
28
Citado por Thompson, op. cit.
59
zan de media los cuatro chelines, diez peniques y tres cuartos de
penique a la semana, mientras que en la franja de edad de los
dieciséis a los veintiún años la media llega a los diez chelines,
dos peniques y dos cuartos de penique. Incluso el más filántro-
po de los fabricantes prefiere emplear lo menos posible a estos
últimos.
...Y a casi ningún hombre de más edad. En las tres franjas de edad quin-
quenales siguientes entre los hombres capaces —hasta los treinta y seis
años— los salarios alcanzan medias comprendidas entre los diecisiete
y los veintitrés chelines. Este «sobrecoste» incita, pues, a los emplea-
dores a reclutar casi exclusivamente a mujeres y niños; no contratan
a hombres adultos más que para aquellas tareas que necesitan de una
fuerza o de una cualificación superiores. Con la excepción, claro está,
de los capataces y de otros cargos de vigilancia y responsabilidad, que
requieren «confianza y buena fe».
El bueno del doctor Ure, químico de formación, saltará a los titu-
lares en 1818 por haber realizado experimentos con un condenado a
muerte después de su ejecución —intentando resucitarlo haciendo pre-
sión sobre el nervio frénico—, antes de convertirse en el apologeta del
trabajo infantil y el infierno de las fábricas. El odio a los pobres lleva de
la forma más natural a este precursor de los cibernéticos al fetichismo
de la máquina, y a un higienismo hipócritamente teñido de eugenismo
malthusiano:
29
Durante la Revolución de 1642-1649, se llamaba Niveladores a una coali-
ción informal de agitadores y panfletistas —cuya figura principal fue John
Lilburne, el cual pasó la mayor parte de su vida adulta en prisión y acabó
muriendo en el exilio—, que trataron de cambiar el curso de la revolución
en un sentido más favorable a los pobres. Mayoritarios en el nuevo ejército
63
del siglo xvii, reavivados por un tiempo gracias al ejemplo de una Revo-
lución francesa después confiscada por usureros baronizados y guripas
de retaguardia, parecen desvanecerse como tantas otras ilusiones.
Como reacción al triunfo de la miseria y la fealdad capitalistas
aparecen dos actitudes culturales determinantes que influirán en las
luchas sociales y el debate de ideas a lo largo de todo el siglo en ese
reino desunido, donde aún en nuestros días conocen múltiples prolon-
gaciones. La primera, que se extiende principalmente entre el pueblo,
es la nostalgia de esa «alegre Inglaterra» rural y comunitaria donde
dominaban el artesanado y el espíritu de ayuda mutua, donde la cerveza
fluía a raudales mientras uno engullía carnes y frutas berreando cancio-
nes de taberna y odas a la amistad. Y sobre todo, donde uno trabajaba
mucho menos. Dicha representación, muy extendida entre los obreros
aunque en exceso idílica, contribuye a alimentar una solidaridad que se
mantendrá anclada durante mucho tiempo, si bien no en los hechos,
sí al menos en el imaginario proletario inglés. De ahí deriva en parte el
persistente espíritu corporativo y el orgullo de clase, a veces salvaje, del
movimiento obrero inglés, así como su propensión a la cohesión y a la
organización —que otorgará su fuerza al trade-unionismo y trazará sus
límites—, basada en una forma particular de conciencia de clase: un
orgullo instintivo de los pobres, exclusivo y batallador.
Por eso y como obreros ingleses, los ludditas fueron en cierto modo
«reaccionarios», como se les acusa a menudo, pero solo en el sentido
literal del término: su reacción tenía ante todo como objetivo impedir
una acción (la introducción del maquinismo) que chocaba frontalmen-
te con sus intereses: ahora bien, aunque la gran mayoría de los obre-
ros del sector textil (que entonces constituían la gran mayoría de los
obreros ingleses) se habrían contentado con un improbable retomo a la
situación anterior dentro de su gremio, como veremos, su rebelión los
conducirá, colectivamente y por muy distintas vías, hacia la superación
del orden existente, haciendo de paso que se tambalee el edificio social
todavía precario que la burguesía erigía sobre las ruinas del feudalismo.
Otra reacción, igualmente teñida de nostalgia, surge entre los jó-
venes aristócratas y burgueses que viven a contracorriente y están en-
tusiasmados con un ideal cuyos heraldos son poetas románticos como
65
James Gillray, Midas trasmutando todo en oro papel
Reyes y parásitos
M
ortífero en esencia, el nuevo orden fue de entrada belicoso,
y no cabe ninguna duda de que la situación de guerra que
conocía Europa desde 1792 fue en principio favorable a la
aceleración de la Revolución Industrial en Inglaterra.
Dicha guerra es el resultado tanto de los apetitos imperiales de
Bonaparte como de la obstinada negativa de la clase dirigente inglesa a
compartir nada con un usurpador tan poco digno de crédito que paga a
su ejército a base de préstamos y sus deudas a cañonazos. Frente a las
tentaciones revolucionarias que rondaban al pueblo inglés, el estado
de guerra constituye, por otro lado, una magnífica distracción, patrio-
tera y galófoba, que juega con el miedo a la invasión y a los excesos
libertinos de la soldadesca francesa. Y si bien esta guerra que ya dura
cerca de veinte años, interrumpida solo durante algunos meses por la
paz de Amiens en 1802, cuesta cara en oro y en hombres, también
estimula las innovaciones técnicas, sobre todo en los transportes y en
la metalurgia, y beneficia a muchos sectores de la economía británica,
y en especial a los banqueros. Aunque no sufra las sangrías que inflige
Bonaparte a la juventud de la Europa continental, el pueblo inglés está
más que hastiado de este conflicto interminable y le atribuye, no sin su
punto de razón, una buena parte de sus desgracias de entonces.
Pues la querella entre los beligerantes se ha transformado en que-
rella comercial: mientras Bonaparte, no sin ciertas reticencias, instaura
el bloqueo continental para desecar el comercio internacional de los
ingleses, el primer ministro inglés Perceval replica a partir de 1807 con
la adopción de sucesivas órdenes del Consejo (decretos reales no some-
tidos a la aprobación del Parlamento) cuyo fin es impedir, o en su defec-
to gravar con impuestos suplementarios, el comercio de las potencias
neutrales con los territorios bajo el mando de Bonaparte. Sin embargo,
es gracias a dicho comercio como las exportaciones inglesas llegan al
continente bajo las mismísimas narices de este último.
Este contra-bloqueo llega de hecho a desencadenar un conflicto
marítimo larvado con los Estados Unidos (que no tardará en transfor-
marse en guerra abierta), a abrir durante un tiempo un frente suple-
mentario contra Dinamarca, a movilizar a una gran parte de la flota
67
para hacer que se respeten las órdenes del Consejo, y a dificultar, en fin,
todo el comercio exterior del país, que muy pronto ya no puede exportar
ni importar ni el más pequeño cargamento. Los fabricantes y los nego-
ciantes en principio reaccionaron contra esta política suicida mediante
insistentes protestas y peticiones contra las órdenes del Consejo. Pero
será necesaria la conjunción de dos muy malas cosechas de cereal y una
severa crisis de los flujos industriales, que acarreará paro y escasez —y
la amenaza de la insurrección luddita—, para que el gobierno consien-
ta en abolir esos decretos de regalía tan estrechamente militares y tan
nocivos para el poder inglés, en el fondo sustancialmente comercial.
Lejos de trabajar por la justicia social, negada como nunca hasta ese
momento desde que la crisis causa estragos —mientras que la cohe-
sión nacional exige, en tiempo de guerra, guardar las apariencias en la
medida de lo posible—, tanto el Parlamento como la Corona se niegan
a garantizar los derechos tradicionales de los trabajadores manuales.
Adoptadas en 1899, las Combination Acts (leyes sobre las coaliciones),
que serán abolidas en 1824 debido a la presión obrera, prohíben de he-
68
cho toda actividad sindical tanto en la industria como en la agricultura.
Entre 1802 y 1812, cinco grandes peticiones obreras que reclaman al
Estado reparación y protección son rechazadas una tras otra por los par-
lamentarios, que por añadidura abolen los reglamentos proteccionistas
en vigor en la industria lanera.
En cuanto a sus altezas y prelados, que se entregan a la francachela
mientras reconvienen a un pueblo demasiado inquieto, rechazan con
gesto displicente las súplicas de los hambrientos y les niegan sin ver-
güenza alguna las migajas que se caen de sus mesas, esos pocos restos
de sus grandes banquetes... Esa monarquía sin prestigio y esa oligar-
quía sin nobleza han perdido todo el apoyo del pueblo. Pues aunque el
Estado refuerza su influencia en materia de control y de coerción, los
tories en el poder están poco cualificados para seguir el ritmo de las
conmociones sociales en curso, o incluso, en el caso de ciertos políticos
apolillados, para discernir sus resortes.
La Corona, cuyo más diligente soporte son los tories, ya no protege
a los pobres de la avaricia de los empresarios y los propietarios, permi-
tiendo así con desenvoltura que la «zorra guarde el gallinero». Por su
desprecio de las reivindicaciones obreras, rara vez exorbitantes sin em-
bargo, es toda la esfera política e institucional, separada del pueblo y co-
rrompida hasta la médula de forma descarada, la que parece traicionar
el bienestar general en beneficio de sus intereses privados, exponiéndo-
se de tal forma a una violenta reacción de rechazo por parte de la mul-
titud. El persistente empleo en el debate político de las viejas retóricas
o las referencias obsoletas no constituye más que un ornamento cada
vez más incapaz de velar la nueva naturaleza de los antagonismos de
clase. De ahí que a menudo el discurso político ya no sea más que una
distracción, una interferencia en los asuntos verdaderamente determi-
nantes, incluso si de vez en cuando ofrece pretextos para la irrupción
perturbadora de la cuestión social. Con su sentido común de ilumina-
do, William Blake señala lo siguiente dos años antes del asalto luddita:
69
¿Quiénes son, pues, esos «locos» que en 1811 componen las diversas
castas dirigentes y se reparten el poder para poder acapararlo mejor?
Honor a quien honor merece: la familia real tiene al frente al viejo rey
Jorge III que, coronado en 1760 e incapaz y corto de luces desde que se
tiene recuerdo, hace tiempo, en efecto, que fue declarado «loco» por sus
médicos, y además chocho a rabiar. Desde hace poco se le ha privado
oficialmente de sus prerrogativas —a falta de su título— en beneficio
de su hijo mayor, el príncipe de Gales, que acaba.de convertirse en re-
gente del reino (y que no ascenderá al trono hasta 1820, tras el óbito de
su padre). Los numerosos hermanos del príncipe conforman un her-
moso rosario de individuos fin de raza, reaccionarios y corruptos, aún
más obtusos y negados que su propio padre. En cuanto al regente, que
ya pasa de las cincuenta primaveras, hace tiempo que es la comidilla de
todo el mundo por su costoso dandismo y por sus extravagancias, así
como por sus colosales deudas y las relaciones tormentosas tanto con
su padre como con su esposa, la princesa Carolina, a la sazón separada
de él y exiliada en Italia.
Los notorios vínculos del príncipe con la tendencia más «volteria-
na» del partido whig, entonces en la oposición, hicieron temer a los tories
que, al acceder a la regencia, aquel exigiría un cambio de personal en
la cúspide del Estado e impondría el retorno al gabinete de sus amigos
lord Grey y lord Grenville, sucesores a la cabeza de los parlamentarios
liberales de un antiguo compañero de farra del príncipe, Charles James
Fox. Pero el primer ministro Spencer Perceval —que antaño fue aboga-
do de la princesa Carolina y, en su condición de tal, sabe mucho sobre
el esposo de esta— ha sabido encontrar el medio de convencer a este
príncipe siempre endeudado, e incapaz por completo de ejercer ningún
tipo de responsabilidad, para que traicione a sus amigos y reconduzca
de forma idéntica al gobierno fory, y después se limite a problemas de
intendencia de sus reales juergas. A lo largo de su regencia, y más tarde
de su reinado, la impopularidad de este glotón inflado de orgullo feu-
dal, gran devorador de los recursos del reino, hedonista sin corazón ni
talento, será inmensa, casi unánime, y aunque en esta impopularidad
hay tanto desprecio como saña, ningún monarca habrá inspirado tan-
tos escritos y discursos de connotación regicida desde la decapitación
de Carlos I en 1649. La pequeña burguesía calvinista reprueba sus ex-
cesos tanto como el pueblo llano, compuesto por bebedores de cerveza,
desconfía de este inmoderado amante de los aguardientes caros, y al
70
mismo tiempo su muy limitado sentido político le granjea el desdén de
los hombres de poder.
El gabinete, empezando por el propio primer ministro Perceval,
apenas cuenta con el favor del público. Este jurista, hijo menor de la
pequeña nobleza, fue en 1792 el abogado de la Corona en el proceso in
absentia que la publicación de Los derechos del hombre le costó a Thomas
Paine, entonces inmerso en la efervescencia parisina. Heredero políti-
co del muy reaccionario Pitt, Perceval está muy lejos, sin embargo, de
poseer el carisma y la implacable determinación de su ilustre mentor.
Como procurador general en anteriores gobiernos conservadores, Per-
ceval animó a los tribunales a reprimir severamente a los simpatizantes
de las nuevas ideas y a castigar con una dureza creciente la insolencia
de los pobres. Presidente desde 1807 de la Cámara de los Comunes al
tiempo que desempeñaba las funciones de canciller en el Ministerio de
Finanzas, asume la dirección efectiva de la gestión bajo el gobierno del
viejo duque de Portland hasta la muerte de este en 1809. Le sucede a
la cabeza de un gobierno conservador concentrado en tomo a los aris-
tócratas más ajenos a su tiempo y del que ha sido excluida la facción
tory menos arcaica, la del moderado George Canning. Lord Liverpool,
en el Ministerio de la Guerra, y Lord Eldon, inamovible Lord Canciller
(ministro de Justicia), son dos grandes señores desprovistos de cual-
quier principio, preocupados sobre todo por mantenerse en su puesto
contra viento y marea (algo que, por cierto, conseguirán de manera ad-
mirable). Richard Ryder se encontrará, en su condición de responsable
del Home Office (Ministerio del Interior), en primera línea frente a la
amenaza luddita. Personaje gris e indeciso, en el punto culminante de
los conflictos deberá ceder su puesto al antiguo primer ministro Ad-
dington, recientemente nombrado lord Sidmouth, que en el ejercicio
de la represión demostrará tener un temple completamente distinto:
el mismo que el de Thiers, Noske y otros gloriosos cancerberos de los
infiernos capitalistas.
Es a estos hombres que no representan ni siquiera a todo el partido
tory dentro de un Parlamento que ni siquiera representa a todas las cla-
ses propietarias —y que se asemeja sobre todo a un club cuyo acceso ga-
rantiza prebendas y sinecuras para uno mismo y para sus prójimos—,
es a estos políticos sin escrúpulos ni legitimidad, y desacreditados por
todo el mundo, a los que les tocará afrontar, en plena guerra, en plena
crisis económica, el primer problema de importancia engendrado por la
71
Revolución Industrial, que resulta ser también el primer levantamiento
propiamente proletario, masivo y persistente de la historia moderna.
Contra la preeminencia de esos «locos» que causan la consternación de
William Blake, nadie supo levantar mejor la voz en estas comarcas que
los poetas, sobre todo si tienen la edad de veinte años y el alma bien
templada. Exaltado por el ambiente prerrevolucionario que se impone
en los condados del norte, en la primavera de 1812, Percy Bysshe She-
lley escribe estos versos subversivos pertenecientes al poema La reina
Mab:
¿De dónde crees que han surgido reyes y parásitos? ¿De dón-
de esa raza contra natura de zánganos y haraganes que amon-
tonan las fatigas y una invencible indigencia sobre aquellos
que construyen sus palacios y les aportan el pan de cada día?
Del vicio, el tenebroso e inmundo vicio; de la rapiña, la locu-
ra, la traición, el crimen; de todo lo que engendra la miseria
y convierte a la tierra en este salvaje desierto; de la lujuria, la
venganza y el asesinato. Y cuando la voz de la razón, rotunda
como la voz de la naturaleza, haya despertado a las naciones;
cuando el género humano se haya apercibido de que el vicio es
discordia, guerra y miseria, y de que la virtud es paz, dicha y
armonía; cuando, más madura, la naturaleza del hombre desde-
ñe los juguetes infantiles, entonces los regios brillos perderán
el poder de deslumbrar; la autoridad real se desvanecerá en el
silencio: el suntuoso trono pasará desapercibido en el salón real,
y pronto quedará reducido a ruinas, en tanto el comercio de la
mentira se volverá tan odioso y tan inútil como lo es hoy el de la
verdad.
30
Citado por Frank Peel, The Rising of the Luddites, Chartists and Plug-drawers
(1880). Baines será detenido más tarde en una redada antiluddita y, tras el
proceso de York de enero de 1813, condenado a siete años de deportación
por haber incitado juramentos sediciosos.
73
Carta luddita (ver traducción en página 105)
II. Retorno a Sherwood
E
n 1811, Nottingham (entonces con treinta y cinco mil habitantes)
es, junto con Birmingham, la principal ciudad manufacturera de
la región de las Midlands, en el centro de Inglaterra. La población
se ha visto cruelmente afectada por la crisis que golpea desde hace un
año tanto a las industrias del encaje y los géneros de punto — que
dan vida a toda la región— como al conjunto de la industria textil. Los
impuestos destinados a financiar las guerras continentales nunca han
sido tan elevados. La caída de las exportaciones, bajo el efecto conjunto
de las órdenes del Consejo y del bloqueo continental instaurado por
Napoleón, ha engendrado la sobreproducción, y los almacenes de los
fabricantes están a reventar de mercancías sin vender.
Los tejedores de las Midlands, en su mayoría dedicados a hacer
medias a máquina o a la elaboración de encajes, trabajan generalmente
en su domicilio, igual que hacen en la misma época los «canuts» de la
sedería lionesa. No son propietarios de sus bastidores, sino que se los
alquilan a los fabricantes para los que trabajan por piezas. Los fabri-
cantes les proveen de la materia prima —seda, lana o algodón— y se
encargan de comercializar los productos acabados.
Sin duda, los tejedores de medias han conocido días más fastuosos
antes de los primeros años de la guerra contra Francia. Los pedidos
del ejército estimulaban la demanda. Tanto los ricos como los menos
ricos, tanto los hombres como las mujeres, llevaban medias por aquel
entonces —las de las bellas damas y las de los apuestos caballeros, lu-
josamente vestidos, se ornamentaban a menudo con encajes y borda-
dos—, y las que se confeccionan en las Midlands resultaban de lo más
apreciadas. Pero el dandismo indumentario vivía sus últimas horas, y
entre los burgueses comenzaba a imponerse el uso del traje sombrío,
sobrio, uniforme, desprovisto de florituras y colorines, a imitación del
de los cuáqueros y otras sectas poscalvinistas, enemigas de toda extra-
vagancia. El problema es que, con el bloqueo continental, el mercado
europeo, que absorbía la mitad de la producción de mercería y las tres
cuartas partes de los encajes producidos en Nottingham, se ha cerrado
por completo. Y lo que es peor, la moda masculina ha cambiado con el
siglo y los pantalones reemplazan ahora cada vez más a los bombachos,
77
ocultando así las medias y reduciéndolas a su más simple expresión:
esos calcetines cortos que quedan ocultos y apenas se prestan a la or-
namentación.
Según las estadísticas de los historiadores, la industria de géneros
de punto de Nottingham contaba en su punto más alto de prosperi-
dad, a finales de la década de 1790, con nueve mil telares manuales, a
los cuales había que añadir otros once mil en los condados vecinos de
Leicestershire y Derbyshire. Además, en el conjunto de las Midlands
había más de mil quinientos bastidores que servían para la confección
de encajes y pasamanería conocidos como «cuadros». Pero en 1811, un
quinto de todas esas máquinas ya no gira y las otras están en su mayo-
ría subutilizadas. También los salarios han caído hasta los siete cheli-
nes por semana, cuando un mediero recibía más del doble antes de la
crisis y los precios de los productos básicos no cesan de subir. Cuatro
mil familias de Nottingham (más de la mitad de la población total de
la ciudad) se ven así obligadas a confiar, para subsistir, en las magras
ayudas que distribuyen las autoridades en virtud de la ley de pobres, o
bien a mendigar las procedentes de la caridad privada, muy querida ya
entonces por los economistas liberales. El problema es que los gastos
militares han agotado la caja del reino y multitud de burgueses ingleses
de la época apenas sienten compasión por la canalla y se regocijan, por
encima de todo, al ver caer el coste de la mano de obra.
Ese mes de noviembre de 1811, cuando aparece por primera vez el em-
blemático nombre de Ned Ludd, los encajeros y los tejedores de medias
de la región de Nottingham se encuentran pues con la espalda contra la
pared, obligados a reaccionar, a resistir a la introducción de las nuevas
máquinas y a la redoblada avidez de los fabricantes. O bien hundirse
hasta el fondo. Los meses subsiguientes demostrarán que no son los
únicos en el país que han comprendido que decididamente no tienen
nada que perder.
Es en el pueblo de Arnold, a dos pasos de Nottingham, donde cerca
de ocho meses antes, el n de marzo de 1811, tiene lugar el preludio de
la sublevación luddita. Ese día una reunión pública de obreros en paro
ha sido dispersada a sablazos por los dragones del rey en la plaza del
mercado de Nottingham. La misma noche, sesenta y tres máquinas son
machacadas a golpe de maza por los obreros encolerizados en los esta-
blecimientos de diversos fabricantes de Amold que acaban de bajar los
salarios. Durante las tres semanas siguientes, se destrozan más de dos-
cientas máquinas en el transcurso de otros pequeños motines similares
en los pueblos vecinos, e incluso en Derbyshire y en Leicestershire. De
momento no se trata más que de reacciones colectivas espontáneas,
todavía dispersas, que expresan todo el odio que inspiran las máquinas
«ladronas de pan». Pero esta vez la cólera de los pobres ha encontrado
su objetivo... y va en busca de su coherencia.
Por medio de carteles pegados por toda la región, los propietarios
de las máquinas ofrecen recompensas a quienes denuncien a los auto-
res de la destrucción. Pero estos últimos cuentan con la simpatía de los
habitantes y el llamamiento a la delación resultará vano, como lo será
también durante todos los disturbios en las Midlands. El n de abril,
afluye a Hinckley, Leicestershire, un endiablado cortejo de tejedores y,
a modo de advertencia, comete algunos saqueos en las residencias de
81
los fabricantes locales. En Pentridge, Derbyshire, una multitud con el
mismo talante llegada de los pueblos aledaños se entrega a una inspec-
ción en toda regla de las máquinas y de las tarifas en curso, y regresa
sin provocar daño alguno.
Esta primera ola de destrucción de telares de bastidor amplio cesa
entonces de manera brusca. Entre la primavera y el otoño de 1811, aun-
que la crisis perdura y los fabricantes continúan equipándose con te-
lares modernos y ahorrando en mano de obra, los ataques contra las
máquinas y los fabricantes se interrumpen casi completamente. Es el
tiempo que necesitan los obreros del encaje y de los géneros de punto
para calibrar el alcance de la conmoción que se está produciendo tanto
en sus oficios como en todos los demás oficios del sector textil, y tam-
bién para determinar las modalidades de respuesta, que esta vez deberá
desbordar el esquema tradicional de la «negociación colectiva mediante
el motín».32 Y es que la modernización de las técnicas en el sector textil
se efectúa con una brutalidad inédita, poco fácil de concebir entonces,
y con una rapidez redoblada, pues está estimulada por la crisis de los
mercados y a su vez alimenta el marasmo económico por medio del
aumento del desempleo y de la bajada de los salarios. Los defensores
de la costumbre son suplantados ahora en las instancias del poder y la
decisión por los patrones-ingenieros y los patrones-economistas, que
no ocultan su desprecio por lo que sus continuadores denominarán
«recursos humanos». Lo que importa sobre todas las cosas a estos hom-
bres apremiados es reducir el precio del trabajo hasta su punto más
bajo a fin de incrementar la «riqueza de las naciones» o, dicho de otro
modo, de esos dividendos que suponen una tentación para los inverso-
res.
Es en el verano de 1811 —un verano particularmente fresco que
provoca la tercera mala cosecha consecutiva y un nuevo encarecimiento
del trigo— cuando los tejedores más lúcidos y decididos de las Mid-
lands se proponen convencer a sus corporaciones de la necesidad de
actuar de forma más coordinada y de oponerse sistemáticamente a la
introducción de las máquinas. Y es desde la contestataria Nottingham
32
Es el historiador Eric Hobsbawm el que ha introducido esta noción en su
artículo de 1952 «The Machine Breakers». Un concepto que indica a la vez
la dimensión corporativa y deliberada de la violencia obrera y la extrema
tensión, «camal» y visceral, de las relaciones de clase predominantes hasta
el nacimiento del sindicalismo.
82
desde donde se extiende la conjura durante las semanas de preparación
organizativa que preceden al paso a la acción.
En las tabernas y las cantinas de la región, las gentes vacían pinta
tras pinta mientras conspiran contra los fabricantes. Se prepara la res-
puesta con pragmatismo, y se premeditan las grandes fechorías que
se cometerán contra la propiedad privada y su lógica infernal. Las má-
quinas son los nuevos ídolos de los funestos adoradores del oro; son
impías y portadoras de calamidades. ¡Pues bien! ¡Manos al hacha y a la
maza! Si es preciso, se acabará con todas ellas y retornarán los buenos
tiempos de antaño. Eso es lo que andan rumiando estos rudos mucha-
chos que de repente descubren en sí mismos inclinaciones sediciosas.
83
El arte de romper
las máquinas odiosas
L
a noche del 4 de noviembre de 1811, no muy lejos del pueblo de
Bulwell, a seis kilómetros al norte de Nottingham, una pequeña
partida de hombres enmascarados se reúne en la oscuridad. Blan-
den mazas y martillos, hachas y picas, pero tampoco faltan algunos
sables y pistolas. Caminando de forma ordenada, se dirigen hacia la
residencia de un fabricante llamado Edward Hollingsworth. Tras co-
locar a un centinela para vigilar las reacciones de los vecinos, rompen
puertas y postigos y penetran a la fuerza en el edificio. Allí destruyen
metódicamente seis telares de bastidor amplio antes de desvanecerse
en las tinieblas. Algo más tarde, vuelven a encontrarse cerca del pueblo
con el fin de asegurarse de que todos los vengadores enmascarados han
logrado escapar.
Una semana después se produce un nuevo ataque nocturno contra
el taller de Hollingsworth, quien se ha preparado esta vez para repeler
a los rompedores de máquinas. Ha puesto a resguardo varios telares y
pedido a sus empleados más fieles y a los propietarios de la vecindad
que monten guardia equipados con fusiles. Cuando los asaltantes se
presentan ante el establecimiento, exigen que les entreguen las máqui-
nas o bien que les dejen entrar. Hollingsworth se niega y enseguida se
produce un tiroteo. Un joven tejedor llamado John Westley es abatido
mientras intentaba arrancar los postigos del edificio. Después se le atri-
buirán estas palabras, murmuradas antes de expirar: «Continuad, mis
valientes camaradas. Muero con sumo gusto». Sus compañeros trans-
portan el cadáver hasta las lindes de un bosque y, a continuación, presa
de un tremendo furor vindicativo, regresan para saquear la residencia
de Hollingsworth. Mientras este último y sus prójimos escapan a través
de una salida oculta, los asaltantes derriban la puerta del taller y rom-
pen las máquinas que se encuentran en él. Después incendian el edifi-
cio, que queda reducido a cenizas en menos de una hora. Concluida su
obra, se dispersan y desaparecen en la noche.
Esa misma noche, en el pueblo de Kimberley, a pocos kilómetros
de allí, otra banda ataca un taller y destruye una docena de telares, al pa-
84
recer como represalia contra la contratación de «novicios», es decir, jó-
venes poco cualificados y obligados a trabajar por un salario de miseria.
Dos días más tarde, un carro que transporta ocho telares desde la
pequeña ciudad de Sutton-in-Ashfield, no lejos de Nottingham, es dete-
nido en el camino por una partida de hombres con el rostro ennegreci-
do que destruyen a mazazos la preciosa carga antes de prenderle fuego.
Esa misma noche, un millar de hombres procedentes de los pueblos
vecinos marchan sobre Sutton equipados con hachas, martillos y picas.
Más de trescientos de ellos van además armados con fusiles de caza y
con pistolas. Esa noche destrozan setenta telares de bastidor amplio que
pertenecen al principal fabricante del lugar, un tal Betts, que morirá con
«el cerebro trastornado» algunos días después. Los magistrados de Su-
tton, simples notables que ofician como jueces de paz, deciden recurrir
entonces a una unidad de la milicia local compuesta por una treintena
de hombres, a los cuales se suman siete dragones que pasaban por allí
escoltando a un prisionero francés. La milicia arresta a una docena de
rezagados que se habían entretenido imprudentemente en la ciudad.
Tres días después tiene lugar el funeral de John Westley en el pue-
blo de Arnold, en presencia de una muchedumbre de un millar de
obreros cuyo humor se le antoja arisco y belicoso a los soplones y a los
corresponsales de prensa que están presentes en el lugar. La vida de un
hombre para salvar una máquina de un mazazo y, lo que es más, una
máquina que roba el trabajo: los patrones han franqueado un límite
moral, lo que incrementa aún más tanto el rencor como el número
de sus enemigos, e incitará a los tejedores, persuadidos de combatir
fuerzas maléficas, a redoblar su audacia. Una compañía de dragones,
reforzada por diferentes elementos supletorios y por soplones, ha sido
enviada además desde la guarnición de Nottingham para velar por que
las exequias de Westley no se transformen en un motín.
Mientras, al término del servicio funerario, algunos tejedores se
disponen a hacer oír sus sonoras voces, lo que se escuchan son los
redobles de tambor de los dragones, que se imponen a los discursos,
despertando el rugir de los asistentes. El pastor que acaba de oficiar la
ceremonia hace que inhumen a toda prisa el ataúd en el que reposa
Westley y los magistrados ordenan la evacuación del cementerio. La
multitud se dispersa pero a regañadientes, obligada por los fusiles que
les están apuntando. Pero la cosa no acaba aquí, pues la rebelión está
gestándose en toda la región.
85
Justo después del sepelio del primer mártir del movimiento luddi-
ta, llegan a los periódicos locales cartas en las que se reivindica el des-
trozo de máquinas de los días anteriores, cartas que son reproducidas a
mano o bien grabadas y expuestas en los paneles públicos. También los
fabricantes las reciben a centenares. Todas hablan de la exasperación de
los tejedores y de su determinación a combatir. Mientras algunas están
firmadas con el nombre de Ned Ludd, unas veces «rey» y otras «capitán
en jefe» o «general» de ese ejército en la sombra, otras se suponen diri-
gidas a él o se contentan con aludir a su autoridad. Una buena cantidad
de ellas han sido supuestamente enviadas desde «la gruta de Robín de
los Bosques» o de la «oficina de Ned Ludd, en el bosque de Sherwood».
A continuación puede leerse una de las primeras, que circula en no-
viembre de 1811:
declaración extraordinaria33
33
Con el fin de no dificultar la lectura, y para contribuir a la universalidad de
los términos, he decidido no transcribir las innumerables rarezas ortográ-
ficas y de puntuación que salpican los escritos ludditas citados en esta obra
(y extraídos en su mayor parte de Kevin Binfield, Writtings of the Luddites,
John Hopkins, Baltimore, 2004), como habría sido preciso hacer desde un
punto de vista arqueológico. Asimismo, he tratado de limitar los equívocos
y las imprecisiones que podrían derivarse de sus particularidades sintácti-
cas y que podrían perjudicar la comprensión de su prosa.
34
Charles Lacy, socio durante un tiempo de John Heathcoat, era uno de los
patrones de Nottingham que más había invertido en los nuevos telares, y
que creía con una fe ciega en la introducción del maquinismo en su sector
productivo.
86
Nos parece que el susodicho Charles Lacy se ha visto incita-
do a obrar de tal suerte por los más diabólicos motivos y, en con-
secuencia y con el deseo de dar ejemplo, pronunciamos aquí la
confiscación de las susodichas quince mil libras y, por tal motivo,
autorizamos, decretamos y exigimos que Charles Lacy desem-
bolse la susodicha cantidad y la distribuya en partes iguales entre
los trabajadores que fabricaban la malla de algodón ya en el año
1807, y esto en un plazo de diez días.
En su defecto, os ordenamos que apliquéis la pena de muer-
te al susodicho Charles Lacy y os autorizamos para que distribu-
yáis entre la escuadra que habrá de ocuparse de tal menester la
suma de cincuenta libras; os conminamos a obrar de tal suerte
que la presente orden le sea presentada sin dilación a Charles
Lacy.
Noviembre de 1811 - Por orden de Thos. Death [Tomás Muerte]
35
En junio de 1780, una procesión de la Asociación Protestante organizada
por el escocés George Gordon había degenerado en una semana de distur-
bios. Todas las prisiones de la capital habían sido incendiadas antes de que
aquella insurrección popular sin proyecto político hubiera sido aplastada
mediante una represión feroz. A este respecto, léase la breve obra de Julius
Van Daal, Bello como una prisión en llamas, Pepitas de calabaza, Logroño,
2012. Traducción de Federico Corriente.
36
Inspirado por una visión que transcribió en su Nueva ley de la justicia, el
artesano mercero Gerrard Winstanley fue el principal portavoz de los Ca-
vadores o Auténticos Niveladores en la última fase de la Revolución inglesa
de 1642-1649. Los Cavadores intentaron aplicar su programa libertario,
hostil a la propiedad privada de la tierra, fundando comunidades rurales
que fueron rápidamente clausuradas por las autoridades del protectorado
de Cromwell. Ver Christopher Hill, El mundo trastornado, Siglo XXI Edito-
res, Madrid, 1983. Traducción de María del Carmen Ruiz de Elvira.
87
suprimiendo a la vez a los ricos y la pobreza mediante un retomo, por
muy tumultuoso que sea, a los vínculos comunitarios fraternales.
Al invocar a los manes del legendario ladrón, los honestos teje-
dores de Nottinghamshire expresan una elección: la de la ilegalidad,
nacida de un hastío con respecto a las leyes que les protegen cada vez
menos de la avidez de los empresarios y los negociantes a medida que
el capital consolida su poder fáctico y su ascendiente moral sobre la so-
ciedad inglesa gracias a su capacidad para desbaratar inexorablemente
el antiguo orden corporativo.
Pero ¿quién es entonces ese Ned Ludd, ese jefe temible, ese des-
facedor de entuertos? ¿Y qué es esa organización que capitanea y que
acaba de golpear tan duramente? En los pueblos y las barriadas obreras
los chavales tararean ya esta canción callejera:
39
Los Carbonari, o carbonarios, eran grupos de revolucionarios muy acti-
vos en la Italia de la primera mitad del siglo XIX. Herederos de los Iguales
de Babeuf organizados a la manera de las cofradías secretas, estos feroces
anticlericales e instigadores de la insurrección aspiraban a instaurar la re-
pública en Italia. Fue en sus filas donde Garibaldi hizo sus primeras armas.
40
Es precisamente esta anécdota, extraída de la tradición oral, la que ha
inspirado el apólogo emplazado al comienzo de la presente obra.
89
partido y de doctrina, y su jefe es un fantasma.
90
Reina un inadmisible espíritu de tumulto y de rebelión. Gentes
armadas penetran en los hogares, se rompen multitud de telares,
la vida de los que se oponen a la destrucción se ve amenazada,
se roban armas, se incendian hacinas de heno y se destruyen
bienes privados; se recolectan contribuciones en nombre de la
caridad, aunque en realidad son producto del terror.
Pero las jeremiadas de los notables y el envío por parte del gobierno de
tropas destinadas a reprimir los disturbios por la fuerza no sirven de
nada: la destrucción de máquinas se multiplica en la región. En Not-
tinghamshire, son machacados o incendiados cerca de otros ciento cin-
cuenta telares desde finales del mes de noviembre hasta el fin de año de
1811. Los destrozos vuelven a producirse en Leicestershire y Derbyshire,
donde una cincuentena de máquinas son destruidas en las localidades
de Shepsed y de Ilkeston. En una carta al Home Office, el secretario de
la asociación de fabricantes de Nottingham, George Coldham, se queja
del «terror» que siembran los ludditas en la región y habla de «ocho-
cientas máquinas destruidas» desde el comienzo de los disturbios en
marzo, estimando su valor en «ocho mil libras», aunque tiene más que
motivos para exagerar y dramatizar la situación, pues en la misma carta
reclama una intervención más severa de la tropa. El 28 de diciembre de
18x1, tampoco el corresponsal en Nottingham del Leeds Mercury vacila
en escribir de manera premonitoria, aunque prematura en todo caso,
que «la situación insurreccional en la que se encuentra este país no
tiene equivalente desde los turbulentos tiempos de Carlos I» [es decir,
de la guerra civil que le costó la cabeza a este último...].
Preocupados por financiar su combate, los ludditas van de pueblo
en pueblo a fin de solicitar una ayuda financiera entre sus hermanos
tejedores, recordándoles a veces con una firmeza amenazante sus de-
beres de solidaridad, como en el caso de este aviso de llegada pegado a
la puerta de un taller rural:
Señores:
Ned Ludd os envía saludos y espera que entreguéis una pequeña
suma con el fin de mantener a su ejército, pues conoce bien el
Arte de romper las máquinas odiosas. Si estáis conformes con
este aviso, todo irá bien; si no, vendré a visitaros en persona.
Edward Ludd
94
civiles, que nada tienen que temer y que pueden desafiarnos con-
fiando en su completa impunidad. Deberían entender, sin em-
bargo, que se puede recurrir a otros métodos de revancha cuan-
do la destrucción de máquinas no resulta factible. Pues nuestros
pasados esfuerzos no habrán de quedar en nada. A tal fin, es
preciso informarles de lo que les ocurrirá a aquellos de ustedes
que persistan en producir los artículos susodichos. Sepan, para
su tranquilidad, que no habrá de perecer ningún niño, pero que
si así fuera, no habría que culpamos a nosotros, sino a su propia
obstinación. Siempre hemos manifestado nuestra disposición a
no atentar contra la vida, y con mayor razón contra la sangre ino-
cente. Tal vez piensen que no seremos capaces de incendiar sus
residencias, pero los medios que utilicemos serán tan eficaces
que las llamas se alzarán en un instante hasta el último cuarto
de sus casas. La composición que emplearemos será una mezcla
de esencia de trementina, de alquitrán y de pólvora de cañón.
Una cantidad adecuada de dicha mezcla extendida en el umbral
de sus hogares y encendida aplicando un poco de papel nitratado
hará que la deflagración se produzca de forma inmediata. Pero
existen muchos otros medios de venganza, todos igual de peli-
grosos para la vida y que serán empleados allá donde este méto-
do no resulte practicable. A fin de evitar tales males, tengan en
consideración esta advertencia, por la que se les concede catorce
días para dejar de utilizar los telares de cadena, etc., antes de que
pasemos a la acción.
Joe Firebrand [Joe el Agitador]
95
Las tejedoras mécanicas, odiosas para los tejedores,
tal como se han conservado en Nottinghamshire
Que la rotura de un telar a la
rotura de huesos conduzca
A
pesar de la resistencia luddita, y no obstante ciertos aumentos
salariales arrancados gracias a ella a algunos fabricantes, la in-
digencia de los pobres sigue siendo flagrante en las Midlands.
El precio de los productos alimentarios alcanza su punto más elevado
en todos los lugares del país: la hogaza de pan cuesta ahora un chelín
y medio; los precios de otros productos de primera necesidad, como el
té, el azúcar o las materias grasas se han duplicado, e incluso triplicado.
Los ingresos de los obreros no cesan, sin embargo, de bajar. La apari-
ción de las fábricas y de las nuevas máquinas acarrea una disminución
general de los salarios, así como el desempleo de muchos, consecuen-
cia de las numerosas quiebras y de la mecanización de las tareas.
A partir del 3 de enero recomienza la destrucción de máquinas, y a
un ritmo aún más elevado que en noviembre. La experiencia adquirida
entonces y la creciente aprobación de la población se traducen en una
persistente impunidad. La región entera ha pasado de la efervescencia a
la rebelión, cosa que no desmiente el corresponsal del diario londinen-
se Annual Register en enero de 1812:
41
El de «barón de Hawkesbury» era el primer título de lord Liverpool, mi-
nistro de la Guerra que se convertirá en primer ministro en mayo de 1812
tras el asesinato de Spencer Perceval, y que seguirá siéndolo hasta 1827;
lord Harrowby (hermano mayor de Richard Ryder, entonces ministro del
Interior, que será reemplazado en la remodelación ministerial de mayo por
lord Sidmouth, cuñado del canciller lord Eldon) había sido amigo íntimo
de Pitt y seguía siendo uno de los jerarcas del partido tory; en 1812 será
nombrado presidente del Consejo privado del rey y se mantendrá como tal
hasta 1827, del mismo modo que lord Eldon seguirá a cargo de los asuntos
judiciales hasta la misma fecha... Estos jefes de la facción más reaccionaria
del partido tory habían entrado en el gobierno en la época de Pitt el Joven,
a finales del siglo anterior. Pero como puede verse, estos oligarcas conser-
vadores sabían conservar muy bien sus puestos, por más que la Revolución
Industrial estuviese cambiando de arriba abajo la fisonomía del país.
42
Lord Liverpool señaló la noche del jueves que los disturbios de Nottin-
101
Quizás evite que roben los bribones,
—y como los perros seguramente no tienen qué comer—
Les podemos colgar por romper bobinas
Y les ahorraremos dinero y carne al Estado.
Es más fácil fabricar personas que maquinaria
Y más valiosa la mercancía que una vida humana.
¡Los ahorcados en Sherwood realzarían el escenario para
Demostrar cómo el comercio y la libertad prosperan!
Hoy la justicia acorrala a los miserables.
Granaderos, milicianos, policías londinenses,
Veintidós regimientos, verdugos en cantidades notables,
Instigados por los magistrados, hacen arrestos draconianos.
Ciertos lores deseaban recibir de los Jueces de la Nación
El consejo, pero tal cosa fue en vano:
Liverpool rehusó tamaña concesión.
Y helos aquí condenados sin juicio.
Algunos seguramente han pensado que era vergonzoso,
Cuando el hambre llama y la pobreza gime,
Que la vida se deba valorar en menos que una tejedora,
Y la rotura de bastidores a la rotura de huesos conduzca.
Si así fuese probado, confío, con esta muestra,
(¿Y quién rechazaría participar en la esperanza?)
Que los bastidores de los tontos deberían ser los primeros en ser
/rotos,
Quien, cuando se le pide un remedio, lanza una soga.
103
Nottingham Review del 17 de enero de 1812, que si los propios tejedores
hubieran podido legislar, «se habría evitado la desgracia» de la bajada
de los salarios y la subida del precio de los productos alimenticios. Un
cuerpo legislativo que no representa más que a los ricos, y tan notoria-
mente corrompido, no podría tener la menor legitimidad y menos aún
libertad para abolir el derecho consuetudinario.
Bien es cierto, sin embargo, que los ludditas más implicados en el
movimiento de resistencia no se preocupan tanto del derecho como de
la justicia social, sin duda una noción aún vaga en los albores del movi-
miento obrero, pero que en todo tiempo ha alimentado confusamente
los sueños de los pobres.
Ya el 22 de febrero, día en que se vota la ley, el general Ludd vuelve
a tomar la pluma para dirigir directamente al primer ministro, Spencer
Perceval, una advertencia de lo más premonitoria:
Campamento de Sherwood
Señor:
Mi primer deber, y el más importante, es informarle a usted —y
le ruego que haga otro tanto entre sus colegas y los del Regen-
te— de que, a consecuencia de los grandes sufrimientos de los
Pobres, cuyas quejas no han recibido ni la menor consideración
por parte del Gobierno, me veo en la necesidad de llamar de nue-
vo a la acción (no solo para destruir otros muchos telares) a mis
bravos Hijos de Sherwood, los cuales están más que dispuestos,
pues han jurado ser sinceros y fieles vengadores de los errores
de su país. He esperado pacientemente por si se adoptaba alguna
medida parlamentaria para aliviar su desamparo bajo todas sus
formas; pero la mano de la conciliación se ha cerrado y mi pobre
y afligido país no ve ni un solo rayo de esperanza: esa ley que nos
castiga con la muerte solo puede ser considerada con desprecio y
combatida con medidas igualmente vigorosas; y los señores que
la han ideado habrán de arrepentirse por ello, pues si se sacrifica
la vida de un solo hombre, ¡la respuesta será sangre por sangre!
Si por ventura alguien va a pedirle cuentas, no podrá decir que
no le había hecho llegar esta advertencia de muerte.
El honorable general Ludd
104
en nombre del bien público, y no de los simples intereses de una cor-
poración martirizada. Esta concienciación le da el tono a la sucesión
de acontecimientos que se desarrollarán en Yorkshire, y sobre todo en
Lancashire. Ya no se trata de limitarse a la destrucción de unas cuan-
tas máquinas: las instituciones, los gobernantes y los propietarios son
designados como objetivos de la venganza popular, y su poder se ve
desafiado. Los días de Perceval, en efecto, están contados.
Durante la primavera, se acentúa el tono cada vez más político y
cada vez menos corporativo de las misivas ludditas de Nottinghamshi-
re, mientras que sobre el terreno se instaura una suerte de tregua arma-
da. A finales del mes de abril de 1812 circula por el condado un poema
en el que se felicita a Ludd por su coraje y su eficacia y donde se le
exhorta a desembarazar al país del primer ministro Perceval:
105
gham se cobraba así venganza. Presenta indicios de demencia y nunca
se mostrará muy locuaz, limitándose a declarar durante el proceso que
se había sentido en su derecho de ejecutar al representante en jefe de
quienes le habían privado de una justa reparación.43 Es poco probable
que haya actuado en connivencia con alguna conspiración política, y
menos aún con los ludditas de las Midlands, pero de lo que no cabe
duda ninguna es de que ha llevado a cabo sus amenazas y cumplido su
profecía, algo que no deja de impresionar a la imaginación del pueblo.
La impopularidad de la víctima era tal que en todos los rincones del país
se celebran fiestas y los pobres, exultantes, beben y vuelven a beber a
la salud del asesino. En Nottingham, para celebrar el acontecimiento,
la multitud alborozada desfila al son de la fanfarria por las principales
calles de la ciudad.
Pero de inmediato lord Liverpool sucede al difunto jefe del gobier-
no para proseguir la misma política reaccionaria y belicosa. Y la crisis
económica continúa agravándose en una atmósfera social cada vez más
tensa. Una canción escrita en Derbyshire, «La lucha por el pan», da su
aprobación a la respuesta luddita y también testimonio de la miseria y
de la represión que se han abatido conjuntamente sobre las poblaciones
obreras:
43
Durante un viaje de negocios a Rusia en 1803, este comerciante de pro-
ductos del mar originario de Liverpool había sido arrestado por la policía
del zar por un oscuro asunto de fraude a la compañía de seguros. Se supo-
nía, al parecer, que se había hundido un cargamento en el mar Blanco, pero
la Lloyds se negaba a cubrir las pérdidas. Encarcelado durante seis años sin
que la embajada de Inglaterra llegase a intervenir en ningún momento,
John Bellingham fue llenándose de resentimiento contra su propio país.
De vuelta a Inglaterra y completamente arruinado —su negocio había que-
brado durante su encarcelamiento—, Bellingham envió en vano una peti-
ción tras otra a las autoridades, y en particular al primer ministro, a fin de
obtener una indemnización, tras lo cual decidió cometer un ministricidio
que parece haber sido cuidadosamente premeditado. Héroe popular a su
pesar, será ejecutado una semana después de un atentado que constituye
un acontecimiento único en su género en la historia del reino.
106
Se dice, si mal no lo he entendido, que Ned Ludd
Ha destruido un millar de esos telares malditos.
No es cosa mala, pues ya no hay faena
Y los pobres de toda condición mueren de hambre.
Si acaban por robar, se les encierra
Y, en nombre de las leyes nacionales, se les cuelga.
44
Este artesano instruido se encontraba a la cabeza de una asociación
protosindical llamada Union Society of Framework Knitters (Sociedad de
Unión de los Medieros). Más tarde será descrito por William Cobbett como
un personaje «de una arrogancia insultante». Parece que era por prudencia
por lo que deploraba públicamente los actos de los ludditas, que sin duda
aprobaba a escondidas e incluso dirigía en las Midlands, según sospechas
jamás verificadas. Si bien no era el general Ludd, sí era la bestia negra de
los fabricantes dispuestos a la amalgama. Pero su activismo era abierta-
mente legalista y se desvivió por ganar a los parlamentarios para su causa.
Será arrestado en 1817 y pasará siete meses en prisión sin haber sido con-
denado por delito alguno. Tras los disturbios ludditas, sufrirá la misma
suerte que la mayoría de sus compañeros medieros y se verá reducido a
la indigencia. En 1831 publicó una historia civil, política y mecánica de los
medieros. Murió en 1852.
107
misma de que el proceso protosindical de Henson llegue a buen fin
constituye ya en sí misma una distracción apta para enfriar el ardor lu-
ddita y engendrar desacuerdos entre los rebeldes, aislando a la minoría
de los furiosos que nada esperan de esos señores del Parlamento. Y los
efectos, desastrosos para el pueblo, de la ley que castiga con la muerte
la destrucción de máquinas se verían compensados por el alivio que
podría suponer una reglamentación no demasiado desfavorable a los
obreros. Máxime cuando la petición de Henson conoce un éxito nota-
ble: a comienzos del mes de abril, ya se han recogido diez mil firmas.
Pero, como habrá de verse, los gobernantes no tienen intención bajo
ningún concepto de causar el menor contratiempo a los propietarios o
de dar muestras de mansedumbre con respecto a los pobres.
La nueva ley perversa y el veredicto del proceso de Nottingham
confirman la opción represiva: aunque cinco de los acusados son de-
clarados inocentes y absueltos, dos de ellos son condenados a la pena
máxima todavía aplicable, catorce años de deportación en Tasmania,
y los tres restantes a siete años de estancia forzada bajo esos mismos
cielos. De los condenados, que tienen entre dieciséis y veintidós años,
solo dos parecen ser ludditas confesos: los otros son, sin duda, simples
simpatizantes que se habían unido a la masiva y estrepitosa incursión
en Sutton de un millar de hombres. El proceso se caracteriza por la
ausencia de testigos de cargo, si exceptuamos a algunos fabricantes te-
merarios. Ni las presiones ni las primas por la delación habían permi-
tido romper la ley del silencio entre los vecinos que habían asistido al
saqueo de los talleres, ni tampoco soltar las lenguas de los camaradas
de los tejedores encausados, bien al tanto sin embargo de las actuacio-
nes ludditas. Los propios fabricantes son a menudo los primeros que
temen las represalias que podría acarrearles una denuncia. De hecho,
no ha habido más inculpaciones en el condado que las de los detenidos,
que se remontan a noviembre; y eso a pesar de las muy numerosas pes-
quisas de los magistrados londinenses y locales, a pesar de las redadas
y los registros, a pesar de las intimidaciones y las recompensas prome-
tidas a los traidores.
Este severo veredicto se produce cuando las destrucciones y los
disturbios se vuelven más esporádicos en la zona, aunque nunca cesen
del todo. Como veremos más adelante, la región de Nottingham conti-
nuará siendo todavía durante mucho tiempo un lugar privilegiado de la
protesta social, el sabotaje y la destrucción de máquinas.
108
III. Martillo en ristre
A
ntes de su leve repliegue en las Midlands, el contagio luddita se
extiende subrepticiamente a las regiones industriales del norte,
al Lancashire algodonero —y de forma más precisa, en torno a
Mánchester, cuna de la Revolución Industrial— y a los distritos laneros
de Yorkshire. Es en Bradford, en la parte occidental del sur de dicho
condado —lo que se llama el West Riding— donde, en 1797, se ha edi-
ficado la primera fábrica que funciona enteramente con vapor, aunque
no sin despertar la hostilidad de las multitudes, que intentaron impedir
su construcción y abuchearon a todos aquellos que contribuyeron a ella.
Si bien están muy lejos de igualar los efectivos de los medieros de
las Midlands, los tundidores de paños, obreros cualificados encargados
de preparar las telas, abundan en la región, están protegidos por anti-
guas leyes y se encuentran tradicionalmente bien organizados. La tarea
del tundidor de paños consiste en peinar la lana empapada y después
quitarle la pelusa con ayuda de unas grandes tijeras —que pesan más
de veinte kilos y miden más de un metro de largo—, lo que exige vi-
gor, habilidad y experiencia. A continuación se procede al «rameado»,
estirando el paño sobre largos bastidores de madera al aire libre a fin
de eliminar los falsos pliegues, y finalmente a su prensado entre dos
placas secantes, lo que lo hace apto para la confección. En los diferentes
estadios de este lento proceso de fabricación, las hábiles manos de las
mujeres y los niños proceden al «desmote», extrayendo del paño, con
ayuda de unas pincitas metálicas, nudos, pajitas y otras impurezas.
Se trata de una actividad que exige cuidado y las reglas de la cor-
poración estipulan que es necesario un aprendizaje de siete años antes
de ganarse el derecho a ejercerla por cuenta propia. Dicha actividad se
desarrolla en familia, en talleres comunes provistos de pequeños pa-
tios interiores, y permite una producción de calidad, sólida y duradera.
Aunque depende de los pedidos de los pañeros, el tundidor se conside-
ra desde siempre un artesano, orgulloso de su obra y amo tanto de su
tiempo como de su casa y sus útiles. Las manufacturas, ancestros de las
fábricas que agrupan a diversos gremios pero aún no albergan grandes
111
máquinas, apostaban por la división del trabajo para incrementar la
productividad, pero se consagraban a una producción lujosa, refinada,
y en lo que respecta a la pañería, eran más un complemento que rivales
de los obreros de la lana. Las nuevas fábricas y sus máquinas de vapor
que, a la inversa, permiten concentrar diferentes tareas en una sola, le
hacen una competencia brutal a esos obreros, y para empezar a toda la
profesión de los tundidores de paños.
En los tiempos de Ludd y del bloqueo continental, esta «élite» obre-
ra se siente amenazada por dos tipos de máquinas: las cardadoras de
lana y las tundidoras. La cardadora está lejos de ser una innovación,
puesto que su aparición se remonta al siglo xvi. Entonces estaba movida
por norias de caballos o por ruedas hidráulicas. Los artesanos laneros
de la época habían mostrado los dientes (en un periodo en el que se
multiplicaban las revueltas contra los enclosures) y conseguido su prohi-
bición, oficializada mediante un edicto firmado por el infante Eduardo
VI, y nadie se había arriesgado desde aquel momento a instalarlos en
Yorkshire, una zona en la que los tundidores constituyen desde tiempo
inmemorial una poderosa y pugnaz corporación. Su uso se había exten-
dido, sin embargo, por otros condados del reino, como Somerset, don-
de un memorable motín se saldó con la destrucción de una gran canti-
dad de cardadoras en 1797. Pero hete aquí que ese maldito artefacto, ese
viejo enemigo de los tundidores, regresa ahora a Yorkshire perfecciona-
do y adaptado al vapor como energía motriz, y hete aquí también que
empieza a prodigarse por las fábricas que los pañeros hacen construir
para rentabilizar y controlar la producción. Lo que es peor, forma junto
a la tundidora, esta sí de invención reciente, una pareja infernal que
no promete a los tundidores de paños más que la ruina y la desolación.
La tundidora, una suerte de bastidor con cizallas que permite a una
mano de obra reducida y desprovista de cualquier cualificación efectuar
la parte más delicada del apresto, transforma para siempre en obsoleta
la destreza hasta entonces bastante bien retribuida de los tundidores.
Reemplazables de este modo en cualquier estadio de su actividad, pier-
den todo control sobre su sustento. En consecuencia, no les queda más
opción que hundirse en la más temible de las servidumbres, haciendo
que los contraten en una fábrica moderna, o bien desaparecer.
A no ser que impongan sus exigencias mediante la lucha, pues
estos tipejos son bastante combativos y están considerablemente bien
organizados en algo que prefigura las uniones sindicales. Y además no
112
les faltan los amigos, pues su prosperidad le da vida a pueblos enteros.
114
Ahora bien, la baza de la organización, garantía de solidaridad y
de eficacia, encuentra sus límites en el fuerte corporativismo que la
hace posible. Frente a la introducción generalizada del maquinismo y la
transformación de la sociedad que la acompaña, ningún gremio puede
combatir solo y para preservar sus intereses particulares, tal como los
tundidores del West Riding habían hecho hasta entonces. Es lo que van
a descubrir cuando sus comités secretos, ataviados con la máscara de
Ludd, pasen a la acción. No necesitarán más que unas pocas semanas
para captar de forma pertinente la dimensión universal de sus propios
deseos y de sus propios actos.
45
Sobre Robert Owen, ver en el apéndice ii, «La religión del trabajo», nota
p. 294.
117
obreros obligados a recurrir a la ilegalidad para que se oigan sus quejas
mejor fundadas y deshacer los entuertos que son comunes a todos los
pobres. En las tabernas de Yorkshire no tardan en resonar coplillas lu-
dditas como la que sigue:
118
La conjura de los
hermanos del esquileo
E
ntre los tundidores de Yorkshire pronto se reactivan los comi-
tés secretos, ahora ludditas, que constituyen el núcleo duro del
movimiento y donde uno solo es admitido tras haber realizado
un juramento de lealtad absoluta a la causa, de silencio frente a las
autoridades y de fidelidad a los hermanos conjurados. El problema es
que está prohibido jurar lealtad a algo que no sea la Corona y los tri-
bunales castigan severamente a quienes reconocen convictos de dicho
«crimen», que muy pronto será incluso merecedor de la soga, y que
seguirá siéndolo hasta 1827. El retorno de los ludditas a estas prácticas
antiguas reaviva el recuerdo, fértil en fantasmas, de las sociedades se-
cretas —criminales o sediciosas—, no sin causar cierta inquietud a los
buenos burgueses que se enteran de su existencia por las gacetas.
De hecho era frecuente en las guildas ancestrales —a los tundido-
res y a los tejedores les gusta echar mano de las tradiciones de sus res-
pectivos gremios— prestar juramento para garantizar el respeto a las
costumbres y reforzar la solidaridad entre compañeros. Por otro lado,
la práctica del juramento se había perpetuado en la francmasonería,
sin inquietar nunca a las autoridades, pues las cofradías racionalistas
adeptas a los ritos esotéricos siempre han sido en Inglaterra tímidas en
lo que respecta a sus objetivos e inofensivas en sus acciones. Lo que
inquieta a los enemigos de los pobres del juramento luddita no tiene
nada de moral: protege de la traición a los grupos ludditas —que se
denominan a sí mismos «comités secretos»— y permite rodear de una
discreción máxima las operaciones proyectadas. Los juramentos de este
tipo participan, pues, de una táctica de la separación, muy eficaz en es-
tostiempos en los que la palabra dada tenía todavía cierto peso entre el
pueblo, y por otro lado no se generalizan entre los ludditas hasta que no
se ha producido la aprobación de la ley que establece la pena de muer-
te por romper una máquina: cuando la traición es mortal, parece jus-
to que el traidor perezca. He aquí un ejemplo de juramento, más que
plausible aunque sea relatado por un soplón, hecho en Yorkshire antes
de que este fuese admitido en las filas del ejército del general Ludd:
119
Yo, Untel, el abajo firmante, de forma totalmente voluntaria, pro-
meto por la presente declaración y juro que no revelaré jamás el
nombre de ninguno de los miembros del comité secreto, bajo
pena de ser mandado fuera de este mundo por el primer her-
mano conjurado que me atrape. Juro además que perseguiré sin
descanso a cualquier traidor para ejecutar la venganza, sea quien
sea y hasta las puertas del infierno si es preciso. Juro además
que seré serio y fiel en las relaciones con todos mis hermanos
conjurados. Y si llegase a denunciarlos, que mi nombre sea bo-
rrado de la lista de la Sociedad para no ser recordado jamás sino
con desprecio y repulsión. Que Dios me ayude a guardar este
juramento inviolable.
Tiene que levantar la mano derecha por encima del ojo derecho
si se encuentra en presencia de otro luddita y este debe levantar
su mano izquierda por encima de su ojo izquierdo. A continua-
ción hay que colocar el índice de la mano derecha sobre la comi-
sura derecha y el otro dirá entonces: «¿Quién eres?». Respuesta:
«Determinado». Pregunta: «¿A qué fines?». Respuesta: «A la Li-
bre Libertad». Y el otro puede entonces conversar con el nuevo
hermano conjurado y confiarle todo lo que sabe.
120
quinas funcionan con vapor. Los equipos condenados a la destrucción
son, pues, mucho más costosos que los telares mecánicos de Nottin-
ghamshire.
Las inmediaciones de Huddersfield, ciudad situada en la ribera del
Coiné, al pie de los Peninos, albergan decenas de fábricas laneras de
muy distintas dimensiones. El 22 de febrero de 1812 se reanudan los
asaltos ludditas contra las fábricas y los talleres que utilizan tundidoras
y cardadoras mecánicas. El taller de Joseph Hirst, en Marsh, y el de
James Balderson, en Crosland Moor, son los primeros en sufrir la cóle-
ra de Ludd. En ellos, algunos forzudos machacan varias máquinas de
tundir paños a golpes de Enoch —ese pesado martillo de forja que tanto
les gusta manejar a los ludditas de Yorkshire—, mientras los rebeldes
más endebles montan guardia en el exterior conforme a un método que
reaparecerá en la mayoría de las devastaciones posteriores alrededor de
Huddersfield.
Durante algunas semanas de furia, los magistrados van a lamen-
tar una docena de ataques ludditas, en los cuales son aniquiladas un
centenar de máquinas perfeccionadas. Es un trabajo duro dislocar esos
monstruos de metal; las pintas de cerveza nutren y recompensan el
esfuerzo, mientras se fuerza el respeto de los guardianes o del pro-
pio fabricante a punta de espada. Se trata de una labor que no procura
paga alguna, pero que al menos tiene un sentido. Las operaciones van
a ampliarse y su estilo se va a volver más variado a partir de entonces,
además de hacerse todavía más osadas.
Pues el prestigio de los rompedores de máquinas entre la pobla-
ción del West Riding, de buena gana contestataria, se traduce no so-
lamente en una solidaridad casi sin falla como en los Midlands, sino
también en una identificación de todos los descontentos con la causa
luddita. El 26 de febrero es el taller de confección de William Hinchli-
ffe, en Huddersfield, el que resulta devastado por una treintena de fu-
riosos: todas sus máquinas son destruidas, pero no se ejerce violencia
alguna contra el patrón, sus familiares y sus criados. Como reacción,
los comerciantes y fabricantes de Huddersfield se apresuran a crear
un comité de vigilancia que, con el apoyo de los magistrados locales, se
atribuye amplios poderes discrecionales y para movilizar a la milicia.
Porque, en esta ocasión, no hay lugar para la duda: la ola luddita ha
alcanzado el West Riding.
El 5 de marzo, y después el 11, tienen lugar nuevas destrucciones
121
de máquinas en los alrededores de Huddersfield. Las aldeas laneras de
Honley, Dungeon y Crosland son liberadas de sus máquinas odiosas
por los desfacedores de entuertos, cuya metódica organización en la ac-
ción inquieta enormemente a las autoridades centrales, que empiezan
a desplegar tropas en la región.
El 15 de marzo es la gran fábrica de Francis Vickerman, en Taylor
Hill, también en las cercanías de Huddersfield, la que es arrasada de
arriba abajo. Dicho patrón, notable metodista conocido como el Obispo
por su beatería y ridiculizado por una canción local, parece haber sido
particularmente detestado: se sospechaba (y conrazón, tal como prue-
ban los archivos del magistrado Radcliffe) que era un delator. El caso es
que ya había sido advertido por carta:
46
El historiador y filósofo de las técnicas y las civilizaciones Lewis Mum-
ford consideraba la invención del reloj, más que la de la máquina de vapor,
la verdadera piedra angular de la Revolución Industrial: «El reloj es un me-
canismo que produce segundos y minutos». El reloj fue propagado a finales
de la Edad Media por los benedictinos (que administraron hasta cuarenta
mil monasterios productivos) para cuantificar y sincronizar la acción de los
hombres en el trabajo. [Pepitas de calabaza ha asumido la tarea de editar en
castellano las principales obras de Lewis Mumford].
122
tés secretos de tundidores de paños han abierto una brecha por la que
se cuelan jacobinos y radicales de toda laya, que a su manera engrasan
las filas del disparatado ejército de Ludd y vuelven así a hacerse oír.
Ciertamente, los obreros del sector textil no tienen programa político
y no es al gobierno tory de Londres ni a la oligarquía a los que hacen
la guerra: se baten para defender su autonomía contra un proyecto dé
sociedad en la que no serían más que carne de máquina y que, por
otro lado, cuenta con el favor de la oposición liberal casi al completo.
Aún así, también saben que el cuerpo legislativo, que no representa
más que a los ricos, adopta leyes cada vez más desfavorables para los
pobres. Se dan cuenta de la celeridad con la que la Corona envía a su
ejército al país de los ludditas para hostigar y someter al sable a todo el
que protesta y hace reivindicaciones. De aquí nace una conciencia de
la dimensión inevitablemente política de su movimiento. Su eficacia y
su popularidad les han convertido en los representantes de todo aquel
que sueña con la justicia social y la libertad política en la sociedad. Ya el
9 de marzo, cuando el movimiento luddita todavía no se ha propagado
por el vecino Lancashire, la siguiente octavilla circulaba de tapadillo por
las calles de Leeds:
123
de Huddersfield, recibe una carta firmada por el «general del ejército
de los justicieros, Ned Ludd», donde trasparecen de forma igualmente
clara las preocupaciones políticas de los tundidores rebeldes. Fiel a su
comportamiento habitual, Ludd exige al tal Smith que se deshaga de las
tundidoras que acaba de adquirir. Pero además aporta, al confiarle sus
«ideas e intenciones, muy deformadas» por los comentaristas, intere-
santes precisiones sobre la evolución revolucionaria, sino del proyecto,
cuando menos del discurso luddita en estas fechas:
Señor:
Acaban de informarme de que es usted detentador de esas detes-
tables tundidoras mecánicas y mis hombres desean que le escri-
ba para prevenirle lealmente de que es preciso que se desprenda
de ellas [...]. Tome buena nota de que si no han sido desmontadas
al final de la semana próxima, enviaré a uno de mis lugartenien-
tes con un destacamento de al menos trescientos hombres.
Sepa también que si hemos de tomamos la molestia de ve-
nir desde tan lejos, acrecentaremos su infortunio incendiando
sus instalaciones, y que si tiene la desvergüenza de abrir fuego
sobre uno solo de mis hombres, estos tienen órdenes de matarlo
a usted y de quemar su casa. Tenga la bondad de informar a sus
vecinos de que la misma suerte les espera si sus máquinas no
son desmontadas de inmediato, pues, según me dicen, varios
detentadores de máquinas viven en su mismo distrito.
Y puesto que mis ideas y mis intenciones, así como las de
mis hombres, han sido muy deformadas, aprovecharé la ocasión
para relatárselas, y me gustaría que se las diera a conocer a todos
sus hermanos en el pecado. Quiero que los comerciantes, los
negociantes en telas y vestidos, el gobierno y el público compren-
dan que las quejas de semejante cantidad de hombres no deben
ser tomadas a la ligera, pues según los últimos informes hay dos
mil ochocientossetenta y dos héroes que, empujados por la ne-
cesidad, han hecho votos de remediar los daños sufridos en sus
carnes o bien perecer gloriosamente, y esto tan solo en la villa de
Huddersfield, pues el número es casi el doble en Leeds.
Por las últimas cartas que acabamos de recibir de nuestros
corresponsales, nos enteramos de que los obreros de las siguien-
tes villas van a sublevarse y unirse a nosotros: Mánchester, Wake-
field, Halifax, Bradford, Sheffield, Oldham, Rochdale y todo el
país del algodón, donde el valeroso M. Hanson los conducirá a la
victoria.47 Los tejedores de Glasgow y de muchas otras regiones
de Escocia se unirán a nosotros. Los papistas de Irlanda están
comenzando a sublevarse, así que es probable que podrá encon-
47
Ver «Los molinos de Satán», p. 151.
124
trarse algo que hacer para los soldados, en lugar de permanecer
ociosos en Huddersfield; pobres, por otro lado, de los edificios
que vigilan en la actualidad, pues conocemos el modo más fá-
cil de reducirlos a cenizas, suerte que sin duda correrán tarde o
temprano.
La causa inmediata de nuestras acciones fue esa odiosa car-
ta del príncipe regente a lord Grey y lord Grenville,48 que nos
privaba de toda esperanza de un cambio benéfico, pues de tal
manera se conchababa con una panda de canallas, Perceval y
compañía, a los que atribuimos todas las miserias del país. Pero
esperamos la asistencia del emperador francés a fin de romper
el yugo del gobierno más podrido, maléfico y tiránico que haya
existido jamás. Entonces acabaremos con todos esos tiranos de
[la casa de] Hannover y con todos los tiranos en general, del más
grande al más chico, y seremos gobernados por una República
justa. Que el Todopoderoso apresure la llegada de esos tiempos
felices, conforme a los deseos y los rezos de millones de habi-
tantes de este país; ahora bien, no nos contentaremos con rezar:
nos batiremos. Y cuando llegue el momento, los casacas rojas
verán que no abandonaremos las armas hasta que la Cámara de
los Comunes haya promulgado una ley prohibiendo las máqui-
nas perjudiciales para el bien común y abrogado aquella otra que
condena a la horca a los destructores de telares. Pero ya no hare-
mos más megos, puesto que son en vano: es preciso combatir.
127
Gloria y miserias
del general Ludd
E
l 24 de marzo de 1812, es una auténtica muchedumbre lo que
afluye hasta la fábrica de William Thompson en Rawdon, uno de
los principales fabricantes del West Riding. Los asaltantes neu-
tralizan al guarda y emplazan centinelas en las cuatro esquinas de las
instalaciones. Inmediatamente penetran en los talleres y emprenden la
devastación total: una cuarentena de máquinas, los vidrios y el mobilia-
rio acaban destruidos, al tiempo que son desgarrados tres rollos de la
mejor lana. Al día siguiente, es el taller de acabado de Dickinson, Carr
& Co. el que recibe la visita de los ludditas, que destrozan dieciocho
rollos de tela pero dejan intactas las máquinas.
El primero de abril, los magistrados se reúnen en Huddersfield
para instaurar una suerte de estado de emergencia mediante la procla-
mación del Edicto de Vigilancia y Protección (Watch and Ward Act), que
amplia tanto las atribuciones de la milicia burguesa como los poderes
de los ediles y de los jueces. A esta medida represiva —que de hecho
no será aplicada por falta de medios o de temeridad más que por dos de
los municipios implicados— los ludditas replican, cuatro días después,
con tres expediciones particularmente devastadoras en los alrededores
de Huddersfield. En Snowgatehead, Hom Coat y Honley, los telares, las
tundidoras y las cardadoras mecánicas son destruidos esa misma noche
por tres grupos distintos, que además arrasan con las ventanas y los
muebles de los talleres atacados antes de desvanecerse en la penumbra.
El 9 de abril, la gran fábrica de Joseph Foster, situada en el pueblo
de Horbury, a pocos kilómetros de Wakefield, es invadida por más de
trescientos hombres armados, venidos de los pueblos vecinos. El tal
Foster se había negado a renunciar al uso de una «maquinaria odiosa»,
tal como se lo habían demandado firmemente y en diversas ocasiones
sus empleados, los cuales deciden recurrir a Ludd. Una vez apostados
los vigilantes, los ludditas se disponen a destruir las grandes máquinas
recién adquiridas que alberga el lugar, evitando dañar las más arcaicas.
No se contentan con deteriorarlas, sino que rabiosamente las hacen
migas. A continuación desgarran la fibra y los tejidos, y luego rompen
128
todas las ventanas. En su frenesí destructivo, la emprenden además con
locales y equipamientos que habitualmente se libran del furor luddita,
tales como la oficina del contable o la residencia del patrón, aledaña a
los talleres. De la destrucción de máquinas, los ludditas pasan esa no-
che a la demolición de la fábrica.
Tras haber prendido fuego por aquí y por allá, los asaltantes se re-
únen en un campo cercano, donde un cabecilla se asegura de que todo
el mundo esté presente y luego pronuncia las siguientes palabras: «El
trabajo está hecho. Dispersaos». A partir del día siguiente, una canción
se escucha por todas las cantinas de Yorkshire:
A ciegas, se descargan los fusiles y las pistolas contra los talleres su-
midos en la penumbra, pero los soldados, atrincherados en el primer
piso, responden de inmediato disparando entre los listones que forman
el techo de la planta baja y que se pueden levantar a voluntad gracias a
un sistema de poleas imaginado por el ingenioso Cartwright. Ciertos
asaltantes, enfurecidos por esta defensa tan novedosa como imprevista,
corren a la parte trasera del edificio para encontrar otro acceso, pero
en la oscuridad no consiguen atravesar un embalse de agua en el que
uno de ellos está a punto de ahogarse. Otros intentan forzar las puertas
de la fábrica, pero estas están cubiertas de clavos de cabeza gruesa que
impiden que las hachas penetren en la madera y que incluso resisten
los martillazos de los fornidos herreros.
Mientras los asaltantes son mantenidos así a raya, una gran cam-
pana tañe intensamente sobre el tejado, imponiéndose al estrépito de
los fusiles y de los martillos para llamar al rescate a una brigada de
caballería que ha establecido su cuartel no lejos de Rawfolds desde el
comienzo de la ola de destrucción de máquinas en el condado. Lo cierto
es que es una auténtica emboscada en la que han caído los partidarios
de Ludd. Se abre fuego contra la campana y la cuerda del campanero se
rompe por el impacto de las balas, pero Cartwright de inmediato envía a
dos hombres al tejado para que sigan haciendo sonar esa alarma que re-
cuerda a un lúgubre tañido. Se redoblan los mazazos contra las puertas
50
Poco después del apaciguamiento de los disturbios ludditas, William
Cartwright recibió una fuerte recompensa pecuniaria de manos de la Co-
rona gracias a la insistencia del conde Fitzwilliam; esta jugosa propina fue
seguida, gracias a la intervención del magistrado Joseph Raddiffe, de una
gratificación de tres mil libras ofrecida por los fabricantes locales.
134
de los mortales:
Señor:
Sepa que en el día de hoy se ha leído una declaración contra us-
ted ante el tribunal de Ludd en Nottingham y que, si no mantie-
ne la neutralidad, se dictará sentencia contra usted en rebeldía.
Convocaré a un jurado para investigar los daños que dictará una
pena contra su cuerpo y su casa, y entonces tendrá que aguardar
a que el general Ludd y su muy bien organizado ejército la ejecu-
ten provocando la mayor destrucción posible.
51
A comienzos de mayo de 1812, en un pueblo cercano a Huddersfield, una
mujer que se había presentado en casa de un magistrado por un asunto sin
relación con los disturbios fue encontrada sospechosa de ser una delatora
atraída por la prima. Fue lapidada por los habitantes, que la dieron por
135
Carta de un luddita a Joseph Radcliffe (traducción en la página 135)
muerta. Este malentendido, por trágico que resulte, da testimonio del feroz
apoyo de la población a los ludditas.
52
Ver John y Jenny Dennos, Un peu de l’áme des mineurs du Yorkshire (L’in-
somniaque, 2004), donde se puede calibrar hasta qué punto esta execra-
ción (así como el ostracismo que se derivaba de ella) aún estaba viva en los
pueblos mineros de Yorkshire incluso en los años 80 del siglo pasado.
136
pretenden proveer con armas y fondos, con la mirada puesta en una
insurrección abierta. Por eso multiplican los asaltos contra los depósi-
tos de armas, grandes y pequeños, y recorren los campos para recaudar
una suerte de «impuesto revolucionario» entre los terratenientes que
han cometido la desvergüenza de tomar partido por las máquinas.
Uno de sus primeros objetivos en el West Riding, naturalmente,
es dar muerte a William Cartwright, patrón arrogante y asesino que ha
hecho correr la primera sangre y al que los ludditas han jurado matar.
Muy afectado por la muerte de sus dos hermanos conjurados, George
Mellor expresa su rabia ante sus compañeros de taller tan solo un día
después de la batalla de Rawfolds y antes de trazar con ellos un plan
de venganza. «¡Maldito sea ese bastardo! —exclama—. ¡Le arrancaré el
corazón!». Poco después llegarán a la conclusión de que de momento
ha de abandonarse la destrucción de máquinas y decidirán que ahora es
mejor acabar con los patrones recalcitrantes y, al mismo tiempo, reunir
a los descontentos para llevar el combate a las calles.
Una semana más tarde, Cartwright llega a caballo a Huddersfield
para testificar ante el tribunal militar que ha de juzgar al soldado de la
milicia de Cumberland que rehusó abrir fuego contra los asaltantes de
Rawfolds. Su solidaridad de clase le cuesta al desgraciado miliciano una
pena de trescientos latigazos, que habría sido de muerte casi con toda
certeza si el castigo, ulteriormente ejecutado en Rawfolds, no hubiese
sido suavizado a petición del propio Cartwright, al parecer ya bastante
ahíto de sangre. En el camino de regreso, al fabricante le disparan un
par de tiros desde un matorral, que hacen que su montura se encabitre.
El jinete, sin embargo, no sufre más daño que un buen susto y escapa
a rienda suelta. A partir de entonces se mostrará más precavido en sus
desplazamientos —que las miradas hostiles con las que se cruzará du-
rante mucho tiempo por toda la región hacen, por otro lado, condena-
damente delicados—, mientras la sublevación luddita va pareciéndose
cada día más a una lucha a muerte.
Algunos días después, es un magistrado de Huddersfield de nom-
bre Armitage el que escapa por poco de un disparo de fusil mientras
toma el fresco asomado a la ventana; y más tarde, una bala vengadora
le pasa rozando a un policía que anda tras el rastro de los ludditas. Este
giro táctico, ratificado por las cofradías ludditas del West Riding, se pre-
cisa en una carta fechada el 27 de abril y dirigida a Joseph Radcliffe. El
lenguaje bíblico de la misiva recuerda en cierta medida al de los Ver-
137
daderos Niveladores de la Revolución inglesa de 1642-1649, pero tam-
bién refleja la influencia de las sectas inconformistas, particularmente
florecientes en el West Riding. De tal modo se sacraliza la sangre que
va a correr...
Señor:
Considero mi deber como amigo dirigirle estas pocas líneas al
respecto de la peligrosa situación que atraviesa este país. Puesto
que es el magistrado de este distrito, sus habitantes se volverán
hacia usted para obtener un poco de justicia. Si permitimos que
la dichosa maquinaria se perpetúe, la cosa probablemente termi-
ne en una guerra civil, algo que yo deseo sea evitado. Así pues,
puesto que usted no tiene un interés personal en la maquinaria
y que el pueblo parece oponérsele de forma tan resuelta, si no se
adoptan de inmediato ciertas medidas, se producirán grandes
destrucciones, en particular entre aquellos que nos persiguen
con mayor ahínco. Por lo que respecta al Edicto de Vigilancia
y Protección, no se hace a la idea de la opresión suplementaria
que inflige a sus inquilinos y a los demás ocupantes de la tierra,
y todo para salvar tan solo a dos individuos de este distrito que
no tengo ningún temor en nombrar: los señores Thomas Atkin-
son y William Horsfall, que pronto habrán de contarse entre los
muertos y que serán convocados ante el terrible tribunal en el
que Dios juzgará cada alma según los actos cometidos por el
cuerpo.
Y como Jesús conocía sus pensamientos, les dijo: todo reino
dividido contra sí mismo está condenado a la devastación, y toda
ciudad o casa dividida contra sí misma no podrá subsistir.
138
«Comité secreto» patronal que ha creado para «impedir la degradación
ilegal de la maquinaria y de las tundidoras mecánicas». Ha transforma-
do su fábrica en un campo atrincherado y llegado al punto de instalar
un cañón sobre el tejado de uno de los talleres. Este hombre de carác-
ter sanguíneo, reputado por su arrogancia, tiene el rango de oficial en
la milicia de burgueses voluntarios de Huddersfield. Cuando desfila a
caballo por las calles del burgo, los niños le provocan berreando: «¡Soy
el general Ludd, soy el general Ludd!», y el belicoso patrón, fuera de sí,
dispersa a fustazos a la pequeña chusma burlona... Poco antes, por cier-
to, ha ultrajado gravemente a Mellor en público. Una madre acababa de
ver morir a su propio bebé sobre su seno agotado y el tundidor rebelde
trataba de consolarla cuando Horsfall pasa a lomos de su montura. Me-
llor no puede evitar agitar en un gesto trágico el raquítico cadáver ante
las narices del industrial acaparador, que, sin dar muestras de compa-
sión alguna, cruza de un fustazo el rostro del acusador antes de alejarse
muy altanero al trote.
Sea como fuere, justo el día después del envío de esa sentencia de
muerte, Horsfall cae a su vez víctima de una encerrona cuando vuelve
del mercado de Huddersfield. Tiradores emboscados le alojan dos balas
en el pecho y desaparecen en los bosques. Alrededor del fustigador de
los pobres se reúne una pequeña muchedumbre que facilita la huida
de los asaltantes y que, a modo de viático, reprocha severamente al mo-
ribundo su condición de opresor de los pobres. Lo llevan a una taberna
cercana, donde muere dos días después a causa de las heridas. Hay
una coincidencia macabra que no puede por menos de impresionar a
las mentes supersticiosas: el mismo día en que Horsfall es abatido, su
fábrica sirve, por primera vez, un pedido de paño negro...
Ludd se ha vengado así de uno de los patrones más odiosos, pero
son todos los pañeros de la región los que reciben una advertencia mu-
cho menos retórica que las que habían salpicado la propaganda luddita
hasta ese momento. Se ha franqueado un nuevo paso en la escalada de
la violencia de clase, lo que no deja de aumentar el nerviosismo de los
propietarios, que de nuevo reclaman más refuerzos militares en la re-
gión. Se llama al ejército por los incidentes más insignificantes, se ven
ludditas por todas partes, abundan las falsas alertas. Pero protegidos
por el respeto o por el temor que inspiran, los ludditas del West Riding
aún campan a sus anchas por la región, aunque ya no para romper todo
lo que se asemeje a una máquina odiosa —las que todavía se mantie-
139
nen intactas ahora están bien protegidas—, sino para extorsionar a los
grandes granjeros, hacerse con armas de fuego y expandir el espíritu
de la rebelión.
140
Emociones en cascada
D
esde el primero de mayo de 1812, el general Grey, que dirige las
operaciones militares contra los ludditas en Yorkshire, tiene a
sus órdenes a más de cuatro mil hombres, entre los cuales hay
ochocientos dragones adiestrados en particular para reducir a sablazos
a la multitud amotinada. Al vecino Lancashire, como veremos, afectado
casi simultáneamente por el contagio luddita, el gobierno envía muy
rápido a otros siete mil soldados, de los cuales mil cuatrocientos per-
tenecen al cuerpo de caballería. Por lo que respecta a Nottinghamshi-
re, donde la agitación luddita es esporádica pero los espíritus siguen
siendo muy inflamables, es invadido por una tropa de mil quinientos
hombres, algunos de los cuales han establecido su campamento central
en el bosque de Sherwood. Al lado mismo de la caverna de Ludd, pues.
A estos quince mil guripas que la Corona moviliza contra sus pobres
hay que añadir las milicias de voluntarios y los centenares de esbirros
de todo jaez que las autoridades locales o londinenses han convocado
para controlar las regiones textiles en ebullición, espiar o manipular al
populacho y asegurar en cualquier lugar y por cualquier medio el terri-
ble poder de los confeccionadores del futuro. Se pueden, pues, estimar
las fuerzas congregadas contra los ludditas en un mínimo de treinta
mil hombres, en su mayor parte bien armados.
Se trata, pues, de un número considerable de efectivos, tanto para
la época —en la que los conceptos de policía y mantenimiento del or-
den aún están en mantillas en el país del habeas corpus— como en con-
sideración a las regiones implicadas, que en total cuentan apenas con
algo más de un millón de habitantes. Resulta instructivo comparar la
importancia de este ejército con el cuerpo expedicionario de cuarenta y
cinco mil hombres que Welesley, pronto duque de Wellington, encabe-
za entonces en el continente para expulsar al terrible ejército napoleó-
nico de la península ibérica con la ayuda de los fervorosos guerrilleros
de todas las Españas.
Hay que señalar que estas tropas de ocupación no se alojan por lo
general en cuarteles o campamentos, sino en hoteles, albergues, gran-
jas o, a falta de algo mejor, en la casa de algún residente. Empeoran así
la crisis que sufren las regiones ocupadas al hacer huir a los clientes,
141
dejando un montón de deudas a su paso e incluso entregándose a pe-
queños pillajes. Pero sobre todo transforman en inhabitables las loca-
lidades en las que se establecen, sometiéndolas a una ley marcial sote-
rrada. El 4 de abril, el Leeds Mercury destaca que «Leeds y Huddersfield,
con sus destacamentos y patrullas militares, han adquirido más la apa-
riencia de acuartelamientos que de apacibles estancias para el comercio
y la industria». En varias localidades de los alrededores se decreta, o se
instaura de hecho, el toque de queda a partir de las nueve de la noche.
Solo en Huddersfield, que cuenta con treinta mil almas y treinta
y tres cantinas, están acantonados más de mil soldados. No pueden
darse ni dos pasos sin que uno se tope con alguna patrulla de casacas
rojas, ni echarse una jarra de cerveza con los amigos en la taberna sin
sufrir su molesta compañía o la aún más repulsiva de los soplones. Las
incansables rondas nocturnas de los soldados y los milicianos generan
un ambiente de tensión y de sospecha.
La amplitud de la movilización no puede sino reforzar la impre-
sión de que el gobierno se prepara para la guerra civil, y eso que de mo-
mento no se ha disparado más que algún tiro por aquí y por allá en el
desarrollo de lo que en origen no es más que una querella corporativa.
Lo que pasa es que esta adquiere un giro adverso para los poderosos y
los comerciantes, pues plantea la cuestión social al completo, con to-
dos sus imprevistos, y al mismo tiempo pone al desnudo los aspectos
más lúgubres del sacrosanto «progreso». Frente a la amplitud de este
cuestionamiento tan temido, una desmesurada inquietud se apodera
de algunos generales y políticos, ligados indefectiblemente a las castas
patricias y a las redes de notables apaciblemente burgueses a los que
el miedo vuelve feroces. Esta crisis de paranoia colectiva es alimenta-
da, no sin cierto maquiavelismo, por una presentación alarmista de la
sublevación tanto en las gacetas como en los debates parlamentarios.
La dramatización inicial es obra de los dirigentes más interesados que,
poco preocupados por la doctrina, no confían más que en las maniobras
de sus cámaras negras.
El asesinato de Perceval llega en el momento oportuno para exa-
cerbar el pánico en un contexto de confusión general. Los medios gu-
bernamentales difunden rumores improbables acerca de la existencia
de un vasto complot: los agentes de Bonaparte o del Papa, cuando no
cierta facción whig que sacrifica la tranquilidad pública en el altar de
sus ambiciones, serían los que manipularían a esos bravos e ingenuos
142
obreros del sector textil. El objetivo de esta campaña de insinuaciones
es reunir a los biempensantes en una jauría fiel dispuesta a despeda-
zar a los rebeldes. Pues unas verdaderas ganas de pelea, de carácter
preventivo, aguijonean a los dirigentes reaccionarios que componen el
consejo del príncipe regente. Estos experimentados gobernantes cierta-
mente se muestran más bien tibios con respecto a la industrialización
que amenaza con desbaratar el antiguo orden del que su casta deriva el
poder. Pero han comprendido bien que la población no se plegará a ella
sin haber probado el garrote estatal que los años de contrarrevolución
antijacobina les han enseñado a manejar y que se complacen agitando
al tiempo que lo proclaman indispensable para la buena marcha de los
negocios. Por eso, al partido tory le conviene recordar a los industriales,
a menudo adeptos entusiastas de los dogmas del laissez-faire, lo poca
cosa que son, a pesar de todas sus máquinas y de todas sus técnicas de
explotación, sin la protección de un Estado poderoso y omnipresente,
último bastión del orden y garante de la docilidad de los pobres.
Obtener el reconocimiento de los fabricantes tentados a inclinarse
por el liberalismo, tanto en política como en economía; alarmar para
después tranquilizar más fácilmente a los pequeños propietarios y a
los clérigos, que constituyen la base social del partido conservador;
diezmar a los sediciosos para someterlos a la obediencia e imponer el
silencio a los descontentos en la medida que sea posible; y sobre todo,
aterrorizar a los pobres: tales son los objetivos tácticos que se fija el
gobierno tory al colocar el corazón industrial del reino en estado de
sitio como si fuera un país conquistado. Esta demostración de fuerza
frente a los pobres constituye uno de los actos fundacionales de la Re-
volución Industrial, más que las más rentables invenciones o que los
más ingeniosos tratados de explotación del hombre por el hombre. A
partir de ahora la represión y la domesticación se practicarán a la par,
en el bendito nombre del progreso, para mayor gloria del comercio y de
la industria. En el acoso a la bestia se unen todas las castas dominantes,
ya se hallen en decadencia o en ascenso, a fin de perpetuar la sumisión
y el desuello de las masas que producen el bienestar y la quietud de los
beneficiarios de todos los apetitos.
Por supuesto, existen líneas de fractura en esta alianza de circuns-
tancias entre los diferentes tipos de potentados, e incluso se observan
reticencias a afiliarse a ella de forma demasiado visibles entre aquellos
squires y vicarios tradicionalistas que consideran una cuestión de honor
143
manifestar su humor, o incluso su horror, ante la nueva Babilonia en
construcción o ante sus implacables monstruos de vapor, rezumantes y
apestosos. Pero, con todo, la mayoría de la gente bien de la época sabe
ya que el dinero no tiene olor, siempre que uno se tape las narices.
Frente a los indóciles ludditas, del mismo modo que frente al meteórico
Napoleón, la buena sociedad aprieta las nalgas y las filas, y esto sin esca-
timar esfuerzos, por más que, una vez pasado el peligro, vuelvan a caer
en las querellas de intereses y las trifulcas doctrinales que justifican
la existencia de los partidos o de las sectas y ofrecen a las poblaciones
subyugadas la ilusión de un debate sobre la naturaleza de la sociedad.
La cantidad y el tipo de las tropas enviadas indican por otro lado
que, aparte de su función de vigilancia de las santas tundidoras mecáni-
cas, están destinadas a afrontar los disturbios callejeros y a neutralizar
las intrigas insurreccionales que desborden el combate de los comi-
tés secretos contra los patrones acaparadores. Sobre todo en el norte,
las autoridades temen o fingen temer que estos últimos lleguen a una
suerte de confluencia con la oposición radical; los informes de los so-
plones en este sentido abundan. Confrontados con la guerrilla luddita
en los campos y en los pueblos industriales, los oficiales y los magistra-
dos se disponen además a aplastar a las multitudes de las ciudades, tan
lógicamente gruñonas y tan espontáneamente agitadoras como son...
que ahora enarbolan además el estandarte de Ludd.
148
IV. Moloch acosado
E
s en tomo a Mánchester, en los límites de Cheshire y de Land-
cashire, donde el movimiento luddita, que desde comienzos del
mes de febrero de 1812 se extiende por esta región algodonera, va
a alcanzar la heterogeneidad y la intensidad que acaban por convertirlo
en un momento decisivo de la formación de la clase obrera inglesa. Es
también aquí donde su derrota dará forma duradera a las elecciones
del movimiento obrero en el curso de los decenios siguientes. En el
momento en el que el asalto luddita adquiere en Yorkshire un giro casi
insurreccional, los hilanderos y los tejedores de algodón del noroeste,
peor favorecidos incluso que sus primos laneros de más allá de los Pe-
ninos, van a entrar a su vez en el baile.
Como en Yorkshire, sus objetivos son las factorías que funcionan
con vapor o con energía hidráulica y las grandes fábricas mecanizadas,
que privan de su sustento a los pequeños artesanos y a los obreros cua-
lificados de Mánchester, Bolton o Stockport, con la humillación añadida
de emplear por una miseria a sus mujeres e hijos (ya desde la edad
de cinco años y por un puñado de peniques diarios). Para los hogares
obreros constituye el último recurso antes de hundirse en la completa
indigencia, esa que conduce a ser encerrado en una de las workhouses
que albergan la mayoría de las parroquias del reino. Estos austeros hos-
picios, como ya hemos visto, son cada vez más «Bastillas de la ley de
pobres» para los desgraciados de todas las edades que, expulsados de
los campos o privados de faena, van a dar con sus huesos en ellas cada
vez en mayor número.
Tanto en su concepción como en su uso, en las fábricas inglesas de
la época no preocupan gran cosa las reglas de higiene y de seguridad.
Es el antro del dios-máquina, que impone su ritmo desenfrenado a la
osamenta de los seres vivos, los roe, los desgasta y después los tritura
para extraerles beneficio (en este caso, el plusvalor que el capital saca
del trabajo humano). Los insalubres muros que se edifican para alber-
gar a esos monstruos de metal están hechos para durar lo que deben
durar las máquinas que reinan en su interior. El desgaste o el óxido,
pero más incluso esa obsolescencia que acaba por reducir su competiti-
vidad, hacen necesaria su rápida renovación. Es más provechoso para el
151
inversor hacer que se construyan a bajo precio edificios cuya duración
coincida con la de los préstamos; y los créditos, todavía parsimoniosos,
que los bancos y las grandes fortunas conceden a los pioneros de la in-
dustrialización, salidos de la pequeña burguesía o del artesanado y poco
solventes, son a corto plazo. Es la misma lógica de un rápido retomo
sobre la inversión la que hace levantar sin ton ni son construcciones
imposibles con el fin de alquilárselas a la mano de obra que afluye a las
ciudades industriales. Esta inédita avidez es la que transforma los ba-
rrios obreros en ese caos de cuchitriles en perpetuo desmoronamiento
que describirá horrorizado Alexis de Tocqueville en 1835, de regreso de
un viaje a Mánchester:
54
Voyages en Angleterre, Irlande, Suisse et Algérie, Gallimard, París, 1958.
152
«el oro puro»? La respuesta tiene que ver sobre todo con la proximidad
de las regiones mineras de Derbyshire y de Yorkshire, y también con la
cercanía del gran puerto de Liverpool, en la desembocadura del Mersey,
donde en el siglo xviii se amasaron fortunas gracias al comercio con las
colonias y a la trata de esclavos. Es a Liverpool adonde arribaba el algo-
dón cultivado por la mano de obra servil de las plantaciones coloniales,
y es naturalmente en las cercanas villas de los alrededores donde la
materia prima era transformada. También es en Liverpool donde des-
embarcaban en oleadas los inmigrantes irlandeses, otra materia prima
importada de la industrialización. En 1761, la construcción del canal de
Bridgewater, que unía Mánchester con el distrito minero de Worsley,
permitía el aprovisionamiento de carbón para la ciudad en un momen-
to en el que la demanda de este combustible-rey de la urbanización
y de las industrias emergentes conocía un elevado crecimiento en las
ciudades inglesas.
Como en todo el norte de Inglaterra, la pequeña burguesía mer-
cantil y artesanal de las villas algodoneras se adhería mayoritariamente
a esta o aquella de las innumerables sectas postpuritanas y se nutría de
su teología simplista teñida de pragmatismo. El bando de los «Ilustra-
dos» no le iba a la zaga, si bien no llegaba a las audacias de los materia-
listas y los deístas franceses. Poniendo en práctica el ponderado indivi-
dualismo de David Hume y de Adam Smith, los hombres de negocios
menos supersticiosos —o los menos escrupulosos— se convertían de
buena gana a los dogmas bien terrenales de una «religión natural» que
preconizaba la libertad de comercio y la servidumbre de los pobres. La
evolución de las ideas se alimentaba así de la evolución de las técnicas
para proveer a los primeros barones de la industria de un proyecto his-
tórico coherente; la geografía, la geología y la demografía hicieron el
resto designando un área inicial para establecer sus empresas, entre
Liverpool la estraperlista y Leeds la lanera.
En el centro de este terreno de experimentación todavía único en
su género se alzan las brumosas fábricas de Mánchester, que tardará
muchísimo tiempo en reponerse de su transformación en factory town
absoluta, como constatará, treinta años después de la época de nuestro
relato, un tal Friedrich Engels. Aunque también industrial y futuro turi-
ferario del desarrollo de las fuerzas productivas, Engels no puede evitar
entregarse, mientras se pasea por los barrios miserables de la ciudad
vieja de Mánchester, a las siguientes reflexiones (una pizca ludditas);
153
Todo lo que suscita aquí nuestro mayor horror y nuestra indig-
nación es reciente y data de la época industrial. Los varios cente-
nares de casas pertenecientes a la antigua Mánchester han sido
abandonadas desde hace tiempo por sus primeros moradores.
No hay como la industria para haberlas atestado de las huestes
de obreros que albergan actualmente, no hay como la industria
para haber hecho construir sobre cada parcela que separaba esas
viejas casas, a fin de tener alojamiento para las masas que hacían
venir del campo y de Irlanda; no hay como la industria para per-
mitir a los propietarios de esos establos el alquilarlos a precios de
viviendas para seres humanos, explotar la miseria de los obreros,
minar la salud de millares de personas únicamente en su prove-
cho; no hay como la industria para haber hecho que el trabajador
apenas liberado de la servidumbre, haya podido ser utilizado de
nuevo como simple material, como una cosa, hasta el punto en
que lo hiciera dejarse encerrar en una vivienda demasiado mala
para cualquiera otro. [...] Solo la industria ha hecho esto, ella no
hubiera podido existir sin esos obreros, sin la miseria y el avasa-
llamiento de esos obreros.55
56
Este influyente grupo de presión, impulsado en particular por el empre-
sario Richard Cobden y el político John Bright, representaba los intereses
de la industria algodonera de Lancashire y, entre los años 1830 y 1840,
llevó a cabo diversas campañas librecambistas con las que obtuvieron la
abolición de las leyes proteccionistas sobre el grano (Corn Laws) en 1846.
155
Las fábricas que han proliferado en los últimos veinte años em-
plean sobre todo a mano de obra poco cualificada —mujeres, niños,
inmigrantes irlandeses—, tal como permite la simplificación de las ta-
reas mediante el recurso a la mecanización. Esta chusma trabaja desde
la más tierna infancia, se desloma catorce horas al día cuando hay faena
y muere de hambre o de malnutrición cuando no la hay. Se hacina en
cuchitriles que hierven de pulgas y de ratas y se ve entregada a la pro-
miscuidad más sórdida. Al embrutecimiento continuo del trabajo me-
cánico se añade el agobio de una pobreza permanente. Así se extiende
un sentimiento de total desposesión entre gentes cuyo triste destino es
ser, en Mánchester, las cobayas de la domesticación salarial; una forma
de domesticación que se dispone a doblegar al mundo entero bajo el
más fastidioso de los trabajos. La mayoría de estos desgraciados acaba
de caer, a menudo con gran brusquedad, en una existencia precaria en
extremo, desprovista de cualquier referencia que no sea el dinero —o
mejor dicho, su maldita escasez— y conocen en todo su esplendor los
tormentos de esa «guerra de todos contra todos» que Hobbes confun-
día con la existencia humana. Tratan de consolarse ingurgitando gine-
bra de la peor que, si en ocasiones les pone de un humor pendenciero,
las más de las veces no hace más que incrementar su embotamiento.
La introducción de los telares mecánicos en los talleres del noroes-
te industrial, la multiplicación de las fábricas, la nueva organización
del trabajo sobrevienen, pues, en un contexto de desintegración de las
antiguas comunidades, conjugada con la extrema miseria material y
moral de las «clases inferiores». Al reducir la parte del trabajo vivo en
el proceso de producción, los fabricantes de Mánchester, pioneros del
capitalismo industrial, no pueden más que amplificar el resentimiento
de los pobres, quienes poco aprecian saberse a merced de semejantes
«chacales» y se afligen al ver cómo sus condiciones de existencia se de-
gradan inexorablemente. Cada vez son más numerosos los que han de
contentarse, como toda pitanza, con una papilla de avena más o menos
aguada aderezada con algunas patatas. El médico y filántropo James
KayShuttleworth, que trabajará en un dispensario mancuniano a partir
de 1827, dejó una descripción de los horarios de los obreros y de sus
hábitos alimentarios al comienzo de la Revolución Industrial:
156
las ocho en punto y vuelve a casa durante media hora o cuarenta
minutos para tomar el desayuno. Generalmente, dicha comida
consiste en una taza de té o de café con un poco de pan. A veces,
aunque cada vez menos, caen unas gachas de avena, sobre todo
en el caso de los hombres: pero se prefiere el estímulo del té,
especialmente entre las mujeres. El té es casi siempre de baja
calidad, y en ocasiones incluso está en mal estado. La infusión es
pobre y se le añade poca leche o ninguna. Los operarios vuelven
a los talleres, donde permanecen hasta el mediodía, momento
en que se les concede una hora para el almuerzo. Entre quienes
reciben los salarios más bajos, esa comida consiste por lo general
en patatas cocidas. Al revoltijo de patatas a veces se le añade un
poco de lardo fundido o de mantequilla, y en ocasiones algo de
grasa de tocino frito, pero rara vez algo de carne. [...] La familia
se sienta alrededor de la mesa y rápidamente cada uno de sus
miembros vierte su ración en el plato; o bien, si no, todos juntos
hunden sus cucharas en el perol y sacian su apetito con una im-
paciencia animal. Al expirar la hora, van de nuevo a trabajar a los
talleres, hasta las siete de la tarde o incluso una hora más tardía,
cuando de nuevo se permiten algo de té, a menudo mezclado con
aguardiente y acompañado de un poco de pan. Algunos de ellos,
sin embargo, ingieren sus gachas y sus patatas por segunda vez
en la jornada.
Las máquinas que cristalizan esta disolución del vínculo social y se ga-
nan de forma más clara el resentimiento de los pobres de la región
de Mánchester son la hiladora mecánica —inventada por James Har-
greaves en 1768 y perfeccionada por Richard Arkwright y sus asocia-
dos poco después— y sobre todo los telares mecánicos concebidos por
Edmund Cartwright en 1785. Nacido en una familia pobre y habiendo
comenzado su carrera como aprendiz de barbero, el emprendedor Ar-
kwright se hizo fabricante de pelucas y, más tarde, hilandero. Apos-
157
tó por las nuevas técnicas y las nuevas relaciones de producción, y no
tardó en construir fábrica tras fábrica, sobre todo en Lancashire, e in-
trodujo en la industria algodonera el uso de la máquina de vapor de
James Watt, adaptada a la producción por el manufacturero Matthew
Boulton. El personal de las fábricas de Arkwright, primeros bastiones
de la Revolución Industrial que emplearán hasta mil novecientos obre-
ros, estaba constituido en sus dos terceras partes por niños de ambos
sexos, contratados desde la edad de seis años y presionados y hostiga-
dos durante trece horas al día por jefes de taller elegidos por su brutali-
dad completamente militar. A su muerte en 1792, el inventor-hilandero
había amasado una fortuna colosal estimada en quinientas mil libras.
Edmund Cartwright era un personaje del todo distinto: hombre bien
educado, era hijo de un rico terrateniente y hermano del célebre agita-
dor radical John Cartwright, apóstol infatigable del sufragio universal.
De profesión, Edmund era pastor anglicano, pero se contentaba con
trabajar «por la ciencia», tratando de casar la energía térmica con la
ingeniosidad de los mecanismos. Este rentista diletante no se metió en
la producción algodonera más que para terminar en la quiebra y acabó
por vender sus bártulos a Robert Grimshaw, fabricante de Mánchester
que apenas tuvo más éxito que él. Esta vez fueron los tejedores de la ciu-
dad los que, en 1792, pusieron término al experimento incendiando la
factoría en la que Grimshaw había instalado más de seiscientos telares
mecánicos. Hubo que esperar a otros perfeccionamientos técnicos y a
la paz social que prevaleció a mitad del siglo xix para que su invención
fuese imitada a gran escala y adoptada por multitud de fabricantes de
tejidos.
A ojos de los obreros de comienzos del siglo xix, tales máquinas,
por rudimentarias que sean todavía, encierran en su máxima expresión
ese ánimo de lucro y de pisotear a los débiles que impulsa al sistema
social naciente regido por la burguesía utilitarista. Y esa nefasta esencia
les parece que procede de cierto maleficio, que es un monstruo frío y
omnipresente «repanchigado sobre la existencia de quienes no poseen
más que sus brazos», como se indigna cierto predicador radical. Desde
los tiempos inmemoriales de la invención de la agricultura los pobres
veían en el trabajo una maldición adánica, y hete aquí que con el per-
feccionamiento de la explotación —ese nuevo «progreso»— alcanza las
proporciones de una catástrofe.
Los proletarios de Mánchester simpatizan muy pronto, pues, con
158
quienes claman en Sherwood que las máquinas son «los colmillos y
las garras» de ese nuevo Moloch, y que conviene arrancárselos antes
de que el demonio haya ingurgitado hasta la última criatura de los ba-
rrios populares. Para los obreros del noroeste industrial, colmados de
desgracias, ha llegado el tiempo de enfrentarse al abyecto monstruo y
de convertirse en ludditas.
El terreno les es propicio: Mánchester y sus alrededores hierven de
opositores de lo más diverso, tanto al gobierno como a la introducción
de unas máquinas que solo benefician a los ricos. En esta región ale-
jada del poder central y en vías de una urbanización tan rápida como
anárquica, los adversarios del sistema disponen de capacidades orga-
nizativas probadas. En las callejuelas y los patios traseros de la nacien-
te conurbación se encuentran codo con codo las redes de agitadores
irlandeses, las uniones obreras clandestinas de hiladores y tejedores,
los comités secretos en los que se confunden los émulos republicanos
de Thomas Paine y los radicales que sueñan con la justicia social, y
todos estos grupos entremezclados están dispuestos a actuar aquí de
común acuerdo. Hasta entonces, la alianza táctica sellada al comienzo
de las guerras napoleónicas entre el clero metodista, muy influyente en
la clase obrera local, y el partido reaccionario de los propietarios angli-
canos ha permitido canalizar el descontento de una población inclinada
a la algarada. La historia de la región abunda, en efecto, en motines y
conflictos sociales, frecuentes desde antes de la aparición de los telares
mecánicos. Y esta no ha hecho más que estimular esa tendencia a la
resistencia, directamente al despojar al obrero de su empleo y convir-
tiéndolo así en un descontento, pero también indirectamente, pues al
imponerse sin contemplaciones, los lúgubres principios del utilitaris-
mo han coaligado en su contra a los pobres y a los soñadores.
Desde 1790, los tejedores ingleses se oponen a la introducción de
los telares mecánicos, y más de un motín ha concluido con la destruc-
ción de las máquinas odiosas o la devastación de los locales que las al-
bergan. También exigen con vehemencia que se fije un salario mínimo
válido para toda la corporación. Cuatro años antes de la oleada luddita,
el rechazo de una petición presentada a tal efecto ante el Parlamento ha
provocado una huelga general de la profesión en todo el noroeste, en
Escocia e incluso en Irlanda del Norte, así como numerosos disturbios.
La prisión de Rochdale en particular, a algunos kilómetros al norte de
Mánchester, fue asaltada por la multitud, que manifestó su repugnan-
159
cia al encierro reduciéndola a cenizas tras haber liberado a todos los
presos.
El 25 de mayo de 1808, quince mil huelguistas, reunidos en Mán-
chester para protestar contra la altivez del poder, habían sido dispersa-
dos sin contemplaciones por los dragones, que habían dejado lisiados
a varios desgraciados de todas las edades y de ambos sexos. Es en esa
ocasión cuando el coronel Joseph Hanson, terrateniente y oficial de
la milicia de Voluntarios, traicionando los privilegios de su casta, se
dirige a los tejedores para exhortarles a plantar cara a los fabricantes:
«Muchachos, vuestra causa es buena. ¡Manteneos fieles y venceréis! Os
apoyaré con hasta tres mil libras [de contribución al fondo de la huelga
ilegal]. ¡Yo soy amigo de los tejedores!». Aparte de su comparecencia el
año siguiente ante un tribunal militar que le condenará a seis meses
de prisión y a una multa de cien libras, este acto de rebelión le valdrá
una duradera popularidad entre los tejedores. Treinta y nueve mil seis-
cientos suscriptores ofrecerán una copa de plata a este campeón de la
justicia social y su singular ejemplo será invocado frecuentemente por
los ludditas en 1812.
En la primavera de 1811, año de fermentación del movimiento lu-
ddita en el norte industrial, los tejedores presentan una nueva petición
—una vez más en vano— para que se les garantice legalmente un sala-
rio decente y la protección contra los diversos abusos patronales. El do-
cumento cuenta con el aval de cuarenta mil firmas recogidas solo en la
ciudad de Mánchester —que entonces apenas supera los cien mil habi-
tantes— y con otros centenares de miles conseguidas en todo el resto
del país. Esto indica, aparte de un incontestable apoyo popular, una or-
ganización bien asentada y el surgimiento de una red nacional —que
prefigura las futuras federaciones sindicales— de uniones obreras en
ruptura con el antiguo corporativismo. Eso sí, la falta de éxito de sus
tentativas legales para mejorar su suerte y defender su estatus social
va a incitar a estos tejedores acorralados a inclinarse por el activismo
luddita y poner a su servicio las estructuras creadas para la negociación
con las guildas patronales y con las autoridades.
Basta de peticiones, basta de implorar... Desde su caverna de
Sherwood, mientras aumentaba la cólera de los tejedores del noroeste,
el general Ludd ha trazado una nueva vía, que no es ni la del motín sin
mañana ni la de las vanas negociaciones con los propietarios, sino que
las trasciende a ambas: la acción directa masiva y permanente que as-
160
Telares mecánicos de vapor en una fábrica de Mánchester
162
¿Nos convertiremos
acaso en máquinas?
Jamás, jamás...
A
finales del mes de diciembre de 1811 informan al Home Office
de que dos emisarios de Nottingham han tomado la palabra
durante una reunión de tejedores encolerizados en Stockport,
villa algodonera de Cheshire situada a algunos kilómetros al sur de
Mánchester, que cuenta con quince mil habitantes y que será uno de
los epicentros del seísmo luddita. Poco después, se pone en marcha en
la región una campaña de cartas de amenaza similar a la que, durante
todo el otoño, ha hecho temblar a los fabricantes de las Midlands.
Desde comienzos del año 1812, los hilanderos del algodón, muy
numerosos en la región de Mánchester, manifiestan su descontento
con un vigor renovado, sobre todo en lo que respecta a la creciente con-
tratación de mujeres y niños para las hilaturas, en principio para traba-
jar en su domicilio y después para remplazar a menor coste en las fá-
bricas a los hombres adultos, en su mayoría padres de familia. Hay que
señalar que los hilanderos sufren menos la crisis que los tejedores: la
innovación técnica —es decir, las sucesivas formas de la célebre «mula»
hiladora de vapor— se ha impuesto en dicha actividad en un periodo
de expansión y de relativa prosperidad obrera, anterior al bloqueo con-
tinental. Si bien es cierto que los hilanderos del algodón parecen haber
participado menos en los disturbios ludditas que los tejedores, de cuya
situación de desamparo ya hemos hablado, también lo es que serán
muchos los que aprovechen la oleada luddita para expresar su insatis-
facción. Los hilanderos amenazan con romper las máquinas menos por
odio hacia una técnica «odiosa» que como represalia contra los dueños
de las hilaturas, culpables de practicar una política de contratación de
saldo; téngase en cuenta que esas máquinas extraordinariamente cos-
tosas representan una inversión considerable. Se trata también, para
estos obreros por lo general menos desesperados que la mayoría de los
pobres de entonces, de seguir el ritmo marcado por Ludd, de adjudicar-
se un papel en el drama nacional en el que se ha convertido la amenaza
163
luddita y de aprovecharse de ella para ejercer una presión salarial.
A principios de febrero de 1812, la McConnel & Kennedy Company
—la mayor hilatura de Mánchester— y dos de sus competidoras reci-
ben una carta tan conminatoria como anónima:
Señor:
Comencemos con las palabras de los antiguos profetas, diciendo
que vuestra destrucción está próxima. ¿Y por qué?, os pregun-
taréis. Porque nosotros, los hilanderos del algodón de esta villa,
hemos sido el medio por el cual os habéis aupado hasta la inde-
pendencia partiendo de un montón de estiércol; y ahora, junto
a otros, habéis contratado a tantos miembros del sexo femenino
que nosotros y nuestros hijos nos morimos de hambre por falta
de pan; y si estáis decididos a perseverar, podéis esperar que se
produzca de inmediato alguna reacción destructiva.
Concluyamos, pues: u os enmendáis o moriréis.
Son, sin embargo, los tejedores los que, al pasar de la palabra al acto,
van a intensificar el asalto luddita. El 9 de febrero, Peter Marsland, gran
industrial de Stockport que ha patentado algunos perfeccionamientos
de los telares mecánicos a vapor, ve su hogar y su fábrica atacados por
una pequeña turba de ánimo luddita que a punto está de asarlo vivo.
Tras seis semanas de fermentación y de rumores alarmistas, y tam-
bién de preparativos en ambos bandos, unos quinientos tejedores se
reúnen el 20 de marzo para atacar los almacenes y la fábrica, situados
en Stockport, de William Radcliffe, célebre fabricante que hacia 1804
había perfeccionado el telar mecánico concebido por Edmund Cartwri-
ght. Decir que este pionero y símbolo viviente del maquinismo es detes-
tado por los tejedores es decir poco: se sabe, pues, objetivo de la cólera
de Ludd y ha tomado precauciones defensivas. Sus esbirros repelen a la
multitud desarmada antes de que esta haya tenido tiempo de incendiar
los edificios, que se salvan de la quema con apenas algunas ventanas
rotas. Este primer ataque en masa constituye el punto de partida de una
serie de motines antindustriales y de incursiones ludditas en el noroes-
te, lo que eleva a una media docena los condados que viven en un clima
insurreccional.
Informados de lo que está pasando en el vecino Yorkshire y alarma-
dos por rumores que afirman que los ludditas se entrenan de noche en
los pantanos de los alrededores de Mánchester, los magistrados locales
convocan a las milicias burguesas, mientras que los gobernantes en-
164
vían tropas a toda prisa y los fabricantes, en lugar de contratar obreros
para complacer al populacho, contratan a centenares de vigilantes para
contenerlo y proteger su preciosa quincalla.
El 8 de abril, en Mánchester y a plena luz del día, el movimiento
luddita se apodera de la calle. El pretexto de esta turbulencia está ligado
a la amenaza luddita: los políticos tones del lugar, impulsados por el
alcalde no elegido Richard Wood, han querido organizar ese día, para
esta época de disturbios y de incertidumbre, una reunión pública en
el Exchange Hall —una especie de cámara de comercio— en apoyo al
gobierno ultrarreaccionario de Perceval y al príncipe regente, los cuales
no son menos impopulares en el noroeste que en las demás regiones
industriales. Ciento cincuenta y cuatro notables que, según un magis-
trado de Mánchester, forman «el respetable comité de señores que han
elegido ayudar e informar a los poderes públicos de esta villa», han fir-
mado el llamamiento a esta concentración del partido del orden. Seme-
jante iniciativa provoca la cólera de las facciones opuestas al régimen
y de las uniones obreras, que se coaligan para exhortar al pueblo a una
suerte de «contramanifestación». Así, se ven proliferar sobre los muros
de la ciudad carteles impresos que dan testimonio de dicha alianza y de
un sentimiento de urgencia, en efecto bien fundado:
¡ahora o nunca!
Los habitantes que no desean en absoluto
—un aumento de los impuestos para los pobres;
—un encarecimiento de los precios de los suministros;
—la escasez del trabajo y la reducción de los salarios;
no dejarán de asistir a la reunión del próximo miércoles por
la mañana en el Exchange Hall para oponerse a las ciento cin-
cuenta y cuatro personas que os han pedido reuniros; y haréis
lo que sea preciso expresando vuestro desprecio por la conducta
de tales hombres, que han llevado a este país al actual estado de
menesterosidad y que han hundido en la miseria a millares de
estos concienzudos mecánicos.
¡Decid ahora lo que albergáis en vuestro corazón!
Antes de que sea demasiado tarde, no permitáis que el pueblo
y el príncipe se engañen en cuanto a vuestros verdaderos senti-
mientos. Hablad y actuad con audacia y firmeza, pero por enci-
ma de todo, sed pacíficos.
Lo que se dice pacíficos, no es que lo sean mucho aquellos que son sus-
165
ceptibles de responder al llamamiento, y esto es algo que ningún con-
temporáneo puede ignorar. La cultura del motín, que es la de la plebe
del siglo xviii, todavía no ha dado paso a la del cortejo sindical de chicos
buenos y bien disciplinados —con fanfarrias, himnos y estandartes—
que dominará los medios obreros desde mediados del siglo xix hasta la
década de 1980. Y la tensión social, después de tantos años de crisis, se
aproxima a su punto de explosión. El acontecimiento se anuncia, pues,
tormentoso.
Por todos lados se comenta además que los ludditas, tan temidos
por los ricos, también asistirán a la fiesta. De repente, los notables to-
ries, atemorizados, anulan a toda prisa su reunión, pero ya es demasia-
do tarde: ya desde la víspera, los tejedores de los alrededores —y gran
cantidad de pobres de toda condición atraídos por la perspectiva de la
jarana y las buenas emociones— empiezan a llegar en masa a la capital
mundial del algodón, desfilando al ritmo de sus peanes proletarios. Y
entre ellos, en efecto, los miembros de los comités secretos de Ches-
hire y de Lancashire se encuentran como peces en las aguas de un río
tumultuoso.
Temprano, el día convenido los descontentos convergen en el cen-
tro de la ciudad y desbordan a los pocos representantes de la autoridad
presentes en tomo al Exchange Hall, que invaden y donde se entre-
gan de inmediato a todo tipo de depredaciones. Lanzan por la ventana
el bonito mobiliario y destrozan todo lo que les cae entre las manos
—candelabros, vajilla, lámparas, cristales— antes de traer una buena
cantidad de paja para prender fuego al edificio. En ese momento apa-
rece un escuadrón de la milicia de Cumberland, que consigue apagar
el incendio y capturar a varios amotinados. En la plaza de Saint Ann
varios millares de indigentes rugen contra la intervención. Queman en
efigie al príncipe regente y blanden una banderola en la que, al igual
que en el cartel radical, están inscritas estas tres palabras, esta urgencia:
«¡Ahora o nunca!».
Reforzados por una tropa de Scots Greys —caballeros reputados
por su extrema brutalidad y que descollarán en Waterloo—, los magis-
trados, tal como exige el derecho, leen en voz alta ante la multitud la
Riot Act (ley sobre los motines), lo que equivale a una orden de disper-
sión. Entretanto, los guripas escoceses la emprenden a sablazos con los
que parecen remisos a marcharse. Tras haber ofrecido alguna resisten-
cia a las cargas de los soldados, los furiosos se dispersan por las calles
166
vecinas, que van a recorrer en todos los sentidos durante horas, con la
tropa pisándoles los talones y la rabia en el corazón, causando por aquí
y por allá algunos estropicios y lanzando invectivas contra los notables
que se ocultan tras los postigos cerrados. Un grupo de tejedores, a los
quehay que reconocer sin duda como ludditas, se muestra particular-
mente enérgico y aprovecha los disturbios para atacar la fábrica de un
tal Schofield que alberga «máquinas odiosas», y que la llegada de la tro-
pa, un tanto desbordada, consigue salvar in extremis de la aniquilación.
Hasta entrada la noche, pequeñas hordas de amotinados provocan un
gran alboroto en las calles de Mánchester, bebiendo y cantando, sacan-
do a pasear los puños y vociferando.
169
hilanderos, ayudados por los carreteros y los mineros, numerosos en
los alrededores, son dueños de la calle e invaden varias tiendas de co-
mestibles para servirse a placer. También castigan duramente a la pe-
queña prisión local, tomada al asalto por la muchedumbre que libera
alegremente a los desgraciados que se pudren entre sus muros.
El 18 de abril, los disturbios se reanudan en Mánchester de forma
algo más apagada. Es día de mercado y las amas de casa mancunianas
descubren que el precio de las patatas se ha triplicado súbitamente.
Confrontadas con una inflación tan repentina y sospechosa —que, lo
que es peor, afecta a un alimento de primerísima necesidad para los
pobres—, exigen entre gruñidos que se aplique el precio antiguo, pero
los vendedores hacen oídos sordos. Estas bravas y robustas mujeres
toman la iniciativa, agreden a los vendedores de patatas y se apoderan
de su feculenta mercancía. Algunas organizan la venta por su cuenta
al precio habitual y reintegran a los mercaderes la mayor parte de las
ganancias una vez acabadas estas «autorrebajas». Aunque hay una tal
Hannah Smith que exclama: «¡Malditos sean! ¡Nos las llevaremos por
nada!» y que reparte los indispensables tubérculos entre sus comadres
sin pedir nada a cambio. Hecho esto, apostrofa a la multitud señalando
a los otros tenderetes: «¡No nos contentaremos con patatas!». Y dicho
y hecho: dieciséis carretas de mantequilla y de leche son liberadas de
su carga para venderla a precio reducido. Esta venta salvaje se ve inte-
rrumpida por la irrupción de los magistrados y sus alguaciles, que tras
un memorable forcejeo, arrestan a la virulenta Hannah y a otro puñado
de alborotadoras.
Dos días más tarde, jomada de mercado en numerosas localidades
de la región, de nuevo Mánchester y otras tres villas algodoneras de los
alrededores (Bolton, Rochdale y Ashton) se convierten en teatros para
nuevas escenas de los «motines del hambre» con fuerte connotación
luddita. Lo mismo ocurre en algunos burgos más modestos, como Tin-
twistle, en Derbyshire, donde se destruyen telares mecánicos el 21 de
abril, o Gee Cross, en Cheshire, donde se produce el saqueo de tiendas
y almacenes para repartir el contenido entre los hambrientos de todas
las edades, y donde es arrestado un tal Walker, que será deportado a las
antípodas por hacer ostentación del nombre de Ludd en su sombrero.
172
Vista en corte de un slum construido encima de una alcantarilla
Ningún otro rey
salvo el rey Ludd
E
sta segunda derrota consecutiva, todavía más costosa en vidas
humanas que la de la víspera, no bastará sin embargo para disua-
dir a los tejedores y sus amigos de proseguir su combate en los
alrededores de Mánchester. Los actos de guerrilla y de bandolerismo
social van más bien a multiplicarse; en las ciudades algodoneras y los
pueblos de tejedores, la cólera de los pobres y la exaltación de la revuel-
ta aún están vibrantes e incluso se han agudizado por la sangrienta
represión de los motines. Pero los rebeldes de Lancashire no disfrutan
de las mismas tradiciones de organización y de clandestinidad que los
de Yorkshire. Esto les hace más fáciles de vigilar y más permeables a la
infiltración justo cuando el gobierno y los magistrados han trufado la
región de soplones y de agentes provocadores.
La agitación luddita ofrece a los gobernantes la ocasión de aplicar
en Inglaterra las técnicas policiales de manipulación y de provocación
experimentadas en Francia por Fouché por cuenta de sus sucesivos
amos. La astucia y el engaño en política se mudan del palacio a los
despachos policiales y a las gacetas que manipulan y embaucan a esa
«opinión pública» de la que Balzac gustaba mofarse: esa suma de todas
las estupideces, tan difusa como versátil. El arte de engañar, y en conse-
cuencia el de gobernar, abandona las intrigas de alcoba de los aristócra-
tas y los prelados y reposa ahora y por los siglos venideros en las trolas
y triquiñuelas, a menudo tramadas con hilo gordo, de los policías y los
periodistas a sueldo del poder.
En Yorkshire o en Nottinghamshire, la disciplina ancestral de los
comités secretos, la absoluta complicidad de la población, las reducidas
dimensiones del hábitat y de la actividad productiva hacen difícil, cuan-
do no imposible, la infiltración entre los ludditas. No ocurre lo mismo
en Lancashire, donde la policía va a lograr, si bien muy laboriosamente,
manipular ciertos comités secretos con el triple objetivo de comprome-
ter a los rebeldes, desacreditar el movimiento social y avivar la psicosis
de las clases propietarias. El miedo, al gendarme o al sans-culotte, era
el único garante de la cohesión del país en estos tiempos de guerra, de
174
crisis económica y de per-
turbaciones sociales.
El 24 de abril de 1812
tiene lugar en Westhough-
ton, cerca de Bolton y a una
veintena de kilómetros al
oeste de Mánchester, el asal-
to más destructivo jamás
lanzado por los ludditas
contra una fábrica, la fábri-
ca de Wroe & Duncroft, que
alberga más de ciento seten-
ta telares mecánicos. La ca- Ludditas en acción en una
racterística más singular de fábrica de Lancashire
este ataque es que justamente ha sido proyectado y organizado algunos
días antes, aunque sin resultado, por un agente provocador a las órde-
nes del sanguinario coronel Ralph Fletcher. Este magistrado de Bolton
había puesto en pie en 1801 una red de espías a su servicio destinada en
un principio a reprimir las artimañas de los jacobinos locales. En mar-
zo de 1812, oliéndose el ascenso de la amenaza luddita, confía a un tal
John Stones la tarea de crear un comité secreto ficticio en Bolton. Este
último ha realizado con tal celo su encargo que ahora se encuentra en
efecto a la cabeza de un pequeño grupo local de tejedores tentados por
la sedición, a los que por las noches lleva a entrenar a las marismas y a
los que representa en las reuniones de delegados de los diferentes co-
mités locales.
Es durante una de esas asambleas clandestinas en Mánchester
cuando Stones propone intentar una expedición contra la fábrica de
Westhoughton a comienzos del mes de abril, pero sin obtener el bene-
plácito de los demás delegados, que desconfían de él. Algunos días más
tarde reitera su propuesta ante sus hombres de confianza de Bolton,
a los que exhorta, tras varias libaciones, a que hagan correr la voz de
forma que sean varios centenares los que se encuentren el 19 de abril
frente a la fábrica maldita. Pero solo una insuficiente veintena de hom-
bres se presentan el día previsto, de los cuales solo doce se han tiznado
el rostro y se reconocen decididos a pasar a la acción (todos estos son,
por cierto, hombres del coronel Fletcher). La trampa, visiblemente ai-
reada, no ha funcionado. A los esbirros de Fletcher, que acechaban a
175
los asaltantes con el fin de hostigarlos y de detener a la mayor cantidad
posible para servir sin peligro a la gloria del coronel, la jugada no les
sale a cuenta.
Lo que es más, los ludditas —los auténticos— se la van a devolver
con creces cinco días después al encargarse de efectuar de improviso
la devastación pérfidamente propuesta por el soplón Stones. Una pe-
queña horda de cincuenta hombres y mujeres aprovecha la partida de
los Scots Greys encargados de vigilar el lugar para irrumpir al caer la
noche en la fábrica de Westhoughton. Rompen el portón de entrada y
la emprenden con rabia contra las ventanas de la factoría. Dos adoles-
centes, las hermanas Molyneux, destacan entre las más desatadas, una
manejando el pico y la otra la garrocha del estiércol, y animando ade-
más a sus cómplices a emplearse a fondo y con rapidez. Algunos llevan
paja hasta el taller principal, alguien prende su chisquero y en pocos
minutos el fuego se propaga por todos lados. El edificio acaba destruido
de arriba abajo junto con todas las máquinas que contiene y una impor-
tante cantidad de batista lista para entregar. Resuelto el asunto —y muy
bien, por cierto—, los incendiarios se dispersan en la penumbra.
Al ser informado del asalto, el coronel Fletcher sufre un ataque de
ira. Burlando las reglas del derecho, envía de inmediato a sus esbirros a
que investiguen en los hogares de los sospechosos que figuran en una
lista elaborada por los soplones. A pesar de la ferocidad de los interro-
gatorios que lleva a cabo, ningún indicio ni testimonio le permitirán
incriminar a los arrancados esa noche de sus casas, pero la semana
siguiente hará detener a otras veinticinco personas a las que someterá a
un trato inhumano. Finalmente, trece sospechosos serán llevados ante
la justicia y encarcelados por el incendio de Westhoughton.
A pesar del fracaso de la celada, la facilidad con la que el soplón
Stones ha logrado infiltrarse y la relativa eficacia de la investigación del
coronel Fletcher significan nuevos peligros para los rebeldes: la ma-
nipulación y la infiltración, las astucias de la policía, los complots de
los políticos. Los casos probados de montajes preparados por la policía
política en Inglaterra —como los del espía Oliver57 en Pentridge o la
conspiración de Cato Street—58 serán, por otro lado, moneda corriente
57
Sobre Oliver, ver el capítulo «Ludd después de Ludd», p. 228.
58
Se trata de la conspiración que en 1820 tramaron con mucha precipi-
tación los discípulos de Thomas Spence. Este librero, fallecido en 1814,
había creado una red de grupos republicanos que estaban entre los más ac-
176
en los años venideros. Pero la irrupción de los métodos policiales mo-
dernos es vituperada en Inglaterra tanto más cuanto que, como hemos
dicho más arriba, aquí la noción misma de policía está teñida de cierto
exotismo e inmoralidad. Un consejero de Estado francés del Antiguo
Régimen se sorprendía de semejante mentalidad en los siguientes tér-
minos: «Es absolutamente cierto que un inglés se felicita de haber sido
robado diciéndose que al menos en su país no hay gendarmería. Tal
otro, que está molesto por todo lo que turba su tranquilidad, se consue-
la sin embargo al ver que los sediciosos retornan al seno de la sociedad,
pensando que el texto de la ley es más fuerte que cualesquiera otras
consideraciones».59 Todavía hasta hace no mucho, la existencia misma
de profesionales del mantenimiento del orden se le antojaba a la mayo-
ría, e incluso al mayor de los propietarios, algo profundamente contra-
dictorio con esa «libertad inglesa» que los burgueses se jactan de haber
conquistado destronando en dos ocasiones a los despóticos Estuardo.
tivos y los más dispuestos a la pelea. Bajo la instigación del soplón George
Edwards, una agente de la policía política de lord Sidmouth, su dirigente
Arthur Thistlewood había decidido asesinar a algunos eminentes miem-
bros del gabinete, que se suponía iban a asistir a una cena en casa de lord
Harrowby el día 23 de febrero. Las cabezas de Casüereagh y de Sidmouth
debían ser clavadas en picas y paseadas por las calles más miserables de
Londres a fin de desencadenar una insurrección popular. Una vez trazado
el plan, Edwards se apresuró a montar una trampa. Tras cierto descon-
trol policial y una agitada tentativa de arresto, durante la cual Thistlewood
ejecutó de un sablazo a uno de los polizontes y logró escapar con otros
cuatro cómplices, todos los conspiradores fueron rápidamente localizados
y juzgados. El grupo estaba demasiado infiltrado para escapar de unos ma-
gistrados que lo sabía todo de ellos. Thistlewood y otros cuatro autores
del complot fueron colgados el primero de mayo de 1820, después de que
cinco de sus compañeros vieran sus condenas a muerte conmutadas por
penas de cadena perpetua.
59
Tablean de l’Ancien Régime, 1796, Antoine Chaumont de la Galaizière,
intendente de Alsacia bajo Luis XVI (citado por Tocqueville en El Antiguo
Régimen y la Revolución [1856], Alianza, Madrid, 2012).
177
albergan, están aseguradas contra incendios, lo cual reduce el daño su-
frido por sus propietarios después del paso del tomado luddita. Con el
fin de disuadir a las aseguradoras, los ludditas en ocasiones se dirigen
a estas últimas para recordarles el riesgo repentinamente decuplicado
que representa dicha cobertura, algo que denota cierta conciencia de la
creciente complejidad del sistema financiero que la introducción del
maquinismo trae aparejada. Así, el 26 de abril de 1812 la Fire Office
Agents, cuya sede se encuentra en Wigan, a unos cuarenta kilómetros
al oeste de Mánchester, recibe una advertencia donde se esboza una in-
teresante visión dialéctica del fuego y que viene firmada por «Falstaff»,
en honor del más plebeyo de los personajes de Shakespeare, al mismo
tiempo sabio y bufón, y un gran bebedor que en esta ocasión ha sido
promocionado a «secretario de Ludd»:
Señores:
He recibido la orden del general Ludd, comandante en jefe del
ejército de los buscadores de pan, etc., [de exigir] que dejen de
asegurar en su oficina a gentes que posean y utilicen bobina-
doras mecánicas o cualquier otra máquina del mismo género
(esto, por el bien de sus empleadores). Pues por más que la pro-
videncia se haya complacido en prodigar abundancia de carbón
a la isla británica, no es propio de señores de innegable probidad
utilizarlo para arrebatar a los pobres su trabajo, y en consecuen-
cia su pan. Y si se sigue realizando dicha tarea en Wigan, sepan
que esa misma providencia también ha dotado al general Ludd
y a sus partidarios de un corazón a fin de emplear, para mante-
ner su trabajo, el mismo medio que aquel al que recurren cier-
tos infames para privarles de él, es decir, el fuego. Pues todos
pensamos que vale más que algunos mueran antes de que todo
el mundo perezca. El general dispone de información completa
de todo lo que pasa en Wigan, y esta mañana mismo ha estado
por allí en persona para observar los locales concernidos antes
de que sus hombres se pongan manos a la obra. Los señores
Penson, Darwell, Melling, Pinington, Batersly y otros recibirán
pronto una visita si persisten en robar su pan a los pobres de la
manera descrita más arriba.
Así pues, quien no está con Ludd está contra él, a fortiori en una socie-
dad en la que crece sin descanso la interdependencia de las técnicas
y de las normas jurídicas, en la que la lógica del comercio se dota de
una universalidad invasora. Es pues a la sociedad al completo a la que
conminan los rebeldes a tomar partido y a practicar junto a ellos ese
178
ostracismo al que necesariamente ha de condenarse el sálvese quien
pueda y la codicia en cualquier grupo humano.
A finales del mes de abril, los habitantes de Macclesfield, en Ches-
hire, a unos quince kilómetros al sur de Mánchester, descubren un car-
tel manuscrito cuyo principal objetivo es amenazar a eventuales delato-
res, pero que al mismo tiempo sirve para transmitir algunas consignas
tácticas. Este texto resume de forma deshilvanada y desde un punto
de vista local la nueva pluralidad de la estrategia luddita. Esta última,
por informal y disparatada que sea, ahora debe asumir ese nuevo paso
hacia la unidad de acción que ha franqueado el movimiento al abrirse a
las múltiples esperanzas de los pobres de todos los oficios.
179
bres, afirmando que el agua debería ser tan cara como la leche y
difamando a nuestra escuela.
180
Señor:
No dudo de que estará usted bien informado de la historia polí-
tica de América. Si tal es el caso, habrá de convenir en que fue
la tiranía ministerial la que despertó ese glorioso espíritu gracias
al cual las colonias británicas obtuvieron su independencia por
la fuerza de las armas en una época en la que éramos diez ve-
ces más fuertes que ahora. Si bandas de individuos particulares
pudieron conseguirlo a pesar de toda la fuerza que nuestro go-
bierno era entonces capaz de emplear, ¿acaso no podrá ocurrir lo
mismo aquí en un momento en el que la fuerza militar de nues-
tro país está tan menguada? Señor, tenga en consideración las
pocas tropas que se hallan actualmente en Inglaterra: recuerde
que ninguna [de las que se encuentran en el continente] puede
ser repatriada, pues esto supondría abandonar al furor del ene-
migo lo poco que hemos ganado hasta ahora. ¡Y ese poco ha cos-
tado tanto dinero y tantos ríos de sangre! ¡Y de sangre británica,
por cierto!
Permítame convencerle de que renuncie a su actual puesto.
Deje descansar la espada y conviértase en amigo de los oprimi-
dos, pues maldito sea el hombre que blanda aunque no sea más
que una brizna de paja contra la causa sagrada de la Libertad.
Señor:
Sería una falta que ni siquiera nuestra sangre podría expiar si es-
tas líneas no contuviesen más que injusticia y hostilidad. Somos
conscientes de que así habrá de juzgarlas a primera vista. Pero si
quiere aceptar la recomendación de algunos amigos, haría bien
en apostatar de inmediato de sus principios. La fábula de Los
animales con peste sin duda merece ser leída por un magistra-
do instructor. Si un pobre hubiera matado a sangre fría a dos o
tres ricos, Nataniel Milnes habría susurrado al oído de un jurado
bien elegido y poco imparcial las siguientes palabras: «asesinato
premeditado», en lugar de «homicidio justificado». Pero sepa,
maldito embaucador, que si el acto cometido por Burton estu-
viese «justificado», las leyes de los tiranos remplazarían a los
preceptos de la razón. ¡Guárdate, guárdate bien! Ni un mes de
maceración en las aguas de la Estigia bastarían para lavar esa
sanguinaria hazaña ni para arrancarla de nuestros espíritus. En
verdad no ha hecho sino avivar la indignación de quienes están
implicados en la actual querella.
181
Milnes, si no es usted amigo de los opresores, perdónenos;
pero si lo es, «se acabó su tranquilidad».
Ludd finis est.
Señores:
Si no aumentan los salarios de sus obreros de Holywell, pronto
todas sus fábricas serán incendiadas y reducidas a cenizas. La
vida aquí es, para muchos de nosotros, más dura que la de quie-
nes reciben la ayuda de la parroquia. Nos morimos de hambre, o
poco nos falta, debido a nuestros bajos salarios y a la carestía de
víveres. Harían mejor en contentarse con un beneficio reducido
que ver sus fábricas destruidas. Ya conocen lo que les ha pasa-
do a Burton, a Goodair y a tantos otros; lo propio les ocurrirá a
ustedes dentro de pocos días si no suben el salario a todos sus
empleados. Todos los mineros y los carretilleros están dispuestos
a unirse a nosotros. En pocas horas, podemos reunir a unos tres
mil hombres.
¡Pan!, claman los indigentes,
Cortémosle el cuello al príncipe regente.
Y los ricachones que nos sangran
Correrán la suerte de los que mandan.
Triste es decirlo si no me creyes,
Pero así será aun con los reyes.
Guárdense de no encontrarse entre los opresores. Estamos listos
y no podemos esperar sino algunos días. ¡Pan o sangre! Cual-
quier cosa es preferible a esta hambruna.
183
carretilleros» suena como una amenaza suplementaria: ambos tienen
reputación de ser mocetones ariscos y a ningún burgués le gustaría te-
ner que recibirlos en su hogar encabezando una delegación hostil. Esta
alusión indica que los ludditas de Flintshire, al igual que los de otros
lugares, atraen la simpatía de otros oficios condenados a la explotación
salarial. La demanda de carbón, un combustible que hay que extirpar
no sin peligro de las entrañas de la tierra, evidentemente aumenta con
la proliferación de las máquinas de vapor, y todo el mundo conoce el pa-
pel primordial que desempeñarán las comunidades mineras tanto en el
espectacular ascenso de la economía británica como de su movimiento
obrero. En el mismo momento, por las calles de Holywell puede leerse
este cartel escrito por idéntica mano:
184
ciarios de un mismo sistema claramente duro para los pobres, caen en
el mismo saco. Pues, en efecto, el pauperismo —el empobrecimiento
de los pobres— aparece, como ya hemos visto, como una decisión cons-
ciente, deliberada, incluso como un gran proyecto, en el discurso de
los patrones y los economistas de la época. Salvo raras excepciones, los
pioneros de la industrialización son neocalvinistas o malthusianos y se
vanaglorian de castigar a los pobres por su pobreza, donde fingen ver,
echando mano unas veces de la teología de la predestinación y otras de
la «creencia» científica, un determinismo religioso o histórico, e inclu-
so biológico, que sería el fundamento de la armonía del mundo y deci-
diría su marcha. El antiguo modo de dominación —alternativamente
paternalista y feroz— derivaba su máxima constitutiva del arte de guiar
burros; ahora se diría que, por más que los amos redoblen los bastona-
zos arrebatados por la fiebre de la ganancia, la apetitosa zanahoria ya
solo es posible encontrarla en el martirizado trasero del esclavo.
60
Brutal, grosero y venal, Joseph Nadin dirigía de hecho las fuerzas poli-
ciales de Mánchester, una función que le permitió acumular una auténtica
fortuna y le valió el odio casi unánime de sus contemporáneos. Es su acti-
tud la que acarreó la intervención de la tropa para dispersar a la multitud
el 16 de agosto de 1819, un sangriento acto de represión que ha pasado a
la historia con el nombre de «matanza de Peterloo» como una burla contra
Wellington (el vencedor de Waterloo que acababa de integrarse como salva-
dor en el gabinete tory).
185
edil recibe una carta firmada con el seudónimo «Thomas Paine». Las
obras del autor republicano así invocado —ya hemos hablado del in-
menso éxito popular que conocieron en su tiempo— eran bien conoci-
das por cualquier tejedor de Lancashire que supiera leer, y la curiosidad
intelectual y el espíritu crítico de estos últimos tenían fama.
Richard Wood:
Ha sido usted causa de no poco derramamiento de sangre, ha
convocado al pueblo y después no lo ha recibido; por tal razón,
merece castigo. [...] El hecho es que existe una organización del
pueblo regular, general y progresista, y que ya está en marcha.
Se la puede llamar Hampdenista o Painista. Nos ha tocado en
suerte unificar a varios miles de personas, y digo «nos» por que
hablo en nombre de la multitud. Declaro que negamos y desa-
probamos toda relación con los rompedores de máquinas, los in-
cendiarios de fábricas, quienes practican la extorsión, el saqueo
de la propiedad privada y el asesinato. Sabemos que toda máqui-
na que abrevie el trabajo humano es una bendición para la gran
familia a la que pertenecemos. Nuestra intención es remonta-
mos hasta la fuente de nuestras desgracias, pues de nada sirve ya
presentar peticiones. Pretendemos pedir y exigir reparación para
nuestras quejas. Contamos con la voluntad y con el poder para
hacerlo. ¿Qué? ¿Acaso los industriosos artesanos y los humildes
cultivadores de la tierra habrán de ser despojados por siempre
del fruto de sus esfuerzos? ¿Es preciso que se vean por siempre
condenados a contemplar a sus pobres hijos subalimentados,
privados de ropa y de educación y, en dos palabras, de todas las
comodidades que hacen valiosa la existencia? ¿Tendrán que ver
como los Buitres de la Opresión les roban con todas las de la ley
para pagar prebendas y prestar dinero con el que financiar a los
ejércitos y las flotas de las naciones extranjeras; y para procurar
extravagantes establecimientos a todas las ramas de eso que lla-
man familia real, mientras los pobres deben subsistir con tres o
cuatro chelines por semana? No, no por mucho tiempo.
61
Bautizados así en honor de uno de los cinco parlamentarios cuyo arresto
desencadenó la primera Revolución inglesa y que murió en combate en
Chalgrove Field en 1643, estos clubes preconizaban una reforma demo-
crática de las instituciones. Proliferaron en la región de Mánchester, y allí
hubieron de sufrir las provocaciones y las persecuciones de Nadin y de sus
esbirros.
186
clubes locales acaba de ser fundado en Londres por el mayor John Car-
twright —simpatizante apenas velado del general Ludd—, lo que indica
que esta red de clubistas radicales, que se desarrollará a lo largo de este
decenio, encuentra sus adherentes entre la parte más ilustrada y más
preocupada por la justicia social de la clase media. Pero no se puede
contar con estos adoradores de la Ciencia y de la Razón para rechazar
las nuevas técnicas: se contentan con denunciar el uso pernicioso que
de ellas hace la avaricia y que permite la autoridad. Con todo y a pesar
de las divergencias que muestra en cuanto al modo de acción, el pan-
fletario que ha redactado este texto hace causa común con los tejedores.
Las hazañas ilegales de estos últimos de hecho han engendrado no po-
cas esperanzas entre los más diversos adversarios del régimen.
¿Subirá Ludd al trono? De ser así —predicen las malas gentes en
las tabernas—, será para cagarse en el augusto sillón y después destro-
zarlo a martillazos. Y entonces las máquinas serán de todos o no serán,
y la untuosa y ambarina cerveza manará de las fuentes públicas.
188
v. Los últimos fulgores
E
n este mes de mayo de 1812 la situación parece, pues, bastante
explosiva en las regiones textiles, y las intenciones de los bandos
en conflicto son, en efecto, decididamente belicosas. Tropas de
ocupación y esbirros al acecho contra multitudes amotinadas y conju-
rados ludditas: la confrontación amenaza con convertirse en un baño
de sangre. Si la causa luddita, que el pueblo llano ha hecho suya, no
triunfa rápidamente por todo el país, todo el mundo predice que será
derrotada localmente por el sable y la bayoneta, por la soga o la depor-
tación al infierno tasmanio.
Por eso se multiplican los contactos entre los rebeldes de las tres
regiones en las que Ludd ejerce su justicia con el fin de coordinar cuan-
to sea posible los movimientos locales, en principio tan disímiles. En
este punto de la partida, sin duda los retos han cambiado. Ahora se trata
de derribar al gobierno, incluso de cambiar de régimen político, y este
sueño parece poder hacerse furtivamente realidad siempre que entren
en juego los pobres de Birmingham, donde se fabrican muchas de las
máquinas «odiosas», o los de Londres, donde se urden las maquina-
ciones de los grandes... Y con ellos, la masa de los obreros agrícolas
de las grandes explotaciones que cada vez más sustituyen a las granjas
familiares en la campiña inglesa. Y los estibadores y los marineros de
Liverpool y de Bristol... Que retome el tiempo de los motines en la flota.
Y que por fin se sume a ellos todo el reino. Los ludditas han abierto bre-
cha; solo hay que precipitarse en ella y ahogar bajo el peso del número
las precarias defensas del proyecto capitalista, todavía timorato.
Esta tentativa de abolición precoz del capitalismo, que podría pro-
veer de material para una buena cantidad de ucronías, no tuvo lugar y
mucho le faltó para realizarse. A los ludditas y a sus aliados les faltaron
los resortes de una estrategia más ofensiva, de una verdadera coordina-
ción y de una disposición de los pobres más favorable fuera de los con-
dados industriales. En cualquier caso, en la primavera de 1812 a todo
el mundo le parece que el proyecto luddita se ha radicalizado hasta los
extremos. De ahí que la tradición local ponga en boca de George Mellor
191
las siguientes palabras:62
Su Alteza Real:
Me tomo la libertad de escribirle estas pocas líneas para adver-
tiros de lo que podría sucederle a su Persona, y esto más pronto
que tarde. Sé por los amotinados de Nottingham que, si no os
decidís a firmar la paz con el país y con Francia y hacéis lo posi-
ble para bajar el precio del pan, os saltarán la tapa de los sesos.
Según tengo entendido, piensan en vos todos los días, y con im-
paciencia.
Jorge:
El escándalo de tus pecados ha llegado a oídos del Señor de los
Ejércitos y muy pronto habrá pasado el día del arrepentimiento.
El grito de tu corazón duro e inflexible frente a los sufri-
mientos de tus pobres y hambrientos súbditos ha llegado a oídos
del general Ludd.
Cuatro mil de sus hombres más valientes (cuyas vidas no
195
merecen ser conservadas en esta época miserable de tu reinado)
han jurado vengar las afrentas sufridas por sus compatriotas y
por ellos mismos si no te paras a pensar y actúas de forma dife-
rente a como lo has hecho hasta el momento. ¿Se sabe de alguna
ocasión (puesto que tenías el poder de actuar en nombre de tu
país) en la que hayas pronunciado una sola frase o realizado un
solo acto que haya revestido la menor apariencia de amor por
tu país? Ten vergüenza, piensa en tu extravagancia. Piensa en
el ejemplo que das. Arrepiéntete antes de que el vengador de la
sangre te arrebate el poder. Escucha el consejo de alguien que
quiere el bien de su país.
Para que los pobres contemplen alzarse juntos contra los tiranos, en
efecto necesitan concertarse y conspirar —respirar juntos—. De im-
perativo táctico, la comunicación entre rebeldes se convierte en una
estrategia en sí misma. De su intensificación solo puede surgir la con-
junción, la grande y soberana asamblea de los Justos. A comienzos del
mes de mayo, las autoridades han interceptado este mensaje de un lud-
dita de Nottingham a otro luddita de Huddersfield, que parece ser una
especie de octavilla manuscrita destinada a ser reproducida y a circular
entre los comités secretos:
64
Se trata de William Cartwright. Hightown era un pueblo próximo a su
fábrica de Rawfolds.
196
declarar igualmente que si aquí mismo sus tropas no realizan de
momento ningún movimiento ostensible, no es por falta de fuer-
zas, sino porque están debatiendo sobre los mejores medios para
desencadenar un gran ataque; por ahora se limitan a desemba-
razarse a tiros de algunos individuos, uno de los cuales cayó la
noche pasada.65
Estoy además autorizado a decir que la opinión de nuestro
general y de sus hombres es que, mientras ese bribón, borracho
y putero al que se conoce como príncipe regente y sus servido-
res tengan algo que ver con el gobierno, la angustia seguirá ha-
ciendo de nosotros sus felpudos. [...] Por aquí esperamos que
se acuerde usted de que está hecho de la misma sustancia que
George el Güelfo66 el Joven, y que el trigo y el vino son para usted
dones del cielo tanto como para él.
65
El envío de esta carta coincidía, en efecto, con un repunte del activismo
luddita en la región de Nottingham, donde el fabricante William Trentham
acababa de ser víctima de una tentativa de asesinato tras haber recibido una
carta anónima en la que se le reprochaba emplear mano de obra femenina
a un precio indigno.
66
Figura retórica con resonancias medievales empleada con el fin de subra-
yar el origen germánico de la dinastía reinante de los Hannover.
197
relaciones humanas. Para el autor de esta carta, del mismo modo que
para todos los pobres que se ponen a pensar sobre su época, la noción
de libertad no tiene sentido ni utilidad a no ser que esté limitada por las
exigencias del reparto, que son ahora las de la igualdad social y políti-
ca, pero también por las costumbres comunitarias ancestrales, elevadas
tras la toma de la Bastilla a principios de la concordia universal.
Esta misiva de odio contra los ricos es también un saludo fraternal
que los obreros de las Midlands envían a irnos colegas desconocidos
que comparten con ellos proyectos subversivos forjados en acciones
que se imitan mutuamente a distancia. Las rivalidades entre las regio-
nes han perdido su vigencia. Bien al contrario, la comunicación y la
solidaridad entre localidades alejadas, con usos y costumbres en oca-
siones muy diferentes, se convierten en indispensables para la conti-
nuidad del movimiento. Esta necesidad estratégica no puede más que
reforzar las complicidades que vinculan de forma natural a los ludditas
de las Midlands con los del West Riding o las barriadas de Mánchester.
Y esta camaradería más universal, más total —esa aspiración de los
pobres a estar y actuar juntos—, nacida de las necesidades de la lucha,
constituirá en los ambientes obreros un poderoso fermento de lo que
se llamará conciencia de clase: una visión colectiva y constitutiva de sí
mismo y del mundo que pronto someterá la historia de los hombres a
las variaciones de su intensidad.
198
Amos de las landas y de la noche
L
a radicalización del discurso luddita coincide con un ascenso de
las prácticas ilegales en el campo, con la multiplicación de los ac-
tos de violencia —arreglos de cuentas, tentativas de asesinato, ex-
torsiones—, pero también con una notable caída de las acciones impac-
tantes del tipo de las emprendidas contra las fábricas y que han forjado
el prestigio del general Ludd. Esta evolución de la mecanoclasia hacia el
extremismo a todos los niveles se alimenta de las inflexibles reacciones
de los patrones y del Estado. Ahora abiertamente revolucionario, Ludd
atrae aún más a los rebeldes, a los partidarios del reparto, a la juventud
más audaz, pero repele a los corazones atrofiados por los avatares de la
supervivencia en el medio industrial.
De aquí deriva un cierto aislamiento conforme avanza el verano,
agravado por la constante presión del estado de sitio y la represión sis-
temática de toda protesta social. Los defensores de los ludditas siguen
siendo, con todo, muy numerosos, como señala el Leeds Mercury el 9 de
mayo de 1812:
199
furiosa vindicta de la reacción victoriosa.
Por mucho que la agitación luddita se radicalice, no se cierra sobre
sí misma, del mismo modo que no se constituye en partido estructura-
do. A pesar del espectro del gran reparto que agitan los propagandistas
de la represión, no existe una organización central luddita o «jacobina»
ni tampoco un amplio complot, sino una suma de pequeñas conjura-
ciones dispares que aprenden a hablar entre sí, a menudo mediante
mensajes codificados que se destruyen en cuanto se han leído.67
Por otro lado, los obreros de la industria son todavía muy minori-
tarios en la sociedad inglesa y la universalidad naciente de su proyec-
to pugna penosamente por ganarse a las poblaciones rurales, en gran
medida iletradas. Son menos numerosos, y lo seguirán siendo todavía
durante mucho tiempo, que los criados de todos los niveles, que con
mayor o menor celo hacen del servilismo su oficio y algunos de los
cuales, por cierto, informan a los ludditas sobre lo que ocultan o lo que
maquinan sus amos. Los propios obreros todavía se identifican muy
a menudo, cuando se trata de trabajadores cualificados, con su corpo-
ración particular más que con una clase que los incluiría a todos, y se
imaginan más bien como artesanos venidos a menos que como ilotas
del Capital. Los que no tienen oficio son en la mayoría de los casos de
reciente extracción rural y en ocasiones su ignorancia es aún más crasa
que la de los campesinos. Finalmente, está esa chusma «harapienta»,
esa «canalla» que prolifera en las grandes aglomeraciones y sobre todo
en Londres. En política, estos parias son a menudo alborotadores a
sueldo que se venden al mejor postor, por lo general el partido «del Rey
y de la Iglesia», el cual tradicionalmente abusa de su exuberancia, bien
regada de ginebra, para intimidar a los whigs o a los sectarios «incon-
formistas» que forman el grueso de la nueva casta de los empresarios.
Los límites entre las categorías que forman las capas «inferiores»
de la sociedad inglesa no están entonces tan marcados como lo estarán
medio siglo después, cuando las estructuras de dase se hayan fijado tras
cien años de eflorescencia capitalista y, más tarde, de declive industrial.
67
Lo propio de las grandes pasiones transgresoras es ingeniárselas para no
dejar huellas. Es el caso, por ejemplo, de los piratas y los bandoleros, a los
que no se conoce —por decirlo así— más que a través de representaciones
imaginarias o de los comentarios sesgados de sus enemigos: rumores, can-
ciones, transposiciones literarias, elucubraciones periodísticas, informes
de investigaciones y audiencias judiciales...
200
Muchos obreros viven y trabajan todavía en pueblos, en contacto con la
tierra y la economía rural; aquí siguen cultivando patatas en su parceli-
ta, donde también crían ruibarbos o verduras, algunos pollos e incluso
algún cerdo de vez en cuando. Sus hijas y hermanas frecuentemente se
colocan temprano como criadas, situación que les garantiza la comida y
el alojamiento y a algunas les da la posibilidad de ascender socialmente
por la vía de los amores ancilares. En la mayoría de los casos, también
son hijos de obreros los que, por elección o por necesidad, se convierten
en ladronzuelos o ladronzuelas, o incluso en gigolós o en rameras que
comercian con sus propios encantos. El tipo del obrero de fábrica hun-
dido en la miseria urbana, desgarrado entre los tropismos de la revuelta
y de la supervivencia, ese que hereda-rá la antigua denominación de
«proletario» y que se extenderá por todo el planeta, no existe todavía en
esta fase más que en ciertos islotes industriales.
En tales condiciones, debido a su escaso número y a su alejamien-
to de Londres, los obreros de la industria no podían desempeñar más
que una función de apoyo en una sublevación generalizada, tras haber
tenido el mérito y la gloria de haber acelerado su puesta en marcha. Por
decisiva que fuese la aportación de los ludditas y de los «jacobinos», no
bastaría para garantizar la satisfacción de las reivindicaciones propias
de la clase obrera en formación, ni tampoco una salida verdaderamente
democrática a semejante golpe de fuerza frente al inevitable resurgi-
miento de las maquinaciones de los políticos.68
204
vos, sino que, para evitar cualquier mal encuentro, se anticipan a los
desplazamientos de los innumerables escuadrones que patrullan a las
órdenes de los magistrados y de las autoridades militares en las regio-
nes afectadas por el fenómeno. Protegidos por el silencio cómplice de
la población local, los ludditas reciben de esta la información necesaria
para su seguridad durante sus actuaciones nocturnas. Por eso son raros
los que caen en manos de los magistrados, y por eso los fuera de la ley
ludditas parecen en términos generales inaprensibles.
Para no quedarse atrás, los magistrados hacen arrestar a algunos
sospechosos, a la manera del coronel Fletcher, en la mayor parte de los
casos fiándose de rumores que los soplones pretenden haber recogido y
que, en la mayoría de las ocasiones, se inventan para hacer caja: Fulano
es conocido por haber hecho un brindis por el general Ludd, Mengano
habría sido visto entre una multitud amotinada. A estos desgraciados,
muy a menudo inocentes de los hechos que se les achacan, se unen
aquellos que se han dejado engañar por los agentes provocadores al
servicio de Fletcher o de individuos semejantes, los amotinados cogidos
en flagrante delito de pillaje o de violencia, y cualquier otro pobre que
haya dado muestras de indocilidad. Así, un habitante de Birkby, en las
cercanías de Huddersfield, John Hog —calificado por los magistrados
tan pronto como luddita, tan pronto como simple descontento—, es
perseguido por haber cantado una canción sediciosa con la melodía del
God save the King.
205
ros de la guerra social:
Señor:
Aunque la mano de la Justicia se vea algo trabada por sus irra-
zonables, injustos e insensibles oficiales en las villas manufac-
tureras, puede que su atención se vea rápidamente atraída de
una manera completamente distinta. Los pobres hombres que
se hallan en prisión (por haberse esforzado en lograr algo de pan
con el que satisfacer los requerimientos de la naturaleza) están
tal vez destinados a la horca. Pero si no se cursa de inmediato
la orden de liberarlos y de procurar algunas provisiones a sus
hambrientas familias, sepa que existe en Londres un grupo muy
poderoso y muy activo de hombres decididos a romper los hue-
sos de sus opresores del mismo modo que sus hermanos y sus
padres hicieron con las Máquinas.
206
Cuatro personas arrestadas durante el motín de Mánchester son
condenadas a continuación a morir ahorcadas por haber saqueado pan,
patatas y queso. La cabecilla Hannah Smith, cuyo arrebato de cólera ha-
bía encendido a la multitud, se encuentra en este lote. Después le toca
el tumo de comparecer ante el tribunal a trece presuntos asaltantes de
la fábrica Westhoughton, todos capturados al azar por los esbirros del
coronel Fletcher. Cuatro de ellos son reconocidos por los capataces de la
fábrica como integrantes de la muchedumbre de aquel día, y esto basta
para enviarlos al cadalso. Entre las presas cazadas a ciegas se encuentra
un muchacho de dieciséis años, Abraham Carlson. El 12 de junio, ocho
personas son rápidamente colgadas en Mánchester, mientras que die-
cisiete son despachadas al infierno austral y otras trece son encerradas
en los calabozos de su majestad.
Durante ese tiempo, otra «comisión especial», que ha elegido a
medida un jurado de composición similar al del tribunal de Lancashire,
tiene lugar en Chester. Es de esta apacible capital de Cheshire de la que
dependen las localidades de los alrededores de Stockport donde se han
cometido numerosas depredaciones y exacciones ludditas. Los magis-
trados y los jurados se muestran aquí todavía más vindicativos: de los
veintiocho inculpados, cinco son condenados a duras penas de prisión
y ocho a la deportación, mientras que los quince restantes resultan con-
denados a muerte. Siete de estos últimos lo son por extorsionar dinero
durante las expediciones nocturnas y seis por robar alimentos durante
los motines de abril. Los otros dos, culpables de romper máquinas, son
las primeras víctimas de la perversa ley que el Parlamento ha aprobado
en febrero.
El veredicto se consigue después de que el representante del Esta-
do, Henry Hobhouse, un jurista vinculado al Tesoro, haya exigido que
se aplique la mayor severidad a los rebeldes, sugiriendo a un jurado
completamente entregado a su misión represiva que «la culpabilidad
de los condenados tal vez no sea de especial importancia mientras las
leyes que han sido violadas se impongan y sean respetadas», añadiendo
con toda franqueza que «las víctimas sacrificiales pueden constituir un
buen ejemplo para el resto de la sociedad». Trece de las quince conde-
nas a muerte serán, con todo, conmutadas por penas de deportación.
Los dos hombres que finalmente son entregados al verdugo como
«víctimas sacrificiales» son ambos tejedores. Han cometido el imper-
donable crimen de haber birlado algunas cucharas de plata aprovechan-
207
do el asalto contra la casa del fabricante Goodair durante un motín en
un pueblo cercano a Stockport. Son ejecutados el 15 de junio, al término
de una procesión de soldados y de ediles locales, en presencia de una
multitud huraña y protestona, controlada a punta de bayoneta.
El mensaje es tan límpido como sutil es el humanismo de Ho-
bhouse: al castigar tan dura y solemnemente una culpabilidad relativa
o dudosa, los ludditas reconocidos reciben así el aviso de que no han de
esperar ninguna clemencia de la justicia de los ricos, ni forma alguna
de justicia mientras los ricos juzguen a los pobres, mientras la vida de
un tejedor valga menos que una cuchara de plata. A menos que venzan,
lo que les espera es la muerte si persisten en querer vivir libres.
208
El canguelo en armas
E
ntre tanto se constituye en Londres un nuevo gabinete bajo la di-
rección formal del mediocrísimo lord Liverpool, pero cuyos hom-
bres fuertes son el taimado Castlereagh, al que le ha tocado en
suerte el Ministerio de Asuntos Exteriores, y el implacable Sidmouth,
que obtiene el Home Office y el control de los asuntos internos. Este
último no va a tardar en dar muestras de todo su talento como polizonte
en jefe. En él, los enemigos de Ludd van a encontrar a un campeón de
su conveniencia: es un rico terrateniente, frío y brutal, que no dejará de
causar estragos hasta 1822, tras haber reprimido sistemáticamente, y
siempre con dureza, la menor tentativa de agitación social.
Frente a la amenaza luddita, Sidmouth supervisa en ambas cáma-
ras la creación de comisiones cuyo principal objetivo es denunciar en
términos apocalípticos el «luddismo» y la agitación obrera, alimentan-
do así de forma muy oficial los fantasmas de la orgía revolucionaria.
Para Sidmouth y su gente de confianza se trata de justificar un desen-
cadenamiento sin precedentes de la represión, destinada a reducir al
silencio a todos los descontentos con los que cuenta el reino. Además
hace que se voten sin complicaciones dos nuevas leyes perversas, una
que aumenta los poderes inquisitoriales y confiscatorios de los magis-
trados, y otra que convierte la prestación de juramentos ilegales en un
crimen merecedor de la pena capital.
Contando así con la aprobación y la cobertura de los amedrenta-
dos parlamentarios, Sidmouth tiene la intención de usar y de abusar
de unos poderes de excepción que juzga indispensables, no solamente
para aplastar a los rebeldes, sino también para asfixiar cualquier velei-
dad sediciosa entre las filas del populacho. A iniciativa suya, proliferan
los soplones que tienen la misión de espiar, manipular y cazar a los
obreros malpensantes o los círculos «jacobinos», lo que constituye un
gran paso hada la creación de un Estado policial, fértil en encerronas y
en jugadas sucias.
Sidmouth anima asimismo a los oficiales encargados del manteni-
miento del orden a dar pruebas de un mayor rigor tanto con respecto a
los sospechosos detenidos por los soldados como frente a los alborota-
dores que osarían desafiar a la fuerza del Estado. Reorganiza el mando
209
de las tropas, destituye al general Grey, considerado demasiado blando,
reemplaza a las unidades cuyos hombres son sospechosos de simpati-
zar con los ludditas por tropas más seguras. Finalmente, da carta blanca
al brutal general Thomas Maitland para dirigir con mano de hierro las
operaciones militares en todo el Norte y para coordinar sobre el terre-
no las iniciativas represivas de los magistrados y de los oficiales de las
milicias.
Con la ayuda del retorcido Nadin, el todopoderoso jefe de la policía
de Mánchester, Maitland se las ingenia para poner en pie una vasta red
de espías, cuyas actuaciones están más centralizadas y mejor coordi-
nadas que las de los constables de los magistrados locales. A instancias
suyas, en otras regiones se reclutan obreros del textil para infiltrarlos
en los medios sospechosos de simpatizar con los ludditas. Sicarios y
policías se mezclan con las tropas regulares para llevar a cabo las inves-
tigaciones, y cuentan con plena libertad para actuar como les plazca en
la búsqueda —o en la fabricación— de pruebas y de testimonios.
Maitland procura concentrar todo lo posible sus efectivos, dema-
siado diseminados para su gusto y, en consecuencia, susceptibles de
relacionarse con las poblaciones locales partidarias de Ludd. De este
modo piensa poder intervenir con firmeza y más rápidamente en caso
de que se repitan asaltos a gran escala como los que acaban de producir-
se en Lancashire. Los escuadrones de caballería, muy móviles, se espe-
cializan en las patrullas nocturnas, galopando de localidad en localidad,
recorriendo los campos en un incansable vaivén con el fin de caer sobre
las bandas de ludditas, también muy móviles y muy bien organizadas.
Por otro lado, incita a los magistrados y a los notables a depurar las
milicias municipales, sujetas a las connivencias entre los hombres de
tropa y los ludditas, o a formar sus propias bandas armadas siguiendo
el ejemplo de Joseph Radcliffe en la región de Huddersfield. También
los soldados comienzan a confiscar las armas de los particulares a fin
de impedir que caigan en manos de los ludditas.
Finalmente, Maitland crea su «servicio secreto» personal com-
puesto por soldados de confianza que reciben paga doble y se entregan,
vestidos de civil, a las tareas de vigilancia y de infiltración. Están al ace-
cho de palabras, de fragmentos de conversación, de actitudes favorables
a los ludditas o simplemente hostiles a los fabricantes y al gobierno.
Crean falsos círculos ludditas, se las dan de conjurados, engatusan y
enredan mediante toda suerte de astucias y de presiones a más de un
210
tejedor demasiado confiado. Hacen a los crédulos prestar juramentos
ilegales, ahora susceptibles de ser castigados con la muerte, para tener-
los a su merced y obtener de ellos tal o cual información, o bien con la
intención de aumentar el número de «víctimas sacrificiales» que los
jueces pretenden inmolar sobre el altar de la razón de Estado.
Esta táctica no aspira tanto a echar mano a los verdaderos ludditas
cuanto a asustar a los pobres que les apoyan, aplicando, aunque de for-
ma muy dulcificada, los métodos antiguerrilla empleados desde hace
algunos años por las tropas napoleónicas en España. El objetivo es do-
ble: secar las fuentes de los ludditas privándoles del apoyo material de
las poblaciones locales y convencer a estas últimas de que toda rebelión
es vana frente a las capacidades coercitivas de las autoridades.
A pesar de este reforzamiento y refinamiento de las medidas re-
presivas, serán pocos los verdaderos ludditas que caigan en las redes de
los magistrados. Pero las poblaciones locales empiezan a cansarse de la
presión y del acoso que sufren y que vienen a sumarse a los sinsabores
de la supervivencia cotidiana. Ahora aspiran a una tregua y rezan por
que las fuerzas de ocupación abandonen sus pueblos y barrios al precio
que sea. Comienza a murmurarse que si Ludd y sus valientes mucha-
chos no pueden expulsarlos, serían estos los que habrían de batirse
en retirada para abreviar el castigo al que están siendo sometidos los
pobres.
Este manejo del bastón sería, sin embargo, cosa vana si el gobierno
no se sirviera al mismo tiempo de la flexibilidad y no se mostrará dis-
puesto al compromiso con una sociedad que lo rechaza, o al menos con
una clase media que solo se acomoda a él porque sus empresas mili-
tares y sus iniciativas diplomáticas en el continente frente a Napoleón
empiezan a resultar rentables. Sidmouth y Castlereagh obtienen así la
revocación de las órdenes del Consejo que habían cerrado los puertos
del reino a toda importación de mercancías desde 1809 en respuesta
al bloqueo continental. Esta medida, que favorece al comercio interna-
cional y beneficia de entrada a los fabricantes, es bien acogida por los
obreros que esperan de ella, un poco demasiado deprisa, un frenazo a
la espiral inflacionista y una recuperación de la actividad industrial pro-
picia al empleo. Pero para ello es necesario reanudar los intercambios
comerciales con los Estados Unidos, principal potencia comercial no
sometida al bloqueo. El problema es que, en lugar de esto, los Estados
211
Unidos acaban de declarar la guerra a Inglaterra y que el conflicto du-
rará hasta 1814, precisamente el momento en el que el comercio de los
ingleses con la Europa continental, liberada de Napoleón por la derrota
del Gran Ejército, vuelve a ser floreciente.
Lo cierto es que el gabinete limita su impopularidad mediante el
anuncio de dicha condición, que si bien lesiona un poco los intereses
de los grandes terratenientes, grandes beneficiarios de la guerra y del
bloqueo, y que constituyen el núcleo de su base social —poderosa pero
restringida—, también contenta a los negociantes y a los fabricantes,
que echaban pestes contra las órdenes del Consejo desde su adopción
tres años antes, y al mismo tiempo fomenta su culto al librecambismo.
Acto seguido, el muy político Sidmouth, que sobre el terreno se
muestra tan implacable con los obreros, hace que se publique una pro-
clamación real en la que se ofrece la amnistía a todos aquellos que han
prestado un juramento ilegal, siempre y cuando antes del nueve de oc-
tubre del año en curso se denuncien a sí mismos ante un magistrado,
den testimonio de las circunstancias de la prestación del juramento y
renieguen solemnemente de la palabra dada. La maniobra, que hace
gala de indulgencia, nace de una segunda intención apenas disimulada:
los obreros que se manifiesten para obtener la clemencia real y abjurar
de su compromiso luddita no dejarán de ofrecer información, nombres
tal vez, a los magistrados que les escucharán antes de absolverlos en
nombre del senil monarca. Por otro lado, un ola de abjuraciones ten-
dría el mejor de los efectos entre una población todavía ingenuamente
vinculada en estas fechas a las cuestiones de honor, y que sabe que su
capacidad de resistencia depende de sus hábitos de solidaridad frente a
los poderosos. Pero sin duda hace falta algo más para que los pobres co-
laboren en su opresión y esta promesa de amnistía no logrará suscitar
lo que ni el dinero ni las amenazas habían conseguido hasta entonces.
Para entender lo que está en juego, conviene preguntarse a quién
se apuntaba con esta medida, cuántos y quiénes eran los que se habían
«adherido» solemnemente al «partido» luddita. Es imposible evaluar,
ni siquiera de forma aproximada, los efectivos de los grupos ludditas,
clandestinos y dispersos. La principal fuente estadística de la que dispo-
nemos la constituyen los informes siempre sesgados de los soplones,
que evocan ciudad por ciudad cifras a menudo considerables, contra-
dictorias, que a veces exceden a la población obrera masculina de las lo-
calidades mencionadas... A partir de lo que sabemos sobre la amplitud
212
y la persistencia del movimiento, podemos con todo estimar que, en el
conjunto de las regiones industriales implicadas, los ludditas activos
—aquellos que se mueven por las landas y que participan en las expedi-
ciones— son todavía varios millares a finales del verano de 1812. Por lo
que respecta al número de compañeros que se han dejado convencer de
jurar fidelidad a Ludd desde el comienzo de la rebelión, es mucho me-
nos importante (hasta el punto de que las autoridades han considerado
bueno gestar una ley de circunstancias para combatir los juramentos
sediciosos): incluye una multitud de simples simpatizantes a los que
se suman activistas que han renunciado a los métodos ludditas. El re-
cuento más plausible de los efectivos ludditas, extrapolado a partir de
las informaciones transmitidas por los soplones al Home Office o a los
magistrados, ofrece una cantidad comprendida entre los cien y los dos-
cientos mil conjurados, de los cuales irónicamente una buena parte ha
prestado juramento por iniciativa de los agentes provocadores...
Ahora bien, los que se manifiestan antes de la fecha fatídica son
un escaso millar de personas y la mayoría de estos «arrepentidos» son
justamente de los que, por admiración a Ludd, se han dejado engatusar
por los agentes de Nadin, de Maitland o de los magistrados locales. A
menudo no pueden denunciar más que a soplones a los que los ma-
gistrados difícilmente podrían procesar y condenar, salvo que quieran
exponer a la luz del día los dudosos procedimientos de los responsables
de la represión. Otros, sabiendo que su banda luddita o su unión obrera
ha sido infiltrada, se adelantan a una probable denuncia abjurando y
fingiendo arrepentirse a fin de rehabilitarse oficialmente. Pero se man-
tienen mudos o imprecisos en cuanto a la identidad de los conjurados
que se les han aproximado o que han organizado las ceremonias de
prestación del juramento. Aún hay otros que, sintiéndose liberados de
su compromiso por el reflujo de la agitación luddita que coincide con
el fin del verano, aprovechan para reconstruir de forma airosa su virgi-
nidad judicial. Pero también estos se guardan bien de desvelar nombre
alguno ante los magistrados, arguyendo las draconianas medidas de
seguridad adoptadas por los ludditas: máscaras, nombres en clave, ais-
lamiento de los grupos. De esta forma evitan exponerse a la venganza
de Ludd y a la vergüenza de la traición. El vecindario, sin embargo, ve
aquí una buena jugada contra las autoridades, ante las cuales cualquier
declaración de fidelidad solo podría ser considerada un artificio sin al-
cance moral y juzgada, en consecuencia, como conforme a las leyes de
213
la guerra.
El procedimiento concebido por Sidmouth para aplastar y despres-
tigiar al movimiento no desembocará, contrariamente a lo que él espe-
raba, en una afluencia de renegados que permita arrestos masivos y el
descrédito de la solidaridad obrera. Por otro lado, ninguno de los tes-
tigos de cargo presentes en los tres procesos donde serán juzgados los
desgraciados cazados por los soplones, y que tendrán lugar entre agosto
de 1812 y enero de 1813, es resultado de esta medida de clemencia real.
En otoño, el balance judicial de la respuesta gubernamental es al
fin y al cabo bastante pobre. Ningún cabecilla luddita reconocido ha
sido capturado. Los que dirigieron el asalto contra Rawfolds y quienes
eliminaron a Horsfall no siempre son identificados. En Yorkshire, solo
una docena de desafortunados, entre los centenares de personas que
han sido citadas, interrogadas o detenidas, son más o menos suscepti-
bles de presentarse ante un tribunal aunque sea de excepción. A falta
de cargos mínimamente sólidos contra los pocos pobres tipos que el
magistrado Radcliffe y sus esbirros han podido cazar en el West Riding
hasta ahora, las autoridades prefieren aplazar sine die la organización
del tribunal de York, que debía abrirse en octubre conforme al modelo
de parodia de la justicia de Lancaster y Chester.
Sin olvidar, pues, sus viscerales quejas contra los patronos y las nuevas
máquinas, los ludditas dirigen ahora sus amenazas a los gobernantes
y los magistrados que les hacen la guerra más frecuentemente que a
los industriales que la han desencadenado por su avaricia o su ciego
entusiasmo por las nuevas técnicas de producción. El día después del
asesinato de Perceval, Richard Ryder recibe de Mánchester un correo
no menos vindicativo. Ministro del Interior en el gabinete de aquel,
será sin embargo excluido del gobierno de lord Liverpool. Es el hombre
que ha decidido el envío de tropas a las regiones industriales y que se
ha opuesto vigorosamente a las tentativas de Gravenor Henson y de su
comité de mecheros para que se adoptase una legislación que prote-
giese las profesiones del sector textil. El tono un tanto apocalíptico de
la advertencia que le dirigen las gentes de Ludd refleja tanto el énfasis
característico del discurso luddita como el ambiente de guerra civil do-
minante ahora en los condados industriales.
Señor:
Cada enmienda que le haces a la ley sobre la destrucción de
máquinas no hace más que acortar tus días. Puedes prepararte,
pues, para ir al infierno y ser allí el secretario del señor Perceval.
Pues las naves de fuego van de camino, por tierra y por mar, y
no se privarán de destruir a todos los Odiosos de las dos Cáma-
ras. Puesto que has hecho todo lo posible por destruir a la parte
principal del país, ahora es tu tumo de caer. El remedio es tu
destrucción, que se llevará a cabo sin dejar huellas. Prepárate
para el tránsito y recomienda a tus amigos que hagan otro tanto.
Los ludditas
Señor:
Puesto que ha aceptado usted el puesto de Ministro de Hacienda,
espero que la suerte de su predecesor [Spencer Perceval, que ha
ocupado el mismo puesto de 1807 a 1809] le inculque a usted
cierta sensatez; pues si está determinado a perseverar en sus ini-
quidades y a oprimir a los pobres como él hizo, es porque ha
decidido compartir su misma suerte. Aunque apuesto a que la
legitimidad de su muerte tendrá algún efecto sobre su conducta
y que, en consecuencia, hará todo lo que esté en su poder para
constatar y corregir las desgracias que él causó; de no ser así,
sufrirá las consecuencias. Le ofrezco discretamente este consejo;
si no lo aprovecha, será culpa suya. Será vigilado estrechamente
y, si no se determina una mejora inmediata de la suerte de los
pobres, dentro de poco recibirá noticias mías.
Sinceramente suyo,
Ned Ludd
Podemos pensar que la amenaza, por alusiva que sea, no deja de tener
algún efecto: al mes siguiente, Vansittart, favorable sin embargo a una
buena dosis de laissez-faire, mostrará su apoyo a algunas de las reivin-
dicaciones del Comité Unido de Medieros, que de todos modos serán
finalmente rechazadas por el Parlamento. Pues mientras el activismo
luddita se agota en una especie de guerrilla, los cabecillas oficiales de
las profesiones textiles continúan actuando a plena luz del día, tratando
de ganarse el apoyo de los parlamentarios y de la gente influyente. Los
tejedores de Nottingham, dirigidos por el tenaz Gravenor Henson, tras
haber presentado sus quejas ante el Parlamento y haberse entregado
durante meses a un intenso trabajo en los cuerpos de las instituciones
legislativas con sede en Westminster, han logrado que su petición para
la adopción de ciertas garantías legales favorables a las profesiones tex-
tiles sea incorporada a una proposición de ley. Pero el clima de histeria
antiobrera que reina en los escaños de ambas cámaras hará que sus
216
esfuerzos queden en nada.
La proposición de ley, tal como es revisada por Vansittart y mutila-
da por los parlamentarios de su facción a los que Henson ha visitado,
desfigura el proyecto inicial y lo despoja de todo lo que podía beneficiar
a los obreros. Ciertamente las medidas preconizadas por Henson eran
templadas y estaban formuladas para no ofender a los propietarios, pero
habrían instilado un poco de protección social en el derecho inglés.
Frente a semejante palinodia, el prudente y paciente Henson termina
por irritarse e indignarse, ya que el nuevo refrito de su proposición
permite a los fabricantes «engañar, robar, desvalijar y oprimir como les
plazca». El 21 de julio de 1812, la Cámara de los Comunes aprueba sin
forzarse un texto vaciado de su sentido inicial, privando a los obreros
reformistas de su última esperanza de acomodamiento y ridiculizando
de paso la deriva protosindical del Comité de Tejedores, lo que no pue-
de sino justificar la manera luddita de abordar los problemas sociales.
Pero el texto aparenta levantar acta de las reclamaciones obreras y admi-
tir que estas puedan ser formuladas, algo que todavía resulta excesivo
para la Cámara de los Lores, donde se sientan personajes obtusos sin
igual y que lo rechaza cuando llega su tumo de pronunciarse algunos
días después. Toda esperanza de reforma social por la vía parlamentaria
resulta así arrojada al olvido para gran satisfacción de Sidmouth, que
declara que «confía en Dios» para que nunca más una proposición de
ley que aspire a poner trabas a la libertad de empresa vuelva a ser pre-
sentada en Westminster.
Este odio que inspiran los pobres se traduce mecánicamente en
una persecución generalizada a todo oponente al poder tory, y en espe-
cial a aquellos que frecuentan los Hampden Clubs y apoyan al mayor
Cartwright en su campaña por la igualdad de los derechos políticos.
Esta encuentra un amplio eco en las regiones industriales, donde se
multiplican las reuniones que llaman a una democratización de las ins-
tituciones y de donde salen varias peticiones para el gobierno. Para las
autoridades, es grande la tentación de desacreditar y de castigar a estos
agitadores más o menos «jacobinos» asimilándolos a los ludditas. Así
el 11 de junio, Nadin y sus esbirros irrumpen en una reunión en Mán-
chester y arrestan sin contemplaciones al menos a treinta y ocho opo-
sitores, a los que se les imputa sin la menor prueba el haber prestado
juramentos ilegales, una práctica con fuertes connotaciones ludditas en
esta región. Serán absueltos en agosto, después de haber estado criando
217
moho en prisión durante varias semanas.
220
El agotamiento de una querella
E
l arresto de George Mellor y de sus amigos más cercanos el 22 de
octubre de 1812 marca mejor que cualquier otro acontecimiento
el declive difuso de la aventura luddita. Denunciado por uno de
sus primos al magistrado Radcliffe, el cabecilla luddita del West Riding
es conducido encadenado al castillo de York. Uno de sus comparsas,
Bill Hall, se confiesa a su vez y da los nombres de un buen número de
participantes en el asalto contra Rawfolds. Otro traidor, Ben Walker, in-
citado por las dos mil libras de recompensa prometidas a quien permita
la condena de los asesinos de Horsfall, confirma también el papel de
Mellor en este asesinato. Se suceden decenas de detenciones más y a
finales del mes de diciembre de 1812 ya son sesenta y cuatro presuntos
ludditas los que se encuentran tras los altos muros del castillo de York.
Radcliffe puede estar exultante. Su investigación había chocado du-
rante mucho tiempo contra el esquivo silencio de la población, pero su
puntillosa tenacidad ha terminado por dar sus réditos y su odio a los
rompedores de máquinas y a cualquier forma de insumisión encuentra
por fin satisfacción. El Home Office, que tiene por primera vez entre
sus garras a ludditas reconocidos, va a poder convocar con gran pompa
la «comisión especial» del tribunal de York.
La sesión se fija para el 6 de enero de 1813 y, cuando se abren los
debates, el movimiento luddita ya ha desaparecido como tal del paisaje
social y el ejército de Bonaparte, ese ogro tan voraz, se ha disgregado en
las llanuras heladas de la inmensidad rusa, lo que permite presagiar el
fin próximo de la guerra, del bloqueo, de la penuria. Los ataques contra
las máquinas son todavía bastante numerosos en las Midlands —solo
en el mes de enero se registran tres incidentes graves en Nottingham y
en Melbourne, en Derbyshire—, pero han cesado en Lancashire desde
julio y en Yorkshire desde septiembre.
Este apaciguamiento no va sin embargo a incitar a los jueces a
la clemencia. Son los mismos jueces que oficiaron en Lancaster —
Thompson y LeBlanc— los que presiden el tribunal de excepción de
York, cuyo jurado escogido con esmero está compuesto exclusivamente
por personajes opulentos, entre los cuales hay seis pares del reino. Y es
de nuevo el implacable Hobhouse el que representa a la acusación. El
221
castillo de York, donde tiene lugar el proceso está acorazado de tropas
que contienen a una multitud huraña, incapaz de impedirlo pero que
no disimula su hostilidad frente a la justicia de los grandes.
A instancias de Sidmouth, se decide juzgar primero —justo des-
pués de cuatro mineros de extracción acusados de «saqueo»— a los
hombres implicados en el asesinato de Horsfall, comprometidos con
la soga sin la menor esperanza de escape. Los demás acusados, contra
la mayor parte de los cuales las pruebas son de todos modos tenues
o inexistentes, podrán beneficiarse así eventualmente de la clemencia
de los jueces. Se trata de corregir la deplorable impresión que habían
dejado en el público las dos «comisiones especiales» precedentes, cuyo
desarrollo —como ya hemos visto— había demostrado que en esta oca-
sión la «culpabilidad de los condenados no era de una importancia pri-
mordial».
Por otro lado, se da la consigna de no dejar que se evoque jamás, en
el transcurso de los debates, las motivaciones políticas o sociales de los
acusados. Después de haber denunciado por activa y por pasiva, cuan-
do el activismo luddita estaba en pleno apogeo, un complot político tal
vez a las órdenes del extranjero, en este momento se admite que no
se trata de vengarse ni de criminalizar en exceso a los condenados. El
Home Office se guarda pues de juzgar-los por «traición» o «sedición»
y se limita a acusarlos de asesinato o de robo y otros atentados contra
la propiedad. La única acusación con connotaciones políticas que sub-
siste es la de «juramentos ilegales», muy inmaterial pues, al no reposar
más que en testimonios a menudo indirectos o sesgados, resulta de lo
más cómoda para engrosar a placer el número de condenados en este
proceso concebido para concluir con un ramillete de ahorcamientos
ejemplares.
Al tribunal le basta con una jornada para debatir el caso de Mellor y
de sus compañeros Thorpe y Smith; y veinticinco minutos de delibera-
ción son suficientes para que el jurado emita un veredicto de culpabili-
dad y el juez LeBlanc dictamine de inmediato la pena de muerte. Mien-
tras prosigue el proceso, los tres ludditas esperan con gran fortaleza de
ánimo que llegue su ejecución, fijada para el día 9 de enero. En vano
se envían hombres de la Iglesia a sus celdas para intentar sonsacarles
alguna otra información sobre su actividad clandestina. Indignándose
por la maniobra, Mellor confiesa noblemente que prefiere «estar en la
situación en la que [se] encuentra, por terrible que sea, que tener que
222
responder del crimen de [su] acusador [Ben Walker], y [que] no cam-
biaría [su] lugar por el de él, ni siquiera por [su libertad] y por dos mil
libras».
La ejecución se lleva a cabo sin fricciones —un regimiento de ca-
ballería rodea el cadalso, mientras la plaza se mantiene cercada por la
infantería— después de que cada uno de los condenados haya dirigido
algunas palabras de despedida a la multitud de los grandes días, que
ha venido a asistir a los últimos momentos de estos lugartenientes de
Ludd, los cuales dan muestras de una extrema dignidad. En respuesta,
el populacho, grave y entristecido, canta a pleno pulmón un himno in-
conformista antes de que el verdugo cumpla su lúgubre cometido.
Hay que recordar que en estos tiempos rudos el ahorcamiento de
criminales provocaba generalmente un gran regocijo. Se asistía a ellos
como quien iba a la feria, en masa y en familia, se bebían grandes can-
tidades de cerveza, a los vendedores ambulantes se les compraban go-
losinas y baladas que se repetían en coro... Las ejecuciones de los luddi-
tas ofrecen un cuadro bien diferente: multitudes aún más importantes
asisten en un solemne silencio; y no son cancioncillas de moda lo que
se entona aquí, sino himnos religiosos y oraciones elegiacas en honor a
los mártires. Los observadores están sorprendidos por la pena y la pie-
dad, tan inhabituales entonces a los pies del cadalso, que estremecen el
corazón de los espectadores.
Hacia finales del año 1812 circula por Yorkshire un profético «Aviso a
los tejedores» que enuncia con bastante precisión los peligros que la
Revolución Industrial puede suponer para la sociedad inglesa, y que
llama en términos claros a la revolución social. Su autor anónimo ex-
pone en él los retos ahora límpidos del combate social iniciado por los
ludditas:
Amigos y compañeros:
Larga y fastidiosa ha sido la opresión bajo la que habéis penado
y vuestras perspectivas de futuro no pueden sino volver vuestros
días más amargos. Vuestra existencia se verá reducida y vuestros
abundantes hijos pronto serán huérfanos si persistís durante
más tiempo en sufrir dócilmente este yugo y en cargar con este
fardo, imposible de soportar por la naturaleza humana.
A menudo os habéis dirigido al gobierno, a los magistrados
y a los manufactureros, pero sin efecto alguno. ¿Qué hay que
hacer, pues? ¿Vais a continuar sometiéndoos, soportando esa
arrogancia, esa tiranía y esa opresión que durante tanto tiempo
se han ejercido en vuestra contra?
¿Soportareis ver a vuestros hijos torturados y diezmados,
condenados’ a sufrir el látigo y la desnudez, con vosotros mis-
mos insolentemente aplastados por esos hombres que viven en
el lujo y la extravagancia gracias a los frutos de vuestro trabajo?
No cabe duda alguna de que sois muchos los que estáis con-
vencidos de que la guerra en curso, injusta, inútil y destructiva,
es la causa de vuestra actual calamidad. ¿Quiénes son, pues, los
que siempre se han mostrado como los más constantes y resuel-
tos partidarios de esa guerra? La mayor parte de nuestros manu-
factureros, por no hablar de los magistrados. ¿Quiénes son los
que se han enriquecido desde el comienzo de la guerra? Algunos
hay en cada una de las principales villas de este afligido reino.
225
¿De dónde vienen sus riquezas? Me parece escuchar una voz que
dice: todas esas riquezas provienen de la mano servil y débil de
la esclavitud.
¿Quiénes son los que se benefician plenamente de su pro-
pio trabajo? Nadie, pues los ricos y los supuestos grandes no tra-
bajan en absoluto, ni tienen la menor intención de hacerlo, como
consecuencia de lo cual los justos derechos del esclavo se ven
injusta e impunemente rechazados.
Amigos y compañeros de fatigas, ¿hasta cuándo debe verse
pisoteada la justicia? ¿Hasta cuándo los derechos naturales del
hombre estarán lejos del alcance de vuestras débiles miradas?
¿Hasta cuándo soportaréis vuestros incomparables sufrimientos
y consentiréis que se os roben más de las cuatro quintas partes
del fruto de vuestra labor?
Hacer solicitudes es vano, presentar peticiones es una per-
fecta estupidez. Presentar peticiones para que prospere vuestra
causa es como pedir a un salteador de caminos que os devuelva
los bienes de los que os ha despojado.
No tenéis más que una vida que perder. La muerte vendrá
forzosamente a vuestro encuentro y morir de hambre es la más
miserable de las suertes, pues perecer así, rodeados por la abun-
dancia que habéis creado mediante vuestros esfuerzos, sería un
fin sin duda ignominioso. Constituye un deber con respecto a
vosotros mismos y también a la generación que os sucederá dete-
ner los engranajes inicuos e impíos de la Tiranía. Vosotros tenéis
el poder para hacerlo, y las leyes inmutables e inalterables de la
Naturaleza lo exigen de vuestras manos.
[...] Pero no hay cosa que no esté por completo deteriorada y
la aceptación general de una antigua aflicción ofrece al tirano el
pretexto de justificar la necesidad de nuevos males. Y así ha ido
el mundo desde hace incontables generaciones, hasta que final-
mente los esclavos británicos, insultados y escarnecidos, se han
visto inmersos en el siniestro e inicuo torbellino de la miseria y
de la indigencia.
Oh compañeros de fatigas, insultados y escarnecidos, mirad
a vuestro alrededor y contemplad los derechos de los que habéis
sido privados. Al nacer sois tan libres como vuestros viles opre-
sores. Una Naturaleza generosa estaba dispuesta a acogeros en
el momento de vuestra llegada a la existencia, al igual que una
fértil tierra que no debería costaras nada aparte de los esfuerzos
necesarios para su cultivo.
Pero no poseéis ni una pulgada de las tierras habitadas del
globo; la tiranía os ha privado de ellas. No disponéis tampoco de
tiempo para contemplar la divina naturaleza, libre y generosa,
ni de aprovecharos de las vastas posibilidades de los cuidados
útiles. Y la desesperación y la destrucción invaden vuestras mi-
serables viviendas.
¿Podéis, pues, seguir soportando durante más tiempo es-
226
cuchar a vuestros hijos, inocentes e indefensos, llorar pidiendo
comida, o dejar que vayan por ahí vestidos con grasientos andra-
jos? Y en cuanto a vosotros, ¿seguiréis dejando que os traten con
desdén y menosprecio esos mismos hombres que se lo pasan en
grande y devoran injustamente los frutos de vuestra servidum-
bre? ¿Podéis aceptar que vuestros derechos y privilegios sean
impunemente pisoteados por una banda de ladrones, venales y
corruptos?
A los obreros ingleses, Ludd les ha señalado los objetivos —el patronato
industrial, las técnicas odiosas, el derecho burgués— y una gran meta:
una extensión de la comunidad a toda la sociedad mediante una rege-
neración que no sería un retorno timorato al pasado feudal, sino una
nueva aventura.
227
Ludd después de Ludd
P
rotegidos por la ley del silencio, la mayoría de los ludditas esca-
paron a la represión. Muchos eligieron cambiar de ciudad, de
nombre, de oficio; algunos se convirtieron en maestros de escue-
la, otros se hicieron bandoleros. Algunos se mezclaron en nuevas cons-
piraciones. Otros, en fin, se creyeron obligados al exilio y atravesaron
los mares, huyendo, tal vez más que de la vindicta de las autoridades, de
un ángel exterminador armado de máquinas satánicas y de preceptos
mercantiles, de un genio maléfico ahora liberado, si no de controver-
sias, al menos de cualquier resistencia seria frente a su dominio sobre
la sociedad.
Con toda la amargura de su derrota, estos fugitivos se habían per-
suadido de que la «alegre Inglaterra» no sería pronto más que un re-
cuerdo en una sociedad esclavizada, privada de alma, y de que jamás
las ruinas de la Jerusalén comunitaria volverían a ponerse en pie. Al
igual que los puritanos que huían de la Inglaterra de los Estuardo en
el siglo xvii, también ellos partían hacia los grandes espacios que ofre-
cían los continentes nuevos, donde sin duda algunos de ellos esperaban
tomar parte en la edificación de alguna ciudad radiante. A los proscri-
tos acusados de luddismo que, con los pies encadenados, habían sido
transportados a Australia se les unieron algunos de estos exiliados, cuya
mayor parte se embarcó sin embargo camino de la menos lejana (y con
fama de ser más igualitaria) república americana.
La mayoría de los que se sabían sospechosos permanecieron, con
todo, en Gran Bretaña, prefiriendo fundirse en el anonimato de las
grandes ciudades del reino. Pero también hubo no pocos ludditas que
pudieron quedarse en sus pueblos en vías de urbanización, y estos su-
pieron perpetuar la memoria oral de su rebelión y en muchos casos to-
mar parte activa en los conflictos sociales que no dejaron de producirse.
El respeto y la estima que rodearon hasta su último aliento a estos vete-
ranos de la guerra social eran tales que se solicitaba su opinión cada vez
que una negociación social evolucionaba hacia la confrontación, hasta
tal punto se confiaba en su experiencia en la acción clandestina. Sobre
todo se imitaba, y se seguirá imitando todavía durante mucho tiempo,
su método de lucha, que con el nombre de sabotaje se propagará, bajo
228
las formas más variadas e imaginativas, por los talleres y más tarde por
los despachos del mundo capitalista entero.
Muchos de los ludditas conocidos por los cronistas por haber re-
velado tardíamente su implicación o por haberse beneficiado de las
amnistías reales descollaron en la mayoría de los movimientos polí-
ticos y sociales con un aire de ilegalidad y de rebelión que siguieron
a la epopeya del general Ludd. Alguno de estos viejos ludditas era en-
carcelado por su participación en el movimiento cartista en 1838.69
Tal otro, veinte años más tarde, enseñaba a sus nietos canciones, siem-
pre sediciosas, a mayor gloria de Ludd, como testimonio de una menta-
lidad de resistencia al capital que los rompedores de máquinas de 1812
habían contribuido a forjar y a propagar.
Los escondrijos de armas constituidos por los ludditas en 1812 ser-
vían todavía para equipar a los obreros más decididos cuando, en vís-
peras de la reforma electoral de 1832, el país se encontraba a dos pasos
de la insurrección general. Entretanto, la práctica de las reuniones noc-
turnas y de las sociedades secretas obreras se había transformado con
el paso de los años y de los conflictos sociales, perdiendo a menudo en
saña lo que ganaba en músculo y recurriendo más frecuentemente a la
huelga y la manifestación que al sabotaje o el motín. Pero el fantasma
del general Ludd aún hizo alguna fugaz y divertida aparición, siempre
cargada de amenazas, en los lugares de sus glorias de antaño.
Antes incluso del proceso de York, los publicistas constataban no
sin cierto alivio la rarefacción de las incursiones ludditas, de las cartas
de amenaza y de la destrucción de máquinas. Estas últimas, sin em-
bargo, no cesaron completamente y conocieron alrededor de Nottin-
gham un cierto recrudecimiento en el transcurso de 1814 y, más tarde,
en 1816. La réplica más fuerte del terremoto luddita se producirá en
toda la Inglaterra rural en 1830- 1831, cuando una ola de incendios y de
destrucción de trilladoras mecánicas retrase durante mucho tiempo el
progreso del maquinismo en la agricultura. Pero el nombre de Ludd,
sedicioso como ningún otro, casi cesará de ser invocado en los conflic-
tos sociales, y será el no menos mítico capitán Swing el que dé el suyo
a la revuelta de los condados rurales víctimas de la industrialización.70
69
Sobre este episodio fundador del movimiento obrero inglés, ver Édouard
Dolléans, Le Chartisme (1831-1848). Aurore du mouvement ouvrier, Les Nuits
Rouges, 2003.
70
Ver el apéndice III, página 299, «Las aventuras del capitán Swing».
229
Sin embargo, el combate luddita permitirá a quienes se habían
comprometido con él y habían tenido que replegarse, aunque sin ren-
dición ni contrición, irrigar con su experiencia, su reflexión y su espí-
ritu de aventura los movimientos que agitarán a la clase obrera en los
decenios siguientes, pronto marcados por el activismo cartista. Reacia
al esponjamiento del ideal burgués durante el gris periodo Victoriano,
esta mentalidad solidaria y combativa se perpetuará en el proletariado
británico hasta la era del consumo de masas, que acabará por imponer-
se más tardíamente que en cualquier otro lugar.
72
Como atestiguan las muy numerosas similitudes entre dichas cartas, su
unidad de estilo, y una ortografía y una sintaxis normalizadas, que difieren
de lo que conocemos de los escritos ludditas
233
John Towle coincidía con el agotamiento de este resurgimiento final del
activismo luddita en las Midlands y, tras un último rodeo por el tribunal
—y la horca— en abril de 1817, el nombre de Ludd pasaba definitiva-
mente a la historia.73
Y este nombre, siempre entrañable para los pobres, alimentó de
forma duradera y profusa el folclore obrero de las regiones a las que ha-
bía colmado de emociones, y todavía durante algunos años provocó el
espanto de los ricos, quienes invocaban a Ludd ante la menor querella
profesional.
El fin de la guerra con los Estados Unidos en 1814 y la derrota
definitiva de Bonaparte en el continente seis meses más tarde se tradu-
cen en la reactivación generalizada de los intercambios comerciales y la
relativa apertura de los mercados extranjeros. Tanto en el West Riding
como en los alrededores de Mánchester, el aumento de la demanda y
el retorno a la competencia internacional incitaban a los fabricantes a
equiparse cada vez más con máquinas de vapor y a reorganizar la pro-
ducción imponiendo el sistema de la esclavitud asalariada y el modelo
fabril, mediante la imitación del modelo cuartelario. Si bien el paro ma-
sivo y el alza de los precios cesaron durante algún tiempo de agobiar a
los pobres, los salarios seguían teniendo tendencia a bajar y las condi-
ciones de trabajo a degradarse. La contratación de mujeres y niños en
detrimento de los padres de familia continuaba empobreciendo los ho-
gares obreros y suscitando en ellos el odio y el resentimiento, mientras
que la carrera por la innovación técnica y el maquinismo se extendía a
otros sectores de la actividad como la agricultura y la metalurgia, aun-
que con nuevas reticencias y nuevas resistencias dentro de todos ellos.
En cuanto a aquellos ludditas, todavía jóvenes en su mayor parte,
que no habían renunciado a la lucha, ni a su deseo de insurrección o su
exigencia de justicia social, volveremos a encontrarlos —como ya se ha
dicho— en la mayoría de los disturbios sociales y políticos que tendrán
lugar durante los tres décadas siguientes. Asimismo, los métodos de
73
Y el término «luddismo» entrará más tarde en los diccionarios en el senti-
do restringido y muy discutible de «destructores de máquinas enfrentados
al progreso técnico», conforme a la visión que han ofrecido los cronistas
del movimiento luddita antes de que E. P. Thompson refutase «la enorme
condescendencia de la posteridad» para con ellos y expusiera la importan-
cia y la complejidad de su verdadera naturaleza en La formación de la clase
obrera en Inglaterra (Capitán Swing, 2012).
234
vigilancia y de manipulación que las autoridades habían experimentado
en su combate contra los ludditas se perpetuarán pero refinándose un
tanto, como testimonia el tenebroso asunto de Pentridge,74 que será la
comidilla de todo el mundo en junio de 1817, dos meses después del
proceso de Derby y de la última carretada de rompedores de máquinas.
Es en este pueblo de Derbyshire, cerca de Nottingham, donde de-
bían reunirse los conjurados de los alrededores para a continuación
juntar en la carretera que conducía a esta última ciudad a un «enjam-
bre de hombres», llegados desde Yorkshire y de la lejana Escocia, para
caer en masa sobre Londres, tal como había soñado George Mellor. Al
menos es lo que un espía directamente al servicio de Sidmouth —un
tal Oliver, según su nombre de guerra—75 había logrado que creyera un
grupo de obreros radicales animado por el carismático tejedor Jeremiah
Brandreth —él mismo antiguo compañero de Ludd— e infiltrado por
Oliver con un arte consumado. Tras haber recorrido un par de kilóme-
tros por la carretera de Nottingham bajo un auténtico aguacero, los dos
o trescientos hombres que se habían reunido en Pentridge, armados de
picas y de algunos mosquetes, se vieron bloqueados por una compañía
dedragones encabezados por un par de magistrados y se dispersaron al
verlos, gritando traición. Una cuarentena de hombres fueron captura-
dos en esta trampa montada de arriba abajo por Sidmouth y su policía
secreta, reclutada principalmente entre los encarcelados por deudas en
Londres, como era el caso del propio Oliver. El proceso que tuvo lugar a
continuación concluyó con tres ejecuciones en noviembre de 1817 —la
de Brandreth, decapitado por «alta traición», y el ahorcamiento, más
vulgar, de sus compañeros Turner y Ludlam—, once condenas a de-
portación de por vida y otras penas menos severas para los seguidores
arrestados en Pentridge.
El poeta Shelley no dejó de denunciar la infamia tanto de este ve-
redicto como del proceso que estaba en su origen, y que había sido ex-
puesta por los acusados y también por la prensa liberal, indignada por
una acción policial tan baja.
Resulta imposible conocer hasta qué punto los más altos miem-
bros del gobierno eran responsables del daño efectuado por sus
74
En nuestros días, el nombre de dicho pueblo se escribe Pentrich.
75
La verdadera identidad de este hábil mistificador sigue siendo controver-
tida.
235
agentes infernales. Es imposible saber cuán numerosos o cuán
activos fueron, o bajo qué falsas esperanzas inflamaron a la mul-
titud sin instrucción hasta el punto de llevarla a poner su cuello
bajo el hacha y la cuerda de los verdugos. Pero lo que sí se sabe
es que tan pronto como la nación entera levantó su voz a favor
de una reforma parlamentaria, los espías comenzaron a hacer
su trabajo. Fueron elegidos de entre lo peor y lo más infame de
la raza humana, e infiltrados entre la multitud hambrienta y los
obreros iletrados. Su objetivo era crear el descontento allí donde
no lo hubiera. Su objetivo era encontrar víctimas, sin importar
que fueran o no culpables. Su objetivo era provocar en la opinión
pública la impresión de que si alguno de los que intentaban ha-
cer valer la soberanía nacional o disminuir la carga de la deuda
y los impuestos que nos aplastan tenía éxito, la multitud ham-
brienta se levantaría y llevaría todas las órdenes y distinciones,
todas las instituciones y las leyes, a la ruina común.
[...] El hombre a punto de morir dijo que «Oliver le había
conducido hasta allí», que «sin Oliver, él no estaría allí». [...] Tur-
ner clamó alto y claro, mientras el verdugo pasaba la cuerda alre-
dedor de su cuello, «todo esto es culpa de Oliver y del gobierno».
Lo que hubiera podido continuar revelando no lo sabemos, ya
que el capellán evitó que siguiera hablando.76
76
Aviso al pueblo sobre la muerte de la princesa Charlotte, 1817. Ver Shelley, La
necesidad del ateísmo y otros escritos de combate, Pepitas de calabaza, Logroño,
2015, traducción de Julio Monteverde.
236
Motín de Queen Park, en Bristol, 1831. Tuvo lugar tras el rechazo por la
Cámara de los Lores de una reforma electoral que suprimía los «burgos
podridos» y garantizaba una mejor representación en la Cámara de los
Comunes de las grandes ciudades industriales, entre las cuales se encon-
traba Bristol, donde solo seis mil de sus ciento cuatro mil habitantes te-
nían derecho a voto. El motín duró tres días, durante los cuales el palacio
episcopal y la residencia del alcalde fueron saqueados y quemados.
Concluyó con una de las más sangrientas dragonadas de la historia, que
provocó decenas de muertos y centenares de heridos. Este terrible balance
no impidió a las autoridades acusar de indulgencia culpable al oficial
responsable de la matanza… Se vio tan turbado por ello que se voló la tapa
de los sesos la víspera de su comparecencia ante el tribunal militar. Poco
después, fueron colgados cuatro amotinados a pesar de una petición de
cien mil habitantes de Bristol, que imploraron su gracia al rey Guillermo
iv.
IV. Reviviscencias
ludditas
L
a propaganda burguesa, al igual que el socialismo «científico», la
historiografía académica y después el propio lenguaje, han asi-
milado la figura del luddita con la del pasadista —al que hoy en
día se califica de tecnófobo—, alérgico a las innovaciones y hostil por
principio a las máquinas y a la industria. Al punto de que los actuales
adversarios de todo progreso técnico, por ignorancia o por impostura,
no temen disfrazarse con el nombre de neoludditas ni enarbolar el es-
tandarte de Ludd a diestro y siniestro.
Ahora bien, gracias al relato que precede, podemos juzgar lo en-
gañoso que resultaría no ver en la revuelta luddita más que una suerte
de jacquerie obrera, retrógrada y corporativista, que con su incorregible
arcaísmo, habría intentado invertir la marcha del tiempo, oponiéndose
ciegamente a la felicidad general que la ciencia prometía a la humani-
dad, o bien, desde el punto de vista de los tecnófobos de hoy, tratando
de salvarla por adelantado de los estragos ecológicos que estos deploran
(pero por los cuales, en la época de Ludd, solo se inquietaban algunos
poetas y profetas).
Hemos visto, por el contrario, que los ludditas, más allá de las
variaciones regionales de sus motivos, no arremetían más que contra
las máquinas que resultaban efectivamente dañinas para ese mínimo
de quietud, dignidad y bienestar del que consideraban debían gozar.
Máquinas que engendraban también, en sus respectivos gremios, una
caída de la calidad productiva, para gran vergüenza de los artesanos
proletarizados. Y hemos podido observar que se limitaban, tanto en
sus castigos como en sus proezas, a poner en cuestión el uso que los
empresarios hacían de tales máquinas, ya fueran estas de antigua o de
nueva concepción, para matar de hambre y subyugar a los obreros.
Sabemos también que la destrucción de telares mecánicos aspiraba
a golpear a los fabricantes en la cartera y sobre todo a dar libre curso al
furor de los pobres contra el sistema fabril que pretendían imponer sus
amos y persecutores. Para los ludditas, más que de dañar o aniquilar
equipamientos que representaban importantes inversiones, se trataba
de vengar los ultrajes recientes para prevenir los futuros. Necesitaban
asustar al adversario, hacerle sentir que la energía y el coraje no habían
241
desertado de las filas del pueblo, y que los poderosos no podían pisotear
a este último a su gusto sin exponerse a una feroz resistencia.
Desde el comienzo de la Revolución Industrial, sin embargo, una
gran cantidad de obreros —y algunos bardos— tomaron conciencia de
que las técnicas no eran neutras. Y así, cuando los ludditas calificaban
las máquinas que destruían de odiosas, e incluso de satánicas, estaban
seguros de traducir el sentimiento del grueso de la población. Simple-
mente constataban que habían sido concebidas para perjudicarles di-
rectamente, excluyendo a una gran cantidad de ellos de su profesión y
disminuyendo sus ingresos.
Tampoco ignoraban que la multiplicación de las fábricas prefigu-
raba una organización general de la producción apta para confiscar su
vida cotidiana y condenarles a la indigencia y la impotencia. El espíritu
que se insufló entonces a las máquinas y que hacía su uso degradan-
te procedía en sí mismo de una renuncia a las antiguas normas de la
sociabilidad y de la moralidad, que los ludditas estaban lejos de ser los
únicos en deplorar: esa «decencia común» tan cara a Orwell, muy des-
medrada en cualquier lugar donde subsista desde entonces y casi inen-
contrable en las sociedades atrapadas en el engranaje de la economía
total.
Y la repulsión que inspiraba la fábrica se extendía naturalmente a
las diversas técnicas que favorecían de forma más visible la propaga-
ción del salario —y su cuota de aburrimiento, privación y desolación—
y hacían efectivo el ascenso espectacular de una megamáquina77 de un
77
Es a Lewis Mumford (1895-1990) a quien debemos la definición del mo-
delo social e histórico de la «megamáquina», cuyo creciente poder y cuyas
mutaciones desde el alba de las civilizaciones narra en su obra El mito de
la máquina (Pepitas de calabaza, 2010-2011). Este concepto fue acuñado
por Mumford para designar la organización técnica y jerárquica de unas
megaestructuras sociales cuyos engranajes trituran toda subjetividad y
ahogan toda crítica. Los regímenes totalitarios, de los faraones a los re-
gímenes fascistas o estalinistas, constituyen ejemplos de megamáquinas
particularmente asfixiantes que se sustentan en la esclavitud, la uniformi-
dad y la comida ideológica de tarro, y cuyo tropismo es invariablemente
policial y militar. Pero también en las sociedades «democráticas» se han
desarrollado megamáquinas tecnológicas, tan policiales, burocráticas y
militarizadas (y a menudo más eficaces) como muchos regímenes abierta-
mente totalitarios: el Pentágono y la Nacional Security Agency (organismo
norteamericano encargado de vigilar las comunicaciones) son dos de sus
formas estatales; y en buena lógica, Mumford consideraba la industria nu-
clear como la más peligrosa de las construcciones tecnocráticas. El sector
242
tipo todavía más aterrador. Este sistema de producción, intercambio y
creencias, que mezcla el pragmatismo del tendero con la sed de abs-
tracción del científico, afirmaba su vocación de liberarse de la tutela del
Estado. Por su esencia, desbordaba las viejas distinciones de casta y las
diferencias culturales, las fronteras y las barreras arancelarias. Su prin-
cipio activo no era ya la cohesión social mediante el adoctrinamiento o
la coerción, sino la libre circulación del valor y la búsqueda del beneficio
más rápido, y no del «progreso» en sí. Ahora bien, dicho principio era
verdaderamente sagrado para sus más celosos oficiantes, que lo convir-
tieron en la base de dogmas profanos y de nuevos ritos, y en el sustrato
de una miríada de constricciones y de conflictos en las sociedades en
las que se imponía.
A ojos de los ludditas, las máquinas odiosas solo lo eran en pro-
porción a la avidez de los que sacaban provecho de ellas o del desprecio
hacia los pobres que profesaban aquellos que alentaban su utilización.
Los ludditas veían en el uso que se hacía de las máquinas, y para el
que habían sido concebidas, una perversión de la ciencia y una fuente
de alienación. Y es en efecto la alienación, en su variante profana y
utilitarista, la que ha dado forma a la mayoría de las máquinas que
encontraron y encuentran, ahora más que nunca, una nociva utilidad
en el modo de producción capitalista, y que hace de los seres humanos
mercancías, engranajes intercambiables... pobres cosas.
Cuando los ludditas —que arremetían sobre todo contra los em-
presarios, y rara vez contra los inventores— rompían una máquina o
vilipendiaban a un patrón, atacaban muy abiertamente, como testimo-
nian sus escritos, a cierta relación social, el salario, que percibían como
envilecedor y que rechazaban con toda su alma. Y los más consecuen-
tes pretendían traducir este rechazo en una crítica más general de un
orden de cosas que permitía al salario imponerse y a los capitalistas
prosperar sobre la decadencia obrera.
Estos ludditas buscaban las causas del nuevo sesgo de la explota-
ción y no temían designar las raíces del mal, algunas de las cuales eran
antiguas y profundas. Criticaban con virulencia la organización muy je-
rarquizada de una sociedad que hubieran deseado más libre e igualita-
78
En la breve mención que Marx hace a los ludditas en el capítulo XIII de
El capital («Maquinaria y gran industria», 5) discernimos cierta incomodi-
dad, y toda su digresión sobre la «Lucha entre trabajadores y máquinas»
se revela vaga y contradictoria. Tras una aproximación cronológica asom-
brosa (Marx evoca «la destrucción de gran cantidad de máquinas en los
distritos manufactureros ingleses durante los quince primeros años del
siglo XIX»), se contenta con reprochar a los ludditas el haber «ofrecido
al gobierno antijacobino el pretexto para una serie de actos de violencia
ultrarreaccionarios». A continuación da a entender que, a su pesar, estos
agentes provocadores dirigían sus ataques solo contra el «medio material
de producción», y no contra «su modo social de explotación», lo que resulta
como poco perentorio (y será refutado en detalle por E. P. Thompson un
siglo después). Dicho brevemente, los ludditas, lejos de ser la punta de
lanza del combate obrero, eran, en la visión condescendiente que parece
haber sido la de Marx, lo bastante infantiles como para dejarse manipular
por Sidmouth y sus esbirros, y lo bastante ignaros como equivocarse con
respecto a la naturaleza de su explotación y el «empleo capitalista» de las
máquinas que provocaban su ira...
Después, tras haber descrito con agudeza el proceso de pauperización
y de exclusión que acarrea la introducción del maquinismo («El obrero re-
sulta invendible, como el papel moneda retirado de la circulación»), Marx
vierte algunas lágrimas por la triste historia de la «desaparición de los te-
jedores manuales de algodón ingleses, paulatina, arrastrada durante dece-
nios, y sellada finalmente en 1838. Muchos de ellos murieron de hambre,
otros muchos siguieron vegetando con sus familias». Acto seguido, recoge
la terrible declaración de un gobernador general de la India con respecto
a la importación en dicha colonia del calicó confeccionado en las fábricas
inglesas: «los huesos de los tejedores de algodón blanquean las llanuras de
la India». Y finalmente reconoce que «la figura independiente y enajenada
que el modo de producción capitalista confiere en general a las condiciones
de trabajo y al producto del trabajo frente al obrero, se convierte, pues, con
la maquinaria, en completo antagonismo». Ahora bien, es precisamente
ese elevado grado de combatividad —resorte indispensable de esa lucha de
clases en la que Marx veía el motor de la historia— el que ya habían alcan-
244
po como conservadores empedernidos, ignorantes de los intereses de
su clase e indiferentes a su misión histórica. Ahora bien, y mal que les
pese a los turiferarios de la infalible ciencia, en el movimiento luddita
está presente un componente de aspiraciones claramente revoluciona-
rias, pues son portadoras de los únicos progresos que valen la pena:
aquellos que contribuyen a reconciliar al hombre con la naturaleza y
a las sociedades humanas consigo mismas. Y lejos de ser un combate
de retaguardia, la rebelión luddita prefigura las más audaces revueltas
contra el salario; de hecho, emprendió el camino de los más bellos ex-
cesos... Ese mismo que, según William Blake, «conduce al palacio de
la sabiduría». Los métodos que estos insurrectos emplearon frente a la
«modernidad» capitalista, pero también los objetivos que establecieron
en su superación, encerraban a la vez un espíritu de libertad, una poe-
sía de la acción y un rechazo del despotismo económico, cosas todas
zado, como precursores, los ludditas, que —como hemos visto— eran sin
duda algo más que simples destructores de máquinas... Como más tarde
los insurrectos de junio de 1848 o los comuneros, respecto a los cuales
Marx se muestra menos severo y mucho más elocuente, por más que tam-
bién estos hayan ofrecido a causa de sus audacias «el pretexto para una
serie de actos de violencia ultrarreaccionarios», por otro lado bastante más
sangrientos.
Para dar una idea de la visión del maquinismo que dominaba en las
instancias dirigentes del movimiento obrero, recordemos que Paul La-
fargue, yerno de Marx aunque un dialéctico mucho menos hábil que él,
profesaba por las máquinas una veneración muy poco materialista, como
puede juzgarse por estas líneas extraídas de El derecho a la pereza: «El sue-
ño de Aristóteles es nuestra realidad. Nuestras máquinas con aliento de
fuego, con miembros de acero, infatigables, con fecundidad maravillosa e
inagotable, desempeñan dócilmente ellas mismas su trabajo sagrado [...] la
máquina es la redentora de la humanidad, el Dios que liberará al hombre
de las sordidae artes y del trabajo asalariado, el Dios que le dará el ocio y la
libertad». Señalemos de paso que este famoso panfleto puede resultar un
tanto reformista, puesto que en él Lafargue, al reivindicar tres horas diarias
de trabajo en la fábrica, preconizaba una suerte de alienación a tiempo par-
cial... Mientras que el joven Marx, medio siglo antes y a la manera de Fou-
rier, habría querido abolir toda separación entre la actividad productiva y
el ocio, lo que implica un empleo completamente distinto de las máquinas
—y otros tipos de máquinas—, así como la negación de toda contabilidad.
Les corresponde más tarde a Lenin y a su digno heredero Stalin —am-
bos discípulos entusiastas del maniático diseñador de la organización cien-
tífica del trabajo, Frederick Winslow Taylor— realizar, mediante el efecto
combinado del knout y la electricidad, las peores pesadillas de Ludd en
materia de industrialización forzosa.
245
ellas que no se encuentran después de ellos más que entre los enemi-
gos más resueltos y más lúcidos del capitalismo, especialmente entre
las filas anarquistas.
Al dirigir su rabia y sus armas contra las máquinas, este asalto pro-
letario apuntaba al corazón mismo del proyecto capitalista de transfor-
mación brutal de la sociedad. Lo que los ludditas rechazaban en bloque
era en efecto el porvenir, pero en cuanto aterradora degradación del pre-
sente, la única perspectiva que podía ofrecerles el capital a principios
del siglo xix. Y dicho porvenir se revelará en efecto como tal. Por otro
lado, los capitalistas de entonces presentaban sus designios sin dema-
siado maquillaje, inspirados por la avidez o por la voluntad de poder, y
soñaban en voz alta con hombres que fuesen máquinas, incluso si, a
través de las palabras de los economistas, erigían el agiotaje en un acto
piadoso y peroraban sobre las ventajas del pauperismo.
Hay que convenir en que sus continuadores de hoy, por intercam-
biables que resulten, dominan mejor el arte de disimular las calamida-
des de las que extraen beneficios y también aquel otro, bastante fácil en
estos tiempos crédulos, de disfrazarlos de ventajas.79
Es cierto que los ludditas no esbozaron ninguna representación
articulada de un futuro deseable, aunque no fuese más que subliman-
do la nostalgia de los tiempos antiguos, con todo mucho menos rudos
para los pobres en muchos aspectos. Aunque el mito del país de Jauja
formaba parte de su imaginario colectivo y reflejaba su deseo de igual-
dad, los rompedores de máquinas sabían sobre todo lo que no querían.
Buscaban preservar la sociabilidad y la empatía que impregnaban las
relaciones comunitarias, poniendo al mismo tiempo en cuestión el do-
minio de la reificación mercantil sobre sus existencias. Pretendían vivir
sin demasiadas trabas al ritmo de los festines rituales y en la satisfac-
ción y el respeto por uno mismo que procuran la obra bien hecha y la
confianza en el entorno. ¿Cómo no darles la razón, dicho sea de paso,
cuando pensamos que el porvenir que se perfilaba bajo sus ojos iba
79
Así ocurre con las crisis económicas —y en especial, con la que estalló a
finales de 2007—, que matan de hambre a las clases populares, pero «sa-
nean» las finanzas y aceleran las necesarias «reestructuraciones»; con las
guerras, que se supone prodigan las delicias de la «modernidad» mercantil
a las tribus arcaicas; e incluso con las catástrofes naturales o industriales,
que son otras tantas oportunidades de reconstrucción que ofrecen tarea al
«mercado de trabajo» y contratos a «nuestras» empresas.
246
a encarnarse en la Inglaterra victoriana del siglo xix? Nadie ignora el
cruel purgatorio que fue para los pobres, propicio a todos los pesares
y fatal para todas las pasiones, incluidas las más bajas y las más insig-
nificantes. La insolente prosperidad de un puñado de empresarios y de
especuladores, la hegemonía mundial del comercio inglés, tan lucrativa
para estos últimos, y la inmanencia declarada de la relación salarial no
aportaron a las generaciones obreras que siguieron a la de los ludditas
más que indigencia y tribulaciones. La incesante labor y los salarios de
hambre se abatieron como una maldición sobre los pobres, sin que se
librasen mujeres, ancianos y niños. Todos eran conminados a rebajarse
o se les dejaba libres para que la diñasen como perros.
256
Mientras haya dinero,
habrá máquinas odiosas
E
n las herramientas y métodos de producción que se han impues-
to a los humanos desde la Revolución Industrial se encarna un
vínculo social mermado por subyugado y reificado. Dichas herra-
mientas se han concebido y se han expandido, como bien supieron los
ludditas, para facilitar la explotación del trabajo tanto como el dominio
del sistema sobre la vida cotidiana. Por su naturaleza capitalista, seme-
jante «progreso» contribuye a la creación exponencial de necesidades
artificiales —a menudo tan nocivas para la salud mental y física como
para el equilibrio ecológico— cuya razón de ser es in fine el beneficio
financiero y la domesticación o el modelado de los asalariados-consu-
midores conforme al funcionamiento del sistema mercantil, simples
engranajes de las megamáquinas que se reparten la dominación del
mundo. De aquí deriva una incesante invasión de fetiches mercantiles
que, entre otros males, engendra y renueva sin descanso la deshumani-
zación y la atomización de los individuos.
La innovación técnica, cuando está determinada únicamente por la
rentabilidad, configura un modo de pensamiento conforme a la racio-
nalidad puramente cuantitativa del mercado. Nacida de una exaltación
prometeica del espíritu humano, la inventiva ha terminado por envile-
cerlo. Y el individuo se encuentra despojado y empequeñecido por la
multiplicidad y la eficacia de las herramientas de las que se ha dotado.
La reificación permanente del asalariado-consumidor, que tiene su
origen en el proceso de valorización, está modelada desde hace mu-
cho tiempo por los perfeccionamientos técnicos. No obstante y mal que
bien, se ve relativizada por la subjetividad, que es un recurso del espí-
ritu indisociable del pensamiento crítico. El problema es que la actual
transición desde la automatización a la robotización hace posible una
deshumanización total y sin vuelta atrás de los individuos: una reifica-
ción absoluta. Una gran cantidad de científicos y de gestores, como ene-
migos declarados de los seres vivos, demasiado imprevisibles para su
gusto, desean semejante mutación, que sencillamente describen como
el último estadio de la evolución de la especie. Ya ahora, una «ciberneti-
257
zación» insidiosa pero generalizada de la vida cotidiana —en la empre-
sa tanto como en el espacio público y privado— consigue privar de toda
autonomía a aquellos que pone a merced de unos procesos técnicos
hipercomplejos, sobre los cuales los individuos, incluso asociados, ape-
nas tienen influencia. Si exceptuamos esa influencia, completamente
negativa, que procura la posibilidad del sabotaje...
Esos a los que las máquinas alivian un poco de una labor penosa
o compleja, pero no de las cadenas del salario, no son los beneficia-
rios sino los instrumentos y las presas de un vasto mecanismo a la vez
profuso e integrado, constituido por redes de máquinas de producir
y de vender, de coaccionar y de matar, que los atrapa por todos lados.
Las elecciones técnicas, el mantenimiento y el control de los sistemas
robóticos —convertidos en determinantes para el porvenir de la espe-
cie— escapan cada vez más a las competencias humanas. Las prótesis
sustituyen a los órganos de los sentidos y del movimiento, los progra-
mas a los esfuerzos de la imaginación y del intelecto; los cuerpos bajo
control y los pensamientos cautivos de los asalariados-consumidores
conforman, en este estadio de la domesticación, una suerte de red digi-
tal, una especie de máquina biotécnica tentacular y mutante en la que
los cerebros formateados sirven como terminales, a despecho de toda
subjetividad y de toda comunidad.
Los dominios estratégicos de la comunicación y de la vigilancia
prefiguran ya ese reino de la cibernética. La multiplicación de vínculos
electrónicos (teléfonos móviles, ordenadores personales, microproce-
sadores injertados, fronteras biométricas y muy pronto implantes ce-
rebrales y algunas otras ocurrencias...) tiene como objetivo tanto hacer
que circule el trabajo, cristalizado en valor de cambio, cuanto poner a
todo el mundo al desnudo bajo la mirada del amo. Alabada en princi-
pio como una utopía libertaria de redes autónomas, la intromisión de
Internet en los hogares juega de hecho con el fetichismo de la pantalla
y la atomización de los sometidos para reforzar el control, ya bastante
asfixiante, del complejo tecnomercantil sobre los comportamientos hu-
manos.
Los propios amos ya apenas ejercen su dominio por pasión depre-
dadora, sino por hábito, por celo tecnocrático; sus placeres, limitados
por la lógica económica, se restringen a algunos pobres caprichos ali-
mentados por obsesiones neuróticas. Por otro lado, ¿puede todavía con-
siderárseles amos, ellos que amasan fortunas pero ya no deciden gran
258
cosa y que se pliegan a las leyes y a la lógica impersonal del sistema que
garantiza la persistencia de sus pequeños privilegios? La vida, ay, no
tiene sabor más que para los bárbaros de todo pelaje que aún brotan en
semejante desierto.
263
Robín de los bosques enviando una tostada a la bella Marian,
Hambrienta en el torreón del sheriff felón.
Apéndice I
La poesía a martillazos
«¡S
i hace falta, romperemos nuestras desgraciadas liras y
haremos lo que los poetas no han hecho más que soñar!»,
escribía Hölderlin a su amigo Neuffer poco después de
Thermidor y diez años antes de hundirse en la locura. Con la revolución
francesa se había expandido el sentimiento repentinamente urgente —
reformulado por Marx en 1848, en otro tiempo de revoluciones— de
que el mundo ya había sido bastante interpretado o fantaseado por los
pensadores y los soñadores... y de que ahora se trataba de transformar-
lo.
Mientras las acciones de los hombres se basaban cada vez más en
abstracciones y representaciones literarias, recurriendo al discurso filo-
sófico o a los mitos históricos, y en ocasiones a la novela, la poesía se
trasladaba a las prácticas sociales y a veces se conjugaba con la historia.
Es lo que aconteció en el caso de los ludditas. Fueron poetas sin saberlo
y en múltiples aspectos... Y para empezar, por la belleza del gesto, cuan-
do, resistiéndose a las innovaciones que les resultaban odiosas, asesta-
ban sus rabiosos martillazos contra el sistema fabril, en el que no veían
más que vidas quebradas y tiempo confiscado. En esto se asemejaban a
esos insurrectos parisinos de julio de 1830 que, demasiado cerca de la
victoria como para irse a acostar, dispararon contra los relojes públicos
para detener el discurrir de las horas.
Frente al dominio técnico y contable de sus adversarios, los luddi-
tas se dejaron arrastrar instintivamente por la pasión de destruir lo que
les destruía. Supieron dar libre curso a un «vandalismo» tanto más es-
candaloso por ser regocijante, por significar la persistencia de su ener-
gía vital y por impresionar al adversario por su determinación y por su
desprecio hacia las nuevas reglas. Aniquilaban las máquinas odiosas
en un contrarrito sacrificial, y todo lo que encontraban nefasto en los
proyectos del capital estaba condenado por ello mismo si no a igual
suerte, sí al menos a la abominación y a la execración. Este estrépito
de material machacado, de símbolos de la domesticación derribados
y de emociones exacerbadas reaparecerá de forma natural en los más
265
hermosos desórdenes callejeros y en los sabotajes colectivos que harán
estremecer hasta nuestros días la supremacía del nuevo orden econó-
mico triunfante.
La existencia que defendían así los ludditas poseía en sí misma
una dimensión poética, aunque solo fuese por contraste con la fealdad
y la uniformidad del mundo de fábricas y conejeras que los hombres de
negocios prometían edificar sobre los escombros de la sociedad aldeana
preindustrial. El atractivo que los tejedores encontraban en su modo de
vida tradicional provenía de su relativa autonomía material y jurídica,
de repente amenazada por la delicuescencia del derecho consuetudina-
rio y la pauperización. Antes que nada, se batían para preservar los vín-
culos comunitarios que dotaban de sentido y de fuerza a sus actividades
sin por ello negar la diversidad de los gustos y de las pasiones. Adora-
ban además los numerosos momentos de alegría, los cantos y las risas
que ritmaban entonces el paso de las estaciones; todo aquello, en fin,
que distingue a la vida de la simple supervivencia y que depende de la
indispensable inutilidad de los placeres. Habiendo crecido en un entor-
no campestre agradable a la vista y más bien propicio a la fantasía, los
ludditas temían verse separados de sus hermanos y asfixiados en algún
cuchitril siniestro, insalubre y aprisionado entre los muros tenebrosos
de un abyecto suburbio de Mánchester o de Birmingham, pegados sin
descanso a la faena y lejos de todo horizonte.
Es esa misma decadencia anunciada la que afligía a los románticos
ingleses, ya fuesen nostálgicos y conservadores o visionarios y radica-
les. Esta perspectiva de horror y de tristeza en ocasiones incluso les
granjeaba a los ludditas la simpatía —cuando no la complicidad— de
los pequeños notables rurales, apegados a las costumbres aldeanas y a
los paisajes ancestrales. Sabiéndose expuestos a sufrir daños análogos,
muchos de ellos temían o reprobaban a la ambiciosa burguesía indus-
trial, sus fragorosas invenciones y sus ideas materialistas, tal como tan
bien relata Charlotte Brontë en Shirley. En cuanto a los intelectuales
radicales —aquellos que se oponían al progreso ciego sin oponerse cie-
gamente a todo progreso—, no discernían más que una perversión del
saber y una regresión sórdida en el empleo abusivo, preferiblemente
belicoso y explotador, que los industriales hacían de la innovación téc-
nica.
80
Esta referencia apenas resultaba menos natural en el Yorkshire luddita,
que por otro lado lindaba con el bosque de Sherwood cuando, en la Edad
Media, este era considerablemente más extenso que en el tiempo de los
ludditas. Como otras regiones que se disputaban el honor de haber sido
escenario de las aventuras del «verdadero» Robín o de haberlo visto nacer,
existe en Yorkshire una tradición local, escrita u oral, que pretende atesti-
guarlo, hasta tal punto es cierto que las fuentes de un mito tan propicio a
la universalidad pueden ser múltiples tanto en términos espaciales como
en términos temporales.
267
importada por los ejércitos romanos a lo que los geógrafos del Imperio
llamaban Britannia, entonces poblada por tribus más o menos «primi-
tivas». Mientras el continente era un hervidero de esclavos, esta isla era
una tierra de hombres orgullosos y libres. A comienzos del siglo xix y
gracias a una tradición folclórica impregnada de paganismo —y a sus
adaptaciones literarias—, mucha gente del pueblo los tenía por los hé-
roes originales de la «libertad británica», que no habían jurado lealtad
más que a las fuerzas de la naturaleza.
La elección del nombre de Ludd, cuya génesis exacta ignoramos,
mezcla en todo caso dos figuras de «noble salvaje» tomadas en présta-
mo al imaginario colectivo: la del muchacho indómito y la del guerrero
pagano. Ahora bien, este espectro bicéfalo ha elegido su domicilio en
la caverna del príncipe de los ladrones, bajo la enramada de los últimos
grandes robles del bosque de Sherwood. Desde el comienzo del comba-
te luddita, los mitos se entremezclan y se dan cita en la historia real, y
esta última engendra a su vez dramatización y mitología.
Pues entre leyenda y crónica, la epopeya del general invisible se
narra y se difunde, mientras tienen lugar las escaramuzas ludditas, a
través de numerosas canciones callejeras en su honor que se entonan
a coro en las tabernas o se tararean durante la faena, como ese Triunfo
del general Ludd, que podemos datar en diciembre de 1811 y que conoció
un gran éxito:
268
Y cuando a su obra de destrucción se entrega
A ningún otro método por lo normal se pliega
Que al del fuego y el agua purificadores,
De trabajo tan bello dignos autores.
Ya las guarden soldados si van de viaje
O se hallen a resguardo entre cuatro paredes,
Nunca estarán seguras en sus sedes
Las máquinas que despiertan su coraje.
Tal vez censures su falta de respeto por las leyes,
Pero es que estas nunca muestran la causa
Que efectos tan nocivos producen sin pausa
Y hacen de los pobres menos que bueyes.
Que el altivo al humilde nunca más oprima
Y envainará entonces Ludd su espada,
Que no tienda el rico al pobre otra celada
Y se verá así como la paz prima.
Presten grandes y sabios su buen consejo,
Que nadie rechazará su ayuda.
Vuelva la buena labor a su precio viejo,
Que nadie a la costumbre tenga por muda.
Terminada al final ya la pelea,
Recuperará el gremio su antiguo orgullo,
Volverá a él lo que era suyo
Y el trabajo bien hecho a nuestra aldea.
270
Y restablecerá los antiguos salarios.
271
desde el principio combativa frente a los prejuicios sociales y al espíritu
de casta de los propietarios.
Fuera de las clases populares, entre la gente cultivada que ha abra-
zado —a veces provisionalmente— la causa de la libertad y de la igual-
dad, ha habido grandes almas que han deplorado las desgracias de los
pobres y exaltado sus luchas. Los ludditas recibieron bien el apoyo ex-
plícito, bien la discreta indulgencia de los poetas románticos ingleses,
divididos conforme a su edad entre conservadores y radicales, aunque
todos rendían culto a la naturaleza y maldecían por activa y por pasiva
la Revolución Industrial, cuyos efectos chocaban con su gusto por lo au-
téntico. La introducción del maquinismo, y más tarde su progreso, no
inspirarán por su parte más que cánticos mediocres a cantores tristes
en todo tiempo y lugar.
273
Fuera de aquí, pensamientos oscuros, no más se demorará mi alma
En alegrías que fueron. No más soportará el pesar
La vergüenza y angustia del perverso día,
Sabiamente olvidadizo. Por sobre las olas del océano
Sublime de esperanza busco el valle con la choza
Donde la Virtud serena puede perderse con paso descuidado
Y, danzando al ritmo del rondó lunar,
Las mágicas Pasiones tejen un sagrado hechizo.
Y mis ojos que vertieron tantas lágrimas amargas
Gemirán con una dicha aún teñida de duda,
Como aquellos que, despertando de un sueño abismal
En el que feroces demonios sumergieron sus placeres,
Ven el Sol naciente y lo sienten penetrar
Con nuevos rayos de alegría que van derechos al corazón.82
82
Pantisocracy, 1794.
274
Bonaparte:
83
Francia: una oda, 1798
275
No nos mueve. ¡Gran Dios!, preferiría ser
Un pagano crecido en una fe gastada,
Para poder erguido en estos prados suaves.
Ver algo que me hiciera menos desamparado:
Observar a Proteo saliendo de los mares,
Oír su enguirnaldado cuerno al viejo Tritón.84
Si Byron halló en la rebelión luddita una causa que defender —algo que
chiflaba a este aristócrata de gran corazón— y un ejemplo de enérgica
sedición que propagar, su futuro compañero de correrías Percy Bysshe
Shelley (1792-1822) extraía ya de los disturbios sociales de su época el
sentido profundo de su obra.
Al igual que Byron, Shelley era un hijo de familia bien que vivía a
contracorriente. Se propuso componer su primer gran poema «filosó-
fico», La reina Mab, después de un viaje a través del Nottinghamshire
insurrecto en 1811. Entonces —al abrigo de un precario anonimato—
acababa de redactar, de hacer imprimir y de enviar a todos los directores
de colegio de Oxford un panfleto en prosa de lo más heterodoxo, La ne-
cesidad del ateísmo.85 Esta broma tan seria le había costado ser expulsado
de Oxford, donde el clero anglicano establecía los dogmas y dictaba su
ley.
El día de Navidad de 1811, Shelley, que acababa de descubrir duran-
te el susomentado viaje la miseria de las regiones industriales, escribió
las siguientes líneas en una carta a su amiga Elizabeth Hitchener:
85
Ver Shelley, La necesidad del ateísmo y otros escritos de combate, op. cit.
278
vez más las instituciones existentes, sean de la especie que sean.
Me ahogo cuando pienso en la rica vajilla, en los bailes y en la
mesa de los reyes. He asistido al espectáculo de la miseria. Los
obreros están condenados al hambre...
Amiga mía, los soldados han partido camino de Nottin-
gham. ¡Malditos sean si acaban con uno solo de los habitantes
de la región, todos consumidos por el hambre! Los lamentos de
los miserables pasarán inadvertidos hasta el último momento
en este infame banquete de los ricos, hasta que por fin estalle la
tormenta y los oprimidos se venguen con furor de los opresores.
279
déspota invisible que engendra y justifica todos los despotismos. A sus
veinte años, va más allá de la acostumbrada compasión que los poetas
sienten por los pobres y expone la privación de humanidad que inflige
a los proletarios una sociedad basada en la explotación desenfrenada de
su fuerza de trabajo, cuando los frutos del conocimiento y del esfuerzo
deberían ser igualmente compartidos por todos.
86
Ver Shelley, La necesidad del ateísmo y otros escritos de combate, op. cit.
281
Desconocido mientras estuvo vivo, el inclasificable grabador y poe-
ta londinense William Blake (1757-1827) fue alistado y alabado a títu-
lo póstumo por las más variadas corrientes de pensamiento. Blake el
poeta maldito, el artista excéntrico hasta el delirio, querido por Yeats
y los surrealistas... Blake el místico, el profeta iluminado... Y en fin,
Blake, el hombre del pueblo, el teórico humanista, el visionario «anar-
quista». La naturaleza exacta de su obra, encriptada en ocasiones hasta
la oscuridad, está lejos de haber logrado la unanimidad en el mundo
académico.87 Los eruditos que han comentado sus grabados se dividen
principalmente en dos escuelas: quienes se interesan sobre todo por su
trayectoria creativa, por su «genio», y admiran la extrema originalidad
de su experiencia esotérica y estética; y quienes insisten en la dimen-
sión social y política de las visiones de un obstinado partidario de la
Revolución total.
No obstante, la búsqueda metafísica de este autodidacta soñador
no fue en absoluto exclusiva de la dimensión social de sus «tebeos»
escatológicos. Blake, precursor alucinado del comunismo libertario,
fue así el lejano continuador —más que su contemporáneo William
Godwin, otro «padre fundador» del anarquismo británico— de los Ex-
travagantes y demás Cavadores de la época de la Revolución inglesa y,
aun antes, de las múltiples herejías que, bajo el estandarte de la libertad
de espíritu, hicieron que se tambalease el orden cristiano hasta la Re-
forma. Las audacias filosóficas de este poeta también recuerdan a los
entusiasmos mesiánicos del joven Marx, que esperaba que el fin de la
historia vería, con el fin del antagonismo entre el hombre y el hombre,
la reconciliación de la especie humana con la naturaleza.
Incluso si la visión que inspiró a Blake desde la adolescencia se
hizo más profunda y precisa con la edad, la continuidad de sus compro-
misos tanto espirituales como sociales es innegable. Jamás renegó de
la radicalidad de su juventud, que le había impulsado a participar con
veintitrés años en los motines de Londres de la primavera de 1780, una
insurrección popular masiva, espontánea y endiabladamente anárquica
que en pocos días destruyó todas las prisiones de esa nueva Babilonia
y a punto estuvo de arrasar el Banco de Inglaterra. Tras el fracaso de la
Revolución francesa, traspuso sus ideas sediciosas en sus escritos pro-
87
Leer, a este respecto, David Erdman, Blake, Prophet Against Empire (Prin-
ceton University Press, 1954) y E. P. Thompson, Witness Against the Beast
(Cambridge University Press, 1993).
282
Willian Blake, Satanás llega a las puertas del infierno
A
finales del mes de mayo de 1812, el reverendo Blakow, pastor
anglicano que oficiaba en la iglesia de San Marcos de Liverpool,
recibía una carta firmada por «Iulius, lugarteniente de los lud-
ditas» en la que se le reprochaban las rastreras palabras pronunciadas
durante un sermón dominical.
Señor:
El pasado domingo permanecí sentado con la más intensa de
las indignaciones y el más profundo de los pesares escuchando
como profanabas el santo templo del Señor con mentiras impías
respecto al infernal Perceval. Según las opiniones de nuestros
más eminentes teólogos, ningún hombre tiene derecho a impo-
ner sus propias opiniones políticas desde lo alto del púlpito ante
ninguna asamblea, y mucho menos a sostenerlas con falseda-
des. Si tal cosa se hubiera producido en un lugar distinto de una
iglesia, mi pistola pronto habría abreviado tus blasfemias. Ten
cuidado, no obstante. De momento te has librado, pero cuan-
do llegue tu hora ni el mismo Príncipe de los Malvados, por el
que rezas, podrá protegerte. Se te ha pesado en la balanza y has
sido declarado culpable; apelo a ti como cristiano para que te
arrepientas. Es evidente que durante demasiado tiempo has sido
una vergüenza para el santo orden de la Cristiandad, y también
el más hipócrita de los hipócritas, preocupado solo por asegu-
rarte los puestos de dos hombres que valen mucho más que tú.
Por eso mereces perecer con tu depravado amo Jorge, el príncipe
cuyo cuerpo será sacrificado a los manes del valeroso patriota
Bellingham —¡que todos aquellos que han hablado en su contra
se arrepientan y viertan lágrimas de sangre!—, porque voy a de-
rrocarlo, derrocarlo, derrocarlo. Así ha sido decretado.
Soy tu eterno enemigo y el del príncipe.
287
primero católica y después anglicana, había predicado a los pobres las
virtudes de la sumisión y la abnegación, aunque nunca había dejado
de encontrarse muchas dificultades en su empresa. Como habían de-
mostrado de forma fulgurante los motines de Gordon en 1780, al alba
de la Revolución Industrial dicha Iglesia no ejercía ya más que una in-
fluencia irrisoria sobre una plebe urbana a la que asqueaba. Los vicarios
anglicanos, notables de sinecura, formaban el vivero del partido tory,
y esto bastaba para que fueran execrados por el pueblo y aún más por
los ludditas. Estos hombres de negro, altivos aunque parasitarios —tal
como Charlotte Brontë los pintó, no sin ironía, en Shirley— evitaban el
contacto con el pueblo llano al tiempo que huían de las controversias
doctrinales que habrían podido perturbar la tranquilidad de su minis-
terio. Entregados por completo a sus pequeñas intrigas provincianas y
a sus ambiciones episcopales (o a sus queridos estudios, pues no eran
pocos los que presumían de erudición y habilidades literarias), dejaban
de buena gana el entusiasmo místico y el rigorismo a los cultos calvi-
nistas en competencia.
Los pobres, y sobre todo los tejedores, desconfiaban desde siempre
de un clero al servicio de la Corona, nacido entre la gentry y, en con-
secuencia, inclinado a despreciarlos. En las regiones industriales y en
Londres, el pueblo se adscribía mayoritariamente a las sectas evangéli-
cas y pietistas que se habían ganado un amplio apoyo entre los artesa-
nos y los tenderos desde comienzos del siglo xvii. Si el calvinismo y el
puritanismo ofrecían una base teológica común a las distintas corrien-
tes protestantes, ciertas sectas locales y efímeras prolongaban las ilu-
minaciones milenaristas de los Extravagantes y otros Temblones, muy
populares durante la primera Revolución inglesa de 1642. Procedentes
por lo general del pueblo llano, jugaban tanto con la emoción mística,
que sabían provocar y exacerbar de maravilla, como con las reivindi-
caciones de justicia social debidamente ornamentadas con citas bíbli-
cas. Otras, más perennes, perpetuaban las innovaciones religiosas de la
época heroica del protestantismo, pero ya sin sabor sedicioso de ningún
tipo, la práctica religiosa inconformista se había confinado en la esfera
privada o microcomunitaria. Estas innumerables sectas podían ejercer,
más o menos abiertamente y con una constancia muy desigual, cierta
presión política y social. En ocasiones pretendían guiar los ánimos del
pueblo para refrenar el poder del clero anglicano o conjurar la amenaza
de una restauración católica, una pesadilla recurrente muy eficaz para
288
reavivar la ira de las multitudes en la tierra de Albión.
Una de esas sectas, fundada en Oxford por el predicador y teólogo
fohn Wesley a mediados del siglo xviii, supo elevarse por encima de
las demás tanto por el éxito de su proselitismo como por su pertinaz
influencia moral en la «sociedad civil». Ataviados con el nombre de
«metodismo», de resonancias cartesianas, los principios de esta disi-
dencia del anglicanismo, sin duda desprovistos de toda fantasía, fueron
elaborados por Wesley como reacción al evidente relajamiento de la rica
iglesia anglicana, que, en materia canónica, había adoptado prudente-
mente una posición «latitudinaria» —tolerante y pragmática—, hereda-
da de Locke y de su «cristianismo razonable».
Menos flexible, la doctrina metodista puede resumirse en una teo-
logía luterana simplificada, oscilante entre un predeterminismo suave
y una entrega completa del fiel. Este trasfondo teológico bastante fluido
y fluctuante se conjugaba con un neto rechazo de todos los placeres,
incluso los más insignificantes, y de toda actividad artística e intelectual
aparte de los himnos y los salmos, si bien con un rigorismo menos
repulsivo que el de otras ramas del protestantismo inglés, tan fértil en
excentricidades doctrinales. El proyecto de Wesley consistía en imponer
un pietismo «metódico» —es decir, rígido— y asfixiante en la vida de
todos los días. Dicho proyecto descansaba antes que nada en un culto
desenfrenado por el trabajo y apuntaba abiertamente a la evangeliza-
ción de los pobres para mantenerlos en la obediencia.
Ahora bien, esta nueva religión, imaginada por curtidos conser-
vadores como lo eran Wesley y su sucesor, el muy reaccionario y muy
puritano Jabez Bunting, no estaba desprovista de cierta ambigüedad.
Si bien abocaba a los obreros, al igual que a toda la gente humilde, al
fatalismo ante las desgracias de la existencia —y en consecuencia, ante
el trabajo asalariado—, a cambio les ofrecía un medio para sublimar
la comunidad del trabajo, para definirse como una clase por completo
aparte, con sus especificidades espirituales y culturales y sus intereses
particulares, distintos tanto de los de los artesanos como de los del resto
de los pobres de las ciudades o los pueblos. La organización del culto,
en sus comienzos muy horizontal, también era muy apropiada para
atraer a las clases bajas: las «sociedades locales» formaban «circuitos»
más amplios, presididos por «conferencias anuales» a nivel nacional;
en la mayoría de las ocasiones, la prédica tenía lugar al aire libre; la
afiliación estaba abierta a todo el mundo conforme a un espíritu igua-
289
litario y las sociedades locales se consagraban tanto a la ayuda mutua
como a la propagación de la palabra celestial.
El metodismo se cuenta entre esas estrechas construcciones men-
tales que, como más tarde el leninismo, han florecido en ciertos cere-
bros pequeño-burgueses interesados en evangelizar a las clases laborio-
sas para la salvación del mundo y la perpetuación del orden divino, y
con el propósito de imponerles un modo de vida «virtuoso» y arduo. Al
igual que su indirecto avatar bolchevique, el metodismo militante fue
tomado al pie de la letra y, a medida que el pueblo bajo se proletariza-
ba, se convirtió en una religión casi específicamente obrera, por más
que cosechase algún éxito en el seno de la burguesía, sobre todo la de
provincias. Por otro lado, numerosas sectas disidentes y todavía más
abiertamente «obreristas» fueron surgiendo de ella desde la década de
1790, y en particular el «nuevo metodismo», que en ciertos lugares des-
empeñó un papel activo en el proceso de organización de la clase obrera
ya antes de la década de 1820 y de las primeras victorias sindicales.
El éxito del metodismo tal vez previno una réplica de la Revolución
francesa en Inglaterra durante la década de 1790, y sin duda sirvió para
frenar el contagio luddita veinte años más tarde. Pero también proveyó
de un fondo de disciplina y de solidaridad a la cohesión obrera cuando
las cofradías corporativas y las sociedades secretas tuvieron que mu-
tar en sindicatos reivindicativos. La escuela dominical, la procesión y
la prédica constituían para los pobres otras tantas ocasiones para reu-
nirse. La protección de las sociedades locales a menudo ocultaba bajo
su caritativo propósito los fondos de la ayuda mutua de los obreros,
prohibidos hasta 1824 en virtud de las leyes sobre las coaliciones. Cier-
tamente, los confusos obreros consideraban estimables, con un grado
de convicción por otro lado muy variable, la sobriedad y la seriedad pre-
conizadas en las homilías dominicales, y sin duda juzgaban que los re-
fuerzos del poder divino nunca estaban de más en sus combates. Pero
por encima de todo, y a poco que algún pastor se mostrara complacien-
te, la asamblea parroquial metodista ofrecía a los pobres un lugar en el
que intercambiar puntos de visa e informaciones, donde organizarse y
donde conspirar.
Por otro lado, el clero metodista no dispensaba por prudencia más
que algunos rudimentos de instrucción, que permitían a lo sumo desci-
frar los libros de himnos; los pastores metodistas veían con malos ojos
que su rebaño aprendiese a escribir: tal cosa habría abierto a los pobres
290
demasiadas posibilidades sediciosas de comunicación... Pero muchos
de estos últimos no podían darse por satisfechos con tan escasa ilustra-
ción, y la curiosidad a menudo completaba lo que la adoración de las
Sagradas Escrituras había iniciado. En los cantos dominicales, sobre
todo, se producía la fusión física, y a veces extática, de las comunidades
locales. Los himnos, que trasponían en metáforas bíblicas los deseos y
las quejas de los pobres, eran repetidos por las multitudes cuando estas
se ponían levantiscas. Hay que señalar que las soberbias banderolas de
los distintos gremios y uniones locales, que ornaron los desfiles y mani-
festaciones obreras del siglo xix —antes de acabar en los museos como
tantos otros blasones de la turba—, casi siempre habían sido bordadas
con entusiasmo por parroquianas metodistas, agotadas sin embargo
por la conjunción de las tareas domésticas y el trabajo en la fábrica.
Aparte de las ventajas tácticas procuradas de esta suerte a los po-
bres, el éxito del metodismo se debió a que abría un espacio a la comu-
nión de los explotados, e incluso al trance colectivo, en la vieja tradición
mística de las sectas radicales. Los propios pastores metodistas se que-
jaban a menudo del entusiasmo de sus fieles, que alcanzaba lo sublime
cuando los coros obreros entonaban cantos belicosos como para hacer
temblar los más inexpugnables pilares de las «sinagogas de Satán». Es-
tos cánticos continuarán reuniendo a las multitudes obreras cuando
la cólera las empuje a la calle, en las luchas que salpicarán el siglo del
vapor... y antes de hacer vibrar las tribunas populares de los estadios
británicos del siglo xx.
Por eso el metodismo, tan conservador en materia de doctrina,
no consiguió calmar los ardores obreros más que ofreciendo ocasio-
nes para el desahogo y compensaciones sociales que desbordaban las
consolaciones espirituales que se supone han de ofrecer la piedad y
la «virtud» practicadas con «método». Cuando un pastor abrazaba las
reivindicaciones obreras, en principio era para tratar de moderarlas y al-
terarlas, no sin dañar la ancestral diversidad cultural de una plebe enér-
gica y gallarda. El auge del metodismo fue, sin embargo, de la mano de
la formación de la clase obrera y le permitió preservar algunos restos
de autonomía, al tiempo que se esforzaba por imponer a los pobres
pesados postulados como la inmanencia de la explotación o el poder
redentor del trabajo, que constituían otros tantos obstáculos a su eman-
cipación aquí abajo.
En la época de los ludditas, por lo demás, el movimiento fundado
291
por Wesley estaba dividido más que nunca entre las exigencias de su
base obrera, de donde obtenía toda su fuerza, y los imperativos de sus
ideólogos, que desconfiaban de la «fe de las multitudes». Sus altas es-
feras —constituidas por teólogos universitarios y sacerdotes anglicanos
conversos— acabaron por constituirse en una Iglesia unificada, con sus
obispos y una jerarquía más vertical, siguiendo el ejemplo de América
del Norte, donde existía una iglesia episcopal metodista desde 1784.
Esta tendencia a la institucionalización prosiguió a lo largo de todo el
siglo xix hasta dar lugar a las tibias sucursales evangélicas del anglica-
nismo en que se han convertido las iglesias metodistas de hoy.
En cuanto al metodismo popular, el de los predicadores que actua-
ban en contacto con las poblaciones obreras, se atribuyó en la década de
1810 un doble deber moral, operatorio aunque un tanto contradictorio:
reformar los vicios de los pobres mediante una presión puritana cons-
tante sobre la vida cotidiana de los fieles y, al mismo tiempo, defender-
los frente a las iniquidades más graves de los magistrados y la impía
voracidad de los patronos.89
El proceso de mediación social que se encontraba en el origen del
metodismo se vio desviado de esta manera tanto por el surgimiento de
nuevos antagonismos como por el propio fervor con el que se encontró
sin quererlo; un fervor, por otro lado, sin el cual ninguna religión podría
propagarse. Los excesos de los fieles ponían en un aprieto al alto clero
metodista, que tenía cuentas contraídas con las clases dirigentes, pero
constituían el principal medio de desarrollo para un culto de fundación
tan reciente, que se había dado como misión evangelizar y domesticar a
la «multitud tumultuosa». Su ideología prescribía a los fieles ofrecerse
como pasto al Moloch-máquina y les negaba el derecho al menor placer.
De hecho, concurrió al alumbramiento de un nuevo orden basado en la
más escrupulosa coerción y en la inhibición permanente. Para los po-
89
Sobre todo, cuando dichos patronos eran adeptos de las sectas protestan-
tes rivales, aburguesadas desde hacía mucho tiempo (como la de los cuá-
queros, odiados por los pobres). Y los fabricantes y los negociantes lo eran
frecuentemente, al menos aquellos a los que el materialismo mercantil no
había llevado lógicamente a dudar de los dogmas cristianos, o incluso a
renegar o a burlarse de ellos. Muchos otros se esmeraban por ignorar las
virtudes cristianas, sin combatirlas ni criticarlas, en nombre del pragma-
tismo que preconizaba el utilitarista Bentham, un ateo que por lo demás
encontraba una preciosa utilidad en las creencias religiosas: la de imponer
disciplina y docilidad a los asalariados.
292
bres, los beneficios históricos del metodismo se revelaban tan limitados
como equívocos.
La influencia moral de los pastores metodistas debilitaba el juicio
crítico de los obreros, a los cuales predicaban incansablemente la pa-
ciencia frente a las desgracias de la época y la sumisión a las jerarquías
sociales. Atenuaron así las capacidades de resistencia mental del fiel
ante la nueva disciplina del trabajo y el sistema de la fábrica. Donde-
quiera que esos servidores del Altísimo ocupaban una posición de fuer-
za, imponían el ostracismo contra los libertinos y los infieles, los borra-
chos y los rebeldes. Su odio visceral al papismo levantaba por añadidura
una barrera suplementaria entre sus fieles y los inmigrantes irlandeses,
por no hablar de las querellas entre capillas que les enfrentaban a otras
sectas o dividían a las distintas tendencias del metodismo. Todo esto
nos lleva a relativizar el papel desempeñado por este último en la cohe-
sión social de las capas más modestas de la sociedad: la solidaridad y
la combatividad obreras que nacieron con él se expandieron a su pesar.
La influencia de los pocos predicadores metodistas que abrazaban
abiertamente la causa de los obreros frente a los patronos y los ma-
gistrados se limitaba a ciertas regiones, especialmente aquellas donde
estalló la cólera de Ludd. En cualquier caso, su discurso seguía siendo
extremadamente moralizador y la crítica del salario les resultaba aje-
na. Aunque representantes a menudo sinceros de las reivindicaciones
de sus corderos, no estaban por ello menos convencidos de su misión
principal: sustituir en sus pequeños rebaños las inclinaciones de los
pobres a la turbulencia y al goce por el «temor de Dios» y la «decencia»
que lleva aparejada —y de la cual tenían una concepción de lo más
restrictiva—.
Estas contradicciones del metodismo hicieron que no solamente
estuviera muy extendido entre las clases laboriosas (en particular entre
los tejedores, pero también entre los mineros, los marinos y los jorna-
leros agrícolas), sino también entre los fabricantes. Muchos artesanos
metodistas, o bien sus hijos, se habían convertido al alba del siglo xix
en dueños de una forja o una fábrica; estos fieles practicaban un me-
todismo más hipócrita que ferviente, y sus herederos tendrán mucho
que ver en la deriva moralizante de la burguesía victoriana. De ahí que
esta secta estuviera en condiciones óptimas para desempeñar un papel
de intermediaria entre esas dos clases enfrentadas por conflictos conti-
nuos, moderando así los ardores subversivos de los obreros y, al mismo
293
tiempo, procurándoles de vez en cuando algo con lo que entretenerse.
Dicho papel contenía en germen el recurso permanente o puntual a la
negociación, que, de forma más rápida y más segura que las reformas
legales y el pleno acceso a los derechos civiles, permitió la progresiva
satisfacción de las reivindicaciones más apremiantes de la clase obrera,
por más que la naturaleza misma de esas reivindicaciones se viese al-
terada por largos decenios de un proceso de aniquilación en el que los
notables y los clérigos metodistas ocuparon un lugar destacado.
Señalemos, a este respecto, que el metodismo recuperará en parte
la adhesión de los tejedores después de la extinción del movimiento
luddita y al mismo tiempo que nacía un poderoso movimiento sindical
de negociación en el sector textil. Habiendo fracasado el recurso a las
armas en su intento de provocar el gran derrocamiento, a los vencidos
les parecía que la salvación no podía venir más que de la defensa, tanto
parroquial como sindical, de las comunidades obreras asediadas por el
nuevo curso de la economía.
T
rece años después de los últimos fulgores ludditas, las regio-
nes agrícolas inglesas conocieron una larga serie de motines,
incendios y destrucciones de máquinas. Aquí el general Ludd
cambió de nombre y de grado para transformarse en el capitán Swing,
signatario no menos vehemente de cartas de amenaza y de proclama-
ciones. Las máquinas odiosas para los trabajadores agrícolas eran, en
este caso, las trilladoras mecánicas que los granjeros incorporaban por
iniciativa de los terratenientes ávidos de rentas. Además eran animados
a ello por las autoridades, preocupadas por mantener la autosuficiencia
alimentaria de una población que se había puesto a crecer muy rápida-
mente. Muertos de hambre y aún más de desamparo, los compañeros
del capitán Swing, como los de Ludd antes que ellos, destruían esas
máquinas porque les robaban el empleo. Constataban que su introduc-
ción en el trabajo de la tierra participaba de la disolución de los vínculos
comunitarios, los cuales, a pesar de todo, habían perdurado más en el
campo que en la ciudad o en las regiones industriales. Las trilladoras
afectaban a la actividad nutricia y ancestral por excelencia, pero venían
a sustituir a una dura labor, que lo era aún más porque los obreros
agrícolas trabajaban para otro como bestias de carga, hostigados por
rabiosos cerberos.
Iniciada en agosto de 1830 en Kent, en el extremo sur del país,
esta revuelta tuvo en principio algo de jacquerie local, antes de teñirse
rápidamente de radicalismo y de propagarse hasta la frontera con Esco-
cia. La cosecha de 1829 había sido mala, provocó al invierno siguiente
una verdadera hambruna entre los jornaleros y todo el pueblo llano
de la campiña. Este último, por otro lado, estaba cansado de sufrir las
pequeñas tiranías, la altivez o la condescendencia de los pastores angli-
canos, los nobles de medio pelo, los rentistas y los grandes granjeros
que componían la clase propietaria en el medio rural y que exprimían a
los pobres tanto como podían.
299
La introducción del maquinismo en la producción agrícola inquie-
taba e irritaba a los asalariados del campo, pues permitía presagiar que
el campo mismo se convertiría en una fábrica, destruyendo así su modo
de vida y su relación con el tiempo y con la actividad. Y percibían con
claridad que este proceso agravaría su perpetuo deterioro sin que pudie-
ran ir a venderse a la ciudad. En cuanto a los «beneficios» de la Revolu-
ción Industrial —los «frutos del crecimiento», es decir, el considerable
enriquecimiento de los mercaderes y los fabricantes que favorecía la
prosperidad de las clases medias urbanas e incluso los primeros incre-
mentos del poder adquisitivo de ciertas profesiones obreras, arranca-
dos gracias a las coaliciones y las huelgas—, nadie pensaba seriamen-
te, aparte de ciertos comentaristas radicales como William Cobbett, en
compartirlos con los trabajadores agrícolas, que constituían el estrato
más despreciado y más impúdicamente explotado de la población.
Estas nuevas penurias hacían todavía más insoportables las anti-
guas, pues desde siempre los jornaleros habían vivido en la mayor de
las pobrezas y en la más abyecta de las sumisiones, y todavía tenían que
pagar pesados impuestos locales, en particular un diezmo a la Iglesia
anglicana, y el alquiler a los landlords. Estos últimos se servían a menu-
do, y en ocasiones abusaban, de prerrogativas de tipo feudal, cuando por
lo general no habían puesto la mano en la tierra más que para favorecer
los enclosures impuestos desde mediados del siglo xviii por las autorida-
des para privar a las poblaciones rurales de las tierras comunales. Hay
que señalar que, como consecuencia de este formidable movimiento de
concentración y de racionalización de la propiedad rural, los campesi-
nos que disponían de una parcela de la que podían extraer lo esencial
para su subsistencia se habían convertido en algo muy raro en Ingla-
terra. El grueso de la población rural estaba compuesto por proletarios
sobrantes a merced de grandes granjeros, de grandes propietarios y de
sargentos reclutadores del ejército, la marina mercante o la industria.
La progresiva desaparición de la «armonía» aldeana predominante an-
taño —cuando religión y paternalismo legitimaban las jerarquías tra-
dicionales e imponían límites a los abusos de los grandes— hacía que
las punciones fiscales heredadas del feudalismo resultasen tan odiosas
a los plebeyos como las máquinas concebidas por Satán para despojar a
los pobres de su sustento y de sus costumbres.
Las turbulencias de Swing apenas se distinguirían de las de Ludd
si no fuera por su contexto estrictamente rural y el grado más rudi-
300
mentario de organización y de conciencia política de los campesinos
sin tierra. Los campos ingleses no estaban, sin embargo, apartados del
mundo y las nuevas ideas circulaban por ellos. Los artesanos estable-
cidos en los burgos rurales (en particular los zapateros, cuya erudición
era proverbial) servían de vínculo entre los trabajadores agrícolas y la
crítica radical que florecía en las regiones industriales y en las ciuda-
des. Por otro lado, la extensión de la red de carreteras y los progresos
alcanzados en los medios de comunicación y de transporte, a la escala
de un país poco extenso y relativamente desprovisto de disparidades
culturales, atenuaban notablemente el aislamiento de los pueblos y de
sus habitantes.
En tales condiciones, los disturbios de Kent no tardaron en exten-
derse al vecino Sussex, y después a más de una treintena de condados
e incluso hasta la septentrional Cumberland. En el sudeste de Inglate-
rra, por ejemplo, las intervenciones del capitán Swing se desarrollaban
generalmente como sigue: tras haber enviado una advertencia escrita
a aquellos con los que estaba descontento, hacía que algunos hombres
enmascarados quemasen de noche unas cuantas pacas de heno o algu-
nas reservas de grano, o bien alguna que otra máquina de trillar. Los
jornaleros, que constituían el grueso de la población rural, se reunían al
día siguiente ante el presbiterio para exigir al vicario local que bajase el
diezmo, y en la mayoría de las ocasiones lo conseguían, hasta tal punto
se mostraban decididos. Los granjeros eran convocados a continuación
a una asamblea aldeana, donde se les conminaba a renunciar al uso de
las trilladoras mecánicas y aumentar los salarios a la tarifa cotidiana,
por lo demás poco exorbitante, de dos chelines y seis peniques. Aque-
llos que aceptaban las exigencias, a menudo mediante un compromiso
escrito, pagaban a continuación una ronda para todos y no había más
que hablar. Pero quienes no se conformaban recibían la visita noctur-
na de una escuadra incendiara enviada por el capitán Swing o bien la
visita, aún más temida si cabe, del «populacho» al salir de la taberna el
sábado por la noche. Finalmente, los jornaleros se aprovechaban de su
posición de fuerza y del temor que despertaba Swing para expulsar del
pueblo a los capataces más detestados a causa de su dureza o de sus
prevaricaciones. Los desfacedores de entuertos actuaban a menudo con
el rostro descubierto, seguros como estaban del apoyo de la masa de los
jornaleros e incluso de ciertos pequeños granjeros u otros miembros de
la clase media del campo —maestros artesanos, taberneros, maestros
301
de escuela— que compartían sus inquietudes frente al triunfo del capi-
talismo rural o simplemente se sentían solidarios de sus vecinos, más
desfavorecidos que ellos.
Tras varias peripecias y algunos sobresaltos, la cólera de Swing aca-
bó, como la de Ludd, por apagarse, pero sin que la Corona tuviese que
movilizar a sus tropas y sus esbirros, como había creído necesario hacer
contra los ludditas; ciertos magistrados se mostraron, por otro lado,
comprensivos con los rompedores de máquinas agrícolas y la represión
fue menos brutal que en 1812. Esta reviviscencia luddita determinó a la
clase política a reformar y racionalizar el sistema electoral sin más tar-
danza, aunque sin ampliar el derecho al voto a las clases bajas y menos
aún a los jornaleros, y endureciendo todavía más las leyes de pobres.
Las muy recientes jomadas de julio de 1830 en París, seguidas de la
revolución belga al mes siguiente, reavivaron de este lado del canal de
la Mancha nuevas esperanzas revolucionarias, y de hecho las tropas del
capitán Swing enarbolaban en sus emociones, aparte de las banderas
negras de la pura desesperación, las banderas tricolores del universalis-
mo republicano. Mientras la Santa Alianza de las dinastías decrépitas
—que las armas inglesas, junto con las del zar, habían impuesto en
toda Europa— se tambaleaba sobre sus cimientos, el monopolio del
poder que ejercían los tories después de cuarenta años tocaba a su fin.
Desgastados hasta más no poder, estos políticos caducos y como fuera
del siglo debían adaptarse a las consecuencias de la Revolución Indus-
trial o desaparecer. La reforma parlamentaria exigida por los liberales y
los modernistas —un sufragio censitario ampliado a toda la clase me-
dia y la supresión de los «burgos podridos» (circunscripciones electora-
les confeccionadas a medida para la aristocracia corrompida)— parecía
ineluctable a no ser que se quisiera afrontar de forma aventurada, tal
como había intentado Carlos X en Francia con sus calamitosas orde-
nanzas, un frente común de las burguesías y las clases medias.
Las escaramuzas del capitán Swing93 dieron a conocer la miseria
del campo y provocaron que en ciertos lugares los propietarios se mos-
traran más transigentes. Pero sobre todo estimularon los ardores mi-
litantes del pueblo llano, que habrían de expresarse en el movimiento
cartista a lo largo de los años sucesivos.
93
Ver el estudio de Eric Hobsbawm y George Rudé (Captain Swing, Phoenix
Press, 2001) sobre esta rebelión de los obreros agrícolas para conocerla en
detalle y calibrar su importancia.
302
Emblema neoluddita
Apostilla
La máscara de Ludd
A
finales del siglo pasado aparecieron distintas corrientes de pen-
samiento que reivindicaban a los ludditas o se asemejaban a
la idea habitual, aunque artificial, de la figura del luddita tec-
nófobo. En la estela del 1984 de Orwell, un género popular como la
ciencia ficción había descrito toda suerte de «distopías» en las que las
megamáquinas someten al hombre y a la naturaleza o los conducen
a diversas catástrofes. Alimentado tanto por estas fábulas proféticas
(en ocasiones, «autocumplidas») y por la «contracultura» de los años
1965-197894 como por las preciosas enseñanzas de un Ellul o de un
Mumford, el neoluddismo engloba opiniones muy diversas sobre los
males del mundo y los medios para remediarlos. Las de los ecologistas
tecnófobos que pretenden gestionar de forma «sostenible» la economía
mercantil tienen, por ejemplo, muy poco que ver con el extremismo
radical de los primitivistas que quieren acabar con «la» civilización. Y
los ecologistas radicales que practican la acción directa, a veces violen-
ta, para oponerse a los letales avances de la domesticación obedecen a
motivaciones completamente distintas que los nostálgicos de un capi-
talismo y un Estado menos dotados de herramientas de intrusión y de
control.
Kirkpatrick Sale pertenece a estos últimos. Tras haber vestido
a Ludd con los ropajes de un «rebelde contra el futuro» —una suer-
te de pionero del ecologismo—, este controvertido historiador de los
disturbios ludditas quiso fundar, con el cambio de siglo, una de esas
comuniones «posmodernas» —es decir, teñidas de simulacro y de
confusión— que tienden la mano a todos los tecnófobos siempre que
sean no-violentos (lo que sin duda no resulta muy luddita). Durante
algún tiempo, Sale consideró su misión dar la voz de alarma ante los
94
Ver La banda de la tenaza de Edward Abbey (Berenice, 2012), una jubilosa
novela publicada en 1975 en los Estados Unidos que pone en escena a algu-
nos pintorescos saboteadores tratando de proteger la naturaleza salvaje de
los estragos que la «Máquina» comete contra ella. Los militantes ecogue-
rreros de Earth Fist! se refieren con sumo gusto a esta obra de ficción que
prefigura su modo de acción.
305
pequeño-burgueses cultivados que temen, con alguna razón, perder su
alma por verse sepultados bajo prótesis electrónicas de las que cada vez
les cuesta más prescindir. Quiso probar su «luddismo» machacando a
martillazos un ordenador fuera de servicio durante una conferencia de
prensa y antes de organizar una serie de congresos de neoluddismo que
le permitieron pasar revista a sus escasas tropas, y en los cuales se de-
batió en particular, y no sin cierta agria controversia, sobre el lugar del
papel higiénico en una sociedad liberada del fardo tecnológico. En esa
misma época, el primitivista Ted Kaczinsky, apodado Unabomber por
los medios, era capturado en su guarida por el fbi tras haber cometido
numerosos atentados con carta bomba contra varios científicos, y des-
pués de que los activistas ecologistas americanos incendiasen algunos
4x4 o saboteasen algunas excavadoras...
Con algunas raras excepciones, este neoluddismo, que abarca un
amplio abanico de opiniones, de «subculturas» y de delirios, se asemeja
más a una forma más o menos radical de ecología política que a una crí-
tica lúcida o profunda del sistema. Sus diferentes componentes tienen
en común el no ver, a propósito o por ignorancia, en los ludditas ingle-
ses de la Regencia más que a rompedores de máquinas movidos por la
misma tecnofobia que ellos. Por provocación, han tomado su nombre
en préstamo y rescriben pro domo sua la vulgata del luddita oscurantista
para transformarla en mito del luddita defensor de la naturaleza. A sus
ojos, los ludditas eran diversos enemigos del progreso (pero con razo-
nes para serlo), impulsados por una visión premonitoria que contenía
en germen el rechazo de un mundo enteramente sometido a las máqui-
nas y asfixiado por la alienación tecnológica. Pero si esta prevalece casi
por completo hoy en día —aunque las técnicas, por muy refinadas que
se hayan vuelto, no hacen ni han hecho nunca otra cosa más que cris-
talizar relaciones sociales regidas por cierto modo de explotación—, en
la época de las guerras napoleónicas, no era sino muy abstractamente
concebible, y además de forma muy aleatoria.
Dicho esto, la diferencia entre tecnófobos gruñones (que hacen
llamamientos en Internet contra la informatización total) y «guerre-
ros de la vida» (que asumen enormes riesgos en defensa de la madre
naturaleza) es fácil de descubrir en el abismo que separa sus prácticas
respectivas, ya sea en la vida cotidiana o en los métodos de resistencia.
Lo que, no obstante, tienen en común, aparte de su odio variable por
las máquinas, es la debilidad de su proyecto social: mientras que los
306
ludditas luchaban contra la avaricia de los patronos y para preservar
una dignidad popular colectiva, sus supuestos émulos de hoy parecen
preocuparse sobre todo por preservar su autonomía individual frente al
dominio de las máquinas, o bien, en el caso de los más empáticos, de
volver a poner a la humanidad en el camino de una vida más «natural».
Estos dos objetivos —a los que algunos aspiran manteniéndose
más o menos al margen de la sociedad y otros organizando contra ella
una guerrilla más o menos estructurada— son en sí mismos eminen-
temente loables. Pero su realización no puede contemplarse más que
con la abolición del sistema mercantil, pues es innegablemente la natu-
raleza mercantil de las técnicas modernas lo que las hace nocivas para
el cuerpo y el espíritu, para la naturaleza y la vida. El vasto sabotaje que
preconizamos no tendrá sentido y fecundidad más que si nace de una
nueva solidaridad heterogénea, basada en relaciones de producción li-
beradas de la propiedad privada y del comercio, esas dos inagotables
fuentes de alergia al otro y a los seres vivos.
Ahora bien, esta abolición del salario, esta puesta en común ge-
neralizada, no puede producirse como retorno a las relaciones de pro-
ducción anteriores, por mucho que fueran las del comunismo pastoral
o primitivo, únicamente practicable tras una reducción demográfica
apocalíptica. Algo que parece escapárseles a fustigadores del «totalita-
rismo tecnológico» tan radicales como John Zerzan95 u otros adeptos
del retorno a los tiempos preagrícolas. En cuanto a los tibios «decrecen-
tistas», de buena gana se contentarían con un capitalismo virtuoso, di-
rigido y regulado, «limpio» y equitativo, que por fin estaría en simbiosis
con el entorno físico y con la naturaleza humana. En esto son todavía
más insensatamente utópicos que los primitivistas, pues una catástrofe
mundial antropogénica parece hoy más plausible que una renuncia vo-
luntaria a la carrera por la ganancia a la que se entregan, con un frenesí
cada vez más creciente, los gestores de los sistemas jerarquizados de
producción y de representación.
95
Se puede hacer una aproximación a su pensamiento leyendo Futuro pri-
mitivo (Numa Editorial, 1994) y Aux Sources de l’aliénation (L’insomniaque,
1999). Basándose especialmente en las investigaciones de los antropólo-
gos, Zerzan llega a poner en cuestión, aparte del sistema industrial, toda
forma de agricultura —incluso artesanal—, toda medida de las cosas, y
hasta el lenguaje mismo, por tratarse en todos los casos de mediaciones
que, según él, separan al hombre de su ser genérico de forma completa-
mente nociva.
307
Cronología de la rebelión luddita
Alrededor de Nottingham:
La revuelta de los medieros
1811
11 de marzo: manifestación de protesta de los medieros en la plaza del
mercado de Nottingham contra los fabricantes que han adquirido tela-
res de bastidor amplio. Destrucción de unos sesenta telares en la vecina
localidad de Amold.
16-23 de marzo: ola de destrucción de máquinas; más de cien telares
son destruidos en los pueblos de Nottinghamshire y Derbyshire.
10 de noviembre: muerte del luddita John Wesdey durante un asalto
luddita contra una fábrica en Bulwell. Una docena de telares destruidos
en Kimberley.
13 de noviembre: setenta telares destruidos en Sutton-in-Ashfield du-
rante un asalto llevado a cabo por un millar de personas.
18 de noviembre: numerosas cartas anónimas de amenaza dirigidas
contra los fabricantes son enviadas en toda la región.
23 de noviembre - 15 de diciembre: la destrucción de máquinas es algo
casi cotidiano en la región. Tras extenderse a Leicestershire, la cifra de
máquinas destruidas se eleva a los dos centenares.
El gobierno envía tropas para proteger a los fabricantes, acorralar a
los ludditas y reprimir eventuales motines.
21-28 de diciembre: los «hombres de Ned Ludd» llevan a cabo el robo
de armas y dinero en Derbyshire. Una buena cantidad de telares son
destruidos en Nottingham, Basford y Arnold.
1812
3 de enero: se reanuda la destrucción de máquinas en Basford y Bulwell.
4-29 de enero: más de doscientos telares son destruidos en toda la re-
gión.
1-7 de febrero: baja el ritmo de destrucciones en la región.
309
11 de febrero: Gravenor Henson inicia una campaña a favor de una ley
que proteja la profesión a medieros y encajeros.
14-21 de febrero: la destrucción de máquinas se convierte en algo espo-
rádico en los alrededores de Nottingham.
27 de febrero: confirmando el voto de la Cámara de los Comunes, la
Cámara de los Lores vota una ley que establece la pena de muerte por la
destrucción de máquinas.
17 de marzo: proceso contra diez hombres acusados de destruir máqui-
nas o de complicidad con los ludditas; Benjamín Hancock, de veintiún
años, y Joseph Peck, de diecisiete, son condenados a diecisiete años de
deportación en Australia. Gervas Marshall, de diecisiete años, George
Green, de veintiuno, y Robert Poley, de dieciséis, reciben el mismo cas-
tigo aunque durante siete años menos. Los demás son absueltos.
25 de julio: ya mutilada por la Cámara de los Comunes, una propo-
sición de ley inspirada en la petición de Henson es rechazada por la
Cámara de los Lores.
11 de septiembre: motín del pan en Nottingham.
1812
18 de enero: tentativa de incendio de la fábrica de Oatlands, cerca de
Leeds.
22 de febrero: asalto contra las fábricas de los alrededores de Hudders-
field y destrucción de tundidoras mecánicas.
25 de febrero: devastación de la fábrica de William Hinchliffe.
5-15 de marzo: sucesión de máquinas destruidas en los alrededores de
Huddersfield.
24 de marzo: devastación de la fábrica de William Thompson en Raw-
don a manos de una multitud luddita; son destruidas cuarenta máqui-
nas, así como todo el mobiliario, todas las ventanas y tres rollos de lana.
25 de marzo: dieciocho rollos de lana destruidos en la fábrica de Dic-
kenson, Carr & Co. en Leeds.
310
1 de abril: se aprueba el Edicto de Vigilancia y Protección en la región
de Huddersfield.
5 de abril: triple asalto luddita contra las fábricas de Holmfirth, Hom
Coat y Honley, durante los cuales son destruidas decenas de cardadoras
y de tundidoras mecánicas.
9 de abril: una multitud de más de trescientas personas armadas des-
truye casi todas las máquinas de la fábrica de Joseph Foster, no lejos de
Wakefield.
11 de abril: ataque abortado contra la fábrica de William Cartwright en
Rawfolds por una multitud de más de ciento cincuenta hombres. Dos
asaltantes resultan muertos.
14 de abril: motines del hambre en Sheffield y Rotterham.
15 de abril: motín en Barnsley.
18 de abril: tentativa de asesinato de William Cartwright.
27 de abril: asesinato del fabricante William Horsfall.
Mayo-junio: acciones de guerrilla en las tandas de Yorkshire. Colecta
forzosa de armas y de fondos.
18 de agosto: motín de mujeres y niños en Leeds encabezado por Lady
Ludd. Motín del hambre en Sheffield.
1813
Enero: proceso de York; diecisiete hombres acusados de ser ludditas,
cuyo cabecilla es George Mellor, son condenados a muerte y ejecutados.
Alrededor de Mánchester:
La revuelta de los tejedores
1812
Febrero: varias cartas de amenaza con referencias a Ludd son enviadas
a los fabricantes de Stockport.
20 de marzo: ataque masivo contra la fábrica de William Radcliffe, pa-
trón e inventor que ha perfeccionado el telar mecánico. El edificio se
libra por poco de ser incendiado.
8 de abril: motín y devastación del Exchange Hall de Mánchester, donde
311
los radicales y los ludditas se unen frente a la tropa.
14 de abril: motín en Stockport; la fábrica de John Goodair es tomada
por asalto y devastada por la multitud, y su residencia es incendiada.
15 de abril: motín en Macdesfield.
18 de abril: motín del hambre en Mánchester.
20 de abril: motines del hambre en Mánchester, Bolton y Ashton. En
Oldham, la multitud ataca la fábrica de Burton en el pueblo vecino de
Middleton. La intervención de la milicia se salda con cinco muertos y
numerosos heridos.
21 de abril: nuevo ataque contra la fábrica de Burton; doscientos hom-
bres incendian la residencia del fabricante. De inmediato las autorida-
des envían a la caballería: seis muertos y varios heridos entre los amo-
tinados.
24 de abril: asalto contra la fábrica de Wroe & Duncroft en Westhough-
ton; el edificio es arrasado y ciento setenta máquinas son destruidas.
25 de mayo: proceso de Chester; de los veintiocho acusados, quince son
condenados a muerte, pero trece de ellos ven su pena conmutada por la
deportación de por vida.
23 de mayo -15 de junio: procesos consecutivos en Lancaster; en total,
de los cincuenta y ocho acusados, ocho son condenados a la horca y
ejecutados, diecisiete son expedidos a Tasmania y trece condenados a
penas de prisión.
Retorno a Nottingham:
los últimos fulgores ludditas
1814
7 de abril: siete tejedoras mecánicas son destruidas en Kimberley.
10 de abril: doce telares de bastidor amplio son destruidos en Castle
Donnington.
Abril - septiembre: un centenar de máquinas es destruido en el trans-
curso de asaltos ludditas esporádicos en Nottingham y su región.
14 de octubre: en New Basford, un tiroteo entre ludditas y policías se
salda con dos muertos.
312
1816
11-13 de mayo: destrucción de máquinas en Loughborough, Derbyshire.
28 de junio: devastación de la gran fábrica de Heathcoat, también en
Loughborough, que provoca enormes daños.
Julio-noviembre: últimos y esporádicos sabotajes ludditas en las Mid-
lands.
313
Contra la multitud, los húsares,
ancestros de los antidisturbios
Bibliografía sumaria
En castellano y en francés
316