Más Allá de La Luz

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Más allá de la luz
Noemí Martínez

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El contenido de este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmen-
te, sin el previo aviso escrito del titular del copyright.
Todos los derechos reservados.

Primera edición: octubre 2016

Título Original: Más allá de la luz


Noemí Martínez © 2016

© 2016 Editorial Leibros


www.leibroseditorial.com

Diseño de cubierta: Manuel Tristante


www.manueltristante.com
Maquetación: Manuel Tristante

ISBN: 978-84-945965-7-5
Depósito Legal: M-35043-2016
Impreso por: Podiprint
Impreso en España – Printed in Spain

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Más allá de la luz

Capítulo 1

Me llamo Blanca y cumplí los diecinueve años hace dos sema-


nas, después pillé la gripe y durante casi una semana no pude
ir a trabajar.
Trabajo en el orfanato que me vio crecer mientras que por
las mañanas hago lo que me gusta: escribir. Estoy especializa-
da en historias de terror. Por algún extraño motivo nadie me
quiso adoptar pero en ningún caso me sentí sola, los niños que
vivían allí y los que viven ahora me adoran, siempre están de-
seando que lleguen las tardes para que les cuente una historia.
—¡Blanca, qué alegría verte! Pasa, los niños te esperan
como locos —me dice la directora del centro.
—Hola, niños, ¿qué tal estáis? —les pregunto.
—Bieeeeen —me responden ellos sonrientes—. ¿Nos vas a
contar un cuento hoy?
—Por supuesto, pequeños, pero sólo si os sentáis formando
un círculo y os cubrís con una manta para no congelaros del
miedo, porque esta historia es de fantasmas y os puede asustar.
—Por eso a las historias de miedo se les llama así, ¿verdad?
—me pregunta Lucas, niño inteligente.
—Claro que sí, pequeño Lucas, pero tenéis que estar prepa-
rados porque ya os dije que en esta historia sale un fantasma.
¿Tenéis miedo de los fantasmas?

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Noemí Martínez

—Noooo —responden todos a la vez.


—Entonces… ¿queréis que os la cuente?
—Síííííííí —responden de nuevo.
Estos niños de hoy en día ya no se asustan por casi nada.
«Todo empezó casi un año antes de que naciera yo. Joanna
era una chica preciosa: alta, delgada y una cabellera rubia que
le llegaba a la cintura. Carlos, su novio, la amaba con locura,
tenía veinticuatro años y un buen trabajo en la empresa de su
padre.
Los dos se querían mucho y estaban preparando lo necesa-
rio para la boda, ya que contaban con la ayuda y el apoyo de
todo el mundo. Dios quiso que no pudieran tener hijos propios
pero, a pesar de eso, todo se les presentaba bien y Joanna, que
era una chica muy solidaria, había decidido donar los pocos
óvulos que producía con la esperanza de que pudieran servir a
otras mujeres.
—No entiendo por qué haces eso, Joanna. Puede que tenga-
mos una pequeña posibilidad de tener hijos en un futuro —le
reprochó Carlos.
—Sí, pero mientras buscamos esa posibilidad podríamos
perder muchos años de nuestras vidas y mientras tanto, hay
otras mujeres que ni siquiera tienen esa posibilidad. Además,
siempre podremos recurrir a la adopción, ¿no?
—Tienes razón. Eres una chica muy madura y fuerte y eso
es lo que más me gusta de ti.
—¿Sólo eso te gusta de mí? —le preguntó a su novio pí-
caramente.
—No, me gustan muchas más cosas, pero no te las puedo
decir todas o llegaríamos tarde a casa de tus padres.
Tras aquella respuesta se abrazaron y besaron dulcemente,

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ni de broma podían imaginar que aquél beso sería el último.


Faltaba un kilómetro para llegar a casa de los padres de ella,
era el cumpleaños del progenitor y se iba a hacer una gran
fiesta familiar a la que también estaban invitados los padres
de Carlos.
—Por cierto, ¿tú crees que este regalo le gustará a tu padre?
—dijo inseguro él.
—Estoy segura. A mi padre le encanta leer y este libro no
lo encontraba en ninguna tienda, por lo tanto sé que hemos
acertado al cien por cien.
—Sí, ya me imagino la cara que va a poner.
Al pensar en ello se echaron a reír, pero esa risa duró muy
poco. Segundos después, un camión invadió el carril contrario
al suyo y se encontró con la joven pareja en una curva, ningu-
no de los dos vehículos tuvo tiempo de reaccionar y colisio-
naron frontalmente. El conductor del camión murió en el acto.
Carlos quedó herido de gravedad, aun así pudo salir del coche
y sacar a Joanna pero ya era demasiado tarde para ella. Tenía
el pecho reventado y no lo pudo resistir. Murió con tan sólo
diecinueve años.
Minutos más tarde, sonó el teléfono en casa de los señores
Márquez (los padres de Joanna). Lo cogió la madre, que aca-
baba de dejar una ensalada en la mesa del jardín.
—¿Sí? —preguntó.
—¿Es la casa de los señores Márquez? —preguntó a su vez
una voz desconocida.
—Es aquí, yo soy la señora Ana Márquez, ¿en qué puedo
ayudarle?
En aquél momento entraba su marido, que había olvidado
una cerveza en la nevera, y volvía a salir al jardín.

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Noemí Martínez

—Soy el agente Montoya, del cuerpo de policía. Lamento


decirle que su hija Joanna Márquez ha fallecido en un acci-
dente de tráfico. Su novio, que nos ha facilitado su número de
teléfono, se encuentra en estado grave.
Rogelio, su marido, charlaba animadamente con sus con-
suegros cuando vio que Ana se dirigía a ellos con paso temblo-
roso y con los ojos llenos de lágrimas.
—Pero, Ana, ¿qué te pasa? ¿Quién ha llamado por teléfono
para que te pongas así? —Quiso saber su marido.
—Era un agente de policía… Nuestra hija… ha muerto en
un accidente y… y Carlos está m-muy mal… al pa… al pare-
cer un camión se salió de su carril y… y chocaron y… Joan-
na… ¡Dios, Joanna está muerta!
La mujer tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no
desmayarse, pero aun así su marido la abrazó y la hizo sentarse
para que se tranquilizase.
—Bien, no debemos perder la calma —dijo el señor Már-
quez, bastante nervioso—, será mejor que vayamos al hospital
donde se encuentran. Querida, ¿te ha dicho el agente a dónde
los han llevado?
—Sí —dijo ella casi sin voz.
—¡Pues no perdamos tiempo! —Apremió Sergio, el padre
de Carlos—. ¡Yo conduciré!
Subieron todos al coche como una exhalación y se dirigie-
ron rápidamente al hospital. Estaban muy nerviosos pero al
mismo tiempo trataban de conservar la calma. Una vez allí,
encontraron al agente que los había llamado. Él los llevó a la
sala donde estaba el cadáver de Joanna. Su madre, al verla,
no aguantó más y se desmayó en brazos de su marido, que la
abrazaba mientras lloraba en silencio.

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Los padres de Carlos estaban con él en la habitación, el joven


dormía pero despertó al notar una mano que lo acariciaba. Era
la mano de su madre, que estaba sentada a su lado. Sergio es-
taba de pie junto a ella.
—Papá, mamá… ¿qué hacéis aquí? —preguntó el chico,
casi sin fuerzas para hablar.
—Nos avisaron que estabas aquí y hemos venido enseguida
—le respondió su padre.
—¿Cómo te encuentras, hijo?
—No estoy muy seguro, mamá, me duele todo el cuerpo.
Debo tener todos los huesos rotos y no me puedo ni mover.
Decidme, ¿cómo está Joanna?
No supieron qué responder y se quedaron cabizbajos y en
silencio. Carlos hizo un esfuerzo para mirarlos a los ojos. Al
ver sus caras tristes empezó a ponerse nervioso y a sospechar.
—¿Qué?¿Qué es lo que pasa?¡Por favor, respondedme!
—Hijo, ¿no lo recuerdas?.... Joanna ha muerto. La pobre
tiene el pecho destrozado. Hemos visto su cuerpo y estaba casi
irreconocible.
El joven pensaba que sus padres estaban bromeando, pero
al ver sus caras supo que decían la verdad. Un nudo empezó
a formársele en la garganta a causa de las ganas de llorar que
tenía. Su madre, que se dio cuenta de ello, le cogió la mano
tiernamente y le dijo:
—Carlos, hijo, nosotros no podemos hacer nada por aliviar-
te ese dolor, así que, si quieres llorar… hazlo. Quizá así te
sientas mejor.
Apretó con fuerza la mano de su madre y dejó escapar todo
el dolor y la rabia que sentía en su interior. Lloró a lágrima
viva y un montón de pensamientos se agolpaban en su cabe-

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za. Quería salir de allí, quitarse todos los tubos y vendas que
ataban su cuerpo a la cama y saltar por la ventana para acabar
con su sufrimiento, pero esas ideas desparecieron rápido de su
mente. Quería ver a Joanna. Deseaba verla por última vez.
—¿Cuándo la van a enterrar? —preguntó con los ojos aún
llorosos.
—Tardarán unos días porque tienen que hacerle la autopsia,
pero si tu estado evoluciona favorable y rápidamente, como
parece que está ocurriendo, puede que te dejen asistir.
—Intentaré recuperarme lo antes posible —aseguró el chi-
co, intentando sonreír.
Sus padres abandonaron la habitación para dejarlo descan-
sar. Se durmió rápido y soñó. Soñó con su tan ansiada boda,
veía a Joanna con su precioso vestido blanco avanzando son-
riente hacia él y, en ese momento, sucedió algo. El vestido
desapareció poco a poco dejando paso a una túnica del mismo
color. Ella seguía avanzando con una sonrisa que no se des-
vanecía y, de repente, su pecho comenzó a sangrar abundan-
temente. En su cuerpo aparecieron las heridas sufridas en el
accidente y sus andares, tan elegantes, se volvieron lentos y
cansados. La chica se detuvo y su sonrisa se esfumó, se miró
las heridas, miró a Carlos y cayó al suelo muerta tras gritar
aterradoramente.
El novio quiso ayudarla pero no podía despegar los pies
del suelo, era como si se hubiera quedado clavado en él. Sólo
podía contemplarla y gritar su nombre. Se dio cuenta de que
los asistentes a la boda habían desaparecido. Sólo estaban él,
el altar y su novia en el suelo. Se preguntaba una y otra vez
qué era lo que estaba pasando, dónde estaban todos, por qué
no podía moverse. Miraba a un lado y a otro como si estuviese
desorientado y, al mirar una vez más a Joanna, la vio levan-
tarse lentamente. La sangre se difuminaba poco a poco hasta

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desaparecer por completo y ya no llevaba la túnica sino que su


cuerpo estaba rodeado de una luz tan luminosa que no se podía
saber con certeza si estaba desnuda o no.
Los atónitos ojos de Carlos descubrieron que la chica ya
no caminaba, ella flotaba a unos pocos centímetros del suelo y
avanzaba de nuevo hacia él con esa sonrisa que tan loco lo vol-
vía. El miedo lo envolvió de repente. Aumentó al ver que no se
detenía y hasta sintió el dolor de sus propias heridas cuando la
tuvo justo enfrente, pero todo eso acabó en el momento en que
Joanna pasó a través de él. Entonces, una sensación de calidez
se apoderó de su ser y se sintió bien.
Cuando el joven abrió los ojos ya había amanecido. Movió
la cabeza hacia un lado y encontró a su madre, que tenía buena
cara y parecía feliz, su padre también estaba allí y también
tenía en su rostro la misma expresión de felicidad que tenía su
mujer.
—¿Por qué me sonreís así?
—Parece un milagro, hijo mío, ayer estabas casi al borde
de la muerte y hoy el doctor nos ha dicho que has mejorado
bastante. Tus heridas casi han desaparecido y nadie encuentra
explicación para esto —explicó su padre.
—Si sigues así podrás ir al entierro de Joanna —intentó
animarlo su madre.
Carlos miró al techo y sonrió, entonces se acordó del sueño
que tuvo y, por un momento, pensó que el fantasma de Joanna
había tenido algo que ver en su recuperación, pero enseguida
desechó esa idea porque él nunca había creído en fantasmas.
El tiempo fue pasando. En dos días la recuperación de Car-
los ya era casi completa y sólo tenía un collarín, un brazo esca-
yolado e iba en silla de ruedas dada la debilidad que aún sentía
en las piernas.

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Llegó el día del entierro. A la misa sólo asistieron los más


allegados y en el cementerio, a parte de la familia de ella y de
la de él, estaban todos los amigos de la pareja y los compa-
ñeros de trabajo de ambos. Carlos seguía en silla de ruedas y
pidió a su padre que lo acercase a la fosa donde se encontraba
el ataúd. Lo miró y echó sobre él un bonito ramo de rosas y
orquídeas (las flores favoritas de Joanna) que había mandado
comprar. Después se volvió a su padre y lo abrazó mientras
lloraba como un niño. Sólo así consiguió desahogarse.

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Capítulo 2

Cuatro meses después todo parecía haber vuelto a la norma-


lidad. Carlos había cumplido los veinticinco años hacía tres
semanas y, aparentemente, ya lo había olvidado todo, pero en
realidad no pasaba un día sin que recordase a su amor. Le ha-
bían dado unas largas vacaciones para que se recuperase del
todo y para que intentase superar todo aquello. Al llegar a la
oficina todos lo recibieron con los brazos abiertos, ya que era
muy querido entre sus compañeros y compañeras, pero evita-
ron mencionarle a Joanna para que no se derrumbase otra vez.
—¡Ey, Carlos! ¿Qué tal estás, chaval? —preguntó Adrián,
su mejor amigo.
—Perfectamente, gracias —respondió sonriendo.
—¿Qué tal tus vacaciones? —preguntó otro amigo.
—Muy bien. El verano me ha sentado de maravilla y estoy
como nuevo —respondió de nuevo, mostrando el tono moreno
que había cogido tomando el sol.
—Me alegro, hijo —añadió Sergio, su padre—, porque
ahora mismo tienes que pasar estas hojas a ordenador y tienes
para mucho rato.
—Papá, acabo de llegar, ¿no puedes dejar que descanse un
poquito?
—Nada de descanso. Has tenido todo el verano para eso y
ahora toca trabajar.

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—De acuerdo, pero déjame al menos que vaya a por una


botella de agua, ¿vale?
—Como quieras, pero no tardes —le advirtió su padre.
Lo vieron marchar y cuando desapareció, Adrián se acercó
a Sergio y le preguntó:
—Jefe, ¿usted cree que ha superado lo de Joanna?
—No, no creo. Ella siempre está en su mente y muchas no-
ches lo he visto y oído llorar pero lo bueno es que está hacien-
do esfuerzos por salir adelante.
Al poco rato, Carlos volvió con la botella y se puso inme-
diatamente a trabajar. Su padre y amigos hicieron lo mismo.
En algunas ocasiones el chico se quejaba del exceso de hojas
que debía pasar a ordenador pero se callaba enseguida, porque
comprendió que su padre lo hacía para mantenerlo ocupado y
casi sin pensar.
El tiempo pasó rápidamente y ya eran las ocho de la tarde,
faltaba menos de una hora para salir y Carlos hacía mucho que
había terminado con el trabajo. Ya no había nada más que ha-
cer, así que ayudó a uno de sus compañeros a actualizar unos
datos en su ordenador.
—Carlos, ¿has terminado ya? —le preguntó Adrián.
—Hace rato ¿por qué?
—Porque tu padre nos ha dado permiso para jugar en su
portátil, ¿te apuntas?
—Sí, enseguida voy.
Carlos apagó el ordenador de su compañero y fue a reunirse
con sus amigos en el despacho de su padre. Cuando faltaba
poco para salir y no había nada más que hacer, Sergio les de-
jaba jugar con los juegos que tenía en su portátil, aunque el
solitario era el preferido por casi todos.

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Al poco de irse los chicos al despacho, uno de los orde-


nadores se encendió. No hubiera sido raro de no ser porque
no había nadie cerca para encenderlo, era como si unos dedos
invisibles lo hubieran tocado. Después esos mismos dedos vol-
vieron a tocar las teclas hasta formar una frase y al acabar se
detuvieron. No se volvió a escribir nada más pero el ordenador
siguió encendido.
Ya casi eran las nueve. Se oían risas y voces, se trataba de
ellos que volvían a recoger sus cosas e irse. Carlos se dirigió a
su mesa para coger su chaqueta y al ver el ordenador encendi-
do preguntó extrañado:
—¿Alguno de vosotros ha tocado mi ordenador?
—No. ¿Por qué lo preguntas?
—Es que yo juraría que lo había apagado y ahora veo que
no.
—Mira, Carlos, parece que hay algo escrito y va dirigido a
ti. Léelo.
—Veamos… pone “No sufras más porque pronto volvere-
mos a estar juntos. Te quiere, Joanna”.
El joven se quedó blanco y empezó a sudar y a temblar,
miró a sus amigos, que a su vez lo miraron asustados y a duras
penas les pudo decir:
—Chicos, si esto es obra vuestra os estáis pasando de la
raya… ¿No os parece?
—Carlos, nosotros no hemos tocado tu ordenador para
nada. ¿Es que no recuerdas que estábamos todos juntos jugan-
do con el ordenador de tu padre? Además, no somos tan cabro-
nes como para gastarte una broma con este tema.
—Está bien, está bien. Perdonadme, por favor, es que no he
conseguido olvidar este asunto todavía.

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—¡Bah, no te preocupes! Oye, nosotros vamos a tomar algo


a ese pub que inauguraron la semana pasada, ¿te apetece venir?
—No lo sé, es que estoy un poco cansado.
—No valen excusas. Tú te vienes con nosotros quieras o no
y así seguro que te despejas un poco.
—Bueno, está claro que con vosotros no se puede discutir.
El grupo de amigos salió de la oficina y pusieron rumbo al
pub Tam Tam, inaugurado la semana anterior. Cuando llegaron
estaba lleno de gente y como no hacía falta enseñar el carnet
de identidad, entraron sin problemas, aunque para moverse lo
tuvieron mucho más difícil. Para llegar a la barra tuvieron que
abrirse paso a empujones entre la gente. Por suerte no estaba
tan llena y pudieron estar tranquilos.
Carlos veía a sus amigos hacer el tonto y ligar sin éxito y se
entristeció un poco, pues él conoció a Joanna hacía poco más
de dos años en un pub y le había costado bastante conquistarla.
—Eh, Carlitos, ¿has visto cuántas tías hay aquí? —le pre-
guntó Ramón, otro de sus buenos amigos.
—Sí, y ya veo que todas te han dado calabazas.
—Seguro que a ti no se te resistirían… ¡Oh, por favor,
perdona! —añadió enseguida—. Se me olvidó que…
—Tranquilo, Ramón, sé que os esforzáis por no mencionar
lo que me pasó, así que si alguna vez se os escapa, no me voy
a enfadar… no os preocupéis.
El chico siguió bebiendo con la vista perdida entre la gente
que bailaba. Había chicas realmente hermosas pero él no es-
taba interesado en ninguna y ni siquiera quería oír hablar de
ligar.
Tras recorrer el pub con la mirada, detuvo sus pupilas en
un punto del fondo de la pista. Se fijó en una chica con el pelo

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rubio y largo que estaba de espaldas y que parecía hablar con


alguien, sólo que ella estaba sola. De repente, la chica se dio
la vuelta y lo miró. ¡Era Joanna! El mismo pelo, los mismos
ojos, los mismos labios y llevaba puesto el mismo vestido con
el que fue enterrada.
Carlos dejó el vaso en la barra pensando que no debía beber
más y se frotó los ojos para comprobar que no había tenido vi-
siones. Miró de nuevo al fondo de la pista y, al no encontrarla,
suspiró aliviado. Cogió su vaso con la intención de terminárse-
lo de beber y la volvió a ver en el gran espejo que había frente
a él. Empezó a sudar y se asustó de verdad.
—No puede ser… ¡Joanna, estás muerta!
—Carlos, ¿qué te ocurre? ¿Por qué gritas así?
—¡Joanna está ahí!¡Mirad, está frente a mí!
Los chicos miraron el lugar señalado pero no vieron nada,
Carlos seguía mirando fijamente como si fuese el único que la
estaba viendo (cosa que era cierta, él era el único). Después
miró a sus amigos y les dijo:
—Os juro que estaba ahí y me estaba mirando. Tenéis que
creerme.
—Te creemos, pero nos parece que no estás tan bien como
quieres hacernos pensar. Será mejor que te llevemos a casa.
—De... de acuerdo.
Sus amigos lo llevaron a su casa y Adrián se ofreció a ha-
cerle compañía, pero el joven, muy amablemente, rechazó la
oferta y se quedó solo en su apartamento. Estuvo diez minutos
viendo la tele y tras pasar ese tiempo haciendo zapping decidió
darse una ducha. Mientras se duchaba pensó en lo que había
pasado en el pub.
«No me drogo y casi no bebo, entonces ¿por qué me está

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pasando esto? Creí que lo había superado pero al ver la cara


de Joanna esta noche me he dado cuenta de que no es así. ¡Oh,
Dios! ¿Por qué me está pasando esto a mí?».
El chico se acurrucó en un rincón de la bañera y lloró al
pensar en ella, después de todo la seguía queriendo. El agua
caía sobre él pero no le importó, estuvo así un cuarto de hora
hasta que se decidió a salir. Se puso un pantalón de pijama (no
utilizaba camiseta puesto que aún hacía calor), se peinó y se
dirigió de nuevo al comedor para recogerlo un poco.
La luz se fue de manera repentina. Carlos pensó que se ha-
bía producido un apagón en toda la manzana, miró al exterior
y vio que todo estaba normal.
—Es extraño que sólo se haya ido la luz aquí. Mejor me voy
a dormir, seguro que mañana habrá vuelto.
Estaba a punto de llegar a la puerta de la habitación cuando
tuvo la extraña sensación de que no estaba solo. Esa sensación
le dio un poco de miedo, se quedó con la cabeza apoyada en la
pared y esperó a que aquello pasase.
—Carlos, ¿por qué huyes de mí? —preguntó una voz cono-
cida para él.
Volvió la vista hacia el lugar de donde provenía la voz, y
en un extremo del comedor la vio. Allí estaba Joanna, su cara
mostraba una expresión que inspiraba terror. Sus pupilas, com-
pletamente dilatadas, lo miraban fijamente.
—¡Deja de perseguirme, Joanna!¡Márchate o me volveré
loco!
—¿Te doy miedo?
—Sí, me das miedo, yo mismo he visto cómo te enterraban
y ahora te veo frente a mí. Yo te sigo amando pero ya no quiero
sufrir ni llorar más, así que, por favor, vete.

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—Una vez te dije que pasase lo que pasase siempre estaría-


mos juntos y tarde o temprano lo estaremos.
—¡Vete, por favor! —gritó desesperado.
—Por poco tiempo —dijo ella con una sonrisa fría.
El espíritu de Joanna desapareció. Carlos, que estaba sen-
tado en el suelo al haberle fallado las piernas del miedo que
tenía, se había desmayado. La luz volvió minutos después pero
él siguió en el suelo sin abrir los ojos hasta el amanecer.

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Capítulo 3

A las once de la mañana, Carlos se despertó bruscamente al oír


que alguien aporreaba con insistencia la puerta. El chico, que
se dio cuenta de donde había dormido, fue a la entrada mo-
viéndose de un lado a otro como si estuviera borracho y abrió
la puerta. Era su padre que, al ver no que había ido a trabajar
fue a buscarlo y, al no contestar ni al teléfono fijo ni al móvil,
empezaba a preocuparse.
—Hijo, ¿estás bien? ¿Por qué has tardado tanto en contes-
tar? Me estaba preocupando, creí que te había pasado algo.
—Papá, por favor, no te preocupes. No pasa nada, es sólo
que dormí mal anoche —dijo Carlos tratando de tranquilizar a
su padre con una sonrisa nerviosa.
—¿Te encontrabas mal?
—No lo sé con exactitud, puede que me esté volviendo loco
pero ayer me pasó algo extraño y al mismo tiempo terrorífi-
co… algo relacionado con Joanna.
Las caras de ambos hombres se volvieron serias. Sergio
empezaba a tener la esperanza de que su hijo hubiera olvida-
do la muerte de su novia y Carlos no sabía si contarlo porque
pensaba que lo tomarían por loco y él se consideraba un chico
realista y con los pies en el suelo, que no creía en fantasmas y
todo lo relacionado con ellos.
—Anoche —continuó hablando—, antes de salir de la em-

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presa fui a mi mesa a recoger mis cosas. Vi que mi ordenador


estaba encendido y había algo escrito en él.
—¿Qué ponía?
—Lo recuerdo perfectamente, ponía: “No sufras más por-
que pronto volveremos a estar juntos. Te quiere, Joanna”.
Aquello me dejó helado, te lo juro.
—¿Seguro que no fue ninguno de tus amigos?
—Estoy seguro. Todos estaban conmigo jugando con tu
ordenador, además, nunca se atreverían a gastarme una broma
así. Pero la cosa no termina ahí, los chicos me convencieron
para ir a tomar algo y en el lugar donde estuvimos, la vi.
—¿A quién, hijo? —preguntó el padre por quinta vez.
—A Joanna. Iba vestida con el vestido con el que fue en-
terrada y me miraba fijamente. Yo sólo bebí una copa y mis
amigos, que habían bebido más que yo, ni siquiera la vieron ¡y
estaba enfrente de mí! Y luego, al llegar a casa, volvió a pasar.
Se fue la luz solamente en mi apartamento y la vi en un rincón
del comedor. Las piernas me fallaron del miedo que pasé. En-
tonces se acercó a mí y me habló, me dijo que dentro de poco
tiempo volveríamos a estar juntos. Yo no creo en fantasmas
pero, sinceramente, estoy aterrorizado.
El padre se quedó en silencio durante un buen rato, después
se levantó y le dijo:
—Carlos, creo que será mejor que te tomes el día libre.
No has dormido bien y no tienes muy buen aspecto. Debes
descansar.
—No me crees, ¿verdad?
—Hijo, no es que no te crea. Mira, sé que has sufrido mu-
cho desde la muerte de Joanna y que ese sufrimiento te hace
ver esas cosas pero sabes tan bien como yo que tampoco creo
en esas cosas de fantasmas.

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Más allá de la luz

—¡Pues es verdad lo que te digo! —gritó lleno de rabia—.¡-


Sabes que yo no me invento ese tipo de cosas!
Se sentó en el sofá y se echó a llorar por culpa de los ner-
vios. Sentía rabia e impotencia, lo primero era porque sabía
que su padre no le iba a creer y lo segundo porque no podía
hacer nada por evitar que volviese a suceder.
Sergio, al verlo en ese estado tan lamentable, sintió ganas
de llorar también. Abrazó a su hijo y trató de consolarlo.
—Tranquilízate, hijo mío, intentaré ayudarte en todo lo que
pueda pero debes prometerme que no te derrumbarás ni te de-
primirás. Ya te pasó antes y te costó recuperarte. Si te volviese
a pasar ya no sabríamos que hacer.
—Lo intentaré. Y….perdona por no ir a trabajar hoy.
—No te preocupes —le dijo su padre, sonriendo.
Cuando Sergio se fue, el chico se quedó sentado en el sofá
pensando una vez más en lo que le había pasado. Se quedó así
durante veinte minutos. Transcurrido ese tiempo, se dirigió a
la nevera para coger un par de cervezas y se las bebió. Acto
seguido se vistió, cogió su coche (el que le quedaba tras perder
el Ferrari en el accidente) y puso rumbo al cementerio.
Llegó media hora después. Antes de acceder al recinto, se
detuvo en un puesto de flores que había en la entrada y compró
un ramo de diecinueve rosas por la edad de Joanna al morir.
Entró por fin en el cementerio y no paró de caminar hasta lle-
gar a su tumba. Se paró ante ella y depositó el ramo de rosas
sobre la lápida. Su aspecto serio y cansado daba a entender que
lo estaba pasando mal y, en efecto, así era.
—Las rosas eran tus flores favoritas ¿recuerdas? No estoy
seguro pero ojalá así me dejes vivir en paz. Adiós, Joanna —
dijo dando la espalda a la tumba con la intención de marcharse.
—Gracias por venir a visitarme —le agradeció una voz
femenina muy suavemente.
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Noemí Martínez

Se giró hacia la tumba y la expresión de terror apareció de


nuevo en su rostro. De la lápida surgió una mano semitrans-
parente que atravesó la piedra sin romperla y cogió el ramo.
Después se pudo apreciar el resto del cuerpo de Joanna. Ella lo
miraba sonriendo y entre sus brazos tenía las flores.
—De nada —logró responder un poco nervioso—, como ya
he dicho antes, espero que así me dejes en paz.
—Claro que te dejaré en paz… ¡cuándo volvamos a estar
juntos!
La dulce expresión del rostro de ella se volvió diabólica sin
dejar de mirarlo fijamente. En la tumba se formó un peque-
ño tornado que hizo que el vestido y los largos cabellos de la
joven fantasma se moviesen violentamente. Poco después se
volvió luminosa y se transformó en un destello que se metió
con rapidez en la tumba.
El tornado cesó y, al igual que Joanna, desapareció metién-
dose en el mismo lugar que ella. Carlos no dijo ni una palabra.
Se quedó atónito observando aquél fenómeno y, cuando termi-
nó, se marchó corriendo. Cogió de nuevo su coche y empezó
a desplazarse sin rumbo fijo para intentar aclarar un poco sus
ideas.
De pronto se encontró en la carretera que había (y sigue ha-
biendo) en el acantilado y desde la cual se podía ver la playa.
Recordó que esa fue la carretera por la que fueron el día del
accidente y pronto llegaría al lugar del siniestro. No deseaba
pasar por ahí pero no tuvo más remedio porque no había otro
camino. Al llegar, vio lo poco que quedaba de aquél trágico
suceso. Dejó el coche al lado derecho de la carretera y vio, a
escasos metros de él, una rueda de coche que reconoció ense-
guida. Aquella rueda perteneció a su Ferrari y estaba práctica-
mente destrozada.
Buscó con la mirada algún resto más y, tras mirar duran-

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Más allá de la luz

te unos minutos entre los arbustos, encontró un llavero con


un elefantito de peluche, la inicial de su nombre (la letra J) y
las llaves. Eran las llaves de su novia muerta, nadie se había
acordado de ellas, ni siquiera Carlos hasta que las encontró.
Entonces se le ocurrió una idea: hacía tiempo que no veía a los
que iban a ser sus suegros y lo de las llaves sería una buena
excusa para visitarlos. Volvió a coger el coche una vez más y
se dirigió a su casa un poco más animado.
Ana y Rogelio habían cambiado un poco desde la pérdida
de su hija, su aspecto parecía el de dos personas mucho más
mayores que ellos (a pesar de que ninguno pasaba de los cua-
renta y cinco años) y en sus ojos aún se podía ver la tristeza
que sentían pero, a pesar de ello, se seguían queriendo incluso
más que antes y un rayo de felicidad había dado un nuevo sen-
tido a sus vidas, pues Ana estaba embarazada de tres meses y
así ya tenían un motivo para no hundirse.
—Este niño no ocupará el lugar de nuestra Joanna, pero
recibirá de nosotros tanto amor como le dimos a ella —dijo
Ana, que se tocaba el vientre cuya forma aún no se distinguía.
—Por supuesto, querida. Y será conocedor de todos los lo-
gros y virtudes de su hermana mayor —añadió su marido, que
traía una bandeja con tazas de café y besaba a su mujer.
En aquél momento sonó el timbre. Rogelio se levantó mien-
tras que Ana se tomaba su café y fue a abrir la puerta. Se alegró
mucho al ver a Carlos ante él.
—¡Ana, mira quién ha venido a vernos! —gritó el hombre
muy contento.
—¡Carlos, que alegría verte! Hace mucho tiempo que no
venías a visitarnos, nos vamos a enfadar contigo como sigas
así.
—Lo siento mucho —se disculpó poniendo cara de niño
bueno.

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—No te preocupes, chico —le tranquilizó Rogelio—, ¿te


apetece un café?
—Me vendrá bien, gracias.
El hombre volvió a la cocina y Carlos se quedó en el jardín
con Ana.
—Me he enterado de que estás embarazada. Felicidades,
¿cómo te va?
—Muchas gracias. Me va bastante bien. Estoy de tres me-
ses y todavía no se me nota pero el médico que ha dicho, que
aunque soy un poco mayor para tener hijos, tendré un embara-
zo normal. Y a ti, Carlos, ¿cómo te va?
—A mí, por el momento, me va bien. Después de enterrar
a Joanna, mi padre me dio todo el verano libre y me fui a Ma-
llorca a distraerme, por eso no he venido a visitaros. Volví al
trabajo ayer por la mañana pero mi padre hoy me dio el día
libre porque me vio con mal aspecto.
—La verdad es que has tenido mejor aspecto otros días —
reconoció Ana.
—Pues este café hará que te sientas mejor —aseguró el ma-
rido.
—Gracias.
Tomó un sorbo de café y, tras unos segundos, volvió a ha-
blar:
—Físicamente me encuentro bien, es la moral lo que tengo
por los suelos. Desde ayer por la tarde me vienen sucediendo
unas cosas alucinantes relacionadas con vuestra hija que no se
si os vais a creer.
El matrimonio se puso muy serio, como si ya supieran lo
que les iba a decir, pero le pidieron que continuase.
—¿Cómo puedo empezar?... Ya, ayer cuando faltaba poco

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Más allá de la luz

para salir de trabajar alguien escribió un mensaje en mi orde-


nador y firmó como Joanna, pero no había nadie en la ofici-
na. Por la noche tuve varios encuentros con lo que parecía un
fantasma, en un pub la vi dos veces y después apareció en el
comedor de mi casa en incluso me habló. Dijo lo mismo que
escribió en el ordenador, que pronto volveríamos a estar jun-
tos. Esta mañana le he llevado rosas al cementerio, la he vuelto
a ver y me ha dicho una vez más lo mismo. No suelo creer en
fantasmas pero me estoy empezando a asustar.
A Carlos le temblaban las manos haciendo que el café estu-
viese a puntode derramársele. Sus ex-suegros lo miraron serios
y tristes.
—Nosotros también tenemos que contarte algo, es un se-
creto familiar que sólo conocemos mi marido y yo.

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Capítulo 4

—¿Un secreto familiar?¿De qué se trata?


—En la familia, por parte mía —empezó a contar la mu-
jer—, no todo es tan bonito como parece. Los familiares que
vivieron antes que mi abuela estaban dotados con fuertes po-
deres psíquicos con los que podían conseguir todo aquello que
quisiesen. Al principio esos poderes se transmitían de genera-
ción en generación pero con el tiempo se fueron haciendo más
débiles y la última persona que los recibió fue mi abuela. Ni mi
madre ni yo los tuvimos pero parece ser que Joanna sí y eso le
trajo muchos problemas en su infancia. No sabía cómo contro-
lar esos poderes y estuvo a punto de matar a un niño de su clase
que se metía con ella. Con el paso del tiempo su bisabuela le
enseño a controlarlos y la convenció para que no los utilizase.
Nunca más lo volvió a hacer. Tuvo pocos amigos, tú fuiste el
único que la amó de verdad y al que amó. Aunque esté muer-
ta, su espíritu puede utilizar esos poderes y lo hará con tal de
tenerte a su lado. Carlos escuchó sorprendido, casi incrédulo,
lo que le contaba la mujer. Desde siempre, él había notado algo
extraño y misterioso en Joanna cuando estaba viva, pero pre-
cisamente ese halo de misterio era lo que más le atraía de ella.
—Ahora sé exactamente qué era esa cosa que no podía ex-
plicar que me gustaba de ella —comprendió él, con la vista
clavada en el suelo—,¿no hay ninguna manera de frenar esas
apariciones?

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—Si la hay, nosotros no la conocemos. En eso no podemos


ayudarte, lo único que podemos decirte es que tengas mucho
cuidado a partir de ahora —le hizo saber Rogelio.
Carlos emprendió el camino de regreso a su casa comple-
tamente alucinado. Al poco de empezar a salir con Joanna, él
había notado algo extraño en ella, como si quisiese ocultar
alguna cosa, pero tampoco le importaba mucho y nunca más
volvió a darle vueltas al asunto hasta aquél momento.
—Dios mío, ¿qué puedo hacer ahora que me han revelado
tal secreto? Voy a acabar volviéndome loco, seguro.
Los días siguieron pasando. Carlos regresó a su trabajo y,
aunque trataba de disimular, su padre, sus amigos y demás em-
pleados lo notaban un poco extraño. En sus ojos notaban una
mezcla de tristeza, lejanía y lo veían bastante pensativo.
—Carlos, ¿estás seguro de que te encuentras en condiciones
de trabajar? —le preguntó su padre.
—Sí, papá, no te preocupes por mí. Ya me encuentro con
fuerzas suficientes para aguantar todo lo que me eches —res-
pondió el joven con una sonrisa un poco forzada.
Aquél día transcurrió con normalidad para él, incluso no
tuvo ningún tipo de incidente relacionado con Joanna y eso
lo animó bastante, pues pensó que ya no le iba a ocurrir más.
Había decidido guardar en su corazón y en su mente todos
los buenos momentos pasados con ella y olvidar todo lo malo.
Cada día se centraba en su trabajo y salía con sus amigos casi
todas las noches. Hacían fiestas, excursiones y conocían gente
nueva. Estaba saliendo adelante y aquello le encantó.
Un viernes por la noche, Carlos no tuvo ganas de salir por-
que tenía un pequeño dolor de cabeza. Se encontraba delante
del televisor viendo una película que él mismo había alquilado
cuando recibió una llamada de teléfono.

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—¿Quién es? —contestaba Carlos al fijo.


—¡Hola, chaval! Soy Ramón, ¿por qué no has salido hoy
con nosotros?
—Es que no me encontraba muy bien, ya sabes… El ca-
tarro. Ahora estoy con dolor de cabeza. Por eso estoy en casa,
para ver si se me quita. ¿Llamabas sólo para eso?
—No, quería saber si a ti también te dan las vacaciones
dentro de dos semanas como a Adrián, Rubén y a mí.
—Sí, ¿por qué? —preguntó intrigado.
—Verás, es que las vacaciones de Navidad ya están cerca y
habíamos pensado en alquilar una casita en la montaña y pasar
allí las fiestas.
—Me parece una idea fantástica pero… ¿sólo estaremos
nosotros cuatro?
—En un principio, sí. Pero el resto de la pandilla pondrá
dinero también aunque se unirán a nosotros dos días antes de
Nochevieja.
—Pues yo estoy encantado con la idea, así que contad con-
migo, ¿vale?
—Vale. Ahora cuídate y que se te quite pronto el dolor de
cabeza.
—Muchas gracias. Adiós.
Colgó el teléfono. Se puso a pensar en la propuesta que le
había hecho Ramón y, al poco tiempo, ya estaba muy ilusio-
nado con aquél viaje. Cada noche, después de salir del trabajo,
se reunía toda la pandilla de amigos en su pub favorito y ha-
blaban sobre los preparativos, de la bebida que querían llevar,
la comida que más les gustaba, de la ropa que les convenía
llevarse e incluso comentaron la posibilidad de ir a esquiar a
una estación de esquí cercana al lugar donde se iban a alojar,

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por lo que acordaron llevarse también los esquís y el equipo


necesario. Iban a pasar unas navidades estupendas.
Faltaban sólo dos días para que les dieran las tan preciadas
vacaciones a Carlos y a sus amigos, pero a los chicos les pa-
recía que aún les faltaba una eternidad. En un momento en el
que el jefe no estaba con ellos, Adrián fingió un desmayo y se
desplomó sobre su mesa, que estaba al lado de la de Carlos.
Éste, al verlo, le preguntó un poco preocupado.
—¿Te encuentras bien?
—¿Eh?, ¡sí, sí! No te preocupes. Lo que ocurre es que el
tiempo está pasando muy lentamente y no sabes las ganas que
tengo de que nos den por fin las vacaciones.
—¡Ah!,¿era eso? ¡Pero si solamente faltan dos días!
¡Anímate tío!
—Eso se dice pronto, pero siempre suele pasar lo mismo.
Cuando esperas algo con locura el tiempo pasa lo más lenta-
mente posible…
—…Y cuando llega lo bueno pronto se acaba —añadió el
jefe a sus espaldas—, volved ya al trabajo, chicos.
Los dos se asustaron y volvieron rápidamente a sus puestos
de trabajo.
—Papá —suplicó Carlos, una vez repuesto del susto—, no
vuelvas a asustarnos así, por favor.
—Si estuvieseis atentos os habríais dado cuenta de que lle-
vo escuchando la mitad de vuestra conversación. Chicos, no
os preocupéis, que esos dos días pasaran rápido si no estáis
pendientes del reloj. Tomad estos refrescos. Adrián, pasa estos
papeles a ordenador y tú, Carlos, revisa esta documentación y
corrígela si hay algún error.
—Son los del chico nuevo que entró la semana pasada ¿no?

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—Sí, los tuvo que terminar a toda prisa y puede que haya
cometido algunos fallos.
—De acuerdo, los reviso ahora mismo.
Terminaron una hora después y, como no tenían nada más
que hacer, les permitieron marcharse. Decidieron ir a una cafe-
tería a tomar algo y aprovecharon para hablar un rato.
—Dime, Carlos, ¿cómo llevas lo de Joanna?¿Has vuelto a
tener alguna aparición o algún tipo de problema?
—¿Cómo has sabido tú eso? —le preguntó su amigo mirán-
dolo como si hubiera sido descubierto cometiendo un crimen.
—Tu padre me lo contó muy preocupado y entonces yo le
comenté lo que te ocurrió en el pub Tam Tam.
Carlos se mostró más tranquilo y respondió a las preguntas
de Adrián.
—También yo se lo comenté. Ahora mismo lo llevo mejor.
A veces me resisto a olvidarla pero he de hacerme a la idea de
que ella ya está muerta y no puedo aferrarme para siempre a su
recuerdo. Por eso he decidido salir adelante, dedicarme de lle-
no a mi trabajo, salir por ahí a divertirme cuando me apetezca
y hacer viajes, muchos viajes, así seguro que todo volverá a la
normalidad.
—Pero no tienes por qué olvidarla completamente.
—Ya lo sé y estoy de acuerdo contigo. Me quedaré con los
buenos momentos que he tenido a su lado y no pensaré en los
malos. Mi padre dijo que la recuerde siempre cuando estaba
viva.
Adrián no dijo nada, le sonrió y se tomaron su café tranqui-
lamente.
Dos días después, Carlos, Adrián, Rubén y Ramón se reu-
nieron en la plaza de la ciudad y allí cargaron todo el equipaje

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en la furgoneta de éste último. Era muy temprano y casi no


había gente a esa hora por la calle. Así que en un cuarto de hora
ya estaban listos y pusieron rumbo a la casa de la montaña. En
la autopista empezaron a aburrirse y uno de ellos gritó:
—Eh, Carlos, pon algo de música antes de que nos durma-
mos.
—De acuerdo, tío, pero no te duermas.
Carlos, que se sentaba al lado del conductor, encendió la
radio y buscó una emisora que gustase a todos. Se detuvo en
una que ponía una canción del grupo Offspring y era tan pega-
diza que los cuatro empezaron a cantarla en voz alta. Una hora
después hicieron su primera parada.
Pararon en una gasolinera que tenía una tienda de las que
están abiertas las veinticuatro horas en la que, aparte de apro-
vechar para ponerle gasolina, compraron unos bocadillos y
unas cervezas y almorzaron sentados en unos bancos situados
a la derecha del establecimiento. Pasaron un rato muy agrada-
ble hablando y riendo. Veinte minutos después decidieron re-
tomar el camino, quedaban por lo menos dos horas de trayecto
y querían llegar cuanto antes.
Carlos se quedó el último, miró hacia atrás sin motivo y vio
una extraña silueta con pelo rubio que desapareció segundos
después. Se asustó un poco pero enseguida volvió a la norma-
lidad al oír que sus amigos lo llamaban.
—¡Carlos, date prisa que nos vamos!
—Ya voy —dijo el aludido al mismo tiempo que subía a la
furgoneta.
Durante el resto del camino, Carlos estuvo muy pensativo y
no escuchó nada de lo que decían sus compañeros.
—Eh, Carlos ¿nos estás escuchando?

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—¿Eh? Perdonad….estaba pensando en otras cosas. ¿Qué


estabais diciendo?
—Hablábamos de ir todos a la pista de esquí cuando aca-
básemos de descargar el equipaje y ponerlo en su sitio. ¿Qué
te parece?
—Estoy de acuerdo con vosotros.
Poco después llegaron a la casa de la montaña y se queda-
ron todos mudos de asombro al ver la casa que habían alquila-
do. Realmente preciosa, hecha de madera y estaba rodeada de
nieve, por lo que les costó un poco aparcar el vehículo.
—Ramón, no metas la furgoneta en el garaje —sugirió Car-
los.
—¿Ah, no?¿Por qué?
—¿No íbamos después a ir a la estación de esquí? Sería un
follón si luego tuvieras que volver a sacarla.
—Tienes razón —admitió Ramón, que bajó de la furgoneta
y ayudó a los demás.
Por dentro la casa era muy acogedora. Se componía de dos
pisos. En el primero estaba la sala de estar (con estufa, televi-
sión y DVD), la cocina (con nevera, horno y microondas entre
otros), un cuarto de baño y una habitación en la que estaba el
calentador y la lavadora. En esa habitación había espacio in-
cluso para tender la ropa.
En el piso de arriba se encontraban los dormitorios, habían
seis habitaciones con cuatro camas cada una. Eran suficientes
para todos los que iban a estar allí en vísperas de Nochevieja,
hasta sobrarían dos habitaciones porque en total serían dieci-
séis. También había una pequeña sala de estar con una mesita
y cinco sillones.
—¡Guau, tíos! ¡Esto es una pasada! —exclamó Adrián alu-
cinado.

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—Y que lo digas, por cierto… ¿qué habitación cogemos?


Tenemos varias para elegir —observó Carlos.
—Podemos coger ésa que está a la derecha de la ventana de
la sala pequeña —sugirió Rubén.
—Pues cojamos ésa —suplicó Ramón—, pero ayudadme
con las malditasmaletas.
—Perdónanos, se nos había olvidado por completo.
—Ja ja ja, que graciosos. —Rio Ramón con ironía y agota-
do por el peso de algunas maletas.
Estuvieron unos minutos sacando la ropa y los zapatos de
sus respectivas maletas y metiéndolos en los armarios. Hicie-
ron un apartado para cada uno, de esa manera no se equivoca-
rían cogiendo la ropa del otro.
Poco después bajaron a la cocina y cogieron algo para picar
ya que el hambre les había vuelto a atacar y, en la sala de estar,
empezaron a hacer planes (sin olvidar lo de la pista de esquí)
sobre lo que harían durante los días que iban a estar allí.

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Capítulo 5

Estuvieron una hora discutiendo sanamente sobre sus planes


y consiguieron hacer una pequeña lista. Iban a estar solos du-
rante una semana y media antes de que vinieran los demás
amigos y querían disfrutarlo a tope. Montarían fiestas, harían
lo que les diese la gana, aunque cuando viniesen los demás lo
pasarían mucho mejor.
—Bueno, chicos —interrumpió Rubén—, dejemos eso
ahora. Ya haremos otros planes más tarde. Ahora vayamos a
la pista de esquí que tengo unas ganas de esquiar que no os lo
imagináis.
—Vale, tranquilo, que ya vamos —dijo Carlos, que se le-
vantó un poco cansado.
Cada uno se puso su correspondiente traje y cogió sus es-
quís y, todos juntos, se dirigieron a la pista. No tuvieron que
conducir mucho porque el lugar que buscaban no estaba muy
lejos, pero no pudieron ir andando porque si lo hiciesen llega-
rían tarde. Veinte minutos después llegaron a la pista. A pesar
de que llevaba abierta apenas una hora y media ya había mu-
cha gente disfrutando de las instalaciones.
—¡Venga, tíos! ¡Todo el mundo a pasarlo bien! —gritó
Adrián entusiasmado.
Fue el primero en dar un paso, pero lo hizo con tanto ímpe-
tu que resbaló y cayó al suelo de espaldas ante la mirada ató-

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nita de sus amigos que, segundos después, se echaron a reír a


carcajada limpia. Por suerte, Adrián tenía sentido del humor y
también se echó a reír, les esperaba un día fantástico y estabas
dispuestos a pasarlo bien.
Subieron a una de las montañas más altas y, uno detrás del
otro, fueron descendiendo por ella a una velocidad inimagina-
ble. A Carlos le encantó esa sensación de altura y velocidad
mezcladas, parecía como si gracias a esa sensación no se viese
en la necesidad de pensar en nada y, al llegar a esa conclusión,
empezó a reír y chillar de satisfacción.
—Ten cuidado, Carlos… no te vayas a caer —le advirtió
una voz, que parecía hablarle suavemente al oído. Esa voz era
inconfundible para él. Era Joanna. Carlos se asustó y tropezó
cayendo seguidamente al suelo. Al estar cubierto de nieve no
se hizo mucho daño pero siguió deslizándose hasta el final del
trayecto.
—No comprendo porqué huyes de mí. Si sabes que no lo-
grarás evitarme —le volvió a decir Joanna.
Carlos abrió los ojos, pues los había cerrado al caer, y la vio
junto a él. Lo miraba con ojos endiablados, como si esos ojos
le reprochasen el querer olvidarla.
—¡Por favor, Joanna, déjame en paz! ¡Estaba a punto de
olvidar tu muerte, no lo eches todo a perder, te lo ruego! —gri-
tó el joven, asustado y dando manotazos para intentar espan-
tarla.
—¡Carloooos! —gritaron también sus amigos, que se acer-
caban corriendo alarmados—. Carlos ¿estás bien? ¿Qué es lo
que te ha pasado?
El chico los miró a todos muy nervioso. Se levantó rápida-
mente y, sin decirles nada se fue. Entró en el restaurante que
había cerca de la entrada, pidió un café bien cargado y se sentó

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Más allá de la luz

en la única mesa libre que quedaba. Al cabo de unos minutos


entraron sus amigos, que seguían igual de preocupados que
antes. No estaban molestos pero querían saber qué había ocu-
rrido y por qué se había ido apresuradamente de allí. Pidieron
también un café cada uno y, cuando lo tuvieron, se sentaron
con él.
—Carlos, ¿qué te pasa? ¿Por qué te has ido de esa manera?
—preguntó Ramón.
Carlos seguía nervioso, miró el café aún sin probar, lo co-
gió entre sus manos, bebió un sorbo y con la mirada fija en la
mesa, respondió con el miedo aún en el cuerpo:
—He…….. he visto de nuevo a Joanna. Es…..estaba a mi
lado.
—Nosotros no hemos visto nada, ¿estás seguro de lo que
dices? —preguntó Adrián en nombre de todos.
—¡Tan seguro como que estáis aquí conmigo! —aseguró
Carlos a punto de llorar—. ¡Estaba a punto de superar todo y
ahora, al volverla a ver, las heridas se me han vuelto a abrir!
—Carlos, chico, no te preocupes por eso y tranquilízate.
Nosotros estamos aquí y haremos todo lo posible por ayudarte
a cerrar esas heridas.
Los chicos consiguieron, una vez más, levantar los ánimos
de Carlos. Volvieron a la pista de esquí y, para asegurarse de
que a su amigo no le pasara nada, procuraban pasar con él la
mayor parte del tiempo. Subían y bajaban las pistas, subían a
los teleféricos y admiraban el paisaje que tenían abajo. Los tres
amigos miraban a Carlos, que no apartaba la mirada del suelo
nevado, y temieron por un instante que se tirase al vacío pero
no ocurrió tal cosa y, al bajar, todos respiraron tranquilos.
Carlos se fijó en ellos y les preguntó si les pasaba algo y
éstos, para disimular, dijeron que se habían mareado un poco

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durante el trayecto en teleférico. Entonces decidieron que lo


mejor sería volver a la casa de la montaña para que todos pu-
dieran descansar. Ramón le dejó conducir, los demás jóvenes
no pusieron ninguna objeción.
Al poco de llegar, se tiraron en plancha sobre los sofás de
la sala de estar.
—Sí que estáis cansados, chicos —dijo Carlos—. ¿No que-
réis nada para comer?
—Hay un par de pizzas congeladas en la nevera, podemos
hacer eso y alguna otra cosa calentita que encontremos por ahí
—sugirió Rubén—. ¿Necesitas ayuda?
—Sí, me vendrá bien un poco.
Mientras Carlos y Rubén se encargaban de hacer la comi-
da, los otros dos chicos pusieron la mesa con todo lo necesario.
La hora de preparar la comida suponía para ellos una aventura.
Nunca pensaban en lo que iban a hacer para comer y hacían
lo primero que se les ocurría. Carlos puso las dos pizzas en el
horno, que era lo suficientemente grande para meter dos pizzas
más y Rubén se puso a registrar la despensa que horas antes
habían llenado ellos mismos.
—¡Eh! ¿Quién ha traído comida china? —preguntó Rubén
a los pocos segundos.
—Debe de haber sido Ramón, ya sabes que le vuelve loco
ese tipo de comida.
—¡Eh, chicos! ¿Os apetece comida china de primero plato?
Hay pizza de segundo —dijo Rubén una vez más desde la co-
cina.
—¡Por supuesto! Así celebraremos nuestro primer día en
esta fantástica casita de montaña —gritaban los otros, que ya
habían terminado de poner la mesa.

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La comida se terminó de hacer media hora después, mien-


tras disfrutaban de una de las películas que habían traído entre
todos. Después de comer, Adrián preparó café caliente y si-
guieron con la peli. Ya no pensaban salir en todo lo que queda-
ba del día, lo aprovecharían durmiendo, viendo la tele o como
quisieran.
Pasaron un par de días y los chicos se encontraban, una
vez más, en la pista de esquí. Se había organizado un con-
curso que consistía en una carrera desde la cima más alta del
recinto hasta la entrada de los teleféricos, y los cuatro amigos
se habían apuntado. Además, el premio para el ganador era
de tres mil euros y ninguno de ellos quería desaprovechar esa
oportunidad.
La carrera empezaba a las diez de la mañana, pero todos los
participantes debían estar ahí media hora antes para pasar lista.
—¿Qué haríais vosotros si ganáis el premio, chicos? —pre-
guntó Ramón.
—Yo pienso tirar la casa por la ventana —respondió Ru-
bén—, daré un fiestón por mi cumpleaños que no va a olvidar
ni Dios.
—Faltan tres meses para tu cumpleaños, Rubén, ¿crees que
aguantarás tanto tiempo sin gastar nada?
—¡Oh, cállate! Soltando coñas eres el número uno ¿no lo
sabías? Por cierto, Ramón, ¿qué harías tú?
—Yo cambiaría la decoración de mi casa, que ya me está
pidiendo a gritos un cambio.
—Pues yo me compraré la moto que siempre he deseado
—añadió Adrián.
—Sí, pero antes sácate el permiso, majete —le recomendó
Carlos—. Yo me lo gastaría en hacer muchos viajes. Iría a to-
dos aquellos sitios a los que quería ir con Joanna. Sería como
una despedida definitiva.
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—Pero para todo ello antes deberíais ganar, chavales, así


que no os hagáis ilusiones antes de tiempo —les sugirió una
voz femenina.
Todo el mundo se quedó alucinado al ver a aquella chica,
que resultó ser la encargada de pasar lista. Era casi tan alta
como Carlos, de ojos marrones, pelo corto que le llegaba por
la mitad del cuello, negro y algo ondulado. Ella, que se llama-
ba Paula, nombró a cada uno de los participantes y, al llegar a
Carlos, que era el último, le dijo:
—Te vi esquiar hace un par de días, eres bastante bueno y
espero que no te hicieras daño en aquella caída, que debió ser
bastante fuerte.
—Sí, bastante, pero gracias a Dios no me hice gran cosa.
—Me alegro mucho. Así la competición será más intere-
sante.
Carlos se sintió un poco avergonzado y, casi sin darse
cuenta, se sonrojó. Sus amigos se dieron cuenta y empezaron
a bromear con él.
—¡Carlitos, Carlitos! Parece que has ligado con todo un
pivón. ¿Cómo lo haces cabroncete?
—Pues no lo sé, pero algo debo tener para que todas se
vuelvan locas por mí.
—¡Ja ja ja! ¡Anda, tío, no te eches flores que no es lo tuyo!
—le dijeron los demás, dándole palmaditas en la espalda.
Unos minutos más tarde, un hombre hizo un disparo al aire
como señal de que la competición había empezado. Cuarenta
y tres participantes se deslizaban por la nieve, a cada cuál más
rápido. Al principio Carlos iba despacio pero a medida que
avanzaba iba tomando velocidad y, en poco tiempo, logró si-
tuarse entre los cinco primeros.

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Rezaba para no ver ni oír a Joanna. Por suerte, nada de


eso ocurrió y siguió su carrera con tranquilidad. Los amigos
de Carlos lo seguían de cerca pero Rubén tuvo que retirarse
al sufrir una caída y hacerse daño en el brazo. Todos los parti-
cipantes se movían con agilidad aunque el número empezaba
a disminuir por la retirada de algunos de ellos por diferentes
caídas. Carlos se encontraba ya en tercera posición y, tras es-
quivar unas cuantas dunas de nieve y adelantar rápidamente
a los dos esquiadores que estaban delante de él, se colocó en
primera posición.
Faltaban doscientos metros para llegar a la meta y todo pa-
recía indicar que él iba a ser el vencedor, incluso el joven lo
daba por sentado, pero ante sí vio una neblina bastante espesa.
Se metió en ella y la visibilidad era nula. Estuvo a punto de
caerse en varias ocasiones pero tuvo la fuerza suficiente para
mantenerse en pie y así se mantuvo hasta que salió de la niebla
que lo cegaba. Pero al poco tiempo surgieron de la nieve otros
montones de dunas que tenían la intención de hacerle caer y
causarle el mayor daño posible.
«Parece que Joanna está decidida a llevarme con ella, pues
por el momento no pienso darle ese gusto», pensó Carlos al
mismo tiempo que dejaba atrás todos los obstáculos.
De las cuarenta y tres personas que habían empezado la
competición sólo veinticinco quedaban en pie, los demás se
habían caído al internarse en la niebla o al tropezar con las
dunas. Ramón y Adrián estaban entre ellos pero Carlos había
conseguido salir sano y salvo y había llegado el primero a la
meta.

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Capítulo 6

Carlos había ganado la competición, alrededor suyo todo eran


felicitaciones y gritos aclamando al vencedor. Sus amigos se
reunieron con él y, cuando éste bajó del pódium con el premio,
lo abrazaron muy contentos y muy emocionados. Aunque los
tres estaban con alguna herida aún tenían ganas de ir al restau-
rante de la estación para celebrarlo, Carlos invitaba y no había
límite a la hora de pedir. Pocos minutos después entró Paula,
la chica encargada de pasar lista a los participantes, pidió un
café caliente y se sentó tranquilamente a tomárselo en la barra.
—¡Eh, mirad! ¿No es la que pasó lista y quedó prendada de
Carlos? —preguntó Rubén.
—Sí, es ella. Llamémosla y que se siente con nosotros —
sugirió Ramón.
—Haced lo que queráis —dijo Carlos, que no parecía muy
entusiasmado.
Los chicos llamaron a Paula y ella se sentó rápidamente
con ellos. Resultó ser una chica muy simpática y amable que,
en poco tiempo, logró hacerse con la amistad de los cuatro
amigos.
—Quiero felicitarte por haber ganado la competición —le
dijo la joven—, lo has hecho muy bien y te has merecido el
premio.
—Muchas gracias, Paula —respondió Carlos—. ¿Quieres
algo más? Invito yo.

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La chica pidió un chocolate, también caliente, y siguió


charlando animadamente con los chicos, especialmente con
Carlos, por el que parecía mostrar mayor interés, y los demás
se dieron cuenta de ello. Una hora después, Paula se fue de
nuevo a trabajar y, cuando la vieron desaparecer por la puerta,
ellos le preguntaron:
—Carlos ¿te das cuenta de que Paula te miraba mucho?
—Sí, me he dado cuenta —respondió Carlos algo incómo-
do.
—A esa chica le gustas, no hay duda —aseguró Adrián.
—¡Mira quién habló! ¡Adrián, el observador! ¿Cómo
puedes decir semejante tontería?
—Carlos, todos hemos visto cómo te miraba Paula. Era sin
duda la misma mirada de enamorada que tenía Joanna.
Se hizo un extraño silencio en la mesa. Carlos miró a Adrián
como si éste hubiese cometido un crimen y, Adrián, que tam-
bién lo miraba, pero con enfado, le dijo:
—Mira, te voy a dejar las cosas claras de una vez por to-
das. Han pasado casi ocho meses desde que murió tu novia, no
te digo que la olvides pero pensamos que deberías conocer a
otras chicas porque puede que alguna vuelva a hacerte feliz y,
¿sabes qué?, creemos que Paula puede ser esa chica.
—Adrián tiene razón —secundaron Ramón y Rubén.
Carlos bajó la cabeza y no dijo nada.
—Esperamos que no nos odies por haberte dicho todo lo
que pensamos.
—No os preocupéis.
A la mañana siguiente tres de los jóvenes se despertaron
sobresaltados por los gritos de otro de ellos, que se había des-
pertado mucho antes.

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—¡Eh, Ramón! ¿Qué pasa? ¿Has visto una cucaracha o


qué? —preguntó Carlos medio dormido.
—¿Pero qué dices? He hablado con Jesús y Luisa… Me
han dicho que tu padre les ha adelantado las vacaciones, ya sa-
bes… Por eso de que será Navidad… y que podrán estar aquí
a partir de las cuatro con el resto de la pandilla.
—¡Fantástico! Así podremos celebrar la Nochebuena y la
Navidad todos juntos —gritó Carlos.
—Habrá que darle las gracias a tu padre. Es todo un buena-
zo —recordó Ramón.
Después de desayunar decidieron limpiar la casa entre to-
dos para así recibir a sus amigos en condiciones. Desde el día
de su llegada habían limpiado poco y, aunque probablemente
la iban a dejar mucho peor, querían evitarse después cualquier
tipo de comentarios.
La ropa sucia la metieron en la lavadora, todos los desper-
dicios y restos del desayuno acabaron en la bolsa de la basura,
los libros y las revistas esparcidas alrededor de la mesa fueron
colocados en la estantería y los muebles que habían sido mo-
vidos por error, volvieron a su sitio original. Mientras Rubén
fregaba y arreglaba la cocina, Carlos hacía las camas, Ramón
tendía la ropa ya limpia y Adrián barría y fregaba el suelo,
habiendo quitado el polvo antes. En menos de dos horas ya
tenían la casa ordenada y como ya no tenían nada que hacer,
decidieron pasar unas horas en la pista de esquí.
—A los chicos les encantará esto cuando vengan, estoy se-
guro —profetizó Rubén.
Los demás asintieron y, rápidamente, fueron a una de las
pistas más altas, con obstáculos y todo, por la que sólo los
más atrevidos eran capaces de descender. Todos se atrevieron
menos Carlos, que recordó lo sucedido en la carrera del día

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anterior y pensó que sería mejor esperarlos abajo. Sus amigos


no comprendieron nada pero lo dejaron marchar. En un minuto
llegó al final de la pista y allí encontró a Paula, que lo había
visto bajar y parecía querer algo de él.
—Hola, Carlos, ¿cómo estás?
—Ah, hola, Paula, estoy bien, ¿y tú? ¿No trabajas hoy?
—No, me han dado unos días libres hasta el siete de enero
y los voy a aprovechar para divertirme. Oye ¿te apetece un
chocolate caliente? Hay un puesto ahí mismo y esta vez invito
yo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Paula fue al puesto de chocolate que había a escasos metros
de ellos y volvió al cabo de dos minutos con un par de vasos de
chocolate caliente, lo ideal para entrar en calor.
—Oye ¿vas a hacer algo esta noche? —preguntó ella.
—Es Nochebuena y van a venir mis amigos del trabajo así
que supongo que la pasaré con ellos. ¿Por qué lo preguntas?
—Es que… —respondió ella algo tensa— se me había ocu-
rrido que podríamos quedar. Me gustaría decirte algo pero éste
no es el momento ni el lugar para ello.
—¿Qué me quieres decir? —Quiso saber él.
—No te lo puedo decir ahora, ¿quieres que quedemos o no?
Carlos se lo pensó un poco y después respondió:
—Dime dónde y cuándo.
—En los miradores a las doce y media, ¿te parece bien?
—Sí, yo intentaré ir y si a esa hora no estoy, vete a casa.
En esos momentos llegaron Adrián, Ramón y Rubén de
bajar la pista de obstáculos. Llegaron excitados por la emo-
ción de la carrera y aún querían volver a bajarla, pero Paula se

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ofreció para hacerles de guía ya que ellos aún no habían visto


el recinto al completo. Los chicos aceptaron encantados y se
quedaron maravillados al ver las magníficas instalaciones de
las que estaba dotado el lugar. Volvieron a subir a los teleféri-
cos y desde allí admiraron de nuevo el paisaje que los rodeaba.
Paula les indicaba unos cuantos sitios del recinto y les indicó
lo que podrían encontrar allí y también visitaron algunos de
ellos a pie.
Tardaron un par de horas en completar la visita y, al ter-
minar, decidieron ir a comer los cinco juntos. Paula acabó la
primera y se despidió de ellos.
—Hasta luego, chicos.
—Hasta luego —respondieron ellos.
—Carlos, te espero en el lugar y a la hora acordados, ¿vale?
Cuando ella desapareció de la vista de los muchachos, és-
tos miraron al aludido con cara de picarones y, sonriendo, le
dijeron:
—No pierdes el tiempo, ¿ya te la has ligado?
—No es eso chicos, es que dice que quiere hablarme de
algo pero que éste no es el lugar adecuado para ello.
—Creo que ya sé lo que te va a decir —dijo Adrián con una
leve sonrisa.
—¿Ah, sí? ¿Y según tú, señor observador, qué crees que me
va a decir?
—¿Tú que crees? ¡Va a decirte que le gustas! ¿Es que sigues
sin darte cuenta?
—Pues no, la verdad es que no me había fijado. Además, no
creo que sea eso. Seguro que es algo relacionado con el esquí
ya que dijo que lo hacía muy bien.
—¡Pero qué ingenuo eres, joder! Anda, vámonos ya, que
dentro de una hora viene la pandilla.

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Carlos no era un ingenuo. El también sospechaba lo que


Paula le iba a decir pero prefería pensar que se trataba de otra
cosa, así no se amargaría la tarde. La demás gente del grupo,
unos doce en total, llegaron a la hora acordada por teléfono y
tras dejar todo el equipaje se reunieron con los cuatro amigos,
que les esperaban con litros de café calentito.
—Y aquí traemos unos dulces para acompañar estos deli-
ciosos cafés. ¡Ah, Carlos, tu padre te manda recuerdos! —dijo
uno de los recién llegados.
—Vale, muchas gracias —dijo él, algo contento.
Las horas fueron pasando rápidamente, todos los amigos
del trabajo estaban reunidos montando una buena fiesta con
la música a todo volumen. Nadie se quejaba, pues al ser una
casa de campo, el vecino más próximo estaba a cuatrocientos
metros y no le molestaba aquél alboroto.
Algunos chicos bailaban, otros comían y el resto bebía has-
ta hartarse. Carlos estaba sentado en un sofá con un vaso de
calimocho en la mano y mirando pensativo hacia una ventana.
De pronto notó un movimiento algo brusco. Era Manuel, que
había bebido mucho y estaba súper borracho.
—¡Hola, Carlitos! ¿Por qué no vienes a bailar con nosotros?
Pareces un trapo tirado en el sofá —le decía sin dejar de reír-
se—. Eh, si no quieres ese calimocho dámelo que me lo tome
yo.
Carlos apartó rápidamente el vaso y llamó a Adrián para
que se llevase al chico ya que estaba a punto de vomitar por
culpa de la borrachera. Al poco tiempo de desprenderse de Ma-
nuel, siguió mirando por la ventana aguardando la llegada de
las doce y media con nervios. Faltaba media hora para la cita
así que decidió salir en ese momento. Pidió prestada la moto a
José, otro de sus compañeros y se dirigió a la estación de esquí.

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Al llegar allí comprobó que también estaba lleno de gente


celebrando la Nochebuena. Había música, bebida y, a la una de
la madrugada tenían programado un cuarto de hora de fuegos
artificiales que prometía ser espectacular. Carlos buscó inme-
diatamente los miradores pero tardó algún tiempo en encon-
trarlos porque no sabía dónde estaban y tuvo que preguntar a
un par de personas. Cuando llegó vio a Paula, que bajaba las
escaleras para irse. Parecía enfadada.
—Pensaba que no ibas a venir. Es la una menos cuarto. Da
las gracias a que decidí esperar un poco más.
—Lo siento, es que no sabía dónde estaban los miradores.
—Es verdad. Te lo tenía que haber indicado antes.
Subieron las escaleras hasta llegar al lugar de la cita. Es-
tuvieron unos minutos sin decirse nada, el ambiente estaba un
poco tenso y los jóvenes, nerviosos.
—He traído café, ¿quieres un poco? —preguntó ella para
romper el hielo.
—Sí, por favor.
Carlos bebió un trago y miró a Paula. Ella no lo miraba,
miró sus manos y vio que temblaban de los nervios. Él también
lo estaba, pero le preguntó:
—Paula, vayamos al grano. ¿De qué quieres hablarme?
—¿Que qué quiero decirte? Bueno… ya sé que nos conoce-
mos desde hace pocos días pero yo… me he fijado en ti desde
el primer momento y me ha dado cuenta de que me gustas.
Quisiera saber si tengo alguna posibilidad contigo.
Carlos se levantó sin pensarlo y, de manera muy fría, le
respondió:
—Hace ocho meses que murió mi novia y, aunque estoy
haciendo todo lo humanamente posible por olvidar todo aque-

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llo, no se me ha pasado ni por la antecámara del cerebro volver


a iniciar una relación con otra chica y menos si no la conozco
de nada.
—Lo siento… yo no sabía nada de eso.
—Te agradecería que no volvieses a decir que te gusto. Yo
ya sospechaba que me dirías esto y si no hubiese venido me
habría ahorrado el disgusto y tú también.
Tras decir aquellas palabras se marchó y dejó a Paula sola.
Ella se echó a llorar no sólo por haber sido rechazada sino
por haber sido tratada de esa manera. Se sintió dolida y lloró
durante mucho rato. Los fuegos artificiales empezaron pero,
aunque la gente los contemplaba maravillada, ella no les pres-
tó la menor atención.

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Capítulo 7

Carlos llegó a la casa y se fue directamente a su habitación.


No quería hablar con nadie para no tener que contarles lo que
había pasado y escuchar de sus bocas que ya se lo habían avi-
sado. Aquella noche no tenía ganas de nada. Se sentía fatal por
haber tratado fatal a aquella chica que le había parecido tan
simpática.
El joven tardó un par de horas en poder conciliar el sue-
ño debido al bullicio de la fiesta y a los pensamientos que le
rondaban la cabeza. Tras él, una silueta femenina lo miraba
silenciosamente. Era Joanna de nuevo y la expresión de su cara
era como la de un niño que estaba a punto de cometer una tra-
vesura. Ella se acercó a Carlos y le dijo en voz muy baja:
—Será mejor que duermas, cariño. Lo necesitarás para en-
contrarte bien por la mañana porque ahora…lo pasarás muy
mal.
Poco a poco fue cambiando de forma hasta convertirse en
una nube blanca y brillante. Instantes después se introdujo en
la mente del que fue su amado.
Él volvió a tener otro sueño. Iba a gran velocidad por
una extraña carretera pero no iba ni en coche ni en moto,
simplemente flotaba en el aire. La velocidad aumentaba por
momentos hasta que el chico empezó a sentir miedo, pues sólo
veía la carretera, lo demás era todo negro y no sabía a dónde
se dirigía. A lo lejos pudo distinguir a alguien que caminaba

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delante de él, dándole la espalda. Se fue acercando poco a poco


a esa persona y descubrió que era Paula. Carlos seguía flotando
pero se había detenido como suspendido en el aire y observó
que su nueva amiga echaba a correr huyendo de alguien. Él
no entendió nada hasta que vio aparecer el fantasma de Joan-
na tras ella. Paula pedía ayuda aterrorizada, Carlos deseaba
ayudarla pero por algún motivo no se podía mover. Entonces
Joanna levantó una de sus manos convertida en hoja de espada
y le cortó el cuello en milésimas de segundo.
La cabeza saltó y fue a parar a los brazos ensangrentados de
la asesina. Ésta miró a Carlos mostrándole su trofeo a modo de
advertencia y se echó a reír como una sádica. Segundos des-
pués todo lo que le rodeaba se tiñó de rojo y empezó a brotar
sangre de manera desorbitada, tan rápido que el nivel subió y
cubrió al joven y al espíritu. Ella seguía riendo pero él luchaba
desesperadamente por llegar a la superficie de la mar de sangre
y, justo al salir del peligro, se despertó.
Se incorporó de golpe en la cama y se secó el sudor de la
cara con la manga del pijama. Ya había amanecido y los rayos
del sol se colaban entre las cortinas. Miró el reloj y vio que
marcaba la una y cuarto de la tarde. Se vistió sin hacer ruido
por miedo a despertar a Adrián y a sus amigos pero se dio
cuenta de que estaba solo en la habitación.
—Bueno, así no tendré que preocuparme por despertarlos
—pensó para sus adentros.
Minutos después bajó al comedor y vio que todo estaba
hecho un desastre, botellas vacías desparramadas por la mesa
y por el suelo, una bandeja de turrones, el mantel manchado,
patatas fritas también por el suelo y un sinfín de cosas que
eran capaces de desanimar a cualquiera que viese todo aque-
llo. Carlos no sabía qué hacer. Decidió arreglar aquél lío. Co-
gió todas las botellas y las metió en una bolsa de basura que

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él mismo había sacado. La bandeja de turrón la guardó en la


despensa, quitó del mantel el resto de porquerías y lo echó al
cubo de la ropa sucia. Después cogió la escoba y barrió todas
las patatas, aceitunas, etc., del suelo, lo echó al recogedor ya la
bolsa. Finalmente ordenó los sillones y la mesa poniendo cada
cosa en su sitio correctamente.
En cuarenta minutos ya tenía el comedor limpio y como ha-
bía sobrado algo de la cena de la noche anterior, lo aprovechó
y se lo sirvió como almuerzo. Poco después llegó Adrián con
dos pares de bolsas y pidió a Carlos que lo ayudase. Una vez
en la cocina, el primero empezó a hablar:
—He visto a Paula en el mercado de la estación de esquí y
la he notado algo triste, ¿se puede saber que le has hecho?
—¿Te dijo que nos vimos anoche? —le dijo Carlos a modo
de respuesta.
—Sí y también me dijo que cuando se te declaró le hablaste
de mala manera, casi gritándole y que la dejaste sola en los
miradores.
—La verdad es que ya me imaginaba que te diría eso, por
ese motivo me porté mal con ella… no pensaba que podría
hacerle tanto daño.
—Pues se lo hiciste. Carlos, si no te apetecía empezar una
relación por lo menos se lo podrías haber dicho con delicadeza.
—Ya lo sé y me arrepiento mucho. Si por lo menos tuviera
su teléfono… así me podría disculpar.
Adrián sacó un papel del bolsillo de su pantalón y se lo puso
a Carlos en la cara, éste lo miró con sorpresa pensando que su
amigo se había adelantado pidiéndole a Paula su número de
teléfono. Cogió el papel y marcó los números, habló con ella
durante más de media hora y le pidió perdón por lo ocurrido,
incluso quedaron para tomar café tres horas después.

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—Lo siento, Carlos ¿llevas mucho esperando? —preguntó


Paula, que llegaba con retraso.
—Sólo llevo media hora ¿te ha ocurrido algo en el camino?
—Se le pinchó una rueda al coche, por suerte sé cómo se
cambia. ¿Estás enfadado?
—¡Ah, no! No te preocupes. Pídete algo, hoy invito yo.
Paula pidió un café y un plato con turrones y pastas para los
dos. Sólo tuvo que esperar cinco minutos y volvió a la mesa
con su pedido.
—Estoooo… verás Paula, yo quiero pedirte disculpas por
aquello que te dije anoche, me pasé contigo y me siento mal
por ello —se disculpó el chico.
—Pero si ya me has pedido perdón por teléfono, no tienes
por qué pedírmelo otra vez —respondió ella sonriendo.
—Lo sé, pero me siento más tranquilo diciéndotelo cara a
cara.
—Entonces, disculpas aceptadas. Es verdad que te pasaste
al hablarme así pero sabiendo lo que te ocurrió entiendo tu
actitud.
—Eres más comprensiva de lo que imaginaba, espero que
este pequeño altercado no rompa nuestra amistad.
—¡Por supuesto que no! —exclamó Paula—. Tendría que
pasar algo muy gordo para que yo dejase de hablarte.
Pasaron dos horas y aún seguían hablando, tomando café y
jugando numerosas partidas de billar. Aquello sirvió para que
pudieran conocerse mejor. Antes de despedirse, Carlos le pre-
guntó:
—¿Tienes algún plan para esta noche?
—Sí, voy a pasar la navidad en casa de mis padres ¿por
qué?
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—Había pensado en invitarte a pasar esta noche conmigo


y con mis amigos, no serías la única chica, pero si no puedes
venir no pasa nada.
—Si quieres puedo ir en Nochevieja. Como conozco a va-
rios de tus amigos por lo menos ya tendré con quien hablar.
—Vale, entonces te espero el día treinta y uno. Pásalo bien
¿de acuerdo?
—De acuerdo —dijo ella—. ¡Ah, Feliz Navidad!
Le dio un beso en la mejilla y salió corriendo como si fuese
una niña pequeña. Carlos se quedó un poco sorprendido pero
le dio tiempo a decirle lo mismo. Cuando la chica se alejó de
él, pensó:
—Creo que esta chica me está empezando a gustar.
Carlos cogió la moto y regresó a casa. Desde un pino neva-
do alguien lo observaba. Era Joanna de nuevo que, atravesan-
do el pino, caminó hasta la huella que había dejado el vehículo.
Su expresión era angelical pero con un toque de malicia.
—No durarás mucho con esa chica, querido —juró en voz
baja.
—¡Eh! ¿Cómo te ha ido con Paula? ¿Has arreglado las
cosas con ella? —le preguntó Adrián cuando lo vio llegar.
—Sí, ya le he pedido perdón y seguimos siendo amigos,
incluso la he invitado a que pase la Nochevieja con nosotros.
Oye, ¿aún no se han despertado los demás?
—No, aún siguen durmiendo. Se acostaron muy tarde, la
mayoría de ellos borrachos, y creo que tardarán en levantarse.
Adrián se equivocó. Los demás empezaron a levantarse me-
dia hora después, sobre las siete y media. Aquella tarde no hi-
cieron mucho, a las nueve prepararon la cena que incluía ensa-
ladilla rusa, pollo, tortillas y a las diez ya estaban cenando. Al

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terminar tomaron champán y dulces y se fueron a la estación


de esquí porque allí también celebraban la Navidad.
Hubo fuegos artificiales, chocolate con churros, más cham-
pán y fiesta hasta las cinco de la mañana. Después de esa hora
se retiraron todos a dormir.
Los días siguientes transcurrieron con normalidad, algunas
veces iban a pasear y a conocer más el terreno y otras iban a
la estación de esquí. El día veintisiete Carlos vio a Paula, que
regresó el día anterior, y se la presentó al resto de sus amigos,
que la aceptaron enseguida en el grupo. Durante los días pre-
vios a la Nochevieja soñó dos veces con la muerte de Paula a
manos de Joanna. La forma de morir era siempre la misma: de-
capitada por una espada. El chico pensó mucho en esos sueños
y fue tomando una decisión, la de proteger a Paula. No quería
que nadie sufriera por algo que le había pasado a él. Por ese
motivo, esos días los pasó un poco nervioso.
Por fin llegó la víspera del Año Nuevo, es decir, Nochevie-
ja. Paula se presentó unas horas antes para ayudar a preparar la
cena. Después fueron todos a sus habitaciones, se vistieron con
sus mejores galas y bajaron al comedor. La noche prometía
ser espectacular, la mesa estaba llena de riquísimos manjares
preparados por los jóvenes y a más de uno se le hacía la boca
agua al contemplar aquello.
Al terminar la cena se dedicaron a hacer lo que más les ape-
tecía en esos momentos: algunos hicieron un torneo de póquer,
otros bailaban, tres chicos miraban a otro que hacía trucos de
magia. Carlos y Paula también bailaban pero se cansaron pron-
to, cogieron un par de copas de cava y se sentaron en el sofá.
—¿Lo estás pasando bien, Paula?
—Sí. Tú y tus amigos sois muy divertidos. Me alegro de
que me hayas invitado.

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Hubo un instante de silencio en el que ninguno de los dos se


atrevió a mirarse a la cara.
—Te he echado mucho de menos —confesó ella.
—¿En serio? La verdad es que yo también he pensado mu-
cho en ti. Por lo mal que te traté y por la tarde tan estupenda
que pasamos juntos cuando me disculpé.
Carlos empezó a ponerse cada vez más nervioso y se bebió
la copa de cava de un trago para intentar calmarse. No lo con-
siguió pero siguió hablando.
—Verás, desde que te declaraste no he dejado de pensar en
ti y creo, creo que me estás empezando a gustar… ¿Quieres
que lo intentemos?
—Ya sabes que sí —respondió ella regalándole un beso
suave en los labios.
Carlos se puso colorado ante tal acción pero se puso mucho
más cuando vio que sus amigos lo miraban riendo, gritando y
silbando pícaramente.
—¡Eh, eh, gente! —exclamó Ramón— ¡Que ahora mismo
dan las campanadas, así que apagad la minicadena y encended
la tele!
La gente se quedó callada viendo la televisión, en ese mo-
mento retransmitían desde la Puerta del Sol en Madrid, había
allí muchísima gente que bailaba, cantaba y gritaba de alegría.
Carlos y compañía estaban muy atentos a la pantalla. Minutos
después toda la Puerta del Sol se quedó en silencio y se escu-
charon los cuartos que anunciaban el comienzo de las doce
famosas y tradicionales campanadas. Todo el mundo estaba
preparado con las doce uvas en las manos.
Se escuchó, por fin, la campanada número uno, a medida
que se escuchaban las demás, iban metiéndose una uva más en
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la boca, así hasta doce. Entonces vieron fuegos artificiales en


la tele y también en el exterior. Comprendieron que ya había
llegado el cambio de año.

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Capítulo 8

—¡Feliz Año Nuevo a todos! —gritaron todos al unísono en la


casa mientras brindaban y tiraban serpentinas.
Segundos después de felicitarse entre ellos, todas las ven-
tanas del comedor se abrieron de golpe y por ellas entró una
mancha luminosa acompañada de fuertes ráfagas de viento.
Todos vieron aquella mancha pero sólo Carlos sospechó quién
estaba detrás de todo eso. Se apresuró a proteger a Paula, que
se encontraba en apuros, ya que aquella luz peligrosa se estaba
ensañando con ella arrojándole todo lo que encontraba a su
alcance.
—¡Márchate ya, maldita, y déjanos en paz o sólo lograrás
que te odie! —chilló Carlos con todas sus fuerzas.
Aquella misteriosa mancha de luz pareció entenderlo por-
que, a los pocos segundos, el viento cesó y la mancha se des-
vaneció como por arte de magia.
Cuando los testigos de aquél fenómeno se atrevieron a sacar
sus cabezas del escondrijo en el que estaban metidos vieron lo
que había quedado tras el extraño suceso. Todos los muebles
estaban tirados por el comedor y la cocina, la comida y la be-
bida podía verse incluso en las paredes manchando cuadros,
estanterías, libros, etc. Afortunadamente ningún mueble se ha-
bía roto, solamente los platos, vasos y recipientes de cristal
que habían usado durante la cena. También habían quedado
destrozadas las copas y las botellas de champán y cava.

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—Paula, ¿estás bien? —preguntó Carlos, preocupado.


—Creo que sí, pero me duele un poco el brazo —respondió
ella, un poco aturdida.
—Te ayudaré a levantarte —le dijo mientras la levantaba.
Sólo cuatro personas habían resultado heridas. Los demás
tenían algunos moratones y rasguños. Adrián, Rubén y Ramón
se acercaron a ellos bastante asustados.
—Carlos, todos hemos visto esa cosa con luz, ¿crees que
se trata de ella?
—¿De ella? —Quiso saber Paula— ¿Os referís a Joanna?
—Sí, Paula —le confirmó su novio—. Desde su muerte me
han venido pasando cosas muy extrañas en las que ella está
involucrada.
—¡Pero si está muerta, tío! —Le recordaron sus demás
amigos—. ¡Un muerto no puede joderte tanto y menos hacerte
esto!
Carlos miró a su alrededor y finalmente miró a sus compa-
ñeros:
—Amigos, después de esto será mejor que vayáis a curaros
las heridas y, de paso, a acostaros. Nos encargaremos de reco-
ger éste desastre los que quedamos aquí.
No pusieron ningún tipo de objeción, cogieron un botiquín
y subieron a los dormitorios. En unos minutos se quedaron los
cinco (Carlos, Paula, Adrián, Rubén y Ramón) solos. Carlos
les prometió que les contaría el secreto de Joanna después de
limpiar el comedor, así estarían más tranquilos. Se dieron prisa
en arreglarlo todo y en una hora ya estaba todo como nuevo.
Prepararon unas tazas de chocolate y se sentaron alrededor de
la mesa.
—Venga, cuéntanos ese secreto.

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Más allá de la luz

—De acuerdo. Me lo reveló la madre de Joanna. Resulta


que los miembros de su familia, especialmente las mujeres,
poseían unos poderes sobrenaturales que podían ser muy pe-
ligrosos si no se utilizaban correctamente. Muy pocos los uti-
lizaron para el mal pero todos, absolutamente todos, lo hacían
en secreto. La penúltima persona en recibirlos fue la bisabuela
de Joanna, ni su abuela ni su madre los tienen. Joanna fue la
última y los está utilizando para hacer que vuelva a su lado,
aunque tenga que morir para eso.
—Pues no permitiré que te separe de mí y mucho menos
que te mate. Ahora estás conmigo y yo cuidaré de ti como tú
cuidas de mí —le aseguró Paula, que lloraba sin hacer ruido y
le cogía una mano con las suyas.
Carlos la miró emocionado y la abrazó mientras sus amigos
los miraban muy serios.
—Es verdad, se han dado casos de personas poseedoras de
varios tipos de poderes —recordó Rubén.
—Ahora comprendo esos malos rollos que tenías, pensába-
mos que eran paranoias tuyas y hemos comprobado nosotros
mismos que eras tú quién tenía toda la razón —añadió Ramón.
—Me alegro —suspiró Carlos—, ante todo quiero que se-
páis que nada de lo que me ha pasado tenía que ver con voso-
tros y si alguna vez os he tratado mal, os ruego que me perdo-
néis.
—No te preocupes por eso —le tranquilizó Adrián—. Por
lo que nos has contado, Joanna querrá matarte para que puedas
estar con ella y matará también a Paula para quitársela de en
medio. Así que nosotros os ayudaremos e intentaremos que no
os pase nada.
—Muchas gracias, chicos, pero esto es algo que sólo nos
incumbe a Paula y a mí.

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Noemí Martínez

—Sí —secundó Paula—, y no queremos que os arriesguéis


por nosotros. Sois los mejores amigos de Carlos y me caéis
muy bien, no nos gustaría que sufrierais por nuestra culpa.
—¡Nada de sentimentalismos, pareja! ¡Hemos dicho que
estaremos con vosotros siempre y no hay más que discutir! —
volvió a decir Adrián.
La pareja decidió aceptar la ayuda de los amigos, sobretodo
él, porque ya sabía que cuando se ponían cabezotas no había
nada que hacer contra ellos y menos si se trataba de ayudar a
alguien.
Se fueron todos a dormir. Adrián le cedió su cama a Paula
porque ésta no quería dormir sola y se acomodó en una cama
plegable que encontró en el desván. Los días pasaron. Los jó-
venes intentaron olvidar lo ocurrido en Nochevieja, sobretodo
Carlos y su grupo de amigos más íntimos, que habían escucha-
do el secreto y habían prometido guardar silencio. El día cinco
por la mañana, Carlos pidió la furgoneta prestada aunque no
para ir a la estación. En aquella ocasión se dirigió al pueblo,
que estaba situado a dos kilómetros. Su intención era de com-
prar algún pequeño regalo para Paula por el día de Reyes. Es-
tuvo cerca de media hora mirando escaparates y, finalmente, se
decidió por una pulsera bañada en plata con pequeños delfines
(los animales favoritos de su novia), la compró y, tras pagarla,
volvió a la cabaña.
Al llegar se tomó un café (no había tenido tiempo de desa-
yunar) y llamó a Paula. Lo cogió su madre, que le dijo que su
hija estaba en la ducha y que lo llamaría en unos minutos. Car-
los esperó mientras apuraba su café. Quince minutos después
sonó el teléfono, era ella.
—Hola, Carlos ¿Qué tal estás?
—Muy bien, ¿y tú? ¿Aún te duele el brazo?

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—No, ya no me duele pero aún sigo pensando en lo que


pasó en Nochevieja, con aquello y con lo que me contaste de
Joanna estoy empezando a sentir miedo.
—¿Miedo? —preguntó él, algo serio— No estarás pensan-
do en romper lo nuestro por eso ¿verdad?
—No, puede que tenga miedo pero eso no sería suficiente
para dejarte —aclaró Paula.
—Menos mal. Oye… ¿haces algo mañana?
—Por la mañana repartiremos los regalos de Reyes en mi
casa pero si quieres podemos quedar para comer y pasar el
resto del día juntos.
—Me parece buena idea. Paula, ¿quieres venir a cenar esta
noche a casa? Sólo estaremos tú, yo, Adrián, Rubén y Ramón.
Los demás se fueron ayer por la tarde así que podremos hablar
tranquilamente de lo que pasó y encontrar una solución.
—Vale. ¿A qué hora quieres que esté?
—Con que estés a partir de las seis estará bien.
—De acuerdo. Nos vemos a esa hora. Hasta luego —res-
pondió ella.
Carlos suspiró aliviado y contento. Aliviado porque pensa-
ba que Paula lo iba a dejar por miedo a Joanna y contento, por-
que se había equivocado y porque iba a volver a verla aquella
misma tarde y al día siguiente. De pronto, notó unos brazos
que parecían querer estrangularlo. Carlos se asustó pensando
que era Joanna pero resultó ser Ramón imitando la voz de una
chica:
—¿Qué tal Romeo? ¿Has quedado con Julieta?
—Pues sí, mi querido Mercucio. Así que pórtate bien o te
mandaré a Teobaldo para que acabe contigo —respondió se-
ñalando a Adrián que se le acercaba con un paraguas a modo
de espada.
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Noemí Martínez

—¡Mercucio, te reto a un duelo! —gritó Adrián.


—¡Cómo desees! —gritó Ramón también.
Los dos chicos, con paraguas en mano, empezaron a pelear-
se de broma como si fuesen dos espadachines. Cuando Rubén
apareció en el comedor encontró a Adrián y Ramón luchando
y escondiéndose tras los sofás y a Carlos revolcándose en el
suelo de la risa.
—Parece mentira que tengáis veinticinco años… ¿Os
habéis fumado algo o qué? —preguntó atónito al ver semejan-
te espectáculo.
—¡Perdona! —le corrigió Adrián, tras esquivar una estoca-
da de Ramón— ¡Yo tengo veintitrés!.
—Pues los que sean. Tendríais que haberos visto —les dijo
Rubén en tono burlón—, parecíais dos niños pequeños. Qué
pena no haber tenido la videocámara o el móvil a mano.
Dejaron inmediatamente de hacer el tonto y, todos, excepto
Carlos, se pusieron a desayunar. El joven avisó que Paula iría
a cenar con ellos por la noche, así que, tan pronto como termi-
naron el desayuno, se pusieron a limpiar una vez más la casa.
Horas después prepararon la comida, que fue bastante ligera:
una sopa de pollo con pasta, ya que no tenían mucha hambre.
Después de comer fregaron todo lo utilizado y, como no sabían
que más hacer en aquél momento (eran las cuatro de la tarde),
empezaron a preparar la cena para ahorrar parte del trabajo.
Adrián fue a la estación de esquí, que estaba dotada de un
buen supermercado y allí compró el tradicional roscón de re-
yes, dos paquetes de un kilo de chocolate en polvo y media
docena de cartones de leche. Prefirió comprar esa cantidad
porque todos allí eran bastante tragones.
Mientras él estaba fuera los demás estaban en la cocina
preparando todo tipo de cosas: Carlos preparó tres tortillas de

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Más allá de la luz

patata con cebolla y una ensaladilla rusa. Rubén hizo unos ca-
napés de paté de atún y anchoas y unas setas a la plancha con
aceite de oliva, ajo y perejil. También se encargó de poner el
contenido de las latas en cuencos y Ramón hizo una veintena
de tacos que contenían pollo, tomate, cebolla y pimiento, todo
ello troceado y envuelto en veinte tortas o similar de harina (la
madre de Ramón era mexicana y le había enseñado a hacerlos).
Poco después, Adrián entró por la puerta con la compra que
había hecho. Enseñó a los demás la cuenta, lo que había com-
prado y, cuando vieron el roscón, quedaron algo decepciona-
dos ya que era más pequeño de lo que esperaban.
—¿Qué queríais que hiciera? —replicó el chico—. Éste ya
costaba cinco euros y eso que es el pequeño, el mediano ya
son siete y si sumo la leche y el chocolate me faltaría dinero.
El supermercado de la estación es más caro que uno normal.
—No te preocupes, ya nos las apañaremos con lo que tene-
mos —dijo Carlos, poniendo calma—, con cortar los trozos un
poco más pequeños creo que será suficiente, ¿no creéis?
Los demás asintieron resignados. Al oír el timbre, uno de
ellos dejó de hacer lo que estaba haciendo y abrió la puerta.
—¡Hola, Paula! —Saludó Rubén, el encargado de abrir.
—Hola, Rubén, ¿qué tal va todo por aquí?
—Perfectamente. Ahora mismo estábamos terminando de
hacer la cena —le resumió el chico en pocas palabras.
—¿Tan pronto? Si sólo son las cinco y media.
—Lo sabemos, pero preferimos hacerlo ahora y así ahorra-
mos tiempo.
En ese momento salió Carlos de la cocina y al ver a Paula
preguntó sorprendido:
—¿Qué haces aquí, Paula? Aún es pronto, no te esperába-
mos hasta las seis.
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—Bueno ¿y qué? Me apetecía llegar antes para echar una


mano —confesó ella mientras abrazaba a su novio.
—¿A quién? —volvió a preguntar—. ¿A mí o a hacer la
comida?
—Mmmmm… a las dos cosas.
Se echaron todos a reír. Adrián se fijó en la bolsa que la
chica había traído y le preguntó:
—Oye, Paula, ¿qué traes en esa bolsa?
—¿Te refieres a esto? Son un par de botellas de sidra y un
roscón. Por casualidad te vi comprar uno que no era muy gran-
de y, como sois unos verdaderos tragones, pensé que sería bue-
na idea comprar un roscón más grande.
—Nos has salvado la vida, preciosa.
—¿Ah, sí? —preguntó ella pícaramente—. Pues dame mi
recompensa.
Carlos la abrazó muy fuerte y la besó entre silbidos y aplau-
sos procedentes de los chicos agradecidos. Se pusieron rápi-
damente manos a la obra y terminaron lo poco que les queda-
ba por terminar. Después prepararon la mesa con su mantel,
platos, cubiertos, vasos y copas y, como aún quedaba mucho
tiempo para la cena decidieron aprovecharlo de todas las ma-
neras posibles: Ramón hizo todas las camas habidas y por ha-
ber (incluidas las de algunos compañeros que se marcharon
sin hacerlas), Rubén se encargó de lavar toda la ropa sucia que
encontraba por la casa, Adrián fregó todos los utensilios utili-
zados en la preparación de la cena, Carlos ordenó las habita-
ciones que lo requerían y Paula se ofreció a limpiar el porche,
que estaba lleno de nieve.
La chica cogió una escoba especial para ello y salió al por-
che, pero nada más abrir la puerta encontró a sus pies algo muy
desagradable y empezó a gritar muy asustada llamando a Car-

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los y a los demás. Éstos, al oír los gritos, fueron corriendo a la


puerta y encontraron a Paula sentada en el suelo y temblando
como un flan.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Carlos alarmado mientras
la abrazaba.
—Mirad eso que hay en la puerta… ¡Es asqueroso!
Paula señaló determinado punto y los chicos desviaron la
mirada hacia el lugar señalado por ella. Lo que vieron fue ho-
rrible: junto a la entrada habían dos conejos blancos con las
cabezas cortadas en medio de un charco de sangre. Carlos re-
cordó los sueños que tuvo con Paula antes de empezar a salir
con ella en los que la joven moría de la misma manera, cerró
los ojos y esperó a que esas imágenes se le borrasen de la cabe-
za. La voz de Ramón hizo que los abriese de nuevo.
—¡Eh, tíos!¡Mirad lo que hay escrito al lado de los conejos!
Todo el mundo miró con atención, a la izquierda de los pe-
queños cadáveres había algo escrito con su sangre. Era una
amenaza contra Paula.
—¿Qué dice ese mensaje? —preguntó ella, aún temblorosa.
—Dice... ”Acabarás como estos conejos si sigues con él”
—respondió Adrián, ya que él era el que más cerca estaba del
mensaje.
—Es decir —aclaró Carlos—, que morirá degollada si no se
aleja de mí. ¿No es así?
—Así es —dijeron los demás.
Paula salió del porche y pisó la nieve. Estuvo unos minutos
en silencio y gritó:
—¡Joanna! ¡No pienso abandonar a Carlos ni aunque me
mates! ¡Puedes intentar lo que quieras pero nunca lo conse-
guirás!

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Noemí Martínez

Después se dejó caer de rodillas en la nieve, Carlos la ayudó


a levantarse y la metió en casa. El resto de los chicos, retiró
los cuerpos sin vida de aquellos conejos, los metieron en una
bolsa de basura y los tiraron a un contenedor. Acto seguido
limpiaron las manchas de sangre y barrieron el porche. Pasa-
dos quince minutos terminaron y entraron también en la casa.

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Más allá de la luz

Capítulo 9

Dentro, Carlos le preparó una tila a Paula, que aún seguía ner-
viosa. Los chicos se acercaron a ella preocupados.
—¿Te encuentras mejor?
—Sí, es sólo que me puse un poco nerviosa al ver los cone-
jos y el mensaje amenazador.
—No te preocupes —dijo Carlos—, los chicos lo han lim-
piado todo, incluso han barrido el porche por ti.
—Muchas gracias, chicos.
—No hay de qué. Tómate la tila que yo voy a buscar algún
juego para entretenernos—dijo Rubén.
Rubén subió a su habitación y volvió con el Trivial en sus
manos. Durante ese tiempo hasta la hora de la cena estuvie-
ron jugando. Ramón fue el vencedor, Paula en segundo lugar,
Adrián fue el tercero, a Rubén le tocó ser el cuarto y, Carlos,
que quedó el último, se echó a llorar de mentira porque le toca-
ría fregar los platos (ése era el castigo para el perdedor) mien-
tras que los demás se desternillaban de risa.
Llegó la hora esperada, pusieron la comida en la mesa y,
después de hacerle varias fotos, se pusieron a comer. Durante
la cena disfrutaron de una buena conversación en la que se
habló de todo: de viaje, trabajo, fiestas, pero sobretodo habla-
ron del tema de Joanna. Intentaron encontrar una solución para
protegerse de ella pero no hallaron ninguna y decidieron dejar

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Noemí Martínez

ese asunto para otro momento antes de que se estropease la


velada. El resto de la noche la pasaron con la máxima tranqui-
lidad.
A las dos de la mañana, Carlos acompañó a Paula a su casa
y se despidió de ella con un beso tierno en los labios y le dijo:
—¿Dormirás bien esta noche?
—Sí, no te preocupes. Si me pasa algo, te avisaré. Además,
no estaré sola, mi familia me ayudará.
—De acuerdo, entonces… nos vemos mañana a las dos
para comer ¿Vale?
—Sí, buenas noches, Carlos.
—Buenas noches.
Se dieron otro beso y cada uno se fue a su casa. A la maña-
na siguiente todos los chicos se levantaron precipitadamente
y muy ansiosos por abrir los regalos, que estaban bajo el ár-
bol navideño que Carlos había traído de su casa. Ellos eran
muy tradicionales en ese sentido, tenían su calcetín rojo con
su nombre y en el interior de cada uno había tres regalos. Ahí
no había límite de precio. Adrián encontró el juego que tanto
deseaba tener para su Nintendo 3DS, el último tomo que le fal-
taba para terminar su colección de comics favorita y la banda
sonora de la saga entera de Star Wars.
—¡Siempre serás un niño! —le dijo Ramón bromeando.
—¡Y tú un pijo! —le contestó sacando la lengua— ¿Qué
tienes tú?.
—Pues…..una colonia de Hugo Boss, unas gafas Ray Ban
y una pluma estilográfica.
—Lo que yo decía —volvió a decir Adrián—, eres un ver-
dadero pijo.
—¡Calla, crío! —Le ordenó Ramón al mismo tiempo que

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se le echaba encima—, por cierto Carlitos ¿qué te han traído a


ti los Reyes?
—A ver… me han traído un reproductor de mp3, una agen-
da, y un cd recopilatorio de música de los 90.
—¿Y a ti, Rubén? —preguntó Ramón una vez más.
—Yo veo dentro de mi calcetín un reloj de pulsera, un
mechero plateado y… ¡el libro de La Historia Interminable!
¡Siempre quise tener ese libro! —exclamó Rubén entusiasma-
do.
La mañana transcurrió entre regalos y celebraciones. Llegó
la hora de la cita de Carlos, éste se levantó del sofá y se prepa-
ró para salir.
—¿A dónde vas tan guapo? —le preguntaron.
—He quedado con Paula. Ya que mañana regresamos a casa
voy a pasar el resto del día con ella.
—¡Ah, toma! Dale esto de nuestra parte. También hemos
pensado en ella y le hemos comprado un par de cositas.
—¡Vaya, igual que yo! —exclamó Carlos—. Bien pensado
chicos. Hasta luego.
Cerró la puerta y se marchó. Cogió la furgoneta una vez
más y se dirigió a la entrada de la estación, que era el lugar
donde había quedado con su novia. Cuando llegó la encontró
distinta: llevaba un vestido corto granate, unas medias gruesas
de color carne, botas del mismo color que el vestido y una
cazadora negra.
—Paula, estás guapísima.
—Muchas gracias, tú también. ¿Quieres que entremos ya?
—Por supuesto, ¿qué tal has pasado la noche?
—Perfectamente ¿y tú? ¿Qué te han traído los Reyes?

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—Un reproductor de mp3, un cd de música de los 90 y una


agenda. Toma, mis amigos y yo queremos darte esto.
—¿Es para mí? Muchas gracias.
Carlos le entregó un calcetín rojo enorme en el que Paula
encontró un bulldog francés de peluche, un frasco mediano de
perfume y un bonito diario con candado, llave y una pluma
dorada. También descubrió un pequeño paquetito, lo abrió y
resultó ser una pulsera de plata con delfines. Enseguida supo
que se lo había regalado Carlos porque, aparte de su familia,
sólo él sabía que el delfín era su animal favorito.
—Muchas gracias otra vez. Me halaga que os hayáis acor-
dado de mí.
Ella le entregó una bolsa de papel y le pidió disculpas por
no haber podido envolverlo.
—Estos guantes, gorro, bufanda, cartera y llavero son rega-
lo de mis padres y hermanas. Y esto es de mi parte.
Carlos la miró sorprendido y ella le dijo entre risas que en
su casa también se habían acordado de él. Le entregó un pa-
quetito, también pequeño, que desenvolvió con mucho interés.
Se trataba de una cruz de oro con un rubí en el centro y una
esmeralda en cada extremo. La cadena era igualmente de oro.
—Este crucifijo era de mi abuela. Al ser pequeño lo podrás
llevar colgado al cuello.No te lo quites nunca y te dará buena
suerte.
—Muchas gracias —contestó ilusionado—, lo llevaré
siempre.
La pareja entró en el restaurante y pidió su comida. Es-
tuvieron charlando de la cena de la noche anterior y de los
regalos de Reyes, también mencionaron lo ocurrido con los
conejos muertos pero no volvieron a comentarlo más para no
estropear el día. Poco después les trajeron lo que habían pedi-

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do: un filete de ternera con guarnición y una ensalada. Degus-


taron la comida muy animados y, al terminar, pidieron un café.
Mientras se lo tomaban jugaron unas partidas al billar para
hacer la tarde más entretenida.
Transcurrida una hora y media salieron a dar una vuelta. Se
pasearon por las pistas de esquí y para bajar un poco la comida
decidieron hacer unas carreras a lo largo de la montaña más
cercana, la cual fue testigo días antes de la competición en
la que Carlos salió vencedor tras algún que otro susto. Esos
momentos de ejercicio sentó muy bien a la joven pareja que,
para descansar, decidió subir al teleférico y contemplar los pai-
sajes que se veían a lo lejos. El trayecto en teleférico era de
unos doscientos metros y estaba a cincuenta metros del suelo.
Cuando llevaban recorridos poco más de la mitad del camino
empezaron a notar algo raro. Se habían detenido todas las ca-
binas y en la suya se sintió un temblor y unas risas terroríficas.
—¡Oh, no, Joanna otra vez! —gritó Carlos, al mismo tiem-
po que intentaba ayudar a su novia.
—¿Cuándo nos dejará en paz? —preguntó Paula, asustada.
—¡Cuando estéis los dos muertos! ¡Ja ja ja ja! —Rio Joan-
na en voz alta.

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Capítulo 10

El fantasma de Joanna estaba con ellos dentro de la cabina


del teleférico y los miraba con los ojos llenos de odio pero
también sonreía porque sabía cómo iba a terminar el chico que
amaba y su actual pareja. Joanna levantó los brazos y, a medi-
da que los estiraba hacia arriba, la cabina temblaba cada vez
más fuerte. El espíritu desapareció dejando solos a los jóve-
nes, que no sabían que hacer para salvarse. Estaban desespe-
rados y se pusieron más nerviosos cuando empezaron a notar
un olor a quemado: las piezas que sujetaban el transporte a los
cables ardían y se estaban soltando. Carlos intentó buscar una
solución y la encontró: arrancó la barandilla que estaba sujeta
a la pared y golpeó el techo hasta lograr abrir la ventanilla que
había sobre ellos. Después cogió a Paula en brazos y la ayudó
a subir. En cuanto ella estuvo en el techo, él hizo lo mismo y
en un par de minutos ya estaba a su lado.
—Si esto sigue así, no tardaremos en caer —auguró Paula.
—Lo sé pero, sinceramente, lo único que podemos hacer
ahora es rezar para que ocurra un milagro —dijo Carlos, por
decir alguna cosa.
Paula se tomó aquellas palabras al pie de la letra y Carlos,
al verla, la imitó. Los dos se arrodillaron en el techo de la ca-
bina y, agarrados a las piezas que aún la sujetaban, rogaron por
la salvación de sus vidas. Aquello seguía temblando cada vez
más fuerte y al ver que el milagro no se producía, dejaron los
rezos y se resignaron.

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—Yo no quería dejarme vencer, Carlos, no ahora.


—Ni yo tampoco pero… ¿quién va a venir a salvarnos?
Estamos en medio del vacío y no hay medios para una
emergencia como ésta.
—Ahora que lo nuestro iba tan bien…
Paula no pudo terminar la frase, las lágrimas se le escapa-
ron de los ojos y no pudo hacer otra cosa más que abrazar a su
novio por última vez. El chico hizo lo mismo y también dejó
salir sus lágrimas, ya no le importaba llorar.
Cuando creyeron que todo estaba perdido escucharon unos
ruidos un poco extraños. Volvieron la cabeza y vieron tras ellos
un helicóptero que iba en su ayuda. Como no había tiempo que
perder, les echaron una escalera y, cuando se aseguraron de que
la pareja se había agarrado bien a ella, se elevaron lentamente
en el aire. La cabina del teleférico se terminó de desenganchar
del cable instantes después y explotó al hacer impacto con la
nieve. Esa zona de la estación cerró esa misma tarde. Paula y
Carlos fueron llevados a la enfermería que había en el recinto
y, tras comprobar que lo único que tenían en el cuerpo era el
miedo pasado en aquél incidente, acordaron llevarlos a casa.
María, la mujer que conducía el helicóptero pese aparentar
tener ochenta años, se ofreció a acompañarlos. Cogió la furgo-
neta del chico. Los jóvenes, que iban en un coche de policía,
fueron tras ella.
—Habéis tenido suerte, jovencitos —dijo ella a través de
un walkie-talkie—, al estar nosotros cerca pudimos ver lo que
pasaba.
—Sí —respondieron ellos—, ha sido un verdadero milagro.
Muchas gracias por habernos salvado la vida.
—No hay de qué, jovencitos —dijo la señora, sonriendo.
Minutos después llegaron a la casa de campo. Los tres fue-

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ron recibidos por Adrián y los demás, que al ver un coche de


la policía se habían alarmado y salido a su encuentro. La mujer
les explicó lo ocurrido y les sugirió que les preparasen una tila
a cada uno ya que aún estaban nerviosos. Cuando estaban a
punto de alcanzar el umbral de la puerta, ella les dijo:
—Yo intentaré defenderos mientras pueda pero sois voso-
tros los que debéis acabar con la amenaza que supone Joanna,
especialmente tú, Carlos, y también Paula.
Los jóvenes la miraron perplejos y descubrieron que su as-
pecto había cambiado. Seguía teniendo el pelo canoso y reco-
gido en un moño pero su vestimenta era distinta: llevaba un
vestido azul hasta los tobillos y una túnica o abrigo largo tan
blanco que parecía confundirse con la nieve.
—Recuerdo a esa mujer. Es la bisabuela ya fallecida de
Joanna, la penúltima que recibió los poderes —dijo Carlos en
voz baja.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó Adrián.
—Joanna me enseñó una vez una foto suya.
—Entonces ¿estamos ante su espíritu? —preguntó Paula en
aquella ocasión.
—Eso parece.
—Tengo que irme, jovencitos —anunció el espíritu bue-
no—, tened mucho cuidado a partir de ahora.
Después les sonrió, les dio la espalda y, mientras caminaba
como si quisiera internarse en el bosque cercano a la casa, se
fue haciendo cada vez más transparente hasta desaparecer del
todo. Los chicos entraron en la casa y pasaron allí el resto del
día, ya que no se atrevían a hacer nada más por miedo a otro
incidente. Ni siquiera supieron que hacer para entretenerse y
no pensar más en aquello.

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Noemí Martínez

La noche llegó y ellos acordaron acompañar a Paula hasta


su casa porque no querían dejarla ir sola. Entraron en ella, in-
vitados por los padres, que conocían su relación con Carlos, y
estuvieron allí durante hora y media hasta que decidieron que
ya era hora de marcharse. Mientras los demás esperaban en la
furgoneta, Carlos hablaba con Paula.
—No sé si dejarte sola, después de lo que ha pasado, ya no
me fío de nada.
—Yo tampoco. Si te digo la verdad, estoy muerta de miedo
y no quisiera que te marchases, pero ambos tenemos nuestros
trabajos y tenemos que intentar llevar nuestras vidas con nor-
malidad. Y por lo de dejarme sola no te preocupes, creo que
podré defenderme de Joanna y como vamos a estar en contacto
ya te contaré todo lo que me pase ¿vale?
—Sí. Oye… ¿saben tus padres todo esto?
—No, si lo superan me obligarían a dejarte y eso es algo
que no deseo.
—Está bien, no se lo digas. ¿Vendrás mañana a despedir-
nos?
—Por supuesto, estaré ahí a las nueve. ¿Es buena hora?
—Sí, nosotros saldremos sobre las once así que tendremos
algo de tiempo para estar juntos.
—Bien, entonces hasta mañana —le dijo Paula abrazándo-
lo.
—Hasta mañana.
Carlos le respondió con un beso, segundos después se se-
pararon, ella se quedó en la puerta viéndolo subir al vehículo,
él la miró y la saludó con la mano. Acto seguido la furgoneta
se puso en marcha y desapareció por el camino. Cuando Paula
dejó de verlo se metió en casa.

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Más allá de la luz

A la mañana siguiente, Paula ya estaba con Carlos y los


demás desayunando en el comedor.
—La verdad es que ha sido un verdadero placer conoceros
chicos —confesó ella—, he pasado unos días muy agradables
con vosotros, a pesar de todos los incidentes raros.
—Nosotros también nos alegramos —dijo Carlos en nom-
bre de todos.
—Sí, sobretodo tú, Carlitos, ¿verdad? —dijo Adrián con la
intención de chinchar un poco a su amigo—. Paula ¿vendrás a
vernos algún día?
—Por supuesto que sí y espero que vosotros hagáis lo mis-
mo. Por cierto, Adrián, esto es para ti.
—¿Para mí?¿De quién? —preguntó extrañado el aludido.
—Es de mi hermana Rosa, la rubia. Parece ser que le has
gustado y me ha pedido que te dé esto.

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Más allá de la luz

Capítulo 11

Los chicos se agolparon alrededor de Adrián para ver de qué


se trataba pero él, entre sonrojado y nervioso, se fue a su habi-
tación. Sus amigos intentaron seguirlo pero Paula los detuvo.
—Será mejor que no lo molestéis. Mi hermana le ha escrito
una carta con la dirección y el número de móvil. Sólo pone que
le gusta y que quiere conocerlo mejor. También le ha mandado
una pulsera hecha a mano.
—Tu hermana parece buena chica —opinó Ramón—, segu-
ro que Adrián querrá conocerla también.
Al poco rato bajó Adrián con cara de felicidad. Todos lo
miraron y Paula preguntó:
—Estás contento ¿verdad? ¿Ya has hablado con Rosa por
teléfono?
—¿Cómo lo sabes?
—Me leyó la carta antes de guardarla en el sobre.
—Bueno, pues sí. He hablado con ella. Le he dicho que
a mí también me gustaría conocerla más, que podemos tener
contacto por e-mail o teléfono y que iré a verla dentro de dos
fines de semana. La verdad es que tu hermana me llamó la
atención cuando la vi anoche y hemos quedado en que si todo
sale bien entre los dos habrá posibilidades de que salgamos
juntos.

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Noemí Martínez

—¡Pues nos alegramos por ti, señor ligón! Ahora cojamos


las maletas y metámoslas en la furgoneta.
—¿Habéis metido la moto de José antes? —preguntó Car-
los.
—Sí, ya está dentro —respondió Ramón, que ya estaba
poniendo la furgoneta en marcha.
Todo el equipaje se encontraba ya dentro del vehículo y
se iba acercando la hora de marcharse. Carlos se despidió una
vez más de Paula, no sin intercambiarse antes las direcciones,
tanto postales como de correo electrónico, y los números de
teléfono. Después cada uno cogió el camino de regreso a sus
casas. El regreso se hizo en silencio ya que nadie tenía ganas
de volver a la monotonía de todos los días.
—¡Buenos días, chicos! ¿Listos para volver al trabajo? —
les preguntó Sergio, al verlos llegar al día siguiente.
—Por favor, papá —suplicó Carlos—, no nos hables del
trabajo o acabaremos deprimidos.
—Sí, señor —siguió Adrián—, nos hemos divertido mucho
y lo último que nos apetece es volver a trabajar.
—¿Qué? ¡Oh, vaya! ¡Y yo que pensé que os gustaba
hacerme compañía y trabajar conmigo! —dijo el hombre, con
fingida cara de pena.
—Jefe, que estábamos de coña. Además, tenemos una
buena noticia que seguro que le va a encantar. ¡Carlos se ha
echado novia!
—¿En serio, hijo? ¡Cuenta, cuenta! ¿Cómo es? —Quiso
saber Sergio.
Ante la insistencia de su padre, que se comportaba como
un niño deseoso de saberlo todo, Carlos le habló de Paula, de
cómo era, de cómo la había conocido y cómo empezaron a

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Más allá de la luz

salir. También le explicó los problemas que habían tenido con


Joanna al empezar la relación. A Sergio le pareció extraño pero
no le sorprendió lo más mínimo porque los padres de Joanna
ya lo habían puesto al corriente sobre el secreto de su hija.
—Lo importante es que ya has rehecho tu vida y eso me
hace muy feliz. Sigue así —le dijo su padre a modo de felici-
tación.
Los días transcurrieron unos detrás de otros hasta pasar seis
meses. En ese tiempo Carlos y Paula se vieron todos los fines
de semana, festivos y días libres. También hablaban mucho
por teléfono o usaban Whatsapp o se enviaban numerosos co-
rreos electrónicos. Adrián y Rosa (la hermana de Paula), tras
salir durante dos meses como amigos empezaron una relación
en serio porque se dieron cuenta de que sus sentimientos iban
cambiando a algo más fuerte. Rubén empezó a salir con una
chica a la que conoció en la discoteca que frecuentaba y Ra-
món, volvió con su última novia tras un año de paréntesis.
Todo les iba bastante bien y en ese período de tiempo no
habían tenido ningún tipo de problemas con Joanna. Un vier-
nes por la noche, Carlos, que estaba sentado viendo la tele,
decidió llamar a su chica para quedar con ella. Pero antes de
que cogiera el teléfono, éste sonó:
—Paula, cariño. ¿Qué tal estás? Iba a llamarte ahora mismo
¿me has leído el pensamiento?
—Puede que sí. Oye, te llamo para decirte que mañana no
me viene bien que nos veamos.
—¿Por qué? —preguntó por tercera vez.
—Es que me he mudado a casa de una amiga y estaré muy
ocupada trasladando mis cosas. Si quieres podemos vernos el
domingo.
—¿Has tenido algún problema con tu familia?

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Noemí Martínez

—No, con ellos no. Es con Joanna, pero ya te lo contaré el


domingo.
—Mira, mejor nos vemos mañana. Así te ayudaré con la
mudanza y me cuentas lo que te ha pasado. Sabes que no me
gustaría pasar el día de mañana preocupado.
—De acuerdo —respondió.
Ella le dio la dirección y él, al día siguiente y nada más
levantarse y arreglarse, se dirigió hacia la casa donde se ha-
bía instalado su novia. Llegó mucho antes de lo previsto, cosa
que sorprendió a Paula y a su amiga y, al ver que aún seguían
ocupadas con la mudanza, él mismo se ofreció a ayudar con
lo cual acabaron mucho antes de lo esperado. Las chicas se
lo agradecieron invitándolo a pasar el día con ellas, cosa que
aceptó encantado.
A media tarde, Carolina, que así se llamaba la amiga de
Paula, les anunció que iba a pasar el resto del día y el domingo
en casa de su novio y demás compañeros de la facultad e invitó
a Carlos a que se quedase allí todo el fin de semana.
—Pero… ¡mucho cuidado con lo que hacéis! —sugirió
guiñándoles un ojo.
—¡Carol, por favor, cállate! —respondió Paula lanzándole
un cojín desde el sofá.
—No, en serio. Con tu novio aquí estarás segura y no me
sabrá mal dejarte en casa. Y tú, Carlos…
—¿Sí?
—En mi habitación hay ropa de chico que se pone mi novio
cuando viene a verme. Creo que es más o menos de tu misma
talla, así que si necesitas algo ya sabes de dónde cogerlo.
—Muchas gracias, Carolina.
—No hay de qué.

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Carolina fue a su habitación y cogió la mochila con sus


libros y la ropa que iba a utilizar. Diez minutos después se des-
pidió de la pareja y se marchó. Paula fue a la cocina a preparar
unos cafés, Carlos la siguió.

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Capítulo 12

—¿Te encuentras bien? —le preguntó mientras le rodeaba la


cintura con los brazos.
—No, la verdad es que no. Desde el momento en que te
fuiste a tu casa han estado pasando cosas raras relacionadas
con Joanna: he soñado muchísimas veces con mi muerte, Joan-
na me perseguía con una espada y me cortaba la cabeza. No
ha habido ninguna semana desde entonces que no lo haya so-
ñado y siempre me decía lo mismo. “Carlos es mío, déjalo o
morirás”. Pero eso no es todo, mi familia ha sufrido muchos
accidentes. A mi madre la hemos ingresado varias veces por-
que padece del corazón, mi padre casi se mata con el coche, mi
hermana pequeña hace patinaje y no sale de una lesión cuando
ya está sufriendo otra… y Rosa ha sufrido ya varios ataques
de nervios.
—Adrián ya me había comentado algo de eso en una oca-
sión ¿por qué no me dijiste nada de eso antes?
—Porque no quería preocuparte ni perderte.
—No te preocupes. Lo que tenemos que hacer es permane-
cer unidos. Además, contamos con la ayuda de nuestros ami-
gos —le recordó Carlos a su chica mientras la abrazaba.
La noche caía y ya eran casi las diez. Paula, un poco abu-
rrida, preguntó:
—¿Te apetece una pizza? Podemos ir a buscarla y así no

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Noemí Martínez

tendremos que cocinar y, de paso, alquilaremos una peli…


¿qué te parece?
—Es una idea muy buena —opinó Carlos—. Vamos, invito
yo.
—Pero no es necesario—respondió ella un poco avergonza-
da—, en esta casa tú eres el invitado.
—He dicho que invito yo y no acepto un no por respuesta
—repitió Carlos mientras le daba un beso ligero en la cara.

Paula aceptó aún sorprendida y sin rechistar. Carlos la cogió de


la mano y salieron a la calle en busca de una pizza y una pelí-
cula. Decidieron ir antes al video club y adquirieron un DVD
romántico que había tenido mucho éxito en el momento del
estreno en los cines. Después fueron a una pizzería y pidieron
una pizza familiar de barbacoa, que a los dos les volvía locos.
En una hora ya estaban en casa preparando la mesa con unos
platos, vasos, refrescos, un recipiente con patatas y la pizza.
Pusieron la película y cenaron tranquilamente.
Casi dos horas después la película terminó y los jóvenes,
muertos de sueño, se fueron a dormir. Carlos fue directo al
tercer dormitorio pero se dirigió rápidamente al encuentro de
Paula cuando la oyó gritar.
—Paula, ¿qué pasa? —preguntó asustado.
—Mira —le respondió ella más asustada aún, señalando la
puerta de su habitación.
La puerta sangraba abundantemente sin que los chicos lo-
grasen averiguar de dónde procedía la sangre. Segundos des-
pués, una figura atravesó la puerta y se situó frente a la joven
pareja. La incansable Joanna atacaba de nuevo, su risa aterra-

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Más allá de la luz

dora la acompañaba una vez más. No parecía querer atacar a


Carlos y, sin embargo, miraba a Paula como si hubiera hecho
algo malo.
—Paula, creí haberte dicho que te alejases de Carlos o tú y
tu familia moriríais.
La chica tenía tanto miedo que se quedó sin habla pero en-
tonces fue Carlos el que decidió tomar la palabra.
—¿Qué se aleje de mí?¿Para qué, Joanna?¿Para que puedas
torturarme a gusto? ¡Eso ni lo sueñes!
Carlos abrazó fuertemente a Paula para evitar que se sepa-
rase de su lado.
—Pero Carlos... —replicó el espíritu, poniendo cara de
pena— todo esto lo hago para que podamos estar juntos.
—Es que yo ya no quiero estar a tu lado ahora que he conse-
guido rehacer mi vida. ¿Es que no puedes entender eso?
—¡Lo único que entiendo es que tienes que estar a mi lado
y ese día no tardará en llegar! —aseguró Joanna a gritos.
Levantó los brazos y un tornado parecido al que vieron en
Nochevieja, invadió el comedor cebándose, una vez más, con
la pobre Paula. Carlos se tiró a protegerla y, en un acto de des-
esperación, cogió la cruz (regalo de su novia) que siempre lle-
vaba en el cuello y la lanzó contra Joanna. La cruz la atravesó
y ella gimió cono si la hubiera herido. Miró su “herida”, miró
a Carlos y le dijo a modo de despedida:
—Volveré a por ti. Tarde o temprano lo haré.
Joanna desapareció.
—Paula ¿estás bien?
—Sí, creo que sí.
Joanna ya se ha ido, vamos a recoger todo esto.

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—No —se negó ella—, ya lo haremos mañana. Vayamos a


dormir.
—Vale, será lo mejor.
—Carlos…quiero que duermas conmigo. Después de esto
ya no me atrevo a dormir sola.
El chico accedió y se acostó en la misma cama que ella para
tranquilizarla pero, entro los besos, caricias y abrazos que se
dieron acabaron haciendo el amor. Para ambos, aquella noche
fue su primera vez juntos.
A la mañana siguiente se despertaron muy contentos por-
que, aparte de lo ocurrido la noche anterior, los dos habían te-
nido un sueño relacionado con Joanna. Pero aquél sueño tenía
un final esperanzador.
—Ojalá todo acabase como en ese sueño —suspiró Paula.
—Pero sólo son sueños —respondió el, más realista—.
Aunque admito que yo deseo lo mismo.
Salieron del dormitorio y se encontraron con el panorama
de la noche pasada. En aquellos momentos desearon volver a
la cama.
—No, Carlos, no te vuelvas a acostar. Acordamos que reco-
geríamos esto hoy y lo vamos a hacer.
—¿No podríamos desayunar antes? —preguntó Carlos me-
dio dormido.
—Primero limpiaremos el comedor y así podremos desayu-
nar con tranquilidad.
—De acuerdo —dijo él, con cara de resignación.
A pesar del desorden que había, se tardó muy poco tiempo
en limpiarlo. Las cosas rotas, que por suerte fueron pocas, aca-
baron en la basura y las que tenían arreglo fueron reparadas.
Barrieron todo aquello que se podía barrer y después de reco-

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Más allá de la luz

ger las prendas de ropa sucia y poner las cosas en su sitio, se


fregó el suelo. Carlos se apresuró a coger su crucifijo de detrás
de una maceta y se lo volvió a colgar al cuello.
Después de la limpieza, fueron a la cocina a desayunar
y, al terminar, se lavaron, vistieron y salieron a pasar el día
fuera para olvidar el incidente de la noche pasada. El día pasó
lentamente y, otra vez, se hizo de noche. Afortunadamente no
pasó nada y pudieron dormir tranquilos. Carolina regresó el
lunes por la mañana, Carlos no tuvo prisa ya que lo tenía libre
y se quedó con ellas hasta después del almuerzo. No se pudo
quedar más tiempo porque había prometido a sus amigos que
quedaría con ellos para comer.
—Dales recuerdos de mi parte y dile a Adrián que Rosa ya
está mejor y que está deseando verlo.
—Lo haré —dijo Carlos mientras arrancaba el coche—.
Hasta pronto. Te quiero.
—Yo también te quiero.

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Capítulo 13

Carlos se dirigió a su ciudad y, cuando llegó tomó rumbo al


lugar de la cita. Una vez allí sólo tuvo que esperar diez mi-
nutos hasta que llegaron sus amigos. Ya reunidos, entraron en
el restaurante donde habían reservado mesa. Allí, el chico les
informó de los acontecimientos contados por Paula y le dio a
Adrián la buena noticia de la recuperación de Rosa que, aun-
que él ya estaba informado, igualmente le alegró.
—Según lo que nos has contado —resumió Rubén—, pue-
de que el día en el que Joanna te mate esté cerca, ¿no?
—Así es —admitió Carlos—, por eso quisiera que estuvié-
semos juntos a partir de hoy. Para poder enfrentarnos mejor a
ella.
—¿Y cómo podemos hacer eso? —preguntó Adrián.
—Es muy sencillo. Os venís a vivir conmigo. Tengo dos
habitaciones más en casa, buscaremos una solución al eterno
problema y también tendremos tiempo para divertirnos.
Adrián, Rubén y Ramón estuvieron unos minutos comen-
tándolo entre ellos y, al ver que no se ponían de acuerdo, le
dijeron:
—Carlos, tenemos que pensarlo. Te llamaremos por la no-
che y te daremos nuestra respuesta, ¿te parece bien?
—Por supuesto, pensadlo cuánto queráis.

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Noemí Martínez

Ya no le dieron más vueltas al asunto, el resto de la velada


la pasaron como cualquier grupo de amigos. A las cinco de la
tarde tomaron un café y se despidieron para irse cada uno a su
casa. Carlos pasó las horas muertas viendo la tele y aburrién-
dose hasta que a las nueve recibió la llamada de sus amigos.
Se lo habían pensado y la respuesta era afirmativa. Prepararían
las cosas esa misma noche y a la mañana siguiente estarían ya
con él.
Carlos se puso muy contento con aquella respuesta y nada
más colgar empezó a preparar entusiasmado las habitaciones
en las que dormirían sus amigos. Sólo tuvo que quitar de en
medio un par de cajas con objetos inservibles, cambiar las sá-
banas viejas por otras en mejor estado y barrer el suelo. Como
el chico ya estaba cansado, echó un vistazo al nuevo aspecto
de los dormitorios y, como le gustó lo que vio, se fue a dormir
tranquilo.
Amaneció un nuevo día. Carlos se despertó alertado por
varios golpes en la puerta de su apartamento. Miró el reloj y
eran… ¡las diez de la mañana! Se había quedado dormido. Se
levantó rápidamente y, con los pantalones de pijama puestos,
salió corriendo a recibir a sus amigos.
—¡Eh, Carlos! Ya era hora de que abrieras. Seguro que los
golpes se han oído en todo el edificio —dijo uno de ellos.
—Perdonadme por haberos hecho esperar. Me había que-
dado dormido.
—Bah, no te preocupes —lo disculpó Ramón—. ¿Dón-
de están nuestras habitaciones?, el equipaje pesa y queremos
guardarlo cuanto antes.
—En el pasillo. Hay una individual y otra con dos camas.
Elegid la que queráis e instalaros. Yo, mientras tanto, voy a
vestirme.

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Más allá de la luz

Mientras los chicos elegían habitación, Carlos fue a la suya


a hacer la cama y a vestirse. Después llamó por teléfono a los
padres de Joanna y estuvieron un buen rato hablando. Carlos
les contó los incidentes ocurridos con su hija y les habló de su
nueva novia. También les habló de lo mucho que estaba su-
friendo ella también pero que juntos estaban haciendo frente a
todos los obstáculos que se les presentaba. Así mismo Rogelio
(su ex –suegro), le habló de su nueva vida con su mujer y con
Víctor, su hijo, nacido hacía pocos meses, pero sobretodo lo
animó a seguir adelante con su nueva vida al lado de Paula.
—¿Con quién hablabas? —le preguntó Adrián cuando le
vio colgar el teléfono.
—Con el padre de Joanna. Nos contábamos los últimos
acontecimientos de nuestras vidas.
—Ah, vale. Oye ¿qué tal si hacemos la compra? He echado
una ojeada a la nevera y no está muy llena que digamos.
—Está bien. Vamos a comprar pero el dinero lo ponemos
entre todos.
Fueron al supermercado más cercano a la casa y llenaron
dos carros con comida suficiente para un mes (así ahorraban
más dinero que yendo una vez a la semana), entre todos pa-
garon la compra y como habían traído la furgoneta no tuvie-
ron ningún problema a la hora de cargar las bolsas. Una vez
en casa, guardaron la comida en su lugar correspondiente, los
productos de limpieza en un armario al lado del fregadero y los
de higiene personal en el cuarto de baño.

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Capítulo 14

Desde la mudanza de sus amigos a su casa, la vida de Carlos


había cambiado a mejor. Se sentía más a gusto y seguro y con
ellos a su lado ya no pensaba en cosas tristes ni se deprimía.
Entre su trabajo, las fiestas que celebraba con sus amigos y
las visitas de Paula el tiempo se le pasó volando y así pasaron
dos meses. Una noche, Carlos estaba cenando con los chicos y
viendo la tele cuando, a las diez y media sonó el teléfono. Era
Paula y, por el tono de su voz, parecía nerviosa.
—¡Paula, tranquilízate!¿Qué te pasa?
—Es mi amiga Carol, la han ingresado en el hospital y está
grave.
—¿Cómo que grave? —Volvió a preguntar—. A ver, cuén-
tame todo desde el principio.
—Estábamos las dos cenando hace hora y media cuando
notamos un temblor que sólo se sentían en nuestro piso. Es-
cuchamos unas risas y todos los muebles empezaron a volar
sobre nuestras cabezas para acabar impactando sobre nosotras.
—Pero… ¿estáis bien? —preguntó por tercera vez.
—Ya te he dicho que mi amiga está grave, no ha entrado
en coma de milagro. Yo sólo tengo un brazo y una pierna rota.
Le he contado todo lo que nos pasaba y le he comunicado mi
decisión de irme de su casa para evitarle cosas peores que esa
pero tampoco quiero ir a casa de mis padres… ¿podría irme a
vivir contigo?

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—Claro que sí, no tienes que preguntarlo. Mis amigos tam-


bién han venido a vivir conmigo y cuando vengas estarás más
segura.
—De acuerdo. Entonces te espero en el hospital ¿tardarás
mucho?
—Creo que unas tres o cuatro horas pero intentaré llegar
antes. Así que no te preocupes y no te separes de tu amiga.
Colgó el teléfono, se levantó y se puso rápidamente la cha-
queta. Tenía ya a mano las llaves de su coche cuando sus ami-
gos, que se habían asustado al oírlo hablar, le preguntaron:
—Carlos ¿qué ha pasado?¿Paula está bien?
—Paula y su amiga están en el hospital. Al parecer Joanna
ha vuelto a atacar y, aunque Paula se encuentra bien, su amiga
está grave. Voy a buscar a Paula y a traerla conmigo.
—Te acompañaremos.
Los demás también se levantaron a una velocidad pasmosa
y se metieron en la furgoneta de Ramón. A las once menos
cuarto no había mucha gente en la carretera y aprovecharon
eso, y todos los semáforos verdes que encontraron para ir algo
más deprisa de lo normal. Cuando encontraban un semáforo
rojo se aseguraban de que no había gente ni tráfico, entonces
se lo saltaban y cuando se topaban con algún coche de poli-
cía aminoraban la velocidad para que no les cayese ninguna
multa encima. Por suerte, no vieron apenas coches de policía
ni semáforos en rojo así que no tuvieron que infringir muchas
normas de tráfico.
Durante todo el tiempo que duró el viaje apenas hubo con-
versación. Los cuatro amigos, pasaron la mayor parte del tiem-
po, pensativos.
—Presiento que el final de todo esto está cerca —se atrevió
a decir Carlos.

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Más allá de la luz

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Rubén desde el asien-


to trasero.
—Quiero decir que tengo la sensación de que este problema
acabará pronto, pero no estoy seguro de que vaya a tener un
final feliz.
Los chicos se quedaron en silencio varios minutos más y
con una expresión muy seria en sus caras.
—Pues haremos todo lo posible para que todo este follón
tenga un final feliz.
—Eso espero yo también.
Ya no hablaron más durante lo que quedaba de trayecto.
Llegaron a la ciudad donde vivía Paula (que era una provincia
distinta a la de Carlos), se equivocaron de camino a la hora
de encontrar el hospital y llegaron media hora más tarde de lo
previsto, es decir, a las tres y media de la mañana.
En recepción preguntaron por la habitación en la que es-
taban las chicas y, tras saberlo, fueron directamente a verlas.
Allí vieron el estado en el que se encontraban: Paula tenía la
cara un poco magullada, el brazo izquierdo y la pierna derecha
escayoladas y para desplazarse utilizaba una muleta o una si-
lla de ruedas. Carolina, en cambio, estaba mucho peor. Estaba
despierta, pero tenía todas sus extremidades escayoladas, la
cabeza vendada por la gran cantidad de puntos que habían te-
nido que darle y los pulmones dañados, por lo tanto respiraba
con ayuda de una mascarilla. Su novio, David, estaba a su lado
cogiéndola de la mano. En su cara había signos de tristeza y
cansancio.
—¡Carlos! —exclamó Paula, mientras se acercaba lenta-
mente a él—¡ Qué bien que hayas llegado, creí que no ibas a
venir al final!
—No te preocupes que aquí estoy. Siéntate y no hagas mu-

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chos esfuerzos por moverte —le recomendó mientras Ramón


le acercaba una silla.
Tras estar un rato con ella, Carlos la dejó en compañía de
sus amigos y se acercó al novio de Carolina.
—Hola, soy Carlos. ¿Qué tal?
—Bien, de momento. Yo soy David, Carol me habló de ti
cuando vino a mi casa a estudiar.
—¿Qué tal está? —Volvió a preguntar.
—Eh, ¿por qué no me lo preguntas directamente a mí? Que
aún puedo hablar.
—Oh, perdona… —se disculpó.
—No te preocupes, estaba bromeando contigo. Ya ves
como estoy, siento como si una apisonadora me hubiera pasa-
do por encima.
—Pero te recuperarás pronto, estoy seguro —le dijo su no-
vio mientras la acariciaba en la cara.
Ella le sonrió.
—Escucha, Carlos, Paula me ha contado el asunto ese del
fantasma. Yo, la verdad, es que no creo mucho en esas cosas
y pienso que no deberías llevártela ya que a mí no me importa
seguir teniéndola en mi casa.
—Te entiendo perfectamente. Es normal que no quieras
que se vayaporque sois buenas amigas pero ni ella ni yo quere-
mos causarte más problemas. Si se queda más tiempo contigo
podéis sufrir más accidentes e incluso morir y no quisiéramos
que eso ocurriese.
—Yo también estoy de acuerdo con Carlos —dijo Paula
que, con ayuda de Adrián, se acercaba a la cama—. Si me que-
do contigo podrías llegar a morir y eso no me lo perdonaría
nunca.

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Más allá de la luz

Carolina se quedó pensativa durante unos segundos.


—Carol —le habló David—, deja que se vaya. Ella se sen-
tirá más segura si está con su novio y amigos y lo que quiere
es evitarte problemas.
—Está bien, puedes irte.
—Muchas gracias —dijo Paula—, y no te preocupes que
no estarás sola. David estará siempre contigo, ¿no es así?
David asintió con la cabeza.
—Paula, como tienes una copia de la llave podrás ir a casa
y llevarte tus cosas sin problema —le dijo Carolina antes de
quedarse dormida.

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Capítulo 15

Tras hablar con secretaría, a Paula le fue permitido abandonar


el hospital con la condición de que Carlos se hiciese cargo de
sus cuidados y posterior recuperación, cosa que él aceptó en-
cantado. Se dirigieron a la casa en la que ella había vivido, allí
metieron sus pertenencias en unas cajas de cartón y las bajaron
hasta la furgoneta.
En una hora terminaron de recoger todo y se pusieron en
marcha una vez más hacia la casa de Carlos. Paula estaba sen-
tada en la parte de atrás con Carlos y Adrián de acompañantes.
La joven estaba muy pensativa.
—Creo que he hecho bien en venir con vosotros, por lo me-
nos todos somos conocedores del problema y podremos actuar
con mayor libertad.
—Por supuesto que sí, pero ahora debemos ocuparnos de
tu recuperación —le recordó su novio.
—Y para acelerar esa recuperación, nada mejor que un
poco de buena música —dijo Adrián—. Toma, Rubén, pon
este cd.
—¿Qué es eso? —preguntó el chico observando el cd que
había cogido.
—Los número uno de la música latina. Me lo grabó Rosa
pero aún no he podido escucharlo.
—Está bien, voy a ponerlo.

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Noemí Martínez

Durante los sesenta minutos que duraba el disco, los jó-


venes cantaban e intentaban bailar sentados (para aliviar un
poco la tensión) a excepción de Paula por razones obvias y
de Ramón, por ser el conductor. Después apagaron la radio y
siguieron hablando hasta que, media hora después, Ramón dio
un volantazo y frenó de manera brusca.
—¡Por dios, Ramón!¿Qué has hecho?
Ramón no contestó, estaba agarrado al volante preso del
miedo y temblando. Miraba hacia adelante aterrado y con la
mano temblorosa señaló en la misma dirección. Los demás mi-
raron también y, horrorizados, descubrieron que Joanna les es-
taba esperando. Se le notaba enfadada pero, al mismo tiempo,
sonreía con aquella sonrisa tenebrosa que parecía acompañarla
siempre. Seguía llevando el vestido con el que fue enterrada y
una espada con la que tenía intención de llevar a cabo su pro-
pósito. Empezó a moverse en dirección a la furgoneta.
—¡Arranca la furgoneta ya si no quieres que nos mate!
—gritaron todos asustados.
—¡Sí! —respondió Ramón de la misma manera.
Volvió a arrancar el vehículo y, a toda velocidad, intentó
alejarse de aquella aparición que los seguía volando con la
misma rapidez que la furgoneta. Ella reía a carcajadas.
—¡Corred! —les gritaba—¡Corred si podéis!¡De todas
formas nadie saldrá vivo de aquí!
Ramón aceleró más para tratar de escapar de Joanna pero
le fue imposible, pues ella les seguía muy de cerca. Segundos
después ella alcanzó la furgoneta y empezó a agujerear la par-
te trasera con la intención de herir a los que se encontraban
sentados detrás, es decir, a Carlos, Paula y Adrián. La espada
parecía más larga vista desde cerca y ninguno de los tres se
salvó de sufrir heridas. Carlos sufrió un corte en el abdomen y

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Más allá de la luz

en una pierna, Paula, unos pequeños cortes en las manos y en


la espalda y Adrián uno en un brazo y en el cuello. Afortunada-
mente, ninguno de esos cortes era de gravedad y no corrieron
peligro de desangrarse.
Después clavó la espada en el techo e hizo una brecha en él
sin sacarla del sitio, así ella pudo mover el vehículo a su antojo
haciéndolo rozar a todos los coches con los que se cruzaba.
Por su culpa, varios vehículos colisionaron o se salieron de la
carretera, pero ellos seguían desplazándose a una velocidad
que aumentaba a cada minuto.
—Ramón, ¿es que no puedes detener este maldito cacha-
rro? —le preguntó Rubén, que iba de copiloto.
—¡No! —gritó Ramón como respuesta— ¡Estoy pisando el
freno como un poseso y, en vez de frenar, esta va más deprisa!
¡No puedo hacer nada, sólo intentar esquivar los coches!
—Si pudiésemos saltar de la furgoneta…—dijo de nuevo
Rubén a modo de solución.
—¡Imposible! —respondió Carlos aquella vez—. ¡Vamos a
gran velocidad y la carretera empieza a estar llena de coches!
¡Si saltásemos, nos mataríamos!
—Pues aquí no correremos distinta suerte —dijo Adrián in-
tentando suavizar la situación, cosa que no consiguió.
—Si pudiésemos hacer que Joanna sacase la espada del te-
cho tal vez Ramón pueda volver a tomar el control de la furgo-
neta —sugirió Paula.
—Puede que sea una buena solución.
El chico se levantó todo lo que pudo mientras que Adrián lo
sujetaba para que no se cayese. Con las manos agarró la espada
en intentó soltarla, pero Joanna tenía mucha más fuerza (debi-
do a su condición de fantasma) y, no sólo evitó que quitara el
arma del techo, sino que también consiguió herir a Carlos en
las manos.
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Noemí Martínez

Gritó de dolor y Paula, preocupada por él, sacó unos pa-


ñuelos grandes de la mochila que llevaba con ella y los utilizó
como vendas para las manos de su novio.
—¡Oh, pobrecito, Carlos! ¿Te has hecho daño? No te pre-
ocupes porque tu sufrimiento y el de tus amigos, terminará
pronto.
—¡Vete a la mierda, Joanna! —gritó el chico.
—Tú lo has querido, cariño.
Joanna retiró la espada del techo de la furgoneta y respiraron
tranquilos. Esa tranquilidad les duró segundos porque, durante
el incidente habían invadido, sin darse cuenta, el carril contra-
rio y un camión se dirigía hacia ellos. El choque fue terrible.
Del impacto, que no fue frontal, la furgoneta salió despedida
hacia un barranco de unos veinte metros de altura. Los gritos
de los jóvenes fueron ahogados por el estruendo producido por
el vehículo al estrellarse contra el suelo.

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Más allá de la luz

Capítulo 16

Minutos después, Carlos recuperó el conocimiento y, medio


aturdido, consiguió despertar a Paula y a su amigo Adrián.
Las heridas que tenían habían empeorado y la chica se había
roto otro hueso del brazo que tenía escayolado. Adrián tenía
el hombro izquierdo dislocado y algunos cristales clavados y
Carlos tenía algunas heridas en la cabeza que le sangraban bas-
tante. A duras penas consiguieron salir de la furgoneta, Carlos
tuvo que salir por el lado de Adrián (el izquierdo) para poder
ayudar a Paula a salir por el otro lado.
Una vez fuera, intentaron sacar a Rubén y Ramón de los
asientos delanteros, pero aquello era un amasijo de hierros y
les fue imposible.
—Demasiado tarde —dijo Adrián con la voz entrecortada y
a punto de llorar—, están los dos muertos.
Carlos abrazó a su amigo y lloró con él. Por mucho que
intentasen ayudarlos ya no podrían hacer nada: Ramón tenía el
volante incrustado en el pecho y un enorme cristal clavado en
la frente y Rubén había sido atravesado por un hierro que ha-
bía en el lugar del impacto. Ramón y Rubén, dos amigos de la
infancia de Carlos y Adrián, que no habían hecho más que ayu-
dar a su amigo y a su novia, lo habían pagado con sus vidas.
—Sois muy sentimentales —dijo Joanna a sus espaldas—,
si queréis reuniros con ellos no tenéis más que pedirlo.

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Noemí Martínez

Los tres supervivientes huyeron de Joanna, aunque no pu-


dieron hacerlo tan rápido como deseaban dado el estado en el
que se encontraban los tres. Además, casi no tenían escapato-
ria, estaban en un barranco que daba al mar y la única solución
era escapar nadando, algo para lo que no se encontraban muy
bien. Estaban a punto de llegar al agua pero Adrián tropezó
con una piedra y quedó algo retrasado. Carlos y Paula se detu-
vieron para ayudarle.
—¡No me ayudéis! ¡Marchaos los dos y salvaos! ¡No
perdáis tiempo! —gritó Adrián mientras intentaba levantarse.
Adrián fue el tercero en morir, mientras les gritaba a sus
amigos para que huyesen, Joanna se le había acercado por de-
trás y le atravesó el corazón con la espada. Su camiseta blanca
se fue tiñendo de sangre, que también brotaba de la comisura
de sus labios en forma de fino hilo rojo. Carlos y su novia lo
vieron caer y él los miraba mientras caía. Antes de tocar el
suelo, tuvo tiempo de decirles:
—Marchaos…por favor…
Cayó al suelo y murió. Joanna estaba a su lado sonriendo,
como siempre, satisfecha por lo que había hecho. Ella también
los miraba, eligiendo en silencio a su siguiente víctima.
—Veamos —empezó a decir—, ¿quién de los dos quiere ser
el siguiente?
Siguió mirándolos sin decir una palabra durante un par de
minutos y dando vueltas a su alrededor.
—Paula, Carlos ¿recordáis esos sueños que os metí a ambos
en la cabeza? —preguntó con un tono bastante irónico.
—¿Qué sueños? —preguntó Carlos a su vez, tembloroso,
mientras abrazaba a su novia.
—¿No lo recordáis? Hablo de esos sueños en los que le
rebanaba el cuello a tu querida novia.

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Más allá de la luz

Los dos jóvenes se miraron llenos de miedo, como com-


prendiendo lo que iba a pasar. Joanna se percató de sus reac-
ciones y volvió a hablar.
—Ya he elegido a mi siguiente víctima. Paula… tu “sueño”
se va a convertir en realidad.
Joanna levantó el brazo en el que tenía la espada. Curio-
samente, el arma se había unido al brazo formando una única
cosa. Se dispuso a cortarle la cabeza a su rival pero Carlos
empujó a Paula haciendo que se agachase. El espíritu, furioso,
alzó al chico por los aires con algún extraño poder y lo lanzó
varios metros mientras que con la otra mano logró sujetar a su
víctima por el pelo.
—Tu fin está cerca, maldita puta. Te has atrevido a conquis-
tar a mi chico y ahora volverá a ser mío.
—¡No, Joanna! ¡No la mates! —gritó Carlos como un loco.
Paula lloraba rogando por su vida y Carlos gritaba por lo
mismo pero Joanna no hizo caso a sus súplicas. Agarró con
fuerza los cabellos de la joven y, en menos de cinco segundos,
la mató decapitándola. Ella fue la cuarta víctima. Carlos no po-
día creer lo que estaba viendo, su segundo amor había muerto
ante sus ojos y él no había podido evitarlo. La historia se había
vuelto a repetir.
Lo había perdido todo. A sus amigos y a su novia. Ya no
tenía nada por lo que luchar, se sentía impotente pero, lejos
de desesperarse más o de volverse más loco de lo que ya se
había vuelto, se levantó y, con lágrimas en los ojos, le gritó al
fantasma:
—¡Joanna, ya me tienes! ¿No era lo que querías? ¡Pues
mátame ya, pero no pienses que una vez muerto voy a volver
contigo! ¡Eso ni lo sueñes! ¡Nunca volveré contigo!
—Ya lo veremos, cariño.

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Noemí Martínez

Joanna se dirigió hacia él con la mano-espada preparada


para quitarle la vida. Carlos ya no hacía nada por huir, ni tenía
la intención de hacerlo. Después de quedarse solo pensó que ya
nada lo ataba al mundo y le daba igual morir. Pero, de repente,
otro pensamiento contradictorio se abrió paso por su mente…
¡sí que tenía a alguien por quien seguir viviendo! Estaban sus
padres, los de Joanna, que también lo querían como a un hijo,
y los demás amigos y compañeros. Si salía vivo de aquella
situación posiblemente ellos le ayudarían a superarlo todo.
Dejó de pensar y se dio cuenta de que Joanna se había acer-
cado demasiado a él, pero aun así tuvo tiempo de reaccionar y
de esquivar la espada. Echó a correr como pudo, sin embargo,
no pudo ir muy lejos al tener las piernas doloridas y cayó al
suelo enseguida.
—Por mucho que huyas sólo conseguirás retrasar lo inevi-
table.
—Mientras me quede un aliento de vida lo intentaré —pro-
metió.
Joanna lo miró de cerca y sus ojos, en aquél momento, mos-
traban tristeza.
—Carlos ¿es que ya no quieres estar conmigo?
—Antes sí, pero he conocido tu lado hostil y no me gusta.
Además, estaba llevando mi vida con normalidad con mis ami-
gos y con Paula, a la que tanto he llegado a querer, pero tú has
acabado con mi felicidad y por eso nunca te voy a perdonar.
Los ojos de Joanna volvieron a enseñar el odio y el horror
que ella sintió durante el último año.
—Desde que morí he estado esperando este día y ahora que
ha llegado no me voy a echar atrás. Morirás de la misma ma-
nera que Paula.

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Más allá de la luz

Capítulo 17

Cinco escasos centímetros separaban la espada del cuello de


Carlos, que estaba inmóvil del miedo y comprendió que ya no
tenía ninguna oportunidad de salvación. En unos segundos, su
vida entera pasó ante sus ojos e incluso le dio tiempo a despe-
dirse de aquellos que quedaban vivos. Cuando pensó que todo
había acabado para siempre, escuchó una voz que le resultó
familiar y que, en un principio, evitó su muerte.

—¡Detente Joanna!

Ambos giraron la cabeza para saber quién hablaba. Resultó


ser María, la bisabuela fallecida de Joanna, su ropa era la mis-
ma que llevaba cuando desapareció de la vista de Carlos en la
casa de invierno. María tenía un rostro muy diferente al de su
bisnieta, su semblante era tranquilo y también sonreía.

Descendió lentamente hasta ponerse a la altura de la chica


y meterse entre ella y Carlos.

—Abuela —así la llamaba ella—, no te metas en esto y


déjame en paz.

—No, Joanna, no te dejaré tranquila hasta que me prometas


que no matarás a Carlos.

—Eso no te lo puedo prometer. Me juré a mí misma que él


volvería a mi lado y así será.

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Noemí Martínez

—Entonces yo me encargaré de evitarlo.

De las manos de María salieron dos bolas de luz que, tras


unirse en una sola, impactaron en la mano-espada de Joanna,
haciendo que se convirtiese en una mano normal. La joven
fantasma miró a su bisabuela llorando de rabia.

—¿Por qué, abuela? ¿Por qué has hecho eso?

—Porque sé lo mucho que querías a Carlos y no puedo


creer que quieras matarlo.

—Pero esa es la única forma de que volvamos a estar jun-


tos.

—¿Te has preguntado si él quería reunirse contigo? Él es-


taba muy triste porque te perdió pero consiguió rehacer su vida
gracias a la gente que lo quería, incluyendo a la chica que lo-
gró enamorarlo.

—Pero yo no puedo olvidarlo, abuela. Lo sigo amando.

—Si eso es verdad deberías haberte alegrado por su nueva


vida y no habérsela hecho imposible. Tu actitud ha sido muy
egoísta y él nunca se mereció ese sufrimiento que le has hecho
pasar.

Joanna se quedó callada durante un rato mientras que María


se acercaba a Carlos para curarle las heridas. El espíritu joven
miró al que había sido su novio y sonrió al ver como se recupe-
raba con rapidez. Su rostro había dejado de ser horrible, ahora
se reflejaba el amor y la bondad que había demostrado tener
cuando estaba viva.

—Tienes razón, abuela. Carlos siempre se ha portado bien


conmigo y, pensando en ello, he comprendido que lo único

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Más allá de la luz

que pasaba era que tenía miedo de estar sola y por eso quería
recuperarlo a toda costa.

—Me alegro de que por fin hayas recapacitado, querida mía


—le dijo su bisabuela, abrazándola—. Ahora vuelves a ser mi
verdadera Joanna.

—Carlos, siento mucho todo el daño que te he hecho. En el


fondo de mi corazón sólo deseaba que estuviésemos juntos y
no tuve en cuenta tus sentimientos. Ya no volveré a molestarte
pero quiero que sepas que te seguiré queriendo.

—Tú fuiste una de las mejores cosas que pasaron por mi


vida y, aunque encuentre otros amigos y otra mujer, yo tampo-
co te olvidaré.

El joven estaba realmente muy triste y abatido, después de


Joanna, Paula había sido su gran amor y perderla a ella, así
como perder a sus mejores amigos, le supuso un golpe muy
duro y ya no sabía cuánto tiempo iba a tardar en superarlo, si es
que alguna vez lo superaba. Cogió entre sus manos la cabeza
de su querida Paula y la puso junto al cuerpo que tantas veces
ella le había entregado. Después busco el cuerpo de Adrián,
que estaba tendido boca abajo y lo puso boca arriba. Adrián
había muerto con los ojos abiertos y Carlos, como último gesto
de cariño hacia su amigo, se los cerró.

Se dirigió una vez más hacia María y Joanna, que estaban


sufriendo tanto como él y les dijo:

—Joanna, me alegro mucho de haberte conocido y a usted,


María, no la conocí en vida pero… muchas gracias por haber-
me salvado. Os tendré siempre en mi corazón.

Las dos lo miraron sonrientes y le hablaron:

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—Eres muy bueno y no hará falta que busques nuevos ami-


gos ni que busques una novia nueva, pues te mereces a los que
ya tienes.

Carlos las miró extrañado, pues no comprendía por qué


le decían eso, ni el motivo de esas cuatro estelas de luz que
aparecieron tras ellas y desaparecieron en varias direcciones
diferentes.

Segundos después escuchó tras de sí unos ruidos y unos


débiles quejidos. Se giró bastante nervioso y vio como Paula
y Adrián se incorporaban hasta quedarse sentados. Sus ojos se
toparon con los de Carlos que, sin darles tiempo a reaccionar,
se abalanzó sobre ellos y los llenó de lágrimas y abrazos. Los
revividos, sin saber con exactitud lo que pasaba, también lo
abrazaron a él.

—¿Qué ha pasado, Carlos? —preguntó su amigo, des-


orientado—. Recuerdo haber muerto y, sin embargo, estoy
aquí, vivo y llorando como un bebé.

—Es verdad —secundó Paula—, a mí me pasa lo mismo.


Es como si todo esto no hubiese sido más que un sueño terri-
ble.

—Entonces debemos tener telepatía porque Ramón y yo


también hemos tenido ese sueño terrible —dijo otra voz cono-
cida, la de Rubén.

Ramón y Rubén se acercaban lentamente al trío, tenían


un aspecto horroroso y los dos iban agarrados el uno del otro
porque, aunque sus heridas también habían desaparecido, se
encontraban muy débiles.

—¡Es increíble, estáis todos vivos! —exclamó Carlos, que

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Más allá de la luz

parecía estar a punto de explotar de tanta alegría que tenía en


el cuerpo.

—Sí y creo que se lo debemos a Joanna —reconoció Pau-


la—. Oye, sé me que odias por atreverme a salir con Carlos
pero también sé que tú nos devolviste la vida y, en nombre de
todos, te doy las gracias.

—Yo ya no te odio, Paula. Carlos es un buen chico y com-


prendo que te hayas enamorado de él pues yo también los es-
tuve. Y como él también te quiere no volveré a interponerme
entre vosotros. Espero que me perdonéis todos por lo que hice
y, aunque probablemente os será muy difícil, no quiero que me
guardéis rencor.

—Ahora eres la Joanna que conocimos y no podemos ser


rencorosos contigo. Aunque estés muerta seguirás siendo ami-
ga nuestra —le aseguraron los chicos.

—Me hubiera gustado tenerte de amiga en vida, pero ya


que no puede ser. Espero que podamos serlo aunque una de las
dos no lo esté.

—Así será, Paula. Debo regresar al lugar donde pertenez-


co… ¿Iréis a verme?... Al cementerio, quiero decir.

—Claro que sí, te llevaremos flores.

—Las rosas rojas son mis favoritas —les recordó.

—Lo sabemos.

—Me alegro. Hasta siempre, amigos míos.

Joanna y María desaparecieron para siempre. Los cinco jó-


venes, que reconocían haber vuelto a nacer, siguieron en el

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mismo sitio unos minutos más y después regresaron a su hogar


en la furgoneta de Ramón, también renacida. Parecía no haber
ocurrido nada y aquello nunca se lo contaron a nadie.

Cumplieron la promesa hecha a Joanna. Cada mes, los cin-


co iban al cementerio a llevarle las rosas que a ella le gustaban
y, antes de irse, Carlos se detenía en la tumba de María y le
dejaba otro ramo de rosas en agradecimiento por devolverle la
vida y la paz.

Carlos y Paula se casaron dos años después y tuvieron


cuatro hijos, dos de ellos fueron gemelas a las que llamaron
Joanna y María, en honor a aquellos dos espíritus que habían
llegado a apreciar. En los tres años siguientes a aquella boda,
se casaron Adrián, Rubén y Ramón con sus respectivas novias.
Todos ellos fueron felices y, actualmente, lo siguen siendo”.

—¿Qué os ha parecido la historia, niños? —les pregunto al


terminar de contarla.

—Es muy bonita, Blanca. Y lo mejor de todo es que ha


tenido final feliz —me dice Alba, maravillada.

—¿Es que no te gustan los finales tristes?

—No, no me gustan para nada.

—¡Venga niños, ya es hora de que os vayáis a dormir!¡-


Mañana Blanca os contará otra historia! —les dice la señora
directora.

—¡Que guay! —responden los niños.

—Eres muy buena contando historias, Blanca, podrías es-


cribir una novela con lo que nos has contado hoy —me sugiere
Lucas, el inteligente.

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Más allá de la luz

—¿De verdad te ha gustado? —le pregunto yo contenta.

—Sí, muchísimo. Es como si tú la hubieses presenciado o


como si uno de los personajes te la hubiese contado a ti.

Lucas se marcha obedeciendo la orden de la directora de


ir a dormir mientras yo lo miro esbozando una sonrisa. Este
pequeño no se equivoca, uno de los personajes me contó la
historia. Fue Joanna, mi madre. Yo nací de uno de los pocos
óvulos que ella donó y, poco después, sin motivo alguno me
trajeron aquí, al orfanato en elque ahora trabajo por las tardes.
No conozco a mi padre pero tengo la suerte de ser idéntica a
mi madre, a Joanna.

Ella me visitó cuando caí enferma de gripe y me con-


tó toda la historia. Ella inculcó en mí, años atrás (sin yo ser
consciente), la afición que tengo a las historias de terror, veló
por mi seguridad prácticamente desde que nací y me enseñó,
casi sin darme cuenta, a utilizar los poderes que he heredado
de ella para que no haga el daño que llegó a hacer al quedarse
sola.

Tengo que marcharme ya. Recogeré mis cosas y saldré a


la calle. El autobús, como siempre, estará lleno, así que haré
uso de mis poderes para desaparecer y aparecer en cualquier
lugar que desee…¿El Caribe, tal vez? Después de todo, estos
poderes no me vendrán tan mal.

FIN

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AGRADECIMIENTOS

A Edgar, mi marido, por animarme a salir de mi espacio de


confort. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida y me has
dado el mejor de los tesoros. Te amo.
A Danna, mi tesoro, nuestra hija. Llegaste en un momento
un tanto difícil pero fuíste recibida con mucho cariño por parte
de todo el mundo. Aunque a veces me saques de mis casillas,
te quiero con locura.
A mis padres, Ángel y Antonia, por haberme traído al mun-
do y, aunque no os lo diga con frecuencia, os quiero.
A mis bichos, Vanesa y Ángela, mis hermanas, porque al
estar vosotras no he crecido sola. Con lo bueno y con lo malo,
os quiero.
A todos mis amigos, tanto si los conozco en persona como
si no, porque sé que os habéis alegrado al conocer la noticia de
la publicación de este libro cuando lo hice oficial. Perdonad si
no os nombro pero sois tantos que tendría que escribir un libro
sólo con los agradecimientos.
A Isa Jimenez, por hablarme de Wattpad y por conectarme
con la persona que está haciendo de mi sueño una realidad. Ya
te dije que esto, en parte es gracias a ti.
A Lorena Sampedro, porque me díste la gran alegría cuando
abrí tu e-mail y leí que querías publicar mi historia. Me has
hecho muy feliz.

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A Manuel Tristante, por ese fantástico trabajo que ha hecho
la portada de mi libro. Has superado todas mis expectativas.
Y por último, y no menos importante, a ti, que estás leyendo
mi primer libro. Muchas gracias por tu confianza y tu apoyo.
Me hace ilusión que hayas adquirido este ejemplar y espero
que lo disfrutes.

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Me llamo Noemí Martínez. Nací en Alicante en 1979 y me crié
en San Vicente del Raspeig hasta los 24 años, edad en la que
me fuí a vivir con el que, actualmente es mi marido. Cuando
tenía diez años gané, en el colegio donde estudié, un concurso
de redacción y desde entonces me ha gustado escribir. Como
aficionada he escrito varias historias y he publicado algunas en
Wattpad. He decidido a dar el salto con esta historia que escri-
bí hace unos años para probar suerte en este mundo y saber de
lo que puedo ser capaz. Además de escribir, me gusta mucho
dibujar, leer, viajar y conocer otras culturas.

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