Morbito

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NA H OK O UE H A S H I

MORIBITO I

EL GUARDIÁN
DEL ES P ÍRIT U
NA HOKO U E H A S H I

MORIBITO I

EL GUARDIÁN
DEL ESPÍRITU
Primera edición: septiembre de 2016

Gerencia editorial: Gabriel Brandariz


Coordinación editorial: Teresa Tellechea
Coordinación gráfica: Lara Peces
Diseño: Julián Muñoz

Título original: Seirei no Moribito


Traducción: Gonzalo Fernández (www.gonzalofernandez.es)

Publicado por primera vez en Japón en 1996


por Kaisei-Sha Publishing Co., Ltd.
Derechos de traducción al español
por acuerdo con Kaisei-Sha Publishing Co., Ltd,
a través del Centro Japonés de Derechos Extranjeros
y la agencia literaria Ute Cörner, S.L. (www.uklitag.com)

© Nahoko Uehashi, 1996


© Ediciones SM, 2016
Impresores, 2
Parque Empresarial Prado del Espino
28660 Boadilla del Monte (Madrid)
www.grupo-sm.com

ATENCIÓN AL CLIENTE
Tel.: 902 121 323 / 912 080 403
e-mail: clientes@grupo-sm.com

ISBN: 978-84-675-9061-6
Depósito legal: M-24632-2016
Impreso en la UE / Printed in EU

Cualquier forma de reproducción, distribución,


comunicación pública o transformación de esta obra
solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares,
salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO
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PRIMERA PARTE

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LA CRISALIDA
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EL RESCATE

C uando la comitiva imperial llegó al puente Yamakage, el


destino de Balsa dio un giro inesperado.
En aquel momento, Balsa atravesaba el otro puente, el de los
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plebeyos, situado a cierta distancia corriente abajo. Por las ren-


dijas que dejaban los tablones podía ver el río Aoyumi, un espec-
táculo siempre inquietante que ese día, tras la crecida provocada
por las lluvias otoñales, se presentaba más terrorífico de lo habi-
tual: las aguas revueltas, cenagosas y turbias, aparecían cubier-
tas de espuma blanca. La pasarela, en precario estado de con-
servación, se agitaba de forma alarmante con cada golpe de
viento.
Balsa, sin embargo, avanzó con determinación. Cargaba al
hombro una lanza de la que colgaba un hatillo de trapo. Bajo
su capa de viaje, muy gastada por el uso, se ocultaba un cuerpo
de complexión atlética, compacto y de músculos definidos. Cual-
quier persona versada en las artes marciales reconocería en ella
al instante a una oponente temible. Llevaba el pelo, largo y estro-
peado por las inclemencias del tiempo, recogido en una coleta,
y en su rostro, exento de maquillaje y curtido por el sol, asomaban
los primeros y sutiles indicios de arrugas. Pero lo que más lla-
maba la atención eran sus ojos, negros como el azabache y con
una mirada penetrante en la que se leía un mensaje muy claro:
«Esta chica no se deja intimidar».
Con aquellos ojos miraba ahora corriente arriba, sin dejar de
avanzar por el puente con zancadas firmes. Una capa de hojas
de arce teñía de granate las escarpadas laderas de las montañas.
En la distancia, un carruaje tirado por un buey atravesaba el
puente Yamakage, reservado, como todo el mundo sabía, para
uso exclusivo de la familia imperial. Las correas doradas del ani-
mal de carga brillaban a la luz del atardecer. La comitiva estaba
formada por veinte lacayos y la bandera roja que precedía al
grupo indicaba el rango del viajero.
«El segundo príncipe», pensó Balsa. «Debe de volver a la capi-
tal desde su residencia imperial en las montañas». La joven lan-
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cera se detuvo a contemplar la escena, cautivada por la belleza
de aquel instante suspendido en el tiempo. Sabía que, a aque-
lla distancia, no se podía considerar un delito su negativa a pos-
trarse. Balsa no era nativa de aquel país y, además, por razones
personales difíciles de olvidar, sentía poco respeto por gober-
nantes y soberanos de cualquier tipo.
Pero la tranquilidad del momento se quebrantó de forma re-
pentina cuando el buey se revolvió contra el lacayo que sujetaba
sus riendas y empezó a cargar de forma violenta, sacudiendo su
cuerpo hacia delante y hacia atrás, dando coces y embistiendo.
Los lacayos del príncipe no pudieron detener al animal, que pa-
recía haberse vuelto loco. Balsa vio cómo el carruaje se iba ven-
ciendo hacia un lado.
Entonces, un pequeño cuerpo vestido de rojo salió despedido
del interior del vehículo, sacudiendo brazos y piernas en el aire
mientras caía al río.
Antes de que el agua se lo hubiera tragado, Balsa ya había sol-
tado sus bultos, se había desprendido de su capa, había engan-
chado una cuerda al extremo de su lanza con un mosquetón y
disparado la misma hacia la orilla del río. La lanza trazó una línea
recta y precisa, y se clavó con firmeza en la tierra, justo entre dos
rocas. Todavía pudo advertir de reojo cómo tres o cuatro lacayos
se apresuraban en dirección al príncipe, antes de agarrarse con
fuerza a la cuerda y lanzarse a las turbias aguas del río.
El golpe contra el agua fue similar al que hubiera sufrido al
caer sobre una superficie pavimentada, y Balsa quedó conside-
rablemente aturdida. Sacudida por la violencia de la corriente,
consiguió aferrarse a la cuerda y se subió a la roca más cercana;
se retiró el pelo de la cara y concentró su vista en el agua hasta
encontrar un pequeño bulto rojo descendiendo a la deriva en la
corriente. Una mano emergía en la superficie, se hundía, volvía
a aparecer.
«Que se haya desmayado. Por favor, que se haya desmayado»,
murmuró Balsa para sus adentros. Buscando una referencia para
orientarse, se metió de nuevo en las aguas revueltas del río y nadó 1
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tan rápido como pudo contra la corriente en dirección al punto
en el que su trayectoria se cruzaría con la del príncipe. El agua
borbotaba en sus oídos, gélida y cortante como un cuchillo. A du-
ras penas podía distinguir el rojo del kimono del príncipe en la
oscuridad de la corriente y, con el brazo estirado, sentía la tela
escaparse entre sus dedos.
Balsa empezó a maldecir, víctima de su propia frustración,
pero justo en ese momento sucedió algo muy extraño. Durante un
segundo –no más del tiempo que se tarda en pestañear– se sintió
ligera, como si algo la hiciera flotar. La furia del río se transformó
en calma y todos los ruidos se desvanecieron;todo se detuvo den-
tro de una especie de burbuja azul que parecía extenderse hasta el
infinito y dentro de la cual se hallaba el príncipe, nítido y bien
definido. Sin llegar a comprender lo que estaba ocurriendo, Balsa
volvió a estirar el brazo y agarró al infante del kimono.
Tan pronto como su mano se hubo aferrado a la tela, como si
ese extraño momento en el tiempo solo hubiera sido un sueño,
el agua golpeó de nuevo con tal fuerza que Balsa pensó que le
arrancaría el brazo. Reuniendo todas sus energías, arrastró al prín-
cipe hacia ella y enganchó su cinturón a un mosquetón en el otro
extremo de la cuerda. Balsa asió la cuerda con una mano entu-
mecida, nadó de vuelta hacia la orilla y, ya al borde del colapso,
puso al príncipe en tierra.
El niño no aparentaba más de once o doce años;tenía un
rostro infantil y la piel blanca como una sábana. Por suerte, tal
y como Balsa había deseado que sucediera, se había desmayado
al caer, y gracias a ello no había tragado agua. Empezó a reani-
marle, hasta que el muchacho rompió a toser y volvió a respirar.
«Gracias al cielo», suspiró Balsa.
Estaba lejos de sospechar que aquello no había sido más que
el principio de todos sus problemas.

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