El 18 de Octubre de 2019

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En el 18 de octubre del 2019 se evidenció una profunda crisis en

nuestra forma de vida, que quedó expresada en las frases, rayadas por
todas partes: “hasta que la dignidad se haga costumbre” y “hasta que
valga la pena vivir”. Tomando una expresión del filósofo Terry Pinkard, la
vida se tornó inhabitable. Por supuesto, esta frase va a sonar exagerada
para el experto entusiasta de los guarismos macroeconómicos, al hombre
de leyes y su defensa de la racionalidad del orden público y al intelectual
horrorizado por la estética urbana barbarizada. Volverán a sostener que se
trata de una enorme pataleta social, de mayorías infantilizadas,
manipuladas por enemigos poderosos e invisibles, privadas de la prudente
razón y la sobria lógica.
La fuente concreta del malestar, a la que nunca se le tomó el debido
peso, es que la vida muchas familias se fué volviendo una carga cada vez
más grávida, en términos, primero, del costo de vivir, o las dificultades
para contar con las condiciones sociales y materiales suficientes para
poder afirmar un proyecto personal-familiar de vida mínimamente
dignificante (o sea, acceso a salud básica, educación habilitante, sueldos
decentes etc.) En segundo lugar, se trató, sostengo, de un malestar con la
calidad de vida conectado con una fundamental experiencia social de
menoscabo: el respeto en nuestro país está conectado con el ingreso y el
poder de la posición social. Si la vivencia del pisoteo, la humillación y
abuso sobre los débiles se basa en la descarnada jerarquía del dinero, y el
poder y la felicidad sólo están al alcance de la mano de unos cuantos
grupos cerrados, que, más encima, se ponen por sobre la ley y la ética, es
natural que exista un resentimiento que se exprese como rabia y violencia.
No se trata de condenar la violencia “venga de donde venga”, sino ver cómo
la violencia - la injusticia - atraviesa todo el cuerpo social: se enquista en
las familias, en las empresas, en el gobierno, en los medios de
comunicación, etc.
De aquí que, en un tercer nivel, nuestra forma de vida estalló: en el
nivel del sentido de la sociedad. No hay vida que no tenga un grado de
contradicción y descontento, es cierto. Lo que no puede pasar es que las
contradicciones se vuelvan descaradas en nuestras instituciones y que el
descontento se trate con cinismo por las autoridades. Toda la forma de
vida que llamamos “el modelo”, esas prácticas, creencias normas e
instituciones que tejen el día a día, se sustentaba sobre la promesa de
libertad, prosperidad, seguridad
Pese a los esfuerzos individuales o familiares, la prosperidad ni
alcanza suficientemente a todos, ni es lo bastante firme. La crisis sanitaria
probó que para una importante parte de la población salir a trabajar no
asegura tener el más mínimo salvavidas o colchón ante las catástrofes, no
contiene la promesa de descargarse algún día del peso de la deuda, ni
permite la tranquilidad de pensar que no va a faltar lo esencial en los
hogares. Esa sensación de amargura aumenta, por supuesto, cuando se
combina con la evidente desigualdad y la desidia de los grupos
acomodados.
La libertad social, si tiene algún sentido, no es sólo el hecho que
nadie interfiera en tus asuntos (mientras no interfieras tú en el de ellos)
sino tener la capacidad de poder elegir realmente, y no condenarse a
resignarse, simplemente, a lo que te tocó. Este esfuerzo supone una base
material y simbólica que no es una mera edificación individual sino el
proceso colectivo del trabajo humano (desde los cuidados y tareas
domésticas invisibilizadas de tantas mujeres hasta los señalan la
interdependencia como una constante que construye toda identidad,
pertenencia y libertad social de mujeres y hombres.
La mera libertad individual abstracta, una que no contempla las
condiciones materiales y sociales para su realización, es simplemente
libertad para unos pocos y servidumbre para muchas y muchos. La
libertad real, dónde cada cual es verdaderamente independiente y
próspero; una donde no se desperdician las potencialidades individuales ni
se consumen sólo en la esfera privada; y una donde, al mismo tiempo, hay
un vínculo sano de pertenencia con la comunidad y el estado, una libertad
así sólo puede nacer de otra configuración sinfónica de las instituciones
sociales: mercado, leyes, gobierno, empresa, escuela, familia, etc. Una
donde la razón y perspectiva de cada ámbito pueda resonar en los otros,
aumentando los elementos de la composición – su complejidad - y donde la
composición misma, el tejido de instituciones, no sea algo que aparezca en
oposición a las necesidades más sentidas de las mayorías. Esto significa
articular distintas fuerzas éticas de lo social: el anhelo y voluntad de
libertad en las mayorías (profundo espíritu anti-tiránico); creatividad,
empuje y generosidad en los espíritus emprendedores (artistas, científicas,
empresarios, dirigentes sociales); moderación, fortaleza y sabiduría en las
autoridades; justicia y respeto para todas las personas a lo largo y en el
corazón de las instituciones y la ley.
Las reiteradas crisis han descubierto que más bien ocurre lo
contrario: no hay sensibilidad, no hay saber, no hay atención, no hay
escucha, ni sutileza ni inteligencia para los problemas de la gente común
azotada por los colapsos sanitarios, sociales y económicos. La fórmula
pervertida y falsa de solución, a mi juicio, se constata en las demagogias
oligárquicas: suplantar la voz popular para acumular poder en minorías
acaudaladas. Mucho de la incorreción política que hoy se vuelve
espectáculo de la extrema derecha no es más que una careta popular que
oculta el profundo desprecio por la ciudadanía y el interés corrupto en
hacerse de más poder. Se constituye una forma regresiva y autoritaria
muy peligrosa: la de creer fetichistamente que el poder se restituye con el
“hombre fuerte”, que “ordena la casa” y castiga “a los culpables” de la
crisis. Eso nunca ocurre, ya nos ha ilustrado muy bien la historia. Por otro
lado, la corrección política que se erige sobre un pedestal inalcanzable de
pureza moral hace una muy mala pedagogía social: siembra por todos
lados enemistades superficiales y luchas cosméticas; favoreciendo unas
demandas específicas, olvida otras; basándose en la cultura de los
ofendidos, de la cancelación y en la figura de la víctima, se niega a
reconocer la complejidad y límites de lo real, y la consecuente necesidad
política de saber encontrarse con adversarios.
En nuestro horizonte ya despunta otra forma de regresión que
denomino plutofílica. Lo que hoy se presenta como una regeneración del
liberalismo más radical, no es más que un empobrecimiento de la
perspectiva de lo humano: la libertad se reduce a libertad de hacer dinero,
acumular y especular con lo monetario, y el dinero, en la medida última de
la realización o felicidad humana. Empobrecimiento de la economía, por
supuesto: esta no es sólo mercado, capital e inversión individual como
afirman los apologetas del libre comercio; ella es trabajo, reconocimiento
social, cooperación y disfrute mancomunado de los avances y bienes
sociales. Aprovecha la desesperación del sentido común sometido a las
crisis económicas, le machaca a sus oídos que sin los ricos no hay trabajo,
que sin trabajo no hay pan en la mesa. Cuidar la inversión, cuidar la pega,
amarrar la democracia. Junto a ello vende la ilusión de que, sin estado, sin
impuestos, sin trabas ni límites a los grandes capitales fluirán chorros de
riqueza que alcanzarán hasta el más humilde de los ciudadanos. Cuento
de vaqueros contado con técnicas de coaching. Eres un emprendedor
exitoso limitado por una mentalidad socialista. Todo intento de
redistribución es un camino de servidumbre. El descontento es sólo una
manipulación de una izquierda retrógrada y resentida. No sólo hay que
proteger sino profundizar el camino de libertad económica. No hay otro
camino, no hay otra alternativa. Dicen, ellos. Como si no supiéramos cómo
es la realidad del capitalismo, cómo si no lo hubiéramos vivido en plenitud.

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