Bowles
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com
Cuentos
reunidos
Bowles
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Introducción
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caballero entrado en años» (un poco más adelante Stein llamaría
a Bowles «salvaje artificial»). Frecuentó a Pound, a Cocteau, a
Gide. Viajó a Berlín. Se hizo amigo de Christopher Isherwood
(la heroína de Cabaret, su célebre novela, se llamaría Sally
Bowles) y de Stephen Spender. Fue a Hannover para visitar el
Merzbau, la famosa casa-museo de Kurt Schwitters, quien lo
alojó unos días. Conoció a Krishnamurti en Holanda. De vuelta
en París, Stein le aseguró que no tenía madera de poeta, y Bowles
dejó la literatura y se dedicó a la música. Fue alumno y protégé
de Aaron Copland, con quien visitó Marruecos por primera vez.
Al volver a Nueva York escribió crítica de música para la
revista Modern Music y el New York Herald Tribune. Además
de sus propios conciertos, música de cámara y canciones, com-
puso ballets para Lincoln Kirstein y Merce Cunningham, música
incidental para Tennessee Williams, Orson Welles, William Sa-
royan, y una ópera, que dirigió Leonard Bernstein. Se inscribió
en el Partido Comunista (y poco después pidió, sin éxito, que lo
expulsaran).
En 1938 se casó con Jane Auer, la escritora que se convirtió
en Jane Bowles. Los dos viajaron por Centroamérica y por
México —donde Paul recibió órdenes de repartir volantes para
pedir la muerte de Trotsky (más tarde el FBI abrió un expedien-
te a su nombre). Durante la guerra, lejos de Nueva York y por
influjo de Jane, que escribía por entonces Dos damas muy se
rias, su única novela, Paul volvió a dedicarse a las letras. Char-
les Henry Ford le pidió que editara un número de la revista
View. Bowles eligió Latinoamérica como tema y dio al número
el título de «Tropical Americana». Entre los textos escogidos
—y traducidos al inglés por el propio Bowles— estaban «Las
ruinas circulares» de Jorge Luis Borges, «El zopilote» de Ramón
J. Sender, «La muerte de Eva» de Ramón Gómez de la Serna y
«La historia del sabio pez-tierra» del Popol Vuh. Mientras leía
libros de etnografía y traducciones literales de textos prehispá-
nicos —cuenta Bowles en su autobiografía—, tuve deseos de
inventar mis propios mitos adoptando el punto de vista de la
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mente primitiva. El primer cuento producto de este impulso es
«El escorpión».
En 1950 publicó la colección The Delicate Prey —cuyo tí-
tulo proviene de un cuento por excelencia cruel—, dedicada «a
mi madre, que me leía de niño los cuentos de Poe».
Durante las próximas décadas, además de seguir escribiendo
ficción, se dedicó a viajar —después de Centroamérica y el Norte
de África, India, Tailandia, Ceilán. Hacia 1948 fijó su residencia
en Marruecos. Siguió escribiendo música y ficción, hizo traduccio-
nes de cuentos orales y grabaciones de música marroquí. Su per-
sonalidad legendaria atrajo al pequeño y austero apartamento
tangerino donde vivía a una larga lista de artistas y escritores,
desde William Burroughs, Allen Ginsberg y Jack Kerouac hasta
Truman Capote, Bernardo Bertolucci y Miquel Barceló. Murió
allí en 1999.
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rácter de quienes lo habitan me parece un procedimiento prácti
co [...] Para mí, el placer de escribir cuentos, a diferencia de no
velas, está en la libertad de dejar que los personajes inventen sus
propias personalidades mientras emergen del paisaje. Con fre-
cuencia el paisaje corresponde a lugares reales. La acción de «En
Paso Rojo» se desarrolla en una hacienda en Guanacaste, Costa
Rica; «Después del mediodía» está situado en una pensión que
existía en el Monteviejo, en las afueras de Tánger; «Los campos
helados», en los alrededores de una granja en Nueva Inglaterra,
adonde Bowles iba de niño con sus padres. Otros evocan la ma-
nera en que los habitantes de culturas extrañas ven a las criaturas
del supuesto mundo civilizado. «Un episodio distante» pertenece
a esta categoría y es uno de los más aclamados. En otros casos
tanto los personajes como el lugar han sido tomados de la reali-
dad, de anécdotas oídas en tierras remotas, como en el caso de
«La delicada presa», o del entorno del autor, como en el de los
monólogos «Tánger 1975» y «Massachusetts 1932». Al género
fantástico pertenecen «Kitty», «Allal» y «El valle circular» (titu-
lado así como tributo de admiración a Borges). En éstos, que po-
drían subclasificarse como «cuentos de transferencia», los perso-
najes cambian su identidad por la de otros, y el lector termina por
preguntarse quién es quién, y casi llega a convencerse de la identi-
dad esencial de todo en el universo, como en la filosofía taoísta y
el cuento de Chuang Tzu, el hombre que soñó que era una mari-
posa, citado por Gore Vidal en su introducción a los Collected
Stories de Paul Bowles: «Cuando se despertó, no sabía si era
Chuang Tzu quien había soñado que era una mariposa, o si era una
mariposa que soñaba que era Chuang Tzu. Entre Chuang Tzu y
la mariposa debe haber una diferencia. Esto es lo que se llama la
transformación de las cosas».
En cierta ocasión le pregunté al autor, debilitado ya por los
años y las enfermedades, si creía que hubiera podido vivir sin
escribir.
—Lo que hice en el pasado ya no importa —me dijo—. El
pasado es una puerta cerrada.
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—¿Pero está satisfecho de haber escrito? —insistí.
—No estoy satisfecho de mi trabajo. Estoy satisfecho de
haber trabajado —fue la sabia y lacónica respuesta.
En una carta dirigida a James Leo Herlihy en 1966, Bowles
decía: Demasiada importancia se le da al autor, y no la suficiente
a su trabajo. ¿Qué importa quién es y qué siente, si es sólo una
máquina de transmitir ideas? En realidad ni siquiera existe, es
sólo una cifra, un espacio en blanco. Un espía enviado a la vida
por las fuerzas de la muerte. Su fin es pasar información al otro
lado, el lado de la muerte. Una vez lo ha hecho, pueden conver
tirlo en un personaje mítico: «Estuvo un tiempo entre nosotros,
nos traicionó y cruzó la frontera con su material». No creo que el
escritor pueda participar en nada; su pretensión de hacerlo es
puramente mimética. Lo único que puede es mantener la máqui
na en funcionamiento y aprender a manejarla cada vez con me
nos torpeza (o eso esperamos). Un espía tiene que engañar, y en
la medida de lo posible debe permanecer en el anonimato.
Poco antes de morir, Paul Bowles pidió que sus restos fue-
ran repatriados de Marruecos a Estados Unidos. Allí, en el norte
del estado de Nueva York, entre colinas ondulantes cuyas for-
mas pueden recordar las dunas, junto a las de sus padres, están
enterradas sus cenizas.
RRR
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El escorpión
Una vieja vivía en una cueva que sus hijos habían abierto junto
a un manantial en un despeñadero de barro antes de irse al pue-
blo donde vive mucha gente. No era feliz ni infeliz allí, porque
sabía que el final de su vida estaba cerca y que probablemente
sus hijos no volverían en ninguna de las estaciones del año. En el
pueblo siempre hay muchas cosas que hacer y ellos estarían ha-
ciéndolas, sin molestarse en recordar el tiempo en que vivían en
las colinas y cuidaban a la vieja.
En ciertas épocas del año, en la boca de la cueva caía una
cortina de gotas de agua que la vieja tenía que atravesar para
pasar al interior. El agua se escurría de las plantas despeñadero
abajo y caía gota a gota sobre el suelo de barro. De modo que la
vieja se había acostumbrado a pasar mucho tiempo acuclillada
en la cueva para mojarse lo menos posible. Fuera, a través de las
gotas de agua, veía la tierra desnuda alumbrada por el cielo gris,
y a veces grandes hojas secas pasaban ante sus ojos impulsadas
por el viento que bajaba desde las zonas más altas del país. En el
interior, donde ella estaba, la luz era agradable, de un color ro-
sado por el barro que la rodeaba.
Algunas personas pasaban de vez en cuando por un sendero
que no quedaba muy lejos, y como allí había un manantial, los
viajeros que sabían de su existencia, pero que ignoraban dónde
estaba exactamente, se acercaban a veces a la cueva antes de
descubrir que el manantial no estaba allí. La vieja no les hablaba
nunca. Se limitaba a observarlos mientras se acercaban, hasta
que de pronto la veían. Y luego seguía viendo cómo se volvían y
se alejaban en otras direcciones en busca de agua para beber.
A la vieja esta clase de vida le gustaba por varias razones.
Ya no tenía que discutir ni pelear con sus hijos para hacerles
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llevar leña hasta el horno de carbón. Era libre de salir por la no-
che a buscar comida. Podía comer todo lo que encontraba sin
tener que compartirlo. Y no debía dar gracias a nadie por las
cosas que tenía.
Un anciano solía bajar del pueblo al valle, y se sentaba en
una roca a cierta distancia de la cueva, desde donde la vieja ape-
nas alcanzaba a reconocerlo. Ella estaba segura de que él podía
ver que había alguien en la cueva, y, aunque tal vez de manera
inconsciente, le disgustaba que no diera señal alguna de que sa-
bía que ella estaba allí. Sentía que el viejo tenía una ventaja in-
justa sobre ella, y el modo en que la usaba le parecía desagrada-
ble. Se le habían ocurrido varias ideas para molestarlo si llegaba
a acercarse lo suficiente, pero siempre pasaba bastante lejos y se
sentaba a descansar un rato en la roca, desde donde se quedaba
mirando hacia la cueva. Más tarde continuaba su camino a paso
lento, y a la vieja le parecía que después del descanso andaba
más despacio que antes.
Había escorpiones en la cueva durante todo el año, pero
sobre todo en los días justo antes de que las plantas comenzaran
a destilar agua. La vieja tenía un gran lío de trapos que usaba
para hacerlos caer del techo y las paredes, y los pisoteaba rápi-
damente con el calloso talón de sus pies descalzos. De vez en
cuando un animalito salvaje o algún pájaro descuidado se aven-
turaban a entrar en la cueva, pero la vieja era demasiado lenta
para cazarlos y ya ni siquiera lo intentaba.
Un día oscuro la vieja alzó los ojos y vio a uno de sus hijos,
de pie en la entrada. No recordaba cuál de todos era, pero pensó
que sería el que casi se había matado bajando a caballo por el
lecho seco del río. Le miró la mano para ver si la tenía deforme.
No era ese hijo.
Él comenzó a hablar:
—¿Eres tú?
—Sí.
—¿Estás bien?
—Sí.
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—¿Todo está bien?
—Todo.
—¿Te has quedado aquí?
—Como lo ves.
—Sí.
Hubo un silencio. La vieja recorrió la cueva con los ojos y
le disgustó ver que el hombre que estaba en la entrada práctica-
mente oscurecía el interior. Se esforzaba por reconocer varios
objetos: su bastón, su jícara, su bote de hojalata, su cabo de
cuerda. El esfuerzo le hizo arrugar la frente.
El hombre habló de nuevo.
—¿Puedo entrar?
La vieja no respondió.
Él se apartó de la entrada y se sacudió las gotas de agua de
la ropa. Está a punto de maldecir, pensó la vieja, que, sin llegar a
recordar cuál de sus hijos era aquél, recordaba las cosas que so-
lía hacer.
Decidió hablar.
—¿Qué? —preguntó.
El hijo se inclinó para asomar la cabeza por la cortina de
agua y repitió:
—¿Puedo entrar?
—No.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
Después agregó:
—No hay espacio.
Él volvió a retroceder y se enjugó la cabeza. La vieja pensó
que tal vez se iría, pero no estaba segura de querer eso. De cual-
quier manera, ella ya no podía hacer nada, pensó. Le oyó sentar-
se junto a la entrada de la cueva y luego olió el humo de tabaco.
No había otro sonido que el de las gotas de agua que caían sobre
el barro.
Un poco más tarde la vieja oyó que él se ponía de pie. Vol-
vió a pararse a la entrada.
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—Voy a pasar —dijo.
Ella no contestó.
Él se agachó para entrar. La cueva era demasiado baja y no
podía levantar la cabeza. Miró a su alrededor y escupió en el
suelo.
—Vamos —dijo.
—¿Adónde?
—Conmigo.
—¿Por qué?
—Porque tienes que venir.
Aguardó un momento y luego preguntó suspicazmente:
—¿Adónde vas?
Él señaló hacia el valle con indiferencia.
—Allá.
—¿Al pueblo?
—Más allá.
—No quiero ir.
—Tienes que venir.
—No.
Él tomó el bastón de la vieja y se lo ofreció.
—Mañana —dijo ella.
—Ahora.
—Tengo que dormir —respondió, y se acostó sobre su
montón de trapos.
—Está bien. Te espero fuera —dijo él, y salió.
La vieja se durmió enseguida. Soñó que el pueblo era muy
grande. Se extendía indefinidamente y sus calles estaban atesta-
das de gente con ropa nueva. La iglesia tenía una torre alta con
varias campanas que no dejaban de sonar. Anduvo entre la gente
por las calles un día entero. No sabía si todos eran hijos suyos o
no. Preguntó a algunos: «¿Ustedes, son hijos míos?». No podían
responderle, pero la vieja pensaba que, de haber podido, hubie-
ran dicho: «Sí». Cuando anocheció encontró una casa con la
puerta abierta. Dentro había luz, y un grupo de mujeres esta-
ban sentadas en un rincón. Se levantaron cuando ella entró y le
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dijeron: «Aquí hay un cuarto para usted». No quería verlo, pero
a empujones la metieron dentro, y cerraron la puerta. Ahora era
una niñita y estaba llorando. Fuera, el ruido de las campanas de
la iglesia era muy fuerte, y ella imaginaba que cubrían el cielo.
En lo alto de la pared sobre su cabeza había una hendidura por
donde podía ver las estrellas, que iluminaban el cuarto. Del cielo
raso de junco salió un escorpión. Descendía despacio hacia ella
por la pared. Dejó de llorar y le clavó los ojos. Arqueaba la cola
sobre el dorso y la movía un poco de un lado para otro mientras
avanzaba. Deprisa, ella buscó a su alrededor algo para derribar-
lo. Como no había nada en el cuarto, usó la mano. Pero se mo-
vía con lentitud y el escorpión le agarró un dedo con las tenazas
y se quedó allí prendido a pesar de que ella sacudía la mano con
violencia. Luego se dio cuenta de que no iba a clavarle el agui-
jón. Sintió que la traspasaba una inmensa sensación de felicidad.
Se llevó el dedo a los labios para besar al escorpión. Las campa-
nas dejaron de sonar. Lentamente, en la paz que comenzaba, el
escorpión se introdujo en su boca. Sintió la dureza del caparazón
y las patitas con garras que le pasaban por los labios y la lengua.
Bajó despacio por su garganta y se volvió parte de ella. Se des-
pertó y dio un grito.
Su hijo preguntó:
—¿Qué pasa?
—Estoy lista.
—¿Tan pronto?
Él estaba de pie junto a la entrada y ella atravesó la cortina
de agua apoyándose en su bastón. Él dio unos pasos delante de
ella hacia el sendero.
—Va a llover —dijo.
—¿Está lejos?
—Tres días —respondió él, y se quedó mirando las piernas
de la vieja.
Ella asintió. En ese momento se dio cuenta de que el viejo
estaba sentado en la piedra. Tenía en la cara una expresión de
profundo asombro, como si acabara de ocurrir un milagro. Mi-
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raba a la vieja boquiabierto. Cuando pasaban frente a la roca la
miró a la cara con más resolución que nunca. Ella hizo como que
no lo veía. Mientras bajaban con cuidado por el sendero pedre-
goso, oyeron a sus espaldas la débil voz del viejo, arrastrada por
el viento.
—Adiós.
—¿Ése quién es? —preguntó el hijo.
—No sé.
Él se volvió y le lanzó una mirada misteriosa.
—Estás mintiendo —le dijo.
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