Dictadura Militar TP
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Resumen
CONTEXTO
El régimen militar iniciado en 1976 no es una experiencia aislada sino la expresión más
álgida de una sucesión de intervenciones militares (1930-1932, 1943-1946, 1955-1958,
1962-1963, 1966-1973). Esta serie de experiencias autoritarias, como una constante
propia de la historia argentina del siglo, puede ser explicada desde diversos enfoques y
siguiendo distintas dimensiones de análisis. En primer término, quienes se concentran
en el funcionamiento del sistema político apelan al concepto de «pretorianismo» para
dar cuenta de la alternancia naturalizada entre partidos políticos y militares que,
tácitamente, establecen un juego pendular entre autoritarismo y democracia dentro del
mismo régimen político. En este esquema, las intervenciones militares no suponen una
salida del sistema político sino una posibilidad válida del juego político. La validación
de esta alternativa está dada por la «pérdida de fe en la democracia» de la mayoría
ciudadana que, entonces, da su apoyo a estas empresas dotándolas de legitimidad (cfr.
Quiroga, 2004).
Otros autores, sin perder de vista la relación Estado-sociedad, hacen foco en la dinámica
social y encuentran a dicho proceso solidario con una lógica ascendente de
militarización de la sociedad y de politización de las fuerzas armadas: así como en 1930
los protagonistas del golpe militar fueron un general retirado y los cadetes del Colegio
Militar, en 1976 los emprendedores son los comandantes en jefe de la corporación
militar (cfr. Mallimaci, 1995: 233). Esto fue dando lugar a la lenta conformación de
pautas de sociabilidad y transacciones de sentido que construyeron una cultura política e
ideológica que naturalizó el recurso a la violencia como forma eficaz y legítima de
dirimir los conflictos. Junto con el siglo se inaugura una batería de leyes destinadas al
disciplinamiento social. Se sancionaron: en 1901 la ley 4.031 de Servicio Militar
Obligatorio, para «civilizar» a la población masculina, en 1902 la ley 4.144 de
Residencia, para expulsar a los extranjeros «disolventes», y en 1910 la ley 7.029 de
Defensa Social, que prohibía las asociaciones y/o reuniones de propagación anarquista y
sancionaba como delito el regreso de los expulsados.
A pesar de esto, y tras siete años de régimen militar, las organizaciones armadas siguen
vigentes en el escenario político e incluso, en algunos casos, acrecientan su adhesión e
influencia política. Mientras que las organizaciones guevaristas persistieron en su
estrategia militarista, Montoneros capitalizó la expectativa del retorno del peronismo al
poder por la vía electoral, abierta por la desarticulación del Gran Acuerdo Nacional por
Perón y por el éxito de las alianzas tejidas entre las distintas fuerzas políticas, que
reclamaban un proceso electoral «sin vetos ni proscripciones». En este nuevo marco,
Montoneros viró su estrategia, se concentró en la actividad legal y articuló sus acciones
en distintos frentes de masas.
La victoria electoral del peronismo en 1973 y su retorno al poder, en lugar de unir los
distintos frentes de lucha, volvieron flagrante la polarización ideológica en el seno de
las organizaciones políticas. La «masacre de Ezeiza», con ocasión de la ansiada vuelta
de Perón, después de 18 años de exilio, se convirtió en un escenario para medir fuerzas
y desencadenó el enfrentamiento armado entre los sectores «revolucionarios» del
peronismo y las expresiones más «ortodoxas» ligadas a la «burocracia sindical».
Rápidamente, el líder en ejercicio de gobierno inclinó la balanza en favor de los
segundos. La medida emblemática fue la reforma del Código Penal que introdujo, para
las acciones guerrilleras, penas más severas que las vigentes bajo el régimen militar
anterior y habilitó, a su vez, la represión de las huelgas consideradas ilegales (De Raz,
2000: 149). Tras su muerte, en julio de 1974, el ala revolucionaria del movimiento
decidió retomar sus acciones clandestinas. La estrategia inicial de mantener las
organizaciones de superficie se frustró rápidamente, tras la evidencia de que los
distintos frentes de masas de la Juventud Peronista que integraban la llamada Tendencia
Revolucionaria estaban fuertemente identificados con Montoneros y eran, por ello,
demasiado vulnerables a la represión como para desempeñar un papel de exponentes
legales de su estrategia política. A partir de aquí el creciente militarismo de la
organización fue asimilado a un progreso político. La escalada militar de la
organización fue erosionando el trabajo de ligazón con las masas y se tradujo en la
práctica en la búsqueda de contrarrestar el apoyo social con una mayor sofisticación del
poder militar. Los blancos pasaron a ser los «traidores» del propio movimiento
peronista, diversos empresarios representantes de grandes monopolios y cualquier
uniformado o miembro de las fuerzas militares y paramilitares. El diseño de estos
operativos militares contempló la acción conjunta con las organizaciones guevaristas.
Aún en esta escalada militar, y en medio de un proceso de aislamiento social, conservan
un enemigo definido y se abstienen de producir acciones de terrorismo al azar en
lugares públicos concurridos, más propias del fenómeno europeo. Con todo, el terror,
por ser por definición un fenómeno subjetivo, deja un margen librado a las
circunstancias específicas, que se vuelven decisivas para la discriminación en torno a la
calificación de determinados actos individuales de violencia como «acciones de
terrorismo» (Gillespie, 1987: 109). Estas razones, esbozadas por Gillespie (1987),
responden a inquietudes teóricas por discriminar entre los métodos de guerrillas urbanas
del terrorismo político, antes que a un «tabú nominalista» que se resiste a usar el
término «terrorismo» para las prácticas armadas de los años sesenta y setenta,
consolidado -según Vanzetti- en la posdictadura entre los protagonistas de la época, los
agentes de memoria y ciertos analistas del campo de las ciencias sociales (Vanzetti,
2009:83).
Hacia finales de 1974, el asesinato, por parte de Montoneros, del jefe de la Policía
Federal, Alberto Villar, tuvo como resultado político la declaración de Estado de Sitio, a
la par que se multiplicaron las detenciones de personas a disposición del Poder
Ejecutivo Nacional (PEN) llegando a alcanzar la cifra de 5.182 casos al momento del
golpe de Estado de 1976 (cfr. CONADEP, 1984: 408). La declaración, en 1975, del
decreto-presidencial Nº 261 (05/02/1975), refrendado por el Congreso, ordenando el
«aniquilamiento del accionar subversivo» para el territorio de la provincia de Tucumán,
apuntó en gran parte a desarticular el foco insurgente del ERP. Medidas, de este tipo,
tomadas bajo el gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón, permitirían
la incorporación de las bandas -antes paramilitares- a las filas de una burocracia
represiva especializada. El llamado «Operativo Independencia», implementado en
Tucumán, ensayaría en una pequeña escala procedimientos de represión clandestina que
serían amplificados y perfeccionados durante la última dictadura militar.
La secuencia de los «operativos» llevados adelante por los GTZ seguía un modus
operandi relativamente estable. El primer paso requería la coordinación de distintas
fuerzas represivas. Esto suponía pedir «luz verde» en la jurisdicción policial para poder
actuar. Una vez declarada el área liberada se procedía al secuestro de la víctima, ya
fuera en su domicilio personal (62%), en la vía pública (24,6%), en el lugar de trabajo
(7%) o de estudio (6%). La mayoría de los secuestros eran realizados durante la noche
(62%) (CONADEP, 1984: 17y 25). La víctima, entonces, era secuestrada (» chupada»),
encapuchada (» tabicada») e ingresada a un CCD. Allí, el rito iniciático era la tortura
bajo argumento de obtener la mayor información lo más rápido posible, en muchos
casos, sin embargo, la tortura se prolongaba durante el período de cautiverio, tanto la
física como la psicológica. El abanico de los métodos empleados, según palabras de la
Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (CONADEP), «sobrecoge por la
imaginación puesta en juego» (1984: 26). La deshumanización de la víctima,
identificada por un número y las pésimas condiciones sanitarias y alimenticias,
formaban parte del proceso tortuoso. Los destinos posibles podían ser la «recuperación»
e incorporación al staff de los agentes de la represión, la «liberación», generalmente
asociada a la legalización bajo disposición del PEN o el «traslado», que era sinónimo de
asesinato y desaparición del cuerpo. El «operativo» incluía el saqueo de los bienes de la
víctima en el momento del secuestro en su domicilio o mediante una segunda incursión.
El «botín de guerra» incluyó el robo de bebés, detenidos con sus madres o nacidos en
cautiverio y dados posteriormente en adopción.
Sin embargo, la erosión de la legitimidad del régimen militar hizo posible establecer
mejores condiciones para la democracia. Apenas asumido, en diciembre de 1983, el
gobierno democrático de Raúl Alfonsín puso en marcha una batería de medidas que
restituía la cuestión de las responsabilidades de los crímenes cometidos. Para ello, en
primer lugar elevó el proyecto de ley de derogación de la ley de facto de «Pacificación
Nacional», que alcanzó su sanción el 22/12/1983. Simultáneamente, sancionó los
decretos Nº 157 y Nº 158 (13/12/1983), que dictaminaban el enjuiciamiento de los
dirigentes de las organizaciones armadas y de las cúpulas militares, respectivamente.
Por último, mediante el decreto Nº 187 (15/12/1983), el Poder Ejecutivo daba creación
a la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (CONADEP) con el objetivo de
esclarecimiento de los hechos, la recepción de denuncias y de pruebas de los
acontecimientos represivos. De esta manera procuraba crear las condiciones
institucionales para la concreción dos actos fundacionales para alcanzar un primer
consenso en torno al «imperio de la ley»: el Informe de la Comisión Nacional sobre
Desaparición de Personas y el Juicio a las Juntas Militares (Vezzetti, 2002: 114-115).
Pese a las limitaciones dispuestas por el Ejecutivo, que dejaban a la comisión al margen
del establecimiento de responsabilidades, la CONADEP recibió denuncias y testimonios
de personas que reconocieron haber integrado grupos de tareas. Según el informe, los
testimonios, antes de tener un contenido ético de arrepentimiento, denunciaban haber
sido «abandonados por sus jefes» y haber estado atados a un «pacto de sangre» según el
cual «escapar» significaba la propia eliminación. A su vez, la comisión tomó la
iniciativa de enviar cuestionarios interrogando sobre lo actuado a los ex funcionarios del
gobierno militar y publicar el listado de altos mandos que rechazó la propuesta
(CONADEP, 1984: 263).
VÍCTIMAS
Sin embargo, en la práctica la ingeniería del terrorismo de Estado se sostuvo, antes que
en la búsqueda del publicitado «virus de la subversión», en el seguimiento, fichaje y
represión de redes sociales concretas que daban sentido a los individuos, redes
reconstruidas a partir del trabajo de inteligencia y de la información arrancada a las
víctimas (cfr. Catoggio y Mallimaci, 2008).
En contraste, las autoridades militares desmienten de plano que haya habido siquiera
7000 desaparecidos. Es emblemática en este punto la declaración del gral. Ramón Diaz
Bessone, en la entrevista concertada con Marie-Monique Robin el 13 de mayo de 2003:
Por último, vale la pena aclarar que, en general, ni las categorías represivas, ni las
estimaciones parciales son excluyentes. Por ejemplo, fue habitual la circulación de
personas por distintos centros de detención, que luego fueron legalizadas y pasadas a
disposición del PEN. Otro caso recurrente fue el de detenidos-desaparecidos que, una
vez liberados, pasaron al exilio.
TESTIMONIOS
«Sin duda los desaparecidos fueron un error, porque, si usted compara con los
desaparecidos de Argelia, es muy diferente: ¡eran desaparecidos de otra nación, los
franceses volvieron a su país y pasaron a otra cosa! Mientras que aquí cada
desaparecido tenía un padre, un hermano, un tío, un abuelo que siguen teniendo
resentimiento contra nosotros, y esto es natural…» (Declaraciones del gral.
Harguindeguy, 14/05/2003 apud . Robin, 2005: 447)
En la práctica, la familia como unidad víctima de la represión dio lugar a una matriz
genealógica de reivindicación y de rememoración. Tanto la desaparición de familias
completas como la de alguno de sus miembros activaron la solidaridad de redes de
parentesco:
«Como esposa, madre, hermana, tía, quisiera saber qué pasó con mi familia. Al perderla
quedé en el desamparo y sin ningún recurso con dos hijas chicas. Mis hijos y mi esposo,
mi hermano y mi sobrino eran gente de trabajo, honrada, sin antecedentes policiales.
Tuve gran dolor que me llevaron un hijo asmático que precisa mis cuidados. Y a mi
sobrino ¿por qué se lo llevaron al pobre? ¿por qué Dios mío se llevaron a todos y qué
suerte han corrido? (Extracto del testimonio ante del secuestro de Juan Carlos Márquez,
49 años obrero ferroviario; Ramón Carlos Márquez, 23 años; y Benito Lorenzo
Márquez, 21 años, ambos obreros textiles; Norma Lidia Mabel Márquez, 19 años,
empleada; Carlos Erlindo Ávila, 40 años obrero de la alimentación y su hijo Pedro, 17
años. Denuncia ante la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, 1982 apud .
Duhalde, 1999: 335)
«Nuestro pañuelo tiene su propia historia, cuando se hizo la Marcha a Luján,
principalmente de estudiantes, decidimos ir. Pensamos entonces en la forma de
encontrarnos y reconocernos; es cierto que muchas nos conocíamos las caras, en el
rostro llevábamos la tragedia de la desaparición de nuestros hijos, pero ¿cómo íbamos a
reconocernos en medio de la multitud? Entonces decidimos llevar algo que nos
identificara. Así una madre sugirió que nos pusiéramos un pañal de nuestro hijo, porque
¿qué madre no guarda un pañal de su hijo? Y así lo hicimos. Después, ese pañal llevó el
nombre del hijo desaparecido y la fecha, inclusive, algunas prendieron en él la foto de
su hijo. Más adelante escribimos la consigna ‘Aparición con vida’, y, como nos dijo un
psicólogo: ‘Ustedes ‘socializaron’ la maternidad’; ya no pedíamos por uno, sino treinta
mil, por todos los hijos» (Testimonio de Juanita de Pergament, miembro de Asociación
Madres de Plaza de Mayo, s/f apud . Caraballo, Charlier y Garulli, 1998: 132)
Este capítulo atroz de la historia argentina, aún abierto, instaló socialmente la urgencia
de la verdad, el imperativo de justicia y el deber de memoria. Fue célebre el alegato de
acusación del Dr. Julio Strassera a los ex comandantes en el juicio a las juntas militares
en 1985:
»Por todo ello, señor presidente, este juicio y esta condena son importantes y necesarios
para la Nación Argentina, que ha sido ofendida por crímenes atroces. Su propia
atrocidad torna monstruosa la mera hipótesis de la impunidad. Salvo que la conciencia
moral de los argentinos halla descendido a niveles tribales nadie puede admitir que el
secuestro, la tortura o el asesinato constituyan hechos políticos o contingencias del
combate. Ahora que el pueblo argentino ha recuperado el Gobierno y el control de sus
Instituciones, yo asumo la responsabilidad de declarar en su nombre, que el sadismo no
es una ideología política, ni una estrategia bélica, sino una perversión moral; a partir de
este juicio y esta condena, el pueblo argentino recuperará su autoestima, su fe en los
valores en base a los cuales se constituyó en Nación y su imagen internacional
severamente dañada por los crímenes de la represión ilegal (...) Señores jueces: quiero
renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria.
Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo
argentino. Señores jueces: 'Nunca Más'» (apud. El Diario del Juicio, 17/09/1985: 12)
MEMORIAS
El impacto social del informe Nunca Más y los juicios a las juntas militares instaló una
verdad y un reclamo ético. La narrativa humanitaria que se privilegió en el informe
presentaba a los desaparecidos como «seres humanos cuyos derechos habían sido
avasallados», evitando dar detalles sobre sus adscripciones políticas y/o vinculaciones
con la guerrilla que pudiesen inducir a la opinión pública a elaborar justificaciones de
las violaciones perpetradas. Esta estrategia instaló una primera narrativa de memoria,
reapropiada mayoritariamente por los organismos de derechos humanos, que apelaba a
una imagen de «víctima». En paralelo, esta imagen habilitó la visibilidad de otras
demandas, en particular, de la organización Familiares y Amigos de Muertos por la
Subversión (FAMUS) que reclamaba al gobierno la creación de otra comisión que
investigara los hechos perpetrados por la guerrilla (cfr. Crenzel, 2008: 65 y 96). En
medio de estas tensiones, la batalla por el sentido fue ganada coyunturalmente por la
interpretación que pasó a la historia como la «teoría de los dos demonios», la cual
situaba a la sociedad entera como «víctima» de dos demonios, tanto de la violencia
guerrillera y como del terrorismo de Estado que la primera habría desatado.
Ha pasado a formar parte del acervo del sentido común la idea de que la «teoría de los
dos demonios» fue plasmada en el prólogo al informe de la CONADEP. Sin embargo,
otras interpretaciones como las de E. Crenzel (2008) sugieren que, en verdad, dicha
formulación tuvo lugar en la introducción que el entonces ministro del interior, Antonio
Troccoli, dio al programa televisivo destinado a difundir los avances de la CONADEP,
emitido el 4 de julio de 1983. En efecto, las versiones varían en la ponderación de los
medios: mientras que el prólogo ponía énfasis en la distancia abismal entre la violencia
ilegal implementada desde el Estado y la violencia guerrillera, la versión televisiva-que
finalmente se impuso- hacía hincapié en la equiparación de los medios empleados.
»De la enorme documentación recogida por nosotros se infiere que los derechos
humanos fueron violados en forma orgánica y estatal por la represión de las Fuerzas
Armadas (...) Se nos ha acusado, en fin de denunciar sólo una parte de los hechos
sangrientos que sufrió nuestra nación en los últimos tiempos, silenciando los que
cometió el terrorismo que precedió a marzo de 1976. Por el contrario, la comisión ha
repudiado siempre aquel terror (...) Nuestra misión no era investigar sus crímenes sino
estrictamente la suerte corrida por los desaparecidos, cualquiera que fueran, proviniesen
de uno u otro lado de la violencia. Los familiares de las víctimas del terrorismo anterior
no lo hicieron, seguramente, porque ese terror produjo muertes, no desaparecidos «
(CONADEP, 1984: 10-11)
El énfasis en la diferencia entre los «muertos del terrorismo» y el «sistema de
desaparición de personas» establece la discontinuidad entre un «terror» y otro. En
cambio, la introducción obligada que circuló por la T.V. funcionó como la condición
para emitir los avances de la investigación realizada por la CONADEP, al tiempo que,
como la cláusula que garantizaba al gobierno que no se condenara públicamente sólo al
«terrorismo de Estado»:
Esta interpretación tiene «ecos» en diversos sectores sociales hasta nuestros días. Sin
embargo, nuevos acontecimientos dan aliento al surgimiento de otras claves
interpretativas del pasado reciente. A mediados de los años 1990, una serie de
acontecimientos públicos reavivó la memoria social. Por un lado, el escándalo
provocado por las declaraciones del capitán Adolfo Scilingo acerca de la metodología
de desaparición de personas, conocida desde entonces como «vuelos de la muerte», en
los cuales se arrojaba al Río de la Plata a detenidos aún vivos. Por el otro, la aparición
pública de una nueva organización de derechos humanos, HIJOS (Hijos por la
Identidad, la Justicia, contra el Olvido y el Silencio) que imprimió una narrativa
generacional que desplazaba la imagen de «víctima» para instalar la necesidad de
«recuperar el sentido de la militancia política y social de los años 1970» (cfr. Bonaldi,
2006). Junto con esta narrativa, este grupo inauguró una nueva metodología de denuncia
pública, el «escrache» a los represores, el cual, en el marco de canales de judicialización
clausurados, buscaba instalar la estigmatización y sanción social de los responsables
(cfr. da Silva Catela, 2001: 267). Simultáneamente, a partir de ese mismo año se ponen
en marcha diversas estrategias de judicialización alternativa. En el exterior se inician los
procedimientos para procesar a los militares argentinos en España e Italia. En el plano
nacional, la querella criminal por «delito de sustracción de menores», presentada por la
organización Abuelas de Plaza de Mayo, habilita la reapertura de procesos a los ex
comandantes Videla y Massera. A su vez, las declaraciones de Scilingo dan el puntapié
inicial a un proceso inédito, la apertura de los Juicios por la Verdad. Frente a la clausura
de las causas penales, estas causas permitían mantener vivos los juicios aunque sin
resultados punitivos. Apelando a los principios resguardados por la Corte
Interamericana de Derechos Humanos, el objetivo de las causas era resarcir las
violaciones al derecho de la verdad y el duelo. En estas condiciones, el gobierno
argentino se comprometía a garantizar el derecho a la verdad, consistente en el
agotamiento de todos los medios para alcanzar el esclarecimiento de lo sucedido con los
desaparecidos. Iniciado en 1998 en La Plata y en la Capital Federal, a partir de 1999
este impulso se extendió a las jurisdicciones de Rosario, Mendoza, Salta, Jujuy, Chaco y
Mar del Plata. En todos los casos, los emprendedores fueron los organismos de derechos
humanos, acompañados de familiares de víctimas. Estas causas tuvieron distintas
repercusiones: para algunos fueron meros paliativos, para otros la única alternativa para
mantener viva la esperanza de reapertura de los juicios penales. De hecho, habilitaron la
construcción de las pruebas que permiten hoy dar curso a las causas penales (cfr.
Miguel, 2006: 25-28).
En este clima, en 1996, el aniversario de los 20 años del golpe militar volvió a ocupar
un lugar central en la atención pública. Las iniciativas fueron emprendidas por los
organismos de derechos humanos, a los cuales se sumaron diversas organizaciones
sociales, con muy escasa participación del Estado nacional (cfr. Jelin, 2005: 548). Al
poco tiempo el Estado comenzó a asumir un rol activo en el campo de la memoria. Las
reivindicaciones de memoria ingresaron paulatinamente a la agenda estatal: en marzo de
1998, cobró forma la propuesta de construcción de una Parque de la Memoria, en el
marco más amplio de un proyecto del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, «Buenos
Aires y el Río», que incluía tres monumentos: a las víctimas del atentado a la
Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), a las víctimas del terrorismo de Estado
y a los Justos de las Naciones (cfr. Tappatá de Valdez, 2003: 97).
Desde el 2000, pero con más visibilidad a partir del 2003, Argentinos por la Memoria
Completa , liderados inicialmente por Karina Mujica, estableció vínculos con diversos
grupos y actores provenientes de los servicios de inteligencia, como el Servicio Privado
de Informaciones y Noticias (SEPRIN) y de las Fuerzas Armadas, como la Asociación
Unidad Argentina (AUNAR), la Unión de Promociones Navales y la Revista Cabildo ,
en su vocación por homenajear a los «héroes y mártires que combatieron la subversión».
De esta misma red forman parte otros grupos como la Asociación Víctimas del
Terrorismo de Argentina (AVTA), conducida por Lilia Genta y José Luis Sacheri, o
la Asociación Familiares y Amigos de los Presos Políticos Argentinos (AFyAPPA),
liderado por Cecilia Pando, esposa de un militar pasado a retiro por el gobierno de
Néstor Kirchner, cuyo órgano de difusión Revista B1 –Vitamina para la memoria de la
guerra en los ‘70 es una abierta provocación a la política de Estado. Colectivamente,
estos diversos grupos buscan impulsar un día nacional, el 5 de Octubre, que fije el
homenaje a las «Víctimas del Terrorismo» (cfr. Catoggio y Mallimaci, 2008).
En la Argentina, el debate sobre el uso jurídico del término genocidio cobró fuerza
fundamentalmente a partir de los escritos y sentencias del Juez Baltasar Garzón en
relación con las dictaduras latinoamericanas a fines de los años 1990. En concreto, en
1997 la justicia española inició una causa contra los militares argentinos por los «delitos
de terrorismo y genocidio» que cayó bajo la competencia de Garzón. En este contexto
se inscribe la sentencia del 2 de Noviembre de 1999, de su propia mano, que pone en
cuestión la exclusión de la categoría de grupo político de la definición de genocidio
establecida por la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio. La
versión definitiva del artículo 2º de la convención estableció: «Se entiende por
genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la
intención de destruir total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso
como tal: a) Matanza a miembros del grupo; b) Lesión grave a la integridad física o
mental de los miembros del grupo; c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones
de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) Medidas
destinadas a impedir nacimientos en el seno del grupo; e) traslado por la fuerza de niños
del grupo a otro grupo». A su vez, Garzón elabora una justificación que establece la
pertinencia de las tipificaciones de «grupo nacional» y «grupo religioso» para el caso
argentino considerado en su conjunto y del «grupo étnico» para el tratamiento especial
dirigido a la población de argentinos judíos. Siguiendo las argumentaciones que
propone el juez, la pertinencia de la caracterización de «grupo nacional» respondería a
una aniquilación parcial de la población argentina, eliminación que fue capaz de alterar
las relaciones sociales de la vida social en su conjunto y la plausibilidad de la
adjudicación de «grupo religioso» tendría que ver con la construcción de la identidad
del régimen en torno a una «occidentalidad cristiana».
Entre las posiciones proclives a sostener la pertinencia del concepto de genocidio para
el caso argentino, uno de los referentes más prolíficos es el ya mencionado de Daniel
Feierstein. El autor desarrolla un complejo argumento en diversos libros y publicaciones
donde justifica la adecuación del término.
«la existencia de un hilo conductor que remite a una tecnología de poder en la que la
‘negación del otro’ llega a su punto límite: su desaparición material (la de sus cuerpos)
y simbólica (la de la memoria de su existencia)» (Feierstein, 2004: 88).
Ambos enfoques, aún con argumentaciones claramente diferenciadas, son solidarios con
la narrativa de memoria actualmente más extendida, que hace de la militancia (política,
social, sindical, religiosa) el atributo característico y determinante de las víctimas del
terrorismo de Estado. El intento por encontrar una lógica explicativa de la violencia de
masas sufrida impulsa a menudo a los cientistas sociales y actores políticos a simplificar
la complejidad del proceso represivo, la trama cívico-militar de responsabilidades y la
diversidad social de las víctimas, ya sea recurriendo a un atributo homogeneizador
como la militancia -determinante en muchos casos, pero no en otros tantos, igualmente
significativos- y/o imputando a los hechos la eficacia reorganizadora de un tipo de
violencia genocida. En este ejercicio se diluye la potencialidad simbólica de la categoría
jurídica adoptada en el país para la judicialización de estos crímenes: la de «delitos de
lesa humanidad». Esta categoría englobante, de la cual el genocidio es sólo una especie,
condensa la fuerza de la sanción sobre el Estado criminalizado, antes que sobre las
características de las víctimas.