Dictadura Militar TP

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“Dictadura Militar”

Resumen

En Argentina, entre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983, el poder


político estuvo en manos de militares y civiles que tomaron el gobierno tras derrocar a
un gobierno democrático. Siete años en el poder dejaron consecuencias en la sociedad,
la economía y la cultura. Prueba de esto son los 30 000 desaparecidos, los 400 niños
robados –que a la fecha no han sido devueltos a sus familias–, los efectos en los
excombatientes de la guerra de Malvinas, así como deterioros en las tramas subjetivas
de las víctimas directas y sus familiares. Este ensayo intenta abarcar las consecuencias
citadas, debido a que –muchas de estas– aún mantienen perdurabilidad.

CONTEXTO

Para comprender la singularidad de la última dictadura argentina (1976-1983) y su


particularidad de ser la experiencia más cruenta, en materia de violaciones a los
derechos humanos, del Cono Sur de América Latina, es preciso trazar algunas líneas
históricas características del siglo XX.

El régimen militar iniciado en 1976 no es una experiencia aislada sino la expresión más
álgida de una sucesión de intervenciones militares (1930-1932, 1943-1946, 1955-1958,
1962-1963, 1966-1973). Esta serie de experiencias autoritarias, como una constante
propia de la historia argentina del siglo, puede ser explicada desde diversos enfoques y
siguiendo distintas dimensiones de análisis. En primer término, quienes se concentran
en el funcionamiento del sistema político apelan al concepto de «pretorianismo» para
dar cuenta de la alternancia naturalizada entre partidos políticos y militares que,
tácitamente, establecen un juego pendular entre autoritarismo y democracia dentro del
mismo régimen político. En este esquema, las intervenciones militares no suponen una
salida del sistema político sino una posibilidad válida del juego político. La validación
de esta alternativa está dada por la «pérdida de fe en la democracia» de la mayoría
ciudadana que, entonces, da su apoyo a estas empresas dotándolas de legitimidad (cfr.
Quiroga, 2004).

Otros autores, sin perder de vista la relación Estado-sociedad, hacen foco en la dinámica
social y encuentran a dicho proceso solidario con una lógica ascendente de
militarización de la sociedad y de politización de las fuerzas armadas: así como en 1930
los protagonistas del golpe militar fueron un general retirado y los cadetes del Colegio
Militar, en 1976 los emprendedores son los comandantes en jefe de la corporación
militar (cfr. Mallimaci, 1995: 233). Esto fue dando lugar a la lenta conformación de
pautas de sociabilidad y transacciones de sentido que construyeron una cultura política e
ideológica que naturalizó el recurso a la violencia como forma eficaz y legítima de
dirimir los conflictos. Junto con el siglo se inaugura una batería de leyes destinadas al
disciplinamiento social. Se sancionaron: en 1901 la ley 4.031 de Servicio Militar
Obligatorio, para «civilizar» a la población masculina, en 1902 la ley 4.144 de
Residencia, para expulsar a los extranjeros «disolventes», y en 1910 la ley 7.029 de
Defensa Social, que prohibía las asociaciones y/o reuniones de propagación anarquista y
sancionaba como delito el regreso de los expulsados.

Paulatinamente, al calor de las intervenciones militares, se reforzó un contexto social de


alta tolerancia al tratamiento del «otro» por la vía represiva. En efecto, ya durante la
intervención militar iniciada en 1930 se dio creación a la «Sección Especial» de la
Policía Federal, especializada en combatir al comunismo y dirigida por Leopoldo
Lugones (hijo), conocido por innovar con el uso de la picana eléctrica durante los
interrogatorios a prisioneros políticos (Funes, 2004: 36). De allí en más la tortura se
convirtió en una modalidad sistemática y aplicada tanto a presos políticos como a
delincuentes comunes (Calveiro, 1998: 25). A su vez, la práctica represiva no fue
privativa de instituciones de encierro, como las cárceles, sino que tuvo diversas
manifestaciones en el espacio público: en 1955, el bombardeo protagonizado por 29
aviones de la Marina a una concentración de civiles en Plaza de Mayo, a la Casa de
Gobierno y a residencia presidencial dejó un saldo de más de 300 personas muertas y
cientos de heridos, en el intento frustrado de clausurar el capítulo peronista de la historia
argentina. Este hecho inició una proscripción de 18 años del partido político que
representaba a la mayoría electoral. A la proscripción política le siguió el secuestro del
cadáver de Eva Perón, la represión a los cuadros del movimiento y el esfuerzo por
«desperonizar a la sociedad» por la fuerza, llegando incluso a prohibir el nombre propio
del líder y las alusiones al «peronismo», que fueron vedados por decreto (Calveiro,
2006: 28).

Para algunos analistas, la proscripción del peronismo, aunque producida en el marco de


una experiencia democrática escasamente republicana y pluralista, ejercida en la
creencia de que la democracia «formal» no debía obstaculizar la «real», fue la estocada
que logró dar por tierra con toda credibilidad en la restauración democrática. En ese
contexto de erosión de la legitimidad democrática, el sistema político perdió eficacia
para la resolución de los conflictos sociales, los cuales pasaron a dirimirse en otros
escenarios, donde los agentes corporativos (empresarios, sindicalistas, militares y
especialistas religiosos) cobraron mayor protagonismo (cfr. Romero, 2001). Los
gobiernos electos de Frondizi (1958-1962) e Illia (1963-1966), que surgieron de este
proceso, debieron convivir con el «corset» de una «libertad vigilada», tensionada por la
sucesión de planteos militares que, finalmente, se concretaron en golpes de Estado que
dieron por término sendos períodos.

El uso de la fuerza corporativa convivió con el recurso a la violencia como alternativa


natural. La resolución sangrienta de la sublevación civil y militar de junio de 1956
marca otro hito en esta dinámica social. La rebelión peronista, protagonizada
fundamentalmente por suboficiales del ejército con apoyo y participación civil se
inscribía en el contexto efervescente de una resistencia obrera suficientemente
organizada como para poner en práctica todo un dispositivo de protesta: huelgas,
sabotajes a la producción y acciones armadas. Las alianzas tejidas entre sindicalistas y
militares tuvieron una respuesta implacable por parte del gobierno militar en ejercicio,
que decretó la ley marcial, aplicó un procedimiento sumario y condenó a fusilamiento a
los líderes y sospechosos de rebeldía (Rouquié, 1978: 137). El resultado fueron 27
fusilamientos, un escándalo, que pasaría a la historia con el nombre de «operación
masacre», acuñado por el periodista Rodolfo Walsh, quien denunció la ejecución del
general Juan José Valle, quien asumió públicamente la responsabilidad del
levantamiento y fue fusilado por fuera del plazo de vigencia de la ley marcial; el
fusilamiento del teniente Alberto Abadie, arrancado del hospital donde se encontraba
recuperándose y el secuestro de una decena de obreros peronistas sacados de su
domicilio, llevados a los basurales de José León Suárez y masacrados (Duhalde, 1999:
35). A pesar del estado público de tales sucesos, se puso en marcha un proceso de
sofisticación burocrática del aparato represivo que de aquí en más creció,
independientemente de si se trataba de gobiernos militares o civiles. Así, un sinnúmero
de militantes peronistas fue detenidos bajo las disposiciones de seguridad puestas en
vigencia durante el gobierno de Frondizi. La medida más relevante fue la aplicación en
1960 del Plan CONINTES (Conmoción Interna de Estado) que habilitaba amplias
atribuciones a las fuerzas armadas para combatir a los «elementos» que crearan
«disturbios internos» (James, 1990: 167). De este modo, la originalidad del catálogo
local incorporaba al «peronismo» junto con el estipulado «comunismo», de carácter
internacional, fichado y vigilado sin interrupciones, aunque con diversos énfasis, desde
las primeras décadas del siglo.

Solidariamente, a tono con el clima de Guerra Fría imperante, se inaugura en Buenos


Aires, en 1961, ante la presencia del presidente Frondizi, un curso interamericano de
guerra contrarrevolucionaria en la Escuela Superior de Guerra, con la participación de
instructores franceses, experimentados en los conflictos de Vietnam, Indochina y
Argelia (cfr. Rouquié, 1978: 159). Las relaciones entre militares argentinos e
instructores franceses se nutrieron tanto de este espacio institucional de intercambio
abierto en la sede del ejército como de las relaciones informales entabladas con los
oficiales franceses que, contemporáneamente, ingresaron al país de manera clandestina,
huyendo de sus condenas a muerte en Francia por su participación en la Organización
de la Armada Secreta (OAS) (cfr. Robin, 2005).

En paralelo se profundizan las relaciones entre los militares argentinos y


norteamericanos. Obedeciendo a la presión del ejército, el presidente Illia firmó en 1964
un tratado de asistencia militar con Estados Unidos por medio del cual el país recibirá
«materiales» por la suma de 18 millones de dólares entre 1964 y 1965. Este tratado se
sumaba a las relaciones de intercambio doctrinario entablado en torno a los cursos
impartidos desde la Escuela de las Américas, abierta en 1946.

Ambas escuelas, la francesa y la norteamericana, fueron decisivas en la consolidación


de una competencia profesional en técnicas de guerra contrarrevolucionaria.

El golpe de Estado de 1966-1973 inaugura la modalidad represiva de desaparición de


personas, aunque practicada de manera esporádica y sin llegar a cristalizar un modus
operandi. Entre 1970 y 1972 se produjo alrededor de una docena de desapariciones, de
las cuales solo se recuperó un cuerpo (Duhalde, 1999: 39-40). El régimen inicia,
también, un nuevo formato de intervención, que deja de ser transitorio entre un poder
civil y otro, para estar fundado en un proyecto refundacional de la política y la sociedad,
con metas sin plazos, orientado a institucionalizar la función tutelar de la corporación
militar en el Estado.

Al mismo tiempo, en el clima triunfante de la revolución cubana, la violencia política


por la vía insurreccional se instala socialmente como una alternativa plausible y legítima
para oponer a la represión militar e instrumentar el cambio social. Las organizaciones
armadas ensayan sus primeras acciones entre 1968 y 1970. En esta etapa, al estilo
«Robin Hood», buscan la eficacia simbólica y la adhesión social por sobre la
destrucción de un enemigo militar. Para ello combinan un mínimo uso de violencia con
una alta selectividad en los objetivos, con vistas a lograr una eficacia simbólica capaz de
ganar el apoyo y la colaboración pública. En este sentido, la guerra de guerrillas urbana
practicada se diferencia de la estrategia al azar e indiscriminada de violencia propia de
las «acciones terroristas» (Gillespie, 1987: 109), las cuales procuran sembrar el terror
entre la sociedad civil y mostrar la debilidad del Estado para garantizar la seguridad y el
orden público.

En paralelo, entre 1969 y 1971 tiene lugar un ciclo de protestas obrero-estudiantiles


protagonizadas en el interior del país (especialmente en Córdoba, Tucumán, Rosario y
Mendoza) de una violencia inusitada. Por el nombre de «Cordobazo» (1969) se conoció
el estallido social de tres días que dejó un saldo de 16 muertos, numerosos heridos y
más de 2000 detenidos (Rapoport, 2007: 619). Si los sucesos del Cordobazo señalaron
«el principio del fin» del gobierno del Gral. Juan Carlos Onganía, la repercusión social
del asesinato del general retirado Pedro Eugenio Aramburu, en junio de 1970,
concretado por la organización político-militar Montoneros, logró ponerle
definitivamente término. Onganía fue depuesto por los altos mandos militares diez días
después del asesinato. La renovación de la figura presidencial, ahora ocupada por el
Gral. Roberto Levingston, fue seguida de un cambio de políticas a partir de la adopción
de medidas de apertura y liberalización del régimen.

Sin embargo, la búsqueda de una solución política no impidió nuevos episodios de


violencia represiva: agosto de 1972 fue un mes trágico para las organizaciones armadas.
El intento de fuga de prisioneros políticos de Montoneros, del Ejército Revolucionario
del Pueblo (ERP) y de las Fuerzas Armadas Peronistas (FAR), reclusos en la prisión de
Rawson, resultó en buena parte fallido y desencadenó la llamada «masacre de Trelew».
16 de los 25 que habían planeado la huida no consiguieron alcanzar el avión que los
esperaba en el aeropuerto de Trelew, fueron obligados a rendirse, llevados a la base
Almirante Zar y fusilados clandestinamente (Gillespie, 1987: 149). Estas ejecuciones
ilegales fueron acompañadas de asesinatos (alrededor de 100), detenciones y torturas
(500 aproximadamente), perpetradas durante todo el período 1966-1973 según
denuncias de Montoneros (Gillespie, 1987: 148). La represión ilegal convivió con una
estrategia de creación de dispositivos legales orientados a castigar la violencia política.
En mayo de 1971, por medio de la ley 19.053, el presidente militar Alejandro Agustín
Lanusse dio creación a la Cámara Federal en lo Penal de la Nación, con competencia en
todo el territorio nacional para juzgar en única instancia a delitos que atentaran contra el
«sistema institucional argentino y que afectan de manera directa los más altos intereses
nacionales» (Mensaje de Elevación del Proyecto - Jurisprudencia Argentina, Anuario de
Legislación Nacional – Provincial, Tomo 1971a: 407).

A pesar de esto, y tras siete años de régimen militar, las organizaciones armadas siguen
vigentes en el escenario político e incluso, en algunos casos, acrecientan su adhesión e
influencia política. Mientras que las organizaciones guevaristas persistieron en su
estrategia militarista, Montoneros capitalizó la expectativa del retorno del peronismo al
poder por la vía electoral, abierta por la desarticulación del Gran Acuerdo Nacional por
Perón y por el éxito de las alianzas tejidas entre las distintas fuerzas políticas, que
reclamaban un proceso electoral «sin vetos ni proscripciones». En este nuevo marco,
Montoneros viró su estrategia, se concentró en la actividad legal y articuló sus acciones
en distintos frentes de masas.
La victoria electoral del peronismo en 1973 y su retorno al poder, en lugar de unir los
distintos frentes de lucha, volvieron flagrante la polarización ideológica en el seno de
las organizaciones políticas. La «masacre de Ezeiza», con ocasión de la ansiada vuelta
de Perón, después de 18 años de exilio, se convirtió en un escenario para medir fuerzas
y desencadenó el enfrentamiento armado entre los sectores «revolucionarios» del
peronismo y las expresiones más «ortodoxas» ligadas a la «burocracia sindical».
Rápidamente, el líder en ejercicio de gobierno inclinó la balanza en favor de los
segundos. La medida emblemática fue la reforma del Código Penal que introdujo, para
las acciones guerrilleras, penas más severas que las vigentes bajo el régimen militar
anterior y habilitó, a su vez, la represión de las huelgas consideradas ilegales (De Raz,
2000: 149). Tras su muerte, en julio de 1974, el ala revolucionaria del movimiento
decidió retomar sus acciones clandestinas. La estrategia inicial de mantener las
organizaciones de superficie se frustró rápidamente, tras la evidencia de que los
distintos frentes de masas de la Juventud Peronista que integraban la llamada Tendencia
Revolucionaria estaban fuertemente identificados con Montoneros y eran, por ello,
demasiado vulnerables a la represión como para desempeñar un papel de exponentes
legales de su estrategia política. A partir de aquí el creciente militarismo de la
organización fue asimilado a un progreso político. La escalada militar de la
organización fue erosionando el trabajo de ligazón con las masas y se tradujo en la
práctica en la búsqueda de contrarrestar el apoyo social con una mayor sofisticación del
poder militar. Los blancos pasaron a ser los «traidores» del propio movimiento
peronista, diversos empresarios representantes de grandes monopolios y cualquier
uniformado o miembro de las fuerzas militares y paramilitares. El diseño de estos
operativos militares contempló la acción conjunta con las organizaciones guevaristas.
Aún en esta escalada militar, y en medio de un proceso de aislamiento social, conservan
un enemigo definido y se abstienen de producir acciones de terrorismo al azar en
lugares públicos concurridos, más propias del fenómeno europeo. Con todo, el terror,
por ser por definición un fenómeno subjetivo, deja un margen librado a las
circunstancias específicas, que se vuelven decisivas para la discriminación en torno a la
calificación de determinados actos individuales de violencia como «acciones de
terrorismo» (Gillespie, 1987: 109). Estas razones, esbozadas por Gillespie (1987),
responden a inquietudes teóricas por discriminar entre los métodos de guerrillas urbanas
del terrorismo político, antes que a un «tabú nominalista» que se resiste a usar el
término «terrorismo» para las prácticas armadas de los años sesenta y setenta,
consolidado -según Vanzetti- en la posdictadura entre los protagonistas de la época, los
agentes de memoria y ciertos analistas del campo de las ciencias sociales (Vanzetti,
2009:83).

A su vez, la decisión de retorno a la clandestinidad en 1974 respondió no sólo a una


percepción de agotamiento de los canales legales, sino también, en buena medida, a una
estrategia defensiva frente a la creciente ofensiva de grupos paramilitares como la
«Alianza Anticomunista Argentina» o el «Comando Libertadores de América», ligados
a funcionarios del aparato estatal, responsables de no menos de 900 asesinatos durante
el período 1973-1975 (Novara y Palermo, 2003: 73).

Hacia finales de 1974, el asesinato, por parte de Montoneros, del jefe de la Policía
Federal, Alberto Villar, tuvo como resultado político la declaración de Estado de Sitio, a
la par que se multiplicaron las detenciones de personas a disposición del Poder
Ejecutivo Nacional (PEN) llegando a alcanzar la cifra de 5.182 casos al momento del
golpe de Estado de 1976 (cfr. CONADEP, 1984: 408). La declaración, en 1975, del
decreto-presidencial Nº 261 (05/02/1975), refrendado por el Congreso, ordenando el
«aniquilamiento del accionar subversivo» para el territorio de la provincia de Tucumán,
apuntó en gran parte a desarticular el foco insurgente del ERP. Medidas, de este tipo,
tomadas bajo el gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón, permitirían
la incorporación de las bandas -antes paramilitares- a las filas de una burocracia
represiva especializada. El llamado «Operativo Independencia», implementado en
Tucumán, ensayaría en una pequeña escala procedimientos de represión clandestina que
serían amplificados y perfeccionados durante la última dictadura militar.

AUTORES INTELECTUALES, ORGANIZADORES Y DEMÁS PROTAGONISTAS

A partir del golpe de Estado de 1976, el sistema de desaparición de personas adquiere


una escala nacional y una sofisticación burocrática que hace uso de los recursos e
instalaciones estatales: se convierte en la modalidad represiva por excelencia (cfr.
Calvero, 2006). Si bien, tras la intervención militar, la junta de gobierno integrada por
las tres armas (Ejército, Marina y Aeronáutica) estableció consejos de guerra militares
con facultades para dictar sentencias de muerte, este instrumento solo fue usado en
casos considerados de «peligrosidad mínima», la mayoría de los cuales fueron juzgados
así luego de circular previamente por el sistema ilegal (Novara y Palermo, 2003: 82). De
hecho, la estrategia represiva dejó de girar en torno al sistema legal de cárceles para
estructurarse en el sistema clandestino de detención y desaparición de personas. Esta
estrategia, que más tarde se conceptualizó como «terrorismo de Estado», supuso la
división proporcional del territorio nacional en zonas de injerencia de las distintas
armas. Sobre la división trazada en 1975 por el Ejército en cinco zonas, cada una de las
cuales correspondía a un cuerpo de su formación, una vez iniciada la dictadura, se
diseñaron zonas especiales bajo jurisdicción de la Armada y la Aeronáutica. La
bibliografía no coincide en este punto. Vázquez documenta la división en cuatro zonas,
en lugar de cinco: la Patagonia bajo el quinto cuerpo del Ejército, la Capital Federal
bajo el primero, el Litoral bajo el segundo y toda la región del Centro, Cuyo y el Norte
Argentino bajo el tercero (Vázquez, 1985: 28). A su vez, las zonas se dividían en
subzonas a cargo de brigadas y éstas en áreas al mando de distintos regimientos (Novaro
y Palermo, 2003: 118). En esta cartografía se registró en aquel momento la existencia de
340 clandestinos de detención (CCD) en 11 de las 23 provincias argentinas. Fueron, en
algunos casos, dependencias que ya funcionaban como sitios de detención. En otros se
inauguraron en locales civiles, dependencias policiales y asentamientos militares. Los
CCD respondían a una doble conducción, por una parte, a los denominados «grupos de
tareas» (GT) o «patotas», conformados generalmente por efectivos de la fuerza a la cual
correspondía el establecimiento bajo la dirección de un jefe y, por otra, a los
responsables de cada zona en cuestión. (CONADEP, 1984: 257). Esta ingeniería se
articulaba con la red de servicios de inteligencia militar y estatal que llevaban adelante
el seguimiento, fichaje y clasificación de potenciales víctimas, así como el archivo de la
información obtenida de los secuestrados y la elaboración de informes a las cúpulas
militares.

La secuencia de los «operativos» llevados adelante por los GTZ seguía un modus
operandi relativamente estable. El primer paso requería la coordinación de distintas
fuerzas represivas. Esto suponía pedir «luz verde» en la jurisdicción policial para poder
actuar. Una vez declarada el área liberada se procedía al secuestro de la víctima, ya
fuera en su domicilio personal (62%), en la vía pública (24,6%), en el lugar de trabajo
(7%) o de estudio (6%). La mayoría de los secuestros eran realizados durante la noche
(62%) (CONADEP, 1984: 17y 25). La víctima, entonces, era secuestrada (» chupada»),
encapuchada (» tabicada») e ingresada a un CCD. Allí, el rito iniciático era la tortura
bajo argumento de obtener la mayor información lo más rápido posible, en muchos
casos, sin embargo, la tortura se prolongaba durante el período de cautiverio, tanto la
física como la psicológica. El abanico de los métodos empleados, según palabras de la
Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (CONADEP), «sobrecoge por la
imaginación puesta en juego» (1984: 26). La deshumanización de la víctima,
identificada por un número y las pésimas condiciones sanitarias y alimenticias,
formaban parte del proceso tortuoso. Los destinos posibles podían ser la «recuperación»
e incorporación al staff de los agentes de la represión, la «liberación», generalmente
asociada a la legalización bajo disposición del PEN o el «traslado», que era sinónimo de
asesinato y desaparición del cuerpo. El «operativo» incluía el saqueo de los bienes de la
víctima en el momento del secuestro en su domicilio o mediante una segunda incursión.
El «botín de guerra» incluyó el robo de bebés, detenidos con sus madres o nacidos en
cautiverio y dados posteriormente en adopción.

Esta ingeniería represiva tuvo la particularidad de funcionar como una maquinaria de


engranajes, cuya segmentación dividía el trabajo diluyendo las responsabilidades,
dotando a los procedimientos de una apariencia burocrática consistente en la ejecución
de tareas rutinarias y mecánicas, a la vez que, lograba involucrar a gran parte de la
corporación militar en su conjunto.

Aunque la «lucha contra la subversión» funcionó como el principal factor de cohesión


interna y legitimación externa de las fuerzas de seguridad, aún así no estuvo exenta de
un sinnúmero de conflictos intra e Inter fuerzas (cfr. Canelo, 2004). El levantamiento
del comandante del III Cuerpo del Ejército Luciano B. Menéndez contra el comandante
en jefe Roberto Viola, frente a la «liberación» del detenido Jacobo Timerman, ex
director del diario La Opinión el 28 de agosto de 1979 es un ejemplo emblemático de
tales tensiones (Canelo, 2004: 286). A su vez, la estrategia represiva involucró la
participación de civiles que, pragmáticamente, se hicieron eco de la necesidad de
«erradicar a la subversión de la Argentina». Este proceso habilitó la racionalización de
estructuras institucionales diversas: empresas, escuelas, sindicatos, iglesias. Por
ejemplo, la denuncia de supuestos «terroristas» fue muchas veces una forma eficaz de
resolver problemas gremiales: el caso de Ford en Gral. Pacheco (provincia de Buenos
Aires), donde funcionó un CCD durante varios meses es un ejemplo paradigmático
(Novaro y Palermo, 2003: 115).

En cuanto a las responsabilidades, «el funcionamiento del aparato represivo clandestino


involucraba así a los altos mandos de las fuerzas, en forma casi total en el caso del
Ejército, a varios miles de oficiales y suboficiales militares y policiales y a un número
considerable de agentes civiles» (Novaro y Palermo 2003: 118).

El derrumbe precipitado del régimen a partir de la derrota de la guerra de Malvinas


apuró la transición a la democracia, y activó mecanismos corporativos orientados a
clausurar la cuestión de las responsabilidades por los crímenes cometidos. A este intento
respondió la publicación del «Documento final de la junta militar sobre la subversión y
la lucha contra el terrorismo» y la sanción de la ley 22.924 de «Pacificación Nacional»,
conocida como de «Autoamnistía». Ambas formulaciones consagraban la no revisión de
lo actuado en la «lucha contra la subversión» y la segunda declaraba, en su artículo 1º,
«extinguidas las acciones penales emergentes de los delitos cometidos con motivación o
finalidad terrorista o subversiva, desde el 25 de mayo de 1973 hasta el 17 de junio de
1982. Los beneficios otorgados por esta ley se extienden, asimismo, a todos los hechos
de naturaleza penal realizados en ocasión o con motivo del desarrollo de acciones
dirigidas a prevenir, conjurar o poner fin a las referidas actividades terroristas o
subversivas, cualquiera hubiera sido su naturaleza o el bien jurídico lesionado. Los
efectos de esta ley alcanzan a los autores, partícipes, instigadores, cómplices o
encubridores y comprende a los delitos comunes conexos y a los delitos militares
conexos».

Sin embargo, la erosión de la legitimidad del régimen militar hizo posible establecer
mejores condiciones para la democracia. Apenas asumido, en diciembre de 1983, el
gobierno democrático de Raúl Alfonsín puso en marcha una batería de medidas que
restituía la cuestión de las responsabilidades de los crímenes cometidos. Para ello, en
primer lugar elevó el proyecto de ley de derogación de la ley de facto de «Pacificación
Nacional», que alcanzó su sanción el 22/12/1983. Simultáneamente, sancionó los
decretos Nº 157 y Nº 158 (13/12/1983), que dictaminaban el enjuiciamiento de los
dirigentes de las organizaciones armadas y de las cúpulas militares, respectivamente.
Por último, mediante el decreto Nº 187 (15/12/1983), el Poder Ejecutivo daba creación
a la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (CONADEP) con el objetivo de
esclarecimiento de los hechos, la recepción de denuncias y de pruebas de los
acontecimientos represivos. De esta manera procuraba crear las condiciones
institucionales para la concreción dos actos fundacionales para alcanzar un primer
consenso en torno al «imperio de la ley»: el Informe de la Comisión Nacional sobre
Desaparición de Personas y el Juicio a las Juntas Militares (Vezzetti, 2002: 114-115).

De acuerdo a su conformación de 13 miembros y cinco secretarios, la CONADEP,


dependiente del Ejecutivo, integrada por legisladores, personalidades públicas y
miembros de organismos de derechos humanos funcionaba como una intersección entre
el estado y la sociedad civil (Crenzel, 2008: 60).

Pese a las limitaciones dispuestas por el Ejecutivo, que dejaban a la comisión al margen
del establecimiento de responsabilidades, la CONADEP recibió denuncias y testimonios
de personas que reconocieron haber integrado grupos de tareas. Según el informe, los
testimonios, antes de tener un contenido ético de arrepentimiento, denunciaban haber
sido «abandonados por sus jefes» y haber estado atados a un «pacto de sangre» según el
cual «escapar» significaba la propia eliminación. A su vez, la comisión tomó la
iniciativa de enviar cuestionarios interrogando sobre lo actuado a los ex funcionarios del
gobierno militar y publicar el listado de altos mandos que rechazó la propuesta
(CONADEP, 1984: 263).

En el curso de la investigación, a fines de enero de 1984, la comisión tomó una decisión


crucial al respecto: la redacción de un proyecto solicitando al poder Ejecutivo que
garantizara la permanencia en el país de las personas presumiblemente relacionadas con
las desapariciones y la sustracción de menores. En estas circunstancias, la CONADEP
dejó de ser una mera instancia intermediaria entre la recepción de denuncias y la
elevación de la prueba a la justicia para agenciar la construcción de una verdad sobre las
desapariciones y sus responsables (Crenzel, 2008: 67-68). El decreto de creación de la
CONADEP, despojaba a la comisión de prerrogativas judiciales a la vez que la obligaba
a remitir a la justicia denuncias y pruebas relacionadas con la presunta comisión de
delitos. Sin embargo, aún con este escaso margen de acción, la comisión puso en juego
su autonomía. Frente a la demanda del Ministerio de Defensa de la remisión de pruebas
para su elevación al Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, la CONADEP decidió,
por el voto de la mayoría de sus miembros, remitir la prueba a la Justicia Civil y dejar
supeditada a los denunciantes el envío de copias de las presentaciones a la Justicia
Militar. (Crenzel, 2008: 90-91)

En el proceso de escritura del Informe requerido por el Ejecutivo, emergió nuevamente


el problema de cómo abordar las responsabilidades. Dentro de los límites impuestos por
el decreto presidencial, cabía la posibilidad de alusión a los responsables denunciados.
Luego de una serie de deliberaciones, se acordó que la lista de presuntos responsables
no sería publicada, aunque se entregaría al presidente para su disposición. Aún bajo este
acuerdo, la división de la escritura del informe Nunca Más habilitó estrategias
individuales de sus miembros y/o secretarios como la iniciativa de Graciela Fernández
Meijide, quien decidió privilegiar la inclusión de los testimonios que nombraran a los
responsables (Crenzel, 2008: 96). El 22 de abril de 1985 comenzó el juicio a los
comandantes que integraron las sucesivas juntas militares. La estrategia de la fiscalía
fue la de demostrar la responsabilidad conjunta y mediata de las juntas en la
construcción de la ingeniería a partir de la cual se perpetraron numerosos casos de
privación ilegítima de la libertad a través del cautiverio clandestino, la aplicación
sistemática de la tortura, el asesinato de los cautivos, el robo y saqueo de sus bienes.
Los fiscales buscaron, así mismo, demostrar que las Juntas habían negado
sistemáticamente estos hechos y que dicho dispositivo había excedido la represión a la
guerrilla (Crenzel, 1998: 138). La sentencia señaló la responsabilidad de los ex
comandantes en la creación de un sistema clandestino, rehusando la idea de una
conducción unificada y diferenciando las responsabilidades por armas. Esto se tradujo
en condenas disímiles y absoluciones. De los nueve ex comandantes, el Gral. Jorge R.
Videla y el almirante Emilio Massera fueron condenados a prisión perpetua, el Gral.
Roberto Viola a 17 años de prisión, el almirante Armando Lambruschini a 8 años y el
brigadier Orlando R. Agosti a 3 años y 9 meses y fueron sobreseídos por falta de
evidencia el brigadier Omar D. R. Grafiada y los miembros de la tercera junta militar
Leopoldo F. Galtieri, Jorge I. Anaya y Basilio A. Lami Dozo (Mántaras, 2005: 31). Al
mismo tiempo, el punto 30 del fallo extendió la responsabilidad penal a los oficiales
superiores a cargo de zonas, subzonas y áreas, así como a los «grupos de tareas»
responsables de los «operativos», vejaciones y asesinatos dentro de los CCD (Crenzel,
1998: 141-142). Este punto habilitó la incriminación y juicio de los cuadros
subordinados de las fuerzas y envalentonó los planteos y levantamientos militares cuyo
efecto inmediato fue la sanción de las leyes de Punto Final (1986) y Obediencia Debida
(1987), que ponían coto a las acciones judiciales.

En este sentido, la clasificación de las transiciones a la democracia en el Cono Sur de


América Latina discrimina los procesos históricos entre «transiciones pactadas con la
corporación militar» y «no pactadas». Entre las «no pactadas», el proceso argentino
habitualmente ha sido caracterizado como «transición por colapso», aludiendo a
precipitación de la transición posterior a la derrota de Malvinas (Ansaldi, 2006: 534-
539). Sin embargo, el levantamiento militar de la Semana Santa de 1987, los sucesivos
y sus consecuencias políticas han motivado la reclasificación del caso por algunos
analistas, que refieren, entonces, a la existencia de un «pacto postergado», que vino a
consagrar el triunfo del realismo político, limitando así el horizonte de promesas éticas
y de justicia inauguradas con la democracia (Quiroga, 2004: 29).
A pesar de la sanción de las leyes, hubo dos nuevos levantamientos, en 1988 y 1990,
que motivaron la estrategia del entonces reciente presidente electo, Carlos Menem, que
implementó los indultos a los «crímenes del pasado», dando amnistía a los militares
involucrados en las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura, a los
detenidos por su actuación durante la guerra de Malvinas y a los involucrados en los
levantamientos militares del período previo. Al año siguiente extendió los indultos tanto
a los ex comandantes de las juntas como a los líderes de las organizaciones armadas
presos o procesados. Dejó vigentes las penas destinadas a castigar a los militares
«carapintadas» que habían protagonizado el último levantamiento (Jelin, 2005: 544).
Todo esto supuso la clausura de los canales de judicialización por más de una década.
Recién en 2001, con la declaración de inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y
Obediencia Debida se hizo posible reabrir las causas penales.

VÍCTIMAS

La vaguedad de la «condición subversiva» alentada desde el discurso publicitario tendió


a desdibujar las fronteras de las identidades políticas, sindicales, sociales, culturales,
resguardando la lógica operativa seguida por los agentes de la represión (cfr. Catoggio y
Mallimaci, 2008). Ya antes del golpe circulaban discursos como la arenga con la cual
inauguró el año 1976 el teniente coronel Juan Carlos Moreno:

«Los enemigos de la Patria no son únicamente aquellos que integran la guerrilla


apátrida de Tucumán. También son enemigos quienes cambian o deforman en los
cuadernos el verbo amar; los ideólogos que envenenan en nuestras Universidades el
alma de nuestros jóvenes y arman la mano que mata sin razonar y sin razón (...) los
seudo sindicalistas que reparten demagogia para mantener posiciones personales, sin
importarles los intereses futuros de sus representantes ni de la Nación; el mal sacerdote
que enseña a Cristo con un fusil en la mano; los Judas que alimentan la guerrilla; el
soldado que traiciona a su unidad entregando el puesto del enemigo al centinela y el
gobernante que no sabe ser guía ni maestro» (citado en Vázquez, 1985:15).

Sin embargo, en la práctica la ingeniería del terrorismo de Estado se sostuvo, antes que
en la búsqueda del publicitado «virus de la subversión», en el seguimiento, fichaje y
represión de redes sociales concretas que daban sentido a los individuos, redes
reconstruidas a partir del trabajo de inteligencia y de la información arrancada a las
víctimas (cfr. Catoggio y Mallimaci, 2008).

La contracara del carácter clandestino de la represión es la inexistencia de registros


oficiales centralizados -al menos conocidos- de los hechos de violencia perpetrados. Se
ha podido corroborar que la confección de «fichas», que otorgaban un número a cada
detenido a partir del cual eran identificados durante el cautiverio, era elaborada en los
centros clandestinos de detención (CCD). Los datos obtenidos, a su vez, se enviaban a
distintos servicios de inteligencia correspondientes a las distintas fuerzas o comandos
conjuntos, cuyos archivos en su gran mayoría permanecen bajo el control de las fuerzas
de seguridad o han sido destruidos. Al momento, no se conoce un destino cierto de
centralización de la información. Esta situación hace imposible la contabilidad de las
«matanzas» que tuvieron lugar. Impide, del mismo modo, la documentación de la cifra
total de desaparecidos. El informe de la CONADEP, como ya mencionamos, logró
evidenciar 8.960 casos de desaparición de personas a partir de la reunión de testimonios
y documentación probatoria, de las cuales solo 1.300 fueron vistas en algún centro
clandestino de detención antes de su desaparición final. Actualmente, los casos
denunciados oficialmente alcanzarían aproximadamente los 10.000 casos, según la base
de datos centralizada por Estado. La base de datos se enmarca en la ley Nº 46 de la
Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, la cual designa una comisión pro-monumento
orientada a relevar todos los nombres de personas asesinadas o desaparecidas entre 1969
y 1983. Es importante notar que se amplía considerablemente el período, en relación al
documentado por la CONADEP en 1984 (1974-1983). La estimación histórica de los
organismos de derechos humanos es la de 30.000 desaparecidos, el número
mayoritariamente aceptado y reivindicado socialmente.

En contraste, las autoridades militares desmienten de plano que haya habido siquiera
7000 desaparecidos. Es emblemática en este punto la declaración del gral. Ramón Diaz
Bessone, en la entrevista concertada con Marie-Monique Robin el 13 de mayo de 2003:

»¡Algunos hablan de 30.000, pero es propaganda!. La famosa comisión contó 7.000 u


8.000. ¡Pero en esa cifra hubo algunos que fueron encontrados en ocasión del terremoto
de México! Otros murieron en combate y no se los pudo identificar, porque con
frecuencia los guerrilleros destruían sus huellas digitales con ácido» (Robin, 2005: 440)

Recientemente ha surgido, en torno a la cuestión de la precisión de las cifras de


desaparecidos, una serie de debates entre personalidades públicas, históricamente
ligadas al campo de los derechos humanos que suscitó no pocas polémicas también
entre los cientistas sociales. Graciela Fernández Meijide abrió mediáticamente la
discusión sobre las cifras con el pretexto de poner en evidencia los déficits que persisten
en el esclarecimiento de los crímenes cometidos y reforzar la urgencia de avanzar en la
construcción de una verdad judicial. Su argumento propone la necesidad de un cambio
en las estrategias de judicialización de los crímenes de lesa humanidad. La propuesta
apunta a seguir el modelo sudafricano en lo atinente a la rebaja de penas a cambio de
confesiones públicas. Frente a estos argumentos, Luis Eduardo Duhalde, al igual que
ella una histórica figura dentro del campo de los derechos humanos y, desde 2003,
Secretario de Derechos Humanos de la Nación, dio a conocer públicamente las variables
que fundamentan la cifra de 30.000. La estimación tiene en cuenta la existencia de
alrededor de 500 centros clandestinos de detención; las estimaciones sobre el número de
prisioneros en centros clandestinos como la Escuela Mecánica de la Armada, Campo de
Mayo, La Perla, Batallón de Tucumán, Circuito Camps, el Olimpo y el Atlético que,
considerados en su conjunto, superan ellos solos el número de víctimas denunciado por
la CONADEP; el cálculo en base a la proporción de habeas corpus presentados en el
país; el número de 150 mil efectivos militares dedicados a la represión ilegal durante el
período; los dichos de los jefes militares durante el régimen militar, sosteniendo la
necesidad de eliminar a 30.000 personas y, por último, los datos provistos por los
servicios de inteligencia que declaraban unas 22.000 víctimas en 1978, que constan en
los informes de la Embajada Norteamericana del Departamento de Estado (Carta de
Eduardo Luis Duhalde a Fernández Meijide, Perfil , 04/08/2009)

Más allá de los argumentos puestos en juego, la imposibilidad de contrastar


empíricamente uno u otro cálculo es la evidencia palpable de una modalidad represiva
clandestina que procuró no dejar huellas. En una escala que supera los miles, la cifra de
30.000 tiene la misma entidad que cada uno de los desaparecidos. En este punto, la
discusión acerca de las cifras se vuelve improductiva.
El informe Nunca Mas además de dar cifras elaboró una caracterización de las víctimas
y de las distintas modalidades represivas. Las personas que sufrieron períodos de
detención-desaparición y luego fueron «liberados» y/o persisten en esa condición de
«desaparecidos» son caracterizados según edad, sexo y de manera no excluyente según
ocupación y/o profesión. De acuerdo a estas categorías, la población fue
predominantemente masculina (70%) y concentrada en la franja etaria comprendida
entre los 21 y 35 años (71 %). A su vez, se especifica que, del 30% de mujeres
desaparecidas, el 3% estaba embarazado. La discriminación por categoría ocupacional
y/o profesional revela que la mayoría de la población se distribuye entre obreros (30%)
y estudiantes (21%). El resto se reparte entre empleados (17,9%), profesionales (10,
7%), docentes (5,7%), autónomos y varios (5%), amas de casa (3,8%), conscriptos y
personal subalterno de las fuerzas de seguridad (2,5%), periodistas (1,6%), artistas
(1,3%), religiosos (0,3%). Los casos documentados se concentran entre los años 1976
(45%), 1977 (35%) y 1978 (15%), aunque se registran ininterrumpidamente entre 1974
y 1980. Según estimaciones de los sobrevivientes, los CCD más poblados fueron «La
Perla» en Córdoba, donde hubo entre 2.000 y 1.500 secuestrados según el testimonio de
Graciela Geuna, «La ESMA» en Capital Federal, que alojó entre 3.000 y 4.500
detenidos según Martín Grass (Calveiro, 1998: 29). Otras estimaciones distinguen
también al «Club Atlético» en Capital Federal con alrededor de 1.500 detenidos,
«Campo de Mayo» donde los cálculos rondan los 4.000 casos y El Vesubio, donde se
acercan a los 2.000, ambos ubicados en Gran Buenos Aires (Novaro y Palermo, 2003:
118).

Ahora bien, la categoría «detenido-desaparecido» no agota las variantes represivas


implementadas durante la dictadura. La cifra de detenidos a disposición del PEN
ascendió de 5.182 a la de 8.625. La desagregación según el período de detención
permite discriminar 4.029 personas detenidas menos de un año, 2.296 de uno a tres,
1.172 de tres a cinco, 668 de cinco a siete y 431 de siete a nueve años. La categoría de
exiliados políticos reúne entre 1975 y 1980 cifras que oscilan entre los 20.000 y 40.000
casos (cfr. Novaro y Palermo, 2003: 76). En el caso de los niños nacidos en cautiverio,
la cifra registrada por la organización Abuelas de Plaza de Mayo y publicada por la
CONADEP registraba 174 casos, entre los cuales sólo 25 habían sido hallados al
momento de la publicación del informe. De la actualización de los datos resulta que en
2001 los niños buscados ascendieron a 300, de los cuales hasta febrero de 2001 fueron
resueltos 72 casos (cfr. Dillon, 2001: 4).

Por último, vale la pena aclarar que, en general, ni las categorías represivas, ni las
estimaciones parciales son excluyentes. Por ejemplo, fue habitual la circulación de
personas por distintos centros de detención, que luego fueron legalizadas y pasadas a
disposición del PEN. Otro caso recurrente fue el de detenidos-desaparecidos que, una
vez liberados, pasaron al exilio.

TESTIMONIOS

Algunas reflexiones posteriores a la dictadura de los propios agentes de la represión


ponen en evidencia, por un lado, la puesta en práctica de una estrategia represiva
clandestina concebida de antemano para todo el territorio nacional y, por el otro, la
complejidad que fue adquiriendo la puesta en marcha de esa ingeniería represiva:
«Toda la guerra estuvo basada en la división territorial en zonas, subzonas, sectores,
algo que fue muy beneficioso por los resultados, pero muy problemático para la
dirección de la guerra. Finalmente esto dispersaba los niveles de responsabilidad,
porque cada uno se sentía propietario de un pedazo de territorio (…) Esto hace mucho
más difícil el control por la jerarquía de la lucha contra la subversión» (Declaraciones
del gral. Harguindeguy, 14/05/2003 apud. Robin, 2005: 447)

En este mismo sentido, es elocuente contraponer las declaraciones públicas que


alentaron la condición «subversiva» durante el régimen militar, con las evaluaciones
sobre lo actuado elaboradas por los mismos perpetradores:

«[Subversión] es también la pelea entre hijos y padres, entre padres y abuelos. No es


solamente matar militares. Es también todo tipo de enfrentamiento social (Declaración
del gral. Videla, en Revista Gente, nº 560, 15 de abril de 1976)»

«Sin duda los desaparecidos fueron un error, porque, si usted compara con los
desaparecidos de Argelia, es muy diferente: ¡eran desaparecidos de otra nación, los
franceses volvieron a su país y pasaron a otra cosa! Mientras que aquí cada
desaparecido tenía un padre, un hermano, un tío, un abuelo que siguen teniendo
resentimiento contra nosotros, y esto es natural…» (Declaraciones del gral.
Harguindeguy, 14/05/2003 apud . Robin, 2005: 447)

En la práctica, la familia como unidad víctima de la represión dio lugar a una matriz
genealógica de reivindicación y de rememoración. Tanto la desaparición de familias
completas como la de alguno de sus miembros activaron la solidaridad de redes de
parentesco:

«Como esposa, madre, hermana, tía, quisiera saber qué pasó con mi familia. Al perderla
quedé en el desamparo y sin ningún recurso con dos hijas chicas. Mis hijos y mi esposo,
mi hermano y mi sobrino eran gente de trabajo, honrada, sin antecedentes policiales.
Tuve gran dolor que me llevaron un hijo asmático que precisa mis cuidados. Y a mi
sobrino ¿por qué se lo llevaron al pobre? ¿por qué Dios mío se llevaron a todos y qué
suerte han corrido? (Extracto del testimonio ante del secuestro de Juan Carlos Márquez,
49 años obrero ferroviario; Ramón Carlos Márquez, 23 años; y Benito Lorenzo
Márquez, 21 años, ambos obreros textiles; Norma Lidia Mabel Márquez, 19 años,
empleada; Carlos Erlindo Ávila, 40 años obrero de la alimentación y su hijo Pedro, 17
años. Denuncia ante la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, 1982 apud .
Duhalde, 1999: 335)
«Nuestro pañuelo tiene su propia historia, cuando se hizo la Marcha a Luján,
principalmente de estudiantes, decidimos ir. Pensamos entonces en la forma de
encontrarnos y reconocernos; es cierto que muchas nos conocíamos las caras, en el
rostro llevábamos la tragedia de la desaparición de nuestros hijos, pero ¿cómo íbamos a
reconocernos en medio de la multitud? Entonces decidimos llevar algo que nos
identificara. Así una madre sugirió que nos pusiéramos un pañal de nuestro hijo, porque
¿qué madre no guarda un pañal de su hijo? Y así lo hicimos. Después, ese pañal llevó el
nombre del hijo desaparecido y la fecha, inclusive, algunas prendieron en él la foto de
su hijo. Más adelante escribimos la consigna ‘Aparición con vida’, y, como nos dijo un
psicólogo: ‘Ustedes ‘socializaron’ la maternidad’; ya no pedíamos por uno, sino treinta
mil, por todos los hijos» (Testimonio de Juanita de Pergament, miembro de Asociación
Madres de Plaza de Mayo, s/f apud . Caraballo, Charlier y Garulli, 1998: 132)
Este capítulo atroz de la historia argentina, aún abierto, instaló socialmente la urgencia
de la verdad, el imperativo de justicia y el deber de memoria. Fue célebre el alegato de
acusación del Dr. Julio Strassera a los ex comandantes en el juicio a las juntas militares
en 1985:

»Por todo ello, señor presidente, este juicio y esta condena son importantes y necesarios
para la Nación Argentina, que ha sido ofendida por crímenes atroces. Su propia
atrocidad torna monstruosa la mera hipótesis de la impunidad. Salvo que la conciencia
moral de los argentinos halla descendido a niveles tribales nadie puede admitir que el
secuestro, la tortura o el asesinato constituyan hechos políticos o contingencias del
combate. Ahora que el pueblo argentino ha recuperado el Gobierno y el control de sus
Instituciones, yo asumo la responsabilidad de declarar en su nombre, que el sadismo no
es una ideología política, ni una estrategia bélica, sino una perversión moral; a partir de
este juicio y esta condena, el pueblo argentino recuperará su autoestima, su fe en los
valores en base a los cuales se constituyó en Nación y su imagen internacional
severamente dañada por los crímenes de la represión ilegal (...) Señores jueces: quiero
renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria.
Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo
argentino. Señores jueces: 'Nunca Más'» (apud. El Diario del Juicio, 17/09/1985: 12)
MEMORIAS

La pronta clausura de los canales de judicialización reforzó entre los organismos de


derechos humanos la necesidad de velar por un «deber de memoria». Para ello, se fijó
un calendario de rituales con fechas convocantes: el aniversario de la fundación de las
Madres de Plaza de Mayo (30 de abril), el de Abuelas de Plaza de Mayo (22 de
octubre), el día de la Vergüenza Nacional (29 en octubre) y la marcha de las
«Resistencia por la vida» (10 de diciembre). El punto máximo de concentración de
conmemoraciones y de condensación de sentidos es el día aniversario del golpe de
Estado: cada 24 de marzo (cfr. da Silva Catela, 2001: 169).

El impacto social del informe Nunca Más y los juicios a las juntas militares instaló una
verdad y un reclamo ético. La narrativa humanitaria que se privilegió en el informe
presentaba a los desaparecidos como «seres humanos cuyos derechos habían sido
avasallados», evitando dar detalles sobre sus adscripciones políticas y/o vinculaciones
con la guerrilla que pudiesen inducir a la opinión pública a elaborar justificaciones de
las violaciones perpetradas. Esta estrategia instaló una primera narrativa de memoria,
reapropiada mayoritariamente por los organismos de derechos humanos, que apelaba a
una imagen de «víctima». En paralelo, esta imagen habilitó la visibilidad de otras
demandas, en particular, de la organización Familiares y Amigos de Muertos por la
Subversión (FAMUS) que reclamaba al gobierno la creación de otra comisión que
investigara los hechos perpetrados por la guerrilla (cfr. Crenzel, 2008: 65 y 96). En
medio de estas tensiones, la batalla por el sentido fue ganada coyunturalmente por la
interpretación que pasó a la historia como la «teoría de los dos demonios», la cual
situaba a la sociedad entera como «víctima» de dos demonios, tanto de la violencia
guerrillera y como del terrorismo de Estado que la primera habría desatado.

Ha pasado a formar parte del acervo del sentido común la idea de que la «teoría de los
dos demonios» fue plasmada en el prólogo al informe de la CONADEP. Sin embargo,
otras interpretaciones como las de E. Crenzel (2008) sugieren que, en verdad, dicha
formulación tuvo lugar en la introducción que el entonces ministro del interior, Antonio
Troccoli, dio al programa televisivo destinado a difundir los avances de la CONADEP,
emitido el 4 de julio de 1983. En efecto, las versiones varían en la ponderación de los
medios: mientras que el prólogo ponía énfasis en la distancia abismal entre la violencia
ilegal implementada desde el Estado y la violencia guerrillera, la versión televisiva-que
finalmente se impuso- hacía hincapié en la equiparación de los medios empleados.

»De la enorme documentación recogida por nosotros se infiere que los derechos
humanos fueron violados en forma orgánica y estatal por la represión de las Fuerzas
Armadas (...) Se nos ha acusado, en fin de denunciar sólo una parte de los hechos
sangrientos que sufrió nuestra nación en los últimos tiempos, silenciando los que
cometió el terrorismo que precedió a marzo de 1976. Por el contrario, la comisión ha
repudiado siempre aquel terror (...) Nuestra misión no era investigar sus crímenes sino
estrictamente la suerte corrida por los desaparecidos, cualquiera que fueran, proviniesen
de uno u otro lado de la violencia. Los familiares de las víctimas del terrorismo anterior
no lo hicieron, seguramente, porque ese terror produjo muertes, no desaparecidos «
(CONADEP, 1984: 10-11)
El énfasis en la diferencia entre los «muertos del terrorismo» y el «sistema de
desaparición de personas» establece la discontinuidad entre un «terror» y otro. En
cambio, la introducción obligada que circuló por la T.V. funcionó como la condición
para emitir los avances de la investigación realizada por la CONADEP, al tiempo que,
como la cláusula que garantizaba al gobierno que no se condenara públicamente sólo al
«terrorismo de Estado»:

»Tróccoli legitimó a la CONADEP calificando de 'patriótica' su tarea, pero de inmediato


advirtió que su relato no comprendía la historia completa de la violencia al señalar que
'la otra cara se inició cuando recaló en las playas argentinas la irrupción de la subversión
y el terrorismo alimentado desde lejanas fronteras'» (cfr. Crenzel, 2008: 82)

Esta interpretación tiene «ecos» en diversos sectores sociales hasta nuestros días. Sin
embargo, nuevos acontecimientos dan aliento al surgimiento de otras claves
interpretativas del pasado reciente. A mediados de los años 1990, una serie de
acontecimientos públicos reavivó la memoria social. Por un lado, el escándalo
provocado por las declaraciones del capitán Adolfo Scilingo acerca de la metodología
de desaparición de personas, conocida desde entonces como «vuelos de la muerte», en
los cuales se arrojaba al Río de la Plata a detenidos aún vivos. Por el otro, la aparición
pública de una nueva organización de derechos humanos, HIJOS (Hijos por la
Identidad, la Justicia, contra el Olvido y el Silencio) que imprimió una narrativa
generacional que desplazaba la imagen de «víctima» para instalar la necesidad de
«recuperar el sentido de la militancia política y social de los años 1970» (cfr. Bonaldi,
2006). Junto con esta narrativa, este grupo inauguró una nueva metodología de denuncia
pública, el «escrache» a los represores, el cual, en el marco de canales de judicialización
clausurados, buscaba instalar la estigmatización y sanción social de los responsables
(cfr. da Silva Catela, 2001: 267). Simultáneamente, a partir de ese mismo año se ponen
en marcha diversas estrategias de judicialización alternativa. En el exterior se inician los
procedimientos para procesar a los militares argentinos en España e Italia. En el plano
nacional, la querella criminal por «delito de sustracción de menores», presentada por la
organización Abuelas de Plaza de Mayo, habilita la reapertura de procesos a los ex
comandantes Videla y Massera. A su vez, las declaraciones de Scilingo dan el puntapié
inicial a un proceso inédito, la apertura de los Juicios por la Verdad. Frente a la clausura
de las causas penales, estas causas permitían mantener vivos los juicios aunque sin
resultados punitivos. Apelando a los principios resguardados por la Corte
Interamericana de Derechos Humanos, el objetivo de las causas era resarcir las
violaciones al derecho de la verdad y el duelo. En estas condiciones, el gobierno
argentino se comprometía a garantizar el derecho a la verdad, consistente en el
agotamiento de todos los medios para alcanzar el esclarecimiento de lo sucedido con los
desaparecidos. Iniciado en 1998 en La Plata y en la Capital Federal, a partir de 1999
este impulso se extendió a las jurisdicciones de Rosario, Mendoza, Salta, Jujuy, Chaco y
Mar del Plata. En todos los casos, los emprendedores fueron los organismos de derechos
humanos, acompañados de familiares de víctimas. Estas causas tuvieron distintas
repercusiones: para algunos fueron meros paliativos, para otros la única alternativa para
mantener viva la esperanza de reapertura de los juicios penales. De hecho, habilitaron la
construcción de las pruebas que permiten hoy dar curso a las causas penales (cfr.
Miguel, 2006: 25-28).

En este clima, en 1996, el aniversario de los 20 años del golpe militar volvió a ocupar
un lugar central en la atención pública. Las iniciativas fueron emprendidas por los
organismos de derechos humanos, a los cuales se sumaron diversas organizaciones
sociales, con muy escasa participación del Estado nacional (cfr. Jelin, 2005: 548). Al
poco tiempo el Estado comenzó a asumir un rol activo en el campo de la memoria. Las
reivindicaciones de memoria ingresaron paulatinamente a la agenda estatal: en marzo de
1998, cobró forma la propuesta de construcción de una Parque de la Memoria, en el
marco más amplio de un proyecto del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, «Buenos
Aires y el Río», que incluía tres monumentos: a las víctimas del atentado a la
Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), a las víctimas del terrorismo de Estado
y a los Justos de las Naciones (cfr. Tappatá de Valdez, 2003: 97).

En 2001, la declaración de inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y


Obediencia Debida, dictada por el juez Gabriel Cavallo, potenció la reapertura de los
juicios penales a los represores de la última dictadura. Progresivamente, los organismos
de derechos humanos empezar a ganar espacios en el Estado: en 2002 la Ley 961 crea
en el ámbito del Gobierno de la Ciudad el Instituto Espacio para la Memoria (IEMA)
integrado por representantes de los organismos y del poder legislativo y ejecutivo. Con
más fuerza, a partir de 2003, el gobierno de Néstor Kirchner hace de la materia derechos
humanos una política de Estado. Ese mismo año, mediante el decreto 1259/03, se funda
el Archivo Nacional de la Memoria. De acuerdo a la ley 26.085 el 24 de marzo es
consagrado efeméride nacional y feriado laboral a partir del 2006. A su vez, a la lógica
archivística y conmemorativa se suma una política patrimonialista: por medio de la
resolución Nº 172, del 20 de febrero de 2006, se establece la intangibilidad de los sitios
donde funcionaron centros clandestinos de detención. En este marco, los ex CCD
Escuela Mecánica de la Armada (ESMA) (Capital Federal) y La Perla (Córdoba)
funcionan actualmente como «Espacios para la Memoria y para la Promoción y Defensa
de los Derechos Humanos», entre otros ex CCD en fases previas a su
institucionalización como «sitios de memoria». El caso de Campo de Mayo (Buenos
Aires) se encuentra en la etapa de realización de homenajes y construcción del Espacio
para la Memoria. Algunos casos como el del ex CCD «El Faro» Escuela de Suboficiales
de Infantería de Marina (Punta Mogotes-Buenos Aires) están aún en la fase de
identificación; otros ya entraron en la etapa de señalización como el «Escuadrón de
Comunicaciones 2» (Paraná - Entre Ríos) y Batallón de Arsenales 5 - Miguel de
Azcuenága (Tucumán). Por último, los predios de «La Escuelita» - Escuela «Diego de
Rojas» Famaillá, (Tucumán) y Batallón de Infantería de Marina (BIM 3) (Ensenada-
Buenos Aires) están en proceso de expropiación. A su vez, los casos del viejo
aeropuerto y base «Almirante Zar», en Trelew (Chubut) y del «Chalet Hospital Posadas
9» (Palomar-Buenos Aires), que no han sido estrictamente CCD sino lugares
emblemáticos de violencia de masa, forman parte del mismo proyecto. Estos datos han
sido tomados del Archivo Nacional de la Memoria.

En este escenario, donde el Estado interviene impulsando políticas de memoria, las


disputas salen a luz con virulencia: nuevos y viejos actores que reformulan viejas
demandas, reivindicando «la otra parte de la verdad» o «la memoria completa».

Desde el 2000, pero con más visibilidad a partir del 2003, Argentinos por la Memoria
Completa , liderados inicialmente por Karina Mujica, estableció vínculos con diversos
grupos y actores provenientes de los servicios de inteligencia, como el Servicio Privado
de Informaciones y Noticias (SEPRIN) y de las Fuerzas Armadas, como la Asociación
Unidad Argentina (AUNAR), la Unión de Promociones Navales y la Revista Cabildo ,
en su vocación por homenajear a los «héroes y mártires que combatieron la subversión».
De esta misma red forman parte otros grupos como la Asociación Víctimas del
Terrorismo de Argentina (AVTA), conducida por Lilia Genta y José Luis Sacheri, o
la Asociación Familiares y Amigos de los Presos Políticos Argentinos (AFyAPPA),
liderado por Cecilia Pando, esposa de un militar pasado a retiro por el gobierno de
Néstor Kirchner, cuyo órgano de difusión Revista B1 –Vitamina para la memoria de la
guerra en los ‘70 es una abierta provocación a la política de Estado. Colectivamente,
estos diversos grupos buscan impulsar un día nacional, el 5 de Octubre, que fije el
homenaje a las «Víctimas del Terrorismo» (cfr. Catoggio y Mallimaci, 2008).

En la medida en que el régimen de memoria se estructura fundamentalmente en torno al


activismo de los afectados y familiares, incluso devenidos en funcionarios estatales,
tiende a reforzarse una formación polarizada de memorias y olvidos. En contraste, para
algunos analistas, el horizonte de construcción de una conciencia colectiva de
responsabilidad parece posible solo cuando las víctimas son ajenas:

«No se trata de la transmisión de un acontecimiento sagrado: ese es el punto de vista


que suele predominar en las víctimas y sus representantes y da lugar a que se sientan
portadores de una verdad que sólo ellos pueden administrar. Tampoco se trata de una
denuncia moral que las jóvenes generaciones podrían dirigir a sus mayores. El núcleo
del problema radica en la posibilidad, dirigida a los que no fueron protagonistas, de una
recuperación crítica, reflexiva, de los hilos que unen su percepción y sus juicios a las
herencias de aquel pasado» (Vezzetti, 2009: 48).

INTERPRETACIONES GENERALES Y JURÍDICAS DE LOS HECHOS

En la Argentina, el debate sobre el uso jurídico del término genocidio cobró fuerza
fundamentalmente a partir de los escritos y sentencias del Juez Baltasar Garzón en
relación con las dictaduras latinoamericanas a fines de los años 1990. En concreto, en
1997 la justicia española inició una causa contra los militares argentinos por los «delitos
de terrorismo y genocidio» que cayó bajo la competencia de Garzón. En este contexto
se inscribe la sentencia del 2 de Noviembre de 1999, de su propia mano, que pone en
cuestión la exclusión de la categoría de grupo político de la definición de genocidio
establecida por la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio. La
versión definitiva del artículo 2º de la convención estableció: «Se entiende por
genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la
intención de destruir total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso
como tal: a) Matanza a miembros del grupo; b) Lesión grave a la integridad física o
mental de los miembros del grupo; c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones
de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) Medidas
destinadas a impedir nacimientos en el seno del grupo; e) traslado por la fuerza de niños
del grupo a otro grupo». A su vez, Garzón elabora una justificación que establece la
pertinencia de las tipificaciones de «grupo nacional» y «grupo religioso» para el caso
argentino considerado en su conjunto y del «grupo étnico» para el tratamiento especial
dirigido a la población de argentinos judíos. Siguiendo las argumentaciones que
propone el juez, la pertinencia de la caracterización de «grupo nacional» respondería a
una aniquilación parcial de la población argentina, eliminación que fue capaz de alterar
las relaciones sociales de la vida social en su conjunto y la plausibilidad de la
adjudicación de «grupo religioso» tendría que ver con la construcción de la identidad
del régimen en torno a una «occidentalidad cristiana».

Un segundo hito en la utilización jurídica del término tiene lugar a partir de la


reapertura de las causas penales en el país. Las sentencias dictadas en los juicios al ex
comisario Miguel Etchecolatz (2006) y al sacerdote Cristián Von Wernich (2007) se
encuadran en el «marco de un genocidio».

En el caso del ex comisario la sentencia dictaminó:

»Etchecolatz es autor de delitos de lesa humanidad cometidos en el marco de un


genocidio , que evidenció con sus acciones un desprecio total por el prójimo y formando
una parte esencial de un aparato de destrucción, muerte y terror. Comandó los diversos
campos de concentración en donde fueron humilladas, ultrajadas y en algunos casos
asesinadas las víctimas de autos. Etchecolatz cometió delitos atroces y la atrocidad no
tiene edad. Un criminal de esa envergadura, no puede pasar un sólo día de lo que le
reste de su vida, fuera de la cárcel» (citas textuales del fallo apud . Puentes , 2006)
En el caso de Von Wenich, el tribunal volvió a usar la fórmula «en el marco del
genocidio», retomando la argumentación anterior, pero ahora enriqueciéndola con los
aportes de dos trabajos, uno proveniente de las ciencias sociales, el otro de las ciencias
jurídicas. El primero titulado, El genocidio como práctica social. Entre el nazismo y la
experiencia argentina y Genocidio en la Argentina , de Daniel Feierstein (2007) y el
segundo, Genocidio en la Argentina, de Mirta Mántaras (2005).

La causa de Von Wernich instaló un desafío en torno a la definición de la identidad del


grupo nacional para la fundamentación del «marco del genocidio». Este desafío surgía
de la multiplicidad de pertenencias sociales y políticas que reunían las víctimas:
empresarios, militantes peronistas de «derecha» y de «izquierda», periodistas que
adhirieron al golpe de Estado, amas de casa sin militancia previa. Para sortear este
obstáculo, el tribunal se valió del trabajo de Mántaras para fundamentar que el grupo
nacional afectado por el «genocidio» no era preexistente sino construido por los mismos
agentes de la represión en torno a todo individuo que se opusiera al plan económico
implementado o que fuera sospechoso de entorpecer los fines de la empresa militar.
Para reforzar esta idea, los jueces apelaron al concepto de «genocidio reorganizador»
elaborado por Feierstein, caracterizado como un modelo de destrucción y refundación
de relaciones sociales (cfr. Badenes y Miguel, 2007: 16-17).
El esfuerzo por instalar jurídicamente el término de genocidio convive con la
imposibilidad legal de condenar en el marco de la nación por «delito de genocidio». El
impedimento resulta de la inexistencia del tipo penal de genocidio en el Código Penal
de la Nación. En ese marco, si bien la ratificación argentina del Acuerdo sobre
Privilegios e Inmunidades de la Corte Penal Internacional otorgada en 2007 concibe el
tipo penal de genocidio, la aplicación de este «delito internacional» no puede ser
retroactiva (cfr. Badenes y Miguel, 2007: 16-17).

En el plano de las ciencias sociales, las discusiones en torno a la potencialidad analítica


del concepto de «genocidio» para dar cuenta de la violencia de masas sufrida durante la
última dictadura representan un debate todavía abierto.

Entre las posiciones proclives a sostener la pertinencia del concepto de genocidio para
el caso argentino, uno de los referentes más prolíficos es el ya mencionado de Daniel
Feierstein. El autor desarrolla un complejo argumento en diversos libros y publicaciones
donde justifica la adecuación del término.

En primer orden, considera válida la caracterización de «grupo nacional» para el caso


argentino aduciendo que los perpetradores se propusieron destruir un determinando
entramado de relaciones sociales, a los fines de producir una modificación sustancial
capaz de alterar la vida del conjunto de la sociedad. En segundo lugar, asume que la
Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio incluye al «grupo
racial», basándose no en la discriminación positiva de razas sino en la construcción
imaginaria del concepto de raza en tanto metáfora de construcción de la alteridad. A
partir de allí hace un ejercicio de analogía entre la concepción biologicista del genocidio
nazi, definido sobre las diferencias raciales de los individuos, con el carácter
«degeneracionista» que asumieron las acciones del llamado «delincuente subversivo»
para las autoridades militares:

El delincuente subversivo se caracteriza por una serie de acciones de orden socio-


político –no individuales, sino mayoritariamente colectivas– pero, al igual que en el
caso de judíos y gitanos para el nazismo, las consecuencias de sus acciones asumen
caracteres de degeneración que remiten a la metáfora biológica y requieren un
tratamiento de emergencia, separando lo sano de lo enfermo y restituyendo la salud al
cuerpo social, mediante un tratamiento penal máximo que será, a la vez, secreto, ilegal y
extensivo (...) Las víctimas del genocidio en Argentina se caracterizan directamente por
su militancia, entendiendo en sentido amplio a este concepto, que permite incluir al
cuadro político-militar de las organizaciones armadas de izquierda como al delegado de
fábrica, al miembro de un centro estudiantil secundario o al vecino que pilotea las
experiencias del club barrial (Feierstein, 2006: 30).

Por último, Feierstein acerca el «grupo político» -excluido de la Convención- al «grupo


religioso» al igualarlos en tanto «sistemas de creencias» y al proponer que el análisis del
genocidio argentino en los términos de una batalla ideológica que asume caracteres
religiosos, gracias al involucramiento de la iglesia católica y a la definición del régimen
genocida en función del eje de la occidentalidad cristiana, sugiere la pertinencia de
«genocidio religioso», el cual parece corresponderse mucho más con los hechos
ocurridos que la definición de politicidio o genocidio político.
Para el autor, la potencialidad del uso de esta categoría reside en la posibilidad de
establecer:

«la existencia de un hilo conductor que remite a una tecnología de poder en la que la
‘negación del otro’ llega a su punto límite: su desaparición material (la de sus cuerpos)
y simbólica (la de la memoria de su existencia)» (Feierstein, 2004: 88).

Para otros autores, en cambio, es esta concepción teleológica la que ha conducido a un


abuso del término:

»en la Argentina la noción y las representaciones del genocidio han desbordado


ampliamente la acepción jurídica. No sólo ha quedado establecido como el término que
designa los asesinatos masivos del terrorismo de Estado sino que, en una acepción
mucho más amplia, se usa a menudo para calificar las políticas económicas en curso y
sus efectos de pobreza, marginación y violencia estructural. Comencemos por lo más
obvio: llamar genocida a las consecuencias de una política económica no sólo implica
un desconocimiento del concepto, sino que, lo que es más grave, conlleva a una
injustificable trivialización de las experiencias históricas de los crímenes masivos del
siglo XX, incluyendo la masacre argentina» (Vezzetti, 2002: 160).
Quienes se oponen al uso del término para el caso argentino lo hacen en función de la
naturaleza esencialmente política de la represión y de las víctimas elegidas (cfr. Sigal,
2001; Romero, 2002), en contraste con la pasividad de las víctimas de genocidio,
asimiladas a un grupo identitario al margen de la lucha política (cfr. Vezzetti, 2002:
164).

Ambos enfoques, aún con argumentaciones claramente diferenciadas, son solidarios con
la narrativa de memoria actualmente más extendida, que hace de la militancia (política,
social, sindical, religiosa) el atributo característico y determinante de las víctimas del
terrorismo de Estado. El intento por encontrar una lógica explicativa de la violencia de
masas sufrida impulsa a menudo a los cientistas sociales y actores políticos a simplificar
la complejidad del proceso represivo, la trama cívico-militar de responsabilidades y la
diversidad social de las víctimas, ya sea recurriendo a un atributo homogeneizador
como la militancia -determinante en muchos casos, pero no en otros tantos, igualmente
significativos- y/o imputando a los hechos la eficacia reorganizadora de un tipo de
violencia genocida. En este ejercicio se diluye la potencialidad simbólica de la categoría
jurídica adoptada en el país para la judicialización de estos crímenes: la de «delitos de
lesa humanidad». Esta categoría englobante, de la cual el genocidio es sólo una especie,
condensa la fuerza de la sanción sobre el Estado criminalizado, antes que sobre las
características de las víctimas.

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